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Dos señoras conversan: la intertextualidad parasitaria y el (sin)sentido de un fin. Por Luce...

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Cyber Humanitatis Nº 23 (invierno 2002)

Dos señoras conversan: la intertextualidad


parasitaria y el (sin)sentido de un fin. Por Lucero de
Vivanco

Programa de Magíster en Literatura. Universidad de Chile

Introducción

El lector de Dos señoras conversan, novela de Alfredo


Bryce Echeñique, se enfrenta, en primera instancia, con
un texto que ofrece una lectura aparentemente sencilla y
unívoca. Sin embargo, el texto es huésped, para el lector
atento, de un texto parasitario que desconstruye la lectura
obvia. Según Derrida, la búsqueda de significado nos
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remite a un nuevo significante que demanda un nuevo
Universidad de Chile 2002 significado, y así sucesivamente, lo que invita a participar
de un juego infinito en la pesquisa de significación. La
novela de Bryce no se abre a una significación
satisfactoria cuando realizamos un primer acercamiento:
llama la atención que se enfaticen ciertos aspectos de la
historia de manera exagerada y, por otro lado, que
algunos pasajes muestren la traza de una ausencia que no
permite que sean entendidos cabalmente. En ambos casos
nos encontramos frente al concepto derridiano de
suplemento, lo que nos obliga a rastrear en el texto
huésped las deseadas respuestas. En este sentido, los
nombres de los personajes cumplen un rol literalmente
trascendental pues nos llevan a buscar dicha significación
en un intertexto –en este caso el bíblico– estableciéndose
con esto una oposición entre texto sagrado (Biblia) y texto
profano (Bryce) o, más ampliamente, entre el mundo del
mito y el mundo secular, binariedad que será la base de
mi interpretación. En el presente trabajo intentaré
señalar, desde una perspectiva desconstructivista, la
manera en que ambos niveles del texto (texto e
intertexto) interactúan desplegando nuevos significados
que enriquecen la lectura.

A grandes rasgos, la novela nos presenta una memoria


nostálgica de la familia Foncuberta y de la sociedad
aristocrática limeña en la que aquélla se inserta. El
recuerdo nos llega a través de las conversaciones entre
las hermanas Foncuberta, doña Carmela y doña Estela, y
es nostálgico porque el tiempo presente de la novela (el
de las dos señoras conversando) denuncia una cultura
decadente en relación al tiempo y al mundo que se evocan
en la reminiscencia, y en relación a lo que se desea y
espera para el futuro. La historia corre a través de
sucesivos intentos de permanecer (primero, y de restaurar
después) en el mundo ideal de la aristocracia de Lima y
los respectivos fracasos de este intento. El texto
despliega, desde esta perspectiva, la posibilidad de una

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lectura apocalíptica.

Intertextualidad parasitaria: un diálogo para la


carnavalización

Encontramos, en primer lugar, que el matrimonio entre las


dos hermanas Foncuberta y los dos hermanos Carriquirrí,
Juan Bautista y Luis Pedro, también pertenecientes a la
sociedad aristocrática limeña, pretende ser la
consagración de un universo idílico al que no se quiere
renunciar:

En los días maravillosos y felices en que dos apellidos


ilustres se unieron y crearon el mundo que nunca se iba a
acabar de los Carriquirrí y los de Foncuberta.

Sin embargo, este universo destinado a existir por


siempre no se constituye como tal, pues al haber sido una
matrimonio convenido (porque en realidad ambos
hermanos estaban enamorados de Carmela y lo que se
conviene es que uno de ellos, Luis Pedro, se case con
Estela) produce más bien degradación en ambas familias,
siendo éste el principal hito que marca la decadencia
aludida en la introducción.

Si ponemos a dialogar ambos niveles del texto arriba


mencionados, encontramos que la unión que aquí se
pretende va más allá de la de las dos familias aristócratas.
Los nombres de Carmela y Estela nos sitúan en el Antiguo
Testamento, relacionándose ambos con ritos paganos [1] .
En el caso de Carmela, habría que pensar en el monte
Carmel, lugar donde fueron degollados los profetas
seguidores de Baal. En el caso de Estela, se está haciendo
alusión a los altares de fuego levantados para ritos que no
se ofrecían a Yavé. Por otro lado, Luis Pedro y Juan
Bautista nos refieren al Nuevo Testamento. Pedro, sobre
quien se edifica la iglesia de Cristo, y Juan Bautista,
profeta que anuncia la llegada de Cristo y a quien se le
encomienda realizar el bautismo en agua para redención
de los pecados.

Este es un matrimonio doble que intenta vanamente


conciliar al menos tres oposiciones: lo pagano con lo
sagrado, lo antiguo con lo nuevo (testamento), y lo
masculino con lo femenino, y es una reunión que, como ya
se dijo, en vez de producir la totalidad esperada produce
fragmentación y declive, pues no se consigue ninguna de
las síntesis propuestas. Analizando la novela desde esta
perspectiva, comienzan a entenderse algunos aspectos del
texto que de otra manera no se explican. Por ejemplo,
Carmela le recrimina a Estela el creerse igual a Dios al
haber sido capaz de perdonar a su marido, Luis Pedro,
porque éste tuvo una vida licenciosa muriendo en la cama
de una amante. Pero creerse igual a Dios significa, en
Estela, renunciar a su condición original de existencia, es
decir, fuego en honor a dioses paganos, y a lo que no se
quiere justamente renunciar en la novela es al origen. Los
apellidos, los cuadros de los antepasados, los enseres
domésticos heredados, etc., aluden todos a ese origen en
el cual se desea permanecer. Ahora bien, si no se
renuncia al origen, es decir, a la condición de paganidad,
igualarse a Dios sería paganizar a Dios. Por eso Carmela

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no admite ver en Estela un simulacro de Dios, no admite


que renuncie a su condición pagana asignada por el
intertexto bíblico; por eso Carmela quiere matarla, pues
en su “papel” de monte Carmel, no acepta la transgresión
a Dios.

Por otro lado, este matrimonio no concilia


satisfactoriamente lo antiguo con lo nuevo. Desde un
presente encontramos en el texto un discurso permanente
por querer recuperar el pasado, lo antiguo, la Lima de
antes. Esto puede leerse como una añoranza al tiempo y
al espacio del Antiguo Testamento donde había lugar para
lo pagano, por lo tanto para Carmela y Estela. La Lima de
ahora se convierte entonces, por oposición, en el espacio
del Nuevo Testamento, de lo sagrado, del mito en la
tierra. Sin embargo, no funciona así pues ambos maridos
fallecidos (ausentes de Lima) se encuentran, como ellas
dicen, en la gloria de Dios, lo que las (re)sitúa a ellas en
un espacio que no es aquél, vale decir, ni glorioso ni
sagrado. ¿Dónde están, entonces, si se añora la
paganidad pero tampoco se está en la gloria; si el espacio
donde se encuentran no es ni antiguo ni nuevo, ni sagrado
ni profano; si no puede determinarse el lugar que las
acoge? ¿Es este lugar el de una presencia desplazada
hacia la ausencia? ¿Es su presencia la del mito, presencia
a-temporal y a-espacial, presencia sólo en la memoria del
origen; o se trata tal vez de un espacio apocalíptico que
anuncia un fin redentor?

Si ampliamos las oposiciones mencionadas (pagano–


sagrado y antiguo–nuevo) a la de mundo del mito–mundo
secular, encontramos que ambos mundos se auto-
desconstruyen al mismo tiempo que se desconstruyen
mutuamente. Se auto-desconstruyen porque los
personajes y los episodios de la novela se generan en el
mundo del mito y emergen del texto sagrado, sin
embargo, existen como tales gracias a la lectura que
hacemos del texto profano, es decir, de la novela de
Bryce, que es, a su vez, una lectura profanatoria del texto
sagrado.

Por otro lado, podría decirse que hay una necesidad


especular, de intercambio inverso, entre el mundo del
mito intentando profanarse y el mundo profano intentando
mitificarse. El mito se desacraliza, se transgrede a sí
mismo procurando incorporarse a la realidad de la ficción.
El afán es por la secularización, la instalación en el
tiempo, lo que extrae a los personajes del mito,
carnavalizándolo y carnavalizándose ellos, y los deposita,
siguiendo a Kristeva, en la transgresión, la libertad y el
diálogo (dos señoras conversan).

También lo secular intenta mitificarse a través de la


referencia al texto bíblico, la nominación mítica y la
instalación ritual. Pero sobre todo, el mundo secular, el de
doña Carmela y doña Estela en la Lima de Bryce, pretende
des-secularizarse a través de repetidos intentos por
escapar del tiempo humano que las encarcela como
individuos de carne y hueso. Durante toda la novela hay
un juego angustioso con el tiempo; no sólo la necesidad
de recuperar un origen y un pasado, sino también la
inquietud por el fin del tiempo graficado por la muerte que

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se acerca certera. Sin embargo, esta muerte no asusta del


todo, por el contrario, incluso se desea, pues la muerte es
la posibilidad de liberarse de la corporeidad humana, de la
textualidad profana, de la ilegibilidad y del diálogo que
evidencia la presencia en la ausencia. Por lo tanto, la
muerte es la posibilidad de recuperar un origen, un
espacio que, aunque pagano, está inserto en un espacio
textual sagrado.

En este intento de sacralizar lo profano, doña Carmela y


doña Estela no sólo tienen a Jesús Comunión como chofer,
como comunicador entre el Antiguo y Nuevo Testamento
(y entre el texto profano y el sagrado) sino a Isaías como
mayordomo. Isaías, el primero de los profetas mayores,
es el que prepara cada noche el ritual por medio del cual
doña Carmela y doña Estela intentan escapar de su cárcel
profana y temporal. El ritual se organiza sobre un enorme
sofá de cuero negro, acompañado de “copitas” de Bristol
Cream, a la octava campanada del reloj. En el Antiguo
Testamento, cuando Ezequías está mortalmente enfermo,
por orden de Yavé, Isaías tiene que retroceder diez líneas
el reloj solar de Ajaz para permitir a Ezequías vivir quince
años más. En el departamento de San Isidro, él es el
encargado ya no de atrasar el reloj para una persona que
desea prolongar su vida, sino de adelantarlo para dos
personas que no tienen mayor deseo de prolongar las
suyas, dos personas que necesitan escapar del tiempo y el
espacio en el que habitan para re-instalarse en el mito.

Como ya se ha dicho, el afán de doña Carmela y doña


Estela es el de desvincularse de su origen textual profano
para reinstalarse en el mito, el rito y el monólogo. ¿Pero
cabría hablar de monólogo en una novela donde el diálogo
es la forma elegida para que el discurso se manifieste?
Según Barthes, no es posible saber quién está hablando
en un texto literario “por la sencilla razón de que la
escritura es la destrucción de toda voz, de todo origen. La
escritura es ese lugar neutro, compuesto, oblicuo, al que
va a parar nuestro sujeto, el blanco-y-negro en donde
acaba por perderse toda identidad, comenzando por la
propia identidad del cuerpo que escribe”. En la novela de
Bryce, el narrador no solamente ofrece su voz para que el
discurso se constituya a través de los discursos de sus
personajes, sino que éstos existen con cierta
independencia con respecto del sujeto que los pone de
manifiesto.

Esto se hace evidente, por ejemplo, en el hecho que no


muy avanzada la novela ambas señoras aparezcan
conversando como en un diálogo de sordos: “Basta,
basta; no soy sorda / Es que, aunque no seas corta de
entendederas...”; o más aún cuando hacia el final de la
misma los discursos han quedado intercambiados y es
Estela la que habla con autoritarismo al mayordomo de la
casa: “Y a mí eso qué me importa, Jesús –alzó la cabeza,
lo miró, le sonrió, doña Estela–. Usted haga lo que se le
dice, Jesús, y tráiganos el Bristol Cream. / Eso,
exactamente. Muy bien dicho, Estela”.

Este discurso dialógico entre doña Carmela y doña Estela,


al desprenderse de su doble fuente, se convierte en un
discurso único, hecho que tiene visos de pretensión

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monologizadora en consecución de divinización y, por lo


tanto, de pérdida del carácter carnavalesco. El reproche
de Carmela hacia Estela adquiere entonces un nuevo
sentido: es una recriminación hacia sí misma (monólogo)
pues al divinizarse Estela la propia Carmela perdería su
origen y, en un cruce intertextual, perderían ambas su
espacio de paganidad y su actualización en el texto
profano y, en consecuencia, su existencia, lo que
reiteraría su instalación en el vacío. La búsqueda del
origen es pues, para doña Carmela y doña Estela, el fin,
en su doble acepción de finalidad (deseo) y término
(muerte).

He mencionado la idea de que la muerte, para doña


Carmela y doña Estela, es la posibilidad de escapar del
tiempo humano, de des-secularizarse, de volver al origen
mítico. He mencionado también que este origen es el de
un espacio pagano al interior de un espacio sagrado
mayor (episodios de dioses paganos dentro del texto de la
Sagrada Biblia). Cabría preguntarse aquí qué tipo de
parásito es el de este origen de apariencia contradictoria y
se podría ensayar, como respuesta, el femenino. En un
intento por definir lo que caracteriza y diferencia la
escritura femenil desde una perspectiva lingüística,
Showalter propone la posibilidad de hablar desde el
interior del lenguaje existente (patriarcal), ampliándolo y
abriéndolo, y no dejándose encarcelar por él. Se trataría
de un “discurso de doble voz” que se manifiesta desde el
interior del discurso patriarcal y que habla su lengua, pero
operando desconstructivamente. En la novela de Bryce, el
origen deseado funciona de manera equivalente: se sitúa
lo pagano dentro de lo sagrado, lo que nos lleva a
relacionar lo femenino con la paganidad y lo masculino
con la sacralidad y a instalarnos, pues, en el ámbito
patriarcal. Así, de la misma forma en que el discurso de
doble voz desconstruye el lenguaje patriarcal, el deseo de
origen es el deseo femenil por profanar el espacio
masculino, por feminizarlo y desconstruirlo. Es el deseo de
emerger desde una oralidad discursiva, transgresora y
dual, frente a la prohibición monológica y patriarcal que se
expresa, como referencia canónica, en la “sagrada
escritura”.

Esta prohibición está dada, en efecto, por el padre y


patriarca Foncuberta y es la prohibición de la voz. Es una
sombra de silencio la que (en)cubre a esta familia en la
que nada es dicho de forma explícita. Hay una serie de
marcas textuales que corroboran lo anterior, comenzando
por el apellido Foncuberta (Fon-cuberta, voz encubierta).

También, por ejemplo, la consagración de don Jacinto a la


lectura de Tácito (el silencio desde el cual se infiere), el
reconocimiento de que el error de la familia fue el de no
haber sabido reírse en público sino siempre en silencio, la
utilización de la frase “let’s change the subject” cuando se
llegaba a una palabra o situación que “no se recordaba”
en la familia pero que sí existía y sobre la cual no se
quería hablar, etc.

Como anoté recién, el silencio se impone


monológicamente a través del padre y se inscribe dentro
del ámbito de lo sagrado, la escritura y la ley. En

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oposición, lo femenino está inserto en la oralidad


polifónica y la libertad, en el deseo de transgredir la
prohibición que pesa sobre la palabra. En este sentido, es
sintomático que doña Carmela y doña Estela se hayan
casado con los Carriquirrí aunque resulte ser un hecho
contradictorio. Sintomático, porque el apellido Carriquirrí,
gracias a Luis Pedro, nos hace pensar en el canto del gallo
(quiquiriquí) que se produce simultáneamente a la
negación de Pedro. Esto estaría metaforizando la libertad
de la propia voz –o la voz divergente– frente al mito y
frente al poder del Padre. La unión con los Carriquirrí
representa la asimilación a la polifonía, a la ruptura del
silencio como actitud y al grito. Sin embargo, es un hecho
contradictorio pues el deseo de transgresión frente a lo
masculino se realiza justamente a través de su
incorporación.

Hay un personaje en la novela que sí logra la oposición –


desde afuera– frente al patriarcalismo y encarna, por
tanto, la figura matriarcal: doña Carmela Falcón. Madre de
doña Carmela y doña Estela, es descrita como la única
que sí supo hacer las cosas en público (incluso reírse) y no
en silencio. Desde su paganidad femenina, doña Carmela
Falcón se opone al patriarcalismo sagrado y a la
prohibición que rige sobre la palabra y se erige como
modelo alternativo al modelo masculino familiar. Cuando
su marido (don Jacinto) decide abandonar la vida pública
o, como se menciona en la novela, “la historia del Perú
toda”, doña Carmela Falcón penetra en un doble estado de
ensimismamiento y profetización, lo que especularmente
la lleva a anunciar el fin de la historia. Lo anterior permite
realizar también una lectura apocalíptica del texto.

El (sin)sentido de un fin: lectura apocalíptica

El Apocalipsis, según Parkinson propone cuando estudia el


vínculo entre espacio y tiempo en la narración
apocalíptica, funciona como “cronotopo” al constituirse en
centro y principio organizador de los elementos con que
trabaja. De acuerdo a la lectura realizada en la primera
parte de este trabajo, encontramos en Dos señoras
conversan una permanente tensión entre espacio y tiempo
lo que “ubica la dramatización literaria del tiempo humano
entre el mito y la historia” [2] o, como ha sido definido
aquí, entre mundo mítico y mundo secular. Apuntando en
esta dirección, puede leerse la novela de Bryce como una
re-escritura del plan total de Dios para la historia, más
específicamente, del establecimiento de la alianza entre el
pueblo de Israel y Yavé, el alejamiento del pueblo de los
términos del pacto, el fin de los tiempos y la instauración
de la Nueva Jerusalén.

Así entendida, la narración adquiere un sentido teleológico


donde “el tiempo se vuelve el vehículo del propósito
divino: avanza teleológicamente (aquí, la raíz etimológica
es telos, meta) hacia un fin especificado. El apocaliptista
asigna a un hecho tras otro un lugar propio en una pauta
de relaciones históricas que no se repetirá a la manera
cíclica del mito oriental, sino que avanzará continuamente
hacia su culminación. Las series de acontecimientos,
repetidas y numeradas, que aparecen en el Apocalipsis
subrayan este sentido del avance inexorable de la historia,

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y dan al relato un tono apremiante y hasta obsesivo” [3] .

En el texto de Bryce se observa lo expuesto en el párrafo


anterior. Ya he señalado cómo doña Carmela y doña
Estela apuran el tiempo en la obsesiva búsqueda de su
origen que las des-secularice y las (re)instale en la
eternidad mítica. También he mencionado que este origen
significa el fin, en su doble acepción de finalidad y
término. La eternidad es entonces la que se puebla de
finalidad y término, de deseo y muerte. La eternidad es el
telos de la narración. Esto se ve corroborado con lo que
apunta Parkinson al afirmar que el plan de Dios ofrecido
en la narrativa apocalíptica es el único en el que
“coinciden, por definición, el fin y el final (...). La narrativa
apocalíptica tiene por tema la conjunción de significado y
final, tanto en su interpretación de la historia como en sus
propios procedimientos narrativos” [4].

También se observa el sentido teleológico del texto de


Bryce por la insistente mención que se hace sobre la
linealidad del tiempo. A propósito escribe Kermode que “el
pensamiento apocalíptico es más propio de las visiones del
mundo rectilíneas que de las cíclicas” [5] . Leemos en
Bryce:

Después fallecieron todos en línea recta, tal y como lo


anunció doña Carmela Falcón de Foncuberta, en una de
sus tristísimas premoniciones: Morirá primero el más viejo
y uno tras otro nos iremos muriendo todos después, por la
pena infinita del muerto anterior. Salvo en mi caso, por
ser yo la menor de todos, será una línea muy recta que se
detendrá a esperar en la puerta de mis hijas y de mis
yernos (...). Don Jacinto Foncuberta López Aldana murió
porque era el más viejo de todos, o sea que en línea recta
lo siguieron...

Podría pensarse que hay en la narración una transgresión


a esta linealidad por la ya mencionada coincidencia entre
fin y origen, sin embargo, se trata de dos personajes
situados en un presente, mirando desde allí hacia atrás y
hacia adelante.

Retomando a Parkinson, en los textos apocalípticos.

“el fin del mundo es descrito desde el punto de vista de un


narrador que se opone radicalmente a las prácticas
espirituales y políticas de su tiempo (...). Su visión es
subversiva: se encuentra al margen de la principal
corriente cultural y política (...). Desde un punto de vista
temporal supuestamente más allá del fin de los tiempos,
el apocaliptista analiza toda la historia humana, enfocando
especialmente el cataclismo final. Para él, futuro es
pasado: él ofrece el plan de Dios para el fin de la historia,
primero en el futuro profético, y luego como hecho
consumado” [6] .

En la novela de Bryce, doña Carmela Falcón, desde una


posición subversiva frente a la circunstancia social y
cultural en la que está inmersa (tómese como ejemplo el
comportamiento de Carmela Falcón en los banquetes de
palacio), asume la voz de un narrador apocaliptista

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anunciando el cataclismo final, es decir, la repetición de


aquello que fue la causa de la degradación original. Su
profecía versa sobre la advertencia que hace a sus nietos
de no convertir el pasado en futuro, tal es, no enamorarse
ellos también de una misma mujer, como lo hicieron sus
padres enamorándose ambos de Carmela. Sin embargo,
Juan Bautista y Luis Pedrín, hijos de Carmela y Estela
respectivamente, no pueden sustraerse a esta predicción
y se enamoran los dos de Susana Mendizábal, la mujer
que Luis Pedrín había elegido para él.

Sin embargo, en la novela, el fin apocalíptico no se da de


manera abrupta o, en otras palabras, no está marcado por
un cataclismo determinante sino que asistimos, más bien,
a una desintegración paulatina de la realidad ficcional.
Como ya he mencionado, el matrimonio entre las
Foncuberta y los Carriquirrí puede considerarse el inicio de
esta degradación y el episodio del casino de Ancón el
desencadenante de los sucesos que precipitan el final de
la historia. Uno de estos sucesos es la migración definitiva
de Juan Bautista y Luis Pedrín a Miami. En esta ciudad, los
“primados”, como eran conocidos, se alejan aún más de
su vínculo sacro y terminan por degradar del todo el mito
sobre el cual se construyen. Dispuesto en términos
paródicos, encontramos que Juan Bautista ha hecho del
bautismo en agua una lavandería y Luis Pedrín del vino
ritual una licorería, la que depende además de la
lavandería, lo que recuerda irónicamente que es necesaria
la absolución de los pecados antes de someterse al ritual
del cuerpo y la sangre de Cristo.

El hecho que los hijos de doña Carmela y doña Estela


vivan en Miami ha motivado que las dos señoras estén
juntas en el departamento de San Isidro. Instaladas en
este presente, discurren nostálgicamente por el pasado
idealizado que se proyecta como anhelo de un futuro
también idealizado. El texto revela una serie de imágenes
y motivos apocalípticos –que anuncian el fin del tiempo
presente y la restauración final totalizadora que se desea–
que encuentran su equivalencia en los distintos textos
apocalípticos de la Biblia.

Leemos, por ejemplo, en el Apocalipsis de Isaías: [7] “He


aquí que Yavé devasta la tierra, / la asola y trastorna su
superficie / y dispersa a sus habitantes,” tal como los
personajes están dispersos entre la ausencia, Miami y
Lima. Continúa Isaías: “y será el pueblo como del
sacerdote, / del siervo como de su amo, / de la criada
como de la señora”. Esta desjerarquización bíblica entre
“criada” y “señora” se re-jerarquiza inversamente en la
novela de Bryce recordando los Saturnalia romana. (Otros
motivos apocalípticos mencionados en el texto de Isaías
tienen relación con el robo del cual son víctimas las dos
señoras, [8] con el Bristol Cream que se ha terminado en
el Perú, [9] y con el arpa de Bécquer [10] en la que las
dos señoras se ven representadas) [11] .

En el mismo capítulo anuncia Isaías: “La tierra está


profanada por sus moradores, / que traspasaron la Ley,
falsearon el derecho, / rompieron la alianza eterna”. Esta
alianza a la cual se alude puede leerse doblemente, es
decir, en el texto profano y en el texto sagrado: mientras

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que en Lima se pacta entre cuatro un matrimonio, en el


Éxodo [12] se pacta una alianza entre el pueblo de Israel
y Yavé, tras lo cual se construye el templo en el desierto o
la morada de Dios. El lugar santísimo dentro del templo
corresponde también a un cuadrado y el material con el
que estaba construido este templo, el velo que separaba
el lugar santo del santísimo y el arca de la alianza, era el
jacinto. La ruptura de esta alianza es también doble pues
refiere, por un lado, a las oposiciones binarias ya
mencionadas que el matrimonio no logró conciliar y, por
otro lado, a la transgresión de la Ley establecida por Dios.

Entendida la ruptura de la alianza como transgresiones


sucesivas y simultáneas, la familia Foncuberta no sólo
exhibe, al esconderla, la prohibición sobre la palabra y la
correspondiente carnavalización que antagonizan sus
mujeres. También oculta, bajo el discurso de mundo ideal
y perfecto, mal manejo de fondos, infidelidades,
alcoholismo, homosexualismo, delincuencia, intentos
(aunque ingenuos) de asesinato y hasta se sugiere un
incesto entre doña Estela y su padre.

En efecto, Estela repite insistentemente que ella volvería a


nacer sólo para volver a ser madre de Luis Pedrín. Cuando
se refieren a él, doña Carmela y doña Estela no emplean
su nombre de pila porque “preferían olvidar, si es que eso
se puede llegar a olvidar, que Luis Pedrín era hijo de
su padre, y no tanto por el pobre de Luis Pedro, sobre
todo en el caso de doña Estela, sino por el pobre Luis
Pedrín, que tan mala suerte había tenido con semejante
padre [nótese que este su puede aludir tanto al padre de
Luis Pedrín como al padre de doña Estela]. Y se debía
también a muchas cosas más. Llamarle Foncuberta a Luis
Pedrín era, de cierta manera, haber tenido ese hermano
que doña Carmela y doña Estela nunca tuvieron, a lo
mejor por lo delgado que era nuestro papacito, aunque
eso no prueba nada que nosotras sepamos, y era darle a
su papacito aquel hijo que, por más que el pobrecito
disimulara, tanta pena le dio no haber tenido (...).

De acuerdo a esto último, Estela, bajo la apariencia


arquetípica de la “gran madre”, fusiona en su personaje
aspectos femeninos opuestos respondiendo más bien a la
configuración de la “virgen violada”. Parkinson señala que
“El dualismo moral del Apocalipsis es encarnado en los
opuestos metafóricos de Cristo y el Anticristo, la prostituta
y la novia, Babilonia y la Nueva Jerusalén, este mundo y
el próximo” [13] .

Pero esta pugna dual no se resuelve ni se logra la síntesis


final. Aunque se anuncia que “al fin de los tiempos, Dios
juzgará a todos, y los fieles entrarán en un eterno ámbito
de perfección, metafóricamente descrito en el Apocalipsis
como la Nueva Jerusalén”, [14] el texto de Bryce no
soluciona el conflicto. Efectivamente, se produce la
“amnistía general”, se tiene al propio “Jesús Comunión
hijo” viviendo al interior del departamento de San Isidro,
incluso un “Celendín” [15] ha llegado para asistir a las dos
señoras, pero ninguno de estos elementos propios de la
restauración final proporciona la felicidad esperada. La
diferencia entre presencia y ausencia se agudiza: los hijos
siguen lejos y el Bristol Cream se ha terminado para

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siempre. Los evangelios continúan por los suelos y la mujeres


pisoteadas: el valor de la palabra, de la voz, de lo femenino,
no ha servido más que para deteriorarlas en grado aún mayor.
Agoniza la espera y se atenúa la esperanza del origen. El
intento por instalarse en la eternidad totalizadora se
caracteriza por la incompletitud y está marcado por la
ausencia.

(In)conclusiones

El presente segmento de este trabajo podría tener dos


direcciones posibles (en realidad una, si somos rigurosamente
académicos). Para transcribir lo que formalmente corresponde
debería volver a establecer relaciones entre la novela de Bryce
y textos de Derrida, De Man, Hillis Miller, Culler, Showalter,
Kristeva, etc. Esa es una opción. La otra es tomar, cómo no, a
Borges y a Bataille y a Pessoa y a Lucrecio y a otros tantos
autores de la biblioteca laberíntica e interminable para
establecer otro tipo de relaciones entre estos textos y la novela
de Bryce, que hablen, más bien y una vez más, sobre el (sin)
sentido de la existencia, sobre la incertidumbre acerca de la
trascendencia y la muerte, sobre la ilegibilidad del tiempo, y
sobre la imposibilidad de encontrar un fin que justifique y
satisfaga cualquier origen y viceversa, entre otras cosas. Esta
es la segunda opción.

En el primer caso diría, por ejemplo, que el mundo secular de


la novela transgrede el plan de Dios para la historia
carnavalizando la eternidad; que los continuos desplazamientos
intertextuales imposibilitan que el telos se instale en la unidad
bajtiniana; que mientras que la prohibición patriarcal asume
fallidamente el ocultamiento metaforizándose en la raíz
etimológica kalypto, [16] la oralidad femenina, antigua y
transgresora, se metaforiza en la partícula negativa a,
actuando como vehículo que despliega (y repliega) la
revelación; que la oposición vacío–lleno, irresolución y
ampliación de todas las otras oposiciones mencionadas, se
enviste con las características del huésped inhabilitando la
trascendencia hacia la mitificación. Diría también que la
desconstrucción especular entre mundo mítico y mundo secular
coincide con el decir de Parkinson cuando ésta anota que “el
relato apocalíptico pretende narrar el proceso por el cual la
palabra divina se vuelve hecho histórico y, a la inversa, el
proceso por el cual el hecho histórico revela el designio
escatológico de Dios” [17] ; y diría, como un último ejemplo,
que la imposibilidad de alcanzar la redención final está dada
por la naturaleza ontológica de los personajes quienes, por el
acoplamiento intertextual, no pueden morir y por lo tanto no
pueden instalarse en la eternidad pues ya pertenecen a ella de
antemano.

En el segundo caso callaría con la única finalidad de sobrevivir


y pondría, además, mi silencio entre paréntesis. ( )

BIBLIOGRAFÍA

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Sagrada Biblia. Madrid: La Editorial Católica, 1960. Versión


directa de las lenguas originales (hebrea y griega) al
castellano.

__________

[1] El término pagano es utilizado en este trabajo para


referirme al espacio de idolatría y politeísmo del
Antiguo Testamento, mientras que el término profano
alude al texto secular de Bryce, en oposición al texto
sagrado bíblico.

[2] Parkinson, Lois. Narrar el Apocalipsis. México: FCE,


1996. P. 14.

[3] Ibid. P. 25.

[4] Ibid.

[5] Kermode, Frank. El sentido de un final. Estudios sobre

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Dos señoras conversan: la intertextualidad parasitaria y el (sin)sentido de un fin. Por Lu... Page 12 of 12

la teoría de la ficción. Barcelona: Gedisa, 1983. P. 16.

[6] Parkinson, Lois. Op. Cit. P. 12.

[7] Todas las citas siguientes corresponden a Is 24.

[8] “La tierra será devastada, entregada al pillaje” o “Los


ladrones roban y saquean”

[9] “Y se pierde el vino, y enferma la vid” o “Ya no hay


vino, / cesó todo gozo”

[10] “Del salón en el ángulo oscuro, / De su dueño tal vez


olvidada; / Silenciosa y cubierta de polvo / Veíase el
arpa”. Becquer, Gustavo Adolfo. Rimas y leyendas.
Rima VII. Madrid: EDAF, 1980. P. 40. “Veíase el
arpa. / ¿Arpa, Carmela? / Claro que sí, Bécquer,
Estela. / Nosotras, Carmela”. Bryce, Alfredo. Op. Cit.
P. 43.

[11] “Y cesó la alegría de los panderos, / y se acabó el


estrepitoso regocijo / y el alegre sonar del arpa”.

[12] Ex 24 - 28.

[13] Parkinson, Lois. Op. Cit. P. 24.

[14] Ibid. Loc. Cit.

[15] Sincretismo entre celeste y querubín o serafín.

[16] Según Parkinson, la palabra Apocalipsis viene del


griego apokálypsis (revelación), que conjuga la
partícula de negación a con la raíz kalypto (cubrir,
ocultar), raíz que reconoce en su nominación a la
ninfa Calipso quien ocultó a Odiseo durante siete años.

[17] Parkinson, Lois. Op. Cit. P. 25.

Revista de la Facultad de Filosofía y Humanidades, Universidad de Chile ISSN 0717-2869

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