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ENTREVISTA
Por cierto: mentí. No era verdad que hubiera estado fascinada por él en mi
adolescencia. Nunca me había gustado. Pero pensé que podía ser un comienzo
útil, y funcionó. Este tipo de recursos me parecen lícitos; forman parte de las
armas del entrevistador. El personaje, por su parte, decreta el lugar, el momento,
la duración de la charla: esas son sus fichas. Por eso el periodista debe
prepararse muy bien el inicio de la conversación, sobre todo si va a ser un
encuentro breve. Si sólo tienes, pongamos, media hora, es esencial crear un clima
adecuado rápidamente. Delimitar desde el principio el terreno de juego. Cuando
habló con la dirigente india Indira Gandhi, la celebérrima Oriana Fallaci empezó
con las preguntas más duras y agresivas, en vez de guardarlas para el final, como
muchos hacen, por si el personaje se enfada y te echa; sin duda calculó que Indira
era una mujer guerrera que iba a estar a la altura de ese reto, y acertó en su
estrategia: la entrevista le salió redonda. Recuerdo que, cuando entrevisté por
primera vez a Fraga Iribarne, durante la Transición, hace milenios, me sentía
bastante amedrentada; la semana anterior, el temperamental político había
sacado en volandas de su casa, agarrado por el cuello, a un reportero con el que
se había enfadado. Y yo quería, yo debía preguntarle cuestiones por entonces
palpitantes y difíciles: ya digo que muchas veces preguntar da miedo. Así que me
preparé el comienzo de la charla con exquisito cuidado. Primero le dije: "Me han
contado que tiene usted un gran sentido del humor" (cosa que se comentaba de
verdad y que era cierta: podía ser muy gracioso). A Fraga le halagaron estas
palabras, como es natural, y se apresuró a corroborarlas. Entonces añadí:
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"También me han contado que puede tener usted unos prontos tan ásperos que
la semana pasada sacó a un periodista agarrado del cuello". Y ahí se le mudó un
poco la cara y empezó a decir que no, que no era cierto, que lo del periodista no
había sido exactamente así y que él no tenía prontos de ningún tipo. Te pillé,
pensé con secreto alivio de cobardica: al hacer gala de su sentido del humor,
estaba obligado a mantenerlo, y al desmentir sus arrebatos, tendría que
esforzarse por controlarlos.
Así, intentando mantener la cabeza fría y siendo lo más fiel posible a lo ocurrido,
redactas la interviú como quien cuenta un cuento. Es decir: intentas perfilar un
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rasgo del personaje, entender su manera de ver el mundo, atrapar alguno de los
múltiples y mudables garabatos que componen la identidad de cada cual. "El yo
es un movimiento entre el gentío", decía Henri Michaux, y el periodista procura
pescar uno de esos movimientos íntimos del yo entre el gentío de yoes que nos
habita. Exactamente igual que cuando diseñas un personaje de ficción, sólo que
en los relatos los personajes nacen de tu imaginación y en las entrevistas han de
responder a la realidad.
Para esto, para ver, para intuir al personaje, hay que utilizar todos los recursos
posibles. La información que da el entrevistado no se limita ni mucho menos a lo
que dice; sus titubeos, sus gestos, su tono de voz, la manera de mirar y de
moverse, su ropa, su actitud, la fuerza o languidez de su apretón de manos, los
detalles del entorno, la decoración de su casa, si es que estamos en su casa; la
relación de los demás con ella o él (secretarios, ayudantes, familia) e incluso la
sensación emocional que despierta en ti: si te apabulla, o te pone nerviosa,
también es por algo. Las clásicas minientrevistas de Manuel del Arco eran breves
y muy sencillas, casi únicamente preguntas y respuestas; pero Del Arco se incluía
de algún modo en ellas y, por ejemplo, le preguntaba a un barítono alemán
wagneriano cuánto medía y cuánto pesaba, porque el periodista decía sentirse
abrumado por su presencia física; y así, esa enorme presencia formaba parte de
la definición del cantante, a quien casi te parecía ver como un rotundo y carnal
Nibelungo.
Por eso los periodistas que se empeñan en quedar mejor que el entrevistado y
que se pican si el personaje se mete con ellos siempre me han parecido unos
idiotas. Porque la finalidad de las entrevistas no es competir con nadie, sino
intentar atisbar y entender cómo es el otro. Y si el personaje pierde los papeles,
si se sulfura y suelta un exabrupto contra ti, está rompiendo su coraza, se está
entreabriendo y delatando, de modo que en realidad es estupendo. No hay que
sentirse personalmente agredido por los personajes, del mismo modo que los
psicoanalistas no se sienten agredidos (o no deberían) por el malhumor de sus
pacientes. De hecho, creo que entre las entrevistas llamadas de personalidad y
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el psicoanálisis hay bastantes similitudes, empezando por la distancia profesional:
tú entrevistas desde fuera de ti, desde un lugar que no es exactamente el tuyo,
un lugar más sereno, de escudriñador del comportamiento. Y, como en el
psicoanálisis, puedes llegar a alcanzar asombrosos momentos de intimidad con
un completo extraño.
La cuestión es, pues, romper la coraza, bucear un poco. Se puede intentar esa
inmersión por medio de la esgrima, del debate y el enfrentamiento: la añorada
Soledad Alameda cultivaba muy bien ese registro. Yo también lo he utilizado, pero
creo que me muevo mejor en la vía contraria, en la de la complicidad y la empatía.
Y para ello se necesita un requisito esencial: verdadera curiosidad. Verdadero,
genuino deseo de saber cómo es el otro. Y aprender a oír sin juzgar, o sin que tus
sentimientos afloren en el rostro, aunque luego, naturalmente, ofrezcas tu juicio
personal sobre el entrevistado al escribir la entrevista. Ese es el secreto: que el
personaje perciba que tú quieres escucharle de verdad. Que te interesa
auténticamente. Eso es lo que nos mueve a todos a la locuacidad, porque, en el
fondo, todos queremos ser escuchados y entendidos de ese modo. Y así sucede
que, a veces, pocas veces, en las entrevistas que salen bien, de repente se
produce un momento en el que el personaje se abre como una rara concha
marina, y empieza a hablar desde muy hondo con palabras auténticas, tan
auténticas que sientes que se te eriza el vello. Y entonces te quedas quieta, muy
quieta, intentando no estropear ese lazo tan sutil de comunicación, tirando muy
suavemente del hilito, como quien pesca un hermoso pez resbaladizo, sintiendo
que siquiera por un instante has logrado ese extraño prodigio que consiste en
rozar el interior de una persona. Hasta que, inevitablemente, el embrujo se rompe,
el otro se retira y las aguas se cierran, pero no sin antes haberte dejado atisbar
por un momento un puñado de escamas, un lomo fugitivo, el centelleo esencial
de lo que somos. Pura magia.
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Mario Vargas Llosa
Escritor
EL PREMIO Nobel de Literatura 2010, Mario Vargas Llosa, es quizá uno de los
escritores más entrevistados de la historia.
Esther Tusquets
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Editora y escritora
En la edición, como en casi todo en la vida, hace falta suerte; un 70% es saber
jugar, y el resto, las cartas.
Bernard Pivot
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Cada periodista tiene la suya. Mi técnica es basta, espontánea, franca, ingenua,
tal vez falsamente ingenua, empática.
Juan Villoro
Escritor
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Rosa Montero ha publicado este año la novela Lágrimas en la lluvia (Seix Barral,
2011. 480 páginas. 20 euros. Electrónico: 13,99 euros) y la recopilación de textos
publicados en EL PAÍS entre los años 1998 y 2010 El amor de mi vida (Alfaguara,
2011. 272 páginas. 18 euros). Jacqueline Kennedy. Conversaciones históricas
sobre mi vida con John F. Kennedy. Entrevistas con Arthur M. Schlesinger.
Introducción y notas de Michael Beschloss. Traducción de Elena Alemany Aguilar.
Madrid, 2001. 360 páginas. 18,50 euros. Vanity Fair. Cuestionario Proust. VV.A.
A. Traducción de Virginia Collera. Nórdica. Madrid, 2011. 224 páginas. 25 euros.
A la venta el 31 de octubre. www.rosa-montero.com.www.clubcultura.com/
clubliteratura/clubescritores/montero
Fuente primaria:
http://elpais.com/diario/2011/10/08/babelia/1318032733_850215.html
Fuente secundaria:
http://omarraulm.com/?page_id=207
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La crónica, un género del periodismo literario equidistante
entre la información y la interpretación
Dr. Rafael Yanes Mesa
1. El periodismo literario
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Las diferencias entre ambos se difuminan en el periodismo literario. Son trabajos
periodísticos con elementos propios de la literatura, o, dicho de otra forma,
escritos literarios con una función informativa. Los lectores de los artículos que
hoy proliferan en la prensa diaria buscan el placer de leer trabajos creativos en
los que abundan recursos lingüísticos propios de una obra literaria, aunque
informan sobre asuntos de candente actualidad. Es literatura, pues lo importante
es la belleza del texto, pero también es periodismo, ya que no abandona su
función informativa, por lo que no es adecuado afirmar que un escrito es
periodístico o es literario pero no ambas cosas a la vez, ya que hay textos en los
que la literatura y el periodismo “se abrazan” (López Pan, 1996: 123).
Gonzalo Martín Vivaldi (1998: 249) cree que la diferencia entre periodismo y
literatura no es que el primero represente la objetividad y la segunda la
subjetividad. En su opinión, el buen periodismo es también literatura. Son dos
disciplinas que hoy se solapan, pues la literatura es, o debería ser, un mensaje
comprometido, un reflejo fiel del mundo en que se vive, y el periodismo supone,
además de comunicación, revelación, descubrimiento de esa realidad. Es decir,
la literatura tiene mucho de comunicación, y el periodismo también es
subjetivismo sobre la propia realidad. Este autor concluye con la afirmación de
que el periodismo no es un arte literario menor, sino un arte literario diferente.
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2. La crónica, entre la información y la interpretación
Para el profesor Martínez Albertos (1983: 361), la crónica tiene esta doble
finalidad, pues además de ser el texto narrativo de unos hechos, contiene
también la valoración interpretativa de los mismos, ya que se trata de un género
que, particularmente en España, está redactado con un estilo ambiguo entre el
propio de un periodismo informativo y el de solicitación de opinión. En su opinión,
la crónica es la narración de una noticia con ciertos elementos valorativos, que
siempre deben ser secundarios respecto al relato del hecho que la origina. Se
trata de un texto que intenta reflejar lo acaecido entre dos fechas, de ahí le viene
su origen etimológico, y además forma parte de un grupo de géneros que él
denomina para la interpretación periodística por encuadrarse dentro del marco
referencial del “mundo del relato”.
Gabriel García Márquez (2001: 2) tampoco cree que las fronteras de este género
estén bien definidas, y estima que nunca se aprenderá a distinguir a primera vista
entre géneros tan diferentes como el reportaje y la crónica, e incluso entre estos
géneros periodísticos y el cuento o la novela. La crónica está a caballo entre la
información pura, en cuanto aporta datos de actualidad, y el periodismo de
interpretación, ya que incluye valoraciones personales (Muñoz, 1994: 133).
Pero posiblemente, la principal confusión con este género está producida desde
el propio periodismo. Algunos periódicos anuncian una “crónica de nuestro
corresponsal”, cuando se trata realmente de una noticia sin ningún componente
interpretativo. El cronista tiene la misión de informar sobre lo sucedido, de
contarlo, pero, a diferencia de la noticia, lo comenta desde su punto de vista. Es
un relato sobre un hecho noticiable, pero en el que se incluye la valoración parcial
de su autor. Se trata de una interpretación subjetiva de los hechos ocurridos,
contados desde el lugar en el que se producen y con una implicación clara de su
cronología.
Por esta condición, son varios estudiosos los que apuestan por considerar que la
crónica es un texto estrictamente informativo. Ana Francisca Aldunate y María
José Lecaros (1989: 13) afirman que lo importante de este género es la función
narrativa, y lo definen como un relato directo e inmediato de una noticia, una
narración de los sucesos de actualidad con un esquema poco rígido. En su
opinión, la crónica es un género esencialmente informativo, y lo definen como un
relato desapasionado que muestra uno o varios hechos ordenados, con lead y
en una estructura de pirámide invertida, es decir, se relata lo sucedido
jerarquizando en forma decreciente las distintas partes teniendo en cuenta el
interés informativo, como en la noticia.
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Además, su estilo creativo la acerca a la literatura. El profesor Martínez Albertos
(1983: 360) afirma que la crónica puede ser considerada un género literario muy
desarrollado en el periodismo latino, y desconocido, al menos con estas
características, en el periodismo anglosajón. Cercano a una obra literaria también
lo considera Héctor Borrat (1989: 122), quien asegura que la crónica es un texto
redactado con estilo libre, firmado por su autor, y que se caracteriza
principalmente por el uso de recursos propios de la literatura.
Pero además, la crónica tiene los límites éticos del periodismo en general, que
impiden la deformación de lo que realmente ha sucedido. Se plasma la visión
personal del cronista, aunque sin desvirtuar los hechos noticiables objetivos. La
interpretación subjetiva del periodista nunca puede significar una distorsión de lo
ocurrido, ya que por encima de las preferencias ideológicas del cronista está la
objetividad de lo acontecido. Después, el periodista ofrece su particular visión
sobre las causas que lo han motivado o las consecuencias que en el futuro
pueden haberse originado. En resumen, el hecho de firmar la crónica otorga a su
autor toda la libertad expresiva en su estilo personal, pero este principio siempre
debe contemplar las limitaciones deontológicas de la veracidad de los hechos
narrados.
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El primer párrafo, además, tiene la función de captar un mayor interés por parte
del lector. Para ello, se debe comenzar con un juicio acertado y original, o con
una apelación a lo sucedido por medio de una frase impactante. El objetivo es
que el receptor se sienta atraído por su lectura hasta el final del texto. Es corriente
una técnica que consiste en dejar algún interrogante de cierta importancia en la
entradilla para obligar a buscar la respuesta en el cuerpo, pero es necesario
hacerlo con precaución, ya que el interés suscitado debe verse finalmente
compensado.
Las crónicas son tan variadas como los estilos de sus autores. Cada cronista
imprime su sello personal, por lo que intentar hacer una clasificación válida para
todos los casos es una misión algo complicada. Por ello, algunos autores
prefieren distinguirlas teniendo en cuenta el asunto del que tratan -crónica de
sucesos, crónica deportiva, crónica taurina…- o el lugar desde el que se realizan
-crónica de corresponsal en el extranjero, crónica de corresponsal en provincias,
crónica de enviado especial…- (García Núñez, 1985: 63). Lorenzo Gomis prefiere
diferenciarlas en sólo dos tipos: la crónica que cubre un lugar, y la crónica que
cubre un suceso. Para este autor, mientras que en el primer grupo el periodista
relata y valora cualquier
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asunto que se presente en el sitio desde donde la realiza, en el segundo caso lo
normal es que se trate de un especialista en crónicas judiciales, deportivas o
parlamentarias.
Pero además de estos criterios, lo que define a una crónica es su estilo. Se trata
de un texto que siempre debe estar elaborado con recursos creativos, ya que es
el rasgo característico de su esencia como género periodístico diferenciado. En
palabras de Martín Vivaldi (1998: 139), todo buen cronista debe “informar
literariamente”. Pero también es un texto informativo, por lo que debe estar
redactado con claridad, sencillez y precisión. Son textos que informan sobre
acontecimientos políticos, sociales, deportivos o taurinos desde el lugar en el que
se han producido, pero el cronista imprime su propio estilo en un género que
podemos considerar “de autor”. Y esta dualidad es la que permite diferenciarlas
en dos grupos. Cuando su estilo le da un contenido preferentemente centrado en
la función informativa sin llegar a ser una noticia, tenemos la crónica informativa;
y cuando principalmente está inclinado hacia una valoración de lo sucedido sin
olvidar la información, se trata de una crónica valorativa.
6. Referencias bibliográficas
Borrat, Héctor: El periódico, actor político. Editorial Gustavo Gili, Barcelona, 1989.
Elías Pérez, Carlos: La ciencia a través del periodismo. Nivola Ediciones, Madrid,
2003.
La vida está hecha de malentendidos: los solteros y los casados se envidian por
razones tristemente imaginarias. Lo mismo ocurre con escritores y periodistas. El
fabulador "puro" suele envidiar las energías que el reportero absorbe de la realidad,
la forma en que es reconocido por meseros y azafatas, incluso su chaleco de
corresponsal de guerra (lleno de bolsas para rollos fotográficos y papeles de
emergencia). Por su parte, el curtido periodista suele admirar el lento calvario de
los narradores, entre otras cosas porque nunca se sometería a él. Además, está
el asunto del prestigio. Dueño del presente, el "líder de opinión" sabe que la
posteridad, siempre dramática, preferirá al misántropo que perdió la salud y los
nervios al servicio de sus voces interiores.
Aunque el whisky sabe igual en las redacciones que en la casa, quien reparte su
escritura entre la verdad y la fantasía suele vivir la experiencia como un conflicto.
"Una felicidad es toda la felicidad: dos felicidades no son ninguna felicidad", dice
el protagonista de Historia del soldado, la trama de Ramuz que musicalizó
Stravinski. El lema se refiere a la imposibilidad de ser leal a dos reinos, pero se
aplica a otras tentadoras dualidades, comenzando por las rubias y las morenas y
concluyendo por los oficios de reportero y fabulador.
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En casos impares (Josep Pla, Alvaro Cunqueiro, Ramón Gómez de la Serna,
Salvador Novo, Alfonso Reyes, Roberto Arlt), publicar en periódicos y revistas ha
significado una escritura continua, la episódica creación de un libro desbordado,
imposible de concluir. Para la mayoría, suele ser una opción de Lejano Oeste, la
confusa aventura de la fiebre del oro.
Tal vez llegará el día en que los periódicos compren la prosa "en línea", a medida
que se produce. Sin embargo, desde ahora es posible detectar la casi instantánea
relación entre la escritura y el dinero, economías de signos y valores. Nada más
emblemático que el hecho de que el poeta Octavio Paz trabajara en el Banco de
México quemando billetes viejos, Franz Kafka perfeccionara su paranoia en una
compañía aseguradora y William S. Burroughs escogiera el delirio narrativo en
respuesta al invento del que derivaba la fortuna de su familia, la máquina
sumadora.
Estímulo y límite, el periodismo puede ser visto desde la literatura como el boxeo
de sombra que permitió a Hemingway subir al ring, pero también como tumba de
la ficción (cuando el protagonista de Conversación en La Catedral entra a un
periódico, siente que compromete su vocación de escritor en ciernes y ve la
máquina de escribir como un pequeño ataúd en el escritorio).
Comoquiera que sea, el siglo XX volvió específico el oficio del cronista que no es
un narrador arrepentido. Aunque ocasionalmente hayan practicado otros géneros,
Egon Erwin Kisch, Bruce Chatwin, Alvaro Cunqueiro, Ryszard Kapuscinski, Josep
Pla y Carlos Monsiváis son heraldos que, como los grandes del jazz, improvisan la
eternidad.
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Algo ha cambiado con tantos trajines. El prejuicio que veía al escritor como artista
y al periodista como artesano resulta obsoleto. Una crónica lograda es literatura
bajo presión.
Un género híbrido
Si Alfonso Reyes juzgó que el ensayo era el centauro de los géneros, la crónica
reclama un símbolo más complejo: el ornitorrinco de la prosa. De la novela extrae
la condición subjetiva, la capacidad de narrar desde el mundo de los personajes y
crear una ilusión de vida para situar al lector en el centro de los hechos; del
reportaje, los datos inmodificables; del cuento, el sentido dramático en espacio
corto y la sugerencia de que la realidad ocurre para contar un relato deliberado,
con un final que lo justifica; de la entrevista, los diálogos; y del teatro moderno, la
forma de montarlos; del teatro grecolatino, la polifonía de testigos, los parlamentos
entendidos como debate: la "voz de proscenio", como la llama Wolfe, versión
narrativa de la opinión pública cuyo antecedente fue el coro griego; del ensayo, la
posibilidad de argumentar y conectar saberes dispersos; de la autobiografía, el
tono memorioso y la reelaboración en primera persona. El catálogo de influencias
puede extenderse y precisarse hasta competir con el infinito. Usado en exceso,
cualquiera de esos recursos resulta letal. La crónica es un animal cuyo equilibrio
biológico depende de no ser como los siete animales distintos que podría ser.
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producir un solo suceso. Incluso las cámaras de televisión son proclives a la
discrepancia: un futbolista está en fuera de lugar en una toma y en posición
correcta en otra. En forma aún más asombrosa, a veces las cámaras no muestran
nada: desde 1966 el gol fantasma de la final en Wembley no ha acabado de entrar
en la portería.
El cronista trabaja con préstamos; por más que se sumerja en el entorno, practica
un artificio: transmite una verdad ajena. La ética de la indagación se basa en
reconocer la dificultad de ejercerla: "Quien asume la carga de testimoniar por ellos
sabe que tiene que dar testimonio de la imposibilidad de testimoniar", escribe
Agamben.
La empatía con los informantes es un cuchillo de doble filo. ¿Se está por encima o
por debajo de ellos? En muchos casos, el sobreviviente o el testigo padecen o
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incluso detestan hallarse al otro lado de la desgracia: "Esta es precisamente la
aporía ética de Auschwitz", comenta Agamben: "el lugar en que no es decente
seguir siendo decentes, en el que los que creyeron conservar la dignidad y la
autoestima sienten vergüenza respecto a quienes las habían perdido de
inmediato".
¿Qué espacio puede tener la palabra llegada desde fuera para narrar el horror que
sólo se conoce desde dentro? De acuerdo con Agamben, el testimonio que asume
estas contradicciones depende de la noción de "resto". La crónica se arriesga a
ocupar una frontera, un interregno: "los testigos no son ni los muertos ni los
supervivientes, ni los hundidos ni los salvados, sino lo que queda entre ellos".
Objetividad
La vida depara misterios insondables: el aguacate ya rebanado que entra con todo
y hueso al refrigerador dura más. Algo parecido ocurre con la ética del cronista.
Cuando pretende ofrecer los hechos con incontrovertible pureza, es decir, sin el
hueso incomible que suele acompañarlos (las sospechas, las vacilaciones, los
informes contradictorios), es menos convincente que cuando explicita las
limitaciones de su punto de vista narrativo.
Una pregunta esencial del lector de crónicas: ¿con qué grado de aproximación y
conocimiento se escribe el texto? El almuerzo desnudo, de William S. Burroughs,
depende de la intoxicación y la alteración de los sentidos en la misma medida en
que Entre los vándalos, de Bill Buford, depende de percibir con distanciada
sobriedad la intoxicación ajena.
El tipo de acceso que se tiene a los hechos determina la lectura que debe hacerse
de ellos. Definir la distancia que se guarda respecto al objetivo autoriza a contar
como insider, outsider, curioso de ocasión. A este pacto entre el cronista y su lector
podemos llamarlo "objetividad".
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Vida interior y verosimilitud
Hace unos meses leí la historia de un explorador inglés que logró caminar sobre
los hielos árticos hasta llegar al Polo Norte. ¿Qué lleva a alguien a asumir tamaños
riesgos y fatigas? La crónica evidente de los hechos, en clave National
Geographic, permite conocer los detalles externos de la epopeya: ¿qué comía el
explorador, cuáles eran sus desafíos físicos, qué rutas alternas tenía en mente,
cómo fue su trato con los vientos? Sin embargo, la crónica que aspira a perdurar
como literatura depende de otros resortes: ¿qué se le perdió a ese hombre para
buscar a pie el Ártico?, ¿qué extravío de infancia lo hizo seguir la brújula al modo
del Capitán Hatteras, que incluso en el manicomio avanzaba al norte? Tal vez se
trate de una pregunta inútil. La rica vida exterior de un hombre de acción rara vez
pasa por las cavernas emocionales que le atribuimos los sedentarios: los
exploradores suelen ser inexplorables. Con todo, el cronista no puede dejar de
ensayar ese vínculo de sentido, buscar el talismán que una la precariedad íntima
con la manera épica de compensarla.
La realidad, que ocurre sin pedir permiso, no tiene por qué parecer auténtica. Uno
de los mayores retos del cronista consiste en narrar lo real como un relato cerrado
(lo que ocurre está "completo") sin que eso parezca artificial. ¿Cómo otorgar
coherencia a los copiosos absurdos de la vida? Con frecuencia, las crónicas
pierden fuerza al exhibir las desmesuras de la realidad. Como las cantantes de
ópera que mueren de tuberculosis a pesar de su sobrepeso (y lo hacen cantando),
ciertas verdades piden ser desdramatizadas para ser creídas.
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A propósito del uso de la emoción en la poesía, Paz recordaba que la madera seca
arde mejor. Ante la inflamable materia de los hechos, conviene que el cronista use
un solo fósforo.
La primera crónica que escribí fue un recuento del incendio del edificio Aristos, en
avenida Insurgentes. Esto ocurrió a principios de los años setenta del siglo pasado;
yo tenía unos 13 o 14 años y tomaba clases de guitarra en el edificio. Por entonces,
me había lanzado a un proyecto editorial en la secundaria, en compañía de los
hermanos Alfonso y Francisco Gallardo: "La Tropa Loca", periódico impreso en
mimeógrafo sobre la inagotable vida íntima de nuestro salón. Ahí yo escribía la
"sección de chismes". Mi especialidad de gossip writer se vio interrumpida con las
llamas que devoraron varios pisos del Aristos. Me encandiló ver las lenguas
amarillas que salían de las ventanas, pero sobre todo el eficiente caos con que
reaccionó la multitud.
Sí, el cronista debe ser ahorrativo con los efectos que arden; entre otras cosas,
porque a la realidad siempre le sobran los fósforos.
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