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Pinocho

Autor: Carlo Collodi

Erase una vez, un carpintero llamado Gepetto, decidió construir un muñeco de


madera, al que llamó Pinocho. Con él, consiguió no sentirse tan solo como se
había sentido hasta aquel momento.

¡Qué bien me ha quedado!- exclamó una vez acabado de construir y de pintar-.


¡Cómo me gustaría que tuviese vida y fuese un niño de verdad! Como había sido
muy buen hombre a lo largo de la vida,
y sus sentimientos eran sinceros. Un
hada decidió concederle el deseo y
durante la noche dio vida a Pinocho.
Al día siguiente, cuando Gepetto se
dirigió a su taller, se llevó un buen
susto al oír que alguien le saludaba: -
¡Hola papá!- dijo Pinocho. - ¿Quién
habla?- preguntó Gepetto. - Soy yo,
Pinocho. ¿No me conoces? – le preguntó. Gepetto se dirigió al muñeco. - ¿Eres
tu? ¡Parece que estoy soñando, por fin tengo un hijo!

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Gepetto quería cuidar a su hijo como habría hecho con cualquiera que no fuese de
madera. Pinocho tenía que ir al colegio, aprender y conocer a otros niños. Pero el
carpintero no tenía dinero, y tuvo que vender su abrigo para poder comprar una
cartera y los libros. A partir de aquél día, Pinocho empezó a ir al colegio con la
compañía de un grillo, que le daba buenos consejos. Pero, como la mayoría de los
niños, Pinocho prefería ir a divertirse que ir al colegio a aprender, por lo que no
siempre hacía caso del grillo. Un día, Pinocho se fue al teatro de títeres para
escuchar una historia. Cuando le vio, el dueño del teatro quiso quedarse con él: -
¡Oh, Un títere que camina por si mismo, y habla! Con él en la compañía, voy a
hacerme rico – dijo el titiritero, pensando
que Pinocho le haría ganar mucho dinero.
A pesar de las recomendaciones del
pequeño grillo, que le decía que era
mejor irse de allí, Pinocho decidió
quedarse en el teatro, pensando que así
podría ganar dinero para comprar un
abrigo nuevo a Gepetto, que había
vendido el suyo para comprarle los libros.

Y así hizo, durante todo el día estuvo actuando para el titiritero.


Pasados unos días, cuando quería volver a casa, el dueño del
teatro de marionetas le dijo que no podía irse, que tenía que
quedarse con él. Pinocho se echó a llorar tan y tan
desconsolado, que el dueño le dio unas monedas y le dejó marchar. De vuelta a
casa, el grillo y Pinocho, se cruzaron con dos astutos ladrones que convencieron
al niño de que si enterraba las monedas en un campo cercano, llamado el “campo

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de los milagros”, el dinero se multiplicaría y se haría rico. Confiando en los dos
hombres, y sin escuchar al grillo que le advertía del engaño, Pinocho enterró las
monedas y se fue. Rápidamente, los dos ladrones se llevaron las monedas y
Pinocho tuvo que volver a casa sin monedas. Durante los días que Pinocho había
estado fuera, Gepetto se había puesto muy triste y, preocupado, había salido a
buscarle por todos los rincones. Así, cuando Pinocho y el grillo llegaron a casa, se
encontraron solos. Por suerte, el hada que había convertido a Pinocho en niño, les
explicó que el carpintero había salido dirección al mar para buscarles. Pinocho y
grillo decidieron ir a buscarle, pero se cruzaron con un grupo de niños: - ¿Dónde
vais?- preguntó Pinocho. - Al País de los Juguetes – respondió un niño-. ¡Allí
podremos jugar sin parar! ¿Quieres venir con
nosotros? - ¡Oh, no, no, no!- le advirtió el grillo-.
Recuerda que tenemos que encontrar a Gepetto,
que está triste y preocupado por ti. - ¡Sólo un
rato!- dijo Pinocho- Después seguimos
buscándole. Y Pinocho se fue con los niños,
seguido del grillo que intentava seguir
convenciéndole de continuar buscando al
carpintero. Pinocho jugó y brincó todo lo que quiso. Enseguida se olvidó de
Gepetto, sólo pensaba en divertirse y seguir jugando. Pero a medida que pasaba
más y más horas en el País de los Juguetes, Pinocho se iba convirtiendo en un
burro.

Cuando se dió cuenta de ello se echó a llorar. Al oírle, el hada se compadeció de


él y le devolvió su aspecto, pero le advirtió: - A partir de ahora, cada vez que
mientas te crecerá la nariz. Pinocho y el grillo salieron rápidamente en busca de
Gepetto. Geppetto, que había salido en busca de su hijo Pinocho en un pequeño
bote de vela, había sido tragado
por una enorme ballena.

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Entonces Pinocho y el grillito, desesperados se hicieron a la mar para rescatar al
pobre ancianito papa de Pinocho. Cuando Pinocho
estuvo frente a la ballena le pidió porfavor que le
devolviese a su papá, pero la enorme ballena abrió muy
grande la boca y se lo tragó también a él. ¡Por fin
Geppetto y Pinocho estaban nuevamente juntos!, Ahora
debían pensar cómo conseguir salir de la barriga de la ballena. - ¡Ya sé, dijo
Pepito hagamos una fogata! El fuego hizo estornudar a la enorme ballena, y la
balsa salió volando con sus tres tripulantes.

Una vez a salvo Pinocho le contó todo lo sucedido a Gepetto y le pidió perdón. A
Gepetto, a pesar de haber sufrido mucho los últimos días, sólo le importaba volver
a tener a su hijo con él. Por lo que le propuso que olvidaran todo y volvieran a
casa. Pasado un tiempo, Pinocho demostró que había aprendido la lección y se
portaba bien: iba al colegio, escuchaba los consejos del grillo y
ayudaba a su padre en todo lo que podía.

Como recompensa por su comportamiento, el hada decidió convertir a Pinocho en


un niño de carne y hueso. A partir de aquél día, Pinocho y Gepetto fueron muy
felices.

FIN

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La ratira presumida Autor : Charles Perrault

En Había una vez una ratita muy presumida, que estaba barriendo la escalera y
algo le llamo la atención ¡ era una moneda !

después de mucho pensarlo, decidió que con esa moneda se compraría un lazo
rojo para ponerlo en su rabito

Al día siguiente, salió rumbo al mercado con su moneda


en el bolsillo. Cuando llegó, pidió al tendero que le
vendiera un trozo de su mejor cinta roja. La compró y
volvió a su casa. Al llegar a su casita, se paró frente al
espejo y se colocó el lacito en el rabo. Estaba tan bonita,
que no podía dejar de mirarse. Salió al portal para lucir su
nuevo lazo y entonces se acercó un gallo y le dijo: - Buenos días, Ratita. ¡Qué
guapa que estás hoy! - Gracias, señor Gallo. - ¿Te casarías conmigo? - No lo sé.

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¿Cómo harás por las noches? - ¡Quiquiriquí!- respondió el gallo. -
Contigo no me puedo casar. Ese ruido me despertaría.

Se marchó el gallo malhumorado. En eso llegó el perro: - Pero, nunca me había


dado cuenta de lo bonita que eres, Ratita. ¿Te quieres casar
conmigo? - Primero dime, ¿cómo haces por las noches? -
¡Guauuu, guauuu! - Contigo no me puedo casar, porque ese
ruido me despertaría.

El perro se fue gruñendo y al rato apareció un burro que mirando a la ratita le dijo -
Que bonita eres ! ¿ te quieres casar conmigo? - No lo se- le respondió la ratita -
¿ como harias por las noches ? - YyyyAAAAyyyaaaa 3 - Uy no !- dijo la ratita - con
ese estruendo me despertarías

Y el burro se fue cabizbajo por el camino. Un


Ratoncito que vivía junto a la casa de la Ratita, y
siempre había estado enamorado de ella, se animó
y le dijo: - ¡Buenos días, vecina! Siempre estás
hermosa, pero hoy, mucho más. - Muy amable,
pero no puedo hablar contigo, estoy muy ocupada.
El Ratoncito se marchó cabizbajo. Al rato, pasó el
señor Gato, que le dijo: - Buenos días, Ratita. ¡Qué
linda que estás. ¿Te quieres casar conmigo? - Tal vez, pero, ¿cómo haces por las
noches? - ¡Miauu, miau!- contestó dulcemente el gato. -
Contigo me casaré, pues con ese maullido me acariciarás.

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El día de la boda, el Gato invitó a la Ratita a una comida para
celebrar el matrimonio.

Mientras el gato preparaba el fuego, la Ratita quiso ayudar y abrió


la canasta para sacar la comita. Con sorpresa vio que estaba
vacía. - ¿Dónde está la comida?- preguntó la Ratita. - ¡La
comida eres tú!- dijo el Gato enseñando sus colmillos.

Cuando el gato estaba a punto de comerse a Ratita, apareció


Ratoncito, que los había seguido, pues no se fiaba del gato.
Tomó un palo encendido de la fogata y lo puso en la cola del gato, que salió
huyendo despavorido. La Ratita estaba muy agradecida y el Ratoncito, muy
nervioso le dijo: - Ratita, eres la más bonita. ¿Te quieres casar conmigo? - Tal vez,
pero, ¿cómo harás por las noches? - ¿Por las noches? Dormir y callar. ¿Qué
más? - Entonces, contigo me quiero casar. Así se casaron y fueron muy felices.

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El león que se creía cordero

Hace machismos años existió un león que se creía que era un cordero y a pesar
de que su físico demostraba que no pertenecía a esta raza él no tenía ningún
argumento para creer que no fuese un cordero. Esta situación no era su culpa sino
que había sido la responsabilidad de la cigüeña que hacía las entregas el día de
su nacimiento.

Ese día las mamás ovejas esperaban ansiosas a recibir las entregas de sus
corderitos. Cuando la cigüeña terminó de entregarlos todas se abalanzaron sobre
los pequeños y se los llevaron, pero una de las mantitas se quedó sola. Ante tal
situación la cigüeña corrió a ver qué había sucedido, y al retirar la mantita que
cubría al pequeñuelo se quedó muy asombrada, y exclamó en voz alta:

– ¡Me he equivocado! ¡He traído a un pequeño león a una mamá oveja!

Alarmada por esta situación pues era la primera vez que sucedía fue rápidamente
a revisar su cuaderno de notas pues ahí era donde ella guardaba los deseos y los
pedidos que se realizaban. En ese momento la pobre ave se dio cuenta del grave
error que había cometido. En la agenda decía “Cuando finalice la entrega de los
corderitos, debo llevarle a Doña Leona Leoncia Pérez un hijo que me ha
encargado”.

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Al notar que se había equivocado decidió regresar y recoger al cachorrito y llevarlo
a su verdadero hogar, pero en ese momento algo la sorprendió, y era que una
mamá oveja se había situado sobre el lomo del pequeñito para darle calor. Por
más que la cigüeña trató de explicarle a la mamá oveja ella no quería entender y
estaba muy decidida adoptar el leoncito como si fuese su propio hijo. La cigüeña
muy confundida le dijo:

– Pues está bien si eso es lo que usted prefiere, quédese con el cachorro. –
Diciendo esto emprendió vuelo y se marchó.

De este modo fue como el leoncito comenzó a creerse que era un cordero. Las
diferencias del pequeño adoptado con sus primos eran muchísimas y en varias
ocasiones en los juegos el leoncillo salía llorando, ya que de todo el rebaño era el
único que no sabía embestir. Esta situación provocó que el animalito siempre
fuese el centro de diversión de todos, y las risas y las burlas nunca faltaron en su
crianza.

Y el tiempo paso y paso y ya todos crecieron convirtiéndose en corderos adultos,


mientras que el león debido a lo fuerte y grande que era lo consideraban el
carnero más grande del mundo. Esto le causaba un gran orgullo a su madre y se
sentía privilegiada de tener un hijo así. Las dudas sobre las características de este
“cordero” tenían cada vez más atónitos a los integrantes del rebaño pues el hijo
adoptivo de una de las ovejas además de no parecerse en nada al resto de la
familia, no sabía embestir. Y para que esta situación fuese aún más desfavorable
para nuestro joven león, no sabía balar. Todo esto provocó que cada día que

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pasaba en este rebaño lo convertían en el centro de atención de todos y las
carcajadas referidas a su persona eran múltiples.

Una noche un lobo muy hambriento y desesperado se dirigió al rebaño en busca


de alimentos. Ante los fuertes ruidos que provocaba el lobo, el león decidió
esconderse detrás de su madre. Los ruidos continuaron y de un momento a otro,
el lobo se situó en frente de la mamá del león y la amenazó con comérsela. Ella
muy asustada comenzó a gritar:

– ¡Qué alguien me ayude! ¡Qué alguien me ayude que el lobo me quiere comer!

Esta situación despertó en nuestro león que se creía cordero toda la fuerza y
valentía que tenía en su interior que le permitió salir a perseguir el lobo. Después
de correr durante un largo rato, el lobo y el león llegaron al borde de un gran
abismo. El lobo se sentía tan asustado y temeroso de los rugidos de león y de
impresión que le causaba el abismo que no sabía que era peor. Después de un
rato tratando de evadir al león, no pudo evitar caer de ese pavoroso abismo.

A partir de ese momento la vida de este león cambió completamente ya que se


convirtió en el héroe del rebaño. La valentía que demostró al enfrentar ese
temeroso lobo que pretendía devorar a su madre, lo convirtió en el carnero más
bravo y fuerte del mundo. Este león que vivió toda su vida creyendo que era un
carnero y que fue muy feliz a partir de este momento.

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Cuento de Garbancito

Érase una vez hace mucho tiempo, un niño tan pequeño que cabía en la palma de
una mano. Todos le llamaban Garbancito, incluso sus padres que le adoraban
porque era un hijo cariñoso y muy listo. El tamaño poco importa cuando se tiene
grande el corazón.

Era tan diminuto que nadie lo veía cuando salía a la calle. Eso sí, lo que sí podían
hace era oirle cantando su canción preferida:

– “¡Pachín, pachín, pachín!

¡Mucho cuidado con lo que hacéis!

¡Pachín, pachín, pachín!

¡A Garbancito no piséis!”

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A Garbancito le gustaba acompañar a su padre cuando iba al campo a la faena y
aunque este temía lo que le pudiera pasar, le dejaba acompañarlo. En una
ocasión Garbancito iba disfrutando de lo lindo, porque su padre le había permitido
guiar al caballo.

– “¡Verás como también puedo hacerlo!”, le había dicho a su padre. Luego le pidió
que lo situara sobre la oreja del animal y empezó a darle órdenes, que el caballo
seguía sin saber de dónde provenían.

–“¿Ves, papá? No importa si soy pequeño, si también puedo pensar”. Le decía


Garbancito a su padre que lo miraba orgulloso. Cuando llegaron al campo de
coles, mientras su padre recolectaba todas las verduras para luego llevarlas al
mercado, Garbancito jugaba y correteaba por dentro de las plantas.

Tanto se divertía el niño que no se dio cuenta de que cada vez se iba alejando
más de su padre. De repente en una de las volteretas quedó atrapado dentro de
una col, captando la atención de un enorme buey que se encontraba muy cerca de
allí.

El animal de color parduzco se dirigió hacia donde se encontraba Garbancito y


engulló la col de un solo bocado, con el niño adentro. Cuando llegó la hora de
regresar el padre buscó a Garbancito por todos lados, sin éxito. Desesperado fue
a avisar a su mujer, quien le ayudó a recorrer todos los sembrados y caminos casi
hasta el anochecer. Gritaban con una sola voz: – ¡Garbancito! ¿Dónde estás hijo?
Pero nadie respondía.

Los padres apenas pudieron conciliar el sueño aquella noche con el temor de no
volver a ver a su hijo. A la mañana siguiente retomaron la búsqueda, sin ser
capaces de encontrar aún a Garbancito.

Pasó la época de lluvia y luego las nevadas, y los padres seguían buscando: –
¡Garbancito! ¡Garbancito! Hasta un día en que se cruzaron con el enorme buey
parduzco y sintieron una voz que parecía provenir de su interior. ¡Mamá! ¡Papá!
¡Estoy aquí! ! ¡En la tripa del buey, donde ni llueve ni nieva!

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Sin poder creer que lo habían encontrado y aún seguía vivo, los padres se
acercaron al buey e intentaron hacerle cosquillas para que lo dejara salir. El
animal no pudo resistir y con un gran estornudo lanzó a Garbancito hacia afuera,
quien abrazó a sus padres con inmensa alegría.

Luego de los abrazos y los besos, los tres regresaron a la casa celebrando y
cantando al unísono:

– “¡Pachín, pachín, pachín!

– ¡Mucho cuidado con lo que hacéis!

– ¡Pachín, pachín, pachín!

– ¡A Garbancito no piséis!”

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JUAN SIN MIEDO

Había una vez dos hermanos que eran muy distintos


entre sí.
El mayor se llamaba Pedro y el menor se llamaba
Juan.
Uno era rubio y otro moreno. Uno delgado y otro robusto.
Uno reía por todo y otro lloraba por nada.
Y además, uno, al contrario que el otro, no tenía miedo nunca.
Su madre decía:
-¿Qué vamos a hacer con Juan? Hay que ver, a este hijo mío, ¡no hay nada que le
dé miedo! Incluso mira hacia los relámpagos en noches de tormenta, mientras
todos se refugian aterrorizados.
Él mismo solía preguntarse:
-Eso del miedo ¿que será?
Y observaba con curiosidad a la gente cuando se echaban a temblar al oír
historias de fantasmas.
Un buen día, Juan decidió ir a conocer el mido; se despidió de su familia y echó a
andar.
Siguió sendas y caminos, atravesó valles, subió a montes escarpados y entretanto
conoció a personajes curiosos, divertidos o aburridos, pero no se topó con el
miedo.
Cierto día llegó a la capital del reino y fue a ver los jardines que rodeaban el
palacio, cuando observó un gran ajetreo a su alrededor.
Un paje iba fijando en los troncos de los árboles un cartel que decía lo siguiente:
"Por expresa voluntad del rey, bla, bla, bla, a aquel que tenga el valor de pasar
tres noches seguidas en el castillo encantado, se le otorgará la mano de la
princesa"

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Y ni corto ni perezoso pidió audiencia con el rey y le dijo:
-Majestad, yo iré al castillo ahora mismo.
El monarca se sorprendió muchísimo al oírlo, y de inmediato
pensó: Este chico no es de por aquí, no sabe los peligros a que se
expone, debo advertirle que muchos intentaron la hazaña de
dormir en el castillo, pero ¡ay!, huyeron  presa de espanto.
-Muchacho -dijo el rey-, no dudo en tu valentía  ¿sabes a lo que te expones?
-Me gustaría saberlo... -respondió Juan-, estoy decidido y no se hable más.
Y continuó en su estilo llano:
-Por cierto, ¿es guapa la princesa?
-Oh -exclamo el rey, boquiabierto por tal desenfado.
Y lo condujo hasta un ventanal, desde donde podía verse a la princesa en una
torre, leyendo.
Entusiasmado, porque era muy bella, Juan repitió convencido:
-¡Allá voy!
Dos guardias lo acompañaron hasta la entrada del castillo y después se fueron
más rápido que volando. Él abrió la herrumbosa puerta con una enorme llave que
hizo curjir la madera vieja. Recorrió parte del castillo, apartando a fuerza de
soplidos las telarañas que le impedían el paso. Al anochecer encendió un fuego en
la chimenea y se echó a dormir. A medianoche lo despertó una carcajada
espeluznante. Abrió los ojos y vio a una bruja horrenda. Observando las temibles
garras de sus pies y de sus manos, que ya se disponían a apresarlo, le dijo, medio
dormido:
-Abuelita, si vas descalza te puedes resfriar. Anda, vete a la cama que es tarde...
Y canturreó: "Bruja, brujita, vete a la camita"
Desconcertada, la bruja se marchó cabizbaja.
Por la mañana, el joven despertó tan alegre como siempre y recorrió otra parte del
castillo. Aquí le tocó ahuyentar a manotazos a todo tipo de insectos, lo que no le
supuso ninguna dificultad.

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Una vez más se hizo de noche, encendió el fuego y se dispuso a dormir.
Sería de madrugada cuando oyó unos rugidos espantosos que lo sacaron de su
profundo sueño. Y vio dos enormes tigres que mostraban sus afilados colmillos y
se  relamían ante la idea de devorarlo.
Juan se levantó, rezongando:
-Uf, en este castillo no hay quien duerma.
Acercándose a los tigres, con un rápido
juego de manos los ató por las colas, de
modo que, al moverse, tironeaban el uno del
otro. Y les dijo:
-Tigrecitos, tigrecitos, silencio y  quietecitos.
Los tigres se marcharon llorosos, moviéndose con gran dificultad. Y Juan se volvió
a dormir.
Despertó al amanecer y se fue a recorrer la zona del castillo que le quedaba por
ver. Hay que decir que sólo encontró roedores a los que auyentó silbando.
La tercera noche fue la más ajetreada de todas. En medio de su sueño, Juan
recibió la visita del habitante del castillo, del que se había apoderado años atrás y
que, a fuerza de terror, alejaba de allí a los habitantes del reino.

¡Era un monstruo de tres cabezas, a cuál más horribles! Echaba humo por los
inmensos agujeros de sus narices y rugía con tres tonos de voz por sus tres
gargantas. Al estornudar, derribaba incluso árboles, y sus malvadas carcajadas se
oían a kilómetros de distancia.
-Pero ¿que veo?, ¿un ser de tres cabezas? Debo estar soñando aún...
El monstruo, ofendido, lo cogió, lo levantó hasta que lo tuvo a la altura de sus ojos
y rugio:
-¿Cómo te atreves a dudar de mi existencia?
Juan aprovechó su privilegiada posición, tomó con sus manos las cabezas del
ogro, las guntó y las retorció algo por aquí  y un poquito por alló, hasta que formo
una sola:

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-Asi es como debe ser una cabeza, una y no tres. ¿Dónde se ha visto semejante
disparate?
El ogro, confundido, lo dejó en el suelo, mientras oía su recomendación:
-Y ahora, ogro bonito, dejame descansar un poquito.
Una vez hubo cubierto su estancia de tres días en el castillo, Juan volvió al
palacio. El rey lo recibió con todos los honores y lleno de admiración por su
hazaña.
Y así se casó con la princesa, que aceptó encantada el
enlace. Pero cuando el joven le contó lo ocurrido en el
castillo, ella decidió hacer algo al respecto.
Una noche, cuando su esposo estaba profundamente
dormido, ella fue a por una jarra y la lleno de agua fría. Luego regresó a sus
aposentos y se la echó a Juan encima.
Juan despertó despavorido, una sensación desconocida le recorría el cuerpo,
temblaba como una hoja y apenas podía hablar, tanto terror lo embargaba.
Y así fue como conoció el miedo, gracias a la ingeniosa idea de su esposa, la
princesa.
 
FIN

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