4. cuenta con la separación de los poderes Legislativo, Ejecutivo y Judicial.
Como puede observarse, ambos planteamientos son similares; su variación
más significativa, aunque no contradictoria, se refiere a la capacidad legislativa del ejecutivo, en el primero y la separación de poderes, en el segundo. Conciliando ambas posturas, cabe aquí la reflexión de María Amparo Casar20 sobre el atributo implícito de que en el presidencialismo no existe la separación absoluta de poderes, sino una sobreposición e interdependencia que posibilitan el funcionamiento de frenos y contrapesos entre ambos. Siendo así, en el régimen presidencial mexicano, desde la posrevolución y hasta los gobiernos de alternancia, se cumplen todos estos criterios. Ahora bien, en el régimen presidencial subyacen límites que obligan al gobierno a realizar prácticas democráticas y que al mismo tiempo protegen los derechos y libertades individuales; asimismo, esos límites permiten que los congresos tengan mayor capacidad de legislar, con la posibilidad de analizar, diferir y criticar las posturas del ejecutivo.21 Sin embargo, la ausencia o debilitamiento de mecanismos institucionalizados que mantengan a ambos poderes en concordancia, conlleva el riesgo de conducir a la parálisis en el ejercicio del gobierno, a menos que, el legislativo y el ejecutivo pertenezcan al mismo partido y entre sus miembros no exista conflicto de intereses, tal como sucedió en México durante los gobiernos posrevolucionarios, en los que se instituyó y desarrolló un esquema especial de presidencialismo. Maurice Duverger22 describe al presidencialismo como un fenómeno específico de los sistemas democráticos débiles, en los que se constituye una aplicación deformada del régimen presidencial clásico, originado por el debilitamiento de los poderes del parlamento e hipertrofia de los poderes del presidente. Asimismo, observa que este fenómeno sucedía sobre todo en los países latinoamericanos que transportaron las instituciones constitucionales de los Estados Unidos a una sociedad diferente. 20 Casar, María Amparo. Las bases político-institucionales del poder presidencial en México, en Política y Gobierno, vol. III, núm. 1, primer semestre de 1996. p.63 21 Casar, op.cit., pp. 64-66 22 Duverger, Maurice. Instituciones Políticas y Derecho Constitucional, Ed. Ariel, España, 1964, p.319. 15 Desde 1990, Juan Linz23 advirtió que el presidencialismo en América Latina no favorecía a la democracia, y que sus puntos débiles podían subsanarse con la introducción de prácticas parlamentarias o arreglos semiparlamentarios, como podrían ser, entre otros, la inclusión de los contrarios y de sus agendas en las actividades del nuevo gobierno, o bien, la institucionalización de una alta burocracia profesional. De no hacerlo, se corren peligros relacionados con la polarización radical, el agotamiento o la falta de condiciones de acuerdo, la confrontación de poderes, o incluso, el surgimiento de dictaduras. De acuerdo con Linz, de lograr dichos arreglos, el presidencialismo resulta ser el régimen más apto para enfrentar en democracia a las agendas de reforma estructural, que exigen flexibilidad gubernamental y enlaces de mayoría. Dos de los riesgos señalados por Linz, se hicieron evidentes en el caso mexicano: la construcción de acuerdos y alianzas duraderas entre los poderes legislativo y ejecutivo, se vieron acotados ante la coexistencia y el funcionamiento paralelo de los Congresos sin mayorías24 con los gobiernos de la alternancia. La débil armonía entre ambos, permitió evidenciar aquellos espacios antagónicos entre el titular del ejecutivo y los partidos políticos; al hacerlo, se opacaron los puntos de coincidencia entre los dos poderes. El aparente triunfo de uno de estos poderes sobre el otro, mermaba la posibilidad de conciliación para nuevas negociacione