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CI entre las edades de cuatro y medio y seis años en una variedad de medidas ambientales y de

personalidad; lo mismo se hizo con los que mostraban los mayores cambios en el CI entre los seis
y los 10 años. Durante los años preescolares, la dependencia emocional de los padres fue la
principal condición asociada con las pérdidas de CI; en los años escolares, las ganancias en el CI
se asociaron principalmente con la mayor motivación de logro, los esfuerzos de superación y la
curiosidad por la naturaleza. Se obtuvieron también datos interesantes sobre la función de la
actitud de los padres y sus prácticas de crianza en el desarrollo de esos rasgos.
Un análisis posterior de la misma muestra, que se extendió hasta los 17 años, se concentró
principalmente en los patrones de cambio de puntuación observados con el paso del tiempo
(McCall et a l . , 1973). Se comparó a los niños que mostraban patrones diferentes en relación con
las prácticas de crianza infantil evaluadas durante las visitas periódicas al hogar. Un
descubrimiento habitual fue que los padres de los niños cuyas puntuaciones mostraban una
tendencia a aumentar durante los años preescolares presentaban "una atmósfera estimulante y
remuneradora, pero con cierta estructura y reglas establecidas" (McCall et a l . , 1973, p. 54). Una
condición importante asociada con el aumento de las puntuaciones se describe como un intento
de aceleración, o el grado en el que "el padre deliberadamente da entrenamiento al niño en di-
versas habilidades mentales y motoras que aún no eran esenciales" (p. 52).
La investigación sobre los factores asociados con los aumentos y las disminuciones de las
puntuaciones de los tests de inteligencia ha permitido identificar las condiciones que determinan
el desarrollo intelectual en general, a la vez que postula la posibilidad de mejorar la predicción
del estado intelectual subsecuente, combinando las medidas de las características emocionales y
motivacionales del individuo con las medidas de su ambiente y las puntuaciones iniciales de las
pruebas. Desde otro punto de vista, los descubrimientos de estas investigaciones indican los
programas de intervención que pueden modificar de manera eficaz el curso del desanollo
intelectual en la dirección deseada.

LA INTELIGENCIA EN LA NIÑEZ TEMPRANA


La evaluación de la inteligencia en los dos extremos del rango de edad presenta problemas
teóricos y de interpretación especiales. Uno de ellos tiene que ver con las funciones que deben
evaluarse, es decir, determinar qué constituye la inteligencia para el infante y el preescolar, por
un lado, y qué constituye la inteligencia para el viejo, por el otro. El segundo problema no es del
todo independiente del primero: a diferencia del escolar, infantes y preescolares no han sido
expuestos a la serie estandarizada de experiencias del programa escolar. Al desarrollar pruebas
para los niveles de educación elemental, secundaria y universitaria, los autores disponen de un
caudal de experiencias comunes del que pueden extraer los reactivos de sus pruebas. Por otra
parte, y a pesar de ciertas uniformidades culturales en las prácticas de crianza infantil, las
experiencias del niño antes del ingreso a la escuela son mucho menos homogéneas, lo que hace
mucho más difícil tanto la elaboración de las pruebas como la interpretación de sus resultados.
Hasta cierto punto, se enfrenta el mismo problema al evaluar a los viejos, cuya escolaridad
concluyó muchos años atrás y que desde entonces han vivido experiencias muy diferentes. En
esta sección y la próxima examinaremos algunas de las implicaciones de estos problemas en la
evaluación de niños y adultos, respectivamente.
Validez predictiva de las pruebas para infantes y preescolares. La conclusión que surge de los
estudios longitudinales es que las pruebas para preescolares (en especial cuando se aplican
después de los dos años de edad) tienen una validez moderada para predecir la ejecución
posterior en tests de inteligencia, y que las pruebas para infantes prácticamente no tienen validez
alguna (Bayley, 1970; Lewis, 1973; McCau, Hogarty y Hurlburt, 1972). Al combinar los
resultados de ocho estudios, McCall y sus colaboradores (1972) calcularon las correlaciones
promedio entre las pruebas aplicadas en los primeros 30 meses de vida y el CI obtenido entre los
tres y los 18 años. De sus datos resultan evidentes varias tendencias. Primera, las pruebas
aplicadas en el primer año de vida tienen poco o ningún valor predictivo a largo plazo. Segunda,
las pruebas para infantes muestran cierta validez para predecir el CI en edades'preescolares (de
tres a cuatro años), pero la correlación muestra un brusco descenso después de este punto, luego
de que el niño alcanza la edad escolar. Tercera, después de los 18 meses de edad la validez
predictiva es moderada y estable, ubicada en general entre .40 y .50. Cuando se hacen
predicciones a partir de esas edades, las correlaciones parecen ser del mismo orden de magnitud,
independientemente de lo que en el retest ocurra en cualquier momento de los tres a los 18 años.
Es necesario evaluar la falta de validez predictiva de las pruebaspara infantes en relación con
otros descubrimientos. Primero, las predicciones pueden mejorar si se consideran las tendencias
del desarrollo con evaluaciones repetidas. Segundo, algunos investigadores han encontrado que
las pruebas para infantes tienen una mayor validez predictiva en poblaciones clínicas anormales
que en poblaciones normales; por ejemplo, se han informado coeficientes de validez de .60 y .70
para niños con un CI inicial inferior a 80, así como en grupos que presentan (o en los que se
sospecha) anormalidades neurológicas (Ireton, Thwing y Gravem, 1970; Knobloch y
Pasamanick, 1963, 1966; Werner, Honzik y Smith, 1968). Las pruebas para infantes, pues,
parecen ser más útiles como auxiliares en el diagnóstico de problemas del desarrollo causados por
patologías orgánicas o que tienen otro origen hereditario o ambiental.
En ausencia de alguna patología, el desarrollo posterior del niño está determinado sobre todo
por el ambiente en el que crece, que no se espera que la prueba pueda predecir. En efecto, la
educación de los padres y otras características más específicas del entorno familiar son mejores
predictores del nivel intelectual subsecuente que las puntuaciones de las pruebas infantiles;
después de los 18 meses, la predicción mejora considerablemente si las puntuaciones se
combinan con indicadores de la posición socioeconómica de la familia (Bayley, 1955; McCall et
a l , 1972; Pinneau, 1961; Werner et a l . , 1968). Se ha propuesto que las diferencias individuales
en la infancia pueden ser relativamente menores y transitorias, ya que el desarrollo normal es en
esencia común a la especie en esta etapa temprana (R. B. McCall, 1981). En los años posteriores,
las diferencias individuales aumentan, se hacen más estables y dan lugar a mayores correlaciones
con los factores genéticos y ambientales (Plomin, De Fries y Fulker, 1988). Pese a ello, debe
advertirse que en la década de los noventa ha crecido la investigación sobre el valor predictivo de
la conducta cognoscitiva de los infantes, con resultados prometedores (Colombo, 1993).

Naturaleza de la inteligencia en la niñez temprana. Si consideramos la investigación sobre la


naturaleza de la inteligencia en la niñez temprana —cuyos descubrimientos no respaldan la idea
de que el desarrollo de las capacidades intelectuales en
la infancia sea unitario y constante (Lewis, 1973, 1976; McCall et a l . , 1972)— podremos entender
más plenamente la validez de los tests de inteligencia infantil y el significado de las medidas de la
ejecución temprana. Las correlaciones son mínimas incluso con intervalos de tres meses, y las
correlaciones con la ejecución en las mismas escalas u otras a los dos o más años de edad suelen ser
insignificantes. Estos resultados se han obtenido lo mismo con instrumentos estandarizados
—como las Escalas de Bayley sobre el Desarrollo Infantil— que con escalas ordinales, como las
piagetianas (Gottfried y Brody, 1975; King y Seegmiller, 1973; Lewis, 1976; Lewis y McGurk,
1972).
Varios investigadores han llegado a la conclusión de que si bien los tests de inteligencia infantil
carecen de validez predictiva, son indicadores válidos de las habilidades cognoscitivas que el niño
presenta en ese momento (Bayley, 1970; Stott y Ball, 1965; Thomas, 1970). Según este punto de
vista, el hecho de que la naturaleza y la composición de la inteligencia cambian con la edad es un
factor que explica lo insignificante de las correlaciones entre la pruebas infantiles y la ejecución
posterior; la inteligencia en la infancia es cualitativamente diferente de la que se observa en la
edad escolar y consiste en una combinación distinta de habilidades.
McCall y sus colaboradores exploraron en una serie de investigaciones la naturaleza cambiante
de la inteligencia infantil a intervalos de seis meses durante los dos primero: años de vida (R. B.
McCall, 1976; McCall, Eichorn y Hogarty, 1977; McCall et a l . , 1972). Estos especialistas buscaron
los precursores del desarrollo posterior de la conducta infantil mediante el análisis estadístico de
las correlaciones de diferentes habilidades en cada nivel de seis meses y de las correlaciones de las
mismas habilidades y de otras distintas en diferentes edades. Una de las conclusiones a que llegó la
investigación fue que la conducta predominante en diferentes edades muestra cambios cualitativos
que representan transiciones ordenadas y razonables. Cuando las respuestas de los infantes a los
reactivos de Gesell se sometieron por separado a un análisis factorial en niveles sucesivos de seis
meses, las calificaciones del primer factor en cada nivel mostraron una correlación significativa
entre las edades; pese a ello, la composición conductual de estos primeros factores variaba con la
edad, es decir, las manifestaciones específicas de la competencia mental diferían según los niveles
de edad, aunque la competencia en una edad predecía la de edades posteriores cuando se
evaluaban por medio de las conductas apropiadas para la edad.
Se introdujo el concepto de transformaciones del desarrollo para describir los cambios en las
manifestaciones apropiadas para la edad en la competencia intelectual. Las evidencias posteriores
de los cambios cualitativos en la competencia conductual se encuentran en la investigación de
Yanow y sus colaboradores sobre la forma en que el infante domina su entorno (Messer et ai.,
1986; Morgan y Harmon, 1984; Yanow et ai., 1983; Yarrow et al., 1984; Yanow y Messer, 1983).
Los resultados demostraron una progresión temporal tanto en las tareas que daban lugar a esta
conducta como en la clase específica de conducta provocada: la inspección visual, la manipulación
y la persistencia en la solución de problemas. Al principio, el infante descubre que puede
modificar el medio, por ejemplo al tirar un cubo para verlo caer y escucharlo golpear el piso o al
agitar una campana para oír su sonido. Después, el dominio del ambiente se manifiesta en
actividades más complejas dirigidas a una meta, como cuando utiliza desviaciones o relaciones
entre medios y fines para obtener un juguete. Al identificar la conducta específica apropiada para
la edad es posible investigar de mejor manera tanto la validez de constructo como la validez
predictiva de la evaluación de la inteligencia en la niñez temprana. También es
importante considerar la función que cumple el contenido del conocimiento en los procesos
intelectuales y las estrategias cognoscitivas (Reese, 1987), un hecho que cadav vez obtiene mayor
reconocimiento en la investigación de la psicología cognoscitiva.

Implicaciones de los programas de intervención. La eficacia de los diversos programas de


intervención de la época del Head Start depende de la calidad de cada uno (R. C. Collins, 1993;
Haskins, 1989; Zigler y Muenchow, 1992; Zigler y Styfco, 1993). Sus procedimientos y resultados,
que estaban destinados a mejorar la preparación académica de los niños que provenían de medios
desfavorecidos, mostraban grandes variaciones. En su mayor parte se trataba de proyectos
iniciados apresuradamente, con una planeación inadecuada tanto para su implantación como para
su evaluación, por lo que sólo algunos pudieron demostrar mejorías sustanciales en la ejecución de
los niños, aunque por lo general eran progresos limitados y de corta vida. En contraste con la
mayor parte de los programas, que buscaban "elevar el CI" mediante procedimientos vagamente
definidos, unos cuantos proyectos de alta calidad precisaron de manera específica las habilidades
intelectuales que pretendían mejorar y seleccionaron los procedimientos adecuados de
entrenamiento. En estps casos, seguimientos cuidadosamente conducidos mostraron progresos
significativos y duraderos en las habilidades relevantes. También prestaron atención al contexto
más amplio en el que se introducía el programa, que podía incluir la necesidad de servicios sociales
y de salud en el hogar. La participación de los padres demostró ser particularmente valiosa para
complementar en casa el programa preescolar y asegurar su continuación cuando el proyecto
oficial hubiese terminado (Jaynes y Wlodkowski, 1990).
También merecen atención los programas de seguimiento para evaluar la naturaleza y duración
de la intervención, ya que la evaluación de la eficacia de dichos proyectos requiere considerable
sofisticación metodológica (Collins y Hom, 1991; Willett y Sayer, 1994). Además de las cuestiones
del diseño experimental, los artefactos estadísticos asociados con las propiedades psicométricas de
los instrumentos de evaluación pueden dar lugar a falsos resultados positivos o negativos (Béjar,
1980). Las diferencias en la dificultad o la capacidad discriminativa de los reactivos entre los gru-
pos experimental y de control, o bien entre la ejecución en el pretest y el postest del mismo grupo,
pueden conducir a conclusiones incorrectas sobre el éxito o el fracaso del programa. Es posible
evitar algunos de estos problemas con él uso de las pruebas desarrolladas y calificadas sobre la base
de la teoría de respuesta al ítem (TRI, capítulo 7) y ajustadas individualmente a los examinados
(CAT, capítulo 11). En los años recientes se ha observado un interés renovado por establecer
programas de intervención bien diseñados y ejecutados con cuidado que tomen como modelo
algunos de los programas anteriores más eficaces (R. C. Collins, 1993; Consortium, 1983; Haskins,
1989; Whimbey, 1990; Zigler y Styfco, 1993). Más aún, el desarrollo de esos nuevos programas
puede beneficiarse de la base de datos formada a partir de la investigación de la inteligencia
infantil (véase, por ejemplo, Horowitz y O'Brien, 1989). Un proyecto a largo plazo en especial
prometedor se concentra en el efecto de la conducta de los padres hacia sus hijos de uno y dos años
en el desempeño intelectual que posteriormente muestren los niños (Hart y Risley, 1995). Los
primeros datos ya presentan un fuerte apoyo a la existencia de una relación estrecha entre la
naturaleza y el grado de contactos paternos y el desarrollo intelectual de los niños.

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