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Por Antonio Caballero

Imágenes de Susana Carrié

Publicado en la Revista Número

Antonio Caballero (Bogotá, 1945). Vivió su niñez y juventud entre España, Colombia y
Francia, en donde realizó estudios de ciencias políticas. Ha sido columnista y caricaturista
de numerosos diarios y revistas colombianos y extranjeros. Autor de la novela Sin remedio
y del libro sobre arte Paisaje con figuras. Aficionado y conocedor de la tauromaquia,
escribió los ensayos Toros, toreros y público, y Los siete pilares del toreo. Ganó el Premio
Planeta de Periodismo (1999) con No es por aguar la fiesta, libro que recoge sus
principales notas políticas publicadas en la década de los noventa. Es columnista de la
revista Semana.

Antonio Caballero, uno de los columnistas más críticos del país, reflexiona en este texto
sobre la belleza y su manipulación por parte de la medicina, así como sobre la belleza y su
relación con la política, el arte y los toros. El presente texto se preparó para la ceremonia
solemne del XIV Curso Internacional de Cirugía Estética, evento con el cual se
conmemoraron en mayo pasado, en Medellín, las Bodas de Oro de la Sociedad
Colombiana de Cirugía Plástica, y se publicará en el órgano de esta sociedad, la Revista
Colombiana de Cirugía Plástica y Reconstructiva.

Se preguntarán ustedes, como me pregunto yo mismo, qué pinto yo aquí, si no soy


cirujano, ni tampoco profesor de estética en una facultad de filosofía. De manera que creo
que debo presentarme.
Soy escritor y periodista. Pero no de temas de divulgación científica, como tal vez
convendría a quien participa en un acto de estas características; por el contrario, suelo
ocuparme de los asuntos menos científicos imaginables: la política; el arte, en particular la
pintura, y la fiesta de los toros. Además de una novela, he publicado libros dedicados a
esos tres temas que les digo, en los cuales caben todas las extravagancias y todas las
arbitrariedades. Sin embargo, me parece que tienen bastante que ver con la almendra
central del oficio que todos ustedes practican: con la belleza. Están relacionados los tres
con la belleza, y con su manipulación. O, por decirlo de otro modo, con la apariencia y su
manipulación.
El primero de los tres, la política, se refiere a la manipulación cruda y desnuda: es decir,
el engaño y la trampa. En esta época en que vivimos, dominada por la imagen visual
mucho más que por la palabra, ese engaño y esa trampa se ejercen fundamentalmente
sobre las apariencias visuales. Decía el expresidente de Francia Valéry Giscard d´Estaing,
en un libro incompleto de memorias que publicó hace unos cuantos años, que él había
decidido retirarse de la política cuando había descubierto inesperadamente en un espejo
que la política lo estaba volviendo feo. No es verdad, claro. Digo: no es verdad que se
retirara por eso, y la prueba es que todavía no se ha retirado. Pero sí es verdad que se
estaba volviendo notablemente feo. La política, que es el arte de la disimulación y del
engaño, afea el rostro, que es (dicen) el espejo del alma (de esto volveré a hablar más
tarde). Sólo los muy grandes políticos, quiero decir, los políticos que se entregan a las
tareas de la grandeza, conservan su belleza física. Es el caso, por ejemplo, de ese gran
hombre que fue presidente de Sudáfrica: Nelson Mandela. Pero observen ustedes en
cambio el proceso de feicización que ha sufrido una mujer, originalmente bellísima, como
la política paquistaní Benazir Buttho. Y yo no creo que sea un simple azar burocrático-
escultórico el hecho de que el emperador romano Augusto, que es el primer político
profesional que utilizó de manera masiva su propia imagen como instrumento publicitario,
dispusiera que todas sus estatuas, a lo largo del medio siglo de su principado,
conservaran la misma cabeza idealizada de muchacho de veinte años con que llegó al
poder.
Así que, resumiendo esto, en mi oficio de periodista político yo no trato con la belleza,
sino con la fealdad. No me ocupo de los grandes hombres, sino de los pequeños y
mezquinos. No sé si pueda afirmarse de manera rotunda que a todos los políticos
profesionales les convendría una intervención extrema de cirugía reconstructiva, pero sí
quiero recordar una anécdota de otro político francés: François Mitterrand sólo logró ser
elegido presidente de Francia en su tercer intento, cuando se hizo limar por su dentista los
colmillos, que tenía demasiado visibles y afiliados: de modo que, cuando sonreía en la
televisión, adquiría un aspecto inquietante de ogro devorador de niños. A partir de la
operación odontológica los franceses no sólo lo eligieron presidente dos veces, sino que lo
empezaron a llamar cariñosamente «tonton», o sea «tío».
Otro de mis temas habituales es el arte, y en particular, como ya dije, la pintura. Nunca
he hecho profesionalmente crítica de arte, pero sí he escrito y publicado crónicas y
comentarios sobre arte que incluso he recopilado en un libro. Arte, me apresuro a precisar,
occidental. Como ustedes saben, desde los griegos el arte de Occidente se ha dedicado a
celebrar la belleza y se ha esforzado por excluir la fealdad. Ha pretendido ser un estudio
de la belleza formal, fundamentado filosóficamente en la equiparación, que viene de
Aristóteles, de lo bello como lo verdadero. Una equiparación que muchas veces ha
obligado a los artistas (y también a los filósofos) a falsificar lo verdadero para que fuera
bello, o lo pareciera.
Ser bello, o parecerlo. El ser, el parecer. Como ven, estamos aquí de lleno en la
disciplina científica que practican ustedes.
En el transcurso de los siglos, naturalmente, ha cambiado muchas veces el concepto de
lo bello, como ha evolucionado también el de lo verdadero. Y ha habido etapas, épocas,
en que lo decididamente feo, quiero decir, lo que en ese mismo momento y bajo esos
mismos cánones se ha entendido como feo, sin embargo se ha aceptado y absorbido
dentro de lo bello. Podría hablar aquí del barroco, pero es sin duda en todos los «ismos»
del arte del siglo XX donde este fenómeno ha sido más notorio. El hecho es que siempre
toda crítica o comentario de arte en Occidente ha sido consustancialmente comentario o
crítica sobre la belleza y sobre la fealdad.
Mi tercer tema han sido los toros. Las corridas de toros. La belleza de lo sangriento y de
lo terrible. Y he podido darme cuenta de que a los cirujanos plásticos les gustan los toros
(creo que precisamente por eso fui invitado a esta reunión): un gusto que atribuyo al hecho
de que conocen por experiencia propia, por formación o por deformación profesional, la
función estética del derramamiento de sangre. Decía el poeta Rainer María Rilke en una
de sus elegías que «lo bello es el comienzo de lo terrible. Es aquella parte de lo terrible
que todavía podemos soportar».
Resumo: la fealdad física y moral de los políticos y de la vida política la belleza estética
y espiritual de las artes plásticas, y el comienzo de lo terrible, que asoma en esa fiesta
ritual de sangre que es la corrida de toros. Con estos tres elementos, creo que estoy
preparado para decir dos o tres cosas sobre cirugía estética.
Digo estética, y no plástica, porque a los profanos, o sea, a los que estamos de este
lado del bisturí, del lado de la punta, lo que nos interesa de lo que hacen ustedes en el
quirófano es lo referido a la belleza. No solemos tener en cuenta aspectos que
posiblemente para ustedes, como profesionales, sean más importantes. Digamos los de la
cirugía reconstructiva para pacientes con deformaciones físicas o para grandes
quemados, etcétera. Para el profano, lo que ustedes hacen es una labor de
embellecimiento. Más compleja, sin duda, pero en su esencia igual a la que cumple un
maquillador o un peluquero. La cirugía estética es, para nosotros, la intervención artificial
que se hace sobre un cuerpo humano para acrecentar su belleza natural o para disfrazar
sus imperfecciones naturales.
Hablo de embellecimiento. Pero puede ser también una labor de rejuvenecimiento. O de
falsificación de la juventud desaparecida: borrar arrugas, quitar papadas, levantar
párpados o senos caídos por el paso de los años. Es algo cada día más frecuente. No sólo
ya entre las personas que viven de su propia belleza, tales como las actrices o las
modelos, sino entre todo el mundo. Leía hace poco en un periódico que en Inglaterra se
ha multiplicado prodigiosamente el número de personas de mediana edad que se hacen
operaciones de estiramiento facial, no por razones de coquetería sino por necesidad
laboral. Las leyes que «flexibilizan» el despido de los trabajadores han tenido, por lo visto,
el efecto de que los hombres y las mujeres con arrugas están perdiendo el empleo, porque
a los patrones les parecen viejos, aunque no lo sean en realidad. Sin embargo debo decir
que, por útiles que puedan ser estas intervenciones de cirugía rejuvenecedora,
personalmente no me inspiran mucha simpatía. Me parece más noble, por decirlo así, en
el sentido de que es obra de creador artístico y no de zapatero remendón, la cirugía
estética que se dirige a la fabricación de la belleza que la que se ocupa de la restauración
de la juventud. Porque la belleza que ustedes fabrican con las manos es cierta, aunque
sea artificial: es sabido que todo arte es artificio. En cambio la juventud que restauran
estirando y cortando es una juventud falsa, y que se nota falsa. Es, en suma, una forma de
la fealdad. Aunque me parezca, por supuesto, de utilidad práctica. También tenía una
utilidad práctica innegable el oficio de remendadora de virgos que practicaba la Celestina
de Fernando de Rojas, que había remendado —«rehecho», se jactaba ella— más de cinco
mil. Hay casos especiales, de acuerdo. Pero en líneas generales la madurez y la vejez
naturales suelen ser más bellas que la falsa juventud. El pintor Francisco de Goya se negó
una vez a restaurar un cuadro envejecido alegando que «el tiempo también pinta». Tenía
razón. Como dice el lema publicitario del diseñador Adolfo Domínguez, «la arruga es
bella». Aunque se refiere a las arrugas de la ropa, y no a las de la piel.
Pero también la arruga puede ser fea, o ser tenida por fea. ¿Quién decide eso? Porque
la noción de belleza cambia con los tiempos, con las necesidades, con las modas. Los
cánones de la belleza los imponen a veces los artistas, a veces los modistos, a veces los
publicitarios, a veces los médicos. No los cirujanos plásticos, sino los especialistas en
dietética. A veces las películas de Hollywood. A veces los triunfos políticos, o militares, o
económicos, de los imperios. En este momento, por ejemplo, todavía el canon de belleza
más universalmente aceptado es el que corresponde a la raza blanca, que ha sido la que
se ha impuesto militar y culturalmente sobre las demás en el curso del último milenio.
Incluso más estrechamente hablando: el canon de belleza de la variedad anglosajona de
la raza blanca.
Fíjense ustedes que en los cuentos de hadas, en los cuentos infantiles, que son los
mismos en los países del sur de Europa, en la Europa latina, que en los del norte, en la
Europa sajona y escandinava, las heroínas son siempre rubias y tienen los ojos azules.
Sólo existe una heroína morena, quiero decir, de pelo oscuro, en toda la literatura infantil
de Occidente: es Blancanieves. Y aunque su pelo era negro su piel era, como su nombre
lo indica, blanca como la nieve. La blancura de la piel es una condición fundamental de la
belleza, y eso es así desde el principio de la civilización occidental. En el «Cantar de los
cantares» de la Biblia, la bella Sulamita se tiene que disculpar ante las hijas de Jerusalén
diciendo: «Morena soy, porque el sol me miró».
Esa es, en efecto, la única disculpa: el sol. No tanto ahora mismo, cuando florecen tanto
las distintas modalidades del cáncer de piel. Pero en los últimos treinta o cuarenta años ha
formado parte de la belleza el bronceado de la piel, lo cual, sin embargo, se debe más a
que indica que se tiene tiempo y dinero para ir a la playa o a la piscina que al bronceado
mismo. Ser moreno sigue siendo cosa de pobres, o de negros: de personas consideradas
inferiores por nuestra civilización actual, así los códigos y las leyes digan otra cosa. Por
eso podemos ver fenómenos extremos como el del cantante Michael Jackson, un hombre
negro que a fuerza de operaciones y de decoloraciones ha conseguido convertirse en un
engendro andrógino del color de la tiza y con las facciones de Diana Ross. Quiero decir:
de una Diana Ross ya debidamente blanqueada y operada ella misma.
No sucede sólo con los negros. En buena parte del continente asiático, en Indonesia y
en la India, en Filipinas, en Taiwán, en el Japón, hasta en la propia China continental, las
multinacionales farmacéuticas han podido imponer la moda del blanqueamiento, tanto de
las pieles morenas como de las amarillas. Y las cremas blanqueadoras se anuncian —en
inglés, por supuesto— proponiendo este dilema: «White or wrong», o sea «blanco o
falso», que juega fonéticamente con el dilema de «right or wrong», «cierto o falso»: una
especie de parodia monstruosa de la equivalencia aristotélica entre lo bello y lo verdadero.
Pero es de suponer que mañana, quiero decir, dentro de unos pocos años, cuando
terminen de cambiar los arquetipos que tan rápidamente están cambiando, el modelo de la
belleza humana habrá que ir a buscarlo en la China. Y aparecerán entonces cremas
cosméticas amarilladoras, y los cientos de miles de japonesas y de japoneses que se han
hecho operar los ojos para tenerlos redondos, como los occidentales, se los volverán a
operar al revés para volverlos a tener rasgados. Y el bronceado volverá a ser considerado
atractivo, aunque dé cáncer, como cuando servía como símbolo de estatus económico y
social porque revelaba que se tenían vacaciones.
Pero no importa quién decide cuál es la belleza, cuál es el modelo de la perfección
estética corporal. Los cánones cambian. A veces se imponen modelos de índole biológica,
como en esas estatuillas del neolítico que se llaman «venus esteatopigias», y a veces
modelos dictados por consideraciones estéticas, como ese que, justamente, se llamó el
«canon» por excelencia, la estatua del Diadumeno, del escultor griego Policleto. Y a veces
esas consideraciones son puramente mentales, matemáticas, basadas en principios como
el de la proporción áurea, y a veces, al revés, copian lo que da naturalmente la naturaleza,
si puedo decir eso; como en la anécdota de otro escultor griego, Praxiteles, que diseñó su
copa para beber el vino sobre el molde del seno de su amante. imperante de belleza,
femenina o masculina, viene de la dieta. Pero digo que no importa de dónde viene, ni
quién lo dice: lo importante es cómo se copia ese modelo. Y es ahí donde entran ustedes,
los cirujanos plásticos, los cirujanos estéticos.
Porque antes, como dije hace un rato, no existían más opciones de embellecimiento
que el maquillaje o la peluquería, o la ropa. Con el desarrollo de la cirugía estética se ha
alcanzado, han alcanzado ustedes, un poder que a lo largo de la historia de la humanidad
se consideró propio de Dios, o del diablo: el poder de fabricar a voluntad seres humanos
hermosos. O que parecen hermosos, o que se creen hermosos. Han alcanzado el poder
de manipular a su antojo la belleza.
Podría pensarse que se trata de algo superficial y frívolo: la mera apariencia.
Liposucciones, tetas, culos, narices. Pero es justamente lo contrario, lo que tiene más
hondas repercusiones vitales y filosóficas: se trata nada menos que de saber quién
somos. Mencioné antes el viejo adagio según el cual el rostro es el espejo del alma.
Nuestra apariencia física, que es nuestra superficie más inmediata, es lo que tenemos de
más profundo. Ese es el tema, que todo el mundo conoce aunque no haya leído el libro,
de la novela en apariencia frívola pero profundamente trágica que se titula El retrato de
Dorian Gray, de Oscar Wilde: la historia de un hombre que, aunque se entrega a todas las
pasiones, mantiene incólume ante el paso de los años el rostro de su juventud, de belleza
arcangélica. Pero entre tanto, guardado en un desván, va transformándose y
convirtiéndose en un monstruo horripilante el retrato al óleo que le había hecho un pintor.
Ustedes tienen en su bisturí el pincel del retratista de Dorian Gray.
Esa es una responsabilidad considerable: ustedes pueden hacer de una persona otra
distinta: convertirla en alguien que no es. Hace pocos meses fue noticia en el mundo
entero el caso del transplante de cara que le hicieron a una francesa a quien un perro le
había devorado la suya. Los cirujanos no se la reconstruyeron, sino que le transplantaron
ya hecha la de otra mujer, la de una donante supongo que difunta. Se la transplantaron
como se transplanta un riñón, o un hígado, pero con la diferencia de que no se trata de un
órgano interno, sino del más externo, del más visible de todos los órganos. Todavía es
pronto para que se conozcan las consecuencias psicológicas que esa operación haya
tenido sobre la paciente. Pero no creo que se hayan limitado simplemente a «mejorar su
autoestima», como suele decirse. Porque recuerdo el caso de otro transplantado, hace ya
varios años. Un hombre que había perdido accidentalmente la mano, a quien le pusieron
la mano de un cadáver. Con el paso del tiempo fue incapaz de soportarlo. No porque el
organismo mostrara una reacción de rechazo a la mano ajena, sino precisamente porque
era ajena: el paciente empezó a sentir, o a creer, que tenía vida propia: que no obedecía a
su voluntad, sino a la voluntad del muerto. Y finalmente se la hizo quitar otra vez: prefirió
quedarse manco, pero seguir siendo él mismo.
También pueden ustedes hacer lo contrario: no convertir a una persona en otra, sino
convertir a muchas personas en la misma. Lo estamos viendo desde hace ya unos
cuantos reinados de belleza de Cartagena, desde que se generalizó la participación de
muchachas operadas. Estamos viendo que las candidatas de los distintos departamentos
son todas iguales entre sí, como si hubieran sido, literalmente, cortadas por la misma
tijera.
No sé si eso sea deseable, aunque estoy convencido de que es inevitable. Pues en mi
opinión la cirugía estética no plantea sólo un problema físico, sino ante todo un problema
moral: el de parecernos a nosotros mismos. Porque, como decía Cesare Pavese, a partir
de los cuarenta años todo hombre es responsable de su propia cara. No es que seamos lo
que parecemos, sino que parecemos lo que somos.

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