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7ª edición

Recomendado

+8 años
a partir de
8 años

Otros títulos de la colección: Con sus propias palabras, Juan Carlos Chandro Juan Carlos Chandro
Rosa nos cuenta lo que le (Ausejo, La Rioja, 1963)

Rosa está
+8 años estudió Magisterio
sucedió cuando la llevaron y Filología hispánica,
La decisión de Bella a visitar al jefe de su padre y ha sido profesor de
Blanca Álvarez y ella intentó comportarse como una Lengua española. En la
persona mayor y educada.
hecha un lío actualidad compagina su
Blanca Álvarez

La decisión
de Bella trabajo como redactor y traductor con la
escritura de guiones de humor gráfico
Ilustraciones de
Carmen García Iglesias

Rosa está hecha un lío · Juan Carlos Chandro


Una historia sencilla, escrita en clave para adultos y de historias humorísticas
Ilustraciones de
de humor, que pone en evidencia Guillermo Ferreira para niños. Éste es el sexto libro que
los ridículos comportamientos que publica.
+8 años
Elvira Menéndez y José María Álvarez

Este duende
muchos adultos adoptan para dirigirse
es una ruina
Ilustraciones de
Este duende es una a los niños. Guillermo Ferreira
ruina
Francesc Rovira

(Madrid, 1967) es
Elvira Méndez y
licenciado en Bellas Artes
José María Álvarez
y trabaja como pintor
e ilustrador. Se inició
profesionalmente en el
mundo de los dibujos
+10 años animados y en el diseño gráfico
Miguel Ángel Mendo
trabajando para distintas agencias.
En busca de
la flor negra En busca de la flor Publica viñetas de humor firmadas como
«Ferreira y Chandro», autor este último
Ilustraciones de

negra
Nivio López Vigil

Miguel Ángel Mendo con quien también colabora habitualmente


en la ilustración de libros infantiles.

PEARSON ALHAMBRA
ISBN 978-84-205-3740-5

www.pearsoneducacion.com 9 788420 537405 4


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Rosa está hecha un lío


Todos los derechos reservados.
Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley,
cualquier forma de reproducción, distribución,
comunicación pública y transformación de esta obra
sin contar con autorización de los titulares de propiedad
intelectual. La infracción de los derechos mencionados
puede ser constitutiva de delito contra la propiedad
intelectual (arts. 270 y sgts. Código Penal).

© 2002 respecto a la primera edición en español por:


Pearson Educación S.A.
Núñez de Balboa, 120
28006 Madrid
© del texto: Juan Carlos Chandro
© de las ilustraciones: Guillermo Ferreira

Editora: Ana M.a Maestre Casas

Alhambra es un sello editorial autorizado de Pearson Educación

978-84-205-5892-9
ISBN: 84-205-3740-3
Depósito Legal: M-

Impreso en España – Printed in Spain

Este libro ha sido impreso con papel y tintas ecológicos


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Rosa está
Hecha un lío
Juan Carlos Chandro

Ilustraciones
de Guillermo Ferreira
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A mis padres.
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1. Voy a presentarme
Hola, me llamo Rosa y tengo siete
años. Encantada de conocerte.
¿Has visto qué educada soy?
Seguro que estarás pensando:
«¡Qué orgullosos deben estar sus
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padres de tener una hija tan bien
educada!».
Pues te equivocas. Ayer se enfa-
daron mucho conmigo, y me castiga-
ron con no dejarme salir hoy de casa.
¡Y eso que hoy es sábado!
¿Y a que no adivinas por qué me
castigaron?
Pues, precisamente, por ser una
niña educada y encantadora.
No, no pongas esa cara, lo que te
digo es la pura verdad. Y si no te lo
crees, es que no sabes lo raros que a
veces pueden ser los mayores.
Si me pongo a contar la de cosas
extrañas que hacen, es que empiezo y
no acabo. Pero, bueno, me voy a con-
formar con contarte por qué me han
castigado y, cuando termine, ya me
dirás si son o no son raros los mayores.
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Pero para terminar una cosa, antes 9


hay que empezarla. Así que, como
dice un niño de mi clase, «voy a prin-
cipiar por el comienzo».
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2. El comienzo
Ayer por la tarde, cuando mi padre
fue a buscarme al colegio, lo primero
que hizo fue regalarme una bolsa de
chuches. Justo de esas que le pido
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todas las tardes y él nunca me quiere 11


comprar porque dice que me quitan
las ganas de cenar.
Pensé: «¡Huy, huy, huy…! Me pare-
ce que quiere pedirme algo…».
Luego se sentó en cuclillas frente a
mí, me sujetó los hombros con las
manos y se puso a mirarme fijamente
la punta de la nariz.
Yo me asusté un poco, la verdad,
porque ésta es una de las dos posturas
preferidas de mis padres para decirme
cosas serias y darme malas noticias.
Pero no, no era nada de eso. Lo que
me dijo fue:
—Hija, mi jefe nos ha invitado a
cenar y ha dicho que te llevemos para
conocerte. Por favor, por favor te pido
que te comportes como una persona
mayor y que demuestres que eres una
niña bien educada.
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Al llegar a casa, mi madre entró en
mi habitación, me sentó sobre sus
rodillas y me cogió una mano.
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Ésta es la otra postura favorita de 13


mis padres para decir cosas serias y
dar malas noticias, pero esta vez no
me asusté, ya me imaginaba lo que
iba a decir y, ¡qué casualidad!, acerté:
—Cariño —me dijo—, el jefe de
papá nos ha invitado a cenar a los tres.
Te pido «porfa», que te portes bien
y que demuestres que eres una niña
bien educada y encantadora.
Y me dio un beso hablado, ya sabes,
de esos en los que mientras te besan
dicen: «Muuua».
Yo estaba impresionada. Siempre
me dicen que debo pedir las cosas por
favor, pero a mí jamás me pide nadie
nada por favor. Y resulta que en
menos de media hora me habían
pedido dos veces y media por favor la
misma cosa.
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Luego, mamá me puso el vestido


que me había comprado para estre-
narlo en la comunión de mi primo, y
eso acabó por impresionarme del todo.
Dos por favor y medio, una bolsa de
chuches y un vestido nuevo, ¡uf!, para
ellos debía de ser muy importante que
me comportara bien delante del jefe.
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Pues, bueno, si querían que fuera una


visitante educada y encantadora, yo
les iba a dar el gusto de serlo. Total,
no creía que fuera muy difícil.
Por lo menos eso era lo que me pa-
reció al principio, pero luego me puse
a pensar y me di cuenta de que tenía
un problema.
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3. El problema
Caí en la cuenta de que en mi casa
recibíamos muchas visitas, sí, pero a
mí nunca me habían llevado a visitar
a nadie.
Sabía perfectamente lo que debía y lo
que no debía hacer para ser una niña
educada con los que venían a visitarnos:
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Dar muchos besos. Decir muchas veces:


«Muchas gracias».

No secarme la cara No llamarles gorilas


cuando me dan un beso aunque me digan que
y me la dejan mojada. soy mona.
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No meterme el Si por un descuido


dedo en la nariz. me lo meto, luego
no chupármelo.

Si por un descuido Si por un descuido


me lo chupo, no escupo, procurar no
escupir. apuntar al visitante.
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¡Ah! Y, sobre todo, no decir nunca: 19


«¡Qué pesado! ¿Cuándo te vas a ir a
tu casa?».
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Todo eso estaba harta de saberlo, lo
que no sabía era qué debía hacer para
ser educada y encantadora cuando
era yo la que hacía la visita.
Fui al cuarto de mi padre para pre-
guntárselo:
—Papá, ¿qué debo hacer para ser
una visitante educada y encantadora?
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—Pregúntaselo a tu madre —me 21


respondió—, que yo tengo que ves-
tirme para ir a la cena. Y tú ten cui-
dado, no te vayas a arrugar el vestido
nuevo.
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Fui al cuarto de mi madre.
—Mamá, ¿qué debo hacer para…?
—Pregúntaselo a tu padre —me
interrumpió—, que yo tengo que ma-
quillarme para ir a la cena.
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Volví al cuarto de mi padre. 23


—Papá, que dice mamá que te lo
pregunte a ti.
—No me entretengas, hija, que
ando con el tiempo justo.
Volví al cuarto de mi madre.
—Mamá, que dice papá que anda
con el tiempo justo.
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—¡Ay, Rosa, no me atosigues,
que bastante nerviosa estoy ya! Y ten
cuidado, no te arrugues el vestido
nuevo.
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Así son los mayores, primero mu- 27


cho «por favor, por favor», y luego lo
único que les interesa son las arrugas
de mi vestido.
Estaba visto que tenía que apañár-
melas yo sola, y precisamente eso fue
lo que hice.
Me tumbé encima de la cama, pro-
curando no arrugarme el vestido, claro,
y me puse a darle vueltas a la cabeza
para ver si se me ocurría algo.
Cuando ya tenía la cabeza medio
mareada de tantas vueltas como le
había dado, se me ocurrió una idea
que podía dar resultado: sólo tenía
que acordarme de lo que hacían con-
migo los que venían a visitarnos y,
luego, hacer yo lo mismo con el jefe
de mi padre.
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Así que a pensar se dijo. Volví a 29


tumbarme en la cama y empecé a
estrujarme la memoria, tratando, eso
sí, de no estrujarme el vestido.
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4. Las tres clases


de visitantes
Recordando, recordando, me di cuen-
ta de que, si consideramos visitantes a
las personas que vienen a casa y no
pretenden vendernos ni arreglarnos
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nada, entonces, recibíamos tres clases


de visitantes: los que me conocen, los
que no me conocen y doña Clotilde.
Los que me conocen, lo primero
que hacen siempre es pasarme la
mano por la cabeza y despeinarme
(eso debe de ser de muy buena edu-
cación), mientras dicen:
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—¡Cuánto ha crecido esta niña!
Y me dan dos besos, procurando
hacer mucho ruido y dejarme la cara
bien mojada.
Después se olvidan totalmente de
mí y se van a tomar café con mis
padres.
Con los que no me conocen, casi
todas las veces se produce la misma
conversación.
Ellos dicen:
—¡Qué niña más mona! ¿Cuántos
añitos tienes, guapa?
Y yo contesto:
—Siete.
Y ellos van y dicen:
—Pues parece que tienes más.
Y yo contesto:
—Gracias.
Luego, ellos dicen:
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—¿Cómo te llamas, bonita?
Y yo contesto:
—Rosa.
Y ellos casi siempre dicen:
—No me extraña que te llames
Rosa, porque eres tan bonita como
una flor.
Y mis padres siempre se ríen, y yo
siempre contesto:
—Gracias.
Finalmente, me aprietan un moflete
con la mano y sueltan algo gracioso,
como, por ejemplo:
—¡Qué cara de mala tienes! Seguro
que vuelves locos a tus padres.
Mis padres vuelven a reírse, y yo
también me río. Más que nada por
cumplir, porque la verdad es que no le
veo la gracia a que me digan que ten-
go cara de mala y que hago sufrir a
mis padres.
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Después de esto, les parece que ya 35


han sido suficientemente educados
conmigo y también se olvidan de mí.
El tercer tipo de visitantes es doña
Clotilde, una amiga de mis padres
que a veces suele venir a cenar.
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Doña Clotilde nunca se olvida de
mí. Nada más entrar en casa, me
llena la cara de besos, saca un cara-
melo de su bolso y me lo da. Bueno,
mejor dicho, me lo mete en la boca,
porque nunca he visto a nadie capaz
de pelar caramelos con mayor ra-
pidez.
Cuando ve que me lo he comido,
me pregunta:
—¿Te ha gustado?, ¿quieres otro?
Antes de que pueda contestar a sus
preguntas, y aprovechando que tengo
la boca abierta para contestar: «No,
gracias», ya ha sacado otro caramelo,
lo ha pelado y me lo ha metido en la
boca.
Si doña Clotilde hubiera nacido en
América, seguro que sería la pistolera
más rápida del Oeste.
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Durante la cena, se sienta a mi
lado y, más o menos entre el segundo
plato y el postre, me dice su frase pre-
ferida:
—Mira qué morros tan sucios te
has puesto, cochinita.
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Y coge y me limpia los labios con 39


mi servilleta.
Mis padres siempre dicen que doña
Clotilde es una señora encantadora,
así que supongo que el encanto debe
de ser eso.
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Al marcharse, los visitantes de las
tres clases se despiden más o menos de
la misma manera: me vuelven a des-
peinar, me besuquean de nuevo y
dicen otra vez alguna frase que les
parece divertida, como:
—Adiós, cara sucia, pórtate bien y
no seas traviesa.
Cuando acabé de recordar lo que
hacían conmigo los que venían a mi
casa, me sentí mucho más tranquila.
Ya sabía exactamente cómo ser una
visitante educada y encantadora. Sólo
tenía que coger y hacer eso mismo yo
con el jefe de mi padre.
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5. El viaje de ida
Mientras íbamos en el coche hacia la
casa del jefe, todos estábamos un
poco nerviosos.
Mamá no paraba de mirarse en
el espejo retrovisor para retocarse el
peinado y el maquillaje.
Papá gritaba a los conductores de
todos los coches (siempre que está
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nervioso se cree el mejor conductor
del mundo).
Y yo, pues no hacía más que repa-
sar todo el rato lo que tenía que decir,
para que no se me olvidara nada.
Además, cada dos por tres, se vol-
vían hacia mí y me lanzaban unos
cuantos «noseteocurra»:
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—No se te ocurra limpiarte las ma- 43


nos con el mantel.
—No se te ocurra dejar el chicle
encima de la mesa.
—No se te ocurra beber agua sin
limpiarte antes los labios.
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Total, que consiguieron ponerme
los nervios de punta, porque has de
saber que sólo hay una cosa en el
mundo que me guste menos que los
«noseteocurra», y son los «cómohas-
podido».

De esos tuve una buena ración más


tarde, como ya te contaré luego.
Pero, bueno, a lo que íbamos.
Fíjate si estaría yo nerviosa, que al
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llegar a la casa del jefe sentía como si 45


unas culebritas me hicieran cosquillas
por dentro del estómago. Igual, igual
que el primer día que me llevaron a la
escuela.
Respiré hondo y me preparé para
soltar la primera frase que tenía que
decir:
—¡Cuánto ha crecido este hombre!
Pero, cuando el jefe abrió la puerta,
ocurrió algo que me dejó sin habla.
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6. El recibimiento
Lo que pasó fue que el jefe de mi pa-
dre era un señor muy pequeño, muy
pequeño. Y, claro, no podía decirle
la frase que me había preparado, así
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que me quedé como un pasmarote 47


y con la boca cerrada.
Y mis padres venga a darme em-
pujoncitos en la espalda y venga a
decirme:
—Rosa, saluda a este señor.
—Pero, Rosa, dile algo a este señor.
Y yo como si nada. Seguía ahí quie-
ta, sin rechistar.
Por suerte, después del tercer o
cuarto empujón, se me ocurrió una
frase que por lo menos era tan educa-
da como la otra. Me acerqué a él y
le dije:
—¡Qué poco ha crecido este hombre!
Luego le pasé la mano por la ca-
beza para despeinarlo, como hacen
siempre conmigo, y entonces sí que
me llevé una sorpresa. Resulta que el
jefe usaba peluquín; en vez de despei-
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narlo, lo que hice fue ponérselo de
medio lado.
Él se dio cuenta y, rápidamente,
trató de colocárselo bien, pero sólo
consiguió ponérselo al revés. ¡Qué
gracioso estaba!
Me aguanté la risa como pude y,
después de darle un par de besos en
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la cara, bien ruidosos y bien húme- 49


dos, le dije:
—¡Qué mono de hombre! ¿Cuán-
tos añitos tienes, guapo?
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—Cincuenta —gruñó él.
—Pues pareces mucho más viejo
—dije yo.
Y él ni siquiera me dio las gracias,
¡qué señor tan desagradable!
A pesar de todo, yo no me desani-
mé y seguí siendo educada. Le pre-
gunté:
—¿Cómo te llamas, bonito?
—Ricardo —refunfuñó.
¡Qué pena, no tenía nombre de
flor! No podía decirle lo que me de-
cían a mí. Empecé a pensar a ver si se
me ocurría algo y, de repente, me vino
a la cabeza un cumplido precioso, y
con rima y todo. Me puse tan con-
tenta que grité:
—¡No me extraña que te llames
Ricardo, porque eres tan bonito
como un cardo!
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Miré a mis padres para ver cómo se
reían, pero estaban serios, serios y
colorados, colorados. Seguro que se
avergonzaban de su jefe, que tampo-
co ahora me había dado las gracias.
Como me pareció que ya había lle-
gado el momento de agarrarle de un
moflete y de decirle algo gracioso, me
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puse manos a la obra; pero retiró la 53


cara y tuve que agarrarle de los pelos
de una patilla. Mientras le daba un
buen tirón, dije:
—¡Qué cara de malo tienes! Segu-
ro que vuelves loco a mi padre en el
trabajo.
Y ni se rió ni nada, y mis padres
tampoco. En vez de eso, se pusieron
más serios y más colorados todavía.
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Yo no hice ni caso y seguí a lo mío.
Había sido todo lo educada que se
puede ser. Había llegado la hora de
comenzar a ser encantadora.
Busqué en mis bolsillos algún ca-
ramelo para dárselo, pero con los
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nervios me los había dejado en el 55


coche. Menos mal que estaba masti-
cando un chicle. Me lo saqué e intenté
metérselo en la boca.
Pero don Ricardo apretó los dientes
y no pude metérselo.
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Y yo empuja que te empuja, y él
aprieta que te aprieta… Nada, que no
había manera…
Hasta que, de pronto, echó la cabe-
za hacia atrás y, ¡je!, me quedé con el
chicle en la mano y su dentadura pos-
tiza pegada al chicle.
¡Qué señor tan raro! Peluquín, den-
tadura postiza… ¡Parecía que estaba
hecho de piezas!
Entonces recordé el viejo truco de
doña Clotilde y las clases de balonces-
to del cole y, aprovechando que abrió
la boca para ponerse la dentadura, di
un salto y le metí el chicle en la boca.
¿Y sabes lo que hizo el señor desa-
gradable ese?
Fue y lo escupió en el suelo, con
dentadura incluida. Así como te lo
cuento. ¡Y eso que era de los de sabor
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extralargo! (el chicle, claro; la denta-


dura, no lo sé).
Pues mira, él se lo perdía. Si no que-
ría masticar chicle, que masticara aire
y que se aguantara. Yo ya me había
cansado de ser educada con un señor
tan antipático, así que me propuse no
abrir la boca durante toda la noche.
Salvo para cenar y para volver a
meterme el chicle en la boca, claro.
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58

7. La cena
Al entrar en el comedor, olían tan
bien los entremeses que se me pasó
un poquito el enfado. Más tarde vi
que el primer plato eran espaguetis,
mi comida favorita, y me desenfadé
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del todo. Entonces decidí volver a ser


encantadora. Y para ello, nada mejor
que utilizar las técnicas de encanto y
de educación de doña Clotilde.
Mientras cenábamos, me di cuenta
de que cada vez que don Ricardo
aspiraba un espagueti, se le escurría
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60
un poco de tomate por la barbilla. Fui
hasta su sitio y le dije:
—Mira qué morros tan sucios te
has puesto, cochinito.
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Después, le limpié la boca y sus alre- 61


dedores con ese baberito que a veces
llevan los señores y al que le llaman
corbata.
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62
Y, ya puestos, como don Ricardo
tenía catarro, aproveché el viaje para
sonarle la nariz con el baberito.
Luego volví a mi silla toda orgullo-
sa de mí misma. Ni doña Clotilde
hubiera sido capaz de mejorar mi
encanto.
Apenas terminamos de cenar, mi
madre dijo que teníamos que irnos
porque ya era la hora de acostarme.
Y don Ricardo, en vez de decirnos que
nos quedáramos un poco más, como
hacen siempre mis padres con sus visi-
tas, dio un suspiro de alivio, que yo
lo oí.
No había visto un señor tan antipá-
tico en mis siete años de vida, ¡que ya
es decir!
Pero, bueno, como ya nos íbamos,
hice un esfuerzo más por ser educada
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y le solté la despedida favorita de 63


nuestros visitantes. Más o menos:
—Adiós, cara sucia, pórtate bien y
no seas tan gruñón.
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64
Cuando nos dirigíamos hacia el
coche, yo iba dando saltitos de alegría
por lo bien que me había portado.
Es verdad que me limpié una o nue-
ve veces las manos con el mantel, pero
sólo cuando no me miraban.
También es cierto que dejé el chicle
encima de la mesa, pero lo escondí
dentro de una ostra para que no lo
viera nadie. Justo la ostra que cogió
don Ricardo y estuvo masticando
durante media hora.
Y, aunque al principio se me olvidó
limpiarme los labios antes de beber,
luego me acordé y froté el vaso con la
servilleta para limpiar la huella de mis
labios. ¡Y hasta le eché saliva para
dejarlo más brillante todavía!
Salvo esto, la verdad es que me
había comportado como la niña más
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66
educada y más encantadora del mun-
do. Estaba segura de que mis padres
me iban a comer a besos.
Pues, ¡ja!, de eso nada, monada.
No te vas a creer lo que me pasó. Por
poco me comen, sí, pero no precisa-
mente a besos.
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8. El castigo
En cuanto nos metimos en el coche, me
miraron muy enfadados y comenzaron
a lanzarme no besos, no, como yo
esperaba. Lo que me lanzaron fue un
montón de «cómohaspodido»:
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68
—¿Cómo has podido hacernos
esto?
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—¿Cómo has podido llamarle 69


marranito a don Ricardo?
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70
—¿Cómo has podido decirle que
tiene cara de malo?
Y no sé cuantos más.
Yo no podía creer lo que estaba
oyendo. Me quedé tan sorprendida
que no abrí la boca durante todo el
viaje. Aunque también es verdad que
si hubiera querido decir algo, tampo-
co habría podido, porque ellos no pa-
raron de hablar y hablar. Y, además,
los dos a la vez, por lo que apenas se
les entendía nada.
Lo que sí pude oír es que repetían
muchas veces: «Madre mía, madre
mía», lo que me pareció muy mala
señal.
También me fijé en que cada vez que
uno le hablaba al otro de mí, decía «tu
hija», en vez de «nuestra hija», lo que
me pareció una señal todavía peor.
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Cuando llegamos a casa, seguían,
dale que te pego, con lo mismo.
Total, que me acostaron sin ni
siquiera contarme un cuento y me cas-
tigaron con no salir hoy de casa en
todo el día.
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Y, nada, pues que aquí estoy pasan- 73


do el sábado, en mi habitación, tra-
tando de comprender qué es lo que
hice mal.
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Porque es lo que yo digo: si mis


padres están siempre pidiéndome que
me comporte como una persona ma-
yor, ¿por qué cuando me porto igual,
pero lo que se dice igual que una per-
sona mayor van y me castigan?
Rosa está hecha un lío 25/10/11 09:43 Página 75

Hombre, puestos a pensar, la ver- 75


dad es que no me extraña que a la
gente no le guste que le aprieten los
mofletes, ni que le dejen la cara
mojada después de besarla, ni que le
digan que tiene cara de mala, ni
nada de eso.
Pero es que a mí me lo hacen cons-
tantemente y tengo que aguantarme, y
encima dar las gracias, porque si no,
me llaman maleducada.
Y resulta que si soy yo la que les
hago eso mismo a los mayores y van
y gruñen y no me dan las gracias, pues
otra vez soy yo la maleducada.
Esto es lo que a mí no me entra en
la cabeza. Yo no sé si la rara soy yo o
son ellos. Pero a mí me da que los
raros son ellos, porque os voy a con-
tar la última.
Rosa está hecha un lío 25/10/11 09:43 Página 76

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Cuando estaba en mi habitación, yo
oía que mis padres no hacían más que
hablar todo el rato. Como me daba
en la nariz que estaban hablando de
mí, salí al pasillo para escuchar y oí
que mi padre decía, riéndose a carca-
jadas:
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—¡Ja, ja, ja! Llevo años deseando 77


decirle a mi jefe lo que hoy le ha dicho
MI hija.
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Bueno, y ahora que he terminado
de contarte por qué me han castigado,
¿qué me dices?

¿SON O NO
SON RAROS
LOS MAYORES?
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Índice

1. Voy a presentarme . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 7
2. El comienzo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 10
3. El problema . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 16
4. Las tres clases de visitantes . . . . . . . . . 30
5. El viaje de ida ............................. 41
6. El recibimiento ........................... 46
7. La cena . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 58
8. El castigo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 67

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