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Raymond BLOCH: LOS ETRUSCOS

El historiador tiene que ceder la palabra al filólogo y al arqueólogo antes de sacar


conclusiones propias cuando se enfrenta en plena época histórica con pueblos que han
trazado una estela cuyos rasgos han desaparecido, víctimas de otros pueblos de mayor
fortuna en su trayectoria. Qué hubiera sido de los etruscos si los romanos no se hubieran
cruzado en su camino o si, más fácilmente, éstos últimos no hubieran dejado de ser una
sucursal de aquéllos? Aún el emperador Claudio pudo estudiar la cultura tirsena y conoció
su lengua. Luego desaparecen ambas y hasta el Renacimiento no tenemos otros
testimonios de la existencia de los antes poderosos dominadores de la Italia central que las
referencias sobre ellos existentes en las obras de Herodoto, Dionisio de Halicarnaso o Tito
Livio, y aún los testimonios de los dos primeros son contradictorios: Herodoto afirma la
procedencia asiática (Lidia) de los futuros toscanos y nos cuenta la leyenda que tiene como
protagonista a Tirseno o Tirreno, hijo de Attys, a quien su padre encomienda la dirección
de la expedición emigratoria de la mitad de sus súbditos; el ''padre de la historia'' no fija
con claridad la fecha, pero se puede suponer que no sería muy posterior a la guerra de
Troya. Por su parte, Dionisio, su paisano, niega por razones culturales tal procedencia y
considera a los etruscos autóctonos, evolucionados en contacto con Grecia, de la que
toman la mayor parte de sus formas artísticas.

Con el Renacimiento se inicia una rica cosecha de hallazgos arqueológicos que no se


interrumpirá hasta ahora. La manía de poseer objetos de este origen llegó a ser obsesiva
en ciertas épocas, lo que ha llevado a falsificaciones en mayor medida que en otros casos.
Tumbas intactas han permitido extraer datos de gran interés sobre la vida espiritual, pero
también sobre las influencias ya conocidas de tipo helénico.

Así, ya en el siglo XX, la arqueología está en condiciones de aportar gran cantidad de


testimonios acerca del enigma etrusco. En dos direcciones se han producido las
novedades: por un lado, con el descubrimiento de la cultura de Villanova, fechada hacia
el siglo X a.C., en la primera edad del Hierro, situada en una zona que abarca desde
Bolonia (antigua Felsina) hasta el valle del Po; por otro con la multiplicación de
inscripciones etruscas en frescos o en metales (más de diez mil textos, si bien cortos). El
hallazgo en 1964 de las planchas de Pyrgi, en púnico y etrusco, pareció por un momento
que podía solucionar el problema de la traducción de un idioma tan reacio a dejarse
conocer, pero las ilusiones de Massimo Pallotino no duraron mucho, y, en la actualidad,
seguimos sin tener la clave de su significación. Las filología no ha hecho el papel que en
la egiptología asumió con éxito.

Descartada por ahora la posibilidad de esclarecer el origen de la lengua, nos queda el


problema, anterior, del origen del pueblo. Y aquí la arqueología nos proporciona
argumentos para seguir defendiendo las dos tesis clásicas: el descubrimiento de la cultura
villanoviana pareció dar la razón a los partidarios del carácter autóctono de los etruscos,
que evolucionarían culturalmente ''in situ''. Pero ciertas discrepancias fundamentales
abogan por todo lo contrario, el tipo de enterramiento especialmente. La presencia de
testimonios arqueológicos de la época micénica (siglos XV-XIV), procedentes de Pylos
avalan por su parte la tesis de una temprana existencia de contactos entre aqueos y un
pueblo que podría ser el etrusco; leyendas posteriores (la de Evandro, y la presencia
troyana en Italia) se interpretarían así como una desvirtualización del efectivo dominio
etrusco sobre la zona entre el Tíber y el Po.

Si tenemos en cuenta el mundo de las creencias, las mayores afinidades corresponden,


desde luego, a Anatolia, donde las prácticas hepatománticas eran corrientes. La condición
de la mujer también se acerca más a la de las sociedades de Asia Menor (los licios, por
ejemplo) que a las existentes en el entorno del Mediterráneo septentrional. Pero ni la
lengua ni el arte tienen, al parecer, nada en común con esa procedencia (Acaso una figura
humana, alada, sería un préstamo del arte asirio?). Ante la duda, el autor prefiere mantener
una postura neutral, si bien se inclina por las mayores posibilidades que ofrece la hipótesis
autóctona, en el caso de que se encuentre una explicación convincente a la discontinuidad
cultural.

Como se trata de un libro de arqueología, la mitad del texto se refiere a las técnicas
empleadas en esta especialidad. Destaca la voz de alarma ante el impacto de los nuevos
sistemas de explotación agrícola, las obras públicas y el crecimiento de las ciudades, todo
lo cual puede llevar a la desaparición de testimonios irrecuperables. A estas
consideraciones acompaña un magnífico repertorio de ilustraciones que abarcan casi todos
los aspectos interesantes del arte etrusco y las contribuciones, bien visibles, del mundo
helénico.

Hasta cuándo seguiremos sin respuesta para las dos preguntas fundamentales: de dónde
venían y qué tipo de lengua hablaban? Hay que confiar en que se produzca el hallazgo
decisivo que desvele el misterio y que, en el campo de la filología, se avance en la
identificación de ésta y otras lenguas igual de enigmáticas. Los estudios actuales sobre el
indoeuropeo así lo permiten esperar.

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