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La Revolución Francesa,

1789-1799
Una nueva Historia

Peter McPhee

Editorial Crítica

Barcelona, 2003

Este material se utiliza con fines


exclusivamente didácticas
ÍNDICE

Introducción ............................................................................................................................................ 7

I. Francia durante la década de 1780 a 1789 ........................................................................................ 11


II. La crisis del Antiguo Régimen ........................................................................................................ 33
III. La revolución de 1789 .................................................................................................................... 63
IV La reconstrucción de Francia, 1789-1791 ....................................................................................... 79
V Una segunda revolución, 1792 ....................................................................................................... 107
VI. La revolución pendiente de un hilo, 1793 .................................................................................... 131
VII. El Terror: ¿defensa revolucionaria o paranoia? .......................................................................... 157
VIII. Concluyendo la revolución, 1795-1799 ..................................................................................... 183
IX. La trascendencia de la revolución ................................................................................................ 211

Mapas
1. Mapa físico de Francia ................................................................................................................... 243
2. La Francia prerrevolucionaria ........................................................................................................ 244
3. Los departamentos de la Francia revolucionaria ............................................................................ 245
4. París revolucionario ........................................................................................................................ 246
5. La «Vendée militaire» .................................................................................................................... 247
6. Número de condenas ala pena capital dictadas por departamento .................................................. 248

Cronología .......................................................................................................................................... 249


Apéndice: el calendario revolucionario .............................................................................................. 257
Guía bibliográfica ............................................................................................................................... 259
Índice alfabético ................................................................................................................................. 265
CAPÍTULO I. FRANCIA DURANTE LA DÉCADA DE 1780 A 1789

La característica más importante de la Francia del siglo XVIII era la de ser una sociedad
esencialmente rural. La población que habitaba en pueblos y granjas era diez veces mayor que la actual. En
1780 Francia tenía probablemente una población de 28 millones de habitantes: si nos atenemos a la
definición de comunidad urbana como aquélla en la que conviven más de 2.000 personas, entonces tan sólo
dos personas de cada diez vivían en un centro urbano en el siglo XVIII. La inmensa mayoría estaba repartida
en 38.000 comunidades rurales o parroquias con una media de 600 residentes aproximadamente. Si echamos
un vistazo a dos de ellas descubriremos algunas de las características principales de aquel lejano mundo.
El diminuto pueblo de Menucourt era típico de la región de Vexin, al norte de París. Estaba situado
entre los recodos de los ríos Sena y Oise, a unos pocos kilómetros al oeste de la ciudad más cercana,
Pontoise, y a 35 tortuosos kilómetros de París. Era un pueblo pequeño: había tan sólo 280 habitantes en sus
70 hogares (pero había experimentado un fuerte crecimiento desde los 38 hogares de 1711). El «seigneur» o
señor del pueblo era Jean Marie Chassepot de Beaumont, que contaba 76 años en 1789. En 1785 había
solicitado y obtenido del rey el permiso y autoridad para establecer un livre terrier (libro de becerro) para
sistematizar los considerables impuestos feudales que los aldeanos se negaban a reconocer. La granja
productora de cereales dominaba económicamente el pueblo del mismo modo que el castillo dominaba las
míseras viviendas de los aldeanos. Los campos cultivados ocupaban el 58 por ciento de las 352 hectáreas de
la superficie de la minúscula parroquia, el bosque cubría otro 26 por ciento. Algunos habitantes se dedicaban
al cultivo de la vid o trabajaban la madera de los castaños que había al sur del pueblo convirtiéndola en
toneles de vino y postes, otros extraían piedra para las nuevas construcciones en Ruán y París. Esta actividad
mercantil se complementaba con una economía de subsistencia basada en el cultivo de pequeñas parcelas de
vegetales y árboles frutales (nueces, manzanas, peras, ciruelas, cerezas), en la recolección de castañas y setas
en el bosque, y en la leche y la carne de 200 ovejas y 50 o 60 vacas. Al igual que en todos los pueblos de
Francia, la gente ejercía varias profesiones a la vez: por ejemplo, Pierre Huard regentaba la posada local y
vendía vino a granel, pero al mismo tiempo era el albañil del pueblo.1
Sin embargo, el pueblo de Gabian, 20 kilómetros al norte de Béziers, cerca de la costa mediterránea
del Languedoc, era totalmente distinto en todos los aspectos. En efecto, gran parte de sus habitantes no
podrían haberse comunicado con sus conciudadanos de Menucourt porque, al igual que la inmensa mayoría
de la gente del Languedoc, hablaban occitano en su vida cotidiana. Gabian era un pueblo importante, con un
constante suministro de agua de manantial, y desde el año 988 su señor había sido el obispo de Béziers. Entre
los tributos que debían pagarle figuraban 100 setiers (un setier eran aproximadamente unos 85 litros) de
cebada, 28 setiers de trigo, 880 botellas de aceite de oliva, 18 pollos, 4 libras de cera de abeja, 4 perdices, y
un conejo. Teniendo en cuenta el antiguo papel de Gabian como mercado situado entre las montañas y la
costa, tenía también que pagar 1 libra de pimienta, 2 onzas de nuez moscada, y 2 onzas de clavo. Había
asimismo otros dos señores que ejercían derechos menores sobre los productos de dicha población. Como en
Menucourt, Gabian se caracterizaba por la diversidad de su economía multicultural, puesto que sus 770
habitantes cultivaban gran parte de los productos que necesitaban en las 1.540 hectáreas del pueblo. Mientras
que Menucourt estaba vinculado a mercados más amplios debido a su industria maderera y sus canteras, la
economía efectiva de Gabian estaba basada en el cultivo extensivo de viñedos y en la lana de 1.000 ovejas
que pacían en las pedregosas colinas que rodeaban el pueblo. Una veintena de tejedores trabajaban la lana de
las ovejas para los mercaderes de la ciudad textil de Bédarieux en el norte.2
Durante mucho tiempo la monarquía había tratado de imponer una uniformidad lingüística en
poblaciones como Gabian obligando a los sacerdotes y a los abogados a utilizar el francés. Sin embargo, la
mayoría de los súbditos del rey no usaba el francés en la vida cotidiana, al contrario, podría decirse que la
lengua que casi todos los franceses oían regularmente era el latín, los domingos por la mañana. A lo largo y
ancho del país el francés sólo era la lengua cotidiana de aquellos que trabajaban en la administración, en el
comercio y en los distintos oficios. Los miembros del clero también la utilizaban, aunque solían predicar en
los dialectos o lenguas locales. Varios millones de habitantes del Languedoc hablaban variantes del occitano,
el flamenco se hablaba en el noreste y el alemán en Lorena. Había también minorías de vascos, catalanes y
celtas. Estas «hablas» locales –o, dicho peyorativamente, «patois»– variaban considerablemente dentro de
cada región. Incluso en la Ĭle-de-France en torno a París había diferencias sutiles en el francés hablado de

1
Denise, Maurice y Robert Bréant, Menucourt: Un village du Vexin français pendant la Révolution 1789-1799
(Menucourt, 1989).
2
Peter McPhee, Une communauté languedocienne dans I'histoire: Gabian 1760 1960 (Nimes, 2001), cap. 1

3
una zona a otra. Cuando el Abbé Albert, de Embrun al sur de los Alpes, viajó a través de la Auvernia,
descubrió que:

Nunca fui capaz de hacerme entender por los campesinos con quienes me tropezaba por el camino. Les hablaba
en francés, les hablaba en mi patois nativo, incluso en latín, pero todo en vano. Cuando por fin me harté de
hablarles sin que me entendieran una sola palabra, empezaron ellos a hablar en una lengua ininteligible para
mí3

Las dos características más importantes que los habitantes de la Francia del siglo XVIII tenían en
común eran que todos ellos eran súbditos del rey, y que el 97 por ciento de ellos eran católicos. En la década
de 1780 Francia era una sociedad en la que el sentido más profundo de la identidad de la gente estaba
vinculado a su propia provincia o pays. Las culturas regionales y las lenguas y dialectos minoritarios estaban
sustentados por estrategias económicas que trataban de acomodarse a las necesidades domésticas dentro de
un mercado regional o microrregional. La economía rural era esencialmente una economía campesina: es
decir, una producción agraria basada en el hogar y orientada esencialmente a la subsistencia. Este complejo
sistema multicultural pretendía en la medida de lo posible cubrir las necesidades de consumo de los hogares,
incluyendo el vestir.
Nicolas Restif de la Bretonne, nacido en 1734 en el pueblo de Sacy, en el límite entre las provincias
de Borgoña y Champaña, nos ofrece una visión de este mundo. Restif, que se trasladó a Paris y se hizo
famoso por sus irreverentes historias en Le Paysan perverti (1775), escribió sobre sus recuerdos de Sacy en
La Vie de mon père (1779). En ella rememora el ventajoso y feliz matrimonio que Marguerite, una pariente
suya, estaba a punto de contraer con Covinn, «un fornido payaso, un patán, el gran embustero del pueblo»:

Marguerite poseía tierras cultivables por un valor aproximado de 120 libras, y las de Covin valían 600 libras,
unas eran cultivables, otras viñedos y otras eran prados; había seis partes de cada tipo, seis de trigo, seis de
avena o cebada, y seis en barbecho ... en cuanto a la mujer, obtenía los beneficios de lo que hilaba, la lana de
siete u ocho ovejas, los huevos de una docena de gallinas, y la mantequilla y el queso que elaboraba con la
leche de una vaca ... Covin era también tejedor, y su mujer hacía algún trabajo doméstico; por consiguiente,
debió de considerarse harto afortunada.

La gente de la ciudad se refería a la población rural con el término de paysans, esto es, «gente del
campo». Sin embargo, este sencillo vocablo –al igual que su equivalente español «campesino»– oculta las
complejidades de la sociedad rural que se revelarían en los distintos comportamientos de aquella población
durante la revolución. Los braceros constituían la mitad de la población en áreas como la Ĭle-de-France en
torno a París, dedicadas a la agricultura a gran escala. No obstante, en la mayoría de las regiones el grueso de
la población estaba compuesto por minifundistas, agricultores arrendatarios o aparceros, dependiendo
también muchos de ellos de la práctica de un oficio o de un trabajo remunerado. En todas las comunidades
rurales había una minoría de hacendados, a menudo apodados coqs du village, que eran importantes
granjeros arrendatarios (fermiers) o terratenientes (laboureurs). En los pueblos más grandes había una
minoría de personas –-sacerdotes, letrados, artesanos, trabajadores textiles– que no eran en absoluto
campesinos, pero que en general poseían alguna parcela de tierra, como es el caso del huerto del cura. El
campesinado constituía aproximadamente cuatro quintas partes del «tercer estado» o de los «plebeyos», pero
a lo largo y ancho del país poseía tan sólo un 40 por ciento de la totalidad de las tierras. Esto variaba desde
un 17 por ciento en la región del Mauges en el oeste de Francia hasta un 64 por ciento en Auvernia.
Por muy paradójico que pueda parecer, la Francia rural era al mismo tiempo el centro de gran parte
de los productos manufacturados. La industria textil en especial dependía ampliamente del trabajo a tiempo
parcial de las mujeres en las zonas rurales de Normandía, Velay y Picardía. Esta clase de industria rural
estaba relacionada con las especialidades regionales ubicadas en las ciudades de la provincia, como por
ejemplo la de guantes de piel de carnero en Millau, la de cintas en St-Étienne, encajes en Le Puy y seda en
Lyon. Existe un estudio reciente sobre la industria rural realizado por Liana Vardi que se centra en
Montigny, una comunidad de unas 600 personas en 1780 situada en la región septentrional de Cambrésis,

3
Fernand Braudel, La identidad de Francia, Gedisa, Barcelona, 1993. (En la traducción inglesa –Londres, 1988–
corresponde a las pp. 91-97.) Daniel Roche, France in the Enlightenment, trad. Arthur Goldhammer (Cambridge, Mass.,
1998), caps. 1-2, 6, pp. 488-491.

4
que pasó a formar parte de Francia en 16774 A principios del siglo XVIII, su población, constituida
esencialmente por terratenientes y arrendatarios de subsistencia, alcanzaba tan sólo un tercio de aquel
número. A lo largo del siglo XVIII, grandes terratenientes y arrendatarios monopolizaron las tierras,
especializándose en el cultivo del maíz, mientras que los medianos y pequeños campesinos se vieron
obligados a hilar y tejer lino para escapar de la pobreza y el hambre. En Montigny una industria rural
floreciente aunque vulnerable era aquella en que los mercaderes «sacaban y mostraban» los productos
hilados y tejidos a los distintos hogares de la población. A su vez, la industria textil proporcionaba a los
granjeros un incentivo para aumentar sustancialmente el rendimiento de sus cosechas con el objeto de
alimentar a una población cada vez mayor. Los intermediarios, mercaderes-tejedores de lugares como
Montigny, que hipotecaron las pequeñas propiedades familiares para unirse a la fiebre de ser ricos,
desempeñaron un papel fundamental. Estas personas continuaron siendo rurales en sus relaciones y
estrategias económicas mientras que por otro lado hacían gala de un notable entusiasmo y capacidad
emprendedora.
Sin embargo, Montigny fue un caso excepcional. Gran parte de la Francia rural era un lugar de
continuo trabajo manual realizado por los labradores. Un mundo rural en el que los hogares se enfrascaban
en una estrategia ocupacional altamente compleja para asegurar su propia subsistencia sólo podía esperar el
inevitable bajo rendimiento de las cosechas de cereales cultivadas en un suelo inadecuado o agotado.
Tampoco las tierras secas y pedregosas de un pueblo sureño como Gabian resultaban más aptas para el
cultivo de los cereales que el suelo húmedo y arcilloso de Normandía: no obstante, en ambos lugares se
dedicó una gran extensión de tierras al cultivo de cereales para cubrir las necesidades locales. Por
consiguiente, muchas comunidades rurales disponían de unos reducidos «excedentes» que podían ser
vendidos a las grandes ciudades. No obstante, para los campesinos eran mucho más importantes las pequeñas
ciudades o bourgs de los alrededores, cuyas ferias semanales, mensuales o anuales constituían una ocasión
para celebrar tanto los rituales colectivos de sus culturas locales como para intercambiar productos.
Las comunidades rurales consumían gran parte de lo que producían –y viceversa–, por lo que las
pequeñas y grandes ciudades sufrían problemas crónicos por la falta de suministro de alimentos y por la
limitada demanda rural de sus mercancías y servicios. Sin embargo, aunque sólo el 20 por ciento de los
franceses vivía en comunidades urbanas, en un contexto europeo Francia destacaba por la cantidad y el
tamaño de sus ciudades. Tenía ocho ciudades de más de 50.000 habitantes (París era claramente la más
grande, con aproximadamente unas 700.000 personas; a continuación le seguían Lyon, Marsella, Burdeos,
Nantes, Lille, Ruán y Toulouse) y otras setenta cuya población oscilaba entre los 10.000 y 40.000 residentes.
En todas estas ciudades grandes y pequeñas había ejemplos de fabricación a gran escala implicada en un
marco comercial internacional, pero en la mayoría de ellas imperaba el trabajo artesanal para cubrir las
necesidades de la propia población urbana y sus alrededores, y una amplia gama de funciones
administrativas, judiciales, eclesiásticas y políticas. Eran capitales de provincia: sólo una de cada cuarenta
personas vivía en París, y las comunicaciones entre la capital Versalles y el resto del territorio solían ser
lentas e inseguras. El tamaño y la topografía del país eran un constante impedimento para la rápida
transmisión de instrucciones, leyes y mercancías (véase mapa 1). Sin embargo, las mejoras en las carreteras
realizadas después de 1750 hicieron posible que ninguna ciudad de Francia estuviera a más de quince días de
la capital; las diligencias, que viajaban 90 kilómetros al día, podían trasladar en cinco días a sus viajeros de
París a Lyon, la segunda ciudad más grande de Francia con 145.000 habitantes.
Como muchas otras ciudades, Paris estaba circundada por una muralla, principalmente para recaudar
los impuestos aduaneros sobre las mercancías importadas a la ciudad. En el interior de las murallas había
numerosos faubourgs o suburbios, cada uno con su característica mezcla de población inmigrante y su
comercio. La estructura ocupacional de Paris era la típica de una gran ciudad: todavía predominaba la
habilidosa producción artesanal a pesar de la emergencia de numerosas industrias a gran escala. Algunas de
estas industrias, las más, importantes, estaban en el faubourg St.-Antoine, donde la fábrica de papel pintado
Réveillon daba empleo a 350 personas y el cervecero Santerre disponía de 800 obreros. En los barrios
occidentales de la ciudad, la industria de la construcción estaba en pleno auge puesto que las clases
acomodadas levantaban imponentes residencias lejos de los abarrotados barrios medievales del centro de la
ciudad. No obstante, muchos parisinos seguían viviendo en las congestionadas calles de los barrios céntricos
próximos al río, donde la población estaba segregada verticalmente en edificios de viviendas: a menudo,
burgueses acaudalados o incluso nobles ocupaban el primer y segundo piso encima de las tiendas y puestos

4
Liana Vardi, The Land and the Loom: Peasants and Profit in Northern France 1680-1800 (Durham, NC, 1993). Sobre
la Francia rural en general, véanse Roche, France in the Enlightenment, cap. 4, P M. Jones, The Peasantry in the
French Revolution (Cambridge, 1988), cap. 1.

5
de trabajo, mientras los criados, los artesanos, y los pobres habitaban los pisos superiores y el desván. Al
igual que en las comunidades rurales, la Iglesia católica era una presencia constante: en París había 140
conventos y monasterios (que albergaban a 1.000 monjes y a 2.500 monjas) y 1.200 clérigos de parroquia.
Una cuarta parte de las propiedades de la ciudad estaban en manos de la Iglesias5
En París predominaban los pequeños talleres y las tiendas de venta al por menor: había miles de
pequeñas empresas que, como promedio, daban empleo a unas tres o cuatro personas. En los oficios en que
se requería una cierta especialización, una jerarquía de maestros controlaba el ingreso de oficiales, que
habían obtenido su título presentando su obra maestra (chef d’oeuvre) al finalizar su tour de France a través
de centros provinciales especializados en su oficio. Éste era un mundo en el que los pequeños patronos y los
asalariados estaban unidos por un profundo conocimiento mutuo y del oficio, y en el que los obreros
cualificados se identificaban por su profesión y también por su situación de amos u obreros. Los
contemporáneos se referían a los obreros de París con el término de «canalla» (menu peuple): no eran una
clase trabajadora. Sin embargo, los desengaños que se producían entre los obreros y sus maestros eran harto
evidentes en aquellos oficios en los que resultaba difícil acceder a la maestría. En algunas industrias, como
en el caso de la imprenta, la introducción de nuevas máquinas suponía una amenaza para las destrezas de los
oficiales y aprendices. En 1776 los asalariados cualificados se alegraron ante la perspectiva de la abolición
de los gremios y de la oportunidad de poder establecer sus propios talleres, pero el proyecto fue suspendido.
A continuación, en 1781 se introdujo un sistema de livrets, o cartillas de los obreros, que afianzaba la
posición de los maestros en detrimento de los empleados díscolos.
Las relaciones sociales se centraban en el vecindario y el puesto de trabajo tanto como en la familia.
Las grandes ciudades como París, Lyon y Marsella se caracterizaban por ser abarrotados centros medievales
donde la mayoría de familias no ocupaba más de una o dos habitaciones: muchas de las rutinas asociadas con
la comida y el ocio eran actividades públicas. Los historiadores han documentado el uso que las mujeres
trabajadoras hacían de las calles y de otros espacios públicos para zanjar disputas domésticas y asuntos
relativos a los alquileres y a los precios de la comida. Los hombres que desempeñaban oficios cualificados
encontraban solidaridad en las compagnonnages, hermandades ilegales pero toleradas de trabajadores que
servían para proteger las rutinas laborales y los salarios y proporcionaban una válvula de escape para el ocio
y la agresividad tras trabajar de 14 a 16 horas diarias. Uno de estos trabajadores, Jacques-Louis Ménétra,
recordaba, ya avanzada su vida, sus tiempos de aprendiz de vidriero antes de la revolución, en un ambiente
rebelde de compagnons que disfrutaban con travesuras obscenas, sexo ocasional, y violencia ritual con otras
hermandades. Sin embargo, Ménétra proclamaba también haber leído el Contrato social, Emilio y La nueva
Eloísa de Rousseau, e incluso se vanagloriaba de haber conocido a su autor6
En las ciudades de provincias predominaban las industrias específicas, como la textil en Ruán y
Elbeuf. En torno a las grandes fundiciones de hierro y minas de carbón surgieron nuevos centros urbanos
más pequeños como Le Creusot, Niederbronn y Anzin, donde trabajaban 4.000 empleados. No obstante,
especialmente en los puertos del Atlántico, el floreciente comercio con las colonias del Caribe fue
desarrollando un sector económico capitalista en el ámbito de la construcción de buques y del tratamiento de
las mercancías coloniales, como en el caso de Burdeos, donde la población creció de 67.000 a 110.000
habitantes entre 1750 y 1790. Era un comercio triangular entre Europa, Norteamérica y África, que
exportaba a Inglaterra vinos y licores procedentes de puertos como el de Burdeos e importaba productos
coloniales como azúcar, café y tabaco. Un sector de este comercio utilizaba ingentes cantidades de barcos de
esclavos, construidos para este propósito, que trasportaban cargamento humano desde la costa oeste de
África a colonias como Santo Domingo. Allí, 465.000 esclavos trabajaban en una economía de plantaciones
controlada por 31.000 blancos de acuerdo con las normas del Código Negro de 1685. Este código establecía
leyes para el «correcto» tratamiento de las propiedades de los dueños de esclavos, mientras que negaba a los
esclavos cualquier derecho legal o familiar: los hijos de los esclavos pertenecían a su propietario. En 1785
había 143 barcos participando activamente en el tráfico de esclavos: 48 eran de Nantes, 37 de ambos puertos;
de La Rochela y de El Havre, 13 de Burdeos, y varios de Marsella, St.-Malo y Dunkerque. En Nantes, el
comercio de esclavos representaba entre el 20 y el 25 por ciento del tráfico del puerto en la década de los
años 1780, en Burdeos entre el 8 y el 15 por ciento y en La Rochela alcanzó hasta el 58 por ciento en 1786.
A lo largo del siglo, desde 1707, estos barcos de esclavos realizaron más de 3.300 viajes, el 42 por ciento de
5
Daniel Roche, The People of Paris: An Essay on Popular Culture in the Eighteenth Century, trad. Marie Evans
(Berkeley, Calif., 1987). Entre los numerosos estudios sobre Paris, véase David Garrioch, Neighbourhood and
Community in Paris, 1740-1790 (Cambridge, 1986); Arlette Farge, Fragile Lives: Violence, Power, and Solidarity in
Eighteenth Century Paris, trad. Carol Shelton (Cambridge, Mass., 1993).
6
Jacques-Louis Ménétra, Journal of My Life, trad. Arthur Goldhammer (Nueva York, 1986); Roche, France in the
Enlightenment, pp. 342-346, cap. 20.

6
los mismos procedente de Nantes: este comercio fue esencial para el gran auge económico de los puertos del
Atlántico en el siglo XVIII7
No obstante, la mayoría de las familias de clase media obtenían sus ingresos y su posición a través de
actividades más tradicionales, como el derecho y otras profesiones, la administración real, y las inversiones
en propiedades. Aproximadamente el 15 por ciento de la propiedad rural estaba en manos de aquellos
burgueses. Mientras que la nobleza se apoderaba de los puestos más prestigiosos de la administración, los
rangos inferiores estaba ocupados por la clase media. La administración real en Versalles era muy reducida,
con tan sólo unos 670 empleados, pero en toda la red de pueblos y ciudades de provincias daba empleo a
miles de personas en tribunales, obras públicas y gobierno. Para los burgueses que contaban con sustanciales
rentas no había inversiones más atractivas ni más respetables que los bonos del Estado, seguros pero de bajo
rendimiento, o las tierras y el señorío. Este último en particular ofrecía la posibilidad de acceder a un estatus
social e incluso a un matrimonio dentro de la nobleza. En los años ochenta, uno de cada cinco señores
terratenientes en el área de Le Mans era de origen burgués.
La Francia del siglo XVIII se caracterizaba por los múltiples vínculos que existían entre la ciudad y
el campo. En las ciudades de provincias especialmente, los burgueses eran dueños de extensas propiedades
rurales de las que obtenían rentas de los campesinos y granjeros. En contrapartida, el servicio doméstico en
las familias burguesas constituía una fuente importante de empleo para las mujeres jóvenes del campo. Las
muchachas menos afortunadas trabajaban como prostitutas o en talleres de caridad. Otro vínculo importante
entre el campo y la ciudad era la costumbre que tenían las mujeres trabajadoras de ciudades como Lyon y
Paris de enviar a sus bebés a las zonas rurales para ser criados, a menudo durante varios años. Los bebés
tenían más posibilidades de sobrevivir en el campo que en la ciudad, pero aún así, una tercera parte de
aquellos niños moría mientras estaba con el ama de cría (caso contrario es el de la madre del vidriero
Jacques-Louis Ménétra, que murió mientras él se encontraba al cuidado de su nodriza en el campo). Había
también otra clase de comercio humano que afectaba a varios miles de hombres de las tierras altas con una
prolongada «temporada baja» en invierno que tenían que emigrar hacia las ciudades en determinados
períodos estacionales o durante años en busca de trabajo. Los hombres abandonaban lo que se ha
denominado una sociedad «matricéntrica», en la que las mujeres cuidaban del ganado y producían tejidos.
Sin embargo, la relación más importante que se estableció entre la Francia rural y la urbana fue la del
suministro de alimentos, especialmente de cereales. Este vínculo a menudo se quebraba debido a las
demandas encontradas de los consumidores urbanos y rurales. En tiempos normales los asalariados urbanos
gastaban del 40 al 60 por ciento de sus ingresos sólo en pan. Cuando en los años de escasez subían los
precios, también aumentaba la tensión entre la población urbana, que dependía por completo del pan barato,
y los segmentos más pobres de la comunidad rural, amenazada por los comerciantes locales que trataban de
exportar los cereales a mercados urbanos más lucrativos. Veintidós de los años que van desde 1765 hasta
1789 estuvieron marcados por disturbios debidos a la escasez de comida, bien en los barrios populares
urbanos donde las mujeres en particular trataban de imponer una taxation populaire para mantener los
precios al nivel acostumbrado, bien en las áreas rurales donde los campesinos se asociaban para evitar que
las pocas existencias fueran enviadas al mercado. En muchas zonas la tensión por el suministro de alimentos
agravaba la sospecha de que las grandes ciudades no eran más que parásitos que se aprovechaban del
esfuerzo rural, puesto que la Iglesia y la nobleza obtenían sus riquezas del campo y consumían de forma
ostentosa en la ciudad. No obstante, en este proceso creaban empleo para la gente de las ciudades y
prometían caridad para los pobres.8
La Francia del siglo XVIII era un país de pobreza masiva en el que la mayoría de gente se
encontraba indefensa ante una mala cosecha. Esto explica lo que los historiadores han denominado
«equilibrio demográfico», en el que tasas muy altas de natalidad (sobre el 4,5 de cada cien personas)
quedaban igualadas por elevadas tasas de mortalidad (3,5 aproximadamente). Los hombres y las mujeres se
casaban tarde: normalmente entre los 26 y 29 años y los 24 y 27 respectivamente. En las zonas más devotas
sobre todo, donde era menos probable que las parejas evitasen la concepción mediante el coitus interruptus,
las mujeres parían una vez cada veinte meses. Sin embargo, en todo el país, la mitad de los niños que nacían

7
Jean-Michel Deveau, La Traite rochelaise (París, 1990); Roche, France in the Enlightenment, cap. 5.
8
Entre los importantes estudios sobre el comercio de cereales destacan Steven Kaplan, Provisioning Paris: Merchants
and Millers in the Grain and Flour Trade during the Eighteenth Century (Ithaca, NY, 1984); Cynthia Bouton, The Flour
War: Gender, Class, and Community in lateAncien Regime French Society (University Park, Pa., 1993); Judith Miller,
Mastering the Market: the State and 1989), pp. 24, 27. En lo relativo a la Iglesia en el siglo XVIII véase también Roche,
The Grain Trade in Northern France, 1700-1860 (Cambridge, 1998).

7
morían de enfermedades infantiles y malnutrición antes de cumplir los cinco años. En Gabian, por ejemplo,
hubo 253 muertes en la década de 1780 a 1790, de las que 134 eran niños menores de cinco años. Aunque no
resultase extraña la ancianidad –en 1783 fueron enterrados tres octogenarios y dos nonagenarios–, la
esperanza de vida de aquellos que sobrevivían a la infancia se situaba alrededor de los 50 años.
Después de 1750, una prolongada serie de buenas cosechas alteró el equilibrio demográfico: la
población aumentó de unos 24,5 millones a 28 millones en la década de los ochenta. A pesar de ello, la
vulnerabilidad de esta población creciente no era simplemente una función de la eterna amenaza de las malas
cosechas. La población rural, especialmente, sustentaba los costes de los tres pilares de autoridad y privilegio
en la Francia del siglo XVIII: la Iglesia, la nobleza, y la monarquía. Juntas, las dos órdenes privilegiadas y la
monarquía recaudaban como promedio de un cuarto a un tercio del producto de los campesinos, mediante
impuestos, tributos de señorío y el diezmo.
Los 169.500 miembros del clero (el primer estado del reino) constituían el 0,6 por ciento de la
población. Según su vocación estaban divididos en un clero «regular» de 88.500 miembros (26.500 monjes y
55.000 monjas) de distintas órdenes religiosas y un clero «secular» compuesto por 59.500 personas (39.000
sacerdotes o curés y 20.500 vicarios o vicaires) que atendían a las necesidades espirituales de la sociedad
laica. Había también otras clases de clero «seglar». En términos sociales, la Iglesia era altamente jerárquica.
Los puestos más lucrativos como los de responsables de órdenes religiosas (a menudo desempeñados in
absentia) y como los de obispos y arzobispos estaban en manos de la nobleza: el arzobispo de Estrasburgo
tenía una paga de 450.000 libras al año. Aunque los salarios mínimos anuales de los sacerdotes y vicarios se
incrementaron hasta 750 y 300 libras respectivamente en 1786, estos sueldos les proporcionaban mayor
holgura y confort del que disfrutaban la mayoría de sus feligreses.
La Iglesia obtenía su riqueza principalmente del diezmo (normalmente el 8 o el 10 por ciento) que
imponía a los productos agrícolas en el momento de la recolección, que le proporcionaba unos ingresos de
150 millones de libras al año, y de las vastas extensiones de tierras propiedad de las órdenes religiosas y de
las catedrales. Con ello se pagaba en muchas diócesis una portion congrue (porción congrua) o salario al
clero de parroquia, que éste complementaba con las costas que se recaudaban por servicios especiales como
matrimonios y misas celebradas por las almas de los difuntos. En total; el primer estado poseía
aproximadamente el 10 por ciento de las tierras de Francia, alcanzando incluso el 40 por ciento en
Cambrésis, de las que obtenía 130 millones de libras anuales en concepto de arriendos y tributos. En las
grandes y pequeñas ciudades de provincias, el clero de parroquia, monjas y monjes de órdenes «abiertas»
pululaban por doquier: 600 de los 12.000 habitantes de Chartres, por ejemplo, pertenecían a órdenes
religiosas. En muchas ciudades provinciales, la Iglesia era también uno de los principales propietarios: en
Angers, por ejemplo, poseía tres cuartos de las propiedades urbanas. Aquí, como en todas partes, la Iglesia
constituía una importante fuente de empleo local para el servicio doméstico, para artesanos cualificados y
abogados que cubrían las necesidades de los 600 miembros del clero residentes en una ciudad de 34.000
habitantes: funcionarios, carpinteros, cocineros y mozos de la limpieza dependíann de ellos, del mismo modo
que los abogados que trabajaban en los cincuenta y tres tribunales de la Iglesia procesando a los morosos que
no pagaban el diezmo o el arriendo de sus inmensas propiedades. La abadía benedictina de Ronceray poseía
cinco fincas, doce graneros y lagares, seis molinos, cuarenta y seis granjas, y seis casas en el campo en los
alrededores de Angers, que proporcionaban a la ciudad 27.000 libras anuales.
En la década de 1780 a 1789 muchas órdenes religiosas masculinas estaban en vías de desaparición:
Luis XV había clausurado 458 casas religiosas (en las que sólo había 509 miembros) antes de su muerte en
1774, y el reclutamiento de monjes descendió en un tercio en las dos décadas posteriores a 1770. Las órdenes
femeninas eran más fuertes, como la de las Hermanas de la Caridad en Bayeux, que proporcionaba comida y
refugio a cientos de mujeres agotadas por sus incesantes labores de encaje. A pesar de todo, a lo largo y
ancho de la Francia rural, el clero de parroquia era el centro de la comunidad: como fuente de consuelo
espiritual e inspiración, como consejero en momentos de necesidad, como administrador de caridad, como
patrono y como portador de noticias del mundo exterior. Durante los meses de invierno, el párroco ofrecía
unos rudimentos de enseñanza, aunque tan sólo un hombre de cada diez y una mujer de cada cincuenta fuera
capaz de leer la Biblia. En las zonas en que el hábitat estaba muy disperso, como sucedía en algunos lugares
del Macizo Central o en el oeste, los habitantes de las granjas y caseríos más remotos tan sólo se sentían
parte de la comunidad en la misa de los domingos. En el área occidental los feligreses y el clero decidían
todos los asuntos locales después de la misa, en lo que se ha descrito como diminutas teocracias. Incluso en
estos casos la educación tenía una- importancia, marginal: en la devota parroquia occidental de Lucs-Vendée
sólo el 21 por ciento de los novios podían firmar en el registro de matrimonio, y únicamente el 1,5 por ciento
podía hacerlo de forma que permitiese suponer un cierto grado de alfabetización. La mayoría de los parisinos
sabía por lo menos leer, pero la Francia rural era esencialmente una sociedad oral.

8
La Iglesia católica gozaba de monopolio en el culto público, a pesar de que las comunidades judías,
aunque geográficamente separadas, 40.000 personas en total, conservaban un fuerte sentido de identidad en
Burdeos, en el Condado Venesino y en Alsacia, al igual que los aproximadamente 700.000 protestantes en
ciertas zonas del este y del Macizo Central. Los recuerdos de las guerras religiosas y de la intolerancia que
siguió a la revocación del Edicto de Nantes en 1685 estaban muy arraigados: los habitantes de Poñt-de-
Montvert, en el corazón de la región de los Camisards protestantes, cada vez más numerosos en 1700, tenían
una guarnición del ejército y un señor católico (los caballeros de Malta) para recordarles diariamente su
sometimiento. Sin embargo, mientras que el 97 por ciento de los franceses eran nominalmente católicos, los
niveles tanto de religiosidad (la observancia externa de las prácticas religiosas, como la asistencia a la misa
de Pascua) como de espiritualidad (la importancia que los individuos otorgaban a tales prácticas) variaba a lo
largo del país. Por supuesto, la esencia de la espiritualidad está fuera del alcance del historiador; no obstante,
el declive de la fe en determinadas áreas puede deducirse por el número cada vez mayor de novias que
quedaban embarazadas (que oscilaba entre el 6,2 y el 10,1 por ciento en todo el país) y por la disminución de
la vocación sacerdotal (la cantidad de nuevos religiosos decreció en un 23 por ciento durante los años 1749-
1789).
El catolicismo era más fuerte en el oeste y en Bretaña, a lo largo de los Pirineos, y al sur del Macizo
Central, regiones caracterizadas por un reclutamiento clerical masivo de muchachos procedentes de familias
locales bien integradas en sus comunidades y culturas. Por otro lado, en la zona occidental las pagas de los
sacerdotes estaban muy por encima del mínimo requerido; además, ésta era una de las partes del país donde
el diezmo se pagaba al clero local en vez de hacerlo a la diócesis, facilitando con ello la tarea de los
sacerdotes de atender a todas las necesidades de la parroquia. En todas partes, los feligreses más devotos
solían ser viejos, mujeres y del ámbito rural. La teología a la que estaban sometidosse caracterizaba por una
desconfianza «tridentina» respecto a los placeres mundanos, por el énfasis en la autoridad sacerdotal y por
una poderosa imaginería de los castigos que aguardaban más allá de la tumba a los que mostraban una moral
laxa. Yves-Michel Marchais, el curé de la devota parroquia de Lachapelle-du-Gênet en el oeste, predicaba
que «Todo aquello que pueda calificarse de acto impuro o de acción ilícita de la carne, si se hace por propia
y libre voluntad, es intrínsecamente malo y casi siempre un pecado mortal, y por consiguiente motivo de
exclusión del Reino de Dios». Predicadores como el padre Bridaine, veterano de 256 misiones, informaban
exhaustivamente a los pecadores acerca de los castigos que les aguardaban una vez excluidos:

Crueles hambrunas, sangrientas guerras, inundaciones, incendios ... insoportables dolores de muelas; punzantes
dolores de gota, convulsiones epilépticas, fiebres ardientes, huesos rotos ... todas las torturas sufridas por los
mártires: afiladas espadas, peines de hierro, dientes de tigres y leones, el potro, la rueda, la cruz, la parrilla al
rojo vivo, aceite hirviendo, plomo derretido ...9

Los puestos de élite en el seno de la Iglesia católica estaban en manos de los miembros del segundo
estado o nobleza. Los historiadores nunca han llegado a ponerse de acuerdo sobre el número de nobles que
había en Francia en el siglo XVIII, en parte debido a la cantidad de plebeyos que reclamaban el estatus de
nobleza en un intento por obtener posición, privilegios y rango, que estaban más allá del alcance de la
riqueza. Cálculos recientes sugieren que no había más de 25.000 familias nobles o 125.000 personas nobles,
aproximadamente un 0,4 por ciento de la población.
La nobleza, en cuanto a orden, gozaba de varias fuentes de riqueza y poder corporativo: privilegios
señoriales y fiscales, el estatus que acompañaba a la insignia de eminencia, y el acceso exclusivo a una serie
de puestos oficiales. No obstante, al igual que el primer estado, la nobleza se caracterizaba por una gran
diversidad interna. Los nobles de provincias más pobres (hobereaux) con sus pequeñas propiedades en el
campo tenían muy poco en común con los miles de cortesanos de Versalles o con los magistrados de los
parlamentos (parlements) y los administradores superiores, aunque su estatus de nobleza fuera mucho más
antiguo que el de aquellos que habían comprado un título o habían sido ennoblecidos por sus servicios
administrativos (noblesse de robe o nobleza de toga). El ingreso de un hijo en una academia militar y la
promesa de una carrera como oficial era el trato de favor de que disponían los nobles de provincias para
conservar su estatus y seguridad económica. Su rango en el seno del ejército se vio reforzado por el
reglamento Ségur de 1781 que exigía cuatro generaciones de nobleza para los oficiales del ejército. Dentro

9
Ralph Gibson, A Social History of French Catholicism 1789-1914 (Londres, France in the Enlightenment, cap. 11; y
el extraordinario estudio de John McManners, Church and Society in the Eighteenth-Century France, 2 vols. (Oxford,
1998). El cap. 46 de esta última obra analiza la postura de los protestantes y de los judíos.

9
de la élite de la nobleza (les Grands), las fronteras familiares y de riqueza estaban fracturadas por intrincadas
jerarquías de posición y prerrogativas; por ejemplo, de aquellos que habían sido presentados formalmente en
la corte había que distinguir entre los que tenían permiso para sentarse en un escabel en presencia de la reina
y los que podían montar en su carruaje. Sin embargo, lo que todos los nobles tenían en común era el interés
personal por acceder al sumamente complejo sistema de estatus y jerarquía en el que se obtenían privilegios
materiales y promociones10
La mayoría de nobles obtenían de la tierra una parte significativa de su riqueza. Aunque el segundo
estado poseía en total aproximadamente un tercio de las tierras de Francia, ejercía derechos señoriales sobre
el resto del territorio. El más importante de estos derechos era la percepción sistemática de un tributo sobre
las mayores cosechas (champart, censive o tasque) que se recolectaban en las tierras pertenecientes al
seigneurie; esto representaba entre una doceava y una sexta parte, pero en algunas zonas de Bretaña y de la
Francia central ascendía incluso a un cuarto de la recolección. A todo esto había que añadir otros derechos
fundamentales, como el monopolio (banalité) sobre el horno del pueblo, sobre la prensa de las uvas y las
aceitunas, y sobre el molino; impuestos económicos sobre la transmisión de tierras e incluso sobre
matrimonios; y la exigencia de trabajo no remunerado por parte de la comunidad en las tierras del señor en la
época de recolección. Se ha calculado que el valor de estos tributos constituía el 70 por ciento de los ingresos
de los nobles en Rouergue (donde el champart se llevaba un cuarto de la producción del campesinado),
mientras que, al sur, en la vecina región de Lauragais, alcanzaba tan sólo el 8 por ciento.
La solución a la paradoja de cómo una sociedad esencialmente campesina podía mantener a tantas
ciudades importantes se encuentra en las funciones que estos centros provinciales desempeñaban en el siglo
XVIII. En cierto modo las ciudades del interior dependían del campo, puesto que el grueso de los tributos de
señorío, arriendos, diezmos y pagos recaudados por la élite de los dos primeros estados del reino se gastaban
en los centros urbanos. Por ejemplo, el cabildo de la catedral de Cambrai obtenía dinero de sus propiedades
sitas en pueblos como Montigny, donde poseía el 46 por ciento del área total en 1754. Al mismo tiempo era
también el señor del pueblo, a pesar de que aquélla era una región en la que el régimen feudal tenía un peso
relativamente escaso.
Los habitantes del campo habían nacido en un mundo marcado por manifestaciones físicas y
materiales del origen de la autoridad y del estatus. La parroquia y el castillo dominaban el entorno edificado
y recordaban a los plebeyos su obligación de trabajar y someterse. A pesar de que en la década de 1780 los
señores ya no residían en sus finas como solían hacerlo a principios de siglo, continuaban ejerciendo sus
numerosas prerrogativas que reforzaban la posición subordinada de la comunidad, ya fuera reservando un
banco en la Iglesia parroquial, llevando armas en público, o nombrando a los funcionarios del pueblo. No
podemos saber hasta qué punto la deferencia que exigían era un sincero reconocimiento de su eminencia; no
obstante, hay repetidos ejemplos de animosidad del campesinado que desesperaban a los miembros de la
élite. En Provenza, por ejemplo, se exigía que las comunidades locales respetasen las muertes que pudiesen
producirse en la familia del señor evitando cualquier fiesta pública durante un año. En esta región, un
afligido noble se lamentaba de que, en el día de la festividad del santo patrón del pueblo de Sausses en 1768,
«la gente había tocado tambores, disparado mosquetes y bailado todo el día y parte de la noche, con gran
boato y vanidad».11
La Francia del siglo XVIII era una sociedad corporativa, en la que el privilegio era parte integral de
la jerarquía social, de la riqueza y de la identidad individual. Es decir, las personas formaban parte de grupos
sociales surgidos de una concepción medieval del mundo en el que la gente tenía la obligación de rezar, de
luchar o de trabajar. Era una visión esencialmente estática o fija del orden social que no se correspondía con
otros aspectos del valor personal, como la riqueza. El tercer estado, el 99 por ciento de la población, incluía a
todos los plebeyos, desde los mendigos hasta los financieros más acaudalados. Los dos primeros estados
estaban unidos internamente por los privilegios inherentes a su estado y por su visión de sus funciones
sociales e identidad, pero también estaban divididos internamente por las diferencias de estatus y riqueza. A
la cabeza de toda forma de privilegio –legal, fiscal, ocupacional o regional– se encontraba siempre la élite
noble de los dos primeros estados u órdenes. Estas antiguas familias nobles e inmensamente ricas en la cima
del poder compartían una concepción de la autoridad política y social que manifestaban a través de un
ostentoso exhibicionismo en sus atuendos, en sus moradas y en el consumo de lujos.

10
Véase Roche, France in the Enlightenment, cap.12. Un brillante estudio local nos lo brinda Robert Forster, The
House of Saulx-Tavanes: Versailles and Burgundy 1700-1830 (Baltimore, 1977).
11
Alain Collomp, La Maison du père: Famille et village en Haute-Provence aux XVIIe XVIIIe siècles (París, 1983), p.
286.

10
El primer y segundo estado constituían corporaciones privilegiadas: es decir, la monarquía había
reconocido ya tiempo atrás su estatus privilegiado a través, por ejemplo, de códigos legales distintos para sus
miembros y de la exención del pago de impuestos. La Iglesia pagaba tan sólo una contribución voluntaria
(don gratuit) al Estado, normalmente no más del 3 por ciento de sus ingresos, por decisión del sínodo
gobernante. Los nobles estaban generalmente exentos del pago directo de contribuciones salvo del modesto
vingtiéme (vigésimo), un recargo impuesto en 1749. No obstante, las relaciones entre las órdenes
privilegiadas y el monarca –el tercer pilar de la sociedad francesa– estaban basadas en la dependencia mutua
y la negociación. El rey era el jefe de la Iglesia galicana, que gozaba de una cierta autonomía respecto de
Roma, pero a su vez dependía de la buena voluntad del personal de la Iglesia para mantener la legitimidad de
su régimen. A cambio, la Iglesia católica disfrutaba del monopolio del culto público y del código moral.
Asimismo, en reciprocidad a la obediencia y respeto de sus semejantes de la nobleza, el rey aceptaba que
estuviesen en la cúspide de todas las instituciones, desde la Iglesia hasta las fuerzas armadas, desde el
sistema judicial hasta su propia administración. Jacques Necker, un banquero de Ginebra que fue ministro de
finanzas durante el periodo de 1777-1781 y ministro de Estado desde 1788, fue el único miembro del consejo
de ministros de Luis XVI que no era noble.
La residencia del rey en Versalles fue la manifestación física de poder más imponente en la Francia
del siglo XVIII. Sin embargo, la burocracia estatal era a la vez reducida en tamaño y limitada en sus
funciones al orden interno, a la política exterior, y al comercio. Había tan sólo seis ministros, dedicándose
tres de ellos a los asuntos exteriores, a la guerra y a la armada, mientras que los otros se ocupaban de las
finanzas, de la justicia y de la Casa Real. Gran parte de la recaudación de impuestos se «cosechaba» en los
fermiers-généraux privados. Y lo que es más importante, todos los aspectos de las estructuras institucionales
de la vida pública –la administración, las costumbres y medidas, la ley, las contribuciones y la Iglesia–
llevaban el sello del privilegio y reconocimiento histórico a lo largo de los siete siglos de expansión
territorial de la monarquía. El precio pagado por la monarquía por la expansión de sus territorios desde el
siglo XI había sido el reconocimiento de «derechos» y «privilegios» especiales para las nuevas «provincias».
En efecto, el reino incluía un extenso enclave –Aviñón y el Condado Venesino– que continuó perteneciendo
al papado desde su exilio allí en el siglo XIV.
La constitución por la que el rey gobernaba Francia era consuetudinaria, no escrita. Una parte
esencial de la misma establecía que Luis era rey de Francia por la gracia de Dios, y que él solo se hacía
responsable ante Dios del bienestar de sus súbditos. El linaje real era católico y se transmitía solamente a
través de los hijos mayores (ley sálica). El rey era el jefe del ejecutivo: nombraba a los ministros,
diplomáticos y altos funcionarios, y tenía la potestad de declarar la guerra y la paz. Sin embargo, al tener los
parlamentos la responsabilidad de certificar los decretos del rey, habían ido asumiendo paulatinamente el
derecho a hacer algo más que revisar su corrección jurídica; es decir, los parlamentos insistían en que sus
«advertencias» podían también defender a los súbditos de las violaciones de sus privilegios y derechos a
menos que el rey decidiese utilizar la sesión para imponer su voluntad.
Los compromisos históricos a los que los monarcas franceses habían tenido que sucumbir para
garantizar la aquiescencia de las provincias recién adquiridas a lo largo de los siglos se manifestaban en los
complicados acuerdos relativos a los impuestos en todo el país. El impuesto directo más importante, la taille
(la talla), variaba según las provincias y algunas ciudades habían comprado el modo de escabullirse por
completo. El principal impuesto indirecto, la gabelle (la gabela) sobre el consumo de la sal, variaba de más
de 60 libras por cada 72 litros hasta sólo 1 libra y 10 céntimos. Olwen Hufton describe grupos de mujeres
ostensiblemente embarazadas haciendo contrabando de sal en Bretaña, la zona en que los impuestos eran
más bajos, y llevándola hacia el este, a las zonas que mayores impuestos pagaban, para venderla
clandestinamente y obtener ganancias con este producto de primera necesidad.12
En cuanto a la administración, las palabras clave eran excepción y exención. Las cincuenta y ocho
provincias de la Francia del siglo XVIII estaban agrupadas a efectos administrativos en 33 généralités (véase
mapa 2). Éstas variaban enormemente en tamaño y raramente coincidían con el territorio que cubrían las
archidiócesis. Además, los poderes que los principales administradores del rey (intendants) podían ejercer
variaban considerablemente. Algunas de las généralités (generalidades), conocidas como pays d’état (países
de Estado), como la Bretaña, el Languedoc y la Borgoña, reclamaban una cierta autonomía en la distribución
de los impuestos que otras zonas, los pays d’élection (países de elección), no tenían. Las diócesis se
alineaban en tamaño y riqueza desde la archidiócesis de Paris hasta los «évêchés crottés» u «obispados

12
Olwen Hufton, «Women and the Family Economy in Eighteenth-Century France», French Historical Studies, 9
(1975), pp. 1-22; Hufton, The Prospect before Her: A History of Women in Western Europe, 1500-1800 (Nueva York,
1996), esp. cap. 4; Roche, France in the Enlightenment, cap. 7, pp. 287-299.

11
enlodados», pequeños obispados que no eran más que el producto de acuerdos políticos de siglos anteriores,
especialmente en el sur durante el exilio del papado a Aviñón en el siglo XIV.
El mapa de las fronteras administrativas y eclesiásticas de Francia no coincidía con el de los
parlamentos (parlements y conseils souverains). El Parlamento de Paris ejercía su poder sobre medio país,
mientras que el conseil souverain de Aras tenía sólo una pequeña jurisdicción local. Normalmente, el centro
de administración, la archidiócesis y la capital judicial tenían sede en distintas ciudades dentro de la misma
provincia. Además, rebasando todas estas fronteras aún había otra antigua división entre la ley escrita o
romana del sur y la ley consuetudinaria del norte. A ambos lados de esta división había decenas de códigos
de leyes locales; por supuesto, tanto el clero como la nobleza tenían también sus propios códigos específicos.
Los que se dedicaban al comercio y a los distintos oficios se quejaban de las dificultades que en su
trabajó les creaba la multiplicidad de jurisdicciones y códigos legales. También la multiplicidad de sistemas
monetarios, de pesos y medidas –las medidas de tamaño y volumen no estaban unificadas en todo el reino– y
las aduanas internas suponían obstáculos insalvables. Los nobles y las ciudades imponían sus propios peajes
(péages) a los productos que se trasladaban por ríos y canales. En 1664 casi todo el norte de Francia había
formado una unión de aduanas, pero seguía habiendo aduanas entre dicha unión y el resto del país, aunque
no siempre entre las provincias fronterizas y el resto de Europa. Para las provincias orientales era más fácil
comerciar con Prusia que con París.
Todos los ámbitos de la vida pública en la Francia del siglo XVIII estaban caracterizados por la
diversidad regional y la excepcionalidad, y la constante resistencia de las culturas locales. Las estructuras
institucionales de la monarquía y los poderes corporativos, de la Iglesia y la nobleza estaban siempre
implicadas mediante prácticas locales, exenciones y lealtades. La región de Corbiéres perteneciente al
Languedoc nos proporciona un interesante ejemplo de esta complejidad institucional y de las limitaciones
con las que se encontraba la monarquía al tratar de ejercer control sobre la vida diaria. Aquélla era una zona
geográficamente bien delimitada cuyas 129 parroquias hablaban todas occitano, con excepción de tres
pueblos catalanes en su frontera sur. Sin embargo, la región estaba dividida a efectos administrativos,
eclesiásticos, judiciales y contributivos entre los departamentos de Carcasona, Narbona, Limoux y Perpiñán.
Los límites de estas instituciones no eran fijos: por ejemplo, los pueblos vecinos administrados por Perpiñán
pertenecían a diferentes diócesis. En Corbiéres había diez volúmenes distintos para los que se utilizaba el
término setier (normalmente, unos 85 litros), y no menos de cincuenta medidas para definir un área: la
sétérée abarcaba desde 0,16 hectáreas en las tierras bajas hasta 0,51 en las tierras altas.
Voltaire y otros reformistas hicieron campaña en contra de lo que consideraban la intolerancia y
crueldad del sistema judicial, especialmente en el famoso caso de la tortura y ejecución en 1762 del
protestante de Toulouse Jean Calas, condenado por el supuesto asesinato de su hijo para evitar su Conversión
al catolicismo. El sistema punitivo que Voltaire y otros condenaban era una manifestación de la necesidad
que tenía el régimen de ejercer el control sobre su inmenso y diverso reino mediante la intimidación y el
temor. Los castigos públicos eran severos y a menudo espectaculares. En 1783, un monje capuchino apartado
del sacerdocio acusado de agredir sexualmente a un muchacho y apuñalar a su víctima diecisiete veces fue
quebrado en la rueda y quemado vivo en París; y dos mendigos de Auvernia fueron también despedazados en
la rueda en 1778 por haber amenazado a su víctima con una espada y un rifle. En total, el 19 por ciento de los
casos comparecidos ante el tribunal prebostal de Toulouse entre 1773 y 1790 acabaron en ejecución pública
(alcanzando incluso el 30,7 por ciento en 1783) y otros tantos en cadena perpetua en prisiones navales.
Sin embargo, para la mayoría de los contemporáneos la monarquía de Luis XVI parecía el más
estable y poderoso de todos los regímenes. Aunque la protesta fuera endémica –tanto en forma de disturbios
por la comida como de quejas sobre los atrevimientos de los privilegiados–, casi siempre se desarrollaba
dentro del sistema: es decir, contra las amenazas a una forma idealizada en la que se suponía que el sistema
había funcionado anteriormente. Efectivamente, durante los motines populares más generalizados en los años
previos a 1789 –la «guerra de la harina» en el norte de Francia en 1775– los amotinados gritaban que estaban
bajando el precio del pan a los acostumbrados 2 céntimos la libra «en nombre del rey», reconocimiento tácito
de la responsabilidad que tenía el rey ante Dios de procurar el bienestar de su pueblo. No obstante, en la
década de 1780, una serie de cambios a largo plazo en la sociedad francesa comenzaron a minar algunos de
los pilares fundamentales de la autoridad y a amenazar el orden social basado en los privilegios y las
corporaciones. Dificultades financieras profundamente arraigadas pondrían a prueba la capacidad de la élite
para responder a los imperativos de cambio. Una abrupta crisis política haría aflorar estas tensiones y
problemas.

12
CAPÍTULO II. LA CRISIS DEL ANTIGUO RÉGIMEN
Una de las cuestiones largamente debatidas por los historiadores es la de si la burguesía del siglo
XVIII tenía «conciencia de clase»: es decir, si la Revolución Francesa fue obra de una burguesía decidida a
derrocar los órdenes privilegiados acelerando con ello la transición del feudalismo al capitalismo de acuerdo
con el modelo marxista de desarrollo histórico. Los términos de dicho debate se han planteado a menudo de
forma harto simplificada, esto es, tratando de responder a la cuestión de si los miembros más ricos de la
burguesía estaban integrados en las clases gobernantes. De ser así, ¿no podría argumentarse que no había
ninguna crisis antigua ni profundamente arraigada en el seno de esta sociedad?, ¿que la revolución tan sólo
esgrimía causas recientes y por ello relativamente insignificantes? Hay pruebas evidentes a favor de este
razonamiento.1 Los nobles desempeñaron un papel activo en el cambio agrícola y minero, en contraste con lo
que su reputación suponía entonces y ahora, y los reyes ennoblecieron de entre los financieros y fabricantes
más brillantes a individuos como el emigrante bávaro Christophe-Philippe Oberkampf, que había establecido
una fábrica de tejidos estampados en Jouy, cerca de Versalles. Entre los objetos más codiciados por los
burgueses figuraban unos 70.000 cargos venales, de los que 3.700 conferían nobleza a quienes los
ostentaban. Algunos de estos jóvenes burgueses ambiciosos que acabarían estando a la vanguardia de la
iniciativa militante contra los nobles después de 1789, encontraban apropiado e incluso deseable añadir un
prefijo o sufijo noble a su apellido plebeyo: de Robespierre, Brissot de Warville, y Danton. Por otro lado,
hay que señalar que los distintos grupos profesionales que conformaban la burguesía no se definían a sí
mismos como miembros de una «clase» compacta, unida a lo largo y ancho de todo el país por los cargos que
desempeñaban y por intereses socioeconómicos similares.
Sin embargo, podría resultar mucho más esclarecedor el considerar a la élite de la burguesía como un
grupo que buscaba ingresar en el mundo de la aristocracia trastornándolo al mismo tiempo sin darse cuenta.
Los burgueses más acaudalados trataban de comprar cargos y títulos nobles, pues éstos les aportaban riqueza
y a la vez un puesto en aquella sociedad. No es de sorprender que intentasen abrirse camino en un mundo
que nunca habrían imaginado que pudiese terminar. Por ejemplo, Claude Périer, el adinerado propietario de
una fábrica textil de Grenoble, que también poseía una plantación de azúcar en Santo Domingo, pagó un
millón de libras por varios señoríos y el inmenso castillo de Vizille en 1780, donde construyó una nueva
fábrica textil. El rendimiento de sus señoríos –37.000 libras anuales– era aproximadamente el mismo que el
que podría haber obtenido de haber llevado a cabo otras alternativas de inversión. No obstante, aunque la
burguesía más acomodada pusiera todas sus esperanzas y fortunas en lograr el ingreso en la nobleza, nunca
dejaban de ser «intrusos»: sus reivindicaciones por alcanzar prestigio no sólo se basaban en sus distintos
logros, sino que su mismo éxito resultaba subversivo para la raison d’être del estatus de nobleza. A su vez,
los nobles que emulaban a la burguesía tratando de parecer «progresistas» y se unían, por ejemplo, a las
logias masónicas, socavaban la exclusividad de su orden.
Otros historiadores han tildado de «infructuosas» y «zanjadas» las cuestiones acerca de los orígenes
sociales y económicos de la revolución y afirman que sus orígenes y naturaleza pueden observarse mejor a
través de un análisis de la «cultura política», según palabras de Lynn Hunt, del papel de los «símbolos, el
lenguaje, y el ritual al inventar y transmitir una tradición de acción revolucionaria»2 Efectivamente, algunos
historiadores han puesto en tela de juicio la idoneidad de términos como «clase» y «conciencia de clase» en
la Francia del siglo XVIII. David Garrioch comienza su estudio de «la formación de la burguesía parisina»
afirmando que «no había burguesía parisina alguna en el siglo XVIII», es decir, que los burgueses no se
definían a sí mismos como parte integrante de una «clase» con intereses y puntos de vista similares. Los
diccionarios de la época definían el término burgués por lo que no era –ni noble ni obrero manual– o
utilizando «burgués» como término despectivo.

1
La clásica formulación marxista de los orígenes de la crisis de 1789 se encuentra en Georges Lefebvre, The Coming of
the French Revolution, trad. R. R. Palmer (Princeton, 1947); y en Soboul, La Revolución Francesa, Crítica, Barcelona,
1994. (En la traducción inglesa –Londres, 1989– corresponde a las pp. 25-113.) Su teoría es rebatida por William
Doyle, Origins of the French Revolution, 2.ª ed. (Oxford, 1980); y por T. C. W Blanning, The French Revolution:
Aristocrats versus Bourgeois? (Londres, 1987). William Doyle plantea el argumento de que los nobles y burgueses
adinerados formaban una élite de no tables en su obra, The Oxford History of the French Revolution (Oxford, 1989),
cap. 1.
2
Lynn Hunt, «Prólogo» a Mona Ozouf, Festivals and the French Revolution, trad. Alan Sheridan (Cambridge, Mass.
1988), pp. ix-x; Sarah Maza, «Luxury, Morality, and Social Change: Why there was no Middle-Class Consciousness in
Prerevolutionary France», Journal of Modern History, 69 (1997), pp. 199-229.

13
No obstante, como Sarah Maza nos muestra, ello no equivale a decir que no hubiera crítica de la
nobleza: al contrario, las causes célèbres que ha estudiado a través de la publicación de informes judiciales
de tiradas de hasta 20.000 en los años 1780 demuestran un frecuente y poderoso rechazo de un mundo
aristocrático tradicional que aparece descrito como violento, feudal e inmoral, y opuesto a los valores de la
ciudadanía, racionalidad y utilidad.3 En el mundo cada vez más comercial de finales del siglo XVIII, los
nobles discutían acerca de si la abolición de las leyes de dérogeance (degradación) para permitir su ingreso
en el comercio resucitaría la «utilidad» de la nobleza a ojos de los plebeyos. Lo que todo ello sugiere es que,
aunque entre la burguesía no había conciencia de clase con un programa político, sí había sin lugar a dudas
una enérgica crítica de los órdenes privilegiados y de las supuestamente anticuadas reivindicaciones de las
funciones sociales en las que se sustentaban.
Si los cambios se manifestaban en la forma en que se expresaba el debate público en los años previos
a 1789, ¿no es eso indicativo de mayores cambios en la sociedad francesa? Recientemente los historiadores
han vuelto al estudio de lo que ellos llaman «cultura material» de la Francia del siglo XVIII, es decir, de los
objetos materiales y prácticas de la vida económica. No obstante, no han dado este paso para recuperar las
viejas interpretaciones marxistas de la vida cultural e intelectual como «reflejos» de la estructura económica,
sino más bien para comprender los significados que la gente de la época otorgaba a su mundo a través de su
conducta y también de sus palabras. De ello se desprende que una serie de cambios interrelacionados –
económicos, sociales y culturales– estaba socavando las bases de la autoridad social y política en la segunda
mitad del siglo XVIII. La expansión limitada pero totalmente visible de la empresa capitalista en la industria,
en la agricultura de las tierras del interior de París, y sobre todo en el comercio, vinculada al negocio
colonial, generaba formas de riqueza y valores contrarios a las bases institucionales del absolutismo, una
sociedad ordenada de privilegios corporativos y de reivindicaciones de autoridad por parte de la aristocracia
y de la Iglesia. Colín Jones ha calculado que el número de burgueses aumentó de unos 700.000 en 1700 a
aproximadamente 2,3 millones en 1780. Incluso entre la pequeña burguesía se iba gestando una clara
«cultura de consumo», patente en el gusto por los escritórios, espejos, relojes y sombrillas. Las décadas
posteriores a 1750 se revelaron como una época de «revolución en el vestir», según palabras de Daniel
Roche, en la que los valores de respetabilidad, decencia y sólida riqueza se expresaban a través del vestir en
todos los grupos sociales, pero especialmente entre las clases «medias». Los burgueses también se
distinguían de los nobles y artesanos por su cuisine bourgeoise (cocina burguesa), haciendo comidas menos
copiosas y más regulares, y por sus virtudes íntimas de simplicidad en sus viviendas y modales.
Jones ha estudiado las diferentes expresiones de este cambio de valores en las revistas de la época.
En los años ochenta, salieron al mercado el Journal de santé y otras publicaciones periódicas dedicadas a la
higiene y a la salud, que abogaban por la limpieza de las calles y la circulación del aire: la densa mezcla de
sudor y perfume que despedían los cortesanos con sus pelucas era tan insoportable como el «hedor» de los
campesinos y de los pobres en las ciudades, con su creencia en el valor medicinal de la suciedad y la orina.
El contenido de los anuncios y de las hojas de noticias denominadas Affiches, que se elaboraban en cuarenta
y cuatro ciudades y leían unas 200.000 personas, se fue haciendo perceptiblemente cada vez más
«patriótico». En dichas páginas abundaba el uso de términos como «opinión pública», «ciudadano», y
«nación» en comentarios políticos, y al mismo tiempo podía leerse en un anuncio en el Affiche de Toulouse
de diciembre de 1788 sobre «les véritables pastilles à la Neckre (sic)»: gotas patrióticas para la tos «para el
bien público».4
Coincidiendo con la articulación de estos valores y con el gradual, prolongado e irregular cambio
económico, se produjo una serie de desafios intelectuales a las formas políticas y religiosas establecidas, que
los historiadores denominan «Ilustración». La relación entre el cambio económico y la vida intelectual se
encuentra en el seno de la historia social de las ideas, y los teóricos sociales e historiadores permanecen
divididos acerca de la naturaleza de dicha relación. Los historiadores, especialmente los marxistas, para los

3
David Garrioch, The Formation of the Parisian Bourgeosie 1690-1830 (Cambridge, Mass., 1996), p. 1; Sarah Maza,
Private Lives and Public Affairs: The Causes Célebres of Prerevolutionary France (Berkeley, Calif., 1993); y «Luxury,
Morality, and Social Change».
4
Colin Jones, «Bourgeois Revolution Revivified: 1789 and Social Change», en Colin Lucas (ed.), Rewriting the French
Revolution (Oxford, 1991); y «The Great Chain of Buying: Medical Advertisement, the Bourgeois Public Sphere, and
the Origins of the French Revolution», American Historical Review, 101 (1996), pp. 13-40; Georges Vigarello, Lo
limpio y lo sucio: la higiene del cuerpo desde la Edad Media, (Madrid, 1991), caps. 9-11. Roche trata el tema del
desarrollo de una cultura comercial y de consumo de forma harto atractiva en France in the Enlightenment, caps. 5, 17,
19, y en The Culture of Clothing: Dress and Fashion in the «Ancient Regime», trad. Jean Birrell (Cambridge, 1994).

14
que los orígenes de la revolución están inextricablemente unidos al importante cambio económico
experimentado, han interpretado la Ilustración como un síntoma de una sociedad en crisis, como la expresión
de los valores y frustraciones de la clase media. Por consiguiente, para Albert Soboul, que escribió en 1962,
la Ilustración era en efecto la ideología de la burguesía:

La base económica de la sociedad estaba cambiando, y con ella se modificaron las ideologías. Los orígenes
intelectuales de la revolución hay que buscarlos en los ideales filosóficos que la clase media había estado
planteando desde el siglo XVII ... su conciencia de clase se había visto reforzada por las actitudes exclusivistas
de la nobleza y por el contraste entre su avance en asuntos económicos e intelectuales y su declive en el campo
de la responsabilidad cívica.5

Esta visión de la Ilustración ha sido rebatida por otros historiadores que hacen hincapié en el interés
que muchos nobles mostraban por la filosofía. Además, mientras que una generación de historiadores
intelectuales veteranos tendía a mirar retrospectivamente desde la revolución a las ideas que parecían haberla
inspirado, como el Contrato social de Rousseau, otros insisten en que el interés prerrevolucionario se
centraba en su novela romántica, La nueva Eloísa.
Al igual que la Ilustración no fue una cruzada intelectual unificada que socavara por sí sola los
supuestos fundamentales del Antiguo Régimen, tampoco la Iglesia católica fue un monolito que sustentara
siempre el poder de la monarquía. Algunos de los filósofos más prominentes fueron prelados: Mably,
Condillac, Raynal y Turgot, entre otros. Por su parte, Dale Van Kley insiste en la importancia del legado
religioso de las nociones protestantes y jansenistas de libertad política y los desafíos a la jerarquía
eclesiástica. Si hacia 1730 la policía calculaba que el respaldo a las críticas jansenistas de las jerarquías
eclesiásticas ascendía a tres cuartos de la población en los vecindarios más populares de París,
¿cuáles.podrían.haber sido las consecuencias a largo plazo?. A pesar de la supresión del jansenismo a lo
largo del siglo, sus valores sobrevivieron entre los «richeristas», seguidores de un canónigo jurista del siglo
XVII que aseguraba que Cristo no había nombrado «obispos» solamente a los doce apóstoles, sino también a
los setenta y dos discípulos o «sacerdotes» mencionados en Lucas.6
Sin embargo, había una conexión fundamental entre los temas principales de la nueva filosofía y la
sociedad a la que ponía en tela de juicio. La vibrante vida intelectual de la segunda mitad de siglo era
producto de aquella sociedad. No es de extrañar que los objetivos principales de la literatura crítica fueran el
absolutismo real y la teocracia. En palabras de Diderot en 1771:

Cada siglo tiene su propio espíritu característico. El espíritu del nuestro parece ser la libertad. El primer ataque
contra la superstición fue violento, desenfrenado. Una vez que el pueblo se ha atrevido de alguna manera a
atacar la barrera de la religión, esta misma barrera que es tan impresionante y a la vez la más respetada, ya es
imposible detenerlo. Desde el momento en que lanzaron- miradas amenazadoras contra la celestial majestad,
no dudaron en dirigirlas a continuación contra el poder terrenal. La cuerda que sujeta y reprime a la humanidad
está formada por dos ramales: uno de ellos no puede ceder sin que el otro se rompa.7

Para muchos filósofos esta crítica quedaba restringida por la aceptación del valor social de los
sacerdotes de parroquia como guardianes del orden público y de la moralidad. También los intelectuales,
resignados por lo que consideraban la ignorancia y superstición de las masas, se volvieron hacia los
monarcas ilustrados como la mejor manera de garantizar la liberalización de la vida pública.
Semejante liberalización propiciaría necesariamente el desencadenamiento de la creatividad en la
vida económica: para los «fisiócratas» como Turgot y Quesnay, el progreso del mundo residía en liberar la
iniciativa y el comercio (laissez-faire, laissez-passer). Al suprimir obstáculos a la libertad económica –
gremios y controles en el comercio de los cereales– y fomentar las «mejoras» agrícolas y los cercados, la
riqueza económica que se crearía sustentaría el «progreso» de las libertades civiles. Dichas libertades habían
de ser sólo para los europeos: con escasas excepciones, los filósofos desde Voltaire hasta Helvetius
racionalizaron la esclavitud en las plantaciones justificándola como el destino natural de los pueblos
inferiores. En 1716-1789 el volumen de comercio a través de los grandes puertos se multiplicó por cuatro, es

5
Albert Soboul, La Revolución Francesa, Crítica, Barcelona, 1994. (En la traducción inglesa –Londres, 1989–
corresponde a las pp. 67-74.) En The Enlightenment (Cambridge, 1995) de Dorinda Outram encontramos una lúcida
argumentación sobre el tema.
6
Roche, France in the Enlightenment, cap. 11; Dale Van Kley, The Religious Origins of the French Revolution: From
Calvin to the Civil Constitution, 1560-1791 (New Haven, 1996).
7
John Lough, An Introduction to Eighteenth-Century France (Londres, 1960), 317; Roche, France in the
Enlightenment, caps. 18, 20.

15
decir, creció en un 2 o 3 por ciento anual, en parte debido al tráfico de esclavos. Marsella, con 120.000
habitantes en 1789, estaba económicamente dominada por 300 grandes familias de comerciantes que
constituían la fuerza que apoyaba a la Ilustración y al mismo tiempo representaban el crecimiento
económico. Una de ellas dijo en 1775:

El comerciante al que me refiero, cuyo estatus no es incompatible con la más rancia nobleza o los más nobles
sentimientos, es aquel que, superior por virtud de sus opiniones, su genio y su empresa, añade su fortuna a la
riqueza del Estado ... 8

En estos términos la Ilustración aparece como una ideología de clase. Pero ¿cuál era la incidencia
social de sus lectores? Los historiadores se han acercado a valorar los cambios culturales de los años setenta
y ochenta, precisamente en el ámbito de la historia social de la Ilustración. Partiendo de la premisa de que la
edición es una actividad comercial múltiple, Robert Darnton ha intentado descubrir, mediante el análisis del
comercio suizo clandestino de libros, lo que quería el público lector. En un régimen de fuerte censura, las
ediciones pirata baratas de la Enciclopedia entraban de contrabando en el país procedentes de Suiza y se
llegaron a vender unos 25.000 ejemplares entre 1776 y 1789. A pesar de que las autoridades del Estado
toleraban el comercio de ediciones baratas de obras como la Enciclopedia o la Biblia, existía al mismo
tiempo un comercio sumergido de libros prohibidos que resulta harto revelador, pues toda una amplia red de
personas, impresores, libreros, vendedores ambulantes y arrieros, arriesgaba la cárcel para obtener beneficios
de las demandas del público. Los catálogos suizos ofrecían a los lectores de las, distintas capas de la
sociedad urbana una mezcla socialmente explosiva de filosofía y obscenidad: las mejores obras de Rousseau,
Helvetius y Holbach competían con títulos como Vénus dans le cloître, ou la religieuse en chemise, y La
Fille de joie. L’Amour de Charlot et Toinette empezaba con una descripción de la reina masturbándose y de
sus intrigas amorosas con su cuñado, a la vez que ridiculizaba al rey:

Es de sobra sabido que el pobre Señor


tres o cuatro veces condenado ...
por absoluta impotencia
no puede satisfacer a Antoinette.
De esta desgracia estamos seguros
puesto que su «cerilla».
no es más gruesa que una brizna de paja
siempre blanda y siempre encorvada ...

El tono subversivo de estos libros y panfletos era imitado en las canciones populares. Un empleado
del departamento encargado de regular el comercio de libros acudió a su superior para pedirle que impusiese
una censura más severa: «Observo que las canciones que se venden en la calle para entretenimiento del
populacho les instruyen en el sistema de la libertad. La chusma de la más baja ralea, creyéndose parte del
tercer estado, ya no respeta a la alta nobleza».9
El tono irreverente aunque moralista de dichas publicaciones y canciones hacía mofa de la Iglesia, de
la nobleza y de la propia familia real por su decadencia e impotencia, socavando al mismo tiempo la mística
de aquellos que habían nacido para gobernar y su capacidad para hacerlo. Poco importaba que la hija de Luis
hubiese nacido en 1778, y sus hijos en 1781 y 1785. Incluso en las ciudades de provincias dominadas por los
órdenes privilegiados, como Toulouse, Besangon y Troyes, la Enciclopedia y la osadía de la literatura
clandestina encontraron un mercado hambriento. A partir de 1750, esgrime Arlette Farge, la clase obrera de
París se implicó mucho más en los debates públicos, no porque las obras de los intelectuales de la Ilustración
se hubiesen filtrado hasta el pueblo, sino en respuesta a lo que éste consideraba el gobierno arbitrario de la
monarquía.
La Ilustración no fue simplemente un movimiento cultural con conciencia propia: se vivió de manera
inconsciente, con valores cambiantes. Inventarios de propiedades realizados en París en 1700 evidenciaron
que los libros estaban en manos de un 13 por ciento de asalariados, un 32 por ciento de magistrados y un 26
por ciento de nobles de espada: en la segunda mitad de siglo, las cifras eran del 35, 58 y 53 por ciento

8
Roche, France in the Enlightenment, pp. 159, 167.
9
Robert Darnton, The Literary Background of the Old Regime (Cambridge, Mass., 1982), pp. 200; Roche, France in the
Enlightenment, 671. Los orígenes culturales de la Revolución Francesa se analizan de forma convincente en la versión
cinematográfica de 1989 de la novela de Choderlos de Lacios, Las amistades peligrosas, Planeta, Barcelona, 1991, de
1782, y en la película de 1997 Ridicule

16
respectivamente. David Garrioch, el historiador del faubourg St.-Marcel, ha comparado los testamentos de
dos acaudalados curtidores. A su muerte en 1734 dejó Nicolas Bouillerot 73 libros, todos ellos de religión.
Jean Auffray, que murió en 1792, era menos rico pero dejó 500 libros, entre los que había obras de historia y
clásicos en latín, así como una serie de mapas y panfletos. Obviamente, esto podría no ser más que un
ejemplo de los gustos literarios de dos individuos, pero para Garrioch ilustra más bien los valores e intereses
cambiantes entre la burguesía para quien la Ilustración era «una forma de vida».10
Otra aproximación a la Ilustración se inspira fundamentalmente en el trabajo del sociólogo alemán
Jürgen Habermas, que escribió en la década de los sesenta de nuestro siglo en el contexto de la historia
reciente de su país y de los emergentes conocimientos de la Rusia de Stalin. Para Habermas, la Ilustración
tenía que ser entendida como la expresión intelectual de la cultura política democrática. Historiadores
recientes han desarrollado las nociones de Habermas sobre cultura política y espacio público yendo más allá
de la historia de la élite intelectual hasta los «espacios» en los que las ideas se articularon y defendieron. Por
ejemplo, a diferencia de las corporaciones, el mundo privilegiado de las academias aristocráticas era mucho
más abierto, las logias masónicas de librepensadores eran una forma de sociabilidad masculina y burguesa
que proliferó abundantemente después de 1760: a pesar de los mandamientos de varios papas (que no
evitaron que 400 sacerdotes se unieran a ellas), había unos 210.000 miembros en 600 logias en la década de
1780. La expansión de la francamasonería era en parte la expresión de una cultura burguesa característica
fuera de las normas de la élite aristocrática. Los hombres de negocios, excluidos de las academias de los
nobles, constituían del 30 al 35 por ciento de las logias, que atraían también a los soldados, a los funcionarios
públicos y a los hombres que ejercían profesiones liberales. En Paris, el 74 por ciento de los francmasones
procedían del tercer estado. Sin embargo, Dena Goodman arguye que la francmasonería fue un espacio
masculino opuesto al mundo de los salones parisinos donde las mujeres desempeñaban un papel fundamental
en la creación de espacios feminizados y en los que se ejercía el libre pensamiento.11
La verdadera importancia de la Ilustración, pues, es la de ser el síntoma de una crisis de autoridad y
parte de un discurso político mucho más amplio. Mucho antes de 1789; los términos de «ciudadano»,
«nación», «contrato social» y «voluntad general» ya circulaban por la sociedad francesa, en claro
enfrentamiento con el viejo discurso de «órdenes», «propiedades», y «corporaciones». Daniel Roche hace
hincapié en la importancia de la «crisis cultural» evidente en una nueva «esfera pública de razón crítica» en
los salones de París, sociedades eruditas y logias masónicas: «En algunos aspectos la ruptura con el pasado
ya se había producido: la censura no conseguía nada, y un reino de libertad estaba emergiendo a través de un
consumo de productos cada vez más intenso, rápido y elocuente». 12 En el mundo del arte existía también la
misma relación compleja entre el público lector y el escritor, ilustrada por la acogida que el público dispensó
a la obra de David El juramento de los Horacios en 1785, con su exaltación de la conducta cívica percibida
como virtuosa. Este tema halló resonancia entre la audiencia de la clase media educada en los clásicos. El
autor de Sur la peinture (1782) atacaba la pintura convencional y la decadencia de la élite social, exhortando
a los críticos de arte a comprometerse «en consideraciones de carácter moral y político».
El inquieto mundo de la literatura en la década de los ochenta era esencialmente un fenómeno
urbano: en París, por ejemplo, había una escuela primaria para cada 1.200 personas, y la mayoría de hombres
y mujeres sabía leer. En las zonas rurales, la principal fuente de palabras impresas que los pocos
alfabetizados podían leer de vez en cuando en voz alta en las reuniones nocturnas (veillées) era la Biblia, los
almanaques populares de festivales y estaciones, y la Bibliothéque bleue.13 Esta última la constituían
ediciones rústicas y baratas producidas en cantidades masivas, que ofrecían a los pobres del campo un escape
a su miseria cotidiana para adentrarse en un mundo medieval de maravillas sobrenaturales, vidas de santos y
magia. Aunque parece que se produjo una secularización del tipo de información contenida en los

10
Garrioch, Formation of the Parisian Bourgeoisie, 278; Roche, France in the Enlightenment, p. 199; Arlette Farge,
Subversive Words: Public Opinion in Eighteenth Century France, trad. Rosemary Morris (Oxford, 1994).
11
En lo relativo a los «espacios» de la vida en sociedad, véase Thomas E. Crow, Pintura y sociedad en el París del
siglo XVIII (Nerea, Madrid, 1989); Joan B. Landes, Women and the Public Sphere in theAge of the French Revolution
(Ithaca, NY, 1988), cap. 1; Jack Censer y Jeremy Popkin (eds.), Press and Politics in Pre-Revolutionary France
(Berkeley, Calif., 1987); Dena Goodman, The Republic of Letters: A Cultural History of the French Enlightenment
(Ithaca, NY, 1994); Margaret C. Jacob, Living the Enlighten ment: Freemasonry and Politics in the Eighteenth-Century
Europe (Oxford, 1991); y Roche, France in the Enlightenment, cap. 13. En la Introducción de Private Lives and
PublicAffairs, de Maza, encontraremos una lúcida exposición del uso que los historiadores han hecho de Habermas.
12
Roche, France in the Enlightenment, p. 669.
13
Emmet Kennedy, A Cultural History of the French Revolution (New Haven, 1989), pp. 38-47. Roger Chartier duda
de la práctica de la lectura en voz alta en Cultural History; Between Practices and Representations, trad. Lidia
Cochrane (Cambridge, 1988), cap. 7.

17
almanaques, no hay prueba alguna de que los temas de lectura vendidos en el campo por los colporteurs
(buhoneros) estuvieran imbuidos de preceptos «ilustrados».
No obstante, la Francia rural estaba en crisis en la década de 1780. En Montigny (véase capítulo I), el
tratado de libre comercio con Inglaterra en 1786 fue un duro revés para la industria textil; también los
productores rurales se vieron sacudidos por la triplicación de los arriendos de las tierras propiedad de la
Iglesia en los años ochenta y por las malas cosechas de 1788. En Borgoña, por lo menos, el discurso
mediante el que los pueblos ponían en tela de juicio los derechos de señorío estaba salpicado de nociones de
ciudadanía y de llamamientos a la utilidad social y a la razón. Hay abundantes pruebas de nobles que
empleaban abogados feudistas para controlar o forzar la exacción de los tributos como medio de aumentar
los ingresos en tiempos de inflación, cosa que más tarde se denominó «reacción feudal». En 1786, por
ejemplo, la familia de Saulx-Tavanes en Borgoña utilizó su ascenso al ducado para doblar todos sus tributos
durante un año, resucitando así una práctica que no se usaba desde el siglo XIII. Sus inversiones en la mejora
de las granjas, nunca por encima del 5 por ciento de sus ganancias, disminuyeron hasta desaparecer a finales
de la década de los ochenta, mientras que los arriendos se duplicaron para que los nobles pudieran pagar sus
deudas. Un funcionario de Hacienda que viajaba por el suroeste de Francia quedó asombrado al ver que
había nobles que imponían «derechos y tributos desconocidos u olvidados», como una talla extraordinaria
que un noble magistrado del Parlamento de Toulouse hacía pagar cada vez que compraba tierras. Esta
reacción se produjo en el contexto de una prolongada inflación en la que el precio de los cereales sobrepasó
el de los salarios de los labradores, y las malas cosechas de 1785 y 1788 doblaron los precios. Todas estas
circunstancias juntas explican la escalada de conflictos en el campo: unas tres cuartas partes de las 4.400
protestas colectivas registradas en los años 1720-1788 se produjeron después de 1765, casi todas en forma de
disturbios a causa de la comida y en contra de los señoríos.14
Esto concuerda con las tesis de Tocqueville de una ingerencia estatal cada vez mayor y más poderosa
que convertía a la nobleza en un colectivo «disfuncional» socavando la justificación teórica de sus
privilegios. Los tributos de señorío no podían ya legitimarse como el precio que tenían que pagar los no
privilegiados para el alivio de los pobres, o la protección y la ayuda de sus señores, que raramente estaban
presentes en la comunidad. Gradualmente, el sistema de señoríos se fue convirtiendo en poco más que una
estafa. La respuesta de los señores a este desafío a su autoridad y riqueza –desde arriba y desde abajo– hizo
que parecieran especialmente agresivos. Algunos historiadores que argumentan que el feudalismo ya había
dejado efectivamente de existir a finales del siglo XVIII tienen razón sólo en la medida en que el concepto de
noblesse oblige parecía haber perdido toda validez frente a señores ausentes que obtenían su superávit de un
campesinado reticente. Si en el Rosellón y la Bretaña el régimen señorial era relativamente permisivo y
bastante discreto, en otros extremos del país no era en absoluto así, como ocurría en zonas del centro de
Francia o del Languedoc. Este resentimiento hacia los señoríos hizo que las comunidades rurales se uniesen
en contra de sus señores.15
Los campesinos no se sometían incondicionalmente al poder de aquellos a quienes habían aprendido
a respetar. En las tierras bajas del Languedoc, en especial, tenemos evidencias de la «mentalidad» que Olwen
Hufton y Georges Fournier nos describen, de jóvenes que con frecuencia rebaten la autoridad del señor, del
curé, y de los funcionarios locales, exhibiendo una terquedad que las autoridades tachaban de «espíritu
republicano». Examinemos algunos ejemplos de la región de Corbiéres en el Languedoc, al sudeste de
Carcasona. Un jornalero de Albas comentó a sus compañeros mientras pasaba su señor: «Si hicierais lo que
hago yo pronto pondríamos en su sitio a esta clase de señoritos». Luego le dijo a un herrero: «Si todos
hicierais lo que hago yo, no sólo no os descubriríais la cabeza cuando pasáis por delante de ellos, sino que ni
siquiera los reconoceríais como señores, porque por lo que a mí respecta, nunca me he descubierto la cabeza
ni nunca en mi vida lo haré, no son más que un enorme montón de escoria, ladrones, jóvenes ...». En la
localidad cercana de Termes, un hombre llevó a su cuñado a los tribunales en los años previos a la
revolución por haber dicho «que se comportaba como un señor, con su tono arrogante». Aquellos que los
sacerdotes, nobles y personas acomodadas del lugar describían como «libertinos» y «sediciosos» eran en una
abrumadora mayoría jóvenes campesinos, y las tres cuartas partes de los incidentes en que estaban
implicados tenían que ver con su negativa a mostrar «signos de sumisión». En 1780 un joven de Tuchan se

14
Hilton L. Root, Peasant and King in Burgundy: Agrarian Foundations of French Absolutism (Berkeley, Calif., 1987);
Forster, The House of Saulx-Tavanes, cap. 2; Jones, Peasantry, pp. 53-58.
15
El argumento de que el «feudalismo» estaba muerto lo plantea de forma contundente Alfred Cobban, La
interpretación social de la Revolución Francesa (Narcea, Madrid, 1976; en 1999 se publicó una segunda edición en
inglés con una introducción a cargo de Gwynne Lewis); y Emmanuel Le Roy Ladurie, en Georges Duby y Armand
Wallon (eds.), Histoire de la France rurale (París, 1975), vol. 2, esp. pp. 554-572.

18
mofó del señor del lugar con una canción harto provocadora en occitano, acusándole de ir «detrás de las
faldas» y aludiendo a una de sus conquistas:

Regardas lo al front Mírala, tiene la cara


sen ba trouba aquel homme de ir a buscar a aquel hombre
jusquos dins souns saloun. en su propio salón.
Bous daisi a pensa Os dejo que imaginéis
se que naribara lo que allí sucederá.16

Georges Fournier distingue signos claros de creciente fricción en el Languedoc en el seno de las
comunidades rurales y entre ellas y sus señores en la segunda mitad del siglo XVIII. Los antiguos
resentimientos hacia el sistema de señoríos se vieron agravados por la consistencia con que el rígido y
aristocrático Parlamento de Toulouse defendió los derechos de los señores contra sus comunidades por el
acceso a las accidentadas laderas (garrigues) utilizadas como pastos para las ovejas. En aquellos tiempos los
miembros de la élite sabían también que las relaciones sociales estaban cambiando. En 1776, hacia finales de
su prolongado y activo periodo como obispo de Carcasona, Armand Bazin de Bezons advirtió a sus
superiores en Versalles que:

desde hace algún tiempo el espíritu de rebelión y la falta de respeto por los mayores se ha vuelto intolerable ...
no hay remedio alguno para ello porque la gente cree que es libre; la palabra «libertad», conocida incluso en
las más recónditas montañas, se ha convertido en una irrefrenable licencia ... Espero que esta impunidad no nos
lleve al final a cosechar frutos amargos para el gobierno.

Obviamente, resulta comprensible que un hombre en semejante posición lamente el desmoronamiento de las
pautas de comportamiento idealizadas, pero hay indicios de que no estaba equivocado respecto a la erosión
del respeto y la deferencia.
La advertencia de Bazin de Bezons fue escrita el mismo año en que las colonias norteamericanas de
Gran Bretaña declararon su independencia, provocando la ingerencia francesa a su favor y haciendo estallar
una crisis financiera. Es posible que el triunfo de la guerra de la independencia sufragada por Estados Unidos
apaciguara de alguna manera las humillaciones sufridas por Francia a manos de Inglaterra en la India,
Canadá y el Caribe; no obstante, la guerra había costado más de mil millones de libras, dos veces las rentas
del Estado. Cuando después de 1783 el Estado real se tambaleó en una crisis financiera, las cambiantes
estructuras económicas y culturales de la sociedad francesa provocaron respuestas conflictivas a las
demandas de ayuda de Luis XVI. Los costes de la guerra cada vez mayores, el mantenimiento de una corte y
una burocracia en expansión, y el pago de los intereses de una enorme deuda obligaron a la monarquía a
buscar el modo de reducir la inmunidad de la nobleza en lo relativo a los impuestos y la capacidad de los
parlamentos de resistirse a los decretos reales. La arraigada hostilidad de gran parte de la nobleza respecto a
la reforma fiscal y social se generó a causa de dos antiguos factores: primero, por las reiteradas presiones del
gobierno real que redujeron la autonomía de la nobleza y, segundo, por el desafío de una burguesía más rica,
más numerosa y más critica y de un campesinado claramente descontento de los conceptos aristocráticos de
propiedad, jerarquía y orden social.
Los sucesivos intentos de los ministros reales por convencer a las Asambleas de Notables de que
eliminasen los privilegios fiscales del segundo estado fracasaron debido a la insistencia de aquélla en que
sólo una asamblea de representantes de los tres órdenes como los Estados Generales podía aceptar dicha
innovación. Al inicio, Calonne trató de convencer a una asamblea de 144 «Notables», de la que sólo diez
miembros no eran nobles, en febrero de 1787, ofreciendo concesiones como el establecimiento de asambleas
en todas las provincias a cambio de la introducción de un impuesto territorial universal, de la reducción de la
talla y la gabela, y de la abolición de las aduanas internas. Sus propuestas fracasaron principalmente a causa
del impuesto territorial. Tras la dimisión de Calonne en abril, su sucesor Loménie de Brienne, arzobispo de
Toulouse, tampoco logró convencer a los Notables con propuestas similares, y la Asamblea fue disuelta a
finales de mayo.
Brienne prosiguió con su amplio programa de reformas; esta vez, en julio, fue el Parlamento de.
París el que se negó a registrar un impuesto territorial uniforme. La tensión entre la corona y la aristocracia

16
Peter McPhee, Revolution and Environment in Southern France: Peasants, Nobles and Murder in the Corbiéres,
1780-1830 (Oxford, 1999), 36-39; Olwen Hufton, «Attitudes towards Authority in Eighteenth-Century Languedoc»,
Social History, 3 (1978), pp. 281-302; Georges Fournier, Démocratie et vie municipale en Languedoc dumilieu du
XVIIIe au début du XIXe siècle, 2 vols. (Toulouse, 1994).

19
llegó a su punto álgido en agosto, con el exilio del Parlamento a Troyes. Sin embargo, el apoyo popular y de
la élite al Parlamento fue de tal calibre que el rey se vio forzado a restaurarlo. E128e de septiembre regresó a
París en medio de un gran bullicio popular. El principio de una contribución universal quedó arrinconado.
Coincidiendo con el agravamiento de la crisis entre la corona y los parlamentos en septiembre de 1787,
llegaron noticias de que el día 13 tropas prusianas habían cruzado la frontera para prestar apoyo a la princesa
Hohenzollern de Orange contra el partido «patriótico» de la República Holandesa. La suposición de que la
intervención francesa para respaldar a los patriotas era inminente quedó desmentida cuando el gobierno
anunció que los militares no estaban preparados.
La resistencia de los parlamentos se expresaba mediante la exigencia de la convocatoria de los
Estados Generales, un cuerpo consultivo compuesto por representantes de los tres estados, que se habían
reunido por última vez en 1614. En noviembre de 1787, Lamoignon, el garde des sceaux o ministro de
Justicia, pronunció un discurso en una sesión real del Parlamento de París. Este antiguo presidente del
Parlamento recordó a sus pares la preeminencia de Luis XVI rechazando su demanda de convocar los
Estados Generales:

Estos principios, universalmente aceptados por la nación, ratifican que el poder soberano de su reino pertenece
sólo al rey;
Que el rey tan sólo es responsable ante Dios por el ejercicio de su poder supremo;
Que el vínculo que une al rey y a la nación es indisoluble por naturaleza;
Que los intereses y deberes recíprocos del rey y de sus súbditos garantizan la perpetuidad de dicha unión;
Que la nación tiene sumo interés en que los derechos de su gobernante permanezcan invariables;
Que el rey es el gobernante soberano de la nación, y forma con ella una unidad;
Por último, que el poder legislativo reside en la persona del soberano, depende de él y no es compartido con
nadie.
Éstos, señores, son los principios inalienables de la monarquía francesa.

«Cuando nuestro rey estableció los parlamentos», les recordó, «éstos querían nombrar funcionarios
cuyo deber fuera el de administrar justicia y mantener los edictos del reino, y no el de fomentar en sus
organismos un poder que desafiase la autoridad real. »17 No obstante, esta contundente afirmación de los
principios de la monarquía francesa no intimidó a los súbditos más eminentes del rey ni hizo que se
sometieran.
En mayo, Lamoignon publicó seis edictos encaminados a socavar el poder político y judicial de los
parlamentos, provocando sublevaciones en París y en los centros provinciales. Incluso los más arraigados
intereses de la nobleza fueron redactados en el lenguaje de los filósofos: el Parlamento de Toulouse
aseguraba que «los derechos naturales de los municipios, comunes a todos los hombres, son alienables,
imprescindibles, tan eternos como la naturaleza que los conforma». Este lenguaje de oposición a la realeza,
los llamamientos a la autonomía provincial en centros provinciales como Burdeos, Rennes, Toulouse y
Grenoble, y los vínculos verticales de dependencia económica fomentaron la alianza entre la gente obrera
urbana y los parlamentos locales en 1788. Cuando en junio de 1788 el Parlamento de Grenoble fue
desterrado por su desafío al golpe ministerial propinado al poder judicial de la nobleza; las tropas reales
fueron expulsadas de la ciudad por una rebelión popular el llamado «Día de las tejas». El propio interés
oculto tras las nobles invocaciones a la «ley natural», a los «derechos inalienables» y a la «nación» demostró
que semejante alianza no podía ser duradera. De una reunión de notables locales en julio de 1788 en el
recientemente adquirido castillo de Claude Périer en Vizille surgió otro llamamiento para que se convocasen
los Estados Generales, pero esta vez para que el tercer estado tuviera representación doble respecto a los
otros órdenes en reconocimiento a su importancia en la vida de la nación. Aquel mismo mes, Luis decidió,
después de todo, convocar los Estados Generales en mayo de 1789, y Lamoignon y Brienne dimitieron.
En septiembre de 1788, el agrónomo inglés Arthur Young se encontraba en el puerto atlántico de
Nantes justo seis semanas después de que Luis XVI anunciase la convocatoria de los Estados Generales.
Young, agudo observador, anotó en su diario que:

Nantes está tan inflamada por la causa de la libertad como cualquier otra ciudad de Francia; las conversaciones
de las que fui testimonio muestran el importante cambio que se ha efectuado en las mentes de los franceses,
por lo tanto no creo posible que el presente gobierno pueda durar ni medio siglo más en su puesto a menos que
los más preclaros y eminentes talentos lleven el timón.18

17
Archives parlementaires, 19 de noviembre de 1787, seriel, vol. 1, pp. 265-269.
18
Arthur Young, Travels in France during the years 1787-1788-1789 (Nueva York, 1969), pp. 96-97. En la actualidad
el antiguo castillo de Périer en Vizille alberga el museo de la Revolución Francesa

20
Nantes era un bullicioso puerto de 90.000 habitantes que había experimentado un rápido crecimiento
gracias al comercio colonial con el Caribe a lo largo del siglo XVIII. Los comerciantes con los que Young
conversaba le habían convencido de los derechos de los que tenían «talento» a participar de forma plena en
la vida pública. Además, el entusiasmo de aquéllos por la reforma revela hasta qué punto la crisis de la
Francia absolutista iba más allá de la fricción entre la nobleza y el monarca. Esta conciencia política tampoco
se limitaba a las élites. El zapatero remendón parisino Joseph Charon recordaba en sus memorias que antes
de los disturbios de agosto y septiembre de 1788. el fermento político había descendido «desde los hombres
de mundo de los más altos rangos a las clases más bajas á través de distintos canales ... la gente adquiría y
dispensaba un conocimiento e ilustración tales que en vano se hubieran podido buscar en años anteriores ... y
tenían nociones acerca de las constituciones públicas de los últimos dos o tres años».19
La convocatoria de los Estados Generales facilitó la manifestación de las tensiones en todos los
niveles de la sociedad francesa y reveló divisiones sociales que desafiaban la idea de una sociedad de
«órdenes». El considerable dinamismo del debate en los meses anteriores a mayo de 1789 se debió en parte a
la suspensión de la censura en la prensa. Se calcula que se distribuyeron unos 1.519 panfletos sobre
cuestiones políticas entre mayo y diciembre de 1788 y durante los primeros cuatro meses de 1789 dichos
panfletos fueron seguidos por una avalancha de 2.639 títulos. Esta guerra de palabras se vio estimulada por la
indecisión de Luis respecto a los procedimientos que había que seguir en Versalles. Dividido entre la lealtad
hacia el orden corporativo establecido de rango y privilegio y las exigencias de la crisis fiscal, el rey vacilaba
ante la cuestión política crucial de si los tres órdenes debían reunirse por separado, como en 1614, o en una
cámara común. En septiembre, el Parlamento de Paris decretó que se seguiría la tradición en este asunto;
continuación, la decisión de Luis el 5 de diciembre de duplicar el número de representantes del tercer estado
sólo sirvió para desvelar la cuestión crucial del poder político, pero no se pronunció en cuanto a la forma de
llevar a cabo las votaciones. En enero de 1789, un periodista suizo, Mallet du Pan, comentaba: «el debate
público ha cambiado por completo en su énfasis: ahora el Rey, el despotismo y la Constitución son sólo
cuestiones secundarias, el debate se ha convertido en una guerra entre el tercer estado y los otros dos
órdenes».20
El hermano menor de Luis, el conde de Provenza, estaba dispuesto a consentir una mayor
representación del tercer estado, pero su hermano más pequeño, el conde de Artois, y los «príncipes de
sangre» pusieron de manifiesto su contumacia y temor en una «memoria» dirigida a Luis en diciembre:

¿Quién puede predecir dónde terminará la temeridad de opiniones? Los derechos del trono han sido
cuestionados, los derechos de. los dos órdenes del Estado enfrentan opiniones, pronto será atacado el derecho a
la propiedad, la desigualdad de riquezas será objeto de reforma, la supresión de los derechos feudales ya ha
sido planteada, al igual que la abolición de un sistema de opresión, los restos de barbarie ...
Por lo tanto, que el tercer estado deje de atacar los derechos de los dos primeros órdenes, derechos que, no
menos antiguos qué la monarquía, deben permanecer tan invariables como su constitución; que se limite a
buscar la reducción de los impuestos con los que se ve agravado; entonces los dos primeros órdenes,
reconociendo en el tercero ciudadanos que le son gratos, renunciarán, por la generosidad de sus sentimientos, a
aquellas prerrogativas que tengan un interés financiero, y consentirán en soportar las cargas públicas en
perfecta igualdad.21

En aquellos mismos días, un sacerdote de cuarenta años de origen burgués, Emmanuel Sieyès,
escribió el panfleto más significativo de cuantos difundió, titulado ¿Qué es el tercer estado?22 Al censurar la
obsesión de la nobleza con sus «odiosos privilegios», Sieyès hizo una enérgica declaración de la capacidad
de los plebeyos. No obstante, Sieyès no era ningún demócrata, pues aseguraba que no se podían confiar

19
Roche, France in the Enlightenment, pp. 669-672.
20
Soboul, La Revolución Francesa, Crítica, Barcelona, 1994. (En la traducción inglesa –Londres, 1989– corresponde a
la p. 120.) Jeremy Popkin, Revolutionary News: The Press in France (Londres, 1990), pp. 25-26. Para contrastar con
mayor detalle las historias políticas de 1788-1792 véase también, Doyle, Oxford History of the French Revolution;
Simon Schama, Ciudadanos: Crónica de la Revolución Francesa (Buenos Aires, 1990). Ningún relato evoca de forma
tan efectiva la dinámica social que sustenta la política como el de Soboul.
21
Archives parlementaires, 12 de diciembre de 1788, serie 1, vol. 1, pp. 487-489
22
.Emmanuel Sieyès, ¿Qué es el tercer estado? (Aguilar, Madrid, 1973). Véase también Jay M. Smith, «Social
Categories, the Language of Patriotism, and the Origins of the French Revolution: The Debate over noblesse
commçante», Journal ofModern History, 72 (2000), pp. 339-374; William Sewell, A Rethoric of Bourgeois Revolution:
The Abbé Sieyès and «What is the Third Estate?» (Durham, NC, 1994).

21
responsabilidades políticas ni a las mujeres ni a los pobres, pero su desafio expresaba una intransigencia
radical:

Hemos de plantearnos tres cuestiones.


1. ¿Qué es el tercer estado? –todo.
2. ¿Qué ha sido hasta ahora en el orden político? –nada.
3. ¿Qué es lo que pide? –ser algo ...

¿Quién, pues, se atrevería a decir que el tercer estado no contiene todo lo necesario para formar una nación
completa? Es un hombre fuerte y robusto que todavía tiene un brazo encadenado. Si se eliminasen los órdenes
privilegiados, la nación no perdería, sino que estaría mejor. Por lo tanto, ¿qué es el tercer estado? Todo, pero
un todo encadenado y oprimido. ¿Qué sería sin el orden privilegiado? Todo, pero un todo libre y próspero ... el
temor de ver reformados sus abusos inspira más miedo en los aristócratas que el deseo de libertad que sienten.
Entre ésta y unos pocos privilegios odiosos, eligen estos últimos ... Hoy temen a los Estados Generales a los
que un día convocaron con tanto fervor.

El panfleto de Sieyès se nutría del lenguaje del patriotismo: que la nobleza era demasiado egoísta
para comprometerse en un proceso de «regeneración» nacional y por lo tanto podía ser excluida del cuerpo
político. Hay que destacar también que Sieyès aludía tan sólo a un orden privilegiado, asumiendo
evidentemente que el clero estaba también dividido entre la élite noble y los párrocos plebeyos.
El desapacible invierno de 1788-1789, seguido de las devastadoras granizadas en el mes de julio que
arrasaron las cosechas en la cuenca de París, no contribuyó a que los campesinos pudieran pagar sus
impuestos. Aquel invierno supuso también una extrema penuria en las ciudades: los contemporáneos hablan
de 80.000 desempleados en París y la mitad de los telares o más estaban parados en las ciudades textiles
cómo Amiens, Lyon, Carcasona, Lille, Troyes y Ruán. La respuesta a la crisis en el suministro de alimentos
adoptó las formas «tradicionales» de acciones colectivas por parte de los consumidores para rebajar por la
fuerza el precio del pan. Sin embargo, había informes de oposición al sistema señorial en muchas regiones
del norte, especialmente en lo relativo a las leyes de la caza y a sus restricciones. En las propiedades del
príncipe de Conti cerca de Pontoise, no lejos de Menucourt (véase capítulo I), los campesinos y los granjeros
ponían trampas a los conejos desafiando el privilegio señorial. En Artois, los campesinos de una docena de
pueblos se juntaban en cuadrillas para apoderarse de la caza del conde d’Oisy.
En la primavera de 1789, se pidió a todos los habitantes de Francia que formulasen propuestas para
la reforma de la vida pública y para elegir a los diputados de los Estados. Generales. Especialmente las
parroquias y las asambleas de los gremios, y las reuniones del clero y los nobles se enfrascaron en la
elaboración de sus «listas de quejas» para guiar a sus diputados en el consejo que debían ofrecer al rey. La
confección de estos cahiers de doléances (cuadernos de quejas, o libros de reclamaciones) en el contexto de
una crisis de subsistencia, de incertidumbre política y de caos fiscal constituyó el momento decisivo de
fricción social en la politización de las masas. Por lo menos en la superficie, los cahiers (cuadernos) de los
tres órdenes muestran un considerable nivel de coincidencia, en particular en lo que se refiere a las
circunscripciones judiciales, es decir a las senescalías o bailías (sénéchaussée o bailliage). En primer lugar,
a pesar de las expresiones de gratitud y lealtad hacia el rey indudablemente sinceras, los cahiers de los tres
órdenes daban por sentado que la monarquía absoluta estaba moribunda, que la reunión de los Estados
Generales en mayo iba a ser la primera de un ciclo regular. Si no hay razón para dudar de la sinceridad de las
repetidas expresiones de gratitud y devoción hacia el rey, sus ministros en cambio fueron duramente
censurados por su ineficacia fiscal y sus poderes arbitrarios. Se le exigió al rey que hiciese público el nivel
de endeudamiento del Estado y que cediese a los Estados Generales (llamados también «asamblea de la
nación») el control sobre los gastos y los impuestos.
En segundo lugar, también había consenso en que la Iglesia necesitaba urgentes reformas para
controlar los- abusos en el seno de su jerarquía y mejorar la suerte del clero de parroquia. En tercer lugar,
parecía que entre muchos de los nobles, sacerdotes y burgueses había ya una aceptación general de los
principios básicos de igualdad fiscal, que los nobles y el clero renunciarían a su inmunidad contributiva, o
por lo menos en parte. Los cahiers de los tres estados mostraban acuerdos similares en cuanto a la necesidad
de una reforma judicial: en que las leyes deberían ser uniformes en toda la sociedad y entre las distintas
regiones, en que la administración de justicia debería ser más expeditiva y menos costosa, y en que las leyes
fueran más humanas. Por último, las ventajas del libre comercio interno y las facilidades de transporte y
comercio fueron ampliamente aceptadas.
No obstante, en diversos asuntos fundamentales de orden social y poder político, divisiones
insalvables socavarían las posibilidades de una reforma consensuada. Los contrastes más agudos de los

22
cahiers residían en las visiones del mundo tan encontradas que sostenían el campesinado, la burguesía y los
nobles de provincias. Incluso los burgueses de las ciudades pequeñas hablaban abiertamente de una nueva
sociedad caracterizada por «profesiones abiertas a los talentos», por el estímulo empresarial, por la igualdad
contributiva, por las libertades liberales, y por la abolición de los privilegios. La nobleza respondió con una
visión utópica de una jerarquía reforzada de órdenes sociales y obligaciones, de protección de las exenciones
de los nobles y renovada autonomía política. Para los nobles provinciales, los derechos de señorío y
privilegios de la nobleza eran demasiado importantes para ser negociables, y de ahí surgió la intransigencia
de la mayoría de los 270 nobles diputados elegidos para Versalles. Para los funcionarios orgullosos, para los
profesionales y terratenientes, tales pretensiones resultaban ofensivas y degradantes, opinión que quedaba
reflejada en la repetida insistencia en los cahiers a nivel de baillage que los diputados del tercer estado no
deberían reunirse por separado. Ante la insistencia de los aldeanos para que se suprimiesen los tributos de
señorío o que por lo menos fuesen amortizables, la nobleza reafirmaba su creencia en un orden social
idealizado de jerarquía y dependencia mutua, reconociendo los sacrificios que los nobles guerreros habían
hecho por Francia. En general, la nobleza buscaba un papel político de mayor envergadura para sí misma en
el seno de una monarquía constitucional limitada, con un sistema de representación que garantizase la
estabilidad del orden social concediendo sólo un papel restringido a la élite del tercer estado.
Un mecanismo retórico típico de los nobles de toda Francia era el de hacer declaraciones
grandilocuentes argumentando que estaban dispuestos a unirse al tercer estado en el programa de reformas
aceptando deberes comunes, pero al mismo tiempo añadían cláusulas sutiles y matizadas que negaban de
forma efectiva la generosidad inicial. Así, por ejemplo, el segundo estado de la provincia de Berry reunido
en Bourges expresó su satisfacción por el hecho de que «el espíritu de unidad y acuerdo, que siempre había
reinado entre los tres órdenes, se ha puesto de manifiesto por igual en sus cahiers. La cuestión de la votación
por cabeza en la asamblea de los Estados Generales fue la única que dividió al tercer estado de los otros dos
órdenes, cuyo constante deseo era el de que se deliberase allí por órdenes». De hecho, había una serie de
asuntos en los que no había acuerdo alguno. Por ejemplo, en la parroquia de Levet, 18 kilómetros al sur de
Bourges, donde había nada menos que diecisiete eclesiásticos y nueve personas laicas que reclamaban
derechos señoriales, una reunión de cuatro granjeros y treinta jornaleros decidió:

Artículo 1. Que el tercer estado vote por cabeza en la asamblea de los Estados Generales ...
Artículo 4. Que queden abolidas todas las exenciones, especialmente las relativas a la talla, la capitación, el
hospedaje de soldados, etc., soportadas totalmente por la clase más desfavorecida del tercer estado ...
Artículo 9. Que la justicia señorial sea abolida y que aquellos que estén reclamados por la justicia puedan
apelar ante el juez real más próximo.23

En calidad de miembros de una corporación, cuerpo privilegiado, los sacerdotes de parroquia


imaginaban asimismo un orden social rejuvenecido bajo los auspicios de un monopolio católico de credo y
moralidad. Sin embargo, siendo plebeyos de nacimiento, sentían inquietantes simpatías por las necesidades
de los pobres, por la apertura de puestos –incluyendo la jerarquía eclesiástica– a «hombres de talento», y por
las peticiones de contribución universal. No obstante, a diferencia del tercer estado, el clero era
comprensiblemente hostil a la cesión de su monopolio de credo religioso y moralidad pública. El primer
estado de Bourgés apeló a «Su Majestad» «para que ordenase que todos aquellos que mediante sus escritos
tratasen de divulgar el veneno de la incredulidad, de atacar a la religión y sus misterios, la disciplina y los
dogmas, fuesen considerados enemigos de la Iglesia y del Estado y por ello severamente castigados; que se
prohibiese de nuevo e inmediatamente a los editores la publicación de libros contrarios a la religión».
Aseguraba que «la religión católica apostólica y romana es la única religión verdadera». Mientras que los
cahiers de los nobles fueron aprobados por consenso, los del clero revelan una genuina tensión entre el clero
de parroquia y los cabildos catedralicios y monasterios de las ciudades. El clero de Troyes insistía en la
tradicional distinción de los tres órdenes que debían reunirse por separado, pero hacia una excepción
fundamental en lo relativo a la contribución: en este tema exigían que una asamblea común adoptase un
impuesto «que fuese asumido proporcionalmente por todos los individuos de los tres órdenes»24
Los cahiers de la canalla (menu peuple) urbana se elaboraron en las reuniones de maestros
artesanos, en las asambleas parroquiales y, muy ocasionalmente, en encuentros de mujeres dedicadas al
comercio. La mayor parte de la clase obrera era demasiado pobre como para reunir los requisitos mínimos de
propiedad necesarios para poder participar: en París sólo uno de cada cinco hombres mayores de veinticinco

23
Cahiers de dóléances du bailliage de Bourges et des bailliages secondaires de Vierzon et d’Henrichment pour les
États-Généraux de 1789 (Bourges, 1910); Archives parlementaires, États Généraux 1789. Cahiers, Province du Berry.
24
Paul Beik (ed.), The French Revolution (Londres, 1971), pp. 56-63.

23
años era elegible. Los cahiers de los artesanos, al igual que los de los campesinos, revelaron una
coincidencia de intereses con la burguesía en cuestiones fiscales, judiciales y políticas, pero manifestaron
una clara divergencia en lo relativo a regulación económica, pidiendo protección contra la mecanización y la
competencia, y control en el comercio de cereales. «No llamemos egoístas a los ricos capitalistas: son
nuestros hermanos», admitían los sombrereros y peleteros de Ruán, antes de exigir la «supresión de la
maquinaria», así «no habrá competencia ni problemas en los mercados». El cahier del pueblo de Normandía,
Vatimesnil, suplicaba también a «Su Majestad por el bien del pueblo la abolición de las máquinas de hilar
porque causan un gran daño a la gente pobre». Un argumento semejante se esgrimía elocuentemente en uno
de los escasos cahiers de mujeres, el de las floristas parisinas, que se lamentaba de los efectos de la falta de
regulación en su oficio:

La multitud de vendedoras está lejos de producir los efectos beneficiosos que al parecer deberíamos esperar de
la competencia. Al no aumentar el número de consumidores de forma proporcional al de los productores, éstos
no hacen otra cosa que perjudicarse unos a otros ... Hoy en día que todo el mundo puede vender flores y hacer
ramos, los modestos beneficios quedan divididos hasta tal punto que ya no procuran el sustento ... y puesto que
la profesión ya no puede alimentar a tantas vendedoras, éstas buscan los recursos de que carecen en el
libertinaje y la depravación más vergonzosa.25

La autenticidad de los 40.000 cahiers de doléances rurales como muestra de las actitudes populares
ha sido a menudo cuestionado: el número de aquellos que participaron en su confección no sólo variaba
considerablemente, sino que en muchos casos circulaban cahiers modelo por el campo y las ciudades,
aunque frecuentemente se ampliaban y adaptaban a las necesidades locales. A pesar de todo, constituyen una
fuente incomparable para los historiadores. John Markoff y Gilbert Shapiro han realizado un análisis
cuantitativo de una muestra de 1.112 cahiers, de los que 748 proceden de comunidades rurales. Sus análisis
demuestran que en 1789 los campesinos estaban mucho más preocupados por las cargas materiales que por
las simbólicas, que ignoraban por completo las trampas del estatus señorial, como la exhibición pública de
armas y los bancos reservados en las iglesias, que poco les abrumaban en términos materiales. La hostilidad
hacia las exacciones señoriales solía ir acompañada de fuertes críticas relativas al diezmo, a los tributos y a
las prácticas de la Iglesia; es decir, se consideraban interdependientes dentro del régimen señorial.
Los cahiers de los campesinos variaban en extensión desde muchas páginas de detalladas críticas y
sugerencias hasta tres únicas frases escritas en una mezcla de francés y catalán en los diminutos pueblos de
Serrabone en las pedregosas estribaciones de los Pirineos. En los distritos de Troyes, Auxerre y Sens, una
análisis de 389 cahiers parroquiales realizado por Peter Jones muestra que los tributos señoriales y las
banalités se criticaban de forma explícita en el 40, el 36 y el 27 por ciento de los mismos respectivamente,
dejando a un lado otras quejas harto comunes sobre los derechos de caza y las cortes señoriales.
Inevitablemente, los cahiers compuestos por la burguesía urbana a nivel de circunscripción (bailía)
eliminaron muchas de las quejas rurales por considerarlas demasiado provincianas y estrechas de miras; sin
embargo, el 64 por ciento de los 666 cahiers a nivel de distrito en toda Francia clamaban por la abolición de
los tributos de señorio. Cabe señalar el fuerte contraste del 84 por ciento de los cahiers de los nobles, que ni
siquiera mencionaban el tema26
En el campo, las tensiones acerca del control de los recursos provocaban permanentes fricciones. Tal
como nos muestra Andrée Corvol, mucho antes de 1789 la administración y conservación de los bosques era
objeto de fuertes tensiones debido a la creciente presión por el crecimiento de la población y de los precios
de la madera, así como por las actitudes comerciales de los propietarios de los recursos forestales.27 Los
cahiers redactados en las asambleas parroquiales se preocupaban por la conservación de los recursos,
especialmente de la madera, y tachaban de contrarias al entorno local las excesivas demandas de la industria
de la zona y de los señores. Especialmente en la Francia oriental, la proliferación de industrias extractivas
alimentadas con madera constituían el foco de la ira del campesinado, tal como se ponía de manifiesto en el
artículo ampliamente repetido de los cahiers parroquiales en la zona de Amont, en el este de Francia, que

25
Jeffry Kaplow (ed.), France on the Eve ofRevolution (NuevaYork, 1971), pp. 161167; Richard Cobb y Colín Jones
(eds.) Voices of the French Revolution (Topsfield, Mass., 1988), p. 42; «Doléances particuliéres des marchandes
bouquetiéres fleuristes chapeliéres en fleurs de la Ville et faubourgs de Paris», en Charles-Louis Chassin, Les Elections
et les cahiers de Paris en 1789, 4 vols. (París, 1888-1889), vol. 2, pp. 534-537
26
Sobre las limitaciones de la utilidad de los cuadernos, véase Jones, Peasantry, pp. 58-67; John Markoff, The
Abolition of Feudalism: Peasants, Lords, and Legislators in the French Revolution (Filadelfia, 1996), pp. 25-29.
27
Peter McPhee, «"The misguided greed of peasants"? Popular Attitudes to the En vironment in the Revolution of
1789», French Historical Studies, 24 (2001), pp. 247-269

24
insistía en que «todas las forjas, fundiciones y hornos establecidos en la provincia del Franco Condado en los
últimos treinta años sean destruidas, así como las más antiguas cuyos propietarios no poseen un bosque lo
suficientemente grande como para mantenerlas en funcionamiento durante seis meses al año». Otros
mostraban su descontento a causa de las aguas residuales de las minas, «cuyo pozo negro y sumidero:
desaguan en los ríos que riegan los campos o en los que bebe el ganado» provocando enfermedades en los
animales y matando a los peces. Desde Bretaña, la parroquia de Plozévet expresaba un punto de vista
frecuentemente repetido:

El pobre vasallo que tiene la desgracia de cortar la rama de un árbol de poco valor, pero de la que tiene gran
necesidad para su casa, para un carro o para un arado, es condenado y doblegado por su señor por el valor de
un árbol entero. Si todo el mundo tuviera derecho a plantar y cortar para sus necesidades, sin poder vender, no
se perderla tanto bosque.

Muchos cahiers rurales hacían hincapié en que la monarquía estimulaba la deforestación de las
tierras. Decretos reales de 1764, 1766 y 1770 ofrecían exenciones de todos los impuestos estatales y diezmos
durante quince años por tierra desbrozada, informando debidamente a las autoridades. Aunque el decreto
estipulaba que el Código forestal de Colbert de 1669 seguía en vigor y prohibía la deforestación de terrenos
boscosos, márgenes fluviales y laderas, las parroquias se lamentaban amargamente de la erosión que causaba
semejante desbrozo. En sus críticas apuntaban no sólo a sus semejantes campesinos, sino también a los
señores que eran demasiado mezquinos o negligentes como para replantar las zonas defórestadas. Así, desde
Quincé y otras parroquias cerca de Angers se articulaba la demanda de que se exigiese a los grandes
terratenientes y señores la replantación de árboles en determinados sectores de las landes; el cahier de la
localidad de St.-Barthélemy insistía en que se exigiese la reforestación a todo aquel que talase árboles
«siguiendo el prudente ejemplo de los ingleses».
Tal como afirma Markoff, los cahiers son una guía imperfecta de lo que a continuación había de
suceder en el campo, no sólo por las circunstancias en que fueron redactados, sino debido al contexto
cambiante de la política nacional y local una vez reunidos los Estados Generales. En cualquier caso, el
pueblo estaba siendo consultado sobre propuestas de reforma, no sobre si quería una revolución. Las
exigencias de los campesinos acerca de cómo debía ser el mundo –que previamente había existido en el reino
de la imaginación– se convirtieron más tarde en el foco de una acción organizada. En las comunidades
rurales, los económicamente dependientes se daban perfecta cuenta de los costes que podía representar el
hablar francamente acerca de los privilegios de los nobles. No obstante, algunas asambleas parroquiales se
atrevieron a criticar abiertamente el diezmo y el sistema señorial. En el extremo sur del país, las escasas
líneas remitidas por la pequeña comunidad de Périllos expresaban sti hostilidad sin reservas al sistema
señorial que permitía que su señor les tratase «como esclavos».28
De todas formas, lo más notorio era que los nobles y los plebeyos no podían llegar a ningún acuerdo
sobre los procedimientos de voto en los Estados Generales. La decisión de Luis del 5 de diciembre de
duplicar el número de representantes del tercer estado, mientras guardaba silencio en cuanto a la forma de
llevar a cabo la votación en Versalles, sólo sirvió para poner de manifiesto la importancia del poder político.
Existía el compromiso compartido por los tres órdenes de la necesidad de cambio, y un acuerdo general
sobre una serie de abusos específicos en el seno del aparato del Estado y de la Iglesia; sin embargo, las
divisiones acerca de las cuestiones fundamentales del poder político, el sistema señorial, y las exigencias a
los privilegios corporativos eran ya irreconciliables cuando los diputados llegaron a Versalles.
Durante largo tiempo los historiadores han debatido si realmente había causas profundamente
arraigadas de fricción política que emergieron en 1788, y si había líneas claras de antagonismo social.
Algunos insisten en que el conflicto político era reciente y evitable, y señalan la coexistencia de nobles y
acaudalados burgueses en una élite de notables, unidos como terratenientes, funcionarios, inversores e
incluso por su implicación en la industria y agricultura orientada a la obtención de beneficios. Sin embargo,
en el seno de esta élite noble y burguesa había una clase dominante de nobles con títulos heredados que
gozaba de los más altos escalafones de privilegio, cargo, riqueza y rango. Mientras que el ennoblecimiento
era la ambición de los burgueses más adinerados, las recherches de noblesse del segundo estado, establecidas
para investigar las peticiones de nobleza, guardaban minuciosamente los límites. Y dentro del segundo

28
McPhee, Revolution and Environment, 49. El cuaderno está reproducido en Cobb y Jones (eds.), Voices of the French
Revolution, 40. Para un análisis detallado de los cuadernos rurales, véase Markoff, Abolition of Feudalism, cap. 6;
Gilbert Shapiro y John Markoff, Revolutionary Demands: A Content Analysis of the Cahiers de Doléances of 1789
(Stanford, Calif., 1998).

25
estado había, en palabras de un contemporáneo, una «cascada de desprecio» hacia aquellos que descendían
en su estatus.29
Mientras que los más altos escalafones de la nobleza y la burguesía estaban fundidos en una élite de
notables, el grueso del segundo estado no estaba dispuesto a ceder sus privilegios en aras de un nuevo orden
social de igualdad de derechos y obligaciones. Los intentos de reforma institucional posteriores a 1774
fracasaron siempre en los escollos de esta intransigencia y en la incapacidad del rey de dirigir los cambios
básicos hacia un sistema en cuya cúspide se encontraba él mismo. Desde 1750 los cambios sociales habían
ido agravando las tensiones entre esta élite y la menos eminente mayoría de las órdenes privilegiadas
mientras que, por otro lado, alimentaban concepciones opuestas sobre las bases de la autoridad política y
social entre los plebeyos. Nombres fraudulentos como de Robespierre, Brissot de Warville, y Danton no
engañaban a nadie. El trato de celebridad que recibieron en París e incluso en Versalles Benjamín Franklin,
Thomas Jefferson y John Adams –representantes de un gobierno republicano elegido por el pueblo– indica lo
profunda que era la crisis de confianza en las estructuras jurídicas del Antiguo Régimen. La discusión sobre
las disposiciones específicas para la convocatoria de los Estados Generales había servido para centrar con
dramática claridad las imágenes de la nobleza, la burguesía y el campesinado de una Francia regenerada.
.

29
Roche, France in the Enlightenment, 407

26
CAPÍTULO III. LA REVOLUCIÓN DE 1789
Más de 1.200 diputados de los tres estados se reunieron en Versalles a finales de abril de 1789. Las
expectativas de los constituyentes eran ilimitadas como se desprende de la publicación por parte de un
sedicente roturier (plebeyo) de Anjou, en el oeste de Francia, de un opúsculo de siete páginas titulado Ave et
le crédo du tiers-état, que concluía con una adaptación del Credo de los Apóstoles:

Creo en la igualdad que Dios Todopoderoso, creador del cielo y de la tierra, ha establecido entre los hombres:
creo en la libertad que fue concebida por el coraje y nacida de la magnanimidad; que sufrió bajo Brienne y
Lamoignon, fue crucificada, muerta y sepultada, y descendió a los infiemos; que pronto resucitará, aparecerá
en plena Francia, y se sentará a la diestra de la Nación, desde donde juzgará al tercer estado y a la nobleza.
Creo en el Rey, en el poder legislativo del Pueblo, en la Asamblea de los Estados Generales, en la más justa
distribución de los impuestos, en la resurrección de nuestros derechos y en la vida eterna. Amén.1

Por supuesto, resulta difícil discernir con certeza si el autor estaba siendo deliberadamente satírico y
sacrílego o si creía genuinamente que la reforma ilustrada era el evangelio de Dios. No obstante, sea cual
fuere el caso, el «Ave» muestra hasta qué punto los intentos por articular un nuevo orden simbólico estaban
en deuda con el lenguaje eclesiástico.
La formulación de los cahiers de doléances en el mes de marzo se había completado con la elección
de diputados de los tres estados para los Estados Generales que habían de reunirse en Versalles el 4 de mayo
de 1789.
Los sacerdotes se apresuraron a sacar el máximo partido de la decisión de Luis de favorecer al clero
de parroquia en la elección de los delegados del primer estado: para elegir a sus diputados en las asambleas
tenían que votar individualmente, mientras que los monasterios tendrían tan sólo un representante y los
cabildos catedralicios tendrían uno por cada diez canónigos. Esta decisión respondía a las propias
convicciones religiosas de Luis, y al mismo tiempo ejercía una mayor presión sobre la nobleza. «Como
sacerdotes tenemos derechos», exclamaba un párroco de la Lorena, Henri Grégoire, hijo de un sastre, «en
doce siglos por lo menos no hemos teñido una oportunidad tan favorable como ésta ... aprovechémosla.» Su
alegato fue escuchado: cuando el clero se reunió para elegir a sus diputados a principios de 1789, 208 de los
303 elegidos pertenecían al bajo clero; solamente 51 de los 176 obispos fueron escogidos delegados. La
mayoría de los 282 diputados nobles pertenecían a los más altos rangos de la aristocracia, pero eran menos
reformistas que Lafayette, Condorcet, Mirabeau, Talleyrand, y que otros que ejercían su actividad en la
Sociedad Reformista de los Treinta en Paris, que eran lo suficientemente ricos y mundanos para comprender
la importancia de ceder por lo menos en los privilegios fiscales.
En las pequeñas parroquias rurales, las reuniones de contribuyentes masculinos mayores de 25 años
del tercer estado debían elegir dos delegados por los 100 primeros hogares y uno más por cada centenar
extra; a su vez, los delegados tenían que elegir diputados por cada una de las 234 circunscripciones
electorales. La participación fue significativa en todas partes, pero variaba sustancialmente desde la alta
Normandía, en cuyas parroquias oscilaba entre el 10 y el 88 por ciento, hasta Béziers donde iba del 4,8 al
82,5 por ciento y Artois, que abarcaba del 13,6 al 97,2 por ciento. Un rasgo que había de convertirse en una
característica común del periodo revolucionario era que en las comunidades más pequeñas con un mayor
sentido de la solidaridad los niveles de participación eran más elevados. Para el tercer estado había un
sistema indirecto de elecciones mediante el cual las parroquias y los gremios elegían delegados, que a su vez
votaban a los diputados de la circunscripción. Esto garantizaba que prácticamente todos los 646 diputados
del tercer estado fueran abogados, funcionarios y hombres acaudalados, hombres de fortuna y reputación en
la región. Tan sólo 100 de aquellos diputados burgueses procedían del comercio o la industria. Una rara
excepción en las filas de la clase media fue Michel Gérard, un campesino de la zona de Rennes que apareció
en Versalles con su indumentaria de trabajo.
Una vez en Versalles, el primer y segundo habrían de vestir el atuendo apropiado a su rango
particular dentro del orden al que pertenecían, mientras que el tercer estado vestiría uniformemente trajes,
calzas y capas de tela negra: en palabras de un doctor inglés que a la sazón vivía en París, «peor incluso que
11 clase más baja de togados en las universidades inglesas». «Una ley ridícula y extraña se ha impuesto a
nuestra llegada», comentaba un diputado, «por parte del gran maestro de puerilidades de la corte»2 Dejando
1
Ave et le crédo du tiers-état (s. p., 1789).
2
J. M. Thompson (ed.), English Witnesses of the French Revolution (Oxford, 1938), p. 58; Aileen Ribeiro, Fashion in
the French Revolution (Londres, 1988), p. 46. En 10 relativo a las elecciones de 1789, véase Malcom Crook, Elections
in the French Revolution: An Apprenticeship in Democracy, 1789-1799 (Cambridge, 1996), cap. 1.

27
constancia de su estatus inferior en la jerarquía de aquella sociedad corporativa desde la misma inauguración
de los Estados Generales, aquellos hombres, mayoritariamente de provincias y acaudalados, no tardaron en
mostrar una actitud común. Se trataba de una solidaridad que, al cabo de seis semanas, había de alentarles en
la organización de un desafío revolucionario al absolutismo y a los privilegios. El resultado inmediato fue el
de los procedimientos de votación: mientras que los diputados del tercer estado se negaban a votar por
separado, la nobleza abogaba por ello (por 188 votos a 46) al igual que el clero, por un estrecho margen de
votos (134 a 114). Por último, la aquiescencia de Luis a la demanda de la nobleza de que la votación se
efectuase en tres cámaras separadas agravó el ultraje de los diputados burgueses. Sin embargo, se vieron
alentados en sus demandas por disidentes de los órdenes privilegiados. El 13 de junio tres sacerdotes de
Poitou se unieron al tercer estado, seguidos de otros seis, incluyendo a Grégoire, al día siguiente.
El día 17 los diputados del tercer estado insistieron en sus pretensiones y proclamaron que «la
interpretación y presentación de la voluntad general les pertenecía a ellos ... El nombre de Asamblea
Nacional es el único adecuado ...». Tres días más tarde, tras ser excluidos de la sala de sesiones por cierre,
los diputados se trasladaron a un local interior próximo, el trinquete del Juego de Pelota, y, bajo la
presidencia del astrónomo Jean-Sylvan Bailly, juraron su «inamovible resolución» de continuar sus
deliberaciones donde fuera necesario:

Habiendo sido convocada la Asamblea Nacional para elaborar la constitución del reino, regenerar el orden
público y mantener los verdaderos principios de la monarquía, nada podrá impedir que continúe sus
deliberaciones en cualquier emplazamiento en el que se vea obligada a establecerse, y por último, en cualquier
sitio donde se reúnan sus miembros, éstos constituirán la Asamblea Nacional.
Queda decidido que todos los miembros de esta Asamblea pronunciarán ahora el solemne juramento de no
separarse nunca, y de reunirse cada vez que las circunstancias lo exijan, hasta que se haya elaborado la
constitución del reino y consolidado en una base firme, y que una vez efectuado el mencionado juramento,
cada uno de los miembros ratificará esta inquebrantable resolución con su firma.3

Hubo sólo una voz discordante, la de Martin Dauch, elegido por Castelnaudary, en la zona sur.
La resolución de los diputados del tercer estado se vio respaldada por el constante goteo a sus filas
de nobles liberales y de muchos párrocos reformistas que dominaban numéricamente la representación del
primer estado. El voto que el 19 de junio dieron 149 diputados del clero de unirse al tercer estado, contra
137, fue lo que liberó a la política del punto muerto en que se encontraba. El motivo clave de su decisión fue
su enojo por el abismo que les separaba de sus compañeros episcopales. El Abbé Barbotin escribió a un
sacerdote compañero suyo:

Al llegar aquí todavía me sentía inclinado a creer que los obispos eran también pastores, pero todo lo que veo
me obliga a pensar que no son más que mercenarios, políticos maquiavélicos, que sólo se preocupan de sus
propios intereses y están dispuestos a desplumar –incluso a devorar si es necesario– a su propio rebaño antes
que apacentarlo4

El 23 de junio, Luis trató de suavizar aquel desafio proponiendo una modesta reforma contributiva
que mantenía un sistema de órdenes separados sin alterar los señoríos. No obstante, el tercer estado se
mantuvo inamovible y su resolución se vio reforzada por la llegada a la Asamblea, dos días después, de
cuarenta y siete nobles liberales conducidos por el primo de Luis, el duque de Orleáns. El 27 de junio Luis
pareció capitular y ordenó a los diputados que quedaban que se uniesen a sus colegas de la Asamblea. Sin
embargo, a pesar de su aparente victoria, los diputados burgueses y sus aliados no tardaron en ser desafiados
por un contraataque de la corte. París, a 18 kilómetros de Versalles y crisol del entusiasmo revolucionario,
fue sitiado por 20.000 mercenarios y, en un acto de desafio simbólico, Luis destituyó a Jacques Necker, el
único ministro que no procedía de la nobleza, el 11 de julio.
Los miembros de la Asamblea se salvaron de una destitución sumaria gracias a la acción colectiva de
la clase obrera parisina. A pesar de que les estaba vetado por sexo o pobreza participar en la formulación de
los cuadernos o en la elección de los diputados, desde el mes de abril la canalla había demostrado su
convicción de que la revuelta de los diputados burgueses se hacía en nombre del pueblo. En efecto, una
observación hecha a la ligera sobre los salarios por parte del acaudalado fabricante Réveillon en una reunión
del tercer estado el 23 de abril había provocado una rebelión en el faubourg St.-Antoine durante la cual,

3
Gazette nationale ou le Moniteur universel, n.° 10, pp. 20-24 de junio de 1789, vol. 1, 89. Charles Panckoucke, editor
de la Encyclopédie, era el propietario de este periódico, que vinculaba la Gazette prerrevolucionaria al Moniteur
«patriótico». Su reedición en la década de 1840 resulta una inestimable fuente para los debates parlamentarios.
4
Dale Van Kley, The Religious Origins of the French Revolution (New Haven, 1996), p. 349.

28
imitando a Sieyés, se oyeron gritos de “¡Larga vida al tercer estado! ¡Libertad! ¡No cederemos!” (véase mapa
4). La revuelta fue sofocada por las tropas a costa de varios centenares de vidas. Numerosos panfletos
manifestaban la irá de la canalla ante su exclusión del proceso político. Una escalada en los precios de las
barras de pan de cuatro libras de 8 a 14 céntimos sustentó este malestar, que se asumió mayoritariamente
como consecuencia de una retención deliberada de las existencias por parte de los nobles terratenientes. El
librero parisino Sébastien Hardy, cuyos diarios constituyen una incomparable fuente de información acerca
de los primeros meses de la revolución, escribió que el pueblo aseguraba «que los príncipes estaban
acumulando trigo deliberadamente para poner la zancadilla a M. Necker, a quien estaban ansiosos por
derrocar».5
La destitución de Necker, que fue sustituido por el favorito de la reina, el barón de Breteuil, supuso
la señal de partida de la acción popular.
Entre los oradores en torno a los que los parisinos se arremolinaban en busca de noticias e
inspiración se encontraba Camille Desmoulins, amigo del diputado del tercer estado por Arras, Maximilien
Robespierre, a quien había conocido durante su época escolar en el Collége Louis-le-Grand en la década de
1770. Durante los cuatro días posteriores al 12 de julio, cuarenta de las cincuenta y cuatro aduanas que
circundaban París fueron destruidas. La abadía de Saint-Lazare fue registrada en busca de armas; las
sospechas del pueblo de que la nobleza trataba de doblegarlo mediante el hambre quedaron confirmadas
cuando se descubrieron reservas de trigo allí almacenadas. Los insurrectos se apoderaron de las armas y
munición que había en las armerías y en el hospital militar de los Inválidos, y se enfrentaron a las tropas
reales. El objetivo final era la fortaleza de la Bastilla, sita en el faubourg St. Antoine, porque disponía de
existencias de armas y pólvora y porque esta poderosa fortaleza dominaba los barrios populares del este de
París. Además, era también un imponente símbolo de la autoridad arbitraria de la monarquía. El 14 de julio,
unos 5.000 parisinos armados pusieron sitio a la fortaleza; el gobernador, el marqués de Launay, no quiso
rendirse y, viendo que la multitud se abría camino a la fuerza hacia el patio, ordenó a sus 100 soldados que
disparasen a la turba, con un saldo de 98 muertos y 73 heridos. Sólo accedió a la rendición cuando dos
destacamentos de Gardes Françaises se unieron a los sublevados y situaron su cañón frente a la entrada
principal.
¿Quiénes fueron los que tomaron la Bastilla? Se hicieron varias listas oficiales de los vencedores de
la Bastilla, como se les llamó después, incluyendo una elaborada por su secretario Stanislas Maillard. De los
662 supervivientes que figuraban en la lista, había quizá una veintena de burgueses, incluyendo fabricantes,
comerciantes, el cervecero Santerre, y 76 soldados. El resto pertenecían a la canalla: tenderos, artesanos y
asalariados de unos treinta oficios distintos. Entre ellos había 49 carpinteros, 48 ebanistas, 41 cerrajeros, 28
zapateros remendones, 10 peluqueros que también confeccionaban pelucas, 11 vinateros, 9 sastres, 7
canteros, y 6 jardineros.6
La triunfal toma de la Bastilla el 14 de julio tuvo importantes consecuencias revolucionarias. En
términos políticos, salvó a la Asamblea Nacional y legitimó un brusco cambio de poder. El control de París
por parte de los miembros burgueses del tercer estado quedó institucionalizado mediante un nuevo gobierno
municipal a cargo de Bailly y una milicia civil burguesa dirigida por el héroe francés de la guerra americana
de la Independencia, Lafayette. A primera hora de la mañana del 17 de julio, el hermano más pequeño de
Luis, el conde de Artois, abandonó Francia asqueado por el desmoronamiento del respeto propiciado por el
tercer estado. Un goteo constante de cortesanos descontentos se uniría a su emigrada corte en Turín. Aquel
mismo día, Luis aceptó formalmente lo ocurrido entrando en París para anunciar la retirada de sus tropas y
llamando de nuevo a Necker para devolverle el cargo. Días después, Lafayette añadiría el blanco de la
bandera borbónica al rojo y el azul de la ciudad de París: acababa de nacer la revolucionaria escarapela
tricolor.
Sin embargo, el asalto a la Bastilla planteó también a los revolucionarios un dilema acuciante y
espinoso. La acción colectiva del pueblo de París había sido decisiva en el triunfo del tercer estado y de la
Asamblea Nacional; no obstante, algunos de los participantes en la exultante multitud que tomó la Bastilla
respondieron violentamente matando al gobernador de la fortaleza, De Launay, y a seis soldados de sus
tropas. ¿Fue éste un comprensible –e incluso justificable– acto de venganza popular ejercido en la persona
cuya decisión de defender a toda costa la prisión había provocado la muerte de un centenar de asaltantes?
¿Fue acaso un momento de locura profundamente lamentable y retrógrado, el acto de una turba demasiado

5
George Rudé, The Crowd in the French Revolution (Oxford, 1959), p. 46.
6
Sobre el asalto a la Bastilla, véase ibid., cap. 4; y Jacques Godechot, The Taking of the Bastille: July 14th, 1789, trad.,
Jean Stewart (Londres, 1970).

29
habituada a los castigos espectaculares impuestos por la monarquía a la violenta sociedad que la revolución
pretendía reformar?
¿O bien se trató de un acto de barbarie totalmente imperdonable, la antítesis de todo aquello que la
revolución debía significar? En la primera edición de uno de los nuevos periódicos que se apresuraron a
informar acerca de los recientes acontecimientos sin precedentes, Les Révolutions de París, Elysée Loustallot
consideraba el asesinato de Launay repugnante pero legítimo:

Por primera vez, la augusta y sagrada libertad ha penetrado finalmente en esta morada de horrores [la Bastilla],
en este temible refugio de despotismo, monstruos y delincuencia ... el pueblo que estaba tan ansioso de
venganza no permitió ni a de Launai, ni a los demás funcionarios llegar al tribunal de la ciudad; los arrancaron
de manos de sus conquistadores y los pisotearon uno tras otro; de Launai fue atravesado por innumerables
estocadas, decapitado, y su cabeza clavada en la punta de una lanza, su sangre manaba por todas partes ... Este
glorioso día debe sorprender a nuestros enemigos, y presagiar por fin el triunfo de la justicia y la libertad.

Loustallot, un joven abogado de Burdeos, debió de pensar que aquel incidente sería único, pero lo
peor estaba aún por llegar. El día 22, el gobernador real de París desde 1776, Louis Bertier de Sauvigny, fue
apresado cuando trataba de huir de la ciudad. Él y su suegro Joseph Foulon, que había sustituido a Necker en
su ministerio, fueron apaleados hasta la muerte y decapitados, y sus cabezas exhibidas por todo París, al
parecer en merecido castigo por presunta conspiración para empeorar el largo periodo de hambruna que
atravesaron los parisinos en 1788-1789. Supuestamente Foulon había declarado que si los pobres estaban
hambrientos que comieran paja. El informe de Loustallot acerca de aquel día «terrible y aterrador» estaba
ahora marcado por la angustia y la desesperación. Tras la decapitación de Foulon,

Tenía un puñado de heno en la boca, una explícita alusión a los sentimientos inhumanos de aquel bárbaro ... ¡la
venganza de un pueblo comprensiblemente furioso! ... Un hombre ... ¡Oh Dios! ¡El bárbaro! arranca el corazón
[de Berthier] de sus entrañas todavía palpitantes ... ¡Qué horrible visión! ¡Tiranos, contemplad este terrible y
espeluznante espectáculo! ¡Temblad y ved cómo se os trata! ... Conciudadanos, percibo cómo os afligen el
alma estas espantosas escenas; al igual que vosotros, estoy conmocionado por todo lo sucedido, pero pensad
cuán ignominioso es vivir como un esclavo ... Sin embargo, no olvidéis que estos castigos ultrajan a la
humanidad, y hacen que la Naturaleza se estremezca.

Simon Schama insiste en que esta violencia punitiva estaba en el corazón de la revolución desde el
principio, y que los líderes de la clase media eran cómplices de tales barbaridades. Según Schama,
Loustallot, que se convertiría en el periodista revolucionario más importante y admirado, había escarnecido
el horror causado por la violencia para condonarla y alentarla: «mientras fingía sentirse estremecido por la
extrema violencia que estaba describiendo, su prosa se revolcaba en ella». El afligido reportaje de Loustallot
plantea argumentos difíciles de justificar.7
La toma de la Bastilla fue tan sólo el ejemplo más espectacular de conquista popular del poder local.
En toda Francia, desde Paris hasta la más remota y diminuta aldea, la primavera y verano de 1789 supusieron
el desmoronamiento total y sin precedentes de siglos de gobierno de la realeza. En los centros provinciales se
produjeron «revoluciones municipales», en las que los nobles se retiraban o eran obligados a marcharse por
la fuerza, como sucedió en Troyes, o en las que nuevos hombres accedían al poder, como en Reims. El vacío
de autoridad causado por la caída del Estado borbónico se cubrió temporalmente en los pueblos y ciudades
pequeñas por milicias populares y consejos. Esta toma de poder fue acompañada en todas partes por un
rechazo generalizado de las reivindicaciones del Estado, de los señores y de la Iglesia, que exigían el pago de
los impuestos, tributos y diezmo; por otro lado, al confraternizar abiertamente las tropas con los civiles, el
poder judicial no tenía fuerza alguna para hacer cumplir la ley.
Paralelamente a la revolución municipal, la toma de la Bastilla tuvo otra consecuencia todavía de
mayor envergadura. Las noticias de este desafío sin precedentes al poder del Estado y a la nobleza llegaron a
un campesinado en plena efervescencia, se respiraba en el campo un ambiente de conflicto, esperanza y
temor. Desde diciembre de 1788, los campesinos se habían negado a pagar los impuestos o los tributos
señoriales, o se habían apoderado de las reservas de comida, en Provenza, en el Franco Condado, en
Cambrésis y Hainaut en el noreste, y en la cuenca de París. Arthur Young, en su tercer viaje por Francia,

7
Schama, Citizens, 446; Les Révolutions de Paris, n.° 1, 12-18 de julio de 1789, pp. 17-19, n.° 2, 18-25 de julio de
1789, pp. 18-25. Una excelente colección de artículos de periódico nos la brinda J. Gilchrist y W J. Murray (eds.), The
Press in the French Revolution (Melbourne, 1971).

30
plasmó las desesperadas ilusiones depositadas en la Asamblea Nacional, al conversar con una mujer
campesina en la Lorena el 12 de julio:

Mientras subía a pie por una empinada colina, para aliviar a mi yegua, una pobre mujer se unió a mi y
comenzó a quejarse de aquellos tiempos que estábamos viviendo, y de lo triste que era el país; al preguntarle
yo las razones de su lamento, dijo que su marido no tenía más que un pedazo de tierra, una vaca, y un pobre
caballo, y sin embargo tenían que pagar un franchar (42 libras) de trigo y tres pollos por el arriendo a un señor,
y cuatro franchares de avena, un pollo y una libra a otro señor, además de las gravosas tallas y otros impuestos
... Ahora decían que algunas personas importantes iban a hacer algo por los pobres, pero ella no sabía quién
ni cómo, pero Dios nos favorecerá, car les tailles et les droits nous écrasent. Esta mujer, vista no de muy lejos,
aparentaba unos sesenta o setenta años, su figura encorvada y su rostro ajado y endurecido por el arduo trabajo,
pero ella aseguró tener sólo veintiocho.8

El miedo a la venganza de los aristócratas sustituyó tales esperanzas a medida que llegaban noticias
de la Bastilla: ¿acaso las pandillas de mendigos que merodeaban por los campos de cereales eran agentes de
los vengativos señores? La esperanza, el temor y el hambre convirtieron el campo en un polvorín al que
imaginarias visiones de «bandidos» prendieron fuego. El pánico se extendió a partir de unas pocas chispas
aisladas causando incendios de violentos rumores, diseminándose de pueblo en pueblo a varios kilómetros
por hora, e invadiendo todas las regiones a excepción de Bretaña y el este. Al no materializarse las
represalias de los nobles, las milicias de los pueblos apuntaron con sus armas al mismo sistema señorial,
obligando a los señores o a sus agentes a entregar los archivos feudales para ser quemados en la plaza del
pueblo. Esta revuelta tan extraordinaria se dio a conocer con el nombre de «gran pánico». Se eligieron
también otros objetos a los que dirigir el odio: en Alsacia se ejerció la violencia contra los judíos. En las
afueras del norte de París, en St. Denis, un funcionario que se había burlado de una multitud que se quejaba
de los precios de la comida fue arrastrado desde su escondrijo en el chapitel de una iglesia, apuñalado hasta
causarle la muerte y decapitado; sin embargo, éste fue un caso poco frecuente de violencia personal en
aquellos días. Al igual que la canalla de París, los campesinos adoptaron el lenguaje de la revuelta burguesa
para sus propios fines; el 2 de agosto, el mayordomo del duque de Montmorency escribió a su señor en
Versalles que:

El populacho, culpando a los señores del reino de los altos precios del trigo, ataca ferozmente todo lo que les
pertenece. No hay razonamiento que valga: este populacho desenfrenado tan sólo atiende a su propia furia ...
Justo cuando estaba a punto de terminar mi carta, me enteré de que aproximadamente trescientos
bandidos procedentes de todos los rincones, unidos a los vasallos de la marquesa de Longaunay, habían robado
los títulos de arrendamiento y concesiones de señorío, y derruido sus palomares: a continuación le dejaron una
nota informándola del robo con la firma La Nación9

La noche del 4 de agosto, en un ambiente de pánico exacerbado, abnegación y extrema excitación,


una serie de nobles montaron la tribuna de la Asamblea para responder al gran miedo renunciando a sus
privilegios y aboliendo los tributos feudales. No obstante, una semana más tarde, hicieron distinciones entre
«servidumbre personal», que fue abolida en su totalidad, y «derechos de propiedad» (tributos de señorío
pagaderos en cosechas) por los que los campesinos tenían que pagar una indemnización antes de dejar de
pagar definitivamente:

Artículo 1. La Asamblea Nacional aniquila por completo el régimen feudal y decreta la abolición sin
indemnización de los derechos y deberes, tanto feudales como censuales, derivados de manos muertas reales o
personales, y de la servidumbre personal, así como de aquellos que los representan; todos los demás son
amortizables, y el precio y la manera de amortizarlos serán establecidos por la Asamblea Nacional. Aquellos
derechos que no sean abolidos por este decreto seguirán siendo recaudados hasta nuevo acuerdo.

Así pues, la Asamblea abolió por completo la servidumbre, los palomares, los privilegios señoriales
y reales de caza, y el trabajo no remunerado. Quedaron también suprimidos los tribunales señoriales: en el
futuro, la justicia iba a ser administrada desinteresadamente de acuerdo con un conjunto de leyes uniformes.

8
Arthur Young, Travels in France during the Years 1787-1788-1789 (Nueva York, 1969).
9
Annales historiques de la Révolution franVaise (1955), pp. 161-162. La revuelta rural constituye el tema del estudio
clásico de 1932 de Georges Lefebvre, El gran pánico de 1789: la Revolución Francesa y los campesinos (Paidós,
Barcelona, 1986). Existe un estudio reciente de Clay Ramsay, The Ideology of the Great Fear: The Soissonnais in 1789
(Baltimore, 1992).

31
El diezmo, al igual que los impuestos estatales existentes, serían sustituidos por modos más equitativos de
financiar al Estado y a la Iglesia, pero mientras tanto habría que continuar pagando.
Más tarde, el 27 de agosto, tras concienzudos y largos debates, la Asamblea votó una Declaración de
los Derechos del Hombre y del Ciudadano. Lo fundamental de dicha Declaración era la insistencia en que
«la ignorancia, el olvido o el menosprecio de los derechos del hombre son las únicas causas de las
desventuras públicas»; la Asamblea rechazó la sugerencia por parte de los nobles de que se incluyese junto a
esta declaración una declaración de deberes para que el pueblo llano no abusase de sus libertades. En su
lugar, se establecía la esencia del liberalismo, que «la libertad consiste en poder hacer todo lo que no dañe a
otro». Por consiguiente, la Declaración garantizaba los derechos de libre expresión y asociación, y de
religión y opinión, limitados tan sólo –y de forma más bien ambigua– por «la ley». Aquélla iba a ser una
tierra en la que todos serían iguales ante la ley, y estarían sujetos a las mismas responsabilidades públicas:
era una invitación a convertirse en ciudadanos de una nación en vez de súbditos de un rey.
Los Decretos de Agosto y la Declaración de los Derechos del Hombre representaban el fin de la
estructura absolutista, señorial y corporativa de la Francia del siglo XVIII. Eran también una proclamación
revolucionaria de los principios de una nueva edad dorada. En sí misma la Declaración era un documento
extraordinario, una de las más poderosas afirmaciones de liberalismo y de gobierno representativo. Aun
siendo universal en su lenguaje y rebosante de optimismo, no dejaba por ello de ser ambigua en su redacción
y en sus silencios. Es decir, mientras proclamaba la universalidad de derechos y la igualdad cívica de todos
los ciudadanos, la Declaración era ambigua respecto a si los desposeídos, los esclavos y las mujeres gozarían
también de igualdad política y legal, y silenciaba el modo en que se pretendía garantizar el ejercicio del
propio talento a aquellos que carecían de educación o propiedades. Esta cuestión se había planteado ya en la
primavera de 1789 en un cahiers de mujeres del País de Caux, una región situada al norte de Paris:

Ya sea por razón o por necesidad, los hombres permiten que las mujeres compartan su trabajo, que cultiven el
suelo, que aren los campos, que se hagan cargo del servicio postal; otras emprenden largos y arduos viajes por
motivos comerciales ...
Nos han dicho que se está hablando de liberar a los negros; el pueblo, casi tan esclavizado como ellos, está
recuperando sus derechos ...
¿Seguirán los hombres insistiendo en querer hacernos víctimas de su orgullo e injusticia?10

Los Decretos de Agosto tuvieron también gran importancia por otra razón: porque estaban basados
en la presunción de que a partir de aquel momento todos los individuos de Francia gozarían de los mismos
derechos y estarían sujetos a las mismas leyes: la edad de los privilegios y excepciones había terminado:

Artículo X ... todos los privilegios especiales de las provincias, principalidades, condados, cantones, ciudades y
comunidades de: habitantes, ya sean financieros o de cualquier otro tipo, quedan abolidos sin indemnizaciones,
y serán absorbidos dentro de los derechos comunes de todos los franceses11

La Declaración, así como los Decretos de Agosto, afirmaba de forma explícita que todas las carreras
y cargos estarían abiertas al talento, y que en lo sucesivo «las distinciones sociales se basarían solamente en
la utilidad general». Por consiguiente, se consideró político excluir cláusulas de un borrador inicial que
trataba de explicar los límites de la igualdad de forma más directa:

II. Para garantizar su propia conservación y encontrar el bienestar, todo hombre recibe facultades de la
naturaleza. La libertad consiste en el completo y pleno uso de dichas facultades.
V. Pero la naturaleza no ha dotado a todos los hombres de los mismos medios para ejercer sus derechos.
La desigualdad entre los hombres nace de ello. Así pues, la desigualdad se encuentra en la propia naturaleza.
VI. La sociedad está basada en la necesidad de mantener la igualdad de derechos en plena desigualdad de
medios.12

10
«Cahier des doléances et réclamations des femmes par Mme. B... B..., 1789», en Cahiers des doléances des femmes et
autres textes (París, 1981), pp. 47-59.
11
Moniteur universel, nº 40, 11-14 de agosto de 1789, vol. 1, pp. 332-333.
12
Moniteur universel, n.° 44, 20 de agosto de 1789, vol. 2, pp. 362-363; Archives parlementaires, 2 de septiembre de
1791, pp. 151-152. En Dale Van Kley (ed.), The French idea of Freedom: The Old Regime and the Declaration of
Rights of 1789 (Stanford, Calif., 1994) encontramos una detallada reflexión sobre la Declaración.

32
Puesto que tanto los Decretos de Agosto como la Declaración constituían un conjunto
profundamente revolucionario de principios fundamentales de un nuevo orden, ambos documentos se
encontraron con el rechazo de Luis. Los Estados Generales habían sido convocados para ofrecerle consejo
sobre el estado de su reino: ¿acaso la aceptación de la existencia de una «Asamblea Nacional» le obligaba a
aceptar las decisiones de esta última? Además, a medida que la crisis empeoraba y se multiplicaba la
evidencia de un desprecio manifiesto por la revolución por parte de los oficiales del ejército, la victoria del
verano de 1789 parecía de nuevo discutible. Por segunda vez, la canalla de París intervino para salvaguardar
una revolución que había hecho suya. Sin embargo, esta vez fueron las mujeres de los mercados quienes la
abanderaron: en palabras del observador librero Hardy, «estas mujeres dijeron a voces que los hombres no
sabían de qué iba todo aquello y que ellas querían intervenir en el curso de los acontecimientos».13 El 5 de
octubre, 7.000 mujeres emprendieron la marcha hacia Versalles; entre sus líderes espontáneos figuraba
Maillard, un héroe del 14 de julio, y una mujer de Luxemburgo, Anne-Josephe Terwagne, que se hizo
famosa con el nombre de Théroigne de Méricourt. Más tarde fueron secundadas por la Guardia Nacional,
que obligó a su reacio comandante Lafayette a «acaudillarlas». Una vez en Versalles, las mujeres invadieron
la Asamblea. Una delegación se presentó ante el rey, que inmediatamente consintió en sancionar los
decretos. No obstante, no tardó en hacerse evidente que las mujeres sólo se contentarían si la familia real
regresaba a Paris. Así lo hizo el día 6 y la Asamblea siguió sus pasos.
Aquél fue un momento decisivo en la revolución de 1789. La Asamblea Nacional debía de nuevo su
existencia y su éxito a la intervención armada del pueblo de Paris. Convencida de que ahora la revolución era
completa y estaba asegurada, y de que el pueblo llano de París nunca más volvería a ejercer semejante poder,
la Asamblea ordenó una investigación acerca de los «delitos» del 5 al 6 de octubre. Entre los cientos de
participantes y observadores entrevistados se encontraba Madelaine Glain, una encargada de la limpieza de
42 años, que estableció una relación entre los imperativos de garantizar el suministro de pan a precio
razonable y el destino de los decretos revolucionarios clave:

acudió con las demás mujeres a la sala de la Asamblea Nacional, donde irrumpieron en tropel; tras haber
exigido algunas de aquellas mujeres panes de 4 libras a 8 céntimos, y carne por el mismo precio, la testigo ...
regresó al Ayuntamiento de Paris con el señor Maillard y otras dos mujeres, llevando consigo los decretos que
les fueron entregados en la Asamblea Nacional.

El alcalde Bailly recordó que cuando las mujeres regresaron a París el día 6, iban cantando
«cancioncillas vulgares que al parecer mostraban poco respeto por la reina». Otras se vanagloriaban de haber
traído consigo a la familia real tildándolos de «el panadero y su esposa, y el aprendiz del panadero».14 Con
esto las mujeres explicitaban públicamente la antigua creencia de la responsabilidad real ante Dios de
proveer comida. Una vez sancionados los decretos clave, y la corte totalmente desorganizada, el triunfo de la
revolución parecía asegurado; y para dar cuenta de la magnitud de lo conseguido, el pueblo empezó ahora a
referirse al antiguo régimen.
En toda Europa, la gente estaba impresionada por los dramáticos sucesos de aquel verano. Pocos
fueron los que no se entusiasmaron con los acontecimientos: entre las cabezas coronadas de Europa, sólo los
reyes de Suecia y de España y Catalina de Rusia se mantuvieron decididamente hostiles desde el inicio.
Otros quizá sintieran cierta satisfacción al ver humillada por su propio pueblo a una de las mayores potencias
de Europa. No obstante, entre el populacho europeo general el respaldo a la revolución era mayoritario,
aunque también había unos pocos «contrarrevolucionarios» como Edmund Burke. Mientras que en Inglaterra
muchos empezaron a sentirse incómodos con los informes acerca de los brutales derramamientos de sangre o
cuando la Asamblea Nacional desestimó sin dilación la posibilidad de emular el sistema británico de dos
cámaras, con su Cámara de los Lores, otros muchos mostraron abiertamente su entusiasmo. Poetas como
Wordsworth, Burns, Coleridge, Southey y Blake se unieron a sus semejantes alemanes e italianos en el
mundo artístico y filosófico (Beethoven, Fichte, Hegel, Kant y Herder) en la celebración de lo que se
interpretaba como un momento ejemplar de liberación en la historia del espíritu europeo. Lafayette mandó
un juego de llaves de la Bastilla a George Washington en calidad de «tributo que debo como hijo a mi padre
adoptivo, como ayudante de campo a mi general, y como misionero de la libertad a su patriarca». A su vez,
Washington, elegido presidente de Estados Unidos seis meses antes, escribió a su enviado en Francia, el
gobernador Morris, el 13 de octubre: «La revolución que se ha llevado a cabo en Francia es de tan

13
Rudé, Crowd in the French Revolution, p. 69 y cap. 5.
14
Réimpression de l’ Ancien Moniteur, seule histoire authentique et inaltérée de la Révolution française, depuis la
réunion des États-Généraux jusqu'au Consulat, 32 vols. (París, 1847), vol. 2, 1789, p. 544; Cobb y Jones (eds.), Voices
of the French Revolution, p.88

33
maravillosa índole que la mente apenas puede reconocer el hecho. Si termina como ... [yo] pronostico, esta
nación será la más feliz y poderosa de Europa».
Junto con el potente sentido de euforia y unidad en aquel otoño de 1789 se abría paso la conciencia
de cómo se había alcanzado la revolución y la magnitud de lo que quedaba por hacer. La revolución de los
diputados burgueses había triunfado sólo por la intervención activa de la clase obrera de París; los recelos de
los diputados se pusieron de manifiesto en la proclamación temporal de la ley marcial el 21 de octubre. Por
otro lado, el hecho de que Luis consintiera en cambiar a regañadientes, quedó parcialmente disfrazado por la
invención de que su obstinación se debía únicamente a la maligna influencia de la corte. Pero lo más
importante de todo, la declaración revolucionaria de los principios del nuevo régimen presuponía la
remodelación de todos los aspectos de la vida social. Y a esta tarea se dedicaron.

34
CAPÍTULO VIII. CONCLUYENDO LA REVOLUCIÓN, 1795-1799
Diez días después de la caída de Robespierre el 9 Termidor, Rose de Beauharnais fue liberada de la
prisión de Les Carmes. Su marido Alexandre no tuvo tanta suerte: había dimitido del ejército en agosto de
1793, pero luego fue juzgado, acusado de conspiración con el enemigo, y ejecutado el 5 Termidor. Rose era
una mujer de 31 años, hija del propietario de una plantación de azúcar en la isla caribeña de la Martinica; no
obstante, había sido prorrevolucionaria, y se sentía cómoda cuando se dirigían a ella tratándola de tú y de
ciudadana. A pesar de ello, su nombre la había convertido en sospechosa en la fatídica primavera de 1794.
Entre los otros «sospechosos» liberados después de Termidor se contaban numerosos sans-culottes,
entre ellos François-Noël Babeuf (véase capítulo IV). Babeuf fue encarcelado a comienzos de 1793 por
falsificar registros de propiedad con el objetivo de repartir las tierras entre los pobres. Durante su estancia en
prisión cambió el nombre de Camille, que había adoptado tiempo atrás, por el de Gracchus, un reformista
agrario romano del siglo II a.C. Gracchus Babeuf se movió con presteza y fundó el Tribun du peuple en el
que hacía públicas las demandas de los sans-culottes. Fue también uno de los muchos militantes que
pensaban que el fin del Terror aportaría una nueva libertad a la iniciativa popular y la aplicación de la
Constitución de 1793.
La caída de Robespierre fue universalmente aplaudida, pues simbolizaba el final de las ejecuciones a
gran escala. La expresión «el sistema del Terror» fue utilizada por primera vez dos días después por Barère.
Las historias del Terror –es decir, de la propia Revolución– suelen terminar, por lo tanto, con la caída de
Robespierre. Para los más acomodados de toda Francia, el nuevo régimen del Directorio representaba
aquello que todos anhelaban: la garantía de los logros revolucionarios y la contención de la política popular.
Así pues, en enero de 1795 el comité de vigilancia de Lagrasse (departamento del Aude) celebró el fin del
Terror en una alocución dirigida a la Convención:

La Revolución del 9 Termidor ... ha sido testigo del renacimiento de la calma y la serenidad en los corazones
de los franceses, que, liberados de los errores a los que el terrorismo les había conducido, y habiendo roto el
cetro de hierro bajo el que el sinvergüenza de Robespierre los tenía sometidos, gozan ahora del fruto de
vuestras sublimes obras, recorriendo con alegría el sendero de la virtud ... Antes, hombres sanguinarios
mataban a víctimas inocentes por envidia, y el destino envió al patíbulo a infinidad de sufridos y honrados
ciudadanos confundidos entre los cupables ... Francia, es libre, feliz y triunfante.1

Sin embargo, aquellos que trataban de culpar a Robespierre de los excesos del Terror, a menudo
habían sido sus instrumentos o cómplices de ellos. Otros que celebraron el levantamiento de las restricciones
a la libertad estaban tan amargados por sus experiencias que dieron rienda suelta a un periodo de crueles
represalias. Obviamente, no resultaba sencillo volver a los principios y al optimismo de 1789: la Revolución
había perdido su inocencia, y los hombres que ahora gobernaban Francia eran curtidos pragmatistas. Los
regímenes postermidorianos tendrían todos ellos dos objetivos fundamentales. En primer lugar, serian
republicanos, pero por encima de todo estaba la necesidad de terminar la revolución, suprimiendo
obviamente las fuentes de inestabilidad encarnadas por los jacobinos y los sans-culottes. Los termidorianos
eran hombres duros, muchos de ellos antiguos girondinos que habían sobrevivido al Terror ejerciendo una
silenciosa oposición, y no estaban dispuestos a que la experiencia se repitiese. En segundo lugar, la
justificación de la guerra expresada por los antiguos líderes Brissot y Vergniaud –de que se trataba de una
guerra defensiva contra la tiránica agresión que acabaría convirtiéndose en una guerra de liberación a la que
se unirían los europeos oprimidos– evolucionaría desembocando finalmente en una guerra de expansión
territorial en nombre de «la grande nation».
Al cabo de un mes de la caída de Robespierre, unos doscientos clubes jacobinos provinciales
manifestaron ruidosamente sus quejas por las inesperadas repercusiones. Junto con la restricción de los
objetivos del tribunal revolucionario, que finalmente quedó abolido en mayo de 1795, al mismo tiempo que
se llevaba a cabo la ejecución de Fouquier-Tinville, fiscal en el año II, se dio rienda suelta a una violenta
reacción social. Este «Terror blanco» fue una respuesta punitiva de las élites políticas y sociales frente a los
controles y miedos que habían padecido. En París, los jacobinos activos y los sans-culottes fueron arrestados,
en las ciudades de provincias los militantes fueron asesinados, y el club jacobino, que había sido la espina
dorsal de la vida política de la burguesía patriótica durante la revolución, fue clausurado en noviembre.
El talante vengativo de esta reacción social quedó reflejado en una canción de Souriguiéres y
Gaveaux «Le Réveil du peuple» («El despertar del pueblo»), en enero de 1795:

1
McPhee, Revolution and Environment, p. 120.

35
Pueblo francés, pueblo fraternal,
¿puedes contemplar sin estremecerte de horror
cómo sostiene el crimen sus banderas
de carnicería y terror?
Tú sufres mientras una espantosa horda
de asesinos y bandidos
ensucia con su feroz aliento
la tierra de los vivos.

¿Qué es esta primitiva lentitud?


¡Apresúrate, pueblo soberano,
a devolver a todos estos bebedores de sangre humana
a los monstruos de Ténaro!
¡Guerra a todos los agentes del crimen!
¡Perseguidles hasta la muerte!
¡Compartid el horror que me invade!
¡Que no escapen!

En Burdeos esta canción se hizo popular entre los monárquicos, que comenzaban a resurgir. A
mediados de 1795, una multitud de jóvenes invadió el Grand Théatre para abuchear y silbar la obra
anticlerical Jean Calas, exigiendo que los actores cantasen «Le Réveil du peuple».2 La canción fue prohibida
un año más tarde, cuando el gobierno se percató de que su sangriento llamamiento a la venganza servía de
tapadera al resurgimiento monárquico.
La revolución cultural del año II había terminado. Los acomodados empezaron a utilizar
tímidamente el tratamiento de «Monsieur» y «Madame» en vez de «Ciudadano». Aquellos años vieron,
también de facto el fin de tuteo como forma política de tratamiento, de los nombres revolucionarios e incluso
de las décadas en muchas zonas: Las viejas formas de comunicación volvieron a instalarse: en 1795 el
número de nuevas novelas se duplicó –en gran parte relatos sentimentales y de misterio– mientras que la
cantidad de nuevas canciones políticas descendió de 701 a 137. De forma similar a la historia de la prensa y
de la pintura, la historia de la industria editorial lleva el sello de la economía política del período.
Originalmente «emancipados» de los controles del gremio privilegiado de editores parisinos, los autores
habían disfrutado de unos años de libertad de expresión sin precedentes desde 1789 hasta que la tenaz
política del Terror les puso freno. Con el derrocamiento del Terror en julio de 1794, los autores pudieron
tratar otra vez con los editores como agentes de libre contrato; no obstante, ahora el régimen ofrecía
subsidios a sus partidarios literarios. El informe de Grégoire del 17 Vendimiario III (5 de octubre de 1794),
que Carla Hesse describe como el «Termidor cultural», abogaba por una política deliberada de inculcación
de los auténticos valores culturales y políticos3
Los hijos de los adinerados manifestaban un desprecio por la indumentaria «mediocre» de los
jacobinos desfilando como muscadins y merveilleuses, y aquella jeunesse dorée (juventud dorada) patrullaba
las calles buscando la ocasión de tomar venganza fisica de los sans-culottes.4 A pesar de la ley del 2 Pradial
II (21 de mayo de 1795), según la cual tan sólo se permitía la escarapela tricolor como signo de afiliación
política, en Burdeos la jeunesse dorée realista se deleitaba llevando la escarapela blanca y golpeando a los
sans-culottes con los que se tropezaba por la calle. Los árboles de la libertad plantados durante el Terror no
tuvieron oportunidad de alcanzar la madurez. La liberación de las restricciones sociales y económicas en la
exhibición de la riqueza permitieron el resurgimiento del consumo ostentoso, especialmente bailes en los que
los más adinerados mostraban su antipatía por el Terror y simbolizaban sus recientes temores presentándose
con el cuello afeitado y con finas cintas rojas en torno a la garganta. Reaparecieron las prostitutas en el
Palais-Royal solicitando a sus ricos clientes.
El punto de vista social de los antiguos girondinos y hombres de la «Llanura» que ahora dominaban
la Convención se hizo patente en su política educativa, que dio marcha atrás al compromiso jacobino de una

2
Alan Forrest, The Revolution in Provincial France: Aquitaine, 1789-1799 (Oxford, 1996), p. 334; Mason, Singing the
French Revolution, cap. 5. La referencia a Ténaro alude a un cabo en el Peloponeso, y es buena muestra de la educación
clásica de la clase media parisina.
3
Carla Hesse, Publishing and Cultural Politics in Revolutionary Paris, 1789-1810 (Berkeley y Los Angeles, 1991).
4
Francois Gendron, The Gilded Youth of Thermidor, trad. James Cookson (Montreal, 1993). La mejor visión de
conjunto del período termidoriano sigue siendo la de Georges Lefebvre, The Thermidorians, trad. R. Baldick (Londres
1965). Véase también Bronislaw Baczko, Ending the Terror: The French Revolution after Robespierre (Cambridge,
1994).

36
escolarización universal y gratuita. La ley Daunou del 3 Brumario IV (25 de octubre de 1795) preveía
también que se pagase a los maestros con los salarios de los alumnos, que se enseñase a las chicas
«habilidades útiles» en escuelas separadas, y que solamente hubiese una escuela en cada cantón en vez de
una en cada comuna. Los termidorianos estaban más interesados en la educación de élite. En septiembre de
1794, se creó la Escuela Central de Obras Públicas (que en septiembre de 1795 se convirtió en Escuela
Politécnica) vinculada a ingenierías especializadas y a las escuelas militares. En octubre de 1795, las
academias del antiguo régimen, abolidas en agosto de 1793 por ser corporativas y elitistas, volvieron a
funcionar como el Institut de France.
Bajo el Terror se conmemoraba el heroico sacrificio de niños como Bara y Viala; ahora había que
reconocer actos de virtud opuestos. En el Salón de París de 1796 se presentó una pintura de Pierre-Nicolas
Legrand titulada «Una acción piadosa nunca se olvida». Se trataba de la conmemoración de Joseph Cange, el
mensajero de la prisión de La Force durante el Terror. Conmovido por la miseria de la familia de un
prisionero a la que tuvo que llevar un mensaje, Cange les dio parte de su dinero fingiendo que lo enviaba el
prisionero, y luego hizo otro tanto con el preso. Sólo después del Terror descubrió éste, reunido ya con su
familia, la verdad sobre lo sucedido; es más, se enteró de que Cange estaba criando a seis hijos. El de
Legrand fue uno de los varios retratos hechos a Cange y, poco después de Termidor, como mínimo ocho
obras teatrales contaban esta conmovedora historia, una de ellas era de Marin Gamas, el autor de Emigrados
en tierras australes (véase capítulo V).
Sin embargo, a pesar del vigor de la reacción política contra el Terror, el régimen seguía siendo una
república en guerra con la vieja Europa. Una de las grandes virtudes de Cange era que tres de los seis hijos
que estaba criando eran de un cuñado muerto en el frente. Una mezcla similar de conservadurismo social y
republicanismo invadió las fiestas oficiales del Directorio, a saber, las Fiestas de la Juventud, de la
Ancianidad, de los Cónyuges, y de la Agricultura, que reemplazaron a las fiestas jacobinas de la Razón y la
Naturaleza. Estas fiestas oficiales carecían del respaldo popular, y el Directorio recurrió a la obligatoriedad
para imponer su particular marca al republicanismo. En enero de 1796, mi decreto gubernamental exigía que
se cantase la «Marsellesa» en todos los teatros antes de subir el telón. Esporádicamente, algunas fiestas más
espontáneas dieron la vuelta a la tortilla contra los jacobinos: en Beaumont-de-Périgord el 26 Termidor V
(13 de agosto de 1797) unos jóvenes quemaron «un hombre de paja al que pusieron el nombre de
Robespierre»; en Blois, en la conmemoración del 10 de agosto de 1792 en el año VI se quemó también una
efigie de Robespierre.5 De este modo Robespierre sirvió para personificar las sangrientas imágenes del
Terror tanto para los republicanos moderados como para los realistas.
Mientras que la eliminación de los controles económicos permitió la vengativa exhibición de
riquezas, el fin de los precios fijos en diciembre de 1794 desencadenó una desenfrenada inflación. En abril
de 1795, el nivel general de precios estaba en torno a un 750 por ciento por encima de los niveles de 1790.
Esto coincidió con un invierno muy riguroso: el Sena se congeló y el suelo se endureció hasta medio metro
de profundidad. En este contexto de reacción política y social, y de privación económica, los sans-culottes
llevaron a cabo un último y desesperado intento de recuperar la iniciativa. Los levantamientos de Germinal y
Pradial del año III (abril y mayo de 1795) buscaban el retorno efectivo a las promesas de otoño de 1793,
paradigma del movimiento de los sans-culottes. Con la consigna de «Pan y Constitución de 1793» clavada en
sus gorros, los insurgentes reclamaban la supresión de la juventud dorada y la liberación de los presos
jacobinos y de los sans-culottes, exigiendo al mismo tiempo la «abolición del gobierno revolucionario». Van
Heck, comandante de la Sección de la cité, advirtió a la Convención: «Los ciudadanos en nombre de quienes
hablo reclaman la Constitución de 1793, están hartos de pasarse las noches a las puertas de los panaderos ...
Exigimos la libertad de varios miles de padres de familias patriotas, que están en prisión desde el 9
Termidor». Las mujeres desempeñaron un importante papel en estas insurrecciones. En el período
inmediatamente posterior al levantamiento de Pradial, la Convención decretó de forma contradictoria que las
mujeres habíann abusado de la consideración que los hombres sentían «por la debilidad de su sexo» y que, a
menos que respetasen al instante el toque de queda, serían reducidas por las fuerzas armadas.6
El fracaso de la insurreción de mayo de 1795 dio rienda suelta a una reacción de gran alcance. Más
de 4.000 jacobinos y sans-culottes fueron arrestados, y 1.700 fueron despojados de todos los derechos
civiles. Se establecieron campos de prisioneros en las Seychelles y en la Guayana. A excepción del «Día de
los collares negros» en julio de 1795, cuando los sans-culottes y algunos soldados aprovecharon el sexto

5
Ozouf, Festivals and the French Revolution, p. 96.
6
Philip Dawson (ed.), The French Revolution (Englewood Cliffs, NJ, 1967), pp. 152-153. Sobre estas journées, véase
Rudé, Crowd in the French Revolution, cap. 10; Bertaud, Army of the French Revolution, cap. 12.

37
aniversario de la toma de la Bastilla para vengarse de la juventud dorada, el movimiento popular parisino
quedó silenciado. En el sur del país, las «Compañías de Jesús y el Sol» señalaban a los jacobinos.
Semejante ambiente alentó las esperanzas de los realistas, si no de una restauración del antiguo
régimen, por lo menos de una monarquía constitucional. Tras la muerte en prisión del delfin, ahora llamado
Luis XVII, víctima de la escrófula en junio de 1795, su tío, el conde de Provenza, asumió el título de Luis
XVIII. El 25 de junio hizo pública desde Verona una declaración en la que aseguraba que no se volvería a la
Constitución de 1791, medida que garantizaba la estabilidad de la revolución. En efecto, aludía a la
restauración de los tres estados y a la posición de la Iglesia católica, como si la revolución de 1789 no se
hubiese producido nunca. Teniendo en cuenta el profundo odio que los republicanos y monárquicos sentían
los unos por los otros en 1795, es harto dudoso que se produjera un retorno a una variante de la Constitución
de 1791 sin una derrota militar y otra guerra civil. En cualquier caso, la declaración de Luis ofreció
esperanzas solamente a los más intransigentes monárquicos que soñaban con un retorno al antiguo régimen.
El hermano pequeño del conde de Provenza, el conde d’Artois, todavía más recalcitrante, intentó a finales de
1975 que fuerzas británicas penetrasen en Bretaña bajo su mando, pero no consiguió ponerse en contacto con
Charette, líder de la Vendée, tal como había planeado.7
La determinación con la que la Convención resolvió responder a los desafíos tanto populares como
realistas quedó claramente expresada en sus acuerdos constitucionales, pues ahora no podía siquiera
plantearse un retorno a la democracia igualitaria de la Constitución de 1793. El presidente de la Convención,
Boissy d’Anglas, dejó muy clara la agenda política de la Convención el 5 Messidor III (23 de junio 1795):

Deberíamos estar gobernados por los mejores de entre nosotros; los mejores son los que tienen mayor
educación, y los que más interés tienen en defender las leyes; salvo raras excepciones, esta clase de hombres
sólo se encuentra entre aquellos que, siendo propietarios, son fieles a las tierras en las que está ubicada su
propiedad ... Si se concediesen derechos políticos ilimitados a hombres sin hacienda, y si tuvieran que ocupar
su puesto en la asamblea legislativa, provocarían disturbios, o contribuirían a su creación sin temor a las
consecuencias; impondrían o permitirían que se recaudasen impuestos fatales para el comercio y la agricultura
...8

Los diputados que ahora dominaban la Convención buscaban un acuerdo político que estabilizase la
revolución y terminase con las revueltas populares. En palabras de Boissy d’Anglas: «Hemos vivido seis
largos siglos en sólo seis años». Fue un personaje decisivo en la elaboración de la Constitución del año III
(agosto de 1795), que restringía la participación en las asambleas electorales por razones de riqueza, edad,
educación y sexo. La vida política quedaba limitada al mero acto de votar: se prohibieron las peticiones, los
clubes políticos e incluso las manifestaciones pacíficas. Los derechos sociales prometidos en la Constitución
de 1793 fueron eliminados, y el significado del término igualdad quedaba ahora mermado en una sociedad en
la que la propiedad era la base del orden social:

4. La igualdad es una circunstancia en la que la ley es la misma para todos ...


8. El cultivo de la tierra, la producción, todo tipo de trabajo, y el orden social entero dependen del
mantenimiento de la propiedad ...9

Para los termidorianos quedaba claro que sólo aquellos que tuvieran una participación adecuada en la
sociedad podían acceder al gobierno, es decir, los hombres adinerados, educados, de mediana edad y
casados. Mientras que la Constitución de 1795 concedía el derecho de voto a todos los contribuyentes de
sexo masculino, los colegios electorales estaban limitados a los 30.000 más ricos de entre estos últimos,
aproximadamente la mitad de las cifras de 1791. El objetivo era evitar que se produjesen cambios políticos
abruptos: tan sólo un tercio del Consejo de los Quinientos sería elegido cada vez, el Consejo de los Ancianos
(hombres mayores de 40 años casados o viudos) aprobaría la legislación, y uno de los miembros del
ejecutivo de cinco Directores, electos por los Ancianos de una lista presentada por los Quinientos, sería

7
Sobre las relaciones internas y externas de la contrarrevolución, véase Maurice Hutt, Chouannerie and Counter-
Revolution: Puisaye, the Princes and the British Government in the 1790s, 2 vols. (Cambridge, 1983); William Fryer,
Republic or Restoration in France? 1794-1797: The Politics of French Royalism (Manchester, 1965); Harvey Mitchell,
The Underground War against Revolutionary France: The Missions of fI illiam Wickham, 1794-1800 (Oxford, 1965).
8
Moniteur universel, n.° 281, p. 11 Messidor III [29 de junio de 17951, vol. 25, pp. 81, 92; Soboul, French
Revolution, pp. 453-455.
9
John Hall Stewart (ed.), A Documentary Survey of the French Revolution (Nueva York, 1951), pp. 572-612.

38
sustituido anualmente. Un posterior decreto exigía que dos tercios de la nueva legislatura fueran elegidos por
hombres de la Convención.
La Constitución se presentó al electorado: aproximadamente 1.300.000 hombres votaron aa favor y
50.000 en contra, una cifra considerablemente inferior a la obtenida en 1793. Sólo 208.000 se molestaron en
votar a favor del decreto de los Dos Tercios. Se manifestó enojo porque el precio del orden social consistía
en limitar la democracia. Una sección de votantes de Limoges se quejó de que «Estamos profundamente
consternados al ver cómo los ricos suplantan todas las demás categorías de ciudadanos». Los votantes de
Triel (Seine-et-Oise) insistían en que «Los diputados no debían llamarse Representantes de la Nación ... no
son más que mandatarios de la sección que los ha elegido y ésta puede destituirlos si lo considera
necesario».10
En lo fundamental, esta Constitución era un retorno a las disposiciones de la Constitución de 1791:
Francia iba a ser regida nuevamente por un gobierno parlamentario y representativo basado en requisitos de
propiedad y en la salvaguardia de las libertades civiles y económicas. Obviamente, había diferencias entre la
Constitución de 1791 y la de 1795. El régimen del Directorio era republicano, no monárquico, y las
divisiones religiosas habían de resolverse separando a la Iglesia y al Estado: «No se puede obligar a nadie a
contribuir a los gastos de una religión. La república no paga a ninguna».
A estas alturas el optimismo de 1789-1791 se había esfumado, y también la creencia de que con la
liberación de la creatividad humana todos podían aspirar al ejercicio «activo» de sus capacidades. Los
hombres de 1795 añadieron a su constitución una declaración de «deberes», exhortando a respetar la ley, la
familia y la propiedad. En este sentido, la Constitución marca el fin de la revolución. Por otro lado, al hacer
hincapié en los derechos y responsabilidades individuales, y en el liberalismo político y económico, puede
decirse que esta constitución marcó el inicio del siglo XIX. No obstante, quedaba la incertidumbre de si
después de seis años de conflicto, de participación popular y de sacrificio, las exclusiones y limitaciones
impuestas por aquellos escarmentados republicanos pragmáticos conseguirían alcanzar la estabilidad en
contra del descontento de la clase trabajadora urbana y rural y de los realistas.
La impopularidad del régimen y el cinismo con el que se había excluido a la inmensa mayoría del
pueblo quitándole voz política efectiva dio paso a una resistencia de distinta índole, la de negarse a
participar: en las elecciones parciales de octubre de 1795, sólo el 15 por ciento de los 30.000 electores
acudieron a las urnas (y eligieron casi exclusivamente a monárquicos). El más amplio electorado para las
elecciones locales a menudo boicoteaba las votaciones como signo de su oposición a la república burguesa.
La consolidación electoral de las comunas en municipalidades a nivel cantonal todavía agrandó más la
distancia entre el pueblo rural y el Directorio: en palabras de Fournier, refiriéndose al Languedoc, «notables
de poca monta dominaban cantones desalmados». Este forzado abandono de la vida política formal por parte
de campesinos y artesanos no representó ninguna interrupción en la política popular. En el sur, la política del
Directorio hizo que prendieran las ya ardientes animadversiones y desembocaran en ataques directos a
personas y propiedades de los jacobinos o a agentes locales del nuevo régimen. Aquí y en el oeste, unos
2.000 jacobinos fueron asesinados por bandas del «Terror blanco»: las víctimas solían ser acaudalados
compradores de propiedades nacionalizadas, y la mayoría de las veces protestantes.11
Al excluir del proceso político a los monárquicos y a los pobres, y al restringir dicho proceso a la
participación electoral, el Directorio trataba de crear un régimen republicano basado en la «capacidad» y en
la intervención en la sociedad. Para evitar un ejecutivo fuerte con tintes jacobinos, se celebraban con
frecuencia elecciones parciales al Consejo de los Quinientos y la autoridad ejecutiva era rotatoria. Esta
combinación de estrecha base social e inestabilidad interna hizo que el régimen oscilase formando alianzas
políticas entre la derecha y la izquierda con el objetivo de ampliar su aceptación y se vio obligado a recurrir a
una represión draconiana de la oposición y al uso de la fuerza militar. De ahí que el régimen declarase que la
defensa de la Constitución de 1793 fuese considerada un delito y en marzo de 1796 coartó drásticamente la
libertad de prensa y de asociación, tras acudir a Napoleón Bonaparte para que clausurase por la fuerza el
Club del Panteón de París que había agrupado a 3.000 jacobinos.
La insurrección realista el 13 Vendimiario IV (5 de octubre de 1795) pretendía capitalizar la antipatía
popular hacia la Ley de los Dos Tercios, pero fue sofocada por el ejército, bajo Napoleón Bonaparte, después
de duros enfrentamientos que finalmente arrojaron un saldo de varios centenares de muertos. El golpe
10
Crook, Elections in the French Revolution, pp. 124-128.
11
McPhee, Revolution and Environment, p. 136. Las políticas populares del campo son analizadas por Lewis, Second
Vendée, cap. 3; Colin Lucas, «Themes in Southern Violence after 9 Thermidor», en Lewis y Lucas (eds.), Beyond the
Terror, pp. 152-194; Richard Cobb, Reactions to the French Revolution (Oxford, 1972), pp. 19-62; Jones, Peasantry,
pp. 240-247.

39
fracasó también porque los parisinos de la clase trabajadora, a pesar de su enorme resentimiento hacia la
república burguesa, se negaron a colaborar con los realistas. Sin embargo, en otros lugares muchos obreros
llegaron a lamentar la desaparecida unión del trono y el altar, o incluso la del mismísimo antiguo régimen.
En 1795, La Rochela estaba tan empobrecida que el municipio tuvo que suspender el servicio de diligencia y
correo por falta de dinero para comprar comida para los caballos. El comercio comenzó a resurgir
lentamente: en 1796 llegaban a puerto 99 barcos, comparados con los 25 que lo hacían en 1792, entre los
cuales había que,contar el transporte de maíz, tabaco, algodón y azúcar de los Estados Unidos. Sin embargo,
no es de extrañar que, en un contexto de ruina económica debida a las constantes guerras y a la abolición de
la esclavitud, haya muchos ejemplos en La Rochela de personas que defendían abiertamente en aquellos días
el retorno de la monarquía. Otros lamentaban la desaparición de las costumbres de la vida prerrevolucionaria.
El 7 BrumarioVII (28 de octubre de 1798) veinticinco muchachas de edades comprendidas entre los 16 y los
20 años, empleadas en una hilandería en el hospicio de La Rochela, se negaron a trabajar porque era
domingo. Aquel mismo año, cuarenta y cuatro personas, la mayoría mujeres entre los 15 y los 75 años de
edad, fueron arrestadas tras la celebración de una misa ilegal dicha por un vendedor de zuecos, Baptiste
Chain, de 29 años. Otros protestaron eludiendo la movilización o animando a los demás a hacer lo mismo.
En 1798, un cartel en La Rochela advertía:

Reclutas, sois unos cobardes si os marcháis. ¿Podéis tolerar que se arrebate a vuestras madres y a vuestros
padres los brazoscon vuestra partida al campo de la gloria, para luchar por quién? Por hombres sedientos de
vuestra sangre y vuestros huesos. Éstos son los hombres por quienes vais a luchar. Sí, uníos, pero que sea para
exterminar a un gobierno que resulta odioso a todas las potencias europeas, incluso a las más bárbaras.12

El Directorio había heredado un enorme problema religioso. La mayoría de clérigos no sólo se había
negado o retractado de un juramento de lealtad a la Constitución Civil del Clero de 1791, sino que el
posterior exilio, encarcelamiento o ejecución de dichos sacerdotes había favorecido la creación de un ejército
clerical amargado y vengativo en las fronteras de Francia. En muchas zonas el clero constitucional no fue
capaz de vencer el resentimiento local ante la partida de los «buenos curas» y en cualquier caso eran muy
pocos para poder asistir a las necesidades espirituales: en 1796, había tan sólo unos 15.000 sacerdotes para
las 40.000 parroquias de Francia. Para los hombres del Directorio, el problema religioso era ante todo un
problema de orden público: receloso del «fanatismo» pero consciente del anhelo generalizado por la
reconstitución de una comunidad espiritual, el 11 Pradial III (30 de mayo de 1795) el régimen permitió la
reapertura de las iglesias cerradas durante el Terror y accedió a que los sacerdotes emigrados regresasen
mediante el decreto del 7 Fructidor IV (24 de agosto de 1796), pero sólo a condición de que prestasen
juramento civil. La observancia religiosa era una cuestión totalmente privada: se prohibieron las campanas y
los signos externos de religiosidad, y el régimen prosiguió con la separación de la Iglesia y el Estado prevista
por la Convención. La Iglesia se mantendría con los donativos de sus feligreses.
No obstante, aquellos años fueron decisivos para la construcción desde abajo de un nuevo
catolicismo. Este renacimiento muestra la extendida resistencia de la fe religiosa, pero no es menos
significativo por lo que reveló en cuanto a las diferencias regionales y de género. En 1796, el cura de
Menucourt, Thomas Duboscq (véase capítulo VI), que había renunciado al sacerdocio en enero de 1794, se
trasladó a la cercana localidad de Vaux para reanudar sus funciones de sacerdote y permaneció allí hasta su
muerte en 1825, a los 75 años de edad. Sin embargo, el gran resurgimiento de la religiosidad popular fue ante
todo labor de las mujeres, y alcanzó su máximo exponente en ciertas áreas rurales (zonas del oeste,
Normandía y el suroeste) donde habían emigrado una proporción muy elevada de sacerdotes, y en las
ciudades provinciales (Bayeux, Arles, Mende, Ruán y Toulouse) donde el colapso de las instituciones del
antiguo régimen había dejado a las mujeres especialmente vulnerables al desempleo y a la destitución. Por
ejemplo, en Bayeux en abril de 1796, una turba furiosa de mujeres invadió la catedral –convertida en un
«templo de la razón» durante el Terror– y arrojó un busto de Rousseau al suelo al grito de «¡Cuando el Señor
estaba aquí teníamos pan!». No había una correlación necesaria entre este anhelo de ritos religiosos
familiares y la antipatía a la república: en los departamentos de Yonne y del Nord, por ejemplo, los devotos
insistían en que eran republicanos que ejercían las garantías constitucionales de libertad religiosa.
Peticionarios de Chablis (Yonne) reivindicaban que «deseamos ser católicos y republicanos, y podemos ser
ambas cosas». Una petición de novecientos «católicos y republicanos» procedente del distrito de Bousbecque
en el departamento del Nord exigía la reapertura de su iglesia en marzo de 1795 e incluía una amenazadora
referencia a la Constitución de 1793:

12
Archives Départamentales de la Charente-Maritime; Jean-Marie Augustin, La Révolution française en Haut-Poitou et
pays Charentais (Toulouse, 1989).

40
Declaramos que ... Celebraremos nuestros misterios divinos en nuestra iglesia el 1 de germinal si nuestro
sacerdote no huye, y si lo hace, encontraremos otro. Recordad que la insurrección es un deber para el pueblo
cuando sus derechos son violados.13

En todas partes encontró el pueblo diferentes maneras de mantener las prácticas religiosas. Cuando
los ejércitos jacobinos tomaron de nuevo St.-Laurent-de-Cerdans (véase capítulo VI) de manos de los
españoles en mayo de 1794, se produjo una emigación masiva de laurentinos que habían luchado contra la
república, y la ciudad escapó por los pelos de la destrucción fisica. El cura Joseph Sicre ya había abandonado
Saint-Laurent el 24 de septiembre de 1792 en lo que él denominó «las circunstancias calamitosas de la
Iglesia de la França»; aunque probablemente regresó a su parroquia con el ejército invasor español en 1793-
1794, a partir de entonces y hasta 1796 sus movimientos se desconocen. No obstante, desde el 11 de
septiembre de 1796, fecha en que se celebró la bendición de la pequeña capilla de Sant-Cornélis, volvió a
desempeñar un papel fundamental en las vidas de sus feligreses. Construida en un campo que atravesaba la
frontera junto al río Muga, que en aquel lugar no es más que un arroyo, la capilla se convertiría en un lugar
sagrado para cientos de lauiéntinos que caminaban durante hora y media por los abruptos senderos de los
Pirineos para casarse o para bautizar a un bebé. Hasta su regreso a Saint-Laurent en diciembre de 1800, Sicre
bautizó a 331 laurentinos; a muchos de ellos los traían sus padres el mismo día de su nacimiento, como era
habitual antes de la revolución, y celebró 158 casamientos en los que por lo menos uno de los cónyuges era
laurentino. Era harto conocido en aquellas lindes: llevó a cabo 124 bodas y 281 bautizos de gente de otros
pueblos del Vallespir e incluso de las distantes tierras bajas de los alrededores de Perpiñán, a 60 kilómetros
hacia el noreste.14
Sin embargo, hacia 796, la Iglesia católica había sido irrevocablemente expoliada de sus riquezas
territoriales, de sus privilegios, de su monopolio y de gran parte de su autoridad social. Fueran cuales fueren
las razones de la religiosidad femenina, los hombres en general no estaban dispuestos con tanta vehemencia a
volver a la Iglesia: los chicos nacidos después de 1785 no habían asistido a las escuelas parroquiales,
centenares de miles de jóvenes habían servido en unidades militares laicas, y el calendario republicano
legitimaba por sí mismo una actitud hacia el domingo como la de un día cualquiera. De este modo se
extendió una religiosidad distinta según el sexo, que ya se vislumbraba antes de la revolución. Las mujeres,
recelosas a menudo del clero constitucional y hartas de esperar a que los sacerdotes emigrados venciesen sus
escrúpulos, manifestaron una religiosidad populista, profunda y autosuficiente. Las autoridades locales se
vieron obligadas a reabrir las iglesias, lo mismo que aquellos que las habían comprado como propiedad
nacional; personas laicas venerables decían «misas blancas» mientras las comadronas bautizaban a los recién
nacidos, los domingos volvieron a ser el día de descanso en lugar de las décadas, y las arcas vacías de la
iglesia se llenaron de reliquias rescatadas y de venerados objetos de devoción.
Conmocionado por la extendida y a menudo violenta reacción de las devotas mujeres de la autoridad
cívica de las representantes locales del régimen, el Directorio intentó intimidar en 1798 a los sacerdotes
«desleales» para que se pasasen a la clandestinidad, sin tener apenas impacto en la religiosidad que era
menos general pero más intensa que en la década anterior. Junto a la inquietud por el resurgimiento del
catolicismo, la preocupación fundamental del régimen era la constante presencia en suelo extranjero de gran
número de emigrados y los anuncios electorales desconcertantes que aseguraban que los hombres elegibles
para luego votar a los diputados estaban abiertos políticamente a un retorno de la monarquía. Pues, a pesar de
que los ejércitos jacobinos habían logrado expulsar a las tropas contrarrevolucionarias del suelo francés, la
guerra –y con ella el problema de los emigrados– continuaba.
Los años más duros del Directorio se caracterizaron por fuertes tensiones ocasionadas por el
resurgimiento religioso y la desorganización eclesiástica, por las deserciones del ejército y los intentos de
eludir la movilización, por la abstención política y la violenta venganza por la devastadora política del año II.
La economía política del Directorio, que unificaba y al mismo tiempo agravaba otras antipatías hacia la
república burguesa, sustentaba dichas tensiones entrecruzadas, que tenían sus orígenes en los conflictos
religiosos y políticos desde 1790 y en las exigencias de la guerra desde 1792. La economía política del
régimen excluía a la gran masa del pueblo.

13
Suzanne Desan, Reclaiming the Sacred: Lay Religion and Popular Politics in Revolutionary France (Ithaca, NY,
1990), pp. 146, 162. Sobre la Iglesia bajo el Directorio son útiles los estudios generales de McManners, French
Revolution, caps. 13-14; Olwen Hufton, «The Reconstruction of a Church 1796-1801», en Lewis y Lucas (eds.), Beyond
the Terror, pp. 21-52, y Olwen Hufton, «Women in Revolution», French Politics and Society, 7 (1989), pp. 65-81.
14
Estas cifras se han obtenido de un registro que Sicre trajo consigo a St.-Laurent y que hoy en día se conserva en los
archivos de la parroquia: Peter McPhee, «Counter Revolution in the Pyrenees», French History, 7 (1993).

41
En una economía todavía en pie de guerra, el abandono del control de precios en diciembre de 1794
provocó una inflación masiva. En octubre de 1795, el poder adquisitivo de los asignados cayó hasta un 0,75
por ciento de su valor nominal; en febrero siguiente, cuando se abandonó el papel moneda, su valor había
descendido al 0,25 por ciento. Las dificultades de los asalariados creadas por el desenfrenado aumento de
precios se vieron agravadas por la mala cosecha de otoño de 1795. Fue aquella la peor cosecha del siglo, que,
seguida de un riguroso invierno, provocó la gran crisis de subsistencia de 1795-1796 intensificando la
inestabilidad de las respuestas populares al Directorio. El régimen continuó aplicando las principales formas
revolucionarias de impuestos –sobre las tierras y las riquezas personales–, pero les añadió un impuesto de
actividades empresariales y otro sobre puertas y ventanas. Los efectos sociales de estos nuevos tributos sobre
la riqueza fueron más que una compensación por la reintroducción de impuestos indirectos sobre los
productos de primera necesidad, recaudados a las puertas de las ciudades.
Aquellos fueron años muy duros para los asalariados urbanos, aunque no necesariamente para sus
homólogos rurales. La desaparición de los controles sobre los precios y los salarios se hizo sentir de formas
distintas en el campo. Con cientos de miles de hombres todavía en el frente, los jornaleros pudieron
aprovecharse de la escasez de mano de obra en tiempo de recolección para conseguir salarios más altos. En
Attichy, en el este del departamento del Oise, las cosechas de agosto de 1795 se vieron interrumpidas por
huelgas provocadas por los recolectores itinerantes que reclamaban pagas mayores. Conocidas desde el siglo
XV como «bacanales» (de las «fiestas de Baco»), estas huelgas a menudo violentas de los recolectores
muestran la importancia del cultivo comercial del trigo en la cuenca parisina.15 Los campesinos que habían
suscrito préstamos para adquirir otra parcela de terreno durante la venta de las tierras de los emigrados en
1793-1794 se beneficiaron también de la inflación galopante para devolver el capital. Los grandes granjeros
pudieron sacar provecho de los precios que se pagaban por sus productos para comprar tierras, liquidar
impuestos y pagar arriendos.
En 1794-1795 se aprobaron cuarenta y cinco leyes y cincuenta decretos relativos a los bosques,
aunque tuvieron muy poco impacto en la tala ilegal de árboles. Hacia 1795 lbs desbrozos y las talas eran tan
evidentes, especialmente en el sur, que se convirtieron en cuestión de importancia nacional. En una serie de
informes, el agrónomo jacobino y antiguo cura Coupé de l’Oise argumentaba que el sur de Francia estaba
ahora tan desnudo como otras zonas de la costa mediterránea, desde España hasta el Cercano Oriente.
Informó que el Narbonense, «al que los romanos denominaban su provincia y también Italia, ya no ofrece
más que áridas montañas en su gran parte»:

En lo que abarca la memoria, la gente cree que el clima ha cambiado; los viñedos y los olivos sufren heladas,
mueren en lugares donde antes solían florecer, los lugareños explican la razón: antes las laderas de las colinas
y las cimas estaban cubiertas de bosques, matorrales y follaje ... llegó la codiciosa furia del desbrozo, todo se
ha talado sin miramientos, la gente ha destruido las condiciones fisicas que mantenían la temperatura de la
región.16

El Directorio, sin embargo, no obtuvo mejores resultados que la república jacobina en la resolución
del tema de las tierras comunitarias y de los desbrozos. Definitivamente comprometido con una economía de
laissez-faire, el régimen trataba de imponer el individualismo agrario y los derechos de propiedad privada.
Desde 1789 ningún gobierno se había atrevido a enfrentarse abiertamente a la antigua red de controles
municipales sobre los recursos forestales, la recolección del grano sobrante después de la cosecha, los ejidos,
el uso de tierras no cultivadas, y derechos de acceso a través de tierras privadas. Ahora el Directorio se
pronunciaba legislando a favor de los derechos del propietario individual de la propiedad privada en bosques
y en tierras recolectadas o no cultivadas, y favorecía la venta de las tierras comunales en subasta. El 21
Pradial IV (9 de junio 1796), se despachó a toda prisa en el Directorio una medida provisional suspendiendo
la ejecución del decreto del 10 de junio de 1793 que dividía las tierras comunales entre los habitantes.
El Directorio revocó también la política de la Convención de hospitales nacionalizados y la
responsabilidad estatal del bienestar; en el año V se responsabilizó de la administarción a los consejos de los
hospitales, y el bienestar volvió otra vez a estar en manos de la caridad privada, a pesar de las súplicas de los
hospitales de que necesitaban ayuda estatal porque habían perdido el derecho prerrevolucionario a recaudar
tributos en las comunidades locales. La filosofía del régimen de apelar a responsabilidad individual aumentó
las antipatías de clase de manera mucho más acuciante que en ningún otro periodo de la revolución. Sin
embargo, en marcado contraste con esta actitud de laissez-faire, introdujo de nuevo los controles del antiguo

15
Jacques Bernet, «Les Gréves de moissonneurs ou "bacchanals" dans les campagnes d’Île-de-France et de Picardie au
XVIIIe siécle», Histoire et sociétés rurales, 11 (1999), pp. 153-186.
16
McPhee, Revolution and Environment, p. 132.

42
régimen sobre la prostitución, último recurso, como siempre, de las jóvenes emigrantes a París y a otras
ciudades. Las prostitutas fueron declaradas proscritas, pero se les exigía que dieran parte a la policía y que
trabajasen en burdeles cerrados y discretos para controlar la difusión de la sífilis y hacer más «respetables»
las calles. En cambio, no se impusieron controles a los clientes.17
Los valores culturales dominantes en aquellos años, simbolizados por la construcción de una nueva
Bolsa en la capital, se reflejaban en la producción literaria. Tras el intervalo del Terror, la publicación de
nuevos libros alcanzó los niveles prerrevolucionarios de 815 títulos en 1799; entre éstos había 174 nuevas
novelas, en comparación con las 99 de 1788 y las 16 de 1794. Eran en su mayoría historias de amor pastoril,
intrigas sentimentales y de misterio, pero también había gran número de novelas de tono específicamente
religioso, educativo o moralizante. A finales de la década de 1790 había tres veces más editores e impresores
que en la década anterior. Charles Panckoucke, editor del boletín oficial para anuncios e informaciones
parlamentarias, el Moniteur universel, tenía 800 empleados. No obstante, el número de nuevos periódicos
disminuyó a 42 (de 226 en 1790 y 78 en 1793) y el de canciones políticas descendió a 90 en 1799 y a 25 en
1800 (de 701 en 1794).18
A causa de su política religiosa; militar, económica y social, el Directorio había apartado a una gran
cántidad de personas ya excluidas de las formas legales de manifestar sus quejas. La respuesta popular frente
a esta «república burguesa» varió enormemente en forma y contenido político, pero fue visceral en todas
partes. Hacia 1799, las comunidades, los individuos y los movimientos clandestinos utilizaban un amplio
abanico de formas ilegales de protesta, desde la simple negativa a obedecer hasta complicados programas de
cambio radical. En la pequeña ciudad de Colliure, en la frontera mediterránea con España, el 13 Germinal
del año V (2 de abril de 1797), una gran multitud de mujeres que regresaba de misa de un pueblecito vecino
increpó al funcionario de un almacén de cereales ubicado en una antigua capilla dominica exigiendo a la vez
pan y la reapertura de la capilla. Según Jacques Xinxet, alcalde y notario local, había que culpar al
«fanatismo, origen de todos nuestros problemas»: «cortemos el mal de raíz si queremos gozar de calma
interior». La ciudad estaba profundamente dividida por el cisma religioso (los diez sacerdotes y monjes de
Colliure habían emigrado) y por la ocupación durante seis meses del ejército español en 179419
Durante el mismo mes en que las mujeres de Colliure exigían la reapertura de la capilla, cientos de
kilómetros al norte, en Vendôme, se celebraba un juicio. Gracchus Babeuf junto con 48 partidarios suyos
fueron acusados de haber conspirado para derrocar mediante la violencia a un gobierno legítimo.20 El propio
desarrollo intelectual de Babeuf desde 1794 en el contexto parisino de miseria económica y represión política
le había llevado a defender la toma del poder por la fuerza para imponer la democracia política de la
Constitución de 1793 y la colectivización de los medios de producción, y quizá también del trabajo. El
programa se impondría mediante un periodo supuestamente breve de dictadura a manos de un pequeño grupo
de revolucionarios. La ideología y las estrategias de Babeuf son fundamentales en la historia del socialismo y
del comunismo. Su «Conspiración de los Iguales» es extraordinaria por la atracción que su radicalismo
político y social ejerció en los soldados, mujeres trabajadoras y jacobinos. No obstante, sus seguidores
estaban unidos más por su oposición al Directorio que por un comunismo revolucionario, programa que en
cualquier caso no atraía demasiado a los sans-culottes, que estaban empeñados en la redistribución pero no
en la socialización de la propiedad privada.
Donald Sutherland concluye que en aquellos años gran parte del pueblo francés estaba enfrascado en
una forma u otra de rebelión contra la república. Sin embargo, no era la república como tal lo que
rechazaban, sino más bien la política de clases de su élite que se perpetuaba a sí misma. De cualquier forma,
no había conexiones de organización ni ideológicas –como no fuera el odio por el régimen y sus partidarios
burgueses– entre la oposición en 1795-1799: conspiradores realistas y terroristas «blancos», babuvistas y
jacobinos, mujeres protestando por Cristo y reclamando pan, y desertores del ejército. Algunos de los
desafíos más inquietantes para el régimen no tenían connotaciones políticas claras. Por ejemplo, en Beauce,
al sur de Paris, en 1796-1797 los viajeros estaban aterrorizados por la «bande d’Orgéres», una banda

17
Richard Cobb, The Police and the People: French Popular Protest 1789-1820 (Oxford, 1970), pp. 234-239; Colin
Jones, «Picking up the Pieces: The Politics and the Personnel of Social Welfare from the Convention to the Consulate»,
en Lewis y Lucas (eds.), Beyond the Terror, pp. 53-91.
18
La investigación sobre la «producción cultural» está convenientemente tabulada en Colin Jones, The Longman
Companion to the French Revolution (Londres, 1989), pp. 260-262. Acerca de los cambios en las festividades, véase
Ozouf, Festivals and the French Revolution, cap. 5
19
Peter McPhee, Collioure 1780-1815: The French Revolution in a Mediterranean Community (Melbourne,
1989), pp. 72-73.
20
R. B. Rose, Gracchus Babeuf 1760-1797 (Stanford, Calif., 1978); J. A. Scott (ed. y trad.), The Defense of Gracchus
Babeuf before the High Court of Vendôme (Amherst, Mass., 1967).

43
organizada y violenta compuesta por unos 150 hombres y mujeres de todas las edades cuyas 95 incursiones
acabaron en 75 asesinatos.21 Historias sobre las humillaciones y violaciones de las víctimas perpetradas por
la banda y sus consiguientes orgías horrorizaban a la buena sociedad (al igual que las de los «chauffeurs»
[calentadores] del sur, llamados así porque asaban los pies de sus víctimas para obtener información).
Cuando por fin fueron arrestados en 1798, veintidós miembros de la banda fueron ejectuados.
La arista más afilada de la privación económica se suavizó de alguna manera gracias a varias
cosechas abundantes y a un retorno a la moneda metálica en 1798, pero otras fuentes de antipatía hacia un
régimen que movilizaba para la guerra a los jóvenes de tierras distantes mientras negaba al pueblo los medios
para reconstruir la religión y la economía en líneas populistas.todavia perduraban. Los mismos hombres que
en 1792 habían defendido la guerra de liberación revolucionaria como solución a la animosidad extranjera y
a la división interna ahora dirigían los asuntos exteriores de forma esencialmente pragmática y expansionista.
Un ejército más reducido (382.000 en 1797 comparado con los 732.000 en agosto de 1794), formado
básicamente por reclutas, estaba ahora dirigido por oficiales nombrados desde arriba para poder recompensar
la pericia técnica y para purgar a los jacobinos y a los simpatizantes de los realistas.22
A pesar de la suerte cambiante de la guerra, ésta seguía cobrándose un desmesurado precio: 250.000
soldados murieron en 1794-1795, la mayoría de heridas y enfermedades en hospitales inmundos. La falta de
los suministros esenciales provocó motines en Bélgica, Holanda e Italia, y llevó a los oficiales a hacer la
vista gorda ante los robos de sus tropas. Mientras qué los jacobinos de 1793-1794 habían insistido en la
incompatibilidad de la nueva Francia con la vieja Europa, los tratados de paz del Directorio con Prusia (abril
de 1795) y España (julio de 1795), y el tratado comercial y naval firmado con ésta última en agosto de 1796,
fueron redactados en términos que asumían la coexistencia de Estados soberanos. Con la creación de
repúblicas «hermanas» en los Países Bajos en 1795, estos tratados marcaron la transición de una guerra de
supervivencia revolucionaria a otra de expansión y negociación. La aceptación general de los «ilustrados»
extranjeros en 1792 dio paso bajo el Terror a la vigilancia y la sospecha: ahora una serie de leyes, como la de
febrero de 1798 que dotaba de poder a los oficiales para expulsar a los extranjeros de los puertos, priorizaba
los derechos de estado por encima de los derechos de libre entrada y asilo.23
Además, el conflicto con Gran Bretaña y Austria proseguía: mientras se firmaba una paz con este
último país en Campo-Formio el 27 Vendimiario VI (18 de octubre de 1797), las hostilidades se reanudaron
en Italia en 1798: Esto; junto con la extensión de la guerra con Gran Bretaña en Irlanda y Egipto, convenció
al Directorio de que las levas irregulares tenían que ser reemplazadas por un reclutamiento anual de hombres
solteros de edades comprendidas entre los 20 y los 25 años (la ley Jourdan, 19 Fructidor VI / 5 de septiembre
de 1798). Dicha ley intensificó sobremanera el resentimiento hacia el servicio militar que desde 1793 había
estado latente o manifiesto porque incrementaba el número de jóvenes sanos sacados de la reserva y del
trabajo en sus hogares para luchar en suelo extranjero y a menudo lejano, y también porque introducía un
sistema de «suplencias» mediante el cual los reclutas adinerados podían comprar un sustituto entre los pobres
que habían salido exentos en el sorteo. Aquellas regiones en las que el dominio del Estado monárquico antes
de 1789 había sido débil (como ciertas zonas del Macizo Central, Bretaña y el oeste) o que habían sido
incorporadas al Estado más recientemente (los Pirineos y zonas del sureste), se sintieron particularmente
ofendidas por la profunda intrusión de las exacciones del Estado. La resistencia al reclutamiento a menudo se
traducía en un conjunto de negativas que evidenciaban antipatías religiosas y étnicas: en Bretaña y en el
oeste la chouannerie, una potente mezcla de realismo y bandolerismo, resultó imposible de erradicar.24 En
las zonas alejadas de París, la insumisión (la negativa de los reclutas a servir en el ejército) se hizo endémica,
frecuentemente con la aprobación tácita de la comunidad: los insumisos seguían viviendo y trabajando como
antes y sólo desaparecían cuando se presentaba la policía. Los jóvenes trataban también de eludir la
movilización mediante automutilaciones o matrimonios de conveniencia. En ocasiones incluso hubo intentos

21
La violencia ha sido estudiada por Sutherland en France 1789-1815, cap. 8; Cobb, Reactions, cap. 5; Michell
Vovelle, «From Beggary to Brigandage: The Wanderers in the Beauce during the French Revolution», en Jeffry
Kaplow (ed.), New Perspectives on the French Revolution (Nueva York, 1965), pp. 287-304.
22
Sobre el ejército bajo el Directorio, véase Bertaud, Army of the French Revolution, cap. 10-11. La cuestión de lo
«liberadores» que fueron los ejércitos franceses divide a los historiadores: véanse Robert R. Palmer, The Age of the
Democratic Revolution: A Political History of Europe and America, 1760-1800, vol. 2 (Princeton, 1964); T. C. W.
Blanning, French Revolution in Germany: Occupation and Resistance in the Rhineland, 1792-1802 (Oxford, 1983)
23
Michael Rapport, Nationality and Citizenship in Revolutionary France: The Treatment of Foreigners, 1789-1799
(Oxford, 2000).
24
Alan Forrest, «Conscription and Crime in Rural France during the Directory and Consulate», en Lewis y Lucas
(eds.), Beyond the Terror, pp. 92-120.

44
de desbaratar la burocracia militar destruyendo los registros de nacimiento, como sucedió la noche del 5
Nivoso VII (Navidades de 1799), cuando el ayuntamiento de St.-Girons (Ariége) fue destruido por el fuego y
con él los registros civiles del distrito. La resistencia era más efectiva cuando gozaba del apoyo general de la
comunidad. En las zonas rurales, donde los funcionarios y el menguante número de partidarios del régimen
se dedicaban a la agricultura, las amenazas, los incendios provocados y demás formas de destrucción de la
propiedad se utilizaban para intimidar a los funcionarios y obligarlos a intervenir. Hacia 1798, muchas zonas
del oeste, del Macizo Central y de los Pirineos eran prácticamente ingobernables.
El Directorio se vio obligado dos veces a proteger el régimen contra las resurgentes fuerzas políticas
contrarias. Las elecciones de 1797 arrojaron una mayoría de realistas de diferentes matices, resultante de la
anulación de las elecciones de 177 diputados por parte de los directores después del llamamiento a filas del
17-18 Fructidor V (3-4 de septiembre de 1797). Se produjo una nueva oleada de represión contra el clero
refractario, que tras las elecciones había regresado con esperanzas. La Paz de Campo Formio condujo la
guerra comenzada en 1792 a una paz temporal, excepto con Inglaterra, nación contra la que se envió a
Napoleón a luchar en Egipto en mayo de 1798, con desastrosas consecuencias. A continuación, el 22 Floreal
VI (11 de mayo de 1798) se organizó un golpe de Estado para evitar el resurgimiento del jacobinismo: esta
vez se impidió que 127 diputados ocupasen sus asientos.
Varios años de política exterior plagada de triunfos condujeron al Directorio a desastrosas guerras de
anexión territorial. El Directorio estableció «repúblicas hermanas» en Suiza (enero de 1798) y en los Estados
Pontificios (febrero). En abril, la orilla izquierda del Rin fue incorporada a las «fronteras naturales» de lo que
a partir de entonces se denominaría «la grande nation». Las poblaciones locales no siempre estaban
convencidas de que el comportamiento de las tropas expresase respetuo mutuo. Con la esperanza de desviar
la atención de la marina británica el Directorio se comprometió con los patriotas irlandeses. Desde la
fundación de la organización no sectaria de los «Irlandeses Unidos» en Belfast en 1791, las esperanzas de
sus miembros se habían depositado en la ayuda de los franceses para asegurar su independencia de Gran
Bretaña. Una primera invasión francesa en diciembre de 1796 se vio frustrada por una tormenta. En 1798 un
segundo intento de respaldar una insurrección irlandesa –y de incapacitar a los británicos– fracasó
miserablemente tras algunos éxitos iniciales. En cuestión de semanas unos 30.000 irlandeses murieron en
matazas por represalias, la misma cifra que en el año del Terror en Francia, un país con una población seis
veces mayor.
En este ambiente de cinismo e inestabilidad política una extraordinaria pareja acaparaba
incesantemente la atención. En 1795 la viuda Rose de Beauharnais conoció a un joven y brillante oficial del
ejercito aunque de rudos modales. Ambos estaban al margen de las complicadas jerarquías de la sociedad
aristocrática de la Francia prerrevolucionaria: la hija de un noble sin rango y sin dinero que había llevado con
torpeza la administración de sus esclavos en una plantación de azúcar en la Martinica; el estudioso y ardiente
corso Napoleone Buonaparte que se había sentido desesperadamente incómodo en su academia militar
francesa. «Napoléon» (como él mismo afrancesó su nombre) nació en una familia de la pequeña nobleza
corsa en 1769. Enviado a la escuela militar en Francia cuando tenía 10 años, el muchacho meditabundo,
irascible y diminuto reaccionaba con inflexible ambición y ocasionales arrebatos violentos a las mofas de sus
iguales por su acento y nombre.
Ninguno de los dos era físicamente atractivo: ambos eran bajitos cuando la estatura suponía un signo
de bellezas y la mala dentadura de Rose (un legado de su afición por la caña de azúcar en su infancia) era tan
notoria como la palidez enfermiza de Napoleón. Pero los dos podían ser encantadores, y estaban unidos por
la pasión y un afecto genuino, así como por una desmesurada ambición. Josephine (como él empezó a
llamarla) le proporcionó el encanto de la elegancia de la vieja nobleza a cambio él, le dio la emoción del
poder. La Revolución Francesa y las guerras que ésta desencadenó ofrecieron a Napoleón y a otros jóvenes
soldados ambiciosos la oportunidad de un rápido ascenso: en 1793, su aplaudida reconquista del puerto de
Tolón de manos de los británicos lo catapultó del rango de capitán al de general de brigada. En aquella época
Bonaparte, que había recibido de la Convención una generosa compensación como «patriota jacobino corso»
tras la revuelta de la isla, era partidario de los jacobinos. En julio de 1793 publicó el «Souper de Beaucaire»
en el que exclamaba: «¡Marat y Robespierre! ¡Éstos son mis santos!».25 No obstante, en tiempos del
Directorio ya se había deshecho de aquella retórica revolucionaria, y se concentraba en el poder militar. Su

25
Evangeline Bruce, Napoleon and Josephine: An Improbable Marriage (Londres, 1995), p. 97. Dos relatos accesibles
sobre el ascenso de Napoleón nos los brindan Malcolm Crook, Napoleon Comes to Power: Democracy and
Dictatorship in Revolutionary France, 1795-1804 (Cardiff, 1998); y Robert Asprey, The Rise of Napoleon Bonaparte
(Nueva York, 2000).

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posición se vio reforzada cuando, a finales de 1796, recuperó Córcega para la república después de
veintiocho meses de ser el Reino Anglo-Corso.
El ascenso de Napoleón en la reputación popular se pone de manifiesto en las canciones de la época.
Le Caveau era una pequeña sociedad gastronómica fundada en París en 1726 cuyos miembros contribuían
con la creación de canciones de «vaudeville» ligeramente satíricas así como sufragando el coste de sus
comidas. En 1796 Le Caveau resurgió con el nombre de Diners du Vaudeville y adoptó una constitución que
excluía la política de las contribuciones de sus miembros. Sin embargo, muchas de las canciones se
caracterizaban por sus temas nacionalistas y en 1797 una de ellas elogiaba al joven Napoleón:

Salve al caudillo de nuestros soldados,


que, valiente y sabio al mismo tiempo,
conduce a los franceses al combate
o refrena su coraje.
De Europa, el vencedor,
y el pacificador.
Gloria al gran guerrero,
que sin haber cumplido los treinta,
conjuga el valor de Aquiles,
y las virtudes de Néstor.26

A pesar de la buena cosecha de 1798, la economía francesa estaba por los suelos: el Bas-Rhin tenía
solamente 146 maestros tejedores, en activo en comparación con los 1.800 de 1790, los Basses-Pyrénées
tenían sólo 1.200 personas empleadas en la industria de la lana en comparación con las 6.000 de comienzos
de la década. El resentimiento económico y el masivo incumplimiento por parte del pueblo de las exigencias
del Estado alcanzó su punto álgido en el verano de 1799, cuando se produjeron levantamientos realistas a
gran escala pero sin coordinación alguna en el suroeste alrededor de Toulouse y un resurgimiento de la
chouannerie en el oeste en el mes de octubre. En aquel entonces, las requisiciones, el anticlericalismo y la
represión de los supuestamente liberadores ejércitos franceses provocaba el descontento y la, insurrección en
todas las «repúblicas hermanas». Esto y los éxitos iniciales de la segunda coalición formada entre Rusia,
Austria e Inglaterra proporcionaron el pretexto militar para un cuarto desafio al Directorio, esta vez dirigido
con éxito por Napoleón, el oficial del ejército que había dispersado a los realistas insurgentes en 1795 y que
ahora abandonaba a sus destrozadas tropas en Egipto. En esta acción estuvo apoyado por su hermano,
entonces presidente de los Quinientos, Sieyés y Talleyrand, dos de los arquitectos del cambio revolucionario
en 1789-1791, y Fouché, un antiguo sacerdote de la Vendée convertido en descristianizador en 1793. El 1819
Brumario VIII (9-10 de noviembre), los furiosos miembros de los Quinientos fueron expulsados por las
tropas y una década de gobierno parlamentario llegó a su fin.
El 24 Frimario (15 de diciembre), los cónsules (Bonaparte, Sieyés y Ducos, que se habían sentado en
la «Llanura» durante el Terror) anunciaron que una nueva constitución basada en «los sagrados derechos de
la propiedad, la igualdad y la libertad» terminaría con la incertidumbre:

Los poderes que ésta instituye serán fuertes y estables, tal como debe ser para garantizar los derechos de los
ciudadanos y los intereses del Estado.
Ciudadanos, la Revolución se ha establecido sobre los principios que la iniciaron: ahora ha terminado27

El pronunciamiento se llevó a cabo por esperanza más que por confianza: muchos jacobinos de
provincias compartían el agravio de los diputados de que una legislatura republicana hubiese sido dispersada
por el ejército. En el plebiscito sobre la Constitución del año VII el hermano menor de Napoleón, Lucien,
casi dobló el número de «síes» desde un millón seiscientos mil a más de tres millones, supuestamente tan
sólo 1.562 votaron «no».
Sin embargo, al cabo de unos pocos años Napoleón había logrado reducir las principales causas de
inestabilidad. Un decreto del 29 Vendimiario IX (20 de octubre de 1800) permitió el regreso de los
emigrados que no se hubiesen alzado en armas; a continuación, el 6 Floreal X (26 de abril de 1802) se abría
el camino al retorno de todos los demás exiliados. Ello posibilitó la vuelta del grueso del clero refractario,
convencido de la locura del llamamiento a la reforma secular del primer estado en 1789 y de la ardiente
26
De Mason, Singing the French Revolution, p. 199; Brigitte Level, A travers deux siécles. Le Caveau: Société
bachique et chantante 1726-1939 (París, 1996).
27
Stewart (ed.), Documentary Survey, p. 780.

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necesidad, tras diez años de merecido castigo divino, de que un catolicismo purificado llevase a cabo la
recristianización de Francia. El 15 de julio de 1801 se firmó un concordato con el papado, celebrado
formalmente en una misa de Pascua en Notre-Dame de Paris en 1802. El 21 Pluvioso IX (9 de febrero de
1801) se firmó con Austria el Tratado de Lunéville y el 5 Germinal X (25 de marzo de 1802) se selló con
Gran Bretaña la Paz de Amiens. El fin (aunque temporal) de la guerra brindó a los desertores la oportunidad
de ser amnistiados y los emigrados y sacerdotes que habían regresado fueron reincorporados a sus
comunidades en un clima de reconciliación. La soleada calma del verano de 1802 creó las perfectas
condiciones para el plebiscito sobre la nueva Constitución del año X, por la que Napoleón se convirtió en
Cónsul vitalicio. Efectivamente, la revolución había tocado a su fin.

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