Hilo Rojo Del Destino PDF

También podría gustarte

Está en la página 1de 99

http://elclubdelasescritoras.blogspot.

com/
Hilo Rojo del destino
El Club de las Escritoras
No se permite la reproducción total o parcial de este libro sin permiso previo del titular del co-
pyright en caso de ser comercial, o sin referencia a la fuente correspondiente en otros asuntos. La
infracción de las condiciones descritas puede constituir un delito contra la propiedad intelectual.

© 2013 El Club de las Escritoras


http://elclubdelasescritoras.blogspot.com
Idea original por D. C. López
Coordinación y edición por D. C. López & Nadia Salamanca F.
Diseño de portada e ilustraciones por Nadia Salamanca F.
http://diseno-sos.blogspot.com
Corregido por:
Claudia Cardozo
D. C. López
Lyd Macan
Mills Bellenden
Nadia Salamanca F.

Primera Edición: Enero 2013


ISBN:
Autoras
(Por orden alfabético)

Angy W.
Astrid
D. C. López
Déborah F. Muñoz
Hada Fitipaldi
Gisela
Ivonne Guevara.
Lulai
Mari Perea (Mari Ridao)
Nadia Salamanca F.
Nina Benedetta (Neiva Alavez)
Paty C. Marin
Aline García
Princess Of Dark
Susan Valecillo
Índice
Capítulo I .............................................................................................................. 8
Capítulo II ............................................................................................................ 14
Capítulo III .......................................................................................................... 20
Capítulo IV ......................................................................................................... 25
Capítulo V ........................................................................................................... 31
Capítulo VI .......................................................................................................... 35
Capítulo VII ........................................................................................................ 43
Capítulo VIII ........................................................................................................ 50
Capítulo IX .......................................................................................................... 58
Capítulo X ........................................................................................................... 64
Capítulo XI ......................................................................................................... 70
Capítulo XII ........................................................................................................ 76
Capítulo XIII ....................................................................................................... 84
Capítulo XIV ....................................................................................................... 92
Agradecimientos
Por primera vez me toca presentar uno de los proyectos organizados en
El Club de las Escritoras —que ya son varios los que preceden a éste—, lo
hago con mucha alegría ya que soy consciente de que muchas de las autoras
que han hecho posible que esta historia exista, han depositado en ella todo su
talento e ilusión, esperando algún día tener Hilo Rojo del Destino, entre sus
manos.

Al fin hoy ese sueño que compartimos, se ha hecho realidad, y todo


gracias a todas ellas, donde me incluyo, y al fantástico equipo que hay detrás
de este proyecto.

Aprovecho para darles las gracias a todos ellos, a las socias que escri-
bieron conmigo esta preciosa historia, a las correctoras y a la diseñadora,
ilustradora y editora, Nadia Salamanca. Y cómo no, a todos nuestros lectores
y seguidores, que sueñan con nuestras letras y nos acompaña de manera in-
condicional, día a día, proyecto tras proyecto:

¡MUCHAS GRACIAS!

D. C. López
Para El club de las Escritoras
Un hilo rojo invisible conecta a aquellos
que están destinados a encontrarse,
sin importar tiempo, lugar o circunstancias.
El hilo se puede estirar o contraer,
pero nunca romper.

Hilo Rojo del Destino


Leyenda Japonesa
Hilo Rojo del destino El Club de las Escritoras

Capítulo I
Hada Fitipaldi & Gisela

El viento golpeaba con fuerza mi cara mientras intentaba escapar del pesado
de Michael. Durante el verano, yo al fin había cedido ante sus persistentes inten-
tos para que saliéramos un día a tomar algo. Michael era mi amigo desde tiempos
inmemoriales. Jugábamos en la guardería, junto con Iris —mi mejor amiga—,
los tres fuimos creciendo yendo al mismo colegio. Pero desde que entramos en el
instituto, y las tediosas hormonas de Michael se revolucionaron, su interés por mí
cambió drásticamente. Por eso huía de él. Yo seguía queriendo un amigo para to-
mar café, y él quería una amiga con derecho a roce para experimentar en la cama.
Aparqué mi nueva moto —regalo por mi cumpleaños diecisiete— en el insti-
tuto y me encaminé hacia la puerta en busca de Iris. El ambiente era aún pegajoso,
ya que el verano nos regalaba sus últimos resquicios de calor, y estábamos muy
próximos a una playa. Fiel a la promesa que le hice a mi amiga, para la que el pri-
mer día del último año de instituto tenía que ser memorable, me había puesto unos
shorts vaqueros y una camiseta negra un poco escotada. Teníamos que ir arreba-
tadoras, según sus palabras, y yo había hecho lo posible, aunque no me apeteciera
demasiado.
Cuando estaba subiendo las escaleras, los gritos desde el aparcamiento me
llamaron la atención. Como tenía que esperar a mi amiga, me detuve. Dos chicos
se encontraban subidos en enormes motos de carreras, y mantenían la rueda trase-
ra en el aire, en un equilibrio inestable. Sus miradas estaban cruzadas en un claro
desafío, mientras un grupo de unos diez estudiantes los vitoreaban.
—Ocho, nueve, diez… —cada vez elevaban más sus voces, hasta convertir-
las en un aullido excitado— once, doce… —hasta que uno de los chicos que iba en
las motos, bajó la rueda con estrépito, y entonces sí que pude oírlos chillar. Unos
cuantos saltaban y abrazaban al ganador, al que solo pude distinguirle el pelo negro

8
Hilo Rojo del destino El Club de las Escritoras

desordenado, quien había aparcado la moto y se echó a los brazos de sus amigos.
El otro, por increíble que pareciera, también lo abrazó, aunque no supe si el gesto
fue sincero.
Pude ver que la pandilla se acercaba hacia las puertas e, inevitablemente, a
donde yo me encontraba.
Reconocí entre ellos a alguno de los chicos problemáticos ampliamente co-
nocidos en el instituto, la mayor parte de ellos expulsados al menos una vez. El
ganador no me sonaba, por eso no pude evitar centrar mi atención en él. Lucía una
camiseta negra ajustada, que dejaba ver sus anchos hombros, y los vaqueros, muy
desgastados, caían peligrosamente, siendo solo frenados por los huesos de sus ca-
deras. Todo en él parecía grande, incluso sus ojos, de un verde muy oscuro que se
clavaron en los míos, con un brillo que no supe identificar, mientras esbozaba una
leve sonrisa al pasar por mi lado.
—Mirad chicos, teníamos una espectadora —el ganador me señaló con el
dedo, se paró junto a mí unos instantes, y me miró de arriba a abajo, deteniendo la
vista en mi pecho—. Parece que ese sujetador que llevas te está apretando un poco
esos preciosos pechos que tienes. Si quieres me ofrezco voluntario para liberar esa
tensión —como me pilló tan de sorpresa, mi reacción instantánea fue ruborizarme
hasta parecer un semáforo en rojo. Antes de que pudiera replicarle, siguió dicien-
do—: Mm, me encantan las chicas que se ponen rojas como si fueran fresones
—esta vez se acercó un poco más a mí, y me miró directamente a los ojos—. Dan
ganas de lamerlas de arriba abajo hasta que exploten.
—¡Imbécil! ¡Sinvergüenza! —las palabras salieron sin yo ser consciente de
las mismas—. Le voy a decir al director ahora mismo que competían en el apar-
camiento del instituto. Dime tu nombre —se oyeron abucheos por parte de sus
amigos e incluso pude ver expresiones amenazadoras. El chico intentó calmar los
ánimos haciéndoles gestos con las manos, y soltó una risilla tan irritante como
encantadora.
—Roberto, nena —dijo arrastrando las palabras, como si quisiera darles én-
fasis—. Recuérdame como el tío que quiere curar con su lengua todas las zonas
rojas de tu cuerpo —y con esas últimas palabras y un guiño de ojo se despidió de
mí, no sin antes ver mi dedo corazón delante de sus narices. ¡Vaya engreído, ma-
leducado y cobarde! Ni siquiera me había dado su apellido para ir con el cuento al
director. Aunque me pondría a indagar en seguida.
Una voz conocida me sacó de mis ensoñaciones.
—¿Quién era el-culo-mejor-puesto-que-he-visto-en-años? —preguntó Iris

9
Hilo Rojo del destino El Club de las Escritoras

apareciendo ante mí con su pelo color dorado y unos ojos marrones muy vivos, los
que miraban de forma alternante a Roberto y a mí— Si mis sentidos no me enga-
ñan, Caroline, estabas hablando con él.
—Tus sentidos te engañan, créeme —la cogí de la mano, mientras tiraba de
ella hacia el interior del edificio—. Es un chulo que se estaba metiendo conmigo.
—¿Qué te ha dicho exactamente?
—Algo sobre mis tetas, queriendo intimidarme.
—Bueno, tampoco lo veo muy raro —dijo Iris, bajando la mirada hasta mi
escote y sonriendo con aprobación—. Con unas tetas como esas, es imposible pa-
sar a tu lado indiferente. Bien podrías aparecer en la portada de la revista Playboy.
Ante un comentario tan sincero, no pude más que reírme y darle un achuchón
a mi mejor amiga. Ella era así, espontánea, sincera, y aunque sabía que a mí no me
gustaba que me dijeran cosas como esa, viniendo de ella jamás podría enfadarme.
La mañana resultó tediosa, entre presentaciones y repartición de nuevos ho-
rarios. Había un profesor nuevo de lengua y literatura. Dijo que se llamaba Vin-
cent. Parecía joven, tal vez no llegara a los treinta años, tenía un aspecto misterioso
y cabizbajo. En seguida llamó la atención de Iris, quien me dio varios codazos
durante la clase, pero yo no podía dejar de pensar en el incidente de esa mañana,
sonrojándome cada tanto, y mirando de reojo mi busto, pensando que quizás había
exagerado mi escote. Gracias al cielo, no vi ni rastro del tal Roberto en toda la
mañana, así que poco a poco me fui calmando.
Cuando llegó el final de las clases, me dirigí hacia mi moto, no sin antes
despedirme de Iris, y quedar para tomar algo por la tarde. Agradecí de nuevo el
contacto del aire en mi cara, que me atrapaba y hacía que me liberara de todo lo
que me rodeaba. Me gustaba afrontar las cosas y me consideraba valiente, pero me
agradaba pensar que en la moto podría escapar de cualquiera e ir a donde quisiera.
Llegué a la curva que daba acceso a mi calle, cuando de pronto, una moto me
adelantó por el interior haciendo que me tambaleara de forma inestable. Totalmen-
te indignada, apreté el acelerador para ponerme al lado del motorista temerario y
poder gritarle a gusto. Pero antes de que lograra alcanzarlo, paró su moto y se apeó
de la misma. Había aparcado justo en la puerta de al lado de mi casa.
Aun así me acerqué un poco a él, ya que no solía desistir fácilmente. Quería
darle su merecido.
Cuando se volvió y pude ver su rostro, casi me desmayo. La cara de Roberto
apareció de debajo del casco y me sonrió saludando con una mano. La furia empe-

10
Hilo Rojo del destino El Club de las Escritoras

zó a hervir en mis venas.


—¡Eres un idiota! ¿No ves que casi me matas? —bramé furiosa. Estaba dis-
puesta a destrozarlo físicamente, pero respiré profundamente para poder controlar-
me. Mi madre estaba a escasos metros dentro de mi casa y no quería problemas —.
¡No vuelvas a cruzarte en mi camino!
En su rostro se extendió una deslumbrante sonrisa, que me dejó de piedra en
mi sitio, mirándolo como una tonta.
—Tal vez no deberías conducir una moto tan grande si no sabes cómo.
Esas palabras me sacaron de mi ensimismamiento. Sacudí la cabeza, hacien-
do que mis rizos castaños saltaran como si fueran resortes, entrecerré los ojos y lo
fulminé con la mirada. Él inclinó la cabeza y me miró con un brillo de diversión en
sus ojos verdes. ¡Por Dios, qué ojos! Volví a sacudir la cabeza.
—Mira, idiota, el que no sabe conducir aquí eres tú. Si no eres capaz de tener
en cuenta al resto de la gente que conduce a tu alrededor, es porque eres un imbécil,
o tu enorme ego te obstruye la vista.
Y sin más, di media vuelta y conduje mi motocicleta hasta el garaje de mi
casa.
Al entrar en la cocina vi a mi madre, que estaba cocinando algo que olía de-
masiado bien.
—Mm, ¿qué estás cocinando tan rico, mamá? —pregunté mientras deposita-
ba un beso en su mejilla. Estaba dispuesta a olvidar el incidente de minutos antes.
Sin embargo, lo peor era que al parecer él era mi nuevo vecino, eso no me ayudaría
en mi propósito . Ella sonrió.
—Carne al horno con patatas —respondió con satisfacción. Esa era mi comi-
da favorita, y ella lo preparaba de diez.
—Mm… mamá —me quejé suavemente—. ¿Cuánto falta para la cena?
—Bastante.
—Uf… por suerte quedé con Iris esta tarde. Así se me hará más corto.
Corrí hasta mi habitación en busca de ropa, dando gracias a que al ser primer
día de escuela no me habían dejado deberes, así que luego de una rápida ducha,
contemplé con mirada crítica mi reflejo en el espejo de cuerpo entero. Me había
puesto unos jeans negros ajustados y una blusa tipo kimono negra y roja, que me
llegaba hasta mitad del muslo marcando bien mis curvas. Los zapatos negros que
escogí me hacían ver más alta. Me sequé el pelo con el secador y arreglé mis tira-

11
Hilo Rojo del destino El Club de las Escritoras

buzones para que se vieran mejor. Después me maquillé suavemente: solo perfilé
mis ojos con negro y puse brillo transparente en mis labios. Se podía decir que
estaba bien.
Escuché el bocinazo del auto de Iris, por lo que bajé casi a la carrera, cogien-
do mi bolso antes de salir atropelladamente por la puerta principal.
—Adiós, mamá —grité.
Tiré mi bolso en la parte de atrás del BMW de Iris y subí al lado del acom-
pañante. Me giré para ver a mi mejor amiga, quien me observaba de arriba abajo
con una mirada analítica. Su escrutinio duró lo que me pareció una eternidad, po-
niéndome sumamente nerviosa, sintiendo como la sangre comenzaba a subir a mis
mejillas. De repente una hermosa sonrisa se extendió por su rostro.
—Estás genial —asintió con aprobación—. Vas aprendiendo, chica.
Puse los ojos en blanco a la vez que ella ponía el auto en marcha.
El café “Bahía Marina” era donde solíamos juntarnos siempre, se encontra-
ba cerca de la playa, y era el lugar favorito de todos los adolescentes de Seaville.
Por los resquicios de calor del final del verano, llevábamos las ventanas abiertas,
por lo que la brisa marina acariciaba mi rostro, sintiéndome tranquila. Salir con Iris
siempre me hacía sentir bien.
Mi humor cambió completamente, al ver que a un costado del aparcamiento
había un grupo de motocicletas estacionadas, una me parecía especialmente cono-
cida. Suspiré, él día no podía ponerse peor.
Bajé del coche y, miré a mí alrededor sin verlo. Debía estar adentro. Me en-
cogí de hombros y tomé mis cosas antes de caminar junto a Iris hacia la cafetería.
Esta se encontraba llena de clientes y casi todas las mesas estaban ocupadas, ex-
cepto una que estaba al lado de mi Némesis particular. Resoplé con exasperación
al ver que Iris iba directa ahí . La seguí, mientras por el rabillo del ojo observaba
como “mi querido” vecino prácticamente devoraba la boca de Stacy Holkman, la
golfa del instituto.
«Tal para cual», pensé.
Me dejé caer en el asiento que quedaba libre en nuestra mesa, de espalda a
ellos.
—Bueno, voy a pedir mi mocca a la barra. Tú quieres un cappuccino como
siempre, ¿verdad? —me preguntó Iris.
—Sip, lo mismo de siempre.

12
Hilo Rojo del destino El Club de las Escritoras

Una vez a solas, necesité de todo mi autocontrol para no girarme a ver que
hacía el idiota y su pandilla. Estaba tan concentrada que me sobresalté al sentir una
mano que se apoyaba en mi hombro. Me giré con el corazón en la boca y me relajé
de inmediato al percatarme de que solo era Michael, pero mi alivio duró unos se-
gundos al ver como se acercaba peligrosamente a mi boca...

13
Hilo Rojo del destino El Club de las Escritoras

Capítulo II
Nadia Salamanca F. & D. C. López

Me alejé de él como si tuviera veneno en sus labios, deslizándome por el


asiento doble de la cafetería. Pero luego de un segundo supe que aquello había
sido un error. Michael apresuró su trasero para sentarse a mi lado, dedicándome
una de esas sonrisas que ya no soportaba y levantando su brazo para pasarlo por
mi espalda. Traté de alejarme nuevamente, pero si seguía avanzando por el asiento
terminaría sentada en el linóleo de la cafetería, así que simplemente lo dejé abra-
zarme; no significaba que le estuviera dando esperanzas, si él se las tomaba de al-
guna manera, era cosa suya, pues amigos o no siempre lo había dejado abrazarme.
—Supe que llegaron tus vecinos nuevos —dijo él, justo cuando veía a Iris
acercándose con los cafés—. ¿Qué tal son?
Quería contarle que mi vecino parecía ser el idiota de Roberto, pero aquello
significaba decirle todo lo que había ocurrido aquel día, y si Michael se enteraba
seguro armaría un lío de proporciones mayúsculas.
—Aún no he visto a los vecinos. No sé quiénes son —mentí para ahórrame
explicaciones.
Iris se sentó en ese momento, saludando a Michael, pero yo estaba más atenta
viendo pasar a Roberto hacia la salida del café. No quería que él se fijara en mi
presencia y se volteara a hablarme, pero no lo hizo. Se limitó a salir del local con
movimientos toscos como si algo lo hubiese cabreado.
Vi entonces pasar a Stacy a nuestro lado. No parecía enfadada, más bien
extrañada por la reacción de Roberto. Pude ver que lo seguía hasta el estaciona-
miento del café, acercándosele para hablarle, pero él comenzó a gritarle y ella se
fue enfadada cogiendo un taxi en la costanera.
—Caroline —me llamó Iris, moviendo frenéticamente la mano frente a mis

14
Hilo Rojo del destino El Club de las Escritoras

ojos. Parpadeé un poco antes de alejarme para poder ver, Iris me miraba intrigada
y Michael estaba con la vista fija hacia el estacionamiento. Me había descubierto
viendo la discusión de Roberto y Stacy.
—Hoy estás muy extraña —continuó Iris bebiendo un poco de café—. Te
traje aquí para conversar un poco con Michael, y pareces como ausente.
La sonrisa que vi en los ojos de Iris me dijo lo que su boca no quería soltar
¡Me había traído aquí para enredarme con Michael! La miré enojada y deduje que
ella se había percatado de mi descubrimiento al ver el gesto de su rostro. Sus meji-
llas se tornaron rosas, mientras refregaba una mano contra la otra del nerviosismo.
¡Con esas amigas para qué quieres enemigas!
—Ahí está mi parte —dije dejando el billete sobre la mesa y tomando mi
bolso—. Si tú y Michael no entendéis lo que es un no, lo siento .
Me levanté de la mesa escuchando como ambos gritaban mi nombre. Había
aceptado salir un par de veces con Michael en el verano, pero aquello no nos hacía
novios, ni mucho menos. Así que salí sin decir palabra alguna, dejándolos solos.
Una vez afuera el frío me golpeó el rostro, la brisa marina se sentía gélida en
la piel por el viento que corría. Pero no volvería a entrar, Iris era una traidora y se
merecía un pequeño susto para que aprendiera a ser leal con las amigas.
Caminé hasta la parada de taxis de la costanera. La oscuridad no dejaba ver
bien cada rincón del lugar, pero aun así continué.
Estaba a punto de llegar hasta la parada cuando sentí que alguien me agarra-
ba la muñeca. Tiré con fuerza dispuesta a gritar si no me soltaba. Aquel no era un
barrio peligroso, pero ya casi había anochecido y la oscuridad invadía gran parte
de él. No quería terminar siendo asaltada, o peor, así que comencé a tirar patadas a
diestra y siniestra con el grito atascado en mi garganta.
—Tranquila, nena —la voz de Roberto hizo que cesara en mi cometido, pero
cuando me quedé quieta él tiró de mí con fuerza, dejándonos frente a frente.
Traté de retroceder cuando sentí que me soltaba la mano, pero con solo dos
pasos choque con lo que parecía ser el letrero publicitario de la parada. Él se acercó
a mí sin dejar de mirarme. Parecía enfadado conmigo, pero yo no le había hecho
cosa alguna. Era él quien me había fastidiado la mayor parte del día.
—¡¿Qué te pasa?! —le grité, dispuesta a golpearlo en el rostro si no se aleja-
ba de mí— ¡¿Qué te he…?!
Quería continuar gritándole para que no creyera que me amedrentaba, pero él

15
Hilo Rojo del destino El Club de las Escritoras

acalló mi habla con su dedo índice en mis labios.


—Silencio, nena —traté de ver cómo escapar, pero él tenía ambas manos a
los costados, dificultándome el paso— Así que... ¿no conoces a tu vecino?
Abrí mis ojos, algo asustada. Me había escuchado y, de alguna forma, algo
me hacía pensar que eran mis palabras las que lo habían enfadado.
—¿Quién era tu amiguito al que no podías contarle sobre mí? —preguntó
mientras se acercaba más y más a mi rostro. Sus ojos verdes me miraban directa-
mente y cada vez me ponían más nerviosa.
—¡Eso no te interesa!
Sus manos golpearon violentamente el letrero luminoso que estaba tras de mí,
haciéndome saltar de la sorpresa. Si no fuera porque no quería darle en el gusto ya
habría comenzado a tiritar, pero no le entregaría una forma más de amedrentarme.
—¿Cómo sabes que no me interesa? —sus labios ya estaban a centímetros
de los míos, podía sentir sus respirar chocando contra el mío y volviéndolo cada
vez más inestable. Me sentía agitada—. Podría interesarme más de lo que piensas.
Cerré los ojos con fuerza pero pude sentir su piel rozar la mía, erizándose al
contacto. Sentí su aliento en mi oído y un leve, pero incontrolable suspiro se esca-
pó de mi boca.
—Apuesto que ese imbécil jamás podría sacarte ese suspiro, nena.
No lo ponía en duda. Michael jamás me había hecho ser tan consciente de mi
condición sexual cómo él me hacía sentir en ese momento.
Cuando sus labios rozaron a malas penas los míos, inconscientemente, con-
tuve la respiración y mi corazón se detuvo en seco durante unas milésimas de se-
gundos, para luego retomar de nuevo el bombeo con mayor frenesí.
—¿Roberto?, ¿eres tú? —preguntó una voz masculina desde el otro lado de
la calle, interrumpiéndonos.
Inmediatamente abrí los ojos y en ese momento fui consciente de la cercanía
de Roberto, quien aún estaba pegado a mi tembloroso cuerpo. Sin poder evitarlo,
sentí como mis mejillas comenzaban a arder con ferocidad, dejándome la cara
sonrojada.
Roberto se apartó de mí, emitiendo un suspiro de resignación, se giró sobre
sus talones para mirar al chico vestido de negro, quien se aproximaba a donde nos
encontrábamos parados. No aparentaba ser mucho mayor que nosotros, si acaso un
par de años más. Era alto, corpulento y tenía el rostro lleno de piercings.

16
Hilo Rojo del destino El Club de las Escritoras

Su camiseta oscura y ajustada, dejaba a la vista sus brazos y vi que en el de-


recho, a la altura de su bíceps, tenía una serpiente negra tatuada que se enroscaba
en todo el perímetro del mismo.
—Pero... ¿Qué tenemos aquí? —preguntó nada más llegar a nuestro lado, con
su mirada burlona escaneando mi cuerpo— Menudo bombonazo, ¿de dónde la has
sacado tío?
—Brian, ¿no me digas que no conoces a nuestra vecinita de al lado? —le
preguntó a la vez que le daba una palmadita en la espalda a modo de saludo.
—¡Vaya!, si llego a saber que íbamos a tener una vecina tan buenorra… ¡Me
hubiera mudado mucho antes! —exclamó con entusiasmo, mientras sus ojos se
detenían brevemente a la altura de mis pechos.
Aquello me hizo enrojecer más todavía, y esta vez no solo era de vergüenza.
La ira comenzaba a apoderarse de mí, ¿quién se había creído que era?
—De poco te hubiera servido, amigo —bromeó Roberto, que ahora le acom-
pañaba en el escrutinio—. No le interesa, ni quiere saber nada de sus nuevos ve-
cinos.
Mis sospechas habían sido correctas, sin lugar a dudas, no le había sentado
para nada bien que antes, en la cafetería, fingiera no conocerle.
—Cierto —confesé furiosa. ¡¿Cómo se atrevían hablar así de mí, estando yo
presente?!—. Así que... Si no os importa, tengo que irme.
Y sin decir nada más, me dispuse a regresar a Bahía Marina.
Pensaba llamar a mi hermano Dylan para que viniera a recogerme, aunque
sabía que no le haría mucha gracia ya que había quedado con su nueva novia, Jane.
Pero no tenía otra opción, mi madre tenía esa noche turno de guardia en el
hospital y no podría venir por mí. Tampoco pensaba recurrir a Iris o a Michael,
ya que aún estaba enfadada con ellos. Además, por lo que pude comprobar con un
solo vistazo, ya se habían marchado; sus vehículos no estaban en el aparcamiento.
No había dado ni dos pasos cuando, una vez más, la mano de Roberto sujetó
mi muñeca y me hizo parar en seco.
—Espera, nena —se apresuró a decir—. Si quieres, yo te llevo en mi moto.
Justo en el momento en el que iba a objetar y responderle lo primero que se
me ocurriese, Brian se me adelantó.
—Tío, te recuerdo que hemos quedado con Ian —se quejó— ¿No querrás

17
Hilo Rojo del destino El Club de las Escritoras

llegar tarde a tu primera sesión de tatuaje, verdad?


Tiré con fuerza de mi brazo y logré soltarme de su agarre. Antes de que dijera
nada más o pudiera volver a sujetarme, apresuré el paso y fui directa a la cafetería
sin mirar atrás. En el momento en el que mi mano se aferraba a la manivela de la
puerta de cristal, escuché los motores de dos motos arrancar con un rugido estre-
pitoso que llenó el silencio de la noche. Me giré lo justo para verlas desaparecer a
toda velocidad, derrapando las ruedas sobre el asfalto de la carretera.
En cuanto estuve dentro del local, tomé el teléfono móvil de mi bolso y rea-
licé la llamada. No estaba equivocada, mi hermano aceptó a regañadientes el venir
a por mí.
Media hora después, estaba de vuelta en mi casa. Sin ganas de cenar ni nada,
me fui directamente a mi cuarto después de haberle dado las gracias a mi hermano
y a Jane, que nos había acompañado.
Me quité la ropa y me puse el pijama. En el silencio de mi habitación, la ima-
gen de Roberto cerca de mí invadió mis pensamientos. No entendía a este chico,
era un grosero engreído que solo se burlaba constantemente de mi persona, aunque
otras veces parecía que sentía “algo” hacía mí... ¡Y luego decían que no había
quién entendieran a las mujeres!
Después de darle vueltas y vueltas al asunto, logré conciliar el sueño.

A la mañana siguiente me desperté más animada. Me había levantado con


mejor humor y con intenciones de ignorar a los idiotas de mis vecinos. También
había decidido hacer las paces con Iris, ya le había hecho pasar un mal trago y eso
era más que suficiente. Tomé el móvil de la mesilla de noche y vi que había recibi-
do varios mensajes de texto. Un par de ellos eran de Michael y los otros, que eran
por lo menos media docena, de Iris. En todos ellos me pedía disculpas y juraba no
hacerlo más.
Le envié uno diciéndole que estaba ya todo olvidado, y que nos veríamos
en la puerta del instituto. Después de quedar con ella, fui al baño para asearme un
poco y arreglarme el pelo. Mi melena rizada, aunque era muy bonita y por lo que
tenía entendido, envidiada por muchas, parecía un nido de pájaros por las mañanas.
Esta vez opté por ponerme algo sencillo: unos pantalones vaqueros ajustados

18
Hilo Rojo del destino El Club de las Escritoras

y una camiseta color crema de manga corta y sin escote. Bastantes comentarios
había recibido el día anterior respecto a mis pechos; con lo de ayer, era suficiente,
no quería más miradas ahí.
Una vez acicalada, bajé a desayunar cualquier cosa que encontrara apeteci-
ble. Me tomé lo primero que pillé del frigorífico y fui a la cochera a por mi moto.
Nada más llegar al instituto, vi en los aparcamientos del mismo a los chicos
del club de los idiotas. Roberto destacaba entre todos ellos. Era el más alto y sin
dudas, el más guapo... pero igual o más estúpido que sus amigos. Todos ellos esta-
ban a su alrededor, mirándole el brazo derecho, cómo si admiraran algo. Entonces
recordé que la noche anterior Brian había comentado que Roberto tenía cita en el
salón de tatuajes... ¿Se habría hecho uno y era eso lo que lucía ante sus colegas?
La voz de Iris interrumpió mis pensamientos.
—Caroline, creo que Stacy anda buscándote —dijo nada más llegar a mi lado
con semblante serio.
—¿A mí? —pregunté con extrañeza.
—Eso parece —afirmó con nerviosismo mientras su mirada se clavaba en
las espaldas anchas de Roberto—. Según parece ser, anoche te vieron a ti con su
chico después de que ella se fuera del Bahía Marina. Alguien le fue con el cuento,
y bueno... Creo que no se lo ha tomado muy bien —la miré con incredibilidad, sin
saber que decir o hacer.
—¡Caroline! —gritó una voz estridente y chillona, no muy lejos de donde
nos encontrábamos.
Me giré lo justo para ver a una enfurecida Stacy que se aproximaba a nosotras
con paso amenazante y con los ojos echando chispas de rabia.

19
Hilo Rojo del destino El Club de las Escritoras

Capítulo III
Aline García & Mari Perea

Me pregunté quién había sido el bocazas que logró ver lo que había sucedido
la noche anterior. Me propuse buscarlo hasta el fin de sus días para que respondiera
por esto, pero quedaría como tarea a futuro, en este instante tenía cosas más impor-
tantes de que preocuparme, como por ejemplo, ver que Stacy finalmente llegaba
hasta mí, matándome con una sola mirada.
—¡Tú!, ¡maldita perra! —gritó tan fuerte, con su voz chillona que nos volvió,
en forma automática, el centro de atención. Apreté mis labios con fuerza, cuando
me di cuenta que las personas empezaban a formar un circulo alrededor de noso-
tras. Iris frunció el ceño y me miró, seguramente pensando en defenderme si yo no
hacía nada al respecto— ¡Tan seriecita y tan arrastrada!
Todo lo que hice fue abrir levemente la boca por la impresión. ¡Jamás alguien
me había insultado de semejante manera! Y aunque mentalmente ya me había es-
tado preparando para ello, lo cierto es que la furia se apoderó de sobre manera de
mi persona, algo que se notó en el sonrojo intenso de mis mejillas, y en mi mirada
firme y decidida.
—¡No me insultes! —grité enfurecida, ya sin importarme lo demás. Solo los
murmullos y los coros que se hacían ante nuestras palabras se lograban colar por
mi capa de rabia— ¡No tienes ningún derecho de venir a decirme esto!
—¿Ahora te haces la ofendida? ¡Qué todos sepan esto! —exclamó mirando a
todos con una sonrisa que sin duda era de satisfacción— ¡Está mosquita se ofreció
a Roberto!
Me quedé pasmada. ¿Qué yo qué? ¡No podía creerlo! Todo esto era un vil
juego, una…
—¡Mentira! —dijo una voz repentinamente. Estaba tan sorprendida que me

20
Hilo Rojo del destino El Club de las Escritoras

tomó inclusive unos segundos en reconocer de quién era; Iris. Me giré para verla,
y después a todos que reían seguramente de mi expresión, ya que me señalaban o
se burlaban en voz baja. A lo lejos me pareció escuchar el rugir de un motor y me
pregunté dónde estaría Roberto, quizás manteniendo la esperanza de que tal vez, él
pudiera arreglarlo todo— ¡Caroline estuvo anoche conmigo!
Stacy pareció más brava que al inicio, dirigiéndole una mirada de puro resen-
timiento a mi amiga.
—¡Vaya!, ¡aquí vienen tus perros guardianes porque saben que es cierto! —
rió molestamente. Me miró nuevamente y movió sus cabellos hacia atrás, mostran-
do en su cuello una marca morada, sin duda algún recuerdo que Roberto le había
dejado el día de ayer. Por alguna razón, eso me hizo hervir la sangre hasta no poder
más, de modo que caminé hacia Stacy, apretando mis puños, sintiendo inclusive
que este hecho me lastimaba.
—¡Para tu información, ni me interesa ese estúpido! ¡Quédatelo! ¡Y aprende
a cuidar mejor a tu mascota, porque es él quien se está acercando a mí!
Inmediatamente sentí que me había equivocado de palabras, porque Stacy
explotó. Su cara se enrojeció, sus dientes chocaron contra sí mismos y un grito fu-
rioso salió de su garganta. Acto seguido, levantó su mano y pude ver lo siguiente:
su palma se dirigía a mi mejilla. Incluso, mientras esto sucedía, alguien gritaba:
“Pelea, pelea”.
Estaba por reaccionar para defenderme, o al menos agarrarle los cabellos,
cuando la mano de Stacy se detuvo muy cerca de mí. Abrí los ojos totalmente y
alcancé a ver un brazo tatuado con una forma que en ese instante no reconocí, pero
que detenía todo; era Roberto.
Inmediatamente Iris corrió a mi lado y me abrazó, apartándome de Stacy. Ro-
berto por su parte, nos miraba a ambas, al tiempo que todo se quedaba en silencio,
como si los demás temieran de él, y prefieran quedarse callados. Noté la seriedad
de su rostro, contrario a la alegría de sus amigos, que unos pasos más allá se reían
abiertamente de lo sucedido.
—¡Caroline! —una voz más familiar, la de Michael, hizo a todos reaccionar
y que volvieran los murmullos. Él trataba de meterse entre la multitud de gente y
yo por mi parte miraba a Roberto, como esperando que me guiara. Supe que estaba
enfadado por la manera de llevarse a la fuerza a Stacy.
—¡Roberto! —chilló ella, mientras se abrían paso entre la multitud. Yo ob-
servaba como él la empujaba a subirse en su moto y sus amigos se miraban entre
ellos, mientras Roberto también se montaba en el vehículo, llevándosela, clara-

21
Hilo Rojo del destino El Club de las Escritoras

mente de mal modo. Michael, por su parte, ya había conseguido llegar hasta mí, y
me abrazaba posesivamente. Me sentía morir. Pese a todo lo que había pasado el
día de ayer, la verdad es que no me apetecía luchar contra él en ese momento. Los
brazos de Iris también me recorrieron y ambos me llevaron a un sitio más alejado,
oculto de las personas que clavaban su mirada en nosotros.
Sentada en una de las bancas de la escuela, me pregunté si ya debía haber
entrado a clases.
—¿Estás bien? —me preguntó Michael preocupado, pero en mi mente solo
una pregunta giraba. ¿Quién le había dicho? ¿Quién? ¿Quién nos vio anoche, lo
cerca que estuvimos?
—Brian no… —deduje en voz alta, aunque solo para mí misma— Parece que
se llevan bien, no haría eso… ¿Quién más?, ¿quién más?
—¿Caroline? —intentó llamar mi atención Iris. Yo levanté la vista para verla
con ojos vidriosos.
—¡¿Quién pudo haber dicho eso a Stacy, Iris?!
Entonces, mi amiga se sorprendió y miró a Michael de reojo, mordiéndose
el labio, como si estuviera reprimiendo el deseo de decirme algo. Miré a mi amigo
entonces, y noté que había algo distinto en su semblante. Yo negué rápido, impre-
sionada y, como si mi mente pudiera deducir más cosas que las acostumbradas,
grité:
—¿Cómo supiste que anoche estuve con Roberto unos minutos? ¡No pasó
nada, Iris!
—¡Yo no sé nada, Caroline! ¡Juro que lo supe por lo que decían apenas hoy
por la mañana! ¡Unas chicas fueron las que me lo contaron todo y también que
Stacy quería desquitarse!
Su respuesta me pareció sincera, pero temblé… Aún quedaba la de Michael.
Así que dirigí mi mirada hacia mi amigo y vi como evitaba que lo mirara a
los ojos.
—¡Fuiste tú! —le dije gritándole— ¿Cómo has podido hacerme esto? ¡Con-
téstame!
—Sí, he sido yo. Hablé con Stacy. Le dije que cuando ella se fue, dejando a
Roberto, tú estuviste con él y... y... Te le ofreciste —nos confesó sin siquiera mi-
rarnos—. Lo siento mucho, no pensé que reaccionaría así.
—¿Lo sientes?, ¿eso es lo único que tienes que decirme? ¿Por qué lo has he-

22
Hilo Rojo del destino El Club de las Escritoras

cho?, ¿por qué? —le pregunté comenzando a enrojecer por el enfado.


—Por celos, ¿por qué sino? Estoy cansado de esperar un beso, una caricia
tuya como algo más que un amigo, y después de ver cómo nos dejaste en la cafe-
tería y como te dejaste acorralar por ese imbécil... —dijo con ira, dándome la cara
ante la mirada sorprendida de Iris.
—Tú sabes demasiado bien que nosotros nunca vamos a ser algo más que
amigos y, después de lo sucedido, dudo que seamos siquiera eso —espeté cogien-
do a Iris y alejándonos del lugar.
—Creo que... —comenzó a decirme ella.
—No vayas a decir nada —la silencié aún enfadada.
Cuando entramos a clases las miradas y murmullos de mis compañeros me
seguían, y a dónde quiera que fuese alguien comenzaba a hablar con las cabezas
juntas, como creyendo que así no me percataría de que en la conversación yo era
la protagonista. El día parecía hacerse eterno, así que cuando escuché el timbre del
final de las clases, un suspiro de alivio escapó de mi boca sin poder evitarlo; sería
libre.
Al salir de la escuela, miré a mi amiga, sabía que ella reconocería mi expre-
sión de “solo quiero mi cama”, así que me despedí de Iris, quien me abrazó con
fuerza, dejándome partir a casa.
Cuando llegué, encerré la moto en la cochera. Al entrar en la cocina encontré
una nota de mi madre pegada en la nevera, en ella me informaba que le habían
cambiado el turno, y no volvería hasta las ocho de la mañana. Suspiré. Debido a lo
sucedido no tenía hambre, así que subí a mi dormitorio agradeciendo la ausencia
de mi madre —sin ella no habría preguntas sobre mi nulo apetito— y me tumbé en
la cama quedándome dormida.
Cuando abrí los ojos me sentí desorientada, como si el golpe de Stacy real-
mente hubiese llegado a mi rostro.
—Mm... ¿Qué hora será? —me dije levantándome y mirando el reloj de la
mesita de noche
Eran las once menos cuarto de la noche, aún quedaban unos minutos de mi
libertad de “salir con solo avisar a dónde”, así que pensé en agradecer a Roberto
por salvarme de Stacy.
Bajé a la cocina y tomé una soda de la nevera, bebiéndola atropelladamente,
al tiempo que medio tragaba unas galletas que mi hermano había dejado abiertas

23
Hilo Rojo del destino El Club de las Escritoras

antes de irse con Jane —supuse.


Al salir el frió tocó mi rostro, era uno de las primeras noches en que el otoño
hacía su efecto. Caminé hasta la casa de Roberto, por las luces y la música, había
jolgorio.
—Hola, guapa. ¿Vienes a la fiesta que le hemos montado a Roberto para ce-
lebrar su primer tatuaje? —me preguntó Brian en las escaleras de la casa, él estaba
parado con el cuerpo apoyado en el umbral de la puerta, tenía un cigarro en una
mano y a sus pies dos latas de cerveza vacías, y una cerrada.
—No vengo a ninguna fiesta, venía a hablar con Roberto —le aclaré viendo,
a través de la puerta abierta como un muchacho moreno, corpulento y con el brazo
derecho lleno de tatuajes, tenía a una muchacha acorralada contra la pared mien-
tras la besaba, levantándole la minifalda que llevaba.
—No creo que tenga ganas de hablar con nadie, llegó y se encerró en su
cuarto —dijo Brian, dejando en el suelo la lata de cerveza que ya había abierto, y
apagando el cigarro en el muro, acercándose a mí tambaleándose ligeramente.
—Pues entonces ya lo veré mañana —le dije a Brian ante su cercanía, dándo-
me vuelta para irme. Pero de pronto me cogió por la cintura y me giró bruscamente.
—Vamos a divertirnos un rato, guapa —me susurró pegándome a su cuerpo.
—Suéltame —dije en forma de advertencia, pero al ver que no soltaba gri-
té—: ¡Suéltame imbécil! —todo pareció causar el efecto contrario en él, puesto
que ni me soltó, ni se alejó, sino que me acorraló en la misma pared en que había
apagado el cigarro, acercándose peligrosamente a mi boca.
—¡Quieta, guapa!, nos lo vamos a pasar muy bien —susurró con la voz ronca
cuando logró acorralarme contra la pared, pese a mi resistencia.
—¡Suéltame! —volví a gritar, zarandándome en un vano intento de soltarme,
mientras rogaba que no volviese a hablar, no quería sentir su aliento a cerveza cer-
ca de mí de nuevo.
—¡Brian, suéltala! —oí decir a una voz conocida detrás de él.
—Roberto... —lo llamó el aludido, soltándome un poco y moviéndose hacia
un lado.
Miré a Roberto con cara de perrito perdido, pidiéndole ayuda con los ojos, a
lo que él respondió diciendo:
—Es mi fiesta, amigo. Déjame elegir con quién paso la noche —lo vi extender
su mano hacia mí, mientras mirada a Brian como desafiándolo a contradecirle…

24
Hilo Rojo del destino El Club de las Escritoras

Capítulo IV
Hada Fitipaldi & D. C.López

—Lo siento, tío; creía que ya te habías quedado saciado por hoy —respondió
Brian con una risa profunda, mientras encendía un nuevo cigarro y recogía la lata
de cerveza del suelo, acabándola en un último trago—. Voy a la cocina a por cer-
veza, y de paso husmeo a las tías que haya por aquí.
Brian pasó por nuestro lado, lanzándome un beso con la mano mientras le
daba una lánguida calada a su cigarro. Roberto lo miró claramente irritado, incluso
me pareció oír un ronco gruñido brotar de su garganta. Después me cogió de forma
despreocupada la mano, y tiró de mí hacia las escaleras que se abrían en la pared
de la derecha. Aturdida por su seguridad y porque hubiese salido a defenderme por
segunda vez en un día, y encima ante su amigo, lo seguí sin pensar demasiado. De
todas formas quería hablar con él, y prefería hacerlo a solas.
En el piso de arriba había tres puertas cerradas, forradas de posters de grupos
musicales y chicas medio desnudas. Roberto me condujo a la que había en el cen-
tro, con un letrero que rezaba: “No traspasar, peligro inminente”, pensé para mis
adentros que aquel chico era claramente de esos tipos que mi madre mandaría en
un cohete lejos de mi alcance —sí de verdad supiera cómo era.
—Entra, nena, como si estuvieras en tu casa —indicó Roberto, con una am-
plia sonrisa iluminando su bronceado rostro. Sus preciosos ojos verdes brillaban
divertidos—. A no ser que el cartel te haya amedrentado…
—No me asusto tan fácilmente, idiota— espeté indignada, mientras pasaba
con decisión al interior de su cuarto, o más bien podría decir su jungla—. No sé
si te lo he dicho antes, pero no quiero que me llames “nena”, me llamo Caroline.
—Ya, lo sé —respondió mientras pasaba detrás de mí—. Me encanta tu nom-
bre, nena.

25
Hilo Rojo del destino El Club de las Escritoras

Puse los ojos en blanco y me recordé a mí misma que había venido a verle
para darle las gracias. Así que obvié su comentario y repasé su desordenada habi-
tación. En el lateral derecho había un amplio escritorio con un montón de libros
de texto desparramados caóticamente. Las paredes estaban forradas de algún otro
póster, y lo que más me sorprendió, también tenía dibujos. La mayoría de ellos de
chicas, mujeres de diferentes tipos, y sobre todo guerreras que aparecían en plena
batalla. Una guitarra colgaba encima de la cama de grandes dimensiones que había
en la pared del fondo. Como no sabía dónde sentarme, me quedé de pie en el centro
de la habitación. Roberto pasó por mi lado, rozando suavemente mi brazo con el
suyo, en un gesto deliberado, y se recostó en la cama con aire despreocupado. Al
segundo dos personas pasaron por la puerta, y al ver que había alguien dentro de
la habitación se detuvieron.
—Roberto, tío, de verdad que no quería rayarte, ya sabes que somos colegas
—Brian tenía una cerveza nueva en la mano, el pelo rubio y liso le caía por debajo
de los hombros, y sus intensos ojos azules nos miraban con interés a pesar de la
embriaguez. Su piel clara contrastaba con el color café del chico que había a su
lado, apoyado en el marco de la puerta—. Si me necesitas estoy con una hembra
impresionante que se había perdido en nuestra cocina, voy a enseñarle un poco de
geografía corporal…
—Y yo voy a hacer lo mismo con una de sus amigas, Rob —dijo el chico
moreno, clavando sus oscuros ojos chocolate en mí, recorriendo mi cuerpo desca-
radamente, mientras una sonrisa empezaba a ensanchar sus carnosos labios. Era
un poco más alto que Brian, pero igualmente fibroso—. ¿Crees que es de mala
educación dejar al resto de nuestros invitados desatendidos? Porque con semejante
mujer no creo que vayas a abandonar tu habitación en breve.
—Descuida, seguro que se las apañan —dijo Roberto con una sonrisa píca-
ra—. Pasáoslo bien y cerrad la puerta al salir, chicos.
Y así los dos compañeros de piso de Roberto nos dejaron solos, no sin antes
guiñarme un ojo el chico desconocido y recibir otro beso en el aire de parte de
Brian.
—El morenito de chocolate es Ian, mi otro compañero de piso —explicó
Roberto mientras daba unas palmaditas en el colchón—. Puedes sentarte conmigo
Caroline, soy un tío legal.
—No lo creo…
Pero aunque no me fiara en exceso de él, tomé asiento a su lado en el colchón,
sobre todo porque me había llamado por mi nombre, y eso ya era algo. Además, no

26
Hilo Rojo del destino El Club de las Escritoras

podía dejarle creer que estaba asustada, aunque una parte de mí temiera perder en
cierto modo el control al estar a su lado.
—Y bien, ¿a qué se debe el honor de tu visita? —preguntó divertido, acer-
cándose un poco más a mí.
—Pues, quería agradecerte haberme defendido ante Stacy.
Cuando solté las palabras, me sentí ridícula y vacía, porque el motivo de
haber ido a verle era agradecerle, y si ya lo había hecho, no me quedaban excusas
para quedarme.
—De nada —continuó sonriendo y mirándome fijamente a los ojos—. Me
encanta salvar a damiselas en apuros.
Su forma de mirarme era cuanto menos inquietante. Además, me producía
un cosquilleo en el estómago, que se extendía por mis terminaciones nerviosas,
provocando en todo mi cuerpo una extraña tensión.
Nerviosa, miré alrededor mío intentando sacar un tema de conversación.
—¿Te gusta dibujar? —le pregunté señalando uno de sus dibujos, en el mis-
mo una guerrera pelirroja cubierta con un top y una braguita de pieles, saltaba
sobre una pantera, con un grito mudo en su boca—. Son preciosos.
—¿Te gustaría que te dibujara? —me preguntó pegando su cuerpo al mío,
aprovechando que me había despistado señalándole el dibujo; sus labios me acari-
ciaban la oreja— Soy muy bueno con los retratos en directo.
Volví poco a poco la cabeza hacia él, sintiendo como en el recorrido sus la-
bios trazaban un sendero de fuego a través del lóbulo de mi oreja, la parte superior
de la mejilla y deteniéndose en la comisura de mis labios. Allí inhalé un momento
su aliento, fresco y a la vez cálido. Podía notar el sabor un poco amargo de la cer-
veza. Recordé a las guerreras que acababa de ver dibujadas y me dije que no iba a
huir. Me quedaría en aquella batalla. Así que cerré los ojos e inspiré suavemente,
entonces él recorrió en una húmeda caricia con su lengua el contorno de mi labio
superior, para después posar suavemente sus labios sobre los míos...
Inconscientemente, los entreabrí lo justo para poder dejar que su lengua in-
vadiera mi boca y reclamara la mía. En ese momento, un débil y apenas audible
jadeo escapó de mi garganta y el mismo fue embutido por la boca hambrienta de
Roberto.
Mi mente quedó completamente en blanco y solo era consciente de las nue-
vas e intensas sensaciones que me estaban abrumando en ese momento, olvidando

27
Hilo Rojo del destino El Club de las Escritoras

donde estaba, a qué había ido allí y si lo que estaba haciendo era lo más correcto o
no... ahora nada de eso tenía importancia alguna.
O al menos fue así hasta que me puse tensa al notar como una de sus manos
levantaba disimuladamente mi camiseta ajustada y acariciaba mi vientre con sua-
ves y lentas caricias. Aquello me pareció muy íntimo y demasiado precipitado...
¿Cuánto hacia que lo conocía?, ¿un par de días? ¿Y qué sabía yo de él? Nada. Ni
si quiera conocía la razón por la cual vivía allí, con aquellos dos tipos peligrosos
y sin sus padres... Y aun así, él tenía “demasiada” confianza conmigo y ahora su
atrevida mano iba hacia arriba con intenciones de tocar más de lo permitido.
Me removí bajo su cuerpo, en un intento por zafarme de su agarre, pero él
malinterpretó mi gesto y pensó que me estaba restregando contra él en un intento
de acercarme más a su cuerpo y exigir más de él. Muy lejos de la realidad.
—Shhh... tranquila, nena. No hace falta que te impacientes tanto... —me su-
surró mientras mordisqueaba mi mandíbula en otra caricia también íntima— No
hay prisas... Además, no me quedan condones y tengo que esperar a que Brian o
Ian acaben para pedirles...
¡¿Qué?! ¡No puede ser! ¿Este imbécil se pensaba que yo era otra chica fácil
como lo era Stacy? Pues las llevaba claras. ¡Y encima, el muy cara dura, tuvo la
desfachatez de decirme en la cara que no le quedaban condones! Y entonces, en ese
momento recordé lo que dijo antes Brian:
“Lo siento tío, creía que ya te habías quedado saciado por hoy...”.
Con la sangre hirviendo en mis venas, logré apartar de un empujón a Rober-
to, que en ese momento me estaba succionando el cuello. Seguro que me había de-
jado alguna marca amoratada, como la que le había hecho a Stacy y que con tanto
orgullo me mostró esa misma mañana.
—¿Qué ocurre, nena? Pensé que nos estábamos divirtiendo —se quejó él,
mientras se acomodaba mejor en la cama y me miraba con incredibilidad con aque-
llos ojos verdes que desde el primer día que los vi me cautivaron.
—Ocurre que yo no soy Stacy, ni nadie que se le parezca. No sé qué tipo de
relación tendrás con ella para que tú te tomes la libertad de besarte con otras, pero
yo no así, y ahora mismo me largo de aquí —dije casi gritando y poniéndome en
pie.
—No tienes que preocuparte por ella, si te comportas así porque piensas que
tengo novia, déjame decirte que te equivocas. Esta misma mañana rompí con ella,
justo después del alboroto que armaron ambas.

28
Hilo Rojo del destino El Club de las Escritoras

Mientras se excusaba, yo había dado unos cuantos pasos y ya casi me encon-


traba enfrente de la puerta que todavía continuaba cerrada. Al oír su confesión me
paré un segundo a pensar y, he de reconocer, que por un momento me sentí aliviada
de que ellos dos ya no estuvieran juntos. Pero igualmente tenía que dejarle claro
que yo no era una chica fácil... ¡El muy bruto se pensaba que me iba a acostar con
él en nuestro primer encuentro íntimo! ¡Por Dios y la virgen, si ni si quiera esto era
una cita! ¿Hacía él eso con todas las chicas que se ligaba? Esa idea no me gustó
para nada, era como si me pusiera celosa nada más pensarlo.
¿Me estaba enamorando? No, no podía ser que fuera tan ingenua... ¿O sí?
El recordar el sabor de sus besos y el placer de sentir sus labios junto a los míos
me hizo darme cuenta que así era... Me estaba enamorando de un mujeriego que
encima de todo, era mi vecino.
—Mira, me parece muy bien que ya no andes bajo las faldas de la golfa de
Stacy, pero que tengas el mejor culo que he visto en mi vida y me hayas librado
de ella no te da permiso para sobrepasarte conmigo, ¿has entendido? —lo fulminé
con la mirada y antes de abrir, le dediqué una genuina sonrisa—: Si quieres llegar
lejos conmigo, tendrás que ganártelo.
Y sin más me largué de allí y comencé a bajar las escaleras, muy orgullosa de
mi misma. Me alegraba haber tenido el valor de encararme a él y poder controlar
mis hormonas adolescentes.
—¡Nena! —oí que gritaba llamándome desde su cuarto, me detuve en el es-
calón por el que iba y miré por encima de mi hombro en aquella dirección. Roberto
tenía apoyado un hombro en el marco de la puerta y me miraba con una mueca
de diversión en el rostro, con los brazos cruzados sobre el pecho— ¿Te he dicho
alguna vez que me encantan los retos?
Ni siquiera me molesté en responderle, simplemente me limité a continuar
con mi descenso por las escaleras, dispuesta a salir de allí lo antes posible. Como
pude, me hice paso entre todos aquellos adolescentes que bailaban y bebían en me-
dio de la sala principal, y me alejé de aquella gente, de toda esa estridente y potente
música que ensordecían mis oídos. El aire fresco de la madrugada impactó sobre
mi ruborizado rostro y dejé que me calmara antes de entrar en casa.
Abrí la cerradura con mis llaves y entré a toda velocidad en el interior, para
luego quedarme congelada en el sitio por la impresión que sentí al ver a mi herma-
no Dylan y a Jane semidesnudos en el sofá del salón.
—¡Caroline! —exclamó él avergonzado— Pensaba que estabas arriba, en tu
cuarto y durmiendo... —comentó mientras recogía del suelo su camiseta blanca—

29
Hilo Rojo del destino El Club de las Escritoras

¿De dónde vienes a estas horas, si se puede saber? —preguntó con la camiseta ya
encima. Aún tenía el cinturón de sus pantalones desabrochado.
Jane no me miró en ningún momento. Estaba cabizbaja y lo único que hacía
era darme ligeramente la espalda mientras se abotonaba su blusa rosa en silencio.
—¿Esto es lo que haces cuando mamá está fuera de casa? —le dije sin res-
ponder a su pregunta— No sé si te acordarás que tienes habitación propia...
—Aún no me has respondido —me interrumpió él, ahora más molesto que
avergonzado—. Soy tu hermano mayor y te exijo una explicación.

30
Hilo Rojo del destino El Club de las Escritoras

Capítulo V
Déborah F. Muñoz & Astrid

—De verdad, Dylan, no hay nada que explicar —improvisé, avergonzada


y fingiendo que no me daba cuenta de los apuros que estaba pasando Jane para
abrocharse correctamente la blusa—. He tenido que salir un momento, nada más.
—Dios, Caroline, ¿eso es un chupetón? —preguntó incrédula la novia de mi
hermano, a la que fulminé con la mirada. Acababa de pasar de no caerme mal a
caerme fatal con una sola frase. Dylan se acercó y lo miró de cerca frunciendo el
ceño.
—Mira, hermana, sé que ahora mismo estáis en una etapa difícil, pero real-
mente creo que Michael y tú deberíais esperar un poco antes de ir a mayores y...
—¿Qué tiene que ver Michael con esto? —pensé en voz alta interrumpién-
dole.
—¿Me estás diciendo que no te lo ha hecho Michael? De verdad, no imagi-
naba que fueras así, quizás deberíamos tener una larga charla de hermano a her-
mana…
—¡Alto, alto! —exclamé bastante cabreada ya de por sí desde antes de que
empezara esta conversación absurda— ¿Desde cuándo Michael es mi novio? Por-
que parece que todo el mundo lo sabe menos yo. ¡Si ya ni siquiera le puedo consi-
derar amigo! ¿Me he perdido algo? —mi hermano abrió la boca para hablar, pero
yo alcé la mano para callarle—. Mira, estoy agotada y es tardísimo. He cometido
un error saliendo hasta tan tarde y no volverá a pasar, así que, si no se lo dices a
mamá, yo no le contaré lo que hacéis tú y Jane en su sofá favorito. ¿Te parece bien?
Jane le hizo un imperceptible gesto con la cabeza, aun sonrojada, y él acabó
por rendirse y asentir, diciendo que de todas formas teníamos que hablar un día de
estos sobre el tema. Ignorándole, subí a mi habitación y me quedé dormida casi

31
Hilo Rojo del destino El Club de las Escritoras

antes de tocar la cama.

A la mañana siguiente, me levanté con unas profundas ojeras y maldije a


Roberto por hacer una fiesta en día lectivo y por todo el día anterior, en general,
aunque en el fondo sabía que la culpa era casi exclusivamente mía.
Con cierto alivio, me di cuenta de que ni Roberto ni sus amigos habían asisti-
do a clase (probablemente siguieran con la fiesta), y me dispuse a entrar en el aula
bajo las atentas miradas y cuchicheos de todos los presentes. No tardé en enterar-
me, escuchando a hurtadillas, que alguien me había visto la noche anterior en la
fiesta, entrando con Roberto en su habitación, y me sentí terriblemente avergonza-
da cuando me di cuenta de lo que todos pensaban de mí. Me había convertido en la
nueva Stacy Holkman de la clase.
No me hizo falta ni acercarme a hablar con Michael e Iris para saber que ellos
también habían oído el rumor. Él se quedó enfurruñado, sin saludarme siquiera y
con la vista al frente, mientras Iris escribía rápidamente una notita y me la pasaba.

Iris: ¿K a pasao? ¿S cierto lo d la fista?


Caroline: No s lo k andan contando x ahí, pro no pasó na!!!!
Iris: ¿ntoncs s vrdad?????
Caroline: Solo fui a darl las gracis, malpnsada!
Iris: ¿Y el xuptón?
Caroline: ¿D k diablos hablas?
Iris: No disimuls, hac calor pa ir con bufanda.

Para mi bochorno, el profesor Vincent interceptó entonces la nota y la leyó en


voz alta, haciendo las delicias del resto de la clase (¿Desde cuándo los profes son
capaces de descifrar una notita?) Nada más acabar, y después de haber pasado la
mayor vergüenza de mi vida, Iris me cogió del brazo y me arrastró hasta un rincón
solitario. Pronto comenzó a llenarse de curiosos que hacían lo posible por escuchar
nuestra conversación en susurros, en la cual le contaba todo lo que había pasado
la noche anterior.

32
Hilo Rojo del destino El Club de las Escritoras

—Yo lo flipo —dijo cuando acabé.


Y más lo iba a flipar, porque en ese momento apareció Roberto, con un enor-
me ramo de rosas sospechosamente parecidas a las de mi vecina de enfrente y una
invitación a cenar...
No creía lo que veían mis ojos. Todos nos observaban incrédulos. ¿Un chico
como Roberto siendo atento? Sin duda se trataba de una broma.
—Hola, Caroline —tomó mi mano y besó mis nudillos. Estaba paralizada,
pero Iris me golpeó en el costado con el codo y reaccioné.
—¿Qué demonios haces? —sin quitar la estúpida sonrisa de su rostro me
entregó las rosas— Consintiendo a mi chica.
—¿Tu chica? —él simplemente asintió sin dejar de sonreír.
—Nena, te dije que me gustaban los retos —me miró fijamente con sus pene-
trantes ojos verdes —. Paso por ti a las siete.
Sin esperar a que le respondiera algo, se giró y se fue por el pasillo. Esto era
solo un reto para él, no niego que me ilusioné un poco al verlo con un detalle así,
pero yo tenía claro que no caería en su juego.
Caminé molesta a mi siguiente clase, mientras Iris iba a mi lado en total si-
lencio, al parecer tan sorprendida como yo.
Roberto era el idiota más grande que había conocido en mi vida y por lo
visto. Haría lo que fuera por meterme en su cama... Pero estaba loco si creía que
lo iba a conseguir. Si pensaba que con flores y una cena me tendría, estaba muy
equivocado.
Entramos al aula y buscamos nuestros asientos.
—¿Tienes una cita entonces? —me giré hacía Iris quién me observaba con
una enorme sonrisa.
—No —dije rotundamente.
—Yo diría que sí, pasará por ti a las siete, ¿no escuchaste? Creo que todo el
mundo se enteró.
—No iré a ningún lado con él.
—Yo creo que si —la fulminé con la mirada y ella solo encogió los hom-
bros—. Solo digo lo que pienso.
—No estoy demente, o al menos eso creía.

33
Hilo Rojo del destino El Club de las Escritoras

Durante las clases anteriores a la hora del almuerzo, no dejé que Iris iniciara
de nuevo ese tema de conversación. Yo tenía claro que no quería salir con nadie.
Nos encontramos con Michael cuando íbamos a la cafetería del instituto y él sim-
plemente pasó de mí e hizo todo lo posible para evitar mirarme. Aunque todavía
estaba molesta con él, ese gesto me dolió. Al fin y al cabo, siempre habíamos sido
buenos amigos.
Seguimos nuestros caminos hacía la cafetería y por los pasillos todos mur-
muraban y me miraban como a un bicho raro. Tal vez al verme cargar el ramo de
rosas todo el día pensaban que yo estaba con él y que era “su chica”, pero solo iba
a devolvérselo. Entramos y vi al fondo a Roberto y su grupo de amigos, los del
“Club de los Idiotas”. Caminé decidida hacía su mesa, reuniendo todo el valor que
pude encontrar.
—Hola nena, veo que te gustaron —dijo nada más verme enfrente suyo, se-
ñalando las flores que aún tenía entre mis manos y con una sonrisa de triunfo en
su bello rostro. Aquello me dio el valor necesario que me faltaba, así que tomé el
ramo y lo arrojé a su cara.
—¡No me llames nena! Y entiende de una vez que no saldré contigo. ¡Aléjate
de mí! —toda la cafetería miraba expectante la escena. No sé cómo me atreví. El
ceño fruncido de Roberto me intimidó un poco. Se levantó de su silla y se acercó
a mí. Yo no iba a retroceder, no le tenía miedo... ¿Verdad?
—Nena, no me alejaré nunca de ti. Además, tú no quieres que lo haga —di
un paso hacia atrás temiendo su furiosa mirada y él en respuesta, me tomó por las
muñecas acercándome más a él. Nuestros rostros estaban a una distancia nula y su
respiración chocaba con la mía—. Acéptalo.
Quería torturarlo, estrangularlo, matarlo. ¿Cómo se atrevía decirme eso?
Apenas me conocía y se creía el centro de mi universo...
Dejé de pensar cuando rozó sus labios con los míos y me aprisionó con sus
brazos. Todo era silencio a nuestro alrededor. Se me escapó un suspiro y Roberto
sonrió con arrogancia entre mis labios. Él me volvió a besar con más pasión y yo
casi olvido que estábamos en un lugar público. ¿Podía ser cierto que estuviera
equivocada y que realmente no quería que Roberto me dejara en paz?

34
Hilo Rojo del destino El Club de las Escritoras

Capítulo VI
Angy W. & Princess Of Dark

Un ruido procedente de algún lugar detrás de mí me devolvió a la realidad.


Me aparté de Roberto de un empujón, horrorizada, y me giré para ver qué sucedía.
Michael, con la boca abierta y los ojos llenos de dolor, había dejado caer su
comida al suelo al vernos. Su cara se contrajo en una fiera expresión de ira que me
asustó; retrocedí y sentí un extraño e incomprensible alivio al ver que Roberto me
pasaba los brazos por los hombros y me apretaba hacia él, en un ademán posesivo.
Michael lo miró con rabia, dando un paso adelante. Por un momento creí que le iba
a pegar, pero se lo pensó mejor y salió de la cafetería a grandes zancadas sin decir
nada. El silencio era total.
Comencé a respirar agitadamente, solo entonces me di cuenta de que había
contenido el aliento. No sabía qué hacer, si seguir a mi amigo y hablar con él o
quedarme allí. Por un lado, él no tenía derecho a enfadarse y a comportarse así
conmigo. Sea cual fuera la película que se había montado, estaba todo dentro de su
cabeza e igualmente no era asunto suyo con quién salía o a quién besaba. Pero por
otro, él era mi amigo... Y, sin embargo, esa expresión de odio que puso, y después
de todo lo que me había hecho, me dejaba sin saber cómo actuar.
Miré a Iris, desesperada, y ella se encogió de hombros.
—Vaya pesado —comentó entonces uno de los amigos de Roberto, riéndose.
El ambiente poco a poco fue volviendo a la normalidad y las conversaciones
se restablecieron. Entonces, ¿por qué tenía la extraña certeza de que hablaban de
nosotros?
—Nena, ¿te sientas con nosotros? —me susurró Roberto al oído, quitándome
el pañuelo para descubrir el chupetón y alardear de él.
—Vete a la mierda —le dije, arrebatándoselo de las manos y yendo a sentar-

35
Hilo Rojo del destino El Club de las Escritoras

me con Iris a la mesa más apartada de la estancia.


Las siguientes clases fueron un horror, no me podía concentrar en nada y no
dejaba de notar miradas clavadas en mí y cuchicheos. Incluso los profesores me
miraban disimuladamente. El sonido de la última campana anunció mi salvación,
salí del instituto apresuradamente y regresé a casa sin detenerme.

Por la tarde, cuando por fin acabé los deberes, cerca de las siete, llamé a Iris.
—¡Hola! —me saludó.
—¿Quedamos para tomar algo? Necesito hablar con alguien —confesé.
—¿Y tu cita con Roberto?
—No pienso ir, pensé que ya lo había dejado claro.
Justo acababa de decir la frase cuando mi madre entró en la habitación sin
llamar, cosa que odiaba.
—Cariño, abajo está esperándote Roberto, el nuevo vecino.
Las palabras que estaban a medio salir de mi garganta se me atragantaron.
—Es la primera vez que lo veo, pero parece agradable —comentó—. Me
alegro de que congeniaran.
—¿Agradable…? —repetí, incrédula. ¿Roberto agradable? Imposible. Ella
continuó sin escucharme.
—Aunque yo siempre había pensado que tú y Michael...
Eso acabó por sacarme de mis casillas.
—¡MICHAEL NO ES MI NOVIO! —repliqué, furiosa, subiendo el tono de
voz. ¿Qué tenía todo el mundo con él y conmigo?
—¿Caroline? —preguntó Iris en el auricular— ¿Qué está ocurriendo?
—Tranquila, que tampoco es para ponerse así —dijo mi madre a punto de
salir de mi dormitorio—. Bueno, yo me voy a trabajar, así que date prisa.
—Mamá, dile que no estoy —le supliqué ignorando, sin darme cuenta, a Iris
que esperaba al otro lado de la línea.
—Ya sabe que estás aquí.

36
Hilo Rojo del destino El Club de las Escritoras

—Pues entonces dile que no pienso ir.


—Baja a decírselo tú —sentenció.
Suspiré, resignada, mientras mi madre salía.
—Bueno, bueno —dijo Iris—. ¿Qué se cuece por allí?
—Nada, que Roberto está abajo esperándome y que a mi madre le parece
agradable.
—¿Agradable? —repitió, entre risas— Tía, ¡mañana tienes que contármelo
todo!
—No voy a ir —afirmé, decidida.
—Sí, sí, lo que digas.
—De verdad. Te llamo luego.
Bajé las escaleras dispuesta a rechazarle, pero me quedé congelada en el úl-
timo peldaño.
Roberto... Con esmoquin... ¡Qué fuerte!
—Hola, nena —me saludó, sonriendo con un brillo en esos hermosos ojos
verdes que tanto me fascinaban. Por mucho que cambiara físicamente su aparien-
cia, por dentro seguía siendo el mismo de siempre.
—Roberto... Esto... No voy a ir —balbuceé con nerviosismo.
Él puso mala cara. La verdad es que en ese momento me sentí un poco mal,
ya que era evidente que se había esforzado en su aspecto para estar presentable.
Estaba más impresionante que nunca.
—Oh, sí que vendrás —susurró, poniéndome la carne de gallina.
Igual tenía razón, ya que en ese instante, mirándolo, me apetecía bastante. Él
me recorrió de arriba abajo con la mirada, y no sabía si eran imaginaciones mías,
pero me pareció un tanto... Sensual.
—Perfecta —musitó—. Vamos.
Me quedé clavada donde estaba, dudando a momentos si debía seguirle o
echarle de allí. Él decidió resolverlo por sí solo.
—Vaaamos —me dijo, como si fuera una niña pequeña, mientras me cogía
en brazos.
—¿Qué haces?, ¡suéltame! —me retorcí y pataleé pero no conseguí que me
bajara. Salimos de casa y me dejó en la acera— Eh… ¿Adónde vamos? —pregun-

37
Hilo Rojo del destino El Club de las Escritoras

té, dudosa.
—¡Ajá!, ¿ves cómo sí quieres venir? —dijo con una sonrisa burlona, hacien-
do que me ruborizara— A mi casa, por supuesto.
Le fulminé con la mirada. Así que quería eso... ¡El muy granuja!
—Eh, eh, tranquila —dijo, alzando las palmas de las manos como si hubiera
leído mis pensamientos—. Era broma. Venga, súbete.
Miré a lo que se suponía que tenía que subirme y no pude contener la risa.
¿La moto? ¿Después vestirse tan elegantemente iba a llevarme en moto? Negué
con la cabeza y me monté detrás de él. Noté mariposas en el estómago cuando pasé
las manos por su cintura, notando sus abdominales debajo de la camisa. ¿Qué me
ocurría?, ¿acaso estaba volviéndome loca o de verdad estaba sintiendo algo por
Roberto? Reflexioné durante el camino, mirando distraída a la calle. De repente,
algo que vi me dejó helada. Michael y Stacy estaban... ¿Besándose?
No entendía nada. Me quedé mirando hasta que doblamos la esquina. No me
daba cuenta de la fuerza que estaba haciendo con los brazos sobre la cintura de
Roberto hasta que él me dijo:
—Nena, ¿acaso te da miedo mi forma de conducir? No te preocupes, estoy
conduciendo a una velocidad prudente —encima él creía que era porque tenía
miedo...
—Ya, ya lo sé —es lo único que pude contestarle—. ¿A dónde vamos?
—Ya lo verás cuando lleguemos...
Mientras Roberto conducía, yo iba sumergida en mis pensamientos... Aún
no entendía por qué Michael iba a querer estar con alguien como Stacy, aunque
bueno, mirándolo desde otra perspectiva, seguro que Michael tan solo pensaba en
provocarme celos. ¡Já! Si en serio creía que me iba a poner celosa, estaba loco.
Salí de mi ensoñación y contemplé el lugar en el que nos encontrábamos. Era
un edificio que no conocía. Estaba claro que no estaba en el pueblo, ya que había-
mos conducido durante un buen rato.
Era un hotel y no uno cualquiera, era de cinco estrellas nada más ni menos.
¿Cómo podría costearse algo así? Y... ¿Qué era lo que pretendía este chico? No
sabía qué era lo que esperaba de aquella noche, pero seguro que no era lo mismo
que yo.
—¿Por qué me trajiste aquí?, ¿acaso piensas...? —y sin terminar de exponer
la pregunta comencé a caminar a grandes zancadas, y creedme que con los zapatos

38
Hilo Rojo del destino El Club de las Escritoras

de tacón que llevaba no era nada sencillo. Intentaba encontrar una parada de taxis
con la mirada, cuando Roberto me agarró del brazo y me dijo:
—Caroline, espero que no hayas pensado nada de lo que creo, porque lo
cierto es que estás bastante confundida y equivocada —me miró a los ojos con esa
intensa mirada la cual hacía que mis piernas temblaran—. Yo jamás, escucha bien,
jamás te obligaré a hacer nada que tú no desees. Lo único que quiero es que me des
una oportunidad de conocerme... Y quiero que sepas que si alguien intenta hacerte
daño, como hace unos minutos ha pasado, tendrá que vérselas conmigo.
Me quedé helada. No solo por esa clara dulzura de sus palabras, sino porque
se había dado cuenta de lo de Michael y Stacy, y no había dicho nada para no inco-
modar la velada. En aquel momento me acerqué un poco más, hasta que nuestros
cuerpos casi se tocaron.
—Gracias.
Él me miró intensamente a los ojos. Mi mente intentaba comprender todo lo
que había pasado en los últimos días, asimilar cómo habían sucedido las cosas, y
en que se habían convertido.
—No tienes que darme las gracias, ten por seguro, que si alguien intenta cau-
sarte daño alguno, yo no sé de lo que podría ser capaz...
Sus palabras eran nuevas para mí. Mi mente me decía que sería alguna tre-
ta suya para llevarme a la cama, pero mi corazón... Mi corazón me decía todo lo
contrario. Que aquel chico que tenía delante era el verdadero Roberto, no ese que
siempre anteponía el quedar bien, e impresionar a sus amigos.
—¿Qué es lo que vamos a hacer? —conseguí aventurar para romper el incó-
modo silencio que se había apoderado de nosotros.
—Es una sorpresa.
Su media sonrisa me cortaba la respiración. Imaginaba que me habría llevado
allí a cenar. El Porto Bello era uno de los hoteles más prestigiosos de la zona, ya
que tenía unas vistas magníficas al mar, su restaurante era un cuatro tenedores, y
poseía un magnifico Spa, el cual siempre había querido probar.
Roberto me condujo suavemente con la mano apoyada en mi espalda hasta la
recepción. Me dijo que esperase y fue a hablar con la joven que atendía el teléfono.
Al cabo de unos segundos y una comprobación en el ordenador volvió junto a mí.
—Vamos, espero que tengas hambre —me dijo sonriéndome otra vez.
Un hombre de unos cincuenta años nos condujo al interior de un amplio co-

39
Hilo Rojo del destino El Club de las Escritoras

medor, el cual estaba abarrotado. Pasamos de largo, lo cual creó cierta curiosidad
en mi interior.
—¿Dónde dices que vamos?
—Ya lo verás, no seas impaciente, preciosa.
¿Y lo de nena, donde había quedado? Cada vez Roberto me sorprendía con
algo nuevo que jamás habría podido imaginar en él.
Llegamos a una pequeña habitación, decorada en blanco y negro. Tenía una
sola mesa para dos comensales, y unos sillones a juego con una mesita de cristal,
los cuales se encontraban sobre una alfombra de pelo blanco. Estos daban a una
imponente chimenea de ladrillo negro.
Roberto comenzó a reírse, al mismo tiempo que yo me daba cuenta de que
tenía la boca abierta de par en par.
—Señorita —dijo, señalándome la mesa, la cual estaba decorada con unas
velas también negras, a juego con la porcelana de los platos, y haciendo contraste
con el blanco del mantel y las copas.
Si, las copas eran blancas, de un blanco perlado. Mi cara de asombro me de-
lató mientras nos sentábamos.
—Las copas son mías. Si es eso lo que te preguntabas —ladeó la cabeza y
volvió a esbozar aquella media sonrisa que me encantaba y tanto me cautivaba—.
Son preciosas, ¿verdad? Las traje en uno de mis viajes a Suiza. Cristal de bohemia
lacado en perla. Lo cierto es que cuestan una fortuna, pero merece la pena beber en
ellas —sirvió un poco de agua en las copas.
No entendía nada, estaba muy confundida ante todo lo que estaba sucediendo
en tan corto lapso de tiempo. Abrumada ante todo lo que me rodeaba, conseguí
articular palabra:
—¿Dónde estamos?
—Es un reservado privado, el cual poca gente ha pisado. La sala amanecer.
Le puse yo mismo el nombre —esquivó mi mirada, e hizo un gesto como repro-
chándose algo—, pero no me gusta hablar de eso.
¿Qué ocurría aquí?, ¿cómo que él había puesto nombre a ese saloncito? Y,
¿por qué estábamos nosotros allí si era tan exclusiva?
—¿Hablar de qué? —le pregunté—. ¿Cómo que tú le has puesto nombre a
este sitio? Si me has traído aquí para conocerte mejor, deberías empezar por expli-
carte.

40
Hilo Rojo del destino El Club de las Escritoras

Su rostro cambió. Pude ver como su expresión pasaba de la culpabilidad por


haber dicho algo que no debía, a la tristeza. No entendía por qué estaba de repente
tan triste.
—Ya te he dicho que no me gusta hablar de estas cosas, pero es como si pu-
diese confiar en ti... —titubeó un poco— Como si pudiese ser yo mismo cuando
estoy contigo.
No os podéis imaginar la cara que tenía en ese momento. Continuó hablando
intentando ignorar mi cara de pánfila.
—Lo cierto es que este hotel es... Mío —me miró como si hubiese hecho algo
malo—. Aunque no vengo casi nunca por aquí.
¡¿Qué?!, ¿cómo que era suyo?
—¿Me estás diciendo que tú eres el dueño de este lujoso hotel? —pregunté
incrédula.
—No exactamente, es de mi padre. Soy hijo de Lorenzo Di Steffano... —lo
dijo como con miedo a mi reacción. Y la verdad es que aquella revelación me dejó
helada.
Lorenzo Di Steffano, era un empresario italiano muy importante, pero en
aquella zona no se le tenía mucho aprecio, ya que estaba destruyendo parte de
nuestras tierras y bosques para construir edificios. Corría el rumor de que era parte
de la mafia ítalo-americana, y que era tan poderoso como peligroso.
Roberto estaba callado y muy serio. Esperando mi contestación. Así que no
pude contenerme más. Lo solté con calma pese a mi obvia sorpresa.
—¿Eres el hijo del multimillonario más famoso de los alrededores?
Él me miró y soltó el aire que había aguantado.
—Pues aunque no me guste un pelo, es así. Aunque por favor Caroline, no se
lo cuentes a nadie. Ninguna persona del instituto sabe que en realidad soy su hijo,
ni que tengo todo esto— señaló a su alrededor—. Para montar fiestas ya tengo mi
casa, no me hace falta un hotel, ni alardear de dinero. Aunque no lo creas, es así.
—¿Pero entonces por qué me has traído aquí sino para alardear? —Roberto
bajó la mirada y comenzó a hablar entre susurros palabras que no llegué a entender
bien. Hasta que de pronto me miró fijamente.
—No te he traído aquí para que veas cuánto dinero tengo. Sino para que
sepas cómo soy en realidad. Quiero que veas lo que jamás muestro a nadie, y así
quizá empieces a confiar en mí. Caroline, yo...

41
Hilo Rojo del destino El Club de las Escritoras

De pronto una puerta se abrió y ante nosotros apareció un hombre de unos


cuarenta y picos años, con algunas canas en su morena melena, pero muy apuesto.
Iba perfectamente arreglado con un traje que parecía bastante caro. Literalmente
un hombre con clase, pero también destilaba la palabra peligro en sus fríos ojos
azules.
—Roberto, hijo. ¡Que sorpresa verte por estos lares!, y sobre todo en tan bue-
na compañía. ¿Es que no me vas a presentar a esta hermosa joven?

42
Hilo Rojo del destino El Club de las Escritoras

Capítulo VII
D. C. López & Nadia Salamanca F.

Su mirada cargada de lujuria contenida se posó descaradamente sobre mis


pechos durante un largo segundo antes de desviarla y clavarla en mis ojos. ¿Que
tenía todo el mundo con mis senos?, empezaba a sentirme acomplejada...
—Papá, ella es mi vecina, Caroline —dijo con desgana. Se notaba que entre
ellos no había buen rollo—. Caroline, él es Lorenzo, mi padre.
Aunque me encontraba incómoda con la situación y sentía mis mejillas arder
de vergüenza por encontrarme bajo el escrutinio de aquél descarado hombre, son-
reí igualmente y le tendí la mano respetuosamente.
Lorenzo se acercó más a mí y la tomó entre las suyas y en vez de estrechar-
la como sería lo correcto, la llevó hacia su boca y allí mismo depositó un beso.
Aquello me hizo dar un respingo, ese hombre me daba mala espina ya que desti-
laba desconfianza por todos los poros. No sabía muy bien porqué, pero me daba la
impresión de que a Lorenzo no le detendría ni frenaría en absoluto, la idea de que
una mujer fuese menor de edad y “amiga” de su hijo, para conquistarla si era eso
lo que se propusiera hacer... Recé porque no fuese ese mi caso y me dejara en paz.
Roberto, viendo lo incómoda que me encontraba en ese momento, tosió de
manera poco disimulada para llamar la atención de su padre, que solo tenía ojos
para mí.
—Papá, ¿no tenías hoy reunión? —preguntó con voz ronca y con las manos
cerradas en puños.
No sé si se daba cuenta de que lo estaba haciendo o no, pero a mí no me pasó
desapercibido.
—Así es, pero en cuanto me dijeron en la recepción que habías venido y con
compañía, no pude resistirme al impulso de pasar por aquí a ver qué tal te iba y de

43
Hilo Rojo del destino El Club de las Escritoras

paso saludaros —se notaba que fingía el interés que demostraba por su hijo. Sin
dudas solamente quería averiguar que tal era la compañía femenina que traía su
descendiente.
—Como ves estamos bien y a punto de cenar —dijo cortante.
Entendía perfectamente su comportamiento, yo también estaba con los ner-
vios encrespados, pero lo disimulaba muy bien.
—En ese caso, no os entretengo más —volvió a centrar su atención en mi
con una sonrisa pícara dibujada en su rostro maduro—. Encantado de conocerte,
Caroline, espero un día enseñarte yo personalmente el interior de las habitaciones
de mi hotel... Hasta entonces, que te diviertas con mi hijo.
Sin despedirse de Roberto, salió con paso matonesco del saloncito, dejándo-
nos a los dos desubicados. ¿Enseñarme en privado cómo era una de sus habitacio-
nes?, no creo que se refiriese a una ruta turística, seguro que tendría algo más en
mente. ¡Lo que me faltaba!, ¡un pervertido que quería llevarme al huerto! ¿Es que
acaso todos los hombres solo pensaban en eso? Al menos me consolaba saber que
Roberto no era así... Y esperaba no estar equivocada.
Antes de que pudiéramos decir algo y romper el silencio que se había forma-
do tras la marcha de Lorenzo, la puerta se abrió, dando paso a dos camareros que
entraron cargados con bandejas de acero repletas de fuentes llenas de todo tipo de
alimentos apetecibles.
Después de servirnos la cena, comimos en silencio y, al terminar, Roberto me
ayudó a levantarme de la mesa. Parecía avergonzado por el compartimiento de su
padre y era normal. Si yo tuviera un padre así y se comportarse de esa manera con
algún amigo mío, me sentiría también violenta con la situación.
—Perdona a mi padre, él no se da cuenta del daño que hace —se excusó
justo en el momento en que nos acercábamos a su moto—. Hubiera preferido que
no lo hubieras conocido. Nunca fue un hombre agradable y desde que mi madre lo
abandonó hace diez años para ingresar en el convento Maria Santissima Bambina
y hacerse monja, cambió a peor y se volvió más amargo y resentido.
—¿Tu madre es monja y vive en Italia? —pregunté fascinada y a la vez con-
tenta de que Roberto se abriera a mí y me contara cosas personales de su vida.
—Sí, se largó de España y regresó a su país de origen sin mirar atrás. No solo
abandonó a mi padre, también se deshizo de mí —su voz se fue apagando poco a
poco hasta sonar tan flojo como un simple murmullo.
—Si no quieres hablar de ese tema, por mí no te preocupes... —comencé a

44
Hilo Rojo del destino El Club de las Escritoras

decirle consciente de que ahora su rostro reflejaba dolor.


—Tranquila, si pretendo conseguir tu confianza conociéndome mejor, lo más
que puedo hacer es hablarte de mí pasado.
—Está bien, si así lo crees... Y dime, ¿tú también naciste en Italia?
—No, al poco tiempo de que mis padres se casasen, se vinieron a vivir a
este país por asuntos de negocios. Mi padre comenzó a invertir en esta cadena de
hoteles y empezó a amasar una gran fortuna, dejando a mi madre embarazada de
mí y sola la mayor parte del tiempo. Los años fueron pasando y mi madre no pudo
aguantar más la soledad y la falta de atención de mi padre, y decidió regresar a
Italia, pero como monja. No quiso saber nada más de los hombres, ni siquiera de
su propio hijo.
—¡Cuánto lo siento!, debió ser muy duro para ti —dije con apena un hilo de
voz. Estaba conmocionada y a la vez cabreada con sus padres. ¿Cómo pudieron
hacerle eso a un niño de apenas nueve años?
—Al principio sí lo fue, pero según fueron pasando los años me di cuenta de
que mi madre no tenía toda la culpa... Y por ello me propuse fastidiar a mi padre.
Lo miré sin entender. ¿Que fue exactamente lo que le hizo a su padre? Y aho-
ra que lo pensaba mejor, ¿por qué vivía fuera de la casa familiar y compartía piso
con dos chicos de dudosa reputación? No pude resistirlo más y se lo pregunté, y la
respuesta me dejó de piedra.
—Hice todo lo posible por portarme mal, me metía en peleas callejeras, sa-
caba malas notas, me fugaba de clases... Me metí en el mundo de las drogas e
incluso una vez atraqué una gasolinera con dos tipos más. Íbamos armados. Esa
fue la última vez que metí la pata. Fuimos pillados in fraganti y nos metieron en
un reformatorio para menores durante unos largos meses. Al salir hice un trato con
mi padre, le dije que no me metería en más líos ni le daría más problemas si dejaba
que viviera mi vida a mi manera. Le hice comprarme la casa que hay al lado de la
tuya y a cambio le prometí volver a los estudios. A Brian e Ian los conocí durante
el tiempo que estuve internado en el centro penitenciario y cuando los tres salimos
casi al mismo tiempo, les propuse vivir conmigo. Y eso es todo.
Mientras me confesaba su dura y complicada vida, mantuvo en todo momen-
to sus ojos apartados de los míos. Estaba bien claro que se sentía avergonzado por
todo lo que había hecho en el pasado...
Me acerqué más a él y le agarré de la barbilla con firmeza. Como pude le
obligué a que alzara la vista y me mirase.

45
Hilo Rojo del destino El Club de las Escritoras

—Está bien, Roberto, el pasado quedó en el pasado. No me importa lo que


hiciste de aquí atrás, me importa el ahora —y antes de que protestara o dijera algo,
le di un ligero beso en los labios—. Es tarde ya, ¿regresamos?
Me regaló una sonrisa preciosa a la vez que me invitaba a subir a la moto.
Tomé el casco de entre sus manos y me lo puse. Montamos y regresamos a nuestro
barrio. Al llegar nos encontramos a mi hermano Dylan conversando con Jane en la
puerta. Miró a Roberto con mala cara y luego a mí con la misma expresión.
—Hermanita, ¿no crees que es tarde ya para andar paseando en moto?
—Yo también te quiero, hermano —le dije con sarcasmo. Me despedí de
Roberto dándole un beso casto en la mejilla. No quería seguir escuchando a Dylan
renegando.
Les di a la parejita las buenas noches y me fui a dormir. Una sonrisa amplia
me acompañó durante toda la noche. Al fin sabía quién era realmente Roberto y
estaba feliz de saber que yo para él no era una conquista más. Si había confiado en
mí para contarme sus secretos, era porque yo realmente le importaba, ¿no?
Dejé de pensar en ello cuando al fin caí rendida en un profundo sueño.

A la mañana siguiente llegué al instituto muy animada sabiendo que no tarda-


ría en encontrarme a Roberto por allí. Ahora que lo conocía un poco más, me sentía
más atraída hacia él. Tenía que confesarlo, el chico me gustaba y estaba ansiosa
por verlo.
Iba tan distraída pensando en los acontecimientos de la noche anterior, que
no me di cuenta de que Michael me esperaba. Casi choco con él, pero gracias a su
destreza, pudo sujetarme a tiempo antes de que eso ocurriera.
—¿Pensando en él? —dijo con rudeza cuando conseguí erguirme.
—No sé de quién hablas —mentí, intentando continuar con mi caminata,
pero sin éxito. Michael se movía a la par, entorpeciendo mi camino.
—¿Te gustó lo que te hizo en el hotel?, ¿disfrutaste, Caroline? —sus ojos me
miraban con ira y por un momento pensé que sería capaz de golpearme. Jamás lo
había visto así. Según sus palabras me daba a entender que ayer nos había visto
paseando en moto juntos y que luego debió de verla aparcada enfrente del hotel—

46
Hilo Rojo del destino El Club de las Escritoras

¡Ah, claro!, lo olvidé, eras virgen y por ello no puedes saberlo. Yo puedo ayudarte
a que tengas con qué compararlo.
Lo fulminé con la mirada y estaba a punto de abofetearlo por su osadía y
atrevimiento cuando se lanzó sobre mí y me besó a la fuerza.
Y todo ocurrió muy rápido.
En un momento estaba siendo besada sin mi consentimiento por el que creía
que era mi mejor amigo y al otro estaba observando cómo Roberto golpeaba a
Michael sin delicadeza alguna y éste se defendía haciendo lo mismo. Los dos se
enfrascaron en una sangrienta pelea mientras todos los alumnos que había cerca de
allí se acercaban a mirar.
Yo miraba la escena con horror y sin saber qué hacer para detenerlos.
—¡Deténganse!, ¡Roberto!, ¡Michael!, ¡basta ya!
Seguí gritando hasta sentir la garganta dolorida, mientras las lágrimas resba-
laban por mi sonrojado rostro. Por eso no la vi venir.
Ella tiró fuerte de mi pelo hasta conseguir tirarme de rodillas sobre el suelo y
magullarme por ese inesperado y brusco gesto.
—¡Tú, puta!, ¡¿no tenías bastante con enrollarte con Roberto que ahora vas a
por Michael?! ¿Qué pasa, tía, solo te gustan los tíos a los que me tiro o qué?
La voz estridente de Stacy me llegó alta y clara...
Traté de zafarme del agarre de Stacy, pero sus garras estaban fuertemente
adheridas a mi pelo y en cierto momento a mi cuero cabelludo; podía sentir la piel
escocer en mi cabeza y algo me decía que ahí era donde las uñas de Stacy hicieron
su trabajo.
Lancé patadas al azar buscando atinar de alguna forma y que ella me soltara,
pero por más que moviera mis piernas o agitara mis brazos Stacy no parecía dis-
puesta soltarme. Entonces, sin que nada lo presagiara, el peso del cuerpo de Stacy
sobre mí disminuyó. Confusa, miré a nuestro alrededor, Michael y Roberto seguían
peleando, pero algunos profesores trataban de refrenarlos entre palabras y banales
intentos de soltar los brazos de alguno. Stacy había sido tomada de ambos brazos
por el profesor Vincent, mientras ella se retorcía como fiera intentando soltarse.
Me paré confundida, sintiendo las manos de Iris ayudarme. Poco a poco los
profesores lograron calmar la pelea de Roberto y Michael, pero no sin antes recu-
rrir a dos baldes de agua y dejarlos a ambos empapados.
Después de que lograron que los estudiantes mirones se dispersaran, nos lle-

47
Hilo Rojo del destino El Club de las Escritoras

varon a los cuatro a la enfermería. Miré a Iris rogándole acompañarme, pero el


profesor Vincent tiraba de mí, diciendo que Iris debía entrar a clases.
En la enfermería nuevamente los profesores tuvieron que controlar a Roberto
y Michael, ambos intentaron agarrarse a golpes nuevamente, mientras podía ver a
Stacy dispuesta a lanzarse sobre mí.
—Él no ha cambiado —escuché al profesor Vincent murmurar. Fue entonces
cuando me percaté que él miraba a Roberto con una expresión llena de… ¿Asco?,
¿odio? No podía saberlo, pero su rostro no cargaba nada bueno en él.
Hicieron entrar a Stacy a una de las pequeñas habitaciones de la enfermería,
llevando a Roberto con ella, seguramente para llevarnos a Michael y a mí a otra
pequeña habitación y evitar eventuales golpizas.
El profesor Vincent también entró con nosotros, él debía estar a cargo de vi-
gilarnos, ya que la enfermera estaba trabajando con Stacy y Roberto.
—¡¿En qué estabas pensando?! —grité a Michael, no podía evitar mirarlo
llena de rabia— ¡Yo no soy Stacy, soy tu amiga! ¡Respétame!
—Si tú no te haces respetar, ¿por qué me lo pides a mí? —su voz seguía es-
tando llena de odio.
—Ella puede pedírtelo porque es una mujer, y como tal se lo merece —lo re-
gañó el profesor Vincent, haciendo que recordara su presencia—. Aunque Michael
no se equivoca, Caroline —miré al profesor con los ojos abiertos de par en par.
¡¿Acaso estaba diciendo que yo no me hago respetar?!—. Estando con Roberto
implica que no te respetas, aunque lo más probable es que no conozcas como es él
en realidad.
—¡Yo sí lo conozco! —me defendí, recordando nuestra cena el día anterior y
todo lo que Roberto me había contado.
El profesor Vincent miró a Michael como si le incomodara su presencia para
hablar conmigo, acercándose un poco para hacer algo más “privada” nuestra con-
versación.
—Ir con él al hotel de su padre no hace que lo conozcas —mis ojos se abrie-
ron de par en par, según Roberto nadie más sabía sobre su procedencia. ¿Lo sabría
el profesor porque Roberto se vio obligado a decirlo en administración?, ¿o quizás
había algo más ahí?—. Él te contó muchas cosas, te contó lo triste que fue su vida,
cuánto añoraba hacer una vida de plebeyo; pero jamás te habló de Carla, de eso
estoy seguro.

48
Hilo Rojo del destino El Club de las Escritoras

¿Carla? Hice memoria de las palabras de Roberto, él realmente no había ha-


blado de una Carla. ¿Quién era ella?, ¿y por qué el profesor Vincent sabía de ella?
Traté de hilar todos los escenarios posibles donde Roberto, el profesor Vincent
y una chica pudiesen estar involucrados, pero no llegué a una conclusión que no
convirtiera al profesor en un asalta cunas.
—¿Y... Ya te habló de Carla?
Mis ojos pasaron del profesor Vincent a Michael, el primero tenía una expre-
sión seria y en el fondo cargada de odio, mientras que el segundo parecía feliz de
que el profesor me estuviese haciendo dudar de Roberto.
Pero aun así la respuesta era un rotundo…
—No...
La puerta se abrió entonces, entrando por ella la enfermera, pero mi mente ya
no estaba en la habitación, ni en el antiséptico que la mujer aplicaba en mi brazo;
todos mis pensamientos se llenaban de dudas. El profesor Vincent no hablaría de
una chica que no existiese, ¿o sí? Negué con mi cabeza, él profesor no estaba min-
tiendo, entonces... ¿Quién era Carla?

49
Hilo Rojo del destino El Club de las Escritoras

Capítulo VIII
Angy W. & Hada Fitipaldi

Una vez fuera de la enfermería, el profesor Vincent nos llevó a Michael y a


mí ante el director. Justo cuando íbamos a entrar vimos salir a Roberto y a Stacy,
con cara de pocos amigos. Aparté la mirada y los ignoré, no me encontraba con
ánimos para encararlos.
El director nos echó una reprimenda impresionante y ambos escuchamos en
silencio. Como ninguno de los dos tenía antecedentes de mala conducta, simple-
mente nos amonestó enviándonos a casa por ese día. En el fondo estaba agradeci-
da, no tenía ganas de ir a clase y soportar de nuevo cuchicheos de todo tipo.
Antes de salir, Vincent quiso hablar conmigo en privado. Solo pudimos con-
versar unos diez minutos, ya que la segunda hora comenzaba enseguida y él tenía
clase, pero fue suficiente. En realidad él fue el único que habló. Yo me limité a es-
cucharle y a sentirme cada vez más sobrecogida. Cuando acabó su relato, descubrí
que había perdido la capacidad del habla. Algo extraño se revolvió en mi interior
y supe que si seguía quedándome allí acabaría por vomitar, así que regresé a casa.
En cuanto entré en mi habitación, me dejé caer en la cama y me derrumbé.

El sabor salado de las lágrimas llegó a mis labios, y me di cuenta de que es-
taba llorando. Las palabras del profesor Vincent aún resonaban en mi cabeza una y
otra vez, como una cancioncilla que no me podía quitar.
«Carla es mi hermana pequeña. Tiene más o menos tu edad, unos diecisiete
años. Verás, en el pasado ella estuvo saliendo con Roberto. Por aquel entonces

50
Hilo Rojo del destino El Club de las Escritoras

el chico ya tenía muy mala fama y a ninguno de la familia nos gustaba, pero le
concedimos una oportunidad por los ruegos de mi hermana, ella prometió que le
cambiaría. Nunca debimos haber aceptado.
»Al principio parecía que funcionaba, y durante un tiempo todo fue bien.
Hasta que... hasta que Carla se quedó embarazada y Roberto la dejó a su suerte.
No fue a verla ni una sola vez más. De esto ya hace un año, pero desde entonces
ella no ha vuelto a ser la misma. No quiso abortar, así que dejó los estudios para
seguir con el embarazo y criar a su hijo tras el parto. Después, ya no pudo volver
a retomarlos. Y era tan solo una cría, una chiquilla... Caroline, te cuento todo esto
para advertirte de qué clase de persona es Roberto. Tú eres una buena chica, así
que aléjate de él ahora que puedes, no es un buen tipo. Y por lo que veo, no ha
cambiado en absoluto».
¿Por qué? ¿Por qué me tenía que pasar esto justo ahora? Aún recordaba la
noche anterior, cuando Roberto se mostraba tan dulce y vulnerable. Y aún podía
ver en mi interior esa mirada suya tan tierna. Entonces, ¿por qué? ¿De verdad era
el mismo Roberto que le hizo eso a Carla? ¿Lo de ayer fue todo una farsa?
Cerré los ojos con fuerza y me encogí en la cama, hecha un ovillo. Intentan-
do protegerme de alguna forma del dolor, de este torrente de sentimientos que me
desbordaba. Me apreté la manta a la cara, prohibiéndome sollozar. No lloraría por
esa clase de hombre.
Antes de que Roberto apareciera en mi vida todo era tan normal, tan tran-
quilo. Michael, aunque era un pesado, por lo menos no me odiaba hasta tal punto,
ni se comportaba de esa manera tan irracional. Stacy me dejaba en paz, todos me
dejaban en paz. Todo era como siempre había sido. Pero ahora... ahora estaba en
medio de un huracán. Y el corazón me dolía más que nunca.
Dios, ¿tan enamorada estaba de ese bastardo? ¿Cómo pude haber creído en
sus palabras? ¿Cómo pude haber caído en su red?
Se acabó, no podía seguir así. Necesitaba hablar con el profesor Vincent de
nuevo, aclarar las cosas. Esa misma tarde iría a verlo.
«En el fondo sabes que no hay nada que aclarar. Sabes que sólo es una hui-
da, negar lo evidente para no enfrentarte a Roberto».
Aparté estos pensamientos de mi cabeza y caminé hasta la habitación de mi
hermano, secándome las lágrimas e intentando mantener una apariencia normal.
No me apetecía mucho hablar con él ya que seguramente estaba enfadado
conmigo por lo ocurrido en el instituto, ya que el director se había encargado de

51
Hilo Rojo del destino El Club de las Escritoras

ponerlo al tanto. Pero Dylan era amigo del profesor, y como había ido varias veces
a su casa, seguro que podría ayudarme.
—Hola... —le saludé al entrar. Él gruñó.
—¿No sabes llamar a la puerta?
Lo ignoré, no estaba de humor para discusiones tontas.
—Oye, Dylan, ¿me das la dirección del profesor Vincent?
—¿Para qué? —preguntó extrañado.
—Es para pedirle unos apuntes de Lengua… y para que me aclare una duda
—mentí a medias.
—Queda algo lejos, y tú no conoces el lugar. ¿Por qué no esperas hasta ma-
ñana?
—Es que es muy urgente, mañana tengo un examen sobre el tema.
Crucé los dedos por detrás de la espalda. Él suspiró.
—¿Quieres que te lleve?
Dudé. La verdad era que si iba conmigo y entraba en la casa, me lo arruinaría
todo. Pero negarlo quedaría muy sospechoso, y más si vivía en una zona que no
conocía. Decidí arriesgarme.
—De acuerdo.
—Bien, pues después de comer te llevaré.
Asentí y regresé a mi dormitorio. Lo último que quería era volver a comerme
la cabeza y ponerme a llorar, así que sin nada mejor que hacer, decidí ponerme a
leer para distraerme y olvidar todo aquel asunto durante un rato.
Dylan cumplió su promesa y por la tarde me llevó a ver al profesor. Por suerte
cuando llegamos Jane le llamó al móvil para algo urgente, así que después de de-
jarme en la entrada tuvo que irse.
—Saluda a Vincent de mi parte —me dijo antes de arrancar.
Una vez sola, me giré hacia la casa, preparándome. Me dirigí a la puerta y
respiré profundamente antes de llamar. Para mi asombro, me abrió una chica jo-
ven, sorprendentemente parecida a mí, con un bebé en brazos.
—Hum... hola —dije—. Busco al prof… eh, Vincent. ¿Está en casa?
Ella negó con la cabeza, sin hablar.

52
Hilo Rojo del destino El Club de las Escritoras

—¿Sabes si volverá pronto? —pregunté de nuevo, un poco nerviosa.


—Sí, está a punto de llegar —susurró.
Esperé a que añadiera algo más pero no lo hizo, simplemente se quedó mi-
rándome fijamente.
Supuse que estaría sorprendida por nuestro parecido, aunque ella tenía el
pelo corto y menos pecho. Su aspecto revelaba cansancio.
—¿Puedo entrar? —cada vez estaba más incómoda.
Ella se apartó de la puerta, dejándome paso. Una vez dentro, me llevó al sa-
lón y ambas nos sentamos en el sofá, de color rojo. Sin saber qué hacer, me puse
a mirar la estancia. Las paredes estaban pintadas en tonos cálidos, entre el naranja
y el amarillo, y los muebles eran de madera oscura. Había varios cuadros sobre
temas abstractos. Centré de nuevo mi atención en la chica.
—Soy Caroline, alumna de Vincent —me presenté— ¿Y tú eres...?
—Carla, su hermana.
Aquello me pilló desprevenida, casi fue como una bofetada. La miré de nue-
vo, y después al bebé. El mismo pelo suave y negro, los mismos ojos grandes…
¿Cómo podía no haberme dado cuenta?
Me quedé inmóvil, perdida. ¿Qué podía decir? Quería ayudarla de algún
modo, transmitirle mi apoyo.
—Yo... —empecé, pero me paré. «¿Soy amiga de Roberto?». En realidad era
algo más, pero ahora pensar en ello me daba asco—. Soy compañera de Roberto.
Ella dio un respingo al oír su nombre y clavó sus ojos inquietos en mí. Mier-
da, la había cagado.
Otra vez silencio.
—Tu hermano me ha contado lo que pasó —solté de improviso, sin poder
contenerme.
«¡Bocazas!» me regañé mentalmente.
—¿Qué... qué es exactamente lo que te ha contado? —preguntó asustada. La
miré, y su frágil figura hizo que todas mis dudas se disiparan. Tomé una decisión.
—Tranquila, estoy contigo. Prometo que te ayudaré. Haré que Roberto car-
gue con su responsabilidad.
—No...

53
Hilo Rojo del destino El Club de las Escritoras

—No tengas miedo, ese bastardo debe recibir lo que se merece —afirmé,
aunque en el fondo quería llorar.
—No, de verdad, no...
—Lo que te ha hecho Roberto es... sólo un demonio podría hacerlo —las
palabras empezaron a salir a trompicones de mi boca, descontroladas—. Es un ser
horrible, no es digno ni de un ápice de compasión, no tiene perdón, ya me encar-
garé yo de que...
—¡No permito que hables así de Roberto! —explotó Carla de pronto, llena
de ira, paralizándome. El niño empezó a llorar—. Él... ¡él me quería! ¡Me quería
de verdad! Él no tiene la culpa —sollozó.
—Pero... —estaba muy confusa. ¿Ella lo estaba defendiendo?
—¡Él me amaba! —repitió.
—Pero, ¿es que no ves lo que te ha hecho? ¿Lo que le ha hecho al bebé?
—El bebé... no es suyo.
Me quedé helada. ¿El profesor me había mentido? Pero, ¿por qué iba a hacer-
lo? Además, ¡el niño era clavado a Roberto!
—¿De quién es, entonces? —pregunté con un hilo de voz.
Carla comenzó a temblar, mordiéndose el labio hasta hacerlo sangrar. Miró a
la criatura que tenía en su regazo.
—¿De quién? —repetí de nuevo, esta vez con un poco de miedo.
Ella negaba con la cabeza sin parar, atemorizada.
—Carla... —susurré— ¿De quién es el bebé?
—No…
—Por favor, Carla…dímelo.
—De su padre —gimió—, de Lorenzo.
Me dejé caer en el sofá, anonadada, incapaz de reaccionar. La imagen del
padre de Roberto con sus ojos azules cargados de lujuria me vino a la mente. La
contemplé con horror.
—Él... él me engañó —continuó, con hipidos, soltando al fin el secreto que
había guardado durante tanto tiempo—. Él me sedujo a espaldas de Roberto y
yo le creí. Creí que me quería y caí en su red. Cuando se enteró de que me había
quedado embarazada y que el bebé era suyo, me abandonó. Yo nunca le confesé a

54
Hilo Rojo del destino El Club de las Escritoras

mi hermano de quién era el niño en realidad, porque sentí miedo de su reacción.


Pero Roberto sí lo supo, y se enfadó mucho conmigo y con su padre. A él dejó de
hablarle y a mí… creo que nunca consiguió perdonarme. Pero fue por mi culpa.
Por mi estupidez perdí a la persona que realmente me quería… —no pudo acabar,
y rompió en un sonoro llanto. El niño también lloraba a todo pulmón. Yo estaba
desconcertada. Sin saber qué decir, me acerqué a ella y la abracé para consolarla.
— ¿Caroline? —el profesor Vincent entró en ese mismo momento y nos miró
alarmado— ¿Qué haces aquí? ¿Qué ha pasado?
—Hola profesor —dije insegura, separándome un poco de Carla, que intenta-
ba ocultar el rostro volviéndolo a un lado—. Tenía un par de dudas, pero creo que
ya las he solucionado.
—¿Dudas respecto a qué? —Vincent se acercó con grandes zancadas a donde
nos encontrábamos. Pude observar como reprimía el impulso de agarrarme, su voz
estaba cargada de angustia— ¿Y por qué Carla está llorando?
Vacilé angustiada, buscando con la mirada los ojos de Carla, que seguía con
la cabeza gacha mirando a su bebé. Éste ya había dejado de llorar, al igual que su
madre, y yo solo podía oír un ligero arrullo que Carla entonaba para tranquilizarlo.
Suponía que si Vincent había estado un año sin enterarse de la verdadera identidad
del padre de su sobrino, no debía ser yo quien se lo soltara de buenas a primeras.
Intenté buscar alguna excusa ante la inquieta mirada del profesor, que saltaba de su
hermana a mí, pero Carla habló antes de que yo pudiera intervenir.
—Vincent, no agobies a Caroline, ella solo intentaba ser amable conmigo
—su voz sonaba sosegada, admiré la capacidad que había tenido para serenarse en
solo un momento—. Además tú siempre te jactas de tener las puertas abiertas para
tus alumnos, deberías ser más cortés.
—No cambies de tema, Carla, sabes tan bien como yo que no soporto que
me hagan eso —Vincent me rodeó poniéndose delante de su hermana con el rostro
enfurecido—. Todavía no sé por qué estabas llorando.
—No es de tu incumbencia, hermano —en el rostro de la chica se apreciaba
determinación, y quizás también cierta ternura que intentaba reprimir—. Ahora
necesito que bañes a Víctor mientras le paso a Caroline el teléfono para que llame
a casa.
Vincent nos miró alternativamente con una expresión que iba de la frustra-
ción a la irritación. Finalmente clavó sus ojos en mí.
—Espero que al menos esto te sirva para ir con la gente adecuada —en sus

55
Hilo Rojo del destino El Club de las Escritoras

oscuros ojos grises parecía esconder un gran pesar; aquella mirada chocaba con la
juventud de su rostro—. Si andas con escoria, tú también acabarás siéndolo.
El profesor cogió al pequeño Víctor entre sus brazos, desapareciendo en el
pasillo que quedaba a la izquierda. Carla se dispuso a seguirlo, pero antes me cogió
el brazo con la mano, posando su cálida mirada sobre mí.
—No quiero que le digas nada de esto a Rob —su voz seguía siendo suave,
pero un ligero temblor alteraba la aparente calma—. Tiene todo el derecho del
mundo a odiarme por lo que hice, y tendrá sus motivos para no haberse puesto en
contacto conmigo…
—Pero no está bien dejar tirada a una amiga, a pesar de que cometieras un
error —la interrumpí molesta por su aceptación.
—Caroline, Roberto es un buen tío, odio haber acabado así con él porque era
un gran amigo, pero de verdad creo que no le debes decir nada sobre nosotros.
—No sé si podré callarme, Carla.
—No me voy a enfadar hagas lo que hagas, pero ya te he dicho lo que pienso
—se inclinó besándome la mejilla—. Vuelve cuando quieras.
Me dirigí a la puerta notando una presión creciente en mi pecho, que se fue
abriendo paso poco a poco hasta llegar a mi garganta, formando un nudo insopor-
table. Cuando salí de la casa, dejé que la noche se bebiera mis lágrimas y escuchara
mis sollozos, mientras caminaba por las calles vacías y solitarias. Me dolía el mis-
mísimo corazón, y podía haber quien pensara que no, pero yo sabía que ese dolor
sordo y desgarrador provenía de ese órgano.
No me cabía en la cabeza cómo podía haber un ser tan ruin como para robar-
le la novia a su hijo, dejarla embarazada siendo además menor de edad, y tener la
vileza de dejarla tirada entonces. A partir de ese momento odiaba oficialmente a
Lorenzo Di Steffano. Pero tampoco me gustaba la idea de que Roberto hubiese de-
jado de lado a Carla de aquella manera. Aunque lo que más me irritaba era que mis
sentimientos hacia él no habían cambiado ni un ápice. Seguía totalmente colada
por él, enamorada sin remedio, aunque muy enfadada.
Cuando llevaba al menos diez minutos caminando, el sonido de un coche me
sacó de mis pensamientos. Seguí mi camino, ignorando el vehículo, pero ralentizó
el ritmo adaptándose a mi paso.
—¡Ey, princesa!, ¿quieres qué te lleve? —una joven voz de chico hizo que
me volviera— Te apuesto una botella de vodka a que voy en tu dirección.

56
Hilo Rojo del destino El Club de las Escritoras

Lo miré torciendo el gesto, y reconocí al instante el rostro color chocolate de


Ian, el compañero de Roberto.
—No estoy de humor para tratar con gilipollas —seguí caminando sin dete-
nerme.
—Prometo no abrir la boca de aquí a tu casa —indicó con gesto angelical.
Para ser sinceros, no me apetecía nada montarme con aquel tío que apenas
conocía. Pero me quedaban al menos otros diez minutos caminando, así que le di
una patada a mi sentido común y me senté en el asiento del copiloto.
—Si dices cualquier tontería… —dije abrochándome el cinturón— No, me-
jor, si dices cualquier cosa, me bajo inmediatamente del coche.
—¿Y si te meto mano? —preguntó con una sonrisa pícara.
Hice amago de bajarme, pero Ian hizo el gesto de ponerse una cremallera en
la boca y aceleró el coche, mientras “Uprising” de The Muse llenaba el ambiente
con sus notas.
Como había prometido, Ian no dijo una palabra hasta llegar a su portal, donde
paró el coche. Cuando me disponía a bajar, una figura alta me abrió la puerta del
auto.
—Hola, preciosa —Roberto se inclinó hacia mí en busca de un beso, pero me
aparté rápida antes de que sus labios encontraran su objetivo. Confundido, miró a
Ian—. ¿Qué hacías tú con éste?
—No te importa —lo miré en un pobre intento de trasmitirle frialdad. Des-
pués trasladé mi mirada hacia Ian, que tenía sus oscuros ojos clavados en noso-
tros—. Gracias por traerme.
—Siempre es un placer —dijo haciendo una leve reverencia.
Empecé a caminar hacia mi portal, pero una firme presa en mi brazo impidió
mi avance. Me solté de una fuerte sacudida y sin mirar atrás corrí hasta cerrar la
puerta a mi espalda. Cuando llegué a mi habitación me apoyé en la ventana, odié
que diera a la casa de mis nuevos vecinos, y lloré hasta que no me quedó ni un
ápice salado por derramar.

57
Hilo Rojo del destino El Club de las Escritoras

Capítulo IX
Déborah F. Muñoz & Paty C. Marin

Así estuve un buen rato, hasta que me cansé de derramar lágrimas por una
causa perdida. A pesar de haber tenido la mirada borrosa, logré ver cómo Rober-
to discutía con su amigo, sin notar mi presencia; pero no alcancé a saber qué era
exactamente lo que se estaban diciendo, ni tampoco me importaba. Estaba cansada
de toda esta historia y además, tenía el corazón herido. Sin pensármelo dos veces,
cerré la ventana, me alejé de ella y me dejé caer en la cama.
Supuestamente era la hora de comer, pero no tenía apetito alguno, por eso no
bajé cuando escuché a mi madre decir que la comida estaba ya lista. Preferí leer un
rato y así despejar la mente.
El resto del día lo pasé así, encerrada en mi habitación e ignorando a Roberto
que no había parado de llamar a la puerta en toda la tarde. Como no quería verlo,
ni hablar con él, le había dicho a mi madre que no le dejara entrar y ella —para
mi sorpresa—, no objetó nada y accedió a cumplir con mi petición. Supuse que se
había inventado alguna excusa, quizás le dijo que estaba fuera de casa o que no me
encontraba bien. Fuese lo que fuese que le dijera, me pareció correcto. Quería estar
tranquila y en soledad.
Al día siguiente hice cuanto estuvo en mi mano para evitar a Roberto, pero
él prácticamente me emboscó al doblar una esquina y, no tuve más remedio que
afrontar la realidad, y aceptar que después de clase habláramos a solas. Quedamos
en mi casa, porque en la suya se iba a celebrar una nueva fiesta a la que me negué
a asistir.
Por la tarde me sentía nerviosa y no paré de darle vueltas a todo lo que había
pasado hasta entonces. Cuando oí los golpes en la puerta, me levanté como un
resorte y la abrí. Roberto se había esmerado con su aspecto y su visión me quitó
el aliento por un segundo, pero me recuperé rápidamente y le conduje a mi habi-

58
Hilo Rojo del destino El Club de las Escritoras

tación, dejando la puerta abierta para no darle una impresión errónea. Él se apoyó
en mi escritorio con esa pose suya tan característica, que le hacía parecer un tipo
duro pero vulnerable.
—Te he hecho esto —me dijo con cierta timidez, entregándome un dibujo
en el que aparecía yo caracterizada como una mujer guerrera que empuñaba una
espada llameante.
—¿Y quién se supone que es la chica que aparece, si puede saberse? —pre-
gunté enfadada.
—¿Y quién si no tú?
—Pues no sé. A lo mejor es Carla.
Roberto palideció visiblemente y me miró con estupefacción.
—¿Carla?, ¿qué sabes de Carla?
—¿Aparte de que somos idénticas? Pues unas cuantas cosas, como que estu-
vo saliendo contigo, que se lió con tu padre y que tú la dejaste de lado cuando lo
supiste todo —le reproché, dolida.
—¿Y qué querías que hiciera, dime?, ¿que dijera que yo era el padre, evitara
el aborto y le ahorrara el bochorno? —se enfadó él.
—¿Evitar el aborto? —pregunté incrédula.
—¡Oh!, ¿eso no lo sabías? Mi padre la dejó embarazada, si no hubiera sido
por eso, yo no me habría enterado nunca de nada.
—Te equivocas, Roberto. Carla no abortó, tuvo al niño.
Roberto se tambaleó ligeramente y se sentó a mi lado.
—¿Estás segura de eso?
—He visto al niño con mis propios ojos.
Roberto, hundido, se dobló sobre sí mismo y se pasó las manos por el pelo
con tal desesperación que no pude evitar abrazarle. Cuando se calmó un poco,
comenzó a contarme su versión de la historia: cómo había creído que ella era el
amor de su vida, cómo después de presentársela a su padre ella empezó a cambiar
y él pensó que era porque no se sentía a gusto con su riqueza, cómo se había ente-
rado de que ella estaba embarazada y que el niño no era suyo, sino de Lorenzo…
Y cómo Carla le había hecho creer que había abortado, motivo por el cual dejó de
hablarla completamente. También me habló de lo que sentía por mí, que no tenía
que ver con Carla sino con mi forma de ser, que le había atraído desde el principio

59
Hilo Rojo del destino El Club de las Escritoras

a pesar de que mi parecido con ella había sido un punto en mi contra.


Estuvimos hablando durante mucho tiempo, hasta que alguien llamó a la
puerta.
—Qué raro, no creo que sea mi madre, nunca se olvida las llaves.
Bajé a abrir y Roberto me siguió, como reticente a alejarse de mí, y me quedé
blanca de la sorpresa cuando abrí y me encontré a Lorenzo en la puerta con un in-
menso ramo de rosas rojas en la mano. Detrás de mí, Roberto lanzó algo parecido
a un gruñido y, esquivándome con gracilidad, se lanzó contra su padre antes de
que éste pudiera abrir la boca. Ambos se pusieron a pelear salvajemente en el suelo
y, aunque hice cuanto pude por separarlos, no lo conseguí hasta que el chófer y
el guardaespaldas del magnate intervinieron sujetando a padre e hijo. Corrí hacia
Roberto, que tenía un corte en el labio bastante feo y un ojo amoratado e hincha-
do, mientras Lorenzo se levantaba y arreglaba sus ropas con la máxima dignidad
posible.
—Esto no va a quedar así, hijo —dijo mientras entraba en el auto.
Roberto miró con odio el coche hasta que se perdió de vista y finalmente
me acompañó cojeando en dirección a la casa. Justo en ese momento apareció mi
madre que, doy gracias, al ver a Roberto en ese estado no se fijó en el estropicio
del jardín y prácticamente le arrastró hasta el botiquín para curarle. El pobre tenía
la cara hecha un pan, con tantos golpes recibidos en tan poco lapsus de tiempo.
Michael también había dejado su huella.
Él estuvo encantador y consiguió que mi madre le invitara a cenar poco des-
pués de terminar de curarle, aunque quedaban aún muchas horas. Como ella estaba
ya en casa, demasiado pendiente, para mi gusto, de todo lo que hacíamos, no po-
díamos hablar con total libertad de lo que había ocurrido y optamos por poner una
película hasta la cena, momento en el cual se nos unieron mi hermano y su novia,
que se autoinvitó.
Roberto consiguió encandilarles a todos a pesar de las reticencias iniciales y
supe que por fin iban a dejar de darme la tabarra con el tema de Michael, lo cual
me alegró muchísimo.
Cuando acabó la cena, bastante entrada la noche, me ofrecí a acompañarle a
casa para poder hablar a solas, pero en cuanto salimos al exterior y vimos el coche
de policía aparcado frente a su casa, supimos que algo iba mal. Corrimos hacia allí
y dos agentes de policía salieron por la puerta en el momento en que llegamos.
—¿Roberto Di Steffano?

60
Hilo Rojo del destino El Club de las Escritoras

—Sí, soy yo —respondió él nervioso— ¿Qué ocurre?


—Queda detenido como sospechoso del asesinato de su padre.
De nada sirvió que gritase a los cuatro vientos que Roberto no tenía nada que
ver con el crimen cometido. ¿Asesino de su padre?, ¡pero si hacía seis horas que
se habían peleado y desde entonces no había salido de mi casa! Los dos policías
esposaron al chico y lo metieron en el coche, mientras los vecinos curiosos se acer-
caba a ver lo que pasaba y empezaban a cuchichear acerca de la clase de persona
que era Roberto. Que si un “mal chico”, que si “un drogadicto”, que si “un ex-con-
victo”; “Que si ya lo sabía yo, ¿sabes?, yo tengo buen ojo para estas cosas”; “¿Un
asesino?, Pero si era muy majo, siempre saludaba y me ayudaba con las bolsas...”.
No me di cuenta que el coche de policía hacía rato que se había marchado y
que las lágrimas corrían libremente por mis mejillas. Mi madre, que estaba en la
casa de al lado, no tardó en llegar a mi lado y rodearme con sus protectores brazos,
mientras yo me ponía a llorar como una magdalena...

La comisaria no era el lugar horrible que salen en todas las películas policia-
cas. Me reprendí mentalmente por mi ignorancia cuando descubrí que eran unas
oficinas normales y corrientes, con sus mesas, sus ordenadores y sus agentes de la
ley sentados tras ellas, tomando café, escribiendo o leyendo informes en carpetitas
marrones. Yo estaba sentada en el pasillo al lado de la máquina de café y veía a
dos detectives conversando sobre qué hacer para dejar de fumar. Mi madre estaba
conmigo, me había acompañado para que el detective pudiera interrogarme sobre
Roberto, el cual se había pasado toda la noche en el calabozo como principal sos-
pechoso de un crimen que obviamente no había cometido.
Estaba dolida, indignada y muy cansada, no había dejado de llorar en toda
la noche y no había pegado ojo. Me había saltado las clases esa mañana y había
tenido que apagar el teléfono, que ardía de tantos mensajes que Iris y Michael me
enviaban para ver cómo iba todo.
—Caroline, ¿cierto? —dijo una voz de hombre. La luz del pasillo hizo som-
bra sobre mí cuando la persona que habló se puso justo frente a mí y alcé la mirada
con algo de temor—. Soy el detective Anthony Bennet, el detective a cargo de la
investigación —me tendió la mano y yo, después de mirarla durante mucho rato,
se la estreché todavía un poco aturdida. ¿Ese tipo era detective? Parecía más bien

61
Hilo Rojo del destino El Club de las Escritoras

el actor principal de una película de acción de esas que le gustaban a mi hermano.


De aspecto fibroso, no muy alto, nervudo y con unos brazos del tamaño de troncos,
la espalda como la de un nadador y el rostro de facciones duras como si estuvieran
esculpidas en roca. Su pelo rubio y sus ojos azules le daban un aspecto más juvenil.
Además, ¿qué apellido era Bennet? Seguro que no era de aquí... Saludó a mi ma-
dre, que rápidamente empezó a decirle cómo me encontraba, cual era mi situación,
que estaba un poco cansada y todo eso que dicen las madres para disculpar a los
hijos—. Lamento lo ocurrido, por favor, Caroline, acompáñame a mi mesa para
que podamos hablar, ¿vale?
Sin decir nada más, el inspector Bennet empezó a caminar por el pasillo y yo
me quedé mirándole muy sorprendida. Caminaba con rectitud, como un soldado.
De verdad que no parecía un hombre real, sino el personaje perfecto de algún li-
bro. Llevaba el arma en el costado, bajo el brazo, con las correas ajustándose a sus
hombros y a su espalda. En la derecha llevaba un café humeante y en la izquierda
una carpeta. Mi madre me tiró del brazo para que me levantara y seguí al detective.
—Bueno, Caroline, voy a hacerte unas cuantas preguntas y tienes que con-
testarme lo más detalladamente posible, ¿está bien? —dijo. Me irritó que usara
aquellas palabras, como si yo fuese idiota o algo así. Apreté los labios con fuerza
mientras me sentaba frente a su mesa, llena de papeles, carpetas y archivadores. Ni
siquiera se veía la superficie.
—Sí. Le diré todo lo que sé. Roberto no es el culpable.
—Calma, jovencita, no tan rápido —dijo lanzándome una mirada con sus
penetrantes ojos azules. Me puso de los nervios—. Dime, ¿cuál es tu relación con
Roberto?
Me puse roja como un tomate.
—¿Relación? —balbuceé—. Solo... somos amigos — “¿Solo amigos?”
—Bien. Roberto dice haber pasado la tarde en tu casa y que no pudo cometer
el crimen. ¿Puedes confirmar su coartada?
—Sí, ¡y mi madre también!, ¡Y mi hermano y su novia! —Bennet levantó
una mano para frenarme y, de forma automática, me callé a pesar de las ganas que
tenía de hablar. Escribió algo en una libretita.
—¿En algún momento le perdiste de vista durante algunas horas? ¿Se fue en
algún momento de tu casa y luego regresó? —yo negué con contundencia—. ¿Es-
tuviste con él todo el tiempo?, ¿A su lado? ¿No le perdiste de vista? —lo confirmé
todo— Los vecinos dicen que el señor Di Steffano apareció por tu casa y Roberto

62
Hilo Rojo del destino El Club de las Escritoras

se peleó con él en el jardín. ¿Eso también es verdad? —vacilé antes de asentir—


¿Sabes los motivos por los cuales Roberto se peleó con el señor Di Steffano?
—Er... —miré a mi madre. La verdad es que no quería revelar estas cosas,
no si los implicados no estaban presentes. Pero si mentía a la policía... Además,
me daba un poco de corte decir esto delante de mi madre. Era demasiado emba-
razoso— Pues... esto... Lorenzo apareció con un ramo de flores en mi casa. Las
flores eran para mí... supongo, no lo sé seguro... El caso es que Lorenzo... creo que
quería... —buff, que difícil era decirlo, porque tanto Bennett como mi madre me
miraban expectantes— Roberto quería protegerme. Creo que pensaba que Lorenzo
quería cortejarme o algo así y por eso se pelearon... Él y su padre se odian... ¡Pero
no tanto como para matarlo! —corregí rápidamente.
—Entiendo... —murmuró el inspector, escribiendo de nuevo algo en la li-
breta. Me llevé las manos a la cabeza, la había cagado— Voy a hacerte una última
pregunta, una pregunta un tanto complicada, pero que necesito que contestes todo
lo que sepas. ¿Qué puedes decirme sobre Carla?
“¡¿Qué?!”. Me quedé completamente a cuadros. Miré a mi madre, quién
asintió para que respondiera. Y yo... ¿qué podía decir? Me sentí estúpida. Sen-
tía que iba a traicionar el secreto que habían estado guardando todo este tiempo.
Entonces... entonces una lucecita se encendió en mi cabeza. Y supe exactamente
quién había sido el asesino.
—¿Caroline?, ¿puedes responder a la pregunta, por favor? —insistió Benne-
tt. Me miró con sospecha. Como si pudiera leerme la mente.

63
Hilo Rojo del destino El Club de las Escritoras

Capítulo X
Lulai y Susan Valecillo

—No sé nada de esa tal Carla —aseguré decidida a no romper la confianza de


Roberto ni de la misma Carla.
—¿Estás segura? —el inspector mantuvo su mirada inquisidora sobre mí,
pero yo logré mantener la calma y no ponerme nerviosa a la vez que asentía— Es-
pero que estés diciendo la verdad, Caroline.
—Sí —sentí que mi madre también estaba pendiente de mí, como intentando
averiguar si mentía o no. Tenía la tentación de voltear la cara para que no me viese,
pero eso sería confirmar las sospechas de ambos, por lo que en cambio hice una
pregunta—. ¿Puedo ver a Roberto?
—Mm... No creo que sea lo correcto en estos momentos, dado que es sos-
pechoso de algo muy grave, jovencita —Bennet no parecía muy dado a dejarme
pasar a verlo.
—Por favor, solo será un minuto —le rogué poniendo cara de inocencia—.
Solo quiero saber cómo se encuentra.
Los penetrantes ojos azules del hombre me escudriñaron por al menos un
largo y tenso minuto. Finalmente se encogió de hombros y asintió.
—Tú, cadete —llamó a un joven que se hallaba parado a unos metros más
allá—. Llévala a ver a Di Steffano.
El cadete asintió y me hizo una seña para que le siguiera. Mi mamá intentó
ir tras de mí, pero el inspector la detuvo, lo cual agradecí. Tenía que hablar con
Roberto a solas, tenía varias dudas que aclarar antes de dar por verdadero algo.
Caminé tras el joven por un largo pasillo, hasta que llegamos a una ventana
enorme. Miré a través de ella y me llevé una gran sorpresa al ver a Roberto allí.

64
Hilo Rojo del destino El Club de las Escritoras

Estaba sentado tras una mesa de metal, con los codos apoyados sobre ella y la
cabeza escondida entre las manos. La imagen me dio una sensación de fastidio y
frustración por no poder sacarlo de allí rápidamente.
—Él no puede vernos, ¿verdad? —pregunté al cadete sin quitar la vista de es
desmoronado Roberto.
—No —levantó las cejas algo irritado, mientras me señalaba a la puerta junto
a la ventana— ¿Vas a entrar?
Sin responder estiré la mano para tomar el pomo de la puerta y la abrí. En
cuanto sintió que alguien entraba, Roberto alzó la vista y una sonrisa genuina se
extendió por su rostro cuando sus ojos verdes se posaron sobre mí.
—Caroline, ¿qué haces aquí? —cuestionó sorprendido.
No pude evitarlo y corrí hasta él para rodearlo con mis brazos. Él aceptó mi
muestra de cariño un tanto conmocionado. Enseguida me separé de él al recordar
que el cadete podía vernos a través de la ventana-espejo.
—¿Cómo estás? —quise saber. Tomé asiento frente a él, sosteniéndole una
de sus manos entre las mías.
—Bien, aunque no entiendo nada —admitió fijando su vista en la mesa—.
¿Cómo llegaste aquí?
—Me llamaron para interrogarme —le conté y frunció el ceño—. Y le he
pedido al inspector que me dejara pasar a verte.
—Lamento haberte metido en esto, nena —se disculpó acariciándome el ros-
tro.
Retiré la cara hacia atrás y él se me quedó mirando sin entender por qué lo
hacía.
—Nos observan —murmuré enganchando su mirada—. Y les he dicho que
éramos solo amigos.
—Ah, bien —masculló y se desprendió de mi agarre.
—No quería complicarte más las cosas —aseguré viendo que se había eno-
jado—. Me preguntaron sobre Carla —esto último se lo dije en un susurro casi
inaudible.
—¿Qué les dijiste? —preguntó interesándose por lo que fuera a decirle.
—Que no sabía nada de nada —dije orgullosa de haber guardado el secreto.
—¡Eres tonta! —se paró de un salto mientras gritaba y comenzaba a caminar

65
Hilo Rojo del destino El Club de las Escritoras

desesperado de un lugar al otro— Tendrías que haberle dicho todo. Ahora si lo


descubren tú quedaras metida en todo esto.
—Yo no sabía qué hacer —le recriminé dolida—. No podía gritar a los cua-
tros vientos un secreto en el que ni siquiera estoy incluida. ¿Y si eso te complicaba
las cosas?, ¿de quién sería la culpa?
—Entonces debo felicitarte —dijo irónico, frenó y me lanzó una mirada fu-
riosa—. ¿Qué sucederá ahora si se enteran de que tú sabias lo de Carla y que no
dijiste nada?, ¿eh? Creerán que eres mi cómplice.
—¿Y qué? Eres inocente —puntualicé enojada yo también. Yo trataba de
ayudar y él me lo echaba en cara.
—No me importa, no te quiero metida en esto —negó frustrado y se dejó caer
en la silla nuevamente.
—Pues, lo siento... —levanté mi barbilla y le miré directamente a esos ojos
que me volvían loca— Estoy metida en esto desde que me metí contigo. Ya no hay
vuelta atrás.
Me puse de pie demasiado indignada y dispuesta a marcharme, pero antes de
dar ni siquiera un paso en dirección de la puerta, recordé para qué había ido a verle.
—Roberto... —esperé a que me prestara atención— ¿Qué sabes de tu ma-
dre?, ¿cuándo fue la última vez que tuviste algún contacto con ella?
—¿A qué viene eso? —exclamó abriendo bien los ojos.
—Solo respóndeme, ¿sí? —se lo pedí seria, sin mostrarle ni plantearle mis
conclusiones— ¿Cuándo fue la última vez supiste de tu madre, Roberto?
—Hace muchos años —contestó rápidamente.
—¡Mientes! —le reproché muy segura de mis palabras— Confía en mí, dime
la verdad.
Roberto se volteó para no dar la cara, pero no se lo permitiría, giré alrededor
de él para tenerlo de frente y le sostuve la mirada esperando una respuesta sincera
de su parte.
Bajó la mirada inmediatamente, posándola en todos lados menos en mi ros-
tro… Eso solo me decía que estaba nervioso haciendo obvio que me había mentido.
—Sabes algo, ¡¿Verdad?! —pregunté de nuevo, obligándolo a mirarme fija-
mente.
El silencio empezó a invadir el cuarto.

66
Hilo Rojo del destino El Club de las Escritoras

—Hace un año que no hablaba con ella… Fue la primera vez que la vi des-
de que nos había dejado —respondió finalmente, con el temor reflejándose en su
rostro. Yo tenía mis propias conclusiones pero verdaderamente no me cabía en la
cabeza completamente esa idea. Pero no podía desecharla. Mi objetivo era dejar
fuera a Roberto de esto, aunque él no quisiera que me involucrara... Simplemente
no podía dejar que le echaran la culpa de haber matado a su padre sin que él hu-
biera sido el asesino.
—¿No has sabido más de ella desde entonces?
La duda se asomó en sus ojos, temí en ese momento que no fuera a contarme
nada.
—Dime la verdad Roberto. Yo puedo decir que estuviste conmigo todo el
tiempo... Lo que es verdad. ¿Pero si eso no es suficiente? —traté con todas mis
fuerzas de que mi voz no sonara a súplica… Y creo que funcionó porque empezó
a hablar rápidamente.
—Hace unos días me enteré que estaba por aquí y, ella me encontró. Para mi
sorpresa descubrí que no estaba en el convento... Pues le pregunté como la habían
dejado salir de nuevo y... —Roberto tragó saliva ruidosamente... Llevándose las
manos para enredarlas desesperadamente en su cabello— Se había enterado de lo
de Carla y el niño... De lo que había hecho el imbécil de mi padre y parecía muy
enojada. Luego de eso no supe más de ella.
Inconscientemente le había estado sosteniendo ambos brazos, los solté nada
más darme cuenta de lo que estaba haciendo. Así que la mamá de Roberto no esta-
ba en ningún convento... Y estaba enojada... Ella pudo haber sido quien...
—¡No!, ¡desde luego que ella no mataría nunca a Lorenzo! —exclamó ofen-
dido Roberto retrocediendo, llegando a descubrir lo que yo había pensado.
—¿Cómo puedes saberlo? ¡Le odia! —respondí llevando las manos a mi
cintura.
—¡No es una asesina!
—¡Y tú tampoco lo eres! ¿Quién más pudo haber sido? —me callé justo en
el instante en que la puerta por la que había entrado se abría. Había estado muy
absorta en mi discusión con Roberto para poder pensar en que existía la posibilidad
de que hubiera alguien tras la ventana.
—Eso es suficiente —dijo Bennett sacándome arrastras de la habitación sin
darme chance de decir una palabra más. El tamaño de Bennett volvió a causar esa
sensación de inseguridad en mí así que mucho menos puse resistencia a su agarre.

67
Hilo Rojo del destino El Club de las Escritoras

Volvía a estar en las oficinas, mi madre al verme llegó rápidamente hasta a


mí:
—No se vayan de aquí —el detective me miró fijamente, como asegurándose
de que lo había entendido a la perfección—. Hay un par de cosas que quiero hablar
con Di Steffano.
Sin decir más se dio la vuelta y regresó por donde habíamos salido. Mis ma-
nos empezaron a temblar ligeramente... Mi mamá me condujo hasta en el asiento
en el que habíamos permanecido sentadas antes.
No comprendía la razón de porqué la madre de Roberto hubiese querido ma-
tar a Lorenzo… Ese era un crimen muy grave por alguien que no valía la pena. El
hecho de que se hubiera enterado de lo de Carla y el niño... ¿Qué le podía importar
a ella? A fin de cuentas fue ella quien los dejó hacía años atrás… Algo no estaba
andando bien… Pues...
—¡Caroline! —mi madre sacudía la mano frenéticamente ante mis ojos—
¿Me has estado escuchando siquiera?
—Lo siento —respondí avergonzada—. ¿Me decías?
—¿Qué es todo esto? Roberto parece ser un bueno chico, hija. No sé en qué
líos anda metido, pero lo están acusando de algo muy grave…
—Mamá, ya sabes que Roberto no ha sido —dije inmediatamente, interrum-
piéndola. Para ser mi Madre se había mantenido bastante tiempo callada sin opinar
acerca de la situación—. Tengo que averiguar quien anda detrás de este asesinato.
—Debe ser alguien que odiaba mucho a ese señor… Personas como esas
tienen muchos enemigos…
No le presté más atención. ¿Qué otros enemigos podría tener Lorenzo? Y...
¡Puff!, ¿qué podía saber yo de quien conocía y quién no? Si al que conocía era a
Roberto y solo una persona lo odiaba con todo su corazón y sin razón alguna… Lo
odiaba por algo que él no había hecho. ¿Acaso todos inculpaban a Roberto por algo
de lo que no era culpable? Incluso yo lo había hecho una vez...
Bennett volvía a estar frente a mí, sacándome de mis pensamientos.
—¿Qué podrías decirme de tu profesor Vicent? —sus ojos azules me escru-
diñaron violentamente.
—¿Qué tiene que ver él en esto? —respondí con otra pregunta.
—Es el hermano de Carla, ¿no? —me quedé estática. ¿Roberto le había dado
esa información? No quise imaginar que le habían hecho para que hablara—. Y el

68
Hilo Rojo del destino El Club de las Escritoras

hombre ha estado odiando todo este tiempo al Di Steffano equivocado...


Ahí capté todo como si un interruptor hubiera encendido la idea en mi ca-
beza. Sopesé la idea de que Vicent se hubiera enterado de la verdad y... Hubiera
tomado terribles acciones, incluso pudo haberlo hecho con Carla. Y también esta-
ba… la madre de Roberto.

69
Hilo Rojo del destino El Club de las Escritoras

Capítulo XI
Paty C. Marin & Ivonne Guevara

El detective Bennet cerró un momento los ojos y resolló por la nariz, con im-
paciencia, en un gesto que parecía ser muy habitual en él. Su mandíbula se tensó
rígida y al abrir los ojos, me dirigió la mirada más penetrante que nunca había vis-
to. No, más todavía, era la mirada de un hombre duro y poderoso. No era amenaza-
dora, no era hostil, ni siquiera estaba cargada de odio o rencor o impertinencia. Fue
una mirada avasalladora, devastadora, una mirada del que demanda y quiere ser
obedecido al instante. Sus ojos se me clavaron en el cerebro, fue como si pudiera
leer todos mis pensamientos, como si hubiese metido unos dedos en mi cabeza y
anduviese hurgando hasta buscar la respuesta. Sus pupilas oscuras rodeadas por un
azul glacial, eran soberbias, arrogantes y exigentes. Y, por alguna razón, ante aque-
lla mirada, me sentí en la absoluta obligación de responderle y obedecer, porque
ante su expresión me di cuenta de que me estaba comportando de forma estúpida
y lo último que quería era decepcionarle.
—Habla —exigió con sequedad— Ahora.
—El profesor Vincent es el hermano de Carla, estaba muy enfadado con Ro-
berto… Pero, el otro día fui a ver a Carla y le pregunté y me lo contó todo y creo
que el profesor Vincent se enteró de todo, porque quizás nos estaba escuchando —
largué apresuradamente, invadida por el miedo. El gesto del detective se suavizó,
pero solo un poco. Seguía sin ceder un ápice. No me preguntó nada más, siguió
mirándome, ordenándome en silencio que siguiera hablando. Pero, ¿qué más podía
decirle?—. El padre de Roberto sedujo a Carla y se acostó con ella y la dejó em-
barazada y para evitar la vergüenza, acusó a su hijo Roberto, y entonces éste dejó
a Carla porque se quedó muy dolido por eso porque sabía que su novia lo había
estado engañando con su padre y... —el hombre levantó la mano, y yo, por inercia,
corté el chorro de incoherencias que estaba soltando.

70
Hilo Rojo del destino El Club de las Escritoras

—Es suficiente —dijo sin más y yo me hundí en la silla y bajé la cabeza


incapaz de seguir mirándole, con las mejillas ardiendo. Me removí inquieta en mi
silla, sintiendo un extraño e incómodo remolino en el estómago que me bajaba por
el vientre y... uh, sacudí la cabeza para quitarme esa sensación tan rara— Bien, se-
ñora, esto es lo que hay —se dirigió entonces a mi madre y yo suspiré de alivio—.
Quiero que esto que voy a decir se quede aquí, y no salga de esta comisaria. Caro-
line, las salas de interrogatorio tienen un cristal especial. Imaginaba que querrías
hablar con tu novio y habéis sido muy amables al hablar de vuestras sospechas —
levanté la cabeza indignada y le lancé una mirada acusadora, pero Bennett volvía
a lucir aquella expresión de alto mando militar y fui incapaz de responderle como
se merecía. Infundía demasiado respeto.
—Era una conversación... privada —logré articular.
—Era una sala de interrogatorio, en ningún momento pediste hablar a solas.
Ahora calla y déjame hablar —otra vez ese tono de voz tan soberbio. Me irritó
profundamente aquella muestra de arrogancia, pero al mismo tiempo me dejaba
sin palabras—. Sospechas del profesor y de la ex esposa del fallecido. Te pido por
favor que no hagas alguna estupidez como ir a hablar con alguno de los dos por
intentar ayudar a Roberto, con eso solo conseguirás obstaculizar la investigación.
Y créeme, no he venido desde Londres para que interfieras en las líneas de inves-
tigación que estamos llevando solo porque tengas una intuición. Puede que estés
enamorada de Roberto, y sé que la pasión de la juventud hará que cometas alguna
estupidez, así que apelo a tu sentido común y te digo que no hagas nada, y nos
dejes hacer nuestro trabajo.
—Er... señor Bennett, no creo que deba decirle a mi hija cómo debe com-
portarse, ya es una adulta —protestó mi madre, que también parecía estar bajo el
efecto dominante del detective, porque no hablaba con mucha convicción.
—A efectos legales sigue siendo una menor —Bennett sacudió la cabeza—.
Estamos hablando del crimen del líder de una banda de traficantes, una de las
más importantes del país. Puede que haya sido su ex esposa, puede que haya sido
ese profesor, puede que haya sido un crimen pasional; pero también puede haber
sido un ajuste de cuentas, un crimen cometido por un profesional pagado. Y por
el momento no tenemos nada. Así que, dada la relación de su hija con el hijo del
fallecido, toda precaución es poca si estamos ante un crimen de la mafia. ¿He sido
lo bastante conciso? —preguntó. No, Bennett no preguntaba, Bennett exigía una
respuesta.
—Sí —dijimos mi madre y yo casi al mismo tiempo.

71
Hilo Rojo del destino El Club de las Escritoras

—Muy bien —por fin, se relajó y esa sombra de poder se desvaneció cuando
se acomodó en la silla—. Un oficial les acompañará a casa. Cuando sepamos algo
más, se lo haremos saber. Buenas noches.
—¿Y Roberto? —pregunté con un hilo de voz.
—Pasará aquí la noche. Créeme cuando digo que estará mejor aquí que en su
propia casa...
Y en el fondo, supe que tenía razón. Dios mío, ¿quién había matado entonces
a Lorenzo Di Steffano?, ¿Vincent, la madre de Roberto, la mafia? La cabeza me
dio vueltas y no dejó de darme vueltas durante todo el camino a casa. Ahora, más
que preocupación, sentía un miedo terrible ante este nuevo giro de los aconteci-
mientos. Me di una ducha, mi madre me preparó una cena y se quedó conmigo
hasta que me quedé dormida en la cama.
Había sido un día muy, muy largo. Y lo peor de todo, es que cuando cerré
los ojos y empecé a soñar, la profunda mirada del detective me acompañó durante
toda la noche.
Al día siguiente, los medios de comunicación rodeaban la casa de Roberto
para poder hablar con sus amigos, al parecer a ellos ni les importaba, solo esta-
ban divirtiéndose frente a las cámaras e ignorando las preguntas que se les hacía.
Mientras, yo no podía dejar de pensar en quien podría haber asesinado a Lorenzo
Di Steffano, un hombre tan poderoso como él... ¿Cómo podía ser posible que lo
hubieran asesinado tan fácilmente?, lo único que podría suponer era que alguno de
sus hombres también estaba implicado en esto, pero por órdenes de la mafia o por
órdenes de su ex mujer... Seguía dudando de ella, aunque también Vincent tenía
todos los motivos para asesinarlo, todos tenían un motivo pero... ¿Cuál sería el más
fuerte para hacerlo realidad?
Escuché el ruido de un vehículo detenerse frente a la casa y me asomé por la
ventana. No tenía ni idea de quién podría ser, ya que no le podía ver la cara, pero
éste se dirigía directo hacia la puerta, tocando el timbre. Y solo pude pensar que
estaba completamente sola, pero aun así, abrí la puerta y el individuo entró apre-
surado sin pedir permiso.
—¡Oye! Pero…
—Shhh, nena. Soy yo.
—¡Roberto!, pero... ¿Qué haces aquí y así?, ¡casi me matas de un susto!
—Lo siento, pero mi casa está inundada de reporteros. Además, quería verte
a ti primero —me atrajo hacia su cuerpo y me besó. Fue un beso posesivo, pero

72
Hilo Rojo del destino El Club de las Escritoras

lleno de amor. No puede más que responderle de la misma manera. Al rato, nos
separamos jadeantes.
—¿Estás bien? —le pregunté cuando pude llenar de nuevo mis pulmones de
oxígeno.
—Después de esto, sí —me guiñó un ojo a la vez que me sonreía de manera
sensual.
—Estoy hablando en serio —fingí estar molesta, pero era obvio que no era
así. Mi sonrisa sincera me delataba.
—Lo sé. Lo cierto es que aún sigo un poco confundido, pero estoy bien —dio
un largo suspiro y luego añadió—. No dejo de pensar en quien pudo haber asesi-
nado a mi padre.
—Yo tampoco, quizás deberíamos…
—No, ya te dije que no quiero que te involucres en esto.
—Y yo ya te dije que estoy metida en esto desde que me metí contigo, así que
no puedes hacer nada para que no me involucre más —nos quedamos mirando por
un rato hasta que dio su brazo a torcer.
—Sabía que tú serias diferente, que eras buena chica y muy legal —dio otro
suspiro, pero esta vez de frustración—. Tenía que haber tenido cuidado contigo y
no haberte involucrado tan profundamente en mi infernal vida, pero no me importó
y fui egoísta y ahora estoy hasta el cuello contigo.
—Te lo advertí, no quiero que te arrepientas de haberme conocido... así que,
ya deja de quejarte y vamos a mi cuarto para que podamos hablar mejor —subimos
hasta mi dormitorio, nos sentamos en mi cama y empezamos a armar el rompeca-
bezas—. ¿Pudiste averiguar algo más antes de salir de la delegación?
—El detective Bennett solo me recordó que no nos hiciéramos los investi-
gadores y que tuviéramos cuidado, aunque me dijo algo que me dejó pensativo…
—¿Qué te dijo? —estaba impaciente por saber qué tenía que decirme.
—La llamada anónima que reportó el asesinato fue hecha por una mujer.
—¿Crees que era la asesina? —pregunté mirándole con los ojos abiertos de
par en par. La conversación se estaba poniendo interesante...
—O alguna de las amiguitas de mi papá. Lamentablemente, tiene muchas.
—Pero entonces ella pudo ver quien lo asesinó —dije después de asimilar
sus palabras.

73
Hilo Rojo del destino El Club de las Escritoras

—O llegó después de que hubiera pasado el crimen —opinó él mientras se


acomodaba mejor en mi cama.
—Seguimos como al principio, sin saber nada —dije desilusionada.
—No, eso no es verdad. Ahora sé que lo encontraron en una de sus casas y
todas esas casas tienen cintas de seguridad, podemos ver quien fue con los videos.
—Pero... ¿No crees que el detective ya las tendrá en su poder?
—No, ya que solo con una contraseña puedes visualizarlas y hasta incluso
borrarlas, pero siempre quedará un backup donde yo soy el único que tiene la cla-
ve.
—¿Por qué no le dijiste eso al detective? —pregunté incrédula. Ocultar ese
tipo de información solo podría ponerle a Roberto en un nuevo aprieto.
—Primero quiero ver con mis propios ojos que fue lo que pasó. Además, no
pensé en eso hasta que me dijeron donde habían encontrado a mi padre.
—Entonces tenemos que ir a verlas. A todo esto... ¿Dónde tenemos que ir?
—se me quedó mirando sin decir nada—. Ya te dije que no me vas a dejar por fuera
así que o me llevas o se lo digo todo al detective.
—No serías capaz —apostó.
—Pruébame, Roberto, y lo sabrás —una sonrisa pícara cubrió su rostro y sus
ojos brillaron divertidos.
—¿Por qué me metí contigo? —lo dijo supuestamente con pesar y cerrando
los ojos.
—Porque te gusto —me arrastré cerca de él y cuando le rocé su brazo des-
nudo con el mío, abrió los ojos y me miró fijamente. Una deslumbrante sonrisa se
formó en sus labios.
—Demasiado —me dijo acercándome a su cuerpo y dejándome encima de
él. Nuestros labios se encontraron de nuevo y el beso estuvo lleno de pasión. Poco
después, sentí sus manos en mi cintura, donde poco a poco fue levantando mi ca-
misa. Yo no me quedé atrás y fui desabrochando la suya, con cada botón abierto,
podía sentir su piel cálida bajo mi tacto y sus músculos contrayéndose con cada
movimiento. Dejamos de besarnos para poder respirar, nos separamos un poco y vi
sus ojos con el brillo de la pasión. En silencio, terminó de quitarme la camisa y yo
hice lo mismo con la suya. Una vez desnudos de cintura para arriba, me lancé de
nuevo a devorar su boca y volvimos a sumergirnos en un profundo beso. Cuando
nos separamos otra vez, los dos estábamos jadeando y muy excitados. Luego su

74
Hilo Rojo del destino El Club de las Escritoras

mirada se centró en mis labios y mi cuerpo, y sin decir nada, deslizó sus dedos por
encima de mis pantalones, acariciándome lentamente mi entrepierna—. Quisiera
olvidarme de todo y poder estar contigo así durante un buen tiempo, pero no pode-
mos, no ahora —suspiré y aunque no quisiera que se detuviera estaba de acuerdo
con él.
—Lo sé, ni es el momento ni el lugar indicado... —dije sin muchos ánimos,
acariciando distraídamente también su pecho. En cualquier momento podría llegar
mi hermano y si nos sorprendía juntos y de esta forma, seguro que todo terminaría
en golpes.
—Después que todo esto pase, nada podrá detenerme para tenerte entre mis
brazos por un buen tiempo, eso te lo aseguro.
—Eso espero —le dije con una radiante sonrisa–. Entonces... ¿Dónde tene-
mos que ir?
—A cualquiera de las casas de mi padre, todas están conectadas entre sí, así
que, solo tenemos que ir a alguna de ellas y buscar el video de ese día.
—¿Y cuál tú crees que sería la indicada?
—Déjame pensar, debe ser céntrica, ni muy lejos de aquí ni muy cerca de
donde pasó todo, creo que ya se cual —se puso de pie y comenzó a ponerse la
camisa, me miró y me preguntó— ¿Vienes? —rápidamente también me empecé a
arreglar, mientras él se asomaba a la ventana. Al parecer, los reporteros se cansaron
de querer sacar algo de Ian y Brian, podemos agarrar mi moto e ir a la casa de mi
padre.
—Me parece bien, es rápida por si necesitamos escapar o confundir a alguien
—se me quedó mirando— ¿Qué?, hay que pensar en todo.
—Sí, ya veo que tú lo haces —me dijo sonriéndome con aquella precio-
sa sonrisa que siempre me cautivaba—. Ahora, vámonos que no podemos perder
tiempo alguno. No quiero que se haga de noche y estemos en esa casa.
Asentí. Preparé mi bolso con mis cosas, antes de salir y hacernos con la moto
de Roberto, dirigiéndonos hacia la casa de su padre. Teníamos que ver si podíamos
descubrir al asesino o al menos tachar a alguno de los sospechosos...

75
Hilo Rojo del destino El Club de las Escritoras

Capítulo XII
Angy W. & Nina Benedetta

Llegamos al centro de la ciudad en poco tiempo, en ese momento ya ni si-


quiera me preocupaba la velocidad de Roberto, estaba ya acostumbrada.
—Aquí es —dijo mientras paraba la moto.
Miré arriba. Estábamos frente a la Royal Destiny, el edificio más conocido
y famoso del lugar, este sobresalía entre las demás construcciones como un gran
gigante apuntando al cielo. Esta era una zona adinerada, de “pijos”, como lo lla-
mábamos nosotros, y las calles llenas de luces estaban atestadas de gente. Me bajé
poco a poco para observar su inmensidad, intimidante. Ni siquiera en mis mejores
sueños podría haber imaginado vivir en un lugar así, parecía estar habitado solo
de gente importante. Demasiado lujoso, demasiado moderno. Sentí un escalofrío.
—¿Cómo lo haremos para entrar? —le susurré— Esto debe de estar lleno de
cámaras de vigilancia y personal de seguridad.
Roberto se rió con ganas.
—No somos ladrones, Caroline. Sigo siendo el hijo de Lorenzo Di Steffa-
no…Y su heredero. Puedo entrar y salir cuando me apetezca.
Sentí la vergüenza subir lentamente por mi cuerpo. Tal vez me había emo-
cionado demasiado. A menudo se me olvidaba quién era en realidad. Entramos en
silencio y Roberto saludó con la cabeza a la mujer del recibidor. Dentro era incluso
más impactante que fuera. Me encogí. Subimos al ascensor, recubierto de espejos
y cristales.
—¿En qué planta vivía tu padre? —pregunté.
Él sonrió con cansancio.
—El edificio entero es de mi padre. O era.

76
Hilo Rojo del destino El Club de las Escritoras

Dejé que mis ojos se abrieran como platos y mi boca cayera hasta donde se
lo pudiese permitir. Sabía que Lorenzo era poderoso, pero eso ya era extremo. ¡Era
La Royal Destiny! ¿De verdad tenía tanto dinero? ¿Y…todo eso lo iba a heredar
Roberto? No pude evitar sentirme compungida.
Una vez en la última planta, aún tuvimos que subir unas escaleras hasta llegar
a la sala de las cintas, restringida. Rápidamente él tecleó algo en unos botones que
había en la pared y la puerta se abrió. Cruzamos un pasillo y entramos en la sala.
¿Cómo describir lo que había dentro? Era algo irrealmente futurista, con
pantallas y teclados muy avanzados. Parecía sacado de una película. O quizá era
simplemente yo, una chica ridículamente normal e insignificante, no muy dada a
rodearse de estrafalarias y abrumadoras tecnologías en cámaras protegidas por có-
digos secretos para descubrir el asesino de un multimillonario. En serio, ¿qué hacía
allí? ¿De verdad era real lo que estaba viviendo?
—Pero… —le dije a Roberto mientras él se dirigía a lo que parecía ser el
sistema principal— ¿No es un poco absurdo guardar los vídeos de seguridad con
contraseña? Es decir, se supone que están para evitar los robos y eso, entonces de-
bería poder verlo el personal y la policía, ¿no?
—Eso sería lo normal —respondió—, pero mi padre no era precisamente un
buen hombre. Estaba metido de lleno en asuntos muy sucios y no todo lo que hacía
en este lugar era legal. Si estas cintas llegasen a la policía, hubiese sido su fin. Y
él era precavido.
Tragué saliva mientras se disponía a insertar el código. No querría para nada
ver alguno de esos vídeos, ni por accidente, así que desvié la mirada y me dediqué
a observar el lugar. De pronto, Roberto farfulló algo incomprensible. Me giré rá-
pidamente hacia él.
—¿Qué has dicho?
Él observaba la pantalla incrédulo.
—Imposible —murmuró—. Mierda.
—¿Qué pasa? —pregunté preocupada, intentando ver qué era lo que le des-
concertaba tanto.
—No está, Caroline —me dijo, volviéndose hacia mí con los ojos desorbi-
tados—. El vídeo no está. Alguien las ha borrado. Todas las cintas de las últimas
semanas.
Sus palabras chocaron contra mí, implacables y despiadadas. Impotente, me

77
Hilo Rojo del destino El Club de las Escritoras

apoyé en la mesa al sentir que las fuerzas me fallaban.


—Pero no puede ser —continuó—. Ni el mejor hacker del mundo podría
hacerse con la contraseña, y sin ella es totalmente imposible acceder a los vídeos.
Mi padre empleó muchísimo dinero en este sistema.
—¿Y no hay nadie más que conozca la contraseña? —logré balbucear al cabo
de un momento.
La cabeza me daba vueltas. Él se puso en tensión, sus labios en ese momento
eran una fina línea. Tardó en responder.
—Solo cuatro personas.
Aguardé a que continuara.
—Él era precavido, como ya te he dicho, y sabía que estaba en asuntos peli-
grosos. Por eso solo ellas la conocen, por si un día le sucedía algo. Una es mi pa-
dre, otra soy yo mismo. La tercera… es el jefe de la seguridad privada de mi padre.
—Entonces tal vez él…
Roberto negó con la cabeza.
—Murió hace unos meses, a causa de una bala en el pecho. Ya te he dicho
que mi padre estaba metido en asuntos peligrosos —masculló. Se encontraba tan
tenso que incluso temblaba.
—Entonces, solo queda la cuarta —respondí—. Y esa es…
Él bajó de pronto la mirada, dejándose caer en el suelo. Yo me arrodillé en-
frente suyo, y le puse una mano en el hombro. Ahora sus temblores prácticamente
eran espasmos, o tal vez se debiera a que yo también estaba tiritando.
—¿Quién es? —susurré levemente, empezando a sospecharlo. Él levantó la
vista. Tras sus ojos verdes había dolor, y juraría que estaban brillantes.
—La cuarta persona… —logró articular— Es…
Mi mente formó las palabras al mismo tiempo que él las pronunciaba.
—Es mi madre.

Tras permanecer todo el camino de regreso en silencio, nos sentamos al fin en


la cama de su habitación. Me tranquilizaba encontrarme en mi ambiente de nuevo,

78
Hilo Rojo del destino El Club de las Escritoras

lejos de aquella horrible sala.


—¿Sabes? —comenzó, con la mirada clavada en el suelo— No es solo lo que
ha pasado ahora. Mi madre…siempre ha sido un tema en el que he evitado pen-
sar. Es verdad que de vez en cuando me pongo en contacto con ella, pero siempre
intento no darle demasiada importancia. Cuando le hablaba por teléfono me hacía
el indiferente, era maleducado y descarado, como lo que todavía ahora aparento
ser. Quería convencerme a mí mismo de que no me importaba. Quizás en el fondo
intentaba hacerla sufrir. Porque un día simplemente se fue, cuando era aún un niño.
»Durante prácticamente diez años he intentado no culparla, comprenderla.
Para conseguirlo, lo único que podía hacer era bloquear mis sentimientos, no pen-
sar en ella, olvidarla. Lo hacía por mí mismo, para no formularme la pregunta que
en el fondo siempre ha estado allí, presente en mí, carcomiéndome por dentro. ¿Por
qué me dejó con mi padre, por qué me abandonó? ¿Por qué no me llevó con ella?
Quería borrarla de mi vida y no seguir sufriendo. Llevaba diez años sin verla, y por
fin había comenzado a olvidar su cara. Y entonces, hace unas semanas, apareció
de nuevo, sin mostrar nada, absolutamente nada, ni siquiera arrepentimiento, sin
darme ninguna explicación, rompiéndome otra vez por dentro. Y ahora ocurre esto.
»Toda esta situación me deja confuso, sin saber qué pensar, y de nuevo sur-
ge la maldita pregunta. ¿Y por qué ha vuelto ahora? No quiero creer que es una
asesina —sus labios se elevaron ligeramente en una mueca que pretendía ser una
sonrisa. Levantó la vista, dirigiendo sus ojos verdes directamente hacia mí. No
había lágrimas, pero sabía que lloraba. En ese momento se veía tan vulnerable que
me partió el corazón. Deseé abrazarle más que nunca, pero a la vez tenía miedo de
hacerlo—. Supongo que todavía me importa. A pesar de todo, supongo que sigo
queriéndola. Si no, no me hubiera torturado de esta forma.
Pasó mucho tiempo antes de que pudiera responderle, y solo se me ocurrió
una tontería descabellada.
—Entonces... Pregúntaselo. Ve a Italia y búscala. Pídele que te aclare todo
esto, que te lo cuente todo… y pregúntale el porqué. Solo ella puede responder tu
pregunta.
Él me observó con los ojos muy abiertos. Poco a poco, en su cara fue formán-
dose una expresión decidida.
—Solo si tú vienes conmigo.
—Claro que iré contigo, iría contigo hasta el fin del mundo si fuera necesario,
lo sabes… Pero antes, hay que dar con el paradero de tu madre y…

79
Hilo Rojo del destino El Club de las Escritoras

Algo llamó mi atención y tuve que detenerme, Roberto permanecía silencio-


so y con la cabeza inclinada, sus mechones eran como serpientes muertas, colgan-
do de un enjuto árbol selvático, todo él expresaba desolación y amargura.
Fue entonces cuando me di cuenta de lo cruda que había sido con él desde
que todo aquello había sucedido, no me había detenido a reparar que él se encon-
traba de duelo ahora, que acababa de perder a su padre, y que probablemente había
sido su propia madre la perpetradora de tal crimen, además de que apenas dos días
atrás tuve que revelarle el secreto que Carla había mantenido oculto acerca de la
existencia del bebé que había tenido con Lorenzo.
Pensar en todo el sufrimiento que seguramente cargaba consigo me hizo el
alma trizas.
Él me miró de pronto, seguramente preguntándose por qué me había deteni-
do.
—Antes que nada, dime: ¿estás bien? —pregunté, colocando mi mano sobre
su hombro, sentándome a su lado sin dejar de observarlo.
Roberto me dirigió una apesadumbrada sonrisa, acariciando mis dedos que
aún apretaban su hombro.
—Tal vez no podía llevarme bien con él, y tal vez lo odié tanto durante dema-
siado tiempo por lo que hizo con Carla, pero era mi padre, Caroline… Sé que está
muerto, aunque me resulta extrañamente difícil llegar a entenderlo del todo, aún no
he podido verlo, no sé en donde se encuentra ahora, y la forma en la que murió. Y
la verdad es que no puedo dejar de pensar en nuestra última pelea.
En ese momento lo vi derrumbarse, llevándose las manos al rostro, su espal-
da arqueada hacia adelante, los hombros temblando descontroladamente.
—Tranquilo —susurré, abrazándolo. Roberto continuó
—Me lancé contra él, lo golpeé y él me golpeó, ese es el último recuerdo que
me quedará de él y eso no podré olvidarlo nunca.
Su llanto se hizo más severo, y yo no sabía que decir ni que hacer, todo aque-
llo me superaba por completo. Sentí una impotencia terrible, como si me ahogara
lentamente en un mar turbio y desolado bajo un cielo gris, sin nada ni nadie a mí
alrededor para ayudarme.
Lo único que pude hacer fue acompañarlo, mi corazón se sentía compenetra-
do con el suyo y su dolor me pertenecía como le pertenecía a él mismo. Así que no
pude reprimir el llanto, las lágrimas brotaron sigilosas mientras que mi voluntad

80
Hilo Rojo del destino El Club de las Escritoras

era incapaz de contener los sollozos que ardían por conjurarse sobre mi garganta.
Hasta que sentí los dulces y seductores labios de Roberto, rompiendo mis
lamentos, bebiéndose todas mis preocupaciones y conjeturas. Sentí que me ol-
vidaba de todo y de todos con ese beso que exploraba cadenciosamente mi boca
entreabierta. Sus dedos aprisionaron vehementemente mis brazos masajeándolos,
al tiempo que su respiración se agitaba cada vez con mayor impulso.
Su lengua se internaba en mi boca succionando todos y cada uno de mis
débiles intentos por ponerle un fin a ese arrebato apasionado. Pero mis hormonas
estaban disparadas y habían tenido que soportar demasiadas interrupciones.
Así que sin pensar lo jalé de la camisa y me dejé caer en la cama, Roberto
desplomó casi todo su cuerpo delicadamente sobre el mío, y su tibieza me em-
bargó por completo, extasiándome con su proximidad. Su fresco aliento recorría
mi cuello mientras unos deditos nerviosos jugueteaban con mi cabello rizado. Lo
apreté fuerte contra mí exigiéndole más, dejándole saber descaradamente que esta-
ría dispuesta a todo, que le entregaría al fin lo que tanto me había reclamado desde
el comienzo.
No me importaba, solo sabía que me volvía loca, que me había estado resis-
tiendo a él de una manera absurda, puesto que era imposible huir de aquello que
deseaba tan desesperadamente.
Sin embargo, Roberto se alejó de mí, y aún sobre mi cuerpo, me miró con
esos fascinantes ojos verdes.
—Oye, tengo que ser completamente sincero contigo, ¿vale? Me interesas
demasiado como para hacer esto… No quiero que pienses que estoy loco ni nada
parecido, pero y pese al poco tiempo que tengo de conocerte creo que… estoy
seguro de que…
—¿De qué?—deseé saber, al fin conocía al Roberto inseguro y nervioso, ese
que se ocultaba tras una máscara agreste y hostil.
—Te amo —soltó, intentado impregnar todo el significado posible a sus pa-
labras. Yo me quedé muda —. Y quiero, necesito hacer bien las cosas esta vez. Es-
pero que puedas comprenderlo… Lo último que quiero es lastimarte, ya he hecho
suficiente con involucrarte en mi vida llena de problemas.
Sus ojos lucían cristalinos, acuosos.
Mi corazón se inflamaba cada vez más con cada bocanada de aire que entraba
en mi organismo, sentía que pronto explotaría en mil pedazos.

81
Hilo Rojo del destino El Club de las Escritoras

Todo lo que había ocurrido simplemente era increíble, apenas unos días atrás
era la chica ordinaria que asistía al colegio, sin ningún tipo de problema o compli-
cación. Y ahora me encontraba recostada bajo los poderosos y protectores brazos
de Roberto, el “chico malo” aquel que había prometido no dañarme nunca, aquel
que había sufrido tanto, aquel del que me había enamorado.
—Roberto, yo…
No pude decirle lo mucho que lo amaba. Ya que para mí mala suerte Brian se
apareció frente a la puerta, con aquella mirada perdida que lo definía.
Por alguna razón tuve el impulso de quitarme a Roberto de encima, lo cual lo
hizo caer de la cama sobre su trasero.
—¿Qué demonios quieres aquí, Brian? —le preguntó Roberto con una mira-
da enfurecida.
—Hermano, no quise interrumpir lo suyo, pero allá afuera se encuentra el
paliducho “cara linda” del vecino y exige ver a tu noviecita ya mismo… y de una
manera nada amigable debo aclarar.
Dijo sin dejar de mirarme con una sonrisa pícara en el rostro.
—¿Dylan? —creo que salte como una felina de la cama de Roberto, acomo-
dándome, desesperada, la ropa y el cabello— ¿Qué hace Dylan aquí?
—Seguramente están preocupados por tu ausencia, comprende que eres su
hermanita pequeña.
Me puse de los nervios. ¿Su hermanita pequeña?, ¿qué significaba eso? ¿Aca-
so Roberto aún me consideraba una niñita?, ¿sería por eso que no quiso que…?
—Yo no tengo ni la más mínima idea de lo que quiere ese aquí y la verdad
tampoco tengo ni la más mínima duda —fueron las últimas palabras de Brian antes
de que lo viera marcharse mirando despistadamente un ipod negro.
Roberto me sostuvo del brazo cuando bajábamos por las escaleras, supongo
que en un intento por comprender por qué había cambiado tan de repente, inten-
taba encontrarse con mi mirada que yo sin más desviaba cada vez que sentía que
casi lo lograba.
Al abrir la puerta la mirada de Dylan se clavó en lo profundo de mí ser.
Su semblante lucía destrozado y tenía los ojos húmedos, Jane lo tenía sujeto
del brazo, noté que mi madre sollozaba en el jardincillo de nuestra casa.
—¿Qué sucede?

82
Hilo Rojo del destino El Club de las Escritoras

—¿Has estado aquí todo el tiempo?


—¿Qué?, ¿de qué estás hablando? —Dylan parecía contener una rabia ciega.
Me sostuvo del brazo, arrebatándome de los brazos de Roberto mientras me apar-
taba a nuestro jardín. Mi madre corrió a mi encuentro.
—¿Qué sucede aquí Mamá?
—Oh, Caroline… ha sucedido una tragedia, no tienes ni idea de lo que ha
pasado.
—Contesta, Caroline, ¿has permanecido junto a él todo este tiempo? —in-
terrumpió Dylan, mirando desconfiadamente a Roberto por el rabillo del ojo. Yo
torné la mirada hacia él, permanecía en la puerta de entrada, confundido al igual
que yo.
—Vamos, vamos a la casa Dylan —sugirió Mamá.
Una vez que estuvimos todos en la estancia principal sentados en la sala me
dediqué a dar un breve escrutinio a los presentes, Jane parecía cabizbaja, eviden-
temente entristecida por alguna razón, mientras que mi madre era un manojo de
lágrimas y Dylan. Dylan parecía ser el más afectado de todos.
—¿Ya podrían decirme que está pasando aquí, que fue todo eso?
Mi hermano se levantó débilmente, dando unos cuantos pasos alrededor del
recinto, ni mi Madre ni Jane parecía querer decir palabra alguna. El silencio reinó
en el ambiente, hasta que Dylan se decidió a pronunciar con una voz ronca frágil y
desgarradoramente apagada…
—Es Vincent, Caroline… está muerto.
Fue entonces cuando comenzó el segundo interrogatorio de la semana.

83
Hilo Rojo del destino El Club de las Escritoras

Capítulo XIII
Gisela & Déborah F. Muñoz

Me encontraba otra vez en la comisaría en menos de dos días. Por más que el
ambiente fuera el de una oficina típica, no era un lugar al que quería volverme asi-
dua. Las cosas en el lugar estaban igual, hombres uniformados, caminando de un
lado a otro, hablando entre ellos, bromeando. Se notaba que tenían un buen com-
pañerismo y que vivían ajenos a los problemas de los demás; a nuestros problemas.
El detective Bennet nos esperaba en su oficina, leía unos archivos que esta-
ban apoyados sobre su mesa, al costado tenía una pequeña torre de carpetas. Se
veía bastante atareado, y —por la postura de su cuerpo— podía decirse que cansa-
do. Pero no logré notar en sus fríos ojos azules, cuando se fijaron en mí, nada que
delatara sus emociones.
Nada más verme entrar en su despacho, se acomodó en el asiento y me miró
analizándome, para después fijarse en mi madre.
—Señora y señorita Iduarte —saludó contrito, mi madre respondió al saludo
con una inclinación de la cabeza yo solo desvié la vista—, siéntense por favor.
Mamá y yo nos sentamos en silencio, el hombre me ponía nerviosa, sus ojos
estaban fijos en mí.
Si ese era un método de intimidación, le funcionaba perfectamente conmigo.
Todavía me sentía un poco shockeada, no podía creer que Vincent estuviera muer-
to.
Esto se estaba transformando en una historia de terror de la que no quería
formar parte. La muerte, los asesinatos... Toda la fealdad de este mundo jamás me
había tocado tan de cerca.
Cómo estaba ocurriendo ahora. Esas eran cosas que veía en las noticias, y
estaba lejos de mí. Y ahora me veía indirectamente involucrada en dos homicidios.

84
Hilo Rojo del destino El Club de las Escritoras

Tragué con dificultad, no quería pasar por esto, pero no estaba dispuesta a hacerme
a un lado y dejar que acusaran a Roberto de algo que él no había hecho.
Me erguí levemente para enfrentar al detective. Él me miró unos segundos
antes de comenzar a hablar. El interrogatorio comenzó de inmediato, y esta vez me
pareció un poco diferente al anterior. Sus preguntas me llegaban una detrás de otra
sin darme tiempo a respirar, mucho menos a pensar.
Al momento en que me preguntó dónde habíamos estado, no tuve los sufi-
cientes reflejos para evadir la cuestión, e inventarme una excusa... y tampoco que-
ría, estaba harta de mentiras.
Estaba asustada; muy asustada, y si con la verdad podía salvar a Roberto, lo
demás no importaba, ni la reprimenda de mi madre o del detective.
—Estuvimos en una de las casas de Roberto —mascullé con la vista fija en
la mesa.
El detective me hizo repetir lo que dije. Levanté la cabeza y lo miré a los ojos.
—Roberto y yo estuvimos en uno de sus edificios.
El rostro de Anthony Bennet era una máscara de impasibilidad.
—¿Por qué? —preguntó sin miramientos.
Suspiré, aunque no había nada malo en lo que decía, por dentro sentía que
estaba traicionando la confianza de Roberto.
—Porque... él quería revisar los vídeos de seguridad.
El hombre alzó una ceja, pero el resto de su rostro permanecía sin expresión.
—Los vídeos de seguridad... —repitió con voz pensativa— ¿Y encontraron
algo?
Desvié la mirada una vez más. Me sentía una idiota diciéndole a un profesio-
nal que habíamos jugado hacernos los detectives y había salido mal.
—No —respondí pesarosa—, todos los vídeos habían sido eliminados, todos
los de las últimas semanas.
—¿Roberto tiene la contraseña de los vídeos de seguridad?
Le dirigí una rápida mirada y asentí.
—Según Roberto, solo cuatro personas tenían las contraseña... —hice una
mueca, sentía que cada vez traicionaba un poco más a Roberto.
—¿Y sabes quienes son esas personas?

85
Hilo Rojo del destino El Club de las Escritoras

—Sí —asentí levemente con la cabeza, a la vez que entrecerraba los ojos, el
sol se ocultaba lentamente por el horizonte y los rayos del sol que entraban por la
ventana iban directo a mis ojos, todo me parecía tan irreal, quería dormir y no des-
pertar hasta estar segura de que todo era una pesadilla, y que volviera a ser sencillo
como cuando simplemente discutía con Roberto—. El señor Di Steffano, su jefe
de seguridad —me negué rotundamente a decirle que el hombre estaba muerto, ya
no quería hablar de más muertes—, Roberto... —miré mis manos y vacilé, antes
de agregar—: Y su madre.
Estaba preparándome para la siguiente pregunta, pero esta nunca llegó. Le-
vanté la vista y entrecerré los ojos para ver al detective a través de los rayos de sol.
El hombre me miraba sin expresión, me sostuvo la mirada unos segundos, y yo fui
incapaz de apartarla. Abrió la boca, seguramente para darme el golpe de gracia con
su pregunta final, pero un golpe en la puerta hizo que se detuviera.
El detective Bennet miró hacia la puerta y yo me giré para hacer lo mismo.
Un hombre uniformado entró con rostro serio a la pequeña oficina, le entregó una
nueva carpeta a mi interrogador, y después de intercambiar unas palabras en tono
bajo con él, se marchó.
Vi como el investigador abría la carpeta y la inspeccionaba con el ceño frun-
cido. Miré a mi madre confusa y ella me devolvió la mirada, tomó mi mano y la
apretó suavemente. Me sentí mejor al saber que ella estaba a mi lado y de nuestra
parte.
El hombre frente a nosotras cerró la carpeta de golpe y pude ver un leve brillo
de satisfacción en sus ojos.
—Muy bien señorita Iduarte, muchas gracias por su cooperación —habló el
detective con amabilidad, dando por concluido el interrogatorio.

La canción “Please me” de Poncho fue lo que me despertó, estaba descon-


certada. Había caído rendida ni bien había llegado a casa, ni siquiera pude llamar
a Roberto. El cansancio, tanto físico como mental, que me había dejado el interro-
gatorio del detective Bennet, no me dio lugar para nada más.
Miré a mi alrededor, la habitación solo estaba iluminada por la luz anaranja-
da de los faroles de la calle. Todavía me encontraba vestida con la ropa que había

86
Hilo Rojo del destino El Club de las Escritoras

salido, alguien —seguramente mi madre—, me había sacado las zapatillas y deján-


dolas a un costado de mi cama.
La canción seguía sonando en mi teléfono móvil, tanteé sobre mi mesilla de
noche en su búsqueda, pero no pude encontrarlo. Me incorporé sentándome en mi
cama y lo tomé, estaba a unos centímetros de mi mano. Miré el identificador de
llamadas: era Iris. Sentía como si fueran años de la última vez que había hablado
con ella. Contesté de inmediato.
—Iris —saludé.
—Caroline —contestó ella con una voz extraña—, ¿es cierto lo del profesor
Vincent?
Me quedé paralizada unos segundos, confundida, hasta que la realidad me
golpeó con fuerza. Dos asesinatos en menos de dos días... el cuarto giró levemente
por lo que me recosté mi cabeza en la almohada y tapé mis ojos con un brazo.
—Al parecer, sí —contesté cansada—. Hoy me volvieron a interrogar.
Un leve sollozo se escuchó del otro lado de la línea. Y recordé, Iris... Vin-
cent... Iris siempre había mostrado cierta predilección por ese profesor... Ella esta-
ba enamorada de él.
—¡Oh, por dios, lo siento mucho, Iris! —dije sollozando también, sentí que
estaba al límite de mis fuerzas...
—¿Puedo subir, Caroline? —murmuró ella—, estoy enfrente de tu casa.
Escuché el coche de Iris estacionarse en ese momento. Me levanté rápida-
mente, y me agarré a mi mesilla de noche cuando un fuerte mareo me sobrevino.
Miré la hora en el despertador, la una de la mañana, solo había dormido seis horas,
y al parecer no era suficiente. Iris debía estar muy mal para venir a esta hora, cuan-
do me asomé a la venta pude verla a ella bajando de su auto, pero una sombra me
llamó la atención. Miré hacia la sombra justo cuando sentí el rugir de una moto
poniéndose en marcha, era Roberto.
Me tambaleé hasta mi cama y me puse las zapatillas, sin detenerme bajé las
escaleras a la carrera y alcancé a Iris.
—¿Qué pasa? —dijo ella impresionada.
—Vamos, vamos, Iris, ¿lo viste? Era Roberto síguelo, sin que se dé cuenta.

87
Hilo Rojo del destino El Club de las Escritoras

Me sorprendió cuando Roberto detuvo su vehículo frente a un almacén aban-


donado. Iris estacionó en una parte oscura. Mientras yo veía como él bajaba de su
moto. ¿Qué demonios estaba haciendo? ¿Acaso buscaba más problemas? ¿Por qué
no me avisó que iba hacer algo?
Me dolió que no confiara en mí.
Roberto entró por un costado del almacén, y yo me apresuré a seguirlo.
—¿Qué haces? —dijo Iris—, ¿estás loca? Deberíamos irnos, sabes lo peli-
groso que pueden ser estos lugares —añadió mirando a su alrededor.
—Entonces, ven conmigo —murmuré y descendí del coche.
Caminé rápida y silenciosamente hasta el almacén, la voz de Roberto hizo
que me apresurara, sonaba desesperado, y pude escuchar la voz de otra persona a
medida que me acercaba... era la de una mujer.
—¿No lo entiendes, hijo? ¡Tuve que hacerlo!, él pretendía matarte a ti tam-
bién —exclamaba ella—. No pretendía hacer nada contra él, mi plan desde el prin-
cipio fue matar al malnacido de tu padre, pero ese hombre llegó primero...
—Mamá...
—¡No!, ¡no lo entiendes! ¿Crees que lo pasé bien? Tu padre me encerró en
un hospital por años y te mintió diciéndote que estaba refugiada en un convento...
Jamás pude acercarme a ti ni decirte la verdad. Yo quería estar contigo, alejarte de
esa escoria, pero él me lo impedía... ¡Me encerró!
La voz de la mujer subía de volumen con cada palabra, parecía histérica.
—Ese hombre... Este tal profesor Vicent, le dijo al bastardo de tu padre antes
de asesinarlo que iba a matarte a ti también, que era por tu culpa que esa joven
hubiera terminado así... —comenzó a sollozar la mujer— Lo siento, Roberto, lo
siento tanto.
—¡Mamá, no!
Corrí hacia el almacén, pero nada me preparó para ver lo que se desarrollaba
ahí adentro.
Roberto estaba parado, paralizado en el medio de la estancia, horrorizado, a
unos metros una mujer alta y esbelta, se apuntaba a ella misma con un arma en la
cabeza.
—No puedo permitir que me encierren otra vez, lo prefiero así —dijo.
—¡No! —tres gritos sonaron a la vez, pero fueron amortiguados por la deto-

88
Hilo Rojo del destino El Club de las Escritoras

nación del arma.


La rápida reacción de Roberto al lanzarse contra su madre evitó que la bala
le diera de lleno en la sien, pero no obstante no pudo impedir que la rozara y que
empezara a sangrar. Una de las ventajas de tener una madre enfermera es que me
ha transmitido nociones de primeros auxilios, así que corrí hacia allí y aparté a Ro-
berto, que me miró desconcertado mientras hacía lo posible por detener la hemo-
rragia. Por suerte, la bala no había hecho ningún daño irreparable, pero necesitaba
que le dieran puntos y le dije a Roberto.
―Hay que llevarla a un hospital.
―¡No! ¡Hospitales no! —gritó su madre, histérica.
―Necesita que le den puntos, Roberto. Si no, es posible que se desangre.
Él me miró atormentado, dudoso, pero finalmente una mirada de determina-
ción le cruzó el rostro cuando miró a su madre y cogió su móvil.
―¿Qué haces? —le pregunté― ¡Necesita que la vea un médico!
―Si la llevamos al hospital la detendrán. Conozco a un tipo que me debe un
favor y que puede ayudarnos.
―Pero —empecé a decir, pero él me volvió la espalda y comenzó a hablar
por teléfono con alguien. Finalmente, colgó y se dirigió a Iris.
―Necesito tu coche.
―Ni hablar. ¡Ella asesinó a Vincent! ¡Se merece ir a la cárcel!
―¡No te estoy dando a elegir! —exclamó Roberto, furioso.
―Iris, le mató para proteger a Roberto. ¡Vincent era un asesino, estaba loco!
Iris me miró, vacilante, y acabó por tenderle las llaves a Roberto, que cogió
en brazos a su madre y la metió en el asiento de atrás. Yo me senté a su lado para
atenderla e Iris se puso en el asiento del copiloto, con cara de amurrada.
Roberto arrancó y comenzó a conducir a toda velocidad por las calles hasta
una zona de la ciudad que tenía muy mala fama.
―Yo... tenía una relación con Vincent ―confesó Iris al rato. Me giré lenta-
mente para verla, preguntándome si acaso había más que descubrir esta noche―.
No conocía en absoluto sus planes de matar a Roberto y a su padre. Acepto que
sabía su odio hacia ellos por lo de Carla, pero... ―negó con la cabeza― Juro que
no te lo ocultaba, Caroline. Todo este tiempo, yo solo creí que era mejor dejarlo en
silencio. Pensé que tú lo sabrías todo, pero no de esta manera. Cuando Carla me

89
Hilo Rojo del destino El Club de las Escritoras

llamó, y supe que había muerto... No lo sé... Lloré, me angustié pero... No puedo
justificar sus acciones, nada del terrible mal que hizo, pero también lo comprendo
¿Me entiendes, Caroline? ―lloró y me esforcé por no hacerlo también, suficientes
lágrimas ya se estaban derramando por hoy―. No odio a esa mujer ―dijo señalan-
do a la madre de Roberto con un gesto de su cabeza―, pero ella... ella... Lo mató.
¡Y él también se convirtió en un asesino!
Levanté mi mano y coloqué la palma en su hombro. Iris me miró unos ins-
tantes, antes de regresar la vista al camino. Estaba ausente, con la mirada triste. Le
sonreí y ella me respondió de la misma manera, negando con su cabeza.
―Vaya nochecita... ―susurró.
―Ni que lo digas ―completé, mientras me centrada de nuevo en la madre de
Roberto y en su herida sangrante.
Después de callejear un rato, finalmente Roberto detuvo el vehículo y sacó a
su madre. Fui a seguirle escaleras arriba cuando vi que Iris no se movía.
―No pienso dejar solo el coche en este lugar —me dijo, aún enfadada.
―Iris, no creo que sea seguro que...
―Vas a entrar en un edificio en el que seguramente viva un criminal para
salvar la vida a otra criminal. No quiero tener nada más que ver en todo esto.
Suspirando y sabiendo que tendría que hablar con ella largo y tendido cuando
acabara todo esto, asentí con la cabeza y entré. Cuando llegué arriba, un gorila me
detuvo el paso.
―Viene conmigo –dijo Roberto. El tipo me dejó pasar y me sorprendí por la
lujosa estancia en la que nos encontrábamos.
―¿Dónde...?
―Están en esa habitación —señaló él a una puerta cerrada―. ¿Por qué me
seguiste?
―¿Por qué no me avisaste? —le pregunté en respuesta. Él sonrió ligeramen-
te y me abrazó.
―No quería implicarte más de lo que ya estabas. Mi idea era evitar que hi-
cieras algo ilegal, aunque parece que tú y tu amiga lo habéis acabado haciendo de
todas formas.
―No había otra opción. No ibas a dejarnos llevarla al hospital, y no hubiera
tenido oportunidades sin ir.

90
Hilo Rojo del destino El Club de las Escritoras

―Aun así, ahora sois culpables de un delito de complicidad y encubrimiento


por mi culpa.
―En fin... Por cierto, ¿dónde estamos?
―Es mejor que no sepas más.
En ese momento sonó un móvil y el gorila de antes llamó con insistencia a la
puerta en que estaban curando a la madre de Roberto, hasta que la abrió un tipo de
aspecto de gangster.
―La policía viene hacia aquí.
Nada más decirlo se armó un revuelo y miré por la ventana. El coche de Iris
ya no estaba.

91
Hilo Rojo del destino El Club de las Escritoras

Capítulo XIV
Hada Fitipaldi & Aline García

Horas después, mirábamos el lujoso barco del tipo con pinta de gangster
—Paolo, creí escuchar que se llamaba— zarpar con la madre de Roberto. No nos
había sido nada difícil evadir a la policía, ya que se notaba que tenían un plan de
escape perfectamente planificado que cumplieron con precisión mecánica.
Cuando el barco se perdió en el horizonte, nos dimos la vuelta y el tal Paolo
dijo:
―Ahora eres tú el que me debe una.
Roberto asintió con la cabeza y, tomándome de la cintura, me acompañó
hasta una parada de taxis y, desde allí, a casa, donde nos esperaba el detective
Bennet para someternos a un nuevo interrogatorio. Por suerte, Iris —porque no me
cabe duda de que fue Iris— realizó una corta llamada anónima desde una cabina
en la que decía únicamente dónde estaba la madre de Roberto, sin implicarnos a
ninguno de los dos, y como no tenía ninguna prueba no le quedó más remedio que
dejarnos marchar.
Según pasaba el tiempo, la policía fue desentrañando su propia versión de la
historia: Vincent, en un ataque de ira al enterarse de que Lorenzo era el verdadero
padre de su sobrino, lo había asesinado. Al mismo tiempo, la madre de Roberto,
que había logrado escaparse del hospital e iba en búsqueda de su ex-marido, acabó
topándose con que éste había sido asesinado. Fue entonces cuando, por curiosidad,
decidió averiguar quién lo había hecho; por eso se hizo con los videos de seguridad.
Al visualizarlos, descubrió los planes que tenía el profesor de matar a su hijo tam-
bién, por ello, la mujer se propuso acabar con su vida antes de que le hiciera algún
daño a Roberto. Poco después, hizo la llamada anónima a la policía informando del
crimen y huyó con los videos... Y finalmente, llevó a cabo su venganza. Aunque
había una orden de busca y captura contra ella, estaba en paradero desconocido y

92
Hilo Rojo del destino El Club de las Escritoras

era casi seguro que nunca la capturarían. Eso me alegraba en parte, porque ella ya
había sufrido bastante, pero una pequeñísima parte de mí siguía pensando que sería
mejor que una persona tan desequilibrada estuviera a la sombra.
Aunque no hubo reproches con Iris, desde aquella noche nos fuimos distan-
ciando cada vez más y nuestra relación ya no era la misma, pero aun así, seguía-
mos siendo amigas.
Ella, por un tiempo estuvo algo deprimida por la muerte de Vincent, culpable
por no haber podido hacer algo con su odio, pese a que estaba al tanto de ello; sin
embargo, me llené de alegría cuando me di cuenta de que algo la estaba empujando
a salir adelante y era precisamente Víctor, el pequeño hijo de Carla, al cual había
adoptado como su querido sobrino y él parecía corresponderle en ese cariño frater-
nal que solo un bebé sabía dar.
Mientras más me acercaba a Roberto, quien me esperaba en la puerta de mi
casa, subido a su moto, no podía evitar soltar pequeñas risitas cuando recordé el
momento en el que, con gran sorpresa y entusiasmo, descubrí que Michael y Carla
empezaron a salir juntos; Iris fue quien los había presentado y al parecer, ambos
congeniaron muy bien. También el pequeño Víctor ahora crece con la protección
de su hermano mayor, Roberto. Eran buenas noticias. No pude imaginarme final
más feliz tanto para mi amiga, como para ellos, quienes merecían felicidad des-
pués de los todos nos vimos obligados a pasar.
Le di un fugaz beso en los labios en cuanto estuve enfrente de él, a la vez
que tomaba de sus fuertes manos el casco que me ofrecía y me lo ponía. Con gran
agilidad, debido a semanas de práctica, subí en la moto y lo abracé desde atrás,
apretándome a él.
Roberto condujo con la agilidad que le caracterizaba por distintas carreteras,
sin decirme en ningún momento a donde me llevaba. Sorprendida, observé como
detenía la moto ante una pequeña cabaña anclada en la orilla de una cala muy poco
transitada. La oscuridad poco a poco se iba tragando la luz que quedaba, dejando
apenas un resquicio anaranjado en el cielo del atardecer. Roberto me tomó de la
mano, y se dirigió hacia la casita de madera. Para mi asombro, sacó una llave del
bolsillo y abrió la cerradura de la puerta, haciéndome pasar.
―Pero, ¿qué es esto? ―pregunté mirando a mi alrededor.
La casa por dentro era muy acogedora y preciosa. La parte central estaba ocu-
pada por dos cómodos sofás, con una televisión plana en el centro de los mismos. A
la izquierda se extendía una cocina, tan solo separada del salón por una barra alta,
rodeada de un par de taburetes de madera. Al fondo la puerta estaba abierta, y pude

93
Hilo Rojo del destino El Club de las Escritoras

distinguir una especie de terraza cerrada con unas amplias puertas de cristal, tras
las que se veía la agitación del oscuro mar. Roberto me dirigió hacia allí, y cuando
entré en la habitación, una fragancia dulce y exótica llenó mis fosas nasales.
En una mesa a la izquierda, había varias velas de colores encendidas, que
daban una luz cálida a la estancia. Y a la derecha un amplio colchón se escondía
tras paños de seda muy fina de colores. Parecía un lugar de cuento. Roberto me
atrajo hacia él, posando una mano sobre mi cintura, y otra acariciando mi mejilla,
y colocándome un mechón del rizado cabello que caía suelto a mí alrededor.
―Este, preciosa, va a ser nuestro refugio particular. Solo tuyo y mío ―acer-
có su cuerpo aún más al mío, separándonos solo una molesta capa de ropa―. La
he comprado con un poco de dinero de la herencia de mi padre, y quiero besarte
en cada rinconcito de este lugar, que cada partícula de la cabaña sea testigo de lo
que te quiero.
―O sea, que me quieres ―susurré con tono pícaro; su respiración tan cerca
de la mía, provocaba un cosquilleo nervioso y excitante, que se expandió por cada
poro de mi piel.
―No creo que lo hayas entendido bien, nena ―me empujó hacia la cama,
haciéndome caer sobre la mullida superficie, quedando atrapada entre el colchón y
su cuerpo―. A lo mejor te lo tengo que explicar mejor ―su boca descendió hasta
mi oído derecho, provocándome un escalofrío que me atravesó por completo―. Te
quiero con cada centímetro de mi ser, y voy a besarte tantas veces y durante tanto
tiempo... ―siguió descendiendo con sus ardientes labios por mi mandíbula, hasta
llegar al cuello, dejando un reguero de besos que continuó un camino ascendente
hasta mi boca, quedando suspendidos sus labios a muy pocos milímetros de los
míos― que me pedirás a gritos que no pare jamás.
―Suena prometedor, nene... ―suspiré aspirando el aroma cálido de su alien-
to― Entonces, ¿a qué esperas?
Sin darme apenas tiempo a respirar, su boca captó la mía en un beso tan apa-
sionado y exigente, que me llevó hasta las profundidades del abismo, para después
despegar hacia el cielo más dulce que pudiera desear.

SEIS MESES DESPUÉS

Sonreí cuando vi a Roberto y a su madre sentados en una mesa lejana, toma-


dos de la mano y hablando. Me era difícil creer que ya había pasado medio año
desde aquella noche, donde esta mujer estuvo a punto de matarse.

94
Hilo Rojo del destino El Club de las Escritoras

Hacía menos de un mes que se puso en contacto con nosotros para decirnos
dónde estaba ahora viviendo, mientras se ocultaba de la ley. Nos dio una dirección
para que fuéramos a visitarla cuando pudiéramos y hoy había llegado el momento.
Después de tomar un avión que nos llevó hasta El Caribe, luego de varias
horas de vuelo, nos encontrábamos allí, de vacaciones, en una heladería cerca de
la playa y a punto de tomarnos un helado.
Yo regresaba de los aseos, pues había ido un momento al servicio, mientras
les dejaba un poco de intimidad a los dos. Sabía que tenían mucho de qué hablar y
que lo mejor era que, lo hicieran a solas.
Parpadeé lentamente cuando madre e hijo se giraron para mirarme. Me son-
rojé intensamente cuando comprendí que ya le había dado la noticia y con un gesto
de la mano, Roberto me invitó a acercarme con ellos.
Estiré mi mano lentamente cuando Roberto alzó la suya. Me sonrió tierna-
mente y yo asentí cuando él beso mi mano, específicamente el dedo en el que por-
taba un anillo de compromiso.
―¡Me da tanto gusto! ―exclamó la mamá de Roberto, mirándonos a ambos
con esa ternura que solo una madre podría ofrecer― ¡Tienen que venir a visitarme
antes o después de la ceremonia! ¡Se los ordeno!
Reí cuando me senté a un lado de Roberto.
―Aunque Caroline no quiere que la boda sea pronto... ―dijo él, haciendo
una mueca que nos hizo reír a ambas― Yo digo que cuanto antes, mejor. El destino
es el destino.
―Déjame terminar primero mis estudios ―aclaré―, después piensa en todo
lo que quieras.
―Mientras tenga nietos, yo seré feliz... ―comentó su madre. Eso me hizo
sonrojar fuertemente al tiempo que Roberto se reía con descaro.
―¡Y los tendrás mamá, los tendrás!
Aún sigo sorprendida de cómo cambió mi vida aquella primera vez que vi a
Roberto. Creo que cuando dos personas están destinadas a encontrarse y compartir
su vida, se les ponen pruebas que deben aprender a enfrentar juntos. Sé que suena
cursi, pero aprendí eso estando con él. Es algo misterioso, pero a la vez maravillo-
so. Es algo que no solo sucede en la ficción.
Se dice que hay una misteriosa red que entrelaza a todas las personas para
que sus caminos se unan…

95
Hilo Rojo del destino El Club de las Escritoras

―Te amo, Caroline... ―dijo Roberto, acariciándome el rostro.


Yo sonreí, feliz de poder decirle sin problemas, aquello que estaba alojado en
mi corazón.
―Te amo, Roberto.
…yo le llamo el Hilo Rojo del Destino.

Fin

96
Otros Títulos de:
“El Club de las Escritoras”

Pasión de medianoche
Relatos románticos paranormales
Autoras varias

Pasión de medianoche surge por iniciativa de El club de las escritoras. Es una compila-
ción de relatos románticos paranormales de autoras reconocidas en el universo de los
blogs literarios.
El resultado ha sido este atrapante material que reúne relatos de ángeles y demonios,
hombres lobo y vampiros, respectivamente.
Atrévete a soñar con sus autoras.
Otros Títulos de:
“El Club de las Escritoras”

Pasión de Navidad
Relatos románticos navideños
Autoras varias

Pasión de Navidad surge por iniciativa de El Club de las Escritoras. Es una compilación
de relatos románticos contemporáneos, históricos y paranormales, ambientados en las
festividades navideñas, escritos por reconocidas autoras del universo de los blogs litera-
rios.
El resultado ha sido este atrapante material, que reúne diferentes relatos unidos por un
lazo en común, la Navidad, que sin dudas logrará revivir tus recuerdos y hacerte palpitar
con cada una de sus letras.
Esta Navidad, atrévete a soñar con sus autoras.
Sobre las autoras
Las autoras de esta novela son parte de El Club de las Escritoras. Todas se unieron
para crear esta historia, depositando en ella sueños y anhelos.
Al finalizar su lectura, El Club de las Escritoras lo invita a conocer las obras que
anteceden a esta publicación, así como las que llegarán en un futuro, además de animarlo
a visitar las web individuales de las autoras con los siguientes link:
• timeforeverything18.blogspot.com/
• morsinamore.blogspot.mx/
• susanvalecillo.com
• escribolee.blogspot.com
• dulcecautivalopez.blogspot.com.es/
• sangreyhielo.blogspot.com
• magiayhechizoseternos.blogspot.com.es/
• pukitchan.blogspot.mx/
• besosvoraces.blogspot.com.es
• letrasidilio.blogspot.com/
O por medio de su Smartphone con los código QR:

También podría gustarte