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El Código de
Nuremberg
ePub r1.0
lenny 12.05.14
Alfredo Abarca, 2003
Retoque de cubierta: lenny
Señor Juez:
Soy un ciudadano
preocupado por las cosas
que pasan en mi país.
Desgraciadamente, todos los
días vemos a funcionarios,
políticos y empresarios
cometer actos que deberían
llevarlos a prisión, sin que les
importe demasiado porque
siempre tienen a mano una
explicación.
Por una serie de
circunstancias, he tenido
conocimiento de algo
absolutamente monstruoso.
En la ciudad de Buenos Aires,
en el Hospital Central y
quizás en otros lados, se
están haciendo experiencias
con drogas oncológicas en
seres humanos sin tener la
debida autorización ni el
control de las autoridades
sanitarias, ni tampoco la
conformidad de los pacientes
que son sometidos a
semejante salvajada.
Efectivamente, en el
Servicio de Oncología del
Hospital Central, cuya
jefatura ejerce el doctor
Marcelo Salinas, un grupo de
médicos bajo sus órdenes
realiza una investigación
clínica con una droga llamada
ALS-1506/AR del Laboratorio
Alcmaeon que no ha sido
autorizada ni por el FDA, en
los Estados Unidos, ni por la
Oficina de Medicamentos
aquí. Es una droga
supuestamente efectiva
contra el sarcoma, un cáncer
extraño, y se aplica a
pacientes del servicio como si
se tratara de una terapia
convencional sin que ellos
estén al tanto de que son
objeto de una investigación
clínica.
En la distribución de la
correspondencia de ese martes nublado,
llegó el pesado sobre que Ernesto se
mandó a sí mismo. Había implantado la
costumbre de abrir en forma personal la
correspondencia que llegaba a la
Fiscalía sin permitir que lo hiciera
ninguna secretaria o empleada. Era la
forma de asegurarse que todo le llegara
de primera mano sin que nadie, por una
tontería o por interés, ocultara o
derivara algo que él ignorara.
Una vez que le dio curso a cartas,
informes y documentación que recibió
ese día, llamó a Agustín Urtubey a su
despacho.
—Mirá lo que llegó —le dijo sin
mirarlo a los ojos y entregándole las
hojas y la carta.
Agustín se tomó su tiempo para
estudiar toda la documentación y, de vez
en cuando, levantaba la vista para mirar
a su jefe y amigo.
—¡Qué bárbaro! —dijo al fin—.
Espero que a nadie se le ocurra hacer un
peritaje de la tinta de esta carta y del
cartucho de tu impresora.
—¿Por qué lo decís?
—No, por nada —le contestó con
una amplia sonrisa que aseguraba
amistad y silencio—. ¿Qué pensás
hacer?
—Investigar, ¡qué otro remedio
queda!
—¿Me necesitás a mí?
—Sólo si estás dispuesto a
ayudarme sin preguntas ni
condicionamientos.
—Bueno, va a ser divertido.
—Entonces preparame un escrito
pidiendo una orden de allanamiento al
Departamento de Oncología del hospital
y para la Oficina Nacional de
Medicamentos. También otra para los
Laboratorios Alcmaeon.
—Estamos en un mal turno, Ernesto.
Hasta la semana que viene está el
calzonudo de Vincett y nos va a dar mil
vueltas para largar las órdenes.
—Entonces tenés más tiempo para
preparar el escrito y para pensar cómo
actuamos porque al primer movimiento
van a correr a protegerse como si
hubiéramos pateado un hormiguero.
En la penumbra de la cabina,
saboreaba una última copa de
champagne. La excelente cena había
sido servida por tres auxiliares,
aburridos porque sólo dos pasajeros
ocupaban, en filas separadas, las
poltronas de primera clase.
Las siete horas del vuelo directo de
ida al norte siempre las aprovechaba
para estudiar y prepararse para las
reuniones. En el viaje de vuelta
intentaba relajarse y evaluar los
resultados. Esta vez, por suerte, habían
bastado tres días para informarlo y darle
las instrucciones de la nueva orientación
para el ALS-1506/AR. Había euforia en
la central y él había pasado de ser una
incomodidad a un gerente regional
exitoso porque en su área se habían
descubierto las fantásticas propiedades
de la droga.
La inquietud que le había producido
la llamada urgente de un sábado a la
noche para presentarse el lunes se había
convertido en angustia al subir al avión
con un pesado portafolio con
documentos, gráficos y la computadora
portátil para soportar cualquier pregunta
que le hicieran. Los recuerdos del
diciembre pasado y del fin de año en
Nueva York aún estaban presentes en su
mente y no quería repetirlos.
No sabía a qué se tenía que enfrentar
ni cuál era el problema o si había
estallado algo. Esa bendita costumbre de
convocarlo sin informar los temas a
tratar volvió a presentarse esta vez y por
eso, en la tarde del domingo, fue hasta la
oficina vacía y estuvo como tres horas
revisando todo para recordar qué estaba
pendiente y tratar de adivinar el porqué
de la urgencia.
No pudo evitar que sus pensamientos
volaran a Silvia, que estaría quizá cerca
de allí. ¿Con quién? Los domingos no
puedo, había dicho. Trató de apartarla
de su mente y concentrarse en el trabajo
hasta la hora de irse al aeropuerto.
Sentía su soledad.
Después, en la noche de vuelo, se
distendió y durmió por un rato hasta que
lo despertaron para el exagerado
desayuno que correspondía a su clase.
Cuando se reunió con Fisoff y otros
ocho ejecutivos en el mismo salón de
reuniones con el inmenso ventanal,
estaba tenso y cauteloso. No sabía con
qué se encontraría, y la sorpresa no
pudo ser mayor cuando descubrió las
sonrisas y felicitaciones. Estaba casi
comprobado que el ALS-1506/AR había
dado un extraordinario resultado en Perú
y en la Argentina, pero no para mejorar
la terapia del sarcoma sino que era un
fantástico remedio para los lípidos que
envenenaban la sangre y deterioraban
las arterias.
Había millones de enfermos en el
mundo que esperaban hacía años una
mejora de los medicamentos que
parecían detenidos en el tiempo. Salían
a la venta algunos productos nuevos que
mejoraban a uno anterior con un precio
varias veces superior y un resultado
magro, a veces nulo.
El tema no parecía demasiado
importante para los labora torios, que
ganaban fortunas vendiendo sus marcas
que mejoraban en poco los daños
arteriales. Una disciplinada dieta
seguramente era mucho más eficaz.
Ahora, a partir de la casualidad del
descubrimiento de las propiedades de
ALS-1506/AR, todo se renovaría y su
patente produciría ganancias enormes.
Leyro Serra, sin proponérselo ni
imaginarlo, era el responsable de
semejante impacto, que justificaría los
gastos en investigación por varios años.
¿Qué era lo que había hecho? Nada,
seguir las indicaciones que le mandaban
para la experimentación a través de su
gerente de investigaciones. Hasta se
había descuidado en cumplir con el
manual de procedimientos de la
compañía al no verificar los requisitos
administrativos en el sector Argentina.
El ALS-1506/AR desde 8 a 2 mg no
parecía servir de mucho en la cura del
cáncer. Pero en la mínima dosis de
medio miligramo que se había utilizado
en Perú y en la Argentina alteraba en tal
forma el metabolismo del paciente que
prácticamente hacía desaparecer las
grasas dañinas y ayudaba a eliminar las
acumuladas liberando las arterias e
impidiendo las embolias cardíacas y
cerebrales.
La acción del medicamento era
fantástica y revolucionaria, y alteraba
todos los conceptos médicos conocidos.
En cuanto se generalizara, la segunda
causa de muerte del mundo pasaría a ser
una anécdota de la medicina, como la
viruela, la sífilis o la poliomielitis.
Meros recuerdos que la generación
siguiente no conocería y que sólo los
ancianos y los historiadores de la
medicina tendrían presente.
Después de estar al borde de la
caída porque la investigación había
fracasado y no haber controlado el
cumplimiento de los requisitos para
evitar responsabilidades, en Buenos
Aires, sin saberlo y de pura casualidad,
se había hecho el descubrimiento.
Pensó que si lo mismo hubiera
sucedido veinte o treinta años antes,
nada habría pasado, porque las
computadoras no estaban desarrolladas
y se habría utilizado un procedimiento
primitivo o manual. De no existir estos
fantásticos aparatos, nunca se habría
podido comparar los resultados, evaluar
las variables para establecer algo tan
sutil como un elemento secundario de
diagnóstico. Los resultados de los
análisis de sangre, cargados en forma
rutinaria por los operadores, habían
hecho saltar la impensada e imprevista
conclusión.
Si bien la base de experimentación
era escasa, no existía duda sobre la
bondad de la droga, esa pequeña dosis
que eliminaba los problemas de
toxicidad y producía el efecto
maravilloso de eliminar los lípidos
dejando, a través del tiempo, las arterias
limpias y renovadas.
La necesidad mundial del producto
era innegable y muchos en el
Laboratorio estarían haciendo las
cuentas de cuánto produciría su patente.
Inmediatamente comenzaría una
investigación clínica a doble ciego con
enfermos cardíacos y cerebrales con una
base mínima de dos mil pacientes. Se
podía entrar directamente en la fase dos
y, en forma conjunta, con la tres porque
los problemas de toxicidad estaban
resueltos y descartados.
En el exitoso viaje de regreso,
cómodo en su asiento con la cabeza
apoyada en la impoluta almohada,
miraba las burbujas del champagne
mientras pensaba cómo iba a utilizar al
máximo este golpe de suerte.
Capítulo 6
Ya habían lanzado la piedra y ahora
tenían que esperar unos días para que el
juzgado decidiera qué iba a ordenar con
la denuncia de la fiscalía.
Inmediatamente después de presentarla,
el fiscal Narváez se había encargado de
hablar con el Juez para contarle sobre el
tema y la importancia del caso, uno de
los primeros recibidos en el turno que
siempre era una avalancha de asuntos.
Necesitaba confidencialidad porque si
la información se filtraba las medidas
que estaba pidiendo carecerían de
efecto.
Mirta lo llamaba por teléfono cada
dos días con el nombre de señora de
Leiman para que Agustín ni nadie de la
fiscalía se enteraran de la conexión. Se
había fracturado un tobillo en un mal
movimiento y esa tontería la obligaría a
llevar un yeso por un mes y permanecer
inmóvil durante la primera semana.
Quizás ésa fuera la razón de su
impaciencia.
Cuando llamó, Ernesto se estaba
preparando para salir.
—¿Cómo estás? ¿Cómo está tu pie?
—Bastante bien, casi no me duele.
¿Qué pasó con la denuncia?
Por un instante, Ernesto la imaginó
en la cama en su cuarto. ¿Cómo sería su
habitación? ¿Viviría con alguien?
¿Carlos la visitaría? ¿Tendría quién la
atendiera y le diera de comer ahora que
estaba inmovilizada?
—No puedo hablar por este
teléfono. —Pero yo necesito… me
muero por…
—¿Nos encontramos en la pizzería?
—le preguntó sabiendo la respuesta.
—No puedo moverme, Ernesto.
—Si querés te voy a ver… estaba
saliendo.
Hubo un silencio y después dijo:
—Está bien, pero no te asustes por
el lugar. Es en la calle Medrano 418.
—Bien, ¿piso, departamento? —
tomando una rápida nota en un papel
suelto.
—No. Medrano 418, es una casa.
Eso era en Almagro, a cuatro
cuadras de Rivadavia. Hacia allí partió
Ernesto, divertido e intrigado.
AUTORIZACIÓN
ADMINISTRACIÓN DE
MEDICAMENTOS
Grupos II y III