Está en la página 1de 33

Evelio Traba

El camino de la desobediencia
Una novela sobre Carlos Manuel de Céspedes, el hombre que desafió
al Imperio Español en 1868

MCA R E D W O O D
EDI
TORIAL
3.ª edición: mayo de 2018

© Evelio Traba, 2018

Editorial: MCA Redwood Books

Reservados todos los derechos de esta edición para


MCA Business & Postgraduate School

Florida WPB. 33415


United States of America

ISBN: 978-84-9074-418-5

Queda rigurosamente prohibida cualquier forma de reproducción, dis-


tribución, comunicación pública o transformación total o parcial de esta
obra sin el permiso escrito de los titulares de los derechos de explotación.
SINOPSIS

Carlos Manuel de Céspedes, (1819-1874) considerado el Padre de la Patria


en Cuba, es el protagonista de esta apasionante novela. Enfrentado desde su
adolescencia a los intereses familiares y de la clase aristocrática a la cual per-
tenecía, Carlos Manuel de Céspedes convirtió la independencia de Cuba en su
mayor anhelo. En esta obra aparece como un hombre de acción, pero también
dueño de una refinada cultura que le permitió comprender la compleja rela-
ción colonia–metrópoli que se estableció entre su patria y una España deca-
dente. Tras un largo período de maduración, se alzó en su ingenio Demajagua
contra el poder de la Corona el 10 de octubre de 1868, desatando una guerra
encarnizada que se prolongaría durante una década. En estas páginas, Evelio
Traba, a quien muchos han dado el llamar “el nuevo Carpentier”, nos entrega
la imagen de un hombre deslumbrado ante la belleza femenina, sensible, con
una valentía personal a toda prueba y una inteligencia política excepcional
frente a las limitaciones de su tiempo. La complejidad de sus atributos psicoló-
gicos, magistralmente retratada en este juego narrativo, lo convierten en uno
de los grandes personajes de la novelística cubana de todos los tiempos. Su
drama personal, descrito desde múltiples perspectivas, lo muestra enfrentado
al enemigo extranjero y a rivales de su propio bando, acaso más enconados y
letales que los primeros. Devorado por grandes desengaños y fulgurantes es-
peranzas, el gran independista cubano aparece frente al lector en una dimen-
sión íntima y sincera, profundamente humano, despojado de las fanfarrias
del heroísmo y los equívocos que casi siempre entraña la versión oficial de la
Historia. Esta novela, por lo vertiginoso de su ritmo, el rigor histórico sobre
el cual se asienta, y su notable capacidad para conmover, es una obra maestra
casi inconcebible en un escritor tan joven como Evelio Traba.
A la memoria de mi abuela Ana Justina, que ahora
lee estas páginas con otros ojos.
Escribo un libro, y necesito saber qué cargos principales pueden hacerse a
Céspedes, qué razones pueden darse en su defensa ―que puesto que escri-
bo, es para defender. ―Las glorias no se deben enterrar sino sacar a luz.

JOSÉ MARTÍ, CARTA A MÁXIMO GÓMEZ, GUATEMALA, 1877.


El camino de la desobediencia

Santiago de Cuba, abril de 1909

Felipe González Ferrer


Ex combatiente del Ejército Español en la Guerra de los Diez Años

En todo Santiago de Cuba, mucha gente me conoce como «el gallego


que mató a Carlos Manuel de Céspedes», el Padre de la Patria.
Esa es una fama que me persigue. Y me persigue porque yo mismo me
la di, emborrachándome en cantinas y prostíbulos de a medio real,
vociferando que era yo quien le había dado el tiro al hijo de su madre
que había desatado la guerra.
En esa gracia me gané aplausos y rondas de aguardiente por parte de
una turba que en verdad no sabía por qué aplaudía ni por qué invitaba
a empinar el codo.

A veces uno en la juventud, está más decrépito de lo que pudiera
llegar a estarlo en la vejez.

Con los años pasó aquel envalentonamiento del que ya no volví


a alardear, porque entendí a tiempo que fama y maldición, son mugre
de una misma uña. Incluso hoy estoy convencido de que haberle atra-
vesado el corazón a ese infeliz, me costó perder más adelante lo más
preciado de mi vida, y de una forma que mucho tiene de castigo por
más que mi mujer se empeñe en hacerme entender lo contrario.
A principios del año 73, yo era un soldado raso de un regimiento
en San Luis. Como el resto de la tropa, me gastaba la paga en putas,
tabaco, gallos y apuestas de naipes. Y como todos ellos, de vez en cuan-
do, soñaba que me ascendían a teniente o a capitán, pero al despertar
era no más la misma plasta uniformada, el mismo perro a quien daba
lo mismo cebarlo a pellejo, o entregarlo a la fiesta de los gusanos en
el traspatio del cuartel.
Dos o tres escaramuzas por los alrededores en que derribé al me-
nos a un par de insurrectos, me valieron una subida a sargento de ter-
cera, con aumento de paga y otras consideraciones que no tardaron en
levantar sus ronchas entre los que decían ser amigos míos a todas.

7
El camino de la desobediencia

Y es que la gente prefiere cargar con alguien, darle su pan si es necesa-


rio, antes que verle abrirse paso por sí solo.

Viendo lo que sucedía a mi alrededor, me di cuenta que debía


ser menos fanfarrón y más reservado, que había llegado el momento
de hacer valer la separación de casa, el riesgo constante de que me
destrozaran en cualquier trecho de manigua. De los vicios, el único
que me quedó fue el del tabaco. Podía pasar horas enteras sin dirigirle
la palabra al más pintado, y cuando un hombre está demasiado a solas
con sus ideas es que algo está pronto a joderse. Aprender a esperar es
más importante que aprender a cazar. Cualquiera caza y mata, pero
aprender a esperar es cosa de brujo sabio.

Entonces llegó la oportunidad del combate del Naranjo a co-


mienzos del 74.

A pesar de que el general Gómez desató una verdadera carni-


cería, nuestros hombres resistieron a puras bolas, resistieron inclu-
so más de lo que podían soportar. Aunque yo solo recibí rasguños de
gato, sí es bien cierto que José Maya, un buen compañero de armas,
fue quien me salvó de que un machetazo me arrancara la cabeza en el
repliegue de Mojacasabe.
Pocos días después me transfirieron al Batallón de Cazadores de
San Quintín, pero ya con un nombramiento para sargento de segunda.
Ahora estaba bajo las órdenes del Comandante Don José López y
López, un lobo viejo que había perdido un ojo en Marruecos y no se le
conocía ningún amigo a pesar de no ser malagente.
Recuerdo que a fines de febrero tenía yo a medias una carta para
mi madre cuando a todos nos mandaron a formar en la plazoleta del
cuartel. El Comandante Don José López y el Capitán Francisco Flores
explicaron que se trataba de una operación secreta en que los resul-
tados dependían de nuestro valor y patriotismo y que en la marcha
serían esclarecidos todos los detalles de importancia. Como pude ter-
miné la carta y le pedí a alguien de confianza que la embarcarse por
correo si yo no regresaba del monte. Al amanecer, sobre la cubierta
del cañonero Alarma, se nos dijo a todos el propósito de la incursión:
en los altos de San Lorenzo, plena serranía, se hallaba la Cámara de la

8
El camino de la desobediencia

República Cubana, su titulado Presidente, o bien ambos. Al mediodía,


con la máquina en baja, desembarcamos en la playa de Sevilla, guia-
dos por un práctico negro que nos llevaría hasta el lugar exacto donde
tendría lugar el asalto.
Se trataba de un sujeto de muy mala pinta que el Comandante
López había mantenido oculto en la bodega de la embarcación hasta
que estuvimos a un golpe de remo de tocar tierra. Era un pobre diablo
desdentado y con una marca de hierro candente a la altura de un pó-
mulo. Un lucumí que había que ponerle oído bien fino porque no hacía
más que chapurrear el castellano.
Apenas nos internamos en el monte, intercambiamos algunos
tiros con una cuadrilla maltrecha que no tenía de otra que huir rom-
piendo manigua. Cipriano Escudero fue quien derribó a uno de los
insurrectos, que se desangró al pie de un almácigo sin que pudiésemos
arrancarle la menor confesión. Un aguacero torrencial nos hizo acam-
par al pie del muerto. Al anochecer, ya la lluvia le había dejado la ropa
limpia de sangre. Al Comandante López le habían sorprendido unas
cagaleras de mentar madre y santos, y por eso nos mantuvimos en el
mismo punto hasta el mediodía del próximo. De eso nos enteramos
por José Delgado, el médico de la tropa que de vez en cuando entraba
en confianzas con algún que otro miembro del batallón.
Atravesando monte destruimos un rancho que hallamos al paso.
Vivían en él una vieja que no estaba ya en sus cabales y al parecer su
hija, una cuarentona que armó un escándalo de mil demonios al reco-
nocer al práctico.
A pesar de que el Capitán Flores había ordenado darle un tron-
cho de tocino y unas galletas, la situación se caldeó tanto que hubo que
ahorcarlas a las dos con una misma soga.
Aguas van y aguas vienen. Al cielo se le había reventado la pla-
centa. Los enjambres de mosquitos lo levantaban a uno en peso. Ya
estábamos empezando a sospechar que se trataba de una encerrona
suicida, de esas que tanto abundaban, cuando avistamos entre dos lu-
ces el campamento de San Lorenzo, que no era más que cuatro o cinco
bohíos aislados en aquel picacho de monte.
Al amanecer, todos nos cagábamos en el corazón y la madre de
aquel negro, porque nadie pensaba que aquella sería una operación
de importancia. Hasta el propio Comandante se veía medio arrepen-

9
El camino de la desobediencia

tido cada vez que bajaba los binoculares y se pasaba la mano por la
cara como diciendo entre dientes: ¡Quién mierda nos habrá manda-
do!. Cuatro exploradores se acercaron lo más que pudieron al terreno,
alcanzando a ver tres o cuatro hombres mal armados y a un viejo que
en las afueras de su rancho se afeitaba a la americana, con pantalón
oscuro y camisa arremangada. El práctico, apenas oyó el reporte dijo:
«Ese tiene que ser el Presidente». Ahí el Comandante mandó un vo-
cero para que fuese secreteando a toda la tropa que al viejo medio
calvo de camisa blanca y pantalón oscuro había que prenderlo vivo.
Entraron y salieron al menos tres hombres del rancho. El Comandante
aun no daba la orden tal vez porque quería cerciorarse de que no fuera
una trampa. Al ser sobre las once y media, lo vimos que salió, vesti-
do como si fuera para una fiesta, mudó a unos metros un caballo que
pastaba al pie y luego atravesó un ramblazo de unos pocos metros en
dirección a un bohío donde se veían trajinando a unas mujeres. Se
estuvo sobre una media hora y luego pasó a otro bohío que estaba a
unas pocas varas.
Cuando hubo plena seguridad de que no se trataba de una embos-
cada y que aquel caserío miserable no estaba en condición de ripostar
el fuego, el Comandante escogió una escuadra y el Capitán Flores otra.
Yo en verdad debía quedarme en la retaguardia, pero Rufo Durán, el
gigante pelirrojo de Valencia, se torció un pie de un resbalón. Me dio
un escalofrío extraño cuando el Capitán Flores me ordenó: «Ven tú en
su lugar, González…»
Íbamos a abrir fuego sobre el rancho, cuando Andrés Alonso dio
la orden de esperar a su señal: una chiquilla andrajosa iba entrando a
toda carrera al casucho de yaguas. En menos de dos minutos salió el
viejo revólver en mano, y en ese punto sí abrimos la ofensiva, tirando
solo a intimidar, porque la orden era agarrarlo vivo. Unos se lanzaron
sobre el bohío y otros emprendimos la carrera tras el viejo, que pare-
cía más desorientado que seguro respondiendo a nuestros disparos y a
nuestras voces de alto. Sin darse cuenta había ganado cercanía a una
palizada al pie de un barranco. El Comandante ordenó prenderlo de
inmediato, y a esa voz, Andrés Alonso, cinco infantes y yo, nos acerca-
mos lo más que pudimos.
En esa fracción de segundo me convencí de que la captura de
aquel trofeo tenía que ser solo mía. De pronto, al oír los gritos del Co-

10
El camino de la desobediencia

mandante de «¡Date prisionero!», yo creí que el viejo iba a rendirse,


pero de pronto nos disparó como si no pudiese vernos entre el humo
de las detonaciones. Y como yo me di cuenta de que tenía ventaja, me
cegué y le fui encima olvidando la orden de prenderlo vivo al precio
que fuera: fue un solo tiro a quema ropa sobre el corazón. Me miró fijo
durante una centésima de segundo y cayó de espaldas al barranco.
Cuando Don José vio que yo había metido la pata, me sacudió
por la solapa de la guerrera, gritándome cuanta atrocidad le vino en
gana. Eso me lo contaron otros, porque yo solo recuerdo que me aga-
rró y me dio un empujón, pero no logré retener ni una palabra de su
reprimenda.
Durante algunos minutos se me fue el habla, estaba apampanado
como si aquel fuera el primer hombre a quien yo asestara un disparo
fulminante. Cuando di en sí, ya al desgraciado lo estaban subiendo
con una soga amarrado de ambos pies. Ahí mismo, entre Roque Do-
mínguez, Manuel Fernández, y Julián Fuentes le quitaron unos bor-
ceguíes cocidos con alambre, una sortija, una cadena con una efigie de
la Virgen del Cobre y un reloj de leontina, todas piezas de oro bueno.
Lo arrastraron hasta el rancho de donde se le vio salir, y en el trayec-
to una mujer joven, de buenas carnes, gritó como si la despellejaran
viva: «Ese es el Presidente, han muerto al Presidente!» Al resto de las
montunas y los mocosos se les mantuvo bajo control, salvando todos
el pellejo gracias a que colaboraron como era debido en ese tipo de si-
tuaciones. En breve cesó el tiroteo con los que parecían querer resca-
tar el cadáver desde los alrededores. El Comandante salió del rancho
en lo que el difunto recibía escupitajos y toda clase de humillaciones.
Y como era hombre de pocas palabras, solo tuvo que mirar de reojo a
la turba para que frenaran de inmediato el ensañamiento.
Entonces se nos dijo a todos que el caído era al parecer Carlos
Manuel de Céspedes, el hacendado que en el año 68 había lanzado la
revolución contra España, pero que a juzgar a la ligera por documen-
tos hallados entre sus pertenencias, aquel insurrecto había dejado de
ser Presidente de la titulada República desde fines del año anterior.
Uno de sus ayudantes estaba detrás de él con una mochila ates-
tada de Dios sabía qué cosas, y todos nos matábamos por saber con
qué se había quedado Don José y la gente cercana de su comparsa.
Luego de que regresara una escuadra de exploradores y dieran fe de

11
El camino de la desobediencia

que se podía marchar sin mayores peligros, se dio orden de prender


fuego a la ranchería y acampar en una hondonada que nos brindaba
mucha más seguridad que aquel sitio por si a los posibles rescatadores
les daba por atreverse. Yo y otros más queríamos llevarnos algún re-
cuerdo de aquella operación, así que entramos al rancho antes de que
lo redujeran a cenizas a ver qué había quedado para nosotros luego
de que el Comandante pasara un peine. Yo me quedé con una cartilla
de buena madera, unas camisas, y unos binoculares americanos de
los que se usaron en la guerra civil, cosas que todavía hoy conservo;
Cipriano Escudero con un Lefacheaux de los antiguos, un machete
alemán, una lupa y una brújula. Unos días después, por chismes que
corrían en el cuartel, supimos que el Comandante se había embolsi-
llado una escribanía de plata, dos libretas de anotaciones personales y
un juego de ajedrez de puro ébano y marfil.
Eso fue todo lo que pasó en aquel picacho de monte en menos
de tres horas: el cuerpo junto con los prisioneros del asalto, fue tras-
ladado a lomo de burro hasta el sitio donde la cañonera llevaba casi
dos días esperándonos. Al práctico se le dio una alforja con galletas y
chorizo, dejándosele en libertad en la misma playa donde habíamos
desembarcado tal y como se le había prometido.
Me llamó la atención el hecho de que este negro iba cabizbajo y medio
tristón.
En plena travesía, de regreso a la Capitanía del Puerto de Santia-
go, se nos averió la maquina principal y tuvimos que pedir ayuda a un
vapor correo que iba de Manzanillo a Baracoa, cuestión que hizo más
demorada la vuelta.
Aún me parece ver al malagueño José Delgado virando de espal-
das el cadáver y poniéndole varias inyecciones. Cuando le pregunté
para qué eran aquellos pinchazos, me dijo: «Es que el Comandante
dio orden de conservarlo lo mejor posible, porque sin muerto a la
vista no hay escarmiento».
Y en efecto. Cuando desembarcamos, ya había una turba de cu-
riosos en el muelle. De qué forma había llegado la noticia primero que
nosotros, es algo que aún no logro explicarme, pero cierto es que era
un hecho. Por aquella sala del Hospital Civil desfiló medio Santiago.
Podían verse lo mismo lavanderas, aguateros, rapaces vagabundos,
que gente de la más encopetada alcurnia. Unas horas antes de anoche-

12
El camino de la desobediencia

cer se nos ordenó dispersar a los fisgones, pues algunos encopetados


querían hacerse un retrato al pie del difunto, y ya el fotógrafo estaba
armando sus cachivaches para la ocasión. Después de que se les cum-
pliera el capricho a puertas cerradas, se dispuso que el cadáver fuera
llevado al cementerio para su entierro inmediato en una fosa común,
sin seña alguna que facilitara su identificación.
Esa noche se nos dio permiso y adelanto de la paga de marzo
para que fuéramos a divertirnos a donde nos viniese en gana. Yo me
interné de conjunto con el médico José Delgado en una casa de pu-
tas que en aquel entonces quedaba en lo alto de la calle de Marina.
Recuerdo que al otro día por la tarde fue a sacarnos del antro el Capi-
tán Flores para que no nos reportaran fuga del cuartel. Pero nosotros
estábamos hechos papilla entre el cansancio acumulado y la noche
de juerga. Aun así nos personamos en el alto mando lo antes posible.
De conjunto con el resto de la tropa recibimos las felicitaciones por el
éxito de la operación. Se nos prometieron ascensos por nuestros dis-
tinguidos servicios, pero fue una palabra empeñada que cumplieron
pasado el año del suceso, cuando ya en verdad nadie esperaba nada.
José Delgado fue subido a Médico Mayor. Andrés Alonso de Co-
mandante a Teniente Coronel; Roque Domínguez, Cipriano Escude-
ro, Manuel Fernández, Julián Fuentes, y otros tantos del Batallón, re-
cibieron la Cruz Sencilla del Mérito Militar. Yo, por más que reclamé,
solo me ascendieron de sargento de segunda a sargento de primera.
Bien recuerdo que cuando fui a presentarle mi apelación al Co-
mandante, se paró de su escritorio con los puños apoyados en la ma-
dera y me dijo mirándome fijo: «Por su impaciencia no lo agarramos
vivo, lo mejor que hace es estar conforme, pues se le ha dado más
de lo que tiene merecido». Salí de esa oficina como alma que lleva el
diablo. Pero hoy agradezco ese desplante: a todos los que recibieron
los ascensos los mandaron a lugares donde el machete insurrecto se
cebó de sangre española, y ya hoy ninguno de ellos se cuentan en el
mundo de los vivos, ni siquiera el propio López, que dicen las malas
lenguas hallaron su cuerpo en los montes de Camagüey, sin ni una
prenda, medio comido de auras y con una estaca de guásima metida
en el culo.
De toda esa tropa, yo soy el único que queda aún con vida, y lo
digo con plena seguridad porque llevo años indagando quién pueda

13
El camino de la desobediencia

quedar para hacer el cuento, y de nadie se me da seña alguna.


Cuando terminó la guerra en el año 78, yo decidí licenciarme como
teniente de segunda y quedarme en Cuba, pues de mi familia nada más
me quedaba una hermana en Pontevedra. Entonces conocí a Chana
Bustamante, una empleada doméstica que trabajaba en la casa del go-
bernador Don Luis Dabán y desde aquellos días ha sido mi compañera
en la vida.
Con mis ahorros de la paga, nos pusimos una carnicería en la ca-
lle del Gallo y ese mismo año nos nacieron dos gemelos, Juan y Anto-
nio, dos rapaces que eran de hecho la alegría de la casa, alegría que fue
merengue a puerta de colegio: en enero del 97, ya iniciada la última
guerra, se unieron nada menos que a las tropas de Gómez, arrastrados
por embullos y malas ajuntamentas.
En marzo, en un combate con fuerzas de Weyler en Santa Teresa
de las Villas, los destrozaron como a perros jíbaros. De eso, lo que
supimos fue que Antonio pudo haberse salvado, pero por ir en busca
de su hermano fue macheteado por una escuadra de voluntarios.
Nunca voy a entender qué mierda es la vida, ni qué carajos quiere
a veces Dios con nosotros. Una vez más me asombro de pensar que en
el año 73 yo combatiera contra las fuerzas de Gómez en el alto del Na-
ranjo, y que casi veinticinco años después mis hijos hallaran la muerte
a las órdenes del propio Gómez. Y es que muchas cosas en este mundo
son de ráscate y no preguntes…
Cada año que llega marzo, mi mujer y yo andamos por los corre-
dores de la casa como si fuéramos almas en pena. Nos hablamos solo
lo necesario. Nos tratamos como dos extraños, hasta que con los días,
las aguas van tomando su nivel y otra vez la lengua nos va retoñando
como rabo de lagartija.
Como dice el refrán: El que a hierro mata, a hierro muere y yo
estoy más convencido que nunca de esa verdad, a pesar de que mu-
chas veces el que a hierro mata, no sabe que está haciéndolo, y más
si se está en una guerra metido de a lleno. Y me he puesto a pensar
muchas veces qué hubiera pasado si a Rufo Durán no se le hubiera
torcido el tobillo, si al Capitán Flores no se le hubiera antojado decir-
me a mí, justamente a mí: «Ven tú en su lugar, González…» tal vez eso
hubiera impedido la tragedia que vino después. Pero dicen que todo
ya está escrito de antemano y que esa es una tinta que ni se evita ni

14
El camino de la desobediencia

se borra. Por eso no hay quien me quite de la cabeza que se trata de


un castigo. Me lo dicen los ojos de Carlos Manuel de Céspedes, el que
ahora todos llaman el Padre de la Patria, cayendo al barranco, mirán-
dome mientras yo sigo pasmado, con la culata del Remington todavía
apoyada en el pecho.

No hay más misterio. Ahí está todo.

Ciudad de Guantánamo, Oriente de Cuba, fines de sep-


tiembre de 1910

Juan Esteban Almaguer (Bemba)


Ex celador del Cementerio de Santa Ifigenia

Yo no puedo decir que alguna vej vide al alma en pena del difunto
Cárloj Manuel rondando por la puerta principal del cementerio, como
decían los celadorej del otro turno, o como Lencho Ramírej, aquel
mulato albañil que juraba y perjuraba verlo a cada rato rondando la
tumba de Ejtrada Palma ya casi entre dos luces.
La rialidad ej que yo nunca vide na´ ejtraño, a lo mejor porque en
aquel entoncej yo era máj incrédulo que una piedra. Pero sí puedo dar
fe de que a todoj elloj lej vide cara de sujto en ocasionej que no tengo
deoj pa´ contarlaj. Cierto es que una vej no tenía ni un centén pa´
prender una breva, y como el necesitao´ se vuelve creyente de un rato
pa´ otro, me acerqué a su tumba y le dije: «Mira Cárloj Manuel, tú
que fuijte un alma de Dio’ con loj negroj, dame una luj pa´ ganarme
aunque sea un terminal, que el brazo de la miseria me tiene apretao´
el pejcuezo a máj no poder».
Pasó una semana y yo seguía en dejgracia, hajta que una maña-
na de vuelta al rancho, me quedo lelo frente a una casa que ejtaban
echando abajo en la calle de San Pedro. Yo no sabía ni porqué me ha-
bía parado a ver caer loj ejcombros. Entre loj pedazoj de manpojtería
vi una placa de bronce con un número, y ahí mijmito me dije: «Ejte ej
el chance». Fui directico a donde los vendedorej, y cuando me di cuen-

15
El camino de la desobediencia

ta de que había un billete con ese mismo número, supe que el toletazo
iba al seguro.

A nadie dije ni ejta boca ej mía.

Al otro día, a Juan Ejteban Almaguer había que decijle ujté…ha-


jta loj blancoj querían ejtar en mi pellejo. Pero como la invidia ej peor
que majá rajtrero, le dije a mi negrona: «Vámonoj de aquí, que to´ el
mundo sabe que tememoj doj pesetaj, y entre tanto muertoéhambre
ejtar jarto ej un problema».

Eso fue en el año ochentiuno, cosa que no se me dejpinta.



Antoncej fue idea de ella que viniéramoj a vivir a Guantánamo,
donde todavía le quedaba una hermana liberta. Y como llegamoj sin
alboroto, naiden noj echó el ojo, porque si de algo goza el desgraciao´
ej de tranquilidad. Y nosotroj llegamos sutilitoj, porque si abríamoj el
pico ahí mijmito noj freían en manteca é coco.
Como al año noj pusimoj una sajtrería y dijpué una bodega, laj
doj en una calle donde abundaban loj buenoj comercioj y onde nunca
faltaban loj clientej regalonej. Dejde antoncej hajta hoy, como buen
negro agradecío´ no he dejao´ de llevar florej ni velaj a la tumba de
Cárloj Manuel cada 27 de febrero. Me quito el sombrero y le doy un
poco é conversa, porque eso de ejtar tan solo entre tanto ñámpiti, tiene
la cara fea.
Loj muchachoj que todavía quedan trabajando en Santi Ifigenia,
cuando me ven aparecerme, namáj se rien entre elloj:
«Ahí viene el Bemba a ponejle florej a su santico». Y yo lej digo: « ¡Eso
mijmito debrían hacer ujtedej, negroj ingratoj!, porque ejte fue el pri-
mer blanco que noj hizo gente a tooj´.»

Y yo me digo, que mientraj laj canillaj me sojtengan, aunque sea


cojo, tuerto o manco, voy a dajle una vuelta al padrecito de tooj’nojo-
troj.

16
El camino de la desobediencia

New York, alrededores de Central Park, junio de 1897

Manuel Yero Abad


Abogado, antiguo condiscípulo de Carlos Manuel de Céspedes

A veces uno no guarda simpatías por alguien, pero en vista de su ca-


dáver, llega a sentir una punzada rara que no es compasión ni pena. Y
eso me ocurrió cuando a principios de marzo del año 74, vi expuesto a
la contemplación pública, el cuerpo inerte de Carlos Manuel de Cés-
pedes, quien fuera mi coterráneo y condiscípulo en los claustros de los
frailes en Bayamo.
No habíamos tenido lo que se dice una relación cordial, sino todo
lo contrario. Pero al darme por enterado del siniestro, salí del bufete
que por entonces mi familia poseía en Enramadas, y pasé, como tan-
tos, a ver los restos mortales de quien había conseguido que la Isla se
convirtiese en un desierto, en un auténtico valle de lágrimas. Entre
todos los presentes, tal vez nadie lo conocía mejor que yo, que desde
mi niñez había hecho frente a su ego desmedido y a su ambición de
notoriedad al precio que fuese. Por segundos miraba sus ojos aterra-
doramente abiertos, su cráneo en franca calvicie, magullado posible-
mente por las culatas de sus captores, el orificio de bala donde cabía
un meñique adulto, la boca levemente entreabierta, y regresaban a mi
recuerdo desteñidas escenas de nuestros días en la escuelita de prime-
ras letras de Doña Isabelica, de nuestras travesuras en los claustros de
Santo Domingo y San Francisco, peroratas en latín y toda suerte de al-
tercados infantiles donde Céspedes siempre terminaba saliéndose con
la suya, dando evidentes indicios del monstruo megalómano que sería
en su juventud y ya más tarde en su edad madura.
En aquel cadáver ya no quedaba rastro alguno de la imagen dis-
tinguida y narcisista que le caracterizaba. La última vez que le había
visto con vida, fue saliendo de una función del Teatro de Manzanillo
allá por el año 65: bastón en mano, chaqué del mejor corte inglés,
sombrero de copa, barba cuidada, corbata de terciopelo y esa mirada
desafiante que le era tan propia; pero esa tarde del 74, con su cadáver
en frente, era imposible conciliar ambas imágenes. Yo tenía delante
de mí literalmente a un anciano desgastado. A un hombre a quien la

17
El camino de la desobediencia

rusticidad de sus últimos años nómadas le había convertido en una


horrenda caricatura de lo que en sus años mozos había sido. Lejos de
satisfacción alguna, sentí una honda pena, pena de que un hombre
realmente capaz, cosa que siempre he sabido reconocer, terminara de
un modo tan horrendo por no haber sabido fijarle a la proa de sus
ambiciones un rumbo alejado del ansia desmedida de gloria, por no
saber apostarle al caballo indicado en el momento preciso. Hoy sé que
fue víctima de aquellos que decían sus ser compañeros de armas, que
murió abandonado y posiblemente entregado de forma secreta al ene-
migo.
A uno de los oficiales a cargo del velatorio, comenté el grado en
que le conocía a aquel individuo, y cuando ya me disponía a aban-
donar el sitio, me invitó a formar parte de una comitiva de personas
principales que habían dispuesto hacerse retratar junto al cuerpo in-
animado, a razón de que la historicidad de aquel momento no podía
pasar por alto. Frente al lente del daguerrotipista, sobre las cuatro,
estábamos algunos notables, acérrimos contrarios a la insurrección.
Entre ellos figuraba el Comandante José López, el gobernador Don
Luis Dabán y algunos oficiales que habían tenido parte en el asalto
a San Lorenzo. Al salir de aquella sala me invadió por instantes una
leve náusea y confusión por el acto en que acababa de hacer presencia.
Al interior de mi cerebro se agitaban enjambres de pensamientos lo
mismo angustiosos que de conciliación.
Con el paso de las semanas y los meses fue quedando relegado
aquel recuerdo perturbador, hasta que pasados algunos años, Amé-
rico Cañizares, el fotógrafo de aquella ocasión, puso en venta su es-
tudio y su archivo. Me enteré por casualidad con uno de mis clientes,
y de inmediato me personé donde el andaluz a fin de adquirir el da-
guerrotipo de aquel 1ro de Marzo del año 74. En la caja fuerte de mi
despacho permaneció durante años. Luego, a mediados del 91, por
razones privadísimas, vine a vivir a Nueva York. Me limitaré a decir
que por razones de incondicional fidelidad a la causa de España.
Como a dos meses de llegado, por obra del azar o el destino, co-
nocí a Doña Ana de Quesada, viuda de Céspedes, en casa de unas dis-
tinguidas amistades, que bajo otras apariencias, cumplían el mismo
encargo patriótico que yo. Platicamos de modo cordial en varias oca-
siones, sin que yo llegara a revelarle jamás la mutua repulsión que su

18
El camino de la desobediencia

difunto esposo y yo nos profesamos durante toda una vida. En cierta


conversación, próxima a un aniversario del trágico suceso, y tratándo-
se en el salón de la aristocrática y regia figura de Céspedes, manifestó
que como tenía tan escasos detalles sobre la muerte de su esposo, no
sabía cómo lucía el mismo en los días en que le sorprendió la tropa
española en las rancherías de San Lorenzo. Entonces me venció un
mórbido deseo de poner en sus manos la nefasta reliquia que tan re-
servadamente yo atesoraba. La única vía que hallé fue haciendo un
envío anónimo a su residencia de Glanton Street. Una de las razones
principales de por qué me animé a aquel gesto, era porque tenía plena
convicción de que no sería reconocido en la escena: la calvicie y la obe-
sidad habían destruido cualquier vínculo posible con mi apariencia
de aquellos años.

Creo que ni un perito experto me hubiese reconocido.

Aquel recibo debió derrumbar a la viuda de Céspedes. En tres


días no se portó por el salón al que éramos asiduos visitantes. Cada
vez que preguntaba por ella, se me decía: «Sigue indispuesta». Y esto
para todos era un enigma. Solo yo sabía la probable causa de su dis-
tanciamiento.
Debo admitir que en más de una ocasión me arrepentí de haber
puesto aquel retrato en sus manos. Hoy Céspedes es un ídolo para
muchos. En varias casas he visto retratos suyos muy similares a esa
última imagen que de él conservo saliendo del Teatro de Manzanillo,
y es porque la Historia es una sacerdotisa casquivana que sitúa en un
pedestal a grandes simuladores, a grandes hipnotizadores como él, y
sume en plena oscuridad a los que podríamos derrumbar ese circo de
grandeza ficticia y poses grandilocuentes. Yo me purgo de todos esos
equívocos y malos recuerdos laborando por la causa de España, tal y
como me inculcara mi padre, para que Cuba siga siendo española a
pesar de la ingratitud de sus bastardos.
Y hoy digo «¡Viva su Majestad Don Alfonso!», como en mi juven-
tud dije: «¡Viva Doña Isabel Segunda, faro de España y América!»
Ningún propagandista barato, ningún apóstol de la independencia va
a convencerme de lo contrario. La verdadera gloria no tiene estatuas
ni efemérides que le celebren.

19
El camino de la desobediencia

San José de Costa Rica, febrero de 1910

Manuel Viñas (testigo ocasional)

Uno se pasa años lejos de Cuba, con el corazón dividido entre lo que
dejó atrás y lo que se está por vivir, pero las cosas notables, y hasta
extrañas que uno allá vivió, lo marcan para siempre…
Uno de los recuerdos más vivos que guardo de esa etapa, está
asociado a Carlos Manuel de Céspedes, el Bolívar de Cuba aunque hoy
mucha gente, por rencillas mezquinas o enanismo mental, se dé a la
tarea de negarlo.
Tenía yo a la sazón como doce años de edad. Bajaba descuidado
y juguetón por la calle de la Marina, y en la esquina de la calle del
Gallo, llamó mi atención la premura con que de todas las direccio-
nes salían grupos de gente silenciosa y pendenciera que se dirigían al
Muelle Real. Me incorporé también a uno de dichos cortejos, pues por
el momento no había otra cosa más importante qué hacer. Pregunté a
varios hombres que ocurría, pero nadie me contestó, no sé si debido a
mi figura de Gavroche o por lo serio del caso. Los grupos se detuvieron
en el mencionado muelle y yo me coloqué como pude en primera fila.
A poco oí decir a un hombre de color: «Ahí traen a Carlos Ma-
nuel, que lo mataron en el monte.» Ignoraba yo entonces quién era
Carlos Manuel ni lo que representaba. Minutos después llegó un bote
grande tripulado por marinos españoles y otros hombres que parecían
oficiales de la Armada.
La embarcación atracó en la entonces Capitanía del Puerto, y
entre varios hombres de mar sacaron de él una camilla con un cuerpo
inerte, al cual cubrían con pencas de guano verdes. Se llenó aquel re-
cinto de autoridades y polizontes, que cuchicheaban a su antojo cosas
que yo no oía. Media hora más tarde y en hombros de cuatro hombres
de color, sacaron la camilla custodiada, tomando tan triste cortejo la
calle de la Marina, doblando por Hospital, hasta la de Santa Lucía, la
cual tomaron para evadir la loma de piedras hasta llegar al Hospital
Civil, que así se llamaba entonces. Cubrían la entrada unos diez efec-
tivos pertenecientes a una compañía de ingenieros cubanos. Por su-
puesto, que no permitían la entrada, pero yo, que ni conocía el peligro,

20
El camino de la desobediencia

ni podía medir el alcance político del momento, logré introducirme


para satisfacer mi curiosidad de ver al muerto al precio que fuese. Uno
de los ingenieros que estaban de centinelas, amagó a darme un cula-
tazo con su mohosa carabina. Y como no me tomé a pecho ese rasgo
de barbarie, en la primera oportunidad me colé en medio del grupo
de curiosos. Al entrar en el Hospital, al lado izquierdo, y como a unos
tres pies fuera del cobertizo quedaba a una especie de patio; vi nueva-
mente la camilla, pero ya despojada de las pencas de guano que antes
la cubrían, permitiendo ver con libertad el cuerpo inanimado de aquel
hombre que yacía allí, sin unas manos piadosas que le retocaran, ni
unos ojos de amor que le lloraran. Luego lo pasaron a una sala grande
del interior para que pudiese desfilar la gente.
El cadáver tendido era el de un hombre de pequeña estatura, en-
trado en carnes y bien parecido; de cabeza francamente calva, aunque
no parecía en edad para aquella calvicie. Resultaba llamativo el hecho
de que tuviese los ojos abiertos, como si estuviese contemplando todo
lo que a su alrededor acontecía. Estaba afeitado a la americana, al pa-
recer como del día anterior. No tenía más vestimenta que unos panta-
lones de dril crudo, pero sin planchar, y que seguramente eran de un
niño, pues ni cerraban la cintura ni cubrían los tobillos, permitiendo
ver unos pies notablemente pequeños, resguardados con unas medias
que lucían estas iniciales bordadas: C M de C.
Su cuerpo era completamente blanco, con una blancura de mu-
jer limpia. Ostentaba una herida de bala sobre la tetilla izquierda. La
calvicie y la blancura del casco permitían ver que aquel cráneo había
sido lastimado, pues las ampollas sanguinolentas eran visibles en toda
la parte que el cabello no cubría. Cerca de las cuatro llegaron unos
señorones del ayuntamiento y sacaron a todos los pendencieros de la
sala. Entró entonces Américo Cañizares, un renombrado fotógrafo de
novios y difuntos. Desde afuera nada más se oían los fogonazos de
magnesio. Yo estaba entre un barullo por los alrededores, pendiente
de cuándo sacaban el cuerpo para el entierro, pero los soldados ya
habían dado la voz de que se iban a prender a aquellos que intentaran
seguir merodeando por las afueras del Hospital.
Ya avanzada la tarde entraron en aquel lugar unos hombres de
color y sacaron al difunto en una caja de pino común y sin tapa con-
duciéndolo a su última morada en un carro negro que el pueblo lla-

21
El camino de la desobediencia

maba La Lechuza. Yo no podía resistir la curiosidad de seguir de lejos


aquella marcha, y tomando uno que otro atajo, lo hice sin ser visto.
Recuerdo que nada más se veía a la gente por las hendijas de las ven-
tanas y con las puertas entrejuntas, pero sin atreverse nadie a saludar
el cortejo.
Una vez que llegaron al cementerio se tomaron un descanso,
prendieron un tabaco que se lo pasaron casi entre todos y luego bro-
mearon con que si el muerto les iba a halar de los pies por la noche.
Acto seguido, ya entre dos luces, sacaron el ataúd y lo llevaron al pie
de una fosa común que ya los sepultureros tenían abierta. Yo, que co-
nocía del barrio al celador Juan Esteban Almaguer, le pedí que me
dejara entrar. Y no sé cómo aquel negro bonachón me hizo un gui-
ño de discreción y me dejó pasar bordeando sutilito una guardarraya
cercana a las tapias. Me escondí detrás de un panteón y pude verlo
todo: se pasaron una caneca que traían escondida y luego lanzaron
el cuerpo al fondo de la fosa como si fuera un saco de basura. Solo
uno de ellos se resistió a mear encima del cadáver, pero los demás se
dieron gusto en aquella escena, sin manifestar el menor respeto por la
persona ni el lugar en que se hallaban. Luego de que desaparecieron,
fue hasta la tumba abierta un sepulturero de color y comenzó a lanzar
palas de tierra en el hueco hasta dejarlo sellado. En eso Juan Esteban
Almaguer fue a sacarme de mi escondite diciéndome: «Arrea pa´ la
casa que esto no ej cosa de muchachoj, vamoj, piérdete y cuidaíto con
abrir el jocico». Dos años después me mudé con mis padres para San
José de Costa Rica, pero aquellos primeros en Cuba no se me despin-
tan así tan fáciles. Todo esto que acabo de contar es como si estuviese
sucediendo a medida que lo cuento.
Cuando ya fui un hombrecito, le referí a mi padre todo lo que
había visto ese día, y él me explicó quién había sido en verdad Carlos
Manuel de Céspedes, me habló del alzamiento en Demajagua en el
año 68 y del hijo que le habían fusilado los españoles en Camagüey a
principios de la guerra… Entonces entendí de golpe, que sin querer, yo
había sido de los últimos en verlo antes de que se lo tragara la tierra.
Y ahora me pregunto, ¿de esos soldados que le mearon encima, quién
se acuerda?
Sin embargo, Padre de la Patria habrá mientras haya Cuba en el
mapa.

22
El camino de la desobediencia

Santiago de Cuba/ marzo 1° de 1874 8

El que suscribe, Dr. José Delgado, Ayudante de Médico Mayor, Ldo.


en Medicina y Cirugía por la Universidad Central de Madrid, CERTI-
FICA:

I. Que el día 27 de febrero del año en curso, el Batallón de Caza-


dores de San Quintín dio muerte y captura en la serranía de San Lo-
renzo al titulado presidente de la república cubana Don Carlos Manuel
de Céspedes, y que a primera hora de éste, llegó su cadáver por mar
a la Capitanía del Puerto, donde fue identificado por personas que le
trataron íntimamente, coincidiendo todos los actos de reconocimiento
en que se trataba en efecto del mismo jefe insurrecto que había lanza-
do la revolución contra España en octubre de 1868. Por lo tanto pro-
cedió a observarse lo siguiente:

II. Que contaría a la sazón con poco más de sesenta años de edad.

III. Que por la documentación incautada en su rancho, desde el


año anterior no gozaba del cargo que había suscitado su búsqueda por
parte de nuestras tropas.

IV. Que el mismo era de raza buena, estaba regularmente nutri-


do y mostraba una constitución normal para su peso y talla y que és-
tas eran las señas particulares que lo identificaban: estatura más bien
pequeña, pelo cano y poco abundante, calvicie pronunciada desde el
nacimiento de las sienes, cejas poco pobladas e igualmente salpicadas
de canas, ojos grises aquejados de carnosidad múltiple, nariz aguileña,
orejas chicas, labio inferior levemente más abultado que el superior,
afeitado a la americana, dentadura impecable con excepción del pri-
mer premolar izquierdo, quebrado a ras de la encía, al parecer por
contusión.

V. Que no hay cicatrices visibles en su cuerpo, salvo una de an-


taño en mitad del muslo derecho, que por su diámetro y probable
profundidad parece ser de arma blanca.

8 Archivo General Militar de Madrid, Legajo 4251, Caja 5819, expediente N° 27.

23
El camino de la desobediencia

VI. Que presenta una herida mortal sobre la tetilla izquierda,


practicada según se advierte, a corta distancia por un fúsil Remington,
a juzgar por el orificio de entrada.

VII. Que el orificio de salida se localiza en el tercer espacio inter-


costal izquierdo, a tres pulgadas de la columna vertebral.

DE TODO LO EXPUESTO SE DEDUCE LO SIGUIENTE:

1°- Que entre el individuo cuyo cadáver se halla ante mí tendido, y la


persona de Don Carlos Manuel de Céspedes, existe completa confor-
midad de acuerdo a los datos suministrados por quienes reconocieron
el cuerpo.

2°- Que ninguna persona caracterizada a tales efectos, se ha presenta-


do a reclamar su cadáver, y que por tanto el mismo será inhumado en
la sección de indigentes de la necrópolis de Santa Ifigenia en horas que
el alto mando convenientemente disponga.

Es todo cuanto me es dado exponer y para que conste donde fue-


re necesario, expido la presente en Santiago de Cuba, a marzo 1° de
1874.

Fdo. Doctor José Delgado Rodríguez.

*Se observa un cuño de la comandancia del Ejército Español en San-


tiago de Cuba.

24
Parte I
(La memoria amenazada)

25
El camino de la desobediencia

Ingenio Ðmajagua & enero 19 de 1867 . 9

A Carmen le ha hecho bien esta temporada frente al mar. El alien-


to del Golfo parece a momentos haberle impregnado alguna leve
esperanza, alguna complicidad demasiado transitoria con las fuerzas
de la vida.
Su salud, cual flor disecada, retoma al menos un pálido simula-
cro de sus colores de antaño, pero no han de llamarme a ilusión tan
confusos progresos.
No he logrado acostumbrarme, en la última década, a que su voz otro-
ra melodiosa, llegue distorsionada por el filtro de un pañuelo o un cu-
brebocas.
Tan propenso a complicaciones repentinas es su actual esta-
do que Don Antonio Botello le ha prescrito hablar lo menos posible.
¿Qué ha sido de aquel Ave María celestial de su garganta? ¿Acaso
comparten el piano del salón y su voz, una idéntica desolación? Para
salvar esta barricada, ha habilitado un cuadernillo y a través de él me
habla sin volverse de su balancín, mirando obstinadamente el mar,
envidiándole acaso un fragmento de permanencia.
Sin apenas sospecharlo ella, la sola idea de su inminente desapa-
rición me ha animado a escribir estas memorias, para que todo cuanto
del ayer merece reposar a buen resguardo, no quede sepultado como
un caracol derruido en la infinitud demencial de la arena; no descien-
da al abismo de la desmemoria que constante amenaza engullir nues-
tros más caros afectos.
En otro tiempo no hubiese tolerado la curiosidad de reclinarse
sobre mi espalda a fin de saber qué tramaba yo a base de palabras,
qué móviles me mantenían por tantas horas retraído de su cariño y
sus constantes mimos. Ahora sostiene para conmigo la natural indife-
rencia de una desconocida y no me queda otro remedio que aceptar el
origen invariable de sus reacciones.
Su letra ha comenzado a morir, sus trazos le aventajan en avidez por
desaparecer. Ignacia le devuelve el cuadernillo con mi escueta apun-
tación a lápiz. Ignacia entiende la seña y espera. «No traspasaré esta
fecha del próximo, lo sabes bien», me recalca. Ignacia le reacomoda
los almohadones, le dice niña Carmela y vuelve a consentirla como
antes, con visible terror a que repita la tos.
9 Se trata de unas memorias redactadas por Carlos Manuel de Céspedes un año antes del estallido de la insurrec-
ción armada contra España en su ingenio Demajagua. El manuscrito fue depositado en la Notaría Pública de Don
Nicolás Lasso en la ciudad de Manzanillo, el 18 de abril de 1868, acompañado de un poder legal que autorizaba
a los hijos de Céspedes a reclamar la tenencia de dichas memorias en caso de que se presentase para su autor un
desenlace fatal asociado a sus actividades conspirativas. Su albacea cumplió con celo el encargo, pero una requisa
ordenada por las autoridades españolas en mayo de 1871, provocó que fuesen incautadas, entre otros documentos
de alto valor confidencial, las memorias de Carlos Manuel de Céspedes. De inmediato fueron consideradas botín
de guerra y enviadas a Madrid, donde un grupo de expertos decidió no publicarlas a razón de que su contenido
podría servir para afianzar con creces la imagen pública de su autor. Una vez terminada la Guerra de los Diez Años
(1868- 1878) fueron olvidadas en el Archivo Militar de Madrid. La transcripción que hoy se presenta es copia fiel 26
del original.
El camino de la desobediencia


Hace dos noches entré a su alcoba.

En medio del diluvio lunar la observé dormida y pude ver cómo


la muerte abría y cerraba las garras sobre su pecho a ritmo de respira-
ción.
«Extranjera en la patria de su antigua belleza», pensé, advirtien-
do, varada entre sus canas, una peineta de carey cual ardua reminis-
cencia salvada del naufragio de sus años mozos.
La luna mostraba un relumbre inusual. De su cómoda tomé el
cuadernillo de cubiertas óseas. Mi mano temblorosa lo sostuvo cual
si fuese una lápida en miniatura.

Tuve valor de hojearlo.

Reclamos, furias, desfallecimientos, demasiadas versiones de


todo cuanto encona y desgarra. «¡Bendita la rosa que prospera en mi
pulmón! ¡Salve su espina!», había escrito por los días en que mandó
a retirar el retrato que sus padres le encargaran al florentino di Brec-
chio. Me hiere su estoicismo. Desde aquí la contemplo y veo que ha
retomado ahora su novela de Balzac, pero vacila en su lectura y busca
de pronto entre las olas, una flota de galeones invisibles.
¿Para qué o para quién escribo estos anales? Lo ignoro del mis-
mo modo que la pluma no sabe de la mano que la empuña. Yo pudiera
para este inaplazable encargo, sumirme entre las paredes de mi despa-
cho, revestido de tratados inútiles de jurisprudencia, administración
de negocios y muchas obras de valor que atesoro, pero he sacado la
escribanía para esta mesilla de corredor desde donde también puedo
verte, Carmela mía, y de paso recibir las tripulaciones que también
hago desembarcar en el muelle blanqueado de gaviotas y pelícanos.
Todos los caminos que hasta aquí nos han traído, como una alfom-
bra persa, parten de una misma hebra solitaria, que es en fin, por sí
sola, su propio juego calidoscópico. A veces me cuesta creer que ha
sucedido tanto desde aquel verano en Macaca. Nuestros destinos fue-
ron desde siempre, semillas ocultas en el seno de mismo pájaro que
nos depositó en un idéntico sitio para que fomentásemos el menudo
bosque de Carlitos, Amado Oscar, Carmita y Francisquita, ese ángel

27
El camino de la desobediencia

que con tanta premura Dios requirió a su diestra. Así transmigraron


también los nuestros hacia nosotros, en un tropel de linajes y adargas
quebradas. Pero se aproxima el tiempo en que la sangre se derramará
como tinta en el renglón brutal de las lidias guerreras. Los tiranos nos
crucificarán en las palmas, pero nosotros les tornaremos buitres sus
palomas de alcaldía. No me agencies, Gran Arquitecto del Universo,
sabedor y artífice de todas las secretas escrituras, ni un sólo resquicio
del mañana. Es menester que yo deba merecerlo como es ley. Mientras
tanto, comienzo ahora la excavación, la búsqueda de la primera hebra,
aquí, con una tinta demasiado joven para los rigores del tiempo que
hemos dejado atrás como una huella de volanta en un camino de pri-
mavera.
Éramos, los Céspedes y los Castillo, prestidigitadores, malaba-
ristas de la felicidad. Entre todos orquestábamos una grave farsa, un
fresco que iba de la misa al carnaval, una turbulencia de sangres y
destinos trenzados, herederos todos de viento en popa y naufragios.
Alucinábamos entre palmas y almenas, entre búhos de monasterio y
tocororos de serranía. La mujer que a pocos pasos de mí lee a Balzac
mientras contempla obstinadamente el mar, como yo, es fruto de ese
trueque de misterios. Ahora yo elijo encogerme, retroceder al ámbito
en que todo era embrión no germinado, argamasa de sombras leves
que no eran todavía la luz, una franja de tiempo en que los aconteci-
mientos contenían sólo un frágil amago de certidumbre.
Los recuerdos de entonces se atropellan, borrosos unos, relu-
cientes otros como juegos de azogue tornasolado. Son tal vez una gale-
ría secreta de maravilla y desconcierto. Entre esa variada gama busco
el suceso más antiguo del que guardo memoria y ahora convengo es
éste: una mañana desbordada de sol, de la mano de mi madre en la
puerta de la casa donde vine al mundo. Doña Francisca se había aso-
mado a ver pasar a su esposo Don Chucho marchando a la cabeza de
una procesión militar, que redoblando tambores daba vivas al Rey y
mueras a los conjurados. Ambos lo vimos, estupefacto yo, orgullosa
ella, mientras lucía su uniforme azul marino y las insignias reales
en hombros y puños de camisa. Entre la algarabía lo contemplamos
alejarse a paso marcial hacia la Plaza de Santo Domingo. A pesar de
que años más tarde yo repudiaría esas galas de regimiento con todas
mis fuerzas, es uno de los recuerdos más hermosos que conservo de mi

28
El camino de la desobediencia

padre.
Un par de lustros después, supe por boca del entonces Subte-
niente de Milicias Blancas, que aquella marcha irrumpió en Bayamo
al saberse que en el Príncipe, habían recibido garrote vil «los facciosos
Agüero y Sánchez». Ahora recuerdo en varias ocasiones haber escu-
chado la mención rencorosa a los infortunados, durante esas tertulias
en que él y sus socios incineraban decenas de tabacos y vaciaban
las mejores cosechas traídas del Reino. «¡Hijos de la cachondísima y
santa madre!», eran esas las expresiones de mi padre en situaciones
semejantes. Su condición cristiana palidecía con creces ante su con-
dición monárquica. Aquellos eran hombres cuyas conciencias yacían
asfixiadas bajo la escombrera de los intereses creados. Y ellos estaban
satisfechos de que así fuese.
Crecí entonces saturado de cargamentos de melaza, rentas de te-
jares, envíos de corambres y cortes de madera.
De esos albores de la inocencia, recuerdo mi predilección por un ob-
jeto que usurpaba en mis jugarretas: el bastón de mi padre fue mi pri-
mer caballo, una especie de bestia briosa a cuya doma consagraba las
energías inacabables de esos tiernos años. Tal vez lo que me fascinaba
era la dureza y el grosor del nogal, su empuñadura de plata replicando
la testa de un macho cabrío. Don Chucho supo conservarlo hasta que
la enfermedad no le permitió sostenerlo con la firmeza de sus tiempos
de juventud. Durante una velada, tres toques seguidos indicaban a los
presentes que ya era hora de marchar a sus aposentos para que el anfi-
trión se encargase de sus negocios a primera hora. Luego de esa señal,
el silencio de mi padre era grave y adusto como un tintero cerrado.
Ahora rescatar el vigor de esas imágenes, es semejante a salvar
un galeón del lecho profundo y devolverlo al astillero donde aún le
espera un destino.
Para que Don Chucho expirara en mis brazos aferrado tenaz-
mente a la vida, tenía que llevarme tantas veces cargado en los suyos
hasta el mosquitero de tul, abducido por el sueño. Para que Doña
Francisca abandonara este mundo encargándome a su Virgen de la
Caridad, tenía muchos años atrás, que implorarle me salvara de una
letal infección causada por mariscos. Semejante consecución escapa
al alcance de nuestros sentidos, atrapados en las peripecias intrascen-
dentes del día a día. No sé cuán reconfortante o torturador, puede ser

29
El camino de la desobediencia

comenzar la resurrección de un mundo cuyas delicias y penas parecen


haber desaparecido bajo el bregar de los astros. Es hora entonces de
desenterrar el tiempo en los espejos, la memoria de aquellos que fue-
ron caros a nuestro afecto, es tiempo de amueblar la mesa para que
otra vez resurjan las celebraciones familiares, las liturgias en días de
santos, las chiquilladas, romances y penitencias. Urge ya sacar de su
madriguera al relámpago…
Aunque ahora entiendo que al acto de nacer lo determina en rea-
lidad una legítima elección, debo hablar de mi nacimiento espontá-
neo, de aquel que en lejanos días inauguró mi presencia en el mundo
como una criatura, no más que los reptiles, los peces, los pájaros y los
árboles.

Fui el primogénito de seis hermanos, el primero en recibir la
bendición del cáliz materno.

Según supe después, por conversaciones de mis mayores, nací


bajo la artillería celeste de los truenos primaverales, un domingo 18 de
abril de 1819, faltando dos horas para la media noche.
Ingenios y barcos comenzaban a usar la fuerza del vapor. España
y la Nación del Norte deslindaban sus territorios en oblicuas mesas de
negociación. El General Cienfuegos traspasaba a Cajigal la banda de la
Capitanía de La Habana. Bolívar era ya el nombre endemoniado de
las Antillas y de semejante amenaza derivó el hecho de que mi padre
fuese llamado constantemente a prestar servicios en la milicia lista
para defender Manzanillo de un ataque corsario.
Eran tiempos en que fue preciso trasladar la familia a Santa Rosa,
la más segura de nuestras haciendas dadas al fomento de ganado y la
fabricación de azúcar. Mi madre, una joven a quien tempranamente lla-
maban «Doña», ocupó buena parte de esa víspera entregada a mis cui-
dados y aumentando su colección de edredones bordados a la francesa.
Por los años en que el aprendizaje del latín fue mi gran predilección,
me aficioné también a indagar acerca de una serie de episodios su-
cedidos en mi familia antes de mi nacimiento o por los años en que
nada podía registrar mi memoria de párvulo mimado. Fue así como
supe que las raíces de mi apellido paterno estaban fuertemente ligadas
a la noble villa de Osuna y que sus portadores habían sido hidalgos

30
El camino de la desobediencia

distinguidos en oficios de capitanes, regidores, alcaldes y clérigos, y


cuyo linaje mi padre se esforzó en restaurar. La raigambre materna
se había asentado a inicios del siglo diecisiete en Puerto Príncipe, e
igualmente descendía de ilustres súbditos de la Monarquía. Durante
una que otra cena, oía hablar a mi padre de sus mayores, víctimas de
ciertas fiebres que inauguraron este siglo en la villa. De Don Manuel
Hilario conservaba un mosquete con que siendo Teniente Gobernador
de Holguín, defendió La Habana del asedio inglés. De Doña Antonia
Luque atesoraba un simpático retrato en miniatura que a todas horas
llevaba consigo y una docena de mantas que semejaban un gran cali-
doscopio por lo variopinto de sus hebras. De este modo fui el benjamín
en quien confluyó toda esa mezcla de sangre castiza, tal y como sería
atestiguado mucho después en un expediente donde se aseguraba que
mi ascendencia no estaba sujeta a «impureza alguna de raza negra,
mora, judía o penados por la Inquisición».
En los vaivenes de Santa Rosa a Bayamo nacieron mis hermanos
Francisco Javier y Ladislao. Como un daguerrotipo contaminado por
demasiada luz, recuerdo a Ignacia, mi nodriza, arrullándolos en sus
cestas floridas de encajes y lazos, pero esas visiones se han tornado
en mí tan frágiles como alas de mariposas decoloradas por el efecto
arrasador de los años. Ahora que hago esta remembranza, a poco me-
nos de medio siglo, me percato ha desaparecido casi por completo el
mundo que mis antecesores se esmeraron en hacer perdurable. Tal vez
se haya cumplido la profecía de Don Chucho al descubrir a mis veinti-
tantos, en mi anular, la sortija masónica. «Usted con sus marranerías
liberales, va a ser la ruina de esta familia», aún sus palabras y su golpe
de bastón estremecen el sótano recóndito de mi conciencia.
A mi padre lo suaviza ahora para mí su Stradivarius, las notas
lánguidas y hermosas en que pasaba de su habitual rudeza de carácter
a las mieles de una tolerancia que nos sorprendía a todos.

Era una especie de tregua.

De esas largas estancias en Santa Rosa, perduran en mí los sa-


bores del zapote, la guayaba, el níspero, la papaya y otras frutas de
encomiable generosidad. Allí Ignacia, entonaba canciones infantiles
heredadas de sus ancestros africanos, pero esto sólo ocurría en ausen-

31
El camino de la desobediencia

cia del «amo», pues delante de Don Chucho se veía obligada a fingir en
sus cántigas, seguidillas y villancicos castellanos.
Hoy, en cada uno de esos caserones silba el viento de lo que fui-
mos, de lo que soñamos ser, y corre incluso la brisa oscura de aquello
que nos fue impedido. Pienso en esos años de turbia luminosidad y el
paladar de mi memoria redescubre otra vez las ambrosías de lo perdi-
do. A veces me detengo a ver el amanecer en el mar, y pensando en la
pureza esotérica de aquellos tiempos, se me juntan dos eternidades,
dos misterios en constante acción y retorno.
Para entender lo que hemos sido es preciso volver a serlo, reins-
talarse en las horas de otra edad, perderse en el aroma de jazmines,
de hierbas recién pisadas por cascos de caballos, extraviar el rumbo
de lo ordinario tras el canto de un pájaro en la maraña del bosque o la
ruptura cristalina del agua contra una piedra ornada de musgo.
En mi recuento, Santa Rosa vuelve a ser un caserón de mam-
postería y teja donde no supe si se horneaban pasteles o eran crepús-
culos lo que se doraba a fuego lento. Por esos años iniciales, como
se me dijo después, una de mis mayores dichas era saborear aquellos
ladrilluelos de harina y mecerme en columpio siempre al cuidado de
mi nana. Hasta mí llegó el relato de que una de esas tardes pronuncié
incompleto el nombre de Ignacia y ese fue el atisbo de mi primera
articulación vocal. El hecho enceló a mi padre, pero no tardó en estar
pronto de buenas. De esa época en que aún Luis Daguerre proba-
blemente ensayaba con vapores de mercurio y yodo, data el primer
óleo familiar. Don Chucho lo había encargado a un artista italiano por
entonces establecido en Bayamo, ligado con Cratilia, una morena que
acaba de liquidar su manumisión a mi abuelo materno y que devino
la gran pasión de su vida. Giovanni di Brecchio, tal y como lo conocí
después, era un florentino de gesticulaciones graciosas y abundantes.
En su carácter rebosaba la inteligencia de la bondad y a su vez todas
las bondades de la inteligencia.

Uno de esos días en que todos afirmaban que Sucre o el mismísimo
Bolívar lucirían sus ponchos en la plaza de Manzanillo, una volanta
llevó al artista hasta los confines de Santa Rosa. Largas horas posamos
para el pintor y este es el sumario de lo que tal vez fue mi primera fa-
tiga. En el lienzo aparecía Don Chucho con una pose marcial un tanto

32
El camino de la desobediencia

exagerada. A su diestra resplandecía mi madre, visiblemente encinta,


en ese tiempo de Francisco Javier. De su regazo asaltaban mis ojillos
preguntones y un gesto que sugería una leve torsión de manos al cen-
tro de la escena. De fondo se enseñoreaba la penumbra de un come-
dor espacioso asaeteado por un rayo de sol. Desde este sitio contemplo
ahora el tesoro familiar que conservo aún luego de la hecatombe de
persecuciones y destierros.
De pronto la amenaza de una posible invasión bolivariana cesó
de un modo paulatino y discreto, lentamente se fue convirtiendo en el
tema de todos los salones a que nadie daba real importancia, aunque
las milicias de criollos y peninsulares aseguraban al monarca la pose-
sión indeclinable de una de las más preciadas provincias del Reino.
Varios escarmientos pusieron coto al estado de alarma, y esa relativa
tranquilidad fue aprovechada por mis padres para llevarme de regreso
a la villa. Don Chucho no podía permanecer aislado de sus negocios
ni del roce con otros potentados de la comarca. Recuerdo el traslado
al callejón de La Burruchaga en dos volantas, una para la familia y
otra para los bártulos y la servidumbre. Durante el trayecto tuvo lugar
un altercado que pudo haber arrojado un desenlace fatal. Salteadores
de caminos detuvieron el primer carruaje a fin de ultimar el saqueo,
pero la destreza en armas de mi padre condujo a buen término el per-
cance. Perito en el manejo de mosquete y sable, dueño además de su
intuición y carácter, logró herir de muerte al cabecilla de los cuatreros,
recibiendo sólo un rasguño en una pierna y dispersando a los secua-
ces que huyeron despavoridos. De tal incidente no guardo más que
el relincho de los caballos y el grito de las mujeres. Me contaba mi
madre que yo permanecí, en un momento de descuido suyo, con los
ojos abiertos y fijos en el semblante agónico del malhechor, pero esa
escena se ha perdido definitivamente tras bastidores de la memoria.
A pesar del esfuerzo ingente hecho por mi padre en pos de entregar
vivo al cabecilla, murió en las cercanías de la Barranca de la Luz. Don
Chucho fue recibido como un héroe de capa y espada, pero el deseado
ascenso demoraría algunos años.
Mis abuelos maternos Don Francisco del Castillo y Doña Isabel
Ramírez se habían encargado de ofrecernos un banquete de recibi-
miento en su casa de la barriada de San Francisco, mientras la nuestra
del Callejón de la Burruchaga era reacondicionada por los sirvientes.

33

También podría gustarte