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ELOGIO DEL COPIAR

Un día, en el instituto, el profesor de alemán nos asignó a un amigo y a mí un trabajo sobre los
cantos populares de Brentano y Arnim, el meollo más genuino de la vieja Alemania y del Lied
romántico. Una vez conseguido el libro para ello, una edición en caracteres góticos con ilustraciones
de viandantes por los bosques y burgos medievales de estrechas callejuelas y arcos en ojiva,
alardeábamos continuamente de él en clase ante el profesor, el cual, cada vez, como si se hubiera
olvidado de haber hablado ya antes, tomaba como pretexto aquellas letras puntiagudas y aquellos
paisajes absortos para dar una hermosa lección sobre Alemania, sus sueños y sus desbarajustes, su
cultura. Naturalmente nosotros estábamos más contentos que unas pascuas con que pasaran las
horas sin que nos preguntara la lección y sin materia nueva que estudiar para el día siguiente. Y
estábamos convencidos de que el profesor, con tantas clases y alumnos como tenía, no se daba
cuenta, hasta que, después de una semana de Jauja, cuando levanté la mano con la intención de
pedir permiso para salir un momento, el profesor se puso en pie como movido por un resorte
diciendo que, si le hubiéramos mostrado una vez más aquel maldito libro, la habría emprendido a
bofetadas con nosotros. Este mínimo episodio es un ejemplo de una escuela que funciona como es
debido, impartiendo, sin que lo parezca, muchas lecciones de cultura y de vida. Cada uno
desempeña su papel: los escolares, como es justo que así sea, tratan de esquivar deberes y
preguntas, y el profesor hace la vista gorda lo suficiente para que se crean astutos, hasta que se les
coge infraganti y, entre otras cosas, aprenden precozmente a no pasarse de listos, lo que no es poco.
Con todo este toma y daca, además, se acaba, casi sin darse uno cuenta, por aprender hasta los
Lieder, se descubre una poesía encantadora y apartada y se empieza a amarla, como nos sucedió a
nosotros en aquella ocasión gracias incluso a aquel numerito. Fue entonces cuando conocí por
primera vez, junto a mis compañeros, ese mundo poético de la vieja Alemania y tal vez, en sustancia,
no es que sepa ahora mucho más, aunque enseñe literatura alemana desde hace muchos años. Si
lo que nos hubiese animado hubiera sido un celo reverencial o bien la presunción de llevar a cabo
una así llamada "investigación", acaso alternativa a la enseñanza oficial, probablemente habríamos
entendido poco y amado menos aún esa poesía llena de nostalgia y de ironía, de gitanesca libertad:
es difícil que un obediente empollón o un engreído contestatario, viciados de ideología timorata o
agresiva, se abandonen a la música vagabunda de esos cantos. De esa forma, tratando de
aprovecharnos de aquellas poesías para estudiar un poco menos, aprendimos a amarlas y por
consiguiente a conocerlas. Me ha vuelto a la cabeza este recuerdo al leer la noticia de un instituto
milanés, el Allende, cuyos alumnos, tras haber proclamado solemnemente la importancia del
aprendizaje individual y la exigencia de trabajar en grupo pero sin descargar el peso en los otros,
han jurado que no copiaban. Hay, qué duda cabe, una cierta nobleza en esa actitud, en esa voluntad
de estudiar y reaccionar (afirmando valores como el compromiso y la lealtad) a una difusa
superficialidad, ignorancia, falta de intereses e incapacidad de sacrificio y disciplina. Sin embargo no
sé si las formas en que ese loable espíritu se ha expresado son precisamente las más adecuadas.

208 En primer lugar copiar (y más aún dejar copiar) es un deber, una expresión de esa lealtad y esa
fraterna solidaridad con quienes comparten nuestro destino (poco importa si durante una hora o
durante toda una vida) que constituyen un fundamento de la ética. Pasarle una chuleta a un
compañero en apuros enseña a ser amigos de quien está a nuestro lado y a ayudarle aun a costa de
riesgos, tal vez incluso cuando, más tarde, esos riesgos, en situaciones peligrosas o hasta dramáticas,
puedan llegar a ser más graves que una nota en el expediente. Quien, sabiendo un poco más de
latín o de informática de lo que sabe su compañero de pupitre, no intenta soplarle lo que pueda
será probablemente para siempre un pequeño canalla (el término apropiado sería en realidad otro,
más expresivo e indecoroso) y a lo mejor se convence de que aquella nota más alta en el expediente,
casual y precario como todo expediente, es algo del otro mundo: es decir, se convertirá en un
imbécil. Si a los alumnos les corresponde copiar, a los profesores por supuesto les corresponde
impedirlo, y el juego va bien si cada uno hace lo que le toca sin tachar al copión de criminal ni
reivindicar el copiar como un derecho contra la represión escolar. Las cosas se estropean en cambio
cuando todos quieren hacer de todo y la escuela, o la existencia en general, se convierte en un
comité universal permanente, en el que el personal docente exhorta a los alumnos a manifestar su
creatividad negándose a estudiar y los alumnos se ponen en el lugar de los profesores para renovar
pedagógicamente la escuela, en vez de hacer novillos de cuando en cuando. Eso ya no tiene nada
de divertido, de la misma forma que no tendría nada de divertido jugar al tute si cada jugador, en
lugar de aspirar a cantar las veinte en copas, las cuarenta y llevarse el monte, tratase de dejar ganar
a los demás para evitarles frustraciones. Y si no hay diversión, se aprende poco, porque las cosas
que hay que aprenderse - las seductoras cosas del mundo, los árboles, los países lejanos, la historia
que nos ha hecho como somos, la materia de la que estamos compuestos, las preguntas acerca de
adonde vamos y de dónde venimos, las palabras que describen las pasiones, los mecanismos que
hacen circular los bienes, ir al espacio o comunicar en tiempo real con los antípodas - se transforman
en pesados deberes a los que atenerse u oponerse, y en cualquier caso de los que desembarazarse
cuanto antes. Predicar es inútil, importa poco si a favor o en contra de los valores: éstos sólo pueden
mostrarse, sin dar la impresión y ni siquiera tener la intención explícita de inculcarlos. Tal vez sólo
de esa manera una persona puede empaparse de ellos plenamente, hasta el punto de convertírsele
en sustancia vivida, del mismo modo que se aprende a amar el mar no porque nos hayan exhortado
a ello, sino porque una vez alguien nos llevó a la playa en una determinada hora y con una
determinada luz. A lo mejor sucede lo mismo con la lealtad, con la justicia o la fraternidad con
respecto a todos los hombres sin distinciones de raza ni de cultura, valores y sentimientos estos que
hacemos nuestros casi sin percatarnos de ello, porque alguien, de alguna forma, nos ha hecho
comprender y sentir que la vida, sin ellos, es un estercolero. En la escuela se tendría también y sobre
todo que jugar y reír, de uno mismo y también de los demás, no menos cómicos y zarrapastrosos;
reírse juntos, cada vez que se presenta la ocasión, es un patrimonio inestimable, que ayuda a
soportar una vida con tanta frecuencia invivible e intolerable, agobiada no sólo por

209 el sufrimiento y la injusticia, a la postre siempre victoriosas, sino asimismo por la obtusa
seriedad, que contribuye también al déficit de lo Creado. De buenos estudiantes prestos a copiar y
dejar copiar cabe por consiguiente esperar que salgan buenas personas desilusionadas y
generosamente solidarias. Claro, copiar también tiene sus riesgos, como ocurrió cuando toda
nuestra clase, ante un arduo fragmento de Tucídides que teníamos que traducir y que era superior
a nuestras inteligencias, lo copió de una traducción italiana que circulaba a escondidas, pero
equivocándonos coralmente de fragmento y copiando uno que no tenía nada que ver en absoluto
con el que nos habían asignado. Pero no se trata de desanimarse por semejantes gajes del oficio,
inevitables en una sana comunidad escolar

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