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Ladrillos

de
Rorro Echávez
A mi viejo y a su chiquita,
por darme su corazón y todo lo que soy.
Índice

I. El pescador

II. Mi chocolate

III. Gracias a él

IV. Cincuenta y siete pesos

V. Estrella fugaz

VI. En mi patio

VII. Eres nadie

VIII. Miedo

IX. La oscuridad de la sala

X. Querido ladrón

XI. Sonrisas tristes

XII. El soñador
I. El pescador
Seis de la mañana.

Cada amanecer era único; la gama de azules se asomaba encima de los montes, la oscuridad
se encontraba con el reflejo del lago al mismo tiempo que se suavizaba su color por medio
de diferentes tonalidades, más claras, más serenas. El silencio de los grillos solía abundar
a la hora en que el vecino, por más arrugas presentes en su frente, se levantaba diario,
preparado con su caña de pescar y su frasco anticuado lleno de anzuelos rústicos y
coloridos.
Llamaba mucho mi atención ver a una persona tan grande hacer lo mismo todos los días
desde que tengo memoria. Me despertaba su tos irreconocible a distancia, no sabía si era
por alguna enfermedad o si la misma edad le raspaba la garganta. Yo solo ponía atención a
su rutina mañanera desde mi diminuta ventana. Colocaba mis pequeñas manos en el vidrio
frío para así observar mejor, para no perder ningún detalle. Su bote viejo tenía una frase
célebre en la parte trasera, pero a esta distancia no alcanzaba a leerla.
Preparaba todo de manera sistemática, colocando sus pertenencias dentro de su
cuna de madera. Se agachaba y tomaba dos remos, con los cuales con poca fuerza,
lograba su despeje de la orilla. Despacio, aquel pescador se iba desvaneciendo a través
del lago, dejando su silueta vagando como fantasma, volando encima del agua.
Coincidía la hora en la que ya no alcanzaba ver la lancha con la hora en la que mi
madre entraba a despertarme.
–¿Qué haces despierto Santiago?
–Nada madre…
Había una voz dentro de mí que quería acompañar a ese hombre, a perderse en el
horizonte tal y como él lo hacía todo el día. Soñaba despierto, ¿cómo sería estar
pescando en medio de un paisaje tan hermoso? Claro, prefería eso a realizar las
labores domésticas impuestas por mi Ma, donde la diversión no era posible debido al
cansancio de llevarlas a cabo.
Después de un largo día de trabajo, aparecía el viejo. Me impresionaba verlo entrar a su
casa con el cuello quemado, las venas del brazo saltando al cargar la cubeta llena de
pescados, y con el sombrero de paja que no podía faltar. Nunca había visto sí tenía pelo o
si era calvo. Llegaba cansado pero rejuvenecido; con los hombros caídos pero con una
sonrisa de esas que contagian satisfacción y alegría. Quería ser como él.
Abrí mi ventana. Me atreví a hablarle.
–¡Señor! – grité con fuerza– ¿Me puede enseñar a pescar?
Su mirada cristalina me miró con tranquilidad, y con una pequeña mueca me indicó que
me acercara a donde estaba. Fui enseguida para allá, sin interrumpir a la noche que
empezaba a envolver los cielos.
–¿Así que quieres aprender a pescar? –preguntó. Su afirmación sólo me hizo estar más
seguro.
–Si señor, me gustaría acompañarle.
–Así será, ¿Cuál es tu nombre joven?
Era la primer persona que me decía joven a lo largo de mi corta vida.
–Santiago señor.
–No me digas señor, así me dicen los desconocidos, Mateo me dicen los amigos. Pide
permiso a tu madre Santiago, que mañana salimos temprano, como bien sabes.
Corrí de inmediato a contarle a mi mamá de la futura aventura. Llegué con ella mientras
tendía la ropa. Mi corazón brincaba, mis manos tiritaban y mis palabras se enredaban
entre ellas.
–A ver, a ver, tranquilo hijo, no te apresures. Cuéntame.
Le conté del vecino y de su invitación para aprender a pescar. Mi madre me miraba con un
rostro triste. Nunca la había visto así.
–¿Por qué te pones así Ma?
–Nada hijo, es que no sé.
–Por fa Ma, llevo haciendo muy bien las tareas de la casa.
Después de varios minutos de silencio, aquella expresión negativa desapareció de su cara.
Había conseguido el permiso.

Cinco y media de la mañana.

Don Mateo no salía de su hogar, no se escuchaba su tos ni sus pasos. ¿Habrá pasado
algo? Empecé a acelerar el paso de la caminata alrededor de su cabaña, intentando
identificar qué pasaba. Me mantenía tranquilo el hecho de nunca haber estado despierto
tan temprano. Me creaba preocupación el hecho de siempre haber escuchado su
movimiento cada madrugada. ¿Debía esperar? No sabía si gritar, tocar o derribar la
puerta.

Seis y cuarto de la mañana.

El sudor recorría todo mi cuerpo, mi frente, mis manos. Tanto nervio me impulsó a ir a la
entrada. Iba decidido a intentar entrar sin importar nada. Al momento de tocar la chapa,
la puerta se abrió hacia dentro; era el pescador con su sonrisa bien colocada como su
sombrero.
–¿Emocionado verdad Santiago? Toma, ayúdame con esto.
En seguida limpié el sudor de mis manos con la parte trasera de mis rodillas y el viejo me
pasó su frasco anticuado, lleno de pececitos plastificados, de diferentes tamaños.
–Tardé en salir por estar buscando tu caña de pescar– me dijo mientras volteaba a ver el
artilugio en su mano derecha.
–Anda, toma, esta le pertenecía a mi hijo.
Su voz se escuchó frágil al darme el artefacto largo y medio pesado.
La caña estaba cubierta de polvo, parecía que llevaba años sin ser usada. Llamó mi
atención un pedazo de cinta anaranjada, enrollado poco arriba del mango negro y gastado.
–Vamos Santiago, se nos hará tarde.
Caminamos juntos; los pastizales acariciaban nuestras sandalias con delicadeza,
remojando nuestros pies con las gotas recolectadas por el rocío del amanecer.
Me encantaba respirar el olor a madrugada, sentir la frescura inundar mis pulmones,
contemplar como la naturaleza recorría mi esencia.
Por primera vez pude distinguir la frase escrita en la parte trasera del bote: “El Soñador”
–Señor, ¿quién es el ...
Mateo empezó a reír en silencio antes de que terminara la frase. ¿Por qué reía?
–Ya te dije que no me digas señor, dime Mateo.
–Mateo…
–Dime Santiago.
–¿Por qué tu lancha tiene escrito “El Soñador” ?– retomé mi pregunta sin vergüenza.
–Por alguien que era como tú, alguien que vivía soñando despierto.
Permanecí en silencio, intentando descifrar lo que acababa de escuchar. No me hizo
sentido. ¿Cómo sabía que así era yo?
Mi confusión se desvaneció al contemplar el reflejo del cielo en el lago; parecía ser la voz
del agua murmurando con un tono sutil y delicado. En ese momento me despejé de todo
pensamiento. Miré a Mateo; él seguía concentrado, remando constante, tosiendo de vez
en cuando. Seguí presenciando la serenidad del paisaje, me brindaba seguridad y calma.
–Ahora es tiempo, ya estamos a buena distancia– dijo el viejo.
Me enseñó a preparar el anzuelo de pala, a pescar con lombriz, poner el corcho y unos
plomos.
–¿Cada día se aprende algo nuevo verdad?– preguntó mi maestro con satisfacción.
–Nunca había salido a pescar y eso que vivo a lado del lago- contesté con impresión.
–Deberías venir más seguido conmigo, pescar es algo muy bonito.
–Mateo, ¿y a ti por qué te gusta pescar?
–Por momentos como estos Santiago, convivir con la naturaleza te hace vivir más años.
–¿Cuántos años tienes?
–Con decirte que cada año que pasa más joven me siento.
Sus frases me dejaban pensando, no podía entenderlas pero intuía que significaban algo.
–Y en todo este tiempo, ¿qué es lo más grande que has pescado?
–Una vez pesqué a una mujer divina de diecisiete, cuando yo tenía veintinueve años.
–¿Cómo? ¿Hay mujeres nadando debajo de este lago?
Mateo soltó una carcajada que logró contagiarme. No entendía; sabía que las mujeres eran
diferentes, pero no que pudieran respirar bajo el agua.
Aventamos los anzuelos, reímos y platicamos; yo mis aventuras, él las suyas. Mis
historias eran de niñas bonitas y goles de futbol en el recreo de mi colegio, las de Mateo
eran de viajes místicos y recuerdos lejanos. Me asombraba escuchar los detalles alma-
cenados con tanta felicidad en su memoria.
La pesca fue una experiencia religiosa; abundaba la risa, el silencio y la amistad. Pude
notar el temblor anormal de los brazos de mi nuevo amigo. Creo que por eso detenía la
caña en un pequeño tubo metálico soldado a la banca del bote. Mis pies tocaban el
fondo de madera rústico bien sellado, sin dejar entrar el agua que nos abrazaba.
Me asomé para ver a los peces nadando cerca, ninguno parecía estar interesado en la
lombriz de mi caña.
El sol salía cada vez más, marcando su trayectoria a lo largo del cielo que apenas hace
unas horas estaba recién despierto.
–Muchacho, no te distraigas, o no vas a pescar nada.
La curiosidad me había ganado y lo menos que estaba haciendo era estar pescando.
–Perdón–me disculpé.
–No te preocupes hijo. Levanta la caña y mira el anzuelo, pierde tu mirada mientras
observas el agua, verás como vas a concentrarte y así vas a pescar algo. Ten paciencia.
¿Cómo era tan sabio? ¿Quién le habrá enseñado a él? La duda me abordó de inmediato.
–Y a ti Mateo, ¿quién te enseñó a pescar?
–Me enseñó mi padre cuando tenía tu edad- suspiró nostalgia y un buen recuerdo.
–Cada día me aseguro de que si estuviera aquí, se sintiera orgulloso de mí.
La frase se incorporó a mi corazón, como ladrillo a la pared de una construcción.
–Yo nunca tuve un papá que me enseñara así como a ti– continué con tristeza– hace
muchos años gente mala se lo llevaron, me contó mi mamá.
Mateo volteó a verme, intentó decir algo pero se quedó sin palabras. Quise cambiar el
tema.
–Y tú, ¿le enseñaste a tu hijo a pescar?–pregunté. Toqué fibras sensibles.
De inmediato toda la armonía de mi maestro se alteró; su garganta se volvió débil, la tos
repentina cobró mayor intensidad, el temblor de sus brazos incrementó y su rostro
cambió de color.
– ¿Estás bien?– pregunté con un sentimiento de culpa.
– Sí Santiago, no te preocupes, ya es hora de regresar– dijo mientras tosía entre palabras.
– Pero no pescamos nada.
– No importa la pesca...
– ¿Cómo que no importa?
– Lo que importa es salir a pescar. No supe qué contestar.
–Entonces, ¿mañana saldremos a pescar otra vez?
–Claro que sí compañero.

Doce del mediodía.

Llegamos a la orilla, Mateo me pidió bajar las cosas. Él se fue caminando con indi-
ferencia, tristeza y algo de enojo a su casa, sin portar su sonrisa que tanto lo caracteri-
zaba. Dejé los artefactos en la entrada del viejo, entre ellos la caña de pescar de su hijo, y
pude ver a mi madre lavando la vajilla en la cocina. Me fui corriendo a contarle mi
aventura.
–Hijo, ¿cómo te fue con el vecino?–preguntó mi madre angustiada–Parece que no la
pasaron muy bien.
–Todo iba perfecto Ma, estábamos riendo, platicando y divirtiéndonos, hasta que
salió el tema de su papá y de su hijo…
–¿Te platicó de su familia?–me cuestionó exaltada.
–Si Ma, de cómo su papá le había enseñado a pescar, y de…
–¡Ya! ¡Ya no me cuentes nada Santiago! No quería decirte esto, pero ese señor tiene una
familia muy mala. No pensé que fuera a ser tan imprudente contigo. No debí…
–No mamá, no hizo nada malo.
–No hijo, tú ya no vuelves a ir a pescar. Quédate aquí, voy a hablar con él. No es posible…
–¡Pero Ma…!
Sentí la puerta en mi cara.
Por más que quería desobedecerla, prefería no verla enojada. Salí corriendo a mi
cuarto para poder ver todo desde mi ventana. Mi madre llegó a la puerta del vecino,
estaba furiosa. Empezó a golpear la entrada con mucha rabia. Salió Mateo, y antes de
empezar a hablar, voltearon a verme y cruzamos miradas. Me escondí lo más rápido que
pude. Después de unos segundos me asomé con cuidado pero ya no estaban. Me embar-
garon un sin fin de preguntas.
¿Por qué se habrá enojado tanto?
¿La familia de Mateo le habrán hecho algo a mi mamá?
¿Acaso era la misma gente mala que se habían llevado a papá?
La curiosidad empezó a arañarme lento y constante. Solo tenía que esperar a la salida de
mi madre para recibir una explicación, creo que ya no iba a poder ser amigo del viejo
pescador. Me quedé esperando pegado en mi ventana, intentando ver algo, aunque poco a
poco mis párpados luchaban por estar cerrados.
Estábamos tres personas sentadas en el bote; el vecino, un niño y yo. Mi caña la tenía el
otro muchacho, pero noté algo, no tenía el pedazo de cinta anaranjado. Intenté ver lo
que tenía escrito pero no alcanzaba a visualizarlo. La lancha era más larga y ellos
estaban sentados hasta la otra orilla. Me asomé al agua y veía algodón de azúcar debajo,
parecía que estábamos flotando en el cielo. Los cerros a lo lejos ya no estaban, solo
había un paisaje de nubes blancas.
–¡Mateo!–grité lo más fuerte que pude.
Los dos voltearon a verme. El rostro del niño se veía borroso, mientras que el del
pescador resplandecía,
–Ven Santiago, voy a enseñarles a pescar a los dos juntos.
Me levanté de mi lugar y salí corriendo para conocer a ese nuevo compañero.
De pronto, un fuerte golpe me despertó. Enfoqué la vista; la puerta del vecino acababa de
ser azotada. Pocos segundos después entró mi madre a mi cuarto muy indignada.
–Santi, ya hablé con ese señor. Nunca más te vuelvas a acercar. ¿Entendido?
–Sí mamá, pero ¿por qué?
–No andes preguntando y haz caso. Es una persona mala.
–¿Cómo la que se llevó a papá?
La mirada de mi madre exhaló tristeza. Nos quedamos viendo. De pronto sus ojitos
hermosos se empezaron a mojar, y estalló. Nunca antes había visto llorar a mamá.
Me quedé viéndola y no tuve otra respuesta más que abrazarla con todas mis fuerzas.
–Solo haz caso Santiago–me dijo mientras sus lágrimas besaban mi rostro.
–Sí mamá–mentí.
Tenía que saber la verdad, no podía quedarme así. La única hora donde no estaba
despierta mi madre pero el vecino sí, era un poco antes de las seis de la mañana.

Cinco y media de la mañana.

Tuve el mismo sueño, ahora descubrí algo nuevo. Se veían igual los integrantes de la
lancha; el rostro borroso del otro niño y la cara del pescador mucho más luminosa. Pude
notar con más detalle como lo abrazaba y lo cuidaba, lo tomaba fuerte de los brazos y le
ayudaba a lanzar la caña. Creo que era su hijo. Creo que yo le recordaba a su niño.
Me levanté con cuidado, no podía hacer ningún ruido. Recorrí la casa sigilosamente. Me
asomé a la recámara de mi madre, se veía tan bonita mientras dormía, como de
costumbre. Abrí la puerta, salí de mi casa y me acerqué a la entrada del vecino. No
se escuchaba ningún ruido. Empecé a deambular por los alrededores de su hogar y
noté las cortinas cerradas. Que raro, nunca me había fijado que tenía cortinas. Seguí
caminando, presentí algo. Regresé a la entrada principal para intentar entrar a la casa.
Intenté abrir la puerta; no tenía seguro, se encontraba entreabierta.
Me adentré en la casa del pescador; era clásica y rústica. Mientras me deslizaba con
calma, veía las fotografías familiares y mi curiosidad alerta recorría el pasillo. Estaba
vacía, el viejo ya no se encontraba. Creo que mi mamá tenía razón, la gente culpable
siempre se escapa y huyen de sus problemas.
Al pasar por la sala, vi mi caña. Ya no tenía la cinta anaranjada arriba del mango. Decía
“Santiago”. Creo que Mateo le había escrito mi nombre antes de marcharse, aunque la
letra se veía un poco desgastada. Pero yo ya no quería esa caña que le perteneció a gente
mala. La empujé con desprecio y al mismo tiempo saltó un pedazo de papel:

25 de septiembre de 2001
Santiago,

Me tuve que marchar. No me odies, si me fui, fue por buenas razones. Corría peligro nuestra
amistad, y preferí mejor cambiar de lugar. Me movió el deseo de continuar platicando contigo,
aunque sea por cartas...

–¡Qué haces Santiago!–interrumpió la voz de mi madre desde la entrada. Escondí la


carta de inmediato, no podía dejar que mi mamá la viera.
–Vine a buscar a Mateo mamá, quiero saber lo que está pasando.
–Mateo ya se fue Santiago, ¿ves? Es gente que no vale la pena, manipuladora, todas las
palabras que salen de su boca son mentiras y engaños. No dudo que haya dejado algún
mensaje para ti. Él sabía que vendrías a buscarlo.
–No dejó nada, solo esa caña fea y desgastada pero ya no la quiero.
–Vámonos hijo. Regresemos a desayunar a la casa. Gracias a Dios ya no pasó nada más.
Seis de la mañana

Cada amanecer era único; la gama de azules se asomaba encima de los montes, la
oscuridad se encontraba con el reflejo del lago al mismo tiempo que se suavizaba su color
por medio de diferentes tonalidades, más claras, más serenas. El silencio de los grillos
solía abundar a la hora en que yo me levantaba diario. Recargaba mis manos grandes
en la ventana, pensando que vería al viejo amigo que antes a la misma hora despertaba.

Quizá fue una amistad de un día, pero sentí que lo conocía de toda la vida.
Quizá no debí de haber despreciado esa caña que me dio de regalo.
Quizá, no sé, algún día termine de leer la carta de Mateo.
II. Mi chocolate
Me encantaba verla; su sonrisa perfecta, sus ojos color turquesa, parecidos al mar que
roza con la arena, su piel de azúcar morena, su manera de hablar, todo de ella. Cada vez
que salía del colegio, me sentaba en la banquita dentro del portón, donde podía
observarla sin que ella lo notara, a escondidas, como estas mariposas ocultas dentro de
mi mochila. Don Sotero nos cuidaba a todos en aquel lugar, sin dejarnos salir a menos
de que trajéramos un recadito firmado por nuestra mamá.

Pasaban las semanas, y entre más la escuchaba hablar, más bonito sentía, una mezcla de
nervios y frío, pero bonito. Ella ni cuenta de todo lo que provocaba en mí, no tenía ni idea
de la forma en que me gustaba. Era mucho más alta y delgada, como diría mi madre,
“parecía de porcelana”.

Solo había un pequeño detalle; otro le gustaba. Creo que por eso me llamaba la atención.
A todos mis amigos nos encantaba, pero su corazón pertenecía a uno que no era de
nuestro salón. Suertudo, ¿qué tenía él que no tuviera yo? Feo no estoy; todas las co-
madres de mi mamá siempre me chulearon, los cachetes siempre me pellizcaron. Y por si
fuera poco, sabía muy bien hablar inglés y la tabla del nueve te la podía repetir de
cabeza a pies. Me daba coraje, enojo, pero sobre todo, desamor.

Un día llegué triste a mi casa, mi hermana de inmediato lo percató.


–¿Qué te pasa Enrique?– preguntó.
–María, es que me gusta alguien. Ella con emoción saltó y brincó.
–Cuéntame, cuéntame, ¿quién es la afortunada?
–Me da pena contarte, ¿después si?
–Claro, pero me cuentas, solo dime, ¿por qué tan triste?
–Su corazón ya es de otro, y no sé qué hacer.
–Solo te diré algo hermanito; en la guerra y en el amor, todo se vale.
–¿Cómo? No entiendo.
–Si en verdad la quieres, ve y díselo, sin miedo, no te quedes con las ganas, anda, ve,
inténtalo.
¿Cómo iba yo acercarme? Mis nervios me traicionarían, mis manos empezarían a
temblar, todo mi cuerpo no iba a funcionar en el momento. Pero eso sí, no podía
rendirme todavía. Mi hermana se había encargado de dejarme la espinita muy clavada,
me dejó esperanza. Si le decía que me gustaba, ¿que perdería?
Así fue como me armé de valentía. Le pedí a mi hermana que me ayudara a conquistarla.
–¿Hoy le dirás?– preguntó feliz mientras yo por dentro moría.
–Si María, hoy es el día.
–¡Qué emoción! Ve, dale esto, seguro le encantará.

Lo guardé en mi mochila, la cual pesaba como si tuviera ladrillos dentro.


Sonó el timbre de salida.

Nunca había sentido tanto nervio, mi pecho muy fuerte latía. No le conté a ningún
amigo, no quería que mi plan fuera estropeado. Cuando la viera, iba a llegar directo con
ella, decirle lo que siento y darle lo que mi hermana me había dado.

Caminé y en cada paso, mi corazón iba botando, más fuerte, más rápido. Pasé el
portón, ahora me senté en un lugar diferente.
En eso la vi.
Ahora o nunca, me dije a mi mismo, imitando esas películas de acción donde el actor
principal toma valor. Me acerqué a la puerta.
–Don Sotero, ¿me deja salir un momento?
–¿A dónde vas Quique?
–Voy rápido a decirle algo a ella.
Sotero volteó a verla, y cuando regresó la mirada, supo lo que tenía entre manos y
sonrió con gusto.
–Claro, vas con todo campeón.
Iba pasando a todos los demás niños, quitando a unos y empujando con cuidado a
otros. Nada podía detener mi camino.
–Hola–le dije.
Nunca la había visto tan de cerca. Era muy alta y muy bella.
–Hola Enriquito, ¿qué pasa?
No pude hablar, no pude moverme. No pude articular ninguna palabra. Se me quedó
viendo confundida, inclinando la cabeza a la izquierda. Actúe rápido, extendí mi brazo y
mirándola a los ojos, abrí mi mano.
–Solo quería decirte que te quiero maestra, y que te doy mi chocolate.
III. Gracias a él
Gritos de dolor, gemidos de angustia, lágrimas de miedo. Los bombardeos y disparos
hicieron del pueblo el mismo infierno, todo ardiendo en llamas, desde personas hasta
esperanzas. Muchos niños quedaron huérfanos, chillando de miedo en las calles con sus
caras cubiertas de escombros y polvos. La tragedia había llegado a la comunidad de San
Vicente en el estado de Nayarit. Ya era hora, las autodefensas llevaban resistiendo al
narco hace tiempo. Fueron semanas de terror, donde las calles se llenaron de muerte y
dolor. Los pueblerinos defendían sus ideales, no querían que secuestraran a sus esposas y
mucho menos que violaran a sus hijas. Era impresionante ver tanta sangre derrama- da,
tantas familias separadas.
Pasó el tiempo, y junto con él se fue todo menos los recuerdos. Llegaron los equipos de
rescate a inspeccionar casas en busca de vida. Al entrar a un hogar casi destruido con
la loza derribada y las paredes tocando el piso, vieron una imagen de una virgen casi
intacta, sin ningún rasguño, sin ninguna marca. Pero más sorprendente fue ver a una
persona protegido por Ella, debajo, cubierto de polvo y pedazos de ladrillos rotos.
–¡Encontré a un niño! ¡Ayuda!– gritó con fuerza el rescatista.
Llegaron varios del equipo de inmediato, sin demorar empezaron a quitar todo lo que
aplastaba al muchacho. No se podía mover, solo su boca y sus ojos tenían movimiento.
Con rapidez lo llevaron a la ambulancia, en donde fue transferido al único hospital
del pueblo.
–Hijo–dijo el doctor–tienes una lesión medular grave, es una fractura vertebral en las
cervicales.
Su voz se tornó frágil.
–Nunca más tendrás movimiento del cuello a los pies. El niño se le quedo viendo con sus
ojos llorosos.
–Entonces, ¿ya no podré jugar futbol?– preguntó el niño con inocencia.
Al doctor se le partió la voz junto con el corazón, un nudo en la garganta casi bloquea su
respuesta.
–No hijo, pero en pocas semanas podrás estar sentado, podrás ver a la gente jugar y
disfrutar como un verdadero aficionado.
La enfermera sintió tristeza, y más porque nadie estaba con el niño. Había perdido
todo, desde su familia hasta la libertad de caminar.
–María Isabel, ve y deja al niño con Luis Alfredo, el paciente del cuarto 803. Creo que por
la edad podrán ser muy buenos amigos él y Miguel.
El doctor se acercó con cautela a la enfermera, sin que el pequeño se diera cuenta.
–Recuerda, no vayas a comentarle a Miguel el diagnóstico de su futuro compañero, a
Luis no le gusta que lo traten diferente por ningún motivo.
La enfermera asintió, tomó su posición y llevó en la camilla al niño acostado. Con-
forme avanzaba, veía como Miguel callaba sus lágrimas mientras veía el techo blanco y
descuidado de los pasillos del edificio lleno de llantos. El huérfano recostado solo escu-
chaba lamentos, gente en los pasillos con los corazones deshechos.
–Enfermera, ¿por qué existen las guerras? ¿Por qué las personas no arreglan sus dife-
rencias de otra manera?– dijo el paciente al aire, sin poder voltear a verla.
María Isabel no supo contestar, ella no entendía de política ni de las razones por las
cuales la gente mataba, su vocación la convertía en una completa ignorante, sin capaci-
dad de comprender las acciones que a su alrededor pasaban.
–Por egoístas Miguel, cada quien ve por su propio bien, sin pensar en los demás.
La respuesta lo dejó insatisfecho, pero ya no quiso molestar a la enfermera con otra
pregunta.
–Llegamos a tu habitación, vas a compartir cuarto con un niño muy especial que fue
encontrado igual que a tu hace unos días, su nombre es Luis Alfredo, vas a ver que bien
se van a llevar.
Abrieron la puerta y el otro paciente estaba dormido, acostado en su cama pegada a la
ventana. El cuarto se sentía frío y vacío por tener a la soledad como visita principal. La
enfermera cargó a Miguelito, casi no pesaba nada, quién sabe cuánto tiempo estuvo sin
comer bajo los escombros de aquella casa abandonada. Acomodó con cuidado aque- llas
piernas y brazos que parecían estar desconectados.
–En cuanto despierte Luis podrás platicar con él, te va a caer muy bien– dijo con
seguridad María Isabel.
La enfermera se marchó por primera vez, y Miguel se sintió más triste, ya no sentía
protección, no sentía atención. Su lesión en el cuello hacía que no pudiera voltear a ver a
su compañero, solo podía sentir que estaba a su lado, que no estaba solo en ese cuarto
extraño. Sus ojos se fueron cerrando poco a poco mientras veía el techo pálido y desali-
ñado. Mañana será otro día.

...

–¡Hola!– Miguel escuchó una voz por la mañana.


–Hola– contestó al abrir los ojos.
Realizó un esfuerzo inútil para voltearlo a ver. Todavía no se acostumbraba a vivir con
esa incapacidad.
–Mi nombre es Luis Alfredo, ¿y el tuyo?– preguntó su compañero de cuarto, acostado
también en su cama.
–Miguel. Me llamó Miguel.
–¿Qué tienes Miguel?¿Por qué te escucho tan triste?
–Es que no puedo voltear a verte, solo veo para enfrente, no me puedo sentar, mis
piernas no funcionan, no puedo hacer nada– decía Miguel mientras sus ojos empezaban a
llenarse de lágrimas.
–Ey, no te sientas mal, yo tampoco puedo hacer muchas cosas– le dijo Luis.
–¿Tú que tienes?
–Prefiero no decirte Miguel, no me gusta hablar de cosas feas. Mejor te diré que si
tengo: plática, imaginación y puedo contar cuentos. Si quieres, yo puedo ver por ti y
puedo narrarte todo lo que está pasando, siempre ocurren cosas interesantes en las ca-
lles de nuestro pueblo y desde la ventana del cuarto me puedo asomar.
A Miguel le cambió la cara, hace rato que no sentía sus mejillas levantadas.
–A ver Luis, cuéntame, ¿hay algo interesante ahorita por la ventanilla?
Miguel escuchó como Luis se movía y se paraba de su cama. Escuchó su voz de una
distancia más lejana.
–Orale Miguel, que bueno que me dijiste, ahorita está pasando un desfile de mucha
gente, parece que van marchando por las calles, son hombres y mujeres, todos ves-
tidos de blanco, creo que pelean por la paz en San Vicente. Se ven señoras enojadas,
todas cargando pancartas con frases apoyando la causa. Espera, parece que van lle-
gando los soldados.
–¿Qué va a pasar Luis?
–Va a haber un enfrentamiento, los militares se están bajando de sus vehículos. Están
cargando sus rifles largos, apuntando a la gente de blanco.
–Sígueme contando– dijo el paciente recostado intrigado y preocupado.
–Los de blanco siguen caminando, no se detienen. Sus cánticos son más fuertes. Los
soldados empezaron a apuntarles con sus cuernos de chivo, dispuesto a dispararles.
–¿Qué más ves Luis?– preguntó Miguel con miedo mientras intentaba mover su cuello.
–Están viéndose de frente, ningún grupo cesa, ambos los mantienen de pie sus creencias.
Hay mucha tensión, en cualquier momento se podría detonar una batalla. ¡Vaya! Los
soldados anuncian su retirada, corren a sus vehículos y se largan. ¡La gente de blanco ha
triunfado!
–¿Por qué se fueron?
–Quién sabe, no entiendo, ¡pero lo impactante fue ver como no se rindieron! Me
impresiona ver el pueblo por el que luchan esas personas. La vista de aquí no se parece
a lo que conocimos. De aquí el pueblo se ve diferente. Aunque esté sin aliento, derribado
y destruido, empieza a haber brotes de vida, desde este octavo piso se notan los árboles
crecer, verdes, inmunes e ignorantes a todo lo que ha pasado. Algunas construcciones
están de pie, pero se ven tristes, mirando a sus amigos en el piso. No les queda más que
continuar indiferentes y seguir su rutina diaria. Permanecer inmóviles.
–Luis…– interrumpió Miguel– ¿Me podrás describir que ves cada día? Siento que
puedo ver cada vez que escucho tu voz.
–Claro que sí amigo, pero quiero que ya no pienses en las cosas que no puedes hacer.
–¡Trato hecho!
La amistad fue creciendo, con tantas historias que Luis le fue contando a Miguel,
cada día era algo diferente; si había algún enfrentamiento en las calles o algún
rescatista entrando a un edificio, Luis con su imaginación lo narraba con drama y
suspenso. Miguel poco a poco recobró la esperanza, con el apoyo de su compañero, ya
no sentía tristeza ni lástima. La enfermera se alegraba cada vez que entraba y veía a los
dos pacientes atacados de la risa, compartiendo una amistad en medio de un hospital,
donde abundan los llantos y carecen las sonrisas. “Qué hermoso milagro” María Isabel
decía y más por percatar como las lesiones de cada paciente desaparecían en ese lugar.
La inocencia de los niños y su ignorancia del futuro, hacen que vivan el presente, por
eso disfrutan más la felicidad que cualquier adulto.
...

Conforme pasaban los días hubo algo extraño que la enfermera fue notando. Miguel se
iba recuperando; sus músculos iban aumento y el color de su piel ya se veía sano. En
cambio, su compañero de cuarto todo lo contrario; sus piernas y brazos perdían fuerza,
su piel se volvía cada vez más pálida y más reseca.
Una noche, Miguel despertó al escuchar un fuerte golpe.
–Luis, ¿estás bien?
–…
–¿Luis?
–Habla...le a Ma...
Miguel se alarmó, empezó a gritar con todas sus fuerzas.
–¡María!¡María!
Miguel empezó a entrar en pánico, su coraje iba creciendo por no poder ayudar a su
compañero de cuarto.
La enfermera llegó de inmediato, prendió la luz y pudo ver como Luis estaba tirado en
el piso sangrando. Salió corriendo por el niño a quien cargó con facilidad y lo volvió a
colocar en su cama.
Examinó la herida en la cabeza, se veía muy grave, la fragilidad de su cuerpo estaba en
contra. La parte lateral estaba abierta, la piel seca no favoreció aquel golpe. Colocó una
venda para prevenir que más sangre saliera.
–¡Auxilio!– gritó María con nervio.
Llegaron sus compañeros, les comento el tamaño de la herida y no dudaron en lle- varlo
a la sala de urgencias. Miguel no podía voltear, solo veía las sombras proyectadas en el
techo paralelo a dos metros de distancia.
–¿A dónde lo llevan?–preguntó Miguel con miedo.
–Vamos a coserle en una sala especial, su herida está abierta y se puede infectar.
–Luis, al rato nos vemos amigo– dijo Miguel mientras iban saliendo.
–Gra…
Se cerraron las puertas de la habitación.
Ahora Miguel no lloró en silencio, sus llantos se escuchaban fuera de su cuarto. Presintió
algo.
Momentos después, entró María Isabel. Pudo sentir su alma fragmentada. No dijo ni
una palabra, solo abrazó con fuerza a Miguel mientras sus lágrimas se combinaban.
–María...–pudo articular el paciente–¿Por qué murió?¿Alcanzó a decir su último adiós?
–Se despidió con una frase Miguel: Gracias a él pude ver

–¿Cómo? No entiendo, ¿qué significa eso?


–Luis Alfredo era ciego, tú fuiste su inspiración para poder ver por esa ventana que no
tiene vista a ningún lado, más que a la pared destruida y gris del edificio del otro lado.
IV. Cincuenta y siete pesos
Sientes que ya has vivido esto; cincuenta y siete pesos marca el taxímetro.
Pones cara de susto. Buscas tu cartera en el bolsillo izquierdo de tu pantalón medio
desgastado. Metes la mano, temblorosa, con miedo. Una gota de sudor empieza a
recorrer tu frente. Haces como si necesitaras lentes.
–¿Cincuenta y siete pesos?– preguntas al mismo tiempo que ya tienes tu cartera
desgastada entre las manos.
La abres y la cierras.
–Cincuenta y siete pesos joven– te contesta el taxista. Te quedas en silencio.
No los tienes.
Respiras profundo y abres la puerta.
Corres, corres sin voltear atrás. Escuchas gritos y maldiciones, proviniendo de alguien
que te dio un buen consejo al final del recorrido. Sigues corriendo, no paras. El
cansancio no te detiene. La vergüenza te impulsa. Doblas a la derecha, luego a la
izquierda. Llegas a la reja de Doña Lupita. “Que ingenua” piensas mientras la saltas
sin problema. Cruzas su pequeño patio, los perros del barrio te desconocen, te ladran.
Seguro es la loción, nunca te la habías puesto, nunca habías utilizado loción. Les chiflas
como siempre, se calman al reconocerte.
Te tranquilizas, el peligro ha pasado. Volteas a ver las calles llenas de baches y de
asaltos, ves niños jugando futbol, soñando en ser futbolistas, en ser héroes nacionales.
Los observas un rato más. Ves como celebran; meten goles y se levantan la camiseta,
besan su escudo, se abrazan, como son fieles a su país. Recuerdas que tu eras idéntico.
Recuerdas y suspiras.
Te duele el brazo, sientes como un raspón. Volteas. En efecto; tu camisa nueva esta
rasgada de esa parte. Te da coraje, recién la habías comprado con el 50% de descuento.
Así son las cosas materiales, espontáneas, no perduran. Bueno tu pantalón si, esa
mezclilla que compraste en el bazar del barrio era buena, seguro le perteneció a algún
niño riquillo que le sobró y lo donó. Si existe gente así, buena de corazón.

Volteas al cielo, la noche crece y con ella misma las estrellas. A ella le encantaba ver las
estrellas. Haces una mueca que denota tristeza, nostalgia, ganas de volver a verla.
Basta. Basta de estar parado en media calle, soñando, extrañando. Caminas cansado,
aquella corrida te agotó lo suficiente como para bajar tus hombros y arrastrarlos. Los
niños ya estaban en sus camas, hacía rato que las doñas los llamaron con fuerza.
Ninguno desobedece, ninguno se atreve a recibir un chanclazo que quien sabe como
cada señora del barrio tiene una puntería para darles justo en la boca. Tal y como a
ellas mismas las educaron, con golpes y uno que otro cinturón blanco bien acomodado.
Sigues caminando, observando las fachadas llenas de grietas y colores, mecedoras
recopiladoras de momentos en las entradas de las casas, todas las azoteas con perros
observándote. Sucios, llenos de pulgas, como tu casa.
–¿Hijo dónde estabas? Nos tenías con el Jesús en la boca hombre– la hermosa voz de tu
madre enojada, entre gritando y calmada, claro, sin hacer tanto ruido porque luego
despertará a todos tus hermanitos. Bajas la mirada.
–Después te cuento Ma– dices con decepción.
–¿Qué pasó hijo? ¿Por qué la cara larga?
No quieres contarle, ahorita no. Recién te acaba de ocurrir. Mejor lo guardas, luego le
platicas. Se te queda viendo con duda, espera una respuesta. Mientes.
–Se me rompió la camisa– dices mientras estiras tu codo. Ella toma tu brazo con fuerza
y sin delicadeza.
–Y esa, ¿de dónde la sacaste?
–Me la prestaron Ma– dices sin verla a los ojos.
–Pos que irresponsable Hugo. A ver, quítatela, ahorita la coso.
Pocas personas como ella; atenta, solucionadora de problemas, luchona. Le das un beso
en la frente, aunque sabes que se merece más que eso.
–Gracias Ma.
La abrazas, te abraza poco tiempo. Ella nunca ha sido cariñosa. No es que no te quie- ra,
más bien demuestra su amor por medio de su servicio incondicional, de diferente
manera. Por eso, cada vez que lavas los platos te besa y te apapacha tanto.
Caminas por tu humilde morada, pequeña, estrecha, llena de retratos desde tu ta-
tarabuela hasta tus primas terceras. Tu cama te espera con tu hermanos menores ya
dentro de ella. Terminas de desvestirte, el pantalón lo avientas a la esquina del cuarto, y
te metes en calzones con cuidado, para no despertar a nadie.
Cierras los ojos para olvidarla, crees que con dejar caer tus párpados podrás borrarla.
Duermes, sueñas con ella y despiertas.
Como cada mañana, la alarma de los gallos y los rayos de Sol te levantan. Caminas a la
esquina, recoges tu pantalón, vas al patio por una camiseta y te alistas. Pan recién
horneado y cafecito de olla te esperan en la cocina. El vapor del piloncillo consiente tu
nariz y lo saboreas. Tu madre está ahí, esperándote como siempre mientras prepara
unos huevos con chorizo.
–Ya me voy Ma– te despides mientras terminas rápido de desayunar.
–Hijo, ¿traes lana?
–No, no traigo nada.
–Agarra cincuenta pesos de ese cajón, por si acaso.
Abres el cajón; tus ojos se iluminan, hacía rato no veías tanto dinero. Fácil había como
doscientos pesos, si no es que más. Se te hace fácil tomar el billete de Sor Juana, al cabo
no lo piensas usar. Solo por si acaso.
Sales de tu casa con ganas de cambiar tu realidad y la de toda tu familia. Caminas a la
esquina, subes al camión, sacas las monedas contadas dentro de tu bolsillo izquier- do y
le pagas a Don Carlos. Tomas el tubo para no caerte. La gente va empujando y
embarrando su tristeza, pero a ti no te afecta, tu ves la vida de diferente manera, todo,
incluso a ella. Recuerdas y suspiras.
Bajas de la pecera a dos cuadras de donde trabajas. Vas puntual, no hay prisa de
caminar más rápido. Contemplas la ciudad, es muy diferente de donde vienes; bien
conservado, moderno, limpio, higiénico. Entras al café por detrás, tomas tu uniforme y
te cambias en el baño para empleados. Colocas la placa de tu nombre con orgullo del
lado de tu corazón. Saludas a tu compañera Carolina la chaparrita, igual que tu,
echándole ganas a la vida.
Realizas a la perfección la rutina de siempre; atiendes con tu sonrisa bien puesta, escuchas
a los clientes, tomas sus órdenes. Parece ser un día normal, hasta que la ves entrar.
No hace falta cerrar los ojos para olvidar, hacía falta un nuevo perfume que admirar.
Nunca habías visto algo parecido; desde que entró al lugar la atmósfera tomó otra
tonalidad, su cabello se mueve al ritmo de su cadera y los lentes le agregan misterio y
sensualidad. Esa blusa amarilla le queda a la perfección. Calculas con rapidez; noventa–
sesenta–noventa. Bueno, quizá un setenta de cintura. Reaccionas. Si te ve con uniforme
pierdes cualquier futura oportunidad.

No, no puedes desperdiciar algo así.


–Carolina, ¿me puedes cubrir? Tengo que ir al baño– dices fingiendo no aguantar las
ganas.
–Claro Hugo, yo te cubro.
–¡Gracias!
Huyes de la caja mostradora. Tomas tu camisa, te cambias con rapidez y regresas el
uniforme a su lugar. Sales por donde entraste hace apenas unas horas. No te puede ver
con ropa tan fea. Checas tu cartera; tienes el billete verde patrocinado por mamá, y a
lado ves una tienda:

“50% de descuento en todas las camisas de vestir”

Lo vale. Entras a la tienda confiado, aunque nunca habías entrado a una antes. Tomas
la primer camisa decente a la vista, a parte de buena, era barata y bonita. La pagas sin
pensar. No preguntas cuánto vale, sabes que contar el dinero enfrente de la caja
registradora es hacerle saber al cajero que batallas con el dinero. Y sí, batallas, pero no
importa. Ahí mismo te pones tu nueva compra, les dejas a cuidar la camiseta vieja que
traías puesta. Por ti mejor ya no tenerla.
Acomodas tu cabello, abrochas los botones de tu camisa y entras por la puerta principal,
no como empleado, como todo un cliente. Carolina se queda viendo impactada,
confundida y desconcertada. Vas con ella.
–Caro otro favorsote, dame un café, después lo repongo. Está molesta, pero accede.
Entiende tu plan.
Recoges tu café; tiene escrito tu nombre por primera vez. Pediste el que más te piden. Lo
pruebas, nada parecido al café de olla hecho en casa. Ves a la mujer, sentada en un
sillón con su computadora. ¿Cómo le harás? Piensas alternativas, no encuentras ni una
más que acercarte. No te da pena ni miedo, y con tu camisa nueva menos.
–¿Me puedo sentar contigo?– interrumpes mientras ella escribía. Voltea a verte, esta
confundida.
–Y te invito un postre– dices la frase como un as bajo la manga. Suelta una risa que
levanta sus mejillas.
–Claro, siéntate.
–Señorita– le hablas a Carolina para pedirle el postre–. ¿Nos podrías traer un pay de
queso?
Carolina te mira, cierra sus ojos con celos, ¿acaso será envidia? Pero a ti no te importa,
volteas con la chica a tu lado. Sonríes y suspiras.
La plática parece de fantasía, hace mucho que así no te divertías. Ríes y ella también, la
tienes muerta, fascinada. No tiene sentido, te enamoras con cara mirada que cruzan. Te
hace preguntas sobre la vida, las contestas y ella se te queda viendo asombrada. Pa- san
los minutos, las personas entran, toman sus cafés, conversan y se van, pero ustedes ahí
siguen, intercambiando experiencias, sonrisas y demás.
–Aquí está su postre señor– interrumpe Carolina, con un tono descortés.
Te cae mal el detalle, la volteas a ver con disgusto. Se retira. Ignoras lo sucedido y
continuas.
Son los últimos del lugar, ya no hay nadie, solo su conversación y las pequeñas mues- tras
de afecto que la mujer de amarillo hace a escondidas, como acariciar tu mano
despacio y con cariño. Compartes tu vida con ligeras modificaciones, no eres capaz de
decirle la verdad todavía. Ella igual, te cuenta sus problemas, sus inquietudes y sus pe-
nas. No percatas que Carolina poco a poco se acerca.
–Hugo, ¿me puedes cubrir? Tengo que ir a cuidar a mi abuela, te deje tu uniforme en
donde siempre y aquí esta la cuenta.
Sientes como el mundo se desvanece; las historias que contaste por horas se difu-
minan junto con las caricias de tu mujer. Tomas la cuenta, la miras, volteas a ver a la
chaparrita traicionera. Sacas con cuidado tu cartera, toda descosida y vieja, mientras
retiras dinero como en la tienda, sin saber cuánto te queda. Detectas gozo y satisfac-
ción en la sonrisa de Carolina; el haberte dado la cuenta enfrente de tu damisela fue la
venganza perfecta.
–Claro que sí Caro, tu no te preocupes.
Volteas; tu mujer empieza a empacar sus cosas.
–¿A dónde vas? Podemos quedarnos un rato más.
–No te preocupes, ya es tarde.
Ignora tu mirada y te besa en el cachete por compromiso. En pocos segundos des-
apareció tu presencia. Se va del café tal y como la viste entrar; misteriosa, sensual y
desconocida. Nunca olvidarás aquel vestido amarillo.
Terminas de recoger todos los restos de conversaciones que había en el café. Apagas las
luces, cierras la puerta de empleados, la misma que te vio entrar en la mañana todo
ilusionado, y caminas dos cuadras para arriba. No lo puedes creer, por un momento
creíste que habías encontrado a la mujer con todo lo que habías soñado. Efímera.
Falta poco para llegar a la parada, alcanzas ver arrancar el vehículo que va directo a tu
casa. Volteas a ver tu reloj; es la hora en la que ese es el último camión.
Piensas en irte caminando a tu morada, pero tu tristeza no te lo permite, tienes que
tomar un taxi. Nunca tomas el taxi por lo caro que está. Paras al primero que ves, ya
no quieres caminar más. Se orilla a unos cinco metros de distancia. Abres la puerta de
atrás, te sientas y descansas un rato.
–¿A dónde joven?–pregunta el taxista.
– A San Joaquín si es tan amable.
Ves al taxista por el retrovisor, nunca lo habías visto. Pudo haber sido conocido, algún
papá de un amigo o algún otro tío que tienes por ahí perdido. No aguantas las ganas de
querer contar tu historia.
–Amigo– le dices– ¿Por qué las mujeres son tan interesadas?– detonas la pregunta que
te llena de rabia.
–¿A qué te refieres compadre?– contesta.
–Hoy conocí a una chava, guapísima, buena gente, toda una dama. Yo estaba trabajando
y tuve que pedirle a mi compañera que me cubriera. Me fui a comprar esta camisa nueva
y llegué al local, disfrazado de cliente. Platicamos durante horas, hasta que mi
compañera llegó y arruinó todo, le hizo saber que yo era un empleado más. A partir de
ahí, todo se esfumó, esta chava se fue y ni las gracias me dio por el postre que le invité.
Volteas a ver al taxista, lo ves pensando. Miras hacia la ventana, ya esta cerca tu casa.
–Compadre, ¿por qué los hombres somos tan interesados?– pregunta el conductor.
–¿A qué te refieres?– contestas.
–Me lo acabas de decir; la misma rabia que tú sientes la sintió tu compañera, creo que
tú le gustas, pero ella a ti no te interesa. Tú prefieres mujeres más esbeltas, pero más
huecas de la cabeza. Si te dieras una oportunidad con ella, sería muy diferente lo que
ahorita me estarías contando.
Te quedas pensando. ¿Tendrá razón?
–Y ya llegamos compadre– te dice el señor. Volteas a ver cuanto fue.
Sientes que ya has vivido esto; cincuenta y siete pesos marca el taxímetro. Pones cara de
susto...
V. Estrella fugaz
Se miran directo al alma; el roce de sus narices marca la línea clandestina que llevaban
queriendo cruzar desde el momento en que se conocieron.

Se analizan, cada uno repasa las facciones del otro.

Piensan si deberían de intentarlo.

Retoman el cruce de miradas; la llama arde más fuerte. Lo saben; lo que de fuego está
hecho, no puede quemarse. Es imposible sofocar el sentimiento.

Se suspiran mientras inhalan ese antojo.

Dejan caer sus miedos junto con sus párpados.

Se funden en uno mismo, los brazos fuertes separan el cuerpo de la mujer del suelo.
Pierden la noción del tiempo.

Arañan su tentación.

El momento dura lo que una estrella fugaz.

Ella abre sus ojos repletos de lágrimas.

Empuja con fuerza al cuerpo de su cómplice.

Aleja sus ganas de querer más.

–Fernando, ¿cómo podemos hacerle esto a tu hermano?


VI. En mi patio
El silencio era el protagonista del lugar.

El ruido áspero y vacío inundaba los oídos de los presentes.

–Pedro, no estoy segura de esto, creo que mejor no debemos hacerlo.

–¿Por qué razón Andrea? ¿Acaso no me amas?

Las palabras retadoras rasgaban la piel y el corazón de la mujer.

–A estas alturas no es justo que preguntes eso, simplemente creo que no estamos
preparados para hacerlo.

– ¿Confías en mí?

La voz grave impactó con fuerza en el orgullo de Andrea.

–Si confío.

Todo silencio desapareció; los pájaros huyeron de sus nidos, el ruido se volvió turbio y
punzante, la Luna fue testigo de tal acto de amor.

Ese disparo fortaleció aún más la relación.

–Ahora, ¿qué hacemos Pedro? Es peligroso dejar aquí el cuerpo.

–Debemos de enterrarlo mi amor.

–¿Dónde prefieres? ¿En tu patio o en mi patio?


VII. Eres nadie
Gracias por ser una persona que es nadie para mí.

Eres nadie porque tu personalidad es tan grande que la utilizas para engrandecer a
los demás.

Eres nadie porque los triunfos tan reconocidos que has construido, son pequeños a
comparación de tus sueños por cumplir.

Eres nadie porque no eres una persona que menciona su apellido para resaltar méritos
ajenos.

De hecho, eres menos que nadie; al hablar nunca exaltas méritos propios, siempre re-
saltas virtudes ajenas.

Tienes nada porque tu riqueza no puede comprarse.

Tienes nada porque tu infinidad de amistades no te pertenecen. Incluso, tienes menos

que nada, por siempre dar más de lo que recibes.

Gracias por ser nadie y tener nada, porque tú y todo de ti se encuentran en cada persona
que conoces.
VIII. Miedo
Te confieso; tengo miedo de intentarlo y que sí funcione.

Me paraliza el hecho de verte en mi presente y mi futuro; todas las mujeres que


podría haber conocido, mis sueño guajiros de viajar por el mundo, probar todo tipo de
platillos, ser de aquellos aventureros que recorren países, conociendo extraños,
encontrando hermanos perdidos.

Tengo miedo de que eso y más no se cumpla por estar contigo, de saber a mi corta
edad a quién voy a esperar arriba en el altar. Como todo hombre creo que es normal no
querer renunciar a la vida de un Don Juan. El problema es que ya llevo tiempo en esto;
no me llena una artista, no me emociona una princesa, tú si, por mucho más.

Le he contado a pocos de ti, ninguno quiere que te diga que sí. Pero algo me insiste a
mínimo intentar, aunque el miedo me consuma, aunque no este seguro, porque si no me
doy la oportunidad, nunca sabremos lo que pueda pasar.

Basta de pensarlo dos veces, ya estoy harto de esconderte. Entre estar contigo y sin ti,
prefiero pasar el resto de mi vida junto a ti.

Vamos a intentarlo; este verano me iré contigo al seminario.


IX. La oscuridad de la sala
–¡Hijos! ¡Vengan! ¡Se aproximan!
La madre apresurada despertaba a sus hijos empijamados, con los ojos entrecerrados
llenos de lagañas.
–Debemos de ocultarnos– dijo la señora con miedo.
–Madre, ¿qué está pasando?– Preguntó el hijo menor, confundido e ignorante pero sin
miedo.
–Juan, ¡haz caso!– contestó Pablo, su hermano mayor.
Mientras alistaban sus pertenencias, escucharon un grito que rompió las lagañas de los
niños.
–¡Aquí es! ¡Vamos por ellos!
Las palabras rebotaron contra los oídos indefensos de la familia. Ya no había tiempo.
En cuanto la madre tomó a sus hijos de las manos, se escuchó un fuerte golpe en la
puerta principal. Las tres víctimas se quedaron paralizados al no saber a dónde ir.
Dieron la vuelta y empezaron a correr hacia el otro extremo de la casa. Los golpes eran
cada vez más persistentes y bruscos, imitando a los latidos de los corazones de los niños.
–¡Mamá! ¿Qué está pasando? – Volvió a preguntar Juan, más confundido que antes de
haber sido despertado.
–Ahorita te explico hijo, tenemos que ocultarnos, ustedes vayan abajo. Escóndanse
bien, yo me quedaré aquí arriba. Nunca se separen.
Y los besó en la frente a cada uno.

...

–General Vitores, ya localizamos la casa, se encuentra rumbo al Sur, a 2 kilómetros del


campamento.
–¡Qué milagro Alvarado! Pues que estas esperando, junta a tu pelotón y vayan de
inmediato por esa familia, debemos de quitarle la vida a cada uno de ellos antes del
amanecer.
–¿También a los niños? – Preguntó con tristeza el Capitán.
–¿Es enserio lo que me estás preguntando? Deja de andar con sentimentalismos y vete
de inmediato por ellos.
El Capitán juntó a su equipo, subieron a sus caballos y con velocidad empezaron a
cabalgar hacia su objetivo.
Después de cuarenta minutos de viaje, llegaron exhaustos, pero con órdenes claras a
ejecutar.
–¡Aquí es! ¡Vamos por ellos!
Los soldados se alistaron, cargaron sus rifles y determinados fueron directo a la puerta
principal de la casa. Como era de esperarse, la puerta principal estaba con cerraduras.
El Capitán tomó vuelo para dar una patada con fuerza pero no tuvo éxito. Después de
varios intentos, la puerta perdió su motivo de ser y cayó al suelo, dejando pasar a los
intrusos.
Empezaron a caminar con silencio y cautela, cuando el Capitán paró al grupo.
–Vayan a inspeccionar arriba, yo revisaré la planta baja.
El pelotón se distribuyó, el Capitán empezó a adentrarse en la casa. Mientras se deslizaba
con calma, veía las fotografías familiares y su arma recorría alerta el pasillo. Al pasar
por la sala, escuchó un disparo.
–¡Está muerta Capitán! Faltan los niños– gritó un voz del segundo nivel.
El Capitán volteó para atrás, y cuando regresó la mirada por donde pasaba, ahí los vio;
dos hermanos abrazados, temblando, viéndolo con sus ojos brillosos llenos de lágrimas
mudas desbordando por sus mejillas. Observándolos con el cañón de su arma, Alvarado
gritó con fuerza.
–¡Soldados, aquí no hay nadie! ¡Retirada!
Al bajar los demás, listos para salir de la casa, se escuchó un ruido.
–Capitán, ¿de dónde vino ese sonido? ¿No revisó bien la planta baja?
–No sé, quizá. Vuelvan a revisar el pasillo, o la oscuridad de la sala.
X. Querido ladrón
Nunca pensé expresarme de esta forma, pero bueno, te voy a contar. El pasado
domingo 29 de Mayo me robaron la bicicleta, la desmontaron de mi carro.

Tres cosas son las que más me duelen: La primera es que era una bicicleta profesional,
de esas para hacer triatlones y entrenar. La segunda es que no era mía, era prestada, me
la prestó una buena amiga. Y la tercera, que es la que más me cala, es que me la robaron
mientras yo estaba en misa.

Más que triste y desalentado, tengo mucho coraje.


¿Cómo alguien puede ser tan egoísta?
Y eso es lo que me mueve a decirte este mensaje.

Este mensaje va para ti, persona que me estas leyendo, para que aprendas de lo que
estoy viviendo. Pero también va para ti, ladrón, para que conozcas a la persona que le
robaste la bicicleta de su carro.

Querido ladrón, ¿qué pensaste al robar la bicicleta de mi camioneta?

¿Qué podía comprar otra sin ningún problema?

Estoy seguro que ibas pasando y viste la oportunidad y se te hizo fácil, pero no sé por
qué no puedes pensar en los demás.
No sé de que clase socioeconómica seas, si seas rico o si seas pobre, si ibas saliendo de
misa, o si ibas en una camioneta con toda tu pandilla.
No creo que robaste la bicicleta para entrenar, quiero ser positivo y espero te la hayas
llevado para cubrir alguna necesidad. De corazón, te digo, espero y la hayas vendido a
buen precio porque en tan solo tres minutos te robaste cinco meses de mi esfuerzo.
Ojalá el dinero lo utilices en cosas de provecho, como en darle de comer a tu familia en
este tiempo, o pagar la operación de tu esposa, o en terminar de pagar la colegiatura para
que tu hija finalizara su secundaria.

Voy a tomar lo positivo de esta situación, perdonarte, y darte las gracias por las cosas
que me enseñaste.

Lo primero es que no vuelvo a pedir prestado, siempre pasa algo con lo ajeno. Lo
segundo, es ser cuidadoso pero no desconfiado. No es lo mismo, ser cuidadoso es ser
precavido, ser desconfiado es tener miedo. Y no, no voy a tener miedo, eso es dañar el
tejido social, y de por si ese lo tenemos ya bien fregado. Lo tercero que me enseñaste es
a ser inmediato, no dejar las cosas para el final. Esa bicicleta la iba a entregar un día
antes, pero por desidia, lo dejé pasar. Pero lo más importante que me enseñaste, fue a
no quedarme callado. Gracias a ti, hice mi primer video diciendo lo que siento y lo que
pienso.
A ti persona, te dejo este mensaje: aprende lo que yo te digo, es mejor y más barato
aprender en cabeza ajena. Pero a ti ladrón, te digo otra cosa: espero y tu egoísmo dure
poco, y espero que también dure poco el tiempo de lo que estés sufriendo.

Comparte este mensaje si alguna vez te han robado.

Quiero pensar que así, no sé, quizás, los ladrones puedan escucharnos, y de alguna
manera, podamos cambiarlo
XI. Sonrisas tristes
19 de abril de 2083

Querido Diario,

Llevo años contándote todo lo que vivo, pero como tú sabes, no me gusta estar dando vistazos
al pasado. Te platico que hoy disfruté mucho de su compañía; su actitud alegre esparciéndose
por todo el patio me contagia su alegría radiante y encantadora.

Me fascinó verlos desde mi terraza. Se acercaron conmigo transpirando felicidad y regalando


abrazos sin juzgar. Preguntaron mi edad, qué cuántos años cumplo. No me acuerdo. Creo que
cien, ya no sé. Les contesté con gusto: “Entre más años cumplo, más joven me siento”. Doblaron
su cabeza intentando entender mis palabras. Toda la vida he creído en esa bonita filosofía.

Mientras el Sol se ocultaba, los padres de los niños empezaron a llamarles. Corrieron a
despedirse de mí como siempre lo hacen; me abrazaron con una fuerza tan tierna, sus caricias
acompañadas de miradas encantadoras e inocentes me hicieron sentir feliz.

Sus padres también lo hicieron, pero percibí algo, se veían contentos y desalentados. Una
pequeña muestra de sentimientos encontrados. Me impactó presenciar aquellas sonrisas tristes
dibujadas en sus rostros.

¿Por qué están así? ¿Qué les falta?

Tienen todo; hijos hermosos, esposas divinas, tienen familia.

No que uno solo y abandonado. Bueno, no tan desamparado, desde siempre me acompaña
una enfermera de buen cuerpo que me trata como rey y me ayuda desde la mañana hasta el
anochecer. Pobrecita, nunca logro recordar su nombre.

Quizá mañana me acuerde.


Quizá también vuelva a ver a esos niños que alegran siempre mis atardeceres.
Quizá, no sé, algún día termine de leer la carta de Mateo.
XII. El soñador

¿Recuerdas la carta de Mateo?

En este último ladrillo, “El soñador”, es donde Santiago después de tanto tiempo, se anima a leer la
carta de su antiguo amigo. De tenerla guardada en su buró, se atrevió a terminarla.

Nunca es tarde para realizar las cosas que nos llaman.

Si, soy Rorro, hablándote a ti por medio de estas palabras. Te preguntarás, ¿Dónde esta la carta?

Está en el final de la segunda edición del libro, en la nueva travesía de “Tus Ladrillos”.

¿Para qué hice esto?

Para agregar un misterio a tu vida, así como de película, para impregnar un poco de amor al arte, para
conectarme contigo de una manera distinta, más directa, más humana, más cercana.

Espero y hayas gozado el viaje de Ladrillos, lo escribí con todo mi corazón imperfecto.

Confío en que llorarás de alegría y felicidad con la segunda travesía, con unas que otras nuevas
aventuras basadas en mi tiempo en Santiago de Chile, y por supuesto, con la carta de Mateo.

Tus lágrimas para mí, valen todo. Te recuerdo que aunque no lo creas, me debo a ti, por tu apoyo
incondicional y por tus palabras de aliento, que me motivan a continuar.

¡Gracias por tanto lector!

Te mando un besito ahí, cerquita de tu…corazón.


Agradecimientos

Gracias a mi chiquita y a su viejo, por todo y tanto.

Gracias Yaya, Joaco, Olguita y Anita, por darme su abrazo incondicional. Gracias Tula, Vasco,

Manolo y Mario, por ser mis modelos a seguir.

Gracias Michel, Adris, Valeria, Josema, María, Paula, Olguita, Dany, Paulina, Joaco, Mario,
Pato, Marcelo, por hacerme el tío más feliz del mundo.

Gracias Felipe Montes, por darnos la valentía de escribir a tus alumnos.

Gracias hermanos y hermanas de otras madres, por formar parte de mi corazón.

Gracias lectores, ustedes son inspiración y motivación para escribir.

Gracias a todos por formar parte de mi vida, estén o ya no se encuentren conmigo, cada plática,
gesto, experiencia y momento ha sido un ladrillo muy importante en mi crecimiento.

Gracias Dios, nunca terminaré de estar agradecido contigo.

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