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EL AMOR ES CIEGO

La puerta de tela metálica se cerró con el ruido peculiar que hacen esa clase de puertas, un sonido
desvencijado, desigual, pero que tiene algo definitivo y no deja duda de que alguna abertura se ha cerrado
herméticamente. De ese sonido están hechos los recuerdos, y con él evocan, años después, la sensación de
fines de verano y el calor que quema los hombros, el recuerdo de tardes irresponsables, de la hierba verde
y dorada con los bordes marrones por causa del sol, las flores de color amarillo brillante y rojo, el olor de
la tierra que la escasez de lluvia convierte en polvo.

Para Esther García, que tenía diez años, ese sonido en un día dorado y cálido de julio no tenía más
significado que el hecho de que, una vez más, había dejado que la puerta de la gran cocina campestre se
cerrara con violencia en cuanto ella la cruzó. Siempre salía así... apresuradamente, con pantalones cortos,
zapatillas y una blusa que no hacía juego, la cabeza llena de las cosas que quería hacer y sin tiempo para
preocuparse de asuntos tan triviales como cerrar bien una puerta, a pesar de que en su familia la
corrección era algo de la máxima importancia. Cruzó el porche de madera gris que se extendía a lo largo
de la casa y saltó al sendero de grava. Luego corrió por el césped en dirección a Verónica, que intentaba
hacer pasar una pelota de croquet a través de un aro de alambre con un mazo pintado de rojo en cada
extremo.

E: Apuesto a que no puedes - dijo risueña, mientras Verónica dirigía la pelota en dirección al aro en
miniatura.

V: A que sí - replicó con la altivez que ya era natural para ella a los once años.

Entrecerró los ojos, concentrada en la pelota que rodó por el terreno, derecha hacia la meta, y por
un momento pareció que iba a pasar, hasta que perdió impulso poco antes de llegar al aro y se detuvo a
una distancia irrisoria del umbral.

E: ¿Qué te había dicho? - exclamó jubilosa, su rostro juvenil encendido por la satisfacción -. Ahora me
toca a mí -. Verónica frunció el ceño y dirigió una mirada malhumorada a la pelota de croquet.

V: ¡No lo es! No estamos jugando de verdad. Sólo estoy practicando.

E: Anda, Vero. ¡Juguemos! Es mi turno.

V: Pues no vas a usar mi mazo ni mi pelota -. Se acercó a ésta y la recogió -. Ve a buscar los tuyos.

E: ¿Donde están?

V: ¡Donde ya sabes! - replicó abruptamente, la mirada fija en la meta. Hizo oscilar el mazo y golpeó la
pelota con fuerza, de modo que atravesó el aro, recorrió el césped y cruzó el sendero de grava que
conducía a los establos, para perderse de vista bajo los setos.

Esther echó a correr hacia la casa, saltando por encima de los aros de croquet, y subió de nuevo al
porche de anchas tablas, en uno de cuyos rincones había una puertecita. Era una puerta vieja en una casa
no menos vieja, algo torcida sobre sus goznes, cubierta de una pintura blanca que se descascaraba y sin
cerradura. Como el resto de la casa, estaba sólidamente construida, pero ya no era recta en las esquinas ni
recia en las junturas, y estaba clamando por un repintado. La casa, un tanto laberíntica y dotada con dos
terrazas, sería finalmente pintada de nuevo, quizás incluso muy pronto, aunque requería unas reparaciones
más urgentes que el simple cosmético de la pintura. Y cuando la gente como los García veía que sus
finanzas habían ido menguando a lo largo de generaciones hasta que su posición no era mejor que la de
cualquier familia de clase media, ya no era seguro que la granja, prestigiosa y todavía impresionante,
pudiera mantenerse en buen estado.

Pero Esther no se preocupaba por tales cosas, ni si quiera las entendía, y no pensaba en el
lamentable estado de la puerta cuando la abrió. Para su mente joven y optimista, aquella no era más que
una puerta familiar en una casa cómoda, a la que quería como si fuera un miembro de la familia, y buscó
con impaciencia en el interior del cuarto diminuto al que daba acceso en busca de un mazo y una pelota.
Seleccionó uno azul, aunque hubiera preferido los rojos que Vero había tomado, y empujó la puerta con el
pie antes de regresar corriendo al césped donde estaba Verónica.

V: Yo juego primero - le anunció su hermana.

E: No, echémoslo a suertes – objetó, con expresión seria -. Eso es lo justo.

V: ¡He dicho que yo juego primero! - insistió, dirigiéndole una mirada furibunda.

E: Vamos, Vero. Sé justa.

El rostro de Vero, que auguraba ya una belleza exquisita, adoptó una expresión petulante. Tenía el
cabello castaño y los ojos verdes, que ahora miraban concentrados a Esther, tan distinta de ella como la
noche del día. Entonces hizo un mohín y le dijo:

V: Entonces juega tú primero, mocosa. No importa lo que me fastidie -. Y tras decir esto desvió la vista.
Esther miró su perfil, con semblante compungido.

E: No soy ninguna mocosa. Sólo soy justa. Mamá y papá siempre dicen que hemos de ser justas. ¡Vamos,
Vero!

V: A mamá y a papá tampoco les importa lo mal que me sienta. A nadie le importo nada.

Exhaló un suspiro melancólico. Esther dejó su mazo en el suelo y se acercó a ella.

E: A mí sí que me importas - le dijo sinceramente, los ojos suplicantes anchos como platos.

V: No es verdad.

E: Te lo digo de veras - repitió, dolida por el abatimiento de Vero, y le tendió su manita. Siempre se sentía
muy mal cuando Vero decía cosas así. No era cierto que no le importara a nadie, pero aunque así fuera,
por lo menos habría una excepción, la de Esther. Ella siempre le brindaría protección y amor y
compartiría sus cosas, porque así es como debía ser entre hermanas, y además, así era como ella lo
deseaba. En cualquier caso, tal vez ella tenía la culpa de que Vero se sintiera a veces tan triste. No estaba
segura. Nunca tuvo intención de llevarse los aplausos, no se dio cuenta de que todos le prestarían más
atención porque era una chiquilla cariñosa y extrovertida que sabía cómo pedir afecto y conseguirlo,
mientras que la tímida Vero permanecía siempre en segundo plano. Aquello también hería a Esther, le
hacía sentirse culpable, y procuraba compensar la injusticia que suponía. Una vez más se apresuró a
tranquilizar a su hermana.

E: Es verdad, Vero. Y mamá y papá también te quieren.

V: ¡Nadie me quiere! - exclamó, al borde de las lágrimas.


E: De verdad, Vero, por favor, créeme - le suplicó.

V: Entonces demuéstramelo.

Con los ojos aún bajos, Vero dirigió una mirada furtiva y calculadora a Esther. Qué fácil resultaba
siempre con su tonta y dulce hermana. Siempre picaba. Nadie se molestaba jamás en mostrarle a Vero el
interés que sentían por ella, y solía llorar por ese motivo, aunque nunca se lo decía a nadie, pero había
averiguado la manera de lograr que su hermana se lo mostrara. Con ello conseguía una recompensa doble,
porque así también podía hacerse con las cosas que deseaba.

E: ¿Por qué he de demostrártelo? - le preguntó perpleja -. Acabo de decirlo -. La expresión de Vero era
suplicante.

V: Porque así lo sabré con seguridad. Sabré que realmente te importo si me dejas jugar primero.

E: De acuerdo - dijo vivamente.

En realidad, le daba igual que su hermana jugara primero; era por naturaleza contraria a riñas y
discusiones. Vero sonreía de nuevo. Había ganado a su hermana y ahora se sentía mejor. El primer turno
era suyo.

V: ¡Hala, vamos a jugar! - dijo entonces, riendo con Esther, y emprendieron el juego.

E: Juguemos de nuevo - le dijo entusiasmada, cuando hubieron terminado.

V: No, hace demasiado calor.

Vero dejó caer su mazo al suelo. Se dirigió a los dos escalones de pizarra que daban acceso al
pequeño jardín de rocas, sacudió el polvo de las piedras y se sentó. Esther se reunió con ella, extendiendo
las delgadas piernas al lado de las de Vero.

E: Mamá ha dicho que hoy cenaremos temprano - comentó en tono distraído.

V: ¿Cómo es eso? - había arrancado un manojo de hierba y estaba separando las hojas.

E: Viene gente -. Vero la miró, interesada.

V: ¿Quiénes son?

E: No recuerdo -. Flexionó los dedos de los pies y luego contempló el agujero de una zapatilla.

V: ¿Los señores Vilches?

E: No lo sé. Ya te he dicho que no me acuerdo del nombre que dijo mamá -. Vero hizo una mueca.

V: Confió en que no sean ellos. Los detesto. Odio a Rodolfo. Es asqueroso -. Una sonrisa conspiradora
apareció en los labios de Esther.

E: Sí, ya lo sé. ¡Mamá dijo que la próxima vez que vomite en su sillón gritará! - Rió entre dientes -. Ojalá
lo haga. ¡Eso sería divertido! Entonces tal vez obligarían a Rodolfo a quedarse en el piso de arriba.
V: Sí, pero también lo hizo arriba en una ocasión, ¿recuerdas? - rió. Se miró los pantalones blancos y la
limpia camiseta azul y cogió una oruga.

E: Lo hizo en la alfombra - dijo, riendo a su vez, y entonces frunció el ceño -. Pero ¿por qué se enfadó
tanto mamá? Es una alfombra vieja, llena de agujeros.

V: ¡Es una alfombra oriental, tonta! - exclamó con una tremenda exasperación.

Esther se limitó a mirarla, sin comprender realmente. Vero sabía de aquellas cosas, de sillones,
alfombras, armarios altos y todos los trastos de la casa. Esther suponía que probablemente el año
siguiente, cuando tuviera once, estaría tan enterada como su hermana.

E: ¿Qué significa eso?

V: Significa que no puede ensuciarse de esa manera. Es de buen material. Si vas a ser una señorita y una
señora tienes que saber de esas cosas, y de vestidos.

E: Ah - dijo distraídamente.

La verdad era que ya no la estaba escuchando, pues había visto una mariposa de hermosos colores
y estaba absorta contemplando su vuelo delicado por encima de las flores anaranjadas y rojas en el jardín
vallado. Era fascinante todo aquel color, amarillo, negro y rojo en las alas de seda, como polvo de yeso
que se quedaba en los dedos al tocarlo. Vero podía saber acerca de la alfombra y otras cosas lujosas, pero
Esther conocía las cosas exteriores, porque miraba y observaba, y componía breves relatos acerca de las
hormigas que desfilaban arriba y abajo por los montículos de sus madrigueras, se fijaba en las tonalidades
de la hierba y los campos, en su aspecto bajo el sol, en cómo brillaban después de la lluvia, en el
panorama que divisaba desde el lomo de su pony pinto con el que galopaba por el ondulante terreno de la
finca, imaginando que era una princesa india que huía. Era una persona observadora y sensual que
respondía a su entorno, la sensación del suelo bajo sus pies, los matices del viento y le fascinaban las
cosas de la naturaleza. No podía comprender cómo llegaban a existir, cómo nadie, ni si quiera Dios, podía
haber imaginado todo aquello. Era asombroso que El supiera lo bastante para hacer árboles, montañas y
agua, y que incluso supiera cuál tenía que ser su aspecto. Asombraba su mente, sacudía sus sentidos, y
suponía que tal vez el próximo año también entendería aquello.

V: ¿Qué estás mirando? - le preguntó, observando la preocupación de Esther.

E: Esa mariposa - respondió ella, sonriente.

V: Ah.

E: Es bonita, ¿verdad, Vero? - le dijo, sus ojos verdes brillantes de interés.

V: Es tonta - replicó fríamente, y miró de nuevo a Esther, que no había reaccionado -. ¡Siempre estás en
una nube, mirando algo, alguna cosa estúpida! -. Estas palabras por fin la gratificaron. Esther era
demasiado pequeña para ocultar su expresión dolida.

E: ¿Por qué son tontas las mariposas?

V: Simplemente lo son, eso es todo - dijo con desdén.


Esther intentó entonces aparentar indiferencia juvenil, aunque no era natural en ella. Tenía que
estudiar con frecuencia la expresión de Vero para poder imitarla adecuadamente, e incluso la había
practicado un par de veces delante del espejo.

E: ¿Y las alfombras no son tontas? - replicó, procurando mantener una expresión imperturbable.

Esta salida provocó en Vero un acceso de alegre risa, un dulce sonido con un tintineo como de
campanas que flotaba suavemente en la brisa, y en aquel momento era igual que su padre, Rafael García,
el hombre alto, apuesto, canoso, que amaba a sus bien educadas hijas y su guapa esposa y también a la
clase de vida venida a menos que llevaban en la vieja finca heredada.

V: Sí, las alfombras también son tontas - dijo -, pero creo que son importantes. Puedes prestar atención a
las cosas tontas mientras sean importantes. Tienes que saber la diferencia.

Le dio aquella explicación de buen humor, sin dejar de sonreír súbito afecto a su hermana
pequeña. Esther pensó en preguntarle cómo hacía una para aprender la diferencia, pero lo dejó correr,
porque no estaba tan interesada en la conversación y, además, tenía apetito.

E: Rosa ha hecho pastel de chocolate - informó a Vero -. ¿Quieres un poco? -. Aquello despertó el interés
de la otra.

V: ¿Como lo sabes?

E: Lo he visto.

V: ¡Si vamos! De todos modos, aquí hace demasiado calor. ¡A que no me pillas!

Como dos perdigones disparados por una escopeta de aire comprimido, las dos pequeñas
recorrieron la distancia hasta la gran casa blanca, a la que daban sombra los robles enormes y los arces.

Como dos perdigones disparados por una escopeta de aire comprimido, las dos pequeñas recorrieron la
distancia hasta la gran casa blanca, a la que daban sombra los robles enormes y los arces.

La reunión con los Vilches era aburrida a más no poder. Esther y Vero estaban nerviosas, y
Rodolfo lanzaba elásticos de goma a las dos chiquillas sentadas frente a él, en el porche trasero protegido
con tela metálica que usaban a veces para las visitas. La cena fue peor, agotadora. Buena conversación,
exquisitos modales en la mesa y ninguna interrupción por parte de los pequeños eran las normas a tener
en cuenta en el elegante comedor. Esther pensó que iba a encogerse de aburrimiento y permaneció
hundida en su silla, mirando con expresión vidriosa los candelabros de latón macizo y las pinturas que
decoraban las paredes, hasta que al fin Rodolfo derramó su vaso de leche sobre el inmaculado mantel de
lino que todavía mostraba los pliegues de la tintorería. Aguardó conteniendo el aliento a que su madre
lanzara el grito prometido, pero fue una espera en vano, y tras contemplar decepcionada cómo su madre,
sin mostrar el menor enojo, limpiaba el desaguisado con su servilleta festoneada de encaje, miró a su
padre a los ojos y casi se echó a reír al ver su expresión, sugeridora de que le gustaría coger al zafio
Rodolfo por el cuello de la camisa y echarlo por la ventana del comedor. Como siempre que sus miradas
se encontraban, las desviaron simultáneamente. Vero observó aquel intercambio, su rostro ensombrecido
de repente, y cuando momentos después ordenaron a Rodolfo que subiera al dormitorio, pragmáticamente
desprovisto de antemano de todos los objetos valiosos que contenía, cuadró con brusquedad sus pequeños
hombros y empezó a pinchar los guisantes de su plato.

Transcurrió otra media hora antes de que dieran permiso a las niñas para hacer lo que les viniera
en gana. Fueron modelos de decoro, enfundadas en sus vestidos, mientras subían la escalera, pero en
cuanto se perdieron de vista, echaron a correr hacia su dormitorio en el extremo del corredor. El cuarto
tenía una decoración tradicional, lleno de cortinas blancas, con dos camas gemelas cuyos cobertores
estaban arrugados y un montón de estatuillas de caballos y jinetes, toda clase de curiosos objetos y libros
escolares. Todo lo que no cabía en el dormitorio se almacenaba en una habitación contigua, la cual tenía
una puerta que daba acceso a la terraza del segundo piso.

E: ¡Chica, creía que esta vez iban a darle una tunda! - exclamó mientras se quitaba el vestido formal para
ponerse unos pantalones y una camisa.

Vero estaba alicaída y se mordía el delgado labio inferior mientras cavilaba acerca de la ropa que
iba a ponerse.

V: Hummm.

E: Mamá ni siquiera se inmutó - continuó en tono de decepción.

V: Hummm.

Finalmente Vero seleccionó el vestido verde, y se lo puso con indiferencia. Por entonces Esther se
había olvidado de Rodolfo y estaba tendida sobre la cama como una muñeca de trapo, la mirada
especulativa.

E: ¿Que quieres hacer?

Vero había entrado en la habitación contigua y estaba apoyada en el marco de la puerta que daba
acceso al porche. Aquel era su lugar preferido para la reflexión, y en el crepúsculo miró pensativa mente a
través de la tela metálica, más allá del gran roble cuyas ramas más bajas colgaban por encima del porche
y sobre el tejado envuelto en sombras del antiguo edificio de la servidumbre; ahora vacío. No respondió a
la pregunta de su hermana.

E: ¿Qué ocurre?

Esther se había levantado y estaba en el umbral, mirando ceñuda la espalda inmóvil de Vero.

V: Nada.

E: Algo pasa. Tienes la cara triste.

Esther se quedó mirándola un poco más y luego se tendió de nuevo, esta vez en el estrecho diván
de la segunda habitación. Vero no se volvió, sino que siguió mirando a través de la puerta de tela
metálica, su rostro un espejo de infelicidad.

V: No le gusto al señor Vilches -. Esther estaba musitando algo, con la mirada perdida en el techo.

E: ¿Cómo es eso? - le preguntó distraídamente.


Esta vez no hubo negativa ni rápida expresión de confianza por parte de la sencilla Esther, sino
simple interés. En aquel momento estaba demasiado llena de ensoñaciones para embarcarse a fondo en la
conversación. El ligero cuerpo de Vero parecía más frágil a causa de su abatimiento, y centraba su mirada
en el árbol, recorriendo el perfil de un nido de pájaros encajado en la y que formaban dos ramas. Se
preguntó si contendría huevos.

V: No sé por qué - respondió. Esther la miró entonces.

E: Vamos a pensar en qué podemos hacer - le apremió. Le habría gustado ir a cazar ardillas listadas, o
atrapar renacuajos, o jugar el escondite, aunque eran sólo dos, o ir al parque de atracciones de la ciudad,
donde podrían subir al tiovivo. Esta última era una buena idea. Le encantaban los colores del parque de
atracciones, la rueda gigante con sus luces, el algodón de azúcar rosado, las carpas con todas sus
atracciones. Pero había visitas abajo y eso significaba que no había nada que hacer, y además, tendrían
que llevarse a Rodolfo con ellas.

V: Hay un nido ahí arriba - observó, mostrando un indicio de interés entre su ensimismamiento.

Aquella fue una palabra mágica, y Esther se incorporó en el diván como un muñeco de resorte,
corrió al lado de Vero junto a la puerta y miró arriba.

E: ¡Es verdad! - exclamó.

Vero la miró malhumorada. El rostro de Esther era un óvalo, más redondeado que el de ella y no
tan cincelado, un rostro franco. Ahora estaba absorta en el nido, y los engranajes de su mente
confeccionaban alguna historia acerca de papá y mamá pájaros. Vero no tenía duda de ello, porque
siempre hacía lo mismo. Y al señor Vilches le parecía que era una monada. Todo el mundo lo pensaba,
hasta ella. Volvió a mirar el nido.

V: ¿Quieres ver lo que hay dentro?

E: No podemos, no nos permiten jugar en el porche - respondió, todavía mirando la redonda estructura de
palitos y hierva muerta.

V: No se trata de jugar sino de ir, de salir afuera y coger el nido. Apuesto a que contiene huevos. A lo
mejor son azules.

Aquello sugería una idea, y dirigió su mirada a la barandilla que rodeaba el porche. Podían coger
aquellos huevos, luego subirse a la barandilla, sostener los huevos en el aire y soltarlos. Ya podía oír el
chasquido que producirían al estrellarse en el tramo de cemento con el que ella siempre tropezaba porque
sobresalía demasiado del suelo. Había una buena distancia hacia abajo, y aquello lo convertía en un buen
lugar para lanzar bombas.

V: ¡Anda! ¡Vamos a buscarlos! -. Esther frunció un poco el ceño y miró a su hermana.

E: ¿Por qué?

V: Podemos hacer sopa de huevo en la losa de piedra - dijo espontáneamente. Esther abrió mucho los
ojos, aterrada.

E: ¡Pero hay bebés de pájaro ahí dentro! - Vero la miró exasperada.


V: ¡No los hay! ¡No hay más que baba! Los bebés de pájaro no se hacen hasta más tarde. ¿Es que no
sabes nada? ¡Vamos, Esther!

Esther no estaba convencida, y siguió mirando cejijunta el rostro de Vero, tan cercano al suyo.

V: Será divertido - le apremió, el rostro radiante, saboreando por anticipado su hazaña -. De acuerdo. No
los dejaremos caer. ¡Pero podemos mirarlos!

E: Sí, pero no nos dejan estar en el porche - le recordó de nuevo -. Lo dijo mamá. Y, además, no puedes
llegar al nido. Eres demasiado baja, y yo también. Tendrías que subirte a la barandilla -.Vio la expresión
cariacontecida de su hermana, lo cual surtió en ella el efecto acostumbrado -. De acuerdo, sostendré los
huevos -. La expresión de Vero fue entonces de impotencia.

V: No, ve tú. A mí me da miedo.

E: Bueno...

V: Ve, Esther - le apremió ansiosa. Esther se miró los zapatos.

E: Hagamos alguna otra cosa.

De repente, el nido de pájaros se hizo vitalmente importante para Vero, una compensación
simbólica por todos los desdenes imaginarios de la velada, que apenas había comunicado a Esther. Lo
necesitaba. Su adorable rostro infantil adoptó una expresión de desesperación y se puso a sollozar.

V: ¿Si me quisieras de veras irías a cogerlo?

Esther se sentía desgarrada entre el buen sentido y la expresión lastimera de su hermana. Vero
quería realmente el nido, y se asustaba con tanta facilidad, tenía tanta necesidad de asegurarse de que la
hermana a la que tanto quería, como es propio entre hermanas, le correspondía en la misma medida. Y era
cierto que nadie le ha dirigido a Vero más de un par de palabras en toda la velada. Además, si no hacía lo
que le pedía, ¿Que haría entonces su hermana?

E: De acuerdo - accedió al fin.

En los labios de Vero apareció una sonrisa radiante. Ayudaría a subir a su hermana y en seguida
tendrían lo que deseaban para jugar.

V: ¡Deprisa, antes de que venga alguien! - exclamó, y siguió a Esther al porche.

Esther miró una vez por encima de la barandilla, y luego hacia arriba. «No mires abajo, no mires
abajo», se repitió en silencio, y apoyó una mano en el hombro de Vero mientras ponía un pie y luego el
otro en la barandilla. El corazón le golpeaba con tanta fuerza que podía notar sus saltos en el pecho, y
quería bajar de allí, pero hacía aquello por Vero, la cual merecía estar contenta y estaba más asustada que
ella. Alzó una mano, sujetándose de una forma bastante precaria en la rama, y agitó el nido hasta
desalojarlo. Vero, que estaba de nuevo tras la puerta de tela metálica, miró llena de ilusión el nido que
descendía en la mano de Esther, y esperó jubilosa a ver la expresión que pondría Esther cuando se
volviera y viese que Vero, su viga de apoyo, se había escabullido; luego se reirían de aquello.

E: Toma, Vero - dijo nerviosamente, mientras torcía el torso para entregar el nido a su hermana y luego
apoyarse en el hombro de ésta y saltar. La mano que extendió no encontró ningún punto de apoyo sólido.
Con ojos llenos de asombro, Vero vio cómo Esther arrojaba el nido y empezaba a oscilar, agitando
las manos, su rostro infantil contorsionado de terror mientras trataba de recuperar el equilibrio. Lo
consiguió al fin y avanzó cuidadosamente, apartándose lentamente del precipicio y en dirección al porche.
Se movió equilibrándose precariamente sobre las puntas de los pies, la sangre latiendo en sus oídos
mientras se concentraba. Por fin estaba en posición para saltar al porche, pero de súbito se le soltó una
zapatilla. Aquello la irguió de nuevo con brusquedad, y se tambaleó mientras trataba de asirse al aire, una,
dos veces, saltando finalmente en busca de la seguridad del porche.

No lo consiguió. El impulso de su salto la lanzó en la dirección errónea, y el mundo giró a su


alrededor mientras caía hacia atrás por encima de la barandilla, de cabeza, en un temible picado hacia el
suelo.

E: ¡Vero!

Su hermana oyó el grito aterrador, que se perdió en seguida, y segundos después oyó el crujido de
los huesos golpeando contra la losa de granito. Cautamente, Vero salió al porche y se asomó a la
barandilla, mirando asombrada el cuerpo inerte que estaba abajo, sus delgados brazos y piernas ladeadas e
inmóviles, el brillante cabello castaño esparcido sobre el cimiento traicionero, el tierno rostro inclinado,
con los ojos cerrados. Se quedó allí un momento, profundamente sorprendida. No se le había ocurrido
pensar que Esther pudiera caerse de verdad. Finalmente se volvió, recogió el nido, que había aterrizado en
el porche, y regresó a la casa, contemplando el objeto con fascinación. Dentro había huevos azules, uno
de ellos agrietado y rezumante. Lo dejó sobre el escritorio y luego fue al diván y se sentó pensativamente,
con las piernas cruzadas. Permaneció sentada un rato, mordiéndose el labio inferior, mientras pensaba en
lo que iba a hacer con los huevos, y por fin suspiró.

Supuso que lo mejor sería que se levantara y bajara a la sala para decir a todos que, después de
todo, Esther no se había portado como si tuviera once años.

Como dos perdigones disparados por una escopeta de aire comprimido, las dos pequeñas recorrieron la
distancia hasta la gran casa blanca, a la que daban sombra los robles enormes y los arces.

La reunión con los Vilches era aburrida a más no poder. Esther y Vero estaban nerviosas, y
Rodolfo lanzaba elásticos de goma a las dos chiquillas sentadas frente a él, en el porche trasero protegido
con tela metálica que usaban a veces para las visitas. La cena fue peor, agotadora. Buena conversación,
exquisitos modales en la mesa y ninguna interrupción por parte de los pequeños eran las normas a tener
en cuenta en el elegante comedor. Esther pensó que iba a encogerse de aburrimiento y permaneció
hundida en su silla, mirando con expresión vidriosa los candelabros de latón macizo y las pinturas que
decoraban las paredes, hasta que al fin Rodolfo derramó su vaso de leche sobre el inmaculado mantel de
lino que todavía mostraba los pliegues de la tintorería. Aguardó conteniendo el aliento a que su madre
lanzara el grito prometido, pero fue una espera en vano, y tras contemplar decepcionada cómo su madre,
sin mostrar el menor enojo, limpiaba el desaguisado con su servilleta festoneada de encaje, miró a su
padre a los ojos y casi se echó a reír al ver su expresión, sugeridora de que le gustaría coger al zafio
Rodolfo por el cuello de la camisa y echarlo por la ventana del comedor. Como siempre que sus miradas
se encontraban, las desviaron simultáneamente. Vero observó aquel intercambio, su rostro ensombrecido
de repente, y cuando momentos después ordenaron a Rodolfo que subiera al dormitorio, pragmáticamente
desprovisto de antemano de todos los objetos valiosos que contenía, cuadró con brusquedad sus pequeños
hombros y empezó a pinchar los guisantes de su plato.

Transcurrió otra media hora antes de que dieran permiso a las niñas para hacer lo que les viniera
en gana. Fueron modelos de decoro, enfundadas en sus vestidos, mientras subían la escalera, pero en
cuanto se perdieron de vista, echaron a correr hacia su dormitorio en el extremo del corredor. El cuarto
tenía una decoración tradicional, lleno de cortinas blancas, con dos camas gemelas cuyos cobertores
estaban arrugados y un montón de estatuillas de caballos y jinetes, toda clase de curiosos objetos y libros
escolares. Todo lo que no cabía en el dormitorio se almacenaba en una habitación contigua, la cual tenía
una puerta que daba acceso a la terraza del segundo piso.

E: ¡Chica, creía que esta vez iban a darle una tunda! - exclamó mientras se quitaba el vestido formal para
ponerse unos pantalones y una camisa.

Vero estaba alicaída y se mordía el delgado labio inferior mientras cavilaba acerca de la ropa que
iba a ponerse.

V: Hummm.

E: Mamá ni siquiera se inmutó - continuó en tono de decepción.

V: Hummm.

Finalmente Vero seleccionó el vestido verde, y se lo puso con indiferencia. Por entonces Esther se
había olvidado de Rodolfo y estaba tendida sobre la cama como una muñeca de trapo, la mirada
especulativa.

E: ¿Que quieres hacer?

Vero había entrado en la habitación contigua y estaba apoyada en el marco de la puerta que daba
acceso al porche. Aquel era su lugar preferido para la reflexión, y en el crepúsculo miró pensativa mente a
través de la tela metálica, más allá del gran roble cuyas ramas más bajas colgaban por encima del porche
y sobre el tejado envuelto en sombras del antiguo edificio de la servidumbre; ahora vacío. No respondió a
la pregunta de su hermana.

E: ¿Qué ocurre?

Esther se había levantado y estaba en el umbral, mirando ceñuda la espalda inmóvil de Vero.

V: Nada.

E: Algo pasa. Tienes la cara triste.

Esther se quedó mirándola un poco más y luego se tendió de nuevo, esta vez en el estrecho diván
de la segunda habitación. Vero no se volvió, sino que siguió mirando a través de la puerta de tela
metálica, su rostro un espejo de infelicidad.

V: No le gusto al señor Vilches -. Esther estaba musitando algo, con la mirada perdida en el techo.

E: ¿Cómo es eso? - le preguntó distraídamente.

Esta vez no hubo negativa ni rápida expresión de confianza por parte de la sencilla Esther, sino
simple interés. En aquel momento estaba demasiado llena de ensoñaciones para embarcarse a fondo en la
conversación. El ligero cuerpo de Vero parecía más frágil a causa de su abatimiento, y centraba su mirada
en el árbol, recorriendo el perfil de un nido de pájaros encajado en la y que formaban dos ramas. Se
preguntó si contendría huevos.
V: No sé por qué - respondió. Esther la miró entonces.

E: Vamos a pensar en qué podemos hacer - le apremió. Le habría gustado ir a cazar ardillas listadas, o
atrapar renacuajos, o jugar el escondite, aunque eran sólo dos, o ir al parque de atracciones de la ciudad,
donde podrían subir al tiovivo. Esta última era una buena idea. Le encantaban los colores del parque de
atracciones, la rueda gigante con sus luces, el algodón de azúcar rosado, las carpas con todas sus
atracciones. Pero había visitas abajo y eso significaba que no había nada que hacer, y además, tendrían
que llevarse a Rodolfo con ellas.

V: Hay un nido ahí arriba - observó, mostrando un indicio de interés entre su ensimismamiento.

Aquella fue una palabra mágica, y Esther se incorporó en el diván como un muñeco de resorte,
corrió al lado de Vero junto a la puerta y miró arriba.

E: ¡Es verdad! - exclamó.

Vero la miró malhumorada. El rostro de Esther era un óvalo, más redondeado que el de ella y no
tan cincelado, un rostro franco. Ahora estaba absorta en el nido, y los engranajes de su mente
confeccionaban alguna historia acerca de papá y mamá pájaros. Vero no tenía duda de ello, porque
siempre hacía lo mismo. Y al señor Vilches le parecía que era una monada. Todo el mundo lo pensaba,
hasta ella. Volvió a mirar el nido.

V: ¿Quieres ver lo que hay dentro?

E: No podemos, no nos permiten jugar en el porche - respondió, todavía mirando la redonda estructura de
palitos y hierva muerta.

V: No se trata de jugar sino de ir, de salir afuera y coger el nido. Apuesto a que contiene huevos. A lo
mejor son azules.

Aquello sugería una idea, y dirigió su mirada a la barandilla que rodeaba el porche. Podían coger
aquellos huevos, luego subirse a la barandilla, sostener los huevos en el aire y soltarlos. Ya podía oír el
chasquido que producirían al estrellarse en el tramo de cemento con el que ella siempre tropezaba porque
sobresalía demasiado del suelo. Había una buena distancia hacia abajo, y aquello lo convertía en un buen
lugar para lanzar bombas.

V: ¡Anda! ¡Vamos a buscarlos! -. Esther frunció un poco el ceño y miró a su hermana.

E: ¿Por qué?

V: Podemos hacer sopa de huevo en la losa de piedra - dijo espontáneamente. Esther abrió mucho los
ojos, aterrada.

E: ¡Pero hay bebés de pájaro ahí dentro! - Vero la miró exasperada.

V: ¡No los hay! ¡No hay más que baba! Los bebés de pájaro no se hacen hasta más tarde. ¿Es que no
sabes nada? ¡Vamos, Esther!

Esther no estaba convencida, y siguió mirando cejijunta el rostro de Vero, tan cercano al suyo.

V: Será divertido - le apremió, el rostro radiante, saboreando por anticipado su hazaña -. De acuerdo. No
los dejaremos caer. ¡Pero podemos mirarlos!
E: Sí, pero no nos dejan estar en el porche - le recordó de nuevo -. Lo dijo mamá. Y, además, no puedes
llegar al nido. Eres demasiado baja, y yo también. Tendrías que subirte a la barandilla -.Vio la expresión
cariacontecida de su hermana, lo cual surtió en ella el efecto acostumbrado -. De acuerdo, sostendré los
huevos -. La expresión de Vero fue entonces de impotencia.

V: No, ve tú. A mí me da miedo.

E: Bueno...

V: Ve, Esther - le apremió ansiosa. Esther se miró los zapatos.

E: Hagamos alguna otra cosa.

De repente, el nido de pájaros se hizo vitalmente importante para Vero, una compensación
simbólica por todos los desdenes imaginarios de la velada, que apenas había comunicado a Esther. Lo
necesitaba. Su adorable rostro infantil adoptó una expresión de desesperación y se puso a sollozar.

V: ¿Si me quisieras de veras irías a cogerlo?

Esther se sentía desgarrada entre el buen sentido y la expresión lastimera de su hermana. Vero
quería realmente el nido, y se asustaba con tanta facilidad, tenía tanta necesidad de asegurarse de que la
hermana a la que tanto quería, como es propio entre hermanas, le correspondía en la misma medida. Y era
cierto que nadie le ha dirigido a Vero más de un par de palabras en toda la velada. Además, si no hacía lo
que le pedía, ¿Que haría entonces su hermana?

E: De acuerdo - accedió al fin.

En los labios de Vero apareció una sonrisa radiante. Ayudaría a subir a su hermana y en seguida
tendrían lo que deseaban para jugar.

V: ¡Deprisa, antes de que venga alguien! - exclamó, y siguió a Esther al porche.

Esther miró una vez por encima de la barandilla, y luego hacia arriba. «No mires abajo, no mires
abajo», se repitió en silencio, y apoyó una mano en el hombro de Vero mientras ponía un pie y luego el
otro en la barandilla. El corazón le golpeaba con tanta fuerza que podía notar sus saltos en el pecho, y
quería bajar de allí, pero hacía aquello por Vero, la cual merecía estar contenta y estaba más asustada que
ella. Alzó una mano, sujetándose de una forma bastante precaria en la rama, y agitó el nido hasta
desalojarlo. Vero, que estaba de nuevo tras la puerta de tela metálica, miró llena de ilusión el nido que
descendía en la mano de Esther, y esperó jubilosa a ver la expresión que pondría Esther cuando se
volviera y viese que Vero, su viga de apoyo, se había escabullido; luego se reirían de aquello.

E: Toma, Vero - dijo nerviosamente, mientras torcía el torso para entregar el nido a su hermana y luego
apoyarse en el hombro de ésta y saltar. La mano que extendió no encontró ningún punto de apoyo sólido.

Con ojos llenos de asombro, Vero vio cómo Esther arrojaba el nido y empezaba a oscilar, agitando
las manos, su rostro infantil contorsionado de terror mientras trataba de recuperar el equilibrio. Lo
consiguió al fin y avanzó cuidadosamente, apartándose lentamente del precipicio y en dirección al porche.
Se movió equilibrándose precariamente sobre las puntas de los pies, la sangre latiendo en sus oídos
mientras se concentraba. Por fin estaba en posición para saltar al porche, pero de súbito se le soltó una
zapatilla. Aquello la irguió de nuevo con brusquedad, y se tambaleó mientras trataba de asirse al aire, una,
dos veces, saltando finalmente en busca de la seguridad del porche.
No lo consiguió. El impulso de su salto la lanzó en la dirección errónea, y el mundo giró a su
alrededor mientras caía hacia atrás por encima de la barandilla, de cabeza, en un temible picado hacia el
suelo.

E: ¡Vero!

Su hermana oyó el grito aterrador, que se perdió en seguida, y segundos después oyó el crujido de
los huesos golpeando contra la losa de granito. Cautamente, Vero salió al porche y se asomó a la
barandilla, mirando asombrada el cuerpo inerte que estaba abajo, sus delgados brazos y piernas ladeadas e
inmóviles, el brillante cabello castaño esparcido sobre el cimiento traicionero, el tierno rostro inclinado,
con los ojos cerrados. Se quedó allí un momento, profundamente sorprendida. No se le había ocurrido
pensar que Esther pudiera caerse de verdad. Finalmente se volvió, recogió el nido, que había aterrizado en
el porche, y regresó a la casa, contemplando el objeto con fascinación. Dentro había huevos azules, uno
de ellos agrietado y rezumante. Lo dejó sobre el escritorio y luego fue al diván y se sentó pensativamente,
con las piernas cruzadas. Permaneció sentada un rato, mordiéndose el labio inferior, mientras pensaba en
lo que iba a hacer con los huevos, y por fin suspiró.

Supuso que lo mejor sería que se levantara y bajara a la sala para decir a todos que, después de
todo, Esther no se había portado como si tuviera once años.

Supuso que lo mejor sería que se levantara y bajara a la sala para decir a todos que, después de todo,
Esther no se había portado como si tuviera once años.

Veinte años después

El comedor del club de Caza tenía el aspecto que le daba el crepúsculo: demasiado brillante, pero limpio
y fresco mientras el sol bajo penetraba por las grandes ventanas y sus rayos teñían la alfombra de un
vívido amarillo. Era una sala elegante, como el resto del club, aunque de una opulencia descuidada, a la
manera de la alta sociedad madrileña aficionada a los caballos. Las alfombras eran rojas como la sangre,
había candelabros de latón y de las paredes colgaban cuadros de colores suaves que representaban
escenas de caza. En cada extremo de la sala había chimeneas de ladrillo blanco y rojo. Era una habitación
distinguida, en parte debido a su decoración, pero sobre todo por las impresionantes ventanas que iban del
suelo al techo y que eran en realidad paredes de vidrio, a través de las cuales el campo ondulado entraba a
formar parte intrínseca de la estancia y le daban una atmósfera abierta y espaciosa. Las mesas vacías
tenían impecables manteles rojos sobre los que se posaban las servilletas blancas, las copas de cristal y la
cubertería de plata. En aquel momento sólo había una persona en la sala, una mujer de aspecto
aristocrático sentada en su lugar habitual al lado de una ventana, fumando un cigarrillo, la mirada
vagando sin interés por el campo de caza, a lo lejos. Su actitud no era la de una mujer solitaria, sino la de
alguien que estaba sola a propósito. Una mujer introspectiva separada del mundo que le rodeaba.

A pesar de la brillante luz del sol, no pasaría mucho tiempo antes de que encendieran las luces del
comedor, pues ya eran casi las siete de la tarde. La mujer lo sabía porque había consultado su reloj. No
quería estar allí cuando eso sucediera, pues entonces la sala quedaría separada del exterior y adoptaría la
atmósfera de una oscura posada campestre, elegante, desde luego, pero confinada y demasiado
penumbrosa, iluminada solamente por los faroles colocados sobre las chimeneas y las velas en las mesas.
Prefería la luz natural con su vivacidad, y, de todos modos, ahora no estaba de humor para verse obligada
a sostener una conversación cortés con unos comensales demasiado conocidos y que, ataviados con las
creaciones de alta moda para prendas de noche ideadas por Versace, Dior, o Guzzi para la presente
temporada, pronto se dispondrían a cenar en el comedor. No tenía nada que objetar a aquella gente.
Simplemente, estaba cansada de todo aquello y, al cabo de un momento, apagó la colilla del cigarrillo y se
levantó, al tiempo que extraía un billete de su cartera y lo dejaba sobre la mesa. No era una propina
extravagante, sino tan sólo algo mayor de lo necesario.

El camarero, que la conocía bien, la saludó agitando brevemente una mano desde su puesto contra
la pared en un extremo de la sala, y Macarena Wilson devolvió el gesto distraídamente, mientras se abría
paso hacia las puertas dobles. Se detuvo un momento cuando llegó a ellas, se guardó la cartera en el
bolsillo interior de su chaqueta de montar de lana negra, y luego empujó las puertas y salió al aire fresco
de la tarde. Los terrenos alrededor del moderno edificio estaban llenos de actividad humana, aunque se
estaba haciendo tarde. Otros jinetes, socios que se dirigían a las salas de descanso, hombres con cigarros
puros y mujeres con niños, todos, pululaban de un lado a otro. Maca no tenía motivos para ir en ninguna
dirección concreta, por lo que se quedó donde estaba, absorta momentáneamente en sus pensamientos.
Podría haberse dirigido al edificio bajo de ladrillo que estaba enfrente, el que contenía la sala de juegos, el
bar y el salón de fumar, pero no lo hizo. En aquel momento no le apetecían las conversaciones lascivas y
ruidosas que inevitablemente debían de tener lugar en el interior, y parecía una falta de interés
inexplicable; después de todo, había intervenido en esas conversaciones durante toda su vida adulta, y
había dedicado no poco de su tiempo a jugar y beber. Pero aquellos pasatiempos parecían haberse vuelto
rancios, y si se ponía a buscar las razones por las que su cómoda existencia le parecía de súbito tan banal,
no se le ocurría ninguna. Tal vez se debía a su edad, pensó irónicamente, y consideró el hecho de que
acababa de rebasar otra década.

Finalmente se puso en movimiento, con una actitud de irresolución, y se dirigió a los establos
privados, los tacones de sus botas resonando a lo largo de uno de los caminos asfaltados que se entre
cruzaban, como un laberinto, en los terrenos del club, y que se extendían en todas direcciones, hacia el
campo de caza, a las cuatro pistas de instrucción al aire libre y más allá de los corrales públicos, hasta los
caminos de herradura. Aquel Club de Caza era una empresa enorme, con dependencias para socios y no
socios, aunque estos últimos no tenían acceso a las dependencias especiales, las salas de juego, el bar, el
salón de fumar o las salas de descanso, los modernos establos privados de ladrillo, con casillas de gran
tamaño, y el lujoso comedor. No, pensó, todo aquello era sólo para los que, como ella, podían pagar el
privilegio de formar parte del club como fieles socios, exhibiendo así su condición social. Hizo un intento
de superar su irrazonable malhumor, pero no lo consiguió y siguió caminando.

Su figura era familiar para aquellos con quienes se cruzaba, muchos porque la conocían bien y
otros porque tenía una presencia distinguida y era fácil recordarla. Era alta, guapa, y los cuarenta años le
sentaban bien, tanto si ella lo creyera así como si no: agudizaban las líneas angulares de su rostro, daban
carácter a sus ojos de color miel y, por encima de todo, le proporcionaban un aspecto de
imperturbabilidad mundana. No aspiraba especialmente al donaire femenino, pero lo tenía en exceso, por
la finura de sus facciones, por la incipiente ondulación de su brillante cabello castaño, que dejaba con
indiferencia demasiado largo, por la feminidad que le era natural y que expresaba en todos sus
movimientos y actitudes. Siguió andando por el camino y aminoró abruptamente su marcha cuando llegó
a los cercados públicos. Como no tenía un propósito consciente de ir al establo, había dejado que su
atención se centrara en un hombre y una mujer desconocidos que estaban en el centro de la pista de
ejercicios, con un caballo poco atractivo remoloneando cerca de ellos, las riendas de su brida sueltas y
sostenidas ligeramente por el hombre, de edad avanzada. Sin saber realmente por qué, Maca cambió de
dirección y se encaminó a la valla.

Observó cómo el hombre pasaba ineptamente las riendas por encima de la cabeza del animal y lo
calmaba, y luego miró a la mujer que estaba ante la silla de montar, deslizando las manos por su borde. El
hombre hablaba, la mujer sonreía, y tras uno o dos intentos fallidos, apoyó en las manos entrelazadas del
hombre, permitiéndole que la subiera sin dificultad a la silla. Una vez sentada, se movió nerviosamente, y
Maca sonrió a pesar suyo al ver cómo se sujetaba de las crines del caballo.

Otra de vida desesperada, pensó cínicamente, y no supo con certeza por qué ese pensamiento le
parecía tan divertido. Supuso que la mujer rondaría la treintena. Era evidente que no sabía montar, y
parecía fuera de lugar mientras se aferraba al pomo de la silla con una mano y a las del caballo con la
otra. Maca especuló más sobre los motivos que tendría para estar allí. La idea «una de vida desesperada»
había saltado de inmediato a su mente. Era una frase aplicable a ella misma, descriptiva de quien acaba de
pasar algún momento crucial en su vida y de repente comprende el concepto de la mortalidad y la rapidez
con que el tiempo se desliza, es decir, el tiempo necesario para capturar esas ensoñaciones, esos
ilusionados «algún día... » que se han ido posponiendo, porque siempre hay un mañana. Meneó la cabeza
irónicamente, dejando que aquella valoración poco amable siguiera su curso sin impedimento alguno.
Ahora el hombre dirigía el caballo, lentamente, caminando delante de él mientras hablaba por encima del
hombro con la mujer, seguramente, supuso Maca, tranquilizándola.

Sí, no cabía duda de que estaba en lo cierto, decidió después de mirarla otros cinco minutos. Era
una mujer de edad indeterminada, ya no joven pero tampoco de edad mediana todavía, y que estaba allí
para apresar uno de aquellos «algún día...» antes de que se le acabara el tiempo. Estaba segura de que
siempre había querido aprender a montar, y ahora, al verla intentar timoratamente conseguir aquel
objetivo cuando sus músculos ya eran demasiado viejos para adaptarse con facilidad o corrección, y sus
huesos demasiado frágiles para reponerse adecuadamente de los encontronazos que sin duda recibirían, le
parecía risible. Además, la experiencia había enseñado demasiado a aquella mujer para permitirle la
liberación del temor que necesitaría si quería pasar de ser un mero apéndice a lomos de un caballo a una
buena amazona, que probablemente constituía su aspiración. ¿Y las gafas de sol?, inquirió en silencio.
¿Para protegerse de la luz del sol que, a aquella hora, ya no era molesta, o para disfrazarse, ocultarse de
quienes podrían reconocer el esfuerzo que le costaba aquella desventurada empresa? Meneó de nuevo la
cabeza, diciéndose que era una cínica bastarda. Disgustada consigo misma, se apartó de la valla y
continuó su camino.

Una vez en el establo, localizó a Veloz en su casilla, comiendo despreocupadamente un montón de


heno en un rincón. Contempló al gran caballo bayo desde la puerta de la casulla y se sobresaltó cuando un
momento después llegó un hombre por detrás de ella.

W: Hola, señora Wilson. ¿Va a montar esta tarde?

M: Supongo que sí, Waldo.

W: Se lo prepararé.

M: Gracias.

Maca se apartó, apoyándose contra la pared, y encendió un cigarrillo mientras miraba más allá del
establo, hacia el campo de caza, impulsada por alguna razón a especular sobre la mujer en que Macarena
Wilson se había convertido. Hubo un tiempo en que habría preparado su propia montura, ya fuera allí o en
los establos de la casa Wilson, por el puro entusiasmo de montar, y una época en que habría sido más
caritativa con respecto a la señora sorprendida en el acto de ser estúpidamente humana. Ni siquiera hacía
tanto tiempo de ello, aunque en su estado de ánimo actual le parecía que habían transcurrido años luz.

Le trajeron el caballo y subió a la silla con facilidad, espoleando a Veloz a través del patio del
establo. El mantenimiento de los terrenos era inmaculado, pero ella no les prestó atención. Pasaron
lentamente dos coches, evitando al jinete, y ésta se dirigió al borde de la carretera hasta alcanzar los
caminos de herradura, seleccionando uno de ellos y conduciendo su caballo por el ancho sendero de
tierra. Había otros jinetes delante de ella, en parejas y tríos, pero no se unió a ellos, sino que siguió
cabalgando sola, y había vuelto a recaer en su incómoda introspección cuando oyó una voz que le llamaba
y el sonido de cascos al galope que se acercaban por detrás.

-¡Maca!

Miró por encima del hombro mientras la mujer aminoraba la velocidad de su caballo y se ponía al
paso a su lado. Era una magnífica criatura de cabello dorado, experta en el manejo de su montura, y, como
un gran número de mujeres, conocía muy bien a Macarena Wilson.

-¿Es que no me has oído? - le preguntó, jadeando un poco, lo cual le sentaba bien, pues daba un matiz de
leve irritación a su voz bien modulada.

Maca no sintió el menor deseo de responder a la radiante sonrisa de la mujer, y la suya apenas fue
una mueca en sus labios.

M: No.

-Te llamé cuando salías del establo.

M: Pues no te oí -. Había desviado la vista, ofreciendo su severo perfil. Ella la observó, molesta por su
aparente indiferencia.

-Pareces tan ausente, Maca - echándose un mechón de su largo cabello a la espalda. Cayó suavemente
sobre los omóplatos, como lo deseaba.

M: Lo siento.

Ella siguió mirándola a hurtadillas mientras proseguían juntas su camino, pero la expresión Maca
era inescrutable. Su cuerpo bajo la costosa chaqueta de montar era bien definido, ella lo sabía, y como
siempre sintió la familiar punzada de excitación. Era una mujer que gustaba a las mujeres, y aunque ahora
estaba apartada de ella, no lo había estado siempre. Recordó la última vez que durmieron juntas, un
recuerdo que recorrió su cuerpo como si fuera una corriente eléctrica.

-Parece como si estuvieras a mil kilómetros de distancia - le dijo cuando la tensión de su silencio se hizo
excesiva, e intentó reír -. Yo...

M: Déjalo, Sofía. Ahora no estoy de humor para esta clase de conversación. Si eso es lo que deseas, te
sugiero que te busques a otra con quien charlar.

No había querido ser tan desagradable con ella, pero las palabras le habían salido así sin que
pudiera detenerlas. Sofía reaccionó con violencia, no sólo por la observación, sino por su reciente falta de
atención.

S: ¡Está bien, perdona! La gran Macarena Wilson no desea que la molesten. Me parece muy bien. Estoy
más que contenta de dejarte con tu propia desagradable compañía. Pero recuerda una cosa, cuando
necesites a alguien que te caliente las sábanas, no vengas a llamar a mi puerta. No estaré ahí. Vete a
buscar a otra, alguna boba que esté dispuesta a adularte por tu detestable actuación.

Hizo dar media vuelta a su caballo y se alejó al trote. Esta última observación pareció adecuada al
estado de ánimo de Maca, y hasta le divirtió un poco. Era muy propio de una mujer vengarse
malignamente, aunque suponía que en realidad no la culpaba. Sin embargo, la calumnia acerca de su
gracilidad le había dejado indiferente. En aquel momento no le importaba. La mujer se habría
decepcionado al saber que su dardo había fallado por completo el blanco, o más bien, que no había
podido dejar nada más que un rasguño. Estaba cansada de las mujeres costosas y adherentes como lo
estaba de todo lo demás, y de repente se dio cuenta de que ése era el quid de Macarena Wilson, de
cuarenta años. Ya todo le daba lo mismo.

Hizo dar media vuelta a su caballo y se alejó al trote. Esta última observación pareció adecuada al
estado de ánimo de Maca, y hasta le divirtió un poco. Era muy propio de una mujer vengarse
malignamente, aunque suponía que en realidad no la culpaba. Sin embargo, la calumnia acerca de su
gracilidad le había dejado indiferente. En aquel momento no le importaba. La mujer se habría
decepcionado al saber que su dardo había fallado por completo el blanco, o más bien, que no había
podido dejar nada más que un rasguño. Estaba cansada de las mujeres costosas y adherentes como lo
estaba de todo lo demás, y de repente se dio cuenta de que ése era el quid de Macarena Wilson, de
cuarenta años. Ya todo le daba lo mismo.

La mujer regresó a la semana siguiente, y como había hecho en la ocasión anterior, Maca se
dirigió a la valla en cuanto la vio y se apoyó en la barandilla para mirar. La acompañaba el mismo
hombre, un caballero anciano de cabello blanco y unas gafas bifocales. Parecía un hombre amable,
mientras conducía con paciencia al indiferente animal por el extremo de la pista, de un lado a otro, la
mujer aferrada a las riendas, como si temiera por su vida. El humor de Maca sólo había mejorado
ligeramente con respecto al de la semana anterior, y apoyó un pie en el travesaño inferior de la valla
mientras estudiaba a la mujer con más detenimiento

Era de complexión ligera, quizá no muy alta, y vestía tejanos, blusa y unas botas negras y
relucientes. Al observar las botas, Maca se preguntó por qué no se habría vestido con todo el equipo de
montar, como hacían inevitablemente todos los jinetes novatos. En silencio la felicitó por haber tenido al
menos ese buen sentido. Las botas podían tener otros usos. En cambio, habría tenido que guardar el
costoso traje de montar, relegado a algún armario donde se apolillaría, una vez reconociera la futilidad de
su esfuerzo, aunque quizá podría haber paliado su coste con el razonamiento de que al menos había
intentado la aventura. No podía distinguir su rostro fácilmente; estaba demasiado lejos y las gafas de sol
lo tapaban en parte, pero parecía bastante agradable, armonioso, y su cabello era castaño oscuro, recogido
en una cola de caballo por medio de un pañuelo amarillo. Maca permanecía inmóvil, absorta en su
contemplación, cuando Javier Sotomayor, director del Club de Caza y buen amigo suyo, llegó por detrás
de ella y apoyó los brazos en la barandilla.

J: Hola - le dijo. Maca le miró e hizo un gesto con la cabeza -. No te he visto mucho últimamente - siguió
diciendo, con una sonrisa en su rostro -. ¿Los negocios te mantienen ocupada?

M: Como siempre - respondió ambiguamente.

Todo el mundo sabía que las empresas Wilson abarcaban diversas industrias, y la mayor parte de
las personas sabedoras de que Macarena Wilson era la presidente del consejo de administración de
muchas de ellas encontraban esa idea embriagadora. Ella no hacía nada por corregirles. Le tenía sin
cuidado lo que pensaran, tanto como su asociación con aquellas condenadas empresas de las que su padre
le había obligado a hacerse cargo. Pero el hecho era que sus recientes ausencias del club no tenían nada
que ver con su vida profesional. En realidad, no tenía ninguna vida profesional, y esa idea le hizo meter la
mano en el bolsillo en busca del tabaco, pero en vez del paquete sacó un pequeño cortaplumas y recogió
un palito del suelo. Empezó a tallarlo, con los brazos todavía apoyados en la barandilla.

Javier encendió un cigarrillo y arrojó la cerilla al suelo.


J: Pareces preocupada.

M: Humm - murmuró, y siguió tallando el palito.

Un viejo empleado de establo le había enseñado a hacerlo de muchacha, y nunca había


abandonado aquella habilidad.

J: La semana pasada estuve viendo a Veloz saltar vallas. Está un poco fuera de forma, lo mismo que tú -
dijo con su característica franqueza -. Maca le miró entonces y sonrió irónicamente.

M: ¿Un comentario por mi desatención?

J: No es asunto mío - replicó flemáticamente -, pero si quieres que sea un corredor de vallas, vas a tener
que reducir tu trabajo.

M: Quizá no quiera que corra.

Javier se sorprendió, porque Maca era un jinete inveterado. No hizo ningún comentario y miró al
hombre y la mujer que estaban en la pista de ejercicios. Al cabo de un rato miró de nuevo a Maca, la cual
había convertido el palito en un abrecartas, puntiagudo en un extremo y bulboso en el otro. Desde luego,
era muy hábil en aquel trabajo.

J: He oído decir que Enrique perdió un montón de pasta la otra noche -. Maca soltó una risa breve.

M: ¿Y eso es algo nuevo?

J: No, pero se supone que éstos son juegos amistosos. Está sediento de sangre.

M: Puede estarlo. Tiene que financiar su hábito - observó, enarcando una ceja, con gesto de concentración
mientras contemplaba críticamente su obra.

Luego se guardó en el bolsillo el cortaplumas y el abrecartas. Siempre conservaba aquellas cosas,


aunque sólo fuera para meterlas en un cajón. Javier meneó la cabeza.

J: Vosotros, los Wilson, me hacéis reír. Como si no tuvierais vuestra propia maquinita de hacer dinero
escondida en alguna parte.

M: Sí, somos una gente que hace reír - dijo con una semi sonrisa carente de humor, al tiempo que se
erguía -. Pero ni siquiera las inversiones Wilson pueden mantenerse si Enrique anda suelto por ahí.

J: No creía que te importara.

M: Y no me importa. Pero no quiero que revuelva mi propia cómoda forma de vida. Eso sería lamentable.

Era una observación petulante. Javier la miró pensativo. Maca no solía ser tan burlona.

J: Me sorprendes, ¿sabes? Pensé que habías hecho las paces con tu vida hace mucho tiempo. ¿He dado en
el clavo? - añadió, al ver que la expresión de Maca se ensombrecía. Podía preguntárselo; eran amigos
desde hacía mucho tiempo, pero Maca no estaba de humor para confesiones.

M: No quiero hablar de eso - le dijo.


J: No hay ningún problema - replicó sin inmutarse -. Es que tienes el triste aspecto de una mujer con
demasiadas preocupaciones en la cabeza.

M: Tal vez te hablaré de ello algún día - dijo, mirando a lo lejos, con los ojos velados.

Javier aceptó el regate y dirigió su atención, lo mismo que Maca, al hombre y la mujer que
estaban en la pista. Pero, al contrario que Maca, Javier sabía que aquellos dos acudían puntualmente al
establo desde hacía dos semanas, y él mismo había elegido la montura de la mujer cuidadosamente,
porque eso era importante. El anciano y la mujer nunca estaban más de media hora, pagando la
exorbitante tarifa por la hora entera, aunque nunca completaban todo el tiempo, y al parecer su sesión ya
había terminado. El hombre conducía el caballo hacia ellos, en dirección a la puerta más próxima, y
hablaba por encima del hombro a la amazona, la cual, incluso desde aquella distancia, parecía exhausta
por el ejercicio.

Se acercaban a paso lento y casi habían llegado a la puerta abierta cuando sucedió. Un terrier que
ladraba agudamente apareció como por ensalmo y se deslizó por debajo de la valla, arremetiendo contra
caballo y amazona. El animal se transformó de inmediato en una mole aterrada y alzó la cabeza, lleno de
agitación. El anciano, cuya inexperiencia con los caballos era evidente, intentó cogerlo por la brida pero
falló, y el caballo se encabritó un poco, desmontando diestramente a la amazona. No fue una caída
tremenda: la mujer se deslizó por un costado y aterrizó con un ruido sordo en el suelo.

Maca sonrió a pesar suyo, porque la caída había sido ridícula. Ella había sido desmontada
innumerables veces y sabía por experiencia lo que una tenía que hacer cuando el caballo iba a arrojarte al
suelo: que fuera con propulsión, de modo que una saliera despedida a buena distancia y aterrizara en el
suelo con un buen ruido. De lo contrario, no merecía la pena. Un deslizamiento tan inepto de la silla no
tenía excusa. Hasta un novato habría sido capaz de compensar, siempre que tuviera un mínimo de
equilibrio natural. Había estado en lo cierto, pensó lanzando un suspiro. La mujer no tenía remedio.

El anciano se había apresurado a ayudarla a levantarse, mientras ella se sacudía el polvo de sus
ropas. Parecía turbada pero sin que hubiera perdido el dominio de sí misma, y Maca se quedó mirando
mientras Javier corría hacia ellos y se hacía cargo del caballo. Salieron juntos, con el caballo a remolque,
la mujer del brazo de su compañero, los ojos ocultos de nuevo tras las gafas, y se detuvieron no lejos de
donde Maca estaba todavía, en la valla.

J: ¿Está segura de que se encuentra bien? - le preguntaba en tono preocupado.

-Estoy bien - dijo la joven, tocándose brevemente el pañuelo que llevaba al cuello. Entonces Javier miró a
Maca.

J: Me gustaría presentarle a uno de los miembros más ilustres del club -. Hizo una seña con la cabeza a
Maca para que se reuniera con ellos.

Ella obedeció, resignada a conocer a aquella mujer con ensoñaciones inalcanzables. Javier hizo las
presentaciones apropiadas.

J: Le presento a Macarena Wilson. Maca, este caballero es Antonio Dávila.

A: Es un placer - dijo mientras se estrechaban la mano.

Maca asintió, sonriendo, y luego dirigió su atención a la mujer. De cerca resultaba muy atractiva,
con su fino cutis y su cabello brillante.
M: ¿Y la señora? - inquirió, anticipándose a la presentación de Javier.

No sabía por qué se sentía tan perversa. ¿Por su desencanto con el mundo en general? ¿Porque
aquella mujer y sus ensoñaciones le parecían estúpidas? ¿Porque le dirigía una sonrisa encantadora, como
lo hacían invariablemente todas las mujeres? Fuera lo que fuese, la impulsó a actuar con sus mejores
modales y hablar de un modo exactamente opuesto a ellos.

M: Confío en que no se haya hecho daño después de su tremenda caída - le dijo con exageración. La
sonrisa de la mujer no se desvaneció, sino que se hizo más cálida.

E: No, estoy bien. Y no ha sido una tremenda caída - respondió ella de una manera serena y cautivadora -.
Cualquier tonta puede ser fácilmente catapultada por un caballo. Pero se necesita una auténtica maestría
para deslizarse por un lado y caer suavemente al suelo.

Javier reprimió una sonrisa irónica mientras veía cómo parte de la complacencia de Maca
desaparecía de su expresión. Después de todo, se lo merecía. La crítica estaba fuera de lugar, y la mujer
había neutralizado su efecto con sus sencillas observaciones. Había dado un patinazo. Javier decidió que
era el momento de hacer la presentación.

J: Maca, me gustaría presentarte a Esther García. Esther, Macarena Wilson. Esther le alargó la mano. Ella
se la estrechó, y le sorprendió la firmeza con que la mujer le apretaba la suya. No encajaba con su
valoración anterior. Estudió su rostro expresivo con un nuevo interés.

J: Bueno, parece que está aprendiendo - observó.

E: Un poco - rió -. Mientras nadie cambie de dirección con demasiada brusquedad.

J: Tiene que darle suficiente tiempo.

E: Naturalmente - replicó y sonrió un momento antes de volverse hacia su acompañante -. ¿Listo para
marcharnos, Antonio?

A: Sí, cariño, cuando quieras.

E: Nos veremos mañana, Javier, y gracias. Me alegro de conocerla, Maca.

Le tendió nuevamente la mano, y ella la aceptó lenta, casi inconscientemente, aunque no por
ninguna razón de rudeza o petulancia. Aquello había desaparecido. Se debía más bien a que era incapaz
de reaccionar más rápidamente. La estaba mirando, sujetando la mano que ella había tendido un poco
demasiado a la derecha de donde ella estaba, y aunque quedarse pasmada no era una emoción familiar
para una mujer tan mundana como Maca, entonces se quedó pasmada, pues acababa de darse cuenta de
que Esther era ciega.

Le tendió nuevamente la mano, y ella la aceptó lenta, casi inconscientemente, aunque no por ninguna
razón de rudeza o petulancia. Aquello había desaparecido. Se debía más bien a que era incapaz de
reaccionar más rápidamente. La estaba mirando, sujetando la mano que ella había tendido un poco
demasiado a la derecha de donde ella estaba, y aunque quedarse pasmada no era una emoción familiar
para una mujer tan mundana como Maca, entonces se quedó pasmada, pues acababa de darse cuenta de
que Esther era ciega.
E: Demos otra vuelta, Antonio, ¿quieres? - dijo, aflojando por un momento su presa en las crines del
caballo, para comprobar su equilibrio.

No había llegado a la perfección, ni mucho menos, pero estaba mejorando. El sol crepuscular
arrancaba destellos de su pelo castaño, y ella sonrió con auténtica satisfacción. El néctar del éxito, o de la
proximidad del éxito, era como un tóxico. Hasta después de que Antonio guiara al caballo para que diese
la vuelta, no sintió necesidad de aferrarse de nuevo, pero no estaba desalentada, porque sabía que al final
se saldría con la suya.

Antonio, entre tanto, se empeñaba en eliminar un poco de suciedad que manchaba su pulcra
chaqueta, cuyos botones podían abrocharse apenas sobre su orondo vientre. No era la suya una gordura
debida a la edad, como se decía a veces, sino a su carácter. Antonio Dávila era un gourmet. Miró la
mancha, sacudiéndola con los dedos, y arrugó la nariz, haciendo que las gafas se deslizaran de nuevo
hacia abajo. Las enderezó con la punta de un dedo.

A: Qué sucio está esto – murmuró -. Creo que debería traer mi abrigo.

E: ¿Qué ocurre, Antonio? - preguntó sonriente. El murmullo del viejo no era tan inaudible como él creía;
además, el oído de la joven era más agudo que el de la mayoría de la gente -. ¿Qué has dicho?

A: ¡Nada pequeña! - exclamó por encima del hombro, con una risa forzada.

Jamás le habría confesado que todo aquel esfuerzo le parecía desagradable, que detestaba la mera
visión de los caballos y de todo lo que se relacionara directamente con el polvo, el sudor y el estiércol. No
le importaba que hiciera un día radiante ni que desde la amplia pista de ejercicios se disfrutara de un
espléndido panorama, con las ondulantes praderas que se extendían a lo lejos. No le gustaba nada de
aquello, pero jamás lo habría dicho, porque era muy importante para Esther, y ésta le importaba a él
demasiado.

A: ¡Nada! Tan sólo estaba hablando con nuestro viejo caballo Campeón - añadió.

E: Ese giro ha estado muy bien, Antonio. Estoy mejorando. Ahora puedo soltarme en las líneas rectas.
¡Eres un mago!

El cumplido no era gratuito. Ella sabía perfectamente lo que sentía aquel hombre y detestaba
obligarle a realizar una actividad que odiaba. Sin embargo, cabalgar era tan importante para ella que no
había otra alternativa. Después de todo, una no iba por ahí pidiendo de buen o mal grado lo
extraordinario, sino que lo solicitaba a aquellos de quienes estaba segura que se lo ofrecerían de buena
voluntad, y a quienes, confiaba, algún día podría devolverles el favor. En aquel momento, la única
persona que reunía estas características era Antonio Dávila, su confidente, amigo y madre clueca por
decisión propia, un hombre amable y paciente que caminaría de un lado a otro por una polvorienta pista
de ejercicios de equitación, bajo el sol de la tarde, sólo para satisfacer a Esther.

A: Un mago - murmuraba de nuevo -, si fuera un mago desaparecería en un abrir y cerrar de ojos de esta
pocilga caballuna. Qué horrible lugar... ¿Cómo va eso, muchacha? - preguntó entonces en voz alta.

Esther hizo un gesto afirmativo con la cabeza, sabiendo que la estaba mirando; la dirección de su
voz se lo decía. Lo que no sabía era que Macarena Wilson, a lomos de su caballo bayo, Veloz, también la
observaba desde el extremo de la valla blanca, al lado de la carretera. Esther sabía que había estado allí
varias veces en las últimas semanas, porque Antonio se lo había dicho, aunque sin darle importancia.
Claro que no la tenía. Apenas se conocían, sólo se habían encontrado en aquella primera ocasión, dos
semanas antes. Ella le había perdonado la leve rudeza que le demostró aquel día. Todo el mundo tenía
días así, como ella sabía probablemente mejor que nadie, y lo achacó a eso. De todos modos, aquella
mujer le había dejado una buena impresión que inspiraba tolerancia, o más bien una interesante
impresión. La voz y la presencia de una persona le decían mucho, y las de Maca tenían una cierta calidad,
aunque ella no sabía a ciencia cierta en qué consistía. Puede que le gustara averiguarlo, pero eso,
naturalmente, dependía de Maca.

Pero aunque Esther no percibía la presencia de Maca aquel día, ella no le quitaba ojo de encima,
como ocurría desde la presentación de Javier, dos semanas atrás. Por eso había ido al club todos los días,
al menos al caer la tarde, y allí estaba, contemplando cómo un hombrecillo de aspecto elegante, con una
chaqueta azul de lana y unos pantalones grises conducía a una mujer ciega que daba vueltas y más vueltas
en un caballo. Si alguien le hubiera preguntado, habría dicho que era una coincidencia el hecho de que
estuviera siempre cerca de la pista cuando ellos llegaban. Ni siquiera podía explicarse a sí misma por qué
estaba tan intrigada. Era una mujer atractiva, desde luego, con el rostro ovalado y el cabello castaño. La
verdad era que tenía un atractivo fuera de lo corriente, cuando una llegaba a familiarizarse con sus
expresiones y tenía la oportunidad de observarlas, como la había tenido ella. Desde luego, era algo
curioso que una mujer ciega intentara aprender a cabalgar, pero eso sólo era una explicación parcial de su
interés por Esther García. Había en ese interés una especie de apremio indefinible. ¿Quizá la necesidad de
contemplar el sosegado valor que ejemplificaba la mujer, un valor que quedaba fuera del reino de su
experiencia? Se movió inquieta en la silla. No lo sabía.

Antonio se estaba sonando con un blanco pañuelo almidonado.

E: ¿Lo has cogido, Antonio? - inquirió amablemente. El hombre tenía fiebre del heno, o del polvo, o
quizá, se dijo Esther irónicamente, reprimiendo una sonrisa, fiebre caballar.

A: No, no, es que me ha entrado un poco de pelusa en la nariz. ¡Sigamos!

E: No, ya tengo suficiente. ¿Te parece bien que lo dejemos por hoy?

Este nuevo aprendizaje de viejas habilidades y su adaptación a nuevas circunstancias requería toda
su concentración, lo cual, a su vez, necesitaba toda su energía.

A: Lo que quieras, pequeña - dijo agradecido.

Como de costumbre, Javier estaba allí para encargarse del caballo. No faltaba ni una sola vez, y
aquel día Maca desmontó y se reunió con él en la puerta.

J: ¿Sabe una cosa, Esther? - le dijo cuando se aproximaron -. ¡Creo que todavía va a conseguirlo!

E: Lo que quiere decir es que ya no me balanceo tan peligrosamente - rió.

J: No, hay algo más que eso. Venga, la ayudaré a bajar -. Le tocó la pierna para indicarle que estaba
alzando las manos.

E: No, espere. Me gustaría intentarlo por mí misma.

Antes de que ninguno pudiera protestar, pasó una pierna por encima de la silla, las manos
aferradas a la perilla y al fuste de la silla, deslizó el otro pie fuera del estribo y saltó al suelo. El aterrizaje
fue perfecto, sobre ambos pies. Maca retiró las manos que inconscientemente había extendido para
cogerla.
J: Muy bonito - comentó con una sonrisa, observación que podría haber sido un comentario sobre sus
poderes de hechicería.

Hasta el áspero y correoso Javier Sotomayor, un hombre que parecía más curtido de lo que
correspondería a sus cuarenta y cinco años, se había sentido conmovido por ella y había hallado en algún
profundo lugar de su interior una simpatía hacia ella que no solía dispensar. La había provocado aquel
aspecto de vulnerabilidad y valentía, y un instinto le decía que el aliento era importante.

A: Desde luego, desde luego – convino -. Esta chica es un duende, un ágil y etéreo...

E: Antonio - le amonestó con una breve risa y una inclinación de cabeza -. No exageres.

La pequeña conmoción le hacía sentirse incómoda, como siempre. Habría querido decir que todos
hacemos lo que hemos de hacer, con cierto éxito de vez en cuando, y eso no tiene mayor importancia,
pero no lo hizo. Alargó el brazo discretamente, en busca del de Antonio, y fue Maca quien le tomó
gentilmente la mano para guiarla. Ella se sobresaltó visiblemente, acostumbrada a que la gente le hablara
antes de tocarla.

E: ¿Quién…?

M: Por aquí - dijo incómoda por haberla sobresaltado.

E: Oh, Maca. No sabía que estuviera aquí.

Ella no se había identificado, y se preguntó cómo había sabido ella quién era. Supuso que por la
voz. Sí, la joven debía de tener una facilidad especial para reconocer los distintos tipos de voz y
recordarlos. Lo cual la llevó a preguntarse si su voz tendría alguna característica especial.

M: Sí, soy yo.

Esther estaba cerca de ella y podía percibir el leve aroma de su perfume. Le gustaba el olor que
desprendía, que se mezclaba con el olor a polvo de la pista de equitación, la acritud del heno fresco y los
olores a caballo y al cuero de la silla de montar, pero que se imponía a todos los demás.

E: ¿Has estado cabalgando? - le preguntó.

M: Si.

Tardó un momento en responder, y una expresión breve e irónica cruzó por su rostro mientras la
miraba. Sí, había estado cabalgando, si así podía llamarse al hecho de ir desde el establo hasta la pista. De
repente tomó la decisión de ejercitar a Veloz en la carrera de vallas.

M: ¿Ya ha terminado por hoy?

Su voz desde lo alto del caballo tenía una calidad agradable, resonante. Esther iba encajando las
distintas partes que percibía de aquella mujer y le gustaba lo que veía con el ojo de su mente.

E: Sí, se necesita algún tiempo para lograr un aguante satisfactorio - dijo y sonrió con una sinceridad que
mantuvo fija en ella la mirada de Maca. Tras una breve vacilación, miró a su izquierda -. Antonio, ya es
hora, ¿no crees?

A: Creo que sí - convino.


Se despidieron y, del brazo de Antonio, Esther se alejó de Maca. Oyó que ésta hablaba brevemente
con Javier y que luego se ponía en movimiento, en dirección a su caballo, supuso ella. Oyó un débil
relincho y el ruido de las bridas de cuero. Sí, parecía una mujer interesante, aquella Macarena Wilson.
Confió en que la vería de nuevo.

Se despidieron y, del brazo de Antonio, Esther se alejó de Maca. Oyó que ésta hablaba brevemente con
Javier y que luego se ponía en movimiento, en dirección a su caballo, supuso ella. Oyó un débil relincho
y el ruido de las bridas de cuero. Sí, parecía una mujer interesante, aquella Macarena Wilson. Confió en
que la vería de nuevo.

Cuando llegaron a casa, una carta de Vero les esperaba en el buzón. Esther se acomodó en seguida,
ansiosa de que Antonio se la leyera. Dejó el bolso en el lugar apropiado, sobre la mesa junto a la puerta de
su apartamento, y se sentó en los cojines azules del sofá. Antonio le advirtió que la carta era breve, pero a
ella no le importó. Sonrió abiertamente mientras escuchaba a Antonio pronunciar las palabras escritas por
Vero:

Cariño:

De momento sigo en Roma. Tuve un horrible vuelo desde París, pero nunca me ha gustado el avión, así
que no me prestes atención. ¡El tráfico es aterrador! Pero, Esther, qué ciudad más hermosa. ¡Los
colores! Te enviaré una dirección.

Te quiere,

VERO

No contenía demasiada información, desde luego, pero de todos modos era una versión de la voz
de Vero, y la añoraba. Habían pasado cuatro años desde la última vez que la escuchó, con excepción,
claro, de la llamada telefónica en marzo pasado, un regalo combinado de cumpleaños y Navidad,
demasiado pronto para lo uno y demasiado tarde para lo otro, pero había sido mejor que nada, de la
misma manera que seis líneas de salutación eran mejor que ninguna. Una salutación jovial, como la
misma Vero.

E: Roma, ¿eh? - comentó ociosamente, y entonces miró en dirección a Antonio -. Deberíamos ir allí algún
día, Antonio. Tú y yo, en tu cochecillo de cuatro velocidades con ese embrague que da tantas sacudidas.
Es el embrague, no el conductor, ¿verdad?

Aquella era una broma intencionada para detener la reacción del hombre a la carta, y Esther
confiaba en que sería de ayuda, pero no lo fue. Antonio dejó la cara hoja de papel color de ante sobre la
mesa, boca arriba, con la mirada fija en la escritura y los labios fruncidos. La escritura de Vero era muy
caligráfica, de grandes y estilizadas letras que se deslizaban espectacularmente sobre el pesado papel,
unas hermosas letras que Esther no podía leer.

A: Debería haber dejado un mensaje en el contestador - le dijo, levantándose del sofá frente al de ella. Se
dirigió a la cocina, donde estaba tan a sus anchas como en la suya propia, un poco más abajo del pasillo,
porque había pasado allí muchas horas, ayudándola -. ¿Quieres un poco de café, pequeña? -. Esther estaba
preocupada.
E: No, gracias, Antonio. Ella detesta las grabaciones, ya lo sabes.

Antonio puso el agua a hervir y se detuvo en el espacio que conectaba la cocina con la sala de
estar. Tenía el ceño fruncido.

A: Mira, a ti no se te pueden enviar cartas ordinarias. Hay que dejarte mensajes en el contestador. En esta
era de avanzada tecnología, uno deja mensajes de voz. Para eso están los contestadores. Y si no le gusta,
que aprenda a escribir en Braille.

Era un viejo conflicto, tan viejo como la asociación de Antonio con ella, que se remontaba a unos
diez años atrás.

E: Ya te lo he dicho muchas veces, Antonio. Los detesta, sencillamente no puede hablarle a ese trasto. Se
pone nerviosa. Quisiera que pudieras aceptarlo.

A: No lo acepto - dijo, sin la ligereza con que a veces emitía sus declaraciones -. Por ti debería ser capaz
de hacerlo.

Esther sintió deseos de gritar al oír esto. Todos aquellos «debería»... que no existen. No hay más
que «es» y «son». La realidad: toda su vida se desenvolvía sobre esa premisa. Y la realidad de Vero y un
contestador era que no podría usarlo.

E: Pues bien, no puede - dijo secamente, lamentando su tono de voz -. Por favor, no discutamos de ello.
El día ya ha sido bastante ajetreado.

Se oyó el silbido de la cafetera, y Antonio regresó a la cocina. Esther se reunió con él, buscando su
brazo para orientarse y besarle en la mejilla. Él sonrió de un modo paternal aunque sombrío.

A: Entonces no hablemos de ello, pequeña, no lo hagamos más, pero sigo diciendo que debería dejarte un
mensaje -. Esther exhaló un suspiro.

E: Prepárate el café, Antonio. He preparado algo que irá muy bien con él. Para ti -.Se dirigió al otro
mostrador, y aunque el tono de su voz era ligero, tenía el ceño fruncido. No le dejaría que tuviera la
última palabra, no cuando se trataba de Vero -. Y las cartas están bien. Olvídalo. Además, siempre te
tendré a ti para que me las leas, ¿eh? -.Se volvió para sonreírle por encima del hombro.

A: Sí, siempre me tendrás para leértelas -. Pero no olvidaría las cartas. No olvidaría nada de aquello.

A: Sí, siempre me tendrás para leértelas -. Pero no olvidaría las cartas. No olvidaría nada de aquello.

Maca detuvo su coche en el sendero de grava, ante la imponente casa de estilo barroco. Mediaba
el mes de abril, casi tres semanas después de que se hubiera producido en su vida un insólito encuentro
con una mujer ciega. No tardaría en oscurecer. Había pospuesto todo lo posible su salida del lujoso
apartamento que ocupaba en el barrio residencial de Madrid, y sólo había empezado a pensar en dirigirse
al circundante campo cuando el reloj sobre la repisa de la chimenea señaló las ocho y media, exigiéndole
que se pusiera en marcha si quería llegar a tiempo. La puntualidad era una obsesión en su familia. Si
quería ahorrarse los reproches de su madre y el farfullo de su padre sobre las virtudes de la puntualidad,
tenía que ponerse en camino.
Bajó del Jaguar y se encaminó a la pesada puerta con paneles, golpeando con el gran picaporte de
latón. Cuando se abrió la puerta, entró, pasó por el lado del mayordomo y estaba a punto de saludarle
cuando oyó el vivo taconeo de su madre por el suelo de pizarra gris.

R: Llegas tarde, Maca - observó, alzándose sobre las puntas de los pies para besarle desapasionadamente
en la mejilla.

M: Sólo un poco - dijo y le devolvió la requerida caricia.

R: Eso lo estropea todo. Son casi las nueves y vamos a cenar dentro de media hora. Apenas tendremos
tiempo para hablar. Ven, tu padre te está esperando en la biblioteca.

Maca detestaba aquellas cenas familiares, que eran pomposas y complicadas, como todo lo que se
relacionaba con los Wilson. Sin embargo, había aceptado con resignación la invitación formulada por
teléfono, pues había transcurrido mucho tiempo desde su última visita, y además tenía que hablar con su
padre de ciertos asuntos.

Entraron en la biblioteca, una sala con las paredes forradas de madera, dos de ellas cubiertas de
libros encuadernados en piel. Su padre estaba sentado en un sillón junto a la chimenea.

M: Lo sé - dijo, con una expresión de mansedumbre mientras cruzaba la lujosa alfombra -. Llego tarde.
¿Cómo estás, papá? - le preguntó mientras se inclinaba para besarle en la mejilla.

P: Estoy bien - dijo e hizo una seña a su hija mayor para que se sentara. Su delgado cuerpo parecía
perdido en el gran sillón. En otro tiempo había sido robusto, pero la edad y una salud decadente lo habían
reducido. Sin embargo, sus ojos azules no habían perdido nada de su agudeza, y aquilataron a Maca, que
iba impecablemente vestida -. Tienes buen aspecto.

M: Sí, estoy perfectamente.

P: Eso es bueno. ¡Carmen! - Alzó una mano llena de abultadas venas para llamar a la ama de llaves -. Trae
vino y agua - le ordenó. Entonces miró a Maca -. Toda vía tomas vino, ¿verdad?

M: Sí.

Pedro hizo un gesto de asentimiento a Carmen y le observó mientras se marchaba antes de


volverse de nuevo a Maca.

P: ¿Dónde estabas? -. Maca enarcó las cejas.

M: ¿Qué quieres decir?

P: Has admitido que llegas tarde.

M: Tenía varias cosas que hacer - mintió. Su padre reprimió un suspiro.

P: Tú y Enrique siempre estáis demasiado ocupados para llegar a tiempo. ¿Y si...?

M: Déjalo - dijo en tono tenso -. Ya estoy aquí. Y además, ¿dónde está Enrique? Pensé que tendría que
soportar también el placer de su compañía.
R: Ha salido - terció y se llevó la copa de jerez a los labios. El descuido y los estragos del pesimismo
habían marchitado la belleza en otro tiempo extraordinaria de aquella mujer -. Ha ido a ver a una mujer, y
de excelente familia, por cierto -. Sonrió débilmente -. Nos ha dicho que es encantadora.

Maca aceptó la copa que le ofrecía Carmen y, cuando ésta volvió a desaparecer, dijo con
sequedad:

M: Si no estuviera con una mujer estaría jugando al póquer.

P: Sus gastos son exorbitantes - observó frunciendo el ceño.

M: Quiero hablar contigo de eso. Me ha hecho una proposición y me ha pedido que la comente contigo.

P: Después de cenar - se apresuró a decir -. Las proposiciones de Enrique nunca sientan bien con el
estómago vacío.

No le pareció extraño que Enrique no le hubiera hablado directamente del asunto, a pesar de
que compartían el mismo techo. Maca era la hija mayor, y estaba bien que canalizara todos los asuntos
financieros. Así ocurrió también en la propia generación de Pedro, el cual había transmitido la costumbre.

P: Hablemos de ti - propuso a su hija -. ¿Estás relacionada con alguien?

La secuencia era predecible: una diatriba por su tardanza, unas breves observaciones sobre lo
mucho que gastaba Enrique, con alguna alusión a la propia extravagancia de Maca, para centrarse luego
en sus perspectivas matrimoniales. Maca se preguntó por enésima vez por qué no se casaba con alguien
para librarse de la molestia de aquellos interrogatorios. Se movió en el incómodo sillón y apuró su copa.

M: Estoy tan relacionada como siempre - respondió con indiferencia.

R: Ya has cumplido los cuarenta, Maca - observó en tono de reproche.

M: Gracias por recordármelo - replicó y se levantó -. Voy a buscar otra copa. En seguida vuelvo.

Cuando regresó, Pedro estaba sentado con sus delgadas piernas cruzadas y una sonrisa indulgente
en el rostro. Cogió de nuevo el hilo de la conversación como si Maca no la hubiera interrumpido
bruscamente cuando se levantó.

P: Una mujer no es tan mayor a los cuarenta para seguir soltera - concedió con un aire paternal que no
encajaba muy bien con su figura -. Yo tenía más o menos esa edad cuando al fin me case contigo, Rosario
-. Entonces miró Maca -. Pero es hora de ir pensando en ello. Maca, ya has hecho la calavera durante
bastante tiempo. Hay otras consideraciones.

Ah, sí, ahora las consideraciones. Maca agitó su vaso, mirando con expresión hosca los cubitos de
hielo antes de enfrentarse a su padre.

M: ¿Como el hecho de que al final seré demasiado vieja para tener un hijo? - Tomó un largo trago,
mirando a su padre por encima del borde del vaso -. Eso sería una desgracia, ¿verdad? No habría nadie
que llevara el precioso nombre de Wilson.

R: No seas grosera, Maca - le amonestó su madre.


M: Perdona.

P: Eso es muy exacto - respondió sin inmutarse -. Ha habido muchas generaciones de Wilson y habrá
muchas más. Tengo mis dudas de que Enrique llegue nunca a nada. Para ser franco, estoy convencido de
que no llegará. Pero tú eres diferente. Algún día todo será tuyo. Eres la hija mayor, y las cosas han de
hacerse como es debido.

M: Naturalmente - dijo con marcada ironía, entrecerrando los ojos. Ya no podía seguir jugando a aquella
charada, disimular más lo desagradable que encontraba todo aquello. ¿O era quizá que hasta entonces no
se había dado cuenta de hasta qué punto le repugnaba todo aquello? Fuera lo que fuese, ya no pudo
eliminar el tono acerbo de su voz -. Dios no quiera que los Wilson desaparezcan de la faz de la tierra,
porque eso sería un golpe terrible para la humanidad -. La expresión de su padre se endureció.

P: Esa observación era innecesaria.

M: ¡Toda esta conversación es innecesaria! - estalló entonces.

P: Debería serlo, en efecto - replicó con suavidad -. Ya sabes cuáles son tus responsabilidades. No debería
tener que decírtelo -. Entonces sonrió, con su sonrisa de hombre viejo y cansado, su cabello cano brillante
bajo la luz de la lámpara -. Maca, hay muchas mujeres a tu alrededor. Elige una.

M: ¿Y tendré que informarme primero de su pedigrí? ¿Cómo te gustaría? Oh, de sangre azul,
naturalmente. ¿Alguna preferencia con respecto al color del cabello y los ojos? ¿La forma de las piernas?
¿La esbeltez y elegancia de la figura? No, claro que no. Eso es asunto mío. Lo único importante es que
me asegure de que pertenece a la casta apropiada para la perpetuación de nuestra línea. ¿De acuerdo?
Pues bien, te advierto que no puedo garantizar la calidad del carácter de mis vástagos. Podrían ser lo
bastante desgraciados para heredar algo de mí.

Tras pronunciar estas ácidas palabras, se levantó y, con semblante hosco, se encaminó a la
chimenea. Pedro no reaccionó. No comprendía muy bien a su hija, pero estaba acostumbrado a ella. Solía
tener aquellos arranques, aunque en general no eran tan vituperativos.

P: Estoy seguro de que sabes lo que es conveniente - dijo con calma.

Maca giró sobre sus talones, las manos en los bolsillos de los pantalones, echando atrás la
chaqueta, y sus facciones endurecidas por el enojo.

M: Alguien perfecto en todos los aspectos, ¿verdad? ¡Maldita sea, vuestro modo de ser me repugna!

R: ¡Maca! - exclamó.

P: Déjala - ordenó incorporándose -. Ve a ver cómo está la cena, Rosario -.Observó cómo su mujer se
levantaba y salía a paso vivo de la habitación sin dirigir una mirada a ninguno de los dos. Entonces se
volvió hacia Maca, la cual se frotaba la frente -. Ahora dime, ¿qué te ocurre? -. Maca alzó la vista.

M: Por favor, no me vengas con preocupaciones paternalistas. Ya es un poco tarde para eso y no te queda
muy bien.

Mientras hablaba, ahora en un tono casi de fatiga, su mirada volvió a posarse en el vaso que
sostenía en la mano.
P: Ya sé que no nos entendemos, Maca. No sueles estar de acuerdo conmigo. Me doy cuenta de que tienes
tus razones para no querer que te fuercen a un matrimonio que podría ser estrictamente de conveniencia, y
quizá pueda comprender eso más de lo que tú crees. Pero nuestra posición social exige ciertas cosas, y
creía que eras consciente de ello. En todo caso, pensé que podría hacerte entrar en razón. ¿Qué significa
esta actitud? ¿Hay algo que te presiona?

M: No me presiona nada. Tan sólo estoy cansada.

P: ¿De qué? -. Aquella era la pregunta perfecta. ¿De qué? De todo.

M: Ya sabes que llevo una vida febril - dijo secamente - y eso agota a una persona.

Entonces trató de sonreír, porque ya era hora de que enfundaran las espadas, pero Pedro no estaba
dispuesto todavía a hacerlo.

P: Quiero saber qué significa tu observación - dijo mirándola de hito en hito.

M: ¿Cuál de ellas? - inquirió cansadamente.

P: La que daba a entender que ser una Wilson es algo censurable..., que nos encuentras reprensibles. Te
has beneficiado mucho por haber nacido en esta familia, de lo que yo y las generaciones que me han
precedido se esforzaron por preservar para ti -. Maca se echó a reír.

M: Muchas gracias por todo. Estoy segura de que esa circunstancia me ha sido muy provechosa -. Pedro
meneó la cabeza.

P: Pareces tener algún problema personal que te impulsa a hacerte daño y atacarnos, y que no deseas
comentar. Eres adulta, así que habrás de resolverlo por ti misma, pero no intentes achacar tu descontento
al hecho de ser una Wilson. Has sido libre para hacer lo que quisieras, y si en este momento no estás
satisfecha por algo, es tu problema. Ahora olvidaremos esta conversación, pero no olvides que el tiempo
pasa y hay cosas que debes hacer.

Dicho esto, Pedro se volvió para abandonar la sala. Maca le observó mientras salía, con los ojos
velados, y luego apuró su copa antes de seguirle al comedor. La discusión había empezado peor que otras
veces, en primer lugar, aquella noche ella no había tenido ningún deseo de discutir, y estaba segura de que
las cosas no harían más que empeorar.

PD: Tenemos que tener en cuenta que Maca tiene 40 años, por lo que los padres tienen más que asumido
que le gustan las mujeres.

Dicho esto, Pedro se volvió para abandonar la sala. Maca le observó mientras salía, con los ojos
velados, y luego apuró su copa antes de seguirle al comedor. La discusión había empezado peor que
otras veces, en primer lugar, aquella noche ella no había tenido ningún deseo de discutir, y estaba segura
de que las cosas no harían más que empeorar.

Esther y Antonio seguían acudiendo diariamente al Club de Caza, y Maca se acercaba siempre a
hablar con ellos. Ya no cometía los errores del principio, y antes de hablar tocaba el brazo a la joven para
no sobresaltarla. Comentaba los progresos que hacía como amazona y, entre risas y bromas, la alentaba a
perfeccionarse.
Una tarde primaveral, tras haber charlado como siempre junto a la valla de la pista, Maca se quedó
un momento silenciosa y pareció titubear. Encendió un cigarrillo y miró el rostro sonriente de Esther.

M: Se me estaba ocurriendo que ya es hora de que conozca algo más que las pistas de entrenamiento...
Creo que el restaurante sería el lugar ideal para empezar. ¿Puedo invitarla a almorzar?

Había pensado en ello durante la semana que siguió a la cena en casa de su familia. Ya era hora de
conocer mejor a aquella mujer y de poner fin a la persistente fascinación que le había hecho reorganizar
su vida en las últimas semanas a fin de coincidir con ella cuando acudía a las pistas del club al atardecer.
Las demás mujeres de su vida iban y venían como siempre; eso era algo que Esther no había afectado,
pero le había influido en otros aspectos, reteniendo su atención de una manera indefinible, hasta tal punto
que sentía la necesidad de poner fin a aquella retención y sentirse libre de nuevo.

A Esther le gustó la idea de comer con ella, pero tenía que pensarlo un poco antes de aceptar. No
quería rechazarla, pero sus circunstancias requerían que no se precipitara sin examinar un poco las cosas.
Además, el horario era un problema; sólo eso pondría fin a la cuestión de si debía aceptar o no.

E: Se lo agradezco, pero es realmente difícil para mí. Verá, no estoy libre hasta primera hora de la tarde.

M: Bueno, podemos almorzar a la hora que a usted le vaya bien. ¿Mañana? - le apremió.

E: No sé si...

A: Es una idea excelente, querida - intervino -. Necesitas un respiro de toda esta tenaz actividad, y no
digamos de la compañía de un viejo como yo. Y mis alergias también necesitan un respiro - añadió sin
pensarlo, pero en seguida se dio cuenta -. ¡No es que ponga objeciones, naturalmente! No, no, en
absoluto.

M: Entonces quedamos de acuerdo - dijo aprovechándose de la inesperada ayuda de Antonio -. Mañana -.


Esther se echó a reír. No podía hacer nada contra los dos.

E: De acuerdo. Acepto encantada.

M: Iré a recogerla.

E: No - dijo rotundamente -. Nos veremos aquí. Tomaré un taxi.

M: Esther... - empezó a objetar.

E: Lo hago continuamente, Maca - le interrumpió en tono sosegado pero autoritario -. Por favor, puedo
arreglármelas perfectamente. ¿Le parece bien a las dos?

Maca se quedó mirándola pensativa un momento; y entonces cedió, porque no tenía otra elección.

M: Sí, a las dos está bien.

M: Sí, a las dos está bien.

E: No tiene por qué preocuparse tanto, Maca, no voy a chocar con nada - le dijo tras descender del taxi y
aceptar el brazo que ella le ofreció ansiosamente.

M: ¿Tan evidente resulta mi preocupación?


E: Sólo para mí - dijo y se echó a reír -. No tiene que tomar ninguna precaución especial. Puedo seguir su
movimiento y saber si viene algo de frente. Sólo tiene que informarme de si hay escalones y los giros a la
derecha o a la izquierda -. Maca rió también.

M: Perdone. Soy inexperta en estas lides, pero le prometo que seguiré sus instrucciones al pie de la letra.

Entraron en el restaurante del club y Maca prescindió de los servicios del camarero,
acompañándola a su mesa habitual junto a la ventana. Retiró la silla para que ella se sentara, pero la joven
tenía sus propios métodos y, al igual que para todo lo demás, necesitaba tocar y palpar. Con su galantería,
Maca estuvo a punto de echarlo todo a perder, haciéndola sentarse en el aire, pero ella salvó la situación
con una destreza nacida de una larga experiencia. Por primera vez en muchos años, Maca sintió que se
sonrojaba, azorada.

E: La próxima vez sólo tiene que colocar mi mano en el respaldo de la silla, y yo haré el resto - le dijo
sonriente.

M: De acuerdo - respondió, superando rápidamente su incomodidad -. ¿Le apetece beber algo?

E: Sí, no estaría mal un poco de vino.

Mientras Maca llamaba al camarero, Esther escuchó las suaves notas que brotaban de los discretos
altavoces del techo. Era una melodía de Chopin que producía una atmósfera agradable, bastante
romántica, al mezclarse con el rumor apagado de las conversaciones, los tintineos de la plata y la
porcelana que retiraban de una mesa vecina, el sonido de la voz de Maca que hablaba con el camarero y
se removía un poco en su silla, tapizada en cuero suave, como la suya, a juzgar por el leve crujido. Desde
hacía veinte años, el suyo era un mundo de sonidos, aromas, movimientos e intuiciones. Y ella lo
utilizaba, transformando los inconvenientes en ventajas siempre que podía.

Cuando el camarero se marchó, sonrió a su acompañante y entrelazó las manos sobre la mesa.

E: Bien, hábleme de usted, Macarena Wilson.

Ella estaba encendiendo un cigarrillo y su mano quedó inmóvil en el aire. Soltó una breve risa.

M: Soy yo quien ha de pedirle eso - le dijo un tanto sorprendida.

E: No, me corresponde a mí - replicó ella con seguridad.

M: Los tiempos han cambiado, y parece que no me he dado cuenta hasta ahora.

E: Es posible - concedió y entonces, sin la menor coquetería, le explicó -, usted tiene ventaja, ¿sabe? Por
lo menos ya conoce algunas cosas básicas sobre mí. Cuál es mi aspecto, por ejemplo. Todo lo que yo sé
de usted es su condición de uno de los miembros más «ilustres» de este club, como recuerdo que la
presentó Javier. ¿No cree que eso me da derecho a que me informe usted primero?

M: Naturalmente - dijo mirándola fijamente -. ¿Qué le gustaría saber?

E: Quién es usted, de dónde viene, qué hace -. Ella se echó a reír.

M: Creí que iba a preguntarme cuál es mi aspecto.

E: ¿Y qué me habría dicho?


M: Que soy bajita, gorda y muy poca atractiva.

Esther oyó los movimientos del camarero, que había llegado con los vasos, y aguardé hasta que se
fue.

E: Eso no es cierto.

M: ¿Cómo lo sabe?

E: No es bajita. Lo sé por varias razones. El nivel de su voz, por ejemplo, que está muy por encima de mí,
el hecho de que su brazo está más alto que el mío. Y además, cuando le convencí de que no iba a darme
un trastazo y usted volvió a usar su paso normal casi lamenté haberle dicho que caminara naturalmente.
Las mujeres bajitas no tienen una zancada tan larga.

M: Un buen trabajo de detective - le dijo sin pensar.

E: No sea tonta, Maca - replicó sin sonreír -. Así es como tengo que vivir.

Maca disimuló la incomodidad que volvía a sentir tomando un largo trago de whisky. Lo había
encargado sin hielo ni agua, y ahora sabía por qué. Dejó el vaso sobre la mesa y miró directamente a la
joven.

M: ¿Y el resto? Lo de que soy gorda y poca atractiva -. El tono de su voz reflejaba un ligero fastidio.

Ella era muy sensible a los matices de tono y humor, e inclinó la cabeza.

E: Lo siento. No he debido decir eso, pero he sido sincera. Es mejor que esté prevenida, porque se
requiere cierto tiempo para acostumbrarse a mí -. Maca se reclinó en su silla y sonrió tristemente.

M: Ha sido culpa mía. Un espadachín diestro nunca puede parar la estocada de un zurdo sin cierta
práctica. Pero no se preocupe, porque aprendo con rapidez.

La risa franca de Esther recompensó estas palabras, y ella echó una breve mirada a la corriente de
personas que entraban y salían por las puertas del comedor. A pesar de que era un flujo continuo, la sala
aún no estaba llena.

E: Muy bien. Ahora hábleme de usted.

M: ¡Oh, no! Todavía no hemos terminado. Aún tiene que decirme por qué no cree que soy gorda y poca
atractiva.

Se preguntó por qué insistía tanto en aquello, pero la joven aceptó su iniciativa.

E: De acuerdo. La verdad es que no tengo muchos datos para estar segura. Sólo puedo suponer que no es
gorda, porque parece muy ágil cuando anda. No olvide que tengo unos sentidos bastante más
desarrollados de lo que usted podría sospechar, y que puedo tener una idea muy exacta del movimiento
cuando camino cerca de alguien. En cuanto a lo otro, bueno... -. Titubeó por primera vez, lo cual,
curiosamente, agradó a Maca.

M: De acuerdo, ha salido del apuro. No soy gorda, en efecto, y en cuanto a lo otro, bueno... - Repitió la
vacilación de su acompañante -. Eso habrá que verlo - concluyó con una sonrisa enigmática.
E: Ande, empiece a contar -.En sus mejillas aparecieron unos hoyuelos mientras le dirigía una sonrisa de
aliento.

M: ¿Por dónde?

E: Por donde quiera.

M: Muy bien. Digamos que nací, me crié y eduqué en Cádiz.

E: ¿Ah, sí? Yo también.

M: ¿Dónde?- le preguntó con interés, tomando un sorbo de whisky -. Vio que ella hacía un movimiento
hacia su vaso de vino -. Tome - dijo abruptamente, tendiendo la mano para darle el vaso y en su
apresuramiento volcó el salero de cristal, que tintineó contra la mesa -. Diablos - dijo entre dientes,
enderezándolo. No sólo estaba actuando como una escolar, sino que también se sentía como si lo fuera.

Esther suspiró. Así que, después de todo, iba a dar comienzo lo que siempre sucedía. Había
confiado en que ninguna de las dos tendría que pasar por ello. Pensó que era una soñadora.

E: Maca...

M: ¡No, no! - dijo con irritación, alzando la mano -. No ocurre nada. Sólo un pequeño accidente sin
importancia.

No estaba segura de hacia quién se dirigía su irritación. ¿Hacia Esther? Sería injusto. ¿Hacia ella?
Era lo más probable.

E: Escuche, Maca. No se preocupe tanto y los dos nos sentiremos mucho mejor. Debería haberle dicho
esto antes, pero cometí la estupidez de no hacerlo. He venido preparada con una serié de instrucciones, y
en un momentito se las recitaré -. Le dirigió una cálida sonrisa y empezó -. Hemos terminado con «Qué
hacer cuando una saca a Esther de paseo». Ahora vamos a ocuparnos de «Qué hacer cuando una lleva a
Esther a comer». Tengo mi pequeño territorio delante de mí. Aunque usted no lo haya notado, he
localizado todas las cosas y puedo utilizarlas sin ningún problema. Cuando me dan algo nuevo, me
oriento, y en caso de que no pueda orientarme, pregunto. Usted podría decirle al camarero que, cuando
deje mi plato sobre la mesa, se asegure de que lo que haya de cortar esté directamente delante de mí. ¡De
lo contrario es un verdadero fastidio llenarme la falda de guisantes voladores! Si tengo algún problema, se
lo diré. De lo contrario, considere que la situación está bajo control. Fin de la lección -. Se detuvo,
manteniendo en suspenso toda emoción. Era un momento crucial.

Ella no dijo nada durante largo rato, llena de emociones conflictivas. Había planeado el almuerzo
para disipar la idea de que aquella mujer no era diferente de cualquier otra que hubiera conocido, excepto
por un pequeño problema de falta de visión que, superficialmente, casi parecía carecer de importancia, a
juzgar por su manera de desenvolverse. Se limitaba a agasajar a una conocida que no le afectaba de un
modo distinto que cualquiera de las otras mujeres, excepto que hasta entonces se las había arreglado para
azorarle, divertirle y sorprenderle. Y ahora aquello. Se sentía más conmovida de lo que jamás habría
podido sospechar. ¿Cuánto tiempo le habría llevado preparar aquel animado compendio calculado para
definir límites y tranquilizar a los demás al mismo tiempo?

E: Está muy callada - observó doblando su servilleta.

M: Si, lo sé. Me he quedado sin saber qué decir, porque es usted muy notable.
E: No, no lo soy. Simplemente hago lo que tengo que hacer -.De repente sintió una sospecha alarmante;
no había notado en la voz de Maca el desconcierto o desaliento que ella esperaba, lo cual significaba una
de dos cosas: aceptación o... - ¡Dios mío, Maca! Le he hecho sentir lástima de mí. ¡No! - exclamó casi
enojada. Apretó los labios e hizo ademán de levantarse -. ¡Me marcho!

Era un movimiento experto y no había peligro de que sacudiera la mesa, pero Maca alzó la mano
y la cogió por la muñeca, en parte a sostenerla, pero más bien para forzarla a sentarse de nuevo.

M: ¡Basta! ¡Siéntese! No tengo intención de dejarla marcharse en este momento, y además, no me gusta
la idea de ser responsable de que pueda ocurrirle si sale contoneándose precipitadamente de esta sala.

Esther se sentó lentamente, asombrada, y entonces se echó a reír. Maca la imitó, por lo cómico de
la observación que había hecho sin pensar y porque vio que la joven estaba realmente divertida. Por fin
ella se dominó y puso ambas palmas sobre la mesa.

E: ¡Es asombroso que pueda decirle una cosa así a un ser considerado tan patético como una mujer ciega!

M: Usted no tiene nada de patético, Esther, y aunque me gustaría apuntarme el tanto de haber devuelto
por fin un poco de equilibrio a este almuerzo hasta ahora desastroso, confieso que he hecho esa
observación sin pensar.

E: Tanto mejor - dijo alegremente -. Hace bien en no considerarme patética, porque no lo soy. ¿Tendría la
amabilidad de leerme el menú? ¡Estoy hambrienta!

Ella así lo hizo, y encargó el menú elegido al camarero. Entraron conocidos que se detuvieron
junto a su mesa para hablar, y cuando se quedaron a solas de nuevo, Esther cogió su copa de vino y sonrió
afablemente.

E: No ha terminado de hablarme acerca de usted -. Maca la miró con cierta exasperación.

M: Debe darse cuenta de que no es tan fácil decir cosas de una misma. Pensaba ofrecerle un breve
resumen, pero no he tenido tiempo de componerlo.

E: De acuerdo, le echaré una mano. ¿Por qué es uno de los miembros más ilustres de este club?

M: No se anda con rodeos, ¿eh?

E: No puedo permitírmelo. Todo el mundo tiene el beneficio de lo que puede ver para hacer deducciones.
Yo no puedo hacer eso. Si me quedara sentada en mi pequeño mundo esperando que alguien me ofreciera
la información que podría interesarme, estaría ahí hasta el día del juicio sin estar más informada -. Maca
rió para sus adentros y tomó otro trago antes de responder, de nuevo evasivamente.

M: Soy ilustre porque los Wilson lo son.

E: ¿De veras? - ignoró el tono irónico y ladeó la cabeza, interesada -. ¿Por qué?

M: Lo son, simplemente.

E: Eso no es una respuesta.


M: ¿Qué quiere que diga, Esther? - inquirió frunciendo el ceño -. De acuerdo, somos ilustres porque
tenemos dinero a espuertas y lo gastamos de una manera que revolvería el estómago a la mayoría de la
gente. ¿Le sirve eso como respuesta?

E: Si es cierto, sí - se limitó a decir.

M: Muy bien, pues es cierto - dijo malhumorada.

E: Magnífico. Estamos haciendo progresos. Sigamos adelante. ¿A qué se dedica?

M: No doy golpe.

E: ¡Maca! - exclamó con risueña incredulidad.

M: Es cierto. No necesito hacer maldita cosa. Estoy cargada de dinero, ya se lo he dicho.

E: Está de broma.

M: No lo crea. A veces juego, haciendo ver que trabajo. Reviso los informes anuales de algunas de las
empresas Wilson y encontrará ahí mi nombre, en la cabecera de la lista. Presidenta del consejo, nada
menos.

Ella le escuchaba llena de interés, con una leve sonrisa, preguntándose qué motivos tendría
aquella mujer para mostrarse tan despectiva.

E: ¿Qué tiene eso de malo?

M: Son puestos que carecen por completo de significado - admitió -. Requieren que me presente un día
determinado en una sala de juntas concreta y ocupe mi lugar habitual a la cabecera de una larga mesa ante
la que tengo el placer de sentarme durante tres o más horas escuchando a algún ejecutivo estúpidamente
entusiasta parlotear acerca de cifras de pérdidas y beneficios y trazar complicadas fórmulas que ni
entiendo bien ni me interesan lo más mínimo en una pizarra que chirría y va recorriendo la sala mientras
él escribe. Y entre tanto permanezco sentada y reteniendo a los demás mediante mi estimada presencia,
confiando en que nadie se dé cuenta de que estoy haciendo garabatos en el bloc de papel que tengo ante
mí, mortalmente aburrida. ¿Sabe? A veces sospecho que esas condenadas reuniones son responsables de
las grandes cifras de pérdidas que no dejan de crecer. Después de todo, siempre hay un bloc nuevo de
papel tamaño folio ante cada asiento y a su lado un afiladísimo lápiz del número dos. Cada vez, sin
excepción. ¡Debe de costar un ojo de la cara! Y eso sin mencionar el salario de la pobre secretaría
bobalicona que probablemente se presenta antes y hace horas extras para poder afilar todos esos lápices y
recoger los blocs, esos blocs que nadie utiliza -. Esther no podía contener la risa.

E: Hace que parezca muy divertido.

M: Así es. Patéticamente divertido - dijo con expresión sombría.

E: ¿Eso es lo que ha hecho siempre? - preguntó con interés, apoyando el codo en la mesa para que la
barbilla reposara en la mano.

M: No, una vez intenté dirigir una de esas empresas - dijo en voz baja, con los ojos velados -. Fue hace
años.
Era otra sorprendente admisión para Esther, ella no solía comentar aquel tema. Algo en su tono de
voz hizo que la joven se enderezara y recorriera con un dedo el borde de su vaso de agua.

E: ¿No le gustaba? -. Maca apoyó un antebrazo en el borde de la mesa y se inclinó ligera mente hacia
delante.

M: Lo odiaba. El clima entre cuatro paredes no me sentaba bien y tampoco estaba de acuerdo con el clima
del negocio. Toda la época en que yo dirigí la empresa se caracterizó por los números en rojo -. Se reclinó
en su asiento y apuró el resto del whisky. Sabía mucho más de lo que le interesaba admitir acerca de
aquellas complicadas fórmulas de la pizarra, cómo funcionaban o, con más precisión cómo no
funcionaban, cómo una mujer atrapada en un ambiente que no era el suyo no podía hacer con ellas juegos
malabares para enderezarlas de nuevo. Fueron cuatro años interminables, dolorosos para todos los
implicados -. Así que decidí poner fin a aquella sangría y seguir mi propio camino irresponsable. Sólo
ocupé los puestos que le he mencionado cuando mi padre se hizo demasiado viejo, o se aburrió
demasiado de ellos. Pero en cualquier caso fue un resultado inevitable. Sólo un Wilson dirige una
empresa Wilson. Cualquier otra cosa sería inaudita.

E: ¿Y cuando dejó la empresa...?

M: Viajé mucho - dijo con impaciencia, deseosa de poner fin a aquel tema -, hice cosas diversas y
superficiales..., nada, en realidad. Ya se lo he dicho. Créame -. Esther inclinó la cabeza. No era su
intención hacer que se sintiera incómoda.

E: ¿Tiene hermanos? - le preguntó abruptamente.

M: Tengo un hermano, y si cree que soy una despilfarradora sin freno, ¡espere hasta conocer a Enrique!

E: No creo que sea usted una despilfarradora sin freno.

M: Gracias, pero eso no puede saberlo.

E: Tiene razón - se limitó a decir sonriente.

Llegó el camarero con los platos y ahorró a Maca la necesidad de hacer más comentarios.
Comieron en relativo silencio, Maca mirándola discretamente. Ella era muy segura y metódica en el uso
de los cubiertos, y con excepción de sus cuidadosos movimientos, no se diferenciaba de cualquier otro
comensal en el restaurante. Al fin retiraron los platos, les sirvieron el café y Esther sorbía en silencio el
suyo cuando Maca habló.

M: Bueno, señorita García, ahora le toca a usted.

E: ¿Por dónde debo empezar?

M: ¿Ve como no es fácil? - replicó.

E: No, no lo es.

M: Ha dicho que se crió en Cádiz. ¿Dónde? -. Aquel era uno de sus temas favoritos, y Esther sonrió.

E: En Jerez de la Frontera.
M: Ah, sí, tiene un paisaje precioso - dijo y se interrumpió con brusquedad -. Esther, yo... - empezó a
decir azorada.

Esther sabía con exactitud lo ocurrido. Siempre les pasaba a las personas que no estaban
habituadas a hablar con ella y creían que es necesario calificar todas las palabras. Se apresuró a
tranquilizarle, rechazando su imaginario paso en falso con un movimiento de la mano.

E: No se preocupe. Tiene razón, es un paisaje precioso, y vivíamos en medio de él, al pie de los viñedos.
Nuestra propiedad era muy extensa, con campos y pastos, y una parte de la ladera del monte. Siempre me
pareció que la primavera era lo mejor en aquel lugar, la estación más excitante. ¡Era como si todo
estallara! Los árboles, los campos, todo tan maravillosamente verde y espectacular. Teníamos un campo
que ascendía hacia la colina, y podías subir allí y ver el paisaje hasta varios kilómetros a la redonda.
Tenías la impresión de estar contemplando una colcha de retales, con tantos tonos diferentes de verde y
amarillo y manchas de color brillante que eran las casas y los pajares, y aquellos viejísimos silos de grano
que se alzaban aquí y allá. ¡Ah, no puede haber nada como aquello en el mundo!

Maca no se había dado cuenta de que estaba reteniendo el aliento hasta que lo expulsó cuando ella
hubo terminado. No había estado preparada para aquel relato.

M: Usted... no siempre ha estado... - intentó decir, de nuevo azorada.

E: ¿Ciega? Dígalo, Maca, no pasa nada. No, no siempre he estado ciega -.Ella no supo cómo continuar, y
Esther percibió su confusión y se apresuró a proseguir, pues quería evitar otras preguntas que no deseaba
responder todavía -. A los diez años sufrí un desgraciado accidente. Pero hay cosas que no pueden
desaparecer jamás, y conservo esos recuerdos. Siempre he sido observadora y de niña tenía una
curiosidad ilimitada lo cual me ha sido muy útil, porque ahora tengo muchas cosas atesoradas que puedo
ver en mi mente -. Sonrió abiertamente y añadió -. En fin, allí es donde vivíamos. Era una bonita casa,
vieja, grande y laberíntica, en la que todo estaba muy raído. Cuando llegamos Vero y yo... Vero es mi
hermana, el dinero de los García se había evaporado y no quedaba más que la casa y el terreno. Era
bastante difícil mantener el antiguo nivel de vida. Vero solía llamarlo una pobreza decorosa, y supongo
que tenía razón, pero no me importaba. Aquella finca me encantaba, y sufrí mucho cuando la vendieron.

M: ¿Por qué la vendieron?

Ella supo por el tono de su voz que Maca diseccionaba cada palabra, y aunque no quería
desconcertarle, no podía evitar una vacilación infinitesimal. Aquel era otro tema doloroso.

E: Mis padres fallecieron - dijo en voz baja.

M: Lo siento -. Percibió en ella una nueva clase de vulnerabilidad. Inclinaba la cabeza hacia la mesa, los
labios ligeramente apretados -. ¿Cuándo ocurrió?

E: Hace cuatro años. Fue en un accidente de coche.

Pensó que los accidentes abundaban en su familia y notó un atisbo de depresión. Alzó un poco la
cabeza.

M: Lo siento - repitió -. ¿Estaba muy compenetrada con ellos?

E: Sí, mucho. Eran..., eran unas bellísimas personas. La verdad es que no estaría ahora donde estoy si no
hubiera sido por ellos, sobre todo por mi madre. Gracias a ella puedo ser tan independiente -. Lo dijo con
auténtico orgullo, tanto por ella como por la mujer que había sido su puntal y su amiga -. ¿Sabe? Nunca
me trataron como si fuera diferente. Gracias a Dios, nunca me mimaron ni me cuidaron más de la cuenta.
Eso es desastroso. A veces esa falta de protección les hacía parecer insensibles, pero no lo eran, en
absoluto. Así es como debe hacerse, y hoy, en esta era tecnológica, hay muchas cosas que ayudan a los
ciegos a salir adelante y adaptarse. Ellos se preocuparon de proporcionarme todas esas ayudas. Fui a
ciertas escuelas, pero sólo por poco tiempo. La mayor parte de mi adaptación la conseguí en casa. Luego
fui a la escuela normal, y no me distinguía de los demás, salvo en que hacía mis cosas de un modo algo
distinto. Sí, fueron unas personas únicas.

M: Y su hermana... ¿Ha dicho que se llama Vero? -. Quería saberlo todo de aquella mujer que hablaba con
tanta franqueza, con tal serenidad de una vida que ella no podía imaginar. Esther sonreía de nuevo
afectuosamente.

E: Sí, Verónica es su nombre. Oh, Vero era maravillosa. Hacía todo cuanto se le ocurría. Era importante
para ella.

M: También estaban muy unidas, ¿verdad?

E: Sí, siempre lo estuvimos. Desde luego, ahora que somos adultas nuestras vidas han seguido caminos
muy diferentes. A Vero le gusta viajar. Obtuvimos algún dinero con la venta de la granja, y me alegro de
que bastara para que ella pudiese realizar sus deseos. No tengo noticias suyas con tanta frecuencia como
quisiera, ¡pero es que tendría usted que conocer a Vero!

Se echó a reír. Sí, la jovial y atareada Verónica, amante de la diversión, que apenas tenía tiempo en
su agitada vida para escribir. Esther confiaba en que le escribiría su dirección. Pero nunca se sabía con
Vero. Aunque le enviara la dirección, nunca podría estar segura de si Vero seguía viviendo en la dirección
que le había dado. Apoyó el mentón en una mano, momentáneamente perdida en sus pensamientos.

Maca contemplaba también pensativa su taza vacía de café, y distraídamente extendió la mano
hacia la cafetera y llenó de nuevo las dos tazas. Lo hizo sin decir nada, pero ella le dio las gracias,
haciéndole sonreír irónicamente, y se decidió a formularle la pregunta que le rondaba por la cabeza.

M: Dijo usted que normalmente no estaba libre hasta primera hora de la tarde. ¿Sale mucho, quiero decir
aparte de venir aquí e insistir en que Antonio se llene de polvo sus zapatos de charol?

E: ¿Hace eso? - inquirió en tono de incredulidad.

M: ¿Si hace qué?

E: ¡Llevar zapatos de charol! - exclamó riendo.

Maca rió a su vez, aliviada. Se estaba comportando como una tonta, pero a ella no parecía
importarle.

M: Sí -. Esther frunció el ceño, sorprendida por la revelación.

E: ¿Por qué diablos hará semejante cosa? - preguntó, más a sí misma que a su acompañante. Le tenía un
gran cariño a Antonio, pero a veces sus extravagancias eran excesivas -. Tengo que hablar de esto con él -
murmuró.

M: No importa, Esther. No he debido decirle una cosa tan estúpida, pero ya que estamos en el tema, ¿por
qué viene siempre con Antonio?
E: Es un tipo gracioso, ¿verdad? Pero es también encantador. Prácticamente me adoptó, hace ya varios
años. Es un profesor de inglés retirado, viudo, que vive en el mismo edificio de mi apartamento. Decidió
cuidar de mí, sobre todo tras la desaparición de mis padres. Ellos le conocían, naturalmente, porque...
bueno, ya hace muchos años que Antonio entró en mi vida. Y oiga, si cree que ha pasado usted un mal
rato para adaptarse a mis hábitos, ¡debería haber visto a Antonio! Es muy torpe y siempre se apresura a
ayudarme cuando no lo necesito lo más mínimo. No sé cuántos vasos y platos me ha roto. Una vez, por
Navidad, me regaló una vajilla irrompible, diciendo muy serio que era para cuando él viniera a cenar -.
Rió de nuevo, saboreando el recuerdo, y ella no pudo evitar una sonrisa, deseosa de que continuara su
relato -. No es que me ría de él, pero dudo de que haya otro igual. Es un hombre delicado y sincero, y
ahora es como un pariente para mí. Hace cosas que no podría hacer por mí misma, porque por mucho que
me esfuerce para bastarme, sigue habiendo una serie de cosas que están más allá de mi alcance.

M: Así que vive sola - dijo con curiosidad. No era una pregunta, sino una simple afirmación.

E: Naturalmente.

M: ¿Pasa mucho tiempo con usted?

E: Sólo algunas tardes. Y, desde luego, me acompaña aquí cuando salgo de trabajar.

M: ¿Trabaja? - parpadeó, asombrada.

E: Soy maestra.

M: Maestra - repitió, moviendo la cabeza como si reconociera lo natural que era aquello. Estaba
sorprendida, pero a aquellas alturas ya debería haber esperado algo así. Una mujer ciega, que vivía sola,
salía a trabajar y era maestra... y quería aprender a montar a caballo, por difícil que fuese para ella -. ¿A
quiénes enseña? - le preguntó al fin.

E: A niños ciegos -. Entonces hizo un gesto de rechazo con la cabeza. Ya era suficiente -. Vamos,
hablemos de otras cosas.

M: Una pregunta más - se apresuró a decir -. ¿Por qué quiere aprender a montar? No tiene por qué
demostrar nada más -. Esther enarcó las cejas.

E: No estoy demostrando nada. Ya sé cabalgar. Lo único que necesito es aprender a cabalgar á ciegas.

M: ¿Por qué?

E: Porque lo necesito - respondió al cabo de una pausa -. Necesito lo que eso puede darme, podríamos
decir que lo necesito desesperadamente.

M: ¿Y qué es lo que puede darle?

E: Liberarme de las cadenas de la oscuridad.

Las cadenas de la oscuridad. Qué duro debía de ser aquello..., y sin embargo ella las acarreaba con
gracia y una sosegada aceptación. No, no era una mujer que inspirase piedad. Una ciega que sola,
enseñaba en una escuela y cabalgaba. Maca se comparó con ella: una mujer incólume, nacida para ser una
privilegiada y echar empresas a pique, y que bebía demasiado.
Más tarde, cuando se separó de Esther y regresó a su apartamento, a solas y con otro vaso de
whisky en la mano, se dijo que la ceguera de aquella mujer y su propia situación constituían un
comentario terrible sobre la vida.

Más tarde, cuando se separó de Esther y regresó a su apartamento, a solas y con otro vaso de whisky en
la mano, se dijo que la ceguera de aquella mujer y su propia situación constituían un comentario terrible
sobre la vida.

Antonio sirvió a Esther una taza de café y se quedó mirándola mientras ella comprobaba el nivel
del líquido con la punta de un dedo y luego se recostaba en el sofá. Imitándola, exhaló un suspiro de
satisfacción.

A: ¡Ah, los sutiles placeres de un buen café al atardecer!

E: ¿Estas cansado, Antonio? - le preguntó en un tono lleno de afecto.

A: Los huesos están cansados, querida, pero la mente tan fresca como el agua clara de primavera -. Esther
estaba acostumbrada a su manera de hablar y podía notar el calor de la sonrisa que le dirigía.

E: Eres tan bueno...

A: Lo soy, desde luego, pero dime, ¿por qué, esta vez?

E: Por acompañarme al club un día tras otro a pesar de que detestas los caballos y cuanto se relaciona con
ellos.

A: Oh, exageras...

E: En absoluto. Lo sé muy bien, Antonio. Y te quiero aún mucho más por el esfuerzo que haces.

A: No me cuesta ningún esfuerzo, pequeña -. Se rió, echando la cabeza hacia atrás.

E: ¡Es una prueba tremenda! -. Entonces recordó algo -. Oye, Antonio, ¿llevas zapatos de charol?

Cogido por sorpresa, el viejo bajó la vista, contemplando la película de polvo que cubría las
brillantes superficies negras.

A: Una deducción muy astuta. ¿Cómo lo has sabido?

E: ¡Así que es cierto! ¡Nadie lleva zapatos de charol a una pista de equitación, Antonio! No seas tonto.
Usa algo más práctico.

A: El charol es práctico - objetó -. Pero, ¿cómo diablos has descubierto que uso esa clase de calzado?

Ella sonrió misteriosamente un momento y luego confesó.

E: Me lo dijo Maca el otro día, cuando comimos juntas.


A: ¡Ah! - exclamó aliviado -. Creí que tal vez habrías adivinado la clase de material por su olor... No me
extrañaría nada de ti -. Entonces, poniéndose más serio, añadió -. A nuestra Maca no se le ha visto el pelo
en los últimos días.

Ella permaneció un momento en silencio, recorriendo con un dedo el bordado laborioso de un


cojín.

E: Sí - se limitó a decir al fin.

Antonio la observó, fijándose en que apretaba un poco los labios, en su expresión sosegada. Como
muchos otros, podría haberla tomado por más joven que sus treinta años, si no la conociera bien y no
fuera por las arrugas casi imperceptibles alrededor de la boca, que resultaban más evidentes al mirarla de
cerca. Arrugas de la edad, producidas por la risa, denotadoras de demasiada experiencia. La mirada del
viejo se enterneció.

A: ¿Fue un éxito la comida? -. Ella no se inmutó por la pregunta.

E: ¿Qué quiere decir «éxito», Antonio?

A: Quiero decir si lo pasasteis bien -. Esther no respondió en seguida; se inclinó hacia delante, dejó la taza
sobre la mesita y recogió la cucharilla para jugar con ella.

E: Sólo puedo hablar por mí misma.

M: ¿Y bien?

E: Sí, lo pasé bien.

Antonio detestaba estas conversaciones, pero hacía mucho tiempo que trataba con Esther y se
había impuesto la tarea de minimizar en lo posible las tensiones causadas por su disminución física.

A: ¿Crees que ella no se divirtió?

E: La verdad es que no lo sé.

A: ¿Hubo dificultades? -. Ella lanzó un suspiro de frustración y alzó la cabeza.

E: ¡Siempre hay dificultades, Antonio! Deberías saberlo a estas alturas - Lo dijo en tono desabrido y en
seguida se mordió el labio inferior -. Perdóname.

También él se inclinó hacia delante y empezó a limpiar la superficie de la mesita con una
servilleta, su expresión desaprobadora.

A: ¡No me hables en ese tono, si eres tú la culpable! Sabes manejar perfectamente las situaciones sociales,
así que no me vengas con esa clase de problemas -. Esther suspiró y se echó atrás un mechón de pelo.

E: Mi adaptación social no sirve para aliviar un azoramiento agudo, Antonio. A nadie le gusta pasar por
torpe, ni tampoco descubrir que tratar conmigo es más complicado de lo que podría parecer -. Estas
palabras no convencieron a Antonio.

A: No es problema tuyo. Si la mujer no tiene sensibilidad para...


E: No sigas, Antonio -. Él enarcó las cejas.

A: ¿No?

E: Déjalo, por favor -. Se recostó de nuevo en el sofá, casi con gestos de fatiga.

A: ¿Tan importante es esa Macarena Wilson? -. Ella volvió a guardar silencio durante un rato, y
finalmente respondió:

E: No lo sé.

A: Bien, habrá estado ocupada - razonó mirando brevemente a Esther -. Tiene cosas que hacer. Después
de todo, no es como nosotros, que no tenemos nada mejor en que ocupar el tiempo que pasarlo en la pista
de equitación del lujoso Club de Caza -. Esther se esforzó por mantener su expresión inalterable.

E: Sí, es probable que tengas razón. Está muy ocupada. Y en cuanto a no tener nada mejor que hacer que
matar el tiempo, puede que te ocurra a ti, profesor, pero yo tengo cosas que hacer y he de organizar el
trabajo de mañana. Además, estoy cansada. ¿Te importa? -. Ladeó la cabeza, sonriéndole con una
expresión de disculpa. El comprendió en seguida.

A: No, no, claro que no me importa. Adelante, yo pondré aquí un poco de orden.

E: No, Antonio, no es necesario que...

A: No te preocupes. Quiero hacerlo – insistió -. Dejaré el fuerte en buenas condiciones antes de


marcharme. Tú ocúpate de tus cosas -. Pareció como si ella fuera a protestar de nuevo, pero cedió
mientras él la guiaba alrededor de la mesa, las manos en sus hombros -. Anda, ve.

E: Gracias.

Dudó brevemente antes de entrar en el pasillo, y entonces echó andar, oyendo el sonido que hacía
el viejo al lavar los platos. Permaneció en su habitación, tocando los objetos familiares, amontonados en
el tocador, que pertenecieron a su madre y que Vero no quiso quedarse. Todos aquellos frascos y cajitas
que contenían cosméticos y joyas le hacían evocar felices instantes de su niñez, y deslizó la mano por
ellos, hasta llegar al pequeño juguete de peluche que descansaba en un rincón, bajo la ventana. Lo cogió y
se lo aplicó suavemente contra la mejilla. Era un regalo que le hizo su padre cuando tenía ocho años, al
regresar de un largo viaje. Recordaba vívidamente aquella ocasión, tanto que le bastaba tener entre sus
manos el leoncito de trapo para evocar al hombre jovial y cariñoso que había sido su padre. Ahora, la
peluda cabeza, que recordaba amarilla y blanca, colgaba tristemente, ya casi desmochada por el paso del
tiempo y el desgaste que le había producido el reiterado manoseo de Esther, y al cabo de un rato ésta lo
dejó en su lugar junto a la ventana, frunciendo un poco el ceño por haber permitido que se apoderase de
ella una melancolía agridulce.

A: ¡Esther! - gritó desde abajo - ¡Ya me voy!

E: Adiós - respondió y escuchó hasta oír el ruido de la puerta al cerrarse.

El sonido de la voz del viejo disipó la neblina del pasado y la devolvió a su vida presente, y sobre
todo a las observaciones que su amigo había hecho acerca de Maca.

Llevado por la preocupación que sentía por ella, y no por mera curiosidad, Antonio había querido
saber si Maca era importante. Lo pensó con detenimiento. Las consecuencias de su accidente no le habían
impedido llegar a la madurez; sólo había perdido la vista, no sus emociones femeninas. La necesidad de
amor, de compañía e intimidad… todo eso estaba allí, en el lugar apropiado. En su vida adulta, y por un
breve período, dos mujeres habían intimado lo suficiente con ella para comprender eso. Puede que no
hubieran satisfecho sus necesidades más profundas, pero le hicieron saborear su femineidad, conocer la
sensación del cuerpo de una mujer tendido junto a ella, compartiendo el suyo, la habían introducido en la
intimidad y los placeres del amor que ella, con su capacidad natural para experimentar la sensualidad,
pudo gozar abiertamente. Y a lo largo de los años hubo otras pero como Maca no del primer encuentro.
Casi una semana había transcurrido la comida con Maca, y no había vuelto a verla ni tenía ninguna
noticia de ella. Por lo que sabía, ni siquiera había vuelto por el club. Si flaqueaba, podía ser dolorosa la
incapacidad de las personas para verla como ella se consideraba: como cualquier otra mujer, con la única
excepción de que se enfrentaba a la vida desde un plano diferente. Pero por fortuna, como tantos otros de
sus dolores, no era algo constante. Sólo dolía cuando le tocaba directamente, como cuando una mujer
interesante y atractiva pasaba fugazmente por su vida. No, Antonio, respondió en silencio, la verdad es
que Maca no es tan importante, sino el hecho que encarna. Me recuerda a una mujer que no puede salir de
una puerta giratoria. Se recreó un momento la evocación de esa imagen, y empezó a sonreír con la clase
de humor irónico que había sido siempre su salvación.

Maca arrojó las cartas sobre la mesa, cogió su vaso de whisky y lo apuró. La atmósfera de la sala estaba
espesa por el humo del tabaco.

M: Doblo - dijo con indiferencia.

Los cuatro hombres de negocios que se sentaban alrededor de la mesa le dirigieron una breve
mirada, y luego miraron con interés las cartas que sostenía en sus manos.

-Igualo - dijo Enrique Wilson, y jugó la mano, recogiendo sus ganancias cuando las últimas cartas se
pusieron boca arriba.

Maca se pasó una mano por el cabello y volvió a coger el vaso vacío, mirándolo como si tuviera
mucho más interés que cuanto le rodeaba. Las apuestas eran proporcionadas a las carteras de los
participantes, y al cabo de un momento Enrique lanzó varias fichas en su dirección.

M: ¿Para qué es esto? - le preguntó, alzando la vista.

En: Pago de deudas.

El tono de Enrique era como todo lo demás en él: suave, cuidadoso, artificial. Maca le observó
brevemente, con una ceja algo arqueada, y luego, sin decir palabra, recogió las fichas y las colocó delante
de ella. Pasó un camarero y le hizo una seña, mostrándole su vaso vacío.

En: ¿Juegas? - le preguntó mientras empezaba a barajar de nuevo.

M: No, déjame fuera.

En: Como quieras. De todos modos estás perdiendo -. Tras cortar la baraja con gesto experto, miró de
nuevo a Maca -. El otro día me encontré con Julia. Me preguntó por ti. Hace algún tiempo no te ve. ¿Es
que está eliminada?

M: ¿Qué quieres decir?

En: Creía que te interesaba esa dama.


Maca aceptó la bebida que le trajo el camarero, agradeciéndoselo con una sonrisa. Se volvió hacia
Enrique y le miró por encima del vaso.

M: Estabas equivocado -. Enrique sonrió, como si lo que iba a decir no tuviera la menor importancia.

En: ¿Entonces no te importará que la llame?

M: Me importa un bledo lo que hagas, y lo que haga ella también.

Enrique alzó sus finas cejas y se pasó una mano por el cabello castaño oscuro. Con excepción del
pelo oscuro, era muy distinto a su hermana. Era muy delgado, con los ojos castaños, y sus rasgos, aunque
apuestos, tenían poca fuerza viril.

En: En fin, ¿qué te sucede? -. No es que le preocupara en especial, pues los dos se mantenían bastante
distanciados, pero se sintió impulsado a hacer la pregunta al ver que Maca estaba más taciturna de lo
habitual, y además bebía en exceso. Algo se le ocurrió de pronto, y sonrió lentamente -. ¡Ah! Has tenido
otra discusión, ¿verdad? Me enteré de que fuiste a cenar mientras yo estaba ausente.

M: No es asunto tuyo lo que hice o dejé de hacer cuando estuve allí. Y no te muestres tan desdeñoso. Si
no fuera por mí, te habrían echado hace mucho tiempo -. Enrique se echó a reír jovialmente.

En: No lo creas. ¿Qué iban a hacer sin mí, el hijo obediente y amoroso que se queda en casa con ellos? En
cambio, pueden considerarse afortunados si te ven una vez al año. Será mejor que te andes con cuidado,
no vayan a olvidarse de ti en el testamento.

Cogió su vaso y dirigió a su hermano una sonrisa sesgada. Maca soltó una risa breve.

M: Eso te gustaría, ¿verdad? Pues olvídate de ello. Puede que no sea una hija modélica, pero al menos no
evaporaría la preciosa fortuna de los Wilson en un juego de póquer.

En: Eres una cabrona asquerosa.

M: Como gustes - replicó sin inmutarse, vaciando su vaso. Enrique empezó a repartir las cartas de nuevo,
con una precisión nacida de una larga experiencia. Sin apartar la vista de sus manos, preguntó en un tono
de indiferencia:

En: ¿Hablas del dinero con papá?

No parecían importarles las miradas de interés que su conversación suscitaba alrededor de la


mesa. Maca dejó el vaso sobre la mesa.

M: Ya te he dicho que no es asunto tuyo, pero ya que intentas con tan poco éxito ocultar tu avaricia, te
diré que sí, le hablé, y le dije que te mantuviera tu asignación como siempre. Además, tuve la amabilidad
de no mencionarle los préstamos que te he hecho. No lo olvides. Espero que algún día me devuelvas el
favor.

En: ¿Favor? Pero hombre, ¿cómo esperas que yo...?

M: ¿Qué vivas de tu modesta asignación? - concluyó con una sonrisa carente de humor -. Ese es problema
tuyo. Bastaría para mantener a los chinos gordos y contentos durante las dos próximas décadas.
Enrique era ahora consciente de las miradas interesadas y especulativas de los demás jugadores, y
se sentía incómodo.

En: Olvídalo - musitó.

M: Eso intento - replicó sin inmutarse.

En realidad, si no le disgustara tanto la personalidad básica de Enrique, en aquel momento se


habría sentido un poco apenada por él. Tenía el aspecto de un jugador que no se atreve a arriesgarse y al
que descubren de improviso. Era cierto que había hablado con su padre, argumentando contra la petición
de Enrique de que le aumentaran la asignación. Aunque los dos hermanos no se gustaran mucho, se sentía
un tanto responsable de proteger a su familia de las extravagancias de Enrique. Su propio estilo de vida
había sido siempre de lo más confortable, pero ella no tenía la inmoderación de su hermano... salvo en
algunos aspectos, pensó malhumorada, mirando el vaso de whisky casi vacío, el círculo de líquido
ambarino en el fondo, tan vacuo como todo lo demás en su vida.

-Apuesta inicial - dijo alguien, y Maca miró distraída el progreso del juego, su atención repartida entre los
naipes y el lujoso bar al otro lado de la sala, atestado de bebedores, algunos sentados en los taburetes de
cuero, otros apoyados en la barra, y reparó en el saludo de una mujer. Respondió con un movimiento de
cabeza y bajó la vista. Aquella aventura había sido más breve que la de Sofía. Pensó en ella, en la rubia y
espléndida Sofía, moldeada para complacer, sus gestos y actitudes calculados para excitar, y casi tan
superficial como el círculo de licor en el fondo del vaso. Pobre Sofía, con sus costosos vestidos y sus
zapatos Gucci, la triste mujer compuesta y sin novio que había atacado tan malignamente a la mujer que
una vez afirmó amar. Maca recordó su observación; había apuntado allí donde una flecha podía hacer
blanco. Nunca había sido muy embaucadora excepto con las mujeres, y alzó su vaso como si brindara
irónicamente por ello.

- ¿Otro, señora Wilson? - le preguntó el camarero.

M: No, gracias. Creo que ya he rebasado mi cupo de alcohol por esta noche.

Miro a sus compañeros. Habían finalizado el juego y emprendido una de sus características
conversaciones: viejos verdes hablando de mujeres jóvenes. Sus bromas obscenas le parecieron en
momento especialmente desagradables, y empezó a pensar en marcharse.

- ¿Y qué decís de esa chica que viene con un viejo? - comentó un libertino cuando Maca empezaba a
echar atrás su silla -. Esa que siempre está pegada a Javier. Es de risa, ¿verdad?

- ¿Quién? - preguntó alguien.

- La castaña - explicó el otro -. Un bombón de pelo castaño. Viene todos los días con el vejete y paga una
fortuna por cabalgar de arriba abajo, a lo largo de la valla. ¡Apenas puede asentar bien el culo en la silla!
-. Hubo un coro de risas.

- Alguien dijo que era ciega - observó otro hombre.

- ¿Ciega? - repitieron varias voces. Enrique soltó una risita lacónica y volvió a cortar la baraja.

En: Dios mío, ¿por qué no sentará la cabeza esa pobre chica?
Maca descargó un puñetazo sobre la mesa, volcando un vaso, y los hombres la miraron
asombrados y en silencio. De pie, con el puño cerrado sobre el lugar donde había descargado el golpe, sus
ojos gélidos recorrieron los rostros sorprendidos hasta fijarse al fin en el de Enrique.

M: Tú tendrías que sentar la cabeza, estúpido, y quizá así no serías tan borrico cada vez que abres la boca
-. Dicho esto, dio media vuelta y se dirigió a la salida.

-¿Qué le pasa? - preguntó alguien, volviéndose para ver salir a Maca.

En: Está borracha - dijo, y empezó a repartir las cartas.

En: Está borracha - dijo, y empezó a repartir las cartas.

Un timbre estridente sonó en el corredor, señalando el final de la clase, y doce voces enzarzadas
en ansiosa cháchara rompiendo el relativo silencio de la pequeña clase.

E: ¡Esperad un momento! - objetó, acallando el ruido por un instante -. Mañana terminaremos la lectura y
luego hablaremos de todo el relato, de modo que si no habéis entendido algo, pensad en ello esta noche y
preparad las preguntas que tengáis que hacer. ¿De acuerdo?

-Sí, señorita García - corearon doce voces obedientes.

E: Muy bien. Ahora esperad a la señora Teresa -. La ayudante ya había entrado, junto con una mujer que
se quedó junto a la puerta para mirar en silencio.

T: Aquí estoy, Esther - dijo la ayudante. La maestra miró brevemente en su dirección.

E: Muy bien. Ahora levantaos todos y que cada uno coja la mano del vecino. ¿Ya está? Jennifer, ¿tienes la
mano de la señora Teresa? -. Una vocecita respondió afirmativamente, y la ayudante se dejó guiar.

T: Todos alineados y preparados para marchar.

E: Bien. Adiós a todos y hasta mañana. Dani, que no me entere luego de que has estado incordiando a
nadie durante el recreo - advirtió de buen humor.

D: No, señorita - respondió el muchacho cuando ya se iba.

E: Que os divirtáis - dijo y escuchó el sonido de doce pares de pequeños pies que salían de la sala.

Una vez se marcharon los niños, ordenó su escritorio, recogió sus materiales y se inclinó para
coger su maletín. Entonces se sobresaltó cuando una voz femenina rompió el silencio.

-Esther.

Reconoció la voz al instante, pero no lo demostró. Escuchó las pisadas de Maca que se
aproximaba y, cuando notó que estaba a su lado, dijo con indiferencia;

E: ¿Sí?
Ella la contempló un momento en silencio, miró la cabellera suelta qué le caía sobre los hombros,
las gafas apoyadas en sus finas mejillas, la expresión inescrutable de su rostro.

-Soy Maca -. Ella siguió introduciendo el material didáctico en el maletín.

E: Hola, Maca.

Por un momento, ella no supo qué decirle. Luego superó el azoramiento y le sonrió.

M: Es usted una maestra maravillosa.

E: ¿Ah, sí? ¿Cómo lo sabe? En primer lugar, ¿cómo ha sabido que trabajo aquí? -. Continuó su tarea con
eficiencia, sin poder evitar que sus manos rozaran a la mujer, tan cerca estaba de ella.

M: Me lo dijo Javier. Y en cuanto a su primera pregunta, la he estado observando desde la puerta.

E: Ya veo. ¿Le parecen tan fascinantes mis incapacidades? Ahora tiene a doce de nosotros... no, perdone,
a trece... a los que observar.

M: Me merezco eso, lo sé - replicó en voz baja.

Ella era demasiado experimentada en los rechazos para que la desconcertara la aceptación de su
reprimenda, pero interrumpió lo que estaba haciendo el tiempo suficiente para volver la cabeza hacia el
lugar de donde procedía la voz, con expresión pensativa. Sin embargo, no pronunció palabra, y cuando
reanudó su tarea Maca detuvo el movimiento de sus manos tocándole un brazo. Ella lo retiró de
inmediato. Maca la miró con serenidad.

M: Ya sé que debí haberla llamado.

E: No era necesario.

M: No sea tan fría. No es una actitud acorde con la situación -. La maestra se rió con más aspereza de lo
que hubiera querido.

E: ¿Acorde con la situación? Jamás hay nada acorde en mis situaciones, mi querida Maca. No se pueden
categorizar, así que no hay reglas. Son lo que son, simplemente. Y le ruego que se ahorre las excusas, que
son molestas para las dos. Ya estoy acostumbrada a su ausencia. Olvídelo, Maca.

M: No, no voy a olvidarlo. Quiero hablar con usted -. Se sentó en el borde de la mesa, mirándola
fijamente.

E: No hay nada que decir.

M: Se equivoca. Hay mucho que decir, y me gustaría decírselo mientras comemos juntas -. En el rostro de
la muchacha apareció una expresión de incredulidad, y luego frunció el ceño.

E: No - dijo sin ambages.

M: Eso también me lo tengo merecido, pero no estoy dispuesta a aceptarlo.

E: No tiene elección -. Su actitud era autoritaria, inflexible.


Maca la contempló un momento, pensativa. Como ya había aprendido, las maniobras ingeniosas
no le llevarían a ninguna parte con aquella mujer, y al final optó por seguir el mismo sistema que ella.

M: Ya sé lo que piensa: que salí decepcionada de nuestro almuerzo, por el hecho de que usted es ciega. Es
cierto que eso me perturbó, pero no como usted imagina.

Ella le escuchaba. Había dejado de guardar sus materiales de enseñanza en el maletín, el cual
cerró y dejó en el suelo, rodeándolo para permanecer en pie al lado de la mesa. No dirigió el rostro ni una
sola vez en dirección a Maca, pero la escuchaba. Por eso no se iba.

E: ¿Cómo sabe lo que imagino?

Ella sonrió irónicamente al oír esto, y su mirada recorrió la esbelta figura que seguía en pie, tan
cerca. El vestido verde le sentaba muy bien, amoldándose suavemente a las líneas de su cuerpo.

M: Porque sé lo que yo habría pensado, lo que cualquiera habría pensado razonablemente, y también por
la fría recepción de ahora. Puede que sea usted un poco fuera de lo corriente en algunos aspectos, pero es
una mujer y tiene esa maravillosa capacidad de hacer que me sienta como una patán por tener la
temeridad de invitarla a comer después de mi actuación anterior. No necesita el don de la visión para
hacerme comprender exactamente lo desvergonzada que me considera por haberme portado así. -. Esther
reprimió una sonrisa y dirigió su rostro hacia ella.

E: ¿Y cree que la considero muy desvergonzada?

M: Mucho.

E: ¿Por qué le perturbó nuestro almuerzo?

M: Venga a comer conmigo y se lo diré.

E: Puede decírmelo ahora.

M: Podría, pero no quiero hacerlo. No es un tema adecuado a un ambiente tan académico. Requiere un
lugar algo más confortable, más indulgente -. Naturalmente, pensó Esther, dándose cuenta de que había
tenido razón desde el principio, y su expresión se volvió fría de nuevo.

E: ¿Por qué? ¿Para hacer mucho más aceptable lo que tenga que decir? No, Maca, no la creo...

Maca sintió un enojo repentino y dirigido contra las dos; hacia sí misma por su incapacidad
constante de tratar con aquella mujer, y hacia la maestra por las barreras que levantaba. Se las había
ingeniado para desconcertarla más que cualquier otra persona, le había hecho enfrentarse con aspectos de
sí misma cuya sincera confesión no estaba segura de desear, y ahora ni siquiera le daba una oportunidad
para explicarse.

M: ¡Maldita sea, Esther! ¿Es que su defecto físico le ha hecho tan insensible a los errores de los demás?
¿Ha olvidado que todos somos humanos y que por desgracia actuamos como tales la mayor parte del
tiempo? Yo...

E: ¡No se atreva a sermonearme! -. Se enfrentó a ella rígidamente, su cuerpo tenso por la cólera -. No, no
soy insensible a los errores de los demás. ¡Y bien sabe Dios que abundan a mi alrededor! No, lo único que
ocurre es que he sido el objeto de todas esas flaquezas demasiadas veces. Mucho me temo que mi
necesidad de autoconservación supera a mi necesidad de ayudar a otros a enfrentarse con sus propias
deficiencias. Lamento que haya encontrado mi «defecto físico» tan difícil de tratar. La perdono. Ahí tiene,
espero que eso sea un poco de ayuda - añadió fríamente -. Ahora, dispense, pero tengo cosas que hacer.

Cogió su bolso y buscó en el interior, del que extrajo su bastón plegable. Lo extendió diestramente
en toda su longitud, se colocó el bolso sobre el hombro y luego se agachó y recogió el maletín. Maca se
levantó con rapidez y se puso delante de ella, cogiéndola de los brazos.

M: Lo siento. No tenía derecho a decir eso.

E: No. No lo tenía. Adiós, Maca.

M: ¿No hay nada que pueda decir? -. Su mirada le recorrió el rostro, buscando alguna señal de
capitulación. No vio ninguna.

E: Nada - confirmó, apartándose, y ella la vio encaminarse a la puerta, el bastón oscilando por encima del
suelo, delante de ella, buscando obstáculos inesperados.

M: ¿Ni siquiera que la considero la mujer más notable que he conocido jamás y que lo que me cuesta
aceptar es el hecho evidente de que estoy muy por debajo de usted como persona? -. Su rostro estaba
ensombrecido, tenso. Esther se detuvo en el umbral pero no se volvió cuando respondió.

E: Eso que ha dicho es una estupidez -. Maca miró su espalda inmóvil.

M: Era un cumplido, y dolorosamente cierto.

E: ¿A los ojos de quién?

M: A los míos.

E: Entonces lo siento por usted -. Esther aún no se había vuelto. Ella la contemplo otro momento y
entonces replicó:

M: Muchas gracias, pero ésa no es exactamente la clase de emoción que me gusta inspirar a la gente, en
especial a usted. Una vez comí con una mujer que me dijo: «Dios mío, si le he hecho sentir tanta lástima
de mí, me marcho...» -. El silencio de Esther era inescrutable, y la tensión de Maca aumentó hasta casi el
punto de ruptura antes de que ella respondiera por fin.

E: Estoy segura de que usted puede salir precipitadamente de una sala con mucha más eficacia que yo -.
Una sonrisa de alivio apareció en los labios de Maca.

M: ¿Dónde quiere que cenemos?

E: ¿Qué había pensado?

M: Conozco un restaurante francés muy bonito.

Ella no iba a perdonarla con tanta facilidad, y además, ninguna de ellas necesitaba aquella clase de
tensión añadida. Habló todavía por encima del hombro.

E: No. Los restaurantes franceses están llenos a rebosar de cristalerías divinas para que usted las derribe.
Venga a mi apartamento. Así no tendrá que preocuparse porque desconozco el entorno y yo no tendré que
enfrentarme a su azoramiento. Y además... soy una cocinera bastante buena. ¿Le doy mi dirección?
M: Ya la sé -. La vacilación de Esther fue infinitesimal.

E: Entonces venga a las ocho - dijo finalmente, y salió de la estancia.

E: Entonces venga a las ocho - dijo finalmente, y salió de la estancia.

Maca llegó al apartamento de Esther a las ocho en punto y quedó abrumada por la riqueza del
colorido que imperaba allí. Le resultó totalmente inesperado aquel uso audaz de azules y naranjas
complementarios, con una armoniosa integración de diseños y texturas, y echó un vistazo a los sofás,
sillones y puertas de vidrio deslizantes con cortinas dobles antes de mirar a Esther con renovada sorpresa.
Llevaba un vestido azul que ondulaba alrededor de sus pies, sujeto a la cintura con una faja de satén azul
marino. Cerró la puerta tras Maca y se volvió con las manos ligeramente entrelazadas ante ella, sonriente.

E: Buenas noches, Maca.

M: Buenas noches, Esther -. La miró apreciativamente un instante más y luego le tomó la mano y cerró
con suavidad sus dedos alrededor de un ramo de flores- . Le he traído flores con la esperanza de que
puedan mitigar hasta cierto grado el mal sabor que le han dejado mis indiscreciones pasadas -. Ella se rió,
sorprendida, y acercó las flores a su rostro.

E: Humm, qué agradables. Rosas. ¿De qué color son?

M: Blancas.

E: Perfecto - observó, y se volvió para dirigirse a la cocina, donde las colocó sin equivocarse en un jarrón.
Sólo tardó un momento, y cuando hubo terminado dirigió el rostro hacia Maca -. ¿Qué le parece?

M: Exquisito - dijo acercándose sonriente.

E: Muy bien. ¿Qué desea beber?

M: Whisky con agua, pero, por favor, déjeme que lo prepare yo.

E: No - negó con un movimiento de la mano, y se alejó de ella para ir a un rincón de la cocina donde pasó
las manos ligeramente sobre varias botellas de cristal tallado agrupadas allí. Seleccionó una, escanció el
licor y añadió el agua, volviéndose cuando hubo finalizado para ofrecerle el vaso a Maca. Se apoyó
contra el mostrador, palpando en busca de su propio vaso mientras aguardaba el comentario -. ¿Está bien?
-. Ladeó la cabeza, con una sonrisa inquisitiva.

M: Estupenda. ¿Sería una torpeza por mi parte preguntarle cómo hace eso?

E: En absoluto. No tiene ninguna dificultad especial. Cada botella tiene una forma distinta y un diseño
diferente tallado en el cristal -. Se volvió un poco y señaló los recipientes -. La de whisky es redonda, la
de la ginebra cuadrada y la de ron tiene forma de pera. Resulta fácil. Pero si por alguna razón no puedo
distinguir las formas, verifico los dibujos del cristal. Uno es una hoja de laurel, otro un emblema, y una de
las botellas está toda ella tallada. Y, naturalmente, cuando esto también falla, huelo el licor.

La empresaria siguió en pie, con una mano en el bolsillo del pantalón, agitando sin darse cuenta la
calderilla que tenía allí, y meneó la cabeza.

M: Asombroso -. Esther se apartó entonces del mostrador.


E: No, ya le he dicho que no lo es. Es sólo práctico. Ande, vamos a sentarnos -. Le precedió a la sala de
estar y se acomodó en un extremo del sofá, mientras ella se sentaba en el ángulo opuesto -. Cenaremos en
cosa de una hora, si todo va bien.

M: Muy bien – dijo distraídamente, mientras exploraba de nuevo la sala, cuidadosamente ordenada, las
fotografías enmarcadas, las curiosidades, un lozano helecho y varios libros encuadernados en piel. Pensó
que le gustaba leer, y la miró, haciendo una comparación mental entre la agradable estancia y la mujer.
Estaban en perfecta armonía -. Tiene un apartamento precioso - comentó. Ella sonrió y se movió para
acomodarse mejor contra el brazo del sofá.

E: Gracias. Me ha llevado largo tiempo poner todas las cosas exactamente como las quería. Aquí estoy
muy cómoda y detestaría tener que mudarme y empezar de nuevo -. Confió en poder mantener la
conversación intrascendente algún tiempo más. Las cosas más importantes ya vendrían después. De
momento, las dos necesitaban disipar toda prevención ocasionada por sus encuentros anteriores. Cuando
la empresaria habló, a Esther le pareció que era de la misma opinión.

M: ¿Le ayudó Antonio a instalar todo esto?

El breve movimiento de su cabeza abarcó toda la habitación, y miró a su anfitriona con curiosidad
por encima del borde del vaso.

E: La verdad es que no. Mamá se encargó de buena parte. Ya hace bastante tiempo que vivo aquí, y poco
a poco lo he ido recogiendo todo y arreglado a mi gusto. Al principio Antonio me traía pequeños regalos,
delicados objetos de porcelana, pero al final los quité de en medio, antes de que él pudiera romperlos
todos -. Su sonrisa era cautivadora, y Maca se sintió impulsada a dejar el vaso y hablar abruptamente.

M: Cuando antes le hice la observación de que es usted notable, lo dije en serio -. El tono ligero había
desaparecido, y la miraba fijamente. Ella aún no estaba preparada para aquellas palabras, y se pasó
involuntariamente una mano por el cabello.

E: ¿Quiero otra copa? - se apresuró a preguntarle. Un poco sorprendida, Maca miró su vaso casi lleno y se
rió.

M: A veces me han acusado de beber demasiado, pero no creo que haya llegado todavía a ese extremo.
No, ahora no, gracias, y no se preocupe por eso. Cuando quiera otro trago me lo serviré -. Ella sonrió
cohibida.

E: Lo siento, no quería decir eso.

M: No tiene importancia. Esther, quiero hablarle seriamente. Podemos seguir así, charlando de cualquier
cosa, hasta que finalmente consiga abordar el tema mediante alguna maniobra verbal, cosa en la que me
doy bastante maña. Pero no es así como quiero tratar de eso, o con usted, y para ser sincera, tampoco creo
que usted lo aceptara.

E: De acuerdo - dijo lentamente -, diga lo que quiera decir.

M: Le pido disculpas por haber desaparecido de esa manera, dándole a entender que no quería saber nada
de usted

E: Está perdonada. Ya se lo dije antes.

M: Pero no fue sincera. Eso es lo que pensó, ¿no?


E: Lo que pensé no importa para nada ahora. Creo que usted trata de explicar… las cosas, así que, por
favor, continúe.

Maca se tiró ligeramente del cuello de la camisa. Se había esmerado en vestirse y de repente se le
ocurrió que era irónica aquella preocupación por su aspecto, puesto que ella no podía apreciarlo. Notó que
el vaso de Esther estaba vacío y agradeció que eso le permitiera ganar un poco de tiempo.

M: Su vaso está vacío. ¿Quiere más vino? -. La maestra asintió con un movimiento de cabeza y Maca se
levantó, sirvió bebidas para las dos y finalmente se sentó y la miró de hito en hito -. ¿Sabe? Tiene la
habilidad de hacer que una se sienta incómoda consigo misma.

E: Eso lo sé mucho mejor que usted -. Volvía a interpretarla mal, y ella se apresuró a continuar:

M: Incómoda por el hecho de que ha logrado tantas cosas a pesar de las probabilidades en su contra.
Como usted no parece tener intención de ayudarme a superar esta incomodidad, supongo que tendrá que
escuchar mis hipótesis sobre sus sentimientos -. Alzó la mano cuando le pareció que ella estaba a punto de
hablar, pero en seguida recordó que debía vocalizar su gesto -. No, no diga nada. Sigamos adelante y
hagamos esto a mi manera -. Hizo una breve pausa para poner en orden sus ideas, pues explicarse a sí
misma no era algo que hiciera con frecuencia ni con facilidad -. Creo que usted pensó que nuestra
relación sería un fracaso, que yo, como docenas de otras personas con las que ha tropezado, carezco de la
fuerza de carácter necesaria para impedir que me haga sentir como una tonta. Ya sé que puse demasiado
empeño en ser útil y lo estropeé... Me dediqué a diseccionar cada frase antes de pronunciarla por temor a
decir algo que no debería. Lo hice y me sentí como una tonta, desde luego. Admito que eso es difícil de
aceptar. Pero no tengo un carácter precisamente débil, pese a lo que usted pueda suponer. No me sentí
decepcionada. Simplemente me sentí como una tonta, y punto. Ya lo he superado... hasta la próxima vez
que cometa alguna estupidez, y entonces confío en que ambas nos reiremos de ello, como lo hicimos por
lo menos otra vez, si mal no recuerdo.

Hizo una pausa. Aquella había sido la parte fácil; el resto era más complejo. No sentía deseos de
exteriorizar su torpeza, imaginada o no, sobre todo a una persona relativamente desconocida y cuando ni
siquiera estaba segura de los motivos de tal torpeza. Pero estaba dispuesta a abordar el tema para que su
relación con aquella mujer volviera a la normalidad. Eso era importante, y tenía que hacérselo
comprender.

Esther aprovechó la oportunidad de aquel breve silencio para corroborar su suposición.

E: Sí, tiene razón. Así es exactamente como pensé que reaccionaba.

M: Lo sé -. Ella le sonrió entonces.

E: Y como usted ha sido tan amable de ser sincera conmigo, también yo lo seré. Me alegro de que no
sintiera eso.

M: No he sido amable, sino sólo sincera. Me alegro de haber aclarado la atmósfera. Y ahora voy a
hablarle del motivo por el que he tardado tanto en verla de nuevo -. Esther comprendió su vacilación.
Supo que abordar el tema en profundidad con demasiada rapidez era peligroso.

E: No tiene por qué darme explicaciones, por lo menos ahora. Ya me ha dicho lo que... necesitaba
escuchar. Creo que no deberíamos insistir más por el momento -. Sonrió afablemente, ladeando la cabeza.
Maca la observó, pensativa, con una ceja arqueada.
M: Bueno, digamos que me he dedicado a examinar el contraste sorprendente entre su vida y la mía. Creo
que eso era lo único que me interesaba poner en claro, y quizá cómo podría pedirle que me hiciera
partícipe del secreto de su mundo y su éxito -. Esta observación cogió a Esther por sorpresa, y se rió
involuntariamente.

E: ¡Eso sí que es divertido! ¡Y yo que he dedicado tanto tiempo a imaginar cómo podría tener algún
pequeño éxito en el mundo exterior! -. La empresaria la miró sonriente desde su extremo del sofá. Cuando
la vio por primera vez había descubierto en ella un atractivo fuera de lo común. Ahora decidió que era
realmente muy bella, sobre todo cuando sonreía. La sonrisa le iluminaba el rostro, le producía hoyuelos
en las mejillas y era más cautivadora que cualquier otra sonrisa que jamás hubiera visto. La mirada de
Maca pasó del rostro a la esbelta figura, suave y femenina. Le costó un esfuerzo apartar la vista, pero lo
hizo cuando ella terminó de reír y se enderezó en su asiento -. ¡Díos mío, la cena! ¿No huele a quemado,
Maca? -. Ella miró hacia la cocina, por encima del hombro, y frunció el ceño.

M: No, no huelo a nada especial.

E: Bueno, será mejor que vaya a la cocina, o tendrá que conformarse con una pizza - le dijo, poniéndose
en pie.

M: ¿La ayudo? -. Ella ya había cruzado la mitad de la sala y agitó una mano en su dirección.

E: Ya se lo dije una vez. Nada de eso a menos que se lo pida. Ahora compórtese como cualquier otra
mujer. Relájese y deje que le sirvan.

La contempló mientras se alejaba, con una sonrisa de auténtico regocijo. Luego se levantó,
curioseó por la sala y se detuvo largo tiempo ante los estantes que contenían las fotografías enmarcadas.
Una de ellas era antigua y mostraba a dos adultos de agradable aspecto y dos niñas también bonitas, de
cinco o seis años. Sin duda eran Esther y su hermana Verónica. Se fijó luego en una foto más reciente de
Encarna y Rafael García, y supuso que había sido tomada poco antes de que murieran, probablemente
durante unas vacaciones, pues tenía el aspecto brillante y artificial de una foto tomada durante un crucero.
Junto a ésta aparecía Verónica de nuevo, ya totalmente adulta, magnífica, el largo cabello rubio platino
ondulado seductoramente a lo largo de un hombro, sus ojos almendrados y sensuales, entrecerrados
mientras miraba al fotógrafo. Maca, observó aquella imagen largo tiempo, antes de dirigir su atención
hacia la última fotografía. Era de Esther y probablemente había sido tomada hacía poco tiempo, pues su
rostro mostraba madurez, y ella la cogió y se acercó a la muchacha, que estaba poniendo la mesa en la
zona para comer adjunta a la cocina.

E: Está muy silenciosa - observó mientras colocaba los cubiertos.

M: Estoy husmeando. Me gusta esta foto suya. Parece reciente.

E: Oh, Maca, antes de que me olvide. ¿Querrá encender las velas de la mesa dentro de un momento? -.
Ella miró los candelabros de plata en el centro del mantel blanco, y luego a ella.

M: Desde luego. ¿Quién se la hizo?

E: ¿Hacer, qué?

M: La foto.

E: Antonio, claro - dijo con una sonrisa de indulgencia -. Ya sabe cómo es. Estaba molesto porque no
había ahí ninguna foto mía reciente. Le dije que no importaba, pues aunque la hubiera no podría verla,
pero él se empeñó y me hizo salir al césped, donde me obligó a hacer poses hasta que pensé que iba a
ponerme a gritar. Por fin estuvo a punto, forcé esa sonrisa y le oí murmurar -. Entonces se echó a reír y
añadió -. Déjeme prevenirle. ¡Tenga cuidado cuando ese hombre empieza a murmurar, porque algo va
mal! Parece que se olvidó de quitar la cubierta de la lente, así que tuvimos que empezar de nuevo. ¡Le
habría estrangulado!

M: Pues estoy de acuerdo con Antonio. Esta foto ha de estar ahí -. Ella se encogió de hombros.

E: Supongo que sí. La verdad es que no me importa. Si tengo ahí otras fotos es sólo por seguir la
costumbre. Y la verdad es que no se cómo habrá salido esa foto mía.

M: Es buena - dijo sonriendo lentamente -. Muy buena. Refleja su sonrisa a la perfección -. Ella le ofreció
entonces aquella misma sonrisa en persona, lo cual estimuló a Maca para hacer la pregunta que rondaba
por su mente -. Esther, ¿cómo se las arregla para formar una imagen de alguien en su mente?

E: Hay muchas maneras. Ya le he dicho que es bastante fácil obtener una impresión general de alguien.
Bueno, el resto es casi todo imaginación, aunque se la puede ayudar un poco. ¿Por qué lo pregunta?

M: Supongo que por las fotos - respondió encogiéndose de hombros -. Estaba ahí, mirando esas
imágenes, y eso hizo que me preguntara por las imágenes que usted tiene en su mente, de personas
diferentes y de usted misma. ¿Cómo se imagina a sí misma?

E: De ningún modo en particular. No pienso mucho en ello -. Aquello no era una mentira, pero tampoco la
verdad absoluta.

M: Muy bien, entonces. ¿Qué me dice de los demás? Estoy interesada. ¿De qué modo exactamente se
forma una opinión más detallada del aspecto que tiene alguien?

E: Escucho. La voz informa de muchas cosas. La proximidad comunica la altura, como mencioné antes, y
el movimiento corporal revela el físico. Obtengo el contorno general de una persona, entonces evoco un
rostro, con mucha imaginación y a veces un poco de ayuda manual. Las manos son muy útiles cuando una
es ciega. Si puedes palpar algo, puedes verlo, ¿sabe?

M: ¿De qué manera?

E: Así.

Estaban de pie, muy juntas, y ella extendió la mano y le tocó primero el cuello de la camisa, para
pasar luego al rostro. Las yemas de los dedos recorrieron sus pómulos y bajaron hasta la barbilla, donde
permaneció una mano mientras la otra continuaba hasta la frente y luego descendía por el puente de la
nariz, todo ello con la mayor suavidad. Para Maca aquel contacto tan sensual era una experiencia
inimaginable, como si tratara de una caricia amorosa pero sin que hubiera emoción tras ella, y tuviera
que resistirla estoicamente, como si no acabaran de activarse todos los nervios de su cuerpo. No pudo
reprimirse del todo y aplicó las manos en la cintura de la mujer, atrayéndola un poco más. Ella mantuvo
brevemente las manos sobre su rostro y luego las retiró con brusquedad, retrocediendo un paso.

E: Tiene unos rasgos muy fuertes - le dijo, sonriéndole con timidez. Ella no se movió.

M: De modo que ahora tiene una imagen de mí en su mente -. Deseó deslizar su mano por la mejilla de
Esther, tocarla del mismo modo que ella la había tocado. La maestra apretó los labios antes de obligarse a
dirigir el rostro en su dirección.
E: Sí.

M: ¿Y cómo es? -. Tenía que sortear el escollo y soltó una risa ligera.

E: Ya se ve en el espejo cada día.

M: Quiero saber cómo me ve usted.

Entonces ella tomó la ofensiva, disipando su incomodidad con una sonrisa. Después de todo, no
había motivos para que no fuera sincera.

E: Creo que debe de ser una mujer muy atractiva, porque tiene los rasgos bien perfilados. ¿Cómo es la
coloración de su tez? -. La clara evasiva rompió el encanto y ella se echó a reír.

M: ¡Oh, no! Quiero saber cuál es mi imagen.

E: De acuerdo. Nariz recta y estrecha, mandíbula angulosa y ojos gris azulado. Debe de tener el pelo
rubio. Es alta y bien plantada. Viste bien, pero, ¿de qué color tiene los ojos? Y dígame también qué tal lo
he hecho.

M: No voy a decirle si lo ha hecho bien o mal. Si así es como le parezco a usted, así es como soy. Algún
día haré lo mismo por usted - añadió enigmáticamente.

Se renovó la tensión entre ambas, y Esther se apresuró a sonreír. Volviéndose, le dijo por encima
del hombro:

E: Será mejor que encienda las velas. La cena ya casi está lista.

Ella la miró un momento más, y entonces se dio cuenta de que seguía teniendo la fotografía en la
mano. La devolvió al estante, colocándola junto a la de Verónica, y encendió las velas antes de que ella
regresara con la cena. Dejó que se encargara de servirlo todo, como ella quería, y cuando llegó el
momento del café, se recostó en su silla y sonrió.

M: Confío en que se haya dado cuenta de que esta noche no he volcado nada -. Ella rió mientras echaba
un terrón de azúcar en su taza.

E: Sí, me he dado cuenta, pero la verdad es que no esperaba de usted que lo hiciera.

M: Menos mal que he logrado restaurar su fe en mí.

Esther se limitó a sonreír y permaneció en silencio mientras sorbía el café. Escuchó los sonidos
que hacía su invitada con la cucharilla contra la taza, preguntándose en qué estaría pensando, y pensó que
tal vez la estaba contemplando, pues percibía una cualidad reflexiva en su silencio. Estaba a punto de
decir algo cuando ella habló.

M: ¿Cómo se quedó ciega, Esther?

Sabía que al final le haría aquella pregunta. Era inevitable, si iban a seguir conociéndose más la
una a la otra. No era una información que ella dispensara libremente. Había sucedido mucho tiempo atrás,
y contar de nuevo el incidente bordeaba peligrosamente las emociones que ella guardaba a buen recaudo.
Pero ya era hora de que se lo dijera a Maca.
E: Fue un accidente.

M: ¿Qué sucedió? - la apremió.

Ella respiró hondo, jugando con el borde del platillo, y luego alzó la cabeza hacia Maca.

E: Me caí de un porche y me golpeé la cabeza.

M: ¿Tenía diez años por entonces?

E: Sí -. Ella encendió un cigarrillo antes de continuar.

M: ¿Qué estaba haciendo?

E: Intentaba coger algo para Vero. Un nido de pájaros.

Maca frunció el ceño de manera involuntaria, al evocar mentalmente la imagen. Un juego infantil.
Dos chiquillas jugando en un porche, riendo, que atisban un nido de pájaros y les fascina ver su interior.
Una de ellas intenta cogerlo, la que tiene más valor, ¿o quizá se lo jugaron a suertes?

M: ¿No le dijo nadie que no jugara alrededor de los porches? - le preguntó con aspereza, súbita e
inútilmente enojada por el estúpido accidente. La maestra no percibió su tono, y así no tuvo motivos para
preguntarse por qué se habría enojado.

E: Oh, no jugábamos en el porche. Tiene razón, estaba prohibido.

M: ¿Entonces por qué...? -. Esther suspiró de nuevo. Decir aquello todavía resultaba difícil, incluso
después de tantos años.

E: Había un pequeño porche a un lado de nuestro dormitorio, un cuadrado con una barandilla, cerca de un
gran roble. Vero siempre estaba en la puerta, supongo que soñando despierta. Aquel día estaba allí y vio el
nido. Se encaprichó de él.

M: ¿Y por qué fue usted a cogerlo?

Esta vez a Esther no se le escapó el tono de la pregunta. Lo había oído demasiadas veces en otras
personas, sobre todo en Antonio. Procuró no mostrar irritación.

E: No lo entiende, Maca. Vero tenía miedo. Para coger el nido había que subirse a la barandilla. Éramos
demasiado bajas para hacerlo de otro modo. Vero detestaba las alturas, tanto entonces como ahora, y yo...
Ella deseaba tanto el nido. No pudo saber lo que sucedería. Uno no piensa en esas cosas cuando es un
chiquillo.

M: ¿No pudo sujetarla cuando empezó usted a caer? -. Esther apretó los labios un momento.

E: No estaba allí. Se había ido, no sé por qué -. Entonces cerró los ojos, porque algún dolor privado que
no podía mantener a raya alteraba su expresión -. ¡Oh, cuando pienso lo que debió de ser para ella ver
cómo me caía de aquella barandilla!

Había pensado en ello muchas veces, en cuál habría sido su propio horror si sus papeles hubieran
estado invertidos y ella hubiese visto a su hermana caer de cabeza hacia el suelo. Apretó los ojos con más
fuerza, intentando borrar la imagen del rostro infantil de Vero contorsionado por la angustia. Maca estuvo
a punto de levantarse para ir hasta ella y ponerle una mano consoladora sobre el brazo, pero no lo hizo.
Permaneció sentada en tensión hasta que ella continuó.

E: Naturalmente, no fue culpa suya, ni de nadie. Tenía que suceder. Pero fue muy duro para ella. Incluso
pasó algún tiempo antes de que pudiera bajar para decirles a nuestros padres lo ocurrido -. Lo dijo como
si eso explicara algo de importancia vital -. Y luego, aquello la trastornó durante años, y no creo que lo
haya superado. A veces me preocupa. Es una carga que no quiero que lleve sobre sus hombros.

Maca no sabía qué decir. Estaba pisando un terreno desconocido y deseaba ser cauta al hablar de
cosas situadas más allá de su experiencia personal, pero quería que Esther supiera lo que sentía acerca de
ella.

M: Si es una carga para su hermana, no puedo creer que no se la haya aligerado. Le preocupa demasiado,
¿verdad? Sospecho que su ceguera le hiere casi más por ella que por usted misma. No me extrañaría que
sintiera así.

E: ¿Qué sabe usted de lo que puedo sentir? - le preguntó con brusquedad, alzando la cabeza en gesto de
desafió, pero enseguida se mordió el labio.

Aquello no era una discusión; no la presionaban para que defendiera nada o a nadie, como le había
ocurrido tantas veces en el pasado, sobre todo con Antonio, el cual parecía especialmente incapaz de
comprender nada de lo ocurrido. Antonio, que leía entre líneas cosas que ni siquiera estaban escritas. No,
Maca no discutía con ella; sólo trataba de entender. No había necesidad de hablar de Vero y explicar sus
temores e incertidumbres, su sentimiento de culpabilidad y la desesperación con que necesitaba saber que
Esther no la culpaba. Y ella nunca la había culpado. No, no había necesidad de replicarle a Maca con
dureza, como si no comprendiera lo importante que era proteger a Vero de la culpa que podría haber
arruinado su vida. Le dirigió una sonrisa conciliadora.

E: Lo siento. No tenía intención de ser tan brusca con usted. Sí, sufro por Verónica. No es una persona
especialmente fuerte, y haría lo que fuera por ayudarla. Siempre lo he hecho y siempre lo haré, y ella
siente lo mismo con respecto a mí. A veces no todo el mundo comprende nuestra relación, pero eso no me
importa. Sé cómo han sido nuestras batallas, la de ella y la mía.

M: Y usted ha ganado sus batallas con más valor y elegancia de lo que jamás habría podido imaginar -
dijo con la mirada casi acariciante mientras contemplaba el rostro de la mujer que tenía delante -. No
conozco a Verónica, pero usted... tendría motivos para estar desgarrada por la cólera, el temor, la angustia
y todas las demás emociones, pero no lo está, o al menos no se le nota. El suyo es un rostro fuerte, que
irradia valor y carácter; eso es todo lo que veo en él.

No era un halago gratuito; no se le habría ocurrido semejante cosa con ella.

E: Gracias por el cumplido - respondió con una breve sonrisa. Pensó que quizá algún día le hablaría de los
otros rostros, cuando los fantasmas se levantaban y era preciso apaciguarlos una vez más. Pero no ahora.
Ya era tiempo de poner fin al tema -. No sé si usted también lo desea, pero me apetece un coñac. ¿Qué le
parece?

Se quedó mirándola largo rato, realmente incapaz de apartar la vista de ella. Era toda una mujer.
Comprendió que la conversación había terminado, que era tiempo de suspender la exploración de lo que
les había hecho a las dos quienes eran, al menos por el momento.

M: Creo que es una excelente idea, pero yo lo serviré.


Ella ya se había levantado, y la empresaria se puso en pie rápidamente, cogiéndola del brazo al
tiempo que rodeaba la mesa. La velada terminaría pronto, acabaría con una nota de conversación
intrascendente, lo sabía, pero antes tenía que decirle una cosa más. Era una de aquellas cosas en las que
había pasado días enteros pensando, decidida a planteársela en aquel momento. Mientras miraba su rostro
expectante vuelto hacia ella, se preguntó por un momento cómo abordaría la cuestión. Tendría que ser
directamente, como ella prefería, y empezó a sonreír con lentitud. La cogió de ambas manos.

M: Le he dicho que yo lo serviré. Y antes de que empecemos a hablar de cosas sin importancia, hay una
última cosa que quiero decirle.

Sus manos eran cálidas y sostenían las de ella con suavidad pero también con firmeza, y ella sintió
que se renovaba su incomodidad. Se preguntó si ella sería consciente de su magnetismo.

E: ¿De qué se trata? - inquirió, esforzándose por sonreír. Ella hizo una pausa antes de responder.

M: Me dijo que había una cosa que deseaba más que nada en el mundo -. La maestra ladeó la cabeza, con
ademán inquisitivo -. Quiere aprender a cabalgar de nuevo, ¿no es cierto? -.Era una pregunta inesperada y
ella no acertaba a comprender lo que se proponía.

E: Sí...

M: Antonio Dávila está lleno de buenas intenciones, pero no es un jinete.

E: Maca... - dijo con el ceño fruncido, sin comprender. Ella sonreía de nuevo, los ojos velados.

M: Me dijo que era importante, que eso le daría libertad, ¿no?

E: Sí, pero...

Entonces le aplicó la punta de un dedo a los labios, silenciándola. En la quietud de la sala, sus
sombras oscilaban en la pared, y la empresaria se acercó un paso más.

M: Deje de interrumpirme - le dijo en voz baja -. Quiere esa libertad y la necesita, y yo voy a ser quien se
la proporcione, Esther.

M: Deje de interrumpirme - le dijo en voz baja -. Quiere esa libertad y la necesita, y yo voy a ser quien se
la proporcione, Esther.

Maca estaba tensando la cincha de la silla de montar. Tras ir en busca de Esther a la escuela, se
habían detenido en el apartamento de ella para que se cambiara de ropa, y luego siguieron hasta el Club
de Caza, entre el tráfico bastante fluido a media tarde.

Llegaron al lujoso emplazamiento del club, en las afueras de la ciudad, más pronto de lo que
Esther tenía por costumbre, como Maca había pretendido, y cuando ella terminó de ajustar la almohadilla
de piel de cabra bajo la cincha, miró distraídamente a los jinetes conocidos que pululaban alrededor del
establo, haciendo un gesto afable a los que la saludaban. Luego miró por encima del hombro, para ver
cómo seguía Esther. Estaba donde la había dejado, junto a la cabeza del caballo, frotándole suavemente el
hocico, el cabello cobrizo flotando bajo la suave brisa. Maca dio un tirón final a la correa y cerró la
hebilla.
M: Bueno, ya puede subir - le dijo mientras se aproximaba a ella, y le cogió una mano. Sujetándosela con
fuerza, deslizó su otra mano a lo largo del musculoso cuello del caballo, en dirección a la cruz, al tiempo
que se acercaba a la empresaria. Cuando estuvo a su lado alzó la cabeza, algo perpleja.

E: Maca, éste es un caballo diferente - observó.

M: Ya lo sé - respondió sin dar importancia al asunto, y retrocedió, colocando a Esther ante la silla -.
Ahora coja la perilla y yo la ayudaré a subir.

Con una mano guió su pie enfundado en la bota hasta introducirlo en el estribo, y entonces le dio
un rápido impulso, ayudándola a acomodarse en la silla.

E: Mire, Javier creía que era una buena idea seguir con el mismo caballo hasta que tuviera una confianza
absoluta. Este es mucho mayor -. Le sonrió, confiando en que su tono despreocupado disimulara su
nerviosismo. Maca alzó la vista y contempló un momento su expresión tranquila.

M: Lo sé.

Maca regresó a la cabeza del caballo y enderezó las riendas, echándolas atrás por encima de la
cabeza del animal. Esther sonrió más abiertamente, esforzándose por mostrarse despreocupada.

E: ¿Cómo se llama?

M: Veloz

E: Humm, bonito nombre. Veloz -. De repente le asaltó una idea; quizá se estaban tomando demasiadas
libertades - ¿No tendrá Javier nada que objetar a que lo monte? -. Apretó los labios, mirando insegura en
su dirección.

M: Javier no tiene nada que decir al respecto.

E: ¿Por qué no?

M: Porque no es su caballo, sino el mío.

Satisfecha finalmente de su inspección, dio unas palmaditas en el cuello de Veloz y se colocó ante
la silla de montar, sacando suavemente del estribo el pie de Esther.

M: Sujétese fuerte un momento.

Ella no sabía qué estaba haciendo, y frunció un poco el ceño. Entonces notó que la silla cedía. De
repente, Maca estaba en la silla, detrás de ella, su cuerpo pegado directamente al suyo, sus brazos
alrededor de su cintura mientras recogía las riendas. Totalmente desconcertada, se aferró a las crines de
Veloz.

E: ¿Qué está haciendo? -. Ella tensó los brazos, tranquilizando al animal que corveteaba.

M: No se preocupe - le murmuró casi al oído. Esther podía notar su cálido aliento en el rostro, olía el
aroma de su perfume, y aunque su abrazo era seguro, ello no impedía que se sintiera aterrada.

E: ¿Qué está haciendo? - repitió e involuntariamente se aferró a una de sus manos, la cual se cerró con
fuerza sobre la suya.
M: Voy a enseñarla a cabalgar, pero primero daremos un paseo.

E: No puedo - dijo secamente.

M: Claro que puede.

Empezó a colocar sus manos donde quería que estuvieran: una cogida de las crines y la otra
sujetando la silla.

E: ¡No puedo, Maca! Por favor, déjeme bajar.

M: Escuche, Esther. Nunca aprenderá a cabalgar tal como ha estado haciéndolo hasta ahora. Me refiero a
cabalgar en serio. Sí, puede aprender a montar un caballo y dar una vuelta, pero ¿es eso realmente lo que
quiere? ¿Desea libertad? Yo se la daré, la enseñaré a cabalgar en cualquier parte y con cualquier paso.
Pero antes de que pueda hacer eso, ha de saber cómo es, cómo debe compensar, ya que está ciega. Y eso
no puede hacerlo por sí sola. Ahora vamos. Está perfectamente segura. No la soltaré -. Le gustara o no, el
abrazo estaba teniendo su efecto.

E: No puedo, Maca - dijo con menos convicción.

M: No sabía que las palabras «no puedo» estuvieran en el vocabulario de Esther García.

E: Hay montones de palabras en mi vocabulario que usted no ha oído todavía -. Ella se rió ante esto,
rozándole el cabello con la mejilla mientras echaba un poco la cabeza atrás.

M: Puedo imaginarlo -. Esther permaneció en silencio largo rato, cabizbaja. Al final alzó la cabeza y
habló en voz baja por encima del hombro.

E: Tengo miedo, Maca - admitió sinceramente. Ella se movió en la silla y la atrajo más hacia sí.

M: Lo sé, pero eso nunca la ha detenido hasta ahora, ¿no es cierto? -. Permaneció en silencio un momento
más.

E: De acuerdo. De acuerdo, iremos. Pero si estimula a este caballo y le hace volar lo lamentará toda la
vida. ¡Que Dios me ayude!

Maca se echó a reír y azuzó a Veloz con sus botas. El gran bayo se puso en marcha, haciendo que
se contrajeran visiblemente todos los músculos de Esther.

M: Relájese - le dijo cuando llegaron al camino, y Esther fue perdiendo la rigidez -. ¿Se siente mejor?

Ella respondió con un breve movimiento de cabeza, y Maca sonrió satisfecha. Atraían miradas de
curiosidad mientras avanzaban por el borde del camino, sus cuerpos moviéndose al unísono, rítmicamente
con el movimiento del caballo, y cuando llegaron a los caminos de herradura, Maca guió a Veloz a uno de
los senderos de tierra más anchos. Por entonces Esther estaba ya del todo tranquila y sonriente.

E: ¿Es muy bonito, Maca?

M: ¿A qué se refiere?

E: Al paisaje. Supongo que estamos en un camino de herradura. Salimos del camino principal hace rato.
M: Verá, nunca había pensado en ello, pero sí, supongo que es bonito -. Miró vagamente a su alrededor y
luego al rostro de la mujer.

E: Hábleme de él - le pidió en voz baja, y se relajó por completo, apoyando la cabeza en su hombro.

Ella se quedó un momento en silencio, perdida en un mar de sensaciones, la del peso de Esther
contra su cuerpo, la fragancia de su perfume desconocido que se mezclaba con el aroma de su pelo. Pensó
que era una fragancia de lilas, suave, fresca e intensamente femenina, como ella. Al final se irguió y miró
a su alrededor. ¿Que le hablara del paisaje? De acuerdo. Tomó nota de los álamos blancos que bordeaban
el sendero, los prados que se extendían a cada lado, los otros jinetes que cabalgaban a cierta distancia de
ellos, uno en su dirección y otros dos acercándose uno al lado del otro. Una escena sin nada especial que
no sería difícil describir, a menos, claro, que tuviera en cuenta los sutiles matices de color, el azul
especialmente intenso del cielo aquella tarde, las manchas de rojo que las chaquetas de los jinetes ponían
en el cuadro. ¿Y qué decir del ángulo del sol? Eso era realmente lo que daba todo el carácter del
momento. Se estaba poniendo a su izquierda, derramando su intensa luz amarilla sobre las copas de los
árboles, pintando el suelo con un vívido claroscuro. Como si no lo hubiera comprendido antes, de súbito
se dio cuenta del alcance de la incapacidad de Esther, la enormidad de la desgracia que le había ocurrido.
Más que nunca deseó expresar algún vano sentimiento de simpatía, pero no lo hizo. No la trataría de
aquella manera.

M: De acuerdo - le dijo con un extraño sosiego -. Le hablaré del paisaje, pero tendrá que perdonarme,
porque no me distingo por mi elocuencia.

Y empezó a hablarle de cuanto les rodeaba, descubriendo que el ejercicio le resultaba extraño pero
curiosamente gratificante, al ver que la expresión de Esther se volvía soñadora, y se sintió decepcionada
cuando, al cabo de un rato, se quedó sin nada más que decir.

E: Lo hace muy bien - observó, volviendo un poco la cabeza hacia su rostro.

M: No me halague. Soy inmune -. Lo dijo en un tono poco convincente, para ocultar una súbita timidez.

E: No la halago. Lo digo en serio.

Ella no hizo más comentarios, pero se aseguró de que las manos de Esther estuvieran bien
aferradas a la silla. Lamentaba aquella necesidad, pues hacía que la muchacha se pusiera rígida y se
apartara de ella, pero se recordó que estaba allí para enseñarle algo y no sólo para satisfacer sus propias
inclinaciones personales.

M: Vamos. Es hora de que nos pongamos en camino. Veloz tiene una andadura muy suave. Apenas lo
notará.

Comprobó una vez más que estuviera bien asida y azuzó al caballo, cogiendo con más fuerza a
Esther por la cintura cuando Veloz inició el trote. El movimiento arriba y abajo que en otro tiempo
conoció tan bien fue al principio como una conmoción, y apretó los labios, absorbiendo la sensación.
Maca era un jinete consumado, y después de que recorrieran cierta distancia, Esther apenas notó el
apretón de las piernas de Maca cuando al fin azuzó a Veloz para que emprendiera el galope. La andadura
del animal era como un tesoro que ella hubiera perdido y encontrado de nuevo, suave, intensa, ondulante,
y en seguida se derramó sobre ella una deliciosa sensación de libertad, como si la tierra se apartara bajo
sus pies y volara, el viento acariciándole el rostro, aquella sensación que había anhelado durante tanto
tiempo pero que nunca había podido conseguir. Fue como si de repente la arrebataran, transportándola en
las alas del viento, para transportarla a otro tiempo y otro lugar, a un campo en un valle al pie de una
montaña, y pudo ver las altas colinas a ambos lados mientras corría por el prado a lomos de un pony
moteado. Volvía a ser una niña, libre como un pájaro, y quería extender las manos y apoderarse de la
sensación para apretarla contra ella y no dejar que se perdiera jamás de nuevo.

Maca mantuvo a Veloz al galope durante un buen trecho, y al final redujo su velocidad, pasando
suavemente del galope al paso. En su rostro apareció entonces una sonrisa de satisfacción, y miró
expectante a Esther, cuyo rostro estaba húmedo de lágrimas.

M: ¡Esther! - exclamó consternada, y tiró de las riendas para detener al caballo. Ella no pudo responderle
y meneó la cabeza. Maca desmontó abruptamente y alzó una mano, tocándole la pierna -. Baje -. Ella
volvió la cabeza, enjugo las lágrimas que le corrían con más rapidez por las mejillas -. He dicho que baje
- repitió severamente, el ceño fruncido. La mujer cedió finalmente y ella la cogió para depositarla en el
suelo -. ¿Qué ocurre, Esther?

Intentó alzarle la barbilla, para verle bien el rostro, pero ella se apartó. De repente, no pudo seguir
controlándose y empezó a sollozar violentamente. Maca la sujetó cuando empezaba a desplomarse.
Retirándole las manos del rostro, le quitó las gafas y las arrojó al suelo. Luego la atrajo hacia sí,
rodeándola con sus brazos. Ella se le aferró desesperadamente mientras lloraba, agitándose con
desgarradores sollozos, y la empresaria aplicó el rostro contra su cabello y musitó su nombre una y otra
vez. Jamás en su vida se había sentido Maca más impotente que en aquel momento, mientras sostenía
entre sus brazos el cuerpo atormentado de Esther, ni más conmovida al descubrir que la pena podía tener
unas profundidades tan tremendas. Así pues, después de todo aquel paseo a caballo había sido un error. Su
intención había sido estimularla, pero en vez de eso la había anonadado. Y mientras permanecían allí,
pegadas la una a la otra por la desesperación de Esther, ella supo que no era a ella, Macarena Wilson, a
quien ella se aferraba, sino tan sólo a otro ser humano cuya proximidad podría evitarle caer por completo
en el infierno de su angustia. Presionó un poco más el rostro de la mujer contra su hombro, mientras le
acariciaba la nuca, y poco a poco los sollozos fueron remitiendo. Ella no aflojó su abrazo de inmediato,
pues ella seguía apoyada en su cuerpo, silenciosa, exhausta.

Al cabo de un momento la apartó un poco y la miró al rostro, pálido y humedecido por las
lágrimas.

M: Esther - dijo suavemente. Ella desvió el rostro y retrocedió.

E: ¿Donde están mis gafas? - le preguntó con voz ronca.

Ella deseaba extender los brazos y atraerla de nuevo, decirle mil cosas, pero no era posible en el
estado en que ella se encontraba. Se agachó y recogió las gafas, observándola mientras ella se las ponía en
silencio. El abismo entre ambas se hizo inmenso en el prolongado silencio, y Maca supo que sería vano
tratar de tender un puente, puesto que era ella quien lo había creado. A ella le tocaría hacerlo y, poco
después, le ofreció la elección.

M: ¿Quieres regresar?

E: Sí - dijo dándose la vuelta.

Ya estaba hecho. Pasó por su lado, hacia el caballo, que permanecía sin atar, las riendas colgando
sobre su cuello, mientras les contemplaba a las dos con curiosidad. Maca cogió una de las cintas de cuero
y buscó el brazo de Esther.

M: Tenga, la ayudaré a subir.

E: Maca - empezó a decir con fatiga, apartándose.


M: No se preocupe por eso. Usted monte y yo iré andando.

Sin duda era lo que ella quería, pues entonces se aproximó y le dejó ayudarla a montar de nuevo.
Maca deslizó las riendas sobre la cabeza de Veloz y empezó a conducirle en la dirección por la que habían
venido. No habría más de dos kilómetros de distancia hasta el establo, pero su silencio hizo que
parecieran diez. Recorrieron el trayecto, la empresaria abatida y ella fatigada, y cuando llegaron al
cercado, la ayudó a bajar.

M: La llevaré a casa -. Esther, que estaba cabizbaja, alzó brevemente la cabeza en su dirección.

E: No, tomaré un taxi.

M: Esther... -. Ella frunció el ceño.

E: Por favor, Maca.

Era la piedra final en el muro que las separaba, y Maca exhaló un lento suspiro.

M: De acuerdo. Llamaré un taxi. Espere aquí. Volveré en seguida -. Sólo estuvo ausente un momento, y
cuando regresó la tocó en el brazo -. Nos esperará delante del edificio. Tome - le dijo a un operario del
establo que estaba cerca -. Encárguese de mi caballo -. Le entregó las riendas y luego tomó a Esther del
brazo.

Ella apenas reparó en el hecho de que su mano descansaba en el brazo de Maca. Era muy diferente
de como había sido a primera hora de la tarde. Ahora ella no era más que una mujer necesitada de una
mano que la guiara, y la empresaria una mujer lo bastante amable para ofrecérsela. Por fin llegaron a la
carretera y Maca se detuvo en el bordillo de la acera del restaurante. Allí era donde había comenzado
todo; pensó que era el lugar más adecuado para que terminara.

E: No es necesario que aguarde - le dijo en tono fatigado, pasándose los dedos por el cabello.

Maca no respondió de inmediato, y el dolor se reflejó en sus ojos, que la miraban fijamente.
Absorbía todos los detalles de sus rasgos para poder evocarlos en el futuro, cuando aquel día no fuese
más que un recuerdo distante. Quería recordarlos, pues nadie en el pasado había ejercido sobre ella un
efecto tan dramático, ni volvería a ejercerlo nadie en el futuro. El daño que había hecho era irreparable, y
lo sabía. Ella había tenido que soportar el hecho de estar montada en la misma silla con una mujer que
había abierto sus heridas con tanta torpeza. Debió haber hecho las cosas a la manera de ella: lentamente.
Pero en su necesidad de... ¿de qué?.., no había logrado más que añadir nuevas líneas de tensión a su rostro
encantador. Macarena Wilson, la mujer que gusta a todas las mujeres, pensó amargamente. Había logrado
aplastar la única esperanza de liberación que tenía aquella mujer. Probablemente nunca volvería a
cabalgar. Sólo tendría nuevos temores, nuevos dolores que ella tan amablemente le habría proporcionado.

M: No - dijo al fin -. Esperaré sólo hasta que suba al taxi.

Ella no replicó, y Maca se dio cuenta de que su fatiga era completa. Apenas podía permanecer en
pie. Pero ella no la tocó; era lo bastante consciente para no hacerlo, y se alegró cuando, unos minutos
después, llegó el taxi.

Abrió la portezuela, colocando la mano de Esther en el borde de la ventanilla, y la observó


mientras ella se acomodaba en el asiento trasero. Era el momento final, que le llegaba a Maca como un
mazazo mientras retrocedía, dispuesta a cerrar la puerta.
M: Lo siento - dijo antes de que pudiera evitar estas palabras.

Ella se despidió agitando brevemente la mano. El vehículo se puso en marcha y Maca contempló
sin expresión cómo Esther desaparecía de su vida para siempre.

Ella se despidió agitando brevemente la mano. El vehículo se puso en marcha y Maca contempló sin
expresión cómo Esther desaparecía de su vida para siempre.

Javier Sotomayor entró en el salón y se detuvo junto a la puerta, dando a su vista un momento
para adaptarse a la luz del interior. Eran las tres de la tarde y no había demasiada gente en la sala; algunas
parejas diseminadas por las mesas y un hombre con una camisa polvorienta y pantalones de montar
apoyado en la pared del fondo y que hablaba discretamente por un teléfono anidado en un compartimiento
iluminado. La camarera se dedicaba a limpiar vasos y no parecía en lo más mínimo interesada por la
mujer solitaria sentada en el extremo del bar, la cual tenía la vista fija en el vaso de whisky que sujetaba
con ambas manos. Javier contempló a la mujer un momento, y luego cruzó la estancia y se sentó en un
taburete a su lado.

J: Hola, Patricia, whisky con hielo - le dijo. Luego se volvió a Maca y le dirigió una mirada larga y
apreciativa -. Pasas mucho tiempo aquí, ¿verdad? -. Maca se movió pero no alzó la vista. Se limitó a
apurar su vaso e hizo una significativa señal a Patricia para que lo llenara de nuevo -. ¿Cuántos has
tomado? - le preguntó en tono despreocupado, mientras se sacaba del bolsillo un arrugado paquete de
cigarrillos y lo arrojaba sobre la barra, delante de ella.

M: ¿A quién le importa?

La camarera sirvió a Javier, el cual observó entonces en silencio cómo le llenaba el vaso de Maca
con Jack Daniels sin agua ni hielo. La empresaria cogió el vaso pero no se lo llevó en seguida a los labios.

J: ¿Tienes problemas? - le preguntó al cabo de un momento, observando la expresión sombría de Maca en


el espejo. Como su amiga no le respondió, encendió un cigarrillo -. No vas a resolverlos atiborrándote de
whisky.

M: No voy a resolverlos de ninguna manera.

Los ojos de Maca eran inescrutables, y Javier la observó con interés. En realidad le sorprendía la
sincera respuesta; no había esperado que le dijera eso siquiera. Era el tercer día que Javier la encontraba
allí en el bar, evitando todo intento de conversación amistosa mientras reflexionaba ante un vaso de
whisky. Javier la había dejado en paz el primer día e incluso el segundo. Pero tres días eran demasiados y,
en cualquier caso, ahora tenía un motivo para enfrentarse con ella.

J: Eso parece muy definitivo - le dijo al fin. Maca sonrió sin humor.

M: Tú lo has dicho.

J: ¿Tiene algo que ver con Esther García?

M: ¿Por qué lo preguntas? - replicó, mirándole por primera vez.

J: Tu interés por ella no es ningún secreto, al menos para mí. No puedes estar un día tras otro mirando a
alguien sin llamar la atención. En fin, ella no ha venido por aquí en los dos últimos días.
M: La llevé a cabalgar - dijo en un tono sin inflexiones.

J: Ya lo sé, porque te vi. ¿Ha ocurrido algo?

M: No mucho - dijo con una risa áspera -. Sólo le di un susto de muerte.

Algún recuerdo privado hizo que se le ensombrecieran los ojos, y cogió el vaso para tomar un
largo trago. Javier la cogió del brazo, obligándola a dejar el vaso sobre la barra.

J: No lo hagas.

M: ¿Por qué diablos no he de hacerlo? -. Javier la miró de nuevo, y entonces, abruptamente, dejó el tono
despreocupado.

J: ¿Tanto significa para ti?

M: Es una mujer endiablada.

J: Eso ya lo sé - dijo sonriente -. También yo la he observado.

M: No sabes de la misa la mitad. Deberías verla alguna vez con esos chicos a los que da clases, o ver
cómo ha sabido organizar su vida. ¿Sabías que vive sola? El bueno de Antonio sólo la trae hasta aquí.
Sería de esperar que lo hiciera todo por ella, pero no es así. Probablemente es al revés. Sí, el bueno y
viejo Antonio.

J: Parece como si estuvieras algo celosa -. Maca le dirigió una mirada severa, pero su expresión se
suavizó en seguida y lanzó un suspiro.

M: Puede que lo esté. Él, por lo menos, habría tenido el buen sentido de no apresurarla. No la habría
asustado por su necesidad de... Al diablo con eso. La cuestión es que no volverá a cabalgar.

J: ¿Cómo sabes que la has asustado? ¿Se lo preguntaste?

M: ¡No tengo que preguntárselo, maldita sea! Tendrías que haber visto cómo se puso a llorar. Jamás he
conocido a nadie tan ofendido.

J: Has dicho que estaba asustada, no ofendida.

M: Mira, Javier, te lo agradezco - dijo con impaciencia -, pero no tengo ganas de insistir en esto. Es
demasiado complicado. Basta decir que le he hecho a esa chica un mal servicio, y que tiene más valor y
tesón de los que tú y yo podemos reunir en toda la vida.

J: Bueno, si tiene tanto valor y tesón, ¿qué te hace creer que se lo has arruinado? -. Maca trató de
atemperar su creciente irritación. No quería seguir hablando de aquello, con nadie.

M: Porque era algo que ella trataba de superar. Era muy importante para ella, y sólo estaba empezando la
batalla. No puedes comprenderlo, pero créelo. Y no se ganan batallas zambulléndose en ellas de cabeza.
No puedo comprender eso, pero ella sí. Es así de sencillo.

J: Estás segura de eso, ¿eh?

M: Segura.
J: Muy bien.

Javier la miró por última vez, meneando la cabeza, y luego apuró su vaso. Dejó dos billetes sobre
el mostrador, bajó del taburete y dio una palmada en la espalda de Maca antes de salir.

Esther esperaba en la puerta, del brazo de Antonio. Javier le había dicho que tardaría
unos diez minutos, y había llegado en el momento preciso.

J: Es toda suya - le dijo -. No está en baja forma, al menos no lo está a causa del whisky.
No le diga que se ha enterado por mí de que lleva dos días sin soltar el vaso. No le
gustaría.

E: No - dijo distraídamente, con el ceño fruncido. Sólo había informado a Javier de


manera indirecta, lo suficiente para hacerle comprender cuánto necesitaba encontrar a
Maca. Sospechaba que ésta había interpretado mal todo el episodio, y los comentarios
de Javier sobre su conducta en los dos últimos días no hacían más que confirmarlo -.
¿Querrá hacerme un último favor? Lléveme hasta la mitad del camino y oriénteme en la
dirección correcta. Antonio, ¿te importará mucho si te pido que esperes? Quiero hablar
con ella a solas.

A: Claro que no, pequeña. Me sentaré en una de esas mesas. Tómate el tiempo que
necesites -. Se quedó un momento pensativo y preguntó a Javier -. ¿Aquí tienen leche
con limón y canela?

J: No lo sé. No me atrevería a preguntarlo - dijo secamente, y se dirigió a Esther -.


Vamos, la llevaré allí.

Precedió a la muchacha, consciente de que Maca no iba a darse cuenta de su


aproximación, pues estaba demasiado embebida en su romance con el maldito vaso.
Hizo que Esther se detuviera detrás de ella y entonces la dejó, dándole una suave
palmada en el hombro antes de alejarse. Esther permaneció un momento inmóvil,
insegura, y luego entrelazó las manos ante ella.

E: Hola, Maca.

Ella no respondió, y Esther percibió que no se había vuelto. Se mordió el labio y


lo intentó de nuevo.

E: Por favor, Maca. ¿Podemos hablar? - Siguió sin recibir respuesta, y entonces,
desesperadamente, puso a prueba lo único que se le ocurría -. Si no hablas conmigo,
saldré a toda prisa de aquí. Tendrás que pagar por todo lo que rompa y, créeme, pondré
cuidado en golpear todas las mesas -. Retuvo el aliento, anhelando que ella dijera algo,
cualquier cosa.

En algún lugar dentro de Maca un tenso resorte se liberó de súbito. Se volvió


lentamente, mirando por encima del hombro el familiar rostro ovalado que tenía una
expresión de incertidumbre, y mientras bajaba del taburete y le cogía una mano pensó
que no había en el mundo nada tan encantador como Esther García cuando sonreía.

En algún lugar dentro de Maca un tenso resorte se liberó de súbito. Se volvió lentamente, mirando por
encima del hombro el familiar rostro ovalado que tenía una expresión de incertidumbre, y mientras
bajaba del taburete y le cogía una mano pensó que no había en el mundo nada tan encantador como
Esther García cuando sonreía.

Estaban sentadas ante una mesa en un rincón tranquilo de la sala, Esther con un alto vaso de té
helado y Maca con su vaso semivacío de whisky.

E: No la entretendré mucho - dijo con una sonrisa forzada -. Sólo quería pedirle disculpas.

M: ¿Disculpas? - le preguntó perpleja.

E: Sí, ya sé que debería haberme presentado antes, o llamarte, pero... -. Se interrumpió y bajó la cabeza.
Maca se inclinó hacia ella, tratando de leer su expresión.

M: Esther... -. Ella ignoró su tono sosegado y continuó resueltamente:

E: Siento mucho lo que sucedió, que tuviera usted que ser testigo de todo aquello. Y después de que, con
tanta amabilidad, intentara hacerme un favor. Fue del todo culpa mía, pero no quería ser tan brusca.

M: ¡Espere un momento! ¡Espere un momento! -. El surco en el ceño de la empresaria iba haciéndose más
profundo, y cogió el vaso.

E: Déjelo Maca - le dijo en voz baja, señalando su mano con la cabeza -. Javier me dijo que había estado
usted... bueno, no debería beber tanto, eso es todo. No la culpo, naturalmente, pero eso no está bien. Y
esto sólo llevará un momento. Después podrá quitárselo todo de la cabeza...

M: ¿Cómo diablos hace eso tan bien? - inquirió, algo irritada, mientras dejaba el vaso, y entonces sonrió
tristemente -. Es igual, no importa. ¿Qué es lo que le ha impulsado a Javier a ser tan hablador?

E: Simplemente me dijo dónde podía encontrarla. ¿Cómo cree si no que sabría dónde está? Habría
telefoneado...

M: No le di mi número.

E: Pero lo conozco. Bueno, está en la guía - se apresuró a observar, y tomó un sorbo de té.

M: Cierto - admitió con una breve sonrisa -. Mire, Esther, no sé a qué viene todo esto...

E: Eso es lo que estoy tratando de decirle. Es difícil de explicar, y quizá usted no será capaz de
comprenderlo, pero por lo menos le debo una explicación.

M: Esther - dijo de nuevo, casi exasperada.

E: ¡No Maca, por favor! Nunca me he encontrado en la situación de tener que explicarme de esta manera,
y no estoy del todo segura de cómo hacerlo, pero por favor, escúcheme, se lo ruego.
Ella aspiró hondo, dispuesta a hablar de nuevo, pero se detuvo. Le dejaría decir lo que ella
consideraba tan importante. Luego pondría las cosas claras.

M: De acuerdo - le dijo, y apoyó los codos en los brazos del sillón. La maestra hizo un gesto de
asentimiento.

E: Sé que usted cree que me trastornó... -. La empresaria no pudo evitar interrumpirla.

M: Eso es subestimar la realidad, ¿no le parece? ¡La trastorné y le di un susto de muerte! -. Ella la miró
sin comprender.

E: ¿Asustarme? - preguntó, cogida totalmente por sorpresa-. Eso nunca se me ocurrió.

M: Entonces no lo entiendo -. Esther sonrió afablemente.

E: ¿Quiere decir que no entiende por qué me eché a llorar como una loca? ¡Oh, Maca! ¿Cómo podría
explicárselo?

La empresaria no tenía idea de lo que estaba tratando de decirle, pero el hecho de que la había
interpretado mal era evidente. Tendió las manos para coger las de ella.

M: Esther, sólo quiero que me diga lo que siente - le dijo en voz baja -. Eso es lo único que quiero saber.

Ella soltó las manos; no podía hablar objetivamente si Maca la tocaba. Cogió su vaso y lo volvió a
dejar de inmediato.

E: Permítame que retroceda un poco. Quizá eso me ayudará a hacerla comprender. Mire, tengo una teoría
sobre las primeras veces, como yo las llamo. Me refiero a la primera vez que uno tiene que hacer algo
después de que le ha sucedido una cosa terrible. Para mí, naturalmente, la ceguera -. Hizo una pausa,
dirigiéndole el rostro con expresión incierta -. ¿Me comprende?

M: Sí, continúe.

E: Bien, creo que esas primeras veces son realmente terribles. Son como obstáculos para los que uno ha
de encontrar una nueva manera de vencerlos. Eso desencadena toda clase de emociones, como frustración
y ansiedad, pero también desvelan muchas emociones antiguas, le recuerdan a una aquella cosa terrible
que le sucedió, y una se ve obligada a revivir todo aquello. A mí me ocurre al menos, pero yo... nunca
hasta ahora había compartido con nadie una de esas experiencias. O más bien me he asegurado de no estar
con otra persona, porque sé cómo me desmorono. Puedes aprender a vivir con todo después de hacerlo
suficientes veces, pero esa primera vez... Bueno, es terrible -. Bajó la cabeza y sus dedos recorrieron el
borde de la mesa.

Si la empresaria lo hubiera sabido... Nunca la habría dejado partir aquel día, hasta haberla ayudado
a alejar todos los viejos fantasmas.

M: Esther - le dijo cariñosamente.

Ella alzó la cabeza con brusquedad, huyendo de lo que parecía conmiseración en la voz de Maca.
No había ido allí para eso, sino sólo para explicarse, para liberarle de su sensación de culpa.

E: No, no he terminado. Hace mucho tiempo que he superado todos los obstáculos, excepto el de aprender
a cabalgar de nuevo. Y usted tenía toda la razón cuando me habló de cabalgar en serio. No me di cuenta
de ello hasta que me llevó a dar aquel paseo, y si lo hubiera sabido, puede que no hubiera consentido en ir
con usted. Maca, jamás la habría sometido a eso, si lo hubiese sabido de antemano. Mire, pensé que
superaría el obstáculo. Después de todo, hace varias semanas que cabalgo. Pero como usted dijo, pasear a
caballo por esa pista vallada no es la forma de hacerlo, y así cuando me mostró de nuevo cómo es
realmente cabalgar, fue la primera vez tras el obstáculo. La auténtica primera vez. Antes ni siquiera había
estado cerca. Y me desmoroné. Ojalá hubiera sido capaz de controlarme hasta que usted no estuviera a mi
lado.

M: Cariño - murmuró sin darse cuenta.

Aquel término afectivo era confuso, y ella siguió hablando como si no hubiera dicho nada.

E: Fui muy brusca con usted, Maca. Primero me evaporé ante sus narices y luego ni siquiera he tenido la
decencia de explicarme. No tengo ninguna excusa aceptable. Sólo puedo decirle que es muy embarazoso
para mí hacer semejante escena y... Maca, lo siento mucho. No la culpo por tratar de borrar todo recuerdo
del incidente, o de mí.

M: ¿Eso es lo que cree que estaba haciendo? ¿Borrándola de mi mente?

E: Bueno, yo... Maca, sólo quería decir que no la culpo por estar tan decepcionada.

M: Tengo la impresión de que ya hemos tenido esta conversación antes, o una muy parecida - dijo en voz
baja -. Sólo que entonces sí que me culpó por estar decepcionada. E igual que en aquella ocasión, resulta
que está equivocada.

A Esther no le gustaba que la tratase de esa manera. Durante días se había recriminado su
conducta, incapaz, en su azoramiento, de acercarse a ella hasta ahora. Y cuando creía haberlo solucionado
todo, Maca reaccionaba de una manera contraria a como ella había esperado.

E: No puedo haberme equivocado en todo, Maca, porque yo estuve allí y actué… bueno, aquella no fue
manera de aceptar el favor que usted me estaba haciendo. Derrumbarme de esa manera, ser tan brusca
cuando usted era tan amable.

M: ¿Quiere dejar de usar esa palabra? - la interrumpió, ahora realmente irritada -. No fui «amable». No
me gusta esa palabra. No tiene nada que ver con lo que hay entre usted y yo. Y, Esther, vuelve a
equivocarse. Pensé que se lo había arruinado todo, que nunca volvería a cabalgar por mi culpa.

E: ¿Arruinado todo? ¡Oh, no, Maca! ¡Fue maravilloso! Había soñado con esa sensación de ser
completamente libre. No hay otra manera de expresarlo. Sin muros, sin muebles, sin todas esas cosas que
necesito para vivir. No, Maca, usted no lo arruinó. Me proporcionó esa sensación -. La empresaria le tomó
una mano entre las suyas.

M: No quería herirla tanto, Esther -. Esta vez ella no la retiró.

E: ¿Herirme?

M: Recordándoselo todo de nuevo.

E: Creí que ya se lo había explicado - dijo en voz baja.

Maca estuvo a punto de levantarse y estrecharla entre sus brazos, pero no lo hizo. Aguardaría al
momento adecuado.
M: Usted lo ha explicado, y yo lo acepto y comprendo. Pero quiero que sepa que jamás le habría causado
dolor a sabiendas -. La única respuesta de ella fue un gesto de asentimiento, y la empresaria le soltó la
mano a regañadientes -. Esther, hay una última cosa que quiero decirle, pero antes de que lo haga, ¿le
importa que pida un vaso de agua o cualquier otra cosa? Los cigarrillos ayudan un poco, pero necesito
tener un vaso para ocupar mi mano.

E: Ande, termine su bebida. Sólo pensaba...

M: Y pensaba bien. Bebo demasiado. ¡Patricia! - llamó, y entonces vio a Antonio, sentado a cierta
distancia -. Tráeme lo mismo que está tomando el señor Dávila - pidió, haciendo un gesto hacia el
anciano.

Patricia suspiró y se dirigió al pequeño refrigerador bajo el mostrador, diciéndose que hasta Maca
Wilson tenía curiosos caprichos.

Esther se mordió el labio pero no dijo nada. Maca se volvió hacia ella y la contempló un momento
antes de continuar.

M: Esther, tenemos que bajar de estas montañas rusas. Parece que usted ha estado angustiada por lo
ocurrido durante días, por sus propias razones, y yo también, por las mías. Resulta que esas razones son
los extremos opuestos del palo, pero no es la primera vez que eso ha sucedido entre nosotras. Esther, yo...
¿Qué diablos es esto? - preguntó de repente, mirando su vaso con el ceño fruncido.

P: Leche con limón y canela - dijo secamente, y dejó el botellín junto al vaso antes de marcharse.

Esther estaba a punto de echarse a reír, y mientras la miraba las facciones de Maca se suavizaron y
en sus labios apareció una sonrisa.

M: ¿Quieres decir que Antonio bebe realmente esto?

E: Ya le dije que es un tipo único - dijo, encogiéndose de hombros cuando terminó de reír.

M: De lo sublime a lo ridículo - murmuró, mirando ambos vasos un momento antes de apartarlos -.


Olvídelo, Esther, lo que antes intentaba decirle no es más que esto. ¿No podríamos dar a nuestra relación
cierto equilibrio, de modo que no me encuentre constantemente sin saber qué hacer y usted no esté
siempre imaginando toda clase de cosas que no son ciertas?

E: Maca, usted no es la clase de mujeres que se encuentra sin saber qué hacer.

La tensión que se había establecido entre ellas era casi sofocante, y ella de repente deseó no haber
dicho aquello. Maca permaneció en silencio largo tato.

M: Creo que ya podríamos tuteamos, ¿no te parece? Eres la mujer más increíble con la que me he
tropezado jamás.

E: Y tú la mujer más increíble que jamás he conocido. ¿Quién si no en estos tiempos habría cogido tan
galantemente a una dama para llevarla a dar una vuelta a caballo? Dime una cosa, ¿montas un corcel
blanco?

M: Para ti, sí. Y ahora, mi dulce Ginebra, creo que es hora de irnos de aquí. Estoy harta de estas cuatro
paredes, y además Antonio está demasiado solo. Vamos.
Se levantó y fue a ayudarla. Ella la cogió del brazo y se pusieron en marcha, pero cuando estaban
cerca de la salida, Maca se detuvo bruscamente.

M: Espera aquí un momento - le dijo, y se ausentó durante unos minutos.

E: ¿Qué ocurre? - le preguntó cuando regresó.

M: Había olvidado algo.

E: ¿Qué?

M: Un regalo para Antonio.

E: ¿Qué regalo? - preguntó con curiosidad. La empresaria la miró un instante y empezó a sonreír.

M: Un botellín de leche con limón y canela.

M: Un botellín de leche con limón y canela.

Durante el mes de mayo Esther y Maca pasaron bastante tiempo juntas, conociéndose mejor
lentamente, no como amantes todavía sino como amigas románticas, pues eran cautas en las
manifestaciones de sus sentimientos. Aquella discreción mutua era un entendimiento tácito. Esther
necesitaba una cuidadosa orquestación de su vida, y sabía que aquella mujer tenía el poder de alterar
aquella vida de una manera irrevocable. Y en cuanto a Maca, Esther representaba el amor verdadero y no
iba a arriesgarlo forzando una intimidad precipitada. Habría sido muy fácil para las dos, pues todo el
misterio y el magnetismo sexual estaban allí. Cada una tenía sus necesidades y deseos que de repente sólo
la otra podía satisfacer. Pero su relación era algo más que eso; querían que hubiera más, y para tenerlo
todo, resistían y vadeaban las aguas lentamente.

Salieron juntas muchas veces, hablaron sin cesar, aprendieron la una de la otra... y Esther aprendió
a cabalgar, no sin un considerable esfuerzo y ayudada pacientemente por Maca.

Un día Maca recibió una llamada inesperada de su padre, y se dirigió a la casa paterna con más
impaciencia de lo habitual, molesta porque aquella visita le robaba tiempo para estar con Esther. Carmen
abrió la puerta y ella entró y se dirigió a la sala, donde su madre hablaba en voz baja con Enrique, el cual
tenía una expresión tensa. Pero Maca no quiso averiguar los motivos; sólo le interesaba descubrir a qué se
debía la urgente llamada de Pedro.

M: Hola, mamá - saludó desde el umbral.

Rosario alzó la vista, mirando el reloj sobre la repisa de la chimenea antes de ir a su encuentro.

R: Maca, has llegado temprano -. Le dio el inevitable beso desprovisto de pasión.

M: Qué agradable para ti, ¿verdad? ¿Dónde está papá?

R: En el estudio. En seguida vendrá. Naturalmente, no te esperaba hasta dentro de media hora.


Maca ignoró el tono acusatorio y saludó a Enrique. Luego se acercó a una ventana y permaneció
allí mirando al exterior, las manos enfundadas en los bolsillos de su vaquero. Enrique la miró un
momento y luego se le aproximó, con un vaso en la mano.

En: ¿Quieres beber algo, muchacha? - Maca no se volvió.

M: No, gracias.

En: Eso es un principio - dijo en tono cáustico y se arregló la corbata. Como Maca guardaba silencio, se
encaminó a un sillón y tomó asiento. Rosario desapareció y, al cabo de un momento, Enrique tosió -. He
tenido una charla con papá -. Maca se volvió y le miró con indiferencia.

M: Mejor para ti.

En: La verdad es que me hiciste una faena, ¿sabes?

M: ¿Ah, sí?

En: Vamos, Maca, no te hagas la inocente. Sabes muy bien de qué estoy hablando. No hay manera de
obtener un préstamo del viejo. ¿Cómo puede nadie esperar que viva de lo que me da?

M: Inténtalo - dijo secamente, y observó cómo su hermano se levantaba e iba al bar para servirse otros
dos dedos de whisky.

En: ¿Estás segura? - preguntó, señalando cortésmente la botella.

M: Del todo.

En: Ya no bebes, ¿eh? -. Sonreía de nuevo. No tenía sentido golpear a un caballo muerto, al menos por
algún tiempo. Cogió su vaso y regresó al lado de Maca.

M: Por ahora no, pero es posible que empiece si tengo que esperar aquí demasiado. Por cierto, ¿dónde
diablos está?

En: ¿También tú estás sobre el tapete? - pareció complacido con la idea y observó la expresión de
impaciencia de Maca. Como ésta le hizo caso omiso, acercándose a la chimenea, los ojos de Enrique se
estrecharon ligeramente. Era curioso que su hermana no reaccionara a una pregunta como aquella -. Bien,
parece que tengo el placer de encontrarme ante una mujer cambiada, que no se enfada ni empina el codo.
Estoy impresionado.

M: Pues sigue contemplándome - se limitó a decir -. Podrías aprender algo.

Enrique enarcó las cejas. Desde luego, era raro que Maca no le replicase con brusquedad.

En: ¿Tiene algo que ver con esa chica ciega con la que sales? Me han dicho que la has enseñado a montar,
y que incluso la has estado paseando por el campo en tu caballo. Un buen truco; la verdad es que no se
me habría ocurrido. Tendré que recordarlo la próxima vez que haga un ligue.

Sonrió sarcásticamente y se llevó el vaso a los labios. Maca cruzó la habitación de tres zancadas y
le arrebató el vaso de la boca, derramando licor sobre la inmaculada pechera de la camisa. Permaneció en
actitud amenazante ante su hermano, los ojos entre cerrados y con un destello de acero.
M: Vete al infierno, estúpido bastardo.

P: Buenas noches, Maca - dijo su padre desde el umbral, y entró ignorando la tensión que vibraba en el
aire.

Rosario entró a paso vivo tras él, y Maca se apartó de Enrique, reprimiendo su cólera con
esfuerzo.

M: Buenas noches, papá -. Lanzó a Enrique una última mirada y fue al encuentro del anciano.

P: Siéntate - le dijo, indicándole el sofá, y él ocupó el monstruoso sillón junto a la chimenea. Cuando
Maca estuvo sentada ante él, con las piernas cruzadas, Pedro sonrió -. Me ha dicho tu madre que has
llegado muy pronto. Así es como debería ser siempre. ¿Quieres beber algo?

En: Está en plan abstemio - dijo, y se sentó en el brazo de un sillón. Sin mirarle, Maca respondió por sí
misma.

M: No, gracias. ¿Para qué querías verme? -. Pedro agitó una mano.

P: Oh, hay tiempo para eso. Primero hablemos de otras cosas.

M: No tengo tiempo para hablar. Tengo otras cosas que hacer. Sólo he venido para...

R: Maca, debes quedarte a cenar - la interrumpió, frunciendo los labios en un gesto de desaprobación -. Te
invitamos a cenar.

M: Ya cenaré en otra ocasión.

R: Tienes que quedarte - repitió ella en un tono que no admitía réplica -. Ya hemos contado contigo y
tienes tu sitio a la cabecera de la mesa.

M: De acuerdo -. Pedro contemplaba a su hija con semblante pensativo.

P: Muy bien. Ahora, dime, ¿cómo te han ido las cosas? Tienes muy buen aspecto, mejor que el que te he
visto desde hace mucho tiempo.

M: Gracias. ¿Para qué me has llamado, papá?

P: Qué impaciencia. Siempre tienes prisa. De acuerdo -. Punteó sus palabras dando una palmada sobre el
brazo del sillón -. Roberto Rodríguez se marcha.

M: ¿Roberto Rodríguez?

P: El jefe de Bodegas Wilson.

M: No le conozco - dijo.

P: Claro que no. No has estado ni una sola vez en el consejo de administración. De lo contrario, le
conocerías -. Maca exhaló un leve suspiro.

M: Lo siento.
P: Tú tienes responsabilidades.

M: Papá, por favor, ve al grano - dijo, y cometió el error de mirar a Enrique, cuya sonrisa complaciente no
hizo más que aumentar la creciente irritación de Maca.

P: La cuestión es - dijo enfáticamente - que se marcha. Ha conseguido otro puesto. Si hubieras acudido a
las reuniones, sabrías que hicimos todo cuanto pudimos para retenerle, hasta el punto de negociar de
nuevo sus emolumentos, que ya eran formidables.

M: Mira, ya que pareces estar tan enterado de lo que pasa, ¿por qué diablos sigues insistiendo en que
asista a esas condenadas reuniones? No me necesitas ahí.

P: Si cumplieras con tus responsabilidades, no tendría que estar tan enterado. Pero como no las cumples,
alguien tiene que ponerse al frente de las cosas. ¡Espera! - Alzó una mano, con gesto imperioso, ante la
inminente objeción de Maca -. No es eso de lo que vamos a tratar. Eso ya no tiene una importancia
directa.

Maca le miró cautelosamente, sondeando la expresión de su padre. No le gustó.

M: ¿Y por qué no?

P: Porque vas a sustituir a Roberto.

Maca se levantó y fue al bar, donde pasó largo rato sirviéndose una copa. Cuando regresó tenía los
ojos velados.

M: Ya hemos pasado por esto en otra ocasión, ¿recuerdas? -. Arqueó una ceja fríamente -. Con Textiles.

P: Sí, lo recuerdo, y todavía tengo mal sabor de boca. Pero eso fue hace mucho tiempo.

M: No el suficiente.

P: El suficiente, Maca. Esta vez será distinto. Es un puesto muy importante. La producción de las bodegas
dobla a la de las demás empresas -.Maca se echó a reír con aspereza, mientras se aproximaba a su padre.

M: ¿Qué te hace pensar que esta vez será diferente?

P: Ahora eres mayor.

M: ¿Y qué?

P: Que eres lo bastante mayor para saber lo que debes hacer.

M: Eso no tiene nada que ver. Odiaba aquel trabajo. Pensé que ya lo había dejado claro.

P: Pero tienes responsabilidades. Eres la hija mayor. En general, no me he sentido especialmente


complacido de ti, pero no tengo alternativa. Mira, Maca. Hasta ahora te he dejado en paz y siempre he
hecho por ti lo que podía. Es hora de que tengas un gesto por tu parte. Ya te dije en otra ocasión que ya es
tiempo de que busques tu posición en esta familia, de que hagas algo.

Recalcó cada palabra, mirando a Maca, la cual regresó al bar. Sin embargo, se limitó a dejar su
vaso sobre la mesa y volvió a su lugar en el sofá. Tras un largo silencio, sonrió afablemente a Pedro.
M: Tienes razón -. Pedro la miró con expresión cautelosa.

P: ¿Razón?

M: En lo de que ya es hora de que haga algo.

P: Así pues, ¿aceptarás el puesto?

M: No he dicho eso. Sólo he dicho que ya es hora de que haga algo.

P: Bueno, hay mucho que hacer en las bodegas.

M: Supongo que sí -. El tono de Maca era sosegado, y dirigió una breve sonrisa a su madre.

Aquella era una faceta de su hija que Pedro no había visto antes, aquella ausencia de negativa
categórica o de rápido enojo. El viejo había aprendido a tratar con la otra actitud; la nueva requería una
cuidadosa valoración antes de que intentara combatirla.

P: Parece que ya has pensado alguna cosa - aventuró al cabo de un momento.

M: No, nada en especial - entrelazó cómodamente las manos detrás de la cabeza, arrellanándose en el
sofá.

P: Entonces, ¿por qué no te pones al frente de las bodegas?

M: No he dicho que no lo haga.

P: Pero tampoco has dicho que lo harías.

M: Es verdad.

P: Maca, no estoy de humor para hacer prácticas de boxeo. Hay que tomar una decisión. Las bodegas no
pueden estar demasiado tiempo sin timonel.

M: No estoy practicando boxeo - dijo sinceramente -. ¿De verdad esperabas que tomara una decisión esta
misma noche?

P: Confiaba en ello.

M: Pues lo siento, pero no tengo intención de tomar una decisión precipitada -. Pedro exhaló un suspiro.

P: De acuerdo. Te daré una semana para que lo pienses -. Maca se enderezó en el sofá y se echó a reír.

M: Muy generoso por tu parte. Gracias, pero cuando llegue a una decisión te lo haré saber -. Pedro la
miró fijamente un momento y luego aceptó su derrota.

P: ¿Será pronto?

M: Sí, será pronto.


Enrique había mantenido su silencio forzado tanto como pudo. Nunca tomaba parte en aquella
clase de conversaciones. No le incluían, y su contribución era inevitablemente alguna sarcástica
observación final. Ahora se levantó y volvió al bar para servirse otra copa.

En: Sí, será tan pronto como haya tenido oportunidad de discutirlo con su enamorada - comentó por
encima del hombro. Las miradas de Pedro y Rosario se clavaron en Maca.

P: ¿Tienes a alguien? - inquirió interesado. La pregunta era siempre irritante y merecía una respuesta
irritada.

M: No, que yo sepa. Tener algo conlleva propiedad, y no poseo a una mujer. Por lo menos no tengo
conocimiento de ello.

R: Maca, tu padre quiere saber si estás comprometida - terció bruscamente.

Enrique observaba la escena divertido, por una vez bastante comprensivo hacia su hermana. Él
mismo se había visto sometido a aquella rutina innumerables veces, aunque no con la misma ferocidad.
Maca, naturalmente, tenía responsabilidades.

En: Sigue, Maca - le azuzó, apoyándose en el bar, con una sonrisa sesgada en los labios -, diles hasta qué
punto estás comprometida.

Maca le dirigió una mirada severa, pero decidió no seguir con el pequeño juego. De todas formas,
eran tres contra uno y llevaban las de ganar.

M: Sí, últimamente salgo con una joven.

P: Estupendo - se había recuperado de su derrota anterior y sonreía abiertamente -. ¿Quién es?

M: Una chica a la que conozco.

R: Maca, ¿cómo se llama? - le instó, con el ceño fruncido. Ella la miró un momento, con expresión
inescrutable.

M: Esther.

En: Esther - dijo desde el otro lado de la sala -. Esther García.

R: ¿Es de buena familia? -. A juzgar por la emoción de su voz, Rosario podría estar preguntando por el
pedigrí de una de las yeguas de raza que poseían los Wilson.

Pedro miraba atentamente a su hija. Era el momento de que empezaran de nuevo los fuegos
artificiales. Pero no ocurrió nada, y eso le impulsó a mirarla aún con más atención. Maca dirigió a su
madre una mirada placentera.

M: Naturalmente.

P: ¿Cuáles son vuestras intenciones? - le preguntó. Maca entrecerró los ojos, aunque su sonrisa seguía
siendo afable.

M: Mis intenciones son simplemente seguir conociéndola. Es una mujer fuera de lo corriente.
En: ¡Bueno, eso sí que es una afirmación modesta! - exclamó con una risa irónica. Pedro y Rosario
miraron primero a Enrique y luego a Maca. Esta no concedió a su hermano ni siquiera una mirada, y
encendió un cigarrillo con calma.

P: ¿Que significa eso, Maca? - le preguntó, de nuevo con una expresión severa.

M: Significa simplemente que es toda una mujer -. Para Enrique fue un placer dejar caer la bomba.

En: Toda una mujer y, además, totalmente ciega -. Rosario emitió un grito y se llevó una mano al pecho.

P: ¿Es eso cierto, Maca? – preguntó.

Maca se había levantado, pero en vez de volver al bar, se acercó a la ventana y permaneció largo
tiempo mirando a lo lejos. Finalmente se encaró con su familia.

M: Es verdad.

R: ¿Cómo has podido...? - empezó a decir, pero se interrumpió con brusquedad.

M: ¿Relacionarme con una mujer ciega? - concluyó, y sonrió lentamente; era una sonrisa agradable que
suavizaba los rasgos duros y angulares de su rostro -. Sin ninguna dificultad. Y no me he relacionado con
una mujer ciega, sino con Esther.

R: Es lo mismo - dijo en tono compungido, y apoyó la frente en una mano, pensando sin duda que
aquellos hijos habían sido la prueba más dura de su vida y no dejaban de darle disgustos.

M: No, no es lo mismo en absoluto - replicó.

P: Pareces muy interesada por ella - observó, gratamente sorprendido por aquel nuevo aspecto de su hija.

M: Lo estoy. Es la mujer más fascinante que jamás he conocido. No estoy segura de que desee hablaros
de ella, porque está muy por encima de lo que podáis imaginar, pero os diré algo. Su vida podría haber
sido muy trágica, pero ha sabido hacer de ella algo tan admirable que os asombraría. Es maestra y enseña
a niños ciegos. Les enseña a leer y... bueno, sobre todo a desenvolverse a pesar de su ceguera. Estoy
segura de que ni siquiera podéis empezar a comprenderlo.

Su tono se volvió súbitamente airado, por la inutilidad de su intento de explicar.

En: Maca se entretiene paseándola a caballo por los terrenos del club - comentó en tono despectivo.
Pedro le silenció antes de que Maca tuviera ocasión de hacerlo.

P: ¡Calla! - exclamó con su ronca voz de anciano -. ¡Y deja de apoyarte en los muebles! ¡Si no puedes
sostenerte en pie, entonces márchate! - Enrique adoptó una expresión de petulancia y siguió bebiendo.
Pedro se volvió hacia Maca -. ¿Qué es eso de pasear a caballo?

M: Le he enseñado a cabalgar de nuevo - respondió secamente.

P: ¿Monta a caballo? - quiso saber el anciano, enarcando una ceja.

M: Así es, y lo hace muy bien.

R: Eso es imposible - afirmó. Maca se volvió hacia ella.


M: ¿Cómo diablos puedes saberlo? Tú no sabes hacer nada excepto consultar el maldito reloj.

Regresó a la ventana y cerró los ojos, haciendo un esfuerzo para recobrar en lo posible el dominio
de sí misma. Rosario parecía anonadada, y Pedro reprimió una sonrisa.

P: Ya es suficiente - le dijo a Maca -. Esa clase de observaciones no convienen a la salud de tu madre, y


además, Carmen acaba de indicar que está lista la cena. Vamos allá. Enrique, ve a lavarte la cara con agua
fría. No te quiero bebido en la mesa -. Miró disgustado a su hijo menor mientras se levantaba, y luego a
Maca, la cual se había vuelto hacia ellos -. Tráela por aquí alguna vez. Nos gustaría conocerla - sugirió en
un tono despreocupado.

M: Es posible que lo haga - replicó con voz tensa. Miró a su padre sombríamente un momento más y
luego salió de la estancia.

M: Es posible que lo haga - replicó con voz tensa. Miró a su padre sombríamente un momento más y
luego salió de la estancia.

Esther redujo la velocidad de su caballo en la cresta de la colina y entonces sintió el ligero tirón de
la mano de Maca en sus riendas, al detener a los dos caballos uno al lado del otro en lo alto de la
elevación. El cabello se desparramó sobre sus hombros mientras se relajaba y aflojaba las riendas. Ahora
Maca estaba a su lado, la caña de su bota rozando la de ella, lo cual le proporcionaba una sensación de
seguridad, y Esther se volvió a ella y le sonrió por un millar de razones.

E: ¡Eso ha sido estupendo! -. La empresaria le dirigió una mirada posesiva y sonrió.

M: Me alegro de que pienses eso, pero voy a hacerte una advertencia. La próxima vez que tengas ganas
de hacer una carrera, no voy a dejarte ganar conteniendo a Veloz. Sólo te lo digo para que el golpe no sea
tan fuerte cuando tú y Campanilla os quedéis en el polvo.

E: Comprendido, señora Wilson, y deja de llamar a mi yegua Campanilla, porque hieres sus sentimientos.
Me han dicho que tiene un pedigrí tan largo como tu brazo, y le gusta que la llamen Campeona -. Maca se
rió, soltando las riendas de Veloz.

M: Muy bien. Tomemos un respiro. ¿Quieres bajar?

E: No -. Apartó la cabeza y alzó el mentón para percibir la sensación del espacio abierto que les rodeaba -.
¿Qué colina es ésta?

M: La segunda a partir del camino de herradura, la más alta. Desde aquí puede verse el tejado del establo,
negro, puntiagudo y con tejas de madera. Uno de sus lados está iluminado por el sol -. La maestra
representó mentalmente aquella imagen y entonces percibió el aroma del prado.

E: El trébol está floreciendo - observó.

M: Humm - se limitó a decir.

Estaba admirando el fino perfil de Esther, el brillo de su cabello castaño bajo el sol de verano, y
resistió un impulso súbito de extender la mano y pasar los dedos por él.
E: Dice Javier que me va a dejar una yegua zaina que tiene una magnífica andadura -. Estas palabras
rompieron la ensoñación de Maca, la cual frunció el ceño ligeramente.

M: Ya veremos. Seré yo quien tome esa decisión cuando llegue el momento, porque resulta que conozco a
esa yegua y es asustadiza. No quiero que montes un animal imprevisible.

Por toda respuesta, ella le dirigió una sonrisa de aquiescencia mientras deslizaba los dedos entre
su cabello, alisándolo.

E: ¿Qué tal fue la cena de anoche? - le preguntó de repente.

M: Detestable, como siempre.

E: Maca, siempre te muestras muy fría hacia ellos - le reprendió. Sus palabras no la conmovieron.

M: Eso es lo que siento. Son personas frías, y la relación con ellos ha de serlo forzosamente.

E: ¿Te has parado un momento a considerarlos a fondo? Puede que, después de todo, no sean tan malos.
Todo el mundo tiene por lo menos alguna cosa buena.

M: Olvídalo, Esther. Estoy segura de que ellos apreciarían tu intento, pero hace mucho tiempo que los
conozco. Créeme, son como son. Fríos.

Esther no insistió más. No sabía lo suficiente acerca de los Wilson para seguir discutiendo.

E: ¿Qué quería tu padre, si puedo preguntártelo?

M: Quiere que me encargue de una de las empresas.

Esther permaneció en silencio largo rato, agitándose un poco en la silla de montar. De un modo
inconsciente, Maca posó una mano en su brazo, como para serenarla.

E: Detestas eso - dijo finalmente.

M: Así es.

E: ¿Vas a hacerlo?

M: Tengo dudas.

E: Lo dices como si lo hubieras considerado un poco.

Maca miró el prado que se extendía más allá de ellas, verde y entreverado con las blancas flores
del trébol, la hilera de álamos a lo lejos que se inclinaba suavemente bajo la brisa. Cuando miró de nuevo
a Esther su rostro estaba ensombrecido.

M: Esther, ya es hora de que haga algo por mí misma, ¿no te parece?

E: No lo digas así.

M: ¿Cómo?
E: Ya sabes a qué me refiero, Maca. No me gusta que seas tan irónica.

M: No dejes que eso te afecte. Es sólo una actitud natural.

E: No es sólo eso, y tú lo sabes, Maca, pero... No lo hagas si no deseas hacerlo. No hay nada peor que
verse atrapada en algo que una detesta. ¿Y Enrique? ¿No puede encargarse él? -. Maca se echó a reír con
verdadero regocijo.

M: Mira, Esther, creo que ya es hora de que conozcas a la familia Wilson. Entonces dejarás de hacer esas
observaciones tan ridículas -. En el rostro de la maestra apareció una expresión de reproche.

E: Eso que has dicho es desagradable, Maca.

M: Tal vez, pero no olvides que las cosas en mi familia no son como lo fueron en la tuya. Tú estabas muy
unida a tus padres. Yo nunca lo he estado y jamás lo estaré, y lo digo en serio. ¿Te gustaría conocerles?

E: Sí, pero... ¿Crees que ellos están preparados para conocerme a mí?

M: No sigas por ahí - le dijo seriamente -. No me gusta que digas esas cosas.

E: ¡Sólo era una broma, Maca!

M: Pues es una broma desagradable -. Su mirada desaprobadora no duró mucho -. Sin embargo, en un
contexto del todo diferente, no estoy segura de que estén preparados para ti. Será un gran placer ver cómo
les aventajas en todo, y entonces podrás valorar por ti misma al incomparable Enrique. Procuraré que esté
presente.

E: Sí, me gustaría conocerles y hacer mis propias valoraciones, como dices.

M: Creo que podríamos pasar allí la noche, porque su casa está bastante lejos de aquí. Podríamos ir el
sábado y regresar el domingo.

Esther reconoció el paso hacia una relación más íntima y desvió la cabeza. Lo pensó durante largo
rato, tanto que Maca creyó que iba a negarse. Finalmente se volvió hacia ella.

E: De acuerdo, sí. Eso sería agradable.

Entonces la empresaria dejó el tema; había establecido entre ellas una tensión eléctrica que era
para otro tiempo y lugar.

M: Muy bien. Arreglaré las cosas. Y ahora, sigamos cabalgando, ¿o prefieres regresar? -Ella agradeció su
aplomo y cogió las riendas.

E: Volvamos al establo, porque hoy he de regresar a casa temprano. Antonio y yo tenemos una cita con el
supermercado.

Desandaron lentamente su camino colina abajo. Cruzaron el prado en silencio, y cuando llegaron a
la hilera de árboles, Maca se internó por un camino mucho menos concurrido, que seguía la dirección del
sendero de herradura y al que ambas preferían. Esther parecía absorta en su propio mundo, cabalgando en
silencio al lado de Maca, su rodilla rozando la de ésta de vez en cuando.
E: Maca - le dijo finalmente -. He estado pensando en algo -. La empresaria salió de su propia
abstracción.

M: ¿Qué?

E: Se trata de una alumna mía, Daniela -. Hizo una pausa y se mordió el labio -. Quisiera traerla aquí, para
que monte a caballo. Está pasando un mal rato, porque por mucho que nos empeñemos, no puede superar
su abatimiento. He pensado que si pudiera mostrarle que hay maneras de aliviarlo un poco, eso la
ayudaría.

M: ¿Ha cabalgado alguna vez?

E: No sé, pero supongo que no.

M: Entonces podría llevarse un susto de muerte. Recuerda tu propia experiencia, a pesar de que ya habías
cabalgado de niña.

E: Lo sé. No puedo responder por Daniela, no sé si se asustaría o no, pero...

M: ¿Y cómo esperabas hacerlo?

E: Pensaba montarla conmigo, como hiciste tú. Sentarla delante de mí -. Eso era lo que Maca había
sospechado.

M: No - dijo en tono tajante -. Eso está fuera de cuestión. No estoy dispuesta a correr el riesgo de que una
niña desesperada por bajar te derribe de la silla.

E: ¡Maca! - objetó con un deje risueño -. Si nos limitamos a cabalgar en la pista de ejercicios no es
probable que ocurra eso. Y tú misma has dicho que ahora estoy bien, que puedo cuidar de mí misma.

M: He dicho que está fuera de cuestión, Esther. No lo permitiré -. Ella lanzó un breve suspiro.

E: Maca, si quiero...

M: ¿Quién manda aquí? ¿Tú o yo?

E: Maca...

M: Exactamente. Yo. No he pasado todo este tiempo adaptándote de nuevo y ejercitándote a prueba de
caídas para que venga una criatura y te rompa el cuello por mí -. Había algo en aquella actitud protectora
que le impedía a Esther enfadarse.

E: Tengo serias dudas de que me rompiera el cuello.

M: No voy a permitir que lo hagas. Y si tan segura estás de que la niña podría beneficiarse con eso, yo la
haré montar, no tú.

E: De acuerdo -. La empresaria la miró bruscamente, con una sonrisa de suspicacia en los labios.

M: Eso es precisamente lo que habías pensado en primer lugar, ¿verdad? -. Esther procuró mantener una
expresión de inocencia.
E: Maca...

M: ¿No es cierto? - la apremió, su sonrisa involuntariamente más ancha.

E: Bueno, la verdad es que me había pasado por la cabeza, ¡pero lo he dicho en serio! Yo también la
montaría conmigo y creo que no habría ningún problema.

Ella se limitó a menear la cabeza, riendo entre dientes. Esther no siguió insistiendo en el tema, y
cuando casi habían llegado al cruce con el sendero de herradura, habló de nuevo.

E: Dime, Maca. ¿Qué te parecería una escuela de montar para los ciegos?

M: Nunca he pensado en ello.

E: Pues yo sí. ¡Podría ser muy interesante, Maca!

M: Pero hay muchas cosas a tener en cuenta. No estoy segura de que a todo el mundo le pareciera bien.

Cuando ella continuó, Maca se dio cuenta de que la idea no había sido espontánea.

E: Sí, lo sé. No le gustaría a todo el mundo. Pero piensa en ello un momento, Maca. Piensa en lo que
podría proporcionarles a quienes quisieran intentarlo y que perseverasen, tanto si habían montado antes
como si no. Todo podría hacerse bajo unas circunstancias muy controladas. No debería ser necesario que
te explique eso. Ya has tenido una experiencia conmigo.

M: Hummm.

E: Piénsalo, Maca. Imagina lo avanzada que estaría si hubiera empezado esto hace unos años.

Maca tendió una mano y le acarició el mentón, con una expresión de ternura en los ojos.

M: Siempre has estado avanzada, Esther -. La maestra tocó su mano sin querer mientras ella la retiraba.

E: Oh, no. Es el resultado de años de experiencia tratando de enfrentarme a los problemas. Ya deberías
saber que no me ha resultado nada fácil. Te lo demostré una vez.

M: Sí, lo hiciste - dijo en voz baja. No era un recuerdo que le agradara.

E: Creo que esa idea puede llevarse a la práctica, Maca - insistió.

M: Probablemente tengas razón -. Se echó atrás en la silla, cruzando los brazos -. Pero dime una cosa,
¿quién va a hacer todo eso? Tú no. En cualquier caso, no podrás hacerlo sola. ¿Javier? - Reflexionó un
momento, entrecerrando los ojos -. Es un buen jinete. Desde luego, está capacitado, y podría estar
dispuesto a intentarlo.

E: Bueno, había pensado en él, sí -. Jugueteó con un hilo suelto en la rodillera de sus pantalones de
montar, y finalmente habló sin alzar la cabeza -. Pero yo... En la primera que pensé fue en ti -. Maca se
enderezó, desconcertada.

M: ¿En mí?
E: Pues sí, Maca, en ti - le dijo, ladeando la cabeza. Ella se echó a reír mientras Esther le contemplaba
totalmente seria.

M: ¡Vaya jolgorio habría! Maca Wilson, buena samaritana, maestra de ciegos. ¡En el bar se destornillarían
de risa!

E: Maca, te he dicho que me molesta que hables así.

La empresaria le dirigió una rápida mirada, y su actitud sarcástica se evaporó al instante. La había
hecho enfadarse de verdad. Tenía los labios apretados hasta formar una línea delgada, y alzó ligeramente
el mentón.

M: Lo siento, Esther - le dijo, tratando de cogerle la mano -. No tenía la intención de rechazar tu idea de
ese modo. Es una buena idea, lo que ocurre es que las personas que habrían de ponerla en práctica no son
las adecuadas -. Ella retiró la mano.

E: Tienes una visión de ti misma descentrada. ¡Es absurda! Lo tienes todo claramente categorizado,
¿verdad? Tú, tu familia, el mundo entero. En algún momento decidiste ser una cínica, y no te has
molestado en revisar tus opiniones, ninguna de ellas. No puedes tomarte el tiempo necesario para abrir los
ojos y verte, a ti y a los demás, como realmente son. Bien, supongo que ese es tu problema, pero es
estúpido. Y no eres una mujer estúpida. En cuanto a enseñar a los ciegos, ya lo hiciste una vez, y podrías
hacerlo de nuevo. ¿Qué es lo que ocurre, Maca? ¿Temes que alguien pudiera descubrir que, después de
todo, posees cierta sensibilidad?

M: Tal vez - dijo sin perder la calma. Esther lamentó al instante su estallido y se mordió el labio.

E: Lo siento, Maca, no quería reaccionar así, pero a veces me pones furiosa. Tienes derecho a tus
opiniones, naturalmente, pero no estoy de acuerdo con algunas de ellas. -. Volvieron a ponerse en marcha.
Maca la silenció un momento al decirle que agachara la cabeza pues iban a cruzar la barrera de árboles, y
cuando estuvieron al otro lado, Esther prosiguió - ¿Por qué iba a hacer reír tanto que Macarena Wilson
enseñara a los ciegos? Probablemente podrías hacerlo mejor que la mayoría de la gente que conozco.
Sabes exactamente... ¡Oh, no importa!

Desvió la cabeza con brusquedad. ¿Quién era ella para decirle a la empresaria quién era y lo que
podía hacer? Su ampulosidad era irritante, y además muchas otras personas en su vida habían intentado
hacer lo mismo, sobre todo su padre. El silencio que se había entablado entre las dos era opresivo, y ella
estaba a punto de decir algo más a modo de excusa cuando Maca habló.

M: ¿En qué clase de proyecto has pensado?

E: La verdad es que no he pensado en ninguno, Maca. Siento haberte hablado de esto y haber dicho lo que
te he dicho -. Llegaron a la carretera asfaltada y Maca la orientó para seguir por la cuneta.

M: Llevaría mucho trabajo.

E: Maca, no es más que una idea que he tenido.

M: Y se necesitaría un montón de dinero.

E: ¡Maca! - exclamó, sintiendo una frustración creciente. La empresaria la miró entonces con curiosidad.

M: ¿Y a quiénes pretendes dirigir a esa escuela? ¿Niños? ¿Adultos?


E: Maca...

M: Pensabas en los niños de la escuela, ¿verdad?

E: En principio, sí.

M: Habrá que construir instalaciones y obtener caballos especiales, atender al transporte... Cada
estudiante será un caso que planteará mucho trabajo. Tendría que haber alguna manera de aclimatarlos de
antemano, familiarizarlos con los caballos y el equipo. Es un proyecto tremendo. Y aun así no podrías
estar segura de que saldrá bien.

Esther pensó que no habría debido abordar el tema, especialmente con una mujer de negocios,
antes de haber pensado a fondo en los detalles. Sin duda ella pensaba que su idea era una tontería, y ella
carecía de municiones para contraatacar. Palideció bajo su aparente crítica y trató de poner fin al asunto
de una vez por todas.

E: Maca... - empezó a decir con firmeza.

M: Soy fatal con los críos.

Aquellas palabras fueron tan inesperadas que ella se quedó sin habla un momento, pero se recobró
de inmediato y le preguntó en voz baja:

E: ¿Cómo lo sabes?

M: Soy demasiado impaciente.

E: No lo has sido conmigo.

M: Eso es del todo distinto. No eres una niña y, en cualquier caso, tenía mis razones.

E: ¿Ah, sí? - inquirió enarcando las cejas -. Y cuáles eran?

La empresaria reconoció la inminente digresión y el sentido de la pregunta antes que ella, pero la
esquivó diestramente.

M: Era muy importante para ti, y no estabas llegando a ninguna parte.

E: ¿Qué tiene eso que ver con tu paciencia?

Habían llegado cerca del establo. El cercado estaba lleno de otros caballos, jinetes y cuidadores, y
Maca detuvo a Veloz. Campeona también se detuvo y Maca miró a Esther, escrutando el rostro dirigido
hacia ella.

M: Quería que aprendieras.

E: ¿Por qué?

M: Porque lo necesitabas.

E: ¿No crees que hay otras personas con la misma necesidad?


La brisa le arremolinaba mechones de cabello alrededor del rostro, y se los apartó mientras
mantenía su atención centrada en Maca.

M: Tendrías que tener más de un instructor. Nadie podría encargarse de más de uno o dos chicos a la vez.

E: Supongo que eso llegaría con el tiempo, suponiendo, como dices, que la idea pudiera llegar a ponerse
en práctica.

M: ¿Dónde propondrías conseguir el dinero necesario?

Esther se sintió desconcertada. Nada más lejos de sus intenciones que la implicación de que le
había hablado de aquello por el dinero.

E: ¡Es sólo una idea, Maca! Ni siquiera he podido responder a tu primera pregunta. Dejémoslo correr, ¿de
acuerdo?

M: ¿Qué lugar ocuparías tú en el proyecto mientras yo estoy trotando por ahí con los críos? -. Ella guardó
silencio durante largo rato, tratando de comprender.

E: ¿Quieres decir que finalmente podrías considerar la posibilidad de hacerlo? - le preguntó al fin. Maca
la miró un momento y luego soltó una risita contenida.

M: Ya te he dicho que soy fatal con los críos - replicó, y encaminó los caballos a través de la puerta.

M: Ya te he dicho que soy fatal con los críos - replicó, y encaminó los caballos a través de la puerta.

Esther efectuó las compras en el supermercado y Antonio subió las cuatro bolsas al apartamento
con la ayuda del portero. Dio una propina al hombre, cerró la puerta tras él y se acercó al umbral de la
cocina, observando cómo Esther distribuía los alimentos en sus lugares adecuados. La carta de Vero
estaba abierta en el mostrador, y el viejo la miró, frunciendo el ceño involuntariamente. No había sido él
quien se lo leyó, aunque había echado un vistazo al contenido antes de salir de compras. Maca se había
encargado de la lectura, cuando la trajo a casa desde el club.

E: Maldita sea - musitó, y Antonio le dirigió una rápida mirada. Estaba de rodillas en el suelo, palpando a
su alrededor en busca del paquete de filetes.

A: Toma, pequeña.

Antonio lo recogió y lo puso en sus manos mientras estudiaba su expresión malhumorada, que
no abandonaba desde que llegó a casa.

E: Gracias, Antonio -. Acompañó sus palabras con una breve sonrisa y se puso en pie.

A: No me gusta ver esas arrugas en tu frente - comentó al cabo de un momento.

E: Lo sé - dijo, abriendo la puerta del frigorífico -. Digamos que son las arrugas de la edad. ¿De acuerdo?

A: Todavía es demasiado pronto para que tengas que preocuparte por eso. Dime, pequeña, ¿todo va bien?
E: Naturalmente, ¿por qué lo preguntas? -. Terminó de distribuir los alimentos y salió de la cocina, para
sentarse en el sofá de la sala. El viejo se reunió con ella.

A: Pareces preocupada. ¿Se debe a la carta, quizá?

Ella apretó los labios. En realidad había preferido que fuese Maca quien recogiera el correo en la
portería. Así le había ahorrado la reacción de Antonio, y además le había proporcionado una sensación de
comodidad. Era una carta de la hermana a la que amaba, leído por la mujer que... ¿amaba también? Una
sombra cruzó por su rostro, y dirigió la cara hacia la chimenea. A Antonio no le pasó desapercibido.

A: Sí, la carta es turbadora - concluyó el viejo, arrellanándose en el sofá.

E: No tiene nada de turbadora - se apresuré a replicar.

A: Es extraño que haya de ponerse en contacto contigo tan pronto - no pudo evitar aquel comentario; se
sentía inquieto.

E: ¡Dijo que escribiría su dirección, maldita sea!

En seguida se mordió el labio. No había querido ser tan brusca con él, sobre todo con él. Estaba
cansada, eso era todo, y había ciertas cosas que ocupaban su mente. El viejo la miraba con los labios
fruncidos.

A: No había dirección en la carta, pequeña.

Era cierto, no la había. Y, desde luego, no dejaba de ser extraño que Vero hubiera escrito su
amistoso mensaje tan poco tiempo después del anterior. Decía: «Esther, estaba pensando en ti y quería
enviarte unas líneas. He estado ocupada en toda clase de actividades, fiestas, navegación. ¡He ido a
esquiar! ¡Tendrías que haber visto qué caídas! Pero las cuestas de Austria son divinas. Confío en que estés
bien». Esther sonrió al recordar las palabras. Habían quedado grabadas en su memoria, porque eran de
Vero, pero también a causa de su ceguera, que multiplicaba su memoria por diez.

E: Sí, lo sé - dijo al cabo de un momento -. Sé que no hay dirección, pero ¿qué importa? De todos modos
ahora está en Austria.

A: ¿Y qué? ¿Es que Austria ha desaparecido del mapa?

Ella no quería discutir y no iba a hacerlo. ¿Por qué Antonio no podía ser como Maca, la cual se
limitó a leer la carta, sin duda complacida por el placer de Esther?

E: Por favor, Antonio. Déjalo, ¿quieres?

Antonio exhaló un suspiro. De todos modos, no serviría de nada que intentara hablarle, hacerle
comprender que había algún motivo detrás del súbito aluvión de correspondencia por parte de Vero, pues,
tratándose de Vero, un par de mensajes constituían un aluvión. Todo lo hacía con cálculo, como él había
intentado hacerle ver a Esther durante años, y nunca se había engañado a sí mismo considerando que Vero
no debía pretender más que una afectuosa comunicación desde las lejanías en que habitaba. ¿Una charla
afectuosa? Sintió deseos de escupir.

A: De acuerdo. Pero no quiero que sigas con esa expresión preocupada. ¿Se trata de Maca?

E: Sí.
A: ¿Puedo fisgar?

E: Es sólo una conversación que hemos tenido hoy. Ha sido un poco..., no sé cómo decirte.

A: ¿Una discusión?

E: No, no es eso. Sólo le hablé de algo en lo que he estado pensando. Una escuela de equitación para
ciegos.

A: Una idea nueva - observó el viejo.

E: Hummm. Le pregunté a Maca qué pensaba de ello.

A: ¿Y qué dijo?

E: No estoy segura de lo que piensa. Le dije que sería una buena instructora para esa escuela.

A: ¿Y ella no estuvo de acuerdo?

E: No lo sé. Bueno, primero no estaba conforme, y le reprendí. No debería haberlo hecho. Siempre he
detestado que la gente me diga lo que pienso y lo que soy.

M: ¿Se enfadó?

E: No, no pareció enfadarse. No sé cuál ha sido su verdadera reacción. Después se puso a hablar de la
escuela, de lo que supondría. Francamente tomó en consideración mucho más que yo los pros y los
contras.

A: ¿Así que está interesada?

E: No sé. Yo sólo...

A: Eso te perturba. ¿Por qué?

E: Porque no quisiera que participe en ese proyecto sólo porque cree que me complacería. Esa no es una
motivación apropiada. Ya tiene bastante con su padre, el cual le obliga a hacer cosas que detesta. Lo
último que necesita es que yo le someta a la misma clase de presión.

A: ¿Crees que ella lo haría simplemente por ti? -. Esther sonrió al oír esto.

E: No me había dado cuenta de lo presuntuoso que suena -. Antonio eligió sus palabras cuidadosamente.

A: Las dos os habéis hecho buenas amigas.

E: Hummm -. Estaba preocupada de nuevo; la misma sombra pasó por su rostro. Tras una pausa, añadió -.
Me ha pedido que visite a su familia.

A: Qué sugeridora.
E: ¿Antonio? - exclamó, mirándole con severidad -. Me lo ha propuesto sobre todo porque no quiere que
tenga ideas equivocadas acerca de su familia. Hemos discutido un poco al respecto, y supongo que esta
visita es una manera de poner fin a la discusión, o algo así...

A: Ya veo.

Ella deslizaba los dedos por el brazo del sofá, la cabeza inclinada hacia las manos.

E: Vamos a quedarnos en casa de sus padres un fin de semana.

A: Ah, ¿y cuándo será?

E: No lo sé - replicó, encogiéndose de hombros -. Se limitó a sugerirlo, y le dije que iría.

A: Pero en realidad no quieres ir, ¿verdad?

E: Viajar con ella representa algunos problemas, eso es todo.

A: ¿Qué clase de problemas?

E: No podría especificártelos ahora.

A: Por el tono de tu voz, parece como si tú misma fueras el problema.

E: Seamos realistas, Antonio. Sabes tan bien como yo lo que ocurrirá. Nunca hemos estado
constantemente juntas y en un lugar al que no estoy del todo aclimatada. Esto la hará tener que soportar
ciertas presiones a las que no ha estado sometida antes. No es como salir conmigo una tarde. Una cosa es
enfrentarse a mi ceguera bajo circunstancias controladas, y otra muy distinta hacerlo en un entorno
desconocido, donde tengo que arreglármelas entre muchas cosas que no suponen ningún problema para
ella. Y viajar con Maca también plantea ciertos problemas personales, cosas que..., oh, no sé, Antonio. He
dicho que iría, pero no sé.

A: Esther - le dijo el anciano con severidad, pero mirándola con ternura -. ¿Hasta qué punto es importante
esta mujer para ti? -. Ella tenía la cabeza baja y se rodeaba las rodillas con las manos.

E: No es fácil responder a esa pregunta.

A: No me vengas con evasivas. Pareces muy a gusto en su compañía. Te agrada estar con ella.

E: Sí - dijo sin levantar la cabeza.

A: Y a ella parece gustarle mucho tu compañía, por lo que puedo ver.

E: Sí...

A: Entonces dale una oportunidad. Y si ella no va a ser capaz de recorrer todo el camino, será mejor que
lo descubras ahora, ¿no te parece? -. Ella alzó la cabeza lentamente y se enderezó. Antonio la observó un
momento y luego le tomó una mano -. No cierres la puerta antes incluso de que ella haya tenido una
oportunidad de abrirla.

Ella le miró con sus ojos sin luz, y todas las líneas de su rostro reflejaron el afecto que sentía por
aquel hombre.
E: Tienes razón. Gracias, Antonio, gracias como siempre -. Apretó su mano un instante más, antes de
soltarla -. Y te mereces una recompensa por las perlas de sabiduría que siempre pareces guardar en el
bolsillo trasero. Te invito a cenar. Filetes, sopa o pastel de pollo. Elige, profesor, pero hazlo rápido. Voy a
encender el fuego.

Él la contempló mientras se alejaba con una sonrisa de satisfacción. Esther se merecía aquella
felicidad, la que una mujer como Macarena Wilson podía darle. Entonces se levantó y la siguió a la
cocina, observándola mientras ella preparaba la cena tarareando una melodía.

Y ninguno de los dos reparó en que la carta de Vero se deslizaba del mosttrador, a causa de la
corriente de aire levantada por su actividad, y caía lentamente hacia el suelo.

Y ninguno de los dos reparó en que la carta de Vero se deslizaba del mostrador, a causa de la corriente
de aire levantada por su actividad, y caía lentamente hacia el suelo.

Maca le describió la casa por el camino, la mansión color hiedra con sus ventanas en forma de
diamante provistas de celosía y sus paredes de estuco, y cuando al fin estuvieron ante la puerta, a Esther
le sorprendió percibir que ella levantaba su mano libre y la depositaba sobre un objeto metálico.

M: Y esta cosa de la puerta se llama picaporte - le dijo con una sonrisa irónica -. Es un trasto de latón, una
figura con cabeza de león y cuerpo de hombre. Es realmente grotesco. Hace que te lo pienses dos veces
antes de entrar.

Apartó la mano de Esther y golpeó con el picaporte contra la pesada puerta de roble. Esther alzó la
cabeza hacia ella con curiosidad, ignorando su comentario.

E: ¿Siempre llamas?

M: Siempre.

Hizo un breve gesto a Carmen cuando se abrió la puerta, y entró con Esther hasta el centro del
vestíbulo.

E: Esta es una sala inmensa - observó.

El eco de sus pisadas vibraba en el aire, intenso en la quietud que les rodeaba. Escuchó por si
había sonidos de otra actividad, pero no oyó nada. Maca la observaba, consciente de su tensión repentina.
Su sonrisa no era relajada como de costumbre y tenía los hombros rígidos. Cubrió la fina mano que
descansaba sobre su brazo con la suya propia.

M: Sí, tiene un techo abovedado como el de una catedral, la escalera principal está al fondo y hay muy
pocos muebles. Algunas mesas grandes y un cachivache que es una especie de armario. Las paredes están
forradas de caoba.

Carmen se adelantó.

C: ¿Debo anunciarla, señorita? -. Maca le dirigió una breve mirada.

M: No, gracias. Encontraremos a todo el mundo -. Cuando la mujer se marchó, Maca miro a Esther y le
acarició el mentón -. No estés nerviosa.

E: ¿Se me nota?
M: Por lo menos yo lo noto, porque normalmente no me cortas la circulación del brazo, Esther. No te
preocupes. Supongo que están en el jardín, como siempre en esta época del año. Así tendremos algún
tiempo para aclimatarnos. Ven, exploraremos un poco.

Empezó a caminar por el vestíbulo hacia una amplia estancia, contando sus pasos mientras
andaban.

M: Hay quince pasos desde el centro del vestíbulo hasta aquí - dijo -. Por cierto, es la sala de estar. Luego
contaremos los pasos desde la escalera. Me parece que seguirás ese camino más a menudo.

E: ¿Cómo has sabido hacer eso? Pocas personas se dan cuenta...

M: No soy tonta del todo, Esther. He pasado mucho tiempo pensando en lo que podrías hacer para
orientarte, y he tenido la brillante idea, modestia aparte, de que podrías contar los pasos, por lo menos al
principio. Nunca te he visto hacerlo, pero tampoco te he visto acostumbrarte a un lugar con el que no
estás familiarizada. ¿Cómo lo haces?

E: Perfectamente. Tienes razón, así es como lo hago a veces. Una manera es tan buena como la otra,
pero... oh, Maca, ¡ lo siento tanto! -. La empresaria frunció el ceño.

M: ¿A qué te refieres?

E: No importa - murmuró, bajando la cabeza. Maca prefirió no insistir.

M: Vamos, aún nos espera un largo recorrido. Primero pasaremos por la sala de estar, que parece un
almacén de antigüedades. Te guiaré entre todos esos muebles.

Recorrieron la gran sala de estar y otras dependencias, incluidas la biblioteca, la sala de música y
el enorme comedor. Dejaron de lado los dormitorios, simplemente porque eran demasiados, y cuando
regresaron al rellano en lo alto de la escalera encontraron a Rosario. Estaba al pie de los escalones,
mirándolas.

R: Carmen me ha dicho que habíais llegado, que ya lleváis aquí algún tiempo.

Maca hizo un esfuerzo para adoptar una expresión serena y bajó la escalera. Hizo las
presentaciones oportunas, sin apartar los ojos de Esther, la cual, sonriendo afablemente, le tendió la mano.

E: Me alegro mucho de conocerla, señora Wilson.

R: Humm. - no la miraba directamente, sino que dirigía la vista a su izquierda, mientras estrechaba con
brevedad la mano de Esther. Entonces se volvió hacia Maca -. Tu padre y tu hermano están esperando en
el jardín. Ha sido una grosería por tu parte no haber ido a vernos en seguida, Maca. Tendrás que
explicarte.

Dicho esto se volvió con brusquedad y se alejó a paso vivo, desapareciendo en la sala de estar.
Esther se mordió el labio.

E: Creo que deberíamos haber ido a saludarlos primero.

El enojo que reflejaba la expresión de Maca sólo se desvaneció ligeramente cuando desvió la vista
de la puerta que daba acceso a la sala de estar para mirar a Esther.
M: Olvídalo. Voy a presentarte a mi manera, no a la de ellos, y no lo tomes como algo personal. Esa es la
actitud natural de mamá.

Esther no dijo nada, pero la dejó que la guiara a través de la casa. Salieron a una amplia terraza y
bajaron varios escalones hasta un patio al borde del jardín. Al verlas, Enrique y Pedro se levantaron.
Rosario se había reunido con ellos y permanecía a corta distancia, rígida. Maca hizo adelantarse a Esther.

M: Papá, deseo que conozcas a Esther. Esther, te presento a mi padre.

Pedro le tomó la mano, al tiempo que la miraba apreciativamente. La muchacha parecía sentirse
cómoda y sonreía con franqueza. Llevaba peinado hacia atrás su abundante cabello castaño, brillante bajo
la luz del sol. Con zapatos de tacón alto, apenas le llegaba a Maca por encima del hombro. El viejo
parpadeó sin querer. Las dos formaban una buena pareja.

P: Tenía ganas de conocerla, señorita García - dijo al fin -. Mi hija parece sentir por usted una fascinación
fuera de lo común.

Maca le había dicho que eran fríos. Difíciles parecía un término más apropiado. ¿O quizá
imposibles se aproximaba más a la verdad? Esther se dio cuenta de que estaba arrugando la manga de la
chaqueta de Maca y aflojó su presa.

E: Es un placer conocerle, señor Wilson - dijo con sencillez, sonriente. Enrique se acercó entonces,
anticipándose a la presentación de Maca.

En: Y yo soy Enrique - le dijo en tono afable, mirándola con curiosidad.

Era la primera vez que veía a aquella mujer ciega que montaba a caballo y había logrado interesar
a su hermana de un modo tan inesperado. Se dijo que tenía un enorme atractivo.

De nuevo Esther forzó una sonrisa y le ofreció la mano. Tras aquel intercambio se produjo un
breve silencio, al que puso fin Maca.

M: Nos gustaría tomar té helado, mamá.

Miraba a su madre un tanto divertida. La mujer parecía incapaz de hacer frente a la situación, y
permanecía en pie, entrelazando nerviosamente las manos. Hizo un gesto de asentimiento y fue en busca
de Carmen.

P: Pero tomad asiento - les dijo mientras se dirigía a su sillón bajo un toldo de lona.

M: En seguida.

En vez de reunirse con el grupo, caminó con Esther hasta el borde del patio. La colocó de cara al
jardín, posando las manos sobre sus hombros, detrás de ella.

M: Estás de cara al jardín - le dijo quedamente -. Luego pasearemos por él, pero primero voy a explicarte
cómo es. Imagina casi medio kilómetro en línea recta delante de ti. Esa es la longitud de su extensión, y
mide unos trescientos metros a cada lado. Está plantado de setos bien cuidados que forman un diseño muy
geométrico, parecido a un laberinto, y cada caminito está bordeado de flores, de todas las clases que
puedas imaginar, y no me preguntes sus nombres porque los desconozco. Pero tienen todos los colores del
arco iris y se extienden hasta donde alcanza la vista. Los senderos entre ellas son de ladrillo rojo, y hay
pequeños bancos de cemento para sentarse.
Aquellas explicaciones tenían dos objetivos: hacer que volviera a sentirse más cómoda, pero
también, lo que era más importante, dejar una cosa bien clara a su familia: ella estaba allí bajo sus
auspicios y sería la principal receptora de su atención. Mientras permanecían allí, tratándola a su manera,
frenaba eficazmente la influencia de los Wilson. Si ella sospechaba lo que estaba haciendo, no hizo
ningún comentario directo, pero se relajó y participó en el juego.

E: Oh, vamos, Maca. Nómbrame una flor por lo menos.

M: A ver si identifico alguna. Sí, creo que veo caléndulas -. Ella se echó a reír.

E: Esperaba que nombraras alguna flor más conocida. Caléndulas, ¿eh? - repitió pensativa.

M: Sí, y cinnias. Creo que eso es lo que son.

R: En efecto, son cinnias -. Estaba a su lado y sus ojos mostraban alguna emoción irreconocible mientras
observaba el rostro de Esther -. Y también hay alhelíes, geranios y claveles.

Maca se sorprendió un poco, porque su madre no solía mostrarse tan comunicativa.

M: Gracias, mamá. Algún día puedes darme una lección como es debido sobre las flores, y así podré
informar mejor a Esther -. Ella la miró y la momentánea emoción desapareció de sus ojos.

R: El té está servido y estoy segura de que a Esther le gustaría sentarse -. Se volvió bruscamente y regresó
al lado de su marido.

Entonces Esther y Maca se reunieron con ellos. Se sentaron en un banco de hierro forjado,
provisto de alegres cojines estampados. Pedro inició en seguida una conversación.

P: Bien, Maca, creo que habéis llegado hace algún tiempo. Deberías habérnoslo hecho saber.

Observó a su hija mientras ésta dejaba el alto vaso de té y enlazaba el brazo de Esther con el suyo.
Le dirigió a su padre una mirada placentera.

M: He estado enseñándole la casa a Esther.

En: ¿Ah, sí? ¿Y qué te ha parecido? - terció.

No sabía con exactitud por qué sentía la necesidad de molestarla, quizá porque ella y Maca
estaban sentadas allí, perfectamente cómodas, haciendo que los demás se sintieran un tanto azorados.

Esther dirigió el rostro hacia él, con una ligera sonrisa. La impresión que le producía aquel
hombre era muy diferente de la de Maca. Más suave, más pequeño, sin nada que destacara en especial.

E: Por lo que Maca me ha dicho, es encantadora.

P: Maca nos ha dicho que enseña - comentó -, que da clases a niños ciegos.

E: Sí, es cierto.

P: Eso parece una hazaña sorprendente, considerando su defecto físico.


La placidez desapareció de la expresión de Maca, y miró a su padre un momento. Que jugara con
sus hijos a los juegos que quisiera, pero bajo ninguna circunstancia Esther iba a ser su presa.

M: Con qué finura formulas tus observaciones - le dijo en tono sombrío. Pedro le dirigió una mirada
severa.

P: Maca, deja que la chica hable por sí misma.

M: Padre... -. Esther le oprimió el brazo.

En: Sí, Maca, por favor. Deja que la chica hable por sí misma -. No había dejado de sonreír mientras
dirigía el rostro hacia Pedro.

E: Señor Wilson, no es necesariamente una gran hazaña, y considerando mi defecto físico, es bastante
apropiado, ¿no cree? Quiero decir que nadie mejor que yo para comprender la situación de los niños a los
que enseño, porque es la mía.

Maca se relajó. Parecía que la presa tenía espolones propios. Observó a su padre mientras sorbía el
té.

P: Supongo que sí - concedió -. ¿Qué edades tienen esos niños?

E: Sus edades oscilan, pero todos son pequeños. De ocho a once años.

P: ¿Y son ciegos de nacimiento?

Exasperada, Maca se preguntó por qué no podían hablar del tiempo, o del lamentable estado de la
economía o cualquier otro tema de conversación. Su expresión era de auténtica irritación.

M: Papá, creo que podemos dejar el interrogatorio para otra ocasión, ¿no te parece?

P: Es el trabajo de la chica y me interesa. Siempre me ha interesado la gente que trabaja para ganarse la
vida.

M: ¿Cómo tú?

P: Como yo - respondió con una sonrisa cortante -. He llevado mis responsabilidades mucho más allá del
punto en el que hubiera podido detenerme.

Maca hizo ademán de levantarse, pero permaneció en su sitio cuando Esther le retuvo del brazo.
Sonreía dulcemente en dirección a Pedro, al parecer decidida a mantener el rumbo de la conversación.

E: Me encantará hablarle de mi trabajo. Ninguno de los niños nació ciego, como tampoco yo. No sé si
Maca se lo habrá dicho, pero hay una gran diferencia entre ambas clases de ceguera. Enseño a esos niños
porque puedo sintonizar emocionalmente con ellos. Mis circunstancias son las mismas y les enseño de la
misma manera que me enseñaron a mí -. Pedro le dirigió una mirada inquisitiva.

P: ¿Cuál es la diferencia entre las dos clases de ceguera?

E: Creo que eso es evidente.

P: ¿Ah, sí?
E: Sí.

La conversación no se desarrollaba al gusto de Pedro. Era ella la que tendía el anzuelo.

P: Me temo que no es evidente para mí. No tengo experiencia con invidentes.

Miró a Rosario, sentada en silencio cerca de él. Su expresión era inescrutable, del todo opuesta a
la de Enrique, el cual mostraba una franca curiosidad. Esther tomó un sorbo de té y deposité con cuidado
el vaso sobre la mesa.

E: Como no siempre he sido ciega, tengo recuerdos a los que puedo recurrir, recuerdos de cosas que
aprendí como lo haría cualquier otra persona. Existe una gran diferencia entre enseñar a la gente a
enfrentarse con cosas de las que ya tienen cierto conocimiento y tratar de enseñar a alguien que jamás ha
visto nada en absoluto.

P: Ya veo - dijo -. Entonces, no es tan malo si uno no ha nacido ciego.

Maca se arrepentía de haberla llevado allí. Debió haberse dado cuenta de que Pedro haría pasar a
Esther por todo aquello. Abrió la boca para hablar airadamente cuando ella se le adelantó.

E: Señor Wilson - le dijo fríamente, alzando la barbilla -. Nunca se me ocurriría hacer afirmaciones sobre
cosas de las que no tengo conocimiento. Me sorprende que un hombre de su categoría no proceda del
mismo modo. Y como sospecho que su limitado conocimiento de la ceguera no le permite hablar
adecuadamente del tema, creo que será mejor que lo dejemos. Sin embargo, me gustaría aclararle una
cosa, ya que a usted le ha parecido oportuno hacer una observación al respecto. Perder la vista después de
haberla tenido, es probablemente una de las experiencias más traumáticas en este mundo. No, no es fácil
aceptarlo. En cierto modo es más difícil, el impacto psicológico es mayor, puesto que sabemos lo que nos
perdemos. ¿Comprende?

No lamentó nada de lo que había dicho, excepto que aquel era el padre de Maca y que ella, de
repente, había hecho imposible su estancia allí. Se preguntó vagamente cómo se las arreglaría Maca para
decirle que era hora de marcharse.

P: Sí, lo comprendo, y quizá esté usted en lo cierto. Deberíamos dejar ese tema de momento. Perdóneme
si la he ofendido.

E: No estoy ofendida, sino simplemente decepcionada - replicó antes de que pudiera evitarlo, y se volvió
hacia Maca, tratando de adivinar su reacción.

Maca estaba sobriamente satisfecha, y no tenía intención alguna de aliviar la tensión en la


atmósfera. Fue Enrique quien lo hizo al fin. Se inclinó hacia delante en su asiento, el vaso de té entre
ambas manos, y miró apreciativamente a Esther.

En: Bueno, ya que Maca se nos ha adelantado al mostrarle la casa, quizá podríamos tener el placer de
acompañarla a dar una vuelta por los terrenos.

M: No - dijo secamente, mirando con fijeza a su hermano. Enrique frunció el ceño.

En: Vamos, muchacha, ésa no es una actitud...

M: No - repitió. Ya era suficiente. Miró con brusquedad a su madre -. Creo que a Esther le agradaría
acomodarse. ¿Dónde va a dormir?
R: En el cuarto azul - dijo en tono tenso.

M: ¿Le ha subido Carmen sus cosas?

R: Supongo que sí. Le di instrucciones para que lo hiciera.

M: Muy bien -. Miró a Esther -. Anda, vamos.

Ella dejó el vaso e hizo ademán de levantarse. Al hacerlo, el borde de su vestido se enganchó con
una aspereza del hierro forjado, haciéndola perder el equilibrio brevemente, y sólo un diestro movimiento
de Maca le impidió volver a sentarse con brusquedad. La empresaria la cogió por debajo del brazo, como
si hubiera tenido la intención de hacerlo desde el principio. Hubo un breve intercambio de despedidas, y
partieron hacia la casa.

E: Ha sido una partida impresionante - dijo entristecida cuando subían la escalera.

M: No te preocupes por ello. Lo siento, Esther.

E: No tienes por qué sentirlo. Te prometo que no tenía intención de discutir, de pelearme de ese modo la
primera vez que me encuentro con tu familia, pero...

M: Tenías todo el derecho a hacerlo. Ese hombre es un buitre. Debí haber supuesto que te daría ese mal
rato.

Esther comprendió que su actuación no había encolerizado a Maca y se sintió aliviada.

E: Sí, le gusta jugar con la gente, ¿verdad? - comentó sonriente. Maca no estaba divertida.

M: Así es, pero no va a salirse con la suya en este caso -. Esther le tocó el brazo.

E: Maca, soy una chica mayor, ¿recuerdas? Y crees sinceramente que es la primera vez que he tenido que
responder a esa clase de reacción? Si lo crees así eres demasiado ingenua -. La franca sonrisa de Esther
disipó la propia tensión de Maca.

M: No, no soy ingenua, y quizá no sea ésta la primera vez. Pero no era mi intención traerte aquí para que
ese hombre te despelleje.

E: No te preocupes por eso. Por cierto, ¿tenemos una apuesta, verdad?

M: ¿Qué apuesta?

E: Que no son tan malos como tú los haces parecer -. Lentamente apareció una sonrisa en el rostro de
Maca.

M: Dime una cosa, ¿a qué lado te inclinas de momento?

E: A ningún lado. Una conversación no basta para tomar una decisión. Ya sabes que necesito algún tiempo
para acostumbrarme. ¿Recuerdas?

Subieron al dormitorio y Maca le hizo recorrer la habitación, mostrándole dónde estaba el baño y
la disposición de los muebles. Luego la empresaria se apoyó en el escritorio, con los brazos cruzados,
mientras Esther realizaba sola el recorrido.
E: ¿Qué tal lo hago? - le preguntó cuando terminó.

M: Muy bien. Estás aprobada -. La miró un momento y al fin se enderezó -. Pensé que podríamos ir a
cabalgar un poco. ¿Te apetece?

E: Desde luego. Estaba a punto de preguntarte si podríamos -. Se volvió hacia la cama y le sonrió por
encima del hombro mientras ella empezaba a abrir la maleta que habían depositado encima -. Dame un
minuto para cambiarme. Nos encontraremos abajo.

M: No. Subiré a buscarte.

E: ¡Maca!

Aquel era un conflicto entre ellas que se alargaba desde hacía meses. Su independencia contra la
intratable amabilidad de Maca. Se volvió para mostrarle su expresión exasperada, cuando de repente la
sintió junto a ella. Le apartó las manos de la maleta, las colocó alrededor de su cuello y la estrechó entre
sus brazos. Entonces la besó en la boca, con una intensidad y una pasión innegable, mientras la apretaba
contra ella, sosteniéndola inmóvil en su abrazo. Ella respondió involuntariamente al beso penetrante, y
luego con completa conciencia mientras apretaba el abrazo y le acariciaba suavemente la nuca. Maca
exhaló un débil gemido, al tiempo que la atraía más y sus cuerpos se amoldaban, sus bocas se buscaban
ávidas. Permanecieron unos minutos abrazadas, su deseo clamando liberación y amenazando con
vencerles por completo. Finalmente, Maca la soltó.

E: Yo... - empezó a decir, pero se interrumpió. No podía hablar, ni siquiera recordar lo que estaba a punto
de decir.

Maca, con la respiración agitada, deslizó sensualmente los dedos por el espeso cabello de Esther,
mirándola con pasión.

M: Esto ha sido para terminar con esa condenada autosuficiencia tuya -. Su voz era acariciante -. Ahora
cámbiate de ropa. Regresaré dentro de diez minutos.

La besó de nuevo, despacio, y luego se volvió y salió de la habitación. Ella le oyó salir, con el
pulso todavía agitado y la sensación eléctrica de sus manos sobre ella. Habían tardado mucho tiempo en
rendirse al deseo y ahora Esther se sentía aturdida, por la intensidad de su propia reacción. Jamás había
experimentado nada parecido.

Maca regresó al patio, donde todavía estaba reunida su familia, se dirigió directamente a su padre
y se enfrentó a él.

M: Voy a decírtelo de una vez por todas. No vuelvas a hacerle eso a Esther.

P: Siéntate - dijo -. No me gusta que la gente esté de pie por encima de mí.

Los ojos de Maca taladraron a su padre.

M: Lo digo en serio. Ahórrate tus observaciones insinuantes y desagradables para aquellos a quienes les
importa un bledo lo que pienses -. Entonces Pedro extendió las manos, poniéndose a la defensiva.

P: Me he limitado a hacer a la chica una o dos preguntas.


M: Le has hecho una o dos preguntas insultantes. Y no es una chica -. Pedro meneó la cabeza, su cuerpo
delgado envuelto en la sombra de su hija.

P: No quería ser insultante. Sólo estaba interesado.

M: Y un cuerno -. Los músculos de la mandíbula de Maca estaban rígidos, y tenía las manos en los
bolsillos -. Has hecho cuanto podías para lograr que se sintiera incómoda.

P: Si eso basta para que se sienta incómoda, entonces no es la mujer apropiada para ti.

M: Seré yo quien tome esa decisión, y no estoy dispuesta a tolerar que sigas molestándola -. Rosario se
había levantado de su silla.

R: No discutas con tu padre, Maca -. La empresaria miró entrecerrando los ojos.

M: No estoy discutiendo, sino aconsejando - dijo fríamente, y entonces se volvió hacia Enrique -. Y a ti
también te lo digo. No te metas con ella.

Enrique había cambiado el té por un vaso de whisky y miró a Maca fingiendo una expresión
herida.

En: Sólo intentaba mostrarme amistoso. Dios mío, qué susceptible eres. ¿Conoce la muchacha esta faceta
tuya? -. Su expresión dolida se transformó en una de burla.

M: Podría llevarme a Esther ahora mismo - dijo -, y francamente eso es lo que preferiría hacer. Pero
tenemos que hablar de algunas cosas más y estoy dispuesta a hacerlo. Y si soy susceptible, Enrique, es
porque no me dejas otra alternativa. No quiero que discutamos más. Simplemente, no os metáis con ella y
tengamos la fiesta en paz.

Pedro se levantó entonces. No estaba del todo descontentó con el carácter de su hija. Sabía
mantenerse firme cuando estaba convencida de algo, y así es como debía ser. Arqueó una ceja y dio un
paso hacia Maca.

P: En esta casa no eres tú quien da las órdenes, sino yo.

M: En lo que se refiere a Esther, soy yo quien las da.

Los dos se miraron, pero fue Pedro el primero en desviar la vista. Maca no experimentó una
sensación de victoria. Simplemente quería que se le entendiera bien. Miró a su padre un instante más y
sacó las manos de los bolsillos.

M: Supongo que lo he dejado bien claro. Ahora vamos a montar a caballo. No nos esperéis hasta el
anochecer -. Giró sobre sus talones y regresó a la casa.

M: Supongo que lo he dejado bien claro. Ahora vamos a montar a caballo. No nos esperéis hasta el
anochecer -. Giró sobre sus talones y regresó a la casa.

Cabalgaron durante varias horas. Maca destinó a Esther una de las monturas más manejables del
establo Wilson, y ella no tuvo ningún problema de adaptación.
Maca no hizo ningún comentario sobre su apasionado encuentro en el dormitorio, aunque ella era
muy consciente de que habían rebasado otro umbral. Aquel beso embriagador había hecho vibrar todas las
fibras de su ser. Descubrió que estaba esperando el contacto inesperado de su mano, o que deslizara los
dedos por el contorno de sus mejillas, y el anhelo de estas caricias era tan intenso que bordeaba el dolor.

En las pausas que hacían, mientras descansaban la una al lado de la otra, la empresaria le deparaba
toda su atención. Sin embargo, cuándo trotaban o iban al paso por los terrenos de la finca, Maca parecía
sumida en preocupaciones. En un momento determinado, Esther tuvo que llamarle tres veces antes de que
le respondiera, y le dirigió una mirada inquisitiva, ladeando la cabeza.

E: ¿Me has oído, Maca? -. La empresaria la miró bruscamente. Había estado sumida en serias reflexiones,
la vista perdida en la distancia, hasta que al fin le llegó la voz de la joven. Sonrió apesadumbrada y tocó la
mano de Esther.

M: Perdona. Tenía la cabeza en las nubes. ¿Qué me decías?

E: ¿Te ocurre algo?

M: No, nada -. Sonrió de nuevo. Se sentía tentada a decirle lo que la preocupaba, pero no lo hizo. Más
tarde lo haría, cuando tratara de explicarse a todos -. ¿Por qué lo preguntas?

E: No tiene importancia. Sólo quería ver si me prestabas atención.

Regresaron al establo poco después de las cinco, a tiempo para asistir al cóctel ritual que se
celebraba en la casa. Esther había esperado que se repitiera la conversación anterior, pero no ocurrió así.
La cena, que siguió a las nueve y media, también fue agradable. Sintió un enorme alivio, porque lo último
que deseaba era un duelo con la familia de Maca, y aunque el intercambio inicial con su padre había sido
inevitable, estaba decidida a que no hubiera más. Había sido amable y reservada, como sabía que Pedro
había esperado de ella. Pensó en todo esto mientras estaban reunidos en la biblioteca, tomando café, y
reprimió una sonrisa. Tendría que recordarlo para decírselo a Antonio, al cual le divertiría la idea de
Esther como modelo de moderación. Maca vio un indicio de sonrisa en sus labios y se inclinó hacia ella.

M: ¿Que te hace gracia? - le preguntó casi al oído. Ella sonrió misteriosamente.

E: Nada – susurró -. Sólo una conversación privada conmigo misma, sobre las virtudes de la propiedad.

Pedro, que estaba sentado en su sillón habitual ante la chimenea, se dirigió entonces a su hija.

P: Maca, luego tendré que hablar contigo a solas un momento.

M: Hablemos ahora.

P: No es necesario molestar a Esther con esto.

M: No hay nada que no puedas decir delante de ella.

P: Vamos, Maca, no seas belicosa.

M: No lo soy - replicó riendo.

P: Es un asunto de negocios -.Maca estuvo a punto de hacer una observación petulante, pero se contuvo.
M: ¿De qué quieres hablarme, papá?

P: De acuerdo - dijo, exhalando un suspiro -. Ya que no pareces dispuesta a ser complaciente, hablaremos
de ello ahora. Te hice una proposición y tú me prometiste una respuesta rápida, pero todavía desconozco
tu decisión. Creo haber dejado claro que las bodegas no pueden salir perjudicada por tu falta de lógica.

Esther abrió la boca automáticamente para objetar, pero se contuvo, recordándose que debía
conservar la compostura y aquella no era su batalla. Notó que Maca se movía en el sofá, junto a ella, pero
cuando habló su tono era amistoso.

M: No te prometí una respuesta inmediata. Te dije que te respondería cuando estuviera preparada

P: Entonces házmelo saber. Ahora.

M: Quizá todavía no he decidido nada.

P: ¡Ah! - exclamó exasperado -. ¡Juegos y nada más que juegos! ¿Cuándo piensas actuar como una
mujer? ¿Cuándo piensas cumplir con..?

M: ¡Mis malditas responsabilidades! ¿No sabes lo harta y cansada que estoy de oír siempre la misma
canción?

P: Tanto como lo estoy yo de que las eludas. Hay cosas que no admiten más demora. Te pondrás al frente
de las bodegas.

M: No, no lo haré. Lo siento mucho, padre, pero no tengo intención de morir lentamente atrapado entre
cuatro paredes. Esto es definitivo. No es necesario que gastes más energías para convencerme -. Pedro le
dirigió una mirada de desprecio.

P: Ya veo. Seguirás actuando a tu manera irresponsable, despilfarrando tu tiempo y tu dinero, saltando de


un dormitorio a otro. No lo toleraré.

E: Me temo que no tiene usted mucha elección - terció, incapaz de seguir soportando estoicamente el
despotismo de aquel hombre.

M: No discutas con él, Esther – dijo -. No merece la pena, y no quiero implicarte en esto -. Ella volvió la
cabeza en su dirección, la barbilla levantada con firmeza.

E: No puedo quedarme aquí sentada escuchando...

P: ¡Entonces salga de aquí! - le espetó -. Había confiado en ahorrarle la molestia de ver a mi hija en su
peor momento. ¿O es el mejor, Maca? Por otro lado, puede que sea mejor que la vea tal como es.

E: Ya la he visto tal como es - replicó con frialdad.

P: Se pone a su favor con demasiada facilidad.

E: Usted la rebaja no menos fácilmente - respondió de inmediato -. Y lo hace con un gran placer.

M: Esther... - trató de intervenir. Pedro no había terminado, y la miró con enojo.

P: ¿Quién es usted para decirme lo que he de hacer?


E: Eso mismo le pregunto yo.

Enrique asistía encantado a aquel intercambio. La muchacha estaba consiguiendo sacar al viejo de
sus casillas. Ni él ni Maca, con toda la experiencia de sus años, habían logrado hacerlo de una manera tan
eficaz. Miró a su madre, que permanecía sentada con los labios apretados, y luego a Pedro.

En: Puede que tenga razón - intervino.

P: ¡Cállate! - le ordenó.

M: ¡Callaos todos! - exclamó, exasperada. Dirigió una mirada furibunda a su padre y luego miró a Esther;
su expresión se suavizó involuntariamente -. Est...

E: Maca, yo...

M: Basta ya, no quiero que continúe esta discusión. Ahora escuchadme todos, ya que soy el tema de esta
desagradable conversación. Papá, no voy a dirigir las bodegas ni ninguna otra empresa Wilson ni ahora ni
nunca. ¿Está claro? Muy bien, como no haces ningún comentario, supongo que sí. En cuanto a tus
observaciones sobre lo que me propongo hacer, tanto si es algo irresponsable como si no, no es asunto
tuyo. Pero ya que pareces tan interesado, te diré que he pensado en algo, aunque los planes todavía no
están en marcha -. Estaba ante Pedro, pero miraba directamente a Esther -. Requerirá mucho trabajo, pero
me propongo crear una escuela de equitación para ciegos.

Esther alzó la cabeza, sorprendida. Pedro las miró a las dos con los ojos entrecerrados.

P: Qué idea tan absurda... ¿Qué te ha llevado a pensar en ponerla en práctica?

M: Muchas cosas, y no pienso discutirlas contigo. En primer lugar, es algo que no puedes comprender. En
segundo lugar, hay mucho trabajo inicial que hacer y al que todavía no se ha dado comienzo. Pero te diré
que creo llegado el momento en que el dinero de los Wilson se emplee en algo más útil que en beneficiar
a las cuatro patéticas personas que estamos aquí.

Aunque se dirigía a Pedro, miraba a Esther atentamente. Esperaba de ella alguna reacción que no
fuera aquel denso silencio. Con el ceño fruncido cruzó la estancia y se sentó a su lado.

M: ¿Qué opinas, Esther?

Ella alzó la cabeza, sobresaltada al notar la mano de Maca en su brazo. El inesperado anuncio
había dejado en segundo plano el desasosiego producido por su continuo antagonismo con el padre de
Maca. De repente, lo único que quería era marcharse, reflexionar a solas.

E: Maca, creo que subiré arriba. Tú tienes mucho de qué hablar con tu familia, y francamente... estoy
cansada -. Se levantó y dirigió el rostro hacia Pedro -. Señor Wilson, le pido disculpas por mi arranque,
aunque considero que me ha dado motivos para enojarme. Maca, no te preocupes, puedo subir sin ayuda.

Ella conocía muy bien aquella expresión decidida, y de todos modos no era aquel el momento ni
el lugar adecuados para discutir su reacción.

M: Te llevaré arriba - le dijo, poniéndose en pie. Ella le dirigió una breve sonrisa.

E: Entonces, hasta la escalera. Desde allí puedo ir sola, de veras.


Dio las buenas noches a los reunidos, y salió de la estancia acompañada por Maca. Se detuvieron
al pie de la escalera. Cuando los demás no podían oírles, Maca volvió hacia ella el rostro de Esther.

M: ¿Qué te ocurre? - le preguntó en tono de preocupación. Ella apretó los labios.

E: Ahora no, Maca. Estoy cansada, de verdad, y bastante azorada por la escena que he hecho. Parece que
no puedo hacer otra cosa más que pelearme con tu padre, y lo siento, pero es un hombre muy injusto. Por
favor, dale mis excusas de nuevo -. La empresaria trataba de leer la expresión de su rostro, pero era en
vano.

M: Eso no importa, Esther. Creía que...

E: Maca, por favor - suplicó.

Finalmente la dejó marcharse. Se la quedó mirando mientras ella subía la escalera, sujetándose a
la barandilla, y desaparecía por el rellano superior. Entonces Maca regresó a la biblioteca.

Una vez en el dormitorio, Esther dejó las gafas sobre la mesita de noche y se tendió en la cama.
Permaneció largo tiempo cavilando y al fin se durmió, pero no fue el suyo un reposo apacible, pues
todavía sonaba en el fondo de su conciencia el eco de airadas conversaciones. La despertó una mano que
acariciaba suavemente su mejilla, devolviéndole la conciencia. Se incorporó con brusquedad, pero volvió
a tenderse cuando la misma mano la empujó suavemente.

M: Estabas soñando, Esther - le dijo en voz baja -. Sólo era un sueño. Ya ha pasado.

E: ¿Maca? -. Su mente estaba envuelta en una niebla, y alzó la mano hacia ella.

M: Estoy aquí. Todo va bien. Estabas llorando.

E: ¿Qué hora es?

M: Las once.

E: Enciende la luz, por favor -. Ella encendió la lámpara de la mesita -. ¿Acabas de subir? -. La
empresaria observaba sus ojos, que ya no estaban ocultos tras las gafas. Eran hermosos, claros, con el
matiz más encantador que jamás había visto.

M: Sí, he estado hablando con mi familia, poniendo en orden algunas cosas. Creo que, al fin, todos
podríamos llegar a un entendimiento.

Ella se pasó una mano por el rostro y se dio cuenta de que no llevaba las gafas. Se dispuso a
cogerlas, pero Maca detuvo su mano.

M: No es necesario, Esther. Conmigo no.

Retiró la mano lentamente. De repente se sintió tímida sin las gafas y con Maca sentada en el
borde de la cama, impidiéndole levantarse.

E: Gracias por despertarme. He de cambiarme.

M: He venido aquí para hablar contigo y te he encontrado sumida en una pesadilla. ¿Qué es esto, Esther?
¿Qué es lo que te turba? -. Intentó moverse, pero Maca se lo impidió. Desvió la cabeza.
E: Nada importante.

M: No estás contenta por mi decisión con respecto a la escuela de equitación. ¿Por qué no? -. Ella soltó
un bufido y trató de moverse.

E: Si hicieras el favor de dejar que me levante...

M: No. Dímelo. Ahora.

E: Oh, Maca. Sé por qué estás haciendo esto, y te equivocas -. La empresaria enarcó las cejas,
sorprendida.

M: ¿De veras?

E: No quiero que lo hagas por mí. Tienes que desearlo por ti misma.

M: ¿Y crees que no es así?

E: Creo que tal vez piensas que eso podría satisfacerme.

M: Estás muy segura de ti misma, ¿verdad? -. Sonrió y observó cómo ella se ruborizaba -. Pues tienes
razón para estarlo -. La maestra se mordió el labio.

E: Maca...

M: ¿Sabes que estoy enamorada de ti, Esther?

Ella intentó hablar, no lo logró, lo intentó de nuevo y al final se aplicó las puntas de los dedos a
los labios. Maca rió irónicamente.

M: Ya veo que no lo sabes.

E: Maca...

M: Pues bien, te quiero, y creo que es natural que eso me haga desear complacerte.

E: Maca - se apresuró a decir, antes de que perdiera su oportunidad de hablar -. Me has preguntado en qué
soñaba. Bien, soñaba en ti. Te he visto caminando como una muerta a través de una vida que alguien
había elegido para ti. Tu padre, yo, alguien más. Era algo que hacías porque alguien más quería que lo
hicieras, y lo odiabas.

M: Ya he dejado de hacer algo que odiaba. Estoy bastante interesada en la idea de hacer algo que quiero
hacer, por mí misma. Espero que estés de acuerdo. Es algo que nos absorberá a las dos y creo que no
debemos tener problemas.

E: ¿Estás segura, Maca? -. Alzó el rostro hacia ella, preocupada, y agudamente consciente de su aliento,
muy cerca del cuello. La empresaria la besó suavemente.

M: Te quiero, Esther, con todo mi corazón. Pero lo creas o no, no dedicaría mi vida a algo que realmente
no quiero hacer, ni siquiera por ti. Confieso que podría sentir la tentación y que, en principio, consideré la
idea por ti, pero la verdad es que ahora quiero hacer esto, tanto si sale bien como si no.
E: Entonces, eso es todo lo que importa.

M: En gran parte sí, pero no en toda. Hay que tener en cuenta otras cosas, ¿sabes?

Ya era hora de poner fin a la conversación, y Maca se inclinó y la besó en la boca. Ella le puso las
puntas de los dedos en los labios, obligándole a retirarse un poco.

E: Maca...

M: Será mejor que lo que tengas que decir sea importante, Esther - le dijo con impaciencia.

Estaba ganando tiempo, y ella lo sabía, pero de repente se sentía nerviosa, intimidada por la bien
conocida mundaneidad de Maca. Quería a aquella mujer como no había querido a nada ni a nadie en el
mundo, pero al mismo tiempo deseaba huir como una niña asustada. Sabía que ella estaba esperando, y
dijo lo primero que le pasó por la cabeza.

E: Siento haber discutido de esa manera con tu padre -. Ella frunció el ceño y se irguió.

M: La verdad es que le has impresionado. Naturalmente, nunca te diría eso, pero me lo ha dicho. Le gusta
la gente con espíritu. Y, como te dije antes, hemos aclarado unas cuantas cosas.

E: Maca, ¿estás segura de que realmente quieres seguir adelante con la escuela?

M: Hummm -. La cogió de ambas manos y tiró de ella, levantándola de la cama.

E: ¿Adónde vamos? - le preguntó confusa. Cogida de la mano, la condujo al otro lado de la habitación.

M: Allí

E: ¿Adónde? -. Se aferró a su mano, sin la menor idea de lo que ella estaba haciendo. Al fin se detuvieron.

M: Al espejo.

E: ¿Por qué?

M: Quiero que veas a alguien.

E: Maca...

La colocó ante el gran espejo y se colocó detrás de ella, deslizando suavemente las manos por los
costados de su cuerpo, mientras la abrazaba y la atraía contra ella, apoyando la barbilla en su cabeza. No
había duda de que era una mujer que conocía a las mujeres; sus dedos sólo trazaron un indicio de caricia a
los lados de sus senos, pero fue suficiente. Todos los nervios de su cuerpo se habían puesto en tensión.

M: Mira eso - le ordenó.

E: ¡Maca! - exclamó, riendo nerviosamente. La empresaria sonreía a su imagen en el espejo.

M: No la ves, ¿verdad? Entonces permíteme que te hable de esa mujer del espejo. Te dije una vez que lo
haría, ¿recuerdas? Esta mujer es de una belleza exquisita, con un cabello suave y espeso que brilla
siempre. Nunca debería ponerse esas gafas, porque enmascaran la perfección de los huesos de su rostro. Y
además tiene los ojos más bonitos del mundo. Diría que son su mejor rasgo si no tuviera la figura que
tiene -. La maestra se había ruborizado totalmente.

E: Maca - dijo de nuevo, con la cabeza inclinada.

Ella la había cogido por la cintura y las manos de Esther descansaban sobre los antebrazos
femeninos. En los ojos de Maca había una mezcla de regocijo y profunda emoción.

M: Naturalmente, eso es sólo especulación por mi parte - siguió diciendo -, pero algún astuto modisto le
echa una mano. Sabe precisamente qué lugares y qué partes necesitan que los realcen.

Mientras seguía contemplando el reflejo de Esther en el espejo, desabrochó el botón superior de su


vestido, y deslizó suavemente la mano por la línea de los senos. Ella se apresuró a cogerle la mano,
inmovilizándola.

M: Eso es lo que pensaba - dijo sonriente-. Hay una cosa más acerca de esa mujer del espejo. Tiene miedo
-. Ella se mordió el labio con tanta fuerza que le dolió.

E: Sí - dijo en voz baja.

M: ¿Por qué? - preguntó, besándole el cabello.

A pesar suyo los hombros empezaron a temblarle; Maca siguió abrazándola con sosiego,
cambiando un poco la posición de la mano que quedó sobre la suave curvatura del seno.

M: ¿Por qué? - repitió, su voz ahogada contra la piel del cuello.

E: ¡Maca, soy ciega! ¿Te das cuenta de lo que eso significa? Lo que supone todo esto? Nada es sencillo...
-. Ella alzó la cabeza y la besó en el mentón.

M: Eso no es suficiente explicación para que me detenga, cariño.

E: Es para siempre. No hay forma de cambiarlo.

M: Hummm - murmuró, deslizando los labios por su garganta.

E: Es algo a lo que siempre tendrás que enfrentarte.

Echó la cabeza atrás de manera que su cuerpo quedó arqueado, expuesto totalmente. El
movimiento fue del todo involuntario, femenino, una respuesta a las incesantes caricias de Maca.

M: Ya lo sé - dijo, mientras desabrochaba otro botón.

Deslizó lentamente el dorso de un dedo a lo largo del esternón, por debajo del tejido, dejando que
ascendiera hasta la mitad del seno y bajara de nuevo. Le estaba proporcionando una experiencia
increíblemente sensual mientras le hablaba. Ella no podía verle, ni sabía dónde la tocaría a continuación,
ni siquiera si lo haría, y la empresaria sabía de una manera innata cómo actuar con suavidad,
sugerentemente, haciéndola retener el aliento cada vez.

E: ¡Piensa en ello, Maca! - logró decir.

Por toda respuesta, Maca le desabrochó otro botón, y Esther se vio obligada a decírselo.
E: No tengo mucha experiencia, Maca - confesó en una voz apenas por encima del susurro. La empresaria
no dijo nada, pero siguió besándola en el cuello, y ella se preguntó si la habría oído -. Maca, te he dicho...

M: Te he oído.

Desabrochó el último botón, separando la tela del vestido con un movimiento tan suave que
apenas estableció contacto con la piel. Entonces Maca le volvió la cabeza en su dirección, al tiempo que
contemplaba su excitante semidesnudez. Tuvo que hacer un esfuerzo para desviar la vista, pero al final lo
hizo, alzándole la barbilla mientras la miraba a la cara.

M: No necesitas experiencia. Voy a proporcionarte toda la que puedas desear.

Su vacilación desapareció al sentir que ella deslizaba sus manos por la piel desnuda bajo el
vestido. Entonces le tomó el rostro entre sus manos.

E: Maca, te quiero - le dijo en voz baja.

M: Entonces muéstramelo - replicó con repentina intensidad.

M: Entonces muéstramelo - replicó con repentina intensidad.

Esther estiró sus manos y fue desabotonando la camisa de la empresaria mientras que Maca le
terminaba de quitar el vestido. Poco a poco la maestra fue dejando aquel torso desnudo y se quedó quieta
unos segundos, mientras un torrente de sensaciones muy profundas la empezaba a llenar por dentro. Solo
se escuchaba el sonido de sus respiraciones que iba en aumento. Maca no pudo evitar entonces bajar su
mirada a esos labios que tenía cada vez más cerca y cerrando los ojos, mientras el corazón le latía muy
deprisa se aproximó a ella y finalmente la besó.

Un deseo absoluto por tenerse las invadió y sus lenguas se comenzaron a buscar desesperadamente
mientras que las manos de la maestra se deslizaban despacio por la espalda de la empresaria, y luego
volvían a subir disfrutando cada centímetro de aquella piel. Despacio, fueron acercándose a la cama sin
separar sus bocas hasta quedar ambas recostadas.

Maca entonces se separó para tomar aire y mirándola fue llevando sus dedos muy lentamente hasta uno
de sus pechos, sus ojos seguían aquella trayectoria, lo comenzó a acariciar despacio, sintiendo toda su
suavidad, toda su forma, esbozó una sonrisa para luego acercarse y finalmente introducir ese maravilloso
fruto en su boca, lo saboreó sin prisas, mientras que Esther era asaltada por un placer inmenso mezclado
con una emoción tan fuerte que por primera vez le produjo un dolor en el pecho. Maca siguió su
exploración lenta de aquella mujer, la mujer con la que había finalmente encontrado aquello que creía
perdido para siempre, la mujer que le estaba devolviendo la vida entera y ahora estaba ahí uniéndose con
ella en ese acto.

Maca estaba totalmente perdida en esas caricias, en ese placer, en ese sentimiento y tuvo la necesidad
de sentirla completamente así que se sentó lentamente obligando a la maestra a tenderse sobre la cama y
besando su vientre dulcemente, Esther cerró los ojos al sentir los labios de la empresaria subir por su
vientre y luego por sus pechos mientras un calor intenso le subía por entre las piernas. Maca con deseo
fue amándola y descubriendo cada rincón de su piel.

La empresaria encajo despacio su sexo con el de ella mientras volvía a mirarla y a besarla
apasionadamente. Sus cuerpos totalmente pegados, se movían rítmicamente, mientras los latidos se hacían
fuertes y la respiración más y más sonora. La empresaria deslizó de pronto su mano al centro de Esther y
al sentir toda esa excitación no pudo contenerse más y comenzó a invadir todo ese interior mas y mas
rápido, mientras que la maestra se agitaba cada vez más en sus brazos, en eso la empresaria sintió las
manos de la maestra apretar fuertemente su espalda y fue entonces que la sintió estremecerse, cerró los
ojos y recibió aquella inmensidad y retirando su mano volvió a encajar su sexo con el de ella, se movían
rítmicamente, sus cuerpos unidos en comunión absoluta hasta que llegaron a un sonoro orgasmo.

Como había ocurrido en otra ocasión, veinte años antes, la vida de Esther García empezó de nuevo.

Como había ocurrido en otra ocasión, veinte años antes, la vida de Esther García empezó de nuevo.

Bajo la pesada chaqueta Antonio llevaba dos suéteres, y tardó bastante tiempo en despojarse de
todas las prendas de abrigo y colgarlas en el armario. Cuando regresó a la sala, Esther estaba sentada al
lado de Maca, sirviendo el café. Antonio tomó asiento en el otro sofá, ante ellas, y observó cómo Esther
pasaba las tazas y luego se acomodaba bajo el brazo de Maca.

A: Humm, nada mejor que una taza de café caliente tras un paseo en pleno invierno -comentó.

Maca la miraba en silencio. De su garganta fluía un leve aroma a lilas, tan familiar ahora, tan
atractivo. Estaba relajada, sin duda en paz consigo misma, y al cabo de un momento cerró los ojos; sus
oscuras pestañas reposaron sobre los delicados huesos de la mejilla, que ya no estaban ocultos por las
gafas. Al final Maca se inclinó y le habló al oído.

M: ¿Lo has pasado bien?

E: Ya lo creo. He vuelto a ser una niña en Navidad..., así que estás advertida -. Se echó a reir y volvió el
rostro hacia ella, invitándola a besarla; ella le cubrió la boca con la suya. Poco después Antonio se aclaró
la garganta.

A: Puede que ya sea hora de que vuelva a casa.

Sus palabras las hicieron separarse. Esther abrió los ojos y le dirigió una sonrisa afectuosa.

E: No, Antonio, no debes irte a casa. Al menos hasta que hayas probado el pastel. Lo he hecho para ti.

Dejó la taza sobre la mesa y se levantó, dirigiéndose a la cocina. Maca le dirigió una mirada
elocuente, y sólo la tos renovada de Antonio le hizo desviar la vista. Jugueteaba con el cuello de su
camisa blanca cuando Maca le miró.

A: No es mi intención fisgar, naturalmente - le dijo, sonriendo a modo de excusa -, pero me pregunto


cuándo decidiréis hacer esto permanente.

Maca abrió su paquete de tabaco, que ahora formaba parte del mobiliario de la casa. Golpeó un
pitillo contra el borde, lo prendió y se recostó en el sofá.

M: Cuando Esther decida que ya he tenido suficiente tiempo para emprender la huida, si siente necesidad
de ello. No quiere que me embarque en algo que podría lamentar toda la vida. Voy a seguirle la corriente
durante algún tiempo, pero no demasiado. Por mí ya nos habríamos casado hace meses -. Antonio asintió
mientras se llevaba la taza a los labios.
A: Sí, esta chica es muy razonable y justa, incluso en exceso. Siempre lo ha sido y siempre lo será -.
Maca adoptó una expresión de impaciencia.

M: Llámalo como quieras - le dijo. Iba a decir algo más cuando oyó un estrépito en la habitación
contigua, seguido por un juramento de Esther y su reaparición instantes después en el umbral de la
cocina. Se detuvo en el marco de la puerta, con las manos en las caderas.

E: Bueno, Antonio, puedes olvidarte del pastel. Se me acaba de caer.

Al ver su expresión de abatimiento, Antonio frunció el ceño, preocupado, y se dispuso a restar


importancia al incidente, pero fue Maca quien habló primero.

M: Bien hecho, cariño - le dijo en un tono despreocupado -. Es peor que de paso te hayas cargado alguna
cosa importante.

Esta actitud jovial tuvo el efecto acostumbrado. Esther permaneció un momento más junto a la
puerta, sumida en su frustración, pero luego exhaló un suspiro. Adoptó una expresión de fastidio, pero no
ya abatida.

E: Oh, sí, estoy segura de que por lo menos he alcanzado la mitad de los libros de cocina que estaban
sobre el mostrador - improvisó. Antonio se puso en pie, deseoso de reparar la situación.

A: No hay que preocuparse. Tengo la despensa llena a rebosar. Y no toques el estropicio, que ya lo
arreglaremos luego.

Sin esperar a que hicieran alguna observación, se dirigió a la puerta, deteniéndose para dar a
Esther una palmada paternal en la mejilla. Ella se limitó a sonreír. Cuando la puerta se cerró tras el viejo,
volvió la cabeza hacia Maca.

M: Ven aquí - le pidió, tendiéndole la mano. Cuando se acomodó a su lado en el sofá, deslizó un brazo
sobre sus hombros -. Olvídalo. No tiene ninguna importancia.

E: Lo sé, lo sé, pero a veces me siento frustrada. Perdona. Creo que debería ir ahí y limpiar ese desastre
antes de que vuelva Antonio dispuesto a ayudar a toda costa. Ya le conoces.

M: Lo sé - rió -. Déjale que lo haga si eso es lo que desea -. De súbito su expresión se volvió seria -. Y
mientras estamos solas hay algo de lo que quiero que hablemos. Mis padres quieren que vayamos a pasar
las Navidades con ellos.

E: Oh.

Era una noticia totalmente inesperada, y Esther se enderezó. Maca sonrió con tristeza al ver su
reacción.

M: Sí, ya sé que es una actitud extravagante, ¿verdad?

E: No digas eso, Maca.

M: No, lo sé. Parece que están haciendo un esfuerzo.


E: Claro que sí - dijo con firmeza -. Tienes que verlos, Maca. Sólo has estado en su casa un par de veces
en los últimos cinco meses.

M: Y ha sido muy agradable no haber tenido que escuchar sus tonterías.

Esther no hizo ningún comentario. Si le daba la razón, no haría más que alimentar las llamas de su
desapego. Aún tenía la esperanza de que pudieran llegar a ser compatibles, y a su manera ella siempre
procuraba avanzar en ese sentido, como lo hacía ahora al ver la actitud burlona de Maca.

M: Además, no quiero que se repita el desastroso incidente de julio -. La maestra sonrió maliciosamente.

E: Bueno, no fue tan desastroso -. Maca comprendió su alusión y también sonrió.

M: No, no lo fue del todo, tienes razón.

E: Pero tampoco fue un desastre en otros aspectos, Maca. Es posible que lo fuera para ti, pero no para mí.
Las primeras veces siempre son difíciles. A estas alturas ya deberías saberlo. Y nunca nos has dado una
oportunidad de efectuar el paso siguiente. No puedes protegerme indefinidamente, ya lo sabe. Además,
¿qué daño pueden hacernos?

Maca no respondió y dejó que su mirada vagase por la estantería al otro lado de la sala, mirando
sin verlo el grupo de fotografías allí expuesto. Habían añadido otra, de ella y Esther sentadas en el sofá,
en su apartamento. Esther escuchó su silencio y luego apoyó el brazo en el del sofá.

E: Maca, alguna vez vamos a tener que entendernos, o al menos hacer el esfuerzo.

Ella lo sabía, desde luego, aunque no podía imaginar su vida con Esther entremezclada con la de
su familia. Había demasiadas cosas que les separaban, y la empresaria quería que las cosas siguieran
como estaban. Si Esther no lo comprendía del todo era tan sólo porque prefería no entenderlo, porque la
importancia de la «familia» estaba demasiado arraigada en sus creencias.

M: No estoy segura de que podamos entendernos jamás. En cuanto a hacer el esfuerzo, ¿por qué no? Sí,
algún día haremos el fuerzo. No estoy segura tampoco de que ésta sea la ocasión -. Esther asintió.

E: De acuerdo. Acepto eso. De todos modos, Navidad no es la ocasión más apropiada. Tenemos que
pensar en Antonio. Él ha de estar con nosotras, Maca.

La empresaria estaba preocupada de nuevo, y contemplaba el humo que ascendía de su cigarro.

M: Hummm, naturalmente. No lo había planeado de otro modo -. Esther era consciente de su abstracción
y ladeó la cabeza.

E: Maca, no me lo estás diciendo todo. ¿Qué ocurre?

Ella la miró y sonrió tristemente; si Esther pudiera ver la expresión de sus ojos; se encontraría en
un aprieto. Desde luego, tenía razón; no era del todo sincera con ella. Su primer impulso había sido
rechazar de entrada la invitación, sin hacer ninguna pregunta, a fin de preservar la intimidad de su primera
Navidad juntas. Sin embargo, la invitación ofrecía una solución a un problema logístico con el que se
debatía desde hacía dos meses, cuando hizo con Javier un viaje especial para adquirir un regalo destinado
a Esther. Tenía que presentarlo de la manera apropiada, y el fondo de la finca Wilson sería el más
adecuado. Ese era el motivo por el que vacilaba en rechazar la invitación.
M: No ocurre nada - respondió al fin -. Sólo me preguntaba si, después de todo, no deberíamos
considerarlo un poco.

Esther frunció el ceño, perpleja. Había llegado a aprender muy bien que los cambios repentinos de
opinión eran muy corrientes en Maca.

E: Eres tan congruente como lo soy yo casi siempre.

M: Eso ha sido un golpe bajo - observó, y se agachó para esquivar un cojín que volaba en su dirección.
Apagó rápidamente el cigarrillo y arrebató un segundo cojín de manos de Esther. Un instante después la
tenía inmovilizada contra el sofá, apretándole la muñeca con la otra mano -. ¿Te rindes? - le preguntó.
Ella se reía.

E: ¿Nunca te han dicho que no abuses de personas más pequeñas que tú?

M: ¿Nunca te han dicho que no empieces cosas que no puedes terminar? Has sido tú quien lo ha pedido -.
Esther fingió una expresión de desdén.

E: Ha sido una venganza por dudar de la firmeza de mi carácter.

La empresaria se rió y miró por encima del hombro al oír ruido en la puerta de entrada.

M: Ese es Antonio - comentó sin necesidad, y miró de nuevo a Esther -. Podemos seguir pensando en lo
que vamos a hacer por Navidad. Además, no es necesario que avise a mi madre con demasiada antelación
-. Lo dijo sólo en beneficio de Esther, y como siempre ella le premió con un gesto de exasperación.

M: Ese es Antonio - comentó sin necesidad, y miró de nuevo a Esther -. Podemos seguir pensando en lo
que vamos a hacer por Navidad. Además, no es necesario que avise a mi madre con demasiada
antelación -. Lo dijo sólo en beneficio de Esther, y como siempre ella le premió con un gesto de
exasperación.

Antonio les ofreció pastel de zanahoria. Lo distribuyeron entre los tres, hicieron café y limpiaron
los desperdicios del otro pastel. Cuando Maca les dejó un momento solos, Esther habló con el anciano del
incidente anterior, pidiéndole que dejara de preocuparse tanto por tales menudencias. El se disculpó y los
dos se sentaron en el sofá para tomare café.

Maca no se reunió con ellos, sino que se dirigió a la cómoda zona reservada a comedor y se sentó
ante la amplia mesa. Esther supo de inmediato lo que estaba haciendo; pudo oír el tintineo de su taza
cuando la depositó sobre la superficie de madera y luego el crujido de papeles, el sonido hueco de las
grandes láminas de papel de dibujo al desenrollarlas y el ruido pesado de los objetos colocados en los
ángulos para sujetarlas. Pronto quedaría absorta en el trabajo, como siempre, y Esther se acurrucó en el
sofá, con la taza de café en la mano, escuchando todos aquellos sonidos evocadores de trabajo.

Maca y la escuela de equitación para sus niños: los dos grandes amores de Esther unidos
intrincadamente, uno formando parte del otro y todo ahora parte de su vida. La sensación de plenitud que
experimentaba era casi imposible de describir. En los meses transcurridos desde aquella noche de julio
cuando Maca anunció su intención de montar la escuela, se habían puesto en marcha la planificación
inicial y el desarrollo. Esther sería siempre su inspiradora, pero si el proyecto llegaba a materializarse se
debería a Maca. Era emprendedora por naturaleza, y ciertamente formidable cuando le impulsaba la
convicción. Era la empresaria quien dirigía las interminables sesiones de planificación con arquitectos,
aparejadores e ingenieros, Maca quien no ahorraba esfuerzos para hacer que fructificara aquel sueño. Ella
le acompañaba a veces a las reuniones, cuando disponía de tiempo, pero en general se limitaba a
permanecer sentada, escuchando admirada las instrucciones que les daba Maca a aquellos profesionales, y
a menudo deseaba que Pedro estuviera allí y fuera testigo de todo aquello. Pero nunca expresó en voz alta
este deseo, pues sospechaba que estaba inspirada por algún impulso vengativo. Oyó que Maca arrojaba el
lápiz sobre la mesa, delante de ella.

E: ¿Todo va bien? - le preguntó. La empresaria cogió la taza de café y se pasó una mano por el cabello.

M: Eso parece. Se han hecho los cambios que quería, aquellos de los que hablamos.

Entonces la miró, sonriente, mientras la maestra recogía su taza e iba a reunirse con ella. Se sentó
en la silla, junto a la suya, e hizo un gesto a Antonio para que se acercara.

E: Ven. Siéntate con nosotras.

M: A propósito, he hablado con Javier - dijo.

E: ¿Y qué ha dicho?

M: Está interesado. Quiere disponer de algún tiempo para pensar en ello -. Antonio se sentó ante la mesa.

A: ¿Y qué haría Javier?

M: Deseo que sea uno de mis instructores.

A: Creí que ibas a encargarte tú de la enseñanza.

M: Eso deseo, pero la administración va a requerir mucho trabajo. La escuela de Esther está encantada
con nuestra idea, y ya tenemos una magnífica respuesta por parte de los alumnos. La mayoría de éstos y
sus padres están a favor del proyecto. Pero yo sola no podría encargarme de todos esos chicos.

E: Tiene razón, Antonio - dijo -. Maca no está en su elemento con los críos. Tendrías que ver lo mal que lo
pasa cuando ha de enseñar a Daniela.

Maca no hizo ningún comentario. Sí, era algo que jamás habría imaginado hace un año o seis
meses atrás. Macarena Wilson dedicado a la filantropía. Era cosa de risa, incongruente, innegablemente
satisfactorio. Alzó la mano para encender la lámpara que colgaba sobre la mesa y volvió a enfrascarse en
los dibujos.

M: Voy a poner otra pista - comentó en tono distraído.

E: Pero Maca, ¿has hecho ya el cálculo del coste final?

M: No te preocupes por eso - dijo sin alzar la vista.

Ella meneó la cabeza. Cada vez que le hacía alguna objeción ella se limitaba a responder que no se
preocupara.

E: Sólo me gustaría saberlo - dijo suavemente. Maca dejó su lápiz a un lado y le dedicó toda su atención.
M: Las facturas no son lo tuyo, Esther. Y a propósito, ¿dónde están las de este lugar? -. Ella se removió en
su silla, incómoda.

E: Maca, ya te dije que...

M: Y yo también te lo dije, ya hace meses. Quiero las facturas.

E: Tengo dinero más que suficiente para cubrir cuanto necesito. Ya lo sabes. Cierto que los maestros no
ganan una fortuna, pero mi salario añadido a lo que saqué por la venta de la granja me basta y me sobra.

M: Tienes razón, ya lo sé. Pero no tiene nada que ver con eso.

Esther suspiró. El hecho de que ella la mantuviera antes de que se hubieran casado les había
valido horas de desacuerdo. Naturalmente, sabía que la empresaria podía permitírselo, y que aquel
empeño derivaba de su deseo de evitarle toda preocupación. Aunque esta actitud de Maca le había
conmovido, la idea no encajaba del todo con sus principios y, lo que era más importante, le parecía una
intrusión en su autosuficiencia. Ella había trabajado muy duramente por aquella independencia para dejar
que se extinguiera con tanta facilidad. Pero aquel no era un tema a comentar ante otras personas, ni
siquiera Antonio.

E: Si no tienes cuidado, vas a convertirme en una mantenida.

Lo dijo con ligereza, confiando en que ella no haría ningún comentario, pero se equivocó.

M: Exactamente. Mantenida en todos los sentidos, para tener y retener.

E: Todavía no hemos llegado a eso.

M: Pero casi -. La maestra se sonrojó y desvió el rostro hacia Antonio.

E: Ya lo discutiremos en otra ocasión, Maca.

Como siempre, a Maca le divirtió el repentino desconcierto de Esther. No tenía la mínima


objeción que hacer a sus intimidades, pero no quería que se aireasen en voz alta. Y aunque le había
explicado a Maca todas sus razones para no aceptar que la mantuviera totalmente, la empresaria tenía su
propia valoración de sus motivos y se la había comunicado. Moralidad hipócrita. Y Maca podría haber
reaccionado con más impaciencia si no fuera porque aquella era una de las cosas que la apartaban tanto de
las demás mujeres que había conocido, si su falta de sofisticación no le resultara tan atractiva.

M: De acuerdo - le dijo al fin -. Lo discutiremos en otra ocasión, pero no te quepa duda de que lo
discutiremos -. Fue Antonio quien puso fin a la embarazosa situación.

A: ¿Alguien quiere más café? - preguntó, levantándose de repente -. Tu taza está vacía, Esther.

E: No, la verdad es que preferiría un vaso de vino. También podrías preguntarle a esta dama lo que desea.

A ¿Desea algún licor, señora?

M: Sí - sonrió -, pero yo prepararé la bebida. Antonio, tus talentos son innumerables, pero me temo que te
falta el de un buen barman.
Empezó a silbar mientras se dirigía a la cocina, pero se detuvo al oír sonar el timbre de la puerta.
Con el ceño fruncido, Esther dirigió la cabeza en dirección a la entrada.

E: ¿Quién puede ser a estas horas de la noche? -. Echó la silla atrás, disponiéndose a levantarse.

M: Quédate quieta - le dijo -. Yo iré a ver.

Quienquiera que estuviese al otro lado de la puerta sería alguien inesperado, pues no tenía que
acudir nadie. Pero su asombro no tuvo límites cuando abrió la puerta y se encontró ante la persona que
había llamado.

Quienquiera que estuviese al otro lado de la puerta sería alguien inesperado, pues no tenía que acudir
nadie. Pero su asombro no tuvo límites cuando abrió la puerta y se encontró ante la persona que había
llamado.

Era Verónica García, rubia platino y envuelta en armiño, y le dirigió una sonrisa exquisita
mientras recogía su pequeña maleta y penetraba en el apartamento.

E: ¿Quién es, Maca? - preguntó. El surco de su frente se había hecho más profundo.

Había una súbita atmósfera de conspiración en la estancia, y no le gustaba. Maca no era dada a
dejarla en semejante desventaja, pero no había sonido de voces que pudiera identificar, ni siquiera la suya,
sino sólo el ruido de la puerta al cerrarse y un débil frufrú de movimiento en el vestíbulo.

E: Dí, Maca, ¿quién es? - repitió sin poder evitar un ligero tono de fastidio.

Los ojos azules de Vero brillaban mientras miraba a Maca de nuevo, un dedo todavía contra los
labios, en un gesto de silencio. Maca aceptó que respondiera ella con una sonrisa. Al final la rubia lo hizo
con voz cadenciosa.

V: Bien, ¿quién crees que puede ser? -. Esther aspiró hondo y se llevó una mano al pecho.

E: ¿Vero? - El susurro no era realmente una pregunta, porque podía reconocer al instante la voz de Vero,
como la de Maca. Tardó un momento en reaccionar, pero cuando lo hizo una expresión de felicidad
inundaba su rostro -. ¡Vero!

El armiño plateado de Vero flotó a su alrededor mientras cruzaba la sala con un movimiento
fluido, el rostro resplandeciente. Se encontraron a medio camino, cerca de los sofás ante la chimenea, las
manos extendidas, y en seguida se fundieron en un cálido abrazo. Esther rió abiertamente, echando la
cabeza atrás mientras abrazaba a su hermana. De todas las personas del mundo, Vero era la última de la
que habría esperado que llamara a la puerta aquella noche de domingo. Cierto que en los últimos meses
había recibido algunas cartas de ella, pero en ninguno de ellas había insinuado siquiera que planeara
hacerle una visita. Permanecieron abrazadas un momento más y luego se separaron. Vero retrocedió y
cogió de nuevo las manos de Esther.

Maca permanecía cerca, cruzada de brazos, asistiendo complacida a la alegre reunión. Esther
estaba muy bella cuando la excitación la ruborizaba, y Maca lanzó una mirada a Antonio, dispuesta a
hacerle un guiño de satisfacción compartida. Pero se abstuvo y observó al hombre con sorpresa. Antonio
no sonreía. Permanecía en pie, rígido, los puños algo apretados, y su expresión normalmente plácida era
ahora severa. Maca lo observó un momento y luego se encogió de hombros y volvió a mirar a las dos
mujeres. Vero revisaba de arriba abajo a su hermana, sin soltarle las manos, la cabeza ladeada con aquella
misma actitud de interés tan peculiar de Esther. Bajo el brillo de la luz suave su cabello parecía de plata,
acariciándole la piel con que se cubría los hombros. Finalmente dejó las manos de Esther y miró a
Antonio.

V: Y tú también estás aquí, Antonio -. Se acercó a él para darle un afectuoso beso en la mejilla.

La expresión del viejo no cambió. Hubo en su mirada un breve aleteo de alguna emoción que
Maca no pudo identificar, pero que no la suavizó.

A: Aquí estoy, Verónica, como siempre - dijo rígidamente.

Esther se había vuelto hacia donde sonaban las voces y extendió una mano en su dirección.

E: Ven aquí, Vero. Quiero que conozcas a Maca. Formalmente, quiero decir.

Vero pasó por el lado de Esther, dirigiéndose hacia Maca con un suave movimiento de gacela, y le
tendió la mano, que era tan delgada y elegante como la de Esther.

V: Es un placer conocerte... formalmente, quiero decir. ¿Eres el motivo de que mi hermana esté tan
radiante? - Sin aguardar su respuesta, miró a Esther con una curiosa sonrisa en los labios -. Ya decía yo.
Las gafas. ¿Es que ya no las usa?

M: A mí no me gustan - respondió afablemente, acercándose a la maestra, cuyos hombros rodeó con el


brazo -. También es para mí un placer conocerte, Verónica, después de todo este tiempo.

Aprovechó aquel momento de presentaciones para estudiarla con reflexiva objetividad. Era algo
más alta que Esther y su belleza era extraordinaria, incuestionable. Su fino rostro aristocrático, colocado
en la larga columna del cuello delgado, tenía la estructura ósea fotogénica propia de las modelos, y su
cutis el brillo de un cuidado meticuloso. Sus ojos eran grandes y almendrados, como los de Esther, pero
su color era de un azul que recordaba un aguamarina. Maca podría haber llegado a la conclusión de que
era la mujer más bella que jamás había visto si no hubiera conocido a Esther primero. No había realmente
comparación entre aquella fina y superficial hermosura y la de Esther; la suya era de una clase más rica,
más cálida, incomparable, que surgía del interior y fluía hacia afuera para iluminar su rostro expresivo.
¿O acaso era injusta?, se preguntó vagamente. A pesar de toda su experiencia, su juicio ya no era el más
fiable. Esther había llegado a formar parte de su vida hasta tal punto que ya no había espacio para otra
mujer, ni siquiera para hacer una apreciación ociosa.

La maestra había permanecido en silencio tanto como pudo. Un millar de preguntas entusiastas
cruzaban por su cabeza, y empezó a formularlas:

E: ¿Qué has venido a hacer, Vero? ¿Por qué no has escrito ni llamado? ¿Cuánto tiempo vas a quedarte?
¿Qué...? -. Maca se echó a reír.

M: Tranquilízate, Esther. Una pregunta tras otra, cuando nos hayamos acomodado. Ven, Verónica, déjame
que te ayude a quitarte el abrigo.

Primero acompañó a Esther hasta el sofá y luego fue al encuentro de Vero, colocándose detrás de
ella para ayudarle a quitarse el inmenso abrigo. En cuanto tocó aquellas pieles supo de inmediato que eran
de primera calidad. Durante su vida había tenido ocasión de tocar muchos de aquellos abrigos. Quizá, si
hubiera puesto un poco más de atención, habría podido identificar al modisto.

M: Estábamos a punto de tomar algo - dijo por encima del hombro -. ¿Qué te apetece? -. Vero se había
reunido con Esther en el sofá.
V: No sé, ginebra. Con tónica, si puede ser.

Su mirada recorrió brevemente la sala, como si se familiarizara de nuevo con ella, antes de mirar
otra vez a la maestra. Ésta tenía el rostro dirigido hacia su hermana, con una pierna cómodamente
recogida sobre el sofá. Cuando Maca regresó poco después con las bebidas, aceptó una. Tomó un sorbo de
vino y dejó la copa.

E: Muy bien, Vero. Ahora dime por qué no has escrito y cuál es el motivo de tu visita.

V: Quería darte una sorpresa.

E: ¡Pues lo has conseguido! ¿Cuánto tiempo puedes quedarte?

V: ¿Cuánto tiempo quieres que esté?

E: Ya sabes que eso no importa, Vero. No me digas que realmente vas a quedarte quieta en un sitio por
una temporada. ¿Seguro que no has hecho escala aquí antes de partir hacia otro sitio?

V: ¡Claro que no! Pensé que por una vez podríamos pasar juntas las Navidades. ¿Te parece bien?

E: Claro que sí. Nada podría gustarme más. Será maravilloso que todos estemos reunidos.

Pensó por un momento que quizá aquella ilusión por las fiestas navideñas estaba un poco fuera de
lugar en una mujer que pronto sería de edad mediana, pero de algún modo confiaba en que nunca tendría
que renunciar a ella. Era uno de los tesoros de su infancia.

Vero la miraba, con una leve traza de incertidumbre en su expresión. Al cabo de un momento,
posó una mano sobre el brazo de su hermana.

V: Esther, ¿no crees que deberías ponerte las gafas? ¿Quieres que te las traiga?

A: No es necesario - objetó secamente, que estaba sentado con rigidez en un extremo del otro sofá, al lado
de Maca; un gesto de desaprobación le arrugaba la frente -. Esther está bien así. He intentado durante
años que prescindiera de las gafas, pero sólo Maca lo ha conseguido -. Esta reprimenda hizo sonrojarse a
Vero.

V: Antonio, yo sólo pretendía...

E: Dejadlo ya, por favor - dijo; su expresión severa se ablandó al volverse hacia Vero. Debería haberlo
recordado, naturalmente -. Si te molesta, Vero, me las pondré - dijo en voz baja, y se levantó para dirigirse
al pasillo.

Maca la observó mientras se alejaba, sin intentar ayudarla. Aunque no estaba en absoluto de
acuerdo, no hizo ningún comentario. Reconoció la expresión en el rostro de Esther y la entendió a la
perfección; la había visto innumerables veces cuando ella hablaba de Vero. Sentía la necesidad de
proteger a su hermana de cualquier recuerdo de lo que había pasado tantos años atrás, y si creía que sus
ojos sin vista, aunque fueran bellos y sin ninguna tara externa, constituían un recordatorio aún más
doloroso que las gafas, ella lo respetaría, aunque no estuviera de acuerdo.

Esther regresó poco después, con las gafas puestas, pero en vez de reunirse con los demás
continuó hasta la cocina.
E: En seguida estoy con vosotros - les dijo desde allí.

Antonio parecía necesitar alguna actividad y fue a reunirse con ella. Al pasar apagó la luz sobre la
mesa del comedor, dejando en sombras la pequeña zona.

Maca les observó a los dos moviéndose tras el mostrador divisorio, y luego dirigió la mirada a
Vero. Cogió la cajilla de tabaco y se la ofreció. Ella la rechazó con un gesto de la mano.

V: No, gracias. Es un mal hábito.

M: Tienes razón -. Sonrió brevemente y encendió un cigarro, antes de recostarse en los cojines.
Aprovechó que estaban a solas para expresar el pensamiento que había ocupado su mente -. Me alegro de
que estés aquí. Eres muy importante para ella. Esto será el remate de lo que de todos modos confiaba que
fuera una Navidad muy especial -. Vero ladeó la cabeza y se apartó del rostro el cabello.

V: Quería venir, de veras. Esther necesita a su familia. Siento no poder estar junto a ella con más
frecuencia, ya que soy lo único que le queda. A veces eso me fastidia mucho.

Maca estaba a punto de decir algo más cuando regresaron Esther y Antonio. Ella sostenía una
bandeja, que Maca tomó para depositarla sobre la mesa de café. Tomando su mano, la guió hasta sentarla
a su lado. Antonio se vio obligado a sentarse junto a Verónica. Cuando todos estuvieron instalados de
nuevo, Esther entrelazó las manos en una actitud expectante y dirigió el rostro hacia Vero.

E: Muy bien, ahora dime exactamente qué has estado haciendo, dónde has estado.

Vero sorbía su bebida con delicadeza, mirando la bandeja.

V: Desde luego, Esther... Pastel de zanahoria y cócteles.

La maestra había olvidado que su hermana estaba especializada en observaciones fuera de lugar.
Sintió un conato de enojo, pero lo reprimió.

E: Por aquí hacemos cosas así - le dijo jovialmente -. Si hubieras venido un poco antes, podrías haber
tomado con nosotros tortilla de pastel.

V: ¿Tortilla de pastel? - preguntó perpleja.

M: Es un chiste privado - terció secamente.

V: Oh -. Dejó su vaso sobre la mesa, estiró los brazos por en cima de la cabeza y bajó las manos para
pasar con languidez los dedos a través del cabello -. ¿Qué he estado haciendo? Déjame ver... Viajando,
siempre viajando. ¡Qué paisajes, Esther! ¡No podrías creerlo! París, Roma, Amsterdam. Creo que mi
lugar favorito, si tuviera que elegir uno, sería Venecia. Venecia me encantó. O quizá Montecarlo… -.
Esther sonrió.

E: Parece magnífico. Y por tus palabras se diría que eres feliz. Me alegro mucho, Vero, de veras.

Y lo decía en serio. La felicidad de Vero era tan importante como la suya propia, y quizá más
esquiva. De algún modo, por razones ahora perdidas en los archivos de la experiencia infantil, Esther
sentía con frecuencia la responsabilidad de ayudar a Vero a encontrar esa felicidad.

Verónica se enderezó, descalzándose antes de recoger las piernas sobre el sofá.


V: Y quería hablarte de un villorrio que descubrí en Inglaterra, con colores de tarjeta postal, las posadas
en el campo y toda aquella atmósfera. ¡Tendrías que verlo para creerlo! Pero podemos hablar de eso más
tarde. Quiero hablar de ti. ¿Qué tal estás, Esther?

E: Muy bien - dijo con un encogimiento de hombros.

A: Monta a caballo - informó lacónicamente. Vero enarcó las cejas.

V: ¡Dios mío!

Entonces la expresión de Esther fue una mezcla peculiar de orgullo y sosegada emoción; aunque
no tendió la mano para tocarla, era agudamente consciente de la presencia de Maca a su lado, su brazo
que descansaba en el respaldo del sofá, detrás de ella.

E: Sí, es cierto -. Vero meneaba la cabeza.

V: ¿Y cómo...?

A: Exquisitamente - dijo con rigidez. Vero le tocó el brazo, con una afable sonrisa.

V: Estoy segura. Siempre lo ha hecho todo así.

A: Y sola.

La sonrisa de Vero permaneció intacta, pero su azoramiento se reflejaba en la mirada que dirigía a
Maca y Esther. La empresaria había empezado a fruncir el ceño y Esther evidenciaba una cierta irritación.

A: Lo ha logrado Maca - dijo implacablemente, mirando a Vero con fijeza.

E: Por favor, Antonio - intervino -, no seas rudo.

V: Oh, no ha sido rudo - replicó -. Creo que está orgulloso de ti, y no le culpo. Eso me parece maravilloso,
de veras, Esther. Tendrás que hablarme de ello, pero ahora estoy muy cansada y si no te molestara mucho
desearía acostarme. Detesto esos vuelos interminables -. Se agachó para recoger los zapatos.

E: Claro que no nos molesta - dijo, aceptando que su hermana interrumpiera de un modo tan brusco la
conversación -. Mañana podemos hablar de todo. ¿Y tus cosas? ¿Las has traído todas?

V: He traído una maleta pequeña, con lo más preciso.

E: ¿Una maleta pequeña? – rió, sorprendida -. ¿Con suficiente ropa hasta Navidad? ¿Dónde tienes tu
equipaje?

V: Estaba tan harta de todo lo que tenía que lo he abandonado. Mañana compraré un vestuario nuevo.
Sólo tengo lo que llevo puesto -. Dirigió a su hermana una alegre sonrisa -. Oye, podemos ir juntas. Sería
divertido. Puedes ayudarme a elegir. Oh, casi me olvidaba - añadió con expresión compungida -. ¿Te
importaría que tome prestadas algunas de tus prendas? ¿Sólo por esta noche? -. Esther meneó la cabeza.

E: Vero, desde que puedo recordar siempre te ha faltado alguna cosa. Anda, vamos.

Tocó a Maca ligeramente en el brazo, para indicarle que no tardaría, y desapareció con Vero en el
pasillo que conducía a los dormitorios.
La empresaria las vio alejarse y dirigió luego la mirada a Antonio. También él se había levantado y
miraba malhumorado en dirección a las dos mujeres. Luego bajó la vista al suelo, como si estuviera
inseguro de algo, y finalmente miró a Maca. Se sobresaltó cuando las miradas de ambos se cruzaron.

A: ¿Te quedas a pasar la noche? - le preguntó con brusquedad.

Entonces le tocó a Maca el turno de sobresaltarse. Descruzó las piernas y se inclinó hacia delante,
apoyando los codos en las rodillas.

M: Esa es una pregunta bastante personal, ¿no te parece? - Antonio no le devolvió la sonrisa.

A: Naturalmente. ¿Te quedas? - Maca le miró con ceño.

M: ¿Por qué?

A: Hazlo.

M: Gracias por el permiso - dijo secamente.

A: Hazlo, Maca.

La empresaria guardó silencio deliberadamente y observó a Antonio mientras éste cruzaba la sala
para recoger el abrigo y los suéteres del armario. Cuando llegó a la puerta, cambió las prendas de mano y
cogió el pomo, pero antes de salir se volvió hacia Maca.

A: No la dejes sola - le dijo misteriosamente. Luego abrió la puerta y salió.

Maca se quedó un momento mirando la puerta, la expresión sombría, pero en cuanto regresó
Esther olvidó el incidente. Se levantó para ir a su encuentro, la atrajo hacia ella y colocó sus brazos
alrededor de su cuello.

M: Así está mejor, excepto por una cosa -. Alzó la mano y le quitó las gafas, arrojándolas al sofá.

E: ¡Esas condenadas gafas! - dijo exasperada, apretándole las manos.

M: Eso es lo que yo digo -. La abrazó y luego la apartó un poco, mirándola al rostro; le apartó un mechón
de cabello de los ojos y la besó -. ¿Eres feliz?

Ella le sonreía serenamente, el cabello cayéndole hasta casi la mitad de la espalda.

E: ¡Oh, Maca! Estoy tan emocionada por su llegada. ¡No puedes imaginártelo!

M: Sí, lo imagino. Puedo verlo en tu cara -. La miró un momento más y luego la hizo retroceder.
Permanecieron así algún tiempo, abrazadas, hablando en un lenguaje que no necesitaba voz. Entonces
recordó a Antonio y sonrió -. Por cierto, Antonio me ha dado permiso para pasar aquí la noche -. Al oír
esto, ella retrocedió y ladeó la cabeza.

E: ¿Qué quieres decir?

M: Lo que acabo de decir. La verdad es que ha insistido, y es una sugerencia que tiene un mérito
considerable.
Sus ojos se oscurecieron entonces, y deslizó las manos por la espalda de Esther.

E: Me molesta que actúe de esa manera, y siempre lo hace cuando ella está aquí. Me enfurece de veras.
Ya has visto lo rudo que es.

M: No te preocupes por eso. Olvídalo. ¿Todo irá bien si te dejo sola?

Ella enarcó una ceja y amoldó su cuerpo al de la empresaria, abrazándola con más fuerza.

E: Creí que habías decidido aceptar la sugerencia de Antonio.

M: Me parece una sugerencia muy digna de tenerse en cuenta. Pero, ¿qué me dices de tu moralidad? - le
preguntó en tono burlón. Ella se echó a reír y le empujó juguetonamente.

E: Márchate, Macarena Wilson.

M: Dentro de un momento. Pero antes... - La estrechó entre sus brazos, besándola apasionadamente en la
boca y el cabello, mientras le acariciaba la espalda -. Lo he dicho en serio – musitó -. ¿Estarás bien si te
quedas sola?

Ella retrocedió, todavía sonriente, pero zafándose de su abrazo.

E: No estoy sola, Maca. Vero está aquí. Estoy en las mejores manos.

M: Después de las mías - le corrigió, besándola en la barbilla. Luego recogió su abrigo y salió.

M: Después de las mías - le corrigió, besándola en la barbilla. Luego recogió su abrigo y salió.

Maca ojeaba el periódico en su apartamento cuando sonó el timbre de la puerta. Frunció el ceño,
preguntándose quién podría ser. Lo primero que se le ocurrió fue que se trataba de la señora que hacía la
limpieza, pero aquel no era uno de sus días de trabajo. Pensó un poco más en la posible identidad del
inesperado visitante y luego se levantó y fue a abrir la puerta. Encontró a Antonio en el umbral,
enfundado en su grueso abrigo de lana, que estaba desabrochado y revelaba su inevitable chaqueta
cruzada y el chaleco. Su escaso cabello canoso estaba levantado, como si acabara de alzar la cabeza de
una almohada.

A: Buenos días.

Maca le invitó a pasar y tomó el abrigo, siguiendo al recién llegado hasta la sala de estar.

M: Por alguna razón, no habría pensado que estarías levantado tan temprano - observó con una media
sonrisa. Entonces consultó su reloj y se sobresalió al ver que eran casi las once y media -. Lo siento. Me
ha pasado el tiempo sin que me diera cuenta. Estaba leyendo la sección financiera del periódico. ¿Quieres
un café? Estaba a punto de preparar un poco más -. Antonio asintió.

A: Lo tomaré encantado. Afuera hace frío.

Observó cómo Maca desaparecía en la cocina, y luego se volvió y fue a las puertas vidrieras, para
mirar al exterior. Le gustaba el panorama de la amplia terraza de piedra, sobre todo con la nieve cubierta
por una costra de hielo que blanqueaba los árboles distantes y brillaba en la barandilla de la terraza bajo el
sol de la mañana. Había admirado aquel paisaje muchas veces en los últimos meses, cuando le habían
invitado a cenar o a un despacioso almuerzo un fin de semana. Esther, naturalmente, había sido la autora
de aquellas invitaciones, la incomparable que no quería saber nada de sus corteses protestas y que siempre
le incluía. Suspiró y se ajustó las gafas bifocales. Los pies de Maca no hicieron ruido alguno en la
alfombra cuando entró de nuevo con el café, y se quedó mirando un momento la espalda inmóvil de
Antonio antes de dirigirse a él.

M: Una magnífica vista de la nieve, ¿verdad? -. Dejó las tazas sobre el asiento.

Maca encendió un cigarro y se sentó. Permanecieron un momento en silencio, el viejo preparando


su café y Maca tomando el suyo, fuerte y negro, mientras esperaba con impaciencia que Antonio dejara
de contemplar su taza. Aquel hombre no tenía la costumbre de hacer visitas ociosas, y Maca confiaba en
que no requiriese mucho tiempo para ir al grano, puesto que poco más de una hora después tenía una
reunión con los arquitectos.

M: Bien, ¿qué ocurre? - aventuró al cabo de un rato. Pero Antonio se concentró más en su café, hasta que
la empresaria exhaló un suspiro -. Tú dirás lo que deseas.

A: Se trata de Esther - dijo entonces, sin levantar la vista.

Maca estuvo a punto de derramar su café sobre la alfombra blanca, al erguirse. No hacía más de
media hora que había hablado con ella, y le había complacido enterarse de que pensaba pasar el día con
Vero.

M: ¿Qué ha sucedido? - le preguntó.

Entonces Antonio alzó la vista, sorprendido. Se dio cuenta del impacto de sus palabras e hizo un
gesto para restarles importancia.

A: ¡Nana, nada! Siéntate. No ha ocurrido nada... todavía -. Maca se relajó lentamente, pero su rostro
mostraba un ceño de irritación.

M: No juegues conmigo, Antonio. ¿De qué estás hablando?

A: De Verónica.

Naturalmente. Las inflexibles miradas de soslayo, la postura rígida, el críptico intercambio antes
de que Antonio se marchara la noche anterior... Todo aquello debía de tener una explicación.

M: ¿Qué pasa con Verónica? - inquirió. Antonio agitaba de nuevo su café.

A: Ojalá no hubiera venido.

M: ¿Cómo puedes decir eso?

A: Fácilmente.

M: Mira, Antonio, anoche quedó bastante claro que esa chica no te gusta. Bien, eso es asunto tuyo. Pero
hazme un favor: no empañes la felicidad de Esther, ¿de acuerdo? Déjala que disfrute de la compañía de
Vero sin tener que estar continuamente nerviosa porque actúas... de un modo raro. Anoche estaba turbada,
y no tienes derecho a hacerle eso -. Antonio alzó el mentón.

A: Tengo derecho a proteger a quien quiero -. Maca no tuvo una respuesta inmediata y se frotó la frente.
M: ¿Qué quiere decir eso?

El viejo volvió a levantarse y empezó a recorrer la sala. Se detuvo abruptamente.

A: Maca, ya sé que me consideras un viejo chiflado -. Alzó una mano para que no le interrumpiera -. No,
tienes razón, lo soy con mucha frecuencia, pero no siempre. No, no siempre -. Hizo una pausa antes de
continuar -. Maca, hay muchas cosas que ignoras de Esther y Verónica.

M: Sé que están muy unidas - replicó sin vacilación -. Sé que les encanta verse, O por lo menos así es con
Esther. Tengo que suponer que Vero siente lo mismo, pues de lo contrario no la habría abrazado como lo
hizo. Ahora dime, ¿cuál es tu problema?

A: Hay cosas que desconoces. He intentado indicárselas a Esther, pero...

M: No ha querido escucharte, ¿verdad?

Maca pensó que podía entenderlo, y sintió la necesidad de levantarse. Lo hizo y se dirigió a la
puerta, alejándose de Antonio. Quería demasiado a Esther para coger a su amigo de la oreja y echarlo del
piso, pero se sentía tentada a hacerlo. No tenía tiempo para las fantasías de Antonio Dávila, fueran cuales
fuesen. Tenía cosas que hacer.

M: Oh, vamos, Antonio - empezó a decir con cierta irritación.

A: ¡Vas a escucharme!

Maca giró sobre sus talones, sobresaltada. El grito imperioso de Antonio había estremecido el aire,
y era indudable que le inundaba alguna emoción. Maca se acercó a él de inmediato y posó una mano
sobre su hombro, tratando de aplacarle. Por su aspecto parecía como si estuviera a punto de sufrir un
ataque.

M: De acuerdo, Antonio. Tranquilízate. Te escucharé. Ahora toma asiento.

A: Seguiré de pie, gracias - dijo con rigidez y se estiró el chaleco con ambas manos. Observó a Maca
regresar al sofá e hizo una breve pausa antes de continuar -. En realidad, Maca, esas dos chicas no están
unidas. Esther cree que sí, desde luego. Quiere a Verónica, siempre la ha querido, y haría casi cualquier
cosa en el mundo por ella. Lo ha hecho, una y otra vez, porque eso está en su naturaleza. Pero no es
bueno para ella querer de esa manera. No cuando el centro de su afecto es Verónica. Contigo, conmigo, es
otra cosa, pero no con Verónica.

M: No comprendo a qué viene todo esto, Antonio - dijo con resignación -, pero pareces tener fuertes
sentimientos acerca de lo que has venido a decir, así que te escucharé. Eso no quiere decir, desde luego,
que vaya a darte crédito.

A: Tú la conoces desde hace poco tiempo. No has visto lo mismo que yo. Conoces a Esther mejor que yo
en algunos aspectos, desde luego, pero yo conozco mejor lo que la rodea. ¡Lo he visto, así que debes
creerme!

Maca no pudo evitar sentirse impresionada. No cabía duda de que Antonio creía lo que estaba
diciendo.

M: De acuerdo. Continúa.
A: Mira, hay personas en este mundo que nunca deberían estar juntas, con personalidades que interactúan
de un modo equivocado y que establecen atmósferas de destrucción -. La empresaria le dirigió una mirada
escéptica.

M: Eso parece un poco melodramático, ¿no crees?

A: Tal vez, pero es cierto. Ocurre. Esther y Vero son dos de esas personas. Nada bueno puede salir de esa
relación. Maca, ni para Esther ni posiblemente para Vero, pero esta última no me preocupa. Esther sí.

M: ¿Y por qué es tan mala su relación? - inquirió, hundiéndose entre los cojines del sofá -. ¿Qué puede
haber de malo en que dos hermanas se preocupen tan abiertamente la una de la otra?

A: Vero no se preocupa por ella, Maca.

Ella alzó una ceja por toda respuesta. Antonio, agitado, se acercó a la ventana y, una vez allí, se
volvió.

A: He observado a esas chicas durante años. Sé lo que ocurre. Francamente, me sentí contento cuando
Vero decidió marcharse. Cuando la vi allí anoche...

M: Ve al grano, Antonio - dijo, consultando su reloj.

A: La cuestión es que Esther no está segura cuando Verónica se encuentra a su lado.

M: ¿Ah, sí? ¿Por qué? ¿Es que Verónica va a arrojarla por un acantilado?

Maca contemplaba a Antonio a través de las volutas de humo de su cigarrillo. Le resultaba difícil
contener su exasperación. El tono de Maca dejó al viejo impertérrito.

A: No, no es algo tan sencillo o abierto como eso, sino más sutil, más peligroso que una amenaza tan
patente, contra la que uno puede armarse. Maca, la personalidad de Verónica es defectuosa, y hasta un
extremo peligrosa.

Maca volvió a fruncir el ceño. Deseó que Antonio reconociera su propio comentario como jocoso;
así sería más fácil restarle importancia.

M: Continúa.

A: Verónica García utiliza a los demás -. La empresaria lo miró con expresión cínica.

M: Hay mucha gente así.

A: Cierto - concedió -, pero quizá no hay tanta con la clase de personalidad de Vero -. Se pasó una mano
por los escasos cabellos -. Esa mujer es incapaz de sentir el menor remordimiento... Ha nacido así. Eso le
permite exigir a la gente cosas que son impensables. Le tienen sin cuidado las consecuencias para los
demás. No puede sentir dolor por haber cometido una mala acción, y eso es necesario para tener juicio -.
Maca se cruzó de brazos y echó la cabeza atrás, apoyándola en la pared.

M: Comprenderás que no puedo estar de acuerdo contigo, ya que no la conozco, pero...


A: Exactamente - dijo con vehemencia -. Esa es la razón por la que te digo todo esto. No tienes tiempo
para llegar a conocerla, aunque la verdad es que no se necesita mucho. Pero debes hablar con Esther,
persuadirla para que te escuche.

M: Me temo que todavía no comprendo bien. En algún punto se me escapa la conexión. ¿Qué es
exactamente lo que debo decirle a Esther? ¿Que alguien cree que su hermana no es una buena persona?
Todos tenemos nuestras opiniones, ya sabes.

A: ¡Verónica utiliza a Esther! - repitió, como si Maca no le hubiera comprendido antes -. La utiliza una y
otra vez para conseguir lo que quiere. Y Esther es susceptible, no ve a Vero como es en realidad. Esther,
que sabe tanto y ve tanto a pesar de su ceguera, no puede ver con claridad esta relación. Y tanto si lo crees
como si no, es peligrosa para ella, quizá no de una manera tan aparente o melodramática como has
sugerido, pero el potencial está ahí. ¡Vero le hace daño! Arrebata cosas. No sé -. Meneó la cabeza y
añadió -. Quizá Vero se preocupe por ella cuando puede cuando las cosas salen como ella quiere, pero lo
dudo. Todo lo que sé es que cuando tiene necesidad de algo, esa necesidad se impone a cualquier otra
cosa, incluso al bienestar de Esther. Hará lo que sea para conseguir lo que quiere, al margen de lo que
signifique para Esther. ¡Y ése es el peligro!

Maca se frotaba la frente de nuevo, y alzó la vista, casi con fatiga.

M: Creo que tienes una reacción excesiva, Antonio.

A: Te equivocas, pero no puedes comprenderlo, de momento, hasta que las hayas visto juntas algún
tiempo. Eres una mujer perceptiva y lo verás. Pero puede que eso ni siquiera importe, porque tal vez no
lograrás hacérselo comprender a Esther.

M: Mira, Antonio, no pienso permitir que Esther sufra ninguna clase de daño, por parte de nadie ni de
nada, si eso te hace sentirte mejor.

Antonio había vuelto a mirar a través de la ventana y su desalentada profecía flotó en la estancia.

A: Puede que no seas capaz de impedirlo.

M: ¡Maldita sea, Antonio! - apagó su cigarrillo y volvió a levantarse -. Tú sí que eres melodramático, y
francamente no me gusta. Los melodramas no me interesan, por si no lo sabías -. Antonio se volvió en
redondo.

A: ¿Te has preguntado alguna vez por el accidente de Esther? - inquirió abruptamente.

M: ¿Qué quieres decir? ¿Que no fue un accidente?

A: No, no lo fue... creo. Naturalmente, yo no estuve allí. Esther y Vero estaban solas, y si he de ser
sincero no me creo parte de lo que Esther dice. No es consciente de lo que ocurre realmente. Vero nunca
ha permitido que se hagan preguntas acerca del accidente, y créeme que lo he intentado. Quería ver lo que
tenía que decir al respecto, pero nunca llegué a ninguna parte. De todos modos, difícilmente me confiaría
nada; la verdad es que apenas puede tolerar mi presencia. Le hace sentirse incómoda - finalizó con
sarcasmo. La irritación de Maca afloró de nuevo a la superficie.

M: Entonces, si crees que fue un accidente, ¿por qué plantearlo de nuevo? Nadie ha dicho jamás que fuera
otra cosa -. Antonio la miró fijamente.

A: ¿Sabes cómo sucedió, Maca?


M: Si

A: ¿Y nunca te has preguntado cómo fue posible?

M: ¿De qué diablos estás hablando, Antonio? He pensado en ello, sí. Pienso en eso cada vez que miro el
rostro de Esther. Pero ¿de qué sirve eso? No se puede cambiar nada.

A: Sólo prevenir. Puede prevenirse algo igualmente destructivo para ella.

Maca estaba a punto de perder la paciencia por entero.

M: Creo que ya es suficiente, Antonio -. El viejo le hizo caso omiso.

A: Iba a buscar un nido de pájaros, para Vero - murmuró.

Su mirada pareció perderse en la lejanía, como si hubiera salido de la elegante habitación y


regresado en el tiempo hacia la vieja granja que había visitado tan a menudo antes de que muriesen Rafael
y Encarna. Por entonces había llegado a conocer muy bien a la familia, a Esther, su valerosa amiga que
vivía en el apartamento vecino, y sabía los detalles del accidente, conocía, y muy bien!, a Verónica, como
ni siquiera sus padres la habían conocido jamás. Y él había mirado aquel porche una y otra vez, desde el
sendero de abajo, había visto el árbol y casi podía visualizar el cuerpecillo cuando cayó desde la
barandilla, el cabello castaño esparcido sobre la traicionera extensión de cemento gris en la que se
estrelló.

M: Eso ya lo sé - le dijo. Antonio salió de su ensoñación.

A: ¿Sabías que Esther no quiso subir a aquella barandilla?

No, no lo había sabido. Nunca había presionado a Esther para que le contara los detalles.

M: No - concedió finalmente.

A: Pero ella subió de todos modos, aunque estaba aterrada y sabía que no debería hacerlo.

M: ¿Te dijo eso? ¿Que tenía tanto miedo?

A: Sí. Una vez, cuando estábamos hablando, me lo contó. Me dijo cosas que seguramente nunca había
dicho a nadie. No pudo evitarlo porque volvió a estar embargada por la emoción. Su actitud fue la de
restar importancia a lo ocurrido, claro. ¡Siempre protectora de su Vero! Creo que ocultó gran parte de lo
que había ocurrido en su esfuerzo para no culpar a Vero. Nunca la ha culpado, ¿sabes? Ni siquiera una vez
desde que sucedió. Encarna me lo dijo. En cualquier caso, aquella vez que hablamos salieron muchas
cosas a la luz, y ella no pudo evitar decirme que había tenido miedo, que Vero insistió para que subiera a
aquella barandilla.

Casi sin darse cuenta, Maca se había levantado para sentarse en una silla cerca de Antonio. Se
apoyó en un brazo, mirando fijamente al viejo.

M: Sigue.

A: Yo no estaba allí, claro - repitió -, pero puedo imaginarlo. Conozco a esas chicas, sé lo que ocurre entre
ellas. Vero quería el nido de pájaros, lo necesitaba, ¡quién sabe para qué! Pero no importa. Lo que importa
es que lo quería y que también tenía miedo de subir a la barandilla. Esther me lo dijo.
Maca aguardó, pero Antonio permaneció en silencio un momento. Ahora le tocaba a Maca desear
que continuara la conversación, y finalmente le instó:

M: Entonces, ¿cuál es tu teoría? Es evidente que tienes una.

A: Bueno, no es una teoría - dijo, y empezó a moverse de nuevo. Se detuvo a corta distancia de la
empresaria, mirándola intensamente -. Es un hecho. Vero la utilizaba para conseguir lo que quería. Esther
me lo dijo, aunque no se dio cuenta de lo que decía porque ella misma no lo comprende.

M: ¿Qué es lo que te dijo? - preguntó en tono tenso. Antonio frunció los labios, como si hiciera aflorar
todo a su mente una vez más.

A: Le pregunté por qué subió allí si tenía tanto miedo. Ella lo revivía todo a medida que hablaba, e
incluso entonces pude percibir el temor que irradiaba de ella. Subió a la barandilla porque Vero la
manipuló para que lo hiciera, jugó con sus emociones, mediante la estratagema de decirle que si
realmente se preocupaba por ella, lo haría. Y cuando me lo contaba, Esther casi me rogaba que
comprendiera la inseguridad de Vero y que ella no había querido que su hermana dudara de que la quería.
Creo que sus palabras fueron: «Vero teme mucho que nadie la quiera» -. Maca volvía a estar ceñuda.

M: Eso es absurdo. No puedo imaginar a Esther cayendo por una cosa así.

A: Sí, es algo estúpido y peligroso. Y así es como sucedió.

M: De acuerdo - dijo, levantándose para ir a la mesa y coger otro cigarrillo -. Tal vez sintiera eso, pero
entonces no era más que una niña. Los niños no comprenden esas cosas.

A: La he visto sentir eso otras veces - susurró, los ojos fijos en Maca -. ¡ No exagero! Todavía sucede. Oh,
es más sutil que cuando eran niñas, pero nada ha cambiado. ¿No te das cuenta, Maca? Esther se preocupa
demasiado; no puede comprender. Psicológicamente está a merced de alguien que la utiliza sin el menor
remordimiento.

M: Antonio, ¿estás seguro de que no te imaginas todo esto?

Sintiéndose frustrado, el viejo alzó las manos y exhaló un suspiro.

A: ¿Escuchaste la conversación de anoche? -. Maca consultó su reloj antes de responder cansadamente


que sí -. ¿No lo escuchaste? - preguntó, taladrándole con la mirada.

M: ¿Y qué tenía que haber escuchado en esa conversación y que al parecer me pasó por alto? No oí más
que a dos hermanas que han estado largo tiempo separadas y que se decían lo contentas que estaban de
volver a verse.

Antonio recibió el mensaje; ya no tenía sentido seguir insistiendo.

A: Sólo oíste, no escuchaste. Vero hablando de colores, del pueblecito de Inglaterra. « Esther, tendrías que
haberlo visto para creerlo!» ¡Crueldades! ¡Su conversación está llena de crueldades! Tú y yo le hablamos
de colores, le hacemos que los vea. No le colgamos la inferencia ante sus ojos sin vista -. Se volvió como
si al fin fuera a marcharse, pero se dio la vuelta abruptamente -. ¡Y las gafas! ¿Qué me dices de las gafas?
-. Entonces Maca perdió realmente los estribos.

M: Antonio, ¿no se te ha ocurrido pensar que Vero no desea que le recuerden más de lo necesario lo que
ocurrió, que se siente más cómoda viéndola con las gafas puestas? ¿Y Esther? Bien, reconocí su
expresión, y ella comprende. Puedo no estar de acuerdo con ella, puede que no me guste verla llevar esas
malditas gafas, pero respeto la posición de las dos al respecto, cualquiera que sea. ¿Por qué no tratas de
hacer lo mismo?

Antonio ya había ido en busca de su abrigo, los hombros hundidos en actitud de derrota. Se puso
el abrigo, fue hasta la puerta y, antes de salir, se volvió para mirar a Maca por última vez. Cuando habló
su voz carecía de tono.

A: Maca, a Verónica le tiene sin cuidado el accidente, pero ya veo que no voy a hacértelo comprender.
Sólo tus propios ojos y oídos lo harán. En cuanto a Esther, jamás lo comprenderá, a menos que alguien la
ayude, y por eso he acudido a ti. Eres la única que puede hacerlo, porque las dos os comprendéis y no os
mentís. Quizá te creerá, pero es posible que incluso eso no sea suficiente -. Hizo una pausa y añadió -: Tal
vez ni siquiera tú puedas evitar que sufra de nuevo, y no tengo duda de que así será. De algún modo
Verónica no ha venido a casa para hacer una visita. Necesita algo. Nunca hace nada sin que haya detrás
una motivación egoísta. Recuerda mis palabras.

Puso la mano en el pomo y lo giró, abriendo la puerta. Pero se le ocurrió un último pensamiento.

A: A propósito, a Vero no le gusta que Esther se quite las gafas porque sabe que Esther es la más guapa de
las dos. Eso no la complace. No hay más motivo que ese.

Dicho esto, salió del apartamento. Maca se quedó mirando un momento la puerta cerrada, y luego
se tendió en el sofá. Se frotó los ojos en un esfuerzo para suavizar el dolor que sentía tras ellos. Lo último
que había planeado hacer aquella mañana era examinar los falsos conceptos de Antonio, y al cabo de un
momento se levantó y se acercó a las ventanas, desde donde miró el exterior con expresión sombría. La
brillante mañana ayudó a disipar la pesada atmósfera que el viejo había dejado tras él y le hizo pensar de
nuevo en su decisión de coger el teléfono y llamar a Esther; había anhelado escuchar su voz. Entonces
casi se echó a reír. Sí, también ella quería a Esther, pero confiaba en que no de una forma tan inestable
que tomaría lo que podía ser una pequeña imperfección en la relación entre dos hermanas como algo fuera
de toda proporción. Era absurdo.

Consultó el reloj de nuevo y se dirigió rápidamente al dormitorio, empezando a desabrocharse la


camisa por el camino. Veinte minutos después se había duchado y mudado. Mientras se ponía el abrigo,
se libró de los últimos vestigios del desasosiego que le había provocado Antonio.

Consultó el reloj de nuevo y se dirigió rápidamente al dormitorio, empezando a desabrocharse la camisa


por el camino. Veinte minutos después se había duchado y mudado. Mientras se ponía el abrigo, se libró
de los últimos vestigios del desasosiego que le había provocado Antonio.

Por la mañana, cuando las dos hermanas se encontraron, Esther llevaba ya bastante rato en la
cocina, preparando el desayuno.

Vero tenía los ojos aún semicerrados y el cabello en desorden, desparramado por la espalda y
sensual en su mismo desarreglo. Su cuerpo elegante era casi invisible a través de la fina camisa de dormir
que había tomado prestada de la maestra, y se ajustó una de las cintas de encaje, deslizándola con firmeza
sobre el hombro. Aquella prenda le sorprendió cuando se la puso la noche anterior. Era demasiado
reveladora y no le parecía apropiada para su hermana, a la que recordaba tan formal. Sin duda era
influencia de Maca. Tras dar los buenos días a Esther extendió los brazos por encima de la cabeza y los
dejó caer pesadamente a los lados. Miró el impecable mostrador, el montón de libros de cocina en
alfabeto Braille y el jarrón con flores secas en un extremo.
V: ¿Dónde está el café? - preguntó -. Tengo que espabilarme -. Sonriente, Esther se volvió hacia la
cafetera eléctrica.

E: Aquí lo tienes -. Sirvió dos tazas y Vero la observó mientras las trasladaba a la mesa de la pequeña
zona destinada a comedor -. Anda, siéntate. El desayuno estará listo en seguida. Te he preparado un festín.

V: ¡Uf! -gruñó, tomando asiento -. ¡Nunca como por la mañana! Hace que me sienta mal. Tú tampoco
deberías hacerlo. Engorda.

Apoyando un codo en la mesa, se sujeté la barbilla con una mano y alzó la taza. Esther
permaneció inmóvil un momento y luego se reclinó lentamente en la silla.

E: Vaya -. Vero observó que su hermana estaba decepcionada y exhaló un breve suspiro.

V: Oh, debería habértelo dicho. Supongo que te has tomado demasiadas molestias. ¡Pero sinceramente,
Esther! - añadió, poniéndose a la defensiva -. ¡Deberías habérmelo preguntado!

La maestra no se molestó en responder. Después de todo, Vero estaba allí. No importaba


que tomara el desayuno o no, y no merecía la pena tomarlo demasiado en serio. Cogió su propia taza y
sonrió de nuevo sinceramente quitando importancia al asunto.

E: No te preocupes. De todos modos, no hacía más que demostrar mi talento. Se lo daré a los pájaros.
Además, así podemos salir antes. Me he tomado el día libre.

Vero había apoyado un pie en el asiento de su silla, rodeándose la rodilla con un brazo. Estudió el
efecto de la luz matinal que se filtraba a través de las cortinas azul claro en las puertas correderas, y luego
transfirió la mirada a su mano. Frunció el ceño, ligeramente concentrada en la inspección de una muesca
reciente en una uña.

V: ¿De qué estás libre dices? - le preguntó distraída.

E: ¡Del trabajo, naturalmente! - rió.

V: Oh, claro. Lo había olvidado. No tengo costumbre, ya sabes -. Se enderezó y deslizó los dedos por el
cabello mientras cruzaba las piernas -. Esther, cariño. ¿Quieres ponerte las gafas? - le dijo con
brusquedad.

Diablos, lo había hecho otra vez, se dijo la maestra, al tiempo que se levantaba para ir al
dormitorio. Mientras abría el cajón del escritorio y sacaba el estuche de piel pensó que aquel continúo
quita y pon tenía que terminar. No podía estar continuamente yendo y viniendo del dormitorio, ahora por
Vero, luego por Maca. Tomó la decisión de no quitarse las gafas mientras Vero estuviera allí. A Maca no
le gustaría, pero era importante para su hermana..., de una importancia más inmediata que el enojo de
Maca. Tema la costumbre de cualificar así las cosas, estableciendo prioridades en los sentimientos. De
momento los sentimientos de Vero estaban en primer lugar, en razón del pasado que compartían, y si
Maca tenía alguna objeción que hacer, ella se lo haría comprender. Regresó al comedor y volvió a
sentarse a la mesa.

E: Lo siento, Vero - fue todo lo que dijo.

Su hermana siguió inspeccionándose la uña. Tomó nota mental para limarse el borde mellado
cuando se vistiera más tarde. Miró de nuevo a Esther, acariciando la idea de pedirle un vestido prestado,
pero la rechazó en seguida. Sus figuras eran similares, tanto en las caderas como en el busto, pero el
problema de la altura era inevitable. Cogió su taza, mirando a Esther por encima del borde.

V: Quiero ir de compras a El Corte Inglés.

E: Adonde quieras, Vero.

V: Por cierto, Esther... - Hizo una pausa antes de continuar -. Pensaba cargarlo todo en cuenta.

Esther se había levantado y se disponía a regresar a la cocina. Vero podía haber hecho una práctica
del ayuno matutino, pero ella no y estaba hambrienta.

E: ¿Ah, sí? - le dijo por encima del hombro al tiempo que cruzaba la puerta de la cocina.

Vero esperó a que regresara. Cuando lo hizo, unos minutos después, observó cómo su hermana se
disponía a dar cuenta de un plato de huevos con tocino.

V: Quiero decir cargarlo todo en tu cuenta - le dijo al fin.

El tenedor permaneció brevemente suspendido en el aire y luego bajó lentamente mientras Esther
absorbía aquellas palabras.

E: Vero, ¿no tienes dinero? - le preguntó con un tono de grave preocupación. Vero soltó una risa ligera.

V: ¡Claro que sí! Pero no aquí. Hay que transferirlo desde Europa y eso lleva algún tiempo, ¿sabes? Te lo
devolveré, naturalmente.

Esther sonrió y se relajó. Cogió de nuevo el tenedor y empezó a comer.

E: No había pensado en eso - dijo entre bocados. De repente se echó a reír, dejando el tenedor -. Será
mejor que advierta a Maca.

V: ¿Por qué? - inquirió, arqueando una ceja. La maestra siguió riendo; los vestuarios de Vero nunca eran
modestos ni baratos.

E: Quiere que le entregue todas las facturas, y creo que ya es hora de que lo haga -. Vero parecía
incómoda ante aquella reacción de su hermana.

V: Háblame de Maca, Esther. Francamente, no había esperado volver a casa y encontrar a una mujer en tu
cama -. Esther se sonrojo.

E: Bueno...

V: ¡Oh, no te hagas la gazmoña! Tengo serias dudas de que sea un papel adecuado para ti. Maca como se
llame no me parece una mujer que se interese durante mucho tiempo por una gazmoña -. Esther apartó su
plato a un lado.

E: Wilson - le dijo, ignorando la observación -. Macarena Wilson.

Vero empezó a doblar la servilleta junto a su plato mientras mantenía los ojos fijos en Esther.
V: ¿Y a qué se dedica esa tal Macarena Wilson? -. La sonrisa de Esther era plácida y parecía emanar de su
interior.

E: Por ahora se ocupa de establecer una escuela de equitación para ciegos.

V: Hummm. Una nueva idea. Tuya, naturalmente.

E: Yo lo sugerí. Pero el proyecto es suyo. Créeme, yo nunca habría sabido cómo hacerlo.

V: No hay duda - murmuró -. Pero ¿qué hace cuando no se dedica a establecer una escuela de equitación
para ciegos? -. La maestra entrelazó las manos sobre la mesa, delante de ella, y ladeó la cabeza.

E: Bueno, en realidad ese proyecto le ocupa ahora la mayor parte de su tiempo. La planificación tiene
muchos detalles -. Hizo una pausa, se quedó un momento pensativa y al final se encogió de hombros -.
Enseña a Daniela, una de mis alumnas. Le da clases de equitación. Como me enseñó a mí -. Una sonrisa
seca apareció en los labios de Vero.

V: O tiene una riqueza que le permite ser independiente o esa mujer no come mucho si todo lo que hace
es establecer proyectos y enseñar a cabalgar a los niños.

E: Sí, tiene dinero - reconoció, y entonces se inclinó hacia delante con una sonrisa ansiosa -. Vero, la
importancia de esa escuela es tremenda, tanto para ella como para mí. Y es un gran proyecto. Vamos a
realizarlo conjuntamente con la escuela donde yo...

V: Estoy segura - la interrumpió, y se levantó -. ¿Más café? Voy a buscar un poco.

E: Claro.

Esther escuchó sus movimientos mientras Vero se dirigía a la cocina y oyó el tintineo de la taza en
el platillo, el débil rumor del café vertido en la porcelana. Bien, le hablaría a su hermana del asunto en
otra ocasión, si estaba interesada. Y si no lo estaba... la mayoría de la gente se entusiasmaba poco por
cosas que no estaban directamente conectadas con sus propias vidas. Era un triste hecho de la naturaleza
humana.

Vero regresó y dejó la taza sobre la mesa, ante Esther, antes de volver a sentarse.

V: ¿Qué clase de familia tiene? ¿Hermanos, hermanas?

E: Sólo tiene un hermano. Se llama Enrique.

V: Hummm -. Miraba a Esther con fijeza, la forma cómo la luz recogía el color de su pelo; era
especialmente hermoso contra el fondo color lavanda de la bata. Se llevó una mano a su propio cabello y
arqueó una ceja -. Así que te está manteniendo.

E: Yo no lo diría así - replicó, frunciendo el ceño. Vero se echó a reír.

V: Vamos, cariño. ¡Es una situación magnífica! Consérvala si puedes. Detesto que estés sola. Necesitas
tener alguien a tu lado de vez en cuando.

Esther no estaba dispuesta a pasar por alto aquella deducción y habló recalcando sus palabras.

E: Vamos a casarnos, Vero.


Al oír esto, Vero se la quedó mirando con expresión reflexiva, y luego dirigió la mirada a su mano.

V: Qué maravilla. ¿Cómo es que no llevas un anillo?

E: No lo he querido. A Maca le ha molestado, creo que mucho, pero no lo quise. Bueno, no importa -
añadió sonriente -. Llevaremos alianzas de oro; ella las elegirá.

V: ¿Y cuándo va a ser el acontecimiento?

E: Dentro de algún tiempo -. Vero la miró con expresión de astucia.

V: Ah, es una de esas.

E: ¿Cómo dices?

V: Esther, cariño, hazme un favor, ¿quieres? No cuentes demasiado con ello. ¿De acuerdo? No quiero
estropearte la fiesta, pero cuando una mujer como ella dice que se casará contigo «dentro de algún
tiempo», sin especificar nada, no hay que hacerle demasiado caso.

E: ¿Tú crees? - Una sonrisa compungida apareció en el rostro de Esther -. Ella no es así, Vero. Soy yo la
que no he querido precipitarme. Por ella nos habríamos casado hace meses -. Vero pareció sorprendida.

V: ¿Cómo es eso?

E: Sólo quiero que esté segura, eso es todo. Hay muchas cosas a tener en cuenta, ¿sabes? Vero, tú sabes
tan bien como yo que no es posible remediar las dificultades de mi vida. Se las impondría a ella, y a
menudo temo que eso sería excesivo -. Alzó la cabeza; de repente su rostro tenía una expresión turbada -.
Vero, si me caso con ella, lo que pido es que, por amor a mí, lleve una vida totalmente diferente de la que
ha conocido. ¿Puedo hacer eso? ¿Debería hacerlo? Se vería privada de muchas cosas que da por
supuestas, cosas que podría hacer con otra mujer. Es duro pensar que quizá sería para ella más una carga
que otra cosa.

V: ¿Habéis hablado de esto?

E: Naturalmente. Hemos hablado mucho.

V: ¿Y qué dice ella?

E: Que ha tomado su decisión y eso es lo que quiere. Lo ha considerado todo y quiere vivir conmigo el
resto de su vida. El matrimonio es un largo camino bajo cualquier circunstancia, pero ¿conmigo? Aunque
pueda tranquilizarme saber que ahora me quiere, ¿puedo esperar que no cambie? En realidad, ése es el
mayor de mis temores. Que lo que siente por mí ahora y su propia felicidad, puede ser consumida a lo
largo de los años por todo el... - Se interrumpió de repente y frunció el ceño -. Oh, no sé, Vero. Sólo
quería ser justa con ella, y no lo tengo todo claro en mi mente. Supongo que se debe a mis propios
sentimientos... - Volvió a interrumpirse, preguntándose qué clase de sentimientos eran aquellos, pero sabía
la respuesta. Con el amor hacia aquella mujer habían llegado nuevas emociones e incertidumbres, nuevas
vulnerabilidades - . . . de insuficiencia - admitió finalmente.

V: No dejes pasar la ocasión, porque no vas a tener demasiadas. Perdona. Eso no ha sido amable por mi
parte, pero es cierto. Y si es una mujer rica...
E: Vero, no quiero seguir hablando de ello, ¿de acuerdo? Deberíamos apresurarnos. Como hemos de
comprar todo un vestuario, probablemente necesitaremos el día entero para hacerlo.

V: De acuerdo, y perdona por lo que te he dicho de Maca. No quería molestarte.

Esther descartó el asunto con una sonrisa y empezó a recoger los platos.

E: No me has molestado. Anda, vamos.

Hizo un movimiento para levantarse, pero Vero la detuvo poniéndole una mano en la muñeca.

V: Dentro de un momento. Siéntate, Esther -. Esperó a que su hermana lo hiciera y entonces dijo -. Hay
algo más de lo que quiero hablarte antes de que salgamos -. Esther sonrió, expectante -. Se trata de
Antonio - dijo en tono súbitamente frío.

Esther exhaló un suspiro. Sabía que el tema saldría por fin a relucir, como siempre.

E: Vero...

V: Es un pelmazo, Esther.

E: A veces es un poco raro, ya lo sabes. No dejes que eso te fastidie.

V: Pues me fastidia.

E: Hablaré con él.

V: ¡No servirá de nada! No puedo soportar su forma de mirarme, como si fuera una especie de insecto
bajo el microscopio.

Esther apretó los labios. Detestaba hablar de aquello, tanto si era Vero como Antonio quien lo
hacía.

E: Por favor, Vero. Ya sabes lo que siento por Antonio, pero si te molesta tanto, tomaré medidas para que
no os encontréis. Ahora no quiero oír ni una palabra más al respecto, ¿de acuerdo?

V: Sí. Ahora empecemos a movernos. No podemos pasarnos aquí todo el día.

Se levantó y cogió los platos de Esther para llevarlos a la cocina. La maestra permaneció sentada
un momento, sonriendo mientras escuchaba los ruidos que producía su hermana al dejar los platos en la
pica. Si no conociera tan bien a Vero y la quisiera tanto, podría haberse puesto a gritar exasperada. Pero
en vez de hacerlo se echó a reír.

Se levantó y cogió los platos de Esther para llevarlos a la cocina. La maestra permaneció sentada un
momento, sonriendo mientras escuchaba los ruidos que producía su hermana al dejar los platos en la
pica. Si no conociera tan bien a Vero y la quisiera tanto, podría haberse puesto a gritar exasperada. Pero
en vez de hacerlo se echó a reír.

El elegante centro comercial había sido construido recientemente y era enorme; cuatro alas
conectaban los almacenes en dos niveles, con una multitud de pequeñas áreas, que partían de una arcada
central circular. Había fuentes y agradables zonas de descanso, y la decoración era exquisita. Esther había
estado allí en varias ocasiones con Antonio y Maca, pero, naturalmente, no había entrado en todas las
tiendas. Aquel día lo hizo. Vero no ahorró una sola boutique, ninguna zapatería, tienda de ropa interior y
emporio cosmético, permaneciendo a veces unos minutos y otras veces más tiempo, según los estímulos
que recibiera su fantasía en cada caso. Mientras recorría una hilera tras otra de vestidos y se probaba
innumerables zapatos, Esther permanecía cerca, de pie o sentada, escuchando paciente y complacida. No
le importaba esperar, pues el entusiasmo de Vero era contagioso, y su camaradería le hacía revivir felices
recuerdos de infancia, cuando las exigencias de la vida no habían sido más que unos deberes escolares o
una lista de sencillas tareas que debían repartirse adherida a la puerta del frigorífico. Pasaron tres horas en
la prestigiosa tienda.

V: ¡Confió en que tengas buen crédito! - comentó alegremente mientras recorrían el pasillo principal,
cargadas de paquetes.

E: Yo también - replicó, asegurándose mejor la bolsa de compras bajo un brazo mientras tanteaba el suelo
ante ella con el bastón.

Vestidos, pantalones, suéteres, ropa interior, zapatos, incluso perfume... Vero lo había adquirido
todo con las tarjetas de crédito que Esther tenía en su bolso, aquellos pequeños rectángulos de plástico.
Para ella eran algo más que un simple lujo; eran una manera de reducir poco a poco las situaciones en las
que tenía que pagar en efectivo, operación bastante más complicada para una persona invidente.

Tras pasar otra hora en la elegante tienda Gucci, finalmente se detuvieron para almorzar.

E: ¡Mis pies están clamando al cielo, Vero! - se quejó de buen humor, mientras se acomodaban ante una
mesa del restaurante y ella recogía el bastón plegable y lo guardaba en su bolso. Sus botas de piel con
tacón alto no eran adecuadas para andar demasiado.

Vero no respondió a la jocosa observación, sino que colocó una caja delante de su hermana y
sonrió enigmáticamente cuando ésta empezó a tocarla con las puntas de los dedos.

V: Ábrela.

E: ¿Qué es esto, Vero?

Riendo, pasó las manos por la superficie plana antes de levantar la tapa para separar el papel de
seda de su interior. Vero se inclinó ansiosamente hacia delante.

V: Anda, sácalo y tócalo.

Ajena a los murmullos de conversación de los comensales que llenaban la mesas a su alrededor,
Esther extrajo el largo rectángulo de tela de cachemira. Lo palpó un momento hasta comprender qué era.

E: Es un chal para el cuello. Vero, yo... - Empezó a reír de nuevo -. ¿De qué color es? -. Su hermana le
dirigió una sonrisa de satisfacción.

V: De pelo de camello, naturalmente. Hará juego con tu abrigo. ¿Te gusta?

E: Claro, pero ¿por qué lo has hecho?

V: Por nada. Quería hacerte un regalo, algo bonito, eso es todo.


Esther sonrió complacida y guardó el chal en la caja antes de dejarla junto a los demás paquetes a
sus pies. Un regalo de Vero, o que se había hecho ella misma, según como considerase una el pago
inmediato. Sin embargo, no expresó en voz alta sus pensamientos. Lo que contaba era que Vero había
pensado en ella, y se sentía muy conmovida.

E: Por el tacto, debe de ser precioso, Vero. Gracias.

Dedicaron el resto de la tarde a hacer más compras, y llegaron al apartamento de Esther cerca de
las seis. Vero se dedicó de inmediato a la tarea de guardar las compras, mientras su hermana preparaba
una cena ligera. Cuando terminó, fue en busca de su hermana y se detuvo en el umbral de la habitación de
los huéspedes. Pudo oír el ruido que hacía Vero al abrir y cerrar los cajones, abrir las bolsas y correr los
colgadores a lo largo de la barra metálica del armario. Se apoyó en el marco de la puerta, sonriente. Vero
la vio al cabo de un momento. Estaba ceñuda, malhumorada.

V: Esther, ¿cómo puedes vivir aquí? ¡Los armarios son minúsculos!

E: Eso es lo que me dices cada vez que vienes a casa, pero has de recordar que hay personas que no se
cambian de ropa a cada hora del día -. Entró en el cuarto y fue a sentarse en la cama. Vero sonrió.

V: No a cada hora, sino cada dos -. La maestra se echó a reír y se tendió en la cama.

E: Bueno, confío que entre todo lo que has comprado haya algo que sirva para asistir a una cena formal,
porque vamos a celebrar una. Creo que será el domingo por la noche -. Vero estaba interesada.

V: Oh; es estupendo. ¿Qué he hecho para merecerlo?

E: Has hecho acto de presencia.

Vero se rió y colgó los últimos vestidos en el armario. Luego cerró la puerta y se reunió con Esther
en la cama.

V: Eso me gusta de veras. ¿Quién asistirá? ¿Tú, yo, Maca? ¡Las tres mosqueteros! - Su risa modulada
flotó en el aire, y de súbito se puso seria -. Esther, ¿no hay nadie más a quien podamos invitar? Tal vez...
¿Por qué no su hermano, cómo se llama..., Enrique? De ninguna manera quisiera estar de más.

Esther lo sabía. Tampoco a ella le gustaría. Antonio había sido excluido de la lista, pero a Esther
no se le había ocurrido ninguna otra solución. Sonrió para sus adentros mientras pensaba en la sugerencia
de Vero; le pareció acertada, pues aquel hombre era desde luego adecuado para semejante ocasión. El
único obstáculo sería la reacción de Maca.

E: Buena idea. Veré qué puedo hacer.

Vero sonrió y alzó la mano para aflojar las agujas que sujetaban su cabello en un moño elegante.
La masa del cabello se derramó sobre sus hombros. Agitó la cabeza y luego la apoyó en la cabecera de la
cama.

V: Dime, ¿qué planes tenéis para Navidad?

E: La verdad es que todo está en el aire. En principio íbamos a celebrarla aquí o en casa de Maca. Pero los
Wilson nos han invitado a su finca. A todos nosotros.

V: ¿Una finca has dicho? ¡Vaya! Es gente de dinero, ¿eh? -. Esther tenía la mente centrada en otra cosa.
E: Ya es hora de que me lo cuentes todo. ¿Qué has estado haciendo en todos esos lugares maravillosos?
¿Hay un hombre en tu vida? -. Vero estiró los brazos y cruzó las piernas.

V: ¿Y a cuál de ellos te gustaría conocer? - preguntó suavemente -. Cariño, no soy tan remilgada como tú,
aunque establecerme con un solo hombre podría tener sus ventajas. Pero no hay ninguno en particular.

Esther pensó que su hermana escurría el bulto, pero lo aceptó.

E: Bien, ¿dónde has pasado la mayor parte del tiempo?

V: En Montecarlo.

E: Eso parece arriesgado, y caro -. Vero la miró de nuevo y sonrió.

V: Sólo si pierdes.

E: ¿Te dedicas al juego, Vero? - inquirió sin ambages.

V: Por diversión, tonta - dijo, descartado el asunto con un gesto de la mano -. Sólo calderilla. Todos se
ríen de mí.

E: ¿Te conocen bien allí? ¿Tienes un sitio donde vivir? -. El disgusto apareció en la expresión de Vero.

V: ¡Dios mío, no! Es horrible ver el mismo escenario constantemente. Me alojo en hoteles, Esther. Es
mucho más conveniente, y puedes irte sin más cuando te aburres. -. La maestra ladeó la cabeza y la apoyó
en la mano.

E: ¿Te aburres con mucha facilidad?

V: Cariño, todo el mundo se aburre alguna vez.

E: En fin, haré cuanto pueda para que no te aburras aquí -. Se puso en pie de súbito -. Vero, quiero
mostrarte algo -. Fue a su dormitorio y su hermana pudo oír que abría y cerraba un cajón. Al cabo de un
momento reapareció Esther, con un envoltorio de papel de seda en la mano. Subió de nuevo a la cama, al
lado de Vero, y lo desenvolvió cuidadosamente.

Vero observaba con interés, y finalmente Esther le tendió el objeto. Era una talla de madera, un
caballo y su jinete en tres dimensiones, estilizado, sin detalles en el rostro del jinete ni la cabeza del
animal. La madera era natural, muy bien acabada, con excepción del cuerpo del caballo, que estaba
coloreado de blanco. La mano de la mujer sostenía un escudo, sin ninguna marca pero inequívoco. La
talla era excelente. Vero contempló el objeto con el ceño un poco fruncido.

V: Es bonito. ¿Para quién es?

E: Para Maca - dijo en voz baja, y tomó el objeto, deslizando suavemente sus manos sobre él -. Lo hice yo
misma. Con alguna ayuda, claro, pero casi todo lo he hecho yo.

V: Bonito - repitió, dubitativa -. ¿Qué significa?

E: Una mujer en un corcel blanco - respondió, con una sonrisa peculiar, introspectiva.

V: ¿Y bien?
Esther empezó a envolver de nuevo el pequeño objeto. Vero jamás comprendería. Nadie podría
comprenderlo. Era algo muy privado entre ella y Maca.

E: Se trata de algo personal - dijo mientras se levantaba. Entonces salió de la habitación para guardar de
nuevo el regalo en su escritorio, y cuando regresó no volvió a la cama, sino que se quedó en el umbral -.
Vero, los bocadillos están listos. Tengo hambre. Vamos -. Su hermana se enderezó con un visible
esfuerzo.

V: De acuerdo. Podemos hablar en la mesa. ¡Tengo tantas cosas que decirte! -. La cogió del brazo y
salieron del dormitorio -. Verás, he estado en tantos sitios maravillosos... No estoy segura de que pueda
describírtelo todo. ¡Tendrías que ser capaz de verlo para creerlo!

V: De acuerdo. Podemos hablar en la mesa. ¡Tengo tantas cosas que decirte! -. La cogió del brazo y
salieron del dormitorio -. Verás, he estado en tantos sitios maravillosos... No estoy segura de que pueda
describírtelo todo. ¡Tendrías que ser capaz de verlo para creerlo!

Héctor Beja entró a paso vivo en la biblioteca de la finca Wilson, tras hacer un gesto de
agradecimiento a Carmen. Maletín en mano, cruzó la estancia hasta donde estaba Pedro, junto a la mesa
maciza de roble.

H: Perdón por la tardanza - se disculpó tendiéndole la mano -. He estado en el palacio de justicia más
tiempo del que había previsto -. Pedro aceptó el firme apretón de manos y dirigió al otro una sonrisa
indulgente.

P: No te preocupes. Es comprensible -. Mirando a Carmen por encima del hombro de su amigo, le hizo un
gesto para que se marchara -. Eso es todo. Cierra la puerta al salir, por favor -. Hizo una pausa hasta que
la ama de llave les dejó solos, y entonces señaló el sillón de cuero ante la mesa -. Siéntate. ¿Quieres tomar
café? Lo tengo aquí.

Héctor miró el servicio de plata en el borde de la mesa y meneó la cabeza.

H: No, gracias. He estado bebiendo café toda la mañana.

Entonces tomó asiento, apoyando el maletín de cuero en la pata tallada de la mesa, antes de
arrellanarse cómodamente. Era un hombre de poco más de cuarenta años, bien conservado gracias a su
devoción a los deportes de raqueta. Tenía el cabello canoso en las sienes, y su rostro bronceado.

H: ¿Cómo está Rosario? - le preguntó.

P: Bien, como siempre.

H: ¿Y tú? Tienes buen aspecto. Confío en que esa última sesión en el hospital fuera solamente para hacer
un chequeo. No me dijiste que te ingresaban.

Su tono era ligeramente admonitorio, algo que sólo le estaba permitido a un abogado que
trabajaba desde hacía muchos años para la familia.

P: No era necesario que te lo dijera. Ingresé sólo por el capricho de un médico con exceso de celo
impulsado por su obligación con el juramento hipocrático, o quizá hacia su bolsillo -. Sonrió cínicamente
-. Sí, fue sólo para hacer unas pruebas. Me siento tan bien por dentro como lo parezco por fuera.

H: Muy bien.
Pedro contemplo un momento en silencio al abogado, apartó unos papeles con el codo y
finalmente habló.

P: Héctor, los dos somos hombres atareados. Vayamos directamente al grano. ¿Qué has averiguado? -. El
abogado abrió su maletín y extrajo unos documentos que depositó sobre la mesa.

H: Cuando tengas un momento libre, echa un vistazo a estos contratos. Creo que comprobarás que están
en orden. Cuando estés dispuesto a firmar, puedo volver o quizá podamos hacerlo cuando estés en la
ciudad. Es igual.

P: Muy bien -. Los recogió con impaciencia y los unió al rimero que tenía junto al codo. Hizo un gesto
hacia la carpeta que Héctor tenía en su regazo -. ¿Y bien?

H: No ha sido fácil conseguir información.

P: No te pago para que hagas cosas fáciles, sino para que lleves a cabo mis deseos.

Héctor llevaba demasiados años tratando con Pedro Wilson para ofenderse por aquella respuesta,
y se limitó a sonreír.

H: Eso es lo que siempre he hecho, incluso cuando ignoro las razones que hay tras esos deseos. Ya sabes
que no hago estas cosas por cualquiera -. Sostuvo sin inmutarse la mirada directa de Pedro, pero como
éste no le dio ninguna explicación inmediata, se encogió de hombros y abrió la carpeta -. Muy bien,
entonces. La chica procede de una buena familia. Hubo una época en que tuvieron dinero, varias
generaciones antes de que ella naciera. Buena casta. Los padres murieron hace cuatro años en un
accidente de coche. Tiene una hermana -. Recitaba la información sin alzar la vista del papel -. Enseña en
una escuela para ciegos y vive sola -. Al llegar a este punto alzó la vista y sonrió de nuevo -. Bueno, casi
sola. Hasta ahora, Maca ha seguido manteniendo su propio apartamento e incluso va ahí alguna vez.

Pedro le miraba fijamente, y sus dedos recorrían la hoja de un abrecartas de plata.

P: Conozco la mayor parte de eso, excepto lo de la hermana y los padres. Y las costumbres sexuales de
Maca no vienen al caso, con ella o con cualquier otra. ¿Qué hay del otro asunto?

H: Como te he dicho, no ha sido tan fácil conseguir la información. Mi hombre ha tenido alguna
dificultad. Son cosas confidenciales, ¿sabes?

P: El grado de confidencialidad es directamente proporcional a la cantidad de dinero que uno está


dispuesto a ofrecer - replicó -. Sabes eso tan bien como yo. Y has tenido más que suficiente.

Héctor miró a aquel hombre implacable. Tras él, en la pared, había un gran retrato de su padre, y
las dos altas ventanas en los extremos opuestos de una pared dejaban entrar suficiente luz del sol para que
brillara el óleo desvaído.

H: Sí, claro. Y podría añadir que para ser un hombre normalmente cauto en sus «inversiones», has sido
muy generoso en tu asignación con fines persuasivos. Me he llevado una sorpresa.

P: Pago por lo que es importante para mí. Lo sabes suficientemente bien. Y eso es de la mayor
importancia. Ahora ten la amabilidad de decirme lo que has averiguado.
El abogado asintió. Las discusiones con Pedro Wilson tenían sus limitaciones particulares. Buscó
entre los papeles y extrajo un informe médico, leyendo las anotaciones casi incomprensibles antes de
resumirlas.

H: Tiene las retinas desprendidas, a consecuencia de un golpe en la cabeza tras una caída. Cuando
ocurrió, se hicieron todos los intentos de corrección quirúrgica, sin éxito. Estuvo dos veces en el hospital,
pero no hubo nada que hacer -. Alzó la vista del papel -. Está claro, Pedro, no se puede hacer nada. La
chica siempre será ciega. Puedo darte un informe detallado de todos los aspectos de su condición, hasta
donde los comprendo, o dejarte esto -. Deslizó el papel a través de la mesa hacia Pedro -. Pero eso es lo
que hay en pocas palabras, y es lo que querías saber, si la chica podría ver de nuevo o no.

Pedro se levantó de su sillón y se alejó de la mesa. Sin decir palabra, se acercó a la ventana y miró
al exterior, de espaldas a la habitación.

P: ¿Acaso no había suficiente dinero para la clase adecuada de operación? - preguntó finalmente por
encima del hombro.

H: Ni siquiera todo el dinero del mundo podría hacer que esa chica vea de nuevo. El médico lo dejó bien
claro. No era posible entonces ni lo es ahora.

P: Comprendo.

El tono de Pedro había sido contenido, y Héctor permaneció sentado en el borde del sillón,
esperando que dijera algo más. Como no lo hizo, el abogado se levantó y se acercó al hombre para el que
trabajaba desde hacía casi veinte años. En algunos aspectos se comprendían bien, pero en otros la
comprensión era nula. Héctor no podía adivinar los motivos de Pedro en aquella situación.

H: No sé a qué viene todo esto, Pedro, aunque, desde luego, puedo hacer algunas deducciones por mi
cuenta. Parece que Maca está muy comprometida con esa mujer. ¿Va en serio? -. No hubo respuesta. El
abogado miró un momento las puntas de sus zapatos -. Ya veo. En otras palabras: va en serio. Por lo que
puedo ver, a pesar de su defecto físico, la muchacha se desenvuelve muy bien. Parece toda una mujer. La
respetan mucho en la escuela.

P: Sí, en ciertos aspectos supongo que es cierto, que es una mujer notable. Interesante en cierto modo.

H: Bueno, hace tiempo que estabas deseoso de que Maca sentara la cabeza, y si la quiere...

P: Sí, si la quiere - repitió, como si quisiera comprobar cómo sonaba la frase pronunciada en voz alta.

H: Y porque la quiere, supongo que desea hacer todo esto por ella. Es una buena acción, pero
desgraciadamente imposible -. Hizo una pausa deliberada y, como Pedro no respondía, siguió adelante y
expresó su pensamiento, aunque era cínico -. ¿Qué ocurre, Pedro? ¿Temes admitir que ni siquiera tu
dinero puede comprar lo que ella necesita? -. El padre de Maca giró sobre sus talones, los ojos
entrecerrados.

P: ¡Lo que temo es que, debido a su amor por ella, mi hija va a degradar a esta familia trayendo a ella a
una mujer permanentemente disminuida! - Héctor quedó visiblemente desconcertado por la vehemencia
de la respuesta, y su expresión confusa hizo que Pedro se llevara una mano a la frente. Al cabo de un
momento, añadió -. Pensé que tal vez podría hacerse algo por ella -. Se apartó de la ventana y regresó a la
mesa, sentándose pesadamente en la silla giratoria -. No sé hasta qué punto es seria esta relación, pero
tengo mis sospechas. Sí, esa mujer tiene ciertas cualidades - concedió, casi en tono de fatiga -. Sólo he
tenido un contacto mínimo con ella, pero a su manera es impresionante. Sin embargo, hay
consideraciones para con esta familia en las que pensar, en su buen nombre, para ser exacto. Hay ciertas
cosas que simplemente no se hacen, que no permitiré. Si hubiera habido alguna forma de corregir sus
circunstancias, eso podría haber dado a las cosas un aspecto diferente. Tal como son, cualquier relación
permanente entre las dos es impensable.

Héctor le había observado atentamente, las manos en los bolsillos, silueteado contra la brillante
ventana. No estaba seguro de cómo debía responder y ofreció un suave paliativo.

H: Si tienes unos sentimientos tan intensos al respecto, habla con ella y hazle comprender tu posición.

Pedro no respondió de inmediato. Estaba sumido en sus recuerdos. Pensó en la breve visita de
Maca, la única que había hecho desde el mes de julio, y durante la que se había negado a hablar de Esther,
en las actitudes que exhibió su hija, y que durante tanto tiempo había esperado ver en ella, pero todas por
motivaciones equivocadas. Meneó la cabeza.

P: ¿Hablar con ella? - repitió finalmente, mirando al abogado -. Oh, sí. Tengo intención de hablarle en
cuanto se presente una oportunidad. Y hacer lo que sea para que esa Esther García nunca llegue a ser su
esposa.

P: ¿Hablar con ella? - repitió finalmente, mirando al abogado -. Oh, sí. Tengo intención de hablarle en
cuanto se presente una oportunidad. Y hacer lo que sea para que esa Esther García nunca llegue a ser su
esposa.

Llevaban largo rato reunidos cuando por fin sonó el timbre de la puerta. Maca fue a abrir y se
encontró ante una Verónica jadeante y con el cabello revuelto. La anfitriona le ayudó a quitarse el abrigo
y Vero fue directamente al encuentro de su hermana.

V: ¡Perdón por el retraso! Cuando antes te dije que tenía que recoger algunas cosas, no pude imaginar que
el tiempo se me echaría encima -. Se sentó junto a Esther en el sofá, los labios fruncidos en un gesto de
desazón -. Y cuando me di cuenta, tuve que pasar por el apartamento para cambiarme y llamar otro taxi...
¡Gracias a Dios que me diste la dirección de Maca!

Esther sintió deseos de decirle que era la suya una sabiduría nacida de la experiencia, pero no lo
hizo. Durante toda la semana Vero se había mostrado muy descuidada con respecto a la puntualidad, pero
bien mirado toda su vida había sido así. Le irritó un poco que su hermana eligiera precisamente aquella
tarde para otra de sus excursiones, salida de compras o lo que fuera, pero su enojo se disipó en seguida,
pues sabía que así era Vero y no tenía remedio: veleidosa, inquieta, siempre deseosa de ir a todas partes.
Había pasado toda la semana fuera de casa, haciendo compras, paseando, saliendo de noche para ir a los
innumerables lugares de diversión que ofrecía la ciudad. A Esther le parecía que a medida que su hermana
se hacía mayor, aumentaba su necesidad de diversión continua, de estímulos exteriores. La maestra se
preguntaba qué andaría buscando, pero en el fondo conocía la respuesta a aquella actitud. Cierto sentido
de la identidad propia; Vero nunca lo había tenido, ni siquiera, o quizá especialmente, de niña. Esto afligía
a Esther ahora tanto como le había afligido en su infancia. Era una razón más por la que se había opuesto
a las observaciones de Antonio durante la semana anterior, acerca de «la irreflexión de Vero al salir
tanto». Incluso Maca había creído oportuno hacer un comentario parecido una o dos veces, aunque no con
tanta indignación. Ninguno de los dos la comprendía.

E: No te preocupes - respondió a su hermana y sonrió al tiempo que señalaba a Enrique -. Vero, deseo que
conozcas a Enrique Wilson.
Entonces Vero dirigió a aquel hombre una mirada llena de interés y se levantó lentamente. Enrique
ya estaba en pie ante su asiento, el vaso semivacio de whisky en la mano. Vero se dirigió a él con la mano
cordialmente extendida.

V: Es un placer conocerte.

Enrique no aceptó la mano de inmediato y por un momento no supo qué decir. Había conocido en
su vida a muchas mujeres elegantes, pero ninguna le había producido una conmoción tan instantánea.
Vero llevaba un vestido de cóctel que le dejaba al descubierto media espalda y los hombros esbeltos: el
escote, al contrario que el de Esther, era patentemente revelador. El habría decidido que era aquello lo que
más le llamaba la atención de no haber tenido la mujer tal perfección de rasgos cincelados, o un cabello
tan extraordinario, rubio, apartado de la alta frente y ondulado en la espalda. Su perversidad por haber
aceptado la invitación a cenar se transformó de un modo abrupto en gratitud, y finalmente recobró la voz
al mismo tiempo que le cogía la mano.

En: También yo estoy encantado de conocerte, Verónica.

Tras sostener su mano un momento más de lo necesario, la dejó cuando la voz de Maca se
interpuso en la atmósfera expectante que se había entablado entre los dos.

Maca les interrumpió para ofrecerles un cóctel. Cuando regresó con el acostumbrado gin tonic
para Vero, la encontró acomodada en el sillón frente a Enrique. Entonces la empresaria se sentó en el sofá
al lado de Esther y los siguientes tres cuartos de hora pertenecieron a los nuevos conocidos, que
monopolizaron la conversación, Vero riendo con frecuencia, de aquella manera tan contagiosa que la
caracterizaba, y Enrique igualmente encantador mientras la deleitaba, tanto como a los demás, con sus
bromas. Cuando se anuncié la cena, fueron juntos al comedor. Los ojos azules de Vero chispeaban
mientras escuchaba las continuas anécdotas de Enrique, el cual retiró su silla y se sentó frente a ella, al
otro lado de la mesa. Pero si la pareja recién presentada había ocupado el centro del escenario en la sala
de estar, fueron Vero y Esther quienes lo hicieron durante la cena. Al otro lado de la mesa iluminada con
velas y sobre la que relucían el cristal y la porcelana, encantaron a sus compañeros con sus evocaciones y
recuerdos, relatos contados a Vero por una risueña Esther, cariñosos desquites ofrecidos por Verónica,
cuentos intrigantes de heniles y caza de agachadizas, en su infancia. Inspiraban sonrisas indulgentes,
hacían que se alzaran las cejas, creaban un ambiente tan suave como el vino que Maca se encargaba de
servir. La cena fue un éxito resonante, y después que hubieron retirado los platos y servido el café,
Enrique aprovechó la primera oportunidad que tuvo para mirar a Maca.

En: ¿Podemos hablar de un asunto?

M: Luego - murmuró con el ceño fruncido.

E: Maca, si los dos tenéis cosas que discutir, adelante. Nosotras esperaremos en la sala de estar. No hay
ningún problema.

Ella miró a Esther, que acababa de hablar con tanto tacto, y luego a Enrique. Decidió que sería
mejor terminar con aquel asunto.

M: De acuerdo, Enrique, espera un momento. Hablaré con los camareros y veré qué más hay que hacer...

E: Ve, Maca - insistió -. Creo que puedo encargarme de todo.

Los camareros que habían contratado para que les atendieran pertenecían a una de las firmas
especializadas más prestigiosas de Madrid. Maca aceptó que Esther se entendiera con ellos y se levantó.
M: No tardaremos mucho - le dijo, cogiéndola del brazo.

E: Tómate el tiempo necesario -. La oyó alejarse por la sala de estar y luego se volvió para ir a la cocina,
diciéndole por encima del hombro a Vero -. En seguida estoy contigo. Ponte cómoda.

Vero la vio marcharse y al cabo de un momento se levantó para pasear por la sala de estar. Hasta
entonces no había tenido oportunidad de dedicarle toda su atención. La elegante estancia reflejaba una
sabia elección de telas, texturas y colores. Alzó algunos objetos aquí y allá: un cenicero antiguo, un
pequeño jarrón de porcelana, una escultura moderna. Examinó con curiosidad la colección de diversos
objetos de madera tallada expuestos sobre una mesa.

Desde las puertas correderas de vidrio contempló la oscura noche, sin poder distinguir apenas la
terraza. Se acercó entonces al secreter apoyado contra una pared. Admiró la madera de nogal, pasando sus
dedos acariciantes sobre la suave pátina, para deslizarlos a continuación por la misma superficie del
escritorio. Tocó los papeles acumulados allí, hizo a un lado una receta limpiadora y miró al azar un
extracto de cuentas bancario que estaba debajo. Después prosiguió su recorrido, mirando las pinturas
colgadas de las paredes, hasta que llegó a una gran tela cerca de la puerta del estudio, que estaba
ligeramente entreabierta. Permaneció ante el cuadro largo tiempo, estudiando su colorido; podía oír las
voces apagadas de los dos hermanos en el cuarto adyacente. Cuando oyó que Esther entraba en la sala, se
volvió de inmediato, sonriente.

V: ¿Todo está bien? -. Esther se dirigió al sofá y tomó asiento.

E: Perfecto -. Saludó a los camareros que se marchaban con un movimiento de la mano y luego se volvió
hacia Vero, que se había sentado a su lado.

V: Ha sido una cena estupenda, ¿verdad?

E: Sí -. Frunció los labios con cierta desazón -. Gracias por repetir esa anécdota del desván.

V: Las anécdotas que tú has contado son peores.

E: Lo sé - concedió, riendo. Vero alzó la vista y miró de nuevo a su alrededor.

V: Qué preciosidad de apartamento, Esther. Tu amiga Maca tiene un gusto impecable.

E: Eso me dice una y otra vez - observó -. Tú y Enrique parecéis entenderos muy bien.

V: Es interesante - admitió -. Dime, ¿está...? Supongo que no tiene compromiso, pues de lo contrario no
habría venido esta noche -. La expresión de Esther era levemente admonitoria.

E: No es necesario que te andes con rodeos - le dijo. Entonces sonrió -. Sí, lo es. ¿Estás interesada?

V: Mujer, es lógico que te lo pregunte. No conozco a esta familia como tú, y simplemente quería saber.
No me interesan las relaciones complicadas, con esposas en casa y esa clase de cosas.

E: ¡Vero, yo no te haría eso!

V: No, ya lo sé - replicó, palmeándole la mano -. Supongo que tienen partes iguales en todo, ¿no?

E: ¿A qué viene eso? ¿Por qué lo preguntas?


V: Por nada -. Cogió de la mesa un pequeño elefante tallado y jugueteó con él -. Sólo estaba fisgando. Ya
te he dicho que no conozco a esta familia. Oye, ¿qué planes hay para Navidad? ¿Se ha decidido algo?

E: La verdad es que sí. Parece que lo han decidido por nosotras. Vamos a ir a casa de los Wilson.

V: ¡Magnifico! - estaba complacida de veras y arrojó al aire el pequeño elefante, lo recogió distraída, y
repitió el ocioso movimiento -. Eso será divertido. Sólo nosotros cuatro, y los Wilson, claro.

E: Y Antonio -. La vacilación de la maestra fue imperceptible, pero existente. El silencio de Vero fue
elocuente -. Sé lo que sientes, Vero, pero así es como debe ser.

La mirada de Vero estaba perdida en algún punto de la habitación. Al cabo de un momento la fijó
en su hermana.

V: Pensé que ya habíamos hablado de eso - dijo con frialdad.

E: Así es, y ya he hecho las únicas concesiones que puedo. Siento que no esté aquí esta noche y haber
tenido que repartir mi tiempo durante toda la semana. Tienes que comprenderlo, Vero. No puedo
excluirle. Eso es algo que está fuera de cuestión. Antonio forma parte de mi vida. Durante los últimos
cuatro años hemos celebrado juntos la Navidad. Le heriría si le dijera que no venga. Y yo también me
sentiría herida.

V: ¿Y yo? ¿No te importa lo mucho que puedas herirme?

E: ¡Vero! - exclamó en un tono más fuerte de lo que había querido y miró hacia la puerta del estudio,
confiando en que estuviera cerrada.

V: ¡Ya veo que no te importa! - replicó, su propia voz ligeramente levantada.

E: No seas tonta, Vero.

V: No puedo soportar a ese hombre a mi alrededor, Esther.

E: Pues no quiero ni puedo excluirle -. El tono de Esther era sereno de nuevo, pero firme.

Vero se levantó bruscamente del sofá y cruzó la estancia, su cuerpo de silfide tenso bajo el vestido
negro. Se detuvo ante la ventana.

V: ¡Entonces mis sentimientos no importan para nada! - espetó en tono amargo por encima del hombro.

E: Claro que importan... - empezó a decir, tratando de calmarla. Su hermana se apretó una sien, los ojos
cerrados.

V: ¡Si me quisieras de veras, Esther, le dirías que no venga! Me hace sentir muy mal. ¡Es rudo y
desagradable conmigo, y dice cosas que no puedo soportar!

Giró sobre sus talones, como si fuera a decir algo más, pero no lo hizo: vio que Esther se
levantaba del sofá, en su expresivo rostro una mezcla de consternación y decisión. Esther... Claro, aquella
era su Esther. Los hombros de Vero se relajaron súbitamente. La maestra avanzó esquivando los muebles,
acercándose con la mano extendida.

E: Vero - empezó a decir en un tono de sosegada resolución.


V: No, Esther, no importa. Escucha, ayer encontré tu regalo. Mañana lo envolveré y por la noche
podemos hacer intercambio de regalos. Tendremos juntas nuestra propia Navidad. Será bonito, de veras -.
La expresión de su hermana era de perplejidad.

E: ¿De qué estás hablando, Vero? No podemos hacer eso antes de Navidad.

V: Por entonces no estaré aquí -. Estas palabras fueron un susurro desesperado. Rápidamente cogió la
mano de Esther y adoptó una actitud de súplica -. ¡Está bien, Esther! De veras. Yo... antes no quería
trastornarme tanto. A veces no puedo evitarlo. No importa. No te preocupes por mí.

Siguió apretando con fuerza la mano de Esther. Esta se encontraba demasiado sorprendida y tardó
un momento en poder hablar. Cuando lo hizo fue para oponerse vivamente.

E: ¡No puedes marcharte, Vero!

V: He de hacerlo -. Hizo una pausa y exhaló un suspiro de fatiga mientras soltaba la mano de Esther -.
Siempre hemos sido sinceras la una con la otra. Teníamos que serlo por... por todo. No debí dejarme
llevar por mi irritación hacia Antonio. Lo sé, pero no puedo evitarlo. Nunca he sido capaz de hacer
muchas cosas -. Se interrumpió de nuevo y fue a sentarse en un sillón cercano. Apoyó la cabeza en las
manos, mirando la alfombra. Aunque Esther no podía ver su actitud de derrota, Vero estaba presa en el
entusiasmo de su propia representación -. Antes te he mentido - le dijo abruptamente -. Quiero decir en lo
de ser sincera. No he sido sincera contigo acerca de las cosas que he estado haciendo, lo feliz que he sido.
Los viajes, todo eso... fue divertido durante algún tiempo, pero yo... - Por un momento pareció como si no
pudiera continuar y entonces se echó a llorar -. ¡He estado tan sola! - Se llevó las manos al rostro,
agachando la cabeza, y dejó que los sonidos apagados de su llanto se filtraran entre ellas.

Esther estaba conmocionada. Podía imaginar la expresión de desdicha en el rostro de Vero, y se


arrodilló ante ella. Buscó el brazo de su hermana y lo recorrió hasta llegar a las manos aplicadas al rostro,
y entonces le cogió con fuerza las muñecas.

E: ¡Vero, Vero, cálmate! - dijo varias veces, consternada, y apoyó la otra mano consoladoramente en la
rodilla de su hermana.

Todo lo que podía ver con el ojo de su mente era una joven Verónica, temerosa y muy insegura.
Entonces cesaron los esfuerzos por sollozar...

V: No quería que lo supieras. No quería que te enterases de lo vacía que ha estado mi vida, porque
aumentaría mucho tus preocupaciones. Yo... pensé que la diversión, la alegría, serían una ayuda -. Sintió
una súbita inspiración y añadió -. Pensé que ayudaría a mitigar el dolor por mamá y papá, por la pérdida
de la granja. Pero no fue así, no fue más que una cobertura durante algún tiempo. Y luego ya no pude
zafarme más, sufrí mucho y me sentí muy sola -. De súbito alzó la cabeza y cogió a Esther por los
hombros -. ¡Oh, no quiero estar sola! -. La maestra la abrazó con fuerza.

E: No estás sola, Vero. Nunca lo estarás. Siempre me tendrás a mí.

V: Y se aproximaba la Navidad - siguió diciendo, al parecer incapaz de detener el flujo de sus palabras;
dejó que su hermana continuara abrazándola mientras añadía con voz entrecortada -. Sólo pude pensar en
venir a verte y pasar la Navidad como solíamos hacerlo en la granja. Era muy importante, significaba
mucho para mí -. Finalmente se liberó del abrazo de Esther -. Sólo quería tener a alguien con quien
compartirlo todo de nuevo.
La maestra se sentó sobre sus talones y buscó de nuevo la mano de Vero. La encontró colgando
lánguida del brazo del sillón, y la cogió entre las suyas.

E: Me tienes a mí, Vero - le dijo, ladeando la cabeza y sonriéndole -. Siempre me tendrás y te prometo
que pasaremos esa Navidad tal como deseabas.

V: No, no puedo. No con Antonio aquí -. Lanzó a Esther una mirada penetrante y adoptó de nuevo el
papel; su voz se hizo lastimera -. El tiempo ha pasado. Ahora puedo verlo. Las cosas han cambiado entre
nosotras, y tú le necesitas más que... Oh, Esther, ¿no lo ves? Con razón o sin ella, ya no será lo mismo -.
Su voz se quebró elegantemente, y suspiró antes de añadir en tono neutro -. En fin, me marcharé y...

A menudo las decisiones del corazón no requieren más que un momento de cariño y solicitud la de
Esther brotó de toda una vida de afecto.

E: No estará aquí, Vero - le interrumpió en voz queda. La mirada insegura de su hermana exploró su
rostro.

V: Pero...

E: No, Vero, no estará aquí -. Volvió a sonreír, cariñosamente -. No te preocupes. No sabía que esto
significaba tanto para ti. Y todo será como habías esperado. Lo haremos así.

V: ¿Estás segura, Esther? - inquirió en tono quejumbroso.

E: Sí, estoy segura.

Pudo sentir que se reducía la tensión de su hermana, y su propia tensión se disipó con ella. Siguió
arrodillada junto al sillón, reflexionando en silencio. Así pues, había estado en lo cierto desde el principio.
Ojalá que Vero hubiera reconocido antes la verdad. El dolor por la muerte de sus padres, la venta de su
hogar, la despedida final de su infancia había sido demasiado, y Vero, que nunca podría desenvolverse tan
bien como ella a pesar de que era la mayor, había tratado de zafarse de todo aquello sin conseguirlo.
Continuó sujetando la mano de su hermana y la acarició ligeramente. Cierto sentido de la propia
identidad. No, Vero nunca lo había tenido; lo tomaba de quienes la rodeaban, los que significaban algo
para ella, y eso era lo que había ido a buscar entonces. Como había hecho toda su vida, Esther sabía que
siempre estaría allí para proporcionárselo. Y sabía también que por fin había llegado el momento de darle
a Vero todo lo que guardaba en una caja, en el armario de los cachivaches, de devolverle una pequeña
parte del pasado que había perdido. Sonrió de nuevo, esta vez por sus propios pensamientos, y no se
movió en seguida para levantarse.

Tampoco se movió Vero. Siguió sentada en silencio, su mano todavía posada en la de Esther, sobre
el brazo del sillón, su cuerpo relajado una vez más mientras contemplaba a su hermana con mirada
desapasionada. Al cabo de un momento cerró los ojos, apoyando la cabeza contra el cojín del sillón, y
sólo entonces fue cuando se permitió sonreír, con una sonrisa lenta, impenitente, de completa satisfacción.

Y tampoco Maca se movió de inmediato. Continuó donde había permanecido durante la mayor parte
del intercambio entre las dos hermanas, sin que Vero pudiera verla, en el umbral del estudio. La
incredulidad había pasado por su rostro y se transformó en disgusto y enojo. Contempló el cuadro de las
dos mujeres un momento más y luego, abruptamente, giró sobre sus talones y regresó sin hacer ruido al
interior del estudio.

Y tampoco Maca se movió de inmediato. Continuó donde había permanecido durante la mayor parte del
intercambio entre las dos hermanas, sin que Vero pudiera verla, en el umbral del estudio. La incredulidad
había pasado por su rostro y se transformó en disgusto y enojo. Contempló el cuadro de las dos mujeres
un momento más y luego, abruptamente, giró sobre sus talones y regresó sin hacer ruido al interior del
estudio.

En: Tu bebida, Verónica -. Sonrió al detenerse un momento junto a ella, y luego se sentó en el sillón de
enfrente. Se sentía bien, y cuando volvió a cruzarse con la de ella, alzó su copa -. Por ti - dijo
galantemente, y observó la sonrisa complacida que apareció en su rostro.

Su reunión con Maca había finalizado unos minutos antes. Salió detrás de su hermana y fue al bar
a preparar su bebida y la de Vero; Esther había declinado su ofrecimiento. Y mientras estaba allí agitando
el cóctel de Vero, sintió un gran alivio por haber salido bien parado del embarazoso encuentro con su
hermana. Mientras permanecía sentado, admirando la esbelta figura de Vero, pensó cáusticamente que
habrían terminado antes si Maca no hubiera sentido la necesidad de pontificar por centésima vez sobre el
tema de sus excesos, o escuchar las voces alzadas de las dos mujeres en la sala durante varios minutos.
Nada de aquello le había preocupado especialmente; había pasado demasiados años afilando su habilidad
para hacerse inmune a la retórica de los Wilson acerca de sus hábitos personales. Escuchó aburrido las
palabras de Maca y se dijo que lo que ocurría en la sala entre las dos mujeres era asunto exclusivo de
ellas. El no quería más que un cheque. Y al final lo consiguió.

Cuando estaba a punto de entablar conversación con Verónica, Maca salió de la cocina, adonde se
había dirigido directamente al salir del estudio sin decir una palabra a nadie, y Enrique observó que aún
tenía la expresión meditativa y malhumorada que había adoptado hacia el final de la reunión. Sonrió para
sus adentros. Obtenía cierto perverso placer del hecho de que Maca encontrara sus discusiones financieras
tan desagradables como él mismo las consideraba. Le observó dirigirse a la mesita de café, sobre la que
dejó con brusquedad su vaso de whisky.

M: La velada ha terminado - anunció secamente -. Esther está fatigada.

Esther había estado sentada tranquilamente en el sofá, la cabeza inclinada, pensativa. Al oír las
abruptas palabras de Maca, irguió con rapidez la cabeza.

E: ¡Maca! -. La empresaria miró a Enrique, haciendo caso omiso de la objeción de Esther.

M: Estoy segura de que no te importará llevar a Vero a casa. Esther se queda aquí esta noche -. Entonces
la miró por primera vez -. Dale las llaves a tu hermana, Esther.

Ahora Esther permanecía sentada en el borde del sofá, aferrando el cojín con ambas manos,
totalmente desconcertada.

E: ¡Maca! - repitió indignada.

M: ¿Dónde las tienes? ¿En el bolso? -. Sin aguardar su respuesta, se volvió y fue a la mesa junto a la
puerta, donde ella había dejado el bolso. Buscó entre el contenido, sacó el pequeño llavero y lo arrojó a
Enrique. Aterrizó con un tintineo a sus pies. El hermano se inclinó lentamente para recogerlas, mirándole
cautelosamente.

También Vero la miraba, su expresión una réplica de la de Enrique. Pensó que aquella mujer
estaba desalentada y enojada, y se preguntó qué habría ocurrido en el estudio. Mirando con disimulo su
rígida postura, dejó su vaso y sonrió.
V: Tiene razón - dijo al tiempo que se levantaba -. Las dos estamos cansadas. He estado todo el día de pie
-. Permaneció un momento ante su sillón, alisándole la falda, y luego se dirigió a Esther -. Nos veremos
mañana -. Volviéndose entonces a Enrique, ladeó coquetonamente la cabeza -. ¿Te importa?

En: En absoluto.

Las acaloradas protestas de Esther se perdieron en medio de la actividad repentina que siguió
junto al armario de los abrigos. Hubo apresuradas despedidas y finalmente se quedó sola en medio de la
estancia, envuelta en enojo, confusión y frustración. Cuando oyó que la puerta se había cerrado del todo,
se volvió hacia Maca.

E: ¿A qué se debe todo esto? - le preguntó alzando la voz. Ella se aproximó y la cogió del brazo.

M: Tú y yo vamos a tener una pequeña charla - se limitó a decirle. Ella se soltó, alzando el mentón.

E: ¡Desde luego que vamos a tenerla!

Maca debería haber atemperado su tono, pero estaba demasiado furiosa para darse cuenta de ello.
Enojada con Verónica porque ahora sabía qué clase de persona era; encolerizada con Esther por ser una
víctima de su propia ceguera emocional, pero sobre todo enfadada consigo misma por haber rechazado
con tanta arrogancia las advertencias de Antonio, el cual tenía toda la razón del mundo para saber mejor
que ella lo que ocurría en torno a Esther. Permaneció mirándola y de repente volvió a volcar su ira sobre
ella.

M: ¡Y quítate ese maldito trasto! -. Le quitó las gafas y las arrojó a la alfombra. Esther estaba llena de
furia.

E: ¡Haré con ellas lo que me plazca, y no vuelvas a hacer eso! ¡No vuelvas a tratar a Vero de esa manera!
¡No sabía que eras capaz de ser tan increíblemente grosera!

M: No, no seas tan grosera con la pobre y dulce Verónica. La insegura Verónica que no puede soportar a
Antonio porque sabe demasiado... Antonio, que le arruinaría la Navidad si viniera. Espera con ilusión la
Navidad porque ha estado tan sola, y por favor, Esther, mantén a ese hombre alejado aunque te rompa el
corazón y el de él también -. Su tono era desagradablemente burlón -. Oh, lo ha conseguido todo,
¿verdad? Las cosas entre vosotras, el terrible sufrimiento por tanto como se ha perdido, la utilización de
tu afecto... ¡Dios mío, Esther! ¿Cómo puedes tragarte toda esa basura? Antonio tenía razón. ¡Tu querida y
encantadora Verónica es una zorra de primera clase!

Ella la abofeteó con fuerza, sin errar el blanco ni un milímetro. De un modo inconsciente, Maca se
llevó la mano a la mejilla, notando el calor de la marca en la palma, momentáneamente aturdida. Y
finalmente aquello hizo lo que nada más hasta entonces habría podido hacer: despertarla. Aquella no era
manera de abordar con nadie ningún tema, y mucho menos discutir con Esther el problema de Vero.
Empezó de nuevo, en un tono más razonable.

M: Esther...

Pero ella estaba totalmente trastornada. Empezó a temblar, con la rabia que no había encontrado
salida ni siquiera en la represalia física. Al cabo de un momento aquella rabia la absorbió por entero, y
como no tenía ningún otro modo de superarla, dio media vuelta y huyó al dormitorio. Pero no pudo dar
más que algunos pasos, pues en su agitación no había podido establecer su rumbo y se dirigió de cabeza a
una mesa apoyada contra la pared, golpeándose con ella y derribando los objetos colocados encima
mientras agitaba los brazos en un esfuerzo para evitar la caída.
M: ¡Esther! - exclamó horrorizada, y trató de sujetarla, pero era demasiado tarde. Tras tocar sin conseguir
agarrarse los ángulos de la mesa, cayó pesadamente al suelo. Maca la alcanzó en aquel mismo instante y
se agachó para cogerla en sus brazos -. Lo siento, Esther, cariño... - musitó una y otra vez, al tiempo que
la mecía y se inclinaba sobre ella, acariciándole el cabello, aplicando el rostro a su cuello.

Ella permanecía inmóvil en sus brazos. No había emitido ningún otro sonido desde su
exclamación de asombro cuando sintió el dolor del encontronazo con la mesa, y dejó que ella la sujetara
mientras permanecía silenciosa, conmocionada. Poco después, empezó a empujarla, obligándola a aflojar
su abrazo mientras ella se esforzaba por levantarse.

M: ¿Te has lastimado? - le preguntó cuando las dos estuvieron en pie, mirando su rostro turbado.

E: Dé jame en paz.

Maca quiso abrazarla de nuevo, pero desistió. Era inútil; no había comunicación entre ellas. Esther
se separó del todo y extendió una mano, buscando la orientación de la pared.

E: Quiero que me dejes sola.

Se dirigió al dormitorio y cerró la puerta tras ella. Sabía el número de pasos hasta la cama y
recorrió con cuidado la distancia, hasta derrumbarse sobre el colchón. Entonces dio rienda suelta a sus
lágrimas, por toda la confusión que la rodeaba, por todas las cargas que debía soportar, pero en última
instancia por la indignidad que acababa de sufrir a los ojos de la mujer a la que amaba.

Permaneció allí tendida largo tiempo, y poco a poco cesaron las lágrimas y remitió la emoción.
Finalmente se adormeció y despertó poco después, cuando oyó la puerta abrirse casi silenciosamente y
percibió la presencia de Maca en la habitación. Sabía que ella no había encendido la luz, pues no oyó el
leve ruido del interruptor.

M: ¿Puedo hablar contigo, Esther? - le preguntó en voz baja.

Ella continuó inmóvil, de cara a la pared opuesta, el cabello desparramado sobre las almohadas.
Finalmente le respondió con voz fatigada.

E: Sí.

Maca contempló su forma tendida en la cama enorme, envuelta en sombras, que contrastaba con la
luz de la luna que se filtraba a través de la ventana con la cortina descorrida. Se acercó lentamente a la
cama y permaneció largo tiempo de pie junto a ella antes de sentarse en el borde.

M: Lo siento mucho, Esther -. Ella no hizo ademán de moverse.

E: No importa.

M: Importa muchísimo -. Ella siguió en silencio -. ¿Quieres mirarme, Esther?

E: No puedo, ¿no lo recuerdas? -. La empresaria maldijo su torpeza y el episodio que había hecho que
importara.

M: ¿Quieres volverte hacia mí? -. Ella suspiró quedamente.

E: Déjame sola, Maca.


M: No, no lo haré. Nunca te dejaré sola. Te quiero. Y no estoy dispuesta a aceptar que Verónica se
interponga entre nosotras -. Sus palabras avivaron de nuevo las llamas, y se dio la vuelta, agitada.

E: Verónica, Verónica. ¿Crees que me importa lo que pienses de ella? ¡Pues no! Puedes escuchar todas las
mentiras que quieras. Es evidente que Antonio te ha hablado, pero me da lo mismo -. El arrebato se disipó
en seguida. Volvió a tenderse de costado, dándole la espalda -. No me importa - dijo tristemente.

Maca se quedó sin nada más que decir. Había pasado las dos últimas horas preparándose,
paseando por la sala, con un vaso de whisky en la mano, tratando de imaginar lo que podría hacer para
que las cosas volvieran a su cauce. Y todo había sido en vano, porque a ella no le importaba lo que
pensara acerca de Vero. Pero si eso era cierto, ¿por qué seguía dándole la espalda? Su inquietud fue en
aumento.

M: Muy bien, no te importa. Lo acepto y no diré nada más. Ahora mírame.

Estas palabras hicieron que Esther reanudara el llanto, aunque ya casi no le quedaban lágrimas. La
inquietud de Maca se transformó en auténtico dolor. Allí estaba ella, tendida como una cierva herida,
vulnerable a todo lo que le hiciera. Por primera vez posó suavemente una mano sobre su brazo.

M: Dime qué sucede, Esther - le imploró -. Dime lo que he hecho, si no se trata de Verónica -. Y de súbito
ella quiso atacarle con dientes y uñas, golpearle en el pecho por su impotencia.

E: ¡Te odio! - gritó; y agitó los brazos en la oscuridad, tratando de golpearla.

E: ¡Te odio! - gritó; y agitó los brazos en la oscuridad, tratando de golpearla.

Ella esquivó los golpes sin comprender, pronunciando su nombre una y otra vez. Al final la cogió
de los brazos y se colocó sobre ella en la cama, inmovilizándola. La observó mientras ella intentaba
inútilmente zafarse, pronunciando palabras de odio.

M: ¡Esther, por el amor de Dios!

E: ¡Te odio, sí, te odio! - gimió mientras se debatía, las lágrimas deslizándose de nuevo por su rostro. De
repente sus fuerzas cedieron y su cuerpo quedó totalmente inmóvil bajo la presa dolorosa de las manos de
la empresaria -. Te odio - dijo por última vez con un hilo de voz.

Ella soltó las muñecas y apoyó las manos a cada lado de Esther, mirándola con ojos llenos de
dolor.

M: ¿Me odias? He querido hacerte sentir muchas cosas, pero el odio no es una de ellas. No me odies,
Esther. Dime tan sólo lo que he hecho.

E: Me has hecho caer - le dijo con voz ronca, desviando la cabeza de ella. Maca sintió como si le hubiera
golpeado el rostro.

M: Esther... - gimió.

E: ¿No lo sabes? ¿No sabes cuánto importa mi apariencia ante ti? ¿No sabes que quiero ser como todas
las demás mujeres que has conocido y poseído, elegante, graciosa, femenina? No como realmente soy,
torpe, lenta y... ciega. ¿Cómo has podido decirme esas cosas que me han hecho huir... y caer delante de ti?

Maca se tendió junto a ella, la atrajo hacia sí y la abrazó hasta hacerle perder el aliento.
M: ¡Dios mío, Esther! ¡He hecho que te avergonzaras!

E: ¡Te odio! - gritó, cerrando los ojos.

M: No te culpo - murmuró. ¿Cómo podía haber sido tan insensible y no haberse dado cuenta? Porque ella
no estaba ciega; ésa era la única razón. Apoyó la mejilla en su cabello, deslizando suavemente la mano a
lo largo de su espalda -. No puedes imaginar cómo lo lamento, Esther. Pero no es cierto, no eres torpe en
absoluto. Cariño, nunca pensé que...

E: ¿Cómo habrías podido? - inquirió con voz angustiada -. Tú no vives en una oscuridad permanente, no
estás atrapada como yo, obligada por ello a hacer cosas que son... humillantes ante alguien cuya opinión
de ti es lo único en el mundo que realmente importa.

La empresaria no sabía qué hacer primero, si decirle lo que ella necesitaba oír, lo que ella sentía, o
abrazarla, besarla, hacer el amor. Quería hacer todo esto y eliminar así aquella desgraciada sensación de
torpeza que ella había precipitado.

M: Nunca has estado más equivocada en tu vida, Esther. Nunca. No creo ninguna de esas cosas acerca de
ti.

E: ¿Ah, no? Pues deberías creerlas, porque son ciertas. No soy la mujer que te corresponde. Hay muchas
otras que podrían complacerte, que están enteras, que pueden darte la clase de vida que deberías llevar.
Mujeres con las que no tendrías que pasarte la vida recogiéndolas del suelo.

En aquel momento no se le ocurrió a Maca objetar a estas palabras. Conocía un medio mejor y
más efectivo, y empezó a tocarla, de una manera que sólo ellas conocían, como nunca había tocado a
ninguna de las demás mujeres. Jamás había amado a ninguna como amaba a Esther. En realidad, no era
amor lo que había experimentado por todas las otras. Lentamente deslizó las manos sobre el liviano tejido
del vestido, tocándola íntimamente, en todas partes, dejando que la sexualidad existente entre las dos
dijera lo que ella nunca podría decir con palabras. Y como siempre aquellas caricias la acercaron a ella,
física y emocionalmente, y cuando la empresaria hubo eliminado la mayor parte de las barreras, se inclinó
y la besó con ternura en la boca.

M: No quiero a ninguna de esas mujeres. Te quiero a ti.

Habría sido un golpe demasiado duro para su orgullo que las caricias de Maca bastaran para
serenarla, aunque estaban teniendo su efecto.

E: No tienes que seguir fingiendo que soy tan normal como cualquier otra mujer.

M: ¿Fingir? ¿Es eso lo que estoy haciendo? - Deslizó los dedos entre su cabello, tirando suavemente de su
cabeza hacia atrás mientras se apoyaba en un codo y la miraba al rostro -. Puede que tú estuvieras
fingiendo, pero yo no, ni lo haré jamás. No tengo por qué fingir. Sólo necesito mirarte, contemplar tu
belleza y tu gracia, verte para saber cómo eres realmente -. Se inclinó para besarla en la garganta. Esther
se arqueó hacia ella, cerrando los ojos de nuevo al notar su contacto.

E: Nunca saldrá bien, Maca - susurró.

M: ¿Qué es lo que no saldrá bien? - preguntó mientras deslizaba ligeramente un dedo por el contorno de
su seno; era como un susurro que decía un millar de cosas elocuentes. Ella le tocó la mano.

E: Nosotras.
M: ¿Por qué?

E: Porque te quiero demasiado -. Al oír esto, la empresaria alzó la cabeza y rió quedamente.

M: Mira, eso no tiene mucho sentido, pero lo aceptaré. Hace un momento me odiabas. Me lo tenía bien
merecido, pero era inaceptable viniendo de ti.

E: Por favor, Maca, no te rías de esto.

M: No me estoy riendo - replicó seriamente -. En absoluto. Y no eres tú quien debería sentirse


avergonzada por lo ocurrido. Soy yo, por actuar de un modo tan estúpido.

Esther apoyó la cabeza en su hombro, envuelta una vez más en sus sensaciones de confusión y
torpeza. Y como si ella pudiera leerle la mente, empezó a hablar sosegadamente, al tiempo que su mano
recorría la esbelta espalda y apoyaba la mejilla en su cabeza.

M: Esther, puedes darnos a todos lecciones de valor, nos enseñas mucho. No eres como ninguna otra
mujer que jamás haya conocido. Y tienes que sufrir por nuestros errores, no por los tuyos, porque sin
nosotros no los cometerías. Te he visto andar, moverte por este mundo con confianza, elegantemente,
derramando esos rayos de sol que sólo tú sabes cómo dar, abriéndote paso sin dificultad hasta que yo, o
Antonio u... otros se presentan y te hacen tropezar. ¿Cómo puedes hacernos sentir tan torpes? ¿Cómo
puedes sentirte insegura y poco atractiva, ¡nada menos!, porque has tenido la desgracia de conocer a una
mujer cuya ineptitud puede ser abismal. No, cariño, tú sólo eres hermosa, más bella que cualquier otra
mujer, y soy yo quien no debería ser una carga para ti, pero no soy tan noble para evitarlo. Te quiero y te
necesito. Me temo que por mi egoísmo vas a tener que sufrir el resto de tu vida.

E: Maca, te quiero - susurró ella, rodeándole el cuello con los brazos mientras se apretaba contra su
cuerpo.

M: Y yo también te quiero - murmuró contra su pelo, sintiendo el cálido aliento de Esther en el cuello -.
¿No te preguntas por qué el mundo que te rodea se ha vuelto de repente tan lunático?

E: Lo que me pregunto es por qué ha tenido que existir este día, por qué me habré despertado hoy en vez
de hacerlo mañana... Y también me gustaría saber por qué se te ha ocurrido poner una mesa en un lugar
tan inoportuno, con la que ha de tropezar sin remedio cualquiera que cruce precipitadamente esa sala.

Y entonces Maca mirándola a los ojos rozó su mejilla dulcemente, cuando sus dedos llegaron a la
altura de la boca de la maestra, ésta los atrapó con sus labios. Maca sonrió y despacio se fue acercando a
la maestra para volver a saborear aquella boca que se le antojaba cada segundo más…Esther por su parte
colaba sus manos por debajo de aquella camisa y suspiraba entre besos al sentir aquella piel a punto de
ser suya nuevamente. Maca bajaba por su cuello, por sus hombros que iban siendo liberados por sus
manos, la ropa terminó de desaparecer y ambas, totalmente desnudas se juntaron mientras sus bocas
danzaban juntas. Maca bajo Esther redescubría aquel cuerpo que se estremecía con cada roce, con cada
caricia, con cada beso, las manos de la maestra se paseaban por lugares ya conocidos, no tardaron en
envolverse en ese deseo, en esas ganas de poseerse, de darse la vida entera, el ritmo se hizo por momentos
frenético, por momento suave y lento, la empresaria ya no pudo más con tanta tortura y la atrajo hacia ella
para calmar nuevamente su sed en esos labios mientras que sentía como su cuerpo sucumbía a todo ese
amor, a todo esa pasión, la miraba en silencio, Esther por su parte se terminaba de perder en ella, en su
excitación, en ese sentimiento que le explotaba por dentro y totalmente fuera de si, cerraba los ojos para
finalmente terminar por entregarse a ella, Maca la miraba vaciarse sobre su cuerpo, sintiéndola totalmente
suya.
Hicieron el amor, con una pasión más intensa que nunca; fundidas la una en la otra, se entregaron
a sus mutuas caricias y los desagradables incidentes de la velada pronto cayeron en el olvido.

Hicieron el amor, con una pasión más intensa que nunca; fundidas la una en la otra, se entregaron a sus
mutuas caricias y los desagradables incidentes de la velada pronto cayeron en el olvido.

A la mañana siguiente Maca comprendió muy bien la frustración que Antonio experimentó
cuando fue a verla para hablar de Verónica. Esther había recuperado el dominio de sí misma. Sentada a la
mesa del desayuno, con las manos entrelazadas ante ella, escuchó obedientemente la razonable repetición
que efectuó Maca de las observaciones y advertencias de Antonio. Tuvo entonces una dolorosa
experiencia de primera mano.

E: Estás equivocada - se limitó a decir cuando Maca llevaba ya casi veinte minutos hablando.

La empresaria se reclinó en la silla y se frotó la frente. Luego emitió un leve suspiro y dejó caer la
mano con gesto de fatiga.

M: Esther, no comprendo cómo una persona tan perceptiva como tú puede dejarse engañar de ese modo.
Pero la naturaleza humana no siempre es razonable. A veces, lo más difícil del mundo es ver con claridad
cómo son quienes nos rodean. La gente no puede creer que aquellos a quienes ama los utilizarán de una
manera tan egoísta e insensible.

Esther estaba muy erguida en su silla, tamborileando con las puntas de los dedos sobre la mesa.

E: Escúchame, Maca. Ya has dicho lo que tenías que decir y ahora me toca a mí. Estás completamente
equivocada con respecto a Vero, y Antonio también. Tiene sus defectos, no voy a negarlo, pero eso nos
ocurre a todos. No me está utilizando, sino que me necesita, tiene necesidad de mi afecto, y me alegra que
sea así. ¿No puedes comprenderlo? La quiero, Maca, y deseo que lo sepa. Según vosotros, tú y Antonio,
parece como si tuviera que sufrir toda su vida por culpa de un accidente. Tanto a eso como a todo cuanto
hace habéis de ponerle connotaciones oscuras. Pues bien, no es «peligrosa» para mí como los dos parecéis
pensar de un modo tan absurdo. Es dulce, hace lo que puede y a veces lo pasa muy mal. En cuanto a mí,
quiero procurar hacerle las cosas un poco más fáciles.

M: ¿Y qué me dices de anoche? - preguntó con calma.

E: Maca, no conoces muy bien a Vero. Se trastorna con facilidad. Y anoche me dijo cosas que yo
sospechaba desde hace mucho tiempo, cosas que sólo ella y yo comprendemos. ¡Ha estado muy sola! Ya
oíste lo que dijo. Ha intentado huir del sufrimiento por todo lo que ha perdido. Puedo comprender por qué
la Navidad es tan importante para ella, una cálida y consoladora Navidad.

Maca emitió otro suspiro exasperado y deslizó un dedo por el cuello de su camisa. ¿Qué había
dicho Antonio? «No se necesita tiempo para conocerla.» Cuán cierto era. Entonces expresó en voz alta
otra de las afirmaciones de Antonio.

M: Lo siento, Esther, pero no creo ni por un momento que haya vuelto a casa porque está sola -. Ella
empezó a interrumpirle, pero Maca continuó -. Sí, ya sé que te lastima, pero de eso es de lo que estamos
hablando, ¿no? De cómo te hiere Vero. No sé por qué ha venido, pero al igual que Antonio tengo serias
dudas de que haga algo sin tener un fuerte motivo. Un motivo totalmente egoísta. ¡No! - dijo con
brusquedad, silenciándola de nuevo -. Escúchame hasta el final y luego dejaremos el tema. Es evidente
que no vamos a ponernos de acuerdo, y ambas tenemos que aceptarlo, pero escúchame. Vero te utiliza,
Esther, lo creas o no, y al hacerlo te hiere una y otra vez. Para ser sincera, creo que lo mejor que podrías
hacer por ti misma es alejarla de tu vida. Me gustaría que así fuera, pero como eso no va a suceder, por lo
menos entiéndela, comprende cómo te usa. Escucha sus palabras, Esther. Son la clave. «Si me quisieras
de veras...» ¡Por Dios! ¿Cómo puedes dejarte engañar así?

E: Como has dicho, Maca, no vamos a ponernos de acuerdo en el tema, así que lo dejaremos - replicó
fríamente -. Hay cosas entre Vero y yo que hacen que nuestra forma de tratarnos sea distinta a la de otras
personas, pero no voy a tratar de hacértelo comprender, porque sin duda es imposible. Me asombra y me
molesta descubrir que precisamente tú sufres los mismos engaños que Antonio, pero ése es problema
tuyo, no mío.

M: Entonces, ¿no vas a invitar a Antonio por Navidad? -. La maestra emitió un suspiro y abrió la boca
para hablar, pero no pudo decir nada -. Es doloroso, ¿verdad? Te duele hacer lo que Vero desea, ¿no?

E: ¡Maca, es importante para ella!

M: ¿A quién esquivas al no responder a mi pregunta? ¿A mí o a ti misma? No importa. Es una pregunta a


la que puedes responder en tu interior -. Hizo una pausa y se quedó mirándola, sintiendo un impulso
protector -. En cualquier caso, ya he tomado medidas para que no tengas que vivir con esta pesadumbre
durante el resto de tu vida -. Esther frunció el ceño.

E: ¿De qué estás hablando?

M: Me refiero a que yo misma he invitado a Antonio por Navidad. Hablé con él esta mañana, después de
llamar a la escuela para decirles que no irías -. Ella alzó la cabeza, indignada.

E: ¡Maca, no tienes derecho a hacer eso!

M: Por el contrario, cariño, tengo todo el derecho. Es mi casa, ¿recuerdas? Puedo invitar a quien quiera, y
deseo invitar a Antonio, el cual ha aceptado.

E: Maca...

Su renovada objeción no llegó demasiado lejos, y se preguntó por qué. Porque sabía que la
decisión de Maca era irrevocable. Tendría que encontrar la manera de explicarle a Vero que el asunto
había quedado fuera de sus manos, y no se detuvo a considerar lo que aparecía en el fondo de sus
pensamientos, y que tal vez era una débil sensación de alivio. Maca pareció leer su mente.

M: Bien, así son las cosas y así serán en el futuro. Estoy decidida a impedir cualquier maquinación de
Vero. Puedo hacerlo y lo haré hasta que por fin comprendas cómo es en realidad. Y, en definitiva, eso es
algo que has de hacer por ti misma. Ahora, fin de la discusión.

E: Fin de la discusión - repitió con firmeza, y decidida como siempre a tener la última palabra cuando se
trataba de Vero, añadió - y no lo discutiremos más.

Maca se limitó a mirarla; observó su expresión decidida, la rigidez de sus hombros. No tenía
dudas de que habría seguido adelante y desairado a Antonio, por mucho que le doliera. Y de repente sintió
una punzada de inquietud al pensar en cuántas cosas más se vería obligada a renunciar, a pesar suyo.

Maca se limitó a mirarla; observó su expresión decidida, la rigidez de sus hombros. No tenía dudas de
que habría seguido adelante y desairado a Antonio, por mucho que le doliera. Y de repente sintió una
punzada de inquietud al pensar en cuántas cosas más se vería obligada a renunciar, a pesar suyo.
Entraron en la céntrica discoteca, atestada de público el viernes por la noche. Verónica observó la
escena trepidante, los juegos de luces y la gente que bailaba al ritmo de la música sincopada, y dirigió a
Enrique una sonrisa mientras él le quitaba el abrigo. Entonces se reveló la esbelta figura de la mujer,
exquisitamente enfundada de la garganta a los pies en un vestido con lentejuelas que reflejaban
alternativamente los colores rojo, azul, verde y plateado de las luces giratorias. Doblando el lujoso armiño
sobre un brazo, Enrique enlazó el otro con el de Vero y se abrieron paso entre la muchedumbre, en busca
de una mesa libre. Por fin encontraron una en un rincón penumbroso, y Enrique permaneció un momento
de pie para llamar a una camarera.

En: ¿Qué vas a tomar? ¿Ginebra? - preguntó a su acompañante, alzando la voz para hacerse oír por
encima del pandemónium.

Ella asintió y transfirió su atención a la excitación que les rodeaba. Había un estrecho círculo de
mesitas ocupadas por gentes que conversaban animadamente alrededor de la sala, y desde donde estaba
Vero podía ver la pista de baile situada más allá. Sus hombros empezaron a moverse rítmicamente a
impulsos de la música. Llegó la camarera, tomó nota y poco después les trajo las bebidas. Vero cogió su
vaso y se inclinó hacia Enrique.

V: Fíjate en la pareja de blanco - le dijo al oído.

En: Prefiero mirarte a ti - replicó sonriente.

Verónica desvió la mirada de los elegantes bailarines y la fijó en su acompañante.

V: Me has estado mirando toda la semana - murmuró cerca de su oído, y entonces tendió las manos con
un gesto de intimidad y le enderezó la corbata -. Eres un pícaro, querido -. Él le dirigió una sonrisa
indulgente.

En: ¿Quieres que bailemos? - le preguntó, acariciándola ligeramente bajo el mentón.

V: Claro que sí, pero primero he de ir al lavabo -. Sonrió alegremente y cogió el pequeño bolso recubierto
de lentejuelas -. En seguida vuelvo.

En la sala atestada de gente flotaba el estrépito de las conversaciones, la música atronadora y el


humo de tabaco, y Verónica trató de abrirse paso entre aquella masa humana, pero se encontró
inmovilizada cerca del bar. Permaneció allí, buscando alguna abertura, oscilando cuando otros cuerpos
pasaban rozándola. Empezó a fruncir el ceño, y al cabo de un momento una mano le tocó el hombro. Miró
malhumorada el rostro de un hombre rubio y sonriente.

- ¿Quieres bailar? - le preguntó. La expresión hosca se transformó en una sonrisa distraída.

V: No, gracias. Sólo quiero pasar -. Miró de nuevo la muralla de espaldas, mordiéndose el labio,
fastidiada.

-Eso podría ser una hazaña - observó el hombre; era inglés, con un claro acento de Oxford. Había oído a
bastantes de ellos en sus viajes para reconocer aquellas inflexiones -. Entonces, permítame que la invite a
una copa.

Ella le miró de nuevo, esta vez pensativa. Era un hombre bastante atractivo, de finas facciones y
ojos azules, y llevaba un impecable traje gris. Se dijo que era un hombre acomodado, y por su aspecto
estaba a sus anchas en medio de aquella multitud. Miró por encima del hombro, en la dirección por donde
había venido. No pudo ver a Enrique, pero de todos modos era consciente de su presencia en el fondo de
la sala. Una breve y complaciente sonrisa apareció en sus labios, y dirigió una última mirada al
desconocido.

V: No, gracias. No voy a necesitarla.

El hombre alzó las cejas, en un gesto inquisitivo, y entonces la vio desaparecer a través de una
súbita abertura en la multitud.

Cuando entró en el tocador lo encontró vacío. Verónica se sentó ante el enorme espejo iluminado y
se dedicó a contemplar su imagen. Sonrió, valorando cuidadosamente el efecto. Era bueno, no, excelente.
Abrió el bolso, sacó un cepillo plegable para el cabello y empezó a cepillarse la cabellera, ladeando la
cabeza.

El rostro del desconocido surgió entre sus pensamientos. Su expresión perpleja había sido
divertida, aunque ella no le culpaba por sorprenderse ante su observación críptica. Lo cierto era que no
había tenido la intención de expresar lo que pensaba de aquel modo. ¿Un lapsus, quizá? Decidió que
debía de ser algo así, y abandonó la pequeña actividad mental. No había sido una expresión exacta del
todo, pues en ese caso tendría que haber dicho: «No le necesitaré a usted». Se irguió de súbito, echando la
cabeza atrás, de modo que el cabello le cayó sobre los hombros, plegó el cepillo y lo dejó a un lado antes
de echarse atrás de nuevo para contemplar su imagen con una sonrisa de satisfacción.

No, no necesitaría al interesante desconocido. No necesitaría más a ninguno de ellos, todos los
hombres desconocidos del mundo. Ahora tenía el suyo propio. Arqueó una ceja con inconsciente
complacencia, recordando la escena que había vivido en el dormitorio de Enrique, cuando le ayudó a
elegir la chaqueta y la corbata. Aquello formaba parte de una actitud estudiada que había estado
practicando durante toda la semana, a solas en su lujoso dormitorio y en público con breves gestos
femeninos y matices de expresión. Pronto tendría que refinarlo, y con más rapidez de lo que Enrique
Wilson podría haber previsto. Contempló su fina mano reflejada en el espejo. Ella no tenía intención de
rechazar un brillante, como Esther había hecho. Por el contrario, ayudaría a Enrique a seleccionar uno,
cuando llegara el momento, cuando ella decidiera que había llegado la ocasión. Aún no había decidido si
sería en Tiffany o en Cartier, pero desde luego sería una u otra de aquellas joyerías. Tal vez dejaría la
elección a Enrique. Sonrió de nuevo, y entonces bajó la mano bruscamente, pues se abrió la puerta y
entraron dos jóvenes, una rubia y otra morena, charlando con vivacidad.

Vero sonrió a sus imágenes reflejadas en el espejo. La mujer morena se dirigió al lavabo, mientras
la otra se sentaba al lado de Vero y extraía su cepillo. Efectuó una inspección final de su rostro en el
espejo, inclinándose hacia delante para comprobar el rojo de labios. Al cabo de un momento vio que la
desconocida sentada a su lado la miraba por el rabillo del ojo, y enarcó una ceja.

V: ¿Puedo hacer algo por usted? - le preguntó fríamente.

Siempre le había molestado que la observaran a hurtadillas, como si le buscaran defectos.

-Oh, perdone - dijo la mujer rubia con una cálida sonrisa -. Estaba admirando su cabello. Es de un color
tan poco corriente... -. Vero le devolvió la sonrisa al tiempo que le daban las gracias -. Dígame, ¿dónde se
lo han hecho?

V: ¿Hecho?

-Quiero decir teñido.


Las patas de la silla chirriaron en las baldosas del suelo cuando Vero se irguió con brusquedad.
Dirigió una fría mirada a la mujer sentada.

V: No me lo tiño; es natural - replicó con aspereza.

La otra desvió la vista al ver su actitud. Vero cogió su bolso, se lo colocó bajo el brazo y se dirigió
hacia la puerta giratoria. Esta se abrió de repente para dar acceso a varias mujeres, y la rozaron al pasar; el
bolso cayó al suelo y su contenido se desparramó.

Vero soltó un juramento y se arrodillé para recoger el lápiz de labios, el cepillo y el monedero, que
guardó de nuevo en el bolso. Luego se levantó y permaneció un momento alisándose el vestido antes de
abrir la puerta. Sintió el toque de una mano en su brazo. Era otra vez la atractiva rubia, la cual, con una
sonrisa forzada, le tendió dos trocitos de papel.

-Tenga, se ha olvidado esto -. Vero miró las manos de la mujer y le arrebaté los papeles.

V: Gracias - murmuró, y abrió la puerta para salir a la estruendosa sala de la discoteca.

Su avance hacia la mesa fue lento, y fue abriéndose paso sin fijarse para nada en la gente
pintoresca que la rodeaba. El incidente en el tocador absorbía su mente. La rubia no sólo se había
mostrado insultante al hacer aquel comentario sobre su pelo, sino que además era una entremetida, pues
sin duda había mirado los fragmentos de papel antes de entregárselos. Se dio cuenta entonces de que
todavía los sostenía en la mano y los guardó en el monedero. En realidad no sabía por qué los guardaba;
la prudencia, cualidad de la que se enorgullecía, aconsejaba que no lo hiciera. Pero quizá eran una especie
de recordatorios, símbolos de alguna clase. Sí, eso eran exactamente: símbolos de lo que había llegado a
ser su vida. Uno de los papeles era un aviso de giro en descubierto y el otro un boleto de préstamo.
Insoportable.

Por fin se reunió con Enrique en la mesa y se dejó caer en su asiento.

V: ¡Dios mío! - exclamó, dejando el bolso delante de ella.

En: Estaba a punto de ir en tu busca - bromeó -. ¿Qué diablos estabas haciendo?

V: Tratando de cruzar esta maldita sala -. Entonces le sonrió -. Necesito otro trago -. Él le señaló su vaso.

En: Ya te lo he pedido -. Observó cómo ella cerraba la mano alrededor del alto vaso y apuró su bebida.
Vero le miró con severidad.

V: ¿Cuantos van?

En: No te preocupes por eso. ¡Señorita!

Una vez más alzó dos dedos, sonriendo lacónicamente cuando se acercó la joven camarera.

Por un momento la irritación de Vero fue intensa. La actitud arrogante de Enrique era más enojosa
que su inclinación por la bebida. Pero el malhumor se desvaneció pronto. Bien mirado, las costumbres de
aquel hombre eran asunto suyo y no afectaban ni a ella ni a sus planes más que de pasada. Cuando estaba
borracho podía ser muy desagradable. Pero aquél difícilmente era un tema de discusión, sobre todo en
aquella etapa de sus relaciones, y cuando le sirvieron otro vaso, ella sonrió alegremente.

V: Toma un trago y luego vamos a bailar.


El observó su encantadora sonrisa y olvidó su breve beligerancia. Vero podía hacer que un hombre
olvidara muchas cosas, y la hizo levantarse. La bebida podía esperar, y recordó el sensual espectáculo que
presenciaría cuando ella empezara a mover los hombros al ritmo de la música cuando se abrieran paso
hacia la pista de baile. Verónica García era una buena bailarina de discoteca, lo mismo que él, y pronto
encontraron un lugar entre la masa de gente.

Se entregó al ritmo de la danza; las luces estroboscópias trazaban en su esbelto cuerpo diseños de
topos coloreados. Echó la cabeza atrás, sintiendo la música en todas las fibras de su cuerpo. Era algo que
la llenaba de energía, la liberaba, y de repente sintió deseos de echarse a reír sin freno. No supo si lo hizo
o no, porque la música y los aplausos a su alrededor eran ensordecedores pero no importaba; lo único que
tenía importancia era que quería hacerlo de nuevo, que podía hacerlo, y todo gracias al hombre apuesto
que de un modo tan experto seguía sus movimientos.

Tan sólo dos semanas antes, cuando de tan mala gana había llegado al umbral de Esther, no había
imaginado que tan pronto sentiría semejante ligereza de espíritu. Varios meses interminables y, con toda
sinceridad, desesperados, le habían llevado a un momento en que las circunstancias la obligaron a buscar
su único refugio. No había habido lugar para emociones caprichosas como aquella, y se entregó por
entero, alzando los brazos hacia el techo, la liberación brillando en sus ojos azules; así era como debía
sentirse, lo que se merecía.

Naturalmente, lo había visto venir todo, incluso un año atrás. Gustos caros, hoteles de lujo, viajes
de país en país como parte de una tribu de «gentes maravillosas». Todo aquello había esquilmado a fondo
sus reservas. Eso y algunos otros apetitos caros que había adquirido. Y el problema real había sido un mal
cálculo del tiempo, un retraso en empezar a trabajar en algún plan alternativo, y no el desconocimiento de
la realidad. Con franqueza, había confiado en establecerse en Europa, sin tener que regresar a Madrid, al
hogar de Esther, donde la vida era tan aburrida y todo debía hacerse con tanto cuidado. Le ponía nerviosa
como Antonio aquel hombre irritante entregado por entero a Esther y que no mostraba la menor
sensibilidad hacia ella. En aquellos meses conoció a hombres adecuados, hombres muy ricos con los que
se relacionó, incluso un conde por algún tiempo, pero ellos encontraron en seguida otros intereses,
siguieron su camino sin ella, dejando tras ellos sólo algún regalo a modo de excusa. Los hombres eran
criaturas veleidosas y aburridas en muchos aspectos.

Pero aquellos hombres no habían importado. En realidad no quiso a ninguno de ellos. No fueron
más que barcos en la noche hasta que pudiera dar con el plan ideal. Por desgracia, éste no se había
materializado a tiempo. Reducida finalmente a vivir en pensiones, y ante la grosera sugerencia de un
amigo de que buscara trabajo, finalmente tomó la única decisión que podía. Siempre consciente de sus
opciones, preparó el camino con suficiente antelación para una prolongada estancia en casa de Esther, si
llegara a ser necesario, con notas enviadas a lo largo de meses, hasta que al fin voló a casa, impulsada por
una depresión poco común y con el dinero que obtuvo de empeñar sus ropas en Londres. Tal como
estaban las cosas, no tenía que sucumbir al desaliento por la injusticia de su dilema financiero; Esther
había tenido el buen sentido de comprometerse con una mujer muy rica que tenía un hermano tan rico
como ella y disponible. De vez en cuando Esther era muy útil.

Enrique interrumpió sus pensamientos bruscamente, al cogerle la mano y hacerla girar. Ella se
entregó de nuevo a la alegría de la música, y en unos momentos la muchedumbre de bailarines se había
apartado, dejándoles el centro de la pista. Bajo las luces centelleantes, dieron una asombrosa
representación discotequera, girando, arremolinándose, moviéndose juntos y separándose, como si
hubieran formado equipo desde siempre, y cautivaron al público durante casi un cuarto de hora antes de
que la fatiga se apoderara de ellos. Sus movimientos fueron reduciéndose hasta que se detuvieron del
todo, cogidos de las manos, jadeantes y risueños, mientras los que les rodeaban estallaban en aplausos.
Vero dejó que Enrique la precediera fuera de la pista, su pecho bajo el vestido plateado moviéndose
agitadamente por el cansancio y la excitación.
En: Bailas de maravilla - le dijo, el cual se sacó el pañuelo y se enjugó la frente, pasándose la mano una
vez más por el cabello negro azulado antes de coger el vaso y apurarlo hasta las heces.

V: Tú también -. Sonrió con sinceridad -. Tomemos un respiro y luego podemos repetirlo.

Entonces él consultó su reloj y luego se inclinó y recogió el abrigo de Vero que estaba en el
respaldo de la silla.

En: Tal vez mañana por la noche. Ahora hemos de irnos. ¿Estás lista?

Vero acababa de coger su vaso, pero lo dejó en seguida sobre la mesita. Le miró con expresión
ansiosa.

V: No me había dado cuenta -. Entonces se volvió graciosamente, alzándose el cabello del cuello mientras
se echaba el inmenso abrigo sobre los hombros -. Y siempre estoy lista, ya lo sabes.

El no hizo ninguna observación, sino que se limitó a sonreír. Entregó a Vero su bolso, pagó la
cuenta y se puso su costoso abrigo. Por entonces Vero era ajena al rítmico estruendo de la música y la
voces que la rodeaban, mientras le esperaba con una breve y complacida sonrisa en los labios.

Hacer arreglos: eso era realmente lo que se le daba mejor. Y esta vez había conseguido un
magnífico arreglo, un hombre que no sólo podía proporcionarle la clase de vida a la que estaba
acostumbrada, sino que también sabía dónde se realizaban los mejores juegos de póquer de la ciudad.

Hacer arreglos: eso era realmente lo que se le daba mejor. Y esta vez había conseguido un magnífico
arreglo, un hombre que no sólo podía proporcionarle la clase de vida a la que estaba acostumbrada, sino
que también sabía dónde se realizaban los mejores juegos de póquer de la ciudad.

La semana siguiente era la última antes de Navidad, y el espíritu de la temporada estaba en su


apogeo. El Club de Caza, cuando Enrique y Verónica llegaron la noche del sábado, no era diferente.
Estaba lleno de visitantes, que reían, bebían y brindaban junto al árbol iluminado en un ángulo de la gran
sala, adornada con las brillantes y festivas decoraciones navideñas.

V: Está un poco atestado - observó secamente.

En: Un poco - murmuró, y se quitó el abrigo.

Ayudó a Vero a quitarse el suyo, y ella le vio cruzar la antesala para entregarlos a la muchacha del
guardarropa, la cual le dio dos tiquets. Cuando regresó a su lado, Vero tendió una mano.

V: ¿El boleto?

Enrique enarcó una ceja mientras la miraba. Llevaba un vestido rojo de mangas largas, el cuello
alto por la parte de atrás, como la gorguera de una reina y con un modesto escote en forma de Y. Llevaba
el cabello recogido en un moño, que realzaba el rostro alzado ahora hacia él, expectante.

En: Mira, Verónica, alguna vez deberías confiarme tus cosas - observó, y le entregó la cartulina. Ella
sonrió y la guardó en el bolso.

V: Es una costumbre. ¿Cuánto tiempo crees que tendremos que esperar?


Enrique frunció el ceño, mirando a los socios y visitantes en la gran sala. Todas las mesas estaban
ocupadas.

En: No lo sé. Está demasiado lleno -. Fue a cambiar unas palabras con el maítre y regresó encogiéndose
de hombros -. El nos lo hará saber.

Vestido con un esmoquin, camisa blanca y una ancha faja de color vino tinto, ofrecía la imagen
perfecta del hombre acaudalado, y Vero sonrió.

V: ¿No puedes conseguirme una bebida mientras esperamos?

Observó que los labios de Enrique se curvaban en una sonrisa despreocupada al tiempo que añadía
a su petición el familiar toque acariciante en su mejilla.

En: Claro que sí, cariño.

Ella le observó mientras entraba en la sala atestada, sonriente, estrechando las manos de amigos y
conocidos a lo largo del camino hasta el bar. Patricia, que llevaba una chaqueta roja de brocado,
intercambió algunas chanzas con él y finalmente depositó dos vasos sobre el mostrador. Enrique los cogió
y regresó al lado de Vero.

En: Te ha visto esperando aquí y me ha encargado que te diga que nunca te ha visto tan magnífica. Es una
zalamera, esa Patricia.

Vero sonrió por el cumplido. Patricia tenía una buena base para la comparación, puesto que la
había visto en la sala casi todas las noches durante dos semanas.

V: Pero es sincera - replicó.

- ¡Enrique! - La voz femenina agradablemente sorprendida interrumpió su conversación, a espaldas de él.


Éste se volvió para encontrarse con Sofía, la cual sostenía un vaso en la mano y le sonreía con curiosidad
mientras dirigía miradas de soslayo a Vero -. Dichosos los ojos. Hacía mucho tiempo que no nos veíamos.

En: Sofía.

Su mirada la recorrió brevemente de arriba abajo. Estaba magnífica, como siempre, con un vestido
negro, y el cabello dorado le caía en suaves ondulaciones alrededor de los hombros desnudos. El forzó
una sonrisa mientras musitaba la salutación y se movió inquieto; siempre era difícil enfrentarse con
antiguas amigas cuando uno estaba en compañía de una nueva.

S: Preséntanos, Enrique.

Vero sonreía dulcemente, y mientras se volvía para mirar de frente a la otra mujer, cogió a Enrique
del brazo, de manera ostensible. Él tosió involuntariamente.

En: Verónica García. Ésta es Sofía Pérez.

Las dos mujeres se saludaron con sendos movimientos de cabeza y Sofía señaló a un hombre alto
que se aproximaba mientras miraba a Enrique.

S: Pedro y yo íbamos a tomar una copa en el bar. ¿Venís con nosotros?


En: No, gracias. Esperamos encontrar una mesa.

Enrique se sintió muy aliviado al ver al larguirucho agente de bolsa, y le estrechó la mano cuando
llegó a su lado. Como simples conocidos, su conversación fue breve, y cuando la pareja se marchó al fin,
Enrique se relajó por completo.

V: Es encantadora -. Arqueó las cejas sin dejar de sonreír -. ¿Una vieja y querida amiga?

En: La verdad es que es una antigua novia de Maca -. No era una mentira estricta; lo había sido una vez,
antes de que Maca perdiera interés por ella y él interviniese. Sintió la necesidad de darle alguna
explicación -. Estuvieron muy relacionadas durante algún tiempo. Francamente, hasta que apareció
Esther, todos creíamos que acabarían casándose, o al menos eso pensaban nuestros padres -. O eso habían
decidido, podría haber añadido. El sabía que las intenciones de Maca no habían sido serias en ningún
momento, no lo fueron con ninguna mujer, hasta Esther -. Cumple sus requisitos a la perfección – observó
-. Es de buena familia, atractiva. Tiene buena dentadura, ¿sabes?

Sonrió maliciosamente por aquel comentario y acarició el mentón de Vero; eso parecía
apaciguarla, y él tomó un sorbo de whisky. En efecto, estaba apaciguada, y observó a la atractiva mujer y
su acompañante desaparecer entre la muchedumbre de elegantes invitados que se apiñaban en el bar antes
de dirigir la vista a la gran sala en busca de lo que le interesaba realmente. Había allí muchos ángulos,
recintos privados con mesas circulares separadas de las mesas del centro, y hacia aquellas se dirigió su
atención.

V: No veo a los demás. ¿Habrá juego esta noche?

Enrique siguió su mirada distraídamente mientras se llevaba de nuevo el vaso a los labios.

En: Vendrán, si es que no están ya aquí - dijo cuando bajó el vaso -. Ya deberías saberlo a estas alturas.
Pero hay muchas otras cosas en el mundo que se pueden hacer. ¿Por qué no tomamos una copa aquí y
luego vamos a la ciudad?

Verónica no le escuchaba. Su alta frente se arrugó súbitamente mientras revolvía su monedero,


contando los billetes que contenía. Al cabo de un momento el surco de la frente se hizo más profundo, y
cerró el bolso.

V: ¡Maldita sea!

Enrique le dirigió una mirada inquisitiva. Vero también le miró. Al ver su expresión, cambió el
rictus de fastidio por otro de pesar.

V: No te creerás esto, pero he hecho la cosa más estúpida. Hoy me olvidé de ir al banco. No tengo dinero
para el juego de esta noche.

No dejaba de estar bastante cerca de la verdad. En realidad, había sido Esther quien no fue al
banco aquel día, aunque Vero le había pedido que lo hiciera. Y gracias a la inclinación de la maestra hacia
la circunspección en lo relativo a los asuntos ajenos, Vero sólo había tenido que ofrecerle una explicación
somera de lo que hacía con el dinero que le había pedido prestado en las dos últimas semanas, sumas
sustanciosas destinadas, según le había dicho a Esther, a «ciertas inversiones». Inventó sucintamente algo
sobre una «necesidad de participar en una excelente emisión de acciones mientras hubiera tiempo para
ello», como le había aconsejado cierto nebuloso agente de bolsa a quien, al parecer, había conocido. Esta
protección de parte de su capital era un asunto que le interesaba vigilar en especial mientras estuviera en
casa. De este modo mitigó la preocupación de Esther por sus gastos, y entonces su hermana no tuvo
inconveniente en entregarle su propio dinero cuidadosamente supervisado en un esfuerzo de ayudar a la
prudencia financiera de Vero, y en la creencia de que al final se lo devolvería todo, «cuando llegara la
transferencia». Vero podría haberse echado a reír de no haber estado tan exasperada.

Enrique todavía sonreía, ya del todo tranquilizado. Después de todo, su precipitada decisión de
pasar por el club iba a ser disculpada.

En: No te preocupes por ello. Habrá muchas otras ocasiones. La verdad es que podríamos irnos de aquí,
porque lo más probable es que tengamos que quedarnos de pie eternamente. Vayamos al restaurante.
Podemos tener una cena agradable y tranquila.

V: No he venido aquí para beber y cenar -. Alzó la vista bruscamente; no había querido hablar en aquel
tono, pero no había podido evitarlo al oír la absurda sugerencia de que se fueran. Entonces sonrió -. Lo
que quiero decir es que no tengo apenas apetito. Hemos almorzado tarde, ¿recuerdas? ¿No te importaría
hacerme un préstamo por esta noche, querido? Te lo devolveré pasado el fin de semana.

Así pues, su alivio había durado poco. Se movió incómodo, tocándose la pajarita. El préstamo de
Maca no había durado tanto como había previsto y su expresión se ensombreció al pensarlo. Habían sido
las cartas; las malditas cartas con las que no había tenido suerte en toda la semana. Miró a Vero de nuevo,
deseando que pudiera salir pronto de allí.

En: ¿Por qué no nos olvidamos del juego esta noche? Podríamos... -. Ella no dejó de sonreír, pero le miró
con dureza.

V: ¿No hay juego esta noche? No seas ridículo... -. Enrique no pudo evitar la sonrisa al oír esto.

En: ¿Sabes una cosa? Creo que eres peor que yo, si eso es posible - observó con una sinceridad extraña en
él -. Incluso yo me tomo una noche libre de vez en cuando. Cariño, las cartas seguirán ahí la semana
próxima.

Vero se pasó la punta de un dedo por una sien, pues había empezado a sentir una punzada de dolor.
Si la hubieran interrogado, no habría podido decir exactamente cuándo la emoción de los dados y las
cartas se había convertido en algo apremiante para ella, pero así había ocurrido allá en Europa, bajo las
brillantes luces suspendidas sobre las mesas de juego del casino, o la mortífera atmósfera de los garitos
donde se jugaba al póquer. O quizá no se trataba de un apremio sino de una vocación: ésa era una palabra
más apropiada. Algo que debía hacer porque se desenvolvía muy bien, y se merecía el placer de hacerlo.
¿Y era peor que él? No, Mejor. Podía engañarle a é1 y a sus compinches cuando quisiera por debajo de la
mesa, y lo había hecho en varias ocasiones satisfactorias. Ellos lo habían tomado sin alterarse, todos
aquellos ricos hombres de negocios, que arrojaban sus cartas a la hermosa mujer en la cabecera de la
mesa, aquella mujer que se llevaba a la boca el porro de marihuana con sus manos esbeltas y elegantes.
Entraba dentro del código del buen jugador, someterse graciosamente a la habilidad superior. Entonces
miró a Enrique, forzando una dulce expresión de súplica.

V: Bueno, si no tienes ganas, no es necesario que nos quedemos mucho rato. Ni siquiera tienes que jugar.
¿Puedes darme lo suficiente para un par de manos?

Él la miró un momento y luego soltó una risa brusca. No había más solución que decírselo. Ya
había tenido ocasión de percibir que había una voluntad férrea bajo la superficie de aquella mujer. Y eso
le gustaba, mientras no fuera excesivo o destructivo.
En: Cariño, no me dejas más alternativa que decírtelo. Debes saber que tampoco tengo metálico, así que
olvídate del préstamo y del juego. Cincuenta dólares no van a ir muy lejos, para ninguno de los dos -. Ella
le miraba inexpresiva.

V: ¿No tienes dinero? - ¿Cómo era posible? ¿Un Wilson sin dinero? Reflexionó en su afirmación y luego
se encogió de hombros, tomando un sorbo de su bebida -. Bueno, entonces consigue un préstamo. Ve a
ver al director -. Enrique frunció el ceño.

En: Aquí no hacen eso, Vero. Esto no es un casino, ¿sabes? Anda, vamos.

La tomó del brazo y avanzaron entre las parejas que todavía llenaban la pequeña antesala. Se
había incrementado su número desde que ellos llegaron, y apenas había sitio para ellos cerca de la puerta.
El apuró su vaso, dejándolo sobre una mesita cerca del guardarropa.

El dolor de cabeza de Vero había aumentado, tal vez a causa de la decepción. Miró el rostro
apuesto y serio de su acompañante y soltó un suspiro de resignación. Después de todo, no había motivo
para que estuviera tan irritada con él. Ella había hecho lo mismo: acudir allí sin dinero.

V: Bueno, es igual - dijo sonriendo de nuevo -. Tendré que esperar hasta el lunes por la noche.

En: Mira, pequeña, para ser sincero, el lunes tampoco será un buen día. Tendremos que esperar hasta, fin
de mes. No tendré dinero hasta entonces. Es una maldita molestia, una inmovilización de la cuenta del
banco - añadió de un modo poco convincente, y entonces tuvo una súbita y brillante idea -. ¿Por qué no
me haces tú un préstamo?

Vero le miraba de nuevo, y abruptamente cerró los ojos contra el acceso de dolor punzante en la
cabeza. No sólo se había estropeado la velada, sino que le estaba proponiendo la ruina similar de las
próximas semanas. No podía presentarse allí sin él, aunque tuviera dinero. ¡Y sugerirle que le hiciera un
préstamo! Su pecho bajo el corpiño del vestido rojo empezó a subir y bajar visiblemente, y abrió los ojos
de un modo tan brusco como los había cerrado, para ver que Enrique la miraba preocupado. Estaba un
tanto confuso; no tenía idea de por qué había palidecido.

En: ¿Estás bien? Mira, pequeña, si...

V: ¡Dime cómo diablos un Wilson puede tener un atasco en un banco! ¡Eso es una estupidez! - Varias
cabezas se volvieron hacia ellos, al oír su tono demasiado alto -. No puedo creer eso, pero si es cierto,
entonces por el amor de Dios, consigue un préstamo de ellos. Ve ahí y diles quién eres.

Se aplicó los dedos a la frente, buscando a su alrededor para dejar el vaso medio lleno de gin tonic
en algún sitio. Enrique miraba tímidamente a su alrededor y le quitó el vaso de la mano antes de que lo
dejara caer. El espejo dorado sobre la mesita reflejó la consternación de sus ojos, mientras dejaba el vaso
y trataba de cogerla del brazo.

En: Vero, ya discutiremos esto en algún otro lugar - le dijo, haciendo un movimiento hacia el guardarropa.

No la conocía lo bastante bien. La situación estaba claramente fuera de su control. Rechazando su


brazo, se apartó de él.

V: No tienes intención de hacer nada, ¿verdad? No te propones buscar alguna solución. Vas a quedarte
aquí diciendo tonterías sobre una inmovilización en el banco y condenándonos al aburrimiento durante
varias semanas. No puedo soportarlo, ¿compren des? ¡No lo aguantaré! Haz algo. Eres un Wilson. Actúa
como tal, maldita sea.
Enrique estaba consternado, no sólo por el escándalo público sino también por la faceta que ella le
presentaba. Había desaparecido la hermosa mujer de momentos antes; en su lugar había una arpía, su
rostro aristocrático contorsionado por un furor al parecer incontrolable, una caricatura de sí misma, la
boca dirigida hacia abajo en un gesto de petulancia, la mirada glacial. Él se habría sentido más inclinado a
analizar el significado de su reacción desproporcionada de no haber estado tan azorado.

En: Verónica - dijo entre dientes, sintiéndose impotente.

En la mente de ella, su tono conciliatorio no hacía más que aumentar la afrenta. Alzó la cabeza,
apoyando las manos en las caderas.

V: ¿Y bien? - le preguntó. Él extendió las manos, abriendo la boca para decir algo, pero no pudo
pronunciar ni una palabra. Vero suspiró audiblemente -. No importa. ¡No, es igual! Al parecer no tienes
interés en hacer nada por mí. Muy bien -. Se abrió paso entre la gente, y cuando llegó al guardarropa
buscó el boleto en su bolso y lo arrojó ante la asombrada empleada -. ¡Dame mi abrigo!

Enrique la había seguido casi a desgana y le puso una mano sobre el brazo.

En: Vero - murmuró de nuevo, meneando la cabeza.

V: ¡Dejame en paz! - le espetó -. Llama un taxi. Me voy a casa -. Cogió el abrigo que le entregaba la
muchacha y se abrió camino entre las personas reunidas allí, cuya sorpresa era patente. Se detuvo un
momento ante la puerta, la cabeza alta, mirando a Enrique más allá de las parejas -. Y no me llames. ¡Yo
te llamaré!

Luego abrió la puerta y salió a la noche. Enrique permaneció un momento cerca del guardarropa,
dolorosamente consciente de las miradas fijas en él desde todas las direcciones. Tras encogerse de
hombros, se dirigió al teléfono para llamar al taxi, y luego pasó al bar. Cuando quedó libre un taburete, se
sentó, hizo una seña a Patricia y aceptó su habitual vaso de whisky con una sonrisa agradecida cuando se
lo sirvió. Trató de recobrarse de la asombrosa humillación a que le había sometido Vero. Tres cuartos de
hora después seguía meneando la cabeza, contemplando su vaso como si pudiera ver una implacable
reposición de la escena y la mujer desconcertantemente enigmática. Al fin alzó la cabeza y miró su reflejo
en el espejo encima del bar. De un modo inconsciente alzó una ceja como conclusión a sus pensamientos.

Sí, Verónica García era una mujer endiablada, de una belleza deslumbrante, sí, pero terrible
cuando se lo proponía, y como tantos hombres antes que él, supo ahora, sin ninguna duda, que era una
mujer con la que no querría estar unido de por vida.

Sí, Verónica García era una mujer endiablada, de una belleza deslumbrante, sí, pero terrible cuando se
lo proponía, y como tantos hombres antes que él, supo ahora, sin ninguna duda, que era una mujer con
la que no querría estar unido de por vida.

Esther estaba colocando los adornos navideños en la sala de estar cuando oyó ruidos en la puerta
de entrada. Al instante dejó lo que estaba haciendo, la frente algo fruncida, concentrándose. No podía ser
Maca o Antonio, que regresaran por algo que hubieran olvidado (la habían acompañado aquella tarde a
comprar los adornos). Cualquiera de ellos la habría llamado por su nombre a través de la puerta. Maca
insistía en ello, para su tranquilidad. Escuchó un momento más, y al final identificó el sonido de una llave
en la cerradura. Dejó a un lado las colgaduras y se encaminó a la puerta. Cuando se aproximó, pudo oír el
murmullo de una voz, agitada y femenina.
Reconoció la voz de Vero y empezó a sonreír. Casi había llegado a la puerta cuando ésta se abrió
con violencia y fue a golpear contra la pared, rozando el grupo de pinturas colgadas allí, que quedaron
ladeadas.

V: Esther, ¿por qué diablos no arreglas la cerradura? - exclamó al pasar por su lado -. ¡Esta llave se atasca
cada vez! ¡No puedo soportarlo!

La maestra se quedó un momento desconcertada, pero se recuperó con rapidez. Haciendo caso
omiso de la evidente agitación de Vero y el hecho de que la puerta casi le había alcanzado el rostro, le dijo
con calma:

E: No te esperaba tan pronto -. Buscó el borde de la puerta y la cerró -. No sueles regresar hasta que es
casi hora de levantarse.

«Si es que regresas», podría haber añadido, pero no lo hizo; no tenía una actitud tan arcaica, al
margen de lo que Maca pudiera comentar medio en serio en sentido contrario.

V: Pues aquí estoy - musitó mientras se quitaba el abrigo y lo arrojaba al otro lado de la sala; cayó de
cualquier manera sobre el respaldo del sofá más próximo.

E: Enrique pierde y yo gano - dijo, decidida todavía a no preocuparse por el evidente malhumor de su
hermana -. Y nuestros caminos se han cruzado en el momento más oportuno. Por una vez no estoy
ocupada en los deberes escolares y los mil detalles para la Navidad en la escuela, y por una vez estás en
casa.

De inmediato se arrepintió por la falta de tacto de su observación. Sólo había querido suavizar
parte de la tensión, no regañar a Vero por su conducta; ya había otras personas especializadas en eso. Y,
por lo menos, el hecho de no haberse visto apenas desde que Enrique entró en la vida de Vero le había
ahorrado el esfuerzo de tenerle que hablar de Antonio y Navidad, algo que todavía no sabía cómo enfocar.
Pero, un tanto irritada consigo misma, se dijo que eso carecía de importancia. Vero era libre de hacer lo
que quisiera. Sonrió y trató de corregir su comentario.

E: Eso no quiere decir nada; me alegro de que tengamos ocasión de estar juntas, eso es todo. Y me alegro
realmente de que salgas con Enrique. Es precisamente lo que necesitabas para levantar el ánimo -. Su
hermana ni siquiera la escuchaba.

V: Oh, diablos - rezongó entre dientes mientras se quitaba los zapatos rojos, dándose un golpe contra el
sofá en el tobillo.

Se agachó para frotárselo y, en un estado de ánimo aún peor, se levantó con brusquedad y fue a la
cocina. Esther pensó que la alegre conversación no servía en este caso como panacea, y escuchó el ruido
que hacía Vero en la cocina. Cruzó la sala para poner en marcha el estéreo. Luego se dirigió al sofá,
recogió las piernas debajo de ella y se puso con calma a hacer lo único que podía en aquel momento:
esperar el tiempo que fuera necesario a que Vero se calmara y le dijese lo que había ocurrido.

No tuvo que esperar mucho. Vero reapareció poco después con un vaso de ginebra y se apoyó en
la puerta de la cocina. Esther escuchó sus movimientos contra la pared y finalmente le dirigió una sonrisa.

E: Supongo que sería retórico si te pregunto si tú y Enrique habéis tenido una discusión.

Verónica tenía el ceño fruncido, la mirada fija en la cerúlea alfombra bajo sus pies.
V: Sería retórico, en efecto - se limitó a responder. Esther ladeó la cabeza, sonriendo para alentaría.

E: ¿Quieres que hablemos de ello?

Por alguna razón, el ofrecimiento de una atención comprensiva reavivó el malhumor de Vero.

V: No hay nada de qué hablar. ¡Ese hombre es un pelmazo increíble! Por el amor de Dios... ¡No tenía
dinero! - Su renovada irritación le hacía ser locuaz a pesar suyo -. No tenía dinero para la velada. ¡De
hecho, me informó que no lo tendrá hasta fin de mes! -. Entonces se echó a reír con aspereza -.
Imagínatelo. Un Wilson sin dinero hasta fin de mes. ¡Es para morirse! -. Entonces se apartó del umbral y
caminó hasta las ventanas. Retiró las cortinas y miró al exterior -. Me habló de no sé qué inmovilización
de su cuenta bancaria. ¿Cómo es posible que un hombre con un crédito ilimitado se encuentre en esa
situación? ¡Me gustaría saberlo! - De repente pensó en la impresión que su arranque debía de producirle a
Esther -. No importa. No... no me hagas caso. Supongo que no estaba de humor para discutir. Debe de ser
a causa de la luna llena.

Se preguntó, incómoda, en qué estaría pensando Esther, pero lo cierto era que sus pensamientos no
se centraban en el malhumor de Vero. Las diatribas por cualquier nadería eran algo corriente en ella. Más
bien las palabras de su hermana le habían hecho pensar en algo que la venía preocupando desde hacía
semanas.

E: Verás, Vero - le dijo lentamente -, la verdad es que su crédito es bastante pobre.

Vero no la escuchaba, absorta de nuevo en el episodio del Club de Caza. Había sido imprudente
huir de Enrique de aquella manera. Podía verlo ahora, una vez restaurado su raciocinio. Pero a pesar de lo
desacertado de su actitud, había sido él el iniciador de todo. En realidad, era probable que su reacción
hubiera sido la única posible, y tal vez sería incluso una táctica eficaz. Que se preocupara un poco; eso le
haría bien. Así le aliviaría más escuchar su voz cuando le llamase por la mañana. E iba a hacerlo. En otra
ocasión dejaría que estuviera algún tiempo preocupado por ella, pero esta vez no. Enrique significaba
mucho para ella. No iba a permitir que su futuro peligrara por una discusión estúpida. Se serenó del todo
mientras pensaba en lo que sin duda sería una conmovedora escena de reconciliación.

Esther estaba sumida en sus propios pensamientos. Al parecer Vero había pasado por alto sus
palabras, y no sabía si decírselo de nuevo o no. Sin duda la introducción al tema perdería impacto si la
repetía.

E: Vero - dijo al fin -, la verdad es que su crédito es bastante malo -. Vero se volvió, distraída.

V: ¿Cómo?

E: Siento que se te estropeara la velada, pero creo que debes saber algunas cosas sin demora -. Hizo una
pausa y luego dijo con la mayor suavidad que pudo - Enrique tiene el vicio del juego -. Su hermana le
dirigió una mirada socarrona y apuró el resto de la ginebra.

V: No seas gazmoña, Esther - le dijo mientras se dirigía a la cocina, desde donde añadió -. El juego no
tiene nada de malo.

La maestra aguardó a que regresara. Cuando volvió a oír el movimiento de Vero en la sala, de
nuevo cerca de la ventana, prosiguió:
E: No se trata de eso. Nunca he dicho que el juego tuviera nada malo, como pasatiempo ocasional. Pero
ése no es el caso de Enrique. En él es algo compulsivo, la clase de vicio que arruina una vida, no un juego
sólo de vez en cuando. Yo... ¿No te ha mencionado nada?

V: No.

Esther asintió. No, claro que no lo haría. No era la clase de cosa que uno anda admitiendo a los
nuevos conocidos.

E: Pues lo es. Un vicio, no tiene otro nombre, y pierde enormes sumas de dinero. Vero, en Enrique el
juego es una enfermedad.

Vero se había pasado al vino y sostenía con elegancia el vaso delicado mientras volvía a mirar a
través de la ventana y fruncía los labios, irritada. Lo último que necesitaba en aquel momento era un
sermón de Esther.

V: Lo que haga es asunto suyo - dijo por encima del hombro.

E: Cierto – concedió de inmediato -. Pero tú deberías saberlo, por tu propio bien. Pareces interesarte
mucho por él -. Se levantó del sofá y se acercó a Vero. Cuando estuvo junto a ella, cerca de los pliegues
de las oscuras cortinas, le tocó el brazo antes de continuar -. Su asignación se le agota en una o dos
semanas. No es asunto mío cómo o con quién pasas el tiempo, y si realmente te interesas por Enrique me
parece muy bien. Pero no quiero que salgas perjudicada. Y no creo que Enrique te perjudique, pero... tiene
algunos defectos, eso es todo -. Vero se había vuelto y la miraba con el ceño fruncido.

V: ¿Asignación? ¿Qué quieres decir con eso?

E: Le dan una cierta cantidad todos los meses, considerable desde luego. Por desgracia, parece que no
puede adaptarse a su presupuesto. Acosa constantemente a Maca para que le haga un aumento, pero Maca
no está de acuerdo, como tampoco lo estaría yo en su lugar. De vez en cuando le hace un préstamo, pero
tampoco eso le sirve de mucho. Enrique es adulto y tiene que aprender a valerse por sí mismo -. Percibió
la súbita tensión de Vero y aplicó una mano en su brazo, su expresión una mezcla de disculpa y
conmiseración -. Siento que hayas tenido que averiguarlo así, Vero. Me refiero a Enrique y el juego. Yo...
-. Vero permanecía inmóvil, mirándola.

V: ¿Qué significa eso de que siempre acosa a Maca? ¿Qué tiene ella que ver con esto?

E: Maca es quien controla el dinero de los Wilson. Todas las finanzas de la familia, incluida la asignación
de Enrique, han de pasar por sus manos. No le gusta mucho esta situación, pero así es como lo quiere su
padre.

Las palabras de Enrique en el club resonaron en su mente. Quien no podía costear sus hábitos con
la asignación que percibía mucho menos podía mantener los de alguien como ella. Miró a Esther con los
ojos entrecerrados, pero mantuvo normal el tono de su voz.

V: En otras palabras, que al contrario que Maca no dispone de nada más que su asignación.

E: Así es. Francamente, Vero, sería desastroso que le diera rienda suelta. Es... un auténtico problema. Su
padre no le permitiría poner las manos en nada excepto su propia asignación. Y Maca está de acuerdo.

Vero ya no la escuchaba. Se había vuelto hacia la ventana y permaneció allí largo tiempo sin decir
nada, mientras sus pensamientos daban vueltas incesantes. Esther soportó su extraño silencio tanto tiempo
como pudo, y luego suspiró. Tenía que decirlo; había sido por el propio bien de Vero. Pero no abundaban
los hombres buenos e interesantes; lo sabía tan bien como su hermana, y lamentó haber puesto una marca
tan negra en un hombre que Vero había juzgado prometedor. Sintió la repentina necesidad de decir algo,
lo que fuera.

E: Oye, ¿qué te parece si comemos algo? ¿Has cenado?

Vero se volvió en aquel momento, no en respuesta a la sugerencia de Esther sino a sus propios
pensamientos preocupados. Empezó a moverse y casi tropezó con la maestra, a la que ni siquiera había
visto. Meneó la cabeza, tratando de disolver la niebla.

V: ¿Que has dicho?

E: Que si te apetece comer algo.

V: Lo que sea - murmuró, y mientras seguía mirando a Esther, sus pensamientos calculadores tomaron
otro giro. Volvía a estar despierta y miraba a su hermana fijamente. Ahora las inspiraciones le acudían con
rapidez. Se movió al fin, rodeando a Esther para cruzar la sala -. Por cierto, Esther, esta noche Enrique y
yo nos hemos encontrado con Sofía.

Mientras dejaba el vaso de vino intacto sobre la mesa, se volvió para mirar a Esther. No recibió
más reacción de ésta que una sonrisa de curiosidad.

E: ¿Quién es Sofía?

Vero recogió sus zapatos de donde los había arrojado, uno ante el sofá y el otro bajo la mesa. Se
enderezó y miró con fijeza a su hermana, un zapato colgando de cada mano.

V: Oh, creí que lo sabías. Es una antigua novia de Maca. ¡Una auténtica preciosidad, por cierto! - añadió
en tono conspiratorio -. La clase de mujer que esperarías encontrar con ella: bella y sofisticada, y al
parecer una buena amazona. Enrique me dijo que solían cabalgar juntas. ¡Y qué bailarina! Todos
estábamos encantados viéndola bailar con su pareja. Oí decir que los dos eran aún mejores de lo que
habían sido ella y Maca. ¿Sabes? Deberías dejarla ir al club de vez en cuando, Esther. Sus amigos
preguntaban por ella, decían que no la habían visto el pelo desde hace medio año.

Sonrió ante su fluida improvisación, otro de sus puntos fuertes, y luego fue a buscar su abrigo y lo
dobló sobre un brazo. Finalmente miró a Esther para valorar su reacción. Era exactamente como había
previsto. Esther estaba inmóvil ante la ventana, todavía sonriendo, pero con un esfuerzo consciente
mucho mayor. Vero pudo ver su expresión desmoralizada. Satisfecha, rió dulcemente.

V: ¡Oh, cariño! ¡Qué mal acabo de expresarme! Lo único que quería decir es que deberías estar muy
orgullosa de ti misma, al apartarla de una mujer como esa. Yo lo estaría. Hay pocas personas en el mundo
capaces de cambiar su estilo de una manera tan absoluta como lo ha hecho Maca desde que te conoce.
Créeme, es una hazaña.

Una vez en el dormitorio, Vero dejó el abrigo y los zapatos y cogió el cepillo del cabello. De pie
ante el espejo, pensó en el breve intercambio que acababa de tener con su hermana. Había sido corto, sí,
pero muy eficaz, al jugar con las dudas de Esther, dudas que serían necesarias más tarde, cuando llegara
el momento de atar todos los cabos sueltos. Sonrió de repente, recordando la máxima que siempre había
tratado de seguir en todo lo que decía y hacía. Una preparación adecuada era un ingrediente esencial de
todo plan bien pensado. O cambio de plan, si se daba el caso.
Una vez en el dormitorio, Vero dejó el abrigo y los zapatos y cogió el cepillo del cabello. De pie ante el
espejo, pensó en el breve intercambio que acababa de tener con su hermana. Había sido corto, sí, pero
muy eficaz, al jugar con las dudas de Esther, dudas que serían necesarias más tarde, cuando llegara el
momento de atar todos los cabos sueltos. Sonrió de repente, recordando la máxima que siempre había
tratado de seguir en todo lo que decía y hacía. Una preparación adecuada era un ingrediente esencial de
todo plan bien pensado. O cambio de plan, si se daba el caso.

Maca estaba en la casulla de Veloz, tensando la cincha de su silla de montar inglesa. Deslizó la
almohadilla de lana bajo la cincha y al cabo de un momento el caballo volvió la cabeza y olisqueó con
curiosidad la manga de Maca. Esta lo observó brevemente y luego le acarició el hocico aterciopelado.

M: Sí, lo sé. Lo último que quieres hacer es dar vueltas por esa pista interior. No te culpo, y no eres el
único que se siente tan fastidiado. A Esther tampoco le gusta.

Le dirigió una sonrisa de comprensión y volvió a su actividad, probando la tirantez de la cincha.


Estaba demasiada suelta, y la desabrochó de nuevo, tirando con fuerza de la cinta de cuero para
reajustarla.

La lección de Daniela había terminado una hora antes, y se había ido a casa en un taxi. Maca
sonrió al recordar a la pequeña, muy satisfecha de sí misma, que daba instrucciones al taxista. Cuatro
meses antes ni se le habría ocurrido viajar sola en un taxi. Pero cuatro meses antes no le habían
administrado todavía la medicina de Esther y Maca contra el abatimiento intratable. Se maravilló de
nuevo por la intuición de Esther: las lecciones de equitación habían surtido aquel efecto.

Naturalmente, ella y Esther todavía supervisaban que Daniela llegara a casa la mayor parte de los
días, y la maestra nunca estaba lejos durante las lecciones de equitación. Normalmente se encaramaba en
las gradas que ocupaban tres lados del enorme cobertizo donde estaba la pista interior. Le gustaba alzar la
vista y verla allá, sabiendo que formaba parte integral de todo aquello, y siempre parecía una mujer muy
profesional, con sus vestidos elegantes y el cabello recogido hacia atrás. En otra mujer que no fuera
Esther, las ropas inmaculadas habrían parecido fuera de lugar en el polvoriento recinto. Pero en su caso
no era así, pues Esther García era una mujer para quien no tenía importancia un poco de suciedad en la
ropa o barro en los zapatos cuando tenía trabajo que hacer. Su clase de trabajo: dar nueva esperanza y
vida, junto con la voluntad de montar en el caballo una vez más.

Aquel día, sin embargo, Esther no vestía con tanta elegancia. Había llegado con traje completo de
montar, pantalón color de ante, chaqueta negra y botas, y aguardaba a que ella sacara sus caballos. Casi
no habían cabalgado desde el inicio de las nevadas: con semejante tiempo, tenían que confinar sus
ejercicios a la pista interior, y Esther había dicho que eran aburridos y que ahogaban su imaginación.
Maca se rió de la graciosa explicación; sin embargo, la obligaba a subir a la silla de vez en cuando, «sólo
para mantener frescas las habilidades que has vuelto a aprender», como ella le explicó razonablemente,
pero la maestra replicó de buen humor que era más bien para que ella «pudiera preservar su papel como
ama y el mío como esclava». Tal vez estuviera en lo cierto, se dijo Maca tras terminar de ajustar la cincha;
era la única parte en que tenía pleno control del destino de Esther y sabía que era seguro. Había pasado
demasiado tiempo desde su último ejercicio, y aquel día ella había pasado por su apartamento, para darle
firmes instrucciones de que se cambiara de ropa. La maestra, desde luego, expresó las quejas de rigor,
pero se encontró con la admonición de la pequeña Daniela, la cual le dijo: « señorita García, es bueno
para usted!».
Rió para sus adentros al recordar esta observación y se agachó bajo la cabeza de Veloz para coger
la pata delantera derecha del animal. La semana anterior había empezado a cojear, a causa de una piedra
empotrada en la parte sensible de la pezuña. Aquel día parecía repuesto, pero Maca revisó el casco de
todos modos, y frunció el ceño cuando sus pensamientos errantes se centraron de repente en Verónica.

Era curioso que hubiera ido con ellas aquella tarde cuando salieron del apartamento de Esther en
dirección al club. No era menos extraño que hubiera estado en el apartamento, porque hasta entonces no
había mostrado el menor interés por lo que hacía Esther. Sintió la tentación de soltar una risa despectiva
por la repentina demostración de preocupación fraternal, pero no lo hizo. Por la experiencia que tenía,
difícilmente encontraba hilarantes las acciones de Vero. Y, desde luego, su propensión a pasar noche y día
lejos de casa beneficiaba a Maca en ciertos aspectos. Era una demostración de insensibilidad hacia Esther,
pero a ella le ahorraba el esfuerzo de mantener hacia ella una cortesía que ya no sentía, y restaba a Esther
muchas oportunidades de estar expuesta a su influencia. Reflexionó en el hecho de que al parecer ella y
Enrique se habían entendido a la perfección, y sonrió sobriamente ante aquel pensamiento. Era natural,
pues tenían mucho en común, eran de la misma clase..., aunque este juicio podía ser un poco duro para
con Enrique.

Finalmente se enderezó y retrocedió rodeando a Veloz; cuando se disponía a coger las riendas y
pasarlas por la cabeza del caballo, notó el ligero contacto de una mano en el hombro. Tenía la suavidad
del toque de Esther y se volvió con una sonrisa para darle la bienvenida. Pero la sonrisa se desvaneció al
instante cuando se encontró ante los ojos de Vero.

Sus ojos brillaban con una expresión de interés y tenía las manos en los bolsillos de unos
elegantes pantalones sujetos a los tobillos, la camisa blanca con varios botones desabrochados; el cabello
estaba recogido en una cola de caballo, y sobre los hombros llevaba un suéter de cachemira. En conjunto
parecía una modelo de revista ilustrada. No se sonrojó lo más mínimo bajo la mirada apreciativa de Maca
y sonrió

V: Esther me ha hecho toda clase de alabanzas de tu caballo, y se me ocurrió venir a verlo -. Su sonrisa se
hizo más cautivadora y entonces dirigió la vista con curiosidad hacia Veloz. Se aparto para observarlo
críticamente desde cierta distancia, y luego se acercó de nuevo y le pasó una mano acariciante por el
flanco -. Sí, es una auténtica belleza -.La expresión de Maca era inescrutable mientras observaba la acción
de Vero.

M: Gracias.

V: ¿Es un pura sangre? -. Le dirigió una breve mirada inquisitiva, y en seguida volvió a mirar al caballo.

M: Sí.

V: ¿Lo montas para ir de caza?

M: En ocasiones.

Ante las breves y secas respuestas, ella la miró directamente, con expresión inquisitiva. Maca
estaba de pie al lado de la silla de montar, una mano en ésta y la otra en el costado. Como su expresión
inescrutable no cambió lo más mínimo, ella reanudó su examen admirativo del caballo, acariciándole el
costado mientras hablaba.

V: De pequeñas, Esther y yo cabalgábamos mucho. Teníamos caballos, pero no como éste -. Como si se
diera cuenta de lo que acababa de decir, la miró con expresión mortificada -. Claro que ya sabes todo eso.
Dios mío, hace años que no monto. A veces lo echo a faltar.
M: ¿De veras? - le preguntó con una sonrisa enigmática.

V: Puedes creerme. Parece que lo tuyo es enseñar a cabalgar a la gente, o a que lo hagan de nuevo.
Debería conseguir que hicieras lo mismo por mí.

M: ¿Estás segura?

El tono de Maca era cortés, pero tenía en el fondo algo que ella no podía identificar. Sin embargo,
seguía sonriendo, y eso impulsó a la mujer a retroceder a lo largo del costado de Veloz, hasta que las dos
quedaron a la misma altura, separadas por la silla de montar.

V: Sí, estoy segura. Eso me gustaría. Es una de las cosas que siempre he querido hacer. Y tú pareces una
instructora muy buena -. Se humedeció los labios con la punta de la lengua, y muy lentamente alzó la
vista hacia ella; sus miradas se encontraron -. Además, así tendríamos ocasión de conocernos mejor.

Maca no se movió. La ligera sonrisa de su rostro fue lo único que varió, haciéndose más ancha.

M: ¿Te gustaría eso, verdad? ¿Que nos conociéramos mejor?

Verónica permaneció en silencio durante un largo rato, mirando la correa de cuero que sujetaba la
silla, y al fin miró a Maca. Sus labios se separaron ligeramente, revelando unos dientes perfectos y
brillantes.

V: Sí, me gustaría. ¿A ti no? -. La empresaria contempló su rostro y luego la reveladora abertura de la


camisa; lo hizo sin disimulo, y al cabo de un momento se irguió bruscamente y se dirigió a la cabeza de
Veloz. Con el ceño un poco fruncido se puso a sujetar las bridas. Tras un infructuoso momento esperando
el reconocimiento verbal de lo que los ojos de Maca le habían dicho, Vero se reunió con ella a la cabeza
del caballo, aproximándose hasta que apenas les separaron unos centímetros. Era tal su cercanía que podía
oler el agradable aroma del perfume y casi notar la rasposa textura de su chaqueta de montar contra su
rostro... como ocurriría cuando ella la abrazara. Casi sonrió entonces por el éxito de su «nuevo plan». Iba
a ser mucho más apropiado en bastantes aspectos, tanto para Maca como para ella misma, se dijo mientras
miraba con los ojos semicerrados sus hombros que encajaban de un modo exquisito en la chaqueta bien
cortada. Evaluó su continuo silencio y llegó a la conclusión de que era en deferencia a las reglas del
juego; naturalmente, la empresaria las conocería tan bien como ella. Muy bien. Ella haría su papel.

V: Maca - murmuró, sonriendo tímidamente.

M: Verónica, me pregunto si alguien te habrá dicho que Esther y yo vamos a casarnos - le dijo sin mirarla.
Hizo una pausa para dejar que penetrara su observación, y entonces abandonó su pretensión de interesarse
en la brida. Se volvió hacia ella y la miró con los ojos entrecerrados -. La quiero a ella y sólo a ella.
Punto.

Esta vez no había lugar a la confusión. En cuanto a la reacción de Vero era imposible de adivinar.
Su bello rostro había adquirido al instante una expresión indignada. Se apartó de ella.

V: ¡Eso había supuesto! Sabiendo lo que ella siente por ti, desde luego había esperado eso.

M: Hace un momento, hubiera jurado que no pensabas exactamente así.

Era tiempo de marcharse. Ella no volvió a mirarla mientras se movía a lo largo del caballo.
V: Me has interpretado mal, Maca - dijo ligeramente por encima del hombro. Se detuvo al instante,
consultando su reloj de un modo ostensible, y frunció el ceño con una expresión consternada -. ¡Dios mío,
hace casi media hora que he dejado a Esther sentada en las gradas! Será mejor que regrese. ¿Cuánto
tiempo le digo que tardarás? ¿Otros cinco o diez minutos? - inquirió sin mirar atrás.

Debería haberlo hecho; así habría visto la expresión de Maca y no se habría sobresaltado cuando
la llamó bruscamente en el momento en que ponía la mano en la mitad inferior de la puerta dividida en
dos paneles.

M: ¡Verónica! -. Ella giró en redondo. Maca estaba a la cabeza de Veloz, como antes, pero ahora había
algo casi amenazante en su postura, las piernas algo separadas y las riendas de Veloz en una mano. Sin
embargo, cuando habló de nuevo su voz era suave como la seda -. No te he interpretado mal en absoluto.
Y la verdad es que me alegro de que tengamos estos momentos a solas, para que tú no me interpretes mal
-. Hizo una breve pausa y añadió -. El bienestar de Esther es de importancia primordial para mí. Por
encima y más allá de todo lo demás en el mundo.

V: Sí, desde luego - concedió precipitadamente, y se volvió para salir.

M: ¡Verónica! -. Se volvió de nuevo, mordiéndose el labio sin darse cuenta -. Escúchame con atención.
Puede que Esther no pueda verte como eres, aunque he intentado decírselo. Pero yo lo sé muy bien.

Vero había empezado a sentir un martilleo insistente en la sien; ya no podía mantener sus plácidos
modales y adoptó una actitud de aburrimiento e irritación.

V: Maca, me temo que no te sigo...

M: Entonces permíteme que te aclare las cosas -. El tono de su voz seguía siendo peligrosamente bajo -.
Antonio va a venir por Navidad. Me he encargado de eso. Y que no me entere yo de que has vuelto a
hablarle a Esther del asunto -. Fue una declaración breve pero elocuente, y aunque ella no reaccionó,
Maca pudo ver en sus ojos que había comprendido. Sonrió sombríamente -. Así es, Verónica. Yo estaba
allí y lo oí todo. Lo sé todo acerca de ti.

Ella abrió la boca para hablar, pero la cerró con brusquedad. Tardó pero al fin fue capaz de sonreír
con despreocupación, mientras ajustaba las mangas del suéter echado sobre los hombros. Era una prueba
suficiente de que no le afectaban ni la empresaria ni sus observaciones, pero sólo para recalcarlo,
permaneció un momento más en el umbral antes de volverse y salir sin decir una palabra más.

Mantuvo aquella actitud despreocupada hasta que estuvo fuera del establo, y entonces la sustituyó
otra, más parecida a la de un animal acosado. Las cosas no tenían que haber salido así. La empresaria
tenía que haber reaccionado de buen grado, tan susceptible como cualquier otra persona en el mundo a
sus encantos. Por el amor de Dios, desde luego ella podía ofrecerle mucho más de lo que Esther jamás
podría. Alzó la cabeza, cerrando los ojos para protegerse de los dolorosos latidos en las sienes. Maca no
había reaccionado y, para postre, le había revelado el hecho de que fue testigo de la pequeña escena con
Esther. Era desalentador, tenía que admitir, no meramente irritante como ocurría con Antonio, saber que la
empresaria tenía cierto conocimiento; después de todo, era una clase de mujer del todo diferente, mucho
más formidable. Sus opciones estaban empezando a desaparecer, a desmoronarse como castillos de arena
alcanzados por la resaca. Y sin embargo su preocupación podía mitigarse con el conocimiento de que
había algo invencible en su relación con Esther..., proporcionado por su propia hermana. Esther todavía
podía resultar útil. Finalmente la tensión empezó a ceder y emergió un pensamiento claro. Reflexionó
durante otro instante y luego se sacudió el polvo de sus ropas. Con una renovada actitud de resolución y
confianza se puso en marcha hacia la pista de equitación donde se encontraba su hermana.
Enrique. Tendría que ser Enrique, pues no había otra manera. No sabía cómo ni cuándo, ni
siquiera dónde, pero sin duda el tiempo lo diría. Iba a conseguirlo.

Enrique. Tendría que ser Enrique, pues no había otra manera. No sabía cómo ni cuándo, ni siquiera
dónde, pero sin duda el tiempo lo diría. Iba a conseguirlo.

Se dirigieron a la casa de los Wilson al caer la tarde de Nochebuena. Empezaba el crepúsculo, y


cuando salieron de la ciudad se puso a nevar ligeramente, cubriendo la carretera llena de tránsito con una
delgada capa blanca que la hacía resbaladiza y se arremolinaba alrededor de los faros. La nieve se hizo
más copiosa y el tráfico menos denso cuando salieron al campo, y a cierta distancia Maca se detuvo ante
un vivero con una ristra de luces de colores intermitentes a lo largo del aparcamiento. Esther y Vero se
quedaron en el coche mientras Maca y Antonio desafiaban el mal tiempo, arrebujándose en sus abrigos
para protegerse del viento, y dieron algunas vueltas entre varias hileras de abetos y pinos amontonados en
bancos de madera. Al fin se quedaron con un pino balsámico y tres coronas de acebo. Maca pagó al
empleado y se pusieron de nuevo en marcha, el maletero de su Jaguar coupé cargado con los vegetales
atados con cuerdas. El avance lento bajo la nieve, y la carretera estrecha y llena de curvas que conducía a
la finca de los Wilson era traicionera y apenas transitable cuando llegaron a ella. Maca se abrió paso
diestramente y al fin detuvo el coche ante la fachada de la casa, lo que provocó un audible suspiro de
alivio de los pasajeros que viajaban detrás. Antonio dio unas palmadas en el hombro de Maca.

A: Bien hecho.

Maca aún tenía levantado el cuello de su gruesa chaqueta, y le rozó la nuca cuando miró sonriente
por el espejo retrovisor.

M: Gracias. Tú vas a conducir de regreso.

Esther, sentada al lado de Maca, se volvió hacia atrás. No necesitaba ver la expresión de Antonio
para leer su reacción, y se echó a reír.

E: Creo que está bromeando, Antonio. Pero no habría problema si tuviéramos tu pequeño trineo de cuatro
ruedas, ¿verdad? O quizá Vero podría echarte una mano.

Hizo la observación despreocupadamente, pese al tenso silencio que se había entablado entre
Antonio y Vero, y que había sido muy embarazoso durante todo el trayecto. Vero no había dicho apenas
nada, ni siquiera en el apartamento, cuando la maestra hizo cuanto pudo para explicar las circunstancias
de que incluyeran a Antonio. Finalmente abandonó su intento al ver el rígido silencio que mantenía su
hermana. Tendría que demostrarle a Vero que todavía le importaban mucho sus sentimientos. Con todo,
era innegable que Esther se alegraba de que Antonio hubiera ido con ellos.

Vero no reaccionó a la observación, y Antonio respondió dubitativo. Todos descendieron del coche
al sendero nevado y empezaron a descargar el equipaje y las decoraciones bajo la brillante luz en la
fachada de la casa.

Mientras las dos hermanas se dirigían a la puerta principal, ésta se abrió de repente para revelar a
Rosario, su delgada figura silueteada contra la luz del enorme vestíbulo iluminado por magníficas
lámparas de cristal. Tuvieron lugar las presentaciones y Carmen recogió sus abrigos, pero Rosario
continuó mirando a Maca y Antonio, que extraían el pino atado del maletero.

R: Maca ha traído un árbol - observó, y sonó como una acusación.


Esther permanecía a su lado, ataviada con un vestido color limón, que contrastaba vivamente con
el color espliego del vestido de Rosario. En seguida sonrió; no iba a permitir que acusara a Maca por lo
que había hecho.

E: Ha sido idea mía, señora Wilson.

R: Nosotros no hacemos eso - dijo en tono desaprobador -. Aquí la Navidad es un tiempo tranquilo, y
hemos guardado las decoraciones que usábamos en el pasado. No habrá nada con qué adornarlo.

E: Hemos traído los adornos y todo lo necesario -. Como la mujer parecía más bien molesta que otra cosa,
no parecía oportuno insistir; pero la maestra ya no podía echarse atrás -. Son muy bonitos, de veras. Todos
los viejos adornos que Vero y yo teníamos en casa.

En: No hay daño alguno en ello, madre - dijo Enrique, que estaba en el centro del vestíbulo con un vaso
en la mano -. Podemos ponerlo en la sala de estar, donde no estorbará, porque ahí cabría un estadio de
fútbol.

Rosario no replicó y miró a Esther, la cual sonreía y tenía el mentón un poco alzado, a la manera
de quienes no pueden ver y deben confiar en su oído para comprender lo que ocurre a su alrededor.

R: Haced lo que queráis - dijo bruscamente, de mala gana -. Pero dile a tu hermana que procure dejar los
muebles intactos.

Entraron el árbol y lo colocaron ante una de las dos altas ventanas de la sala. Vero y Enrique no
participaron en aquella actividad, sino que desaparecieron escaleras arriba, para hacer el recorrido de la
casa. Hablaron brevemente con Pedro, al pasar por el lugar donde se encontraba. Este se reunió con
Antonio, el cual había dejado a Esther en el arco que separaba la sala de estar del vestíbulo, y con ellos
tres como espectadores Maca cortó las cuerdas del árbol. Observando críticamente las ramas que se
extendían, asintió satisfecha y se acercó a la maestra. Tomó su mano y la aproximó al árbol.

M: ¿Qué te parece? -. Ella tendió la mano y la pasó ligeramente por las ramas.

E: Es tan fragante.

M: Lo sé. Por eso lo he comprado -. Irguió la cabeza al ver su expresión pensativa -. ¿Algo va mal?

E: Oh, no, nada, de veras -. Le dirigió una breve sonrisa y siguió pasando distraídamente el dedo por las
ramas del árbol -. Me preguntaba por qué hemos tenido que traerlo, después de todo.

Maca se sorprendió un poco, pero comprendió en seguida. Recordó que Esther había estado con
su madre en el umbral cuando sacó el árbol del coche.

M: Ya veo. Mamá ha tenido que decir algo.

E: Más o menos - sonrió.

M: Ya te lo advertí - dijo, exhalando un suspiro.

E: Lo sé -, bajó la voz; nadie más tenía que oír aquello -. Y fui yo quien insistió. La próxima vez
recuérdame que escuche lo que los demás tienen que decir.
Maca se había sentido obligada a expresar el incómodo recordatorio, pero no tenía intención de
seguir alimentando su desaliento.

M: Bien, olvídalo. No importa si los demás no quieren participar. Lo haremos nosotras, eh?

E: Sí, claro - sonrió. Cuando todo estuviera hecho, quizá los demás podrían apreciarlo. Después de todo,
eso era lo que había esperado en principio, junto con el deseo de que Vero tuviera la Navidad que quería.
Y entonces, como dándose cuenta de algo, dirigió a Maca una expresión inquisitiva y preguntó - Por
cierto, ¿dónde está Vero?

M: Se fue con Enrique escalera arriba cuando entramos -. Esther se volvió hacia el árbol.

E: Bueno, comencemos. Estoy segura de que volverá pronto.

M: Claro - dijo en tono neutro. Se dirigió a Antonio, que seguía junto al umbral -. Vamos. Traigamos las
cajas.

Pronto transfirieron la mayor parte de las cajas de cartón a un lugar cerca del árbol. Maca cogió la
última para colocarla en el montón que llegaba hasta el pecho, y notó la mano de su padre en el hombro.

P: Quiero hablar contigo.

Maca le miró y luego contemplo el árbol, al otro lado de la sala. Parecía fuera de lugar, enmarcado
por la ventana con celosía, aquel árbol desnudo contra los ricos colores de la sala que lo albergaba. Esther
estaba arrodillada a un lado, la falda de su vestido amarillo desparramada a su alrededor en el suelo,
mientras abría la tapa de una caja. Vio que Antonio se reunía con ella, impecable con su habitual conjunto
de chaqueta cruzada y chaleco. Se arrodillo a su lado y murmuró algo que la hizo reír. Aquello sólo
aumentó la impaciencia que Maca sentía por la interrupción de su padre, y miró a Pedro por encima de la
caja.

M: Luego - le dijo. La mirada decidida de Pedro no varió.

P: Ahora, Maca.

Era evidente que no había más remedio que obedecerle o discutir, y Maca no tenía ganas de hacer
ninguna de las dos cosas; pero la última era la menos atractiva, por lo que capituló a regañadientes.

M: De acuerdo. Déjame terminar con esto.

P: Estaré en la biblioteca - dijo, y se dirigió a la puerta.

Cuando Maca se reunió con él unos minutos más tarde, Pedro estaba ante una de las estanterías,
contemplando los lomos descoloridos de los libros encuadernados en piel. Maca le miró y se encaminó a
la mesa de madera de roble colocada diagonalmente en un ángulo. Se sentó en un extremo, observando
cómo su padre se acercaba a la puerta y la cerraba con firmeza. Maca arqueó una ceja.

M: Papá, hoy es Nochebuena. No estoy de humor para hablar de negocios.

P: No se trata de negocios - replicó, enfrascándose de nuevo en la contemplación de los volúmenes.


Parecía como si estuviera leyendo los títulos, pero Maca sabía que no era así; había leído todos los libros
de la biblioteca por lo menos una vez, probablemente dos.
M: ¿Qué deseas, papá? -. Esta vez la empresaria no pudo evitar la impaciencia de su tono y su expresión.
Pedro se volvió entonces.

P: Enrique me ha dicho que tienes intención de casarte con Esther.

De modo que era aquello. Maca pensó que debería haberse prevenido.

M: Creí que ya lo había dejado claro. No sé por qué Enrique se ha creído obligado a remacharlo.

P: No seas petulante -. Ella no reaccionó, y se limitó a exhalar un suspiro inaudible.

M: ¿Qué es lo que deseas, papá? - repitió con calma.

P: No puedes casarte con ella. Eso es incuestionable.

M: ¿Ah, sí? - replicó, con una sonrisa engañosamente despreocupada.

P: Maca, había confiado en que no tuvieras intenciones serias, en que tal vez sería un capricho y lo
superarías, junto con esa otra tontería sobre la escuela de equitación. ¿Sabes que su ceguera es
permanente, que no se puede hacer nada por ella -. Al oír esto, Maca enarcó las cejas.

M: Sí, claro que lo sé -. Entonces frunció el ceño, observando a su padre con una mirada sombría y
especulativa -. ¿Por qué tienes que hacer esa observación? Como si hubieras investigado el asunto.

P: Lo he hecho - dijo llanamente. Maca alzó el mentón.

M: ¿Con qué objeto?

P: Para ver si era posible alterar las circunstancias - le dijo, y prosiguió antes de que Maca pudiera decir
nada más -. Hay varias cosas que he de tomar en consideración. Comprendo que esa muchacha es
interesante a su manera, nunca lo he puesto en duda, pero tienes que pensar en las apariencias. No es una
mujer adecuada para esta familia. Francamente, no la aceptaré.

Maca contemplaba la punta de su zapato, y cuando su padre terminó de hablar le miró con
expresión severa.

M: Me tienen sin cuidado las apariencias. Eso en primer lugar. En segundo lugar, me molesta que te hayas
puesto a fisgar en cosas que no son de tu incumbencia. En tercer lugar, no tienes nada que objetar al
respecto. Y en cuanto a tu comentario, la apariencia de Esther García está muy por encima de la que
presenta cualquiera en esta familia, excepto tal vez la mía. Si he de serte sincera, cuando me miro en el
espejo, me alegro de que mi rostro no tenga el sello de los Wilson.

P: Eso es un insulto - dijo.

M: En efecto, lo es -. Se levantó con brusquedad y se volvió de espaldas a Pedro. Se frotó la frente


levemente y luego bajó la mano y se volvió -. Ahora vas a escuchar lo que tengo que decir, y luego esta
conversación no va a repetirse jamás -. Hizo una pausa, estudiando a su padre. El viejo seguía en pie,
enmarcado por los estantes llenos de volúmenes lujosamente encuadernados, las manos en los bolsillos de
la chaqueta, y Maca prosiguió -: Hemos venido aquí porque Esther lo ha querido, porque quería que
tuvierais alguna versión de la Navidad, aun cuando le dije que no valía la pena ese esfuerzo. Pero ella
creyó que sí, porque, tanto si lo puedes comprender como si no, resulta que se preocupa por la gente y
quiere intentar llevarse bien con vosotros. Bien, parece que eso no va a ser posible, al margen de lo que
hagamos, y me parece muy bien -. Entonces se acercó a su padre, y cuando estuvo ante él se metió las
manos en los bolsillos de los pantalones -. Tengo intención de casarme con Esther, y no hay nada que tú
puedas decir o hacer al respecto. Simplemente, las cosas son así. Y mientras estemos aquí, espero que
todos cuantos viven en esta casa se porten amablemente con ella. Procura que mamá reciba el mensaje. Ya
me ha irritado una vez.

Dirigió a Pedro una última mirada y luego pasó por su lado y se encaminó hacia la puerta. Pedro
la miraba rígidamente.

P: ¿Y qué me dices de los niños? -. Maca tenía ya la mano en el tirador de latón, y se volvió.

M: ¿Qué quieres decir?

P: ¿Pensáis tenerlos?

M: No creo que eso sea asunto tuyo.

P: Te equivocas. Todo cuanto tiene que ver con esta familia es asunto mío. Todo -. Se dirigió a la mesa y
al llegar a ella se volvió, con expresión súbitamente suave -. Maca, hasta ahora has llevado una vida muy
cómoda, sin ningún esfuerzo por tu parte. Si persistes en esa actitud hacia Esther... bueno, tal vez podrías
encontrarte con que esa clase de vida se terminaría de un modo automático.

Era un palo de triunfo, naturalmente, pero aunque lo mostró, no tema intención verdadera de
jugarlo. Sus demás cartas no eran tan buenas. Maca podía sospecharlo, pero no tenía manera de estar
seguro. Miró a su padre con curiosidad.

M: En otras palabras, ¿si me caso con Esther tienes intención de desheredarme?

Pedro cogió el abrecartas de plata y lo contempló, dándole vueltas en sus manos. Respondió sin
alzar la vista.

P: Deberías pensar en lo que te he dicho.

M: Te he hecho una pregunta directa -. Entonces su padre alzó la cabeza, mirando a Maca al otro lado de
la estancia.

P: Tal vez podría hacerlo - dijo evasivamente, con una ligera sonrisa -. ¿Y qué harías entonces? -. Maca
sonrió abiertamente.

M: Conseguir un trabajo - dijo en tono afable, y salió de la habitación.

M: Conseguir un trabajo - dijo en tono afable, y salió de la habitación.

Cuando Maca regresó a la sala de estar, Esther y Antonio se dedicaban a poner los adornos en el
árbol. El viejo sostenía una guirnalda de luces de colores, cuyos cables estaban enredados, y trataba de
separarlos. La maestra estaba arrodillada bajo él, las manos entrelazadas en el regazo, y parecía haberse
recuperado de su anterior desaliento, pues sonreía divertida. Maca contempló aquel cuadro en silencio por
un momento, y luego se acercó.
M: ¿Cuál es el problema? - le preguntó a Antonio, pero mirando a Esther; se agachó y la besó antes de
que pudiera responder. Ella rió tímidamente.

E: ¿Por qué me has dado ese beso? -. La empresaria le acarició el cabello.

M: Por todo - murmuró. Al ver su expresión inquisitiva, la besó de nuevo y volvió su atención a Antonio
-. ¿Necesitas ayuda?

Esther se echó a reír y buscó el brazo de Maca, apoyando la cabeza en él cuando lo encontró.

E: Todos los años enrollo cuidadosamente esas luces y las en vuelvo, de modo que todo lo que hay que
hacer es estirarlas de nuevo, y cada año Antonio se las arregla de algún modo para enredarlas -. Su risa se
convirtió en una afectuosa sonrisa, y ladeó la cabeza -. Creo que lo haces a propósito, Antonio.

El viejo tenía una expresión furiosa, y miró primero las luces y luego a la maestra y a la
empresaria; eran una buena pareja, y a ambas les costaba contener la hilaridad a expensas suyas. Sonrió,
pese a todo, y tendió a Maca el rollo de cables.

A: Para esto se necesita un ingeniero, no un erudito – murmuró -. Tendrás que hacerlo tú.

Maca rió y se puso en pie. Al cabo de un momento había desenredado el amasijo de bombillitas y
cables, y ayudó a Antonio a extender las luces alrededor del árbol. Esther continuó en su puesto entre las
cajas, levantando cuidadosamente un adorno tras otro, y escuchando a los dos que trabajaban y charlaban
en tono amigable. Al cabo de un tiempo le llegó la voz de Vero desde el otro lado de la sala, y se volvió
de inmediato, pues había pensado en atraer a Vero hacia aquella actividad en cuanto regresara, segura de
que eso la complacería.

E: ¿Vero? -. Extendió la mano y sonrió cariñosamente.

Rosario se había reunido con la pareja mientras efectuaban el recorrido de la casa. Las
encantadoras maneras de Vero y su patente interés por la casa atrajeron de inmediato sus simpatías, y
mostró hacia ella una cordialidad desacostumbrada. Los tres se dirigían a los sofás colocados ante la
chimenea, y al oír la llamada de su hermana, Vero interrumpió la conversación con su anfitriona y la miró
con gesto de impaciencia.

V: Sigue tú. Yo pondré luego el hilo de plata o alguna otra cosa - dijo vagamente y se volvió hacia
Rosario para reanudar su conversación.

La naturaleza humana es inexplicable, se dijo Esther. ¿Dónde había escuchado antes aquellas
palabras? En mil lugares y en un millar de contextos, naturalmente. No se dio cuenta de que fruncía un
poco el ceño hasta que Maca la llamó por su nombre, haciéndola salir de sus cavilaciones. Ni siquiera se
le ocurrió preguntarse si lo había hecho a propósito.

Así era, en efecto. El breve intercambio no se le había escapado ni sorprendido. Y si la fría


indiferencia de Vero no hablaba con suficiente elocuencia por sí misma en aquel momento, lo haría algún
día. Como si Antonio hubiera leído su mente, le dirigió una mirada significativa, que le impulsó a mirar
hacia el extremo de la sala, donde su madre, Enrique y Vero estaban enzarzados en una animada
conversación. Pedro había reaparecido y se sentó en su sillón, las manos unidas y con las puntas de los
dedos apoyadas en la barbilla, mientras observaba en silencio la actividad a su alrededor. Maca pensó que
era la estampa del eterno patriarca, y se preguntó qué estaría pensando aquel hombre, aunque al instante
se dio cuenta de que le tenía por completo sin cuidado. Se volvió hacia Esther y observó cómo sacaba
varios adornos más de la caja antes de agacharse de nuevo a su lado.
M: ¿Qué viene ahora? - le preguntó. Ella abarcó con un gesto los numerosos objetos esparcidos a su
alrededor.

E: ¿Necesitas preguntarlo? Yo te los iré dando, y tú y Antonio los colgáis.

Cuando terminaron, Maca contempló el producto acabado con satisfacción.

M: Es una obra de arte - comentó, y miró a Antonio, no menos satisfecho de su trabajo, y a Esther. Ésta
sonreía con indulgencia y cierto misterio. Cambió de posición para abrir la última caja.

E: Una obra de arte, sin duda, pero no está terminada. Siéntate, señora Wilson, porque ésta es mi parte,
con un poco de ayuda de mi amigo Antonio, claro.

Antonio parecía saber lo que sucedía, y se acercó para ayudarla, alzándose los pantalones hasta las
rodillas para agacharse con cierta dificultad. Maca dio varios pasos atrás y se sentó en el brazo de un
sillón. Cruzándose de brazos observó con abierta curiosidad cómo buscaba en la caja abierta. Empezaron
a extraer objetos, uno tras otro, y mientras lo iban disponiendo todo con cuidado bajo el árbol,
supervisados por Esther, una lenta sonrisa de comprensión apareció en el rostro de Maca. Trabajaron
durante algunos minutos, y cuando al fin terminaron y dieron la luz, se rió encantada.

Debajo del árbol brillante con sus luces y sus adornos de fantasía, y alrededor del mismo borde del
faldón de fieltro rojo sobre el que se asentaba, corría una locomotora en miniatura, con todo un paisaje de
arbustos diminutos y todos los aditamentos de una línea férrea. Al tren sólo le faltaba el furgón de cola, y
a cada vuelta que daba emitía un silbido leve pero auténtico. Maca estaba cautivada, y se acercó a Esther.
Ella notó su proximidad y buscó su mano.

E: Es la sorpresa especial de Antonio y mía. Nos dio esta idea la decoración de un escaparate, hace años,
y desde entonces cada año montamos el tren al pie del árbol. ¿Qué te parece? -. La empresaria deslizó una
mano sobre sus hombros, cubiertos por el sedoso pelo.

M: Creo que es maravilloso, como tú.

Esther no respondió, sino que se limitó a permanecer sentada, escuchando el rumor de la


ruedecitas en las vías. Era consciente de que Antonio estaba cerca de ella, y también del murmullo de
voces al otro lado de la sala. Sin embargo, no llamó a ninguno de ellos, ni siquiera a Vero. Había hecho lo
que quería, mostrar aquello que tenia tanto sentido para ella; y ahora tocaba a los demás encontrarlo
placentero o no, como quisieran. En cuanto al despego de Vero, dio por cierto que era una defensa contra
emociones que su hermana no podía dominar. Suspiró para sus adentros por todas aquellas cosas que
impulsaban a su hermana a refugiarse en una conversación alegre y superficial.

Junto a la chimenea, Verónica volvía a reírse de una de sus propias observaciones, al tiempo que
se llevaba a los labios una copa de coñac. Cogía a Enrique del brazo, como había hecho ostensiblemente
desde el principio, y miraba a Rosario, la cual sonreía, encantada por las anécdotas que le contaba. Al oír
el pequeño silbido, la sonrisa desapareció en seguida, y dirigió una mirada desaprobadora hacia el grupo
que estaba junto al árbol.

Vero reaccionó de inmediato. No había olvidado la observación despreocupada de Enrique acerca


de la antigua novia de Maca: «Buena familia, buen aspecto; ya sabes, buena dentadura». No había
calculado hasta dónde podría llevarla aquella actitud, pero no sería perjudicial. Se trataba de aprovechar
las actitudes que percibía en Rosario. Soltando el brazo de Enrique, se colocó en el borde del sofá y dejó
el vaso sobre la mesita de café antes de decir en voz baja:
V: Intenté decirle que deberíamos dejarlo todo en casa, pero...

Su tono daba a entender que era poco lo que podía hacerse, y dejó que su mirada siguiera a la de
Rosario hasta los tres agrupados al otro lado de la habitación. Maca se puso en pie y murmuró algo a
Antonio; éste asintió y ambos salieron juntos un momento. Vero miró de nuevo a Rosario.

V: Los placeres de Esther son.., poco complicados. Han de serlo a la fuerza, claro -. Rosario estaba
mirando al otro lado de la sala, y habló con brusquedad.

R: A Pedro y a mí nos gustaba mucho Sofía.

Vero se quedó un momento desconcertada, y entonces dirigió una mirada de soslayo a Esther. La
vio arrodillada junto al árbol, al parecer perfectamente relajada, excepto que tenía una mano suspendida a
unos centímetros por encima de la rodilla, como si hubiera estado a punto de posarla allí y la hubiera
detenido bruscamente, para escuchar. Vero reflexionó con rapidez y al final decidió que no sería
perjudicial insistir un poco más. Después de todo, una nunca sabía. Alzó su propia voz al nivel
conversacional de Rosario.

V: Puedo comprender por qué. Enrique nos presentó una vez. Es encantadora.

R: Sí, todos los creíamos así.

Enrique miró a Vero cautelosamente ante el giro que había tomado la conversación, pero se relajó
mientras se deslizaba a su lado y le dirigía una sonrisa luminosa. Entonces Rosario guardó silencio, y en
aquel intervalo Vero recorrió con la mirada la sala, valorando apreciativamente los muebles tapizados de
terciopelo y satén, las alfombras orientales extendidas de un lado a otro de la habitación, los retratos
colgados de las paredes, enmarcados lujosamente en estilo rococó. Admiró durante algún tiempo el que
pendía sobre la chimenea, bajando finalmente la mirada a los objetos colocados en la repisa de la
chimenea. Le atrajo uno en particular y al cabo de un momento se levantó para mirarlo más de cerca.

Estaba directamente debajo del retrato, entre varios ejemplos impresionantes de porcelana de S
Era un leopardo negro de unos veinticinco centímetros de longitud, su fina cabeza orgullosamente alzada
y vuelta hacia un lado, como si observara la sala ante él. Se acercó, pasando un dedo ligeramente sobre la
superficie de porcelana.

V: Qué animal tan exquisito - murmuró sin dirigirse a nadie en particular.

Fue Pedro quien respondió. Apenas participaba en la conversación que tema lugar a su alrededor,
sino que había permanecido silencioso la mayor parte del tiempo, mientras continuaba arrellanado en su
sillón, observando. Al oír el comentario de Vero, su rostro de halcón adoptó una expresión suave, y alzó la
vista.

P: Lo es, en efecto. Ha pertenecido a la familia de Rosario durante varias generaciones, como muchas de
las cosas de esta casa.

Vero ladeó la cabeza mientras estudiaba el objeto desde otro ángulo. Al cabo de un momento le
dirigió una mirada inquisitiva por encima del hombro.

V: Es de Meissen, ¿verdad?

P: Sí - sonrió, apoyando los codos en los brazos del sillón y entrelazando las manos sobre el regazo -. Y es
una pieza única, realizada a mediados del siglo XVIII.
Vero no parecía poder apartar la vista del objeto.

V: Hummm. Imagino que no tiene precio.

La aguda mirada de Pedro había adquirido un brillo intenso mientras miraba a aquella encantadora
mujer que estaba de pie, arrobada, ante la repisa.

P: Veo que sabes mucho de antigüedades.

V: Sí - dijo sin volverse, y sonrió al leopardo -. Me encantan.

Pedro sonrió también, como si de repente hubieran encajado las últimas piezas de un
rompecabezas. Apoyó la cabeza en el respaldo del sillón, sin dejar de sonreír.

P: Sí, querida, te creo - y repitió en voz baja para sí mismo -. Te creo sinceramente.

P: Sí, querida, te creo - y repitió en voz baja para sí mismo -. Te creo sinceramente.

A las once y media las sombras de la noche inundaban la biblioteca. Sólo dos lámparas estaban
encendidas, una cerca de la puerta y otra sobre la mesa. Incluso las luces sobre los retratos alrededor de la
sala estaban apagadas, y a Vero le costaba trabajo distinguir las figuras en la penumbra, incluso cuando se
inclinó hacia delante para inspeccionarlas. Enrique, tras ella, estaba sentado en actitud tensa en el brazo
de un sillón de cuero cerca de la chimenea, el vaso de whisky apoyado en el muslo mientras miraba con
cautela a su padre. Pedro acababa de entrar en la habitación y cerró la puerta tras él.

En: Es tarde, padre. ¿Qué quieres?

Era un eco de la impaciente pregunta que antes le había hecho Maca, y obedecía en gran parte a la
misma razón: Enrique no estaba de humor para recibir sermones de su padre; no lo estaba nunca y
especialmente ahora, en presencia de un testigo. Se pasó una mano por el cabello negro y reprimió un
suspiro.

Su padre no replicó. Al parecer, pensó ácidamente Enrique, estaba remiso o creía que obtendría
alguna ventaja ganando tiempo antes de plantear el tema. Parecía bastarle contemplar a Vero mientras ésta
miraba el retrato al óleo de otro Wilson débilmente iluminado. Le dejó que lo estudiara interesada durante
algún tiempo más, antes de hablar.

P: Siéntate, querida. ¿Quieres otra copa?

Ella se volvió y dirigió a Pedro una mirada de curiosidad. Al cabo de un momento, se sentó en el
sillón ante Enrique y levantó su copa.

V: No, gracias. Todavía no he terminado esta, como puede ver.

Entonces se sentó, arreglándose la falda alrededor de las rodillas, en actitud expectante. Pedro se
limitó a sonreír y empezó a pasear por la sala. Al cabo de unos minutos Enrique exhaló un suspiro de
fastidio.

En: Si me has hecho venir aquí sólo para que te vea pasear, me voy arriba. Además, Papá Noel está a
punto de llegar y no quiero molestarle.
Sonrió tras hacer esta observación y se llevó la copa a los labios. Pedro miró a su hijo con
severidad. Pero su expresión se suavizó al cabo de un momento.

P: Los dos formáis una estupenda pareja. ¿No habéis pensado en casaros?

Sus palabras tuvieron el efecto deseado. Ambos le miraron con asombro, pero la similitud de sus
reacciones terminó ahí, pues la expresión de Vero se hizo especulativa, mientras que la de Enrique era
claramente escéptica. Su breve mirada en dirección a Vero fue elocuente. Pedro les observó y dejó que
una breve sonrisa se dibujara en sus labios. Entonces cruzó la estancia y se detuvo frente a Vero. Introdujo
una mano en el bolsillo de la chaqueta y le sonrió complacido.

P: Tendrás que perdonar mi estilo brusco, querida, pero como ya tendrás ocasión de aprender, creo en la
confrontación. Ahorra tiempo y dinero -. Hizo una pausa antes de continuar-. Te he estado observando
toda la noche, y pareces enamorada de mi hijo. Aparte de tu patente interés por los mejores aspectos de
Enrique, creo que tu incorporación a esta familia mediante el matrimonio te resultaría muy gratificante.

Verónica no dijo nada; no iba a hacer admisiones hasta que el terreno estuviera completamente
explorado. Sin embargo, no desvió la vista, y Pedro leyó la expresión de sus ojos.

P: Eso es lo que pensaba. Y quizá podría proporcionarte la oportunidad de demostrar que eres digna de
ello.

En: ¿A qué viene todo esto? - le preguntó. Pedro extendió las manos al tiempo que se volvía.

P: Simplemente a que los dos formáis una buena pareja, como he dicho. No me cabe duda de que vuestros
hijos serán igual de atractivos. Como bien sabes, los herederos son de gran importancia para mí. Maca y
tú sois ya bastante mayores. Hay que hacer algo por alguno de vosotros, y pronto.

Una sonrisa cínica apareció en los labios de Enrique, y miró a su padre por encima del borde del
vaso.

En: Mira por dónde. Siempre he pensado que eso era asunto de Maca. Los herederos y las
responsabilidades.

No había obtenido la reacción prevista. Pedro desvió la vista y frunció el ceño mientras miraba la
alfombra.

P: Ya no puedo contar con Maca para eso – murmuró -. No, ya no puedo contar con ella.

Enrique no estaba interesado por las dificultades que su padre tenía con Maca, y en aquel
momento menos que nunca. Lo que le preocupaba de inmediato era el tenor de aquella conversación y el
patente interés de Vero. Las reconciliaciones momentáneas eran una cosa, pero pensar en algo más con
aquella mujer de reacciones tan extrañas estaba fuera de lugar. Recordó la escena en la sala del Club de
Caza y trató de poner fin a la discusión.

En: Padre… -. Pedro hizo caso omiso de su tono, que reflejaba un deseo de no seguir hablando del asunto,
y continuó:

P: Tu madre y yo bendeciríamos el matrimonio entre vosotros. Creo que puedo hablar por los dos al decir
esto -. Se volvió hacia Vero y añadió -. Ella te conoce poco, pero parece encontrarte cautivadora. Créeme,
eso es muy raro en ella, aunque no es de extrañar, porque tu comportamiento ha sido admirable... Lo
apruebo totalmente -. Entonces se volvió hacia su hijo con una brusquedad desconcertante -. En cambio tú
no pareces estarlo. Tengo la impresión de que el matrimonio con Verónica no te atrae.

Enrique desvió el rostro y contempló un punto en la alfombra.

En: Padre... -repitió, sin saber qué decir.

P: ¿Ni siquiera si te recompensara? -. Enrique alzó la vista y miró a su padre cuidadosamente. Pedro
permanecía envuelto en sombras.

En: ¿Y cómo me vas a recompensar? -. El viejo respondió sin la menor vacilación.

P: Una asignación sustancialmente mayor, que estará fuera del control de Maca.

Enrique enarcó las cejas. Aquello había sido algo totalmente inesperado, y sin duda tenía un
enorme atractivo. Reflexionó en la sugerencia, pero al cabo de un momento su expresión pensativa se
transformó en suspicacia.

En: ¿Y vas a hacer eso por la promesa de un montón de nietos? Vamos, ni siquiera yo puedo tragármelo.
Nunca has sido tan generoso conmigo. Tiene que haber algo más. ¿Qué es?

La sombra de una sonrisa cruzó por los labios de Pedro; no había esperado que Enrique viera sus
intenciones con tanta claridad.

P: A veces me sorprendes, ¿sabes? Nunca he creído que fueras tan astuto. Y no me interpretes mal. No me
siento más orgulloso de ti ahora que antes. Siempre has sido un fracaso abismal. Francamente, no espero
que eso cambie, aunque confío que podrías tener mejor éxito con tus descendientes. Pero no, tienes razón,
eso no es todo.

Rodeó su mesa y alzó la vista al cuadro de su padre. Permaneció así largo tiempo, contemplando
aquel rostro tan distinto del suyo, y cierta emoción brilló en sus ojos, tal vez de remordimiento. Pero
cuando se volvió, ya había desaparecido.

P: A tu madre y a mí nos haría felices veros casados, pero hay otra condición. Queremos que impidas el
matrimonio entre Maca y Esther. Ese es el otro aspecto de mi ofrecimiento, y el dinero adicional depende
de tu éxito -. Alzó ligeramente la voz -. Me ocuparé de que dispongas de una asignación mayor... bastante
mayor... que no esté bajo la supervisión de Maca, sólo si consigues que ella ponga fin a su relación con
Esther -. No se oyó ningún sonido en la habitación, y al cabo de un momento Pedro se apoyó en la mesa
con ambas manos, taladrando con la mirada a Enrique -. Es simplemente impensable que se case con ella.
No es adecuada, es... - se levantó y permaneció rígidamente tras la mesa – deficiente -. Entonces se
volvió hacia Vero -. Te pido disculpas, querida, aunque no creo que sea realmente necesario -. Le dirigió
una mirada penetrante y luego sonrió sombríamente -. Como te he dicho antes, te he estado observando
toda la noche, y creo que estás de mi parte -. Ella no dijo nada y Pedro asintió -. Lo había supuesto -. Se
enfrentó entonces a Enrique, que seguía sentado en el brazo del sillón -. He tratado de hablar con Maca de
esto, pero ya no tengo ninguna influencia sobre ella. No quiere escuchar ni una sola palabra. Y te digo que
ese matrimonio no puede, no debe celebrarse. ¡No soportaré que uno de mis hijos se case con una ciega!

Enrique miraba a su padre con expresión pensativa. Sí, el asunto era muy atractivo: un aumento
sustancial de sus fondos. Calculó el efecto que eso tendría en su estilo de vida y le gustó lo que vio. Y
además se libraría del control de Maca, lo cual no era precisamente desdeñable. No pudo evitar que
apareciera en sus labios una sonrisa sardónica. Oh, sí, todo aquello era muy atractivo..., tanto como
imposible.
En: Hay algo que no has tenido en cuenta en toda esta conspiración - le dijo, mirándole fijamente -. Maca
es inconmovible. Por si no lo habías notado, está realmente enamorada de ella -. Se levantó entonces,
apurando su bebida -. No hay nada que yo pueda hacer.

Pedro observó a su hijo, que se dirigió al extremo de la sala, los labios apretados. Como siempre,
el derrotismo inmediato de Enrique era irritante.

P: ¿Y eso es todo? Me dices que no puede hacerse, ¿y no hay más que hablar? -. Enrique giró sobre sus
talones, sin poder evitar que brotara la frustración que había intentado disimular.

En: ¿Qué diablos quieres que haga? No tengo ninguna influencia sobre Maca. Por Dios, si ni siquiera nos
hablamos a menos que haya necesidad de hacerlo. Si no te escucha a ti, ¿qué diablos te hace pensar que
me hará caso a mí?

P: Como siempre, puedo ver que soy yo quien tendrá que ocuparse de esto - dijo haciendo gala de una
gran resignación -. Me has decepcionado una vez más, y aunque seguirá complaciéndonos tener a Vero en
la familia, debes comprender que no voy a aumentar tu asignación.

Dicho esto empezó a encaminarse hacia la puerta. Casi había llegado cuando la voz de Verónica
sonó con claridad.

V: Aceptamos tu oferta, y en las condiciones que impones -. Pedro se detuvo sin volverse, sonriendo
satisfecho para sus adentros. Vero había picado el anzuelo del matrimonio, como él había calculado que
haría, y el resto no tardaría en seguir. Finalmente se volvió hacia ella, fingiendo una expresión de
sorpresa.

P: ¿Cómo? -. Vero estaba en pie ante su sillón, sonriente. Pero fue Enrique quien se apresuró a hablar.

En: En primer lugar, Vero, las condiciones son imposibles, como he dicho. Y en segundo lugar, no cuentes
conmigo.

Ella dejó su vaso sobre la mesita y empezó a deambular lentamente por la estancia, tocando los
objetos mientras pasaba junto a ellos, la cabeza ladeada con exagerado interés, sin prestar a ambos
hombres una atención inmediata. Pedro había dicho que «el tiempo se estaba agotando», y ésa era una
frase adecuada a algo más que el problema de la descendencia de sus hijos. Tenía que hacer algo, y
bastante rápido, aunque no fuera por más razón que el hecho de que no sabía durante cuánto tiempo más
podría seguir convenciendo a Esther para que le hiciera préstamos. Se mordió el labio distraídamente,
poniendo en orden sus pensamientos. Desde luego, la oferta de Pedro era la clase a la que ella había
aspirado llegar, y era estupendo que se lo sirvieran en bandeja de plata. Decidió entonces poner algunas
de sus cartas sobre la mesa con Enrique, y casi se rió por lo acertado de la analogía. En otra ocasión,
podría haber sido imprudente aquella franqueza, que dejaba espacio a posibles equivocaciones, pero ahora
no. Después de todo, era ella la que tenía la clave para el éxito del objetivo de Pedro: esa era la mejor
seguridad que podía tener. Finalmente miró a Enrique, el cual la miraba con cautela, como había mirado
antes a su padre.

V: Las condiciones no son imposibles - le dijo sonriendo -, y en cuanto a nosotros... - Se encogió


ligeramente de hombros -. Tu padre tiene toda la razón. Formamos una estupenda pareja.

Mientras ella deambulaba por la estancia, Enrique había tomado algunas decisiones por su cuenta.
Quería hablar con tanta franqueza como ella, aunque en general no le gustaba el enfoque directo, a menos
que se viera acosado. Dejó el vaso vacío sobre una mesa y se cruzó de brazos.
En: Mira, Verónica, aunque estuviera buscando una esposa, cosa de la que no estoy seguro, no serías tú la
elegida -. Lo dijo con más dificultad de lo que había esperado. Fue hasta el pequeño bar, se sirvió un
whisky, lo tomó de un trago y se sirvió otro. Entonces se volvió hacia Vero y añadió -: Hay algo en tus
intenciones que no me gusta nada.

Vero alzó el mentón y el ondulado cabello, le cayó suavemente sobre la espalda. Tenía en la punta
de la lengua una respuesta airada, pero se dio cuenta de que aquella no era la ocasión para ofenderse. Con
alguna dificultad, pasó por alto el comentario.

V: Tu padre también tiene razón en otra cosa - le dijo en tono neutro -. Admito que entrar a formar parte
de esta familia sería muy atractivo para mí -. Se pasó una mano por el cabello y sonrió -. Enrique, sería
muy conveniente para ti en muchos aspectos. Por ejemplo, podría darte la clase de hijos que harían
sentirse a tu padre orgulloso de ti -.La idea de tener que traer hijos al mundo era deprimente, pero era
también un pequeño precio a pagar para conseguir lo que ella se merecía -. Y sospecho que no te
importaría estar por encima de Maca. No sólo por librarte de su férreo control financiero, sino por la
apariencia muy superior que tú y yo presentaríamos ante el mundo. Eso es bastante importante en los
círculos que te gusta frecuentar -. Hizo una pausa, para dejar que penetrara bien el significado de sus
palabras, y añadió -: Tú y yo formaríamos una buena asociación. Y, querido mío, no tendría por qué ser
más que eso.

Todo iba a salir tal como ella lo había planeado, aunque, como es natural, no debía haber sido tan
directa o, con más exactitud, serlo tan pronto. Enrique la contemplaba con despego, tomando pequeños
sorbos de su bebida.

En: Un montón de adorables mocosos no es mi aspiración, sino la de mi padre, ¿recuerdas?

V: Desde luego, pero dudo que no te interese la posición superior en que te colocaría tener un heredero. Y
yo puedo dártelo.

En: También pueden dármelo muchas mujeres - replicó de inmediato.

V: Quizá - concedió, sonriendo plácidamente -. Pero ninguna otra mujer puede darte acceso al dinero que
tanto deseas -. Era un intercambio comercial, sin duda, y ella lo ofreció fríamente -. Yo sí que puedo. Una
asociación, Enrique. Tú me das lo que quiero y yo te daré lo que deseas. Cásate conmigo y me ocuparé de
que puedas tener tu dinero.

La frase «tómalo o déjalo» acudió a su mente, y su sonrisa se ensanchó. Hacía poco que conocía a
aquel hombre, pero le conocía bien. Muy bien. Mientras la miraba pensativo, barajaba ya en su mente las
ventajas de su aceptación. Era una oportunidad que quizá no volvería a presentarse jamás.

En: Pareces muy segura de ti misma – observó -, y si es así, me temo que hay ciertas cosas que pasas por
alto. Se lo he dicho a mi padre y te lo digo a ti. Maca es inconmovible. No la conoces en absoluto. Está
loca por Esther, lo creas o no, y cuando tiene esa clase de sentimientos hacia algo, no hay nada que hacer.
Esa es una de sus virtudes - añadió con sarcasmo -. Sólo quería dejar eso bien claro antes de terminar lo
que he de decir -. Hizo una pausa y prosiguió -. No te quiero, Verónica, ni siquiera estoy seguro de que
me gustes, aparte de... - Dejó sin completar la significativa frase -. Como te he dicho, hay algo en tus
intenciones que no me gusta nada. Sin embargo, me casaré contigo, con una única condición. Aceptaré
esta «asociación» contigo si eres capaz de encontrar algún medio de satisfacer las condiciones de mi
padre.

Pedro había permanecido cerca de la puerta, escuchando el intercambio que él mismo había
orquestado. Naturalmente, desde el principio había sabido que era ella, y no Enrique, quien habría de
buscar la manera de lograr su objetivo. Las dudas de su hijo, por irritantes que fueran, eran las mismas
que tenía Pedro. Y había dirigido el cebo tanto a ella como a Enrique, quizá, con más exactitud, a los dos,
porque uno no servía sin el otro. Consideró por un momento el hecho de que la mayor asignación que
proponía a su hijo serviría para que intensificara sus extravagancias, y se estremeció. Pero cumpliría lo
dicho: era un hombre de palabra. Y todo tenía su precio.

Cuando pareció que Enrique había terminado y que Verónica no tenía nada más que decir, regresó
a las profundidades de la sala. Permanecieron sentados a cierta distancia, como oponentes preparándose
para el siguiente asalto, y Pedro se colocó en un punto equidistante entre ellos.

P: Parece que habéis arreglado las cosas entre vosotros - observó con sosiego, mirándolos
alternativamente -. A menudo los matrimonios de conveniencia salen mucho mejor que los que obedecen
a motivos apasionados -. Dio un paso hacia Vero -. Ahora dejemos claros varios puntos. En primer lugar,
¿queda entendido que el final de esa relación es esencial para el trato?

V: Perfectamente -. El anciano asintió y en su rostro apareció una sonrisa enigmática.

P: No tienes escrúpulos -. No esperó una respuesta a su observación y continuó -. Y ahora quisiera saber
cómo te propones hacer eso. Ya has oído lo que Enrique ha dicho acerca de Maca, y él la conoce mucho
mejor que tú, como la conozco yo. Es evidente que tú actuarás en otra dirección, y me interesa saber cuál
es exactamente.

Vero se levantó entonces y se alisó el vestido. Se dirigió en silencio a la mesita, recogió su copa de
coñac vacía, caminó hasta la puerta y cogió el pomo de latón. Entonces miró a los dos hombres, su rostro
radiante de confianza.

V: No te preocupes, sé exactamente lo que he de hacer -. Y dicho esto salió de la estancia.

V: No te preocupes, sé exactamente lo que he de hacer -. Y dicho esto salió de la estancia.

La mañana siguiente, cuando todos se reunieron alrededor de la gran mesa de caoba para tomar el
desayuno, no hubo ningún indicio de tensión, y la conversación fluyó con naturalidad y en un tono ligero.
Se ocuparon de política durante algún tiempo, y luego se formaron vanos grupos, cada uno de los cuales
hablaba de cosas diferentes. Mientras comía, Esther escuchaba el tintineo del cristal y los cubiertos, y de
vez en cuando intervenía brevemente en cada conversación, pero en general permanecía silenciosa,
escuchando con auténtico interés lo que tenía lugar a su alrededor. Antonio, al otro lado de la mesa, estaba
en su mejor momento, o quizá en el peor, contando anécdotas. Reparó en que aquella mañana parecía
existir una verdadera cordialidad entre todos, una cierta atmósfera de unidad que quizá se debía al hecho
de que era Navidad. Pero confiaba en que se debiera a algo más, a un principio de entendimiento entre
todos ellos. Oyó la voz de Maca a su lado, afable, relajada, mientras hablaba con su familia. Eso, más que
ninguna otra cosa, fue lo que le devolvió el buen humor, y sonrió al tiempo que doblaba la servilleta y la
dejaba al lado del plato.

A: Y he de contaros el viaje que Esther y yo hicimos a la sierra de Cazorla un día de invierno, hace años.
Fue, bueno...

De nuevo Antonio, contando otra anécdota. Esther buscó su vaso de zumo, lo encontró y se
reclinó en su silla, segura de que su buen amigo iba a hacer que se azorase. Antonio tendía a contar
aquellos relatos con la socarronería de un padre demasiado indulgente. Ella se resignó y sonrió, al tiempo
que alzaba el vaso, distraída, para tomar un sorbo.
Todo ocurrió en una fracción de segundo. Se había equivocado de vaso, llevándose a los labios
uno de helado semiderretido. El movimiento espasmódico de su mano hizo que el espeso líquido se
derramara sobre la parte delantera de su vestido. Al dejar el vaso sobre la mesa, chocó con el plato de
porcelana y se volcó, derramando el resto del helado fundido sobre el mantel blanco.

El profundo silencio que se hizo en torno a ella fue como un manto que la ahogara. En aquel
momento, cuando supo que todas las miradas convergían en ella, se sintió demasiado vulnerable,
expuesta, por cometer un error tan humillante. El silencio se rompió con tanta brusquedad como se había
producido. Vero y Maca reaccionaron a la vez, cogieron servilletas y enjugaron su regazo, enderezaron
el vaso y le frotaron la espalda cuando tosió, sofocada.

E. Lo siento - dijo al fin, casi sin darse cuenta.

Las voces de todos los demás restaron importancia al incidente. Rosario, en el extremo de la mesa,
murmuró unas palabras insinceras, su expresión más acongojada que de costumbre mientras veía la
mancha blanca que se extendía sobre el vestido de Esther. Pedro hizo una mueca, y su mirada se cruzó
con la de Enrique. Antonio estaba muy ocupado, lleno de una consternación que fruncía su ceño, y
limpiaba el mantel con su servilleta, cambiaba los vasos de sitio y apartaba un candelabro.

Para Esther, toda aquella actividad era más temible que el incidente en sí. Las dos personas que la
flanqueaban seguían reparando el desaguisado, y pudo notar que alguien, estaba segura de que era
Antonio, se golpeaba contra la mesa mientras intentaba ser de ayuda. En la confusión de voces,
movimientos y su propio torbellino de emociones, le llegó por fin la voz de Maca.

M: ¿Estás bien, Esther? - le preguntó, preocupada por su palidez.

E: Sí, no te preocupes - replicó con un deje de nerviosismo, al tiempo que aplicaba su servilleta contra el
pecho mojado -. No sé cómo he podido hacer eso...

M: Te has equivocado de vaso, eso es todo - le dijo con calma -. Son todos iguales -. Hizo una pelota con
la servilleta y la arrojó sobre la mesa, mientras lanzaba una mirada a su madre, en el extremo de la mesa -.
Cámbiala - le dijo ásperamente, y se volvió a Esther -. No ha pasado nada. Te acompañaré a tu habitación
para que te pongas otra cosa.

M: Te has equivocado de vaso, eso es todo - le dijo con calma -. Son todos iguales -. Hizo una pelota con
la servilleta y la arrojó sobre la mesa, mientras lanzaba una mirada a su madre, en el extremo de la mesa
-. Cámbiala - le dijo ásperamente, y se volvió a Esther -. No ha pasado nada. Te acompañaré a tu
habitación para que te pongas otra cosa.

El árbol junto a la ventana de la sala de estar estaba iluminado. A través del alto ventanal podía
verse el campo cubierto de nieve con sus pinos y arbustos, que eran como un telón de fondo. La pequeña
locomotora eléctrica seguía dando vueltas como un portador de buena voluntad en miniatura.

Así es como Maca se la describió a Esther mientras permanecían cogidas del brazo en el umbral
de la sala de estar. Ella se había quitado el vestido mojado y ahora llevaba una falda y una blusa blanca.
Vero y el resto de la familia estaban dispersos por la amplia estancia, esperando la reaparición de la
pareja, y cuando Maca terminó de hablar, Vero se les acercó. Apoyó una mano en el brazo de su hermana
y la miró, preocupada.
V: ¿Todo va bien? -. La maestra no tenía deseos de seguir hablando del incidente.

E: Estoy perfectamente -. Entonces dirigió la cabeza hacia donde creía que se encontraba su anciano
amigo -. Vaya, oigo que has puesto el tren en marcha, Antonio.

Este se abría paso entre los muebles hacia ellos, y cuando se aproximó dirigió a Maca una mirada
inquisitiva; un gesto imperceptible le tranquilizó, y besó a Esther en la mejilla.

A: Naturalmente. ¿Qué sería del Expreso Festivo sin un maquinista de confianza?

E: Es cierto - replicó, sonriente -. Ahora vamos. Creo que ya lo hemos retrasado demasiado.
¿Empezamos?

Al tomar la iniciativa, dejó definitivamente atrás el episodio. Lo hizo más en beneficio de los
demás que en el suyo propio, lo cual no era raro en ella, pues lo había hecho durante toda su vida.

A: Sí, empecemos.

Verónica se levantó, haciendo un gesto a Enrique para que colocaran las sillas adecuadamente. El
así lo hizo, con ayuda de los demás, y las dispusieron en un semicírculo delante del árbol, con la de Pedro
en el centro. Entonces se reunió el grupo, y Esther dio instrucciones a Maca para apostarse en el suelo,
cerca de los paquetes.

Una vez más, aquello habría tenido un endeble comienzo si no hubiera sido por Esther. Decidida a
ocuparse de todo, y haciendo un esfuerzo por disipar la formalidad de la atmósfera, tomó de inmediato un
paquete oblongo y se lo ofreció a Enrique. El pañuelo de seda que contenía inició el alegre intercambio de
regalos.

La caja destinada a Maca era pequeña. Cuando le tocó su turno, Esther se lo ofreció.

E: Aquí tienes, Maca - le dijo quedamente -. Lee la tarjeta.

Ella aceptó el regalo, mirando un instante el rostro ruborizado de Esther antes de volver su
atención a la tarjeta, que no tenía más que una serie de impresiones en alfabeto Braille. Ella se concentró
y pasó los dedos por el papel. Poco después repitió lo que decía: «Para Maca, por lo que eres para mí.
Esther».

La maestra bajó la cabeza, apretando los labios mientras entrelazaba las manos sobre el regazo.
Maca abrió la caja y desplegó el papel de seda del interior, y poco después extrajo la pequeña talla. La
contempló sin decir palabra, girándola una y otra vez, y al final la depositó en la palma de la mano,
limitándose a mirarla.

En: ¿Qué es? - preguntó, rompiendo el silencio, y se movió en su asiento a la izquierda de Maca, algo
incómodo por la tensión palpable que se había establecido en la sala.

M: Una mujer a caballo – murmuró -. No lo entenderías -. Al fin apartó la vista del caballo y miró
lentamente a Esther -. Lo has hecho tú misma, ¿verdad?

La maestra asintió, con los labios apretados. La empresaria miró de nuevo el objeto que tenía en
sus manos, sin saber qué decir. Pese a todos los regalos costosos que había recibido, ninguno tenía mayor
significado que aquel, y probablemente ninguno volvería a tenerlo. Buscó en su mente algo que decirle,
algo que pudiera transmitir la profundidad de su emoción, pero fue inútil.
Ella estaba arrodillada a su lado, y finalmente no pudo soportar más su silencio. Aunque era muy
consciente de que los demás les rodeaban, la necesidad de saber su reacción era imperiosa, y, buscando
sus hombros alzó ambas manos hasta su rostro. Con dedos casi trémulos, le tocó suavemente las mejillas,
los labios, tratando de leer su expresión. La suya propia era insegura mientras se inclinaba hacia ella.

E: ¿Te gusta, Maca? - susurró.

La empresaria la miró y entonces, lentamente, dejó la talla y tendió las manos para quitarle las
gafas. Tomó su rostro entre las manos, mientras ella aún sujetaba las suyas, y por un momento el tiempo
pareció suspendido. Permanecieron así, tocándose los rostros y unidas por un amor tan profundo que no
podía tener expresión en el mundo de las palabras. Irradiaba de ellas, dejando a quienes les miraban
involuntariamente hechizados y en silencio. De súbito, Maca bajó las manos y la atrajo hacia sí. Y
entonces la besó tan intensa y apasionadamente como si no hubiera nadie más en la sala.

Ella quería responderle, pero no podía hacerlo bajo todas aquellas miradas; jamás podría
abstraerse como ella de lo que la rodeaba. Sintiéndose muy incómoda, a pesar de la elocuente reacción de
Maca, intentó zafarse de su abrazo. La empresaria la soltó al fin, y la tensión desapareció. Antonio fue el
primero en hablar.

A: Pequeña, creo que puedo decir sin equivocarme que le ha gustado.

M: Sí, Esther, puedes estar segura de que me gusta - confirmó, deslizando un dedo por el contorno de sus
mejillas.

Esther sólo podía agitar la cabeza, los ojos bajos. Maca se puso en pie, mientras los demás
empezaban a dispersarse por la sala, y se dirigió al teléfono. Marcó un número, habló brevemente y
regresó. Esther seguía arrodillada en el suelo, y ella la tomó de la mano para ayudarla a levantarse.

M: Vamos.

E: Maca, ¿qué estás haciendo? - inquirió risueña. Su sonrisa era enigmática.

M: Tengo algo para ti. Ven.

Salieron de la sala, cruzaron el vestíbulo y llegaron a la puerta. Ella sonreía, ilusionada y un poco
confusa, mientras Maca le ayudó a ponerse el abrigo y luego se puso el suyo. La luz que penetraba por la
ventana circular encima de la puerta principal iluminó el pequeño grupo de personas que salían de la sala
de estar para seguirles. Maca tomó de nuevo el brazo de Esther.

E: ¿Adónde vamos? - inquirió.

La empresaria abrió la puerta, sonriendo brevemente a la corona de acebo colgada del picaporte, y
que ella misma había colocado allí la noche anterior.

M: Vamos a dar un paseo, sencillamente.

La acompañó al sendero cubierto de nieve, y al llegar a la explanada circular con un pequeño


estanque en el centro, Maca miró hacia delante y sonrió al hombre que se aproximaba sujetando la brida
de una yegua árabe de color gris plateado. Dejó que el hombre llegara casi a su lado antes de hacer un
gesto para que se detuviera. La yegua alzó la cabeza, aguzando las orejas al ver a las dos extrañas. En el
fondo, la casa color hiedra se alzaba majestuosa hacia el cielo cerúleo, sus ventanas como ojos que
contemplaran la escena. En el umbral había un grupo de personas, tan silenciosas como expectantes.
Una breve ráfaga de viento 1evantó algunos mechones del cabello de Esther, haciéndolos oscilar
ante su rostro a medida que avanzaba lentamente con Maca. Cuando llegaron junto al animal, la
empresaria le cogió la mano y la colocó en el cuello de la yegua. Esther se sobresaltó visiblemente.

M: Para ti, amor mío - le dijo sonriente -. El mejor caballo que he podido encontrar. Es una yegua, árabe y
gris plateada, como me dijiste que siempre habías querido. Ahora es tuya.

Ahora le tocó a Esther quedarse sin habla. Se llevó una mano a los labios, sin poder dar crédito a
sus oídos, mientras mantenía la otra en el cuello de la yegua, deslizando las puntas de los dedos por su
piel suave. Sí, era lo que siempre había querido, el sueño de una niña que un día confió en que se
realizaría, con sólo que tuviera la paciencia de esperar, y que ya de mujer se convirtió en otra ensoñación,
hasta que apareció en su vida una mujer llamada Maca. Tragó saliva una vez, y de repente se adelantó y
rodeó con sus brazos el cuello de la yegua, mientras aplicaba la cabeza contra el cálido cuerpo.
Curiosamente, el animal miró a su alrededor y alzó el hocico, husmeando el hombro inmóvil de Esther.
Ella alzó la cabeza, encontró el suave hocico y lo besó, y entonces se volvió hacia Maca, tendiéndole la
mano. Sus ojos estaban humedecidos. La empresaria la atrajo hacia sí y apoyó su cabeza contra el
hombro.

E: Maca... - empezó a decir. La sonrisa de la empresaria era de profunda satisfacción -. ¿Cómo se llama?

M: No tiene nombre. Tú has de dárselo -. La maestra permaneció un momento pensativa, y entonces tuvo
una inspiración.

E: La llamaré Navidad - dijo quedamente -. Jamás olvidaré este día.

E: La llamaré Navidad - dijo quedamente -. Jamás olvidaré este día.

El almuerzo fue ligero, pues la cena navideña iba a ser muy copiosa. Después de la comida fría, el
grupo se separó. En el vestíbulo, Vero vio que Esther se dirigía sola a la sala de estar y se puso a su lado,
cogiéndola del brazo. Le agradeció el regalo que le había hecho, un hermoso medallón.

E: Vero, tengo que hablar contigo un momento, sobre Antonio. Traté de explicártelo antes de que
viniéramos aquí...

V: No importa, Esther, no es importante -. Y era cierto, en vista de los acontecimientos -. Tuve una
reacción excesiva, eso es todo.

E: De acuerdo - concedió su hermana, y pasó a otro tema que le preocupaba mucho más en aquel
momento -. Creo que todo el mundo ha pasado un buen día, ¿no te parece? Maca estaba muy escéptica,
pero creo que los Wilson han estado receptivos.

O por lo menos, se dijo, no habían mostrado una falta absoluta de acogida. Se ruborizó de nuevo
al recordar la reacción de Maca a su regalo, pero ahora que ya no estaba sometida al escrutinio de los
demás, lo recordaba también con placer. Aquello y el magnífico regalo que ella le había hecho, hacía que
disminuyera su percepción de todo lo demás, y por ello había formulado a Vero la pregunta.

Su hermana no le respondió de inmediato. Llegaron a la arcada de la sala de estar y se detuvieron


allí. Maca estaba allí, encendiendo un cigarrillo; Pedro se encontraba sentado en su sillón, la cabeza
apoyada en el respaldo y los ojos cerrados. Enrique, como siempre, preparaba una bebida en el bar, y
Antonio ojeaba ociosamente los libros bellamente encuadernados de los Wilson. Alzó la vista cuando los
pasos de las mujeres sonaron en el suelo y su mirada se cruzó con la de Vero; la sostuvo hasta que ella
desvió la suya. Ella se volvió hacia su hermana y aprovechó la apertura que le brindaba la pregunta.
V: Precisamente quería hablarte de eso, y de algunas otras cosas. Pero vayamos a algún sitio tranquilo.
Yo... Bueno, ya te lo diré cuando estemos a solas.

Esther reprimió la punzada inmediata de inquietud que le había producido la respuesta de Vero.

E: De acuerdo - dijo sonriendo -, pero déjame que primero se lo diga a Maca. Se preguntará dónde estoy.

V: No - dijo, y suavizó su tono imperativo mientras empezaban a ir hacia la escalera -. No tardaremos


mucho, sólo unos minutos. De veras -. Para tranquilizarla, dio unas palmaditas en la mano de Esther.

E: De acuerdo, pero quiero que me hagas un favor. Si me amodorro mientras me hablas no lo tomes como
algo personal. Estoy empezando a sentirme muy cansada.

Esther tomaba la ofensiva contra la inquietud que todavía la acosaba. Vero se echó a reír y
acompañó a su hermana hacia la escalera. Ascendieron lentamente, mientras Antonio, junto a la arcada de
la sala de estar, con un libro abierto entre las manos, observaba su ascenso con el ceño fruncido.
Finalmente las dos mujeres desaparecieron en el rellano. Antonio miró atrás, por encima del hombro, y al
ver a Maca pensó en reunirse con ella, pero no lo hizo, porque en realidad no tenía nada que decirle,
excepto que la amable actitud de Vero durante todo el día le inquietaba sobremanera, al igual que el
incidente a la hora del desayuno. Ninguna de ambas cosas era natural. Volvió a mirar lentamente la
escalera desierta, el rellano con su enorme retrato de alguna pariente olvidada mucho tiempo atrás, y
entonces suspiró. «Demasiado amable», murmuró sombríamente, y regresó pensativo al interior de la sala
de estar.

Enrique regresó del bar y miró a Maca, silueteada contra la alta ventana. La miró un momento y se
acercó a ella.

En: ¿Quieres jugar al blackjack? -. Maca le miró inexpresiva y luego sus ojos indicaron la estancia
contigua.

M: No, gracias. Quiero estar cerca de Esther.

Enrique contempló un momento las profundidades de su vaso de whisky, y algo irreconocible pasó
velozmente ante sus ojos. El recuerdo de aquella mañana, y dos personas presas en una emoción que él no
podía sondear. O quizá era que ya había bebido demasiado. Alzó la vista y agitó el vaso.

En: Está bien. Ha ido con Verónica arriba, supongo que a cambiarse, o quizá a charlar. Vamos, anímate.
¿Sólo un par de manos?

Maca miró a su alrededor una vez más. Pedro dormitaba, y Antonio leía un libro, sentado en el
sofá. Algo le llamó la atención, y se fijó más atentamente en el volumen. Un momento después soltó una
risa involuntaria: estaba al revés. Se preguntó vaga mente cuál sería la preocupación del hombre, y
entonces volvió a pensar en Esther. Le había parecido un poco fatigada, y era probable que hubiera ido a
descansar. Decidió que le haría bien, y a falta de algo mejor que hacer, se volvió hacia Enrique y capituló.

M: De acuerdo, jugaremos al póquer.

Enrique asintió y se dirigió a paso vivo a un alto secreter de estilo georgiano, en uno de cuyos
cajones localizó una baraja de cartas. Poco después se habían instalado ante una mesita taraceada cerca
del árbol navideño, y Enrique repartió las cartas. Reclinándose en la incómoda silla de respaldo recto,
Maca abrió el juego.

M: Cinco - dijo, mirando las cartas, y las depositó sobre la mesa. Tomó el cigarrillo y miró
inexpresivamente a su hermano a través de las volutas de humo.

En: ¿Cien? - preguntó con naturalidad.

M: Euros.

En: Dios mío, no te arruines.

Maca se limitó a mirarle, y perdió la mano. Jugaron otra y varias más, hasta que decidieron pasar
al black jack. Por entonces Enrique estaba en su elemento y barajaba rápidamente. Pasó el tiempo.
Rosario hacía viajes intermitentes a la cocina, supervisando la preparación de la cena. Pedro seguía
dormitando en su sillón junto a la chimenea, abriendo los ojos de vez en cuando para mirar a Antonio. Al
final, Maca dejó los naipes y consultó su reloj, sorprendida al descubrir que había transcurrido casi hora y
media desde que empezaron. Se enderezó, pasándose una mano por el cabello.

M: Ya es suficiente -. Enrique se echó atrás en su asiento y cruzó las piernas.

En: Paga - le exigió lacónicamente.

Aunque le había oído, Maca no respondió de inmediato. Su atención se había dirigido al umbral de
la sala, donde acababan de aparecer Esther y Vero cogidas del brazo. Estudió la expresión de Esther
mientras ésta hablaba sonriente con Antonio, y frunció el ceño. Era la misma expresión que le había visto
antes en la mesa del desayuno, cuando ella bajó por primera vez. Oyó que Enrique volvía a pedirle que
pagara.

M: Ha sido un juego amistoso - dijo en tono despreocupado. Enrique la miró un momento y sonrió.

En: Sí, supongo que eso ha sido. Un juego amistoso entre hermanos, entre uno que tiene todas las cartas y
otra que no las tiene.

Al ver la expresión inquisitiva de Maca, desvió la mirada con brusquedad. Había esperado obtener
un poco más de satisfacción por aquellas palabras y por haber ganado en el juego. No podía imaginar por
qué no era así.

Maca se levantó y se encaminó hacia las hermanas, que estaban sentadas en el sofá de satén
rayado, junto a la chimenea, pero se detuvo cuando Antonio la llamó.

A: ¿Parientes? - le preguntó el viejo, que acababa de dejar a Esther y observaba interesado una hilera de
fotografías agrupadas en la pared, daguerrotipos de hombres con chaqué y chistera, mujeres con faldas
abombadas y parasoles, todas ellas con el color sepia de la edad.

Maca miró una vez a Esther, la cual sonreía a Vero, y luego a Antonio. El hombre estaba
claramente interesado y Maca respondió:

M. La verdad es que he visto estas fotos cientos de veces, pero todavía no sé quiénes son. Deberías
preguntárselo a mi padre.

P: ¿De qué se trata? - preguntó, que se había acercado a ellos.


M: Los esqueletos de la familia. Antonio se interesa por ellos.

Maca respondió a la sombría expresión de su padre con una afable sonrisa. Era una observación
que prometía un intercambio al gusto de Enrique, y poco después éste se reunió también con ellos.

En el otro extremo de la sala, Vero había dejado a Esther sola un momento mientras iba al
pequeño bar. Regresó con dos vasos de licor en la mano y depositó uno en la mesita ante las rodillas de
Esther.

V: Es jerez. Pensé que te apetecería.

E: No, gracias -. Vero se sentó en el borde del sofá, de cara a su hermana.

V: Tómalo. Te hará bien.

E: Vero - dijo apretando los labios -. No necesito nada -. Excepto otra vida, pensó, ser otra persona. Cerró
un momento los ojos y, al abrirlos de nuevo, dirigió a Vero una sonrisa fatigada -. Perdona, no quería ser
tan brusca.

Vero se mordía el labio, haciendo cuanto podía por parecer culpable, inquieta, las manos aferradas
a las rodillas.

V: Esther, tenía que decir esas cosas. Compréndelo... -. Su hermana le tocó el brazo, como para mitigar su
inquietud.

E: No te preocupes. Ya lo sé, Vero.

Pensó que habría hecho lo mismo por ella..., habría tenido que hacerlo, porque eran sinceras la una
con la otra, y sin sinceridad una relación no podía tener significado, no podía mantener su integridad.
Sinceridad. De repente odió esa palabra, un concepto al que había tratado de atenerse durante toda su
vida.

E: No te preocupes - repitió.

V: No, Esther, ¿cómo no voy a preocuparme? Te he lastimado. Pero tenía que decirte lo que siento acerca
de ti y Maca, lo que veo ahora que he pasado algún tiempo con vosotras. No puedo soportar la idea de
que sufras, y me temo... - Hizo una pausa y prosiguió resueltamente -. Esther, no sentiría esto si Maca no
fuera la clase de mujer que es, tan... bueno, tan diferente de ti. No puedes ignorar el hecho de que las
apariencias constituyen siempre un problema para una Wilson. Con la aparente hostilidad de su familia
hacia ti y tras el embarazoso incidente de esta mañana, yo... Bueno, tenía que hablar contigo. Eso es todo.

E: Lo sé - dijo de nuevo.

Aquella tarde habían hablado durante largo tiempo. Tras un comienzo vacilante, Vero había hecho
lo que se creía obligada a hacer, expresando pensamientos acerca de su futuro con Maca que no eran más
que aquello que la propia Esther había sabido desde el principio. Aquel conocimiento desde el exterior de
sus incapacidades la había herido, y en especial por el doloroso detalle con que su hermana lo había
planteado. Hizo algún esfuerzo por objetar, pero sólo fue simbólico. Las verdades irrefutables no podían
negarse, y ahora, gracias a la visión de alguien que tenía la objetividad de la distancia emocional, y con lo
desalentador que había sido el último día y medio, aquellas verdades pesaban mucho más que antes.

Vero la evaluó críticamente. Satisfecha al fin con el efecto conseguido, continuó:


V: Esther, he dicho lo que tenía que decir, pero eso no significa que no pueda decirse nada más al
respecto. Tal vez en nuestros esfuerzos por ser tan objetivas, ambas somos demasiado pesimistas -. Su
tono se hizo alegre, como si intentara creer en su razonamiento -. Tal vez exageramos demasiado los
problemas. Hemos hablado de ellos, sabemos que están ahí, pero eso no significa que no existan
soluciones -. Tocó el brazo de Esther y añadió -. Siempre hay formas de hacerlo, y tú deberías saberlo
mejor que nadie. Esta situación va a requerir un poco más de esfuerzo, pero nada más. Tienes que
esforzarte más en el empeño, querida.

Esther le dirigió otra sonrisa fatigada, agradecida por dejar al fin aquel tema. Ya no podía pensar
más que en él, y se aferró a la esperanza de que, con la luz de un nuevo día, incluso habría una forma de
creer en lo que Vero acababa de decir. La frágil esperanza se hizo algo más fuerte, por su necesidad de
que así fuera. ¿Que se esforzara más? Vero jamás podría comprender con exactitud lo que eso significaba,
pero hacía mucho que Esther la había perdonado, a ella y al resto del mundo por sus inexactitudes. No
había nadie que se esforzara más que ella, en todo momento de su vida consciente. A veces se esforzaba
tanto que quería ponerse a gritar y seguir gritando hasta que sus ecos hubieran dado la vuelta a la tierra.
De repente comprendió que se compadecía a sí misma y ahogó aquellos pensamientos. Como tantas otras
cosas, la lástima por sí misma no tenía lugar en su vida.

Al cabo de un momento notó que Vero se levantaba y pasaba ante ella. Pudo oír movimientos
cerca de la repisa de la chimenea, y poco después Vero regresó y se sentó de nuevo a su lado.

V: Hablemos de cosas menos serias - le dijo alegremente -. Quiero mostrarte algo. Toma -. Depositó un
objeto en las manos de Esther, y entonces se recostó en el mullido respaldo del sofá, complacida por su
repentina inspiración -. ¿Recuerdas el juego al que solíamos jugar de niñas? «Toca y ve», le llamabas
siempre. Pues bien, dime qué es -. Se cruzó de brazos, señalando con una mano el objeto -. Vamos, ¿qué
crees que es?

Esther mantuvo en sus labios una leve sonrisa. Reconocía demasiado bien el tono de Vero. Ella
misma lo utilizaba casi a diario con sus alumnos. Significaba: «Anímate, que vamos a hacer algo
divertido». Se preguntó vagamente si cuando ella lo usaba también parecería tan condescendiente y
pagada de sí misma, y decidió que la próxima vez escucharía con cuidado, para poder cambiar su tono si
ése era el caso. Sin embargo, a pesar de su ligera irritación por lo que hacía Vero, sabía que ésta sólo
pretendía ayudarla. Muy bien; le seguiría la corriente. No tenía más opción que hacerlo o seguir sentada
allí, sumida en su abatimiento. Se sintió mejor por la absurda imagen mental que cruzó por su cabeza y
suspiró.

E: De acuerdo -. Se arrellanó en el sofá y pasó ligeramente los dedos por el objeto alargado, tocándolo por
todos los lados. Al cabo de un momento ladeó la cabeza y dio la respuesta requerida -. Es un gato.

V: Un leopardo -. La voz de Vero tenía un tono de respeto mientras miraba la exquisita antigüedad en las
manos de Esther -. Es precioso, y quería que lo vieras, que tuvieras la oportunidad de tocarlo. Es de
Meissen, y no tiene precio. Ha pertenecido a la familia de Rosario durante generaciones, y es probable
que su sitio sea algún museo...

E: ¿Cógelo? - no había querido que su voz sonara tan estridente, pero no pudo evitarlo. Una vez más se
había apoderado de ella una inquietud irracional, y ya en un tono más normal añadió -. Vero, por favor.
Cógelo y ponlo de nuevo donde estaba -. Vero tenía los ojos muy abiertos y brillantes.

V: Por Dios, Esther. No te preocupes tanto. Tendió las manos para recoger la figura.

En su nerviosismo, Esther había depositado el leopardo en ambas manos, los dedos curvados
protectoramente a su alrededor. Vero lo levantó de sus manos, pero en el mismo momento en que lo hacía,
empujó a propósito con la rodilla el vaso intocado de jerez que estaba sobre la mesa, ante ellas,
volcándolo y vertiendo su contenido. Se agitó, como si estuviera sorprendida, y soltó el leopardo
abruptamente, devolviéndoselo a Esther.

Esta no estaba en absoluto preparada. Cuando desapareció la presión del objeto, la maestra se
relajó y empezó a bajar las manos. De repente, el leopardo estaba de nuevo allí, y en la pequeña confusión
producida por el juramento que musitó Vero y los movimientos espasmódicos hacia el vaso, Esther trató
de sujetar el objeto, manoseándolo, casi haciendo juegos de manos con él, sabiendo en aquellos
momentos de desesperación cuál era el auténtico sabor del miedo. Se derramó totalmente sobre ella al
cabo de un momento, como una ola al romperse, pues no pudo retener al leopardo y éste, finalmente, se
deslizó de sus manos.

Instantes después se estrelló contra los ladrillos que formaban un ancho borde alrededor de la
chimenea, haciéndose añicos. El ruido fue tan terrible como el grito simultáneo de Rosario desde el
umbral.

R: ¿Dios mío, ha roto el leopardo!

Maca giró sobre sus talones. Su mirada sorprendida se fijó primero en su madre, cuyo rostro
estaba contorsionado por el horror, y luego en las dos hermanas, ambas en pie por entonces. Vero se había
llevado una mano a la boca, mientras miraba hacia los ladrillos. La de Esther se aferraba a la base de la
garganta, como si estuviera impidiendo la salida de algún grito de angustia. Maca cruzó la estancia casi a
la carrera, seguida por los demás, que rodearon a las dos mujeres. Rosario estaba aún demasiado
conmocionada para moverse.

M: ¡Oh, Dios mío! - exclamó consternada cuando vio lo ocurrido.

No miraba los fragmentos del leopardo desparramados sobre los ladrillos rojos, sino a Esther. Esta
estaba pálida como la cera, y ella temió que pudiera sufrir un desmayo en cualquier momento. Tendió las
manos hacia ella y dio un paso para rodear la mesita de centro. En aquel instante estalló Rosario.

R: ¡No tienes remedio!

A través de la confusión de voces en la sala, la de aquella mujer era como el siseo de una víbora
que se imponía a todas las demás. Maca detuvo su movimiento poco antes de llegar a Esther, y se volvió,
con una expresión de incredulidad.

M: ¡Madre!

La mujer permanecía enmarcada en la ancha arcada, una delgada figura vestida de gris, las venas
del cuello sobresalientes y claramente visibles incluso a distancia. Al fin se movió y empezó a acercarse
con lentitud, sus ojos como dos estanques de veneno que mantenía clavados en Esther.

R: No has hecho más que desorganizar esta casa desde que has llegado aquí, no has hecho más que
barbaridades, ¡y ahora eso! - Alzó el mentón mientras señalaba con gesto espasmódico el leopardo. Maca
la miraba de hito en hito.

M: ¡Cállate! - le gritó.

Rosario no estaba dispuesta a hacerlo, y entonces se volvió hacia ella, deteniéndose cerca de la
mesita de centro con su charco de jerez y la escena de destrucción más allá. Al lado de Maca era una
figura diminuta, pero su furia violenta la agigantaba.
R: ¡Esta mujer es un desastre! ¡Un completo desastre! Para nosotros, para ti, para ella misma -. Ante esta
injuria, Maca apenas pudo encontrar su voz.

M: Te lo advierto, madre, si no pones fin de inmediato...

R: ¡No te atrevas a decirme lo que he de hacer! - le espetó con una ira incontrolable -. Esta es mi casa,
¿me oyes? ¡No vas a decirme lo que he de hacer o decir en mi propia casa! - Dio una patada a la
alfombra, con la acumulación de emoción reprimida de toda una vida -. Toda tu vida, Maca, toda tu vida
has sido difícil, has sido una cruz, haciendo sólo lo contrario de lo que tu padre y yo queríamos o
esperábamos. El ha aguantado tu incurable irresponsabilidad y yo tus insultos. ¿De eso se trata entonces?
¿Es éste tu insulto definitivo? ¿Traer a esta criatura deficiente a mi casa para que pueda ofendernos a
todos actuando como una niña mal educada en la mesa, y luego destruir las cosas que han pertenecido a
mi familia durante casi un siglo? Y te propones casarte con ella, para que pueda continuar viniendo aquí y
andar a trompicones hasta que no quede nada en pie y todos estemos humillados? - Sus ojos estaban ahora
vidriosos -. Pues bien, ¡no lo consentiré!

M: ¡Entonces vete derecha al infierno, que es el lugar que te corresponde! - rugió.

R: ¿Cómo te atreves a maldecirme?

M: ¿Que cómo me atrevo a maldecirte? ¡Dios mío! - cerró los ojos, lleno de rabia impotente. Cuando los
abrió de nuevo, reflejaban un odio que nunca había reconocido tan abiertamente, ni siquiera en su interior
-. ¡No es Esther la que no tiene remedio, sino tú!

El violento intercambio había dejado asombrados y mudos a quienes les rodeaban. Incluso Pedro,
el cual podría haber entendido que no era conveniente ir tan lejos. Vero las miraba con los labios
separados, Esther todavía a su lado. Rosario y Maca no reparaban en ellos, tan furiosa era la tormenta de
sus emociones. La mujer apretaba tanto los labios que habían perdido el color.

R: ¿Qué pretendes hacer acerca de esto?

M: ¿Hacer? - replicó en tono gélido -. No hay nada que hacer. Estás envenenada sin remedio por tus
propios malignos prejuicios, una araña prisionera para siempre en su propia tela, en esta mezquina y
trivial existencia que llevas. ¡Aquí entre los preciosos objetos de tu herencia! - Su mano abarcó la
estancia en un solo movimiento.

R: ¡Por los que al parecer no tienes consideración! - se acercó un paso, el mentón alzado desdeñosamente
-. No respetas nada que tenga gracia y elegancia. Nunca lo has hecho. Y ahora prefieres una vida de
desastres constantes y errores con esta mujer en vez de casarte con aquella para la que has nacido. No
debería haber esperado nada más de ti. ¡Debí saber que algún día me avergonzaría de llamarte hija mía!

M: ¡Tanto como me avergüenzo yo de serlo!

Esther permanecía inmóvil ante el sofá, los labios apretados, las uñas clavadas en los brazos con
los que se rodeaba el cuerpo. Cada una de aquellas palabras era como un hierro al rojo blanco lanzado
contra ella, que atravesaba su corazón y su mente. Pero no dijo ni hizo nada. No podía. El mundo y la
vida parecían haberse detenido para ella, tan inmóvil permanecía bajo aquella diatriba, y sólo se
estremeció visiblemente una vez, cerró los ojos, ante la voz implacable de Rosario y las brutales
crueldades que pronunciaba. Finalmente sintió el calor de una mano en su brazo, la mano de Antonio.
Protectoramente, deslizó un brazo sobre sus hombros, hablándole cerca del oído.
A: Vamos, pequeña - le dijo, con la voz un poco entrecortada -. No tienes que seguir aquí y escuchar eso.
Vamos. Ven conmigo.

Ella se preguntó si las piernas se le habían vuelto de piedra cuando dejó que él la hiciera volverse.
Apenas podía moverlas. Entonces le cogió del brazo y los dos salieron en silencio de la habitación. El
furibundo intercambio continuó tras ella, y su marcha pasó desapercibida. Lo último que oyó al pasar bajo
la arcada del vestíbulo fue la profunda voz de Maca elevada una vez más, recriminadora:

M: Has sido una madre tan inadecuada como tú crees que he sido una hija! -. Esther cerró los ojos y
hundió las uñas en el brazo de Antonio.

El viejo se detuvo al pie de la ancha escalera. Sus ojos estaban llenos de dolor mientras miraba su
expresión helada, pero le habló con sosiego.

A: Cógete de la barandilla y sujeta mi brazo con la otra mano.

Ella obedeció y empezaron a subir. Antonio observó el esbelto cuerpo erguido con tanta dignidad,
el mentón alzado, mientras subía la escalera, con cuidado pero también con seguridad. Entonces casi
estuvo a punto de estallar su propia cólera, que abajo había retenido sólo con el mayor esfuerzo. ¿Qué
sabían de ella, ninguno de ellos, excepto Maca? Habló en un tono que tenía el temblor de la emoción
contenida.

A: No hagas caso, pequeña. No debes escuchar a esa gente. No eres tú el problema, sino ellos.

«No, Antonio, no soy yo», respondió ella en silencio mientras seguía subiendo los escalones,
deslizando la mano por la barandilla a cada paso. «Pero es por mi causa. Por mí, esa madre y su hija se
están atacando como leones enfurecidos. Por mí se ha perdido algo irremplazable para siempre. Y aunque
Maca me quiere, por ser quien soy tendría que vivir rodeada de horror. Oh, Dios mío.»

Al fin llegaron al rellano y ascendieron los últimos escalones hasta el pasillo. Y fue allí, en el
último escalón, cuando le llegó a Esther la voz aterciopelada de Vero, como si repicara proféticamente en
el alto y ancho corredor.

V: Esto requerirá un poco más de esfuerzo, pero nada más. Tienes que seguir intentándolo, Esther.

La maestra se detuvo un momento junto al helecho en lo alto de los escalones, casi como si
estuviera escuchando los últimos ecos de la voz cadenciosa que se desvanecían. Y entonces alzó la
barbilla y, del brazo de Antonio, avanzó con convicción por el pasillo. No iba a intentar nada más.

La maestra se detuvo un momento junto al helecho en lo alto de los escalones, casi como si estuviera
escuchando los últimos ecos de la voz cadenciosa que se desvanecían. Y entonces alzó la barbilla y, del
brazo de Antonio, avanzó con convicción por el pasillo. No iba a intentar nada más.

El enfrentamiento de Maca y Rosario continuaba en la sala de estar. Los demás se habían


dispersado, pero parecían incapaces de marcharse. Maca se pasó una mano por el cabello, presa de súbita
fatiga, y bajo la cabeza. Sólo quedaban en ellos rescoldos de la ira y al cabo de un momento alzó la vista
hacia su madre

M: Gracia y elegancia - dijo con voz apagada -. Desconoces el significado de esas palabras. Esther es toda
gracia y elegancia, y siento de veras por ti que jamás llegaras a comprender que…
R: Lo que comprendo son las cosas que he visto hoy - replicó, inflexible -. Lo que ella ha...

M: Han sido sólo accidentes. ¡Accidentes!

La ira llameó un momento, pero remitió en seguida. No servía de nada. De repente, Maca sólo
deseó salir de allí, coger a la maestra y alejarse de aquella gente lo antes posible. Era un deseo tan fuerte,
que se volvió hacia Esther, pero el lugar donde había estado poco antes, junto al sofá de satén, estaba
vacío.

P: Salió con Antonio - dijo -. Supongo que han ido arriba.

Lo dijo sin la menor emoción, la mirada casi involuntariamente fija en la chimenea y los restos del
leopardo esparcidos allí, el ceño fruncido. Maca no sentía el menor deseo de analizar el aspecto de su
padre. Sólo podía pensar en ir en busca de la maestra, y se volvió hacia la amplia arcada del vestíbulo.
Vero estaba allí, una mano esbelta apoyada en el marco, su cuerpo silueteado contra la penumbra del
vestíbulo. Estaba serena, contenida. Y sus ojos reflejaban una inequívoca expresión de triunfo.

Maca lo comprendió de repente. Se la quedó mirando un momento, inexpresiva, al tiempo que las
sospechas aumentaban.

M: Accidentes, sólo accidentes - repitió.

Cuando al fin llegó la comprensión, fue tan rápida e incontrovertible que casi le hizo tambalearse.
Su intención de ir en busca de Esther cambió por completo. De todos modos, el daño ya había sido hecho,
y unos pocos minutos más, toda una vida, quizá, ya no importaban. Su voz sonó al fin transmitiendo una
clara convicción.

M: Has sido tú.

Ella se dijo que debería haberse marchado en cuanto Esther salió silenciosamente con Antonio. La
cólera de aquella mujer era paralizante; se había apoderado otra vez de ella, aunque con una calidad
distinta a la ocasión anterior, más oscura, más amenazante. Vero no se molestó en replicarle, o no pudo
hacerlo. No importaba. Los pensamientos de Maca giraban como las ruedecillas del pequeño tren bajo el
árbol, encajando la vaga imagen hasta tenerla del todo clara.

M: Has sido tú - repitió, la mirada fija en Vero -. Debí haberlo sabido, debí darme cuenta. Esther no
comete esa clase de errores. Es necesaria la ayuda de alguien, uno de nosotros que tenga sus facultades
intactas, ¡y eres tú! - Cerró un momento los ojos, visualizando la mesa del desayuno, y los abrió de nuevo
-. Tú cambiaste los vasos esta mañana. Qué conveniente te ha sido que mi madre sea una fanática de las
buenas maneras en la mesa. Las dos estabais solas cuando bajé, otra deliciosa coincidencia, ¡y tú habías
cambiado los malditos vasos! -. Dominó su rabia y prosiguió en un tono más frío -. Y esta tarde las dos
estabais solas en el sofá. Te vi entrar, pero en vez de reunirme con Esther, como debería haber hecho, dejé
que Antonio me entretuviera. Ninguno de nosotros estaba prestando atención. Y lo hiciste de nuevo,
dejaste caer la figura, ¿verdad? ¡Oh, no! Hiciste algo más inteligente: dársela a Esther de modo que la
dejara caer. Es así, ¿no es cierto, Verónica?

Ella parpadeó una vez. Su silencio mientras permanecía erguida altivamente en el umbral era
irritante, nada más. Maca asintió, confirmando sus propias suposiciones.

M: Sí, eso es exactamente lo que hiciste. En ambas ocasiones pusiste los medios para que Esther
cometiera esos errores, y lo único que me falta es comprender por qué -. Ella seguía sin decir nada, pero
al final enarcó las cejas lentamente, con una expresión de patente aburrimiento -. Eres una zorra - dijo -.
Tú lo has amañado todo; eso es evidente. Lo dispusiste para que diera una mala impresión... a personas
que son incapaces de ver. Pero, ¿por qué? ¿Qué te impulsó a hacerlo? -. Volvió a fruncir el ceño. La
inspiración tardó un largo momento en acudir pero al fin lo hizo; recordó el intento de seducción aquel
día en el establo -. ¿Por mí? ¿Ha sido para retenerme de alguna manera? -. La miró con expresión de
incredulidad -. Creí haberte dejado claro una vez que no quería tener nada que ver contigo -. Vero replicó
entonces.

V: No seas tan engreída, Maca. No estoy interesada por ti ni lo más mínimo. Creo que te das cuenta de
que Esther es una carga demasiado pesada para ti. Eso es todo. Esa es una de sus mayores
preocupaciones, ¿sabes? Y está en lo cierto -. La empresaria se quedó perpleja.

M: ¿De qué diablos estás hablando?

Verónica echó la cabeza atrás y su risa resonó en la habitación. Aquella situación le encantaba: ver
a Maca tan desconcertada. Entonces se apartó del umbral y fue a sentarse en el brazo de un sillón.

V: Las apariencias, Maca, entre otras cosas -. Miró brevemente a Enrique, sentado cerca, con una
expresión inescrutable. Le observó un momento y luego se volvió hacia la empresaria -. Ella no puede
mantener las apariencias. ¿No has oído a tu madre? Es una vergüenza para tu familia, para ti, un desastre,
aunque creo que Rosario ha ido un poco lejos al decir que también lo es para ella misma. Esther siempre
ha tenido una maravillosa capacidad de ser ecuánime. Es muy justa consigo misma; sabe cómo son las
cosas. Y también quiere ser justa contigo, Maca.

Retazos de diversas escenas cruzaban por la mente de Maca. Esther en la mesa del desayuno con
Vero, deprimida cuando no debería haberlo estado. Esther entrando en la sala de estar aquella tarde, del
brazo de Vero, y otra vez con un aspecto sin duda alicaído. Su cólera casi estalló de nuevo, pero la
contuvo con un gran esfuerzo.

M: Has jugado con sus temores, ¿verdad? Susurrándole cosas al oído, haciendo aflorar de nuevo todas sus
dudas. ¡Dios mío! ¿Cómo has sabido todo eso? ¡Claro! Esther te lo dijo, ¿verdad? En una de vuestras
amigables charlas. Esther se abrió a ti, te contó sus más profundos secretos, sabiendo que la
comprenderías, que simpatizarías con ella. Así pues, has amañado todo esto para convencerla de que es
una carga para mí. Le has hablado de las apariencias, de lo que «está bien». Has despertado todas sus
preocupaciones para que esos pequeños accidentes hicieran el resto -. Se apartó de ella, cerrando los ojos
un momento mientras todo pasaba de nuevo por su mente. Era realmente increíble lo que le había hecho
sufrir a Esther. Y volvió a sentirse perpleja -. Pero, ¿por qué? ¿Con qué finalidad? -. Finalmente
comprendió -. ¿Para qué me abandonara? ¡Maldita sea, Verónica! ¿Qué ganas tú con eso?

Ella cometió el error de dirigir una rápida mirada a Pedro. Maca lo observó y comprendió en
seguida. Se volvió muy lentamente hacia su padre, la mirada fría como el acero.

M: Tú has organizado esto -. Pedro parecía incapaz de sostener la mirada de su hija, y bajó la vista hacia
la alfombra -. Respóndeme, ¡maldita sea! ¿Lo has preparado tú? -. Su respiración se había vuelto
entrecortada mientras aguardaba, pero ya conocía la respuesta. Hubo un leve rastro de alguna emoción en
los ojos de Pedro cuando finalmente la miró, pero habló con aplomo.

P: No tengo nada que ver.., con lo que le ha ocurrido a Esther. No, yo... -. Hizo una pausa y alzó el
mentón; nunca había huido de una confrontación en su vida y no iba a hacerlo ahora. De todos modos,
probablemente había perdido a su hija -. Pero es como deseaba, que tú y Esther terminarais vuestra
relación. Ya lo sabes.

M: No, tú no has sido el causante directo, pero lo pusiste todo en marcha - dijo con repugnancia.
Siguió mirando a su padre y, de repente, la ira desapareció de su rostro al darse cuenta de que, de
algún modo, toda la familia estaba implicada. Cada uno tenía algo que ver con las crueldades que se
habían perpetrado en el curso del día. Y estaba asombrada, aturdida. Miró de nuevo a su padre y luego a
Enrique, cómodamente sentado no lejos de ella, y pensó en su madre, que estaría en algún lugar de la
casa, y la expresión de cólera cedió el paso a otra de intenso dolor.

M: No puedo creerlo – dijo -. Todos participáis en esto, ¿verdad? No sé exactamente por qué, pero así es.
Y para realizar vuestros fines y designios, cualesquiera que sean, habéis tratado de romper la relación
entre dos personas que se quieren más qué a nada en el mundo, que sólo desean estar juntas. ¿No os duele
eso? ¡Decid!

Aguardó, pero no obtuvo respuesta ni de Pedro ni de Enrique. Maca se pasó una mano con fatiga
por el cabello, y su cólera brotó de nuevo. Se volvió hacia Verónica. Ella la miraba fríamente. La
empresaria la contempló un momento, con verdadero odio, y se le acercó.

M: Así que mi padre te puso en movimiento. No sé si sabía exactamente lo que estaba haciendo -. Alzó un
poco la voz para asegurarse de que su padre podía oírle -. Pero aún no veo lo que puedes conseguir a
cambio de todo esto, Verónica. ¿Dinero? Sí, eso debe de ser. Eso es lo único en el mundo que puede
ofrecer. Y creo que el tuyo se te ha terminado. Por eso volviste a casa, ¿verdad? Yo pagué las facturas de
tu ropa, ¿sabes?

Recordó el rostro de Esther cuando al fin cedió y le entregó el montón de papeles, la misteriosa
sonrisa que le había dirigido. Lo comprendió cuando revisó las facturas, procedentes de tres tiendas que la
maestra no frecuentaba y por cantidades que no gastaba. Le dijo que Vero esperaba una transferencia de
fondos y que le devolvería el dinero. Maca rió fríamente al recordar aquello.

M: Esther cree que vas a devolverle el dinero. Es gracioso, ¿verdad, Vero? Y debes de tener hábitos
costosos para haber gastado tu fortuna con tanta rapidez. ¿Cuáles son? ¿Los revisamos un momento? -.
Ella no replicó y Maca se encogió de hombros -. Tienes razón. No podría importarme menos. Pero no
entiendo una cosa. Si estabas en una situación económica tan apurada, ¿por qué no te prostituiste? Estoy
segura de que lo sabes hacer muy bien. O podrías haberlo intentado.

V: Vete al infierno - respondió ella con voz ronca, y se volvió dispuesta a marcharse.

Aquello sulfuró a Maca y le hizo perder el dominio de sí misma. Cruzó la sala, tomó a la mujer
por un brazo y la obligó a volverse. Era la primera vez que se encontraba ante una persona poseída por
una ira semejante.

M: Oh, no, no vas a irte. No hasta que hablemos de Esther. Ella es el centro real de esta discusión. Le
arrebatas lo que sea con tal de conseguir lo que quieres, ¿verdad? Cualquier cosa. Incluso su vida entera.
No te importa lo mucho que la hieras, mientras consigas lo que deseas. Tú la privaste de la visión. ¿No
era eso suficiente? Vamos, Verónica. Digámoslo todo..., lo que sientes exactamente por tu hermana.
Quiero saberlo. ¿Qué sentiste al verla caer por la barandilla hace veinte años? ¿Te produjo una agradable
sensación?

Pedro y Enrique, que habían estado escuchando y observando con cierto asombro, vieron ahora
una sombra de temor en la expresión de Vero, mientras Maca seguía sujetándola por el brazo. A Enrique
le sorprendió descubrir que aquello le satisfacía.

Vero se liberó del brazo de Maca y se alisó el vestido. La sombra de miedo había desaparecido de
sus ojos, y le dirigió una mirada maligna antes de volverse de nuevo para seguir su camino. Maca estaba a
punto de perder todo su dominio. Lo sabía, pero ya no podía hacer nada por evitarlo. Cogió a Vero por los
hombros y la hizo girar en redondo.

M: ¡Dímelo, Verónica! ¡Quiero saberlo! ¿Qué sentiste?

Esta vez ella se liberó de un tirón, al instante. La miró fijamente sintiendo que las punzadas de
dolor empezaban a latir en sus sienes, y alzó el mentón con brusquedad. Muy bien. Si estaba tan
empeñada en saber, se lo diría. Se lo diría a todo el mundo, porque ya no importaba. Ella ya había ganado.

V: ¿Qué sentí? - dijo fríamente -. Nada. No me importó, ¿comprendes? - De súbito una expresión sombría
veló su rostro -. ¡Esther, Esther! Qué popular era la pequeña Esther; tanto como lo es ahora, excepto aquí,
en esta sala. Pues bien, ¡ya es hora de que las cosas dejen de ser tan estupendas para ella!

Maca la abofeteó, haciendo que se tambaleara contra el marco de la puerta. La violencia de su


reacción la sorprendió incluso a ella misma, pero no lo demostró.

M: Pagarás por eso, Verónica - le dijo en un tono glacial -. Pagarás por eso y todas las demás cosas que le
has hecho a Esther. Y no le harás nada más. Te lo prometo.

Vero se había recuperado, incluso del aturdimiento producido por el castigo físico. Después de
todo, ella era la que dominaba la situación, y al pensar en ello, el sordo dolor en las sienes se desvaneció.
Miró a la empresaria directamente, apartando la mano de la mejilla que le escocía.

V: No, no soy yo quién pagará, sino tú. Vosotras dos, que pasaréis la vida en vuestro propio infierno
privado. El infierno de la soledad. Yo me encargaré de ello, y puedo hacerlo -. La miró con firmeza, una
leve sonrisa en los labios -. Ya me has dicho una vez que no podías hacerle comprender, y créeme, eso lo
sé mejor de lo que tú lo sabrás jamás -. Maca había recuperado el control de sí misma.

M: Has olvidado una cosa, Verónica. En tus esfuerzos para realizar esta faena para mi padre, has olvidado
una cosa. Esther sabe muy bien que me tienen sin cuidado las apariencias y todas esas cosas. Esther sabe
que la quiero tal como es.

V: Muy bien, entonces no tienes nada de qué preocuparte, ¿verdad? - dijo en voz baja. Se volvió y salió
de la estancia.

Maca permaneció con una mano aferrada al borde del marco, y su mirada siguió la lenta ascensión
de Vero por la escalera. Cuando desapareció en el rellano, notó una mano en su hombro. No se volvió. Era
Pedro. La máscara de su rostro había desaparecido para revelar a un hombre realmente turbado.

P: Maca, no tenía idea... No me había dado cuenta de como es... - Hizo una pausa, mirando
involuntariamente los fragmentos del leopardo, y se volvió hacia su hija -. No comprendí lo que iba a
poner en marcha, lo que haría...

M: Jamás comprenderás lo que has hecho - dijo sin tono, y siguió mirando la escalera desierta.

P: Maca...

M: ¡Déjame en paz!

Se apartó bruscamente de aquel hombre al que no podía seguir mirando y regresó a la sala de
estar. La recorrió con la mirada, hasta que vio el árbol navideño y el pequeño objeto colocado entre los
demás regalos: una mujer a lomos de un bello caballo blanco.
Y por primera vez en su vida sintió un temor que le llegaba a lo más profundo de su ser.

Y por primera vez en su vida sintió un temor que le llegaba a lo más profundo de su ser.

A: Esta noche regresaremos a casa, pequeña.

Antonio estaba sentado al lado de la maestra, en la cama que ocupó la ocasión anterior, cuando
visitó por primera vez aquella casa. Tomó una de las manos que descansaban sobre el regazo y la apretó
entre las suyas.

Esther alzó la cabeza. Sus gafas con montura metálica estaban junto a la lámpara de la mesilla de
noche, y cuando al fin habló, por primera vez, lo hizo con serenidad.

E: Sí, Antonio, supongo que esta noche nos iremos.

Aquel tono de resolución conmovió al anciano. Nada de gritos ni liberación del dolor que sentía,
sino tan sólo el reconocimiento de lo que era inevitable. Habían permanecido allí, inmóviles como dos
estatuas, durante un buen rato. El no había dicho nada más desde su acalorada objeción en la escalera,
esperando a que ella tomara la iniciativa.

A: No debes aceptar las crueldades de esa mujer. No sabe nada de ti, ¡no sabe nada de nada!

Al oír estas palabras, Esther pareció sentirse impulsada a actuar. Se puso en pie y fue a la ventana.
Palpó los cristales y tocó los pliegues de la gruesa cortina.

E: Antonio, abre las cortinas, ¿quieres? -. Cuando él así lo hizo, le preguntó -. ¿Es muy espesa la nieve? -.
Él la miraba con expresión acongojada.

A: Pequeña...

Ella no pareció oír el tono de súplica. No respondió, como lo habría hecho normalmente, sino que
siguió ante la ventana, y de repente cruzó por su mente un recuerdo que le hizo sonreír.

E: Maca me habló una vez del aspecto que tenía el paisaje desde esta ventana… los árboles, las colinas a
lo lejos. La otra vez que estuvimos aquí... Si me dices qué espesura tiene la nieve, puedo verla.

A Antonio le resultaba difícil seguir aquella charla trivial sobre la nieve, pero sabía que era para
mitigar su dolor. Descorrió la cortina un poco más, y miró por la ventana.

A: Debe de tener unos quince o veinte centímetros de espesor -. La sonrisa de Esther se ensanchó.

E: Entonces es una buena nevada de Navidad, ¿no crees? ¿Veinte centímetros? Nunca debería haber
Navidad sin nieve.

A: ¡Basta, Esther! -. Cerró los ojos y volvió a abrirlos bruscamente, cogiendo su mano que oprimía
ligeramente el frío cristal, y apretándola con tanta fuerza que le hacía daño -. ¡No debes hacer esto!
¡Tienes que superarlo! ¡No dejes que te afecten así las palabras de esa mujer!

Pero no era la crueldad de Rosario y de cuantos eran como ella lo que le afectaba, sino la muerte
del amor. Algo que no podía expresarle a aquel buen amigo porque estaba más allá de lo soportable.
Antonio estaba a punto de decir algo más cuando oyó que la puerta se abría tras ellos. Por un
momento pensó que sería Maca, pero al mirar por encima del hombro descubrió a Vero. Esta permaneció
un instante en el umbral y luego entró en la habitación, cerrando la puerta tras ella.

V: ¡Oh, Esther! - exclamó en tono desolado, y se acercó a su hermana.

Antonio alzó la barbilla y la miró con hostilidad. Si no hubiera tenido la ayuda de Maca para
comprender la complicidad de Vero en los acontecimientos del día, podría haberlo deducido por sí mismo.
Había hecho demasiadas observaciones a lo largo de los años, y no podía sentir de otro modo.

A: No necesita tu compasión - le dijo fríamente -, si es eso lo que pretendes.

Vero le dirigió una mirada calculadora, mientras posaba una mano en el hombro de su hermana.

V: Quiero estar a solas con mi hermana - dijo en tono neutro.

A: No la dejaré contigo, Verónica...

E: ¡Por favor! - exclamó -. Déjanos solas, te lo ruego. Y dile a Maca que aún no estoy en condiciones de
hablar con ella. Dile... que necesito descansar un poco. No me importa lo que le digas, pero, por favor, no
quiero hablar con ella ahora.

Antonio miró a Vero de hito en hito y luego posó una mano en el hombro de Esther.

A: Si eso es lo que quieres, así será. Estaré abajo si me necesitas -. Vero le vio partir y experimentó una
cierta satisfacción. Entonces dirigió su atención hacia Esther, la cual seguía ante la ventana, las manos
apoyadas en el alféizar. Vero la observó un instante más y luego alzó la mano del hombro de Esther y se
dirigió a la cama, sentándose al pie.

V: ¡Oh, cariño, ha sido terrible! -. La maestra no se volvió. Sólo movió la garganta para tragar saliva.

E: Sí, sí Vero, ha sido terrible. ¿Han terminado? -. Esta última pregunta dejó a Vero perpleja.

V: ¿Cómo dices?

E: Si han dejado ya de pelearse.

La discusión entre Maca y su madre le parecía a Vero algo ya muy lejano. Contempló la espalda
inmóvil de su hermana antes de responder. Aquella calma tremenda no era lo que ella había esperado. No
sabía cuál sería la mejor manera de actuar y optó por seguirle la corriente.

V: Sí. Al final Rosario salió de la sala.

E: ¿Y Maca? - hizo un pequeño movimiento involuntario.

V: Seguía allí… hablando con la familia cuando he subido.

¿Hablando con su familia? No, no hablaba con ellos, sino que combatía, en un duelo a muerte.

E: Y el leopardo es irrecuperable, desde luego.


V: Eso me temo -. Suspiró y se levantó ágilmente de la cama, acercándose a su hermana junto a la
ventana. Apoyó ambas manos en sus hombros -. Se ha terminado, Esther. Es inútil insistir en ello.

E: Sí, se ha terminado - repitió mecánicamente -. No hay necesidad de hablar de ello.

Vero murmuró algo inaudible y miró a su hermana muy de cerca, moviéndose ligeramente más
allá de su hombro derecho para poder verle mejor el rostro.

V: Pero hay otras cosas de las que debemos hablar, Esther, cosas sobre...

E: ¿Maca? - La voz era tranquila, y prosiguió antes de que Vero pudiera decir nada más. Posiblemente
podría lastimarla menos así -. Sí, lo sé. Está muy claro, ¿verdad? No hay ninguna manera de solucionarlo,
por mucho que quisiera intentarlo -. Vero sonrió vagamente.

V: Había esperado que la hubiera, por tu bien. Pero ahora sé que no la hay. Son tantas cosas que...

E: Sí, muchas cosas -. El tono de la maestra era casi cortante -. ¿Vamos a seguir hablando de ellas o ya
hemos insistido lo suficiente en mis defectos, en que no soy más que un desastre?

V: Esther... -. Ante la actitud al parecer suplicante de Vero, Esther meneó la cabeza.

E: No, Vero, no es necesario que pongas más objeciones. Todo es cierto. No hay más «quizás» a los que
pueda aferrarme -. Una sonrisa triste apareció en su rostro -. Oh, qué fácil me resulta verlo, ahora que me
lo han expuesto con claridad.

V: Lo sé - concedió -, ahora sabes con exactitud a qué tendríais que enfrentaros cuando salierais de
vuestro medio para relacionaros con otros, lo duro que sería para ambas. La gente que te rodea no siempre
va a estar tan dispuesta a aceptar. Las apariencias serán obstáculos tremendos.

E: Sí, las apariencias.

Esther alzó ligeramente el mentón. Aquello era algo que había criticado toda su vida; no tenía
nada que ver con lo que uno era como persona. Sin embargo, no podía negar que era algo que importaba a
mucha gente. Y por mucho que quisiera denigrar a los Wilson por su forma de ser, no podía hacerlo,
porque en el fondo sabía que su actitud no era infrecuente. Más codiciosos, quizá, y menos inclinados a
ocultar sus prejuicios bajo un barniz de buenas maneras, pero era comprensible que les afligiera el hecho
de que su hija pudiera casarse con una mujer que tenía una tara física irrevocable. Este escueto
pensamiento le hizo apretar los labios con fuerza.

E: Sí, Vero - dijo al cabo de un momento -. Las apariencias constituyen un problema para algunas
personas, pero no para Maca. Eso a ella no le preocupa.

Ante el desvío inminente de la senda apropiada, Vero continuó rápidamente:

V: No, pero a su familia sí que le importan -. Suspiró lánguidamente y añadió -. Ojalá el amor pudiera
existir en un vacío. Entonces nada de esto importaría, las reacciones de los demás no tendrían ninguna
importancia. Pero no puede ser. Y los sentimientos de la familia de Maca no pueden dejarse de lado.

E: Quizá -. Se pasó una mano por la frente -. No me había dado cuenta de que sus sentimientos eran tan
fuertes, de que Rosario... - Tuvo que interrumpirse un momento y hacer acopio de fuerzas para superar el
recuerdo del doloroso oprobio que acababa de sufrir -. No sabía que se oponían a mí con tanta violencia.
De lo contrario, no habría venido. Y, desde luego, no habría insistido tanto en celebrar así la Navidad.
V: Sí, Esther, no les ha gustado - dijo desde el otro extremo de la habitación, donde se había apoyado en
el escritorio, los brazos cruzados. Prosiguió implacable -. Les estuve observando mientras adornabas el
árbol, y hoy con los regalos. Era… bueno... -Hizo una pausa a propósito -. Te odian, Esther.

E: Lo sé - susurró -, y yo sólo pretendía darles algo que siempre ha significado mucho para mí. Creí que
podría, pero me equivocaba.

Breves recuerdos de todas aquellas otras Navidades cruzaron por su mente. Tantos recuerdos. A
veces parecían ser lo único que tenía, un recordatorio más de quién era y de lo que no era.

V: No, y mientras las dos estéis juntas, Maca se verá obligada a soportar esas violentas escenas con ellos.

Esther se limitó a asentir con la cabeza y no expresó la esperanza que siempre había abrigado de
que la brecha entre ellos pudiera arreglarse de algún modo. Esa esperanza se había extinguido en la sala.
Vero aguardo un momento y luego prosiguió:

V: Esther, me duele tanto como a ti tener que reconocer que todas estas cosas son irrevocables, pero así es
la realidad. Y ante todo esto, aunque Maca te quiera ahora y pueda superar los obstáculos...

E: ¿Cuánto tiempo podría seguir siendo así? - finalizó por ella, como Vero había sabido que haría.

V: Exactamente, cariño. Como ambas sabemos, ése es el verdadero problema.

E: Sí - dijo y prosiguió, como debía hacerlo -. ¿Cuánto tiempo antes de que su amor empiece a
erosionarse tras muchos años de dificultad, demasiadas caídas e inexplicables accidentes que
desorganizan el mundo que la rodea? ¿Cuánto tiempo antes de que se canse de la fricción con todas esas
personas a las que les preocupan las apariencias y que harían de ello un problema? - Tragó saliva y
continuó en tono abatido -. Si fuera otra mujer, con otra clase de vida... Pero Vero, tiene todas las
oportunidades abiertas ante ella. Ha conocido a otras muchas mujeres..., mujeres enteras, y cuando se
haya gastado el ardor de nuestra relación, ella recordará cómo eran -.Hizo una breve pausa. La expresión
de su rostro revelaba una convicción agridulce -. Y ahora puedo ver más claramente que antes lo que
ocurrirá en definitiva. Cuando ya no me ame, sino que se sienta agraviada por mí, cuando la lentitud y los
cuidados que exige mi ceguera empiecen a cansarle, cuando a causa de todo me haya convertido en una
carga para ella… Es posible que los primeros atisbos estén ya ahí, no lo sé. E imagina la sensación de
fracaso que ella tendría si eso sucediera... ¡La culpabilidad! No, Vero. No puedo hacerle eso, o hacérmelo
a mí misma, y ya es hora de que haga lo que debo. Es hora de que la deje libre.

Esther terminó de hablar sin hacer movimiento alguno, sino que se limitó a permanecer ante la
ventana. Vero se apoyaba todavía en el escritorio, donde había estado durante todo el soliloquio,
contemplando a su hermana contra la majestuosa ventana, mientras desgranaba el final de sus sueños.
Sonreía ligeramente. Esther pensaba, sentía, decía todo lo que ella se había propuesto orquestar, y
prácticamente sin esfuerzo por su parte. Era muy gratificante. Se le ocurrió preguntarse cómo reaccionaría
Esther cuando descubriera que Vero iba a casarse con un miembro de aquella familia a la que tan
dolorosamente iba a renunciar, y desechó aquel pensamiento. Ya se enfrentaría a ello cuando llegara el
momento, explicándolo de algún modo. Siempre podía hacerlo. Se apartó del escritorio y fue al lado de la
maestra, cogiéndole la mano.

V: Sé cuánto te hiere todo esto – repitió -, pero tienes razón. Me temo que eso es todo lo que puedes
hacer. Según tú, es por justicia hacia Maca, pero, a mi modo de ver, no haces más que ser justa contigo
misma. No soportaría verte herida como inevitable mente lo estarías cuando ella ya no te quisiera -. Hizo
una pausa adecuada y luego dejó que su tono tuviera un matiz autoritario -. Esther, voy a llevarte a casa,
te alejaré de aquí.
Dejó la mano de su hermana y se alejó un poco, observando con cierto desapego la emoción que
empezaba a reflejarse en el rostro de Esther, como ondas en la superficie de un estanque móvil. No les
prestó atención.

V: Es lo que necesitas, alejarte de esta situación insostenible, apartarte de esta gente que te odia. Y tienes
que romper limpiamente con Maca. Al principio duele más, pero a la larga es más fácil -. Empezó a
hablar con más rapidez mientras se explayaba en lo que ya había previsto -. Debes decírselo esta noche.
Sí, eso es lo mejor. Luego nos marcharemos. No tiene que llevarte ella a casa. Yo haré algún otro arreglo.
Esther, lo mejor que puedes hacer es bajar ahora mismo, mientras hago el equipaje, y decirle...

Se interrumpió de súbito, bastante sorprendida. Esther se había vuelto con brusquedad hacia ella,
y los indicios de emoción se habían convertido en algo reconocible en su rostro, una desesperación
suplicante.

E: En toda mi vida, Vero, en toda mi vida jamás pensé que tendría algo así, no con ninguna mujer, pero
especialmente con una mujer como Maca. Vero, las mujeres como yo no tenemos muchas oportunidades
así. Deseamos, confiamos y soñamos. Vivimos de esos sueños, ¡y morimos con ellos, Vero! - Agachó la
cabeza tras aquella franca admisión, y cuando la alzó de nuevo, su rostro rogaba comprensión -. La
quiero, Vero. La quiero más que a mi propia vida. Me hace vibrar como jamás creí que podría hacerlo,
toca todas las partes de mi ser. Sé lo que podría ocurrir con su vida, pero no puedo. No tengo esa nobleza.

Vero intentaba aflojar la presa de Esther en su brazo. Cuando lo consiguió, retrocedió


malhumorada.

V: Ya hemos hablado de todo eso, Esther. Has visto lo que puede suceder. ¡Es mejor para todos!

El breve acceso de emoción de la maestra había remitido, y seguía de cara a Vero, el ceño fruncido
por la áspera réplica de su hermana. ¿Quiénes eran todos? Ahora estaban hablando de ella, sólo de ella, y
lo que tenía que hacer por su propia felicidad, acertada o erróneamente. Y era Vero, entre todas las
personas, quien debería desear eso para ella y aceptar su decisión final en vez de argumentar en contra.
Estaba perpleja, y se preguntó si Vero habría comprendido.

E: Vero, ahora estoy hablando de lo que es mejor para mí, no para nadie más -. Permaneció un momento
más ante la ventana, y luego regresó a la cama y se sentó -. Y lo mejor para mí es estar con ella. No puedo
dejarla -. Vero la miraba aturdida.

V: ¡Pero debes hacerlo, Esther! Ya te lo he dicho, ¡no puedo soportar que sufras! -. Lo dijo con estridencia
y en seguida corrigió su tono, hablando más suavemente -. Pueden ocurrirte muchas cosas, Esther -. La
breve sonrisa de Vero por la continua vehemencia de su hermana era inquisitiva.

E: Ya sé que no quieres que sufra, pero ¿no te das cuenta? Esto me duele más de lo que puedo soportar. Es
más penoso que todo lo demás, incluso lo que pueda ocurrir en el futuro. Creo que puedes comprenderlo,
¿no? - Hizo una breve pausa, tratando de comprender la desconcertante actitud de Vero -. Se trata de mi
vida -dijo al fin.

Vero se apartó de la ventana y regresó al escritorio, con los hombros rígidos. En el espejo encima
del mueble vio su reflejo y el de Esther al fondo, sentada en la cama, pero no veía aquellas imágenes.
Miraba con el ceño fruncido las cosas de Esther extendidas encima de la cómoda, y con la punta de un
dedo se oprimió la sien. El éxito le había pertenecido hasta que su hermana empezó a lloriquear por su
amor perdido. Aquella obstinación era muy propia de ella, como lo era tener la cabeza envuelta en alguna
nube romántica. Se volvió hacia la maestra, aferrándose al borde del escritorio que estaba tras ella con
ambas manos, y se obligó a hablar con calma.
V: No eres realista, Esther. Tienes mucho que perder. ¡Es mucho lo que está en juego! Tu tranquilidad
espiritual y la de Maca. Tú misma lo has dicho. Sí, ella te quiere ahora, pero ¿seguirá queriéndote? ¿Podrá
continuar en vista de las dificultades?

E: No lo sé, pero he de correr el riesgo. Me quiere ahora, y eso me basta.

V: ¡Correr el riesgo! - Sin darse cuenta, había empezado a golpear el suelo con el pie, delante del
escritorio -. ¡Oh, Esther! - Hizo una pausa, presa de agitados pensamientos, y entonces tuvo una
inspiración deslumbrante -. Eres egoísta -. La acusó.

Esther, que escuchaba con una vaga irritación el ruido constante producido por el pie de Vero, se
enfrentó a ella.

E: Puede que lo sea, pero no puedo evitarlo. Por una vez no puedo, Vero. Esta vez no.

Empezó a fruncir el ceño de nuevo cuando el ritmo del pie de Vero atrajo de nuevo su atención.
Era tan... Buscó una palabra descriptiva y al final dio con una que parecía discordante, pero la más
apropiada: exigente. El ruido cesó cuando la tensión de Vero creció con violencia, y miró a Esther,
sentada en la cama, pensativa, sin verla apenas.

V: ¿Si realmente quisieras a Maca, Esther, le dejarías libre! ¡Lo sabes muy bien! ¡Tienes que ser justa con
ella!

Se mordió el labio, malhumorada, tratando de recordar todo lo que Esther había dicho, lo que ella
misma había señalado con tanta eficacia aquel día. No había sido suficiente, eso era todo. No debió
permanecer a un lado, dejando que su hermana llevara el peso de la conversación, sino que ella misma
debió haber dirigido la escena. En seguida puso en orden sus pensamientos, y alzó la vista de nuevo para
mirar a la maestra.

Lo que vio hizo que el dolor punzante en las sienes cediera casi al instante, porque percibió el
principio de la capitulación en el rostro de su hermana. Precipitadamente, Vero revisó en su mente lo que
acababa de decir. Justicia con Maca. Sí, desde luego, esa era la clave; lo había sabido desde el principio.
Sonriendo de nuevo, se acercó a Esther para sentarse junto a ella en la cama, y le tomó las manos en las
suyas.

V: Sé lo difícil que es para ti, sé que no es fácil tomar esta decisión, pero debes hacerlo, has de tomar la
decisión correcta, que sea justa para ti pero sobre todo para Maca. ¿Quieres abrumarle con la carga de esa
clase de vida? ¿Una existencia que una mujer como ella no podría llevar durante mucho tiempo sin
sentirse desgraciada?

Esther apenas la había oído, pues otras palabras sonaban en su mente. «Si de verdad la amaras... »
«Si la quieres de veras...» Con dificultad se centró en la pregunta de Vero y respondió lo único que podía:

E: No -. Vero apretó sus manos entre las suyas.

V: Y ya has visto lo que ha ocurrido hoy, lo que no podrás evitar que suceda en el futuro. Que te
equivocarás precisamente cuando sea importante hacer las cosas bien, que causarás molestias a quienes te
rodeen... ¿Hasta cuándo crees que Maca aguantará eso?

Esther apretaba los labios para calmar un torbellino interno. Finalmente habló con voz clara y
sosegada.
E: ¿Soy realmente tan egoísta? ¿De verdad crees que nunca le he dado nada, que no la he hecho feliz de
alguna manera? ¿Crees que jamás podría?

V: Yo... -. No tuvo una respuesta inmediata y entre ellas se hizo un profundo silencio. Lo rompió al fin,
volviendo a la carga -. Esther, lo que importa es que no puedes hacerle esto a Maca. No puedo dejarte que
lo hagas. Tú misma lo has dicho. Debes ser justa y dejarla libre.

Esta vez la maestra fue incapaz de responder. Así pues, era cierto. Tenía que creer todo aquello.
Pero, ¿era posible? Había escuchado todos los argumentos de Vero, como si le golpearan físicamente,
argumentos que ella misma se había planteado. Sí, ella misma había hablado de las dificultades futuras.
Entonces la voz de Maca penetró en sus pensamientos. Serena, razonable, siempre tan razonable y
sincera. ¿Por qué no había confiado más en ella? Cerró los ojos brevemente ante aquella pregunta
dolorosa, y finalmente volvió nuevamente el rostro hacia Vero. De nuevo, su expresión mostraba aquella
serena desesperación, el deseo de no creer.

E: Entonces, ¿crees de verdad que ése es el único camino?

Tenía que preguntarlo. Era la última oportunidad para retroceder, y esperó tensamente, esperando
que Vero le diera algo más que aquella respuesta inequívoca, condenatoria.

V: Sí.

El veredicto cayó con la irrevocable fatalidad de la hoja de una guillotina. Cuando Vero miró a
Esther, sentada a su lado, pudo ver en su rostro que la resistencia había pasado. Lo vio en la súbita tristeza
que reflejaba, en sus hombros hundidos. Soltó la mano de su hermana y le pasó un brazo por los hombros.

V: Tranquilízate, Esther. Algún día el dolor desaparecerá. Y tienes que poner fin a esto ahora. Termina
rápidamente, para que no se añada más dolor al que ya sientes. Creo que has de bajar ahora mismo y
poner fin a la situación. Díselo ahora, mientras hago el equipaje.

E: Sí, tienes razón. Debería decírselo ahora - dijo sin tono.

Se levantó y permaneció en pie un momento, apoyada en un poste de la cama. Sintió lo mismo


que había experimentado otra vez aquel mismo día, como si le hubieran extraído la mayor parte de su
vida. Vero se levantó en seguida y la cogió del brazo.

V: ¿Estás bien? ¿Quieres que baje contigo?

E: No. Bajaré sola. Esto es algo que tengo que hacer yo misma.

Pareció como si estuviera a punto de decir algo, pero no lo hizo, y se dirigió a la puerta. La mirada
de Vero brillaba mientras contemplaba a su hermana cruzar la corta distancia. Entonces se fijó en algo que
estaba sobre la mesita de noche. Lo cogió y fue hacia Esther, alcanzándola cuando estaba a punto de
cruzar la puerta.

V: Cariño - le dijo suavemente, poniéndole el objeto en las manos -, te has olvidado las gafas -. Esther
trató de sonreír.

E: Oh, sí, claro -. Se las puso y, mientras Vero miraba con expresión triunfante a su hermana que
desaparecía por el pasillo, le llegaron a través de la puerta abierta aquellas palabras que había escuchado
durante toda su vida -. Lo siento.
A: Esta noche regresaremos a casa, pequeña.

Antonio estaba sentado al lado de la maestra, en la cama que ocupó la ocasión anterior, cuando
visitó por primera vez aquella casa. Tomó una de las manos que descansaban sobre el regazo y la apretó
entre las suyas.

Esther alzó la cabeza. Sus gafas con montura metálica estaban junto a la lámpara de la mesilla de
noche, y cuando al fin habló, por primera vez, lo hizo con serenidad.

E: Sí, Antonio, supongo que esta noche nos iremos.

Aquel tono de resolución conmovió al anciano. Nada de gritos ni liberación del dolor que sentía,
sino tan sólo el reconocimiento de lo que era inevitable. Habían permanecido allí, inmóviles como dos
estatuas, durante un buen rato. El no había dicho nada más desde su acalorada objeción en la escalera,
esperando a que ella tomara la iniciativa.

A: No debes aceptar las crueldades de esa mujer. No sabe nada de ti, ¡no sabe nada de nada!

Al oír estas palabras, Esther pareció sentirse impulsada a actuar. Se puso en pie y fue a la ventana.
Palpó los cristales y tocó los pliegues de la gruesa cortina.

E: Antonio, abre las cortinas, ¿quieres? -. Cuando él así lo hizo, le preguntó -. ¿Es muy espesa la nieve? -.
Él la miraba con expresión acongojada.

A: Pequeña...

Ella no pareció oír el tono de súplica. No respondió, como lo habría hecho normalmente, sino que
siguió ante la ventana, y de repente cruzó por su mente un recuerdo que le hizo sonreír.

E: Maca me habló una vez del aspecto que tenía el paisaje desde esta ventana… los árboles, las colinas a
lo lejos. La otra vez que estuvimos aquí... Si me dices qué espesura tiene la nieve, puedo verla.

A Antonio le resultaba difícil seguir aquella charla trivial sobre la nieve, pero sabía que era para
mitigar su dolor. Descorrió la cortina un poco más, y miró por la ventana.

A: Debe de tener unos quince o veinte centímetros de espesor -. La sonrisa de Esther se ensanchó.

E: Entonces es una buena nevada de Navidad, ¿no crees? ¿Veinte centímetros? Nunca debería haber
Navidad sin nieve.

A: ¡Basta, Esther! -. Cerró los ojos y volvió a abrirlos bruscamente, cogiendo su mano que oprimía
ligeramente el frío cristal, y apretándola con tanta fuerza que le hacía daño -. ¡No debes hacer esto!
¡Tienes que superarlo! ¡No dejes que te afecten así las palabras de esa mujer!

Pero no era la crueldad de Rosario y de cuantos eran como ella lo que le afectaba, sino la muerte
del amor. Algo que no podía expresarle a aquel buen amigo porque estaba más allá de lo soportable.

Antonio estaba a punto de decir algo más cuando oyó que la puerta se abría tras ellos. Por un
momento pensó que sería Maca, pero al mirar por encima del hombro descubrió a Vero. Esta permaneció
un instante en el umbral y luego entró en la habitación, cerrando la puerta tras ella.

V: ¡Oh, Esther! - exclamó en tono desolado, y se acercó a su hermana.


Antonio alzó la barbilla y la miró con hostilidad. Si no hubiera tenido la ayuda de Maca para
comprender la complicidad de Vero en los acontecimientos del día, podría haberlo deducido por sí mismo.
Había hecho demasiadas observaciones a lo largo de los años, y no podía sentir de otro modo.

A: No necesita tu compasión - le dijo fríamente -, si es eso lo que pretendes.

Vero le dirigió una mirada calculadora, mientras posaba una mano en el hombro de su hermana.

V: Quiero estar a solas con mi hermana - dijo en tono neutro.

A: No la dejaré contigo, Verónica...

E: ¡Por favor! - exclamó -. Déjanos solas, te lo ruego. Y dile a Maca que aún no estoy en condiciones de
hablar con ella. Dile... que necesito descansar un poco. No me importa lo que le digas, pero, por favor, no
quiero hablar con ella ahora.

Antonio miró a Vero de hito en hito y luego posó una mano en el hombro de Esther.

A: Si eso es lo que quieres, así será. Estaré abajo si me necesitas -. Vero le vio partir y experimentó una
cierta satisfacción. Entonces dirigió su atención hacia Esther, la cual seguía ante la ventana, las manos
apoyadas en el alféizar. Vero la observó un instante más y luego alzó la mano del hombro de Esther y se
dirigió a la cama, sentándose al pie.

V: ¡Oh, cariño, ha sido terrible! -. La maestra no se volvió. Sólo movió la garganta para tragar saliva.

E: Sí, sí Vero, ha sido terrible. ¿Han terminado? -. Esta última pregunta dejó a Vero perpleja.

V: ¿Cómo dices?

E: Si han dejado ya de pelearse.

La discusión entre Maca y su madre le parecía a Vero algo ya muy lejano. Contempló la espalda
inmóvil de su hermana antes de responder. Aquella calma tremenda no era lo que ella había esperado. No
sabía cuál sería la mejor manera de actuar y optó por seguirle la corriente.

V: Sí. Al final Rosario salió de la sala.

E: ¿Y Maca? - hizo un pequeño movimiento involuntario.

V: Seguía allí… hablando con la familia cuando he subido.

¿Hablando con su familia? No, no hablaba con ellos, sino que combatía, en un duelo a muerte.

E: Y el leopardo es irrecuperable, desde luego.

V: Eso me temo -. Suspiró y se levantó ágilmente de la cama, acercándose a su hermana junto a la


ventana. Apoyó ambas manos en sus hombros -. Se ha terminado, Esther. Es inútil insistir en ello.

E: Sí, se ha terminado - repitió mecánicamente -. No hay necesidad de hablar de ello.


Vero murmuró algo inaudible y miró a su hermana muy de cerca, moviéndose ligeramente más
allá de su hombro derecho para poder verle mejor el rostro.

V: Pero hay otras cosas de las que debemos hablar, Esther, cosas sobre...

E: ¿Maca? - La voz era tranquila, y prosiguió antes de que Vero pudiera decir nada más. Posiblemente
podría lastimarla menos así -. Sí, lo sé. Está muy claro, ¿verdad? No hay ninguna manera de solucionarlo,
por mucho que quisiera intentarlo -. Vero sonrió vagamente.

V: Había esperado que la hubiera, por tu bien. Pero ahora sé que no la hay. Son tantas cosas que...

E: Sí, muchas cosas -. El tono de la maestra era casi cortante -. ¿Vamos a seguir hablando de ellas o ya
hemos insistido lo suficiente en mis defectos, en que no soy más que un desastre?

V: Esther... -. Ante la actitud al parecer suplicante de Vero, Esther meneó la cabeza.

E: No, Vero, no es necesario que pongas más objeciones. Todo es cierto. No hay más «quizás» a los que
pueda aferrarme -. Una sonrisa triste apareció en su rostro -. Oh, qué fácil me resulta verlo, ahora que me
lo han expuesto con claridad.

V: Lo sé - concedió -, ahora sabes con exactitud a qué tendríais que enfrentaros cuando salierais de
vuestro medio para relacionaros con otros, lo duro que sería para ambas. La gente que te rodea no siempre
va a estar tan dispuesta a aceptar. Las apariencias serán obstáculos tremendos.

E: Sí, las apariencias.

Esther alzó ligeramente el mentón. Aquello era algo que había criticado toda su vida; no tenía
nada que ver con lo que uno era como persona. Sin embargo, no podía negar que era algo que importaba a
mucha gente. Y por mucho que quisiera denigrar a los Wilson por su forma de ser, no podía hacerlo,
porque en el fondo sabía que su actitud no era infrecuente. Más codiciosos, quizá, y menos inclinados a
ocultar sus prejuicios bajo un barniz de buenas maneras, pero era comprensible que les afligiera el hecho
de que su hija pudiera casarse con una mujer que tenía una tara física irrevocable. Este escueto
pensamiento le hizo apretar los labios con fuerza.

E: Sí, Vero - dijo al cabo de un momento -. Las apariencias constituyen un problema para algunas
personas, pero no para Maca. Eso a ella no le preocupa.

Ante el desvío inminente de la senda apropiada, Vero continuó rápidamente:

V: No, pero a su familia sí que le importan -. Suspiró lánguidamente y añadió -. Ojalá el amor pudiera
existir en un vacío. Entonces nada de esto importaría, las reacciones de los demás no tendrían ninguna
importancia. Pero no puede ser. Y los sentimientos de la familia de Maca no pueden dejarse de lado.

E: Quizá -. Se pasó una mano por la frente -. No me había dado cuenta de que sus sentimientos eran tan
fuertes, de que Rosario... - Tuvo que interrumpirse un momento y hacer acopio de fuerzas para superar el
recuerdo del doloroso oprobio que acababa de sufrir -. No sabía que se oponían a mí con tanta violencia.
De lo contrario, no habría venido. Y, desde luego, no habría insistido tanto en celebrar así la Navidad.

V: Sí, Esther, no les ha gustado - dijo desde el otro extremo de la habitación, donde se había apoyado en
el escritorio, los brazos cruzados. Prosiguió implacable -. Les estuve observando mientras adornabas el
árbol, y hoy con los regalos. Era… bueno... -Hizo una pausa a propósito -. Te odian, Esther.
E: Lo sé - susurró -, y yo sólo pretendía darles algo que siempre ha significado mucho para mí. Creí que
podría, pero me equivocaba.

Breves recuerdos de todas aquellas otras Navidades cruzaron por su mente. Tantos recuerdos. A
veces parecían ser lo único que tenía, un recordatorio más de quién era y de lo que no era.

V: No, y mientras las dos estéis juntas, Maca se verá obligada a soportar esas violentas escenas con ellos.

Esther se limitó a asentir con la cabeza y no expresó la esperanza que siempre había abrigado de
que la brecha entre ellos pudiera arreglarse de algún modo. Esa esperanza se había extinguido en la sala.
Vero aguardo un momento y luego prosiguió:

V: Esther, me duele tanto como a ti tener que reconocer que todas estas cosas son irrevocables, pero así es
la realidad. Y ante todo esto, aunque Maca te quiera ahora y pueda superar los obstáculos...

E: ¿Cuánto tiempo podría seguir siendo así? - finalizó por ella, como Vero había sabido que haría.

V: Exactamente, cariño. Como ambas sabemos, ése es el verdadero problema.

E: Sí - dijo y prosiguió, como debía hacerlo -. ¿Cuánto tiempo antes de que su amor empiece a
erosionarse tras muchos años de dificultad, demasiadas caídas e inexplicables accidentes que
desorganizan el mundo que la rodea? ¿Cuánto tiempo antes de que se canse de la fricción con todas esas
personas a las que les preocupan las apariencias y que harían de ello un problema? - Tragó saliva y
continuó en tono abatido -. Si fuera otra mujer, con otra clase de vida... Pero Vero, tiene todas las
oportunidades abiertas ante ella. Ha conocido a otras muchas mujeres..., mujeres enteras, y cuando se
haya gastado el ardor de nuestra relación, ella recordará cómo eran -.Hizo una breve pausa. La expresión
de su rostro revelaba una convicción agridulce -. Y ahora puedo ver más claramente que antes lo que
ocurrirá en definitiva. Cuando ya no me ame, sino que se sienta agraviada por mí, cuando la lentitud y los
cuidados que exige mi ceguera empiecen a cansarle, cuando a causa de todo me haya convertido en una
carga para ella… Es posible que los primeros atisbos estén ya ahí, no lo sé. E imagina la sensación de
fracaso que ella tendría si eso sucediera... ¡La culpabilidad! No, Vero. No puedo hacerle eso, o hacérmelo
a mí misma, y ya es hora de que haga lo que debo. Es hora de que la deje libre.

Esther terminó de hablar sin hacer movimiento alguno, sino que se limitó a permanecer ante la
ventana. Vero se apoyaba todavía en el escritorio, donde había estado durante todo el soliloquio,
contemplando a su hermana contra la majestuosa ventana, mientras desgranaba el final de sus sueños.
Sonreía ligeramente. Esther pensaba, sentía, decía todo lo que ella se había propuesto orquestar, y
prácticamente sin esfuerzo por su parte. Era muy gratificante. Se le ocurrió preguntarse cómo reaccionaría
Esther cuando descubriera que Vero iba a casarse con un miembro de aquella familia a la que tan
dolorosamente iba a renunciar, y desechó aquel pensamiento. Ya se enfrentaría a ello cuando llegara el
momento, explicándolo de algún modo. Siempre podía hacerlo. Se apartó del escritorio y fue al lado de la
maestra, cogiéndole la mano.

V: Sé cuánto te hiere todo esto – repitió -, pero tienes razón. Me temo que eso es todo lo que puedes
hacer. Según tú, es por justicia hacia Maca, pero, a mi modo de ver, no haces más que ser justa contigo
misma. No soportaría verte herida como inevitable mente lo estarías cuando ella ya no te quisiera -. Hizo
una pausa adecuada y luego dejó que su tono tuviera un matiz autoritario -. Esther, voy a llevarte a casa,
te alejaré de aquí.

Dejó la mano de su hermana y se alejó un poco, observando con cierto desapego la emoción que
empezaba a reflejarse en el rostro de Esther, como ondas en la superficie de un estanque móvil. No les
prestó atención.
V: Es lo que necesitas, alejarte de esta situación insostenible, apartarte de esta gente que te odia. Y tienes
que romper limpiamente con Maca. Al principio duele más, pero a la larga es más fácil -. Empezó a
hablar con más rapidez mientras se explayaba en lo que ya había previsto -. Debes decírselo esta noche.
Sí, eso es lo mejor. Luego nos marcharemos. No tiene que llevarte ella a casa. Yo haré algún otro arreglo.
Esther, lo mejor que puedes hacer es bajar ahora mismo, mientras hago el equipaje, y decirle...

Se interrumpió de súbito, bastante sorprendida. Esther se había vuelto con brusquedad hacia ella,
y los indicios de emoción se habían convertido en algo reconocible en su rostro, una desesperación
suplicante.

E: En toda mi vida, Vero, en toda mi vida jamás pensé que tendría algo así, no con ninguna mujer, pero
especialmente con una mujer como Maca. Vero, las mujeres como yo no tenemos muchas oportunidades
así. Deseamos, confiamos y soñamos. Vivimos de esos sueños, ¡y morimos con ellos, Vero! - Agachó la
cabeza tras aquella franca admisión, y cuando la alzó de nuevo, su rostro rogaba comprensión -. La
quiero, Vero. La quiero más que a mi propia vida. Me hace vibrar como jamás creí que podría hacerlo,
toca todas las partes de mi ser. Sé lo que podría ocurrir con su vida, pero no puedo. No tengo esa nobleza.

Vero intentaba aflojar la presa de Esther en su brazo. Cuando lo consiguió, retrocedió


malhumorada.

V: Ya hemos hablado de todo eso, Esther. Has visto lo que puede suceder. ¡Es mejor para todos!

El breve acceso de emoción de la maestra había remitido, y seguía de cara a Vero, el ceño fruncido
por la áspera réplica de su hermana. ¿Quiénes eran todos? Ahora estaban hablando de ella, sólo de ella, y
lo que tenía que hacer por su propia felicidad, acertada o erróneamente. Y era Vero, entre todas las
personas, quien debería desear eso para ella y aceptar su decisión final en vez de argumentar en contra.
Estaba perpleja, y se preguntó si Vero habría comprendido.

E: Vero, ahora estoy hablando de lo que es mejor para mí, no para nadie más -. Permaneció un momento
más ante la ventana, y luego regresó a la cama y se sentó -. Y lo mejor para mí es estar con ella. No puedo
dejarla -. Vero la miraba aturdida.

V: ¡Pero debes hacerlo, Esther! Ya te lo he dicho, ¡no puedo soportar que sufras! -. Lo dijo con estridencia
y en seguida corrigió su tono, hablando más suavemente -. Pueden ocurrirte muchas cosas, Esther -. La
breve sonrisa de Vero por la continua vehemencia de su hermana era inquisitiva.

E: Ya sé que no quieres que sufra, pero ¿no te das cuenta? Esto me duele más de lo que puedo soportar. Es
más penoso que todo lo demás, incluso lo que pueda ocurrir en el futuro. Creo que puedes comprenderlo,
¿no? - Hizo una breve pausa, tratando de comprender la desconcertante actitud de Vero -. Se trata de mi
vida -dijo al fin.

Vero se apartó de la ventana y regresó al escritorio, con los hombros rígidos. En el espejo encima
del mueble vio su reflejo y el de Esther al fondo, sentada en la cama, pero no veía aquellas imágenes.
Miraba con el ceño fruncido las cosas de Esther extendidas encima de la cómoda, y con la punta de un
dedo se oprimió la sien. El éxito le había pertenecido hasta que su hermana empezó a lloriquear por su
amor perdido. Aquella obstinación era muy propia de ella, como lo era tener la cabeza envuelta en alguna
nube romántica. Se volvió hacia la maestra, aferrándose al borde del escritorio que estaba tras ella con
ambas manos, y se obligó a hablar con calma.

V: No eres realista, Esther. Tienes mucho que perder. ¡Es mucho lo que está en juego! Tu tranquilidad
espiritual y la de Maca. Tú misma lo has dicho. Sí, ella te quiere ahora, pero ¿seguirá queriéndote? ¿Podrá
continuar en vista de las dificultades?
E: No lo sé, pero he de correr el riesgo. Me quiere ahora, y eso me basta.

V: ¡Correr el riesgo! - Sin darse cuenta, había empezado a golpear el suelo con el pie, delante del
escritorio -. ¡Oh, Esther! - Hizo una pausa, presa de agitados pensamientos, y entonces tuvo una
inspiración deslumbrante -. Eres egoísta -. La acusó.

Esther, que escuchaba con una vaga irritación el ruido constante producido por el pie de Vero, se
enfrentó a ella.

E: Puede que lo sea, pero no puedo evitarlo. Por una vez no puedo, Vero. Esta vez no.

Empezó a fruncir el ceño de nuevo cuando el ritmo del pie de Vero atrajo de nuevo su atención.
Era tan... Buscó una palabra descriptiva y al final dio con una que parecía discordante, pero la más
apropiada: exigente. El ruido cesó cuando la tensión de Vero creció con violencia, y miró a Esther,
sentada en la cama, pensativa, sin verla apenas.

V: ¿Si realmente quisieras a Maca, Esther, le dejarías libre! ¡Lo sabes muy bien! ¡Tienes que ser justa con
ella!

Se mordió el labio, malhumorada, tratando de recordar todo lo que Esther había dicho, lo que ella
misma había señalado con tanta eficacia aquel día. No había sido suficiente, eso era todo. No debió
permanecer a un lado, dejando que su hermana llevara el peso de la conversación, sino que ella misma
debió haber dirigido la escena. En seguida puso en orden sus pensamientos, y alzó la vista de nuevo para
mirar a la maestra.

Lo que vio hizo que el dolor punzante en las sienes cediera casi al instante, porque percibió el
principio de la capitulación en el rostro de su hermana. Precipitadamente, Vero revisó en su mente lo que
acababa de decir. Justicia con Maca. Sí, desde luego, esa era la clave; lo había sabido desde el principio.
Sonriendo de nuevo, se acercó a Esther para sentarse junto a ella en la cama, y le tomó las manos en las
suyas.

V: Sé lo difícil que es para ti, sé que no es fácil tomar esta decisión, pero debes hacerlo, has de tomar la
decisión correcta, que sea justa para ti pero sobre todo para Maca. ¿Quieres abrumarle con la carga de esa
clase de vida? ¿Una existencia que una mujer como ella no podría llevar durante mucho tiempo sin
sentirse desgraciada?

Esther apenas la había oído, pues otras palabras sonaban en su mente. «Si de verdad la amaras... »
«Si la quieres de veras...» Con dificultad se centró en la pregunta de Vero y respondió lo único que podía:

E: No -. Vero apretó sus manos entre las suyas.

V: Y ya has visto lo que ha ocurrido hoy, lo que no podrás evitar que suceda en el futuro. Que te
equivocarás precisamente cuando sea importante hacer las cosas bien, que causarás molestias a quienes te
rodeen... ¿Hasta cuándo crees que Maca aguantará eso?

Esther apretaba los labios para calmar un torbellino interno. Finalmente habló con voz clara y
sosegada.

E: ¿Soy realmente tan egoísta? ¿De verdad crees que nunca le he dado nada, que no la he hecho feliz de
alguna manera? ¿Crees que jamás podría?
V: Yo... -. No tuvo una respuesta inmediata y entre ellas se hizo un profundo silencio. Lo rompió al fin,
volviendo a la carga -. Esther, lo que importa es que no puedes hacerle esto a Maca. No puedo dejarte que
lo hagas. Tú misma lo has dicho. Debes ser justa y dejarla libre.

Esta vez la maestra fue incapaz de responder. Así pues, era cierto. Tenía que creer todo aquello.
Pero, ¿era posible? Había escuchado todos los argumentos de Vero, como si le golpearan físicamente,
argumentos que ella misma se había planteado. Sí, ella misma había hablado de las dificultades futuras.
Entonces la voz de Maca penetró en sus pensamientos. Serena, razonable, siempre tan razonable y
sincera. ¿Por qué no había confiado más en ella? Cerró los ojos brevemente ante aquella pregunta
dolorosa, y finalmente volvió nuevamente el rostro hacia Vero. De nuevo, su expresión mostraba aquella
serena desesperación, el deseo de no creer.

E: Entonces, ¿crees de verdad que ése es el único camino?

Tenía que preguntarlo. Era la última oportunidad para retroceder, y esperó tensamente, esperando
que Vero le diera algo más que aquella respuesta inequívoca, condenatoria.

V: Sí.

El veredicto cayó con la irrevocable fatalidad de la hoja de una guillotina. Cuando Vero miró a
Esther, sentada a su lado, pudo ver en su rostro que la resistencia había pasado. Lo vio en la súbita tristeza
que reflejaba, en sus hombros hundidos. Soltó la mano de su hermana y le pasó un brazo por los hombros.

V: Tranquilízate, Esther. Algún día el dolor desaparecerá. Y tienes que poner fin a esto ahora. Termina
rápidamente, para que no se añada más dolor al que ya sientes. Creo que has de bajar ahora mismo y
poner fin a la situación. Díselo ahora, mientras hago el equipaje.

E: Sí, tienes razón. Debería decírselo ahora - dijo sin tono.

Se levantó y permaneció en pie un momento, apoyada en un poste de la cama. Sintió lo mismo


que había experimentado otra vez aquel mismo día, como si le hubieran extraído la mayor parte de su
vida. Vero se levantó en seguida y la cogió del brazo.

V: ¿Estás bien? ¿Quieres que baje contigo?

E: No. Bajaré sola. Esto es algo que tengo que hacer yo misma.

Pareció como si estuviera a punto de decir algo, pero no lo hizo, y se dirigió a la puerta. La mirada
de Vero brillaba mientras contemplaba a su hermana cruzar la corta distancia. Entonces se fijó en algo que
estaba sobre la mesita de noche. Lo cogió y fue hacia Esther, alcanzándola cuando estaba a punto de
cruzar la puerta.

V: Cariño - le dijo suavemente, poniéndole el objeto en las manos -, te has olvidado las gafas -. Esther
trató de sonreír.

E: Oh, sí, claro -. Se las puso y, mientras Vero miraba con expresión triunfante a su hermana que
desaparecía por el pasillo, le llegaron a través de la puerta abierta aquellas palabras que había escuchado
durante toda su vida -. Lo siento.

E: Oh, sí, claro -. Se las puso y, mientras Vero miraba con expresión triunfante a su hermana que
desaparecía por el pasillo, le llegaron a través de la puerta abierta aquellas palabras que había
escuchado durante toda su vida -. Lo siento.
Esther avanzó por el corredor hacia la escalera, rozando ligeramente la pared con los dedos. Sus
pisadas quedaban ahogadas en la descolorida alfombra oriental, y en el silencio que la rodeaba podía
escuchar sus pensamientos tan claramente como si sonaran y rebotaran en el corredor.

¿Por qué siempre las cosas tenían que ser tan difíciles? ¿Por qué había de abandonar a quien tanto
amaba? Cerró los ojos un momento y los abrió de nuevo al pasar ante la cuarta puerta. Sólo una más y
estaría al principio de la escalera. La acometió una breve oleada de pánico. Pensó en retroceder, en
detenerse donde estaba y no continuar hasta aquella puerta final, o quizá desaparecer tras ella, entrando en
la habitación desconocida y ocultándose allí. Pero no podía volverse atrás. Lo sabía, aunque Vero no le
hubiera dicho «creo que deberías hacerlo ahora». Sí, tenía que hacerlo, y cuanto antes mejor. Vero
también le había dado la razón de ello: «Para que no se añada más dolor al que ya sientes».

Llegó al inicio de la escalera y permaneció un momento cerca del tiesto con el helecho, mientras
buscaba el espigón del poste. Lo encontró y empezó a descender. Cuando llegó abajo empezó a fallarle la
resolución. Se detuvo, la mano en la barandilla de madera pulida, el rostro dirigido hacia la sala de estar.

Tenía que entrar allí, en aquella habitación donde quizá seguirían todos aún. Agachó la cabeza,
pensando que ella no tenía lugar en aquella sala, donde sólo le esperaban la incomprensión, los prejuicios
y, sí, también el odio. Todo aquello la envolvería de nuevo, como una nube de miasmas, la traspasaría el
eco de las crueldades que le había dirigido Rosario. Pero tenía que entrar allí. Debía hacerlo.

Dejó algo en el círculo que formaba el final de la barandilla y se puso en movimiento, contando
los pasos como Maca le había enseñado, hasta llegar a la arcada que daba acceso a la sala de estar. Se
detuvo allí y puso una mano en el marco.

El grupo seguía allí, pero cada uno se había dispersado. Pedro estaba sentado en su sillón junto a
la chimenea, en la que seguían los fragmentos del leopardo roto, la cabeza apoyada en el respaldo,
mirando el techo. Enrique estaba ante la mesita taraceada, el vaso vacío de whisky a un lado, y jugaba en
silencio al solitario. Rosario había reaparecido, la eterna anfitriona, aunque sólo lo fuera formalmente, y
se hallaba junto a la mesa de té, cerca de Pedro, sirviendo café del lujoso servicio de plata, aunque nadie
quería tomarlo. Maca estaba ante la ventana, al lado del árbol navideño, las manos en los bolsillos del
pantalón, de espaldas a la sala y mirando el campo cubierto de nieve. Pero fue Antonio, sentado cerca de
Maca, quien primero vio a la maestra. Alzó la vista de las páginas del libro al percibir las livianas pisadas
y exclamó:

A: ¡Esther!

Maca giró sobre sus talones, casi derribando el árbol. Hubo movimiento a su alrededor, como si
todos se hubieran sobresaltado al oírle, pero ella hizo caso omiso. Sólo tenía ojos para Esther, enmarcada
en el amplio umbral, y contempló el familiar rostro ovalado, totalmente vacío de expresión, y el cuerpo
esbelto decididamente erecto. La tensión que nunca le había abandonado desde aquel momento en que se
volvió al oír el grito de su madre y vio a Esther con una mano en la garganta, se hizo más intensa.

La maestra no respondió a la llamada de Antonio. Estaba allí con un único objetivo, para hablar
con una sola persona.

E: ¿Maca?

M: Estoy aquí, Esther - dijo de inmediato, aunque su voz, incluso para ella, sonaba lejana irreal.

La maestra entró entonces en la sala, con sosegada dignidad. Maca se puso en movimiento y fue a
su encuentro. Las dos se reunieron en el centro de la sala. La empresaria le tomó la mano, y
permanecieron allí, como dos actrices que estuvieran allí en razón de un guión que habían escrito quienes
les rodeaban. Esther percibió el calor de su mano, que cubría la suya casi por completo. Finalmente la
solto.

E: Tengo que hablar contigo, Maca.

La empresaria permanecía inmóvil, mirándola, contemplando su rostro ahora inexpresivo.

M: Estoy aquí - repitió quedamente, el dolor reflejado en sus ojos oscuros.

Deseó tocar su cabello, aquel cabello sedoso que tanto amaba, recorrer los finos y delicados
huesos de los pómulos, bajo los ojos que ya no estaban escondidos tras las gafas, pero no lo hizo.

E: Te quiero, Maca - le susurró bruscamente.

¿Qué significaba la desesperación de su rostro? ¿Qué Vero había triunfado al fin, que le había
hecho creer todas aquellas cosas? ¿Eran sus palabras un medio para suavizar el dolor de la despedida?
Cerró los ojos y pasó por su mente la rápida visión del futuro solitario que le esperaba. Entonces los abrió
para mirarla de nuevo. Y en aquel momento, al ver los indicios de intensa emoción que se reflejaban en el
rostro de Esther, supo que jamás aceptaría aquellos años, nunca se conformaría con lo que les estaba
sucediendo, aunque tuvieran que luchar contra los demás durante toda su vida.

M: Yo también te quiero - le dijo claramente.

Esther abrió la boca para hablar de nuevo y descubrió que apenas podía emitir las palabras. Pensó
que el amor no se extinguía con tanta facilidad. No era posible arrancarlo de la propia vida sin dolor,
aunque fuera eso lo que debiera hacer. Pensó que estaban en Navidad, la época del año en que se dan
todas las cosas, no se arrebatan. Y ella le había dado ese nombre a la yegua para no olvidar nunca aquel
día.

Finalmente desapareció el sol y se encendieron las luces de la vasta sala. Una de las lámparas las
inundó de luz, dejando a los demás en la penumbra, testigos de lo que habían forjado. Esther bajó un
momento la cabeza y la alzó de nuevo.

Y las lágrimas llegaron al fin, cuando levantó la mano para tocar con dedos temblorosos la mejilla
de Maca, y notó su mano que tomaba la suya y la apretaba.

E: Entonces ayúdame... Ayúdame a hacer lo que debo. Échala de aquí.

M: ¿Qué ha ocurrido, mi amor? ¿Qué te ha...?

E: Tenías razón, Maca. En todo. No le importo en absoluto. Quería obligarme a abandonarte. De algún
modo necesitaba que lo hiciera. Me ha estado hablando todo el día de lo ocurrido. ¡Oh, Maca! - Separó la
mano de su rostro y notó que ella la cogía y la apretaba con fuerza contra su pecho -. No lo comprendo,
no sé si es posible ya que llegue a comprenderlo, pero quizá sí, con tu ayuda. Si me abrazas..., si estás
conmigo para siempre y me das tu fuerza..., puede que al fin lo supere todo. Y algún día encontraré la
manera de decirle a Vero por qué no puedo volver a verla.

El alivio brillaba en los ojos de Maca mientras la contemplaba. Luego, lentamente, dejó su mano y
la tomó entre sus brazos, sujetándola con todas sus fuerzas durante largo tiempo, antes de soltarla y salir
de la sala cogidas del brazo.
Fin

Autor: macabava, 31/Ene/2011

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