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JOSÉ LUIS GONZÁLEZ RECIO

Y ANA RIOJA

Galilea
en el infierna
UN DIÁLOGO CON PAUL K.
F E Y E R A B E N D

E D I T O R I A L T R O T T A
Galileo en el infierno
Un diálogo con Paul K. Feyerabend

José Luis González Recio


Ana Rioja

E D I T O R A L T R O T T A
La presente obra ha sido editada con la ayuda de la Facultad de Filosofía
de la Universidad Complutense de Madrid

CO LECCIÓ N ESTRUCTURAS Y PRO CESOS


S e r i e F ilo s o f ía

© Editorial Trotta, S.A., 2007


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© José Luis González Recio y Ana Rioja Nieto, 2007

ISBN: 9 7 8 -8 4 -81 6 4 -91 7 -8


Depósito legal: M. 22.033-2007

Impresión
Fernández Ciudad, S.L.
CONTENIDO

Prólogo ................................................................................................................................. 9

O AI U F O EN EL INFIERNO. U N DIÁLOGO CON PAUL K . FEYERABEND 37

Bibliografía ......................................................................................................................... 89

7
PRÓLOGO

En marzo de 1632 la ciudad de Florencia conocía la publica­


ción de una obra, escrita en italiano y no en latín, cuyo título
rezaba del siguiente modo: Diálogo de Galilea Galilei, linceo,
m atem ático extraordinario del estudio de Pisa y primer filósofo y
m atem ático del serenísimo Gran Duca de Toscana, donde en las
conversaciones de cuatro jornadas se discurre sobre los dos máxi­
mos sistemas del mundo ptolem aico y copernicano proponien­
do de m odo neutral las razones filosóficas y naturales tanto de
una com o de otra parte1. Se trata del conocido abreviadamente
como Diálogo sobre los dos máximos sistemas del mundo ptole­
m aico y copernicano en el que su autor, Galileo Galilei, defen­
día sus puntos de vista sobre la validez del sistema copernicano
frente al aristotélico-ptolemaico. Tal como pone de manifiesto
el mencionado título, la forma de defensa elegida era la de un
diálogo mantenido a lo largo de cuatro jornadas, en concre­
to entre tres personajes: Salviati (exponente de las opiniones
copernicanas del propio Galileo), Simplicio (partidario de la
concepción geocéntrica del mundo heredada de aristotélicos y
ptolemaicos) y Sagredo (tercer interlocutor supuestamente sin
partido adoptado de antemano)2.

t
1. G. Galilei, Diálogo sobre los dos máximos sistemas del mundo ptole­
maico y copernicano. Edición de A. Beltrán, Alianza, Madrid, 1994. 1
2. En el caso de Salviati y de Sagredo, los nombres fueron tomados por
Galileo de dos antiguos amigos ya fallecidos, el florentino Filippo Salviati y
el noble veneciano Giovanfrancesco Sagredo, en cuyo palacio se habían ce-

9
G A L I L E O EN EL I N F I E R N O

A pesar de que Nicolás Copérnico había fallecido en 1543


(el mismo año de aparición de su gran obra Sobre las Revolu­
ciones de los Orbes celestes) y, por tanto, hacía ya casi un siglo,
el tema de la descripción heliocéntrica del mundo por él pro­
puesta seguía siendo de candente actualidad en la primera mitad
del siglo XVII, tanto para astrónomos y filósofos naturales como
para teólogos (estos últimos preocupados por las consecuencias
filosóficas y teológicas de la alteración del orden aristotélico-
escolástico del cosmos). De hecho, son de sobra conocidas las
nefastas consecuencias que la publicación del Diálogo tuvo para
su autor: apertura de un proceso por parte de la Inquisición ro­
mana el 12 de abril de 1633 y finalización del mismo el 22 de
junio con la condena, abjuración y reclusión perpetua del ilustre
italiano.
Casi tres siglos y medio después, en 1970, el tipo de defen­
sa del copernicanismo realizado por Galileo en la mencionada
obra era reinterpretado desde una peculiar óptica filosófica en
una obra publicada en inglés por la Universidad de Minnesota y
titulada Contra el m étodo, de la que cinco años más tarde apare­
cía en Londres una versión corregida y aumentada, esta vez con
el nombre de Tratado contra el m étodo. Su autor era el vienés
Paul K. Feyerabend, quien había creído oportuno y pertinente
tomar el caso galileano como ejemplo histórico de sus propias
tesis metodológicas (o, si se quiere, antimetodológicas), a las que
había bautizado con el nombre de «teoría anarquista del cono­
cimiento». En la pluma de Feyerabend, Galileo se convertía así
en el prototipo de anarquista epistem ológico, para el que, en
rigor, resultaría no ya inútil sino perfectamente inadecuada la
última parte del largo título de la obra: ... conversaciones de
cuatro jornadas [en las que] se discurre sobre los dos máximos
sistemas del mundo ptolem aico y copernicano proponiendo de
m odo neutral las razones filosóficas y naturales tanto de una
com o de otra parte.
No es necesario ser anarquista epistemológico para recelar
de la completa neutralidad con la que Galileo podía hacer ha-

lebrado reuniones de carácter científico y filosófico (en vida de este último).


Finalmente, el nombre de Simplicio tal vez alude al del filósofo y comentarista
de Aristóteles del siglo vi d.C.

10
PRÓL OGO

blar a los tres personajes, puesto que indudablemente deseaba


convencer acerca de la superioridad de las tesis copernicanas
heliocéntricas frente a las geocéntricas de sus adversarios. Pero
ése es un tema, y otro muy distinto el que suscita Feyerabend
tanto en su famosa obra como en otros escritos anteriores y
posteriores a la aparición de su Tratado contra el m étodo. En
efecto, según su opinión, la ciencia se construye, tanto de hecho
como de derecho, al margen de y en contra de todo método,
esto es, al margen de cualquier conjunto de reglas y leyes que
regulen su «buen» proceder. ¿Así fue, así es, y así debe ser?
El asunto es cualquier cosa menos trivial. De la respuesta
que se dé al citado interrogante dependen otras cuestiones fun­
damentales tanto para el estatuto cognitivo de la propia cien­
cia como para la pertinencia y pervivencia de la filosofía de la
ciencia, la teoría del conocimiento o la epistemología, con todo
lo que ello filosóficamente supone. Sabemos lo que Feyerabend
pensaba sobre el tipo de discurso creado por Galileo en defen­
sa de sus posiciones teóricas. Obviamente ignoramos la réplica
que este último habría podido formular ante las afirmaciones
de aquél. Pero tal vez resulte de interés el ejercicio intelectual
que implica poner frente a frente a estos dos personajes, ambos
locuaces, polémicos, sarcásticos, irónicos, cáusticos y mordaces.
Al menos esto es lo que los autores del presente escrito hemos
tratado de hacer a lo largo de las páginas de este fingido diálo­
go, al cual anteponemos un comentario que ponga al alcance de
todo lector las claves de su mejor comprensión.

Feyerabend, una vida transcurrida m atando el tiem po

Desvanecimiento es el título que este autor decidió dar, en el


verano de 1993, al último capítulo de su autobiografía3. A partir
de entonces «esperaba pasar el tiempo leyendo, paseando por
los bosques y dedicándome a mi esposa. Pero la cosas no han
resultado así». Tras su jubilación en 1991 después de treinta y
cinco años de vida profesional, aspiraba a un «desvanecimien­

3. P. K. Feyerabend, Matando el tiempo. Autobiografía. Traducción de


F. Chueca, Debate, Madrid, 1995 (en lo sucesivo MT).

11
G A L I L E O EN EL I N F I E R N O

to profesional» y al disfrute durante «unos cuantos años, cinco


años, quizá, diez si tengo suerte», de vida en común con su cuar­
ta esposa, Grazia Borrini, con la que había contraído matrimo­
nio en 19894. No era eso, sin embargo, lo que el destino le tenía
reservado.
A finales de 1993 Feyerabend se encontraba hospitalizado,
parcialmente paralizado, con un tumor cerebral inoperable. El
11 de febrero de 1994 se producía el fallecimiento en la ciudad
suiza de Genolier, faltándole nueve meses para cumplir los se­
tenta años. Cuando ya conocía su sentencia a muerte, manifestó
su pesar porque ésta llegara justo cuando había conseguido «or­
ganizarse» en su vida privada, «después de una larga vida de lu­
cha por la soledad»5. En efecto, en lo que a sus padres se refiere,
afirma que ya de niño los había rechazado. «Después, cuando
vivía con mi padre [tras el suicidio de su madre] — nos cuenta en
su autobiografía— , apenas había prestado atención a sus temo­
res y dificultades. Me fastidiaba cuando caía enfermo y le dejaba
al cuidado poco atento de sus amigas. No le visité cuando ago­
nizaba»6. En cuanto a su madre, se enteró del suicidio de ésta,
acontecido el 29 de julio de 1943, cuando se hallaba destinado
en Yugoslavia tras ingresar como voluntario en la escuela de ofi­
ciales del ejército del III Reich. «No sentí absolutamente nada»,
afirma. Acerca del dolor de su padre, de su separación, de la
guerra en aquellos años «tenía los pensamientos ‘correctos’ y to­
maba en consideración las cosas ‘correctas’, pero mis emociones
eran retorcidas y superficiales, más teatrales que auténticas»7.
Paul Karl Feyerabend había nacido en Viena el 8 de noviem­
bre de 1924. Su padre, un funcionario público, eligió para él el
Realgymnasium, que era el tipo de escuela secundaria en el que
se estudiaba ocho años de latín, inglés y podía elegir entre fran­
cés o ciencias. Allí aprendió física, matemáticas, biología y quí­
mica, convirtiéndose en un alumno brillante cuyas calificaciones
estaban por encima de la media. Amante del teatro, sostiene que
a «la filosofía llegué por puro accidente»8. En efecto, gustaba

4. MT, pp. 171 y 162.


5. Ibid., p. 174.
6. Ibid., p. 163.
7. Ibid., p. 46.
8. Ibid., p. 30.

12
PRÓLOGO

de comprar libros de segunda mano que se vendían por lotes


completos. En general seleccionaba aquellos en los que abun­
daban las obras de teatro o las novelas, pero no podía impedir
que a veces estuvieran incluidas las de filósofos como Platón o
Descartes. Al comenzar a leer estos restos no buscados «pronto
me di cuenta de las posibilidades dramáticas del razonamiento
y me fascinó el poder que los argumentos parecen tener sobre
la gente»9. El carácter seductor y teatral de la filosofía fue, pues,
lo que convirtió a ésta en polo de atracción para el joven vienés.
Junto a la física y la astronomía, la gran afición que conser­
vó a lo largo de toda su vida fue la música, muy en especial la
ópera. Aprender a cantar fue la gran asignatura a veces iniciada
y nunca concluida, de modo que a finales de los años treinta y
principios de los cuarenta, según nos narra, «el curso de mi vida
estaba claro: astronomía teórica de día, preferiblemente en el
terreno de la teoría de las perturbaciones; después ensayos, pre­
paración, ejercicios vocales; ópera al atardecer y observación
astronómica de noche101. El plan no podía ser más sugestivo.
Pero como él mismo reconoce, «el único obstáculo que quedaba
era la guerra».
Tras la anexión de Austria por Alemania en marzo de 1938,
la sociedad austríaca se escindió entre los partidarios y los de­
tractores de dicha anexión. Acerca de los acontecimientos que
habrían de venir a partir de esa fecha, Feyerabend desea mante­
ner en su autobiografía una indiferente distancia:

Gran parte de lo que sucedió sólo lo conocí después de la gue­


rra [...], y los acontecimientos de los que fui consciente, o no
me impresionaron en absoluto, o me afectaron de una mane­
ra aleatoria. [...] Para mí, la ocupación alemana y la guerra que
siguió fueron un inconveniente, no un problema moral, y mis
reacciones tenían su origen en estados de ánimo y circunstancias
accidentales, no en una actitud bien definida11.

Quizá uno de esos «estado de ánimo» le llevó a incorporarse


a las SS. «¿Por qué? Porque un hombre de las SS tenía un as­

9. Ibid., p. 31.
10. Ibid., p. 37.
11. Ibid., pp. 40-41.

13
G A L I L E O EN EL I N F I E R N O

pecto mejor, hablaba mejor y caminaba mejor que los mortales


corrientes. La razón era la estética, no la ideología»12.
Permaneció en el ejército entre 1942 y 1945, ascendiendo
desde soldado a teniente y después a comandante, estancia que
califica como una «molestia» que olvidó «en el mismo momento
en que terminó»13. Estuvo en la parte septentrional del fren­
te ruso y en Polonia, de donde trajo un impacto de bala en la
columna vertebral y una invalidez permanente que le obligó a
caminar con muletas el resto de su vida, además de la imposibi­
lidad de concebir hijos.
Finalizada la guerra inició sus estudios universitarios. Se
aproximó en primer lugar a la historia, lo que no respondió a
sus expectativas, y en 1947 comenzó sus clases de física en Vie-
na. En agosto del año siguiente tuvo la oportunidad de conocer
personalmente a Popper en los cursos de verano de Alpbach
(Tirol) organizados por el Osterreichisches College, una socie­
dad muy activa en la organización de actividades intelectuales
y artísticas. Los estudiantes de ciencias y de filosofía asistentes
a los seminarios decidieron constituir algo así como la versión
estudiantil del antiguo Círculo de Viena, al que se denominó
círculo de Kraft debido a que fue Viktor Kraft su director aca­
démico. Entre los conferenciantes invitados hallamos a Witt-
genstein, quien, a juzgar por los comentarios de Feyerabend en
su autobiografía, le infundió mucho mayor respeto intelectual
que Popper. Gracias asimismo al Osterreichisches College que
le financió el desplazamiento a los cursos de verano de Askov
(en las proximidades de Copenhague), tuvo la oportunidad de
conocer al físico Niels Bohr, sobre cuya interpretación de la
mecánica cuántica escribiría posteriormente.
En 1951 se doctoró en filosofía y a continuación solicitó
una beca del British Council para estudiar en Cambridge con
Wittgenstein. La muerte de éste en ese mismo año le obligó a
modificar sus planes, decantándose entonces por Popper, que a
la sazón se hallaba en la School of Economics de Londres. Todo
apunta a que allí comenzaron a fraguarse sus ideas sobre el mé­
todo científico precisamente influido, aunque no exclusivamen­

12. Ibid., p. 42.


13. Ibid., p. 107.

14
PRÓLOGO

te, por este último filósofo al que tiempo después criticaría de


un modo virulento (indudablemente el pensamiento de Witt-
genstein también dejó su impronta hasta el punto de afirmar
que en aquella época se hizo wittgensteiniano14). Permaneció en
la capital del Reino Unido desde otoño de 1952 hasta el verano
de 1953, momento en que regresó a Viena. Tras rechazar el
puesto de ayudante que Popper le ofrecía, recabó la ayuda del
filósofo austríaco para obtener su primer puesto como docente
en la Universidad de Bristol, ayuda que le fue brindada por su
compatriota.
Desde 1955, año en el que se incorpora al Departamento
de Filosofía de dicha Universidad, hasta su jubilación en 1990,
transcurren treinta y cinco años de vida académica, la mayor
parte del tiempo en centros de habla inglesa: Berkeley, Auckland
(Nueva Zelanda), Londres, Yale, Stanford, Sussex, pero también
Berlín, Kassel o Zurich. Para un autor cuyo ideal era, según ma­
nifestó en cierta ocasión, «ver la televisión, tumbarme al sol, ir
al cine, dedicarme a las aventuras amorosas y hacer lo mínimo
indispensable para preparar las clases que me dan de comer»15,
hay que reconocer que tuvo una ajetreada y viajera existencia
profesional que le llevó de universidad en universidad, a veces
simultaneando varias de ellas en el mismo año.
De entre las numerosas personalidades del mundo académi­
co e intelectual con las que entró en contacto a lo largo de todo
ese tiempo, deseamos destacar tres: Philipp Frank, en Alpbach a
mediados de los años cincuenta, Thomas S. Kuhn, en Berkeley
a finales de esa misma década, e Imre Lakatos, en Londres en
los años sesenta. En el caso de Frank, uno de los fundadores del
Círculo de Viena, Feyerabend recuerda lo siguiente:

Puesto en la tesitura de explicar una cuestión difícil mediante la


historia o por un razonamiento analítico, escogía invariablemen­
te la historia. A algunos filósofos aquello no les hacía demasiada
gracia. Pasaban por alto que la ciencia es también una historia,
no un problema lógico. Frank argumentaba que las objeciones
aristotélicas contra Copérnico coincidían con el empirismo,

14. Ibid., p. 93.


15. P. K. Feyerabend, Diálogo sobre el método, Cátedra, Madrid, 1990, p.
162.

15
G A L l LEO EN EL I N F I E R N O

mientras que la ley de inercia de Galileo no coincidía, como en


otros casos, esta observación permaneció latente en mi mente
durante años, y después comenzó a fermentar. Los capítulos de­
dicados a Galileo en Tratado contra el m étod o [que constituyen
el núcleo central del presente escrito dialogado] son un resulta­
do tardío16.

Conoció a Kuhn en la Universidad de California, en Berke-


ley, en 1958 y mantuvo con él cierta relación académica sobre
todo en los años 1960 y 1961, tal como nos relata en su artículo
«Consuelos para el especialista»:

Durante los años 1960 y 1961 en que Kuhn fue miembro del
Departamento de Filosofía de la Universidad de California en
Berkeley tuve la suerte de poder discutir con él varios aspectos de
la ciencia. He sacado un enorme provecho de estas discusiones y
desde entonces he considerado la ciencia de una manera nueva.
Sin embargo, si bien estaba dispuesto a admitir los problem as de
Kuhn y si bien trataba yo de explicar determinados aspectos de
la ciencia sobre los que él había llamado la atención (la omnipre-
sencia de anomalías, por ejemplo), era completamente incapaz
de estar de acuerdo con la teoría de la ciencia que él proponía; y
estaba todavía menos dispuesto a aceptar la ideología general que
a mi juicio constituía el telón de fondo de su pensamiento17.

De Lakatos puede decirse que, pese a sus discrepancias, man­


tuvo con él una sincera y relativamente breve amistad (debido al
prematuro fallecimiento de este filósofo húngaro) entre 1968 y
1974. De hecho asistía a las clases que Feyerabend impartió en
la London School of Economics en 1968. Nuestro anarquista
autor le describe refiriéndose a esa época de esta manera:

Imre era una especie de racionalista, al menos así se presen­


taba, como un cruzado de la Razón, la Ley y el Orden. Via­
jaba por todo el mundo intentando animar a los racionalistas
que flaqueaban y recomendando su metodología como una pa­
nacea18.

16. MT, pp. 100-101.


17. P. K. Feyerabend, «Consuelos para el especialista», en I. Lakatos y A.
Musgrave (eds.), La crítica y el desarrollo del conocimiento, Grijalbo, Barce­
lona, 1975, p. 346.
18. MT, p. 124.

16
PRÓLOGO

Pese a ello, más adelante afirma:

Imre y yo intercambiamos muchas cartas sobre nuestros traba­


jos, achaques y broncas, y sobre las más recientes idioteces de
nuestros queridos colegas. Discrepábamos en cuanto a nuestro
planteamiento, carácter y ambición, pero nos hicimos muy bue­
nos amigos. Me sentí desolado y muy furioso cuando me enteré
de que Imre había muerto1’.

En conjunto Feyerabend fue un personaje heterodoxo, ico­


noclasta, ingenioso, mordaz, teatral, crítico hasta el insulto,
muy hábil en el uso de la palabra, desesperantemente listo, pro­
vocador, mujeriego, mal educado y en su senectud desaliñado
(muy diferente del apuesto y seductor joven que muestran las
fotografías), popular entre el alumnado, famoso y empeñado en
demostrar a todo el mundo que nunca se tomó nada en serio,
incluyendo los horrores de la guerra o su profesión, tal vez con
la excepción de la música y de su cuarto y último matrimonio.
Como botón de muestra concluyamos este apartado dejándole
hablar a él mismo:

Nunca me he creído un intelectual, muchos menos un filósofo.


He practicado esta actividad porque me proporcionaba unos in­
gresos, y sigo practicándola en parte por inercia, en parte porque
me divierte contar historias por escrito, en televisión, ante una
audiencia viva. Siempre me ha gustado hablar prácticamente de
cualquier cosa bajo el sol1920.

De lo escrito bajo el sol

Nuestro autor gustó de hablar «bajo el sol» y de tenderse «al


sol». Como a veces suele pasar en quienes proceden de países en
los que las horas de insolación no son excesivamente abundan­
tes, las referencias más o menos ocasionales al astro rey consti­
tuyen la expresión del hedonismo y buen vivir que muchos aso­
cian a su cálido y a veces tórrido manto. En efecto, es el caso de
Feyerabend, quien en alguna ocasión mencionó la posibilidad

19. Ibid., p. 126.


20. Ibid., p. 155.

17
C A l l l E O EN EL I N F I E R N O

de pasar las horas tumbado bajo el sol como una de las mejores
formas de vivir... ¿matando el tiempo?
Puesto que no cumplió su propósito de pasar los días hol­
gazaneando en una hamaca, parece claro que de lo que más dis­
frutó fue de la posibilidad de hablar de cualquier cosa ante un
público vivaz y dispuesto a dejarse escandalizar y seducir. Todo
apunta a que escribir no le deparaba tanto placer, pero lo hizo,
sobre todo desde principios de los años sesenta hasta su muerte,
impelido por la irrefrenable necesidad de neutralizar el único
tipo de propaganda a la que los racionalistas son permeables:
la argumentación. Y es que Feyerabend, si algo se propuso es­
forzadamente, fue desmontar pieza a pieza cualquier edificio
construido por la razón, y muy en especial el llamado método
científico. De ahí que, según nos cuenta en su autobiografía21,
cuando a finales de la década de 1960 una editorial londinense
le propusiera publicar una recopilación de sus escritos, el título
elegido fuera Tratado contra el m étodo, retomando el del ensa­
yo de 1968 Contra el m étodo. El objetivo fundamental no era
otro que desenmascarar la inconfesada labor puramente pro­
pagandista que ejercen los supuestos cultivadores del método
científico, liberando al común de los mortales de pseudo-valo-
res cognitivos como verdad u objetividad:

Uno de los motivos que me impulsaron a escribir Tratado contra


el m étodo fue liberar a la gente de la tiranía de los mistificadores
filosóficos y de conceptos abstractos como «verdad» u «objetivi­
dad», que estrechan la visión de la gente y su manera de estar en
el mundo22.

En términos generales, la palabra m étodo designa un modo


ordenado de proceder para alcanzar una determinada meta, ya
sea teórica o práctica. En el caso del llamado m étodo científico
el objetivo es la ciencia en cuanto producción de cierto tipo de
conocimiento sobre un determinado ámbito de objetos. En el
fondo ello implica admitir dos supuestos:
1) tiene sentido el empleo de un término general como es
el de ciencia ;

21. Ibid., p. 133.


22. Ibid., p. 173.

18
PRÓLOGO

2) la obtención de conocimientos científicos no puede ser


azarosa o casual sino que supone algún tipo de orden expresado
en un conjunto de reglas, leyes o principios de validez general.
Hay, pues, algo llamado ciencia y ésta conlleva un cierto m é­
todo. En última instancia, se trataría de obtener «buenos» cono­
cimientos sobre el tema de que se trate, partiendo de la base de
que no todos lo son.
Entre las reglas metodológicas a seguir en el proceso de cons­
trucción de la ciencia cabe citar el aumento de contenido em­
pírico, la concordancia con las observaciones, la consistencia
con teorías anteriores bien establecidas, la coherencia lógica, la
contrastabilidad (o al menos falsabilidad) y la no utilización de
hipótesis ad hoc. Esto quiere decir que una buena teoría , racio­
nalmente preferible por tanto a otras, ha de ser formalmente
consistente, concordante con los hechos empíricos y con teorías
previas adecuadas, no ha de recurrir a hipótesis ad hoc, ha de ex­
plicar el mayor número posible de hechos empíricos y debe haber
sido establecida inductivamente o al menos no haber sido falsada.
Así, ninguna ciencia puede incluir proposiciones contradictorias,
incompatibles con la experiencia o inverificables empíricamen­
te porque, en definitiva, y esto es fundamental, no todo vale.
Nos encontramos así, en el ámbito de lo científico, con que
hay términos de significado general y principios o reglas de apli­
cación universal sin los cuales ni hay ciencia propiamente dicha
ni, por supuesto, filosofía de la ciencia o epistemología. Todo
ello supone un cierto «orden» lógico y epistemológico que fun­
damenta una razonable expectativa de poder explicar y predecir
el tipo de fenómenos propios de cada disciplina, al tiempo que
permite contar con un criterio de demarcación entre lo estable­
cido científicamente y lo afirmado por otras vías.
Pues bien, si el anarquista político se manifiesta en contra
del orden establecido y defiende la abolición de toda forma de
Estado o de gobierno, un anarquista epistemológico será aquel
que se declare contrario a dicho orden metodológico y propug­
ne la negación de todo método científico y, por tanto, de toda
norma general que guíe a los científicos en la obtención de co­
nocimientos nuevos. Este es el caso de Paul Feyerabend, c^uien
de manera muy expresiva califica de «cuento de hadas» toda
pretensión de que la ciencia tiene y opera según un método que

19
G A I I L E O EN EL I N F I E R N O

convierte la ideas, en su opinión siempre contaminadas ideoló­


gicamente, en teorías verdaderas y útiles23:

Pero el cuento de hadas es falso. No hay un método especial que


garantice el éxito o lo haga probable. [...] Básicamente, apenas si
hay diferencia alguna entre el proceso que conduce a la enuncia­
ción de una nueva ley científica y el proceso que precede al paso
a una nueva ley en la sociedad24.

En efecto, si no existe nada parecido a eso que llamamos


método científico, si ni la lógica ni la Naturaleza, en cuanto
eficaz suministradora de hechos empíricos, constituyen el obli­
gado punto de referencia del quehacer científico, entonces sólo
nos queda la sociedad: en nada se distinguen las leyes naturales
de las leyes políticas; unas y otras se establecen por votación.
Ni los hechos, ni la lógica, ni la metodología deciden; aunque
los científicos lo nieguen, ellos, al igual que los parlamentarios,
pura y simplemente votan25.
No se piense, sin embargo, que las ciencias naturales care­
cen de método, mientras que éste de algún modo pervive en las
ciencias humanas. La crítica a la validez de reglas generales o
al uso de conceptos universales, como no podía ser menos, les
es igualmente aplicable. Así, no sólo términos generales como
los de «ciencia», «verdad», «objetividad» o «razón» carecen por
completo de significado, sino también los de «ética», «justicia» u
«honestidad», por poner algunos ejemplos entre otros muchos
posibles. Llevado este anarquismo nominalista hasta sus últimas
consecuencias, nos encontramos con que cualquier tesis es ad­
misible en cualquier ámbito:

Lo mismo que el dadaísta (al que se parece en muchos aspectos),


el anarquista no sólo «no tiene ningún programa, sino que está
en contra de todos los programas» [...]. Sus objetivos pueden per­
manecer invariables o bien cambiar, sea por efecto de una argu­
mentación, sea por aburrimiento o simplemente porque quiere
impresionar. Con una determinada meta a la vista, el anarquista
puede intentar conseguirla él solo o con ayuda de grupos orga­

23. P. K. Feyerabend, «El mito de la ciencia y su papel en la sociedad»:


Cuadernos Teorema 53 (1979), pp. 11 y 13.
24. Ibid., p. 15.
25. Ibid., p. 16.

20
PRÓLOGO

nizados; en este empeño puede apelar a la razón o a la emoción,


puede decidirse por el uso o no de la violencia. Su pasatiempo
favorito consiste en confundir a los racionalistas inventando los
argumentos más imponentes para las doctrinas más disparatadas.
No hay opinión alguna, por «absurda» o «inmoral» que parezca,
que el anarquista no tome en consideración y no tenga en cuenta
a la hora de actuar, ningún método que considere imprescindi­
ble. L o único que e l anarquista rechaza d e lleno son las norm as
generales, las leyes universales, las concepciones absolutas acerca,
p o r ejem plo, de la «Verdad», la «Justicia», la «Integridad» y las
conductas que estas actitudes conllevan, aunque no niega que a
menudo es una buena táctica el comportarse como si hubiera tales
leyes (tales normas, tales concepciones) y uno creyera en ellas26.

En resumen, todo vale tanto respecto de lo que puede ser


defendido como respecto del modo de defenderlo. «Una vez
que ha formulado su doctrina, el anarquista intentará vender­
la»2728. ¿Cómo? Por el procedimiento más eficaz en función del
destinatario de la misma:

El anarquista orientará la venta de acuerdo con el público al


que se dirija. Frente a un público de científicos y filósofos de la
ciencia formulará una serie de afirmaciones ordenadas que les
convenzan de que aquellos logros científicos que ellos más apre­
cian se han conseguido de una manera anárquica. Frente a un
público de este tipo su éxito será más rápido si utiliza medios
propagandísticos, es decir, que a la vez que argumenta intentará
probar históricamente que no hay ninguna normativa metodo­
lógica que no suponga aquí o allá un obstáculo para la ciencia,
y que, al contrario, no hay ningún movimiento «irracional» que
en circunstancias apropiadas no constituya un estímulo. [...] El
anarquista aprovechará al máximo esta propaganda e intentará
convencer a su público de que la única norma de la que se puede
decir sin remordimientos que no está en contradicción con los
pasos que un científico tiene que dar para poder avanzar en su
ámbito de trabajo es que todo es posible19.

Feyerabend muestra especial interés en subrayar que la ex­


presión «todo vale» no ha de entenderse como el primer princi­

26. P. K. Feyerabend, «Tesis a favor del anarquismo», en ¿Por qué no Pla­


tón?, Tecnos, Madrid, 1985, pp. 11-12. >
27. lbid., p. 12. El subrayado no figura en el original.
28. lbid., pp. 12-13.

21
G A L I L E O EN EL I N F I E R N O

pió de una nueva metodología, sino meramente como expresión


del carácter particular y contingente de todas las reglas (incluso
las lógicas), que siempre pueden ser violadas o reemplazadas.
Ejemplos especialmente relevantes de esas reglas metodológi­
cas básicas, generalmente admitidas, cuya vulneración defiende
Feyerabend son los siguientes:
1) El mismo conjunto de datos observacionales puede ser
compatible con teorías muy distintas y mutuamente inconsis­
tentes. En consecuencia, cabe la posibilidad de que teorías dis­
crepantes entre sí sean todas ellas, sin embargo, conformes con
los hechos. Luego, los procedimientos de contrastación encami­
nados a la elección de una única teoría disminuyen el contenido
empírico de ésta y no son deseables desde un punto de vista
empirista.
2) Lejos de preconizarse la concordancia con las observa­
ciones, deben mantenerse hipótesis que contradigan resultados
experimentales bien establecidos. Se trata del procedim iento
contrainductivo con respecto a los hechos empíricos, opuesto al
inductivo habitual. Han de admitirse así «teorías contrainduc­
tivas», incompatibles con observaciones, hechos y resultados
experimentales.
3) En virtud de la exigencia empirista de incrementar el
contenido empírico de cualquier conocimiento, no es deseable
la eliminación de una teoría porque sea inconsistente con otra
teoría hasta ahora irrefutada. En este caso de trata de favorecer
un procedim iento contrainductivo con respecto a otras teorías.
Incluso es conveniente diseñar experimentos cruciales entre
teorías que, aunque conformes con los hechos, sean mutuamen­
te inconsistentes, de modo que se mantengan simultáneamente
«teorías parcialmente solapadas, fácticamente adecuadas, pero
mutuamente inconsistentes».
4) Tampoco la coherencia lógica es un criterio al que deba
ajustarse todo conocimiento. Vivimos en un mundo paradójico
y teorías incoherentes pueden encerrar una gran fecundidad.
5) Puesto que las teorías no se derivan de los hechos, como
ya pusiera de manifiesto Hume, ni son consistentes con ellos, re­
sulta que ni las teorías de la confirmación o de la corroboración
ni la teoría de la falsación sirven absolutamente para nada. Los
hechos ni confirman ni refutan.

22
PRÓLOGO

Ahora bien, todo ello conduce a una importante conclusión.


Los anteriores criterios constituyen el núcleo racional de las teo­
rías científicas que garantizan la elección entre estas últimas con
arreglo a razones, y no por gusto o capricho de los científicos.
Pero si tales criterios no son aplicables, entonces hay que afirmar
el carácter irracional de toda elección de teorías. En ese sentido
Feyerabend fustigará de la manera más sarcástica a los defenso­
res del papel de la razón en la ciencia, y muy en especial a Karl
Popper. Tampoco Kuhn, sin embargo, escapó de la crítica.
En efecto, en los años sesenta Feyerabend censuró la con­
cepción kuhniana de la ciencia en cuanto sucesión de periodos
de «ciencia normal», caracterizados por un monismo epistemo­
lógico, y de «revoluciones», únicas etapas pluralistas hasta que
emerge un nuevo paradigma. En su opinión, la proliferación
de teorías está presente en todas la etapas, por lo que la des­
cripción que Kuhn ofrece de la estructura de las revoluciones
científicas no resulta conveniente, si bien alaba la lectura socio-
logista y psicologista de la obra que el propio autor, quiéralo o
no, propició29. Más contundente en su crítica fue con respecto al
papel que Popper y Laicatos conceden a la razón en la ciencia, el
primero en su metodología falsacionista30, el segundo en su me­
todología, no de las teorías aisladamente consideradas, sino de
los programas de investigación científica31. Como resumen de su
posición con respecto al racionalismo crítico popperiano, cabe
citar el texto siguiente:

[...] los principios del racionalismo crítico [...] y, a fortiori, los


principios del empirismo lógico [...], ofrecen una explicación
inadecuada del desarrollo pasado de la ciencia y tienden a obs­
taculizar la ciencia en el futuro. Ofrecen una explicación inade­
cuada de la ciencia porque la ciencia es mucho más «cenagosa»

29. Ver «Consuelos para el especialista», en I. Laicatos y A. Musgrave


(eds.), La crítica y el desarrollo del conocimiento, Grijalbo, Barcelona, 1975,
pp. 345-389. Esta obra es resultado de la publicación de parte de las Actas del
Coloquio Internacional de Filosofía de la Ciencia que tuvo lugar en el Bedford
College de Londres, en julio de 1965, si bien el trabajo de Feyerabend no fue
finalizado hasta 1969. j
30. Ver P. K. Feyerabend, Tratado contra el método, Tecnos, Madrid,
1981, cap. 15 (en lo sucesivo TCM).
31. Ver TCM, cap. 16.

23
GA L I LEO EN EL I N F I E R N O

e «irracional» que su imagen metodológica. Y tienden a obstacu­


lizarla porque el intento de hacer más «racional» y más rigurosa
la ciencia desemboca, como hemos visto, en su destrucción. [...]
Sin «caos», no hay conocimiento. Sin un olvido frecuente de la
razón, no hay progreso. Las ideas que hoy día constituyen la
base misma de la ciencia existen sólo porque hubo cosas tales
como el prejuicio, el engaño y la pasión, porque estas últimas
se opusieron a la razón; y porque se les perm itió seguir su cam i­
no. Hemos de concluir, pues, que incluso en ciencia la razón no
puede ser, y no debería permitirse que fuera, comprehensiva y
que debe ser marginada, o eliminada, con frecuencia en favor de
otras instancias32.

Pero con respecto a Popper, la censura traspasa las fronteras


de la crítica intelectual para entrar en el ámbito de las descalifi­
caciones personales. Así, en Diálogo sobre el m étodo se refiere
a los popperianos como «una sombría pandilla de intelectuales
que escriben con estilo cansino, que repiten ad nauseam unas
pocas frases fundamentales, que están interesados, sobre todo,
en dar vueltas alrededor de ciertos ídolos intelectuales como la
verosimilitud y el aumento de contenido»33. Asimismo, rechaza
con virulencia ser calificado como «discípulo de Popper» por
el hecho de haber estudiado con él en la School of Economics
de Londres obligado por la circunstancia del fallecimiento de
Wittgenstein34.
Mucho más amigable se muestra en lo personal con el tam­
bién racionalista Imre Lakatos, con el que discrepa, entre otra
cosas, por su distinción entre programas de investigación pro­
gresivos, capaces de hacer predicciones confirmadas por la in­
vestigación posterior y que, a su vez, permiten el descubrimien­
to de nuevos hechos, y programas de investigación regresivos,
incapaces de establecer tales predicciones. Pero tan «racional»
— piensa Feyerabend— es proseguir un tipo de programa u
otro, por lo que la diferencia entre la metodología de Lakatos
y el «todo vale» del anarquista no es «racional» sino meramente
«retórica»35.

32. Ibid., p. 166.


33. Diálogos sobre el método, pp. 57-58.
34. P. K. Feyerabend, Adiós a la razón, Tecnos, Madrid, 1984, pp. 90-91.
35. «Tesis a favor del anarquismo», pp. 13-14.

24
PRÓLOGO

En resumen, no hay una lógica de la investigación científica,


ni inductiva ni deductiva. Toda reconstrucción racional de la
ciencia es falsa, porque ésta tiene un carácter narrativo, y no ló­
gico. De ahí que cuanto puede hacer es «contar una historia», la
cual contendrá elementos irrepetibles que es posible comparar
con los de «otras historias». Las teorías científicas no son sino
historias equiparables a cualesquiera otras. Cada cultura tiene
las suyas, y puesto que ningún principio metodológico permite
privilegiar unas sobre otras, los relatos míticos, mágicos, religio­
sos, artísticos o científicos tienen todos el mismo valor, no sólo
en términos cognitivos sino también ontológicos. Ello quiere
decir que los entes postulados por una determinada «historia»
tienen el mismo derecho a la existencia que los demás, de ma­
nera que o los dioses griegos de Homero y Hesíodo existen con
independencia de los deseos y errores humanos, o, si no exis­
ten, las partículas elementales y los campos electromagnéticos
tampoco. No hay ni puede haber argumentos en favor de la
inexistencia de unos y de la existencia de los otros36.
La ciencia es una tradición parangonable a las demás. Pro­
piamente ni siquiera tiene sentido el concepto universal «cien­
cia». Hay ciencias, esto es, historias. En consecuencia, no debe
hacerse del racionalismo crítico la base de la sociedad y de la
educación. Así, en la «sociedad libre» que Feyerabend defien­
de37, todas las tradiciones deben tener iguales posibilidades de
acceso a la educación: la magia y el curanderismo junto a la me­
dicina, la astrología junto con la astronomía, etc. Por otro lado,
las llamadas «cuestiones científicas» deben ser dirimidas por el
conjunto de los ciudadanos con su voto, y no por los «expertos»
(o sea, los científicos). En nombre de la libertad cualquier «viejo
hábito objetivista» queda descartado en esta sociedad renovada.
Y no sólo la ciencia no debe desarrollarse conforme a principios
epistemológicos generales, sino que tampoco la política debe
estar regida por principios políticos generales o por supuestos
valores y derechos universales.

36. P. K. Feyerabend, «Dioses y átomos: comentarios acerca del problema


de la realidad», en Provocaciones filosóficas, Biblioteca Nueva, Madrid,;2003,
pp. 53-64. 1
37. Ver P. K. Feyerabend, «La ciencia en una sociedad libre», en La ciencia
en una sociedad libre, Siglo XXI, Madrid, 1978, pp. 83-144.

25
G A L I L E O EN EL I N F I E R N O

Resulta asimismo inadmisible cualquier «restricción interior»


mediante la educación que castre espiritualmente a los hom­
bres. Sin embargo, «el problema es cómo impedir que un gru­
po se interponga en la consecución de los deseos de otro. Pues
los deseos tienen que tener algún límite. N o se puede permitir
todo»38. Las normas deben ser obedecidas con independencia
de las razones por las que se acatan, sin necesidad de enseñar
«humanidad», «respeto por la vida» y cosas parecidas. Basta con
una restricción exterior ¡impuesta por la policía!
Acorde con su lucha contra toda idea general y contra todo
principio de validez universal, no es sólo que una verdad y una
moral comunes no sean necesarias, sino que «la única idea ge­
neral compatible con la de una sociedad libre es la del relati­
vismo»39. Ningún comportamiento general es la expresión de
una moral general y, por tanto, la sociedad construida sobre
los pilares del relativismo no es «humanitaria», sino «amoral» y
«ahumana». Ninguna ideología es intrínsecamente mala o bue­
na, simplemente gusta o no a la gente. De ahí que afirme: «En
lo que a mí concierne, no existe diferencia entre los verdugos de
Auschwitz y esos ‘benefactores de la humanidad’ [refiriéndose a
educadores, intelectuales y médicos]»40. Ya anteriormente se ha
referido a educadores y moralistas con estas duras palabras:

Me gusta muy poco la actitud del educador o la del reformador


moral que trata sus infelices ideas como si fueran un nuevo sol
que ilumina las vidas de los que viven en las tinieblas; desprecio
a los m aestros que [...] se revuelcan en la verdad co m o cerdos en
el fango41.

Un diálogo galileano

Conforme a lo dicho en el epígrafe anterior, la ciencia carece


de estructura, no tiene un «método», no hay una «racionalidad

38. P. K. Feyerabend, «Grandes palabras en una breve charla», en éPor qué


no Platón?, p. 160.
39. P. K. Feyerabend, «En camino hacia una teoría del conocimiento da-
daísta», en iPor qué no Platón?, p. 66.
40. Adiós a la razón, p. 92.
41. Ibid., pp. 81-82. La cursiva no figura en el original.

26
PRÓLOGO

científica» que sirva de guía en cada investigación; carece de sen­


tido, por tanto, tratar de formular principios o criterios meto­
dológicos generales. En consecuencia, las filosofías de la ciencia
y las teorías del conocimiento, cualesquiera que sean, «resultan
ser absolutam ente superfinas »42. En efecto, «dicha disciplina [la
filosofía de la ciencia] no ayuda a las ciencias, tergiversa sus pro­
cedimientos, afronta problemas nacidos sólo de planteamientos
equivocados, engaña gravemente a la gente y malgasta millones
de dinero público»43. Feyerabend incluye así a la filosofía de la
ciencia entre lo que califica como «materias bastardas, que no
cuentan con un solo descubrimiento a su favor y se aprovechan
del boom de las ciencias»44.
La historia de la ciencia sustituye en interés y en impor­
tancia a la filosofía de la ciencia, porque todo cuanto podemos
hacer es acudir a lo acontecido, en vez de intentar llevar a cabo
cualquier tipo de reconstrucción lógica o de aplicar teóricos y
vacíos principios metodológicos.
En el marco de la estrategia de propaganda contra los ra­
cionalistas propugnada por Feyerabend, la historia de la ciencia
resulta ser una aliada fundamental del anarquista epistemológi­
co. En efecto:

Frente a un público de científicos y filósofos de la ciencia for­


mulará una serie de afirmaciones ordenadas que les convenzan
de que aquellos logros científicos que ellos más aprecian se han
conseguido de una manera anárquica45.

O sea, aplicados esforzadamente a la tarea de «confundir a


los racionalistas», nada mejor que luchar en su propio terreno y
con sus propias armas argumentando que episodios fundamen­
tales del proceso histórico de construcción de la ciencia han
sucedido no gracias a la vigencia de un método científico, sino
precisamente por la violación de todas y cada una de las reglas
y, por tanto, de manera anarquista desde el punto de vista epis­
temológico:

42. TCM, p. xvii.


43. Diálogos sobre el método, p. 116.
44. TCM, p. 296.
45. Tesis a favor del anarquismo..., p. 13.

27
G A L I L E O EN EL I N F I E R N O

El mundo en que vivimos es demasiado complejo para ser com­


prendido por teorías que obedecen a principios (generales) epis­
temológicos. Y los científicos, los políticos — cualquiera que in­
tente comprender y/o influir en el mundo— , teniendo en cuenta
esta situación, violan reglas universales, abusan de los conceptos
elaborados, distorsionan el conocimiento ya obtenido y desba­
ratan constantemente el intento de imponer una ciencia en el
sentido de nuestros epistemólogos46.

A la hora de acudir a la historia, Feyerabend elige prefe­


rentemente el momento de constitución de la llamada ciencia
moderna con la defensa por parte de Galileo Galilei del sistema
copernicano. Este autor se convierte en el héroe favorito, que
con un tramposo, propagandista y trucado alegato en favor del
sistema astronómico heliocéntrico trató de convencer a propios
y extraños sobre la validez de dicho sistema. A su vez, no pocos
filósofos de la ciencia han elegido ese episodio como ejemplo
del «buen proceder» epistemológico. Nada mejor, por tanto,
que servirse del caso de Galileo a la hora de pronunciarse «con­
tra el método».
El ilustre italiano es así el protagonista indiscutible de su
obra de 1970, Contra el m étodo, y de la de 1975, Tratado contra
el m étodo, en la que recoge lo allí dicho y que originariamente
estaba planteada como un ensayo destinado a ser respondido
por Lakatos en el marco de un debate entre ambos sobre racio­
nalismo iniciado en 1967. La réplica, sin embargo, no llegó a
producirse debido a la inesperada muerte de este último.
Recordemos el contenido fundamental de los Diálogos sobre
los dos máximos sistemas del mundo ptolem aico y copernicano
de Galileo. Redactada entre los años 1624 y 1630 (con algunos
periodos de interrupción), dicha obra está dividida en cuatro
jornadas (o partes), a lo largo de las cuales Salviati, Sagredo y
Simplicio dialogan sobre las razones a favor o en contra de los
dos grandes sistemas astronómicos, el geocéntrico de los aristo-
télico-ptolemaicos y el heliocéntrico de Copérnico y de sus aún
no muy numerosos partidarios. El tema a debate, por tanto, es
el del movimiento de la Tierra, así como el de la consiguiente
posición no central de ésta. ¿Gira la Tierra alrededor del Sol?

46. Adiós a la razón, p. 70.

28
PRÓLOGO

La Primera Jornada analiza la posibilidad física de que la


Tierra ocupe un lugar entre dos planetas, Venus y Marte, siendo
así que siempre se había pensado que se hallaba en el centro de
la órbita, tanto de éstos y de los tres planetas restantes (Mercu­
rio, Júpiter y Saturno), como del Sol, la Luna y las estrellas. La
Tercera Jornada trata de poner de manifiesto la mayor concor­
dancia de los nuevos datos observables obtenidos por el propio
Galileo desde 1610 gracias a la utilización por vez primera de
un telescopio, con la hipótesis de una Tierra que se desplaza
alrededor de un Sol que ilumina desde la posición central. La
Cuarta Jornada es una desafortunada explicación de la mareas
atribuyendo su causa al movimiento de la Tierra. Pero es la Se­
gunda Jornada la que ha tenido una mayor trascendencia his­
tórica y de la que Feyerabend extrae la mayoría de sus «argu­
mentos» (dicho sea esto último con perdón, tratándose de un
anarquista irracionalista).
Lo que Galileo trata en esta Segunda Jornada es de respon­
der a las objeciones físicas, y no astronómicas , que ya los griegos
(Aristóteles y Ptolomeo fundamentalmente) habían opuesto al
movimiento de la Tierra y que habían sido plenamente asumi­
das por los medievales. Ello quiere decir que en esa parte del
Diálogo no se pretendía saber si la hipótesis del movimiento
terrestre permite explicar y predecir mejor las apariencias ce­
lestes, esto es, el desplazamiento de planetas, Sol y Luna a lo
largo de la eclíptica sobre el fondo de las estrellas zodiacales
(tarea abordada por Copérnico), sino debatir si dicha hipótesis
es compatible con lo que percibimos, nosotros sus habitantes,
sobre la superficie de la Tierra.
Formulada en términos generales, la cuestión es muy sen­
cilla: si la esfera terrestre se moviera, ¿no debería dicho mo­
vimiento ser perceptible? ¿Es posible que giremos a altísima
velocidad, tanto alrededor del eje de nuestra esfera como en
torno al Sol y no lo notemos? ¿Acaso no tiene todo movimiento
efectos perceptibles} Pongamos algunos ejemplos muy popula­
res durante siglos y vigentes todavía en la época de Galileo:
1) En una Tierra en reposo lógicamente los graves han de
caer como de hecho vemos que lo hacen: verticalmente, esto es,
perpendicularmente al suelo. Pero en una Tierra en movimien­
to, mientras el grave desciende, aquélla se tiene que desplazar

29
G A L I L E O EN EL I N F I E R N O

hacia el este tanto más cuanto mayor sea el tiempo empleado


en la caída. Luego, el observador terrestre debería ver caer el
grave, no vertical sino transversalmente. Es así que lo ve caer
verticalmente, luego la Tierra no se mueve. Como el propio
Galileo dice, este argumento era considerado irrefutable. Para
mejor discutirlo, en el Diálogo su autor analiza el caso de una
piedra dejada caer libremente desde lo alto de una torre, caso
del que Feyerabend se ocupa en el Tratado contra el m étodo (y
también en Contra el m étodo) y que abreviadamente lo denomi­
na el argumento de la torre.
2) Lo mismo se planteaba respecto de proyectiles lanzados
esta vez en la dirección este-oeste al disparar a un blanco de
tiro, por ejemplo. Puesto que si admitimos la hipótesis del mo­
vimiento terrestre, el blanco se desplaza con la Tierra mientras
el proyectil viaja por el aire, una de dos: o este último nunca
dará en la diana, o quien dispara no debería apuntar a dicha
diana sino varios metros hacia el este. Tal cosa no sucede, luego
la Tierra no se mueve.
3) En una Tierra en movimiento deberíamos experimentar
un insoportable viento de cara (en el siglo xix por razones pare­
cidas buscarán el «viento del éter»).
4) Ningún observador terrestre podría contemplar nunca el
vuelo de los pájaros o el desplazamiento de las nubes hacia el
oeste, puesto que la Tierra los adelantaría siempre en su veloz
giro hacia el este. Vemos, sin embargo, cómo avanzan indis­
tintamente hacia el este o hacia el oeste, luego la Tierra no se
mueve.
Todos estos argumentos tienen un común denominador: el
movimiento de la Tierra debería ser operativo y afectar a cuanto
se halla en ella, porque todo movimiento lo es, o sea, produce
efectos que se dejan percibir. La ausencia de tales efectos per­
ceptibles es prueba inequívoca de la carencia de dicho movi­
miento. Los argumentos se enmarcan, por tanto, en el contexto
de una determinada teoría física acerca del m ovim iento : la aris-
totélico-escolástica, conocida como teoría de los movimientos
naturales.
Fácilmente se advierte que el supuesto implícito en todos
los casos es la imposibilidad de que graves, proyectiles, pájaros,
nubes, etc., se desplacen conjuntamente con la Tierra cuando

30
PRÓLOGO

viajan por el aire y, por tanto, cuando no están en contacto con


ella, pues, en efecto, si compartieran su movimiento horizontal
circular hacia el este, entonces todo sucedería igual que en una
Tierra en reposo. En ese caso, de la observación de los fenóme­
nos mecánicos que tienen lugar en la superficie terrestre nada
podría concluirse acerca del movimiento o reposo de la propia
Tierra (afirmación que constituye el germen del principio de
relatividad), y nada impediría que esta última se moviera si ra­
zones astronómicas o de otro tipo así lo establecieran. El pro­
blema era que en la física aristotélico-escolástica ningún móvil
podía tener dos movimientos (el vertical rectilíneo descendente
propio del cuerpo y el horizontal circular de acompañamiento
a la Tierra en el caso de la caída de los graves), además de que
el horizontal circular resultaba completamente inexplicable al
carecer de causa o motor. En consecuencia, ningún móvil se
desplaza con la Tierra (a menos que repose sobre su superficie y
sea llevado por ella) hacia el este y, por tanto, el supuesto giro
terrestre dejaría atrás a cuanto viaja por el aire. Pero ello daría
lugar a fenómenos enteramente observables. Es así que tales fe­
nómenos no se observan. Luego...
La tarea que Galileo emprende en la Segunda Jornada del
Diálogo es reemplazar la física aristotélica por otra basada en
lo que luego se ha denominado principio de inercia y principio
m ecánico de relatividad (él mismo nunca empleó estas expresio­
nes). Tales principios, que constituyen los pilares de la ciencia
moderna, pondrán de manifiesto que no necesariamente todo
movimiento es operativo. Muy al contrario, un fundamental
principio de equivalencia entre movimiento (inercial) y repo­
so establecerá un nuevo tipo de división, no entre movimien­
to y reposo (como en la física antigua) sino entre movimiento
inercial (equivalente al reposo mecánicamente hablando y que
originariamente fue introducido por Galileo para dar razón del
mencionado movimiento horizontal circular) y movimiento
acelerado, cuya importancia se pondrá definitivamente de ma­
nifiesto en las leyes de Newton.
En definitiva, Galileo no demuestra que la Tierra se mueva,
sino que su movimiento es físicamente posible. Con ello ¡des­
pejará el camino a las tesis copernicanas al mostrar que no hay
objeciones físicas que se opongan a dicha posibilidad. Tal como

31
G A L I L E O EN EL I N F I E R N O

reza el título completo de su Diálogo, su autor se propuso re­


flexionar en las conversaciones mantenidas a lo largo de cuatro
jornadas por sus tres personajes acerca de los dos máximos siste­
mas del mundo ptolem aico y copernicano proponiendo de m odo
neutral las razones filosóficas y naturales tanto de una com o de
otra parte. ¿Expuso razones o sólo hizo propaganda?
Volviendo a Feyerabend, ya mencionamos con anterioridad
que en general este autor preconizó un modo de proceder con­
trainductivo, tanto con respecto a los hechos empíricos como
con respecto a otras teorías, de modo que no habría que des­
cartar hipótesis que fueran incompatibles con resultados expe­
rimentales o con teorías ya existentes sólidamente establecidas.
Por otra parte — siempre según su opinión— , los datos empí­
ricos nunca son puros, desnudos, neutrales, sino que siempre
ocultan ideologías más antiguas, principios implícitos presentes
incluso en las nociones observacionales más familiares y comu­
nes. Denomina interpretaciones naturales a esas «ideas tan estre­
chamente unidas con observaciones que se necesita un esfuerzo
especial para percatarse de su existencia y determinar su conte­
nido»47. Sin embargo, dichas interpretaciones naturales juegan
un papel en todo intento de contrastación o refutación de las
teorías por los hechos, en cuanto ingredientes ideológicos encu­
biertos de las observaciones que se sustraen a un examen crítico.
Feyerabend afirma que «se descubren contrainductivamente », lo
cual supone que:

Caso de que ocurra una contradicción entre una teoría nueva e


interesante y una colección de hechos firmemente establecida, el
mejor procedimiento es, por tanto, no abandonar la teoría sino
utilizarla para el descubrimiento de aquellos principios ocultos
que son los responsables de la contradicción48.

Una vez descubierta una interpretación natural y advertido


que causa problemas a un cierto punto de vista interesante, si su
eliminación suprime dicho punto de vista, cabe sustituirla por
otras «y ver lo que pasa». Ahora bien, ello supone introducir
un «nuevo lenguaje observacional», algo que Feyerabend cree

47. TCM, p. 52.


48. Ibid., p. 62.

32
PRÓL OGO

perfectamente posible, puesto que niega todo principio de in-


varianza del significado de los términos. Con ello no sólo se in­
troducen sino que también se encubren nuevas interpretaciones
naturales, de forma tal que no se advierte el cambio que ha teni­
do lugar. Y si ese cambio produjera dificultades, éstas se superan
mediante la utilización de hipótesis ad hoc. En último término,
tenemos una «experiencia que ha sido inventada»49, que propia­
mente ni confirma ni refuta nada, pero que, con fines propagan­
dísticos y no verdaderamente argumentativos, permite eliminar
la contradicción entre la teoría que se desea mantener y los he­
chos observables. Y todo ello constituye a su vez el prototipo
de un modo «irracional» de proceder, que deja en evidencia el
«cuento de hadas» de una ciencia gobernada por un método que
contiene principios firmes y de obligado cumplimiento.
Si pasamos ahora a aplicar lo dicho al caso histórico de Ga-
lileo, en el punto de partida hallamos el deseo de este autor de
«hacer adecuado el punto de vista copernicano»50. Pero la afir­
mación del movimiento de la Tierra contraviene tanto la expe­
riencia inmediata del movimiento como la física imperante en la
época avalada por decenas de siglos de validez indiscutida. Ana­
lizada desde el punto de vista de los «hechos» parece una idea
extraña, absurda, falsa. En consecuencia, procederá buscando
nuevas interpretaciones naturales, inventando nuevas experien­
cias, creando un nuevo lenguaje observacional hasta persua­
dir a sus lectores de la «verdad» del sistema copernicano (con
las cautelas debidas en atención a la prohibición eclesiástica).
O sea, el famoso italiano constituye, en opinión de Feyer-
abend, un buen ejemplo de anarquismo epistemológico, que in­
troduce y mantiene una nueva teoría, aunque la refuten los he­
chos, aunque disminuya el contenido empírico, sea incoherente
o no concuerde con teorías ya aceptadas, etc., es decir, actúa
contrainductivamente. Asimismo, identifica las interpretaciones
naturales inconsistentes con la nueva hipótesis y las sustituye
por otras que no lo son, inventa una nueva clase de experiencia,
se sirve de hipótesis ad hoc , crea una nuevo lenguaje observa­
cional. En definitiva, emplea procedimientos de persuasión para

49. Ibid., p. 66.


50. Ibid., p. 150.

33
G A U L E O EN EL I N F I E R N O

convencer, de modo que la argumentación se convierte en pura


propaganda.
A modo de ejemplo, consideremos lo dicho a propósito del
argumento de la torre (desde la que se deja caer una piedra):

El argumento sacado de las piedras que caen parece refutar el


punto de vista copernicano. Ello puede deberse a una desventaja
intrínseca del copernicanismo, pero también puede deberse a la
presencia de interpretaciones naturales que necesitan ser mejora­
das. Así pues, la primera tarea coñsiste en descubrir y aislar estos
obstáculos del progreso que se encuentran sin examinar51.

Los obstáculos que se interponen en el camino de Galileo,


según se ha apuntado más arriba, tienen que ver con la noción
aristotélica de movimiento (que Feyerabend entiende de manera
harto discutible y cuestionable, tal y como se verá en el presente
escrito), no relativo y siempre operativo (esto es, con efectos
perceptibles), y con la sustitución de dicha noción por otra en
la que el movimiento es concebido de modo relativo y además
no operativo bajo ciertas circunstancias (cuando es compartido
y tiene las características de lo que más tarde se denominará
movimiento inercial). No vamos a entrar aquí a analizar los por­
menores de las tesis de Feyerabend al respecto, sobre las que
daremos cumplida cuenta en las páginas que siguen. Baste con
añadir que, como consecuencia de todo ello, tiene lugar — siem­
pre según el punto de vista de este autor— la invención de una
nueva experiencia que pasa de contradecir la idea del movimien­
to de la Tierra a confirmarla (al menos en lo referente a las cosas
que se mueven con ella: graves, proyectiles).
Con este modo de conducirse Galileo, «además de las razo­
nes intelectuales que tenga que ofrecer», emplea «trucos psicoló­
gicos» que «tienen gran éxito y le conducen a la victoria»52. Todo
un ejemplo de propaganda bien hecha con la única finalidad,
como toda propaganda, de ganar adeptos, y no de contribuir a
la causa de ninguna quimérica verdad. O sea, paradójicamente,
ejemplos históricos com o el de Galileo, debidamente reinter­

51. Ibid., p. 60.


52. Ibid., p. 66.

34
PRÓL OGO

pretados por Feyerabend, proporcionarían apoyo inductivo al


modo de proceder contrainductivo defendido por este autor.
El ensayo que se inicia a continuación presta una voz a Gali-
leo, colocándole en la tesitura de poder responder a Feyerabend.
Ambos mantendrán así un imposible diálogo en un convincen­
te escenario concebido por Jean-Paul Sartre para otros fines.
Después de todo, no sólo Galileo escribió inmortales diálogos53,
sino que también Feyerabend recurrió a esta forma literaria, si
bien en su caso concibiendo adversarios imaginarios mucho más
necios que Simplicio54. Se trata, en definitiva, de una discusión
filosófica presentada heterodoxamente en consonancia con el
heterodoxo autor austriaco.
Los autores de la presente obra hemos tomado partido, al
igual que hizo Sagredo enfrentado a las opiniones de Salviati y
de Simplicio. A lo largo de las páginas que siguen, de nuevo Sal­
viati (Galileo) se impone a Simplicio (en este caso Feyerabend).
Pero bien pudiera suceder que el lector eligiera un bando dis­
tinto. En todo caso, arrellánese cómodamente en la butaca. La
función va a comenzar. Se abre el telón.

53. Además del Diálogo sobre los dos grandes sistemas del mundo ptole-
maico y copernicano, es sabido que Galileo puso en escena a los mismos perso­
najes en su no menos importante Consideraciones y Demostraciones matemá­
ticas sobre dos nuevas ciencias. Edición de C. Solís, Editora Nacional, Madrid,
1981. 1
54. P. K. Feyerabend, ya citado, o Diálogos sobre el conocimiento, Cáte­
dra, Madrid, 1991.

35
GALILEO EN EL INFIERNO.
UN DIÁLOGO CON PAUL K. FEYERABEND
F echa: 11 de febrero de 1994.
L ugar: Un salón estilo Segundo Imperio. Una estatua de
bronce del Angel caído sobre la chimenea. En penumbra, una
mesa y dos sillones. Uno de ellos está ocupado por un hombre
de unos cincuenta años.
Personajes (por orden de intervención): Paul Karl Feyer-
abend (F), un camarero (C) y Galileo Galilei (G).

(Entra en la estancia el camarero precedido por Feyerabend,


el cual mira a su alrededor no sin cierta aprensión.)

F.— ¿Ya estamos?

C.—Ya estamos.

F.— Entonces... es así.

C.—Así es.

F. — Supongo que uno termina por habituarse a estos mue­


bles.

C.— Eso depende de las personas.

F.— ¿Son todos los cuartos iguales?

C.— ¡No, hombre! Nos llegan chinos, hindúes... ¿Qué quie­


re que hagan con un sillón Segundo Imperio? Precisamente us­
ted que tanto ha hablado sobre diversidad cultural...

F. — Sí, sí, me hago cargo. Naturalmente, aquí no hay espe­


jos ni ventanas.

C.— Naturalmente.

39
G A L I L E O EN EL I N F I E R N O

F. — ¿Y mi cepillo de dientes?

C.— ¡Todos los clientes hacen la misma pregunta! Pero re­


flexione, por favor. ¿Para qué habría de cepillarse los dientes?

F. — Nada de espejos, nada de ventanas, ni tan siquiera cepi­


llo de dientes. Cama tampoco, supongo.

C.— Aquí jamás se duerme.

F. —Y las lámparas, ¿están siempre encendidas?

C.— Siempre.

F.— Comprendo. Este es el tipo de luz de ustedes. ¿Y afuera?

C.— ¿Afuera?

F.— Sí, al otro lado de estas paredes.

C.— Hay un pasillo.

F.— ¿Y al final del pasillo?

C.— Hay otros cuartos, otros corredores y otras escaleras.

F.— ¿Y luego?

C.— Eso es todo.

(Súbitamente se oye una voz desde el fondo de la estancia.


Feyerabend se gira sobresaltado.)

G.— ¡Paul Feyerabend! ¡Hace mucho tiempo que aguardaba


este momento! Sin embargo, no esperaba que tras la jubilación
vinierais tan pronto. ¡Ese traicionero tumor! En fin, creedme
que lo siento.

40
UN D I A L O G O C O N PAUL K. F EYERABEND

F. — ¡Usted es...!

G. — Galileo Galilei, vuestro autor favorito como perfecto


ejemplo del modo de proceder contra el método científico.

(El camarero hace adem án de salir.)

C.— Veo que no necesitan ser presentados. Bueno, si no de­


sean nada más, les dejo.

F.— ¡Aguarde, por favor! ¿Es eso un timbre? ¿Puedo llamar­


le cuando le necesite?

C.— En principio, sí. Pero el mecanismo del timbre no siem­


pre funciona.

(El camarero abandona la estancia, mientras Feyerabend da


muestras de un creciente desasosiego.)

G.— Tranquilizaos, señor Feyerabend. Os acostumbraréis.


En todo caso, disponéis de todo el tiempo del mundo.

F. — Sí, eso me temo. ¿Por qué está usted aquí?

G. — No lo sé. ¿Y vos? ¿Qué hicisteis para que os mandaran


a este lugar?

F. — Tampoco lo sé. Quizá los «justos» no soportan a quie­


nes han criticado cualquier marco de pensamiento ya existente
y han promovido novedad, cambio.
4
G. — Quizá. Decidme una cosa. ¿De verdad creéis lo que ha­
béis escrito sobre mí en el Tratado contra el m étodo ?

F.— Bueno, en general no pienso todo lo que he escrito.

41
G A U L E O EN EL I N F I E R N O

Pero, en cualquier caso, cuando una buena y poco admitida idea


me ha parecido que merecía ser defendida, he procurado arro­
parla con los mejores argumentos.

G.— \Argumentos decís! ¿Pero no consideráis toda argumen­


tación racional pura propaganda?

F. — Sí, pero es el tipo de propaganda que entienden los ra­


cionalistas como mis lectores. Si ellos no lo hubieran sido, yo no
habría precisado escribir ni una sola línea.

G. — En alguna ocasión dijisteis que, tras concluir el Tratado


contra el m étodo , vuestra intención era no escribir nada más y
llevar una vida tranquila: ver la televisión, tumbaros al sol, ir
al cine, dedicaros a aventuras amorosas y hacer lo mínimo in­
dispensable para preparar las clases que os daban de comer. Sin
embargo, seguisteis escribiendo.

F. — Fue el mayor error de mi vida.

G. — Lo cierto es que tuvisteis un gran éxito y que vuestro


público se nutrió fundamentalmente de científicos y filósofos
de la ciencia, a los que, por cierto, fustigasteis sin piedad. ¿No
habéis llamado a la filosofía de la ciencia «disciplina bastarda» y
otras lindezas semejantes?

F .— Sin duda no ignora que en cierto modo yo comencé


siendo uno de ellos. Estudié física, matemáticas, astronomía,
historia, teatro. Pertenecí como estudiante al Círculo de Kraft
en Viena, estudié en Londres con Karl Popper, fui profunda­
mente influido por Wittgenstein. Además ejercí como profesor
universitario durante treinta y cinco años. En fin, digamos que
llegué a tener un curriculum convencional desde el punto de
vista de lo que puede entenderse por un intelectual. No obs­
tante, durante la década de los sesenta, dos acontecimientos me
hicieron comprender lo inútil del modo de proceder favorito de
los racionalistas, consistente en hallar reglas, leyes o principios
generales que puedan aplicarse no sólo al caso objeto de estudio,
sino a todos los demás. El ilustrado intento de unlversalizar, ya

42
U N D I A L O G O C O N PAUL K. FEYERABEND

se trate de propiedades de las partículas elementales o de dere­


chos de los seres humanos, es una enfermedad crónica de los
amigos de la Razón.

G .— ¿Cuáles fueron esos dos acontecimientos que supuesta­


mente os hicieron despertar del sueño ilustrado ?

F. — El primero de ellos consistió en una discusión con el


profesor Cari Friedrich von Weizsacker en Hamburgo en 1965,
acerca de los fundamentos de la teoría cuántica. Este ilustre físi­
co mostró cómo había surgido la nueva mecánica de una investi­
gación concreta, y no de la aplicación de principios generales de
carácter metodológico. Muy a pesar suyo, en cierto modo puede
considerarse que fue el profesor von Weizsacker el máximo res­
ponsable de mi conversión al «anarquismo epistemológico».
El segundo de los acontecimientos que me incitó a aban­
donar el racionalismo y a sospechar de todos los intelectuales
fue bastante distinto. Desde 1958 fui profesor de filosofía en la
Universidad de California, en Berkeley. Yo tenía que poner en
práctica la política educativa del estado de California, lo cual
significaba que debía enseñar lo que un reducido grupo de in­
telectuales blancos había decidido que era el conocim iento. En
aquella época apenas reflexioné sobre ello, limitándome a tratar
de cumplir lo mejor posible la tarea encomendada, hasta que, a
partir de 1964, mexicanos, negros e indios comenzaron a ma­
tricularse en la universidad, como consecuencia de una nueva
política educativa. ¡Qué oportunidad, me decían mis amigos
racionalistas, para contribuir a la propagación de la razón y al
perfeccionamiento de la humanidad! Yo, sin embargo, empecé
a ver las cosas de otra manera. Los antepasados de todos ellos
habían desarrollado sus propias culturas, sus ricos lenguajes, sus
armoniosas relaciones del hombre con la naturaleza. ¿Debía yo
comportarme como un negrero, sustituyendo una vez más su
cultura por las anémicas y áridas sofisticaciones que los filósofos
occidentales habían acumulado durante siglos?

G. — De modo que no deseabais convertiros en un negrefo...

F .—Aun cuando me parece detectar cierto tono irónico en

43
G A L I L E O EN EL I N F I E R N O

sus palabras, así es, en efecto. Experiencias como las menciona­


das me convencieron de que los procedimientos intelectuales
que se enfrentan a un problema con ayuda de conceptos abs­
tractos y principios universales están equivocados. Cuando en­
tre 1964 y 1965 se me ocurrieron por primera vez estas ideas
comprendí que las explicaciones supuestamente «objetivas»,
como las científicas, eran sólo una forma de expresión entre
otras muchas, que hay otros modos de pensamiento y que la
ciencia no es necesariamente el mejor, aunque, eso sí, el más
ruidoso e insolente.

G.— Ya que vuestro pasatiempo favorito, según habéis di­


cho en alguna ocasión, consiste en confundir a quienes confían
en la razón, inventando los argumentos más imponentes para
las doctrinas más disparatadas, creo que me arriesgaré a daros
la oportunidad de que os ejercitéis conmigo en esta suerte de
entretenimiento. Después de todo, ni vos ni yo tenemos nada
mejor que hacer y tiempo no es lo que nos falta.

F. — Nunca me han intimidado las grandes personalidades


científicas, Galileo. He de confesar, no obstante, que a usted
siempre le he respetado. En cierto modo, usted se parece a
mí...

G. — Creo que lo que queréis decir, señor Feyerabend, es


que sois vos quien os parecéis a mí en algunos aspectos.

F .— Está bien, acepto la corrección, pero empecemos. Mi


tesis principal es que «la idea de un método que contenga prin­
cipios científicos inalterables y absolutamente obligatorios que
rijan los asuntos científicos entra en dificultades al ser confron­
tada con los resultados de la investigación histórica»1.

1. R K. Feyerabend, Contra el m étodo. Traducción de F. Hernán, Ariel,


Barcelona, 1974, p. 15 (en lo sucesivo CM); R K. Feyerabend, Tratado contra
el m étodo. Traducción de D. Ribes, Tecnos, Madrid, 1981, p. 7 (en lo sucesivo
TCM). Reproducimos los textos correspondientes a la traducción española de
la primera de las obras.

44
U N D I A L O G O C O N PAUL K F EYERABEND

rmar, entonces, que es una idea que no


con los hechos históricos..., que al ser
:chos de la historia resulta falsada? Me
iend, que comencéis vuestro adoctrina­
ría falsación. ¿Vais a usar el programa de
áfica falsacionista para provocarme?

tinuar, se lo ruego. Deseo ser cortés con


que cuando quiero provocar sé hacerlo
decir que «uno de los hechos que más
is discusiones en historia y filosofía de la
anciencia de que desarrollos tales como
ina o el surgimiento del atomismo en la
ido reciente (teoría cinética, teoría de la
ica, teoría cuántica) o la emergencia gra-
toria de la luz ocurrieron bien porque al-
lieron no ligarse a ciertas reglas metodo-
•orque las violaron involuntariamente»1.

¡ración de casos y teorías en favor de la


tesis que esgrimís resulta digna de consideración, desde luego.
Pero el señor Feyerabend se desliza ahora con gracia y ligereza
hacia un enfoque inductivista ingenuo para confundirme. ¿A
cuál de las dos metodologías historiográficas debo atender, al
falsacionismo metodológico o a este inductivismo espontáneo
— siempre tan pueril para vos— y que parecéis no poder con­
trolar en estos momentos?

F. — ¿Tiene que emplear por fuerza esa forma de expresarse


tan desusada, arcaica y retórica? ¿No puede hablar de un modo
sencillo y directo?

G. — Me parece estar oyendo a Karl Popper. Sin duda, dejó


en vos huellas profundas, tal vez llagas dolorosas.

F .— No va a hacerme hablar de Popper. Por cierto, ¿está aquí?

2. CM, p. 15; TCM , p. 7.

45
G A L I L E O EN EL I N F I E R N O

G.— No lo creo. Ya me lo habría encontrado.

F. — Le decía que todos los ejemplos que he mencionado po­


nen de manifiesto que «esta práctica [metodológica] liberal [...]
no es meramente un hecho de la historia de la ciencia. Ni una
simple manifestación de ignorancia e inconsistencia humanas.
Es razonable y absolutam ente necesaria para el desarrollo del
conocimiento»3.

G. — No juguéis conmigo, señor Feyerabend. Habéis emplea­


do mucho tiempo y muchas páginas para explicar que los he­
chos de los que se ocupan los científicos nunca están libres de
teoría, de modulaciones culturales, de ideología — según gus­
táis decir— . ¿Queréis afirmar, ahora, que tal contaminación no
afecta a vuestros ejemplos históricos y que podéis hacer con
ellos vastas generalizaciones? ¿Tan rotundas generalizaciones
que os conducen nada menos que a leyes absolutam ente nece­
sarias para eso que llamáis desarrollo del conocimiento? ¿Acaso
una inducción histórica referida a la inexistencia de prácticas
inductivas deja de ser una inducción? La verdad, señor Simpli­
cio... ¡Disculpad, os prometo que no ha sido intencionado! La
verdad, señor Feyerabend, no esperaba que comenzáramos de
un modo tan tedioso.

F. — ¡Déjeme que empiece como quiera! ¡Y, por favor, aban­


done esa actitud de suficiencia! ¿No se da cuenta de que ahora
el verdadero científico soy yo, que desde su muerte la ciencia se
ha transformado como no puede imaginar? Además, ¿qué sabe
usted, Galileo, de filosofía de la ciencia?

G. — ¿Cómo creéis que he empleado el tiempo que llevo


aquí? Llegué hace trescientos cincuenta y dos años. ¿Sabéis lo
que da tiempo a estudiar, a pensar en trescientos cincuenta y
dos años durante los que no se duerme? He leído a Newton, a
Euler, a Lagrange, a Laplace, a Black, a Lavoisier, a Berzelius,
a Dalton, a Galvani, a Faraday, a Ampére, a Maxwell, a Kelvin,
a Mayer, a Boltzmann, a Mach, a Planck, a Einstein, a Bohr, a

3. CM, pp. 15-16; TCM, p. 7.

46
U N D I A L O G O C O N PA U L K. FEYERABEND

Schródinger, a Heisenberg, a Dirac, a Pauli; los he leído a todos


antes de que vos nacierais. En realidad, lo he leído todo. A todos
los matemáticos, a Bolyai, a Gauss, a Lobachevski, a Riemann, a
De Morgan, a Cantor. A todos los químicos, geólogos, biólogos,
psicólogos, sociólogos y, desde luego, a todos los filósofos — in­
cluidos los llamados filósofos de la ciencia como vos— . Y hasta
a muchos de ellos los he visto llegar a esta residencia eterna.

F. — ¿Conoce a Newton? ¿Lo ha visto llegar?

G. — Newton está arriba. Recordad... el Escolio General...,


las Cuestiones 28 y 31 de la Óptica..., sus cartas a Bentley. Lo
tuvo muy fácil.

F. — Cuando dice arriba quiere decir...

G. — Sí, el lugar donde todos quisiéramos estar para siem­


pre. De todos modos, prefiero no haberme encontrado con él.
Detesto su forma de trabajar: el espacio absoluto..., el tiem po
absoluto... Prefiero a Einstein.

F. — ¿Ha visto a Einstein?

G. — No, también está arriba. Dios, los dados, el pacifis­


mo. Tampoco fue difícil para él, pero lo prefiero con mucho a
Newton. Einstein me entendió bastante mejor.

F. — ¿Quién de los importantes está aquí?

G. — No debe traicionaros el subconsciente, señor Feyer-


abend. Vos no creéis que los científicos sean especialmente im­
portantes, ¿o sí lo creéis? Pero puedo deciros que Kepler, por
ejemplo, reside con nosotros.

(Feyerabend pasea excitado por la habitación.)

F. — ¿Kepler? ¡Imposible! ¡No puede ser verdad! ¡El Myste-


rium Cosmographicum...\ \Harmonices Mundi..., con todo su
misticismo...!

47
G A L I L E O EN EL I N F I E R N O

G.— No olvidéis que fue un luterano perturbador con velei­


dades calvinistas.

F. — ¿Se ven ustedes?

G. — En alguna ocasión. Sigue obsesionado con las armonías.


Cuando conoció la música de Bach intentó adaptar las Variacio­
nes Goldberg y El Arte de la Fuga a sus hipótesis del Harmonices
Mundi. Hace años se entusiasmó con Richard Strauss, luego con
Stravinsky, después con Messiaen. En fin, no ha cambiado nada
desde que está aquí. Pasa la mayor parte del tiempo escrutando
las páginas de la NASA que hay en Internet. Entra constante­
mente en los chats y foros sobre astronomía y astrofísica con su
verdadero nombre. Todos creen, claro, que es un nick.

F. — Pensaba que, una vez llegados a este estado, lo sabría­


mos todo, que ya no sería necesario estudiar, que la verdad se
nos presentaría en toda su desnudez...

G. — Eso sólo ocurre arriba. Aquí únicamente disponemos


de una ventaja: un tiempo ilimitado. Pero no os detengáis. Con­
tinuad, señor Feyerabend, con vuestra exposición.

F. — Muy bien. «Hay circunstancias [...] en las que la argu­


mentación pierde su prometedor aspecto y se transforma en un
obstáculo para el progreso. Nadie está dispuesto a afirmar que
enseñar a niños es exclusivamente materia de argumentación
[...] y casi todo el mundo coincide ahora en que lo que parece
un resultado de la razón — el dominio del lenguaje, la existen­
cia de un mundo perceptual ricamente articulado, la habilidad
lógica— es debido en parte a la indoctrinación, en parte a un
proceso de crecimiento que se desarrolla con la fuerza de una
ley natural. Y donde los argumentos parecen tener efecto, éste
frecuentemente debe adscribirse a su repetición física más que a
su contenido sem ántico »4.

G. — El efecto de un argumento, para un racionalista como

4. CM, p. 16; TCM, p. 8.

48
UN D I A L O G O C O N PAUL K F EYERABEND

yo, depende de su forma lógica tanto como de su contenido se­


mántico, pero dejemos eso por el momento. Lo que me inquieta
es que empleéis las conquistas de la psicología del desarrollo,
de la psicología evolutiva, para haceros persuasivo. Si os de­
clararais racionalista, vuestro argumento tendría algún valor;
como no lo sois, no me impresiona en absoluto, dado que vos
mismo no creéis en él. Vos sólo me resultáis interesante como
propagandista. O, lo que es lo mismo: cuando argumentáis des­
deño lo que decís, porque vos no apreciáis el valor real de los
argumentos; pero cuando hacéis propaganda y me interesa o
me divierte lo que decís, soy yo entonces el que no le concede
valor alguno.
Por lo demás, señor Feyerabend, pienso que he enseñado a
la Humanidad bastante más que vos o, si lo preferís, considero
que mi propaganda ha tenido un efecto bastante mayor que la
vuestra. Debéis recapacitar, debéis aceptar que la mejor propa­
ganda, los mejores engaños — si así queréis formularlo— son
aquellos que se visten con las galas de la razón. Si deseáis que
respeten vuestro anarquismo epistemológico, argumentad bien.
En ocasiones conseguís dotar a vuestra posición de un valor
probatorio, de una racionalidad incuestionable. Sé que intentáis
engañarnos, pero explotad esa vía. Sólo os ruego, mi querido
amigo, que no me uséis como un mero dato o hecho histórico,
para construir pruebas o argumentos inductivos, cuando que­
ráis dar a conocer vuestra filosofía de la ciencia.

(Feyerabend se mueve por la estancia, sin poder


ocultar su turbación. Toma en sus manos la estatua
de la chimenea y vuelve a colocarla en su sitio.)

F.— Usted, Galileo, «siguió el camino acertado, porque su


persistente empeño en lo que en tiempos pareció una estúpida
cosmología creó el material que se necesitaba para la defensa de
esa cosmología»5.

5. CM, p. 20; TCM, pp. 10-11.

49
G A L I L E O EN EL I N F I E R N O

G.— Gracias por explicarme lo que hice. Lo que me costó


más fue crear las lunas de Júpiter... Es sólo una broma... Sé a lo
que os referís. Habrá ocasión para hablar de ello.

F. — No acuda a la ironía conmigo.

G. — Recordad que conviene emplear todos los recursos re­


tóricos...

F. — Con ello no demuestra usted nada.

G. — Nada puede ser demostrado, señor Feyerabend. Eso es


algo que sabíamos siglos antes de que vos fueseis concebido en
Austria.

F. — Mire, Galilei, «los métodos de reminiscencia, a los que


acude tan libremente, están diseñados para dar la impresión de
que nada ha cambiado y que continuamos expresando nuestras
observaciones al modo antiguo y familiar. Sin embargo, es fácil
llegar al conocimiento de su actitud: las interpretaciones natu­
rales [esos moldes sociales y culturales que lo impregnan todo]
son necesarias. Los sentidos, por sí solos, sin la ayuda de la ra­
zón, no pueden darnos una descripción verdadera»6. Eso es lo
que usted pregona con insistencia en su famoso Diálogo.

G. — Me reconozco, ciertamente, en ese esquema de mi po­


sición. ¿La compartís?

(Más sosegado, Feyerabend se sienta en un sillón


situado frente a l que ocupa Galileo.)

F. — ¿Qué quiere decir?

G. — ¿Admitís el papel de la razón en las interpretaciones


naturales?

6. CM, p. 61; TCM , p. 58.

50
U N D I Á L O G O C O N PAUL K. F EYERABEND

F. — Como otro elemento más. Como pueden tener su papel


también el mito o la superstición.

G. — En el lenguaje de un anarquista epistemológico care­


cen de sentido tales contraposiciones. De manera subrepticia,
el mensaje que nos enviáis es que la respetabilidad de la razón
puede ser alcanzada por el mito o la superstición; pero percibid
que vuestra vara de medir la excelencia sigue siendo la razón.

F. — Sólo hablo así para los racionalistas. ¿Es que no ha leído


mis obras? Sigo teniéndole por una de las mejores cabezas de
Occidente, y sé que usted me entiende a la perfección.

G. — Os entiendo hasta donde vos mismo no sois capaz de


entenderos. Veréis: tomáis de mi Diálogo la idea de que la razón
debe guiar la observación, mas, a la vez, me proponéis como pa­
ladín del anarquismo metodológico o epistemológico. ¿Sabéis
por qué lo hacéis? Porque no termináis de abandonar la London
School of Economics. Seguís preocupado por hallar los motivos
del cambio teórico y, al tiempo que hacéis la constatación trivial
de que la observación no genera ni valida las teorías, puesto que
la razón, el mito, la superstición o el folclore autóctono con­
forman la experiencia consciente; no obstante, no podéis dejar
de preocuparos por la historia y la dinámica de teorías. ¿Con
qué nos encontramos entonces? Pues con el tosco recurso a fal-
saciones o, lo que es peor, a inducciones basadas en la historia
de la ciencia para apuntalar vuestra posición. ¿No tenéis algo
mejor que ofrecernos, si queréis convertirnos al anarquismo,
señor Feyerabend, que esas homilías paternalistas en las que
pretendéis convencernos de la racionalidad de vuestra lectura
de la historia y que únicamente sabéis construir por medio de
falsaciones o de inducciones triviales? ¿No comprendéis que el
enunciado «En la ciencia no hay reglas» es una generalización
inductiva?

F .— Ahora entiendo bien la ira de Bellarmino y de Bárberi-


ni. Es usted, Galilei, un engreído embaucador italiano. Aupque
haya leído cuanto se ha escrito sobre filosofía de la ciencia, yo
la he vivido. Yo soy uno de sus protagonistas...

51
G A L I L E O EN EL I N F I E R N O

G.— Vos sólo existís como comentarista de mi trabajo o el


de otros.

F. — Galileo: le concedo que «desenmascaró un importante


argumento en contra de la idea de que la Tierra se mueve. Digo
‘desenmascaró’ y no ‘refutó’, porque estamos tratando tanto
con un sistema conceptual en trance de cambiar como con de­
terminados intentos de ocultación»7.

G. — Tras la publicación del Diálogo, y sobre todo después


del proceso, siempre deseé añadir una Quinta Jornada a la obra,
en la que responder a diferentes errores de interpretación y a
ciertas críticas. Jamás soñé que esa Quinta Jornada, en vez de
ser escrita iba a ser vivida, que se desarrollaría aquí y, menos
aún, que Simplicio habría desaparecido para dejar paso a un
anarquista vienés que disparó tiros al servicio del Tercer Reich.
Señor Feyerabend, deberíais saber que, en un sentido técnico,
yo no pretendía refutar nada. N o podía tener entonces — tam­
poco la tengo ahora— vuestra enfermiza obsesión con el racio­
nalismo crítico. La figura de Popper ni me atrae ni me importa.

F. — Le repito que no me obligará a hablar de Popper. Res­


pecto a mi participación en la guerra...

G. — No os esforcéis. He leído Matando el tiem po 8. Allí todo


queda claro.

F. — ¿De veras...?

G. — A un anarquista eso no debiera preocuparle. Sois vos el


que ha escrito que «no existe diferencia alguna entre los verdu­
gos de Auschwitz y los ‘benefactores de la humanidad’» y que
«en ambos casos se abusa de la vida para propósitos especiales»9.
Continuad con nuestro asunto, os lo ruego. Esta otra cuestión
no podría discutirla sin excitación.

7. CM, p. 56; TCM, p. 54.


8. P. K. Feyerabend, Matando el tiem po. Autobiografía. Traducción de F.
Chueca, Debate, Madrid, 1995.
9. P. K. Feyerabend, Adiós a la razón. Traducción de J. R. de Rivera,
Tecnos, Madrid, 1984, p. 92.

52
U N D I A L O G O C O N PAUL K. F EYERABEND

F.— Hablemos, pues, de su nueva física, Galilei. «De acuer­


do con Copérnico, el movimiento de una piedra que cae debería
ser ‘una mezcla de rectilíneo y circular’. Por ‘movimiento de la
piedra’ se entiende [...] su movimiento real. Los hechos familia­
res a los que se apela en el argumento [anticopernicano] afirman
una clase diferente de movimiento, un simple movimiento ver­
tical. Esto refuta la hipótesis copernicana sólo si el concepto de
movimiento que se muestra en el enunciado de observación es
el mismo que el concepto de movimiento que se muestra en la
predicción copernicana. Por tanto, el enunciado de observación
‘la piedra está cayendo en línea recta’ tiene que referirse del
mismo modo a un [...] movimiento real»101.
Ahora bien, «en el contexto del pensamiento cotidiano del
siglo XVII, las sensaciones hablan el lenguaje del movimiento
real [...]. Galileo nos dice... — bueno, quiero decir que usted
nos enseña— [...] que el pensamiento cotidiano de su tiempo
supone un realismo ingenuo respecto al movimiento»11.
«Desde nuestra infancia aprendemos nuestro vocabulario
cinemático con conceptos que tienen el realismo ingenuo meti­
do en su interior y que unen inextricablemente el movimiento
y la apariencia de movimiento»12. Según «el punto de vista del
pensamiento y el lenguaje del siglo xvn el argumento [antico­
pernicano]... es impecable y de una gran fuerza. Advierta, no
obstante, Galileo, «cómo teorías (‘carácter operativo’ de todo
movimiento, carácter esencialmente correcto de los informes de
los sentidos) que no son formuladas explícitamente entran en el
debate a guisa de términos observacionales. Volvemos a darnos
cuenta de que los términos observacionales son los caballos de
Troya que deben ser examinados muy cuidadosamente».
«El argumento sacado de las piedras que caen parece refutar
el punto de vista copernicano. Esto puede ser debido a una des­
ventaja inherente al copernicanismo, pero puede también ser
debido — y ésta fue la gran lección que usted dio— a la presen­
cia de interpretaciones naturales que necesitan una mejora. Así,

10. CM, pp. 62-63; TCM, pp. 58-59.


11. CM, p. 63; TCM, p. 59.
12. CM, p. 63; TCM, pp. 59-60.

53
G A L I L E O EN EL I N F I E R N O

pues, la primera tarea es descubrir y aislar estos obstáculos al


progreso que están sin examinar»13.

{Galilea, con los dedos entrelazados, escucha


pacientemente a Feyerabend. Este, de form a cada vez
más vehemente, se dirige a él alzando la voz.)

Pero — ahora soy yo quien hablo, y no usted— «podemos


[...] darle la vuelta al argumento y utilizarlo como un artificio
detectador que nos ayude a descubrir las interpretaciones na­
turales que excluyen el movimiento de la Tierra. Dándole la
vuelta al argumento, afirmam os en primer lugar el movimiento
de la Tierra, e investigamos después qué cambios alejarán la con­
tradicción [...]. Esta es una de las razones que pueden darse para
retener, y, quizá, incluso para inventar, teorías que son incon­
sistentes con los hechos: los ingredientes ideológicos de nuestro
conocimiento y, más especialmente, de nuestras observaciones
se descubren con la ayuda de teorías que están refutadas por
ellos. Se los descubre contrainductivamente»14.
En resumen, Galilei, «si una interpretación natural pone en
dificultades un punto de vista atractivo, y si su eliminación per­
mite incorporar al dominio de la observación ese punto de vis­
ta, entonces el único procedimiento aceptable es utilizar otras
interpretaciones y ver lo que pasa. La interpretación que usted
utilizó devolvía a los sentidos su posición de instrumentos de
exploración, pero sólo con respecto a la realidad del movimien­
to relativo. El movimiento ‘entre cosas que también lo tienen’
— decía usted a Simplicio— permanece insensible, impercepti­
ble y sin efecto alguno»15. Lo que le quiero hacer ver, Galileo,
es que el primer paso que usted dio en el examen conjunto de
la doctrina de Copérnico y de una interpretación natural fami­
liar, pero oculta, consistió en reemplazar esta última por una
interpretación diferente o, lo que es igual, teniendo en cuenta la

13. CM, pp. 64-65; TCM, p. 60.


14. CM, p. 67; TCM, p. 62.
15. CM, p. 69; TCM, p. 63.

54
U N D I A L O G O C O N PA U L K FEYERABEND

función de las interpretaciones naturales, [lo que hizo usted fue]


introducir un nuevo lenguaje observacion ah lé.

G.— De ahí que, en vuestra opinión, yo violé reglas metodo­


lógicas establecidas y firmes, tal como la que prohíbe formular
teorías inconsistentes con los hechos...

F .— «El progreso conceptual depende, como cualquier otra


clase de progreso, de circunstancias psicológicas que pueden
prohibir en un caso lo que pueden estimular en otro [...]»1617. Así
que «consideraciones como éstas, que indican posibles vías de
desarrollo, deberían curarnos de una vez por todas de la creen­
cia en que los juicios de progreso, mejoramiento, etc., se basan
en reglas que pueden ser reveladas ahora y permanecerán en
acción durante todos los años venideros»18. Por ello, mis apre­
ciaciones sobre lo que usted ejemplifica «no han tenido el pro­
pósito de llegar al ‘método correcto’, sino [de] mostrar que tal
‘método’ ni existe ni puede existir. He tenido especialmente el
propósito de mostrar que la contrainducción es muy a menudo
un movimiento razonable»19.

(Galileo, cuya expresión manifiesta con claridad


que no está impresionado por el alegato y la crispación
de su interlocutor, se dirige a él sosegadamente.)

G .— Daría cualquier cosa por un poco de vino toscano.

F . — ¿Se puede beber aquí?

G. — Sólo nos atienden cuando ellos quieren. En alguna oca­


sión, oyendo música de Wagner con Nietzsche, he conseguido
que nos sirvan vino blanco; casi agua, en realidad.

16. CM, p. 69; TCM, p. 64.


17. CM, p. 72. Fragmento omitido en el TCM.
18. Ibid.
19. Ibid.

55
G A L I L E O EN EL I N F I E R N O

F. — Nietzsche está aquí, claro...

G. — Sí. No perdáis la ocasión, si se os presenta, de escuchar


a Wagner junto a él. Es toda una orgía estético-ideológica...
Dejadme que os diga que la simplicidad con que exponéis
el caso que estamos considerando me llama verdaderamente la
atención. Me veis capaz de cambiar de eso que llamáis una in­
terpretación natural a otra con sorprendente facilidad; y no sólo
de ello, sino de convencer con trucos psicológicos y propaganda
a los demás. Es como si, en Padua, al haber visto salir repetidas
veces de la casa de Marina a Cremonini, sin él advertirlo (un
hecho de observación), hubiera podido pasar yo de una inter­
pretación a otra — que venía a verme, o que venía de estar con
ella— a través de un simple cambio ideológico. Por cierto, señor
Feyerabend, si eso os ocurre alguna vez aquí — donde también
se dan esta clase de visitas— os aconsejo una inducción y no una
contrainducción.
Pero veamos... Creo entender que me atribuís la capacidad
de pasar de la interpretación natural que animaba la física de los
aristotélicos a una nueva que ha modificado el concepto de
movimiento real. Acepto la segunda parte de vuestro punto de
vista, pero no la primera, que equipara y hace iguales ambas in­
terpretaciones. A la interpretación de los aristotélicos no tengo
inconveniente en llamarla interpretación natural. El motivo es
que nace del realismo ingenuo, es cierto, y depende del pensa­
miento común. Es la madre, como decís, de nuestro vocabulario
cinemático espontáneo mientras somos niños o de quienes no
me han estudiado, incluso si son ancianos. Mas advertid que la
interpretación que yo propongo tuvo en mi época y tiene en la
vida de los jóvenes escolares muy poco de natural. Es preciso
aprenderla con esfuerzo y tesón. De haberse convertido en un
exudado de la cultura del siglo xvn, que los siguientes siglos hu­
bieran transformado en natural, daría forma al vocabulario ob-
servacional de los niños mucho antes y los escolares lo aprende­
rían sin tantas dificultades. Mas bien pienso, señor Feyerabend,
que por no ser, sin más, un producto destilado de la cultura de
uno u otro momento, requiere alguna familiaridad con la cien­
cia, sus usos y sus perspectivas. Y me atrevo a deciros que de
ello se sigue alguna lección sobre las dependencias ideológicas y

56
U N D I Á L O G O C O N PAUL K. FEYERABEND

culturales de la ciencia o sobre la continuidad o ruptura entre el


lenguaje ordinario y el lenguaje científico. Pero dejémoslo estar
así, porque tratar esta cuestión nos llevaría muy lejos.
Decís, además, que yo enseñé un nuevo vocabulario obser-
vacional. No perdáis de vista, sin embargo, que para construir
mi propaganda necesité conservar en mis argumentos el voca­
bulario observacional de los aristotélicos. Yo y ellos teníamos
nuestro lenguaje observacional propio, conectado a nuestras
respectivas ideologías, pero yo necesitaba hacer ver a los aris­
totélicos que el suyo podía también conectarse al principio de
relatividad mecánica y, para conseguirlo, tenía que retenerlo. Si
no lo hubiera hecho, no hubiera podido escribir mi Diálogo.
Quiero añadir todavía algo más... Es cierto que mi noción
de inercia circular dependía de exigencias dinámicas específicas,
pero no olvidéis que la idea de movimiento circular, según yo la
presentaba en la Primera Jornada, estaba atestada de ideología
aristotélica. En ese orden de cosas, mi vocabulario observacio­
nal era entonces aristotélico, lamentablemente. Los lenguajes de
observación no son estancias clausuradas y sin comunicaciones.
Volvéis a hablar de refutaciones, sin duda para hacerme
reír. Afirmáis que los ingredientes ideológicos de nuestro con o­
cim iento se descubren con la ayuda de nuevas teorías refutadas
por ellos; es decir, que se los descubre contrainductivamente10.
¿Cómo, señor Feyerabend, entender la refutación en un con­
texto en el que todo vocabulario observacional arrastra un las­
tre ideológico tan abrumador como el que vos mismo habéis
señalado? Es por esa razón por la que vos no creéis ni en co­
rroboraciones ni en refutaciones, precisamente. N o me pidáis
ahora que yo os permita sostener que las teorías nuevas nacen
falsadas, y que a eso le llamemos una contrainducción. Con vo­
cabularios observacionales tan espesos, tanto vale contrainducir
como inducir; y si, en efecto, todo vale, induzcamos. ¿Por qué
no dar una oportunidad a la hipótesis de que Cremonini salía de
estar con Marina todas las tardes?
No os diré nada respecto al uso que dais a vuestra idea de
progreso conceptual. Advertid tan sólo lo impropia que resulta

20. Véase la nota 14.

57
G A L I L E O EN EL I N F I E R N O

para un anarquista epistemológico, incluso si es empleada úni­


camente como munición para la persuasión psicológica.

(Feyerabend vuelve a levantarse y parece buscar algo.)

G.— ¿Os ocurre algo?

F. — No encuentro mi muleta.

G. — Aquí no la necesitáis. ¿No os habéis dado cuenta de que


camináis sin dificultad?

F. — Siga, no se detenga...

G. — En resumen, lo que quería deciros es que las interpre­


taciones naturales ni nacen ni mueren con la facilidad que ima­
gináis. De niños todos somos aristotélicos; de escolares, tal vez
aprendemos a mirar como Salviati; pocos vivimos — acaso nin­
guno— en un mundo observacional poblado por interpretacio­
nes relativistas o cuánticas. De todos modos, no seáis ingenuo,
no las llaméis interpretaciones naturales: los universitarios que
luchan durante años por asomarse a ellas os lo agradecerán.

F. — ¿Es que va a enseñarme ahora algo de física cuántica?

G. — Sólo os diré que en ese terreno estoy con Einstein y con


el estilo de Schrodinger...

F .— ¡Con los vencidos! ¡Con los fracasados! ¡Con los que no


han acabado de entender...! ¿No han llegado aquí los resultados
del experimento de Aspect? ¡Tal vez debería haber ampliado
mis Conversaciones con analfabetos21, después de 1982! 21

21. Véase «Conversaciones con analfabetos», en P. K. Feyerabend, L a cien­


cia en una sociedad libre. Traducción de A. Elena, Siglo XXI, Madrid, 1982,
pp. 144-258.

58
U N D I A L O G O C O N PAUL K. F EYERABEND

G .— ¿Vais a acudir al valor de los experimentos? ¿Lo haréis


desde alguna interpretación natural concreta? ¿Por qué Aspect
sí, con la interpretación natural que hoy se hace de su experi­
mento, y Aristóteles no, con la interpretación natural que él
hacía del experimento de la torre? Recordad, aunque simpati­
céis con Bohr, que hemos dicho Adiós a la razón, también a la
razón experimental, y que en ciencia hay que votar... Yo voto
por Einstein. éPor qué no Platón...?22. ¿Por qué no Einstein...?

F. — ¿Cómo es que Newton y Einstein están arriba, y Kepler


aquí ? Si Kepler era luterano, Newton latitudinarista y Einstein
judío. ¿También reina la arbitrariedad en estos lugares?

G. — No quisiera perder el hilo de nuestra conversación, y


a ella vuelvo de inmediato. Sólo os diré que fuisteis vos quien
descubristeis que en estos lugares las cosas no son tan sencillas
como habíamos imaginado. Arriba no sólo manda uno sino mu­
chos...23.

F. — ¿Qué quiere usted decir, Galilei?

G. — Que lo que le parece bien a Zeus, disgusta a Buda; y


lo que desea Alá suele encontrar la oposición de Ceres. En fin,
mi querido amigo, que al parecer arriba también votan, y sobre
todo discuten adonde enviarnos a cada uno. Tampoco pueden
hallarse razones ni explicaciones genuinas en esto...

F. — No me distraiga con sarcasmos. Continuemos con el


experimento de la torre y con sus trucos, su propaganda y sus
engaños.
Usted «‘nos hace recordar’ que hay situaciones en las que
el carácter no operativo del movimiento simultáneo es tan evi­
dente y tan firmemente aceptado como la idea del carácter ope­

22. Galileo ironiza con la obra de su interlocutor: P. K. Feyerabend, éPor


qué no Platón? Traducción de M. A. Albisu, Tecnos, Madrid, 1985. ’
23. Galileo ridiculiza ahora la repetida defensa por Feyerabend de 1^ rea­
lidad de los dioses. Véase, por ejemplo, P. K. Feyerabend, «Dioses y átomos:
comentarios acerca del problema de la realidad», en Provocaciones filosóficas.
Traducción de A. P. Esteve, Biblioteca Nueva, Madrid, 2003, pp. 53-64.

59
G A L I L E O EN EL I N F I E R N O

rativo del movimiento lo es en otras circunstancias (por tan­


to, esta última idea no es la única interpretación natural del
movimiento). Estas situaciones son sucesos en un barco, en un
carruaje que se deslice suavemente y en cualquier otro sistema
que contenga un observador y le permita llevar a cabo algunas
operaciones simples...»24.
«Está claro que estas situaciones conducen a un concepto no
operativo de movimiento, incluso sin salir del sentido común».
«Por otra parte, el sentido común, y me refiero al sentido co­
mún del siglo xvii, contiene también la idea del carácter operativo
de [otros] movimientos. Esta última idea surge cuando un obje­
to limitado que no contiene demasiadas partes se mueve dentro
de un contorno vasto y estable, por ejemplo cuando un camello
trota por el desierto o cuando una piedra cae desde una torre».
Es entonces cuando usted «nos empuja a ‘recordar’ las con­
diciones en las que afirmamos el carácter no operativo del mo­
vimiento simultáneo, [llevándolas] también [a] este caso» [refe­
rido finalmente al movimiento de la Tierra].
Así llega usted a «la afirmación de que ‘del mismo modo es
cierto que, al moverse la Tierra, el movimiento de la piedra al
caer es realmente un largo camino de muchos cientos de me­
tros, o incluso de muchos miles...’. Cediendo a esta persuasión
empezamos ahora de m odo autom ático a confundir las condi­
ciones de los dos casos y a convertirnos en relativistas. ¡En ello
está la esencia de su truco, Galileo!»25.

(Feyerabend continúa paseándose por la habitación, mientras


Galileo ha cogido un pequeño catalejo que se encontraba
junto a su sillón y comienza a seguir los movimientos
de su interlocutor a través de él. Feyerabend interrumpe
su discurso, dando evidentes muestras de irritación.)

G.— Continuad, os lo ruego. ¡Que un obstáculo accidental,


como el hecho de convertiros en objeto de una observación te­
lescópica, no enturbie vuestra brillante disertación!

24. CM, p. 74; TCM, pp. 66-67.


25. CM, pp. 76-77; TCM, pp. 68-70.

60
U N D I Á L O G O C O N PAUL K FEYERABEND

(Feyerabend, receloso, tom a de nuevo la palabra.)

F. — «Veamos ahora la situación desde un punto de vista


más abstracto. Empezamos con dos subsistemas conceptuales
de pensamiento ordinario [...]. El segundo sistema conceptual
está construido en torno a la relatividad del movimiento y está
también firmemente establecido en su propio dominio de apli­
cación. Usted pretende reemplazar el primer sistema por el
segundo en todos los casos, tanto terrestres como celestes. El
realismo ingenuo con respecto al movimiento tiene que ser
com pletam ente elim inado.
Ahora bien, hemos visto que este realismo ingenuo es en
ocasiones una parte esencial de nuestro vocabulario observa-
cional. En estas ocasiones el lenguaje de observación contiene
la idea de eficacia de todo movimiento. O, para expresarlo en el
modo material de hablar, nuestra experiencia en estas situacio­
nes es la experiencia de objetos que se mueven absolutamente.
Tomando esto en consideración, se ve claramente que su propó­
sito equivale a una revisión parcial de nuestro lenguaje observa-
cional o de nuestra experiencia. Una experiencia que contradice
parcialmente la idea del movimiento de la Tierra se transforma
en una experiencia que la confirma»26.
¡Deje de una vez de mirarme con el catalejo! ¡Ya está bien!

G. — Estando tan cerca de vos, sólo veo manchas difusas que


se mueven, y puedo concentrarme mejor, a pesar de vuestra
inquietud cinemática...

(Galileo sigue observando a Feyerabend a través del catalejo.)

F.— «Un punto de vista inadecuado, la teoría copernicana,


es apoyado por otro punto de vista inadecuado, la idea del ca­
rácter no-operativo del movimiento simultáneo, y ambas teorías
ganan fuerza y se dan apoyo una a otra en el proceso. Es éste el

26. CM,pp. 79-80.

61
G A L I L E O EN EL I N F I E R N O

cambio que establece la transición del punto de vista aristoté­


lico a la epistemología de la ciencia moderna...»27. He aquí sus
brillantes movimientos de ocultación, Galileo.

(Galileo deja el catalejo, se levanta y toca el timbre


varias veces. A continuación vuelve a sentarse. Feyerabend,
que de nuevo ha interrumpido su exposición
para observarle, prosigue...)

F. — Lo que a usted le quedaba «por explicar es por qué la


piedra continúa con la torre, y por qué no es dejada atrás [...].
En otras palabras: el problema era «complementar el principio
de relatividad con una nueva ley de inercia, de tal manera que
todavía pueda afirmarse el movimiento de la Tierra. Se ve inme­
diatamente que [...] el principio de inercia circular proporciona­
ba la solución requerida: un objeto que se mueve con una velo­
cidad angular dada en una esfera sin rozamiento, cuyo centro
sea el centro de la Tierra, continuará moviéndose siempre con
la misma velocidad angular [...]. El principio de relatividad fue
defendido de dos maneras. La primera, mostrando cómo ayuda
a Copérnico; esta defensa es ciertamente a d hoc. La segunda,
señalando su función en el sentido común y generalizando su­
brepticiamente esta función [...]. El método empleado por usted
en apoyo del principio de inercia circular es de la misma clase.
Lo introduce, haciéndolo de nuevo no por referencia a expe­
rimentos, o a observaciones independientes, sino a lo que se
supone que todo el mundo sabe ya»28.
«... Lo que Simplicio acepta no está basado ni en experi­
mentos ni en una teoría corroborada. Es una nueva y atrevida
sugerencia que implica un enorme salto de la imaginación [... y]
conduce a la invención de una nueva clase de experiencia que no
sólo es más sofisticada sino también m ucho más especulativa »29.
Debo subrayarle, además, que «al igual que la Física new-
toniana, la física aristotélica distingue entre espacio relativo y

27. CM, p. 82; TCM, pp. 74-75.


28. CM, pp. 84-85; TCM, p. 76.
29. CM, p. 86; TCM, pp. 77-78.

62
UN D I Á L O G O C O N PAUL K FEYERABEND

espacio absoluto [y] permite determinar ‘operacionalmente’ lu­


gares, direcciones y velocidades absolutos..., el espacio es deli­
neado de una manera completamente física, empleando leyes fí­
sicas conocidas [...]. Esta fundamentación completamente física
es desechada por usted. Con ello perdemos todos los medios de
control que se refieren al centro, la distancia y la dirección. Los
nuevos principios relativistas [...] son, por lo tanto, metafísicos
y, por estar adaptados al experimento de la torre, son también
ad hoc»M.

(En todo el diálogo, sólo estas palabras de


Feyerabend conseguirán que la cara de Galileo
adopte una expresión de disgusto.)

G.— En suma: me veis como un contumaz ejemplo de anar­


quista epistemológico que, empecinadamente, viola reglas tales
como aquella que prohíbe el uso de hipótesis ad hoc.

F. — Así es, e incluso «no pienso que introducir la tradición


de la teoría del ímpetu mejore las cosas. Porque esta teoría es
también ad hoc, esta vez no con respecto a la torre, sino con
respecto a la práctica de los objetos arrojados (que continúan
moviéndose, en oposición a la ley de inercia de Aristóteles)...
De cualquier modo que se considere el asunto, la mejor conje­
tura es que en aquel tiempo la ley de inercia circular, y en ma­
yor extensión la idea de la relatividad del movimiento, fue una
hipótesis ad hoc planeada para salir de la dificultad de la torre
[...]. M i opinión es que un enunciado claro del movimiento per­
manente con o sin ímpetu se desarrolló en usted sólo [...] con su
gradual aceptación del punto de vista copernicano... Usted cam­
bió su punto de vista acerca de los movimientos [...] con objeto
de hacerlos compatibles con la rotación de la Tierra [...]. Sus
nuevas ideas concernientes a tales movimientos son por tanto
parcialmente ad hoc. El ímpetu en el viejo sentido desapareció
en parte por razones metodológicas [...], en parte a causa de la

30. CM, pp. 88-89. Fragmento no incorporado al TCM.

63
G A L I L E O EN EL I N F I E R N O

vagamente percibida inconsistencia con la relatividad de todo


movimiento»31.
En resumen, Galilei, usted «sí que empleó hipótesis ad hoc.
Fue bueno que lo hiciera. Si no hubiera sido ad hoc en esta
ocasión, habría sido ad hoc de todos modos, sólo que esta vez
con respecto a una teoría más vieja. De aquí que, como uno no
puede evitar ser ad hoc, es mejor ser ad hoc con respecto a una
teoría nueva, porque una teoría nueva, como todas las cosas
nuevas, dará un sentimiento de libertad, estímulo y progreso.
Hay que aplaudirle a usted porque prefirió luchar a favor de
una hipótesis interesante que hacerlo a favor de una hipótesis
fastidiosa»32.

(Entra el camarero.)

C.— ¿Desean alguna cosa?

G.— Tráigame una copa de vino blanco; de alguna cosecha


toscana, si es posible.

C.— ¿Desea algo el profesor Feyerabend?

F. — Un vaso de vino verde de algún pueblo de la Wie-


nerwald, de Gumpoldskirchen, si lo hubiera.

C.— Inmediatamente.

(El camarero se retira tras hacer un leve


gesto de reverencia a ambos.)

G.— Debo confesaros que todo este largo argumento que


habéis expuesto me solaza mucho más que cuanto os había es­
cuchado antes. En él sí reconozco al prestidigitador, al mago

31. CM, pp. 93-94; TCM, p. 83.


32. CM, pp. 95-96; TCM, p. 84.

64
U N D I Á L O G O C O N PAUL K. FEYERABEND

señor Feyerabend. Os haré ver, no obstante, que vuestros trucos


son más ingenuos que los que me atribuís y que, por ello, no es
extraño que mi propaganda racionalista haya tenido más éxito
que la vuestra.
Decís que yo hacía recordar a mis buenos amigos aristotéli­
cos que hay situaciones en las que el carácter no operativo del
movimiento simultáneo (sucesos en un barco, en un carruaje
que se deslice suavemente y en cualquier otro sistema que con­
tenga un observador y le permita llevar a cabo algunas operacio­
nes simples), repito, yo hacía recordar que hay situaciones en las
que el carácter no operativo del movimiento simultáneo es tan
evidente y tan firmemente aceptado como su carácter operativo
lo es en otras circunstancias (cuando, por ejemplo, un objeto
limitado que no contiene demasiadas partes se mueve dentro
de un contorno vasto y estable, cuando un camello trota por el
desierto o cuando una piedra cae desde una torre). Añadís que
es entonces cuando hago recordar — también en este caso— las
condiciones en las que afirmábamos el carácter no operativo del
movimiento simultáneo, y a equipararlo al ejemplo del barco.
Así llego a la afirmación de que es cierto que, al moverse la
Tierra, el movimiento de la piedra al caer es realmente un lar­
go camino de muchos cientos de metros, o incluso de muchos
miles... y consigo hacer que se confundan las condiciones de los
dos casos y, con ese movimiento estratégico, logro convertir en
relativistas a mis contemporáneos.
Señor Anarquista, apreciad que antes nos mostrabais las in­
terpretaciones naturales como universos culturales cerrados en
sí mismos, como lenguajes observacionales clausurados o como
capaces de inventar una nueva clase de experiencia. Ya os dije, y
ahora venís a reconocerlo vos, que los lenguajes observaciona­
les, lo que llamáis interpretaciones naturales y todos estos arti-
lugios del viejo análisis neopositivista, del que sois un heredero
arrepentido, han de ser usados con prudencia, y que no son
camarotes incomunicados, si miramos a la historia sin apasiona­
miento, es decir, con el único afán de aprender.
Queréis jugar con todas las bazas en la mano, señor Feyer­
abend, y no os importa poner en peligro vuestras viejas i)deas
sobre la inconmensurabilidad, si podéis obtener alguna ventaja
provisional con ello. Tengo que reconocer, por cierto, que vues­

65
G A L I L E O EN EL I N F I E R N O

tros argumentos en L a conquista de la abundancia ’3, en contra


de aquellas viejas críticas iniciales a la invarianza del significado,
me parecen buena propaganda racionalista, si los comparamos
con las argucias que volcabais en vuestro particular calvario pop-
periano, cuando redactabais, digamos, Realismo, racionalismo
y m étodo científico 334. Entonces erais uno de ellos, desde luego.
¡Qué interlocutores! ¡Carnap, Hempel, Oppenheim, Nagel, Wat-
kins, Austin, hasta Putnam, nada menos! ¡Con qué ardor cons­
truíais sesudas pruebas racionales sobre la inconmensurabilidad
de las nociones de espacio usadas por Aristóteles y Newton!,
para engañarnos ahora con apelaciones a supuestas y admira­
bles coincidencias y continuidades entre las físicas del uno y del
otro... ¡Cómo reclamabais más tarde, a l despediros de la razón ,
la paternidad del concepto de inconmensurabilidad frente a
Kuhn!: «Yo discutí — decíais— la inconmensurabilidad varios
años antes de que Kuhn introdujera el término...»35. ¡Qué mez­
quindades tan pequeñas, tan al uso de un orgulloso ratoncillo
de aula occidental deseando hacer carrera académica...!

(Feyerabend replica gesticulando y alterado.)

F. — ¿No admite usted la posibilidad de rehacer una vida, de


abominar de los viejos errores, de evolucionar, de aspirar a una
sociedad más libre, al margen del deseo enfermizo de revolcarse
en toda esa mierda de la Verdad...?

(Galileo responde lentamente, con gran parsimonia


y recreándose en cada palabra que pronuncia.)

33. Véase E K. Feyerabend, La conquista de la abundancia. Traducción de


R. Molina y C. Mora, Paidós, Barcelona, 2001, pp. 41-156.
34. E K. Feyerabend, Realism, Rationalism and Scientific Method. Philo-
sophical Papers I, Minnesota University Press, Minneapolis, 1962, cap. 4, «Ex-
planation, reduction and empiricism»; versión española: Lím ites de la ciencia.
Explicación, reducción y empirismo. Introducción de D. Ribes; traducción de
A. C. Pérez y M.a del Mar Salvador, Paidós, Barcelona, 1989.
35. Adiós a la razón, pp. 54-55, nota.

66
UN D I Á L O G O C O N PAUL K. F EYERABEND

G.— Es una posibilidad que os concedería con gusto, siem­


pre que vos se la concedierais al resto de la Humanidad. La
Humanidad se ha ido ganando, a veces con mucho sufrimiento,
el derecho a abominar de sus viejos errores, a evolucionar de la
irracionalidad a la racionalidad, de abandonar el estercolero de
los prejuicios, pero es un derecho que vos no le reconocéis. To­
máis por igualmente real el universo que nos describe la astro-
logia o la astrofísica y reclamáis como legítima vuestra elección.
¡Os exijo ese mismo derecho para tomar como real y definitivo
Feyerabend a cada señor Feyerabend que a mí me plazca. El
que más me convenga en cada momento de mi estrategia de
persuasión!
¡Claro que yo enseñé a ver de un nuevo modo! Mas los
que estaban siendo movilizados no eran dos subsistemas con­
ceptuales de pensamiento ordinario, como afirmáis. ¿Pretendéis
que mi propuesta pertenecía, nacía del pensamiento ordinario?
¿Cuántos sistemas de pensamiento ordinario simultáneos con­
táis, señor Feyerabend? Yo estaba creando, en verdad, un nuevo
sistema de pensamiento, pero que tenía poco de ordinario, se­
gún os he dicho hace un momento. Mi trabajo no consistía en
conducir de una interpretación natural a otra, de un subsistema
natural a otro, sino en hacer ver que el pensamiento científico
podía hacerse cargo de las supuestas certezas del pensamiento
ordinario y en enseñar cómo.
Resulta, ahora, que necesitáis retroceder para justificar mi
éxito, y os atrevéis a decir — renunciando sin pudor a vues­
tras rotundas tesis anteriores— que lo que hice fue modificar
sólo parcialmente el lenguaje observacional... ¿En qué queda­
mos, señor Feyerabend — ¡por todos los diablos que nos rodean
y vigilan!— , en que estaban luchando entre sí dos concepciones
inconmensurables del movimiento, ligadas a términos entre los
que desaparecía por completo cualquier invarianza de significa­
do, o que los que luchaban entre sí eran dos proyectos teóricos
con suficientes elementos de conexión como para llevar a cabo
una valoración racional de sus méritos respectivos?
Insistís en que esa revisión de la experiencia, que ahora lla­
máis parcial, me permitió confirmar el movimiento de la Tierra.
Y volvéis a sorprenderme al afirmar tal cosa, siendo lo cierto
que durante la Segunda Jornada de mi Diálogo — sobre la que

67
G A L I L E O EN EL I N F I E R N O

ahora conversamos— jamás pretendí probar ni confirmar sem e­


jante movimiento, y que tuve que escribir precisamente la Cuar­
ta para aventurarme por semejante camino. Vos necesitáis, sin
embargo, adjudicarme tal empeño en la Segunda Jornada, por­
que luego deseáis argumentar que la relatividad mecánica que
postulé y mi principio de inercia circular son enteramente ad
hoc. Sabéis de sobra que mi gran creación ad hoc no fueron tales
principios sino mi hipótesis sobre la causa de las mareas; pero
reconocerlo desarbolaría toda vuestra táctica desorientadora en
torno a la idea de adhocidad.

F. —Y con respecto a la cuestión del carácter no operativo


del movimiento compartido, ¿qué puede replicar, Galileo?

G. — «Un punto de vista inadecuado, la teoría copernicana


— decís— , es apoyado por otro punto de vista inadecuado, la
idea del carácter no-operativo del movimiento simultáneo, y
ambas teorías ganan fuerza y se dan apoyo una a otra en el
proceso». ¿De qué hablamos, señor Simplicio...? ¡Disculpadme,
os lo ruego, tampoco ha sido intencionado esta vez...!; ¿de qué
pretendéis hablar, señor Feyerabend?, ¿de teorías, de puntos de
vista, de lenguajes de observación...? Sois, en este caso, incon­
mensurable con vos mismo, por no decir incom posible o incon­
cino. Con gran candidez pensáis que podéis hacer y deshacer
vuestras propias deducciones ante nuestras narices sin que lo
apreciemos. ¿No formaba parte del realismo ingenuo la ¡dea
del carácter no-operativo del movimiento? ¿No usaba yo esa
circunstancia para engañar a mis contemporáneos, llevándo­
los de los ejemplos próximos al del movimiento de la Tierra?
¿Cómo llamar punto de vista inadecuado a un m odo de ver que
es inherente al sentido común? Con esa clase de argumentos,
titubeos y engañosos reclamos, os aseguro que un tribunal del
Santo Oficio os hubiera condenado no a un arresto domiciliario
de por vida, sino a la hoguera. Os diré aún más: las consecuen­
cias disparatadas e ingenuas que extraéis al ocuparos de la que
han querido llamar revolución copernicana me recuerdan, por
su excentricidad, a las que Bruno proclamaba con vehemencia.
Bien mirado, sin embargo, no sé dónde situaros: si en el lugar
de Giordano, o en el de alguno de sus jueces o de los míos,

68
U N D I A L O G O C O N PAUL K. FEYERABEND

pues no paráis de juzgarnos a todos, de decirnos cómo debemos


organizar nuestras sociedades, nuestras vidas, nuestras concien­
cias, nuestras desdichas o nuestras esperanzas...

F. — Es usted un miserable, Galileo. Usted fue capaz de pro­


mover el mayor intento de ocultación de toda la historia de la
ciencia. No dudó en tratar a las personalidades más oscuras de
su tiempo, en halagar y servirse de autoridades eclesiásticas, de
políticos, nobles, científicos y artistas, si con ello avanzaba un
paso en sus intereses, en el encumbramiento de su nombre y de
su lugar entre los que aún podían llamarse sabios. Es uno de los
científicos menos íntegros que haya existido...

G. — Viene a mi memoria la frase de alguien, cuyo nombre


no recuerdo, quien ante una acusación semejante declaraba que,
en verdad, le gustaba el jamón y que, en consecuencia, aunque
los detestara, tenía que tratar con los cerdos.

(El camarero llama suavemente a la puerta y entra en la


estancia, deja dos vasos de plástico sobre
la mesa que hay entre los dos sillones y se retira
sin decir nada. Feyerabend vuelve a sentarse y bebe
del vaso más próximo. Galileo lo hace a continuación.)

F. — ¡Es zumo de uva!

G. — El mío también. Ya os he dicho que hacen lo que quie­


ren...
En eso no son diferentes de vos, porque — continuemos—
sostenéis que el método empleado por mí en apoyo del princi­
pio de inercia circular no consistió en valerme de experimentos,
o de observaciones independientes, sino en apelar a lo que se
supone que todo el mundo sabía ya. ¿Pretendéis, una vez más,
que debería haber llamado en mi auxilio a la inducción? ‘¿Juz­
gáis que los nuevos principios son generalizaciones extraídas
de observaciones o experimentos? ¿Con qué clase de empirista
ingenuo tengo ahora que tratar?

69
G A L I L E O EN EL I N F I E R N O

Ironizáis sobre mi estrategia, al subrayar que yo hacía creer


a mis queridos aristotélicos que ya sabían lo que en realidad es­
taban lejos de saber. ¿No acabáis de declarar que les era familiar
la no-operatividad del movimiento, y que gracias a ello pude yo
conducirles a prolongar tal no operatividad hacia ejemplos en
los que no habían reparado?
Tenéis razón en cuanto al resto. Esa prolongación consti­
tuía una atrevida sugerencia, un enorme salto de la imagina­
ción — de la razón, hay que reconocer más bien, señor Feyer-
abend— y, ciertamente, significaba la invención de una nueva
clase de experiencia más sofisticada y mucho más especulativa.
Una interpretación muy antinatural, muy alejada del sentido
común, del realismo ingenuo y del pensamiento ordinario,
porque a todos ellos violentaba. Si deseáis jugar a la ortodoxia
metodológica, os diré que no me importa aceptar que la vieja
dinámica no podía reducirse a la que yo promovía, con tal de
que reconozcáis que, aun así, mi teoría del movimiento no ha­
llaba demasiados problemas para explicar cuanto explicaba la
dinámica aristotélica; eso he de decir al señor Feyerabend-Pop-
periano. Si el que me va a interpelar es el señor Feyerabend-
Mortificado-Antippoperiano-Anarquista, le diré otra vez que
existieron suficientes elementos compartidos, por mi dinámica
y la aristotélica, por su lenguaje observacional y el mío, y sobre
todo por la común presencia en ambas construcciones teóricas
de la no-operatividad del m ovim iento, como para que yo pu­
diera apuntalar mi táctica de racionalismo envolvente y acaba­
ra ganando la partida, con el tiempo, en el campo de batalla de
la evaluación racional.

F. — ¡Jamás he afirmado que la no-operatividad del movi­


miento fuese un principio de la dinámica aristotélica!

G. — Lo afirmo yo por vos, como instrumento de mi ejerci­


cio de persuasión y propaganda. Mas notad que si ahora negáis
tal cosa es porque os asusta que se aprecien las consecuencias de
cuanto venís defendiendo; porque si la no-operatividad del mo­
vimiento formara parte ya de la dinámica aristotélica, la compa­
ración racional de ambas teorías se haría más fácil. Pero es que
vos habéis insistido en que el realismo ingenuo era la epistemo-

70
UN D I Á L O G O C O N PAUL K. F EYERABEND

logia de la ciencia aristotélica y que dentro de él vivía conforta­


blem ente la noción de no-operatividad del movimiento.

F. — La dinámica de Arisóteles está muy lejos de ser una teo­


ría, en el sentido moderno del término. En ella no existen leyes
tampoco, si somos estrictos.

G. — ¿Por qué os referís continuamente, pues, a la ley aris­


totélica de inercia, manteniendo esa ambigüedad calculada de
la que sacáis luego tanto provecho? ¿Hay o no leyes? ¿Hay o
no teorías? ¿Hay o no interpretaciones naturales? ¿Hay o no
regiones comunes de lenguaje observacional? ¿Hay o no incon­
mensurabilidad?

F. — No conseguirá que me contradiga. No creo ni en el


principio de no-contradicción, ni en el principio de identidad
ni..., en fin, en ningún principio lógico. En todo caso, hay mu­
chas lógicas: modales, difusas, borrosas..., pero todas ellas y sus
leyes son productos puestos a la venta en una historia en la que
siempre vence la imposición física. Los argumentos y la raciona­
lidad no son sino tristes y aburridos ingredientes de una tradi­
ción cultural entre otras muchas.

G. — ¡Pues abandonadla de verdad, entonces, y no argumen­


téis una y otra vez inductivamente sobre los hechos de la his­
toria! No empleéis la lógica inductiva como única guía de un
razonable ataque a la razón.

F. — ¡Puedo ser inconsecuente, quiero ser inconsecuente,


porque me da la gana, Galileo! ¿No se da cuenta de que es la
única manera de llevar a la práctica lo que defiendo? Yo puedo
hacer todo cuanto desee, puesto que a eso es a lo que invito.

G. — ¿Queréis decir que es la única manera de ser coherente


con vos mismo, de no... contradeciros...}

(Feyerabend vuelve a beber de su vaso. Galileo le deja


que termine y continúa.)

71
G A L I L E O EN EL I N F I E R N O

G.— La física aristotélica sentenciáis que distingue entre es­


pacio relativo y espacio absoluto y que, al igual que la física
newtoniana, permite determinar operacionalmente direcciones
y velocidades absolutas. El desmán historiográfico y conceptual
es digno del señor Feyerabend en sus etapas más temerarias.
Pero sois capaz de llegar más lejos todavía y os atrevéis a rema­
char vuestra procacidad proclamando que de una fundamenta-
ción física (la de Aristóteles), en la que se emplean leyes físicas
conocidas, yo pasé a otra fundamentación metafísica, basada en
principios relativistas, metafísicos y ad hoc.
Voy a deciros algo, señor profesor de Berkeley, ¿sabéis cómo
se anunció ayer aquí vuestra llegada en el Sumidero Popperia­
no...}

F. — ¿Cómo en el Sumidero Popperiano ? ¿Qué es eso?

G. — Es una sección, en el tablón de anuncios de llegadas,


dedicada a filosofía de la ciencia. La comunicación referente a
vos decía — no le deis tampoco excesiva importancia..., no os
enfadéis...— : «Mañana recibimos al último ornamento a d hoc
en el bacín popperiano». En efecto, señor Feyerabend, aquí se
os conoce como un capricho popperiano, como la encarnación
de una reducción al absurdo del mismísimo racionalismo críti­
co. Los discípulos de Popper ya habían dicho cuanto cabía decir,
tras haber escuchado al maestro. Nada quedaba por añadir. El
rumor que circula es que, por eso, sólo os podíais hacer un hue­
co diciendo necedades. Para los que aquí mandan, sois no una
hipótesis, sino un hom bre ad hoc.

F. — ¡Dios mío..!

G. — No oséis usar expresiones semejantes en este lugar. La


última vez que lo hice yo, tuve que aprender de memoria el
Tractatus.

F. — ¿En alemán? ¿Sabe alemán?

G. — En alemán. Lo aprendí entre 1931 y 1935. Kepler ve­


nía a ayudarme con el castigo, ya sabéis cómo es... Resultó toda

72
U N D I Á L O G O C O N PAUL K FEYERABEND

una tortura. A cada proposición aprendida y declamada, Kepler


respondía: Amén. Die Welt ist alies, was der Fall ist*6. Amén. Así
durante un año. Luego hube de hacer una declamación pública
del libro entero...

F. — ¿Y si no hubiera podido aprenderlo?

G. — Habrían empezado los castigos físicos. Os aseguro que


fue peor que la abjuración en el convento de Santa María de
Minerva.
Pero no me distraigáis, os lo ruego. Habíais afirmado con
anterioridad que Aristóteles, al igual que Newton, distingue en­
tre espacio relativo y espacio absoluto, pudiendo determinar
operacionalmente lugares, direcciones y velocidades absolutas.
Y añadíais que, en la medida en que yo había hecho caso omiso
de tales planteamientos aristotélicos — a fin de poder introdu­
cir concepciones relativistas— mis principios serían no sólo ad
hoc, sino incluso demagógicos y falaces. ¿Interpreto con justeza
vuestro punto de vista?

F. — Perfectamente, Galilei.

G. — Pues escuchad con atención, porque lo cierto es que mi


admirado Aristóteles jamás dio por real el espacio, y menos aún
el espacio absoluto. Toda su física, toda su dinámica se resumen
en el esfuerzo por construir un sistema en el que tales nociones
queden descartadas; no por ignoradas, sino por inadmisibles.
A pesar de ello, y para refrendar vuestra interpretación, tenéis
la osadía, en vuestro panfleto contra el m étodo*7, de enviarnos
a leer aquellas líneas donde, precisamente y de forma expresa,
él argumenta por qué no cree en un espacio sin cuerpos. Des­
preciáis la curiosidad y el rigor de vuestros lectores, pero yo os
puedo repetir lo que Aristóteles sostiene en esas líneas: [...] el
lugar parece ser algo diverso de todos los seres que entran en él y
cambian, pues en el lugar en que ahora está el aire, en el mismo 367

36. Galileo enuncia la primera proposición del Tractatus (L. Wittgenstein,


Tractatus logico-philosophicus, 1).
37. Véase CM, pp. 88-89. Feyerabend remite a la Física, 208b 10 ss.

73
G A L I L E O EN EL I N F I E R N O

estaba antes el agua. De donde, con evidencia, el lugar y el recep­


táculo son algo distinto de uno y otro [...]. También los que a d ­
miten la existencia del vacío, admiten con ello la existencia del
lugar; com oquiera que el vacío no es más que un lugar que carece
de la presencia de un cuerpo. De todo ello, pues, se podría venir a
creer — nos previene Aristóteles— que el lugar es algo que existe
a l margen de los cuerpos, y que todo cuerpo sensible está en
un lugar [...]. Pero no tenem os ningún matiz diferencial entre el
punto y el lugar del punto; de manera que si el lugar no es distin­
to del punto — ¡concluye el sabio griego, señor Feyerabend!— ,
tam poco será distinto de cualquier otro ser, ni el lugar será en a b ­
soluto una cosa distinta, existente fuera de los seres concretos 38.
Sé que siempre pretendéis vencer, sin que os importe convencer,
mas vuestro ardid, vuestra maniobra de ocultación — como vos
gustáis llamar a lo que no son nada más que engaños— es muy
ingenua, ¡por Satanás! Frente a mis trucos de ocultación, los
vuestros aparecen como los de un pequeño escolar. ¿No repa­
ráis en que desde hace muchos siglos podemos leer a Aristóteles
sin intermediarios? ¡Aristóteles y Newton compartiendo la no­
ción de espacio absolutol ¡Qué desvergüenza, señor anarquista
farsante! ¡Aristóteles determinando operacionalmente velocida­
des absolutas mediante leyes físicas conocidas! ¡Dad gracias...
de que no esté aquí, porque de habitar no estos espacios , sino
estos lugares, tened por seguro que vendría a buscaros! ¿Es así
como respetáis las tradiciones culturales, las diferentes perspec­
tivas alcanzadas sobre el mundo en la historia?
Pero detengámonos en algo aún más interesante. Conocedor
de que el lenguaje es una prodigiosa herramienta para la mani­
pulación, ofuscado en vuestro delirio antipopperiano, mante­
néis que la noción de relatividad del movimiento y mi principio
de inercia circular son enteramente ad hoc. Y no sólo esto, sino
que toda la física del ímpetu o la física aristotélica también lo
son, hasta llegar a admitir (bien mirado, no os queda otro reme­
dio) que no podemos dejar de ser siempre ad hoc. ¡Queréis ha­
cernos aceptar que toda la ciencia es un entretenimiento ad hoc!
Lo justificáis aduciendo que el principio de inercia circular y la
relatividad mecánica fueron por mí inventados para dar cuenta

38. Física, 208bB209a.

74
UN D I Á L O G O C O N PAUL K. F EYERABEND

del experimento de la torre. Si vais a emplear de ese modo la


idea de adhocidad, ninguno sufriremos porque digáis que todo
ensayo cognoscitivo es ad hoc-, mas advertid que no es de eso
de lo que hablan vuestros colegas, filósofos de la ciencia, al ocu­
parse de esa clase de hipótesis. Si mi teoría sobre la fidelidad de
Marina — laboriosamente trenzada para interpretar de manera
amistosa las salidas y entradas de Cremonini de su casa— se vie­
ra amenazada al encontrarlos yo en el dormitorio, mi conjetura
de que estaban allí porque tal vez Marina deseara enseñarle los
muebles sí sería una hipótesis ad hoc. Daos cuenta, pues, de que
las hipótesis son ad hoc cuando con ellas perseguimos salvar
otras hipótesis o teorías. Por el contrario, si con un principio
pretendemos dar la respuesta a un problema general y no a una
anomalía (por ejemplo, si me decís que deseáis concebir un plan
para escaparos de aquí, y a dicho plan lo queréis llamar ad hoc),
entonces es verdad que la mayor parte de nuestros actos, planes
y pensamientos, así como la ciencia entera, son ad hoc, sin que
tal cosa prejuzgue su racionalidad o irracionalidad.
En resumen, señor Feyerabend, no hay ni un solo truco
en vuestro análisis de mi trabajo científico que haga persuasi­
va vuestra propaganda. Llamáis interpretaciones naturales a
formas de pensamiento que no lo son, negáis la invarianza del
significado, siendo lo cierto que por movimiento no-operativo
los aristotélicos y yo entendíamos lo mismo y, con tal de atacar
al racionalismo, convertís a la ciencia entera en un pasatiempo
ad hoc u os aprestáis a falsear su historia y la de la filosofía, sin
importaros hacer de Aristóteles un newtoniano o de Newton un
aristotélico. Acudís a trampas tan candorosas, que más inclináis
a la conmiseración que al enfado, por mucho que os tengáis por
el azote revolucionario del racionalismo. Si me aseguráis que lo
vais a saber llevar con serenidad, os contaré cómo califican aquí
a vuestro anarquismo espistemológico...

(Desde este m om ento y hasta el final del diálogo, los gestos


y la actitud de Feyerabend se hacen cada vez más hoscos.)

F.— Dígame, Galilei...

75
G A L I L E O EN EL I N F I E R N O

G.— Lo llaman onanismo epistemológico. Comentan que


vuestra epistemología sólo os satisface a vos..., que está ideada
como una actividad de mera autosatisfacción, ya que Popper y
luego Lakatos prefirieron polemizar con Kuhn antes que con
vos. Ayer reían y decían que hoy llegaba el esforzado creador de
la epistemología onanista.

F. — «Me citarán extensamente [seguro...] y luego [...] me


reprenderán por decir lo que no digo o por no decir lo que digo
[...]. No cabe duda de que primero habrán decidido que yo era
un inútil liberal-empirista, bocazas e indeseable, y luego habrán
acomodado sus reacciones mentales a esta imagen. Pero lo que
[...] me deja pasmado es encontrar [...] gentes tan ignorantes
de los principios elementales del arte de la argumentación. Me
siento realmente molesto por traer esto a colación y espero que
se me perdone si comienzo mi réplica con una breve lección de
lógica para bebés»39. Pero, antes de eso, ya que ha hablado de
Lakatos, ¿qué le parece?, ¿ha leído algo de él?

G. — Conozco a Lipschitz — así lo llamamos aquí— desde


que llegó en 1974. Todos los viernes juego con él y con Hume
una partida de billar.

F. — Parece divertirse mucho, Galileo. ¿Se puede saber cuál


es su castigo?

G. — Desde que llegué se me impuso como castigo principal


recibir a los científicos y filósofos de la ciencia que van entran­
do. También recibí a Hume y a Lakatos. La investigación sobre
los principios de la m oral y los Diálogos sobre la religión natural
fueron fatales para Hume. Lakatos — sin duda vos estaréis al
tanto— fue un activo comunista, pese a terminar apresado por
los siervos de Stalin.

F .— Tengo gran aprecio por Lakatos. ¿Sabrá usted, Galileo,


que le dediqué mi Tratado contra el m étodo ?

39. La ciencia en una sociedad libre, p. 182.

76
U N D I A L O G O C O N PAUL K. F EYER ABEN D

G.— Desde luego. Vos sabréis también a quién estuvo de­


dicado Auschwitz, y que su madre y su abuela murieron allí.
Tenéis formas en verdad perturbadoras de expresar la amistad.
«El fracaso de Lakatos en mantener su promesa y revelar la obra
de la razón donde otros ven sólo un montón de despojos [...]
— afirmáis en la obra que le habéis dedicado— , queda disimu­
lado por su terminología ambigua [...]. La filosofía de Lakatos,
su anarquismo solapado, constituye un espléndido caballo de
Troya que puede emplearse para pasar de contrabando el anar­
quismo auténtico, íntegro, ‘honesto’ (una palabra muy querida
para Lakatos) en las mentes de nuestros más devotos raciona­
listas [„.]40». Luego concluís: «Lakatos no ha demostrado que
sus criterios conduzcan a resultados sustanciales, ni siquiera ha
conseguido darles fuerza de otra forma que no sea el uso de la
presión, la intimidación y el engaño»41. Al menos no le hicisteis
desaparecer físicamente, como hicieron con su madre los ver­
dugos de Auschwitz (con ellos sí sois comprensivo). Tuvisteis
autosatisfacción bastante con el insulto y el agravio. Lo entien­
do. Lakatos era vuestra amenaza más definida, el peligro más
inmediato para vuestro anarquismo onanista.

(Galileo se muestra conm ovido ahora, por única vez.)

Yo también aprecio mucho al señor Lakatos. Y he de deciros


que su interpretación del modo como se produjo mi contribu­
ción a la ciencia me resulta mucho más estimable y veraz que la
vuestra. Mil veces me ha contado ya cómo la idea de relatividad
mecánica y el principio de inercia circular comenzaron a consti­
tuir el centro firme de un nuevo programa para la dinámica. Un
centro firme que se hizo maduro de la mano de Newton. Ya me
habéis escuchado que no simpatizo con Newton — es lo único
que me disgusta en la narración de Lakatos— , pero he de admi­
tir que tiene razón. Según me susurra una y otra vez mientras
prepara el taco con la tiza los viernes: «El auténtico centro firme

40. TCM, pp. 188-189.


41. ¡bid., p. 204.

77
G A L I L E O EN EL I N F I E R N O

de un programa realmente no nace ya dotado de toda su fuerza


como Atenea de la cabeza de Zeus. Se desarrolla lentamente
mediante un proceso largo, preliminar, de ensayos y errores»42.
Mi propuesta terminó en una victoria, porque atesoraba una
propaganda y unos elementos de convicción excelentes: abría
el camino para la construcción de una poderosísima maquinaria
racional, la futura mecánica. Un camino al que se sumaron Des­
cartes, Kepler y el propio Newton.
¿Pretenderéis que también yo o Kepler triunfamos intimi­
dando, amenazando? ¿Qué sabréis vos lo que es vivir, pensar
o trabajar por el conocimiento bajo intimidación? ¿Pensáis que
podéis darme alguna lección sobre eso?
Un católico, un luterano, un anglicano y un..., bien, un fran­
cés, con vidas diferentes, con distintas epistemologías, desde
metafísicas no siempre coincidentes en cuestiones cruciales, son
capaces de interpelarse y hacer el trabajo de orfebrería concep­
tual que culmina en los Principia. ¿Cuántas interpretaciones
naturales se pusieron en juego, vuelvo a preguntaros? ¿Cómo
pudo engarzarse tanta diversidad cultural en un producto tan
admirable? Mi mundo no era el de Kepler, mi universo no era
el de Johannes. Los cartesianos no aceptaron de buen grado a
Newton, pero la mecánica racional nació y se impuso. ¿Sabéis
por qué? Por la fuerza arrolladora de la propaganda raciona­
lista. Imre siempre insiste en que si miramos con atención a
la historia externa de aquel período, e intentamos después dar
cuenta mediante ella de lo ocurrido, no entendemos casi nada.
Newton tuvo poderosos adversarios en la Royal Society, que
ejercían su poder e intrigaban contra él. ¿Por qué su teoría de
los colores terminó siendo tan seductora o nuestra dinámica tan
admirada? ¿Diríais que engañamos a los mejores ingenios del
momento con nuestros trucos psicológicos? ¿Pensáis que fue fá­
cil engañar al Collegio Romano? ¿Creéis que yo tenía capacidad
para imponer mis puntos de vista mediante la intimidación y la
imposición física? ¿Juzgáis que las leyes de Kepler son un pro­
ducto del Imperio de Rodolfo II y que el ajuste de los datos de
Tycho fue posible gracias al viaje de Johannes desde la Austria

42. I. Lakatos, La metodología de los programas de investigación cientí­


fica. Traducción de J. C. Zapatero, Alianza, Madrid, 1983, p. 67.

78
U N D I A L O G O C O N PAUL K. FEYERABEND

del archiduque Carlos a Benatek? ¿Entendéis, puesto que insis­


tís con frecuencia en que los episodios sentimentales pueden
condicionar poderosamente el trabajo científico, que el ajuste
de la concepción newtoniana de la gravitación (ya sabéis que
Newton creyó inicialmente que no se trataba de una atracción
mutua) se debió a algún episodio sentimental de su vida?: ¡al
principio él se sintió atraído, mas después consiguió también
atraer...!43.

F. — Nunca hubiera imaginado que fuese usted tan ingenuo,


Galileo. «El amor a la Verdad es uno de los motivos más fuertes
que lleva a sustituir lo que verdaderamente ha sucedido por un
relato racionalizado, o, para expresarlo de manera menos cor­
tés, el amor a la Verdad es una de las motivaciones más fuertes
que llevan a que uno se engañe a sí mismo y a los demás»44.

G. — ¿Cómo podéis concebir la idea de lo que verda dera ­


m en te h a sucedido, al tiempo que invalidáis la idea de VERDAD?
Os confesaré algo: prefiero las listas de ropa de Metterling.

F . — ¿Adonde quiere llevarme ahora?

G. — Si hay que aceptar la determinación psicológica y social


del conocimiento, prefiero las interpretaciones de Woody Alien
en C óm o acabar de una vez por todas con la cultura. Acordaos
de la primera lista de ropa de Metterling (4 camisetas, 6 pa­
res de calcetines azules, 4 camisas azules, 2 camisas blancas, 6
pañuelos, sin almidón), y de su nexo, según Alien, con el aná­
lisis que Metterling, el «Raro de Praga», había realizado de la
concepción kantiana del universo45. Esta clase de estudios me
entretiene mucho más.

43. Sobre la evolución de la concepción newtoniana de la gravedad, véase


D. Gjertsen, The Newton Handbook, Routledge & Kegan Paul, London/New
York, 1986, pp. 236 ss.
44. P. K. Feyerabend, La conquista de la abundancia, p. 189.
45. Galileo emplea de forma satírica el conocido texto de Woody1Alien
Cómo acabar de una vez por todas con la cultura. Traducción de M. Covián,
Tusquets, Barcelona, 1974, p. 7.

79
G A L I L E O EN EL I N F I E R N O

F. — Alien es un subproducto de la sociedad judía neoyor­


quina...

G. — Ya os dicho que aquí sois contemplado como un subpro­


ducto de la sociedad racionalista popperiana...

F. — No se escape, Galileo, hablábamos de su teoría del mo­


vimiento. «Su procedimiento redujo drásticamente el contenido
de la dinámica. La dinámica aristotélica era una teoría general
del cambio, incluyendo locomoción, cambio cualitativo, gene­
ración y corrupción, y proveía también de una base teórica a la
brujería. [Su dinámica y la de sus sucesores] trata del movimien­
to local, y sólo del m ovimiento local de materia. Las otras clases
de movimiento son dejadas a un lado con la prometedora nota,
debida a Demócrito, de que la locomoción será eventualmente
capaz de explicar todo movimiento. De este modo, una amplia
teoría empírica del movimiento es reemplazada por una teoría
mucho más estrecha»46.

G. — Es verdad que mis reflexiones sobre el movimiento lo­


cal no material sólo se iniciaron cuando llegué a este sitio de
espíritus, y también lo es que el particular atomismo que pro­
puse en II Saggiatore marcó el principio del fin de la alquimia
— puesto que desenmascaraba la teoría aristotélica del cambio
sustancial desarrollada en el De Generatione — . Sin embargo,
me asusta que un honrado profesor de filosofía de la ciencia,
como vos, tan apegado a la idea de que es preciso acudir a la his­
toria para entender las raíces del conocimiento científico, haya
cobrado sus estipendios en Berkeley y en Suiza regularmente,
desconociendo que fui yo, y no Demócrito, quien puso a cami­
nar un programa que prometía extenderse desde la cinemática
a toda la dinámica natural, desde la fisiología de la percepción a
toda la biología. ¿No sabéis lo que Renato — me refiero a Des­
cartes— intentó hacer en el Tratado del hom bre ? ¿Desconocéis
lo que supuso la mecánica médica, o iatromecánica, en los siglos
x v ii y x v iii ? ¿No habéis oído hablar de Borelli, de Baglivi o de

46. CM, pp. 97-98; TCM, pp. 85-86.

80
UN D I A L O G O C O N PAUL K. FEYERABEND

Santorio?47. ¿Cómo osáis afirmar que yo ofrecía una teoría del


movimiento mucho más estrecha? Más bien me inclino a pensar
que conocéis cuanto digo y que lo ocultáis con el fin de librar a
vuestra propaganda para criaturas de cualquier obstáculo.
En verdad, mi programa era un gran programa de investiga­
ción — me repite siempre Lakatos— , con una eficacísima heurís­
tica positiva. Supuso un cambio de problemática muy progresivo
teórica y empíricamente. El programa aristotélico, señor Feyer-
abend, atravesaba una fase de notoria regresión, generando tan
sólo justificaciones post hoc. Gané la partida para aquel prome­
tedor proyecto en el difícil terreno de la evaluación racional; un
proyecto que iniciaba el establecimiento paulatino, según os he
dicho ya, del núcleo del futuro programa de Sir Isaac.

F .— La supuesta reconstrucción racional de Lakatos no es tal


y supone, por el contrario, la pérdida de toda esperanza para el
racionalismo. Se trata de una reconstrucción no-normativa; no
puede decir al científico qué es lo que debe hacer racionalmen­
te. No se lo puede decir, porque carece de un criterio que justifi­
que por qué ha de seguir un programa progresivo o regresivo. Y
carece de ese criterio, porque la falsación en sentido dogmático
o metodológico ya no sirve; o no hay falsación, porque la carga
teórica de la observación lo impide, o todos los programas na­
cen falsados. Al no poder evitarse la contaminación teórica del
lenguaje observacional, la adhesión a un programa u otro es una
cuestión de gusto. Lakatos, el engañabobos, sólo salvaría la si­
tuación si pudiese especificar cuánto tiempo puede conceder el
científico a un programa regresivo. Pero, como no puede hacer­
lo, hemos perdido toda capacidad de definir criterios racionales
que sirvan al científico y, sobre todo, de proporcionar criterios
historiográficos al filósofo o al historiador de la ciencia.

(Galileo vuelve a tom ar por un m om ento el catalejo


y a observar a Feyerabend a través de él. Luego lo deja
junto a su sillón, bebe un poco de su vaso y contesta *)

47. Véase V. Busacchi, «La iatromecánica», en P. Laín Entralgo (ed.), His­


toria universal de la medicina IV Salvat, Madrid, 1972, pp. 251-163.

81
G A L I L E O EN EL I N F I E R N O

G .— Vos compartís con nuestro amigo Lakatos un común


respeto por la historia. Ya os lo he reconocido. ¿Pretendéis que
el anarquismo epistemológico narra mejor la historia que la me­
todología de los programas de investigación historiográfica? Es
patente que sí lo pensáis, señor profesor. Mas ¿cómo saberlo?,
¿cómo estar seguros o tener algún indicio de ello? Si me dais
alguna prueba, admitiré que habréis encontrado las razones que
mueven a la dinámica de teorías y, con ello, una reconstrucción
racional de la historia de la ciencia. Si no me ofrecéis ninguna
prueba, ningún ejemplo que os avale, os confieso que tal vez al­
guien os encuentre entretenido, pero yo prefiero entretenerme
con otros. Habéis tenido alguna ocurrencia, pero no hacéis sino
repetirla una y otra vez. Resultáis monótono.

F. — ¡Yo no pretendo divertir a nadie...!

G. — Sabemos que procuráis divertiros solo, por eso vues­


tra epistemología es onanista, con algún toque exhibicionista,
si acaso.
Vos exigís la misma libertad de pensamiento en todos los
universos de discurso. Lleváis vuestro anarquismo epistemoló­
gico a todas las formas culturales, a todos los ámbitos de cono­
cimiento posible. Supongo que como narrador de la historia de
la ciencia querréis mantener esa misma determinación...

F . — ¡Claro que sí, Galilei!

G. — Advertid, pues, que os colocáis en una posición difícil,


ya que, en vuestros propios términos, cada ejemplo histórico
que confirme vuestra narración os refuta, y cada ejemplo que os
refute, os da la razón. ¿O no la queréis?
Ese es vuestro infierno. Si acumuláis ejemplos históricos de
inexistencia de una metodología racional, ello significaría que
habéis encontrado una reconstrucción racional justificacionista
para vuestra historiografía. Pero, para que vuestra interpreta­
ción de la historia de la ciencia se acogiera a un anarquismo his-
toriográfico genuino, debería proceder contrainductivamente,
es decir, partir de una buena enumeración de ejemplos que la

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U N D I A L O G O C O N PAUL K. F EYERABEND

falsen. Ahora bien, reparad en que, hasta en ese caso, estaríais


intentando salvar la consistencia con vuestros principios, esta­
ríais luchando por ser consecuente. Yo os digo: el único y ver­
dadero anarquismo consecuente consistiría en que gozarais con
cada ejemplo que os refutara o que sufrierais con cada ejemplo
que os diese la razón. Sin embargo, sois en realidad un anarquis­
ta inconsecuente, puesto que os regocijáis con cada caso históri­
co que imagináis corroborador de vuestra interpretación.
En conclusión, señor Feyerabend, atesoráis los vicios más
rancios del racionalismo.

F. —Yo puedo hacer en cada momento lo que me plazca.


No soy un escéptico; soy un anarquista epistemológico, y pue­
do defender las posiciones más disparatadas, incluida cualquier
posición racionalista.

G. — Señor Feyerabend, de lo que os acuso es de ser muy


poco extravagante; de no saltar de un capricho a otro. Sólo
os habéis dedicado a proceder racionalmente, a buscar pruebas
históricas que hagan vuestra posición respetable, verosímil, si
no confirmada, corroborada e inundada de apoyos.

F. — ¡Esto es una quimera! ¡El infierno no existe! ¡Sólo es


producto de una tradición cultural! ¿Dónde estamos? ¡Tras la
muerte no hay nada!

G. — Habéis borrado en vuestra obra póstuma toda diferen­


cia entre lo real y lo que no lo es48. O, por decirlo mejor, habéis
hecho que todo sea real. El infierno es real. ¿Os queréis hacer
pasar ahora por un gran filósofo que sentencia sobre LA NADA?

(Feyerabend da muestras de una excitación creciente.)

F. — «¡Aristófanes, no Sócrates; Nestroy, no Kant; Voltaire,

48. Galileo se refiere a La conquista de la abundancia.

83
G A L I L E O EN EL I N F I E R N O

no Rousseau; los hermanos M arx, no Wittgenstein. Éstos son


mis héroes!»49.

G .—Yo nunca he tenido héroes sino heroínas, y las actuales


desfilan todas por las pasarelas de Milán o de Roma...

F. — Ésa es una declaración que le descalifica y que no se le


consentiría en el mundo de hoy...

G. — Sois vos quien le dais un sentido que no tiene. Sois


vos quien, desde vuestro nuevo aristotelismo, sólo pensáis en
formas-, mi interés por aquellos desfiles se refiere a las complejas
modulaciones cinemáticas en ellos sustancializadas.

F. — Me parece haber vivido ya esta situación...

G. — N o la habéis vivido, la habéis leído, probablemente.


¿Recordáis Huís clos , de Sartre?50.

F. — ¿Somos en este momento personajes literarios, enton­


ces?

G. — No os mostréis ingenioso, señor Feyerabend. Ni soña­


mos, en contra de lo que gustaba escribir mi contemporáneo,
el señor Calderón, ni somos personajes de libro que se rebelan
contra su creador, según se le ocurrió contar a otro español en
su novela N iebla. ¿Sabéis, por cierto, que el señor Unamuno se
recreaba en decir de sí mismo que era un anarquista m ístico ?

F. — ¡Estoy siendo manipulado! ¡No soy yo quien le con­


testa! ¡Alguien me está haciendo decir cosas muy triviales, al­
guien pone en mi boca cosas que yo no quiero decir! ¡Yo soy
mucho más sarcástico, más inteligente, más mordaz! ¡¿Qué es
todo esto?!

G. — Es parte de vuestro castigo aquí. Vos habéis escrito diá-

49. Provocaciones filosóficas, p. 182.


50. Galileo alude, en efecto, a la obra de Sartre, estrenada en el Théátre
du Vieux-Colombier en mayo de 1944.

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U N D I Á L O G O C O N PAUL K F EYEAAB END

logos sobre el m étodo y el conocim iento, ideando intercolutores


necios que no sabían cómo responderos51. Estáis siendo castiga­
do con vuestro propio veneno... Yo... ya pagué en Arcetri por
escribir mi Diálogo...

F. — Empiezo a estar fatigado de esta discusión. Quiero


salir.

G. — Me temo que no irá lejos. La puerta está cerrada.

F. — Tendrán que abrir.

(Oprime el botón del timbre. N o funciona.)

F. — ¡Camarero!

G. — No le oye. Por otro lado, vos y yo somos insep;

F. — ¿Inseparables? ¿También lo son Newton y Leib


Einstein y Bohr?

G. — ¡Quién puede saberlo! El azar es caprichoso.

F. — ¿Cómo se asignan las salas a los que van llegando?

G. — No hay criterio.

F. — Definitivamente, Sartre tenía razón: «el infierno son los


otros». Y en él nos encontramos ambos.

51. Galileo recuerda a Feyerabend el diálogo de éste titulado Dialogo sul


método (Giuseppe Laterza 5c Figli, Roma, 1989) y, asimismo, otro diáltogo del
filósofo austríaco (Dialogo sulla conoscenza, Giuseppe Laterza 8c Figli, Roma,
1991).

85
F IN
DEL
DIÁLO­
G O E N EL
Q U E G A L IL E O
ENCONTRÓ A
FEYERABEND POR
TIEMPO ILIMITADO
Y A P U E R T A CERRADA
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