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5.1. Gobierno
5.1
Cristo para abrir el reino a los creyentes y cerrarlo contra la
incredulidad. No obstante, esta función es ejercida principalmente por
los predicadores de la Palabra, y a partir del primer sermón de Pedro se
observa cómo funciona la tarea de zarandar, de convertir, y de rechazar
(Hch. 2.37–41). Cuando Pedro confesó a Cristo, su fe debe considerarse
como típica del fundamento firme como la roca sobre el que está
fundada la iglesia (Mt. 16.18), pero de hecho los cimientos de la
Jerusalén celestial contienen los nombres de todos los apóstoles (Ap.
21.14; cf. Ef. 2.20); estos actuaron como cuerpo en los albores de la
iglesia, y a pesar de la invariable eminencia de Pedro (Hch. 15.7; 1 Co.
9.5; Gá. 1.18; 2.7–9), la idea de que ejercía sobre los demás una
constante primacía es refutada, en parte, por la posición preponderante
que ocupó Jacobo en el concilio de Jerusalén (Hch. 15.13, 19), y en
parte, porque Pablo resistió cara a cara a Pedro (Gá. 2.11). Fue como
cuerpo que los apóstoles proveyeron liderazgo a la iglesia primitiva; y
ese liderazgo se hizo efectivo tanto en misericordia (Hch. 2.42) como en
juicio (Hch. 5.1–11). Ejercieron autoridad general sobre todas las
congregaciones, enviando a dos de sus integrantes a supervisar la
evolución de los acontecimientos en Samaria (Hch. 8.14), y resolviendo,
juntamente con los ancianos, sobre una política común para la admisión
de los gentiles (Hch. 15), mientras que “la preocupación por todas las
iglesias” por parte de Pablo (2 Co. 11.28) queda evidenciada tanto por
el número de sus viajes misioneros como por la magnitud de su
correspondencia.
II. Después de la ascensión
El primer paso, inmediatamente después de la ascensión de
Cristo, fue el de llenar la vacante dejada por la defección de Judas, y
esto lo hicieron mediante una apelación directa a Dios (Hch. 1.24–26).
Posteriormente, otros fueron incluidos en el número de los apóstoles (1
Co. 9.5–6; Gá. 1.19), pero la condición de haber sido testigo ocular de
la resurrección (Hch. 1.22), y la de haber sido de alguna manera
comisionado personalmente por Cristo (Ro. 1.1, 5), eran de tal
naturaleza que no podían comunicarse indefinidamente. Cuando el
volumen de las tareas aumentó, nombraron siete ayudantes (Hch. 6.1–
6), elegidos por los fieles, y ordenados por los apóstoles, para
administrar lo que la iglesia destinaba como ayuda a los pobres; estos
siete han sido considerados como diáconos desde la época de Ireneo en
adelante, pero Felipe, el único cuya historia posterior conocemos con
claridad, se convirtió en evangelista (Hch. 21.8), con la misión de
predicar el evangelio en forma irrestricta, y las actividades de Esteban
fueron muy parecidas. Funcionarios de la iglesia con nombres
específicos aparecen primeramente en el caso de los ancianos de
Jerusalén, quienes recibieron las ofrendas (Hch. 11.30) e integraron el
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concilio (Hch. 15.6). Esta función (Presbítero) probablemente fue
copiada del cuerpo de ancianos de la sinagoga judía; la iglesia misma
recibe el nombre de sinagoga en Stg. 2.2, y los ancianos judíos, que
parecen haber sido ordenados por imposición de manos, eran
responsables de asegurar la observancia de la ley de Dios, con poderes
para excomulgar a los que la quebrantaban. Pero los ancianos de las
iglesias cristianas debieron asumir, a la vez, como parte de su ministerio
evangélico, deberes pastorales (Stg. 5.14; 1 P. 5.1–3) y de predicación
(1 Ti. 5.17). Pablo y Bernabé ordenaron ancianos en todas las iglesias
del Asia (Hch. 14.23), mientras que Tito recibió instrucciones para hacer
otro tanto en las iglesias de Creta (Tit. 1.5); y aunque los disturbios en
Corinto pudieran indicar que prevalecía en dicha congregación un
ambiente más netamente democrático (cf. 1 Co. 14.26), en general la
forma de gobierno de las iglesias en la era apostólica parece haber sido
la de un consejo de ancianos o pastores, posiblemente ampliado con
profetas y maestros, que ejercía el gobierno de cada una de las
congregaciones locales, con la ayuda de diáconos, y con la
superintendencia general de toda la iglesia a cargo de apóstoles y
evangelistas. No hay nada en este sistema que corresponda
exactamente al moderno episcopado diocesano; los obispos, cuando se
los menciona (Fil. 1.1), componen un consejo de funcionarios
congregacionales locales, y la posición que ocupaban Timoteo y Tito era
la de lugartenientes personales de Pablo en sus actividades misioneras.
Lo más probable, según parecería, es que uno de los ancianos asumiera
la presidencia permanente del consejo, y que en ese caso recibía el
título especial de obispo; pero incluso cuando aparece el obispo
monárquico en las cartas de Ignacio, no deja de ser el pastor de una
sola congregación. La terminología del NT es mucho más fluida; en lugar
de algo que se asemeje a una jerarquía, nos encontramos con
descripciones tan vagas como “el que preside”, los que “os presiden en
el Señor”, (iorpmatsiorp, „presidentes‟ ; Ro. 12.8; 1 Ts. 5.12), o “los que
tienen el gobierno de vosotros” (iinerusiorp, „guías‟; He. 13.7, 17, 24,
°vm). Los *angeles en Ap. 2.3 han sido considerados a veces como si
fueran obispos, aunque lo más probable es que sean personificaciones
de sus respectivas comunidades. Aquellos que ocupan posiciones de
responsabilidad son dignos de honor (1 Ts. 5.12–13; 1 Ti. 5.17), de
sostén (1 Co. 9.14; Gá. 6.6), y deben estar libres de acusaciones
pueriles (1 Ti. 5.19).
III. Principios generales
Del conjunto de enseñanzas del NT se pueden deducir cinco
principios generales:
(a) Toda autoridad proviene de Cristo, y es ejercida en su
nombre y por su Espíritu.
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(b) La humildad de Cristo constituye el modelo para el
servicio cristiano (Mt. 20.26–28).
(c) El gobierno de la iglesia es colegiado antes que
jerárquico (Mt. 18.19; 23.8; Hch. 15.28).
(d) La enseñanza y el gobierno son funciones íntimamente
ligadas (1 Ts. 5.12).
(e) Se puede requerir la cooperación de ayudantes
administrativos para colaborar con los que enseñan la
Palabra (Hch. 6.2–3).
Bibliografía.
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1911
Delorme, El ministerio y los ministerios según el Nuevo
Testamento, 1975
L. Rubio, R. Chamoso, D. Borobid, Los ministerios en la iglesia,
1985
H. Schlier, “Eclesiología del Nuevo Testamento”, Mysterium salutis,
vol. IV, t(t). I, 1973, pp. 107–229.
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