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Violeta a las ocho

Elizabeth Valenzuela

No puedes tomarte todo tan en serio. ¿Acaso crees que el mundo no es más complejo
de lo que imaginas desde este apartamento del que poco sales? Puedes cerrar los ojos
si no quieres ver, pero afuera tendrás más respuestas que preguntas. Hoy es miércoles
y tú no ves el sol desde el domingo pasado.

Alfredo bajó la mirada, tomó un sorbo de café y alargó el brazo buscando el diario
que había puesto sobre la mesa del comedor. Leer los titulares, poner el diario al lado
de la azucarera, untar mermelada de moras en el pan tostado y beber otro sorbo de
café eran solo unas de las formas en que se sumía en el silencio evitando conversar
con Felipe, su amigo del conservatorio de música. Los dos eran personas de pocas
palabras, pero cuando hablaban, lograban oír cada sílaba no dicha y entender lo que
había detrás de una mirada nublada.

Alfredito, como le decía su mamá, no se metía con quien no le invitaba a entrar a su


vida. Poco salía de fiesta. Caminaba por la acera, siempre del lado de la pared,
temiendo a cada paso que, si desaparecía ese soporte, perdería el equilibrio y podría
morir bajo la sombra de cualquier auto. Cuando era niño, vio cómo un gato jugaba en
los bordes de la alberca que estaba en el patio de la casa, con pasos cada vez más
rápidos a medida que lograba completar una vuelta adicional. Sintió miedo de que el
pequeño animal se fuera caer, se acercó para tomarlo en sus manos y, en un acto que
se convirtió en uno de sus mayores secretos, lo empujó hacia el centro de la alberca.
Alfredito, con apenas cinco años, no fue capaz de buscar ayuda y salió corriendo
hasta encontrar las piernas de su mamá, a las que se aferró con tanta fuerza que la
lastimó y eso le valió el primer regaño de aquel mes de abril.

Para esa edad, apenas sabía leer y escribir, pero no por ello su sonrisa fue menor
cuando, luego de tomar el trompo que el Niño Dios dejó en el marco de la ventana de
su habitación, destapó un paquete torpemente envuelto en un papel vistoso de color
rojo con dorado. El regalo fue su primer cuaderno de rayas horizontales que venía
dentro de una caja de madera tallada con un tren de una locomotora y dos vagones.
Desde ese día, los garabatos que antes pintaba en las paredes del comedor
comenzaron a quedar anotados en su cuaderno. La mañana del veinticinco de
diciembre, al pasear sus ojos sobre el papel, leería un mamá escrito con color azul, un
sol dibujado en naranja con una veintena de rayas que más bien semejaba un
paramecio y un gato rojo flotando a pocos centímetros sobre un pasto verde limón.
Años más tarde, dibujaría allí dos personas de grandes cabezas, una sonriente y
vestida de rojo, la otra de azul con dos puntos por ojos y una línea casi recta por boca;
la figura más grande era el abuelo y tenía los brazos abiertos, el pequeño era él y
carecía de manos.

A temprana edad decidió que su vida estaría definida por colores y múltiplos de cinco.
A su papá lo recuerda en el marrón de las ruanas y el rojo de las mejillas curtidas por
el sol. A su mamá la contempla en verde porque ella decía que ese era su color
favorito. Y a la niña que le valió el primer suspiro a los diez años, la consagró en la
paleta de azules. Cuando soñaba con ella, la veía en tonos turquesa; en la escuela, con
un delantal azul claro, y los domingos, con una cinta azul turquí alrededor de un
sombrero de paja. Fue esta niña la que le enseñó, unos cinco años atrás, que si pasaba
un poco de azul sobre el rojo que antes había dibujado, encontraría el violeta —o su
nombre, pues en todo caso, eran lo mismo—.

El rojo y el azul estaban en las historias que contaba el abuelo, esas que hablaban
sobre micos y osos perezosos, sobre iguanas y tortugas, sobre loros y tucanes. Cuando
preguntaba por qué le prohibieron jugar con los hijos del señor Gutiérrez, por qué no
se volvieron a sentar en la banca del parque con las primas Aragón, por qué los
pájaros eran rojos y por qué no volvieron a comprar algodones de azúcar a la señora
Lucrecia, el abuelo solo respondía con nuevas historias de animales que tenían
prohibido acercarse a los de pieles de otro color. Nunca se atrevió a preguntarle por
qué los animales que vestían de azul y rojo se enemistaban; concluyó que hay cosas
que no tienen una respuesta que deje contentos a todos y por eso prefirió el silencio y
la imaginación. Así fue que, entre sus cinco y diez años, el azul y el rojo se
convirtieron en los colores que marcarían su vida.

El azul lo absorbía desde el cielo. Algunas tardes se acostaba sobre el pasto mirando
hacia arriba y comenzaba a respirar profundamente; al sacar el aire sentía cómo se iba
haciendo cada vez más ligero y en esto sabía que estaba el truco de volar. El azul
también estaba en el agua y era esta la que lo hacía invisible. Cuando llovía, una parte
de su cuerpo se disolvía y escurría por las calles. Otras veces, permanecía un rato bajo
el agua sin que nadie lo notara, entonces sentía que se convertía en un pez, luego en
una rana y después volvía a nacer con el cuerpo de un niño al sacar la cabeza para
respirar. El azul lo hacía soñar.

Hacia sus diez años, fue prefiriendo el rojo al azul. El rojo se apoderó de sus pasos. El
rojo estaba en las flores que su mamá cuidaba con tanto cariño en las materas del
patio de la casa, en el carrito de madera que impulsaba con una cabuya y en las
corbatas que usaban papá y abuelo para ir a misa los domingos. El rojo también
apareció en las calles y las paredes de las casas del pueblo, como manchas de un tono
carmesí que tornaban a marrón rojizo cuando perdían el aire que antes les daba vida.
Anotó en el cuaderno que donde antes había azul, ahora solo quedaba rojo.

Sin importar qué le dijeran, dejaba la caja de colores casi intacta. De nada valía que la
maestra indicara que debía usar el azul, el gris o el amarillo. Su mamá entonces
decidió comprarle dos docenas de lápices de color rojo de esos con los que se
escribían los títulos en el cuaderno y se corregían las tareas; al fin y al cabo, este era
el color que más gastaba. Cuando tenía diez años, pasaba las tardes dibujando todo de
rojo, las mariposas y los peces, las montañas y los perros, las flores y las hojas que la
abuela hervía para curar los males de estómago. Cinco años dibujó su pueblo en
colores rojos.

Antes de cumplir quince años, nombraron un nuevo presidente para el país. Ese día su
familia permaneció en casa con las ventanas cerradas, mientras con música de cuerda
y pólvora celebraban afuera el triunfo de los azules. En ese tiempo, algunas noches no
podía dormir, a veces se quedaba escuchando las discusiones entre su papá y su
abuelo; pero hubo otras en las que despertaba por el ruido de los motores de carros y
camiones de estacas, llenos de maletas y algunos muebles, en los que partían, sin
decir adiós, familias vecinas. Un día él también se fue. Caminó rumbo hacia la
capital, con una carta de su mamá dirigida a los parientes que allí se habían instalado.
Aunque pocos recuerdos le quedaron de su pueblo, se formó una imagen con lo que
guarda entre su mente y sus dibujos: una plaza central con una iglesia muy alta, la
farmacia de los Pérez al lado de la alcaldía, una tienda de víveres y las casas, casi
todas pintadas de azul; la suya, sin embargo, tenía el portón y los marcos de las
ventanas de ese rojo intenso que tanto le gustaba.

Recuerda también que, unos meses antes de tomar camino hacia el sur, unos señores
buscaron a su papá una noche. Durante varios días, a la misma hora, llegaban a la casa
y conversaban en un tono muy bajito en la sala, pero luego de una de esas discusiones
fuertes con mamá, las siguientes veces permanecieron en la calle con el portón
entreabierto debatiendo hasta tarde. Hubo noches en las que se acostó a dormir sin la
bendición porque papá aún no entraba. Un domingo su papá habló de dignidad y
orgullo mientras su mamá lloraba; el abuelo habló de un nuevo corte de pelo y se fue
a misa apurando el paso a pesar de tener que usar bastón. Al regresar de la escuela,
una tarde de agosto, leyó al lado del portón de la casa en un marrón rojizo la palabra
chusmeros. Nadie en la familia habló esa tarde.

Alfredo sabe que él es uno más de los que han vivido en carne propia las noticias que
muestran en la televisión, las que no cuentan en la radio y las que se imaginan en los
diarios. Si cierra los ojos y se esfuerza un poco, puede recordar cómo suena el filo del
machete cuando golpea la cabeza de alguien. Puede apretar las manos cerrando con
fuerza los puños hasta enterrarse las uñas, para volver a sentir el último beso que le
dio su papá en la frente antes de irse con uno de los señores que tanto visitaban su
casa y cruzarse un fusil sobre la ruana. Esa fue la misma noche en la que vio por
última vez a la jovencita de la cinta azul al abrir el portón; la luna menguaba en el
cénit cuando la vio caminando calle abajo, ella se acercó corriendo, le entregó una
carta perfumada con lavanda y un beso en cada mejilla.

Alfredo cree saber todo eso sin rencor. Su mamá nunca lo hubiera permitido. Ella fue
la que, una semana más tarde, al cumplir quince años, le compró el primer cuaderno
de dibujo, las crayolas y las acuarelas. Al crecer, sus trazos fueron tomando nuevas
formas, el papel otras dimensiones y luego los lienzos llenaron su habitación. Lo que
no cambió fue la predilección por el rojo, que entonces comenzó a explorar en sus
distintas tonalidades, granate, borgoña, carmesí, bermellón y escarlata.
A los veinte años inauguró, un jueves a las 6:30 p.m., su propia exposición en la Sala
Gregorio Vásquez de la Biblioteca Nacional. Se leía en la página trece del diario
nacional, un domingo de junio, en una incipiente sección cultural: “La joven novela
latinoamericana supera la española”, “Esta semana le recomendamos” y “Joven
campesino deja sin palabras a los críticos de arte”; más adelante, una foto suya a
blanco y negro ocultaba el brillo de sus obras y la esencia de su ser.

Fue después de esa exposición que recibió por segunda vez en su vida una carta
perfumada. La carta que lo sumió en un encierro de diez días y lo llevó a ver todo a
través de un velo, dejándolo atrapado en un frasco de vidrio.

Estimado Alfredo:
Creerá usted que no me conoce, creerá incluso que no le conozco, pero se
equivoca en su apreciación. Comparte usted mucho más de lo que imagina
con esta desconocida. La primera vez que lo vi en esta ciudad, sonreía
usted con tanta emoción al caminar por el parque con su cabeza inclinada
hacia el cielo, que se convirtió en un imán para mí. Lo vi luego
conmoverse ante unos pájaros que lavaban sus alas en la pila de la fuente
que está en la zona central del parque. Supe por su expresión que usted
también conoce que el agua nos hace invisibles.
Ayer, en la inauguración de su exposición, entendí que sus pinturas son
mucho más que una historia no vivida. Yo le escuché decir a la mujer de
vestido rojo, mientras sostenía su copa de vino, “hoy vivo en los tonos
tierra, ya no veo el cielo en el día y olvidé cómo volar”. Permítame decirle
que mi corazón se estremeció con sus palabras.
Se preguntará entonces dónde estaba yo. He estado siempre a su lado. He
seguido sus pasos. En la exposición acompañé su recorrido por las salas,
sus conversaciones con las mujeres y hombres distinguidos que llenaban
los pasillos; yo seguí su búsqueda con los ojos de otra copa de vino.
No se inquiete por saber hace cuánto lo acompaño, yo solo quisiera
confiarle algunos de mis secretos. Quiero verlo y hablar con usted. Podrá
encontrarme frente al portón de la iglesia de Las Nieves después de la
misa del mediodía.
Se despide de usted, con sincero afecto y profunda admiración,

La mujer de vestido azul.

Al terminar de leer, recordó una invitación a una tertulia sobre “el arte de volar”
firmada por la mujer de vestido azul, que hasta entonces le había parecido un buen
nombre para una librería o un café. Corrió hacia su cuarto y en el cajón de la mesa de
noche encontró una foto de un paisaje montañoso y un sello de una silueta femenina
en azul cobalto. Tomó en sus manos un recorte de un aviso publicitario con el rostro
difuminado de una mujer pintada en achurado con un hermoso azul lapislázuli; al
verlo de nuevo el rostro le pareció conocido. Enseguida, supo que la invitación a la
sesión inaugural del Festival de Poesía Iberoamericana no había llegado a sus manos
por casualidad; en este caso, la impresión era en papel ordinario y una tinta barata de
azul de medianoche. Con las manos sudorosas, encontró más de una docena de
papeles en distintos tonos de azul y recordó que el azul lo hacía soñar.

Se sentó a los pies de la cama, apoyando los codos sobre las rodillas, para sostener el
peso de su cara que caía hacia el piso. Recordó a una niña que tenía un sombrero de
paja con un lazo azul turquí, sentada bajo el árbol de mango al lado de la alberca del
patio de su casa, jugando con la gata que días antes había tenido cuatro crías. Recordó
los sueños en tonos azules al ver a la misma niña que era su compañera de escuela.
Recordó los besos que recibió en sus mejillas cinco años atrás en una noche de luna
menguante. Su corazón se precipitó, su respiración se entrecortó.

Recordó. Recordó todo lo que había olvidado. Recordó ver en el último año, cuando
iba hacia la escuela de arte hacia las ocho de la mañana, a una mujer que caminaba
con el paso apurado y los brazos cruzados al frente. Recordó que un viernes, a la
sombra de un falso pimiento, sus miradas se cruzaron y la vio sonreír.

Se sintió observado. Se vio desnudo. Cerró las cortinas.

Soñó en violeta.

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