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Introduccion Al Derecho Ucasal
Introduccion Al Derecho Ucasal
Capítulo I
La persona,
fundamento del derecho
Introducción
Una conocida sentencia del más famoso de los libros debidos al genio práctico
romano, el Digesto, atribuido al jurista Hermogeniano, reza “así, pues, por causa del
hombre ha sido constituido el derecho”. En efecto; la realidad que se ha dado en
llamar “derecho” y, por consiguiente, toda la construcción surgida a su amparo y que
ya los romanos denominaron, muy sugestivamente como luego se verá, ars iuris, es
decir, el “arte del derecho” y que, con el advenimiento de la “Modernidad”, reclamará y
obtendrá estatuto de ciencia jurídica (la scientia iuris) únicamente existe y tiene sentido
en razón del ser humano. Es claro: sólo las personas (y no las plantas; las rocas o los
animales, para nombrar sólo algunos seres del universo) pueden comprender –y
asumir- el dato de su existencia vital; sólo ellas se hallan en condiciones de proyectar
un futuro y de forjar su propio derrotero, de modo que únicamente los humanos
pueden, en esa travesía, acordar con otros la mejor manera de llevar a cabo sus
objetivos, así como, en fin, solamente ellos pueden deshacer tales compromisos y
hasta violentarlos inescrupulosamente. La esfera, pues, de la inteligencia y de la
voluntad; de la racionalidad y de la libertad son propia y exclusivamente humanas,
constituyendo, de tal modo su símbolo de distinción.
Esto explica la alta consideración que todas las culturas han profesado por el hombre.
Así, en la antigua Grecia, como canta el coro de Antígona -la famosaobra de Sófocles
sobre la que se volverá con más detalle en el próximo capítulo-, “muchas cosas
asombrosas existen y, con todo, nada más asombroso que el hombre”. De igual modo,
Heráclito afirma que los hombres son “dioses mortales”[1], acaso retomando la
sentencia atribuida a Mercurio o Hermes (el dios de la sabiduría para los griegos) “qué
gran milagro es el hombre, oh Asclepio”. Sin embargo, como lo puntualiza con la
profusión de datos propio de su estilo y, más todavía, de la época, el renacentista Pico
Della Mirándola al principio de su célebre Discurso sobre la dignidad del hombre, este
planteamiento trasciende la tradición Occidental: “En los escritos de los árabes he
leído el caso del sarraceno Abdalah. Preguntado sobre qué era lo que más digno de
admiración aparecía en esta especie de teatro del mundo, respondió: ‘nada más
admirable que el hombre’”.Pero hay más: para el autor, este “intérprete de la
naturaleza por la perspicacia de los sentidos, la intuición penetrante de su razón y la
luz de su inteligencia” ha sido considerado como “cópula del mundo, y como su
himeneo, según los persas” y “un poco inferior a los ángeles, según David”.
Ahora bien: como se anticipó más arriba, a ninguno de estos textos le es ajeno que en
el obrar humano se ciernen, además de actitudes altruistas y de respeto hacia sus
congéneres, otras atentatorias de su condición de tal. Más aún: las reflexiones acerca
de la centralidad del hombre de ordinario se realizan en el contexto de situaciones
complejas para el destino delser humano, como lo muestra, entre otras, la tragedia de
Antígona. De igual modo, las declaraciones sobre derechos humanos a las que se
asiste desde el siglo XVIII a la fecha no dejan de puntualizar, junto a tales
reconocimientos, que, precisamente, el “desconocimiento” y “menosprecio” de tales
derechos “…han originado actos de barbarie ultrajantes para la conciencia de la
humanidad”.
Sin embargo, no es éste último el aspecto que aquí interesa retener ahora. Por el
contrario, de lo que se trata es de puntualizar la relevancia que en todos estos
procesos ostenta la persona humana y que, justamente por ello (tanto sea para lo
virtuoso como para lo reprochable), ocupa la atención de una de sus creaciones más
preciosas: el derecho.
Éste, en efecto, supone la existencia de la sociedad, aspecto que también había sido
sintetizado en otra conocida sentencia romana: ubi societas, ibi ius (“allí donde está la
sociedad; allí está el derecho”) y en la que “sociedad” debe traducirse como la
existencia, cuanto menos, de tres personas distintas, dos de ellas susceptibles de
pautar compromisos y de obligarse a su cumplimiento y una restante capaz de “decir
el derecho” de cada quien. Los romanos, en efecto, llamaron a esta actividad,
esencialmente casuística, ius dicere y la pusieron a cargo de expertos a los que se
denominó jurisprudentes (“jurisperitos o jurisprudentes”), cuyo caudal de
conocimientos quedó sintetizado en la jurisprudentia (“jurisprudencia”), todo lo cual
constituyó, como más arriba fue dicho, un arsiuris, puesto que la tarea de “decir el
derecho” (recién mucho más tarde en el tiempo a cargo de un iudex munido de
iurisdictio, esto es, de jueces dotados de un ámbito específico en el que actuar) no
siempre fue sencilla de modo que exigió, precisamente, de la virtud de la prudencia del
experto. Entonces y, por cierto, también ahora (pues las cosas humanas no han
cambiado sustancialmente), “decir el derecho” constituyó la antesala de darle (no
necesariamente en un sentido físico, como se verá al final de esta obra) a aquél a
quien corresponde, su derecho, es decir, poner en acto la virtud de la justicia la que,
según Ulpiano, fue definida como la constans et perpetuans voluntas ius suum cuique
tribuendi (“constante y perpetua voluntad de dar a cada uno lo suyo”).
El derecho, entonces, supone la existencia de una sociedad sin la cual carece de
sentido siquiera la posibilidad de pensar todo vínculo entre dos o más personas y,
mucho menos, toda exigencia o reclamo derivado de aquél. Sin embargo, antes de
examinar las relaciones que las personas estructuran en la vida social, corresponde
detenerse en el estudio del mismo ser humano que está en la base constitutiva de la
sociedad y que, por lo mismo, da sentido al derecho.
Éste último, se ha dicho más arriba, es un constructo, esto es, una construcción
humana, como otras debidas a la inventiva de las sociedades. Pero si se afirma que
“por causa del hombre ha sido constituido el derecho” se está señalando algo más: no
que se trate de un mero producto, como tantosotros creados o por descubrir que,
ciertamente, han favorecido o perjudicado la vida humana, sino que detrás de su
configuración queda comprometida la noción misma de persona y, por ende, buena
parte de sus posibilidades de perfeccionamiento. Dicho de otro modo: afirmar que la
persona es el fundamento del derecho invita a considerar, antes que nada, su misma
“personeidad”, es decir, los elementos cualificantes más sensibles y primordiales del
ser humano mediante los que, según Trigeaud, la persona se constituye en un ser
“universal-singular”, por cuanto si el derecho quiere ser fiel a aquella habrá de
reconocerlos y, por tanto, de resguardarlos y desarrollarlos en orden a la obtención de
su máxima plenitud posible. De ahí que, si la construcción humana del derecho se
estructura a espaldas mismas de esas notas más características de la persona, más
allá de su éxito formal como producto técnico concluido (podrá aplicarse en una
sociedad concreta; ser motivo de análisis en una cátedra universitaria, etc.), carece de
razón de ser, puesto que, al negar o soslayar, como reza el preámbulo de la
“Declaración Americana de Derechos del Hombres”, los “derechos esenciales del
hombre que no nacen del hecho de ser nacional de determinado Estado, sino que
tienen como fundamento los atributos de la persona humana”, el derecho, para decirlo
ahora con Kaufmann, deja ser humano y, por tanto de ser justo, ya que no ha proveído
de los medios necesarios para el logro de una vida “plena, feliz o racional”. En tren de
mayorclaridad y precisión, Gustav Radbruch lo ha sintetizado con admirable vigor:
“donde ni siquiera se pretende la justicia, donde la igualdad, que constituye el núcleo
de la justicia, es negada conscientemente en el establecimiento del Derecho positivo,
ahí la ley no es sólo ‘Derecho injusto’, sino que más bien carece totalmente de
naturaleza jurídica”.
Lo dicho, en suma, revela que el derecho ostenta como tarea principal y no exenta de
una altísima complejidad, el reconocimiento de la persona con todo lo que la
caracteriza y, por tanto, con todo lo que le es propio o suyo. Bajo este prisma, si la
justicia es “dar a cada uno lo suyo”, el primer y más importante “suyo” que debe
resguardar es el de la persona, de modo que si el derecho existe por el hombre, en
rigor, existe a fin de reconocer lo suyo o propio de cada uno de ellos.
Ahora bien: en las páginas precedentes se ha empleado de manera indistinta tanto las
voces “persona”, como “hombre” o “ser humano” en la inteligencia de que, en lo que
aquí interesa, se trata de términos sinónimos. Con todo, es prudente hacer notar que
la palabra que ha triunfado en el léxico jurídico (al igual, por lo demás, que en el
ámbito filosófico y en el teológico, del que, como se verá a continuación, aquélla toma
sus notas más características), es la primera de las enunciadas. Sobre tales bases,
con prescindencia de que este estudio considera que todas las expresiones
mencionadas son sinónimas, respetará dicha preeminencia, ocupándose en lo que
sigue de su análisis desde unacuádruple consideración: etimológica; histórica;
filosófico-jurídica y jurisprudencial.
El empleo de la voz persona bajo una connotación universal, esto es, ajena a la
“función”; “posición” o “estado”, de forma de referir al hombre o ser humano sin más
parece más visible en el período posterior a Augusto, a través del empleo dado al
término, por ejemplo, por Suetonio. Sin embargo, conviene remarcar que no se trata,
todavía, de una concepto filosófico ni, menos, jurídico, máxime si, como es bien
sabido, la expresión persona es por demás infrecuente entre los juristas romanos,
quienes de ordinario acudieron a la voces caput o status para referir al sujeto tributario
del conjunto de derechos (en el sentido de acreencia y de deuda ya indicado) que le
son debidos, como es obvio, en razón de su específica “cabeza”; “capacidad” o, en fin,
“estado”.
Las cosas, sin embargo, cambiaron de raíz con el advenimiento del Cristianismo, en
cuyo seno tuvo lugar, durante los primeros siglos de nuestra era, la intensa disputa en
torno de los dogmas católicos de la Santísima Trinidad y de la encarnación de Cristo.
En relación con lo primero, los concilios celebrados en Oriente establecieron la fórmula
de la consustancialidad, es decir, una única e idéntica substancia o esencia (en griego,
ousia) con tres subsistencias (en griego, hypóstasis) (Padre, Hijo y Espíritu Santo). A
su vez, en lo relativo a lo segundo, se reconoció una sola subsistencia y
dosnaturalezas (en griego, physis) (divina y humana). Trasladados estos conceptos a
la lengua latina, la voz hypóstasis fue traducida como persona, con lo cual, como dice
Hervada, “sin pretenderlo”, se creó “la acepción filosófica de la palabra persona: una
subsistencia o ser subsistente de naturaleza intelectual o espiritual”, de donde esta
significación, originariamente no nacida en razón del hombre “resultaba referible a toda
subsistencia de naturaleza intelectual, por lo que la filosofía posterior la aplicó al
hombre para explicar determinadas dimensiones de su ser (por ejemplo, su dignidad)”.
En verdad, que esto haya evolucionado en el sentido indicado por el autor recién
citado se debe, como remarca Beuchot, a que “el cristianismo pone como principio
absoluto de lo que hay, lo personal: no un ‘algo’, sino un ‘alguien’” que, en última
instancia, es Dios. En efecto; en el horizonte de la cristiandad, el Dios a cuya imagen
fue creado el hombre se presenta de manera personal, por lo que “mucho de la
concepción cristiana de la persona se obtendrá por analogía con el Dios personal”. Se
trata, pues, de “alguien personal con quien se tiene una relación personal” de modo
que ya no se está ante una visión fatídica y circular de la historia, sino frente a “una
historia de la salvación; tanto del pueblo o iglesia como del individuo concreto, de la
persona existente, que apuesta su existencia a Dios, para ser salvada por Él”.
Sobre tales bases, la personalidad humana encuentra una doble fundamentación:
teológica yfilosófica o metafísica. En la primera, “comprendido el mundo como
creación, su principio es el Creador, del cual, responsablemente, es decir a título de
decisión personal, procede”. De ahí que, como puntualiza Beuchot citando a Álvarez
Turienzo, “ese proceso personal no es reducible al cosmológico natural”, ya que “la
criatura, frente al natum –de natura- dado en términos de necesidad, es un factum,
que requiere el principio de la libertad”, todo lo cual explica la tensión existente entre
creacionismo y naturalismo por parte de los primeros teólogos de la Iglesia y su
animadversión al pensamiento griego, tal y como lo ilustra, entre otros, el sugestivo
libro de Taciano-escrito, por lo demás, en griego-, Oratio adversus graecos (Oración
contra los griegos). A su vez, en la segunda, se concebirá a la persona “como aquella
forma de ser que se explica por sí misma”, es decir, que “tiene consistencia
independiente y es principio y fin de su ser y de su obrar”, de modo que “encuentra en
sí su razón de existencia”.
Teniendo en cuenta estas ideas, resulta indudable que el aporte de los padres de la
Iglesia y de los primeros filósofos cristianos a la configuración de la voz persona, tal y
como hoy se la conoce en el ámbito de la filosofía y del derecho, fue decisiva.
Así, San Juan Crisóstomo alude a la hypóstasis, entendida ya como substancia (es
decir, como lo que antes se connotaba a la ousía) y a prósopon, al que caracteriza
como el “ser en sí”. A su vez, San Gregorio de Niza derechamente “atribuye a la
persona laindependencia; la espontaneidad y la libertad”. Por fin, y no sin vacilaciones,
como refiere Beuchot, la expresión persona termina imponiéndose aunque como
sinónimo no de hypóstasis (subsistencia), sino de ousía (substancia o esencia). En
efecto; San Agustín es dubitativo pero no Tertuliano y, mucho menos, Boecio, quien en
el siglo IV acuña su más tarde famosa y, a la postre, definitiva para el ámbito filosófico
y jurídico definición de persona: “substancia individual de naturaleza racional”, con
sustento en razones que parecen altamente significativas: prefiere persona en el
sentido de substancia porque juzga que “subsistencia dice algo todavía universal,
mientras que persona dice algo individual”.
Desde entonces, las diversas caracterizaciones de este concepto no varían
demasiado. Así, Beuchot menciona a Gilberto de la Porrée quien, al glosar en el siglo
XII a Boecio, en una frase que recuerda a la del citado San Gregorio de Nisa y a la
legislación y doctrina alemanas posteriores a la Segunda Guerra Mundial (como se
verá en el próximo capítulo)-, especifica que la persona es un ser “completo,
independiente e intransferible”. De igual modo, en el mismo período Richard de Saint
Victor modifica parcialmente la definición boeciana en favor de la de “existencia
individual de naturaleza racional” ya que “para él existentia tiene la connotación de
incomunicable a otro y, por lo tanto, única e irrepetible”, lo cual, en el siglo XIII, es
retomado por Juan Duns Scoto en contra de Tomás de Aquino, quien mantiene,aunque
no exclusivamente como se verá en seguida, la sentencia boeciana.
Como surge de este breve recordatorio, los textos hasta aquí glosados enseñan un
giro copernicano en la definición de persona en la medida en que ésta queda liberada
de la entonces dominante dimensión estamental para pasar a circunscribirse a lo que
el ser humano tiene de común e individual; de natural y substancial o esencial que,
necesariamente, los torna iguales y universales.
De igual modo, conviene reparar en un dato que tiene una importancia superlativa y
que está ya insinuado en la noción de persona aquí perfilada. Como subraya
pertinentemente Hervada, “el significado filosófico de persona encierra en sí, como
dimensión propia de la persona, la socialidad o relacionalidad: la persona no es un ser
aislado, sino un ser-en-relación”. En efecto, “en las explicaciones trinitarias (…) se
trataba de expresar subsistencias que se distinguen precisamente por su relación
entre sí: el Padre en relación al hijo (…) y ambos en relación al Espíritu Santo…”. De
ahí que, concluye, al traducirse al latín la voz persona, se fundió “en una significación,
al menos parcialmente, las dos líneas semánticas señaladas”. Dicho en otros términos:
“del uso de persona como individuo humano se tomaba la dimensión de subsistencia,
el ser real, no sus características externas”, emparentándose, de tal modo, con el
sentido empleado por Suetonio o los textos de procedencia universal citados al
comienzo. Pero, “de la otra línea semántica se acogía la dimensiónsocial o relacional
que le es connatural”. por cuanto, como también fue dicho, la persona no actúa en
soledad sino que vive en sociedad, de modo que su incomunicabilidad universal no
entraña un aislamiento radical, no solamente porque eso es fácticamente imposible;
sino porque resulta espiritualmente empobrecedor para la persona, pues la esencia
humana reclama un permanente desarrollo y perfeccionamiento imposible de alcanzar
sin el concurso de los demás a los que, en el ejercicio de tales fatigas, se debe un
respeto absoluto basado en su pareja incomunicabilidad.
Con la llegada, hacia fines del siglo XIV, de la filosofía del “Humanismo” que, algo más
tarde, desemboca en el famoso movimiento conocido como “Renacimiento”, dandose
así inicio a lo que se conoce como “Modernidad”, el concepto de persona profundiza
su desarrollo, esta vez siguiendo la influencia de la tradición judeo-cristiana, acuñando
una idea llamada a tener una notable repercusión posterior y que resulta
especialmente significativa para el derecho: la de dignidad humana. En efecto; las
notas hasta aquí predicadas de la persona tienen sentido, en última instancia, porque
ésta es “imagen y semejanza de Dios”, de modo que esa imago Dei está en la base de
la dignitas hominis. Así, una persona es digna sólo en la medida en que se es imagen
de Dios, por manera que si se niega esto último, carece de sentido predicar del
hombre dignidad alguna y, por consiguiente, lasrestantes consecuencias que de ello
se derivan: individualidad; independencia; incomunicabilidad y, en definitiva, el haz de
derechos y deberes que le son propios.
Si bien se mira, no se trata de una idea sustancialmente nueva. Ya en el citado texto
de Luciano se leyó, por boca de Heráclito, que los “hombres son dioses mortales” y
que los dioses, a su vez, son “hombres inmortales”. Más allá del juego de palabras y
de la especial relación trabada entre dioses y hombres por parte de la antigüedad
greco-romana (cuyo análisis no es competencia de esta obra), fluye con nitidez de lo
dicho el sutil vínculo que une a ambos seres, al extremo de concebirse éstos últimos
-con la salvedad de la mortalidad-, en dioses mismos.
De igual modo, muchos siglos después, el humanista Marsilio Ficino (1433-1499) –
como todo hombre de su época sumamente influenciado por la cultura griega- escribió
en una obra que lleva el sugestivo título de Theologia Platónica, que “el hombre no
desea ni superiores, ni iguales, ni que nada se le excluya de su dominio. Estado
semejante es únicamente el de Dios. En consecuencia, busca el estado divino”. Dicho
en otras palabras: el hombre tiene una posición preeminente sobre la faz de la tierra
en razón de ser “imagen y semejanza de Dios”, de modo que “busca el estado divino”,
es decir, procura imitar a su Creador a fin de parecérsele en sus virtudes y sabiduría. A
su vez, el ya citado Pico Della Mirándola (1463-1494), no cesa de afirmar en su
famoso discurso que “el hombre es llamado y reconocidocon todo derecho como el
gran milagro y animal admirable” de modo que “es el ser vivo más feliz y el más digno
por ello de admiración”. Con todo, ese reconocimiento –al igual que en Ficino- no es
gratuito sino que se halla revestido de no pocas obligaciones. Por de pronto, pone en
boca del “mejor Artesano”, que “no te hice celeste ni terrestre, ni mortal ni inmortal. Tú
mismo te has de forjar la forma que prefieras para ti, pues eres el árbitro de tu honor,
su modelar y diseñador. Con tu precisión puedes rebajarte hasta igualarte con los
brutos, y puedes levantarte hasta las cosas divinas”. Y en ese intento, añade,
“debemos purificar nuestra alma de los impulsos de nuestras pasiones por medio de la
ciencia moral” y “disipar la tiniebla de la razón con la dialéctica…”, de modo, en fin, de
alcanzar las tres máximas que caracterizan la mejor personalidad humana: meden
agan (de nada demasiado); Gnothi seauton (conócete a ti mismo); Ei (atrévete a ser),
expresión ésta última de inmensa fortuna posterior.
Ahora bien: este nexo entre imago Dei y dignitas hominis, decididamente palpable en
el Renacimiento, fue ya explorado en la tardía Edad Media, como lo prueban algunos
célebres textos de uno de los doctores de la Iglesia, el dominico napolitano y
catedrático de la Universidad de París, Tomás de Aquino (1225-1270). Para éste, la
“persona” es “lo más perfecto” y, en cuanto aquí importa, lo “más digno” en toda la
naturaleza, lo cual es debido a su “subsistencia en lanaturaleza racional”. De ahí que,
añada, “persona es la hipóstasis distinguida por la propiedad relativa a la dignidad”, de
modo que si “lo más digno es subsistir en la naturaleza racional, todo individuo de
naturaleza racional se llama persona”. Por ello, al suponer la dignidad “la bondad de
alguna cosa por causa de sí misma”, ésta última “es algo absoluto y pertenece a la
esencia”. De ahí que si el concepto de persona, conforme lo antes visto, se dice de sí
y no de otro, en tanto, como sagazmente expresa el Aquinate, la persona es un ser
“indistinto en sí mismo, pero distinto de los demás”; así también sucede con la
dignidad que se predica de aquél.
Como profundiza a partir de estas ideas Hoyos Castañeda, “la dignidad humana es
absoluta porque, en tanto la persona es un todo, no está referida a su propia especie”,
es decir, “cada absoluto humano es más que la propia especie a la que pertenece”. Y
quizá en términos más significativos, añade que “el carácter absoluto de la dignidad
significa que el ser del hombre es espiritual” esto es, que “no depende intrínseca y
constitutivamente de la materia” ni, menos, de los “accidentes” que inhieren en todo
sujeto.
Por el contrario, “la dignidad humana (…) no es un accidente”, por cuanto “tiene un
fundamento ontológico” al tratarse del “mismo ser del hombre que puede manifestarse
accidentalmente a través de sus actos”. De ahí, que –conclusión de la mayor
importancia como se verá más abajo-, “la dignidad no depende únicamente de su
obrar, sino que se fundamenta en suser”. Bajo esta perspectiva, la absolutidad de la
dignidad humana obedece a que “la persona es fin en sí misma”, en tanto es “propio
de la naturaleza racional tender a un fin” y en el que las operaciones propias de esa
tendencialidad “tienen su principio último en la sustancia, porque no son movimientos
meramente transitivos, sino operaciones inmanentes que revierten en el sujeto, en su
plenitud o en su perfección”.
De cuanto aquí se ha expuesto, y siguiendo un razonamiento tal vez semejante al ya
citado de Hervada al final del apartado 1, la autora infiere una doble consecuencia
para el concepto de persona aquí connotado. “Uno negativo, con el que se significa
que el ser subsistente no está sometido a otro, no es otro; es decir, no tiene otro sujeto
en el cual se sustente, analógicamente no es esclavo de nadie ni puede pertenecer a
otro. El positivo significa una independencia o autonomía: el ser subsistente es una
realidad singular y total que tiene un acto de ser propio; es el centro y el sujeto de un
entramado de relaciones, también de relaciones jurídicas”.
Tal vez sean estas dos características las que, a su modo, tuvo presente el también
dominico y catedrático de la Universidad de Salamanca, Francisco de Vitoria para
formular, en enero de 1532, su célebre Relectio de Indiis, esto es, su relección sobre
los derechos (o no) dela corona de Castilla para ocupar los territorios americanos,
ejemplo sin par de libertad de cátedra, de un lado, y de vinculación de la reflexión
universitaria con los problemas y exigencias de la época, de otra.
Como es obvio, no cabe en esta sede el examen de esa trascendente pregunta, sino
alguna de sus consuecuencias para cuanto aquí interesa. Bajo esa perspectiva,
conviene retener que Vitoria evita deliberadamente discurrir desde la perspectiva de la
seca división entre griegos (o romanos) y bárbaros, posteriormente reemplazada por la
“fieles” o “infieles” o, con mucha posterioridad a las palabras vitorianas, por la de
naciones “civilizadas” o “no civilizadas”. Por el contrario, su planteamiento se funda en
que el orbe todo constituye “en cierta medida una república” de la que emana, entre
otras inferencias, un “derecho natural de comunicación entre los pueblos” (ius
comunicationis), postura ésta que no es sino una ampliación a escala mundial (de
donde se tiene a este autor como padre del derecho internacional público), del
reconocimiento de la igualdad ontológica de todos los seres humanos. Vinculada la
tesis recién expuesta al problema concreto sobre el que debió expedirse, fluye sin
esfuerzo a juicio de Vitoria la condición personal (en el sentido postulado a partir de la
interpretación de los primeros teólogos y filósofos cristianos) de los aborígenes
americanos, con lo que, a mi ver, se está ante el primer antecedente de las modernas
declaraciones de derechos humanos.
A este respecto, el autorpasa revista a las opiniones contrarias al reconocimiento de tal
condición personal, las que encontraron apoyo en planteamientos de orígenes muy
diversos, tales como considerar que esclavos, pecadores, infieles, criaturas
irracionales o dementes carecen de dominio sobre sí y sobre su entorno y, por tanto,
no ostentan la condición personal recién anticipada. Como es obvio, los indios
americanos ingresarían en alguna o algunas de dichas categorías.
Para la primera de las tesis enunciadas, era usual invocar el argumento de la
servidumbre del Digesto y el de la Política de Aristóteles. Sin embargo, la refutación de
Vitoria a esta opinión surge de un hecho fácilmente comprobable: «pública y
privadamente los indios estaban en pacífica posesión de sus bienes. Luego, si no
consta lo contrario se les ha de tener absolutamente por dueños y no se les puede
despojar de su posesión en tales circunstancias».
De ahí que resulten de mayor interés las respuestas a las dos siguientes tesis, pues
ellas atañen al núcleo mismo del planteamiento filosófico prohijado por Vitoria. La
primera —defendida por Juan Wyclif (1324-1384) y condenada por el Concilio de
Constanza (1415-1416)— postula que el título de dominio se obtiene por la
pertenencia al estado de gracia. A juicio de Zavala, el que Vitoria sienta la necesidad
de invocarla nuevamente a pesar de su ya señalada derrota en Constanza se debió,
seguramente, al temor de que «los partidarios de aquella puedan afirmar que los
bárbaros del nuevo mundo no tenían dominio alguno,porque siempre estaban en
pecado mortal».
La crítica vitoriana a esta postura es de la mayor relevancia pues, retomando los
argumentos estudiados hasta el presente, considera que la capacidad de dominio de
los aborígenes sobre sí y sobre sus posesiones reside en la condición de imago Dei
propia del hombre, con arreglo a lo establecido en el conocido pasaje del Génesis, 1,
26, según el cual «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza; que ellos
dominen los peces del mar, etc.». Ahora bien: conviene reparar que esta afirmación no
vincula sólo a aquellos que profesan el cristianismo. En opinión de Vitoria, la condición
de imago Dei es propia de todo hombre sin distinción alguna, ya que éste «es imagen
de Dios por su naturaleza, esto es, por sus potencias naturales; luego no lo pierde por
el pecado mortal». De lo recién dicho, resulta claro que si bien no hay en el profesor
salmantino una ruptura con la Causa Primera como, en parte, se apreciará más tarde
en algunos autores racionalistas, no es menos verdad que el marco dentro del cual
quedan fijadas las relaciones hispano-indianas no se funda en el factor religioso, es
decir, en la adhesión o no a una determinada fe de la que se desprendan premios y
castigos para el orden terrenal como acontecía en el medievo, sino que dicho
fundamento lo constituye el valor intrínseco de la dignitas hominis basado en la
universal y, por tanto, natural condición de imago Dei.
A su vez, la siguiente tesis —la imposibilidad del dominio por razón de infidelidad—
esrebatida por Vitoria del siguiente modo: «la fe no quita el derecho natural ni el
humano. Ahora bien, el dominio es o de derecho natural o de derecho humano. Luego
no se pierde el dominio por falta de fe... De aquí resulta evidente que no es lícito
despojar de las cosas que poseen a los sarracenos ni a los judíos ni a los demás
infieles por el solo hecho de no ser cristianos; y de hacerlo se comete hurto y es
rapiña, no menos que si se hiciera a los cristianos». La posición vitoriana es diáfana:
anida en ella el intento de superar teorías en boga en los ambientes intelectuales de la
época que, por muy diversas razones o intereses, habían limitado la condición de
persona de una porción importante de la humanidad. Como explica Urdanoz, «Vitoria
penetra en el fondo de la cuestión y a la luz de la sana antropología, filosófica y
cristiana, establece el fundamento y fuente de todos los derechos: es la dignidad del
hombre como ser racional, inteligente y libre, es decir, como persona».
Admitida esta fundamentación, no será difícil rebatir las tesis siguientes, las cuales
más bien afectan a la capacidad de ejercicio de los indígenas que a su propia
condición de persona. Al respecto, Vitoria sienta el principio general según el cual
«uno es dueño de sus actos cuando puede elegir esto o aquello», lo cual sólo es
propio de los seres racionales. De inmediato surge la pregunta sobre si los niños
(antes de alcanzar el uso de razón) y los dementes pueden tener dominio. Dentro de la
concepción antropológica recién citada, laopinión del autor no deja lugar a dudas:
tanto unos como otros, en la medida en que son susceptibles de injusticia, tienen
derecho sobre las cosas y, por tanto, dominio, de modo que, a fortiori, habrá que
reconocer el dominio de los indios. Estos, en efecto, están muy lejos de ser niños o
dementes ya que «tienen cierto orden en sus cosas, pues tienen ciudades
establecidas ordenadamente, matrimonios bien definidos, magistrados, señores, leyes,
industrias, comercio y todo ello requiere uso de razón; tienen asimismo, una forma de
religión. No yerran en las cosas que son evidentes a los demás; lo que es un indicio de
uso de razón». Otra cosa —y ciertamente distinta— es el desarrollo cultural (poco o
mucho) que los habitantes americanos pudieron haber alcanzado a esa fecha. Para
Vitoria, esta es una cuestión que en nada se vincula con la condición de persona que
detenta el indio, por lo que «aun supuesto que estos sean tan ineptos y romos, como
se dice, no por eso se ha de negar que tengan verdadero dominio, ni han de ser
incluidos en la categoría de esclavos legales».
Como explica Beuchot, a partir de Vitoria y sus sucesores, entre los que nombra a
Bañez, Capreolo y Suárez, con la “escolástica renacentista” o “segunda escolástica”
(aunque también con la llamada Reforma Protestante, “sobre todo en sus líneas más
puritanas”), “se tiene ya el despunte de la noción moderna de persona y de
subjetividad, es decir, el ser humano como sujeto autónomo cognoscitivo y, sobre
todo,moral”. Así, añade, “la modernidad, aunque con tonos diferentes, no tendrá más
que recoger y desarrollar esa idea de la persona”, resaltando en algunos casos, como
matiza pertinentemente el autor, “tal vez con exceso” sea la dimensión cognoscitiva;
sea la perspectiva moral configurada hasta ese momento.
Lo primero, refiere el autor a quien aquí se sigue, parece patente en René Descartes,
quien “pone a la persona en función del pensamiento”, esto es, la considera como una
res cogitans; como una substancia pensante y, entre otros, en John Locke, a cuyo
juicio la persona es “un ser inteligente pensante, dotado de razón y reflexión y que
puede considerarse a sí mismo como él mismo, la misma cosa pensante en diferentes
tiempos y lugares”.
Por su parte, lo segundo también se halla enfatizado a través del notable esfuerzo de
la llamada “Escuela del Derecho Natural Racionalista”, no solamente por sus aportes
en el ámbito del derecho político y constitucional en la medida en que sentaron las
bases del Estado de Derecho estructurado en torno del ahora indiscutido principio de
la división de poderes sino, en especial, por el decisivo camino de la humanización de
diversos sectores del derecho a la que asiste Europa entre los siglos XVII y XVIII, tal el
caso del de familia o del penal (aboliendo, por ejemplo, ciertos privilegios de los
señores sobre sus vasallos o determinadas penas y medios probatorios degradantes
para la dignidad humana).
Como es sabido, el aporte de la escuela recién mentada en cierto sentidoculmina con
la obra de su representante más insigne, Inmanuel Kant, alguno de cuyos postulados
en relación al tema que aquí interesa ejercieron una honda repercusión en el
pensamiento filosófico jurídico posterior y a los que, en lo que sigue, se hará una breve
referencia.
En relación con este autor, resultan de interés para el presente análisis sus reflexiones
en el marco de su preocupación por discernir “una ley necesaria para todos los seres
racionales” de modo de “juzgar siempre sus acciones según máximas tales que
puedan ellos querer que deban servir de leyes universales”.
Al respecto, distingue con nitidez entre “los seres cuya existencia no descansa en
nuestra voluntad, sino en la naturaleza”, lo cuales, “si son seres irracionales” tienen un
“valor relativo, como medio y por ello se llaman cosas”, de “los seres racionales”, a los
que se llama “personas porque su naturaleza los distingue ya como fines en sí
mismos, esto es, como algo que no puede ser usado meramente como medio y, por
tanto, limita en ese sentido todo capricho (y es un objeto de respeto)”. El hombre, en
efecto, añade, “no es una cosa; no es, pues, algo que pueda usarse como simple
medio”, sino que “debe ser considerado en todas las acciones como fin en sí”.
Ahora bien: para Kant, los fines de que se trata no son “meros fines subjetivos, cuya
existencia, como efecto de nuestra acción, tiene un valor para nosotros, sino que son
fines objetivos, esto es, cosas cuya existencia es ensí misma un fin, y un fin tal, que en
su lugar no puede ponerse ningún otro fin para el cual debieran ellas servir de medios,
porque sin esto no hubiera posibilidad de hallar en parte alguna nada con valor
absoluto”, ya que “si todo valor fuere condicionado y, por tanto, contingente, no podría
encontrarse para la razón ningún principio práctico supremo”. Como es obvio, esto
último resulta incompatible con un planteamiento fundado en el reino de la moralidad y,
por tanto, en el de la racionalidad, ya que justamente el fundamento de ese “principio
práctico supremo” y, por tanto “imperativo categórico” es “la naturaleza racional”, la
cual “existe como fin en sí misma”, emanando de tal naturaleza “la idea de la voluntad
de todo ser racional como una voluntad universalmente legisladora”. Para Kant, en
efecto, “una voluntad subordinada a leyes puede, sin duda, estar enlazada con esa ley
por algún interés; pero una voluntad que es ella misma legisladora suprema no puede,
en cuanto que lo es, depender de interés alguno, pues tal voluntad dependiente
necesitaría ella misma de otra ley que limitase el interés de su egoismo a la condición
de valer por ley universal” Y en este horizonte, profundiza el autor, esa voluntad así
definida sería “apta para imperativo categórico porque, en atención a la idea de una
legislación universal, no se funda en interés alguno y es, de todos los imperativos
posibles, el único que puede ser incondicionado”. En esto reside, a su ver, el principio
de la moralidad respecto del cual losanteriores esfuerzos teóricos fracasaron y, en
definitiva, la noción de dignidad humana. En efecto; en relación a lo primero “veíase al
hombre atado por su deber a leyes: más nadie cayó en pensar que estaba sujeto a su
propia legislación, si bien ésta es universal”. A su vez, lo segundo viene considerado
porque el obrar racional así descrito no es por “virtud de ningún otro motivo práctico o
en vista de algún provecho futuro, sino por la idea de la dignidad de un ser racional
que no obedece a ninguna otra ley que aquella que él se da a sí mismo”.
En ese plano, el autor profundiza la idea de dignidad recién referida. A su juicio, “en el
reino de los fines todo tiene o un precio o una dignidad. Aquello que tiene precio puede
ser sustituido por algo equivalente; en cambio, lo que se halla por encima de toda
precio y, por tanto, no admite nada equivalente, eso tiene una dignidad”, de donde
“aquello que constituye la condición para que algo sea fin en sí mismo, eso no tiene
meramente valor relativo o precio, sino un valor interno, esto es, dignidad”. Sobre tales
bases, concluye el filósofo, es la “legislación misma” en el sentido de propia y
connatural al hombre ya definida la que “debe por eso justamente tener una dignidad,
es decir, un valor incondicionado, incomparable, para lo cual solo la palabra respeto da
la expresión conveniente de la estimación racional que debe tributarle”. En tales
condiciones, “la autonomía es, pues, el fundamento de la dignidad de la naturaleza
humana y de toda naturaleza racional”
Esverdad, como advierte Hoyos Castañeda, que al cifrar Kant la dignidad humana en
el hecho de que el hombre “no obedece a ninguna otra ley que aquélla que él se da a
sí mismo”, es posible que “el principio de la autonomía se expli[que] por la consciencia
individual y la libertad”, configurándose así “una libertad desvinculada de la
naturaleza”. Para decirlo de manera más directa: se reprocha a la tesis kantiana que la
decisión personal de cada quien no encontraría en las exigencias que dimanan de la
naturaleza humana el punto de referencia a partir del cual y hacia el cual desarrollarse,
con lo que la subjetividad moral perdería la objetividad y, por ende, la universalidad
ambicionada por el propio Kant. Las consecuencias de este planteamiento para el
ámbito jurídico son conocidas, puesto que parece claro que detrás de tal interpretación
fluye la idea, como recuerda la citada autora, de anteponer “la autonomía frente a
cualquier otro bien fundamental”, de forma que suele postularse un irrestricto derecho
al desarrollo de la personalidad individual aún en detrimento de otros derechos: por
ejemplo, bajo el paraguas de la libertad de expresión se postula el “derecho” a brindar
todo tipo de información, con prescindencia de que ello eventualmente afecte otros
“derechos”, como el bien jurídico de la intimidad de terceros; o, bajo el “derecho” que
tiene toda mujer sobre su cuerpo, se postula la absoluta libertad de abortar, más allá
de que ello afecte otros “derechos”, como el bien jurídico de la vida delnasciturus.
A mi juicio, y aún reconociendo, como decía Beuchot, algún “exceso” en la defensa de
la subjetividad moral por parte de Kant y, en general, de los autores modernos, no es
seguro que las consecuencias jurídicas recién planteadas puedan linealmente
derivarse de los postulados kantianos antes transcriptos, ni menos, que el propio
filósofo alemán estuviera dispuesto a admitirlas de buen grado como compatibles con
su planteamiento de fondo. Con ser relevante, sin embargo, este dilema no
corresponde profundizarlo en esta sede. Por el contrario, sí interesa señalar que con el
vigoroso alegato kantiano en favor de la dignidad personal en cierto sentido culmina el
extenso recorrido iniciado por los primeros teólogos y filósofos cristianos en torno de la
construcción de un concepto de persona que repose sobre la substancialidad del ser
humano con entera prescindencia de sus accidentes, esto es, al margen de las
circunstancias de sexo; raza; religión o de la mayor; menor o, incluso en casos
extremos, de la nula capacidad u operatividad, como decían los clásicos, de hecho de
cada individuo.
En efecto; como sintetiza Beuchot, la persona al “ser substancia de naturaleza racional
y volitiva, tiene una gran dignidad, la más excelente que se da en la creación” ya que,
según remarca Hoyos Castañeda con cita de Spaemann, “el concepto de dignidad se
refiere a la propiedad de un ser que no sólo es ‘fin en sí mismo para sí’, sino ‘fin en sí
mismo por antonomasia’”. Es que, si bien se mira, toda realidad (una planta; unanimal
o una persona) ostenta un carácter de fin para sí. Sin embargo, continúa Spaemann,
aun admitiendo esto, existe, respecto del ser humano una diferencia radical, a saber,
que “sólo el hombre tiene, respecto de los demás entes, una cierta distancia respecto
de sí mismo como realidad natural; una diferente posición en la realidad” porque, como
también se ha dicho, “está en otro orden del ser”.
De todo lo expuesto se sigue, que al ser la persona “ontológicamente completa e
incomunicable” es, por fuerza y en un giro copernicano respecto de la consideración
dada a esta idea por los romanos, un sui iuris, esto es, un sujeto de derechos y, por
tanto, un ser que domina de su propio ser y de la operaciones que de él dimanan en
orden al logro de su pleno desarrollo. El concepto de persona, pues, ha mudado
radicalmente respecto del de la tradición greco-romana alcanzando una nueva
configuración filosófica que, de seguido, será asumida por los juristas y, de ahí, pasará
a los textos de derecho positivo, tanto de carácter constitucional como
infraconstitucional. De todo este proceso cabe hablar en lo que sigue.
Con las notas recién expuestas como telón de fondo, la moderna y contemporánea
doctrina científica –y posteriormente- la legislación de los estados estructuraron el
concepto jurídico de persona.
Al respecto, antes de ingresar al tema conviene hacer la salvedad de que cuando se
habla de esta última noción no se está refiriendo a lo que en el lenguaje técnico se
conoce como “persona jurídica”, ya que en éste dicha noción refiere a las personas
llamadas de “existencia ideal”, es decir, a las asociaciones; sociedades o fundaciones,
tal y como, por caso, las enuncia la 2º parte del art. 33 del Código Civil. Por el
contrario, aquí el alcance jurídico de la persona está connotando al hombre; al ser
humano o, dicho en sentido técnico, a la “persona física”, a la que nuestro Código Civil
–para seguir con el ejemplo antes empleado- mienta en el art. 31 y especialmente a
partir del 51. En estecontexto, si bien no se discute que las personas “físicas” son las
que, en definitiva, dan origen a las de “existencia ideal”, por lo que muchas de las
consideraciones que se predican de aquéllas valen, analógicamente, para éstas, debe
quedar claro que cuando se alude al fundamento mismo del derecho –que es lo que
interesa en esta obra-, la realidad aludida no es otra que la del ser humano, por lo que
es respecto de éste de quien se predicará, en lo que sigue, el concepto jurídico de
persona.
Sentado lo anterior, para la ciencia jurídica dicho concepto fue alternativamente
caracterizado como “el sujeto capaz de derechos y obligaciones” (en donde la nota de
“capacidad” tiene una inequívoca resonancia romana según se había anticipado);
como el “sujeto titular de derechos y deberes” (en el que la voz “sujeto” remite a la
también romana expresión sui iuris, aunque ya completamente remozada, tal y como
se señaló más arriba) o, en fin, como la muy sugestiva idea de “ser ante el derecho”.
A mi ver, de lo dicho fluye sin mayor esfuerzo que dicha noción jurídica de persona no
puede ser diversa de la filosófica. Por el contrario, aquélla se halla comprendida por
ésta, de la que en definitiva procede por lo que, como afirma Hervada, “persona en
sentido jurídico es un concepto que está contenido radicalmente en el de persona en
sentido ontológico”. En efecto; en todas ellas se advierte una nota de la mayor
relevancia, a saber, que se está ante un ser capaz de contraer derechos y
obligaciones, esto es, de ejercer por sí (opor sus representantes) su libertad y de
asumir las consecuencias de ello; o, más fuerte aún, de que se trata de un sui iuris, es
decir, de un sujeto portador de una substancia racional que lo torna autónomo e
incomunicable respecto de los demás seres; o, todavía más pertinentemente, que es
un ser ante el derecho, lo cual revela que ya es, y que tal posesión de su ser y de las
operaciones que le son anejas –las que se estructuran como lo suyo-, es recogido por
el ordenamiento jurídico en el haz de disposiciones que permiten su mejor desarrollo
en la vida social.
Síntesis conclusiva
1. El derecho constitucional
2. El derecho infraconstitucional
Introducción
Como es sabido, el art. 54 del Código Civil especifica los supuestos de “incapacidad
absoluta” establecidos por la ley. Su examen es de sumo interés a fin de advertir la
virtualidad práctica (o no) de la tesis filosófico-jurídica aquí examinada respecto,
cuanto menos, de los casos estudiados en los tres primeros incisos: el de las personas
por nacer; de los menores y de los dementes
En relación con este supuesto, como se anticipó, para el codificador no se discute que
son “personas” y ello sucede “desde la concepción en el seno materno” (art. 70) con
prescindencia de que los “nacidos con vida tengan imposibilidad de prolongarla (…)
por un vicio orgánico interno, o por nacer antes de tiempo”(art. 72).
Pues bien, tanto la cuestión del inicio de la vida cuando la de su viabilidad han sido
discutidas desde siempre por la ciencia y la filosofía, incidiendo tal discusión, como es
de esperar, sobre el derecho, tal y como se advierte, en relación a lo primero, con la
situación de los embriones congelados y del ovocito pronucleado y, en lo relativo a lo
segundo, con la de la persona anencefálica.
En relación con éstos, múltiples son los aspectos que gravitan respecto del tema que
aquí interesa, motivo por el cual en lo que sigue me limitaré a la cuestión de la
capacidad (o no) de éstos para consentir la realización de tratamientos médicos.
A título general, como lo recuerda Sambrizzi, “el paciente médico que no se encuentra
privado de consentimiento le asiste el derecho a tomar las decisiones quepudieran
corresponder con respecto a los posibles tratamientos a serles aplicados, en especial,
cuando existan terapias alternativas, constituyendo una exigencia moral colocarlo en
condiciones de poder elegir personalmente, y no a la de someterse a decisión que
otros han tomado por él”. Se trata, pues, de la aplicación del principio general ya
estudiado y basado en el resguardo de la dignidad humana, en función de la cual es
posible hablar de una “exigencia moral” (en el sentido de metafísica) y no de un
sometimiento de hecho (en tanto que físico) a la decisión que “otros han tomado por
él” tornando a la persona, en este último caso, en un “objeto” y no en un sui iuris.
Ahora bien: en cuanto aquí interesa, conviene tener presente que el citado art. 54
estipula una incapacidad “absoluta”, norma ésta que ha merecido las críticas de
alguna doctrina y que no se halla desprovista de razón en la medida en que puede
tornarse, en algunos casos, contraria a la idea de dignidad humana. Ante ello, y más
allá –como acertadamente apunta Sambrizzi- de la insoslayable intervención de los
padres atento el ejercicio de su patria potestad, tanto los textos internacionales, como
el derecho comparado han otorgado un mayor protagonismo a los menores en línea
con el reconocimiento de esa noción substancialista de la dignidad humana. Así, de
conformidad al 2º párrafo del art. 7º del Proyecto original de la Convención de Bioética
del año 1994 del Consejo de Europa, “el consentimiento del menor debe ser
considerado como un factor cadavez más determinante, proporcionalmente a su edad
y a su capacidad de discernimiento”. Sobre tales bases, por ejemplo, en el Reino
Unido la Sección 8 del Acta de Reforma del Derecho de Familia del año 1969 autoriza
a los adolescentes de dieciséis o más años a consentir tratamientos quirúrgicos,
médicos y odontológicos, como si fuesen mayores de edad, prevaleciendo sus deseos
por sobre los de sus padres”.
Como parece obvio, se trata de un principio general que transita en sintonía con el
máximo despliegue posible de la personalidad humana como concreción de la referida
nota de substancialidad-dignidad que le es propia, principio éste que, sin embargo, no
excluye las excepciones. Como recuerda el autor citado, a partir de la autoridad de
Rabinovich, rige en Gran Bretaña la regla del “menor maduro”, según la cual, “si bien
hasta la mayoría de edad continúa en vigor la patria potestad, a medida que el menor
va madurando, el grado de control paterno debe ir decreciendo”, aunque, matiza, “se
duda sobre la validez de ese consentimiento en el supuesto de que se tratara del
rechazo de una terapia o tratamiento que ofrece un buen pronóstico”. Más aún:
justamente el principio general recién aludido condujo, en ese país, a que un tribunal
autorizara una transfusión de sangre en contra de la decisión tanto de los padres,
como del menor de 15 años de edad, todos Testigos de Jehová, en un caso en que
éste último se hallaba enfermo de leucemia. Y, con mayor razón, si se trata de
supuestos en que los menores no semanifiestan o son incapaces, tal y como ha
sucedido en los Estados Unidos, por interpretarse que “ello constituiría un ejercicio
abusivo de la patria potestad, por el cual se incurriría en responsabilidad penal”.
c) Los dementes
Unidad de Aprendizaje II
Introducción
a) Sófocles
El primer texto pertenece a la famosa obra de teatro de Sófocles (495-405 A.C.), quien
escribe un drama en el que refiere que, a raíz de la disputa por el trono entre Creonte,
rey de Tebas, y su hermano Polinices, el primero, tras dar muerte al segundo ordenó –
en lo que constituía una de las más severas deshonras de la sociedad griega- dejarlo
insepulto. Antígona, hermana de ambos, es sorprendida por los guardias cuando
procuraba enterrar a su hermano por lo que es llevada ante la presencia del rey, lo que
da lugar al diálogo que interesa a los fines de este trabajo.
En efecto; Creonte la inquiere: “¿sabías que había sido decretado por un edicto que no
se podía hacer esto?” y ante la respuesta afirmativa de Antígona, profundiza: “ésta
conocía perfectamente que entonces estaba obrando con insolencia, al transgredir las
leyes establecidas, y aquí, después de haberlo hecho, da muestras de una segunda
insolencia: ufanarse de ello y burlarse, una vez que ya lo ha llevado a efecto”.
Como se advierte con claridad, no hay en las palabras del rey un juicio sobre la
moralidad o justicia de la norma, probablemente porque aquellas resultan
sobreentendidas en función de la inconducta de Polinices. Por el contrario, es
manifiesto el interés de resguardar la ley promulgada, de suerte que su transgresión, a
sabiendas, constituyeun verdadero escándalo que no solo mina la autoridad del
gobernante, sino que, además, suscita el descrédito de la población en la existencia y
cumplimiento de aquélla. Podría decirse, entonces, que Creonte sólo repara en la
existencia de la norma positiva y en la obligación de su cumplimiento en tanto que tal.
Ante ello, la respuesta de Antígona se sitúa en un nivel distinto, al formular un
enjuiciamiento crítico de la norma. Así, se lee: “No fue Zeus el que los ha mandado
publicar, ni la justicia que vive con los dioses de abajo la que fijó tales leyes para los
hombres. No pensaba que tus proclamas tuvieran tanto poder como para que un
mortal pudiera transgredir las leyes no escritas e inquebrantables de los dioses. Estas
no son de hoy ni de ayer, sino de siempre, y nadie sabe de dónde surgieron. No iba yo
a obtener castigo por ellas de parte de los dioses por miedo a la intención de hombre
alguno”.
Del texto citado es posible extraer, libremente, el siguiente iter argumentativo: a) por
de pronto, y como es lógico en el horizonte de la sociedad griega en la que religión,
moral y derecho no ocupan compartimentos estancos, Antígona reivindica la existencia
de una justicia divina; b) pero hay más: esta justicia ostenta un contenido que las leyes
humanas deben en todo caso profundizar pero en ningún caso contradecir. En efecto,
“Zeus” o “los dioses” han proporcionado a los hombres leyes “no escritas”;
“inquebrantables” y “atemporales”, las cuales son superiores a las humanas pues
ningún “mortal” tiene “tantopoder” como para “transgredir[las]”; c) así las cosas, si esto
último aconteciera, ello redundaría en “castigo por ellas”, con prescindencia de que tal
obrar ocurra por “miedo” ante quien posee poder o por afán de pensar como los
demás; d) ante lo expuesto, Antígona concluye el edicto de Creonte no lo ha “mandado
publicar” Zeus, lo cual es tanto como afirmar que no responde a aquél, imponiéndose
su inaplicación.
A los fines del presente estudio, conviene retener no tanto (a pesar de su indudable
trascendencia), la remisión a una justicia divina, cuanto el expreso reconocimiento de
que no basta, a la hora de gobernar la vida social, la sola ley positiva. Dicho de otro
modo: la legislación no es la “última ratio” del ordenamiento jurídico sino que, más allá
de aquella, existe una instancia crítica en condiciones de juzgar su bondad o maldad;
su acierto o desacierto. En el horizonte cultural de Sófocles, esa instancia la constituyó
Zeus (así como desde la cristianización de Europa hasta el cisma religioso del siglo
XVI, aquélla fue Dios y, a partir de esa ruptura, la Razón humana). Como se advierte
con claridad, lo decisivo aquí, con prescindencia de quien es el titular de esa sede
crítica a la ley positiva, es que esa sede existe y que el gobernante no puede
contentarse, en orden a pretender el acatamiento de una norma, con su mera
promulgación: es menester, antes que nada, someter a examen su contenido. Y esa
nota, que estimo fundamental en el difícil camino hacia la racionalización de las
relacionessociales, se halla presente, con toda transparencia, en el párrafo citado y
volverá a ser empleada un par de siglos después por otro actor fundamental del
derrotero recién mencionado: Aristóteles.
Desde luego, si bien el reconocimiento de una instancia crítica proporciona los medios
para echar luz acerca del correcto contenido de la ley, en modo alguno garantiza el
éxito de la empresa. Sófocles parece perfectamente consciente de ello y, al igual que
Aristóteles, se ubica en un prudente término medio entre la ilusión del racionalismo
filosófico que se creyó capaz de dar respuesta a todo y la desilusión (o, mejor, la
tragedia) del escepticismo filosófico incapaz de responder a nada. El autor, en efecto,
confía en las fuerzas del hombre y esto se ve con claridad cuando, por intermedio del
Coro, expresa que “muchas cosas asombrosas existen y, con todo, nada más
asombroso que el hombre”. Sin embargo, tal confianza no impide reconocer que las
respuestas no siempre están al alcance de la mano. Así, en su réplica a Creonte
-quien no considera justo que el “bueno” (que, a su juicio, es él mismo) “obtenga lo
mismo que el malvado” (esto es, Polinices)-, Antígona desliza con una saludable
modestia:”¿Quién sabe si allá abajo estas cosas son las piadosas?”. Para la
muchacha, en efecto, “allá abajo” -que es donde viven los dioses-, seguramente las
cosas no son como las concibe Creonte pero el “¿quien sabe?” es por demás
indicativo de que el ámbito de la praxis humana se resiste a conclusiones categóricas
y, menos definitivas entanto constituye un continuo campo de encuentro y ponderación
de razones en torno de cada acto de la vida y en el que, como agudamente enseña
Inciarte “que el juicio práctico sea un juicio relativo con continuas instancias de
revisión, no significa una relativización de la moral. Significa simplemente que un juicio
moral absoluto sólo puede ser un juicio final”.
b) Aristóteles
Se estima que entre 350 y 335 A.C., es decir un siglo largo después, dentro del
capítulo de la Retórica dedicado a la “oratoria forense”, Aristóteles (384-322 A.C.)
retoma y profundiza la recién referida enseñanza de Sófocles.
Al aludir a la ley, el Estagirita (en alusión a Estagira, la ciudad que lo vio nacer), la
distingue en “particular” y “común”. A su juicio, “es ley particular la que cada pueblo se
ha señalado para sí mismo, y de éstas unas son no escritas y otras escritas. Común
es la conforme a la naturaleza. Pues existe algo que todos en cierto modo adivinamos,
lo cual por naturaleza es justo e injusto en común, aunque no haya ninguna mutua
comunidad ni acuerdo, tal como aparece diciendo la Antígona de Sófocles que es
justo, aunque esté prohibido, enterrar a Polinices por ser ello justo por naturaleza,
‘pues no ahora ni ayer, sino por siempre jamás vive esto, y nadie sabe desde cuándo
apareció’”.
El escrito aristotélico –que se complementa con otros a los que se aludirá en seguida-
es más sofisticado que el de Sófocles y esto sin ningún desmedro para este último. A
este respecto, repárese que Sófocles, al contrario deAristóteles, no tenía a través de la
elaboración de sus piezas teatrales ninguna pretensión filosófica, sino puramente
recreativa, más allá de que a través de ellas el mundo griego solía reflejar, de manera
sutil, sus perplejidades y aspiraciones y, en definitiva, su rica sensibilidad ética.
Además, no puede negarse el tránsito del tiempo y el asombroso desarrollo teórico
ocurrido en la Hélade a través de las enseñanzas de Sócrates y de la obra de Platón y
que, acaso, encuentra en Aristóteles a su máxima figura. De ahí que lo relevante sea
que entre ambos textos no se advierten rupturas sino continuidad y desarrollo de unas
ideas que ya formaban parte del fondo cultural griego, al extremo que el Estagirita
recurre a Sófocles en más de una oportunidad.
Del texto glosado se obtienen, a mi juicio, cinco conclusiones de la mayor relevancia:
a) se repite, al igual que en Sófocles, la asunción básica de que no solo existen las
leyes positivas, sino que, junto a éstas (que Aristóteles llama “particulares”), está la ley
“común” (que Sófocles había denominado “no escrita”); b) por el contrario, se innova
con una más depurada presentación metodológica de aquél distingo, ya que la ley
“particular” es dividida en “escrita” (que es la positiva en sentido estricto) y en “no
escrita” (que constituyen –bien que no se las menciona- las costumbres), distingo éste
que, como se verá enseguida, es aún más evidente con el concurso de otros textos y
está en la base de la clásica teoría de las fuentes del derecho a la que se
haráreferencia en la siguiente Unidad de Aprendizaje; c) se reconduce a la
“naturaleza” –anticipando lo que aparecerá de manera mucho más elaborada en
Cicerón- el fundamento de la ley “común” y que en el autor teatral quedaba en el
contexto de la divinidad; d) se reitera la idea de que esa ley “común” es capaz de
proporcionar criterios de justicia objetiva desde los cuales someter a juicio a la ley
positiva, ya que “existe algo que todos en cierto modo adivinamos, lo cual por
naturaleza es justo e injusto en común” (énfasis añadido) e) de lo dicho recién
expuesto fluye la obvia superioridad de ley “común” respecto de la “positiva” y f)
empero, como ya se había anticipado en Sófocles, no se trata de una empresa sencilla
pues no existen garantías de que en relación a esta materia “haya ninguna mutua
comunidad ni acuerdo” (énfasis añadido);.
Dicho en otros términos, para Aristóteles es posible establecer, desde la vía de la
“naturaleza” (que, con la ayuda del resto del corpus aristotélico puede traducirse como
la “razón”), una instancia o juicio crítico a la ley “positiva” pese a la obvia dificultad de
la tarea, lo que se aprecia en la falta de “acuerdo”.
Desde luego, no se trata de una tarea constante, pues lo ordinario es aplicar la ley
positiva. Sin embargo, la preocupación del autor estriba en enfatizar que aquélla no es
la única referencia en una comunidad, de modo que los jueces deben proceder según
la fórmula juramental de Atenas que reza “con la mejor consciencia”, la que, a juicio de
Aristóteles,“significa no servirse siempre de las leyes escritas” (énfasis añadido).
Ahora bien: en el propósito descrito, el Estagirita completa a Sófocles pues acude a un
elemento añadido, ausente en éste, cuando expresa que “si la ley escrita es contraria
al hecho, hay que aplicar”, además de “la ley común”, “los argumentos de equidad”, ya
que tanto unos como otros, al contrario de la ley positiva que “cambia (…) muchas
veces”, “permanece[n] siempre y no cambia[n] nunca”, máxime si la “común” es
“conforme a la naturaleza”.
En cuanto al primero (la ley “común”), Aristóteles ejemplifica nuevamente con el caso
de Antígona quien –expresa-, se defiende “diciendo que ha obrado fuera de la ley de
Creonte, pero no fuera de la ley no escrita ‘porque no ahora, ni ayer, sino por siempre
jamás…’”. Por ello, concluye, “es propio de hombre mejor aplicar y guardar las leyes
no escritas que las escritas” (énfasis añadido), con lo que Aristóteles, además de
reiterar la superioridad de unas sobre otras, retoma el lenguaje de Sófocles de
denominar a la ley “común” como “no escrita”.
A su vez, en cuanto al segundo (la “equidad”), escribe que “es equitativo lo justo más
allá de la ley escrita”, lo cual acaece “unas veces con voluntad, y otras sin voluntad de
los legisladores” (énfasis añadido).
En relación con los supuestos que ocurren con “voluntad”, Aristóteles plantea, a su
vez, dos supuestos: de un lado, si el legislador “no puede definir por causa de su
infinitud” una determinada situación (por ej., no se puede precisar el quantum dela
pena in abstracto, por lo que se da al juez un marco de posibilidades, tal el caso, en
nuestro sistema penal (art. 79), del homicidio, al que le corresponde una pena de
prisión o reclusión que varía entre los 8 y 25 años) y, de otro, si directamente no se
puede definir “pero es forzoso hablar (…) en absoluto o (…) el valor más general” (por
ej., los llamados “conceptos jurídicos indeterminados”, como el principio de “buena fe”
–cfr., entre otros, arts. 1198, 1º párr. del Cód. Civ.- o de “excesiva onerosidad
sobreviviniente” –cfr. art. cit., 2º párr.- que solo se definen o determinan in concreto, es
decir, en función de una situación precisa a la luz de la cual se tornan operativos).
A su vez, en cuanto concierne a los casos que ocurren “involuntariamente”, el autor
alude a “cuando les ha pasado desapercibido” (es decir, cuando el legislador,
sencillamente por un olvido involuntario, no previó una determinada solución jurídica
ante un caso de la vida o, como se dirá con posterioridad, se está ante una “laguna”
del sistema jurídico).
Según se tendrá ocasión de comprobar en las unidades de Aprendizaje VI y VII, el
planteamiento recién descrito se ubica en las antípodas del de la filosofía “Positivista”
para la cual –cuanto menos en su concepción originaria- resulta absolutamente
inconcebible un legislador que no haya previsto todos los posibles supuestos a los que
se enfrentan las personas, es decir, a través de un sistema jurídico completo y que tal
previsión se realice a través de normas claras; precisas;coherentes y no redundantes
(o económicas).
Por el contrario, en Aristóteles, el legislador, como ser humano, es finito y su
observación de la realidad de la vida está condicionada tanto por la insondable riqueza
de aquella como por las debilidades del hombre. De ahí que -concluya el autor-, es
menester “ser indulgente con las cosas humanas” y eso “es también de equidad”, de
donde no cabe mirar a “la ley sino al legislador” y, aún más, “no a la letra, sino a la
intención del legislador”. En efecto, como profundiza en una página inolvidable de la
Ética a Nicómaco, "la ley es siempre un enunciado general", por lo que "sólo toma en
consideración los casos que suceden con más frecuencia, sin ignorar, empero, los
posibles errores que ello pueda entrañar" y que son debidos a "la naturaleza de las
cosas, ya que, por su misma esencia, la materia de las cosas de orden práctico reviste
un carácter de irregularidad". En este contexto, concluye el autor, si se planteara un
caso que no alcanza a ser captado por la generalidad de la norma, "se está legitimado
para corregir dicha omisión a través de la interpretación de aquello que el legislador
mismo hubiera dicho de haber estado presente en este momento, y de lo que hubiera
puesto en la ley de haber conocido el caso en cuestión". Y es precisamente esta
función la que, en el planteamiento del Estagirita, autoriza a calificarla como una
justicia "superior", ya que por su orientación a dirimir los "casos difíciles", la epikeia
traspasa la ley y se transforma en aún "másjusta" que ésta, pues la completa en
aquellas situaciones excepcionales en que el "carácter absoluto de la norma" es
incapaz de contemplar.
Se ha visto, pues, que es propio del “hombre mejor” (que, en la inteligencia de
Aristóteles es el más virtuoso y que, en el ámbito de las cosas prácticas, es el
prudente), ni ignorar la ley “común” o “no escrita” ni, tampoco, desatender la epikeia
que es la ley “más justa” de cara al examen y aplicación de las normas positivas. Y
bien: ¿es posible decir o saber algo más respecto de este humus que está más allá y
encima de aquellas disposiciones, máxime si el propio autor reconoce la falta de un
acuerdo generalizado en torno de este punto?
El Estagirita abordó el tema en otra página de la Ética a Nicómaco, que ha fatigado a
los comentaristas por su exasperante brevedad y que, acaso por ello, sirvió para echar
alguna sombra sobre su genuina comprensión. En efecto, refiriéndose a la “justicia
política”, que es la que “existe entre personas libres e iguales que participan de una
vida común para hacer posible la autarquía”, Aristóteles expresa que esta se divide en
justicia “natural”, que es la “que tiene en todas partes la misma fuerza,
independientemente de lo que parezca o no” y “legal”, que alude a “aquello que en un
principio da lo mismo que sea así o de otra manera, pero que una vez establecido ya
no da lo mismo”. Para los sofistas, contra los que Aristóteles y su maestro Platón se
habían querellado, la “justicia política” sólo es legal, ya que es un dato de larealidad
que la naturaleza es inmutable en tanto que los sistemas políticos y sus legislaciones
no. Para Aristóteles, por el contrario, la realidad de la vida no se compaginaría con
semejante simplificación. A su juicio, “algunos creen que toda justicia política es de
esta clase [positiva o mudable], porque lo que es por naturaleza es inmutable y tiene
en todas partes la misma fuerza, lo mismo que el fuego quema tanto aquí como en
Persia, y constatan que la justicia varía. Esto no es cierto, pero lo es en un sentido;
mejor dicho, para los dioses no lo es probablemente de ninguna manera; para
nosotros, hay una justicia natural y, sin embargo, toda justicia es variable; con todo,
hay una justicia natural y otra no natural. Pero es claro cuál de entre las cosas que
pueden ser de otra manera es natural y cuál no es natural sino legal o convencional,
aunque ambas sean igualmente mutables”.
El texto no es ciertamente cristalino, aunque, preciso es reconocerlo, la temática
abordada es de las más complejas, discutibles y discutidas de la ética universal. Con
todo, tengo para mí que el pensamiento de Aristóteles fluye con nitidez.
Interpretándolo libremente, cabría obtener las siguientes conclusiones: a) no es
correcto que se diga que el derecho sea solo derecho positivo, pues existe un derecho
natural, aún cuando éste varíe; b) dicha variación es probable incluso entre los dioses,
en sintonía con aquella pregunta sin respuesta formulada por Antígona y a la que se
refirió sobre el final del apartado precedente; c) dichavariación es absolutamente
segura entre los hombres; d) si el derecho natural es variable, a fortiori lo es el
derecho positivo; e) no obstante lo anterior, existe una justicia natural entre los
hombres, y f) sobre tales bases, es posible discernir cuáles elementos susceptibles de
mutar tienen su raíz en la justicia natural (y, por tanto, resultan “naturalmente justos”
no obstante la mutabilidad, esto es, a pesar de que “pueden ser de otra manera”) y
cuáles, por el contrario, encuentran dicha raíz en una fuente legal o convencional.
Como es obvio, el problema nuclear reside en la primera parte del último punto, el que
fue bien interpretado, siglos más tarde, por Tomás de Aquino a partir de un ejemplo
tomado a Cicerón: el caso del depósito.
En efecto, enseña el napolitano que es de “equidad natural el que se devuelva siempre
a otro lo que se ha prestado”, de donde se infiere que si bien pueden existir leyes
positivas que digan lo contrario, tales normas son insanablemente injustas pues, para
seguir las palabras de las fuentes, “hay una justicia natural” (Aristóteles) o es de
“equidad natural” (Tomás de Aquino) la devolución del depósito al depositante y ello,
conceptualmente, siempre es así.
Empero, como también se sabe, el juego de las circunstancias puede obligar a
establecer excepciones a tal afirmación. Y aquí no solamente se topa con la nota de
intrínseca mutabilidad del derecho positivo que Aristóteles enfatizó de modo categórico
y ejemplificó sin dificultades: “que el rescate cueste una mina o que sedeba sacrificar
una cabra y no dos ovejas”. Por el contrario, en este punto se está ante una cuestión
más delicada, a saber, la mutabilidad misma del derecho natural.
Al respecto, el Estagirita no solo escribió que ello es posible, sino, además, que ni
siquiera es difícil precisarlo: “pero es claro cuál de entre las cosas que pueden ser de
otra manera es natural”. No obstante lo expuesto, su ejemplo no parece feliz (“así la
mano derecha es por naturaleza la más fuerte y, sin embargo, es posible que todos
lleguen a ser ambidiestros”), al contrario del ya citado por Tomás de Aquino. En efecto;
según explica este último autor, como regla general, los depósitos deben devolverse:
ello “sería siempre obligatorio”. Sin embargo, tal regla cede “en algunas ocasiones”, en
las que, como la naturaleza humana no es “siempre recta”, “puede fallar”: por ejemplo,
en el caso del depósito de un arma, si el depositante enloqueció pues la devolución del
objeto entrañaría un grave riesgo. Ahora bien: siguiendo a Aristóteles, es “claro” que la
excepción en modo alguno cambia la naturaleza de la regla (pues es de justicia natural
devolver los depósitos) y, al mismo tiempo, parece también “claro” que la excepción no
se asienta en una mera convención (en el sentido de que es indiferente el criterio a
adoptar hasta el momento en que se adopta uno, todo lo cual, según una enseñanza
central del Estagirita, es de prístino “derecho positivo”), sino, por el contrario, en la
propia naturaleza de las cosas, a saber, las gravesconsecuencias a la que conduciría
la aplicación literal de la regla.
c) Cicerón
En el célebre diálogo platónico del Gorgias, una de las cuestiones que ocupa la
atención de Sócrates en un su denso e intenso coloquio, entre otros, con el sofista
Callicles es la aparente tensión entre “naturaleza” y “ley” puesta de relieve por aquél.
Dicha tensión, como se recordará, fue ya observada por Aristóteles en uno de los
textos precedentemente citados en el que se afirma que, según la sofística,
la“naturaleza es inmutable” pues “tiene en todas partes la misma fuerza”, por oposición
a ley, que varia por doquier. Como es obvio, la noción de naturaleza que late detrás de
esas palabras es, como se puso de relieve en la cita de Robles, es de raíz
eminentemente “física” por oposición a la naturaleza de suyo inacabada; incompleta o,
si se desea retornar a un controvertido dictum de Tomás de Aquino, “mutable”, como
consecuencia de las diversas alternativas a las que se enfrentan las personas en su
derrotero vital y que remite a una idea de naturaleza “metafísica” a través de la cual es
dable advertir, dice Aristóteles, que “hay una justicia natural y, sin embargo, toda
justicia es variable”.
Pues bien: el conflicto recién referido por Aristóteles es sin duda central en su maestro
Platón, como lo muestra el diálogo que a continuación se comenta y en el que se
aprecia con toda claridad por parte de la sofística acaudillada por Callicles no solo una
seca defensa de la naturaleza en sentido “físico” (que, en este contexto, aparece
asociada a la ley del “más fuerte”), sino que es sólo sobre tal base que tiene sentido
aludir a lo “justo natural” y, en definitiva, a las leyes positivas que derivan de aquél.
Callicles, en efecto, afirma sin subterfugios que “respecto a las leyes, como son obra
de los más débiles y del mayor número (…) no han tenido al formarlas en cuenta más
que a sí mismos y a sus intereses, y no aprueban ni condenan nada sino con esta
única mira. Para atemorizar a los fuertes (…) dicen que es cosa fea einjusta tener
alguna ventaja sobre los demás, y que trabajar por llegar a ser más poderoso es
hacerse culpable de injusticia” (énfasis añadido). Sin embargo, añade, “…la naturaleza
demuestra (…) que es justo que el que vale más tenga más que otro que vale menos,
y el más fuerte más que el más débil. Ella hace ver en mil ocasiones que esto es lo
que sucede, tanto respecto de los animales como de los hombres mismos, entre los
cuales vemos Estados y naciones enteras, donde la regla de lo justo es que el más
fuerte mande al más débil, y que posea más. ¿Con qué derecho Jefes hizo la guerra a
la Hélade...? (…) En esta clase de empresa se obra, yo creo, conforme a la
naturaleza, y se sigue la ley de la naturaleza; aunque quizá no se consulte a la ley que
los hombres han establecido” (énfasis añadido).
Ante el determinado embate de Callicles, Sócrates dobla la apuesta y lo obliga a ser
más preciso, por lo que lo inquiere: “¿Es el mismo hombre al que llamas mejor (…) o
puede suceder que uno sea mejor y al mismo tiempo más pequeño y más débil; más
poderoso e igualmente más malo? ¿O acaso el mejor y el más poderoso están
comprendidos en la misma definición? Distíngueme claramente si más poderoso,
mejor y más fuerte, expresan la misma idea o ideas diferentes” (énfasis añadido). La
respuesta del sofista es categórica: “Declaro terminantemente que estas tres palabras
expresan la misma idea”.
Con todo, a fin de aclarar aún más el sentido de sus palabras, Sócrates le recrimina
que “por los mejores y más poderososentiendes tan pronto los más fuertes como los
más sabios”, por lo que le propone una alternativa: considerar tales a quienes “se
mandan a sí mismos”, es decir, quien es “moderado” y manda “en sus pasiones y
deseos”. Sin embargo, esta respuesta exaspera a Calicles para quien “con el nombre
de moderados vienes a hablarnos de los imbéciles” ya que: “¿cómo un hombre podría
ser feliz si estuviera sometido a algo, sea lo que sea? Pero voy a decirte con toda
libertad en que consiste lo bello y lo justo en el orden de la naturaleza. Para pasar una
vida dichosa es preciso dejar que las pasiones tomen todo el crecimiento posible y no
reprimirlas (…) Dicen que la intemperancia es una cosa fea; como dije antes,
encadenan a los que han nacido con mejores cualidades que ellos, y no pudiendo
suministrar a sus pasiones con qué comentarlas, hacen el elogio de la templanza y de
la justicia por pura cobardía. Y a decir verdad, para el que ha tenido la fortuna de
nacer hijo de rey (…) pudiendo gozar de todos los bienes de la vida sin que nadie se lo
impida, sería un insensato si eligiese en sus propios dueños las leyes, los discursos y
las censuras del público (…) La molicie, la intemperancia, la licencia cuando nada les
falta, he aquí en qué consisten la virtud y la felicidad. Todas esas otras bellas ideas y
esas convenciones, contrarias a la naturaleza, no son más que extravagancias
humanas, en las que no debe pararse la atención” (énfasis añadido).
Ahora bien: Sócrates advierte que Callicles ha tensado demasiado la cuerda, lo queno
lo favorece por lo que penetra aún más en la lógica interna del sofista hasta que éste
se ve obligado a retractarse. En efecto; el maestro de Platón pregunta: “¿sostienes
que para hacer tal como debe uno ser, no es preciso reñir con sus pasiones, sino
antes bien dejarlas que crezcan cuando sea posible, y procurar por otra parte
satisfacerlas, y que en esto consiste la virtud?” (énfasis añadido). Y remata con la
famosa fábula de los pitagóricos que veía al intemperante como un tonel sin fondo,
incapaz de retener nada “a causa de su insaciable avidez” y que, obviamente, no vale
sólo para la virtud de la temperancia, sino que cabe extender a todos los ordenes de la
vida, en tanto, como es claro, no parece razonable estructurar la existencia personal y
social desde la ausencia de todo dominio de sí mismo y el consecuente (des)gobierno
de las pasiones, sino de conformidad con una ley natural fundada en la razón.
b) Hobbes
La otra gran crítica dirigida a la defensade un “derecho natural” fue, como se señaló,
no ya la dificultad -vista en los puntos precedentes- de contar con un concepto seguro
de “naturaleza”, sino la imposibilidad de un conocimiento objetivo de la realidad, es
decir, el descreimiento en que las fuerzas de la razón puedan proporcionar siquiera
alguna noción posible de “naturaleza”. Esta postura ha sido conocida en los círculos
intelectuales del positivismo jurídico como “escepticismo ético” y de ella se
suministrará, en lo que sigue, un par de ejemplos. El primero es un breve pero
interesante trabajo del profesor de la Universidad de Buenos Aires Eugenio Bulygin y
el otro, complementario del anterior, es un texto ya clásico de Hans Kelsen.
El estudio de Bulygin puede dividirse en tres partes: a) expone el importante desarrollo
de las tesis iusnaturalistas y si bien considera que ellas no resisten la crítica, reconoce
que ese movimiento ha contribuido a obligar al positivismo jurídico a revisar alguna de
sus posiciones; b) a raíz de esa revisión han surgido algunas propuestas que, sin
embargo, para muchos autores iuspositivistas (entre otros el propio Bulygin), ya no
pueden considerarse como pertenecientes a esa escuela. Entre tales propuestas, es
dable señalar una a la que adhiere otro profesor argentino, Carlos S. Nino,
denominada “positivismo conceptual”, la que se asienta sobre dos afirmaciones
básicas: la primera es la existencia de “normas universalmente válidas y cognoscibles
que suministran criterios para la justicia de instituciones sociales”;la segunda, es el
“reconocimiento de que un sistema normativo que desconoce tales normas
universalmente válidas pueden, no obstante, alcanzar el título de ‘derecho’”. Esta
postura, observa Bulygin, tiene en común con el iusnaturalismo la primera afirmación
pero no la segunda, la que resulta típicamente iuspositivista. Por ello, agrega, “la
conveniencia de la definición del positivismo propuesta por Nino resulta dudosa, pues
la mayoría de los autores de cuño positivista (entre los que menciona a Kelsen, Ross,
Hart y von Wright) consideran que su posición es incompatible con la creencia en la
existencia de un derecho natural” y c) una defensa de lo que el autor llama el
positivismo en sentido estricto, dentro del cual, a su juicio, una nota definitoria es el
“escepticismo ético”. A ese respecto, el autor recuerda en primer término que Nino
cree que la negación de la primera afirmación básica transcripta en la letra anterior “no
es característica definitoria del positivismo jurídico, sino del escepticismo ético. El
escéptico en ética en el sentido de Nino no cree en la posibilidad de poder identificar
un sistema normativo justo y universalmente válido (llámese derecho natural o moral
ideal), sea porque tal sistema no existe (escepticismo ontológico), sea porque no es
accesible para la razón humana (escepticismo gnoseológico)” (el énfasis es del
original). Por el contrario, para Bulygin, como se adelantó, la nota escéptica es un
elemento definitorio del positivismo jurídico, valiéndose, al respecto, de
lacaracterización expuesta por von Wright como típica del positivismo jurídico: “1. Todo
derecho es positivo (creado por los hombres); 2. Distinción tajante entre proposiciones
descriptivas y prescriptivas (ser y deber) y 3. La concepción no cognoscitiva de las
normas, que no pueden ser verdaderas ni falsas”. A juicio del autor, “estas tres tesis
implican que no puede haber normas verdaderas ni falsas (ni jurídicas, ni morales) y
por consiguiente no hay derecho natural. Si esto es considerado como escepticismo
ético, entonces este último es una característica definitoria del positivismo jurídico…”.
Como es obvio, la tesis de Bulygin, coherentemente sostenida, deriva en
consecuencias difíciles de aceptar, como lo reconoce el propio autor cuando expresa
que “es claro que si no hay normas morales absolutas, objetivamente válidas, tampoco
puede haber derechos morales absolutos y, en particular, derechos humanos
universalmente válidos. ¿Significa esto que no hay en absoluto derechos morales y
que los derechos humanos sólo pueden estar fundados en el derecho positivo? Esta
pregunta no es muy clara y no cabe dar una respuesta unívoca”.
A mi juicio, por el contrario, la pregunta formulada por Bulygin es sumamente cristalina
y la respuesta no puede sino ser inequívoca si se parte de su lógica de razonamiento,
es decir, de postular una “concepción no cognoscitiva” de la que, es claro, los
derechos humanos sólo pueden estar fundados en el derecho positivo. Es por ello que,
pienso, de seguido el autor abandona el“escepticismo ontológico” para abrazar un
“escepticismo gnoseológico” cuando expresa que “nada impide hablar de derechos
morales y de derechos humanos, pero tales derechos no pueden pretender una
validez absoluta. Ellos sólo pueden ser interpretados como exigencias que se formulan
al orden jurídico positivos desde el punto de vista de un determinado sistema moral”
(el énfasis es del original).
Dicho en otros términos: si bien no es posible conocer la realidad de las cosas (en eso
se funda una tesis cognoscitivamente escéptica como la recién expuesta por Bulygin),
ello no implica que desde ciertas creencias subjetivas no racionales se pueda
indirectamente someter a crítica el ordenamiento jurídico exigiéndole la incorporación
de determinados valores, los cuales, es preciso remarcarlos, ni son consecuencia de
una decisión racional ni, tampoco, tienen pretensión de universalidad: se trata, en
definitiva, de opciones subjetivas; emocionales y, por tanto, relativistas.
Hans Kelsen, una de las grandes figuras científicas del siglo XX y representante por
antonomasia de la tesis positivista explica esta última posición con su habitual
sencillez y claridad: “el problema de los valores es en primer lugar un problema de
conflicto de valores, y este problema no puede resolverse mediante el conocimiento
racional. La respuesta a estas preguntas es un juicio de valor determinado por factores
emocionales y, por tanto, subjetivo de por sí, válido únicamente para el sujeto que
juzga y, en consecuencia, relativo”.
“Títulos” y “medidas”
naturales y positivos del derecho
1. Introducción
Decir que la persona es un “ser que domina supropio ser” quiere decir que la persona
es acreedor de ciertos derechos que le corresponden en virtud de su esencia de
persona. Precisamente, la posesión de tales derechos “inherentes” a ella es lo que la
torna un ser digno, ya que la voz dignidad significa “eminencia” o superioridad. Dicho
de otro modo: una persona es digna o eminente en razón de ser portador, por su
propia condición de tal, es decir, con sustento en su naturaleza, de ciertos bienes o
títulos que le pertenecen naturalmente, esto es, a partir de la observación y
conocimiento de la naturaleza humana. Como enseña Hervada, “como intensidad de
ser que es, la personalidad atañe a la misma esencia del hombre y, en cuanto se
refiere al obrar humano –que es lo que tiene relación directa con el derecho- concierne
a la esencia como principio de operación. Pues bien, la esencia como principio de
operación es lo que llamamos naturaleza humana”.
En efecto; el ser o la esencia del hombre –se había anticipado ya- no es una realidad
concluida o acabada, sino que, como se trata de un ser vital, se halla en permanente
desarrollo hasta obtener su consecución plena que es, como decía Aristóteles, cuando
se alcanza “la naturaleza de la cosa”. Biológicamente, es decir, físicamente, desde la
concepción, la persona inicia un derrotero vital que concluirá en algún momento. A su
vez, espiritualmente, es decir, metafísicamente, la persona día a día procura completar
o colmar su naturaleza; esto es, las notas que lo caracterizan como tal. De otro modo,
no se explicaríanlos esfuerzos que despliegan los seres humanos en orden a un
mayor y mejor desarrollo de sus aptitudes físicas; intelectuales y morales, las que no
sólo gravitan sobre sí mismo, sino que, necesariamente, en tanto ser social, impactan
sobre la sociedad en su conjunto, sociedad ésta de la cual, por lo demás, los seres
humanos reciben elementos insustituibles para alcanzar su realización. De ahí que la
naturaleza humana constituya la esencia del hombre más no de manera abstracta o
aislada y, por tanto, menos aún de forma concluida. Por el contrario, la naturaleza
humana es concreta; pertenece a una persona en particular, la que actúa en un tiempo
histórico y en un contexto social del que recibe bienes pero al que también exige que
sus bienes propios sean respetados, es decir, que emerjan como derechos o títulos, ya
que, si así no fuera, no podrían las personas poner en marcha el despliegue de su
personalidad (de ahí la idea de “principio de operación”) y, menos aún, concluirla, esto
es, alcanzar su naturaleza.
De lo recién expuesto se deduce, pues, una conclusión de la mayor importancia: la
incapacidad ontológica de ser pertenencia ajena. Como lo ha señalado acertadamente
Hervada, “todos los bienes inherentes a su propio ser son objeto de su dominio, son
suyos en el sentido más propio y estricto”, de modo que “los demás no pueden
interferir” ni menos apropiarse a menos que se emplee la violencia la cual, como es
obvio, lesiona irremediablemente el estatuto o la condición de persona. En tal caso,
completa elautor, al tratarse de títulos que “pertenecen a la persona por ser integrantes
de su ser (…) engendran en los demás el deber de respeto y, en caso de daño o lesión
injustos, el deber de restitución (v. gr. la reparación de la buena fama) y, de no ser
posible, el de compensación”.
Como surge de lo hasta aquí transcripto y conviene retener, se emplea de manera
sinónima las expresiones derechos; bienes y títulos y dado que tales aspectos se
predican en razón de su dignidad, es decir, de su eminencia, la que no es concedida
por el Estado o por terceros, sino que procede de su propio ser, dichos derechos,
bienes o títulos son naturales.
En lo que sigue, profundizaré –a partir del examen en particular de uno de los casos
recién mencionados- acerca de las connotaciones más relevantes de esta
consideración jurisprudencial de los derechos constitucionales vis à vis los
planteamientos teóricos precedentemente expuestos. A mi juicio, dicho análisis no sólo
no deja margen de duda sobre lo que realmente quiere significarse con tales
expresiones, sino que considero que sobre tales explícitas bases resulta posible
estructurar una teoría general de los derechos humanos lo suficientemente
comprensiva y dinámica de los genuinos requerimientos de la dignidad de la persona
en el contexto de sus relaciones intersubjetivas.
En la causa del epígrafe, se debatió la autorización de la ablación de uno de los
riñones de la actora —de 17 años y 10 meses al momento en que la Corte estudia la
causa— en beneficio de su hermano, en inminente peligro de muerte, en razón de que
la entonces vigente ley 21.541 sobre la materia permitía la dación en vida de algún
órgano o material anatómico en favor de sus familiares sólo a partir de los 18 años de
edad. El Tribunal hizo lugar a la petición a través de dos votos concurrentes en los que
se reconoce la preexistencia del derecho a la vida y del derecho a la integridad física.
Así, el consid. 8º del voto de la mayoría integrado por los jueces Gabrielli y Rossi
señala que «es, pues, el derecho a la vida lo que está aquí fundamentalmente en
juego, primerderecho natural de la persona, preexistente a toda legislación positiva
que, obviamente, resulta reconocido y garantizado por la Constitución Nacional y las
leyes [arts. 16, nota y 515, nota del Código Civil] (...) No es menos exacto,
ciertamente, que la integridad corporal es también un derecho de la misma naturaleza,
aunque relativamente secundario con respecto al primero...». En términos análogos, el
consid. 5º del voto concurrente de los jueces Frías y Guastavino señala que: “importa
destacar que la regla general –fundada en el esencial respeto a la libertad y a la
dignidad humana- es que, por principio, la persona tiene capacidad para ser titular de
los derechos y para ejercerlos y ello con más razón respecto de los derechos de la
personalidad”. Y añade ese considerando: “Como ya se ha dicho, se trata de
armonizar la integridad corporal de la dadora con la vida y la salud del receptor. Todos
ellos son derechos de la personalidad que preexisten a cualquier reconocimiento
estatal» (el subrayado es mío), en tanto que en el 8º concluye: «es pues el derecho a
la vida lo que está aquí fundamentalmente en juego, primer derecho de la persona
humana, preexistente a toda legislación positiva y que, obviamente, resulta reconocido
y garantizado por la Constitución Nacional y las leyes» (en todos los casos, el
subrayado me pertenece).
A mi ver, especialmente las partes subrayadas tocan los aspectos teóricos más arriba
expuestos. Sin embargo, existen otras dimensiones teóricas que todavía no han sido
abordadas, pero quetambién se desprenden de los renglones recién transcriptos,
motivo por el cual cuando aquellas sean tratadas (al final de este capítulo y en la
Unidad de Aprendizaje VII), se procurará ilustrarlas, nuevamente, con la glosa recién
transcripta.
En cuanto concierne a los temas hasta aquí abordados, el caso bajo examen ofrece
las siguientes consideraciones conclusivas:
i) En primer lugar, la Corte afirma expresamente que se está ante derechos
«preexistentes», explicitando que dicha preexistencia se refiere a los derechos a «la
vida», a «la integridad corporal» y a «la dignidad», de lo que cabe concluir que para el
Tribunal los derechos «emanados de las Constitución» existen con prescindencia de
que resulten explícita o implícitamente reconocidos o, aún, desconocidos por una
norma positiva, pues, precisamente, su «existencia» es «previa» y, por ende,
«independiente» del ordenamiento jurídico de que se trate.
ii) Sentado lo anterior, cabe preguntar cuál es el “factor” que los torna existentes más
allá de lo que determine el derecho positivo. El citado voto concurrente ofrece un
camino para resolver esta cuestión cuando señala (consid. 5º) que los derechos
imbrincados en el caso «son derechos de la personalidad», al tiempo que añade que
«la regla general —fundada en el esencial respeto a la libertad y a la dignidad humana
— es que, por principio, la persona tiene capacidad para ser titular de todos los
derechos y para ejercerlos, y ello con más razón respecto a los derechos de la
personalidad».
En efecto;hablar de «derechos preexistentes» importa mentar una sustancia en la que
éstos inhieren: la condición de persona propia de todo ser humano, esto es, la
naturaleza racional y espiritual del hombre que, precisamente por poseer tal peculiar
naturaleza (tales atributos esenciales), resulta acreedor de una eminencia de ser; en
definitiva, se constituye en un ser humano digno. La persona ostenta, pues, una
valiosidad intrínseca que se manifiesta a través de unos bienes fundamentales que, en
la medida en que entran en relación con los demás, se erigen frente a esos terceros,
en derechos propios. En definitiva, la persona —la dignidad de la persona— es la
fuente de la normatividad jurídica, como fue reconocido algunos años más tarde en
otro importante precedente del Tribunal por medio del voto de los jueces Boggiano y
Cavagna Martínez, al señalar que «resulta irrelevante la ausencia de una norma
expresa aplicable al caso que prevea el derecho a la objeción de conciencia a
transfusiones sanguíneas, pues él está implícito en el concepto mismo de persona,
sobre el cual se asienta todo ordenamiento jurídico» (consid. 19).
iii) En tercer lugar, los derechos que el Tribunal considera «preexistentes» al
ordenamiento jurídico son calificados por aquél como «naturales». Se trata, tal y como
se puntualizo más arriba, de una terminología usual en el círculo de la teoría y de la
legislación sobre los derechos humanos y que la Corte también hace suya. Sin
embargo, esta comprobación no pretende ceñirse a una mera cuestiónlingüística, ya
que la presencia de lo “natural” unida a la idea de «preexistencia» denota una
significación inequívoca. En efecto; en mi opinión, lo que el Tribunal busca resaltar a
través del juego de esas expresiones es que los derechos fundamentales de las
personas son «preexistentes» al ordenamiento jurídico porque, precisamente, son
«naturales» a ellas. Dicho en otros términos: la preexistencia se funda en la
inseparabilidad de los bienes más fundamentales del ser humano justamente porque
en ello reside su dignidad. De ahí que, como se lee en «Quinteros» el Estado «no
puede privar» a las personas de tales derechos so pena de incurrir —en la
terminología de la Declaración Universal de Derechos Humanos anteriormente citada
— «en actos de barbarie ultrajante para la conciencia de la humanidad». Por el
contrario: como se expresa en la causa bajo análisis (a propósito del derecho a la vida
y a la integridad física), la legislación «obviamente» los reconocerá y garantizará, pero
en ningún caso los otorgará o concederá ex-nihilo y como consecuencia de un acto de
liberalidad.
iv) Ahora bien: llegado a este punto, cabe expresar que la preexistentencia de los
bienes bajo examen a todo el ordenamiento jurídico deja traslucir la especial
ponderación que tales derechos merecen. Este aserto —particularmente significativo si
se recuerdan las circunstancias fácticas que dan lugar al caso bajo análisis— entraña,
al menos, dos consecuencias. La primera, que las conductas que se observan
(temperamento por lo demás extensible acualquier controversia) no pueden
infravalorar y, menos aún, lisa y llanamente ignorar, la índole —es decir, la peculiar
importancia— de los derechos (humanos) en juego, pues es a la luz de tal
trascendencia que dichas conductas serán finalmente juzgadas. La segunda, y desde
una perspectiva más amplia, que esta “preexistencia” (o, como se verá en la Unidad
de Aprendizaje VII, esa permanente “validez”) de los derechos importa afirmar que
constituyen una garantía —jurídica y, en definitiva, moral— de que al no depender
para su aplicación de la vigencia histórica, quedan a resguardo de un eventual
desconocimiento o conculcación por parte del sistema jurídico de que se trate.
v) Por último, no deja de ser oportuno apuntar que la mencionada clasificación de los
jueces Gabrielli y Rossi en derechos naturales «primarios» y «secundarios» a
propósito, respectivamente, de los derechos a la vida y a la integridad física, encuentra
un sorprendente paralelo en los planteamientos teóricos hervadianos examinados más
arriba. La distinción es, por lo demás, del mayor interés en relación a otros tópicos que
serán abordados oportunamente, tal el caso de la jerarquización (o no) de los
derechos constitucionales (cuestión que se estudiará más abajo) o de la positivación
de los derechos naturales (aspecto que se elaborará en la Unidad de Aprendizaje VII).
i) Finalidad
Este factor será objeto de análisis desde una doble perspectiva. En primer término,
enseña Hervada, “mide las cosas en sí mismas, porque la estructura de éstas se mide
por el fin, del que depende la perfección de la cosa”. Se está, pues,ante la clásica tesis
aristotélica anteriormente referida y según la cual las cosas se especifican por su fin,
de modo que sólo cuando éstas “colman su naturaleza”, es decir, sólo cuando
alcanzan su perfección, puede decirse que completan su finalidad; su esencia o razón
de ser; en definitiva, aquello que justifica su existencia.
Esta noción, de alto contenido filosófico, brilla por doquier en el plano del derecho
como lo muestra, entre otros, y nuevamente en el ámbito tributario, el caso de las
tasas retributivas de servicio. Según es sabido, dentro del género de los tributos se
distingue a los impuestos de las tasas, ya que mientras los primeros se perciben
coactivamente con la finalidad de utilidad pública que dispongan los presupuestos de
los estados, las segundas se cobran con un propósito específico y en la medida
necesaria para el logro de tal objeto. Al respecto, ha dicho invariablemente la
jurisprudencia de nuestro Alto Tribunal que la tasa es un gravamen cuya principal
característica es que su cobro coactivo se realiza en concepto de contraprestación por
un servicio divisible que la autoridad pública presta o está en condiciones de prestar.
Así, expresa la Corte que “es un requisito fundamental de las tasas que a su cobro
debe corresponder siempre la concreta, efectiva e individualizada prestación de un
servicio relativo a algo no menos individualizado (bien o acto) del contribuyente”, de
modo que si bien no es necesario que exista (ni, quizá, posible) una “equivalencia
estricta y matemática” entreel monto de la tasa y el costo del servicio prestado, sí
resulta necesario observar, cuanto menos, una “razonable proporción” entre ambos
baremos. Trasladadas las consideraciones precedentes a cuanto aquí interesa, fluye
con facilidad que las tasas (piénsese, v. gr., en la de “justicia”, que es el precio que el
justiciable paga por el acceso a tal servicio o la de “alumbrado, barrido y limpieza” que
es la abonada por el goce de tales bienes) no pueden destinarse a objetivos ajenos de
los previstos y que la alícuota no debe superar, sumados los aportes del conjunto de la
población, el costo aproximado del servicio en cuestión, por lo que si ello sucediera, se
habría quebrado el fin por el que fue creada la tasa, la que, de tal modo, dejaría de ser
tal, para pasar a ser otra cosa. En definitiva, la “estructura” de la tasa “se mide por su
fin”: cumplido éste, como dice Hervada, se ha “perfeccionado la cosa” en tanto que
desnaturalizada tal finalidad (v. gr., porque el monto requerido es notablemente
superior al costo del servicio o porque se orienta a otros objetivos), sencillamente ya
no se está ante una tasa; ésta, en lenguaje filosófico, ha perdido su esencia o, como
decía Aristóteles, no ha obtenido “su completo desarrollo”, pasando a ser, en el mejor
de los casos, un impuesto.
En segundo lugar, dice Hervada, “la finalidad es medida de las cosas entre ellas”. A su
juicio, eso puede suceder en varios supuestos, de entre los que aquí interesa destacar
dos.
El primero acaece “por la relación ontológicaentre las cosas, como es el caso de
aquellas que son complementarias en orden a obtener un fin”. Se trata, pienso, del
variado conjunto de relaciones sociales en las que los fines que las gobiernan
requieren del actuar complementario de las partes comprometidas y que van desde las
más sencillas relaciones conyugales o paterno-filiales a las más amplias de tipo laboral
(relación entre empleador y empleado) o político (relación entre representado y
representante). Como es obvio, ninguna de estas relaciones tiene sentido si faltara
algunos de sus términos ya que, en ese caso, no podría hablarse de vínculo alguno.
Así, el fin del matrimonio supone por parte de los cónyuges la realización de conductas
recíprocamente complementarias que, es claro, surgen de la naturaleza misma de la
relación (la “naturaleza de las cosas”, en el ejemplo, que impone la relación conyugal)
y que, como consecuencia de ello, normalmente concluyen positivándose en la
legislación general, tal y como se observa, v. gr., respecto de los derechos-deberes de
fidelidad; alimentos; cooperación o ayuda debidos entre cónyuges (cfr arts. 50; 51 o 53
de la ley 2393 de Matrimonio Civil). En ese contexto, la ausencia de tales conductas
complementarias, quiebra el objeto del contrato (en el caso, la finalidad del
matrimonio) el cual, bajo tales presupuestos carece de sentido o de razón de ser.
A su vez, el segundo supuesto acaece cuando “la finalidad cambia la especie de los
actos”. Hervada ejemplifica: “cortar un miembro por razones terapéuticas (v. gr.el brazo
gangrenoso) constituye un derecho, que no existe si la finalidad es distinta (por
ejemplo, librarse del servicio militar)”. Por mi parte, y entre tantos casos de no menor
interés, destaco los siguientes: el del aborto y el de los transplantes de órganos entre
personas vivas.
El primero, en tanto atentado a la vida humana, es ética y jurídicamente reprochable.
Sin embargo, como se observa en la gran mayoría de los sistemas jurídicos
comparados, resulta excepcionado cuando media un grave peligro para la vida de la
madre (es el llamado “aborto terapéutico” –cfr art. 86, inc. 1º del Código Penal de
nuestro país-), de modo que esa “finalidad” protectoria de la vida de la madre “cambia
la especie del acto” del aborto. Dicho en otros términos: la afectación del bien jurídico
“vida” (del nasciturus) es justificada si existe otra “vida” (de la madre), es decir, otro
bien jurídico de idéntico rango, en grave peligro y, naturalmente, siempre que no
puedan salvaguardarse ambos bienes que, como se verá en la Unidad de Aprendizaje
IX es el objetivo primordial y primario de la interpretación de los derechos
constitucionales.
Por su parte, el segundo, en tanto supone, cuanto menos, la afectación del derecho
natural a la integridad física la donante es, asimismo, ética y jurídicamente
reprochable. Es que, si bien se mira, la dación entraña un “intercambio” por el cual una
persona, con el ánimo (altruista cuando no movida por intereses de otra índole –v. gr.,
económicos-) de favorecer a otra se perjudica a símisma, lo que resulta inadmisible
con sustento en lo expuesto en la Unidad de Aprendizaje I, ya que la dadora ha dejado
de dominar su propio ser o, para seguir la conocida distinción kantiana, se ha
transformado en un “medio”, en lugar de un “fin”; en un objeto y no en un “sui iuris”
(sujeto de derecho). Sin embargo, en determinados supuestos y siempre que se
reúnan ciertos requisitos inexorables, dicho principio cede, tal y como ha sido
reconocido por la generalidad de la legislación comparada. Así, en cuanto concierne al
ordenamiento jurídico nacional, tanto la vieja ley 21.541 como la actual 24.193
autorizan las daciones entre vivos si median las siguientes condiciones: a) como último
recurso, es decir, cuando “no exista otra alternativa terapéutica para la recuperación
de la salud del paciente” (art. 2º); b) si se garantiza razonablemente la salud de la
dadora ya que “únicamente podrá efectuarse la ablación de uno de dos órganos pares
o de materiales anatómicos cuya remoción no implique riesgo razonablemente
previsible que pueda causar la muerte o incapacidad total y permanente del dador”
(art. 12) y c) si se acota a parientes en grado muy próximo (“en tanto el receptor fuere
con respecto al dador, padre, madre, hijo o hermano consanguíneo” o, ante
“circunstancias excepcionales justificadas”, si se tratare de cónyuges entre sí y de
padres con hijos adoptivos –art. 13-), con el inocultable propósito de evitar finalidades
espurias pues se supone que en esta materia gravita un espíritu de solidaridad
alejadode connotaciones que invalidarían, en los términos del art. 953 del Código Civil
a la dación. Como se aprecia con facilidad, la diversa finalidad tenida en mira por el
legislador “cambia la especie de los actos”, transformando en permitida (y hasta en
deseada), atenta las circunstancias recién expuestas, un acto de suyo vedado por la
ética y el derecho.
Para Hervada, “cantidad y cualidad son criterios de ajustamiento de las cosas”. Así, la
primera “ajusta cosas por igualdad numérica”, en tanto que la segunda “iguala las
cosas”.
El impacto de estos factores sobre la praxis jurídica es intenso. En lo que sigue, lo
ilustraré con un caso fallado por la Cámara Nacional en lo Civil de la Capital Federal
en el que se debatió el ajuste de las cuotas alimentarias debidas entre cónyuges
divorciados.
Así, en cuanto concierne al primer elemento –cantidad-, el Tribunal expuso lo
siguiente: “probado el deterioro de la moneda, no queda otra alternativa que la
adecuación de la cuota”, toda vez que “dicho reajuste no implica un crecimiento real de
la pensión sino (…) el mantenimiento del contenido intrínseco de la obligación,
reajustando sólo su expresión nominal” (énfasis añadido). Por ello, añade,
corresponde hacer lugar a la queja de la actora “de suerte que el incremento real de la
pensión se resolverá sobre la base de la cifra actualizada, al día de la fecha, de
conformidad con la variación del índice de precios al consumidor –nivel general-
suministrado por el INDEC, lo cual arroja lasuma aproximada de $ 3.200”
Como parece obvio, la “medida” de la cuota y, por tanto, el “ajustamiento” al que se
arriba, no es consecuencia de una “convención” de derecho positivo (entendiendo por
tal tanto a un acuerdo libremente asumido por los padres como a una imposición
judicial) ni, tampoco, de un análisis abstracto de la naturaleza humana (la cual, en
tanto que tal, sólo me proporciona el “título”; “bien” o “derecho” natural a los alimentos,
más no su “medida”), sino, primariamente, de un conjunto de factores o elementos que
proceden de la “naturaleza de las cosas” y que condicionan o predeterminan el
eventual acuerdo entre los padres o, en su defecto, la determinación judicial. Por de
pronto, se parte del recién mencionado dato natural –y, por tanto- objetivo de que toda
persona tiene, por su condición de tal, “derecho natural” a los alimentos. Pero, con
ello, apenas se ha comenzado el proceso de determinación de lo justo concreto. A lo
dicho, debe agregarse otro elemento objetivo, a saber, el “deterioro de la moneda”
consecuencia de un factor igualmente objetivo: la inflación. Tales elementos
“ajustables”; “medibles” o “comparables” como expresa Hervada son, pues, un dato de
la realidad y, por tanto, se imponen a las partes, quienes, ante su existencia, se ven
compelidos a modificar una “medida” positiva, reajustándola de conformidad con tales
elementos. Dicho de otro modo: la alteración no debe ser arbitraria sino, para seguir la
conocida terminología constitucional, “equitativa” o “proporcional”, esdecir, lo
estrictamente necesario (ni más ni menos) para que sirva a la finalidad a la que se
destina: proveer alimentos en medida suficiente a las necesidades de los menores.
La consideración con la concluí el párrafo anterior sirve para introducir el segundo
elemento –cualidad-. En relación con este factor, el fallo bajo examen, expresa que “a
efectos de estimar las necesidades de los menores, debe tenerse en cuenta el nivel
socio-económico y cultura del que éstos gozaban hasta el momento en que se
desencadenó el conflicto paterno. Para ello, para la fijación del ‘quantum’ se tendrá en
cuenta la condición económica y social de las partes, a través de sus actividades y
sistemas de vida” (énfasis añadido). Se trata, pues, como dice Hervada, de “iguala[r]
las cosas”, en el caso, la prestación alimentaria en función de la cualidad de vida de
que gozaban los menores antes de la separación conyugal. Una vez más: no existe un
baremo convencional (en el sentido de que los padres o, llegado el caso, el juez,
discrecionalmente acuerdan un monto para atender un cierto estándar de vida), sino
que tal baremo surge, primariamente, de un dato objetivo de la realidad que
condiciona o predetermina el acuerdo al que lleguen los padres o, en su defecto, el
juez: el modo o “cualidad” cómo los menores vivían cuando los padres no estaban
separados. Es este dato, pues, el que debe detectarse o ponderarse (“ajustarse” o
“igualarse” como dice Hervada) a fin de preservar el status quo de que gozaban los
menores con enteraprescindencia de las de las contingencias conyugales de sus
padres.
iii) Relación
Enseña Hervada que “por la relación se miden ciertos derechos y deberes que nacen
de la posición relativa de unos sujetos con otros o de unas cosas con otras” y
ejemplifica con el caso de “los derechos inherentes a las relaciones paterno-filiales”.
A este respecto, en el ejemplo que se ha adoptado en el punto anterior se lee lo
siguiente: “Esta sala ha dicho reiteradamente que, aunque el deber alimentario pesa
sobre ambos padres, el que corresponde a la madre debe sopesarse con las
circunstancias de cada caso, teniendo en cuenta su edad y la de sus hijos. Sobre esas
pautas, su contribución se complementa con el cotidiano aporte en especie, que se
traduce en la supervisión y control de sus hijos de muy corta edad” (énfasis añadido).
Lo recién transcripto permite efectuar un doble orden de consideraciones.
En primer término, es obvio que la relación conyugal genera en cabeza de ambas
partes (marido y mujer) deberes alimentarios respecto de los hijos, conclusión que no
viene primariamente impuesta por el ordenamiento positivo sino por la propia
“naturaleza de las cosas”: la procreación de un vástago origina, de suyo, una relación
paterno-filial que lleva anejo (o naturalmente) precisos derechos-deberes recíprocos,
uno de los cuales es el alimentario aquí objeto de análisis, el cual se despliega como
un “título”; “bien” o “derecho” natural de los hijos y, en cuanto interesa al ejemplo que
se glosa, como un “título”; “bien” o“deber” natural de los padres. En este contexto, si el
legislador opta por positivar dichos “títulos” en el ordenamiento jurídico (como sucede
de ordinario en el derecho comparado, tal y como dan acabada cuenta, entre otros, los
arts. 265 a 272; 277 a 280; 285/286 entre otros del Código Civil argentino), se está
frente a la plausible y, probablemente, inevitable voluntad de “tecnificación” de un
ordenamiento jurídico, según se tendrá ocasión de ver en la Unidad de Aprendizaje
VII, más, es claro, tal temperamento en modo alguno cambia el carácter natural de la
relación: que los padres tengan “la obligación y el derecho de criar a sus hijos,
alimentarlos y educarlos”, según reza el art. 265 de nuestro Código Civil no es sólo
consecuencia de que así lo estatuye la norma, sino que surge de la “naturaleza de las
cosas”, esto es, de misma relación paterno-familiar, más allá de lo que en relación a
esa índole de relaciones disponga el artículo recién citado o aún con prescindencia de
toda regulación legal de esa materia.
Y, en segundo lugar, parece también claro que la “posición relativa” de cada uno de los
sujetos puede dar lugar a diversas maneras de ejercitar los derechos-deberes
respectivos, tal y como se observa en el caso bajo examen. En efecto; mientras una
dimensión de las obligaciones del padre (pues se entiende que no es la única) se
canaliza a través de una cuota dineraria; un aspecto de los deberes maternos (pues
tampoco es el único) se despliega a través de la supervisión de los hijos atento vivir
conellos. Como es obvio, el factor ontológico “relación” como criterio de “ajustamiento”
o de “igualación” del variado haz de vínculos que ofrece la vida asume
manifestaciones diversas que, si bien terminan siendo positivadas por el legislador o
por la jurisprudencia, son el resultado de determinaciones que vienen dadas por la
propia índole de la relación, esto es, por la misma “naturaleza de las cosas” que mide
los términos de una relación según criterios de “dinero” o de “valor” (o especie) que
fluyen de la cosa misma y a raíz de lo que ésta significa (“ex re” e “in re”), más allá o
en ausencia de la intervención positiva.
Tiempo
Finalmente, escribe Hervada que “los derechos y deberes pueden tener como factor
de ajustamiento natural el tiempo”, el cual es “inherente a los bienes que, en cada
caso, constituyen los derechos naturales”.
Como es claro, tanto la legislación como la jurisprudencia se han hecho eco de este
factor.
En cuanto concierne a lo primero, el autor citado señala que “pueden surgir como
derechos o deberes temporales (v. gr., los deberes de los padres suelen decaer o
aminorarse con la mayoría de edad del hijo)” o “puede estar sometido al tiempo el
comienzo del disfrute del derecho (v. gr., el derecho a casarse), etc.”, criterios éstos
que han sido ampliamente positivados por las legislaciones comparadas.
Así, y para seguir con los ejemplos hervadianos, los deberes derivados de la patria
potestad definida en el art. 264 del Código Civil principian “desde la concepción” de los
hijos ysubsisten “mientras sean menores de edad y no se hayan emancipado”, esto es,
en cuanto a lo primero, hasta los cumplir los 21 años (art. 126 del citado código) y, en
lo relativo a lo segundo, siempre que no procedan las reglas previstas en los arts. 128,
siguientes y concordantes del referido cuerpo. A su vez, el derecho a casarse opera,
como regla general, a partir de los dieciocho años en el caso del hombre y de los
dieciséis en el supuesto de la mujer (art. 166, inc. 5º del Código Civil), salvo que
acaeciere una dispensa judicial en las condiciones previstas por el art. 167 de dicho
cuerpo. De lo dicho surge nuevamente con claridad que si bien las “medidas” recién
precisadas son de indudable índole positiva en tanto resultan la determinación
discrecional del legislador, tal concreción en modo alguno luce arbitraria sino, más
bien, la consecuencia de un dato previo que la condiciona: el hecho (la capacidad o
condición física y metafísica) de poder asumir y ejercer en los ejemplos suministrados
(mayoría de edad y casamiento) las posibilidades; facultades y responsabilidades
inherentes a tales estatutos. Pues es claro que si bien el legislador puede “ajustar” (es
decir, “medir”) la mayoría de edad al momento que le plazca, una decisión que la sitúe
a los 10 años (“medida” positiva) sería absurda cuando no aberrante desde la clave de
la “naturaleza de la cosas”. Y otro tanto cabe decir del restante ejemplo, del cual la
célebre polémica entre “sabinianos” y “proculeyanos” que ilustra el derecho Romano
tiene siemprecomo fundamento la posibilidad misma de la comprensión psicológica
(metafísica) de los cónyuges del acto matrimonial y la capacidad física para llevarlo a
cabo (y que entonces se denominó “pubertad”).
A su vez, en cuanto concierne a lo segundo, las referencias son constantes. Entre
otras, mencionaré dos ejemplos procedentes de nuestro Alto Tribunal.
El primero es la disidencia de los jueces Boggiano y Cavagna Martínez en una causa
en la que la actora pedía que los alimentos reclamados se concedieran no desde el
momento del reclamo sino a partir del nacimiento del fruto de la relación. En dicho voto
y en cuanto aquí interesa, se señaló que “tratándose del derecho alimentario de los
hijos respecto de los padres, cuya raigambre constitucional es innegable, las normas
de fondo que lo reconocen y la misma naturaleza de las cosas, determinan su
existencia desde el nacimiento”.
El dictum es, pues, claro ya que el debito alimentario tiene un punto de inicio que
condiciona por completo la voluntad humana: el nacimiento mismo de la persona. Se
trata, pues, de un dato que “ajusta” o “mide” la existencia y, en su caso, el ejercicio de
un derecho y que, como expresa inequívocamente el voto citado, no solamente es
consagrado por el ordenamiento jurídico, sino que fluye de la “naturaleza de las
cosas”, a saber, el “tiempo” constituido, en el caso, por el alumbramiento del hijo de la
relación. De ahí que -y esto es lo relevante-, el derecho positivo no está creando el
derecho alimentario, sino que asume ese dato, elcual tiene su origen, de manera
objetiva, en lo que la vida misma indica, es decir, en lo que aquí se llama la “naturaleza
de las cosas”.
El segundo ejemplo es el conocido precedente “Iachemet”, por el que el Alto Tribunal
declaró la inconstitucionalidad de la ley de “emergencia” 23.982 en cuanto, en lo
esencial, consolidaba las deudas del Estado Nacional vencidas o de causa o título
anterior al 1º de abril de 1991 que consistan en el pago de sumas de dinero cuando el
crédito haya sido reconocido por un pronunciamiento judicial y ordenaba su pago en
bonos a 16 años de plazo (conf. arts. 1º; 10 y 11). Al respecto, el Tribunal entendió que
la medida afectaba irremediablemente el derecho constitucional de propiedad de la
actora, una mujer de 91 años a quien la Nación había reconocido la deuda por
diferencia de haberes jubilatorios. Así, el juez de primera instancia expresó que las
normas «resultan inaplicables en las especialísimas circunstancias del caso», pues al
tener la actora 91 años de edad, "darle a su crédito el tratamiento de consolidación allí
instrumentado, importaría, en los hechos —esto es, en el desenvolvimiento natural de
éstos—, la negativa implícita al pago, contrariando la voluntad del legislador (...) que,
en definitiva, parte de reconocer la voluntad de pago del Estado Nacional..." (consid.
1º) (el énfasis es mío). Por su parte, la Corte luego de ubicar a la ley en el círculo de
las disposiciones dictadas como consecuencia de una situación de emergencia
económica (consid. 11, 2º párr),recuerda su doctrina sobre esta materia, según la cual
si bien ante tales circunstancias el goce y ejercicio de los derechos constitucionales
puede ser válidamente restringido, dicha restricción sólo se reputa constitucional si es
"temporal", de forma de no cercernar la "sustancia" de aquellos derechos (conf.
consid. 10). Sentado lo anterior, afirma que la norma impugnada no respeta la
suspensión "temporal" de los derechos, ya que "resulta virtualmente imposible que la
señora Iachmet, conforme el desenvolvimiento natural de los hechos, llegue a percibir
la totalidad del crédito reconocido..." (consid. 11, 4º párr., énfasis añadido).
Como surge de lo recién expuesto, es palmario que un factor que en modo alguno
procede del acuerdo humano ha sido determinante para “medir” o “ajustar” el ejercicio
de un determinado derecho, en el caso, el derecho de propiedad de la actora. Si bien
se mira, en el supuesto bajo comentario la Corte examinó, como se verá en la Unidad
de Aprendizaje VII una “medida” positiva, a saber, el plazo de 16 años establecido por
el legislador a fin de gozar de los créditos reconocidos. Y, al cabo de su análisis “en
correspondencia” con la situación vital considerada (la ya referida “igualación” entre la
“norma legal (deber ser) y las situaciones vitales reales (ser)” de los autores
alemanes), el Tribunal concluyó que dicha “medida” era irrazonable o, derechamente,
injusta y, por tanto, inconstitucional. ¿Cuál fue, pues, la razón, el tertium, que
determinó tal parecer? La respuesta es clara: unfactor que se le impone a los jueces y
condiciona su obrar, a saber el “tiempo” natural de la actora; sus 91 años que
clamaban una solución acorde con esa “naturaleza de las cosas” y que –esto es muy
relevante y será analizado in extenso en el citado capítulo VII- forma parte del
ordenamiento jurídico como una “medida” natural que permitió –esa medida (siguiendo
a Kaufmann, “situación vital real”) y no la “medida” positiva (“norma legal”)- otorgar el
uso y disfrute inmediato del “derecho”; “título” o “bien” natural de propiedad
(“determinación del derecho”).
Unidad de Aprendizaje IV
Las fuentes del derecho
1. Introducción
El tema de las “fuentes del derecho” ha fatigado a los autores del período de
configuración y desarrollo del derecho “moderno”, cuanto menos desde Savigny,
quien, como recuerda Zuleta Puceiro, efectúa en su famosa obra System der heutigen
römischen Rechts de 1840 (Sistema de Derecho Romano Actual) “el primer
tratamiento sistemático de las fuentes del derecho, inaugurando así una de las
tradiciones científicas fundamentales de la dogmática jurídica”. Desde entonces, como
expresa Cueto Rúa, “el tema de las fuentes del derecho es uno de los más complejos
de la Teoría General del Derecho”.
Sin embargo, no siempre las cosas fueron así pues, como se verá enseguida, éste no
ha sido un tema central del pensamiento greco-romano y, menos, de la época
medioeval y, aún, renacentista. El presente es, por el contrario, un tópico del derecho
“moderno” básicamente porque para éste el derecho vinoa subsumirse a la “ley”, de
modo que todo aquello que escapara a ésta no debía, en sentido estricto, ser
considerado como jurídico. Sobre tales bases, el problema quedó planteado porque, a
pesar de esa decisión de política legislativa, las fuentes “clásicas” de conocimiento del
derecho aparte de la ley (“costumbres”; “jurisprudencia” y “doctrina de los autores”),
siguieron actuando en la mente de los operadores jurídicos y, por ende, en la práctica
social, por lo que su ubicación y tratamiento fue centro de un debate intenso que,
evidentemente, puso a prueba la consistencia interna del propio derecho moderno.
Tengo para mí que la cuestión que se tratará a continuación es de relevancia
incuestionable para el mundo jurídico, pero de complejidad menor. Esto último
obedece a que, agotado el modelo del derecho “moderno” en sentido puro y
reconocida la “pluralidad” de fuentes en el marco, como se verá en el próximo capítulo,
de un sistema “abierto”, el derecho dispone de diversas vías de conocimiento y de
autoridad que, todas de consuno, se orientan a la elucidación del derecho justo.
Observa Llambías que “la palabra ‘fuente’ indica en su primera acepción el manantial
de donde surge o brota el agua de la tierra”. Pero, añade, “en nuestra ciencia se usa la
voz en un sentido figurado para designar el origen de donde proviene eso que
llamamos derecho”.
Esta nota ya se encuentra presente en la tradición jurídica greco-romana, usualmente
denominada “clásica” poroposición al ya referido derecho “moderno”. Así, como
recuerda Zuleta Puceiro, “ya Cicerón utiliza la expresión fons para referirse al origen
primero del derecho, en tanto que Tito Livio la utiliza, del mismo modo que Pomponio,
para calificar a las XII Tablas como fuente de todo derecho, público y privado”.
Semejante es la primera conceptualización que suministra Cueto Rúa, para quien,
como la “palabra ‘fuente’ es multívoca”, con ella “se puede aludir al origen del derecho,
es decir, a las causas que lo han creado o configurado tal cual es”.
Pero, añade éste último autor, “también se ha interpretado la misma palabra en el
sentido de manifestación del Derecho, es decir, como la expresión visible y concreta
del Derecho mismo” similar a lo que en Llambías se conocen como “medios de
expresión del derecho” y que, a juicio de este autor, es el sentido más “exacto” de la
voz bajo estudio. De igual modo, agrega Cueto Rúa, “para otros fuente significaría la
autoridad de la que emana el Derecho”, tal el caso, por ejemplo, del legislador o, en
fin, “se ha atribuido a la misma palabra el significado de fundamento de validez de las
normas jurídicas. Por lo tanto, las fuentes serían las normas jurídicas superiores en la
que se subsumen otras de jerarquía normativa inferior para ganar validez formal”.
3. Clases de “fuentes”
Ahora bien: antes de efectuar un análisis sistemático de las fuentes del derecho,
conviene efectuar algunas precisiones básicas destinadas a ubicar el tema en su
contexto histórico, ya que su empleo (o no) y su relevancia (mayor o menor) se hallan
en directa dependencia de la filosofía y de la política dominante en cada momento. De
ahí que sea útil la sistematización desarrollada por Cueto Rúa: “primero: no siempre se
ha acudido a todas estas fuentes. Ello ha dependido del grupo social, pueblo o
comunidad de que se tratase, y del momento histórico en que surgieron los
interrogantes (…) Segundo: no existe entre las fuentes un orden fijo de prelación. Cuál
sea la más importante, estambién algo referido a la peculiar situación histórica de que
se trate (…) Tercero: la mayor o menor gravitación de las fuentes depende también de
la naturaleza del sujeto que se dirige a ellas en busca de respuesta a sus
interrogantes”, de modo que “…no es difícil comprender que para el legislador puedan
revestir mayor importancia, como fuente, la costumbre o la doctrina, en tanto que el
Juez pueda ser más sensible a la influencia de la ley y la jurisprudencia”.
a) El “Derecho Común”
b) La “Codificación”
Introducción
El planteamiento originario
La propuesta de Gény
Como se dijo, la crítica abierta por Gény fue fecunda. Siguiendo las enseñanzas de
Cossio, Cueto Rúa realiza una ajustada interpelación al distingo entre fuentes del
derecho “formales” y “materiales” por considerarla artificiosa y, por tanto, irreal si se
atiende la praxis del derecho.
Así, y teniendo en cuenta la conocida caracterización de las fuentes como
“materiales”, es decir, “todos aquellos factores reales que gravitan sobre el ánimo de
los jueces, los legisladores, los funcionarios administrativos, inclinando su voluntad en
un sentido determinado en el acto de crear una norma jurídica”, Cueto Rúa objeta que
entonces “no podríamos limitar la nómina a la doctrina y la jurisprudencia, como se ha
hecho tradicionalmente, sino que deberíamos incluir también los estímulos
ambientales y los factores de predisposición subjetiva que, de hecho hacen sentir su
influencia en el espíritu del órgano”. Deahí que, concluye, “la investigación sobre las
fuentes materiales del Derecho podría transformarse en una investigación de
psicología jurídica, cuando se trabajase sobre los factores predisposicionales, y de
sociología jurídica cuando se operase sobre los factores ambientales”.
Como es claro, tal propuesta parece desmesurada y, aún más que ello, irreal. Cueto
Rúa lo explica como sigue: las leyes y las costumbres “no operan simplemente en el
plano lógico-formal, como pareciera darlo a entender el hecho de que se las clasifique
como fuentes formales”, ya que “el órgano no recurre a las fuentes solamente por una
necesidad lógica, sino por una exigencia de otra índole: orientación y criterio de
objetividad para determinar el sentido preciso de un fenómeno de conducta humana. Y
en esta materia el juego de los principios lógicos es de escasa utilidad. Las leyes y
costumbres son útiles como fuentes no tanto porque suministren apoyo lógico a la
decisión que se adopte en definitiva, cuanto porque suministran un criterio material
para discernir el sentido del caso en discusión y resolverlo de una manera que sea
considerada valiosa por una pluralidad de los integrantes del grupo social. Es que las
llamadas fuentes formales son también fuentes materiales”.
El autor lo explica con diversos ejemplos. En relación a la ley, expresa que “el
legislador ha establecido en el art. 1114 del Cód. Civil la responsabilidad de los padres
por los daños y perjuicios ocasionados por sus hijos menores de edad”. Y añade: “el
legisladorsuministra objetivamente un criterio para decidir quien debe soportar los
daños causados por personas menores de edad. Al hacerlo ha valorado toda una serie
de factores materiales: las relaciones familiares, la índole de la vigilancia y control que
los padres ejercen sobre sus hijos; los riesgos que presenta la vida social en una
determinada comunidad”. Para concluir que “es en mérito de todos estos antecedentes
materiales articulados en la ley que ella constituye una fuente de Derecho idónea para
la resolución de los conflictos jurídicos”. Asimismo, en relación con la costumbre
explica que “de la reiteración prolongada” de cierto procedimiento “surge un
entendimiento societario silencioso que facilita la coordinación de las conductas” de
modo que aquella “no es sólo una fuente formal del Derecho, sino también lo es
material”. Por su parte, tocante a la jurisprudencia precisa que ésta cumple la
“inestimable función de otorgar progresivamente un sentido concreto a las
abstracciones de las normas generales”, al tiempo que, también, “perfila una conducta
humana como debida, en función de consideraciones axiológicas”. De ahí que, “en
esas condiciones se hace muy difícil” negarle el carácter de fuente tanto formal como
material. Y, por último, otro tanto sucede con la doctrina, que es quien acomete la tarea
de analizar leyes, costumbre y jurisprudencia “explicitando sus posibilidades lógicas,
desentrañando su sentido, anticipando imaginativamente situaciones para incluirlas o
excluirlas en el contextonormativo, y adelantando esquemas de integración y
coordinación con sus respectivos argumentos”. De ahí que, por virtud de tal tarea
“gana condición de fuente formal y material del Derecho”.
El planteamiento recién expuesto resulta marcadamente más convincente (por lo
realista) que el de la “Codificación” ya que hace honor a cómo, en verdad, acontecen
las cosas en la plano de la praxis jurídica en el que el recurso a la formalidad del
sistema sólo tiene genuina aplicación si su contenido o materia resulta plausible o
convincente y ello, como es obvio, vale para “ambas” clases de fuentes del derecho
supuesto que tal distinción exista.
Unidad de Aprendizaje V
El Sistema Jurídico
Introducción
Como se anticipó, a poco andar, la experiencia de la vida –eso que Gadamer, tan
sugestivamente denominó el “aprendizaje de la modestia” y el “saber de la calle” -
enseñó otra realidad. Las normas no siempre resultaron claras, sino que adolecieron
de vaguedad. De igual modo, tampoco fueron precisas más, por el contrario,
ambiguas. Asimismo, no se presentaron de manera coherente, sino que se
desnudaron como contradictorias o inconsistentes, al tiempo que, lejos de ser
económicas, se mostraron redundantes. Por último el sistema no resultó completo o
autosuficiente, sino que ostentó lagunas, lo cual generó, como se verá, la necesidad
de “abrirlo”
En lo que sigue, según se había señalado, se examinarán estas aporías con algún
detalle a partir de un estudio de nuestro ordenamiento jurídico.
Vaguedad
Como explica el profesor Carlos S. Nino, a quien se sigue (bien que no de manera
puntual) en este tramo del capítulo, “la proposición expresada por una oración puede
ser vaga a causa de la imprecisión del significado de las palabras que forman parte de
la oración”.
Al respecto, las vaguedades pueden ser de diverso orden. El caso más común es el de
las palabras que “hacen referencia a una propiedad que se da en la realidad en grados
diferentes, sin que el significado del término incluya un límite cuantitativo para
laaplicación de él”. Y ejemplifica: “el art. 81, inc. 1º del Cód. Penal atenúa la pena al
que matare a otro encontrándose en estado de ‘emoción violenta’”, de modo que, en
este supuesto, “se da origen a una magnífica penumbra constituida por casos en los
cuales vacilamos acerca de si la emoción de un sujeto tuvo o no el grado suficiente
para podérsela calificar de violenta”.
Pero hay más: como señala Nino, “una especie de vaguedad más intensa todavía (…)
está constituida por palabras respecto de las cuales no sólo no hay propiedades que
sean aisladamente indispensables para su aplicación, sino que hasta es imposible dar
una lista acabada y conclusa de propiedades suficientes para el uso del término,
puesto que siempre queda abierta la posibilidad de aparición de nuevas
características, no consideradas en la designación, que autoricen el empleo de la
palabra”. El ejemplo que ilustra esta categoría es el adjetivo “arbitraria” que la Corte
Suprema emplea para censurar algunas sentencias judiciales, ya que “además de las
situaciones centrales en que aquel calificativo es usado por la Corte, queda abierta la
puerta para la aparición de nuevas circunstancias de momento imprevisibles pero ante
las cuales podría resultar apropiado calificar de arbitraria a una sentencia”.
Existe, asimismo, otra modalidad de imprecisión semántica que Nino denomina
“vaguedad potencial” o “textura abierta”, la cual constituye “un vicio potencial que
afecta a todas las palabras de los lenguajes naturales”. El autor ejemplifica delmodo
siguiente: “el inc. 2º del art. 215 del Cód. Penal reprime con prisión perpetua al que
comete el delito de inducir o decidir a una potencia extranjera a hacer la guerra contra
la República”. Ante ello, inquiere: “¿que pasaría si en el país ocurriere algo similar a lo
de la Alemania nazi y muchos argentinos no vieran otro remedio que unirse a una
potencia extranjera para derrocar a un gobierno que hubiera asesinado a gran parte de
la población?”.
Ambigüedad
Según explica el autor citado, esta nota presupone “dudas acerca de las
consecuencias lógicas que pueden inferirse de ciertos textos jurídicos, quedando sin
determinar la calificación normativa que ellos estipulan para determinados casos”.
Sobre tales bases, “una oración puede expresar más de una proposición” y ello
acaece desde una doble perspectiva: “puede ocurrir así porque alguna de las palabras
que integran la oración tiene más de un significado”, en cuyo caso se está ante un
supuesto de “equivocidad semántica”, o “porque la oración tiene una equivocidad
sintáctica”, en cuyo caso la ambigüedad es de éste último tipo.
Ejemplo de lo primero, enseña Nino, lo constituye el art. 2º de la Constitución
Nacional, según el cual “el gobierno federal sostiene el culto católico apostólico
romano”. Para el autor, “la expresión ‘sostiene’, utilizada en la redacción de esta
norma, adolece de cierta ambigüedad”, ya que “una interpretación le asigna el
significado de ‘profesa’, otorgando a la norma el sentido de que el gobierno federal
considera verdaderala religión católica”. En cambio, añade, “otra interpretación,
defendida por Joaquín V. González sobre la base de lo discutido por los
Constituyentes, atribuye a la palabra ‘sostiene’ el significado de ‘mantiene’, ‘apoya’,
etc., concluyendo que la norma sólo establece que el gobierno debe atender
económicamente al culto católico”.
A su vez, ejemplo de lo segundo lo constituía el antiguo art. 186, inc. 3º del Cód.
Penal, por el que se reprimió a quien causare un incendio, explosión o inundación
“cuando hubiera peligro para un archivo público, biblioteca, museo, arsenal, astillero,
fábrica de pólvora o de pirotecnia militar…”. Al respecto, señala Nino que se planteó la
duda acerca de si “el adjetivo ‘militar’ calificaba sólo a las fábricas de pirotecnia o
también a las de pólvora. Soler ponía énfasis en que debía interpretarse que el
adjetivo no se refería a las fábricas de pólvora, puesto que existe la misma razón,
constituida por el extraordinario peligro producido, para agravar un incendio o
explosión tanto cuanto se lo hace en una fábrica de pólvora que sea militar como
cuando se lo provoca en otra que no lo sea”.
Contradictoriedad o inconsistencia
Los problemas recién expuestos, enseña Nino, se distinguen de los que a continuación
se examinarán en que, mientras en aquellos se observan dificultades para derivar
consecuencias de determinadas normas jurídicas, en éstas los inconvenientes
“aparecen una vez que tales consecuencias han sido deducidas”.
Tal es el caso de las contradicciones normativas, loque sucede “cuando dos normas
imputan al mismo caso soluciones incompatibles”. Lo expuesto requiere que, en primer
lugar, “dos o más normas se refieran al mismo caso”, es decir, “que tengan el mismo
ámbito de aplicabilidad”. Y, en segundo término, “que las normas imputen a ese caso
soluciones lógicamente incompatibles”.
En supuestos como el presente, se suele acudir, en orden a resolver los problemas, a
ciertas reglas, como la de lex superior, que quiere decir que “entre dos normas
contradictorias de diversa jerarquía, debe prevalecer la de nivel superior”; la de lex
posterior, que significa que “la norma posterior prevalece sobre la promulgada con
anterioridad”, o la de lex especialis, que dispone “que se dé preferencia a la norma
específica que está en conflicto con una cuyo campo de referencia sea más general”.
Sin embargo, en ciertos supuestos estas reglas no resultan aplicables como, por
ejemplo, cuando “las normas tienen la misma jerarquía” o han sido “dictadas
simultáneamente” o tienen “el mismo grado de generalidad”. Nino ilustra el tema con
varios ejemplos, entre los que extraigo el siguiente: el art. 92 del Cód. Penal grava
aquellas penas cuando las lesiones se produjeren a un pariente directo. A su vez, el
art. 93 disminuye las penas de los arts. 89, 90 y 91 del Cód. Penal “cuando las
lesiones fueren causadas en estado de emoción violenta”. Y añade: “curiosamente,
antes de la reforma de la ley 21.338, ocurría que el legislador no había previsto
ninguna solución específica para aquellos casosde lesiones en los cuales concurrieran
simultáneamente algunas de las agravantes del art. 92 con la atenuante del art. 93,
por ejemplo, cuando alguien lesionara a la esposa en estado de emoción violenta. No
se trataba de un caso de laguna normativa, puesto que el problema no radicaba en
que no hubiera una solución para el caso, sino en que había varias soluciones
lógicamente incompatibles”.
Redundancia
Como se adelantó, existen supuestos en que “el sistema jurídico carece, respecto de
cierto caso, de toda solución normativa”. Se está, pues, ante una laguna y ésta puede
ser de dos tipos: “normativa” o “lógica” y “axiológica” o “valorativa”.
Siguiendo a Alchourrón y a Bulygin, Nino define a las primeras cuando el sistema
jurídico “no correlaciona el caso con alguna calificación normativa de determinada
conducta (o sea con una solución)”.
Algunos autores han impugnado esta posibilidad. El ejemplo clásico es el de Kelsen,
para quien el derecho “no puede tener lagunas, puesto que para todo sistema jurídico
es necesariamente verdadero el llamado principio de clausura, o sea un enunciado
que estipula que todo lo que no está prohibido está permitido. Es decir, que cuando las
normas del sistema no prohíben una cierta conducta, de cualquier modo tal conducta
recibe una calificación normativa (su permisión) en virtud del principio de clausura que
permite toda acción no prohibida”.
Esta postura, refiere Nino, ha sido eficazmente criticada por los autoresrecién
señalados, quienes consideran que la expresión “permitido” puede significar dos
cosas. Una, equivalente a “no prohibido”, en cuyo caso la expresión “todo lo que no
está prohibido, está permitido” debe leerse como “todo lo que no está prohibido, no
está prohibido”, con lo que no se salva la cuestión, ya que de ello solo se infiere que si
en el sistema “no hay una norma que prohíba tal conducta”, no cabe concluir que
“exista otra norma que permita la acción”. Otra, equivale a una autorización positiva de
una acción, en cuyo caso el apotegma debe leerse del modo siguiente: “si en el
sistema jurídico no hay una norma que prohíba cierta conducta, esa conducta está
permitida por otra norma que forma parte del sistema”. Ahora bien: tal lectura es
meramente contingente pues depende de que “en el sistema de que se trate exista
una norma que autorice toda conducta no prohibida”. Y si esto puede ser verdad
respecto del sistema penal, arguye el autor que es muy relativo en los demás ámbitos
jurídicos.
Entre los tantos ejemplos que ilustran este tema, Nino alude al art. 131 del Cód. Civ.,
según el texto de la ley 17.711 que estipula que los menores de 21 años pero mayores
de 18 podrán obtener la mayoría de edad si los habilitan expresamente sus padres o,
en su defecto, el juez a pedido del tutor o del menor. Sin embargo, añade este autor,
“el Código no establece ninguna prescripción acerca de si corresponde o no la
emancipación en el caso de un menor que no tenga ni padres ni tutor designado”.
El segundo supuestode “laguna” planteada por Nino es la “axiológica” o “valorativa” y
sucede cuando “un caso está correlacionado por un sistema normativo con una
determinada solución y hay una propiedad que es irrelevante para ese caso de
acuerdo con el sistema normativo, pero debería ser relevante en virtud de ciertas
pautas axiológicas”.
La gran diferencia con el caso anterior es que en las lagunas “valorativas” el derecho
estipula una solución para el caso pero los juristas y jueces consideran “que el
legislador no hubiera establecido la solución que prescribió si hubiera reparado en la
propiedad que no tomó en cuenta”, de donde al ser la solución “irrazonable o injusta,
no debe aplicarse al caso, constituyéndose una laguna”.
Entre los muchos ejemplos, el autor refiere el caso de la ley 13.252, después
sustituida, que prohibía la adopción en el caso de que el adoptante tuviere ya hijos
consanguíneos. Al respecto, “se entendió que el legislador no había previsto el caso
de quien tuviera hijos consanguíneos mayores de edad y consintieran ellos en la
adopción, situación en la cual se suponía completamente irrazonable aplicar la
prohibición de la ley que es en beneficio de los hijos de sangre”, criterio que fue así
receptado, primero por un fallo plenario y luego por la ley.
Con lo expuesto, pues, se ha arribado a los dos conceptos “claves” que gobernarán el
nuevo esquema intelectual: sistema jurídico “abierto” y pensamiento “problemático”,
puesto que si bien ya no se discute acerca de la presencia de un sistema en el ámbito
de la realidad jurídica, sí se controvierte su naturaleza.
A este respecto, los ensayos de fundamentación de este tópico –de matriz
necesariamente “no-positivista”-, se orientaron hacia la fórmula recién trancripta a
través de un triple orden de consideraciones. En primer lugar –es el aspecto que se
profundizará en este apartado- la “apertura” del sistema jurídico se proyecta “ad extra”,
es decir, a su exterior, a saber, sobre la misma realidad de la vida de la que se nutre
en medida nada pequeña y, que, por lógica, tiene directa vinculación con lo que en
este epígrafe justamente se llama “pensamiento problemático”. En segundo término,
dicha “apertura” gravita “ad intra” del sistema a través de una doble consideración: por
un lado, los resquicios o intersticios que aquél proporciona en el nivel legislativo y, por
otro, laclase o categoría de normas de que aquél se compone y que Larenz llama los
“materiales” con “que puede ser construido un tal sistema”. Es lo que se examinará en
los dos apartados subsiguientes.
Así, en cuanto concierne al primer aspecto, parece claro que los dos conceptos que lo
caracterizan (sistema “abierto” y pensamiento “problemático”) constituyen una unidad
indisoluble. Como sintetiza Larenz a partir de las autoridades más arriba citadas, “el
sistema científico-jurídico tiene que permanecer ‘abierto’” y, por tanto, “nunca está
acabado” en la medida en que “nunca puede disponer de una respuesta para todas las
preguntas”. Dicho de otro modo: la “problematicidad” que entraña el no tener la llave
de todas las respuestas requiere –exige-, de suyo, su misma “apertura”. Y, si bien se
mira, todo esfuerzo intelectual que reconozca entre sus materiales de trabajo al timbre
de la realidad de la vida no tiene otra alternativa que rendirse a la enorme variedad de
sus matices y, por tanto, de sus “problemas” por lo que no puede sino permanecer
“abierto” a aquellos.
Por lo demás, la atención a la realidad de la vida se presenta como una conclusión
obvia ya que, según lo visto en el apartado 2 de esta Unidad, ningún sistema puede
considerarse “completo” sencillamente porque la realidad lo desmiente a cada paso,
invitando, por el contrario, a una constante atención a las dinámicas exigencias que
aquella entraña, de modo que se halle siempre dispuesto a incorporar nuevas
soluciones; a reformular determinadas normas o adejar de lado disposiciones otrora
indiscutidas. Un sistema de este tipo está, pues, necesariamente atento a los
“problemas” que plantea la praxis (en especial, pero no exclusivamente, la judicial), de
modo que si la atención en el sistema jurídico concebido por el derecho “moderno” se
posa, en primer lugar, en las disposiciones ya consensuadas y ulteriormente
positivizadas y sólo en segundo término en la peculiaridad del caso; en un sistema
“abierto” las cosas proceden del modo exactamente inverso: la mirada se fija, de inicio,
en el “caso” a resolver, es decir, en el “problema” y sólo después se acude al “sistema”
a fin de munirse de las respuestas técnicas que permitan desentrañar, con justicia, el
supuesto bajo estudio.
Como surge con claridad y será estudiado con mayor detalle en la siguiente Unidad de
Aprendizaje, el hallazgo de la solución jurídica no es una decisión inspirada en una
clave lógico-formal (como sucede, por ejemplo, en el ya citado célebre caso de la
Corte Suprema de Justicia de la Nación “Saguir Dib” (Fallos: 302:1284), en el que el
Procurador General, ante el requerimiento de una persona de 17 años y 10 meses de
donar un riñón a favor de su hermano, al consultar la norma que regula el supuesto y
advertir que ésta exige tener 18 años, aconsejó al Alto Tribunal rechazar el pedido. Por
el contrario, la solución bajo análisis surge de la proporcionada adecuación de normas
y hechos en pos de obtener una respuesta no solo legal, sino además, como se
enfatizó en el párrafo anterior, justa.Aquí, como es obvio, no deja de percibirse el
mandato del “segundo Ihering” quien, ya en 1864, en el IV tomo del Espíritu del
Derecho Romano escribe con ineluctable determinación en contra “la fantasmagoría
de la dialéctica jurídica, que intenta conceder a lo positivo la aureola de lo lógico”
cuando, por el contrario, “la vida no existe a causa de los conceptos, sino que los
conceptos existen a causa de la vida”, por lo que “no ha de suceder lo que la lógica
postula, sino lo que postula la vida, el tráfico, el sentimiento jurídico, aunque sea
lógicamente necesario o imposible”.
Por último, y sin abandonar –como se anticipó- la mirada “ad intra” del sistema, éste
observa otra “apertura” a partir de la consideración de los “materiales” de los que se
nutre, esto es, de las categorías normativas que lo componen.
Como se ha estudiado ya, en el horizonte intelectual del “Positivismo jurídico” un
sistema “cerrado” se reduce, desde el punto de visto normativo, a las leyes y tal
afirmación es lo que explica el movimiento “Codificador” y el tipo de sistematización
que se ha examinado, sucesivamente, en la anterior Unidad de Aprendizaje y en el
apartado 2 de la presente. La aspiración teórica que gobierna esta propuesta es clara
y entronca con los ideales, de un lado, de índole “técnica” de seguridad y previsibilidad
jurídicas y, de otro, de naturaleza “política” de “división de poderes”. Al respecto, si una
norma prevé un supuesto de hecho determinado (para seguir con el ejemplo conocido,
en el caso “Saguir Dib”, el art. 13 de la ley 21.541 por el que el legislador estatuye que
resultan autorizados los transplantes entre vivos sí y solo sí reúnen un determinado
grado de parentesco, y sí y solo sí el dador tiene 18 años de edad), dicha disposición
resultará aplicable únicamente si confluyen todos y cada uno de los supuestos de
hecho concebidos por la norma.
Sin embargo; para bien o para mal, la realidad demostró, para seguir las propias
palabras del legislador (art. 15 del Código Civil), que el sistema nopodía retener todos
los supuestos de la vida, por lo que fueron observados “silencios” o, como se estudió
más arriba, “lagunas”; que las disposiciones no siempre fueron “claras” sino que se
resintieron de “oscuridades” o, como se señaló en el citado punto 2, de “vaguedades”;
“ambigüedades” o “redundancias”; ni, en fin, que los supuestos abstractamente
pensados como lógicos y/o valiosos reunieran, ante ciertos supuestos concretos, tal
entidad (existencia de “insuficiencias” o, como dice Nino, de “contradicciones” o
“vaguedades potenciales”).
De ahí que en el ámbito doctrinario y jurisprudencial se haya buscado apoyo en
“criterios”; “pautas”; “tópicos” o “principios” que, además de carecer de la estructura
normativa de las leyes y, por tanto, de observar una aplicación por completo diversa de
la de ellas (lo cual será estudiado con mayor detalle en la próxima Unidad de
Aprendizaje), suelen no poseer origen legislativo y hállanse de ordinario preñados de
una dimensión valorativa que fácilmente pone en tela de juicio las exigencias de no
contradicción o de completitud que dimanan del sistema jurídico “cerrado” de base
positivista, ya que, como advierte agudamente Claus-Wilhem Canaris, tales exigencias
no son posibles de cumplir “en relación con los principios de valoración que están
detrás de las normas”.
La consecuencia que se deriva de lo recién expuesto es clara: un sistema jurídico no
sólo es “abierto” porque, como se vio, se recuesta sobre los “problemas” que le
presenta la realidad de la vida, sino porquees de esa realidad de la que abrevarán los
materiales que habrán de componer su estructura. Esser lo ha advertido de manera
quizá inmejorable cuando, como refiere Larenz, “considera que aquí opera una ley
histórica: en todas las culturas jurídicas –dice- se repite ‘un ciclo que consta de
descubrimiento de problemas, formación de principios y consolidación de sistema’.
Según esto, los auténticos factores que forman el sistema son los principios jurídicos y
no los conceptos abstractos”, en tanto “aquéllos serán conocidos especialmente en el
caso problemático; son soluciones generalizadas de problemas”.
Dicho en otros términos: un sistema jurídico se integra por normas que, en la clave de
la filosofía “positivista”, se conocen como “leyes” y que a partir de ahora (y por razones
de comodidad lingüística puesto que se trata de una terminología que goza de
mayoritaria aceptación en la doctrina), también se denominarán “reglas”. Sin embargo,
si la clave es una filosofía “iusnaturalista” o, incluso, “post-positivista” (es decir, ni
“iusnaturalista” ni “positivista”, como postula Robert Alexy), un sistema jurídico tiene
una base de sustentación más amplia ya que no se ciñe, exclusivamente, a la
legislación. Sobre tales bases, las normas serán, además de las “leyes” o “reglas”, los
referidos “criterios”; “pautas” o “tópicos” que, en lo que sigue (y por los mismos motivos
de comodidad recién señalados) se llamarán “principios”.
La distinción entre “leyes” o “reglas” y “principios” es ya fácilmente perceptible
-comocasi todo lo jurídico-, en Roma, a través de las expresiones lex y regula:
mientras ésta última hace referencia a lo que ahora se conoce como “principio”, puesto
que alude a ciertos “standards” o “criterios generales u orientativos” de conducta
discernidos en los casos concretos y, desde ahí, elevados a soluciones generales y
generalizables; la primera alude a un supuesto de hecho preciso, normalmente
emanado de costumbres sociales y/o prácticas religiosas cuya verificación en la
realidad genera su inmediata aplicación.
Releída dicha distinción de manera actual, se tiene que la lex romana puede ser
traducida como “ley” o “regla”, en tanto que la regula constituye un “principio”. Ahora
bien: es posible que esta distinción pueda generar alguna confusión por obra de la
influencia inglesa, ya que en inglés la lex se tradujo como “rule” (cuya raíz remonta a
regula) en tanto que las regulae (en plural) se conocieron como “principles”, distinción
que, según se ha visto, ha triunfado en el ámbito de la doctrina. De ahí que, en lo
sucesivo, como “elementos” del sistema jurídico se distinguirán, de un lado, las “leyes”
o “reglas” (“rules” en inglés; “lege” en latín) y, de otro, los “principios” (“principles” en
inglés o “regulae” en latín).
Sobre estas bases, afirma Alexy que la distinción entre “leyes” o “reglas” y “principios”
es fundamental “para la solución de problemas centrales de la dogmática de los
derechos fundamentales. Sin ella, no puede existir una teoría adecuada de los límites,
ni una teoríasatisfactoria de la colisión y tampoco una teoría suficiente acerca del
papel que juegan los derechos fundamentales en el sistema jurídico”.
Mientras las dos primeras precisiones han sido tradicionalmente estudiadas en el
ámbito de la interpretación del derecho, tópico éste que será motivo de un análisis más
detallado en la próxima Unidad de Aprendizaje, la tercera gravita sobre la presente.
En efecto; en cuanto concierne a los “límites” de estas normas, como escribe Juan
Cianciardo, “su fuerza deóntica” difiere ya que un principio (por ejemplo, “toda persona
tiene derecho a que se respete su salud”) “prescribe el cumplimiento de un algo” (en el
ejemplo, la salud), lo que “puede ser llevado a cabo en un más o menos, es decir, que
admite distintos niveles de cumplimiento (o de incumplimiento). Lo que la norma
ordena es que sea observado en la mayor medida posible, en otras palabras, que sea
optimizado al máximo”. Por el contrario, una regla (por ejemplo, la norma que motivó el
citado caso “Saguir Dib”) “ordena un algo que no admite distintos niveles de
cumplimiento. Puede ser observado o no; no hay puntos intermedios” (en el caso, a
partir de los 18 años la dación es posible; antes, no).
A su vez, en lo relativo al tema de la “colisión”, como dice Cianciardo, “en los casos de
conflictos entre reglas hay que decidir la precedencia de una u otra y esa decisión
conllevará la anulación de la regla preterida”, ya sea “introduciendo en una de las
reglas una cláusula de excepción que elimina el conflicto o declarandoinválida, por lo
menos, una de las reglas”. Por el contrario, “cuando un principio colisiona con otro el
juez no puede, en cierto sentido, dejar de aplicar ninguno de los dos. Decidirá, luego
de una ponderación, la precedencia de uno sobre otro, pero sin anular al que no se ha
preferido”
Por último, en cuanto impacta sobre el tema del sistema jurídico, el autor citado
expresa que “el origen de la fuerza deóntica de los principios y de las reglas no es el
mismo” ya que mientras las reglas “deben toda su fuerza deóntica al legislador o al
juez que la creó”, los principios “prescriben desde sí mismos”. Se trata, pues, de un
distingo de la mayor relevancia pues, como escribe Larenz, “de aquí”, es decir, de la
consideración de que las normas jurídicas en modo alguno tienen su fuente ex
legislator mentis, “resulta ya la ‘apertura’ de un sistema formado por principios
jurídicos”.
Y bien: ¿de dónde surgen los “principios”? ¿Cuál es, en efecto, la fuente de eso que
muchos ordenamientos jurídicos –incluso, muchos códigos- suelen llamar “principios
generales del derecho”? No es fácil dar una respuesta unívoca a esta pregunta pero,
en un plano más general, la doctrina ha sabido hallar una respuesta plausible. Así,
para Gustavo Zagrebelski, remiten a un “mundo de valores” o a “las grandes opciones
de cultura jurídica de las que forma parte y a las que las palabras no hacen sino una
simple alusión”. Por eso, añade, a los principios “se presta adhesión”. De igual modo,
explica Alexy que los principios son razones que “surgennaturalmente” en tanto
“pueden ser derivados de una tradición de normaciones detalladas y de decisiones
judiciales que, por lo general, son expresión de concepciones difundidas acerca de
cómo debe ser el derecho”. Se trata, pues, según completa Ronald Dworkin, de
razones que inhieren en una práctica inveterada del foro y/o en un conjunto de
convicciones sociales y que, en última instancia, remiten a ciertas tradiciones
históricas o, para decirlo en el lenguaje propio de la “Hermenéutica Filosófica”, a un
“horizonte de significado”, es decir, a un determinado ethos que debe ser
comprendido. De ahí que, observa agudamente Zippelius anticipando un tema
fundamental del derecho (y, especialmente, del derecho natural, a saber, su relación
con la “historia” al que se aludirá más adelante) no se los debe imaginar “‘ahistóricos y,
en cierto modo, estáticos’”, conclusión que, añade, se aplica incluso para los principios
que remiten a la “idea del derecho” o a la “naturaleza de la cosa”, ya que “ello no
supone desconocer que consiguen su figura concreta (…) sólo a través de la relación
con una determinada situación histórica y con la intervención de la conciencia jurídica
general respectiva”. En definitiva, y dicho de manera breve, tengo para mí que los
principios sintetizan las exigencias básicas y permanentes de la naturaleza humana
vistas en la concreta situación espacio-temporal en que ésta se da cita.
De lo hasta aquí expuesto, muchas son las consecuencias que emanan de la admisión
de los “principios” en el planodel derecho. Por de pronto, como se anticipó y se verá en
la próxima Unidad, es relevante el giro que ha suscitado en la teoría de la
interpretación. Pero, en cuanto concierne a la presente, considero que la llegada de
los principios impacta sobre la idea de sistema desde una doble y benéfica perspectiva
y que podría caracterizarse como “ad extra” del sistema mismo y “ad intra” de éste. En
cuanto a lo primero porque, como se anticipó, lo transforma en necesariamente abierto
y, de esta manera, como dice Larenz “el descubrimiento de las conexiones
sistemáticas de los principios y subprincipios ensancha el conocimiento del Derecho”,
es decir, como dirá Dworkin mucho más tarde, “incrementa la capacidad de respuesta
del ordenamiento jurídico”. Y en cuanto a lo segundo, porque, como también se había
anticipado, sirve “para la interpretación de las normas y para la integración de
lagunas”, manteniendo, de tal modo, “’la unidad valorativa y consecuencia lógica en el
desarrollo del Derecho’”.
Introducción
-Ahora bien: un reconocimiento explícito como el recién visto es por demás infrecuente
debido, fundamentalmente, a una cuestión de técnica legislativa. Repárese, como se
ha anticipado ya, que tanto el legislador como los particulares otorgan “derechos
positivos”, en tanto que, en sentido estricto, al no ser creadores de “derechos
naturales” en el doble sentido ya expuesto, se limitan a reconocerlos. Sin embargo,
como es obvio, lo recién dicho remite a una cuestión filosófico-jurídica que, en el
contexto delproceso legislativo o en el de los acuerdos entre partes, rara vez salta a la
luz, siendo lógico que así sea, puesto que la arena parlamentaria o el tráfico de la vida
no tiene las características de la academia, en que tales distinciones son de rigor. De
ahí que, si se observa el proceso legislativo (y a fortiori el de las transacciones entre
particulares) se advierte con nitidez que las normas sobre la dimensión “natural” del
derecho se positivan de una manera implícita, en tanto, por una parte y si cabe la
expresión, se limitan a tomar nota de su existencia sin hacer consideraciones sobre su
origen o naturaleza; o, por otra, efectúa remisiones a debates parlamentarios o a otras
disposiciones en las que sí resulta palmaria la referencia al origen “natural” de tales
disposiciones.
Como ejemplo del primer sentido de esta dimensión implícita (el “tomar nota”) cabe
mencionar, por ejemplo y entre otros, los artículos 14 o 16 de la Constitución Nacional.
El primero expresa: “todos los habitantes de la Nación gozan de los siguientes
derechos conforme a las leyes que reglamenten su ejercicio: de trabajar y ejercer toda
industria lícita; de navegar y comerciar; de peticionar a las autoridades; de entrar,
permanecer, transitar y salir del territorio argentino, etc.”. A su vez, el art. 16 dispone
que “la Nación Argentina no admite prerrogativas de sangre, ni de nacimiento…”.
En estos textos, en efecto, se legisla sobre “derechos naturales”, es decir, sobre
derechos que el Estado no ha otorgado o, menos aún,creado, sino que, en verdad, se
limita a reconocer como pertenecientes a las personas. Éstas son, por su propia
condición de tal, iguales más allá de su sexo, religión, nacionalidad o cualquier otro
factor de índole “accidental”, de modo que poseen, como un dato inherente a ellas la
posibilidad de trabajar; comerciar o trasladarse de un sitio a otro con prescindencia de
que el legislador lo diga, de modo que la hipotética omisión en el reconocimiento de
los derechos naturales, como se verá más abajo, no es óbice para su existencia.
A su vez, como ejemplos de lo segundo (el “remitir a debates parlamentarios u a otras
disposiciones”), me permito citar a los ya mencionados arts. 33 de la Constitución
Nacional y 16 del Código Civil.
En cuanto al primero, la lectura de los trabajos preparatorios, como se señaló más
arriba y en la Unidad de Aprendizaje V, es inequívoca en cuanto a que los “otros
derechos y garantías no enumerados” a que hace referencia la norma no son sino los
“derechos naturales de los hombres y de los pueblos” mencionados en aquéllos, por lo
que las consideraciones ya vertidas son suficientes y me liberan de abundar al
respecto.
En lo concerniente al segundo texto, me interesa reflexionar aquí sobre su frase
conclusiva, la cual, en orden a resolver las controversias, afirma que “si aún la
cuestión fuere dudosa”, ésta “se resolverá por los principios generales del derecho,
teniendo en consideración las circunstancias del caso” (énfasis añadido). En efecto;
los principios, como se anticipó (y afortiori los “principios generales del derecho”), han
de ser discernidos de las circunstancias del caso; de entre las costumbres del foro; del
ethos social de una comunidad; en una palabra: de las exigencias básicas de las
personas discernidas en el contexto social en el que actúa. Un ejemplo aclara esta
idea: el viejo artículo 1198 del Código Civil disponía que “los contratos obligan no solo
a lo que esté formalmente expresado en ellos, sino a todas las consecuencias que
puedan considerarse que hubiesen sido virtualmente comprendidas en ellos”. Como se
advierte con facilidad, la norma trasunta una impronta decididamente legalista
incompatible con una filosofía más orientada a la justicia de las relaciones concretas
que a la primacía de las formas. Sobre tales bases, la reforma de la ley 17.711
reescribió la norma de manera diversa: “Los contratos deben celebrarse, interpretarse
y ejecutarse de buena fe y de acuerdo con lo que verosímilmente las partes
entendieron o pudieron entender, obrando con cuidado y previsión”. Es fácil observar,
pues, la “victoria” de un esquema normativo “principialista”, en concreto, del principio
de “buena fe” como “horizonte de sentido” que reemplaza a “lo que esté formalmente
expresado en ellos”. De ahí que, en fin, se haya arribado, a través de una vía oblicua
(la de los “principios” en un horizonte histórico-concreto) al derecho “natural” (en el
ejemplo, bajo la forma de la “naturaleza de las cosas”), tal y como, además, he
procurado explicitar con la ayuda de otros ejemplos enlas anteriores unidades de
aprendizaje.
-por razón del “objeto”, dice Hervada “el título se torna ineficaz por ausencia de objeto,
como ocurre con el derecho a los alimentos, en situaciones de grave escasez de
éstos”. Otro tanto acaece con la prestación de salud como es fácilmente perceptible en
los supuestos en que los servicios sanitarios no proveen determinadas prestaciones
médicas. Al respecto, en un caso resuelto por los tribunales civiles de la Capital
Federal se señaló lo siguiente: “…el contenido de la prestación de servicios médicos a
la que se obligó la empresa prepaga contratada por la accionante (…), no puede
incluir, a no ser que se contraríe la lógica, la efectivización de una práctica queno se
realizaba en el país, o bien sólo se realizaba a nivel experimental”. En efecto; desde la
consistencia interna del razonamiento del juez, mal puede la empresa suministrar lo
que no existe, esto es, la falta de ciertas dimensiones orientadas a la prestación de un
“objeto” que, en el caso, es el “bien” salud.
iii) Por último, en cuanto concierne a las “medidas” de los derechos, parece obvia la
influencia de las circunstancias de tiempo y lugar por cuanto se había predicado en la
Unidad de Aprendizaje V. Al ser aquélla “el ajustamiento entre cosas o entre personas
y cosas, la condición histórica puede suponer cambios en las relaciones entre las
cosas o entre éstas y las personas”. Como profundiza el autor, “ni las cosas ni las
personas existen en pura naturaleza, sino en condición histórica”, de modo que “la
regla para no caer ni en irrealismo ni en historicismo –dos actitudes opuestas al
derecho natural- es no perder de vista que lo histórico sólo afecta a aquellos aspectos
sometidos a la dimensión tiempo (cantidad, cualidad y relación)”. De ahí que, concluye
Hervada, “la condición histórica puede afectar a la medida de los derechos naturales
respecto del entorno y respecto del estado de las personas”.
-El “entorno” social influye sobre la “medida” del derecho en razón de que “los bienes
que, en cada momento histórico determinado abarca un derecho natural (…) pueden
ser mayores o menores en cantidad y calidad”. Hervada lo ejemplifica con los casos
del derecho a la salud y a la alimentación. Encuanto al primero, escribe, “el progreso
de la medicina amplía la medida (…) del derecho a la salud” pues es claro que hoy
comprende bienes –medicinas y medios terapéuticos- impensables en siglos
pasados”. A su vez, en relación con el segundo, señala que “comprende en épocas de
progreso y desarrollo una calidad –y aún cantidad- de alimentos que resultan
imposibles –por tanto no conforman un derecho real y concreto- en otras épocas o
circunstancias”.
En el ámbito legislativo –en especial de índole internacional- la importancia del
“entorno” como criterio de determinación de las “medidas” del derecho es evidente.
Así, entre otros, vale mencionar al art. 2, inc. 1º del “Pacto Internacional de Derechos
Económicos, Sociales y Culturales” en tanto determina que “cada uno de los Estados
Partes (…) se compromete a adoptar medidas (…) hasta el máximo de los recursos de
que disponga, para lograr progresivamente, por todos los medios apropiados, (…) la
plena efectividad de los derechos aquí reconocidos” (énfasis añadido).
La aplicación jurisprudencial de esta idea es también perceptible. Así, en un caso
relacionado con los haberes jubilatorios (“Busquets de Vítolo”), el Alto Tribunal hizo
mérito, entre otros, del art. 22 de la “Declaración Universal de Derechos Humanos”,
que reconoce que “toda persona, como miembro de la sociedad, tiene derecho a la
seguridad social (…) habida cuenta de la organización y los recursos de cada
Estado…” y del art. 26 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos en
tanto dispone que“los Estados Partes se comprometen a adoptar providencias (…)
especialmente económica[s] y técnica[s], para lograr progresivamente la plena
efectividad de los derechos que se derivan de las normas económicas, sociales y
sobre educación…” (énfasis añadido). Teniendo en cuenta lo expuesto, consideró que
“tales referencias, que vinculan los beneficios sociales a las concretas posibilidades de
cada Estado, resultan idóneas para interpretar el alcance de la movilidad aludida en el
art. 14 bis de la Constitución Nacional. Por ello, la atención a los recursos disponibles
del sistema puede constituir una directriz adecuada a los fines de determinar el
contenido económico de la movilidad jubilatoria en el momento de juzgar sobre el
reajuste de las prestaciones o de su satisfacción”.
De igual modo, es interesante mencionar el ya citado caso “Peña de Márquez Iraola”,
el cual, a través del voto en disidencia, tiene otra lectura de la realidad de las cosas
que otorga plena influencia e importancia al “entorno” histórico en el disfrute del
derecho a la salud. Dice, en efecto, el juez Kiper que “fuera de que algunas pruebas
obrantes en la causa demuestran que la referida práctica no era ignorada, entiendo
que esta visión deforma el espíritu del contrato, cual es (…) cubrir el riesgo de
enfermedades graves y de alto costo. Aceptado ello, es obvio que quien contrata –
sobre todo ignorante de los avances científicos- espera ser asistido en un futuro con
las mejores técnicas que existan en ese momento y no con las conocidas altiempo de
contratar. De no ser así, se llegaría a la absurda situación de que los afiliados más
antiguos serían los peores posicionados, ya que sólo podrían tener derecho a que la
prestataria les cubra el tratamiento, pero limitado a lo conocido en el momento de
celebrarse el contrato. Por el contrario, los nuevos asociados tendrían derecho a exigir
tratamientos más modernos, ignorados o en desarrollo al momento de que otros se
incorporaron al sistema. No sólo me resisto a razonar de esta manera, sino que,
contrariamente, debo entender que todo avance científico en la lucha contra las
enfermedades debe ser, además de bienvenido, tácitamente incorporado a este tipo
de convenios, aún cuando se los ignorase por completo a la época del acuerdo”
(énfasis añadido).
Unidad de Aprendizaje VI
La Interpretación Jurídica
Introducción
La compilación de Justiniano
Los “Glosadores”
El “Humanismo”
Los siglos XVII y XVIII son testigos, quizá como consecuencia de la consolidación
definitiva de la ruptura religiosa, del advenimiento de una escuela que, como cuenta el
autor, “en lugar de un libro”, esto es, de “la ratio scripta de ley romana”, pone en el
centro de la escena, como fundamento último de lo jurídico, “la eterna legislación de la
razón humana, o lo que se tiene por tal”. No comparto con Kantarowicz que el
puntapié de esta corriente sea la famosa obra de Hugo Grocio De iure belli ac pacis de
1625 (tengo para mí que si, algún comienzo particularizado cabe mencionar, éste debe
ser Francisco de Vitoria y su Relectio de Indiis de 1532), pero sí que la enorme
influencia de esta corriente se advierte primero que nada en “aquella rama del
Derecho en que menos abundaba la materia positiva, que era la del Derecho
internacional o de gentes, rama que todavía hoy, sobre todo fuera de Alemania,
aparece más estrechamente unida a la filosofía del Derecho que cualquier otra”.
Como precisa el autor, se está ante un “finalismo racionalista” ya que “era
precisamente su supuesta significación metafísica lo que infundía tanta fuerza de
convicción y de empuje al contenido práctico y nacional de aquellos pensamientos”, de
modo que “sin ese meollo racional”, el Derecho natural no habría capaz de legar tantos
y tan “inmensos servicios” a la posteridad.
Para Kantarowicz, su aporte es visible, entre otros aspectos, en “haber servido o de
guía a legislaciones tan vitales o tan progresivascomo la codificación del Derecho
nacional prusiano, la francesa y, sobre todo, la austríaca”. De modo más
particularizado, afirma, “en la época del Derecho natural se da al traste, por fin, con el
dogma según el cual todo fallo judicial debe derivarse de la ley o del Derecho
consuetudinario: aparece en la práctica, por vez primera, al lado de estas dos, una
tercera fuente, y con ella el primer sistema de ideas jurídicas axiológicas”, de modo
que “era esto (…) lo que permitía también (…) servir al juez de fuente en la aplicación
e integración del derecho positivo”. De igual modo, añade, a su empuje se debe la
elaboración durante el siglo XVIII de las “Partes generales” que han permanecido
prácticamente inalteradas hasta hoy, de manera que “fue modernizado y adquirió, al
mismo tiempo, rango científico el Derecho privado común o usus modernus
pandectarum”. Más todavía: en cuanto “al contenido”, agrega el autor “combatió, en
nombre del inalienable derecho humano de libertad, la servidumbre a la gleba y el
vasallaje de los campesinos, la sumisión de la mujer casada (…), el cautiverio del
hombre de la ciudad en la jaula de oro de los gremios; minó el absolutismo de los
gobiernos (…); proclamó la idea del Estado de Derecho; corrigió fundamentalmente el
Derecho penal, al combatir la justicia basada en la arbitrariedad y establecer
determinados tipos de delito; eliminó, como incompatibles con la dignidad humana, las
penas corporales de mutilación, acabó (…) con el tormento y persiguió a los
perseguidores de brujas”.A esta teoría se le impugnó –incluso en su día y, más tarde,
por Savigny e Ihering, entre otros- el desdén hacia la ley positiva. Sin embargo, para
Kantarowicz, por el contrario, “no es cierto que el Derecho natural fuese enemigo de la
ley; lejos de ello, como hijo que era del Estado absoluto, cifraba toda la salvación
precisamente en la legislación, habiendo sido precisamente en este terreno donde
alcanzó sus mayores triunfos”, tal y como fue bien visto por Hegel cuando escribió que
la llegada de la Revolución Francesa mostró el momento en que “los filósofos se
hicieron legisladores”. Lo que sucedió, como afirma Kantarowicz, fue que los
iusnaturalistas apoyándose, “claro está, en razones de Derecho natural”, las que
“constituían la lex legum, el principio inconmovible en medio del caos del Derecho
común”, consideraron “como Derecho carente ya de vigencia las normas jurídicas de
los viejos tiempos que contravenían a la cultura de los tiempos actuales, cuando el
Estado no se decidía a proclamar su formal derogación”. Y si bien en ello, reconoce el
autor, aplicaban un criterio harto vago, no se diferencia, sin embargo, gran cosa del
que hoy seguimos, al profesar la tesis de que las leyes pierden su vigencia no sólo por
obra de la ley, sino también por la acción del Derecho consuetudinario derogativo, por
el desuso y por los cambios revolucionarios operados en el régimen de gobierno”.
Con todo, reconoce el autor, ese afán por dotar al ordenamiento jurídico de una
certeza y justicia inconmovible muchas veces“lejos de acabar con la inseguridad
jurídica, contribuía a acentuarla”, tal y como se vio con el famoso “Terror” en la
Revolución Francesa, la que “vino a demostrar a los pueblos y a sus dirigentes cómo
los postulados de la razón podían conducir, a la postre, al desencadenamiento de las
furias”. De ahí que, concluye, “las gentes empezaron a cansarse de sus afanes de
mejorar el mundo, para esforzarse por encontrar la razón, no en el futuro, sino en el
pasado”. Por ello, “la era filosófica del Derecho natural” cedió el paso “a un período
histórico”.
f) La escuela “Histórica”
La primera mitad del siglo XIX se halla dominada por el pensamiento de Savigny y sus
discípulos quienes dieron lugar a la “Escuela Histórica”, en la que gravita el espíritu de
su época, esto es, el “romanticismo”, aunque reconoce antecedentes de importancia
en la famosa obra de Monstesquieu de 1748 De l’ esprit des lois (Sobre el espíritu de
la leyes). En ésta, en efecto, se postula que éstas “no debían ser consideradas como
ordenaciones arbitrarias salidas de cabezas más o menos ingeniosas, sino (…) como
las relaciones necesarias que se derivan de la naturaleza de las cosas” entendiéndose
por tales “las condiciones físicas de toda vida, en el clima y en la calidad de la tierra
(…), en el régimen económico, densidad de población (…) régimen de gobierno,
organización militar, religión, costumbres y espíritu el pueblo”, sin que quepa, por
cierto, desconocer “la repercusión del Derecho sobre todos estos factores”.
Según Kantarowicz,Savigny “retiene de todos los factores señalados por Montesquieu
solamente uno, que es, además, el único científicamente inservible, por ser
inaprensible: el espíritu del pueblo. Según él, todo Derecho nace como emanación de
este espíritu, a la manera del Derecho consuetudinario”. Para el autor, “esta actitud
trajo consigo, necesariamente, la hostilidad contra toda consideración finalista y
valorativa y, por tanto, la recaída en el formalismo”, más precisamente, en un
“formalismo romántico” en el que se hizo patente “la ciega y obstinada repudiación del
Derecho natural, con el que se rechazaba y desterraba (…) sin una sola palabra de
justificación, la filosofía del Derecho en su conjunto”. Este formalismo dividió sus
aguas según se trate de los “romanistas”, quienes concentraron sus investigaciones en
el texto del Corpus Iuris Civilis; o de los “germanistas”, quienes se avocaron a la
exégesis de las leges barbarorum y el derecho consuetudinario en la medida en que,
éste último, “se hallaba ya formulado, siendo por tanto asequible al método filológico
en vez de al método sociológico y pudiendo, así, ser tratado como leyes”. En ambos
casos, una cosa es segura: los textos bajo estudio “eran vistas ahora menos con ojos
de jurista que con ojos de historiador, lo que era también otro de los frutos del
romanticismo, empeñado en concebir toda ciencia, cualquiera que ella fuese, como
una ciencia histórica”.
Pero la influencia de Montesquieu fue más penetrante todavía en otro aspecto, en el
que, como se ha visto ya yvolverá a insistirse en lo que sigue, tuvo una enorme fortuna
posterior. Savigny tomo de aquél la teoría de la división de los poderes en el aspecto
en que “el juez debía atenerse estrictamente a aplicar las normas jurídicas
estatuidas…”, lo cual entrañó considerar a “la actividad jurídica como una actividad
puramente cognoscitiva, de la que quedaba excluido todo lo que fuese valoración y
voluntad”.
Teniendo presente ese horizonte, Kantarowicz sintetiza: “tales son los dos puntos
fundamentales del programa que tanta influencia habrían de cobrar…” y “que jamás
habrían de ser renegados. En el campo de la dogmática, el formalismo histórico de los
románticos condujo, de una parte, al purismo, es decir, al victorioso intento de restituir
el Derecho romano, en la medida de lo posible, a su fase antigua, y el Derecho
germánico a su fase medieval; y, de otra parte, a un tipo de interpretación
aparentemente lógica, basada en ‘conceptos’ e indiferente a todas las necesidades de
la vida presente, método interpretativo que habría de forzar todavía más uno de los
discípulos de Savigny, Puchta”.
Para el autor, en el “haber” de esta corriente no deben silenciarse ni “la rigurosa crítica
de las fuentes” ni, tampoco, la “fina y sutil formación de los conceptos”. Sin embargo,
en el “debe” corresponde computar el “completo divorcio entre teoría y práctica” ya que
“este método puramente formalista, que venía a romper toda cohesión entre el
Derecho y la cultura y que, al mismo tiempo, llevado de su tendencia arcaizante,
sedetenía ante todas las innovaciones del desarrollo posterior”, habría de contradecir,
incluso, “la enseñanza fundamental de la teoría romántica, o sea la del espíritu del
pueblo”.
Con todo, Kantarowicz piensa que para bien de la ciencia jurídica alemana, su porvenir
no estuvo atado a los aclamados desarrollos de la ciencia “Histórica·. Por caso, los
trabajos habidos en el derecho comparado; en el derecho comercial o los
planteamientos en torno de una nueva legislación debidos a Thibeaut y Goenner, o, en
fin, los estudios de Feuerbach en derecho penal, “en uno u otro sentido (…)
representan una escondida corriente finalista en plena marea alta del punto vista
histórico”.
a) Introducción
b) Configuración histórica
Esta nota fue inequívocamente puesta de relieve por las dos grandes manifestaciones
teóricas del paradigma “Postitivista” (o “Dogmático”) del siglo XIX, a saber, las ya
mencionadas, de un lado, en Alemania, “Escuela Histórica”, con Savigny a la cabeza,
artífice, además, de la famosa corriente denominada “Jurisprudencia de Conceptos”
que lleva a su máxima plenitud el ideario “Positivista” en ese país, y, de otro, en
Francia, “Escuela de la Exégesis”, surgidajustamente como glosa de los códigos
aprobados en dicho país a partir de 1804, fecha en que se sanciona el famoso Código
Napoleón.
Así, en relación con este tópico, Savigny escribió, sin el menor pudor, que la
interpretación no es sino “reconstrucción del pensamiento contenido en la ley”, para
agregar –con lo que queda patentemente puesto de relieve la íntima ligación entre su
escuela y, en el fondo, el pensamiento que hunde sus raíces en la codificación
justineanea y se prolonga en la tradición “formalista” antes vista- que “la interpretación
de la ley en nada difiere de la interpretación de cualquier otro pensamiento expresado
por el lenguaje, como, por ejemplo, de la que se ocupa la filología”.
A su vez, en cuanto concierne al pensamiento exegético francés, es claro que éste
trabajó sobre el campo ya abierto por Montesquieu, para quien “el juez no es sino la
boca a través de la cual se manifiestan las palabras de la ley”. Como es obvio, a partir
de estas palabras la Dogmática configuró uno de sus postulados más caros: la tesis de
que existe un órgano productor de las normas (el Poder Legislativo) y otro meramente
reproductor de ellas (la Administración de Justicia). Bajo este horizonte, cuando el
pensamiento “legalista” –que aquí antes he denominado como “formalista” y
“sistemático”- se corona en el ya examinado proceso codificador, adquieren pleno
significado expresiones como las de Laurent, para quien “los códigos no dejan nada al
arbitrio del intérprete” pues “éste no tiene ya por misión hacer elderecho: el derecho
está hecho. No existe incertidumbre, pues el derecho está escrito en textos
auténticos”. Y a partir de lo expuesto, resulta asimismo altamente comprensible la
pretensión del también citado art. 4º del Code Napoleón que Vélez Sársfield reprodujo,
a la letra, en nuestro art. 15 del Código Civil.
Sin embargo, es también sabido que la realidad de la vida no acompañó tales deseos,
de modo que al mismo tiempo que se hizo perceptible la vaguedad; ambigüedad;
contradictoriedad y redundancia de las proposiciones normativas, así como la
existencia de lagunas al interior del sistema jurídico, pronto se advirtió la inevitabilidad
de la interpretación. Con todo, tal concesión de una de las banderas fundamentales
del “Positivismo” no fue irrestricta, sino que se ciñó, como expresa D´Agostino, a las
siguientes características:
-el intérprete (fundamentalmente, el juez) sólo interpreta en los casos (excepcionales y
despreciables) de silencio normativo u oscuridad o insuficiencia de la ley, y
-la interpretación así admitida únicamente es gnoseológica, esto es, no política, toda
vez que sólo está llamada a conocer la interpretación auténtica del texto, es decir, el
espíritu del legislador. El intérprete, en efecto, apenas está autorizado a desentrañar el
sentido denominado “auténtico” de la norma, por lo que su exégesis se produce “al
interior” de la norma misma. Por el contrario, una interpretación “exterior” a aquélla,
por ejemplo, que tenga en cuenta las “consecuencias” de la aplicación legal a una
situación determinada, sería, en la terminología –acaso un tanto ambigua de D
´Agostino- una interpretación “política”.
A este respecto, es interesante apuntar que el reconocimiento de tal necesidad no fue
ajena a los propiosautores positivistas, tanto los de viejo cuño, como los más
recientes.
Ejemplo de éstos últimos es el antiguo catedrático de Oxford, Herbert L. A. Hart para
quien el lenguaje legal contiene términos deliberadamente generales o vagos con el fin
de abarcar un número más amplio de casos particulares. Se trata, según su conocida
formulación, de la “textura abierta” (open texture) de las normas. De igual modo, y aún
cuando se trate de un autor que ha tomado ciertas distancias del estricto “Positivismo”,
tal y como fue mencionado en la Unidad de Aprendizaje IV, Jerzy Wróblewski afirma
que el lenguaje legal no puede evitar la vaguedad o la contextualidad en razón de
pertenecer al género del lenguaje natural.
Pero las cosas no fueron muy distintas en el siglo XIX, es decir, incluso en la época de
definitiva consolidación del ideario positivista. Y para muestra, baste el ejemplo
paradigmático del fundador de la escuela “Histórica” a quien se debe nada menos que
el origen de una dogmática interpretativa según la cual, por intermedio de ciertos
cánones exegéticos se puede, por una parte, alcanzar ese ya mencionado sentido
auténtico del texto normativo y, por otra, facilitar la tarea tanto del juez como de la
doctrina y, en última instancia, también del propio legislador.
Pues bien: ¿cuáles fueron esos cánones exegéticos? A este respecto, es conocida la
clasificación savignyana en torno de cuatro géneros de interpretación:
La influencia histórica de esta clasificación es conocida, toda vez que a partir de ella
los dogmáticos desarrollaron un importante elenco de cánones (también conocidos
como “directrices”; “argumentos” o “criterios” de interpretación) que todavía hoy
conservan una notable vigencia y que, en rigor, no parece que pueda (o que incluso
deba) declinar nunca. De ahí que convenga señalar que la impugnación efectuada al
pensamiento “Positivista” en los capítulos precedentes no se dirige a las pautas
interpretativas creadas por éste sino, por el contrario, a los presupuestos filosófico-
jurídicos que pretendieron evitarlas y que, en lo sustancial, resultan desmentidos o, si
se prefiere, sumamente relativizados por el advenimiento de tales argumentos.
Como es obvio, la repercusión práctica de estos cánones ha sido inmensa. En cuanto
concierne a la pauta identificada bajo la letra “i”, más arriba se suministraron algunos
ejemplos generados por el Alto Tribunal de nuestro país. En lo que sigue, y a guisa de
conclusión de este acápite, se mencionarán otros ejemplos de la Corte Suprema de
las restantes directrices.
Por último, la “interpretación sistemática” puede ser examinada desde una doble
perspectiva. Por una parte, desde el plano “formal”, bajo el que, como se ha estudiado
en la anterior Unidad de Aprendizaje, se pretende que el sistema jurídico carece de
contradicciones o de inconsistencias, de modo que es “coherente”, cualidad ésta que
algunos autores positivistas contemporáneos como el citado Neil Mac Cormick
denominan “consistencia”. Y, por otra, desde el plano “material”, bajo el que se procura
atribuir el significado más “coherente” a una norma en su relación con las demás, de
modo de mostrar que entre todas existe una armonía o, mejor aún, una “unidad de
sentido”. Dicho en otros términos: seatribuye el significado de un texto en función de
su contexto “sistemático”, esto es, a la luz del sentido inherente a las restantes
disposiciones que integran el sistema jurídico, noción ésta a la que el autor recién
citado denomina “coherencia” y que ostenta una cualidad ciertamente más estricta que
la “consistencia”. Como explica Manacero, mientras esta última “exige que la premisa
normativa no se encuentre en contradicción con el resto de las reglas válidas del
sistema”, la “coherencia (…) implica que la premisa pueda representar un caso de un
principio general que abarca a un conjunto de normas, principio que responda a una
concepción de vida ‘satisfactoria”.
En ambas dimensiones, como es obvio, la tesis que late detrás de este argumento es
la de la racionalidad del legislador. De ahí que si se advirtiera alguna “incoherencia”
normativa (ya sea de tipo “formal” o “material”), ésta puede ser suplida mediante el
sólo recurso al sistema, esto es, a su lógica interna, ya que su intrínseca racionalidad
le permitiría superar los escollos que, de tal modo, nunca fueron reales, esto es, sólo
revistieron el carácter de meramente “aparentes”. Sin embargo, mientras la primera
faceta ostenta una virtualidad, si se quiere, “negativa” o auxiliar, la segunda posee una
significación “positiva”.
Así, la primera consiste en salvar la “aparente” contradicción mediante el recurso a
ciertos tópicos previstos expresamente por el sistema. Entre ellos, se destacan los ya
mencionados de “ley posterior, deroga ley anterior”;“ley superior, deroga ley inferior” y
“ley especial, deroga ley general”.
Por su parte, la segunda obliga a concebir la totalidad del ordenamiento como una
unidad conceptual carente de fisuras, aún al precio de tener que silenciar oscuridades
o defectos técnicos en la redacción de las normas. La Dogmática tradicional ha
caracterizado a esta pauta desde una triple perspectiva, a saber:
Introducción
El primer aspecto que interesa resaltar por parte de esta teoría es la atención a la
realidad de las cosas viene dada por su propio peso. En verdad, resulta difícil
prescindir de ella, tal y como ha insistido sin fatiga Michel Villey a partir del célebre
paso romano atribuido a Paulo, según el cual “regula est quae rem queae este breviter
enarrat. Non ex regula jus sumatur, sed ex jure quod est regula fiat”. Pero, como
fácilmente se comprende, la enseñanza romana no es cosa antigua, sino que traspone
las épocas y las fronteras, básicamente por revelar una verdad incontrastable. Un voto
del antiguo juez de la Corte Suprema Luis M. Boffi Boggero ilustra adecuadamente
esta idea: “…la revisión por los jueces no puede (…) quedar reducida, tal como lo
dispone el art. 14 de la ley 14.236, alaspecto que se vincula con la correcta aplicación
de las normas jurídicas por el organismo administrativo, sino que, teniendo en cuenta
que los procesos judiciales se integran, al menos en una instancia, con la faz ‘de
hecho’ y con la ‘de derecho’, esa revisión ha de penetrar el examen de los hechos,
aspecto esencial que no puede ventilarse solamente en la órbita administrativa…”. Lo
contrario, añade, implicaría que “todo agravio legítimo al respecto [de la valoración de
los hechos] quedaría fuera del examen judicial (…). Y es fácil concluir que una
indebida fijación de los hechos no puede ser subsanada con una acertada selección
de las normas jurídicas porque sería equivocado el presupuesto de que entonces se
habría partido en el acto de juzgar”.
Como surge de lo expuesto, no se trata, meramente, de considerar los “hechos”
puesto que tal procedimiento también viene dispuesto por el “Positivismo jurídico”,
movimiento que, como se anticipó, procura “aplicar”, de manera necesariamente
lógico-deductiva, la norma dada y, por tanto, ya concluida, al “supuesto de hecho” para
el que había sido prevista.
Por el contrario, lo que tanto el standard romano cuanto el dictum del juez Boffi
Boggero expresan es que los hechos dicen algo, esto es, que contienen un sentido
que cabe extraer y a cuya luz las normas pueden (o no) resignificarse. No se trata,
entonces, de considerar los “hechos” como meros datos brutos, desprovistos de todo
valor, esto es, de todo contenido. Si se observa con cuidado, el paso romano es
sumamenteexplícito en cuanto a que la norma jurídica (regula) se extrae del derecho
(ius) y no al revés, es decir, existe una realidad previa que me indica algo a partir de lo
cual puedo ir configurando el ius de cada quien. Es lo lógico: ni siquiera el golpe con
sus zapatos en el pupitre de la O.N.U. por parte del antiguo premier de la ex Unión
Soviética, Nikita Krutschev es un simple “hecho físico”, ya que, como es obvio, se halla
provisto de una inequívoca significación política de la que cabe extraer un sinfín de
connotaciones.
Ciertamente, la realidad no es todo ni, menos, lo único con lo que se cuenta en ese
proceso, por cuanto el ser humano ha ido, por generaciones y en el contexto de la
cultura en la que se encuentra, dotándose de un sistema que facilita dicha búsqueda.
Pero, de momento, lo que el texto romano y el dictum del juez Boffi Boggero buscan
llamar la atención, es que no es posible prescindir de esa realidad. Y si a lo dicho se
añade la inmensa variabilidad y creciente complejidad de los hechos, es claro en
cuanta medida se ha perdido ya el ideal de una mera “aplicación” de corte lógico
deductivo de las normas al caso de especie.
Ahora bien: la referida “aporía de la aplicación” resulta todavía más palpable si, como
se ha anticipado, el sistema jurídico se transforma en “abierto” y, de consuno con ello,
acepta principios o valores en razón de que éstos exigen la elaboración de criterios
muy diversos a los empleados por el “Positivismo jurídico” respecto de las leyes o
reglas jurídicas.
En efecto; enrelación a este asunto debe recordarse que el modelo basado en la sola
existencia de reglas jurídicas simplifica notablemente la resolución de las cuestiones
en tanto éstas, como expresa Zagrebeslski, “pueden ser observadas y aplicadas
mecánica y pasivamente”, toda vez que, para seguir con ejemplos ya citados, si la ley
autoriza la dación de órganos únicamente a las personas mayores de 18 años, es
claro que aquellas que no tengan aún dicha edad escapan al marco de posibilidades
previsto por la norma, por lo que tal supuesto de hecho no resulta aplicable a la norma
en cuestión. Como expresa el autor recién citado, “si el derecho sólo estuviese
compuesto de reglas no sería insensato pensar en la ‘maquinización’ de su aplicación
por medio de autómatas pensantes, a los que se le proporcionaría el hecho y nos
darían la respuesta”.
Por el contrario, en relación con los “principios” (piénsese, por ejemplo, en “nadie
puede alegar su propia torpeza”; “nadie puede contradecir sus propios actos”; “no se
admite el enriquecimiento ilícito”; “nadie puede estar obligado a cumplir lo imposible”;
“los contratos deben cumplirse de buena fe”), éstos –que aparecen tanto en las
circunstancias de la vida como en los textos positivos (constitucionales o
infraconstitucionales)- asumen la modalidad de “razones para el obrar” por parte de la
sociedad, de donde, como explica Zagrebelski, “no puede existir una ciencia sobre su
articulación, sino una prudencia en su ponderación”.
En razón de lo dicho, ¿cómo cabe resolver un supuesto de“conflicto” entre, por
ejemplo, la libertad de prensa y el derecho al honor; el derecho de propiedad y el
interés general de la comunidad en una situación de emergencia; la libertad religiosa y
el principio de autonomía personal?.
Como parece claro (y ello es avalado por el examen de la jurisprudencia de los
tribunales, en especial, de los tribunales constitucionales), la dilucidación de la
precedencia de un principio sobre otro en un caso determinado no puede llevarse a
cabo según los cánones de una interpretación lógico-deductiva, sino a través de una
ponderación de los principios en juego en las peculiares circunstancias en las que
éstos se dan cita. En efecto, “solo a las reglas se les aplican los variados y virtuosistas
métodos de la interpretación jurídica que tiene por objeto el lenguaje del legislador. En
las formulaciones de principios hay poco que interpretar de este modo. Por lo general,
su significado lingüístico es autoevidente y no hay nada que deba ser sacado de a la
luz razonando sobre las palabras”. De ahí que, como añade el profesor de Turin, a los
principios “se presta adhesión”, por lo que es relevante comprender “el mundo de
valores, las grandes opciones de cultura jurídica de las que forma parte y a las que las
palabras no hacen sino una simple alusión”. Éstos, en efecto, y aquí está lo decisivo,
carecen de un supuesto de hecho, es decir, no imponen una acción, como en las
reglas, conforme con el supuesto normativo, por lo que su significado no puede
determinarse en abstracto, “sino sóloen los casos concretos...”. De ahí que “la
aplicación de los principios es completamente distinta y requiere que, cuando la
realidad exija de nosotros una ‘reacción’, se tome posición ante ésta de conformidad
con ellos”.
Por su parte, la postura de Alexy es muy parecida a la del profesor italiano. Así, a
propósito de un caso resuelto por el Tribunal Constitucional Federal alemán (en el que
se discutía la realización o no de una audiencia oral en contra de un acusado, debido a
la tensión que tales actos le producían a éste al punto que corría el riesgo de sufrir un
infarto), advierte la existencia de una “relación de tensión” en tanto existe, por una
parte, “la obligación de mantener el mayor grado posible de aplicación del derecho
penal” y, por otra, “la obligación de afectar lo menos posible la vida y la integridad
física del acusado”. En tales condiciones, añade, la solución del conflicto no se obtiene
“declarando que uno de ambos principios no es válido y eliminándolo del sistema
jurídico. Tampoco se soluciona introduciendo una excepción en uno de los principios
de forma tal que en todos los casos futuros este principio tenga que ser considerado
como una regla satisfecha o no. La solución de la colisión consiste más bien en que,
teniendo en cuenta las circunstancias del caso, se establece entre los principios una
relación de precedencia condicionada. La determinación de la relación de precedencia
condicionada consiste en que, tomando en cuenta el caso, se indican las condiciones
bajo las cuales unprincipio precede al otro. Bajo otras condiciones, la cuestión de la
precedencia puede ser solucionada inversamente”. De tal suerte, como ha expresado
el tribunal, la aplicación de un principio y no de otro no es debida a un desplazamiento
en términos generales de uno respecto de otro, sino, por el contrario, a un “problema
de desplazamiento del derecho fundamental en cuestiones singulares”.
Como surge de lo hasta aquí expuesto, lo determinante no es (como sucedía con las
reglas) la validez o invalidez del principio, sino, como expresa Dworkin, la “dimensión
de peso” de éste el cual, bajo ciertas condiciones, prevalecerá sobre otro y viceversa.
De ahí que, como reflexiona Zagrebelski, se advierte entonces cómo el leit motiv de
una interpretación “por principios” se enparenta con la tradición de la “Razón Práctica”,
pues también aquí se apela, a fin de resolver la aplicación de un principio o la
precedencia entre éstos, a la teleología de aquellos; a su razonabilidad o
proporcionalidad. Como puntualiza paradigmáticamente el autor, “desde el punto de
vista de un sistema jurídico, cuando en él rijan principios la situación es
completamente análoga a la del derecho natural (...) Por eso, puede decirse con
fundamento que la ciencia del derecho positivo en un ordenamiento jurídico por
principios debe considerarse una ciencia práctica, porque del ser –iluminado por los
principios- nace el deber ser. Sobre esto -las connotaciones objetivas de valor
provenientes de una realidad de hecho, una vez puesta en contacto conprincipios-
puede trabajar la razón; sobre esto puede haber un enfrentamiento mediante
argumentos que no sean meros disfraces de la voluntad, sino auténticos llamamientos
a una comunidad de razón”.
De lo dicho se advierte la singular consecuencia a que arriba el pensamiento
iusnaturalista de cuño clásico: situar al intérprete (llámese éste juez; amigable
componedor u operador del derecho, sin más) en el centro de la escena. No es, pues,
un mero “aplicador” de la ley y, menos aún, su mera “boca”; es, por el contrario, el
intermediario entre ella y la concreta realidad de las cosas, las que no siempre (o
mejor, casi nunca) son como abstractamente fueron pensadas por el legislador. Y esa
intermediación exige “dar razones” acerca del genuino sentido de la norma en la
peculiaridad del problema, es decir, reclama argumentos en pro o en contra de una
determinada significación de los hechos-normas: no vale cualquier respuesta y, más
todavía, no toda solución “da igual”, sino que las hay mejores y peores y ello no es
indiferente a quien debe asumirlas. Lo expuesto, en fin, abrió paso un plural recurso a
cánones interpretativos que tanto tuvieron en cuenta el sentido último de la norma (en
relación con el caso), cuanto de la realidad (en contacto con el sistema). A esas
directrices, a partir de su empleo por parte de la jurisprudencia de la Corte Suprema se
hará referencia en lo que sigue.
La gran síntesis de esta directriz se debe a Aristóteles para quien "la ley es siempre un
enunciado general",por lo que "sólo toma en consideración los casos que suceden con
más frecuencia, sin ignorar, empero, los posibles errores que ello pueda entrañar".
Ahora bien: para el Estagirita estos errores son debidos a la "la naturaleza de las
cosas, ya que, por su misma esencia, la materia de las cosas de orden práctico reviste
un carácter de irregularidad". En este contexto, concluye el autor, si se planteara un
caso que no alcanza a ser captado por la generalidad de la norma, "se está legitimado
para corregir dicha omisión a través de la interpretación de aquello que el legislador
mismo hubiera dicho de haber estado presente en este momento, y de lo que hubiera
puesto en la ley de haber conocido el caso en cuestión". Y es precisamente esta
función la que, en el planteamiento del Estagirita, autoriza a calificarla como una
justicia "superior", ya que por su orientación a dirimir dichas situaciones “irregulares”
(genéricamente hablando: los "casos difíciles"), la epikeia traspasa la ley y se
transforma en aún "más justa" que ésta, pues la completa en aquellas situaciones
excepcionales en que el "caracter absoluto de la norma" es incapaz de contemplar.
El recurso a la epikeia es constante tanto en los tribunales inferiores como en la Corte
Suprema. En lo que concierne a ésta última, el mencionado caso “Vera Barros” ofrece
una interesante síntesis del funcionamiento de esta directriz.
Así, la ley 19.101 relativa al régimen de jubilaciones y pensiones del personal de la
Fuerzas Armadas había sido reformada en razón deque la inserción de la mujer en el
mercado laboral tornaba innecesaria una protección normativa como la prevista con
anterioridad. Exigió, a fin de conceder el acceso a la jubilación dos recaudos:
convivencia con el causante durante los últimos diez años y al menos 50 años de
edad. A este respecto, y dado que el acierto de la voluntas legislatoris no fue puesto en
duda por las partes, la "justicia" de la ley parece a salvo de cualquier reparo. Como
dice Aristóteles y se ha visto ya en el capitulo II, se está en presencia de un típico
supuesto de justicia legal.
Ahora bien: ¿puede la ley contemplar todas las particularidades de la vida? Para el
Tribunal, "concurre en el caso una circunstancia especial, no contemplada
específicamente por la ley pero que no escapa al sentido último que anima a ésta: la
actora no sólo se limitó a convivir con el causante por un período superior al mínimo
exigido por la ley, sino que, desde 1970, cuidó a éste de la enfermedad que padecía
(arterioesclorosis cerebral), a la cual debe sumarse la pérdida progresiva de la visión
(...). Dicha conducta, a la que debe agregarse (...) que, con anterioridad, y a raíz del
fallecimiento de su madre, la peticionante debió abocarse al cuidado de sus hermanos
menores, imposibilitó a ésta el desarrollo de actividades laborales ajenas a las
específicas del hogar, lo que, a la postre, derivó en la imposibilidad de contrar con una
preparación adecuada para acceder al mercado de trabajo y en la dependencia
económica respecto de su padre y hermanos"(consid. 8º).
Sobre tales bases, si bien la actora no cumple uno de los requisitos exigidos por la ley
(tiene casi 49 años), dicho incumplimieno "acontece por un margen mínimo que no
puede, en el caso, y en virtud de las razones anteriormente expuestas, ser valorado
restrictivamente (Fallos: 302:1284). Por ello, parece plausible realizar al sub lite una
aplicación equitativa de ese aspecto del precepto, en aplicación del criterio de esta
Corte según el cual no es siempre método recomendable el atenerse estrictamente a
las palabras de la ley, ya que el espíritu que las nutre es lo que debe rastrearse en
procura de una aplicación racional, que avente el riesgo de un formalismo
paralizante..." (consid. 11. Énfasis añadido).
-Directriz teleológica
Mediante esta directriz se procura desentrañar el “fin” de la norma, esto es, su sentido;
“ratio” o los intereses que busca lograr, de donde la doctrina también la ha
denominado directriz “teleológica-objetiva”. Al respecto, cabe ponderar que si bien los
fines de la ley “vienen dados” por el legislador histórico, no resulta menos contrastable
que las normas ostentan su propia racionalidad y que ésta, con el transcurso del
tiempo y la inevitable mudanza del contexto que la vio nacer, adquiere una inevitable
identidad propia de modo que no debe sorprender, como expresaba Sebastián Soler,
que aquéllas ”cobran vida propia y autónoma” y, de tal modo, devienen, según
palabras de Radbruch, “más inteligente que ellegislador”. En definitiva, como ya fue
puesto de resalto por el Chief Justice de la Suprema Corte de Justicia de los Estados
Unidos Marshall a propósito de la Carta Magna de ese país, “no debemos olvidar
jamás que es una Constitución la que estamos interpretando; una Constitución
destinada a resistir épocas futuras y consiguientemente a ser adaptable a las variadas
crisis de los asuntos humanos”, por lo que, en contacto con realidades disímiles (y de
ahí la presencia de esta directriz en el horizonte del iusnaturalismo de cuño “práctico-
prudencial), el texto puede tener una virtualidad diversa de la querida por el legislador
histórico.
El contenido de la “finalidad” de la norma varia, según se tenga presente, cuanto
menos, un cuádruple orden de consideraciones en los que la relación norma-caso es
crecientemente presente: a) el fin concreto del precepto; b) el fin general de la materia
o institución regulada; c) el fin genérico del derecho y d) el fin de la sociedad en que el
precepto se aplica.
Como es obvio, el empleo de este canon por parte de la Corte Suprema es fecundo.
Teniendo en cuenta la clasificación doctrinaria recién expuesta, he agrupado la
jurisprudencia del Alto Tribunal como sigue:
a) En relación con la estricta finalidad del precepto, el Tribunal ha señalado –en un
dictum que, además, emplea otras pautas interpretativas anticipando lo que más tarde
se verá bajo el título de “interpretación totalizante”- que “es principio de hermenéutica
jurídica que, en los casos expresamente contemplados,debe preferirse la
interpretación que favorece y no la que dificulta los fines perseguidos por la norma,
evitando darles aquel sentido que ponga en pugna sus disposiciones, destruyendo las
unas por las otras y adoptando, como verdadero, el que las concilie y deje a todas con
valor y efecto”.
b) En relación con la finalidad de materia en la que el texto se halla, a propósito de la
recta inteligencia del art. 3, incs. “a” y “b” de la ley de Marcas 22.362 y del debido
resguardo del principio de “especialidad” que gobierna en esta materia, el Tribunal ha
dicho que “…dentro de ese espíritu, parece razonable la conclusión del a quo de
estimar que cuando la ley expresa ‘los mismos productos’ se refiere a productos
notoriamente vinculados entre sí por su función, aplicación o destino conforme a lo que
se desprende de las notas explicativas (…) del decreto 558/81 (…) pues tal
interpretación (…) tiende a alcanzar una aplicación racional del precepto adecuada a
su ratio legis”.
c) Bajo la idea ciertamente más genérica que procura indagar acerca de la “finalidad
del derecho”, es bien perceptible en los fallos de la Corte la nota, a contrario, de
“razonabilidad”. Así constantemente se ha escrito que “las leyes son susceptibles de
cuestionamiento constitucional cuando resultan irrazonables, o sea, cuando los medios
que arbitran no se adecuan a los fines cuya realización procuran o cuando consagran
una manifiesta iniquidad”.
d) Por último, la todavía más amplia finalidad –que es la tenida in mente por Marshall
en elcélebre dictum ante citado- que anima la vida social es un referente ineludible
para el adecuado desentrañamiento de la finalidad de la norma. A mi juicio, esta idea
puede encontrarse adecuadamente reflejada en uno de los más emblemáticos
precedentes de la Corte (la causa “Kot”), cuando el Tribunal señala, desde luego a
propósito del texto constitucional, que su interpretación debe realizarse de manera que
“mejor asegure los grandes objetivos para los que fue dictada”.
-Directriz de “Autoridad”
-Directriz de la “totalidad”