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El Camino de La Desobediencia PDF
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El camino de la desobediencia
Una novela sobre Carlos Manuel de Céspedes, el hombre que desafió
al Imperio Español en 1868
MCA R E D W O O D
EDI
TORIAL
3.ª edición: mayo de 2018
ISBN: 978-84-9074-418-5
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tido cada vez que bajaba los binoculares y se pasaba la mano por la
cara como diciendo entre dientes: ¡Quién mierda nos habrá manda-
do!. Cuatro exploradores se acercaron lo más que pudieron al terreno,
alcanzando a ver tres o cuatro hombres mal armados y a un viejo que
en las afueras de su rancho se afeitaba a la americana, con pantalón
oscuro y camisa arremangada. El práctico, apenas oyó el reporte dijo:
«Ese tiene que ser el Presidente». Ahí el Comandante mandó un vo-
cero para que fuese secreteando a toda la tropa que al viejo medio
calvo de camisa blanca y pantalón oscuro había que prenderlo vivo.
Entraron y salieron al menos tres hombres del rancho. El Comandante
aun no daba la orden tal vez porque quería cerciorarse de que no fuera
una trampa. Al ser sobre las once y media, lo vimos que salió, vesti-
do como si fuera para una fiesta, mudó a unos metros un caballo que
pastaba al pie y luego atravesó un ramblazo de unos pocos metros en
dirección a un bohío donde se veían trajinando a unas mujeres. Se
estuvo sobre una media hora y luego pasó a otro bohío que estaba a
unas pocas varas.
Cuando hubo plena seguridad de que no se trataba de una embos-
cada y que aquel caserío miserable no estaba en condición de ripostar
el fuego, el Comandante escogió una escuadra y el Capitán Flores otra.
Yo en verdad debía quedarme en la retaguardia, pero Rufo Durán, el
gigante pelirrojo de Valencia, se torció un pie de un resbalón. Me dio
un escalofrío extraño cuando el Capitán Flores me ordenó: «Ven tú en
su lugar, González…»
Íbamos a abrir fuego sobre el rancho, cuando Andrés Alonso dio
la orden de esperar a su señal: una chiquilla andrajosa iba entrando a
toda carrera al casucho de yaguas. En menos de dos minutos salió el
viejo revólver en mano, y en ese punto sí abrimos la ofensiva, tirando
solo a intimidar, porque la orden era agarrarlo vivo. Unos se lanzaron
sobre el bohío y otros emprendimos la carrera tras el viejo, que pare-
cía más desorientado que seguro respondiendo a nuestros disparos y a
nuestras voces de alto. Sin darse cuenta había ganado cercanía a una
palizada al pie de un barranco. El Comandante ordenó prenderlo de
inmediato, y a esa voz, Andrés Alonso, cinco infantes y yo, nos acerca-
mos lo más que pudimos.
En esa fracción de segundo me convencí de que la captura de
aquel trofeo tenía que ser solo mía. De pronto, al oír los gritos del Co-
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Yo no puedo decir que alguna vej vide al alma en pena del difunto
Cárloj Manuel rondando por la puerta principal del cementerio, como
decían los celadorej del otro turno, o como Lencho Ramírej, aquel
mulato albañil que juraba y perjuraba verlo a cada rato rondando la
tumba de Ejtrada Palma ya casi entre dos luces.
La rialidad ej que yo nunca vide na´ ejtraño, a lo mejor porque en
aquel entoncej yo era máj incrédulo que una piedra. Pero sí puedo dar
fe de que a todoj elloj lej vide cara de sujto en ocasionej que no tengo
deoj pa´ contarlaj. Cierto es que una vej no tenía ni un centén pa´
prender una breva, y como el necesitao´ se vuelve creyente de un rato
pa´ otro, me acerqué a su tumba y le dije: «Mira Cárloj Manuel, tú
que fuijte un alma de Dio’ con loj negroj, dame una luj pa´ ganarme
aunque sea un terminal, que el brazo de la miseria me tiene apretao´
el pejcuezo a máj no poder».
Pasó una semana y yo seguía en dejgracia, hajta que una maña-
na de vuelta al rancho, me quedo lelo frente a una casa que ejtaban
echando abajo en la calle de San Pedro. Yo no sabía ni porqué me ha-
bía parado a ver caer loj ejcombros. Entre loj pedazoj de manpojtería
vi una placa de bronce con un número, y ahí mijmito me dije: «Ejte ej
el chance». Fui directico a donde los vendedorej, y cuando me di cuen-
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ta de que había un billete con ese mismo número, supe que el toletazo
iba al seguro.
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Uno se pasa años lejos de Cuba, con el corazón dividido entre lo que
dejó atrás y lo que se está por vivir, pero las cosas notables, y hasta
extrañas que uno allá vivió, lo marcan para siempre…
Uno de los recuerdos más vivos que guardo de esa etapa, está
asociado a Carlos Manuel de Céspedes, el Bolívar de Cuba aunque hoy
mucha gente, por rencillas mezquinas o enanismo mental, se dé a la
tarea de negarlo.
Tenía yo a la sazón como doce años de edad. Bajaba descuidado
y juguetón por la calle de la Marina, y en la esquina de la calle del
Gallo, llamó mi atención la premura con que de todas las direccio-
nes salían grupos de gente silenciosa y pendenciera que se dirigían al
Muelle Real. Me incorporé también a uno de dichos cortejos, pues por
el momento no había otra cosa más importante qué hacer. Pregunté a
varios hombres que ocurría, pero nadie me contestó, no sé si debido a
mi figura de Gavroche o por lo serio del caso. Los grupos se detuvieron
en el mencionado muelle y yo me coloqué como pude en primera fila.
A poco oí decir a un hombre de color: «Ahí traen a Carlos Ma-
nuel, que lo mataron en el monte.» Ignoraba yo entonces quién era
Carlos Manuel ni lo que representaba. Minutos después llegó un bote
grande tripulado por marinos españoles y otros hombres que parecían
oficiales de la Armada.
La embarcación atracó en la entonces Capitanía del Puerto, y
entre varios hombres de mar sacaron de él una camilla con un cuerpo
inerte, al cual cubrían con pencas de guano verdes. Se llenó aquel re-
cinto de autoridades y polizontes, que cuchicheaban a su antojo cosas
que yo no oía. Media hora más tarde y en hombros de cuatro hombres
de color, sacaron la camilla custodiada, tomando tan triste cortejo la
calle de la Marina, doblando por Hospital, hasta la de Santa Lucía, la
cual tomaron para evadir la loma de piedras hasta llegar al Hospital
Civil, que así se llamaba entonces. Cubrían la entrada unos diez efec-
tivos pertenecientes a una compañía de ingenieros cubanos. Por su-
puesto, que no permitían la entrada, pero yo, que ni conocía el peligro,
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II. Que contaría a la sazón con poco más de sesenta años de edad.
8 Archivo General Militar de Madrid, Legajo 4251, Caja 5819, expediente N° 27.
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Parte I
(La memoria amenazada)
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Hace dos noches entré a su alcoba.
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padre.
Un par de lustros después, supe por boca del entonces Subte-
niente de Milicias Blancas, que aquella marcha irrumpió en Bayamo
al saberse que en el Príncipe, habían recibido garrote vil «los facciosos
Agüero y Sánchez». Ahora recuerdo en varias ocasiones haber escu-
chado la mención rencorosa a los infortunados, durante esas tertulias
en que él y sus socios incineraban decenas de tabacos y vaciaban
las mejores cosechas traídas del Reino. «¡Hijos de la cachondísima y
santa madre!», eran esas las expresiones de mi padre en situaciones
semejantes. Su condición cristiana palidecía con creces ante su con-
dición monárquica. Aquellos eran hombres cuyas conciencias yacían
asfixiadas bajo la escombrera de los intereses creados. Y ellos estaban
satisfechos de que así fuese.
Crecí entonces saturado de cargamentos de melaza, rentas de te-
jares, envíos de corambres y cortes de madera.
De esos albores de la inocencia, recuerdo mi predilección por un ob-
jeto que usurpaba en mis jugarretas: el bastón de mi padre fue mi pri-
mer caballo, una especie de bestia briosa a cuya doma consagraba las
energías inacabables de esos tiernos años. Tal vez lo que me fascinaba
era la dureza y el grosor del nogal, su empuñadura de plata replicando
la testa de un macho cabrío. Don Chucho supo conservarlo hasta que
la enfermedad no le permitió sostenerlo con la firmeza de sus tiempos
de juventud. Durante una velada, tres toques seguidos indicaban a los
presentes que ya era hora de marchar a sus aposentos para que el anfi-
trión se encargase de sus negocios a primera hora. Luego de esa señal,
el silencio de mi padre era grave y adusto como un tintero cerrado.
Ahora rescatar el vigor de esas imágenes, es semejante a salvar
un galeón del lecho profundo y devolverlo al astillero donde aún le
espera un destino.
Para que Don Chucho expirara en mis brazos aferrado tenaz-
mente a la vida, tenía que llevarme tantas veces cargado en los suyos
hasta el mosquitero de tul, abducido por el sueño. Para que Doña
Francisca abandonara este mundo encargándome a su Virgen de la
Caridad, tenía muchos años atrás, que implorarle me salvara de una
letal infección causada por mariscos. Semejante consecución escapa
al alcance de nuestros sentidos, atrapados en las peripecias intrascen-
dentes del día a día. No sé cuán reconfortante o torturador, puede ser
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cia del «amo», pues delante de Don Chucho se veía obligada a fingir en
sus cántigas, seguidillas y villancicos castellanos.
Hoy, en cada uno de esos caserones silba el viento de lo que fui-
mos, de lo que soñamos ser, y corre incluso la brisa oscura de aquello
que nos fue impedido. Pienso en esos años de turbia luminosidad y el
paladar de mi memoria redescubre otra vez las ambrosías de lo perdi-
do. A veces me detengo a ver el amanecer en el mar, y pensando en la
pureza esotérica de aquellos tiempos, se me juntan dos eternidades,
dos misterios en constante acción y retorno.
Para entender lo que hemos sido es preciso volver a serlo, reins-
talarse en las horas de otra edad, perderse en el aroma de jazmines,
de hierbas recién pisadas por cascos de caballos, extraviar el rumbo
de lo ordinario tras el canto de un pájaro en la maraña del bosque o la
ruptura cristalina del agua contra una piedra ornada de musgo.
En mi recuento, Santa Rosa vuelve a ser un caserón de mam-
postería y teja donde no supe si se horneaban pasteles o eran crepús-
culos lo que se doraba a fuego lento. Por esos años iniciales, como
se me dijo después, una de mis mayores dichas era saborear aquellos
ladrilluelos de harina y mecerme en columpio siempre al cuidado de
mi nana. Hasta mí llegó el relato de que una de esas tardes pronuncié
incompleto el nombre de Ignacia y ese fue el atisbo de mi primera
articulación vocal. El hecho enceló a mi padre, pero no tardó en estar
pronto de buenas. De esa época en que aún Luis Daguerre proba-
blemente ensayaba con vapores de mercurio y yodo, data el primer
óleo familiar. Don Chucho lo había encargado a un artista italiano por
entonces establecido en Bayamo, ligado con Cratilia, una morena que
acaba de liquidar su manumisión a mi abuelo materno y que devino
la gran pasión de su vida. Giovanni di Brecchio, tal y como lo conocí
después, era un florentino de gesticulaciones graciosas y abundantes.
En su carácter rebosaba la inteligencia de la bondad y a su vez todas
las bondades de la inteligencia.
Uno de esos días en que todos afirmaban que Sucre o el mismísimo
Bolívar lucirían sus ponchos en la plaza de Manzanillo, una volanta
llevó al artista hasta los confines de Santa Rosa. Largas horas posamos
para el pintor y este es el sumario de lo que tal vez fue mi primera fa-
tiga. En el lienzo aparecía Don Chucho con una pose marcial un tanto
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