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UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO

FACULTAD DE FILOSOFÍA Y LETRAS


COLEGIO DE LITERATURA DRAMÁTICA Y TEATRO

ANÁLISIS DE LA POÉTICA DE LA EXAGERACIÓN, DE DAVID OLGUÍN


TREJO GARCÍA ÁNGEL ANTONIO

CORRIENTES DEL ARTE ESCÉNICO CONTEMPORÁNEO


PROFESOR: LIC. FRANCISCO JAVIER NUÑO MÁRQUEZ

SEMESTRE 2019-1
Describir mi experiencia: describir el cuerpo poético (los cuerpos en escena, manejo del espacio, luces,
escenografía). Describir el origen de este montaje: Davison y Shylock. Hablar de la poíesis, el convivio
y la expectación. Describir también los cuerpos. Niveles de realidad y salto ontológico.
Los actores hacen inmediata referencia a sí mismos y al director de la obra: el actor Mauricio Davison
interpreta a Mauricio Davison esperando a David Olguín, director de la obra que estamos presenciando.
Nos enteramos pronto de la situación: David Olguín (a quien vi unos minutos antes en el lobby de El
milagro las tres funciones que asistí a la obra) está atorado en el tráfico, y Davison espera junto a la
asistente de dirección para ensayar El mercader de Venecia. Se establece, pues, que hay una ficción, pero
esta ficción está directamente emplazada en la realidad: los actores se interpretan a sí mismos, y se hace
referencia a situaciones y sucesos que pueden ser conocidos por el espectador. En mi caso concreto,
compartí uno de esos acontecimientos: fui espectador, en dos ocasiones, de El mercader de Venecia. Y,
sin embargo, esa obra ya no está en temporada: el planteamiento de la ficción, en su salto ontológico,
altera nuestra experiencia del tiempo, en el espacio cronotópico que compartimos.
Este juego con el tiempo se revela vital para el acontecimiento: Davison relata anécdotas de su trabajo
con Margules, con Gurrola, con Alejandro Luna; comparte el origen de su voz nasal y el éxito de algunos
de sus personajes. Y una de las cosas más memorables y complejas de la poíesis de Davison, integrada
al cuerpo poético total: Davison actúa monólogos pasados. La poíesis que generó, como actor, hace
muchos años, en su trabajo en otras obras, vuelve a repetirla, en pequeñas frases o largos parlamentos:
estas poíesis pre-existentes son vueltas a crear para este nuevo cuerpo poético por Davison, y vemos así
su cuerpo en estado de afectación, dialogando con la poíesis que creó en el pasado.
Este juego con poíesis de primer grado lo vemos también en la escenografía; para los que asistimos a El
mercader de Venecia resulta reconocible, en un escenario con los mínimos elementos, la caja fuerte que
era el centro del gesto teatral y el discurso de Olguín en la obra de Shakespeare. Se trata de un elemento
escenográfico cargado de historia, lo mismo que están cargados de historia los cuerpos de los actores,
aprovechados en su dimensión biológica-social, previa a la representación. Y a través de este elemento,
Olguín introduce los temas de la obra: la vida en las tablas del actor viejo, la incertidumbre del actor
joven en lucha con la tradición que hereda y, a través del elemento escenográfico, cargado con la
reminiscencia del discurso que sobre el capitalismo desarrolló Olguín en El mercader (obra que, en la
ficción de La exageración, es la que congrega al actor y la asistente), con el conflicto económico que une
a ambos personajes, a ambas generaciones, y que no es menos substancial a la vida del actor que su amor
por el escenario.
No menos importante que el juego temporal es el juego con la línea entre realidad y ficción. ¿Había sido
un problema a trabajar en los ensayos de El mercader la tendencia de Davison a exagerar? ¿Davison
realmente tenía esas quejas respecto a Olguín y el resto de los jóvenes con los que había tenido que
trabajar? Podemos suponer que el carácter malhumorado y presumido de Davison en La exageración
pertenece a la ficción, a juzgar por la serenidad y la humildad que Olguín atribuye al viejo actor de
Gurrola al hablar de él, y que el mismo Davison manifiesta siempre en sus entrevistas y su trato con el
público, como cuando me acerqué a saludarlo al final de una de las funciones. En cuanto a las anécdotas
y reminiscencias de su trabajo como actor, podemos investigar su currículum y corroborar que actúo en
las obras mencionadas. Contrasta esta biografía con la de María Nadar. En La exageración se nos
presenta como la asistente de dirección de El mercader de Venecia, cosa que pude verificar, consultando
mi programa de mano de El mercader de Venecia, como totalmente ficticia: la ficción y la realidad se
contaminan mutuamente. A lo largo de la puesta en escena se nos revela su historia: joven actriz recién
egresada de la escuela, no encuentra trabajo, se ve forzada a trabajar como asistente de dirección (lo que
resulta irónico, dado que, en la realidad, ella tiene trabajo como actriz interpretando a esa asistente de
dirección). En un momento de la obra, revela habérsela mamado a un productor por un papel. Este
momento me resultó sumamente incómodo,aquí la progresión de momentos que me hacían cuestionarme
la pertinencia de tal o cual detalle a la realidad de la que abrevaba la ficción llegó a su clímax en esa
confesión, cuya pertinencia temática e ideológica es uno de los puntos más provocadores de la puesta en
escena: Olguín explora, a través de este personaje/actriz la problemática del acoso sexual en el medio
teatral. Resulta indudable que esta problemática pertenece a la realidad que enfrentan las actrices recién
salidas de la escuela, impacientes por iniciar su carrera profesional, pero es inevitable preguntarse: ¿parte
de una confesión personal de la actriz? ¿ella se ha visto envuelta en una situación así?
“Son nuestros nombres pero no somos nosotros, sí hay algo más ahí: es una búsqueda constante y
sangrienta todo el tiempo de quién es ese ser que está ahí. Es muy difícil: es una línea tan delgada entre
la realidad, la ficción, cuánto nos involucramos nosotros1”.
Lo que resulta evidente, para mí, es el hábil contraste entre el personaje/actor Mauricio Davison, el actor
viejo, la estrella de Gurrola, el hombre de teatro con trayectoria (verificable para los espectadores) y el
personaje/actriz María Nadal, la actriz joven, que no tiene todavía una trayectoria, ni un currículum, sino
una historia por delante. Davison es un ícono del teatro mexicano, una biografía, sobre la cual Olguín
monta la fantasía de un hombre viejo enamorado de una joven; María Nadal es una desconocida, los
referentes de su vida son completamente ajenos a los espectadores. Sus anécdotas, si es que hay alguna
anécdota “real” en el texto representado en escena, no las podemos encontrar en documentales sobre el
teatro mexicano. A través de ella, la ficción se cuela en este homenaje a la trayectoria de Davison.
También, a través de esta ficción, la ambigüedad más perturbadora de la puesta en escena.
Ambos personajes/actores, más allá de la ambigüedad de representarse a sí mismos en una situación
ficticia (el amor del viejo por la joven, en medio de un ensayo solitario), tienen la función de símbolos:
ella representa a la nueva generación, sin trayectoria; él, a la vieja generación, que se ha convertido en
una biografía viviente. Ambos son más que personajes, individuos: ella da forma en su cuerpo a los
conflictos de una nueva generación en lucha con la tradición y con condiciones socio-económicas
adversas; él, a la memoria viva del teatro en México, al legado de los grandes reformadores de nuestra
escena, como Gurrola y como Margules, así como a la tradición interpretativa que hoy se pone en crisis.
Sus individualidades (Davison y Nadar), son en parte un pretexto para representar estas ideas; así, a
través de una situación dramática (él está enamorado de ella; ella siente una profunda ambivalencia hacia
él), la obra desarrolla una serie de ideas sobre el teatro, sobre la relación del teatro con la vida y sobre
aquello que hace diferentes a ambas generaciones de actores, así como sobre aquello que las iguala: la
economía y el amor por el escenario. No es casual que este encuentro de ideas tome lugar en la
representación de un ensayo:
“Quizá es a nuestro siglo al que corresponde otorgarle la calidad de arte por sí mismo, para que así
como la literatura ha tenido en su modalidad de ensayo la antítesis reflexiva de la ficción, la antítesis
tenga en su propia forma, la antítesis reflexiva de la puesta en escena2”.

1
Entrevista

2
Villarreal, Alberto.
Así pues, la situación dramática (la ficción) es un ensayo; al mismo tiempo, podríamos decir que el
formato dramatúrgico elegido por Olguín es el del ensayo, el ensayo que en vez de llevarse a cabo en la
página, se convierte en puesta en escena:

“Sin duda, el concepto de escena expandida ha traído horizontes inesperados y sorprendentes. Las
implicaciones para la escritura teatral han sido bastas, importantes. Fascina la idea de obra-paisaje y,
ante todo, la intromisión de la realidad en la ficción, la obra-documento, la obra que es realidad y
versiones de la verdad, más allá de la enorme apertura de recursos pues el dramaturgo se ha apropiado
de herramientas de la poesía, la narrativa y el ensayo. En los mejores casos, esa escritura se liberó de
preceptivas fijas y hasta de limitantes sobre qué es posible o no materializar en un escenario3”.
Así, encontramos multitud de citas llevadas a cabo por Davison, quien se la pasa diciendo frases y
parlamentos de las obras que ha actuado, reflexiones en torno a La gaviota de Chéjov, anécdotas tomadas
de Margules y de Alejandro Luna, y de la crítica de ese tiempo al trabajo de Davison, referencias a la
situación actual del teatro en México y a la situación de la juventu; todo este material heterodoxo que en
un ensayo literario sirve al ensayista para “ensayar continuamente el metal de su alma contra los más
variados temas, tal como las puntas de oro de diversos quilates se prueban contra la piedra de toque”.
Y aquí el ensayista no es solamente el director/dramaturgo, sino también los actores, pues su proceso de
ensayos es mostrado al desnudo: vemos a Davison relatar sus penurias económicas y dar el salto, a partir
de esa situación real (real para Davison/personaje y, podemos suponer, para Davison/Davison;
ciertamente para gran parte del gremio actoral en México) a las palabras de Shylock: tres mil ducados,
tres mil ducados. Lo vemos también utilizar parlamentos obscenos (“el desfile de jóvenes culos”) del
Cuarteto de Müller, políticamente incorrectos, para seducir a la asistente de dirección. Lo mismo hace la
madre de Treplev en La gaviota, obra aludida a lo largo de toda la puesta en escena. Es el proceso de la
dramaturgia del actor, la escuela stanislavskiana de la circunstanciación: homenaje a la vieja escuela de
actores que casi se alegran de sus penurias porque les dan ocasión de descubrir un matiz del personaje
(brincar de la propia miseria económica a la codicia lujuriosa de Shylock); los que aprovechan cada vez
que una situación de la vida real se presta para ello, para ensayar un parlamento, mismo que introducen,
secretamente, en sus conversaciones cotidianas4.

3
Discurso de Olguín
4
Durante el periodo en que se presentó El mercader de Venecia, punto de partida de La exageración, tomaba yo clases con
David Hevia, que interpretaba a Antonio en dicho montaje. Durante el tiempo que fue mi maestro, nos explicó muchas veces
el estado de pre-psicosis permanente del actor, que está todo el tiempo dividido entre sí mismo y el personaje que
representa: todo lo relaciona, todo lo convierte en material. No era raro ir a verlo actuar, en El mercader de Venecia o
Cervantes vs Shakespeare, y sorprenderse al oírlo decir frases o incluso monólogos enteros que, sin que lo hubiéramos
advertido, había dicho en clase, y que en ambos momentos parecían completamente naturales, perfectamente hilados con
la situación. Tanto Davison como Hevia, son actores de la escuela de Gurrola: “Básicamente el punto de partida son los
autores. Ellos se meten en mi vida porque yo, como lector, doy corriente al pensamiento de Musil, O’Neill o Strindberg. La
obra entra en mi vida al lavarme los dientes, pedir a la sirvienta que traiga el jugo de naranja, en el momento que lanzo mis
calcetines al fin de la noche o cuando veo, hacia afuera, a los vecinos” (Gurrola, Juan José (2013), El teatro: juego de secretos,
México, Ediciones El milagro.) . Es una poética de la actuación (y de la dirección; del teatro, sin más) que comparten Davison
y Hevia; en una entrevista, Hevia hablaba de Gurrola como aquel que, en contraste con los juegos de abstracción y de lujuria
de sus demás profesores, le enseñó la irreverencia y a trabajar con su mundo interior (). Ambos actores son notables ejemplo
de una vieja tradición; ambos presentan un estilo inconfundible en escena, notable al mismo tiempo por la fuerza interior
como por su histrionismo. Es común escuchar entre las críticas a su trabajo, junto al asombro, el calificativo de “exagerados”.
Semejante actitud ante el teatro le parece anticuada, exagerada e incluso ofensiva a María Nádar.
Nuevamente aparece la ambigüedad: sabemos que así se lo parece a María Nádar/personaje; no estamos
seguro si se lo parece a María Nádar/actriz; lo que sabemos, por otro lado, es que semejante actitud frente
a la vieja escuela refleja la actitud de gran parte de los miembros de la generación de actores que
egresamos de las escuelas: el desdén por la técnica, la desconfianza en los gurús (Davison es el típico
actor que se refiere al director siempre como “el maestro Villarreal, el maestro Olguín, el maestro
Gurrola”), la animadversión por el artificio, por la cursilería de los viejos que se obsesionan con el
personaje y se olvidan de los acuciantes problemas sociales del momento. María Nádar parece incluso
escandalizada frente a este compromiso con la ficción, compromiso que no es directamente social. Parece
casi ofensivo el placer estético de un actor viejo deleitándose en representar a los clásicos, cuando hay
cosas más importantes que demandan nuestra atención en la sociedad. En un momento de la obra, la
joven asistente de dirección estalla contra la incorrección política de algunos de los textos de Davison (el
desfile de jóvenes culos, tomado del Cuarteto de Müller): la incorrección política, el culto al teatro
etiquetado con la proscrita palabra arte, la “mística trasnochada y la ética gagá” del actor de la vieja
escuela, son despreciados por la nueva generación. Únicamente se vuelve histriónica (con un excelente
manejo de su cuerpo y sus resonadores) para burlare del histrionismo de Davison; se burla de una
sensibilidad que, con perfecta seriedad, utiliza parlamentos de obras de teatro para expresar lo que siente
y piensa; que se aprovecha de cuando una situación real se ajusta a un texto, para poder ensayarlo y
descubrir su sentido, sin encontrar en ello ni impostura ni falsedad. Es la misma crítica a partir de la cual,
en nuestros días, se cuestiona la vigencia de la representación y se desdeña el teatro “dramático” en aras
de espectáculos sociales con personas “tomadas de la vida real”, a salvo de la afectación y el esteticismo
de los actores. Es, también, la actitud de Treplev frente a su madre, Treplev como representante de la
nueva generación en oposición al romanticismo de la vieja escuela y que, en La gaviota, termina ahogado
por el resentimiento y la ira, incapaz de encontrar el camino de la sublimación que ofrece el arte.
Nos encontramos aquí en el núcleo del conflicto (pensando en la obra como ensayo escénico): la
oposición entre dos poéticas distintas, tesis y antítesis, que se provocan una a la otra a lo largo de la
puesta en escena. La joven asistente de dirección, entusiasmada, muestra a Davison un trabajo que realizó
a partir de La gaviota. Ella no necesita director: es una actriz con un discurso propio que, naturalmente,
no es contratada por nadie. No tiene público. Pero en este momento de la puesta en escena, Davison, el

Sobra decirlo, ambos son, de maneras distintas, intensamente histriónicos en la vida real, como lo era también Gurrola:
predican el culto a la exageración, el culto a lo teatral. Davison, en entrevista sobre su proceso en Memorial, recuerda el
mejor consejo que le dio el enfant terrible del teatro mexicano: “trata de actuar a veces como si estuvieras actuando esta
escena de John Ford, de ‘Lástima Que Sea Una Puta’, trata de pensar que en vez de estar haciéndola en un palacio, la estás
haciendo en una cocina de un condominio en Tlatelolco y vamos a buscar a través de esa relación formas nuevas de
comunicación y de libertad”. (CITAR). Este tipo de procesos son puestos en escena en La exageración, y se refieren a la
propia poética de Davison, y a una idea nostálgica del teatro de vieja escuela, el teatro como estilo de vida, de donde vienen
tanta de las leyendas negras de la actuación: el actor que se confunde con su personaje, que se lo lleva fuera de sus ensayos;
que contraste notablemente con los ideales contemporáneos de preocupación social. Mijaíl Chéjov recuerda que, cuando
Stanislavski estaba actuando un personaje notable por su sabiduría o su bondad, quienes estaban alrededor aprovechaban
siempre para pedirle consejos, y comprobaban el efecto que tenía en el alma del maestro ruso ese constante proceso de
ensayo (Chekhov, Mijail. On the technique of acting).
viejo maestro, se convierte en su espectador: la actriz empieza a moverse, agitada por impulsos internos,
en una secuencia de movimientos cuyo estilo es reconocible para cualquiera que haya tomado, en estos
tiempos, alguna clase de expresión corporal (influida por Barba, por Grotowski, por Artaud) y luego
comienza a decir el texto, de una manera violenta y explosiva, en contraste con la claridad con que habla
Davison al musitar los textos de Bernhardt y de Shakespeare, y que a ella le parece afectada. Termina
escribiendo Ira con letras rojas en la pared del teatro. El núcleo de su discurso es que a la juventud no le
queda más que eso, la ira, y que a partir de la ira trabajamos los actores de la nueva generación; no hay
espacio para el romanticismo de un actor que le agradece a las candilejas y que se regocija en el aplauso
del público luego de representar una tragedia.
Davison parece preocupado. Su actitud como espectador difiere radicalmente de la de ella. Ella reacciona
siempre con ambivalencia cuando Davison actúa (y es difícil saber cuándo no actúa, actitud que
escandaliza a la nueva generación, como la representa Olguín en su puesta en escena, enemiga de todo
lo que se pueda calificar de teatral); se debate entre la indignación ante lo que considera falsedad y el
asombro frente a momentos de extraordinaria verdad (cuando Shylock, ya no Davison, se para en el
proscenio y da inicio a las célebres palabras: ¿No tiene manos un judío?). Davison la observa sereno,
respetuosamente, pero profundamente preocupado: acaba de entender a la joven, acaba de entender a la
nueva generación, y mira con el desaliento de un viejo desanimado frente a la apatía de sus nietos, que
nuestra principal fuente de creatividad es la ira. La obra parece preguntar: ¿es posible construir algo a
partir de la ira, de la indignación constante? Poco antes habíamos visto (María Nádar y nosotros, los
espectadores) a Davison agradecer a las luminarias, a las paredes, a los espectadores, por permitirle
redimir su dolor en escena. Lo que flaquea es, de algún modo, la fe en el teatro, amenazada con ahogarse
en una época de profundo escepticismo como la que nos tocó vivir.
“La impudicia de la sociedad del espectáculo y la banalización de transgresiones carentes de discurso,
empieza a consumirlos, pues muchos de sus seguidores únicamente afectan nuestros sentidos como
cualquier espectáculo del sistema nervioso5”.
Es el problema de la transteatralización al que se refiere Dubatti. La legitimidad del teatro se cuestiona
cuando lo teatral se vuelve la norma y se asocia fatalmente con la mentira denunciada en la sociedad del
espectáculo, en el triunfo de los mass medias. La ficción es rebajada a construcción alienante y
desprovista de toda verdad.

“La heterodoxia y el destierro son sustancia y esencia del actor. Davison se alejó hasta de Chile, su
patria natal, pero como aquel romano de la historia, lleva lo mejor de sí en su cuerpo, su voz y
pensamiento. Davison lleva el arte consigo: es actor y por si no bastara su larga vida asociada a
palabras como Miscast, Wilde, Chéjov, para terminar de reconocerlo pensemos en Bernhard y Gurrola:
en 1993, Davison protagoniza una maravilla: El hacedor de teatro. “Y aparece el hecho teatral como un
milagro o un fantasma, todos entramos en esa necesidad humana de la mentira. Como dice Bruscón, esa
necesidad milenaria por el engaño.” Tiempo después, en 2007, Davison encarna Simplemente
complicado. Vuelvo a entrecomillar los decires de Gurrola: la obra “resume muchas de nuestras
preocupaciones de los viejos lobos de teatro que nos vale madre todo, que nos burlamos un poco de toda

5
Discurso de Olguín
esta vida y se entrecruzan la nostalgia, la tragedia, el goce, el desprecio”. Hoy, Davison es Minetti y en
algún momento lo oiremos decir en plena forma y madurez teatral: “Si no tuviéramos nuestro arte,
tendríamos que desesperar cada día más profundamente”. Es verdad, lo mejor de Davison viaja
consigo6”.
La apología de la mentira y la actitud del viejo lobo de teatro no puede esperar un cálido recibimiento en
una sociedad donde la ética ha sido remplazada por la corrección política. La ira de la joven asistente de
dirección me recuerda la frase, tantas veces repetida en las redes sociales, que describe a mi generación
como “la generación de los ofendidos”. Hay una culpa implícita en el hecho de hacer teatro, en el hecho
de querer triunfar y recibir aplausos; la joven actriz critica a Davison por abrazar con tanto desparpajo
su exhibicionismo y su narcisismo naturales. Y, sin embargo, sin esos “defectos”, nadie se subiría a un
escenario; hoy en día, sin embargo, al ser aquello que más criticamos las personas “con compromiso
social”, se vuelven imperdonables, y el teatro (y sobre todo el oficio de actor) aparecen (consciente o
inconscientemente) como oficios ofensivos, pecaminosos y egoístas.
¿Existe esa culpa en los viejos lobos de teatro? La obra parece responder esa pregunta cuando Davison
defiende su enamoramiento de la joven asistente de dirección: arremete de manera directa en un
extraordinario monólogo denunciando la corrección política, la normativización del deseo en nuestra
sociedad contemporánea, con su obsesión con el acoso, que necesariamente problematiza la
desinhibición necesaria para el trabajo del actor, donde los cuerpos, necesariamente, entran en contacto.
Frente a semejante panorama, el oficio de actor corre el riesgo de volverse imposible.
Y es este momento que, siguiendo la lógica del ensayo, el ente poético, habiendo presentado tesis y
antítesis, encuentra la síntesis y, siguiendo la lógica de la escena, la progresión dramática llega a su
cúspide en el monólogo de Davison, y después de eso, nada es igual en los personajes (y en el público):
a pesar de sus distancias, ambas poéticas actorales se caracterizan por su rebeldía y por su intenso amor
al teatro, y eso lo comprendemos en la íntima comunión de los dos personajes luego de que Davison
termina su monólogo, luego de que ambos han escuchado la confesión del teatro, expresada, a fin de
cuentas, de la única manera que ambos tienen para estar en el mundo: mediante la actuación.
“¿Pero la resistencia no es el signo del teatro de arte en nuestros tiempos? Resistir implica heterodoxia
y rebelión, humanismo e identidad, y la construcción, siempre en presente, de un acto donde los hombres
se congregan y se miran los unos a los otros para reconocerse en tiempos poco propicios para ello.
El teatro es refractario a la globalización y a la industria cultural. También a la exportación como vara
que mide los méritos de una tradición escénica. La generación de los Margules, Luna, Gurrola,
Mendoza, Castillo, Tavira es extraordinaria como lo es la obra de dramaturgos como Garro y Liera,
entre otros. Y hacia atrás y hacia adelante podríamos nombrar a notable gente de teatro de este país y,
al frente de ellos, a numerosos actores de altos vuelos. ¿Requerimos del reconocimiento de una “cultura
central” para valorarlos? Grandes momentos de teatralidad ocurren hasta en secreto porque pocos se
enteran, dada la simultaneidad abrumadora de los destinos humanos en distintas partes del mundo. ¿La
gente de Australia, Noruega, China o de algún punto de África no se congrega, de vez en cuando,
asombrada por la presencia del arte, ante el fuego de la escena? ¿Quién es el historiador de teatro capaz
de consignar tan diversos caminos que, en su mayoría, nos pasan desapercibidos? Nuestro verdadero
enemigo es pensar y hacer teatro con criterios absolutistas que se apropian del sentido. Nuestra única

6
El milagro homenaje
obligación es construir pensamientos autónomos y poéticas sólidas en contrapunto. Que el
Omnipresente, si existe, sea quien juzgue. Que nuestro único absoluto sea la voracidad técnica y la
necesidad de hacer teatro aquí y ahora, a sabiendas de que “sólo lo inútil tiene sentido7”.

Ambos personajes se reconocen en esta pasión secreta que anima su vida, y que la puesta en escena hace
visible en algunos de sus momentos más bellos: suena una música hermosa a cuyo ritmo bailan, el actor
viejo y la actriz joven; en otro instante, se detienen a escuchar el ruido de los ratones y los fantasmas que
habitan el teatro; en otro, la actriz llora y, con gesto paternal, Davison coloca la mano en su hombro y
musita “tranquila”. Momentos de infancia, de experiencia pura más allá de las palabras y los signos. Se
nos revela aquí la superación de problemas como transteatralización, corrección política, lucha
generacional, exhibicionismo, ira, imposibilidad de la representación, en un salto ontológico donde los
espectadores convivimos con los actores en la escucha de los fantasmas o en el contacto de los cuerpos
rodeados por la música, que lo inunda todo. Ése es el gesto, a la vez transgresor y redentor, del teatro:
ambos personajes, cuando actúan dentro de la ficción, se alejan de la forma cotidiana de expresarse;
genera una poíesis corporal y sus cuerpos son afectados; construyen un artificio, por mucho que la actriz
joven se rebele contra el artificio que “ahoga lo orgánico”; y, sin embargo, en ambos casos (en la
secuencia de movimientos y la intensidad de la actriz haciendo La gaviota y en el histrionismo de
Davison agradeciendo a las luminarias y musitando las palabras de El mercader de Venecia), hay verdad
e intenso compromiso emocional y humano.
“La alteridad del ente poético respecto del mundo cotidiano marca una incisión, o al menos, produce
una fricción o tensión ontológica entre ambos niveles del ser. Esa tensión ontológica entre la entidad
del mundo cotidiano y la nueva presencia extracotidiana del ente poético es el atributo político más
potente del arte (como hemos sostenido en otras oportunidades), especialmente por su capacidad de
resistir a la transteatralización8”.
Vemos aquí concretada la idea de teatro que anima este ente poético. Se suma la reflexión poética de
Olguín director/dramaturgo con las tendencias poéticas de las nuevas generaciones y la poética de un
gigante de la escena mexicana como es Mauricio Davison, heredero de los grandes maestros del teatro
universitario. Esta idea de teatro la vemos en la posibilidad de transitar entre ficción y realidad, en la
oportunidad de ser indecoroso e indecente que nos ofrece el escenario, el único espacio para la
incorrección política. La exageración ofrece, como el mismo Olguín declara al hablar de su proyecto,
“un homenaje al teatro, a envejecer en el teatro y a hacer del teatro una metafísica de la vida; pensar
que es una aventura donde te quedas tatuado de experiencias y, finalmente, como la vida misma, se
diluye”. Homenaje que se vuelve escénico, y como tal, celebración de las infinitas posibilidades del
teatro: la actriz joven reescribiendo a Chéjov con su cuerpo y su ira; el actor viejo descubriendo dentro
de sí el material para revelar el sentido de las palabras de los clásicos. Queda revelado su poder de
transgresión y de transformación; los auténticos actores, manieristas o naturalistas, desentonaremos
siempre, seremos incómodos, brillaremos con la luz propia del teatro; somos, en fin, siempre unos

7
Discurso de Olguín

8
Dubatti, Jorge (2011), Introducción a los Estudios Teatrales, México, Libros de Godot.
exagerados. Mauricio Davison, en La exageración, se convierte en el portavoz del tipo de actor (y de
creador escénico en general) cuya poética encuentra cabida en una obra como ésta, como en otros
montajes de Olguín y de sus colaboradores habituales; pensemos en Laura Almela, David Hevia, checar
nombre, unidos todos, podríamos decir, por una poética de la exageración:

“Es que amo la exageración… es una forma de rebeldía”.


Bibliografía:

Chekhov, Michael (), On the tecnique of acting


Dubatti, Jorge (2011), Introducción a los Estudios Teatrales, México, Libros de Godot.
Gurrola, Juan José (2013), El teatro: juego de secretos, México, Ediciones El milagro.
Villarreal, Alberto (2011), Diez años paginados, México, Ediciones TeatroSinParedes.

Página web:
Discurso de Olguín

Entrevistas:

Davison sobre Memorial


Hevia sobre Gurrola
Entrevista al elenco de La exageración
Entrevista al equipo creativo de La exageración

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