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Sacramentum Mundi

ENCICLOPEDIA
TEOLÓGICA
Dirigida por

Karl Rahner S.J. (Münster)

Juan Alfaro (Roma)

HERDER
Barcelona, 1978
ABSOLUTISMO

I. Concepto y formas

Absolutismo designa el gobierno de un individuo cuya legitimidad se funda


exclusivamente en su origen según la sangre (monarquía hereditaria); su
ejercicio es fundamentalmente imparticipable y no consiente ningún poder
intermedio que sea relativamente autónomo; su competencia es regulada
únicamente por el mismo que ostenta el poder. Las formas de dominio
absoluto aparecieron por primera vez en las culturas superiores antiguas y
fundaron la autoridad sobre todo en la dimensión divina del poder; el
soberano se tenía por representante de Dios, o por hijo suyo, o por una
manifestación de la divinidad. El cristianismo se encontró con el absolutismo
primeramente durante la época de las persecuciones, al imponerse el culto
romano al César, y después en la concepción sagrada del poder que tuvieron
Constantino el Grande y sus sucesores, los cuales se arrogaron un lugar
religioso especial en la liturgia crístiana y ejercieron derechos de importancia
en la dirección de la Iglesia (era de -> Constantino).

La situación cambió gracias a la creciente autonomía jerárquica de la Iglesia,


especialmente en occidente, donde, juntamente con la monarquía germánica
de los pueblos transmigrantes, surgió un mundo político en el que la
monarquía hereditaria desempeñaba, sin duda, un gran papel, aunque el rey
fue elegido durante mucho tiempo por sus compañeros de la nobleza, que
participaban en la gloria de la estirpe, y, con los feudos, se desarrolló un
sistema de poder profundamente desmembrado. La realeza sagrada recibió un
carácter laico con la reforma gregoriana dentro de la Iglesia, sin que por ello
perdiera su significado religioso en el mundo político. Pero el desarrollo de la
libertas ecclesiae, el auge de unos episcopados nacionales conscientes de sí
mismos y el esplendor del papado desde Gregorio vii hasta Inocencio iii,
condujeron en occidente a un dualismo del poder espiritual y del político,
dualismo que se oponía a un absolutismo de la misma forma que se oponían
entre sí el rey y la nobleza. De cara a la constitución de la sociedad medieval,
la formación del absolutismo de los príncipes tiene que ser calificada como el
primer vuelco revolucionario, como la revolución desde arriba, que sirvió de
condición histórica para que en el s. xix le siguiera la revolución burguesa
desde abajo.

Los adversarios contra los cuales tuvo que imponerse el absolutismo fueron la
nobleza feudal - dotada de propios derechos públicos, pero transformada
después en una nobleza oficial, despojada de sus privilegios políticos y
dependiente de la corona-, y la jerarquía autónoma de la Iglesia, cuya
posición polar frente al Estado había de desaparecer a causa de su
transformación en Iglesia nacional, situación que no afectaba necesariamente
al primado del papa en los Estados católicos con tal que el ejercicio del poder
papal no se opusiera a los intereses del Estado.

Los medios con que se formó el sistema de poder del absolutismo fueron una
rígida burocracia centralista, un ejército permanente a las órdenes exclusivas
del monarca y un impulso económico por parte del Estado al comercio y a la
industria, que a la vez ayudaron con sus tributos a sostener la burocracia y el
ejército.

La meta del absolutismo fue el desarrollo de un poder ilimitado que penetrara


en todos los sectores de la vida de los súbditos y que movilizara hasta lo
último los recursos económicos, las relaciones de la producción y los
rendimientos laborales. Ese poder debía estar concentrado incondicionalmente
en el soberano y, de cara al exterior, se hallaba asegurado por un ejército
preparado en todo momento para intervenir y por una política de alianzas que
rodeaba a cualquier enemigo potencial con frentes que cambiaban según lo
exigiera la ocasión. Al principio de un continuo crecimiento de todo el
organismo estatal en lo interior, correspondía en la política exterior una
tendencia a la expansión, sobre todo por el camino de la sucesión hereditaria,
tendencia que quedaba limitada por la racionalidad política y, hasta cierto
punto, por el principio universalmente válido de la legitimidad dentro de la
<familia» dinástica. Se concibió como suprema forma de poder la unidad
perfecta de una sociedad idéntica con el Estado -un roi, une loi une fo¡-,
organizada burocráticamente según puntos de vista raciales ,en cuyas aras,
ora se sacrificaron, ora se utilizaron los productos históricos de la sociedad
antigua. Allí donde se conservaron las instituciones nacidas de la sociedad
feudal, esto aconteció, no en virtud de un justo derecho antiguo, sino gracias
a la utilidad que tales instituciones tenían para el Estado universal
racionalmente planificado. Únicamente a éste se le atribuyó la capacidad de
garantizar el mayor bien posible de todos. Esa garantía estaba personificada
en el soberano absoluto, dado por Dios a los hombres como su lieutenant
(Luis xiv) o, en el despotismo ilustrado, como abogado de la razón suprema,
que está encarnada en el Estado. El ser premier domestique (Federico el
Grande) de ese Estado constituye una variante -ciertamente esencial, pues
incluye plenamente el movimiento espiritual de la ilustración - de aquel
carisma exclusivo en virtud del cual el soberano absoluto es el único regente,
legislador y juez, así como el primer jefe del ejército. El absolutismo, con su
progresivo aumento de las posibilidades humanas, introdujo la edad moderna
en todos los Estados, fue la época de la cultura clásica de todos los pueblos
europeos y puso las bases de la educación y formación modernas con la
promoción de la ilustración (--> barroco).

El fundamento teórico del absolutismo fue suministrado por el concepto de


soberanía tal como se había desarrollado desde finales de la edad media, con
apoyo en las concepciones jurídicas del Estado existentes a finales de la edad
antigua, sobre todo por obra de los juristas franceses (Pierre d'Ailly [+ 1420],
Jean Gerson [ + 1429 ] ), culminando en la doctrina sobre el Estado de Jean
Bodin (+ 1596), quien define la soberanía como summa in cives ac subditos
legibus soluta potestas y permite a la maiestas del príncipe determinarse por
sí misma, independientemente de todo poder superior, de toda ley y de toda
condición histórica, siendo únicamente responsable ante Dios sin mediación
alguna. En algunos rasgos esta doctrina se aproxima al absolutismo
precristiano, si bien en conjunto no puede disolver la concepción cristiana de
la dignidad del individuo y la igualdad de todos ante Dios, y luego, en el
proceso de secularización, encontrará sus límites en los principios de la
racionalidad (véase más adelante). En teoría el súbdito conservaba también el
derecho de ser tratado según la ley (constitucionalidad del Estado), sin que
ciertamente se excluyera con ello la arbitrariedad en la práctica, lo cual, sin
embargo, por contradecir a los intereses racionales del Estado, no pertenecía
a la esencia del absolutismo real.

II. Historia del absolutismo europeo

La historia del absolutismo comienza en la transición del s. xv al xvi, puesto


que algunas manifestaciones anteriores, como el estado absolutista y
burócrata de Federico II Hohenstaufen (t 1250) en el sur de Italia, o como la
concepción estatal de Felipe IV el Hermoso (t 1314) en Francia - respaldada
por juristas inspirados en el derecho romano como G. de Nogaret -, están
completamente marcadas por rasgos premodernos (política imperial de
Federico II, plan de cruzada de Felipe); «la vigorosa corriente de aire
moderno» de que habla Ranke, sólo actuaba allí en forma de golpes aislados,
que no caracterizan la situación total. Puesto que el dualismo entre el poder
espiritual y el poítico representaba, junto con la nobleza, la resistencia más
fuerte a la tendencia absolutista y tenía su apoyo en la validez universal de las
normas religiosas y eclesiásticas, el paso más importante hacia el absolutismo
fue la formación de las Iglesias nacionales, cuyos primeros brotes aparecieron
ya antes de la reforma. Entre otras fuentes propulsoras, estas Iglesias
nacionales recibieron un impulso de los concordatos firmados para defenderse
del conciliarismo, los cuales concedían privilegios a los reyes en la designación
de obispos y en la administración de los asuntos temporales. En Inglaterra la
acción política de la radical Iglesia nacional de Enrique viii precedió a la
reforma religiosa y eclesiástica; la situación así creada fue una base esencial
del absolutismo de la casa Tudor (1485-1603) y un motivo de las luchas entre
el absolutismo de la casa Estuardo (16031688) y la oposición puritana. Pero
las limitaciones de los reyes ingleses desde el s. XIII se habían enraizado
demasiado profundamente y a pesar de la fuerza de la Iglesia nacional
anglicana, el absolutismo no pudo mantenerse en Inglaterra, aunque él había
introducido la edad moderna tanto allí como en todos los Estados europeos.

En el imperio alemán la competencia eclesiástica que se atribuyó a los


príncipes de cada país en virtud de la reforma protestante fomentó las Iglesias
regionales; y en las naciones que siguieron siendo católicas se desarrolló la
Iglesia estatal. Con el principio cuius regio, eius religio de la paz religiosa de
Augsburgo (1555), se entregaba prácticamente a la omnipotencia del
soberano la decisión confesional de los súbditos. El absolutismo se convirtió
en el estilo de gobierno en todos los Estados soberanos alemanes, incluso en
los territorios regidos por eclesiásticos; pero las condiciones en que podían
crecer grandes potencias absolutistas se dieron únicamente en el imperio de
los Habsburgos (no sin la competencia del absolutismo bávaro) y en Prusia.

El fundador del absolutismo en Austria fue Fernando II (+ 1637), quien quiso


renovar aquel Imperio que fue posible históricamente sólo por su conexión
con la Iglesia romano-católica; pero su intento fracasó en la guerra de los
treinta años. Con todo, el luteranismo quedó plenamente reprimido en los
países de sucesión hereditaria. Con el emperador Leopoldo I, Austria se
afirmaba como gran potencia entre los Estados europeos. Finalmente, María
Teresa (1740-1780) pudo desarrollar la especial forma austríaca de
absolutismo confesionalmente católico, no sin elementos conservadores, pero
oponiéndose decididamente a los intereses familiares y nacionales de los
nobles en la constitución de la autoridad central. Consciente del favor divino,
María Teresa veía en sus ministros solamente los «peones» de su poder, que
supo basar no menos en una severa política financiera que en un sistema
escolar creado por ella. En María Teresa, contemporánea del odiado Federico I
el Grande, de Prusia, sobrevivió aquella forma de absolutismo que
propiamente había fundado y desarrollado hasta la perfección del sistema
Felipe II de España. Ciertamente, a pesar de respetar los derechos de los
protestantes, también la Austríaca veía en ellos a los enemigos destructores
del orden querido por Dios; pero supo distinguir sabiamente entre los países
de sucesión hereditaria y Hungría.

El Habsburgo español había servido con todo su poder a la unidad de la santa


fe en todos sus dominios y había utilizado para ello la inquisición, con cuya
ayuda -cosa típica del absolutismo confesional- venció al mismo tiempo la
oposición del reino aragonés. Entenderíamos falsamente el absolutismo si
juzgáramos que para él la fe religiosa constituía una superestructura
ideológica del poder político; ahora bien, la soberanía real era tan inviolable
como la fe religiosa, y así se explica la cláusula de salvedad de Felipe al
aceptar las decisiones conciliares de Trento, la cual es un ejemplo típico de la
relación del absolutismo católico con la Iglesia.

EL absolutismo francés se caracterizó de modo especial por la relación entre


las luchas religiosas y la oposición de los nobles, no sólo hugonotes sino
también católicos; pero, en su desarrollo, el principio une foi tampoco fue
sencillamente una función del principio un roi. Fueron razones políticas las que
impulsaron a Richelieu, con la conquista de La Rochelle (1628), a romper el
estatuto de los hugonotes establecido en el edicto de Nantes (1598 ), y fueron
también razones de este tipo las que no le permitieron derogar el edicto
mismo, en contra de la tendencia de su hombre de confianza, el capuchino
padre José, no menos significativo que Richelieu para el absolutismo francés.
Dotado de una naturaleza religiosa con inclinaciones místicas, él luchó
fanáticamente por la unidad de la fe, y, sin embargo, defendió
incondicionalmente la política de Richelieu en favor del poderío francés,
llegando hasta la alianza con Suecia (1634) y la declaración de guerra a
España (1635), que significó la debilitación decisiva del partido católico en la
guerra de los treinta años. Cuando finalmente Luis xiv derogó en 1685 el
edicto de Nantes, realizó un acto de absolutismo político. El absolutismo
«palaciego» del «Rey Sol», a pesar de su glorificación pagana y cultual del
monarca y de su exuberante estilo de vida, es inconcebible sin los
presupuestos históricos del absolutismo católico.

De todas formas la unidad confesional del poder absolutista se fue disolviendo


paulatinamente desde la paz de Westfalia (1648), lo cual fue una
circunstancia propicia para la expansión de la ilustración. Ésta ciertamente
llevaba en sí la carga explosiva que acabaría un día con el absolutismo
monárquico, pero al principio pudo ser acogida favorablemente por el
absolutismo, como sucedió de forma ejemplar en el Estado de Federico el
Grande de Prusia (1740-1786), a quien la tolerancia religiosa, entendida como
escepticismo ilustrado, dejaría libre el camino para una unificación política del
Estado bajo el signo de su propia razón. Este modelo fue imitado por José II
(1765-1790) que, por una parte con tolerancia y por otra con la expansión del
centralismo absolutista, llevó a los Países Bajos y a Hungría la línea de su
madre. El episcopalismo, desarrollado en 1763 por el obispo trevirense J.N.
von Hontheim (Febronius), por la adhesión a la Iglesia estatal del absolutismo
debía dar independencia a los obispos frente al absolutismo curial, pero con
relación al imperio alemán se quedó en teoría y dentro de los territorios
particulares se practicó bajo formas muy varias. José II, en cambio, puso la
Iglesia católica sistemáticamente al servicio del Estado absolutista y de su
programa educativo; y para este fin la creación de parroquias le pareció más
importante que los monasterios, suprimidos en gran número.

Así como no se puede calificar sin más de anticlerical al josefinismo, tampoco


cabe afirmar de modo general que la ilustración influyera sólo negativamente
en la vida de la Iglesia. La ilustración fomentó un despertar cultural y
religioso, y pastoral en particular, especialmente en los territorios de los
señores eclesiásticos del imperio, los cuales, aun permaneciendo encuadrados
en el absolutismo, en virtud de las limitaciones impuestas por los cabildos y
por gastar menos en empresas militares - en beneficio de la vida civil-,
adoptaron una forma popular de gobierno (siendo la más célebre la dinastía
clerical de los Schánborn).

Pero en último término la ilustración contenía aquellos elementos que


llevarían a la disolución del absolutismo. No sólo destruyó el nimbo
carismático del señor absoluto, sino que además desarrolló una teoría política
que, en nombre del derecho natural, argumentó contra la concentración del
poder y en favor de la división de potestades, y basó en los postulados de los
derechos humanos la revolución contra la revolución del absolutismo (-->
revolución francesa). Desde John Locke (+ 1704) hasta Montesquieu (+
1775), la crítica a la monarquía absoluta exigía primero su limitación, pero
luego condujo a su caída revolucionaria. Y aunque el fisiócrata ordre naturel
de F. Quesnay (1774) en su racionalidad parecía conciliarse con la
racionalidad del despotismo ilustrado, a fin de cuentas desembocó en los
principios del liberalismo. En la Iglesia católica, algunos representantes
aislados de la escolástica barroca desarrollaron una crítica política del
absolutismo, especialmente mediante la polémica sobre el derecho de
oposición y mediante la fundamentación del derecho de gentes, que intentaba
restringir la expansión política exterior. Pero el interés esencial se centraba en
la lucha con la Iglesia nacional (-> galicanismo, regalismo español, ->
josefinismo), con la cual, sin embargo, se pudo en caso necesario llegar a
compromisos dentro de la perspectiva de la contrarreforma (->reforma
católica). La resistencia propiamente religiosa contra el secularismo del
absolutismo transcurrió al margen o fuera de la ortodoxia: dentro de la Iglesia
católica en el -->jansenismo y dentro de las Iglesias protestantes en el ->
pietismo. La lucha victoriosa contra el Estado absolutista y en favor de una
separación entre el Estado y la sociedad como condición de la libertad
moderna se realizó fuera de la Iglesia y contra ella. La Iglesia en la época de
la restauración, hasta muy entrado el s. xix, se aferró a la unión entre trono y
altar.

Una norma crítica para enjuiciar históricamente la postura de la Iglesia se


puede encontrar en la comparación de la censura que, sobre la base de la
doctrina social cristiana, habría debido lanzarse (y pocas veces se lanzó de
hecho) contra el absolutismo, sin perjuicio de su significación histórica, con
aquella crítica ilimitada que se hizo entonces -hasta el cambio que trajo León
xiii - contra la sociedad liberal y democrática (cf. historia de la Iglesia en la --
>edad moderna).

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Gwalkin y otros (C 1964ss).

Oskar Kóhler

ABSOLUTO (LO ABSOLUTO)

1. Lo absoluto designa, por su concepto, lo incondicionado en cuanto tal. El


concepto opuesto es lo relativo. Lo a, excluye simplemente toda dependencia
de otra cosa respecto a su existencia. Este uso substantivado de la palabra
expresa un carácter incondicional del ser, no sólo de la valoración o del
concepto (que se llama absoluto porque no dice referencia a otra cosa). Lo
absoluto por excelencia transciende también, como un singulare tantum, la
dimensión incondicional de las substancias, y de los «accidentes absolutos»,
que sólo se da en cierto aspecto; esas substancias son absolutas en cuanto
poseen ser independiente o, en todo caso, no se reducen a mera referencia o
relatividad.
2. La existencia real de lo absoluto así entendido parece ser (supuesto que
exista algo) una evidenció primera que resulta de su mismo concepto. Los
contenidos de las nociones de «absoluto» y «relativo» son contradictorios: no
puede darse un tercer término que no sea ni independiente ni dependiente en
su ser. Lo relativo, empero, apunta de por sí a aquello de que depende, y, en
último término, a lo que no es relativo, sino absoluto La suposición de una
serie sin principio de meros relativos, en un regressus in in finitum, no haría
tampoco desaparecer esta referencia a lo absoluto que sale de lo relativo,
siquiera falle, ante ese ensayo mental, nuestra representación ligada al
tiempo y al espacio. Pero sería sobre todo sencilla imposibilidad un anillo o
círculo cerrado y, por ende, sin principio ni fin de términos exclusivamente
relativos: A tendría que haber dado la existencia a B, a pesar de que A
misma, pasando por C, D, etc., dependería de B precisamente en su
existencia. Si en verdad existe algo, lo existente no puede ser meramente
relativo, es decir, referido a otro, pues, en definitiva, tiene que referirse a lo
absolutamente otro y, por tanto, existe necesariamente lo absoluto.

3. Con la evidencia per se con que lo absoluto se afirma como aquello que, a
par de pensarse necesariamente, existe también necesariamente, concuerda
la tradición filosófica de dos milenios. La universal experiencia religiosa de lo
«otro», que posee poder último e incondicionado, se convierte para la
reflexión de la India en el Todo-Uno, cuya apariencia es el mundo; y, para el
temprano pensamiento griego, en el fundamento primero (árjé) del mundo.
Platón ve en la idea suprema del bien la carencia de supuesto y el subsistir en
sí; que constituyen lo absoluto. Esta visión determina al neoplatonismo y, a
par de la revelación judía y cristiana, los siglos de la patrística (cf. p. ej.,
Gregorio Nacianceno; posteriormente, al Maestro Eckhart, a Jakob Báhme, a
Franz v. Baader, que hablan del «principio sin principio», y también del «no-
principio». En Aristóteles se dibuja el ser absoluto de la causa eterna e inmóvil
en su «separación» de todas las cosas sensibles del mundo.

La escolástica integra lo absoluto en el concepto más pleno de lo (absoluto)-


necesario, concebido como el «ente per se» (Anselmo), como «la causa
primera del ser, que no tiene su ser de otra cosa» (Tomás), como el ens a se,
«el ente que es desde sí mismo» (Suárez). Buenaventura (Itiner. 111, 3)
contrapone al ser dependiente el ens absolutum, que es el ser más puro, real
y perfecto; su conocimiento es la condición de la posibilidad para el
conocimiento del ente deficiente e imperfecto, y subyace en todo
conocimiento de la verdad. Más adelante dice también expresamente Nicolás
de Cusa: «Sólo Dios es absoluto», en oposición a toda referencia y limitación
(Docta ign. II 9; i 2). Los sistemas filosóficos del racionalismo, y, sobre todo,
del idealismo alemán son filosofías de lo absoluto Para este sistema, lo que
necesita explicación no es lo infinito o absoluto, sino lo finito o relativo. Según
Fichte, Schelling y, sobre todo, Hegel, el único y universal fundamento
espiritual se desarrolla como mundo mediante un movimiento autocreador (en
medio de una absolutez que es interpretada como una automediación
dialéctica a través de lo relativo, de modo que en las diferencias se mantiene
la identidad (véase filosofía de la identidad). En los s. xix y xx, lo «aabsoluto»,
que entró en las lenguas modernas a través de Hegel, se interpreta por lo
general en forma «irracional». Las filosofías de los valores y de la existencia lo
reducen casi siempre a la incondicionalidad de situaciones generales
espirituales o de actitudes humanas personales. La conciencia de nuestro
tiempo, que es norma para la masa, se orienta más y más hacia la tendencia
empírica del pensamiento moderno, la cual, como la sofística antigua, en lo
relativo a lo absoluto se inclina a la negación (/ateísmo) o, más bien, a la
duda (/agnosticismo, / escepticismo).

4. Para la conciencia actual, por influjo sobre todo de Kant, se ha oscurecido


la evidencia primera de la existencia necesaria de lo absoluto. Esa evidencia
se funda en un paso o salto del pensamiento, por el que lo relativo o
condicionado es conocido como tal, es abordado en su conjunto y se lo
sobrepasa en su totalidad en dirección a loabsoluto o incondicionado. Ahora
bien, según Kant, eso no es posible al conocimiento humano. A juicio de Kant,
sólo podemos conocer propiamente un objeto en cuanto nos es dado bajo las
condiciones del espacio o, por lo menos, del tiempo. Algo relativo y
condicionado sólo puede ser conocido como dependiente de otra cosa, que es
a su vez relativa y está condicionada por un tercero de la misma especie, y así
sucesivamente. El proceso sin término de un fenómeno a otro, en el horizonte
de la experiencia posible dentro del espacio y del tiempo, es el esquema de
conocimiento trazado por Kant en la Crítica de la razón pura. Con ello dio Kant
la clásica fórmula epistemológica del programa metódico de la ciencia natural
moderna, y le señaló su campo de investigación, en principio sin limites
dentro del ámbito fenoménico llamado «mundo». Esta concepción, partiendo
de la ciencia -donde, sépase o no su origen filosófico, ella tiene su puesto de
todo punto legítimo-, repercute ilegítimamente como actitud fundamental más
o menos marcada de un positivismo relativista sobre la visión filosófica del
mundo. Datos psicológicos y sociológicos parecen ofrecer hoy en gran medida
una confirmación empírica y científica del relativismo en las posiciones
intelectuales. Goethe expresó esta estructura mental en términos de un
optimismo vital: «Si quieres llegar a lo infinito, recorre por todos sus lados lo
finito».

5. Aun el intento de hacer de nuevo comprensible la fundamental evidencia


primera de la realidad absoluta puedes aceptar que Kant le señale la
dirección, ya que éste recibió sugerencias de la tradición, sobre todo de
Agustín y Buenaventura.

La idea de lo incondicionado tiene en el esquema epistemológico de Kant la


función de un «principio regulador»; ella pone en marcha, como meta
teóricamente inalcanzable, el preguntar, e investigar. Sólo en otro campo se
abre para el Kant de la Crítica de la razón práctica el acceso a la realidad
«constitutiva» de lo incondicionado: en la experiencia de la obligación moral,
en el imperativo categórico (= incondicionado) de la conciencia. No la
investigación teórica de la naturaleza en su necesidad, pero sí el deber moral
de orden práctico, cuyo prerrequisito inmediato es la libertad del hombre,
presupone la existencia necesaria del absoluto, al cual podemos llamar Dios,
como postulado fundamental para que su exigencia tenga verdadero sentido;
sentido que para Kant está fuera de toda duda. Dios es el garante del orden
moral del mundo (/ ética).

Sin embargo, la experiencia de lo incondicionado no se nos da sólo dentro de


la libertad moral, sino también en todo conocimiento verdadero. Dondequiera
algo es conocido como «verdadero», o sea, tal como es, ese conocimiento
reclama validez incondicional, exige el reconocimiento de todo sujeto racional,
ante toda constelación posible de objetos del mundo. El contenido del
conocimiento puede estar todo lo condicionado y limitado que se quiera en
tiempo y espacio; puede tal vez afectar sólo al hic et nunc de una de mis
sensaciones, desaparecidas de nuevo inmediatamente; pero la exigencia de
validez de la verdad, que conviene al enunciado sobre ella, está de todo en
todo por encima del tiempo y del espacio. Aun el fenómeno más casual y
pasajero es aprehendido en el conocimiento verdadero en cuanto es como
ente; y con ello se abre el espacio universal e incondicionado del ente como
tal, del ser en general. Pero precisamente este modo de conocer era el
supuesto previo para que lo relativo o condicionado pudiera ser conocido
como tal y, con ello, fuera conocida su esencial e inamisible referencia a lo
absoluto e incondicionado. Con ello queda abierto el camino para subir desde
el modo lógico de incondicionalidad del conocimiento verdadero en el
horizonte indefinido e infinito del ente, al actus purus de orden ontológico, al
principio absoluto, determinado e infinito de la verdad y de la realidad.

Hay que atender no sólo al «qué» fenoménico, p. ej., del nexo funcional
científico entre datos observados, sino también al «hecho» ontológico (de que
efectivamente es así); pero esto exige una irrupción a través de la perspectiva
y «tras» la perspectiva metódicamente limitada de la problemática de cada
ciencia particular, a la que sólo se manifiesta la apariencia de los fenómenos,
hacia una actitud intelectual de tipo filosófico, que está abierta al ser en sí de
la realidad cósmica. Esta irrupción «a través» es obra, en su realización
efectiva, de la libertad que brota de un llamamiento dirigido al hombre en su
totalidad. En este sentido, la preparación para entender la realidad del
absoluto en el campo del conocimiento teórico, en el cual Kant y con él gran
parte de la mentalidad actual piensan que no se la puede encontrar, está en
efecto entrelazada con el ejercicio de la libertad del hombre, a la que apelaba
Kant. Pero esta apelación a la libertad moral puede recibir también una
fundamentación teórica.

Otro camino, tampoco puramente irracional, para poner de manifiesto la


realidad de lo absoluto, podría consistir en resaltar cómo el carácter
incondicional que va anejo a la esencia del amor personal ha de tener el
fundamento de su posibilidad y de su consumación en la existencia real del
absoluto en persona.

Con la sola noción de lo absoluto, como lo incondicionado en general, nada se


dice acerca de la estructura fundamental, teística o panteística, del universo.
Pero las pruebas apuntadas de la existencia de lo absoluto, no meramente
deducidas de su concepto, sino apoyadas en la experiencia, pruebas que
existencialmente son las más convincentes, empujan hacia una interpretación
teísta personal, hacia un principio primero y fin último de la verdad y libertad
en la personal realización del ser propio del hombre. En el modo de doble
negación que es irremediablemente propio del conocimiento humano de lo
absoluto (= lo no-condicionado; donde «condicionado» significa a su vez
limitación, finitud y negación), se anuncia desde el principio el permanente
carácter misterioso de lo absoluto.

BIBLIOGRAFIA: Eisler I 3-6 591-599; EncF I 406416 (bibl.); A. Lalande, Vocabulaire de la


Philosophie (P 91962) 4-7; A. Vera, Il problema dell'Assoluto, 4 vols. (Na 1872-82); J. Heller,
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(Pullach 21957); W. Cramer, Das A. und das Kontingente (F 1959); J. Mliller, Von BewuBtscin
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Methode in der scholastischen Philosophie der Gegenwart (1 1964) (bibl.); M. MQller,
Existenzphilosophie im geistigen Leben der Gegenwart (He¡ 21964) espec. 140-159; W.
Brugger, Kant und das hóchste Gut: ZphF 18 (1964) 50-61.

Walter Kern

ACCIÓN CATÓLICA

I. Organización

1. Origen

La acción católica nació de aquellos movimientos católicos de los s. xvIII y


xix, cuyas metas fundamentales eran: liberar a la Iglesia de las tendencias
revolucionarias de la ilustración y de las aspiraciones absolutistas de la época
por lograr una Iglesia estatal; y solucionar los problemas sociales, que a partir
de la revolución industrial eran cada día más apremiantes. Para poner en
práctica estos propósitos, en muchos países europeos se celebraron
asambleas y congresos de católicos y se fundaron asociaciones y obras
católicas. Con frecuencia se perseguían objetivos políticos muy concretos,
como la emancipación de los católicos en Gran Bretaña. De esta forma, se
mezclaban objetivos temporales y profanos con fines espirituales y
eclesiásticos. La autoridad eclesiástica subrayaba, sin distinguir apenas la
diversidad de campos, su competencia y el derecho de control incluso sobre
las asociaciones católicas de carácter económico, social y político, apelando
para esto: a la obediencia que se debe a la Iglesia; a la unidad del cuerpo de
Cristo y del apostolado, y a la necesidad de unificar todas las fuerzas. Esto es
particularmente comprensible con relación a Italia, que se encontraba bajo la
presión de la cuestión romana. Paulatinamente fue madurando un enfoque
más matizado (reconocimiento de la autonomía fundamental de las esferas
profanas: León xiii) y fueron formándose dos tendencias en el movimiento
popular católico: una hacia la democracia cristiana, el movimiento social
católico y los partidos cristianos; y otra representada por la a.c. Pero no sólo
había, llegando incluso hasta nuestros días, organizaciones que por sus
objetivos pertenecían a ambas tendencias, sino que la nomenclatura misma
no, era uniforme, ni mucho menos.

Así, según la encíclica de Pío x, Il fermo proposito (11-6-1905), a la a.c. no


sólo pertenece «lo que propiamente corresponde a la misión divina de la
Iglesia, conducir las almas a Dios, sino también lo que se deriva naturalmente
de esa misión divina», como las obras de la cultura y cualquier actividad en el
campo económico, social, civil y político. Pero ambas clases de actividades
también se distinguen claramente por su relación con la jerarquía. De las
primeras, que vienen a prestar directamente un auxilio al ministerio espiritual
y pastoral de la Iglesia, se dice que «deben estar subordinadas a la autoridad
de la Iglesia incluso en la menor cosa»; respecto a las segundas, aunque se
exige su dependencia «frente al consejo y a la dirección de la autoridad
eclesiástica», se habla también de la «libertad racional que les corresponde» y
de la responsabilidad propia «sobre todo en los asuntos temporales y
económicos».

Cuando Pío xi, en su primera encíclica (23-12-1922) y después de una forma


cada vez más insistente, invita a todo el mundo a la a.c., tiene directamente
ante los ojos el modelo italiano y todo su desarrollo. Los comienzos podemos
verlos ya en las Amicizie Cristiane, que llegan de Francia en el año 1775. Bajo
el estímulo del congreso internacional de católicos en Malinas, en 1865 se
fundó una «asociación para la defensa de la libertad de la Iglesia en Italia»;
en 1867 siguió la «asociación católica de la juventud» y en 1876 la «obra de
los congresos y comités católicos». En 1892 se unieron entre sí círculos de
universitarios católicos y se integraron en la obra de los congresos; al mismo
tiempo surgió una asociación para el fomento de estudios sociales, y pronto
nacieron las asociaciones profesionales de obreros. Ante las aspiraciones de la
Democrazia Cristiana por adquirir la autonomía, Pío x suprimió en 1904 la
obra de los congresos y en 1906 confirmó la existencia de cuatro asociaciones
independientes entre sí: la unione popolare, concebida según el modelo de la
Volksverein alemana («asociación popular para la Alemania católica», 1890),
y encaminada a la defensa del orden social, a la creación de una cultura
cristiana y a la formación de la conciencia del pueblo; una «asociación
económica y social», que debía abarcar las obras de ayuda económica y las
ligas profesionales; una «asociación católica electoral», que debía congregar a
los católicos y formarlos políticamente para las elecciones municipales y
provinciales; y la «asociación de la juventud católica». Las directivas de estas
asociaciones se unieron en 1908 y formaron la «dirección general de la acción
católica italiana». De una manera semejante a la «liga de mujeres católicas
alemanas» (1903), surgió en 1908 la «asociación de mujeres católicas de
Italia» y en 1918 la de las «jóvenes católicas de Italia». Ambas se unieron en
1919, y en 1922 acogieron como tercera rama a las «universitarias católicas
italianas». En 1926 surgió además un movimiento infantil. La «unión popular»
había reclamado desde el principio una función coordinadora; ésta empezó a
ser efectiva por vez primera en 1915 (reforma de Benedicto xv) en la
«comisión directiva de la acción católica», que estaba presidida por la «unión
popular». A esta concentración de las fuerzas católicas bajo la jerarquía siguió
después de la primera guerra mundial la independencia de las organizaciones
católicas ordenadas más directamente a fines temporales; para ello, se formó
un «secretariado económico y social», subordinado a la «comisión directiva»,
para el estudio de la cuestión social según los principios cristianos. De este
modo, la situación obligó a reflexionar sobre las tareas propias de la a.c. En
1920 fueron modificados los estatutos de la «unión popular»; en 1922 siguió
la nueva ordenación de la a.c. por el papa Pío xr; en noviembre la nueva
«comisión central de la acción católica» asumió las funciones directivas y
coordinadoras de la «unión popular», cuyos miembros debían quedar
absorbidos en las organizaciones miembros de la a.c.; en diciembre se creó la
organización que faltaba aún para los hombres. El 2-10-1923, después del
llamamiento universal a la a.c., se confirmaron los nuevos estatutos.
Por consiguiente no hay razón para afirmar que la a.c. es una fundación
exclusivamente romana o italiana: sus raíces las encontramos en Francia,
Bélgica y sobre todo en Alemania. Tampoco ha surgido exclusivamente desde
arriba, sino que tiene una larga historia, lo mismo que sus diversas ramas.
Tampoco está articulada de acuerdo con las cuatro «columnas de los estados
naturales», ya que las asociaciones de universitarios y trabajadores se
cuentan entre sus organizaciones más antiguas y las ramas de hombres y
niños entre sus agrupaciones más modernas. Ni fue concebida desde el
principio exclusivamente como una ayuda pastoral dentro de la Iglesia, pues,
incluso después de apartarse de las obras que primariamente servían a fines
temporales recalcó su derecho a estudiar los problemas individuales,
familiares, profesionales, culturales y sociales, a la luz de los principios
católicos y a formar la conciencia de los católicos de acuerdo con esto.
Precisamente Pío xi, en conexión con la a.c., habla del reinado mundial de
Cristo, de la Iglesia que actúa en la sociedad. Con esto se viene abajo
asimismo la afirmación de que la a.c. fue creada pensando sólo en la situación
creada por la opresión fascista, y no pensando en tiempos normales, pues su
historia es mucho más antigua que el fascismo; las reformas decisivas
tuvieron lugar en 1915 y 1919, mientras que el fascismo llegó al poder el 28-
10-1922.

2. Forma

Pío xi repetidas veces definió la a.c. como «participación y colaboración de los


laicos en el apostolado jerárquico de la Iglesia». Pío xii prefirió la palabra
colaboración, para no provocar la confusión de una participación en la
jerarquía misma.

Ya la a.c. de Pío xi no implica un método determinado ni una estructura


concreta, sino que se acomoda a las circunstancias del tiempo y del lugar,
siempre que tales acomodaciones respondan a su naturaleza y sus cometidos.
Esto es lo que nos muestra la evolución que tuvo en Italia y en otros países,
aunque a veces se siguió demasiado servilmente el modelo italiano o se pensó
erróneamente que la relación de la a.c. con otras organizaciones era
monopolista y uniformista, contra lo cual previno ya Pío xii. Las nuevas
organizaciones y las que ya existían desde hacía tiempo fueron integradas en
la a.c. o a escala mundial (JOC) o por países (Legio Mariae). Sobre las
congregaciones marianas dijo Pío xii que podían llamarse «con todo derecho
a.c. bajo la dirección y estímulo de la bienaventurada virgen María»
(Constitución apostólica Bis saeculari del 27-9-1948). Poco a poco fueron
surgiendo los siguientes modelos de a.c., que a veces no responden más que
en parte a su verdadero cometido y que no siempre han sido aplicados en su
forma estricta: a) a.c. como una simple idea, que puede encarnarse en
diferentes organizaciones y grados; para lograr la coordinación se fundan a
veces gremios adecuados (comisiones católicas) que abarcan desde el plano
parroquial hasta el nacional; b) a.c. como nombre genérico de diversas
organizaciones que conservan su nombre y su autonomía, pero que
constituyen una unidad federativa en cuanto a.c.; en el segundo congreso
mundial del apostolado de los laicos se quiso hacer de este sistema el modelo
universal; c) a.c. como nombre de determinadas organizaciones apostólicas
cuyas relaciones mutuas están ordenadas de manera muy diferente:
federativamente (con frecuencia no se da más que una organización central
muy floja) o unitariamente (aunque con algunas secciones totalmente
dependientes); d) a.c. con carácter de élite (congregaciones marianas) o
como organizaciones profesionales, las cuales deben estar sostenidas y
guiadas por grupos selectos (modelo de la JOC); e) a.c. general (para los
problemas comunes a varios estratos de edad o de ambiente o a varios
campos de actividad) y a.c. especializada (para ambientes concretos respecto
a la edad, profesión o forma de vida); ambas pueden complementarse; f)
formas de a.c. organizadas a escala parroquial o sólo de forma
supraparroquial: por ciudades, arciprestazgos, diócesis, naciones
(asociaciones de académicos o artistas); tampoco estas formas se excluyen
unas a otras; g) a.c. que de antemano se limita a ciertos sectores parciales
dentro de las posibilidades que se le ofrecen, p.ej., a la ayuda pastoral
directa.

El Vaticano II ha rechazado por una parte todos los intentos realizados por
convertir un determinado sistema de a.c. en el sistema universal, pero, por
otra, ha hecho resaltar los elementos que, independientemente de métodos,
formas y nombres ligados al tiempo o al lugar, son esenciales a una genuina
a.c. Por tanto, el problema de la organización es secundario y está
subordinado al interés apostólico que se persigue.

3. Relación con otras organizaciones

Al principio, las obras que servían a la santificación personal se consideraron


como auxiliares de la a.c.; respecto de las obras que tienen un fin
primariamente temporal se recomendó colaborar con ellas, y con relación a
las obras propiamente apostólicas se pensaba en una cierta incorporación o al
menos asociación. El decreto Sobre el apostolado de los laicos (Vaticano II)
reconoce el derecho de libre asociación de los seglares y sus ventajas,
previniendo naturalmente contra la fragmentación (gremios para la
colaboración y coordinación) y dejando a salvo las múltiples y necesaria s
relaciones con la jerarquía (a lo que en el orden temporal sólo compete la
vigilancia sobre los principios cristianos): Arts. 19, 24, 26.

II. Objetivo

1. Características esenciales

Si nos atenemos a su origen histórico y al decreto Sobre el apostolado de los


seglares (art. 20), cuatro son en conjunto las características que constituyen
una verdadera a.c., prescindiendo de que se emplee o no este nombre, p. ej.,
cuando existen ya otros nombres, o cuando el término a.c. pueda dar lugar a
interpretaciones falsas -p. ej., políticas - (países anglosajones):

a) «La meta inmediata es el fin apostólico de la Iglesia en orden a la


evangelización y santificación de los hombres», cumpliendo con esto los laicos
una tarea específica de ellos, «así como en orden a la formación cristiana de
su conciencia», de manera que puedan realizar su misión temporal con
espíritu cristiano, pero bajo su propia responsabilidad. En este sentido la a.c.
tiende también a la transformación cristiana del mundo. Pero en la misma
esfera temporal su competencia no va más allá de lo que le garantizan los
principios cristianos, a cuya luz estudia los problemas humanos y forma las
conciencias. Lo que va más allá de esto, cae bajo el campo de la caridad,
como servicio a las múltiples necesidades humanas, o tiene sólo carácter de
estímulo. La edificación inmediata del mundo no le está ya encomendada a
ella. La transformación cristiana del mundo corresponde ciertamente a la
misión de la Iglesia, pero la Iglesia sólo puede ejercer esta misión a través de
aquellos a quienes está confiada la edificación del orden temporal. La Iglesia -
y también la a.c. - debe ayudar a los hombres a que conozcan los principios
generales de la revelación, pero no está llamada a transmitirles los
igualmente necesarios conocimientos técnicos. Por eso, los miembros de la
a.c. deben «distinguir claramente entre lo que como ciudadanos guiados por
su conciencia cristiana realizan en nombre propio, individualmente o en
asociaciones, y lo que hacen en nombre de la Iglesia juntamente con sus
prelados» (Constitución pastoral: Sobre la Iglesia en el mundo de hoy, art.
76).

b) Los seglares aportan una experiencia específicamente laica y asumen parte


de la responsabilidad en la dirección, en la planificación y en la acción. Esto
exige de los jerarcas un margen de libertad, de confianza y colaboración, que
permita a los seglares adultos, expertos y con iniciativa personal desarrollar
sus facultades e incluso realizar tareas auténticamente laicas dentro de la
Iglesia.

c) Los laicos están unidos por una constitución y acción colegial y corporativa.

d) Los laicos actúan «bajo la dirección de la jerarquía misma», que con ello
asume una cierta responsabilidad suprema, lo que a su vez implica el derecho
- aunque restringido únicamente a esto- a determinar las líneas generales de
orientación, a confirmar en el cargo a los funcionarios responsables, a ratificar
las resoluciones y estatutos más importantes, pero también a emitir el juicio
sobre la existencia de las cuatro características. La relación especial con la
jerarquía se llama mandato; éste no confiere una misión con nuevas
atribuciones, pero sí un cierto carácter oficial. El concilio ha dejado en
suspenso intencionadamente las controversias teológicas sobre la doctrina del
mandato. La suprema dirección por parte de la jerarquía y el carácter laico no
deben eliminarse mutuamente; entre ambos polos hay tensión, pero no
contradicción. También en el mundo sólo existen responsabilidades divididas
de diferente grado; pero en la comunidad de Cristo, por principio, hay una
responsabilidad universal y colegial de todos para con todos.

Con una a.c. así entendida en el fondo también queda superada la «clásica»
definición de la misma, según la cual el laico podría ser considerado de una
forma exagerada como el brazo prolongado de la jerarquía, como su
instrumento y órgano de ejecución. Es cierto que todavía se encuentra la
definición en el art. 20 del decreto Sobre el apostolado de los laicos, pero sólo
en la introducción histórica. De hecho, solamente un reducido sector de la a.c.
puede describirse como colaboración, como participación en el apostolado
jerárquico. Pero así no aparece suficientemente el carácter específicamente
laico o cristiano de orden temporal de este apostolado, ni la auténtica y
característica corresponsabilidad de los seglares en la Iglesia. Es cierto que la
a.c. no puede actuar más allá de su cometido eclesial, pero incluso en este
cometido no se puede considerar a los laicos como meros colaboradores de la
jerarquía, sino que ellos siguen siendo corresponsables del apostolado de toda
la Iglesia, y la naturaleza de su apostolado no es otra que la del jerárquico; de
lo contrario, no podrían prestar su contribución específica a la Iglesia. Según
la concepción actual sería mejor, por tanto, describir la a.c. como
«participación oficial de los laicos en el apostolado de la Iglesia».

La consideración seria de estas cuatro características y de la necesaria tensión


existente entre ellas aclara también algunas disputas de los últimos años
referentes a la a.c., p.ej.: sobre las relaciones entre el reino de Dios y la
edificación del mundo terrestre, entre la evangelización o santificación y la
configuración cristiana del orden temporal; sobre una estructura eclesial, en la
que el cristiano pueda integrarse plenamente con todo su mundo, incluso
profano, es decir, sobre un concepto nuevo, más amplio y completo, de
cristianismo, y, más concretamente, sobre el compromiso temporal, tal vez
político, de la a.c.; y sobre la libertad que tienen los laicos en la Iglesia con
relación a la reforma interna y a la acción frente al mundo ateo, así como con
relación a la edificación del -mundo en general. Según el Vaticano ii la acción
temporal del cristiano debe considerarse como misión de la Iglesia y, por ello,
como apostolado, si la ejecuta con espíritu evangélico; pero el creyente ha de
realizarla bajo su propia responsabilidad y no la puede hacer en nombre de la
Iglesia. Por otra parte, la a.c. es auténtico apostolado laico y no sólo ayuda a
la pastoral; pero tampoco constituye un medio para volver a clericalizar el
mundo en el sentido de un nuevo integrismo.

2. Importancia de la a.c.

La importancia de una a.c. que permanezca fiel a su esencia parece que


reside precisamente en esta función mediadora: en que, gracias a su
auténtico carácter profano y laico, es capaz de proporcionar a la Iglesia una
visión del mundo y una aportación mundana, la cual puede ayudarle incluso
en la elaboración y proclamación de los principios religiosos y morales; y en
que, por el lado contrario, en virtud de su carácter simultáneamente oficial y
eclesial, puede transmitir al mundo una visión de la Iglesia y, a los cristianos
que están en el mundo, la ayuda de la Iglesia para el cumplimiento cristiano
de sus tareas profanas, formándolos teórica y metódicamente para el
apostolado. De este modo, la a.c. une la fuerza de los seglares y su
conocimiento objetivo del mundo con la obra de los pastores (Constitución
sobre la Iglesia, art. 37). Y aun cuando en la Iglesia siempre se dio de alguna
forma este tipo de apostolado, es de especial importancia en una sociedad y
en una Iglesia que necesitan más que nunca de una estrategia planeada a
escala mundial. Así se comprende que el decreto Sobre el apostolado de los
seglares, a pesar de que en principio valora positivamente todas las iniciativas
apostólicas, recomiendo con especial «insistencia» las organizaciones a las
que se pueden aplicar las características esenciales de una auténtica a.c.,
lleven o no lleven este nombre. Esto, lejos de justificar una pretensión de
monopolio, obliga a un especial servicio fraterno.

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apostolado de los laicos); Commissio permanens conventuum intemationalium apostolatui
laicorum provehenda. De laicorum apostolatu organizato hodie toto in orbe terrarum diffuso.
Documenta collecta et systematice exposita pro Patribus Concilii Oecumenici Vaticani II (Typ.
polygl. Vat. 1963); Vaticanum 11, Decretum de apostolatu laicorum (Typ. polygl. Vat. 1965);
F. Klostermann: LThK Vat II 587-701; J. Gómez Sobrino, Nuevos estatutos de la A. C.
española (Ma 1967); M. Arboleya Martínez, Dos modos de enfocar la A. C. (Ba 1948).

Ferdinand Klostermann

ACOMODACION

1. Lo que el concepto a. (= adaptación, asimilación) significa en teología no


está en modo alguno fijado; en todo caso se refiere a la relación de la Iglesia,
de su teología y de los cristianos con el socio histórico o el que está enfrente,
con aquel que está extra ecclesiam, con el «otro». La concepción de la a.
depende de la interpretación teológica de la situación del «otro» en la historia
única de Dios con la humanidad y, más próximamente, de la caracterización
de la singularidad concreta de los no cristianos, es decir, de su religión,
cultura, lenguaje, sociedad, etc. Esto significa que el sentido de la a. se
interpreta en cada momento en virtud de la concepción de la Iglesia que
entonces prevalece. En cuanto una uniformidad de la teología no es ni posible
ni deseable, también las opiniones sobre la a. serán cada vez divergentes. Por
consiguiente no cabe buscar una doctrina invariable de la a.; más bien es en
la misma historia de la relación entre la Iglesia y el «otro» donde hay que
descubrir la historia de la inteligencia de la a. La palabra a. apunta pues a la
habitudo ecclesiae ad extra, y concretamente bajo el interés especial de si y
de qué manera la Iglesia se comunica a lo distinto de ella.

2. Toda respuesta debe partir del hecho de que la Iglesia no-mediada, la


ecclesia pura, no existe e incluso no puede existir, así como tampoco se dan
la doctrina y la verdad no-mediadas, el cristianismo, por así decir, en su
forma «pura», no acomodada; pues la revelación histórica implica eo ipso la
a. de Dios a lo humano y a lo histórico, ya que de otro modo lo divino - a
causa de los límites impuestos por la creación de Dios a la capacidad humana
de recepción - no podría ser jamás experimentado. Por esto toda «aparición»
y todo «hacerse visible» de Dios (en las religiones, en Israel, en Jesús, la
historia de la Iglesia y, principalmente, el de la historia de las misiones.

5. La a. de la Iglesia y de la teología a griegos, romanos y germanos es


universalmente conocida. Discrepan las opiniones en el enjuiciamiento de la
cuestión de si la Iglesia en estas simbiosis históricas ha hecho concesiones
ilegítimas o si, por el contrario, ha transformado aquellas culturas, las ha
asimilado y, por esto, se ha manifestado en ellas y se les ha comunicado
legítimamente. Sin embargo, por lo menos con relación a la teología se puede
sostener que, p. ej., Platón y Aristóteles fueron sometidos a la crítica de la
verdad bíblica antes de producirse la a. a ellos. Con relación a la espiritualidad
cristiana, especialmente a la recepción de formas religiosas de expresión,
parece que las concesiones alguna vez han ido demasiado lejos.

6. El que la misión católica (y también la protestante) desde el principio de la


moderna actividad misionera fuera de Europa en general recibió una
orientación europea, es una realidad conocida y cada vez más lamentada
desde los años veinte del siglo actual. Se exportó liturgia, gestos de plegaria,
arte, formas de piedad, costumbres y concepciones sociales del mundo greco-
romano-germánico, ideas filosóficas y políticas de Europa, etc.; es más: la
condena de lo indígena fue el presupuesto de este ofrecimiento del
totalitarismo europeo. R. Panikkar ha hablado con razón de un «colonialismo
teológico». Los jesuitas Roberto de Nobili (1577-1565) y Mateo Ricci (1552-
1610 ), así como los escasos partidarios de sus métodos, pueden valer como
testimonio excepcionales de la a., que ellos, es verdad, entendían
primariamente todavía de una manera psicológica y pedagógica. Su valentía y
su renuncia a un éxito cuantitativo condujeron a la llamada disputa de la a. o
de los ritos (cf. LThK2 VIII 13221324), la cual duró casi dos siglos, entre los
jesuitas por un lado y los dominicos, los franciscanos y el papa con la curia,
por otro. El motivo de la disputa y el objeto que estaba en primer plano era si
se podían permitir en la Iglesia determinados ritos chinos (confucionistas o
budistas) e hindúes, principalmente el culto a los muertos. En esta disputa,
caracterizada tanto por la obcecación y la ignorancia como por las calumnias y
las desfiguraciones, triunfó el integrismo (cf. la bula de Benedicto xiv Ex quo
singular¡, 1742). Esa problemática disputa y victoria han desacreditado
ampliamente hasta nuestros días la misión, ya que ésta cayó desde entonces
totalmente del lado del europeísmo (y del colonialismo). La decisión del año
1742 no se revisó hasta el año 1939. El desarrollo global eclesiástico de los
últimos treinta años ha superado teóricamente el europeísmo (cf. las enc.
misionales de los años 1926, 1951, 1954, así como la Enc. Ecclesiam suam
del año 1964). Desde hace algunos años hay no pocos intentos de a.; y
especialmente las reformas litúrgicas del Vaticano ii, así como los esfuerzos
por entender más a fondo las religiones no cristianas y las filosofías
extraeuropeas, han conducido a intentos más fuertes de a. Pero, en conjunto,
la Iglesia no está todavía acomodada a Asia y a África. Con todo, se muestran
ya nuevas lineas evolutivas, las cuales, guiadas por la «astucia de la historia»,
hacen que de las omisiones brote lo positivo.

7. Por la a., en cuanto autorrealización de la teología y de la Iglesia, ésta no


se puede jamás ligar a algo ya superado. Seria una cosa totalmente sin
sentido el que en la actualidad, cuando se tiende hacia una civilización
mundial unitaria, se quisiera conservar precisamente en la Iglesia fondos de
reserva de lo antiguo. La conservación artificial de formas y estructuras
moribundas tendría que conducir a un «romanticismo» no serio, folklórico;
pero esa conservación es sociológicamente imposible desde todo punto de
vista. De ahí que las advertencias contra una a. exagerada y miope a una
determinada forma particular sean plenamente acertadas (OHM: «complejo de
acomodación»). Sin embargo, esto de ningún modo significa que el problema
de la a. esté ya zanjado; por el contrario, parece que resurge en forma nueva
y más difícil, pues, según todas las previsiones, en el one world técnico,
científico y secularizado, perseverarán profundas diferencias, sobre todo
desde un punto de vista étnico, cultural y psicológico. No es en absoluto
seguro que la Iglesia logre adaptarse a los estratos profundos de las culturas;
pero la novedad de su mensaje y de su doctrina exige, no simplemente la
sustitución global de las «ordenaciones antiguas» por las nuevas, sino más
bien una novedad de la vida humana «ante Dios», la cual presupone, permite
y aplaude formas plurales de realización. Por más que hoy comprendemos la
razón y el deber de la a. (y hayamos de lamentar que esto no sucediera siglos
antes), el terminus ad quem de las acomodaciones actualmente necesarias es
muy incierto. El secularizado mundo futuro exigirá evidentemente formas de
teología y de vida creyente, o sea, de a., distintas de las exigidas por las
zonas de África y de Asia, que en gran parte todavía son religiosamente
homogéneas. Si se juzga que la «humanización» del mundo es imparable (J.B.
Metz) y que, por tanto, la estructura formalmente cristiana ha de marcar la
pauta del futuro, la posición frente al problema de la a. será ciertamente de
reserva. Mas eso no significa en modo alguno que las formas más simples de
a., las fundadas en la convivencia humana, p. ej., la acomodación del idioma,
de la forma de vestir, de las costumbres, del arte, etc., permitan el más
pequeño aplazamiento. El análisis teológico, histórico y filosófico de la
problemática de la a. a gran escala, junto con su importancia para una visión
mundial del futuro, no quiere ni puede impedirnos realizar «hic et nunc» en lo
pequeño y cotidiano la a. exigida por el bien de los hombres y de sus
posibilidades de fe. Y, a este respecto, no hay una distinción de principio, sino
solamente gradual, entre los llamados «países de misión» y los «países
cristianos».

Heinz Robert Schlette

ACTO MORAL

I. Enfoque psicológico y filosófico

1. Visto psicológicamente, el punto de partida del obrar moral es la toma de


posición personal, es decir, consciente y libre, en el conflicto entre las
necesidades impuestas por la realización de las tendencias del yo y las
exigencias de la sociedad; según esto, el obrar moral presupone el desarrollo
de la conciencia del yo, la cual se produce, por la victoria sobre el ambiente
en medio de un diálogo con él. La condición es la vivencia de la situación de
conflicto entre la necesidad de satisfacer las tendencias inmanentes y las
exigencias del ambiente que se opone a esa necesidad. Esta situación surge
en el niño cuando experimenta el beneficio de ser amado, cuando él es
aceptado y promovido por el contorno ambiental. Así el niño renunciará a
satisfacer sus impulsos cuando éstos sean perjudiciales a la simbiosis afectiva
con la madre. Pero si no se presenta la situación de conflicto, la preparación y
el desarrollo del obrar moral quedan impedidos.

En un estadio ulterior de la formación de la conciencia, para que se realice la


acción moral se requiere que la necesidad de autodesarrollo conduzca, por
anexión al contorno que promueve este autodesarrollo, a una recepción,
primeramente desprovista de crítica, de los puntos de vista del entorno
concreto; se produce, pues, una intosuscepción de los comportamientos
ajenos, normalmente, primero del padre, de la madre y de los hermanos, de
manera que la conducta de estos modelos directivos se puede convertir en
norma del propio obrar por medio de la identificación. Con la ampliación del
entorno y el desarrollo de la conciencia crítica el niño se ve colocado ante
nuevos conflictos, puesto que ahora le salen al encuentro en medida cada vez
mayor maneras de comportarse de los modelos directivos que se contradicen
mutuamente, y él debe ahora decidir qué modelo directivo quiere seguir. En la
decisión juegan su papel, no sólo las necesidades propias, sino también, y en
una medida que aumenta cada vez, la inteligencia de la oportunidad de una
conducta practicada y exigida y, evidentemente, también la fuerza de la
vinculación afectiva a determinados modelos.

Tan pronto como el niño está en situación de conocer que determinadas


acciones tienen sentido por sí mismas, p. ej., el decir la verdad, y es al mismo
tiempo consciente de que estas acciones son exigidas, a causa de su valor,
por las personas normativas, se llega simplemente a las acciones morales, en
tanto el niño está en situación de distanciarse interiormente de sus
inmanentes estímulos espontáneos en tal medida que pueda comparar la s
exigencias de lo debido con sus necesidades subjetivas y tomar libremente
posición frente a ello a base de su inteligencia. Si reinan buenas relaciones
familiares, esto sucede normalmente hacia los 6 ó 7 años, cuando el niño
llega al así llamado uso de razón o a la edad de la discreción; sin embargo,
esta madurez también puede producitse mucho más tarde.

Esta conciencia crítica frente a las normas del ambiente, aceptadas en forma
no crítica, y frente a las exigencias de las tendencias del yo, naturalmente ,
existe primero en medida muy limitada y, en principio, se alcanza siempre con
lentitud, con una lentitud gradualmente distinta en cada caso, puesto que la
actitud y el clima reflexivos dependen siempre de los conocimientos directos y
de las deciciones, que se transforman con el desarrollo progresivo de la
personalidad y nunca pueden quedar sometidos a una reflexión plena. Debido
a ello, una crítica actuación ética que se distancie de una moral falta de
crítica, en todos los casos sólo es posible en una medida limitada y depende
de la acuñación del desarrollo de la personalidad.

Por lo menos hasta cierto grado, la ética implicada en el «super-yo» señala a


dicho desarrollo un cauce que dificulta las tomas de posición genuinamente
éticas, pues, sin fundamento, sólo a causa de la educación, se atribuye un
valor absoluto a determinadas concepciones tradicionales (--> ética).

Este proceso moral de desarrollo comenzado por el niño alcanza un grado de


madutez esencialmente superior cuando el joven llega a una situación en que
es capaz, no sólo de tomar decisiones responsables y libres con relación a
acciones particulares, sino también de decidir sobre sí mismo y,
concretamente, en lo referente a una postura personal y definitiva en sus
aspectos esenciales para con su ambiente. Es condición para ello el que,
aparte de una conciencia suficiente sobre la importancia de la acción, la
autoconciencia haya progresado tanto que sea posible una disposición
subjetivamente definitiva acerca de sí mismo. Simultáneamente la vinculación
afectiva a personas ha de alcanzar un determinado grado de intensidad, pues
el carácter absoluto de la obligación moral debe ser comprendido en tal
medida que el comportamiento contrario a ella se presente a su autor como
algo que, no sólo hace mala la acción particular, sino que hace malo al
hombre.

Únicamente cuando la maduración de la personalidad haya alcanzado ese


punto, se podrá hablar de una actuación moral cualificada. La presuposición
para ello es:

a) la experiencia subjetiva de la propia singularidad, la cual se inicia


generalmente por el confrontamiento con el despertar de la -> sexualidad y
con todos los fenómenos que lo acompañan;

b) el desarrollo de la capacidad crítica de distinción, basado en la experiencia


y en la enseñanza, en tal medida que se pueda comprender la transcendencia
de la acción para la propia vida y se tenga capacidad de ponderar
suficientemente, es decir, esencialmente, la importancia definitiva para el
futuro de las relaciones con el mundo circundante.

c) una vinculación tan amplia a la dignidad de la persona, que ésta sea


reconocida como algo que debe ser respetado y amado por sí mismo; pues
ahora el joven, debido a una capacidad de amor que le libera de la prisión en
el yo, está en situación de comprender suficientemente al otro en su
subjetividad y en las exigencias que ella comporta. Precisamente esta
capacidad de distinción y sobre todo esta capacidad de amor, por lo común,
no se dan ya con el final de la pubertad física, y no deberían ser
precipitadamente supuestas en los años jóvenes.

2. Bajo la perspectiva filosófica, podemos hablar de un a.m. cuando el hombre


se realiza en su condición de -> persona consciente por -->decisión libre y
sintiendo la responsabilidad ante él mismo y ante los otros (--> libertad).
Según esto, para que un a.m. tenga efecto debe haber conciencia y voluntad
libre, y éstas han de ser actualizadas en vistas al desarrollo de las personas
implicadas, entre las cuales se halla siempre la propia persona. Lo cual debe
hacerse sintiendo responsabilidad ante las personas, ya que ellas pueden
exigir respuesta y cuentas. Esto significa que el a.m. es siempre: una toma de
posición frente a la norma transcendental de conducta; un perfeccionamiento
y una perfección; y, en armonía con eso, una incitación a la fe, la esperanza y
la caridad «metafísicas». Expresado de otra forma: el a.m. según su
estructura formal es bueno en la medida en que, reconoce a Dios como sumo
bien y por ello cree, confía en la salvación de Dios y así espera, lo afirme
como el sumo bien y así lo ama.

Pues, en efecto, una acción sólo puede ser enjuiciada como buena o como
mala en la medida en que es conocida su conformidad con el ser o su
oposición a él. Este conocimiento, a su vez, sólo es posible en la medida de la
evidencia del ser en sí, la cual por su parte incita a la afirmación creyente del
mismo, ya que el ser en sí, por un lado, es el presupuesto intelectualmente
necesario de lo que conocemos y, por otra parte, como algo que hemos de
presuponer sin conocerlo exhaustivamente en sí mismo, puede ser rehusado
por la voluntad, aun cuando simultáneamente sea entendido por la razón
como algo que debe afirmarse. Esto significa que cualquier acto moralmente
bueno es un acto de -> fe.
Pero además es siempre un acto de -> esperanza. Y lo es porque un acto
consciente sólo puede hacer más perfecto o imperfecto a un hombre en la
medida en que se le presente como dotado o desprovisto de sentido y, con
ello, arbitrario. Esto, a su vez, solamente es posible en la medida en que un
comportamiento conforme con el ser es reconocido como absolutamente
obligatorio. Ahora bien, por un lado, la conciencia del sentido del obrar es una
presuposición transcendental y necesaria para la operación consciente, pues la
acción consciente está necesariamente dirigida a un fin; y, por otro lado, el
reconocimiento del principio de que la actuación dotada de sentido es la
conforme con el ser constituye un acto libre de esperanza, pues la prueba de
la exactitud del reconocimiento de ese principio sólo cabe esperarla del futuro,
de modo que es posible afirmarlo o negarlo libremente.

En cuanto el hombre toma posición frente a una cosa conocida como


obligatoria, se decide en último término a seguir o no seguir la llamada moral
y, en consonancia con ello, al --> amor de lo que es bueno en sí o a su
repulsa arbitraria y despojada de amor. Pues el hombre, en su obrar
consciente, por una parte aspira necesariamente a lo perfecto y, con ello, al
bien en sí, pero, por otra parte, él tiene que decidirse por el amor de lo bueno
en sí, ya que nosotros solamente en medida limitada podemos conocer eso
que es bueno en sí y, por tanto, nos es posible rechazarlo desamoradamente
en pro de un bien elegido a nuestro antojo.

Según esto, el punto de partida para la determinación del a.m. debe ser la
relación transcendental a Dios. Y ésta sólo se halla tan desarrollada que
podamos hablar de un a.m. en sentido pleno, cuando el hombre está referido
a Dios en tal grado que, o bien él afirma a Dios con fe, esperanza y amor en
la concreta decisión moral, o bien lo rechaza incrédulamente, arbitrariamente,
en el fondo, desesperadamente y, en último término, egoístamente. Con todo,
no es necesario que la relación a Dios se actualice in actu reflexo, es
suficiente que se realice in actu exercito. Esta relación a la fe, la esperanza y
la caridad va inherente al a.m. con necesidad transcendental; y, en nuestro
orden de salvación, ella experimenta una ampliación fáctica por la que se
extiende al campo sobrenatural. Esta triple relación transcendental y
sobrenatural del a.m. a Dios debe ser desarrollada en lo que sigue.

II. Toma de posición frente a la norma transcendental de la moral:


toma de posición frente a la fe

1. Para la realización de un a.m. se requiere en primer lugar que una acción


sea conocida como buena o como mala. Esta conciencia presupone, por un
lado, el conocimiento de la norma moral y, por otro lado, el conocimiento de
la relación del acto a la norma moral. Es digno de ser afirmado
inmediatamente y, con ello, moralmente bueno en el plano objetivo, todo
aquello que tiene su sentido en sí mismo y, en consecuencia, es
absolutamente obligatorio. Así el criterio supremo de moral es la ordenación a
la perfección de Dios, único ser en el que podemos hallar la suprema
consumación. De donde se deduce que somos objetivamente perfectos tan
sólo por el perfecto amor a Dios y subjetivamente perfectos por acomodarnos
totalmente a su voluntad.
Todo lo demás es bueno en la medida en que se ordena a un fin
transcendental, el cual, por su parte, tiene un sentido inmanente en sí mismo.
De ese modo todo es afirmado en la medida en que participa de la perfección
de Dios y desarrolla sus tendencias en armonía con el ser. La criatura dotada,
de espíritu (-> ángel, -> hombre) tiene parte en la perfección de Dios en tal
modo que ella, por un lado goza de sentido en sí misma, de manera que su
autorrealización está llena de sentido; y, por otro lado, sólo puede
autorrealizarse por la subordinación al fin transcendente, a saber, a todo lo
que tiene un sentido en sí mismo y, por tanto, reviste un carácter absoluto
(notemos que el grado de subordinación depende del grado de absolutez).
Esto significa exactamente: es moralmente bueno todo lo que promueve al
hombre en su condición humana, realizada en conformidad con los demás
hombres, y promueve a todos los hombres en conformidad con Dios. En
consecuencia, son moralmente buenos aquellos actos que perfeccionan al
sujeto que obra en su relación con Dios y con el prójimo, o sea, en último
término es bueno todo lo que fomenta la intersubjetividad, la relación entre
las personas bajo todos los aspectos.

Y, además, como la naturaleza infrahumana (-> creación) sólo tiene sentido


en cuanto sirve a la autorrealización del hombre, la ordenación a ella es
moralmente buena en el plano objetivo en tanto se la puede poner a servicio
del desarrollo del hombre. Esto significa que el mundo de las «cosas», o sea,
La realidad infrasubjetiva u objetiva, o puramente categorial, sólo puede tener
un carácter mediata o materialmente moral.

Según esto, un acto es moralmente bueno .n el plano subjetivo cuando por él


se proiuce una ordenación consciente a la autorrea.ización en armonía con el
prójimo y con dios, y cuando por él la realidad material es puesta a servicio de
la subjetividad personal.

En consonancia con lo dicho, el primer presupuesto para la actuación moral es


que se conozca suficientemente cómo la persona no puede compararse con lo
infrahumano, o sea, que se conozca el abismo existente entre las personas y
las cosas. Un hombre que no sepa distinguir conscientemente entre personas
y objetos carece, pues, de capacidad moral.

Este conocimiento de lo bueno en sí puede darse bajo diversos grados de


claridad, no se requiere incondicionalmente que se produzca en forma
consciente y temática. Pero él ya está sin duda iniciado siempre que se
percibe por lo menos en manera directa e indistinta cómo determinados
valores, p. ej., la -> verdad, la perfección, la -> libertad, la -> justicia, en
resumen, las virtudes, deben ser apetecidos por sí mismos. Pues en las
virtudes siempre se trata necesariamente de valores que están al servicio del
desarrollo de la intersubjetividad, siempre se trata, consecuentemente, de
valores transcendentales, en el sentido de que la ordenación a ellos siempre
realiza necesariamente la perfección del que obra y, por cierto, en
conformidad con su condicionamiento intersubjetivo.

Según esto, el hombre en tanto no puede equivocarse al enjuiciar las virtudes


y los vicios, al adoptar una postura inmediatamente moral, en cuanto ellos lo
abren siempre para el ->bien en sí, pues, por definición, es decir,
necesariamente, lo orientan hacia una ordenada o desordenada relación
intersubjetiva.

Esto significa: cuando el hombre juzga que una acción está permitida,
prohibida o mandada, él no puede equivocarse al formular la permisión, la
prohibición o el mandato en la medida en que, necesariamente por la razón y
tendencial o voluntariamente por la disposición subjetiva, se halla dirigido a lo
verdadero en sí y, a pesar de la mediación de la subjetividad, por la
transparencia de lo objetivo goza de una evidencia que ilumina el campo de la
subjetividad y de la intersubjetividad. Y en la misma medida la permisión,
etc., se refiere inmediatamente a la afirmación o negación personal de
sujetos, a una toma de posición buena o mala en sí.

Esto significa que el a.m. inmanente, en su toma de posición frente a la


norma moral, frente a lo bueno en sí, tiene una estructura formal lo mismo
que el acto de fe en su asentimiento creyente, de modo que lleva en sí mismo
su propia seguridad. O sea, lleva su evidencia en sí mismo, pues el hombre
realiza en él una inmediata comunicación intersubjetiva, teniendo tanta
conciencia directa -aunque no refleja- de la estructura de dicha comunicación
como de la comunicación misma.

En efecto, incluso bajo el aspecto de la ordenación a lo verdadero y bueno en


sí, a lo absoluto en general, el a.m. se refiere directamente a Dios, aun
cuando esto no siempre sucede en forma explícita, ya que la relación
transcendental a lo absoluto no es otra cosa que la ordenación a Dios, por
más que la elaboración temática de esa ordenación esté expuesta a
falsificaciones.

Ahora bien, el hombre debe llevar a la práctica estas tomas de posición


intersubjetiva a través de acciones externas, objetivas y, en este sentido,
transcendentales. Lo cual ocurre cuando él usa su corporalidad y los bienes de
esta tierra como medios de expresión y de autorrealización, y los pone para
este fin en relación con la subjetividad y la intersubjetividad. A este respecto,
ciertamente el hombre está vinculado a la ley propia de la realidad
infrapersonal o categorial, pero, en virtud de su personalidad la usa de tal
manera que ella, en su ser así y no de otro modo, se halla determinada, ya no
por interrelaciones causales independientes del hombre, sino por él mismo.

En el enjuiciamento de esta ley propia el hombre puede equivocarse. Dicho de


otro modo: el hombre puede equivocarse en lo que ella permite, manda o
prohíbe, o sea, en sus tomas de posición objetiva. El fundamento para la
posibilidad del error en la interpretación objetiva de sus tomas de posición
subjetiva se basa:

a) En nuestra necesidad de abstracción. Con lo cual, por definición, se realiza


un conocimiento incompleto de la esencia, por la razón de que lo esencial se
nos desarrolla históricamente y, en consecuencia, no se nos revela
definitivamente, e igualmente por la razón de que nosotros comprendemos
selectivamente, es decir, prescindiendo de ciertas notas.

b) En nuestra necesidad de juzgar. En el .juicio se toma una posición


transcendental frente a algo categorial y, por cierto, vinculando a través de la
cópula el concepto transcendental con su realización categorial. Aquí pueden
introducirse errores, pues nosotros sólo conocemos la identidad entre lo
subjetivo y lo objetivo en medio de las diferencias.

c) Hemos de pensar que nosotros - aun cuando nuestra razón esté


necesariamente ordenada a la verdad en sí-, puesto que el conocimiento
depende de la disposición del sujeto y dicha verdad siempre es aprehendida
en forma limitada y objetivada, tenemos la posibilidad de adoptar una postura
libre frente a esa verdad concretamente captada, en cuanto ella es
interpretable para nosotros. Por eso, nuestra aprehensión fáctica de la verdad
depende también de las tendencias del sujeto y del libre amor a ella. En
consecuencia, el hecho de que la verdad no sea captada está condicionado, no
sólo por los límites de la razón, sino también por la disposición de la voluntad.

De ahí se deduce lo siguiente: los juicios morales pueden reflejar lo


moralmente permitido, etc. -más exactamente, la voluntad de Dios- en
manera conforme a la verdad. Pero, a causa de su carácter abstractivo y de la
limitada ordenación tendencial a la verdad, lo hacen siempre de una manera
imperfecta, e incluso pueden caer en el error. Sin embargo, al formular la
permisión, etc., nosotros conocemos infaliblemente la voluntad de Dios en
cuanto estamos ordenados a la verdad en sí. Mas esta ordenación a la
voluntad de Dios, en tanto es libre, implica siempre un cacto metafísico de
fe», pues, aun cuando la afirmación libre de lo verdadero y de lo bueno en sí
descanse en las condiciones transcendentales de nuestro conocer y querer, sin
embargo, éstas sólo pueden ser afirmadas como tales mediante un acto
transcendental no necesario, es decir, libre.

2. Puesto que., en consecuencia, nosotros podemos expresar


afirmativamente, pero no exclusiva ni definitivamente, la esencia de hechos
objetivos y la finalidad de ciertas maneras categoriales de comportamiento,
podemos decir algo en general y objetivamente acerca de la bondad o maldad
de tales acciones, sólo en forma afirmativa, pero no en forma exclusiva ni
definitiva; es decir, cabe decirlo materialmente, pero no formalmente.
Expresado de otro modo: es posible que la esencia de una acción categorial,
de una acción realizada, incluso en el caso de que la hayamos comprendido
correctamente, revista un aspecto que nos ha pasado desapercibido, y que el
acto tenga una finalidad que nosotros no hemos captado. La cual significa
que, en principio, acerca de determinados actos externos no se puede decir
que ellos son moralmente buenos o malos siempre y bajo todas las
circunstancias. Eso sólo puede decirse en sentido material, es decir, el acto,
cuando se realiza, tiene siempre un aspecto materialmente bueno o malo,
aspecto que no se pierde cuando ese acto, a causa de otras posibles
finalidades, haya de ser considerado como moralmente ambivalente en el
plano objetivo.

Según la intención subjetiva que el hombre tenga al realizar el acto, éste


puede llamarse formalmente bueno o malo también en el plano objetivo y no
sólo en el subjetivo, aunque con ello no se excluye una finalidad material de
signo contrario en ese mismo acto. Así, p. ej., el dar muerte injustamente a
un hombre es siempre objetiva y formalmente un asesinato, pero el dar
muerte en legítima defensa tiene una finalidad moral ambivalente, una
finalidad que justifica moralmente el acto y otra finalidad materialmente mala,
la cual no es pretendida formalmente, pero sí lo es objetivamente. Por
consiguiente, el que el asesinato siempre sea formalmente malo se debe, no
al acto objetivo y externo de la occisión, sino a la actitud interna, la cual
siempre es necesariamente mala, por ser injusta en el caso presupuesto.

De estos actos hay que distinguir los materialmente indiferentes, los cuales
son concretamente buenos o malos en el terreno objetivo (y no sólo en el
subjetivo) según el fin a que sirven en virtud de la intención fáctica del que
obra.

III. Toma de posición frente a la perfección transcendental: una toma


de posición frente a la esperanza

1. Para que un acto sea moral debe ser comprendido como bueno o malo para
mí. La aprehensión de la congruencia o incongruencia de un acto, de lo recto
y verdadero en sí, no implica todavía el conocimiento del sentido
correspondiente, así como del valor y del carácter obligatorio que de ahí se
desprenden. Para que este conocimiento tenga efecto hay que añadirle la
visión de que el acto considerado como bueno o malo redunda en salvación o
pérdida de quien obra o de otros, y la de que, en consecuencia, quien actúa
debe rendir cuentas ante sí mismo o ante otros, o sea, es necesario
comprender el concreto carácter obligatorio del acto y la consecuente
responsabilidad del que obra. En efecto, una actuación responsable no
significa otra cosa que una acción conscientemente dotada de sentido. Pero el
hombre sólo puede obrar conscientemente con sentido cuando se pone a sí
mismo en relación con un fin reconocido, el cual tenga su sentido en sí mismo
y con ello constituya su propia meta. Pero el referirse conscientemente a un
fin todavía no es sin más una actuación responsable, pues cabe la posibilidad
de que el hombre se refiera a una meta establecida arbitrariamente. Ahora
bien, el ordenarse conscientemente a un fin arbitrariamente escogido no sólo
carece de sentido, sino que, además, a causa de la elección conscientemente
arbitraria, constituye un auténtico sinsentido y contrasentido, ya que la
conciencia siempre está intencionalmente orientada hacia el ser en sí. Por
tanto, para que la ordenación consciente a un fin tenga sentido, ese fin ha de
presentarse al que actúa como digno de ser apetecido en sí mismo, o sea, la
meta debe tener su sentido en sí misma y la ordenación a ella debe ser
conveniente para el que actúa, pues la subjetividad busca siempre con
necesidad transcendental la autorrealización y, sólo realizándose a sí misma,
puede ella seguir siendo subjetividad.

Si el hombre sólo puede contraer vínculos absolutos con relación a las


personas, se deduce como consecuencia que él únicamente puede tener
responsabilidad con relación al orden categorial de las cosas en la medida en
que éstas, salvada su propia ley física que el hombre es incapaz de suprimir,
por una acción personal son puestas a servicio de la subjetividad y de la
intersubjetividad. Efectivamente, en sí misma, la realidad categorial no tiene
más sentido que el de servir de medio para la autorrealización del hombre,
puesto que ella no puede ordenarse a sí misma a una finalidad, sino que debe
ser ordenada por el hombre a su autorrealización, pues de lo contrario
carecería de sentido (--> creación). Si el hombre, a causa de la capacidad de
pecar, nacida de su limitación, la ordena a finalidades arbitrarias, dicha
realidad carece de sentido en cuanto no es orientada hacia una meta
conveniente, mas no por eso es absurda, ya que ella conserva su propio
sentido, a saber, el de servir de medio para la autorrealización del hombre. El
hombre tiene una responsabilidad inmediata con relación a la subjetividad
percibida conscientemente, pues ésta lleva su sentido en si misma. Para ello
el hombre debe haber comprendido concretamente el sentido o el
contrasentido del acto en sí, o sea, se debe haber dado cuenta de las
personas implicadas, y, entonces, según la medida de esa comprensión tendrá
conciencia del carácter obligatorio del acto.

Esto se desprende de que la subjetividad tiende siempre con necesidad


transcendental a su propia realización. Por definición, la realización subjetiva
es siempre autorrealización. Y, en consonancia con eso, 1a propia realización
consciente se lleva a cabo con responsabilidad ante sí mismo. De ahí que
incluso el amor desinteresado del hombre sólo sea posible bajo el presupuesto
de que ese amor tenga sentido para él y le lleve a su propio
perfeccionamiento. O, por aducir otro ejemplo, el hombre sólo puede
suicidarse guiado por la intención de alcanzar una plenitud de sí mismo
adecuada a las circunstancias.

Esto se desprende también de que la subjetividad, la cual está en relación con


otras subjetividades, sólo puede realizarse a sí misma respetando la
subjetividad de los otros. Pues Dios sería infiel a sí mismo si aniquilase la
criatura espiritual una vez que la ha creado. Pero aquella subjetividad que
sólo puede realizarse en dependencia de otro haría imposible su
autorrealización en la medida en que no se realizara en conformidad con su
dependencia. La subjetividad obra irresponsablemente en la medida en que
niega su dependencia. Dicho de otro modo: la responsabilidad humana sólo es
posible en cuanto el hombre comprende conscientemente su subjetividad en
su dependencia objetiva e intersubjetiva. En efecto, el hombre depende tanto
de la realidad categorial como de las personas. 0.1 necesita la realidad
categorial, o sea, su corporalidad y el mundo de las cosas, como un medio
para la propia realización. Y de las personas, en cambio, tiene necesidad como
compañeras en el camino de la propia realización, hasta tal punto que él sólo
puede actualizarse como persona en cuanto adopta una postura para con la
personalidad ya actualizada, es decir, el hombre sólo puede amar, afirmarse
personalmente a sí mismo y afirmar a otros en cuanto él ha sido amado.
Según esto, la posibilidad de la afirmación moral de otros presupone un
conocimiento suficiente de que la ordenación a los demás, de que la
aceptación de la dependencia con relación a ellos contribuye, no a la
destrucción, sino a la realización de sí mismo. Así, hombres que -por no haber
experimentado suficientemente el amor personal- no han podido desarrollar
lazos personales, tampoco son responsables de crímenes contra otros, incluso
en el caso de que en forma puramente racional comprenden con claridad que
obrar así está prohibdo; y no lo son porque desconocen el valor negado en su
acción. Una parte del fenómeno de la criminalidad en el mundo del confort, la
cual muchas veces resulta tan incomprensible, sin duda debe explicarse por la
falta de lazos personales y por la consecuente irresponsabilidad.

El hecho de que nosotros sólo podemos comprender el valor del amor por la
experiencia del mismo amor se funda a la postre en que toda nuestra
potencialidad debe ser actualizada siempre en virtud de una actualidad - por
lo menos del mismo orden - y, en último término, en virtud del acto divino,
primera raíz donde se basa la posibilidad de nuestra propia realización. Por
eso, nuestra actividad productiva consiste en una toma de posición frente a
las posibilidades que se nos ofrecen y no en un comportamiento
auténticamente creador. En último término, lo único que nosotros podemos
hacer es adoptar una postura personal con relación a las posibilidades que nos
vienen de fuera y, así, actualizar nuestra personalidad mediante una singular
toma de posición ante las posibilidades incesantemente renovadas. Por esto el
hombre desde su raíz es un ser individual y social y, de esa manera, una
criatura. P-1 sólo puede decir «yo» en la medida en que puede decir «tú» y,
en último término, «mi Dios». únicamente así está en condiciones de realizar
su originalidad en forma singular dentro de la historia (-> sociedad; ->
historia e historicidad).

Por consiguiente, según lo dicho, autorrealizaci6n es siempre un dar sentido a


la acción propia y a la vida propia en dependencia de otras cosas y de otros.
Pero esa dependencia solamente adquiere rango moral cuando y en la medida
en que una determinada forma de comportamiento es adecuadamente
conocida como el sentido de una acción actual o de la vida en general y, en
consecuencia, es reconocida como obligatoria. Éste es el caso cuando tanto
las personas y sus tomas de posición frente a otras como la realidad
categorial son referidas a personas.

Puesto que nosotros sólo aprehendemos nuestra subjetividad por mediación


del campo objetivo de la intersubjetividad y lo objetivo únicamente llega al
sujeto bajo los límites del espacio y del tiempo, solamente captamos nuestra
propia subjetividad y nuestra dependencia intersubjetiva en cuanto nos
desprendemos del pasado, del presente y del futuro objetivos, y al mismo
tiempo referimos la subjetividad a la objetividad sometida a mutación. Ahora
bien, puesto que todo obrar moral es una actuación subjetiva, la acción ética
sólo se realiza en la medida en que el sujeto operante, a base de su operación
objetiva, adopta una postura frente a la subjetividad; frente a una
subjetividad que, por una parte, en virtud de su misma naturaleza -
precisamente por ser subjetividad - está substraída al manejo del hombre y,
por otra parte, maneja la realidad objetiva. De ahí se deduce que todo a.m.
reviste un aspecto singular, pues cada situación objetiva frente a la cual el
hombre debe tomar una posición moral, dada su dependencia de las personas
que actúan en ella, tiene un carácter irrepetible, y, además, todo sujeto
operante ha de actuar en armonía con su singularidad subjetiva.

Esto significa simplemente que el hombre sólo puede rendir cuentas de su


actuación en cuanto su toma de posición subjetiva, mediada por la realidad
objetiva, está referida a la subjetividad. De donde se deduce que el hombre
sólo puede tener responsabilidad en el grado en que ha comprendido la
finalidad de la subjetividad propia y de la ajena y al mismo tiempo la relación
del obrar propio con esta finalidad.

Para que esa comprensión y ese enfoque de la finalidad sean posibles, el


futuro que viene hacia el hombre ha de presentarse lleno de sentido bajo una
determinada forma y bajo una determinada respuesta. Mas este futuro que
viene hacia el hombre únicamente puede presentársele lleno de sentido si
alguien que tenga su sentido en sí mismo, en último término Dios, ha dotado
también de sentido al futuro. Y esa mirada luminosa a un futuro lleno de
sentido y, en último término, al mismo Dios, no es otra cosa que la virtud
teologal de la -> esperanza. Ella constituye el presupuesto para un amor libre,
abnegado, y, por esto, virtuoso, ya que el hombre solamente puede
entregarse en la medida en que ha tomado posesión de sí mismo y se ha
afirmado a sí mismo.

Si el hombre niega el futuro tal como éste llega hacia él y pretende darle un
sentido arbitrario, obra irresponsablemente, es decir, obra, no en conformidad
con el sentido de la subjetividad y de la intersubjetividad, el cual se revela en
el conocimiento y exige reconocimiento, sino a tenor del propio arbitrio y, por
tanto, absurdamente.

2. En cuanto aquí se trata de responsabilidad ante uno mismo, hablamos de


autonomía y, en cuanto se trata de responsabilidad ante otros, hablamos de
heteronomía. Puesto que el hombre es al mismo tiempo responsable ante sí
mismo y responsable ante otros, él es a la vez autónomo y heterónomo, si
bien desde diversos puntos de vista.

El hombre es autónomo en cuanto debe rendirse cuentas a sí mismo, en


cuanto su acción subjetiva está en consonancia con el fin conocido de su
subjetividad. El fundamento de esta conciencia de responsabilidad ante sí
mismo está, por un lado, en que el hombre, mediante su toma de posición
personal, de tal modo configura consciente y libremente las tendencias que
laten en él y buscan su satisfacción, que éstas, aun conservando
necesariamente su constitución, ya no se hallan determinadas por una red de
causas independientes del sujeto humano, sino que se convierten en
expresión y realización de su autointeligencia y autonomía. Y, por otro lado, la
conciencia de responsabilidad ante sí mismo se funda en que el hombre
siempre decide en su acción moral apoyándose en un pasado previamente
existente, así como en sus propios lazos con el presente, y proyectándose
desde allí hacia el propio futuro que le viene de fuera, hacia un futuro lleno de
importancia para su salvación. Puesto que de esa manera el hombre es la
causa y el fin de su propio obrar, él es responsable frente a sí mismo.

El hombre es heterónomo en cuanto debe rendir cuentas ante el prójimo y


ante Dios, en cuanto su acción subjetiva está conforme con la subjetividad de
éstos. En tanto el hombre refiere a otros el fruto de su acción, orienta -dentro
del margen de sus responsabilidades morales- lo entrañado en sus actos al
bienestar y al desarrollo personal de las personas implicadas y, con ello, a la
propia salvación, que él sólo puede esperar en armoniosa conformidad con los
demás. El hombre es, pues, heterónomo por su dependencia de otras
personas y cosas, dependencia que, en interés de la realización de sí mismo,
exige que se tenga en cuenta la ley propia de aquellas personas y cosas de las
cuales él depende.

El hecho de que el obrar moral tiene que realizarse siempre bajo condiciones
históricamente irrepetibles implica la necesidad de capacitar para las
decisiones morales por el dictamen de la --> conciencia, el cual queda
legitimado por el amor del sujeto a la verdad en sí y por la consecuente
ordenación de su juicio a lo verdadero en sí, pues en el juicio de la conciencia
el acto es juzgado subjetivamente según el conocimiento de lo verdadero en
sí, o sea, es enjuiciado para uno mismo y en forma singular o irrepetible. Así,
en la misma medida del amor a la verdad, se da una ordenación del
conocimiento a lo verdadero en sí y, con ello, una necesaria ordenación a una
autorrealización llena de sentido. Ciertamente, esto no excluye el error
objetivo ni lo exime de sus efectos objetivamente malos, pero así se convierte
en expresión - aunque inadecuada - de una postura personalmente buena, de
una actitud amorosa, de una autorrealización verdadera y dotada de sentido.
La posibilidad de error es ineludible. Mas no por eso se pierde la dignidad de
la conciencia (Vaticano zi, Constitución pastoral, n. 16), ya que permanece su
ordenación a lo verdadero, a lo bueno en sí, a lo que tiene sentido en sí
mismo.

Pero si el error de conciencia tiene su raíz en una ordenación culpablemente


deficiente a la verdad y, con ello, en un amor culpablemente deficiente del
sujeto a la verdad, se da también una ordenación irresponsable a una
autorrealización inadecuada, pues el hombre, a causa de un amor
desordenado, no actualiza aquel amor a la verdad que él conoce como
obligatorio. El error es querido en su causa.

En cuanto el hombre, en virtud de su ordenación necesaria a la verdad, se


inclina conscientemente hacia ella, queda ordenado a lo verdadero en sí y, en
consecuencia, él concibe como sentido de su existencia la tarea de adecuar
sus propias acciones y toda su vida a las exigencias del futuro, y
concretamente, por una toma responsable de posición frente a lo que conoce
como obligatorio para la autorrealización en dependencia de otras personas y
cosas.

Según esto, en el plano objetivo hay una acción calificadamente moral y


responsable cuando por la acción propia se toma posición de una manera
subjetivamente definitiva, y se di una acción simplemente moral y
responsable cuando se toma posición de una manera subjetivamente
transitoria. En el primer caso, objetivamente se trata de una acción
justificante, o de un pecado grave, o de una acción que modifica
esencialmente la propia constitución subjetiva o la relación intersubjetiva (->
justificación, -> pecado, -> conversión). En el segundo caso se trata de una
acción que sólo modifica parcialmente las relaciones subjetivas o
intersubjetivas, es decir, no las modifica en su núcleo decisivo, sino solamente
bajo un determinado aspecto.

En el plano subjetivo se da una acción moral calificada o una acción


simplemente moral según que el operante realice o modifique, o bien un
esbozo fundamental, o bien un esbozo particular de su propia subjetividad y,
en consecuencia, de la misma intersubjetividad. Estamos ante el caso de un
esbozo fundamental cuando el hombre decide sobre su último fin subjetivo y
sobre sus implicaciones en el ámbito de la dependencia intersubjetiva.
Consecuentemente, una acción moral calificada sólo es posible para quien ha
comprendido tan ampliamente la subjetividad o la intersubjetividad y sus
fines, que se halla en condiciones de tomar una posición definitiva en ese
campo. Lo cual, naturalmente, no excluye que desde el punto de vista
objetivo sean posibles futuras conversiones en sentido positivo o negativo.
Estamos ante un esbozo particular cuando el operante decide sobre un acto
particular en relación con un esbozo fundamental previamente dado, o bien
cuando, hallándose la relación decisiva a la propia subjetividad o a la
intersubjetividad bajo el dominio de las tendencias, en tal medida se ha
llegado a aprehender algunos aspectos de la subjetividad y de la
intersubjetividad, que es posible una postura responsable para con éstas.

IV. Toma de posición frente a la perfección transcendental: toma de


posición frente al amor

1. El a.m., por el cual el hombre se oriente de cara a la salvación, también


pone a éste en relación con la perfección o plenitud de la realidad. Para que el
hombre pueda realizarse en armonía con dicha perfección, el a.m. debe ser
libre. Pues sólo por una libre toma de posición es posible romper las redes de
las diversas tendencias, las cuales existen en nosotros desde el principio y
buscan su satisfacción inmediata sin tener en cuenta el perfeccionamiento de
la persona. En virtud de nuestra razón podemos liberarnos de la fascinación
ejercida por estas tendencias particulares y, en consecuencia, de su impulso
hacia una satisfacción inmediata. Y logramos eso impidiendo primero la acción
de dichas tendencias y decidiendo luego por motivos conscientes. La raíz de
esta -> libertad nuestra está, pues, en la razón. A través de ella tenemos la
posibilidad de ordenar las tendencias particulares a las necesidades de la
subjetividad y de la intersubjetividad, en la medida en que éstas nos son
conocidas, y la de ponerlas así a servicio del amor o del pecado.

Como facultad puesta a servicio del amor y, con ello, de la perfección, la


libertad moral es una magnitud totalmente dinámica y jamás es un estado
alcanzado. En cuanto, de esa manera, la libertad ordena la autonomía a la
heteronomia, ella no conoce límites, sino que, más bien, rompe los muros
limitativos de nuestra dependencia de la necesidad interna y de la coacción
externa, para dar acceso a una existencia cada vez más humana, según la
medida de la realización de la libertad. Pues en este caso el hombre busca una
autorrealizaci6n cada vez más intensa, no a base de la mera identidad consigo
mismo, sino a través de la conformidad con la dependencia intersubjetiva y
objetiva, y, por tanto, a través de la conformidad con la plenitud de la
realidad.

En cambio, en el caso del -> pecado el hombre no se acepta como aquel que
verdaderamente es y, en consecuencia, da un «no» a su realidad plena, ya
que él busca su perfección solamente en la identidad consigo mismo y de esa
manera no puede encontrarla, de modo que así emprende el intento,
necesariamente condenado al fracaso, de transformar su contingencia en algo
absoluto. La posibilidad de un pecado que arrogantemente se atribuye a sí
mismo un carácter absoluto presupone un conocimiento suficiente de que el
hombre merece afirmarse por sí mismo, de que la dignidad de la persona es
inviolable, de que ésta tiene derecho al respeto y a una promoción amorosa, y
de que, consecuentemente, no podemos decidir arbitrariamente sobre su
destino. Según esto, en el plano moral somos plenamente responsables en la
medida en que conocemos formalmente los inalienables derechos del ->
hombre.

Con ello la libertad moral no pone ningún límite externo a la libertad


psicológica, sino que excluye solamente el abuso de ésta, en cuanto hace
valer las estructuras de la libertad transcendental y posibilita así su desarrollo
dinámico. Esa libertad transcendental tiene su finalidad en sí misma, pues
constituye el presupuesto transcendental para la consumación del amor.
2. El hombre pone sus tendencias particulares a servicio del amor en cuanto,
según la medida de su conocimiento, las ordena al perfeccionamiento de la
propia subjetividad mediante una ordenación simultánea de esta subjetividad
a la afirmación y promoción de las relaciones intersubjetivas previamente
encontradas; pero eso dentro del marco de los justos intereses subjetivos, es
decir, en la medida en que el fomento de los intereses subjetivos es
conciliable con las exigencias intersubjetivas.

Según esto las virtudes particulares son virtuosas en el grado en que ordenan
a la caridad determinados modos de comportamiento personal. Así la
obediencia es virtuosa en cuanto, en armonía con el amor, subordina la
voluntad propia a otro que tiene autoridad sobre el que obedece. En este
sentido, la caridad puede ser llamada forma de todas las virtudes. Los
pecados, por el contrario, son pecaminosos siempre en la medida en que van
contra la caridad (distinción entre virtudes teologales, virtudes cardinales y
otras virtudes: -> virtud; G. GILLEMAN, Le Primat de la Charité en Théologie
Morale, Bru, 21954).

El --> bien en sí, al cual el hombre está ordenado por el amor a la verdad, es
inagotable, ya que las posibilidades objetivas de perfeccionamiento del
hombre son ilimitadas, a causa de su ordenación al -> ser en sí. Pero las
posibilidades concretas de perfeccionamiento y, con ello, de decisión ética son
limitadas debido a la finitud del hombre. Por eso, una actuación responsable
ha de atenerse siempre a estas posibilidades concretas, si bien conservando a
la vez la aspiración a las posibilidades absolutas por el amor á lo verdadero, a
lo bueno y a lo valioso en sí. De esa manera, por la acción moral el hombre
alcanza posibilidades siempre nuevas e insospechadas de perfección, la cual,
en último término, viene hacia e'1 como don de Dios.

V. Resumen

Por el a.m. se abre para el hombre la posibilidad de la propia perfección


personal mediante una orientación de cara al prójimo y de cara a Dios,
conseguida en cuanto él pone sus obras externas en una relación objetiva y
consciente, positiva o negativa, con el perfeccionamiento subjetivo e
intersubjetivo de las personas implicadas en dicho acto (y hemos de notar a
este respecto que el hombre, por su conversión amorosa a Dios, sólo
extrínsecamente es capaz de aumentar la perfección divina, mientras que él
logra precisamente así su máxima plenitud: --> gloria de Dios).

Consecuentemente, el a.m. siempre es egocéntrico y heterocéntrico a la vez.


Es formalmente bueno en la medida en que, a base de un libre amor
extrovertido a las personas con las que él se relaciona, va más allá de la
transcendentalmente necesaria autoafirmaci6n. Y es formalmente malo
siempre que la necesaria autoafirmación, vinculada por esencia a un
transcenderse libremente, recibe un valor absoluto, de modo que el hombre
mismo, el prójimo y Dios sólo son afirmados en tanto se hallan a servicio de la
propia perfección arbitraria (arbitraria por contradecir a la realidad).

Bajo el aspecto de esta estructura formal el a.m. es inmanentemente infalible


cuando él manda, permite y prohíbe, pues a causa de dicha estructura toma
posición en forma necesaria, consciente, responsable y libre frente al mundo
de la conciencia, de las exigencias personales y de la perfección. El acto
transcendente causado por esta toma de posición moral recibe su cualidad
formalmente moral de la intención del agente. Esta intención puede
contradecir a la cualidad objetiva y material del acto; lo cual se debe a la
posibilidad que el hombre tiene de equivocarse en el enjuiciamiento de la ley
propia de la realidad categorial y de servirse libremente de ella en forma
absurda, posibilidad radicada en que él es finito y contingente. El a.m. por su
relación transcendental está abierto a la información por la -> gracia.

VI. La teología del acto moral

Desde un punto de vista teológico, para determinar la moralidad de un acto


hay que partir de si, y en qué manera, él dice relación a la unión con Dios por
la gracia, a la visión beatífica, a la que todos los hombres están llamados en
virtud de la universal voluntad salvífica de Dios. Esto significa que los actos
deben llamarse morales en cuanto tienen importancia salvífica.

De acuerdo con esto, los actos conscientes, responsables y libres que no están
informados por la gracia, teológicamente hablando, sólo en un sentido
indirecto merecen llamarse morales, a saber, en el sentido de que constituyen
una disposición indirecta o negativa a la gracia y, consecuentemente, a la -->
salvación. Ciertamente, a la cuestión de si existen esos actos morales
meramente naturales, la mayoría de los teólogos le dan una respuesta
afirmativa, por creer que así lo exige la recta elaboración de la distinción entre
el orden natural y el sobrenatural y, especialmente, entre la fe en sentido
amplio (fides late dicta) y el inicio de la fe (initium fidei); pero, no obstante, la
pregunta no está definitivamente resuelta, pues la tesis según la cual hay
actos morales que carecen de importancia para la salvación resulta
problemática desde el punto de vista de una --> antropología teológica.

Para la delimitación teológica del a.m. partimos aquí de que el grado de


información de un acto por la gracia suficiente determina el grado de su
moralidad positiva, y de que su relación a las virtudes sobrenaturales de la fe,
la esperanza y la caridad determina su estructura interna. Según esto, es un
acto simplemente moral aquel que posibilita bajo aspectos particulares, o bien
la disposición positiva a la justificación, o bien la modificación del estado
salvífico del justificado. Y se da un a.m. calificado cuando él posibilita la
justificación o tiene la capacidad de modificar esencialmente la situación
salvífica del justificado.

La conciencia necesaria para el a.m. empieza con la posibilidad del inicio de la


fe y llega a la madurez necesaria para un a.m. calificado cuando es posible la f
e requerida para la justificación. La necesaria conciencia de responsabilidad
moral existe en la medida en que la salvación es esperada como don gratuito
de Dios y la aceptación de su voluntad salvífica es reconocida como
absolutamente obligatoria, y, consecuentemente, en la medida en que el
hombre es capaz de esperanza. Finalmente, la libertad moral necesaria existe
en el grado en que el hombre es capaz de amor sobrenatural.

Aquí hay que tener en cuenta, naturalmente, cómo no es incondicionalmente


necesario que esta ordenación al fin sobrenatural se haya hecho consciente,
pues puede darse en forma meramente implícita e irreflexiva y, sin embargo,
real (--> ateísmo).
El a.m. se realiza por una toma de posición frente al orden de la creación en
su acuñación cristológica o historicosalvífica y, por tanto, está estructurado
eclesiológicamente (autoridad de la --> Iglesia: E. MERSCH, Morale et Corps
Mystique, Bru 41955. Consecuentemente, la capacidad natural de acción ética
que el hombre tiene es conducida por el a.m. a su consumación en un orden
sobrenatural y cristológico. Y, a la vez, él presupone e implica dicha capacidad
natural.

En el acto moralmente bueno, proseguimos en el plano teológico, siempre se


trata, por tanto, de una racional obediencia creyente, la cual tiene conciencia
de la obligación radical frente al Dios que se nos comunica por la gracia y se
nos acerca por la encarnación. Esa obediencia en y a través de la respuesta
amorosa a Dios, dada en un clima de fraternidad con relación a los demás
hombres, puede esperar la salvación. En el acto moralmente malo, por el
contrario, siempre se trata de tina forma de incredulidad, la cual se rebela
arbitraria y soberbiamente contra la voluntad salvífica de Dios y, con ello, por
apartarse de los otros y, a través de este alejamiento, cae en una situación de
perdición.

Waldemar Molinski

ACTO RELIGIOSO

El a.r. es un concepto central de la filosofía de la -> religión y de la ->


antropología teológica. Cómo ha de delimitarse más concretamente e]
contenido de] concepto está condicionado por la autointeligencia del hombre
en un determinado momento histórico y por la antropología que (expresa o
implícitamente) corresponde a esa inteligencia. En lo que sigue se aclaran las
notas esenciales y estructurales de] a.r. a la luz de la más reciente filosofía
católica de la religión (I, II).

A ello se une una reflexión teológica crítica y complementaria (III).

I. Naturaleza del a.r.

Si se toma en serio el axioma general: actus specificatur ab obiecto, el a.r.


mismo adquiere una peculiarísima y singular estructura por su objeto, que es
la realidad misteriosa de Dios, en conformidad con la singular relación que
reina entre Dios y el hombre: Dios no está frente al hombre como un objeto
cualquiera de su conducta intencional, de suerte que el hombre, saliendo de
una subjetividad que subsiste y se sacia completamente en sí misma, pudiera
también, posteriormente, referirse a él o ser afectado por él en su acto. La
afección subjetiva de parte de Dios (cf. ii 3) pertenece más bien al
fundamento primigenio del mismo ser humano. Pues el hombre implica l a
referencia al misterio de Dios en el núcleo mismo de su esencia espiritual (es
decir, autotransparente) y finita, y no sólo en virtud de algo añadido a una --
> «naturaleza» ya redondeada y con perspectiva en sí misma. Y, en la medida
de esa referencia, él se halla sustraído y oculto a sí mismo, de suerte que
posee en Dios y no por sí mismo toda su subsistencia y la incólume totalidad y
claridad de su esencia. El a.r. es así la entrada del hombre en esta
transcendencia de su propia esencia y, con ello, una humilde, receptiva y
perceptiva apertura, así como una reactiva afirmación tributada como
respuesta y entrega a la llamada y al dominio totales por parte del misterio de
Dios. Es una afirmación de la afección de la existencia humana por dicho
misterio, afección que es ineludible incluso en el plano de la subjetividad. Así
el a.r. sitúa al hombre ante Dios en cuanto hace presente ante sus propios
ojos en la forma más profunda y amplia el mismo ser humano. Pues el
hombre, en medio de su finitud espiritual, es la referencia presente en sí
misma al misterio infinito.

II. Las estructuras

De este esquema general de la esencia puede desprenderse una serie de


estructuras, las cuales no se hallan soldadas como piezas sueltas en el a.r.,
sino que cada una de ellas abarca el todo de su realidad y esclarece su
contenido.

1. La estructura apriorística

El a.r. así caracterizado, como aceptación y ratificación de la naturaleza


espiritual del hombre, es «dote necesario del... alma espiritual» (Scheler), es
(subjetivamente) ineludible y no se puede saltar por encima de él. El hombre,
en la realización de sí mismo, no puede siquiera emanciparse de dicho acto y,
por tanto, no tiene siquiera opción entre ser religioso o simplemente «no
religioso». Sólo puede optar entre aceptar en forma auténtica, adecuada a su
esencia y libre el a.r. fundamental o «reprimir» (Rom 1, 18) culpablemente
este permanente acto fundamental (cuando trata de escapar a la necesidad de
la ineludible llamada a su libertad por parte del misterio infinito). Realizándose
ineludiblemente y, sin embargo, pasando necesariamente a través de la
libertad del hombre, el a.r. lleva dentro de sí mismo la posibilidad de la
irreligiosidad como la deformación de su esencia.

2. Acto de todo el hombre

De acuerdo con la relación metafísicamente señera entre Dios y el hombre, la


referencia del hombre a Dios en el a.r. significa también una más alta y plena
referencia a sí mismo y realización de sí mismo; la dirección hacia el objeto no
impide, sino que hace posible a la vez la participación del sujeto. Por eso el
a.r. es un acto radical y total (usando la terminología de la psicología de la
religión) una «yo-función»: una realización total de la existencia humana;
realización que se inicia en aquel centro no exteriorizado del sujeto
(«corazón») que todavía tiene en sí concentradas originariamente todas las
facultades y dimensiones (espirituales y sensibles) del hombre (-> cuerpo, ->
mundo, -> historia e historicidad, --> comunidad), de suerte que él puede y
debe integrarlas todas dentro del compromiso religioso. Por eso, el a.r. no
tiene su propia sede en una determinada facultad o disposición aislada, no en
el puro entendimiento (como p.ej., opina Espinosa), ni en la voluntad
puramente tal (como, p.ej., cree Kant), ni en un «sentimiento»
adecuadamente distinto de estas facultades (el cual se distinguiera de otros
estados sentimentales o por su cualidad - así recientemente, p.ej., en F.K.
Feigel, W. Baetke - o por cu intensidad -así, p.ej., en G. Simmel, W. Natorp -;
véase sobre este punto en general la filosofía de la religión influida por el
neokantismo y por la teoría de los valores), ni siquiera en un determinado
complejo de tendencias (en la aspiración a la felicidad y en el miedo a la
muerte: Feuerbach; en la sexualidad reprimida: el joven Freud).

3. La estructura racional

Como acto anclado en la misma raíz del ser humano, el a.r. actualiza las dos
potencias espirituales (entendimiento y voluntad) desde aquel centro del
sujeto donde ambas están aún originariamente entrelazadas y donde han
vuelto a recogerse en una unidad conscientemente indisoluble. Por eso, en
este ámbito, al entendimiento no se le añade desde fuera la referencia
religiosa; más bien, el pensar es en sí mismo devoto, su comprender es
originariamente emoción; su objetividad es reverencia; su juicio es
convicción. Y esto es así porque el pensamiento, en cuanto autopresencia
original (la cual se realiza en forma no objetiva ni refleja y nunca admite una
certeza plenamente sometida a la reflexión), en cuanto presencia del espíritu
humano bajo su dimensión transcendente ante sí mismo, está siempre situado
ante Dios y, por tanto, el infinito misterio divino es para él no algo extraño a
su esencia, algo todavía no dominado intelectualmente, sino una realidad que
le pertenece íntimamente, pues custodia y configura su propia naturaleza
transcendente. Con esto queda hecha la delimitación de los fenómenos
originales de lo religioso dentro del pensamiento, exigida por la teoría
fenomenológica de la ciencia (Husser1) y por la filosofía fenomenológica de la
religión que sigue esa teoría (Scheler y su dirección, R. Otto, G. van der
Leeuw). Pero el a.r. directamente ejecutado es sólo la realización expresa,
libremente aceptada y afirmada, de esta religiosidad inmanente al pensar
mismo y de la abertura hacia el ámbito de lo santo. Es, por tanto,
racionalmente inteligible en sentido auténtico; no existe contraste originario
entre metafísica y religión (como p.ej. en Scheler); el a.r. es más bien la
suprema representación de la esencia metafísica del hombre, y su reducción a
un estado de sentimiento irracional (Schleiermacher, R. Otto), o a una
«disposición» religiosa específica, distinta de la fundamental condición
espiritual de la criatura, supone una concepción del entendimiento humano
racionalistamente restringida y orientada únicamente a un saber objetivo. Por
esta estructura racional se ve también claro que el a.r. no es indiferente a la
cuestión de la verdad (como en el pragmatismo religioso, por ejemplo, en W.
James), sino que la contiene en sí mismo.

4. La estructura personal

El a.r. positivamente ejecutado con libertad equivale a la aceptación de


aquella dimensión del ser del hombre en virtud de la cual el Dios misterioso
dispone de él, le habla y lo llama. Es, pues, un ponerse a disposición, una
aceptación de la existencia como acatamiento al misterio infinito, la total
representación del hombre en un acto de entrega; es un acto de -> amor y,
con ello, la expresión del más amplio compromiso personal, de la condición
social más hondamente radicada que cabe en el hombre. El a.r. tiene carácter
de respuesta. Él se articula en la oración, como libre respuesta a las
exigencias de Dios al hombre. La libre aceptación de la esencia
fundamentalmente religiosa (aceptación que pertenece también a la realidad
del a.r. positivo) puede tener en el hombre, como ente histórico y
pluridimensional, una gradación esencial; por eso no todo a.r. es ya
necesariamente en su ejecución el total compromiso religioso del hombre, que
desencadena o despliega «todas las fuerzas» (Mt 22, 37); no toda la fe es, p.
ej., aquella caridad que justifica (cf. p.ej., Dz 1302, 1791, 797).

5. El a.r. como tema explícito

Puesto que Dios reclama al hombre en todas sus dimensiones, y puesto que
en un hombre la plena actualización de cada dimensión depende de la
adecuada realización de cada una de las otras, podemos también concluir que,
en el a.r., el misterio infinito de Dios no sólo aparece en forma no objetiva, a
manera de un fenómeno meramente anónimo, el cual permanece siempre en
segundo plano y se presenta solamente como un hecho fundamental
custodiado con un «pathos» silencioso, como algo que acompaña nuestra
inteligencia del mundo y de nosotros mismos. Indudablemente, el misterio de
Dios está siempre presente en esa forma no objetiva y transcendental, de
modo que, en este sentido, es familiar en cierto modo a todo hombre, incluso
al incrédulo; pero, además, en la ejecución del a.r. Dios se convierte en tema
directo para el hombre (aunque en medida diversa), él se hace objetivo y
cósmico, visible y accesible mediante la palabra, pues de lo contrario no
podría ser comprendido y afirmado personalmente en su verdadera infinitud y
en la universal exigencia que en ella está implícita. De esta necesaria
objetividad «mundana» de la actividad religiosa se desprende también la
peculiar «necesidad de percepción» (Scheler) en el a.r. Por su movimiento, el
cual va dirigido hacia el Dios revestido de una libertad y de un señorío
soberanos y, para hacerse real, se produce en virtud de su esencia dentro de
un punto concreto de la historia y del mundo, el a.r. hace al hombre «oyente
de la palabra», despliega su esencial receptividad con relación a la revelación
y su apertura a la libre comunicación de Dios que le sale al encuentro por la
vía de la historia.

III. Reflexión teológica

1. La inteligencia del acto de la fe cristiana, estando marcada por el carácter


de promesa del contenido de la misma, no permite definirlo exclusiva o
primariamente como la acepción libre (aunque se trate de una libertad
acompañada por la gracia) de la apriorística constitución fundamentalmente
religiosa de la existencia humana (cf. i, ii), de modo que el problema de la
salvación se centrara en si el individuo se acepta o no se acepta a sí mismo
bajo el aspecto de esta transcendencia hacia Dios que determina su esencia.
Pues así surgiría el peligro de que el problema de la salvación quedara
reducido al ámbito privado y de que la historia salvífica fuera concebida en
forma amundana y, en último término, totalmente ahistórica. En este sentido,
la inteligencia cristiana de la fe ha de ejercer siempre una función crítica
frente al intento de concebir el acto de fe partiendo de una religiosidad
general, expresable mediante una filosofía metafísica de la religión.

2. A la luz de la idea cristiana de la fe, la relación religiosa del hombre con


Dios adquiere un rasgo que los elementos estructurales explicados en it no
descubren, a saber: la esencial y permanente intersubjetividad del sujeto
religioso, y la interpersonalidad de la realización de sí mismo. Este carácter
interpersonal se desprende del mensaje sobre la originaria y constante unidad
total entre el amor a Dios y el amor al prójimo, de la consiguiente mediación
necesaria y permanente «del hermano» en la relación con Dios, es decir, de la
mediación fraternal para alcanzar el contacto inmediato con Dios. Esa visión
ha sido desarrollada sobre todo por el reciente ->personalismo teológico; pero
éste también la ha desfigurado a menudo por entender no pocas veces la
intersubjetividad humana como un mero modelo, que luego también puede
aplicarse a Dios. Con lo cual no se ha hecho justicia ni al carácter inalienable
de la interpersonalidad humana ni a la índole incomparable del Tú divino. Lo
decisivo es, en primer lugar, que la intersubjetividad humana puede estar
abierta en sí misma al misterio de Dios (dicho bíblicamente: que en el mismo
amor al prójimo se hace evento el amor salvífico de Dios, «tránsito de la
muerte a la vida»: cf. 1 Jn 3,14; dicho dogmáticamente: que el mismo amor
al prójimo es una virtud teologal), y, en segundo lugar, que el sujeto
específicamente cristiano de la relación humana con Dios es, no el hombre
particular en su aislamiento («alma-Dios»), sino el hombre en su condición de
cohombre, en su «fraternidad». Sólo así alcanza el hombre su propio yo, es él
mismo en la profundidad de su personalidad y de su existencia. Pues lo
«personalísimo» -tan traído y llevado - del hombre consiste, no en la
privatissimum de una subjetividad e intimidad monádica, sino, dicho y
entendido bíblicamente, en el amor. Y este amor no tiene el carácter de un
interhumanismo meramente privado, de una relación puramente existencial
del yo al tú, sino que implica además el momento de la responsabilidad
pública y social por el otro, por el «más pequeño»: cf. p.ej., la tendencia a
eliminar la concepción privada en la definición del «prójimo» y del «amor al
prójimo» en la parábola del buen samaritano. Lo que caracteriza
primariamente el rasgo fundamental antropológico del a.r. cristianamente
entendido es, no un romántico autoencuentro o un autoperfeccionamiento del
individuo, sino la enajenación, la expropiación a servicio de una promesa
hecha para la «salvación de toda carne».

3. Finalmente, esta constitución fundamental del a.r. cristianamente


entendido tiene también un efecto decisivo para su definición en su más alta
manifestación religiosa, a saber, en la -> mística o experiencia mística. Ésta
despierta corrientemente la impresión de alejamiento del mundo y de los
hombres, y toma así frecuentemente visos de subjetivamente arbitraria y
puramente privada. Pero una mística religiosa cristianamente entendida no es,
ni una especie de vivencia panteísta de lo infinito, ni, propiamente, una ansia
esotérica de ascensión que insista sobre todo en la autorredención del alma
individual. Más bien, en cierto modo, es una «mística fraternal». En efecto,
tampoco ella parte de una arbitraria negación de los hombres y del mundo,
con el fin de llevar a la fuerza hacia la inmediatez con Dios. Pues el Dios
buscado en la fe cristiana sólo se entrega a sí mismo en el movimiento de su
amor a los hombres, «a los más pequeños», tal como se nos ha revelado en
jesucristo. Por eso la mística cristianamente entendida halla la experiencia
inmediata de Dios precisamente en que ella se atreve a reproducir la entrega
incondicional del amor de Dios, en que se deja envolver en el descensus de
Dios, en la kenosis de su amor a los más pequeños de los hermanos. Sólo en
este movimiento está la suprema cercanía, la suprema inmediatez de Dios. Y,
por eso precisamente, también la forma mística del a.r. se realiza, no fuera
del, o junto al, o por encima del mundo, sino en medio de él.

Johannes Baptist Metz


ACTO Y POTENCIA

I. Concepto y problema

En la tradición aristotélico-tomista el a. y la p. son los principios estructurales


de los entes finitos (-> metafísica). Señalada ya como la «esencia del -->
tomismo» (Manser), la doctrina del a. y la p, es usada en la escolástica como
instrumento fundamental de pensamiento. Para mostrar cómo el a, y la p. son
la estructura fundamental de los entes que nos salen al encuentro, es decir,
de los finitos, debemos situarnos en el lugar originario de nuestra experiencia
de la realidad.

1. El ente que nos sale al encuentro jamás se nos presenta con la plenitud
pura de su ser; jamás está «ahí» enteramente. Nos alcanza como algo real,
es decir, está «ahí> con su ser, y a la vez se nos escapa, no está «ahí». Pues
todo contacto con la realidad se produce en un momento, en un logro
momentáneo, el cual por su índole instantánea lleva en sí el signo de la
caducidad. La intensidad del momento pertenece necesariamente a nuestra
afección por parte del ser; e incluso en un aumento continuo de presencia del
ser ha de mostrarse también el carácter momentáneo para que nosotros
podamos quedar afectados. Pero si el ente que nos sale al encuentro envuelve
el «ahí» (existencia) de su ser en el relámpago del momento, esto significa
que su misma esencia lo arroja a la fugacidad de ese momento, o sea: todo
«ahí» del ser que nos sale al encuentro está siempre zaherido por una nulidad
interna. E1 ente nos alcanza bajo una forma esencialmente rota en virtud de
una nulidad constitutiva.

La experiencia original no puede consistir meramente en una modalidad


subjetiva de nuestra experimentación, de nuestro pensar o hablar. Pues por el
hecho de que algo nos alcanza, ese algo muestra que tiene una realidad
propia (cf, t, 5). Pero si la nada forma parte de dicho «alcanzarnos», ella es
un modo constitutivo de esta realidad. Y, por tanto, no puede consistir en una
manera puramente subjetiva de nuestra aprehensión, sino que debe habitar
como principio real en la misma epifanía del ser bajo los entes de nuestra
experiencia. Mas, por otra parte, ella no puede ser en y por sí misma, pue s
entonces sería la pura nada y, por consiguiente, no se daría, es decir, no
tendría realidad alguna. En consecuencia, sigue siendo siempre algo en y por
el «ahí» del ser; no es la pura nada, sino una posibilidad referida a este
«ahí»: potencia, y por cierto, no sólo una posibilidad lógica (potentia
obiectiva), sino también una posibilidad real, la cual va inherente al ser en
cuanto tal (potentia subiectiva).

2. Puesto que la nada en y por sí es nada, el «ahí» del ser que llega hasta
nosotros debe constituir una realidad positiva, y, como tal, comprensible en sí
misma. Debe llevar en sí el fundamento de sí mismo. Pero, por otro lado,
como algo que está fusionado con la nada, no puede ser una realidad
puramente positiva. Se halla, pues, sometida a una dualidad congénita, que
no cabe entender desde sí misma. El ente empírico no puede ser su propio
fundamento. Puesto que, por un lado, una cosa sólo es comprensible en sí
misma si incluye en su esencia un fundamento inteligible por sí mismo y, por
otra parte, este fundamento no está en el «ahí» del ser roto por la nada, ese
«ahí» debe apoyarse en un fundamento que se legitime plenamente a sí
mismo, el cual, si bien no se identifica con el «ahí», sin embargo, entra en él
y lo lleva hacia sí mismo. De esta manera, por la entidad que ostenta, el
«ahí» apunta hacia algo que, siendo distinto de él, constituye la fuente de su
ser. Esta relación significa, por un lado, que el «ahí» del ser atravesado por la
nada «participa» (-> participación) del fundamento que se acredita
plenamente por sí mismo y que, consecuentemente, es el fundamento
absoluto. Por otra parte, dicha relación significa que el «ahí», en cuanto
entrelazado con la nada, está por esencia separado (-->transcendencia) de
ese fundamento y permanece esencialmente distinto de él, aunque coincida
con él por la participación (-->analogía del ser).

Puesto que una cosa sólo se acredita plenamente si excluye de ella toda
nulidad, el fundamento absoluto debe constituir el puro «ahí» del ser, el «ahí»
que por su pura plenitud se identifica con el mismo ->ser, el cual excluye de
su seno toda nada. A este puro «ahí», que es el mismo ser, la escolástica lo
llama acto puro. Ahora bien, el acto puro, siendo el mismo ser y, por tanto, no
pudiendo tener fuera de él nada que lo lleve a su existencia o que lo reciba,
también es siempre el acto «no recibido» (actus irreceptus). Por el contrario,
la existencia entretejida con la nada es a. mezclado de p. (actus mixtus). Y
este acto, por no coincidir plenamente con el ser, necesita de algo ajeno a él,
de la potencia, para llegar a existir. Y, consecuentemente, siempre es un a.
recibido en la p. (actus receptus).

3. El a. mezclado de p., es decir, el acto finito, en virtud de lo que él es remite


al acto puro. Ahora bien, como la nada en y por sí misma es nada, esa
remisión - en cuanto no sólo señala negativamente la diferencia entre el a.
finito y su fundamento, sino que además apunta positivamente hacia este
fundamento-, se basa en la actualidad del a. limitado. Pero, si se basa en la
actualidad, dicha remisión no puede ser puramente lógica, sino que debe
constituir un dinamismo real hacia el acto puro. Sin embargo, en cuanto ese
dinamismo parte del a. finito, roto en su ser por la nada, él nunca puede
alcanzar su fin por sí mismo y, como vamos a ver, en consecuencia la fuerza
de propulsión hacia lo infinito se desarrolla en una doble manera. En primer
lugar, ella va inherente a cuanto tiene entidad, de modo que incluso un
proceso sin fin camina hacia lo infinito.

Pero, aparte de esa dinámica infinita que va aneja a todo a. finito en virtud de
su actualidad, se da en los actos finitos otra forma de dinamismo. A saber, en
cuanto el «ahí» del ser está atravesado por la nada, la fuerza de la infinitud
saca a los entes de sí mismos y los arroja a la otra vertiente, a la del no ser.
Esta autoenajenación, o bien puede excluir el «estar en sí» del acto en
general, o bien puede permitir cierto estar en sí, aun manteniéndose la
enajenación en el mundo de la nada. Ahora bien, puesto que el acto persigue
su sentido óntico, hay en él una dinámica interna encaminada a retornar hacia
sí mismo desde la nada de lo otro. Sin embargo, como el acto está inmerso en
la nada, es decir, permanece finito, ese retorno nunca puede conducir a un
puro estar en sí mismo que escapara de todo a la altruidad anonadante.
Esto significa concretamente: el a. por su propia naturaleza es espíritu, y el a.
infraespiritual o infrahumano por su condición de a. tiende hacia la -->
«hominización» (II).

El mismo hecho puede entenderse también recordando una división de la


potencia. La dinámica del a. finito hacia su plenitud, como tensión hacia ella,
es la p. activa. Pero como esta tensión hacia la presencia consumada del ser
no puede alcanzar inmediatamente por sí misma la plenitud apetecida, pues
de lo contrario ella misma sería esa plenitud, queda siempre una distancia
entre el ente que tiende a aquélla y la misma totalidad óntica. El ente que
tiende se contrapone a la plenitud como p. pasiva. Por consiguiente, la
dinámica del a. finito puede ser entendida también como simultaneidad de p.
activa y p. pasiva.

Y como, además, el a. finito siempre queda por debajo de su propia plenitud


así entendida, él puede seguir desarrollándose por encima de sí mismo sin
convertirse en otro. A estas realizaciones ulteriores la escolástica las llama
actos segundos, en contraposición al primero, el cual las sustenta y se realiza
en ellas, o bien, actos accidentales, en contraposición al acto substancial.

4. De aquí se deduce la fundamentación ontológica de una evolución,


prescindiendo del modo concreto como la delimitemos empíricamente. El a.
infrahumano en virtud de su actualidad está encaminado al a. humano. Con lo
cual, no sólo el a. finito en general camina hacia la autotranscendencia, que
en último término se basa en su dinámica de la infinitud, sino que, dentro de
los actos finitos, también el mismo a. infrahumano está siempre abocado a
superarse esencialmente. Mas como la actualidad de todo a. finito se funda en
el a. puro y, a su vez, el transcender tiene como fundamento esa actualidad,
también la autotranscendencia fáctica del a. finito se basa en el a. puro. Esta
fundamentación por parte del a. puro (según i, 2) sólo puede ser entendida en
el sentido de que ella capacita al a. finito para realizar su autotranscendencia
como una acción propia. Por tanto, nunca es posible descubrir esa
fundamentación en el ámbito de .lo empíricamente investigable, por más que
ella posibilite toda la red de fundamentaciones empíricas. En este sentido hay
que entender también el principio, que a primera vista parece tan extraño a la
concepción actual de la evolución: Omne quod movetur, inquantum movetur,
ab alio movetur. Todo lo que se mueve hacia una presencia más plena de su
ser, en cuanto se mueve, es movido por el otro, a saber, por el acto puro, o
sea, se mueve de tal manera que el a. puro lo capacita para su automoción.

5. Antes (en I, 3) hemos delimitado el estar en sí del a. frente a una alteridad


anonadante, ahora hemos de delimitarlo más ampliamente bajo el aspecto de
su relación a la altruidad positiva. Ciertamente, este aspecto se ha insinuado
ya en el «ahí» del ser (cf. i, 1), pero todavía no lo hemos convertido en tema
explícito. Si en un ente brilla ante nosotros el «ahí» de su ser, algo nos sale al
encuentro. Pero sólo puede salirnos al encuentro algo que tenga en sí realidad
positiva, contenido. Y toda realidad positiva lo es por participar de la plenitud
infinita (cf. I, 2). Esta participación se demuestra por el hecho de que en todo
contenido positivo está presente algo que se acredita incondicionalmente a sí
mismo, que fundamenta absolutamente (cf. I, 2), algo que, en cuanto tal, ya
no puede deducirse de mi subjetividad finita, sino que implica la presencia de
otra realidad positiva. Por tanto, a. significa siempre en y desde sí mismo otra
cosa positiva, pues, él implica entidad positiva, contenido, y así ostenta una
plenitud que supera al sujeto finito.

Como la vertiente positiva del a. nos alcanza a nosotros, también él se nos


entrega y, sobre todo, nos da la plenitud presente en él. Pero esa donación de
sí mismo sólo puede experimentarse auténticamente en el encuentro
interpersonal. Por eso nos es lícito decir que el sentido más íntimo del a. es el
-> amor, el cual se nos entrega en la manifestación de la -> verdad, si bien,
absolutamente hablando, precisamente porque él es amor y en cuanto tal
libre, habría podido dejar de entregarse. Por primera vez en el horizonte de
este nivel de autenticidad que se da en el encuentro interpersonal, se hace
también posible la experiencia de los entes infrahumanos en el «ahí» de su
ser. Por tanto, aunque el sentido ontológico del a. sea el estar en sí mismo,
sin embargo, hemos de guardarnos de interpretar ese estar en sí como un
encerramiento en su propio interior, más bien hemos de entenderlo como una
libre autodonación en un clima de amor y verdad.

II. La historia del problema

En la historia del pensamiento occidental fue Aristóteles el que elaboró la


doctrina del a. y de la p., para comprender el movimiento en el sentido del
devenir. Mas como la tensión entre presencia y ausencia del ser en los entes
es la fuente primera de la temporalidad y del movimiento, el mencionado
punto de partida presupone ya la experiencia de la ruptura interna en el «ahí»
del ser. Si bien la experiencia de la nada en el «ahí» del ser sólo puede
entenderse en el contexto de la experiencia del movimiento como forma más
radical de aquélla, sin embargo, la prioridad objetiva corresponde a la primera
experiencia. El hecho de que el mismo Aristóteles emprende su reflexión
sobre el movimiento bajo el impacto de la experiencia relativa a la tensión
original en el «ahí» del ser, se pone de manifiesto por su definición del
movimiento: (Phys. III, 1, 201a, 10s): «la entidad real del ente todavía
posible, en cuanto todavía es posible». Él ve aquí el movimiento, no como una
traslación meramente cuantitativa, sino precisamente como simultaneidad de
presencia y ausencia del ser en el ente movido.

En el --> aristotelismo la relación a.-p., como estructura fundamental del ser,


se traduce en la dualidad de principios «forma y materia» (-> hilemorfismo),
«substancia y accidente». Tomás de Aquino profundiza esta doctrina haciendo
desembocar el dualismo de forma y materia, que todavía permanece dentro
del aristotelismo, en la distinción entre ser y esencia. El idealismo alemán a la
doctrina del a. y de la p. opone la --> dialéctica, como segunda manera de
comprender la tensión interna del ser finito y, con ello, el movimiento.
Mientras que la doctrina del a. y de la p. tiene como objeto la dinámica del
ser, la cual se descubre en la tensión de su experimentación inmediata, la
dialéctica explica la dinámica del ser a base del pensamiento. Para la
dialéctica la dinámica del ser es, ya no el objeto, sino la realización subjetiva
del mismo pensamiento, desde la tesis a través de la antítesis hasta la
síntesis. Con esto el pensamiento dialéctico intenta reconstruir el ser en su
dinámica y, consecuentemente, adquirir conciencia del mismo pensar, intento
que (contra la opinión de Hegel) no puede tener un éxito total, si el ser no ha
de desaparecer totalmente en el pensamiento. Por eso la dialéctica, si no
quiere convertirse en -a idealismo absoluto, tiene necesidad de orientarse y
criticarse constantemente a base de una inmediata mirada objetiva a la
dinámica del ser, cosa que hace la doctrina del a. y de la p. Y, por otro lado,
la doctrina del a. y de la p., si no quiere hundirse en un realismo ingenuo y
vano, ha de pasar a través de la reflexión de la dialéctica.

Oswald Schwemmer

AGNOSTICISMO

Mientras el -> escepticismo general pone en duda, por principio, la posibilidad


del conocimiento verdadero, el a, es aquel escepticismo particular que declara
incognoscible lo suprasensible y niega, por ende, la --> metafísica como
ciencia y, señaladamente, la cognoscibilidad de -> Dios. El término fue
introducido por Th. H. Huxley (1825-1895) para destacar su posición frente a
la metafísica (frente a los «gnósticos»).

Agnósticos en sentido absoluto son los partidarios de toda forma de ->


positivismo, --> pragmatismo y -> materialismo. Contra todo eso, no sólo la
gran filosofía tradicional defiende un conocimiento cierto de lo supraempírico,
sino que la universal creencia cristiana, la doctrina de la Escritura (Sab 13,
Rom 1, 20) y el magisterio de la Iglesia católica declaran que Dios puede ser
conocido por la razón natural del hombre (Dz 1670, 1785, 1806, 2072, 2145,
2320). A los motivos filosóficos (metafísica del -> conocimiento, -> ser, ->
verdad, pruebas de la experiencia de --> Dios) que justifican y exigen una
repulsa del a., añádese lo que la fe sabe acerca de la naturaleza y capacidad
del hombre, así como el conocimiento responsable de la exigencia de la
revelación, que, como obligatoria para todos, debe poder ser predicada aun al
incrédulo y supone, por ende, en éste una inteligencia previa, sin la cual dicha
exigencia no podría ser en absoluto percibida, ni podría poner al hombre ante
la decisión de aceptarla o rechazarla (-a revelación).

Por la dignidad de esta decisión (y, a par, por la dignidad del objeto de ella),
la teología católica rechaza también las formas más diferenciadas del a., que
aunque no niegan todo conocimiento metempírico, tampoco admiten un
conocimiento racional, objetivamente válido, de Dios, que se pueda reflejar y
justificar teóricamente y sea, por ende, en principio, comunicable. Esta
posición toma el idealismo crítico de Kant, y también la metafísica de N.
Hartmann en su concepción de lo transinteligible. Kant ha influido
decisivamente sobre algunas filosofías modernas de la religión, las cuales
entienden parcial o unilateralmente el acto del conocimiento religioso como
una decisión y un «salto» que, dado su carácter inmediato, no pueden
fundarse ni hacerse en absoluto racionalmente inteligibles. El factor
cognoscitivo del acto religioso se atribuye aquí a una potencia irreductible, a
un sentimiento y una experiencia (diversamente definidos) que no implican la
razón, la motivación ni la deducción, sino que expresamente se oponen a ellas
(-> sentimiento religioso). Esto cabe decir en gran parte de la moderna
teología y filosofía protestantes de la ->religión. Mientras aquí - como también
en el modernismo - impera un a priori filosófico y crítico, el motivo principal
del a. de la teología -> dialéctica radica en una inteligencia supranaturalista
del hombre y de las exigencias de la revelación, que ella quiere proteger
frente a toda falsificación y todo vaciamiento a base de las obras terrenas.
Pero este intento de hallar lugar para la fe más allá de lo visible significa, no
menos que el a. absoluto, una mutilación destructora de la persona; pues, al
limitar de ese modo el saber, se suprime la posibilidad de una decisión
responsable, y, al responder con un «no» a la razón natural que pregunta por
el sentido de las cosas, queda obstruida aquella apertura en virtud de la cual
se hace posible que la revelación - y sólo ella- dé una respuesta perceptible a
las preguntas humanas.

Pero también hay de hecho una forma de responder « sí» a las preguntas
postreras sobre el ser y sentido de las cosas, que cierra tanto como el « no»
la apertura del espíritu finito a la palabra histórica de la revelación de Dios.
Esa forma halla su expresión en las distintas maneras de -> racionalismo,
sobre todo en un idealismo absoluto que en principio no admita nada
incognoscible, por no reconocer, en definitiva, ninguna realidad que
transcienda la conciencia. Frente a semejante pretensión, y también frente a
la moderna concepción del conocimiento como actividad técnica y sujeción al
poder humano, la objeción del a. aparece relativamente justificada.
Efectivamente, si para la fe cristiana es ineludible la posibilidad de un
conocimiento natural de Dios, no menos esencial es para ella el carácter
religioso de este conocimiento. Dios sólo es conocido como Dios cuando se lo
conoce como incomprensible, y en medio de su carácter incomprensible se le
reconoce (Rom 11, 33; 1 Tim 6, 16; Dz 254, 428, 1782). Esta
incomprensibilidad no es sólo de hecho y provisional, como si el hombre no
conociera aún a Dios, pero pudiera asirlo en progresivo empeño; no, el
carácter incomprensible de Dios subsiste por principio. Y como tal procede, no
del hombre, de su limitación individual, social e histórica, que no le permitirían
un recto conocimiento (-> relativismo, -> historicismo), sino del ser de Dios
mismo como -> misterio absoluto. Misterio no es el residuo que aún queda,
sino el fondo abismal de todo conocimiento y de toda cognoscibilidad (la
tradición habla de la luz, que hace visibles las cosas; ella misma, empero, sólo
puede ser «vista» como invisible y no debe confundirse con lo iluminado).

De ahí que, según la doctrina cristiana, tampoco la --> visión de Dios es una
comprensión plena del mismo Dios, sino la contemplación y revelación del
misterio adorado. Ahora bien, si esto se dice del más alto conocimiento, aquí
se revela la estructura del conocimiento metafísico y personal en general
frente al comprender técnico y racional. Se tergiversa la defensa católica del
conocimiento racional de Dios cuando se la interpreta en el sentido de parejo
comprender; p.ej., cuando se interpreta la analogía como procedimiento de
«extrapolación» técnica. El conocimiento defendido por la Iglesia está más
bien a servicio del misterio, el cual sólo conserva su rango misterioso y brilla
en medio de un carácter incomprensible cuando, separando de él lo
conceptual (cuya naturaleza aún no está esclarecida conceptualmente), se lo
conoce como lo impenetrablemente estremecedor; pero estremecedor, no a la
manera de un caos que destruye todo sentido (pues lo absurdo no es ningún
misterio), sino como realidad aprehendida en su plenitud inagotable, como
sentido que nos envuelve.

Jörg Splett
AGUSTINISMO

A) Agustín y su influencia histórica.

B) Escuela agustiniana.

A) AGUSTÍN Y SU INFLUENCIA HISTÓRICA


I. Sentido de la palabra agustinismo

Aurelio Agustín (354-430) es una de la figuras más sorprendentes de la


historia occidental del espíritu y de la Iglesia. Se halla entre las pocas
personalidades cuya voz y cuyo influjo se extienden eficazmente a épocas tan
distintas como la antigüedad, la edad media y la misma edad moderna, para
llegar incluso hasta la actualidad. Su ímpetu intelectual ha encendido una y
otra vez la cuestión de la propia autocomprensión, de manera que en el correr
de los siglos, bajo su luz, se logró en cada situación una mejor inteligencia de
la respectiva problemática, desarrollándose así un diálogo «agustiniano» que
ha resaltado con acentos oscilantes, ora diversos aspectos intelectuales de
Agustín y de su obra, ora la problemática del tiempo que lo interpretó. Ese
movimiento conjunto recibe el nombre de a. La obra de Agustín, junto con la
de Tomás de Aquino, ha desempeñado un papel fundamental y decisivo para
la recepción de la -> metafísica antigua en la historia de la tradición
judeocristiana. Pero cada uno de estos pensadores marcó su sello en dicha
recepción. De ahí que la historia del influjo de Agustín incluya desde el s. XIll
preferentemente la discusión con el -> tomismo. Y, bajo este aspecto, ciertas
tesis filosóficas y teológicas, las cuales se aferran con especial ahínco a
verdaderas o supuestas doctrinas de Agustín, son designadas como a. en
sentido estricto.

II. Vida y obra de Agustín

Conectando con algunas noticias biográficas de la vida de Agustín vamos a


esbozar el horizonte de su pensamiento, y esto nos servirá de base para
entender mejor el influjo histórico de Agustín en su conjunto.

A través de una tremenda odisea espiritual, descrita en sus Confesiones,


Agustín recorrió un proceso que, partiendo de la fe cristiana transmitida por
su madre Mónica y pasando por un período de locas pasiones, a causa de la
lectura del (perdido) diálogo de Cicerón Hortensio, le llevó en primer lugar al -
> maniqueísmo. Este sistema pronto le decepcionó en su sed de verdad y, por
eso, cayó en una fase fundamentalmente escéptica. El neoplatonismo y el
encuentro con Ambrosio de Milán vuelven a acercarle al cristianismo. En el
punto culminante de una crisis largamente fermentada, bajo el influjo de la
carta a los Romanos, se decide por la fe cristiana y por una vida monástica.
Recibe el bautismo de manos de Ambrosio. Abandona su oficio de profesor de
retórica y regresa a África, donde se establece en Hipona. Madaura, Cartago,
Roma y Milán habían sido hasta ahora las estaciones de su vida. En el 396 es
nombrado obispo de Hipona. Aquí escribió la mayoría de sus obras. En las
Confesiones, él mismo expone con detención el desarrollo del camino de su
vida, y sus Retractaciones ofrecen una precisa visión conjunta de sus obras.
Entre las otras obras mencionamos aquí: Los soliloquios, Sobre el libre
albedrío, Sobre la verdadera religión, Sobre la Trinidad, Narraciones sobre los
Sal I-XXXII (Título de Erasmo) y La ciudad de Dios.

Agustín no había recibido una sistemática formación científica.


Fundamentalmente era un autodidacta. Pero precisamente sus preguntas
genuinamente personales, brotadas de su apertura a la verdad, determinan la
vitalidad de su pensamiento y de su lenguaje. Sus obras no surgieron por
mero interés científico, sino gracias a la confrontación con el espíritu de su
época; así, p.ej., como fruto de la discusión con los pelagianos surgió su
doctrina de la gracia, de la disputa con los donatistas salió su doctrina de los
sacramentos y, sobre todo, de su diálogo con el neoplatonismo nació en
esencia su concepción teológica y filosófica. Puesto que su pensamiento, bajo
el acicate del diálogo con sus compañeros de camino, amigos y enemigos, y
con el mismo Dios, creció en armonía con la respectiva situación, Agustín
jamás elaboró un sistema cerrado. Sin embargo, la historia de ese diálogo no
es otra cosa que la historia de su radical preguntar por la verdad. Este
constante preguntar, alentado una y otra vez por una experiencia original de
la verdad o de Dios, es la fuente de su vida y de su pensamiento. De ahí su
persuasión de que el hombre no ha de ir hacia fuera, sino que debe entrar en
sí mismo: « ¡En ti mismo habita la verdad! » Para el hombre, ella es más
íntima que su propio yo. Bajo esta conciencia de la compenetración entre la
Intelección del yo y de la verdad, él puede decir dirigiéndose a Dios: «Cuando
a mí me conozco, a ti te conozco.»

1. Punto de arranque de su pensamiento

El hecho de la experiencia de Dios o de la verdad le lleva al desarrollo de su


doctrina de la iluminación. P-sta incluye el siguiente pensamiento: lo que
convierte al hombre en hombre es su relación original a la verdad. En todo
conocimiento se conoce simultáneamente la verdad como la luz incondicional
de toda conciencia y en toda aspiración se quiere a la vez su bondad como la
vida incondicional de toda libertad. Como luz y vida la verdad es, no una
posesión estable del hombre, a manera, p.ej., de un constitutivo esencial y
terminado de la razón, sino mn evento que se produce en el encuentro del
hombre con Dios. Es, por un lado, la constante iluminación del hombre por
Dios, iluminación a la que de hecho el hombre ha dejado de corresponder por
un acto de libre decisión (pecado original), y, por otro lado, la singular
illuminatio en la cual la gloria judicial y a la vez indulgente de Dios es
experimentada como salvación. En este suceso irrumpe en el hombre el
misterio tremendo y fascinante de Dios, y al mismo tiempo el hombre,
estremecido y beatificado en igual medida por el acies mentis, se conoce
como un yo a quien habla Dios como su tú.

Frente a la metafísica aristotélica, para la cual el fundamento absoluto, la


esencia de todas las esencias, pertenece inmanentemente al espíritu o al
mismo mundo, como el ordenador permanente, para la cual el xóat.o5 von-
rós no es ningún más allá del xóat.o5 «ia0oTó5 (aunque hemos de notar, sin
embargo, cómo la filosofía platónica presiente la existencia de un Dios vivo
que, siendo totalmente diferente, no obstante se acerca al hombre como un
tú); Agustín sabe que el hombre está constituido por la llamada de Dios. El
suceso de la iluminación es un diálogo en el cual se realizan al mismo tiempo
la transcendencia y la historia del hombre. Transcendencia e historia de la
libertad son las dos dimensiones cuya elaboración intelectual Agustín,
haciendo a la vez más radical su inmanencia, debía añadir al pensamiento
griego. Pero el mismo Tomás de Aquino dejará ya de alcanzar esa visión de la
relación entre transcendencia e historia concebida radicalmente como diálogo
y evento, relación que para Agustín se consuma en la encarnación de Dios, la
cual se produce junto con el hecho de que el hombre se hace hombre.

Con ello hemos esbozado el origen y el horizonte permanentes a base de los


cuales Agustín vive y piensa. Ahora vamos a diseñar brevemente las doctrinas
y posiciones específicas que con mayor relieve han tomado cuerpo en su obra.
No podemos exponerlas aquí reproduciendo a lo vivo el proceso intelectual de
Agustín y, por eso, de cara al fin de esta obra, hablaremos de ellas usando
aquel lenguaje técnico a base del cual dichas doctrinas han sido articuladas y
transmitidas en el curso de la historia de la teología, aun cuando este lenguaje
no nos dé una imagen totalmente adecuada de Agustín.

2. Doctrinas principales

a) Donde Agustín pone más en juego la fuerza de su pensamiento es en la


doctrina trinitaria. Él desarrolla la concepción según la cual las personas
divinas son relaciones subsistentes, y en este punto, a diferencia de los
padres griegos, parte de la esencia de Dios y no del Padre como origen.
Agustín explica la generación del Hijo y el origen del Espíritu Santo en el
Padre y en el Hijo por analogía con los fenómenos de la vida espiritual, por
ejemplo, con el de la palabra y con la relación en ella implicada entre el que
habla y el contenido expresado. Él atribuye a las tres personas divinas en
igual manera la posibilidad de la automanifestación de Dios hacia fuera. Y, si
bien no usa el término, en cuanto al contenido defiende el pensamiento de la
apropiación.

b) En su doctrina sobre la gracia o sobre la predestinación del período


preepiscopal, Agustín interpretaba la relación entre el libre Dios personal y el
hombre igualmente libre, establecida por la revelación divina, como un vínculo
que el hombre prepara por sus propias fuerzas. Pero luego atribuyó a la
omnipotencia de la gracia divina la iniciativa exclusiva en el primer paso hacia
la salvación. Según esta doctrina posterior, el hombre nada puede querer si
Dios no le asiste en su querer. Y, por tanto, la bondad o maldad, la fe o
incredulidad, la salvación o condenación, de tal modo se deducen de la
voluntad divina, que solamente los rescatados de la massa damnata creada
por el pecado original llegan a la salvación en virtud de la inescrutable
elección gratuita de Dios, mientras los demás hombres se pierden para
siempre en virtud de la «pasividad» divina; y, con relación a éstos, Agustín ni
siquiera elaboró el concepto de una gracia suficiente. Sostuvo, más bien, que
no se comete con ellos injusticia alguna, ya que después del pecado original
ningún hombre tiene derecho a la redención. Por consiguiente, él enseña una
predestinación a la felicidad por la cual Dios junto con la elección confiere el
don de la perseverancia, y también una predestinación, no al pecado, pero sí
a la perdición eterna (Tract. in Jo., 48, 46). Y eso implica una limitada
voluntad salvífica de Dios. Según Agustín hay que mantener con firmeza que
Dios es absolutamente justo, aunque no sea posible explicar esta justicia.

c) En la cristología Agustín anticipa la doctrina de Éfeso (431) y de Calcedonia


(451). Según él, en Cristo hay dos naturalezas (substancias). Jesucristo es
Dios y hombre, y, sin embargo, hay en él una sola persona, a saber, la
segunda persona divina, la del Logos. La soteriología no unitaria de Agustín
está determinada por el pensamiento de que el diablo por el pecado de Adán
ha recibido el derecho de perder a los hombres. Pero este derecho expiró por
la muerte de Cristo. En efecto, el diablo cayó en la «trampa» de la cruz, pues,
procediendo contra el hombre Jesús, sobre quien no tenia ese derecho, se
jugó la potestad recibida al principio, y así el hombre puede ser rescatado de
sus garras.

d) Desde la perspectiva eclesiológica de Agustín, los hombres agraciados y


redimidos por la muerte de Cristo forman una comunidad, la Iglesia. En él
tiene validez el principio: Salus extra ecclesiam non est. Esta Iglesia puede
ser conocida por su unidad, santidad y apostolicidad. Su conjunto forma el
cuerpo de Cristo. En este sentido, junto a la Iglesia visible está también la
invisible. Por eso, no toda pertenencia externa garantiza automáticamente la
salvación y, viceversa, los hombres que sin culpa y bona fide no pertenecen a
la Iglesia visible, pueden ser, sin embargo, miembros de la Iglesia invisible.

e) La concepción de la historia. Mientras la antigüedad concebía la historia


según la imagen de la «física», como el eterno movimiento circular del
nacimiento y ocaso de la naturaleza, para la concepción de Agustín el hombre
y la historia están constituidos por el encuentro y la relación con el Dios
metahistórico. La historia de la humanidad convenza con la «iluminación» y
ha de terminar con la revelación perfecta de Dios. El sentido de la historia es
la revelación de Dios y la unión con él. El devenir de la humanidad constituye
la historia de la aceptación o de la repulsa dada a Dios en jesucristo, y es por
tanto historia de salvación o de perdición. Sólo tienen un sentido comprensible
los sucesos por los que Dios ha penetrado en el mundo; en cambio, la historia
de perdición resulta incomprensible y únicamente al final de todos los tiempos
se revelará con claridad su naturaleza peculiar. La mayoría de los hombres
pertenecen a la civitas terrena o civitas diaboli. La ciudad de Dios es la
comunidad de los hombres elegidos y revestidos de la gracia. Sin embargo,
ninguna sociedad o institución concreta puede identificarse dentro de la
historia con alguno de estos títulos. El Estado y la Iglesia, p.ej., son civitates
permixtae, y la misma Iglesia es solamente prefiguración de la ciudad
perfecta de Dios, que no se revelará hasta el final de los tiempos.

III. Historia de su influencia

Por el punto de arranque y por el esbozo aquí hecho del pensamiento de


Agustín, podemos reconocer ya la problemática o temática que propulsará e l
movimiento conocido con el nombre de a. Citemos los temas principales: la
relación entre la iluminación permanente y la singular; la contraposición entre
la naturaleza y la gracia, entre el orden metafísico y el acontecer histórico de
la salvación, entre el conocimiento empírico del mundo y la experiencia
dialogística de Dios; y, finalmente, la relación entre la razón y la revelación,
entre la filosofía y la teología en general. Además, un poco después de la
muerte de Agustín, dada la incapacidad de apropiarse la plenitud y riqueza de
sus pensamientos con aquella misma fuerza de penetración que los había
engendrado, algunos temas se independizaron y fueron considerados
aisladamente. Y también los aspectos sombríos de Agustín, por ejemplo, su
dualismo más o menos claro entre amor al cuerpo y desprecio del cuerpo,
entre amor al hombre y un cierto desprecio del hombre - un dualismo que, en
último término, como lo muestra la concepción de la predestinación es
extendido al mismo Dios-, en el tiempo posterior, en lugar de ser entendidos
dentro del todo de su proceso evolutivo y de quedar relativizados bajo la
imagen conjunta de su personalidad, comienzan a influir independientemente,
como lo muestran ciertas actitudes de tipo pastoral, ascético e incluso
filosófico y teológico que con todo celo acostumbran a apoyarse en Agustín.

1. Patristica y principios de la edad media

Ya en vida de Agustín comienza la discusión en lo relativo a su doctrina de la


gracia. Se oponen entre sí el predestinacionismo y el semipelagianismo. En la
concepción pelagiana intentan imponerse algunas ideas sia nergistas y, por el
contrario, en el predestinacionismo pasa a primer plano aquel otro Agustín
que acentuó la corrupción de la naturaleza humana y, en esencia, adscribió
solamente a la gracia la libertad para hacer el bien. El pensamiento
agustiniano de la omnicausalidad de la gracia en el proceso de la salvación
queda sobreacentuado y se une con la doctrina de la limitada voluntad
salvífica de Dios. La imagen de Dios diseñada por los adversarios de la
predestinación, la cual influía como trasfondo y era difundida como si
procediera de Agustín, resultaba abiertamente terrible para los coetáneos.
Esta «imagen estremecedora de Dios> (Altaner) llamaba a la disputa y a un
urgente esclarecimiento. El segundo sínodo de Orange (529) tomó la decisión
oficial en el sentido de un «a. moderado». Frente a los «massilienses», el
Sínodo proclamó la necesidad de la gracia incluso para el principio de la
salvación, para el primer movimiento de la voluntad hacia Dios y la fe inicial, o
sea, para la curación de la naturaleza humana en general (Dz 176s, 186). La
idea de una limitada voluntad salvífica de Dios no se mantuvo.

Sin embargo, tres siglos más tarde, con Gotescalco de Orbais (t hacia el año
867) llamearon con nuevo brío las tendencias predestinacionistas. En nombre
de Agustín, a quien Gotescalco calificaba de maximus post apostolos
Ecclesiarum instructor y en cuyos escritos antipelagianos buscaba su mejor
apoyo, él defendió con gran empeño y tenaz decisión la tesis de la total
predestinación divina, tanto a la salvación como a la condenación. En los dos
sínodos de Quierzy (849 y 853), congregados por su causa, él y su concepción
fueron condenados firmemente. Y, a manera de complementación de dicho
Concilio, los sínodos de Savonniéres (859) y de Toucy (860) revalorizaron el
a. moderado, el cual, desde entonces, había de permanecer como tendencia
fundamental en la -> escolástica y en la teología en general.

2. Escolástica primitiva

También en las discusiones espirituales de la --> escolástica primitiva los


adversarios apelaron siempre a Agustín: desde Anselmo de Canterbury (fi
1109) hasta Abelardo (t 1142), desde Pedro Damián (t 1072) a Bernardo de
Claraval (fi 1153 ). En Anselmo, Abelardo, Hugo de San Víctor (t 1141) y
Pedro Lombardo (j' 1160), Agustín es la autoridad más citada. A través del
libro de las Sentencias de Pedro Lombardo, que en la época siguiente sirvió de
base para muchos comentarios y finalmente se convirtió en el libro escolar por
excelencia, las numerosas citas de Agustín contenidas en él se difundieron
rápidamente como una herencia clásica. Gracias a esa tradición, se hicieron
eficaces sobre todo la concepción trinitaria de Agustín y la doctrina,
perteneciente a su concepción fundamental, de la primacía del amor sobre el
conocimiento, es decir, del bien sobre la verdad, y así se creó en conjunto una
actitud que, basándose en la existencia creyente, desarrollaba una unidad de
teología y filosofía teocéntricamente orientada.

3. Alta escolástica

La alta escolástica quedó introducida por el descubrimiento de la obra de


Aristóteles. El Aristóteles transmitido por los filósofos árabes y sus
traducciones latinas fue asimilado en un tiempo tan sorprendentemente
breve, que desde ese momento apareció un nuevo maestro junto a la
autoridad de Agustín, indiscutible hasta entonces, un maestro al que Tomás
de Aquino llamará sin más «el filósofo». Por lo menos en principio, J influjo de
la doctrina aristotélica arrancó la filosofía del antes omnienvolvente
pensamiento revelado y la constituyó en una autónoma disciplina racional,
dando así, por otro lado, el impulso para el desarrollo de un método
conceptual o racional dentro de la teología. Esta irrupción revolucionaria tenía
que traer conflictos. Para seguir a Agustín, los defensores de las doctrinas
agustinianas se vieron forzados a concebirse por primera vez como (meros)
«agustinistas», frente a la recepción de Aristóteles por parte de los tomistas.
Aquéllos intentaron proteger fundamentalmente la teología contra una
alienación a causa del saber puramente natural.

La doctrina aristotélica de la abstracción, que Tomás adoptó y siguió


desarrollando en el sentido de una transcendencia del espíritu humano hacia
el ser infinito, suscitó en los agustinianos la objeción de que ahí se perdía de
vista la antigua doctrina de Agustín acerca de la iluminación. Y, en general,
ellos encontraban demasiado acentuado el interés por el acercamiento al
mundo. Con la condenación de varias doctrinas aristotélico-tomistas en el año
1277 por el obispo de París, Esteban Tempier, se alcanzó un punto muy
cimero en la lucha del agustinismo contra el -> aristotelismo, el cual
presentaba la forma del averroísmo latinb de Siger de Brabante (+ 1282) y la
forma adoptada en Alberto Magno (+ 1280) y en Tomás de Aquino (+ 1274).
Aunque con ello la «nueva» filosofía y teología, en las cuales de ningún modo
estaba ausente el caudal intelectual de Agustín - una de las autoridades más
citadas por Tomás-, de momento perdieran en parte su poderío y el a.
alcanzara la victoria, sin embargo, en el curso del tiempo se hizo
indispensable una elaboración más profunda de sus posiciones. Poco a poco
los agustinistas intentaron unificar la doctrina de la iluminación y la teoría de
la abstracción, reconociendo a ésta su valor para la comprensión de la
experiencia del mundo, pero sosteniendo que sólo la doctrina de la
iluminación explica adecuadamente la peculiaridad de la experiencia de la
verdad.
La doctrina de Agustín acerca de las «fuerzas informantes» (rationes
seminales), que Dios insertó desde el principio en la materia como principios
internos, y la afirmación de una «pluralidad de formas», de modo que el alma
espiritual sería la última, pero no la única forma esencial del cuerpo humano,
se convirtieron en punto de partida de la discusión. He aquí las doctrinas cuasi
clásicas con las que se acostumbra a individuar el a. en su confrontación con
la doctrina de la abstracción de los tomistas. En ese tiempo los representantes
principales del a. eran Buenaventura (+ 1274), con especial agresividad Juan
Peckham (+ 1292) y, en forma más conciliadora, Guillermo de la Mare (+
1298).

4. Baja escolástica

En la baja escolástica son los agustinos ermitaños los que conservan la


herencia de su maestro. Egidio Romano funda la llamada «antigua escuela
agustiniana» (después, B). A través de él se produjo una amplia fusión entre
el a. y el tomismo, pero con ello desaparecieron de la conciencia importantes
aspectos del a. Con todo, fueron los agustinos ermitaños los que, más allá de
la posterior disputa escolar entre tomistas y escotistas, siguieron ocupándose
con Agustín y, junto con las tradiciones de la orden dominicana y de la
franciscana, lo transmitieron sin interrupción a la edad moderna. La edad
media fue apoyándose cada vez más en los pensamientos desarrollados en la
Ciudad de Dios acerca de la relación entre la Iglesia y el Estado. Y, a este
respecto, la «ciudad celeste» y la «ciudad terrena», que Agustín había
entendido escatológicamente, fueron identificándose cada vez más con la
institución eclesiástica y con el estado secular respectivamente. Así se llegó a
confiar a la Iglesia la tarea de representar la «ciudad celeste» incluso en el
terreno político y la de configurar el Estado como última instancia. Este a.
político tuvo gran transcendencia histórica. Una vez derrumbado el imperio
romano, pudo nacer así la idea de un reino que abarcara la multiplicidad de
reinos. Y de esa manera, a través de la concepción teocrática de Carlomagno,
se llegó a la idea del imperium romanum de la alta edad media, el cual fue
concebido como una manifestación del corpus Christi. La incomparable
autoridad de Agustín era esgrimida ideológicamente en la discusión entre el
papado y el imperio. En el transcurso de esta disputa entre la corona y la tiara
acerca de la plenitudo potestatis, tanto recurrieron a Agustín los decretalistas
de los siglos xiii y xiv, que veían en sus escritos una fuente jurídica del
derecho canónico del papa, como recurrió a él, por ejemplo, Guillermo de
Ockham, que defendía la autonomía jurídica del Estado nacional e impugnaba
la plenitud de poderes de la curia romana. También más tarde, cuando la
reforma del papado era un deseo general, los diversos partidos apelaron otra
vez a Agustín, tanto los defensores de la teoría conciliar, como los partidarios
de una solución centralista o curial de la reforma.

Aunque en esas discusiones el caudal intelectual de Agustín sin duda se quedó


fuertemente ideologizado, sin embargo, la apelación a él y su consecuente
presencia autoritativa o formal fomentaron considerablemente la evolución
social y política.

5. La edad moderna
Durante la edad moderna Agustín adquiere gran importancia entre los
reformadores, iniciándose así una nueva tradición agustiniana de tipo
protestante, y el mismo concilio de Trento ostenta esencialmente el sello de la
tradición agustiniana de la edad media. En Francia, con el -> bayanismo, con
el -> jansenismo y con Quesnel irrumpe nuevamente la discusión acerca de la
doctrina agustiniana sobre la gracia, y, por cierto, adoptando las posiciones
extremas de una desvalorización y de una supervaloración de la naturaleza
humana en igual medida exageradas. Enrique Noris, apuntando contra los
jansenistas, funda la así llamada «moderna escuela agustiniana». La doctrina
agustiniana de la gracia defendida por esta escuela ha llegado a gozar de la
misma estima que la concepción de Tomás y la de Molina, las cuales resaltan
más la fuerza propia de la libertad humana. Con esto, la discusión acerca de
la gracia, que surgió ya en vida de Agustín y en la historia del a. ha quedado
siempre zanjada mediante una componenda a base de un a. moderado,
ciertamente se halla esclarecida en sus formas extremas, pero, en el fondo,
sigue permaneciendo abierta e indecisa hasta nuestros días. Actualmente
están apareciendo las primeras ediciones científicas de Agustín, y con ello se
presenta por primera vez en la historia del a. el planteamiento histórico de la
cuestión acerca del «verdadero» Agustín. Este planteamiento es el que hoy
vivifica con mayor fuerza el diálogo en torno a Agustín y el que empuja hacia
un análisis histórico y crítico de la historia de la tradición agustiniana.

En un terreno preferentemente filosófico, el así llamado --> idealismo alemán,


partiendo de la revolución de su filosofía transcendental, somete las
posiciones fundamentales del a. a un análisis radical, examinándolas con un
supremo esfuerzo especulativo. Así, p.ej., cuando dicho sistema trata los
grandes temas de la relación o del primado entre razón teórica y práctica,
entre fe y saber, entre vida y concepto. Las grandiosas intuiciones de Agustín
sobre la interrelación entre la autointeligencia y la inteligencia de la
revelación, entre la transcendencia y la historia, quedan aquí confirmadas en
gran parte, así como radicalizadas en su armazón conceptual y sometidas a
discusión. También en el -> vitalismo y en el -> existencialismo aparecen
pensamientos agustinianos, p. ej., en lo relativo a la importancia de la vida
concreta frente a todo conceptualismo meramente abstracto y de la
inteligencia histórica y dinámica del yo y del ser frente a las categorías
puramente estáticas y generales de un pensamiento centrado en la esencia y
el orden. Los análisis existenciales de esa filosofía, orientados sobre todo
hacia los fenómenos, despiertan con nueva agudeza el sentido de la decisión y
de la responsabilidad del individuo, así como el de la indigencia y la amenaza
que pesan sobre la existencia.

Por eso la teología actual, influida tanto por el idealismo alemán como por el
existencialismo, tributa un renovado aprecio a Agustín por el interés
transcendental, existencial y dialogístico de su pensamiento.

Eberhard Simons

B) ESCUELA AGUSTINIANA
Esta corriente doctrinal de tipo filosófico y teológico dentro de la orden de los
ermitaños de san Agustín se remonta a Egidio Romano (fi 1316). Abarca
numerosos pensadores independientes entre el s. XIII y el xviu, los cuales, no
obstante sus diferencias doctrinales en puntos particulares, acusan claramente
una homogénea dirección doctrinal agustiniana. Sus principales
representantes son Gregorio de Rímini (+ 1338), el cardenal legado del
Concilio tridentino Girolamo Seripando (+ 1563 ), el poeta y teólogo Fray Luis
de León (+ 1591), el cardenal Enrico Noris (+ 1704) y Lorenzo Berti (+
1766), los cuales, frente a las opiniones del -> bayanismo y del -->
jansenismo, trataron de dar una genuina interpretación de la doctrina de
Agustín sobre la gracia.

Estos pensadores manifiestan una concepción fundamentalmente dinámica de


la teología cuando responden con la idea agustiniana del primado del amor a
la cuestión de los diversos rangos en las fuerzas anímicas del hombre y en las
tareas vitales, cuestión tan decisiva para la actitud espiritual de un teólogo.
Ellos sostienen la primacía del bien sobre la verdad y de la voluntad sobre el
entendimiento. Ven en la caridad el fin supremo de toda investigación
teológica y, en consecuencia, consideran la teología como ciencia afectiva, la
cual conduce al hombre a adherirse con amor a la verdad suprema. Señalan
como objeto de la teología al Dios glorificador y cifran la esencia de la
bienaventuranza eterna más en un acto de la voluntad que en el de la
inteligencia. También la acción de la gracia divina en el hombre la entienden
con Agustín como un influjo no físico, sino moral: per amorem alliciendo.

Otra tendencia fundamental, típicamente agustiniana, de la escuela consiste


en destacar con insistencia la soberanía de Dios (primacía de la -> gracia).
Dichos teólogos ven en la predestinación de los elegidos un acto
absolutamente gratuito, el cual se produce sin atender a las obras humanas
(ante praevisa merita). Enseñan que la primera justificación es totalmente
inmerecida y tienen por necesaria la cooperación de la gracia auxiliante
(auxilium Dei speciale) para toda obra verdaderamente buena. Combaten
como error pelagiano lo que, a su juicio, en el ockamismo o en el molinismo
oscurece la acción de la gracia (--> gracia y libertad). Siguiendo a Agustín
afirman que los méritos humanos son dones de Dios.

Estos teólogos tienen como Agustín aquella forma concreta e histórica de


pensar, que considera y valora siempre al hombre y su acción partiendo de su
fin sobrenatural querido efectivamente por Dios. Aunque no creen imposible
un estado de naturaleza pura, sin embargo, lo consideran como menos
conforme con la sabiduría y la bondad divinas. Niegan que las virtudes
puramente humanas tengan valor efectivo ante Dios. Esta actitud mental
explica también los graves recelos con que los teólogos medievales de la
escuela agustiniana miraban a los filósofos paganos, en plena armonía con
Agustín (cf. De civ. Dei xii, 17). Ya Egidio Romano, con su escrito De erroribus
philosophorum, trataba de inducir a una lectura crítica de los filósofos
paganos. Simón de Cascia (+ 1348) formuló escrúpulos de principio contra la
utilización de la «ramera» filosofía por la teología. En Gregorio de Rímini y
sobre todo en Hugolino de Orvieto (+ 1373) se manifiesta un escepticismo
moderado frente al conocimiento natural en general, aunque no por ello
cedieran al --> fideísmo o al -> agnosticismo.
Por otra parte, ya en la edad media mostraron los teólogos agustinianos gran
estima de las fuentes teológicas. Así Hermann de Schildesche (+ 1357)
concedió a la prueba escriturística una importancia sorprendente para su
tiempo. Gottschalk Hollen, de Osnabrück (+ 1481) y los proferoses de Erfurt
Johannes de Dorsten (+ 1481) y Johannes de Paltz (+ 1511) criticaron la poca
estima y el poco conocimiento de la Biblia incluso en círculos ilustrados.
Recomendaron encarecidamente la lectura de este ars minerales caelestis
(Paltz) y defendieron la legitimidad de las traducciones alemanas de la Biblia.
Seripando y Fray Luis de León son conocidos como patrocinadores del texto
original de la Biblia. El conocimiento de los padres en la edad media fue
fomentado por los grandes lorilegios de Bartolomé de Urbino (+ 1350),
Milleloquium S. Augustini y Milleloquium S. Ambrosii. A los teólogos
agustinianos del s. xiv, y en particular a Juan de Basilea, debemos un
progreso que hizo época en la técnica de las citas.

En numerosos teólogos de esta escuela se acusa - entre otras razones por su


modo concreto de pensar a semejanza de Agustín - un interés especial por las
cuestiones de la --> justificación. Una profunda experiencia de la escisión en
el corazón humano y una comprensión psicológica de la lenta preparación
para la gracia en el hombre, dan a su doctrina un eminente aspecto
existencial. Los representantes de la e.a. subrayan con ahínco la debilidad de
la voluntad del hombre caído y la fuerza de la -a concupiscencia. Conforme a
esto, antes de la aparición de los decretos tridentinos, no negaron, pero
restringieron notablemente la libertad y el valor de las obras humanas. Según
ellos, la recompensa de la gloria no es estrictamente debida, y la justicia del
hombre, por razón de la -> concupiscencia, es necesariamente deficiente
hasta el fin de la vida y tiene necesidad de ser completada mediante la justicia
de Cristo. También es característica de los teólogos pretridentinos de dicha
escuela la importante función que éstos asignan a la fe (fides per caritatem
operans) en el hecho de la justificación.

A pesar de todo esto, la escuela se atuvo siempre al dogma católico. La


afirmación de que Simón de Cascia, Gregorio de Rímini, Hugolino de Orvieto,
Agustín Favaroni (+ 1443) y Jacobo Pérez (+ 1490) anticiparon importantes
doctrinas de Lutero, se ha demostrado históricamente falsa. El reproche de
jansenismo que se formuló contra Noris y sus discípulos fue rechazado por la
misma santa sede. La doctrina de la gracia de los teólogos agustinianos más
recientes no contradice tampoco a la enc. de Pío xii, Humane generis, pues
destaca suficientemente el carácter plenamente indebido de la gracia dada al
hombre.

Adolar Zumkeller

ALEJANDRÍA,
ESCUELA TEOLÓGICA DE

Para el desarrollo de una teología cristiana se mostró hacia finales del s. ii


como el lugar más favorable la capital de Egipto, Alejandría, debido a su
tradición científica. Aquí ya los primeros Ptolomeos habían creado, por el
establecimiento de famosas bibliotecas, los presupuestos necesarios para la
actividad espiritual que se produjo durante el período helenístico en las más
distintas ramas de la ciencia. Para la religión cristiana fueron especialmente
estimulantes la filología y la filosofía de cuño neoplatónico. El cristianismo,
que al principio también en Egipto fue adoptado preferentemente por judíos,
debía completar en este encuentro su configuración. Los comienzos de la
escuela teológica alejandrina permanecen en la oscuridad. En el libro vi de su
historia eclesiástica Eusebio de Cesarea no da indicaciones claras. El motivo
de su surgimiento debió ser el hecho de que cada vez con más frecuencia se
pasaron a la nueva fe paganos o judíos formados, los cuales se esforzaban por
confrontar la «filosofía nueva» con otras filosofías y corrientes religiosas, para
llegar a conocer la doctrina cristiana como la única verdadera. Así, la razón
habituada a pensar intentó necesariamente poner en relación las verdades de
la revelación con el pensamiento natural y lograr una conciliación. Ya en el
discurso del areópago (Act 17), Pablo intentó adaptarse a la mentalidad de
sus oyentes, que poseían una formación filosófica. De manera semejante los -
> apologetas (como Justino, el Mártir, hacia el año 150 en Roma) quisieron
crear una plataforma espiritual común, sobre la cual se pudieran encontrar
mutuamente el cristianismo y la sabiduría del mundo. Y así, también en
Alejandría, junto a una enseñanza sencilla para catecúmenos dada en las
escuelas catequéticas, pronto surgieron instituciones privadas, a manera de
academias de formación, las cuales estaban abiertas para cualquier
interesado, con el fin de ascender, partiendo de la filosofía, hasta las cimas de
la teología como explicación de la Escritura. El estoico Panteno es conocido
como el primer maestro cristiano que impartía enseñanza de ese tipo. Quizá
simultáneamente (hacia el año 180), su discípulo Clemente de Alejandría
enseñaba «la gnosis cristiana». Apoyándose en ambos, ya de joven empezó
Orígenes su actividad docente con autorización eclesiástica. Primero instruyó a
catecúmenos, que más tarde confió a su amigo Heraclas, para dedicarse con
licencia de su obispo (hacia el año 215) a la formación de alumnos ya
iniciados y avanzados en una escuela propiamente teológica. Esta institución
es la primera que puede apropiarse el nombre de escuela de teología.
Subsistió en Alejandría hasta finales del s. iv, y se nutrió en todo tiempo de la
substancia espiritual de su extraordinario fundador, cuyas numerosas obras
fueron una y otra vez combatidas, defendidas e interpretadas en la
apasionante historia de la escuela.

Mientras de Panteno apenas se nos ha transmitido otra cosa que el nombre, la


obra de Clemente permite ver ya cómo se desarrolló la peculiaridad de la
teología alejandrina. El propósito de su actividad doctrinal, el de conectar
entre sí el evangelio y la cultura griega, tenía ya un modelo en la manera
como los judíos de Alejandría, y especialmente Filón, habían conciliado el
Antiguo Testamento con la herencia pagana. En su escrito propagandístico
Protreptikos, Clemente se apropia el procedimiento de escritores profanos
para interesar por su nueva doctrina a un círculo culto de lectores paganos.
Principalmente por su doctrina acerca de un único Logos divino, el cual ha
instruido tanto a los profetas como a los filósofos, Clemente logra deducir toda
verdad de un mismo origen y, con ello, ofrece a los griegos y a los bárbaros la
única filosofía verdadera en el Verbo encarnado, en el maestro jesucristo.
Quien se une a él para seguirle, se confía con ello primeramente a la fuerza
educadora del Pedagogo, pues es el mismo Cristo el que, como tal, ayuda a
ejercitarse en la vida cristiana. Por esto la segunda obra capital de Clemente,
titulada Paidagogos, tiende a mostrar los mandatos de la sagrada Escritura
como los preceptos del educador divino. El cristiano, al seguirlos, obra
racionalmente en todo, es decir, obra en conformidad con el Logos. Por
primera vez en Stromateis aparecen orientaciones para una vida de perfección
cristiana. Aquí se presenta la figura ideal del «verdadero gnóstico» como
prototipo final de la aspiración cristiana. Esta obra, la más amplia de
Clemente, un policromo «tapiz» de pensamientos filosóficos y teológicos,
muestra al mismo tiempo en los «capítulos metodológicos» de su libro octavo
la dirección del desarrollo de la teología alejandrina. La filosofía que Clemente
pone a servicio de la interpretación de la Escritura posibilita el paso desde un
saber ingenuo a un conocimiento científico (~a(~1). Una investigación
teológica ( C~ais) consiste en poner las verdades fundamentales de la fe en
relación con las diversas afirmaciones de la Escritura, del mismo modo que
por la comparación de los principios del pensamiento con los distintos datos
filosóficos se llega a determinadas consecuencias. Un procedimiento así,
elevándose por encima de la pura fe, ayuda a obtener la certeza (Gnosis), en
cuanto posibilita la demostración científica.

También la exégesis tipológica de Clemente es decisiva para la manera


alejandrina de cultivar la teología. El helenismo había desarrollado una
filología que daba una interpretación simbólica a las mitologías de Homero y
de Hesíodo. Así, detrás de las historias de los dioses, se podían ver fuerzas de
la naturaleza, fuerzas anímicas o misterios de la metafísca. Este método lo
había aplicado ya Filón a los textos del Pentateuco, para eliminar el escándalo
de una legislación superada u otras anomalías. Clemente aprende de Filón y,
probablemente, también de la gnosis judía y de la cristiana, y desarrolla una
interpretación topológica. Por ejemplo, puesto que el único Logos ha instruido
a paganos y judíos, y al final él ha tomado carne en Jesucristo, cabe comparar
a David y Orfeo como citaristas, y a Minos y Moisés como legisladores. Pero
todos son, cada uno a su manera, arquetipos de Cristo, el cual puede
presentarse como Orfeo o como el buen pastor, o bien con los rasgos de
Hércules.

Orígenes convierte ese procedimiento de Filón y de Clemente en parte


constitutiva de su exégesis de la Escritura, que, por otra parte, se fundamenta
sobre profundos estudios históricos y filológicos, como se demuestra sobre
todo por la singular elaboración de la Septuaginta» en la «Hexapla». Para
Orígenes el texto de la Escritura está lleno de misterios, los cuales con
frecuencia no se abren hasta que, detrás de las letras, se descubre el sentido
más profundo, el divino. Aunque Orígenes interpreta muchas veces la
Escritura según su sentido literal y cree en la historicidad de los hechos,
incluso en el caso de explicarlos alegóricamente, sin embargo, su concepto
demasiado estrecho de inspiración, cuando se trata de textos difíciles y para
él absurdos, le lleva a prescindir del sentido literal (somático) en favor de una
interpretación meramente moral (psíquica) o mística (pneumática). A
diferencia de Clemente, Orígenes emprende una exposición sistemática de la
doctrina cristiana, sin llegar a un sistema propiamente dicho. Su obra De
principiis, señalada muchas veces como el «primer manual dogmático»,
parece ser una reproducción de sus lecciones, y tiene como base una
metafísica tomada del platonismo medio. La introducción da información sobre
principios metódicos: Escritura y Tradición son las fuentes de la exposición;
todos los escritos del A y del NT son palabras de Cristo, pues están inspirados
y en ellos habla el único Logos.

Orígenes se siente ligado a la autoridad de la Iglesia más fuertemente que


Clemente. La Iglesia garantiza la autenticidad de la Biblia y es su intérprete.
Orígenes quiso ser siempre un «hombre de Iglesia», y sus especulaciones
lograron en todos los puntos problemáticos progresos teológicamente
importantes. Si sus opiniones particulares expresadas en el libro De principiis
se convirtieron más tarde, bajo el reproche de herejía, en objeto de violentas
discusiones, esto deriva, en su mayor parte, de una interpretación parcial de
afirmaciones atrevidas y algunas veces expuestas a tergiversaciones. Sólo se
enjuicia justamente a Orígenes desde el horizonte de la totalidad de su obra,
pues es difícil distinguir qué expone él como mera especulación y qué como
doctrina plenamente apropiada. Además, en sus distintas obras él relaciona
ocasionalmente posiciones antitéticas. Vinculado a la tradición del s. ii,
Orígenes defiende una doctrina subordinacionista de la Trinidad. Esta
«subordinación» del Hijo se debe entender desde el punto de vista de la
historia de la salvación. Se produce en virtud de la economía salvífica y se
refleja solamente en el mundo creado. Por esto no merece la misma
valoración que el subordinacionismo postarriano. En todo caso Orígenes llama
al Hijo, eterno y omousios. Y con ello se forma en él el mundo conceptual que
luego ha de usar el concilio de Nicea. En cristología se debe a él la designación
«Dios-hombre» ( theanthropos ). La manera como Orígenes une las dos
naturalezas de Cristo le lleva a la idea de la comunicación de idiomas, que
más tarde asumirá especialmente Gregorio Niceno y, finalmente, hará
fructificar el concilio de Calcedonia. El título theotokos aplicado a María apunta
ya hacia Éfeso. En la doctrina de la creación el influjo de Platón se hace
especialmente patente cuando Orígenes enseña la preexistencia de las almas
humanas, las cuales pertenecen a una creación puramente espiritual, anterior
a nuestro mundo. Todo lo material presupone como condición la separación
culpable de Dios y debe ser superado de nuevo mediante un proceso de
purificación introducido por la gracia divina, cuya medida depende de la
magnitud del pecado premundano. Este proceso puede extenderse a través de
muchos eones y terminará, según la afirmación de algunos textos, en el
estado de restauración (apocatástasis) de todas las cosas, si bien después de
él es posible todavía una nueva caída. Otros textos no admiten la
universalidad de la apocatástasis, y parecen excluir también una nueva caída.
Igualmente la difundida idea relacionada con esto, según la cual Orígenes
niega la eternidad de las penas del infierno, está en contradicción con algunos
pasajes de sus obras.

Hallamos también tendencias espiritualistas en los rasgos fundamentales de la


mística que, partiendo de Orígenes, influyó primero en el monaquismo de la
Iglesia oriental y luego, especialmente a través de Ambrosio, en el del
occidente latino. La ascensión del alma a la unión mística con el Logos se
realiza gradualmente. Exige una dura ascética, la cual comienza por ayunos,
vigilias y ejercicios de humildad frente a las pasiones. que surgen de lo
material. El Logos-Cristo es el esposo del alma, y el camino más seguro hacia
él es el seguimiento de Jesús; la lectura diaria de la Escritura nos enseña a
andar por este camino. Esa mística nupcial de Orígenes, salida sobre todo del
Cantar de los cantares, ha tenido quizá la más intensa repercusión a distancia
en la vida de la Iglesia, irradiando todavía en la devoción medieval a Cristo de
un Bernardo de Claraval.

Después de Orígenes la escuela teológica de Alejandría fue «como un horno


de fusión» que purificó el oro de su gran fundador. Su discípulo Dionisio, que
más tarde fue obispo, defendió frente al obispo homónimo de Roma su propia
ortodoxia en las cuestiones trinitarias. Con ello propulsó un movimiento
contrario al sabelianismo, movimiento que favoreció todavía a Atanasio. Por el
contrario, en la generación siguiente Teognosto (+ hacia el 280) defendió en
sus Hipotiposis una doctrina del Logos apta para fomentar la doctrina de Arrio.
También Atanasio utilizó los escritos de Orígenes y, principalmente en su
exégesis alegórico-pneumática, delata lo que él debe a la escuela teológica de
Alejandría. Siendo obispo nombró a Dídimo el Ciego director de la escuela.
Mientras éste en la doctrina trinitaria compartía correctamente la fe del
Niceno, en la doctrina de la preexistencia de las almas y de la apocatástasis se
adhirió a los pensamientos erróneos de Orígenes. En los cinco decenios de su
actividad docente fueron todavía discípulos suyos Rufino y jerónimo, a cuya
actividad traductora agradecemos una gran parte de las obras de Orígenes.
Cuando, hacia finales del s. iv, estalló la primera «discusión de los
origenistas», Rufino permaneció fiel al mayor de los alejandrinos. Y cómo
jerónimo en su trabajo exegético fue alejándose cada vez más de él, puede
demostrarse a base de una comparación entre sus numerosos comentarios.

Puesto que Orígenes desde la desavenencia con su obispo Demetrio (230)


enseñó en Cesarea de Palestina, también llegó hasta allí la tradición de la
teología alejandrina. Y desde allí una línea conduce a través del presbítero
Pamphilus, quien reunió los escritos de Orígenes, hasta el obispo e historiador
Eusebio de Cesarea. Él defendía un subordinacionismo moderado, con sello
origenista. Su «profesión de fe» fue la base teológica del concilio de Nicea.
Otra línea conduce a través de Gregorio el Taumaturgo (+ 270) hacia
Capadocia, donde Basilio fue el primero que recogió la tradición alejandrina, la
cual después repercutió especialmente en la tendencia de Gregorio Niseno a la
doctrina de Orígenes (-> Capadocios). Entre los bizantinos la herencia
espiritual de Alejandría se hizo familiar desde Máximo el Confesor. Dentro del
occidente fue Ambrosio el que en primer lugar se inspiró en la teología
alejandrina, lo cual se nota en sus escritos dogmáticos y especialmente en su
exégesis. Y en la misma Alejandría, en el s. v, durante las disputas
cristológicas Cirilo se sintió abogado de la tradición de la teología alejandrina.

Friedrich Normann

ALIANZA

1. Antes de la revelación bíblica

La idea de una a. que ligara a la divinidad con el hombre es extraña a los


paganos del antiguo oriente. Pero ellos saben que hay relaciones entre el
hombre y su dios. La divinidad no sólo es testigo y garante de los pactos que
ligan a los hombres, sino que ella misma interviene en la vida del hombre.
Escucha las oraciones y las súplicas. Puede curar y otorgar largos años de
vida. Tiene sus exigencias, no siempre claras, y se irrita contra el que las
infringe y cae por ello en el infortunio. Tiene sus favoritos y sus elegidos, con
frecuencia predestinados desde hace mucho tiempo, y les concede poder y
descendencia. Los adopta, pues los hombres, como los dioses, pueden ser sus
hijos. Los hace vivir, los guía revelándose en sueños o de otra manera y los
salva del peligro y de la enfermedad. El paganismo religioso de Babilonia, de
Egipto y de Siria culmina en esta filiación mal definida, en la que el dios
pariente, hermano, padre o madre, penetra la vida humana, aunque sin
elevarla verdaderamente hasta él, pues - nos dice la epopeya de Gilgamesh -,
«cuando los dioses crearon la humanidad, le dieron la muerte en patrimonio,
conservando en sus manos la inmortalidad». Para el paganismo, la unión
entre Dios y el hombre no pasa de cierta participación común en el dominio de
la tierra y en las fuerzas naturales divinizadas.

2. Los patriarcas

Mientras los dioses de los reyes y creyentes paganos desaparecerán de la


historia unos tras otros, el Dios de Abraham seguirá siendo un Dios vivo; más
aún, siendo Dios personal, vendrá a ser el Dios de un dan, de una nación, de
una Iglesia. Pero en los comienzos, la manera como los patriarcas honran a su
Dios difiere poco de la manera como sus contemporáneos honran a los suyos.
Reciben de él promesas repetidas (Gén 12, 1; 13 15; 15, 1... ), con ocasión
de las cuales les da Dios sus directrices (Gén 26, 2; 46, 3...). El verdadero
Dios se liga estrechamente con Abraham (Gén 15, 18), del mismo modo que
se admitía entonces que el ilu (dios) Gilgamesh se había hecho el asociado
(tappu) del hombre Enkidu, recibiendo de éste ofrendas de asociación como el
dios Apsukka las recibe de un cierto Takhulu (Ugarit, s. xiir a.C.). Pero los
tratados de «alianza» concluidos por Abraham (Gén 21) e Isaac (26, 28)
hasta David (2 Sam 5, 3) son más bien tratados entre hombres, con la
divinidad por testigo; son tratados de vasallaje, de los cuales tenemos
numerosos ejemplos fuera de la Biblia.

3. Moisés y la alianza

La a. que Dios pacta con su pueblo por medio de Moisés va más lejos que su
asociación con los patriarcas, aun cuando el redactor bíblico habla también
aquí de bers"t como hablaba en Gén 15, 18 en el caso de Abraham. Esta a. se
nos ha conservado en dos tradiciones fusionadas; la una el pacto de la a. en
el Sinaí (Éx 19, 1.2.18; 34, 2), y la otra la del Horeb (Éx 17, 6; 33, 6; cf. Éx
3, 12). De ahí resulta un relato completo. Sin entrar en detalles, notemos que
la a. del Sinaí se presenta sobre todo como una comida sagrada en presencia
de Dios (Éx 24, 12. 9s) y que ella es sancionada mediante un decreto del
Señor (10-28), por el cual Dios, a la manera de los reyes de la época,
reglamenta el culto, los sacrificios y las fiestas anuales en que el pueblo viene
a su presencia, «a la casa de Yahveh> (v. 26). En el otro relato la a. se
presenta más como un contrato sobre la base del decálogo (Éx 20, 1-17);
Moisés repite al pueblo las palabras del Señor, y el pueblo se compromete
solemnemente a observarlas después de haber realizado un rito en el que,
delante de las doce estelas que representan a las doce tribus, se derrama la
sangre de las víctimas sobre el altar y a la vez se rocía con ella al pueblo.
Parece ser que este rito se renovó en el santuario de Gilgal, en el que había
erigidas doce estelas (Jos 4, 20). En todo caso, en las dos tradiciones es
Moisés quien pone por escrito la orden de Dios como condición de la bendición
dada a su pueblo. La a. de Israel no es una mera a. en la sangre, como era
usual entre parientes, sino una a. que impone obligaciones, que obliga al
pueblo a respetar ciertas exigencias de orden religioso y moral.

4. De Josué a David

Josué es el heredero de Moisés, y este efraimita es quien pone a Israel en


posesión de las montañas cisjordanas. Su acción culmina en Siquem, en el
templo del «Dios de la berít» (Jue 9, 4). Se concluye una a. solemne, en la
que los suyos se comprometen, lo mismo que otras poblaciones para las
cuales la fidelidad será más difícil, a obedecer al Señor al que debían servir.
Se erige una gran piedra como testigo (Jos 24, 26) cerca del roble del
santuario (cf. Jue 9, 6), la misma, a lo que parece, sobre la que Josué escribe
el texto llamado Maldiciones de Siquem (en Jos 8, 32 se habla de «piedras»
en plural) según la prescripción de Moisés en Dt 27, 4ss. En adelante se
añaden ciertas maldiciones a las promesas patriarcales, a las palabras del
Horeb-Sinaí, y a las bendiciones de las doce tribus (Dt 23, se ha de relacionar
con Gilgal). En Siquem se reúne lo que se ha llamado la anfictionía de las
tribus de Israel, donde renuevan anualmente su a. y cada tribu se encarga
por un mes del cuidado del santuario central. Esta vida de la época de los
jueces está jalonada por las infidelidades, el castigo, el recurso al Señor y el
reagrupamiento en torno al Dios guerrero que domina sobre el arca de la
alianza y que libera a su pueblo. E1 peligro se acentuó en la época de Samuel
cuando se realizó, no sin oposición, el paso de la anfictitonía a la monarquía,
del juez al rey ungido. La amenaza venía de los filisteos. El monarca en el
antiguo oriente tenía la función de salvar y de hacer prosperar al pueblo en
nombre del Dios nacional. Saúl y luego David fueron escogidos como nágid,
pastores del pueblo de Dios; pero la institución real sólo directamente
dependía de la a. Sobre todo en textos más tardíos se hablará de la a.
pactada por Dios con David (Sal 89, 4).

5. La alianza bajo la monarquía

Sin embargo, para la teología de la a. tiene importancia capital el


establecimiento de la monarquía. David, en efecto, instala en su palacio el
arca de la a., que ocupará el lugar más sagrado en el templo nacional que
construirá su hijo. En un versículo difícil (2' Sam 23, 5) se dice ya a propósito
de la «casa de David» que Dios «ha establecido para mí (David) una a.
eterna». La monarquía introduce en la noción de la a. un elemento de
perennidad, o mejor de estabilidad, manifestada por la permanencia del
santuario nacional dinástico que atrae hacia él las peregrinaciones festivas
nacionales. El conjunto de Israel podrá, sí, abandonar la dinastía a la muerte
de Salomón; pero el arca de la a., asociada a las tablas de la Ley, da a los
fieles una posibilidad permanente de hallar al verdadero Dios; Isaías lo
recordará (8, 14-18). El arca de la a. está confiada a un sacerdocio (2 Sam 8,
17), reducido bajo Salomón a Sadoc y a sus hijos (1 Re 2, 35). Quizá es a
este sacerdocio al que se debe la conservación de las tradiciones nacionales
en la síntesis que la crítica llama el documento J del --> Pentateuco. Como en
1 Sam 7, aquí se trata más de promesas y de bendiciones que de a., pero las
exigencias de Dios están indicadas en la ley sobre la Pascua (Éx 13) y en el
código de Éx 34, 17-27.

6. Los profetas

Correspondió a los profetas, al ocaso de la monarquía, desarrollar todas las


virtualidades latentes en la a. mosaica. Pero estaba comenzando una crisis
que conduciría a la revelación de una «nueva alianza» después de la ruptura
de la antigua. La una no negará la otra, puesto que Dios es el autor de las
dos; sin embargo, de ahí se seguirá una profunda mutación en la estructura
del Israel de Dios.

La crisis estalló primeramente en el reino del norte, más agitado por las
corrientes internacionales de la época. La continuidad dinástica se ha roto
constantemente y, desde el s. ix, cuando las guerras arameas, con Elías y
Eliseo aparecen los profetas como los guías religiosos del pueblo en lugar de
una monarquía languideciente. Ellos se apoyaron en las tradiciones del
pasado. Elías hizo la peregrinación del Horeb, y probablemente se elaboró
entonces con espíritu profético una nueva síntesis de las tradiciones
nacionales: es el documento E de la crítica. Más allá de la monarquía y de la
conquista, se buscó apoyo en la tradición mosaica, cuyo depositario era el
clero levítico, especialmente el clero de Dan, que descendía de Moisés, y quizá
también el de Betel. Pero este último, que a través de Pinejás procedía de
Aarón (Jue 20, 26-28), estaba más contaminado.

La a. es un contrato desigual, concebido a la manera de los tratados de


vasallaje, en los que el pueblo se compromete bajo juramento a cumplir las
estipulaciones de Yahveh, su Dios. Este compromiso solemne fue precedido de
una historia, en la que Dios, soberano protector, «escudo de Abraham» (Gén
15, 1), protegió a los patriarcas y a sus descendientes contra todos los
poderes con los que los israelitas se veían tentados a entrar en alianza. Pero
el Yahveh del Horeb es el único Dios que da al pueblo sus bienes (Os 2), y no
los Baales, con los que se «prostituiría» Israel, como una esposa infiel a su
marido. Israel es infiel desde los orígenes (Os 11), pero la a. lleva consigo la
penitencia y el arrepentimiento (Éx 33, 5-6), como la familia de Jacob se
había purificado antes de ir a Betel «alejando los dioses extranjeros» (Gén 35,
2-5). Las viejas maldiciones de Siquem se transforman en un castigo. liste le
cuesta a Yahveh: de ahí los gritos desgarradores de Oseas y de Isaías (cap.
1). Él ruge desde Sión, dice Amós (1, 2), irritado por las injusticias y las
transgresiones. El Dios de Miqueas, verdadero Dios de Israel, interpela a los
príncipes de la casa de Jacob, que deberían conocer el derecho y se revelan
enemigos del bien y amigos del mal (3, 1).

Hasta tal punto es Yahveh jefe de Israel que, según Ezequiel, él llegó incluso a
darle decretos que no eran buenos y costumbres que no fomentaban la vida
(20, 25), permitiendo que se matara a los primogénitos y que penetraran las
crueles costumbres extranjeras. En vez de dejar que el pueblo vaya a la ruina
por sus faltas, Dios, en su fidelidad a la alianza, toma a su cuenta la desgracia
y la convierte en un castigo para conducir al pueblo al arrepentimiento y a la
penitencia.

El mal es, sin embargo, tan profundo, y Jerusalén es una ciudad tan
«herrumbrosa», que ya no se le puede quitar la herrumbre (Ez 24, 6); y los
profetas hablan francamente de una ruptura de la a. Ya según Amós (9, 1),
Yahveh está sobre el altar y destruye el santuario. En lugar de esta imagen
cultual, Oseas habla del divorcio entre Yahveh e Israel. Los israelitas pueden
acusar a su madre «porque ya no es mi mujer ni yo eoy su marido», dice
Yahveh (2, 4). Miqueas ve la montaíía del templo transformada en un breííal
(3, 12). El más explícito es jeremías. Tomando de Oseas la imagen del
divorcio, recuerda que en virtud de la ley registrada en Dt 24, 1-4, no debiera
ser posible un nuevo matrimonio (3, 1): la nación ha cambiado de dioses (2,
11). «La casa de Israel y la casa de Judá han roto la a. que yo había hecho
con sus padres» (11, 10). Jeremías, al comienzo de su ministerio, cree que
todavía es posible el retorno y la penitencia (3, 6-18; 18, 8), pero ésta le
parece cada vez más imposible (13, 33 ). Dios le retira el derecho de
interceder (14, 11). Será necesaria una nueva alianza (31, 31-34). Ezequiel
adopta la misma actitud (16, 59-63). La a. se ha roto (59), pero Dios se
acordará (zákar, muy importante para la teología del «memorial» de la a.) y
suscitará (heqím) una a. eterna (60), en la que tendrán participación Sodoma
y Samaría, «mas no ya por el pacto hecho contigo» (61).

Finalmente, para el Déutero-Isaías, como para Jeremías (Jer 30, 17 ), Israel


es una esposa abandonada (Is 54, 1.6), pero Dios la rescata; su amor es
inquebrantable y tiene ya para su esposa una «alianza de paz» (shalom,
plenitud) igualmente inquebrantable (54, 10); esta a. eterna está fundada en
«los beneficios perpetuos hechos a David» (55, 3), en los que participarán las
naciones (¡bid., 4), con la sola condición de que el hombre se vuelva hacia
Yahveh, Dios de Israel (¡bid., 7), dejando sus malos caminos.

7. Hacia la nueva alianza

Así los profetas orientaron la teología de la alianza hacia nuevos horizontes y


sobre una nueva base. Ella, más que un pacto, es un don gratuito de Dios; y
está fundada, no tanto en el compromiso, cuanto en la promesa. Aunque
sigan en pie las exigencias de justicia del decálogo de Moisés, la alianza estará
fundada ahora en la gracia hecha a David. Para Ezequiel el buen pastor no
será un rey cualquiera, sino un nuevo David suscitado «por Dios» para
«pactar la a. de paz» (Ez 34, 23-25).

El Deuteronomio, tan próximo a jeremías, se apropia ya estas nuevas


concepciones. Cierto que en este libro la alianza es todavía un pacto del tipo
de aquellos tratados que llevan consigo estipulaciones, compromiso,
bendiciones y maldiciones. Pero es ante todo un acto gratuito de Dios (7,
7ss), fundado en las promesas hechas a los patriarcas. Su ejecución supone
ante todo el amor (6, 4ss), la memoria de los actos de Yahveh (6, 12) y la
fidelidad. El rey es un hermano que se inspira constantemente en la Ley (17,
14-20), y Moisés es más un profeta que un legislador (18, 15). Como para
jeremías y para Ezequiel, la fidelidad es esencialmente una cuestión personal
de cada uno delante de su Dios (24, 16), más que una a. nacional colectiva;
así lo que se pide es más la circuncisión del corazón que la circuncisión de la
carne (10, 16). Pero el fin de esta a. es una vida con Dios entre hermanos, a
la que tienen acceso hasta los extranjeros, e incluso los mismos egipcios (23,
9).
Los textos llamados sacerdotales del Pentateuco profundizan y amplían
poderosamente esta noción de a. bajo el influjo de Ezequiel. Los textos no
hablan ya de «establecer» a. o, mejor dicho, alianzas (Gén 6, 18; 9, 11; 17,
7.19; Ex 6, 4), sino de su «erección» o su «donación». Pablo recordará en
efecto que el AT conoce «alianzas» (Rom 9, 4 ). Cada una comprendía un don,
una petición, un signo. La a. de Noé la erigió Dios para toda la humanidad.
Dios siguió conservando la vida a pesar de las catástrofes cósmicas, aunque
sólo para los que no derramaban la sangre; y el signo era de índole cósmica:
el arco iris en tiempo de tormenta. La segunda a. fue la de Abraham; era una
a. eterna, por la que Dios daba fecundidad. Exigía un comportamiento fiel
(timin) ante Dios, y su signo era la circuncisión en la carne (17, lss). La
tercera a. fue la de Moisés en el Sinaí (19, 5; aunque discutido, cf. Lev 26,
45) en recuerdo de la a. de los patriarcas (Éx 6, 4ss). Ésta hizo de Israel un
reino de sacerdotes y una nación santa por la elección de Aarón y la
institución del sacerdocio y del santuario. Por el pacto con Noé la a. se
extendía a todos los pueblos. La a. de Aarón, a. de sal (Núm 18, 19) y por
tanto incorruptible, era superior en santidad y consagración. Como don y acto
unilateral de Dios, aun pidiendo a cada uno una disposición personal para vivir
en ella, la a. mereció traducirse por diatheke en la versión alejandrina. Esta
diatheke divina -transmisión de bienes a favor de un heredero, o bien
depósito de un escrito en un lugar santo-, es en el libro de Daniel la a. santa
que muchos van a abandonar en la persecución (Dan 11, cf. 9, 4).

En el Eclesiástico (ben-Sirá) la palabra traduce tanto berit como hóq (ley,


decreto), y designa todo lo que concierne a la voluntad de Dios sobre el
hombre, en particular la fecha de su muerte (14, 12.17; 16, 22 ), sin dejar
por eso de significar la a. eterna, la ley de vida (17, 11.12), los mandamientos
dados por Dios (41, 19; 44, 20; 45, 5); y Aarón es beneficiario de la a. eterna
(45, 15) de paz (¡bid., 17), mientras que David recibe de Dios una a. regia,
hóq mamleket (47, 11). También ben-Sirá habla de alianzas, en plural, pero
sólo hay un «libro de la alianza», la Ley promulgada por Moisés (24, 23). Se
la identifica con la sabiduría que participó en la acción creadora del Altísimo y
se enraizó en el pueblo en que reside la gloria divina (¡bid., 11), sabiduría
litúrgica que oficia en el tabernáculo santo (¡bid., 10). Ella es fuente de
alimento y vida (¡bid., 19), y restaura el paraíso primitivo (¡bid., 24-30),
alimentado por el río vivificador de Ezequiel (47), el cual a su vez brota
también del templo.

8. La a. del NT

El NT habla relativamente poco de diathéke: 33 casos, de los cuales 17 en la


epístola a los Hebreos, mientras que el término se repite con frecuencia en los
escritos de -> Qumrán. Estos últimos hablan de la «alianza nueva» no sólo en
el escrito de Damasco, sino, casi con seguridad, también en el comentario
(peser) de Habacuc. La regla de la Congregación de los «hombres de la
alianza» (I QSa) contiene un reglamento de las comidas, en las que no se
podía participar sino después de dos años de prueba (1QSa 6, 20-21s), y de
las que uno podía ser excluido por faltas.

Mientras la palabra a. no aparece ni una sola vez en los escritos de Juan


(salvo una cita del AT en el Apocalipsis), la epístola a los Hebreos, tan
litúrgica, es la que más habla de ella. Jesús de Nazaret es el mediador de la
nueva a. (9, 15) y es el garante ( éYYuos) de una a. mejor que la primera,
que la establecida con los padres. E1 Señor jesús ha venido a ser «por la
sangre de una a. eterna» el gran Pastor de las ovejas (13, 20). Por su muerte,
que expió las transgresiones de la primera a., ha dado la prometida herencia
eterna (9, 1516). La alusión a «la muerte del testador» (v. 17) no deja lugar
a equívoco. Por su propia sangre, no por la de los machos cabríos, entra con
nuestra humanidad en el santuario eterno, no hecho por manos de hombre
(9, lls), y purifica nuestra conciencia de las obras muertas para que
tributemos culto al Dios vivo. Esta a. estaba prometida por Dios, y la Epístola
cita concretamente a Jer 31, 31 (8, 8) al mismo tiempo que evoca la sangre
de la a. del Sinaí (9, 20). Para santificar al pueblo con su propia sangre, jesús
padeció «fuera de la puerta» (13, 12). Los fieles deben salir fuera del
campamento (v. 13) para ofrecer el sacrificio de alabanza (15), pues ellos
poseen un altar ( 9uaL«aT~-p---) del que «no tienen derecho a comer los
servidores del tabernáculo» (v. 10).

Las epístolas paulinas oponen igualmente entre sí los dos testamentos o las
dos a. (Gál 4, 24). La verdadera 8cocNxrj es aquella disposición firme que
está fundamentada en la promesa divina (Ef 2, 12) y que la donación de la ley
no ha podido invalidar (Gál 3, 15.17). Mas, no obstante, se trata de una
«alianza nueva», cuyos servidores son Pablo y los apóstoles (2 Cor 3, 6).
Cristo descubrió el velo que ocultaba el rostro de Moisés e impedía que se
comprendiera la «alianza antigua» (¡bid., 5, 14), la cual era solamente una a.
de circuncisión (Act 7, 8).

Después de leer la carta a los Hebreos no nos sorprenderá que el gran acto de
instauración de la nueva a. fuera la Cena. «Este cáliz es la nueva alianza en
mi sangre, haced esto como memorial mío» (1 Cor 11, 25). Esta traducción
propuesta por J. Jeremías es la que se halla más en la línea de los textos
rituales del AT que hemos visto antes. El relato de Lucas acerca de la Cena,
como el de Pablo, contiene la misma mención del «memorial» (22, 19) y de la
«nueva alíanza». Mateo (26, 28) y Marcos (14, 24) hablan igualmente de la
«sangre de la alianza» en una fórmula que evoca, como la de Pablo y la de
Lucas, el sacrificio de Éx 24, 8. Pero -lo aquí llamado «nuevo» es el vino, fruto
de la vid, bebido por Cristo con los Apóstoles en el ya instaurado reino de
Dios. Como en Juan (6, 54s), la cena «eucarístíca» (Mc 14, 22 y par.) es la
comida en la que Cristo «despierta» a su fieles para la vida eterna en los
últimos días o en los últimos tiempos (Heb 1, 2), una vez instaurado ya el
reino por la muerte con la efusión de la sangre y por la resurrección; a partir
de este momento (&n'áprt Mt 26, 64; &7ra ~ov vúv Lc 22, 18) está dado e]
signo de Daniel, y el tránsito de la antigua a. a la nueva se ha hecho realidad
incluso antes de que pasara «esta generación» (Mc 13, 30; Mt 24, 34; Lc 21,
32). Sobre el aspecto teológico de la a., historia de la -> salvación.

Henri Cazelles

ALMA
I. Concepto

La doctrina del a., en cuanto expresa la concepción que el hombre tiene de sí


mismo, pertenece al campo (material) de ]a -> antropología. Encuadrada,
pues, en el concepto más amplio de hombre, dependiente siempre de la época
respectiva, el a. designa aquí aquel elemento (constitutivo) por el cual la
existencia humana es capaz de existir por sí misma. Si la -->libertad, la --
>decisión, la -> responsabilidad y el -> conocimiento determinan
esencialmente al hombre, y si bajo todas esas dimensiones él no sólo tiene
libertad y conciencia, sino que, en la acción de realizarlas, es también él
mismo; el envés de esto es que la naturaleza humana, como principio de sus
propias acciones, por encima de la respectiva actividad del momento debe ser
en sí misma un acto dinámico con subsistencia propia. El a. es aquella
potencia de la naturaleza humana por la que ésta se produce a sí misma y,
así, la potencia originaria de la subjetividad.

El a. pertenece a la sustancia humana. Su realización originaria posee


asimismo significación sustancial (-> persona). Esa realización, junto con su
historia, se halla enclavada en el contexto originario de la existencia: lo que el
hombre hace de sí mismo, esto es él, y eso que él es, también pudo
realmente llegar a serlo. El mismo desarrollo personal como «historia del a.»
es un acontecer dentro del fundamento.

De aquí resultan las siguientes determinaciones generalísimas: el a. misma no


es el hombre (-> platonismo, -> origenismo, agustinismo), ella es aquel
elemento de la esencia (-> aristotelismo, ->tomismo) por el cual el hombre
conoce su transcendencia -contra las afirmaciones del actualismo psicológico -
como realización de la naturaleza. El alma está con su actualidad (->
entelequia) en el punto de intersección de la materia y el espíritu. El elemento
material, al cual ella pertenece esencialmente como forma, en su prioridad
(incluso genética) puede ser designado como el ámbito genuino de su vida (--
> hominización). Sin embargo, como en el a. se refleja la mismidad material y
no sólo un algo material, ella se distancia de la mera materia (a. de los
brutos) y, al poseer la diferencia específica, en cuanto reflexión sustancial es
llamada espíritu. El a. tiene un carácter autónomo, pero de tal modo que su
esencia permanece siempre determinada interiormente por su origen, y
precisamente desde ahí -materia prima como principio de individuación en
Tomás - se explica su individualidad. En cuanto espíritu, ella es la «forma»
interna del cuerpo y posee así la capacidad (natural) de la -> inmortalidad.

El devenir del alma nos facilita la mirada a su primer origen. En efecto, su


procedencia de la materia tiene como consecuencia un constante referirse a
algo distinto. Y como en el a. lo material se entiende a sí mismo como referido
a algo distinto, junto con su propia transcendencia sustancial se manifiesta la
transcendencia igualmente sustancial de toda la realidad, como acción de la
naturaleza (--> creación). El nacimiento del a. es un reflejo sustancial del
nacimiento del mundo finito. Su función (natural) explica por qué (desde las
luchas cristológicas hasta la doctrina < psicológica» de la trinidad en Agustín y
la mística medieval) tenía tanta importancia teológica la manera concreta de
concebirla.
II. El concepto de a. en la historia del pensamiento bíblico y
occidental

El pensamiento bíblico no se plantea (en un sentido auténtico) el problema


antropológico. El a. (nefes, psiqué) no es allí un principio metafísico, sino que
significa simplemente la «condición vital de la carne». El hombre mismo se
convierte en a. (Gén 2, 7) y, al morir, él es una á. «muerta» (Núm 23, 10).
Su vida viene directamente de Dios (Gén 24, 14).

Parecida es la antropología del NT: carne (sarx) y espíritu (pneuma) significan


en Pablo, no simplemente la contraposición entre cuerpo y a. (pues éstos, lo
mismo que soma y psiqué, como aspectos parciales designan siempre el
todo), sino al hombre (cf. 2 Cor 7, 5) en toda la caducidad de su existencia,
por un lado, y la fuerza divina que lo redime (Rom 8, lss; 1 Cor 1, 26), por
otro lado.

La antigüedad griega tenía otra forma de pensar. Puesto que allí la materia
era concebida como algo eterno (PLATÓN, Timeo; --> platonismo) y, en
consecuencia, Dios en su actividad tenía que ser entendido como demiurgo,
todo lo que directamente procede de él (los principios formales del mundo)
está sometido a una cierta dualidad. Como mezcla de «inmutabilidad» y de
«mutabilidad» (Timeo, 41), el a. consta de tres partes: de razón, corazón, y
de apetito concupiscible. A partir de aquí se plantea el problema (moral) de
«superar» la materia (concebida más tarde como lo malo mismo: ->
gnosticismo, -> maniqueísmo) o el cuerpo como prisión del alma, y el de
encontrar, guiados por la verdad eterna del espíritu, el yo auténtico mediante
una existencia amundana, en la pura contemplación de las ideas (-->
metempsícosis). Para Platón el hombre es a., pero entendiéndolo como
(¿eternamente?) uno con Dios (inmortalidad), como preexistente y como
separado del mundo según su «esencia». En la doctrina del -> aristotelismo
sobre el a. (-> hilemorfismo) surge aquí el problema de cómo el
entendimiento agente se une con el entendimiento pasivo y el de si puede
haber una inmortalidad «individual» y sus comentarios averroístas), pues la
parte inferior del a., la propiamente humana (?), de hecho muere. Sobre este
trasfondo el -> estoicismo concibe el alma como una materia sutil en el marco
de la gran razón del mundo, y Plotino, de acuerdo con su idea de los múltiples
estadios, la concibe como una emanación de lo divino (-> neoplatonismo).

El cristianismo antiguo se planteó la problemática de esta antropología.


Primero defendió la tesis (¿bíblica?) de que el alma es mortal, pues en caso
contrario no seria creada: Justino, Taciano, Ireneo. Tertuliano la llama un
corpus su¡ generis, para mostrar así su relación con el mundo entero (cuerpo
como realidad intersocial).

Sin embargo, también cabe pensar esto mismo a base de la mentalidad


griega. Ciertamente, aquí lo decisivo es el espíritu. Pero como dice p. ej.
Orígenes, el espíritu puro (preexistencia) cae ya en el pecado con el primer
movimiento de su voluntad, y ahora, según la gravedad de su acción, como
alma tiene que llevar una existencia perdida en el mundo. Así el hombre por
su esencia vive extáticamente. En tensión entre el cielo y la tierra, él ha de
convertirse en superhombre, y así, mediante la transformación del a. en
pneuma gracias a la redención y a la ascesis, ha de glorificar la carne al final
de los tiempos.

Esta concepción griega determina decisivamente la época siguiente. Con


Gregorio Niseno y sobre todo con Agustín -según cl cual el a. participa en su
espíritu (mens) de la sabiduría divina y se la apropia por la contemplación -
llega a su forma más eficaz.

Pero la discusión con el platonismo prosigue todavía durante la edad media


anterior: Gilberto de la Porrée, Hugo de San Víctor. Con la doctrina de la
materia spiritualis (Buenaventura y la teología de los franciscanos)
experimenta una diferenciación dentro del agustinismo; y con Tomás de
Aquino recibe un giro definitivo (de matiz aristotélico). En efecto, el -->
tomismo, en cuanto va más allá de la antigua distinción entre materia y
forma, estableciendo otra distinción entre ser y esencia, con la consiguiente
diferencia real entre la esencia y su realización, ve precisamente en la
actualización de la materia por el espíritu una potencia distinta todavía de
ambas, la persona humana. El a. como única forma corporis tiene aquí su
lugar metafísico. Desde ahí se explica la conversio ad phantasma, necesaria
para el espíritu humano, así como, por la otra vertiente, la posibilidad de la
reproducción de la vida intradivina en la actualidad del propio yo.

Ciertamente, la evolución posterior no ha conservado esta posición, pero en


algún modo la ha confirmado. En la medida en que se dejó por completo de
pensar la diferencia ontológica, el pensamiento occidental cayó en un
dualismo antropológico de alma y cuerpo desconocido hasta entonces: a.
como res cogitans frente a una res extensa (Descartes). Lo que después ha
seguido: el a. como atributo y modo de la substancia divina (Espinosa), como
mónada cerrada en sí misma (Leibniz), como aspiración infinita (Lessing),
como imposibilidad de aprehender lo absoluto (Kant), como saber y acción
(Fichte), como autodesarrollo de la idea (Hegel), como potencia mística
(Schelling), como voluntad de poder (Nietzsche), como diferencia entre el yo
y el super-yo (Freud), como existencialidad (Jaspers), como «ser-ahí»
(Heidegger), como realización originaria del futuro (Bloch)..., es la variante
que en la historia del pensamiento ha experimentado el intento de captar la
ley fundamental de la realidad. Esa ley es buscada ahora en el sujeto. Pero la
potencia de la búsqueda ya no se llama alma (cf. H.U. v. BALTHASAR,
Apokalypse der deutschen Seele). La teología cristiana no ha escapado a este
proceso: escuela de -> Tubinga, -> personalismo, teología --> dialéctica, ->
reología transcendental. El a., concebida ahora como subjetividad (de ahí que
entre los protestantes se niega su inmortalidad) es esencialmente la potencia
humana para lo absoluto.

III. La doctrina oficial de la Iglesia

Las definiciones dogmáticas se ocupan casi sin excepción de la relación entre


a. y espíritu.

Se acentúa ante todo que el hombre tiene una sola a. (psiqué), la cual es
logiké, y por eso no se puede hablar de dos almas (Constantinopolitano iv: DS
657). Precisamente ella, la anima intellectiva, existe en cada hombre como
individualmente distinta (non est anima unica in cunctis hominibus), y es
inmortal en esta diversidad individual (Lateranen v: DS 1440). Como
respuesta al problema (griego) de cómo se relacionan el espíritu y el cuerpo,
se afirma que la anima intellectiva por sí misma (y no mediante la anima
sensitiva: P. Olivi) es forma corporis (Viennense: DS 902). Con ello no queda
rechazada la doctrina franciscana de la pluralitas formarum corporis
(conservación de las almas correspondientes a los estadios precedentes de la
corporalidad). Esta doctrina se halla más bien en el trasfondo cuando más
tarde el dogma dice que el alma, después de la muerte y antes de la
resurrección (cf. también la doctrina distinta de Juan xxti: DS 990s), nulla
mediante creatura y visione intuitiva puede contemplar la esencia de Dios, y
que posee la felicidad (individual) usque ad finale iudicium et ex tunc usque in
sempiternum (DS 1000s; --> visión de Dios).

Se subraya fundamentalmente que el a. es creada por Dios inmediatamente


(DS 3896) y ex nihilo (DS 685), y que, por tanto, no pertenece a la substancia
divina (DS 201, 285, 455), ni lleva una existencia precorporal (DS 403, 456).
Mas, por otra parte, se resalta que el a. no tiene un origen material (DS 360,
1007, 3220). Ella constituye el principio vital del hombre (DS 2833) y es
superior al cuerpo (DS 815). Su espiritualidad puede ser demostrada (DS
2766, 2712).

El hombre en su totalidad es descrito (primero en conexión con la ->


cristología) con la tríada: psiqué, soma y nous (DS 44, 46, 48). El consta de
espíritu y cuerpo (DS 800, 3002), de a. y cuerpo (DS 250, 272, 900).

La verdad fundamental es ésta: el espíritu del hombre ha sido creado por


Dios, y en su relación esencial al cuerpo (entendido en forma agustiniana o
tomista) constituye su única a.

Por primera vez en el Vaticano II el magisterio eclesiástico ha superado el


esquema cuerpo-alma y se ha apropiado el giro moderno. Pues la palabra
clave es ahora «persona» (cf. la Constitución pastoral): El hombre es «uno en
cuerpo y alma»... «transciende en su interioridad la totalidad de las cosas...».
«Por eso, cuando afirma la espiritualidad e inmortalidad de su a. no es víctima
de una ilusión falaz... sino que alcanza, por el contrario, la profunda verdad de
la realidad» (Constitución pastoral, n .o 14 ).

IV. Problemática actual

1. En la tradición «griega» el sujeto es deducido de la naturaleza, actualmente


la naturaleza es deducida del sujeto. Con todo, tampoco aquí se puede eludir
la pregunta por la esencia, pues esta cuestión proporciona la visión de la
primacía absoluta de la persona. Tal primacía es comprendida cuando la
actividad de lo personal determina internamente la constitución de lo natural.
Por medio del a. la --> moralidad de la realización fundamental de sí mismo
se convierte en un momento esencial de la -así «calificada»- naturaleza
humana (->pecado original).

2. El «alma» -entendida como sujeto del hombre- es un tema fundamental de


la teología en el contexto del --> pecado y de la -> redención. Sin embargo,
en cuanto la teología estudia la personalidad fijándose en su constitución
fundamental y en los factores que provocan la --> decisión moral, su
verdadero campo empieza allí donde el hombre, actualizando su capacidad
fundamental, transciende en función de su mismidad hacia lo absoluto. La
teología debe desarrollar la capacidad transcendental del hombre. Cultiva la --
> psicología en cuanto dentro del ámbito anímico ha de poner en movimiento
relaciones fundamentales, pero es esencialmente distinta de la psicología en
cuanto no vuelve a ordenar estas relaciones en función de otras, sino que las
eleva hasta el nivel de la -> conciencia.

3. La constitución del a. presupone relaciones causales de orden físico. Pero


si, en general, la actividad divina y la evolución del mundo se condicionan
internamente, con mayor razón la causalidad transcendente y la inmanente
deben encontrarse en aquel lugar donde el mundo desde su propio interior se
transciende absolutamente a sí mismo como tal mundo. Podemos describir
ese acto de autotranscendencia como creación del a. En este sentido la
filogénesis y la ontogénesis guardan entre sí una estrecha relación interna.

Elmar Klinger

AMBIENTE

I. Concepto

Se entiende por a. la totalidad de factores de carácter natural y social (cosas,


contorno, mundo de valores) que, actuando a manera de impresión o por vía
inconsciente, obran sobre el hombre, cuya respuesta vuelve a repercutir en
ellos. En contraste con un «espacio vital social», como totalidad de vida
configurada, el a. se describe como una suma de condiciones del medio
circundante en estado muerto, informe y carente de una estructura interna
llena de sentido (O. v. NellBreuning). En una sociedad pluralista, el a. merece
creciente atención, sobre todo por su poder desorientador y desorganizador.

Cabe distinguir las siguientes clases de a.: el natural (el contorno material,
sobre todo los factores geográficos, como el espacio, las vías de
comunicación, el clima); el social (los elementos específicamente humanos y
espirituales, como normas, ideas, valores y su precipitado en usos y
costumbres, cultura y civilización, en que es introducido el joven por la así
llamada socialización); el local (familia, escuela, grupo, aldea, ciudad); y el
psicológico (hombres separados en el espacio coinciden espiritualmente, p.ej.,
miembros de un partido, de una orden religiosa).

La idea de a. es antigua en su contenido: medius locus. El concepto mismo


fue introducido en la sociología por Taine y de ella pasó a otras disciplinas,
sobre todo a la investigación acerca de la juventud (estudio pedagógico del
medio circundante, investigación de la juventud, sociología de la juventud).
Como idea pedagógica el a. aparece ya en J: J. Rousseau y J. H. Pestalozzi.

II. A. y persona

Teóricamente hemos de afirmar que, a diferencia del animal con sus «órganos
de percepción y acción», el hombre no tiene un «ambiente» insuperable (J.v.
Uexküel), sino que está «abierto al mundo», goza de libertad respecto al a.,
no se halla fijado. De donde resulta que, por su individualidad (de acuerdo con
la disposición y de la edad), el hombre determina su a. La solución del
problema de la relación entre persona y a. está en la interdependencia: del
mismo modo que el a. determina a la persona (sobre todo bajo el aspecto de
las disposiciones hereditarias), así también la persona configura el a. La
aplicación concreta de este principio requiere las siguientes matizaciones:

1. Respecto de la repartición de peso entre persona (con disposiciones


hereditarias y con libertad) y a., aparecen diferencias entre individuos y tipos.
A través de la gradación de la edad, en el sistema persona-medio el centro de
gravedad se desplaza (a consecuencia de la educación) de las circunstancias
externas (perístasis) al hombre (idióstasis).

2. La persona posee disposiciones que son estables respecto al ambiente


(entre las disposiciones de la especie: reflejos, instintos, ciertos impulsos o
estímulos elementales; entre las disposiciones individuales: movilidad,
actividad sensorial, vitalidad, temperamento. Como la forma de crecimiento
corporal, pertenecen a la constitución individual), y posee otras que son
inestables o lábiles (funciones intelectuales, dotes especiales, resortes
espirituales). «Las más profundas capas anímicas son estables y las
superiores lábiles respecto al a.» (H. Remplein). Como también el carácter y
las actividades personales ante los valores son lábiles con relación al a., dado
el influjo del a. de grupos y del espíritu del tiempo, salta a la vista la
importancia del a. para la --> educación y la -> pastoral.

3. La paradoja del a. (bajo el presupuesto de la transcendencia sobre el a., o


sea, del hecho de que la vida en general y sobre todo el hombre pueden
superar los obstáculos de su a.) dice que el hombre se educa mejor
(relativamente a sus disposiciones, modelos y estímulos) en medio de un a.
adverso, pues al crecer las exigencias se intensifican los impulsos educativos
(de ahí la importancia del cambio de a. y la terapia de a. ). Por lo demás, el a.
óptimo está entre el más favorable (que fomenta las formas de lujo y la
evolución temprana) y el demasiado desfavorable (que produce el retardo
exógeno).

Para explicar como adaptación al a. determinados fenómenos de carácter


psíquico, cultural o social se desarrollaron las así llamadas teorías del a.
(primero por obra de Compte y Taine). Estas teorías se fundan en gran parte
en generalizaciones exageradas de conclusiones en sí rectas de la
investigación, y carecen casi de valor por su apriorismo antropológico (p. ej.,
por su dependencia poco crítica de Darwin).

III. A. y pastoral

El hombre como ser social se encuentra en un a. de grupos y, como ser


histórico, se halla en una época con el espíritu de su tiempo. El a. de grupos,
lo mismo que el espíritu del tiempo, puede tanto obstaculizar como fomentar
la obra pastoral. Para descubrir, más allá «de una teología desmundanizada
del alma» (V. Schurr), el recto punto de apoyo para una acción pastoral con
esperanzas de éxito, hay que estudiar a fondo el a. con un nuevo análisis (por
investigaciones sociológicas) y desarrollar una topología del a. (y, a este
respecto, seguramente, en el comportamiento religioso influye más el a. del
lugar donde se vive que el a. de trabajo).

Las conclusiones ya logradas por estos estudios rezan así: mientras un a.


social uniforme y cerrado, impregnado de fe, favorece la conducta religiosa y
hace que ésta se convierta en norma general, un a. cerradamente hostil a la
Iglesia y a la fe puede perjudicar de manera esencial a la conducta religiosa.
En cambio, un a. social que lleve el sello religioso en su tendencia
fundamental, será favorable - no obstante el pluralismo de religiones y
mentalidades - a la conducta religiosa.

El estudio del a. da la siguiente explicación de la crisis religiosa en la


actualidad: El a. de la era industrial, ideológicamente pluralista, secularizado
en su tendencia fundamental, « no está orientado hacia salvadores» (K.
Kindt). Por eso el actual a. hace comprender la tendencia de la religión a
aclimatarse en sociedades menores (familia y grupos escogidos) y a una
mayor interioridad de la conducta religiosa, con cierta independencia del a. (J.
Hóffner). En estas tendencias se supera el llamado «catolicismo del a.» (G.
Amery). Está todavía sin desarrollar una teología del a., en que se tome en
serio la idea de la Iglesia en el mundo, y una pastoral del a.

Roman Bleistein

AMERICANISMO

Americanismo, como noción de teología e historia de la Iglesia, tiene dos


significaciones conexas, pero no idénticas: una dogmática y otra histórica.

1. Dogmáticamente, es una teoría abstracta, esbozada y condenada por el


papa León xiii en su carta Testem benevolentiae, del 22 de enero de 1899, al
cardenal James Gibbons de Baltimore -EUA - (ASS 31, 1898-99, 470-479; cf.
Dz 1967-1976). La doctrina del americanismo tiene por objeto las relaciones
entre el catolicismo y su contorno cultural. Siguiendo el esquema de la
mentada carta apostólica, puede resumirse así: No basta modificar la vida
católica según las necesidades de] tiempo; la misma doctrina católica debe
ponerse en armonía con el ambiente secular, no insistiendo en dogmas poco
agradables o impopulares, aunque no se los niegue. Además, las autoridades
de la Iglesia deben, en principio, abstenerse de usar con demasiada fuerza de
su autoridad sobre los fieles, a f~n de dejarles mayor libertad de pensamiento
y acción de acuerdo con su propia mentalidad. Este principio se sigue del
hecho de que un predominio de la autoridad impide que el individuo busque la
perfección apostólica; pero a ésta debe aspirar cada uno de acuerdo con su
estructura espiritual y bajo e] influjo de] Espíritu Santo, que obra hoy más
activamente que antes sobre el individuo. Las virtudes naturales son más
importantes que las sobrenaturales, pues fomentan e] obrar activo. En e]
pasado, las virtudes pasivas, ta] como las cultivaron las antiguas órdenes
religiosas, respondían a su tiempo; pero hoy las virtudes activas responden
mejor a las necesidades de] catolicismo. De hecho, la vida religiosa, basada
en los votos tradicionales, no está conforme con el tiempo, pues los votos
matan la libertad necesaria para la moderna vida cristiana. Consiguiente -
mente, las antiguas órdenes religiosas contribuyen poco, o nada, a la vida
católica actual. Finalmente, e] apostolado católico entre los no católicos debe
buscar otros caminos y abandonar los métodos del pasado. Ta] es el
americanismo dogmático, según fue esbozado por e] documento papa], que lo
condenó como dogmática e históricamente falso.

2. El americanismo como fenómeno histórico concreto pertenece a una


polémica dentro del catolicismo de] s, xix, que culminó en la mentada carta
papal. Esta carta menciona a Isaac Hecker (1819-88), que fundó (en 1859) la
Congregatio S. Pauli para la conversión de los protestantes al catolicismo por
medio de un apostolado adaptado, todo lo posible, al tiempo actual. Poco
después de su muerte, uno de sus secuaces, Walter Elliot CSP, publicó su
biografía: The Lifeof Father Hecker (NY 1891). Independientemente de
Hecker, la Iglesia católica de Norteamérica se enfrentaba con un gran
problema. La inmensa mayoría de los católicos eran inmigrantes de Europa;
un grupo, sobre todo entre los irlandeses, querían hacerse americanos por
medio de una total adaptación.

Tres obispos eran sus campeones: e] cardenal James Gibbons (1834-1921). el


arzobispo John Ireland (1838-1918) y el arzobispo John Keane (1839-1918).
Entre los alemanes, por lo contrario, se mostraba un constante empeño en
mantener a los inmigrantes católicos en enclaves étnicos. La disputa terminó
finalmente en el s. xx con la victoria de los americanizantes.

En Francia hubo un conflicto de otra especie. Los monárquicos católicos


defendían una actitud tradicional ante el estado y la cultura, mientras los
republicanos católicos abogaban por una adaptación a la nueva situación.
Tanto los americanizantes de EE. W. como los republicanos de Francia hacían
de Hecker símbolo de su causa. El año 1897 Louise de Guérines tradujo al
francés su biografía, y el abate Félix Klein, profesor del «Institut Catholique»,
le añadió una introducción en que tomaba posición en su favor. La traducción
francesa y su introducción movieron a los adversarios de los republicanos a
dar el mote de «americanismo» a los fines prácticos de éstos y construir, por
medio de exageraciones, una teoría teológica. Hubo ásperos debates y se
pidió la intervención de Roma. La respuesta romana fue la carta a Gibbons,
cuya introducción y conclusión proceden de León xlil mismo; pero la parte
principal fue obra de los cardenales Camillo Mazella y Francesco Satolli. En
América la carta produjo dolorosa confusión. El cardenal Gibbons escribió al
papa: «Esta doctrina que yo califico, con toda reflexión, de extravagante y
absurda, este "americanismo", como se lo ha llamado, no tiene nada de
común con las intenciones, esperanzas, doctrina y conducta de los
americanos. No creo pueda encontrarse en todo el país un obispo, un
sacerdote, ni siquiera un laico, con algún conocimiento de su religión, que
haya expresado jamás tales monstruosidades. No, nuestro americanismo no
es eso, no lo fue nunca, ni lo será jamás» (Ellis lr, 71). Históricamente, el
americanismo fue lo que, posteriormente, el abate Klein llamó una hérésie
fantóme. Como advertencia contra el «espíritu del mundo», tiene una
importancia objetiva y permanente (--> acomodación, -> modernismo, ->
secularización, -> reforma eclesiástica, movimientos de).
Gustave Weigel

AMOR

I. Reflexiones metódicas previas

1. La palabra a. se entiende aquí de manera que puede emplearse para


indicar la relación de Dios con el hombre, la relación del hombre con Dios y la
de los hombres entre sí (sobre este último aspecto cf. también --> amor al
prójimo). Esto exige una ampliación y, a par, una diferenciación del concepto
de a., lo cual es muy difícil, pues hemos de luchar con el peligro de quedarnos
únicamente con una cifra casi ininteligible.

2. La palabra a. (o caridad) se emplea en el cristianismo de manera tan


universal que designa, ya no algo particular, ya no un dato del mundo de
nuestra experiencia (existencial), sino la totalidad de ese mundo según la
forma que él debe presentar para poder ser bueno y perfecto (aunque, por
otra parte, esta bondad y perfección, si su concepción no ha de terminar en
un seco formalismo, debe ser entendida a su vez como a.). Pues la salvación y
la justificación (o sea, el todo del hombre) son concebidas en el cristianismo
como a: La salvación y la justificación se dan junto con el amor y no se dan
sin él. Con ello está ya dicho que el a. así entendido no puede ser definido por
factores que se hallen fuera de él o que sean sus «componentes»
simplemente como partes. El a. sólo puede ser descrito, no definido.

3. Como lema misterioso (que efectivamente significa al hombre entero


que se introduce siempre a sí mismo en el misterio del Dios incomprensible)
para indicar el todo (recto) del hombre, el término a. está codeterminado en
su contenido por todo lo que pertenece al hombre, y particularmente por su
historicidad. El a. tiene una historia (lo cual es más que un constante repetirse
temporalmente), el a. aparece en su acto y en la reflexión sobre él (en la
teoría sobre él) bajo formas siempre nuevas, bajo siempre nuevos aspectos y
perspectivas en el peso existencial de sus factores. De ahí la posibilidad y el
hecho real de que el término a. pertenezca al pequeño grupo de las palabras
claves bajo las cuales se intenta esclarecer el todo de la existencia que se
realiza históricamente. Así se explica que «amor», como palabra que apunta a
la totalidad de la existencia humana y no significa únicamente un proceso
particular de la misma, aparezca de alguna manera en todas las religiones (cf.
TH. OHM, Die L. xu Gott in den nichtchristlichen Religionen, 1950, Fr 21957).
El a. es ya muy central en la teología del Deuteronomio (Dt 6, 4s, etc.), pero
sólo en el NT viene a ser lema propísimo y centralísimo, aun cuando luego en
la historia de la teología apenas se sostenga claramente este punto. Y, en
efecto, aun hoy día es objetivamente posible mirar este acto fundamental del
hombre entero respecto de Dios y de su prójimo bajo otro aspecto y, por
ende, con otro concepto clave. Para 'ello se ofrecen bíblicamente y dentro de
la historia de la teología sobre todo, naturalmente, la -> fe o la -->
esperanza; pero cabe también imaginar otras ideas semejantes que sean tan
centrales y claves como ésas. A semejanza de la relación mutua entre los
transcendentales (ens, unum, verum, bonum) en medio de su unidad y
diferencia, los cuales forman todos juntos una realidad última, cada una de las
palabras a las que hemos aludido, cuando su contenido es pensado hasta el
fin, fluye hacia la otra (y puede ser así palabra clave o central) y, sin
embargo, no dice simplemente lo mismo. Si bien, pensando históricamente y
con discreción querigmática, hemos de tener siempre en cuenta la
permutabilidad de lo que en esas ideas claves y relativas a la totalidad del
hombre permanece diferente, y esto para no sobrecargar la palabra a. en el
querigma, sin embargo, dicho vocablo sigue siendo el término
neotestamentario para significar lo que es Dios y lo que debe ser el hombre,
conservando su validez incluso para la posterior predicación del mensaje
cristiano.

4. El problema metodológico se agudiza todavía si el a. se predica de Dios


hasta llegar a decir que Dios es el a.; el a. es, consiguientemente, su
«esencia» (Deus formaliter est caritas, dice Duns Escoto). Puede
naturalmente hacerse comprender (cf. después iii) qué se quiere decir cuando
Dios es llamado amor. Pero, en este predicado, hay que pensar siempre a la
vez que el a. entra en el misterio absoluto, que es Dios, y, consiguientemente,
se hace también incomprensible para nosotros. Y la afirmación de que Dios
nos ama sólo puede hacerse en un acto de fe y de esperanza radicales, puesto
que este a. de Dios para con nosotros no es simplemente lo experimentado
como la cosa más natural del mundo, sino lo esperado por la fe «contra toda
esperanza» (Rom 4, 18).

II. Amor en general

1. Ensayos clásicos de descripción

Aquí no puede darse una historia filosófica y teológica del concepto de a.


No puede sobre todo darse una fenomenología del a., tal como es vivido por el
hombre en sus experiencias de interhumanidad condicionadas corporal e
históricamente (relación de hijo y madre, a. sexual en sentido estricto etc.) (-
-> matrimonio, --> sexualidad). Sólo cabe llamar la atención sobre algunos
temas de la filosofía y de la teología que nos parecen adecuados para mostrar
el contenido del concepto y sus matices. En este punto no siempre es posible
delimitar estrictamente las diversas opiniones. Tampoco vamos a ofrecer la
historia de las distintas interpretaciones; nos limitaremos más bien a esbozar
el núcleo permanente del problema.

a) El a. como amor benevolentiae y amor concupiscentiae, amor


desinteresado e interesado. Si el a. se entiende de antemano como el acto
total en que una -> persona adquiere la recta y plena relación con otra
persona (-> acto moral), en cuanto conoce y afirma la totalidad del otro en su
bondad y dignidad, danse de antemano dos aspectos de esta relación: la
referencia de un sujeto (amante) al otro sujeto (amado) y la relación inversa,
que es igualmente aprehendida y aceptada en el acto del amor. El sujeto en
su --> transcendencia y -> libertad, por las que puede aprehender el en sí y
para sí del sujeto y así cabalmente llegar a la más propia realización de sí
mismo (a su «dicha», «felicidad» o «bienaventuranza»), conoce y afirma al
otro sujeto en su autonomía, dignidad e insustituible diversidad como algo
«en sí», válido por sí mismo; quiere al otro sujeto como lo permanentemente
otro. Pero el sujeto aprehende y afirma al mismo tiempo la importancia que
para él tiene el otro y lo refiere a sí mismo. Desde este punto de vista, el
amor benevolentiae y el amor concupiscentiae no son en el a. antítesis que
mutuamente se combaten, sino aspectos diversos del único a., los cuales
están fundados en la transcendentalidad del sujeto que puede (querer)
afirmar, del sujeto que está ordenado no sólo por el conocimiento, sino
también por la voluntad al algo en-sí de la realidad personal como otro yo, y
que precisamente aprehendiendo su alteridad lo conoce como importante para
él. Con ello no se excluyen desplazamientos recíprocos de acento en estos
factores del único a. Así se explica que la tradicional teología escolástica haya
elaborado más bien la antítesis entre el amor concupiscentiae y el amor
benevolentiae, hasta admitir una separabilidad de ambos actos. Pero en tal
caso el amor benevolentiae aparece como exaltación o estima desinteresada
del otro o (con Espinoza) como mero motor de un conocimiento «objetivo»
(amor intellectualis Dei), y el amor concupiscentiae se presenta como
«egoísta», quedando clasificado entonces en la virtud teologal de la -->
esperanza más bien que en la virtud de la caridad (el amor benevolentiae,
como respuesta a la comunicación de Dios, que por la gracia posibilita y
sostiene esta respuesta). Pero, a pesar de la posibilidad (particularmente en la
historia individual) de desplazar los acentos entre los dos aspectos, seria de
considerar que el a. más desinteresado y extático, como la acción más radical
del hombre, es « apasionado» en su sentido más sublime (de lo contrario no
ha alcanzado la plenitud de su esencia) y cabalmente como tal constituye la
beatificante afirmación de la esencia propia del sujeto. E igualmente hemos de
tener en cuenta cómo un amor concupiscentiae que quisiera buscar al otro
como mero medio de su propia dicha ya no sería a., sino satisfacción egoísta
del apetito sensitivo, el cual busca lo particular, y en ese caso el sujeto mismo
no encontraría tampoco su propia esencia. (Partiendo de ahí cabría, p. ej.,
componer, desde su raíz, la vieja contienda entre atrición y contrición; cf. -->
conversión).

b) Eros - agape. Esta distinción (elaborada por A. NYGREN, Eros und


Agape, [2 tomos] Gü 1930-37) quiere decir que eros, en la interpretación
griega del a., es el a. concupiscente, apasionado, el cual, arrebatado y
extático ante la bondad y belleza previamente dada y estéticamente
contemplada del tú amado, trata de atraerlo hacia él como un factor de su
propia dicha; en contraste con ello, el ágape o la caridad (en sentido bíblico)
sería el a. de Dios que se inclina a lo pequeño y pecador, a lo carente de
valor, el a. que regala sin recibir, se prodiga neciamente y sólo por su propia
acción hace al hombre digno de este amor; y, finalmente, sólo por pura gracia
de Dios se le da al hombre parte en este ágape divino con que él ama a Dios
mismo y a su prójimo. En esta distinción es por de pronto exacto y
religiosamente importante, que sólo el a. de Dios puede ser real y
absolutamente creador, que el a. creado se entiende siempre como respuesta
a la bondad previamente dada (la cual a la postre es el a. originario de Dios),
y que la inclinación radical al prójimo y a Dios es posibilitada y sostenida por
aquel a. incondicional de Dios para con nosotros que va anejo a la
autocomunicación divina. Pero la diferencia no puede simplemente entenderse
como diferencia entre el a. pagano y el a. cristiano, o como formas del a. que
mutuamente se excluyeran. Pues la comunicación de Dios, la cual,
sobrepasando los límites de la revelación de la palabra vétero y
neotestamentaria, coexiste con toda la historia, en virtud de su universal
voluntad salvífica ofrece a todo hombre la posibilidad de un ágape - o caridad-
para con Dios y para con el prójimo al que sólo cabe cerrarse por culpa grave.
Y el eros «natural» es ya para ello una -> potencia obediencial, porque
también él, si no mata culpablemente su propia naturaleza, quiere al otro
como el otro y no sólo como su propia dicha (la cual, en efecto, rectamente
entendida y plenamente desplegada consiste en amar al otro
«desinteresadamente»). En este sentido, finalmente, todo a. del hombre, aun
el más espiritual, que a pesar de su espiritualidad es el de este hombre
corpóreo, lleva siempre también una base «erótica», de la cual no tiene por
qué avergonzarse y que llega a su perfección en la perfección del a. personal
(-> resurrección de la carne).

c) Amor a sí mismo - amor al otro. ¿Puede uno amarse a sí mismo, como


ya parece suponer la Escritura (Mt 22, 39), o, a causa de la ineludible
culpabilidad del hombre y de la insuperable repercusión del -->pecado original
toda afirmación de sí mismo es egoísta y por tanto lo contrarío del amor a
pesar de su carácter transcendental? En general la teología escolástica afirma,
y con razón, que el a., incluso como virtud infusa de la caridad teologal, tiene
también como objeto al mismo sujeto que ama (¡obligación de amarse a sí
mismo! ), a condición de que esta afirmación de sí mismo no sea simplemente
cautividad instintiva dentro de sí en la «lucha por la existencia», sino que se
base en un conocimiento y afirmación objetivos del propio valer y de la propia
dignidad dentro del todo de la realidad y en referencia a Dios. Ese «ser digno»
(en virtud de un don ajeno) del propio amor queda afirmado, no precisamente
porque es propio del sujeto, sino porque reviste un rango óntico y por tanto
un valor en sí. Con ello no se niega naturalmente que, en su historia concreta,
el amor su¡ en términos agustinianos no se pervierta una y otra vez en
egoísmo (como contemptus Dei). Partiendo de esta respuesta teóricamente
positiva cabe responder positivamente a la cuestión de si Dios se ama a sí
mismo. Por ello no es «egoísta», porque así afirma su perfección infinita y
«objetiva», y se afirma precisamente como el bonum diffusivum su¡, como el
«amor desinteresado», que es su esencia (1 Jn 4, 7-10). Estas reflexiones son
importantes para la recta inteligencia de la doctrina bíblica y eclesiástica sobre
la -> gloria de Dios.

d) Interpretación extática y «física» del amor. Esta controversia entre ->


escotismo y --> tomismo es inteligible y teóricamente soluble partiendo de lo
ya dicho. El escotismo ve el a. como un salir extático de sí mismo por parte
del amante, salida por la que él se olvida a sí mismo y se hace «centrífugo»;
ama precisamente lo que no es ya referible a sí mismo; no ama su bien, sino
a Dios en lo que es para sí y no en lo que es para nosotros; es más, seguiría
amando a Dios aun cuando, por un imposible, él condenara al que ama. El
tomismo ve en el a. la inclinación natural en que el sujeto busca su bien (que,
a la verdad, en el hombre precisamente, a diferencia de la criatura
infrahumana, sólo puede «bastar» como bien infinito); síguese que el amor a
Dios y im a. a sí mismo rectamente entendido, el cual no recorte
culpablemente la naturaleza del hombre, son dos aspectos del único a., en
que se encuentra uno precisamente a sí mismo, cuando, amando, se pierde
en Dios. Si la concepción tomista es recta aun dentro de la ontología
existencial, la concepción escotista llama con razón la atención,
fenomenológica, existencialmente y con miras al hombre que sólo se hace en
la historia y es pecador, sobre el hecho de que únicamente a base de una
salida aparentemente casi suicida de su finitud categorial y de su egoísmo
pecador puede él alcanzar por la fe y la esperanza su verdadera naturaleza, y
eso gracias a la fuerza de un a. regalado por el agape de Dios.

e) Históricamente han sido también tratados otros muchos aspectos del a.


que sólo podemos insinuar aquí en una selección muy breve y arbitraria.
Hasta aquí hemos supuesto siempre como «destinatario» del amor un sujeto
espiritual y personal. Y con razón, porque sólo con esta condición puede
hablarse de a. en sentido propio. Pero una y otra vez se habla del a. a otras
realidades. Si por a. se significa cualquier benevolencia positiva y cualquier
conducta recta, y no se desconoce teórica y prácticamente la diferencia entre
ese a. y el que propiamente se concede a las personas, nada hay que objetar
contra tal vocabulario (p.ej., amor a los animales). También es posible que,
en ese a. a una realidad aparentemente impersonal, tras ella se esconda
como «destinatario» el mismo Dios y, por tanto, él esté allí como objeto
amado, con tal que dicha realidad no sea divinizada por desconocimiento de
su naturaleza y, en consecuencia, amada falsamente. Así puede hablarse
recta y falsamente de un amor fati o de un «amor a la muerte» o de «amor
cósmico», etc. El a. puede, consiguientemente, interpretarse desde otras
experiencias fundamentales del hombre, p. ej., como acto de comunidad,
como amistad, como servicio desinteresado, como adoración (a. a Dios).

f) Históricamente, en la cuestión del a. también entra siempre en juego el


problema (en el fondo el mismo) de la relación entre --> entendimiento y -->
voluntad (en cuanto no se desplace una vez más el problema por una
moderna tripartición ametafísica de las facultades espirituales del hombre). En
un intelectualismo griego la voluntad aparece casi como mera dinámica y
motor del conocimiento (aspiración y a. a la verdad), y además el a. se
presenta así como dicha connatural de la posesión del bien, que es la misma
verdad. En un pensamiento opuesto, el conocimiento puede ser concebido
como mero presupuesto (luz) del amor. Ninguna de las dos concepciones hará
suficientemente honor a una visión profunda de la unidad y recíproca
irreductibilidad de verdad y bondad (y, por tanto, de entendimiento y
voluntad). El a. no es solamente estadio previo y fenómeno concomitante de
la gnosis, como lo pensaba también una tendencia entre los padres griegos, ni
el conocimiento es tampoco mero supuesto intermedio del amor. El
«dualismo», la no identidad en la unidad de ambos actos aparece como
insuperable en la doctrina de las dos «procesiones» en la Trinidad. Con ello, a
la verdad, se plantea una vez más el problema de por qué, sin embargo, el
todo único de la existencia cristiana puede caracterizarse simplemente como
a., tal como lo hace la tradición. En definitiva habrá que decir, partiendo de
esta problemática, que el a. sólo representa la última palabra clave de la
existencia cristiana, pero en tal caso la representa también realmente, en
cuanto es dado como aquel a. que sana y perfecciona la totalidad de esa
existencia (de acuerdo con el ordo de las «procesiones» trinitarias), sin que
por eso haya de atribuirse al conocimiento «anterior» en el orden de las
referencias transcendentales del hombre una mera función de medio, o el a.
haya de entenderse como una mera aprehensión beatífica de la verdad.

2. Un paso más en la descripción del amor


Como no puede efectivamente ser nuestra intención dar una «definición»
del a., lo dicho en ii/1 puede ya en gran parte pasar como descripción del a.
Llamemos, pues, solamente la atención como complemento sobre algunos
puntos que en la teología escolástica del a. se tratan acaso menos
expresamente que lo dicho en rr/1.

a) Es conocido de siempre y de siempre resulta enigmático e impenetrable


el dualismo entre esencia y ser, idea y realidad (existencia en sentido
escolástico). Ambas magnitudes son incomprensibles sin referencia
permanente entre sí, y, sin embargo, no pueden reducirse una a otra, ni
entenderse una como mero momento de la otra. Puede desde luego pensarse
el «ser» en el sentido de Tomás como la magnitud superior a la esencia (al
ser ideal), para que el ente real no se reduzca a una mera presencia de una
quideidad ideal, a una presencia de la cual ya no se sabe qué añade
propiamente a la «verdad eterna» de la idea. Pero no se vence propiamente
con ello el dualismo permanente, que debe reconocerse como realidad
fundamental infranqueable, por mucho que haya de pensarse sobre él y,
especialmente, sobre las muchas variaciones de la relación de estas dos
magnitudes y sobre su unidad (sin muerta identidad). Ahora bien, con esta
misteriosa incomprensibilidad de todo ente tiene que ver el a. de manera
singular. Dondequiera y en la medida que la idea se hace realidad y la
realidad se ilumina idealmente y llega a su esencia aceptada (sin esta
aceptación se corrompe y a la postre se oscurece esa realidad misma), y la
realidad es aceptada en su «facticidad» (la cual sigue siendo propia de Dios
como el libre en su aseidad, que no puede reducirse a la de una «idea
eterna»), acontece el amor (a la voluntad que lo emite y no se cierra a él).
Amor es concordia o armonía de la realidad consigo misma en la no identidad
positiva de esencia y ser, la cual implica un momento de actualidad
(analógicamente distinto, naturalmente, en Dios y en la criatura).

b) El amor como palabra y respuesta. Lo que aquí ha de decirse, tiene


acaso el más claro acceso en la antigua cuestión de si puede uno amar, aun
cuando no sea amado por el amado. Si se dice que esto es posible, se pasa
por alto que parejo a. no correspondido puede estar siempre sostenido por la
esperanza de una correspondencia en lo futuro (aun cuando este futuro sea
aún desconocido en su forma). Efectivamente, la teología escolástica
tradicional funda ahí, desde Agustín, la posibilidad del amor al enemigo y
explica que los condenados no pueden ser amados. Se mantiene,
consiguientemente, en teoría el carácter dialogístico del amor. Sin él no sería
ya tampoco comprensible la compenetración de eros y ágape, de a.
desinteresado y «concupiscente» (cf. antes i/1). No puede uno entregarse
radicalmente a otro (y, por tanto, amarlo) con su ser propio, válido y
responsable en sí mismo, si este otro no afirma y acepta en principio y
definitivamente (no quiere, por tanto, amar) ese ser del primero. Pero aquí
hay que observar lo que se dirá en v acerca de la unidad del a. a Dios y del a.
al prójimo: dondequiera se ofrece a. a otro, el Dios que ama es siempre
(aunque por lo general indirectamente) el interlocutor dialogístico que hace
razonable una abertura unilateral del diálogo, aunque con ello no se dice que
toda forma de pareja oferta del a. entre hombres deba ser contestada por la
misma forma de a., que tal vez es deseada egoístamente. Pero el llamamiento
del a. por parte de una reclama siempre una respuesta. El a. es dialogístico. Y
por eso el a. a Dios es siempre respuesta a un agape gratuito y no motivado
de Dios (v. después). No por esto la correspondencia de a. deja de ser el
prodigio de la libertad actualizada para el que ama en la oferta. Porque el a.
no se mueve de antemano en la lógica concluyente del contexto de las ideas,
sino en la dimensión de la libre facticidad de la realidad existente. El a. es
siempre gracia, y la gracia real es amor.

c) Amor y esperanza. En los esquemas a base de los cuales se ha descrito


hasta ahora el a., es aparentemente difícil señalar su lugar a la esperanza y
definir, por tanto, su relación con el a., a pesar de la doctrina sobre las tres
virtudes teologales. Pues estos esquemas fueron siempre dos: entendimiento
y voluntad, esencia y ser, dos procesiones trinitarias, etc. Podría por de
pronto decirse simplemente que la esperanza es el aspecto del amor
concupiscentiae, mientras éste no está aún en posesión de su bien (bonum
arduum), aunque tampoco tiene que desesperar todavía de alcanzarlo. Pero
con esto no queda ciertamente dicho todo sobre la relación del a. con la
esperanza. Precisamente porque el a. es dialogístico y por tanto está siempre
pendiente de la respuesta libre y posible (o sea, que permanece libre aun
como dada) del «otro», que por ser sujeto nunca admite un cálculo previo,
lleva siempre en sí bajo todos sus aspectos - y no sólo como a.
concupiscente- un factor de esperanza; y esto incluso en su consumación, en
que «permanece» la esperanza (1 Cor 13, 13 ). Sobre la función mediadora
de la esperanza entre la fe y la caridad cf. Rahner vitr, 551-579.

III. Amor de Dios al hombre

1. Por lo que se refiere al contenido (y al hecho) de la proposición según la


cual Dios ama al hombre en forma de ágape, se ha dicho ya lo fundamental
en otros lugares: -> creación, voluntad salvífica universal de Dios (->
salvación) --> providencia, -> gracia, -> revelación de Dios. Las afirmaciones
bíblicas y las del magisterio sobre esta proposición pueden darse aquí por
supuestas, ya que están contenidas en dichos artículos. Este ágape divino
consiste a la postre en que Dios, no conformándose con ser el señor y garante
de la creación, por amor se da a sí mismo al mundo en la criatura espiritual,
se convierte por comunicación personal en el más íntimo misterio de la
creación, así como de su historia y consumación, mientras el mundo
abandonado a sus fuerzas permanecería siempre «fuera de Dios». Este a.
pone diferencias por sí mismo y, sin embargo, las mantiene unidas en virtud
de su relación a él, al «Uno». Tiene en sí mismo, análogamente, un
ingrediente de «celo» (de deseo), porque el Dios que de nada necesita, quiso
necesitar por libre a. de un mundo, el cual es su propia historia a causa de
dicha comunicación por la -> gracia y la --> encarnación. Es dialogístico
(funda -> alianza y es «nupcial»), pues constituye la razón y el principio del a.
del hombre a Dios, de modo que, así como Dios puede considerar como
palabra suya una palabra humana (-> fe, -> revelación), igualmente el
hombre por la gracia puede amar divinamente a Dios, y en este sentido
amando dice sí a Dios por obra del mismo Dios. De ahí se deduce que el a. de
Dios al hombre sólo muy parcialmente puede describirse mediante la
representación sugerida por el término «Padre». Únicamente cuando la
«filiación» es entendida según la manera como jesús tiene conciencia de ser
Hijo de Dios y como él sabe que nosotros somos «hijos» por participación, o
sea, solamente en la radical intimidad de la comunicación divina por la gracia
y la encarnación, queda superado el rasgo extrinsecista y paternal que va
implicado en nuestra representación de la «paternalidad» del a. de Dios para
con nosotros. Cuando este a. aparece como ley señorial que pide la
obediencia humilde del «siervo», reflexiónese sobre todo lo que hay que decir
acerca de la relación entre la -> ley y el Evangelio.

2. La predicación de que Dios ama al hombre y, por habérsele


comunicado, es para él el a. simplemente, se encuentra hoy día en una
situación difícil, que debe verse sin prevención y serenamente. Puesto que se
ha hecho más claro (aun cuando se supo «de siempre») que Dios no es una
parte del mundo, y no se encuentra como realidad particular junto a otras en
el campo de nuestra experiencia, su «lejanía», su inefabilidad, el radical
misterio de su realidad es el sello histórico que se ha impuesto a nuestra
existencia. Que este Dios nos pueda < amar», que tenga una relación
personal con cada uno como índividuo y que esa relación proteja la existencia,
no es tan fácil de < verificar» como frecuentemente parece serlo en un inocuo
charlar religioso.

Tanto el ateísmo que se concibe como un «callar sobre aquello de que no


puede hablarse con claridad», como también el ateísmo de la desesperación
trágica por los horrores de la existencia humana, son hoy día aun para los
teístas cristianos los permanentes ataques, amenazadoramente provocantes,
contra su fe en el a. de Dios, contra la fe en un Dios amante. Nunca nos es
lícito actualmente hablar sobre el a. de Dios para con nosotros como si
habláramos ante gentes que, cerrando los ojos a lo absurdo que las rodea,
encuentran evidente desde su armonioso bienestar que el mundo en su
totalidad está después de todo bien ordenado y regido por un Dios amante.
Sólo en medio de una solidaridad incondicional con los «condenados de esta
tierra», podemos atrevernos a hablar del a. de Dios para con nosotros. En tal
caso, esta manera de hablar renuncia de suyo a ser meramente «filosófica»;
apela de antemano en testimonio y acción a la última decisión del hombre por
la fe y esperanza, que no tienen de ventaja ninguna seguridad forzosa.
Después de Auschwitz, dijo alguien una vez, sólo se puede ser ateo. Ante los
muertos de Auschwitz, dijo otro, tengo que creer y esperar en Dios y en su a.,
pues de otro modo no se los puede justificar y se los traiciona precisamente
por la propia incredulidad.

En este punto ha de verse claro que la dicha (esperada y planeada dentro


del mundo, y que se precipita una y otra vez a la muerte) de los que han de
venir no justifica la desdicha de los que precedieron. Hay que decir
desprevenida y duramente que: el a. de Dios es un misterio tan radical como
Dios mismo; el mundo no se torna más lúcido por maldecir sus tinieblas; la
impotencia de la fe en el a. de Dios fatalmente sufrida y la negación culpable
de esta fe no son lo mismo, aun cuando se alojen una cerca de la otra;
finalmente, el que ama de veras al prójimo -y lo ama «de obra y en verdad»
sin ilusión ninguna- y acepta este a. como una absoluta obligación sagrada,
en el fondo, sépalo o no reflejadamente, cree en Dios y en su amor al
hombre.

IV. La teología del amor justificante del hombre a Dios

1. La Escritura
Para designar el a. a Dios, tanto el A. como el NT evitan los términos eros
y storgué, rara vez emplean filía y usan constantemente agapé y agapan,
términos que fueron introducidos por los Lxx en la lengua literaria y religiosa,
llenándolos de sentido nuevo. Ágape significa no sólo el a. de Dios para con
nosotros, sino también el a. al prójimo, al enemigo y a Dios mismo (esto
último en Juan, pero también en Pablo: p. ej., 1 Cor 8, 3). Aquí sólo hay que
hablar por de pronto del ágape del hombre a Dios y al prójimo, como
elemento de la justificación (sobre la unidad de ambas v. después). Este acto
es una actividad que integra la existencia entera del hombre («de todo
corazón», etc.) (Mc 12, 30 par., con referencia a Dt 6, 4s), está sostenida por
el pneuma de Dios (gracia) y es fruto suyo (Rom 15, 30; Gál 5, 22; Col 1, 8;
2 Tim 1, 7). El ágape es la esfera existencial en la cual hay que permanecer
(Ef 5, 2; 1 Jn 4, 16). E1 que está en el ágape, está justificado (Rom 13, 9s; 1
Jn 4, 16; Gál 5, 6; 1 Cor 13, 13; Mt 22, 36-40; Lc 10, 25-28 ).

2. Magisterio eclesiástico

Las declaraciones decisivas del magisterio eclesiástico extraordinario sobre


el a. o la caridad se hallan dentro del contexto de la doctrina sobre la
justificación en la sesión sexta del concilio de Trento. Es fundamental la
declaración de que la posesión de la justificación va inseparablemente unida a
la posesión de la virtud infusa de la caridad (Dz 800 821; sin determinar más
exactamente la relación entre la gracia santificante y la caridad), y la de que
el libre proceso de la justificación del adulto sólo llega a su punto culminante y
a su plena esencia en el acto de la caridad (Dz 800s, 819, 889); lo cual sigue
en pie aun cuando se admita que la gracia de la justificación pueda ser
infundida en el sacramento antes del acto de caridad a base de mera atrición
y, en ciertas circunstancias, sólo más tarde se actualiza -pero necesariamente
- en el acto de caridad (Dz 1101, 1155ss, 1289). Por tanto, para la
terminología eclesiástica la fe y la esperanza, sin perjuicio de su propia
tendencia a perfeccionarse en la caridad, son actos cuya esencia específica no
implica todavía la plena unión del hombre con Dios por la gracia (Dz 801 819
839 1525), unión que, por otra parte, queda expresada recta y enteramente
con la palabra caridad.

La cuestión de si la caridad se infunde también en el niño por el bautismo


(cuestión antes abierta: Dz 410 483), está resuelta después del Tridentino (Dz
799s con 791s), aun cuando con ello no se niega que la libre aceptación de la
gracia de la justificación por el acto de caridad califica en el adulto la posesión
de la gracia misma. La virtud infusa de la caridad, a diferencia de la fe, se
pierde por todo pecado mortal (Dz 808 837s). No se ofrece una descripción
más concreta de esta caridad. Se la distingue del a. «natural», que como tal
es teóricamente posible (Dz 1034 1036); e igualmente de las formas
imperfectas e iniciales (salvíficas) del a. a Dios (798 889 1146). Se insinúa
que puede concebirse como «amistad con Dios (Dz 799, 803). No se define
con mayor precisión la relación entre el a. a Dios y el a. al prójimo. Que en
ambos modos del a. se da exactamente el mismo objeto formal, pudiera ser
libre opinión teológica (PSJ mz n .I> 240).

Naturalmente, del hábito y del acto de esta caridad cabe decir lo que el
magisterio eclesiástico dice en general sobre las -> virtudes sobrenaturales y
los actos salvíficos, sobre la pérdida, el aumento y la experiencia de la gracia.
Si es cierto que el a. aparece como elemento universal y total que integra en
sí mismo todo lo demás de la existencia cristiana, el magisterio rechaza, sin
embargo, enérgicamente la idea de que así se niege todo pluralismo relativo
de lo moral y de lo salvífico. Pues, no sólo hay actos positivamente salvíficos
que no son simplemente a. (Dz 915, 898, 817s, 798), sino que, además, el
justificado, el cual es un ser creado, finito, todavía peregrino y, por tanto, no
puede integrarse adecuadamente a sí mismo, conoce con razón otros motivos
morales que son distintos de la caridad (Dz 508, 1327s, 1349, 13941408,
1297).

V. Unidad y diferencia entre el amor a Dios y el amor al prójimo

1. Esta cuestión requiere hoy día atención particular. En tiempos de un


ateísmo socialmente manifiesto, es obvia la tendencia a declarar a Dios y el a.
a Dios como mera cifra del carácter absoluto del hombre y del a. al prójimo, la
tendencia a «desmitificar» la oración en un diálogo interhumano, etc. Esta
situación obliga al cristiano a una confesión inquebrantable de Dios, que no es
el mero carácter absoluto del hombre, y del a. a Dios, que sigue siendo el
«primer mandamiento» (Mt 22, 38); pero obliga también a una inteligencia
interna de la verdadera unidad (lo cual no significa indistinción) del a. a Dios y
del a. al prójimo; inteligencia que resuelve desde dentro el problema de un a.
ateo al prójimo, sabiendo que un -> a. al prójimo realmente absoluto encierra
ya un teísmo (no hecho tema) e implícitamente el a. a Dios y que,
precisamente por eso, el a. a Dios como el misterio oculto y más alto de la
existencia humana debe convertirse en tema explícito.

2. En favor de esta unidad hay que remitir a la Escritura y la Tradición.


Los dos mandamientos (de a. a Dios y al prójimo) son iguales o semejantes y
de ambos penden la ley y los profetas (Mt 22, 39s; Lc 10, 28; Mc 12, 31);
más aún, Pablo puede sencillamente decir que el que ama al prójimo ha
cumplido la ley (Rom 13, 8-10; Gál 5, 14). En los discursos escatológicos,
donde jesús amenaza con el juicio, el a. al prójimo es en Mt el único criterio
expresamente mentado según el cual se juzga al hombre, y el enfriamiento de
la caridad equivale a la rebelión de los últimos tiempos contra Dios (Mt 25,
34-46; Mt 24, 12). El a. al prójimo es el mandamiento regio (Sant 2, 8) y la
forma definitiva de la existencia cristiana (1 Cor 12, 31-13, 13 ). En Juan
encontramos luego una primera reflexión sobre la justificación de este
radicalismo del a. al prójimo por el que ese a. se convierte en el todo de la
existencia cristiana, radicalismo que pudiera parecer en otro caso una
exageración piadosa, como efectivamente se atenúa en la reflexión de la
parénesis cristiana en el sentido de que el a. al prójimo es un punto particular
de la exigencia cristiana, sin el cual, a pesar de su dificultad, se malograría
cabalmente la salud eterna. Según Juan, somos amados por Dios (Jn 14, 21)
y por Cristo para que nos amemos los unos a los otros (Jn 13, 34), amor que
es el nuevo mandamiento de Cristo (Jn 13, 34), el mandamiento
especificamente suyo (Jn 15, 12) y el encargo que se nos ha dado (Jn 15, 17).
Y de ahí, de que siendo Dios el amor (1 Jn 4, 16) nos ha amado a nosotros,
Juan saca como consecuencia, no precisamente que también nosotros hemos
de amarle, sino que nosotros nos amemos mutuamente (1 Jn 4, 7, 11). Pues
nosotros no vemos a Dios, él no es verdaderamente asequible por el camino
exclusivo de una intimidad mística de tipo gnóstico, como si así se convirtiera
en objeto directo del a. (1 Jn 4, 12), y, por eso el «Dios en nosotros» es, en el
a. recíproco, el único Dios al que nosotros podemos amar (1 Jn 4, 12), hasta
tal punto que es realmente verdad y constituye un argumento -
ordinariamente falto de evidencia para nosotros, pero radicalmente
contundente para Juan -que «el que no ama a su hermano a quien ve, no
puede amar a Dios a quien no ve» (1 Jn 4, 20).

La tradición escolástica sostiene por lo menos que la caridad infusa, la


virtud teologal que une con Dios (virtus caritatis in Deum) es también la
virtud con que se ama al prójimo, aun cuando la tradición conoce muchas
otras virtudes (teologales y morales), que son distintas de la virtud teologal
de la caridad, y de suyo no le sería difícil a la teología escolástica el concebir
una virtud propia y subordinada como raíz del a. al prójimo. Hay que conceder
que, desde el punto de vista de la Escritura y la Tradición, quedan muchos
puntos oscuros en esta unidad y es obvia la tentación de pensar después de
todo el a. al prójimo únicamente como una consecuencia obligatoria, piedra
de toque y prueba del a. a Dios.

3. Sin embargo, puede decirse que existe una auténtica unidad radical
entre los dos modos del a., siempre bajo el supuesto de la comunicación de
Dios por la gracia al hombre a quien se debe amar, y no por razones
puramente «filosóficas».

Si: a) se distingue entre una afirmación de carácter explícito y temático en


los conceptos y una afirmación de una realidad de carácter atemático que está
dada en la realización de un acto dirigido intencionalmente a otro objeto (cf. -
> ateísmo, -> transcendencia, -> revelación, --> acto moral y religioso); b)
se entiende que todo conocimiento metafísico es transmitido por la inmanente
experiencia histórica, de modo que sólo en ella y desde ella cabe aprehender
originalmente y entender las declaraciones sobre las realidades
transcendentes; c) la experiencia amorosa del prójimo queda esclarecida, no
como una experiencia cualquiera, sino como aquella realización personal e
intramundana de la existencia humana que integra en sí la totalidad de la
experiencia del mundo; d) toda decisión absoluta, positivamente moral es
estimada como teísmo implícito y «cristianismo anónimo»; supuesto todo eso,
en principio puede decirse sin reserva que el acto de a. al prójimo es
realmente el acto más originario (todavía atemático) del a. de Dios. Esto no
excluye, sino que incluye el hecho de que también se debe amar a Dios bajo
una explícita temática «categorial». Pues la referencia implícita a Dios, que se
da en todo acto moral y, por tanto, primariamente en el a. al prójimo, siendo
la suprema y última profundidad y fuerza de esa central experiencia
intramundana (del a. al prójimo), ha de hacerse tema explícito en la palabra e
historia del hombre. El a. a Dios y el a. al próijmo viven recíprocamente uno
de otro, porque a la postre son una sola cosa («sin separación y sin mezcla»).
El a. a Dios sólo se hace existencialmente real cuando es también a. al
prójimo, y el a. al prójimo sólo aprehende su último misterio, su carácter
absoluto y la posibilidad de ese carácter absoluto, con relación a un hombre
finito y pecador, cuando «desemboca» en el a. a Dios.

4. El punto culminante dentro de la historia de la salvación y la última


garantía de la unidad del a. a Dios y del a. al prójimo son alcanzados en el a.
a jesucristo en su unidad de Dios y hombre (-> encarnación). Como «Hijo del
hombre» sabe que es el compañero misterioso que es juntamente amado en
todo a. efectivo a un hombre (Mt 25, 34-40), de tal suerte que en la unidad
del a. a él y al prójimo se decide el destino de todo hombre, aun en el- caso
de que no se tenga conciencia de esta unidad (Mt 25, 37ss). Esto se
comprende mejor si pensamos que: a) el auténtico a. a una persona
determinada abre al hombre para el a. a todos, y b) el a. dialogístico, dado en
respuesta, a un hombre finito e inevitablemente pecador (eventualmente
enemigo) afirma juntamente como fundamento y garante a un Dios-hombre
como presencia o futuro esperado, si ese a. ha de tener aquel carácter
incondicional con que debe realizarse por la gracia. Así, Jesús exige también
a. expreso a él (Jn 8, 42; 14, 15 21 23 28), para que el a. del Padre al Hijo
(Jn 3, 35, etc.) se extienda a quellos que aman al Hijo (Jn 14, 21 23; 17, 23
26) y «permanecen en su amor» (Jn 15, 9s; 1 Jn 4, 7 ), que lo comprende
todo: a Dios, al Dios-hombre, a los hombres, todos los cuales son a par
sujetos y destinatarios de este a. único.

Karl Rahner

AMOR AL PRÓJIMO

I. Concepto y problemática

El a. al p., como abertura a nuestro semejante e interés por él, es


universalmente reconocido como forma elevada de la conducta moral. Sin
embargo, se plantean las cuestiones de quién sea nuestro prójimo y hasta
dónde haya de llegar el amor al mismo. La ética natural responde
espontáneamente a esta pregunta distinguiendo entre el amor a los próximos
parientes y la actitud servicial frente a los extraños. El hombre se siente
obligado a amar a otro en la medida de su proximidad social a él. En la polis
griega, este ethos se convierte en una ética del a. al p. para con los parientes
de sangre en un sentido amplio, para con la comunidad de ciudadanos libres,
y con ello, se lleva a cabo cierta exclusión de otros.

Ciertamente, en el AT hay también una ética del a. especial al p. con


relaciónalos hermanos de fe; pero, como se lo ve fundado en la paternidad de
Dios y el Dios de Israel es el Dios de todos los hombres, este a. al p. está en
principio abierto para ver en cada hombre al prójimo. Sin embargo, como
según la mente judía hay una elección especial de Israel y una paternidad
particular de Dios respecto de Israel correspondiente a su elección, y,
consiguientemente una peculiar obligación de amar a los miembros de este
pueblo, esa idea condujo, señaladamente en el judaísmo tardío, a una fuerte
exclusión de los extraños.

Sin embargo, hay deberes para con los extraños que sobrepasan el marco
de la comunidad fraternal de raza, pues también ellos son criaturas de Dios y
descienden de los mismos padres primeros, Adán y Noé (Éx 22, 20; 23, 9;
Det 14, 29 y otros; Lev 19, 33s; 19, 10; 23, 22; Núm 9, 14; 15, 14ss; 35,
15) .Aisladamente, también el judaísmo tardío juntó el amor a Dios y el a. al
p.; pero el fundamento de la ética judaica es la ->justicia.
De ella hay que distinguir la ética del prójimo en las religiones mistéricas,
en las que el hombre se torna prójimo por la admisión en la comunidad
esotérica. Estas comunidades deben precisamente su existencia al deseo de
una comunión más estrecha y desarrollan consiguientemente por lo general
un ethos interno («los nuestros»), que en ocasiones conduce a hostilidad con
«los de fuera».

La unificación política del mundo trajo consigo dentro del --> estoicismo
una actitud cosmopolita, la cual hace, p. ej., que Epicteto vea hermanos en
todos los hombres, pues todos tienen su origen en Dios. A todos los hombres
conviene, por tanto, un solo y mismo ethos fundamental de a. al p.

En la ilustración, la fraternidad universal y el deber que de ella emana de


amar igualmente a todos se funda por la igualdad de naturaleza de todos los
hombres. Las diferencias entre los hombres deben suprimirse como atavismos
del capricho histórico.

El marxismo abandona esta ética irreal del amor universal al prójimo en


favor del amor exclusivo a la propia clase. Si se ama a los proletarios, hay que
combatir a los capitalistas. Esta división es fruto de la historia del
enajenamiento del hombre, que sólo será superado en la sociedad sin clases.

Con la aparición del dialogístico pensamiento existencial, el cual destaca


reflejamente la relación yo-tú y la comunicación, distanciándose de las formas
generales de pensar la realidad, y así da razón de lo indeductiblemente
personal e histórico, se hace prójimo aquel con quien, ligados por la situación,
somos confrontados. Así, en Jaspers, p. ej., el amor se dirige al individuo,
insustituible en cada caso, al que estamos dispuestos a ayudar, no sólo por
principios éticos universales (por deber), sino porque, al encontrarnos con él,
percibimos la exigencia del momento (del < Kairós»). El a, al p. así entendido
ayuda según la situación e incondicionalmente, y no está ligado
absolutamente por ningún ethos objetivo, sino sólo por la comunicación
personal (que no podemos provocar intencionadamente) con este prójimo
insustituible (cf. también -->personalismo).

En todas estas formas de la ética, el a. al p. está restringido por el amor a


sí mismo en el sentido de que, según la regla de oro (Mt 7, 12; Lc 6, 31), el
hombre debe amar a su prójimo «como a sí mismo» (Lev 19, 18). O bien se
sienta una prioridad de la sociedad frente al individuo concediendo a ésta una
primacía absoluta, o bien, finalmente, se renuncia a definir objetivamente la
medida del a. al p.

En contraste con ello, la concepción cristiana del a. al p. se funda en la unión


del amor a Dios y al prójimo. Jesús junta de forma característica en el
mandamiento máximo el amor de Dios y del prójimo (Mc 12, 28-31 par). Más
concretamente, el a. al p. aparece expresamente como criterio único por el
que es juzgado el hombre (Mt 25, 34-46). El enfriamiento de la caridad es
mirado como trasunto de la iniquidad en medio de las tribulaciones del fin del
mundo (Mt 24, 12). Amar al prójimo «como a sí mismo» se entiende de forma
completamente ilimitada, de suerte que el amor a los enemigos (Mt 5, 43ss;
Lc 6, 27ss) y la entrega de la vida por los amigos (Jn 15, 13) son expresión de
sumo amor. Así el amor es la suma de la ley (Mc 12, 31; cf. Mc 3, 1-7; Mt 5,
23s; 9, 13 ). Tiene su razón de ser y su modelo en el amor universal de Dios
(Lc 6, 36) y en el servicio propio de Jesús (Mc 10, 44s; Lc 22, 26; Jn 13, 14s).

En Pablo son vistos en unidad el a. al prójimo (1 Cor 13), el cumplimiento de


toda la -> ley (Rom 13, 8-10; Gál 5, 14), la consumación de la vida cristiana
(Col 3, 1) y el amor a Dios. En Sant 2, 8 el a. es calificado de ley regia. Y,
según Juan (Jn 13, 34; 1 Jn 2, 8), el a. al p. constituye un mandamiento
nuevo, que se funda en el amor con que Dios amó primero a los hombres (Jn
3, 16; 16, 27; 1 Jn 4, 11), igual a aquel amor con que el Hijo escogió a sus
discípulos (Jn 15, 9s, 12).

II. Teología del amor al prójimo

El a. al p., sistemáticamente visto, determina la estructura fundamental del


obrar moral (->acto moral), en cuanto una posición ante Dios sólo se realiza
en la medida en que nos volvemos a nuestro prójimo. Sólo estando con el
hombre podemos estar con Dios. Solamente por el a. al p, podemos llegar a
nuestra perfección en el amor de Dios. La referencia a la transcendencia sólo
nos es posible por la referencia al prójimo que debe realizarse categorial e
históricamente. Ahora bien, la «profundidad transcendental» del hombre en
los «otros» que le salen al encuentro remite siempre, por lo menos
implícitamente, más allá de sí mismo, a Dios y, simultáneamente, a la
persona del que ama, la cual sólo en el encuentro con los «otros> tiene la
identidad consigo misma. Pues el hombre, sólo en cuanto está material e
irreflexivamente en el ser y formal y reflejamente en las realidades
categoriales, puede estar también en sí mismo. Igualmente, el hombre sólo
puede distanciarse como persona de las realidades categoriales en la medida
en que - por lo menos material e irreflexivamente - esté en el ser personal por
excelencia (en Dios) y, formal y reflejamente, esté en su cohombre en cuanto
tal. De donde se sigue que la ordenación explícita y formal a Dios sólo es
posible en la medida de la ordenación al prójimo.

Aquí hay que ver el núcleo de verdad de la concepción sostenida por teólogos
no católicos según la cual Dios es solamente < una manera de estar con los
demás hombres». Cuanto más nos abrimos al prójimo, que nos sale al
encuentro bajo la dimensión de su singularidad y abertura a Dios, tanto más
incondicionalmente nos damos a Dios. Esta abertura puede no haberse
convertido en tema explícito, pero materialmente se da siempre. De ahí que,
materialmente, todo acto de a. al p, es un acto de amor de Dios en la medida
que es amor. Si este amor de Dios se convierte en tema explícito, hay
también formalmente un acto de amor de Dios. Según eso, todo hombre es
potencialmente nuestro prójimo; y actualmente lo es el que nos sale al paso
en nuestra situación concreta con su singularidad subjetiva, y en la medida en
que lo hace. El prójimo tanto puede ser el buscado por mí como el que
inesperadamente penetra en mi existencia personal. El hecho de que en el a.
al p. podemos llegar a una perfección que sobrepuja toda comprensión
humana y de que estamos llamados a un incondicional a. al p., sólo es
aprehensible en la fe. Por ésta se esclarece el llamamiento de todos los
hombres a la filiación de Dios en el Hijo (-> voluntad salvífica) y,
consiguientemente, la relación - en principio matizada por la gracia - de todo -
-->acto moral a la salvación eterna. De la -> justificación se desprende que
todos los justificados en Cristo son hermanos por la gracia (Mc 3, 31-35; cf.
Jn 14, 21; 15, 14s), y por lo tanto pueden amarse sobrenaturalmente.

Hermanos en sentido propio sólo lo son los justificados en Cristo, los otros
están fuera de esa hermandad peculiar (1 Tes 4, 10-12; cf. 1 Cor 5, 12.13;
Col 4, 5). Así, las prescripciones paulinas sobre la conducta con los de fuera,
en parte son abiertas (Rom 13, 8; 1 Tes 3, 12; 5, 15; Tit 3, 2; también 1 Cor
9, 19; 1 Tim 2, 1; Rom 13, 1; Tit 3, 1; Flp 2, 15; Rom 12, 17; 2 Cor 8, 21; 1
Tes 4, 12; 5, 22; Rom 15, 2; 1 Tim 4, 12), y en parte señalan fuertemente las
fronteras (Col 4, 5; cf. 2 Cor 6, 15; Ef 4, 28; 1 Tes 4, 11-12; Ef 5, 6-7; 2 Cor
6, 17). La delimitación de la fraternidad cristiana no tiene, sin embargo, por
finalidad trazar un círculo esotérico, sino que se hace en servicio de la
totalidad (particularmente Rom 5, 12-21).

Puesto que Jesús murió por todos los hombres y, consiguientemente, todos
están llamados a esa fraternidad sobrenatural, el amor sobrenatural al
prójimo debe extenderse a todos los hombres y actualizarse con aquellos que
necesitan su ayuda en el ámbito espiritual o en el material (Lc 10, 30-37; Mt
25, 31-46), tanto más por el hecho de que los justificados han sido llamados
con miras a los no escogidos. Pues el misterio de la -> representación, que se
ha constituido en Cristo y forma la base de toda elección, a partir de él
prosigue por voluntad de Dios a través de toda una serie de representaciones
en el orden histórico-salvífico. La representación es la ley estructural de la
historia de la -> salvación. Elección es siempre, en su más profundo sentido,
elección para el otro. Esa ley es válida para la Iglesia lo mismo que para el
individuo, y por eso la elección se identifica con el mandato misional. Lo cual
significa que el cristianismo afirma la existencia de diversos ámbitos de a. al
p. y, si bien sólo a los hermanos en la fe llama simplemente hermanos, sin
embargo, él está exento de toda tendencia al esoterismo por el esoterismo.
Más bien, el que uno se delimite frente a otros, tiene su sentido último en el
cumplimiento del se icio a los demás. El a. al p. halla su forma mas n-ei
sufrimiento vicario al lado del Señor mediante el --> martirio de la entrega de
a. por el p., pues aquí se produce siempre a la postre una parusía de Dio s en
Cristo. Donde se realiza auténticamente el a. al p., está ya presente todo el
fondo o contenido del cristianismo, éste ya ha sido abrazado originariamente y
sólo falta que se despliegue expresamente.

Waldemar Molinski

ANALOGÍA DE LA FE

1. La expresión analogía fidei es de origen bíblico y en el único lugar del


Nuevo Testamento donde aparece (Rom 12, 6) significa la «concordancia con
la fe». Objetivamente equivale a la «medida de la fe», mencionada
anteriormente (Rom 12, 3); con la introducción de este concepto el apóstol se
propone exhortar a los carismáticos, especialmente a los que tienen el don de
profecía, a que no ejerciten su carisma sin medida ni control y a que no
abusen de él con un entusiasmo exaltado. Puesto que según Pablo es
precisamente el don de profecía el que debe ser probado en su autenticidad (1
Cor 12, 10; 14, 29), resulta especialmente obvia la exigencia de que él
coincida con la -->fe. Pero la fe considerada aquí como medida es, no una
norma externa y doctrinal, sino la fuerza de la fe misma, la cual se da junto
con los carismas a cada uno de los portadores del Espíritu; a base de la
reflexión sobre ella el profeta debe probarse a sí mismo con toda sobriedad.
Por eso la concepción de la a. de la f, que ahí aparece debe calificarse de
religioso-existencial.

2. En cuanto esta concepción bíblica implica e] momento de lo normativo, el


posterior pensamiento dogmático pudo sacar de ella la idea de norma y regla
de la fe, si bien alejándose de] contenido original. Así Jerónimo tradujo la
expresión griega por mensura y Agustín por regula; aquí se pensaba ya en e]
símbolo apostólico. Más frecuentemente en la patrística la analogía de la fe,
en cuanto al contenido, es aplicada a la relación entre el -> AT y el --> NT,
que para el creyente se presenta como correspondencia entre promesa y
cumplimiento, entre el tipo (esbozo previo) y la forma perfecta. La a. de la f.
recibe aquí la función de un principio teológico de integración. Bajo esta
acepción aparece también (más o menos explícitamente) en la evolución
doctrinal y en las definiciones de la Iglesia. Aquí la analogía, dada la tensión
entre las verdades de fe a causa de su carácter misterioso (-> misterio) y la
posible acentuación unilateral, las integra en el dogma (en oposición a la
herejía y a la parcial opinión de escuela) centrando la mirada en el todo.

Más allá de esto, en la teología escolástica de dirección agustiniana, la a. de la


f. alcanzó el carácter de un principio metódico de conocimiento, con cuya
ayuda se debía lograr la unidad entre el conocimiento revelado y el racional,
entre la fe y el saber, entre el orden de la redención y el de la creación. Así
Anselmo de Canterbury (en el Proslogion) parte de la correspondencia que se
da en la experiencia creyente entre el conocimiento humano y el divino, para
llegar a unificar la verdad divina y el conocimiento natural de la criatura
(conforme al lema Credo ut intelligam). Un campo típico de aplicación de este
principio de la analogía lo tenemos en la doctrina de la vestigia Trinitatis en la
creación, en la cual se ha tratado, no tanto de explicar la Trinidad por la
experiencia creada, cuanto de interpretar la creación a base de la fe en la
Trinidad. El que más decididamente usó ese principio fue Buenaventura, el
clásico de la analogia fidei (SBhngen), quien, basándose en que Dios es la
causa ejemplar, buscó en la esencia más profunda de las cosas una estructura
trinitaria. Bajo esta modalidad la a. de la f. se convirtió en un principio
heurístico, que condujo al hallazgo de nuevos conocimientos (relativos incluso
a la constitución natural de las cosas).

Ese matiz de la analogía aparece también en la importante declaración del


concilio Vaticano i sobre la esencia y la misión de la teología (Dz 1796), en la
cual leemos que la razón iluminada por la fe, «en virtud de la relación de los
misterios entre sí y con el fin último del hombre», puede obtener un
conocimiento sumamente fructífero de misterios. De todos modos, en esa
declaración la adquisición de un conocimiento más profundo por medio de la
a. de la f. está limitada al ámbito de la misma fe, la cual, por lo demás, según
la mente del Vaticano r se esclarece también por la analogía natural «con
aquello que la razón conoce por sus fuerzas connaturales». En consecuencia,
ahí tenemos también afirmada la unidad entre la a. de la f. y la analogía del
elite. La más reciente predicación doctrinal de la Iglesia ha vuelto a resaltar
insistentemente que la a. de la f. es un concepto regulativo, valorándola como
norma para el estudio de la sagrada Escritura y para su interpretación, en
estrecha conexión con la -> tradición activa y el --> magisterio eclesiástico
(Dz 1943, 2146, 2315).

3. En todos estos casos el concepto de < concordancia con la fe» está usado
en un sentido que incluye los elementos formales del concepto filosófico de
analogía. Así la analogía de la fe, entendida por ejemplo como regula fidei,
presupone la proporcionalidad de lo particular con el todo y la relación de
dependencia entre el primer analogado y los analogados secundarios, a la
manera de una analogía de atribución interna. Aquí se conserva también la
unidad con la analogía entis, como lo muestra especialmente la declaración
del Vaticano i (Dz 1796). Pero las relaciones son distintas cuando el concepto
de analogía fidei es concebido en oposición a la analogía entis.

Esto ha sucedido en la reciente teología protestante, que ha convertido el


concepto en una fórmula de controversia, cuando, en realidad, también lo
conocía la antigua teología protestante, si bien solamente como idea
hermenéutica. Sobre todo K. Barth, como réplica a la doctrina católica de la
analogía del ser, en la cual él ve una ontología neoplatónica y una teología
natural (y que él califica de «invención del anticristo»: Barth, KD I/I3,
prólogo, p. VIII), ha elevado la «analogía de la fe> a la altura de un concepto
estructural de la dogmática protestante. A base de él quiere Barth que se
matice la rnncepción sobre el conocimiento natural de Dios, sobre la imagen
de Dios en el hombre, sobre el «punto de apoyo» para la palabra de Dios en
el hombre, sobre la teología natural y sobre la relación entre Dios y el mundo
en general. Partiendo de la opinión errónea de que la doctrina católica de la
analogía del ente lleva a una ordenación de Dios bajo el género del ser y, con
ello, a una equiparación entre Dios y el hombre (cuando, en verdad, ya Tomás
de Aquino consideró a Dios como extra omne genus et principium omnium
generum), de lo cual se deduciría toda una serie de consecuencias negativas,
por ejemplo, el sinergismo, la mediación salvífica de la Iglesia y el
«panmarianismo»; en el concepto de a. de la f. Barth ha vuelto a enarbolar el
principio material de la reforma, la --> justificación por la sola fe.

Afirmada en principio la analogía de las criaturas con Dios, a su juicio esta


correspondencia ha de basarse exclusivamente en la revelación, su raíz ha de
verse en el don de la gracia que Cristo nos trajo, de modo que la analogía
jamás puede ser concebida como un elemento interno de la creación, como
una posesión que está a disposición del hombre. El pensamiento aquí decisivo
de que sólo Cristo es el hombre parecido a Dios, pone en evidencia que la
doctrina barthiana de la fe o de la gracia constituye una consecuencia de su
exagerado cristocentrismo, el cual a veces ha sido tachado de cristomonismo.
Semejante conformidad entre Dios y el hombre, debida exclusivamente al don
de Cristo y de su palabra, tiene que excluir todo anterior entrelazamiento
óntico del hombre con Dios, y conduce necesariamente a una concepción
puramente actualista del conocimiento de Dios y de la verdad. Con lo cual la
analogía de la fe, de nuevo en estricta oposición a la del ente, queda a la vez
caracterizada como una mera semejanza de acción.
4. La analogia fidei de Barth, desarrollada como fórmula polémica y
determinada por una concepción panactualista del ser, ha tenido que soportar
ciertas críticas dentro del mismo campo protestante, las cuales hacen
hincapié, no sólo en el insostenible a priori filosófico, sino también en la falta
de fundamentación bíblica para esa oposición total entre la analogia entis y la
analogia fidei.

5. Desde el punto de vista de la fe católica hay que afirmar plenamente la


existencia y la importancia de un parecido entre lo humano y Dios como
consecuencia de la gracia y de la fe. La conciencia creyente siempre ha
sostenido eso, así cuando, entre otros, Agustín atribuye al hombre creyente
una «deiformidad» (deificatio), y santo Tomás de Aquino dice que por la fe se
produce en el hombre quaedam divinae sapientiae similitudo. Pero ese
reconocimiento de la semejanza del hombre con Dios en virtud de la gracia no
excluye, sino presupone la existencia de una analogía óntica en la criatura;
pues si el hombre, como ser creado, no guardara una relación de analogía con
Dios, no podría corresponder como hombre al acto de la donación divina. Y
Dios, propiamente, al obrar en el hombre por la gracia toparía solamente con
su propio acto y consigo mismo, y el movimiento divino hacia el hombre se
quedaría en un automovimiento inmanente. Si en el hombre no hay ninguna
semejanza con Dios recibida por la creación, desaparece su realidad
(relativamente) propia frente a Dios, y la concepción de la creación cae por
completo en el peligro del acosmismo.

Así, pues, una analogía de la gracia desarrollada solamente en oposición a la


analogía natural, se convierte directamente en una antilogía y establece un
dualismo en la concepción de la relación entre Dios y el mundo que contradice
a la unidad entre el orden de la creación y el de la redención. A la luz de esta
unidad la a. de la f. es, en el sentido óntico y en el gnoseológico, aquella
correspondencia gratuita proveniente de arriba que, asumiendo en su seno la
analogía del ser, la despliega hasta su plena claridad, del mismo modo que
esta segunda está abierta por su parte a la a. de la f. y, como imagen de Dios
que ni siquiera se ha perdido por el pecado, capacita al hombre para percibir a
Dios. Lo cual no implica que se incluya a Dios a la manera neoplatónica en un
concepto neutral de ser ni que se afirme un verdadero sinergismo, pues en
esta concepción Dios permanece el «enfrente» vivo del hombre. Por el hecho
de que Barth desde el tercer volumen de su Dogmática atenúa la polémica
contra la analogia entis y acepta una analogía relationis en la criatura (la
imagen de Dios en el encuentro entre hombre y hombre), parece que también
él haya abandonado la concepción puramente antagónica de la relación entre
la a. de la f. y la del ser, si bien no se ve con claridad en qué sentido y medida
se ha producido una evolución en el concepto barthiano de la analogía. Cf.
también --> naturaleza y gracia.

Leo Scheffczyk

ANALOGÍA DEL SER


I. Introducción

El espíritu humano que, en la realización de su libertad y conocimiento, está


en la luz de lo incondicionado (- ser), cuya plenitud, empero, sólo alcanza a
través de lo finito y en lo infinito, está esencialmente bajo la ley de analogía.
Como lugar decisivo de ésta aparece, por ende, la relación ontológica entre
Dios y el ente finito (relación Dios-mundo) y la relación entre el conocimiento
de ambos que se da en el espíritu finito.

La analogía no debe aquí entenderse de antemano como posterior mediación


de compromiso entre univocidad y equivocidad, sino que ha de ser concebida
como forma congénita de la relación entre Dios y lo finito, la cual es
experimentada inmediatamente bajo la dimensión transcendental del
conocimiento y de la libertad en su actividad en torno al misterio indisponible.

Esto se ve claro en la formulación del concilio Lateranense IV (1215): ínter


creatorem et creaturam non potest tanta similitudo notar¡, quin ínter eos
maior sit dissimilitudo notanda (Dz 432). Sobre todo E. Przywara ha
reivindicado para esta fórmula supuesto central en la filosofía y la teología,
resaltando cómo en virtud de la analogía no se integra a la postre a Dios y a
la criatura en una unidad superior, sino que, a la inversa, la verdad y
cognoscibilidad del hombre y de la realidad, la permanente mgnoscibilidad
(natural y sobrenatural) de Dios son reducidas, precisamente con miras a su
verdad, al misterio de este Dios, que es semper maior (Agustín): que es
«cada vez mayor».

II. Definición e historia

1. Hoy se entiende generalmente bajo la palabra analogía la propiedad de un


concepto que, al aplicarse a distintos entes o regiones del ser, experimenta un
esencial cambio semántico, sin que por ello pierda la unidad de su contenido.
Así, en el concepto análogo, los factores de común y distinto, de semejanza y
diferencia de las cosas significadas entran juntos en la unidad (lógica) de un
contenido. La expresión latina «analogía entis» (literalmente: analogía del
ente, pero generalmente traducida por analogía del ser) significa: Todo lo que
participa del ser, pero de modo distinto, de suerte que nuestro conocimiento
de lo que es, se expresa cada vez por un distinto decir es.

2. Por su etimología griega, analogía quiere decir «según proporción»,


«correspondencia», y en este sentido es empleada ya por Platón, que la llama
«el más hermoso de los vínculos», (Timeo 31 c). Junto a los conceptos
unívocos y los equívocos, Aristóteles admite también la posibilidad y
existencia de conceptos análogos, que se fundan en la semejanza de una
relación («analogía de proporcionalidad»). Pero Aristóteles analizó también
otro caso, que él no designa nunca como «analogía», pero que
posteriormente, en la escolástica, se llama la otra y hasta principal forma de
analogía: el npós gv, la relación al uno (primero), la analogía de atribución.
Esta unidad de referencia a un primero es presentada por Aristóteles, en
relación con la «filosofía primera», como la ciencia del ente en cuanto ente, y
aquí escr¡be la frase famosa, que será decisiva para todas las posteriores
reflexiones sobre la analogía del ser: «el ser (literalmente: el ente) se dice de
muchos modos» (Met. 1003b, 5s). Y añade: «pero todo en relación con un
primero»; este primero lo ve luego Aristóteles en la substancia; latín:
essentia, substantia, única de la que se dice propiamente (absolutamente) el
«ser», el «es»; de todo lo demás se dice sólo en cuanto está en relación con
ella (¡bid.).

3. Las dos especies de unidad (la unidad de relación de semejanza y la unidad


de referencia a un primero) son llamadas posteriormente, p. ej., en Tomás de
Aquino, «analogía» (probablemente por influencia de Boecio). Cuál de las dos
analogías (la de proporcionalidad o la de atribución) sea para Tomás de
Aquino la verdadera analogía o analogía primaria, fue siempre dentro de la
escolástica cuestión muy debatida; hoy, empero, debiera tenerse por
esencialmente aclarada a base de un más exacto conocimiento del proceso de
recepción de conceptos fundamentales aristotélicos por parte de Tomás de
Aquino y de la tradición tomista, la cual, en puntos decisivos, apela sin razón
a Tomás. El Aquinate no fue aristotélico puro, como se se ve particularmente
en su doctrina de la analogía, en la cual son esenciales dos ideas: la recibida
de Aristóteles sobre la unidad de orden en relación con un primero, y la de
participación, de origen platónico. Ahora bien, para explicar sistemáticamente
su teoría de la analogía, Tomás echó mano de la analogía categorial,
descubierta por Aristóteles (pero nunca por él así designada), es decir, la
analogía como unidad de orden en relación a un primero en el ámbito de la
ousía y de las otras categorías, y la aplicó a la relación Dios-mundo, concebida
según el esquema de la participación, es decir, a la «analogía transcendental»
(en sentido escolástico). Esta analogía transcendental significa lo siguiente: La
variedad de los entes finitos es referida a un ente primero (esse subsistens),
de suerte que entre el ser subsistente y los entes derivados de él en el sentido
de la idea de participación se da una unidad de interrelación, en la cual se
funda el contenido análogo (ratio analoga) que luego se predica: del ser
subsistente, per essentiam, per prius, secundum magis, etcétera; y de los
otros entes, per participationem, per posterius, secundum minus, etc.

Esta unidad basada en la interrelación o en la participación, la cual hace


posible la predicación analógica, es concebida por Tomás como una rela ión de
causalidad. Se presenta de doble m o: como causalidad ejemplar y como
causalida e cíente, siendo de notar que el joven Tomás enseña casi
exclusivamente la causalidad ejemplar, es decir, él ve la acción de Dios como
la comunicación de una forma, de suerte que concibe la participación o la
analogía como la unidad de referencia a una «forma» que se da entre Dios y
los entes finitos; en cambio, el Tomás posterior (sobre todo desde la Summa
contra gentiles) pone en primer término la causalidad eficiente como la
comunicación del acto de ser, y entiende la participación o analogía desde el
esse (actus essendi, perfectio essendi).

La analogía que se funda en estas bases metafísicas es presentada por Tomás


distintamente en sus obras, y aquí radica la razón de las interminables
discusiones dentro de la escolástica tomista. Sin embargo, como ya hemos
notado, la cuestión en torno a la oposición de Tomás debiera darse hoy por
fundamentalmente aclarada (cf. B. Montagnes). El verdadero punto
problemático es el siguiente: en el famoso pasaje contenido en la q. 2 a. 11
de las Quaest. disp. De ver., Tomás defiende una concepción de la analogía
que está en contradicción con las obras anteriores (IV lib. Sent.) y con las
posteriores (especialmente, Summa C. G.; De pot.; S. th. t). En este pasaje
Tomás sólo admite, respecto de la relación Dios-mundo, la analogía de
proporcionalidad (convenientia proportionalitatis) y rechaza la analogía de
atribución (llamada aquí convenientia proportionis). Como razón alega que la
analogía de atribución dice una determinata distantia o habitudo, lo cual no
puede predicarse de la relación Dios-mundo. Pero luego abandonó esta
concepción en favor de una analogía de atribución (analogía unius ad
alterum), mejor estudiada entretanto. El esclarecimiento de la distinta
concepción de Tomás o de su evolución en la doctrina de la analogía es
relativamente fácil, pues puede establecerse una comparación exacta entre
las distintas respuestas a las mismas dificultades (obiectiones) en el lugar
citado de la Quaest. disp. De ver. y en las obras posteriores. Así, p. ej., en la
Summa c.g., III, 54, Tomás dice: «nihil prohibet esse proportionem creaturae
ad Deum... secundum habitudinem effectus ad causara.»

Tomás siguió desarrollando la doctrina de la analogía, sobre todo bajo el título


De nominibus Dei. Una breve síntesis de esta doctrina se halla en De potentia
q. 7 a. 5 ad 2, tomando como ejemplo del nombre «sabio». «Según la
doctrina de Dionisio (Pseudo Areopagita), estos nombres se predican de Dios
de tres modos: Primeramente, en el sentido de afirmación (affirmative),
cuando decimos: Dios es sabio, lo cual puede predicarse de él, pues posee la
semejanza de la sabiduría que de él emana; en segundo lugar, en el sentido
de negación, cuando decimos: Dios no es sabio, pues en Dios no está la
sabiduría del modo que nosotros la entendemos y nombramos; en tercer
lugar, puede decirse en el sentido de eminencia (supereminentius) que Dios
es «supersabio», pues no se le niega la sabiduría porque le falte, sino porque
la tiene de un modo que sobrepuja nuestro decir y entender.» Este triple
camino que seguimos en nuestros predicados acerca de Dios, se funda en la
distinción entre el contenido del enunciado (res significata) y el modo de
enunciarlo (modus significandi).

Era necesaria esta extensa exposición de la doctrina de la analogía en Tomás,


pues sólo así se comprenden hasta cierto punto las disputas que desde siglos
persisten dentro de la escolástica. En lo sucesivo, la analogía se desprendió
más y más de su contexto metafísico y fue considerada aisladamente como
una teoría preferentemente lógica. Mientras la escuela tomista, desde
Cayetano, sólo admitió como analogía verdaderamente intrínseca la a. de
proporcionalidad y rechazó como puramente extrínseca la de atribución, desde
Suárez, en la escuela que de él parte la a. ha sido interpretada como analogía
de atribución (siquiera bajo otros supuestos metafísicos que en Tomás).
Posición aparte adopta Escoto con su escuela, al defender la univocidad del
ser, la cual, sin embargo, no se refiere a los entes concretos, sino únicamente
al concepto de ser.

4. En la filosofía moderna, sobre todo a partir de la problemática kantiana de


la filosofía transcendental, el problema de la analogía entra en una nueva
fase. Kant ordena y subordina el ser a las categorías explicadas como meros
conceptos del entendimiento («Existencia-inexistencia», en la cuarta clase de
la tabla de categorías: Crítica de la razón pura B 106); y como niega toda
posibilidad de conocimiento más allá del contexto fenoménico, elimina
totalmente la analogía. Para Hegel, la posición de Kant significaba
«inconsecuencia», «contradicción», «pues una cosa sólo se siente como
barrera y deficiencia, al estar a la vez más allá de ella», de suerte que el
conocimiento del límite sólo puede darse en cuanto «lo ilimitado está dentro
de la conciencia» (Enciclopedia de 1830, § 60). Pero la superación de esta
inconsecuencia significa para Hegel que un conocimiento del absoluto sólo es
posible como «saber absoluto», como aquel conocimiento que el absoluto
tiene de sí mismo gracias a su automediación a través del espíritu finito. La
analogía queda aquí integrada, sin residuo, en la «tesis especulativa», que es
otro modo de expresar el «saber absoluto». La posición de Hegel es de
máxima importancia en el problema de la analogía, pues representa el más
audaz y genial ensayo de pasar, intelectualmente, más allá del plano de la
analogía; de ahí las muchas discusiones sobre «analogía y dialéctica
hegeliana».

De gran importancia es igualmente hoy para el problema de la analogía el


pensamiento de M. Heidegger en su cuestión sobre el sentido del ser. Su
reproche a toda la metafísica occidental de «haber olvidado el ser» y su
empeño en torno al problema del lenguaje (otra expresión del problema de la
analogía) han iniciado y fecundado una nueva reflexión sobre la analogía, lo
mismo que sobre la filosofía entera del ser. Habría también que mentar la
filosofía analítica del lenguaje (sobre todo en países anglosajones) y la
problemática de los fundamentos en la teoría de la ciencia.

Hay que notar finalmente que, desde la viva repulsa de Karl Barth, la a. del
ente ha venido a ser, de nuevo, un gran tema de controversia teológica.
Barth, que no dejó de hallar oposición dentro de la misma teología
protestante, defendía una analogía de la fe solamente (analogia fidei), pero ha
mitigado mucho su concepción desde la segunda edición de su Dogmática
eclesiástica.

La actual discusión en torno a la analogía se caracteriza, de un lado, por la


más exacta investigación de la tradición, sobre todo de la procedente de
Tomás de Aquino, con lo que se han aflojado notablemente los rígidos frentes
de las escuelas; y, de otro, por un intenso diálogo con la filosofía no
escolástica, sobre todo con Kant, Hegel y Heidegger.

III. Desarrollo sistemático

Si se intenta en general definir la analogía por el doble deslinde del concepto


unívoco y equívoco (así Tomas de Aquino S. Th., r, q. 13, a. 5c: iste modus
communitatis medius est ínter puram aequivocationem et simplicem
univocationem), se podría tener la impresión de que la analogía sea un
«medio» lógico deducido de algo anterior. Pero así se falsearía desde su raíz
el primer fundamento y el lugar original de la analogía en el pensamiento
humano. Por un sencillo análisis puede ponerse en claro el punto de partida
de la analogía. Nuestros conceptos universales unívocos son siempre
abstractos, es decir, aprehenden un contenido determinado y delimitable, que
es común a una pluralidad de individuos, pero prescinde de otras
determinaciones, por las que se distinguen los individuos, pues éstas entran
efectivamente en el contenido del concepto (unívoco). Ahora bien, si nuestro
conocimiento se moviera fundamental o primariamente en el plano de tales
conceptos unívocos, habría que admitir una pluralidad (ilimitada) de
conceptos distintos, unívocos en cada caso. Pero entonces no se comprendería
por qué nuestro pensamiento, primaria y fundamentalmente, lo reduce todo a
unidad, pues de una pura pluralidad de conceptos unívocos no surge una
unidad universal. Por los conceptos unívocos tenemos siempre una pluralidad
de distintos contenidos, delimitados entre sí. Luego la unidad afirmada
siempre en el conocimiento no puede ya ser unívoca, sino que debe
estructurarse de forma que abarque tanto lo común como lo diferente de las
cosas por él alcanzadas. En consecuencia, el decir que expresa esta unidad
reviste un carácter análogo: es el decir es, por el cual todo lo que tiene
entidad se reduce a la unidad del ser y se comprende desde esa misma
unidad. Síguese que el conocimiento análogo no es, por su punto fundamental
de partida, algo deducido, sino condición de la posibilidad de todo
conocimiento (unívoco).

Ahora bien, esta intelección analógica del ser no es un conocimiento que


descanse en sí mismo, sino que, en el analógico decir es, siempre queda
también entendido y expresado juntamente el ser absoluto, Dios. En la
interpretación de esta relación entre Dios y lo finito que se afirma e incluye
siempre en el decir es, radica el verdadero problema fundamental de la
analogía. ¿Cómo ha de predicarse de Dios el es? ¿Cómo puede en absoluto
hablarse de Dios? Si la relación Dios-mundo se interpreta por un «es» que
envuelve a Dios y al mundo (en el sentido de una preinteligencia [unívoca]
que los abarque a ambos o de un concepto de ser que se aplique a los dos a
posteriori), queda amenazada e incluso suprimida la radical diferencia entre
Dios y lo finito, pues la diferencia entre Dios y lo finito sería una especificación
posterior de lo común a ambos. Esto significa que la atribución del ser a Dios
sólo puede hacerse de forma que esa misma atribución en su estructura de
conocimiento o logos se sitúe dentro del movimiento por el que se relacionan
Dios y el mundo. La predicación es sólo tiene en verdad un carácter análogo
cuando no se limita a expresar o afirmar una analógica relación «objetiva»
entre Dios y lo finito, sino que la relación análoga está operando en el mismo
decir es como un apriorístico factor constitutivo, o, más radicalmente: como
interna y apriorística ley fundamental de su propia articulación. Con otras
palabras: la relación «objetiva» entre Dios y el mundo y la expresión de esa
relación en el conocimiento no son dos hechos o momentos que puedan
disociarse o interpretarse separadamente, sino que forman primerísimamente
la estructura o la armazón fundamental de lo que a la postre es la analogía.
Así, pues, la analogía entre Dios y lo finito, como tal armazón fundamental del
ser y del conocimiento, no es un «caso» particular de un concepto genérico de
analogía, sino que constituye una estructura primera y congénita, es la más
congénita e insuperable referencia (en el ser y en el decir) de lo condicionado
a lo absoluto; referencia que no es una propiedad junto a otras, sino que
penetra y sostiene todas las demás determinaciones del ser y del conocer.

En la elaboración intelectual de esta estructura fundamental radica la


problemática radical de la analogía. Por aquí puede comprenderse por qué la
doctrina «tradicional» de la escolástica sobre la analogía es insuficiente (lo
que no quiere decir que sea falsa) y cómo puede y debe profundizarse y
repensarse en diálogo con la filosofía moderna, Ello puede hacerse ver
brevemente así: La doctrina tradicional sobre la analogía se mueve dentro de
la estructura fundamental de la misma, que se supone evidente per se, sin
reflexionar acerca de la misma estructura fundamental en cuanto tal. De ahí la
manera aproblemática con que se hacen afirmaciones acerca del ser y de
Dios. Se intenta aclarar la relación «objetiva» entre Dios y lo finito, sin
reflexión expresa sobre el «decir» que ahí se pone por obra (así el
característico lenguaje de la ratio analoga que conviene de distinto modo a los
«analogados»). No se trata ahí de pensar la relación entre Dios y el mundo
desde un concepto de ser superior a uno y otro. Hay que afirmar más bien
que esa filosofía no reflexiona sobre la problemática que se oculta en sus
propias formulaciones. Cuando se distingue entre contenido del enunciado
(res significata) y el modo del enunciado (modus significandi), la distinción es
exacta, y ahí pudiera verse ya un comienzo de la reflexión requerida; pero
esta distinción sigue aún, como tal, en la dualidad de los momentos o factores
de la analogía no pensados aún en su unidad o estructura fundamental. La
problemática actual (promovida sobre todo por Heidegger) quiere meditar
sobre la analogía precisamente en su estructura entera como tal. La repulsa al
pensar «objetivador» y el intento de superar la «filosofía de la subjetividad»
son signos claros de ello. Ahora bien, si se reflexiona sobre la estructura
fundamental como tal de la analogía, ésa significa que «ser» y «logos»
(entendido como voz del ser) se piensan aquí más originariamente, es decir,
no en la dualidad ni como la dualidad de sujeto y objeto, conocimiento y cosa
conocida, concepto y realidad, anima y ens, sino en su coincidencia o
mismidad, de la que brota primerísimamente aquella dualidad. Este ser,
entendido en la mismidad con el «logos», no es una magnitud que se apoye
en sí misma; en ulterior reflexión se muestra como el acontecer de la absoluta
identidad-diferencia de lo finito y lo infinito, de lo condicionado e
incondicionado, del mundo y Dios. El intento de interpretar metafísicamente
esta diferencia lleva a la idea de participación, de origen platónica, que se
halla en el centro del pensamiento de Tomás de Aquino, pero que, en la visión
aquí desarrollada, es buscada nuevamente en un plano más primigenio. El
acontecer óntico como desarrollo de la absoluta identidad-diferencia se
interpreta así como el acto de la comunicación del ser. Todo lo finito, por ser y
en cuanto es el acontecer de la participación del ser, es uno con lo infinito en
medio de la diferencia. El lenguaje o la voz quebrada de ese mismo acontecer
es la analogía, cuya esencia sólo se pone de manifiesto desde esta su
fundamental estructura, pensada hasta el fin.

Todo decir «sobre» el Dios infinito tiene su postrero y propio lugar en este
acontecer de la participación del ser y está penetrado en su más propia
estructura por la absoluta identidad-diferencia. El decir humano no puede ni
dar un salto por encima de la absoluta identidad-diferencia hacia una superior
unidad, ni escapar a su dinamismo en el fondo del espíritu humano. La
analogía ostenta la suprema posibilidad del lenguaje y a la vez su más
profunda indigencia. En la experiencia y penetración cada vez más profunda
de esta fundamental estructura de la analogía, puede verse la ley secreta y el
oculto impulso de la evolución del pensamiento cristiano. El hecho de que en
medio de todo eso cambie y tenga que cambiar la forma de hablar sobre Dios,
es lo más lógico del mundo (cf. la discusión sobre el --> lenguaje).

BIBLIOGRAFIA: J. Ramírez, En torno a un famoso texto de S. Tomás sobre la analogía:


Sapientia (Buenos Aires 1953) 166-192; J. G. Caffarena, Analogía del ser y dialéctica en la
afirmación humana de Dios: Pensamiento (Ma 1960) 143-174; J. Hellín, La analogía del ser y
el conocimiento de Dios en Suárez (Ma 1947); J. Gómez Cajfarena, Analogía del ser y
dialéctica en la afirmación humana: Pensamiento 16 (1960) 134-174; F. Canals, Analogía y
dialéctica: Convivium (1967) 75-90.

Jörg Splett-Lourencino Bruno Puntel


ÁNGEL

I. Introducción

Lo propiamente decisivo sobre los á. lo diremos a continuación, bajo el título -


> angelología.

Si hemos de superar el peligro, actualmente grande, de que las afirmaciones


sobre los á. dentro de la doctrina cristiana de fe sean rechazadas como
mitología inaceptable y así este capítulo caiga también bajo la guadaña de la -
> desmitización, en cada declaración particular sobre los á. debe quedar claro
que lo dicho en ella es concebido como un momento de una antropología
teológica y de la cristología o, dicho de otro modo, que lo propiamente
expresado es el encuadramiento de los á. en ese contexto, mientras los «á. en
sí» son y permanecen lo presupuesto. Lo que la doctrina cristiana revela al
hombre sobre los á. en último término es lo siguiente: la situación del -->
hombre como criatura en orden a la salvación y condenación va precedida,
antes de que se produzca ninguna decisión propia, por una dimensión
profunda que va más allá de lo percibido por el saber empírico de las ciencias
naturales; esa dimensión en cuanto tal ya está históricamente sellada, para el
bien o para el mal, en virtud de una libertad creada; y, sin embargo, incluso
frente a una situación de su existencia así entendida, por la gracia divina el
hombre está capacitado y redimido para la libertad de la inmediatez con Dios;
de él recibe su destino y no de las «potestades y virtudes» cósmicas del orden
meramente creado. Y, por tanto, cabe afirmar paradójicamente que esa
doctrina tendría algo que decirle al hombre aun en el caso de que no existiera
ningún á. Por grande, multiforme y poderoso que sea el condicionamiento
creado de la existencia y del destino humanos, por más que éstos se hallen
determinados por una «superior» voluntad y culpa, no obstante, el hombre
conserva la inmediatez con Dios, con el Dios que obra directamente en él sin
ninguna mediación propiamente dicha y e, en último término, por su au co
iunicación a través de la -> gracia es su destino y su vida definitiva.

Desde ahí cabe entender también la situación de la hermenéutica con relación


a las declaraciones bíblicas sobre los á. (y demonios). Ciertamente,
ateniéndonos a las afirmaciones conciliares contenidas en Dz 428 y 1783, no
podemos poner en duda la existencia de á. Y, por tanto, quedando intacto el
derecho a una interpretación más exacta de las declaraciones particulares de
la Escritura sobre los á. y demonios, las cuales usan también material
representativo que se halla vinculado a la mitología del tiempo (sin que eso
confiera al contenido un carácter mitológico), hemos de sostener que la
existencia de á. y -> demonios también está afirmada en la Escritura, de
modo que no constituye una mera hipótesis, presupuesta en ella, que
nosotros pudiéramos abandonar en la actualidad. Pero también con relación a
la Escritura hemos de tener en cuenta el auténtico rasgo antropológico-
cristiano de todas las declaraciones (cf., p.ej., Jn 12, 31; 16, 11; Rom 8, 38;
1 Cor 2, 8; 8, 5s; 15, 24; Ef 2, 2; 6, 12; Col 2, 8-23), en virtud del cual el
mensaje de éstas es el siguiente: si, y en la medida en que hay á., sólo los
buenos son junto con nosotros «siervos» de Dios (cf. Ap 22, 9); y del dominio
de los «malos» ya estamos liberados.

A este respecto todavía hemos de tener en cuenta otro pensamiento, a saber:


si, por una parte, el mundo en cuanto todo y, consecuentemente, la relación
mutua entre sus momentos tienen una historia real, es decir, son «dinámicos»
y no estáticos, y, por otra parte, los «á.» (buenos y malos) por su esencia
natural y, en consecuencia, por su libre autorrealización personal son
momentos de este mundo, se desprende como conclusión que también
nuestra relación con los poderes angélicos, buenos y malos, tiene una
verdadera historia (dentro de la historia de -> salvación y de perdición). Lo
cual equivale a decir que esa relación no es siempre la misma, de modo que,
p. ej., los á. ejercían una mayor función mediadora para el bien y para el mal
antes de Cristo que ahora (Gál 3, 19). Así, pues, un cierto aumento del
«desinterés» por ellos no tiene por qué ser necesariamente ilegítimo bajo
todos los aspectos. Aun cuando todas las dimensiones de la existencia
humana conserven siempre cierta importancia salvífica y, por tanto, también
tengan una importancia de ese tipo las «potestades y virtudes» que, como si
fueran su «entelequia», están supraordenadas a dichas dimensiones, es decir,
aun cuando siga habiendo muchos «señores» y «elementos» en el mundo (cf.
Gál 4, 1-6; 1 Cor 8, 5; 15, 24; Ef; Col), sin embargo nosotros mismos nos
vamos haciendo cada vez más «adultos» frente a ellos a través de un proceso
histórico de salvación (cf. Gál. 4, 1-4), lo cual a su manera también puede
decirse con relación a los á. buenos.

Sobre el «tiempo» de la creación de los ángeles la revelación no dice nada


(tampoco el simul que leemos en Dz 428 y 1783 dice algo a este respecto).
Sin embargo, dada la función cósmica de los á., parece lógico pensar, con la
tradición escolástica, en una creación simultánea de ellos y del mundo
material. En la Escritura aparece la representación de que el número de á. es
muy grande (cf. p.ej., Mt 26, 53; Heb 12, 22; Ap 5, 11). Será difícil decidir
hasta qué punto se trata ahí de una afirmación o, por el contrario, de una
imagen para expresar su poder. Todo lo que sigue debe leerse por
consiguiente bajo ese presupuesto, dentro de este contexto.

II. Doctrina de la Escritura

1. Antiguo Testamento

Desde el horizonte de la historia de la religión la fe veterotestamentaria en los


á. tiene sus orígenes en restos de las antiguas creencias del pueblo cananeo,
en divinidades extranjeras que se van desvaneciendo hasta someterse al
servicio de Yahveh, en representaciones babilónicas e ideas tardías del Irán.

La forma de á. más importante y más constantemente atestiguada es la del


ángel de Yahveh (mal'ák IHWH), al que Dios encomienda una misión. Sobre
todo en la fe popular del antiguo Israel ese á. es considerado como un
mensajero auxiliador y bondadoso (2 Sam 14; 2 Re 19, 35; Éx 14, 19, etc.); y
la teología israelita lo considera como órgano de la especial benevolencia de
Yahveh para con Israel. En Gén 16, 7; 21, 17ss, etc., es incluso identificado
con Yahveh, lo cual permite reconocer cómo por la introducción del á. en una
redacción posterior no se pretendía disminuir en nada la « transcendencia» de
Yahveh.
Además había otros seres celestiales, que para los antiguos israelitas eran
miembros de la corte celestial; Jacob los vio en la «escalera del cielo». Se
llaman b`né ha-'elohim, «hijos de Dios» o seres divinos, intervienen en la
guerra, pero para la fe y el culto sólo tienen un papel secundario.

La fe postexílica en los á. va matízándose hasta convertirse en una auténtica


angelología (Job, Daniel). Los á. reciben nombres, pasan a ser á. protectores
de los países, la corte celestial de á. se hace enormemente grande, ellos son
considerados como intermediarios que tienen la función de interpretar
(angelus interpres en Zacarías y Ezequiel). El código sacerdotal se abstiene
(¿polémicamente?) de toda declaración sobre los á. En Job se habla del límite
de su santidad; ante Dios ellos no son inmaculados (4, 18; 5, 15ss). En
armonía con la fe en la creación, Yahveh es el señor absoluto de la hístoria, lo
cual deja un espacio relativamente pequeño para la fe en á. y demonios.
Después de Daniel, por un lado se impone la ilustración helenista, difundida
sobre todo por los saduceos (cf. Filón, Josefo), para los cuales la fe en los á.
es un asunto interno de los esenios; las apariciones de á. son llamadas
fantasmata. Por otro lado, las representaciones acerca de los á. encontraron
un amplio campo de acción en la --> apocalíptica y en la devoción popular de
los judíos. Los esenios, el mundo de Qurnrán y los rabinos las recogieron, en
parte con interpretaciones dualistas, oponiéndose así al racionalismo que
irrumpía y a la vez conservando rigurosamente la superioridad de Dios. Desde
entonces existe la persuasión de que los hombres están asistidos por ángeles
especiales, los cuales se comportan como guardianes, guías e intercesores.

2. Nuevo Testamento

El NT recibe con cierta sobriedad las ideas del AT sobre los á. Como expresión
de la irrupción del reino de Dios los á. acompañan a jesús, p. ej., en la
tentación, en Getsemaní, en la resurrección. En la anunciación y en el
nacimiento de Jesús aparece el á. de Yahveh; a los á. se les atribuye una
intensa participación en el juicio escatológico (Lc 12, 8; 2 Tes 1, 7, etc., cf.
Ap). Mas no aparece allí un interés específico por los á.; más bien, sobre todo
Mc 13, 32; Gál 1, 8; 3,19; Heb 1, 4; 2, 2, etc., acentúan la superioridad de
Cristo sobre los á. La carta a los Colosenses-(1, 16, 2, 18) parece que
impugna doctrinas gnósticas acerca de los á.

Junto a la idea tomada del judaísmo sobre los á. de la guarda, se habla con
frecuencia de potestades, virtudes, tronos, principados, dominaciones, sin
indicación de la diferencia exacta entre esos grupos. Algunos á. tienen
atributos demoníacos y están en relación con Satanás (1 Cor 15, 24; Ef 6, 2);
se habla incluso de á. del demonio (p. ej., Mt 25, 41) o de á. caídos (Jds 6; 2
Pe 2, 4). Pero donde más ampliamente se habla de los á. es en el Apocalipsis,
hasta el punto de que éste puede compararse con la especulación judía. Ellos
transmiten al mundo el juicio y los encargos de Dios, e incluso plagas; rodean
el trono celestial desde donde reina Dios; a veces son considerados como
fuerzas cósmicas. En cuanto los á. son de tipo demoníaco, en principio Cristo
los ha vencido por la muerte y resurrección, si bien ellos siguen ejerciendo su
poder sobre los creyentes hasta el final de los tiempos.

III. Visión sistemática


1. Por lo que se refiere a su esencia, los á. han de ser concebidos como
«potestades y virtudes» de índole espiritual y personal («creaturae
personales»: Humani generis, Dz 2318). Como tales se les presupone siempre
en las declaraciones doctrinales del magisterio (cf. p. ej., Dz 228a, 248; DS
991, Dz 428, 530, 1673, 1783; y además todo lo que la Iglesia dice sobre el
diablo [cf. p. ej., Dz 427s], y su influjo en los pecadores [Dz 711s, 788, 894]).
Aunque se presuponga su carácter «incorpóreo» en comparación con el
hombre (cf. Dz 428, 1783), sin embargo, con ello no queda todavía decidida
la pregunta más concreta de su relación al mundo material. La especulación
tomista sobre la esencia metafísica del á. (DS 3607, 3611) es una opinión
libre. En todo caso su relación al mundo material y espiritual, así como a su
evolución, ha de ser concebida de tal modo que ellos se presenten realmente
como «potestades y virtudes» del cosmos en virtud de su esencia natural (y
no simplemente por una decisión arbitraria, contraria a su propia esencia, sin
más fundamento que su mera maldad). El resto de la especulación escolástica
sobre la esencia espiritual de los á. procede de las teorías filosóficas del
neoplatonismo acerca de la pura inmaterialidad o espiritualidad, y no tiene
ninguna obligatoriedad teológica. Sin duda lo mismo debe decirse (a pesar del
Sal 8, 6) acerca de la superioridad esencial de los ángeles sobre los hombres
(-> angelología). En todas esas teorías, si pretenden ser teológicas, se
sobrepasa el punto de partida de toda angelología dogmática y, con ello, los
límites impuestos a nuestro conocimiento de los á.

Igualmente, si bien los á., como todas las realidades concretas de la creación,
han de ser concebidos como distintos entre sí, sin embargo, su clasificación en
determinados «coros» y «jerarquías» es arbitraria y no tiene un auténtico
punto de apoyo en la sagrada Escritura.

2. Tales ángeles existen, mas como mera creación. La profesión de fe del


concilio Lateranense iv y la doctrina del Vaticano i sobre la creación afirman
que, además del hombre, han sido producidas algunas criaturas espirituales, a
saber, los ángeles (Dz 430, 1783; cf. también Dz 2318, y las declaraciones de
los símbolos de fe sobre lo «invisible» como creación del Dios único). No cabe
decir que el sentido de las declaraciones conciliares sea solamente el
siguiente: si existen tales «potestades y virtudes» personales y espirituales,
ellas, como todo lo demás, son criaturas del Dios único y absoluto, por más
que, en último término, sea ése el sentido decisivo de las declaraciones. De
todos modos, la afirmación de que los á. son criaturas sitúa de antemano a
todos los poderes espirituales y personales del cosmos, así como su poderío y
maldad, en el círculo de las realidades que están absolutamente sometidas al
único Dios bueno y santo, y que por su origen son buenas, de forma que no
cabe considerarlos como antiprincipios cuasi divinos que actúan
independientemente de Dios, cosa que hasta ahora con demasiada frecuencia
se hacía inconsciente e implícitamente en la predicación vulgar (->
maniqueísmo, --> dualismo, --> diablo; DS 286, 325; Dz 237, 428, 574a,
etc.).

Que la corporalidad, el matrimonio, el goce carnal, etc., sean obras del


demonio, es una afirmación que hoy nadie se atrevería a formular así. Pero lo
ahí opinado y rechazado por la Iglesia (cf. Dz 237-244, etc.), todavía hoy
sigue siendo una tentación del hombre, la cual toma cuerpo bajo otras
formulaciones. En efecto, éste atribuye un carácter absoluto en éI orden de la
maldad a los motivos y a las dimensiones de su propia culpa (p. ej., a la
«técnica», a la «sociedad», etcétera), para despojarse de su responsabilidad
moral.

3. Los á., como el hombre, por la gracia tienen un fin sobrenatural, que
consiste en la visión inmediata de Dios (Dz 1001, 1003-1005, 1009; DS
2290). Esta concepción se desprende de la unidad del comportamiento divino
con relación a la criatura espiritual, por el cual Dios, si concede su
autocomunicación gratuita, la concede a todas las criaturas espirituales y
personales; y se deduce también de aquella idea de la Escritura y tradición
según la cual los ángeles buenos están con Dios en el cielo, formando su
«corte» (Dz 228a; DS 991; Dz 430), o sea, gozan igualmente de la visión
beatífica. Ellos se han decidido libremente por este fin o contra él (cf. DS 286,
325; Dz 211, 427, 428s). La doctrina oficial de la Iglesia no dice nada sobre el
momento temporal de esa decisión. Pero, indudablemente, no podemos
atribuir a la decisión angélica aquel tipo de temporalidad sucesiva que
corresponde al hombre dentro de su historia, sino que hemos de concebirla
como una acción única y total, la cual desde siempre (desde el principio)
codetermina la situación histórico-salvífica del hombre y se manifiesta en ella.

4. Esta decisión definitiva de los á. de cara a Dios o de espaldas a él no


significa una predeterminación forzosa de la historia humana de salvación y
de perdición (Dz 428, 907), pero es un momento de la situación en la que
nosotros obramos libremente nuestra salvación o la perdemos (--> diablo, ->
demonios). Esto también tiene validez con relación a los ángeles buenos, de
modo que es posible y lícito tributarles (lo mismo que a los «santos» que han
alcanzado la bienaventuranza) una cierta veneración, un cierto culto (DS
3320, 3325; Dz 302; Vaticano li, De Eccl., número 50). En consonancia con
esto, la liturgia y la tradición piadosa hablan también de ángeles de la guarda
(Mt 18, 10, CatRom iv, 9, 4), es decir, concretan la conexión entre hombres y
ángeles dentro de la única historia de salvación del único mundo poniendo en
relación a determinados ángeles con determinados hombres. Mientras esto no
dé lugar a una descripción demasiado antropomórfica o incluso infantil, no hay
nada a objetar contra esa manera de presentar concretamente a los á. en la
predicación.

IV. Aspecto kerygmático

Desde el punto de vista kerygmático, actualmente no hay ninguna necesidad


de poner la verdad de los á. muy en primer plano de la predicación y de la
enseñanza. Con todo, hay ocasiones en las cuales el predicador no puede
evitar este tema: 1 a, cuando ha de ofrecer al lector de la Biblia una pauta
para entender la doctrina de los á. en la Escritura, a fin de que éste pueda
entregarse a una lectura creyente de los textos relativos a este tema, sin falsa
desmitización, pero con una actitud crítica, es decir, teniendo en cuenta el
condicionamiento histórico de la perspectiva y el género literario de tales
textos; 2 .a, cuando se plantea la cuestión de los demonios y del diablo.
Entonces la respuesta presupone una doctrina de los á. rectamente entendida.
Pues a través de ella se hará comprensible que las «potestades y virtudes»
malignas, como presupuesto del carácter suprahumano y (relativamente)
universal del mal en el mundo, no pueden volatilizarse hasta convertirse en
ideas abstractas, pero que estos principios personales, suprahumanos y
relativamente universales del mal en el mundo tampoco pueden quedar tan
resultados que, a la manera gnóstica o maniquea, pasen a ser poderes casi
tan grandes como el Dios bueno (cosa que sucede frecuentemente en una
piedad vulgar poco esclarecida). Ellos no significan ninguna competencia para
Dios, sino que son sus «criaturas». Y, lo mismo que en el hombre, también en
los á. la libre maldad es (incluso en el estado definitivo) la meramente relativa
corrupción de una esencia natural, permanente y dotada de una función
positiva en el mundo, pues un mal absoluto constituiría una contradicción en
sus propios términos.

Karl Rahner

ANGELOLOGÍA

1. La doctrina de los ángeles, aun reduciéndose a la medida en que real e


ineludiblemente pertenece al mensaje cristiano (donde, evidentemente, ha de
buscar su recto contexto), tropieza hoy con dificultades especiales. Primero,
porque el hombre de hoy rehúsa injustamente el que se le conduzca más allá
de un primitivo saber empírico; y, además, porque él cree que dentro del
mismo conocimiento salvífico puede desinteresarse por completo de una
eventual existencia de «ángeles», de los cuales se desentiende la piedad
racional de nuestro tiempo. Finalmente, desde el punto de vista de la historia
de la religión, añádese a esto la observación de que en el AT la doctrina de los
ángeles aparece relativamente tarde, como una especie de «inmigración
desde fuera», y en el NT, prescindiendo de algunos fenómenos religiosos
marginales, en cuya «catalogación» se requiere suma cautela, el tema de los
ángeles (-> demonios) se toca más bien bajo una actitud de repulsa a un
cierto culto angélico y con conciencia de la superioridad del cristiano sobre
todos los « poderes y potestades» del mundo, de modo que el interés
existencial y religioso de los cristianos seguiría en pie aun cuando no hubiera
ningún «ángel» (bueno o malo) dotado de individualidad y substancialidad
propia.

2. Ya de estas sencillas observaciones cabe deducir algunos principios


hermenéuticos (importantes también en la predicación) para una a.

a) Sin perjuicio de la personalidad substancial de (muchos) ángeles, buenos o


malos (Dz 2318), no podemos ni debemos concebirlos antropomórficamente,
sobre la base imaginativa de los puntos espaciales y temporales, y así
representárnoslos como una suma de pequeños seres espirituales carentes de
materia, los cuales (los ángeles buenos y los malos), a semejanza de los
«espíritus» en las sesiones espiritistas, actuarían caprichosamente (o en
virtud de especiales «encargos» divinos) en el mundo material y humano, sin
una relación verdaderamente interna, permanente y esencial al mundo. En
cambio, los ángeles pueden ser concebidos como «poderes y fuerzas» que por
esencia pertenecen al «mundo» (o totalidad de la creación espiritual y
material con su proceso evolutivo), sin perjuicio de que sean «incorpóreos», lo
cual, por otra parte, no significa carencia de relación al único cosmos
material; pueden ser concebidos como principios creados, finitos, conscientes
de sí mismos y, con ello, libres y personales, que entran en la estructura de
órdenes parciales del universo.

Como tales, los ángeles no se hallan por principio substraídos al conocimiento


natural y empírico (el cual no coincide sin más con la experimentación
cuantitativa de las ciencias naturales) y, por tanto, no constituyen un objeto
cuyo descubrimiento esté de suyo inmediata y necesariamente vinculado a la
revelación. Dondequiera que en la naturaleza y en la historia surgen órdenes
o estructuras o unidades de sentido que, por lo menos para una valoración sin
perjuicios de lo que allí se intuye, no se presentan ni como composiciones
hechas desde abajo a base de un mecanismo meramente material, ni como
planeadas y creadas por la libertad humana, y dado que esas unidades de
sentido en la naturaleza y en la historia nos muestran como mínimo huellas de
una inteligencia y una dinámica extrahumanas, está plenamente justificado el
verlas soportadas y dirigidas por tales «principios». Pues es metódicamente
falso el que corramos a interpretar esos complejos, esas unidades de sentido
en la - naturaleza (cf. Ap 16, 5, etc.) y en la - historia («ángeles de los
pueblos»: Dan 10, 13, 20s) como manifestaciones inmediatas del espíritu
divino, sobre todo teniendo en cuenta cómo el antagonismo allí existente, por
lo menos entre las grandes unidades históricas, in nua que él se debe más
bien a «poderes y fuerzas» antagónicos dentro del mismo mundo. ESta
concepción presupone que los ángeles como tales «principios» de la
naturaleza y de la historia no obran por primera vez cuando se trata de una
momentánea historia individual de salvación o de perdición en el hombre, sino
que su operación en principio precede por naturaleza a su y a nuestra libre
decisión, si bien ésta también pone su sello en dicha operación. Esto no
excluye la función de los ángeles como «ángeles de la guarda», pues todo ser
espiritual (y, por tanto, también los ángeles) posee una configuración
sobrenatural y, con ello, (cada uno a su manera) tiene (o tuvo) una historia
de salvación (o de perdición) y, también a través de su función precisamente
natural, cada ser espiritual reviste importancia para los demás, sin que por
eso se deba ir más lejos en la sistematización y elaboración de la doctrina
sobre los ángeles de la guarda.

A base de esta concepción fundamental del ángel resulta también


comprensible por qué él no puede ser objeto de la experimentación
cuantitativa de las ciencias naturales, a saber, por la razón de que esta
experimentación, tanto desde el punto de vista de su objeto como del sujeto,
tiene que moverse siempre dentro de los «órdenes mencionados». Si la
relación (natural) de los ángeles con el mundo y su actuación en él se basa
fundamentalmente en su esencia (y no en sus casuales decisiones personales)
eso mismo pone de manifiesto que ellos, como principios de órdenes parciales
del mundo, de ninguna manera hacen problemática la seguridad y la exactitud
de las ciencias naturales. Por otra parte, esto no excluye toda otra experiencia
de los ángeles, según lo dicho antes (cabría mencionar aquí el espiritismo y la
-> posesión diabólica). Explicaciones antropomórficas, sistematizaciones
problemáticas, usos en lugar inadecuado, fijaciones de tipo dudoso en la
historia de las religiones, acepción meramente simbólica..., todo eso no
constituye ninguna objeción perentoria contra la validez de la experiencia
fundamental de tales fuerzas y poderes en la naturaleza y en la historia, en la
historia de salvación y en la de perdición. Hoy, cuando con precipitada
complacencia se tiene por sumamente razonable el pensamiento de que en
medio del enorme universo debe haber seres vivientes dotados de inteligencia
también fuera de la tierra, el hombre no puede rechazar de antemano como
inconcebible la existencia de «ángeles», siempre que se los conciba, no como
un adorno con cariz mitológico de un mundo sagrado, sino, primordialmente,
como «fuerzas y poderes» del cosmos.

b) Esto supuesto, resulta comprensible desde qué punto de partida y en qué


medida una a. tiene cabida en la doctrina religiosa de la revelación. La
revelación no introduce propiamente (por lo que se refiere a los ángeles) en el
ámbito existencial del hombre una realidad que de otro modo no existiría, sino
que, desde Dios y su acción salvífica en el hombre, interpreta lo que ya
existía, cosa que debe decirse también de todas las demás realidades de la
experiencia humana, las cuales requieren un esclarecimiento desde la fe y
tienen necesidad de redención en su relación al hombre y en la relación del
hombre a ellas. Por tanto, en la a., la revelación ejerce la misma función que
en el restante mundo creado del hombre: confirma su experiencia, la preserva
de la idolatría y de la confusión de su carácter misterioso con el mismo Dios,
la divide (progresivamente) -allí donde y porque ella es espiritual y personal-
en dos reinos radicalmente opuestos, y la ordena en el único acontecimiento
en torno al cual gira todo en la existencia del hombre, a saber, la venida de
Dios en Cristo hacia su creación. Así, la a., como doctrina del mundo que
desde fuera rodea a la naturaleza humana en la historia de la salvación, se
presenta para la teología del hombre como un momento de una -->
antropología teológica (cf., p. ej., Rahner, i, 36), prescindiendo de cuál es el
lugar «técnica» o didácticamente adecuado para tratarla. Ella da a conocer al
hombre un aspecto del mundo que le rodea en su decisión creyente, e impide
que él infravalore las dimensiones de ésta, mostrándole cómo se halla en una
comunidad de salvación o de perdición más amplia que la de la sola
humanidad.

En virtud de esta posición de la a. en la antropología teológica recibe ella su


importancia, su medida y un interno principio apriorístico para indicar qué es
lo que propiamente se pregunta aquí y desde qué punto de vista cabe
«sistematizar» los escasos datos de la Escritura. Ahí tenemos, p. ej., el lugar
original desde donde hemos de determinar la esencia de los ángeles, sin
perjuicio de que, en cuanto espíritus «incorpóreos», se diferencien
notablemente del hombre. Y de ahí se desprende concretamente que ellos
pertenecen al mundo por su misma esencia, se hallan junto con el hombre en
la unidad natural de la realidad y de la historia, compartiendo con él la única
historia sobrenatural de salvación, la cual - también para ellos - tiene su
primer esbozo y su último fin en Cristo.

Pero, en cuanto la antropología teológica y la -> cristología se hallan en una


mutua interdependencia esencial, la esencia de la a. está codeterminada por
ese contexto más amplio. Si la posibilidad concreta de la creación (que
también habría podido realizarse sin la encarnación) y la creación fáctica
están fundadas en la posibilidad o en el hecho de que Dios «libremente»
decretara su propia manifestación absoluta mediante la exteriorización de su
Palabra, la cual, en cuanto se pronuncia a sí misma, se hace hombre (B.
WELTE, Chalkedon iii, 5180; RAHNER, IIl, 35-46), consecuentemente, a la
postre también la a. sólo puede ser entendida como un momento interno de la
cristología; los ángeles son en su esencia contorno personal del Verbo
exteriorizado y enajenado del Padre, el cual es la palabra de Dios manifestada
y oída en una persona.

La diferencia entre los ángeles y los hombres debería verse en una


modificación (ciertamente «específica») de esa esencia («genérica») común a
unos y a otros, esencia que llega a su suprema y gratuita plenitud en la
Palabra de Dios. Desde ahí habría que enfocar temas como los siguientes: «la
gracia de los ángeles como gracia de Cristo», «Cristo como cabeza de los
ángeles», «la unidad original del mundo y de la historia de la salvacíón
compartida por los ángeles y los hombres en su supraordinación y
subordinación mutuas», «la variación que experimenta el papel de los ángeles
en la historia de la salvación». La a. encuentra en la cristología su última
norma y su más amplia fundamentación.

3. La historia de la angelología cristiana.

a) La a. cristiana tiene una prehistoria; este hecho reviste una importancia


fundamental para comprender su esencia. Quizá sea exacto que ya en los más
antiguos estratos del AT está presente la fe en los ángeles. Pero allí es todavía
tenue, y no queda elaborada hasta los escritos posteriores (Job, Zac, Dan,
Tob). La fe en los ángeles nunca aparece como el resultado de una revelación
histórica de la palabra divina a través de un suceso (como, p. ej., el pacto de
la alianza). Los ángeles son presupuestos como algo que evidentemente
existe, están simplemente ahí como en todas las religiones de los alrededores
de Israel y se los experimenta sencillamente como existentes. De ahí que, en
lo referente a su relación a Dios, su índole creada y su división clara en
buenos y malos, la Escritura pueda esperar tranquilamente hasta un momento
posterior a convertirlos en objeto de reflexión teológica, lo cual resultaría
inexplicable si la existencia y naturaleza de los ángeles fuera una verdad
directamente pretendida por la revelación de la palabra divina. Se ha
intentado buscar auxilio en la afirmación de que la doctrina de los ángeles
pertenece a los datos de la -> «revelación primitiva». Pero, aun cuando
estuviéramos dispuestos a aceptar esto, habría que preguntar cuál es el
presupuesto para el hecho de que esa revelación primitiva se mantuviera tan
largo tiempo en forma adecuada, y continuara desarrollándose y, por cierto,
esencialmente en igual manera dentro y fuera de la historia de la revelación
propiamente dicha. La respuesta real a semejante pregunta demostraría
seguramente que ese contenido de la tradición se transmite desde siempre y
en todo momento, porque en cada instante puede surgir de nuevo. ¿Por qué
no puede haber ninguna experiencia (que en sí todavía no signifique una
revelación divina) de poderes personales extrahumanos, que no sean el
mismo Dios?

Esta prehistoria del tratado muestra que la fuente originaria del auténtico
contenido de la a. no es la revelación de Dios mismo. En consecuencia, como
ya hemos acentuado, el tratado siempre debe tener esto ante sus ojos. La
revelación propiamente dicha, en el Nuevo Testamento particularmente (y en
general allí donde ella surge con relación a los ángeles a través de la palabra
de los profetas y de otros portadores primarios de la revelación o a través de
la Escritura inspirada), tiene, sin embargo, una función esencial, a saber, la de
seleccionar y garantizar. En virtud de esa función, la a. procedente de fuera,
de la historia anterior a la revelación, es purificada y liberada de elementos
inconciliables con lo auténticamente revelado (la unicidad y el verdadero
carácter absoluto del Dios de la alianza y el carácter absoluto de Cristo como
persona y como mediador de la salvación), y los elementos restantes quedan
confirmados `como experiencia del hombre legítimamente transmitida, y así
se conserva para él ese saber cono un momento importante de su existencia
religiosa, el cual de otro modo podría perderse. Esto se pone también de
manifiesto mediante observaciones particulares acerca de la Escritura:
ausencia de una visión sistemática, descenso de ángeles vestidos de blanco,
mención genérica como expresión de otras verdades más amplias y que
tienen importancia religiosa (dominio universal de Dios, vulneración de la
situación humana, etc.), desinterés por el número exacto de los ángeles y por
su jerarquía, por su género y sus nombres, uso de ciertas representaciones
recibidas y ajenas a la revelación, sin reflexionar sobre su sentido (ángeles
como «psychopompoi», sus vestidos blancos, el lugar donde habitan),
despreocupación con que se los menciona en cualquier contexto (p. ej.,
aparición junto con los cuatro animales apocalípticos, etc.).

b) La historia posterior de la a. no vamos a exponerla aquí detalladamente.


Resaltaremos solamente lo importante para nuestro planteamiento
sistemático de la cuestión. La doctrina del magisterio de la Iglesia ha
codificado el contenido real de la Escritura en lo relativo a los ángeles,
limitándose con cautela a lo religiosamente importante « para nosotros y para
nuestra salvación», y dejando todo lo sistemático al trabajo de la teología. Lo
enseriado de una manera realmente dogmática es sólo la existencia de una
creación espiritual constituida por ángeles (Lateranense iv, Dz 428; Vaticano i,
Dz 1783); y eso como expresión de la fe en que, junto al único y absoluto
Dios creador, no hay otra cosa que sus criaturas; y, bajo este presupuesto, se
enseña también su inclusión en una historia libre y sobrenatural de salvación
y de condenación (Dz 1001 hasta 1005).

Frente a representaciones judeo-apocalípticas y helenísticas de los ángeles,


los padres de la Iglesia acentúan ya desde el principio el carácter creado de
los ángeles, los cuales, por consiguiente, no han participado en la creación del
mundo, como afirmaban distintas formas de la -> gnosis. El PseudoDionisio
escribe hacia el año 500 el primer tratado sistemático, y en occidente es
Gregorio Magno el que, siguiendo las huellas de Agustín, se ocupa
detalladamente de los ángeles; los dos son fundamentales para la angelología
medieval.

Esta fue elaborada: 1 °, bajo una valoración demasiado indiferenciada de los


textos de la Escritura, sin atender con exactitud a su género literario, a su
puesto en la vida y a su verdadera intención (p. ej., cuando los muchos
nombres diferentes se convirtieron en otros tantos coros distintos de
ángeles); y, en parte, descuidando datos importantes en el plano teológico y
salvífico (la unidad natural entre el mundo terreno y el angélico no se planteó
claramente como tema de estudio, siendo así que ella constituye el
presupuesto de la unidad en la historia salvífica).

2 ° Usando pensamientos de sistemas filosóficos, cuyo origen y cuya


legitimidad en una teología de la salvación no fueron examinados con
suficiente precisión, de modo que aquí y allá resultan problemáticos. Desde el
siglo vi se enseñó la pura «espiritualidad» de los ángeles, la cual pasó luego a
ser en tal manera la columna clave de la a., que, teológicamente, tanto la
unidad histórico-salvífica entre ángeles y hombres en la única historia de
salvación del Verbo encarnado: como los presupuestos naturales de esa
unidad, quedan relativamente oscuros (cuestión de si todos los ángeles
pueden ser «enviados»; problema del momento de la creación de los ángeles,
etc.).

La subordinación de la a. a la cristología (que es tema explícito en Pablo) no


recibió el debido peso teológico (todavía en la actualidad hay dogmáticas
escolares - Schmaus es una excepción - donde la a. es concebida de una
manera totalmente acristológica), si bien ese aspecto no estuvo totalmente
ausente, p. ej., cuando (en Suárez, a diferencia de Tomás y Escoto) la gracia
de los ángeles fue concebida como gracia de Cristo. En la edad media el ángel
era muchas veces el lugar concreto para la elaboración metafísica de la idea
de un ente finito, inmaterial y espiritual, entendido como forma subsistens,
como substantia separata (siguiendo la filosofía árabe); y hemos de notar a
este respecto que tales especulaciones, por útiles y apasionantes que
teológicamente sean, conducen con frecuencia a estrechos callejones
intelectuales (tales formae separatae se convierten casi en mónadas
leibnicianas, que sólo con dificultad se someten a los datos teológicos). Así
sucede también que la superioridad de la naturaleza angélica sobre la humana
es afirmada con demasiada naturalidad, sin estudiar los matices, como
consecuencia de un pensamiento neoplatónico con sus estratos y rangos. Lo
cual resulta problemático si pensamos que la naturaleza espiritual del hombre,
- implicando una transcendencia absoluta, la cual, por la visión de Dios, eleva
a dicha naturaleza hasta su plenitud (indebida) y, por lo menos en Cristo,
hasta una plenitud superior a la de los ángeles-, no puede ser calificada con
tanta facilidad como inferior a la angélica (¿por qué el poder descender a
mayores profundidades materiales, existiendo la posibilidad de un ascenso a
una altura tan grande como la profundidad, debe ser ya el indicio de una
naturaleza inferior bajo todo aspecto?). Si se alude a Sal 8, 6 y Heb 2, 7, no
se puede pasar por alto 1 Cor 6, 8 y la doctrina paulina de la superioridad del
Cristo encarnado sobre los ángeles y de la superioridad del cristiano sobre la
ley proclamada por los ángeles (cf. también Ef 3, 10; 1 Tim 3, 16; 1 Pe 1,
12).

Naturalmente, lo auténticamente cristiano irá imponiéndose una y otra vez o,


dicho de otro modo, la mediación jerárquica a través de estadios desde el Dios
transcendente (el cual en el neoplatonismo es considerado como el supremo
ente, en contraposición al ser realmente transcendente, que como tal está
inmediatamente próximo a todas las cosas) será abandonada más y más.

3 ° Muchos puntos de la a. sistemática son simplemente una aplicación (en


conjunto justificada, pero a veces realizada en forma demasiado simplista) a
los ángeles de los datos de una antropología teológica, por la razón de que
también ellos son criaturas espirituales y están llamados al mismo fin de la
visión de Dios.

4 ° Sin tener en cuenta la posición especial de una antropología teológica - la


cual, como autoposesión del sujeto que pregunta en la teología y a causa de
la encarnación y de la gracia, para nosotros es en cierto sentido toda la
teología-, en la usual dogmática escolar el tratado de la a. ocupa simplemente
un capítulo y, por cierto, el primero que en la doctrina de la creación se
expone después de haber hablado de la creación en general; y a la a.
acostumbra a seguir otro capítulo sobre antropología (cf., p. ej., PEDRO
LOMBARDO, ir Sent. d. 1-11; TOMÁS, ST r q. 50-64; además q. 106-114,
etc.). En este procedimiento meramente aditivo no queda muy clara la función
de la a. en una doctrina de la salvación humana.

5 ° Mientras en el tiempo postridentino empieza el estudio histórico-


dogmático de la a. (Petavio), hasta hoy falta casi totalmente una reflexión
explícita de la dogmática especulativa sobre la angelología.

Karl Rahner

ANGLICANISMO:
COMUNIÓN ANGLICANA

La anglican communion es una comunidad de diócesis canónicamente


constituidas, de iglesias provinciales o regionales que están en comunión con
la sede de Canterbury, y tienen las siguientes características comunes:

a) Confiesan el símbolo católico y apostólico y se atienen al orden de vida que


él supone, tal como está contenido en el Book of Common Prayer, libro que
goza de autoridad en las diversas Iglesias.

b) Son Iglesias particulares o nacionales y, como tales, cada una en su


territorio, promueve una expresión nacional de la fe, de la vida y del culto
cristianos.

c) No están ligadas entre sí por una autoridad central, legislativa y ejecutiva,


sino por la mutua lealtad, representada por el consejo común de los obispos
(resolución 49 de la conferencia de Lambeth de 1930).

Estas Iglesias son 19, y se hallan en Inglaterra, Escocia, Irlanda, Gales,


Estados Unidos, India, Paquistán, Birmania, Ceilán, Australia, Canadá, África
del Sur, Nueva Zelanda, pequeñas Antillas, África oriental, África central,
África occidental, Uganda (con Buganda y Ruanda), Japón, China, Brasil y
Próximo Oriente. Hay además algunas diócesis bajo la jurisdicción
metropolitana del arzobispo de Canterbury: Bermudas, Gibraltar, Hong-Kong,
Corea, Kuching, Singapur, isla Mauricio e Irán.

Entre las Iglesias miembros de la anglican communion, sólo la de Inglaterra


es estatal, o sea, tiene una relación con el Estado fijada por las leyes del país.
Las restantes 18 Iglesias tienen su propia constitución, eligen sus obispos,
modifican sus propias liturgias y disciplinas y no están sujetas ni al Estado, ni
a la Iglesia de Inglaterra, ni a la comunión anglicana en su totalidad.

La comunión anglicana no es un cuerpo «confesional» en el sentido corriente,


pues los 39 artículos no tienen ninguna autoridad en cierto número de Iglesias
y provincias anglicanas. En los intentos de reunificación, dichos artículos son
valorados como meros documentos históricos. La «communion» comparte en
medida considerable la concepción pluralista de la Iglesia de Inglaterra. Los
términos «católico», «evangélico» y «liberal» son inevitables para describir las
tendencias y los grupos o provincias de la c. a.

Algunos anglicanos no están de acuerdo con esta declaración de Lambeth y


opinan que este episcopado es medio oportuno, pero no necesario, para el
gobierno y la ordenación de la Iglesia; otros sostienen una doctrina sobre la
«sucesión apostólica» semejante a la de los ortodoxos y católicos. Pero, en las
conversaciones con los metodistas, los anglicanos declararon que esta libertad
de interpretación «sólo es posible dentro de la más estricta invariabilidad de la
ordenación episcopal. Porque, mientras es posible tener una visión "baja" del
episcopado dentro de una estricta inmutabilidad de práctica, es imposible
tenerla "alta" donde se rompe esta invariabilidad» (Report of Conversations
between Anglicans and Methodists, Lo 1963, p. 45).

4. Las conferencias de Lambeth son otro lazo de unidad, y sus decisiones para
la anglican communion son importantes para la reunión de las Iglesias y la
intercomunión. Desde 1897 hay un cuerpo consultivo de las conferencias de
Lambeth; en 1948 fue creado un secretariado para la estrategia misional. En
1952 el centro «St. Augustine's» de Canterbury alcanzó rango de colegio
sacerdotal para ampliación de estudios. En 1959 el obispo Stephen Bayne
recibió en la anglican communion la función de un executive officen, y en el
congreso anglicano de 1963 se acordó nombrar nueve representantes
regionales para planificación, mediación y asesoramiento. En el mismo
congreso los primados y arzobispos se dirigieron a las Iglesias miembros para
solicitar un fuerte apoyo económico, adicional a los presupuestos y
obligaciones ya existentes. Se aceptó también que, en caso de unión de
iglesias anglicanas con otras, debería continuar el apoyo económico.

En general, los anglicanos están de todo punto dispuestos a que desaparezca


definitivamente su comunidad en interés de la unión de todas las iglesias.
Entretanto, sin embargo, están convencidos de que la mejor manera de servir
a la causa de la unidad es mantener sus principios y roborar y extender su
actividad misional.

Bernard Leeming

AÑO LITÚRGICO

I. Principios generales

1. Es la afirmación esencial de la -> revelación, e incluso la esencia misma de


la revelación, el hecho de que Dios llama a la humanidad en medio de una
historia, la cual, a través de la -> creación y de la -> alianza con Israel
(mencionando solamente las etapas decisivas), progresa hacia aquella
salvación insuperable y definitiva que es jesucristo, cuya revelación gloriosa
traerá la meta y el final de toda historia. En consecuencia, para cada una de
las generaciones inmersas en el tiempo la salvación se hace presente en
cuanto se celebra la memoria de las acciones salvíficas de Dios, acontecidas
una sola vez, mirando al fin que todavía ha de llegar; por eso la salvación es
transmitida por la celebración memorial del misterio de jesucristo, que va
implicada en la fe y que la ->Iglesia debe repetir como humanidad
incesantemente llamada a la salvación.

2. El carácter definitivo y universal de la salvación confiere a la Iglesia el


encargo de la anamnesis en todas las dimensiones del ser humano, por tanto
en todos los lugares y tiempos limitados. De acuerdo con esto, el mundo
circundante de las cosas es testigo de la salvación y está lleno de ella gracias
a los -> sacramentos (y -> sacramentales). Y en el tiempo que el hombre ha
recibido como don y tarea se distinguen diversas fases de presencia de la
salvación mediante la celebración de horas y días: para llenar la unidad
cósmica del día la Iglesia actualiza la salvación en el orden total del rezo de
las horas (-> breviario); y el ciclo más amplio en el que se celebran los
distintos tiempos y festividades recibe el nombre de caño litúrgico».

3. Evidentemente, la contraposición entre celebración de la salvación en el


sacramento y celebración de la misma en las fiestas con carácter temporal es
demasiado sistemática, pues también el sacramento, como acto de culto
vinculado al tiempo, origina y articula un tiempo salvífico. Pero la fiesta misma
tiene el sentido de una presencia de la salvación, sentido que no recibe por
primera vez de la celebración de un sacramento; diríamos, más bien, que éste
tiene normalmente «su tiempo» en la fiesta.

4. Las diversas celebraciones conmemorativas pueden dar origen a una


presencia salvífica diferenciada en la forma y en el grado de intensidad. Es
cierto que ahora el contenido de la anamnesis sólo puede ser la salvación de
Cristo en su totalidad y en su carácter definitivo, o sea, el misterio de pascua
(Constitución sobre la sagrada liturgia, art. Ss, 106, etc.), o el tránsito del
Dios hombre a través de la muerte, como precio del pecado, hacia la vida de
la gloria divina así abierta (cf., p. ej., Lc 24, 46, etc.). En forma tan amplia y
explícita esto sucede en la eucaristía y en la fiesta de pascua particularmente.
Sin embargo también se puede recordar la salvación definitiva con motivo de
transitorias o parciales acciones salvíficas. Pues el conjunto de la obra salvífica
de Cristo es la consumación de la historia de la -> salvación, que Dios
comenzó con el antiguo pueblo de la alianza. No en vano, en virtud de la
concepción normativa de la Iglesia primitiva, el tránsito del Señor desde este
mundo al Padre se celebra en el contexto de la gran fiesta de la redención en
la antigua alianza y constituye su plenitud en el sentido más profundo (cf. p.
ej., 1 Cor 6, 7; Cristo «nuestro cordero pascual»). Así, de hecho, las grandes
fiestas de la nueva alianza (pascua, pentecostés) han nacido de las
instituciones del antiguo tiempo de salvación (pascua, fiesta de la
reconciliación).

5. Especialmente el --> domingo es el modelo de la anamnesis cristiana en el


tiempo. Así como el primer relato de la creación (Gén 1, 1-2, 3) sabe que el
tiempo del mundo está articulado como época de la inicial acción salvífica de
Dios y lo proclama como tiempo salvífico por medio de la semana de siete días
que se repite constantemente (con el sábado como meta), igualmente el
domingo o «día del Señor» es la primera fiesta de la Iglesia (cf. la
Constitución sobre la liturgia, art. 102, 106), porque en el primer día de la
antigua semana el Señor, consumando su pascua, creó el principio de una
nueva creación que había de ser celebrada a base de la misma medida
temporal que en el período inicial de salvación. Permaneciendo idéntica la
forma de celebración externa, o sea, la semana, se celebran no obstante
diversas acciones de Dios, en las cuales a modo de memoria, en cada caso se
hace presente la salvación definitiva.

6. Algo parecido puede decirse con relación a la esperanza de la salvación en


las religiones extrabíblicas. También sus fiestas alcanzan su plenitud en la
obra salvífica de Cristo, pudiendo servir de fecha y de ocasión para las
festividades de la Iglesia (como sucedió con las navidades y la epifanía); pero
su contenido es evidentemente nuevo.

7. No existe impedimento alguno para esto, pues en la celebración


actualizadora del misterio que envuelve los tiempos (cf. Gál 4, 9ss) no se
trata precisamente de una fecha históricamente exacta de conmemoración
(fecha que mayormente no puede fijarse), sino de la acción memorial de la
Iglesia, por la que ésta se manifiesta como lugar de la salvación y como
protosacramento de todos los signos salvíficos (Constitución sobre la liturgia,
art. 2). Por esto la Iglesia, que es el sujeto del recuerdo, tiene que concretar
la manera de conmemorar la salvación dentro del tiempo del mundo.
Naturalmente, la Iglesia queda tanto más afectada en su totalidad y se halla
tanto más obligada a la unidad en la celebración, cuanto más el todo de la
salvación es contenido del recuerdo. Por eso no puede haber Iglesia sin
celebración de la eucaristía y sin recuerdo de la pascua, por eso la cristiandad
debe adoptar siempre un domingo y una fecha de pascua (cf. la disputa
acerca de la pascua; cf. también Decreto sobre las Iglesias orientales, art. 20;
Constitución sobre la liturgia, apéndice). En fiestas que sólo representan
«parcialmente la salvación» (p. ej., las de santos o las de Iglesias
particulares) pierde importancia la exactitud de la fecha.

8. La salvación de Cristo también se hace presente en su totalidad cuando se


celebra bajo la forma concreta de la historia ejemplar de un determinado
hombre, de un « santo» (Constitución sobre la Iglesia, art. 50), bien se trate
de figuras del antiguo tiempo de salvación (conmemoradas en las Iglesias
orientales) o bien de figuras del nuevo tiempo salvífico. Estas fiestas pueden
limitarse espacial y temporalmente a las Iglesias que están más
inmediatamente afectadas por la acción salvífica de Cristo que se celebra en
ellas. Tal acción se actualiza siempre en un concreto ambiente histórico.
Dentro del ciclo de festividades de la Iglesia, esto se manifiesta
particularmente en la fiesta de consagración de las iglesias.

9. Por consiguiente, como únicamente un auténtico acontecimiento salvífico


que afecta a los que lo celebran puede incorporar el tiempo (en su totalidad o
con una determinada fisonomía particular) a la historia de la salvación, sólo
un acontecimiento semejante puede ser fundamento de una fiesta; lo que es
un mero «motivo piadoso», puede ser objeto de meditación, pero nunca
constituye una auténtica fiesta. Aun cuando toda la existencia humana de
Cristo es importante para la salvación, no todos sus actos nos afectan en igual
manera, por eso el a. l. no tiene por qué ofrecernos la representación
completa de la vida de Jesús en el curso del año. Su sentido es hacer presente
el misterio salvífico de Cristo en nuestro tiempo medido por años.

II. Descripción

1. Origen y centro del a. l. es la celebración del misterio pascual de Cristo,


nuestra salvación, cada domingo y particularmente en pascua. La fiesta de
pascua, que probablemente tiene un origen apostólico y, por su contenido y
forma, se apoya en la celebración pascual de la sinagoga, abarca el recuerdo
de todos los acontecimientos salvíficos de la «partida» de Jesucristo « en
Jerusalén» (Lc 9, 31), es decir, de su pasión y muerte, de su resurrección y de
su tránsito hacia el Padre (--> «ascensión de Cristo»), de la efusión de su
Espíritu y de la parusía prometida; es simplemente la fiesta, «la expresión
cultual de la esencia del cristianismo» (Odo Casel).

2. Su celebración se desarrolla a manera de círculos concéntricos. En la


sacrosanta noche pascual, la «madre de todas las vigilias» (Agustín), la
perseverancia y la expectación, la audición de la historia sagrada en la palabra
de Dios y en cantos de alabanza, la profesión de fe, la gratitud y la súplica, la
celebración de la luz, que es el Señor, el aumento del número de los llamados
por la administración de los sacramentos de la iniciación y la venida del Señor
en la celebración de la eucaristía a la luz de la aurora, traen para la Iglesia «el
día que ha hecho el Señor» (Sal 117, 24, referido a pascua desde la
antigüedad).

3. La celebración de la pascua en sentido estricto abarca el triduo del viernes


santo (con la tarde del jueves santo), recuerdo de la pasión y muerte de
Cristo, del sábado santo, reposo en el sepulcro y descenso a la región de los
muertos, y del domingo de resurrección (que sigue a la noche pascual). La
seriedad del viernes santo configura la semana anterior a pascua, y la alegría
de la festividad pascual marca la tónica de la semana posterior a pascua
(«octava de pascua»).

4. A través de siete semanas, a lo largo de cincuenta días («pentecostés»)


dura la celebración de la pascua («tiempo pascual»), que termina en
pentecostés, fiesta en que se recuerda expresamente la misión del Espíritu
Santo a la Iglesia: lo que el Señor hizo en pascua por sí lo dirige ahora hacia
la Iglesia mediante la misión vivificadora de su Espíritu (cf. Jn 7, 39; Tit 3, 5).
Dentro de la celebración pascual se encuentra además la fiesta de la
«ascensión de Cristo» a los cielos (en el día cuadragésimo después de pascua,
según Act 1, 3): el Señor resucitado ha entrado a participar de la gloria de
Dios, creando el «cielo» para sí y para los suyos (Heb 1, 3s; Ef 2, 6s).

5. A la celebración continuada de la fiesta pascual a través de cincuenta días


corresponden, por otro lado, los «cuarenta» días de introducción a la misma
(cf. Mt 4, 2), tiempo de fructuosa penitencia como disposición digna a la
salvación (cf. Mt 3, 8; Act 26, 20), no sólo para los neófitos de la noche
pascual, sino para todos los miembros de la Iglesia, cuya vida ha de
renovarse constantemente desde Cristo mediante la celebración de la pascua.
La antiquísima práctica del tiempo de ayuno se formó en la Iglesia oriental ya
durante el s. v, abarcando ocho semanas; en la liturgia de la Iglesia romana,
la evolución hasta llegar a la organización actual (6 domingos de cuaresma,
comienzo de la cuaresma el miércoles de ceniza, 3 domingos «anteriores al
tiempo de cuaresma») quedó concluida en el s. vii.

6. Ya en la teología del NT, la glorificación pascual del Señor influyó en la


inteligencia de su existencia a la vez divina y humana en la concepción y el
nacimiento (Act 13, 33ss; cf. Rom 1, 3s), o (especialmente en el evangelio de
Juan) determinó en general la inteligencia de su manifestación antes de
pascua: el Hijo ha venido como la salvación del mundo y es la salvación en
todo momento de su existencia; a la vez su primera venida es testimonio y
garantía de su segunda venida. De acuerdo con esto a partir de la celebración
de la pascua ha surgido en el a. l. un segundo punto culminante (pero de
segunda categoría), las fiestas de navidad y de epifanía. Su contenido son los
acontecimientos salvíficos de los orígenes de Jesucristo, pero no en cuanto
meros recuerdos de las historias de ru concepción y nacimiento, sino en
cuanto celebración de la institución como salvador, don sacrificial y sacerdote
sacrificador del hombre Dios glorificado en pascua (Heb 10, 5-10). Las
navidades (que surgieron en la Iglesia de occidente) no anuncian solamente el
nacimiento de María, sino además, en este nacimiento, la misión para nuestra
salvación del engendrado por el Padre antes de todos los tiempos; la epifanía
(que tiene su origen en oriente) celebra (en la liturgia de la Iglesia occidental)
la entronización del salvador del mundo en la adoración de los magos, su
consagración como Mesías en el bautismo de Juan, sus bodas con la
humanidad destinada a la salvación, con la Iglesia, el «comienzo de los
signos» que suscitan la fe (Jn 2, 11) en las bodas de Caná. De todos modos el
contenido de la fiesta de navidad y el de la epifanía al principio no estaban
claramente delimitados entre sí.

7. También a la navidad precede un «período de ayuno», el tiempo de


«adviento». Su contenido concreto era diferente en cada una de las liturgias
occidentales; la costumbre romana de los cuatro domingos de adviento se
impuso definitivamente en 1570; pero en la actual liturgia el primer domingo
de adviento no significa ningún cambio de tema con relación al anterior. Este
tiempo sirve de preparación a la llegada del Señor, que vendrá en el misterio
de su nacimiento y una vez al final de los tiempos. El espacio que la liturgia
(occidental) consagra a la -> parusía en el a. l. (y en general) puede parecer
escaso. Pero el contenido del a. l. es el Señor: sólo podemos recordarlo como
aquel que ha de venir y vendrá. Por eso toda fiesta y especialmente la de
pascua es una celebración de cara a su retorno.

8. Como el a. l. es un año del Señor, el misterio de Cristo es también el


contenido de todas las demás celebraciones, especialmente de las fiestas de
María, «la cual está vinculada con la obra salvífica de su Hijo por medio de un
lazo indestructible» (Constitución sobre la liturgia, art. 103). «En las
conmemoraciones de los santos la Iglesia proclama el misterio pascual
cumplido en ellos, que sufrieron y fueron glorificados con Cristo» (Constitución
sobre la liturgia, art. 104). También estas fiestas pertenecen al conjunto del a.
l., pues pertenecen al misterio total de Cristo.

9. Según se desprende de lo dicho hasta ahora, no se puede buscar en el a. l.


un final exacto o un comienzo preciso. Especialmente el primer domingo de
adviento fue considerado como el principio de un nuevo ciclo anual, si bien el
corte al comenzar el ciclo pascual (domingo de septuagésima) es mucho más
claro e importante.

10. Pero esta confusión es solamente una de las que han oscurecido la
estructura del a. l. Así, ya en tiempos antiguos (primeros documentos en el s.
iv) la octava de pentecostés deshizo la unidad de los 50 días en la celebración
pascual (y fomentó el que pentecostés se convirtiera en la «fiesta del Espíritu
Santo»), y la festividad de la ascensión al cielo adquirió problemáticos
motivos de despedida (con lo cual el tiempo pascual quedó partido). En
general, dentro del a. l. se vio en exceso la historia de la vida de Jesús. Esto
tiene asimismo relación con aquella evolución por la que la piedad occidental
se centró más en navidad que en pascua, con detrimento de la plenitud de la
vida cristiana. Además, la multiplicación y el excesivo ornato rubricista de las
fiestas de los santos han encubierto con frecuencia su relación al Señor
glorificado. Pero esto sucede todavía más en las muchas fiestas modernas con
ocasión de una idea o de un motivo histórico, aunque con frecuencia se
propongan celebrar y conservar: un acontecimiento salvífico de la historia de
la Iglesia, al que generalmente se concede una importancia excesiva, p. ej., la
fiesta de los «siete dolores de María» el 15 de septiembre, introducida por Pío
vit (1814) en agradecimiento por su retorno a Roma después de su
encarcelamiento; o fiestas conmemorativas de victorias sobre los enemigos de
la cristiandad; o jubileos, años santos, consagraciones del mundo,
revelaciones privadas, expiaciones, etc. Es de esperar que en la reforma
litúrgica se resalte el a. l. como celebración del misterio, que es el Señor
mismo, incluso renunciando a costumbres de larga tradición (cf. Constitución
sobre la liturgia, arts. 102-105, 107).

11. Es cierto que el a. l. proclama «los prodigios y méritos» del Señor, de


modo que en cierta forma éstos se hacen presentes en todo tiempo, y los
fieles se ponen en contacto con ellos y reciben la gracia de la salvación
(Constitución sobre la sagrada liturgia, art. 102 ).

Pero, como la celebración litúrgica sólo se consuma cuando los celebrantes


pueden «mantener en la vida lo que recibieron en la fe» (liturgia pascual; cf.
Constitución sobre la liturgia, art. 10), el a. l. tiene necesidad de una
estructura fundamentalmente clara para presentar la oferta de la salvación
bajo una forma que sea creíble y que invite al testimonio en la vida.

Angelus Häubling

ANTICRISTO

I. Problemática

La exposición, caracterización e interpretación del fenómeno escatológico


designado con el término «anticristo» no siguen una línea uniforme ni en la
Escritura ni en la Tradición. El desgaste que este concepto ha sufrido a lo
largo de la historia eclesiástica, tanto por la polémica interna de la Iglesia
como por las luchas interconfesionales, así como la identificación - debida al
odio o al miedo - con ideas, sistemas y personas coetáneos, han contribuido a
que «hoy el pensamiento del a. ya no tenga ningún poderío histórico» (H.
Tüchle, LThK2 z 637). Por mucho que esto sea de alabar, en cuanto implica
una superación de la tendencia a tratar a otros de herejes, sin embargo hay
que preguntarse si el núcleo escatológico y parenético del pensamiento del a.
no sigue conservando un carácter obligatorio.

1. En la teología actual encontramos respuestas afirmativas con relación a


nuestra pregunta: «Esta doctrina da siempre a los cristianos el derecho, no
sólo a combatir in abstracto los poderes e ideas anticristianos, sino también a
señalar como representantes suyos (del a.) a unos hombres y poderes
concretos, y a huir de ellos» (K. Rahner, LThK2 >: 636); «Entre las
tradiciones que se refieren al fin de la historia, la doctrina del a. tiene una
extraordinaria misión pastoral que cumplir, a saber, la de equipar a la
comunidad para la lucha de fe contra la fuerza apiñada de los poderes de las
tinieblas, bajo la forma como esa fuerza le sale al encuentro en su tiempo»
(K. Frór 371).

2. Sin embargo, debemos prevenirnos contra la exposición del pensamiento


del a. en forma de doctrina. Una doctrina tal apenas podría darse sin una
armonización forzada de las afirmaciones discordantes de la Escritura (y sin
una opresión de las que no están claras); pero tal proceder encubriría más
que destacaría ante la comunidad cristiana el estímulo siempre valioso de la
expectación del anticristo. Una reflexión sobre el fundamento de la falta de
unidad y claridad en el pensamiento del a. puede mostrar que dicho
fundamento está en la siempre necesaria orientación nueva de la inteligencia
escatológica del presente y del futuro. Y, para lograr esa orientación, la fe le
indica al creyente una dirección, pero no le da un «mapa» completo. A base
de las diversas configuraciones del pensamiento del a. en la Biblia no se
puede componer un cuadro conjunto, a la manera como se hace un mosaico
(para contemplar luego con embeleso sus diversos rasgos según la situación
mundana). Más bien, en cada frase de la tradición bíblica hay que preguntar
por su intención, para sacar de allí el «sentido de orientación» en la
expectación del a., aquel sentido por el que todavía hoy puede regirse la vida
cristiana.

II. El contenido del Nuevo Testamento

Lo dicho quedará roborado mediante una mirada a la historia


neotestamentaria de la expectación del A.

1. Dentro de la Biblia la expresión «anticristo» aparece solamente en la carta


primera y segunda de Juan. Sin duda aquí se presupone en la primitiva
comunidad cristiana la existencia de la expectación escatológica de un a. (la
cual se desarrolló en conexión con las concepciones del AT y del judaísmo
tardío, así como en conexión con la predicación de Jesús), mas para el autor
el a. o los anticristos están ya presentes en las actuales doctrinas erróneas;
de donde él deduce «que ha llegado la última hora» (1 Jn 2, 28). Juan no da
ninguna doctrina del a., sino que, presuponiendo la tradicional expectación del
a. (abierta a una interpretación en cada momento presente), esclarece la
situación de su Iglesia amenazada por doctrinas erróneas. Mediante su
interpretación, él pone la expectación tradicional a sercivio de la parénesis, de
la preparación escatológica de la comunidad (Cf. 2 Jn 8).

2. La expectación del a. por parte de la Iglesia primitiva, atestiguada en la


primera y segunda carta de Juan, está plasmada (con muy diversos matices)
en 2 Tes 2, 3ss; Ap 13, lss; 19, 19ss (y no en Mc 13, 14 par; Jn 5, 43; 2 Cor
6, 15).

a) En 2 Tes el entusiasmo escatológico («el día del Señor ha llegado»: 2, 2)


es rechazado con ayuda de la expectación del a. (pintada con material
apocalíptico que ya estaba anteriormente elaborado); primero ha de venir el
«hombre de la impiedad», el «hijo de la perdición» (2, 3), que ahora se ve
todavía impedido para manifestarse claramente (2°, 6s), y que después será
aniquilado por el Cristo de la parusía «con el hálito de su boca» (2, 8). La
disposición permanente de la comunidad (cf. 1 Tes 5, 2) no debe aflojarse con
la expectación (ya comunicada antes: 2 Tes 2, 5) del a., pero debe prevenirse
contra una falsa interpretación entusiástica. La expectación del a. es usada
polémicamente, en un sentido parenético opuesto al de las dos cartas de
Juan.

b) En el Apocalipsis encontramos unidos diversos rasgos del a., así como del
Pseudomesías en la figura «de la bestia procedente del mar» (13, lss). La
descripción de la primera bestia apunta a un poder idolátrico, que persigue a
los cristianos (13, 7; ¿es el imperio romano?), y al representante de este
poder (¿el culto al césar?), cuyo aniquilamiento «en una charca de fuego» se
profetiza (19, 21). En el marco del Apocalipsis el uso parenético de motivos
antiguos (procedentes de Daniel principalmente) está asegurado ya por la
gran introducción de las siete cartas a las comunidades (Ap 2-3). Tampoco
aquí se describe y fija con todo detalle el curso exacto que ha de seguir el
final de los tiempos. El a. no aparece en un momento determinado, en el
instante «final» de la historia, sino que está ya aquí y actúa desde que Cristo
ha llegado a la historia y, con esto, ha empezado el fin; desde que la fuerza
concentrada de los poderes opuestos a Dios -tal como están descritos en el AT
y en el judaísmo tardío: cf. Ez 38s; Dan 2, 20-45; 7, 7s; Sal 2; Esd lls; ApBar
36; 39, 5-8, entre otros lugares- se dirigen contra Cristo (Ap 12, lss) y su
comunidad (Ap 12, 17); y ha de esperarse que esto acontezca en una forma
especialmente acentuada hacia el final de los tiempos.

BIBLIOGRAFÍA: J. González Ruiz La incredulidad de Israel y los impedimentos


del anticristo según 2 Tes 2 6-7: Est. Bibl. 1962, 189-203.

Rudolf Pesch

ANTIGUO TESTAMENTO

SU SENTIDO EN LA HISTORIA DE LA SALVACIÓN


No se trata aquí del AT como Escritura ni tampoco de la historia del pueblo de
Israel en particular, sino de la esencia del período de la historia de la
salvación llamado AT (antigua alianza), se trata de cómo éste es comprendido
desde el NT a base de las fuentes dogmáticas de la teología. Con la expresión
AT se designa teológicamente aquella fase de la historia propiamente dicha de
la revelación y de la - salvación de la humanidad que, empieza con el pacto de
Dios con Abraham, alcanza su verdadero punto central (según la doctrina de
los profetas) en la salida de Egipto y en la -- alianza del pueblo elegido de
Israel bajo Moisés en el Sinaí, y llega a su plenitud en la muerte y
resurrección de Jesús y en el nuevo y eterno pacto de Dios con toda la
humanidad que ahí está implicado. Esta época de la historia de la salvación
está limitada temporalmente en sus comienzos, pues la historia primitiva y el
tiempo anterior a Abraham es considerado por el mismo AT (incluso por la
tradición yahvista) como una < prehistoria» de tipo general (universal), en la
cual todavía no se destacaba una historia especial («particular») de salvación
que la -> revelación divina distinguiera críticamente de la restante historia del
mundo y de la salvación, y, en este sentido, todavía no existía una «pública»
historia salvífica. Hacia adelante el AT termina con la alianza en jesucristo.

El AT está limitado espacialmente, ya que, según el testimonio de la Escritura


(Ez 14, 14-20; Jn; Sal 46, 2s; 101, 16s; 137, 4s; Mt 12, 41; Sant 5, 11) y de
la Iglesia (Dz 160a y b, 1295; cf. también Dz 1379, 1647; a esto se añade la
doctrina del Vaticano ti, especialmente en el Decreto sobre la Iglesia [n. 16] y
en el Decreto sobre las Misiones [n. 17], según los cuales ya no cabe dudar de
que también fuera de la predicación del Antiguo y del NT puede haber
auténtica fe salví&a, producida por la gracia), también fuera del AT hubo
gracia y no puede excluirse que paralelamente a él se diera cierta revelación
(aunque no fuera propiamente «pública» y «oficial»), incluso después de la
revelación primitiva. Parece más bien que esto último debe afirmarse, pues
donde hay gracia sobrenaturalmente elevante, se da un nuevo objeto formal
de orden sobrenatural para el conocimiento y la acción, y, en este sentido, se
da una revelación transcendental. Esto supuesto, como para nuestro punto de
vista actual ese período llamado AT es espacial y temporalmente muy
pequeño (en comparación con la antigüedad de la humanidad y, en
consecuencia, con la duración del status legis naturae, así como a la vista de
la insignificancia espacial y numérica de la historia que va desde Abraham
hasta Jesús, medida con el todo de la historia universal), él se nos presenta
justamente en la actualidad como una breve y última preparación próxima de
la venida de Cristo y, bajo muchos aspectos (no bajo todos), como una
manifestación-hecha por la Providencia mediante una revelación singular de la
acción de Dios en la historia en general. Adentrándonos más en el AT, vamos
a caracterizarlo en cierto modo con las siguientes notas:

1. Es una auténtica historia sobrenatural de la salvación y de la revelación


(por la -> «palabra») y con ello, puesto que la discontinuidad de la historia
por culpa de la incredulidad del hombre no puede romper la unidad de la
acción salvífica de Dios, es la indispensable prehistoria de la revelación
definitiva de Dios en Cristo. La --> salvación procede de los judíos (Jn 4, 22);
en el AT Dios habló muy gradualmente y de muchas maneras a los padres
mediante los profetas (Heb 1, 1). La Escritura del Nuevo Testamento (Mt 15,
3s; Mc 7, 8; Lc 24, 44; Jn 5, 46; 19, 36s; 1 Cor 10, 11; Heb 7ss, etc.) y la
doctrina de la Iglesia (contra las distintas formas de -> gnosticismo, de -->
maniqueísmo, etc.) acentúan una y otra vez que la historia del AT partió de
Dios, quien se ha revelado definitivamente en Jesucristo (Dz 28, 348, 421,
464, 706), de manera que la Escritura del AT y la del Nuevo tienen un mismo
autor (Dz 783, 1787). La condenación de intentos racionalistas (->
modernismo) de reducir la historia peculiar de la revelación a una historia
puramente natural, general de la religión (Dz 2009-2012, 2020, 2090, etc.),
constituye también una defensa de la historia del AT. Naturalmente, aquí debe
tenerse en cuenta cómo el que Dios sea autor de esa historia no excluye el
hecho de que la voluntad salvífica y la iluminación de Dios también actuaron
fuera de esta historia oficial de salvación, y, por tanto, incluso fuera del AT,
nunca y en ninguna parte ha existido una historia meramente natural de la
religión; así como, por otra parte, hemos de tener en cuenta que -> Dios y --
> hombre alcanzan en Jesucristo una unidad indisoluble, una unidad como
antes no se dio jamás, ni siquiera en el AT.

Esta historia auténtica de salvación consistió, según el testimonio del mismo


AT, esencialmente en el hecho de que: a) fue la historia de un -> monoteísmo
moral y profético, producida o engendrada y conservada por la intervención
peculiar de Dios, o sea, consistió en la proclamación de las «experiencias»
acerca de los comportamientos libres de Dios, suscitadas por una acción
auténticamente histórica del mismo Dios, las cuales iban más allá de un mero
conocimiento racional de las propiedades necesarias de la divinidad; y por
cierto, b) de tal manera que ese Dios uno, verdadero y «vivo», por y a pesar
de ser Señor de todas las criaturas, quiso entrar a través de una actuación
histórica en la relación de una alianza especial con el pueblo de Israel, de
forma que él no era simplemente una personificación natural y misteriosa del
mismo pueblo, no era original e indisolublemente un «Dios del pueblo» (Cf.
Vaticano ir, De divina Revelatione, n .o 3, 14ss). Aquí los dos momentos se
condicionan mutuamente: el Dios de la alianza, Yahveh, fue conocido y
venerado cada vez más claramente como el Dios realmente único (frente al
mero henoteísmo y a la mera monolatría), y con ello se penetró cada vez más
profundamente en la importancia del hecho de que el Dios de todo el mundo
hubiera pactado una alianza especial precisamente con este pueblo, de modo
que el fin último del pacto particular no podía menos de ser universal, como
se pone ya de manifiesto en la promesa veterotestamentaria de la futura
conversión de los gentiles (Gén 12, 3; Is 2, 2; 11, IOss; 42, 4ss; 49, 6; 55, 4;
Sal 21, 26; 85, 9; Jer 3, 17; Sof 2, 11; 3, 9; Ag 2, 7; Zac 8, 20). Cuando
llegó el cumplimiento se pudo conocer que el pacto histórico del Dios que por
libre benevolencia se revela a sí mismo, debía encontrar su plenitud
insuperable en el hecho de que las dos partes de la alianza, Dios y el hombre,
se unieron en el Dios-hombre, y que así la alianza antigua preparaba este
hecho.

2. Es una historia particular de la salvación y de la revelación. Esta historia


parcial es elegida por el Dios de la historia entre toda la historia universal, que
él también quiere y domina. Dios no se ha revelado «en esta forma» a todos
los pueblos y establecido con ellos una alianza. Ya hemos dicho antes lo que
esto implica positiva o negativamente. El sentido de este particularismo es el
universalismo: si junto a la historia general hay también una historia de
salvación (y no sólo una situación salvífica que permanece siempre igual para
todos), y si el auténtico redentor no es la humanidad en su totalidad, sino que
ésta - evidentemente en su conjunto - es redimida por uno, entonces, el
contorno espacial y temporal de este redentor histórica y realmente uno, y,
por eso, espacial y temporalmente determinado, tiene con necesidad histórica
una configuración concreta, a saber, dicho contorno ha sido planeado por Dios
con miras al redentor y participa de su carácter sobrenatural.

3. Es una historia de salvación abierta hacia adelante y todavía no definitiva.


El carácter transitorio o la apertura hacia adelante es una nota del AT, no
precisamente porque todo lo histórico es histórico, o sea, es transitorio y corre
hacia algo siempre nuevo, sino porque: a) el mismo AT como acción de Dios,
que en el tiempo veterotestamentario obliga absolutamente, entiende que su
función preparatoria (la única función que él ha de tener y tiene de hecho por
su propia culpa) pertenece a su propia esencia por la razón de que lo
definitivo, la alianza eterna, todavía ha de llegar; b) la alianza antigua,
amenazada radicalmente en su existencia por la infidelidad moral del pueblo,
podía fracasar y fracasó; y la más firme fidelidad de Dios incluso con los
infieles a lo pactado, la cual fue conocida lentamente, se refería a la nueva
alianza y no a la antigua. Así se concibe a sí mismo el AT y así lo interpreta el
Nuevo. Aquél ha sido planeado desde «los tiempos eternos» como prólogo a
Cristo. Éste era su entelequia oculta, que iba anunciándose a sí misma en el
lento proceso de la esperanza del -> Mesías, pero aún permanecía escondida
(cf. Rom 10, 4).

Consecuentemente, este período de la historia de la salvación, por una parte,


todavía no puede ser interpretado como época escatológica, es decir, la libre,
definitiva, radical e irreversible revelación y comunicación de Dios por su
palabra como gracia victoriosa dada al mundo definitivamente aceptado,
todavía no está vista allí como si Dios ya se hubiera entregado palpable e
irrevocablemente al mundo. Por esto la historia salvífica del AT oscila todavía
entre juicio y gracia, el diálogo está todavía abierto, y aún no se ha acordado
en el mundo (es decir, revelado por un suceso) que quien tiene la última
palabra es, no el hombre que dice «no», sino la gracia impartida por la
palabra de Dios. De ahí que la concreta forma social de esa historia salvífica
todavía no escatológica (a saber, la alianza veterotestamentaria, la sinagoga)
aún pueda suprimirse por la incredulidad del socio humano, y así todo lo que
hay en ella sea todavía ambiguo y constituya una promesa rescindible. Por
eso los -> sacramentos del AT no son un opus operatum, es decir, una
promesa absoluta e incondicional de la gracia divina (cf. Dz 695, 845, 857,
711s). En cuanto en este sentido el AT toClavZ~ no era el auténtico y
definitivo, pero precisamente como institución salvífica de Dios se hallaba
expuesto a la tentación y por culpa de los hombres sucumbió finalmente a la
tentación de atribuirse un carácter absoluto, él constituye la alianza que es ->
«ley», la cual exige sin dar aquello para lo que exige (el espíritu de Dios, su
vida, la santidad y la gracia), la alianza que es puro legalismo externo y
santificación levítica, sujeción esclavizante tan sólo a lo distinto de Dios (a las
estructuras objetivas del mundo hasta la revelación de la ley por medio de los
ángeles), pues él no tiene capacidad de dar lo propiamente buscado para el
mundo en todo el orden salvífico, la participación en la comunicación del
mismo Dios por la gracia y la visión beatífica, y así abandona al hombre en
una esfera intramundana, si bien sancionada por Dios. Y si dicha ley (aun
siendo divina) llega sin gracia al hombre pecador, en la medida en que lo hace
produce esclavitud, se convierte en aguijón del pecado y de la muerte, en
servicio a la condenación. Mas con esto (ya que Dios en último término ha
concebido la ley «santa» con una positiva intención salvífica, para la redención
del hombre) y por la gracia escondida que fue dada junto con la ley, aunque
sin pertenecerle, ella se convierte de hecho en guía hacia Cristo (cf., p. ej.,
Rom 3, 19s), si bien Pablo ve mayormente tan sólo el papel desgraciado
(sombrío: Heb) de la ley, la cual aparece así como un mero «7r«sSocyooyós»
hasta la venida de Cristo (Gál 3, 24s).

Por otra parte, el AT es un movimiento abierto e impulsado por Dios hacia la


salvación definitiva, es la «sombra» (1 Cor 10, 6; Heb 10, 1) proyectada
previamente, la cual existe porque lo auténtico está viniendo y se crea su
propio presupuesto. En este sentido ya en el AT hay -> gracia, -> fe, ->
justificación (Mt 27, 52; Rom 4; 1 Cor 10, 1-5; Heb 11; 1 Pe 3, 19), no en
virtud de aquello por lo que se contrapone a la alianza nueva y definitiva, sino
en cuanto la contiene ya ocultamente. En efecto, quien con fe obediente se
confía a la acción salvífica de Dios, desplegada ya en el AT, a lo imprevisible
de la disposición divina y de su intención oculta (y esta obediencia a la
disposición imprevisible de Dios pertenece a la esencia de la fe), penetra en la
unidad escondida del plan salvífico de Dios y se salva; ese hombre, por cuanto
espera, en este sentido, la prometida redención futura (cf. Dz 160b, 794,
1295, 1356s, 1414s, 1519s, 2123), por Cristo encuentra la salvación incluso
en la antigua alianza.

La dialéctica que se da en el hecho de que el AT por la fe, que siempre fue


posible, puede instalar en la realidad, que no es el AT, pues él es lo transitorio
que existe por la fuerza de lo posterior, trajo lógicamente en la teología
cristiana acerca del AT una oscilación en el enjuiciamiento del mismo (la cual
se insinúa ya en la falta de una síntesis completa en los escritos
neotestamentarios acerca del juicio de Jesús y de Pablo sobre el AT), por
ejemplo, en la cuestión de si ya los padres recibieron gracia de Cristo, en el
problema relativo al valor y al sentido de la circuncisión y de otros
sacramentos veterotestamentarios, en lo referente a los principios exactos de
la hermenéutica para los escritos del AT, en la pregunta sobre la abolición o la
vigencia del -> decálogo, sobre la distinta «medida» de la gracia en el Antiguo
y en el NT, sobre el alcance de las profesiones de fe (¿Trinidad?) emitidas por
los santos del AT, sobre el principio de la -> «Iglesia» en el AT (por ejemplo,
desde Abel), sobre la inhabitación del Espíritu Santo en los justos del AT,
sobre la naturaleza (y los límites) del origen de la ley veterotestamentaria en
Dios, sobre el momento exacto de la abolición del AT, a partir del cual no sólo
quedó muerto, sino que se hizo portador de muerte, etc.

4. Es un período de historia salvífica ahora ya consumado y, en su plenitud,


suprimido. Mientras que Jesús dice que su venida no suprime la ley, sino que
la «cumple» (Mt 5, 17 ), en cuanto él confiere un carácter más radical a las
exigencias concretas de la ley veterotestamentaria (Mc 10, 1-12), en cuanto
la lleva a su auténtico núcleo esencial (Mt 22, 34-40), de modo que a la
postre abroga la ley ceremonial (Mc 7, 15) y suprime consumando en su
sangre la antigua alianza en cuanto tal y en su totalidad (Mt 26, 28 par; cf. ya
Lc 16, 16 ); Pablo en cambio declara tan abolida la antigua alianza (la ley), sin
distinguir entre la ley ceremonial y sus exigencias morales, que, a su juicio, el
seguir observándola como importante para la salvación conduce a la negación
de Cristo y de la exclusiva importancia salvífica de su cruz (Gál 5, 2.4). Esta
supresión no hace simplemente inexistente para los cristianos lo
verdaderamente pasado. Abraham es el padre de todos los creyentes (Rom
4,11), los padres del AT son también para nosotros testigos de la fe (Heb 11),
e igualmente lo son, aunque de una manera anónima, todos los demás justos,
los miembros y portadores de toda la historia de salvación, la cual va más allá
del AT y sobre la cual, en cuanto constituye un todo, descansa nuestra
salvación; esta historia es permanentemente nuestro propio pasado que se
halla presente. Por eso no resulta fácil decir (ya que se debe tener en cuenta
la diferencia ontológica y existencial en las dimensiones de las distintas
realidades) qué permanece todavía, pues el AT es nuestro pasado todavía
válido, y qué ha quedado simplemente suprimido, pues de otro modo se
negaría que la antigua alianza pertenece realmente al pasado. La ley
pertenece a la segunda categoría, y la sagrada Escritura del AT, que también
sigue siendo nuestro libro sagrado, pertenece a la primera (cf. Vaticano li, De
divina revelatione, n .o 15, 16).

5. Como pasado «prehistórico» de la nueva y eterna alianza en la que ha


desembocado el AT, éste sólo puede interpretarse adecuadamente desde la
nueva alianza, pues su verdadera esencia únicamente se descubre (2 Cor 3,
14) en la revelación de su réXoQ (Ron 10, 4). Una consideración meramente
«histórico-religiosa» del AT equivaldría al desconocimiento de su carácter
sobrenatural, como sucede en el -> liberalismo teológico y el modernismo. Y
el atribuirle un sentido solamente inmanente (M. Buber), por más que
hayamos de admitir la acción especial de Dios en el AT, implicaría un
desconocimiento de que únicamente desde el NT se descubre plenamente la
esencia del Antiguo. Ahora ya no podemos prescindir de ese hecho, sin que al
proceder así falseemos la autointeligencia inmanente del AT. Debemos
indudablemente preguntar por la autointeligencia inmanente del AT, pero
resulta problemático en qué medida esa pregunta puede plantearse y
resolverse adecuadamente por los que viven en un período posterior a la
alianza antigua.

Karl Rahner

Este artículo tiene muchos términos en grafía griega, que hemos suprimido. Para leerlo
exactamente tal como es, haz clic en PDF

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ANTIOQUÍA,
ESCUELA TEOLÓGICA DE

Antioquía, como tercera gran ciudad del imperio romano, ofrecía unas
condiciones parecidas a las de la capital de Egipto (--> Alejandría, escuela
teológica de) para el desarrollo de una ciencia de la fe cristiana.
Filosóficamente, A. se sentía más ligada a la herencia de Aristóteles, la cual
dejó su marca en la escuela teológica, tanto como la dependencia del
pensamiento platónico la dejó en la escuela alejandrina. Filológicamente
predomina el método de trabajo del judaísmo rabínico, mientras en Alejandría
se tomó como modelo el método científico de los judíos helenistas. La teología
antioquena está menos ligada que la alejandrina a un instituto fijo de
enseñanza; más bien, los mismos métodos y fines aparecen en una serie de
individualidades científicas, de las cuales algunas llegaron a influir en la
formación de una escuela.

1. Apenas se puede esclarecer la prehistoria de la escuela, que según la voz


unánime de la tradición fue fundada por Luciano de A. ('i 312). El obispo de A.
Pablo de Samosata (hasta el año 268) tuvo que defenderse contra la
acusación de un monarquianismo dinámico.

Parece que desconocía una teología elaborada del Logos. Consta con
seguridad que en la doctrina de Dios usó el concepto de óItooúatos, el cual
podía parecer apropiado para borrar la distinción personal entre el Padre y el
Hijo. La condenación lanzada contra Pablo de Samosata puede explicar en
parte la reserva posterior de los obispos orientales en el Niceno ante ese
término.

La manera de argumentar de su adversario Malción, un presbítero que al


mismo tiempo era director de una escuela griega de retórica, hace sospechar
un conocimiento exacto de la dialéctica de Aristóteles. Además se acusó a
Pablo de Samosata de que él negaba la filiación divina del Hijo, pues
acentuaba unilateralmente la plena condición humana de Cristo. Pero,
probablemente, la tesis contraria de los sínodos antioquenos tenía como base
el así llamado esquema Logossarx, lo cual podría disculpar ampliamente al
obispo, mientras cargaría sobre sus adversarios la responsabilidad de haber
propulsado la doctrina errónea de Apolinar de Laodicea, defendida
posteriormente en A. Se discute si el contemporáneo más joven de Pablo y
Malción, Luciano de Antioquía, era partidario del obispo. En todo caso, a causa
de sus opiniones doctrinales, también estuvo durante algún tiempo en
contradicción con la Iglesia oficial. Su cuidadosa crítica de la Biblia (revisión
de los LXX y recensión del Nuevo Testamento, al menos de los evangelios)
muestra por primera vez el método del trabajo exegético, en el que destacó la
escuela de A. Apoyándose en datos de Eusebio, algunos colocan al lado de
Luciano a Doroteo de Antioquía como maestro, de quien se dice que poseía la
misma sabiduría que aquél y, sobre todo, que dominaba totalmente el hebreo.
Cabe señalar esta época como principio de la escuela teológica propiamente
dicha, y el hecho de que la generación de discípulos se autodenominen «
silucianistas» da testimonio de la importancia espiritual y de la fuerza del
maestro Luciano para formar escuela.

No podemos saber con exactitud la doctrina trinitaria de Luciano; pero el


subordinacionismo de su discípulo Arrio revela un tipo de pensamiento distinto
del que era usual entre los epígonos de Orígenes. Mientras que en la gran
tradición eclesiástica, tanto de los apologetas como de los alejandrinos, hasta
el concilio Niceno, al tratarse de un cambio del logos sólo se admitió una
mutación real en la creación, pero no en el interior de Dios; Arrío convirtió la
distinción de relaciones en una separación real. Hasta entonces, sobre todo
los alejandrinos tomaban como base el concepto platónico de unidad para
describir la esencia divina. Según la concepción platónica, la realidad
propiamente dicha corresponde a la idea unificante, de la cual las cosas
particulares reciben solamente una participación. Por el contrario, la
concepción de Arrío acerca de los dos Logos y su rígido monoteísmo se
derivan de la idea negativa de unidad en Aristóteles. En efecto, según él la
verdadera realidad es la individual, y ésta queda negada en la unidad
abstracta.

El interés teológico del --> arrianismo sin duda va dirigido a proteger la


absoluta unidad del Padre como el único Dios verdadero. Esta acentuación le
induce a infravalorar al Logos, al cual él califica con las expresiones: «no
eterno, no eterno como el Padre, no &yévvi-ros como él» (cf. ATANASIO, Ep.
de synodis 16). Arrío y su influyente protector y «con-luciano» Eusebio de
Nicomedia fueron poco conocidos por sus escritos, a excepción de algunas
cartas.

2. Eustacio de Antioquía, que militaba en el bando opuesto, teológicamente


procedía igualmente de la tradición escolar de A. Él atacó en igual manera a
Arrío con sus partidarios y al maestro alejandrino Orígenes. Teniendo en
cuenta sus precisas y ortodoxas afirmaciones cristológicas, no parece
justificado considerarlo como sucesor de Pablo de Samosata o como precursor
de Nestorio. En las disputas posnicenas destacaron Ecio de Antioquía y su
discípulo Eunomio como adversarios de la decisión conciliar. Con ayuda de la
doctrina aristotélica de las categorías y de la dialéctica sofista, llevaron
consecuentemente hasta el final la doctrina errónea de Arrío y negaron incluso
la semejanza del Hijo con el Padre divino.

3. La escuela de Diodoro de Tarso (+ 394) constituyó un nuevo punto de


arranque; él estuvo unido con la anterior tradición antioquena sólo por su
método y por sus tesis teológicas. Sus discípulos más famosos fueron Juan
Crisóstomo y Teodoro de Mopsuestia, en cuya generación la escuela
antioquena alcanzó un período de gran esplendor. Aunque en numerosos
comentarios Diodoro cultiva su exégesis, en oposición consciente a la
interpretación alegórico-mística de los alejandrinos, sin embargo, con su
exégesis histórico-gramatical él va más allá de «la letra desnuda».

Esto se pone de manifiesto sobre todo por su distinción entre allegoría y


theoría, a base de la cual él intenta solucionar un problema importante de la
hermenéutica bíblica. La consideración espiritual de un texto (theoría) hace
posible unir la inteligencia histórica del Antiguo Testamento con una
interpretación referida a Cristo y a su reino. Así se halla un término medio
entre la arbitrariedad alegórica de Filón y la interpretación literal del judaísmo
rabínico. Diodoro formula también por primera vez lo que después recibió el
nombre de «cristología antioquena». Así como él defiende decididamente
contra los arrianos la divinidad plena del Hijo, acentúa igualmente contra
Apolinar que en la encarnación el Logos ha asumido íntegramente la
naturaleza humana. Así se llega en el pensamiento antioqueno a una fuerte
separación en Jesucristo entre el que es Hijo de Dios y el que es hijo de María
y, con ello, de David. Mas, para no renunciar a la unidad, Diodoro asegura que
«no son dos hijos» (Adv. Synousiastas, fragmento 30s), si bien no consigue
exponer esta unidad en forma conceptualmente satisfactoria.
4. Juan Crisóstomo, antioqueno nativo, que adquirió parte de su formación en
la escuela del famoso retórico pagano Libanio, tiene el mérito de haber puesto
la exégesis de la escuela teológica totalmente al servicio del apostolado y,
más concretamente, de la predicación. La predicación fue el gran afán de su
vida; a ella debían servir sus numerosos comentarios científicos. El primer fin
de su predicación es revalorizar el sentido literal, y por eso se complace en
anteponer a su exégesis una explicación histórica y no teme entrar en
dificultades gramaticales. Rechaza explícitamente el método alegórico de los
alejandrinos. En cambio, él resalta con gusto el carácter típico de la antigua
alianza, de manera que a su juicio en el arca estaba simbolizada la Iglesia y
Noé prefiguraba a Cristo. Crisóstomo desarrolla repetidamente un peculiar
virtuosismo retórico en la conexión parenética de la ciencia con la vida. En la
historia de los dogmas él apenas aporta ningún progreso, pero es un buen
testigo del estado de la teología griega hacia finales del s. iv, aunque
generalmente evita toda intervención en las cuestiones delicadas de la
cristología. Se puede valorar como expresión de una sobriedad típicamente
antioquena el que él no se una a otros padres de la Iglesia en sus elogios de
María, a la cual no llama ni theotokos ni anthropotokos.

5. Teodoro de Mopsuestia, por el contrario, empuja el desarrollo doctrinal por


el hecho de que saca consecuencias de los arriesgados principios de su
maestro Diodoro. Habiendo recibido de Libanio, lo mismo que Crisóstomo, la
formación retórica, Teodoro fue el mayor exegeta de la escuela antioquena,
ya que él comentó casi toda la Biblia. La acusación de que él, al centrar su
exégesis en el sentido puramente literal de la Escritura, sigue un método
propiamente judío (LEONCIO DE BiZANCIO, Adv. Nestorium et Eutychem,
111, 15: tou8aaixw5), no es totalmente justa, como lo demuestra la
explicación cristológica de cuatro salmos por lo menos (2; 8; 44; 109). De
todos modos, una exagerada crítica bíblica le llevó a denegar el rango
canónico a algunos escritos de ambos Testamentos, pues en el Cantar de los
cantares o en el libro de Job, p. ej., Teodoro quería aferrarse a una
interpretación puramente literal. En la cuestión cristológica consiguió elaborar
con claridad la terminología relativa a la doctrina de las dos naturalezas,
definida por primera vez contra el apolinarismo en el año 451 (Cristo = Logos-
hombre; no simplemente = Logos-sarx).

Sin embargo, más tarde tuvo que provocar escándalo el que Teodoro pensara
que la integridad de la naturaleza humana incluye necesariamente la
personalidad. De ahí se sigue la existencia de dos personas en Cristo. Mas
como el Logos «habita dentro» del hombre jesús, Teodoro habla en vistas a
esta unión de una persona (De incarnatione, r, 8). Mientras él vivió, su
teología no fue impugnada. Si ya Cirilo Alejandrino escribió contra él, y el
concilio segundo de Constantinopla condenó en el año 553 sus escritos junto
con los «tres capítulos», la causa de esto parece radicar: más en una
terminología insuficiente y por tanto tergiversada, que en la doctrina
defendida por Teodoro.

6. También el discípulo de Teodoro, Nestorio, por cuyas enseñanzas las


tensiones entre los adictos a la teología antioquena y los adictos a la escuela
alejandrina desembocaron en una lucha abierta, probablemente quiso
mantenerse fiel a la fe ortodoxa. Partiendo de la concepción antioquena, tenía
que oponerse a la fórmula adoptada por Cirilo en Alejandría (mía fysis tou
theou logou sesarkomene), la cual era atribuida a Atanasio, aunque en
realidad procedía de Apolinar. Es lícito admitirla si la palabra fysis se entiende
en un sentido concreto, como un ente dotado de actividad propia, idea que
nosotros expresaríamos, no con el vocablo «naturaleza», sino con los
términos «unidad de ser».

Mas si por fysis se entiende la «naturaleza» en sentido abstracto -como


sucedía en Antioquía-, la fórmula debe rechazarse por su sabor «monofisita».
Para evitar el concepto erróneo de una mezcla (krasis) de la divinidad y de la
humanidad del Logos en una única naturaleza, Nestorio acentúa siempre la
integridad de cada una de las dos naturalezas en Cristo, si bien él quiere
decididamente mantenerse lejos de la idea de «dos hijos». Por otro lado,
Nestorio no muestra claramente cómo dos fyseis distintas pueden llegar a
integrarse en una unidad personal. Pues el «único prosopon que él establece
en Cristo, en el cual se unen xaTW8ox(av los dos «apóaw7ra de las
naturalezas» de la divinidad y de la humanidad, no excluye la interpretación
de que las naturalezas se unen solamente en un sentido moral.

El conflicto se encendió sobre todo a causa de su intento de sustituir el tít ulo


mariano de OeoTóxoc por el de xptwroTóxoS, para dejar en claro que lo
engendrado por María fue, no la divinidad, sino el hombre indisolublemente
unido a la divinidad. Para describir la plena realidad de la naturaleza humana,
Nestorio habló insistentemente de que Jesucristo «ha aprendido obediencia» y
se ha hecho perfecto; y por eso se le imputa la doctrina adopcionista de una
«prueba». Aquí la teología antioquena roza también los problemas del --
>pelagianismo, en cuanto la doctrina voluntarista de una prueba sobrevalora
el poder de la naturaleza humana. Hemos de tener en cuenta además que,
junto a razones teológicas, eran sobre todo rivalidades eclesiásticas y políticas
entre los patriarcas de Alejandría y Constantinopla, de donde Nestorio había
sido nombrado obispo, las que hacían fuerza para una condenación.

7. El defensor más eficaz de Nestorio fue Teodoreto de Gro, a quien


propiamente no se puede incluir en la serie de maestros y discípulos
antioquenos, aunque con seguridad estaba marcado con el sello teológico de
esa escuela. Sin que jamás aprobara totalmente la doctrina de Nestorio, lo
cual le permitió distanciarse de él en Calcedonio para poder tomar parte en el
Concilio como «maestro ortodoxo»; sin embargo, él rechazó su condenación,
promovida por Cirilo. Probablemente Teodoreto contribuyó a través de su
esfuerzo teológico a que en el año 433 ambos partidos aceptaran una fórmula
de concordia. Él apeló con éxito al papa León i contra su deposición por el
«sínodo del latrocinio» (449). Teodoreto compendia en sus amplios trabajos
exegéticos las aportaciones de la escuela antioquena, de tal manera que eso
le caracteriza como el último representante de una tradición famosa. Después
de él empieza el trabajo de los compiladores y de los comentarios en cadena,
signo claro de que la decadencia ha comenzado. Hasta final del s. v se puede
perseguir en Edesa, en el norte de Mesopotamia, las huellas de la gran
escuela de Diodoro.

Friedrich Normann
ANTISEMITISMO

I. Concepto

Antisemitismo es un término general propagado en Alemania a partir del año


1879 por Wilhelm Marr, que pasó después a otros idiomas y que se emplea
para expresar la repulsa y la lucha contra los judíos. Esta repulsa y esta lucha
se basan en motivos muy diversos. El término es inexacto, pues no se trata
de la lucha contra todos los pueblos semíticos, entre los cuales están también
los árabes, sino de la hostilidad contra los judíos, por motivos religiosos, o
étnicos, o raciales. En las maneras de proceder antisemíticas se trata: 1 °, de
una opinión pública hostil y de unos excesos tumultuarios contra los judíos; 2
°, de una inferioridad legal; 3 °, de una expulsión, y 4 °, de una aniquilación
física de los judíos. Muchas veces se unen entre sí varias formas de a.

II. Historia

1. La antigüedad precristiana

En sentido amplio y como posición hostil frente al judaísmo, el a. existe desde


los principios del pueblo judío, ya que todo pueblo que tenga un carácter
personal muy marcado y, por esto, resulte incómodo para otros pueblos, y
toda comunidad que afirme representar unos valores distintivos, se hacen
objeto de enemistades; ahora bien, el judaísmo aparece ya desde un principio
con la pretensión de ser el pueblo elegido por Dios y con una ley religiosa
propia. En sentido auténtico y estricto el a. empieza con la dispersión judía
(diáspora, galut). Como primer representante típico del odio a los judíos
mientras estaban en la diáspora se señala al persa Amán, quien acusa a los
judíos de ser «un pueblo disperso y separado, cuyas leyes son distintas de las
de todo el mundo, y que no obedece las leyes del rey» (Est 3, 8). El primer
ejemplo de una persecución religiosa contra los judíos de la diáspora es la
destrucción del templo de la colonia militar judía en la isla Elefantina, que se
encuentra en medio del Nilo en Egipto, el año 410 a.C. A una guerra de
religión se llegó cuando Antíoco Epifanes (175-164 a.C.) quiso forzar a los
judíos al culto idolátrico. La sublevación de los Macabeos salvó al judaísmo, el
cual se desarrolló según una ley religiosa propia. El gobernador Abilio Flaco,
en el año 38 de nuestra era, tramó un pogrom contra la numerosa colonia
judía de Alejandría, cuando los judíos se negaron a colocar estatuas del
emperador en las sinagogas.

En la antigüedad el a. tenía su fundamento en: a) rivalidades nacionales, por


cuanto los griegos consideraban las colonias helenas como suelo griego, y
tenían a los judíos por advenedizos; b) contradicciones religiosas, en cuanto
que el judaísmo tenia un carácter exclusivista. A pesar de la incompatibilidad
de principio que la religión judía, dado su carácter exclusivista, tenia con la
multitud de religiones paganas, el estado romano la reconoció, a diferencia del
cristianismo, como religio licita, porque era una religión popular. Pero el
judaísmo, con la caída de Jerusalén en el año 70 d.C., perdió no sólo su apoyo
estatal, sino también su centro religioso. Al convertir el tributo del templo en
el f iscus iudaicus para Júpiter Capitolino, se introdujo el primer tributo que
debían pagar los judíos. Los emperadores romanos, especialmente Adriano,
intentaron impedir mediante disposiciones legales el proselitismo judío
(prohibición de la circuncisión, prohibición de que los esclavos pasaran al
judaísmo).

2. Antigüedad cristiana

En los escritos neotestamentarios se refleja ya la oposición religiosa dentro


del judaísmo entre los que confiesan a Cristo y las otras direcciones. Hasta la
guerra judía (6770 d.C.) los cristianos se consideran a sí mismos como «el
verdadero Israel», pero, sin embargo, acentúan la continuidad con el
judaísmo.

Después de la destrucción del templo y una vez excluida de la sinagoga la


comunidad cristiana, la Iglesia primitiva empieza a considerarse como el
«nuevo Israel»; la continuidad entre judaísmo y cristianismo se rompe. A1
distanciarse progresivamente de Cristo, crece también la distancia entre la
primitiva comunidad cristiana y el judaísmo, tanto que en Juan los judíos
aparecen ya como los representantes del cosmos enemigo de Dios. Es cierto
que por un lado el apóstol Pablo, con su promesa de la salvación de todo
Israel (Rom 11, 25-32), ha contribuido a la tolerancia de que gozaron los
judíos en la antigüedad cristiana y en la época medieval, pero, por otro lado,
su terminología acerca de la ley y su teología, que desvirtúa el judaísmo, han
servido repetidamente de arsenal para las polémicas antijudías. Las
manifestaciones antijudías de los escritos neotestamentarios - que más bien
hay que enteder como una riña entre hermanos- fueron interpretadas en
sentido propiamente antijudío, tanto más cuando en el s. ii el cristianismo
judío fue quedando atrás numéricamente y, frente a los cristianos
procedentes del paganismo, perdió su importancia. Con la época
constantiniana el cristianismo adquiere el papel de religión del estado. Debido
a esto, al aplicar contra los judíos antiguas prescripciones legales, incluso en
una forma más acentuada - Constantino, Teodosio t, Justiniano-, los judíos
son postergados al papel de ciudadanos de segunda categoría ante la ley;
todo intento de expansión de la religión judía es objeto de castigo. La
polémica antijudía de algunos padres favoreció este proceso.

3. La edad media hasta la ilustración

La edad media se caracteriza por los repetidos intentos de llegar a una


armonía entre la Iglesia y el estado. En esta imagen del mundo no encajan ni
paganos ni herejes ni judíos. Los herejes eran considerados como apóstatas
culpables -Tomás de Aquino los compara con el falsificador de monedas- y en
consecuencia fueron perseguidos con dureza, principalmente por la ->
inquisición. Los paganos estaban fuera del mundo cristiano y, por ello, no
cayeron bajo el poder de la inquisición. En relación con los judíos la Iglesia
acentuó su comunidad con ellos, comunidad que se basa en la sagrada
Escritura. Como los judíos nunca fueron cristianos, no estuvieron tampoco
sujetos a las leyes contra los herejes. Sin embargo, según la opinión del
inquisidor dominico Bernardo Gui (fi 1331), caían también bajo la jurisdicción
de la inquisición si se trataba de apóstatas de la fe cristiana o de judíos que
habían intentado convertir cristianos al judaísmo. El inquisidor dominico
Nicolás Eymerich (t 1399) quiere incluso someterlos al tribunal de la
inquisición si niegan verdades de fe contenidas en el AT. Gracias a la promesa
paulina de salvación de todo Israel, los judíos fueron tolerados en la edad
media, si bien tuvieron que soportar una serie de medidas restrictivas. A
medida que la legislación eclesiástica iba ganando influencia en la civil,
durante la baja edad media, fue empeorando la situación de los judíos: a)
inferioridad legal (servidumbre de cámara, exclusión de cargos); b)
inferioridad económica (exclusión de los gremios, leyes contra la usura); c)
degradación social: debían llevar una contraseña especial (conc. Lat. iv),
aislamiento en «ghettos» desde el concilio de Basilea.

A las limitaciones legales se añadieron los excesos por parte de la población


cristiana, atizada primeramente por el fanatismo religioso que estalló con
motivo de las cruzadas (primer gran pogrom en el año 1096), y después por
las leyendas antijudías de la profanación de la eucaristía y del asesinato ritual,
leyendas que desde el s. xiii empiezan a multiplicarse, y por el rumor del
envenenamiento de las fuentes cuando estalló la peste negra en 1348;
contribuyeron también a estos excesos los sermones en contra de los judíos.
Es cierto que los papas se opusieron repetidamente a tales acusaciones de
asesinato, así Inocencio IV (1247), más tarde Gregorio x, Martín v y Pablo III,
pero no pudieron evitar el que se extendiera esta acusación. La conversión
forzosa de los judíos que en España fue promovida por los reyes, suscitó la
desconfianza de los viejos cristianos frente a los conversos, llamados
despectivamente «marranos». Hacia finales del s. xv la aversión contra los
marranos fue tan grande que las órdenes religiosas empezaron a promulgar
disposiciones prohibiendo la admisión de nuevos cristianos. Tampoco las
iglesias reformadas variaron en nada esta situación de inferioridad legal de los
judíos.

4. Desde la ilustración hasta la actualidad

Los seguidores de la ilustración calificaron de indigna la situación jurídica de


los judíos. Por esto, pusieron todo su interés en integrar a los judíos al medio
ambiente. Desde la revolución francesa van desapareciendo los «ghettos»,
pero la restauración, en parte, los vuelve a levantar de nuevo. El último
«ghetto» europeo fue el romano, el cual subsistió hasta el año 1870, fecha en
que desaparecieron los estados pontificios. Los seguidores de la ilustración no
estaban interesados en el mantenimiento de las particularidades judías, pues
éstas parecían obstaculizar el objetivo de la integración. La equiparación
jurídica de los judíos con los no judíos se realizó sólo a duras penas, y esto
tanto más por el hecho de que el movimiento contrario a la ilustración, el
romanticismo, propagaba el estado «cristiano», y, por consiguiente, no estaba
dispuesto a aceptar a los judíos en los puestos de funcionarios. Por ello, los
judíos tuvieron que ocuparse principalmente en el sector de las profesiones
libres. Para los adversarios de los judíos esto fue el pretexto para polemizar
contra la intrusión de los judíos en estas profesiones.

La disolución del mundo cerrado de los «ghettos» conduce a una crisis dentro
del judaísmo. Hasta entonces, para los judíos religión y nación habían sido dos
cosas idénticas. Pero en el s. xix el judaísmo es tomado generalmente sólo
como confesión, mientras en lo relativo a la nacionalidad los judíos intentan
integrarse completamente a su respectivo ambiente. A1 ser rechazado este
intento, algunos judíos se entregan más radicalmente a sus concepciones.
Pero en esa época la religión ya no es una cosa obvia. Esta crítica por
principio a la fe tradicional hace a los judíos sospechosos también por su
ideología y suscita el prejuicio de que ellos ejercen un influjo destructor en la
vida espiritual. Ese prejuicio se extendió entre los cristianos de todas las
confesiones. A pesar de que el cristianismo va perdiendo su influencia en el
pensamiento, sin embargo el odio contra los judíos no sólo no cesa, sino que
adquiere nueva fuerza. El odio invoca: a) motivos nacionalistas, sobre todo allí
donde los judíos forman una minoría tan fuerte que pueden vivir una vida
nacional propia, como en la Europa oriental; b) motivos raciales, que se
fundan en investigaciones y afirmaciones pseudocientíficas, principalmente en
el escrito del francés Arturo de Gobineau (j' 1882), filósofo de la historia y
teorético de las razas, que lleva el título: Essai sur l'inégalité des races
humaines. Su opinión acerca de la superioridad de la raza aria tuvo gran
repercusión sobre todo en Alemania, donde fue conectada con el darwinismo
social. La consecuencia de todo esto la sacó el nacionalsocialismo, con su
aniquilación sistemática de seis millones de judíos. Fue la primera vez que el
estado promovió la aniquilación de los judíos.

III. Su condena por la Iglesia

Ya en el año 1894 el cardenal secretario de estado, Rampolla, advirtió a los


políticos socialcristianos de Viena que no aceptaran el a. en su programa, ni
siquiera en la forma más suave de a. Roma condenó expresamente el a. el 25
de marzo de 1928 (cf. AAS 20 (1928], 104). Más importante que todas las
actitudes episcopales y papales es la declaración del Vaticano il acerca de las
relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas, en la cual se condena
expresamente el a. E1 Consejo Mundial de las Iglesias, reunido el año 1961
en Nueva Dehli, condenó igualmente el a. como incompatible con el mensaje
de Cristo.

Willehad Paul Eckert

ANTROPOCENTRISMO

Dios como creador es a la vez el fin de todo lo que él ha llamado a la


existencia. Dentro del mundo visible, este teocentrismo de la creación llega a
su culminación y a su forma más explícita en el hombre, el cual está llamado
a consumar la -> gloria objetiva o material de Dios, realizándola de manera
consciente, subjetiva y formal. Pero esta entrega radical sólo le es posible a
un ser que pueda tomar plenamente sus propias riendas, que pueda disponer
de sí mismo, que esté en sí y consigo. Por tanto, la --> transcendencia hacia
Dios llega a su consumación en cuanto el transcender objetivo vuelve sobre sí
mismo por la reflexión consciente. No cabe aquí una separación neta entre el
punto de partida, la realización y la meta de este movimiento esencial. El
hombre sólo puede interesarse por Dios interesándose por sí mismo (en
cuanto ordenado a Dios), y, cuando él se busca a sí mismo, tiene que
preguntar por el sentido y el fin de su ser y existir, o sea, por Dios. El
teocentrismo y el a., bien entendidos, son dos caras de un único acto
fundamental, del mismo modo que forman una unidad los dos mandamientos
principales, el de amar a Dios con todas las fuerzas y el de amar al hombre
según la medida del amor a sí mismo (Mt 28, 38s).

Así como, en el conocer, el conocimiento trascendental está ligado a lo


categorial, y el conceptual lo está a la sensibilidad, de igual manera la
realización de la libertad humana se halla caracterizada por esta insuperable
duplicidad, cuya aceptación pertenece a la humildad de la criatura: Dios sólo
es para mí Dios «en sí» como Dios «para mí». De Dios sólo se habla en
imágenes y conceptos antropomórficos; recordemos, p. ej., la búsqueda de su
gloria como solicitud por la salud propia y la del prójimo (la caridad que se
olvida de sí como temor y temblor, Flp 2, 12), el servicio al Señor como
desarrollo de las propias posibilidades y de los propios «talentos» (Mt 25, 14-
29). El intento de saltarse ese orden en pro de un amor «puro» tiene que salir
fallido y disminuye además la grandeza del creador, que no gana por la
disminución de la criatura, sino que se pone tanto más incomparablemente de
manifiesto cuanto más se engrandece ésta.

Dicho orden recibe una sublimación insuperable en Cristo, Dios-hombre, en


quien, a través de la obediencia y la muerte, la faz del hombre vino a ser la
faz eterna de Dios, de suerte que en él se ve ineludiblemente el Padre (Jn 14,
9).

Sin embargo, como el hombre en este mundo va aún a la búsqueda de su ser


perfecto (y sólo lo puede realizar por la entrega de sí mismo), corre peligro de
atenuar y hasta negar la tensión de este doble centrismo; corre peligro de
situarse en un falso a. contra Dios, y esto teórica y prácticamente. Lo cual
sucede por principio en una posición que hace al hombre «medida de todas las
cosas» (al individuo, al pueblo, a la clase, a la raza o al hombre en general), y
en cada caso concreto en que se comete un pecado (grave), pues entonces el
hombre quiere ser su propia ley. El peligro de «un humanismo ateo» va de la
expresa negación de Dios y la repulsa a sus derechos hasta las más sublimes
formas de un ascetismo religioso y de una mística que se busca a sí misma. Y
en el ejercicio del amor mismo ha de guardarse la preferencia del primer
mandamiento respecto del segundo, «que es semejante al primero», o sea, ha
de quedar a salvo la entrañable función de servicio de todo a. respecto a la
gloria del amor divino. Así, pues, si en una reducción radical del cristianismo
cabe dar a éste una formulación plenamente antropocéntrica (Mt 25, 31-45),
en esa reducción (dése o no de ello cuenta el individuo) resplandece el
cristocentrismo de Dios y resplandece allí justamente «para gloria de Dios
Padre» (Flp 2, 11).

Jörg Splett

Antropología bíblica
1. Cuestiones previas de orden hermenéutico

Ninguno de los escritos del Antiguo y del NT ha intentado explícitamente la


elaboración sistemática de una antropología desde la perspectiva de las
ciencias naturales, o de la filosofía o de la teología. Dada la multiplicidad de
estratos en el caudal de representaciones antropológicas, procedentes de los
más diversos tiempos y estratos de la tradición, la respuesta a la pregunta
sobre una a. constante en la Biblia depende en gran medida de la perspectiva
personal del intérprete. El enfoque de una psicología metafísica y más aún el
de una fenomenología basada preferentemente en las ciencias naturales o en
la bio-psicología, son insuficientes para interpretar los testimonios de la
Escritura con su intención primariamente religiosa. El análisis de la concepción
de la existencia, inaugurado por el -> existencialismo, puede ser fructífero en
cuanto él parte justamente de que, a toda inteligencia histórica del «mundo»
precede una correspondiente e indisolublemente unida autointeligencia del
hombre, de modo que esa autocomprensión reviste una importancia central
como horizonte de toda declaración antropológicamente relevante. Es
evidente que el planteamiento del problema con relación a la Biblia ha de
enfocarse y elaborarse desde un plano teológico. Mas parece posible
prescindir de ese requisito, pues en los testimonios bíblicos el problema
teológico y el antropológico se presentan en el fondo como una misma y única
cosa. En efecto, al hablar de --> Dios y de -> Jesucristo, de la -> creación e
historia de la --> salvación, de la vida y la muerte, del pecado y de la
justificación, de la salvación y del juicio, se expresa simultánea y muy
profundamente la concepción del hombre y de su situación (que la Biblia
nunca estudia en «sí misma», sino siempre con relación a Dios). Ahora bien,
en cuanto esta «interpretación» de la autoconcepción humana (como
existencia desde y ante Dios, o alejada de él) que se da en la Biblia tiene un
carácter revelado, a base de ella cabe hacer afirmaciones sobre el hombre
«absolutamente obligatorias» y presentarse con la «pretensión de que, por
primera vez ahí. y sólo ahí, se lleva al hombre a un conocimiento
experimental de su propia (concreta e histórica) esencia, la cual, de otro
modo, quedaría oculta para él» (K. Rahner, cf. después: ni, 1 a).

2. Antiguo Testamento

Bajo los insinuados presupuestos hermenéuticos, a los multiformes textos


antropológicos del AT les corresponde un peso muy diverso. Los temas
esenciales son: el todo personal, la relación con Dios como miembro del
pueblo que vive en la alianza, el carácter creado, la responsabilidad, la
conciencia del pecador y la esperanza de salvación en el hombre.

a) El hombre históricamente existente, en su relación al mundo y a Dios, es


considerado como un ser unido a la tierra y creado por Dios, como un todo
vivo y personal. La importancia teológica de esta consideración del hombre
como un todo, por la que él es visto bajo varios aspectos principales (rúah,
nefef, básár), como «carne», como «alma» y como «espíritu», pero no como
una realidad compuesta de partes, se pone de manifiesto en el hecho de que
la salvación y la condenación afectan indivisamente al hombre entero. En
cuanto todo personal (representado preferentemente por el «corazón», leb, el
órgano de los sentimientos y de las fuerzas de la inteligencia y de la
voluntad), el cual es concebido decisivamente como «voluntad», el hombre no
«posee» alma y cuerpo, sino que «es» alma y cuerpo. Así la esperanza de sal.
vación en la época posterior del AT se manifiesta como esperanza de la
resurrección (Is 26, 19; Dan 12, 2s; 2 Mac 7, 14), pensamiento que el NT
asume y desarrolla (Mc 12, 18ss; Jn 6, 39ss; Act 24, 15; 1 Cor 15); y, en
cambio, la idea de la -> inmortalidad del alma (Sab 2, 22s; 3, 4), procedente
de una concepción antropológica tan distinta como es la griega, no fue
elaborada ulteriormente en el ámbito bíblico.

b) La antropología veterotestamentaria versa, no sobre el concepto de


hombre «en sí», sino sobre el hombre de carne y hueso, y, por cierto, sobre el
hombre con su trabazón social en la familia, la tribu y el pueblo, sobre el
hombre solidario en la bendición y en la maldición, el cual, en cuanto miembro
de la comunidad, experimenta a Dios como el aliado benévolo, el señor de la
historia, el que marca el camino. Siendo esencialmente comunitario, también
en su relación a Dios el hombre está referido a los demás hombres, los cuales
se le presentan, no sólo como criaturas impotentes ante la transcendencia de
Dios, sino también como sujetos dotados de una dignidad igual a la suya,
como hermanos que él debe proteger en virtud del derecho divino, que en el
amor al prójimo debe cuidar por prescripción directa de Dios (Lév 19, 9-18,
34; 25, 35-38). La responsabilidad del hombre por el hombre fue acentuada
especialmente por los profetas (cf. p. ej., Is 3, 13ss; Am 8, 4ss), y la tórá se
convirtió hasta cierto punto en la forma como se concretó el diálogo entre
Dios y el hombre (V. WARNACH: HThG ii, 149s).

c) De cara a Dios, en la imagen del hombre, además de su condición de aliado


y de su estructura dialogística, domina la conciencia de su carácter creado.
Pero la total impotencia y dependencia del nacido del polvo (Gén 3, 19), no
excluye la dignidad que corresponde al hombre por ser imagen de Dios, ni su
posición dominadora en el mundo vo (Gén 3 ,19) no excluye la dignidad que
(Sal 8).

Las dos narraciones de la creación (Gén 1-2) ven reflejada la esencia del
hombre en la descripción de su creación; él es la criatura excepcional (Gén 1,
26ss; 2, 7) que está capacitada para hablar, asemejándose así a Dios (Gén 2,
19s), es el representante de Dios en el mundo terreno y, como persona y a
pesar de su caducidad, el «tú», el socio de Dios. Creado como varón y mujer
(Gén 1, 27; 2, 18-21ss), el hombre es tan profundamente «yo» como «tú» en
el amor personal.

d) Llamado («por su nombre») a la vida (Gén 35, 10; Ex 2s; Is 45, 3s) en
virtud de una palabra históricamente única y, sin embargo, irrevocable, el
hombre está ante una responsabilidad insustituible (Gén 2, 16s), ante una
decisión por la que ha de «responder». Tanto por su condición de aliado en la
historia de la salvación, como por su estructura creada y dialogística, el
hombre es el ser puesto ante la decisión, el que claudica, el que se arrepiente
y acrisola gracias a la fuerza del perdón salvador. La responsabilidad crece
también de cara a la muerte, como el límite terrible e incierto de la vida, e
igualmente de cara al tiempo recibido como kairós. Una vida que responde
con obediencia, a pesar de toda amenaza y oscuridad (radicales en la muerte
para el pensamiento veterotestamentario), puede ser vivida con una actitud
fundamental de alegría (1 Re 4, 20; Sal 43, 4); actitud que en el NT se basa
en la «buena nueva» de la salvación definitiva.

e) El hombre, que estaba dotado de libre responsabilidad, claudicó en su


decisión, y así entró en «contradicción» consigo mismo a la vez que entraba
en contradicción con Dios.

El AT sabe que el hombre es pecador. Ciertamente, él no desarrolla la idea de


un -->pecado original, pero caracteriza a todos los hombres como pecadores
(Gén 8, 21; Sal 143, 2), pues su corazón se resiste con soberbia
desobediencia a las exigencias de Dios y del prójimo. Los capítulos 3-11 del
Génesis describen, como preludio de la oscilante historia de la alianza de
Israel, la irrupción y la rápida expansión del pecado (de la claudicación del
hombre) en el mundo. Con todo, para la Biblia, la aparición del pecado es «un
suceso, no tanto temporal, cuanto salvífico y teológico» (H. Haag 57), y la
comunidad fáctica de los hombres en el infortunio no se considera allí como
algo biológicamente condicionado.

f) El AT no enjuicia el sufrimiento y la muerte como castigo por el pecado,


sino como hechos naturales; por disposición divina, la muerte sigue al
nacimiento; ésta reduce la vida a un mínimo, en medio de una impotencia
semejante a la de las sombras (Is 14, 10; Sal 88, 5), de modo que cesa ya la
vida auténtica, la cual incluye como constitutivo el culto divino (Is 38, 18s). La
esperanza del hombre se dirige hacia una vida alegre, «harta», terrena, que
sólo es posible en cuanto el Dios fiel le otorga gratuitamente su benevolencia.
Muy poco a poco, a partir de las promesas de la alianza de Yahveh, van
surgiendo esperanzas de un salvador y de un tiempo de salvación, de una
resurrección y de una vida nueva. Estas esperanzas corren paralelas con una
profundización de la conciencia de pecado (Jer 13, 23 ), en virtud de la cual la
renovación de los corazones es esperada solamente de Dios (Jer 31, 31-34),
quien únicamente «por su prodigio ha de capacitar al "hombre nuevo" para
una obediencia perfecta» (G. v. Rad ii, 226).

3. El Nuevo Testamento

Dentro del Nuevo Testamento, en la persona de Jesucristo el que


preferentemente ocupa el puesto central es el hombre; en él está presente el
«nuevo hombre» de las promesas, la cabeza de un nuevo cuerpo de la
humanidad. Por lo demás, la antropología neotestamentaria, de la cual sólo
podemos esbozar los aspectos esenciales, construye sobre la base de las ideas
veterotestamentarias; el problema del hombre se plantea esencialmente a
través de la pregunta por el -->pecado y la -> redención, y quienes lo
elaboran son principalmente Pablo y Juan.

a) Siguiendo y superando la línea del mensaje profético, Jesús considera a


todos los hombres como pecadores, y los sitúa ante la exigencia de
conversión que Dios plantea radicalmente (Me 1, 15) y que, a la vez,
constituye una oferta anticipada de salvación; el hombre está ahora
definitivamente «entre» salvación y perdición. Jesús descubre con ello «la
existencia paradójica del hombre ante el Dios que es juez y padre benévolo
(R. BULTMANN, Glauben und Verstehen, iri, 41). Él no describe la esencia del
hombre en un plano estático (así, p. ej., de la predicación de Jesús no puede
deducirse una mayor valoración del alma que del cuerpo), sino que lleva al
hombre a la «crisis» y a través de ella (de la decisión o separación) a su
verdadera existencia (mediante la salvación aceptada por él). Jesús no
desarrolla. ninguna imagen ideal del hombre (y él mismo no pretende
encarnarla); más bien, hallándose anclado en la linea del pensamiento
veterotestamentario, la historia es para él la realidad auténtica. Jesús se
dirige al hombre que existe en medio de la historia concreta y lo llama a dar
su respuesta. En la interpretación radical del precepto veterotestamentario del
amor, donde jesús entiende por prójimo al mismo enemigo (Mt 5, 43ss), se
produce la más profunda reducción del hombre a su condición histórica: la voz
de Dios que llama a la decisión alcanza y juzga al hombre (ora para su bien
ora para su mal) desde las exigencias concretas que se le plantean dentro del
mundo y de cara a su respectivo prójimo (Mt 225). La salvación y la (posible)
perdición están por la predicación de jesús en el mundo y junto al hombre; la
posición crítica del hombre entre dos vertientes se hace patente mediante esa
radical reducción antropológica. En Jesús concretamente (tal como la Iglesia
lo proclama después de su muerte y resurrección), dicha posición «entre»
revela su absoluto carácter salvífico; el nuevo hombre, el que cree, es
totalmente de Dios, es criatura e hijo de Dios.

b) Pablo habla más expresamente de la a. teológica que late en la predicación


de Jesús, y lo hace mirando al Cristo crucificado y resucitado; y también
mirando precisamente a la redención en Jesucristo, el Apóstol consigue
mantener en unidad la tensión dialéctica de las afirmaciones sobre el hombre
(a pesar del contorno dualista y gnóstico). Del mismo modo que su cristología
es a la vez soteriología, doctrina de la redención del hombre, así también el
pensamiento paulino acerca de Dios es simultáneamente a., pues «todo
enunciado sobre Dios es al mismo tiempo un enunciado sobre el hombre» (R.
BuLTMANN, Theologie des NT, 192). Pablo desarrolla (sistemáticamente) su a.
en el sentido de una soteríología, hablando del hombre no redimido antes de
Cristo y del hombre redimido en Cristo, del hombre bajo la ley y en la fe, bajo
el dominio del pecado y en la libertad de los hijos de Dios. Ante el evangelio
de la gracia todas las diferencias individuales, sociales y étnicas pierden su
última importancia; la predicación cristiana se interesa por un hombre nuevo
en una comunidad nueva, la Iglesia. Aunque Pablo asume conceptos de la
tradición griega, sin embargo, siguiendo la línea ideológica del AT, él se
mantiene libre de especulaciones sobre la naturaleza, sobre las partes
integrantes y las propiedades del hombre; e igualmente se mantiene alejado
del dualismo helenístico (que había penetrado en el judaísmo helenista), como
lo muestran las afirmaciones sobre el cuerpo transformado por la resurrección
(1 Cor 15). Entre los conceptos antropológicos de Pablo (soma, psiqué,
pneuma, eón, nous sineidesis, kardía, sars), soma como el más amplio y
complicado y sars como el más importante y difícil merecen una atención
especial. Para Pablo el soma pertenece constitutivamente al ser humano (1
Cor 15, 15ss); soma no significa simplemente la figura corporal, sino que, con
frecuencia, designa el todo de la persona; el hombre es soma (Rom 12, 1; 1
Cor 7, 4; Flp 1, 20), y, como tal, puede contraponerse en forma de acción y
pasión, puede adoptar un comportamiento consigo mismo, el comportamiento
de unidad consigo o el de enajenación, según su relación a Dios, la cual se
manifiesta ahí. Pues la ineludible decisión ante Dios (impuesta a la criatura)
determina al hombre en su totalidad; el hombre se encuentra en este mundo
como pecador, en poder de fuerzas extrañas, en la esfera de la sars, o sea,
del afán de poder propio y del egoísmo, que es una rebelión contra Dios (Rom
8, 6s; 10, 3; 2 Cor 10, 5). Al hombre enajenado de sí mismo y que está en
contradicción con Dios, Pablo le llama sars, pecador.

La sars es arrojada por el --> bautismo (Rom 8, 9s), el soma (el hombre
como un todo corporal) se transforma en la resurrección (1 Cor 15, 44; Flp 3,
21).

El «hombre viejo» antes de Cristo, ya viva bajo la -> «ley» (que no impide el
pecado), ya «sin ley», está radicalmente dividido, de modo que se halla
impedido para una realización libre y total de la existencia (Rota 2, 12ss). Por
primera vez en la fe de Cristo, donde el hombre aparta su mirada de la
justicia propia (tan sólo aparente en el « gloriarse de sí mismo») y la
convierte a la misericordia de Dios, él es liberado para la libertad de la
existencia verdadera en paz con Dios y, por eso mismo, para la vida fraternal
en el amor. Ciertamente, el hombre permanece en la tensión escatológica
hacia la consumación de la salvación, la cual ya ha «acontecido» y se ha
hecho «propia», pero, no obstante, aún no se ha convertido en un estado
firme y en una posesión. La libertad de los hijos de Dios se produce mediante
una constante actualización de la misma o, de otro modo, vuelve a perderse
por el poder del pecado que actúa en el egoísmo de los hombres; la situación
del hombre se caracteriza por el indicativo salvífico en igual medida que por el
imperativo (cf. Gál 3, 27; Rom 13, 14; Col 2, 12-20). Pero en la fe en Cristo
se da la posibilidad de una existencia totalmente personal (escatológica),
«desmundanizada» en medio de este mundo, radicada en una fe que no teme
la muerte, sino que espera la revelación en la gloria (Col 3, 4), y tiene la
mirada puesta en ella (3, 14; cf. también, teología de -> Pablo).

c) La teología de Juan hace sus afirmaciones sobre el hombre todavía más


exclusivamente en frases referidas a Cristo. La existencia del hombre está
decisivamente determinada por su origen, por proceder de «este mundo»,
como ámbito de Satanás, del mal, de las tinieblas y de la mentira, o sea, de la
tenebrosa y cerrada autoafirmación del hombre en la desobediencia, la
incredulidad y el odio al hermano. Lo mismo que para Pablo, para Juan el
cosmos es ante todo el mundo de los hombres, el cual, sin la venida del
Revelador, del Hijo, estaría perdido en su maldad.

Es en verdad cierto que el Padre por la misión del Hijo lleva el mundo a la
crisis, pero lo hace por amor (Jn 3, 16s), no para juzgar al mundo, sino para
salvarlo (1 Jn 4, 9, 14). Pues el hombre sólo puede ser liberado del círculo
diabólico de la seguridad propia y del querer disponer por las propias fuerzas,
para el ámbito de lo inteligible por sí mismo (donde se descubre la
«desmesura» humana), en virtud de la generación «desde arriba» (Jn 3),
desde Dios. En efecto, por la fe en la misión del Híjo el hombre recibe una
nueva posibilidad de vida mediante un nuevo origen, a saber: la de la
«desmundanización» como «ruptura de todas las normas y valoraciones
humanas» (R. BULTMANN, Theologie des NT, 428), para vivir en una
existencia escatológica, la cual ciertamente es extraña para este mundo, pero,
no obstante, en la comunidad de los creyentes encuentra una nueva patria;
para vivir en la existencia de la libertad del pecado y en la del amor al
hermano, en el que se acredita esa libertad (1 Jn 3, 14-18; 4, 19ss). El
hombre no puede disponer de su nuevo nacimiento, sino que éste se produc e
en un «dejarse» atraer por el Padre (Jn 6, 44) en el suceso de la fe como
«abandono» radical. Ante el suceso de Cristo, en virtud de la exigencia del
Revelador y de la crisis que él ha traído sobre los hombres, éstos quedan
descubiertos en su respectivo «aferramiento» en la incredulidad o en la fe, en
su condición de «nacidos de abajo» -hijos del diablo- o «nacidos de arriba»:
hijos de Dios. Con lo cual no se suprime sino que se resalta el carácter de
decisión de la existencia humana, pues el hombre como creyente debe
permanecer en la palabra de Jesús y actuar según sus mandamientos (1 Jn 1,
6s; 2, 3ss). En definitiva, la escatología fuertemente presente de Juan arranca
al hombre con su preguntar por la salvación futura de toda especulación
acerca del «cuándo» y del «cómo», y lo remite al «hecho» de la gloria futura,
que él encuentra como auténtico «futuro» en la ya presente unión vital con el
Hijo y el Padre en la fe (cf. 1 Jn 1, 2s; Jn 17, 13). Según la Biblia, ser hombre
significa vivir profundamente desde la gracia.

Rudolf Pesch

Antropología filosófica

A. es la palabra que el hombre dice sobre sí mismo, la reflexión de un ser que


no está nunca ahí simplemente, sino que se ha hecho siempre problema de sí
mismo, y sólo existe - dése o no reflejamente cuenta de ellocomo respuesta,
siempre varia, a la pregunta que es él mismo. No se trata aquí propiamente
del contenido de esta respuesta o del «objeto» a que se refieren pregunta y
respuesta (-->hombre), sino de una reflexión científica y teórica acerca de los
distintos modos históricos en que se han dado tal pregunta y respuesta.

1. Historia

El hombre se pregunta siempre por sí mismo. Las primeras respuestas están


contenidas en los mitos y en las leyendas sobre el origen, compuestos por los
así llamados pueblos primitivos y por las primeras culturas. Al principio, ni
pregunta ni respuesta parecen haber sido explícitamente conscientes; toman
forma en los ritos, en el espacio y en los instrumentos del -> culto; se hacen
palabra en el ->mito, en el que el culto intenta explicarse. Pero, finalmente,
no bastando ya este modo, la pregunta se hace racional y filosóficamente
consciente y reclama una respuesta teórica y consciente.

En occidente, después de las primeras tentativas de los presocrátirns, la


época de Sócrates vuelve decididamente la mirada hacia el hombre. Mientras
que la ilustración de la sofística lo declara medida de todas las cosas, la
tragedia (SÓfocles) y la metafísica (--> platonismo, -> aristotelismo) e
igualmente el -> estoicismo lo sitúan - precisamente como ser de razón - en
el horizonte más amplio de la ley del cosmos. Con esta tradición se enlaza el
pensamiento judeocristiano, que experimenta al hombre como llamado a una
historia singular con exigencias absolutamente personales (-> salvación,
historia de la). Lo que aquí se busca no es la naturaleza o esencia del hombre,
sino su salvación eterna, la del pueblo y la del individuo (profetas, Pablo,
Agustín). Si en la escolástica domina ampliamente el pensamiento griego (cf.,
sin embargo, junto a otros indicios, la doctrina de la absoluta obligación de la
conciencia desde Tomás), luego, pasando por Eckhard, se destaca,
particularmente en Nicolás de Cusa, la categoría peculiar de la --> persona
como individualídad. Frente al culto de los héroes y del genio, propio del
renacimiento, la reforma protestante experimenta apremiantemente la
posición singular del hombre; y en forma parecida la experimenta B. Pascal.
La filosofía de Descartes, partiendo también del carácter problemático de la
situación humana, representa el envés teórico de ese anhelo de certeza de
salvación. Descartes funda la moderna separación entre sujeto y objeto,
hombre y mundo, y, con su contraposición entre res extensa y res cogitans en
el hombre, determina la faz de la a. posterior.

El término «antropología» aparece por vez primera a comienzos del s. xvi en


un escrito somatológico del magister de Leipzig, M. Hundt. En 1594-96 A.
Cassmann publicó en Hannover los dos tomos de su Psychologia
anthropologica sive animae humanae doctrina. Secunda pars anthropologiae:
hoc est Fabrica humani corporis. Como aquí, la a. se presentará en lo sucesivo
bajo la duplicación de fisiología y psicología, por una parte, y de moral (cf.
sobre toda la doctrina de los afectos o de las pasiones), por otra parte; así en
la ilustración inglesa, francesa y alemana, hasta Kant (-> kantismo), que
distingue una a. pragmática y otra fisiológica. La imagen del hombre se
presenta más amplia en la obra poética de los clásicos alemanes, en la
pedagogía del -> humanismo y en la filosofía del -> idealismo alemán, que lo
define como el lugar supremo de la razón universal o del espíritu absoluto.

La referencia de Kant al estudio de las razas es recogida por Blumenbach y,


en este sentido, la moderna a. queda fundada en la segunda mitad del s.
xvIII. junto con el estudio de las razas, la a. aborda también desde los
primeros hallazgos el tema de la evolución, y, en los países anglosajones, hoy
día es en gran parte etnología y morfología de la cultura.

Particularmente en Alemania, por obra en primer lugar de M. Scheler, después


de la primera guerra mundial la a. se liberó de sus limitaciones biológicas y
pasó a ser a. filosófica. Ahora bien, aquí vienen a coincidir las
contraposiciones -diversas cada una- de Feuerbach, Marx, Kierkegaard y
Nietzsche contra el idealismo alemán en la reflexión sobre el hombre concreto
e histórico. Esta reflexión parte del fenómeno de la cultura y de la historia
(Dilthey, Rothacker), de la biología (Plessner, Gehlen) y de la medicina
(Weizsácker, Binswanger, Frankl), y recibe una forma destacada en la filosofía
existencial. En este sentido, a pesar de la interpretación parcial de su tema,
es de particular importancia el «Ser y tiempo» de M. Heidegger,
señaladamente por su influencia en la teología actual, tanto en la católica
como en la protestante (p. ej., en R. Bultmann, G. Ebeling, E. Fuchs, K.
Rahner, B. Welte, etc.).

2. Problemas y tareas

Una vez más se ha puesto en claro lo que ya expresa la inicial pregunta sobre
el hombre (HERACLITO, fragm. 78, 101, 115): la imposibilidad de una
respuesta definitiva. Pues no se trata aquí de describir un objeto presente de
naturaleza bien delineada, sino que la misma descripción es un factor de la
propia articulación, de la propia configuración libre del «animal aún no fijado»
(Nietzsche), de forma que, sólo por la mirada retrospectiva a las
objetivaciones de su libertad, por la mirada a su historia, puede decir el
hombre qué y quién es él, sin que esta respuesta sea definitiva, pues tampoco
su historia ha terminado y, además, ese intento de definición constituye
siempre un factor libre de esta historia.

El aspecto teórico y científico de esta problemática es la difícil delimitación


adecuada entre la a. y las otras disciplinas de la filosofía; pues, de una parte,
la a. es aspecto necesario de la -> ontología, filosofía de la -> naturaleza, ->
teología natural y -> ética, y, de otra parte, estas disciplinas son aspectos
necesarios de una a. filosófica, sin que pueda, no obstante, ni deba disolverse
toda la filosofía en a. Lo mismo digamos sobre la relación de la a. filosófica
con las respectivas ciencias particulares (a., biología, historia, medicina,
psicología, sociología, ciencias del lenguaje, etc.). Ella no puede construir
sobre éstas simplemente interpretando y sintetizando («inductivamente»),
pero tampoco puede intentar esbozarlas y cónstruirlas en forma apriorística y
deductiva.

El mismo carácter problemático se pone también de manifiesto en la relación


de la a. con la cultura y la vida de una época. De una parte, la a. está
condicionada por el tiempo y a la vez lo condiciona. Por eso, una mirada de
conjunto a la historia resulta siempre problemática, pues la a. - en sí misma,
no sólo por el contenido de su respuesta, sino ya por su manera de plantear y
entender la pregunta-, de ningún modo se refiere siempre a lo mismo (y así
puede verse cuán significativo es el hecho de que el nombre a. y la disciplina
peculiar con él designada aparecieran tan tarde). Por otra parte, la a. tiene
que sobrepasar la mentalidad de cada época mediante un conocimiento
válido, pero mediante un conocimiento que, ni descanse solamente en la
perspectiva del tiempo, ni la anule o desacredite so color de relativa,
enjuiciándola apriorísticamente desde el trono de un concreto saber
suprahistórico.

Síguese que la a. debe evitar por igual un concepto racionalista y atemporal


de la naturaleza y esencia del hombre, y una fijación ideológica de una
determinada imagen histórica o social del hombre (--> ideología); si bien, por
otra parte, no puede encerrarse en un facticismo relativista y positivista,
reduciéndose a registrar las interpretaciones que el hombre ha dado de sí
mismo (-> relativismo, -> historicismo). No puede - transmutando el aspecto
temporal e histórico en el contenido material -producir sólo un concepto
abstracto del hombre, ni ofrecer solamente una colección de datos científicos
especiales. Debe más bien construirse partiendo de una unidad que, aun
siendo conocida como algo primero (no deducible), sin embargo, ha de
percibirse en medio de su vertiente histórica; si bien la aceptación de esta
historicidad no significa, ni la renuncia a la reflexión crítica sobre ella, ni la
renuncia al -->conocimiento y a la -->verdad. Estamos aquí ante la misma
analogía que se da en el ser en general, donde el intento de extraer un núcleo
unívoco falsea la unidad supracategorial tanto como la hipótesis de una mera
equivocidad (--> espíritu y -> ser; anima quodam modo omnia). Esta unidad
del hombre, tomado como especie y como individuo (contra el dualismo alma-
cuerpo de Descartes), no queda debidamente esclarecida mediante una
comparación con el animal y su ambiente estable; y también la doctrina de los
estratos la entiende solamente en su objetivación estática, sin interpretar
acertadamente la realización dinámica de la existencia de un ser que sólo se
hace él mismo en el otro y sólo tiene su vida en este proceso de enajenación y
conquista de su mismidad (reditio), moviéndose en un indetenible vaivén
entre el fundamento en cierto modo simple de la libertad de la persona y el
pluralismo de las relaciones en que ese ser gana y realiza su existencia.

Así, pues, en los diversos ensayos de una a. filosófica hay que entender al
hombre partiendo de una filosofía del espíritu y de la libertad, lo mismo que
de las regiones de la cultura, de la historia, de la religión, de la ética, de lo
bello, de la economía y de la técnica, de la política y del bios, mostrando en
medio de todo eso su «excentricidad» y transcendencia. Esto implica la
interpretación de su concreta situación histórica (que por lo menos para el
hombre occidental incluye la -> revelación cristiana), en medio de la cual
situación se le ofrece también el -> sentido absoluto, cuya percepción lo hace
hembre, le descubre su carácter problemático y le reclama su respuesta, que
él debe dar tanto por la realización total de su vida, como por la reflexión
teórica, o sea, por la antropología.

Jörg Splett

Antropología teológica

Puesto que entre los objetos sobre los cuales habla directamente la ->palabra
de Dios se halla también el conocimiento del hombre (p. ej., Rom 1, 19ss; Dz
1806), una reflexión teórica y científica de la teología sobre su propia
actividad sigue siendo teología. A continuación esta reflexión teológica va a
versar sobre la a. teológica, no sobre ciencias profanas, que se ocupan «a
posteriori» del hombre. No se puede definir de antemano cómo la a. teológica
ha de delimitarse frente a una autointeligencia apriorística y transcendental
del hombre en la -> metafísica, sino que eso es una cuestión de la misma a.
teológica. Una mirada a la historia de la a. teológica (cf. 1) muestra que ésta,
en cuanto tal, en cuanto unidad original y envolvente, todavía no ha sido
elaborada en la teología católica, y, por eso, lo que aquí vamos a decir (cf. 2)
deberá consistir sobre todo en una reflexión preparatoria.

1. Mirada histórica

No se trata de la historia dogmática de afirmaciones particulares establecidas


a manera de «tesis» sobre el -> hombre: sobre su creación (-> creación; ->
hominización; -> evolución), sobre la espiritualidad, individualidad e ->
inmortalidad del alma, sobre su relación con el --> cuerpo, sobre el -> pecado
original, la --> justificación y todo lo que en la teología moral y en la ->
escatología se dice acerca del hombre. Más bien hay que resaltar aquellos
enfoques que orientan todos estos conocimientos particulares hacia una
antropología originariamente unitaria.

a) Es evidente que la revelación en el Antiguo y en el NT habla del hombre (cf.


antes, II), y, por cierto, en forma absolutamente autoritativa y con la
pretensión de llevarle por primera vez al conocimiento experimental de su ->
esencia (histórica y concreta), la cual de otro modo le quedaría oculta o sólo
sería suya como < cautiva> (Rom 1, 18). Ahí el hombre es descrito como un
ser incomparable: es sujeto en grado tan alto, que actúa como socio de Dios y
que, frente a él, todas las demás cosas en su propia y verdadera esencia son
solamente mundo circundante. Esta subjetividad como --> espíritu, ->
libertad y eterna importancia individual ante Dios, como capacidad para una
relación auténticamente dialogística de «alianza» hasta la absoluta proximidad
en el «cara a cara» y hasta la «participación en la naturaleza divina» y,
finalmente, como la posibilidad de ser manifestación del mismo Dios (->
encarnación), convierte al hombre en una realidad que en último término no
es parte de un gran todo (-> mundo), sino que es el todo en una forma cada
vez singular, lo convierte precisamente en -> persona, en -> existencia, a
diferencia de lo que está meramente presente; en tal manera que la historia
única (no cíclica) del cosmos constituye un momento en la historia entre Dios
y el hombre, no viceversa, y que, en consecuencia, el mundo es solamente la
preparación de la posibilidad de la historia del hombre (y de los -> ángeles),
de modo que ésta es el fundamento que lo hace posible (el fin del cosmos
está determinado por la historia del hombre ante Dios). Teológicamente
hablando, lo que es el hombre lo expresa, no una disciplina junto a otras, sino
el todo de la teología en general. Pues no hay ningún ámbito de objetos (al
menos desde la encarnación del Logos) que formalmente (y no sólo
indirectamente y por reducción) no esté incluido en la a. teológica; por tanto,
la a. teológica es también el todo de la teología. Mas esa afirmación de la
subjetividad radical que hace la revelación, tal como ésta se nos presenta
originalmente en la Escritura, no es todavía la a. buscada, y no lo es por una
doble razón: 1ª, falta el intento de una reflexión sistemática sobre estos datos
desde un enfoque original (conscientemente dado), y 2ª, las categorías
usadas están tomadas en buena parte del mundo (meramente) objetivo y de
su ontología, de manera que permanece el riesgo de desconocer la
peculiaridad teológica del hombre y de ver en él solamente un trozo de
mundo.

b) La teología patrística significa un avance en cuanto ella realiza los primeros


intentos de sistematización (el tratado de anima de Tertuliano es el principio)
y se esfuerza palpablemente por lograr pensamientos claves: p. ej., la idea
del hombre como imagen de Dios, la historia como proceso de
espiritualización del mundo. Pero esencialmente subsiste el anterior estado de
la evolución del problema. Sí, subsiste el peligro constante de que la oposición
y la unidad entre el hombre y el Dios que se le comunica sean reducidas: o
bien a la oposición y unidad de -> espíritu y -a materia (--> dualismo), de
manera que el hombre con una parte de su ser esté de antemano al lado de
Dios: teología griega; o bien a las del pecador y el Dios misericordioso
(teología occidental: Agustín), donde el principio (el paraíso) y el fin (la vida
eterna) son reducidos a su más profunda unidad y oposición en el sentido de
que la historia del mundo es solamente la de su propia restauración, y no la
historia del mismo Dios en el mundo.

e) Lo peculiar de la teología medieval está sobre todo en que los contenidos


particulares de la a., a pesar de toda la tendencia sistemática de las «sumas»,
quedan esparcidos entre los tratados más dispares, lo cual es indicio de que
no se ha hecho ningún progreso decisivo de cara a una a. independiente.
Pues el hombre, saltando por encima de su subjetividad, que es el lugar
donde él sabe y tiene todo lo demás, se considera aquí a sí mismo como una
criatura junto a otras criaturas, y hace «ingenuamente» sus enunciados sobre
ellas, sin darse cuenta de que al hacerlos se significa y aspira siempre a sí
mismo y a su propio misterio (a saber, Dios mismo). De ahí que los tratados
medievales yuxtapongan simplemente por un orden sucesivo las diversas
criaturas (ángeles, mundo corpóreo, hombre), guiándose por un
«objetivismo» que no es totalmente justo con la peculiaridad del hombre. En
armonía con esto, al hablar del hombre se empieza por el paraíso, lo cual
significa que aún no se despliega sistemáticamente el pensamiento de que la
doctrina del estado original se basa en una retrospección etiológica ( ->
Génesis, interpretación del), encaminada a decir algo sobre nuestra situación.
Lo mismo se pone de manifiesto también en otros fenómenos, de los cuales
citaremos algunos a modo de ejemplo: falta en gran parte una reflexión sobre
la historia de la -> salvación, y las categorías necesarias para esto apenas son
desarrolladas más allá de las que explícitamente se hallan en la revelación; el
análisis de la fe y, en general, la descripción existencial del proceso de la
justificación brillan casi por su ausencia (en él interesa lo que se puede
encerrar en las categorías de las distintas causas); la doctrina del. pecado
grave en su distinción esencial del venial no impulsa todavía hacia un análisis
existencial de la acción humana en general; propiamente, no se llega todavía
a un análisis teológico de las experiencias fundamentales del hombre: el
miedo, la alegría, la muerte, etc.; el individuo todavía constituye en exceso un
«caso» de la idea general de hombre. Un -> mundo que (a diferencia de la
Iglesia) sea mucho más que el lugar de la preocupación por lo necesario para
la vida, y eso como presupuesto para adquirir la salvación, apenas está ahí
todavía.

El mundo es algo que Dios ha terminado completamente y donde se opera la


propia salvación, todavía no es conscientemente lo que aún ha de realizarse
por encargo de Dios. Con todo, hay ya señales de que la historia del espíritu
sigue progresando hacia una auténtica a.: la pregunta por la historia de
salvación de cada individuo se plantea y resuelve en un plano más individual
(visión beatífica ya antes del juicio universal; doctrina del votum sacramenta,
o sea, de una posibilidad no sacramental de salvación; valor absoluto de la --
> conciencia individual). La profunda diferencia entre el -> pecado original y
el personal queda aclarada en lo relativo a su esencia y a sus consecuencias
respectivas. El mencionado peligro griego y occidental de tergiversar la
relación entre Dios y el hombre, es desterrado en principio al comprender el
carácter auténticamente sobrenatural de la gracia y del fin último, incluso con
relación al espíritu inocente. El conocimiento, ya ampliamente extendido, de la
independencia relativa de la -> filosofía frente a la -> teología, del estado
frente a la Iglesia y de los ámbitos culturales frente a la vida religiosa, no sólo
induce a considerar lo religioso como un sector parcial de la existencia
humana, sino que además obliga a reflexionar (aunque de un modo muy
general) sobre el porqué último de esa diferencia, a saber: porque la
subjetividad transcendental de la religión puede ser sector particular en su
zona categorial, sin cesar de significar y acuñar la totalidad. La --> ontología
escolástica, como ontología del ser y del espíritu, de suyo constituye un punto
de apoyo radical para el conocimiento de la subjetividad, en cuanto ella ve
que algo es o posee ser en la medida en que es subjetividad que se posee a sí
misma, o sea, reditio completa.
d) La época moderna es un proceso plurisecular de autoaprehensión del
hombre como sujeto, incluso allí donde él no quiere darse cuenta de esto que
sucede en su interior. Este proceso es un deï a esperar en el campo histórico y
teológico, pero también, desde el principio, una «caída en el pecado» (de
manera que de hecho este proceso no aparece en ninguna parte sin implicar
una caída, aunque «podría» dejar de implicarla: caída en cuanto la radical
subjetividad religiosa se sitúa abstractamente ante Dios y se aísla de la
encarnación, de la Iglesia y de la naturaleza común; caída en cuanto una
subjetividad cerrada en forma individualista se independiza sin transcender
hacia Dios). Pero el mismo proceso se da también (si bien con titubeos y
recelo) en la evolución de la Iglesia y de su conciencia creyente. Y se
manifiesta, entre otras cosas, en el desarrollo de los momentos mencionados
dentro del curso de la vida eclesiástica y de la teología: el analysis fidei se
convierte en problema; se funda la teología histórica; crece el conocimiento
de la amplia posibilidad de salvación; se establece una distinción más clara
entre naturaleza y gracia sobrenatural; se concede libertad en forma más
consciente al mundo, a la cultura y al estado, para que pasen a ser el campo
de acción autorresponsable de los -> laicos, que ya no dependen del dictado
concreto e inmediato de la Iglesia; la pregunta por el Dios benévolo «para mí»
se plantea dentro de la Iglesia tan radicalmente como en Lutero (Ignacio de
Loyola, Francisco de Sales), y se desarrolla una lógica existencial del
conocimiento de la singular voluntad de Dios «para mí» en cada caso (->
ejercicios espirituales). Pero todavía no hemos llegado a una auténtica
elaboración de la a. esta, tal como aquí la entendemos, sigue siendo, pues,
una tarea a realizar por la teología, pero, naturalmente, no en el sentido de
que todavía no se hayan descubierto los enunciados particulares - que son
frases de la revelación sobre el hombre-, sino en el de que la teología católica
no posee todavía aquella a., desarrollada sobre la base de un principio
original, que corresponda al autoconocimiento ya alcanzado del hombre como
«sujeto».

2. Intento de un esbozo sistemático de una

antropología teológica

a) El primer punto de partida. 1.°, Cuestiones previas. Aquí sólo puede


tratarse de una afirmación teológica. Todo otro procedimiento llevaría la
teología a una dependencia interna de otras antropologías. Por consiguiente,
lo que el hombre sabe de sí mismo sin la revelación histórica de la palabra, o
debe desprenderse de ese punto de partida, o carece de importancia para una
a. teológica en cuanto tal, si bien la teología de buen grado deja libre al
hombre para que él tome en serio esta autoexperiencia mundana. De una
posible a. teológica fundamental habría que decir lo mismo que de una
teología fundamental en relación con la revelación y la teología en general, a
saber: el presupuesto en que se apoya el todo más amplio de la teología es el
que ésta misma se antepone, pero no algo previo y extraño a ella. La luz de la
fe es lo envolvente y, tan pronto como se realiza teología, «suprime» la luz de
la razón y la conserva a la vez como momento de sí misma. Este punto de
partida aquí buscado, como teológico, que en cuanto tal presupone al sujeto
que ha oído y creído, puede parecer totalmente aposteriorista, es decir,
parece hallarse en lo que se ha oído en el mensaje histórico de la fe. Este
mensaje, como procedente del mismo Dios, se presenta naturalmente (a
pesar de su aposteriorismo histórico) con la pretensión de ser lo envolvente y
normativo. El cómo es posible esto, a pesar de la apariencia de que lo oído a
posteriori debe caer bajo la norma de la autointeligencia apriorística,
constituye una cuestión decisiva para la subsistencia de una a.
auténticamente teológica y a la vez una pregunta que ha de esclarecer
precisamente una a. teológica.

Lo preguntado es por qué una interpretación del hombre que llega desde
fuera en medio de la contingencia histórica, no llega siempre demasiado tarde
para presentarse como la interpretación fundamental del hombre (cosa que
como teológica quiere y debe ser), puesto que sin eso el hombre es una
naturaleza que se posee a sí misma, es precisamente sujeto. En último
término la cuestión se soluciona a base de dos pensamientos. Primero, la
adecuada autointeligencia apriorística del hombre incluye siempre la luz de la
fe como un existencial sobrenatural y, por tanto, el hombre no sale al
encuentro de la a. aposteriorista de la revelación con una norma apriorística y
ajena a la teología. Segundo, el hombre por esencia está necesariamente
referido a lo aposteríorístico de la historia, de modo que no puede despreciarlo
como «inesencial» a la manera racionalista.

Y como el hombre está históricamente condicionado en cada reflexión y en


ninguna reflexión (llamada ciencia) puede pensar adecuadamente ese mundo
concreto de la historia (es decir, separarlo de él mismo como algo que fue
recibido confiada e irreflexivamente, aunque también entendiendo),
consecuentemente, el comenzar por la autointeligencia fáctica en virtud de la
fe histórica es totalmente legítimo, supuesto que ese punto de partida resista
la prueba de la reflexión.

2º El mismo punto de partida. El hombre (que acepta la fe cristiana) sabe que


Dios le habla históricamente a pesar de su condición creada y pecadora y
precisamente en medio de ella, que le habla con una palabra por la que él se
le abre absoluta, libre y gratuitamente. Este pensamiento, por una parte, es
inmediatamente comprensible para el cristiano como resumen de lo que él,
creyendo, oye por sí mismo, y, por otra parte, es apropiado como punto de
partida original de la a. teológica. Con ello no se discute, naturalmente, la
posibilidad de una formulación más aguda y sencilla; se pretende únicamente
centrar la autointeligencia original del cristiano.

b) El despliegue de este punto de partida en una a. teológica cristiana. Aquí


sólo podemos esbozar los rasgos más generales. Pues se trata únicamente de
insinuar la esencia y el método de una a. teológica que todavía no existe, pero
no de elaborarla realmente.

1 ° En primer lugar, desde ese punto de partida fundamental habría que


desarrollar la estructura total del hombre: el carácter creado como estructura
que abarca la distinción entre -> naturaleza y gracia. Y evidentemente habría
que considerar ahí primariamente la criatura que es sujeto (la mera presencia
en lo real constituye un modo deficiente de lo dotado de subjetividad), la
apertura infinita para Dios en el que no es Dios, como constitutivo a la vez
positivo y negativo, el cual bajo ambos aspectos crece en igual medida ante el
Dios incomparable.
2 ° Se podría mostrar que, a pesar de la cognoscibilidad (que aquí no vamos a
determinar con precisión) del hecho de la revelación a través de la razón
natural, su auténtico oyente es el que la acepta con absoluta (y, por tanto,
amorosa) obediencia de fe; y que ahí no se pierde la cualidad de la palabra
divina como automanifestación de Dios, ni aquélla queda desvalorizada hasta
la condición de una palabra humana (adecuada solamente a la creación) en
virtud del (necesario) a priori latente en el hecho de que el hombre finito
pueda oírla. Partiendo de aquí, como de una raíz teológica, cabría alcanzar
originariamente la diferencia entre naturaleza y gracia, sin necesidad de
presuponer un concepto meramente natural de --> « naturaleza pura», el cual
estuviera ya de antemano filosóficamente fijo ( y fuera usado como norma y
no como algo que ha de medirse con la norma). Gracia es la capacidad
apriorística de recibir connaturalmente la automanifestación de Dios en la
palabra (fe-amor) y en la visión beatífica; naturaleza es la constitución
permanente del hombre, presupuesta en ese poder oír, de tal manera que el
pecador e incrédulo está en condiciones de cerrarse a la automanifestación de
Dios sin afirmar con su « no» implícitamente lo negado (como sucede en el «
no» culpable a su esencia metafísica), y de tal manera que dicha
automanifestación se presenta incluso al hombre ya creado como el prodigio
libre del amor personal que él de suyo (en virtud de su naturaleza) no puede
exigir, aun estando esencialmente abierto a ese prodigio (naturaleza como
positiva potencia obediencial para la gracia sobrenatural). Desde esta
naturaleza habría que obtener una comprensión teológica de todo lo implicado
en la «espiritualidad del hombre»: -> transcendencia absoluta, -> libertad,
valor eterno (-> inmortalidad), personalidad.

3 ° A partir de la historicidad (-> historia e historicidad) de la audición de la


palabra de Dios se podría mostrar el contenido pleno y el peso de la
afirmación teológica de la historicidad del hombre, la cual implica: el hecho de
que él tenga un contorno mundano, su corporalidad, la comunidad de linaje
de la humanidad una en la que él se halla, su sexualidad, su ordenación a la -
>comunidad (-> familia, -> estado, -> Iglesia), el carácter agonal de su
existencia, el condicionamiento histórico de su situación y la imposibilidad de
disponer sobre ella, y sobre todo el ineludible pluralismo de su esencia, por el
que él, aun siendo originariamente «uno» y no una suma accesoria, no rige
concretamente esa su unidad, sino que debe luchar siempre de nuevo por la
forma de su existencia que le ha sido encomendada.

4 ° Si se renuncia a incluir toda la dogmática en la a. teológica, cosa que en sí


sería posible dado el hecho de que el hombre está agraciado no sólo con la
gracia creada, sino también con Dios mismo, mas por diversos motivos no es
recomendable (por motivos que en último término descansan en el ineludible
dualismo de la criatura espiritual entre lo «esencial» y lo «existencial»); en
ese caso sólo se podrán incorporar a la auténtica a. teológica aquellos
enunciados que caracterizan al hombre siempre y en cada situación de su
historia, prescindiendo de si estas características son existenciales naturales o
sobrenaturales de su existencia. Y la historia misma de salvación y de
perdición, la teología moral y el estudio etiológico de los novísimos a base de
la situación escatológica que se da «ahora», deberán ser adjudicados con
razón a tratados propios. Con mayor motivo cabe afirmar esto de la doctrina
de Dios propiamente dicha. No como si el Dios (uno y trino) del que habla la
teología pudiera ser explicado sin decir algo sobre el hombre que recibe como
gracia a este mismo Dios. Pero, puesto que el hombre se refiere a Dios como
a un centro esencialmente extrínseco (y sólo así está rectamente en sí
mismo), es lícito que sus declaraciones sobre él, aun cuando no puedan
olvidar la situación «existencial» de los hombres, sin embargo, se produzcan
fuera de la a. propiamente dicha.

c) Finalmente, todavía hemos de prestar especial atención a la relación entre


la cristología y la a. teológica. En tiempos anteriores no se vio ahí un
problema especulativo de la ciencia teológica. Se sabía ya qué es el «hombre»
cuando se pasaba a decir que Cristo es verdadero hombre. A lo sumo quedaba
reservada a la -> cristología la tarea de pensar qué no incluye esa afirmación
cuando se aplica a Cristo. Además de esto, se veía claro que Cristo es hombre
en «forma ideal» y, así, prototipo para los hombres y modelo ideal para una
a. teológica, pero un modelo que, en sentido estricto, no era necesario para la
a.

Desde K. Barth y K. Heim se ha hecho necesario plantear en forma más seria


la relación entre ambos tratados. En primer lugar la teología católica debe
reflexionar sobre el hecho de que una gran parte de sus afirmaciones
(resurrección, gracia deificante) sólo son posibles desde que existe una
cristología. Parece obvio que no basta con ver ahí una mera simultaneidad,
sino que, además, este trozo de la a. teológica, el cual da profundidad y
medida a todo lo demás, ha de ser considerado objetivamente como efecto
(no sólo mérito) de la realidad de Cristo y subjetivamente como consecuencia
de la cristología. Si además el Logos se hace hombre, esta frase no se
entiende si en ella se ve afirmada solamente la «asunción» de una realidad
que no dice ninguna relación interna al que la asume y podría perfectamente
ser sustituida por cualquier otra cosa. La encarnación únicamente es
entendida en verdad cuando se concibe la humanidad de Cristo, no sólo como
un instrumento en último término externo, a través del cual se hace oír un
Dios que permanece invisible, sino como aquello en lo que el mismo Dios (sin
dejar de serlo) se convierte cuando él se enajena de sí mismo en la dimensión
de lo distinto de él, de lo no divino.

Aunque, evidentemente, Dios podía crear el mundo sin encarnación, sin


embargo, es conciliable con esta afirmación aquella otra según la cual la
posibilidad de la creación está fundada en la posibilidad radical de la
autoenajenación de Dios (pues en la simplicidad divina no hay una
multiplicidad de posibilidades meramente yuxtapuestas). Pero, entonces, el
hombre en su definición originaria es: el otro en el que Dios puede convertirse
por su autoenajenación y el posible hermano de Cristo. Precisamente si la
potencia obediencial para la unión hipostática y para la gracia (¡de Cristo!) es,
no una potencia junto a otras, sino la misma naturaleza, y si ésta (naturaleza
= potencia obediencial), que en sí misma de ningún modo es evidente, llega a
conocerse por su acto, consecuentemente, donde ella puede aparecer con
mayor claridad y descubrir su auténtico misterio es en su acto supremo,
consistente en ser lo otro en lo que se convierte el mismo Dios.

Así, desde Dios y desde el hombre la cristología se presenta como la


repetición sobrepujante y más radical de la a. teológica. Sin embargo, por
más que la a. (al menos) teológica deba tener ante sus ojos la cristología
como su criterio y medida, no obstante, es inadecuado desarrollarla
únicamente desde la cristología. Ciertamente, nunca encontramos al hombre
fuera de su alianza con la palabra de Dios, alianza que por primera vez
descubre su último sentido en el Dios, hecho hombre, donde el que habla y el
que escucha, donde la palabra y la audición absoluta, se hacen una misma
cosa; pero nosotros hallamos este insuperable punto cumbre de la historia de
dicha alianza dentro del todo de nuestra historia, en la cual hemos
experimentado ya al hombre y sabido algo de él (y, por cierto, también a
partir de la luz divina) cuando encontramos a Cristo y entendemos que él es
un hombre. Por consiguiente, constituiría una abreviación de la a. teológica el
que intentáramos desarrollarla exclusivamente desde su meta, desde la
cristología, pues la última experiencia no suprime la anterior.

Karl Rahner

ANTROPOMORFISMO

I. Esencia y significación

El a. (la representación de Dios en forma humana y con comportamientos


humanos) aparece por de pronto como un simple ejemplo de la estructura
general del -> conocimiento, consistente en la asimilación de lo conocido al
sujeto cognoscente (quidquid recipitur, al modum recipientis recipitur), y esto
tanto en su posibilidad positiva como en su peligro. Lo positivo del a. está en
que él logra la imagen de un Dios cercano, al que el hombre experimenta así
no sólo como algo incomprensible y carente de forma a la manera de las
religiones que faltas de palabras se refieren a una divinidad informe o la
presentan bajo la faz extraña de lo demoníaco, sino también como ser que
habla y al que se habla, como < rostro» y plenitud de sentido. Pero su peligro
es precisamente esa proximidad, en cuanto así quedan encubiertos la
majestad y el carácter inaccesible de ese ser que, siendo el «Santo», está
cerca. Sin embargo, la crítica de Jenófanes al cielo homérico de los dioses
(diciendo, p. ej., que los bueyes tendrían sin duda dioses de forma bovina)
pasa por alto lo más profundo. En efecto, ya en filosofía hay que decir que
(precisa y solamente) el hombre, y por cierto como ser espiritual y corpóreo,
incluso en su conocimiento de Dios permanece por principio vinculado a lo
imaginativo (-> imagen), pero que, igualmente como ser corpóreo y
espiritual, aprehende como tal esa vinculación (sin poderla romper), y así la
transciende (-> cuerpo, --> Dios, conocimiento de, -> analogía). Mas, para
una antropología teológica sistemática, el hombre aparece precisamente como
la epifanía y revelación de Dios, como aquello que Dios llega a ser cuando se
aliena en lo distinto de él (-> antropocentrismo). En la relación dialéctica de
Dios a lo distinto de él radican la validez y el límite (que ha de guardarse
críticamente) de un a. rectamente entendido. En este sentido el a. es el
reflejo de la constitución teomórfica del hombre; no explica a Dios por el
hombre ni con miras al hombre (como lo intentó L. Feuerbach al disolver la
teología en antropología), sino que, a la inversa, reduce al hombre al ->
misterio de Dios (que así brilla más nítidamente en su índole misteriosa, pues
no es aprehendido como mero antípoda del hombre). El a. tiene su más alta
legitimación en el misterio de la encarnación.

Jórg Splett

II. El a. en la Biblia

En el AT, Yahveh aparece muy frecuentemente dotado de predicados


humanos, tiene manos, pies, ojos, labios, boca, lengua, rostro, cabeza,
corazón, interior, y se lo representa como un hombre (Éx 15, 3; 22, 19; Is 30,
27; Ez 1, 26); hasta en las visiones proféticas recibe rasgos humanos (Is 6, 1;
Dan 7, 9). Característicos de este modo de representarse a Dios son los
muchos antropopatismos: Dios ríe (Sal 2, 4), se irrita y silba (Is 5, 25s),
duerme (Sal 44, 25), se despierta (Sal 78, 65), se pasea (Gén 3, 8), se
arrepiente (6, 6). El mismo carácter incomprensible de Dios es expresado
también en forma antropomórfica mediante los «designios» de Dios, que
aparecen francamente caprichosos (Gén 12, 13; 20, 2; 27, 33, etc.).

Pero ahí precisamente tropieza el a. con su límite interno (cf. p. ej., el libro de
Job). De ahí que nunca se haga visible la figura exacta de Yahveh; sólo hay
descripciones parciales: Junto a la representación antropomórfica de Dios hay
también otra que lo presenta como inaccesible y excelso (Gén 18, 27; Éx 3, 5;
Dt 3, 24; Is 28, 29, etc.), la cual culmina en la prohibición del decálogo ,e de
representarlo en imágenes (Éx 20, 4; 20, 22; Dt 4, 12, 15-18), prohibición
que implica una limitación radical de toda materialización de Dios, fuera de la
-> palabra y el nombre. La materialización era el peligro que amenazaba
siempre en el confrontamiento con las divinidades de la naturaleza del
paganismo circundante. También los profetas, no obstante la naturalidad con
que usan antropomorfismos (Is 30, 27ss), los cuales son ya expresión de la
inmediatez de su experiencia de Dios, dan a conocer la infinita superioridad de
Dios con 1.a misma claridad que los primitivos encuentros de Dios descritos
en el Pentateuco (Is 31, 3; Os 11, 7). En los escritos rituales aparece la idea
de «tabú»: Dios sólo se comunica por mediación del culto y de ángeles. En la
época postexílica comienza una creciente abstracción de la idea de Dios;
sobre todo los LXX expresan imágenes concretas con términos abstractos
(LXX, Is 4, 24; Éx 15, 3; Sal 8, 6); paralelamente, esto se compensa con una
piedad popular milagresca y con fantásticas creencias en ángeles y espíritus.

También el NT conserva las representaciones antropomórficas de Dios (Rom


1, 18ss; 5, 12; 1 Cor 1, 17, 25; Heb 3, 15; 6, 17; 10, 31). Pero enseña a la
vez que vemos a Dios, no en forma humana, sino como en un espejo (1 Cor
13, 2, y que él no habita en templos hechos por manos de hombres (Act 12,
24), sino en una luz inaccesible (1 Tim 6, 16). Dios es espíritu (Jn 4, 24). La
plena visión de Dios sólo se da en la consumación (1 Cor 13, 9; 2 Tes 1, 7 ).
Sin embargo, la representación de Dios recibe un motivo enteramente nuevo:
Jesucristo es la imagen de Dios (2 Cor 4, 4), la imagen del Dios invisible (Col
1, 15); él ha tomado la forma de hombre (Flp 2, 7). La anterior lejanía de
Dios cede el paso a su cercanía (Ef 2, 18). Si en el AT los predicados
antropomórficos se legitiman por la creación del hombre a imagen de Dios, en
el NT se legitiman por la revelación de Dios en Jesucristo. Sin embargo, junto
a los antropomorfismos hallamos la acentuación de la excelsa transcendencia
de Dios, lo cual a menudo debe entenderse como reacción explícita contra el
a. En el curso de la historia bíblica, esta tendencia se fue imponiendo de
forma creciente, en favor de una progresiva abstracción de la idea de Dios,
que, paralelamente al repudio de enunciados mitológicos, preparó el camino
para las proposiciones dogmáticas en los tiempos posbíblicos.
Hermenéuticamente, el a. es expresión de la inadecuación del hablar humano
sobre Dios y, a la vez, de la fe viva en un Dios personal.

Werner Post

APOCALIPSIS (apócrifos)

Además del a. canónico de Juan y algunas partes «apocalípticas» de los libros


canónicos de la sagrada Escritura (contenidas, p. ej., en Is, Ez, Dan, Zac, Mc
13, 5-37 par), se ha conservado de la antigüedad una serie de obras
religiosas judías y cristianas que por su contenido o por su estilo pertenecen al
género apocalíptico, y, por lo menos en parte, son designadas actualmente
como a. (-> apocalíptica). Según el tiempo de su composición y también
según la persona que había de recibir el contenido, se dividen en a. del AT y
del NT. En lo que sigue no enumeraremos exhaustivamente ni éstos ni
aquéllos (extensa enumeración en LThk'l i, 696-704). Aquí sólo se mencionan
y estiman en su importancia los escritos más principales. Además, sólo
trataremos de los que llevan marcado cuño apocalíptico, por lo que se
excluyen los testamentos de los 12 patriarcas y los oráculos sibilinos.

Todos estos a., como apelan a una autoridad que es bien conocida por la
Biblia y como su contenido es religioso o por lo menos ofrece un matiz
religioso, se presentaron como libros que pretendían ser normativos para el
judaísmo y la Iglesia cristiana. Pero ambas partes les negaron a la larga y de
modo general semejante valor, por más que algunos de estos escritos fueron
estimados, acá y allá, transitoriamente como libros canónicos; pues, al fijarse
el canon judío y luego el cristiano, dichos a. no obtuvieron el rango canónico.
Al no admitirlos la Iglesia como autoritativos, ella dio a entender que estas
obras no están inspiradas y, por tanto, no ostentan el sello que poseen los
libros pertenecientes a la S. Escritura. Tales textos pertenecen, pues, a los
llamados apócrifos.

Si en lo que sigue mantenemos la distinción tradicional entre a. del A y del


NT, hay que recordar, sin embargo, que algunos a. del AT han pasado por una
reelaboración cristiana, y sólo en esta forma han llegado hasta nosotros, y
hasta pueden ser de procedencia cristiana aprovechando material judío. No
siempre es aquí posible deslindar exactamente lo que pertenece a un autor
judío y lo que viene de un cristiano. Quedan, sin embargo, bastantes libros
cuyo origen judío es seguro.

I. Los apocalipsis del AT

1. Los libros de Henok pretenden fundarse en visiones y audiciones que se


supone recibió el Henok conocido por Gén 5, 21-24.
a) EL primer libro de Henok, llamado Henok etiópico, porque sólo se conserva
completo en versión etiópica, fue originariamente escrito en semítico, y en la
forma como se nos ha transmitido presenta una colección, no siempre
equilibrada, de trozos apocalípticos de los dos últimos siglos a.C. A una
introducción (1-5) siguen explicaciones sobre los ángeles, su caída y castigo
(6-36), luego los llamados discursos figurados, en que se trata del futuro
reino de Dios, de la resurrección de los muertos, del juicio y de la morada de
los bienaventurados. Aquí se insertan elucubraciones sobre los ángeles, el
diluvio, los misterios del mundo estelar y los fenómenos de la naturaleza. En
esta parte, como en Dan y más fuertemente que en el NT, desempeña cierto
papel la noción o idea del «hijo del hombre» (37-71). El libro se ocupa
además en cuestiones astronómicas, el sol y la luna, los vientos y otros
procesos atmosféricos (72-82), ofrece un bosquejo de historia universal hasta
la instauración del reino mesiánico (83-90) y termina con exhortaciones del
propio Henok (91-105). El libro se aproxima al mundo ideológico de los
esenios y fue evidentemente compuesto en Palestina. El escrito llegó a gozar
de estimación incluso en la primitiva Iglesia, hasta el punto de que lo cita la
carta canónica de Judas (Jds 14s = 1 Hen 1, 9); esta carta aprovecha además
leyendas que están en el libro de Henok, y también en otros escritos judíos de
los últimos siglos precristianos.

b) El segundo libro de Henok, emparentado con el primero, pero


independiente de él, llamado también Henok eslavo, porque, compuesto
originariamente en griego, sólo se conserva en versión eslava, existe en
redacción larga y breve. El libro narra el viaje de Henok por los siete cielos, y
lo que allí aprendió sobre los ángeles, el paraíso y el infierno (1-21); siguen
revelaciones que habría recibido Henok acerca de la creación, la historia de los
hombres hasta su tiempo, así como sobre el diluvio y la salvación de Noé (22-
38). Luego, enseñanzas y exhortaciones del mismo Henok, que es recibido en
el más alto cielo (67s). La obra parece proceder de la diáspora judía y puede
haberse compuesto antes del año 70 d.C., pero se nos ha transmitido en
refundición cristiana.

2. La asunción de Moisés (Assumptio Mosis). Se ha conservado un testamento


de Moisés en versión latina que se funda en un original griego. Aquí predice
Moisés antes de su muerte la historia del pueblo judío hasta el tiempo de los
hijos de Herodes I, la llegada del juicio universal y del reino de Dios. El escrito
se compuso según eso en torno al cambio de época, probablemente en
Palestina; lo que no puede decidirse con seguridad es si se compuso en
semítico o en griego. La primitiva Iglesia cristiana conoce un escrito designado
como «Asunción» o «Ascensión de Moisés», del cual se cree muchas veces
que forma parte el fragmento conservado. No puede decidirse si esa creencia
está justificada. Según algunos primeros teólogos cristianos (CLEMENTE DE
ALEJANDRÍA, Adumbrationes in ep. Iudae; ORÍGENES, De principiis III, 2, 1;
DIDYMUS, In ep. Iudae enarratio) la AsMo habría contenido la leyenda de la
disputa de Miguel con Satanás sobre el cadáver de Moisés, que se menciona
en la carta canónica de Judas (v. 9).

3. El cuarto libro de Esdras es un a. muy difundido en la antigüedad; se ha


perdido su texto original hebreo y la redacción griega fundada en él, pero se
ha conservado en traducciones del griego: en latín, siríaco, etiópico, armenio
y árabe. Es un escrito judío, que, en la versión latina, recibió adiciones
cristianas. En siete visiones recibe Esdras, de un ángel, revelaciones acerca de
cuestiones religiosas y, en imágenes alegóricas (mujer de luto = Sión, águila
= Roma, hombre que sale del mar = Mesías), sobre la desgracia de Israel por
la caída de Jerusalén en el año 70 d.C., desgracia que ha de remediar el
Mesías. El escrito, recopilado hacia el año 100 d.C., emparentado con el a.
siríaco de Baruc, recogió distintos fragmentos de tiempo anterior,
señaladamente del primer siglo poscristiano. Evita las exageraciones,
atestigua religiosidad interna y tenía sobre todo por misión consolar a los
judíos del desastre del año 70 y entenderlo en la perspectiva del venidero
mundo de la justicia y la salvación. El libro gozó de particular estima en la
primitiva Iglesia, muchos escritores eclesiásticos lo citaron y aun hoy día se
halla como apéndice en la Vulgata oficial. Algunos pasajes procedentes de
adiciones cristianas han entrado en la liturgia romana y en ella se han
mantenido hasta hoy día; así, el versículo del introito del lunes de Pentecostés
(de 4 Esd 2, 36s) y particularmente la oración por los difuntos, formada con
apoyo en este libro (2, 34s): Requiem aeternam dona eis, Domine, et lux
perpetua luceat eis.

4. Los a. de Baruc. Bajo el nombre de Baruc, discípulo de Jeremías (Jer 32,


12-16; 43, 6; 45, 1-5), se nos han transmitido dos a., el a. siríaco de Baruc
(por haberse conservado sólo en versión siríaca) y un segundo que, por su
lengua, se llama a. griego de Baruc.

a) EL a. siríaco de Baruc contiene revelaciones que se supone recibiera Baruc


al tiempo de la destrucción de Jerusalén por los caldeos (s. vi a.C.). En siete
secciones o capítulos se le instruye a Baruc acerca de la ruina de Jerusalén, el
castigo que caerá también un día sobre los gentiles, las tribulaciones antes de
la aparición del Mesías, el reino de éste, las calamidades de los últimos
tiempos, la resurrección de los justos, su gloria eterna y los tormentos de los
condenados. El contenido se ofrece, en parte, en imágenes alegóricas (agua
negra y clara = historia judía, rayo = Mesías). El final lo forman exhortaciones
a Israel. Lo mismo que 4 Esd, el a. siríaco de Baruc quiere apartar los ojos de
la devastación sufrida por Jerusalén y la tierra santa bajo los romanos y mirar
hacia el futuro en que viene el Mesías, consolando así a Israel. A la vez, como
el otro escrito, quiere responder a las cuestiones sobre la providencia de Dios
que plantea el desastre nacional. Este a. se compuso, lo más pronto, después
del año 70, o tal vez a comienzos del segundo siglo cristiano. La dificultad de
la datación depende de que la obra está emparentada con 4 Esd, y no es
posible decidir la prioridad de uno u otro escrito. El texto siríaco es una
traducción del griego; la obra pudo estar originariamente escrita en semítico.

b) El a. griego de Baruc, conservado también en forma breve en eslavo,


contiene revelaciones que Baruc habría recibido en un viaje por los cinco
cielos. Contempla entre otras cosas la marcha del sol y de la luna (6-9), y a
los ángeles, que, con cestillas llenas de flores -las virtudes de los
justosacuden a Miguel que guarda las llaves del reino de los cielos (11-12 ). El
escrito se roza con el Henok eslavo y con el a, siríaco de Baruc, pero en su
forma actual es un producto cristiano, acaso del s. ir. Es difícil decidir si la
base es un escrito judío o si un autor cristiano ha aprovechado ideas judaicas.

II. Los apocalipsis del Nuevo Testamento


A partir del s. ii surgió una literatura, relativamente rica, de a. cristianos
apócrifos. Unas veces se refundieron en sentido cristiano escritos judíos de
este género (cf. antes), pero luego se crearon también nuevos a. en sectores
tanto católicos como heréticos, sobre todo gnósticos. Su tradición literaria es
en muchos casos muy confusa, pues los textos originales han sufrido múltiples
reelaboraciones, añadiduras y poetizaciones.

5. La ascensión de Isaías (Ascensio Isaiae, llamado también Apocryphum


Isaiae o Visio Isaiae) consta de una leyenda judía (tal vez esenia) del último
siglo precristiano sobre el martirio de Isaías (1, 1-2a, 6b-13a; 2, 1-3, 12; 5,
lb-14), de una profecía, aquí interpolada, sobre Cristo y su Iglesia procedente
del tiempo de la persecución de Nerón (3, 13b-4, 18) y de una visión de
Isaías, de fines aproximadamente del s. ii. Esta visión, que delata sello
gnóstico, describe la ascensión de Isaías por los 7 cielos y la venidera
redención por Cristo (6, 1-11, 40). Las tres piezas pudieron haberse juntado
ya en el s. ii, pero acaso no se unieron hasta el s. III o Iv. La obra, escrita
originalmente en griego, sólo se ha conservado entera en traducción etiópica,
a la que se añaden un fragmento griego (2, 4-4, 4) y tres latinos (2, 14-3, 13;
7, 1-19; 6-11). En este escrito reviste interés para la historia de los dogmas el
hecho de que el Espíritu Santo sea concebido como un ángel (3, 16; 4, 21; 7,
23; 9, 35s; 39s, 10, 4; 11, 4, 33), que se sienta a la izquierda de Dios, como
Cristo a su derecha (11, 32s).

6. EL a. de Pedro. Se ha conservado en una traducción etiópica y en un


fragmento mayor griego, lengua en que fue originalmente escrito. Sentado
Cristo en el monte de los Olivos, se le acercan los discípulos pidiéndole les
diga el tiempo de su vuelta y del fin del mundo (cf. Mc 13, 3s par). El Señor
describe su parusía, amonesta contra seductores y desarrolla la parábola de la
higuera (Mc 13, 28s par). Predice que aparecerán Henok y Elías como
adversarios del Anticristo, que saldrá del judaísmo. Jesús indica además las
espantosas señales que precederán a la resurrección de los muertos y al juicio
universal. Luego muestra a los discípulos los lugares en que los condenados
sufren distintos castigos según sus culpas, y describe los goces de los
escogidos. Finalmente, acompañado de Moisés y Elías, sube Cristo al cielo. El
escrito se compuso en el siglo ir, tal vez ya en su primera mitad.

7. El a. de Pablo. Según su prólogo, habría sido encontrado, bajo el


emperador Teodosio (379-395), en Tarso, en la casa que antaño habitara
Pablo; sin duda fue compuesto entonces o algo más tarde por un monje. No
puede decidirse si aprovechó un escrito más antiguo. Se conserva en griego,
con mejor texto en una traducción latina, compuesta a más tardar hacia el
500, en la Visio Pauli, que se ha perpetuado en 12 refundiciones medievales,
por lo general más breves; además, en versión siríaca, copta, etiópica,
arábiga, paleoeslava, alemán medieval, francesa e inglesa. Esta múltiple
traducción permite concluir la difusión y popularidad de que gozó esta obra.
Por mandato de Cristo, Pablo exhorta aquí a los pecadores a penitencia. Ve
cómo mañana y noche los ángeles de los pueblos y de los hombres
particulares dan cuenta a Dios sobre aquellos que están confiados a su
protección. El Apóstol contempla además el juicio que espera al hombre
inmediatamente después de su muerte, la nueva Jerusalén con los patriarcas
y profetas, con David y los inocentes. Ve el río de fuego del infierno y a los
condenados en sus tormentos; sin embargo, el día de pascua, a ruegos de
Miguel y de Pablo, cesan los tormentos (44).

El conjunto (según la versión latina) son las supuestas revelaciones que


recibió Pablo según 2 Cor 12, 2s. Para la historia de los dogmas es interesante
la indicación de cuáles son los herejes que sufren castigos especiales, son, a
saber, los que niegan la verdadera humanidad de jesús y la presencia real de
Cristo bajo las especies eucarísticas. De notar es también el descanso pascual
en el infierno; aquí se ha continuado el motivo judío de un descanso sabático
en el infierno (cf. BILLERBECK IV, 1076, 1082, 1093), que, en el cristianismo,
se transformó posteriormente en descanso dominical en el purgatorio. Esta
idea ha persistido hasta nuestro siglo en la liturgia romana, en cuanto el lunes
está consagrado a los santos ángeles (misa votiva de los ángeles) y, en
determinados lunes, había que intercalar la oración por los difuntos; al
comienzo de una nueva semana de pasión había que orar por las almas del
purgatorio y encomendarlas a la protección de los ángeles. Tal vez aluda
Dante (Divina Comedia, Infierno II, 28) a nuestro escrito.

8. El Pastor de Hermas. Este escrito debe también mencionarse aquí por su


carácter apocalíptico, si bien se aparta, en muchos aspectos, de los otros a. Lo
cual debe decirse ya del mismo que tiene las visiones apocalípticas; él se
llama Hermas, es evidentemente una persona histórica, de Roma, del s. II
(fragmento muratoriano) y no apela, en todo caso, a un hombre de Dios de
tiempos idos. Tampoco se trata de revelaciones acerca de cosas cósmicas o
escatológicas. E1 conjunto es más bien una exhortación a la penitencia, hecha
en forma apocalíptica. El estado de pecado en que, no obstante su bautismo,
se encuentran los cristianos, ha de ser reconocido; así debe despertarse el
espíritu de penitencia y renovarse la vida cristiana. Estas exhortaciones se
dan a base de revelaciones divinas y por mandato divino. Primeramente,
Hermas recibe estas comunicaciones celestes de una señora que se le aparece
y simboliza a la Iglesia; luego, del ángel de la penitencia, que se le aparece en
atuendo de pastor; de ahí le viene a la obra su título de «Pastor de Hermas».
Se divide en 5 visiones, 12 mandamientos (mandata) y 10 parábolas
(similitudines). El autor se llama Hermas y ése hubo de ser su nombre. Pero
también pudiera ser una ficción, como tantos otros datos sobre su vida, y
como es sin duda ficción la envoltura visionaria. El autor parece haber sido
judeocristiano - según el fragmento muratoriano, fue hermano del obispo
romano Pío (140-155?) - o por lo menos próximo al judeocristianismo.

La obra se ha conservado en su forma original griega, no entera pero sí en su


máxima parte. Añádense dos traducciones latinas y otra etiópica de todo el
libro. En la antigüedad cristiana el escrito fue a veces tenido por libro
canónico, aunque lo repudia ya el canon de Muratori. La obra tiene máxima
importancia para la historia de la penitencia sacramental en la iglesia romana
del s. II. Aun después del bautismo hay para los pecadores posibilidad de
penitencia, que consiste en el arrepentimiento y en la expiación, por la que
Dios perdona el pecado. Eso sí, el que a pesar de esta segunda penitencia cae
de nuevo, «difícilmente alcanzará la vida» (mand. 4, 3, 6). Menos felizmente
pensaba el autor sobre la Trinidad, al no distinguir suficientemente entre el
Hijo de Dios y el Espíritu Santo.

III. Importancia de estos apocalipsis


Al leer estos escritos, tenemos la impresión de que son ciertamente productos
interesantes de una actitud espiritual del pasado, pero que mucho y aun la
mayor parte de su contenido no nos atañe para nada, pues estamos más allá
en el conocimiento de los procesos de la naturaleza y en la evolución de las
ideas religiosas. Sin embargo, estos escritos conservan aún su valor para
nosotros y, de un modo u otro, siquiera muy mediatamente, repercuten
también en nuestro tiempo. Ya hemos aludido a sus relaciones con la sagrada
Escritura, la teología cristiana y la piedad popular.

De importancia es también la angelología, ricamente desarrollada. Más de una


concepción tiene su paralelo en los espíritus naturales de las religiones
paganas. Lo que nosotros entendemos como juego de fuerzas de la
naturaleza, se atribuía entonces a acciones de los ángeles. Tales
imaginaciones nos salen al paso en la piedad popular y señaladamente en la
superstición; en forma purificada hallaron acogida hasta en la escolástica
(ángeles de la naturaleza en TOMAS DE AQuiNo, S. Th. i, q. 110 a. 1-3).

De particular interés son las ideas de los a. judíos sobre el Mesías. Algunos
puntos tienen cierto paralelismo con el NT; así el título de «hijo del hombre»
de 1 Hen, que, por lo demás, aparece también en forma peculiar en el libro
canónico de Daniel (7, 13), o el título de «hijo mío», es decir, de Dios, dado al
salvador mesiánico de 4 Esd. En conjunto, sin embargo, lo que puede saberse
sobre la persona del Mesías es insignificante al lado de lo que nos enseña el
NT. Así estos escritos nos permiten conocer qué esperanzas alentaban, antes
y después de la era cristiana, en círculos apocalípticos judíos; pero nos ponen
a la vez de manifiesto la enorme distancia respecto de la cristología de la
primitiva Iglesia. Este hecho nos advierte que no hay que exagerar la
contribución que la esperanza mesiánica expresada en la apocalíptica judía
aportó á la cristología de la Iglesia.

Los a. del NT gustan de ocuparse del más allá, dando más pormenores
todavía que los a. judíos. Se pinta plásticamente el infierno, en que cada vicio
halla su peculiar castigo. Así quieren los autores infundir horror al pecado. Y
acaso lo lograran entonces hasta cierto punto; hoy, empero, nada nos dicen
esas pinturas, pues sabemos lo que tienen de figuradas o imaginarias. Sin
embargo, este género literario ha influido fuertemente en la literatura
occidental (con una magnífica elaboración libre, p. ej., en Dante), así como en
la predicación, en la pintura y, no poco, en la alta mística (visiones con motivo
de la conversión: Teresa de Ávila, Ignacio, etc.). En forma «secularizada»
esas descripciones aparecen en la literatura actual con idéntica intención
parenética (Dostoievski, Camus, Sartre, etc.).

Johann Michl

APOCALIPSIS (de Juan)

El Apocalipsis de Juan (A.) se llama a sí mismo «revelación de Jesucristo»; su


verdadero autor es, por tanto, el mismo Cristo. Él es testigo apocalíptico. Las
palabras proféticas (1, 3) de este libro (22, 7, 10, 18, 19) contienen el
testimonio de Jesús, que es el Pneuma de la profecía (19, 10 ). Dios es señor
de todo espíritu de profecía (22, 6), y así también jesús está en posesión de
los siete espíritus de Dios (3, 1). El siervo Juan recibe el testimonio a través
de ángeles (1, 1), los cuales también tienen la misión de proclamar ante el
mundo (16, 6s) y se presentan como consiervos al vidente y a su grupo, a los
hermanos. El autor pertenece a la serie de los proféticos y apocalípticos
maestros sapienciales (¿ambulantes?) del siglo t. Él, como autoridad
supralocal y universalmente conocida, está facultado para dirigir la palabra al
grupo profético (1, 9; 3, 33) y a la Iglesia dentro de la provincia romana . del
Asia proconsular. Su palabra brota de una situación litúrgica (1, 10), tiene un
matiz cultual y aspira a ser leída y escuchada en el culto. de las iglesias. Esta
profecía cultual del NT está en lucha con la profecía esotérica, escatológico-
gnóstica de su tiempo (2, 20) y con el culto al emperador (13-17 ), elevado a
religión estatal en el curso del siglo i (13-17 ).

El profeta esperando una futura persecución general contra los cristianos,


quiere fortalecer a la Iglesia en su fidelidad a Cristo y a través de sus visiones
despertar en ella la conciencia segura de que el reino de Dios se impondrá.
Puesto que él espera la venida de la «bestia», del -> anticristo, en el próximo
tiempo bajo la figura del «Nero redivivus», el A. está escrito para su tiempo y
no con miras a una Iglesia que posiblemente ha de seguir existiendo durante
milenios.

Pero entonces nos encontramos ante la acuciante pregunta hermenéutica: ¿es


el A. tan sólo una fuente históricamente interesante de información sobre la fe
escatológica y la conciencia momentánea de la Iglesia en el siglo r, de una
Iglesia que se equivocó (= interpretación del propio momento histórico)? O,
por el contrario, la parénesis allí contenida y los capítulos 21-22,
estrictamente escatológicos, ¿siguen conservando para nosotros el carácter de
una palabra obligatoria de Dios? ¿Podemos reducir el trasfondo histórico del
momento a la condición de un mero vestido, o de una forma de expresión, a
través del cual se transparenta el mismo núcleo de esperanza del futuro que
abrigamos en la actualidad (p. ej., Babilonia = cualquier estado totalitario del
mundo: Schlier)? ¿Podemos y debemos superar en la predicación de la Iglesia
el horizonte de la exégesis «objetivista» (referida a determinados
acontecimientos finales), casi la única ofrecida por los, comentarios, pues esa
predicación tiene un carácter profético? Se trataría entonces de una
interpretación de la historia de la Iglesia y del mundo, pero, evidentemente,
no de tal modo que pudiéramos señalar con el dedo determinados hechos del
momento como cumplimiento de ciertas visiones particulares del A.

Las tres épocas mencionadas en 1, 19 pueden entenderse fácilmente del


siguiente modo: la cristología del pasado (1, 10-18); el presente de las
Iglesias de Asia Menor a las que va dirigido el escrito (2-3); y el futuro, lo que
ha de venir «después» (4, 1-22, 5). La división de todo el material de la visión
en grupos septenarios, aparentemente, permite reconocer con facilidad la
estructura del A. Y, sin embargo, su estructura es impenetrable y enigmática.
Aunque se ve un claro progreso de los acontecimientos hasta llegar al final,
sin embargo, la unidad compacta de lo contemplado, de los hechos que se van
sucediendo, vuelve una y otra vez a hacerse problemática. Las visiones están
yuxtapuestas como unidades independientes y, no obstante, se hallan unidas
con el todo a base de constantes miradas hacia atrás y hacia adelante. El
pasado llega hasta la parte visionaria (4-22) y la historia de la época
desemboca en la del fin de los tiempos. La séptima plaga de cada una de las
siete series significa un fin, pero no un fin total, pues ninguna plaga aniquila
completamente la humanidad y el mundo. Las fases del suceder parecen
enclavadas en un esquema de correspondencia entre una realización previa en
el cielo y la realización terrestre que transcurre en la historia.

Ciertamente, se pueden observar diversas leyes estructurales, pero, a base de


estas observaciones literarias, resulta más fácil decir dónde está el límite de la
interpretación (notemos concretamente cómo la sucesión redaccional no
significa sin más una sucesión temporal en el espacio y el tiempo), que dar
una respuesta precisa a la pregunta: ¿lo comunicado en las visiones debe o no
debe ser entendido y esperado literalmente?

El simbolismo, ampliamente comprensible en tiempos de Juan, hoy requiere


una traducción a base de las investigaciones en el campo de la ciencia de las
religiones comparadas y en el de la historia de la tradición. Pero incluso así
hay imágenes que se resisten a descubrir su significado. Hasta hoy no se ha
llegado a la unanimidad exegética, p. ej., en la pregunta por la naturaleza de
los veinticuatro ancianos y, sobre todo, por el gran signo de la mujer celestial.
El profeta narra lo contemplado en sus visiones, no simplemente con palabras
escogidas con libertad entre su propio caudal, sino echando mano de los
medios que el anterior mundo simbólico de la apocalíptica judía y de los
profetas veterotestamentarios (Ez, Zac, Dan) le ofrece, y muchas veces no se
ve con claridad cuál es el sentido de la imagen adoptada en el nuevo
contexto. Parece que algunos elementos de las visiones constituyen una mera
ornamentación apocalíptica con fuerza plástica de expresión.

Además la inestabilidad de las imágenes (21, 22, cf. 3, 12), la inseguridad de


su sentido y la compenetración entre los símbolos (Roma = Jerusalén; 11, 8 =
Babilonia; 18, 24 = bestia) dificultan una interpretación clara (el jinete sobre
el caballo blanco 6, 2). E1 a veces grotesco, inconcebible y manierista mundo
de imágenes vuelve siempre a sugerir la pregunta por la autenticidad de la
vivencia del objeto visto y oído, así como por la relación entre estas vivencias
extáticas y su configuración literaria. Es significativo el hecho de que las
afirmaciones relativas a lo verdaderamente transcendente a la historia ya no
se presentan en forma de visión, sino mencionando la realidad significada (22,
21), o a base de negaciones (21, 22s; 25.27; 22, 5), o de profecías (22, 3ss)
o de puras fórmulas de promesa. Investigaciones analíticas de la forma del A.
sólo se han llevado a cabo hasta ahora acerca de algunas partes del mismo.
En los últimos tiempos su lenguaje litúrgico ha sido con frecuencia objeto de
investigaciones. Las doxologías (1, 8; 5, 13s; 7, 12), las axiologías de
aclamación (4, 11; 5, 12), las solemnes formas optativas (1, 15; 12, l0ss; 16,
5s; 21, 6), las aclamaciones con términos como < grande» (15, 3s) y
«aleluya», estas últimas redactadas en forma de responsorio (cap. 19),
anticipan cultualmente la realidad del juicio divino y de la salvación que
todavía no se han realizado en la historia, de modo que la comunidad cultual
en virtud de la experiencia litúrgica reafirma su esperanza y confianza. Sin
duda el A., lo mismo que Juan (Jn 7, 37; Ap 21, 6; 22, 17), abunda en
motivos sacramentales y cultuales (bautismo y eucaristía: 2, 7, 17; 3, 5, 20s;
7, 14, 17), pero de ahí no se puede sacar minguna consecuencia clara sobre
la práctica litúrgica de aquel tiempo. A pesar de las muchas investigaciones y
del avance en el análisis de-las formas literarias en nuestro problema todavía
no se ha podido llegar a un juicio claro desde el punto de vista de la historia
de las formas.

Lo mismo que Pablo y la época postapostólica en general, nuestro


apocalíptico, si prescindimos del hecho de que jesús nació del linaje de David,
así como de su crucifixión, resurrección y gloríficación, no muestra ningún
ulterior interés histórico y creyente por el Cristo de la historia. El verdadero
centro cristológico de gravedad está también para el autor del A. en la muerte
de Jesús en la cruz. En la escena de entronización del cap. 5, donde se resalta
el matiz cosmológico y no el soteriológico (ninguna referencia a Is 53,
ausencia de las expresiones hiper, a diferencia de Lucas y de Juan), el vidente
contempla la exaltación, presentación y elevación al trono del cordero
inmolado. Con ello Cristo recibe la potestad de poner en marcha la historia y
de producir los acontecimientos finales. Sin embargo, la referencia a la cruz
no está en el Apocalipsis allí donde según la teología paulina y pospaulina
sería de esperar, a saber, dentro del tema de la aniquilación de los poderes
cósmicos en el cap. 12. La muerte de Jesús es sólo causa instrumental y
ejemplar (5 3, 21) de la victoria por el martirio.

Junto al hecho de que predicados divinos del AT se aplican a Cristo o reciben


una modalidad cristológica (p. ej., el que vive), en el A. encontramos también
la atribución a Cristo de fórmulas indicadoras de la función y del poder divinos
(la cristología descrita en 1, 17ss con el colorido de una teofanía). En la
palabra del Pneuma, Jesús se presenta a la comunidad como el que reúne en
sí mismo la significación cósmica y soteriológica de todo el alfabeto desde la
letra A hasta la Omega, o sea de toda la historia del mundo desde el principio
hasta el fin. La muerte y la resurrección han dado a Cristo la plenitud de
poderes y lo han convertido en el único portador de la revelación de la palabra
de Dios (1, 2.9; 6, 9), es decir, de la martirya Jesou (20, 4; 6, 9). La palabra
de Dios sale al encuentro de la Iglesia como palabra de Jesús en la forma y en
la fuerza del Espíritu (2, 7; 14, 13; 19, 10; 22, 6). Es posible que aquí se dé
un punto de partida histórico para la aparición de nuevas palabras después de
pascua, como si fueran del Señor, dentro del culto dirigido por profetas. El A.
no desarrolló una doctrina trinitaria.

La fuerte tensión que hallamos en el resto del NT, y sobre todo en Pablo,
entre la actual posesión salvífica de la gracia y la justificación, por un lado, y
la plenitud que aún ha de llegar, por otro lado, apenas se nota en el A. La
comunidad se halla fuertemente distanciada del mundo. Está obligada a
excluir de su seno a los pecadores (2, 2, 20). Si el texto de 14, 4 ha de
entederse literal y no simbólicamente, parece que una élite de ascetas y
célibes se aparta del todo del pueblo de Dios. Esa Iglesia vive en ambiente de
éxodo (12, 11; 15, 3 ), de cara a la futura e ineludible muerte (6, 11; 14, 13).
Se contrapone a la ciudad mundana de la bestia como un enclave santo (20,
9). No se mueve ni por un encargo a cumplir en el mundo ni por una
obligación misional. Esa Iglesia tiene el mandato de alejarse de la colectividad
del mal (18, 4). Aunque se haga mención de los apóstoles y los profetas (18,
20) no podemos entrever la estructura de la Iglesia apocalíptica. Las iglesias
locales, siguiendo la manera de pensar de la personalidad corporativa, están
representadas por ángeles celestiales de las comunidades (Mal 2, 7; Dan 12,
3 ). Por más que el visionario apocalíptico viva en el mundo celeste, él
espiritualiza muy poco el estado final del mundo. Su esperanza permanece fiel
a la tierra. La nueva ciudad santa es la antigua Jerusalén restaurada, y
además una Jerusalén definitiva. Sin duda esa ciudad recoge todos los títulos
de grandeza del pueblo veterotestamentario de Dios, así como la división en
doce tribus (7, ls; 21, 12.21), la cual se refleja también en la función
fundamental de los doce apóstoles del cordero (Ef 2, 20); pero es una nueva
realidad que goza de inmediatez con Dios.

Sólo con dificultad podemos determinar el lugar teológico del A. dentro de la


historia de la fe en el siglo i. Este libro en gran parte conecta con los escritos
apocalípticos dentro del NT (Mc 13; 1 Cor 15, 20ss 51s). Con relación al A. se
plantea una cuestión semejante a la que se plantea con relación a Lucas (Act:
discursos de Pedro). A saber, ¿se trata de una cristología arcaica y de una
soteriología fuertemente anclada todavía en un fondo veterotestamentario y
judío? ¿O se trata de una forma tardía de la teología del NT, que luego será la
peculiar del siglo ii? La diferencia temporal entre las cartas paulinas y el A.,
dirigidos todos a las mismas comunidades de Asia Menor, no es suficiente
para explicar la diversidad entre ambos. P. ej., el A. no lucha contra el
movimiento gnóstico-profético que se da en esa zona de la Iglesia a base del
material conceptual tomado de la misma -->gnosis (como sucede en Col, Ef, 1
Cor).

Engelbert Neuhäusler

APOCALÍPTICA

I. Situación hermenéutica

La a. (como género literario) es la expresión y el resultado del intento de


reducir a categorías, usando como instrumento el mundo mitológico,
metafórico y simbólico, la -> transcendencia, a Dios y el futuro (-> sentido)
de la historia. Ahí se toma como base la constante experiencia fundamental
del hombre consigo mismo, con su -> mundo (-> historia e historicidad) y con
Dios. A este respecto podemos dejar abierta la cuestión de si se trata de
experiencias con origen «sobrenatural» o con origen «natural» (conocimiento
natural de Dios); de hecho tales experiencias son una síntesis de la dimensión
natural y de la sobrenatural.

Adolf Darlap

II. Generalidades

1. En el griego de los LXX y del NT el verbo apocalipto (hebr, gelah, arameo


g'lá) significa «revelar», y el sustantivo apocalipsis quiere decir «revelación».
Llamamos apocalíptica a aquella forma literaria de la que la literatura de la
revelación se sirvió en el judaísmo a partir del s. II a.C. Debido precisamente
a su éxito, influyó notablemente en la expresión literaria de la revelación en el
NT y ocupó un puesto importante en el cristianismo primitivo, mientras el
judaísmo rabínico la iba rechazando más y más.

2. Objeto. La revelación transmitida por esta literatura versa sobre todos los
misterios inaccesibles al conocimiento natural del hombre («a la carne y a la
sangre», Mt 16, 17 ), que sólo Dios puede dar a conocer por su espíritu y su
sabiduría (Dan 2, 19.28; 5, 11-14; 1 Cor 2, 10-11). Sus campos más
importantes son: a) Los misterios de Dios, del mundo celeste, donde él reside,
de los ejércitos celestiales que le rodean (-> ángel), de los ejércitos
demoníacos que luchan contra él (-> diablo). Bajo este aspecto, la
apocalíptica proporciona una arma literaria a la mística judía y cristiana (cf. 2
Cor 12, 1-4; Is 8-11; Abr 15-20), como a la angelología y a la demonología,
que ella enlaza estrechamente con la historia de la salvación (Hen et 1-6; Ap
12). b) Los misterios de los orígenes del mundo y de su gobierno por la
sabiduría de Dios. Aquí están incluidas las exposiciones cosmológicas de
algunos libros, los cuales describen el orbe terráqueo y los abismos infernales
(Hen et 17-19; 22-26), así como el curso de los astros, en el que se funda el
calendario (Hen et 72-82). c) Los misterios del designio divino, que rige el
curso de la historia. Aquí la a. suplanta a la vez a la reflexión teológica de los
antiguos historiadores sagrados y a la escatología de los profetas. d) El
misterio del destino individual (Sab 2, 22). Bajo este aspecto los textos o bien
hablan de la escatología colectiva c), o bien describen el cielo a) y los
infiernos b). El campo de la a. es, pues, muy vasto. Por eso la a. no sólo
influye en las obras de su campo inmediato, sino también en otras de muy
diversa índole, cuando éstas rozan temas emparentados con la a.

III. Orígenes y desarrollo del género literario

1. Desarrollo ulterior de la literatura profética. A partir del año 586 a.C. la


literatura profética experimentó un notable cambio.

a) Esta había implicado en todo tiempo un elemento visionario. Recordemos


solamente las visiones que describen simbólicamente el mundo sobrenatural
(1 Re 22, 12-22; Am 9, 1-4; Is 6). En Ezequiel esta forma literaria pasa a
primer plano (Ez 1); él la usa para describir tanto el juicio de Dios sobre
Jerusalén (Ez 9-10), como el resurgimiento de Israel (Ez 37, 1-14) y la gloria
de la nueva Jerusalén (Ez 40-48). También el mensaje de Zacarías se
presenta sistemáticamente bajo una serie de visiones cuyo significado explica
un ángel. Este procedimiento condujo a la creación de un instrumento
convencional, el cual es un constitutivo fijo del género literario de la a.

b) El mensaje de los profetas tenía siempre por horizonte un «segundo


tiempo» (Is 8, 23), un «fin de los días» (Is 2, 2), que traerá el juicio sobre
todos los pecadores y la salvación de los justos. La descripción del juicio
condujo plenamente por sí misma a la imagen de una catástrofe cósmica (Jer
4, 2326), y simultáneamente la descripción de la salvación recibía un colorido
paradisíaco (Os 2, 20-24; Is 11, 6-9). Este final -entendido como parte- de la
historia aseguraba su consumación. Pero la descripción del final, en textos
anónimos posteriores a la cautividad, los cuales pretendían alimentar la
esperanza judía a base de «promesas» escatológicas, experimentó un ulterior
desarrollo autónomo --->escatología- (Is 4, 4-5; 24-27; 30, 19-26; 34-35;
59, 15-20; 63, 1-6; 65, 1-25; 66, 5-16; Ez 38-39; J1 3-4; Zac 12, 1-13, 6;
14 ). No es exacto dar el nombre de apocalipsis a estos textos. Pero sí es
cierto que en ellos quedan muy resaltados algunos temas esenciales de la a.,
p. ej.: el juicio final realizado por el mismo Dios; la contraposición de las dos
ciudades (Is 24ss); la instauración del reino de Dios, en la cual el Mesías no
parece jugar ningún papel; la entrada de los justos en un mundo glorificado;
los «nuevos cielos» y la «nueva tierra» (Is 65, 17).

2. Clima psicológico

Podemos imaginarnos fácilmente la situación psicológica en que se efectuó


esta evolución literaria, a saber: los tiempos de crisis que la comunidad
postexílica hubo de soportar, se caracterizaron por una esperanza febril. La
decepción que sigue al regreso de los primeros grupos (entre el 515 y el 440
a.C.), las sacudidas políticas del s. iv, cuya repercusión sufrió necesariamente
el judaísmo, despertaron una angustiosa esperanza escatológica (cf. Sal 44;
74; 79), la cual llegó a su cumbre en tiempos de Antíoco Epifanes (170-164
a.C.), a causa del choque sangriento con el poder totalitarista del estado
pagano. Ni el legalismo instaurado por Esdras en la teocracia judía, ni el
esfuerzo espiritual de la reflexión de los sabios pudieron dar respuesta
satisfactoria a esas esperanzas desmesuradas. Ahora bien, «ya no había
profetas» para levantar los ánimos de los decaídos (Sal 79, 9; 1 Mac 4, 46),
pues el -> profetismo antiguo estaba desacreditado (Zac 13, 2-6). Por eso se
estudiaban las Escrituras para saber cuándo y cómo vendrá el fin (Dan 9, 1-
2). En esa atmósfera cambiada es donde el mensaje escatológico halló su
nueva forma de expresión; él fue representado como una sabiduría
sobrenatural, la cual era sacada del estudio de la Escritura y descubría los
misterios divinos a los creyentes probados. En plena crisis macabea, la
apocalíptica produjo sus primeras obras maestras con Daniel (sobre todo Dan
2; 4-5; 7-12) y con las partes más antiguas del libro de Henok (Libro de los
sueños, 83-90; apocalipsis de las semanas, 93; 91, 12-17).

3. Influjos extraños. En todas las épocas supo la literatura sagrada asimilar


más de un elemento, tomado de las culturas vecinas, para traducir su propio
mensaje. En Ezequiel es evidente que él usa el simbolismo mesopotámico (Ez
1). La angelología y la demonología de Tobías utilizan elementos iranios (Tob
3, 8; 12, 14). La a. nace en un mundo donde el sincretismo iranio-babilónico
se cruza con la civilización helenística. El judaísmo, que se halla situado en el
punto de cruce de esas culturas, sabe aprovecharse de ellas (-> judaísmo
posterior). Los innegables puntos de contacto entre la leyenda de Henok y las
tradiciones mesopotámicas, la referencia del libro de Daniel a las técnicas
babilónicas para la interpretación de sueños (Dan 2; 4; 7) y de presagios (Dan
5), lo muestran claramente. La diáspora oriental debió jugar aquí un papel
importante. Pero el mismo judaísmo palestinense, aun en el momento en que
luchaba por conservar su originalidad religiosa, estuvo sometido al influjo del
helenismo que lo rodeaba. La influencia de la escatología irania en la a. es una
posibilidad con la que se debe contar; el influjo del helenismo se reduce a
elementos de segundo rango. Prescindiendo de este problema, en todo caso la
apocalíptica nació para oponer la revelación auténtica, contenida en las
Escrituras y transmitida a Israel por los profetas, a la literatura pagana sobre
la revelación, la cual era incapaz de conocer los secretos divinos (cf. Dan 2,
28; 5, 7-17). Para forjar su expresión literaria echó mano sin escrúpulo de
una simbólica internacional, basada a su vez en las viejas mitologías del
oriente y de Grecia. Así, hasta en Dan 7 y Ap 12 se pueden descubrir vestigios
del combate mítico de Marduk contra Tiamat.

IV. Las leyes del género literario

No obstante la plurivalencia del género, que responde a la diversidad de sus


objetos, cabe descubrir en él ciertas características generales, que se dan en
grados diferentes.

Carácter pseudónimo

Los profetas clásicos referían sus visiones personales. Los complementos


aportados a sus libros después de la cautividad se ocultaban bajo el velo del
anonimato. En cambio, los autores de libros apocalípticos se encubren bajo
nombres escogidos entre los héroes de otros tiempos: Henok, Abraham,
Isaías o algún otro profeta, Baruc, Esdras, Daniel... Igualmente la literatura
cristiana extracanónica adopta los nombres de Pedro, de Pablo, de Juan, etc.
Estos nombres convencionales que adoptan los autores, responden siempre a
un tipo de profetas (que en el NT es el del apóstol), al que Dios da el encargo
de transmitir su mensaje a los hombres. El mensaje va naturalmente
destinado a los contemporáneos del autor. No obstante aquél recibe una nota
esotérica, no en el sentido de que vaya destinado a círculos numéricamente
pequeños, sino en el de que está reservado al futuro. Sin embargo, en el NT
la profecía se sirve del lenguaje apocalíptico sin necesidad de recurri r a los
pseudónimos (así Mc 13 y par; 1 Tes 4, 15-17; 1 Cor 15, 24-28.52-53;
Apocalipsis de Juan).

2. La visión profética de la historia

El interés principal de los escritos apocalípticos está centrado en el desarrollo


de los designios de Dios en la historia (->salvación, historia de la), enfocada
desde la perspectiva del juicio final y de la escatología, que se realiza más allá
del ámbito histórico. Al apoyarse en un vidente del pasado, los apocalípticos
se sitúan a cierta distancia de su tiempo, para abarcar períodos más amplios
con una sola mirada (p. ej., Dan 7-8; 10-12). Su visión de la historia humana,
comparada con la teología de los profetas y de los historiadores sagrados, se
distingue de ésta por rasgos notables. a) Resalta con un acento todavía más
fuerte y unilateral la causalidad divina, que gobierna soberanamente los
acontecimientos. Éstos realizan infaliblemente el plan divino, grabado en las
«tablillas» del cielo. Ciertamente, la existencia de un juicio divino muestra que
el hombre es verdaderamente libre; pero su libertad se mueve dentro de los
límites que Dios le impone. De aquí resulta una auténtica mecanización de la
historia pasada, que garantiza a su manera la certeza de su consumación
escatológica. A esa certeza con frecuencia se añade psicológicamente la
esperanza de que el final es inminente. Una vez alcanzado el punto cumbre de
los acontecimientos, que se desarrollan en el tiempo del autor, se realiza el
juicio divino y la salvación de los justos en una sucesión inmediata (Dan 7,
23-27; 11, 21-12, 3 ). b) Todavía más que en los profetas clásicos, la historia
se presenta como lugar de combate, en el que se enfrentan, por una parte,
Dios, sus ángeles y su pueblo, y por otra, todas las fuerzas demoníacas, cuyos
aliados terrestres son los pecadores y las naciones paganas. Este -->
dualismo espiritual, en último término, opone entre sí dos mundos: el mundo
presente, que está entregado al poder del mal, y con ello, a la ira de Dios y a
la catástrofe final, y el mundo venidero, en el cual el universo glorificado se
disolverá en las realidades celestiales, y los justos recibirán la recompensa por
sus esfuerzos. La escatología profética experimentó así una radical
transformación, y el problema de la retribución individual halla su solución en
un plano totalmente nuevo (Dan 12, 1-3; Sab 4, 20-5, 23).

3. El lenguaje simbólico

El ropaje literario con que está vestido el mensaje se halla tejido de


simbolismo. a) En el NT se modificó sensiblemente la persLos antiguos libros
de la sagrada Escritura pectiva escatológica. El mundo nuevo ha queson
utilizados sistemáticamente, y sus imágenes se combinan en formas no pocas
veces sorprendentes (el Apocalipsis de Juan ofrece hermosos ejemplos de
esto). b) La exposición convencional de la doctrina en forma de visiones y
sueños brinda constantemente la ocasión para descripciones simbólicas del
mundo sobrenatural. Las mismas realidades terrestres se ocultan tras
expresiones simbólicas (así, tanto en Dan 7 como en el Apocalipsis, los
imperios paganos son designados como animales). c) Para hacerse con todas
estas descripciones simbólicas, los autores acuden con plena libertad al
material de las literaturas orientales. Países, plantas, animales, piedras
preciosas, astros, asumen significados especiales, los cuales hacen posible la
expresión de pensamientos en un lenguaje cifrado. No se olvida el simbolismo
de los números. Esa enigmática forma de expresión pudo ser comprensible
para los contemporáneos, mas hay pasajes donde apenas resulta ya posible
hallar la clave. En conjunto, no cabe imaginar nada tan artificioso como el
estilo de los apocalipsis, donde el género literario que comentamos se
desarrolla sin trabas. Y, ciertamente, lo plástico y brillante de los símbolos les
confiere fuerza poética.

V. Difusión del género literario

1. AT y judaísmo

La a. judía había nacido durante la crisis macabea en los círculos de los


jasideos, y gozó de gran estima en ese período (--> Apocalipsis, ->
Apócrifos). Los esenios cultivaron la a.; las cuevas del Qumrán nos han
proporcionado manuscritos del libro de Henok, de Jub y de otras obras
desconocidas hasta ahora. Seguramente la corriente farisea al principio no
rechazó la a. El ApBar (gr) y el cuarto libro de Esdras parecen estar
relacionados con ella. Pero, prescindiendo de textos donde quedaba expresada
la mística judía - Hen (hebr) -, pronto se llegó a prohibir muchas obras
apocalípticas, que procedían de los esenios o de otros círculos, y su
conservación se debe a manos cristianas, que las tradujeron a diversos
idiomas.

2. NT y cristianismo primitivo

En el NT se modificó sensiblemente la perspectiva escatológica. El mundo


nuevo ha quedado ya fundamentado en Jesucristo y en la Iglesia. El hijo del
hombre ha aparecido en la historia y volverá en la --> parusía. El --> reino de
Dios ha comenzado ya; la nueva Jerusalén ya está presente en la -a Iglesia.
Nada tiene, pues, de extraño que la revelación cristiana sea por esencia un
apocalipsis (Mt 16, 17; Gál 1, 16; Ap). Pero la esperanza sigue estando
dirigida hacia una revelación última, en la que las realidades celestiales
descenderán a la tierra (1 Jn 3, 3; Col 3, 4; Ap, etc.). Todo esto es objeto de
la a. cristiana, como lo muestra el Apocalipsis de Juan. Y eso es lo que
describen también los apocalipsis apócrifos del período neotestamentario. El
género literario ha encontrado una continuación en el Pastor de Hermas. Y
siguen cultivándolo los visionarios de todos los tiempos; no podemos olvidar
aquí obras como «La Divina Comedia».

Pierre Grelot

APOCATÁSTASIS

1. La palabra viene de un término griego, que expresa, lo mismo que el verbo


correspondiente, la curación de un enfermo, la devolución de un bien
sustraído, de un desterrado o de un rehén, la nueva ordenación de un estado,
el retorno de los astros a sus posiciones anteriores. Pero esa restauración no
es necesario que se produzca, forzosamente; puede tratarse también del
cumplimiento de una promesa hecha libremente. El sentido astronómico está
integrado en la doctrina filosófica del «gran año», o en la del «eterno
retorno»: cuando los astros hayan recuperado sus posiciones de antaño,
comenzará un nuevo ciclo de la historia del mundo, que reproducirá el
anterior.

2. El Nuevo Testamento emplea la palabra en sentidos varios. Así, designa la


renovación espiritual, esperada de Elías, pero llevada a cabo por el Bautista,
para preparar la venida del Mesías (Mc 9, 12). El texto esencial se halla en el
discurso de Pedro después de la curación del cojo de nacimiento. El retorno
glorioso de Cristo tendrá lugar «en los tiempos de la apocatástasis de todas
las cosas de que antiguamente habló Dios por boca de sus santos profetas»
(Act 3, 21). ¿Se trata de un retorno (de una restauración espiritual) de Israel
o de la realización de las profecías que predicen la gloria escatológica de
Jerusalén (Is 60)? Otros textos se mueven en el mismo plano (Rom 5, 18; 11,
32; 1 Cor 15, 22-28; Ef 1, 10; Col 1, 20; Jn 17, 21ss): Cristo instaura la
unidad final de la humanidad y la entrega así a su Padre.

3. Empleado por los gnósticos valentinianos, el término recibirá en Orígenes el


siguiente sentido. Al fin de los tiempos, la humanidad recobrará en Cristo
aquella unidad que poseía al principio, de acuerdo con la hipótesis de la
preexistencia de las almas. Bajo un triple aspecto cabría calificar de herética
esta opinión. Primero, según ella, el cuerpo glorificado ha de experimentar
una disolución definitiva, de modo que los resucitados existan como espíritus
puros; segundo, los demonios y los condenados recuperarán el estado de
gracia, y, tercero, en ella se presupone la concepción panteísta de la unidad
con Dios. Mas, si bien ciertos textos de Orígenes llevan en germen estos tres
pensamientos, sin embargo otros textos suyos hablan en contra y, por eso,
habida cuenta del carácter puramente hipotético de su doctrina de la
preexistencia, no se le puede acusar de haber sostenido claramente una tesis
heterodoxa acerca de la a. Difícil es también medir el grado de asentimiento
que concede a dicha doctrina, pues ella no es fácil de conciliar con otros
puntos de su pensamiento. También la doctrina de la a. de Gregorio de Nisa
admite interpretaciones parecidas. Pero una doctrina claramente herética de
la a. aparece por primera vez en los origenistas posteriores, así en Evagrio
Póntico y en Esteban bar Suraili (-> origenismo).

4. El problema tampoco es extraño a la teología contemporánea. La exégesis


que Barth hace en su Dogmática de las consecuencias de la traición de Judas,
parece implicar en cierto modo la opinión doctrinal de una salvación universal.
Barth sostiene que, si se afirma la necesidad de la a., no se respeta la libertad
de la gracia divina; pero que, quien niega absolutamente la posibilidad de la
a., es más injusto todavía con la libertad de la gracia divina (cf. BARTH, KD li
2 § 35, passim). En otro texto sobre la filantropía de Dios, él pregunta si Col
1, 19 no insinúa que el designio divino es el de salvar de hecho a todos los
hombres. Varios teólogos protestantes han intentado probar que la a. es
exigida por la Biblia, así W. Michaelis.

Según diversos pasajes de las cartas paulinas, la voluntad de Dios es salvar a


todos los hombres y reconciliar el mundo en su Hijo (--> salvación, voluntad
salvífica de Dios). Desde la perspectiva de Teilhard de Chardin, cabe
desarrollar ulteriormente el pensamiento del Apóstol e integrarlo en la
concepción moderna sobre la interdependencia entre la -> gracia y la libertad,
por una parte, y la -> evolución del hombre en todos los campos, por otra
parte. Pero interviene un segundo factor, que Barth, discípulo de Calvino, no
tiene en cuenta: la libertad del hombre ha de responder a la libertad de Dios,
aceptando su voluntad salvífica. La negativa humana constituye el pecado. El
NT no deja ninguna duda de que esa negativa puede ser tan amplia y
consciente, que acarree la pérdida definitiva de la salvación. Mas hemos de
tener en cuenta que, si bien la Iglesia pone en juego su infalibilidad en la
canonización de los santos, sin embargo nunca ha hecho otro tanto respecto
de los condenados. Y, en consecuencia, acerca de un determinado hombre no
podemos saber si él está condenado con aquella certeza con que sabemos que
un determinado santo se halla entre los bienaventurados. El que la Iglesia
canonice, pero no se pronuncie sobre la condenación, es un hecho sumamente
esperanzador.

El libre albedrío del hombre ocupa lugar tan destacado en el pensamiento de


Orígenes, sobre todo por razón de su polémica antignóstica, que, en su
doctrina de la a., no podemos ver otra cosa que una audaz teología de la
esperanza. Orígenes confía en que al final la bondad de Dios triunfará sobre la
mala voluntad de los hombres, haciendo que su libre albedrío se decida por él.
Pero el atribuir a Orígenes una afirmación dogmática de esta concepción,
como se la atribuyeron sus adversarios, equivaldría a ponerlo en contradicción
con otros puntos de su teología, tan esenciales como el de la a.

Henri Crouzel

APÓCRIFOS
I. Noción general

Según la terminología de la Iglesia primitiva, los libros llamados «apócrifos»


son aquellos que, a diferencia de los libros estimados y usados en la Iglesia,
permanecen secretos, «escondidos» (Cf. ORÍGENES, Comment. in Mt. x 18,
sobre Mt 13, 57: GCS 40, 24). Fingen en forma increíble proceder de profetas
o de apóstoles y, por eso, prescindiendo de pocas excepciones, no fueron
utilizados ni en el culto ni en el diálogo teológico (cf. ORÍGENES, Comment.
ser. 28 in Mt. 23, 37: GCS 38, 51). Eran considerados como sospechosos por
falta de una tradición sobre su procedencia real de profetas o apóstoles y por
las fábulas contenidas en estos libros (AGUSTÍN, De civitate Dei xv 23).
Cuando se trata de libros de origen cristiano, además de lo dicho no pocas
veces fueron escritos por herejes, lo cual explica también que la Iglesia las
rechazara (Hegesipo, en EUSEBIo, Hist. EcCI. Iv 22, 9; IRENEO, Adv. Haer. i
20, 1). En consonancia con esto, según la actual terminología católica es
apócrifo un escrito que, si bien por su contenido religioso y generalmente por
su supuesto autor, podría tener la pretensión de ser contado entre los libros
sagrados; sin embargo, en la tradición de la Iglesia ha sido excluido de esa
valoración. Esta tradición plantea un peculiar problema teológico en cuanto su
juicio se basó, aunque no exclusivamente, en la razón de que el origen
profético o apostólico de tales libros no era seguro. Ahora bien, esto mismo
debe decirse de muchos libros aceptados en el -> canon, una vez que los
conocimientos históricos y literarios han derrumbado la antigua persuasión
acerca de su composición por profetas o apóstoles. Pero si a pesar de todo
sigue manteniéndose la distinción de la antigua Iglesia entre libros canónicos
y libros apócrifos, desde el punto de vista católico la razón está en que el
dictamen de la Iglesia no fue el resultado de reflexiones puramente humanas
y falibles, o incluso del azar, sino que constituyó una decisión tomada bajo la
dirección del Espíritu Santo.

Por el hecho de que la Iglesia ha fijado el canon, el limite entre los escritos
bíblicos y los apócrifos está suficientemente claro; en cambio, no es posible
determinar con exactitud el límite entre los apócrifos y otros libros religiosos
de la antigüedad que se les parecen. No creemos conveniente ampliar aquí
demasiado el número de los apócrifos, de modo que nos limitaremos a
comentar brevemente los que son de algún modo conocidos, y a la vez los
más importantes para entender el -->judaísmo en el momento de tránsito a la
nueva época y el cristianismo de los primeros tiempos (véase una
enumeración detallada en LThKz i 712s [resumen general]; i 696 hasta 704
[apocalipsis]; i 747754 [historias de apóstoles]; ii 688-693 [cartas]; III 1217
hasta 1233 [evangelios]). Por este motivo no se trata aquí de los escritos de -
-> Qumrán, los cuales, si bien contienen libros apócrifos, en parte conocidos
desde hace mucho tiempo, no obstante, si nos fijamos en los manuscritos más
citados y más interesantes para el conocimiento de aquel tiempo, como el
manual de disciplina, la regla de la guerra, los himnos, el escrito de Damasco,
constituyen un tipo de literatura distinto del de los a. Por motivos semejantes
dejaremos de referirnos a los escritos sibilinos.

Hay que distinguir entre a. del AT y a. del NT, según que los escritos a juzgar
por su forma (libro profético, evangelio, historia de apóstoles) y por su
contenido (judío o cristiano) se parezcan a los libros canónicos del AT o a los
del NT. Pero hemos de advertir que existe cierta discrepancia terminológica
entre protestantes y católicos. En lo referente al NT los protestantes
entienden bajo el término «apócrifos» lo mismo que los católicos; pero, co n
relación al AT, los protestantes califican de apócrifos los escritos llamados
deuterocanónicos (Tob, Jdt, Eclo, Sab, etcétera), calificación que raramente
dan a los verdaderos apócrifos del AT (3 Esd, 3 y 4 Mac), que ellos llaman
normalmente pseudoepígrafes.

II. Libros apócrifas del AT

1. Escritos de carácter narrativo

a) El libro de los Jubileos, llamado también «pequeño Génesis» y, en el escrito


de Damasco (16, 3), «libro de la división de los tiempos según sus jubileos y
sus semanas», narra la historia desde la creación del mundo hasta la
legislación en el Sinaí (Gén 1 hasta Éx 12), y, por cierto, la narra dividiéndola
en «jubileos», es decir, en siete veces siete semanas de años (o sea en
períodos de 49 años), procedimiento que ha dado su nombre al escrito. Según
el relato del libro, en el Sinaí un ángel por mandato de Dios leyó a Moisés los
acontecimientos grabados en las tablillas del cielo, y él los escribió. El libro
comentado los narra apoyándose en la sagrada Escritura, pero libremente a
modo de haggadá con adiciones y cambios a gusto del desconocido autor
judío. Éste hace más rigurosa la observancia de la ley, la cual, junto con los
usos y fiestas de los judíos, habría estado en vigor ya desde el principio. El
libro utiliza un calendario especial, ordenado según el año solar. Esto, así
como la ampliación de la ley y el esfuerzo por aislar a Israel de todo lo que
sea impuro, sitúa el libro cerca de la comunidad de Qumrán. El libro, que
probablemente todavía fue compuesto en la segunda mitad del s. ii a.C.,
originariamente estaba escrito en hebreo. Sólo se ha conservado entero en
una traducción etiópica, basada en una versión griega, y en gran parte
también se ha conservado en latín; a esto hemos de añadir citas griegas y
sirias, así como varios fragmentos del texto original hebreo hallados en
Qumrán.

b) El tercer libro de Esdras se encuentra en los LXX entre los libros del AT
como Esdras A (mientras los libros canónicos de Esdras y Nehemías están
unificados como Esdras B). El nombre de «tercer libro de Esdras» procede de
la Vg., que enumera los libros canónicos de Esdras y Nehemías como primer y
segundo libro de Esdras. El librito relata un trozo de la historia del templo de
Jerusalén, así como su destrucción y su lenta restauración, y además el
retorno y la actividad de Esdras. El escrito constituye una especie de
compilación principalmente de 2 Par 35s, de todos los capítulos del libro de
Esdras y de Neh 7, 12-8, 13, pero contiene también bastante materia propia
(3, 1-5, 3), sobre una apuesta de tres guardianes en la corte de Darío, a
consecuencia de la cual éste permitió a Zorobabel, uno de los guardianes,
regresar a Judea y reconstruir el templo de Jerusalén. El libro sin duda estuvo
escrito en griego desde el principio y probablemente procede de la segunda
mitad del siglo ii a.C.

No pocos teólogos de la Iglesia primitiva consideraron este apócrifo como un


libro canónico y lo citaron, p. ej., Cipriano, Basilio y Agustín; otros, como
Orígenes, Atanasio, Cirilo de Jerusalén, Epifanio y jerónimo no le concedieron
el rango de libro canónico. Como recuerdo de la alta estima de que antes
gozó, la Vg. oficial todavía contiene este libro, si bien a modo de apéndice.

c) El tercer libro de los Macabeos lleva sin motivo este título usual, pues no
contiene nada acerca de los Macabeos; narra el intento del rey egipcio
Ptolomeo IV Filopátor (221-204 a.C.), después de un triunfo sobre el rey sirio
Antíoco rii (año 217, junto a Rafia), de entrar en el templo de Jerusalén, cosa
que Dios le impidió. Como consecuencia persiguió a los judíos de Alejandría,
que, sin embargo, fueron salvados milagrosamente. Finalmente, Ptolomeo,
bajo la impresión que le produjo la intervención divina, se convirtió en un
protector de los judíos. El librito, escrito en griego, apareció seguramente a
finales del s. i a.C., probablemente en Alejandría.

d) El cuarto libro de los Macabeos es un tratado filosófico en forma de


discurso acerca del dominio de la razón sobre las tendencias. La idea es
demostrada primero filosóficamente, y luego con ejemplos de la historia de
Israel, mencionando especialmente el martirio de Eleazar (2 Mc 6, 18 hasta
31) en la persecución religiosa de los sirios y el de los siete hermanos junto
con su madre (2 Mac 7). El autor judío trabaja con pensamientos de un
estoicismo popular, para exhortar a sus compatriotas a que obedezcan a Dios
y a su ley. El libro, escrito originalmente en griego, seguramente fue
compuesto en el s. i de nuestra era, o bien a principios del ir, quizá en
Alejandría o en Antioquía.

e) Entre los libros sobre Adán se hallan varios escritos que, en forma
legendaria y a veces con tierna poesía, hablan de los primeros padres, de su
caída, de su penitencia y de su muerte: 1 °, la vida de Adán y Eva, que se
conserva en una traducción latina de un texto griego; 2 °, un apócrifo
indebidamente llamado Apocalipsis de Moisés, conservado en griego. Ambos
escritos corren mayormente paralelos en su materia e incluso en la misma
redacción, y sin duda, proceden de una elaboración hebrea o aramea del
material, probablemente en el tiempo del templo de Herodes (desde el año 20
a.C. hasta en 70 d.C.); 3 °, El libro sirio llamado La cueva del tesoro (cueva
en la que están guardados los tesoros del paraíso) es una historia del mundo
desde la creación hasta Cristo; se trata de una obra cristiana que usa
tradiciones judías; 4 °, un libro compuesto de varias partes, llamado
Testamento de Adán y también Apocalipsis de Adán. Habla de una liturgia
celestial de los ángeles y de otras criaturas, con mención de cada hora
litúrgica del día y de la noche, contiene profecías de Adán sobre Cristo y
menciona los nueve coros de ángeles con sus respectivas misiones.

f) Paralipomena Ieremiae (es decir, suplemento al profeta jeremías), también


llamado resto de las palabras de Baruc (Reliquiae verborum Baruchi) es un
escrito originalmente judío, cuyo tiempo de aparición no consta con certeza.
Luego, quizá en la primera mitad del s. II, experimentó una elaboración
cristiana, y se ha conservado en griego y en otros idiomas antiguos. Narra la
actividad de Jeremías antes y después de la destrucción de Jerusalén, así
como su muerte.

g) José y Asenat, llamado también oración de Asenat, es un escrito


puramente judeo-helenístico, sin ninguna elaboración cristiana. Fue
compuesto quizá ya en el último siglo a.C., o en el primero d.C., en idioma
griego, probablemente en Egipto. Trata de Asenat, la hija de un sacerdote
egipcio (Gén 41,45), que al principio no quería casarse con José por ser él un
extranjero de Canaán e hijo de un pastor, pero luego, cautivada por su
belleza, se convirtió al Dios verdadero y aceptó el matrimonio. El librito
resalta especialmente la castidad y el amor a los enemigos.

2. Libros con el título de «testamento»

a) Testamentos de los doce patriarcas. Cada uno de los hijos de Jacob narra
su «testamento», es decir, sucesos de su vida, unidos con exhortaciones
morales y profecías. Se discute mucho sobre el origen y el tiempo de
composición de este libro, que por primera vez cita Orígenes (In Ios. hom. xv
6). Muestra un cierto parentesco con el mundo espiritual de Qumrán, pero
esto no nos autoriza a considerar toda la obra como qumránica o esenia.
Muchos investigadores suponen la existencia de un escrito judío, redactado
originariamente en hebreo o arameo, entre el tiempo posterior al año 200
a.C., y la destrucción del templo de Jerusalén, el año 70 d.C.; en ese escrito
se habrían producido más tarde interpolaciones cristianas. Otros piensan en
un autor cristiano de finales del siglo II o principios del III, el cual sobre la
base de un fragmento acerca de Leví, ciertamente existente, pues ha sido
hallado entre los textos de Qumrán, habría creado los demás testamentos.
También es inseguro en qué relación se hallan los fragmentos arameos que se
han conservado del así llamado testamento de Leví (el cual no se identifica
con el homónimo de la colección de los doce testamentos) y un Testamento
hebreo de Neftalí con los «testamentos de los doce patriarcas».

b) Se conservan además: 1 °, un testamento de Adán (véase antes 1 e 4.11);


2.0, un testamento de lob, un midrás judío sobre Job, transmitido en una
paráfrasis griega, quizá del s. II o III d.C.; 3 °, un testamento de Abraham,
que es una narración de su viaje al cielo, de su regreso a la tierra y de su
muerte. El escrito, originariamente judío, quizás del siglo I o II d.C., fue
sometido a una revisión cristiana y se conserva en griego bajo dos
redacciones de distinta extensión; 4 °, un testamento de Isaac, sobre su viaje
al más allá y su muerte; emparentado con el citado en 3 °. Nos es conocido a
través de su refundición cristiana en una traducción copta, otra árabe y otra
etiópica; 5 °, un testamento de Moisés (-> Apocalipsis - apócrifos -, I 2); 6 °,
un testamento de Salomón, griego, de origen judeo-cristiano, quizás del s. III
O IV después de Cristo.

Cánticos y oraciones

a) El salmo 151 es un himno breve en hebreo a David, pastor de ganado,


cantor y rey de Israel. Se ha conservado también en griego, en una
traducción muy libre y enriquecida con la victoria de David sobre Goliat, e
igualmente en traducciones al latín y el sirio dependientes de la griega. Lo
poesía, que por primera vez gracias a un manuscrito del mar Muerto (quizá
del tiempo de Herodes) hemos podido conocer en su forma original, recuerda
bajo ciertos aspectos el mundo espiritual de Qumrán (cf. la expresión «los
hijos de su alianza», usada al final, la cual es extraña al AT y aparece, en
cambio, en el rollo de la guerra [ 17, 8 ] ), sin que esto signifique que deba
haber surgido allí: Parece haber sido compuesta en el s. II o I antes de
nuestra era. La Biblia hebrea delimitada bajo la influencia de los fariseos no
contiene este cántico, pero sí lo contienen varios manuscritos griegos y
antiguas traducciones de los salmos canónicos, en conformidad con el tipo de
mentalidad judía atestiguado en Qumrán. Y todavía algunos escritores
cristianos lo consideran como uno de los salmos canónicos.

b) Los salmos de Salomón son dieciocho himnos, semejantes a los salmos


bíblicos. Su contenido es variado, en parte muestran una muy tensa
expectación mesiánica, y en conjunto constituyen un testimonio de la
devoción farisea. Fueron compuestos en hebreo, dentro de Palestina y en el
curso del s. i a.C., y, más concretamente, después de la conquista de
Jerusalén por Pompeyo, el año 63 a.C., se han conservado en griego y en
sirio. La colección en ningún lugar afirma proceder de Salomón;
evidentemente le fue atribuida más tarde.

c) Las odas de Salomón, 42 en número, de las cuales hasta ahora falta la


segunda), se han conservado en siríaco, cinco de ellas también en copto, en la
obra gnóstica Pistis Sophia, y una (la 11) en griego, además. Todavía no está
decidido si originalmente estaban escritas en griego, o en siríaco o en arameo
o incluso en hebreo. Es igualmente difícil la cuestión de su origen y de la
época de su composición. Seguramente se trata de poemas cristiano-
gnósticos, que fueron tales desde el principio y no por una elaboración
posterior. Su patria quizá sea Siria, y surgieron en un período bastante
temprano del s. ii d.C. El que habla en los cánticos no es Salomón.
Posiblemente éstos le fueron atribuidos porque se veía en ellos cierta
semejanza con los salmos de Salomón, y ya la antigüedad cristiana estableció
esa relación.

d) La oración de Manasés es una hermosa y devota confesión de los pecados y


una plegaria penitencial del rey judío Manasés, anteriormente tan impío (s. vii
a.C.); constituye un desarrollo de lo que ya está dicho brevemente en 2 Par
(33, llss, 18s). El autor es sin duda un judío helenista que escribía en griego.
No podemos entrever si esta oración, atestiguada por primera vez en el s. rii
d.C. (en la Didascalia sitíaca), apareció ya antes de nuestra era (s. II o i) o
bien en tiempos del cristianismo.

Es un apócrifo que antes fue muy estimado, y esa estima influye todavía en el
hecho de que lo contengan muchas ediciones de la Biblia griega y de la latina
e incluso la Vg. oficial a modo de apéndice.

4. Apocalipsis

Como escritos más importantes de este tipo son considerados los libros de
Henok, la asunción de Moisés, el libro cuarto de Esdras, los apocalipsis de
Baruc (-> Apocalipsis, apócrifos, i, 1-4).

III. Los apócrifos del NT

1. Evangelios

En tiempos primitivos hubo gran número de evangelios a., pero muchos de


ellos se han perdido; con todo, se han conservado varias muestras de este
tipo de literatura apócrifa, y vamos a referirnos aquí a las principales (por lo
demás cf. LThK2 iti, 1217-1233; Hennecke-Schneemelcher i).
a) Evangelios judeocristianos. Clemente de Alejandría (Stromata ir, 45, 5; cf.
v, 96, 3), Orígenes (In Io. ii, 12 [87]) y Eusebio (Hist. eccl. III, 25, 5; 27, 4;
39, 17; rv, 22, 8) hablan de un «evangelio según los hebreos». Además de
éste, Eusebio menciona (Hist. eccl. iv, 22, 8) un evangelio «siríaco» usado ya
por Hegesipo (segunda mitad del siglo ii), el cual está extendido «en lengua
hebrea» entre los judeocristianos (Theophania iv, 12); probablemente se trata
de un escrito en lengua aramea. Finalmente, nota Epifanio que los nazareos,
es decir, los judeocristianos siríacos, poseen un evangelio hebreo que él
(Epifanio) identifica falsamente con el llamado proto-Mateo (Raer. xxix 9, 4).
Conoce también un evangelio «según los hebreos» (Haer. xxx, 13, 2) o
evangelio «hebreo» (Haer. xxx, 3, 7), que a su juicio sería un evangelio de
Mateo mutilado y falsificado (¡bid.). Jerónimo (Dial. adv. Pelag. rri, 2; De vir.
ill. 2) conoce igualmente un evangelio «según los hebreos», y habla además
(De vir. ill. 3) de un evangelio redactado en hebreo, que se halla en la
biblioteca de Cesarea, y que usan también los nazareos sirios. El padre de la
Iglesia, por lo menos durante cierto tiempo, tuvo ese libro por el texto original
del evangelio canónico de Mateo. Las dos veces alude él a la misma obra (cf.
Dial. adv. Pelag. iii, 2 ), que sin duda era un evangelio escrito en arameo,
pero notablemente diferente del Mateo canónico.

Puesto que no se ha conservado entero o en parte considerable ningún


evangelio judeocristiano, es difícil reconstruir una imagen del escrito del que
se trataba a base de las noticias y los fragmentos que conocemos. Según el
estado actual de la investigación se pueden seguramente distinguir tres
evangelios judeocristianos:

1 ° El evangelio de los nazarenos, atestiguado por Hegesipo, Eusebio, Epifanio


y Jerónimo, y usado entre los judeocristianos de Siria, o sea, entre los
nazareos (o nazoreos), era un escrito arameo, emparentado con el evangelio
canónico de Mateo. Los fragmentos conservados tienen un valor secundario en
comparación con Mateo. Es probable que surgiera en la primera mitad del s.
ir, con toda certeza en círculos de judeocristianos que hablaban arameo, quizá
en Siria.

2 ° E1 evangelio de los ebionitas era, según Epifanio, un escrito usado por la


secta de herejes judeocristianos que recibían el nombre de «ebionitas»; el
padre de la Iglesia nos transmite algunos fragmentos (Raer. xxx, 13, 2ss, 6ss;
16, 5; 22, 4s). Según estas citas parece haber sido una elaboración libre y
mezclada con leyendas del caudal de las narraciones sinópticas, hecha en
parte bajo una mentalidad gnóstica. Este evangelio, que como obra conjunta
se ha perdido, a pesar de su carácter judeocristiano es probable que
originalmente estuviera escrito en griego, y quizá surgió en la primera mitad
del s. rt. El que fuera usado por los ebionitas, los cuales tenían sus
comunidades sobre todo en la región del Jordán oriental, quizá sea un motivo
para ver en esa zona la patria del escrito comentado. Muchas veces es
identificado con el «evangelio de los doce», conocido solamente por el título,
que aparece mencionado en Orígenes (In. Lc. hom. i: GCS 35, 5), en
Ambrosio (In Lc. r, 2), en Jerónimo (In Mt. prol.; Dial. adv. Pelag. iii, 2) y en
otros. Pero la cuestión de esa identificación debe permanecer abierta.

3 ° El evangelio de los hebreos, del que dan testimonio Clemente de


Alejandría y Orígenes, es la única de estas obras judeocristianas cuyo título
conocemos, a saber: «El evangelio según los hebreos». Dando crédito a una
indicación antigua (Stijometría de Nicéforo), este evangelio habría sido poco
más breve que el Mateo canónico. Se han conservado sólo algunos
fragmentos, los cuales se diferencian fuertemente de los evangelios
neotestamentarios, pues muestran elementos sincretistas de tipo gnóstico y
otros heréticos con matiz judeocristiano. Probablemente este evangelio
apareció en Egipto, sin duda en lengua griega, quizá en círculos de
judeocristianos egipcios que hablaban griego, lo cual explicaría su título. Lo
mismo que los evangelios mencionados en 1 ° y 2 0, surgió en la primera
mitad del s. ii.

b) El evangelio de Santiago, también llamado desde el s. xvi Protoevangelium


lacobi, quizá fue usado ya por Justino (Dial. 78, 5 comparado con Ev. Jac. 18,
1); sin duda lo presupone Clemente Alejandrino (Stromata vii, 93; cf. Ev. Jac.
19s); y está claramente atestiguado en Orígenes, que lo llama «el libro de
Santiago» (Comment. in Mt. x, 17 a Mt 13, 55s: GCS 40, 21). Es la primera
leyenda mariana de la literatura cristiana. El escrito narra la vida de la madre
de Jesús, en parte apoyándose libremente en los evangelios de Mateo y de
Lucas. Ciertamente, su narración se deja guiar por la fantasía y desconoce el
ambiente judío, pero resulta popular e impresionante hasta la matanza de los
niños en Belén. Nombra por primera vez a los padres de María, Joaquín y Ana.
describe a María como doncella en el Templo de Jerusalén y su compromiso
matrimonial con un viudo llamado José, destaca su perpetua e incólume
virginidad, conservada incluso en el nacimiento milagroso de Jesús,
acontecimiento que dicho evangelio sitúa en una cueva junto a Belén. El autor
se llama a sí mismo Santiago (25, 1) y sostiene que en aquel tiempo estaba
en Jerusalén; pretende, pues, ser el Santiago llamado hermano del Señor. Sin
embargo, el escrito surgió a mediados del s. zi, sin duda fuera de Palestina;
posteríormente se le hicieron adiciones. El librito, transmitido en muchos
manuscritos (el más antiguo del s. III), se ha conservado en su forma original
griega y en distintas traducciones antiguas. Al principio influyó más en la
Iglesia oriental que en la occidental, donde el Decreto Gelasiano lo recha zó.
Pero a través de varias elaboraciones terminó por influir también en la Iglesia
latina (así a través del Ps. Mateo latino, quizá del s. vi, y a través de la obra
latina, dependiente de la anterior, que lleva el título Evangelium de nativitate
Mariae y fue compuesta sobre el año 800). Este libro de Santiago, mediata o
inmediatamente, fue la fuente principal para las posteriores leyendas
marianas, y así, influyó fuertemente en el arte cristiano e incluso en la
liturgia, aquí sobre todo en la fiesta de la «praesentatio beatae Mariae
Virginis», celebrada el 21 de noviembre, que carece totalmente de
fundamento histórico.

c) La historia de la infancia del Señor, por Tomás, el Israelita, hasta ahora ha


sido llamada frecuentemente evangelio de Tomás; pero es mejor prescindir de
esta designación para evitar una confusión con el recientemente descubierto
evangelio gnóstico de Tomás [g]. Esta historia de la infancia narra muchas
leyendas acerca del niño Jesús, quizá en parte imitando fábulas indias. Estas
leyendas son ciertamente estúpidas e incluso de mal gusto, pero revisten
interés para el conocimiento de la vida popular y del mundo infantil de
entonces, por ejemplo, en lo relativo a los juegos y a la vida escolar.
Anteriormente el escrito fue considerado mayormente como reelaboración de
una obra gnóstica más amplia, pero no tiene nada en común con el
recientemente descubierto evangelio gnóstico de Tomás. Quizá fue desde el
principio una colección de leyendas en la forma en que se encuentra. La
tradición atribuye esa obra a un israelita llamado Tomás, sin duda al apóstol
de este nombre, el cual de cuando en cuando es mencionado allí
directamente. La obra, escrita en griego, se ha conservado en una redacción
más larga y en otra más corta, y además en elaboraciones de la misma en
otras lenguas antiguas. Es lo más probable que apareció en oriente,
posiblemente a finales del s. ii.

d) Las actas de Pilato (o el evangelio de Nicodemo, como las llamaron los


latinos en la época medieval) se han conservado en griego y en traducciones
antiguas. Ya Justino (Apol. I, 35, 9; 48, 3) hace referencia a las actas de
Pilato (cf. TERTULIANO, Apologeticum 21, 24; además 5, 2; 21, 19). Según
Eusebio (Hist. eccl, ix, 5, 1; cf. I, 9, 3; 11, 1), durante la persecución de
Maximino Daza contra los cristianos (311 / 12) se leyeron en las escuelas
actas de Pilato, falsificadas por los paganos para ridiculizar a Cristo. El
primero que menciona actas cristianas de Pilato es Epifanio (Haer. i, 1, 5, 8).
En las actas conservadas un cristiano llamado Ananías cuenta cómo él ha
encontrado protocolos redactados en hebreo por Nicodemo acerca del proceso
de Jesús y cómo las ha traducido al griego en el año 425. Relata las
negociaciones ante Pilato, la cucifixión y la sepultura de Jesús (1-11), las
investigaciones del sanedrín, las cuales habrían demostrado que la
resurrección del Señor había sido un hecho real (12-16), y declaraciones de
dos difuntos resucitados sobre el descenso de jesús a los infiernos y sobre sus
obras en aquel lugar (Descensus Christi ad in f eros: 17-27 ). Da totalmente a
los judíos la culpa de la muerte de Jesús y excusa a Pilato. El escrito,
redactado originariamente en griego, debió quedar unificado en el s. v,
mediante la elaboración de fragmentos anteriores, pero más tarde fue
ampliado (especialmente con el Descensus Christi ad inferos) y también
modificado. Es totalmente incierto el parentesco de este escrito con las actas
de Pilato mencionadas por Justino, supuesto que existieran tales actas.

e) El evangelio de Pedro quizá ya fue utilizado por Justino (Apol. I, 35, 6 = Ev.
Petri 7 ); hacia el año 200 hizo mención de él el antioqueno Serapión (en
EUSEBIO, Hist. ecel. vi, 12, 4-6); y luego lo citaron Orígenes (Comment. in Mt
x, 17 a Mt 13, 55s: GCS 40, 21) y Eusebio (Hist. eccl. III, 3, 2 [cf. 25, 6]; vi,
12, 2-6). Según Serapión estaba en uso entre los docetas de Siria hacia
finales del s. ii. De la obra, perdida en su mayor parte, se ha conservado un
fragmento relativamente amplio encontrado en Akhmim, en el alto Egipto, el
cual narra la pasión y resurrección de Cristo en dependencia ciertamente de
los evangelios canónicos, pero con adornos fantásticos. Toda la culpa de la
muerte de jesús es imputada a Herodes y a los judíos. Este escrito, sin duda
redactado ya originariamente en griego, surgió en el s. ii entre círculos
heréticos, probablemente en Siria, y fue atribuido al apóstol Pedro, quien se
presenta a sí mismo como autor.

f) Un evangelio de los egipcios aparece atestiguado en Clemente de Alejandría


(Stromata 111, 63, 1; 93, 1), en Hipólito (Ref ut. v, 7, 9), en Orígenes (In Lc
hom. i: GCS 35, 5) y en Epifanio (Raer, LXII, 2, 4s), y es caracterizado como
un escrito herético, usado por encratitas, naasenos y sabelianos, que rechaza
el matrimonio y defiende una concepción modalista de la Trínidad. De la obra,
que en su conjunto se ha perdido, se conserva en Clemente de Alejandría
(Stromata 111, 45, 3; 63, 2; 64, 1; 66, 2; 92, 2 [cf. 97, 4]; Excerpta ex
Theodoto 67, 2) un diálogo de Jesús con Salomé contrario al matrimonio. Es
inseguro si pertenecen también a este escrito otros fragmentos, p. ej., dichos
de Jesús contenidos en la segunda carta de Clemente, los cuales, o bien
difieren de los narrados por los evangelios neotestamentarios, o bien no se
hallan en éstos (p. ej., 4, 5; 5, 2ss; 12, 2); y además, citas contenidas en las
actas de Pedro y en las Constituciones Apostólicas (de principios del s. iv). La
obra, escrita ya originariamente en griego, fue compuesta probablemente en
Egipto, en el s. ir, y se difundió allí entre los cristianos procedentes del
paganismo, a diferencia del evangelio de los hebreos [a) 3 °] que era usado
por los judeocristianos.

Se distingue de este escrito y a la vez constituye un tipo totalmente distinto


de evangelio apócrifo, una obra gnóstica, conservada en lengua copta y
procedente del gran hallazgo de Nag Hammadi, que es denominada
igualmente «evangelio de los egipcios», pero que de suyo se titula «El gran
libro del espíritu invisible». La obra pretende haber sido redactada por el
«gran Seth», pero en realidad fue escrita por un maestro gnóstico llamado
Goguessos y con el apodo de Eugnostos.

g) Un evangelio de Tomás usado por el grupo gnóstico de los naasenos


aparece citado en Hipólito (Re f ut. v 7, 20 ), que además transcribe una frase
del mismo; y también hablan de él Orígenes (In Lc. hom. i: GCS 35, 5),
Eusebio (Hist. eccl. rri, 25, 6) y Ambrosio (In Lc. i, 2). Ahora bien, en Nag
Hammadi fue hallado un «evangelio según Tomás» en copto, sin duda escrito
originaria mente en griego. Se trata de 113 ó 114 (según el sistema de
numeración) frases de Jesús, que habría escrito el apóstol Tomás. Esas frases,
en parte se parecen literalmente con los evangelios canónicos, especialmente
con los sinópticos, y en parte también con evangelios a. y escritos maniqueos
y gnósticos.

La introducción y diecisiete frases se han conservado también en griego, en


tres papiros de Egipto, pertenecientes al s. III (Pap. Oxyrh. 1, 654 y 655). La
cita de Hipólito falta ciertamente en el texto copto, el cual, sin embargo, quizá
no transmite la forma original o la única forma de la obra. Fue compuesto en
el s. ti.

Un evangelio de Tomás es mencionado también por Cirilo de Jerusalén


(Catech, rv 36; vi 31) y, por cierto, como falsificación de un discípulo de Mani.
Permanece incierto si se trata aquí de la obra gnóstica cuya alta estima por
parte de los maniqueos sería totalmente comprensible, o se trata de otra
creación surgida en círculos maniqueos (lo que Cirilo indica sobre el autor
podría ser un intento de no mezclar al apóstol Tomás en el asunto).

h) Un evangelio de Felipe estaba en uso entre las gnósticos egipcios según el


testimonio de Epifanio, que cita un lugar del mismo (Haer, xxvi, 13, 2s). Quizá
se refiera a él también el escrito gnóstico Pistis Sophia (42, 44) cuando dice
que Felipe escribió palabras de la revelación de Jesús. En Hammadi se
encontró un «evangelio de Felipe», pero éste ciertamente no contiene el lugar
citado por Epifanio. Por lo demás el escrito recientemente descubierto
recuerda poco la forma de un «evangelio»; es más bien una colección de 127
dichos gnósticos, mayormente de origen valentiniano, los cuales raramente
están puestos en boca de Jesús. Tampoco puede reconocerse ninguna relación
de la obra con Felipe, que es citado una sola vez y de manera muy marginal
(dicho 91); ella quizá le fue atribuida posteriormente. El evangelio citado por
Epifanio fue seguramente griego ya en sus principios. Y seguramente esto
también puede decirse de la obra copta, pero aquí hay que contar con que
algunos dichos estuvieron redactados en copto desde el principio. En el estado
actual de la investigación es incierto sí los dos escritos tienen algo que ver el
uno con el otro. El escrito de Filipo mencionado por el padre de la Iglesia
debió aparecer en el s. ir, quizá en Egipto; al mismo siglo o, como fecha más
tardía, al siguiente pertenece también el escrito que sirvió de base al texto del
hallazgo copto.

i) Un evangelio de la verdad y, por cierto, como escrito gnóstico usado por los
valentinianos está mencionado en Ireneo (Adv. haer iri, 11, 9 y en el Pseudo-
Tertuliano (Adv. omnes haereses 4, 6). Ahora bien, un escrito copto
encontrado en Nag Hanunadi empieza así: «el evangelio de la verdad».
Posiblemente se trata de la obra mencionada por Ireneo. Dicha obra
constituye un testimonio de concepciones gnósticas, pero bajo ciertos
aspectos se halla también próxima al cristianismo ortodoxo. El hallazgo no
ostenta la forma de un evangelio; más bien es una meditación edificante
sobre el hecho de que jesús ha traído aquel conocimiento a través del cual los
hombres conocen verdaderamente a Dios y alcanzan su salvación. El escrito
presupone los cuatro evangelios canónicos y usa el -> apocalipsis de Juan, así
como las cartas de --> Pablo, constituyendo así un cierto testimonio de la
formación del canon en la Iglesia. E1 libro se debió escribir hacia mitad del s.
ii, y sin duda fue redactado originalmente en griego.

2. Historias de apóstoles

Las historias apócrifas de apóstoles pertenecen a la literatura popular


narrativa; se proponen decir sobre los viajes y la actividad de los apóstoles
aquello que no conocemos por el NT, pero que nos gustaría conocer. Estas
creaciones proceden de círculos católicos, y no pocas veces también de
círculos heréticos de tipo gnóstico. Las obras heréticas pretenden difundir las
doctrinas de los fundadores de la herejía respectiva, recurriendo para ello
ficticiamente a la autoridad de algún apóstol. Aun cuando estos escritos
heterodoxos recibieron más tarde una elaboración católica, sin embargo no
siempre han perdido su intención primitiva. Estas historias apócrifas de
apóstoles tienen muchos rasgos comunes con la antigua literatura heroica del
paganismo, así con la narración de hechos y de viajes (ambas cosas ya
expresadas frecuentemente en los títulos originales), e igualmente con la
narración de milagros. También la superstición juega su papel aquí y allá, con
lo cual las creaciones cristianas difunden concepciones totalmente paganas y
narran cosas estúpidas. Sin embargo, entre esta balumba de cosas increíbles
y extravagantes quizá se ocultan también noticias históricamente exactas;
pero apenas podemos entreverlas.

a) Actas de Pedro aparecen mencionadas en Eusebio. (Hist. Eccl. III, 3, 2) y


en Jerónimo (De vir. ill. 1), pero hace tiempo que se han perdido como un
todo conjunto. De ellas se han conservado en versión latina los Actus Petri
cum Símone, o bien, según el nombre que reciben por el lugar de su hallazgo
(un manuscrito del s. vi o vii en Vercelli), los Actus vercellenses. Cuando Pablo
ha abandonado Roma para difundir el evangelio en España, el mago Simón
lleva casi toda la comunidad de la capital a la apostasía. Pero Cristo llama a
Pedro, que se encuentra todavía en Jerusalén, para que vaya a Roma con el
fin de oponerse a Simón y de restablecer el orden en la Iglesia. Finalmente
Simón queda muerto en su intento de huir hacia Dios. Pedro, en cambio, por
su predicación consigue que muchas mujeres se retraigan de sus maridos.
Esto trae un peligro para él y le obliga a huir; pero Cristo le sale al encuentro
y lo convence de que ha de regresar a la ciudad (leyenda de Quo vadis: cap.
35 = Mart. c. 6). Pedro obedece a la exhortación del Señor, regresa y es
crucificado con la cabeza hacia abajo. El escrito muestra tendencias encratitas
y gnósticas. La narración del martirio y distintos fragmentos del texto restante
se han conservado también en griego, seguramente la lengua original de las
Actas de Pedro. La obra entera surgió indudablemente antes de las Actas de
Pablo, que dependen con toda probabilidad del escrito de Pedro,
consecuentemente, en el s. it. El lugar de la redacción puede haber sido
Roma, pero quizá fue Asia Menor, donde se escribieron con seguridad las
Actas de Pablo. La redacción latina parece proceder del s. iit o del iv.

b) Actas de Pablo se hallan mencionadas y rechazadas en Eusebio (Hist. eccl.


iii, 25, 4) y en Jerónimo (De vir. ill. 7). El conjunto de la obra se ha perdido,
pero se ha conservado buena parte de ella. Son conocidos desde hace mucho
tiempo, aunque su reconocimiento como parte integrante de las Actas de
Pablo es bastante reciente, los siguientes escritos: 1 °, Acta Pauli et Teclae.
Por la predicación de Pablo, cuya figura es descrita aquí (c. 3), en Iconio una
doncella llamada Tecla se convierte a Cristo y abandona a su prometido. Se la
quiere quemar por esto, pero ella escapa a la muerte; de manera semejante
más tarde, en Antioquía, es salvada de las fieras. Ella se bautiza a sí misma y
muere finalmente en Seleucia. 2 °, una respuesta de los corintios a 2 Cor, con
una tercera carta de Pablo a la Iglesia de Corinto [cf. después 3, c) 1 °]. 3 °,
el martirio de Pablo. El Apóstol es decapitado en Roma bajo Nerón, y salpica
con leche el vestido del verdugo.

Estos escritos se hallan en el idioma original griego y también en traducciones


antiguas. Además hay una versión copta de toda la obra, conservada
fragmentariamente, en un manuscrito en papiro de Heidelberg, así como
amplios fragmentos del texto griego original (en un papiro de Hamburgo),
donde, entre otras cosas, se dice que Pablo fue condenado en £feso a luchar
con las fieras (cf. 1 Cor 15, 32), pero se salvó (en lo cual desempeña su papel
un león bautizado y que hablaba).

Según Tertuliano (De baptismo 17, 5) la obra fue compuesta por un


presbítero de Asia Menor, el cual, sin embargo, perdió su puesto a causa de
estas falsificaciones de la historia (finales del s. ii).

c) Actas de Juan son conocidas por Eusebio, quien, sin embargo, las rechaza
(Hist. eccl. 111, 25, 6). El escrito, no conservado en su totalidad, pero sí en
muchos fragmentos, narra viajes del apóstol Juan, su estancia por dos veces
en Pfeso, donde obra muchos milagros y destruye el templo de Artemis; narra
también su predicación sobre Cristo y su muerte. La narración está repleta de
concepciones gnósticas, encratistas y Bocetas; así la muerte de Cristo aparece
como un engaño. El escrito, redactado originalmente en griego, procede
quizás de Asia Menor, y debió redactarse no más tarde del s. 111. Algunas de
las tradiciones sobre Juan aquí elaboradas existían ya en el s. 11, lo cual, sin
embargo, no exige que la totalidad de la obra fuera escrita en fecha tan
temprana. Según noticias posteriores sería un tal Leucius el que habría
compuesto estas actas (Inocencio 1, Ap. ad Exsuperium 7, y otros).

d) Actas de Andrés aparecen mencionadas por primera vez e igualmente


rechazadas en Eusebio (Hist. eccl. 111, 25, 6). Estaban extendidas en círculos
heréticos y se han conservado sólo en fragmentos. Cabe sospechar que fueron
redactadas en la segunda mitad del s. 11. Seguramente estas actas no son un
producto de la gnosis, aunque tienen ciertos puntos de contacto con ella. Sin
duda contienen pensamientos de la filosofía helenística contemporánea, y
algunas cosas recuerdan las concepciones de Taciano. Prescindiendo de los
fragmentos, hay distintas reelaboraciones católicas más tardías del material
de Andrés, las cuales con suma probabilidad no son posteriores al s. v, si bien
resulta problemático en qué medida sigue usándose aquí el material antiguo.
Entre estas refundiciones se hallan distintas versiones griegas y latinas sobre
el martirio del Apóstol, crucificado según ellos en Patrás. La liturgia de la
fiesta de san Andrés depende bastante de la exposición legendaria que estas
narraciones ofrecen.

e) Las Actas de Tomás sin duda fueron escritas originalmente en siríaco y se


difundieron concretamente entre los círculos gnósticos y maniqueos. Quizá
surgieron en la primera mitad del siglo rii, posiblemente en Siria. Se
conservaron, con una elaboración católica más o menos fuerte, sobre todo en
siríaco, en griego y en latín; pero esta reelaboración conserva todavía mucho
caudal gnóstico y maniqueo. Se narran aquí los viajes y la predicación de
Tomás - con tendencia encratita - en la India, sus milagros y su martirio. Se
les han añadido numerosos fragmentos litúrgicos, como oraciones e himnos.
La doctrina de la redención que en conjunto allí late es la de la gnosis,
también en el poéticamente muy hermoso «himno de las perlas» (c. 108-
113).

3. Cartas.

Epístolas apócrifas hay relativamente pocas, a pesar de ser las cartas las que
predominan en el NT, el cual constituye el modelo para muchas creaciones
apócrifas. Por razones que desconocemos los autores de obras apócrifas sin
duda juzgaron que había otros géneros más apropiados que las cartas, tales
como evangelios, historias de apóstoles y apocalipsis, para conseguir sus
fines, a saber, la difusión de sus doctrinas y la satisfacción de la curiosidad del
pueblo cristiano. Además, la mayoría de las creaciones epistolares carecen
casi de importancia; sin embargo hay algunas que merecen ser mencionadas.

a) Un intercambio epistolar entre Abgar de Edesa y jesús está mencionado por


primera vez en Eusebio (Hist. eccl 1, 13, 2s, 6-10), que indudablemente lo
tiene por auténtico; él lo toma de un documento de Edesa y lo traduce del
siríaco al griego (o.c. 13, 15). El toparca Abgar v de Edesa, con el
sobrenombre de Ukkámá (= el negro), que gobernó del año 4 a.C. al 7 d.C.,
sufre según el escrito comentado una enfermedad incurable y, enterado de
que jesús obra muchos milagros, le envía un mensajero con una carta. En la
carta le asegura que él lo tiene por Hijo de Dios, y le ruega que se dirija a
Edesa para curar al que subscribe y encontrar allí protección contra las
asechanzas de los judíos. La respuesta epistolar de jesús, que el mensajero
debe llevar a Abgar, dice: «Bienaventurado tú porque has creído en mí sin
haberme visto. Pues de mí se ha escrito que quienes me vean no creerán en
mí, y que quienes no me vean creerán y vivirán. Mas con relación a lo que tú
me has escrito, que yo vaya a visitarte (has de saber): Es necesario que antes
cumpla yo aquí todo el objeto de mi misión y que luego, cuando lo haya
cumplido, sea asumido aquí por aquel que me ha enviado. Y cuando yo haya
sido asumido aquí, te enviaré a uno de mis discípulos para que cure tus males
y a ti y a los tuyos os dé la vida.»

La carta de Abgar, con ligeras variantes, y la respuesta de Jesús, ampliada y


transmitida oralmente, están también contenidas en la obra siríaca Doctrina
de Addai, de principios del s. v; aquí como en Eusebio ambos escritos se
hallan unidos con una leyenda de Edesa sobre la actividad misionera del
apóstol Tadeo (según Eusebio) o de Addai (según la Doctrina de Addai). Este
intercambio epistolar, que con seguridad fue escrito originalmente en siríaco,
surgirá alrededor de Edesa, sin duda con la intención de demostrar el origen
apostólico de dicha ciudad y con la de conferirle así un prestigio apostólico. Lo
cual sucedería en el s. iii o, lo más tarde, a principios del iv.

b) La Epistola Apostolorum, un apócrifo no mencionado en ningún lugar de la


primitiva literatura cristiana, finge ser una circular de los once apóstoles «a
las iglesias del Este y del Oeste, del Norte y del Sur». El escrito contiene,
además de una breve exposición de la vida de Jesús, sobre todo diálogos de
Jesús con sus discípulos en el tiempo entre la resurrección y la ascensión.
Cristo predice los destinos futuros de la Iglesia, e instruye sobre el juicio final
y los signos de la parusía, la resurrección de los muertos y la recompensa
eterna. Aunque el escrito se dirige contra falsos maestros gnósticos y docetas,
nombrando expresamente a Simón y a Cerinto como defensores de opiniones
falsas, sin embargo, bajo el aspecto dogmático contiene ideas normalmente
conocidas como gnósticas; así, p. ej., Cristo baja hasta María bajo la figura
del arcángel Gabriel. La patria del escrito, redactado más o menos a mitades
del s. ii, difícilmente puede determinarse; la investigación piensa en Asia
Menor, en Egipto o en Siria. La obra puede haber sido escrita originalmente en
griego, pero también cabe que lo fuera en siríaco. Como un todo conjunto
solamente se conserva en una traducción reelaborada en etíope; con lagunas
también la poseemos en copto y en pequeños fragmentos latinos.

c) Como epístolas apócrifas de Pablo conocemos:

1 °, una tercera carta de Pablo a los Corintios, con un escrito a manera de


introducción de los presbíteros de Corinto a Pablo. El Apóstol expone las ideas
cristianas contra los falsos maestros que rechazan la autoridad de los profetas
y niegan la omnipotencia de Dios, la creación del hombre por una acción
divina, la futura resurrección de la carne y la verdadera encarnación de Cristo
en María. El conjunto constituye también una parte de las actas de Pablo [cf.
antes, en 2b) 2 °], pero muchas veces lo comentado aquí ha sido transmitido
independientemente. Según el estado actual de la investigación no se puede
decidir qué relación guardaba originalmente el intercambio epistolar con las
actas, si el intercambio fue creado por separado y más tarde se añadió a las
actas o, por el contrario, nació junto con ellas y luego se separó. En todo caso
las cartas, conservadas en el original griego y en traducciones, pertenecen al
s. ii. La alta estima de que algunas veces gozaron se pone de manifiesto en el
hecho de que el sirio Efrén, en el s. iv, las tuvo por canónicas y las incluyó en
su comentario a las epístolas paulinas.

2.°, una epístola a los de Laodicea, escrita en latín, de sólo veinte versículos,
compuesta con giros tomados de las epístolas canónicas de Pablo,
especialmente de la carta a los Filipenses. Aparece en occidente a finales de la
época patrística. Quizá estuvo redactada en latín desde el principio; y, desde
luego, nada insinúa en ella que se trate de la traducción de un anterior
documento griego. Pero las noticias sobre una carta a los de Laodicea llegan
hasta el s. i. Ya en Col 4, 16 se menciona una epístola de Pablo a los
cristianos de Laodicea. Dicha carta no se conserva o, si fuera idéntica con la
carta a los Efesios, cosa varias veces sospechada desde el s. xvii (desde Hugo
Grocio), por lo menos no se conserva bajo este título. También Marción tenía
entre sus epístolas paulinas una carta a los de Laodicea; según el testimonio
de Tertuliano (Adv. Marc. v, 11, 12; 17, 1) se trataba de la carta a los Efesios.
Además el fragmento de Muratori (líneas 63-68) menciona una epístola
poseída por los marcionitas que Pablo habría escrito a los de Laodicea, pero
que la Iglesia católica rechaza. El fragmento lo distingue de la carta canónica
a los Efesios. Si la noticia es fidedigna, habría que contar con una ficción
herética del siglo ii, sin duda escrita en griego, la cual se hacía pasar por una
carta de Pablo a los de Laodicea. Pero el escrito conservado apenas tiene nada
que ver con esa carta, por más que a veces se haya afirmado lo contrario (así
A. v. Harnack y G. Quispel), pues no permite reconocer ningún origen
marcionita. Por eso la epístola que se conserva sin duda fue compuesta más
tarde, quizá en el s. iv. El autor seguramente se dejó incitar por Col 4, 16 a
añadir a las cartas de Pablo la añorada epístola a los de Laodicea. Y logró su
intento con tanto éxito, que este apócrifo fue incluido en muchos manuscritos
de la Vg. (mayormente detrás de Col), y en la edad media, e incluso todavía
en el s. xvi, era considerado como un escrito auténticamente paulino, aunque
no como libro canónico.

3º, una epístola a los alejandrinos aparece citada junto con la carta a los de
Laodicea (4, 2 °) en el fragmento de Muratori (líneas 63-68) y, lo mismo que
ésta, está allí caracterizada como una falsificación marcionita que la Iglesia
católica rechaza. No se conserva huella alguna de este escrito, que no se halla
citado en ninguna otra parte.

4 °, un intercambio epistolar entre Pablo y Séneca, conservado en más de


trescientos manuscritos, consta de ocho cartas breves atribuidas al filósofo
romano L. Anneo Séneca (fi 65) y de seis cartas, todavía más breves,
atribuidas a Pablo. Todas se hallan escritas en un mal estilo latino y son
pobres en pensamientos. Séneca admira ciertamente las doctrinas del Apóstol,
pero echa de menos un estilo cuidado y por eso le envía un libro titulado «De
verborum copia» (Ep. 9), con el cual Pablo podrá aprender un latín mejor.
Séneca lee al emperador Nerón fragmentos de las cartas del Apóstol, las
cuales impresionan a aquél. Mas Pablo ruega a Séneca que deje de hacerlo,
pues de otro modo el Apóstol deberá temer la ira de la emperatriz Popea.
Séneca se queja del incendio de Roma y de los martirios infligidos a los
cristianos.
Finalmente Pablo encarga a Séneca que predique el evangelio en la corte
imperial. Este intercambio epistolar, conocido ya por Jerónimo (De vir. ill. 12)
y por Agustín (Ep. 153, 14), podría haber sido escrito, como generalmente se
supone, en la segunda mitad del s. iv.

d) Se llama Carta de Bernabé a un escrito cristiano de la primera época,


redactado en griego, que en la antigüedad y en la edad media fue atribuido al
apóstol Bernabé, opinión que todavía han compartido algunos eruditos
recientes. La carta misma nunca pretende tener este origen apostólico. Ella es
un tratado teológico en forma epistolar, compuesto a base de diversas
fuentes, pareciéndose, pues, a la carta a los Hebreos. Una primera parte
dogmática (1 hasta 17) habla del valor y del sentido del AT según la carta.
Éste se halla inspirado por Dios, debe ser tenido en gran estima por los
cristianos y está en posesión de la Iglesia. Las disposiciones de Dios sobre
sacrificios, circuncisión y alimentos nunca tenían un sentido literal; revestían
más bien desde el principio un más alto sentido espiritual, pues, en lugar de
ceremonias externas, Dios exigía una actitud interna. Ciertamente, los judíos
interpretaron estos mandamientos al pie de la letra, pero en eso fueron
seducidos por un ángel maligno y, en consecuencia, desconocieron la voluntad
de Dios. Una segunda parte moral (18-20), más breve, acercándose a la
Didakhe (1-5), trae la conocida doctrina de los dos caminos: describe el
camino de la luz, por el que el hombre debe andar, y el de las tinieblas, que el
hombre debe evitar. El autor se regala con la interpretación alegórica de la
Escritura y, así, en el AT él encuentra alusiones a Cristo incluso allí donde no
cabría sospecharlas. La carta es un testimonio excepcional sobre la discusión
entre el judaísmo y el cristianismo en la primera época de la Iglesia, y deja
entrever un parcialismo radical que ha perdido ya el sentido de la realidad. La
predilección por la alegoría apunta hacia Egipto y quizá, más concretamente,
hacia Alejandría como patria de la epístola. También habla en favor de esto el
hecho de que los teólogos alejandrinos Clemente y Orígenes tuvieron la carta
en muy alta estima. Sin duda el escrito surgió en la primera mitad del s. ii. La
epístola fue considerada aquí y allí como un escrito normativo para la Iglesia
y, en el conocido manuscrito griego de la Biblia llamado Codex Sinaiticus, se
halla incluso junto a los libros sagrados. Pero Eusebio (Hist. eccI. 111, 25, 4;
cf. vi, 13, 6) y Jerónimo (De vir. ill. 6) la excluyen de los libros canónicos.

4. Apocalipsis

Entre las producciones de este género literario merecen ser citadas


especialmente la ascensión de Isaías, los Apocalipsis de Pedro y de Pablo, así
como el Pastor de Hermas; estos escritos están tratados en el artículo ->
Apocalipsis ii, 5-8.

IV. Importancia de los apócrifos

Los escritos aducidos muestran suficientemente qué dispares son las


producciones incluidas bajo la denominación común de < apócrifos» tanto por
su origen, como por su espíritu, como por su finalidad. Pero hay algo común a
todas ellas, a saber, que resultan muy extrañas para el hombre de hoy; el
mundo al que esas producciones pertenecen ha pasado, y mucho de lo que allí
está contenido nos parece totalmente anticuado.
Sin embargo, no sería justo el que sólo viéramos en esa forma literaria
testimonios de la ingenuidad humana y consideráramos su estudio como un
capricho de algunos historiadores de la literatura. La verdad es que la
ocupación con estas obras trae sus frutos, pues ellas ofrecen interesantes
visiones de las circunstancias y la manera de pensar del mundo antiguo.

Los a. veterotestamentarios completan no pocas veces en forma valiosa lo


que ya sabemos por el Antiguo Testamento, por la literatura judeo-helenista
de un Filón o de un Josefo y por los escritos de los rabinos. Nos dan a conocer
las concepciones morales y religiosas de los judíos en el momento de
transición de una era a la otra, lo cual ayuda a una mejor comprensión de
Jesús y del cristianismo primitivo. Pero ante ellos se confirma y generaliza la
impresión que nos daban ya los -> apocalipsis (III) de este tipo: la
expectación mesiánica está allí, pero no juega el papel que quizá
esperábamos; lo cual deberá decirse especialmente si prescindimos de las
interpolaciones cristianas y nos atenemos solamente a las afirmaciones judías.
Algunos a. tienen importancia porque reflejan la posición de su tiempo con
relación a la ley mosaica, en cuanto a modo de halaká completan la torá con
nuevas prescripciones. Por otra parte los a. también llevan mucho caudal a
modo de haggadá, en cuanto adornan con leyendas la historia conocida por el
Antiguo Testamento, o la interpretan en una determinada tendencia.

Los a. neotestamentarios no tienen ninguna utilidad si a través de ellos se


quiere obtener noticias fidedignas sobre Jesús y su doctrina, o sobre otras
personas nombradas en el NT. Los evangelios apócrifos dependen desde
muchos puntos de vista de los evangelios canónicos, presuponen palabras
transmitidas o sucesos narrados allí y los transforman (tanto los sucesos como
las palabras) según el espíritu de su autor. Las historias de apóstoles, o sea,
los relatos sobre viajes y actividades de algún apóstol particular, podrían
haber recogido algún que otro recuerdo histórico, pero hay allí tanto material
increíble y evidentemente inventado, que apenas es posible extraer lo
verdaderamente real. Ambos géneros, los evangelios y las historias de
apóstoles, narran muchas leyendas y muestran así cómo se pensaba entonces
acerca de las personas veneradas en el cristianismo, pero también muestran
qué se osaba presentar al lector. La influencia de estos escritos en la
posteridad fue a veces grande; lo cual se deduce de que no pocos elementos
suyos han entrado a formar parte del tesoro de leyendas cristianas en la edad
media e incluso en la edad moderna, y han penetrado también en la liturgia y
el arte. El mismo desarrollo dogmático, sobre todo en lo referente a la
mariología, puede haber recibido impulsos de esta literatura, particularmente
del evangelio de Santiago y de sus diversas elaboraciones.

No pocos a. neotestamentarios proceden de círculos gnósticos o de otros


círculos que se desviaban de la modalidad católica de la fe. Estos escritos no
sólo constituyen fuentes valiosas para investigar las direcciones espirituales
en ellos reflejadas, sino que muestran también su poderío y su difusión. Da
realmente que pensar el hecho de que, p. ej., en Egipto o en Siria oriental, las
primeras producciones literarias conocidas del cristianismo son de tipo
gnóstico o parecido, mientras los escritos católicos no aparecen allí hasta más
tarde.
Ya en los s. II y III la Iglesia estaba dividida en diversos grupos, y se produjo
una dura lucha hasta que la forma católica del cristianismo reprimió y superó
las otras direcciones.

Johann Michl

APOLOGÉTICA

I. Líneas generales del concepto teológico de a.

«Apologética» en un sentido general y fundamental designa un rasgo


permanente y básico de toda -> teología cristiana. Así entendida, el interés
latente en la a., a saber, la respuesta de la fe, es tan antiguo como la teología
cristiana en cuanto tal y tiene sus raíces en los mismos testimonios bíblicos
(cf. II). Como consecuencia de la nueva situación espiritual y política del ->
cristianismo en la -->ilustración, en la cual el cristianismo y la --> religión
dejaron de identificarse y éste pasó a ser algo particular con relación a la
sociedad, a principios del s. xix la a. quedó constituida en una autónoma
disciplina teológica, la cual actualmente se identifica en parte o de lleno con
aquellos temas teológicos o con aquel campo de tareas a los que
recientemente se ha dado el nombre de -> «teología fundamental». Eso
sucedió inicialmente en la escuela de --> Tubinga (S. Drey), por parte
católica, y en la escuela de Schleiermacher, por parte protestante.

1. La disposición a la respuesta que implica la fe cristiana, que se articula en


la a., es una prontitud para la actuación responsable, o sea, para compartir
los problemas y las preguntas del mundo circundante. Esta disposición no se
añade secundariamente - como expresión de una adaptación puramente
apologética - a la fe cristiana, sino que pertenece a su misma esencia (cf. ii,
2). Dando al mundo circundante su respuesta desde la fe, el mismo creyente
penetra más profundamente en la realidad de la fe. Solamente si él oye el
mensaje de tal manera que junto con éste oiga las objeciones, las dificultades
y los problemas de su situación social e histórica (en la cual él mismo está
incluido), es verdadero «oyente de la palabra» en un sentido teológico.

2. Aunque la autonomía de la apologética sea necesaria, por lo menos como


método de trabajo, sin embargo no se la debe cultivar aisladamente, de modo
que ella pierda su constante vinculación al carácter fundamental «de
respuesta» que va anejo a la teología en general. De otro modo la a. cae en
dos peligros típicos que vuelven siempre a repetirse en su historia: primero,
en el de que en su peculiaridad y función ya no se entienda como disciplina
teológica, a pesar de que para el confrontamiento en un clima de
responsabilidad y de respuesta con la conciencia no teológica y no cristiana es
necesario poner en juego o movilizar precisamente la potencia inteligible, la
fuerza de la misma fe cristiana con su capacidad de configurar y modificar la
conciencia; segundo, en el peligro de que la a. adopte aquellos rasgos que en
la historia del espíritu y de la política son peculiares de «una actitud
puramente apologética», por ejemplo: estrechez sospechosa de ideología;
formalismo en la argumentación; encubrimiento de la permanente
vulnerabilidad de la misma fe a defender; ceguedad para la diferenciación y la
pluralidad interna de la situación histórica del espíritu y de la sociedad;
tránsito a una posición que valora en forma meramente negativa y que, en su
pura negatividad, cae en aquel mismo espíritu contra el que combate y se
aferra a él; deficiente receptividad para las posibilidades positivas que
adquieren fuerza histórica en las posiciones combatidas apologéticamente;
con cesión de un valor absoluto al canon de preguntas de una determinada
situación apologética, etc.

II. Caracterización y motivación bíblica

Son principalmente dos los motivos del mensaje neotestamentario que


caracterizan fundamentalmente la tarea «apologética» de la teología.

1. El motivo de la universalidad de la fe y de la conciencia misional.

El horizonte dentro del cual la --> fe se interpreta a sí misma y en orden al


cual ella entiende su misión se hace universal en el NT. Cae el muro de
separación entre «judíos» y «gentiles», se rasga el velo del Templo, la
sinagoga se convierte en Iglesia entre los paganos y para los paganos. El
movimiento hacia el límite y por encima del límite se hace obligatorio. Una
conciencia creyente así orientada entra necesariamente en relación explícita
con aquella visión universal del mundo que encuentra en el ámbito de la
filosofía greco-helenista, y al mismo tiempo se distancia más consciente y
explícitamente del anterior ambiente espiritual, conocido ahora como
particular. Se abandona el idioma del suelo patrio de Palestina y con ello se
evita el riesgo de un aislamiento sectario. La fe cristiana, guiada por la
conciencia de su misión universal, emprende un necesario diálogo con el
sistema universalista del helenismo (->helenismo y cristianismo). La
conciencia «apologética», la cual está ya diseñada dentro del canon
neotestamentario, empieza ahora a desarrollarse y, por cierto, primariamente,
no a servicio de unos limites que es necesario asegurar y defender, sino en la
forma misionera de una ruptura de fronteras.

2. El motivo de la disposición a la respuesta creyente.

Este motivo separa la fe cristiana de toda ideología religiosa que, aferrándose


a la intolerancia y a la afirmación incondicional de un interés o de un punto de
vista particular, tiende a imponerse en forma universal. La universalidad a que
aspira la fe cristiana no puede alcanzarse por el camino de un poder que
preceda al poder de la verdad y del amor; sólo puede alcanzarse por el
camino de la respuesta de la fe a todo el que le pregunte por el fundamento
de su esperanza: 1 Pe 3, 15. Esto exige de la fe cristiana una inexorable
sinceridad intelectual y pone de manifiesto que la «fe ciega», en su hostilidad
a la reflexión y a la ilustración, no es la forma más alta de creer, sino una
forma pequeña y deficiente de fe. La teología cristiana debe desarrollarse
como logos de una fe que se sabe llamada a responder de su esperanza, es
decir, de la universal promesa divina que fue aceptada al creer, y que, por
tanto, tiende a interpretarse a sí misma en una forma adecuada a la situación
intelectiva del momento histórico. Es evidente; sin embargo, que no se puede
ignorar o borrar los límites internos de esta «mediación apologética» de la fe
cristiana. A. no es adaptación. Pero el fin de la a. tampoco es encerrar la fe
cristiana en un redondeado modelo intelectual, por más formalmente
elaborado y universal que éste sea, ya se trate de un modelo cosmológico-
metafísico, o incluso, transcendental, o existencial, o personal. Más bien, en
su respuesta creyente, la a. intenta también con una postura crítica y
libertadora abrir brechas en todos los modelos usados para entender la fe,
mirando constantemente al « antilogos» (D. Bonhoeffer) de la cruz y de la
resurrección de Jesucristo, el cual no puede acreditarse como pura idea, sino
que se legitima solamente mediante una acción (histórica) orientada hacia sus
promesas escatológicas.

III. ¿Apologética hoy? El cambio de forma en la apologética

La peculiaridad y la misión de la apologética, como renovación de la


inteligencia de la fe en forma de respuesta critica ante una determinada
situación social e histórica, hace que ella no pueda escoger sus propios
problemas partiendo solamente del interior de la teología y de la tradición
teológica, si no quiere agotarse con una reproducción estéril de la
problemática del pasado. El canon de sus temas y tareas está sujeto a
mutación, y lo está más que en otras disciplinas teológicas.

1. Cambio en los destinatarios de la respuesta creyente

Este destinatario a quien la fe debe la apología de su esperanza fue al


principio el mundo pagano del imperio romano, representado intelectualmente
por la filosofía helenista y la metafísica política de Roma; en el medievo fue
principalmente el Islam (Santo Tomás de Aquino: Summa contra gentiles);
desde el tiempo de la reforma era preferentemente el cristianismo no católico;
más tarde, desde el tiempo de la Ilustración, ha sido la crítica a la religión,
basada en motivos filosóficos o sociales, o políticos, o procedentes de las
ciencias naturales. Desde el punto de vista de la teología eclesiástica el
destinatario era siempre el otro, el no creyente o el que tenía distinta fe, y por
eso la a. revestía primariamente la forma de apología ad extra. A esto va
añadiéndose progresivamente en la actualidad otra forma de a., a saber, la
apología ad intra, la respuesta de la esperanza de la fe ante los mismos
creyentes. La inseguridad y la vulnerabilidad internas de la fe, que van
inherentes a ésta por su misma esencia, se hallan plasmadas cada vez más en
una situación mundana que sobrepase la dimensión individual: escisión entre
religión y sociedad; creciente situación de diáspora para los creyentes;
sobrecarga anímica e intelectual de los creyentes a causa del ambiente
inevitablemente pluralista en que ha de acreditarse y sostenerse la
experiencia de la fe, etcétera. La existencia creyente soportada por el
ambiente y la tradición, y, en este sentido, «carente de problemas» está
desapareciendo. Los problemas y las tentaciones que proceden, ya no
solamente de la claudicación del individuo por el pecado, sino además de la
situación espiritual, del ambiente social, aumentan cada vez más y se
apoderan de todos los estratos de la comunidad eclesiástica. Por eso, un
esclarecimiento y una fundamentación responsables y que. saben responder
de la posibilidad de la fe no se añaden a la existencia creyente en forma
meramente accesoria, por así decir como una superestructura teórica para los
creyentes formados, como arsenal de argumentos para la discusión ideológica
con los incrédulos; pertenecen más bien en grado cada vez mayor a la
condición creyente del individuo, es decir, no están precisamente a servicio de
un accesorio refuerzo ideológico, sino que, cada vez más, se requieren para
crear la posibilidad de fe en el individuo, y' en este sentido también la
predicación ha de tener en cuenta el elemento de la apología ad intra; no le es
lícito reservar la discusión de las dificultades de la fe para los que «están
lejos»; una predicación que intente ser un sermón «para los paganos» no es
la menos apropiada para la misma comunidad eclesiástica.

2. Cambio en la forma y el método de la respuesta creyente a través de la


teología

Tampoco aquí podemos exponer toda la historia de este cambio. Vamos a


determinar solamente los elementos más importantes de aquel cambio que se
ha iniciado o inicia desde que la a. existe como disciplina teológica autónoma.
Esta disciplina se desarrolla -principalmente en el transcurso del siglo xix -
como una apologética racional e histórica, o sea, como una disciplina que a
través de una argumentación basada en el razonamiento filosófico y en la
historia intenta «defender» o mostrar las razones por las que se puede creer.
Sin entrar aquí (cf. luego 2 c) en la cuestión fundamental (aunque poco
tratada en la a. clásica) de cómo el uso de la argumentación filosófica e
histórica está enraizada en la misma inteligencia de la fe, de cómo, por tanto,
la a. es una legítima disciplina teológica, a continuación mostraremos el
cambio de forma y de método en la respuesta de la fe comentando sus tres
características «clásicas»: filosófico-racional, histórica y apologética.

a) El motivo filosófico. Ha cambiado la premisa de la argumentación filosófico-


racional en la apologética, a saber, la idea de que la filosofía como teoría
«puramente racional» y carente de presupuestos sobre el todo de la realidad
es el lugar ideal para la fundamentación de la credibilidad de la fe. Desde la
ilustración reina una nueva relación entre teoría y praxis, entre verdad y
sociedad histórica; y, desde Kant, el pensamiento del «final de la metafísica»
por lo menos como problema se ha hecho ineludible. La filosofía (que en su
uso por parte de la teología apologética se identificaba de hecho con la ->
metafísica occidental de la tradición aristotélico-medieval) ha perdido su
uniformidad, descomponiéndose en un pluralismo de filosofías, el cual no
puede ser superado adecuadamente en el sujeto particular que filosofa y
reducido a «la» filosofía una. La misma reflexión filosófica está amenazada
hoy día por un «irracionalismo de segundo orden», el cual no se debe a una
falta de razonamiento, sino al hecho de que lo pensado y meditado
filosóficamente parece caer de nuevo en el ámbito de lo que no obliga y de lo
arbitrario.

De todos modos ya no hay una filosofía «standard» a la que pudiera recurrir


una a. teológica y de la que ésta pudiera echar mano sin más en su trabajo de
respuesta. La misma a. tiene que filosofar. Y por esto entiende en medida
creciente la filosofía que actúa en ella, no simplemente como un sistema
material ya terminado que ella ha encontrado hecho y que se limita a aplicar,
sino como una reflexión hermenéutico-mayéutica y catártico-crítica que va _
inherente al mismo proceso teológico de la respuesta y la comunicación o que
es exigida siempre de nuevo por ese proceso (cf. con relación a esto: J.B.
METz, Theologie, en LThKz x, 62-71, especialmente 69s). Sobre la reflexión
hermenéutica véase también a continuación 2 b. Por lo que se refiere a la
reflexión mayéutica en la a., tampoco aquí es usada la filosofía como un
sistema material, su uso es más bien «formal», como inexorable preguntar
por lo no preguntado antes, como «fértil negatividad» en la cual ella,
preguntando y volviendo a preguntar críticamente, arrebata su seguridad al
establecido canon de lo «evidente», y con la cual lucha contra la solapada
concesión de un valor absoluto a cualquier forma particular de la conciencia o
a cualquier ciencia particular, contra la violación de los límites categoriales,
protesta contra la dictadura anónima de lo meramente fáctico e incita a un
constantemente renovado desdoblamiento crítico, de manera que, usando una
frase modificada de Hegel, puede entenderse a sí misma como «su propio
tiempo aprenhendido en una pregunta crítica». Con todo ello la filosofía así
usada en cierto modo toma partido por las posibilidades mayores de la
existencia humana en su situación concreta, las cuales nunca están dadas sin
más con lo .puramente fáctico, y manifiesta a la vez, aunque en forma
«negativa», aquella concreta e históricamente cambiante «apertura» de la
conciencia y de la acción humanas (-->potencia obediencial) que la fe llamada
al anuncio responsable de su esperanza debe crearse siempre de nuevo.

b) El motivo histórico. A las preguntas que -desde la ilustración- se plantearon


por la aplicación de la crítica histórica a los fundamentos históricos de la fe
cristiana, la teología les daba respuesta con su a. histórica, que a su vez
intentaba demostrar con los medios de la ciencia histórica la historicidad de
los sucesos atestiguados en la Biblia. Entretanto la situación de donde partió
esta apologética histórica se ha cambiado y diferenciado en diversos sentidos:
1 °, por el hecho de que la misma fe es entendida cada vez más en su
historicidad inmanente, y por eso se hace ineludible el abordar explícitamente
la fundamental pregunta hermenéutica por la relación entre --> «fe e
historia» (suscitada por Lessing, Kierkegaard, Hegel); 2 °, porque a su vez la
ciencia histórica - en el ámbito teológico desde Schleiermacher, y en el de la
investigación de la historia del espíritu, p. ej., en P. York v. Wartenburg, en
W. Dilthey, en M. Heidegger (cf. H.G. GADAMER, Wahrheit und Methode [
1960, T 21965)) -, quedó modificada en virtud de la pregunta hermenéutica
por la peculiaridad y las condiciones del entender histórico en general, y
teniendo en cuenta las distintas formas como aparece y es expresada la
realidad histórica (-> hermenéutica; ->historia e historicidad); 3 °, por el
hecho de que la investigación histórica de los testimonios bíblicos
(últimamente en la historia de las -->formas) ha resaltado la peculiaridad y la
multiplicidad de estratos de los textos bíblicos (p. ej., como testimonios de fe
orientados kerygmáticamente e informados por la reflexión teológica) y así ha
obligado a una reflexión hermenéutica sobre la forma de intelección histórica
adecuada a este hallazgo; 4 °, finalmente por el hecho de.que, en el horizonte
de la racionalidad técnica que hoy predomina, el conocimiento de una realidad
ocurrida una sola vez e irrepetible amenaza con hacerse cada vez menos
vinculante y más elástico.

Todo esto implica también un cambio críticamente diferenciador en la a.


histórica. Dos cometidos se imponen especialmente: por un lado la nueva
elaboración de la categoría de futuro en orden a la comprensión de la historia,
frente a una orientación excesivamente unilateral hacia la historia como punto
de procedencia; con ello la a. histórica puede sacar de ciertas aporías en el
planteamiento hermenéutico del problema y desarrollar al mismo tiempo
aquella dimensión de la historia para la que el hombre de una civilización
acentuadamente tecnológica parece ser especialmente sensible. Y, por otro
lado, la pregunta por el valor vinculante y la importancia de la permanente
reflexión hermenéutica, a través de la cual la autointeligencia de la fe, ligada
a bases históricas, amenaza con desviarse hacia un nuevo irracionalismo (de
segundo orden). Aquí está sometida a discusión en forma totalmente nueva,
por así decir poscrítica, la relación entre la reflexión (teológica) y la institución
(religiosa).

c) El motivo apologético como tal. Aquí se dibuja un cambio en cuanto la


acción apologética ya no es enfocada primariamente como algo marginal,
como algo que se halla en el «atrio» - exterior a la teología -del entender
creyente, sino que es más bien concebida como el acto fundamental del
responder teológico. En él quedan movilizados el «espíritu», la potencia
intelectiva de la fe cristiana y su fuerza inmanente para configurar y
transformar la conciencia. Resaltemos algunos rasgos de la respuesta
teológica:

1 °, no puede tener ningún matiz ideológico. No puede ni necesita aparentar


ningún saber y ninguna respuesta de los que ella misma no dispone. No es
lícito ni necesario que por un ficticio exceso de respuestas y una ausencia de
preguntas se haga sospechosa de mitología moderna. Sin caer en el otro
extremo estéril, en el culto del mero preguntar, la respuesta teológica no
puede consistir en eludir la discusión de las cuestiones y exigencias que se le
presentan, como si el hombre con ayuda de su religión encerrada en fórmulas
fuera en último término capaz de descifrarse totalmente a sí mismo y pudiera
así librarse del carácter problemático de su existencia y del riesgo de cara al
futuro. La respuesta teológica debe estar determinada por la vulneración
permanente e inevitable y por el peligro interno de la propia fe, ha de estar
guiada por la conciencia de que la pregunta por la -a incredulidad es ante todo
una cuestión que el creyente se plantea de cara a sí mismo.

2 °, debe estar determinada por una solidaridad crítica con lo humano en


cuanto se halle amenazado. Esto nada tiene que ver con la resignación y con
una reducción de la respuesta teológica al ámbito meramente humanitario (lo
cual podría caracterizarse como peligro típico de una religión que se hace
vieja, y que, por el camino de un pensamiento puramente humanitario, quiere
fingir aquella universalidad y fuerza vinculante que no obtiene por el camino
de la misión histórica); pero tiene mucho que ver con la fuerza persuasiva y
comunicativa de una respuesta teológica que, frente a la amenaza radical
contra el carácter humano del hombre, defiende una -> salvación universal,
una salvación de la responsabilidad fraterna «por el más pequeño», una
salvación con relación a la cual es falso todo lo que parece ser verdadero para
el individuo considerado en forma meramente aislada. Esta orientación de la
respuesta teológica reviste importancia precisamente hoy porque la
incredulidad contemporánea no se presenta primariamente como un esbozo
de mundo y de existencia contra Dios, sino como la oferta de una posibilidad
positiva de existencia, de un humanismo íntegro sin Dios. El --> ateísmo
explícito y combatido propiamente es, no el objeto, sino el presupuesto de
esta incredulidad de una época en cierto modo postatea, la cual intenta
interpretarse directamente como --> «humanismo».

3 °, en relación con esto: hoy la respuesta teológica debe ante todo


desarrollar las implicaciones sociales de la autoconciencia de la fe cristiana y
del mensaje cristiano de la promesa. En primer lugar porque la moderna
crítica a la religión (germinalmente desde la ilustración) se presenta ante todo
como crítica a la --> ideología, como intento de desenmascarar la religión
cristiana en cuanto función o sanción de una determinada situación de
dominio político y social; y en segundo lugar porque la exigencia del mensaje
cristiano de salvación no puede quedar mutilada por reducirla al ámbito
privado e ideal. A este respecto hay que poner de manifiesto sobre todo el
poder crítico de la esperanza cristiana para el proceso de la sociedad.

4 °, la respuesta teológica de la a. adquiere en medida creciente el carácter


de «diálogo». Diálogo que, evidentemente, no puede estar a servicio de una
acomodación hecha sin espíritu crítico, de un compromiso fugitivo, de la
nivelación del mensaje cristiano hasta convenirlo en una paráfrasis simbólica
de la conciencia del tiempo; su servicio está más bien en atenuar el terrible
conflicto dentro de nuestra sociedad pluralística y en compartir sus tareas
comunes; y no se halla entre las últimas tareas de ese diálogo el tomar
conciencia de la importancia de las preguntas que plantea el ateísmo
(Vaticano 11: Constitución pastoral La Iglesia en el mundo de hoy, n .o 21).

Johannes-Baptist Metz

IV. Apologética de la inmanencia

Se da el nombre de a. de la inmanencia aquellas reflexiones sobre la


preparación filosófica de la fe, elaboradas principalmente por M. Blondel y L.
Laberthonniére, que quieren facilitar el asentimiento subjetivo de la -> fe (II)
mostrando el valor y el sentido de la revelación cristiana como plenitud de una
«aspiración natural» y primordial del hombre. Lejos de constituir una especial
forma histórica de la a. total, la a. de la inmanencia es un momento parcial de
toda a., exigido por la esencia de la tarea apologética y por la situación del
pensamiento moderno.

1. En el conjunto de la apologética, la a. de la inmanencia pertenece en


primer lugar a la demonstratio religiosa, donde le corresponde una tarea en la
fundamentación del asentimiento a la --> revelación parecida a la misión
fundamentante que las reflexiones de la --> teología natural ejercen en la
inteligencia de la revelación. En efecto, así como las palabras de la revelación
sólo alcanzan un sentido inteligible para el sujeto receptor por el hecho de que
ellas le anuncian un mensaje de aquel Dios acerca del cual él ya sabia algo
«anteriormente» (cf. Act 17, 23), es decir, independientemente de dichas
palabras, de igual manera el hecho en sí de que se ha producido una
revelación únicamente se reviste de un «sentido pleno», es decir, merece ser
escuchado (lo cual exige la autonegación del que escucha), si realmente
«tiene algo que decir» al hombre. Este valor de la revelación como «sentido»
ha de mostrarse en primer lugar cuando se guía a alguien hacia la fe, pues
incluso «la sumisión ciega a la autoridad del Dios que se revela» presupone el
conocimiento de que esa sumisión tiene verdadero sentido y, por tanto, se
puede responder personalmente de ella e incluso resulta comprensible que
esté mandada. Por esto hay que presentar al hombre la revelación como un
valor para él, como respuesta a la pregunta por un sentido, que él puede o
debe plantear. Y por cierto, puesto que la revelación reclama al hombre
entero, hay que presentarla como respuesta a la más fundamental de las
preguntas, a la que se refiere al -> sentido último de la vida, al posible ser
íntegro del hombre. Mientras los judíos tenían ya este punto de apoyo
teológico del mensaje cristiano en la obra salvífica de Dios iniciada en ellos y
prometida como futura en su consumación (-> salvación, historia de la),
ahora hay que buscarlo filosóficamente para los «paganos», es decir, hay que
sacarlo de un análisis de la existencia del hombre y de aquellas «esperanzas»
suyas que, no llegando a realizarse plenamente por medios naturales, sin
embargo, son inalienables - como existenciales y no existencialmente- (cf. Act
14, 15ss; 17, 13-30; Rom 1, 20, 32; 2, 14ss).

2. El método específico de la inmanencia y la especial acentuación de la


preparación subjetiva al asentimiento creyente le han sido impuestos a la a.
por el desarrollo de la filosofía moderna. esta, una vez preparada por
Descartes, desde Kant es esencialmente (y, como requisito para el rigor en la
demostración filosófica, necesariamente) filosofía del sujeto o del yo (-
>inmanentismo). La a. antigua era a. objetiva, en armonía con la filosofía
objetiva de entonces. El pensador se hallaba ante cosas, que él sometía a la
reflexión; y también la a. le ofrecía cosas (palabras de la revelación,
acreditadas por --> milagros), las cuales lo situaban ante la presencia del Dios
revelado como totalmente específica primera causa sobrenatural de este
totalmente específico ámbito de objetos. E igualmente, entonces la causalidad
general de Dios, creadora y conservadora, que late tras todo campo de
objetos, nunca era sometida seriamente a discusión. Actualmente hay que
comenzar por conseguir que el pensador tome en serio el ámbito de los
objetos (sin cuya mediación no es posible ninguna revelación) como medio
hacia un «tú» absoluto y personal (en virtud del cual también el mundo de los
objetos puede alzar la pretensión de verdad absoluta). Esto sucede en cuanto,
por una reflexión sobre el yo y sobre las ahí implicadas estructuras
«inmanentes» de la propia mismidad concreta, se le muestra al hombre que él
está siempre orientado hacia «otro», hacia un tú (y cómo esa orientación
constituye la condición de su posibilidad), de forma que él debe entender
también el ámbito objetivo como medio de acceso a un tú absoluto y aspirar a
la comunicación explícita con éste a través de una función significativa del
mundo de los objetos, establecida de propio por el tú divino, o sea, a través
de una revelación (-> personalismo). Cuando la apologética de la inmanencia
descubre así una «aspiración natural» a una revelación histórica y
encarnacionista, diseña a la vez una forma profunda para la demonstratio
christiana y catholica, en virtud de la cual los hechos históricos que allí se
deben resaltar (profecías, milagros, palabras y figura de Jesús, fe y aparición
de la Iglesia) han de ser leídos y aceptados, no tanto como pruebas de la
operación de una causa sobrenatural, cuanto como signos de la presencia del
Tú divino.

3. Para el desarrollo práctico de la a. de la inmanencia han de trazar el camino


los dos estratos de problemas que son propios de la cuestión del sentido de la
vida (y de cualquier cuestión). En primer lugar esa pregunta implica un no
saber y, con ello, una apertura a toda posible respuesta; pero, más
profundamente todavía, ya lleva en sí tendencialmente (por el hecho de
plantearse) un esbozo de la respuesta definitiva que se espera. Así, en primer
lugar hay que poner de manifiesto la capacidad de oír, la -> potencia
obediencial que tiene el hombre con relación a la revelación; bien sea
mostrando (con Rahner) mediante un análisis transcendental del espíritu finito
y vinculado a los sentidos que éste es un «oyente de la palabra»; bien sea,
más concretamente (con M. Blondel), mostrando dialécticamente al hombre
que toda evasiva ante la pregunta por el sentido vuelve a plantearla de
nuevo, y que, todas las metas egocéntricas (inmanentistas) que uno quiera
proponerse como sentido de la vida, dejan incurablemente insatisfecha
aquella tendencia que ha llevado a buscarlas, y así se contradicen
internamente. Con ello están creados los presupuestos para la segunda y.
difícil tarea, a saber: mediante una confrontación de las tendencias que
permanecen insatisfechas con la estructura de la meta que vuelve a buscarse
siempre de nuevo, elaborar el diseño de una posible plenitud perfecta como
esbozo de un don sobrenatural de la gracia propiamente dicha (idée d'un
surnaturel indéterminé: H. Bouillard). Con ello la a. de la inmanencia no se
entrega a una «necesidad» psicológicamente experimentable de lo
sobrenatural (sin fuerza vinculante para una argumentación universalmente
válida), ni tampoco pretende (como interpreta H. Duméry) deducir
necesariamente el concepto de sobrenatural en el campo nocional, a base de
un mero análisis fenomenológico de la esencia y prescindiendo totalmente de
la relación a la realidad del don de la gracia; más bien, a través de su
confrontación dialéctica entre lo esbozado necesariamente en el hombre
fáctico y la realización de lo diseñado allí, ella descubre una verdadera
ordenación a una realidad procedente de la iniciativa de la gracia divina (la
cual, por tener esta procedencia, antes de estar en acto sólo muestra su
esencia a modo de «esbozo»).

4. El presupuesto teológico de la a. de la inmanencia así entendida es que en


el hombre en general hay de antemano una pregunta por el sentido que
apunta hacia la revelación, y que, por tanto, la llamada a lo sobrenatural no
inflige violencia a la estructura creada del hombre, sino que constituye una
ordenación eficaz que lo perfecciona connaturalmente. En realidad,
históricamente, no sólo la a. de la inmanencia en sentido estricto, sino
también la discusión actual sobre la relación entre -> naturaleza y gracia se
remonta a la obra de Blondel titulada L'Action (P 1893);y a su aplicación al
campo de la teología fundamental en Lettre sur l'apologétique. Pero ya los
autores que Blondel cita expresamente como sus precursores, Agustín, Tomás
de Aquino en la Summa contra gentiles, Pascal, Deschamps (con ;u doctrina
del fait interne), habían acentuado sobre todo la unión entre naturaleza y
gracia. Pero aquí hay que evitar siempre el error de ver el fundamento de esta
unión en la misma naturaleza (de considerarla ónticamente anterior a la
llamada fáctica-). Pues en esa perspectiva, bien se considere psicológicamente
la naturaleza con el -a modernismo (Dz 2103 2106) como aspiración religiosa
o bien se parta, con las doctrinas condenadas en la Humani generis (Dz 2323
), de un análisis de la naturaleza del espíritu creado en cuanto tal, en ambos
casos lo sobrenatural se convierte en un mero correlato - si bien superior a las
fuerzas - de la naturaleza. Con ello, la a. de la inmanencia conduciría a un
cálculo sistemático e inmanente acerca de la posible plenitud de la naturaleza
humana, en lugar de abrir para una aceptación de aquella revelación de Dios
que, no sólo está substraída a nuestros cálculos, no sólo es trascendente, sino
que es además gratuita.

Peter Henrici
APOLOGISTAS

I. Situación histórica de la Iglesia

Son dos hechos principalmente los que en el s. ii, con la era de los apologistas
provocan una nueva situación en la comprensión de la fe y en la conciencia
eclesiástica. Por un lado, pasan al cristianismo algunos paganos que, en cuanto
personas cultas están formados en su propia religiosidad, cultura y filosofía; por
otro lado, el cristianismo, debido a las nuevas circunstancias, da expresamente un
viraje: sale de su aislamiento de grupo y se presenta públicamente ante el mundo
no cristiano, el cual, por su parte, no se comporta con el cristianismo de una
manera pasiva.

II. Concepto

Bajo el concepto de apologistas se entiende a aquellos autores (o bien sus


escritos) que en el s. ir emprenden un confrontamiento a gran escala y con
método entre el cristianismo y el mundo no cristiano. Ante todo, hay que citar a
los apologistas que escriben en griego: Cuadrato, Arístides, Aristón de Pella,
Justino, Taciano, Milcíades, Apolinar de Hierápolis, Atenágoras, el Pseudo-Justino,
Teófilo de Antioquía, Melitón de Sardes, Hermias, la epístola a Diogneto, y de
entre los escritores latinos hay que añadir a Minucio Félix y a Tertuliano. La
literatura apologética posterior no está incluida entre los apologistas, tomando
esta palabra en sentido estricto. La apologética del s. ii está sobre todo en manos
de aquellos escritores que en su adversario combaten su propio pasado, pero sin
negarlo, ni en su estilo de pensamiento ni en su estilo literario. Los escritos de los
apologistas se sirven preponderantemente de la forma del discurso (apología), del
diálogo y de la súplica, con una tendencia clara: la de mostrar que el cristianismo
está ya en condiciones de competir y de defenderse, y que por su contenido es
superior a cualquier religión. Frente a un adversario que oscila entre una postura
de tolerancia y de persecución, el tono que adoptan los a. cambia también. Puede
ser un tono de declaración de lealtad, de propaganda, de justificación y de insulto.
La predicación transciende el ámbito de la comunidad y de la sencilla actividad
misionera, y se presenta públicamente ante un mundo plurifacético, incluso ante
la competencia literaria que ataca con argumentos. Los escritos propagandísticos
de la literatura judía y de la filosofía popular ofrecen modelos apropiados, que en
bastantes puntos son aceptados.

III. Medios estilísticos

En este campo el cristianismo se hace perceptible primeramente por medio de la


literatura y se dirige (a pesar de unas motivaciones históricas y de unos
destinatarios concretos en quienes piensa), por encima de la situación histórica, a
un público ideal. El cristianismo intenta explicarse en la lengua del mundo que lo
rodea para así protegerse y hacerse aceptable frente a unos adversarios que ven
en él el summum de la irracional¡dad, de la perversidad y del primitivismo (cf.
Crescente, Luciano, Frontino, Celso). No todos los intentos que se hicieron en este
campo tuvieron un éxito inmediato. En la deficiente ordenación del tema y en la
manera de expresarse se manifiesta una cierta torpeza literaria, que obedece a
una formación a menudo insuficiente para este cometido. También se nota cierta
insuficiencia objetiva, tanto en los argumentos como en la penetración intelectual
del objeto. Sin embargo, se advierte una adaptación y una a. cada vez más
atinadas. Pero este primer intento de articular y delimitar lo cristiano se
caracteriza, no sólo por el nivel diferente de los escritores, sino también por una
argumentación objetivamente distinta. Por diversos caminos se busca la misma
finalidad: exponer ante hombres enemigos o ignorantes el verdadero ser y la
excelsa dignidad del cristianismo. Para ello se toman, sin reparo alguno, los
medios retóricos e intelectuales del mundo pagano circundante. De suyo este
hecho representa ya dentro de la historia del cristianismo el aprovechamiento de
una nueva posibilidad. Frente a una predicación transmitida a través de unos
géneros literarios exclusivamente religiosos y en forma de predicación escrita
durante la época posapostólica, se aprovecha ahora el influjo del escrito
publicitario, que puede prometerse éxito entre lectores críticos y formados. La
creación de una literatura cristiana ya no es una simple ayuda a la predicación
oral, sino que, por la perfección a que ella tiende, constituye un fin en sí misma.

IV. Temática

Pero el tema principal de esta a. no es sólo la posibilidad de aceptar el


cristianismo, sino también su carácter exclusivista. Según los apologistas, todos
los conceptos de Dios y todas las formas de adorarlo que han existido (incluyendo
los griegos, los orientales y los judíos) son erróneos o, por lo menos,
insuficientes; y lo mismo debe decirse de toda doctrina moral. Este enfoque
degradante se realiza en parte como valoración totalmente negativa de lo que ha
existido hasta entonces. Frente a esto se afirma incondicionalmente que el
cristianismo es la única verdad. Según modelos judíos y con ayuda de la
cronología bíblica se demuestra que toda la sabiduría /)apana es obra
fragmentaria de fecha recentísima y que está tomada de los libros del AT. O bien,
con un espíritu de conciliación propagandística, se emplean tonos más amables:
la verdad cristiana coincide con las mejores ideas y las mejores obras de los
paganos. Lo que ellos tienen de verdad, se encuentra en sumo grado en el
cristianismo. Con sorprendente frecuencia se reconoce una gran coincidencia
entre cristianismo y filosofía. En esta discusión comparativa el cristianismo se
convierte en la nueva filosofía, la única verdadera. La doctrina del logos, que a
este respecto es bastante fructífera, hace posible la explicación de la convergencia
y de la oposición (Justino).

El Logos del que hablan los filósofos no es otro que Cristo. El logos es el que
siempre y en todas partes ha comunicado la verdad, de manera que Justino no
teme llamar cristianos a los mejores de los paganos, por medio de los cuales
habló el Logos. Sin embargo, prosigue el escritor, pocos oyeron su voz, pues los
demonios están trabajando desde el principio por desfigurar la verdad conocida y
convertir en caricatura la veneración de Dios. La aparición definitiva del Logos
trajo, en el cristianismo, el verdadero conocimiento de Dios y la enseñanza de la
conducta recta que debían observar los hombres en el mundo. La prueba de la
identidad de Cristo con el Logos nos la proporciona el AT por el argumento
contundente de las profecías y de la historia. En consonancia con eso, en el
horizonte de este pensamiento la autoridad y la verdad de las palabras de
jesucristo son irrefutables para todo filósofo, y, correlativamente, todo lo
«racional» pertenece al cristianismo. En parte, esa interpretación del cristianismo
aparece en el vocabulario de la actual filosofía y doctrina de las virtudes, pero
hemos de advertir que esta filosofía tiene un carácter totalmente teológico. Se
anuncia así la universal validez e inteligibilidad de un cristianismo concebido
preeminentemente como doctrina. Los dos aspectos de la concepción señalada,
tanto el del alejamiento respecto a la filosofía pagana, como, por otro lado, el de
la conexión con ella, apuntan hacia la superioridad del cristianismo, el cual es
explicado como la nueva verdad que, desarrollándose como la antigua verdad
siempre buscada y a veces hallada en fragmentos escondidos entre errores, ahora
es plenamente aarehensible en el Locos.

Por tanto, el pensamiento apologético no abre un abismo, lo más profundo


posible, entre el cristianismo y el mundo circundante de los paganos, sino que
señala los puentes de unión. La meta de una tal interpretación y apropiación de la
filosofía no es en absoluto la síntesis entre cristianismo y filosofía pagana, es más
bien la indicación apologética y misionalmente útil de que el camino del
pensamiento platónico (pues como -> platonismo vive primordialmente la filosofía
de esta época) a la fe cristiana no es largo, y de que, por tanto, la fe no implica el
peligro y descarrío que se temía. Pero el desarrollo de ese pensamiento presenta
matices muy distintos y, en algunos autores, es sumamente complicado. Hay que
tener en cuenta la peculiaridad de las personas que se esconden tras los escritos,
pues la historia de su conversión sella su interpretación de la fe cristiana. Hay que
tener en cuenta, además, la falta de espíritu crítico en esta época con relación a
los documentos que contienen un pensamiento distinto; lo cual lleva a conceder
mayor importancia a los parecidos terminológicos que al contexto espiritual del
sistema de donde son tomados los pasajes particulares. Se echa mano de
conceptos y pensamientos filosóficos como medio para esclarecer el cristianismo.
A lo largo de esta nueva y atrevida empresa, los apologistas tuvieron siempre
despierta la conciencia de lo distintivo, por más que advirtamos cierto
desplazamiento de los acentos, condicionado por la nueva ruta emprendida.

Debido a los nuevos presupuestos mentales, la escatología, la cual para el


cristianismo primitivo había sido lo verdaderamente decisivo, se convierte en un
anexo, puesto junto al pensamiento sistemático sin gran conexión con él, a
manera de plática sobre el juicio, el premio y el castigo, la inmortalidad y el
conocimiento perfecto. El interés se centra ante todo en el -> monoteísmo, que es
explicado por medio de conceptos filosóficos y que refuta con muchos argumentos
el politeísmo de la religión pagana. En oposición al gran caos moral del medio
ambiente, la moral cristiana, por el cumplimiento de los mandatos de Jesús, se
presenta como eficaz y superior a todas las demás, y asegura al hombre la vida
eterna. La cristología del Logos es cosmológica y no está muy orientada hacia la
historia de la salvación, lo cual, a su vez, resulta comprensible tanto- por la
procedencia de los autores como por los destinatarios de sus escritos.

Por los mismos motivos se puede notar también una selección en el contenido de
la literatura cristiana de esta época. Sin embargo, al lado de la apologética que
camina con ropaje filosófico, aparece la tradición teológica de la comunidad, con
sus testimonios trinitarios, soteriológicos, sacramentales y litúrgicos, y con la
tradición bíblica. El AT es considerado como la única fuente fidedigna y suficiente,
pues en ella hablan Dios, el Logos y el Espíritu, de modo que cada afirmación
particular de los a. encuentra en el AT su punto de orientación, y, a juicio de
éstos, sólo a base de los escritos veterotestamentarios se puede hablar de Dios
con seguridad. El -> canon del NT empieza a tomar unos contornos más precisos
en la segunda mitad del siglo. Con los a. comienza a producirse el hecho,
transcendental para la historia de la teología cristiana, de que ésta, en una fase
decisiva de su articulación, se desarrolla en el ámbito del pensamiento helenista.
El pensamiento teológico de esta época busca dominar la nueva situación por
medio de una superioridad intelectual y de una demostración del cristianismo.

Quien considera la era de los a. como un «catolicismo primitivo» en sentido


peyorativo y como una «helenización del cristianismo», indicando así que éste
perdió su esencia y cayó bajo el yugo de la filosofía pagana, juzga a través de
categorías rígidas, a base de las cuales apenas se puede captar la situación y el
tipo de pensamiento de una época anterior, de modo que, incluso desde el punto
de vista histórico y desde la perspectiva de la historia del espíritu, ofrece una
caracterización muy superficial. Es más, en nuestro caso, esos reproches son en
parte inexactos. Teniendo en cuenta que ya en el NT se puede encontrar los
elementos apologéticos más diversos (principalmente en el estilo del libro de los
Hechos), parece indicado emitir un juicio más suave, un juicio con el cual la época
primitiva quede libre de la valoración dogmática y sea considerada como etapa de
un camino, como orientación en una situación, que no se puede repetir ni imitar
fácilmente, en la cual el cristianismo primitivo, bajo la necesidad de entenderse a
sí mismo y de hacerse comprensible a los demás, emprendió valientemente la
dirección que entonces se le ofrecía.

Norbert Brox

APOSTASÍA

I. Evolución del concepto

La palabra apostasía significa en los clásicos simplemente «ponerse aparte»,


«alejarse», o «salirse de una alianza», «rebelarse». De ahí pasó a significar en
la tradición judía el < abandono de la fe», el «apartamiento de Yahveh». En
este sentido lo emplean, p, ej., Jos 22, 22; Jer 2, 19; 2 Par 29, 19. Cf.
también Act 21, 21 y 2 Tes 2, 3, en que se imputa a Pablo que él ha
rechazado la torá.

Así se comprende fácilmente que el término se usara también para indicar la


defección de la fe cristiana; p. ej., Tertuliano, habla de los judíos como de
apostatae fiii (De pud., 8: PL 2, 1047 ). De pud., 6 (PL 2, 1042) dice: dabas
apostatae veniam, y De pud., 9 (PL 2, 1050) habla de omne apostatarum
genus. En el mismo sentido se usa la palabra en Cipriano (Ep. 57, 3, 1: CSEL
3, 652): Eos qui vel apostataverunt et ad saeculum cui renuntiaverunt reversa
gentiliter vivunt. Ésta vino a ser luego la significación general, posiblemente
por influjo de la apostaría de Juliano, llamado precisamente el «Apóstata» (cf.
De riv. Dei v, 21: PL 41, 168; Ep. 105, 2, 10: PL 33, 400).

Más adelante la palabra amplió su significación pasando a indicar también la


defección de la vida religiosa o de las sagradas órdenes. En este sentido la
hallamos, p. ej., en Tomás de Aquino (S.T. II-II q. 12 a. 1): «La a. entraña
cierto alejamiento de Dios, que se verifica según los varios modos como el
hombre se une con Dios. El hombre se une primeramente con Dios por la fe;
segundo, por la debida y sumisa voluntad de obedecer a sus mandamientos;
tercero, por ciertas obras de supererogación, como la vida religiosa o la
sagrada ordenación.»

II. Concepto

Para nosotros a. significa aquí el abandono de la fe por parte del bautizado,


ora la rechace en su totalidad, ora niegue una determinada verdad esencial de
fe (p. ej., la divinidad de Cristo). Propiamente la a. no implica el paso a otra
fe o a otra concepción de la vida. Esto último puede constituir, en
circunstancias, un agravante. No son apóstatas en el sentido auténtico los que
no viven de acuerdo con las prescripciones de la doctrina cristiana. No
hablamos, pues, aquí de la a. de la vida religiosa en el sentido canónico 0 de
la defección de las órdenes sagradas.

III. Castigo de la apostaría

La a. fue considerada y castigada desde el principio como uno de los pecados


más graves (lapsa). Las penas contra los apóstatas eran gravísimas. Ya en el
concilio de Ancira del año 314 y en el de Nicea se desarrolló una amplia
casuística en torno a este concepto. Bajo Justiniano se impusieron también
penas civiles, como la confiscación de los bienes, la incapacidad de hacer
testamento, etcétera. Cf. p. ej. Cod. Just. 1, 7, que se titula precisamente de
apostatas. Más tarde desaparecieron las penas civiles; las eclesiásticas
continuaron, aunque experimentando frecuentes modificaciones. Entre los
documentos mayores hemos de recordar: la bula In coena Dománi, de
Clemente vil, del año 1724, en la cual la excomunión impuesta queda
reservada al papa; la constitución Apostolicae sedas, de Pío ix, del 12 de
octubre de 1869; y el CIC. De éste véase en particular el can. 2314: «El
apóstata incurre ipso facto en excomunión; y si una vez amonestado no se
convierte de nuevo, prívesele de todo oficio, dignidad o beneficio eclesiástico;
la excomunión está reservada speciali modo a la sede apostólica.>

IV. Responsabilidad moral

El trato dado durante siglos al apóstata supone que la a. es gravemente


culpable. Esta suposición se tuvo siempre por indiscutible. Sólo en el siglo
pasado fue puesta en tela de juicio por un grupo de teólogos, sobre todo
alemanes (así, p. ej., B.G. Hermes, J. Frohschammer, A. Schmid). En opinión
de estos teólogos hay que distinguir entre un aspecto objetivo y otro aspecto
subjetivo. Objetivamente, el católico no puede tener nunca una causa justa
para abandonar la fe, pero sí puede tenerla subjetivamente, pues es posible
que él -aunque erróneamentellegue a convencerse con recto juicio subjetivo
de que su fe carece de fundamento y, por tanto, no merece conservarse e
incluso debe ser abandonada. Contra ellos sostuvieron otros pensadores (p.
ej., A. Bauer, M.J. Scheeben, J. Kleutgen) que el católico nunca puede tener
alguna causa subjetivamente justa para abandonar su fe; pues, si él cumple
su deber y permanece consiguientemente en estado de gracia, Dios le
preservará de semejante error.
En esta discusión se interpuso el concilio Vaticano i con sus decisiones: «Por
eso, no es en manera alguna igual la situación de aquellos que por el don
celeste de la fe se han adherido a la verdad católica y la de aquellos que,
llevados de opiniones humanas, siguen una religión falsa; porque los que han
recibido la fe bajo el magisterio de la Iglesia no pueden jamás tener causa
justa para cambiar o poner en duda esa misma fe» (Dz 1794 ).

De ahí que el Concilio proclame solemnemente: «Si alguno dijere que es igual
la condición de los fieles y la de aquellos que todavía no han llegado a la única
fe verdadera, de suerte que los católicos pueden tener causa justa de poner
en duda, suspendido el asentimiento, la fe que ya han recibido bajo el
magisterio de la Iglesia, hasta que terminen la demostración científica de la
credibilidad y verdad de su fe, sea anatema» (Dz 1815).

El trasfondo histórico de esta declaración del Vaticano i fue la tesis de G.


Hermes, según la cual el creyente, sobre todo el creyente culto, debe someter
metódicamente su fe a la duda, hasta que pueda ver lo creído como
científicamente cierto. Esta duda metódica respecto de la fe sería la misma en
el católico que en el no católico.

Se podía esperar que las palabras del Concilio pusieran fin a la controversia,
pero no fue así.

La disputa renació precisamente acerca de la interpretación de las palabras


iusta causa, repetidamente usadas por el Concilio.

En esta nueva controversia cabe distinguir claramente tres períodos. En el


primero, que se inicia después del Vaticano I, los autores defienden en
general una interpretación también subjetiva; en su opinión, las palabras del
Concilio quieren decir que el católico no tiene nunca causa justa, ni siquiera
subjetiva, para abandonar la fe, y no puede, por tanto, apostatar de ella sin
perder la gracia. En el segundo período, iniciado sobre todo por Granderath y
Vacant, se tiende a interpretar las palabras del Concilio en un sentido
solamente objetivo, es decir, el concilio Vaticano i no se habría pronunciado
sobre la responsabilidad subjetiva del católico que pierde su fe.

El tercer período comienza con los trabajos de S. Harent, y en él prevalece de


nuevo la interpretación también subjetiva.

Actualmente parece que la interpretación subjetiva está aceptada, aunque no


faltan voces discordes. Las discusiones, sin embargo, no han terminado. Una
tendencia (R. Aubert) pretende que las palabras del Concilio sólo se aplican a
casos normales, quedando abierta la posibilidad de casos excepcionales en
que aun un católico puede apartarse de su fe sin perder la gracia. En cambio,
a juicio de A. Stolz, las palabras del Concilio han de tomarse en un sentido
absoluto y universal, de modo que, según la doctrina conciliar, un católico en
ningún caso y por ningún motivo puede abandonar su fe conservando la
gracia.

Hemos de advertir que las disputas posteriores al Vaticano i giran sobre todo
en torno a la interpretación de la mente conciliar, y no precisamente en torno
a la cosa en sí.
Por eso, en el caso de que se dé una respuesta negativa a la cuestión de la
mente conciliar, no cabe concluir sin más que con ello también la cosa en sí
ha quedado decidida negativamente. Pues no es lo mismo decir: El Concilio no
afirmó que un católico nunca puede tener ningún motivo justo, ni siquiera
subjetivamente justo, para abandonar su fe, que decir: En realidad, un
católico puede tener, por lo menos en el plano subjetivo, un motivo válido
para abandonar su fe y, por tanto, puede abandonarla sin cometer pecado.

V. Apostasía y libertad religiosa

Al tratar el tema de la a. hay que ponerlo en conexión con la problemática de


la libertad religiosa. La proclamación de la libertad religiosa no se refiere a la
libertad moral de conservar o abandonar la propia fe. Es evidente que la
libertad religiosa proclamada por el concilio Vaticano II se mueve en el plano
cívico y político y sólo atañe a las relaciones con los otros y con el poder
público, en el sentido de que nadie puede ser forzado a practicar o dejar de
practicar una religión determinada. De ahí que la Constitución sobre la Iglesia
(cap. 2, art. 14) del Vaticano II contenga estas palabras: «Por lo cual no
podrían salvarse quienes, sabiendo que la Iglesia católica fue instituida por
Jesucristo como necesaria, desdeñaran entrar o no quisieran permanecer en
ella.» Mas hay que recalcar por otra parte que la cláusula del Vaticano I: «que
han aceptado la fe bajo el magisterio eclesiástico», ciertamente no se cumple
en todo el que sociológicamente pertenece a la Iglesia, de suerte que no cabe
pronunciar un claro juicio moral sobre ninguno de los hombres concretos que
abandonan la Iglesia. Cf. también -> herejía.

Giovanni-Battista Guzzetti

APÓSTOL

I. Enfoque del tema

Vamos a considerar aquí el oficio apostólico no sólo en su institución histórica,


sino también en su presencia permanente dentro de la Iglesia. La
consideración histórica debe partir de un intento de conocer la primitiva
naturaleza del oficio apostólico. Para esto, debemos tener en cuenta tanto la
intención de jesús respecto a la misión que encomendó a los apóstoles como
la importancia que el oficio apostólico tuvo en la constitución de la Iglesia. Por
la dinámica que encontramos en el documento constituyente de la Iglesia
primitiva: el NT, dinámica que procede del oficio apostólico, y también por la
presencia de este oficio en la historia de la Iglesia se puede deducir con cierta
seguridad la importancia que el oficio apostólico tuvo en la constitución de la
Iglesia primitiva. Por el contrario, para saber las intenciones que jesús tuvo
respecto a los a., el único camino es comparar los textos paralelos que nos
informan de las palabras y de las obras de jesús.

Además, al delimitar el concepto de «apóstol» que aparece en el NT, es difícil


decir si las acciones de los a. proceden siempre de su oficio o si son acciones
de carácter meramente personal. Tampoco el oficio se reduce a lo
institucional, y por esto resulta complicado el delimitarlo. Además de esto, en
los diferentes escritos del NT se van sobreponiendo diferentes etapas por las
que ha pasado la formación del concepto de a. y de oficio apostólico.

II. La historia del concepto «apóstol»

1. El concepto de ápostolos en el NT procede de la idea del judaísmo posterior


sáliah. Equivalentemente el concepto está ya atestiguado en el tiempo de
Jesús (Jn 13, 16), pero, formalmente, no lo está hasta el s. II d.C. Este
concepto enlaza con el derecho semita de los enviados y significa
representación de un particular o de una comunidad en asuntos jurídicos o
también religiosos. La dignidad y el prestigio del representante dependen
totalmente de la autoridad del que lo envía. Los LXX traducen saliah por
ápostolos (1 Re 14, 6; el profeta como enviado de Dios).

2. El concepto de a. que encontramos en las primeras epístolas paulinas, tiene


para nosotros una importancia especial, pues estas cartas son los documentos
más antiguos donde aparece el título de a. y a la vez son anteriores a toda
disputa sobre el oficio apostólico. En 1 Tes 2, 7, Pablo se designa a sí mismo,
junto con Silvano y Timoteo, como apóstol de Cristo. Esto demuestra
claramente que en un principio el apostolado no se basaba necesariamente en
el hecho de haber visto al Kyrios. No era necesario que fuera encomendado
directamente por el Resucitado; el encargo apostólico podía provenir de otra
persona. El encuentro con el Resucitado fue importante para Pablo por el
hecho de que, en virtud de eso, él se convirtió en testigo inmediato de la -->
resurrección de Jesús (1 Cor 15, 8). También de 1 Cor 15, 6 (aparición del
Resucitado a quinientos hermanos) se puede deducir que según las primeras
cartas paulinas no es sólo el encuentro con el Resucitado lo que fundamenta
el apostolado. Es verdad que más tarde la Iglesia primitiva tendió más y más
a convertir en criterio para el título de a., junto con la vocación, el hecho de
ser testigo de la resurrección.

Por el contrario, lo constitutivo del concepto de a. en las primeras epístolas


paulinas es que los a. proclaman el evangelio por encargo de Cristo. Los a.
sólo son responsables ante Dios (Rom 2, 4). En cuanto Dios habla a través de
ellos el Espíritu de Cristo se hace presente en la comunidad. Del hecho de
aceptar o rechazar el mensaje apostólico depende la salvación o la perdición
del hombre (Rom 2, lls). El servicio de enviado por encargo de Cristo (cf. Gál
2, 7ss) fundamenta tanto el oficio apostólico de los primeros a., que se
quedaron en Jerusalén, como el de Pablo y sus acompañantes, misioneros que
van caminando de una parte a otra.

3. La síntesis entre la concepción paulina del oficio apostólico y el concepto de


a. usado en los evangelios (que luego veremos), la hallamos en los Hechos de
los apóstoles. Según Act 1, 2s y 1, 21 son tres cosas las que caracterizan al
a.: a) Debe haber sido discípulo de Jesús. b) Sólo un testigo fidedigno de las
obras, de los sufrimientos y de la resurrección de Jesús puede actuar como a.
El testimonio apostólico debe basarse en el hecho de haber «visto» al
Resucitado y de haber recibido el Espíritu Santo. Act 14, 14 parece que recoge
una tradición más antigua cuando llama a. no sólo a Bernabé sino también a
Pablo, el cual no fue testigo de la vida pública de Jesús. c) Sin embargo, el
criterio decisivo para el apostolado es la misión encomendada por Jesús de
proclamar el evangelio (Act 1, 8; 10, 42). Esta misión es indispensable,
universal y definitiva. Por tanto, según el libro de los Hechos de los apóstoles,
en el sentido estricto de la palabra sólo se puede llamar a. a los doce y a
Pablo.

4. Ahora bien, ¿hasta qué punto el concepto de a. que aparece en los Hechos,
y que es decisivo para el desarrollo ulterior, responde a la intención de Jesús
referente a la misión de los a.? De lo que no se puede dudar es de que Jesús
llamó a unos hombres para que le siguieran (Mc 1, 16-20), de un modo
especial a los doce (Me 3, 14: «Constituyó a doce»). En cambio el uso de la
palabra apostolos en el tiempo de la vida pública de Jesús parece ser
retrotracción de los sinópticos. Pero sí está fuera de duda que Jesús, al menos
de vez en cuando, encomendó a sus discípulos la misión de proclamar el reino
de Dios con palabras y signos (1 Cor 9, 14; cf. Mt 10, 10 - Lc 10, 7; Lc 9, ls).
Esta misión temporalmente limitada que tuvo lugar durante la actividad
docente de Jesús, a partir de la resurrección, por la donación del Espíritu se
convirtió en un oficio (Mt 28, 18ss). Según las palabras de Lc 10, 16, que
parecen ya palabras de Juan: «Quien a vosotros escucha a mí me escucha,
quien a vosotros desprecia a mí me desprecia; pero quien me desprecia a mí,
desprecia a aquel que me envió», los a. participan del poder para salvar y
perder que posee Jesús.

III. Visión sistemática

Ya en tiempo de los a., la Iglesia veía en la apostolicidad uno de sus


distintivos esenciales (Ef 2, 20; Ap 21, 14), pero el caIificativo de «apostólica»
que la Iglesia se da a sí misma en el Credo procede del s. iv (Dz 14, 11). La
apostolicidad es la garantía de la verdad de la Iglesia frente a las otras
comunidades cristianas. Por un lado, la apostolicidad implica ciertas verdades,
tratadas en la -->teología fundamental, que se refieren a la autenticidad y
extensión de la -->revelación (Dz 783 1836 2021; -> canon) y, por otro lado,
determinadas consecuencias eclesiológicas en lo relativo a la unidad y
visibilidad de la Iglesia. Pero el aspecto jurídico e institucional que la Iglesia
ve también incluido en la idea de a., no puede deducirse solamente de Jn 21,
15-18, donde por tres veces consecutivas se comisiona a Pedro ante testigos.
Más bien, el apostolado como oficio está atestiguado por la tradición, donde
se presenta como una consecuencia de la fundamental estructura
encarnacionista de la Iglesia. El autor del Evangelio de Juan es el que mejor
ha visto y desarrollado una teología del apostolado que parte del misterio de
la encarnación (si bien en Juan el concepto &nóa-roaos aparece una sola vez [
13, 16] ).

La encarnación nos constituye una revelación que lo abarca todo y que se


dirige a todos los hombres. Con la encarnación del Verbo, el lógos
preexistente se ha sometido a las condiciones de la existencia humana. Y para
que, a pesar de eso, la universalidad de su mensaje no sufra menoscabo,
Jesús tiene que servirse de delegados humanos. Como la encarnación es una
unión por la que Dios se hace visible en forma fija bajo las categorías del
espacio y del tiempo, después de Cristo, los doce juntamente con Pablo se
convierten en mediadores y testigos de la revelación, dentro de un orden
concreto y hasta cierto punto jerárquico. Ellos participan de la autoridad de
Cristo (Jn 20, 21; cf. 17, 18), la cual, a su vez, procede de la autoridad del
Padre (Jn 12, 44). Según Juan, lo esencial del apostolado es que: a) La unidad
con Jesús asegura a los discípulos el amor entrañable del Padre (Jn 1, 12s;
16, 27). b) La unión con Cristo está garantizada por el don del Espíritu. El
Espíritu ilumina a los discípulos para que su doctrina sea verdadera (Jn 14,
16s; 16, 13 ). c) La elección de los discípulos desemboca en la misión de los
mismos: Cristo constituye a los discípulos en representantes suyos, en sus
apostoloi. En sus manos deposita la plenitud de poderes que él ha recibido del
Padre (Jn 14, 27; 15, 15; 17, 2. 14. 18. 22. 26), o sea, la misión, que tiene
su origen en el Padre. Por esto resulta comprensible que el mundo trate a
estos enviados tal como antes trató al Hijo (Jn 15, 19s).

A la unión indisoluble con Cristo se debe el que, en su Iglesia: 1 °, el mensaje


de los apóstoles sea la palabra misma, que a su vez es la sabiduría
inconmensurable del padre (Jn 21, 15); 2 °, los apóstoles sean testigos
fidedignos de Cristo - la revelación es un acto de la gracia de Dios al que sólo
se puede responder con la fe -; 3º, los apóstoles sean delegados de Cristo,
cuyos poderes mesiánicos de pastor, sacerdote y maestro les han sido
transmitidos (el número doce, destacado por los sinópticos, significa también
que Jesús exige que sus apóstoles sean escuchados como enviados del
Mesías). Esos poderes fueron transmitidos «realmente», para que la obra
salvadora de Cristo tuviera una prosecución visible, pero a la vez lo fueron a
título de « representación» y para que no quedara lesionada la unidad de la
misión, que está reservada al único mediador entre Dios y los hombres. Por
consiguiente, puesto que la transmisión del oficio fue real, el oficio apostólico
significa la presencia invisible de Cristo en su Iglesia.

La unión de la Iglesia fundada sobre los a. con la ekklesía es tan estrecha, que
la sagrada Escritura atribuye la fundación de la Iglesia unas veces a Cristo (1
Cor 10, 14) y otras veces a los a. (Mt 16, 18; Ef 2, 20). La fundación
apostólica de la Iglesia tiene un carácter actual en todos los siglos, pues el
mensaje apostólico actúa constantemente en la Iglesia a través de la
Escritura. Pero esta confrontación constante de la Iglesia con los apóstoles en
calidad de plenipotenciarios de Cristo no sólo se produce a través de la
Escritura, la cual adquiere incesantemente una nueva actualidad, sino que
está además perennemente garantizada en virtud del --> episcopado, que es
la última consecuencia de la encarnación y la institución nacida del oficio
apostólico con el fin de que, junto a la transmisión de la palabra, estuviera
también asegurada la transmisión de los sacramentos (-> sucesión
apostólica). Por esto, 1 Clem 42 complementa la concepción del Evangelio de
Juan a base del esquema: el padre envía a Jesús, Jesús envió a los a. y éstos
transmitieron su oficio a sus sucesores.

William Dych

ARISTOTELISMO

I. La filosofía aristotélica
1. Obra e importancia de Aristóteles

En la vida y obra de Aristóteles se distinguen en general tres períodos: el


primero, ateniense, que está aún totalmente bajo el influjo de Platón; el
intermedio, de Asia Menor, y el de madurez, segundo período ateniense,
antiplatónico y peripatético. El famoso libro de Werner Jaeger: Aristoteles;
Grundlegund einer Gescbicbte seiner Entwicklung (Berlín 1923), significó un
estímulo decisivo para el estudio de la evolución de Aristóteles. La posición e
importancia de Aristóteles en la historia de la filosofía es justificada en general
por dos hechos:

a) La transformación del idealismo especulativo de Platón en un realismo


especulativo. Como para su maestro Platón, también para Aristóteles, lo
supraindividual, lo común, lo espiritual - que transciende el ahora y el aquí
particulares -, supera en ser y en valor a lo sensible, que está caracterizado
por el tiempo y el espacio, por la particularidad material. Sin embargo, a
pesar de esta superioridad en ser y en valor, lo espiritual sólo es real cuando,
o bien entra como principio en un ente, cuando es sostenido por un ente que,
junto con este principio espiritual, ostenta también otros principios
constitutivos, no espirituales; o bien cuando, en cuanto vida espiritual, se
realiza a sí mismo como ser inmaterial, a la manera como Dios, que se piensa
a sí mismo, es realización del puro espíritu como pensamiento puro ( noesis
noeseos). Lo espiritual ya no es simplemente real en cuanto ser, idea, forma y
estructura ejemplar, norma y valor, como en Platón; todas estas dimensiones
sólo son reales en un ente que las contiene o en una vida que las realiza o
como esta misma vida.

b) La segunda característica decisiva de la importancia de la filosofía de


Aristóteles se cifra en la transición desde la filosofía una a la variedad de
disciplinas filosóficas por él fundadas. Así surgen los siguientes tratados
independientes: el de la filosofía del movimiento en general (física); el del
movimiento de la vida en el hombre y en las realidades infrahumanas
(psicología y filosofía del bios); el de la filosofía del pensar puro (organon,
lógica); el de la filosofía de las artes (poética), y el de la filosofía de la vida
social (política filosófica y ética). Todas estas «filosofías segundas» tienen de
común que unifican todo un material empírico (enorme para aquel tiempo)
recogido por Aristóteles, mediante una elaboración teórica del mismo a través
de principios especulativos de ordenación (realidad y posibilidad, substancia y
accidente, las múltiples especies de causalidad: causa formal, causa material,
causa eficiente, causa final, así como los modos fundamentales de la
movilidad misma, etc. ). A todas ellas hay que anteponer una ciencia de
nueva creación, buscada y anhelada por Aristóteles, la «filosofía primera», la
cual aborda unitariamente la pregunta por el ente en cuanto es, en cuanto se
considera en relación con el ser y con nada más (la pregunta por el on é on,
llamada posteriormente --> «ontología»), junto con la pregunta por lo divino
y sumo, por lo autárquico, por lo único que se basta a sí mismo (theion , de
ahí llamada «teología»). Aquí la ontología se enlaza íntimamente con la
teología, pues sólo por la referencia al ente divino (como la verdadera oúsi) se
define la categoría y el grado óntico de todo otro ente; es decir, sólo por la
teología se hace posible el planteamiento eficaz del problema ontológico (->
teología natural). Este campo unitario donde se pregunta a la vez por el ser y
por Dios recibió, después de Aristóteles, el nombre de «metafísica». En este
sentido, Aristóteles es el fundador de la metafísica, disciplina suprema,
primera y fundamental.

2. Estructura de la filolosofía aristotélica

La primera filosofía (metafísica) y las filosofías segundas (las llamadas más


tarde disciplinas filosóficas, las cuales, en Aristóteles, son todavía
absolutamente idénticas con las ciencias particulares, que aún no se han
separado de la filosofía), están unidas por la pregunta única acerca del
movimiento. El punto empírico de partida es siempre para Aristóteles el
cambio, el movimiento, la imperfección que se mueve hacia la perfección (o,
en general, hacia otro estado), todo un conjunto de procesos cuya causa es
necesario investigar, pues no está visiblemente en ellos mismos. Así, pues, la
intención filosófica de Aristóteles es progresar desde el ente en estado de
movimiento hasta la investigación de los fundamentos y principios
permanentes (ápxaí) mediante el pensamiento especulativo, desde el
movimiento que no puede descansar en sí mismo y, por tanto, permanece
siempre inexplicable en sí mismo, hasta la reducción de todo devenir a un ser
inteligible, al único ser que, por estar en sí mismo, lleva en sí la razón de
principio y de fin. Este ser, como principio y fin de todo movimiento, es en
último término el movimiento divino, concebido mediante la imagen del
movimiento circular. El divino pensarse a sí mismo, precisamente en cuanto
constituye aquella forma de ser que es apetecida en todo movimiento, aquella
forma de ser que descansa en sí misma, se halla en sí y no tiene necesidad de
salir fuera (ós eromenon: como lo apetecido siempre y en todas partes), lo
mueve absolutamente todo sin pasar desde él a otra cosa distinta. Este
bastarse a sí mismo y poder permanecer en sí mismo es a la vez el verdadero
prototipo de lo que ha de entenderse por «perfección» o «felicidad».

Aristóteles no conoce un Dios transcendente, por encima del mundo y, por


ende, tampoco un creador del mundo. El mundo es eterno, y en su eterno
devenir tiende al centro de su movimiento, que, como tal es, el divino, feliz y
autosuficiente movimiento vital del espíritu. Este espíritu (noús) coopera
también en el movimiento vital del hombre (psiqué) ; pero mientras el ->
alma es solamente la forma mía, la que únicamente está en mí como principio
de mi automoción, el -> espíritu sigue siendo el divino aun estando en mí,
sigue siendo el único espíritu supraindividual, que no pertenece a nadie y al
que todo pertenece. Él es la fuerza de la verdad supraindividual y de la
estimación y valoración común en la substancia individual del hombre
particular. Él es lo supremo en el hombre; y, por eso, la suma felicidad y la
suma perfección está en la «teoría», en la contemplación del mismo espíritu,
en la contemplación propia del filósofo, donde toda particularidad desaparece
y se abandona, donde la vida individual se hace insignificante en medio de la
supraindividual vida filosófica. Sólo unos pocos alcanzan esta forma de vida, y
para poderla lograr se requiere como base una comunidad ordenada, dentro
de la cual puede practicarse la teoría sin impedimentos y sin preocupaciones
por la vida. Así, a par de la doctrina sobre la vida feliz como «teoría» del
espíritu, que no nos pertenece y al que pertenecemos nosotros, debe sentarse
la doctrina sobre la felicidad asequible en la realización de la existencia
individual, a par de la metafísica, la ética y política, pues a par de la teoría,
están la praxis y la poiesis.
La praxis es la realización de la vida individual mediante la actualización de
todas las posibilidades en ella latentes. Así, junto a la división en filosofía
primera y segunda, y a la división -tomada de Platón - en lógica, física y ética:
doctrina del pensamiento, de la naturaleza y de la vida, tenemos otra división
en teoría, práctica y poética. La praxis permanece ligada al espacio, al tiempo
y a la materia individual, y en medio de esa vinculación, basándose en las
fuerzas de un alma que quiere, aconseja racionalmente e investiga
reflexivamente, pretende alcanzar bajo múltiples formas lo que en la
contemplación espiritual se obtiene inmediatamente y en forma de unidad, a
saber: la aproximación a la autarquía de un movimiento vital que se basta a sí
mismo. Pero si ha de lograrse la praxis como realización de la vida, ella debe
crear obras comunes que hagan posible, protejan y favorezcan esta
realización de la vida en común. Este crear y la inteligencia o pericia que en él
se realiza y transmite se llama poiesis y su síntesis científica se llama poética,
que es la doctrina sobre toda capacidad artística a servicio de la praxis como
autorrealización de la vida humana individual.

3. Contenido de la doctrina aristotélica

En cuanto al contenido de la doctrina aristotélica, aparte de la caracterización


estructural, sólo cabe dar una escueta enumeración de temas y, propiamente,
el fin de ésta será remitir a aquellos artículos cuya problemática agradece una
aportación al pensamiento de Aristóteles; lo cual acaece en todos los grandes
temas, de forma que nuestro procedimiento tiene su justificación.

Aristóteles fundó la -> lógica formal con la teoría de las premisas y la


consecuencia; él estableció ideas fundamentales y reglas silogísticas, que sólo
en la actualidad han avanzado esencialmente. El fundamento de su validez es
la indisoluble relación interna entre pensamiento, --> conocimiento y -> ser,
de suerte que, p. ej., las -> categorías son a la vez forma fundamental del
pensar (modos fundamentales del --> concepto) y estructura fundamental del
ser (forma fundamental del ente; -> substancia). Ya hemos hablado de los ->
principios de la -> metafísica, que pregunta por el ente en cuanto es y, con
ello, por el ser supremo. El movimiento es aprehensible como -> acto y
potencia, y remite así (--> causalidad, -> contingencia) a su primer
fundamento inmóvil (-> absoluto, Dios y el mundo), hacia el cual y desde el
cual ha de entenderse el ente en la gradación de la ->analogía del ser.

Esa gradación es estudiada por orden ascendente: sobre todo en la física,


como totalidad de movimiento en el espacio y el tiempo (--> espacio-tiempo);
en las substancias incorruptibles del mundo celeste (-> eternidad); en su
tránsito de lo inanimado (-> materia) a lo animado (-> vida), donde el alma
es, en unidad substancial, el «acto primero» y la única forma esencial (->
cuerpo y alma), y lo es como vegetativa en la planta y como sensitiva en el
animal, hasta llegar al --> hombre, en el cual el -> espíritu inmortal (-->
inmortalidad) constituye la parcela más alta del alma humana. Por así decir, el
espíritu entra en el alma desde fuera (0úpaeev ), a manera de evento y le da
la verdadera posibilidad humana de conocimiento universal y de libre albedrío,
en medio de la permanente vinculación o relación receptiva («pasiva») al
mundo (-> antropología, -> conciencia, -> experiencia, -> conocimiento, ->
existencia, -> libertad, -> persona, -> psicología). De acuerdo con esta
naturaleza mixta del hombre, la ética define la forma de su valor, la virtud (->
hábito), como un término medio entre extremos viciosos. La -> política
presenta igualmente la recta ordenación del estado como un equilibrado
término medio (monarquía, aristocracia, democracia, frente a tiranía,
oligarquía, anarquía) (-> bien común, --> justicia). Aristóteles no conoce una
norma transcendente de moral, cuyo lugar ocupa en él la intuición del hombre
prudente (-> epiqueya, --> conciencia), o el juicio de la sociedad sana, debido
a la -> tradición (--> formación, -> educación), pues el hombre (como dotado
no sólo de razón, sino también de palabra (--> hermenéutica), es
esencialmente un ser social: pson politikón (-a sociedad, -> comunidad, ->
derecho, --> derecho natural, -> estado). Consiguientemente, también es un
acto de la sociedad el intercambio entre el hombre y la naturaleza en la obra
de la poiesis, cuya teoría se halla en la retórica y en el fragmento de la
poética (--> estética, ->arte, -> técnica). Y hasta la vida de la teoría,
separada de la vida social, ejerce también una función en favor de la
sociedad: mantener abierta la relación del hombre con el bien que lo abarca
todo y es el fin supremo del hombre.

Max Müller

II. Historia de su influencia

1. La antigüedad

Si en la filosofía antigua las diferencias entre Platón y Aristóteles dieron lugar


a contraposiciones entre las escuelas, el auge del eclecticismo dio por
resultado que no puedan trazarse límites claros en la influencia posterior de
Aristóteles. Su lógica fue universalmente aceptada y ampliada (sobre todo por
el estoicismo en la lógica de proposiciones). La verdadera sede del a. fue el
Perípatos, que se conservó hasta el s. iv d.C. (el último gran nombre - en
Constantinopla - fue Temistio). Aquí frente a la mística y al alejamiento del
mundo que son propios del platonismo, se desarrolló el espíritu de
investigación empírica, comenzando por Teofrasto, primer director de la
escuela, y continuándose en los grandes científicos de tiempos posteriores
(entre otros, Aristarco de Samos, Ptolomeo, Galeno). Decisiva para la ulterior
influencia del a. fue la edición de sus obras por Andrónico de Rodas, que fue
también el primer comentarista de Aristóteles (sobre el 50 a.C.). Los
comentarios alcanzan su punto culminante con Alejandro de Afrodisia. Luego,
en el --> neoplatonismo, las diferencias de escuela casi se borran, pero
continúa el trabajo en torno a Aristóteles. Del neoplatónico Porfirio procede
uno de los libros más importantes de la primera escolástica, la eisagogé a las
Categorías de Aristóteles.

2. La edad media

En la era patrística, la influencia de Aristóteles pasa a segundo término frente


al neoplatonismo y al -> estoicismo; en la época siguiente cobra en cambio
mayor importancia. Boecio, prosiguiendo diversos trabajos anteriores, sobre
todo de Mario Victorino, transmitió a la edad media la lógica aristotélica como
instrumento (organon) de la filosofía y la teología (que en gran parte estaban
aún unidas). La lógica era la única que se enseñaba de modo general como
disciplina filosófica, constituyendo una de las siete artes liberadas, y aquí
creció constantemente el influjo aristotélico, como lo prueba el abandono del
realismo (platónico) en pro de una concepción moderada (Abelardo). Sin
embargo, el Organon entonces conocido sólo contenía el perí ermeneias y el
escrito sobre las categorías (más la introducción de Porfirio); las otras
traducciones de Boecio se habían perdido. En el s. xii fueron descubiertos los
dos Analíticos, los Tópicos y los Sofísticos, que quedaron contrapuestos como
logica nova a la logica vetus.

Por el mismo tiempo aparecen traducciones de los escritos de Aristóteles


sobre la filosofía de la naturaleza y la metafísica. Así comienza su influencia
directa y en mayor escala sobre la filosofía y la teología de la ->escolástica.
Hasta entonces, su influencia indirecta había tomado el camino de Siria y de
la filosofía arábigo-judía. Después de la conquista de Siria y Persia, los
Abbasidas se hicieron trasladar al árabe, por sabios sirios, obras médicas,
matemáticas y filosóficas de los griegos. De ahí resultó la unión de ideas
neoplatónicas y aristotélicas, que caracteriza las doctrinas de Alfarabi y
Avicena (Ibn Sinas). El más aristotélico es Averroes (Ibn Rosd), al que santo
Tomás llama el < comentador» (como a Aristóteles lo llama el «filósofo»).
Está esencialmente marcada por esta filosofía árabe la filosofía judía de
Avencebrón (Salomón ibn Gebirol) y de Moisés Maimónides (Maimuni). La
patria de estos filósofos, lo mismo que de Averroes, es España, y en Toledo
surge un centro de traductores que, a par de obras de árabes y judíos,
traslada también del árabe al latín (en parte pasando por el castellano) las
obras de Aristóteles (Raimundo de Toledo, Domingo Gundisalvo, Juan
Hispano, Gerardo de Cremona, Miguel Escoto, Germán el Alemán y otros).

Por influjo de Toledo, este trabajo se inicia también en Oxford. Roberto


Grosseteste lo prosigue y se remonta hasta el texto original griego
(particularmente en su traducción primera de la Ética a Nicómaco). El tercer
centro de traducción aristotélica es Italia, concretamente Sicilia. Aquí se
traduce a Aristóteles a base del texto original, desde mediados del s. xii
(Enrique Aristipo, Eugenio de Palermo) hasta la conclusión de la obra en el s.
xiii. Entre otros (p. ej., Bartolomé de Mesina), tiene especial importancia
Guillermo de Moerbeke, quien, además de corregir traducciones anteriores,
hizo otras propias y trabajó sobre todo para Tomás de Aquino. Sin embargo,
la aceptación de la filosofía de Aristóteles no se logró sin roces y resistencias.
Los escritos lógicos (contra los que se habían vuelto Tertuliano, Gregorio de
Nisa y jerónimo, y posteriormente, Pedro Damián y Walter de San Víctor)
parecían oponerse menos a la fe cristiana que sus obras sobre filosofía de la
naturaleza y sobre metafísica, que en parte aún no habían sido entendidas.
Así, el año 1210, el concilio provincial de París prohibió bajo pena de
excomunión la lectura pública y privada de las obras de Aristóteles sobre
filosofía de la naturaleza, lo mismo que la de sus comentaristas. En 1228
fueron prevenidos contra esta filosofía los teólogos de París por Gregorio ix, y
los teólogos dominicos por la constitución de su orden. En 1231, Gregorio ix
extendió la prohibición de Aristóteles a la universidad de Toulouse, pero
declaró que deseaba hacer examinar los escritos de filosofía de la naturaleza y
los metafísicos. Nada sabemos del resultado del examen (a la comisión
pertenecían entre otros Guillermo de Auxerre y Simón de Alteis). En las
universidades, en todo caso, se saltó por encima de las prohibiciones (en
París, uno de los primeros Rogerio Bacón, de la escuela de Grosseteste), con
lo cual se aumentó la importancia de la facultad de artes, que así salió de su
situación meramente preparatoria. Con su representante Siger de Brabante se
encendió la disputa averroísta, pues Averroes, en quien Siger pretendía hallar
al verdadero Aristóteles, defendía la necesidad y eternidad del mundo y
negaba la libertad e inmortalidad individual (al sostener que el entendimiento
agente es uno mismo en todos los hombres).

En 1270 y 1277, el arzobispo Tempier condenó tesis filosóficas y teológicas,


que afectaban a Siger, así como a Tomás en su a. moderado. A Tomás sobre
todo, pues él, contra la concepción agustiniana, concebía la teología y la
filosofía como ciencias separadas, y veía en la metafísica una ciencia peculiar,
la del ens qua ens, la del esse. El mismo Roberto Kilwardby, obispo dominico
de Canterbury, rechazó oficialmente varias proposiciones del Aquinate. Pero
las prohibiciones cayeron en olvido; ya en el s. xIII, un capítulo general
declaraba a Tomás Doctor ordinis, y, por lo que atañe a Aristóteles mismo, en
1366 los legados pontificios exigían para la licenciatura en la facultad de artes
el estudio de todas sus obras.

Aunque los aristotélicos - sin excluir a Siger - no enseñaron la teoría de la


doble verdad, sin embargo, las luchas entre las distintas escuelas (tomistas,
escotistas, gandavistas [Enrique de Gante], agustinianos [Egidio Romano],
etc.) condujeron a tal separación entre filosofía y teología, que ella resultó
fatal para una y otra. Los filósofos, apartándose de la metafísica, dedicaron su
atención a la lógica y las matemáticas, así como a la filosofía de la naturaleza;
la teología perdió igualmente su base ontológica, y, en lugar de la
fundamentación metafísica, se introdujeron los decretos «positivos» de la
voluntad (después de Duns Scoto,sobre todo en Occam), así como el método
dialéctico, que había de unir entre sí las tesis teológicas (entendidas más y
más a manera de una filosofía de la naturaleza). En forma correlativa fue
configurándose también el a. averroísta, sobre todo en polémica con el
platonismo y el a. alejandrinista (basado en Alejandro de Afrodisia);
concretamente en lo relativo a su doctrina de la creación y del intellectus
agens, cuyo representante P. Pomponazzi fue condenado en 1513 por el
concilio de Letrán (Dz 738), y a su doctrina del estado (Defensor Pacis).

3. Época moderna hasta la actualidad

Después del movimiento antidialéctico sobre el año 1400, que buscaba una
verdadera teología reverente (especialmente Juan Gerson), y de la
propaganda directamente antiescolástica de los humanistas, el s. xvr, en
respuesta a la reforma protestante, hostil a la filosofía, produjo en España e
Italia una renovación de la escolástica (Francisco de Vitoria, Melchor Cano,
Tomás Cayetano, Francisco Silvestre de Ferrara). Suárez influye hasta en la
filosofía escolástica protestante. En el s. xvil el a. pierde su fuerza; la ->
ilustración, Kant, el -a idealismo alemán no conocen apenas a Aristóteles
(Hegel le dedica su atención, pero lo que los separa es más que lo que los
une). La neoescolástica (--> escolástica) de los s. xix y xx ha reanudado los
hilos tanto históricamente (H. Denifle, C. Beaumker, F. Ehrle, M. Grabmann),
como sistemáticamente (escuela de Lovaina, cardenal Mercier - a los citados
hemos de añadir los nombres de E. Gilson, A: M. Sertillanges, F. van
Steenbergen, A.C. Pegis, A. Marc, M.-D. Chenu, C. Fabro -). El magisterio
eclesiástico, desde la Aeterni Patris (León x111, 1879) hasta la Humani
generis (Pío x11, 1950), puso de relieve el valor de la filosofía aristotélico-
escolástica. J. Maréchal la lleva a un diálogo con el idealismo alemán; y de
forma varia prosiguen su intención en Alemania, entre otros, P. Rousselot y,
buscando una confrontación sobre todo con M. Heidegger, M. Müller, K.
Rahner, G. Siewerth, B. Welte. Sin embargo, el -> tomismo que ahí se
defiende no es simplemente a.; cosa que puede decirse ya del a. de la edad
media, cuya distancia de Aristóteles es mayor de lo que se creía antes de los
hallazgos e investigaciones de los últimos decenios. Aun en casos en que se
sigue sobre todo a Aristóteles frente a otras tradiciones del pensamiento, la
filosofía aristotélica está acuñada y transformada esencialmente por
pensamientos neoplatónicos, árabes y judíos, y no en último término por el
pensamiento y la experiencia cristianos. Un resultado de la investigación
moderna es precisamente la visión más clara de la diferencia entre Aristóteles
y el aristotelismo.

Jörg Splett

ARQUEOLOGÍA BÍBLICA

Todavía en el s. xix la Biblia era casi la única fuente de nuestros


conocimientos sobre el oriente antiguo. Las noticias de historiadores profanos,
transmitidas en manuscritos medievales, apenas podían añadir algo a la
imagen de la historia anterior al primer milenio a.C. que se halla diseñada en
el AT. Esta situación quedó fundamentalmente modificada por las
excavaciones arqueológicas.

De acuerdo con la finalidad que Pío x había señalado en el año 1908 al


Pontificio Instituto Bíblico, los padres jesuitas empezaron en el año 1929, bajo
la dirección de A. Mallon, a excavar en el ángulo nordeste del mar Muerto, en
Teleilat el-Gassul, en busca de las cinco ciudades nombradas en Gén 14, 2.
Pero encontraron, no Sodoma y Gomorra, sino una cultura que floreció hacia
el año 2000, antes de la llegada de Abraham a Palestina, o sea, en el tiempo
en que según la ->cronología bíblica (en Biblia, C) habría sido creado Adán...
Hoy la a.b. ya no pretende limitarse a confirmar las afirmaciones bíblicas a
base de excavaciones. La finalidad de la a.b. no es demostrar que la Biblia <
tenía razón», sino, simplemente, mostrar la verdad histórica. Esta búsqueda,
libre de prejuicios, de la verdad histórica será a la larga la única
«fundamentación» legítima de los relatos bíblicos.

Lo mismo que en la arqueología profana, en la a.b. el objeto propio de su


investigación está en las ruinas y edificaciones de culturas antiguas. Las
épocas más primitivas de la humanidad, de las que sólo se han conservado
huesos o instrumentos de piedra, las estudia la paleontología (con hallazgos
como los recientes en Ubeidiya, en el ángulo sudoeste del lago de Genesareth,
del tiempo entre el año 800 000 y el 600 000 a.C.). De las noticias escritas
sobre los sucesos pretéritos se ocupa la ciencia histórica, a la que, sin
embargo, no pocas veces la arqueología proporciona material nuevo, consiste
en tablillas cuneiformes, objetos de barro con inscripciones (ostraka) y rollos
de cuero o papiros.
A diferencia de la arqueología profana, la a.b. se interesa solamente por
aquellas excavaciones realizadas en los países bíblicos que tienen alguna
relación con la historia de la -> salvación narrada en la Biblia. Por ejemplo las
excavaciones de H. Schliemann en la Troya homérica no pueden ser
consideradas como a.b., pero sí las excavaciones en Tróade de Alejandría, el
floreciente puerto visitado varias veces por Pablo, en la costa noroeste del
Asia Menor. Sin embargo, los métodos de la arqueología profana y los de la
bíblica son los mismos; por esta razón en la parte arqueológica de las ciencias
bíblicas se da un valor apologético que no hemos de menospreciar.

Entre estos métodos hay dos de especial importancia. Desde el año 1894 se
usa el método Petrie-Bliss, al que han dado su nombre el inglés F. Petrie y el
americano F.J. Bliss. Se fija en los objetos de barro típicos de cada estrato.
Puesto que la cerámica prácticamente siempre estaba en uso y, además, en
los distintos siglos según la moda cambia en forma, pintura, adorno y técnica
de fabricación de vasijas, bandejas o pucheros, el método Petrie-Bliss se ha
acreditado extraordinariamente en todas las excavaciones. Por las
posibilidades actuales en el campo de la fotografía y de la reproducción, la
cerámica hallada en un lugar puede compararse fácilmente con la de otros
lugares. Hallazgos de una cerámica igual en estratos de diversos lugares de
excavación legitiman para atribuir la misma antigüedad a tales estratos.

Pero esa manera de determinar las fechas sólo conduce a una cronología
relativa, que no permite sin más hablar de «años». Desde el año 1950 es
posible superar en cierto modo esa limitación por el método radiocarbónico.
Tratándose de materias orgánicas (madera, fibras, cuero), cabe averiguar
cuándo fueron cortadas, cosechadas o arrancadas de un animal muerto, pues
el carbono isótopo 14 se descompone muy regularmente. Pero el método no
es fidedigno para el tiempo anterior al año 70 000 a.C., e incluso para el
tiempo posterior al año 70 000 a.C. contiene siempre un factor de inseguridad
de - + 10 %. Por tanto, si en un trozo de cuero, p. ej., de las cuevas de
Quirbet Qumrán en el mar Muerto dicho método da una antigüedad de 2000
años, ese cuero puede proceder de una fecha que oscile entre el año 200 a.C.
y el año 200 d.C. Sólo el hallazgo de monedas, de cerámica típica o de
material escrito puede entonces llevarnos a una determinación más exacta de
la fecha, de modo que, en el ejemplo propuesto, sea posible dar respuesta a
la pregunta decisiva de si el trozo de cuero procede de un tiempo anterior o
posterior a Cristo.

En Palestina las épocas arqueológicas más importantes (notando que' esta


división no es válida para otras partes de la tierra) son la antigua edad de
piedra, la media y la posterior (paleolítico, mesolítico, neolítico), las cuales se
extienden desde el año 1 000 000 (a lo sumo) a.C. hasta el 4000 a.C. Hacia el
4000 a.C. empieza la cerámica en Palestina y junto con esto, entre el 4000 y
3000 a.C., la edad de piedra y cobre (calcolítico). La siguiente época del
bronce, importante para la historia de los patriarcas (3000-1200 a.C.), se
divide también en antigua, media y posterior (hasta el 1200 a.C.). La
conquista de Palestina por Israel cae en le período de transición entre la edad
del bronce y la del hierro (desde el 1200 a.C.).

Hemos de mostrar con algunos ejemplos de qué manera la arqueología bíblica


ayuda a entender más profundamente los textos bíblicos, sin ánimo de
proporcionar una verdadera demostración de los mismos. A base de los
hallazgos en Mesopotamia, que prueban la existencia de una cultura
floreciente hacia finales del tercer milenio a.C., queda más claro que en
Abraham Dios no eligió a ningún poderoso y sabio de esta tierra (cf. 1 Cor 1,
26s), sino a un nómada que vivía en la soledad de la estepa y, como tal, era
más apropiado para el plan salvífico de Dios que los miembros de las grandes
culturas de aquel tiempo. Los preceptos morales del -> decálogo después del
hallazgo de la estela de Hammurabi ya no aparecen como algo absolutamente
nuevo en el antiguo oriente; pero, por otra parte, también advertimos que en
el panteón antiguo no hay ningún paralelismo respecto al --> monoteísmo de
Israel, al nombre de « Yahveh» y a su explicación. Aunque la exégesis critico-
literaria del AT muestra que la fijación escrita de los relatos sobre la estancia
de Israel en Egipto es relativamente tardía, sin embargo, los arqueólogos han
podido poner de manifiesto con qué exactitud en esos relatos se describen en
parte las circunstancias de Egipto sobre el tiempo de la 19 dinastía (s. xitz
a.C.). Mas, por otra parte, desde las excavaciones de J. Garstang en los años
1930-36, los arqueólogos también creyeron haber descubierto los muros de
Jericó que se derrumbaron cuando Josué mandó tocar las trompetas (Jos 6).
Pero, en realidad, las excavaciones más precisas de Kathleen M. Kenyon han
dado como resultado que la ciudad, entre el año 1650 y el 650 a.C.
aproximadamente, no tuvo una población muy notable. La exégesis sólo podrá
ser justa con estos resultados examinando nuevamente si el libro de Josué
pretende ofrecer un exacto relato histórico en el sentido moderno (-> géneros
literarios). Las excavaciones de R. de Vaux y K.M. Kenyon, desde 1961, en la
colina sudeste de Jerusalén nos posibilitan hoy una comprensión mucho más
exacta de lo que fue la «ciudad de David» en la época de los reyes. Las
excavaciones en las fortalezas herodianas de Herodion y Massada han dado
por resultado que los datos del historiador judío Flavio Josefo son exactos, con
lo cual esta fuente histórica ha recibido mayor autoridad.

Cuanto más nos acercamos al tiempo neotestamentario, tanta mayor


importancia reviste el confrontamiento de las excavaciones con los
documentos que se nos han transmitido en antiguos manuscritos. En el caso
ideal la voz de los documentos y la voz de los monumentos (E. Josi)
concuerdan. Esto sucede en gran parte en los descubrimientos más
importantes que la arqueología bíblica ha hecho en -> Qumrán. Desde 1947
se encontraron en el límite noroeste del mar Muerto, en once cuevas
excavadas en la roca, los restos de más de cien rollos escritos. En virtud de la
igualdad entre la cerámica hallada en las cuevas y la de las ruinas próximas
de Quirbet Qumrán, pudo demostrarse la existencia de una relación entre lo
depositado en las cuevas y las ruinas cercanas. Las ruinas resultaron ser
restos de un monasterio judío anterior a Cristo, el cual desde el año 135 a.C.
hasta el 68 d.C. estuvo habitado por monjes. Vivían ateniéndose a una regla
de la orden, de la que se han hallado ejemplares descubiertos en las cuevas.

Los hallazgos de Qumrán han arrojado nueva luz sobre el Evangelio de Juan.
La parte de los discursos de este Evangelio está ciertamente acuñada por la
teología de Juan, pero, por otro lado, la a.b. muestra cada vez más que las
anotaciones cronológicas y topográficas del cuarto Evangelio son muy exactas.
Sobre todo las excavaciones en la piscina de Betesda, en Jerusalén (cf. Jn 5, 2
«hay en Jerusalén», no «hubo en Jerusalén»), han demostrado cómo Juan
elaboró tradiciones que debían proceder de la Palestina anterior al año 70 d.C.
En la piscina de Betesda, donde el arqueólogo ha dejado las piedras al
descubierto, las piedras que fueron «testigos» de la actividad pública de
Jesús, el peregrino moderno encontrará el contacto personal con la historia de
salvación más fácilmente que en los santuarios de peregrinación del Gólgota y
de Belén, recubiertos de mármol y terciopelo. Ahí está el valor pastoral de la
a.b. Cuando además de esto hace posible una mejor y más profunda
inteligencia de la historia bíblica, la a.b. adquiere también la importancia de
una disciplina teológica, sin la cual la moderna ciencia bíblica es ya
inconcebible.

Y, sin embargo, hay exegetas del NT - sobre todo en la parte no católica - que
se acercan a los textos de los evangelios y de las epístolas paulinas en forma
meramente filológica y filosófica, sin utilizar los resultados de la a.b. Quizá
una reflexión sobre los resultados de la a.b. provocaría un retorno espiritual
de estos investigadores al suelo espacial y temporalmente limitado en el que
Cristo vivió y padeció realmente, en el que el Resucitado fundó su Iglesia. La
a.b. conduce al misterio del Hijo de Dios «venido en carne» (2 Jn 7). Por otro
lado, la a.b. no puede ser la norma suprema. En las cuestiones decisivas de la
interpretación de la Biblia, p. ej., con relación a la pregunta de qué sucedió en
la mañana de Pascua, la a.b. - lo mismo que la crítica textual o la literaria-
sólo puede aportar indicios. En último término la respuesta debe darla una
exégesis dirigida teológicamente y soportada por la fe en la Iglesia de Cristo.
Por tanto, hay que seguir manteniendo la primacía de la exégesis, de la
interpretación del texto, sobre la a.b., incluso después de los recientes y
espectaculares hallazgos en este campo de investigación.

Benedfkt Schwank

ARQUEOLOGÍA CRISTIANA

I. Concepto, fuentes, método, misión

La a.c. es una ciencia histórica y como tal forma parte del conocimiento de la
antigüedad cristiana. Sin embargo, mientras el conocimiento relativo a la
antigüedad cristiana abarca la patrística, la hagiografía, la liturgia y la
administración eclesiástica, en cuanto estas parcelas del saber nos informan
sobre la vida de la Iglesia dentro de la cultura grecorromana hasta la muerte
de Gregorio Magno (t 604), la a.c., como disciplina particular, se limita a
investigar la tradición monumental del cristianismo primitivo. A este respecto,
en el método crítico de la investigación de los monumentos juegan un papel
decisivo la determinación de la autenticidad, del lugar de origen, de la
antigüedad de los mismos y su interpretación. La a.c. de suyo prescinde de la
investigación de la tradición literaria, pero indirectamente tiene que recurrir
también a ella, como fuente secundaria para una más exacta interpretación
teológica de las fuentes primarias, que son los monumentos. A estas fuentes
secundarias o indirectas pertenecen: la -> Escritura, la Didakhe, la traditio
apostolica, los -> padres apostólicos, los -> apologistas griegos del s. ii, los
escritores cristianos del s. iii al vi, los apócrifos, los escritos antiheréticos del
s. ii, las actas y pasiones de los mártires, los calendarios, los martirologios,
los sinaxarios, los menologios, los sacramentarios, las listas de papas y de
obispos, los itinerarios y los catálogos topográficos (cf. P. TESTINI,
Archeologia Cristiana [R 1958] 3-36).

Sólo mediante el estudio complementario de estas dos fuentes puede la a.c.


cumplir con cierto grado de aproximación su misión peculiar, a saber: a base
de los monumentos estudiados metódicamente, aportar datos valiosos para la
historia de los -->dogmas y de la -> Iglesia, para la ciencia comparativa de
las -> religiones y para la historia del derecho y del arte (L. VOELKL: LThK2 ii,
1134). Ciertamente, la a.c. no es en primera línea teología monumental o arte
arqueológico, de modo que hemos de dar razón a L. Voelkl cuando dice:
«...Entonces la arqueología cristiana se presenta como aquella rama de la
ciencia de la antigüedad que en primera línea estudia las fuentes
monumentales, debiendo defender su independencia frente a la parte
arqueológica del arte e igualmente frente a la teología monumental» (l.c.). El
arqueólogo cristiano ha de investigar en primer lugar el material de los
monumentos; pero, una vez hecho esto, se presenta la cuestión del contenido
teológico allí reflejado. Con ello se conserva la justamente exigida
independencia de la a.c., pero a la vez se echa de ver que en segundo lugar
ella ha de proporcionar los sillares para una teología monumental, y que así se
convierte en testigo de la primitiva vida cristiana.

Por eso Pío xi en el motu proprio (11-121925) con que erigió el «Pontificio
Instituto de Archeologia cristiana» decía: «Sono (sc. monumenti dell'antichitá
cristiana) testimoni altrettanto venerandi che autentici della fede e della vita
religiosa dell'antichitá ed insieme fonti di primissimo ordine per lo studio delle
istituzioni e della cultura cristiana fin dai tempi piú prossimi agli apostolici»
(AAS 17 [ 1925 ] 619 ). Por este motivo también en la enseñanza académica
la asignatura llamada «arqueología crístiana» fue incluida en el grupo de las
disciplinas principales (Ordinationes ad Const. apost. «Deus scientiarum
Dominus» de Univ. et Facult. stud. eccles. rite exsequendam AAS 23 [ 1931 ]
271). Sobre la relación de la a.c. con la parte arqueológica del arte, podemos
decir lo siguiente: Mientras la arqueología artística se ocupa de los
monumentos en cuanto éstos son una obra de arte, la a.c. estudia los
testimonios de carácter monumental prescindiendo de si se trata de obras de
arte o de meros productos de artesanía; por esto la a.c. no puede equipararse
simplemente con el «arte cristiano primitivo» y, por tanto, también bajo este
aspecto conserva su autonomía. Por otra parte hemos de resaltar que dentro
de las fuentes monumentales las de valor artístico ocupan un lugar especial.
Así, secundariamente, la arqueología cristiana puede convertirse durante un
largo trecho en ciencia del arte cristiano primitivo, y, a este respecto, el
elemento formal y estilístico juega un papel importante si se le compara con
el arte helenístico-romano. Según CM. Kaufmann las fuentes monumentales
directas se pueden dividir en cinco grupos:

1. Arquitectura: a) Edificios sepulcrales: catacumbas, cementerios sub divo


(tumbas en tierra, sarcófagos, mausoleos e iglesias cementariales; b) edificios
sacrales: basílicas, baptisterios, cenobios, hospitales, episcopia, pandoquias,
nosocomios; c) edificios privados.

2. Pintura: pintura de libros, frescos, mosaicos.


3. Escultura: plásticos, relieves, ornamentos, sarcófagos.

4. Orfebrería: plástica pequeña, plástica noble, escultura en madera, en marfil


y en metal, arte textil, utensilios litúrgicos y devocionales (por ejemplo,
ampollas), cosas de oro, ornamentación, numismática.

5. Epigrafía: inscripciones funerarias, grafitos, inscripciones de Dámaso,


inscripciones posdamasianas, elogios de los mártires y títulos de edificios en
las catacumbas romanas, títulos de basílicas.

II. Historia y problemas más importantes de la investigación

En el s. xv algunos peregrinos visitaron las catacumbas todavía no exploradas


y dejaron allí inscripciones garrapateadas. Aquí no se puede hablar todavía de
un interés científico. Lo mismo hemos de decir acerca de las visitas de los
miembros de la Academia Romana (Pomponio Leto) a las catacumbas
romanas; ellos valoraron los hallazgos paganos y no prestaron atención a los
testimonios del cristianismo primitivo. Con todo prepararon el camino para los
que en el s. xvi, ahora a causa de un verdadero interés por la primitiva vida
cristiana, empezaron a descender a estas grutas. También hubo estudios
epigráficos (colección de 235 inscripciones cristianas hecha por P. Sabino en
1494) que influyeron en esta dirección. Felipe Neri, que visitó las catacumbas
de san Sebastián, y Carlos Borromeo se hallan entre los pioneros de la
frecuentación de las catacumbas como testimonios de la primitiva vida
cristiana, que por primera vez exploraron científicamente A. Fulvio y O.
Panvinio. Este último fue el verdadero precursor de C. Baronio y de A. Bosio.
Mientras C. Baronio fue el primero que en sus Annales Eclesiastici utilizó a
fondo sobre todo las obras manuscritas de Roma, Bosio se convirtió desde
1593 en el primer investigador sistemático de las catacumbas romanas; él se
dejó influir también por la literatura patrística y hagiográfica (de su obra
Roma sotteranea sólo apareció en 1634 el primer libro de la segunda parte).
G. Severano y P. Aringhi difundieron las obras de Bosio; R. Fabretti (t 1700)
dio estímulos con sus estudios epigráficos, y B. Bebel, profesor de
Estrasburgo, intentó por primera vez una exposición sistemática de la
arqueología cristiana (Estr 1679).

Pero también hubo en esta época, principalmente hasta principios del s. xviii,
tendencias que fueron perjudiciales al trabajo arqueológico: una búsqueda
afanosa y sin espíritu crítico de cuerpos de mártires en las catacumbas,
fomentada en parte por altas personalidades; tendencias surgidas en la
disputa con los reformadores a utilizar los hallazgos para los fines de la
teología apologética, las cuales iban unidas a la idea utópica de que a base de
los datos sacados de las catacumbas se podría reconstruir un catecismo o una
dogmática de la Iglesia primitiva. A pesar de este defecto, no cabe discutir a
los investigadores de las catacumbas en los siglos xvri y xvizi el mérito de
haber coleccionado mucho material. Si bien esta pasión coleccionista, que
llevó a copiar una gran cantidad de imágenes e inscripciones, en ocasiones
arrastró a cambiar de lugar algunas de éstas, lo cual es especialmente
desfavorable tratándose de inscripciones que en la mayoría de casos sólo
tienen significado cuando continúan en su propio lugar y contexto o, por lo
menos, cuando se sigue conociendo su origen, no obstante, el valor de ese
coleccionar está fuera de toda duda. También fueron importantes para el
enriquecimiento de la investigación los estudios literarios de las fuentes (J.
Mabillon, Bernardo de Montfaucon, los Bolandistas, L.A. Muratori).

Después de un período de investigaciones particulares, con G. Marchi se puso


en marcha una nueva oleada de investigación científica de las catacumbas,
que G.B. de Rossi (t 1894) se apropió y configuró en la línea de la moderna
a.c. Precisamente por el estudio de itinerarios, inscripciones, calendarios y
martirólogios le fue posible a De Rossi descubrir tumbas (tumba del papa
Cornelio, gruta de los papas del s. ili) y obtener otros hallazgos en las
catacumbas. Todo esto fue importante para la historia de los papas de la
época antigua y para conocer la primitiva conciencia cristiana 'acerca de la
redención de Cristo. De Rossi también marcó la dirección para la época
siguiente mediante la reconstrucción de la topografía de los antiguos
cementerios cristianos de Roma. Síguieron inmediatamente a De Rossi en este
trabajo O. Marrucchi, M. Armellini y R. Garrucci. Precisamente Garrucci, en su
obra

Storia dell'arte cristiana nei primi otto secoli delta chiesa (6 vol. [Prato 1837-
81]), ha contribuido mucho por sus conocimientos bíblicos y patrísticos a una
interpretación teológica de las obras, la cual después fue muy importante para
el trabajo iconográfico del investigador de las catacumbas J. Wilpert (t 1944 ).

Para la moderna a.c. Wilpert representa el tipo de sabio que siguiendo un


exacto método científico de trabajo, ha estudiado primero los monumentos
(catacumbas, sarcófagos, mosaicos), para luego poder deducir de allí el
contenido teológico. Él, en contraposición al arqueólogo P. Styger, tras las
sencillas imágenes del A y del NT que se hallan en las catacumbas intentó ver
una y otra vez, no sólo la mera declaración histórica, sino además la imagen o
el contenido creyente que allí late.

Sin duda en esto Wilpert fue a veces demasiado lejos, pero, no obstante él
tiene el mérito de que a través de ese doble estrato de trabajo, manteniendo
plenamente la autonomía de la a.c., la ha enfocado como una disciplina
parcial del conocimiento de la antigüedad que ayuda a descubrir el credo de la
Iglesia primitiva bajo la luz de los monumentos. F. Benoit, A. Ferrua, E. Josi,
E. Kirschbaum y U.M. Fasola han llevado adelante esta tendencia, quizá a
veces con mayor precaución. J. Kollwitz, Th. Klauser, F. van der Meer, A.
Grabar, A. Stuiber, E. Stommel, F.G. Dtilger, L. de Bruyne, A. Weis, Ch. Ihm y
F. Gerke han seguido contribuyendo a que, tomando como base las
investigaciones de las catacumbas y, en concreto, de los mosaicos y
sarcófagos, de las imágenes del AT, de las escenas bíblicas del NT y de las
imágenes de Cristo y de sus santos, se esbozara una teología sobre Cristo y
su redención así como sobre la Iglesia según la mente de los primeros
cristianos, lo cual a su vez ha sido muy importante para el conocimiento de la
devoción primitiva. A este respecto tienen una importancia singular los
trabajos de G.A. Wellen sobre la imagen de la Madre de Dios en las fuentes
monumentales de ese tiempo. Aquí, lo mismo que en las imágenes de Cristo y
de sus santos, no se trata solamente de ver lo que en sus obras el artista dijo
entonces como representante del pueblo creyente acerca de la vida de fe. Eso
aparte, estas tempranas declaraciones pueden proporcionarnos importantes
estímulos, no sólo para modernas creaciones artísticas, sino también para
nuestra actual vida de fe. Por ejemplo, el lugar que ocupó María en las obras
monumentales de entonces debería ser un motivo de reflexión para nosotros y
podría al mismo tiempo constituir un punto de partida para la transformación
de nuestro pensamiento (Theotokos [ Ut-Am 1961 ] ). Pero también la
arquitectura tiene el valor de una simbólica declaración creyente. A juzgar por
los coetáneos testimonios literarios, la basílica es símbolo de la Iglesia y de
Cristo que reina en medio de su Iglesia. Ella es igualmente imagen de la
comunidad y la tienda donde habita Dios. Aquí es sumamente interesante el
ver cómo la relación entre esas dos dimensiones, entre la comunidad y Cristo,
se halla expresada en la construcción del local. Luego la arquitectura se
transformará, centrándose exclusivamente en la sala del trono de Cristo, la
cual es de nuevo interesante para entender la concepción de entonces acerca
de la relación entre Cristo y su Iglesia. También aquí tenemos un punto de
apoyo para una nueva reflexión en la actualidad (cf. E. SAUSER,
Frühchristliche Kunst. Sinnbild und Glaubensaussage I, 1966).

Un problema importante que se plantea repetidamente en la interpretación


teológica de las primeras obras cristianas es la cuestión de la relación con las
obras paganas bajo el aspecto de la forma artfstica, o sea, la cuestión de si
las primeras creaciones cristianas son autónomas o en parte se han apropiado
formas paganas; y el problema se plantea tanto con relación a las
representaciones como en lo relativo a la arquitectura. Aquí son decisivos, en
el campo de la arquitectura L. Voelkl y, en el de la iconografía, Th. Klauser,
con su serie de artículos Studien zur Entstehungsgeschichte der christlichen
Kunst (en «Jahrbuch für Antike und Christentum», Mr 1958ss). Por lo que se
refiere a las excavaciones de la época actual, para la cuestión de Pedro en
Roma son importantes las que se realizan debajo de las grutas de san Pedro.
Estas excavaciones han recibido recientemente una especial actualidad por la
posibilidad de que se haya hallado huesos del apóstol Pedro (M. GUARDUCCI,
Le reliquie di Petro soto la confessione delta Basílica Vaticana, R 1965; E.
KIRSCHBAUM, Zu den neuesten Entdeckungen unter der peterskirche in Rom,
en « Archiv. Hist. Pont.» 3 [1965] 309-316). Además, son importantes para la
historia de la Iglesia milanesa en tiempos de Ambrosio las excavaciones
hechas en Milán (S. Tecla, S. Simpliciano). Aquileya (mosaicos en el suelo),
Verona (mosaicos en el suelo), Julia Concordia (basílicas, plástica de
sarcófagos) ofrecen material interesante para la iconografía y para la historia
de la Iglesia. También son notables los hallazgos de Barcelona (basílica) y de
Santiago de Compostela; y, en Roma, la catacumba que ha sido descubierta
en la vía Latina contiene las más interesantes pinturas desde el punto de vista
iconográfico (unión de imágenes cristianas y paganas). Se ha hecho hallazgos
igualmente importantes para el cristianismo primitivo en Recia (Imst,
Pfaffenhofen, Martinsbühel) y en Noricum (Lorch junto a Enns, Agunt,
Laubendorf, Teurnia).

Un relato más amplio acerca de los descubrimientos desde 1945 puede


hallarse en: RQ 48ss, 1953ss.

Ekkart Sauser

ARREPENTIMIENTO
I. Concepto

Arrepentimiento es un momento (o un aspecto) de la totalidad de aquel acto


de la salvación individual llamado usualmente -> metanoia, -> conversión, ->
penitencia, -> justificación. Por tanto, el a. sólo puede entenderse y valorarse
justamente en este marco más amplio. Sobre la doctrina de la sagrada
Escritura, véase -> metanoia y -> conversión I. Como repulsa al pecado el a.
presupone también una intelección teológicamente exacta del -> pecado y de
la culpa.

II. La doctrina de la Iglesia

El a. es descrito por el concilio de Trento como «dolor del alma y detestación


de los pecados cometidos, con el propósito de no pecar más en el futuro» (Dz
897, 915). La doctrina eclesiástica enseña que para quien ha pecado
personalmente este a. es siempre necesario para alcanzar el perdón de la
culpa (Ibid.), debiendo estar unido a la confianza en la -->misericordia divina.
Enseña además que no puede consistir solamente en el propósito y comienzo
de una vida nueva, sino que en principio ha de incluir también la repulsa
explícita y libre a la vida pasada. El mismo Tridentino distingue entre contrítio
caritate perfecta y contritio imperfecta = attritio, según que el motivo explícito
de la detestación del pecado cometido sea el de la virtud teologal del -->amor
a Dios u otro motivo moral que, aun siendo inferior al amor, tenga un valor
éticamente positivo (maldad intrínseca del pecado, el pecado como causa de
la pérdida de la salvación, etc.), sea elegido bajo el impulso de la ->gracia de
Dios y excluya claramente la voluntad de pecar (Dz 898). Por tanto, el mero
temor del castigo como mal físico todavía no es un «a. imperfecto», no es
«atrición»; sería aquel «a. ante la horca» que Lutero rechaza con razón, pero
que falsamente considera como la concepción católica de la atrición. La
contrición perfecta (por lo menos si incluye la voluntad implícita de recibir el
sacramento de la -> penitencia) justifica inmediatamente al hombre, incluso
antes de la recepción actual del ->bautismo o del sacramento de la
penitencia; la contrición imperfecta justifica al hombre sólo en unión con la
recepción del sacramento (Ibid.). Ese a. libre (Dz 915) no es (en contra de la
doctrina de los reformadores, tal como la entendía el Concilio) el intento de
una autojustificación del hombre por sus propias fuerzas, intento que haría al
hombre más pecador todavía, sino un don de la gracia, por la que el hombre
se confía al Dios que le perdona (Dz 915, 799, 798).

El magisterio prohibió (Dz 1146) que «contricionistas» y «atricionistas» se


impusieran mutuamente censuras teológicas.

III. Reflexión teológica

1. Presupuestos antropológicos

Para una comprensión teológica del a. tiene importancia en primer lugar el


pensamiento antropológico de que el hombre, como libre e histórica persona
espiritual, es el ente que adopta un comportamiento consciente y libre consigo
mismo, y, por cierto, bajo el aspecto de su pasado, de su presente y de su
futuro en medio de la concatenación de esos tres momentos (-> historia e
historicidad). En consecuencia el hombre no puede dejar tras él su pasado con
plena indiferencia, como si éste hubiera dejado de ser real; el pasado sigue
existiendo como un momento de su presente, que él mismo ha producido con
libertad personal. Y, en cuanto el hombre adopta un comportamiento consigo
mismo, lo adopta con su pasado y, con su toma de posición actual, le da una
nueva (y a veces totalmente distinta) orientación hacia el futuro. La
intensidad de estas interrelaciones varía en cada hombre y en sus diversas
edades y situaciones vitales. Mas de lo dicho se desprende que el hombre no
puede rechazar en principio y de antemano una consciente toma de posición
respecto de su pasado como momento de la relación consigo mismo en el
instante actual, o sea, que un a. «formal» está lleno de sentido y es de suyo
necesario. Pero en circunstancias puede bastar un a. meramente virtual, por
el que el hombre se convierte a Dios con fe, esperanza y caridad sin
enfrentarse explícitamente con su pasado, pues, en ese caso, semejante
decisión fundamental de la existencia implica una toma de posición no refleja
con relación al pasado.

2. La fenomenología del arrepentimiento

El no que el hombre da por el a. a su acción libre del pasado (dolor et


detestatio) debe ser interpretado cuidadosa y esmeradamente para que
resulte inteligible en nuestro tiempo. Ante todo, esa repulsa nada tiene que
ver con un schock psicológico y emocional (angustia, depresiones), que a
veces se sigue (pero no necesariamente) de la acción mala, por motivos
psicológicos o fisiológicos o sociales (pérdida de prestigio, miedo a las
sanciones sociales, abatimiento, antagonismo de mecanismos psíquicos, etc.).
Se trata más bien de un no libre de la persona espiritual al valor moralmente
negativo de la acción pasada y a la actitud que dio como fruto tal acción. Pero
esto tampoco significa una huida y represión del pasado, sino que es la
manera adecuada como un sujeto espiritual se enfrenta con su pasado, lo
reconoce y se hace responsable de él. Ni es una mera ficción y una hipótesis
irreal («desearía haber obrado de otro modo»), sino que tiene por objeto una
auténtica realidad: la constitución actual del sujeto en su decisión y actitud
fundamentales, en cuanto éstas están con-constituidas por la acción del
pasado. Y ese «no» tampoco pone en duda el hecho teórica y prácticamente
innegable de que la mala acción del pasado pretendía también algo «bueno»
y, en muchos casos, ha producido abundantes bienes, p. ej., madurez
humana, etcétera (bienes que a veces es imposible separar de la vida de
quien hizo tal acción). Así, psicológicamente, el a. se encuentra con frecuencia
ante un problema que parece casi insoluble, pues ha de darse un «no» a un
acto que, por sus consecuencias buenas, apenas permite imaginar que el no
estuviera en el hombre. El mejor camino para el a. será aquí, no el análisis
reflexivo del pasado, sino la conversión incondicional por el amor al Dios que
perdona.

3. EL arrepentimiento como respuesta

El a. nace de la iniciativa divina, y por eso ha de ser concebido, como una


respuesta. Lo mismo que todo --> acto moral de orden salvífico, el a. en su
esencia y en su realización práctica ha de tener como soporte la gracia de
Dios. El a. no causa, pues, la voluntad salvífica de Dios, la cual en Cristo ha
alcanzado su definitiva manifestación histórica, sino que la acepta y le da una
respuesta, pero teniendo conciencia a la vez de que la misma aceptación libre
es también obra de la voluntad salvífica de Dios. Por eso el a. sólo produce la
justificación en tanto la recibe de Dios como puro don, pues todo «carácter
meritorio» del a., como quiera que se lo conciba según sus distintas fases,
procede en último término de una primera gracia eficaz de Dios, la cual
precede a todo mérito y obra del hombre. Y cuantas veces hablamos de un
«valor meritorio» (ya sea de condigno ya de congruo), en último término
queremos decir que Dios mismo obra en nuestra libertad lo que es digno de
él. Hemos de rechazar la idea de que nuestras acciones libres no proceden de
Dios en la misma medida que las sufridas necesaria y pasivamente.

4. El objeto formal del arrepentimiento

La motivación del «no» que por el a. se da al propio pasado puede ser muy
diverso, pues, en conformidad con la realidad múltiple que Dios ha querido en
su variedad, hay distintos valores morales, los cuales pueden ser afirmados
como inmediato fin positivo del a., haciendo así posible un no a sus
respectivos contrarios. Mas aquí no podemos ignorar cómo ese mundo
múltiple de valores, que posibilita las distintas motivaciones del a., constituye
una unidad en que cada motivo particular apunta hacia el todo y está abierto
a él, y cómo todos los motivos y las respuestas a ellos sólo se consuman en
Dios y en su -->amor. De suyo habría que distinguir también entre el objeto
formal, que especifica internamente un acto, y el motivo externo de la
realización del mismo (si bien ambos pueden identificarse). En el fondo, en el
a. en cuanto tal el objeto formal (que puede no ser muy explícitamente
reflejo) es siempre la contradicción del pecado al Dios santo, o sea, en
términos más positivos, a las exigencias de Dios -del Santo- con relación al
hombre. Los motivos (de tipo moral) que «mueven» a poner este acto con su
objeto formal pueden ser muy variados (y pueden ser «inferiores» al objeto
formal del acto hacia el cual «mueven»), hasta alcanzar el objeto formal del
amor de Dios, que así se convierte en motivo de la contrición perfecta. Pero a
continuación renunciaremos a esta distinción más precisa.

5. Atricionismo y contricionismo

A base de lo dicho se puede comprender el problema del atricionismo y del


contricionismo. El atricionismo es la doctrina según la cual la atrición (a.
imperfecto por razón de su motivo, que, aun siendo éticamente bueno,
religiosamente se halla por debajo del --> amor desinteresado, de la caridad
teologal para con Dios) es suficiente para la recepción del sacramento de la
penitencia. El concepto aparece por primera vez en el s. xi7, designando al
principio un esfuerzo insuficiente en orden a la justificación, aun unido con el
sacramento, por la contrición como a. que justifica. Más tarde se entendió por
atrición un a. propiamente dicho, basado en serios motivos morales
(principalmente el temor de la justicia divina), pero todavía no en el amor.
Lutero la combatió como si fuera un mero temor al castigo, identíficándola con
el timor serviliter servilis (mero temor al castigo como mal físico) y con el
timor simpliciter servilis (alejamiento real de la culpa por miedo al castigo).
Antes del concilio de Trento la discusión se centraba en si la fuerza del
sacramento mismo convierte la atrición en contrición (a. por amor). El
Tridentino afirma la atrición como preparación moralmente buena para el
sacramento (Dz 898). Después del Concilio se siguió discutiendo si la atrición
es suficiente como disposición próxima para el sacramento o, además, se
requiere por lo menos un acto débil de amor (que a su vez fue interpretado de
diversas maneras; cf. Dz 798). El contricionismo exige como necesaria
disposición próxima el sacramento de la penitencia por lo menos un amor
inicial a Dios (un amor benevolentiae en contraposición al amor
concupiscentiae), aunque pueda tratarse de un amor que por sí mismo no sea
suficiente para la justificación. Esta forma de contricionismo fue defendida
sobre todo en los s. xvii y XVIII. La Iglesia nunca decidió la disputa entre
atricionismo y contricionismo bajo esta modalidad (Dz 1146). En realidad esa
disputa teórica y pastoralmente carece de objeto. En efecto, donde no se da
un alejamiento claro del pecado, tampoco existe ninguna atrición. Y ese
alejamiento incluye necesariamente la voluntad de cumplir de todo corazón
los mandamientos divinos, sobre todo el del amor a Dios. Pero ¿cómo esa
voluntad de amar a Dios ha de distinguirse concreta y prácticamente del amor
a Dios? La atrición real y la contrición pueden distinguirse concretamente por
el grado en que estos o los otros motivos aparecen explícitamente en el
primer plano de la conciencia refleja u objetivamente, pero no por la global
motivación irreflexiva de la decisión fundamental de la existencia. La discusión
se basa, pues, por ambas. partes en un falso objetivismo de los motivos, en el
presupuesto de que sólo actúa como" motivo lo que está explícitamente en el
plano de la reflexión. Pero en realidad la última libertad fundamental de los
hombres no puede estabilizarse en un transitorio estado neutral e
indeterminado, pues, el Dios amado en la decisión fundamental del hombre, o
es el verdadero Dios - al que se ama efectivamente -, o es un ídolo del
pecado. Por tanto, si en el camino de alejamiento del pecado y de
acercamiento a Dios se traspasa claramente con verdadera moralidad y
religión el limite de la muerte, no hay peligro alguno de que, a pesar de todo,
Dios no sea amado (aun cuando pueda admitirse un proceso que sigue
desarrollándose temporalmente). A esto se añade que se debería distinguir
entre la disposición próxima para la recepción del sacramento (sacramentum)
y la disposición próxima para la recepción de la gracia del sacramento (res
sacramenti). Y entonces cabría referir la doctrina del atricionismo a la
recepción del sacramento y la del contricionismo a la recepción de la gracia
del sacramento. Pues parece totalmente razonable afirmar con Tomás que la
recepción de la gracia justificante (la < infusión de la virtud teologal de la
caridad») en los adultos libres sólo puede realizarse mediante un acto de libre
aceptación de la misma, o sea en un acto de amor, y, en todo caso, que en el
sacramento ex attrito f it contritus. Esta concepción no significa ninguna
dificultad psicológica para entender el proceso de un hombre que se aleja
realmente del pecado y se convierte a Dios, presuponiendo, naturalmente,
que un motivo no sólo influye en el sujeto cuando se reflexiona
conceptualmente sobre él.

Karl Rahner

ARRIANISMO

Se entiende por a. un complejo proceso de la historia del espíritu, de la Iglesia


y del Imperio que se desarrolló en el s. IV. Como fundador del a. se considera
al presbítero alejandrino Arrio (+ 336), procedente del círculo antioqueno de
los silucianistas. Entre los precursores de su pensamiento se hallan los
adopcionistas antioquenos Pablo de Samosata y Luciano. Aecio de Antioquía y
Eunomio de Cízico llevaron a extremos más radicales la teología de Atrio.

El a., junto con la posición contraria de Atanasio y del primer período niceno,
significa la superación de una época del primitivo pensamiento cristiano, la de
la --> cristología centrada en el Verbo de la presente economía, y a la vez da
comienzo a una era de la teología en que, poniendo plenamente en juego la
metafísica contemporánea y, ante todo, la dialéctica formal, se plantea la
cuestión de Dios, de su carácter ingénito y de su Logos.

El a. nace de un interés científico y termina por convertirse en un poder que


hace época. Esto se debe a que el a. se organiza como Iglesia y a que en la
esfera de la política imperial llega a ser el tema central de dos generaciones.

I. El a. como especulación sobre el Logos

Arrio piensa sobre la base del concepto aristotélico de ->unidad, según el cual
ésta es simplemente la negación de la división. A diferencia de la concepción
platónica y neoplatónica, esa noción de unidad excluye la afirmación de una
esencia divina que en medio de su unicidad está constituida por varias
personas. Atrio vincula de tal forma la unidad y la esencia de Dios a la
innascibilidad e inmutabilidad del Padre, que el Hijo o Verbo sólo puede ser
concebido como criatura de la voluntad del Padre. Sin embargo, como los
textos bíblicos y la tradición eclesiástica hablan de un Verbo coeterno con el
Padre, Arrio llega a la afirmación de un «doble Logos». La gran tradición
eclesiástica de los s. II y III, aun subordinando el Verbo al Padre, mantenía la
identidad entre los tres Logos (el inmanente, el pronunciado y el encarnado).
Para él, el «Logos que se halla siempre en Dios» es una propiedad divina. Este
Verbo no toma parte en el verdadero proceso de la creación, pero sí la toma el
«Logos creado». Éste es hechura y producto del único Padre ingénito. Dios, en
orden a la producción del mundo, crea de la nada una sola «obra», el Hijo.
Hubo un tiempo en que el Hijo no existía. Dios, una vez creado el Logos-Hijo,
quien después, en cuanto que es la primera y más noble de todas las
criaturas, crea todo lo demás, permanece en la distancia infinita que le
corresponde frente al mundo y al hombre. El Logos creado y creador está
totalmente de parte del mundo.

Esto es tan evidente que Jesús no necesita una alma humana propia; la vida
moral de Jesús, así como toda su vida, debe ser considerada directamente
como vida del Logos.

El mundo es relativamente independiente y tiene en sí mismo la potencia del


conocimiento y de la virtud, de modo que el «deísmo» y el «eticismo»
arrianos se condicionan mutuamente.

Al acentuar que el Verbo tuvo principio y lo tuvo gracias a una acción


creadora, Arrio se propone alejar del Logos toda idea de una generación física
o de un «brotar». El ataque arriano va dirigido totalmente contra las
especulaciones emanatistas y contra sus suaves y progresivas transiciones del
Theos al Kosmos.
La acusación atanasiana contra los arrianos: «Lo que no podían concebir,
pensaban que no podía existir», ciertamente no afecta a Arrio, pues éste
admitía lo ingénito, cuya esencia era incomprensible para él. Pero no parece
infundado sostener que Arrio sentía cierta aversión hacia los misterios y la
analogía, sobre todo teniendo en cuenta el radicalismo con que se apropió la
dialéctica racionalista y formalista de Aecio. Su Technologia constaba, al
parecer, de una suma de 300 conclusiones teológicas sacadas mediante una
lógica racional. En consecuencia, el biblicismo de Arrio no se presenta tanto
como el punto fundamental de partida, cuanto como ratio advocata para llevar
adelante sus intenciones teológicas.

II. El a. enmarcado en la historia de la Iglesia

El «grande y santo sínodo de los 318 padres» de Nicea no significa el fin, sino
propiamente el principio de las discusiones ecuménicas en torno al a. El
numeroso grupo mediador de padres sinodales con tendencia origenista,
cogido de sorpresa por las maniobras del Emperador, se organiza bajo la
dirección de Eusebio de Nicomedia, el primer «obispo imperial» de
importancia. En los sínodos de Antioquía (330), Tiro y Constantinopla (335)
este grupo consigue eliminar de la política de la Iglesia a los jefes del partido
de Nicea, que eran Eustacio de Antioquía, Atanasio y Marcelo de Ancira. La
fuerza de los eusebianos radica en su apoyo histórico e ideológico en
Orígenes, en su intención mediadora, en la razón que en parte les asiste para
acusar a sus contrarios de sabelianistas (Marcelo de Ancira) y en la ayuda que
encuentran en Constancio para su política eclesiástica.

Los sucesos que rodean las cuatro fórmulas antioquenas (341) y las cuatro
sirmias (351359) permiten reconocer tanto el progreso del a. como su
escisión final en grupos moderados y mediadores y grupos radicales.

El intento de un sínodo imperial celebrado en Sárdica (342-343) fracasa. Este


sínodo, con la anatematización mutua del grupo occidental (niceno) y del
oriental (eusebiano) supone la primera escisión formal entre la Iglesia del
imperio occidental y la del oriental. El segundo intento de un sínodo imperial
da lugar a los dramáticos y humillantes acontecimientos de Ariminum y
Seleucia, (359360), en los cuales primero se impuso la política de los obispos
cortesanos, anomeos radicales, que eran Valente, Ursacio y Genadio, y
después la de los obispos partidarios de la «homoousia», bajo la dirección de
Acacio de Cesarea, originariamente anomeo. En el período entre la muerte de
Constancio y el segundo sínodo ecuménico de Constantinopla se da una
aproximación cada vez mayor entre la postura de los últimos teólogos
nicenos, que son teólogos progresistas (capadocios), y la de los sucesores del
grupo moderado de Eusebio, defensor de la «homousía».

Tanto los eunomianos radicales como los rígidos nicenos de la primera época
quedan relegados a segundo plano. Desde el punto de vista de la historia de
los dogmas, el Constantinopolitano es paradigmático para el proceso de la
autointerpretación cristiana: ómooúasios, la palabra discutida, se mantiene,
pero se la introduce de tal forma en la estructura de la relación entre
hipóstasis y oúsía, que ya no puede ser interpretada en el sentido de una
hipóstasis.
La constitución del patriarcado no es el más pequeño resultado marginal del
segundo sínodo ecuménico, una vez que ya antes, los teólogos latinos de
Nicea habían intentado en Sárdica (343), en los cánones 3-5, imponer el
reconocimiento de Roma como instancia suprema de apelación.

Las discusiones arrianas descubrieron la relación de fuerzas existente dentro


de la Iglesia y dieron una mayor importancia a los centros religiosos
imperiales de Roma, Alejandría, Antioquía y Constantinopla, con sus
inconfundibles estructuras teológicas, jurídicas y carismáticas.

III. Aspectos políticos

La época de la discusión arriana nos describe el rápido camino que siguió la


religio christiana hasta convertirse en la Iglesia imperial. Poco antes, el mismo
Diocleciano había intentado alcanzar la unidad pagana de fe mediante la
persecución de los cristianos. Constantino, en sus edictos de tolerancia, de
momento renuncia a una política religiosa unitaria, y sólo para los paganos
sigue siendo pontifex maximus. Pero ya en Nicea llega a asumir su función de
árbitro. Su intervención a favor del ómooúsios responde a su idea de que esta
fórmula es un instrumento útil y necesario para una política religiosa en el
imperio. La igualdad esencial del Padre y del Logos se convierte en el
prototipo de la unidad del imperio. Después del año 332, cuando se da cuenta
de que también las fórmulas arrianas y eusebianas son útiles para la política
del imperio, y cree que con la ayuda de los eusebianos puede lograr mejor la
unidad cristiana en la fe, empieza a cambiar de rumbo. Después Constancio
sobre una base claramente arriana quiere restaurar, incluso frente a los
cristianos, la antigua unión personal de imperator, legislator y pontifex
maximus. Sus tendencias «cesaropapistas» son inconfundibles. Para Teodosio,
Iglesia e imperio son utriusque legis: la ley imperial y la ley eclesiástica
obligan recíprocamente tanto a la Iglesia como al Estado. Este emperador
eleva la ley eclesiástica a la categoría de ley del imperio y deja a la decisión
de los cinco patriarcas y de los obispos el régimen de la fe y de la Iglesia. Los
obispos, en comunicación con los teólogos más importantes, son los que
determinan si una persona es hereje. La ley imperial trata como rebeldes a los
herejes condenados.

Como consecuencia, todas las iglesias eunomianas son entregadas a los


obispos que están en la comunión católica. Los semiarrianos no pueden
celebrar actos de culto dentro de las ciudades. Esta situación había de llevar a
la agonía del a. en el imperio; sólo en las tribus germánicas orientales se
conservó una organización eclesiástica de tipo arriano, la cual perduró hasta
muy entrado el s. vii.

Wolfgang Marcus

ARTE

I. Significación de la palabra e historia del concepto


Arte, en el sentido más general de la palabra, significa entender de algo y,
juntamente, la forma fundamental de un comportamiento del hombre
adoptado libremente y dominado con maestría. El término latino ars, al
traducir la palabra griega tekné, evoca ante todo la dimensión de la poiesis,,
de la producción de una obra, dimensión que, junto a la pura teoria (el ->
conocimiento científico por amor a la --> verdad del mismo) y la praxis (la
actuación moral por amor al -> bien), abre el tercer campo fundamental del
comportamiento del hombre con el -> mundo, y, dentro de la mentalidad
griega, reduce a unidad primigenia ambos campos de actividad: el trabajo
artesano y el artístico propiamente dicho. Esta reducción se funda en que
aquí, lo producido libre y «artísticamente» por el hombre, pertenece
originalmente a lo que se ha hecho necesaria y «naturalmente», en cuanto el
mismo hombre es entendido como salido de una naturaleza experimentada
como divina, la cual le concede inmediatamente el espacio limitado de su
operación libre. A base de esa referencia inmediata el parto de la naturaleza
hay que entender, tanto la interpretación del a. en Platón, que para él es una
imitación de la forma imperfecta de la naturaleza, a través de la cual irradia
su «idea» perfecta, cómo la interpretación del a. en Aristóteles, para quien
éste es el perfeccionamiento de lo que en la naturaleza permanece imperfecto
(y, por tanto, es una imitación de la misma fuerza original que configura la
naturaleza).

La unidad entre la producción artesana o técnica y la artística propiamente


dicha, se manifiesta todavía en el concepto de ars en la antigüedad tardía y
en la edad media, e igualmente en la manera como la sociedad entendía al
artifex y éste se entendía a sí mismo. Pero, evidentemente, al mismo tiempo
se amplió el significado del término, extendiéndose también a la habilidad en
la acción práctica (p. ej., en la política) y en el conocer teórico (en la ciencia
pura). Si así todos los múltiples modos de la conducta humana son concebidos
como desarrollo de una primigenia ars humana, del a. de afianzar la
existencia en el mundo, luego, en la experiencia de la fe cristiana se radicaliza
por principio el contraste entre el hombre y el mundo, entre el «arte» (en el
sentido más lato) y la naturaleza; y esto porque aquí el hombre ya no recibe
su libertad del contorno de la naturaleza en el que él mismo está enclavado,
sino que la recibe inmediatamente del Dios creador, del Dios supramundano y
absoluto. Como creación suya «ex nihilo», el mismo mundo ostenta una
estructura artística y técnica, y de su ars divina participa el ars humana.

A decir verdad, el carácter absoluto que así adquiere la libertad humana - no


sólo como libertad «del» mundo, sino también como libertad «en medio» del
mundo-, permanece latente mientras, a causa de la transcendencia teológica,
la relación del hombre con el mundo que él se encuentra y tiene abierto ante
sí queda limitada al uti, y el frui se reserva para la plenitud óntica del más allá
(H. Blumenberg). Mas en la medida que modernamente la fundamental
vinculación a la transcendencia teológica pierde su evidencia y solidez,
desaparece esta distinción de uso y goce en la relación del hombre con el
mundo, y el segundo aspecto es entendido como el fundamental y como el
que primariamente ha de repercutir en la configuración del mundo. El carácter
absoluto de la libertad humana en su radical distinción del mundo y respecto
del mundo se hace ahora efectivo y decisivo. En este proceso se fundan: 1) la
posibilidad y necesidad de asir y descubrir ahora el mundo, ya no como
patente y dado, sino como tarea siempre futura de ordenación y configuración
(-> cultura); 2) la autonomía de dicho proceso general en sus concretos
modos fundamentales de «cultura»; 3) la violencia propia de esa «actividad
creadora» que abre el mundo y da forma a la sociedad, la cual no se rige por
otras consideraciones que las que sus propias posibilidades; bien sea en el
campo de la técnica, o en el de la política, o en el de la ciencia, o en el del a.
en su sentido auténtico («el a. está en la naturaleza, el que puede arrancarlo
de ella, lo tiene», Alberto Durero), etc. Pero se trata de una violencia que va
de todo en todo unida con la posibilidad de dirigirse al mundo en esta
inminencia con una especie de apasionada devoción cósmica, y que tampoco
excluye, sino que incluye el descanso en la contemplación fruitiva de la obra
lograda.

Sólo sobre este fondo del cambio histórico en el modo de entender a Dios, al
mundo y a sí mismo, hay que comprender ciertas evoluciones modernas y sus
interpretaciones. Por ejemplo: la «disociación» entre los diversos campos
culturales, si bien, a despecho de la afirmada autonomía cultural, se advierte
de hecho una «influencia» o bien unilateral o bien recíproca entre ellos; la
percepción de la diferencia entre las actividades intramundanas de tipo
particular dentro del horizonte de una determinada unidad de ordenación del
mundo, por una parte, y la misma actividad configuradora y ordenadora del
mundo, por otra parte, concretamente, entre la producción manual y técnica,
de un lado, y el a. en sentido auténtico, de otro. Y con relación al a. hemos de
advertir que cada una de sus obras hace a la vez brillar y estar presente el
sentido total o el «mundo» del hombre de un tiempo, siendo de notar
igualmente que el a. se vale de manera creciente de los medios auxiliares de
la -a técnica, no sólo para la «producción» y la difusión de lo producido, sino
también para abrir posibilidades enteramente nuevas de la creación artística
(a. de la fotografía, cine, televisión, música electrónica). Además de lo dicho
recordemos particularmente la «liberación teórica» del a. de su anterior
vinculación total a la -> «religión», si bien no puede negarse que
precisamente ahora el a. (al ser interpretado, p. ej., como «complemento y
elevación de la existencia», como «redención de las cosas para su verdad y su
esencia definitiva») ha podido revelar ciertos rasgos esenciales que
primitivamente latían ya en el ámbito de la experiencia religiosa; y
finalmente, la exaltación del artista a la condición de un prototipo de la
existencia humana, e incluso de un «genio» (como la forma más perfecta del
verdadero ser humano), a la condición de un espíritu soberano, vidente y
artista a par, para quien, en su acto creador y configurador de la
contemplación, el mismo mundo se convierte en obra de arte, en un
verdadero theatron (E. Brunner).

En cuanto la pura contemplación que halla su satisfacción en su mismo acto


sensible y espiritual a la vez, es entendida como un rasgo fundamental y
destacado del a., éste pasa a ser tema de la -> estética. «Contemplación» (
aisthesis ) significa aquí el modo originario y óptimo del encuentro, facilitado
por los sentidos, con las cosas en el tiempo y el espacio. Según predomine la
estructura espacial o temporal cabe distinguir: artes del espacio, referidas
primariamente al sentido de la vista (arquitectura, artes plásticas y pintura);
artes del tiempo, referidas primariamente al sentido del oído (poesía como
«arte de la palabra», música como a. del sonido), y artes que se representan
en un movimiento espacial y temporal (danza, espectáculos).
II. Teoría estética: límites y correcciones

En cuanto la estética, bajo el título de lo «bello», elabora los elementos


estructurales de la pura contemplación, la cual se realiza y demora en el
medio de la sensibilidad, así como de su objeto, que es la aparición sensible, y
los elabora puramente como tales (como pertenecientes a la contemplación),
pierde totalmente de vista la diferencia entre la obra de a. como
«artísticamente» bella, por una parte, y lo «naturalmente» hermoso, por otra.
Que en el «objeto estético» no se trata del objeto en su resistencia real y
cotidiana, en la cual, repeliéndonos de él, se queda inmerso en la red de
finalidades teóricas o prácticas (p. ej., como un ejemplar en principio
sustituible para el descubrimiento de leyes teóricamente comprensibles, o
como un medio en principio sustituible en la serie de realizaciones de fines
prácticos); que aquí se trata más bien de algo concretamente dado, de algo
que es real en la percepción y que se agota con ser aparición, de algo ajeno a
los fines o a los intereses, privado de su condición de cosa real, transparente;
que en esta aparición el objeto estético es solamente él mismo -
irrepetiblemente único, cerrado en sí mismo y con significado propio-; y que
en este ser él mismo se alza excelsamente sobre la realidad cotidiana y se
alza a la distancia del «hermoso esplendor» (mas no como una ilusión
psicológicamente interpretada); todas esas notas son rasgos esenciales que
marcan igualmente lo «artísticamente» bello y lo «naturalmente» bello. Y en
ambos casos experimenta, consiguientemente, el «contemplador estético»
que, liberado momentáneamente de la distracción de las múltiples tareas del
cotidiano existir, en el acto del contemplar «desinteresado», que halla su
satisfacción en sí mismo (en lugar del oír y ver ordinario, dirigido a fines de
fuera), vuelve a sí mismo y halla así descanso.

La cuestión sobre lo que es el a., orientada inmediatamente por el concepto


de lo bello, no alcanzará la amplitud de su tema mientras no parta de que una
obra de a. es una obra, es decir, un producto del hombre. Pero en tal caso es
decisivo qué se entiende por hombre y la manera cómo se entiende al
hombre: ¿Se lo entiende, a estilo de una antropología biológica y psicológica
(que no raras veces constituye aun hoy día el fundamento de las teorías
culturales y sociales), como un ser dotado, entre otras cosas, de capacidades,
instintos y necesidades estéticoartísticas, que habrían permanecido
formalmente invariables a lo largo de la historia de la humanidad y de las que
habría que deducir indistintamente la pintura prehistórica de las rocas, los
tejidos de ornamentación totémica de los indios norteamericanos, los cantos
rituales de los negros africanos, las danzas de los templos japoneses, el arte
plástico de Grecia, las catedrales góticas, la lírica romántica; tan
indistintamente como la forma de considerar supuesta por la estética
correspondiente a tal mentalidad puede en principio «gozar» estéticamente en
igual manera de todos estos productos del hombre sin darse cuenta del
condicionamiento histórico del mismo punto de vista estético, ni preguntar por
su adecuación y posible legitimación respecto de dichos productos? ¿O se
entiende más bien al hombre como el ser que, en medio de una ascensión
constante (nunca terminada y, por tanto, siempre realizable de otro modo) se
eleva por encima de sí mismo como individuo y como sociedad limitada y por
encima de toda realidad particular de esta vida personal y social, con el fin de
ser libre para aquello más grande, que descuella y se levanta por encima de él
mismo, de la sociedad y de todo lo particular: para el sentido, históricamente
siempre vario, del todo, que sostiene y determina todo lo particular? Partiendo
de aquí no se manifiesta el a. primariamente como realización humana
estructurada por factores individuales y colectivos, la cual, como
manifestación personal de importancia intrasocial, «tiene» una historia, sino
como un modo fundamental de hacerse la historia misma. El a. es el modo
como en una obra particular del hombre se revela sensiblemente la totalidad
del ente, la verdad o el mundo en cuanto fundamento y orden estructurante -
históricamente siempre otro y siempre nuevo - de todo lo que es, y a la
inversa, es el modo como el hombre de un momento histórico se coloca por
dicha obra ante la verdad de su mundo y reflexiona así sobre su propia
esencia y sobre la esencia de su comunidad.

III. El carácter histórico y social del arte

Puesto que en el a. entra en juego la verdad del todo y él transciende


consiguientemente el orden de la experiencia cotidiana y de sus verdades
parciales, no es en sí mismo completamente planificable ni forzable, sino que,
a pesar de todo el necesario esfuerzo personal y social, es a la postre
felizmente casual, nace sin fatiga, lleva el sello de lo libre y libera.
Precisamente los tiempos de «crisis culturales», en los que está en decadencia
la fuerza obligatoria del orden hasta entonces vigente y no se ha consolidado
todavía un nuevo mundo (bien sea para el individuo, o bien para la sociedad),
demuestran cómo el a. no le es posible al hombre en todo tiempo, con
independencia por principio de la historia, y, consiguientemente, cómo no
constituye solamente el producto de un esfuerzo individual y colectivo, sino
que, como la historia misma, es el evento de la unidad indísoluble entre el
favor histórico y la voluntad humana, entre don y apropiación, entre suerte y
mérito (-> historia e historicidad). Así, pues, en este acontecer unitario del a.
están integrados momentos cuya abstracción metódica para posibilitar la
investigación de ciencias particulares es legítima mientras se mantenga la
conciencia de la limitación ahí implicada y no se pretenda una comprensión
total del a. como historia y de la historia del a. P. ej., el medio del a. es sin
duda la intuición, la síntesis sensible de una multiplicidad en una unidad
articulada y la representación sensible de esta unidad. Pero ni el modo (el
«estilo») de esta síntesis ni en general el carácter cualitativo de la
representación permanece invariablemente igual a lo largo de la historia
(como lo supone la estética y en gran parte también las teorías sobre el a.),
ni, supuesto ya el reconocimiento de un cambio histórico de la contemplación,
cabe entenderlo como un proceso independiente y autónomo (p. ej., la
historia del estilo, como historia de la «visión» en H. Wülfflin). La
contemplación está ligada a la obra, a las posibilidades técnicas de tipo
material y formal de su producción; pero el material, los instrumentos y su
evolución (G. Semper) no constituyen ya por sí solos la esencia del a. ni
determinan exclusivamente su historia. La obra es un testimonio del hombre,
del individuo en la sociedad, de su mutua relación, un testimonio también de
la posición social del artista, de la importancia que se atribuye al arte en la
vida de una sociedad, de la apertura de la comunidad a la obra artística y de
su influjo en la misma obra de a. Pero el a. y su obra no se resuelven en ser y
ejercer una función social entre otras, que puede estudiarse sobre todo en las
relaciones artista (productor) - obra de arte, (experiencia artística) - público
(consumidor) y en las variaciones históricas de las mismas (sociología e
historia social del a.). Como testimonio del hombre, hecho obra, es más bien
el a. signo intuitivo de la inclinación histórica al mundo y de la libre
apropiación y configuración del mundo y del mismo hombre como individuo y
como comunidad (-> formación), es signo consiguientemente de la respuesta
del hombre a una llamada que puede y debe sin duda concretarse también en
las expectaciones y tareas que una sociedad impone a sus miembros, pero
que no se identifica simplemente con estas expectaciones y tareas, porque no
brota de la sociedad y no está, por ende, a su disposición, sino que va dirigida
y afecta tanto al individuo como a la misma comunidad.

Sólo en virtud y en la medida de la comunidad entre hombres particulares que


comulgan en su respuesta al mundo, consistente en la apropiación del mismo
y en la decisión de su destino; sólo en virtud y dentro de un horizonte
homogéneo en la visión de la propia época, del sentido y orden del mundo y
de la existencia común, puede y debe ser el a. «expresión», «comunicación» y
«vivencia». Cabe ciertamente que el a. de una época, tanto en su
configuración plástica y formal como en el contenido expresado, anticipe en
tal medida la historia, que no sea entendido en el momento de su aparición, y
sólo se le comprenda cuando y en la medida en que su verdad futura se haya
convertido en evidencia general del «hoy». Pero si el a. renuncia por principio
a este «querer ser entendido» o pretende conscientemente limitarse a un
círculo reducido de «consagrados» y «elegidos»; si se funda
consiguientemente en la experiencia inmediata de una «verdad»
contradictoria en sí misma, absolutamente individual o absolutamente
esotérica, y no en las exigencias de una llamada común, salida de una verdad
que por esencia es universalmente obligatoria, entonces, en la medida de la
reducción al campo privado y esotérico, el a. pierde su propia esencia, y la
pasión del impulso artístico adopta más y más las facciones del monólogo
patológico y del aislamiento, terminando no sólo en el fracaso ante la
sociedad, sino también en el fracaso de la misma obra de a. Y, por otro lado,
cuando la esencia del a. ya no es entendida partiendo de la experiencia
inmediata de una exigencia superior que envuelve al individuo y a la
comunidad, la cual toma como signo la obra de a. y consiste en la llamada de
la verdad histórica a la configuración del mundo y al encuentro del hombre
consigo mismo; cuando, por el contrario, esa exigencia se identifica
plenamente con las esperanzas y tareas sociales, la verdad es interpretada
como mero consentimiento fáctico y se cree que cabe enfocar el a.
exclusivamente como un fenómeno de la comunicación interhumana; en tal
caso, a esta total socialización metódica corresponde en la práctica la
violación del a., que se convierte en medio de propaganda de la teoría y a la
vez en instrumento de realización de los fines prácticos en la sociedad
totalitarista. En ella el a. no será ya testimonio de la transcendencia, del -a
sentido histórico que lo abarca todo y de la experiencia de un imperativo
absoluto, testimonio frente al cual queda siempre la libertad de la propia
decisión; más bien, en ella el a. debe convertirse en instrumento de una
tendencia particular, de una verdad parcial absolutizada y de un fin político,
en un instrumento a través del cual queda avasallada la libertad del individuo
que es obligado a una determinada uniformidad y considerado como mera
función de dicha tendencia.

Otro modo de decadencia del a. aparece cuando faltan el ímpetu y el esfuerzo


para encontrar una forma propia de configurar la obra artística de acuerdo con
la experiencia y la verdad peculiares de un tiempo, y cuando, en lugar de este
esfuerzo, se recurre simplemente a la imitación consciente de estilos
históricos. Un a. y su obra de este jaez son falsos e inauténticos aun cuando
el dominio formal de los elementos estilísticos de una pasada época artística
haya llegado hasta el virtuosismo. Una claudicación en ese esfuerzo por hallar
la propia forma artística, también es siempre un signo de la falta de fuerza y
unanimidad en la sociedad de una época para configurar responsablemente su
mundo común y su vida común.

IV. Tradición y actualidad

La única actitud adecuada a la grandeza de un a. pasado no puede ser nunca


la irreflexiva imitación estilística; más bien ha de brotar solamente de la
fidelidad al propio origen, de la obediencia a la verdad fundamental del tiempo
captada por la experiencia histórica, del valor para cumplir el encargo propio e
irrepetible. El carácter ejemplar del gran a. de una época histórica nunca
estriba únicamente en la perfección formal de sus obras, como si éstas
tuvieran una eterna validez canónica para todos los tiempos; se debe más
bien a la afortunada coincidencia entre la forma externa y la ley interna bajo
la cual estuvo esa época y sólo esa época. En semejante coincidencia
«afortunada» o «clásica» queda atestiguado que el hombre de este tiempo
aceptó su mandato histórico y en él buscó y encontró su propia esencia. Así,
en todo gran a. del pasado nos sale al encuentro la figura de un ser humano
distinto en cada época histórica. Y sólo por ese encuentro es posible hoy día la
propia formación personal y la formación social, en un momento de suma
diferenciación cultural, que está codeterminado por una movida tradición y se
halla en contacto con numerosas culturas extrañas. Por eso, la actitud
adecuada ante el a. de tiempos pasados tampoco puede agotarse con la
piedad que cuida de la restauración y conservación de las obras en los
museos, ni con en el peregrinar aguijado por el deseo de saber a través de
colecciones, salas de concierto, teatros y monumentos, sino que necesita más
bien de un descubrimiento interpretativo, el cual no permite que la obra de a.
de un tiempo pasado se convierta en objeto de una mentalidad estética que
nivela toda particularidad y diferencia histórica, sino que la repone en su
mundo, aun cuando al reponerla y precisamente por ello pierda su aparente
familiaridad y autonomía y se haga extraña.

La extrañeza subirá y debe subir de punto al retroceder hasta épocas


anteriores de la propia tradición cultural, pero sobre todo al pasar a culturas
extrañas y más antiguas. El retroceso y el tránsito muestran no sólo una
diversidad en las formas estilísticas e interpretaciones del mundo, sino a la
vez una profunda modificación cualitativa de la representación sensible de la
misma contemplación. Por ejemplo, el arte de las llamadas culturas primitivas
como representación mágico-mítica, como presencia real de lo extraordinario,
de lo santo, de lo demoníaco, de lo divino (el danzante, el enmascarado como
Dios; la «magia» de la caza en las representaciones paleolíticas de animales,
etc.), se identifica en tal medida con la religión y sus actos de culto, que
resulta problemático si aquí todavía (o ya) puede hablarse de a. y de obra de
a. en un sentido auténtico. También en las culturas superiores sigue
dominando esta unidad, en forma correspondiente a la religión en cuestión (la
estatua egipcia como representación donde toma cuerpo la divinidad, o el rey,
o el hombre; la danza japonesa en el templo como representación que hace
presente e instaura el acontecer rítmico del cosmos, de la acción de la misma
divinidad; la contemplación de la imagen como ceremonia religiosa en China;
el drama griego según su origen en los sacrificios dionisíacos, etc.).

El a. como representación sagrada penetra también en la historia de la


antigüedad y en la edad media cristianas (los iconos bizantinos, la imagen
venerada y milagrosa de la edad media, el sentido religioso de la forma del
templo como casa de Dios, etc.), si bien aquí, dada la experiencia en la fe
cristiana de la absoluta transcendencia del Santísimo y, a la vez, de su
singular -> encarnación histórica, está puesto el fundamento de una radical
disolución de la identidad entre a. y religión, una disolución que en adelante
ya sólo podrá dejar al a. el poder de representar a manera de símbolo
espiritual (por de pronto a servicio enteramente de la existencia religiosa) y
que con el renacimiento conducirá al avance decisivo, a la «independencia»
del a., es decir, a la revelación de su propia esencia y, con ello, también a la
revelación de los límites de su esencia. Desde entonces el a. sigue
legítimamente representando «temas» religiosos, ocupándose con «tareas»
religiosas.

Pero la vinculación al culto y a la religión no es ya un elemento necesario y


constitutivo del a., y bajo esta perspectiva el a. estrictamente entendido, no
sólo es «profano» por su esencia, no sólo está en el atrio o directamente fuera
de lo sagrado, si bien precisamente así, teniendo conciencia de este hallarse
fuera y enfrente, se refiere a lo sagrado, sino que es también «secular», pues
su tema esencial es el -> mundo, como el mundo entregado al hombre.

Con esta desvinculación del a. respecto a lo religioso y cultural, se diferencian


y dilatan a la vez las artes mismas, que antes se unían aún en gran parte en
una unidad determinada por el fin, la cual abría y también limitaba sus
posibilidades (así p. ej., las artes plásticas, la pintura y la escultura, que iban
ligadas a la arquitectura en la construcción medieval de las iglesias). Por otra
parte, la emancipación religiosa hizo posible una relación completamente
nueva con el elemento religioso. Lo cual se pone de manifiesto cuando el a.,
incluso en la adopción - ahora libre - de temas religiosos, mantiene aquella
distancia ganada por la conversión de su mirada al mundo y al hombre, y
precisamente así abre a la experiencia religiosa nuevos y originales
fundamentos, sobre todo, la limitación esencial del esplendor y de la riqueza,
la desnudez y pobreza de lo mundano y humano, que de esa manera se
presenta como necesitado de redención. O también cuando el a. asume la
tarea de anunciar y cumplir por sí mismo la promesa religiosa, mediante la
transfiguración estética de la relación al mundo, mediante el arrebatamiento
sacerdotal del artista, mediante la formación de miembros para la
«comunidad».

Más hondos y oprimentes que estos problemas son aquellos que se le


presentan actualmente al a. por la indeteníble y progresiva dirección y
organización económica, social y política de todos los ámbitos de la vida (-->
industrialismo). Ese «mundo administrado» llevó consigo: la clasificación de
los artistas entre los representantes de las «profesiones libres», motivada por
el moderno mundo del trabajo, o su creciente tránsito a la condición de
«empleados», para vincularse a instituciones del moderno «trabajo cultural»;
el cambio del carácter de la obra de a., que pasa a ser un producto negociable
en el mercado artístico; el todavía no ponderable influjo del moderno público
de masas en la creación artística y en el a. en general.

Alois Halder

ASCENSIÓN DE CRISTO

El relato de la ascensión de Cristo (Act 1, 1-14) es una parte del kerygma de


Lucas acerca de la glorificación del Señor y por ello debe ser considerado en el
contexto total de la teología neotestamentaria de la glorificación. En Mt y
Pablo la resurrección y glorificación constituyen una unidad: la resurrección de
Jesús por obra del Padre es a la vez su inserción en el poder regio como
Señor, a quien se le ha dado todo poder en el cielo y en la tierra (Mt 28, 18)
(-> resurrección de Jesús). La teología de -> Juan señala ya la crucifixión
como glorificación (3, 14; 8, 28; 12, 32s) y hace así que la cruz aparezca en
un doble sentido misterioso como el trono real de Cristo, desde el cual él
ejerce su poder cósmico y atrae a los hombres hacia sí. Entre la esencial
oscuridad que corresponde a todas estas exposiciones de la glorificación de
Cristo y la descripción de Lucas como ascensión visible hay una contradicción
más aparente que real. Pues también en Mateo, en Pablo y en Juan la
glorificación es descrita como un acontecimiento del que se puede dar
testimonio en virtud de las apariciones del Resucitado, como un
acontecimiento que no permanece en el más allá sin relación con la historia,
sino que en cierto modo toca el terreno histórico por el encuentro concreto
con el Señor que pasó a través de la muerte, si bien en su núcleo esencial
sobrepasa el ámbito de esta historia y, por tanto, está necesariamente oculto
para el no creyente. El relato de Lucas acerca de la ascensión resalta cómo se
puede dar testimonio del hecho de la glorificación en virtud de los encuentros
con el Resucitado, los cuales duraron largo tiempo (<40 días»). Este relato de
la ascensión está insertado totalmente en el contexto de la idea del testimonio
y hay que entenderlo a partir de aquí (G. Lohfink).

De lo dicho se desprende que interpretaríamos falsamente la ascensión si la


consideráramos como una ausencia momentánea de Cristo con relación al
mundo. El «sentarse a la derecha del Padre», de que habla la Escritura (p.ej.,
Act 2, 33; 5, 31; 7, 55; Rom 8, 34; Ef 1, 20; Col 3, 1, etc.), significa más bien
la participación del hombre Jesús en el poder regio de Dios y,
consecuentemente, su presencia soberana en el mundo y entre los suyos (cf.
Mt 28, 20). Partiendo de aquí la teología de Juan puede enlazar la
resurrección con el retorno de Cristo (p.ej., 14, 18ss); en la resurrección del
Señor, en virtud de la cual él está para siempre entre los suyos, ha empezado
ya la --> parusía. A base de esto hemos de entender el hecho de que el relato
de Lucas acerca de la ascensión se enfrente con un falso entusiasmo
escatológico y, sin eliminar la -> escatología (Act 1, 11), ponga el acento en
el doble presente del tiempo de la Iglesia: el don del Espíritu Santo, gracias al
cual el Señor está ya presente; y la tarea del testimonio, con el que el
cristiano responde a la experiencia del Espíritu y así se pone al servicio del
reinado de Cristo. Cabría decir también que la realidad de la glorificación del
Señor, la cual permanece oculta en el presente tiempo de la historia, sigue
teniendo un punto tangencial en ésta a través de su autotestificación en el --
>Espíritu Santo y del testimonio de los creyentes, que transmiten el mensaje
de Cristo (Jn 14, 26s: < ...él dará testimonio de mí, y vosotros daréis
testimonio...»). Esto supuesto, hay una estrecha conexión entre glorificación y
--> misión. La misión es la forma transitoria de expresión del reinado
universal de Cristo, que ejerce soberanía en la humilde forma de la palabra.

Así, la idea del testimonio, en la que se expresa la manifestación ya incipiente


de la glorificación de Jesús, implica a la vez su esencial encubrimiento, que
Lucas indica mediante la imagen de la nube, muy usual en la teología
veterotestamentaria del templo (Act 1, 9). Juan, en cambio, esclarece dicha
idea a base de su fusión de teología de la cruz y de la glorificación en su
significación existencial e histórico-teológica. En la misma dirección apunta el
himno cristológico de Flp 2, 5-11, que designa a Cristo en su despojo de sí
mismo por la cruz como antitipo de la osadía autodivinizante del primer Adán
y, contraponiendo el derrumbamiento de ésta a la glorificación del humillado,
le dice al hombre que el camino de la divinización pasa, no a través de la
propia audacia, sino a través de la participación en la ignominia de la cruz de
Cristo, la cual precisamente así se convierte en el signo paradójico de la
glorificación del Señor en este mundo. Por eso se gloría el Apóstol
precisamente de su debilidad, que es el lugar donde él mejor experimenta la
victoria de la fuerza de Dios (2 Cor 12, 9s).

Por lo dicho se pone a la vez de manifiesto que el mensaje neotestamentario


de la ascensión al cielo en sus afirmaciones centrales es completamente
independiente de la llamada imagen «mítica» del mundo, la cual concibe a
éste como si constara de tres estratos superpuestos, y que, por tanto, ese
mensaje no queda eliminado con la desmitización (Bultmann). Más bien él
abre una nueva visión positiva de la realidad del «cielo», plenamente
independiente de problemas relativos a la imagen del mundo. A saber, desde
la «ascensión», el cielo es la dimensión de la convivencia entre el hombre y
Dios, la cual ha quedado instaurada por la resurrección y glorificación de
Jesús, y desde entonces sirve para describir el auténtico «lugar» ontológico
donde los hombres pueden vivir eternamente. Así el cristiano sabe ya ahora
que su verdadera vida está escondida en el «cielo» (Col 3, 3 ), en cuanto por
la fe en Cristo, él ha entrado en la dimensión de Dios, y con ello, ha penetrado
ya ahora en su futuro.

Joseph Ratzinger

ASCÉTICA

I. La doctrina tradicional

Desde la aparición de la palabra «ascética» en el lenguaje técnico de la


teología durante la edad moderna (s. xvll) y desde su delimitación frente a la
-> mística (s. XVIII), vocablo que Clemente de Alejandría y Orígenes
importaron del helenismo a la terminología cristiana, las palabras áaxr~ai; y
áax€w no han sido traducidas al latín. En la literatura católica se entiende
generalmente por a. todo lo que se refiere al consciente y tenaz esfuerzo de
los cristianos por alcanzar la perfección cristiana. Puesto que en la concreta
situación salvífica del hombre ese esfuerzo tropieza con muchos obstáculos
(tensión entre el cuerpo y el espíritu, desconexión entre las diversas fuerzas y
tendencias internas, concupiscencia, influencias pecaminosas del mundo que
nos rodea, fuerzas demoniacas: -> dualismo, ->cuerpo y alma), él implica
necesariamente una fatigosa lucha y exige negación de sí mismo y renuncia.
Por eso la palabra a., que propiamente significa ejercicio (&ax€w =
ejercitarse, entrenarse), en la acepción católica tiene especialmente el sentido
de esfuerzo, lucha y renuncia.

En virtud de la fundamentación inmediata y de la meta de los actos ascéticos,


en la literatura católica encontramos dos tipos de a., una moral y otra mística.
La ascesis moral tiende: negativamente, a la ~teTdvota, a la -> conversión
del hombre, a su alejamiento del mal, de las inclinaciones y los deseos
pecaminosos, a la superación de la triple concupiscencia; y positivamente, al
movimiento amoroso hacia Dios y hacia el prójimo, a ejercitar en las
principales actitudes morales, o sea, en las virtudes, a restaurar el orden
interno, lesionado por el pecado, al dominio del espíritu personal y del amor
abnegado. La ascesis mística aspira (en forma correspondiente a su fin, que
es alcanzar una experiencia creciente de Dios y la unión con él) a la
purificación del corazón, al recogimiento y al abandono internos, con la
renuncia que esto exige, a un desprendimiento de todo lo propio y de sí
mismo, a la paciente perseverancia en la oscuridad y la sequedad, a ejercitar
en la esperanza confiada en el Dios que prueba al hombre. No cabe separar
entre sí la a. moral y la mística; estas dos formas de a. constituyen solamente
diversas acentuaciones de un mismo esfuerzo por la perfección cristiana; por
eso el tránsito de una a otra es fluido y el sentido de ambas se compenetra.
Sin embargo, con buenas razones son tratadas por separado. Para el teólogo
católico es evidente que toda a., lo mismo que toda cooperación humana a la
salvación, debe estar amparada por la gracia preveniente y concomitante de
Dios. Y, aunque en la Iglesia vuelven a oírse siempre opiniones contrarias,
reina igualmente unanimidad sobre el hecho de que, en el cristianismo, la
ascética tiene valor moral sólo si y en la medida en que ella va acompañada
por una clara afirmación y alta estima de los órdenes de la --> creación, así
como por una conciencia de responsabilidad para con el --> mundo y por la
fidelidad a las tareas terrenas. Junto a la a. moral y a la mística, la tradición
de la Iglesia conoce también una a. cultual. Ésta se refiere a las acciones y
renuncias que preparan para la participación en los misterios del culto y
tienen como meta la purificación del hombre pecador para el encuentro con el
Dios santo. Juega un gran papel en las religiones no cristianas, donde
frecuentemente se convierte en magia. También se halla en el AT, sobre todo
en relación con las grandes fiestas del pueblo y con el culto relativo al
sacrificio: ayunos, vigilias, abstención del contacto sexual, purificaciones. De
allí ha pasado también a la praxis de la Iglesia: ayunos, vigilias, ayuno
eucarístico. Pero ya los profetas veterotestamentarios previnieron contra su
excesiva acentuación e insistieron en la necesidad de conferirle un carácter
más interior. En la Iglesia de hoy esta a. ya no juega ningún papel
importante. Sin embargo, también cabe hablar de a. cultual en un sentido
amplio, a saber, cuando una ejercitación o una renuncia brota del deseo
general de hacer penitencia y de expiar, o cuando es expresión de la entrega
a Dios y, por tanto, reviste carácter de sacrificio. Esa a. se dará siempre; su
sentido más profundo está en proclamar el carácter absoluto y la santidad de
Dios, su soberanía sobre los hombres y todo lo creado, así como en implorar
su perdón y en mostrar visiblemente la entrega a él y a su servicio. Pero debe
producirse desde el único sacrificio que tiene validez en sí mismo, desde el de
Jesucristo, y no puede ser considerada (subconscientemente) como una obra
religiosa y meritoria que el hombre realiza por sus propias fuerzas, pues, de
otro modo, carece de valor y es repudiable.

Dentro del sentido de la a. cristiana, según la tradicional concepción católica el


acento recae sobre la a. moral, como lo demuestra una mirada a la literatura
ascética de la edad moderna. La antropología que ahí late es con frecuencia
muy deficiente. No está totalmente libre de un dualismo inconsciente y por
eso no ve con suficiente claridad la tarea exigida por la unidad anímico-
corporal, a saber, la de integrar todas las fuerzas, también las corporales y
sensitivas (sexualidad, tendencias, fantasía, etc.) en la unidad total de la
persona. Todavía en la Encyclopedia Cattolica la a. es definida: «Sforzo
metodico di reprimere le tendenze inferior¡ della natura per realizzare
progressivamente la perfezione spirituale.» Contra tales simplificaciones (no
pocas veces funestas) iba dirigida la reciente llamada a una psicología de la a.
(cf., por ejemplo, J. LINDWORSKY, Psychologie der A., Fr 1935; H.E.
HENGSTENBERG, Christliche A., Rb 1936; R. EGENTER, Die A. in der Welt,
Éttal 1957). No hay duda de que aquí se ha abordado una cuestión necesaria
y altamente importante para la configuración cristiana de la vida. Los
resultados de la -a psicología, de la caracterología y de la antropología
modernas son imprescindibles para una a. adecuada a la persona y a la
situación.

Ésta es la doctrina tradicional sobre la a., tal como la encontramos en las


obras de espiritualidad y de teología moral. ¿Mas está dicho con ello todo lo
que en el cristianismo habría de decirse sobre la cosa sígnificada con el
término a.? Esto debe discutirse seriamente. Y lógicamente se multiplican los
esfuerzos por una más profunda concepción teológica y espiritual de la
ascética. Se oyen quejas contra la excesiva separación entre la a. y la mística.
Con ello, se dice, la a. ha quedado unilateralmente subordinada a la
perfección moral. Y puesto que esa separación se produjo en un momento en
que el lazo, en tiempos estrecho, entre la teología y la --> espiritualidad se
había aflojado y la misma teología no estaba exenta de cierto racionalismo, en
el concepto de a. penetraron corrientes subterráneas de tipo pelagiano y
estoico, las cuales fomentaron una actitud individualista en el problema de la
salvación. Por eso, se sigue diciendo, ha llegado el tiempo de volver a
considerar la a. y la mística como una unidad, y de conceder al momento
religioso dentro del concepto de a. la primacía sobre el moral, así como de
encontrar un más profundo punto de apoyo teológico para ese concepto.

II. La recuperación de la dimensión teológica en el concepto de


ascética

La auténtica y fundamental a. o «ejercitación» del cristiano es sin duda la -->


fe. Ciertamente, ésta constituye en primera línea un don, pues la que la hace
posible es la -> gracia de Dios. Pero hay que responder al Dios que da
testimonio de sí mismo en la predicación y en el corazón del hombre, y hay
que responderle, no una sola vez, sino cada día de nuevo. Ahora bien, esta
«ejercitación», la aceptación de la fe, el «sí» al Dios que da testimonio de sí
mismo, no sólo implica una consumación, un esclarecimiento del hombre
desde su fundamento, la apertura de un nuevo horizonte que abarca todo lo
que es, sino, también esencialmente, una renuncia, una desprendimiento. En
efecto, por la fe el hombre se aventura a entrar en el oscuro -> misterio de
Dios, que para él es inescrutable e impenetrable (cf. 1 Tim 6, 16), se le
entrega confiadamente, sin ver lo que él promete (cf. Heb 11, 1). Con ello el
hombre renuncia á esclarecer por sí mismo el -> sentido de su existencia, del
todo del mundo y de su historia. Confía en el que le promete la vida eterna sin
tener más garantía que la persona del que empeña su palabra, la persona de
aquel Dios a quien no se puede citar ante ningún tribunal para que responda y
se justifique (Job). El creyente en la fe trasciende el mundo y el sentido
inmanente, arroja el mundo y con ello a sí mismo hacia Dios, deja de
aferrarse a aquello que según la luz natural es lo único capaz de garantizar la
plenitud de su existencia y, en último término, no edifica su vida sobre él
mismo y sobre sus propias fuerzas, sino sobre Dios. Todo esto, si se realiza
con seriedad y con conciencia de la decisión tomada, es realmente difícil para
el hombre, pues éste lleva en sí la tendencia indestructible a entenderse
desde él mismo, a disponer de él y de su futuro, a tomar la vida en sus manos
y asegurarla. Ahí estuvo ya la tentación primera del hombre llamado a la
comunidad con Dios por la gracia, todavía antes de que él conociera el pecado
(Cf. Gén 3, 1-7). Si ya Adán sucumbió a ella, ¡cuánto más no pesará sobre el
hombre caído, que está radicalmente inclinado hacia sí mismo y conoce la
pasión, el peligro de sucumbir a esa tentación original! (--> concupiscencia).
En la fe el hombre tiene que ir una y otra vez contra sí mismo, transcenderse
a sí mismo, despojarse de sí mismo. Y precisamente ahí está su a.
fundamental.

A esta a., consistente en ejercitarse en la entrega al Dios soberano,


providente, inmanejable, a quien no vemos, cuyas «decisiones son
inescrutables», «cuyos caminos son incomprensibles» (Rom 11, 33),
podríamos llamarla a. de la fe. Semejante a. es tanto más existencial, o sea,
toca tanto más de cerca el fundamento de la existencia del hombre, cuanto
más parece que la experiencia fáctica de la vida contradice a la fe en un Dios
del amor, en un Dios que ha dado la existencia a los hombres y les ha
prometido una plenitud que supera todo lo terreno. Aquí el camino es
aceptarse a sí mismo, con sus dolorosos e insuperables límites, con sus
debilidades y miserias, con el dolor, los absurdos y los desengaños de la vida,
y, finalmente, con la -> muerte, absurdo final de la existencia humana. Es
más, aprehendiendo la palabra de la promesa divina, hay que interesarse
gozosamente por la vida y seguir su llamada, frente a la duda eternamente
renovada y a la tentación de negarla. Cuanto el creyente hace más
radicalmente esto, con tanta mayor claridad experimenta la voluntad singular
de Dios para con él, voluntad que se refiere a él y sólo a él, y que por tanto
no puede dilucidarse únicamente por los acontecimientos normales de la vida.
El creyente debe prestar atención a esta voluntad, ponerse a su disposición y
permitir realmente que ella disponga. Lo cual exige iniciativa propia, y ésta a
su vez, implica ejercitación y renuncia. La meta de esa a. es la indiferencia
ignaciana, la disposición antecedente a dejarse llamar lo mismo hacia acá que
hacia allá. Sólo aquí es donde la a. de la fe se convierte en auténtica
obediencia de la fe; como cuyo prototipo insuperable y válido para todos los
tiempos es ensalzado Abraham. Sólo allí donde se ejercita esa obediencia
creyente, recibe su sentido toda otra a. particular, ya sea la moral ya la
mística; ahí es donde tienen su lugar estas últimas, ahí donde deben estar
integradas e inmersas. Pues de otro modo, corren el peligro de tener como
meta más al hombre por sí mismo que a Dios.

Mas con todo esto todavía no hemos caracterizado suficientemente la a.


fundamental del cristiano que la gracia de la fe exige. La a. se hace cristiana
en sentido estricto sólo cuando se halla en el horizonte explícito del - pecado,
del juicio divino sobre él y de la - redención por la cruz de Cristo. Por el
pecado el hombre ha perdido la unión original con Dios y se ha convertido en
deudor suyo; la vida presente, cargada de dolor, donde ya se anuncia la
tribulación y el miedo de la muerte, vuelve siempre a recordarle su deuda. Por
esto él, como cristiano, deberá relacionar el destino de dolor y de muerte
impuesto al hombre y al mundo con el pecado y, consciente de su culpa,
deberá someterse plenamente a ese destino. Su a. de la fe se extiende
también al juicio punitivo que Dios pronunció sobre la humanidad pecadora
(cf. Gén 3, 16-19; 6, 5ss). Y él sabe que por sí mismo jamás puede borrar su
culpa. Por eso, rogando y confiando, pondrá su mirada en Dios y esperará su
perdón.

Ya de ahí se desprende claramente que la perfección buscada en la a. moral


jamás puede ser la primera meta y, sobre todo, una meta aislada del
cristiano. Esta perfección debe más bien estar acompañada por la conciencia
fundamental del aprisionamiento del pecador en la culpa y de su impotencia;
de otro modo estaría siempre expuesta, aun conociendo que la existencia de
la gracia divina es constantemente necesaria, al riesgo de querer valerse por
sí mismo. En el trasfondo de esa situación salvífica - la de la impotencia y del
aprisionamiento en la culpael cristiano debe ver a Cristo. Él es para el
cristiano, no sólo la palabra del amor indulgente del Padre, sino también, en
su «figura de siervo» (Flp 2, 7) el verdadero ásketés, que ha asumido nuestro
destino mortal y lo ha compartido hasta la misma amargura del final.
Desamparado, despojándose de todo poder divino (Flp 2, 7), se expuso al
pecado del hombre, al egoísmo, a la inconstancia, a la crueldad, a la
hostilidad, a la incredulidad, y arrastró hacia el leño de la cruz la culpa de
toda la humanidad (cf. 1 Pe 2, 24), sufriendo en sí mismo, en su propio
cuerpo, el juicio de condenación (cf. Rom 8, 3 ). Obedeciendo al Padre con la
obediencia «que él aprendió por lo que padeció» (Heb 5, 8), «frente al gozo
que se le presentaba, soportó la cruz, sin tomar en cuenta la ignominia» y así
«se ha convertido en jefe iniciador y consumador de nuestra fe» (Heb 12, 2).
Lo que nosotros no podíamos, lo ha hecho él por todos nosotros: no sólo se
sometió plenamente a lo que Dios disponía, a la voluntad de un Dios que, aun
siendo su Padre, con bastante frecuencia parecía estar lejos de él y
esconderse hasta dejarle en la noche del sentido y del espíritu, sino que,
además, por su muerte voluntaria «anuló la nota de nuestra deuda escrita en
las ordenanzas, la cual era desfavorable a nosotros; y la arrancó de allí,
clavándola en la cruz» (Col 2, 14), y así ha hecho nuevamente posible nuestra
unión con Dios.

Por eso toda a. del cristiano en su sentido más profundo sólo puede ser una
participación en la a. de Cristo y, consecuentemente, una ascética de la cruz.
Sólo en cuanto tal tiene sentido y es salvíficamente operante. La participación
por la gracia en la muerte salvífica de Cristo, cuyo fundamento se pone por el
-> bautismo, ha de ser aceptada siempre de nuevo en la vida y debe
traducirse en un cotidiano morir con Cristo. La obediencia de fe se convierte
así para el cristiano en un seguimiento de Cristo, según el sentido de las
palabras: «El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, cargue con
su cruz y sígame» (Mc 8, 34 par). Este seguimiento del Señor entregado a la
muerte por nosotros, no sólo es el fundamento radical de la a. moral, sino
que, además, hace posible una a. mucho más honda: el movimiento activo
hacia la muerte, el abrazarse a la cruz con una renuncia voluntaria a bienes
importantes para la vida. Esta a. es la realización del espíritu de las
bienaventuranzas y de los --> consejos evangélicos. No está en manos del
hombre (piadoso) y del cristiano (celoso), sino que la suscita siempre de
nuevo la llamada del Espíritu de Cristo, del Espíritu de donde brota el amor
crucificado y la obediente y amorosa prontitud para el servicio, y este Espíritu
es a la vez su medida. La a. de la cruz es -> penitencia, expiación y
testimonio en una sola cosa; ella arranca los muros para dejar libre el camino
al ímpetu torrencial del -> amor.

Hemos de mencionar todavía un último momento de la a. fundamental del


cristiano, el escatológico. De suyo ya está contenido en la a. de la fe y la a. de
la cruz, pues ambas apuntan por encima de sí mismas hacia la prometida
gloria definitiva, que es superior a este mundo; pero, no obstante, hemos de
hablar de él en particular y hacerlo consciente, ya que exige determinados
comportamientos por parte del cristiano. Éste es todavía un peregrino, un
miembro de la Iglesia peregrinante, se halla en camino hacia la ciudad santa,
que Dios ha edificado para su pueblo (cf. Heb 11, 10). El cristiano se
encuentra en la etapa última de la peregrinación, en el tiempo que media
entre el «ya» del irrevocable acercamiento salvífico de Dios en su Hijo y el
«todavía no» de la revelación gloriosa del nuevo cielo y de la nueva tierra; en
un tiempo en que él es todavía un extraño en este mundo, sin patria ni
derecho de ciudadanía (cf. 1 Pe 2, 11, pasaje relacionado con Lev 25, 23; Sal
39 [38], 13, entre otros lugares) y, sin embargo, ya es «conciudadano de los
santos» y miembro «de la familia de Dios» (Ef 2, 19). Aunque él ya está «en
Cristo», no obstante morirá «sin haber alcanzado las promesas»; sólo podrá
verlas y saludarlas desde lejos (cf. Heb 11, 13). En esta situación salvífica se
pide tres cosas al cristiano: paciente perseverancia (la hypomoné de las
cartas apostólicas), disposición para la partida y vigilancia ante la venida del
Señor. Al ejercicio de estas actitudes podríamos llamarlo ascética
escatológica. En los esfuerzos y desengaños de este tiempo, que crecen con la
edad, el cristiano deberá volver siempre a protegerse contra un peligroso
cansancio de la fe, contra el fastidio frente a lo religioso (acedia) y contra la
resignación. Muchas veces él quisiera derivar hacia lo más fácil y cerrar los
ojos ante la decisión inexorable de la fe. Entonces hay que invocar la
paciencia que el Señor le enseñó con su ejemplo y que le ha sido prometida
como don de la gracia, la fuerza radicada en lo profundo del corazón para
perseverar en el camino, contra la resistencia de la naturaleza débil. Es más,
el estado de vía, la existencia peregrina, exige del cristiano que él permanezca
constantemente abierto para el futuro, con el oído atento a la llamada siempre
nueva de Dios. Por esto el creyente no puede afianzarse en sus opiniones,
planes, etc.; pues de otro modo estaría siempre en peligro de confundir todo
eso con la voluntad de Dios. Él ha de desprenderse diariamente de sí mismo y
de su mundo, abriéndose al Dios siempre mayor, cuyos designios son en todo
momento impenetrables e imprevisibles.

Esto también tiene validez con relación al ámbito eclesiástico. ¡Cuánta


obstinación y mezquindad, cuánto fariseísmo, abuso de autoridad,
pensamiento legalista y, con ello, lastre para la fe, se habrían evitado si todos
los rangos y estados de la Iglesia, clérigos y seglares, hubieran sido siempre
conscientes de que la Iglesia, el pueblo de Dios, se halla todavía en camino y,
por tanto, ha de permanecer siempre abierta y modificable, ha de estar
siempre a la búsqueda de la plenitud de la verdad y cargada con la
responsabilidad de pronunciar nuevamente la palabra de Dios en cada época.
Finalmente, la existencia peregrina exige también lo que en sentido estricto se
entiende por actitud escatológica: el estar dispuesto para el día final, la
mirada hacia el Cristo que ha de volver para el juicio y la instauración de la
gloria, lo cual implica una constante a. que reclama en la forma más profunda
el pensamiento y la acción del hombre. De ahí las muchas exhortaciones del
Señor a la vigilia (Mc 13, 33ss; Mt 24, 37ss par; Lc 21, 34ss). Lo que esa a.
significa concretamente ha encontrado su formulación clásica en la célebre
frase de Pablo (1 Cor 7, 29ss ), en la cual él exige de todos los cristianos una
postura de distancia frente al mundo en su forma actual, distancia que deja
libre la mirada para el otro mundo, para el definitivo. También lo que hemos
llamado a. mística tiene aquí su lugar peculiar.

Sólo cuando la a. cristiana es conocida y vivida en su dimensión teológica,


queda libre de aquella estrechez y de aquel --> antropocentrismo unilateral
que tantas veces - y no siempre injustamente- se le ha echado en cara, y a la
vez se pone de manifiesto que la a. y la mística no son sino dos aspectos de
una misma realización cristiana de la vida y, por tanto, no pueden separarse
(cf. J. DE GUIBERT: DSAM I, 1013). Mas para evitar todas las posibles
tergiversaciones, a las que ambos conceptos están constantemente
expuestos, sería necesario que actualmente, yendo más allá del contenido
individual de la a. y la mística, más allá de su aportación a la perfección
personal, se las enmarcara dentro del misterio de la --> Iglesia. Sólo así se
mostraría que en último término ellas no pueden tener mayor sentido
consciente que el de constituir un «servicio» en la Iglesia y al misterio de la
Iglesia como cuerpo de Cristo y pueblo de Dios (cf. E. PRYZWARA, Deus
semper maior. Theologie der Exerxitien [WMn 21964] 300s, nota 1 a). Nadie
se hace perfecto para sí mismo; la perfección se logra siempre y solamente
sirviendo a aquel misterio de Cristo que lo abarca todo, el cual anuncia el
amor de Dios e irradia cu gloria.

III. El problema de una ascética

Si la a. y la mística se interfieren y en el fondo forman una unidad


inseparable, se torna problemática la a., que como ciencia separada no
apareció hasta el s. xvii. La dificultad que radica en la cosa misma se muestra,
entre otras cosas, en que no existe ni ha existido nunca una definición única
de a. Unas veces se le asigna como objeto la vía purgativa e iluminativa,
mientras se reserva a la mística la vía unitiva; otras, se la limita a los actos
morales y religiosos que se fundan en los auxilios ordinarios de la gracia y
tienden principalmente al ejercicio de las virtudes, mientras la mística se
ocupa de las gracias extraordinarias y dones especiales; otras, en fin, abarca
toda la vida espiritual y todos los grados de la perfección, a excepción de la
contemplación infusa. Así se explica que, no obstante la división moderna de
la doctrina sobre la vida espiritual y la perfección en ascética y mística, ambos
campos se han tratado juntos y se los ha mirado como una sola disciplina o
especialidad. En la enseñanza teológica oficial, a. y mística aparecen por vez
primera como disciplina separada en 1919 (cf. AAS 12 [19201 29ss); en
1931, por la constitución Deus scientiarum Dominus (A-AS 23 [ 1931 ] 271 y
281), esa disciplina fue recogida en la ordenación oficial de los estudios
eclesiásticos. Dada la íntima conexión entre a. y mística, hoy se prefiere
hablar, con razón, de «teología espiritual», pero sólo imprecisamente puede
separársela de las restantes disciplinas teológicas primarias (sobre todo de la
exégesis, la dogmática y la moral), siempre y cuando éstas se conviertan en
teología espiritual, es decir, traspasen el plano de una exégesis
unilateralmente filológica y de una teología racional de escuela. Sin embargo,
si se habla de una a. en sentido estricto, sólo puede ser parte de una ciencia
superior y general, de la teología espiritual precisamente.

El esquema de tal ascética debería determinarse en primer término por la


dimensión teológica de la a. cristiana, es decir, por las ejercitaciones
fundamentales, arriba esbozadas, del cristiano, la a. de la fe, la a. de la cruz y
la a. escatológica. Sólo dentro de estas «ejercitaciones» y subordinada a ellas
tiene su puesto cristiano la a. moral (y también la mística); de lo contrario
estaría siempre ante el peligro de la piedad centrada en las obras propias y
con harta facilidad haría que la aspiración religiosa girara alrededor del
hombre, de la propia perfección personal, de la individual comunión de amor
con Dios. Desde el punto de vista de las virtudes, una ascética debiera
estructurarse de manera que las virtudes teologales, como actos
fundamentales del cristiano, fueran el alma de las morales y les señalaran su
centro y su dirección, teniendo cuidado de destacar la orientación concreta e
inmediata al misterio de la Iglesia y al servicio en ella. Sólo en la Iglesia y por
la Iglesia se hace eficaz la entrega del cristiano a Dios y al prójimo y llega
ésta a su perfección. Únicamente la Iglesia, «como signo e instrumento (de
Cristo) para la íntima unión con Dios y para la unidad de la humanidad
entera» (Const. dogmática Lumen gentium, art. 1), puede decir el amén al
ofrecimiento amoroso de Dios que se nos ha manifestado en Cristo (cf. 2 Cor
1, 19s).

En el contenido de una ascética cristiana entra además una -> antropología


que, frente a ciertos recelos, parcialidades y recortes que se echan de ver en
al tradición cristiana respecto a la estimación de lo corporal, de lo sexual, del
matrimonio y del orden profano en general, debería abarcar al hombre, como
unidad anímico-corporal, en sus diversas dimensiones (espíritu, alma, cuerpo;
individuo, comunidad humana y situación en el mundo). Pues el Dios de la
gracia habla al hombre tal como éste se encuentra y experimenta en la
totalidad de su existencia. A1 darle Dios parte en su vida por la redención de
Cristo, le abre a la vez posibilidades de un desenvolvimiento más profundo y
pleno de su ser humano. Que en la perspectiva de la concreta situación
salvífica del hombre, eso sólo sea posible por la participación de la cruz y
pasando por la muerte, no empece para que todos los órdenes de la
existencia y las cualidades humanas se integren en el llamamiento de la
gracia de Dios. Partiendo de ahí, todas las disciplinas antropológicas:
fisiología, psicología, caracterología, sociología, etcétera, así como todas las
formas de realizar el ser humano y la formación de la persona: la dimensión
individual y la social, señaladamente la polaridad y el encuentro entre los
sexos, el matrimonio y la soltería; los bienes y la pobreza, el trabajo y la
profesión, la acción política, la edad, el destino individual, etc., tienen su
puesto en una ascética cristiana. Son necesarias para llegar a una a. realista,
adaptada al sexo, a los presupuestos psicológicos y caracteriológicos, a los
grados de edad y madurez, al estado, a la situación, a las tareas de cada
individuo, y para preservarla de falsas formas. Pero sería erróneo recalcar
unilateralmente el realismo de la a. (a lo cual se tiende hoy en cierto modo),
como lo sería igualmente ver sólo sus dimensíones teológicas. Ambos
aspectos van unidos, como lo van sus realidades subyacentes: mundo y
supramundo, realidad de la creación y de la redención, naturaleza y gracia.
Esto condiciona la variablidad de la a. cristiana, desde el franco
apasionamiento en la existencia mundana hasta la embriaguez del
seguimiento de Cristo en la muerte y resurrección, según las exigencias de
una vocación cristiana y según la llamada en la situación concreta.

La exposición sistemática de la a. obligatoria en un cristiano no puede pasar


por alto las realidades de la tentación y del pecado, tan importantes para la
vida religiosa, y cuya superación no es la tarea última de la a. De ahí que
deban tratarse en una ascética no ya sólo implícita, sino también expresa y
temáticamente. Pero también aquí - como en la exposición de la a. misma -
es necesaria una diferenciación y estructuración de acuerdo con su
profundidad existencial. Una atención decisiva exige en este contexto la
tentación y el pecado fundamental del cristiano, que consiste en que el
hombre, inclinado hacia sí mismo (homo incurvatus) desde la culpa original
(Gén 3), tiene la inextirpable tendencia a desatender su destino
transcendental y a cerrarse, inmanentemente, al llamamiento de la gracia de
Dios. De esta primigenia tendencia pecadora están en el fondo afectados de
algún modo todos los pecados (Agustín), con máxima fuerza aquellos que
aparecen en el horizonte de la dimensión teológica de la a., de la a. de la fe,
de la a. de la cruz y de la a. escatológica. Éste sería también el lugar de
clasificar más puntualmente las tentaciones del hombre: las actuales y las
habituales, las patentes y las secretas, y de distinguir (con ayuda de la -->
psicología profunda y a base de la -> discreción de espíritus) entre fenómenos
psicológicos, caracteriológícos, sociológicos, condicionados por la situación y
otros que preceden a lo ético, y la propiamente dicha culpa religiosa y moral,
o de iniciar en su distinción, cosa que resulta hoy más necesaria que nunca.

Hay una última temática que tampoco puede faltar en una ascética: la idea de
la vida cristiana como camino, más exactamente, como camino gradual, como
ascensión a la perfección del amor a Dios y al prójimo, a la santidad. Se habla
aquí de un progreso, de un crecimiento en la santidad moral (sobre todo en
los tres conocidos grados de principiantes, progredientes y perfectos, que,
desde Tomás de Aquino [ST II-II q. 24 a. 9; q. 183, a. 4] se han hecho
canónicos; pero también en las tres etapas del camino llamadas «vía
purgativa», «vía iluminativa» y «vía unitiva», las cuales desde Platón y
Plotino, pasando por el Pseudo-Dionisio, entraron en la tradición cristiana, y
tenían como meta la unión mística con Dios), que en la edad moderna ha sido
entendido cada vez más en el sentido de una perfección moral. Sobre la
terminología y el problema de los grados de perfección cf. O. ZIMMERMANN,
Lehrbuch der Aszetik [Fr 1929] 66s; y J. DE GUIBERT, Theologia spiritualis,
ascetica et mystica [R 21939] número 317ss; L. v. HERTLING, Theologiae
asceticae cursus brevior [R 1939] n ° 206-208). Aquí el factor del esfuerzo, de
la renuncia y, por ende, de la a. desempeña un papel decisivo. Ahora bien,
según el NT y también según la unánime tradición teológica, se da
indudablemente un crecimiento en la perfección. Pero aparte de que tanto .la
sagrada Escritura como la Tradición hablan sobre el particular de modo muy
general y, en parte, puramente formal, de forma que poco dicen sobre el
«cómo» de ese crecimiento, los modernos, cuanto más fuertemente
experimentamos nuestra impotencia permanente, tanto más escépticos nos
hemos hecho respecto del éxito de una a. acentuadamente moral (cuya
necesidad no se discute) en orden a «adquirir la perfección». No nos fiamos ni
de nuestras más santas sensaciones; la vida diaria, lo mismo que las
conclusiones de la psicología profunda nos enseñan que podemos decir poco
acerca de la autenticidad y profundidad de nuestros actos y actitudes
cristianos y virtuosos. Este escepticismo es confirmado por razones teológicas.
La actual teología de la gracia recalca más fuertemente que antes el carácter
personal de la santidad cristiana (hasta de la gracia santificante). No
podemos, por tanto, imaginarnos que su crecimiento sea como el de un objeto
o de una cosa, representación que la concepción tradicional de la gracia y la
doctrina sobre el hábito han fomentado. La santidad no es para nosotros algo
que podamos «poseer», sino que, dentro de la primacía de la santidad óntica
(y, por ende, permanente, aunque puede perderse) sobre la moral, ella está
ligada a la comunidad personal con Dios y se halla configurada por su
condición de don gratuito, don que se extiende también a la cooperación
humana. La problemática que con ello se arroja sobre la idea de un camino
gradual hacia la perfección debe ser tratada en una ascética actual. Así
aparecería claro que, para un cristiano de hoy, el camino de la santidad debe
ser visto ante todo en el horizonte de las dimensiones teológicas de la
escética. La creciente santidad se muestra para él en que dispone sobre sí por
el amor en la medida en que deja que Dios disponga de él en las situaciones y
los imperativos de la vida diaria.

Friedrich Wulf

ASTROLOGÍA

La astrología ( = interpretación de los astros) supone que existen ciertas


relaciones'' a modo de leyes entre la posición de los astros a la hora del
nacimiento de una persona y su carácter y destino, en contraposición a la
astronomía ( = ciencia de los astros), que investiga las leyes naturales por las
que se rigen los cuerpos celestes.

1. Algunas ciencias especializadas formulan (según Reiners), entre otras, las


siguientes objeciones: a) tras una historia de más de 2000 años, todavía no
se ha publicado un material con fuerza demostrativa que constara de algunos
miles de horóscopos comprobables y fidedignos. b) Las reglas para relacionar
las constelaciones estelares con el destino se basan, en parte en un fetichismo
del nombre (Marte = guerra o muerte; Venus = amor, etc.), y en parte en
ideas astrofísicas manifiestamente falsas. c) El influjo de las fuerzas estelares
tan sólo en el momento de romperse el cordón umbilical es una arbitrariedad
condicionada por el fin pretendido. d) La división de la esfera celeste en
«familias», es decir, en determinados campos que han de influir en
situaciones decisivas de la vida humana (matrimonio, amigos, profesión, etc.),
carece de toda fundamentación. e) Los «aciertos» aducidos se deben a un
cálculo de probabilidad meramente casual. f) Los métodos de trabajo de los
astrólogos discrepan tanto entre sí, que de un mismo horóscopo diversos
intérpretes han obtenido diferentes resultados. Los más contradictorios son
los horóscopos de los periódicos, que la mayoría de los astrólogos
profesionales consideran absurdos.

La astrología como oficio es sancionable, p. ej., en Francia, Bélgica,


Dinamarca, Suecia, Rusia, Italia, Suiza.

En contraposición a las reglas arbitrarias de la astrología, cabe verificar un


influjo de los cuerpos celestes, especialmente del sol y de la luna, en
fenómenos terrestres y, por consiguiente, en forma mediata también en la
vida humana.

Investigaciones de M. Gauquelin (1955) refutan la suposición de una realidad


objetiva de la astrología, si bien, teniendo en cuenta el estudio de 24 000
nacimientos de importantes personas pertenecientes a diferentes grupos
profesionales, parece que no se puede negar un cierto influjo de Marte,
Júpiter y Saturno en el comienzo de los dolores de parto. Pero las estadísticas
suministran cifras que rebasan notablemente lo que se podría esperar por el
cálculo de probabilidades. Hasta ahora no tenemos una ftmdamentación
causal de esas interdependencias.

2. El aspecto psicológico de la astrología no descubre nada sobre los astros,


pero sí revela algo acerca del hombre. Según Th. W. Adorno «la astrología
refleja exactamente la opacidad del mundo empírico». En el cielo vuelven a
aparecer casi todas las amenazas contra la vida y los rasgos del carácter que
son importantes para el destino; allí están reflejadas las «doce» casas; los
planetas llevan los nombres de los antiguos dioses, constituyendo una
proyección de las esperanzas terrenas en el ámbito religioso (Mercurio, para la
profesión = dinero; Júpiter, para el poder = influencia); y también hay allí
signos del reino animal, recordando los acontecimientos de la vida del campo
o como símbolos de propiedades humanas.

La a. debe su autoridad en forma decisiva a su carácter irracional. Mandatos y


orientaciones procedentes de esa profundidad aparentemente transcendente
del universo e interpretaciones de la vida desde esa pseudotranscendencia,
racionalmente impenetrable, infunden un temor que se convierte en
pseudorreverencia. C.G. Jung defiende una opinión compartida por muy
pocos. «Resultados más que casuales los interpreta él como un fenómeno
sincrónico, como una compaginación llena de sentido dependiente de las
esperanzas del experimentador, fundadas a su vez en los arquetipos... En
situaciones que vivifican un arquetipo, de las cuales forma parte la a., los
números se coordinan bajo la acción de un factor compaginador de la
esperanza emocional. Esos fenómenos sincrónicos, «lo que casualmente
acontece con sentido», tienen como trasfondo en la naturaleza una dimensión
de acausalidad, de libertad y de significación, la cual se comporta como un
complemento de la vinculación, de lo mecánico y de lo absurdo» (Zeitschrift
lür Parapsychologie i, 2/3, p. 91s). Jung considera también los dichos sobre
los signos estelares como mitos, o sea, como imágenes psicológicas
proyectadas en el cielo. Y en cierto modo éstas han sido halladas allí a manera
de una proyección. Según Jung la a. pertenece preferentemente a los
fenómenos parapsicológicos (-> parapsicología).

3. Filosóficamente es significativa la opinión de algunos astrólogos: Los astros


no fuerzan, pero infunden cierta propensión. Por consiguiente, si existiera el
influjo astral, sería comparable a otras influencias que el medio ambiente
ejerce sobre la conducta humana (p. ej., el estado de la atmósfera). Eso no
suprimiría la decisión propia de la voluntad.

4. Teológicamente el problema grave de la a. está en que ésta constituye un


«substitutivo» de la religión. Con lo cual se convierte en -> superstición y
desvía el camino personal, que de suyo debería conducir a la fe confiada en
Dios. En lugar de renovar constantemente la decisión personal por el propio
destino como basado en la voluntad de Dios, el hombre huye hacia ámbitos
anónimos.

El influjo del «sacerdote» de ese substitutivo de religión no puede


infravalorarse en el campo pastoral. Son especialmente peligrosas las
predicciones de un destino adverso, por la necesidad psicológica de cumplirlo
que ellas engendran.

Johannes Fasbender

ATEÍSMO

I. Aspecto filosófico

1. El concepto y el hecho del a.

Filosóficamente hablando, a. significa la negación de la existencia de Dios o de


toda posibilidad - no sólo la racional - de conocerlo (a. teórico). Este a.
teórico, en sus defensores, puede ser tolerante (incluso vacilante), cuando no
tiene intenciones proselitistas; es «militante» cuando se concibe como una
doctrina que debe difundirse para bien de la humanidad y combate toda
religión como error nocivo. Se habla de un a. práctico (indiferentismo) en el
caso de personas que del reconocimiento teórico de Dios no sacan ninguna
consecuencia (concreta) para su conducta. Determinar en qué consiste el
verdadero a. depende del concepto exacto de Dios que se presupone. Son con
seguridad ateos todos los sistemas del materialismo y del monismo
materialista (atomistas antiguos, cínicos postsocráticos, epicureísmo, algunos
filósofos del renacimiento, como Campanella, el naturalismo francés de la
ilustración: Voltaire, Holbach, Lamettrie; el positivismo alemán y el monismo
del s. xix: Vogt, Büchner, Moleschott, Haeckel; el hegelianismo de izquierda:
Feuerbach, Marx; el -> socialismo vulgar del s. xrx; el --> materialismo
dialéctico y el bolchevismo; el a. militante promovido por los gobiernos de los
países comunistas), el -> positivismo, el sensualismo y el existencialismo), y
la época por postulado atea mas de a. como postulado, es decir, las teorías
que, como el existencialismo de A. Camus y J.P. Sartre, dependientes de
Nietzsche (--> existencialismo), y la época por postulado atea de N.
Hartmann, intentan demostrar positivamente que Dios no puede ni debe
existir. Si cada forma de -> panteísmo (especialmente en el -> idealismo
alemán) debe ser calificada de atea, depende de la medida en que en el
sistema en cuestión el hombre y el mundo se identifiquen con el Absoluto
(disputa del ateísmo). El politeísmo en tanto habrá de ser considerado como
a. en cuanto dificulte el acto auténticamente religioso con relación al
fundamento absoluto del mundo o, en caso extremo, lo haga imposible. En
cambio, el politeísmo antiguo persiguió como doctrina atea el monoteísmo de
algunos filósofos y del cristianismo, por su oposición a los dioses del Estado; y
a su vez los padres de la Iglesia intentaron descubrir también en ciertas
herejías un ateísmo oculto.

Desde el punto de vista de la historia del espíritu, el a. como sistema filosófico


ha surgido siempre en momentos críticos de transición entre épocas
espirituales, culturales y sociales. Así se delata a sí mismo como fenómeno de
crisis, como proyección de la pregunta bajo el vestido de una respuesta, y no
como respuesta de un tiempo que ha llegado a una reposada seguridad. En
toda transición a una nueva época de autoexperiencia del hombre,
aparentemente queda superada una determinada experiencia de la propia
finitud. Con ello, por un lado, se encubre el conocimiento de la finitud radical y
se suscita la impresión de que no hay ningún lugar para una realidad
propiamente absoluta e infinita; y, por otro lado, se conoce con mayor
claridad la problemática contenida en los insuficientes modelos de
representación y de pensamiento anteriormente reinantes, a través de los
cuales se pretendía expresar qué se entiende por Dios. Así surge la impresión
de que toda afirmación sobre Dios aplica precipitadamente esas categorías
mentales a un «objeto» que no existe, o de que por lo menos nada se puede
afirmar sobre esta cuestión.

2. Posibilidad

La simple experiencia de la historia de la religión y de la filosofía demuestra


que de hecho existe un a. teórico. Luego diremos cómo se debe interpretar
teológicamente este hecho. Pero el a. no es tampoco, considerado desde un
punto de vista puramente filosófico, una de las muchas opiniones distintas de
los hombres sobre la existencia o la demostrabilidad de algún ente
determinado. Pues si el a. se entiende a sí mismo y comprende lo que el
término «Dios» expresa, niega que se pueda plantear la pregunta por el ser
en su totalidad y por el sujeto interrogante en cuanto tal. Pero esa pregunta
se replantea como condición de su negación. Con lo cual el a., en la medida
en que entiende su propia posición, es un a. que se elimina a sí mismo. Mas
su indudable posibilidad se debe a que el hombre es un ente capaz de estar
en contradicción consigo mismo, por desconocimiento de su esencia y también
por su culpa libre.

3. Crítica filosófica del ateísmo


Se deberá demostrar primero por un método transcendental que el absoluto
escepticismo en el terreno de la teoría del conocimiento (o de la crítica) y de
la metafísica, o bien una limitación positiva, pragmática o «criticista» del
conocimiento humano al ámbito de la experiencia inmediata, se elimina a sí
mismo, y que, por tanto, la posibilidad de la metafísica queda afirmada en su
propia existencia, implicada en el conocimiento necesario del hombre. A base
de esto, en una bien entendida demostración de la existencia y naturaleza de
-> Dios, hay que mostrar explícitamente el carácter absolutamente singular
de su conocimiento (conocimiento análogo del misterio del Dios
incomprensible) y desde ahí se debe facilitar una inteligencia de la posibilidad
del a. y sus límites.

Semejante crítica del a. debería estar completada por una interpretación


sociológica y criticocultural del ambiente donde el a. se desarrolla como
fenómeno de masas, por una explicación mediante la psicología profunda del
«mecanismo psíquico» que late en la duda y en la imposibilidad de llegar a lo
transcendente (a. como «huida» de Dios). La crítica filosófica del a. también
debería ser siempre una crítica al ateísmo fáctico de tipo vulgar y de tipo
filosófico, pues el a. vive esencialmente de una falsa inteligencia de Dios,
enfermedad de la que inevitablemente sufre el teísmo en sus concretas
formas históricas (-->antropomorfismo, -> desmitización). La crítica del a.
debería finalmente estar enlazada con una especie de mayéutica del acto
religioso, ya que, a la larga, el conocimiento teórico de Dios sólo vive allí
donde desemboca en el sí de la persona entera y de toda su vida a este Dios.

II. Aspecto teológico

1. La doctrina de la Iglesia

El a. materialista es calificado de vergonzoso (Dz 1802), y el a. como


negación del Dios único y verdadero, creador y señor de lo visible y lo invisible
(Dz 1801), y como panteísmo en sus distintas formas (Dz 18031805; cf. 31,
1701) está sancionado con el anatema (cosa por primera vez necesaria en la
edad moderna). La posibilidad natural de conocer a Dios con certeza está
directamente definida (Dz 1785, 1806; sobre el hecho de que la existencia de
Dios es demostrable: Dz 2145, 2317, 2320), pero simultáneamente se
acentúa que él se halla inefablemente elevado por encima de todo lo que
fuera de él existe y puede ser pensado (Dz 428, 432, 1782). La doctrina del -
> agnosticismo modernista recibe el calificativo de «ateísmo» en la encíclica
Pascendi dominici gregis (Dz 2073, 2109). La doctrina de que el teísmo es
producto de las circunstancias sociales o se funda solamente sobre la base de
la convicción social, implícitamente queda también rechazada por la condena
eclesiástica del --> tradicionalismo (Dz 1649-1652, 1622, 1627).
Evidentemente, no se discute la importancia esencial de la tradición y de la
sociedad para el conocimiento de Dios por parte del hombre individual.

Por primera vez en el Vaticano II la Iglesia se ha ocupado seriamente del a.


como un fenómeno nuevo y masivo de transcendencia mundial y social.
Primeramente de una manera más bien marginal en la constitución Lumen
gentium (Const. sobre la Iglesia, n.° 16), donde leemos: «Y la divina
providencia tampoco niega los auxilios necesarios para la salvación a quienes
sin culpa no han llegado todavía a un conocimiento expreso de Dios y se
esfuerzan en llevar una vida recta, no sin la gracia de Dios». Sin duda ese
«inculpable» a. (en la dimensión del conocimiento reflejo: expressa agnitio) es
considerado como un caso realmente posible y que no excluye la salvación.
Pero con ello no quedan decididas las siguientes cuestiones: a) si también en
la realización práctica y prerrefleja de la existencia se da un « no» inculpable
al teísmo, que va implicado necesariamente en esta realización; b) si el a.
explícito en el ámbito de la reflexión teórica puede permanecer inculpable en
el individuo durante toda su vida. La primera pregunta deberá recibir una
respuesta negativa, pero en la segunda, ante la experiencia actual en torno al
a., hay que proceder en la respuesta (positiva o negativa) con mayores
reservas que la generalidad de los teólogos hasta ahora, los cuales negaban la
posibilidad de un ateísmo reflejo e inculpable durante largo tiempo.

El texto principal sobre el a. (que hemos de interpretar más pastoral que


doctrinalmente) se halla en los números 19-21 del capítulo primero de la
Constitución De Ecclesia in mundo huius temporis. La Constitución primero
expone las distintas formas y causas del a., luego describe la moderna forma
teórica del mismo, y finalmente describe la relación de la Iglesia con el a.
Reconoce la urgencia actual del problema del a. Concede entre otras cosas
que el a.: a veces sólo rechaza a un Dios que en realidad no existe; con
frecuencia brota de la atrofia de la experiencia religiosa; surge ante el
problema de la teodicea (el mal en el mundo); también tiene causas sociales;
y frecuentemente es una falsa interpretación de una experiencia en sí legítima
de la libertad y de la autonomía por parte del hombre moderno, o de su
voluntad de librarse activamente de las cadenas económicas y sociales, para
llegar a configurarse a sí mismo como una especie de «demiurgo» y a
conceder un rango absoluto a ciertos valores humanos. Afirma la posibilidad
de un a. culpable, si bien con gran reserva, brevedad y sin profundizar este
problema especial. Dice igualmente que también los cristianos tienen culpa en
el a., en cuanto éste constituye una reacción crítica contra formas deficientes
del teísmo en la teoría y en la vida. El documento conciliar acentúa que el
teísmo no constituye ninguna alienación del hombre, sino que responde, más
bien, a una pregunta que el hombre a la larga no puede eludir, sobre todo en
los momentos decisivos de su vida. Acentúa también que el teísmo y la
esperanza escatológica de los cristianos no debilitan la activa configuración
intramundana del futuro, sino que le confieren su auténtica dignidad y fuerza.
Se habla en la Constitución de una intima ac vitalis coniunctio del hombre con
Dios, de una inquietudo religiosa, de una quaestio insoluta subobscure
percepta, 'que el hombre es para sí mismo. Así, pues, se aspira allí a la meta
de una más amplia relación existencial del hombre con Dios, la cual no se da
por primera vez cuando se pregunta por él en la reflexión teórica. Pero estas
indicaciones del Vaticano ii representan las líneas directivas fundamentales de
este problema-.

2. La Escritura

En general la Escritura, junto con su contorno semítico, presupone o afirma


como evidente la existencia de Dios. La necedad del que cree que Dios no
existe (Sal 10, 4; 14, 1; 53, 2) se refiere a la negación de su actividad
providente y judicial en el mundo. En este sentido, el interés, la evolución, la
lucha y la profesión de fe en el A y NT giran en torno al -> monoteísmo. En
efecto, el artículo fundamental de fe es la adhesión creyente al Dios vivo de la
alianza en medio de su acción experimentada en la historia concreta de la
salvación, o al Padre de Jesús, como único Dios verdadero (Dt 4, 35; 6, 4; Mc
12, 29; Jn 17, 3; Rom 3, 30, etc.). En este contexto revisten importancia la
doctrina de la --> creación, la -> angelología y la interpretación de los dioses
como verdaderos --> demonios, pues en todo eso se muestra un saber
relativo a dimensiones profundas de la existencia que transcienden lo
empírico, pero también el hecho de que, frente a ellas, Dios es el totalmente
diferente, el incomparable (1 Cor 8, 5). Con lo cual queda atestiguada la
conciencia di la transcendencia radical de Dios. Esto debería tenerse en cuenta
para interpretar con mayor precisión la doctrina de la Escritura acerca de la
posibilidad natural de conocer a Dios (Sab 13; Rom 1, 20). Ya en la doctrina
de la condición creada de toda la realidad mundana y en el principio,
claramente contenido en Tomás de Aquino, de que el mundo en la medida de
lo posible debe explicarse por las «causas segundas», es decir, por sí mismo,
está en germen el concepto de mundo de la edad moderna, según el cual éste
es de suyo investigable y dominable. Mas con ello estamos ante la tentación
de la época moderna, consistente en arreglárselas sin Dios para explicar el
mundo. En cuanto la Biblia despoja a éste de todo «carácter pseudo-divino»
por afirmar su condición creada (pero sin eliminar lo numinoso, que con
frecuencia se pasa por alto), asentando así la base necesaria para el
verdadero teísmo adorante, corre por eso mismo el riesgo del a. moderno, y
lo corre en medida superior a la de la antigüedad prebíblica. En todo caso,
según la Escritura, el hombre no posee a Dios como uno más de sus posibles
objetos. Los hombres, como «estirpe divina», han sido creados para que
busquen a Dios (Act 17, 27ss).

Por eso los ateos son inexcusables (cf. Ef 2, 12), pues su negativa a conocer y
reconocer a Dios es la soberana necedad, con tonos de sabia, del que,
conociendo propiamente a Dios, sin embargo no lo reconoce como tal, y
cambia al Dios conocido por otra cosa (Rom 1, 21ss; 25, 28); y, así,
culpablemente «retiene cautiva» la verdad (Rom 1, 18).

Por tanto la Escritura no conoce ningún ateísmo (o al menos no reflexiona


sobre un a.) que consista en una fría negación intelectual. Solamente conoce
aquel a. - difícil de determinar en cada caso - que oscila entre la piadosa
veneración anónima del «Dios desconocido» (Act 17, 22 a la luz de Ef 2, 12) y
el culpable no saber acerca del Dios conocido en la «reprimida» realización
fundamental de la propia existencia (Rom 1).

3. La teología tradicional

Ésta trata principalmente la cuestión de la posibilidad del a. La concepción


fundamental de los padres de la Iglesia considera fácil el conocimiento natural
de Dios, es más, lo considera casi inevitable y, en este sentido, «innato».
Frente a la (relativamente fácil Sab 13, 9) posibilidad de conocer a Dios y al <
inexcusable» a. < necio» (Sab Rom 1), los teólogos católicos defienden en
general la doctrina de que, un inculpable a. negativo (es decir, que no llega a
ningún juicio sobre la pregunta acerca de Dios), de suyo, o sea, en normales
circunstancias humanas, no es posible en el individuo durante largo tiempo.
Un a. positivo (es decir, que niega explícitamente la existencia de Dios o la
posibilidad de conocerlo) es admitido como un hecho posible y como un
estado duradero (e incluso lamentado como fenómeno militante y masivo que
se ha producido por primera vez en los últimos tiempos: Pío xi, AAS 24 [ 1932
] 180ss, 29 [ 1937 ] 76 ), pero se le juzga culpable. Pero esta doctrina admite
todavía muchas matizaciones y las tiene en realidad. L. Billot («Études», 161 -
176 [19191923]) acentúa la dependencia social y cultural del individuo
respecto a su medio ambiente y tiene por posible que muchos «adultos» sigan
siendo menores de edad en lo relativo al conocimiento de Dios. Hoy, por el
contrario, se acentúa tanto la referencia radical a Dios como elemento
esencial del hombre, que se niega la existencia de ateos en la esfera de la
realización más íntima de la existencia, y sólo se admite la existencia de
hombres que creen ser ateos. Ante los fenómenos masivos del a. actual y la
doctrina del Vaticano ii, hemos de suponer que esta interpretación del a.
seguirá difundiéndose, profundizándose y matizándose.

Contra la opinión citada en primer lugar hemos de resaltar que, dada la


universal voluntad salvífica de Dios, resulta teológicamente inaceptable que
tantos hombres permanezcan sin culpa lejos de su destino a pesar de haber
vivido su vida. Y, con relación a la segunda opinión, hemos de decir que el a.
empírico, a juzgar por la Escritura, en último término no puede deberse a una
inocua interpretación falsa de un teísmo oculto. Alejandro vii (Dz 1290)
condenó como error teológico la afirmación según la cual puede haber un
pecado que vaya únicamente contra la naturaleza humana, pero no contra
Dios (sobre el sentido de esta condena del peccatum philosophicum, cf. H.
BEYLARD: NRTh 62 [19357, 591-616, 672 hasta 698). Por un lado hay que
sostener esta relación entre teísmo y ética. Y, en consecuencia, podemos muy
bien decir que una decisión fundamental de orden moral, aun cuando ella no
se interprete conscientemente a sí misma como una forma de posición frente
a Dios, por lo menos implícitamente contiene una decisión con relación a él.
Por otro lado, hoy día vemos más claramente (de nuevo con Tomás) que la
dependencia del individuo respecto a la opinión de la sociedad que lo soporta,
es mayor de lo que antes se creía, sin poner en duda por esto su libre,
personal y responsable toma de posición. El derecho a distinguir, en lo relativo
al conocimiento de Dios, entre el hombre en conjunto o en general y el
individuo particular, está plenamente garantizado por el Vaticano i: CollLac vii
236, 150, 520.

4. Reflexión sistemática

a) Con relación al a. la teología ha de resaltar en general la -> transcendencia


absoluta del hombre (la cual ha de ser entendida de antemano como apertura
para la actuación libre del Dios «vivo», de modo que el conocimiento
«natural» de Dios no puede desarrollar ningún sistema teológico ya
terminado, el cual constituyera una ley apriorística para la palabra de la
revelación). Esta transcendencia, que como condición transcendental de todo
conocimiento espiritual y de toda acción libre refiere implícitamente a Dios, de
forma que esta referencia se da implícita pero realmente en todo
conocimiento y acción libre, puede actualizarse: 1 °, como algo aceptado con
obediencia o, por el contrario, negado; 2 °, como algo dado implícitamente y
en forma no refleja, o también como una dimensión convertida en tema
explícito, llamando entonces Dios a su término de referencia (que de hecho le
sale al encuentro por propia iniciativa). De ahí se deduce (como
esclarecimiento sistemático de los datos de la Escritura y de la tradición): No
puede haber un a. que descanse tranquilamente en sí mismo, pues también el
a. vive de un teísmo implícito; y, en cambio, es posible un teísmo nominal
que, a pesar de hablar objetivamente de Dios, o bien (todavía) no realiza
auténticamente en forma personal la verdadera esencia de la transcendencia
hacia Dios, o bien lo niega en el fondo de manera ateísta, es decir, impía;
cabe igualmente un a. que solamente cree serlo, a saber, cuando la
transcendencia es aceptada explícitamente con obediencia, pero el que se
cree ateo no logra explicársela adecuadamente; y puede finalmente haber un
a. total (necesariamente culpable), el cual se da cuando el soberbio
encerramiento en sí mismo niega la transcendencia y convierte temáticamente
su negativa en a. explícito y reflejo. Cuál de estas formas posibles de a. es la
que se da en el hombre individual y bajo qué mezcla esas formas se
presentan en una época, es una cuestión que constituye un misterio conocido
únicamente al Dios juez. Mas como en virtud de la esencia del hombre y de la
del cristianismo (en el cual el Absoluto mismo por la «encarnación» se ha
hecho mundano y con ello tema de las categorías humanas) la transcendencia
sólo se realiza y es aceptada plenamente en la «religación» (religión) formal
al Dios conocido e invocado, el a. que duda o niega explícitamente
(prescindiendo de cuál sea su fundamento) es lo más terrible del mundo, es la
revelación de la necedad y la culpa de los hombres, y un signo de la escisión
de sus destinos ante Dios, la cual se consuma por el acontener escatológico.

b) La imposibilidad de un a. despreocupado puede mostrarse especialmente


en el campo de la experiencia moral. En efecto, donde se afirma una absoluta
obligación moral, late también una afirmación implícita de Dios, aun cuando el
individuo en cuestión no logre objetivarla conceptualmente en un teísmo
explícito. Pues la afirmación existencialmente incondicional de un a obligación
absoluta y de la existencia de su fundamento objetivo constituye (aunque no
explícitamente) una afirmación de Dios. Y, viceversa, donde no se ve ni se
quiere realmente (ni en forma explícita ni en la realización concreta de lo
ético) la obligatoriedad absoluta de la ley moral, no cabe hablar de una
presencia plena de lo moral en cuanto tal (aun cuando entendamos lo ético
independientemente de su fundamentación teónoma); el comportamiento
estaría entonces inmerso en los impulsos, en lo convencional, en lo útil, etc.
Naturalmente, puede haber una ética atea en cuanto hay valores y normas de
ellos derivadas que se distinguen de Dios (la naturaleza personal del hombre y
todo lo conforme con ésta); y es posible descubrirlos y afirmarlos sin conocer
explícitamente a Dios. En este sentido la ética y sus normas son un ámbito
objetivo de la naturaleza, el cual, como todos los demás ámbitos objetivos de
la creación, goza de una relativa autonomía y de una posibilidad de acceso
inmediato por el conocimiento, de modo que, por lo menos en principio,
también con los ateos cabe entenderse acerca de ese tema. Pero la validez
absoluta (u obligatoriedad absoluta) de todos esos valores y normas, está
fundada en la transcendencia del hombre. Dicha validez absoluta sólo es
conocida en cuanto tal en la medida en que el hombre la aprehende como
implícitamente afirmada en aquella afirmación del ser y del valor absolutos
que se da en la aceptación decidida de la propia transcendencia (y a este
respecto puede permanecer plenamente abierta la cuestión de si esa
afirmación es explícita o sólo implícita). Así, pues, en cuanto lo moral incluye
en su concepto esta afirmación absoluta, no es solamente alguno de los
ámbitos objetivos hacia los que están enfocados el conocimiento a posteriori
del hombre y su conducta. En el carácter absoluto de lo obligatorio la
dimensión moral logra una dignidad que no puede compararse con otros
ámbitos. Y, por tanto, no hemos de concebir esta dignidad peculiar como si
sólo estuviera fundada en Dios de un modo mediato, a la manera como las
demás realidades tienen su «último» fundamento en Dios. Más bien, bajo el
aspecto de la obligación absoluta, en lo moral mismo en cuanto tal se
transciende hacia Dios, y desde esta perspectiva hemos de negar la
posibilidad de una ética atea -incluso en el plano meramente subjetivo- y en
consecuencia la, del a. Alguien puede tenerse a sí mismo por ateísta, cuando,
en realidad, en su incondicional sumisión a la exigencia de lo ético (si de
verdad se somete; lo cual, por otra parte, no implica necesariamente que
desde el prisma burgués sea un «hombre bueno»), él afirma a Dios y en la
profundidad de su conciencia sabe que lo hace, aunque en aquella esfera
mental donde trabaja con conceptos objetivos interprete falsamente lo que de
hecho realiza.

c) Un esfuerzo por la superación del a. debe tener conciencia de que, en la


actual y futura situación espiritual de la humanidad, al enfrentarse con el
problema del a. el cristianismo ha de contar con todo lo que en el campo
dogmático él dice desde siempre acerca del -> pecado en general, acerca de
su raíz permanente, de su (bien entendido) poder incluso en el justificado, de
la imposibilidad de arrancarlo del mundo, es más, del incremento escatológico
de su poder con el curso de la historia, de la diferencia entre el pecado
subjetivo y el (meramente) objetivo, así como acerca de la imposibilidad
humana de pronunciar un juicio definitivo sobre el hecho de si un fenómeno
visible implica o no culpa subjetiva. Teológicamente hablando, todo esto
debería decirse en la actualidad con relación al a., pues él es hoy - y
seguramente permanecerá - la forma más clara y poderosa, como época, del
pecado en el mundo. Del mismo modo que la Iglesia estaba y está serena
frente al fenómeno de la (por lo menos objetiva y con frecuencia solamente
objetiva) culpa en el mundo, y, en medio de esa ineludible experiencia, cree
con esperanza en la victoria de la gracia dentro de la historia del individuo y
de la humanidad (historia de la --> salvación), así también ella ha de
ejercitarse en una postura idéntica frente al a.

Las demostraciones teóricas de --> Dios, por exactas e importantes que éstas
sean, actualmente sólo pueden tener eficacia en unión con una llamada
mistagógica hacia aquella experiencia religiosa de la -> transcendencia que se
da inevitablemente en la vivencia concreta de lo ético en general, de la
responsabilidad por una configuración activa del futuro y, sobre todo, de un
amor real y auténticamente personal al prójimo. Tanto al ateo culpable como
al inculpable (nosotros no podemos establecer una distinción adecuada y
segura entre ambos) hemos de hacerle entender en qué ámbito existencial él
encuentra a Dios, aun cuando no llame «Dios» a este último «de dónde» y
«hacia dónde» de su libertad moral y de su amor, aun cuando no se atreva a
«objetivarlos» y con frecuencia considere (en parte injustamente) la religión
sometida a categorías y a instituciones como una contradicción a ese misterio
inefable de su existencia.

Hoy ya no podemos presuponer que bajo el término «Dios» todos entienden


realmente aquello que propiamente se debería significar con dicho vocablo y
que, por tanto, la cuestión está solamente en si ese Dios existe de verdad. En
todo lenguaje religioso hemos de procurar con suma diligencia que en él
quede claro en forma viva el carácter incomprensible de Dios, su sagrado
misterio. Pues, de otro modo (lo que nosotros llamamos) Dios ya no es el Dios
real, y entonces lo presentado bajo este término será rechazado por un a. que
se tenga a sí mismo por «más piadoso» y puro que un teísmo vulgar. Quien
luche contra el a. como fenómeno social de masas, en primer lugar debe
tomarlo en serie y conocerlo, ha de valorar sus causas y argumentos,
confesando tranquila y abiertamente que con frecuencia se ha abusado del
teísmo y se le ha convertido en «opio del pueblo»; debe además desarrollar
un diálogo auténtico y sincero con los ateos, aceptando todos sus
presupuestos y exigencias y, en consecuencia, estando incluso dispuesto a
colaborar con los ateos en la configuración del mundo común. La «lucha» no
puede centrarse solamente en el campo de la doctrina; más bien se ha de
combatir sobre todo mediante el testimonio vivo de cada cristiano y de la
Iglesia entera, mediante una continuada autocrítica, purificación y renovación,
mediante el argumento de una vida religiosa que esté libre de --> superstición
y de falsa seguridad. A estas armas han de sumarse la práctica de la justicia,
de la unidad y del amor verdaderos y, con ello, el testimonio de que un
hombre, creyendo y esperando, puede aceptar la penumbra de la existencia
como nacimiento de un nuevo --> sentido infinito para ésta, el cual es
precisamente el Dios absoluto, que se comunica a sí mismo (cf. Vaticano ii,
Sobre la Iglesia en el mundo actual, n. 21).

Karl Rahner

AUTORIDAD

I. La postura del hombre moderno frente a la autoridad

Por lo común, el hombre moderno adopta una postura ambivalente frente a


toda a. Por un lado, tiene una fe extraordinaria en la a. y está enormemente
ávido de ella. Esto se ve, p. ej., en la confianza y en las esperanzas que tiene
puestas en las posibilidades y la capacidad de los expertos, pero también en
su afán de encontrar grandes líderes, que para él, muchas veces tienen más
importancia que los programas objetivos, y de los cuales espera un progreso y
un bienestar insospechados. La razón de esto está, sin duda alguna, en los
colosales progresos y conquistas culturales que se han dado en tantos campos
y que hemos de agradecer a los especialistas y a la gran socialización actual,
cuyo soporte son las autoridades y sus éxitos. Pero no hay que ignorar que
frecuentemente se tiende a hacer de una a. particular una a. total (así, p. ej.,
cuando se concede un valor excesivo a las declaraciones que los científicos
hacen en un campo que no es el suyo).

Por otro lado, con la misma frecuencia nos encontramos con una actitud
claramente defensíva y desconfiada frente a la a., especialmente cuando ésta
atenta contra la existencia personal. Pero muchas veces es sólo un vago
sentimiento de amenaza lo que el hombre percibe frente a la autoridad, la
cual entonces aparece como mala y esclavizadora del hombre. Pues el hombre
ha acumulado experiencias o conocimientos, frecuentemente traumáticos,
acerca del abuso de la a., o ve el enorme crecimiento del poder de casi todas
las autoridades y considera que esta fuerza excesiva es algo totalmente
desproporcionado. Pero ese crecimiento del poder de la a. está
necesariamente condicionado por el desarrollo técnico de nuestra civilización,
desarrollo que nos presenta unas posibilidades de mando y unas necesidades
de coordinación hasta ahora desconocidas. Estas posibilidades de gobierno se
derivan del hecho de que los avances de la biología, de la medicina, de la
psicología y de las ciencias sociales, de la -> ciencia en general, y las
conquistas de la -->técnica, con sus medios de comunicación y de poder,
permiten una manipulación del individuo y de las masas en grado tal, que en
ciertas circunstancias puede desaparecer en gran parte incluso el ejercicio de
la libertad en la esfera íntima. Las mismas Iglesias, por ejemplo, tienen la
posibilidad de manipular masivamente la opinión dentro del ámbito mismo de
la -> conciencia. De la creciente multiformidad de nuestra cultura y de la
interdependencia cada vez más intensa entre cada uno de los portadores de la
cultura, se desprende también la necesidad de una coordinación cada vez
mayor de las fuerzas. A eso va unido el hecho de que aumenta
constantemente la impotencia del individuo para abarcar el todo y la red de
relaciones que éste implica (-> formación). Por eso él depende cada vez más
de la autoridad de otros hombres que, o bien le hacen posible la participación
en los adelantos de nuestra cultura, o bien, si no están suficientemente
capacitados, en ocasiones pueden causarle daños funestos. Además, el
hombre tiene el presentimiento de que las mismas autoridades se sienten
terriblemente inseguras frente a los problemas del futuro. Con esto podemos
comprender ya la . profunda crisis de a. que actualmente se da.

Se intenta poner remedio a esa crisis por diversos caminos, entre otros:
concediendo mayor responsabilidad al individuo dentro de la --> sociedad,
democratizando toda nuestra vida social, acentuando la mayoría de edad del
seglar dentro de la Iglesia y la relación de compañerismo entre el maestro y el
educando, así como mediante una concepción nueva del papel de la autoridad
en la educación. Toda reflexión que no quiera desviarse de la problemática
actual de la a. tiene que tener en cuenta este trasfondo.

II. Concepto

1. La expresión y su contenido proceden del ámbito cultural romano:


auctoritas viene de auctor (autor, fomentador, garante, fiador) y de augere
(multiplicar, enriquecer, hacer crecer). La autoridad, naturalmente, se ha
ejercido en todo tiempo, pero no se debe a una pura casualidad el que este
concepto proceda del mundo romano, que era objetivamente sobrio y tenía
una visión clara del derecho. En un principio, para el mundo romano
auctoritas era un concepto jurídico y significaba garantía por un negocio,
responsabilidad por un pupilo, el peso de una decisión, entre otras cosas.
Después la a. se convierte en la propiedad permanente del autor y significa
prestigio, dignidad, importancia, etcétera, de la persona respectiva. Entre los
romanos la a. del senado se convirtió más tarde en institución, de manera que
era un deber jurídico escucharla, pero ella no ejerció por sí misma poder de
gobierno, el cual residía en el magistrado.

También hoy día se aplica este término, de forma análoga, a aquellas


personalidades que, debido a sus conocimientos o capacidades especiales,
debido a su prestigio, a su importancia o a su función oficial en la sociedad,
son reconocidas como los guías o modelos a seguir. Según esto, hay una
distinción entre a. personal y subjetiva y a, objetiva por el oficio.

2. Es propio de la a. personal que el sujeto de la misma la haga patente en


forma directa a través de su superioridad personal, de cualquier clase que
ésta sea, y al mismo que él incite connaturalmente al reconocimiento de dicha
superioridad por parte de los demás. Consecuentemente, quien posee a. sólo
la tiene en cuanto otros la aceptan en virtud de una real o supuesta
superioridad y respetan la exigencia que ella implica. Naturalmente, esto no
incluye que el hombre se doblega espontáneamente ante ésta con fe,
obediencia y otras actitudes semejantes. Para esto se requiere más bien una
decisión moral propia, la cual, de todos modos, presupone el reconocimiento
de la a. en cuanto tal.

3. La autoridad oficial es la potestad que se le atribuye a una persona, no por


su propia importancia, sino a causa de una función comunitaria que la
sociedad le ha encomendado o, por lo menos, reconoce con respeto.
Naturalmente, es de desear que el sujeto de la a. oficial goce también de a.
personal, pero lo característico de la a. por el oficio consiste precisamente en
el hecho de que ella está basada en una función oficial para bien de la
sociedad. Y, por tanto, la extensión y los límites de su poder se derivan de las
exigencias del cargo, y no de una superioridad personal. Así es posible el caso
de que un cargo que está sancionado por la sociedad y que es por tanto legal,
pueda ser desempeñado obligatoria y en consecuencia autoritativamente por
un hombre incapaz e indigno. Y, en general, las acciones oficiales sólo pueden
realizarse y exigir reconocimiento dentro de los márgenes de la función social.

4. Solamente por la relación a la a. personal o a la oficial cabe hablar de una


a. inherente a ciertas cosas, p. ej., cuando se atribuye autoridad a un libro, a
una institución, a leyes, a símbolos, etc. Estas cosas reciben su dignidad,
valor, e importancia de su relación con la autoridad personal, de la cual son
expresión o signo, o de la que dan testimonio. A través de las obras se pone
de relieve y se tributa honor al autor. Pero si alguna vez -especialmente en el
círculo cultural americano - se concede más respeto a los símbolos que a los
sujetos investidos de a., sin duda esto se debe al miedo a caer en un culto
injustificado a la persona.

III. Esencia

1. Según esto la esencia formal de la a. se puede caracterizar como


superioridad personal, subjetiva u objetiva, que implica un carácter de
obligatoriedad en los otros. La a. acredita por sí misma su valor ante los
hombres que conviven con los sujetos investidos de a. Vista ontológicamente,
tiene valor en cuanto participa, en cada caso de una manera distinta, de la
plenitud del ser divino. Y, por su propia perfección óntica, la a. está en
condiciones de ayudar a los que están en relación con ella en la consecución
de su perfeccionamiento humano, mediante la participación en el ser
inherente a la misma a. Se puede decir en este sentido que toda a. viene de
Dios y que ella sólo justifica su existencia en la medida en que tiene
perfección y la proporciona, esclareciendo así la exigencia divina de que
seamos perfectos como nuestro Padre celestial es perfecto.
2. Sólo se puede tener a. frente a seres dotados de espíritu, pues por la a. se
apela a la razón y a la -> libertad del hombre. La a. se dirige al -> hombre,
en cuanto persona autónoma, y reclama su libre asentimiento espiritual. Pues
su cometido es ayudar al hombre a que se perfeccione exigiéndole su acción
autónoma. Por tanto, la a. en todas sus dimensiones, debería integrarse
claramente y sin reservas en la libre decisión del que está sujeto a ella.

Según esto, la libertad se distingue del -> poder y de la coacción. Poder es la


capacidad de ejercitar la libertad propia sin el asentimiento antecedente de
aquel otro con quien se comparte un espacio común de libertad y, con ello, la
capacidad de influir, sin asentimiento precedente del otro, en las condiciones
previas de sus decisiones libres. Coacción, violencia, es, además de esto, la
imposición de la voluntad propia a otro contra la voluntad de éste. Así, el
saber otorga a., en cuanto uno, debido a su saber, puede contar con ser oído.
El saber confiere poder en cuanto lleva en sí la posibilidad de intervenir en la
situación del otro sin su asentimiento, y de crear unas condiciones previas de
pensamiento que ya no permiten al otro entender un problema a la manera
tradicional o en la forma que él quería.

Según esto, la a. comienza cuando su potestad es reconocida libremente y


termina allí donde ella se transforma en poder. De eso se deduce claramente
que lo típico de la a. consiste en el hecho de que apela a la libertad. Esto
significa que con relación a niños y menores de edad sólo se puede hablar de
a. en cuanto éstos son capaces de ejercitar la razón y la libertad. Frente a los
animales o los locos no se puede ejercer ninguna a. De esto se sigue, además,
que la a. no se puede obtener con violencia, sino que sólo puede irradiar por
su fuerza persuasiva. Por consiguiente, la a. siempre va dirigida al
comportamiento moral del hombre. Sólo puede ser ejercida en la medida en
que aquellos a quienes se dirige son capaces de obrar moralmente. Pero
puesto que el hombre, por su imperfección radicada en muy diversos motivos,
no es capaz de obrar moralmente más que de una forma limitada (--> acto
moral), a veces es absolutamente necesario y justificado influir sobre los
demás por medio del poder y de la coacción; pero este modo de proceder no
es precisamente un acto de a. Dominar, guiar, educar, ejercer poder y ser o
poseer a. no es simplemente la misma cosa. Todas estas actitudes guardan
entre sí una mutua relación dialéctica, y deberían transformarse en a. de
dominio, de gobierno, etc.; pero hay que tener en cuenta que, en nuestra
constitución terrena y pecadora, no se puede alcanzar totalmente esta meta y
que, por tanto, es necesario recurrir a un uso complementario de esos
procedimientos.

A esto se debe el que la a. oficial, la cual siempre va rodeada de derechos,


privilegios y poder, de suyo sólo mediatamente habla a la libertad del hombre
particular, mientras su propósito inmediato es el de exigir el reconocimiento
de la legitimidad o incluso necesidad de que el grupo en cuestión exista; y,
como consecuencia, mediatamente invita también al reconocimiento del oficio
y de las acciones oficiales que están a servicio de una determinada
organización, pues el fundamento inmediato de la importancia de la a. oficial
es la preponderancia de la sociedad frente al hombre particular. Así, cualquier
cargo y su a. deben ser entendidos siempre desde la sociedad, y no a la
inversa. Esto significa que la a. oficial va tan lejos como lo requieren las
exigencias de la sociedad, y que no puede pretender que la reconozcan más
allá de ese límite. Según que una persona pertenezca libremente a una
organización determinada o que obligatoriamente sea miembro de la
sociedad, ella reconocerá voluntariamente la a. o por lo menos la respetará
necesariamente. Mas sólo se trata de verdadera autoridad, a diferencia del
mero poder o de la coacción, en la medida en que los sometidos a la a.
afirman voluntariamente el orden necesario de la sociedad. En oposición a los
que espontáneamente se doblegan ante la necesaria a. oficial, el anarquista
no reconoce la existencia de ninguna a. oficial, por la razón de que él no
admite un encauzamiento de su libertad por parte de la sociedad. Por
consiguiente, de la a. oficial también se puede decir, aunque de manera
diferente, que habla a la libertad del hombre.

3. Del hecho de que la a. habla a la libertad de los hombres se deriva una


tercera característica de la a. Está siempre al servicio de los otros hombres y
de la libertad de éstos. Expresado de otra manera: tiene siempre como fin la
realización de los valores humanos y debe ayudar a los hombres subordinados
a ella a que realicen su ser humano en una forma más plena. Pues la a.
transmite siempre la llamada de una meta a la cual ella misma está
subordinada y hacia la cual orienta a sus súbditos. Pero esta meta es siempre
un fin adecuado al hombre en cuanto tal y, por esto, tiene en sí un valor
personal. Precisamente de aquí recibe la a. su dignidad y su valor. Así la a. de
la razón transmite la llamada de la verdad, a la cual nosotros tendemos por
ella misma, y está a su servicio en cuanto intenta fundamentarla. Y la a.
paterna actúa al servicio de las exigencias del hombre adulto, del hombre que
autónomamente sabe llevar a cabo sus distintos cometidos. Y así la a. paterna
sirve a una meta educativa, a saber, en cuanto arranca al niño de su
aprisionamiento en las tendencias, de su ignorancia y de su torpeza, lo educa
para hacerlo un hombre maduro y autónomo.

El fundamento propiamente antropológico de esta estructura de la a. radica


en el hecho de que el hombre, como ser creado y libre, no sólo es persona,
sino que al mismo tiempo, en cuanto ser dotado de posibilidades ilimitadas a
lo largo de su desarrollo histórico ha de convertirse en personalidad. Como el
hombre desde su raíz es en igual medida un ser individual y social, él está en
principio orientado a conseguir su perfección en dependencia de otros, y esto
sucede de tal manera que, a través de las funciones mutuamente
complementarias de la dirección y la sumisión, se va logrando aquel
perfeccionamiento que el hombre, como ser bipolar, sólo puede conseguir
dentro de la sociedad. Sin embargo, no hemos de perder de vista que la a.,
puesto que también ella yerra y peca, no siempre lleva automáticamente a la
perfección, tal como algunas interpretaciones clásicas de la a. solían suponer
con excesiva precipitación.

4. Puesto que toda perfección humana tiene su norma decisiva y su valor en


la subordinación a Dios, una a. es tanto más perfecta cuanto más logra la
subordinación de sí misma y de sus súbditos a Dios. Mas a este respecto hay
que tener en cuenta cómo, dada la relativa autonomía de las realidades
terrestres, esa subordinación a Dios ha de producirse en conformidad con la
ley propia del concreto y limitado campo de acción de la a. respectiva. Una
acentuación exagerada de la relación que las a. terrenas dicen a la
transcendencia, conduciría a un pseudosacralismo de las mismas, y
constituiría una amenaza contra el desarrollo de la a. en conformidad con sus
tareas específicas dentro del mundo. Por otro lado, si las a. terrenas y sus
súbditos no quedaran subordinados a Dios, eso conduciría a que ellas se
revistieran de un carácter absoluto y a que manipularan arbitrariamente a sus
subordinados en nombre de valores contingentes, pero elevados a un rango
supremo en virtud de una decisión positiva. No se puede determinar a priori
cómo debe realizarse concretamente esta subordinación de las a. a Dios,
puesto que sólo a posteriori cabe precisar si y hasta qué punto una a.
colabora a la perfección del hombre y, en consecuencia, representa la
voluntad de Dios. Esto se debe a que los respectivos cometidos reales de la a.
dependen de unas posibilidades que varían constantemente. Por otro lado, ese
cambio continuo de las posibilidades está condicionado por la -->historia y la
historicidad del hombre, que se desarrolla libremente.

5. De la misión de la a., que es ayudar a los hombres a conseguir su


perfección, se deduce una doble función de la misma:

a) La a. ejerce un papel substitutivo, representativo, y en este sentido, realiza


una función inauténtica, pues se trata de una tarea de tipo tutelar. Esa
función entra en acción cuando la a., con su dirección y servicio, preserva a
hombres que bajo algún aspecto son impotentes o menores de edad o no
tienen autonomía de que, a causa de su deficiente autosuficiencia, dejen de
alcanzar aquel fin a cuyo servicio está la a. y que los necesitados de auxilio no
pueden conseguir en la forma deseable para ellos y en la medida necesaria,
simplemente por la razón de que les falta la autonomía necesaria, pues si la
tuvieran sería superflua la intervención de la a. P. ej., mientras los niños no
puedan tomar en sus propias manos las riendas de su destino y en la medida
en que no puedan tomarlas, tienen que hacerlo por ellos los padres,
precisamente para que de esta manera lleguen a su independencia y no
perezcan. O bien, mientras los hombres no estén en condiciones de realizar
por su cuenta sus derechos fundamentales, p. ej., los relativos a la salud, al
trabajo y a la formación, en el grado necesario para la conservación del
individuo dentro de la civilización y de la sociedad concretas, el estado puede
y debe en la medida de lo congruente dictar e imponer leyes, por ejemplo,
acerca de la escolaridad obligatoria, de la seguridad social y de la vejez,
contra el alcoholismo, etc.; pues de otro modo los súbditos de la a. destruirían
con su conducta las condiciones previas para su propio desarrollo autónomo.
Esta a. intenta convencer y a la vez amenaza en bien de los que están
confiados a ella e incluso, manteniéndose en el límite de lo necesario, recurre
a la fuerza.

Esta función representativa de la a., en interés de su propio fin, ha de tender


a hacerse innecesaria. Así los educadores deben procurar hacerse innecesarios
por amor al fin de la educación, y el estado, como toda otra a., ha de
conceder desde el principio tanta libertad como sea posible y fomentar su
progresivo desarrollo. Pero, por otra parte, debe recurrir a la coacción tanto
como sea necesario, mas a la vez dejando el mayor margen posible de
libertad dentro de la coacción, para ser justo con el fin y con los hombres a
los que se quiere servir. En este sentido, la función representativa de la a.
sólo impropiamente es un cometido suyo, ya que ella ha de tender a hacerse
innecesaria, y, además, consigue su fin mediante la amenaza de coacción, la
cual de suyo aspira e aliminarse a sí misma. Pero hay que tener en cuenta
que en muchos casos esta autoeliminación no se alcanzará jamás, debido a la
imperfección de los hombres, por un lado, y a la necesidad de alcanzar la
meta a que la a. aspira, por otro lado. Todos nosotros necesitamos, desde
algún punto de vista, cuidados de tipo paternal o maternal, y, por tanto, de
tipo autoritario.

b) De esta función substitutiva de la a. hay que distinguir una misión


permanente, irrevocable y, en este sentido, esencial de la misma. Es su
misión de crear orden, la cual ha de entrar en acción siempre que la meta
representada por ella exija una unión de sus súbditos de cara a esa meta.
Quizá donde veremos esto con más claridad es en la misión que tiene el -->
estado de realizar la cultura objetiva, es decir, de coordinar el conjunto de las
aportaciones culturales subjetivas de los ciudadanos, poniéndolas a servicio
del bien de la -> comunidad. En efecto, la realización de dicha cultura objetiva
sólo es posible a base de la diversidad de tareas y funciones desarrolladas por
cada uno de los ciudadanos. Mas para que esta diversidad no sea causa de
oposición y división, hay que distribuir y orientar las distintas funciones
conforme a las exigencias del fin. Es preciso que se realice una unidad de
acción; más todavía, se debe dirigir y orientar los bienes de la -> cultura
objetiva de tal manera que fomenten la cultura subjetiva de todos los
miembros. Dicho de otro modo: el elemento formal de la sociedad es el orden,
es decir, una feliz adaptación de la multiplicidad y diversidad al mismo y único
fin. Toda sociedad es, por su esencia, una unidad de orden, y así tiene razón
Tomás de Aquino cuando dice que el cometido principal de la a. social es la
conservación del orden.

Pero de aquí se deduce también lo siguiente: cuanto más variada y


polifacética sea una sociedad, tanto más necesario es un orden de los
miembros en virtud de la a. Una sociedad cultivada dispone de muchas más
posibilidades que un pueblo primitivo. Pero si el orden consiste en la
acomodación de elementos múltiples y diversos a las necesidades del mismo
fin, está claro que este orden se irá haciendo más variado y complejo en el
grado y medida en que progrese la cultura. En este sentido, todo progreso
hace cada vez más difícil la conservación del orden y exige, sin embargo, que
la a. lo realice, lo haga realidad en el sentido literal. La a. ha de conseguir eso
a través del conjunto de medidas e instituciones, cada vez más complicado,
que llamamos sociedad. El cometido esencial de la a. social no se funda, por
consiguiente, en la insuficiencia y en la claudicación de sus miembros, sino
que crece con el progreso social.

Con esto queda también claro cómo aquellos miembros de la sociedad que por
propia inciativa y perfeccionando sus disposiciones personales fomentan la
realización de lbs distintos cometidos de la cultura objetiva, no están en
oposición con la vida social, sino que, por el contrario, posibilitan el
enriquecimiento de ésta. Por consiguiente, si la a., en lugar de fomentar la
iniciativa personal, la reprime, reprime eo ipso la variedad y, con ella, la
fuente de una vida rica y fructífera (L. Janssens).

Cuanto más desarrollada está una sociedad, tanta más a. se necesita. Cuanto
mayor es el grado de madurez de una cultura objetiva, tanto mejor y más
libremente puede desarrollarse el individuo. Y cuanto más se desarrolle la
iniciativa personal, tanto más crecerá la cultura objetiva. De esto se deduce
que entre libertad y a., si se usa de ellas correctamente, hay una relación que
no es de oposición, sino complementaria. Libertad y a. se condicionan
mutuamente, pues ambas están a servicio del hombre por su vinculación a las
personas y a sus valores, así como, en último término, a Dios.

IV. Postulados

1. Puesto que las autoridades, limitadas por ser humanas, están siempre a
servicio de unos concretos - y por ende también limitados -valores personales,
deben cumplir su servicio al -> valor en cuestión de un modo adecuado a él.
Por eso el formalmente unívoco concepto de a. bajo el aspecto del contenido
se refiere a muy diversas realidades análogas. Así p. ej., en cuanto al
contenido, la a. de los -> padres, que se refiere, por un lado, a la educación
de los hijos y, por otro lado, al orden social de la -> familia, es distinta de la
del maestro, que ha de realizar precisamente las tareas que los padres no
pueden cumplir; o la a. del estado, que debe garantizar y realizar el bien
común de orden temporal, es esencialmente distinta de la de la ->Iglesia, la
cual está a servicio de la salvación sobrenatural. El contenido de una a.
determinada no se puede averiguar, por tanto, más que confrontando el
concepto formal de la esencia de la a. con la meta de la a. respectiva, meta
que hay que precisar a posteriori. Cuanto más concretamente se pueda
comprender esta meta, con tanta mayor exactitud se podrá determinar las
medidas que ha de tomar la a. Por tanto, de la misión de la a. eclesiástica o
civil, etc., hay que tratar oportunamente cuando se hable de la doctrina de la
Iglesia, del estado, etc.

Nunca se insistirá suficientemente en este carácter tan dispar de las diversas


a., puesto que el ejercicio de la a. debería adoptar rasgos totalmente distintos
según las respectivas tareas de las diferentes a. Por tanto, las pretensiones
justas de la a. en cuestión de ben ser determinadas por el fin al que ella sirve.
Por ej., si en el transcurso de la historia de la Iglesia siempre se hubiera
tenido suficiente conciencia de esta idea, la a. eclesiástica jamás habría
podido tomar en tal grado de la a. civil sus formas externas y la
autoconcepción misma (cf. Y. CONGAR, L'ecclésiologie de la Révolution f
rangaise au Concile du Vatican sous le signe de l'af firmation de l'autorité:
RSR 34 [1960], 77-104; id. Power and Poverty in the Church, Baltimore 1964;
cf. p. ej., la aplicación del concepto de «societas perfecta» a la --> Iglesia y al
estado). La reflexión sobre los cometidos específicos de las diversas a. no ha
progresado en todos los campos al mismo ritmo.

2. Si se intenta deducir el cometido de la a. partiendo de sus características


formales, hemos de pensar además que el ejercicio legítimo de la a. no sólo
debe respetar la libertad, sino que también ha de promoverla. En
consecuencia, ella debe guardarse de medidas autoritarias que le degradarían,
convirtiéndola en mero poder o incluso en fuerza física. El poder no fomenta la
libertad; la fuerza la elimina. El fundamento de todo proceder autoritario hay
que buscarlo por lo común en un presuntuoso orgullo o en una debilidad
reprimida. Pero la a. verdadera es consciente de sus límites e intenta ganarse
a las personas con su fuerza de persuasión. Ella respeta la dignidad personal y
la igualdad fundamental de aquéllos cuya obediencia pide, e intenta, en
consecuencia, aminorar la distancia social que pueda surgir por el hecho de
que los mutuamente interreferidos en virtud de la relación de a. ocupan un
puesto supraordenado o subordinado.
3. La función de servicio que la a. tiene frente al hombre consiste
precisamente en el ejercicio de la a., es decir, según los casos, en el
cumplimiento de su tarea educativa, o santificadora, u ordenadora, etc. En
consecuencia, desde este punto de vista la claudicación consiste siempre en la
renuncia al verdadero ejercicio de una determinada a. Pero aquí hemos de
advertir cómo la a. tiene que determinar el devenir de la personalidad del
individuo en una forma, no sólo externa y casual, sino también interna y
esencial. Pues la concepción del liberalismo clásico, con su laissex faire, y la
de la --> ilustración, con su idea naturalista de que la naturaleza se va
desarrollando correctamente por sí misma, olvidan precisamente que el
hombre es realmente libre, y por eso ha de conseguir la integración de la
naturaleza en la personalidad dirigiendo las leyes propias de aquélla a base de
decisiones autónomas, las cuales no siempre son de antemano rectas y
buenas. Ahora bien, la a. con su peso y apelando a la razón y a la libertad del
otro, debe contribuir a un mayor acercamiento a la verdad y al bien. Una
negligencia en el cometido que la a. ha de realizar significaría por tanto que,
quien se encuentra sujeto a ella, se vería total o parcialmente impedido en el
desarrollo de sus posibilidades. Como la a. está obligada en igual manera al
valor que ella representa y al hombre, a quien ha de ganarse por medio de la
persuasión, la regla de oro de su proceder es: fortiter in re et suaviter in
modo. Cuanto mejor sea la síntesis entre el valor representado y el hombre a
quien la a. se dirige, con tanta mayor perfección alcanzará ella su fin. La
razón de la falta de cumplimiento de las funciones que recaen sobre la a. hay
que buscarla, normalmente, en el desinterés egoísta por los que necesitan de
la a. o en el hecho de que alguien cree no estar a la altura de su misión.
Paradójicamente, a pesar de la importancia que en la moral tradicional se da a
la sujeción a la a., la moral de la a. y del mando está todavía bastante
descuidada (cf. A. Müller). En orden a una elaboración de dicha moral habría
que tener en cuenta las experiencias con el moderno personal directivo (cf. H.
Hartmann). Evidentemente, la forma de ejercer la a. como servicio al hombre
depende a su vez del servicio que haya de prestársele, pues el amor servicial
adopta formas muy distintas. Precisamente en el NT se destaca de una forma
especial la función de servicio de la a., así cuando en Lc 22, 24-27 se recalca
cómo el que manda debe ser como el que sirve, y cuando en la narración del
lavatorio de los pies (Jn 13, 1-17) la actitud de servicio del Maestro es
presentada como un ejemplo para los discípulos.

4. La a., que procede de Dios y está ordenada a él, logrará mantener sus
diversas funciones en una tensión equilibrada, si consigue en la mayor medula
posible que se haga transparente la dimensión de su transcendencia hacia
Dios, y así pone la propia superioridad y dignidad bajo la luz que le
corresponde. Por esto, la a. se esforzará constantemente por vincular a los
hombres, no a sí misma, sino a nuestro origen y a nuestra meta por
antonomasia. Esto significa que, p. ej., en la democracia una sumisión
absoluta a la voluntad del pueblo sería una sujeción a la posible arbitrariedad
del mismo. El .pueblo puede, es verdad, designar a los sujetos de la a., pero
la potestad encarnada en ella no procede del pueblo, sino de Dios (teoría de la
designación), ante quien, en último término, uno es responsable por el
ejercicio del cargo. En este sentido, también Pío ix, en oposición a
determinadas concepciones positivístas, rechaza en el Syllabus la sentencia
siguiente: «La a. no es otra cosa que la suma del número y el conjunto de
fuerzas materiales» (Dz 1760). Esto mismo tiene validez mutatis mutandis
con relación a toda clase de a., de manera que, a la inversa, se puede decir:
Una a. terrena que no se base en algo superior, se convierte en demoníaca y
en simple poder arbitrario. Y esto se da bajo envoltura «dialéctica» incluso
cuando la a. no quiere desplegar «totalitariamente» su propio poder, sino que,
en una pseudo-renuncia a la carga de la responsabilidad del gobierno, se
quiere limitar a ser mera objetivación y órgano ejecutivo de los deseos e
intereses de sus súbditos.

5. La actitud que se debe adoptar frente a la a. es, según el tipo de a., la


postura de -> fe, de --> obediencia, de respeto, etc. También la a. ha de
adoptar formas muy distintas, según el tipo de a. de que se trate. En todo
caso, debido a la ambivalencia de las autoridades terrenas y a su dependencia
de los cambios históricos, la a. no puede prescindir nunca del diálogo con las
personas que le están confiadas, si no quiere desviarse de su meta, la cual
está en el servicio a los hombres y a la a. absoluta de Dios, que ella
representa en un grado siempre muy imperfecto de analogía.

Waldemar Molinski

AVIÑÓN, DESTIERRO DE

Aviñón, al empezar el s. xiv, era una pequeña ciudad (sobre 6000 habitantes)
a orillas del Ródano, con Universidad (desde 1303) y antigua sede episcopal.
Pertenecía al conde de Provenza.

Sus fáciles comunicaciones con todos los países la hacían apta para sede de la
curia pontificia. Bajo los papas llegó a tener más de 30 000 habitantes, con
bellos monumentos, fuertes muros y gran prosperidad comercial y artística.

I. Causas de la traslación

En la segunda mitad del s. XIII dos concilios se celebran en Lyón y 4 papas


son franceses. Roma miraba continuamente a Francia. Así que el paso dado
por Clemente v no escandalizó a nadie. Lo mismo Clemente v que Juan xxii no
pensaron en establecerse definitivamente en Aviñón; su residencia allí era
provisional. Sólo desde Benedicto xii, que inicia la construcción del palacio
papal, y más aún, desde que Clemente vi compra la ciudad aviñonesa a Juana
de Anjou, puede decirse que Aviñón es la residencia estable del papado.
Causas de ello fueron: la voluntad de los papas de reconciliar a Francia con
Inglaterra, sin lo cual no se podía pensar en una cruzada; la situación caótica
de los estados de la Iglesia y de la misma Roma; el amor excesivo del papa y
de los cardenales -casi todos franceses - a su propia patria; por parte de
Clemente v, la celebración del concilio de Vienne y el deseo de impedir el
proceso contra Bonifacio viii, intentado por Felipe el Hermoso. El nombre de
«Destierro aviñonés», o de «Cautividad babilónica», es inexacto, ya que el
papa ni estaba desterrado ni cautivo, pero a los romanos la ausencia papal
durante casi 70 años (1309-1377) les recordaba el destierro de los judíos en
Babilonia, y muchos veían en el pontífice de Aviñón un vasallo del rey de
Francia.

II. Los siete papas

En el largo conclave, celebrado en Perugia a la muerte de Benedicto xi, los


cardenales optaron por ofrecer la tiara al arzobispo de Burdeos, Bertrán de
Got, quien se llamó Clemente v (1305-14). Su coronación tuvo lugar en Lyón,
en presencia de Felipe iv el Hermoso. Ya desde entonces se vio clara la
presión del rey y la debilidad del papa. Después de recorrer varias ciudades,
Clemente v puso su residencia en Aviñón, hospedándose en el convento de los
dominicos. Desde ese momento (marzo 1309) Aviñón será la nueva Roma.
Clemente v fue el primer papa que exigió las anatas (a Inglaterra, 1306). Con
estos y otros censos eclesiásticos acumuló tesoros con que enriqueció a sus
parientes. Casi todos los cardenales que creó eran franceses (cinco sobrinos
suyos). El hecho más importante de este pontificado fue el concilio de Vienne
(1311-12), convocado por voluntad del rey con el fin de juzgar y suprimir a
los Templarios. Acerca de sus decretos dogmáticos véase Dz 471-83. El
problema de la reforma eclesiástica se tocó, mas no se solucionó. Desde
entonces el grito de reforma in capite et in membris resonará en la Iglesia por
más de dos siglos.

El 7 de agosto de 1316, tras un conclave de dos años y tres meses, que


estuvo a punto de originar un cisma, salió elegido Juan xxii (1316-34). De
papa, siguió viviendo en el palacio que había ocupado siendo obispo de
Aviñón. Sencillo, autoritario y buen administrador, tenía dotes de gran
pontífice, pero concedió demasiada preponderancia a lo político y económico.
Luis de Baviera y Federico de Austria, candidatos al trono alemán, acudieron
al papa, pidiendo cada uno la aprobación de sus derechos. Juan xxii, de
sentimientos decididamente antigibelinos, aprovechó la situación para reforzar
su dominio en Italia. Apelando a su plenitudo potestatis y a las Decretales,
afirmó que, cuando está vacante el Imperio, compete su administración al
papa; por tanto, nombró vicario suyo en Italia a Roberto de Nápoles y mandó
un ejército contra el duque de Milán, representante de Luis de Baviera. Desde
la batalla de Mühldorf (24 junio 1322) era el Bávaro único dueño de Alemania;
no por eso fue reconocido por el papa. Éste, en virtud del derecho de la Santa
Sede a examinar la persona elegida para rey de romanos, le ordenó resignar
el gobierno y presentarse en Aviñón. Como no obedeciese, fue excomulgado.
La respuesta del monarca fue el Manifiesto de Sachsenhausen (22-5-1324),
en que acusaba al papa de herejía, lo presentaba como enemigo de Alemania,
usurpador del derecho de los príncipes electores, y pedía la convocación de un
Concilio general para elegir un papa legítimo. En 1327 baja a Italia y,
siguiendo las ideas de Marsilio de Padua, se hace proclamar emperador en
Roma, laicamente, por voluntad popular (17-1-1328), depone a Juan xxii
como a papa herético y otorga la tiara a Fray Pedro de Corvara OFM (Nicolás
v). Por fortuna casi nadie siguió al antipapa, el cual dos años más tarde abjuró
sus errores y se presentó en Aviñón a pedir perdón.

Juan xxii murió sin ver resuelto el conflicto entre el papado y el Imperio. Poco
antes había tenido otros violentos choques con los «espirituales» franciscanos,
a quienes obligó a someterse a la comunidad (Dz 48490, contra los fraticelos),
y con toda la orden de san Francisco, especialmente con su ministro general,
Miguel de Cesena, declarando herética la opinión de los que afirman que
Cristo y los apóstoles no poseían, ni siquiera colectivamente, cosa alguna en
propiedad. Por entonces fue cuando G. de Ockham huyó de Aviñón y se puso
al servicio de Luis de Baviera (1328). Como casi todos los monarcas de su
tiempo, Juan xxii acentuó la tendencia hacia la centralización y el absolutismo.
Por la constitución Ex debito (1327 ) no sólo los beneficios vacantes in curia,
sino también todos los que poseían los cardenales y demás empleados
curiales, dondequiera que muriesen, y otros muchos obispados y abadías
quedaban reservados a la Santa Sede. A la par con el centralismo y las
reservaciones, creció enormemente el fiscalismo de la curia. Juan xxii
organizó la cancillería; fijó las tasas en el despacho de los documentos,
perfeccionó el sistema de contabilidad de la cámara apostólica, reguló la
Audiencia de letras contradichas y el tribunal que luego se llamará la Rota. De
los 28 cardenales que creó, 23 eran franceses (9 de Cahors, patria del papa).

El cisterciense Benedicto xii (1335-42) reaccionó contra su antecesor,


definiendo como dogma de fe que todas las almas santas ya purificadas en el
purgatorio, o sin nada que purgar, van inmediatamente a gozar de la visión
intuitiva y beatífica de Dios (Dz 530-31), doctrina que Juan xxii, como doctor
particular había negado en sus sermones. Benedicto xii corrigió muchos
abusos, como el de las encomiendas y el de las expectativas, inculcó la
residencia a cuantos tenían cura de almas, atajó la cumulación de beneficios,
implató la reforma en su orden del Cister y en la de san Benito, e intentó, sin
éxito, reformar a franciscanos y dominicos. Él precedía a todos con el ejemplo
de su vida austera y piadosa, y fue uno de los pocos papas aviñoneses
exentos de nepotismo. Aunque amante de la paz, no resolvió el conflicto con
el Imperio, por condescender más de lo justo con la política de Felipe vi de
Francia.

Clemente vi (1342-52), benedictino, buen orador y docto teólogo, se


distinguió por la generosidad, liberalidad, amor al lujo y al fausto. La corte
aviñonesa alcanzó con él su apogeo de esplendor. Lo que no brilló tanto en
este pontificado fue la piedad sacerdotal y el espíritu eclesiástico. Acentuó el
fiscalismo, prodigó las expectativas, y en carta a Eduardo iii de Inglaterra
(1344) hizo constar su derecho a disponer de todos los beneficios.

En 1348, cuando la peste negra vino a turbar la alegría de la ciudad,


arrebatando más de la mitad de la población, el papa Clemens clementissimus
mostró su gran misericordia con los contagiados y los difuntos. A una
delegación romana, en la que venía Cola di Rienzo, le concedió la celebración
del jubileo para el año 1350. Con Luis de Baviera procedió con extremo rigor,
y si al fin pudo dar una solución favorable, eso se debió a la muerte del
monarca alemán (1347) y a la elección del piadoso emperador Carlos iv.

Contra el fausto de Clemente vi reaccionó Inocencio vi (1352-62), volviendo a


la sencillez y al espíritu reformador de Benedicto xII. Aunque él no se vio libre
del nepotismo, condenó severamente la acumulación de beneficios, promovió
la reforma de la orden dominicana en materia de pobreza, persiguió y castigó
a varios franciscanos fanáticos y visionarios (Juan de Roquetaillade, Antonio
Muntaner) y escuchó la voz de santa Brígida, que le mandaba en nombre de
Dios volver a Roma. Cada día era más insegura la situación de Aviñón, fácil
presa de las «compañías de aventureros», pero los estados pontificios estaban
en la anarquía. Para reconquistarlos y pacificarlos envió a Italia con poderes
omnímodos al cardenal Gil Carrillo de Albornoz, guerrero genial, hábil
diplomático y sabio legislador. Inocencio vi murió antes de poder realizar su
viaje.

Ésa fue la gloria de Urbano v (1362-70), que el 9 de junio 1367 desembarcó


en Corneto, donde le aguardaba Albornoz (+22-8-1367), y el 16 de octubre
entró en Roma. Desgraciadamente a los tres años, ilusionado con la idea de
pacificar a los reyes de Francia e Inglaterra, retornó a Aviñón, donde murió
santamente el 19 de diciembre de 1370.

Gregorio xi (1370-78), último papa aviñonés, debía la púrpura cardenalicia a


su tío Clemente vi. Moralmente era muy superior a él por su piedad, modestia
y delicadeza de conciencia. Condenó en 1377 la doctrina de Wiclef y alentó a
la inquisición en Portugal, Aragón, Provenza y Delfinado. Contra la ambiciosa
Florencia lanzó el anatema y un ejército de mercenarios bretones, bajo el
mando del cardenal Roberto de Ginebra, que actuó muy cruelmente. Los
estados pontificios estaban otra vez en peligro de perderse, sin la presencia
del papa. Gregorio determinó restituir la sede a Roma. A ello le impulsaban
las ardientes súplicas de santa Brígida de Suecia y luego de santa Catalina de
Siena. El 13 de septiembre de 1376 dejó la ciudad de Aviñón. En Marsella
venció los últimos obstáculos que le ponían los cardenales, seis de los cuales
no le acompañaron en el viaje. El 17 de enero de 1377, remontando el Tíber,
desembarcó junto a la basílica de san Pablo, de donde cabalgando hizo su
entrada triunfal en la ciudad eterna. El «destierro aviñonés» había terminado.
Gregorio xi murió el 27 de marzo de 1378 con el presentimiento del cisma.

III. Caracteres y consecuencias del «destierro»

Dante y Petrarca estigmatizaron cruelmente a los papas de Aviñón.


Posteriormente los historiadores se dividieron en sus apreciaciones.

Hoy se muestran todos más ecuánimes y objetivos. Se les acusó: a) de


servilismo al rey de Francia, con perjuicio del sentido de catolicidad; b) de
fiscalismo exagerado de la curia; c) del cisma de Occidente. El servilismo no
se puede probar (a no ser en Clemente v quizá), aunque es cierto que el
papado se afrancesó más de lo justo, provocando sentimientos de hostilidad
en Italia, Inglaterra y Alemania. El fiscalismo es innegable; los servitia
communia, annatae, expectativae, ius spolii, vacantes, decimae y otros
censos y subsidios, exigidos por la Cámara apostólica, dieron al gobierno y
administración de la Iglesia un carácter más financiero que espiritual; pero
¿se hubiera evitado estando la curia en Roma? En cuanto al cisma de
Occidente, fue efecto del antagonismo nacionalista de italianos y franceses;
por culpa de unos y otros esta oposición se agudizó en la época aviñonesa
(polémica entre Petrarca y J. de Hesdin). Cierto es que Aviñón, prestando al
antipapa una sede prestigiosa, dio consistencia al --> cisma de Occidente.

Ricardo García Villoslada


AYUNO Y ABSTINENCIA

I. En la historia de las religiones

A. es la abstención de alimentos por motivos éticos y religiosos (penitencia,


sacrificio y santificación). En las formas adoptadas por el a. en culturas
primitivas y en otras más avanzadas late la experiencia de que, por una parte,
la alimentación produce fuerzas físicas y en consecuencia también espirituales
y, por otra, una alimentación desordenada perturba y destruye el orden
interno del espíritu y del cuerpo.

El fenómeno del a. se basa además en la idea de que la comida es expresión y


ocasión de alegría, de donde se deduce la aptitud del a. para manifestar una
actitud de condolencia o de protesta.

Desde el punto de vista de la historia de la religión hemos de distinguir, pues,


entre el a. como disposición y como expresión de tristeza, sin duda del último
se ha derivado el a. conmemorativo. También hay que distinguir entre el a. y
la a. de determinadas comidas y bebidas (sobre todo carne, en particular de
algunos animales y bebidas alcohólicas).

Con frecuencia van unidos el a. y la continencia sexual. La experiencia


humana que late en el fenómeno del a. se manifiesta dentro de las religiones
arcaicas en el sentido dado al a. como medio para defenderse de poderes
adversos al hombre y para obtener la ayuda de poderes benóvolos.

II. En la Biblia

1. Antiguo Testamento

La concepción primitiva del a. que hemos diseñado se halla también en el AT,


donde el a. es parte componente de la vigilancia anfictiónica a servicio de
Yahveh, Dios de la estirpe: Lev 16, 29ss, 23, 27, 29; Jue 20, 26 (cf. también
Est 4, 16). Bajo un matiz individúal y espiritual aparece en Ex 34, 28, donde
Moisés intercede por su pueblo mediante el a. Según los profetas, el a. debe
ser expresión de una radical conversión a Dios y a sus mandamientos, sobre
todo al del amor al prójimo, pues de otro modo carece de valor (Is 58, 3ss;
Zac 7, 3ss; Eclo 34, 30s). Debe apoyar la oración y ser expresión de una recta
actitud penitencial (J1 1, 12s).

2. Nuevo Testamento

Ciertamente, en el NT la actividad pública de Jesús comienza -según Mt 4, lss


= Lc 4, lss - con un a. de cuarenta días en el desierto, pero la perícopa de
Marcos (1, 12s), más originaria, da a entender cómo Mateo y Lucas, con la
mención de un a. de cuarenta días quieren indicar que el principio de la acción
de Jesús es el comienzo de una actividad profética. Se trata aquí de un lugar
tomado de Ex 34, 28 y 1 Re 19, 8, en el cual sin duda se pretende expresar
que jesús quiso prepararse también con el a. para su actividad pública.
Tampoco de Mc 9, 29 puede deducirse una declaración de Jesús sobre el a.,
pues kai nesteia es una interpolación en el manuscrito posterior. Por primera
vez Mt 6, 17 permite reconocer que Jesús valoró positivamente el a. como
expresión personal de la devoción: «Tu Padre... te recompensará.» Parece
que Jesús se atuvo también al preceptuado a. colectivo. Lo dicho en Mc 2, 18
indica que la pregunta del a. no es apta para captar el significado del reino de
Dios que irrumpe con Jesús; pero la alusión al a. después de la partida del
esposo resalta su valor positivo aunque relativo. Está en armonía con la
postura soberana de jesús respecto al a. el hecho de que en la Iglesia
primitiva hallemos tan pocos datos sobre la observancia del a. (sólo Act 13,
2s; 14, 23; en Act 10, 30, y 1 Cor 7, 5 la mención del a. fue interpolada en
los manuscritos posteriores).

Sin duda por influjo del antiguo --> dualismo y por un renacimiento del
pensamiento legalista del AT, poco a poco el a.fuelogrando gran importancia
en los primeros tiempos del cristianismo y se convirtió en una forma de ->
penitencia.

III. Sentido teológico

1. Puesto que que la perfección consiste en el amor, un enfoque teológico del


tema ha de tener como punto de partida la idea de que el hombre, por el a.
(también material), ha de disponerse para conceder al «prójimo» una
participación en su propiedad, sin perjuicio de los derechos legítimos del amor
a sí mismo. El carácter incondicional de las exigencias del amor recibe su
fundamentación teológica en virtud del ejemplo de Cristo y de su
identificación con el prójimo (Mt 25, 35-40). La unión entre a. y amor al
prójimo queda resaltada en la constitución paenitemini, de Pablo vi (del 17-2-
1966): «En los pueblos que gozan de abundantes bienes económicos se exige
el testimonio de la renuncia, el cual ha de ir unido a una prueba activa del
amor a los hermanos atormentados por la pobreza y el hambre.»

2. Además, en principio, el a. conserva en la existencia cristiana aquel valor


que la tradición le ha atribuido en el ámbito de la relación del hombre consigo
mismo, a saber, el de integrar su corporalidad en la totalidad de la vida
creyente.

IV. El derecho eclesiástico

Las disposiciones sobre el a. y la a. están contenidas en los cánones 1250-


1254, precisadas por la declaración papal sobre la disciplina penitencial en la
Iglesia.

La constitución apostólica paenitemini, de Pablo vi, del 17-2-1966 (AAS 58


[1966), 177-198), encomienda a las conferencias episcopales una
modificación del precepto sobre el a. y la a. en conformidad con los tiempos;
tales conferencias tienen potestad para sustituir la abstinencia y el a. por la
oración y obras de amor al prójimo. En consecuencia, las obligaciones
concretas quedan fijadas anualmente en virtud de las disposiciones
episcopales sobre el a.

Marcelino Zalba
BARROCO

La palabra «barroco» sirvió originariamente para caracterizar y rechazar una


forma de arte que era percibida como exagerada y extravagante. Pero la
ciencia llamó así a un estilo que nació en el s. xvi del renacimiento italiano, se
propagó desde Italia por toda Europa y sus colonias, y se extinguió hacia fines
del s. xvIII. Su comienzo y su final son muy distintos en los diversos países;
así, p. ej., la cultura del b. no pudo desarrollarse plenamente al norte de los
Alpes hasta después de 1650, año en que acabaron o por lo menos se
localizaron las grandes guerras y, sobre todo, hasta que en 1683 los turcos
sufrieron una derrota decisiva. Al principio, la expresión «barroco» se aplicó
más al arte de los pueblos románicos y católicos. Sin embargo, si es cierto
que el b. encontró en los pueblos católicos su más rico desarrollo, también
para el mundo protestante vino a ser la forma del tiempo. Hoy se entiende
por b. toda la cultura occidental de los s. xvii y xvIII. La cultura del b. es la
última gran cultura social nacida del cristianismo. Los impulsos decisivos los
recibió de la -> reforma y contrarreforma católica, en la que se refleja la
conciencia de sí misma que recupera la Iglesia católica. Ya en medio de la
crisis que supuso la -> reforma protestante, la Iglesia se creó por medio del
concilio de Trento (que fijó las más importantes doctrinas de la fe y dio los
necesarios decretos de reforma) el firme fundamento de su renovación
religiosa y poderoso florecimiento. Dondequiera revivía de nuevo la antigua
Iglesia desde fines del s. xvi, revestíase del ostentoso atuendo del b., aunque
variándolo según las características nacionales y regionales. Política y
socialmente, la cultura del b. tiene como presupuesto la sociedad cortesana y
aristocrática, rigurosamente dividida en estamentos, de la era del
absolutismo, cuya cima era el soberano absoluto «por la gracia de Dios». Sin
embargo, está profundamente arraigada en el pueblo. Su fin vino con el
triunfo de la ilustración, a la sombra de la --> revolución francesa.

El nuevo sentimiento estilístico y vital halló en los dominios del arte su


expresión más impresionante. Este sentimiento estaba caracterizado por una
nueva experiencia de Dios, de su infinitud y de su libertad sin límites, pero
también de su soberana bondad y del amor con que redime a los hombres. El
hombre halló ahora de nuevo tras el cansado y a menudo desesperanzado
talante de la baja -> edad media y de la enorme conmoción de la época de la
reforma protestante, la confianza en Dios y en sí mismo. Se abrió camino una
nueva dinámica victoriosa, potente e impresionante. En la transformación
barroca de Roma, los pontificados de Sixto v (1585-1590) y de Urbano viii
(1623-44) representaron una grandiosa cima. También los jesuitas, la orden
más importante de esta época, se hicieron muy pronto propagadores del
nuevo sentido estilístico y de las nuevas formas de la vida religiosa. De Roma
partieron nuevos impulsos hacia el Norte y el Oeste. En arte, los centros más
importantes -después de Roma- fueron París (bajo el «rey sol», Luis xiv, en
Versalles) y Viena (después de la derrota de los turcos en 1683). No sólo se
levantaron palacios gigantescos, rayanos con frecuencia en lo utópico, de
príncipes seculares y eclesiásticos, sino también poderosas instalaciones
monásticas e incontables iglesias, con un afán constructivo que en muchos
casos llegaba a ser pasión. La arquitectura va a la cabeza y a su servicio se
ponen, como nunca antes, la pintura y la escultura. Ya no basta la concepción,
racionalmente clara y equilibrada, de la forma del renacimiento, como
tampoco su armónica quietud en lo visible, comprensible y claramente
delimitado. Cierto que se conservan las formas particulares del renacimiento;
pero, por una parte, se subliman con formas poderosas y patéticamente
movidas hasta lo colosal y dramático (theatrum sacrum) y, por otra, se
transfiguran en lo pintoresco. También la música pasa por un período de
florecimiento, en que, durante la época propiamente barroca, va a la cabeza
el mundo protestante (Juan Sebastián Bach, Jorge Fed. Hándel), terminando
en el clasicismo vienés (Mozart, Haydn, Beethoven). En las iglesias barrocas
se abre ya una aurora del cielo al hombre doliente pero en principio redimido
ya (junto con toda la creación). En medio de todo el poder y magnificencia de
la Iglesia, expresados del modo más gráfico, se pone de manifiesto al
observador atento la profunda piedad de una época que estaba por igual
familiarizada con la representación principesca y con la majestad de la
muerte. Las iglesias católicas del b. y del maravillosamente espiritualizado
rococó eclesiástico (cuya verdadera patria es solamente el sur de Alemania)
son, por decirlo así, la representación, en el idioma del arte, de la gloria del
hombre redimido. Toda la historia de la salvación, desde la creación y el
pecado original, pasando por la redención, hasta el juicio final y la gloria, pero
sobre todo la gran «comunión de los santos», se hacen allí accesibles a los
sentidos.

Lo mismo que en el arte, la época del b. buscaba en todos los órdenes la


exteriorización y representación. Fue una era que se pasó en espectáculos y
fiestas. El teatro moral religioso fue fervorosamente cultivado sobre todo en
los numerosos colegios de jesuitas. Magníficas procesiones con muchas
imágenes y con representaciones vivas, peregrinaciones y hermandades
(siguiendo a menudo el orden de estamentos) tuvieron un nuevo esplendor,
que continuó en parte las formas de piedad de la baja edad media, y en
muchos casos las superó ampliamente. Las fiestas de la Iglesia y de los santos
fueron celebradas con la mayor solemnidad. En las múltiples y, riquísimas
formas de la piedad barroca, lo mismo en la liturgia que en los anchos
dominios de la piedad popular, se pone de manifiesto una poderosa vitalidad
religiosa. El cristocentrismo fundamental se mostró en la devoción eucarística,
amorosamente cultivada, en el culto floreciente del corazón de jesús, ea la
piedad mística, en los numerosos calvarios y en la devoción del vía crucis, que
hizo por entonces su entrada en las iglesias. Se fomentó la predicación,
aunque con frecuencia no pasaba de la exhortación moral y del ejemplo
impresionante, sin penetrar propiamente en el espíritu de la sagrada
Escritura. En cambio, lo mismo en la instrucción religiosa que en todas las
formas de piedad litúrgica y extralitúrgica, las verdades centrales del
cristianismo quedaron en muchos casos recubiertas por un exuberante follaje
piadoso, no siempre libre de superstición. Aquí inició la ilustración católica su
obra de limpieza y simplificación, obra ciertamente necesaria, pero a menudo
poco inspirada y feliz. Con todo el gran patetismo de aquella época,
amenazaba constantemente el peligro de una exaltación o un entusiasmo
inauténtico, de una excesiva sensiblería subjetiva, de una plasticidad
demasiado burda y, con ello, el de la mera exterioridad religiosa.
Testimonio del gran auge de la nueva vitalidad de la Iglesia son las
importantes realizaciones de la teología (--> escolástica del b.; las grandes
colecciones y ediciones críticas en todas las disciplinas). Las cuestiones que
seguían abiertas desde la reforma protestante, sobre la gracia, la libertad y la
predestinación, revivieron una y otra vez, y condujeron a graves y duraderas
polémicas en la Iglesia (la disputa de auxiliis, la lucha en torno a los sistemas
morales, el jansenismo). Junto con el -> jansenismo, conmovieron
gravemente a la Iglesia en todos los países sobre todo el --> galicanismo y
fenómenos análogos en las relaciones entre la Iglesia y el Estado.

Fueron muy florecientes en esta época las misiones católicas, las cuales,
dirigidas (desde 1622) por la congregación romana De propaganda fide y
sostenidas por las grandes órdenes religiosas, se extendieron por todo el
mundo. Pero las rivalidades entre las varias órdenes, la larga disputa sobre la
acomodación y los ritos y la supresión de los jesuitas, trajeron retrocesos
mediado el s. xvIII.

Al lado de las poderosas, realizaciones, no deben tampoco pasarse por alto las
sombras. La Iglesia no sufrió solamente por las tensiones y disputas internas
ya mentadas. Las ciencias eclesiásticas no atendieron bastante al siempre
creciente acervo de datos que reunían las ciencias experimentales y no
pudieron ya dominarlo con aliento creador. Languideció la fuerza para crear
una auténtica síntesis convincente, comparable a la lograda en su tiempo por
la alta -> escolástica. El moderno proceso de secularización, el descenso de la
influencia cristiana prosiguió lentamente, y avanzó con rapidez en el s. xviiz.
La evolución alcanzó su punto culminante con la ilustración. La sima entre la
fe y la ciencia se ensanchó inconteniblemente y pareció de momento
insuperable. La Iglesia vivió a menudo al margen de la gran miseria social de
las clases inferiores, sobre todo en el sur de Europa y en América Latina,
aunque no faltaron quienes dieron la voz de alarma. Con el avance de la
ilustración fue cambiando insensiblemente, desde 1700, la concepción del
mundo y de la vida. En lugar de la ilusión de espacios inmensos, los hombres
pedían ahora órdenes de claras perspectivas; en lugar de entusiasmo
sentimental, exigían claridad y sobriedad racional; en lugar de magnificencia
celeste y terrena, reclamaban ayuda y utilidad en el diario quehacer humano.
A los hombres de la -> ilustración se les hicieron demasiado pesados y
complicados los suntuosos vestidos de la época barroca. Así, la ilustración
vino a ser uno de los grandes ensayos de aligeramiento o descarga de la
historia espiritual de occidente. Frente a un lastre histórico que se había hecho
demasiado grueso y pesado, la ilustración retornó a algo primigenio, anterior
a la historia: al hombre como ser racional. La mística luz celeste del b. fue
substituida en la «era de la crítica» (Kant) por la luz de la naturaleza y de la
razón.

Georg Schwaiger

BAUTISMO
A) Bautismo sacramental.

B) Bautismo de deseo.

A) BAUTISMO SACRAMENTAL
Al hombre moderno le cuesta trabajo percibir la plenitud de resonancias y
bienaventuranza que hay en las palabras con que, hacia fines del s. II,
comienza Tertuliano su tratado sobre el b.: Felix sacramentum aquae nostrae:
«feliz sacramento de nuestras aguas (de nuestro baño)» (sacramento =
acción sagrada que nos obliga bajo juramento). El b. era para aquellos
primeros cristianos comienzo dichoso y consciente de la vida cristiana, de un
nuevo renacer conforme al ejemplar primero, Cristo, llevado a cabo en un
baño de agua, acompañado de unas pocas palabras. Con la sencillez de la
acción divina, en contraste con la pompa de los ritos de iniciación de los cultos
paganos, «el baño de agua con la palabra» (Ef 5, 26) comunica algo
increíblemente grandioso, la vida de la eternidad (cf. TERTULIANO, De bapt.
1-2).

Sin embargo, en el fondo y en realidad, ésa es también nuestra creencia.


También para el cristiano de hoy es el b. el primero de todos los sacramentos,
la puerta de la vida cristiana y, como postrera consecuencia escatológica, de
la vida eterna. IR1 borra el pecado original y todos los pecados personales,
por la -> gracia santificante hace al bautizado partícipe de la naturaleza
divina, le confiere la adopción divina, le da derecho a recibir los otros
sacramentos y a tomar parte activa en la acción del sacerdocio cultual de la --
> Iglesia. Tratemos, pues, de penetrar de nuevo la plenitud de bienes vivos
que encierran estas fórmulas abstractas, partiendo de las fuentes primigenias
de la revelación.

I. El Nuevo Testamento y la liturgia

El NT nos muestra claramente cómo la predicación apostólica entendió el


«baño de agua con la palabra» de la vida (Ef 5, 26).

1. La palabra del Señor

El b. está estrechamente ligado con las palabras del Señor resucitado: «Haced
discípulos míos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y
del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a cumplir todo lo que yo os he
mandado» (Mt 28, 19s). En estas palabras se nos ha transmitido con toda
seguridad la voluntad del Señor glorificado de instituir el b., aun cuando su
formulación trinitaria esté condicionada por la práctica apostólica. El sentido
profundo del b. es interpretado con las misteriosas imágenes tomadas de la
conversación del Señor con Nicodemo (Jn 3, 1-10), que, a decir verdad, sólo
son plenamente inteligibles para quien conozca ya el b. cristiano. En todo
caso, hallamos desde el principio la administración del b. como fundamento
para ser discípulo de jesús y cristiano (Act 2, 37-41 et passim). Desde la
venida del Espíritu Santo en el primer Pentecostés, los apóstoles entendieron
y administraron este baño bautismal como un uso santo ya tradicional.
Deducir este uso del culto helenístico pagano es imposible; sí hallamos,
empero, analogías en el AT.

2. Analogías

En el AT hallamos diversas analogías del bautismo (en forma de lavatorios; cf.


p. ej., 2x 40, 12; Lev 8, 6; 13, 6; 14, 4-9; 16,4.24; Ez 36, 25, etc.); en
tiempo de Jesús, los «bautismos», es decir, los lavatorios de esa especie eran
práctica general (cf. Mc 7,2-4); algunas sectas judías los desarrollaron de
modo particular, así los esenios (FLAV. Ios., Bell. Iud., 2, 117-161), sobre
todo en --> Qumrán (1 QS 6, 16s; 3, 4-9; 5, 13s; cf. J. GNILKA, Der Tüu f er
Johannes und der Ursprung der chistlichen Tau f e: Bul 4 [ 1963 ] 39-49).
Sobre este trasfondo se entiende más fácilmente la práctica bautismal de Juan
Bautista, si bien él trajo factores nuevos de decisiva importancia: como
enviado de Dios, Juan bautizaba a los otros, exhortándolos a la penitencia,
como preparación a un superior bautismo venidero. Los discípulos de Jesús
bautizaron también en vida de éste, sin duda en forma semejante a la de Juan
(Jn 4, 1-3 ).

3. La práctica apostólica

Pero después de la glorificación del Señor, los apóstoles practican el uso


tradicional de manera nueva y con otro sentido. Ahora bautizan en el nombre
de Jesús, es decir, según el mensaje sobre el nombre de Jesús, como entrega
a él, invocando su nombre sobre el bautizando y, finalmente (en otro estadio
de evolución), en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. (La
continuidad del uso V la transición a un nuevo modo aparece
impresionantemente en Act 18, 25-26 y 19, 2-6.) La acción entera -baño de
agua acompañado de palabraes la culminación de una conducta total: la
penitencia y la fe se consuman en el baño bautismal. Y a esta totalidad de
conducta va ligada la salvación: el perdón de los pecados y la comunicación
del don del Espíritu Santo, porque todo eso une -yen cuanto une -de la
manera más íntima con Cristo. Cristo es la luz que brilla en el bautismo, él es
la vida que aquí se comunica, la verdad, que el bautizado confiesa y a que se
obliga, la fuente de que brotan corrientes de agua viva, el agua y la sangre de
la herida de su costado; ellas lavan al bautizado de toda culpa.

4. Teología neotestamentaria

Las noticias relativamente escasas de los evangelios y los Hechos de los


apóstoles, y, no en último lugar, del cuarto Evangelio, valorado plenamente
en su última intención, hallan luego su grandiosa exposición en la teología de
los restantes libros del NT, señaladamente en Pablo, en la carta primera de
Juan y en la primera de Pedro. Estos escritos ahondan en la inteligencia del
baño de agua acompañado de la palabra, como singular acción sacramental y
personal por la que se nos comunica fundamentalmente aquel ser en Cristo
que es el compendio de toda la existencia cristiana. Pues «por el b. fuimos
juntamente sepultados con él, con él juntamente fuimos resucitados por la fe
en la fuerza de Dios que lo resucitó de entre los muertos» (Col 2, 12). Estas
ideas se han puesto nuevamente de relieve con energía en la fecunda
discusión de los últimos años. Aquí podemos prescindir de puntos menores
aún oscuros y de discrepancias en la interpretación, y limitarnos al legado de
fe que nos es común. Como realidad fundamental del b. aparece el hecho de
que Dios, cuando estábamos muertos por nuestras culpas y pecados, movido
por su amor sin medida nos dio la comunión con Cristo; estando muertos, nos
convivificó con Cristo, con él nos resucitó y con él nos sentó en los cielos (Ef
2, 1.4-6). La acción de la consagración -baño de agua acompañado de la
palabra para alcanzar la salvación por la remisión de los pecados y la
comunicación del don del Espíritu Santo - es, en su realización, de sublime
sencillez; aun así nos permite conocer claramente muchas cosas: el b. es cima
del encuentro personal con Dios en Cristo, es una respuesta personal a su
llamamiento, a su palabra.

«Los que aceptaron, pues, su palabra se bautizaron» (Act 2, 41). Condición


para el bautismo es la obediencia a la palabra, el escuchar y seguir el
imperativo: «Haced penitencia» (Act 2, 38), la respuesta a la palabra de la
buena nueva sobre Jesús (Act 8, 35): «Sí, yo creo que Jesús es hijo de Dios»
(¡bid. 8, 37 según la redacción occidental del texto). El b. es realmente la
forma que toma la -> fe como modo fundamental de nuestro existir en Cristo;
sin la fe, sería acción externa muerta. Pero el b. es mucho más que la mera
«expresión simbólica» de esta activa disposición creyente como baño de agua
acompañado de la palabra, es: el verdadero acceso a Cristo y a su acción
salvadora, el ser bautizado en su muerte, el morir y resucitar con él, la
comunicación real de la comunión con su pasión, a fin de configurarnos con su
muerte, para que lleguemos también a resucitar de entre los muertos (cf. Flp
3, l0s).

En otra importante visión, el agua del b. es baño de purificación: el baño de


agua acompañado de la palabra purifica a la Iglesia (Ef 5, 26), agua limpia
rocía en él el cuerpo, lava nuestros corazones y los libera de la mala
conciencia (cf. Heb 10, 22). La participación en la muerte de Jesús, la
purificación por el agua santa que de él brota, nos trae la comunión con la
vida de Cristo, el estar en la nueva vida, el ser nueva criatura, el ser
regenerados, la participación (ya ahora) en la resurrección, que,
naturalmente, sólo se consumará en el futuro escatológico del retorno del
Señor.

Todo esto es realidad, pero una realidad cuya plenitud el bautizando ha de


afirmar y aprehender anticipadamente en la fe, y sobre cuyas consecuencias
debe meditar a fin de actuarlas en la permanente seriedad de una vida
verdaderamente cristiana: «Así (después de todo lo dicho sobre esta
realidad), considerad también vosotros que estáis muertos al pecado, pero
que vivís para Dios en Cristo Jesús» (Rom 6, 11). Así, pues, del bautismo ha
de seguirse toda la grandeza y anchura de una vida fundada en Cristo (cf. Ef
3, 16-19).

El Apóstol saca con toda energía estas consecuencias morales prácticas de la


realidad del bautismo (Rom 6, 12-14). «Se exige de los bautizados un giro
radical, existencial y moral, pues por el bautismo precisamente han recibido
un ser nuevo y conforme a él deben caminar, es decir, configurar su vida» (V.
WARNACK, Taufe und Christusgeschehen, p. 321). La primitiva Iglesia tomó
completamente en serio el tránsito del indicativo del b. - que ya en sí mismo
es extraordinariamente grande y amplio - a su imperativo, a sus exigencias
morales y existenciales: «A los que ya una vez fueron iluminados (por el
bautismo), gustaron el don celeste, fueron hechos partícipes del Espíritu
Santo, gustaron la buena palabra de Dios y los portentos del siglo futuro, pero
vinieron después a extraviarse, es imposible renovarlos otra vez llevándolos al
arrepentimiento (Heb 6, 5). No podemos entrar aquí en el problema de la
penitencia después del b.; pero, en todo caso, Heb 6, 5 atestigua con qué
vigor se recalca la plena seriedad de la obligación bautismal.

5. Liturgia bautismal

El múltiple contenido de la -sencilla acción que, sin embargo, tan altas cosas
comunica, se hace visible en la liturgia del b., la cual inicia pronto su
desarrollo. Tal contenido está atestiguado en la Apología, de Justino, (r, 61),
en el escrito de Tertuliano sobre el b. y, particularmente, en la Tradición
apostólica, de Hipólito, de fines del s. ir y comienzos del III. Se comienza por
una larga preparación catequética de los aspirantes al b.; sigue la preparación
inmediata con ayunos, oraciones y promesas solemnes; luego la bendición del
agua (por lo menos en Tertuliano). El bautismo propiamente es un auténtico
baño en agua corriente, con tres inmersiones, invocando en cada una
(epíclesis) uno de los tres nombres divinos. Por fin se dan la unción, la
sigilación y la imposición de manos. Y ahora -siempre con cierta solemnidad-
el nuevo cristiano es admitido al culto divino de la comunidad de los fieles, al
ósculo de paz y a la celebración de la eucaristía. Los tiempos posteriores no
han hecho sino desplegar estas líneas fundamentales: desarrollando el ritual
del bautismo con la profesión de fe, la renuncia a Satanás, la promesa a
Cristo, y la forma dada a la administración propiamente dicha del bautismo y
a las acciones que la siguen. El catecumenado se dividió también en una larga
serie de escrutinios, hasta que, en múltiple vaivén de desarrollo y abreviación,
se fijó la práctica de la administración del b. que poseemos en el ritual
romano.

6. Estructura fundamental

La evolución es instructiva. En la solemne ceremonia se expresa


concretamente la estructura fundamental del b.: confesión y penitencia como
actos personales del candidato mayor de edad; plenitud sacramental y
poderío del baño sagrado en el agua por la virtud del nombre de Dios:
sumersión, es decir, inmersión en la comunidad de muerte con Cristo, a fin de
que, por el perdón de los pecados, nazca la nueva vida en Cristo, prenda y
comienzo de la vida eterna, indicada por la blanca vestidura, la luz encendida;
y la exigente exhortación: «guarda tu bautismo» hasta el advenimiento del
Señor al que saldremos un día al encuentro con luces encendidas. Todo esto
tiene una fuerza impresionante y un alto simbolismo para el bautizando
adulto. Todo el NT y la época primitiva presuponen que el sujeto del b. es un
adulto.

7. Bautismo de niños

Todavía no se habla de bautismo de niños pequeños (lo que tampoco quiere


decir que se excluya). El bautismo de los niños es más bien el resultado
natural de una situación totalmente cambiada de la cristiandad. Después de
algunos siglos, una sociedad que era cristiana en su totalidad, quería que
también los niños entraran en la comunión de la Iglesia y, por ende, en la de
Cristo. Sin embargo, nunca se compuso un rito peculiar para el b. de niños.
En los primeros tiempos «sólo en muy pequeña proporción se practicó el b. de
niños. Éste, por el número de los sujetos y la importancia del rito, apenas era
otra cosa que un apéndice al b. de adultos... (es decir), al núcleo de los actos
de la administración del b.; el ritual del catecumenado no afectaba a los
niños» (STENZEL, Die T'au f e, p. 294 ). De hecho, a partir,
aproximadamente, de los s. iv y v, el b. de los niños vino a ser el caso normal.
Para ello se transformó ligeramente la práctica anterior, y se logró una total
adaptación a la nueva situación por medio de abreviaciones y,
particularmente, por la síntesis de las distintas etapas en un orden bautismal
continuo. Sin embargo, fundameltamente no se cambió nada, de suerte que
aun hoy día los bautizandos carentes de uso de razón, mediante la función
representativa de los padrinos, son tratados como adultos en lo relativo a la
profesión de fe y renuncia a Satanás, así como a la pregunta sobre su
voluntad de recibir el bautismo.

8. La realidad actual

A pesar de estas imperfecciones formales, la actual liturgia bautismal de la


Iglesia latina muestra con suficiente claridad lo que el b. es desde sus
orígenes en el NT: acción sagrada, baño de agua (si bien reducido a un lavado
por infusión solamente en la cabeza) acompañado de la palabra, participación
en la muerte, en la sepultura y, luego, en la resurrección de Cristo, lavatorio
por el agua santificada en virtud del nombre de Dios, perdón de todos los
pecados, comunicación de la vida, regeneración, admisión en la filiación
adoptiva, y todo ello sostenido, aceptado, afirmado y confirmado por la
actitud personal del neófito o catecúmeno, que se obliga a ponerlo por obra
en su vida.

Este b. es posesión viva de la Iglesia y como tal se practica. Contamos con él;
es el comienzo; de él nace el resto de nuestras obligaciones; como nos une
con la muerte y resurrección de Cristo, él nos permite esperar en medio del
inagotable «aún-no» la futura consumación escatológica.

II. Reflexión teológica

Qué signifique todo eso, lo ha ido elaborando y asegurando lentamente la


teología con reflexión sencilla, pero impresionante e infatigable.

Repasando ese trabajo, hemos de tratar también nosotros de comprender


toda la profundidad de nuestra fe «en un solo b. para la remisión de los
pecados» (símbolo de Nicea, credo de la misa).

1. Los primeros tiempos

Por de pronto hallamos una reflexión sobre la riqueza del don del b. De
acuerdo con la viveza del rito que se ejecuta con auténtica acción, se da aquí
un bajar al agua para lavarse de la antigua mortalidad del pecado, y un subir
del agua como paso de la muerte a la vida (Ps: Bernabé y Pastor de Hermas).
Así, el b. es baño que lava los pecados, remisión de todas las penas por éstos
merecidas, iluminación para la contemplación redentora, perfección, es decir,
sigilación, entrada plena a través de la frontera de la muerte en la vida de
Cristo (Clemente).

2. Orígenes
Orígenes introduce todas estas ideas dentro del marco de su visión de la
historia de la salvación, en una forma no sistemática, sino ocasional, pero con
la profundidad peculiar de su intuición, tan fecunda para toda la teología
posterior. Lo que precedió en tipos y figuras del AT y se cumplió en Cristo, es
ahora resumido y recapitulado en el b. Aquí, como siempre, Orígenes aboga
por la primacía del orden espiritual e interno sobre el exterior y visible, que ha
de estar al servicio de aquél.

El b. de la Iglesia adquiere así su verdadero puesto en la historia de la


salvación, entre las figuras del AT y Juan Bautista, por una parte, y la nueva
forma (regeneración) de cielo y tierra al fin de los tiempos, por otra. Allí, en el
AT, la figura que por vez primera revelaba era signo indicador; el fin último es
el b. escatológico «en espíritu santo y fuego» (Mt 3, 11). Entremedio está el
b. de la Iglesia, como mediación y unión. Él realiza el signo precedente, pero
a su vez es en sí mismo signo que apunta hacia una realidad postrera, aún no
cumplida. En esta doble función está lleno de espíritu y de eficacia salvífica,
recibiendo de Cristo toda su fuerza. Orígenes no agota en estas
consideraciones toda la significación y la -también para él- absoluta necesidad
del b. Sólo quiere hacer ver con énfasis que toda la obra exterior del b.
adquiere su sentido por una realidad espiritual, por el hecho de que en el b.
de la Iglesia cumplimos los antiguos tipos y figuras, recibimos la gracia de
Cristo y llegamos así a la postrera etapa del b., que es la resurrección
escatológica de toda clase de -> muerte. Orígenes exige además
insistentemente que el catecúmeno no sólo realice o haga realizar en sí el rito
tradicional del b., sino que se esfuerce por conocer prácticamente la realidad
última que en el rito se esconde.

El b. es renuncia, conversión, penitencia. El morir ascético del catecúmeno se


consuma sacramentalinente por el b.; sin embargo, «si uno, continuando en el
pecado, se acerca al baño de agua, no recibe remisión alguna de sus
pecados» (Hom. in Lc 21).

3. La controversia sobre el bautismo de los herejes

Pero estas consideraciones se quedaron por de pronto en fragmentos, que se


yuxtaponían más o menos inconexamente. En primer término aparece,
exigida por las necesidades de la práctica, la reflexión sobre el carácter
irrepetible del b., sobre su carácter totalmente único y singular. El claro y
firme reconocimiento de esta verdad fue logrado en la dura realidad de la
controversia sobre el b. de los herejes. La controversia surgió al plantearse la
cuestión de cómo la Iglesia había de tratar el b. administrado en una
comunidad cristiana, separada de ella por el cisma y hasta por la herejía. Las
Iglesias de África y algunas de oriente, en caso de conversión, bautizaban
nuevamente al miembro de tales comunidades cismáticas o heréticas. En
cambio, la Iglesia de Roma y la de Alejandría reconocían la validez del b. de
los herejes, y sólo practicaban una reconciliatio, una solemne readmisión en la
Iglesia por medio de la imposición de manos. El conflicto de la distinta
práctica vino a convertirse en abierta oposición entre Cipriano de Cartago, por
una parte, y Esteban z de Roma, por otra. Ambos estaban de acuerdo en la
fundamental confesión de que no hay un «nuevo bautismo»; sólo un b. es
válido. La cuestión estaba en si el b. administrado por los herejes era
verdadero b. El punto de vista romano se impuso finalmente. Al defender la
primacía del factor ministerial y sacramental, que no queda afectado por la
santidad moral del ministro ni aun por la pertenencia a una falsa iglesia, la
Iglesia romana aseguró el primado del poder de Dios.

4. Agustín

Esta idea fue la base de la teología bautismal que desarrolló y acabó Agustín
en la discusión con los herejes de su tiempo. Una vez más se afirma con
énfasis que Cristo es autor y señor del sacramento del b., él es su verdadero
ministro; por eso el sacramento no pierde su validez aun cuando sea
administrado por un hereje, pues también éste bautiza con el b. de la Iglesia,
con el b. de Cristo, «que en todas partes es santo por sí mismo y, por tanto,
no es propiedad de los que se separan, sino de aquella comunidad de que se
separan» (De bapt. t, 12, 19). En época posterior, sobre todo en su lucha
contra los pelagianos y en el estudio de la cuestión del b. de los niños, Agustín
recalcó aún más fuertemente el factor objetivo del sacramento. Sin estar
ligado por el sacramento a la acción saludable de Cristo (primera y
fundamentalmente por el b. y luego por la participación en la mesa del
Señor), «nadie puede llegar al reino de Dios, ni a la salvación y vida eterna»
(Sobre el mérito, el perdón de los pecados y el b. de los niños i, 24, 34). Mas,
por otra parte, y ésta es la herencia permanente de su controversia con los
donatistas, Agustín no dejó nunca de prevenir contra todo automatismo del
sacramento. Sin la fe no se realiza en absoluto el sacramento; éste es ya
expresión del acto personal de fe, por lo menos de la madre Iglesia. Es
sacramento de esta fe, signo sagrado de la fe en Cristo y en su gracia. Pero
luego, aun cuando sea válido, sin la caridad de nada sirve, no es fructuoso. De
esas consideraciones salió finalmente la idea de que el b., debidamente
administrado, en virtud del verdadero ministro que es Cristo, siempre se
confiere válidamente (pero no por «mágico» poder del rito, sino por la fe
básica, que abre el acceso a Cristo); en otras palabras, de que imprime al
bautizado una nota o señal indeleble (y por eso no puede repetirse); mas para
que despliegue efectivamente su fecundidad, es menester concurran la fe y la
caridad del que lo recibe. Aquí están, entre otras cosas, los fundamentos de la
posterior doctrina, que es actualmente nuestra, sobre el carácter del b., sobre
la señal indeleble que el rito bautismal imprime en el alma.

5. La madurez plena de la teología bautismal

El período clásico de los padres de la Iglesia -los s. iv y v - llevó a su madurez


plena la teología del b. en estos y en otros puntos. Los distintos temas o
motivos de la teología del NT y de la primera época patrística son
desarrollados armónicamente; en las catequesis bautismales de los obispos se
nos dibuja un cuadro general impresionante del gran misterio del b. El b. es
aquella acción sagrada en que se nos hace presente, para iniciarnos en la vida
cristiana, la obra salvadora de Cristo, su muerte y resurrección, a fin de
conformarnos con el Señor crucificado y resucitado. Lo que una vez aconteció
en él se realiza en nosotros por el b. para la formación de la nueva vida, para
nuestra regeneración; y esto de suerte que el Espíritu Santo, enviado por el
Señor resucitado y levantado a la diestra del Padre, llena y santifica el
elemento sensible del agua, a fin de lavarnos y purificarnos con ella.
De importancia permanente es además el hecho de que los padres, ya desde
los tiempos de Tertuliano, designaron la acción litúrgica de la iniciación
mediante este «baño acompañado de la palabra» con el nombre de
sacramentum o (latinizando el mysterion griego) con el de mysterium,
términos usados también para otras acciones sagradas. A más tardar en el
curso de los s. m y iv, «se llegó a un fijación técnica de la palabra en este
sentido» (K. Prümm, «Mysterium» von Paulus bis Origenes: ZKTh 61 [ 1937 ]
p. 398 ). El b. es sacramento, lo cual significa en el sentido de esta primera
fijación, que es una acción sagrada con la obligación contraída bajo juramento
(a la manera de la jura de bandera, sacramentum del soldado romano) de ser
fiel en el servicio de Cristo. Pero el bautismo es además sacramento porque
realiza el sentido pleno de la palabra mysterion, ya que es una acción por la
que se consagra al creyente, la cual transmite una imagen de lo representado
y aprehendido en la fe y configura con ello. El b. es mysterium porque en él se
da una figura de la muerte y resurrección de Cristo, porque él nos hace
partícipes de la acción pascual por la que Cristo pasó de la muerte a la vida.

Junto a esta visión que se funda sobre todo en la teología paulina del b. en la
muerte de jesús, aparece otra, importante ya al principio y luego cada vez
más, a saber, la del Espíritu de Cristo que llena con su virtud santificante el
agua bautismal. Las grandes cosas que nos comunica el b., las opera por la
virtud del Señor crucificado y resucitado, el cual, invocado a través de una
consagración especial, a través de la - cada vez más compleja- consagración
del agua bautismal, y luego a través de la mención del nombre de Dios, llena
actualmente el agua con el poder de su Espíritu Santo y la fecunda, a fin de
que ella, como seno santo de la madre Iglesia, pueda regenerar para la vida:
« ...a fin de que los hijos del cielo, concebidos en la santidad, salgan, del seno
inmaculado de esta divina fuente, renacidos como una nueva creación (Misal
Romano, bendición de la pila bautismal en la noche de Pascua).

6. Teología escolástica

La época posterior guardó fielmente el legado de las ideas elaboradas por los
padres, y las redujo a una síntesis cada vez más completa. Así, la teología
escolástica trató de interpretar el b. como signo sagrado, como sacramento de
la fe, en el que se confiesa y aprehende a Cristo y su universal acción
salvífica, como un signo compuesto de elemento (materia) y palabra (forma).
Según los escolásticos, el b. representa nuestra santificación apuntando en
una triple dirección: hacia su causa (pasada, histórica, pero actualmente
eficaz), que es la pasión de Cristo; hacia su realidad formal, la gracia (la cual
está presente y configura con el prototipo); y hacia su consumación
escatológica (que aún ha de llegar y conferirá la última y suprema
configuración con la imagen ejemplar, que es Cristo). Pero a la vez el signo
bautismal es causa instrumental de la santificación significada. Como tal está
en manos del verdadero autor de toda salvación, Cristo mismo. Él permanece
siempre el Señor de sus sacramentos y el administrador de la salvación, de tal
modo que en ocasiones la comunica sin el b., p. ej., cuando la comunica a un
mártir (-a martirio) a través de su muerte o cuando, en el mero bautismo de
deseo (véase a continuación), se anexiona discípulos a través de la fe. A par
de este análisis de la verdadera naturaleza del sacramento del b., viene luego,
en la teología escolástica, el estudio general de todas las cuestiones que
atañen a la administración, al ministro, al sujeto y a los efectos del b.; el
sacramento mismo queda ordenado en el contexto general de los siete
sacramentos del NT.

Dentro de este estudio, se esclarece particularmente la significación del


carácter impreso por el b. El punto de partida para esto es la imposibilidad de
repetir el b. Administrado con recta intención, el b. es siempre válido, aunque,
por falta de disposición del bautizado (adulto), permanezca infructuoso. A la
verdad, ya esta validez objetiva sólo es posible a base de un mínimo de fe y
de buena voluntad, sin las cuales no se puede conferir ninguna realidad
salvífica. Como fundamento que sustenta la realid d del b. recibido válida pero
infructuosamelte se aduce el carácter impreso. Éste es concebido como un
algo misterioso, como un don impersonal y objetivo de la gracia, como un
signo de distinción y de dignidad, como una realidad significada y que a su
vez significa otra cosa. El carácter es así un término medio entre la
meramente externa y meramente significante acción sacramental
(sacramentum tantum), por una parte, y la última realidad interna de la vida
de gracia (res tantum), por otra parte; en cierto modo es una configuración
germinal con Cristo. Tomás de Aquino interpreta el carácter de modo
ingenioso y esclarecedor, aunque no del todo convincente, por lo cual su
explicación aun hoy día no es aceptada por todos. Él lo concibe como «cierta
capacidad para las acciones jerárquicas (cultuales), es decir, para la
administración y recepción de los sacramentos y de lo demás que compete a
los fieles (In Sent. iv, d. 4, 1. sol. 1).

7. Época de la reforma

Los reformadores del s. xvi, por su excesiva insistencia en la palabra y en la fe


fiducial subjetiva, negaron teóricamente el concepto sacramental católico;
pero, prácticamente, no llevaron a sus últimas consecuencias la dinámica
revolucionaria de su principio. En todo caso, dejaron subsistir de hecho el b.,
y particularmente el b. de los niños, como instrumento de gracia en el sentido
propio de la palabra. En cambio, el concilio de Trento defendió la doctrina
tradicional y dio por válido su desarrollo histórico-dogmático. Afirmó en
concreto los siguientes pensamientos: el b. cristiano, que opera lo que
significa, es superior al de Juan Bautista; ha de mantenerse el carácter
sensible del baño de agua (acompañado de la palabra); rectamente
administrado según la intención de la Iglesia, el sacramento es siempre
válido; no es sólo signo de la fe, sino que además produce la gracia ex opere
operato, es decir, por el poder de Dios que obra en el sacramento (y no por la
voluntad o santidad del hombre); por esta poderosa acción de Dios es
también válido el b. de los niños; todo b. reiterado es nulo; la fuerte
insistencia sobre esta virtud del sacramento no pasa en modo alguno por alto
la necesidad de que el neófito adulto se prepare debidamente para recibirlo; el
b. es necesario para alcanzar la salvación; la gracia del b. puede perderse de
nuevo por el pecado grave (ses. 7, cánones sobre el sacramento del b., 1-14;
Dz 857-870).

III. Teología actual

Con sus cánones sobre el b., el concilio de Trento sólo quiso asegurar y
delimitar el legado de fe de la doctrina tradicional. Sigue siendo obligación de
todos darse plenamente cuenta, dentro del marco así trazado, de la riqueza
tradicional; no basta, pues, estancarse en las fórmulas de reprobación o de
anatema del Tridentino. Es comprensible que la teología de la época posterior,
impresionada por la obra conjunta del Concilio, cediera un tanto a la tentación
del mero acatamiento, y con ello estrechara su horizonte. Hoy la situación es
otra; ya la mera necesidad del diálogo ecuménico, y más aún los intensos
impulsos provenientes del movimiento litúrgico y del estudio profundizado de
la palabra de Dios conducen inevitablemente a una ampliación y reelaboración
de la teología del b.

1. La renovación litúrgica

La renovación lítúrgica ha reavivado nuestra conciencia del b. (-> Movimiento


litúrgico, en liturgia, D). Esto repercute, ante todo, en un conocimiento más a
fondo del sacramento mismo, como acción sagrada que está llena de una gran
significación interna y, por tanto, requiere una celebración digna para
expresar su contenido. De ahí viene la mayor estima del simbolismo sensible
del acto del b., un tanto mermado hasta ahora como consecuencia de un
minimalismo sacramental. A eso va unida una más clara conciencia de la
unión esencial entre la administración del b. y la celebración de la vigilia
pascual. En efecto, se pone de manifiesto que el b. es un sacramento pascual,
en el que el catecúmeno realiza fundamentalmente y por vez primera el
transitus paschalis, el paso de la muerte del pecado y del hombre viejo a la
vida de la resurrección del hombre nuevo en Cristo. La percepción del sentido
auténtico del sacramento hace que aspiremos a una expresión más clara y
convincente del mismo.

2. Los deseos de reforma

Los deseos de reforma, que fueron concretamente formulados en el concilio


Vaticano ir, se refieren ante todo al ritual del b. de los níños, que
prácticamente es el que se usa en la inmensa mayoría de los bautismos. «La
ficción de un interlocutor responsable sobrecarga la situación del párvulo»
(Stenzel, o.c. 296). Nuestro afán de autenticidad exige que «se deje al niño
en sus límites y sólo así se lo tome como socio» (¡bid), y que se diga, por
tanto, lo que de hecho sucede, lo cual puede describirse en pocas palabras:
Ahí está un niño, al que Dios por medio de la Iglesia promete, transmite y
regala su gracia, con la obligación para la Iglesia misma, los padres y padrinos
de conducir a ese niño a que libremente acepte y guarde la gracia salvífica
que se le ha regalado. Por lo demás, no habría que cambiar mucho o sólo
cosas inesenciales en el ritual del bautismo de los niños (cf. Stenzel, o.c.
297s).

Más importante es una reforma del ritual del b. de adultos, que actualmente
no es caso excepcional aun fuera de países de misión. Aquí parece darse la
alternativa siguiente: partiendo del hecho de que el actual ceremonial,
desproporcionado en su conjunto, es en su mayor parte un resumen apretado
del catecumenado ahora inexistente y, por ende, un mero anacronismo
conservado por espíritu tradicionalista, síguese que, para procurar al neófito
adulto una participación viva y activa en la recepción del sacramento, o bien
habría que acortar el ceremonial eliminando razonablemente todo lo
anticuado, o bien se debería restaurar la institución del catecumenado dentro
del marco de lo actualmente aconsejable y posible (cf. Stenzel, o.c. 303).
Como hay muchas razones en pro de esto último, el deseo de reforma se
extendería concretamente a que se dejara de administrar el b. en un solo
acto. Se debería, pues, volver a la separación cronológica entre la preparación
y la administración del b. La acción total podría repartirse en tres actos
separados entre sí, que, de acuerdo con las circunstancias, se prolongarían
durante un tiempo más o menos largo. En el primer estadio, ad catecumenum
faciendum (apertura del catecumenado), se cultivaría el diálogo entre el
candidato al b. y la Iglesia; en el segundo período, predominarían los
exorcismos; como tercer período y culminación seguiría la administración del
b.: renuncia a Satanás (con unción), símbolo de la fe, baño de agua
(bautismo mismo) y ritos finales (sobre otros pormenores cf. Stenzel, o.c.
305-307). Acerca de la nueva configuración de la liturgia del b. de adultos, a
base del «Consilium ad exsequendam Constitutionem de sacra liturgia», véase
Fischer, Notitiae 3 (1967), p. 55-70.

3. Problemática del b. de niños

Sin embargo, la gran importancia, tan actual, del b. de adultos no debe


hacernos pasar por alto el derecho propio, la legitimidad y valor peculiar del b.
de niños. La teología protestante en los últimos años se ha ocupado a fondo
de este problema. Quien toma plenamente en serio las ya mentadas tesis del
antiguo protestantismo, tropieza en el b. de niños con un obstáculo casi
insuperable. Mas si se acepta, de acuerdo con la práctica de todas las Iglesias,
aun de las protestantes, el b. de los niños, eso implica directamente una toma
de posición en pro de una interpretación realista del b. y de su eficacia.

4. Realismo sacramental

Precisamente los representantes de la exégesis protestante, .así como de la


historia de las religiones y de la Iglesia, han reconocido de nuevo el realismo
de la antigua concepción cristiana del sacramento. Cierto que en un primer
estadio han creído descubrir un parentesco estrecho entre este realismo y la
magia; y, por eso, el miedo a la confusión del sacramento con el signo mágico
(incluso allí donde está verdaderamente excluida semejante confusión) aun en
la actualidad dificulta a muchos teólogos protestantes para la emisión de un
juicio objetivo. Pero, en conjunto, se resalta - y muchas veces con insistencia
-«que Pablo atribuye al b. una "auténtica actividad mistérica", en virtud de la
cual el que era pecador queda convertido en un hombre liberado del pecado y
misteriosamente unido con la muerte y resurrección de Cristo» (B.
Neunheuser, o.c., 100). Tales conclusiones abren nuevas posibilidades para
justificar el b. de los niños; pero su auténtica importancia es evidentemente
mucho mayor, pues ellas permiten una nueva fundamentación y elaboración
conceptual de la doctrina tradicional del b. a partir de la -> palabra de Dios.

Dentro del marco de la problemática que así se plantea, también la teología


católica puede y debe, incluso hoy, prestar atención especial a los tres
factores siguientes del b.:

a) El b. es una sagrada acción mistérica; es la comunicación sacramental de la


gracia; pero constituye también una acción personalísima del bautizando
adulto. Cono acto mistérico, el b. es una acción de iniciación, de introducción
en la verdadera existencia cristiana. En dicha acción, bajo la envoltura del rito
visible (bajo el signo de la sumersión, del rito del baño de agua -que, aun
realizado en modesta forma abreviada, se conserva todavía en el lavado
actual por infusión -, y de la invocación de la Trinidad divina), se hace
cultualmente presente la históricamente única muerte salvífica de Cristo, de
modo que el bautizando puede conrealizarla y reproducirla. Al morir y ser
crucificado con Cristo, se une a él, para resucitar también con él a la nueva
vida del «estar en Cristo Jesús», esperando llegar un día a la realidad plena
de esta vida resucitada (cf. V. Warnach, p. 332).

b) Mas si partimos del signo visible del baño de agua en cuanto es un lavado,
o sea, si partimos de la forma que prácticamente predomina en la actualidad,
por el mismo rito conocemos la realidad bautismal como lavatorio, como
purificación del hombre pecador por la sangre preciosa del cordero de Dios,
por el agua que brotó del costado abierto del Señor crucificado. El instrumento
de este poder purificante y redentor de Cristo es el agua bautismal, la cual,
llena de la virtud del Espíritu Santo por la invocación del nombre de Dios, libra
al bautizado de todo pecado y lo vivifica para la nueva vida de la
«regeneración por el agua y el Espíritu Santo» (Jn 3, 5). Así se le abre al
bautizado la puerta para entrar en el reino de Dios. Ahora bien, ora
consideremos el b. como la realización de la crucifixión, ora lo consideremos
como instrumento del Redentor para purificarnos y lavarnos, para darnos la
gracia y vivificarnos, él es siempre obra de Dios, comunicación
soberanamente poderosa de la acción salvífica de Cristo, que actúa sobre el
pecador con todo poderío, por misericordia, por amor preveniente y gratuito,
pero que desde este momento obliga y exige la obediencia del hombre.

c) Con ello se da el tercero y último factor que hemos de considerar. Nada,


absolutamente nada de magia se halla en este acto sacramental. La magia es,
en realidad, la muerte de toda religión auténtica (--> superstición). Pero el
poderío y la certeza de la acción sagrada que se realiza en el misterio del b. y
que brota ya de la fe, propiamente no son sino la manifestación del poder de
Dios, quien, por gracia libremente dada, ha escogido ese camino para nuestra
redención, en perfecta armonía con el hecho fundamental de la encarnación
del Logos y con la naturaleza corporal y espiritual del hombre. El b. proclama
realmente la suficiencia universal de la Gran Acción, de la históricamente
única redención de Cristo; ésta adquiere eficacia actual en el b.

5. Exigencias del b.

El b. obliga y exige, y lo hace en conformidad con el estado espiritual del


hombre. El b. da al párvulo lo que puede recibir, a saber, la filiación divina, la
liberación de la culpa original y de la ira de Dios; pero por eso precisamente el
b. obliga al niño a que, llegado al uso de razón, libremente, por la fe y la
caridad, confiese la realidad de su b. y conforme a ella su vida, con la
esperanza de consumar en la eternidad la gracia que se le ha dado y él ha
guardado. Si esto no se diera, el b. no podría llegar a su último y verdadero
efecto.

En cambio, al neófito adulto el b. le obliga inmediatamente. Sin su libre


disposición, sin el «sí» dado con fe, sin su decidida renuncia al pecado, sin su
libre adhesión a Cristo, a su muerte y resurrección, el b. es infructuoso, por
más que en sí, por haber sido administrado rectamente, tenga validez e
incluso haya dado al bautizado aquel primer contacto con Cristo que lo marca
y hace propiedad suya. La fuerza de esta realidad fundamental está en que, si
el marcado con el carácter aparta el óbice que antes oponía a la gracia y hace
penitencia, puede en todo momento acercarse a Cristo como fuente de la
verdadera vida. El b. es realización viva de la comunión con Cristo, comienzo
y acto primero de aquella existencia, descrita en el NT, que significa
precisamente intimidad, connaturalidad recibida por la virtud del Espíritu
Santo de Cristo para escuchar lo que Dios dice y quiere, mayoría de edad y
libertad de los hijos de Dios (cf. p. ej., Heb 8, 8-13 y 10, 15-17, en relación
con Jer 31, 31-34). Sólo puede administrarse al que cree de todo corazón (cf.
Act 8, 37), al que lo desea libremente, al que está dispuesto a ser bautizado
«en la muerte de Cristo» (Rom 6) y a guardar su b., a permanecer de veras
discípulo de Cristo por la obediencia a los mandamientos de Dios y del mismo
Cristo, para que así, a la vuelta del Señor para las bodas escatológicas del
cordero, pueda salirle al encuentro, en unión de todos los santos, con la luz
encendida que le dio el b., y sea admitido, por gracia, en el reino de los cielos.

Así, pues, el b., sobre todo como primero y fundamental sacramento, es de


manera singular el sacramento de la -> fe en Cristo, la concreción, por decirlo
así, de esta fe. Por eso precisamente, en el llamado b. de deseo, si las
circunstancias hicieran imposible la recepción del sacramento, la fe sola podría
comunicar la comunión con Cristo y su acción salvifica. Esto no hace superfluo
el b. mismo. E1 que verdaderamente cree en el Señor está dispuesto a
cumplir todo mandato suyo y, por tanto, en cuanto de él depende, quiere
también recibir el b. En consecuencia, tampoco a él se le da la salvación
eterna sin el deseo (por lo menos implícito) del b. y, aun después de la
justificación así recibida, la recepción del b. sigue siendo necesaria, pues él
incorpora a la comunidad exterior de culto, que es la Iglesia, y capacita con
ello para participar de toda su vida sacramental en Cristo.

IV. Fundamento de toda vida cristiana

Visto en esa plenitud, el b. es realmente el «feliz sacramento de nuestro


baño», el fundamento de una nobilísima vida, de la vida en Cristo jesús, cuya
base existencial entera está (ya ahora) en el cielo, de donde esperamos (aún)
al Señor Jesús como salvador, «el cual transformará nuestro cuerpo de
bajeza, conformado con su cuerpo de gloria» (Flp 3, 20-21). Él nos obliga
desde ahora, «para el poco de tiempo» intermedio, a morir al pecado y vivir
en Cristo nuestro Señor. Es más, nos impone el mandato de actuar en una
vida de acción cultual, de acuerdo con la dignidad, conferida en el carácter
bautismal, del regio sacerdocio del hombre neotestamentario, dispuesto para
la concelebración del misterio eucarístico, en memoria de lo que hizo el Señor,
dando gracias al Padre por Cristo y llevando a cabo aquella adoración en
espíritu y en verdad que pide el Padre mismo (cf. Jn 4, 23-24).

Pero el b. pide aún mucho más: que permanezcamos en el amor con que y al
que Cristo nos ha llamado, que llevemos unos las cargas de los otros y
cumplamos así la ley de Cristo. En virtud de la comunión con Cristo que se
nos ha dado en el b., podemos y debemos llevar a cabo en adelante lo que
actualmente llamamos la «misión universal de los cristianos», a saber: por el
cumplimiento de nuestro deber, dar testimonio de Cristo en medio del mundo,
en espera de la última manifestación de su gloria, hasta que Dios, lo sea todo
en todos (cf. 1 Cor 15, 28).
Burkhard Neunheuser

B) BAUTISMO DE DESEO
I. Visión histórica

En la Escritura al lado de las afirmaciones que expresan la necesidad del


bautismo para salvarse hay otras que acentúan solamente la fuerza
justificante de la --> fe (p. ej., Rom 3, 22). La teología de los padres no tuvo
siempre en cuenta esta polaridad de las afirmaciones de la Escritura. La
doctrina de la necesidad del bautismo para salvarse pasó muy a primer plano.
Sin embargo, en Ambrosio (De obitu Valentiniani consolatio 51: PL 16, 1374),
en Tertuliano (De baptismo 18ss: PL 1, 1224), en Cipriano (carta 73, 22: PL
3, 1124), en Cirilo de Jerusalén (Catequesis 13, 30s: PG 33, 809s), en Juan
Crisóstomo (In Gn. hom. vil, 4: PG 54, 613), y en Agustín (De baptismo
contra Donatistas iv, 22, 25: PL 41, 173s; cf. también las citas de Agustín y
de Ambrosio en la carta de Inocencio ii a Eusebio de Cremona: Dz 388) se
encuentran afirmaciones sobre el b. de deseo.

Fue el instrumento teológico de la edad media el que hizo posible la reflexión


sistemática acerca de cómo el hombre que no ha recibido el sacramento del
bautismo puede participar de la comunión con Dios por la gracia. Ya Bernardo
de Claraval (Ep. 77, 2) y Hugo de San Víctor (De sacr. ir, 6, 7 ), entre otros,
enseñaron que, si bien los sacramentos son los medios ordinarios de la gracia,
sin embargo, la misma disposición perfecta para recibirlos, creada por la fe y
el amor, confiere al hombre la -> justificación.

Puesto que esa disposición está ordenada al -> sacramento como un «deseo
del mismo», la justificación que precede a su recepción fue considerada como
una especie de anticipación de la gracia sacramental. Con relación al bautismo
esta doctrina pronto se hizo común y, más tarde, también fue aceptada por el
concilio de Trento (Dz 797). La clase de disposición que es necesaria para
adquirir los efectos del bautismo (sin bautismo), fue un punto de especial
discusión entre los teólogos medievales. Una teoría muy extendida -defendida
también por Tomás de Aquino - decía que antes de la venida de Cristo era
suficiente creer en Dios y en su providencia gratuita respecto a la humanidad.
Esta fe era considerada como una -> fe implícita en el Cristo futuro. Pero.
después de la venida de Cristo, según Tomás de Aquino, es necesaria la
aceptación explícita del mensaje cristiano. Ésta fue también su opinión en la
discusión sobre la universal -> voluntad salvífica de Dios (en -> salvación).

En la edad media era creencia universal que, en líneas generales, el evangelio


ya había sido proclamado en todas las partes del mundo y que los infieles,
reducidos ya a un número relativamente pequeño, vivían al margen de la
civilización. Sin embargo, a raíz del descubrimiento de América y del lejano
Oriente se hizo más urgente la cuestión de la salvación de estos grupos de
hombres. Muchos teólogos opinaban que los pueblos de más allá de los
mares, que jamás habían oído el mensaje de la salvación en jesucristo,
estaban en la misma situación salvífica que la humanidad antes de la
encarnación de Cristo. Y, por tanto, que su fe en un Dios que gobierna el
universo con misericordia y justicia, equivalía a la aceptación implícita del
evangelio cristiano y debía imputárseles como bautismo de deseo.
Estas reflexiones acerca de cómo Dios se pone en contacto con los hombres
fuera del ámbito de la acción cristiana tuvieron como punto de partida la idea
de que Cristo es el único mediador de la salvación y de que su gracia toca el
corazón de cada hombre de tal modo que él deba responder a su invitación.

Esa idea general del bautismo de deseo fue confirmada formalmente por la
Iglesia en la carta de Pío xii al cardenal Cushing de Boston en el año 1949 (DS
3869 hasta 3872). Esta carta explica el significado de la fórmula dogmática
«fuera de la Iglesia no hay salvación» en los siguientes términos: En ciertas
circunstancias, que están especificadas, basta para salvarse un voto implícito
del bautismo - y, con ello, de la Iglesia-, por cuanto este deseo está inspirado
por la fe sobrenatural y soportado por el amor de Dios, o, dicho de otro modo,
por cuanto este deseo es la obra de Dios mismo en el hombre.

El concilio Vaticano ir habla de la voluntad salvífica universal de Dios en


relación con el hecho de la pertenencia a la Iglesia, concretamente en la
Constitución dogmática sobre la Iglesia «Lúmen gentium» (Cap. ri art. 16):
«Por fin los que todavía no recibieron el Evangelio están relacionados con el
pueblo de Dios por varios motivos. En primer lugar, por cierto, aquel pueblo a
quien se confiaron las alianzas y las promesas y del que nació Cristo según la
carne (cf. Rom 9, 4s)... Pero el designio de salvación abarca también a
aquellos que reconocen al Creador, entre los cuales están en primer lugar los
musulmanes, que, confesando adherirse a la fe de Abraham, adoran con
nosotros a un Dios único, misericordioso, que juzgará a los hombres en el
último día. Pero Dios no está tampoco lejos de aquellos otros que entre
sombras y figuras buscan al Dios desconocido, puesto que todos reciben de él
la vida, la inspiración y todas las cosas (cf. Act 17, 2528) y el Salvador quiere
que todos los hombres se salven (Cf. i Tim 2, 4). Quien sin culpa suya
desconoce el evangelio y la Iglesia de Cristo, pero busca a Dios con corazón
sincero y se afana por hacer realidad con la ayuda de la gracia la voluntad de
Dios, reconocida en la voz de la conciencia, puede alcanzar la salvación
eterna...» (cf. también ir, 9). Pero aquellos que han reconocido la necesidad
de la Iglesia para salvarse, necesitan imprescindiblemente del b. como
«puerta» de la Iglesia y, con ello, de la salvación (Ibid., art. 14; Decreto sobre
la actividad misionera de la Iglesia, cap. i, art. 7).

II. Reflexión sistemática

Puesto que actualmente vemos con toda evidencia que el pueblo de Dios de la
antigua y la nueva alianza fue y es sólo una pequeña minoría dentro de la
familia humana, hoy resulta mucho más urgente que en la época de los
grandes descubrimientos reflexionar sobre el destino salvífico de la mayor
parte de la humanidad. La elección del pueblo de Dios por medio de la gracia
¿significa que la acción salvífica de Dios no se realiza fuera de este pueblo
más que raras veces y a modo de excepción? ¿No hay que suponer que Dios,
habiendo revelado en Jesucristo su universal voluntad salvífica, lleva a cabo la
salvación de los hombres tanto en la Iglesia (donde su acción es
«reconocida») como fuera de ella (donde esta acción no es «reconocida»
como tal)? La elección irrevocable que Dios hace de la humanidad en la -->
encarnación, la eficacia universal del sacrificio de Cristo y su victoria definitiva
sobre el -> pecado y la -> muerte significan que, con la venida de jesús, la
humanidad entera ha entrado en una nueva situación salvífica. Ella ha recibido
una ordenación objetiva a la forma de ser del Cristo resucitado, ordenación
que se funda en la absolutamente libre voluntad reconciliadora de Dios. Por
tanto con el concepto de b. de deseo se intenta hacer comprensible la posible
existencia de una acción salvadora y santificadora de Dios en la humanidad
fuera de los límites visibles de la Iglesia.

El único mediador de la gracia es -> Jesucristo. Una vez concluida la


revelación visible con la muerte y resurrección de Jesús, esta gracia se nos
transmite a través del Cristo pneumático en su -> Iglesia, la cual, debido a la
encarnación de su Señor, es una realidad sacramental y visible, de modo que
se edifica sobre la dimensión de la corporalidad. El b. nos introduce siempre
en esta comunidad de la gracia que Cristo, como su centro, sustenta siempre
a través de los --> sacramentos. A ese centro del misterio de la redención
está ordenada la creación entera. Cristo, meta de la Iglesia y del universo,
como «cabeza» de la creación actúa a través de la Iglesia y de su corporalidad
incluso en aquellas partes del mundo que no pertenecen a la Iglesia visible y
todavía no han sido alcanzadas explícitamente por ésta (cf. voluntad salvífica
de Dios, en -> salvación, -> gracia, historia de la -> salvación). Ciertamente,
esta acción salvífica se produce extrasacramentalmente (pues en ella no
intervienen los sacramentos de la Iglesia visible) y, sin embargo, bajo algún
aspecto también se produce « sacramentalmente», ya que Cristo es el
protosacramento por excelencia y, además, dicha acción se halla ordenada
precisamente a la Iglesia visible y sacramental, a la cual todos están
llamados, por cuanto es la comunidad de los «últimos tiempos», en la que
Cristo goza de una presencia misteriosa. Cristo es el representante de todo el
linaje humano, el cual, por eso mismo, está ya fundamentalmente
(«objetivamente») justificado, aunque esta -> justificación deba ser aceptada
y realizada personalmente por cada uno. En virtud de ese horizonte tan
amplio de la redención, cualquier gracia que se le comunique al hombre (aun
fuera de la Iglesia) es «sacramental». Y bajo la gracia está el que sigue la voz
de su --> conciencia, en la cual se percibe la llamada de Dios; él se halla
ordenado en su acción a la comunión en la gracia con la comunidad
escatológica del pueblo de Dios. Su acción permite sospechar, por lo menos,
un deseo implícito del b., una presencia de la gracia en el fondo de su ser, y,
por consiguiente, una posibilidad de salvación, pues esto sólo puede proceder
de Cristo y de su cuerpo místico, la Iglesia. En este sentido el b. de deseo
puede ser considerado como una introducción «inicial» a una realidad que no
aparece perfectamente más que en la Iglesia (Vaticano 77: De Eccl. 77, 14;
A. GRILLMEIER, Kommentar xur Const. dogmatica de Ecclesia, 77, 14: LThK,
Vat I, 200). Sobre la estructura teológica de esta fe implícita, cf. --> voluntad
salvífica de Dios (en salvación) y preparación a la -> fe entre otros artículos.

Como ese bautismo de deseo es el camino de salvación de la mayoría de los


hombres, conviene aclarar brevemente y de una manera psicológica en qué
consiste la disposición interna para este camino de salvación. Puesto que
Cristo es el único mediador, hay que suponer que el misterio de la
justificación y santificación de los no cristianos se identifica fundamentalmente
con la justificación y santificación de los cristianos por la -> fe, la ->
esperanza y el -> amor. Cuando un hombre encuentra la libertad interna de
renunciar a su egoísmo y a su egocentrismo, y se entrega
desinteresadamente a los demás, todo lo que le sucede puede ser calificado
de un morir a sí mismo y resucitar a una nueva vida. Un hombre así está
liberado - en forma análoga- de la doblez natural de su ser. Puesto que
semejante triunfo es obra de la gracia, lo que sucede a este hombre puede
ser considerado como una participación en la muerte y resurrección de Jesús
o, dicho de otro modo, como una especie de b. Este hombre lleva impresa -
aunque sólo «inicial» e imperfectamente - la imagen de Jesús.

Esta forma de mostrar experimentalmente la posibilidad de salvacón es


profundamente cristiana, pues un mismo tipo de vida - bien se dé dentro o
bien fuera de la Iglesia -debe tener igual raíz, a saber: la acción salvadora de
Dios. Indudablemente, el germen cristiano puede descubrirse bajo muy
diversas experiencias. Por eso también hemos de reconocer un espíritu
cristiano a la mentalidad teológica que encontramos en obras como el escrito
polémico Honest to God (Lo 1963) del obispo anglicano J.A.T. Robinson. En el
movimiento teológico que ahí se exterioriza, se pretende formular la buena
nueva de la salvación bajo un lenguaje adecuado al pensamiento
contemporáneo y a nuestra experiencia actual del mundo, para mostrar que la
verdad de Dios tiene un universal poder salvífico y santificador.

Gregory Baum

BAYANISMO

I. Doctrina

Movidos por el deseo ardiente de una teología más cercana a la vida, los
profesores de Lovaina M. Bayo (1513-89) y J. Hessels (1522-66) lucharon por
un retorno a las fuentes, principalmente por un retorno a Agustín. Bayo
declara que su principal preocupación es la corrupción del hombre caído y la
necesidad de la - gracia. De lo primero hizo él su tema; y tomó como punto
de partida la - naturaleza del hombre. Ésta incluye, a su juicio, la adhesión a
Dios por la observancia de los mandamientos, por la píelas y por los restantes
carismas del Espíritu Santo. Forma además parte integrante de la naturaleza
el subordinar los apetitos sensitivos al espíritu, y también pertenece al orden
de la naturaleza el que el cumplimiento de los mandamientos sea
recompensado con la vida eterna. Incluso los dones paradisíacos y celestiales
no son para el hombre íntegro ni para los ángeles dones propiamente
sobrenaturales o gracia. Lo cual no significa que estos dones surjan
necesariamente de los principios constitutivos de la criatura; pero, como el
hombre sin estos dones no es feliz, Dios no puede negarse a concedérselos.
Naturaleza es lo que al principio Dios dio al hombre. El --> pecado original es
la inversión de esta justicia natural, a saber: ceguera para las cosas de Dios,
amor al mundo y hostilidad contra Dios, la sublevacoón de las pasiones,
principalmente de las sexuales. Por esto, sin la gracia el hombre caído peca en
todas sus acciones, pues tiende a una meta final distinta de Dios. Es cierto
que el hombre puede superar un apetito por el apetito opuesto 0 también por
amor a la virtud, pero incluso una virtud ejercitada por la virtud misma es
pecado. Pues solamente podemos orientar la acción en dos sentidos: o amor a
Dios, o amor pecaminoso al mundo. La doctrina de una cierta moralidad
natural es pelagiana.

El resto es una consecuencia de estas doctrinas capitales o una refutación de


las objeciones. Como el catecúmeno o el pecador sincero busca a Dios y
observa los mandamientos, posee el amor. Pero sus pecados no le han sido
perdonados todavía. Sus acciones merecen el cielo, pero el pecado no
perdonado impide su consecución. La justificación comprende, por
consiguiente, dos elementos: la renovación de la voluntad, producida por Dios
solamente, y el perdón de los pecados a través del sacramento.

¿Cómo reconciliar esta necesidad de pecar con el libre albedrío? Bayo contesta
que la verdadera libertad, la cristiana, no es una posibilidad de elección, sino
la sumisión espontánea a Dios. No quiere negar la libertad de elección, pero la
atribuye al pecador sólo con relación a valores moralmente indiferentes. El
principio de que Dios no obliga a nada imposible, valía en el estado de justicia
original; pero es pelagiano el aplicarlo al hombre caído. Así la concupiscencia,
aun no siendo voluntaria, es también pecado. Incluso en el hombre justo
constituye una transgresión real de los mandamientos, pero en él ya no es
pecado, pues se ha perdonado su aspecto punible y la voluntad no se deja
dominar por ella. En la tierra la justicia no es tanto un estado cuanto un
progreso.

II. Condenación de Bayo

La bula de Pío v (1567; Dz 1001-1079) enumera 76 (ó 79) proposiciones,


tomándolas de las censuradas por las universidades españolas de Alcalá y
Salamanca y, con pocas excepciones, de los escritos de Bayo (algunas de ellas
están formuladas con más o menos acierto, según su sentido). La bula añade:
«Aunque ciertas (frases) podrían ser defendidas de algún modo... Nos las
condenamos por heréticas, erróneas, sospechosas, temerarias, escandalosas y
ofensivas a los oídos píos.» La pérdida de las actas de la comisión romana no
permite determinar con seguridad la calificación de cada proposición en
particular, pero las censuras españolas nos dan una pauta, pues ellas asignan
una calificación a cada frase. Aunque la comisión quizá juzgara algo más
benignamente que los españoles, sin embargo, se adhirió en gran parte a sus
censuras. De esto se deduce que el conjunto de las proposiciones de Bayo
fueron condenadas por estar en contradicción con la fe o por suponer un
peligro para ella, algunas por erróneas y ninguna por la razón exclusiva de
que ofendía a la teología escolástica. ¿Están condenadas estas proposiciones
en el sentido en que las entendió el mismo Bayo? Entre la primera y la
segunda parte de la frase indicada más arriba se hallan estas palabras: «en el
sentido estricto y propiamente intentado por los autores» (Comma Pianum).
Según que estas palabras se refieran a lo precedente o a lo siguiente,
expresarán que algunas proposiciones pueden defenderse en el sentido que
les daba Bayo, o que precisamente en este sentido son dignas de anatema.
Desde el s. xv11 predominó esta última interpretación; en los primeros
decenios después de la bula las autoridades eclesiásticas aprobaron también
la primera. Quizás esta equivocidad fue intencionada, pues en las censuras
españolas cada proposición tenía una calificación distinta. La bula quiso
rechazar las proposiciones en sí y poner fin a la discusión, sin decidir si en el
mismo Bayo algunas tenían sentido ortodoxo.
III. Valoración de las doctrinas de Bayo y su repercusión

Bayo planteó agudamente toda una serie de problemas reales, pero no los
solucionó. El culto a la letra de Agustín, pero sin la amplitud del espíritu
agustiniano, y la aversión a la escolástica, que le condujo a una
infravaloración del concilio de Trento (Bayo no negó realmente la doctrina del
Concilio, pero al tratar de las cuestiones sobre el pecado original, la
justificación, el mérito, etc., no tuvo en cuenta los resultados tridentinos), le
obstruyeron el camino hacia la solución. Ahora bien, mientras los problemas
planteados por el bayanismo no encuentren una solución satisfactoria en
todos los aspectos, él influirá como tentación y estímulo en la teología
católica. La universidad de Lovaina, al afianzarse en una doctrina
explícitamente antibayanista, mantuvo despierta la discusión. Allí se formó
Jansenio y también el clero que en los Países Bajos preparó los espíritus para
el --> jansenismo.

Pieter Smulders

BIBLIA

A) Crítica bíblica.

B) Cronología bíblica.

C) Geografía bíblica.

D) Historia bíblica.

A) CRÍTICA BÍBLICA
La Biblia contiene el mensaje de Dios a la humanidad, pero este mensaje
adopta la forma de toda una literatura que, si bien inspirada por Dios, está no
obstante compuesta a la ordinaria manera humana. Se escribió hace dos o
tres mil años, por personas y para personas que vivían en condiciones
históricas, sociales, políticas, económicas, culturales y religiosas muy distintas
de las nuestras. Si bien los autores poseían sus propios recursos personales
de fantasía y de inteligencia, su lenguaje, psicología, punto de vista e
intención, sin embargo estaban también sujetos a las ideas y corrientes de
pensamiento, como también a las formas y modos literarios de composición
de su época. La sociedad a que pertenecían estaba en constante evolución,
profundamente influida por la cultura y la mentalidad de las diferentes
sociedades con que estaban en contacto: esto aparece más y más claramente
a medida que vamos conociendo mejor sus literaturas, gracias a los
descubrimientos arqueológicos.
Añádase a esto que los textos bíblicos originales se perdieron hace ya mucho
tiempo, y actualmente sólo nos quedan copias, algunas hechas sólo unos
pocos siglos después del original y otras hasta veinte siglos posteriores a él;
estas copias han estado además expuestas a todos los azares que
acompañaron la transmisión de cualquier otro documento antiguo. Todo esto
debe tomarse en consideración antes de poder comprender debidamente el
mensaje divino de la B., formulado y transmitido en forma tan humana. Tal es
el objetivo de la crítica bíblica.

1. Crítica textual. Éste es el primer paso: se trata de restablecer, en cuanto


sea posible, el texto original. Las diferentes copias que se conservan
contienen numerosas variantes, debidas a inevitables errores de los escribas
(adiciones, omisiones, permutaciones de letras por razón de la antigua
escritura hebrea y aramea, haplografía, dittografía, homoiotéleuton,
homoiarcton) y a alteraciones tendenciosas (para armonizar textos paralelos,
facilitar lecturas difíciles, corregir lo que parecía haberse corrompido o lo que
no estaba de acuerdo con los puntos de vista doctrinales, u otros, del copista;
y por la misma razón se producen también omisiones). Hay que evaluar las
diferentes lecciones; hay que compararlas con variantes contenidas en
traducciones tempranas basadas con frecuencia en textos más antiguos y a
veces mejores, que se han perdido, o halladas en citas de antiguos escritores
judíos o cristianos de los primeros tiempos. Así es como tratamos de obtener
una edición crítica standard del texto original de la Escritura.

Las mejores ediciones completas actualmente asequibles son: del AT, R.


KITTEL, Biblia Hebraica (Leipzig 1905-6, Stuttgart "1962); de los LXX, H.B.
Swete (Cambridge 18871894), y A. Rahlfs (Stuttgart 1935, '1962); y del NT,
E.F. Westcott-F.J.A. Hort (Cambridge 1881), Ed Nestle (Stuttgart 1898,
211963), H.J. Vogels (Düsseldorf 1920, 41955), y A. Merk (Roma 1933,
81957).

Estas ediciones deben mejorarse a la luz de los descubrimientos e


investigaciones recientes. Los rollos del mar Muerto (-> Qumrán) hallados
entre 1947 y 1956, han proporcionado gran número de manuscritos hebreos,
en su mayoría muy fragmentarios, de todos los libros de la B. hebrea, excepto
Ester, que datan desde fines del s. iti a.C. al 68 d.C.; por tanto algunos de
ellos son diez siglos más antiguos que los manuscritos conocidos hasta ahora.
En general corresponden al texto masorético normal de la edición de Kittel,
pero presentan algunas lecciones divergentes en conformidad con los LXX o
con el Pentateuco samaritano, o con los dos, mostrando así el valor de ambos.
Los rollos han proporcionado también fragmentos del texto hebreo del
Eclesiástico, fragmentos hebreos y arameos de Tobías, unos pocos textos
fragmentarios griegos y quizá algunos otros textos no publicados todavía. La
mayor parte del Eclesiástico hebreo y otros fragmentos de manuscritos
bíblicos se habían descubierto en la guenizá de una sinagoga de El Cairo
(1896-98); estos textos todavía no han sido publicados todos ni estudiados
debidamente. Todo este material debe tomarse en consideración para
preparar una edición crítica cada vez más completa del AT. Pero una edición
perfecta no será posible en tanto no se hayan editado también críticamente
los LXX, todas las antiguas versiones y traducciones, y las obras de autores
como Filón, Josefo y los escritores cristianos primitivos. Aquí mencionaremos
las dos grandes ediciones críticas de los LXX en curso de publicación: A.E.
Brooke-N. McLean-H.St.J. Thacqueray (Cambridge 1906ss), y la de la
Academia de Gotinga (Stuttgart 1926ss), la segunda de las cuales tiene un
aparato crítico más extenso; como también las ediciones críticas de la Vetus
Latina (Friburgo de Br., 1949ss) y de la Vulgata (Roma 1926ss).

2. Crítica literaria. El objetivo de esta crítica es el de formarse la debida idea


acerca de la composición literaria de los diferentes libros de la B. Una lectura
atenta de la mayoría de ellos revelará no pocas discrepancias: desigualdades
en la estructura, conexiones o transiciones defectuosas entre frases y
perícopas, diferencias de vocabulario, lengua y estilo, diferencias en ideas y
situaciones religiosas, cultuales, éticas, jurídicas o culturales, discrepancias
históricas y cronológicas, duplicados, textos paralelos, y hasta francas
contradicciones. Tales libros debieron ser compuestos a base de diferentes
textos que anteriormente existían por separado. Con la ayuda de la abundante
literatura que hoy conocemos del próximo Oriente antiguo, los investigadores
han tratado de averiguar los distintos componentes que integran cada libro
sagrado (p. ej., fuentes escritas o tradiciones orales), así como delimitar la
parte que se ha de atribuir a los autores, compiladores y editores para
determinar así el carácter, el objetivo y el período de los escritores y de los
diferentes estratos del material, y, finalmente, identificar y analizar las formas
o géneros literarios de éste.

Por lo que se refiere al AT, hay que distinguir ciertos tipos elementales de
otros más cuidados de poesía: cantos primitivos, y literatura sapiencial,
profética y sacerdotal; y también cabe descubrir allí diferentes especies de
leyes, así como diversas clases de narración: mito, leyenda (ambos en un
determinado sentido), epopeya, fábula, narraciones etiológicas, cuentos
literarios, midrasím, cuentos populares, relatos históricos.

En cuanto al NT, los investigadores distinguen: logia, o dichos sapienciales,


escatológicos y apocalípticos; prescripciones legales y disciplinarias; dichos en
primera persona; parábolas, alegorías y narraciones (apotegmas, ejemplos,
narraciones de milagros); prosa rítmica (himnos, bendiciones, doxologías,
acciones de gracias); pasajes autobiográficos; fórmulas epistolares, retóricas,
etc.

El estudio de las formas literarias ha hecho grandes progresos desde la


introducción de la crítica formal o del método de la historia de las --> formas.
Éste pone todo su empeño en identificar la naturaleza, intención, aplicación y
significación de las unidades literarias fundamentales, en descubrir su «puesto
en la vida» del pueblo antes de su fijación escrita. Usado primeramente por H.
Gunkel (p. ej., en el «comentario al Génesis», 1901), luego fue aplicado por
investigadores del AT, como H. Gressmann, J. Hempel, A. Alt y G. von Rad
para descubrir las leyes de la formación del AT; y pronto quedó
complementado con el método histórico de la tradición (M. Noth), que trata de
penetrar en la historia preliteraria de dichas unidades fundamentales, para
estudiar exactamente su nacimiento, sentido y fin en la fase de la tradición
meramente oral. La gran importancia de la tradición oral ha sido subrayada
también por estudiosos escandinavos (I. Engnell, G. Widengren, H.
Riesenfeld).
Martin Dibelius, en el curso de su trabajo sobre las ideas de J. Weiss
(expresadas en su artículo Literaturgeschichte des NT en «RGG» 1912),
titulado Die Formgeschichte des Evangeliums (1919), introdujo la «crítica
formal» en el estudio de los Evangelios (véase crítica de los -> Evangelios).
Pronto le siguió Rudolf Bultmann (Die Geschichte der synoptischen Tradition,
1921). Dibelius fue también el primero en extender el método al resto del NT.
Se apropiaron el método M. Albertz, K.L. Schmidt, G. Bertram y otros. El
movimiento había sido siempre asunto preferentemente alemán, y sus
métodos y especialmente sus resultados con relación a los Evangelios fueron
recibidos con gran reserva, p. e., en la escuela más conservadora de los
exegetas ingleses; véase, sin embargo, V. Taylor (The formation of the Gospel
Tradition, 1933) y C.E.D. Moule (The Birth of the NT, 1962). El método
estudia sobre todo el puesto de los diversos sermones y formas litúrgicas en
la vida de la comunidad primitiva (-> cristianismo primitivo); se propone
conocer cómo se entendieron e interpretaron allí y entonces las palabras y
acciones de Cristo, y a la vez mostrar cómo y en qué medida este material fue
transformado de cara al fin de la composición de los Evangelios. Acerca de la
aplicación de la crítica formal al estudio de las epístolas de Pablo podemos
remitir a B. Rigaux.

3. La crítica literaria, incluida su evolución hacia la crítica formal y la historia


de la tradición, requiere el complemento de la crítica histórica. Ésta investiga
el medio histórico en que aparecen las formas literarias, que a su vez sólo
puede conocerse mediante un fino análisis de las mismas. Pero con relación a
la B. la crítica histórica va mucho más lejos, su meta es examinar con
exactitud la esencia, el significado, la intención y el ámbito de validez de la
historia bíblica, tal como ésta se presenta en cada libro sagrado, y confrontar
esto con todo lo que sabemos acerca de la evolución histórica, la religión y la
cultura del próximo Oriente antiguo, al que pertenece la B. Sobre este
particular merecen mención las siguientes obras: J. PEDERsEN, Israel, its Lile
and Cultura, 192640, y R. DE VAux, Instituciones del Antiguo Testamento,
Herder, Barcelona 1965.

Indudablemente la crítica bíblica ha alcanzado grandes resultados


comúnmente aceptados en la actualidad, ampliando además y profundizando
notablemente nuestra inteligencia de lo que querían decir los autores
sagrados. Determinadas teorías e hipótesis particulares debieron ser
abandonadas y corregidas por investigadores posteriores. La exégesis católica
deberá por tanto ser prudente en el uso de los nuevos métodos. Podrá usarlos
teniendo en cuenta que éstos frecuentemente han sido desarrollados bajo
presupuestos filosóficos y teológicos extraños para su mundo intelectual. El
uso crítico de estos métodos está también en armonía con la encíclica Divino
af flante spiritu (del 30 de septiembre de 1943), la cual pide a los exegetas
católicos que agoten todos los recursos de la historia, de la arqueología, de la
etnografía, etc., para determinar exactamente las formas literarias usadas en
el AT. La reciente instrucción de la -> Comisión Bíblica acerca de la verdad
histórica de los Evangelios (del 21 de abril de 1964, AAS 56 [ 1964 ] , 712-
718), no sólo invita a los exegetas a extender el método de la crítica histórica
al NT, sino que además les aconseja que traten de «descubrir cuáles son los
elementos sanos contenidos en el método de la historia de las formas, para
aplicarlos rectamente en orden a una más plena inteligencia de los
Evangelios».
Petrus Gerard Duncker

B) CRONOLOGÍA BÍBLICA
En la Sagrada Escritura, especialmente en el AT, no faltan indicaciones
cronológicas, pero es difícil encuadrarlas en un sistema cronológico fijo.

I. Cronología relativa

A ejemplo de lo que se hacía en Egipto y en Babilonia (y Asiria), también en


Israel las fechas se indicaban a veces tomando como punto de referencia
acontecimientos importantes (Am 1, 1: terremoto, Is 20, ls: toma de Asdod),
pero más normalmente guiándose por los años de gobierno de los reyes de
Israel y de Judá (Re, Par, profetas preexílicos), así como de Babilonia o Persia
(Dan, Ag, Zac, Esr, Neh). Ezequiel indica las fechas con relación a los años de
la (primera) deportación judaica; 1 y 2 Mac datan conforme a la era Seléucida
(otoño del 312 o primavera del 311 a.C.). En el año 170 de esta era (143-142
a.C.) los judíos hicieron una cronología propia según los años de gobierno del
sumo sacerdote Simón (1 Mac 13, 41s). En el modo de contar los años de
reinado se distinguen los sistemas de antedatación y de posdatación; en el
primero, usado en Egipto hasta la época persa, el tiempo entre la muerte del
predecesor y el comienzo del año civil era contado lo mismo como el último
año del predecesor que como el primero del sucesor. En la postdatación el
período desde la subida al trono hasta el año nuevo era llamado «comienzo
del reinados, y el año primero del reinado comenzaba a partir del año nuevo.
La posdatación se usaba en Asiria y Babilonia y también en Judá, al menos al
final de la monarquía (cf. Jer 26, 1 49, 34) y tal vez desde el principio.

II. Sincronismos

Sincronismos con la historia del antiguo oriente y con el imperio romano


precisan y amplían la cronología bíblica relativa. Los anales asirios nos
cuentan que el rey Salmanasar iit en el sexto año de su reinado (853) venció
en Karkar a los sirios confederados, y entre ellos al rey Ajab de Israel, y que
el mismo Salmanasar en el año 18 de su reinado (841) recibió el tributo de l
rey Yehú de Israel. El rey Yosías murió en la batalla contra el Faraón Necao
(dinastía 26; 2 Re 23, 29; 2 Par 35, 20-24), y según la así llamada «crónica
gádico-babilónica> esta batalla se dio en el año 17 de Nabopolasar de
Babilonia, por tanto en el 609. La crónica babilónica editada por Wiseman, nos
habla de la batalla de Karkemis (Jer 46, 2) y de la toma de Jerusalén por
Nabucodonosor (2 Re 24, 10-12). En el NT, Mt y Lc narran que jesús nació
durante el reinado de Herodes; Lc 3, 1 dice que el año 15 de Tiberio comenzó
la predicación de Juan Bautista; y según Act 18, 12, cuando Pablo estuvo por
primera vez en Corinto, Galión era procónsul de Acaia.

III. Cronología absoluta

Para traducir los datos temporales del antiguo oriente a la cronología cristiana
es necesario recurrir a la astronomía. Con tablas astronómicas en la mano
podemos determinar el momento de la salida de Sirio en Egipto o de Venus en
Babilonia y el tiempo de los eclipses de sol y de luna a los que se hace alusión
en los antiguos documentos orientales. De este modo se ha podido calcular
que el eclipse solar del año nueve del rey asirio Asurdán iii se produjo el 15 de
junio del 763 a.C. Y a base de esta fecha absoluta podemos entre otras cosas
traducir la cronología relativa de los asirios a datos utilizables por nosotros.
Los sincronismos nos ayudan a proceder en forma parecida con otras fechas
orientales y bíblicas.

IV. Cronología particular de los diversos períodos de la historia bíblica

1) Patriarcas: Tanto los usos y costumbres como la arqueología del Négueb


parecen indicar el período medio de la época de bronce (2200-1500 = imperio
medio en Egipto; coincidiendo con la invasión de los hicsos); y hablando con
más precisión, seguramente desde el 1800. La identificación del rey Amrafel,
contemporáneo de Abraham (Gén 14, 1), con Hammurabi de Babilonia (1728-
1686) es problemática.

2) Salida de Egipto y conquista de la tierra prometida. La situación política del


próximo oriente y la arqueología hablan más a favor del s. xiri (dinastía 19)
que del s. xv (din. 18), a pesar de 1 Re 6, 1 y Jue 11, 26.

3) Época de los Jueces: debió desarrollarse alrededor de los s. xii y xi; las
fechas del libro de los jueces no ofrecen una base segura para una cronología.

4) Monarquía. El comienzo de la construcción del templo en el cuarto año de


Salomón (1 Re 6, 1. 37) ofrece un cierto punto de apoyo para la cronología de
los principios de la monarquía, pues, según las informaciones de Flavio Josefo
(Ap 1, 17, Ant 8, 3, 1), de Justino (s. iii d.C.; Epitome Pompei Trogi 18, 6. 9)
y de los mármoles de Paros, la construcción comenzó el año 696 o el 968 (o
según otros datos el 959). De ahí se deduce que Salomón reinaría entre el
972 y el 932 aproximadamente (cf. 1 Re 11, 42), y David sobre los años
1012-972 (cf. 1 Re 2, 11).

La división del reino se produciría por el año 932. En los libros de los Reyes y
en las Crónicas (Par) hallamos muchos sincronismos entre los reyes de Israel
y los de Judá, pero estos escritos presentan muchos problemas no resueltos.
En 722 (y 720) cae Samaría y desaparece el reino del Norte. En 701 el rey
asirio Senaquerib pone sitio a Jerusalén.

El 16 de marzo del 597 los babilonios toman por primera vez la ciudad de
Jerusalén; a mediados del 586 la conquistan de nuevo y destruyen el templo,
y a continuación se produce el exilio babilónico.

5) Exilio babilónico: del 597 ó 586 al 536.

6) Período persa: entre el 539 y el 331; el decreto de Ciro en el 538 permite


el regreso; la primera caravana regresa en el año 536; reconstrucción del
templo entre el 520 y el 515; Nehemías en Jerusalén el año 445; Esdras en
Jerusalén el año 458 o el 398.

7) Período helenístico: 331-166. Los judíos están bajo el dominio de los


Ptolomeos hasta el 200 y bajo el de los Seléucidas hasta el año 166.
8) Época de los Macabeos y Hasmoneos: 166-63. Judas Macabeo del 166 al
161, Jonatán del 161 al 142, Simón del 142 al 135, Juan Hircano 1 del 35 al
104. En el año 63 Pompeyo toma la ciudad de Jerusalén.

9) Período romano: del 63 a.C. hasta el 70 d.C. Herodes el Grande reina entre
el 40 y el 4 a.C.; Arquelao es etnarca desde el 4 a.C. hasta el 6 d.C.; Poncio
Pilato actúa como procurador de Judea del 26 al 36; el año 70 se produce la
destrucción de Jerusalén por Tito.

10) Cronología de la vida de Jesús:

a) Nacimiento: Según Mt 2, 1 y Lc 1, 5. 26 -> Jesucristo nació durante el


reinado de Herodes el Grande; como éste murió en la primavera del año 750
de la fundación de Roma, o sea, el año 4 a.C., la fecha más probable del
nacimiento de Jesús es el año 7, o el 6, o el 5 a.C. (cf. Lc 2, ls; 3, 23).

b) Comienzo de la vida pública. Según Lc 3, 1 Juan Bautista empezó a


predicar el año 15 de Tiberio, año que a juicio de los antiguos historiadores y
cronógrafos corresponde al 28 ó 29 d.C., pues Augusto murió el 19 de agosto
del 14. Pero la fecha de Lc 3, 1 podría estar basada en la cronología oriental y
entonces el año primero de Tiberio equivaldría a las pocas semanas que
mediaron entre la muerte de Augusto y el siguiente año nuevo (1 de oct. del
14); y el segundo año sería el que transcurrió entre el 1 de oct. del 14 y el 30
de sep. del 15; con lo cual el año 15 concidiría con el 27-28 d.C. Según esto,
Jesús habría iniciado su actividad pública en los primeros meses (antes de
Pascua, cf. Jn 2, 13) del año 29 ó 28. Ésta última fecha parece concordar
mejor con Jn 2, 20 (46 años de duración de la construcción del templo).

c) Duración de la vida pública. Juan menciona tres pascuas (2, 13. 23; 6, 4;
11, 55, 12, 1 13, 1) en la vida pública de jesús; por tanto ésta duró 2 años y
algunos meses (la fiesta mencionada en Jn 5, 1, o bien es la misma que la de
6, 4, o bien es pentecostés; en Jn 4, 35 probablemente se trata de un modo
de decir refranesco; y por eso no es necesario admitir que la actividad pública
de Jesús duró 3 años). Los sinópticos sólo mencionan la última Pascua de
jesús, pero Lc 13, 1-5 parece suponer una Pascua anterior.

d) Fecha de la muerte. Si Jesús comenzó su vida pública los primeros meses


del 29 o (según la cronología siria) del 28 y actuó algo más de dos años, en
consecuencia, murió por el mes de abril del 31 o del 30. Él murió el viernes
antes de pascua (Jn 19, 31). Ahora bien, por cálculos astronómicos se ha
intentado determinar en qué años el día 14 ó 15 del mes Nisán cayó en
viernes; y, teniendo en cuenta todos los datos, se ha llegado a la conclusión
de que la muerte de jesús aconteció el 7 de abril del 30 o el 3 de abril del 33.
Por lo que se dijo antes sobre la fecha del comienzo de la vida pública, el 7 de
abril del 30 parece la fecha más probable de la muerte de jesús.
Recientemente, apoyándose en Didascalía y en otros testimonios, se ha
defendido que las estaciones de la pasión de Jesús ocuparon tres días: desde
el martes por la noche hasta el viernes por la tarde.

11) Tiempo apostólico. Pablo. El rey Herodes Agripa 1 murió en el verano del
44; por tanto el mismo año se produjo el martirio de Santiago el Mayor y la
prisión de Pedro (Act 12, 1-23). Según la «inscripción de Delfos», Galión fue
procónsul de Acaya el año 51-52 o el 52 o el 52-53 y, consecuentemente,
Pablo estuvo en Corinto por los años 51-52 (cf. Act 18, 1. 11-18). Según esto
el Apóstol inició su segundo viaje apostólico en el otoño del 49 o del 50, y el
concilio de Jerusalén se celebró en el verano u otoño del 49 o del 50. La
conversión de Pablo cae entre el 33 y el 36 (cf. Gál 1, 18 2, 1; 2 Cor 11, 32).
La prisión en Jerusalén y Cesarea se data en el 57 o 58; y como fecha del
viaje a Roma, se señala el tiempo entre el otoño (Act 27, 9) del 59 o del 60 y
la primavera (Act 28, 11) del 60 o del 61. La prisión en Roma duró hasta el 62
ó 63; y la segunda prisión romana y el martirio (junto con Pedro) se
produjeron el año 66 a el 67.

Balduino Kipper

C) GEOGRAFÍA BIBLICA
I. Situación greográfica

1. Vista de conjunto.

Situado al oeste del desierto sirioarábigo, el país bíblico abarca la mayor parte
del estado de Israel (menos el desierto del sur) y del reino de Jordania
(menos el desierto del este). Así delimitado, se extiende entre los grados 31 y
34 de latitud sobre una extensión de 300 km.

Su relieve va en declive de oeste a este y muestra cuatro zonas. a) La


montaña de Transjordania, entre los 600 y 1247 m. de altura, con 30 km, de
anchura, y prolongada hacia el sur hasta el mar Rojo. b) La depresión del
Jordán, de 10 a 30 km. de anchura, 212 m. bajo el nivel del mar en
Tiberíades y 392 m. en el mar Muerto. c) La región alta de Palestina, con una
altura de 200 a 1208 metros y una anchura de 40 a 50 km. Está cortada en
dos por las llanuras de Esdrelón y Bet-$an, que separan Galilea y Samaría.

Allí lindan los montes de Samaría y de Judea, que se extienden hasta la baja
llanura de Beer-Seba, en el límite del desierto. d) La llanura costera, de 15 a
20 km. de anchura, cortada en dos por el promontorio del Carmelo.

2. Comunicaciones

Aunque el relieve bastante suave apenas ofrece grandes obstáculos a las vías
de comunicación local; sin embargo, las grandes líneas de tráfico están
centradas en un espacio relativamente pequeño.

La vía principal es la que sigue la llanura costera y conduce hacia Egipto a


través del Sinaí, sirviendo para el transporte de las mercancías traídas por vía
marítima. La conocida ruta de Meguiddó conduce a través del Carmelo a la
llanura de Esdrelón. De allí se puede seguir la ruta costera del Líbano o girar
al nordeste para alcanzar la parte del valle del Jordán y Siria. Viniendo de
Arabia, por el sur del desierto, las vías conducen hacia Gaza, que está junto al
mar, y por las zonas desiertas del oeste llevan a Damasco.

Los montes de Palestina están más bien contorneados que atravesados por
estas rutas; lo cual no implica un aislamiento. Esta zona alta era
suficientemente rica para desarrollar el comercio y el tráfico; y ahí tenemos
una de las razones por las cuales los reinos que en tiempos tuvieron allí su
sede jugaron un papel en la historia política de la antigüedad.

3. Clima y agricultura

En Palestina domina el clima mediterráneo con sus fenómenos usuales, pero


también con la diferencia de que allí es más cálido y seco que en Europa; los
veranos son pobres en precipitaciones, y rara vez hiela ni aun en las
montañas. También aquí pueden distinguirse cuatro zonas:

a) La llanura baja (costa y Esdrelón) en estado natural era frecuentemente


pantanosa y estaba recubierta de arena; era, pues, malsana y poco fértil.
Grandes trabajos han permitido introducir en ella todos los cultivos de Europa,
incluso la remolacha, y fomentar la ganadería intensiva de bovinos, al mismo
tiempo que se ha perfeccionado el cultivo de agrios, algodón y plátanos. Se
pueden emplear toda clase de máquinas, las comunicaciones son fáciles y se
establecen industrias. La llanura se presta, pues, al desarrollo de la civilización
moderna.

b) La parte montañosa, de 200 a 1000 m., es generalmente rocosa, pero


sana, y está bien regada por la lluvia (500-800 mm. al año). En ella se dan
los mismos cultivos que en las regiones análogas de Europa: cereales, olivo,
viña, árboles frutales, y el mismo ganado menor. Pero sólo algunos valles o
pequeñas llanuras altas pueden llamarse fértiles según criterios modernos.
Esta zona estaba muy poblada hace cien años; actualmente se despoblaría si
el turismo y la vecindad de centros industriales no le dieran vida. No es, por
tanto, extraño que la Palestina montañosa, casi toda en zona árabe, presente
a menudo un aspecto arcaico.

c) Montes altos con bosques sólo se dan en la alta Galilea, en Transjordania y


en Judea. Los restos de bosques antiguos, cuya importancia económica es
muy escasa, sólo con gran esfuerzo pueden conservarse o repoblarse.

d) Región típica de Palestina es el valle del Jordán. Éste tiene un clima


desértico, pero numerosas fuentes han llevado a la formación de oasis donde
crecen plantas tropicales, en especial plataneros y palmeras. E1 desierto, por
lo demás, se extiende a uno y otro borde del valle hasta unos 600 m. de
altitud y con una anchura de 25 Km. En él sólo es posible la ganadería
nómada de ovejas, asnos y camellos. Es como una avanzada de la Arabia
interior en medio de los montes mediterráneos.

II. Tierra Santa y pueblo escogido

Dato primero de la conciencia de Israel es que Canaán es el único trozo de la


tierra en que el hombre puede tributar a Dios un culto que le agrade. Sólo allí
levantaron los patriarcas sus altares, allí fue edificado el templo; y en las
sinagogas todavía hoy se sigue orando volviéndose en esa dirección. Pero a
nosotros una palabra de jesús nos advierte que nuestra piedad para con la
Tierra Santa debe estar desprendida de todo legalismo (Jn 4, 21-23). No
obstante, para el AT y el NT Palestina es siempre la tierra santa, pues ha sido
el escenario de las acciones salvíficas de Dios, el país del pueblo de la alianza,
el testigo de la historia entre Yahveh y su pueblo.
Aquí chocaron entre sí las grandes culturas paganas, y el desierto próximo fue
el lugar de la vocación de los profetas.

1. Testigo de la historia sagrada

Más de la mitad de los lugares importantes del AT han sido identificados con
suficiente certeza; casi todos los del NT lo han sido igualmente. Ya desde la
antigüedad se procuró localizar exactamente el sitio de los acontecimientos de
la historia sagrada (cf. Jos 4, 9; 7, 26, etc. ). Las comunidades judías y las
cristianas, así como la práctica ininterrumpida de las peregrinaciones
conservaron viva la tradición. Escritores eclesiásticos como Eusebio de
Cesarea y jerónimo reunieron en los s. iv y v abundante material sacado de
fuentes fidedignas, fijando así la tradición talmudista acerca de los lugares. La
investigación histórica de los siglos xix y xx volvió sus ojos hacia Palestina.
Muchos nombres y restos de antiguas ciudades bíblicas fueron descubiertos
nuevamente. Citemos a los investigadores más importantes: los
norteamericanos Robinson y Albright, los ingleses Conder y Warren, los
franceses Clermont-Ganneau y Abel y los alemanes Dalman y Alt.

Desde la perspectiva actual resulta difícil comprender la frase bíblica: «un país
donde manan leche y miel» (Éx 3, 8 et passim). Cuando la B. hable así - y a
veces con gran elocuencia (Dt 8, 7-10; 11, 11-15)-, su descripción no
concuerda con las impresiones que el viajero actual saca de Palestina. Pero la
historia muestra que en esta zona hubo una vida económica, cultural y
religiosa sumamente floreciente hasta final del s. xvi aproximadamente. La
variedad de productos agrícolas permitía a la población del levante una forma
de vida sana y equilibrada. Y si actualmente la pobreza es manifiesta, ésta
nunca toma formas denigrantes. La tierra cultivable es explotada a fondo. En
la mayoría de los pueblos se cultivan casi todas las clases de productos
agrícolas.

El cuidado de la víña y de los árboles frutales en general exige una habilidad


especial, y requiere además que el agricultor se interese por una explotación
del suelo a largo plazo. Los sociólogos familiarizados con la situación del
Oriente han observado cómo el cultivador de fruta goza de un prestigio social
mucho mayor que un cultivador de cereales en las estepas del interior del
país. Podemos suponer que la situación sería semejante en el tiempo bíblico.

Israel no era ni un país abierto a todas las innovaciones, como Siria, ni una
región extraordinariamente fértil, como Egipto, cuya riqueza contribuyó al
nacimiento de la idolatría. Era sencillamente una tierra que ofrecía los
presupuestos naturales para el singular puesto religioso de un pueblo.

2. Escenario de contiendas políticas y religiosas

No era fácil gozar en paz de este país. Lo mismo que hoy día, Palestina estaba
en el camino del comercio y de la guerra entre Egipto y Mesopotamia, y
estaba también abierta a las influencias marítimas. Por estas tres direcciones
podían venir grandes civilizaciones idolátricas. No hay mejor medio para darse
cuenta de ello que visitar, guía en mano, las colecciones egipcias y orientales
de nuestros museos.
Fue menester una guerra casi sin respiro para defender la independencia
política y religiosa de la nación frente 'a esas influencias. Finalmente, la
empresa nacional de Israel fracasó y Jerusalén fue tomada el año 587 a.C.
Pero perduró con éxito la empresa religiosa, un «residuo pequeño»
permaneció fiel al Dios único y pudo restaurar el pueblo santo. Israel vio caer
los ídolos de Egipto, de Asur y de Babilonia; lo cual no pudo menos de
confirmarlo en su fe. Cuando una nueva civilización idolátrica, la de los
griegos, irrumpió en oriente, esta fe pudo resistir a su influjo.

De liberación en liberación, parece que Israel aprendió que la libertad no es


gaje de la naturaleza, sino don de Dios. El «Dios grande y bondadoso» de las
religiones mediterráneas, se dio así a conocer a Israel como el Dios que libera
y quiere la libertad de los hombres (cf. Lev 25, 39-42 et passim, --> Antiguo
Testamento; -> alianza; -> historia bíblica [a continuación]).

3. El desierto como escuela de los profetas

Palestina experimentó cómo los influjos extraños en su territorio se trituraban


mutuamente. Fenicia, en cambio, los asimiló todos. Esto se pone de
manifiesto en los hallazgos arqueológicos. Dos países, semejantes en muchos
puntos, reaccionaron en forma tan diversa. ¿Pudiera ello explicarse, por lo
menos en parte, por las peculiaridades de la Tierra Santa? Parece que la B. lo
insinúa al indicarnos que muchos de los profetas vivieron durante largo
tiempo en el desierto: Moisés, Elías, Juan Bautista, Jesús, Pablo de Tarso.

Pero el desierto no produjo el -> monoteísmo, como se ha dicho a veces; todo


lo que se sabe de sus antiguos habitantes y de los árabes antes del -> islam
prueba lo contrario (cf. Gén 31, 13-35; 35, 2-4). Sí es, empero, cierto que la
vida en el desierto simplifica y concentra el pensamiento, a par que endurece
el cuerpo. Nada mejor para ahondar en la fe en el Dios único. Adentrarse en el
desierto era apartarse de los santuarios idolátricos, erigidos «sobre toda
colina y bajo todo árbol verde» (Dt 12, 2, cf. Os 2, 16; Jer 15, 15-20, etc.).
Sin embargo, para la B. el desierto es también tierra sin bendición (Gén 2, 5)
e incluso maldita (Jer 4, 26s), que puede convertirse en lugar de tentación y
de hecho lo fue repetidamente durante la peregrinación a través de él (Éx 14,
lls). De todos modos la B. recuerda el período del desierto sobre todo como el
tiempo de la gracia extraordinaria, del cumplimiento de las promesas divinas.
Esta valoración explica también la vida beduina de los recabitas (2 Re 10,
15s), con el propósito de conservar pura la religión de Yahveh.

Michel Du Buit

BIEN

I. El concepto

El bien (o lo bueno) es el «fin que todas las cosas apetecen» comienza


diciendo Aristóteles como definición tradicional (Ética Nic. i, 1-1094 a 3), y los
escolásticos recogieron su tesis (p. e., Tomás de Aquino ST. z q. 5 a. 1).
Como dato primigenio, el bien es tan indefinible como el apetecer. Solamente
se le puede describir y clasificar experimentándolo, es decir, a base de la
propia experiencia del apetecer. Dos orientaciones han adquirido importancia
en la tradición filosófica: según la manera y el grado de apetibilidad se ha
dividido el b. en bonum utile (bien útil, lo que sirve para algo), bonum
delectabile (el que satisface y agrada) y bonum honestum o bonum in se (lo
que vale en sí mismo, lo que debe ser); según su realidad o realización, se ha
dividido en bonum onticum o naturale (bondad óntica, apetibilidad) y bonum
exercitum (bien apetecido, actuado, «realizado»); este último, en su más pura
forma (como querido consciente y libremente) lleva el nombre de bonum f
ormale. Estos dos modos de ver: el ético y el óntico-ontológico no coinciden,
pero sí guardan entre sí la más estrecha relación. La cuestión sobre cómo
haya que determinar más exactamente la relación entre ambos aspectos, la
cual implica a la vez la pregunta por el fundamento originario en virtud del
cual el b. nos atañe primeramente, de modo que podamos responderle con el
apetito y la reflexión, remite a la historia de la experiencia del b. y a la
formulación intelectual de la misma.

II. Teorías históricas sobre el b.

La metafísica escolástica, junto con el unum y el verum, incluye el bonum


entre los transcendentales. Todo lo que es según su grado o medida óntica, es
bueno primeramente para sí mismo y, por razón de la coincidencia en un ser,
también para los otros. El grado de entidad determina el grado de bondad. En
armonía con la analogía entre la substancia y el accidente, entre las
substancias mismas, entre el «paene nihil» de la materia prima y el summum
ens del esse ipsum, también la bondad va ascendiendo hasta el summum
bonum, el «bien supremo». La bondad no añade una nueva determinación al
ser, lo articula solamente dentro de la referencia a sí mismo por la referencia
a la facultad apetitiva (--> voluntad).

Dos puntos de controversia se presentan en el terreno de esta concepción.


Primeramente, la cuestión de la relación del ens y el verum con el bonum; y
luego, la cuestión sobre la posibilidad y realidad del -> mal. Siguiendo las
huellas de Platón, la filosofía (o teología) agustiniana y franciscana defiende la
fundamental primacía del querer sobre el conocer y, consiguientemente,
permite ver más claramente la posibilidad y el poder del mal. Eso no aparece
tan claramente en la línea aristotélico-tomista, que acentúa la primacía del
conocer; también se ve menos aquí el carácter original y el poder de la
libertad (aunque ciertamente son afirmados y sometidos a reflexión), así
como la índole peculiar del bien mismo.

Con ello tenemos ya el fundamento de que se llegue a un encubrimiento de


esta realidad propia del b. en el racionalismo, que culmina en la concepción
espinosiana del amor intellectualis, y, por otra parte, a un irracionalismo de
los valores, el cual, sobre todo en la moderna filosofía de los -> valores,
disocia en forma dualista el ser y el b., el conocer y el querer (o «sentir») y no
se percata de la unidad anterior a la escisión tanto en el ser como en la
conciencia. La apelación a un sentir puramente irracional se contrapone como
mera antítesis, incapaz de legitimarse, a la impugnación positiva de la
objetividad del b. En polémica con semejante impugnación nació la posición
aristotélica, que hubo de asegurar el fundamento ontológico del b. contra la
sofística. Pero, a la vez, esta situación de controversia ha estrechado la visión
del conjunto de los datos: el poderío y las exigencias del b. pasan a segundo
término, cediendo el primer puesto a la descripción de una finalidad objetiva
(potencia-acto) de lo real, que luego es aplicada a una ética cuyo principio es
la visión objetiva del formado (sobre la estructura final de los actos hacia la
perfección en la eudaimonía).

Así pues, en la concepción aristotélicotomista, el b. es entendido desde el


apetito, siendo considerado como lo que llena o satisface; la perspectiva ética
permanece elemento segundo, fundamentado en otro, de suerte que ahí
aparece un punto de partida para las formas falsas del hedonismo y del
racionalismo. En Platón, se mira al b. de manera más primigenia; cabría
hablar de una preeminencia de la perspectiva ética, si se toma la palabra en
sentido más originario y universal que en el esquema aristotélico (-> ética).
En efecto, aquí el b., como primer principio de la koinonía ideon, es principio
del ser y de la verdad, de la realidad y de la respuesta a ésta. El b. queda ahí
descrito con la imagen del sol, que da luz y vida. Toda realidad es vista como
participación de ese bien; y por eso lo participado, como el bien mismo, no
sólo es o quiere ser (en el appetitus naturalis), sino que fundadamente es y
quiere ser así (República vi y vii; Filebo). La proximidad a la experiencia
hebrea y cristiana (bíblica) es aquí patente. Sin embargo, se plantea la
cuestión de la materialidad, del contenido concreto en los distintos grados de
la participación. Esta cuestión afecta también a las formas posteriores de
dicho pensamiento; así, p. ej., cuando Agustín establece el principio: «Ama y
haz lo que quieras» (Tract. in 1 Jo 7, 8 - MPL 35, 2033), pero solamente por
datos teológicos puede llenar la precisión que añade en aquella otra frase
suya: «Amad, pero atended a lo que merece amor» (En. in Ps 31, 2-5 - MPL
36, 260).

Tras el nuevo punto de partida en Descartes (--> cartesianismo), esta visión


forma época, con la agudeza moderna, en Kant (-> kantismo). Su afirmación
fundamental de que nada absolutamente «puede ser tenido por bueno sino
sólo una buena voluntad» (Fundamentación de la met. de las costumbres i;
edición de la Academia de las ciencias tv, p. 393) recuerda el bonum f ormale
de la tradición, tanto más por el hecho de que esa voluntad ha de ser
entendida, no sólo en un sentido objetivista, sino también y sobre todo en el
de que en la volición lo querido es primeramente la voluntad misma, y en el
de que en la elección la --> libertad se elige a sí misma; pero a la vez lo
matiza añadiendo que él se refiere, no a lo querido de hecho, sino a lo querido
de derecho, a lo que se debe querer. Sin embargo, su situación polémica le
impide comprender la unidad entre la razón teórica y la práctica, de suerte
que se para en un formalismo del deber, lo cual explica los ataques de Hegel
y, sobre todo, de la filosofía de los valores, aunque no los justifique en su
radicalismo. Aquí entra en juego Fichte para lograr una síntesis entre los
elementos materiales que se dan en Kant y el formalismo de éste, así como
entre lo teórico y lo práctico, de orden ético. Y, a juzgar por las recientes
investigaciones, sería tan injusto el reproche de «idealismo subjetivo» contra
el sistema desarrollado por Fichte (por lo menos en su filosofía posterior),
como el caracterizar la doctrina aristotélico-tomista (o la de Hegel mismo),
diciendo que en sus últimas consecuencias es una justificación inmoral y una
elevación a norma de lo fáctico.
Después de las descripciones de la fenomenología de los valores y de la
«apelación» de la filosofía existencial, M. Heidegger renuncia adrede a
enunciados éticos, no porque no vea el carácter valioso y exigente del ser,
sino porque tiene conciencia de lo insuficientes que resultan los modos de
hablar de que disponemos para expresar esta experiencia, que
indudablemente determina su pensamiento ontológico.

III. Problemática

Según las épocas, esta experiencia fundamental se ha interpretado unas


veces más bien ónticamente, otras más bien éticamente; unas veces desde la
realidad con sus valores, otras desde el imperativo del deber, sin negar en las
grandes formas del pensamiento (por ser ontológico-transcendentales) el
aspecto no resaltado, pero sin hacer tampoco plenamente justicia por igual a
los dos. Lo mismo hay que decir respecto de una visión más bien objetiva
(natural) y de otra más bien subjetiva.

El b. como realidad transcendental que exige es a la vez un deber-ser y un


ser-deber; y en cuanto tal se le puede contemplar y realizar en una forma
objetiva e incondicional, pero no simplemente teórica. Más bien, es
experimentado por una apertura de la persona fundamentalmente volitiva,
que no significa tanto apetito cuanto obediencia y entrega. Y tal apertura se
produce de modo que ella ciertamente no constituye el b. (pues sigue a su
experiencia y atracción), pero sin embargo en su forma concreta «acontece
junto con» él (--> moralidad). Del mismo modo que la -> verdad es en cada
caso el resultado de la actualización única y conjunta del que conoce y de lo
conocido, igualmente el b. es siempre un único acontecer conjunto de la
llamada (misión) y de la respuesta dócil (tanto del individuo como de una
época), es el tránsito (Przywara) de lo bueno a la autonomía. ¿Puede evitar el
enunciado de este estado total de cosas la apariencia de un relativismo
historizante o de una mitización de la realidad (y hasta de lo fáctico), así
como la apariencia de un humanismo; comoquiera se lo entienda, y, por otra
parte, de un formalismo de la mera «decisión»? Tal vez aparezca en esta
perplejidad el carácter problemático del intento (por otra parte licito y
necesario) de pensar y hablar sobre el b. Pues como tal b. tiende de suyo a
ser querido y realizado, a ser «amado», y su auténtica experiencia (en el
sentido indicado de un comportamiento activo y pasivo, de un aprehender
dejándose aprehender) en principio sólo inadecuada y parcialmente puede ser
objeto de reflexión. Lo cual debe afirmarse aquí más decididamente que el
hablar de la experiencia teórica (--> conocimiento, -> decisión).

La «experiencia del b.» es punto de partida y dirección constante de la


reflexión, y es operada por el llamamiento del b., lo mismo que por el sujeto
que a él se abre; desde los dos cabos se ve claro que esta experiencia puede
tener su historia, por más que el b. siempre permanece el b. Como acto de la
libertad, su forma concreta no puede deducirse ni fijarse materialmente más
allá de cierto rasgo general, a saber, como -> «amor», que al realizarse bajo
las diversas categorías permanece siempre amor y no puede ni debe
convertirse en odio; y en este sentido excluye negativamente determinados
contenidos (-> ética de situación).
Desde dos lados ha intentado el pensamiento asir más precisamente el b.: 1)
como perfección y felicidad, que para la libertad y el espíritu significan
naturalmente bondad y amor (sin que éstos puedan entenderse como camino
y medio para aquéllas; más bien han de entenderse como su constitutivo
esencial); 2) como entrega o amor, que para la libertad y el espíritu significa
naturalmente plenitud (la cual no es el fin en sí misma, sino en cuanto «amor
aceptado»). Tras estos intentos aparece lo inaprehensible, que no sólo es
apetecido de hecho, sino que también debe ser afirmado, y ello por razón de
su propia alteza y gloria; o sea, aparece aquello que es desde luego «bueno
para mí», pero sólo en cuanto de forma absoluta es «bueno en sí y por sí».
Ese b. exige y posibilita al hombre su propia aceptación, y a la vez lo distancia
irremediablemente de la manera más viva por razón de la insuficiencia de su
respuesta («nadie es bueno»... Mt 10, 18). Mas, por cuanto es el b. (no sólo
lo debido), subsana la claudicación después de esta experiencia del hombre y
se revela sin obligación ni necesidad lógica, pero realmente, como --> gracia,
entendiendo esta palabra en toda la amplitud de la experiencia designada bajo
ella (desde su simple uso antes de toda reflexión, hasta los grandes
testimonios de la historia de la religión). Pero con ello llegamos al límite donde
nuestro hablar sobre el b. desemboca en lo -> santo.

Jórg Splett

BIEN COMÚN

I. Actualidad del problema

El problema del b.c. ha sido extraordinariamente debatido en los últimos


veinticinco años. Los estudios y discusiones han versado sobre las relaciones
entre la ->persona humana y la -> sociedad (o, más generalmente, entre la
persona y la --> comunidad), entre el bien propio de la persona humana y el
b.c. Las experiencias de totalitarismo político han llamado la atención de
muchos sobre la necesidad de reivindicar y salvaguardar eficazmente la
dignidad, los derechos fundamentales, los valores, bienes y fines, y hasta la
existencia misma de la persona humana, puesta en grave contingencia por los
métodos (tales como el genocidio, el crimen político, el terrorismo y los
procedimientos de guerra total, que no se detiene ante el empleo de medios
que son causa directa de la mutilación o muerte de personas inocentes) a que
se ha recurrido en la vida política contemporánea bajo diversas formas.

El magisterio del Romano Pontífice ha dado muy claras orientaciones sobre


este tema, de modo que entre los católicos no puede menos de darse un
acuerdo fundamental sobre la doctrina, aunque las pasiones políticas y los
intereses sociales sean, a veces, causa de lamentables aberraciones en la
aplicación de la doctrina a la praxis. Sin embargo, en los últimos veinticinco
años, se ha producido una enmarañada polémica, en el plano de la
elaboración científica y sistemática de la doctrina del b.c. y de sus relaciones
con el bien propio de la persona, una discusión dentro del campo del
pensamiento católico, entre los que tratan de salvar el principio de la primacía
absoluta del b.c. y los que quieren establecer el principio de la primacía de la
persona. Los primeros son comunitaristas. Los segundos, personalistas. Unos
y otros concuerdan en lo fundamental, distinguiéndose netamente tanto del -
> individualismo liberal (del que el --> personalismo cristiano se distingue
esencialmente por ser un --> solidarismo), como del --> totalitarismo (del
que el comunitarismo cristiano se diferencia no menos esencialmente, al
incluir en su concepto de b.c. la intangibilidad de los derechos fundamentales
de la persona). Una primera etapa de la polémica consistió en la
contraposición de los puntos de vista de Eberhard Welty O.P. y Gustav
Gundlach S.I. (el primero comunitarista, el segundo solidarista, menos
acentuadamente personalista que otros). El clímax de la discusión lo dio la
directa y ruidosa polémica entre Charles de Koninck O.P. (comunitarista) e
Ignatius Eschmann O.P. (personalista, que sigue y defiende los puntos de
vista de Jacques Maritain).

Fue un vivo intercambio, en que terciaron otros autores, por uno y otro
campo. El último enfrentamiento de posiciones se ha dado muy recientemente
entre Arthur Utz O.P. y Georg Wildmann (discípulo de Gundlach). Tantas
discusiones han servido, por una parte, para profundizar en el problema;
pero, por otra parte, engendran, tal vez, alguna confusión, pues se multiplican
los matices y las explicaciones, hasta el punto de que puede llegarse a que los
árboles no dejen ver el bosque. Por eso nos limitaremos dar las líneas
esenciales.

II. El concepto de bien común

Para comprender bien el problema y su solución, es necesario examinar el


concepto de b.c. y esclarecer las diversas acepciones en que puede tomarse.
Hay una primera acepción transcendente, en que el b.c. del universo es Dios
mismo, en cuanto causa primera y fin último de la creación. En esta acepción
es indiscutible la primacía absoluta del b.c., pero no es ése el problema de
que se trata aquí. Aquí se compara el b.c. de orden creado con el bien propio
de la persona humana. Pero todavía hay que distinguir diversas acepciones.

1. Bien común objetivo-institucional es la prosperidad objetiva de una


sociedad organizada. Este b.c., si es auténtico y si se concibe rectamente, se
ordena esencialmente al bien de la persona, pero no se identifica con él. La
prosperidad objetiva es una circunstancia social que hace posible a la persona
lograr su adecuado desenvolvimiento y su bien personal inmanente. El b.c,
objetivo-institucional del estado es la llamada prosperidad pública.

2. Otro concepto, distinto del anterior, es el de bien común inmanente a los


miembros de la comunidad. Ha sido desarrollado por Utz. El b.c, inmanente de
una comunidad sería la prosperidad (suficiencia de bienes de todo orden) de
todos los miembros de la comunidad, es decir, el conjunto de la inmanente
(personal) prosperidad de todos y cada uno, en cuanto unidad (no mera
suma) procurada solidariamente (por todos para cada uno y por cada uno
para todos) y poseída parcialmente (participada) por cada persona a título
esencialmente de parte de un todo.

3. Un tercer concepto, próximo al anterior pero con un matiz diferente, sería


el de bien de todos en comunión solidaria. Es b.c. en cuanto se alcanza
solidariamente y cada uno lo posee en comunión de amor con los demás
(cada uno se goza del bien de todos como del propio y busca la redundancia
de su propio bien en todos); pero no en el sentido de que el bien individual
deba ser concebido como parte de un todo cualitativamente diferente y de
orden superior, sino en el de que la persona ha de ser considerada como una
totalidad que tiene sentido en sí misma y a la vez está abierta a la comunidad
del amor en un clima de solidaridad con los demás. La comunidad de
individuos en esta perspectiva no es un todo compuesto de partes, sino una
comunicación personal, una apertura para los demás en el amor.

III. Bien común y bien de la persona

Si se compara el bien común objetivo-institucional de la sociedad organizada


con el bien personal inmanente de los miembros de la sociedad, no hay duda
de que, aunque parcialmente y según algunos aspectos pueda y deba
prevalecer e1 bien social sobre el bien particular, en el núcleo esencial de los
derechos de la persona el b.c. se ordena y se subordina al bien personal. Aun
en aquellos aspectos en que la persona miembro de la sociedad debe
subordinarse al b.c. rectamente entendido, se trata siempre de un b.c. cuya
razón de ser última es el bien inmanente de las personas miembros. «El
estado existe para el hombre, no el hombre para el estado» (Pío xi, Divini
Redemptoris: AAS 29 [ 1937 ] p. 79; cf. también Mystici Corporis; AAS 35 [
1943 ], p. 221; Vaticano li, Gaudium et spes, n. 26).

Pero ¿cómo ha de ser el b.c. y la relación de los individuos (e instituciones


públicas) a él para que el b.c. sirva realmente a las personas individuales y a
su bien inmediato? En cierta medida aquí juegan su papel las situaciones
históricas (estadios del desarrollo cultural, moral y espiritual de la
personalidad humana en las diversas épocas). Así, p. ej., la concepción
medieval del b.c., fuertemente orientada por el pensamiento del organismo,
no tuvo suficientemente en cuenta determinados derechos del hombre, sin
que por eso pueda ser calificada de totalitarista. Pero aquí nos encontramos
con una imperfección de las estructuras sociales y del nivel ético, la cual en
parte tiene un fundamento histórico (y con ello en parte está justificada). La
persuasión de que los derechos del hombre son inviolables, incluso y sobre
todo por parte del poder estatal, se halla entre las convicciones
fundamentales de la conciencia moderna; pero esa persuasión se ha
desarrollado históricamente. Para nuestra conciencia actual es un elemento
esencial y valioso del b.c. rectamente entendido.

El reciente Magisterio eclesiástico ha confirmado esta verdad fundamental (p.


ej., Pío xii, AAS 41 [ 1949 ], p. 556; Juan xxiii, Pacem in terris, AAS 55
[1963], p. 273s). Ella presupone un cambio en la concepción de la misión del
estado con relación al b.c. Tomás de Aquino, que en esta cuestión estaba
anclado en el pensamiento griego, atribuía al estado una función educativa,
que se extendía a toda la vida ética de los ciudadanos (De regimine principum
1.1 c. 14 y 1.2 c. 4).

El Vaticano ii distingue entre «bien común» y «orden público». Este último es


solamente una parte de aquél y consta de tres elementos: protección de los
derechos de todos, convivencia ordenada en la verdadera justicia y
conservación - en recta manera -de la moral pública (Declaración sobre la
libertad religiosa, Dignitatis humanae, n ° 6s). Positivamente, el estado tiene
la misión de fomentar el b.c. sobre la base de la libertad (incluso en el ámbito
internacional; pensamiento que resaltan Gaudium et spes, n. 8390, y la
encíclica de Pablo vi, Populorum progressio). Sus posibilidades de influir
mediante prescripciones y coacciones se reducen a lo exigido por el «orden
público».

BIBLIOGRAFÍA: R. González Moralejo, Pensamiento pontif. sobre el Bien Común (Ma 1955);
G. Vedovato, Ven il bene comune (Fi 1958); A. Utz, Ética social (Herder Ba 1964-5 al. He¡
1958); S. Alvarez Turienzo, Nominalismo y Comunidad (El Escorial 1961); J. Zaragüeta,
Problemática del bien común (Ma 1956); S. Ramírez, Pueblo y gobernantes al servicio del
bien común (Ma 1956); V. Antolín, Doctrina marxista del bien común (Ma 1956); C. Cardona,
La metafísica del bien común (Rialp Ma 1966); J. L. Albertos, Los derechos del hombre en el
bien común universal: Nuestro Tiempo 12 (1965) 555-576; E. García Estébanez, El bien
común y la moral política (Herder Ba 1970).

José María Díez-Alegría

BIZANCIO,
CULTURA CRISTIANA DE

I. Peculiaridad del mundo bizantino

La constitución del mundo bizantino no significa el despertar de un pueblo


carente de historia a la conciencia histórica, ni la entrada de una joven nación
«bárbara» en la antigua cultura grecorromana del Mediterráneo. Más bien, B.
es precisamente una forma tardía de esta cultura mediterránea con todo lo
que eso implica; es una forma tardía del imperio romano, del antiguo mundo
espiritual de los griegos y de la clásica actitud vital mediterránea. El mundo
bizantino percibe las formas heredadas como clásicas y desde su constitución
se siente altamente obligado a lo clásico. Esto explica la postura
conservadora, frecuentemente rígida e improductiva, la tendencia a la
imitación mimética, la suplantación de la fuerza de creación literaria por un
juego de variaciones con los elementos recibidos y con el carácter ilusionista
de toda consideración del presente. La continuación del desarrollo frente a la
antigüedad se realiza latentemente y sin grandes derrumbamientos, y lo
nuevo que se va formando no consiste tanto en una transformación total de
los valores heredados, cuanto en un desplazamiento del centro de gravedad y
en la colocación de nuevos acentos, de los cuales el más importante es el
cristiano.

En lo geográfico resultó decisiva la traslación del centro del imperio desde


Roma a Constantinopla. Con ello el oriente, que tanto por motivos religiosos
como por su autoestima filosófica muy difícilmente podía ocultar su desprecio
a la Roma pagana, recibió un nuevo y tranquilo centro de gravitación, el cual
pronto había de someter a su fuerza de atracción todas las manifestaciones
vitales de la parte oriental del imperio, pero también había de convertirse
pronto en terreno fértil para las animosidades contra una Roma transformada,
cristianizada. Esta segunda Roma del Bósforo era nueva y joven ante todo
porque ya de antemano fue concebida como ciudad cristiana, y no tenía
recuerdos paganos dignos de mención. Pero también era nueva porque el
emperador romano, que fijó allí su residencia, se atribuía a sí mismo una
función manifiestamente cristiana, en virtud de la cual ocupaba en la Iglesia
un puesto que antes nadie había ocupado. El emperador bizantino conservó
esta posición excepcional hasta el derrumbamiento del imperio en el s. xv. Tal
posición se explica solamente por la peculiaridad de la «conversión» de
Constantino el Grande, el primer emperador «bizantino». Constantino no fue
catequizado y convertido via ordinaria por hombres de la Iglesia. A base de
una propaganda bien dirigida, este emperador supo hacer agradable al mundo
cristiano la concepción que él tenía de sí mismo, innegablemente sincera.
Según esta autoconcepción, Constantino fue llamado al cristianismo
directamente por Dios en virtud de un designio especial de su gracia. La meta
de esa vocación era, no la salvación personal del emperador, sino dar al
cristianismo un protector iluminado, una personalidad rectora inmediatamente
inspirada por Dios.

Como la Iglesia no rechazó esta propaganda del emperador - la teología


oriental concede gustosamente a los caminos extraordinarios de la gracia la
primacía sobre la fijación sacramental de la administración de la gracia divina
- y como pronto se dejó de hacer ninguna distinción entre Constantino y sus
sucesores, la posición del emperador en la Iglesia quedó en principio
substraída a todo análisis canonístico. Ella es y permanece carismática y, con
ello, está exenta de todo ataque. Sólo se niega al emperador lo que en la
Iglesia misma se ha hecho canónicamente definible, la potestad sacramental
de las órdenes superiores. Continúa igualmente el respeto de los emperadores
a las «autoridades», a las decisiones dogmáticas no roboradas por ningún
decreto sinodal; las excepciones de la regla son más raras de lo que
generalmente se supone. Sin embargo esto no excluye al emperador de los
debates teológicos. Ese concepto de Iglesia, en el fondo constantiniano, se
mantiene a través de toda la época bizantina. Sólo en situaciones
especialmente críticas se producen intentos de modificarlo, pero éstos no son
frecuentes y no tienen consecuencias transcendentales. Así la Iglesia bizantina
no llega nunca a comprenderse a sí misma como sociedad perfecta, a levantar
un edificio intelectual con la idea de la jerarquía en su cima, a distanciarse
eficazmente del estado. Donde mejor se hace visible la vida propia de la
Iglesia bizantina es en su contraste con los que creen distintamente o con
otras instituciones eclesiásticas al margen o fuera del imperio. En su
dimensión interna esta Iglesia se manifiesta preferentemente en la liturgia, en
la vida espiritual y en el arte, en la literatura y en la poesía espirituales. Es
aquí donde hay que buscar lo positivo, pero no en el campo de la «política
eclesiástica», y ni siquiera en el de la teología científica, pues ésta es
patrimonio común de todos los bizantinos formados y en realidad constituye
un corolario de la formación general de tipo humanista que es propia de una
clase o de una profesión.

En su esfuerzo en torno a la propia comprensión dogmática la Iglesia


bizantina echa mano con toda naturalidad de la sincretista cultura filosófica de
la antigüedad posterior, asume sus formas de pensamiento y su postura con
relación al problema de la penetración intelectual de las experiencias y
afirmaciones religiosas, así como al de la posibilidad de definirlas (->
helenismo y cristianismo). De este encuentro surge el concepto de
«ortodoxia», como expresión preferentemente intelectual de la recta fe y
esperanza, e incluso del recto amor. En esta sociedad indiferenciada la
exclusividad del concepto y su uso formalista, condicionado por el tiempo, lo
convierten en un rasgo típico de lo bizantino en cuanto tal y, con ello, también
en nota distintiva de la pertenencia al imperio, por lo menos en el ámbito
ideológico. La angustiadora consecuencia de esto es una creciente
aproximación, incluso una equiparación, entre política y religión, entre
expansión y misión, entre instinto de conservación política y canonización
dogmática de substratos religiosos condicionados por la cultura.

II. Diversas épocas

1. La primera época bizantina (desde el 330 al 650 aproximadamente)


muestra ya las primeras consecuencias que para todo el imperio habían de
derivarse de la estructura inicial de este mundo bizantino. El concepto cada
vez más radical de ortodoxia, que todavía era extraño a Constantino el
Grande cuando él apareció en el mundo oriental, obligó a pasar en el terreno
político-religioso de un principio de paridad y tolerancia, al cual Constantino
mismo permaneció inquebrantablemente fiel, a una política de unidad
religiosa estatalmente dirigida. El resultado ciertamente no fue la conversión
de las grandes unidades heréticas, por ejemplo, de los nestorianos y de los
monofisitas, sino un alejamiento frente al régim=n imperial, alejamiento que
iba mano a mano con la aversión contra la ortodoxia fomentada desde
Constantinopla. Consecuentemente, el resultado fue la formación de un
confesionalismo con cariz «nacional», el cual estaba dispuesto a sacrificar la
fidelidad al emperador y al imperio en aras del propio interés confesional, por
la razón de que este imperio se había atado confesionalmente.

El progresivo matiz estatal de la teología ortodoxa hizo también que, desde


mediados del s. v aproximadamente, se atrofiara el ímpetu de la libre
especulación teológica en favor de demostraciones «encadenadas» a base de
lugares patrísticos, así como en favor de una variación cada vez más estéril de
determinadas fórmulas dogmáticas, que como meras fórmulas comenzaron a
desprenderse del suelo patrio de su origen religioso. Se cae de su peso el
hecho de que, con la evolución de la vida cristiana en el ámbito público y
privado de una sociedad que no conocía ningún cristianismo distanciado del
mundo, la ética cristiana no pudiera mantenerse en pie. Esto condujo a que
los restos de paganismo, los cuales antes sólo subsistían fundidos con lo
cristiano, superaran su complejo de inferioridad y, sobre todo en la literatura,
intentaran nuevamente presentar sus ideales en forma aceptable. Sin
embargo, una reacción radical del paganismo, como la intentada por el
emperador Juliano (361363), tuvo que fracasar; no sólo porque su entusiasta
-->neoplatonismo abundaba demasiado en ideas esotéricas, sino también
porque el cristianismo cotidiano ya había asimilado ampliamente el sustrato
cultual de los tiempos antiguos, y, para una literatura misional pagana de
altos vuelos, el círculo de los entendidos era ya demasiado pequeño en el
decadente mundo cultural de la antigüedad tardía.

Pero la reacción religiosa contra la desviación de la sociedad bizantina de la


primera época fue el monacato. Es significativo que éste surgiera allí donde la
teología imperial de la alta sociedad quedaba muy lejos, en el desierto de
Egipto, de Siria y de Palestina, mientras, en forma igualmente significativa,
sólo más tarde pudo arraigar en la capital. El monacato se formó, no como
perfección de aquello por lo que se interesaba la sociedad cristiana de la
época, sino en oposición a ello. Por eso no se concebía como cumplimiento de
un consejo evangélico <supererogatorio», sino, simplemente, como la forma
legítima del cristianismo. Esto llevó consigo que el cristianismo bizantino de la
primera época adoptara con relación al mundo una postura que no tenía el
carácter de un complemento o de una sublimación, sino que vivía más bien de
una negación, aun cuando acá y allá los extremos opuestos empezaron a
nivelarse. Ya por principio sólo pudo decidirse a una acción espiritual
introvertida dentro del mundo. ¡Es el estilita que ya no abandona su columna,
sino que, en su retiro, recomienda a sus veneradores a la gracia del final de
los tiempos! En estos círculos monacales surge una literatura que, libre de los
formalismos de los escritos dogmáticos, en parte por iniciativa propia y en
parte conectando con el espiritualismo de un Orígenes, destaca el carácter
carismático del estado monacal, resiste no sin éxito a los intentos de la
jerarquía de apoderarse de ella, aunque a precio de caer a veces en el lazo de
los jueces de herejes, pero, en conjunto, representa la espiritualidad de la
teología bizantina durante siglos. En las biografías de monjes hallamos
también el modelo que será típico de todas las vidas de santos. Y esas
biografías eran igualmente las inasequibles imágenes directivas para el
cristiano bizantino en el mundo.

2. La edad media bizantina (desde el 650 aproximadamente al 1204) empieza


con la pérdida de amplias regiones del imperio (Siria, Palestina, Egipto y
África), que pasan al Islam. Por eso el resto del imperio queda castigado en la
administración, la economía y las formas de expresión cultural. Las pérdidas
en política exterior libran al imperio de la carga de los grupos heterodoxos de
los monofisitas; y ahora éste, más pequeño, pero más unitario que nunca,
consolida su vida propia en todos los campos y también en el eclesiástico,
encerrándose cada vez más en su caparazón dogmático y ritual. En la gran
lucha iconoclasta (726-787 y 815-842) la ortodoxia, abandonando todos los
restos puritanos de la Iglesia antigua, encuentra una forma adecuada de
culto, sin tener que lamentar la separación de ningún grupo de herejes como
consecuencia de las violentas discusiones. Ya antes, en el sínodo de Trullo
(691), la Iglesia bizantina había conquistado una posición ritual y
jurídicamente privilegiada, poniendo así el fundamento para un alejamiento
litúrgico y dogmático de la Iglesia romana. El conflicto con ésta era inevitable
porque, aparte los problemas relativos al culto y a la fe, el pensamiento
romano del primado, acentuado cada vez más fuertemente, tenía que rebotar
contra la coraza de la compleja pero indisoluble unidad entre imperio mundial,
Estado, Iglesia y vida ritual y cultural. Los períodos tranquilos en la relación
entre Roma y B. fueron siempre aquellos en que ambas partes no tenían nada
que decirse. La lucha bajo el patriarca Focio interrumpió la peligrosa
tranquilidad y lo mismo hizo el así llamado cisma de Cerulario (1054), sin
trazar, con todo, una definitiva línea de separación, pues se temía «definir» el
estado de cisma. El -+ cisma oriental ha de entenderse más como un estado
permanente de animosidad que como consecuencia de una decisión solemne y
definitiva, por lo menos en la época a la que nos referimos.

Cuanto B. se distanciaba más de Roma, con tanta mayor intensidad procuraba


ganarse los pueblos eslavos de los Balcanes y de Rusia. Con ello se creó un
bloque ortodoxo de gran duración, cuyo sustrato ideológico todavía en la
actualidad es muy semejante al que estaba en vigor en el imperio bizantino.
B. pudo contar casi siempre con la fidelidad de este bloque de cara al exterior,
a pesar de todas las fricciones internas.

Con su errónea política frente a la sede romana, B. había expulsado al papado


de la antigua unidad mediterránea y lo había echado en brazos de los
germanos. Este nuevo lazo se solidifica, y paso a paso todo occidente se ve
mezclado en el conflicto eclesiástico entre Roma y Constantinopla, tomando,
naturalmente, el partido de Roma. El occidente, tan poco pluralista como B.,
extiende el conflicto hasta el campo de la contienda política. El despertar
económico y espiritual de occidente en la alta edad media le hace ganar
además una conciencia de sí mismo por la que ya no está dispuesto a
reconocer las pretensiones de monopolio por parte del oriente. Pero B., ante
las nuevas invasiones de pueblos, precisamente en los s. xi y xII se ve
necesitado de la ayuda de este occidente, y la compra con la renuncia a su
autarquía económica y a su cerrado sistema político. Frente a esta renuncia
política, la jerarquía bizantina se une más estrechamente y por primera vez se
manifiesta como estamento, distanciándose del emperador. La consecuencia
es el derrumbamiento de la política imperial unitaria, ante todo en relación
con occidente. Cuando los emperadores, por motivos políticos, buscan la
unión, la Iglesia bizantina se opone. El imperio medio de B. se había disuelto
antes de que en el año 1204 Constantinopla fuera fácil presa de los cruzados.

3. La época posterior de B. (1204-1453) intentó inútilmente resolver los


problemas que el s. xii le había dejado en herencia. Ciertamente, debido a la
insanable escisión entre las ciudades de los cruzados en el antiguo suelo
bizantino, ya en 1261 fue posible reconquistar Constantinopla, la capital, pero
con ello ni los problemas económicos ni los eclesiásticos se acercaron a una
solución. El potencial del nuevo imperio no bastaba para hacer frente a las
exigencias que la posesión de Constantinopla implicaba.

En esa situación, la unión se convierte en una arma política, que, sin


embargo, nadie piensa tomar en serio en un profundo sentido religioso. Lyón
(1274) es un mero episodio. Cuanto el emperador necesita más urgentemente
el apoyo del papado, tanto más rudamente se opone el clero, ahora
fortalecido especialmente por un monacato militante. Con todo, la evolución
no sigue una sola vía. La crema espiritual de la sociedad se distancia poco a
poco de la controversia dogmática; la ortodoxia en sentido específico pasa a
ser fachada externa. El interés de los cultos se centra en el caudal esotérico
de la antigüedad clásica, preparando así el terreno para un prometedor
renacimiento, que, evidentemente, en el suelo griego ya no tiene ningún
futuro. algunos, como Georgios Gemistos (Plethon) van tan lejos que no sólo
dan nueva vida a los estudios clásicos, sino, que incluso alaban el espíritu del
paganismo clásico como medio para una regeneración del imperio, en
oposición al cristianismo eclesiástico. Otros toman en serio la discusión con
occidente, aprenden latín y leen los escritos de un Agustín, de un Tomás y de
un Anselmo, que llegan incluso a traducir al griego. Pero ninguno de estos
grupos es capaz de alcanzar una mayoría.

Ciertamente, no en oposición a estos < amigos de los latinos», pero a la larga


bajo el aliento de esa oposición, surge en el marco de la ortodoxia estricta una
corriente místico-dogmática, la dirección hesicástica de Gregorios Palamas (s.
xiv), que libera a priori la ortodoxia de los peligros de la dialéctica escolástica
de occidente, por cuanto niega a la dialéctica todo puesto en la teología, que
él deduce de la experiencia religiosa inmediata y de la mística de la
contemplación divina. Las objeciones lógicas contra este sistema, por
contundentes que hayan podido ser, no sirvieron de nada, pues detrás de él
se ocultaba incluso en el campo teológico aquel ilusionismo que desde el
principio de este apartado hemos resaltado como nota característica de la
consideración bizantina del presente a causa del clasicismo de Bizancio.

El hecho de que el año 1439 se acordara en Florencia una unión entre Roma y
Constantinopla, la cual no se debía a ninguna medida coactiva del emperador
bizantino, sino que se había preparado por el camino de la persuasión,
permitió confiar hasta el último momento en el encuentro entre el oriente y el
occidente por el camino de la razón. Pero la euforia de los padres griegos de
aquel Concilio desapareció en el instante en que ellos pisaron el último terruño
de su patria no ocupado todavía por los turcos, Constantinopla, y fueron
recibidos como traidores. La mayoría decisiva optó en esta ocasión por la <
tradición de los padres», tal como la entendían los constantinopolitanos que
no habían asistido al Concilio. Éstos sacrificaron su persuasión a una fidelidad
desesperada. Y ningún emperador habría podido imponer la unión contra la
voluntad de la población de Constantinopla, en la cual él tenía que confiar
pasara lo que pasara si abrigaba alguna esperanza de defender todavía la
ciudad contra el último ataque llevado a cabo por los invasores turcos.

Hans-Georg Beek

BREVIARIO

I. Delimitación del tema

Ya en la alta edad media encontramos brevemente reunidas en un libro las


diversas horas canónicas. Este libro está destinado al uso práctico y tiene
varias fuentes (Salterio, sagrada Escritura, antifonario, leccionario, libro de los
himnos, sacramentario). Por razón de este libro, todo el oficio, en su conjunto,
recibe pronto el nombre de «Breviario».

Aquí vamos a presentar, no tanto la historia y la constitución del rezo del


Breviario, cuanto una explicación teológica, en forma de esquema, de la
plegaria oficial y canónica de la Iglesia que hoy lleva el nombre de «breviario»
y nos reduciremos además a la Iglesia latina.

Dentro de la Iglesia latina el desarrollo histórico, sumamente complejo y en


muchos detalles todavía no aclarado, se cierra más o menos con la alta edad
media. Todas las partes esenciales, los principios constitutivos y
configurativos, en gran parte el texto mismo, e incluso la concepción
teológica, fundamentalmente no han cambiado desde entonces. A pesar de la
variedad relativamente grande de detalles, se impuso entonces un orden
bastante unificado (el de la iglesia francorromana).
El período de reformas que siguió al concilio Tridentino, trajo solamente una
restauración (restitución de los oficios votivos), una centralización (1568:
Breviarium Romanum, de Pío v) y una sistematización jurídica. Ha sido en los
últimos tiempos cuando, debido a las ideas recientemente adquiridas sobre la
historia de la liturgia y también a la coacción de un estado de cosas que se
había convertido en carga, se ha empezado a reflexionar acerca del papel del
rezo de las horas canónicas en la Iglesia en cuanto organismo total, y a la vez
ha comenzado una visión crítica de los elementos particulares del b.

Como todavía no se sabe hasta qué grado repercutirán los resultados de esta
reflexión en la reforma del rezo del b. exigida por el Vaticano ii (Constitución
sobre la Liturgia, ns. 83-101), no se puede hacer una exposición global y
sistemática, puesto que podría ser muy pronto superada por las reformas. Por
eso, selecionamos sólo algunos temas cuya explicación, independientemente
de la forma futura del breviario, es indispensable para una recitación razonada
y responsable de una «plegaria oficial de la Iglesia».

II. Estructura

El b. es desde varios puntos de vista una unidad compleja y con muchos


estratos. Sus componentes difieren mucho en importancia, tanto por su origen
histórico como por su sentido teológico. Esto puede decirse incluso de las
diversas unidades de rezo que corresponden a las distintas horas del día. E l
culto matutino y el vespertino («Laudes» y «Vísperas») deben ser
considerados por su origen como un acto litúrgico de toda la Iglesia (local), en
el que se reunían el clero y los laicos. Para la antigua Iglesia ese acto era una
manifestación inalienable de su vida. La celebración regular de las vigilias
nocturnas, por el contrario, no era un culto comunitario; más bien parece
haber sido al principio un ejercicio privado de círculos ascéticos, los cuales
reproducían el modelo de la vigilia pascual, al principio los domingos y días de
fiesta y después todos los días (en este punto la investigación no ha logrado
todavía un resultado claro). Estas vigilias fueron ofrecidas a la comunidad
para participar en ellas las vísperas de las fiestas de los santos, ante el
sepulcro del santo venerado, donde muchas veces se formó para los ascetas
devotos un duplex of ficium. Las «horas menores» (tercia, sexta y nona;
después prima y completas, como oficios que siguen a Laudes y Vísperas) sin
duda agradecen a la iniciativa privada su introducción en el ciclo del rezo de
las horas canónicas. Eran ejercicios de piedad de personas devotas que no
querían dejar pasar ninguna hora del día sin su correspondiente oración. El
que la sinagoga - y quizás incluso el culto del Templo estimulara el rezo de las
horas puede ser verdad, pero indudablemente no existe ninguna interrelación
causal. Junto al llamado ciclo de horas, tal como finalmente se impuso en la
Iglesia occidental, la Iglesia oriental posee otro orden algo distinto. Pero,
empalmando con la más antigua tradición común, también aquí el culto
matutino y el vespertino (Orthros y Hesperinon) son los dos momentos más
fundamentales del rezo oficial.

III. Elementos particulares

Las diversas partes constitutivas de las horas tienen una importancia y un


origen diferentes. Pero, por desgracia, precisamente la recitación que se ha
hecho usual en occidente reduce a un mismo nivel los distintos componentes
del oficio. En él hemos de distinguir los siguientes géneros: invocaciones
directas a Dios (Deus, in adiutorium...), oraciones del sacerdote a modo de
colecta, recitación meditada de salmos a himnos de alabanza, plegaria de
súplica (por desgracia, casi sólo como rudimentos de letanía), lecturas
doctrinales tomadas de la Escritura y de los padres (las últimas quizás como
substitución de la predicación), y finalmente, una proclamación solemne
tomada de los escritos neotestamentarios, principalmente del Evangelio (como
ocurre todavía ahora en la oración matutina y la vespertina, aunque aquí se
reduce el canto antifonario de los himnos Lc 1, 6879 [Benedictus] y Lc 1, 45-
55 [Magníficat]). Así, el culto monacal y el de la comunidad - y quizás incluso
la tradición de la sinagoga- han creado una pieza litúrgica sumamente
artificiosa y rica. No es superfluo recordar en la actualidad que la mayoría de
los elementos citados están concebidos como cantos, y que todos
desempeñan su función sólo como partes de un culto comunitario. Para la
comprensión y la recitación adecuada del b. es necesario conocer la
naturaleza peculiar de cada uno de sus componentes. Y esto, no sólo para ver
la índole comunitaria del b., sino también porque sólo así se encuentra la
actitud conveniente que los diversos elementos requieren y pretenden
suscitar. P. ej., recogimiento, atención, deseo de aprender, reflexión sobre la
acción salvadora de jesús al oír las narraciones de los acontecimientos
salvíficos del A y del NT, elevación entusiástica del corazón al cantar los
himnos, entrega a la oración de petición por la Iglesia y por las necesidades
del mundo en medio del cual vive el orante. Y finalmente la recitación
adecuada del b. requiere la entrega del orante al misterio, que es «esta
oración de la Iglesia» misma.

IV. Rezo de salmos

Entre los elementos particulares el rezo de los salmos exige una atención
particular, no sólo por su importancia cuantitativa, sino también, y
especialmente, por su origen bíblico y por el sentido que les dio la antigua
Iglesia. En efecto, en las canciones de los salmos se halló desde el principio
un compendio del AT, en cuanto éste es recuerdo y preparación del acontecer
salvífico, y hallóse sobre todo la oración vocal proféticamente pronunciada, la
que pronunció el Espíritu inspirador de Dios a través de las personas que,
como figuras previas de jesús (p. ej., ¡David!), dirigían al antiguo pueblo de la
alianza. Y, de esa manera, en tal grado apuntaba el Espíritu hacia el Mesías,
que los salinos son su más propia y peculiar oración. El salterio sólo es
recitado rectamente cuando se le entiende como oración de Jesús (al Padre),
como oración de jesús que la Iglesia repite (dirigiéndola junto con él al Padre
y también al mismo Cristo, que es la imagen del Dios invisible aparecida en la
historia y la cabeza divina de la Iglesia).

Para fundamentar teológicamente esta concepción basta con recordar aquí


que Jesucristo ha sido desde siempre la única salvación que existe; incluso las
acciones salvíficas «anteriores a Cristo» son parte de la salvación que procede
de jesucristo, así como toda salvación posterior a él sólo se da como
anamnesis actualizadora del misterio de Cristo.

Sobre la base de esta unidad de salvación, la primitiva Iglesia (y la de hoy


también), no dudó en rezar el salterio con un sentido cristológico en las horas
canónicas. Éste fue uno de los motivos principales por los que se puso interés
en que el tiempo salvífico del día o por lo menos el de la semana estuviera
acompañado por la palabra salvífica de todo el Salterio.

V. Teologumenos de la tradición

La oración del Oficio como anamnesis del misterio de Cristo se refleja,


además, en una concepción que considera las diversas horas como recuerdo
de las diferentes fases de la obra de la salvación (p. ej., Laudes: el misterio
pascual de Cristo [tránsito hacia la resurrección]; tercia: misión del Espíritu
Santo o crucifixión; nona: muerte de Jesús en la cruz). La motivación de cada
hora concreta puede variar, pero en rasgos generales el pensamiento
cristológico aquí indicado es tan antiguo (¡se encuentra ya en Tertuliano, siglo
ii! ), que parece constitutivo para la concepción del rezo de las horas
canónicas. Y probablemente es más primitiva todavía la idea de que sólo
mediante una oración de algún modo constante, sólo mediante una oración
que en cierto modo se extiende a todas las horas del día, se cumple el
precepto del Señor y de los apóstoles de orar sin desfallecer (Lc 18, 1; cf. 21,
36; 1 Tes 5, 17; cf. Ef 6, 18; Col 4, 2; véase también la Constitución sobre la
liturgia, n. 86). En este punto, ya los apóstoles fueron fieles a una práctica de
la sinagoga («oración de la hora nona [en el templo]»: Act 3, 1; 10, 30).

VI. «Oración de la Iglesia»

Frente a estas interpretaciones antiguas, la característica especial del b. se


cifra en que él es «oración (oficial) de la Iglesia». En tiempos antiguos no se
resaltaba este aspecto de una forma tan expresa y acentuada. Por esto, hay
que examinar serenamente esta característica, si no queremos que un falso
misticismo desacredite la misma oración litúrgica. Lo cierto es que la Iglesia,
el protosacramento de los signos salvíficos de Cristo, realiza un aspecto clave
de su vida aceptando la oración de Cristo a su amado Padre y ofreciéndose
ella también como su propia oración (Constitución sobre la liturgia, número
83-85). Puesto que la Iglesia es visible, ha de mostrarse visiblemente como
Iglesia orante. Donde quiera que la Iglesia como tal pretenda haber
encontrado de algún modo su propia forma (diócesis, parroquia), o donde se
deba manifestar en forma especialmente explícita un rasgo esencial de la
Iglesia (clero como portador del oficio apostólico; monjes, etc.), la comunidad
orante habrá de formar parte del testimonio eclesiástico. La forma que debe
tomar esta liturgia de la oración apenas se puede determinar partiendo de
reflexiones teóricas. En todo caso, en ella han de cultivarse las actitudes
básicas que la llamada de Dios en Cristo y la gracia, que es comunicada
precisamente en la comunidad eclesial, exigen del hombre atento y dócil a la
palabra divina: perseverar y esperar, percibir y contestar, agradecer, alabar y
rogar, y todo esto como un recuerdo de la salvación, que es Cristo mismo.
(Aquí no hace falta discutir hasta qué punto la oración penetra en muchos
estratos del hombre y, por tanto, es algo más que un simple «pensar en Dios»
o que un mero pronunciar palabras de súplica y alabanza.) La estructuración
del Oficio está determinada en concreto por las formas que el medio ambiente
ofrece a la Iglesia, las cuales, naturalmente, son formas de los hombres de la
Iglesia. Éstas vienen dadas por la tradición y la autoridad eclesiástica las
regula con sus prescripciones (cosa que la Iglesia latina, especialmente desde
la fundación de la congregación de ritos [ 1588 ], ha hecho en manera
excesivamente formalista y centralista). La forma usual del rezo de las horas
sólo se hace problemática cuando los presupuestos y la modalidad actuales de
la oración «privada» y de la piedad popular difieren de la oración «litúrgica».
Pero aun entonces la «plegaria oficial» tiene el rango de un signo constitutivo:
es la plegaria de una Iglesia (personal o local), de tal manera que sin ese
signo la Iglesia en cuestión no puede ser lo que necesariamente debe ser, y,
por tanto, sin él, no llega a su plenitud necesaria. De cada uno de los
miembros de la Iglesia esta -> liturgia exige, consecuentemente, el rezo en
comunidad de esta oración (o que en principio estén dispuestos a rezarla en
comunidad), pues solamente así podrán contarse como miembros de esta
Iglesia y sólo así podrán vivir en ella en calidad de tales. Aunque con ello se
exija también a cada uno la apropiación personal de esta plegaria - llamada
no muy afortunadamente- «oficial» (cf. Constitución sobre la liturgia, n. 90),
sin embargo, eso no quiere decir en absoluto que este signo visible de la
oración de la Iglesia pueda o deba absorber toda oración personal del
cristiano, la cual continúa teniendo su razón de ser y sigue siendo necesaria
(cf. Constitución sobre la liturgia, n. 12). Según esto, entre la recitación de las
«horas» como oración de la Iglesia y la plegaria particular hecha en la
«cámara», rige la misma relación que hay entre sacramento y fe: ambas
oraciones llevan a la salvación, pero no por separado. Ni tampoco la una cosa
es mejor o más segura que la otra. Hemos de decir, más bien, que los
sacramentos, en cuanto acciones cultuales, son signos de salvación puestos
por la Iglesia, por la Iglesia en que Cristo está presente sin interrupción, y lo
son en tal grado que en circunstancias normales la fe sólo es fidedigna y, con
ello, legítima ante Dios, cuando va vinculada a estos signos. Igualmente un
cristiano que de todo corazón cree en la Iglesia, sólo reza en consonancia con
su fe, cuando ora con la Iglesia y convierte la oración de ésta en su propia
plegaria.

Con estos presupuestos, a la cuestión del valor espiritual del rezo del b. se
puede responder sencillamente: así como la recepción frecuente de los
sacramentos no aumenta sin más la gracia y no glorifica más a Dios si no le
acompaña una profunda entrega de fe por parte del que los recibe, asimismo
el rezo del b. como tal no es «mejor» simplemente porque se trate de la
«plegaria de la Iglesia» y se realice por «encargo oficial», sino sólo (pero en
tal caso siempre) si esta oración se convierte en el signo de una entrega más
profunda al Señor, el cual busca para sí una Iglesia orante (y no sólo orantes
particulares). Y, a la inversa, se desea urgentemente la participación
numerosa y consciente de aquellos que no están obligados por el derecho
eclesiástico al rezo de las horas (cf. Constitución sobre la liturgia, n. 100), no
precisamente con el fin de que su oración sea así «mejor», sino con el fin de
que la Iglesia se muestre como la Iglesia orante en el mayor número posible
de miembros y sea así un signo más fuerte de la presencia salvífica de Cristo.

VII. Situación actual

Después de lo expuesto, se puede ver fácilmente cuán serio y grave es el


hecho de que en el cristianismo de occidente, debido a una falsa evolución
que ha durado varios siglos, se haya perdido la conciencia de la necesidad de
que las diversas Iglesias locales se manifiesten visiblemente como una serie
de comunidades que oran regularmente. Todavía a principios de la edad
media era normal que en cada iglesia (catedral, parroquia, iglesia conventual,
santuario de peregrinaciones) existiera el rezo de las horas canónicas. Pero ya
entonces este rezo se había convertido en un oficio casi exclusivo del clero. Ni
siquiera las vísperas pudieron continuar como celebración regular y común del
clero y del pueblo. En los últimos tiempos, incluso las formas sustitutivas, las
«devociones» de la tarde, están frecuentemente amenazadas por las (sin
duda alguna justificadas) misas vespertinas. Así, a pesar de algunos intentos
en sentido contrario, en la Iglesia católica el rezo de las horas de hecho se ha
convertido en asunto casi exclusivo del clero y de algunas órdenes religiosas
(¡no todas!). Además, en el clero la obligación ha pasado por lo común a la
persona (a partir del subdiaconado). Se ha perdido la conciencia de que la
obligación radica primariamente en la Iglesia local y sólo secundariamente en
los responsables del testimonio de esta Iglesia. Con ello, el rezo de las horas
se ha convertido totalmente en liturgia del clero. Sin embargo, de esta forma
se mantuvo el principio de que nadie puede ser miembro directivo en la
Iglesia, si no reza aquella oración que es el signo de la Iglesia orante.
Tampoco las comunidades eclesiales de la reforma han conseguido corregir la
clericalización del oficio divino. Algunos intentos que se hicieron quedaron
reducidos a devociones domésticas de los piadosos. Sólo la Iglesia anglicana,
en el culto matutino y vespertino - concebido en forma nueva - del Book of
Common Prayer pudo crear un orden de oración habitual de toda la Iglesia.

VIII. Rezo de las horas como celebración de los misterios

Pero nos quedaría por decir algo esencial respecto al Oficio, si no


mencionáramos -para acabar- su carácter de misterio; en cuanto él es un
«signo» de la Iglesia, pertenece al orden sacramental. Toda salvación es sólo
«anamnesis» actualizadora del misterio que es jesucristo (esto queda en pie
independientemente de su detallada interpretación teológica). La Iglesia tiene
el cometido de santificar todos los ámbitos de la existencia humana mediante
esta actualización que se da en la celebración litúrgica (cf. Constitución sobre
la liturgia, n. 2, 7, etc.). O sea, tiene la misión de procurar que Cristo, de tal
modo se haga presente en todos esos ámbitos, que por la fe y el testimonio
de los suyos se transmita la salvación al mundo. En cuanto eso es tarea de la
liturgia, ésta la cumple en forma muy principal - con relación al orden del
tiempo - en el rezo de las horas. El b. es una parte fundamental de la
celebración de las fiestas del -> año eclesiástico (actualizando en la unidad
anual del tiempo el recuerdo de la salvación). Y además él da fuerza salvífica
a la sucesión de días y horas de la semana junto con el -> domingo. Pero la
unidad de tiempo donde el b. injerta principalmente el recuerdo de la
salvación es el día, convirtiendo así la más primitiva unidad temporal, la más
inmediatamente accesible a la experiencia humana, en una oferta de
salvación. Aparte de la (no necesariamente cotidiana) celebración de la
eucaristía e independientemente de su valor como preparación para el
misterio eucarístico, el rezo de las horas canónicas constituye por sí mismo
una celebración peculiar de la única salvación, que es Jesucristo.
Históricamente este pensamiento quedó expresado en el hecho de que a cada
hora se le asignara el recuerdo de una determinada acción salvífica de Cristo.
Pueden y deben cambiar detalles en la forma históricamente condicionada del
b., así como en las posiciones de la autoridad eclesiástica a este respecto.
Pero la Iglesia deberá vivir siempre (y vivirá realmente debido a la promesa
de la presencia permanente de Cristo) en el recuerdo cotidiano de su Señor,
en oración constante, en un incesante oír y responder, hasta que la salvación
manifiesta suplante el signo transitorio del recuerdo litúrgico, el cual ha
encontrado una de sus formas en el «breviario».

Angelus Häubling

BRUJAS, PROCESOS DE

1. Una superstición que vive soterraña en todas las religiones, en la transición


de la edad media a la moderna (s. XIV-XVIII) tomó forma especial en la
Europa occidental bajo la creencia en las b., que costó la vida a algunos
cientos de miles de personas.

La creencia en las brujas es la convicción irracional y, por tanto, difícil de


refutar, de que el hombre malo o la mujer mala puede entrar en tratos con
poderes diabólicos (pacto con el diablo) y, con ayuda de fuerzas ocultas de
esta especie, dañar a sus prójimos (maleficium, magia maléfica). Por una
parte, esta creencia ha inducido de hecho a algunas gentes a ejercitarse en el
< arte» de la brujería (libros mágicos y unciones de b.). En este sentido ha
habido efectivamente b. y brujos (magos o hechiceros de uno y otro sexo)
que, sin duda por odio a sus semejantes, se han ensayado en los maleficios.
Es seguro, sin embargo, que sólo poquísimas de entre las víctimas de la
persecución contra las b. fueron efectivamente tales. Históricamente no se ha
transmitido un solo caso en que pueda demostrarse que se da arte mágica
diabólica.

2. Por otra parte, la creencia en las b. condujo al miedo a las b. y a la


necesidad de defenderse contra ellas. Eso se puso de manifiesto no sólo en los
contrahechizos, sino también en las persecuciones regulares bajo inspección
de la Iglesia y del estado. Las modernas persecuciones de b. son obra
solamente de la justicia popular, no de prescripciones legales.

3. Los orígenes de la creencia en b. en el occidente cristiano hay que


buscarlos en la superstición precristiana de los pueblos orientales (caldeos,
egipcios) y en las viejas ideas germánicas sobre espíritus que atraviesan los
aires. Muchos decretos sinodales de la época carolingia demuestran que esta
superstición no habla desaparecido enteramente. La creencia en las b. fue
considerablemente favorecida por la doctrina sobre el diablo en la teología
católica, señaladamente desde que los representantes de la escolástica dieron
por posibles y reales la brujería y las apariciones del diablo; no se trataba,
pues, a su juicio de meras imaginaciones. Las muchas historias legendarias de
milagros de santos también despertaron fácilmente en el pueblo la fe en un
arte maravilloso, inquietante y diabólico. A menudo era difícil trazar la línea
divisoria entre usos supersticiosos de origen religioso y acciones mágicas.

4. Sin embargo, las persecuciones contra las b. sólo comenzaron cuando se


empezó a ver en la magia o brujería un crimen que ponía en peligro la
sociedad. La inquisición eclesiástica tenía por fin castigar toda apostasía de la
fe, aun la no expresada. La brujería era, efectivamente, implicite, apostasía
de Dios y, por ende, pecado grave. Para la teología escolástica, toda acción
supersticiosa era apostasía (idolatría). Así se explica que la inquisición
eclesiástica persiguiera pronto a herejes y b. En los procesos del sur de
Francia, a comienzos del s. xiv, ambas acusaciones se entrecruzan. Pero
pronto se dejó a los tribunales civiles el castigo de las b., pues la magia
maléfica se miró como crimen social. En el curso del s. xv, los procesos de b.
se sustraen más y más a la inquisición eclesiástica, por más que, en este
tiempo, los teólogos - y también los juristas- empiezan a propagar con sus
escritos la fe en las b. Con ello dan a la creencia en b. una apariencia de
doctrina eclesiástica. Así pues, mientras los tribunales civiles emprendían en
serio con sus disposiciones penales contra la magia (p. ej., en la Constitutio
Criminalis Carolina, 1532, de Carlos v) la persecución de las b., las
autoridades eclesiásticas, del papa abajo (bula Summis desiderantes
affectibus, 1484, del papa Inocencio viii), fomentaban en el pueblo fiel la fe en
las b. También los reformadores protestantes muestran ser hijos de su
tiempo, y están aún prisioneros de tal creencia, como en general desempeña
el diablo gran papel en las ideas de Lutero y Calvino. De ahí que las
persecuciones contra las b. no amainan en modo alguno después de la
reforma protestante, sino que suben más bien de punto por ambos lados y
hasta se acusan mutuamente católicos y protestantes de negligencia en el
asunto.

Desde la aparición del martillo de b. (Malleus maleficarum) en 1489, la


doctrina sobre b. permanece durante doscientos años esencialmente la
misma. Según esta «doctrina», la bruja busca primeramente enlace con el
diablo por medio de conjuros mágicos. Seguidamente aparece el espíritu
maligno y ambos firman el pacto diabólico. El diablo promete a la b. o al brujo
o mago (recuérdese a Fausto) toda ayuda para alcanzar riqueza, poder y
dicha, a cambio de lo cual la otra parte le vende el alma y abjura de Dios y de
la fe cristiana. Ritos y fórmulas mágicas sellan esta alianza. La b. dispone
ahora, por medio de fórmulas y ungüentos mágicos (fabricados éstos, entre
otros ingredientes, con cadáveres de niños muertos sin bautizar), de fuerzas
preternaturales para dañar a los hombres. Una b. puede causar, aun a
distancia, muertes repentinas, enfermedades inexplicables, pestilencias,
malas cosechas e inundaciones. Las b. también pueden producir sabandijas,
despertar o impedir el placer del amor, conjurar muertos, quitar la leche a las
vacas, envenenar por mala mirada las comidas y entumecer a los niños,
provocar por conjuro tormentas, granizo y fuego. Las b. se transforman en
gatos o sapos; los magos en lobos.

En determinados tiempos (noche de Walpurgis, 1 de mayo), todas las brujas


de una región han de volar (vuelo de b.) para asistir al aquelarre, en que
rinden pleitesía a Satanás.

Las b. forman como una sociedad o alianza secreta.

Como se entregan voluntariamente en manos de Satanás, no puede decirse


sean propiamente posesas; hasta cierto punto, ellas mandan sobre el diablo.
Sí se creía, es cambio, que podían producir en otros la posesión diabólica.

Según la «doctrina» general sobre las b., son generalmente mujeres las que
se dan a la magia o brujería, pues, según esa doctrina, las mujeres son más
propensas a la sensualidad y al pecado (ya en el paraíso Eva fue quien sedujo
a Adán).

Aquí se pone de manifiesto un antifeminismo clerical, el miedo neurótico ante


la atracción del otro sexo, que traslada la propia excitabilidad sensible al
objeto y por eso lo combate.

Como arte secreto y diabólico, se creía además que la brujería es difícil de


descubrir y combatir. El diablo protege y fortalece a sus satélites.

5. Por eso, el proceso contra las b. se desarrolla «sumariamente y sin


requilorios». La menor sospecha puede ser ya motivo para una detención. Si
no se hace inmediatamente una declaración, se recurre sin escrúpulo a la
tortura. Contra las b. es lícita toda clase de tormentos, pues se combate
contra poderes diabólicos. La sentencia, según uso antiguo, es muy
frecuentemente la quema, a veces después de la decapitación. Donde se
usaba menos la tortura, p. ej., en Inglaterra, se excogitaron, otros medios
para descubrir a las b.: se examinaba el cuerpo para hallar la llamada señal
de la b., el estigma del diablo, o se apelaba a la prueba del agua: la bruja,
desprendida por una soga, no podía hundirse, pues el agua (santificada por el
bautismo de Cristo) no quería recibir a la b.

Tal cariz presentaban la «doctrina» y los procesos de b. Así se persiguió


durante siglos a las b. en Alemania, Francia e Inglaterra (menos en Italia,
Suecia y América, rara vez en Polonia, España y Países Bajos). Hubo b.
mientras se celebraron procesos contra ellas. Sobre todo el uso de interrogar
a cada b., antes de ejecutarla, sobre sus cómplices, aumentó el número de
ellas. Bajo la amenaza de nuevos tormentos, una b. tenía que dar los
nombres de otras. En su angustia, la infortunada daba los de b. ya ejecutadas
o de las que llevaban ya fama de tales. Las denunciadas eran detenidas y
atormentadas inmediatamente sin más examen. Así un proceso llamaba a
otro, hasta la despoblación de un pueblo o de una comarca. A veces sólo la
intervención de un príncipe cortaba semejante cadena de procesos. Una
acusada no lograba casi nunca escapar a la sentencia de muerte. Una
enérgica impugnación de la culpa no servía sino para acrecentar la sospecha
de los jueces: ¡sólo el diablo podía dar aquella fuerza para resistir a los
tormentos!

Así, los procesos de las b. hicieron prácticamente «legal» la fe en ellas, y,


después que durante décadas habían ardido por doquiera las piras, nadie se
atrevía ya a atacar tales procesos.

Cierto que hubo siempre hombres que condenaron los procesos de b. de su


tiempo y pusieron en duda que se castigara siempre a las realmente
culpables; pero no raras veces se redujo violentamente a silencio tales voces
de honrada conciencia. Defender a las b. o impugnar los procesos contra ellas,
era exponer la propia vida. Como que se tenía por señal de brujería no creer
en ella. Los escritos de estos espíritus ilustrados, teólogos, juristas y médicos,
aparecidos a menudo anónimos, contribuyeron a superar lentamente la
creencia en b.

Hacia fines del s. xvii, disminuyen lentamente los procesos en Inglaterra,


Alemania y Francia; en otras partes habían ya cesado antes.
6. La explicación de la creencia en b. hay que buscarla en el terreno religioso
y en el de la psicología social. Cuando un pueblo pasa por duras pruebas,
quiere tener culpables. Entonces no podía ser culpable el gobierno, que se
tenía por instituido inmediatamente por Dios. Luego la culpa la tenían otros
poderes inferiores, hostiles a Dios: las brujas.

Los tiempos de grandes inquietudes sociales, religiosas y políticas fueron


siempre tiempos de miedo a las b.; apenas, empero, volvía la prosperidad
económica, desaparecía la fe en b.

La última explicación de la creencia en b. radica en el fenómeno de la


superstición, por la que el hombre vive más del miedo a poderes demónicos
que de la confianza en Dios. La adivinación y -> astrología se dan también la
mano con la brujería. La religión se pervierte así para convertirse en magia, y
la entrega a la providencia se trueca en fanática rebelión contra todo supuesto
enemigo. Por eso la fe en b. pone de manifiesto una perversión íntima en el
cristianismo: se sucumbió a la constante tentación de toda religión de querer
defender valores espirituales por medio del poder secular y asegurar los
derechos de Dios por jurisprudencia humana. Había también orgullo farisaico
en castigar tan fanáticamente el error religioso de los otros. Los perseguidores
de b: eran a menudo personas desequilibradas con rasgos neuróticos. En el
pueblo, la fe en b. nació sin duda de una necesidad de sensación, de un afán
por lo inquietante y espantoso. En la persecución de las b. él podía satisfacer
su sadismo, y darse el gusto de ver culpar a los demás, mientras se creía a sí
mismo justo y seguro.

La autosuficiencia de la teología de entonces, que precisamente en la época


del humanismo se cerró a la evolución de la medicina, de la jurisprudencia y
de las ciencías naturales, defendió la fe en b. como una especie de dogma. La
ausencia de todo conocimiento de las enfermedades psíquicas y de los
aspectos psicosociológicos de una manía masiva, impidió por mucho tiempo a
la ciencia descubrir con claridad la ceguera de tan trágica locura. Por lo dicho,
los procesos de b. pueden servirnos de advertencia histórica.

Hugo J. Zwetsloot

CALIFICACIONES TEOLÓGICAS

I. Concepto e importancia

Dentro de la epistemología y metodología teológica se reflexiona sobre la


categoría y grado de certeza de una tesis teológica y se describe su posición
por su relación con la revelación, esto es, es calificada positivamente con
notas determinadas y negativamente con censuras.

En el supuesto de que las c. t. no hayan de considerarse de manera


puramente positivista, su sentido e importancia sólo podrá mostrarse dentro
de una hermenéutica eclesiástica que por un lado haga posible la inteligencia
de documentos eclesiásticos y de textos teológicos, y, por otro, ponga de
manifiesto el proceso de inteligencia, de interpretación y de aplicación en la
Iglesia y por la Iglesia.

Desde ahí se aclara ya la denominación de calificaciones «teológicas», la cual


indica que el método de calificar es (o debiera ser) un procedimiento de la
teología. Pero eso no ha de entenderse como una calificación de la teología
por factores extrateológicos (p. ej., de política eclesiástica), ni (con una
pretensión universal falsamente entendida) como la calificación de
conocimientos o ideas no teológicos por la teología.

Aquí, sin embargo, hay que entender la teología, no en el sentido


estrictamente escolar, sino como un proceso de conciencia de la Iglesia entera
y como un esfuerzo de reflexión sobre ese proceso. En este sentido, las c.
constituyen una orientación imprescindible en el diálogo dentro de la Iglesia y
en el diálogo de la Iglesia católica con las otras Iglesias, así como en el de las
Iglesias cristianas con el mundo no cristiano. Las c. sirven para entender la
importancia que haya de atribuirse a las declaraciones de la Iglesia y de su --
> magisterio y a las tesis de la teología. Como orientación en el diálogo se
entiende en particular la gradación de las notas y censuras. De todos modos,
las designaciones fide divina (et catholica) que se presentan con la autoridad
del magisterio eclesiástico, y su correlativa «herejía», aparecen como una
ruptura del diálogo; porque aquí nos sale al paso la inexorabilidad del
kerygma y del dogma, y el diálogo intraeclesiástico está superado por el
diálogo desigual del Dios que se revela con el hombre. Sin embargo, hay que
recordar que el encuentro de Dios con los hombres a la manera humana
incluye la accesibilidad de la palabra de Dios en la palabra humana o, más
precisamente, en el diálogo cohumano y teológico dentro de la Iglesia que
cree y entiende. A ello corresponde que, aun después de la proposición
solemne de un dogma, prosiga en la Iglesia el proceso de intelección e
interpretación, y después de la desaparición de una falsa doctrina y del cese
de la comunión (anatema, excomunión), la verdad oculta en el error o por él
provocada sigue operando e influye sobre la evolución doctrinal de la Iglesia
(cf. la interpretación de 1 Cor 11, 19).

Así habrá que estimar la significación de las c. bajo el aspecto del propter nos
homines, de la palabra para los hombres, y de la esencialidad de la
comunidad humana, de la Iglesia socialmente constituida (necesidad de
entenderse, regulación del lenguaje) y de la historicidad (como necesidad y
límite de una c. t. en conformidad con la situación).

II. Las calificaciones y censuras tradicionales

1. Tiempo de aparición e historicidad

Las c. y censuras particulares están marcadas por su lugar histórico, como lo


está también la manera de calificar. Cabalmente en el grado más alto de las
c., en la definición de un dogma (y en la condenación de una herejía), se ve
claro que la Iglesia ha respondido siempre con c. a las provocaciones que ha
sufrido en la historia, ora por la herejía, ora por la polémica intensa en la
teología. El tiempo de origen confiere a la c. su forma histórica y su peculiar
condicionamiento, que entraña para tiempos posteriores una pesada tarea de
intelección y distinción. Las c. inferiores (p. ej., haeresim sapiens) llevan aún
más claramente las huellas de escuelas teológicas y el colorido de angustias y
tribulaciones específicas de un tiempo. Atención merecen además las
implicaciones políticas de una c.; a veces, estas c. estuvieron también al
servicio de la unidad de la fe en sentido lato de la disciplina eclesiástica y
hasta de la unidad política del imperio. Así, incluso ciertas declaraciones
dogmáticas contienen «regulaciones de lenguaje dentro de la Iglesia» (W.
Kasper), y en particular en formulaciones de la edad media se presupone un
concepto amplio de lides y haeresis (A. Lang), el cual tiende á la unidad
completa de la disciplina confesional. Aun en los escritos simbólicos
protestantes (formula concordiae) es innegable esta orientación.
Consecuentemente, en tiempos en que los intereses políticos pasan a segundo
término en la confesión cristiana (Iglesia primitiva, secularización actual),
aparece una orientación concentrada en la declaración de fe como tal, es
decir, negativamente, en el repudio de la herejía y, positivamente, en el
problema de la predicación adecuada a la época.

2. Fases de la historia

No la diferenciación en las c. y censuras, sino el esfuerzo por la verdadera fe y


la doctrina ortodoxa, así como la correspondiente condenación de una posición
con el «anatema» de la Iglesia (generalmente reunida en un sínodo), es lo
peculiar de los principios del cristianismo y en gran parte del primer milenio
de su historia. Ya Pablo conoce el «anatema» contra la predicación de «otro
evangelio» (Gál 1, 8). En cambio, Mt 18, 17 no habla específicamente de una
censura doctrinal. Más importantes aparecen en la sagrada Escritura la
repulsa indirecta a la herejía por la elección y forma de los «logia»
transmitidos (Sitx im Leben) y la polémica con grupos sectarios en las cartas
(p. ej., 1 Jn 2, 22; 4, 2s). Las cartas pastorales se esfuerzan expresamente
por conservar la herencia apostólica (1 Tim 6, 20; 2 Tim 1, 14) y por el
cuidado de la «sana doctrina» (1 Tim 1, 10; 2 Tim 1, 13; 4, 3; Tit 1, 9; 2, 1;
cf. 1 Tim 4, 6 13 16; 6, 1 3; Tit 2, 7s). En los primeros siglos se condenaba,
consiguientemente, la herejía y la apostasía total de la fe. Los grandes
concilios condujeron, en las controversias cristológicas y trinitarias, a una
descripción diferenciada de la ortodoxia católica y ofrecieron así un aparato
conceptual especializado (malentendido, sin embargo, a menudo) para
destacar o descartar una posición herética. Sin embargo, hasta la alta edad
media no puede decirse con seguridad que tales notas y censuras tengan un
sentido estricto, aun cuando ocasionalmente se encuentren también indicios
de c. «menores» (p. ej., en Tomás de Aquino, Contra Errores Graecorum,
Prooemium [Opuscula theologica, Vol. i, n .o 1029]: «non recte sonat»). La
técnica diferenciada de calificaciones se hizo posible en virtud de la filosofía
escolástica y se formó desde 1270 (la lista de censuras más antigua que
conservamos procede del año 1314; y la interpretación más antigua de notas
teológicas que nos es conocida se debe a Guillermo de Ockham). En los s. xiv
y xv, la universidad de París (posteriormente también las de Lovaina y de
Colonia) ejerció un derecho reconocido de censura, el cual influyó de manera
decisiva sobre medidas episcopales, papales y conciliares (¡Constanza!) y
muestra a la vez hasta qué punto una teología institucionalizada y respetada
configura la enseñanza de la Iglesia.

La disgregación de la teología escolástica en la baja edad media y la


pululación de nuevas herejías dio ocasión frecuentemente a censuras
acumuladas: concilio de Constanza contra Wiclef y Hus (DS 1151-1195; 1201-
1230), Martín v, Bula Inter Cunctas (DS 124~-1279, especialmente 1251).

Particular importancia cobró la bula Exsurge Domine (DS 1451-1492, en


particular 1492), que según recientes estudios no interpreta acertadamente a
Lutero. El concilio tridentino se proponía resaltar la lides catholica, no las
opiniones o sentencias teológicas. En la época siguiente, el magisterio aplicó
diversas censuras contra Bayo y Jansenio (Ds 1980-2006), contra el -->
jansenismo y el -> quietismo (cf. DS 2269, 2332, 2390), en la bula Unigenitus
desplegó contra P. Quesnel una técnica global de censuras y en la Auctorem
fidei puso en juego (DS 2600-2700) una técnica detallada de c. A veces, en
interés «de la paz y de la caridad» (a la postre también de la libertad), los
papas prohibieron que se censuraran mutuamente las tendencias teológicas
en pugna (cf. DS 2167, 2510). En los s. xvIII y xix el magisterio se manifestó
cada vez más en forma de -> encíclicas (comienzo de las encíclicas modernas
desde 1740), y en forma de -> censura de libros (Indice) y de respuestas
(responsa) de la «Congregatio S. Officii». En síntesis puede decirse que «el
magisterio no ha poseído nunca una lista de censuras o c. oficialmente
reconocida, sino que sigue más bien, aunque con reserva, el uso de los
teólogos» (A. Kolping: LThKz vIII, 916). Pero, dentro de la teología,
precisamente los teólogos postridentinos muestran una tendencia a la
estructuración y precisión de las notas y censuras. M. Cano, F. Suárez, A. de
Castro, J. de Lugo y la escuela de Salamanca ocupan en este punto un puesto
eminente (Cf. J. Cahill).

La -> teología controversista católica (Veronius, Holden y otros) trató de


deslindar con la mayor claridad posible la doctrina esencial de la fe a
diferencia de las opiniones teológicas (a veces desconociendo la esencial
historicidad de las ideas dogmáticas), para fijar en fórmulas la posición
protestante y servir a la postre a la unión. A comienzos del s. xvtii aparecen
exposiciones sistemáticas de.las c. y censuras: Antonius Sessa
(Panormitanus) cita, en 1709, un total de 69 c.; otros sistemáticos fueron C.L.
Montaigne, Ch. Du Plessis d'Argentré, D. Viva, J. Gautier, H. Tournely. La
época de la ilustración trató de distinguir el dogma esencial de lo «accesorio»
y, sobre todo, de las conclusiones escolásticas. Mientras la primera mitad del
s. xix (escuela de -> Tubinga) consagró escaso interés a las c. menores, y
puso en cambio de relieve el dogma y su evolución, así como, en el diálogo
con el protestantismo, la doctrina «simbólica» de la Iglesia (J.A. Mtihler,
Symbolik); la -> neoscolástica (en -> escolástica) trajo una minuciosa
diferenciación en las c. y censuras particulares: J. Kleutgen, C. Schrader, J.B.
Heinrich, J.B. Franzelin, H. Hurter, J. Perrone. Un punto culminante en el
campo sistemático significa M.J. Scheeben. Junto con las instrucciones del CIC
(cc. 247, 1395-1405), ocupan posición importante en el s. xx hasta el concilio
Vaticano ii los libros manuales de dogmática y apologética o teología
fundamental.

3. Síntesis de las calificaciones más frecuentes

La enumeración, división y estimación de las c. y censuras particulares oscilan


en los diversos autores. Por eso, a continuación sólo citaremos algunos
modelos.
a) H. Quilliet (DThC) y G. Marsot (Catholicisme) distinguen las censuras desde
los siguientes puntos de vista (de modo análogo debiera hacerse en las c.
positivas): 1º, respecto de la verdad de la revelación: haeresis, haeresi
proxima, error, propositio temeraria; 2º, bajo el aspecto de la forma, p. ej.:
piis auribus offensiva; 3º, desde el punto de vista del efecto, p. ej.:
scandalosa, blasphemica. Es de notar que censuras de la categoría 1ª pueden
de todo punto usarse también respecto de la forma (categoría 2ª).

b) Más amplia aparece la división de A. Lang (Fundamentaltheologie, t. ii, [Mn


41968], p. 260), quien, por una parte, según la cualidad de la certeza
distingue: 1 ° verdades formalmente reveladas; 2 °, verdades virtualmente
reveladas (2); 3 °, «campo indirecto» de la enseñanza eclesiástica; y, por
otra parte, en cada estadio cualitativo introduce una nueva distinción según el
grado de certeza: solemnemente definido por la Iglesia; afirmado por el
magisterio ordinario o por la conciencia creyente de la Iglesia; defendido por
la ciencia teológica; no plenamente claro o seguro. Esto conduce a los
siguientes grados de certeza (censuras). En la primera modalidad cualitativa:
veritas de fide definita (haeresis manifesta); veritas de fide (haeresis); veritas
fidei proxima (haeresi proxima); secundum sententiam probabilissimam,
probabiliorem, probabilem, secundum opinionem communem, verissimiliorem,
verissimilem: de fide. En la segunda cualidad de la certeza: veritas catholica
definita (error circa fidem); veritas catholica (error); sententia theologice
certa (theologice erronea); secundum sententiam probabilissimam, etc.:
veritas catholica. En la tercera cualidad de la certeza: veritas de fide
ecclesiastica definita (propositio reprobata); veritas de fide ecclesiastica
(propositio falsa); sententia certa (falsa); secundum sententiam
probabilissimam, etc.: de fide ecclesiastica.

c) Cada vez se destaca más claramente en la teología reciente la distinción


entre infalible (--> infalibilidad) y no infalible (censura de la herejía a
diferencia de otras censuras), distinción que siempre fue reconocida, aun
cuando a veces se extiende al máximo y otras veces se reduce al mínimo el
ámbito de lo definido. Con relación a las demás c., cada vez se tiene
conciencia más clara de su inferioridad respecto de la verdad infalible de fe (y
de la herejía). Dentro de las c. no infalibles se hace un deslinde entre las c.
auténticas de los órganos del magisterio eclesiástico y las delaraciones
teológicas.

Juntamente con estas distinciones, como punto de orientación para las c.


tradicionales se toman las declaraciones oficiales de la Iglesia reunidas en el
DS (cf. Index systematicus, H 1 d) y los clásicos de la teología postridentina o
de la neoscolástica.

4. Personas competentes, forma y obligatoriedad

a) Las personas competentes para imponer c. y censuras obligatorias son las


que tienen en cada caso jurisdicción en el fuero externo. Así, pues, los
órganos supremos (y exclusivos en lo relativo a la infalibilidad) para las c. y
censuras son el papa y el concilio ecuménico. Una competencia limitada se
reconoce a las congregaciones romanas, a los concilios provinciales
(conferencias episcopales), a los obispos particulares y a los superiores
mayores de órdenes religiosas. Al pueblo de Dios en su totalidad se le
encomienda el cuidado de la recta fe. Una responsabilidad particular y a la vez
una aptitud particular para imponer c. - con una obligatoriedad no
jurisdiccional, sino «técnica» -compete a los teólogos (edad media:
universidad de París), los cuales a menudo influyen con su consejo en el
Magisterio.

b) Las c. y censuras pueden imponerse en forma individual (a una proposición


una sola c.) o cumulativa (una .proposición con varias censuras) o global
(varias proposiciones y al final una o varias censuras). Pueden también
referirse al sentido literal de una tesis (sicut iacent) o la intención del autor (in
sensu ab autoribus o assertoribus intento). Juntamente se daba la posibilidad
de condenar una obra determinada (fndice) o la obra total de un autor y con
ello, a la postre, su concepción teológica.

c) Obligan como proposiciones infalibles las definidas por un concilio unido con
el papa, o por el papa cuando habla ex cathedra en materias de fe (->
infalibilidad). Las c. auténticas (pero no infalibles) exigen la «obediencia
religiosa de la voluntad y del entendimiento» (Lumen gentium, n .o 25). Otras
c. dadas por los teólogos tienen el peso de la autoridad técnica y de la
«doctrina dominante».

III. Nuevas cuestiones; nuevas calificaciones

La visión general de las c. tradicionales ha puesto a la vez de manifiesto sus


límites (sobre todo en la aplicación de censuras, en ocasiones precipitada o
errónea). Estos límites aparecen claros sobre todo si intentamos catalogar la
compleja realidad eclesiástica y teológica de hoy. El concilio Vaticano ii no sólo
se ha servido de un lenguaje multiforme y ha planteado cuestiones nuevas
por su contenido, que no se encuentran en anteriores documentos del
magisterio, sino que, además, los textos conciliares constituyen un problema
en la cuestión de su obligatoriedad y de su calificación misma. Fiel al deseo
del papa Juan xxiii, el Concilio no pronunció ninguna definición solemne.
Recuerda solamente las reglas conocidas de interpretación y hace notar que,
en este concilio, sólo es definición obligatoria «aquello que él mismo declara
claramente como tal» (Lumen gentium, Notificationes, cf. n° 25). Por lo
demás, cuando no se trate simplemente de una apropiación de anteriores
definiciones o de verdades inmediatamente cognoscibles por la Escritura
misma, que, por tanto, son de fide divina, en cada contexto, incluso en las
constituciones dogmáticas sobre la Iglesia y sobre la revelación, podrán
reconocerse las doctrinas propuestas con una autoridad que pretende obligar
en conciencia. También las designaciones constitutio, decretum, declaratio
ofrecen un indicio externo sobre el rango y la obligatoriedad de la doctrina.
Por su nombre e importancia tiene un sentido peculiar una constitución
pastoral, que, según K. Rahner, no se sitúa en el terreno de la doctrina
(deducida), sino en el de las concretas « instrucciones» carismáticas para la
Iglesia.

Algunas encíclicas, que han aparecido después del concilio Vaticano II


(Mysterium fidei, Populorum progressio, Humanae vitae), han promovido de
nuevo la reflexión sobre el valor de las encíclicas. En principio no se discute la
posibilidad fundamental de que, bajo las condiciones conocidas por el
magisterio y por la teología y supuesta la formulación correspondiente, pueda
darse una decisión infalible ex cathedra en una --> encíclica. Sin embargo,
también aquí se saca claramente la consecuencia: lo que no es infalible,
puede ser falible y es reformable. Pero se reconoce que se trata de
declaraciones oficiales auténticas que todo creyente católico debe tomar en
serio y aceptar con respeto, aunque la aceptación vaya acompañada de una
discusión a fondo. La Carta de los obispos alemanes a todos los que han
recibido de la Iglesia el encargo de la predicación (1967), considera la
posibilidad de error «en manifestaciones doctrinales no definidas de la Iglesia,
las cuales a su vez pueden obligar en grado muy diverso» (n .o 18), y
declara: «Para salvaguardar la verdadera y última sustancia de la fe, aun con
peligro de un error en particular, la Iglesia tiene que pronunciar instrucciones
doctrinales, que poseen determinado grado de obligatoriedad y, sin embargo,
por no ser definiciones de fe, llevan consigo cierto carácter provisional, que
llega hasta la posibilidad de error» (¡bid.).

Así pudiera también admitirse que, en las posiciones del magisterio


eclesiástico sobre comportamientos prácticos de orden moral, el concepto de
«magisterio» ha de tomarse en un sentido lato, no específico, es decir, que en
muchos casos no se trata de doctrina «en materias de costumbres», sino de
paréntesis, de exhortación pastoral del papa y de los obispos en su
responsabilidad como pastores del pueblo de Dios. Particularmente en
cuestiones concretas de ética social, ciertamente la Iglesia afirmará y
censurará la diferencia abisal entre los estados sociales existentes y la meta
que nos es conocida por el evangelio (E. Schillebeeckx); y así aspirará a la
unidad en la determinación de lo negativo, de lo que no debe ser. Pero en las
instrucciones particulares sólo podrá dar pautas contingentes, sacadas del
diálogo con las ciencias profanas; y, por tanto, se acreditará preferentemente,
en términos de J.B. Metz, como «institución crítica frente a la sociedad»
(teología --> política).

Juntamente se discute hoy de nuevo la cuestión sobre la c. de documentos


doctrinales auténticos (catecismos), que proceden de una autoridad parcial
eclesiástica, tanto en su categoría dentro de la región correspondiente
(provincia eclesiástica, etc.), como fuera de la misma y en la Iglesia universal.

IV. Problemas sistemáticos

1. La f e de la Iglesia universal

Hoy más que nunca, las c. deben pensarse y pronunciarse con miras a la
Iglesia universal y a su fe (es decir, con miras por de pronto a toda la Iglesia
católica, pero también a las Iglesias separadas). Ello tiene primeramente su
razón teológica en la doctrina sobre el -> pueblo de Dios, que tomado en su
totalidad es Iglesia, y cuyo «sentido de la fe» constituye un factor decisivo en
el conocimiento dogmático. «Con este sentido de la fe, que el Espíritu de
verdad suscita y mantiene, el pueblo de Dios se adhiere indefectiblemente a la
fe confiada de una vez para siempre a los santos (Jds 3 ), penetra más
profundamente en ella con juicio certero y le da más plena aplicación en la
vida, guiado en todo por el sagrado magisterio, sometiéndose al cual no
acepta ya una palabra de hombres, sino la verdadera palabra de Dios (cf. 1
Tes 2, 13; Lumen gentium, n° 12). Si este sentido de la fe del pueblo de Dios,
de que están también dotados los laicos (cf. ¡bid., n .o 35), desempeña tan
gran papel incluso para lograr la c. más alta, la c. de fide, síguese que todo el
pueblo de Dios participa (o debe participar) con mayor razón en el proceso del
conocimiento teológico no infalible y en el logro de la recta calificación
teológica. La realización de esa comunidad creyente está posibilitada por los
modernos medios de comunicación y por la expansión, aneja a ellos, de la
formación teológica. Y precisamente en esta situación las c. sirven para
mostrar la identidad de la fe en el cambio de sus formulaciones. Así, pues, las
c. deben servir, en su cúspide dogmática, para que nazca y se manifieste con
seguridad el consensus fidelium; un consentimiento que, sostenido por una fe
personal, sólo puede nacer de la libertad de conciencia, y no puede consistir,
hoy menos que nunca, en una, fórmula impuesta de manera puramente
externa. Por eso, el campo teológico, en el cual se articula la identidad de la
fe, puede y debe ser extenso y plurifacético.

2. El pluralismo en la teología

Por razón de la actualidad de la predicación, es decir, en interés de la


inteligencia de la revelación entre hombres y sociedades humanas de hoy,
muy distintos en su contextura espiritual, si la teología no quiere caer en un
positivismo dogmático o en un biblicismo igualmente positivista, no puede
renunciar al esfuerzo de la expresión en la pluralidad de lenguas y
mentalidades de hoy. Este necesario «filosofar en la teología» (K. Rahner, -->
filosofía y teología), que por una parte facilita la intelección de la fe en un
determinado contexto cultural (filosofía, ciencias especiales, mentalidad
precientífica), a la vez dificulta irremediablemente la inteligencia precisamente
de estas teologías múltiples. El mandato de comunicar la revelación dificulta
hoy la posibilidad de comunicar la inteligencia de la revelación. Y,
paralelamente, se reduce también la posibilidad de examinar adecuadamente
en su ortodoxia las tesis de otra escuela, es decir la posibilidad de calificarlas
teológicamente.

De ahí resulta la necesidad de que una c. sólo sea pronunciada como fruto de
un diálogo entre las escuelas y tendencias, sostenido por el amor a la fe una y
por la correspondiente voluntad de entenderse. A este propósito puede ser útil
una aplicación objetiva del principio de subsidariedad en la Iglesia. Ello
significaría también en el campo de las c. y censuras una revaloración del
oficio episcopal y de las autoridades regionales, p. ej., de las conferencias
episcopales. Éstas deben tomar por consejeros a teólogos de las más distintas
tendencias, en la medida que tales tendencias sean representativas en su
región. El magisterio papal (y sus órganos) tendrían especialmente la misión
de tratar las auténticas cuestiones de fe, que como tales afectan a toda la
Iglesia, interviniendo en ellas dentro del marco del principio de subsidiaridad,
es decir, actuando como instancia de apelación. Para ello el supremo
magisterio de la Iglesia necesita del servicio de la teología mundial y también
de un anterior trabajo de calificación realizado por las autoridades
eclesiásticas regionales y por una teología posesionada de su función
eclesiástica y que realice libremente su cometido. Evidentemente hay que
distinguir aquí entre aquellas dimensiones del primado que afectan a la Iglesia
universal y aquellas funciones que el papa ejerce en calidad de patriarca de
occidente, o de metropolita de la provincia eclesiástica de Roma, o de obispo
de la diócesis de Roma.
Lo dicho hasta aquí tiene una validez especial con relación a las censuras, las
cuales son ciertamente necesarias, pero sólo deben imponerse después de
largas conversaciones llevadas a cabo con conocimiento del asunto. Mientras
una posición marcadamente anticristiana puede en principio reconocerse como
tal en todos los tiempos, en el campo interno de la teología y en sus
cuestiones límites se presentan agudizadas las dificultades mencionadas. En
este punto habría que recalcar, confiando a la vez en la asistencia del Espíritu
Santo, que la recta fe es altamente valiosa para la autoridad eclesiástica
(sobre todo en su suprema cumbre doctrinal: --> infalibilidad), pero habría
que conceder al mismo tiempo la posible «bona fides» del censurado y la
historicidad - no superada por la autoridad eclesiástica - en la inteligencia de
una determinada expresión de la fe. La fórmula de censura podría p. ej., decir
que, tras detenido examen, actualmente no es posible reconocer que una
tesis determinada está de acuerdo con la concepción que la Iglesia católica
tiene de la fe. De este modo se pronunciaría una censura (que no equivale a
la coacción «profana») con toda la autoridad de la Iglesia presente (la cual
cabalmente obliga como presente), y quedaría a la vez abierta la posibilidad
de un futuro ahondamiento en la inteligencia de la fe y de una mejor
interpretación de la tesis censurada y, por ende, de un acuerdo antes
imposible.

3. El horizonte de la ley y el evangelio

El problema de las c. debe situarse en el horizonte paulino de la ley y el


evangelio, y ello no sólo como postulado de una teología de orientación
ecuménica. Esto no sólo obliga a tener en cuenta la «analogia legis» en todo
hablar de la lex fidei, sino que previene también contra un calificar
innecesario. Al evitar una definición dogmática, el concilio Vaticano ii en
principio se ha ateüido a este postulado. Precisamente en interés del
evangelio, que debe llegar al creyente como mensaje liberador, se requiere
actualmente una nueva vinculación de las muchas fórmulas de fe a la palabra
única de Dios y, en este sentido, es necesario buscar una «fórmula breve» un
«compendio reducido de la fe cristiana» (K. Rahner), en lugar de una
ramificación cada vez mayor en muchas definiciones, hasta llegar a parar en
la espesura de las calificaciones inferiores. Esto significa primeramente que se
debe revalorizar el magisterio ordinario, el cual no se basa en proposiciones
formales, y a la vez que se ha de conceder su justo puesto a la libre opinión
teológica. Cierta reserva en el calificar teológico se convierte así en testimonio
del evangelio, de la múltiple operación del Espíritu en la doctrina, en la fe y en
la vida de la Iglesia y, a la postre, en testimonio del Deus semper maior, que
sobrepuja toda fórmula humana.

Johann Finsterhölzl

CALVINISMO

I. Calvinismo y Calvino
Calvinismo es el nombre (introducido por los luteranos contra la voluntad de
Calvino) de aquella forma de -> protestantismo que directa o indirectamente
tiene su origen en la obra reformadora de Juan Calvino (1509-1564). Tiene
sus raíces en el humanismo francés y suizo de principios del s. xvi y, por
tanto, no es simplemente una desviación del luteranismo, por muy verdad que
sea que «las doctrinas fundamentales de Lutero son también las de Calvino»
(E. TROELTSCH, Die Soxiallehren der christlichen Kirchen und Gruppen, T
1922, p. 610). La influencia de Bucero, Melanchton y Bullinger sobre Calvino
modificó también el c. La «conversión» de Calvino (entre 1530 y 1533) se
debió a la lectura de la Biblia, especialmente a la lectura del AT. Él la leyó
como palabra de Dios pronunciada directamente para él y la tomó como única
fuente y norma de la fe cristiana. Este principio de que la Escritura no sólo es
la única fuente sino también la única norma, de manera que el creyente, para
conseguir una seguridad sobre el contenido de la revelación, no necesita una
interpretación infalible por parte de la Iglesia, es la base de toda la ->
reforma. En este sentido el c. se consideraba a sí mismo en primer lugar como
la iglesia reformada según la palabra de Dios, que todo cristiano podía
corregir a la luz de la Escritura. La intención de fundar una Iglesia nueva
estuvo tan lejos de la mente de Calvino como de la mente de Lutero. La
preocupación más seria de Calvino fue la de garantizar la transcendencia de la
revelación de Dios, de la cual el hombre no puede participar más que por la
gracia.

Esta intención básica no contradice en modo alguno a la doctrina católica. Sin


embargo, la crítica que Calvino hizo de la Iglesia católica de Roma no sólo
pretendía eliminar muchos abusos realmente existentes, sino también
modificar esencialmente toda la estructura y la función de la Iglesia. El
fundamento de esta crítica radical está en el hecho de que Calvino rechaza
una mediación de la salvación, en la cual la Iglesia misma -por la fuerza del
Espíritu Santo que la vivifica- actuara como instrumento sobrenaturalmente
eficaz.

Para evitar el peligro de exponer como doctrina calvinista algo que no


responde a todas las formas y etapas de su desarrollo, nos limitamos a la
exposición de la doctrina de Calvino (II), para interpretar después brevemente
el desarrollo del c. posterior y sus ramificaciones (III).

II. Doctrina y ulterior actividad reformadora de CaIvino

La obra principal de Calvino, la Institutio Religionis Christianae, experimentó


desde el año 1536 al 1560 una serie de ediciones, en las que el autor fue
ampliando cada vez más este manual bíblico-teológico y perfeccionando su
síntesis de la doctrina cristiana. La forma final y definitiva fue la edición latina
de 1559 dividida en cuatro libros (a la que siguió solamente 1á traducción
francesa en 1560). En adelante citaremos la edición de 1559 como Inst.,
indicando seguidamente el libro y el capítulo. Calvino presenta una
interpretación ortodoxa de la doctrina trinitaria (Inst. r, 13), demostrando
claramente que las inculpaciones dirigidas contra él, en las que se le atribuyen
tendencias arrianas, carecen de todo fundamento. También es ortodoxa su
cristología (Inst. it, 12-17), aunque no puede pasarnos inadvertida una cierta
tendencia hacia el nestorianismo. El papel del Espíritu Santo aparece muy en
primer plano en lo que atañe a la creación y conservación del cosmos, al
gobierno general del linaje humano y a su actividad especial en cada uno de
los creyentes y en la Iglesia (CR 36, 349). El significado de la humanidad de
Cristo pasa a segundo plano. La doctrina de Calvino, y más tarde también la
calvinista, es fuertemente teocéntrica. Lo que a Calvino le preocupa siempre
es la soberanía de Dios, su libertad absoluta, su omnipotencia (con tendencia
a hacer de Dios el único agente), su providencia y - sólo como una
consecuencia de esto - la doble predestinación del hombre, su elección o
condenación.

Si el hombre ha continuado hombre y si puede hacer todavía cosas excelentes


en el campo del arte y de la ciencia, se debe sólo a la intervención salvadora
de Dios por medio del Espíritu Santo, por quien el hombre conserva la
voluntad y la razón, como funciones humanas, e incluso es capaz de hacer
obras relativamente buenas y nobles; pero de hecho todo eso se queda entre
rejas, entre las rejas del pecado (Inst. ii, 1; 7-12). Exactamente igual ocurre
con lo que hay de relativamente bueno en el orden de la sociedad caída: leyes
humanas, talentos de administración, incluso talentos profesionales en
general. Todo esto es un don de la actividad general del Espíritu Santo,
gracias a lo cual la humanidad, a pesar de su profunda corrupción, se
mantiene aún dentro de ciertos límites (Inst. rv, 20, 2; CR 61, 599). Una
concepción tan pesimista es consecuencia de la doctrina de Calvino sobre la
corrupción total del hombre.

Lo mismo que Lutero, Calvino está convencido de que el hombre, desde la


caída de Adán, nace con una naturaleza radicalmente corrompida. El hombre
no es pecador porque comete pecados, sino que comete pecados porque es
esencialmente pecador. Lutero y Calvino opinan con razón que todos los
hombres, en el orden histórico de la salvación, deben realizar todas sus
acciones (al menos implícitamente) por amor a Dios, el definitivo fin
sobrenatural, pero que el pecado original le ha hecho al hombre incapaz de
esto. De ahí se sintieron obligados a deducir que el hombre no regenerado
obra en todas sus acciones como pecador (Lutero: cf. CA, Art. 2; Calvino:
Inst. ii, 1, 8-9). Pero, con ello, limitan sin razón el efecto de la gracia de
Cristo. No vieron que Cristo por su gracia, que actúa siempre y en todas
partes, hizo posible, incluso en el hombre (todavía) no regenerado, una
orientación inicial hacia Dios (cf. referente a esto: Tomás, ST II-II, q. 83, a.
16; 1-11, q. 112, a. 2).

1. La actividad del Espíritu Santo en cada uno de los fieles

Para Calvino la actividad especial del Espíritu Santo se realiza primariamente


en cada uno de los fieles (y concretamente a base de un testimonium Spritus
Sancti estrictamente individual) y - en comparación con esto - sólo de una
forma secundaria en la Iglesia como conjunto.

Este testimonio del Espíritu Santo es, por un lado, un testimonio de la verdad
divina de la sagrada Escritura (CR 29, 259-296) y, por otro, el don de la
certeza interna y perfecta de la promesa que Dios hace a cada hombre en
concreto. El testimonio externo del Espíritu en la Escritura sobre la fidelidad
inconmovible de Dios a su promesa queda sellado por el testimonio interno en
el corazón y da así certeza de la salvación eterna (Inst. r, 9, 3). Poco a poco
va viendo Calvino con más claridad que este testimonium Spritus Sancti es
sólo un aspecto de la acción especial del Espíritu Santo para conferir al
creyente la salvación merecida por Cristo (Inst. 111, 1, 3-4).

Esta donación tiene lugar en la -> justificación y en la santificación. Calvino,


lo mismo que Lutero, enseña que la justificación se logra sólo por la fe, es
decir, que el hombre no sólo no se puede preparar por sus propias fuerzas a
la justificación (esto es también doctrina católica), sino que, además de esto,
en la misma justificación el hombre, al dar el sí a la revelación recibida por la
fe, no colabora sobrenaturalmente con la acción salvífica de Dios. Lo mismo
ocurre con la santificación ulterior, que Calvino acentúa más que Lutero. El
Espíritu Santo es el único que obra sobrenaturalmente (CR 79, 155; 36, 483).
Él lo hace todo por sí solo (aunque se sirva de ciertos instrumentos), pero a la
vez exige una libre obediencia. Éste es también el sentido del poder
absolutamente libre del Espíritu Santo; él no solamente no necesita de ningún
medio para procurar a los fieles la salvación merecida por jesucristo, sino que
puede denegar su acción incluso cuando los hombres emplean bien los medios
dados y prescritos por Jesucristo (en primer lugar los sacramentos), de
manera que un hombre puede confiar en los sacramentos y, sin embargo, no
escapar a la -merecida- condenación (Inst. iir, 2, 11; 111, 24, 8).

La vida espiritual del calvinista se centra en su mayor parte en la acción del


Espíritu Santo brevemente insinuada aquí. Junto con la conciencia de la
corrupción radical del hombre se da en el c. una firmísima confianza en la
promesa de Dios; de aquí, y concretamente del agradecimiento por la
salvación recibida y de la obediencia al Señor de la alianza, surge muchas
veces una vida de grandes virtudes. Esto es lo que da a la vida de piedad
calvinista su rasgo viril. La palabra de Dios es no solamente mensaje de
alegría, sino también ley. ¡Dios es el señor, yo soy el siervo! Sin embargo,
este carácter duro de la teología y de la vida de piedad del calvinista queda
mitigado por un rasgo casi místico (por más que el c. desprecie la mística
como mezcolanza de lo divino y lo humano), el cual encontró su expresión en
el catecismo de Heidelberg (cuestión 1 s): «mi único consuelo es que yo, en
cuerpo y alma, tanto en la vida como en la muerte, no soy posesión mía, sino
de mi fiel salvador Jesucristo». Por tanto, la comunidad con Cristo es un
elemento codeterminante en la vida de piedad calvinista (Inst. 111, 1, 1; iii,
11, 10).

2. Cristología y eclesiología de Calvino

Calvino tuvo que luchar casi desde el principio en dos frentes: por un lado,
contra la Iglesia católica romana; por el otro, contra los libertinistas, que
negaban las doctrinas fundamentales del cristianismo (alguna vez incluso la
doctrina trinitaria) y decían estar guiados personalmente por el Espíritu Santo,
sin hallarse . vinculados muchas veces a la sagrada Escritura más que por un
lazo sumamente débil.

Frente a la Iglesia católica romana, Calvino fundamenta en su cristología la


negación del papado y de la Iglesia como medio de salvación
sobrenaturalmente eficaz. Según Calvino, Cristo es el Hijo de Dios, hecho
hombre para, en cuanto mediador, reconciliar a los predestinados con Dios.
Como mediador, Cristo, después de su ascensión a los cielos, envió al Espíritu
Santo para otorgar en vida su plenitud, pero únicamente a los predestinados,
los frutos de su mediación cumplida. Calvino cree que el cuerpo glorificado de
Cristo continúa sometido a las leyes de la limitación espacial de este eón
antiguo (CR 37, 169; cf. también Inst. iv, 17, 12). Por esto, acentúa que el
cuerpo glorificado de Cristo está localmente en el cielo y que la Iglesia visible-
invisible de los hombres pecadores se halla en la tierra. Sólo la «fuerza del
Espíritu Santo» salva esta separación que durará hasta el día del juicio. Para
Calvino, esa «fuerza del Espíritu Santo» no crea una relación ontológica con el
Señor glorificado, en virtud de la cual él estaría presente y actuaría en su
Iglesia (que es lo que enseña la Iglesia católica). En Calvino se trata de la
unión, lograda por la virtud del Espíritu Santo, con la fuerza del cuerpo
glorificado de Cristo; a través de esta unión Cristo ejerce su dominio sobre la
Iglesia (Inst. ii, 15, 3; también CR 73, 568; 43, 723). Por tanto, también se
comprende que para Calvino la presencia de Cristo en la eucaristía se
produzca sólo a través de su fuerza, y no a través de su mismo cuerpo
glorificado (Inst. iv, 17, 26; también CR 73, 695; 75, 364). Las fuertes
expresiones de Calvino acerca de la comunidad con Cristo deben ser
entendidas siempre dentro de estos límites.

Así se extiende la actividad del Espíritu Santo en la realización de la


redención, pero esto a costa de la importancia de la encarnación y con ello a
expensas de la posición de la Iglesia. En efecto, si Cristo no está presente con
su mismo cuerpo glorificado en la eucaristía y análogamente en la Iglesia, en
consecuencia ésta no es la santificada internamente por esa humanidad santa
de jesús y, por tanto, no puede cooperar efectivamente en la salvación con
una actividad propia, aunque recibida.

Esto no excluye el que Calvino llame a la Iglesia «madre de los creyentes»


(Inst. iv, 1, 4) y que piense, al decir esto, no sólo en la Iglesia invisible (el
universus electorum numerus: CR 29, 72) sino también en la visible. Pero la
Iglesia es «madre» solamente en tanto el Espíritu Santo ejerce en ella su
actividad propia y exclusiva.

Pero, por otro lado, Calvino se opone igualmente a los libertinistas, que
intentan separar radicalmente la acción del Espíritu Santo y la función de la
Iglesia. La divina providencia ha establecido una unión extrínseca entre la
acción del Espíritu Santo y la función de la Iglesia, dice Calvino. Así, la obra
del Espíritu Santo está ligada en primer lugar a la palabra de la sagrada
Escritura, después a la palabra predicada por la Iglesia (Inst. iv, 1, 4) y,
finalmente, a los sacramentos.

Por esto Calvino puede decir también: donde el evangelio es predicado en


toda su pureza y los sacramentos son administrados rectamente, actúa el
Espíritu Santo, y allí está, por tanto, la verdadera Iglesia de Cristo (como se
ha dicho, esto no concuerda totalmente con «la absoluta soberanía» del
Espíritu Santo). A estas dos características, aducidas ya por la Confesión de
Augsburga, Calvino añade con frecuencia la recta disciplina de la Iglesia. Él
estaba convencido de que la disciplina eclesiástica debe regularse, no sólo por
unas condiciones históricas libremente ponderadas, sino en primer lugar por
los datos bíblicos. Lo mismo afirmaba respecto a las formas litúrgicas. Por
esto, intentó también, partiendo de las pocas bases que ofrece la Escritura,
proyectar un orden eclesiástico. totalmente propio y reformado según la
palabra de Dios (sus Ordinances ecctésiastiques), así como una liturgia
reformada según la misma palabra de Dios (La forme de priéres et chants
ecclésiastiques). Así, Calvino ha dado a su Iglesia no sólo un credo propio,
sino también una forma eclesial muy característica. Como base de este orden
eclesial puso el principio del sacerdocio universal de todos los fieles. En la
sagrada Escritura encuentra indicadas cuatro funciones que se refieren a la
constitución de la comunidad: la de los pastores, la de los doctores, la de los
ancianos y la de los diáconos. Todos los fieles son sacerdotes por el «espíritu
de filiación», en el cual han renacido. Los oficios se basan solamente en los
kharismata del Espíritu Santo, necesarios para la buena dirección de la
Iglesia; estos carismas no producen en modo alguno un sacerdocio especial
en la Iglesia.

Supo así el aristocrático Calvino, aplicando a la práctica la doctrina del


sacerdocio universal, edificar una Iglesia visible, estructurada
«democráticamente»; y esto de una forma gradual: cada comunidad es para
él una Iglesia en sentido pleno, dirigida por un «consistorio» compuesto por
pastores y ancianos (estos presbyteri deben cuidar especialmente de la
pureza de la doctrina y también de la disciplina eclesiástica de la comunidad.
De ahí el nombre posterior de «Iglesia presbiteriana»). A los doctores toca
explicar la sagrada Escritura y conservar así la pureza de doctrina entre los
creyentes. Los diáconos deben cumplir, ante todo, la función de servicio en la
Iglesia y manifestarla hacia fuera. La Iglesia nacional o regional está formada
por las comunidades (las más de las veces se dan formas intermedias:
classes) y se halla bajo la dirección de un sínodo compuesto por pastores
(1/3) y ancianos (2/3). Al mismo tiempo reconocía Calvino no sólo una Iglesia
nacional, sino también la universalidad de la Iglesia visible, por lo cual tendió
siempre a la unión de todos los cristianos (como se comprenderá, en la
práctica sólo a la unidad de los protestantes), unión que él intentó descubrir
incluso en la cristiandad escindida.

Pero el énfasis que pone Calvino en la estructura externa no significa en modo


alguno que no tuviera en cuenta la ligazón interna del organismo viviente.
Recalca constantemente que todos los dones de los administradores de un
oficio, así como los de los fieles que no poseen oficio, han sido concedidos
para la edificación «del cuerpo de Cristo» (Inst. iv, 3, 2). Sin embargo, aquí
hemos de añadir que esta edificación del cuerpo de Cristo, así como todo
crecimiento en la comunidad con Cristo se realiza «en la fuerza de su Espíritu
y no en la substancia de su cuerpo» (CR 79, 768). La Iglesia como Corpus
Christi mysticum no tiene ninguna relación ontológica con el cuerpo personal y
glorificado de Cristo y, por esto, no tiene tampoco una realidad propia,
pneumática. Por tanto, se comprende también que los guías de la Iglesia no
pueden interpretar infaliblemente la sagrada Escritura, aunque los karismata
de los oficios dan una cierta autoridad a la predicación de la Iglesia. En
principio se presupone la validez de la interpretación de la Iglesia, mientras
uno no perciba claramente lo contrario en la sagrada Escritura. Para Calvino,
un concilio como los que habían tenido lugar en otros tiempos, conserva
todavía una autoridad especial, aunque no infalible. Respecto al papa apenas
si encuentra una palabra de aprobación: no es más que una «joroba
repugnante» que destruye la simetría del cuerpo de la Iglesia (CR 29, 624), o,
dicho brevemente: el anticristo (CR 29, 624). Otra aplicación práctica e
importante del sacerdocio universal es el concepto que tiene Calvino de la
actividad profesional como servicio de alabanza a Dios.
III. Desarrollo del calvinismo

La vigorosa estructura eclesiástica con un fuerte elemento seglar del c. ha


mostrado su solidez a lo largo de la historia, aunque también se han
manifestado sus defectos. Esta estructura, junto con el escrito confesional
elaborado por Calvino (Confessio gallicana), fue ratificada en el primer sínodo
nacional de Francia y después, con algunas variantes, introducida en todas las
comunidades reformadas y en las iglesias nacionales. A partir de 1550,
aproximadamente, el calvinismo se difundió rápidamente, sobre todo en
muchos países europeos. A esto contribuyó en gran parte la academia
internacional fundada por Calvino en Ginebra en 1559. Después del acuerdo
de Calvino con Bullinger, el sucesor de Zuinglio (1549: Consensus Tigurinus o
«acuerdo de Zurich»), el calvinismo también se extendió rápidamente por
Suiza. Al mismo tiempo se expandía en Francia, donde, a pesar de las muchas
persecuciones y de las guerras de religión, se ha mantenido hasta nuestros
días. Después se difundió en Holanda, que en el s. xvii era el centro espiritual
del c. (1618-1619: «sínodo de Dordrecht»), y también en Inglaterra, bajo
Eduardo vi (1547-1553 ); con Cromwell (1649-1659) los calvinistas puritanos
llegaron incluso al poder, pero después se vieron en gran parte obligados a
emigrar a Holanda o a América del Norte. En Escocia fue Juan Knox el que
introdujo el c. en la segunda mitad del s. xvi, y por cierto con mucho éxito. En
Alemania el c. no pudo asentar el pie más que en unos pocos lugares
(Palatinado 1563; catecismo de Heidelberg). En Hungría surgió una poderosa
«Iglesia húngara reformada». En Polonia el c., que al principio se había
extendido rápidamente, fue elimiminado casi totalmente por la
Contrarreforma. En los Estados Unidos y en el Canadá el c. se ha desarrollado
muchísimo y se ha fundido - en cuanto reconoce a Calvino como su fundador
directo- en las grandes «Iglesias presbiterianas» o en pequeñas Iglesias libres
del mismo tipo (las más de las veces «fundamentalistas» en su ortodoxia).
Además, los presbiterianos (que en la Europa continental se llaman
«reformados» y son, aproximadamente, unos 45 millones) han sido muy
activos en las regiones de misión, donde han fundado Iglesias presbiterianas
(que actualmente se han hecho independientes). Desde 1875 la mayoría de
los presbiterianos están unidos en la Presbiterial World Alliance.

Para comprender la influencia mundial del c. hay que tener en cuenta,


además, las grandes ramas que en el curso de la historia se han separado de
la Iglesia anglicana y que han adoptado, en diversa medida, la doctrina y la
organización eclesiástica del c. Cronológicamente hay que citar, después de
los puritanos, a los congregacionalistas, que en el s. xvii se desgajaron de la
Iglesia anglicana y llevaron hasta sus últimas consecuencias el principio
calvinista de la comunidad: cada una de las Iglesias locales es Iglesia en su
sentido pleno, y, por esto, no puede existir más que una alianza de Iglesias
locales totalmente independientes (en la actualidad hay unos cinco millones
de congregacionalistas). En el s. xviii, los metodistas, bajo la dirección de
Juan Wesley y por influencias pietistas y calvinistas, se separaron de la Iglesia
anglicana y adoptaron (según los países) una doctrina y una organización
eclesial más o menos calvinistas. Los metodistas ascienden actualmente a
unos 40 millones. También los anabaptistas, separados de la Iglesia anglicana
en el s. xvii, han caído cada vez más bajo la influencia de la doctrina
calvinista; su organización eclesiástica es la congregacionalista (hoy son unos
55 millones). Todos estos grupos están muy representados en los EE. W. y en
las antiguas regiones misionales. Se comprende que, dado el gran movimiento
ecuménico que existe actualmente sobre todo entre los calvinistas, haya
intentos de unión, las más de las veces entre los presbiterianos y estos
grupos; pero en un paso ulterior también con los anglicanos.

En la docrtina calvinista se ha dado una evolución paralela a las distintas


corrientes generales del pensamiento europeo y americano, las cuales
continúan influyendo en las diferentes Iglesias en forma de tendencias
determinadas. En el s. xvii surgió entre los continuadores de la reforma una
teología ortodoxa al estilo de la escolástica, que muchas veces se perdía en
sutiles discusiones con los luteranos acerca de la presencia real en la
eucaristía y que condujo, en general, a una limitación de los horizontes de la
teología y a una aridez de la vida de piedad.

En el s. xviii siguió, como reacción, el movimiento pietista, el cual, conforme


al carácter que Calvino dio a estas Iglesias, ha conservado casi siempre una
orientación activa en la piedad y una especie de temor a la mística. El
pietismo anglicano-calvinista encontró su expresión en la actividad ética del
metodismo. Como en todas partes, el -->pietismo infundió también en el c.
una mentalidad antiintelectualista y antiortodoxa, que de vez en cuando dio
origen a escisiones. El racionalismo de los s. xviii y xix influyó tanto en la
teología como en la vida de piedad de forma devastadora: Cristo fue
degradado a la categoría de un mero, ejemplo moral; el Espíritu Santo fue
concebido, no como persona, sino como «fuerza divina» y quedó suplantado
más y más por la «razón ilustrada del hombre». Igualmente el luterano
Schleiermacher, con su teología inmanentista y antropocéntrica (en clara
oposición a las doctrinas de Calvino), ha influido mucho en la teología
calvinista del s. xix. La teología calvinista de esta época recogió también de
Calvino su relativismo en la concepción de la Iglesia (cada Iglesia es una
configuración peculiar del espíritu cristiano). Ya en el s. xix surgió,
propiamente como reacción contra el racionalismo extremo, un despertar
pietista, pero ortodoxo (que partió de Ginebra). Pero el triunfo sobre el
racionalismo no se dio sino después de la primera guerra europea, con la
«teología -> dialéctica» (especialmente Karl Barth), la cual defendió de
manera extrema (sobre todo al principio) la transcendencia de la revelación,
con su pensamiento del «Dios totalmente diferente»). Esta teología logró
introducir nuevamente la doctrina ortodoxa sobre la Trinidad y sobre Cristo en
casi todas las Iglesias calvinistas. Al mismo tiempo, despertó por lo común en
el c. la conciencia de Iglesia, y esta vuelta a la ortodoxia concebida de una
forma nueva y principalmente a la conciencia de Iglesia es las más de las
veces el fundamento sobre el que se basa la posibilidad de diálogo con la
Iglesia católica romana. Ahora se empieza a ver en la Iglesia católica cómo la
imagen que los católicos tienen de Calvino, ha sido desfigurada con frecuencia
en las polémicas entre ambas confesiones. Muchos calvinistas tienen una
conciencia semejante por lo que toca a la figura del papa y a la imagen de
toda la Iglesia, especialmente después de que el concilio Vaticano rl ha
eliminado el motivo de muchos ataques de Calvino. Pero la oposición
fundamental, por desgracia, persiste todavía.

Johannes Witte
CANON BÍBLICO

I. Sentido y problema del canon bíblico

Diversos decretos y constituciones del Vaticano II muestran la creciente


estima de la sagrada -> Escritura por parte de la teología católica desde hace
algunos decenios, estima que indudablemente tiende a repercutir en la vida
cristiana. Llama la atención en los textos conciliares, no sólo la proximidad de
su lenguaje a las formulaciones bíblicas, sino también el hecho de que el
capítulo segundo de la Constitución sobre la revelación divina (n .o 8), el cual
trata de la sagrada tradición, atribuya a la predicación apostólica, «que se
expresa de manera especial en los libros inspirados (es decir, en la sagrada
Escritura)» una primacía explícita, que no puede pasarse por alto, aun cuando
no se aceptara en esta constitución el esquema conciliar donde se hablaba de
la suficiencia de la Escritura frente a la tradición oral. A todos los que
«legítimamente están sometidos al servicio de la palabra» se les encomienda
«profundizar en las sagradas Escrituras con una lectura diligente y un estudio
profundo» (n .o 25), pues la sagrada teología se basa en la palabra escrita de
Dios... Pero las sagradas Escri turas contienen la palabra de Dios... por eso el
estudio de la Escritura debe ser, por decirlo así, el alma de la sagrada
teología» (n .o 24). Además en el Decreto sobre el ecumenismo se habla
ampliamente de la sagrada Escritura como «un instrumento señalado en las
poderosas manos de Dios para el diálogo por el que se ha de alcanzar la
unidad que el redentor ofrece a todos los hombres» (n .o 21). «Toda
predicación de la Iglesia así como la misma religión cristiana debe alimentarse
por tanto de la sagrada Escritura y ser dirigida por ella» (Sobre la revelación,
n .o 21).

Por consiguiente no se puede pasar por alto en las decisiones conciliares la


superioridad material de la Escritura, aun admitida la igualdad formal de la
Escritura y la tradición (-->Escritura y -> tradición). Sin embargo, dada la
atención que se dedica, por ejemplo, al carácter histórico de los Evangelios
bajo el aspecto de la historia de la tradición, sorprende la manera como se
habla en términos tradicionales de la -> inspiración (Sobre la revelación, n .o
11) y del c., sin que se determine el criterio de la canonicidad de la Escritura.
Ciertamente el Concilio (ibid., n .o 8) dice que «por la tradición de la Iglesia
llega a conocerse el c. completo de los sagrados libros», pero, no obstante, el
hecho de que este proceso dogmático del crecimiento del valor canónico,
sobre todo en los cuatro primeros siglos cristianos, fue el mayor
acontecimiento por el que la Iglesia marcó sus propios límites, y lo hizo bajo
la dirección históricamente inexplicable del espíritu divino, en la actualidad es
más acentuado por los teólogos no católicos que por el catolicismo, para el
cual a más tardar desde el Tridentino (Dz 783ss) la discusión acerca del c.
está ya zanjada. De todos modos recientemente se ha producido- una
excepción decisiva, a saber: si el Tridentino (Dz 783) y el Vaticano i (Dz 1787)
exigen que se «reconozcan y veneren con igual piedad y reverencia» todos los
libros del AT y del NT, el Vaticano ii en cambio habla expressis verbis, p. ej.,
de una preeminencia de los Evangelios (Sobre la revelación, n .o 18). Con ello
la discusión, interrumpida por una comprensible tendencia antirreformadora,
sobre una jerarquía en los escritos bíblicos o, hablando en términos de la
teología fundamental o de la hermenéutica, sobre un «canon en el c.», ha
vuelto a quedar libre y ha recibido un punto de orientación que apenas se
pone en duda: la primacía de los Evangelios. Pero con esto se ha planteado de
nuevo la cuestión del valor normativo, canónico, de la sagrada Escritura.

La dificultad de la cuestión del canon estriba en la distancia histórica entre la


inspiración de los escritos del AT y del NT, que es la condición previa de su
canonicidad, y la delimitación del canon neotestamentario, que se extiende
hasta el s. iv. Por tanto, la explicación de la revelación normativa, que debe
haberse producido implícitamente en el tiempo apostólico, fue conocida
mucho más tarde, lo cual se hace tanto más obvio por el hecho de que los
hagiógrafos sabían del carácter ocasional de sus escritos, pero no
precisamente de su carácter inspirado. Esto se pone de manifiesto por los
comienzos de la historia del c. cristiano.

Al principio de esa historia no aparece la acepción profana de la palabra griega


xavwv como tabla, lista o tabla cronológica, sino que el término significa
fundamentalmente criterio, norma segura, norma de conducta o de doctrina.
Así Gál 6, 16 habla de la norma de un auténtico cristianismo frente a los
criterios del mundo antiguo. Y 1 Clem 7, 2 remite claramente a las normas de
la tradición como criterio de la predicación y de la ética cristianas. En los tres
primeros siglos cristianos c. designa la regula fidei, la regula veritatis, o sea,
todo lo que como criterio de la verdad y como norma de fe precede ya a los
escritos bíblicos. C. significa en segundo lugar (desde el Niceno, 325) las
decisiones de los sínodos y, finalmente, a partir del s. iv, la lista de los libros
bíblicos que están autorizados para el uso eclesiástico. Esta doble significación
del término c., entendido como criterio y como lista o tabla en que se
enumeran los libros bíblicos, ha determinado la discusión de la historia de la
teología hasta el presente. Pero, desde la definición escolástica de la doctrina
de la inspiración, el c. de la Escritura fue entendido cada vez más como pura
lista o enumeración de los libros bíblicos.

II. Historia del canon de los libros bíblicos

A pesar de la prescripción judía de conservar intactos los libros sagrados en el


templo (Dt 31, 26), al iniciarse la época cristiana los límites del c. del AT
todavía eran bastante inciertos. El primer grupo de sus escritos, el
Pentateuco, experimentó adiciones substanciales por la introducción del
Deuteronomio en el s. vii y del escrito sacerdotal a comienzos del s. iv. Con la
redacción de las Crónicas y con la traducción de los Setenta hacia el año 350,
los cinco libros de Moisés reciben el valor de ley normativa y más tarde son
considerados por los saduceos y samaritanos como la única sagrada Escritura.

El segundo grupo de escritos veterotestamentarios, los libros de los profetas,


fueron conocidos como grupo ya hacia el año 190 a.C. (-Eclo 48, 22-49, 12).
La triple división del c. del AT mencionado en Lc 24, 44 presupone como
tercer grupo los hagiógralos, que, con excepción de los salmos, no estaban
destinados a ser leídos en el culto divino. Estos libros deben en gran parte su
introducción en el c. a la suposición de que se remontan a Salomón o
jeremías, o bien a fiestas muy importantes del templo.
La teoría farisea del c. está descrita por vez primera en Flavio Josefo (Ap. i,
8), hacia el 95 a.C., con las siguientes notas (JosAp i, 8): la inspiración divina,
la santidad material, el número de 22 libros, la intangibilidad de sus letras. A
su juicio esos libros proceden del tiempo entre Moisés y Artajerjes i (+ 424),
con cuya muerte cree Josefo que termina la tradición de los profetas. La teoría
del c. que aparece en 4 Esd 14, 8-48 se basa en la creencia de que Esdras,
bajo la asistencia del Espíritu Santo, en el año 557 dictó en cuarenta días los
escritos del AT, los cuales habían sido destruidos, y así, por la intervención
inmediata de Dios (inspiración verbal), dio origen en brevísimo tiempo al c. de
24 escritos. Esta teoría del c., más tarde adoptada por el sínodo judío de
Yabné, hacia el año 100 d.C., constituye la base incluso para la concepción
cristiana. A pesar de esto los escritos del judaísmo tardío rechazados como
apócrifos tuvieron un gran papel precisamente en el cristianismo primitivo. El
posterior canon alejandrino (Deuterocanon) a través de los LXX se convirtió
luego en la base de la Vg, y en el concilio de Florencia (Dz 706) así como en el
Tridentino fue declarado obligatorio con relación al AT. fl enumera, 21 libros
históricos, 17 proféticos y 7 didácticos. De estos 45 escritos, en la teología
católica ocho reciben el nombre de deuterocanónicos («apócrifos» según la
terminología protestante), mientras los escritos apocalípticos del judaísmo
tardío reciben el nombre de apócrifos (y el de « pseudoepigráficos» en el
campo protestante).

Inicialmente, en la comunidad neotestamentaria de la salvación esos mismos


escritos del AT, cuyas promesas cumplió Cristo (Lc 4, 15ss; 24, 44ss), son
considerados como la única sagrada Escritura, sin que se pretenda substituir
su valor normativo (Mt 5, 17s) por los propios escritos canónicos (cf. 2 Pe 1,
20s). La expectación del inmediato retorno de Cristo al principio no permitió
que se pensara en otros escritos canónicos de la nueva alianza. Más bien, los
escritos ocasionales de los apóstoles y de sus discípulos se proponían
demostrar la conformidad del suceso salvífico de Cristo con la Escritura del AT
y, desde este suceso, interpretar los libros veterotestamentarios como
ordenados a la plenitud de la ley (2 Cor 3, 6, 15ss). Pero había de operarse un
cambio al no producirse el esperado retorno de Cristo. «La idea de poner
nuevos libros canónicos junto a los antiguamente transmitidos, es
absolutamente impropia del tiempo apostólico; la plenitud de vivientes
elementos canónicos, aquella multitud de profetas, de poseedores del don de
lenguas, de doctores, no permitió que se sintiera la necesidad de nuevos
escritos sagrados...; la creación de un c. es siempre obra de tiempos más
pobres» (A. Jülicher-E. Fascher).

A pesar de la permanente validez del c. veterotestamentario, el cristiano


primitivo ve la auténtica autoridad en la figura salvífica de jesucristo, el cual,
como Hijo de Dios de la ley antigua y por su radicación en la originaria
voluntad salvífica de Yahveh, se convierte en el c. por excelencia y en norma
para la interpretación de los escritos veterotestamentarios (Jn 14, 10-24; 10,
30). Si por una parte esta norma es el acontecer salvífico de Cristo mismo, es
decir, el kerygma acerca de la muerte y resurrección de jesucristo, por otra
parte, la comunidad transmite también palabras aisladas de la predicación del
Jesús terreno, que, en cuanto Kyrios glorificado, es a la vez contenido (Col 2,
6), origen (1 Cor 11, 23) y - en cuanto Espíritu Santo que sigue actuando (2
Cor 3, 17ss)- causa y garante de la tradición apostólica (cf. Jn 17, 18; 20, 21;
2 Pe 3, 2). El Resucitado transmite a sus apóstoles la fuerza normativa de las
palabras del Señor y de su acción salvífica (Jn 17, 18; 20, 21; 2 Pe 3, 2).
Como el destino de los discípulos se parece al de su Señor y su palabra es
aceptada o rechazada como la de su Señor (Lc 10, 16; Jn 15, 20), ellos
pueden tener la misma pretensión que Cristo de ser proclamadores de la
voluntad salvífica de Dios y originar así el tercer miembro (mencionado en 2
Clem 14, 2) del desarrollo de la revelación: AT, jesucristo, predicación
apostólica (cf. también Ignacio, Magn. 7, 1; Polic. 6, 3). La idea
neotestamentaria del c. en el sentido de colección y lista se desarrolla
independientemente de este principio cristológico o apostólico del c. como
criterio normativo de la fe. Cuando desaparecen los anunciadores autorizados
del mensaje de la salvación cristiana y los testigos visuales y auriculares de la
vida y resurrección de Jesús, sus escritos, frecuentemente casuales, y las
palabras de su predicación, transmitidas oralmente, van ganando cada vez
mayor peso para las dos generaciones siguientes. Así Pedro habla ya (2 Pe 3,
15s) de una colección de cartas paulinas, y Policarpo parece conocer ya nueve
de las cartas canónicas de Pablo. Los Evangelios, aparecidos en la segunda
mitad del siglo i, originalmente iban dirigidos a determinadas regiones, pero
ya hacia el 130, en tiempos de Adriano, estaban reunidos en una colección (A.
v. Harnack) y Justino (1 Apol. 66s) propuso que fueran usados en el culto
divino lo mismo que los profetas del AT. Pero su número cuaternario fue un
problema desde el principio, de manera que Taciano, hacia el año 170 d.C.,
creó en su Diatessaron una armonía de los Evangelios, en conformidad con el
único sú«yyéaLov paulino, pero, desde luego, presuponiendo los cuatro
escritos llamados Evangelios. Finalmente Ireneo fundamenta esta cuádruple
forma del único mensaje salvífico en el significado del número 4 en la visión
de Ezequiel (Ez 1, 10; Ap 4, 7; Adv. haer. III, 18, 8; Tertuliano, Adv. Marc. tv,
2; Clemente de Alejandría, Strom. 111, 13, 93; 1, 21, 136).

El tercer grupo de escritos neotestamentarios, entre los cuales hay que


contar, además de las epístolas, los Hechos de los apóstoles, el Apocalipsis y
la carta a los Hebreos, adquiere valor canónico por vez primera en la segunda
mitad del s. ir, si bien oscila mucho el reconocimiento de cada uno de los
escritos en particular.

Hacia mediados del s. II Marción, que fue excluido de la Iglesia por sus ideas
gnósticas y antijudías, dio en Roma un impulso decisivo para la formación del
c. eclesiástico. Marción rechazaba todo el AT por su imagen del Dios
vengativo. Concedió validez solamente a diez cartas de Pablo y al Evangelio
de Lucas, una vez expurgadas las citas del AT y la historia de la infancia de
Jesús, y con este c. suyo substituyó por vez primera el del AT. La Iglesia
rechazó la herejía marcionita al legitimar los cuatro Evangelios por medio de
un prólogo y al declarar canónicas, además de las cartas paulinas del c. de
Marción, las cartas pastorales, los Hechos de los apóstoles y el Apocalipsis.
Este proceso llega a sedimentarse oficialmente hacia fines del s. ri en el
fragmento de Muratori, que enumera 22 escritos neotestamentarios: los
cuatro Evangelios, los Hechos de los apóstoles, 13 cartas paulinas, 3 epístolas
católicas, el Apocalipsis y el Apocalipsis de Pedro, no aceptado en todas
partes. De este modo hacia el año 200 se concluyó en la Iglesia occidental la
formación del c., con excepción de la carta a los Hebreos, declarada no
paulina, y del número oscilante de las epístolas católicas. En la Iglesia griega
la carta a los Hebreos fue aceptada, pero no el Apocalipsis, que sólo a partir
del s. vi pudo introducirse lentamente. También aquí siguió discutiéndose el
número de las epístolas católicas. La 39 carta pascual del obispo Atanasio de
Alejandría, que procede del año 367, junto con los libros del AT, menciona los
27 libros del NT como parte de un canon ya fijo (Ap. 22, 18s; «Nadie debe
añadirle ni quitarle nada»). En los sínodos antiarrianos de mediados del s. iv
tiene lugar una igualación del c. oriental y del occidental. En el cap. segundo
del Decretum Gelasü que se remonta al sínodo romano del año 382, se da a
conocer el c. de 27 escritos neotestamentarios y esa extensión del c. fue
confirmado posteriormente por una carta del papa Inocencio i del año 405, así
como por los sínodos africanos de Hippo Regius (393) y de Cartago (397-
419). Desde el s. iv no se tomaron decisiones nuevas acerca del c., sin
embargo, hasta cierto paréntesis breve del pietismo en el siglo xvIII y xlx,
volvieron siempre a discutirse la validez canónica y el rango de algunos
escritos del NT, en relación con la pregunta por su autenticidad literaria. El
Tridentino fijó definitivamente en 1546 el c. del AT y del NT, apoyándose en el
Florentino así como en la persuasión existente en el s. iv, pero sin decidir la
cuestión de la autenticidad de cada uno de los escritos neotestamentarios. La
teología defiende concordemente que el Concilio sólo definió autoritativamente
la pertenencia al c. de los libros enumerados, pero no los problemas históricos
relativos a su autor y a la autenticidad de las partes discutidas. Pues la
autenticidad y la canonicidad son dos conceptos totalmente diversos que han
de ser distinguidos en forma clara.

En la así llamada «teología liberal» y en el método histórico crítico del s. xx la


pregunta por la «necesidad y el límite del canon neotestamentario» (W. G.
Kümme1) vuelve a convertirse en un problema fundamental de la teología
protestante, que se debate en torno a la unidad del c. bíblico y al principio
reformador de la sola Scriptura, y con ello discute nuevamente el tema de la
Escritura como el fundamento de la inteligencia teológica entre las diferentes
confesiones cristianas.

III. Intentos teológicos de resolver el problema del canon

La historia del c. pone de manifiesto que la teoría de la doctrina de la


inspiración, tal como la desarrolló el judaísmo tardío y fue evolucionando en la
historia de los dogmas, poco puede contribuir al esclarecimiento del carácter
normativo que han ido adquiriendo los escritos bíblicos, sobre todo los del NT,
a no ser que la inspiración sea entendida en un sentido muy amplio, como
suma de todos aquellos criterios que movieron a la Iglesia de los cuatro
primeros siglos a delimitar el valor de sus fuentes escritas. Esto no tiene por
qué significar que la canonicidad sea la consecuencia de procesos puramente
históricos. Sin duda los escritos neotestamentarios, como textos de lectura en
el culto divino, eran una base de la experiencia espiritual de la fe y, en cuanto
tenían un origen apostólico en sentido amplio, eran una emanación de aquella
revelación divina y normativa que en principio terminó con la muerte del
último apóstol. Hasta la conclusión del c. la Iglesia tuvo una historia con estos
escritos, en la cual ellos se acreditaron como norma creadora, conservadora y
crítica para la vida creyente de la Iglesia.

A pesar de todo la formación del c. no se reduce a una medida histórica y


humana de la Iglesia oficial. Hemos de aceptar más bien la persuasión
creyente de que el c. es un don especial de Dios a la Iglesia, y de que en su
eficacia tenemos que ver una acción particular del Espíritu Santo prometido a
la Iglesia (W. Joest, K. Aland); lo cual podría llamarse inspiración en sentido
amplio, pero quizá sea designado más exactamente con el nombre de
canonicidad.

Si la exégesis protestante se aproxima a este criterio, que transciende el


método hist6rico-crítico, y si se pudiera completar el luterano urgemus
Christum contra Scripturam (WA 39, 1, 47), para hacer posible la aceptación
de una decisión con rango histórico-salvífico de revelación, la cual obliga a la
Iglesia en todo su futuro, de una decisión que, por tanto, no es comprobable
científicamente (O. Cullmann, Die Tradition, página 45ss), quizá se podría
cortar la «latente enfermedad de la teología protestante y con ello también la
de la Iglesia protestante, que consiste en la falta de claridad sobre su relación
a los documentos de su origen, es decir, al c.b.» (H. Strathmann, Krisis, p.
295).

En la teología católica, aparte la doctrina de la inspiración, la Iglesia


desempeña una función decisiva en el principio del c. Aun cuando Agustín
(Contra epistolam Manichaei 5, 6) fundamentara la credibilidad de la sagrada
Escritura en la Iglesia, actualmente se distingue entre la constitución del c.
(inspiración) y su posterior conocimiento reflejo por parte de la Iglesia
(decisión sobre el c.); y esto no sólo desde el punto de vista de la historia de
los dogmas. Pues la Escritura y la Iglesia se encuentran en el mismo plano
respecto a su constitución, y por eso en definitiva no pueden fundamentarse
mutuamente, si no se quiere caer en el círculo Iglesia-canon-Iglesia. Por
consiguiente en la historia del c. se trata del conocimiento posterior de un
contenido original de la revelación. Y el tener esto en cuenta es tanto más
importante por el hecho de que la intención de la Iglesia que delimitó el c.
tanto frente a la literatura gnóstica y otros escritos heréticos, como frente a
las obras de los padres de los primeros siglos, no pudo ser la de yuxtaponer
con igual rango este c. a la tradición posterior. Por eso también la Iglesia de
hoy debe sentirse vinculada al c. en forma singular, al c. que ella sacó de sí
misma cualitativamente en el tiempo de su origen y que luego delimitó
cuantitativamente. El c. de la Escritura es para todo el tiempo de la Iglesia la
auténtica norma non normata, revelada implícitamente en el período
apostólico y delimitada explícitamente en las decisiones que bajo la dirección
del Espíritu Santo se tomaron en la Iglesia de los cuatro primeros siglos.

Paul Neuenzeit

CANONIZACIÓN

I. Historia de las canonizaciones

La certeza de que los mártires, que entregaron la vida por Cristo, han entrado
en la gloria de Dios, así como la persuasión de que la intercesión de los unidos
con Cristo es sumamente eficaz, movieron a la Iglesia desde los primeros
tiempos a tributarles veneración, a invocar su mediación, y a celebrar su
memoria en la fiesta eucarística. Estas razones explican también la extensión
de tal veneración a los confesores (es decir, a aquellos cristianos que han
sufrido por la fe) y, finalmente, a todos los que por su vida ejemplar fueron
tenidos por amigos de Dios, creyéndose en consecuencia que después de su
muerte participaban de la gloria divina.

Esta certeza fundamental justifica tanto las manifestaciones privadas como las
públicas (es decir, las aprobadas por la Iglesia y asumidas en la -> liturgia)
del culto a los -> santos, y explica a la vez en qué manera y por qué razones
la Iglesia canoniza. En los primeros siglos bastaba la certeza del martirio para
desatar en las comunidades cristianas un movimiento de veneración del
mártir; y el mismo honor se tributaba todavía después de terminar las
persecuciones a aquellos eremitas, cenobitas, obispos y doctores de la Iglesia
cuya santidad era ampliamente conocida. Entre el s. vi y el x aumentó
fuertemente la veneración de los santos, si bien ésta con frecuencia se
fundaba solamente en los relatos de milagros. Por eso se hizo necesaria la
intervención de la autoridad eclesiástica, a fin de garantizar que el culto a los
santos se daba solamente a los que lo merecían.

Ciertamente la < vox populi» siguió siendo siempre el punto de partida, pero
ahora se añadió como nuevo elemento el juicio del obispo. Poco a poco se
formó una determinada manera de proceder. En' presencia del obispo se leían
la historia de la vida del santo y un relato sobre sus milagros, que luego debía
aprobar el obispo. Para dar mayor relieve al proceso, desde el s. x comenzó a
pedirse alguna que otra vez la aprobación del papa. La c. papal fue
haciéndose cada vez más frecuente, y simultáneamente se formó un
procedimiento cada vez más riguroso; desde 1234 la c. por el papa es la única
admitida. En el año 1558 el papa Sixto v encomendó a la congregación de
ritos la preparación de las c. papales; Urbano vilz (1642) y Benedicto xlv, en
el s. XVIII, ampliaron y perfeccionaron las disposiciones teológico-jurídicas. En
el año 1914, Pío x dividió la congregación de ritos en dos secciones; Pío xi
creó una sección histórica. A estos dos papas hemos de agradecer las últimas
mejoras de importancia; con lo cual ellos prepararon el camino para la nueva
legislación que ahora está preparándose, a través de la cual el proceso de c.
ha de acomodarse a las necesidades y exigencias de nuestro tiempo.

II. El proceso actual

Si después de la muerte de un hombre se extiende la < fama de su santidad»


o de su < martirio» y se está persuadido de que Dios ha concedido gracias por
su mediación, el obispo puede iniciar un proceso («diocesano» o de
«información»), para lograr mediante el interrogatorio de testigos una
evidencia jurídica sobre la existencia de dicha fama y sobre sus fundamentos.
El material concienzudamente recogido es enviado luego a la congregación de
ritos, donde el postulador y los abogados lo comprueban detenidamente. Ellos
preparan una informatio y un summarium depositionum, en los cuales se
aduce la prueba de que existe una verdadera y auténtica «fama de santidad»
(o de martirio). A continuación el promotor general de la fe comprueba todos
los documentos y presenta sus animadversiones, a las que contestan el
postulador y el abogado en sus responsiones. Luego se imprimen estas cuatro
partes (positio), que los cardenales y prelados de la congregación de ritos
someten a prueba y estudio, reuniéndose para ello en una «congregación».
Del resultado de esta prueba se informa al papa, quien, si lo juzga oportuno,
decreta que se siga estudiando el caso («apertura del proceso»).

Con ello el asunto queda substraído a la competencia del obispo y sometido a


la jurisdicción de la santa sede, la cual cuida de que se lleve a cabo un
proceso apostólico muy detenido acerca del heroísmo de las virtudes o del
martirio. En el así llamado «proceso histórico», o sea, cuando ningún testigo
presencial puede ser oído en juicio y sólo es posible reconstruir la vida y
persona del siervo de Dios sobre la base del material de archivos, los
documentos necesarios para la información son preparados, comprobados y
editados ex o f f icio por la sección histórica.

A continuación, como base para las tres discusiones siguientes, el procurador


y el abogado confeccionan dos trabajos más (informatio y summarium super
virtutibus o super martyrio), en los cuales se elabora críticamente todo el
material anteriormente preparado. A esto siguen en tres instancias la
exposición de las «objeciones» por parte del promotor general y las
correspondientes respuestas por parte del postulador y del abogado, que
luego son discutidas por los teólogos consultores, los prelados y los
cardenales de la congregación de ritos. Estas tres discusiones se llaman
«congregatio antepraparatoria», «prxparatoria» y «generalis». La última se
desarrolla con asistencia del papa.

Si el resultado es favorable se proclama el grado extraordinario de las virtudes


y, tratándose de un mártir, la beatificación. En cambio, cuando no se trata de
mártires, la Iglesia exige prudentemente, incluso cuando la discusión ha
llevado al resultado de que un siervo de Dios practicó todas las virtudes
cristianas en grado heroico, que se produzca una confirmación por parte de
Dios, o sea un milagro. Los procesos y las posteriores discusiones sobre los
milagros atribuidos a la mediación del siervo de Dios se realizan en forma
estrictamente jurídica. El proceso relativo a los milagros se identifica
esencialmente con el anteriormente expuesto, pero se distingue de él por el
hecho de que, además de las preguntas teológicas, históricas y jurídicas,
incluye cuestiones científico-naturales o médicas. Si el resultado de las
discusiones es positivo, también para el no mártir se abre el camino de la
beatificación. Con ello la santa sede propone al nuevo beato como un ejemplo
para los fieles y permite su culto en una diócesis o en una familia religiosa.

Si después de la beatificación se consigue por los mismos métodos la certeza


de que Dios, por la intercesión de este beato, ha producido otros milagros, se
procede a la c. La sentencia de c. es definitiva. Con ella el papa declara
solemnemente que el santo canonizado goza de la -> visión de Dios, que su
intercesión ante Dios es eficaz y que su vida presenta las características de un
auténtico modelo cristiano; y simultáneamente extiende y prescribe a la
Iglesia entera el culto a ese santo.

Paolo Molinari

CAPADOCIOS (PADRES)
Capadocia, territorio oriental del Asia Menor, conoció bien pronto el
cristianismo (1 Pe 1, 1); ya en el concilio de Nicea presentó siete obispos. No
poseyó una escuela propia de teología como Alejandría y Antioquía, sino que
la unidad espiritual de los padres de la Iglesia llamados «capadocios> se
deriva de Basilio de Cesarea, al que reconocen como maestro su amigo
Gregorio Nacianceno y su hermano más joven Gregorio de Nisa. Desde
Basilio, pasando por Gregorio el Taumaturgo, va una línea que enlaza con
Orígenes y por éste con la tradición alejandrina.

I. Formación pagana y cristiana

Según se desprende de sus cartas, conservadas en gran parte, los tres


grandes capadocios tenían una personalidad muy pronunciada y eran bastante
diferentes entre sí. Sin embargo, inicialmente los unía la procedencia de un
mismo ambiente. Sus aristocráticas familias vivían en una región donde ya
estaba arraigado el cristianismo, que por su parte quizá fomentó también la
progresiva helenizaci6n de la provincia persa. Que ellos recibieran una
excelente formación en el espíritu griego es tan natural como su educación en
la fidelidad al Niceno. La riqueza de sus padres les permitió estudios muy
variados y profundos en los mejores centros de formación. Así Basilio y
Gregorio Nacianceno el año 351 se encontraron en Atenas como estudiantes y
trabaron allí su estrecha amistad, que había de durar toda la vida. Gracias a
su posición social y formación superior no experimentaron dificultad alguna en
el trato con los paganos que llevaban la dirección intelectual, como el famoso
orador Libanio.

Basilio fue el primero en configurar sus sermones de acuerdo con las reglas de
la retórica, sin alejarse por eso del lenguaje de la sagrada Escritura. Gregorio
Nacianceno, en un alarde de formación, se apropió hasta los medios
artificiales del estilo «asiático» de la antigüedad tardía. El joven Gregorio de
Nisa ocupó durante cierto tiempo el puesto civil de lector. Adquirió por sí
mismo amplios conocimientos, sobre todo en Plotino, pero también en Filón y
Orígenes. Permanece largo tiempo bajo la sombra de los dos mayores y
aparece relativamente tarde en la palestra literaria. Mientras él -como Basilio
- sorprende por su conocimiento exacto de las ciencias naturales y de la
medicina, la naturaleza dulce y lírica de Gregorio Nacianceno se inclina más a
la poesía. De la manera como los capadocios se comportan con el caudal de la
formación antigua se desprende que la Iglesia reconocida y protegida por el
Estado ha concedido el derecho de ciudadanía a la cultura pagana, integrando
la sabiduría mundana en su propio pensamiento bíblico y teológico. Así, en el
escrito dedicado a su sobrino Sobre el empleo útil de la literatura pagana,
Basilio muestra que como cristiano no es necesario renunciar a los tesoros de
la formación antigua. Y Gregorio Nacianceno censura a Juliano el Apóstata
llamándolo «el más maligno tirano», porque trata de impedir el avance del
cristianismo mediante la prohibición de la enseñanza clásica.

II. El ideal monástico

Basilio y sus amigos sienten juntamente el abismo en que ha caído la Iglesia


de su tiempo en comparación con su espíritu original. La tendencia al
monacato que anima a todos los c. es expresión tanto de una añoranza de la
primitiva vida comunitaria como del afán de superar el mundo actual, para
ganar el futuro. Después de su retorno de Atenas, Basilio se hace bautizar y,
renunciando a una brillante carrera civil, escoge una vida ascética. El y su
amigo Gregorio se sdhieren al movimiento monacal, que en su patria se había
extendido a amplios círculos bajo la dirección de Eustasio de Sebaste. En este
tiempo componen ambos el «florilegio» de los escritos de Orígenes. En
contraposición a Eustasio, Basilio persigue el fin de preservar la vida monacal
de una actitud exclusiva, poniéndola a servicio de la Iglesia. Mientras Gregorio
Nacianceno se adhiere a una ascética más bien individualista, Basilio formula
«reglas» que obligan al monje a una vida de comunidad, en la cual, junto al
amor de Dios ejercitado en la contemplación, se atiende a las exigencias
cotidianas del amor fraterno.

Gregorio de Nisa contrajo matrimonio en su juventud, pero eso no le impidió


ensalzar el ideal monástico ya en su temprano escrito sobre la virginidad. La
estrecha vinculación a su hermana Makrina, que dirigía un convento de
monjas, muestra cómo también él se encontraba en el radio de influencia
espiritual del centro monacal de su gran familia.

III. Importancia en la política de la Iglesia

El ministerio episcopal, que ejercieron los grandes c., parece que lo aceptaron
todos ellos más por la situación del momento y la necesidad de la Iglesia que
por seguir sus propias inclinaciones. Sin embargo, Basilio fue un obispo
extraordinario, que ordenó con mano enérgica la vida eclesiástica de su
provincia y, además, poco a poco hizo de Capadocia un bloque de ortodoxia
eclesiástica. Aun cuando, por una parte, fue compañero fiel del viejo Atanasio,
en el cisma antioqueno entre Paulino y Melecio se puso decididamente al lado
de lo, «neonicenos». Preocupado por la unidad de la Iglesia, se dirigió en esta
disputa al obispo de Roma Dámaso, de todos modos sin éxito, pues Roma no
quería abandonar al «viejo niceno» Paulino. Por su temperamento los dos
Gregorios eran evidentemente menos apropiados para el ministerio episcopal,
pero Basilio los escogió para fortalecer su posición en la política eclesiástica.
Sin embargo, tras su temprana muerte (379), ambos se acreditan como
padres conciliares en Constantinopla. Elevado a la sede episcopal de la nueva
ciudad imperial, Gregorio Nacianceno sólo pudo mantenerse breve tiempo
contra las intrigas de la política eclesiástica. Gregorio de Nisa, tras algunos
fracasos iniciales, se convierte incluso en el obispo de confianza del gobierno y
emprende grandes viajes para cubrir las sedes episcopales con candidatos
adictos a la unidad de fe recientemente recuperada.

IV. La teología

La labor teológica de los c. logró poner fin a las disputas que todavía duraban
después del Niceno y fomentar el desarrollo doctrinal en las cuestiones
trinitarias y cristológicas, de tal manera que las decisiones conciliares de
Constantinopla y Calcedonia habían de depender ampliamente de sus trabajos
previos. Apoyándose en la antigua tradición niceno-origenista, Basilio va más
lejos que Atanasio y acentúa la trinidad de hypóstasis, pero a la vez defiende
contra la doctrina anomea de Eunomio tanto la unidad de la naturaleza divina
( oúata ) como el concepto de ót,ooúaior,, y trata así de ganar al grupo más
moderado del arrianismo que capitaneaba Basilio de Ancyra. Sólo de manera
vacilante emplea el vocabulario filosófico, y se mantiene intencionadamente
en el lenguaje de la sagrada Escritura. Gregorio Nacianceno, en cuanto
teólogo trinitario, no es propiamente creador. Sin embargo, le corresponde el
mérito de haber consolidado la posición defendida por Basilio con fórmulas
más exactas y equilibradas. Mientras que Basilio vaciló por prudencia pastoral
en llamar expresamente «Dios» al Espíritu Santo, Gregorio atribuyó el nombre
divino a la tercera persona.

En Gregorio de Nisa llega a su cumbre aquel proceso doctrinal en virtud del


cual los c., al acentuar la distinción de las divinas personas, parecen afirmar
una unidad en la substancia abstracta solamente y, con ello, más bien una
igualdad que una unidad de naturaleza (acusación de triteísmo). Gregorio de
Nisa, bajo la influencia de la doctrina platónica de las ideas, concibe la
unicidad de la naturaleza divina a la manera de un concepto universal, dotado
de realidad. Por otra parte, la disputa con Eunomio le lleva a subrayar con
más fuerza todavía la unidad interna y la permanente acción conjunta de las
hipóstasis divinas. La distinción de las personas divinas se basa para él
exclusivamente en sus relaciones, de manera que toda actividad de Dios hacia
fuera es común a ellas. En la cuestión cristológica, Basilio conoce el propósito
antiarriano de Apolinar de Laodicea y procura no suscitar nuevas luchas por
tratar «cuestiones superfluas». Pero Gregorio Nacianceno, a causa del ulterior
desarrollo doctrinal, se ve obligado a utilizar todos los medios del lenguaje,
que él domina magistralmente, para combatir el apolinarismo. Fiel a la
tradición antiarriana, parte de la divinidad de Cristo; pero, en él, incluso el
vovs humano, que negaba Apolinar, es elevado completamente al plano
divino, para que también el espíritu de todo hombre unido con Cristo pueda
quedar glorificado y divinizado. En sus fórmulas se prefigura ya la posición
posterior del neocalcedonismo ortodoxo.

Gregorio de Nisa enseña, siguiendo a Orígenes, el intercambio de los atributos


de ambas naturalezas (comunicación de idiomas), pero a la vez distingue
estrictamente entre la naturaleza humana y la divina en la única persona, y
con ello se aproxima a la posterior concepción antioquena. También con
relación a las doctrinas antropológicas, en las cuales centra su interés
Gregorio de Nisa, fundamentalmente todos los c. plantean la cuestión de igual
manera, y tras su planteamiento sin duda late una vez más su ascesis
monástica. Ya en Basilio el hombre es equiparado a su alma, la cual está
unida con el cuerpo de un modo solamente accidental.

Como, para Gregorio de Nisa, detrás de todas las alegrías de los sentidos está
la muerte, se le plantea agudamente la cuestión del sentido de nuestro
cuerpo. A su juicio éste no es malo en sí, pero dice cierta relación necesaria al
pecado. Por eso Gregorio llega finalmente a la consecuencia de tener que
admitir un cuerpo celeste puramente espiritual, y con ello, a pesar de los
esfuerzos mentales en sentido contrario, vuelve a caer en los errores de
Orígenes. En sus homilías acerca del Cantar de los cantares sólo el alma es
presentada como la esposa que busca al esposo divino mediante la progresiva
muerte monacal del cuerpo. Su método teológico se acomoda en su totalidad
al pensamiento de Orígenes. Para él buscar un sistema es más importante que
una prueba de la Escritura. Una alegoría sin fin responde mejor a sus gustos
que una exposición verbal de la Biblia. Emulando los complicados edificios
intelectuales de la gnosis, Gregorio desarrolla una concepción que abarca todo
el proceso de la creación y de la redención, una concepción que parece un
gigantesco teatro del mundo y en la que, a la postre, todo retorna por
penosos caminos a su lugar original.

A causa de sus extraordinarias dotes especulativas, fue el c. que más mereció


el sobrenombre de < el teólogo»; en cambio la fuerza de Gregorio Nacianceno
está en la formulación lograda y no tanto en la originalidad de su
pensamiento. Y a Basilio le corresponde el mérito de haber comunicado a sus
amigos el impulso espiritual y, en medio de la confusión de su tiempo, el de
haber mostrado un camino mediante la vinculación decisiva a la Biblia y a la
tradición vigente. En su preocupación por la Iglesia como <fraternidad que
existe en todas partes», manifiesta además una actitud verdaderamente
ecuménica, como lo demuestra su correspondencia con los obispos de las
diversas provincias.

Friedrich Normann

CARDENAL

Cardenal es (desde el s. xvi) una denominación exclusiva de los componentes


del colegio de cardenales, llamado también Sacrum Collegium, que consta de
tres clases o grados: cardenales obispos, cardenales sacerdotes y cardenales
diáconos.

I. Historia

El colegio de c. en su raíz histórica se remonta al presbiterio del obispo de


Roma. De acuerdo con una antigua costumbre que conservaba el recuerdo de
la celebración de la eucaristía por el obispo y su presbiterio, los presidentes de
las iglesias titulares de Roma fueron designados, alternando por semanas
como semaneros o hebdomadarios, para los servicios divinos más importantes
de las cinco basílicas patriarcales. El número de estas iglesias titulares
ascendió, de 18 en el tiempo anterior a Constantino, a 25 hasta el s. vi y a 28
hasta mediados del s. xi. Hasta el s. viii, probablemente, a cada basílica
patriarcal estuvieron territorialmente adscritas cinco iglesias titulares.
Seguramente en el s. viii se hizo una nueva ordenación, en virtud de la cual
en el culto de la basílica lateranense, la antigua iglesia episcopal del papa,
actuaban siete presidentes de las iglesias episcopales vecinas, y los
presidentes de las iglesias titulares actuaban en el culto divino de las otras
cuatro basílicas patriarcales. En todo caso en el Liber Pontificalis, en la Vita,
de Esteban III (768-772), se encuentran por vez primera los nombres de
diaconus o presbyter cardinalis y episcopi cardinales (PL 128, 1155ss, n. 278,
283 ), con los cuales eran designados los diáconos y sacerdotes de las
diaconías romanas o iglesias titulares y los siete obispos de los alrededores de
Roma.

Desde Gregorio i la palabra cardinalis designaba a un clérigo que era recibido


a servicio de una diócesis distinta de aquella para la que había sido ordenado.
Los obispos cardenales y los presbíteros cardenales (con un arcipreste de
cardenales a su cabeza) eran grupos peculiares y perseguían intereses
propios. Por el decreto sobre la elección papal dado por Nicolás ii en 1059, los
obispos c. recibieron cierto derecho de voto en la elección del papa; y bajo el
pontificado de Alejandro 111 (1061-1073) los c. presbíteros alcanzaron una
posición semejante a la de los obispos en iglesias titulares. El origen de los
cardenales diáconos queda todavía en la penumbra. Junto a los diáconos
palatinos que actuaban en el palacio papal (diaconi palatini), los cuales sin
duda se remontaban a los siete primitivos diáconos de la comunidad romana y
con los c. obispos participaban en el culto divino de la basílica lateranense,
había 12 diáconos regionales, que actuaban en el culto divino de la
«estación». Desde Hadriano i había 18 diaconías, es decir, instituciones
benéficas con una iglesia como centro de acción; y desde comienzos del s. xii
al frente de cada diaconía había un c. diácono, con lo cual se nivelaba la
distinción existente hasta entonces entre diáconos palatinos y diáconos
regionales. Con la aparición de este tercer grupo se constituyó en el s. xi el
colegio cardenalicio, que ya a comienzos del s. xii está firmemente
establecido. En ese mismo siglo experimenta su ordenación jurídica y, desde
entonces, participa en la dirección de la Iglesia como senado del papa.

En la organización del culto divino, de donde surgió el colegio de cardenales,


se refleja, de acuerdo con la idea del cristianismo antiguo, el orden de la
Iglesia. La función directiva que correspondía a los c. se desprende del
derecho de elección papal, que desde Alejandro rii (1179) fue concedido
exclusivamente al colegio cardenalicio; y, en general, esa función directiva se
manifiesta en que, con la desaparición de los sínodos romanos, el consistorio,
es decir, la asamblea de los c., se convirtió en el órgano colegial más
importante del papa, con función consultiva. Algunas veces esta asamblea de
c. pretendió que el papa estuviera vinculado al consentimiento del colegio,
recurriendo incluso a capitulaciones electorales. Con la creación de
congregaciones de c. por Sixto v (1588), en las cuales recibieron un carácter
institucional las comisiones cardenalicias que ya actuaban antes, el consistorio
perdió importancia en medida creciente, y en la misma medida aumentó la
influencia de los c. que actuaban en los organismos judiciales y
administrativos de la curia romana. Incluso para misiones en el extranjero se
recurrió preferentemente a los c.; desde Eugenio iv (1431-1447) los legati de
latere generalmente eran escogidos tan sólo entre los c. En la edad media los
c. obispos precedían a los reyes, y más tarde a los c. en general se les tributó
los mismos honores que a los príncipes de sangre real. Desde 1630 los c.
tienen derecho al tratamiento de «eminencia».

La función directiva de los c. hizo que la pertenencia al sagrado colegio fuera


apetecida. Alejandro iii (1163) llamó por vez primera al colegio cardenalicio a
un obispo extranjero, el arzobispo elector de Maguncia, Conrado de
Wittelsbach; con esto se prescindió de la anterior coincidencia entre grado de
orden y jerarquía en el colegio cardenafcio, y comenzó la distinción entre c. in
Curia y c. extra Curiam. Desde el pontificado de Clemente v (1305-14) se
multiplicaron las creaciones de cardenales en la persona de favoritos de los
príncipes temporales; de esta práctica nació el derecho del emperador y de los
reyes de Francia, España y Portugal, reconocido ya desde el s. xv, a nombrar
los así llamados cardenales de la corona, que con frecuencia fueron
representantes medio diplomáticos de sus príncipes ante la sede apostólica (c.
protectores). Bajo el pontificado de Honorio iii fue designado por vez primera
(1218) un c. como protector de una orden (de los franciscanos); partiendo de
aquí se desarrolló la institución de los cardenales protectores de las órdenes y
congregaciones religiosas, la cual, desde 1964, camina hacia su extinción.

El número de c. fue limitado por Sixto v (1586) a 70, de acuerdo con el


prototipo de los 70 ancianos de Israel (Núm 11, 16): 6 c. obispos, 50 c.
presbíteros y 14 c. diáconos. Hasta mediados del s. xrv solamente se había
fijado el número de 6 c. obispos. En la edad media pertenecían al colegio 20 c.
por término medio. El concilio reformador de Basilea (1436) exigió que el
número de miembros del colegio no fuera superior a 24, y que éstos
procedieran de todas las regiones de la cristiandad (de omnibus christianitatis
regionibus, sess. xxIII). El Tridentino repitió la exigencia de universalidad (ex
omnibus christianitatis nationibus, sess. xxiv, c. 1, de ref.), pero sus
disposiciones cayeron en olvido en el tiempo posterior. Sólo bajo el
pontificado de Pío xii, en el consistorio del 18-2-1946, se llegó a una
modificación, y después de un paso atrás durante el pontificado de Juan xxiii,
que nombró c. a los curiales postergados bajo su antecesor, el esfuerzo de
Pablo vi se dirige a hacer del colegio cardenalicio una asamblea representativa
de la Iglesia universal.

II. Derecho vigente y pensamientos para una reforma

Lo dispuesto en el CIC, can. 230-241 (DPIO, can. 175-187) ha sido


modificado fundamentalmente por las medidas legislativas de Juan xxiii (MP
del 11 y 15-4-1962: AAS 54 [1962], p. 253ss) y de Pablo vi (MP del 11 y 26-
2-1965: AAS 7 [1965], p. 295ss). La ley ya no determina el número de c.,
que en la actualidad vienen a ser unos 100. Los c. en el futuro habrán de
recibir la consagración episcopal. Se ha mantenido la división en tres
categorías. La clase de los c. obispos, que hasta el presente constaba de los
pastores supremos de los obispados suburbicarios (Ostia, Albano, Porto -
Santa Rufina, Palestrina, Sabina - Poggio Mirteto, Frascati, Velletri), de los
cuales el de Ostia era regentado por el más antiguo de esta categoría, ahora
está constituida por los prelados titulares de esas diócesis y, siguiendoles en
categoría, por los patriarcas orientales llamados al colegio cardenalicio. Los
primeros conservan en sus iglesias titulares ciertos derechos honoríficos, los
últimos no reciben ninguna iglesia titular en Roma y no se cuentan entre el
clero de la Urbe. Los c. presbíteros reciben una parroquia romana como iglesia
titular; algunos de ellos actúan en la curia romana (c. curiales), pero en su
mayor parte son obispos que gobiernan fuera de Roma. Los c. diáconos, que
por regla general son c. curiales, reciben como título una diaconía. Los c.
presbíteros y los c. diáconos ocupan en sus iglesias titulares y diaconías
respectivamente una posición semejante a la de obispos, aunque sin efectos
prácticos. El colegio cardenalicio es una persona jurídica, presidida por un
decano como primus inter pares. Cuando éste se halla impedido, es sustituido
por el subdecano. Los c. obispos suburbicarios eligen entre los miembros de
su rango al decano y al subdecano; la elección requiere la confirmación papal.
El colegio cardenalicio elige un camarlengo como administrador de las
finanzas y un secretario.

El papa nombra libremente a los c., pero tiene en cuenta la costumbre de


elevar al cardenalato a los que ocupan determinadas sedes episcopales. El
nombramiento tiene lugar en el consistorio secreto; la pregunta dirigida a los
cardenales presentes: «Quid vobis videtur?» no tiene importancia jurídica.

Si no parece oportuna la publicación de un nuevo nombramiento, éste puede


hacerse incluso sin mencionar el nombre (nomen reservamus in pectore, de
ahí c. in petto). Un c. nombrado de este modo sólo obtiene los derechos
cardenalicios cuando más tarde se da a conocer su nombramiento, pero la
antigüedad en su rango se cuenta desde el día de su nombramiento.
Trátandose del nombramiento de c. se habla de «creación»: el c. es una
criatura del papa; con esto se señala el lazo que une al c. con el papa, vínculo
indicado a veces bajo la imagen del «hijo», pero más propiamente bajo la
imagen del «hermano» (como en la antigua fórmula: de fratrum nostrorum
consilio).

El derecho más importante del colegio cardenalicio tanto antes como ahora es
el de la elección del papa. Se ha pensado en la posibilidad de transferir tal
derecho al sínodo de obispos instituido por Pablo vi, pero esto no es factible
dada la estructura actual del sínodo, porque éste sólo queda constituido en
cada caso por la cooperación del papa. Durante el periodo de «sede vacante»,
el colegio cardenalicio tiene un derecho de gobierno limitado a cosas urgentes.
En vida del papa el centro de gravedad de la actividad cardenalicia no está en
el colegio, sino en la tarea peculiar de cada uno. Los c. ocupan un puesto
destacado en la curia como presidentes o miembros de las congregaciones y
de los tribunales, y fuera de la curia fomentan la unión con el supremo pastor
de la Iglesia en virtud de su prestigio y especialmente como presidentes de
una conferencia episcopal.

La reestructuración del colegio cardenalicio, iniciada por Juan xxiii y


fomentada por Pablo vi cautelosa pero tenazmente, es un paso importante
para la reforma de la curia. El que en el futuro todos los cardenales hayan de
ser obispos y el que se haya abierto una puerta a los patriarcas orientales
para obtener un llamamiento al colegio cardenalicio, significa un alejamiento
de su raíz histórica y en la misma medida una vuelta a la Iglesia universal.
Aun cuando la incorporación de los patriarcas de la Iglesia oriental no puede
satisfacer todavía -para eso haría falta una categoría especial-, se han creado
las condiciones previas para formar el colegio cardenalicio de tal manera que
éste pueda representar a toda la Iglesia universal. Para que el sacro colegio
tuviera también una actividad colegial, el consistorio, que en sus tres formas
actuales (secreto, semipúblico y público) apenas puede considerarse como un
órgano de trabajo, debería recibir nueva vida. Así el colegió cardenalicio
podría constituir un importante complemento del sínodo episcopal, que sólo se
convoca esporádicamente, y garantizaría junto con éste la eficacia del
principio de colegialidad.

Klaus Mörsdorf

CARIDAD, PRÁCTICA DE LA
I. Esencia y concepto de la caridad

La c. es una de las maneras cómo bajo la forma de un signo se puede conocer


la presencia de Dios en este mundo a través del protosacramento de la
Iglesia. Esta manifestación esencial de la vida de la -> Iglesia apunta, por
encima de sí misma, hacia la realidad de Dios, que en su esencia y vida
trinitaria es la c. misma. Ese misterio y lo relacionado con él, a saber, el
hecho de que Dios ama a los hombres y entrega a su Hijo unigénito para
redimirles, es el misterio central de nuestra fe, por medio del cual estamos
prometidos con Dios. Este misterio se ha manifestado en la encarnación y por
el evangelio de Jesús. En la última cena Jesús proclamó el mandatum novum,
y nos dio el encargo y la potestad de amarnos mutuamente como él nos ha
amado. Las relaciones entre los hombres redimidos están ahora total y
plenamente introducidas en la comunidad de vida de Cristo con Dios.

Caritas (que se deriva del latín carus = querido, amado, y se encuentra por
primera vez en Cicerón (De Republica 2, 14], donde significa el amor noble
entre el señor y sus subordinados) es desde las versiones latinas más
antiguas de la Biblia la traducción de agape (--> amor), una expresión que,
como nombre substantivo se encuentra por primera vez en el NT, y
concretamente porque su contenido, aquel amor que tiene en Dios su origen,
que aparece corporalmente en el Hijo y que es infundido por el Espíritu Santo
en nuestros corazones, no podía ser traducida suficientemente con ninguna
otra palabra de la lengua griega. Los cristianos también eligieron
acertadamente este término para designar la manifestación de su amor
mutuo, la cual consistía en una comida fraterna, al principio estrechamente
unida a la eucaristía, pero más tarde independiente de ella. A partir de aquí se
ha introducido en los idiomas modernos: en el italiano (caritá), en el
castellano (caridad), en el francés (charité) y en el inglés (charity); en alemán
se ha hecho usual por el nombre y la acción de la organización Caritas. C.
significa hoy en el uso común eclesiástico aquel cristiano amor fraterno que se
dirige a los que sufren y tienen necesidad de ayuda. La c. no sólo es un alto
deber y un distintivo de todo cristiano verdadero, sino también un distintivo y
una manifestación vital de la Iglesia. Es una realidad decisiva que está
presente en todas las comunidades animadas por el espíritu de Cristo.

II. La Iglesia como ecclesia caritatis

El Vaticano II ha puesto con gran insistencia la c. en el centro de las


reflexiones teológicas y de la conciencia cristiana. Por primera vez en la
historia de las declaraciones conciliares se ha hablado de la acción caritativa
de la Iglesia y de los fieles, y no sólo de la c. como actitud cristiana. Esto es
una alusión muy clara al hecho de que la iniciativa apostólica del pueblo de
Dios al iniciarse una nueva era dei mundo ha de mostrarse con todo poderío
en el amor práctico a Cristo por parte de los creyentes, tanto en su postura y
comportamiento personal cuanto en sus obras, como acontecimiento que
brota del origen de la Iglesia y transforma el mundo.

La ecclesia caritatis, tono fundamental de toda la Constitución dogmática


sobre la Iglesia, es, según la alocución de Pablo m en la apertura del segundo
período de sesiones, el punto de confluencia de todos los afanes del concilio.
La -> Iglesia, que según la Constitución es «en Cristo como el sacramento, o
sea, el signo e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo
el género humano», no sólo es el Cristo que sigue viviendo, sino, junto con
eso, el Cristo que sigue amando, qui pertransiit benefaciendo (Act 10, 38). Y
como todos los miembros de ese cuerpo sacramental son conjuntamente
Iglesia, el cuerpo entero de Cristo debe actualizar dicha realidad óntica,
concretamente en el amor practicado comunitariamente y en las «obras»
comunitarias, sobre todo cuando se trata de obras que sólo pueden producirse
en común y sólo en la comunidad tienen asegurada su constante presencia.

III. Concepciones falsas de la caridad

Por esto hay que rechazar tres concepciones falsas, por desgracia muy
extendidas, en parte también entre el clero: 1) La interpretación
exclusivamente individual y ética de la c.; 2) la opinión espiritualista según la
cual en la Iglesia, en cuanto es «cuerpo de Cristo», ciertamente opera
siempre la c. como estructura de su esencia anclada en la gracia, y opera en
el ámbito litúrgico y en el servicio pastoral, pero las instituciones y
organizaciones de orden caritativo, no siendo cuando tienen su sede en los
conventos, en los grupos obligados a la -> pobreza, constituyen un mezquino
paliativo y un substitutivo remunerado de la auténtica c. cristiana; 3) la
concepción, desacertada desde la perspectiva de una visión crítica del
presente, así como desde un punto de vista antropológico y eclesiológico,
según la cual la c. eclesiástica hizo cosas imponentes en pasadas situaciones
de indigencia y sigue estando obligada en países cuya población carece del
mínimo material para la existencia; pero, en una sociedad industrialmente
desarrollada, con conciencia social y política y con un cierto bienestar, apenas
tiene un título legítimo para seguir existiendo, de modo que sería más propio
que la Iglesia dejara al estado o a las instituciones propulsoras del progreso
general, en las cuales, desde luego, deben colaborar los católicos capacitados,
la superación de la miseria que todavía existe, limitándose ella a sus
auténticas e importantes tareas: el culto, la predicación, la pastoral y el
apostolado.

IV. Necesidad de la c. cristiana

En contra de esto hemos de acentuar que, a juzgar precisamente por los


actuales matices de la teología, condicionados por la hora del mundo, la
actividad caritativa de la Iglesia es inalienable; sus restantes tareas
fundamentales, a saber, la celebración de los misterios litúrgicos, la
proclamación de la palabra de Dios, su afán y esfuerzo apostólico, no se
harían fidedignos si ella no fuera también refugio de los afligidos, de los
abandonados, de los necesitados. El lugar, la manera y la forma de la c.,
como acercamiento a los hombres en situaciones angustiosas de la vida,
varían con el cambio de formas en la --> sociedad. La transición de la vida
campesina y artesana a la industrial ciertamente cambia la posición de la c.,
pero en el fondo le confiere un valor más alto. No sólo los enfermos
momentáneos, sino, sobre todo, los enfermizos y los incurables tienen
necesidad de cuidado y asistencia; los impedidos en su vida corporal o en la
espiritual necesitan de un cuidado cristiano, sobre todo los segundos; las
familias que se hallan en una especial situación vital requieren el apoyo de la
comprensión. Es necesario guiar a los desorientados y proteger con amplitud
de miras a la juventud en momentos difíciles de transición. Los que ejercen su
profesión lejos de su patria, entre ellos hoy especialmente los obreros y
obreras extranjeros, necesitan una asistencia amistosa y un cuidado adecuado
a ellos. A los que se hallan en peligro y a los maniáticos hay que liberarlos de
sus peligros y de sus propias redes psicológicas. Los penados deben ser
rehabilitados convenientemente para la vida, y a sus familiares, que con
frecuencia sufren mucho sin culpa propia, hay que llevarles una, mitigación de
su dolor. Es necesario dar nuevo hogar a niños, ancianos y hombres que, por
circunstancias especiales, se ven forzados al aislamiento, a la soledad y al
abandono, e incluso a veces están sometidos a malos tratos.

En armonía con las circunstancias concretas de cada lugar se debe crear y


sustentar: hospitales, sanatorios, casas de convalecencia, asilos de ancianos
con secciones para enfermos, asesorías, talleres benéficos, hogares abiertos a
todos, instituciones educadoras de niños y jóvenes especialmente difíciles,
internados escolares para jóvenes impedidos corporalmente y para niños
subnormales, casas para hombres adultos que necesiten de un cuidado
permanente, escuelas ante todo e institutos para formarse en las múltiples
profesiones pedagógicas y de asistencia social (para asistentas sociales,
educadores domésticos, pedagogía sanitaria, cuidadoras de niños y de
lactantes, guarderías infantiles, directoras de la juventud, asistentas
familiares en la ciudad y en el campo, asistentas para ancianos, enfermeras,
hermanas y superioras), finalmente centros y secretariados de ayuda.

V. Caridad y beneficencia

La relación entre c. y beneficencia ha sido caracterizada del siguiente modo


por una persona competente (G. Hüsslerx, secretario general del Deutscher
Caritas Verband): así como la Iglesia es «el signo sacramental de la salvación
para el mundo», igualmente la c., como función diaconal de esta Iglesia, es el
signo sacramental de la santificación de la beneficencia. La beneficencia es
bajo múltiples formas expresión del deseo de ayudar que tiene la sociedad
actual. Nunca hubo tantas manos y tantos corazones entregados a la ayuda,
nunca se prestó auxilio en forma tan ordenada y bien estudiada como en la
actualidad. Esta voluntad de ayudar, consciente o inconsciente, es un
evangelio vivido, y Cristo la valora y recompensa como un servicio prestado a
él mismo. Dentro de este afán general de ayuda, la presencia de la Iglesia en
su cáritas, tanto en la de cada fiel como en la de la sociedad eclesiástica, es
indispensable. Así la fuerza de la palabra y de los sacramentos de Cristo
irradia en el deseo general de ayudar y, por cierto, santificando, roborando,
animando y creando modelos. La Iglesia, del mismo modo que toma en serio
el mundo y considera sus valores como creación de Dios, así también toma en
serio la beneficencia, su experiencia, su legislación y sus posibilidades. Y en
consecuencia ella misma debe esforzarse concienzudamente para que su
ayuda sea objetivamente justa; más elevada por la actitud; y un verdadero
auxilio para la naturaleza entera del hombre, admirablemente creada a
imagen del Dios trino y más admirablemente restaurada.

VI. Dirección y ordenación de la caridad

En principio la dirección y la ordenación de la c. de una diócesis competen al


obispo, que junto con las demás funciones de su alto ministerio asume
también, a semejanza del Espíritu Santo, la de ser el pater pauperum en su
obispado, el que se entrega bondadosa y misericordiosamente a todos los
pobres, a los necesitados de ayuda y a los extraños. La edad media, tiempo
en que se creó esta fórmula, entendió por pobres a los hombres sin
propiedades, a los jornaleros en la inseguridad de su existencia, y por
necesitados a todos aquellos que no podían valerse por sí mismos: las viudas,
los huérfanos, los enfermos, los enfermizos, los débiles, los achacosos. El
extranjero, el hombre de fuera del país y sin hogar, era el «miserable» por
antonomasia. La misma obligación que por oficio tiene el obispo en su diócesis
tiene el párroco en su parroquia (ICJ 467). Forman parte de la c. eclesiástica
las diversas órdenes, las hermandades, los institutos seculares, y también las
asociaciones benéficas y las instituciones especializadas en ayuda social, con
tal actúen desde el espíritu de la c. de Cristo y estén aprobados por la
autoridad eclesiástica. El Espíritu sopla donde quiere. A la dimensión
carismática, lo mismo que a la organizadora y a la oficial, corresponde una
alta importancia en el desarrollo de la c., importancia que con frecuencia no
es suficientemente estimada ni aprovechada para la comunidad.

VII. La «ecclesia caritatis» en la historia

La prueba del origen divino de la Iglesia incluye el hecho de que ella, fiel al
encargo del Señor, de acuerdo con su naturaleza visible, con las estructuras
de cada época y con la fisonomía de los diversos países, pueblos y formas de
sociedad, ha cumplido siempre el testamento y la delegación de Cristo por los
cuales él le encomendó que diera testimonio de su bondad y filantropía, así
como de su voluntad salvífica. La Iglesia nunca se ha detenido plenamente
satisfecha en lo ya conseguido, sino que se ha mostrado constantemente
dispuesta a irrumpir siempre de nuevo en la tierra desconocida, en el país que
Dios dará. En la historia de la c. cada época está conscientemente en
continuidad con el esfuerzo anterior, aunque, evidentemente, cada época
tiene una relación inmediata con Dios. En la acción del amor no sólo se da la
grandiosa solidaridad en la yuxtaposición de épocas, sino también la
solidaridad en la sucesión de las mismas, pues lo temporal se ha hecho eterno
y, así, lo pasado permanece inmediatamente presente. La actividad del amor
en la Iglesia apostólica, que como c. de la comunidad decía una relación
estrecha a la celebración eucarística, y cuya ordenación se puso en manos de
diáconos y viudas, ha entrado como palabra de Dios en la sagrada Escritura,
cuya lectura ha sido llamada con razón el «octavo sacramento». De esa
manera se ha convertido en fuente incomparable de gracia, que ha seguido
obrando como ejemplo y manantial de gracia, lo mismo que la gran y bien
organizada colecta de Pablo, por la cual las comunidades pudientes ayudaron
a las más pobres, y en la que con alegría se contribuyó, no sólo según las
posibilidades, sino por encima de ellas. Surgieron hospitales y asilos, creados
en la época de los padres más antiguos de la Iglesia, especialmente en las
sedes episcopales; y fundaciones semejantes en los monasterios de oriente y
de occidente adquirieron en la communio sanctorum el carácter de modelos
obligados y patrocinados por santos. Los primeros ejemplos de c. parroquial
en la Galia del s. v incitan a una imitación adecuada a cada época. En las
ciudades de la edad media se produjo un verdadero connubio entre la c. de
los miembros de la Iglesia y la administración mundana, con lo cual se nos
muestra cuán variadas pueden ser las formas de una recta colaboración,
aunque también se nos recuerda cómo nos amenaza constantemente una
secularización, ora en lo político, ora en toda la forma de comportamiento.

VIII. Exigencias actuales

Los cambios en la concepción de la sociedad y la creciente capacidad de


acción de los organismos sociales condujeron ya en pocos decenios, desde el
cuidado de los pobres a cargo de las autoridades, completado por la
beneficencia privada, a una asistencia pública y libre, con un matiz
marcadamente social y ético, y a una copiosa beneficencia, la cual despertó
una mayor conciencia de la responsabilidad y por así decir de la obligación
frente a grupos socialmente débiles y a sus miembros. Esta evolución ha
llegado en algunos países hasta el reconocimiento legal del derecho a la ayuda
social.

Ante las recientes reformas, la actividad caritativa de la Iglesia se encuentra


en una nueva situación. Su preocupación por los necesitados y la ayuda al
prójimo por parte de los fieles deben adoptar una forma adecuada a esta
avanzada legislación social, fomentándola y cooperando en ella. Y hemos de
preguntarnos realmente si la c. eclesiástica está suficientemente extendida,
estructurada y cualificada para que pueda recurrirse a su asistencia y consejo
en situaciones especiales de la vida. ¿Se esfuerza al menos por continuar la
gran tradición de la Iglesia en los casos más difíciles de asistencia, p. ej., en
lo relativo a los paralíticos, a los sordos, a los epilépticos, a los maniáticos, a
los apestados, ámbitos en los que no es simplemente suficiente hacer lo
humanamente posible, sino que debe intentarse lo cristianamente posible? A
este respecto son decisivos tres factores: primero y ante todo el número de
profesiones sociales que ven aquí una tarea vitalicia. Los pastores han de
despertarlas y fomentarlas con todo cuidado a base de su conocimiento del
alma cristiana. En segundo lugar el alcance de la libre voluntad de ayudar, la
cual es un carisma dado por Dios a la comunidad, carisma que es necesario
conocer, desarrollar con tacto y usar desinteresadamente. Y, finalmente, la
cantidad de medios económicos, pero reafirmando aquí el principio de que mil
piezas de una peseta (entre las cuales se halla el óbolo de los pobres) valen
más que un billete de mil pesetas. Son ante todo las aportaciones voluntarias
las que aseguran la libertad de la Iglesia y manifiestan que el dinero de las
colectas está realmente incluido en el «cosmos sacramental», con tal se vea y
crea con suficiente realismo. Colecta significa primordialmente la congregación
de los fieles para la celebración eucarística y la procesión penitencial, y
además la recapitulación de las plegarias de cada uno por la oración del
sacerdote en el sacrificio de la misa, y también la reunión de sus dones
pecuniarios en un todo, de tal modo que el dinero (a causa del cual Cristo fue
entregado) bajo una nueva forma se convierte en símbolo de la sangre de
Cristo, que como ésta debe penetrar allí donde es útil a los pobres. En este
sentido exige insistentemente Pablo vi: «Es incondicionalmente necesario que
los fieles hagan más aportaciones económicas que hasta ahora para el servicio
de los pobres.»

Esta exigencia es al mismo tiempo una llamada urgente a la renovación del


espíritu de pobreza, de la* mortificación, del ayuno, y a la parquedad en los
gastos personales, para ayudar con lo ahorrado a los hermanos necesitados.
El papa afirma explícitamente que es el más íntimo afán de la Iglesia poner en
juego todos sus resortes para despertar en sus fieles el verdadero amor al
prójimo.

IX. Caridad y pastoral (caridad parroquial)

Para ello es necesario que en todas partes el amor al prójimo descanse en


obras, instituciones y grupos de ayuda de la c. parroquial, y que sea
recapitulado en una junta parroquial de c. Lo personal es un especial signo
distintivo de la c. parroquial. Precisamente aquí lo institucional y lo personal
pueden y deben desarrollarse en perfecta armonía. En el centro de la ayuda
parroquial deberá permanecer siempre la idea de conferencia, tal como la
concibió Vicente de Paúl. Una conferencia que merezca realmente tal nombre
muestra cómo es necesaria la unidad en la libertad, y a la vez cómo en medio
de la unidad debe haber libertad. En relación con esto el papa concede
singular importancia al hecho de que los padres cristianos, con paciencia y de
una manera práctica, eduquen a sus hijos ya desde pequeños en la ayuda al
prójimo. Los padres deben, por tanto, esforzarse en que la familia sea una
fuente de c. y también es muy de desear que el mayor número posible de
fieles colaboren directamente como miembros de la organización parroquial de
la c.

X. Cáritas Internacional

En la alocución a los representantes de la c. internacional, el papa consideraba


incondicionalmente necesario < aprovechar en mayor medida que hasta ahora
los métodos de organización y los medios de ayuda que ofrece nuestro tiempo
para las instituciones caritativas, con el fin de estar en condiciones de atender
rápida y eficazmente a las necesidades del mundo moderno tan pronto como
se presenten». Montini mismo contribuyó a que la c. internacional, la cual se
organizó desde 1924, especialmente por iniciativa de Cuno Jürger, secretario
general del Deutscher Caritasverband, y desde 1951 tiene su sede en Roma,
pudiera emprender una obra de envergadura. La c. internacional abarca
actualmente las asociaciones nacionales de c. de todos los continentes, y ha
podido fundar organizaciones caritativas incluso en tierras de misión y en los
países subdesarrollados. En Europa, por su constitución y su manera de
trabajar, representan en cierto modo dos polos opuestos el Deutscher
Caritasverband, cuyo modelo han seguido, p. ej., ciertas asociaciones
caritativas de Suiza, Austria, Luxemburgo y de otros países, y el Secours
Catholique en Francia. El primero es federalista y está ampliamente
organizado; el segundo trabaja en forma centralista y a base de acciones
diferentes en cada caso. Carácter centralista tiene también la institución
italiana Pontificia opera di Assistenxa, lo cual se debe en buena parte a la
estructura política del país, a la preponderancia de Roma y a la presencia del
papa. Ha surgido por los problemas de asistencia que originó el tiempo de la
guerra. En Bélgica, como fruto de la actividad de la acción católica belga,
existe la Caritas Catholica Belgica, en la cual colaboran hábilmente los
seglares. Holanda tiene una asociación de c. correspondiente a la peculiaridad
del país.

Las obras de ayuda cristiana al prójimo no sólo ocupan el puesto principal,


sino que, como dice el papa, se necesitan con una urgencia que no admite
demora. En el pontificado de Pablo vi los conceptos Caritas et Pax han
quedado enlazados en una nueva forma y se han convertido en motivo
fundamental de la actividad papal. Con motivo del concilio se fundó una
comisión pontificia con ese nombre para estudiar los problemas de la
verdadera justicia social en el mundo. Esta comisión y la cooperación de la
comunidad de trabajo para el desarrollo social-económico (con sede en
Bruselas), en la que, por estímulo de la organización Misereor, se unieron las
acciones episcopales católicas de Europa occidental y de Norteamérica por el
ayuno contra el hambre en el mundo, han dado ya nuevos impulsos a la c.
internacional.

Erich Reisch

CARISMAS

I. Doctrina bíblica

El concepto Járisma fue introducido por Pablo en la terminología teológica; los


sinópticos, Juan y los Hechos de los apóstoles sin duda conocen el fenómeno
de los c., pero no el concepto de c. que aparece en Rom, 1 y 2 Cor, 1 y 2 Tico
y 1 Pe. Pablo creó una marcada teología de los c. (si bien él, con relación a los
dones espirituales de la gracia, además de Jarísmata usa también los
conceptos pneumatiká, diakoniai y energúemata [ 1 Cor 12 ] ). Es
característico en él el esfuerzo (cf. sobre todo 1 Cor 12-14) por delimitar los c.
frente a los fenómenos de entusiasmo y de éxtasis, por ordenarlos
adecuadamente en la vida de la comunidad y por entenderlos como una nota
peculiar de los bautizados (Rom 12, 6; 1 Cor 7, 7). En las listas donde se
enumeran los c. (Rom 12, 6ss; 1 Cor 12, 8ss; 12, 28ss) el punto de vista
decisivo es el servicio a la comunidad.

Los c. han sido dados para bien de todos (1 Cor 12, 7 );por esto Pablo
prefiere el don de profecía, que es inteligible para todos y sirve a la edificación
de la comunidad, al don de lenguas, que sólo sirve para la edificación y
devoción propias (1 Cor 14). En la lista de 1 Cor 12, 28ss (cf. también Ef 4,
11) el Apóstol menciona en primer lugar los ministerios carismáticos de la
comunidad, a saber, apóstoles, profetas y maestros, y luego, junto a c. tan
extraordinarios como el donde hacer milagros, el de curar y el de hablar
diversas lenguas, menciona c. que acreditan personalmente, como el poder de
asistir y de gobernar (cf. además, 1 Cor 12, 8ss, donde se enumeran
también: la palabra de sabiduría y de conocimiento, la fe y la -> discreción de
espíritus; y Rom 12, 8, donde aparecen la benignidad y la misericordia). Para
mostrar sensiblemente la ordenación mutua de los diversos c. y sus funciones,
Pablo usa la imagen del cuerpo (1 Cor 12, 12-26; cf. Rom 12, 4ss). Como los
fenómenos extáticos que en gran parte acompañan a los c. también se hallan
fuera de la comunidad y pueden existir en la Iglesia misma sin estar
legitimados por la fe, Pablo recurre al Pneutna como signo distintivo. Sólo en
él es posible decir «Señor Jesús»; este «Kyrios» es el señor de los dones del
espíritu (1 Cor 12, 3ss), y en él tiene su fundamento el amor que ha de
superar y soportar todos los dones del espíritu, para que éstos queden
adecuadamente integrados en el todo (1 Cor 13 ).

Rom 5, 16 y 6, 23, con el concepto totalmente general del inmerecido don


salvífico de Dios, se aparta ya de esta especial y terminológicamente fija
inteligencia de los c.; 1 Tico 4, 14 y 2 Tim 1, 6 hablan de c. en el sentido de
gracia de estado o del oficio, mientras que el sentido literal de 1 Pe 4, 10 se
acerca a la concepción aquí diseñada.

II. La importacia de los c. para la vida de la Iglesia

La definición de la teología escolástica, según la cual los c. son privilegia


peculiaria Ecclesiae apostolicae et primitivae, no puede apoyarse seriamente
en Pablo, pues, para él, ciertamente los c, son en gran parte fenómenos de
entusiasmo que caracterizan la situación escatológica de la Iglesia, pero, en
principio, bajo todas sus formas (extáticas o sometidas al orden comunitario)
pertenecen siempre a la Iglesia, ya que el bautismo justificante y el espíritu
vivo están ordenados mutuamente. Por tanto el c. habría de describirse como
signo de la (dispositiva, extrasacramental) gracia victoriosa, el cual en
circunstancias puede presentarse como un fenómeno extraordinario, cercano
al milagro, pero también puede presentarse sencillamente como fuerza de la
gracia en las pruebas cotidianas (y, con ello, como --> virtud). Los c. son una
característica de la operación del Pneuma en los justificados y, por tanto,
pertenecen en todo tiempo a la imagen de la Iglesia (no sólo en el periodo de
su fundación o en momentos extraordinarios por los movimientos
entusiásticos de devoción).

Ya las cartas pastorales anuncian un proceso que había de imponerse en el


tiempo postapostólico: el c. queda vinculado al -> oficio eclesiástico y a sus
órdenes. Y a esto se une que las manifestaciones abiertamente carismáticas
se hacen cada vez más raras. El montanismo y el donatismo son típicos para
la relación crítica entre el oficio y el c. en el tiempo siguiente. Pero la tensión
entre ambos nunca se desvió tan fuertemente hacia el oficio, que los
fenómenos y dones carismáticos se extinguieran totalmente. El monaquismo
(donde no está totalmente anquilosado en lo institucional), el ascetismo (->
ascética), la --> virginidad, el -> martirio, la -> pobreza y los movimientos de
pobreza, la -> mística, las virtudes sociales y también la ciencia teológica,
fueron y pueden ser formas de aparición de lo carismático. En último término
el oficio eclesiástico, si no quiere hacerse profano, es inconcebible sin c.

Los servicios de la lista de Rom y 1 Cor, los cuales tienden a un oficio y


después recibieron de hecho un carácter institucional (¡cartas pastorales!),
revisten un matiz carismático incluso más allá de Pablo. Las afirmaciones de la
Escritura sobre el sacerdocio general (Ap 1, 6; 5, 9s) y la elección de todos en
la Iglesia para un sacerdocio real y para el pueblo santo de Dios (1 Pe 2, 9,
etc.; cf. Vaticano il, De eccl., n .o 11), así como la concepción
neotestamentaria de la Iglesia como comunidad escatológica del tiempo
salvífico que ya ha hecho su irrupción (cf. Vaticano II, De Eccl., n .o 48),
exigen lógicamente la estima y el cultivo de lo carismático en todos los
miembros y ámbitos de la Iglesia. Naturalmente, corresponde al oficio el
último enjuiciamiento y valoración de lo carismático, pero, por otra parte, este
oficio debe dejarse corregir por lo carismático y escuchar la protesta que todo
c. implica contra la petrificación institucional. Como testimonio del Espíritu los
c., junto con los -> sacramentos, constituyen la vida de la Iglesia en su
multiformidad. Su ausencia o su opresión hace increíble a la Iglesia, conduce
a la uniformidad, e impide toda dinámica.

En la Constitución sobre la Iglesia el Vaticano il concede especial atención a lo


carismático (= pneumático) en la Iglesia (particularmente n .o 12, y también
n .o 4, 34s, 40s, etcétera). Esta nueva valoración fue preparada en cierto
modo por la encíclica Mystici corporis (AAS 35 [ 1943 ] 200s; Dz 2288), si
bien ésta todavía entiende por c. en primera línea «dones prodigiosos», o sea,
fenómenos especiales y marginales. Puesto que el Vaticano II reconoce la
operación del Espíritu incluso fuera de los limites visibles de la Iglesia católica,
el concilio también cuenta con la posibilidad de que allí existan c. (De Eccl., n
.o 15; De Oec., n .o 3 ), y entiende el -> ecumenismo como expresión de lo
carismático en la Iglesia (De Oec., n .o 1, 2; 4, 1, etcétera). Pues sólo el
Espíritu puede conceder a la Iglesia su multiformidad y fundar la unidad en
ella.

Estévao Bettencourt

CARTESIANISMO

La acción de Descartes en la historia del espíritu no se limita a haber sido el


filósofo de moda en el s. xvii francés. El c. es antes bien un comienzo y un
modelo de la actitud de la conciencia moderna en general. Su estimacíón
oscila, hoy como antes, entre dos extremos, según como se juzguen las
tendencias fundamentales de la edad moderna: o como promesa o como
decadencia. Ello es signo de la perenne actualidad del c., que pide de cada
generación una nueva toma de posiciones; pero a la vez dificulta esta toma de
posición. Además los impulsos procedentes del c., que marcan una época en
la historia, no se limitan a las intuiciones e intenciones originales de
Descartes. La máscara que, a los 23 años, el filósofo confesaba haberse
puesto (larvatus prodeo: O x 213 ), la investigación no ha logrado hasta hoy
quitársela del todo. E. GILSON ha descubierto las múltiples dependencias del
gran innovador respecto de la tradición, y precisamente de la escolástica
(Index Scolastico-Cartésien, 1912; NY 21964; Études sur le róle de la Pensée
médiévale dans la f ormatíon du Syst1me Cartésien, P 1930). Lo decisivo, sin
embargo, por encima de los pormenores, es el impulso que Descartes
comunicó a unos pocos principios metódicos y sistemáticos, vertiendo en
ellos, como en focos, las lineas progresivas de la ciencia y de la conciencia
general de su tiempo. Y dándoles así nueva fuerza. Aquí radica sin duda la
grandeza, no menos que el límite de su obra de pensador. Un examen y
deslinde crítico de estos principios es siempre, por las razones apuntadas, una
empresa sujeta a revisión.

El metadológico s. xvii halló en Descartes su teórico supremo. Las Regúlae ad


directionem ingenii (1628, publicación póstuma) y el famoso esbozo Discours
de la méthode (1637) programan un método único, dominado por el modelo
de conocimento deductivo de la matemática, que lleva paso a paso, con una
consecuencia que no se salta nada, del análisis a la síntesis. Esta
concentración metodológica pudo dar fuerzas a la moderna investigación
científica para recorrer su ascendente carrera. Pero descubre también el
peligro de un monismo metódico (ya la ilustración del s. xviii reprocha al c. su
-> dogmatismo), que, en el fondo, no puede desde luego achacarse sólo al c.,
pues irrumpe con todo cultivo decidido de la ciencia. El respeto transitorio a la
moral tradicional cristiana por parte de Descartes fue en todo caso un dique
demasiado débil contra la pretensión de universalidad de su propio método
racionalista.

El escepticismo que profesó Montaigne y el libre pensamiento del tiempo, lo


organiza Descartes en su obra capital Meditationes (1641), para destruir
metódicamente toda certeza aparente o insuficiente, hasta que la duda misma
se elimina en la infalible certeza que de sí mismo tiene el que duda:
cogitoexisto (en el Discours con el equívoco «luego»: je pense, done je suis).
Esta fundamentación del conocimiento en la propia conciencia, no obstante
fórmulas paralelas en Agustín y pensadores medievales, es considerada con
razón como lema de la filosofía de la «subjetividad», que halló sus puntos
culminantes en el método transcendental de Kant y, sobre todo, en la
universal metafísica del espíritu del idealismo alemán.

Contra una reducción muy difundida pero superficial del móvil fundamental de
Descartes a la autonomía debiera precavernos el hecho mismo de que, en el
fondo, la certeza de sí va enlazada con el conocimiento vivo de la idea de
Dios. El antropocentrismo es relativo, está referido al ser; la autonomía
humana es, a par, teonomía. La idea del Dios infinito no sólo se le imprime al
espíritu humano externamente, no sólo es «innata» en él, sino que constituye
además el resorte más íntimo de su naturaleza dinámica (cf. Med. 3: O. vii
51s). También la otra prueba de la existencia de Dios, la ontológica, no
obstante la falsa interpretación refleja como puro conocimiento conceptual
apriorístico por Descartes mismo (y posteriormente por Kant), se funda en
una primigenia y válida experiencia espiritual del ser (cf. Med. 5: ¡bid.
115120; sobre el tema, p. ej., W. KERN, «Scholastík» 39, 1964, p. 91-97).
Sin embargo, habrá que objetar con Jaspers que Descartes dejó perder, casi
insensiblemente, el profundo sentido y la rica posibilidad escondidos en la
certeza primera; y con Heidegger, que la verdad vino a convertirse demasiado
en mera exactitud. Esto - y no el muy discutido «círculo», que se supone
¡legítimoes lo que también hay que objetar al criterio de verdad de la
«percepción clara y distinta», tal como de hecho lo manejaba Descartes.
Descartes ya era excesivamente un «racionalista cartesiano».

Las Meditationes y luego (1644) los Principia desarrollan la tajante oposición


entre espíritu y materia, entre la res cogitans y la res extensa. Estas
demensiones como substancias completas están en el hombre con una
conexión, no óntica, sino solamente operativa (teoría psicológica de la
interacción), mientras los animales no pasan de autómatas ingeniosísimos.
Este dualismo sobre todo, dadas las dificultades que suscitaba, determinó la
problemática del c. en el s. xvII. £1 empujó a sistemas más consecuentes y
contrapuestos: al dualismo ocasionalista y dualista de Malebranche y al
monismo «neutralista» de Espinosa (--> espinosismo). En una posterior y
mucho más amplia influencia sobre la conciencia moderna, el pensamiento de
Descartes, que preferentemente concebía como «cosas» los constitutivos de la
realidad y desdeñaba los principios ontológicos y las «formas substanciales»
de la tradición aristotélica, ha contribuido a una nivelación de las, diferencias
en los seres del mundo a la manera de los monismos materialistas, en contra
absolutamente de sus primigenias tendencias. Por otra parte, el sistema de la
mecánica del mundo construido en los Principia es expresión y ejemplo de un
proyecto de investigación, siempre necesario en el terreno de las ciencias
especiales, donde el carácter unilateral de los métodos está compensada por
la apertura de nuevos caminos, si bien los pormenores materiales, p. ej., las
siete leyes del impulso no hayan resistido, ni aun dentro de la física clásica , la
prueba de la experimentación. En este mismo campo físico, la identificación
entre materia y extensión agitó a los teólogos en tiempo de Descartes por las
consecuencias que implicaba para la doctrina eucarística.

De su fe en la revelación cristiana Descartes apenas abrogó nada más que lo


usual en los eruditos de su tiempo (y si alguna vez fue más lejos, eso ha de
explicarse ante todo por su naturaleza irénica). Pero el hecho de que en
principio él uniera una fe moderada en la revelación con una posición filosófica
muy consecuente (e incluso extrema) y con múltiples investigaciones
científicas, atestigua una tensión pluralista que en el futuro será valorada
como cristianismo objetivo mucho más de lo que era posible en el pasado.

Walter Kern

CÁTAROS

Desde las disputas doctrinales del cristianismo primitivo, por primera vez en el
movimiento de los c. - la mayor secta de la edad media - se articuló y
configuró nuevamente en forma socialmente importante una mentalidad que
en manera latente ha constituido una perenne amenaza contra la fe cristiana.
Esa amenaza consiste en que la relación dialéctica entre la afirmación del
mundo presente y la superioridad sobre él en virtud de un más allá, sea
suplantado por un -> dualismo falto de toda dialéctica, existencial e
intelectualmente más cómodo, el cual establece una oposición ingenua entre
el ámbito de la vida terrestre del hombre y su «auténtica» destinación a la
divinidad.

La designación cátaros (katharoi = «puros»; origen de la palabra alemana


«Ketzer», herejes) aparece en el s. xii. Aplícase a un movimiento de
renovación religiosa que se presenta primeramente (1143) en Colonia, y luego
sobre todo en el norte de Italia y en Francia, así como en Inglaterra y España.
Sus iniciadores fueron emigrantes procedentes de los Balcanes, así como
cruzados y comerciantes que volvían a casa desde aquellas regiones. Este
movimiento, apropiándose impulsos anteriores hacia una renovación, en parte
brotados fuera de la Iglesia, arremetió contra un cristianismo demasiado bien
situado en el mundo bajo la forma de una Iglesia poderosa y propagó una
vida apostólica de peregrinación, con renuncia a todas las ataduras terrestres.
Frente al sacramentalismo oficial, enseñaba la superioridad de una vida de
continencia, que consideraba necesaria incluso para la eficacia salvífica de los
sacramentos. La fuerza persuasiva de los predicadores ambulantes, que vivían
en una ascesis ejemplar, hizo populares a estos boni homines o christiani, tal
como ellos se llamaban, en todas las capas sociales, sobre todo entre los
artesanos. Además, todo eso dio tal fuerza expansiva al movimiento (a pesar
de Bernardo de Claraval, entre otros), que éste hubo de organizarse
jerárquicamente y creó sus propias diócesis con obispos y coadjutores
elegidos, sobre los que estaba el concilio de todos los hermanos, la
«comunidad de los santos».

Constituyó un cambio decisivo el concilio de cátaros celebrado en el sur de


Francia, el año 1167, en el que Nicetas implantó la dogmática de los
bogomilas (una herejía dualística surgida en el s. x en el mundo bizantino)
como doctrina de fe de los cátaros, que hasta ese momento propiamente
estaban unidos en virtud de un entusiasmo espontáneo por un nuevo estilo de
vida

Esta doctrina hacía hincapié en un dilema que pesa sobre toda la historia del
cristianismo y que se presenta tanto en la propia vida práctica como en la
reflexión creyente sobre la redención. El dilema puede formularse así: o
libertad en Cristo y victoria sobre el mundo, o vinculación a lo mundano. Los
cátaros, ante la imposibilidad de conciliar los términos del dilema,
establecieron una oposición contradictoria entre la libertad divina del espíritu
y el encarcelamiento del alma por el pecado y la maldad, y atribuyeron las
fuerzas opuestas a dos principios igualmente originales. Esta visión
fundamental fue calificada por los adversarios eclesiásticos de neo ->
maniqueísmo, aunque no guarde una relación de continuidad con la herejía
maniquea. La doctrina de los c. se articuló en fabulosos mitos acerca de
Satanás como creador del mundo y dios del AT, y de Cristo como dios del NT.
Éstos aparecen en parte como hijos iguales o subordinados del Dios absoluto,
y en parte como hijos de diversos dioses en pugna mortal, con una trinidad
celeste y otra infernal. Cristo sucumbió en la cruz sólo aparentemente. Esos
mitos hablan además de una caída de los ángeles, debida a la concupiscencia
o a la soberbia, que los hizo demasiado pesados para la arquitectura vítrea del
cielo. En consecuencia ellos se hicieron esclavos de Satanás, pero, guiados
por el modelo de profetas ejemplares y sobre todo por el de Cristo, pueden
liberarse de nuevo a través de una penosa peregrinación, ya como animales,
ya como almas humanas, que les hace pasar por diversos cuerpos.

Adán, ángel enviado a los ángeles caídos, a quien por falta de vigilancia
Satanás encerró en un cuerpo, es considerado como primer padre de los c. La
consecuencia moral de esta visión del mundo fue una total renuncia a lo
mundano como medio para liberarse de la cárcel satánica de la creación. Dada
la oposición radical, elevada al ámbito de principios contrarios y sin posibilidad
de mediación, entre el Dios bueno y el malo, la pertenencia al bien era
identificada con la pertenencia a la comunidad de los cátaros, la cual
implicaba una impecabilidad absoluta.

Al adoptar esta doctrina como sistema obligatorio, lo que inicialmente era un


impulso espontáneo hacia una regeneración apostólica del cristianismo,
comenzó a objetivarse y a convertirse en estructura eclesiástica.
Momentáneamente esto llevó consigo un crecimiento numérico de los c., pero
a la vez trajo su paulatina atrofia hasta convertirse en una confesión. Signos
claros de este proceso son la valoración cuasi sacramental del
consolamentum, del rito de recepción por la imposición de manos, como
medio - si bien vinculado a la disposición del que lo administra - de perdonar
los pecados, y la distinción entre los «perfectos», fieles al primitivo ideal
absoluto, y los «credentes», obligados solamente a la doctrina. Con esta
derivación confesional de los c., el ideal de la vida apostólica pasó a otros
grupos más espontáneos (movimientos de -->pobreza), sobre todo los
valdenses, y a las órdenes mendicantes, que después criticaron la vida social
de los c., cada vez menos ejemplar.

Los c. se establecieron como Iglesia opuesta a la oficial en el norte de Italia y


sobre todo en diócesis del sur de Francia como Albi («albigenses»), Toulouse,
Carcasona y Valle de Arán, y consiguieron un fuerte apoyo político por la
solidaridad de los condes de Toulouse y reyes de Aragón que defendían su
independencia. Así resistieron a la cruzada papal de 1181, a la lucha contra
los albigenses de 1209 hasta la paz de Meaux de 1229, guerra proclamada
por Inocencio iii tras el asesinato de su legado Pedro de Castelnau, y que
propiamente vino a ser un enfrentamiento entre Luis viir y los Estados del sur
de Francia. Sólo la toma de Montségur en 1244 y, con ello, la liquidación de la
resistencia de los países de lengua de oc dejaron el camino abierto para la -->
inquisición, que diezmó ferozmente a los c. Simultáneamente el movimiento
de los c. perdió a sus secuaces de la nobleza y pasó a ser asunto de gente
«pequeña», con piedad obstinada y cavilosa, cuya apologética de tipo
escolástico quitó, por otra parte, su fuerza atractiva a la doctrina original y
con ello permitió éxitos importantes a la contramisión iniciada ya antes por
Domingo. Tras un breve intento de revivificación hacia fines del s. x111, el
movimiento de los c. quedó superado definitivamente en Francia hacia 1330 y
en Italia lo más tarde desde 1412.

En conjunto los c. se presentan como uno de los movimientos de renovación


de la alta edad media, como un movimiento que por una parte cayó en un
dualismo cristianamente insostenible y, por otra, fue arrojado de la Iglesia a
causa de la deficiente espiritualidad de la jerarquía. En efecto, su intento de
síntesis entre una apertura «humanista» al mundo y una exclusividad
«sobrenatural» se había atrofiado en un mal compromiso, y los jerarcas no
estaban dispuestos a dejarse inquietar por una provocativa acentuación del
aspecto de alternativa que había en dicha síntesis. Sin embargo, los c. no se
extinguieron tanto por obra de la inquisición, cuanto por haberles tocado en
suerte el destino de todas las revoluciones anteriores, el de tener que perecer
a causa de su «establecimiento» en la vida social.

Konrad Hecker

CATEGORÍAS

I. Concepto
El modo fundamental del --> conocimiento humano es el acto total del juicio.
En él la multiplicidad de los datos se reduce a una unidad sintética. El que
esta unidad se llame sintética indica que ella no es el primer momento en el
proceso total del conocimiento; más bien en dicha unidad late ya la unidad
todavía no articulada de la simple aprehensión, que se articula luego a través
de los conceptos. Por tanto, en el ->concepto se disuelve la unidad inmediata,
pero se disuelve a su vez en unidades (diversos contenidos parciales). Este
proceso llega a su meta en el juicio, como unificación de unidades
conceptuales.

En cuanto -->unidad en un estadio superior, el juicio no es un retorno al


conocimiento todavía no articulado, sino una unidad funcional, una ordenación
(que, evidentemente, no se añade posteriormente, sino que configura siempre
la percepción misma -como humana o «sinóptica» [KANT, Crítica de la razón
pura, A 94] - y la contiene como momento de su propio acto).

Pero dicha unidad ordenada no queda suficientemente descrita mediante las


unidades a base de las cuales ella se construye, pues está esencialmente
determinada por las unidades en virtud de las cuales abarca ordenadamente
sus partes. Así, pues, en el juicio, además de los conceptos sintetizados, hay
que considerar los conceptos sintetizadores, además de lo dicho, los modos de
decirlo. Y desde el escrito de Aristóteles sobre las categorías éstos se llaman
categorías (de kategorein, de enunciar, declarar), en latín praedicamenta (de
praedicare, afirmar).

II. Historia

Como la filosofía trata de comprender la -> realidad como orden (->


ontología), por principio se pregunta también por el orden de sus afirmaciones
acerca de ésta. En occidente, de acuerdo con las series de contraposiciones de
los pitagóricos, Platón designa en el Teeteto como koiná perí panton las
determinaciones generales que se realizan en todos los órdenes diversos
(llamadas -> transcendentales por la --> escolástica), las cuales no son
conocidas a través de un órgano especial, sino que el alma las conoce por sí
misma (Teet. 185 C ss).

En contraposición a estas determinaciones, él llama meguista ton guenon (Sof


254 C) a aquellos conceptos fundamentales que originan diversos órdenes
propios (y por eso no convienen a todos); pero sin hacer una enumeración
completa de tales conceptos y sin ofrecer un sistema sobre ellos.

La clasificación de estos géneros supremos de predicación fue obra de


Aristóteles. Se encuentra en su forma más completa, en el escrito de las
Categorías (4; lb, 25-27) y en el de los Tópicos (i, 9; 103b, 20-23). Allí se
enumeran 10 categorías, contraponiendo a la -> substancia los nueve
accidentes: cualidad, cantidad, relación, acción, pasión, donde, cuando,
situación y hábito (-> aristotelismo, esquema -> espacio-tiempo, ->
causalidad, -> acto y potencia). Por encima de las tentativas del ->
estoicismo y de Plotino (-> neoplatonismo), este catálogo fue decisivo para la
escolástica, y Tomás de Aquino trató de fundamentar su necesidad interna
(Comment. in Phys., IIl, 1, 5).
La era moderna ha presentado tablas propias de categorías. Kant (->
kantismo) deriva de las formas del juicio doce categorías como estructura s
transcendentales de toda experiencia posible. Fichte censura la defectuosa
contundencia de la deducción y él mismo trata de llegar por un método
dialéctico a una serie rigurosamente conexa de determinaciones
fundamentales partiendo de la acción. La empresa más amplia a este respecto
es la lógica de Hegel, que trata de esbozar el autodesarrollo dialécticamente
necesario de la idea absoluta a partir del ser indeterminado. En la actualidad
N. Hartmann ha llevado a cabo detallados análisis categoriales. Mientras él
acentúa la transformación de las categorías en cada uno de los estratos de la
realidad, Heidegger sólo aplica el nombre de categoría al ámbito extrahumano
de la realidad que está «meramente presente»; a las determinaciones
fundamentales de la -> «existencia», del «ser-ahí», las llama -->
existenciales.

III. Problemática

Sin embargo, la cuestión fundamental de esta problemática no está en el


análisis de las c. y en su enumeración sistemáticamente completa. La cuestión
fundamental es la del origen de las c., que raramente se plantea. Ni hay que
derivarlas simplemente de la percepción (cuyas modalidades ellas unifican por
primera vez) ni preexisten (como «innatas») en el entendimiento.

Proceden más bien de la realización del conocimiento mismo. Esta afirmación


no trata de degradarlas, por así decir, a la condición de lo «meramente
subjetivo»; pues justamente in actu, cognoscens et cognitum son idem.

En la percepción de los datos empíricos la -> experiencia reflexiva y


transcendental que el espíritu finito tiene de sí mismo permite que ellos se
determinen a sí mismos y así descubran al experimentador el orden de lo
percibido. Por eso las categorías son las determinaciones comunes del
cognoscente y de lo conocido, o más exactamente: la autoconfiguración de
ambos en un solo acto de conocimiento.

«Así como el yo en la transcendencia (del conocimiento, en el que se actualiza


lo que es el ser mismo) se alcanza como mismidad llena de contenido,
igualmente el ser objetivo llega a la forma de su contenido, la cual, hallándose
antes oculta, ahora está actualizada en el yo» (M. Krings); y este contenido
de ambos es la c.

Pero de aquí se desprende que en principio no cabe elaborar una tabla


completa de c. Y esto no es posible porque el acontecer de la transcendencia,
del cual brotan las c., y el conocer son una acción de la --> libertad y, con
ello, un acontecimiento histórico. P. ej., no todo pensamiento ve el mundo
desde el punto de vista causal; así en el pensamiento estético, la c. de la
presencia ocupa el lugar de la causa (formas de --> pensamiento.

Sólo bajo el presupuesto de una determinada visión del saber (p. ej.,
«científica», técnica, etc.), se pueden presentar sistemas propios de c.

Así el espíritu humano tiene conciencia de su condición categorial, de su


referencia al ser multiforme. Aquel y éste sólo se hacen «reales» (actuales) en
la acción (actu). Pero, aparte lo más general y formal, no se puede decir a
priori qué valores consigue el hombre en el acto del conocimiento, a qué c.
llegará él.

Jörg Splett

CATEQUESIS,
CATECISMO,
CATEQUÉTICA

I. Resumen histórico

1. El sustantivo «catequesis» (katejesis) no se halla en el NT; allí sólo


encontramos el verbo katejein. Todavía no tiene el sentido técnico que tendrá
más tarde; los autores del NT lo toman en el sentido corriente de «contar»,
«instruir de viva voz» (sentido figurado, derivado del sentido físico: «
resonar» ); así en Act 21, 21-24: «Se les contó» a los judíos acerca de Pablo).

En los otros textos, el verbo katejein adquiere un matiz religioso por razón del
objeto a que se aplica. El judío ha sido instruido en la ley (Rom 2, 17-21), y el
cristiano en la palabra (Gál 6, 6; 1 Cor 14, 19), en la vía del Señor (Act 18,
25), en los hechos de la vida del Señor (Lc 1, 4).

El NT no dice nada sobre las formas en que se realizó esta instrucción. El


empleo del verbo subraya únicamente el aspecto oral, y cómo la c. vive de la
transmisión de lo recibido. En cuanto al contenido, la c. abarca todo el NT. El
NT mismo es una catequesis. La enseñanza específicamente cristiana se halla
expresada en él con diferentes palabras (odós, didajé, paradosis, logos;
camino, doctrina, tradición, palabra). Ciertos pasajes dejan entrever
diferentes tipos de enseñanza. Así Heb 6, 1 distingue la enseñanza elemental
de la instrucción reservada a los perfectos, y nos da el contenido de la
primera enseñanza sobre Cristo: la conversión, la fe, el bautismo, la
resurrección y la retribución eterna. El NT asigna igualmente un lugar especial
al Kerygma, a la primera predicación a los paganos (Lc 24, 27; Act 10, 42).

2. A lo largo de los s. II y III el vocabulario de la c. va precisándose y


adoptando poco a poco su sentido técnico. Aparecen otras palabras:
catechizare, cathechisatio, que no son ni griego ni latín clásico.

La Tradición de Hipólito emplea la palabra «catequesis» en su sentido preciso


de enseñanza dada a aquel que se prepara para el bautismo y que recibe el
nombre de « catecúmeno» (Tr. Ap. 17; Cf. Const. Ap. lib. vIII).

Así, pues, a medida que se va constituyendo el catecumenado, la palabra


«catequesis» y sus derivados van tomando también su sentido específico.
Todos estos términos se refieren a la enseñanza dentro del marco del
catecumenado, ya sea a la enseñanza preparatoria para el bautismo, la c.
bautismal, o a la enseñanza que sigue inmediatamente a la iniciación
sacramental: la c. mistagógica para los neófitos. Las grandes obras
catequéticas de los s. III y iv ilustran abundantemente esta c. (Tertuliano,
Ambrosio, Cirilo de Jerusalén, Juan Crisóstomo, Teodoro de Mopsuestia,
Agustín).

La c. ha conservado desde su origen la forma de la enseñanza oral y el


catecumenado pronto adoptó formas fijas: enseñanza para los principiantes,
para los competentes, para los illuminati. El contenido se refería tan. to a la
doctrina (partiendo del Credo) como a la conducta cristiana (doctrina de las
dos vías, los mandamientos); ambos aspectos estaban resumidos en la
liturgia.

3. C. y catecumenado están de tal manera ligados entre sí, que la


desaparición del uno acarreará la desaparición del otro. El término «c.» se
pierde cuando en los s. vIII-x deja de existir la institución del catecumenado
y, con ello, una forma primitiva de enseñanza cristiana.

Después siguieron otras formas de enseñanza que recibieron nuevos nombres.


La edad media hablará de catechismus, catechizare, catechizatus (Cf. Tomás,
ST III, q. 71, a. 1), refiriéndose a la enseñanza elemental dada por los padres
o padrinos al niño bautizado. El mensaje de la fe se va transmitiendo dentro
de la comunidad cristiana. La liturgia y sus formas derivadas juegan el papel
más importante.

4. La época moderna descubre de nuevo la necesidad de una institución


destinada exclusivamente a la enseñanza fundamental de la fe. Pero aquellos
a quienes se dirigía esta institución, salvo raras excepciones, no eran ya
adultos convertidos, sino personas bautizadas en su infancia. El término
«catequesis» estuvo entonces a punto de revivir. Sin embargo, a la nueva
institución se la designó con el nombre de «catecismo», procedente de la edad
media, el cual fue aplicado luego al libro usado para esta enseñanza.

En 1529 publicaba Lutero su «Catecismo». A partir de entonces se


multiplicaron los c., tanto entre los reformados como en la Iglesia católica:
Canisio (1556), Belarmino (1558), el c. del concilio de Trento (1566).

Entre estos pioneros se mantiene la preocupación por la palabra viva, como


también por una enseñanza centrada en Cristo: «Lo más importante es que
los pastores no olviden que toda la ciencia del cristiano se resume en este
punto o en las siguientes palabras del Señor: "Esta es la vida eterna, que te
conozcan a ti, único Dios verdadero, y al que enviaste, Jesucristo"» (prólogo
del c. del 'concilio de Trento).

Pero, a lo largo de los tres siglos que siguen, el contenido del catecismo se
alejará de la fuente vivificante de la Escritura. La institución del catecismo y el
estudio del libro del c. se revelarán insuficientes para mantener vivo el
anuncio de la palabra en la comunidad cristiana.

5. Por esta razón el término «catequesis» ha recobrado nuevamente su


puesto en estos últimos años. El cambio de vocabulario quiere mostrarnos que
la enseñanza de la fe en la Iglesia no puede reducirse a la institución del c.
para niños. Ésta no es sino un aspecto, pues existe también una c. para
adolescentes, para jóvenes y para adultos. La transmisión de la fe no consiste
tampoco en aprender de memoria el libro del c. En su contenido como en su
forma el c. debe presentar hoy la palabra de Dios como una realidad viva.
Todo el esfuerzo catequético contemporáneo tiende a restituir a la c. el
verdadero puesto que le corresponde dentro de la Iglesia de hoy.

II. Problemas actuales

1. Significados de la palabra «catequesis»

La palabra c. se emplea habitualmente en dos sentidos diferentes: en un


sentido estricto y en un sentido amplio.

En el sentido estricto «catequesis» designa la «tradición o transmisión del


depósito de la fe a los nuevos miembros que la Iglesia se va incorporando»
(P. Daniélou). Éste es el sentido técnico, histórico. Hoy día, como en los
primeros siglos de la Iglesia, se trata de la enseñanza elemental dada al
convertido con vistas a la preparación para el bautismo. La c. se distingue
tanto de lo que la precede -la evangelización y el anuncio del «kerygma» -
como de lo que la sigue: las formas superiores de enseñanza destinadas a los
bautizados (predicación e introducción a la disciplina eclesiástica, etc.). En
este sentido se habla de catequesis para el catecúmeno adulto. El término se
usa también para designar la primera enseñanza dada a los niños bautizados.

En sentido amplio la palabra c. expresa toda clase de instrucción en la fe,


desde el primer anuncio del kerygma hasta las formas superiores de
enseñanza científica. Esta definición permite subrayar la unidad que existe
entre los diferentes esfuerzos kerygmáticos: el del primer anuncio, el de la
preparación para el bautismo y el de la enseñanza que sirve de alimento a la
vida cristiana. Para acentuar esta unidad algunos autores dan el nombre de
«precatequesis» incluso a la obra de preparación para la conversión. Esta
palabra, surgida en relación con el catecumenado de adultos, indica
claramente el sentido de ese tiempo de preparación: disponer al que se
convierte para la recepción del anuncio del mensaje. En este sentido el
término se aproxima al concepto de «evangelización», que, sin embargo,
resalta más la modalidad de dicho anuncio.

Los dos sentidos se aclaran mutuamente. El sentido estricto manifiesta el


aspecto formal de la c. Analizando los elementos de esta primera enseñanza
de la fe, podremos precisar el contenido y la modalidad de la c. que necesita
todo bautizado. El sentido amplio exige que se tengan en cuenta las diferentes
etapas, so pena de imprecisión y de confusión: particularmente la etapa de la
evangelización y la de la enseñanza siguiente. En este sentido la palabra
«catequesis» puede designar legítimamente toda forma de enseñanza
posterior a la evangelización y a la conversión.

2. Ensayo de definición

La c. puede definirse de diversos modos. Si la explicamos por su origen, la c.


es la transmisión de la palabra de Dios, que puede ser fuente de la c. en un
doble sentido.
Ella determina el contenido de la c. En la c. debe conservarse la palabra de
Dios según sus diversos grados de importancia: en el centro ha de estar el
misterio de Cristo, el misterio de aquel que murió y resucitó por la ->
salvación de todos los hombres; y alrededor de ese centro tiene que estar
ordenado todo el transcurso de la historia de la salvación. El contenido de la c.
no es, por tanto, primordialmente un sistema de ideas o un conjunto de
fórmulas; es más bien el anuncio de determinados acontecimientos, en los
cuales Dios se reveló y continúa revelándose hoy. En la fe de la Iglesia y en la
inteligencia del creyente se actualizan continuamente dichos acontecimientos.
Con miras a esto se forman las distintas modalidades de la instrucción
cristiana: la historia bíblica, el mundo de la liturgia y la parte teórica de la fe,
o sea, la doctrina.

Por otra parte, la palabra de Dios determina la forma de la c. Ésta es


«revelación», «buena nueva». La c. hace presente en nuestro tiempo lo que
ocurrió «una vez». Debe, por tanto, estar revestida de aquel dinamismo que
originalmente era una nota distintiva del mensaje cristiano. Desde otro punto
de vista la c. puede definirse por lo indicado en el término mismo. La palabra
de Dios se dirige a un hombre, exigiéndole que él la acepte. Se puede, por
tanto, definir la c. como una educación del bautizado en la fe. Se trata, en
efecto, de que por la palabra de Dios el hombre entero se convierta y alcance
la salvación. El hombre recibe la palabra de Dios no sólo en la razón, sino
también en el «corazón» (según el sentido bíblico del término). Y, así
aceptada, ella transforma al hombre entero: su visión del mundo, su
comportamiento, sus relaciones, su vida de comunidad. Hace de él una
persona que vive en la comunidad de los hijos de Dios en conformidad con el
indicativo y el imperativo del reino de Dios. De ahí las diversas formas de la
c., encaminada siempre a ayudar al hombre a conseguir la identidad consigo
mismo en medio de las múltiples circunstancias de su vida: edad, ambiente,
cultura, etc. Así la c. hace que cada comunidad y cada individuo, pueda
conocer y reconocer los signos y las promesas de la salvación, y dar forma a
la única palabra de Dios en las diversas dimensiones de la vida.

Los dos puntos de vista se completan. Hay que mantener el uno y el otro y
definir la catequesis como un «anuncio de la palabra de Dios con vistas a la
educación del hombre en la fe». La c. así entendida se halla al abrigo de un
doble riesgo: el de inmanentismo, que sacrifica la exactitud y originalidad del
mensaje a una adaptación mal entendida, y el de ceder a una falsa concepción
de la transcendencia que ignora las condiciones reales en que Dios se da a
conocer al hombre.

La c. aparece, por el contrario, como el lugar privilegiado del encuentro entre


la iniciativa de Dios que se revela y el hombre que se abre a él por la fe. Este
encuentro se efectúa a través de las diversas formas de expresión de la
Iglesia. Los acontecimientos bíblicos, los signos litúrgicos, las formulaciones
dogmáticas, los testimonios de santidad son una de las formas alcanzadas por
la revelación, son una respuesta a las grandes preguntas de la humanidad. La
c. halla así su «eje» que no es otro que la relación entre Dios y el hombre, tal
como se ha realizado en la encarnación redentora.

3. Catequesis y ciencias sagradas


La reflexión de la Iglesia sobre la revelación recibida dio origen al nacimiento
de las ciencias sagradas. La teología, la -> exégesis, la -> teología bíblica y la
-> liturgia son otras tantas fuentes de la c. En estas ciencias encuentra la c. el
contenido de su mensaje y el criterio de su ortodoxia.

Pero la c. no es mera teología, o exégesis, o ciencia litúrgica. La c. práctica


utiliza los elementos elaborados por estas ciencias, pero es tarea suya
ponerlos en relación con su origen - la palabra de Dios - y con su fin: la fe del
hombre. También la forma como la c. usa el material de las ciencias teológicas
difiere del método constitutivo de estas ciencias. La c. presupone las diversas
ciencias teológicas, pero no se reduce simplemente a enseñar su contenido
por encima del aspecto científico o técnico que es peculiar de tales ciencias, la
c. se preocupa por el hombre viviente, por la iniciativa operante de Dios, la
cual va dirigida al hombre concreto. Las ciencias teológicas suministran a la c.
el material que ésta necesita y, además, las normas para enjuiciar sus
métodos; pero la c. tiene su forma propia, ella es la palabra viva al hombre
actual.

4. Catequesis y ciencia del espíritu

En los últimos cien años aproximadamente las ciencias del espíritu han
alcanzado un desarrollo anteriormente desconocido. Ellas han elaborado una -
-> antropología que constituye un presupuesto indispensable para la c. P,sta
no puede ignorar la aportación de la psicología, de la sociología, de la
pedagogía científicas, si bien ha de evitar las acomodaciones superficiales.
Esto significa que el material de estas ciencias sólo tiene valor para la c. en
cuanto se refiere a una inteligencia del hombre que tenga en cuenta su fin.
Aquí está la tarea de una < antropología cristiana». Su cometido es explicar
qué es el hombre de hoy bajo la luz de la revelación y cómo él puede estar en
conformidad con ésta, para lo cual ha de tomar en consideración tanto la
Escritura y la Tradición como los resultados de las ciencias modernas. La
antropología cristiana pregunta por las condiciones bajo las cuales el hombre
de nuestros días puede aceptar la palabra de Dios y, por eso, pregunta
también por su concepción del mundo y de si mismo.

Desde este punto de vista, las ciencias que se ocupan del hombre ayudan a
elaborar una c. adaptada a las diferentes edades de la vida: infancia,
adolescencia, edad adulta, y a las diversas mentalidades de los grupos
humanos: ambientes populares, cultos, etcétera. En una pedagogía
catequética se deben tener igualmente en cuenta los conocimientos
fundamentales de la pedagogía moderna, aunque siempre con miras a su
propío fin, que es poner al hombre en relación con Dios.

III. Catequesis práctica

La c. presenta tantas formas en la práctica que es imposible describirlas


todas. Por eso mencionaremos solamente sus formas y campos principales.

1. Los grados de la catequesis cristiana

El padre Liégé distingue: a) la catequesis de iniciación o c. fundamental. Es la


primera enseñanza de la fe, enseñanza que recibe el catecúmeno cuando se
prepara para el bautismo. Se da también este nombre a la enseñanza que
recibe el niño al prepararse para la penitencia y la eucaristía. Esta c. transmite
la totalidad del caudal de la fe, pero de una manera elemental, atendiendo a
la unidad y al equilibrio de los diversos elementos: doctrina, liturgia, vida. De
la calidad de esta primera catequesis depende todo lo posterior.

b) La catequesis permanente. Los elementos esenciales adquiridos en la


catequesis de iniciación se desarrollan y crecen a lo largo de toda vida. La c.
permanente desarrolla sucesivamente todas las implicaciones del mensaje,
según lo exigen y hacen posible las diversas situaciones de la vida. Aparte la
predicación, la c. puede revestir las más diversas formas: cursos para
adolescentes o adultos, círculos, conferencias, etc.

c) La catequesis perfectiva, o c. de la sabiduría, va dirigida a los que por


misión o por vocación tienen necesidad de ir más allá de la c. permanente.
Puede conducir a la sabiduría en sentido teológico y a la mística o
contemplación.

2. Catequesis y catecismo

Un instrumento predilecto de la c. sigue siendo el catecismo. En un marco


adaptado al niño utiliza todos los oportunos procedimientos pedagógicos para
conseguir el fin de la c.: preparar al niño para que pueda captar la palabra de
Dios.

3. Catequesis y pastoral

La transmisión de la palabra de Dios se hace no sólo dentro de las


instituciones catequéticas, sino insensiblemente en todo lo que constituye la
vida de la Iglesia: en la familia, en las asociaciones de jóvenes y de adultos,
en las celebraciones litúrgicas y también en los diversos medios de -->
comunicación (prensa y radio).

Esa multiplicidad es una riqueza, pero exige cierta unidad. Ésta es obra de la
gracia de Dios en lo recóndito de la fe de cada uno, pero debe manifestarse en
las múltiples formas que adopta la acción de la Iglesia. La unidad tendencial:
el misterio pascual es el punto central de la fe y de la vida cristiana; la unidad
de lenguaje: muchos cristianos sufren al no ver la relación entre las nuevas y
más vivas formas de la c. y las formas antiguas de tipo más analítico. El
quehacer del pastor consistirá en mostrar la convergencia de las diversas
formas de expresión empleadas en la Iglesia. Eso significa que entre c. y ->
pastoral hay una constante interacción.

4. Los estudios catequéticos

El objeto de la -< catequética» es la reflexión sobre la enseñanza de la fe y su


lugar dentro de la Iglesia. Los estudios catequéticos se han venido renovando
desde hace un siglo a la luz de los progresos de las ciencias teológicas y
bíblicas, antropológicas y metodológicas. La escuela de Munich ocupó en este
campo un lugar preponderante. Puestos en trazar el plan de una catequética
ideal, ésta debería estudiar:

a) La teología de la palabra de Dios, su puesto en la Iglesia, sus medios


auxiliares, las leyes de su transmisión (catequética formal); su contenido
(catequética material): según un punto de vista general o según aspectos
particulares (catequética bíblica, litúrgica... ). b) La existencia del hombre en
la fe (antropología cristiana) y, como parte esencial de este estudio, las
diversas ciencias antropológicas en su relación a la catequética (psicología,
sociología... ). c) La catequética práctica, es decir la transmisión de la palabra
de Dios al hombre, tanto en una forma general (pedagogía catequética
general), como en una forma adoptada a la diversidad de edades, de
ambientes, de situaciones (pedagogía catequética especial). d) Finalmente, el
vínculo entre la catequética y las otras actividades de la Iglesia (catequética y
pastoral bajo sus diversas formas... ).

Jacques Audinet

CAUSALIDAD

I. Nota previa sobre el lenguaje filosófico

Se habla de muchas maneras acerca de la c. como relación entre causa y


efecto. Desde el subjetivismo moderno (con su escisión entre sujeto y objeto,
seguida de una emancipación del «pensamiento» respecto al --> «lenguaje»)
se ha intentado repetidamente entender la c. como algo propio de las cosas
mismas, o como mera concatenación hecha en nuestras representaciones o
como pura categoría intelectual. Pero ya el concepto griego (aitía = causa
como responsabilidad ética) nos hace remontar a aquella dimensión original
de la acción humana que todavía abarca el «sujeto» y el «objeto», dentro de
la cual se pudo llegar lentamente a distinguir entre la idea de culpa subjetiva
y la de causa objetiva. La concepción antropomorfa - mas no por eso
subjetivista - de la c. refleja todavía la experiencia inicial de la pertenencia
mutua del ser y del hombre. Esta pertenencia mutua se manifiesta por vez
primera en el mundo del idioma indoeuropeo de Grecia, como relación entre la
phisis y el logos, es decir, como c. entre -> el «ser» y el «lenguaje».

El estadio previo de esta mundialmente importante distinción entre la physis y


el logos se halla en la diferencia entre ser y devenir, que sólo se da entre los
griegos y que luego hará posible la distinción refleja entre causa y efecto.
Pues «solamente los griegos dejaron de mezclar el concepto de «ser» con el
de «devenir», estableciendo entre ambas dimensiones una antinomia cuyo
dinamismo se desarrolló en la filosofía griega. Antes de Parménides (milesios,
pitagóricos, Heráclito) el ser del mundo fue concebido como «devenir» (phisis;
cf. Empédocles B8 Diels), y más tarde (Parménides, Meliso, Empédocles, los
atomistas, Anaxágoras y Platón) se explicó este devenir como una apariencia
superficial que no afecta al verdadero ser» (J. LOHMANN: Gadamer-
Festschrift, 174). Y así sólo el lenguaje griego logró distinguir reflejamente la
multiplicidad, unida todavía en la terminología mítica, de «cosa» «lenguaje» y
«pensamiento», así como la experiencia igualmente original del «ser» y la del
«tiempo».
El proceso de esta distinción dentro de la comunidad de habla griega
(mientras que p. ej., la cultura antigua de la India y de China - con el
concepto de brahma o el de tao que corresponden a la idea del logos en
Grecia- no lograron romper la unidad de ser y lenguaje) es la «síntesis a
priori» entre «ser» y «tiempo» que se ha desarrollado en toda la historia de la
humanidad y que fue experimentada por primera vez en Grecia,
concretamente por la tensión entre la conciencia individual y la de los distintos
grupos. Esa «síntesis», que después volvería siempre a hacerse problemática,
pertenece a la experiencia fundamental -que ya no cabe traspasar- del
hombre que sólo se entiende y cambia a sí mismo en medio de la comunidad
lingüística. La intelección del ser por el hombre, la cual se transmite temporal
e históricamente en el medio del lenguaje, es el origen de la idea de c. (que
aparece a través de los diversos momentos de la reflexión), en cuanto
constituye un dar razón (rationem reddere) sobre las causas o una búsqueda
de las causas (posteriormente: principium, causa) de lo que es.

El hallazgo de sí mismo por parte del hombre europeo, que ha ido


progresando con el creciente conocimiento de la c. (y que hoy día a través de
la ciencia y la técnica repercute en los no europeos), desde la sublime
«subjetividad transcendental» de Kant hasta la regeneración del hombre por
el trabajo humano en el sentido de Karl Marx, se logra en gran parte mediante
la pérdida de la vinculación original (incluida la de la «religio» que ata y obliga
históricamente) al todo de la realidad y del lenguaje, que fundamenta en
forma histórica y (no sólo «lógica»). El aislamiento entre «ser» y «tiempo» en
el curso de la -> metafísica occidental, el cual se debe a la concepción
«lógica» del ser y del lenguaje (cuando, en realidad, el uso histórico del
lenguaje en su dimensión colectiva y en la individual es la mediación original
entre «ser» y «tiempo», la cual se produce en la existencia del hombre antes
de toda lógica, pues ésta se deduce en un estadio posterior), hace
comprensible la pregunta planteada desde Kant acerca del carácter analítico
(sólo justificable por el análisis de los conceptos) o sintético a priori
(justificable a partir de la acción insuperable de la inteligencia del y o
transcendental) del principio de causalidad. En tal «síntesis a priori», en virtud
de la cual «a un A se le une un B totalmente distinto según una regla», de
modo que solamente a través de la categoría de la c., como una condición de
la posibilidad de la experiencia, se introduce en la multiplicidad de los
fenómenos una interdependencia objetiva - pero fundada solamente en la
«conciencia» -, se anuncia ocultamente el olvidado problema del tiempo y de
su mediación con el ser en el logos, es decir, en el lenguaje (y no sólo en la
conciencia). El concepto de causalidad, inmanente al logos griego (como
exploración de la realidad que irrumpe masivamente en el hombre), el cual es
desarrollado por primera vez en los presocráticos y en los Analíticos
posteriores, de Aristóteles, conduce a la doctrina de los principios de la ciencia
que demuestra, es decir, que busca razones, lleva al esquema aristotélico de
las cuatro causas, que determina en adelante el pensamiento occidental.

La pérdida del carácter temporal de la c. en favor del lógico (del árjé griego
[= comienzo] se pasa al «principio»; y del télos griego [= final] se pasa al
«fin»), hace que ya en la lógica estoica el «concepto» (el momento «analítico»
del tejido del lenguaje, vinculado al tiempo y a la historia), el cual en el logos
griego está integrado al todo histórico del ser y del lenguaje, se independice
más y más. Y luego, por seguirse acentuando excesivamente lo lógico, que se
aleja de la función declarativa del logos histórico, en la edad moderna
conduce a la pregunta de la síntesis a priori, que ahora para Kant, como
síntesis de conceptos puros del entendimiento (p. ej., causa-efecto), está
anclada, ya no en el logos óntico del lenguaje histórico como condición de la
posibilidad de toda unión de ideas, sino en una «subjetividad» normativa del
hombre, reducida a la mera conciencia («evidentemente el ser no es un
predicado real...»: Crítica de la razón pura A 598, B 626; cf. ARISTÓTELEs, De
anima 3, 6; 430 a, 27ss). Así, la unidad implicada en la concepción
indoeuropea griega del ser (y de la c.) entre los conceptos analítico-
categoriales y el lenguaje sintéticosupracategorial (que hace de mediador
original entre el ser y el tiempo), se escinde en el curso de la historia del
pensamiento occidental.

El aspecto «supralingüístico» (analítico) que está dado junto con el histórico


lenguaje usual, el cual articula la actuación del hombre, queda aislado; y, en
consecuencia, también el problema kantiano de lo sintético a priori se
presenta como un difícil desfiladero de la «pura razón» separada del
primigenio logos hablado. El atomismo semántico y la objetivación del
lenguaje (como si éste se agotara con la representación y designación de
puros «objetos») olvidan casi su universal apertura y plasticidad, es decir, su
función sintética (debiendo advertir aquí cómo lo expresado en el lenguaje del
hombre es ante todo el tránsito de «ser» - no «del ser» - a los entes, y sólo
en segundo término del hecho de que un «objeto» procede de otro). Como
consecuencia de una unilateral « hipostatización» metalingüística del ser (que
está ya radicada en el eídos platónico y en el pensamiento aristotélico de la
«forma»), el problema bíblico y cristiano de la -> creación fue luego
interpretado también unilateralmente según el modelo de una causalidad
derivada (de una c. entre « entes», de los cuales Dios es considerado como el
primero), y no según el modelo de una c. originaria (entre el ser del logos que
actúa en el plano humano y toda otra clase de ente); si bien el concepto
bíblico y cristiano del logos es el correctivo más intimo de toda concepción
unilateral de la causalidad, pues libera en su totalidad la búsqueda del
fundamento y de las causas que se desarrollan en la historia de la humanidad
para la -> palabra de Dios, que el hombre no puede subsumir bajo la c.

En virtud de una idea de c. también unilateralmente objetivante se ha podido


desarrollar en nuestro tiempo el supuesto dilema entre la fe (cristiana) en la
creación y la idea de la evolución (en las ciencias naturales).

II. Causalidad en la filosofía y en la ciencia

La cuestión de los principios y causas en los primeros griegos es también la


primera diferenciación entre la significación objetiva y la lingüística de
causalidad. La palabra griega arjé (aejein: primer ser en el sentido de
empezar, dominar) en su cambio de significación de «comienzo» a «principio»
(causa), que aparece por primera vez en Anaximandro (arjé = apeiron, el ser
indeterminado como fundamento de todo ente), confirma la arriba
mencionada diferencia entre «ser» y «tiempo», propia de la concepción griega
del ser, y que caracteriza desde Platón la metafísica occidental. Esa diferencia
ha hecho posible distinguir por primera vez entre relación «causal» y
meramente «espacio-temporal» de los entes (cf. la disputa entre el ->
racionalismo y el --> empirismo modernos en torno a la determinación de la
diferencia entre el temporal post hoc y el causal propter hoc). El concepto de
arjé, que como término técnico de la filosofía se usa por primera vez en la
tradición peripatética (Arist. Met. D 1, 1012b, 34ss), probablemente fue
retrotraído hasta los presocráticos. Así leemos que como fundamento original
de todas las cosas fueron aducidos: el agua por Tales, el aire por Anaximenes,
el fuego por Heráclito, el ser por Parménides, los cuatro elementos por
Empédocles. Anaxágoras fue el primero que consideró el espíritu ( nous) como
causa eficiente y final, mientras que para Demócrito los átomos y el vacío
eran los arjai.

En Platón junto al sentido temporal de arjé se encuentra ya claramente el


sentido causal (Fedro 245C): el alma como lo que se mueve a sí mismo
(Fedro, 245C), el demiurgo y el alma del mundo (en Timeo) son causas en el
sentido propio. En Platón se encuentra ya una primera reflexión sobre el
principio de c. (Tim 28a), en cuanto éste se halla relacionado con el problema
de Dios (Tim 68 E hasta 69 A). Partiendo de las posibilidades de pregunta y
respuesta que se contienen en el diálogo (qué, de qué, por qué, para qué
«es» algo: Phys. 194b, 16ss; Met. A 3, 983 a 26ss), Aristóteles desarrolla la
doctrina de las cuatro causas: la causa formal, la material, la eficiente y la
final; y establece la diferencia entre los principios del ser y del conocer (Met
1013 a 17). Él mismo señala la vinculación mutua de todos los
«fundamentos» en el ser de la naturaleza que las une (Met. 1003 a 27-28),
así como la interdependencia en el terreno filológico entre la c. y el problema
del movimiento (Phys. 202b, 19ss). No obstante, en el libro 12 de su
Metafísica, introduce un «primer motor inmóvil» (Met. 1072 a 19ss; ->
teología natural), en el sentido de un «ente» que como causa final explica
todo movimiento finito de las cosas. Y así, postergando la causalidad del «ser»
(que ahora se oculta en el problema no resuelto de una eterna «materia
prima»), llega a un concepto metafísico de Dios, que es entendido como «ser
supremo» que ejerce la c. del movimiento, pero no la c. óntica. Como caso
especial del principio de c. Aristóteles formula (en el marco de la doctrina del -
-> acto y de la potencia) el famoso principio acerca del movimiento: « Lo que
se mueve, es movido por otro» (Met. L 8, 1073 a 26; Phys. H 1, 241b, 24;
adoptado luego por Tomás de Aquino, S.T. i, q. 2, a. 3c, etc.).

Juntamente con el sentido lógico que iba adquiriendo el logos griego


(distinción entre lenguaje, pensamiento y realidad), en el estoicismo la
antigua idea de la physis recibe la modalidad de una interdependencia
estrictamente causal de la naturaleza (series causarum). La edad media
intenta armonizar, en el horizonte teológico, el antiguo pensamiento de la
causalidad con la idea cristiana de la creación, pero topa con el límite de este
intento (cf. libro 1 y 2 de la Summa contra gentiles, de Tomás de Aquino),
límite que se presenta con especial claridad en la baja edad media. A saber, la
causa efficiens aristotélica (idéntica, en último término, con la causa finalis)
puede fundamentar el ente en su actus, pero no en su potentia, lleva ad esse
hoc, no ad esse simpliciter (S.c.g. ii, 6). Un Dios demostrado como causa ef
ficiens (= finalis), a la manera del primer libro de la Summa contra gentiles,
no puede ser demostrado en dirección contraria como creador ex nihilo.
Precisamente en el lenguaje aristotélico «movere» no significa otra cosa que
«facere aliquid ex materia», pero no significa «producere res in esse» en el
sentido radical del «ex nihilo» (S.c.g., ii, 16, arg. 3 y 4). Tomás supera la
dificultad con una especie de método infinitesimal, que aparentemente evita el
salto, al reducir a nada la dimensión de la causa material (Ibid., arg. 5), para
dar así un carácter absoluto a la causa efficiens. Pero no se puede comenzar
diciendo que el primum movens immovile es el fundamento absoluto del ser
(= creador), y a renglón seguido establecer la tesis (sin duda legítima en
teología): Creatio non est motus (Ibid., ii, 17). Precisamente aquí está el
punto crítico entre la metafísica aristotélica y la teología; y de él se
desprenden las demás discrepancias, por ejemplo, la imposibilidad de la
mecánica aristotélica de la individuación para el pensamiento cristiano, la
indiferencia del motor inmóvil con relación al mundo» (H. Blumenberg, PhR 3
[ 1955 ] ,p. 201).

En el -> nominalismo de la edad media posterior (el cual, frente a un realismo


que sigue a Platón con actitud poco crítica en el problema de los universales,
renueva la cuestión del fundamento lingüístico y empírico de los «conceptos
universales»), sobre todo en Guillermo de Ockham se llega a una crítica
lingüística (ordinatio verborum: Summa logicae, c. 57, 3ss) del antiguo
problema de la c. Esa crítica tiende a una separación (fértil en la moderna
tarea científica) entre la idea de causalidad en la teología y en las diversas
ciencias; y, por otra parte, entrega la «-> naturaleza» (cada vez más
desmitizada por la acentuación de la idea cristiana de la creación) a la libre
investigación empírica de las causas (Quodl. 2, q. 1). Pero sólo con la
aparición de las modernas ciencias naturales, de índole cada vez más
matemática, - un acontecimiento que tiene igualmente sus lejanas raíces en la
idea griega del logos (pues en griego logos equivale también a relación
matemática)-, y en conexión con el florecimiento del platonismo en el s. xv y
el xvi (la explicación de los fenómenos por leyes matemáticas era patrimonio
de la tradición pitagórica y platónica), se impone la nueva imagen mecánica
del mundo, la cual de momento posterga la doctrina escolástica sobre la
materia y la forma y sobre la teleología, para apoyarse en la causa eficiente
(causación de toda acción por la presión y el impulso). El paso decisivo en el
período entre Copérnico y Newton lo dio G. Galileo, que substituyó el concepto
de «causa eficiente» (el cual después tendrá todavía su repercusión en el --
>materialismo y --> vitalismo) por el de las leyes inmutables, que obran
necesariamente y admiten una formulación matemática. El «porqué» de la
explicación causal cedió el paso al «cómo» de la descripción exacta de
fenómenos mensurables. En último término se trataba ahí de una formalista
derivación «metalingüística» del humano decir «es» en medio del cambio de
las concepciones de la c.; esa derivación era inmanente al logos griego
(Heraclito habló del «logos que se multiplicaba a sí mismo»: Fragm. 115 );
pero, todavía en Aristóteles mismo, la palabra iba unida al objeto.

Pero cómo toda objetivación metalingüística hace siempre referencia a todo el


saber humano sobre el ser y el mundo, es una realidad que vio G.W. Leibniz,
para el cual no hay ninguna contradicción entre una unilateral c. mecánica y
una doctrina matizada de la teología. Sin embargo, Leibniz como filósofo, por
formular la c. con el «principio de razón suficiente», o sea, por una
identificación injustificada de la relación lógica «razón-consecuencia» con la
relación real «causa-efecto», intensificó el predominio del «pensamineto»
sobre el «ser» que late en la filosofía moderna (desde Descartes, con su
Discours de la méthode, y la Ethica more geometrico demonstrata, de B. de
Spinoza). De la antigua tradición de la filosofía inglesa con su actitud crítica
frente a todos los racionalismos (metafísicos) procede David Hume, según el
cual la c. y el principio de c. no pueden deducirse ni de la razón ni de la
experiencia objetiva, sino que se deben a una asociación imaginativa de las
sensaciones, fundada en una larga observación - que es la gran guía de la
vida humana - (Treatise i, part. III, sect. vIII). Quizá en la actualidad, sobre
la base de la filosofía del lenguaje, debiera someterse a nuevo examen el
concepto de c. de Hume («costumbre» como nexo de acción comunicado
oralmente; elemento « operativo» anteriormente a toda concepción idealista o
realista de la c.).

Después de la justificación apriorística de la c. por Kant (Crítica de la razón


pura, A 202, B 247 ), así como de la creciente incomprensión frente a la
problemática del -> idealismo alemán y de la crítica de Schopenhauer (Sobre
la cuádruple raíz del principio de razón suficiente) al concepto tradicional de c.
en el s. xix, todo lo cual contribuyó a que el concepto de c. y de ley fuera
suplantado cada vez más por el de «función» (relación de dependencia entre
dos magnitudes mutables), a principios del s. xx, la idea causal de la filosofía
clásica y de la física clásica se puso en crisis debido a la teoría de los
«cuantos» de Planck, a la teoría de la relatividad de Einstein y a la relación de
indeterminación de Heisenberg.

«Formulando el principio de c. de la física clásica como sigue: Si conocemos el


estado de un sistema físico cerrado en el tiempo t1, se puede calcular
estrictamente su estado en todo otro tiempo t2; este principio resulta
inexpugnable incluso en la teoría de los cuantos. El fracaso del determinismo
aparece en dos lugares diferentes, según el modo como se interprete el
concepto de estado. Si se entiende por estado la enumeración de los datos
determinantes de acuerdo con los principios de la física clásica, entonces la
relación de indeterminación significa que por las leyes de la naturaleza es
imposible asignar simultáneamente un valor concreto a todos los elementos
determinantes que intervienen. Con lo cual no se puede cumplir la premisa del
principio antes formulado. Si por estado entendemos el llamado caso puro de
la teoría cuántica (lo máximo que por una medición puede constatarse en
realidad), entonces la ecuación de Schródinger determina de hecho la
mutación de ese estado desde ti hasta t2 con exactitud matemática; pero el
estado así definido proporciona solamente una información estadística sobre el
resultado que tendrá una medición, en la cual se mide una magnitud distinta
de la definida en el estado correspondiente. Por tanto, en el fracaso del
determinismo no se puede hablar de una refutación de la ley causal, sino,
solamente, de la imposibilidad de que se cumplan los presupuestos exigidos
por ella. La así llamada interpretación de Copenhague de la teoría cuántica,
introducida por Bohr y Heisenberg, considera este fracaso, no como una
consecuencia de la ignorancia humana, sino como la eliminación de la
posibilidad de objetivar plenamente los fenómenos de la naturaleza. La
imposibilidad de utilizar el clásico principio de c. se presenta entonces como
una consecuencia de la imposibilidad de utilizar la antología clásica» (C.F.v.
Weizsácker: RGG3 iii, 1229s).

Esta nueva situación, en la que «es imposible utilizar la ontología clásica»,


muestra muy claramente cómo la idea dominante desde Platón (interpretada
en forma «idealista» o «realista») de un «objeto en sí» o de «propiedades en
sí» (p. ej., espacio, tiempo, lugar e impulso del electrón), estaba abocada a
un desconocimiento de la referencia de todo conocimiento de un objeto al
conjunto más amplio del lenguaje y de la acción humanos. La visión contenida
en el primitivo problema del logos griego, según la cual el conocimiento
humano (en cuanto constitutivo del objeto) sale del conjunto formado por el
lenguaje y la actividad del hombre, o sea, no consiste primariamente en una
adecuación desprendida de ese conjunto entre un sujeto teórico del
conocimiento y un brutum factum «objetivo», ha sido redescubierta
nuevamente en las modernas ciencias naturales. El aspecto «subjetivo» (es
decir, relativo al observador y al proceso de medición, y, en último término, a
la situación conjunta de la actuación humana) y el aspecto «objetivo» del
conocimiento ya no pueden entenderse como esferas exactamente separada s
entre sí, sino que han de ser concebidos como momentos de la única
experiencia de la realidad que se condicionan mutuamente. Cabe recordar
aquí una frase de Heisenberg que rebate todo «objetivismo» unilateralmente
realista o idealista, incluso en la relación de causa y efecto: «Si queremos
aclararnos sobre el sentido de la expresión "lugar del objeto", p. ej., del
electrón (con relación a un sistema dado de referencia), hemos de indicar
determinados experimentos con cuya ayuda pensamos medir el "lugar del
electrón"; de otro modo esta expresión no tiene ningún sentido» «Zeitschrift
für Physik» 43 B, 1927, p. 174 ). Análogamente, la pregunta teórica por la
«causa» divina (en el sentido de la teología metafísica) debería también
liberarse de una manera de hablar unilateralmente «objetivista» (Dios como
suprema «cosa» que fundamenta) o subjetivista (Dios como condición de la
posibilidad del conocimiento humano de las cosas). También al hablar de Dios
hemos de «indicar determinados experimentos», es decir, el hombre en su
totalidad, con su experiencia indivisible de sí mismo y del mundo (-->libertad,
-> muerte) se halla frente a un Dios que se presenta como un misterio o
abismo ilimitado, y no precisamente como una causa delimitada con precisión.

III. Principio de causalidad

Por principio de c. se entiende en la filosofía escolástica (a diferencia de las


leyes de c. aplicables a la realidad de la naturaleza) aquella ley suprema del
ser y del pensamiento en virtud de la cual todo ente contingente presupone
necesariamente una causa, que, en definitiva es el ser absoluto, Dios (véase
la demostración de la existencia de -> Dios). En relación con la asimilación de
Kant dentro de la neoescolástica se discutió la cuestion de si aquí se trata de
un principio analítico (evidente por su reducción al de contradicción) o de un
principio sintético a priori (conocido junto con el conocimiento inmediato del
ser). La respuesta a este problema, la cual mayormente se da afirmando el
carácter sintético-apriorístico del principio de c., depende (como mostrábamos
antes, en i) de la problemática de la «síntesis a priori», es decir, de si dicho
principio se funda en la «conciencia transcendental» o en la relación originaria
del hombre a la realidad, del hombre dotado de lenguaje y vinculado a él, del
hombre que actúa en medio de la relación «yo-mundo».

Franz Karl Mayr

CELIBATO
Por celibato no se entiende aquí un mero no casarse, aunque también esto
puede tener importancia teológica y pastoral si sirve a la realización de un
valor cristiano, sino la libre renuncia al matrimonio en aras de la fe cristiana, y
sobre todo la obligación de no casarse y de vivir en continencia perfecta que
se impone a los sacerdotes de la Iglesia latina por razón de su estado.

I. Desarrollo histórico

1. Entre los fundamentos bíblicos del c, se halla la frase del Señor en que él
habla de una renuncia al matrimonio (castrarse) a causa del reino de los
cielos (Mt 19, lOss), y aquella otra donde dice que desde la resurrección no
habrá matrimonio (Mt 22, 30; Mc 12, 25 ),así como el deseo del apóstol Pablo
de que todos fueran como él (1 Cor 7, 7 ), pues el célibe cuida de las cosas
del Señor y el casado está dividido (1 Cor 7, 32s). El c. del que ahí se habla
ha de ser entendido como fruto de una llamada que aprehende la existencia
humana y la lleva a una entrega incondicional (cf. Mt 5, 40; Lc 9, 60; 18, 22).
Por jesús y su evangelio (Mc 10, 29) o por el -->reino de Dios hay que
renunciar incluso a los bienes supremos. Pero ahí todavía no aparece una
relación directa del c. con el servicio eclesiástico. Más bien, en el cristianismo
primitivo se estableció una relación entre esos consejos y el bautismo, y
algunos los siguieron. En ciertas comparaciones bíblicas se halló un apoyo
para esta tendencia (Mt 9, 15; 22, 1-14; 24, 37-44; Mc 2, 19; 14, 33-37; Lc
5, 34; 12, 35ss; 14, 15-25; Jn 3, 29). Sólo poco a poco, en unión con el
aprecio de la -> virginidad (cf. 2 Cor 11, 2; Ef 5, 25ss 30ss; Act 21, 9), ante
la perspectiva de la consumación final (Ap 14, 3s; 19, 7ss; 21, 2. 9; 22,
17.20s), por influencia de la forma de vida de los ascetas y monjes y
apoyándose en preceptos del AT sobre impurezas a evitar antes del culto,
surgió el c, como ley del estado sacerdotal. En el desarrollo jurídico del c. fue
un punto de partida y un pensamiento director la prescripción de las cartas
pastorales, discutida en su interpretación, según la cual obispos, diáconos y
presbíteros deben ser «maridos de una sola mujer (1 Tim 3, 2.12; Tit 1, 6s).

2. Las disposiciones legales sobre el c. se remontan hasta principios del s. tv.


Por afán de una total entrega religiosa y también bajo el influjo de un
dualismo gnóstico de tipo maniqueo, algunos sacerdotes después de su
ordenación se sintieron obligados a renunciar a la prosecución de su vida
matrimonial. El canon 4 del sínodo de Gangra (340) permite reconocer que
esto respondía también a una exigencia mágica del pueblo. Mientras en la
Iglesia oriental el celibato sólo fue preceptuado para los obispos, que poseen
la plenitud del sacerdocio (legislación fijada en el s, vri por el emperador
Justiniano t y por el segundo sínodo de Trulla), en el oeste las disposiciones
del sínodo de Elvira quedaron generalizadas en gran parte gracias al papa
Siricio (DS 118s, 185). Un intento del concilio de Nicea (325) de extender el c.
a toda la Iglesia no llegó a cuajar. León 1 y Gregorio t extendieron el c. a los
subdiámnos. Puesto que lo prohibido no era propiamente el matrimonio, sino
su uso, en los s. v-vii se exigieron a los candidatos al sacerdocio (y a sus
mujeres) promesas de continencia, y desde el s. vi se exigió también la
separación de los cónyuges legítimos. El que los sínodos debieran intervenir
una y otra vez indica las dificultades fácticas que se presentaban. En la edad
media fue un motivo propulsor del c. el temor de que se perdieran los bienes
eclesiásticos por convertirse en posesión hereditaria de la familia; este
problema se remonta a los s. v-vi. En el s. xii se llegó a decretar la nulidad de
un matrimonio de mayoristas. A pesar de duras discusiones en el tiempo de la
reforma, el concilio de Trento estableció en firme que quienes han recibido
órdenes mayores son incapaces de matrimonio (DS 1809). La fórmula que el
Niceno adoptó «en virtud de una tradición antigua», á saber: «Ningún
matrimonio después de haber recibido alguna orden mayor»,
fundamentalmente ha sido mantenida por el magisterio como una norma
apostólica, incluso en el concilio Vaticano ii y en los documentos aparecidos
posteriormente.

3. Según el derecho vigente de la Iglesia latina, el cual está fijado en el CIC,


los clérigos de órdenes menores por el matrimonio abandonan el estado
clerical (can. 132, § 2). A los clérigos de órdenes mayores les está prohibido
contraer matrimonio. Ellos están obligados de manera especial a guardar
castidad. Un pecado contra la castidad es sacrilegio (can. 132, § 1) y, en caso
de una infracción externa de la ley (can. 2195), constituye un delito punible
(can. 2325). El intento de contraer matrimonio es nulo (can. 1072) e, incluso
en el caso de contraerlo en forma meramente civil, acarrea la irregularidad
(can. 985, n. 3), la pérdida de los oficios eclesiásticos (can. 188, n. 5) y la
excomunión (can. 2388). Las disposiciones legales sobre la absolución de la
excomunión (can. 2252; Decreto de la sagrada penitenciaría de 18-4-36 y 14-
5-1937) y sobre la dispensa del impedimento matrimonial concedida a
diáconos y subdiáconos en peligro de muerte (can. 1043s), así como sobre la
reducción al estado secular con la dispensa del c. (can. 214, 1992-1998), han
quedado completadas y mitigadas por «actos de gracia» de la santa sede, y
especialmente por los documentos del concilio Vaticano ri (Lumen gentium, n.
29, Presbyterorum ordinis, n. 16), e igualmente por el Motu proprío Sacrum
diaconatus ordinem (Núm. 4, lls, 16) y por la Enc. Sacerdotales caelibatus
(núms. 42, 84s, 87s). Así, p. ej., se puede fundamentar las solicitudes de
dispensa en motivos de falta de libertad y de aptitud, los cuales hasta ahora
(can. 214) no estaban previstos, y también por otras razones puede
alcanzarse la dispensa de toda clase de obligaciones. Para hombres casados
es posible la ordenación de diácono, si la esposa consiente, los cónyuges han
convivido ya bastantes años en estado de matrimonio y los candidatos han
cumplido los 35 años (cf. las condiciones de 1 Tim 3, l0ss). Pero después de la
ordenación los diáconos no pueden casarse. El que a hombres casados se les
conceda el presbiterado (cf. can. 132, § 3; 987, n. 2), sólo está previsto para
ministros de otras Iglesias o comunidades cristianas que aspiran a la unión
con la Iglesia católica y quieren seguir ejerciendo su sagrado ministerio.

II. Doctrina del magisterio de la Iglesia

1. En la doctrina del magisterio eclesiástico sobre el c. parece ser


característico el hecho de que ella se sabe obligada a la prescripción canónica
del c. y al mismo tiempo intenta mediar entre ésta y la reflexión teológica
acerca del problema ahí implicado. Puesto que dentro de la Iglesia misma se
levantan voces contra el c. y en todos los siglos ha habido importantes
tendencias contrarias a él, la elección y exposición de los temas relativos al c.
por parte del magisterio se muestra influenciada por los respectivos ataques y
por el modo de su fundamentación. Así las afirmaciones doctrinales son con
frecuencia apologéticas, polémicas o exhortativas. El c. es tratado casi
siempre desde el punto de vista de la castidad y en el mismo plano que la
virginidad.

2. El concilio de Trento, aunque acentuó mucho la dignidad del -->


matrimonio sacramental, sin embargo lanzó el anatema contra quienes
opinaren «que el estado de matrimonio deba preferirse al de virginidad o al de
celibato y que no es mejor y más bienaventurado perseverar en el celibato o
en la virginidad que el contraer matrimonio» (DS 1810). Pero este juicio, que
está formulado a base de la idea de los distintos estados, no niega que
algunas personas casadas puedan estar más cerca de Dios que los obligados
al c. Pío xii rechazó en su enc. Sacra virginitas, relativa también al c., la
opinión de que «sólo el matrimonio garantiza un desarrollo natural de la
persona humana» y de que «el sacramento de tal modo santifica el acto del
matrimonio, que éste se convierte en un medio de unión con Dios más eficaz
que la virginidad misma» (DS 3911s). Con esta formulación, más matizada
que la del Tridentino, se da indirectamente un punto de partida para la
elaboración de las multiformes relaciones entre el matrimonio y el c.,
relaciones que no pueden valorarse bajo un solo aspecto.

3. El concilio Vaticano II ha aportado una renovación esencial y un desarrollo


ulterior de la doctrina por el hecho de que, en la Constitución dogmática
Lumen Gentium, se opone a la idea de que sólo los celibatarios vivan con
corazón «no dividido» (n. 42). La llamada a la santidad sobre toda medida, a
ser perfectos «como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5, 48), la
entiende el concilio como un llamamiento dirigido a todos los cristianos, y no
sólo a los que por motivos religiosos permanecen célibes (n. 40). A pesar de
todo, el decreto conciliar Optatam totius exige que los candidatos al
sacerdocio vean claramente la preeminencia de la virginidad consagrada a
Cristo sobre el matrimonio (n. 10). Según la constitución Lumen gentium la
santidad de la Iglesia es promovida por los diversos consejos del Señor que
han de cumplir sus discípulos. Pero entre estos consejos destaca el don
precioso y divino de la gracia que el Padre da a algunos para que,
permaneciendo vírgenes o célibes, con más felicidad (!) se consagren
plenamente a Dios con corazón no dividido. Así el celibato es señal y estímulo
del amor (n. 42). En los decretos Optatam totius (n. 10) y Perfectae caritatis
(n. 12) queda proclamado el c. «por el reino de los cielos» casi con las
mismas palabras para sacerdotes y religiosos. Según Presbyterorum ordinis
(n. 16) el celibato no es exigido por la esencia del sacerdocio, pero es
adecuado a él desde muchos puntos de vista y está fundamentado en el
misterio de Cristo y de su misión. Por eso queda nuevamente roborada la ley
del celibato en la Iglesia latina para aquellos que han sido escogidos para el
sacerdocio. Esta fórmula, limitada frente a las anteriores, deja el camino
abierto para diáconos casados (-->diaconado). Pero queda sin tratar la
pregunta de por qué razón, en determinadas circunstancias, ciertas formas de
ministerio sacerdotal no serían compatibles con el matrimonio y no podrían
estar fundadas en el misterio de Cristo y de su misión.

4. La encíclica Sacerdotalis caelibatus desarrolla el pensamiento del c. de cara


a Cristo, a la Iglesia y a la consumación final, y resalta como no lo había
hecho antes ningún otro supremo jerarca algunos puntos de vista
antropológicos. Aunque el documento pontificio rechaza toda modificación en
la obligación del celibato y defiende claramente la legislación de la Iglesia
latina, pregunta, sin embargo, con aquellos que hacen objeciones si «esta
pesada ley» no debería dejarse a la libre elección de cada uno (n. 3), y si no
debería darse acceso al sacerdocio a quienes se sienten llamados a él, pero no
al c. (n. 7). En la elección de los doce Jesús no exigió el c. (n. 5). El carisma
del servicio sacerdotal se distingue del carisma del celibato, el carácter
obligatorio de éste está condicionada por el tiempo (núms. 14s, 17); la
práctica de la Iglesia oriental se debe igualmente al soplo del Espíritu (n. 38).
Con todo, la Enc. espera que, por la inteligencia de un ministerio sacerdotal
totalmente unido a Cristo, se verá cada vez más claramente el vínculo entre el
sacerdocio y el c. (n. 25). El matrimonio y la familia no son las posibilidades
únicas de una madurez plena (n. 56). Pero la bondad paternal del obispo ha
de extenderse también a los hermanos que sufren bajo el c., y no debe perder
de vista a los que claudican en él (números 87, 91-94).

III. Situación actual

1. El c. es actualmente objeto de discusión fuera y dentro de la Iglesia. Por su


contenido y su forma las discusiones se reflejan también en la enc.
Sacerdotalis caelibatus. IRsta ciertamente tiene el oído atento a las cuestiones
actuales, pero propiamente no les da una solución, sino que ofrece un variado
caudal doctrinal en el marco de distintas direcciones teológicas. Recoge
también elementos de la tradición que el Vaticano ri dejó atrás o intentó
superar, p. ej.: la expresión castitas perfecta (núms. 6s, 13) y la identificación
mística del sacerdote con Cristo, así como su situación peculiar que le
convierte casi en un «hombre excepcional» (núms. 13, 24s, 31s, 56). ¿Quiso
la encíclica exponer que la verdad religiosa y cristiana es más amplia que lo
entendido y expresado en una época determinada? En todo caso el documento
pontificio exhorta a una elaboración cuidadosa de los problemas no resueltos
y ofrece para ello valiosos puntos de apoyo, entre otras cosas por el
reconocimiento de importantes hechos históricos y de nuevos métodos
pastorales.

2. Una objetiva discusión teológica que se sepa obligada, no a la defensiva o a


la ofensiva, sino a la verdad, se ha hecho difícil en este momento. En la
Iglesia misma se oponen dos frentes, cuyos representantes extremistas o bien
convierten el problema en tabú o bien lo consideran zanjado en contra del c.
Sin embargo, ningún partido puede alcanzar realmente ganancias a costa de
la objetividad. Sería de desear una manifestación sincera de las opiniones;
discursos panegíricos y críticas unilateralmente negativas lo único que hacen
es crear una oposición que oscurece los valores esenciales del c. Cuán largo
es el camino hasta una comprensión magnánima lo muestra, p. ej., la postura
poco cristiana de oposición que se advierte en algunos lugares frente a
hermanos casados que se han convertido al catolicismo. La incapacidad de
conceder sinceramente a otros aquello a que se ha renunciado
voluntariamente hace muy dudosa la autenticidad carismática del propio c. Y
en la alusión a la ley más suave del c. en la Iglesia oriental se omite con gusto
que también allí se exigen considerables sacrificios, especialmente de los
sacerdotes viudos. Aunque podemos preguntarnos si la legislación oriental en
último término no significa una solución «a medias», favorecida por antiguas
concepciones acerca de la ilicitud de una «bigamia sucesiva».
3. La problemática actual del c. crece en el plano teológico a causa de una
nueva comprensión del ->matrimonio y del ministerio sacerdotal (->
sacerdote). Si el matrimonio fue considerado durante un tiempo como cosa
meramente permitida, la constitución pastoral del Concilio Gaudium et spes
afirma, en cambio, que el Señor ha dignificado, sanado, perfeccionado y
elevado la unión matrimonial mediante un don especial de su gracia y de su
amor (n. 49), que el Señor mismo permanece con los esposos y que éstos, en
su Espíritu, llegan a su propia perfección, a la santificación mutua y así, los
dos juntos, a la glorificación de Dios (n. 48). Acerca de los sacerdotes, tantas
veces considerados como «seres superiores», el decreto conciliar
Presbyterorum ordinis (n. 9) dice que ellos, a pesar de su alto y necesario
oficio, junto con todos los creyentes, junto con aquellos que renacieron en la
fuente del bautismo, son discípulos del Señor, hermanos entre hermanos y
miembros del único cuerpo de Cristo, cuya edificación está confiada a todos.
Los argumentos en favor del c. que contradicen a tales afirmaciones del
concilio (en cuanto se los transmite sin una nueva reflexión) carecen de valor
y son rechazados con razón. Añádese a esto que en el plano social
actualmente el matrimonio se deja al juicio privado de cada hombre en casi
todos los tipos de profesión. Frente a esto la ley eclesiástica del c. se presenta
como un resto de tiempos pasados. También la estructura yo-tú del
matrimonio, la paridad social de derechos de la mujer, la nueva experiencia
de la corporalidad y la valoración positiva de los contactos entre los sexos
para el desarrollo y la madurez de todos los hombres (no sólo de los casados)
agudizan el problema y piden respuestas adecuadas a los tiempos. Por otro
lado, sólo los creyentes pueden enjuiciar adecuadamente el c. como forma
especial de realización de la vida cristiana.

4. Si finalmente preguntamos por el problema nuclear de la discusión actual


acerca del c., hemos de advertir que topamos cada vez más con la cuestión
de si el c. por el reino de los cielos, que según el NT es un don de la gracia,
puede ser objeto de una obligación legal. Por urgente que sea esta cuestión,
advirtiendo por otro lado que lo pneumático en la Iglesia siempre ha quedado
plasmado en lo institucional, el núcleo de la problemática no está aquí, sino en
la inseguridad de los sacerdotes jóvenes con relación a su «función» y en la
falta de claridad de la ciencia teológica en la concepción del oficio sacerdotal.
La legislación relativa al c. respondía hasta ahora a una imagen del sacerdote
centrada en la pureza, la santidad y la mediación (-> órdenes sagradas).

Mas, por el retorno a las formas de la Iglesia en el primitivo cristianismo


bíblico (i sacerdocio común de todos los bautizados!), por el esfuerzo en orden
a un diálogo con el mundo y por la creciente relación de la teología al
momento presente, esa imagen del sacerdocio está tambaleándose en gran
parte, al menos para los sacerdotes jóvenes. Muchos entienden su servicio
«funcionalmente», y a duras penas pueden entender por qué razón la ley
vigente une indisolublemente el c. y el ministerio sacerdotal, y por qué motivo
la Iglesia oficial (prescindiendo de singulares excepciones) sólo considera
aptos para el sacerdocio a aquellos a quienes Dios, junto con los otros signos
de vocación, les ha dado también el don del c. (Sacerdotales caelibatus,
núms. 14s, 62). Esto es tanto más importante por el hecho de que la
generación joven subraya el carácter carismático del c. y con ello nos da un
testimonio de fe. Observemos, sin embargo, que el término «carisma» es
ambiguo, y puede ser que tras él se oculte una huida, quizá una crisis de fe.
IV. Funciones pastorales

1. Merece especial atención una reflexión pastoral. Si el c. es don de la gracia,


en consecuencia no está en manos de hombres el que sean pocos o muchos
los que participen de él. Pero si se desata una disputa en torno a este don de
la gracia, la pastoral ha de preguntar dónde se hallan los obstáculos para su
realización creyente. ¿Es que la semilla divina ha sido sofocada por la
«cizaña» de una motivación demasiado humana? ¿O ha sido arrancada
también la semilla por querer alejar la cizaña? También para el c. sacerdotal
la imagen directiva es la experiencia apostólica de la Iglesia primitiva, en
virtud de la cual muchos creyentes en tal medida quedaron aprehendidos por
la fuerza de la gracia del reino de Dios que estaba irrumpiendo, en tal medida
se llenaron de ella, que ya no «podían» casarse, pues por amor al Señor
«tenían que» estar totalmente disponibles para la edificación de las
comunidades. ¿Sigue siendo éste el caso de los ministros célibes en nuestros
días? Y si la respuesta es negativa, ¿qué ha cambiado?

2. Para el servicio salvífico es eficaz el c. vivido con sencilla naturalidad. Ese c.


crece en el silencio (cf. Mc 4, 27), pertenece a los magnalia Dei y no de los
hombres. La discusión tumultuosa sobre el c. es nociva, e igualmente lo es su
condenación y sobre todo la etiqueta de «tabú» puesta sobre el problema. Lo
mejor es enfocar el c. con toda serenidad. El no casarse a causa de tareas
importantes que absorben plenamente al hombre puede experimentarse,
incluso dentro del mundo, como algo lleno de sentido y como una
naturalmente posible forma de realización del ser personal del hombre. Por
eso es totalmente necesario hacer comprensible a los creyentes la frase del
Señor según la cual puede ser bueno no casarse por el reino de los cielos. No
cabe negar sin más que en la continencia haya una fuente de fuerza, la cual
pueda mostrarse creadora, pero ese aspecto es secundario, de poco relieve,
para el c. por el reino de los cielos. Pero hemos de notar, sin embargo, cómo
el hecho de que el sacerdote viva en estado célibe no significa todavía que él
esté plenamente disponible para el reino de Dios. Con todo el c. se muestra
adecuado al sacerdote, ya que es un camino típico para ese estar plenamente
disponible, y los que se hallan en el servicio sacerdotal deberían realmente
estar siempre «a disposición». Pero aquí hemos de hablar del c. con humilde
reserva. También muchos casados están a disposición de las exigencias de
Cristo y del reino de Dios. Por eso la expresión castidad «perfecta», p. ej., es
equívoca para ellos y les parece presuntuosa, de modo que «prueba» más en
contra que a favor del celibato.

3. La ley canónica quiere fortalecer el carisma del celibato (Sacerdotales


caelibatus, n. 62). Mas por su carácter legal el c. muchas veces es aceptado
solamente como condición para el sacerdocio. Hay ministros que se rebelan
contra la necesidad de que el candidato al sacerdocio deba afirmar
positivamente el c. como «conditio sine qua non». En consecuencia el c.
pierde la fuerza persuasiva de la experiencia existencial del no poder casarse
por amor a Cristo y por su reino, y deja de ser un «testimonio de la libertad».
El temor de que el celibato carismático desaparecería si no existiera la ley se
presenta como un argumento peligroso. ¿No ha vuelto a irrumpir este carisma
en la Iglesia protestante sin necesidad de ley? Pero el problema tiene otro
aspecto, que posibilita el carácter legal. Puesto que la expresión bíblica jorein
no sólo puede traducirse por «comprender» o «entender»: «No todos
comprenden esto, sino solamente aquellos a quienes se les ha concedido...
Quien es capaz de comprender, comprenda» (Mt 19, lls), sino que también
tiene el sentido de «hacer sitio», «recibir», «procurar», «atreverse>>, aquí
entra en juego la totalidad de lo humano: «No todos son capaces... Mas quien
se sienta con fuerzas, ¡que lo intente con audacia!» En este sentido el c. no
pertenecería a los carismas que, o se tienen, o no se tienen, sino a aquellos
otros a los que según el adoctrinamiento del apóstol Pablo es lícito aspirar (1
Cor 12, 31). Esto es importante no sólo para la predicación acerca del c., sino
también para la vida celibataria de todo sacerdote.

4. En la formación de los sacerdotes el c. de ningún modo puede


fundamentarse en un desprecio de lo corporal y lo sexual o en proyectos
irreales para la vida. El c. de un religioso contemplativo y el del sacerdote que
está inmediatamente a servicio de la salvación ajena se desarrollarán en
forma distinta. Pero en los dos se requerirá, no sólo una responsable decisión
personal con el propósito de mantenerla, sino también una madurez afectiva y
una transformación adecuada a los estadios de evolución y a la edad. Puesto
que la --> sexualidad del célibe no puede quedar sin integrarse y la
integración sólo es posible en una auténtica relación mutua de sexos, hay que
buscar y conceder caminos para este fin. Y, así como las distintas naciones
han desarrollado el c. en modos diversos (en manera formalmente jurídica, o
institucional, o espiritualizante), del mismo modo en la vida de cada sacerdote
pueden darse distintos grados de realización, los cuales van desde una
existencia solitaria en el amor a Cristo hasta una amistad muy individual entre
personas de distinto sexo. Desde que la mujer es reconocida en la Iglesia
como un laico con plenitud de derechos, el diálogo y la colaboración pastoral
del sacerdote con ella ya no se pueden evitar. Hay que atreverse a tal diálogo
y colaboración y es necesario ejercitarse en ellos. Una relación fraternal de los
sacerdotes entre sí y una bien organizada vida común, llevada con gozo y con
confianza, pueden constituir una protección en este ámbito. El c. nunca es
solamente un mandato a cumplir, sino que además es siempre una meta a
alcanzar.

5. Conociendo los peligros de una creciente falta de sacerdotes, en la


actualidad incluso algunos defensores decididos del c. se inclinan por la
ordenación de hombres casados, probados en su testimonio creyente, p. ej.,
aquellos que en virtud de sus dotes sean designados por la comunidad para el
oficio de presidente. También se piensa en un «segundo camino» hacia el
sacerdocio. Si en un candidato, apto por lo demás, se pone de manifiesto que
él no reúne las condiciones necesarias para el c., hay que animarle a que
escoja una tarea adecuada del ministerio eclesiástico - la cual podría llegar a
encomendarse sacramentalmente -, e incluso a que contraiga matrimonio. Si
por su servicio y por su vida matrimonial se ve que él es digno de confianza,
cabe pensar en conferirle la plenitud de la potestad sacerdotal. Hemos de
reconocer, sin embargo, que también se contradice enérgicamente a esas
reflexiones. Pero el plan opuesto a éste, el de elegir casados no ordenados
para los distintos campos de la predicación y de la acción salvífica, incluso
para los organismos claves en que se decide la marcha de la Iglesia,
reservando la dirección de la celebración eucarística y la administración de la
penitencia sacramental y de la extremaunción al celibatario ordenado, parece
igualmente arriesgado, pues así disminuiría la importancia de los ordenados y
podría desvanecerse la concepción de la ordenación sacramental.
Naturalmente se plantea aquí la cuestión decisiva de si la ordenación de
casados debe ser solamente una «solución de emergencia» o, además, se
trata de que la Iglesia comienza a reconocer que en el presente y en el futuro
tanto los ministros casados como los célibes pueden representar lo que se
llama «profecía real». Pues casi todo lo que se puede afirmar del c. como
signo cristiano y escatológico, se puede decir también del matrimonio.
Ciertamente el matrimonio y el c. no son equiparables, pero la consumación
final, en la que el Señor será todo en todos, ha de describirse «matrimonial» y
«virginalmente» a la vez. Es de esperar que la jerarquía eclesiástica, movida
por los sucesos de Holanda y con ocasión del segundo simposio europeo de
obispos (Coira, 7-10 de julio de 1969), abordará el problema del celibato
obligatorio y de su esclarecimiento, aunque la cuestión se plantea en forma
distinta, e incluso contraria, en los distintos países y continentes.

6. En la línea de estas reflexiones se vislumbran nuevas modalidades en las


tareas pastorales. Deberá formarse una generación de sacerdotes que con
toda naturalidad se entreguen plenamente al Señor y a su reino, al apostolado
y a la misión, y que lo hagan con alegría y persuasión internas.
Probablemente la futura decisión de fe de hombres jóvenes en medio de un
mundo secularizado incluirá más decididamente que hasta ahora el c.
sacerdotal. Pues hemos de contar con que los ministros eclesiásticos ya no
experimentarán su ministerio como una profesión perfectamente encuadrada
en la sociedad burguesa, sino como una forma de vida que de antemano está
en contradicción con lo usual. E incluso prescindiendo de tales perspectivas,
se tratará cada vez más claramente de un testimonio libre y de una respuesta
libre a la llamada divina. En una situación así el centro de gravedad no puede
estar en el c., sino en la salvación de todos en Cristo. Si anteriormente los
sacerdotes secularizados y casados en general eran despreciados, la Iglesia
actual para hacerse creíble se ve obligada a servir a Cristo también en esos
hermanos (cf. Mt 25, 40). Para juzgar de la aptitud o no aptitud para el c.
sacerdotal, según la enc. Sacerdotalis caelibatus (n. 63ss) hay que recurrir a
la ayuda de un médico o de un psicólogo, y también para el asesoramiento de
sacerdotes que sufran psíquica, profesional o moralmente se necesitará la
ayuda del especialista. En Francia se ocupan de ello, aparte de círculos libres,
dos instituciones (AMAR y AMAC, para religiosos y sacerdotes diocesanos).
También en otros países como Alemania, Austria, Suiza y España (a nivel más
bien particular) hay intentos de este tipo.

Leonhard M. Weber

CIENCIA

1. EL problema de su definición

Determinar con cierta precisión el concepto de «ciencia» resulta un tanto


problemático, en cuanto que por un lado la c. sólo es ejecutable
científicamente, mientras que por el otro la presente reflexión no sólo versa
sobre «la» única c., sino también sobre la c. que aparece en diversas ciencias.
De aquí surge la tendencia a querer percibir en una sola c. considerada como
prototipo, lo que es común a las diversas c., de forma que hubiera que medir
por el carácter especial de esta c. la naturaleza científica de todas las demás.
Y así la reflexión se ve tentada a reducir la pluralidad originaria a la
singularidad de una única c., o bien, cuando no logra esto, a impugnar el
carácter científico de un pensamiento concreto. Esta tendencia afecta, p. ej.,
no sólo a algunas c. experimentales, cuando afirman que todo cuanto existe
cae bajo su propio objeto y su propia problemática y que su modo de proceder
es el único que tiene validez.

También afecta a la filosofía, cuando ésta intenta considerar a todas las c.


como ramificadoras disciplinares de ella misma, tomando entonces todas las
afirmaciones objetivas de las c. como meros conocimientos parciales de su
propio conocimiento total. A esto hay que añadir que las c. se han ido
formando en el transcurso de la historia, no sólo las c. que subsisten hoy, sino
la «ciencia» en cuanto tal, como actitud específica que el hombre puede
adoptar frente a la -> realidad. Hay que añadir también que en esta historia
no sólo desarrollaron su propio carácter especial las c. nuevas que fueron
surgiendo, sino que también se transformó la concepción general de la
conducta científica frente a la realidad, concepción que abraza a estas c., las
sostiene y se manifiesta en ellas. Por esto, el significado general de «ciencia»
a lo largo de esta historia no se puede determinar al principio más que por
medio de analogías externas.

2. Características generales del conocimiento científico

Al comienzo de la historia de la ciencia europea Platón y Aristóteles admiten


una progresión ascendente en el -> conocimiento humano, que parte de la
percepción sensitiva de lo particular y variable, pasa por el descubrimiento
experimental de las regularidades habituales, y culmina en el saber, como
conocimiento de los fundamentos que determinan una cosa en forma
universal y necesaria (cf. Aristóteles, Met. A. 1). Desde esta perspectiva
podemos decir: a) C. es aquel proceso del conocimiento que, juzgando (y, por
tanto, también formando conceptos y sacando conclusiones), llega a saber los
fur-damentos de por qué una cosa es así (y no sólo que existe y cómo es).
Para esto, el juicio científico no solamente tiene la pretensión de ser una
afirmación «verdadera», sino que él mismo es capaz de fundamentar y
justificar la --> verdad (en el sentido tradicional: adecuación del juicio
objetivo con la cosa enjuiciada) de esta afirmación, y, por consiguiente, lleva
consigo la certeza de su verdad. La certeza se basa, por un lado, en la
concordancia de una afirmación con otros juicios y en particular con ciertos
juicios fundamentales (axiomas) que no se fundan en ningún otro. Así el
hecho enjuiciado se presenta unido con otros hechos y los fundamentos
conocidos aparece enmarcados en un sistema conjunto de fundamentación
(correspondencia entre proposiciones y hechos, entre principios y leyes
objetivas de la realidad). Por otro lado, la certeza de la verdad de la
afirmación científica se basa siempre en la existencia del hecho mismo, que,
evidentemente, ha de ser descrito y retenido mediante proposiciones,
construidas a base de conceptos. b) C. es entonces, mirando a su resultado,
la totalidad relativa, adquirida en cada caso, de las proposiciones ciertamente
verdaderas (y probables) sobre el todo sistemático que fundamenta los
hechos unidos entre sí.
Con ello se pone de manifiesto que la c. siempre va unida, por un lado, a un
campo de datos objetivos, cuyo conjunto forma su objeto de investigación
(objeto material) y, por tanto, a un punto de vista (objeto formal), bajo el
cual observa el objeto material de su investigación. Este objeto material le
interesa a la c. por su «importancia para» y en orden a su objeto formal.
Porque sólo se tiene en cuenta lo que resulta importante bajo este aspecto
fundamental y formal que se ha elegido, y porque se prescinde de todos los
rasgos del objeto material de investigación que desde este punto de vista no
tienen importancia, la c. siempre es «abstracta», es decir, no abarca jamás la
plenitud total («concreta») de una cosa individual en todos sus significados.
Esto no es, sin embargo, un defecto de la c. que ella pueda o tenga que
intentar suprimir, sito que se basa en la aspiración de la c. a lo
supraindividual, a lo general, a lo fundamental. Esta doble vinculación, o sea,
al campo material de investigación y al planteamiento formal de la cuestión,
determina el método, el procedimiento planificado para la formación de
conceptos y de juicios, y para su unión sistemática. La vinculación de la c. a
los previos datos objetivos, y el hecho de que la elección del objeto formal no
se produce dentro de una c. ya constituida, sino que esa elección precede a la
c. como una decisión fundamental que contribuye a su constitución, muestran
cómo la c. jamás está absolutamente «libre de presupuestos». Decir que la c.
carece de presupuestos significa únicamente que ella sólo admite aquellos
presupuestos que todos pueden aceptar y comprobar en su alcance, es decir,
que sin duda comparte «todo» cognoscente en cuanto cognoscente. Y los
puede compartir porque forman parte de la constitución general del hombre
que conoce y de la cosa conocida, de modo que hacen posible la adquisición y
la comprobación del conocimiento científico. Por esto, los conocimientos
científicos se caracterizan por su «validez general».

Desde el punto de vista del sujeto cognoscente, esta validez general significa
que los conocimientos científicos son válidos de una manera
fundamentalmente «intersubjetiva», es decir, que pueden ser comunicados a
«todo» sujeto con capacidad cognoscitiva, aunque de hecho sean inaccesibles
para algunos hombres (por causa de los límites de su capacidad individual, de
sus intereses, de las condiciones históricas). Y desde el punto de vista de la
cosa cognoscible, la validez general de los conocimientos científicos significa
que ellos son «objetivos», es decir, que sólo contienen lo que pertenece a la
cosa misma (al « objeto»), excluyendo lo «meramente» subjetivo, es decir,
las añadiduras procedentes del sujeto individual. Por consiguiente,
intersubjetividad de la c. significa aquella general actitud cognoscitiva y
realización del conocimiento en que el cognoscente sale de su aislamiento
identificándose con cualquier otro sujeto cognoscente, real o posible, y el
mismo objeto cognoscible aparece en su auténtica objetividad.

3. Problemas especiales en la distinción de las ciencias

a) Estas características generales relativamente externas de la c. implican una


serie de problemas: por un lado, la cuestión de si lo que la cosa («en sí») es,
coincide con lo que es «para» el cognoscente. En la concepción metafísica de
la ciencia que reinaba en la antigüedad y en el medievo, se admitía por
principio esta coincidencia incluso con relación a las ciencias naturales
(orientadas también por la metafísica). En esta concepción de la c. la
naturaleza de los seres consiste en el conocimiento que de ellos tiene el
espíritu divino, y por esto pertenece constitutivamente a la naturaleza de los
entes el ser cognoscibles también para el espíritu humano. En cambio, la
moderna teoría filosófica del conocimiento, que fue formulada por Kant y en
principio sirve de base a las c. naturales, defiende una apriorística función
constitutiva del espíritu humano (como universal aunque finito sujeto
cognoscente) para el conocimiento de la realidad, pero de tal modo que el
hombre sólo alcanza el ser en su manifestación, en su objetividad, y en su
estructura esencial (substancialidad). Sin embargo, la c. natural de la edad
moderna que se estaba desarrollando con Independencia de la metafísica,
continuó entendiendo por objetividad - de una manera ingenua y confusa - la
constitución de las cosas «sin» referencia a un sujeto que las perciba, que
cultive la c., de manera que objetividad debería significar precisamente la
exclusión de la relación cognoscitiva en el conocimiento. Frente a esto, la
actual c. empírica, por el camino de su propia investigación, ha llegado a la
conclusión de que el hombre cognoscente, tanto en su dimensión «espiritual»
como en la sensitiva, es por principio un momento constitutivo e inseparable
de las afirmaciones «objetivas» que las c. naturales hacen sobre la
naturaleza. Y con esto se preludia que la moderna distinción cartesiana entre
res cogitans y res extensa, de la cual depende aún la teoría kantiana sobre el
conocimiento de los c. naturales, en adelante va a ser insuficiente para
caracterizar la situación epistemológica de dichas c. Pues las afirmaciones de
la moderna c. natural son, no descripciones de una naturaleza aislada y
abstracta, sino más bien descripciones de «nuestras relaciones con la
naturaleza», del «juego mutuo entre hombre y mundo», en medio de una
situación cognoscitiva en la que «ya no es posible objetivar el fenómeno de la
naturaleza» (W. Heisenberg). Surge luego la cuestión de si los únicos
presupuestos admitidos por la c., que pueden aspirar al asentimiento y a la
comprobación por parte de todos, se hacen realmente en cualquier
cognoscente en cuanto cognoscente y son válidos para toda clase de objetos.
E1 problema afecta no sólo al carácter científico de la teología (como c. sobre
lo revelado y sobre la fe en lo revelado). Más aún afecta al carácter científico
del saber histórico en general, pues los historiadores ya no pueden cifrar
inequívocamente su tarea en «mostrar simplemente los hechos como han
sido» (Ranke), sino que ellos han llegado al convencimiento de que también
los juicios científicos sobre acontecimientos históricos tienen presupuestos
debidos a la tradición y a la experiencia actual, se basan a veces en
«prejuicios» (H: G. Gadamer). Ciertamente, tales juicios no son
arbitrariamente individuales, pero tampoco proceden de un sujeto universal
que esté ya por encima del tiempo. Y, consecuentemente, el hecho histórico
que se trata de conocer no está cerrado y fijado objetivamente, de modo que
fuera posible y necesario agotarlo mediante una adición de conocimientos. Por
tanto, la situación epistemológica en lo referente a la relación entre la historia
y el hombre que conoce en las c. históricas, no es idéntica pero sí análoga con
la que se da en la relación entre la naturaleza y el hombre que conoce en las
c. naturales (-> hermenéutica).

Finalmente, si c. es el conocimiento sistemático y metódico de los


fundamentos y de su conexión conjunta con relación a un determinado campo
objetivo, cabe preguntar cómo son entendidos los fundamentos y su conexión
mutua, y hasta dónde se extiende el campo objetivo de una c. Desde esta
perspectiva, no sólo se distinguen entre sí las c. particulares, sobre todo el
conocimiento científico en el ámbito de la historia y el conocimiento científico
en el ámbito de la naturaleza, sino que especialmente la --> filosofía, tomada
según la forma tradicional como ella se ha entendido a sí misma, a saber,
como una c. universal (prima philosophia) sobre la conexión esencial y óntica
de los entes en general, se distingue de todas las c. particulares sobre los
vínculos de los entes en su aparición dentro de la naturaleza y de la historia
(todavía Kant habla de la multiforme «filosofía aplicada»). Y con esta
diferencia en la delimitación del campo objetivo (objeto material) y en la
forma de referirse a los fundamentos determinantes (objeto formal), se
muestra simultáneamente la diversidad de métodos de las c. e incluso el
grado de carácter metódico de cada uno.

b) Los «fundamentos» sobre los que a partir de Platón y Aristóteles intentó la


filosofía, en cuanto metafísica, constituir el saber, son fundamentos de la
esencia y del ser del ente, en general, y también del ente en ciertos campos
determinados. Por esto, las c. especiales (o particulares) que siguen a la
metafísica, son concebidas también de antemano como disciplinas metafísicas
y ontológicas (cf. la distinción y subordinación aristotélica y tomista entre
proté philosofía y deutera philosofía, la distinción moderna entre metaphysica
generalis y metaphysica specialis, o la que aparece todavía en Husserl entre -
> ontología formal o universal y ontologías materiales o regionales).
Dondequiera que a lo largo de la historia de la filosofía estuvieran anulados
estos fundamentos (p. ej., en la divina sapientia de la creación del mundo
[Tomás], modernamente en la cogitatio animae humanae [Descartes], en el
sujeto absoluto [Hegel], en el ego transcendental [Husserl]) y, en
consecuencia, comoquiera que difieran los métodos de la filosofía en cuanto c.
«fundamental» (abstractio, reflexión transcendental, dialéctica inmanente,
reducción eidética y transcendental, etc.), en todo caso la conexión de los
motivos buscados siempre constituyen una ley necesaria y «eterna» de la
esencia y del ser. Esa ley también late constitutivamente en todo lo sometido
al devenir, en todo lo que bajo diversas condiciones aparece en el espacio y
en el tiempo para volver a desaparecer, y hace que eso, a pesar de estar en
devenir, exista y sea algo. En este sentido, dicha ley, que fundamenta
esencialmente los entes en el ser, es la causa original que propiamente busca
la filosofía metafísica. Frente a esto, para las modernas c. empíricas que se
han alejado de la orientación inmediata de la metafísica, la causa original que
se halla en cuestión no es la buscada en aquel «por qué» existe lo real y es
siempre «lo que» es, sino que las ciencias empíricas buscan conocer «por
qué» todo sucede «de la forma» que sucede, es decir, las c. empíricas tienden
a unas leyes que no son las necesarias y eternas del ser y de la esencia, sino
las del devenir, sujetas al tiempo y a lo fáctico, las del movimiento o del
fenómeno.

Estas leyes de suyo quieren representar una fundamentación de las


conexiones entre los fenómenos que sólo es fáctica o estadística, pero, a la
postre, determinan «necesariamente» la relación mutua entre los fenómenos.
La interdependencia buscada por cada una de las c. empíricas sólo puede
investigarse en un proceso en el que se parte de la observación del hecho
experimental, luego se esboza una estructura que lo fundamenta y que debe
ser decisiva para el comportamiento de los fenómenos, y, finalmente, la
estructura esbozada es comprobada de nuevo en los datos empíricos. Según
sea el campo material de los fenómenos - p. ej., la historia o la naturaleza -, y
según la correspondiente formalidad que fundamente la interrelación -p. ej.,
la matemática o la cuantitativa en realidades de la naturaleza o el nexo
cualitativo de un sentido en los hechos de la historia-, ya el punto de partida,
la observación de los fenómenos a estudiar, deberá ser distinto para las
diversas c. empíricas, y la formación de sus teorías dependerá de la
precedente observación de los fenómenos.

También la comprobación o «verificación» del esbozo previo en los fenómenos


deberá ser diferente en cada caso; e igualmente, el grado de exactitud en las
afirmaciones científicas que se hacen posibles en virtud de una teoría segura,
diferirá en las diversas c. empíricas.

La exactitud de los conocimientos de las c. naturales queda comprobada sobre


todo por el hecho de que éstas permiten hacer «predicciones» sobre sucesos
«futuros», es decir, representarse cómo van a suceder las cosas, basándose
en unas leyes generales y en la presuposición de ciertas condiciones. En
cambio, los conocimientos de las c. históricas son en principio de tal
naturaleza, que ante todo se presentan bajo la forma de afirmaciones sobre
unos hechos «pasados», es decir, quieren traer a la presencia del saber cómo
determinados fenómenos históricos pudieron llegar a realizarse. Por esto, las
c. históricas en principio no son menos «exactas» que las c. naturales. Son
exactas en un sentido especial, que no se puede medir por la exactitud de las
c. naturales.

c) Con esto aparece que, a pesar de la unidad de todas las c. (como


adquisición metódica de conocimientos unidos sistemáticamente sobre los
fundamentos que determinan los hechos), las c., sin embargo, difieren
fundamentalmente, es decir, difieren ya en virtud de lo que ellas entienden
por fundamento, por leyes fundamentales y por principios. Si esta unidad
fundamental y, al mismo tiempo, diversidad fundamental de las c. es
concebida como analogía mutua, entonces debe también decirse que las
formas de la experiencia y de la realidad de los fenómenos, de los cuales
proceden los conocimientos científicos, son análogas, así como también son
análogas las maneras de verificación de los hechos. E igualmente hemos de
extender la analogía: a lo que en las distintas c. puede llamarse evidencia,
método y sistema; a los mismos conceptos fundamentales usados en las
diversas c. (p. ej.: espacio, tiempo y efecto en sentido físico, y en el sentido
de espacio histórico, tiempo histórico y efecto histórico; y, en suma, al
concepto mismo de c.

Especialmente la filosofía, si se considera a sí misma como c., no puede


someterse a un concepto genérico de c. que sea unívoco. Una c. no puede en
absoluto ser juzgada desde el punto de vista de otra, cosa que ha sucedido en
realidad muchas veces. Así p. ej., en el ámbito de las c. naturales la biología
fue considerada como la c. que abarca, no sólo todas las c. naturales, sino
también las históricas (ley del desarrollo de la vida, de la evolución, como
principio fundamental del proceso material de todo el cosmos y a la vez de la
historia de las culturas de la humanidad: biologismo). También se proclamó a
la psicología c. normativa de todas las c. del espíritu y en especial de las
disciplinas filosóficas (p. ej., reducción de la norma lógica del pensamiento a
la norma del proceso de pensamiento como acto psíquico: psicologismo). Pero
también la misma filosofía metafísica pone en duda la independencia
inalienable de las c., cuando intenta asimilarse en cuanto filosofía de la
naturaleza y de la historia unas c. naturales e históricas -junto con sus
conocimientos- que están ya elaboradas, intentando presentar las leyes de la
naturaleza y de la historia como un desarrollo evidente de una sola ley
fundamental accesible al conocimiento, p. ej., de la única ley fundamental del
espíritu absoluto (panlogismo, expuesto por Hegel en la forma más
fascinante). En todas estas asimilaciones la consecuencia no sólo es una
falsificación del método de investigación de las c. asimiladas, sino que surge
también un efecto retroactivo asimismo falsificante, que afecta a la c.
asimiladora (p. ej., excesivo matiz histórico de las c. naturales: el concepto de
lo que en las c. naturales se podría entender por historia natural sufre
detrimento al verter en él el sentido auténtico de historia; o, al revés, el matiz
excesivamente naturalista de las c. de la historia lleva a que los procesos
históricos, con su espacio mayor o menor para decisiones libres y motivadas
por un sentido, sean falsamente interpretados como procesos necesarios). No
tanto por parte de la filosofía cuanto por parte de las c. históricas y las
naturales puede advertirse actualmente una tendencia a la c. unitaria, y con
ello al monismo metodológico. Las c. de la naturaleza van reduciéndose cada
vez más a la física. A las c. históricas se las intenta identificar cada vez más
con las c. sociales, entendiéndolas como ramas de la sociología, la cual por su
parte, a través de la dominante psicología social o de la economía social o de
ambas a la vez, se oriente por el modelo metodológico de las ciencias
naturales exactas. Sin embargo, a este respecto hemos de notar cómo esa
conexión con otras c. que se presentan como más universales, no es eo ipso
un error, y cómo la aplicación del modelo de una c. a otra puede arrojar luz
sobre algunos aspectos totalmente nuevos, que antes eran ignorados o
insuficientemente entendidos. Pero es un error pretender que, con tal
aplicación, todos los fenómenos pertenecientes al campo de una c.
experimenten su profunda y por primera vez suficiente fundamentación, y,
por tanto, que un solo modelo sea obligatorio y baste para todas las clases de
hechos objetivos, que hasta ahora eran investigados por varias c.
independientes. Así, p. ej., la sociología puede descubrir y descubrirá aspectos
complementarios muy fructíferos para todas las c. históricas (la historia del
arte, la historia de la religión, la historia política, etc.). Pero una reducción
total de las c. históricas a la sociología (p. ej., el basar todos los fenómenos
artísticos, religiosos o políticos de la historia humana exculsivamente en las
leyes fundamentales de la vida social y en las respectivas condiciones
sociales) echaría a perder por completo el aspecto primordial que hasta ahora
interesaba en tales fenómenos. Algo semejante ocurre con la absorción de las
c. de la naturaleza (p. ej., de la química, de la biología) por la física. En esta
absorción no se trata simplemente de un conocimiento cada vez más profundo
y más amplio de los fenómenos naturales, sino, ante todo, de un
desplazamiento, de un cambio en la dirección de los intereses, de modo que
se abandonan como accidentales o poco importantes maneras de preguntar y
aspectos del fenómeno que se habían tenido en cuenta hasta ahora.

4. Clasificación de las ciencias

Además de la división de las c. en teóricas, prácticas y poéticas, Aristóteles


habla de la lógica (por la que entiende no sólo la lógica formal, sino también
lo que más tarde se llamó ontología), de la física y de la ética; como ya se ha
dicho, concibe todas las disciplinas como c. filosóficas (y, por tanto, entiende
la física como filosofía natural). Kant restaura este segundo esquema, pero
incluyendo las c. empíricas de la naturaleza que han surgido entretanto. P-1
distingue asimismo la lógica (lógica formal y lógica transcendental), la física
(en su «parte racional» metafísica de la naturaleza; en su «parte empírica» la
c. matemática de la naturaleza externa y de la naturaleza «interna»
[psicología]) y la ética (en su parte racional: metafísica de la libertad, de las
costumbres o de la moral; en su parte empírica: antropología práctica). El
principio que guía esta división es claramente la análoga regularidad
fundamental de las leyes, que en medio de su profunda diferencia tienen
cierta semejanza. Así la -> lógica busca las leyes más generales del
pensamiento, sin atender a sus contenidos objetivos, o bien las leyes
generales del conocimiento, es decir, del pensamiento, atendiendo a todos los
objetos que puedan experimentarse. Igualmente la física busca las leyes
generales que rigen los fenómenos naturales en general, o bien en los
diversos campos especiales. Y la ->ética investiga las leyes generales de la
moralidad, en cuanto éstas se presentan en nuestra mente con un carácter
incondicional y obligatorio, o en cuanto obran y son conocidas de hecho bajo
distintas condiciones empíricas. A la vista de las nuevas c. empíricas de la
historia y del interé$ que en ellas descubre el romanticismo por las formas
individuales, las clasificaciones neokantianas de la c. se basan en la forma
peculiar de la relación entre el ámbito de la fundamentación y los fenómenos
fundamentales (naturales o históricos).

Así H. Rickert distingue entre las c. naturales, que tienden a la generalización,


y las c. de la cultura de tipo más bien individualista. Para las primeras, el
acontecimiento particular es sólo un caso aislado de unas leyes causales de
carácter general, en las cuales se centra particularmente el interés de estas c.
Para las segundas, los hechos particulares significan una realización singular
de un valor o de un sentido (de modo parecido ya antes W. Windelband: c.
nomotéticas o c. de la ley [de la naturaleza] y c. idiográficas o c. de los
acontecimientos [históricos]). Otras divisiones se apoyan sólo en la diferencia
de método, así p. ej., cuando a las c. «exactas», es decir, a las c. de tipo
matemático (tanto a la matemática en cuanto c. «a priori» como a las c.
empíricas que tienen una formulación matemática), se les contraponen las c.
«descriptivas» (tanto las c. morfológicas de la naturaleza como las c.
históricas o de la cultura). La clasificación que más influencia ha tenido ha
sido la de Wilhelm Dilthey, que se basa en la distinción metodológica entre
explicar (reducción de los fenómenos naturales o un sistema de causas) y
entender (aprehensión del sentido vital que aparece en los fenómenos
históricos). Todas estas divisiones de las c. y otras que se podrían aducir;
atestiguan que están dependiendo de una pluralidad ya existente de c. Antes
de que pueda comenzar la reflexión teórica y científica tiene que haberse
formado ya el peculiar carácter científico de las distintas c., el cual, además,
no queda establecido invariablemente de una vez para siempre, sino que de
tiempo en tiempo se modifica, en un proceso que la reflexión teórica se ve
obligada a seguir, sin poderlo dirigir ni considerar como cerrado. Por otro lado,
estas divisiones teóricas de las c. ponen de manifiesto que ellas nunca pueden
ser obra de una sola c. particular, que como tal cae bajo la división. Si una
teoría de la c. se pretende construir desde el punto de vista de una sola c.,
esta c. particular se cierra a la posibilidad de limitar su propio carácter
científico frente a otros campos del saber. Y además, en cuanto que esta
teoría de la c. se dispensa a sí misma del cometido. de reflexionar sobre su
propio carácter científico, permanece, a pesar de toda su agudeza,
inevitablemente ingenua y falta de espíritu crítico. Pero si la reflexión sobre la
unidad y multiplicidad de las c. se considera tarea de una filosofía que
reconozca la independencia de las diversas formas científicas del
conocimiento, esto atestigua la posición especial que la filosofía tiene frente a
las demás c.

Posee esa situación excepcional ya como filosofía «especial», pues incluso


como tal filosofía especial no se mueve solamente, a diferencia de las demás
c., dentro de un campo fundamentado y circunscrito por la «esencia», sino
que intenta conocer esta «esencia» misma (p. ej., la esencia del arte, de la
religión, de lo político, de la historia, de lo inorgánico, de lo orgánico, de la
naturaleza en general). Para las ciencias particulares esa esencia es tan sólo
el medio heurístico, usado la mayoría de las veces sin reflexión explícita, para
una primera delimitación del propio campo. La filosofía en este sentido
especial es un saber apriorístico de la esencia, aunque el «a priori» de la
esencia sea entendido a diferencia de la metafísica tradicional, no como un
esquema supratemporal y eterno, sino como una realidad histórica y mutable;
aunque se llegue al conocimiento de dicho «a priori», no sólo por una
experiencia inmediata, sino también recurriendo a los análisis experimentales
de las c. empíricas. Pero este conocimiento filosófico de la esencia, a su vez,
sólo es posible porque la filosofía transciende todas las limitaciones de la
esencia en los diversos campos de objetos. Y así, en comparación con las
diversas c. particulares, la filosofía goza también - y singularmente- de una
posición especial como c. universal acerca del todo que sirve de base y
mantiene unidas a las distintas determinaciones de la esencia en cualquier
campo, prescindiendo del modo cómo la filosofía ha intentado, tanto en el
pasado como en el presente, concebir concretamente esta «totalidad» (como
alma, Dios, espíritu absoluto, ser, etc.). Pero si la filosofía «transciende»
todos los campos delimitados por la esencia, entonces, en lugar de la doble
vinculación regional o categorial a un determinado objeto material y formal,
entra en juego la ligación al que comparativamente es el más «formal» de los
objetos, al todo mismo y a sus aspectos universales o transcendentales. Con
ellos, mirando a las ciencias particulares, para la filosofía llega a su límite el
concepto de «método» y de «verdad» (en cuanto conformidad de lo afirmado
en el juicio con la cosa; pues el todo de las cosas posibles ya no es una cosa),
e igualmente llegan a su límite el concepto de entender, o el del conocer
científico, o el de la c. misma. Así la filosofía es, según la concepción que ella
tiene de sí misma, «ciencia-límite», y, por esto, pertenece esencialmente a
ella el que deba ponerse constantemente en tela de juicio y poner igualmente
en duda el carácter científico de su saber. Pero es también aquella «c: límite»
que constituye el único lugar donde la unidad y la autonomía de las diversas
c. pueden hallar una valoración objetivamente justa.

5. Ciencia y su aplicación

La tradición, que se remonta a Platón y a Aristóteles, ha acentuado siempre el


carácter de pura Oewpíoc que tiene la c., es decir, que la búsqueda científica
del conocimiento está guiada por la verdad en razón de la misma verdad, por
la aspiración hacia la presencia del ser esencial en el espíritu contemplativo.
Pero este servicio a la verdad va unido aquí con un servicio a la realidad del
hombre, es decir a la formación de su verdadera humanidad. La forma de vida
propia de la poiesis y el conocimiento productivo que la acompaña, la tekné,
están insertados en el orden de la vida social, que es obra de la praxis y del
saber moral, la fronésis. Pero la acción y su conocimiento moral tienen su
medida y su perfección en el saber teórico de la c. filosófica, la episteme en
sentido estricto. La realidad del hombre se considera por tanto conseguida
cuando él está en la verdad. Pero, con ello, toda «aplicación» parcial, el punto
de vista de la utilidad de la c. como medio para la producción de objetos,
como medio para llegar al poder y el dominio sobre lo real y lo potencialmente
real, se excluye de la constitución de la c. misma en sentido estricto. También
la moderna concepción de la teoría en las c. empíricas sobre la naturaleza
está en un principio libre de la aplicación de los conocimientos a la realización
de determinados fines. Pero, evidentemente, teoría ya no significa ahora la
contemplación intelectual del ser esencial, que tiene su sentido en sí misma,
sino que se convierte en «un medio de construcción a través del cual las
experiencias quedan reducidas a la unidad y es posible controlarlas». Y
aunque la teoría no intente conseguir un fin concreto por medio de unos
conocimientos determinados, de modo que la aplicación concreta es algo
externo y posterior a la teoría, sin embargo, el conocimiento teórico como tal
está concebido desde el punto de vista del «dominio voluntario de la
realidad», y en general es un medio y no un fin en sí mismo, en contra del
sentido antiguo de teoría (H: G. Gadamer). De esta forma la misma teoría se
hace cada vez más «práctica».

Pero también hay que tener en cuenta la transformación del sentido de la


praxis, por cuanto en este concepto (que en un principio significaba acción
moral) van adquiriendo cada vez más importancia los aspectos de producción
- la poiesis - misma (cf. también --> teoría y práctica). El carácter pragmático
de la teoría moderna aumenta entonces enormemente en la ciencia empírica
de la naturaleza, en cuanto que la --> técnica se sirve de la c. natural para su
propia fundamentación. Ahora bien, lo que ahí acontece no es unilateral, sino
que lleva consigo una profunda repercusión en la concepción teórica que las c.
naturales tienen de sí mismas. Debido a la base que la técnica moderna tiene
en las c. naturales, y al consiguiente carácter técnico que adquieren estas
mismas, el saber teórico (la c.) y la aplicación «práctica» (la producción
objetiva) se convierten en los dos aspectos complementarios de una misma
cosa, a saber, de aquella relación fundamental del hombre con el mundo que
actualmente se entiende como --> trabajo (dominio de la naturaleza mediante
la transformación de la naturaleza).

Pero este proceso de instrumentalización de la teoría, que es en la


incorporación de las c. naturales a la técnica donde aparece de una manera
más sorprendente, tampoco deja intactas las c. históricas. En primer lugar por
cuanto la interpretación de los productos históricos se guía cada vez más por
la referencia al hombre, que «tuvo necesidad» de crear esos productos en la
historia para mantenerse en la vida a base de ellos, y así la c. histórica se
convierte en «aliado» o en «apéndice» de las c. naturales: la conciencia que
«explica» a base de las c. naturales con su instrumentalismo «explota la
naturaleza, lo mismo que la conciencia que "entiende" (a base de las c.
naturales) explota la historia» (A. Gehlen). Y, en segundo lugar, lo dicho
aparece más claramente todavía cuando la c. histórica, aplicando los modelos
de las c. naturales a los procesos sociales, descubre el medio de desligarse de
su anterior interés por el pasado y de convertirse en futurología y c. de los
prognósticos, considerándose a sí misma como un medio para la construcción
del ->futuro.

Pero en la precisión científica de nuestra vida actual se manifiesta una


concepción de la -->realidad que, aun cuando no es evidente, predomina en
la actualidad, a saber: toda realidad alcanza su máxima presencia, apertura y
verdad únicamente en el respectivo conocimiento conceptual; p. ej., la
intelección de la naturaleza encuentra su auténtica verdad en las c. naturales,
la historia sólo alcanza su verdad en el conocimiento conceptual de la c.
histórica, etc. Frente a esto habría que preguntar no solamente cómo las
distintas formas del conocimiento, siendo irreductibles entre sí, sin embargo
están estructuradas en una unidad, sino también cómo la comprensión
científica en su totalidad, es sólo una manera fundamental (aunque
multiforme) de la verdad y de la manifestación del mundo y del hombre, de
modo que permanece anclada en la unidad de varias realizaciones de la vida
humana igualmente originarias. Estas realizaciones fundamentales, ni cada
una por separado, ni en su unidad, no penetran totalmente en la teoría, no se
agotan en un concepto o en un sistema.

Alois Halder - Max Müller

CIENCIA, TEORÍA DE LA

La reflexión sobre la -> ciencia pertenece desde siempre a la filosofía. Por


primera vez en la edad moderna, principalmente desde Kant, de un análisis
lógico de la c. se espera información sobre la peculiaridad del conocimiento
humano. Esto es lo que Kant formula bajo la pregunta por la posibilidad de
juicios sintéticos a priori. Según Kant, tales juicios son la base imprescindible
de las afirmaciones generales de la c. matemática. Por su éxito, su
justificación está fuera de duda. Más tarde, en la reflexión acerca de la c., se
presentaron sobre todo las siguientes tendencias:

Una dirección que sigue la línea de la filosofía transcendental, investiga las


condiciones apriorísticas de las c. Fichte ve la filosofía como «doctrina de la
c.» o como «c. sobre la c.». La filosofía pregunta: «¿Cómo es posible el
contenido y la forma de una c., es decir, cómo es posible ella misma como
c.?» Según Trendelenburg todas las c. llevan «en su objeto presupuestos
metafísicos y en su método presupuestos lógicos... La cuestión de qué
legitimación tienen los presupuestos y de cómo se da una tal unificación (de
objeto y método) exige una t. de la c., la cual puede llamarse lógica en
sentido amplio». En este sentido, según K. Rahner, «la cuestión de la t. de la
c. siempre es también la pregunta por la naturaleza auténtica de la c. como
una actuación humana». Esta tendencia en la t. de la c. es tomada en
consideración sobre todo por la metafísica del conocimiento.

Una dirección que se orienta más por las concretas c. particulares, se dedica
al análisis lógico de las c. Bolzano todavía concibe la t. de la c. en una forma
muy general y la describe como «el conjunto de todas aquellas reglas según
las cuales debemos proceder en la tarea de la división de todo el dominio de
la verdad en ciencias particulares y en la exposición de las mismas en
manuales propíos». Pero pronto el interés se concentra ante todo en las
cuestiones que se plantean por la investigación de las bases de la matemática
y de la física. Están en primer plano, no consideraciones generales de tipo
filosófico, sino investigaciones detalladas de conceptos y teorías particulares.
La historia de la c. ofrece para ello valioso material de investigación. Tales
investigaciones en general son consideradas actualmente como t. de la c.
Referimos a continuación algunos puntos de vista que han sido elaborados a
este respecto y que tienen importancia también para la filosofía y la teología.

Frente a una orientación unilateral de la t. de la c. de cara a las c. naturales,


la escuela neokantiana de Baden y Guillermo Dilthey pusieron de relieve la
peculiaridad de las c. del espíritu (--> ciencia, -> historia). Para la filosofía y
la teología esto adquirió importancia sobre todo por el círculo de problemas de
la -> hermenéutica.

1. Base axiomática

Las investigaciones sobre los fundamentos preguntan dónde se apoyan el


sentido y el valor de las afirmaciones científicas. Puesto que el valor de las
afirmaciones, en cuanto se deriva de otras afirmaciones, es investigado por la
lógica, aquí se requiere en primer lugar un análisis lógico. Para ello se echa
mano actualmente de los medios de la lógica moderna.

a) Axiomas. Si en una serie de enunciados hay algunos que se derivan de


otros, cabe ordenarlos por el orden de deducción. Los enunciados no
deducidos pero que sirven de base para deducciones, se llaman prin cipios o
axiomas. Los «elementos de la geometría» de Euclides son un ejemplo clásico
de esa construcción axiomática de una c. De igual modo pueden investigarse
también los conceptos que aparecen en una c. analizando cuáles de ellos se
definen por otros. Así se llega a los conceptos fundamentales.

b) Aspecto objetivo y formal de los axiomas. Euclides consideró los axiomas


como evidentes. Esto presupone que el sentido de los conceptos
(fundamentales) usados en los axiomas es suficientemente conocido y que el
valor de éstos queda garantizado por la evidencia. Sin embargo, la confianza
en ese elemento intuitivo ha perdido firmeza. Se ha puesto de manifiesto que
uno de los axiomas usados por Euclides, a saber, el de las paralelas, es
substituible por otros que no pueden conciliarse con él; así surgen sistemas
no euclidianos de geometría, que luego son utilizables también en la física. A
esto se le da la explicación de que las teorías científicas no reflejan
inmediatamente los hechos objetivos, sino que constituyen un esquema ideal
y simplificado de los mismos. Y así Hilbert invierte la relación entre concepto y
proposición. A diferencia de la consideración objetiva de los axiomas, en el
enfoque formal de los mismos no está en primer plano un saber acerca del
sentido de los conceptos fundamentales, sino que se hallan en primer término
los axiomas a través de los cuales se juzga que quedan implícitamente
definidos los conceptos fundamentales. O sea, para ese enfoque, lo más
importante está en las relaciones entre los conceptos, expresadas en los
axiomas. Por eso el sistema axiomático formal es utilizable allí donde una
interpretación de los conceptos fundamentales convierte los axiomas en
proposiciones verdaderas. Si esa proposición donde se cumple el axioma se
refiere a hechos verificables por la experiencia, entonces se habla de un
modelo real.

c) Antinomias y no contradicción. Maneras de deducción que intuitivamente


parecen plausibles y que antes eran utilizadas sin reparos por las
matemáticas, se han hecho problemáticas. Pues con ellas podían deducirse
afirmaciones que se contradecían mutuamente (antinomias). Pero si de un
sistema puede deducirse una contradicción, éste pierde su sentido, pues de
una contradicción se saca cualquier principio, de manera que ya no cabe
distinguir entre principios deducibles y no deducibles. Así se hizo necesario
formular exactamente las maneras de deducción y plantear la cuestión de si
en un sistema en el que se hace uso de ellas se puede demostrar que él está
libre de contradicción. Han sido intentados diversos caminos. Recurriendo a
signos aritméticos, de la no contradicción de la aritmética se ha logrado
deducir que ciertos sistemas axiomáticos de la geometría no euclidiana están
libres de contradicción. Con esta finalidad se dio a los conceptos
fundamentales de la geometría una interpretación aritmética donde se
cumplen los axiomas. A un modelo así, que es de tipo lógico o matemático, se
le llama modelo formal.

Mas para mostrar la no contradicción en la aritmética misma hay que seguir


otro camino. Se busca aquí (Lorenzen, Hao Wang) una salida constructiva
usando solamente las formas seguras de deducción, con las cuales se
substituyen las dudosas. Se presentan como dudosas ante todo las maneras
de deducción en las que una totalidad (infinita) de objetos (p. ej., números)
es considerada como si se diera de antemano. Esto sucede en ciertas formas
de demostrar indirectamente la existencia de algo, donde se presupone que
en un grupo de objetos a ninguno de ellos corresponde una determinada
propiedad, o también que hay uno -sin necesidad de saber cuál- al que le
corresponde esa propiedad. Son igualmente dudosos los enunciados en los
que un predicado es afirmado o negado respecto del mismo predicado, o bien
enunciados que se refieren a sí mismos. Con la distinción entre «lenguaje
objetivo» y «metalenguaje», a través del cual se habla sobre el primero,
ciertamente se excluye la referencia de un enunciado a sí mismo, pero a la
vez se pone ahí de manifiesto la limitación de todo lenguaje que obedece a
normas rigurosas. La dificultad de que para una elaboración estricta de un
lenguaje se debe disponer ya de un metalenguaje y, para la elaboración
estricta de éste, de un metametalenguaje, etc., Lorenzen intenta superarla
desde su punto de vista operativo y replica: Para aprender una lengua, no
siempre se debe presuponer otra lengua. Un metalenguaje por el cual
nosotros hablamos sobre un lenguaje puede introducirse en el acto de
construirlo.

d) A priori. Desde el punto de vista de los axiomas formales, éstos se


presentan como convenciones, en las cuales no hay que preguntar por su
validez, sino, a lo sumo, por su utilidad. Desde el punto de vista operativo
esto queda ulteriormente matizado en el sentido de que, ciertamente se
requieren algunas estipulaciones lingüísticas, pero con relación a otros
enunciados, que por lo demás son considerados solamente como
convenciones, se puede demostrar que están necesariamente unidos con el
uso de tales estipulaciones. A ellos pertenecen, según Lorenzen, importantes
presupuestos de la lógica, de la aritmética, de la geometría e incluso de la
cinemática y de la mecánica. Aquí no se trata de proposiciones empíricas,
pues no se basan en la observación, sino de enuncíados que posibilitan la
formulación de la observación. Pero tampoco se trata de puras estipulaciones
y de deducciones analíticas a partir de ellas. Los enunciados pueden
considerarse como reconstrucción de lo que normalmente llamamos juicios
sintéticos a priori.

2. Base experimental

a) Verificabilidad empírica. El progreso de la física hacia la teoría de la


relatividad y la mecánica cuántica fue posibilitado por el hecho de que se
sometieron a crítica algunos conceptos, p. ej., el de simultaneidad, el de la
correspondencia entre magnitudes físicas y partículas subatómicas. La crítica
consistió en el hecho de que el investigador no se contentó con el sentido de
estos conceptos, tenido intuitivamente por evidente, sino que preguntó cómo
es posible comprobar qué conceptos puedan afirmarse o negarse. Esta
cuestión trajo consigo una modificación y una precisión del sentido de dichos
conceptos. Con ello fue posible abordar problemas anteriormente no
resueltos. Esta observación y el hecho de que en la c. se trata de enunciados
comprobables, hacen obvia la exigencia de que la determinación del sentido
de una proposición científica y de los conceptos usados en ella deba depender
del método de comprobación o verificación de tales proposiciones. El análisis
de los fundamentos de la validez de una c. tiene por tanto una importancia
básica para determinar el sentido de los enunciados científicos.

b) Conceptos teóricos. Una aplicación rigurosa del principio de verificación


trajo consigo dificultades. Los enunciados generales de las leyes en principio
no son totalmente verificables. Según Popper, para su comprobación se exige
solamente, que ellos posibiliten predicciones exactas (relevancia prognóstica)
y que, con ello, por lo menos en principio pueda concebirse la posibilidad de
que, al no cumplirse lo predicho, quede demostrada su inexactitud
(falsificabilidad) . También topó con dificultades el intento de definir las
nociones de las ciencias naturales mediante conceptos basados en la
observación. Los conceptos de propiedad («elástico», «conductor eléctrico»,
«soluble en agua») tienen que introducirse, según Carnap, a base de
postulados de significación, los cuales no determinan totalmente el sentido
pleno de estos conceptos a partir de afirmaciones empíricamente
comprobables, sino que sólo indican algunas condiciones del uso justificado o
no uso de los mismos. Esto condujo a la interpretación de las teorías
científicas experimentables que frecuentemente recibe el nombre de esquema
doble de las teorías. Lo cual significa que una teoría abarca conceptos tanto
empíricos como teóricos. La teoría abarca un lenguaje de observación, en el
cual hay conceptos empíricos y se formulan enunciados que son directamente
comprobables por la observación. Pero la teoría contiene también un lenguaje
teórico, con conceptos cuyo sentido inicialmente queda fijado en forma
axiomática. Por esto se necesitan además reglas de correspondencia, las
cuales establecen la unión entre estos dos lenguajes, de manera que de la
teoría puedan deducirse proposiciones experimentalmente comprobables.

c) La estructura lógica de una explicación científica de lo empírico está en que


la proposición en la cual se formula el dato que ha de explicarse, pueda
deducirse lógicamente de las leyes enunciadas en la teoría, una vez conocidas
las condiciones concretas que caracterizan el caso. Desde este punto hay un
parecido entre explicación y predicación.

Frente a una concepción demasiado simplista del esquema doble de las teorías
se han resaltado los siguientes puntos de vista: Respecto al lenguaje de
observación, es cierto que él mismo no depende de elementos teóricos
sacados de teorías en concurrencia mutua, los cuales queden comprobados o
descubiertos como falsos por el recurso a la observación. Sin embargo,
Feyeramend y Sellars llaman la atención sobre el hecho de que no puede
deducirse de ahí que el lenguaje de observación no contenga en absoluto
ningún elemento teórico. Con relación al lenguaje teórico hay que tener en
cuenta cómo no todo lo que en él se fija axiomáticamente es estipulación
arbitraria. Hay que distinguir entre: a) Convenciones lingüísticas; b)
enunciados necesariamente unidos con ellas; c) enunciados donde toma
cuerpo el contenido científico de la teoría.

d) Teoría y realidad. Generalmente, además de la interpretación delimitada


por las reglas de correspondencia, a las expresiones del lenguaje teórico se
les da otra interpretación que presta atención al valor de los axiomas. Se
habla entonces de un modelo de esta teoría. El carácter de conocimiento
teórico de tales modelos es valorado en diversas formas. Antes se tenía por
imprescindible un modelo mecánico y se creía que con él quedaba
adecuadamente captada la realidad física (interpretación objetiva de una
teoría). La dificultad en encontrar modelos mecánicos y la posibilidad de
aducir distintos modelos, llevaron a que se considerara a éstos como simples
ayudas para la representación, sin ningún valor cognoscitivo que rebase lo
expresado en el formalismo de la teoría (interpretación formal: la teoría es
sólo un medio de exposición de lo observable). Sigue un camino medio la
interpretación objetiva limitada, la cual considera los modelos como
exposición análoga de la realidad captada en la teoría, sin que del modelo
puedan sacarse inmediatamente consecuencias para la realidad, si éstas no se
desprenden de la teoría misma.

3. Aplicaciones

En la aplicación de la t. de la c. a la filosofía y a la teología hay que tener en


cuenta la diferencia entre el carácter peculiar de estas disciplinas y el de las
ciencias experimentales. En general se ha acentuado excesivamente la
diferencia, de modo que, por desgracia, hay pocas investigaciones sobre las
semejanzas. Por eso hemos de limitarnos a algunas indicaciones.

a) Explicación metafísica. Mientras que en las ciencias experimentales se


desarrollan teorías que son suficientes para derivar de ellas lo que ha de
explicarse, y así tales teorías permiten hacer prognósticos, la -> metafísica
busca las condiciones necesarias de lo fáctico. Su función no es prognosticar,
sino integrar. Esta ciencia debe mostrar explícitamente cómo una determinada
concepción (o visión del mundo) interpreta unitariamente todo aquello con lo
que el hombre tiene que relacionarse en su vida, y así puede ofrecer una
orientación para una configuración de la vida llena de sentido. Una
comprobación de los enunciados relativos a una visión del mundo, importante
también para determinar el sentido de tales enunciados, se produce
verificando la autenticidad de su función integrante. Así, p. ej., no puede
excluirse de antemano un ámbito de la experiencia humana. Como, por tanto,
la verificación debe estar abierta a la totalidad de la experiencia humana, la
comprobación de enunciados relativos a una visión del mundo es menos
intersubjetiva que en las ciencias experimentales. La tarea de la metafísica
está, pues, no en ofrecer una visión concreta del mundo, sino en mostrar las
condiciones necesarias para las concepciones con una función integrante. En
las concepciones filosóficas aparecidas en la historia hay que distinguir entre
su sentido fundado y necesario para la integración, por un lado, y su modelo
de representación históricamente condicionado, por otro lado.

b) Teología como teoría. Si preguntamos por la semejanza de la -->teología


con el doble esquema de la teoría, cabe formularla en los siguientes términos:
al lenguaje de observación corresponde el lenguaje religioso, en el cual
quedan expresadas las bases de la inteligencia de la fe. La teología procura
alcanzar una intelección y para ello, mediante su peculiar lenguaje teórico,
elabora una interdependencia que debe ser de tal índole, que la concepción de
la fe formulada en ella se acredite por su confrontación con los enunciados
religiosos básicos. Así la distinción entre teología positiva y especulativa
correspondería a la distinción entre física experimental y teórica. Hay un
positivismo de la revelación que interpreta la teología como mera
sistematización formal de los enunciados contenidos en las fuentes de la
revelación. El cometido de la filosofía en la teología consiste en el desarrollo
de lo necesariamente implicado en determinados planteamientos de las
cuestiones y estipulaciones lingüísticas. Y sobre todo cae bajo su cometido
todo lo relativo a una explicación metafísica. Pero eso lleva consigo la
vinculación a todo el campo de la experiencia humana y a otras concepciones
del mundo. Esta vinculación ha de tenerse en cuenta al determinar
explícitamente el sentido de las fórmulas teológicas. Además, no ha de pasar
desapercibido el elemento teórico en el lenguaje de observación. Esto hace
comprensible la importancia de una --> hermenéutica de las fuentes de la
revelación.

Otto Muck

CIENCIAS NATURALES Y TEOLOGÍA

I. Ciencias naturales

Las c.n. son, por su objeto material, prácticamente ilimitadas; por su objeto
formal se limitan preferentemente a sistemas aislados (átomo, sistema solar,
espacio vital...), que no están sometidos a ninguna injerencia extraña.
Trabajan metódicamente dentro del marco de la --> causalidad funcional, es
decir, la relación de causa y efecto se fija sobre un contexto regular entre
estados de conjunto de un sistema aislado (-> materia). Las magnitudes que
caracterizan el estado de un sistema son limitadas a magnitudes
cuantitativamente determinables (longitudes, tiempos) o se reducen a ellas
(energía igual a masa por velocidad). Las unidades de medida son escogidas
de manera que puedan reproducirse independientemente del observador y de
las condiciones locales o temporales. Las leyes naturales son
interdependencias regulares entre las magnitudes del estado de un sistema.
En principio pueden siempre reproducirse en las mismas condiciones. El objeto
de las leyes naturales está en las relaciones universales, pero no en las
circunstancias singulares, que son despreciadas como casuales condiciones
marginales o iniciales. Las leyes naturales son universales porque, con
relación a igual totalidad de mutaciones, tienen vigencia en igual manera (en
el vacío son válidas para todos los cuerpos las mismas leyes de caída).

Pero las leyes naturales no son necesariamente universales, pues una


totalidad más amplia de mutaciones puede hacer necesaria una ampliación,
generalización o matización de una ley natural (transición de las leyes de la
caída a la ley de la gravitación o a la teoría general de la relatividad). Por eso,
los conceptos y las categorías del las c.n. en general no reciben una
fundamentación ontológica; su valor está en que pueden describir
adecuadamente y expresar en su interdependencia una totalidad de
fenómenos y leyes. La utilidad, realidad y extensión de las conceptos y
categorías de las c.n. consisten en la totalidad de hechos que pueden
comprenderse adecuadamente a través de ellos. Las c.n. conocen una
evolución de la ciencia: una mejor elaboración de los conceptos y de las
formas de pensar permite comprender en sus interdependencias regulares
una mayor variedad de fenómenos y mutaciones (la revisión del concepto de
tiempo y espacio en la teoría de la relatividad posibilitó la síntesis de la
mecánica y electrodinámica de sistemas estáticos y móviles; el
perfeccionamiento de los conceptos de «medición» y de «estado» hizo posible
una inteligencia de la relación entre los fenómenos ondulatorios y los
cuánticos en la teoría de los cuantos). En esta evolución, no se tornan falsos o
inútiles los conceptos antiguos, pues por una parte siguen siendo válidos
respecto de la descriptibilidad de un conjunto limitado de fenómenos, y
representan, por otra, epistemológicamente, un puente inevitable para la
inteligencia de sistemas más generales.

Las c.n. son tanto inductivas como deductivas. Son inductivas, porque la
necesidad de nuevas categorías resulta de la averiguación experimental de
nuevos fenómenos y leyes. La experiencia estimula la formación de conceptos
nuevos o más generales. Por eso las c.n. en su desarrollo son ciencias
inductivas. Pero, en su aspecto formal, son siempre ciencias deductivas,
porque una inteligencia fundamental de una disciplina científica sólo es posible
cuando se hace patente la relación de cada tesis particular con los principios y
leyes fundamentales; cualquier colección enciclopédica de hechos o cualquier
sistema fenomenológico sólo tiene función de estadio científico previo, de
hipótesis de trabajo o teoría.

A este doble aspecto de las c.n. corresponden también el concepto de los


criterios de verdad de los c.n.: 1) La verdad de una categoría es la exactitud
con que es descrita, aprehendida y esclarecida lógicamente una totalidad de
fenómenos o leyes en su interdependencia. La verdad de una categoría está
representada por el volumen de hechos que es capaz de esclarecer. 2) La
verdad como sencillez (principio positivista de economía): El número de
principios no demostrables (axiomas) debe reducirse al mínimo, para que la
conexión lógica resulte lo más clara posible. 3) La verdad como exactitud
formal: Las c.n. como ciencias deductivas deben satisfacer a las exigencias de
la lógica. Sus principios no pueden implicar contradicción y deben ser
independientes entre sí.

II. Teología

La teología de la Iglesia está en un contexto espiritual, esencialmente distinto


del contexto de las c.n. Los objetos materiales de la t. son tan ilimitados como
los de las c.n., pues abarcan el orden entero de la creación y de la redención.
En cambio, el objeto formal de la t. puede caracterizarse como sigue:

1) La t. tiende primariamente a formular la realidad de la Iglesia en su


contexto de salvación eterna. Es la base de una identificación de los creyentes
entre sí (--> símbolos de fe). 2) Con ello va unido el hecho de que en la t. se
formula también quién pueda y quién no pueda pertenecer a la comunión de
la Iglesia por razón de sus creencias y su conducta. Este aspecto de la t.
implica un carácter fuertemente jurídico. No es posible una apelación a
instancias fuera de la Iglesia (--> infalibilidad. 3) La Iglesia se identifica con la
primitiva comunidad cristiana y con la tradición eclesiástica. De ahí que la t.
sea también definición de la Iglesia. Por la comparación de distintos estadios
de evolución de la Iglesia deben determinarse su núcleo invariable y sus leyes
de crecimiento. 4) La Iglesia está inmersa en un ambiente o un contorno, con
el que se relaciona por una acción mutua. Este contorno forma el espacio vital
de la Iglesia. De ahí que la t. deba formular también lo que favorece o daña a
la vida de la comunidad. Debe analizar la estructura del contorno y formular la
relación vital de la Iglesia con él. Este aspecto de la t. es de carácter histórico
y sociológico. 5) La vida espiritual de la Iglesia radica en la revelación y en la
tradición. Ambas raíces deben desprenderse de la imagen antigua y mitológica
con que están entretejidas. De ahí que la t. tenga también un aspecto que le
viene de la historia del espíritu y de la cultura. En los cinco aspectos se ve
claro que el objeto formal de la t. está caracterizado por la solicitud respecto
de la Iglesia y su mediación salvadora, y no por un ideal de verdad naturalista
o enciclopédico.

En contraste con las c.n., la t. no tiene por objeto un sistema autónomo o


cerrado; su objeto es sobre todo la relación del individuo dentro de la historia
de la salud con el fin último de la humanidad y de toda la creación. La
formulación teológica es libre, desde el punto de vista de su objeto formal,
para servirse de las categorías de una causalidad eficiente o de una causalidad
funcional. La causalidad eficiente se presta para describir cadenas de causas
de sentido único, p. ej., la mediación de la salvación por parte de la Iglesia
para su contorno, cuando la repercusión de éste en aquélla es accidental. La
causalidad funcional se presta 1) para la confrontación entre la t. y las c.n.,
pues los resultados de las c.n. sólo pueden definirse y discutirse en el marco
de la causalidad funcional; 2) para la formulación teológica de las dimensiones
bajo las cuales la Iglesia aparece como unidad funcional y vital dentro de la
historia de la salvación; 3) para la formulación teológica del desarrollo de la
Iglesia hacia el -> reino de Dios. Verdaderamente en esta triple causalidad no
se puede concebir adecuadamente a Dios como causa extrínsecamente
eficiente. La t. tiene como objeto, no sólo las estructuras generales que
pueden reproducirse (amor al prójimo, sacramentos), sino también la historia
sagrada, única e irrepetible, de la comunidad judía y cristiana, de la
humanidad y de la creación entera.

Los conceptos y las categorías dogmáticos de la t. han de cumplir tres


postulados: 1) Expresarán adecuadamente un hecho o una verdad, si no de
modo completo en cuanto al contenido, sí respecto de la intención de la
formulación. 2) En la formulación debe reconocerse la relación de lo formulado
con la historia salvífica y con el origen de la salvación. 3) Serán accesibles e
inteligibles al mundo conceptual del momento y, por tanto, estarán revestidos
de símbolos contemporáneos. La conciencia de la Iglesia no vive sólo de una
visión retrospectiva, sino que, dada la constante mutación de la estructura
cultural y sociológica de la humanidad, debe formularse siempre de nuevo.
Este aspecto de la predicación condiciona una evolución de los -->dogmas,
análoga a la evolución en las c.n. Los criterios normativos de verdad son: 1)
Armonía con las fuentes de la revelación y con la práctica de la Iglesia a lo
largo de su historia; 2) Una interdependencia llena de sentido con la acción
salvífica de Dios y con la historia sagrada; 3) la adhesión de los creyentes (la
cuestión de la autoridad no se toca inmediatamente en la confrontación entre
la t. y c.n.).

III. Relación entre la teología y las ciencias naturales

De la precedente comparación entre t. y c.n. podemos deducir que en el


objeto material se interfieren, pero en el formal se distinguen esencialmente.
A dificultades, y particularmente a pseudoproblemas, entre la t. y las c.n. se
llega cuando: 1) en la formulación de un hecho determinado se confunden la
causalidad eficiente y la funcional (creación y comienzo del universo, signos
salvíficos y fenómenos extraordinarios de la naturaleza, el alma como motor y
forma del cuerpo, la voluntad humana como causa eficiente y componente de
una unidad funcional físicoespiritual); 2) las fuentes de la revelación son
consideradas bajo el objeto formal de las c.n. (relatos de la creación, historia
de la tierra y de la humanidad, escatología del mundo físico en el Antiguo y en
el NT); 3) los resultados de las c.n. son considerados bajo el objeto formal de
la t. (mitización de la evolución de los organismos, de la expansión del
universo o del segundo principio termodinámico); 4) la formulación dogmática
emplea conceptos antiguos que, por influjo precisamente de las c.n., han
sufrido en la lengua diaria un esencial cambio semántico o se hallan en un
contexto de sentido completamente nuevo. Estos cuatro puntos deben ser
explicados brevemente.

1) El concepto de ->creación debe expresar la relación fundamental de Dios


con la existencia y la cualidad de todo ente, su carácter absoluto y su
transcendencia. La formulación bíblica («dijo y fue hecho») soslaya la
metafísica. La fórmula clásica (creatio est productio re¡ ex nihilo su¡ et
subiecti) se apoya en la causalidad eficiente, pero indica el carácter singular
de la creación por la adición ex nihilo. La moderna idea de la causualidad
funcional ha reducido la base intuitiva de la formulación a base de la
causalidad eficiente. Queda además abierta la cuestión de si el comienzo
cronológico pertenece a la intención del dogma o es sólo un matiz de la forma
de pensar que adopta en sus fórmulas la causalidad eficiente. La causalidad
funcional apenas permite formular un comienzo cronológico; la relación de
Dios con todo ente debe aquí conocerse por abstracción y analogía, partiendo
de las estructuras estables de la dinámica de sistemas reales y posibles. El
concepto de creación se refire a una relación con lo obsoluto y debe, por
tanto, poderse formular de diversas maneras. Así, pues, las diversas
categorías de causalidad no deben confundirse entre sí, ni pueden tampoco
deducirse unas de otras.

Lo mismo acontece con la evolución de los organismos y del hombre. Ésta se


halla definida y formulada a base de la causalidad funcional. Sus notas
esenciales están precisamente en la dinámica particular de la organización de
determinadas estructuras de lo viviente, sin entrar en el problema de que la
insistencia en la causalidad eficiente particular dentro del mundo cierra la
mirada a la ley divina que lo envuelve todo.

También el -> milagro como acontecimiento especial y signo salvífico sólo


puede definirse por su sentido y función en el contexto de la historia de la
salvación. Si, por un lado, el aspecto cientificonatural no entra en el objeto
formal de la dogmática, por otro, las c.n. están tan abiertas a una
interdependencia funcional en el campo de la historia de la salvación, como
las leyes físicas lo están a la estructura química y a la información biológica,
constituyendo incluso la base necesaria de estas supraestructuras. Mas si el
milagro o el libre albedrío son formulados mediante la idea de una especial
causalidad eficiente en una naturaleza funcionalmente entendida, ello conduce
a una confusión de conceptos y a un conflicto entre las c.n. y la t. Si el alma
es considerada como forma espiritual y física del cuerpo humano, esto se hace
en armonía con la t., que defiende la unidad entre cuerpo y alma, y con el
criterio funcional de las c.n. Pero si la resurrección del hombre es concebida,
no como una acción salvífica de Dios, sino como derecho natural de una
inmortal, informante y configurante causa eficiente que actúa sobre el cuerpo,
no sólo se entra en conflicto con las c.n., sino que, además, queda
desvirtuada la afirmación religiosa sobre el destino del hombre entero a la
salvación.

2) Los escritos del Antiguo y del NT deben ser enfocados según su aspecto de
historia sagrada y, por tanto, han de valorarse como fuentes para la t., y no
para las c.n. Así, los relatos de la creación versan primariamente sobre el
carácter absoluto de Dios, frente a ciertos mitos contemporáneos, y no sobre
datos astronómicos.

3) Imaginar las c.n. como camino hacia la religión o la evolución de los


organismos como historia salvífica es confundir sistemas funcionales y formas
de pensar de muy distinto nivel.

4) Cuando la intención primaria de un dogma queda encubierta por el hecho


de que conceptos antiguos (naturaleza, substancia...) se hallan en un nuevo
contexto semántico, las categorías intelectuales de las c.n. pueden prestar un
auxilio para que la intención original se haga accesible al actual mundo de
conceptos y representaciones.

Gernot Eder
CIENCIAS SOCIALES

I. Conceptos y fines

E1 concepto de «ciencias sociales», expresión que se impuso a partir del


mundo francés e inglés a principios del s. xix, abarca una multiplicidad de
ciencias que se ocupan de lo social. La dificultad en determinar
definitivamente el concepto y los fines de las c.s. estriba en el concepto de lo
social.

Lo «social» incluye no sólo las relaciones entre ---> hombre y hombre, entre
hombre y -> sociedad, sino también el comportamiento de éste con el mundo
de las cosas (economía); e incluso el estudio del hombre en sí mismo
presenta un aspecto social (-> filosofía social en -> sociedad). Si lo «social» y
con ello el concepto de c.s. se refieren a la « convivencia de los hombres»,
entonces su extensión es extraordinariamente amplia, pues incluso los hechos
lingüísticos, históricos y culturales, y otros factores configuran la convivencia
y deben tenerse en cuenta dentro de las c.s. Por eso parece conveniente
delimitar el objeto del conocimiento de las c.s. como «convivencia en cuanto
convivencia» (Geck). O sea las c.s. son un conocimiento de lo que constituye
la convivencia entre los hombres, de sus leyes, de las fuerzas que la
determinan, de los fines a los que tiende.

El concepto y la extensión de las c.s. dependerán de la función que se señale


a la convivencia. Lo cual implica cierta indeterminación, que se manifiesta en
la manera de ordenar las diversas ciencias a las c.s. Actualmente las c.s.
forman una multiplicidad de disciplinas particulares, que se mantienen unidas
por el tema común del estudio de lo social, aunque se distinguen por el
método y el fin. Generalmente a la -> sociología se le asigna el papel de una
ciencia fundamental. La pregunta por la unidad de las c.s. queda abierta, la
cuestión de una c.s. fundamental y normativa es discutida. De todos modos,
prescindiendo de las exigencias o consecuencias normativas, los
conocimientos de las c.s. sirven a la formación de una conciencia social en
general y tienen importancia para la vida de la sociedad.

II. Campos y articulación

Será inevitable considerar las c.s. desde distintos puntos de vista. De esta
manera cabe descubrir distintos campos y quizá una articulación. Pero, en
último término, se pondrá de manifiesto la necesidad de un complemento
mutuo en las c.s. Partiendo de los fundamentos y considerando la sociedad
como un todo o los problemas de la convivencia en general, se deducen las
siguientes ramas: filosofía social, sociología, psicología social, biología social,
pedagogía social. La mayoría de estos campos son tan complejos, que se
requiere una subdivisión ulterior. La historia social nos lleva a conocer el
devenir de los grupos y de las circunstancias sociales y la investigación
sociológica nos describe los grupos sociales en la actualidad y su manera de
comportarse (estadística social, sociografía). Puesto que los métodos de la
investigación social se orientan en su exactitud por el procedimiento de las
ciencias naturales, la manera de pensar y el aparato científico de las
matemáticas y de la técnica adquieren una importancia cada vez mayor para
la investigación de la vida social y de sus posibilidades.

Si se consideran los ámbitos en los que se condensa la vida social, hemos de


mencionar las ciencias políticas y la economía, que, junto con el derecho,
tienen tanta importancia para la vida social. En la articulación de los campos
objetivos de todas estas ciencias surge la fundamentación filosófica (filosofía
del -> estado, filosofía del -> derecho), así como el aspecto del fin ético (ética
de la -> economía o de la política), cuya exposición científica, sin embargo, la
mayoría de las veces no se encomienda a las c.s., sino a la filosofía y a la
ética sociales. Esta última debería estudiar los valores fundamentales en la
vida social y subdividirse en disciplinas particulares según los campos de la
misma vida social.

En el pensamiento cristiano los intentos de articulación de las c.s. parten de


las fundamentaciones filosóficas y teológicas. La comprensión científica de lo
social en el plano óntico y la normativa quedan unidas. Hay que «investigar la
realidad social y exponerla sistemáticamente, por un lado, y elaborar una
doctrina normativa, por otro lado, para aplicarla a los distintos ámbitos de la
vida social» (J. Hóffner). De manera semejante, a base de una conexión entre
ser y deber, se distingue entre c.s. fundamentales (ciencia óntica de lo social,
de la acción y de la configuración sociales) y c.s. derivadas, p. ej., derecho,
economía, cultura (G. Ermecke). También en virtud de los estratos de la
realidad social se elaboran formas de conocimiento e investigación de la
sociedad, estableciendo en las c.s. un orden correspondiente a la realidad
social según la perspectiva cristiana (G. Ermecke). Si el punto de vista
decisivo de lo social es el ético, que se centra en el -> bien común,
consecuentemente, las c.s. están unidas entre sí y con lo social en la medida
en que tienen importancia para el bien común (A. F. Utz). La doctrina social
cristiana y la teología no quedan subordinadas a las c.s., sino a la teología.
Ciertamente, tienen en común con las c.s. el objeto material, la vida social del
hombre; pero toman en consideración verdades reveladas y la salvación dada
en Cristo para la configuración de la vida social, y conciben lo social como un
orden conjunto de la existencia cristiana.

III. Evolución y métodos

La multiplicidad de las disciplinas científicas sobre la sociedad está


condicionada por la complicación de la vida social y por la consecuente
necesidad de comprender y explicar todos los procesos de la vida social.
Ciertamente, el espíritu humano se ha ocupado siempre de cuestiones
relativas a la vida social, pero en tiempos el pensamiento estaba ligado a
sistemas filosóficos o éticos

(filosofía social, ética social), y también los problemas de la vida económica y


los cometidos de la vida estatal eran abordados en partes esenciales por la --
> ética y por el -> derecho natural. En el s. xix comienza a despertar el
interés científico lo social por sí mismo, y comienzan a despertarlo
particularmente aquellos fenómenos sociales que son conocidos como
relativamente autónomos frente a la vida estatal.
En los primeros socialistas la ocupación con la sociedad presenta ya rasgos
sociológicos y reformadores. En A. Comte la sociología alcanza un transitorio
punto cumbre, por el hecho de que él, en cuanto sociólogo, deja atrás el
estadio teológico y metafísico del conocimiento y se esfuerza por conocer
científica o positivamente al hombre y a la humanidad junto con su futuro.
Antes de que en Alemania pudiera imponerse un peculiar y especializado
pensamiento científico sobre la sociedad, las ciencias políticas, entendidas
enciclopédicamente, hubieron de desmembrarse en el derecho, la economía y
la sociología como ramas autónomas, aunque con muchos puntos comunes.
De la filosofía del derecho salieron impulsos para la comprensión y el fomento
de la sociología sobre una base orgánica (G.W.F. Hegel, C.F. Krause, H.
Ahrens). R. v. Mohl y L. v. Stein abren la mirada a la sociedad «burguesa», K.
Marx descubre la sociedad de clases. A. Scháffle y otros edifican
sistemáticamente la base orgánica de la sociología. Por los trabajos de la más
reciente escuela histórica, bajo la dirección de G. Schmollers, la economía
nacional adquiere una importancia que repercute en la evolución de las c.s. y
en la reflexión sobre sus tareas y métodos.

Ha sido importante la discusión entre la c.s. que se sabe vinculada a una tarea
política y social, estableciendo una valoración (G. Schmoller), y la que se
desenvuelve al margen de todo valor y de todo fin en el plano sociológico (M.
Weber, W. Sombart). Por un lado en economía se afirmaron fines prácticos,
en conformidad con ciertas valoraciones, pues cabe constatar valores, no sólo
subjetivos sino también objetivos, que sirven de meta y tienen un carácter
obligatorio tanto para la investigación científica como para la configuración
social. Por otro lado, sin querer negar las ideas subjetivas sobre los valores,
por razones de metodología científica se exigió una separación rigurosa entre
conocimiento y juicio valoratíva, entre investigación y fin a conseguir. Como lo
muestra la bibliografía aparecida hasta ahora, el debate todavía no ha llegado
a su fin y a su manera interesa también a la sociología («¿Cómo ha de
realizarse en la sociología la abstención de todo juicio valorativo?»). Y, a este
respecto, se estudian los presupuestos científicos, históricos y sociales de la
disputa sobre los juicios valorativos («¿Desde qué condiciones sociales crece
el postulado de una ciencia libre de juicios valorativos?»). Ante la evidencia de
que en la discusión sobre los juicios valorativos se debate «la integrante
función social de las c.s.» en general (Ch. v. Ferber), o sea, la importancia y
la eficacia de las c.s. para la vida social, en la actualidad se ha modificado el
planteamiento del problema. Sigue en pie que no está justificada la mezcla
entre el conocimiento científico de la sociología y el juicio valorativo, pero
discrepan las opiniones sobre la aplicación y la obtención de conocimientos
científicos de la realidad social. El programa científico del neopositivismo
(Círculo de Viena; K. R. Popper y otros) distingue entre hechos y decisiones o
normas, que no pueden reducirse a los primeros (dualismo crítico). La c.s., a
base de análisis, puede esclarecer alternativas de la acción con relación a
determinados fines previamente establecidos que es posible llevar a cabo
social y técnicamente. Con lo cual, en orden a la praxis, ella posee un carácter
informador que no puede tenerse en poco. Por otro lado se atribuye a la c.s.
una más amplia misión de asesoramiento, la cual no excluye conocimientos
fundamentales sobre las finalidades de la sociedad y de la vida social. En una
especial c.s. normativa (G. Weisser) se deben estudiar los presupuestos de la
vida social.
IV. Panorámica

Continúa siendo dudoso si está concluida la discusión sobre la valoración y la


aplicación de los conocimientos de las c.s. Hay decisiones que, por encima de
las categorías de lo posible e imposible, de lo oportuno, de lo calculable y
realizable, apuntan hacia lo moralmente posible o permitido. La c.s. normativa
exige que se parta de «juicios fundamentales sobre los valores». La
responsabilidad pide que se introduzcan los «intereses y las decisiones
fundamentales» fundados en la propia persuasión, los cuales responden al
sentido de la vida humana.

Las buscadas y exigidas premisas meta-sociológicas no podrán determinarse


fácilmente, mas no cabe rechazarlas como no científicas, con tal que a base
de conocimientos fundamentales se apliquen a lo experimental por un método
correcto. Han de lograrse sobre la base de una interpretación de lo social y de
la vida humana en general, de modo que no cabe negar su importancia a un
sociólogo orientado metafísica u ontológicamente. De cara a una
diferenciación ulterior de la vida social y a los conocimientos que aquélla
implica, y de cara a una ulterior planificación de lo posible y necesario para la
convivencia humana, no podrá renunciarse al conocimiento unificante de los
puntos de partida socialmente obligatorios.

Joachim Giers

CISMA

A) Concepto. B) Historia de los cismas. C) Cisma de Occidente. D) Cisma


oriental.

A) CONCEPTO

La palabra cisma expresa «una separación voluntaria de la comunión


eclesiástica; es también el estado de separación o el grupo cristiano
constituido en tal estado. El cismático es el que produce c., ora sea su fautor
o responsable, ora se adhiera simplemente a él por convicción o simplemente
de hecho» (Y. Congar: DThC xtv, 1286).

En el griego clásico sjisma significa raja o desgarrón. Pablo emplea la palabra


en sentido moral, para designar las divergencias de opinión o de tendencia,
que ponen en peligro la concordia y unidad de la Iglesia en un lugar
determinado (1 Cor 1, 10; 11, 18; 12, 25). La palabra es retenida por la
primera generación cristiana para calificar la rotura de comunión provocada
por estas divergencias, la cual se manifiesta por la desobediencia a la
autoridad legítima, que es el obispo.

La ->herejía, que implica también rotura con la comunidad, al principio no se


distinguió claramente del c. Sin embargo, ha prevalecido el uso de reservar la
palabra c. a las roturas de comunión provocadas por los conflictos de orden
personal o por simple negación de la obediencia, mientras el término herejía
se aplica a las rupturas de comunión motivadas por divergencias graves en la
inteligencia de la fe.

Los c. se manifestaron primeramente dentro de la Iglesia local. Sin embargo,


la necesaria cohesión de las Iglesias locales, obligadas a salvaguardar su
unidad en la confesión de la fe y su mutua concordia, provocó medidas
canónicas que reservaban la absolución de la excomunión, sanción impuesta
por el delito de c., al obispo que la había impuesto. En la iglesia católica
romana, por razón de la centralización progresiva en favor de la sede de
Roma, y como efecto del desarrollo de una eclesiologia con visión monárquica
de la Iglesia universal, el c. se define principalmente por la rotura de
comunión con el papa. Donde ha seguido prevaleciendo una eclesiología
centrada en la unión y comunión entre las Iglesias locales (oriente ortodoxo),
la noción de c. ha evolucionado de forma distinta. La historia muestra, por lo
demás, que fracciones disidentes de una Iglesia local han permanecido a
veces en comunión pacífica con otras Iglesias locales (c. de Antioquía).

El itinerario del desenvolvimiento de la noción de c. está jalonado sobre todo


por los nombres de Cipriano y Agustín (controversia con los donatistas); y
también la -> reforma gregoriana (s. xi) influyó notablemente en el desarrollo
del concepto. En correlación con la noción de unidad de la Iglesia, el concepto
de c. ha evolucionado en función de la eclesiología. Sólo tardíamente apareció
en teología un tratado independiente de ecclesia, aunque elementos dispersos
del mismo se hallaran ya antes en otros tratados. Tomás estudia el c. no tanto
en sí mismo cuanto en los individuos y grupos que se hacen culpables del
mismo o se adhieren a él, y ve en la escisión un pecado contra la paz, que es
un fruto del amor (ST II-II, q. 39).

La teología de la contrarreforma había de aportar una modificación profunda


en la interpretación teológica del c. Hasta entonces, mientras las graves
discrepancias en la inteligencia de la fe (herejía) y, sobre todo, la ruptura de
la comunión con la autoridad considerada como legítima dejaran intacto en el
grupo separado el organismo jerárquico y sacramental de la Iglesia
(episcopado, sacerdocio, sucesión apostólica), ciertamente se juzgaba que el
c. era un daño para la unidad de la Iglesia, pero aun cuando el c. creara una
situación irregular en el grupo cismático, sin embargo, no se tenía la
persuasión de que esa rotura implicara una alejamiento del misterio de la
Iglesia, con tal que los separados continuaran participando de las estructuras
fundamentales (episcopado, sacramentos). La separación era considerada
como un drama dentro de la Iglesia, entendida esencialmente como una
comunidad. Pero, al definir la Iglesia como sociedad jerárquicamente
constituida bajo la autoridad suprema del obispo de Roma, y al identificar
pura y simplemente la Iglesia romana con la Iglesia universal, la
contrarreforma hizo del c. una separación de la Iglesia misma. Esta
eclesiología, nacida de la preocupación por responder a las negaciones de los
reformadores protestantes, modificó, sin darse cuenta, la actitud tradicional
de las Iglesias de occidente respecto de sus hermanas de oriente (ortodoxos).
Ella procuró, en efecto, una justificación teológica para la así llamada política
romana de las «Iglesias orientales católicas o unidas», que sustituyó la idea
de la reunificación por la de la conversión o absorción.
El concilio Vaticano ii ha restablecido la perspectiva tradicional proclamando
una eclesiología de comunión que pone el acento, no sobre los constitutivos
de orden jurisdiccional (que se mantienen, sin embargo, en su sitio), sino
sobre los constitutivos de orden sacramental y espiritual: sacramentos
(bautismo, orden, eucaristía), gracia santificante, virtudes teologales, dones
del Espíritu Santo. Con ello la realidad total del misterio de la Iglesia
sobrepuja los límites de su plena y única realización legítima bajo la
modalidad de la Iglesia católica romana. Se admite que existen maneras
desiguales de participar de esta realidad. Si bien ateniéndonos a los principios
del derecho canónico es cierto que se está necesariamente o dentro o fuera de
la Iglesia católica romana, sin embargo, mirando al misterio de la Iglesia, es
más verdadera la afirmación de que el hombre puede pertenecer a ella en
mayor o menor grado. De ahí la distinción entre comunión plena y comunión
parcial tanto con la Iglesia católica romana como con la Iglesia como tal (cf.
Lumen gentium, n .o 13, 15, 16; Unitatis redintegratio, n .o 3s). De ahí se
sigue que en el c. hay que distinguir un doble sentido: canónicamente el c. es
una rotura de relaciones jurisdiccionales con la sede de Roma; teológicamente
el c., sin excluir toda participación en el misterio de la Iglesia, pone óbice a la
realización plena y visible de su unidad, pues la plena realización y visibilidad
requiere la profesión unánime de la fe, la inserción efectiva en un único
organismo jerárquico y sacramental y la celebración común (recepción) de los
mismos sacramentos, señaladamente de la eucaristía, que en manera singular
constituye el vínculo interno y el signo externo de la unidad de la Iglesia.

El concepto de c. así definido en relación con la Iglesia católica romana, puede


aplicarse de manera analógica a las roturas de comunión que se dan entre las
diferentes Iglesias o comunidades eclesiales separadas de la sede romana. Sin
embargo, en cada una de estas confesiones o denominaciones, el c. se define
en función de una concepción propia de la Iglesia y de su unidad. En la
problemática compleja del movimiento ecuménico el c. constituye una noción
clave. En la perspectiva protestante se busca una solución al problema de los
c. por vía de una inteligencia mutua sobre la práctica de la intercomunión
(cena y otras formas de culto), que dejaría intactas las divergencias, incluso
importantes, respecto al contenido de la fe y la estructura de la Iglesia. Por el
contrario, las así llamadas Iglesias de tendencia «católica» en sentido lato
(ortodoxos, viejos católicos, anglicanos), sólo pueden tomar en consideración
el restablecimiento de la plena comunión en el plano sacramental, que
presupone la unanimidad en la fe y la concordia mutua en el seno de una
única y común estructura jerárquica de orden sacramental (episcopado y
plena sucesión apostólica).

Por mantener el vínculo del amor se evita hoy en grado máximo calificar de
cismáticos a los miembros de Iglesias y comunidades cristianas en estado de
disidencia respecto de la Iglesia católica romana, sobre todo si, habiendo
nacido en estas comunidades, han recibido en ellas su formación religiosa.
Tales miembros no pueden, en efecto, ser tenidos por responsables del estado
de división en que viven hoy día con relación a otros, sobre todo si pensamos
que la responsabilidad pesa sobre ambas partes.

Christophe Dumont
B) HISTORIA DE LOS CISMAS

I. Visión general

En el NT se dan escisiones dentro de las Iglesias locales, las cuales son


consecuencia de diferencias en la interpretación y apropiación del kerygma
apostólico ( I Cor 11, 9; Gál 5, 19; Rom 16, 17) y amenazan la koinonia que
Cristo ha dado a la Iglesia (un Dios, un Señor [1 Cor 12, 4ss], un evangelio [
1 Cor 1, 10-13 ], un bautismo y un pan [ 1 Cor 12, 13; 10, 17; Gál 3, 27 ] ).
No aparece allí ninguna escisión que condujera a la ruptura total con la Iglesia
universal. Sin embargo, es propia de los cismas reflejados en el NT la
tendencia a un aislamiento frente a la comunidad, el cual puede hacerse
bastante radical a consecuencia de discrepancias doctrinales. En la época
postapostólica el c. y la -->herejía se presentan como los grandes enemigos
de la comunidad cristiana primitiva; y se menciona entre sus causas la
ambición, los celos, la maledicencia y la actitud rebelde contra la autoridad.
Frente al oficio eclesiástico y al servicio a la totalidad de la comunidad, para
cuya edificación se dan todos los ministerios y dones de la gracia, quedan
acentuados y reciben un valor absoluto los matices personales. Formalmente,
c. y herejía todavía no se distinguen tan claramente como después; sin
embargo, en la mayoría de los casos, al c. va unido un error contra la fe. Por
esto la historia de los c. se identifica en largos trechos con la historia de las --
> herejías (consúltense, pues, las reflexiones de este artículo). Movimientos
cismáticos que desarrollan su propio orden eclesiástico y fundan una
contraiglesia se extienden a toda la historia de la Iglesia. De los primeros
tiempos del cristianismo mencionamos: el c. de Marción en el s. ti (paulinismo
exagerado y antinomismo que esgrimía el evangelio contra la ley), el ->
gnosticismo y el -> arrianismo, el movimiento milenarista del montanismo, la
secta rigorista de los novacianos (s. iii), la «Iglesia de los mártires» del obispo
Melecio de Licópolis y, en su secuela la Iglesia de los donatistas,
incomparablemente más importante, la cual rechazaba la Iglesia estatal de
Constantinopla (c. iv). El c. de Acacio, en el s. iv, y el cisma del patriarca
Focio, en el s. ix, preludiaban el --> c. oriental del s. xi.

El largo y penoso proceso de asimilación del cristianismo por los pueblos


francos y germánicos, y la importancia capital de la lucha contra los
sarracenos, normandos y húngaros, hicieron que a final de la época carolingia
no surgieran movimientos sectarios de gran importancia. Por primera vez en
el s. xi aparecen escisiones cismáticas en los grandes movimientos religiosos
populares de la -> edad media. La más importante fue la de los -> cátaros,
influidos desde el oriente, los cuales crearon su propia Iglesia en el sur de
Francia, con su jerarquía y su dogma unitario, que por su matiz dualista y
contrario a la encarnación se oponía radicalmente a la doctrina de la Iglesia.
En los valles alpinos del Piamonte y de Saboya han podido mantenerse hasta
hoy comunidades de valdenses, los cuales, siguiendo la predicación ascética y
rigorista de Pedro Valdo, formaron una Iglesia de laicos que se orientó según
el modelo de la pobreza apostólica y evangélica. Mientras esta secta
perseveró en el c., los papas (concretamente Ínocencio iii) lograron la
reincorporación de los «umiliati», en el norte de Italia, movidos por los
mismos ideales y condenados ya como herejes, así como la de otros grupos
en el sur de Francia.
Común a estos movimientos de -> pobreza, a los cuales Gregorio vii dio su
oportunidad histórica, por cuanto se apoyó en ellos para la ejecución de sus
reformas (-> reforma gregoriana) contra nicolaítas y simonistas, era la crítica
a las instituciones eclesiásticas y a la vida muelle del clero. El hecho de que
las instituciones eclesiásticas pasaran a tener su fin en sí mismas y la vida
mundana del clero obscurecían la misión de dar testimonio que tiene la
Iglesia, y en la baja edad media provocaron una corriente ininterrumpida de
movimientos eclesiásticos de reforma, los cuales en Wicleff y Hus (->
husismo) derivaron hacia el c. La proyección mundana del papa y de los
cardenales fue sin duda la causa principal del -> c. de occidente, en el
transcurso del cual coexistieron dos e incluso tres papas, cuya legitimidad
estaba oculta para los coetáneos y sigue estándolos hoy. La -> reforma
aprovechó el dinamismo de los movimientos de espiritualidad seglar y, en su
protesta contra los síntomas de degeneración de la vida eclesiástica en la baja
edad media, se presenta como una negación de todo el sistema eclesiástico
medieval con su fusión de -> Iglesia y estado, con su centralismo papal y su -
> escolástica, petrificada en su formalismo. Tampoco la Iglesia fortalecida y
regenerada en el Tridentino se vio libre de escisiones. Pero, a consecuencia de
la paulatina desaparición general de la fe y de su estrecho punto de partida,
estos cismas quedaron limitados a un nivel local, regional o nacional (c. de
Utrecht del 1724; c. de la Petite 1~glise de la Vendée, la cual no reconoció el
concordato con Napoleón [-> viejos católicos]; c. de Gregorio Aglipay en las
islas Filipinas [ 1902 ] ; Iglesia nacional checoslovaca [ 1920 ] ). El trasfondo
de estos c. de la edad moderna es casi exclusivamente una tendencia
nacionalista, que con más o menos razón se alzó contra la curia romana y dio
lugar a la organización de una Iglesia propia con ayuda estatal.

Entre los c. desaparecidos y las disidencias que todavía persisten (-> Iglesias
orientales, -> protestantismo), apoyándonos en Y. Congar, podemos
establecer las siguientes diferencias: 1) Mientras las herejías y los c. antiguos
discutían la doctrina ortodoxa en cuestiones decisivas para la historia de la
salvación (doctrina de la Trinidad, soteriología, posición de María en el plan
salvífico, gracia de Dios) y tenían un carácter más bien «particular», las
disidencias que todavía perduran son de índole «universal», es decir, se basan
en una concepción fundamental que repercute en toda la inteligencia del
cristianismo. También antes se dieron tales interpretaciones globales, como,
p. ej., en el -> gnosticismo, en los bogomilos del oriente y en los -> cátaros,
pero aquí lo específicamente cristiano retrocede sensiblemente, en total
oposición a las disidencias universales de la actualidad, en las cuales el
misterio de Cristo, por lo menos en principio, es afirmado plenamente. 2) En
concreto las Iglesias ortodoxas orientales y el protestantismo no parten de la
oposición a una determinada doctrina eclesiástica, sino de la protesta contra
un determinado estado histórico de la Iglesia: en el s. xi el alejamiento
político entre oriente y occidente, y en el s. xvi el estado deplorable de la vida
eclesiástica en su sentido más amplio. 3) En su estructura interna los
disidentes actuales ostentan un rasgo de catolicidad; se tiende
conscientemente a la superación de la escisión. 4) Las grandes comunidades
disidentes de la actualidad custodian en mayor medida que los movimientos
cismáticos de los primeros tiempos del cristianismo valores fundamentales
genuinamente cristianos, los cuales son indicio de la acción del Espíritu Santo
(Vaticano it Lumen gentium, n .o 15).
II. Interpretación histórica y teológica

El punto de partida para una interpretación escatológica de las escisiones


eclesiásticas lo tenemos en 1 Cor 11, 19: oportet et haereses esse. Aquí se
acentúa la necesidad de la escisión en el sentido de un fenómeno
históricamente inevitable. Con ello, los cismas y el movimiento ecuménico que
suprime el c. se sitúan en el nivel de la historia, no en el del dogma
supratemporal. La Iglesia peregrinante está bajo la ley del pecado, y por esto
se halla expuesta a la escisión, cuyos motivos pueden ser de índole personal,
política, social, teológica o disciplinaria. Pero la Iglesia en su totalidad, lo
mismo que cada uno de sus miembros, ha de luchar por un evangelio íntegro
y sin fracturas. Para esto algunas veces tiene que pagar el precio de una
escisión. Como la verdad que vive en la Iglesia entera sobrepuja el
conocimiento creyente de sus miembros particulares, los guardianes oficiales
de la doctrina tienen el derecho y el deber de oponerse al conocimiento parcial
de algunos fieles en particular. Por tanto el c. no es mera expresión de una
caída en lo mundano, sino que puede resultar también de una auténtica
colisión de deberes.

Prevalecen dos líneas de interpretación del citado pasaje de Pablo. La primera


entendió haereses como tensiones entre grupos, las cuales hacen que resalte
la pureza de la fe ortodoxa. Mientras que la interpretación de tipo psicológico
de Juan Crisóstomo concede un carácter meramente casual a la escisión de
que habla el Apóstol, una función históricosalvífica. Para él las haereses
fueron doctrinas formalmente erróneas, y en el oportet ve una decisión de
Dios y una profecía que debe cumplirse necesariamente. Sin los herejes nos
dormiríamos sobre la sagrada Escritura, sin abrirla; necesitamos que los otros
nos espoleen para abrirnos la palabra de la Escritura y vivir de ella. Aquí no se
trata tanto de la fidelidad a la fe cuanto de su plenitud. La interpretación de
Agustín se impuso a la Iglesia latina y la doctrina escolástica de la «permisión
divina» le dio su cimentación teológica en el campo especulativo. La reforma
descubrió de nuevo la interpretación de Juan Crisóstomo; pero la teología
calvinista enlazó directamente con Agustín y vio en las escisiones la acción
necesaria de poderes supramundanos que la soberana voluntad salvífica de
Dios dirige hacia el fin bueno que él pretende. En las discusiones confesionales
este lugar de la sagrada Escritura fue usado por representantes de las
distintas direcciones, que bajo tal escudo se mantuvieron impertérritas en su
patrimonio confesional. La más reciente exégesis bíblica de los católicos y,
sobre todo, la de los protestantes se apartan notablemente del rigor de la
interpretación agustiniana y tienden más bien hacia la interpretación de Juan
Crisóstomo.

El c. no sólo ostenta su aspecto negativo, la disolución de la unidad, sino que,


mediante una mirada retrospectiva, también descubrimos en él aspectos
constitutivos de Iglesia, propiedades proféticas y carismáticas. Así la lucha
contra la -> gnosis despertó en la Iglesia una mayor conciencia de sus
problemas en toda una serie de importantes doctrinas teológicas y, directa o
indirectamente, con su posición contraria los gnósticos propulsaron la
evolución de los dogmas (fijación del canon neotestamentario, doctrina de la
encarnación y de la de la gracia). La lucha contra el -> arrianismo llevó la
especulación trinitaria a una mayor claridad conceptual. El donatismo obligó a
la reflexión sobre el campo de la eclesiología, casi totalmente descuidado por
la clásica teología griega. Los movimiontos de -> pobreza en la edad media,
especialmente el de los -> cátaros, forzaron a las fuerzas católicas a una
interpretación dogmática de la concepción cristiana del mundo y
contribuyeron a la realización de la vida apostólica. La reforma del s. xvr dio
el impulso decisivo para la -> reforma católica en Trento. Pero a la vez hay
que tener en cuenta cómo la Iglesia, con su delimitación frente a la herejía y
el c. se expuso constantemente al peligro y llegó a caer de hecho en el peligro
de olvidar la verdad defendida por los disidentes, de modo que se enfrentó
con desconfianza a un legítimo testimonio profético.

Así la historia de los c. posee una cierta dinámica integrante, la cual en el


transcurso histórico se pone cada vez más de manifiesto y termina disolviendo
el c., pues la herejía y el c. por su naturaleza son una acentuación excesiva de
una verdad parcial o de un aspecto olvidado de las estructuras eclesiales, y
reciben su poderío histórico de verdad unilateralmente resaltada en medio del
error. Cabe perfectamente que la escisión en la fe y en la Iglesia sea un rodeo
para llegar al reino de Dios, en primer lugar porque conduce a una reflexión
reformadora y renovadora sobre el mensaje cristiano de salvación, y en
segundo lugar porque, como esbozos de una reforma de la Iglesia, poseen y
siguen desarrollando elementos que pueden ser incorporados nuevamente a la
plena comunión eclesiástica. Mas hasta llegar a esto, la escisión es un castigo
impuesto a la culpable claudicación de los cristianos en su convivencia, en su
amor y en su fe. Por tanto el sentido de su perduración está en despertar de
nuevo el amor unificante. En sus divisiones, la cristiandad se halla bajo el
juicio de Dios; en cierto modo el juicio escatológico se anticipa en la historia
(cf. Mt 24 y 25). Pero, bajo el juicio de la ira de Dios se esconde ya su gracia,
que impulsa a las confesiones divididas a superar la separación.

Viktor Conzemius

C) CISMA DE OCCIDENTE

El período que va del año 1378 al 1417, o bien al 1449, es denominado en la


historia de la Iglesia como la época del gran cisma de occidente.
Fundamentalmente se trata de un cisma papal, pues nos encontramos con dos
papas, y a veces con tres, que se presentan al mismo tiempo como titulares
de la potestad suprema de la Iglesia y que de hecho la ejercen. La Iglesia no
se ha pronunciado jamás de una forma oficial acerca de la cuestión de cuál de
las dos o de las tres series de papas haya sido la legítima. Y tampoco la
elección del nombre papal «Juan xxiil» por Angelo Roncalli, que el 28 de
octubre de 1958 había sido proclamado cabeza suprema de la Iglesia, quiso
decidir autoritativamente una cuestión histórica discutida. No fue ésta
realmente la intención de Juan xxiii.

I. Comienzo del cisma

1. El cisma de occidente comienza con la doble elección realizada el año 1378.


Gregorio xl había muerto en Roma el 27-3-1378. Un año antes había
trasladado de Aviñón a la ciudad eterna la sede del papado (destierro de -
>Aviñón). En Aviñón habían quedado seis cardenales. Sólo 16 de los 23
cardenales tomaron parte en la elección del papa. Entre los 16 había 12 no
italianos (11 franceses y 1 español). La elección estuvo rodeada de
circunstancias tumultuarias. Los electores se encontraban sometidos a una
presión exterior. Hordas armadas penetraron en el conclave exigiendo un
papa romano, o al menos italiano. A toda prisa, el día 8-4-1378 los cardenales
eligieron como cabeza suprema de la Iglesia a Bartolomeo Prignano, director
de la cancillería romana. Éste había sido propuesto de antemano por diversas
partes y era bien conocido de los electores. Sin embargo, éstos no se
atrevieron a comunicar la elección a la multitud. Simplemente anunciaron que
habían elegido por papa a un romano y se dieron a la fuga. Cuando los
romanos conocieron la realidad, se apaciguaron, pues el nuevo papa, Urbano
vi (1378-89) era italiano. Los cardenales regresaron, asistieron a la
coronación y más tarde a los consistorios. Así continuaron las cosas durante
tres meses. Este reconocimiento tácito ha podido ser considerado hasta ahora,
y con suficientes motivos, como la legitimación posterior de la elección de
Urbano. Pero según las últimas investigaciones, también este tacitus
consensus se dio «de una manera altamente imperfecta y bajo una coacción
que continuó existiendo» (K.A. Fink). Contra la validez de la elección de
Urbano se aduce además, un segundo motivo: su alienación mental. Hay
indicios de que sufría una perturbación mental, y según la doctrina de los
canonicistas, las señales de locura afectaban a la legitimidad de la elección.
Pero no se puede llegar a una idea totalmente clara sobre el grado de
perturbación mental y tampoco sobre la gravedad del temor. Por tanto, según
el conocimiento actual de la cuestión sólo se puede decir que la elección de
Urbano vi no fue ni absolutamente válida ni absolutamente inválida.

2. Los cardenales se sintieron legitimados para proceder a nueva elección de


papa. Motivos personales jugaron también un papel importante. Si Urbano vi
no hubiera tratado de una manera tan hiriente a los mundanizados
cardenales, seguramente no se habría llegado a la ruptura. Los doce
cardenales no italianos abandonaron Roma y el día 9-8-1378 declararon, en
un manifiesto a la cristiandad, que la elección de Urbano había sido inválida y
el 20-9-1378 en Fondi, cerca de Nápoles, eligieron un nuevo papa: Clemente
vii. Incluso los cardenales italianos asintieron tácitamente a esta elección y
abandonaron a Urbano. Clemente vii se estableció en Aviñón. Desde entonces
la cristiandad tuvo dos papas. ¿Cúal de los dos era el sucesor legítimo de
Pedro? Ésta es la cuestión central. «Si los contemporáneos se creyeron
incapaces de decidir la cuestión de la legitimidad, imitemos nosotros su
prudente reserva, y no pretendamos saber más que ellos.» Lo único que se
puede hacer es adherirse a este juicio del investigador francés G. Mollat. Las
cosas son mucho más complejas de lo que parece a primera vista.

3. La consecuencia inmediata de la doble elección fue que la cristiandad se


escindió en los campos opuestos: la obediencia romana y la de Aviñón. En
general los países occidentales (románícos) se decidieron por el papa de
Aviñón, los restantes (germánicos e italianos) por el de Roma. La escisión
alcanzó a obispados y órdenes religiosas. Toda la cristiandad se vio
prácticamente sumergida en un mar de inseguridad y de angustias.
Anteriormente había habido santos que con el prestigio de su personalidad
habían resuelto c. papales. San Bernardo de Claraval contribuyó,
principalmente en Francia, a que se reconociera a Inocencio ii (1130-1143)
cuando en 1130 fueron elegidos dos papas. Pero esta vez los santos de más
prestigio se inclinaron unos por un papa y otros por el otro; mientras santa
Catalina de Siena reconoció a Urbano vi, san Vicente Ferrer luchó al lado de
Clemente vii.

II. Intentos de superación

Al principio se les hechó a los dos papas la culpa del c., pero los
contemporáneos abandonaron pronto esta postura, concentrándose en la
búsqueda de medios y caminos para restablecer la unión. Estos esfuerzos son
los únicos rayos de luz en aquella época tan confusa. La iniciativa partió de la
universidad de París. Los caminos que la universidad de París propuso el año
1394, después de realizar una encuesta, se reducen fundamentalmente a
tres: abdicación voluntaria (via cessionis), decisión de un tribunal de arbitraje
(via compromissi), o concilio (via conciIii). Los dos primeros apelaban a la
buena voluntad del papa. Esta solución, aparentemente la más fácil, fracasó
por causa de los papas mismos. Clemente vii se había opuesto a todo esfuerzo
por lograr la unión. Su sucesor, Benedicto xiii (1394-1417 o bien 1424),
estaba tan convencido de la legitimidad de su dignidad papal, que para él una
renuncia voluntaria constituía una infidelidad al papado. Cuando Francia, en
1398, le negó la obediencia para obligarle a que se retirara (via
substractionis) no cedió ante esta coacción. Francia volvió en 1403 a prestar
obediencia a Benedicto.

Nuevas esperanzas de unidad surgieron con la elección de Gregorio xii (1406 -


15) como papa romano, pues era tenido por amigo de la unión. Pero todos los
esfuerzos realizados con miras a lograr que los dos papas entablaran
negociaciones comunes y pudieran llegar a un acuerdo sobre la renuncia,
fracasaron. Entonces 13 cardenales de los dos bandos dieron el paso decisivo,
convocando para el 21-3-1409 un concilio en Pisa. Éste debía destituir a los
dos papas de legitimidad dudosa y abrir el camino a un papa reconocido por
todos. Para esto, los cardenales encontraron apoyo en la doctrina de los
canonistas. Si un papa se desviaba de la fe o bien se le culpaba de
inmoralidad, podía ser corregido y, si era preciso, destitituido por una
institución. Ésta fue la tarea que se propuso el concilio de Pisa (1409). La
mayoría de naciones cristianas enviaron delegados. En un proceso canónico
formal se les hizo responsables a los dos papas de la duración del c. y se los
destituyó por cismáticos y herejes notorios. A continuación, el concilio eligió a
un papa nuevo: Alejandro v (1409-1410), que fue reconocido por la mayor
parte de la cristiandad como suprema cabeza legítima de la Iglesia. Es
probable que los papas de Pisa se hubieran impuesto como los legítimos, si el
segundo de ellos, Juan xxiri (1410-1415 ), no hubiera perdido su prestigio.
Debido a esto, los otros dos papas continuaron manteniendo su posición,
aunque sus obediencias habían disminuido considerablemente.

III. Restablecimiento de la unidad en el concilio de Constanza

El concilio de Pisa había abierto el camino para la superación del c. Pero hasta
el concilio de Constanza (1414-1418) no se consiguió restablecer la unidad. A
instancias sobre todo del rey Segismundo, Juan xxrri había convocado el
Concilio que había de celebrarse en la ciudad del lago de Constanza. Esperaba
poderse imponer gracias a la ayuda del gran número de obispos italianos.
Pero las otras naciones se le opusieron, consiguiendo que se modificara el
procedimiento que se había seguido hasta entonces. Desde el 7-2-1415 no se
votó ya por cabezas, sino por naciones (italianos, franceses, alemanes e
ingleses). Con esto quedaba deshecha la preponderancia italiana. La situación
de Juan xxiir se hizo todavía más insegura, cuando fue atacado desde sus
propias filas por su conducta dudosa. El papa pisano creyó que por su huida
de Constanza (marzo de 1415) el concilio fracasaría. Pero Segismundo lo
salvó. Impidió que el concilio se disolviera y lo mantuvo reunido. Por el
decreto de emergencia Haec sancta, del 30-3-1415, el papa huido fue
depuesto el 29-5-1415. Con ello se suprimió el obstáculo mayor para la
renuncia de Gregorio xii. El concilio se avino a la condición de éste de dejarse
convocar otra vez por él. A través de sus enviados, Gregorio renunció al
papado el 4-7-1415. Quedaba sólo el papa de Aviñón, Benedicto xiii. A pesar
de que Segismundo le visitó personalmente, no se le pudo mover a renunciar.
En cambio, el rey consiguió separar de Benedicto y ganar para Constanza a
Aragón, Castilla, Navarra y Escocia. Se abrió un proceso contra el papa, y
Benedicto xiii fue destituido el 26-7-1417.

La sede apostólica quedó entonces vacante. Como nuevo papa fue elegido
Martín v (1417-1431). Con él la Iglesia recibió otra vez una cabeza reconocida
por todos. El cisma de occidente no fue definitivamente superado hasta 1449,
cuando Félix v, elegido ilegalmente por el sínodo de Basilea (1439), se
sometió a Nicolás v (1447-1455).

IV. Interpretación eclesiológica del tiempo del cisma

La sobria enumeración de los sucesos capitales del c. de occidente muestra ya


que la Iglesia se encontró en una de las crisis más difíciles de su historia, en
la que corrió peligro de derrumbarse. La crisis tuvo lugar en su cabeza
jerárquica. En aquel período, en el que rigieron dos y hasta tres papas de
legitimidad dudosa, el poder supremo de la Iglesia fue devuelto al colegio
episcopal. Así se garantizó la unidad formal, exactamente igual que, p. ej., en
la situación de sede vacante tras la muerte de un papa. El enorme peligro
radicó en el hecho de que este estado duró cuarenta años y de 1439 a 1449
volvió a revivir. La salvación le llegó a la Iglesia a través de la idea conciliar
(no conciliarista). El concilio era prácticamente el único camino para
restablecer la unidad de la Iglesia. El discutido decreto Haec sancta
(superioridad del concilio sobre el papa) fue «una medida de emergencia
tomada para un caso excepcional totalmente determinado» (H. Jedin). Fue el
sínodo de Basilea el que pretendió declararlo norma de fe. Pero el ejemplo de
Constanza muestra que «un -> episcopalismo ligado al papa y guiado por el
espíritu de una auténtica colegialidad constituye un necesario complemento y
una garantía del primado» (A. Franzen). Precisamente a la luz del concilio
Vaticano ri se puede decir que la peligrosa crisis del c. de occidente fue
superada gracias a la estructura fundamental del colegio episcopal en la
Iglesia (cf. también -> conciliarismo).

Johann Baptist Villiger

D) CISMA ORIENTAL

En el origen del c.o. los acontecimientos y los postulados políticos han jugado
un papel más importante que las diferencias dogmáticas, consideradas
frecuentemente como la verdadera causa del c. Las raíces de todo el proceso
hay que buscarlas en la ideología política de la primitiva Iglesia cristiana. Los
primeros filósofos políticos de la cristiandad -Clemente de Alejandría y Eusebio
de Cesarea - adaptaron a la doctrina cristiana la concepción política del
helenismo, único sistema político que existía entonces; al emperador cristiano
se le denegaba el carácter divino que le había atribuido el paganismo, pero,
no obstante, se le miraba como representante de Dios en la tierra, con
autoridad suprema respecto a los asuntos civiles y a los eclesiásticos.

La filosofía política del helenismo, una vez cristianizada, fue admitida no sólo
por los emperadores cristianos sino también por toda la Iglesia. Por tanto, los
emperadores cristianos - a partir de Constantino - creían que su primera
obligación era cuidar del bien de la Iglesia y defender la verdadera fe. De
parte de la Iglesia, el primer resultado de esta aceptación del sistema político
helénico en forma cristianizada fue el deseo de adaptar la estructura y
organización eclesiásticas a las estructuras estatales del imperio romano, pues
éste, al reunir en sí diversidad de pueblos, parecía representar el preludio de
la universalidad de la Iglesia. La división de la Iglesia en patriarcados y
diócesis seguía el ejemplo de la división del imperio en distritos de mayor y
menor magnitud. El obispo de Roma fue reconocido en todas partes de buen
grado como la cabeza de la Iglesia, tanto más cuanto que residía en Roma,
cabeza y centro intelectual del imperio. La elección de Constantinopla como
residencia del emperador no afectó a la posición del obispo de Roma dentro
de la Iglesia, posición que había sido definida por los primeros concilios,
especialmente por el de Nicea (325) y el de Calcedonia, y que había sido
confirmada solemnemente por el emperador Justiniano.

Era tan patente el reconocimiento de esta posición excepcional del obispo de


Roma en virtud de su carácter apostólico y petrino, que el mismo obispo de
Roma apenas hizo resaltar este primado más que unas pocas veces por no
creerlo necesario. La elevación de Constantinopla al segundo puesto en la
jerarquía de la Iglesia, hecho que se efectuó en el segundo concilio de
Constantinopla (581), fue considerada como una preeminencia honorífica. En
oriente fue vista como una consecuencia lógica de la adaptación a la
estructura política. Por eso, Dámaso t la aceptó sin oposición alguna. Pero
cuando el concilio de Calcedonia concedió al patriarca de Constantinopla la
jurisdicción sobre Tracia y toda el Asia Menor, León i vio en ello un peligro
para el primado de Roma y se negó a reconocer el canon 28 del concilio.
Aunque el canon no fue incluido en las colecciones oficiales de cánones de la
Iglesia oriental, sin embargo, el patriarca de Constantinopla continuó
administrando las regiones que le había confiado el concilio y conservando el
rango supremo en la Iglesia de oriente.

Debido a esto, León 1 y sus sucesores acentuaron, más que los papas
anteriores, el carácter apostólico y petrino del primado de Roma. Pero la
Iglesia oriental daba poca importancia al hecho de que una sede episcopal
apelara al carácter apostólico, ya que en su propio territorio había muchas
sedes que directa o indirectamente habían sido fundadas por los apóstoles.

Sin embargo, pronto aparecieron los inconvenientes que tuvo para la marcha
de la Iglesía la adaptación cristiana del sistema político. helénico. Los
emperadores abusaron muchas veces de su obligación de defender la
verdadera doctrina, intentando continuamente subordinar los intereses de la
Iglesia a sus intereses políticos y personales. Es verdad que los obispos
reconocían el derecho que tenía el emperador a convocar concilios, pero, por
otra parte, defendían, con más o menos éxito, su propio derecho hereditario a
definir y explicar la doctrina ortodoxa.

La tensión que, como consecuencia de esto, surgió entre el poder imperial y el


eclesiástico, se acentuó de manera especial durante el gobierno del
emperador Constancio (337-350), quien prestó su apoyo al arrianismo, y en el
gobierno de Anastasio i (491518), que indujo al patriarca Acacio a que
favoreciera al monotelismo. Justiniano, que había puesto fin al llamado cisma
acaciano (485-519) en favor del papa Hormisdas y que se había reservado el
derecho a resolver las cuestiones teológicas, ante la oposición de los obispos
se vio obligado a declarar solemnemente en la vi «novela» del año 535: «los
mayores regalos que Dios, en su bondad infinita, ha concedido a la
humanidad son el sacerdotium y el imperium». En los asuntos divinos debe
ser competente la autoridad espiritual, en los humanos la autoridad civil.
Ambos poderes deben realizar su cometido con todo esmero y en colaboración
mutua para bien de la humanidad. Esa «novela» fue acogida en todas las
colecciones de cánones de la Iglesia oriental. Éste es el motivo por el que
todas las Iglesias orientales aspiraban siempre a unas relaciones armónicas
con el poder civil.

La protesta del papa Gregorio Magno contra el patriarca de Constantinopla por


haberse arrogado el título de patriarca «ecuménico» dio origen a un
resentimiento entre oriente y occidente, resentimiento que incitó al
emperador Focas a confirmar nuevamente el año 607, a petición de Bonifacio
iii, la primacía de Roma en la Iglesia. El sexto concilio ecuménico, que
condenó el -a monotelismo, fue un triunfo del papa Agato. El emperador
Justiniano ri puso fin a las nuevas dificultades que habían surgido entre Roma
y Constantinopla debido a la condena de ciertas costumbres occidentales en
los sinodos de oriente. Con ocasión de la visita que el papa Celestino i hizo a
Constantinopla, Justiniano ii confirmó una vez más el primado de Roma en la
Iglesia. Durante todo este tiempo los papas reconocieron la supremacía
política de los emperadores, comunicándoles su elección a través del
representante del emperador en Ravena y solicitando de ellos la confirmación.
Acontecimientos políticos interrumpieron en el s. viii estas relaciones sinceras.
Los papas tuvieron que defender con sus soldados la ciudad de Roma y el
centro de Italia contra los ataques de los longobardos, que se habían
establecido en el norte de Italia e intentaban extender su poder a toda Italia.
Los emperadores, amenazados por los persas, los ávaros y los eslavos, no
pudieron conceder a los papas la ayuda militar que éstos les pedían.

El año 751, cuando el rey de los longobardos, Aistulfo, amenazaba la ciudad


de Roma, el papa Esteban i recurrió a Pipino, rey de los francos, en busca de
ayuda. Pipino derrotó a Aistulfo y entregó a la Santa Sede el exarcado de
Ravena y el ducado de Roma. Estos acontecimientos agravaron de nuevo las
relaciones entre el papa y Constantinopla; pero como, al menos
externamente, la región conquistada recibió el nombre de provincia imperial,
no se produjo aún la ruptura. Las controversias iconoclastas tampoco
empeoraron la situación. Los defensores del culto a las imágenes buscaron
ayuda en Roma y la encontraron. La emperatriz Irene en un documento que
fue leído ante el vii concilio ecuménico (787), reconoció al papa como primer
sacerdote que presidía la Iglesia desde la sede de Pedro.

La primera gran ruptura se debió a unos acontecimientos estrictamente


políticos. El papa León rii, amenazado por la aristocracia romana, recurrió en
busca de ayuda al sucesor de Pipino, a Carlomagno. Éste no solamente prestó
al papa la ayuda requerida sino que puso fin al dominio longobardo en Italia .
Para manifestar su agradecimiento a Carlomagno, el papa lo coronó
emperador en Roma el día de Navidad del año 800. En Bizancio fue
considerado esto como una sublevación contra el emperador legítimo de
Constantinopla. Carlomagno era consciente de esto; sin embargo él no tenía
prevista la coronación. Para legitimar este suceso, Carlomagno quiso casarse
con la emperatriz Irene y, de esta forma, unir nuevamente el antiguo imperio
romano. Al ser destronada la emperatriz Irene por Nicéforo i (802-811), se
produjo la guerra, que no terminó hasta que el emperador Miguel i reconoció
a Carlomagno como corregente de occidente (812).

Estos acontecimientos influyeron notablemente en la evolución posterior del


papado y de las relaciones entre la Iglesia romana y la oriental. Los papas,
liberados de su dependencia política frente a los emperadores de oriente,
podían confiar en la ayuda de los emperadores francos y asegurar su posición
en occidente, sin necesidad de tener en cuenta la situación especial de la
Iglesia de oriente. El papa Nicolás t (858-867), apelando a la declaración
sobre la perfección del poder papal que el papa Gelasio i había hecho durante
el cisma acaciano (484519), puso fin, empezando por occidente, a todos los
intentos de autonomía de las regiones eclesiásticas de mayor extensión,
después de haber sometido al metropolitano de Ravena y a Hincmar de
Reims. Después, el papa quiso hacer valer su soberanía directa sobre la
Iglesia oriental.

La controversia entre Focio y el patriarca Ignacio parecía ofrecer una buena


ocasión para conseguir esta meta. Ignacio, que había sido nombrado patriarca
por la emperatriz Teodora, sin elección alguna por parte del sínodo local, tuvo
conflictos con el nuevo regente Bardas, al ser depuesta Teodora. Entonces,
por consejo de los obispos, que querían evitar una tensión con el nuevo
gobierno, renunció a la dignidad patriarcal. El sínodo episcopal eligió como
sucesor de Ignacio al seglar Focio, presidente de la cancillería (856). Fste fue
reconocido como patriarca legítimo incluso por los partidarios de Ignacio. Pero
una minoría del clero le negó al poco tiempo la obediencia, proclamando como
patriarca nuevamente a Ignacio. A1 parecer, la oposición fue provocada por
motivos políticos, a saber: la elevación de Teodora el cargo de regente. La
oposición fue condenada en un sínodo, y Focio comunicó su entronización al
papa. rste, por su parte, envió dos legados a Constantinopla para que se
informaran de los hechos. Los legados quedaron convencidos de la legalidad
de la elección de Focio y, juntamente con el sínodo local (861), declararon
nulo el patriarcado de Ignacio. Sin embargo, el abad Teognosto, jefe de la
oposición, consiguió escaparse hasta Roma y entregar al papa una carta de
apelación que él mismo había falsificado como si fuera de Ignacio.

Por otra parte, Ignacio había declarado expresamente en el sínodo que él no


había apelado a Roma y que tampoco tenía intención de hacerlo. Como
Teognosto le había prometido al papa obediencia incondicional de su partido,
mientras que Focio, convencido de la justicia de su causa, rehusaba nuevas
negociaciones, Nicolás i se decidió en favor de la causa de Teognosto,
condenando a sus propios legados, excomulgando a Focio y declarando a
Ignacio patriarca legítimo. A1 enviar después el papa misioneros a Bulgaria,
que había sido cristianizada desde Bizancio, Focio, juntamente con Miguel iir,
reunió un sínodo de la Iglesia oriental. En él se acusó al papa de haber violado
los derechos del sínodo tanto en Constantinopla como en Bulgaria y se pedía
al emperador de occidente, Luis ii, que depusiera a Nicolás r. Pero entretanto,
Basilio i había hecho asesinar a su coemperador Miguel III, se había
proclamado emperador y, para ganarse el apoyo de Roma, había depuesto a
Focio y nombrado patriarca nuevamente a Ignacio. En estos acontecimientos
vio Roma la confirmación de lo acertada que había sido la política oriental del
papa Nicolás i. Adriano ti condenó de nuevo a Focio y envió legados a un
concilio (869-870), que confirmó la decisión del papa. Focio fue desterrado,
pero la mayoría de los obispos y del clero le permaneció fiel.

Estos acontecimientos dieron ocasión al primer gran c. entre Roma y la Iglesia


oriental, provocado por motivos políticos y malas interpretaciones por ambas
partes. Pero el c. duró solamente unos años. Una investigación más profunda
de los documentos que se refieren a esta controversia ha demostrado que
Focio e Ignacio se habían reconciliado y que el mismo Ignacio había solicitado
de Roma que enviara legados a un nuevo concilio con el fin de desterrar los
malos entendidos. Pero el concilio no se llevó a cabo hasta después de la
muerte de Ignacio (879880), y fue presidido por Focio, a quien se había
nombrado nuevamente patriarca de Constantinopla. Fueron declaradas nulas
las decisiones del concilio que había condenado a Focio y se afirmó la unión
dentro de la Iglesia oriental y su unidad con Roma. La Iglesia oriental pudo de
esta forma defender su autonomía en sus propios asuntos. En este punto
estaban de acuerdo Focio e Ignacio. El papado no consiguió, por tanto,
romper la autonomía de la Iglesia oriental.

En los documentos referentes a esta discusión se encuentra material


suficiente para probar que la jerarquía oriental no negó el primado de Roma,
ni siquiera Focio. En las cartas del concilio local del año 861, presidido por
Focio, se encuentran expresiones que dan a entender que la Iglesia oriental
reconoce el derecho de apelación al obispo de Roma. También los partidarios
de Focio recurrieron al papa en contra de una decisión del patriarca Ignacio.

Por el contrario, el acercamiento de los papas a los reyes y emperadores


francos significó desde el principio un gran peligro para la libertad de la
Iglesia. Carlomagno y sus sucesores crearon una teoría, según la cual el rey
cristiano es no solamente un soberano civil sino también sacerdote, a la
manera de Melquisedec, que fue sacerdote y rey. Reclamaban, por esto, el
derecho a intervenir no sólo en los asuntos de la Iglesia sino también en la
elección de los papas. Algunos clérigos, sirviéndose de una falsificación, la
llamada «donación de Constantino», habían intentado probar en vano que
Constantino el Grande -por tanto, antes de que la residencia imperial fuera
trasladada a Constantinopla - había entregado al papa los dominios de Roma
y de toda Italia. Para los emperadores de occidente, Roma e Italia eran partes
de su imperio. Sus intentos por someter también las provincias bizantinas del
sur de Italia agudizaron la tensión entre oriente y occidente. Los bizantinos
estaban dispuestos a reconocer a los papas elegidos por los romanos, pero se
sintieron ofendidos ante la intromisión cada vez mayor de los emperadores
francos en la elección del papa y ante las reformas francas introducidas en
Roma, y sobre todo ante la interpolación del Filioque, la cual procedía de
España y había pasado a la liturgia franca. Los papas rehusaron durante
mucho tiempo admitir este término en el símbolo niceno por no inquietar a los
orientales; según la opinión de estos últimos un cambio tal no podía llevarse a
cabo más que a través de un concilio.

Es verdad que Focio defendía que el Espíritu Santo procede solamente del
Padre, pero esta cuestión no fue la base de su c., ya que Roma no había
aceptado aún este término en el credo niceno. Pero en el sínodo del año 867,
Focio y sus obispos acusan a los misioneros francos de estar divulgando en
Bulgaria el uso de este término. Con los papas francos se introduce esta
costumbre también en Roma. Parece ser que fue el papa Sergio iv (1009-
1012) el primero que - después de su consagración - envió al patriarca de
Bizancio el símbolo de la fe con el término Filioque, juntamente con su carta
de entronización. Sergio ii, patriarca de Constantinopla, rechazó la carta y el
símbolo de fe adjunto. A1 parecer, desde ese momento no fue indicado ya
más el nombre del obispo de Roma en los dípticos orientales. Este acto tan
poco amistoso muestra hasta dónde había llegado ya la hostilidad, pero no fue
expresión de un c. declarado.

Sin embargo, para la Iglesia occidental tuvo mayores consecuencias la


reestructuración de la administración eclesiástica al introducirse el derecho
franco de «iglesia propia», derecho que restringía la autoridad de los papas.
Según el derecho romano, el propietario de una iglesia o fundación, de un
obispado o monasterio era una organización o una sociedad. Sin embargo,
según el derecho consuetudinario de los germanos, el señor de iglesia propia
consideraba como propiedad suya el templo o monasterio construido en sus
territorios, y los beneficios de este templo o monasterio los recaudaba él. Este
sistema de iglesia propia se extendió después por toda la Iglesia oriental. Los
fundadores reclamaban el derecho de elegir a los administradores de las
iglesias y abadías fundadas y dotadas por ellos. Este sistema, unido al
derecho feudal, contribuyó de una manera decisiva al aumento del poder de
los reyes y de los señores de occidente; el poder del papa y de los obispos, en
cambio, quedó muy debilitado. Las consecuencias de esto fueron: simonía,
matrimonio de clérigos, investidura de laicos. Todos estos factores
contribuyeron al estado calamitoso de la Iglesia occidental en los s. x y xi.

Una reacción contra este estado de cosas fue la reforma del monacato iniciada
en la abadía de Cluny (-> reforma cluniacense). En Lorena y Borgoña
surgieron otros movimientos de reforma. Para estos movimientos la raíz de
todos los abusos consistía en el sistema teocrático introducido por los francos,
según el cual el rey, en cuanto sacerdote, tenía autoridad no sólo en los
asuntos terrenos sino también en los espirituales. La salvación de la Iglesia
consistía, según estos movimientos, únicamente en el robustecimiento del
poder papal, elevándolo no sólo por encima de todos los obispos, sino también
por encima de los reyes y los príncipes. En la Iglesia oriental la evolución fue
completamente diferente: no se produjeron estos abusos, y, además, los
sacerdotes no estaban obligados al celibato. Pero como el occidente
desconocía la situación de la Iglesia oriental, quisó aplicar las ideas de
reforma también en oriente.
El movimiento de reforma tomó pie en Italia al ser nombrado papa León ix
(10491054), de espíritu reformista, por el emperador Enrique iii (1039-56). El
papa eligió como colaboradores a tres personas que estaban dedicadas al
movimiento de reforma: los monjes Humberto y Hildebrando y el arzobispo de
Lorena, Federico; con su ayuda pudo implantar el movimiento de reforma
también en Italia. León rx quiso reforzar también su autoridad en las Iglesias
de rito latino del sur de Italia, sobre todo en Apulia. Estas regiones estaban
bajo el dominio de Bizancio y en su mayoría pertenecían al rito griego.

Por su parte, Miguel Cerularío (1043-58 ), patriarca de Constantinopla, que


desconfiaba de los latinos, quiso reforzar su autoridad en la región del sur de
Italia que pertenecía a Bizancio. Por eso, seguía con toda atención la actividad
que los reformadores ejercían en estas regiones. Creyendo que los intereses
de su Iglesia estaban amenazados en Italia, decidió emprender un
cotraataque; mandó que las instituciones religiosas e iglesias de rito latino
que existían en Constantinopla pasasen al rito griego; las iglesias y
monasterios que se negaron a cumplir esta orden fueron cerrados. La
brutalidad de este acto ciertamente no estaba justificada. A1 mismo tiempo,
Cerulario pidió al obispo de Acrida que previniera a los súbditos bizantinos en
Italia contra la actividad que los latinos desplegaban en esa región. León de
Acrida envió entonces una carta al obispo latino de Trani, en Apulia, en la que
criticaba algunas costumbres de la liturgia latina, sobre todo la de usar pan
ázimo en la Eucaristía. Esto causó una gran agitación en la Iglesia bizantina,
situación que se agravó más aún con los acontecimientos políticos. Los
normandos, llamados por un administrador de varias ciudades de Apulia que
había desertado de Bizancio, vinieron en ayuda, derrotaron al ejército griego y
se asentaron en gran parte de la provincia. Desde allí, los normandos
constituían una amenaza no sólo para las otras posesiones bizantinas sino
también para el patrimonio de los papas. El emperador Constantino rx nombró
comandante supremo de Apulia a un latino, Argyros (1051). El patriarca, que
consideraba a Argyros como un enemigo personal suyo, intentó evitar este
nombramiento, pero no lo logró. Por deseo del emperador, Argyros propuso al
papa una coalición militar para luchar contra los normandos, y León ix la
aceptó. Pero las tropas de los dos aliados fueron vencidas por los normandos
(1053), quienes tuvieron al papa internado durante un año en Benevento.

Mientras tanto, el papa encargó a su colaborador, el cardenal Humberto de


Silva Candida, que refutara las acusaciones de león de Acrida contra los
latinos. Humberto redactó un tratado muy hiriente, en el que condenaba con
toda dureza las costumbres de la Iglesia griega. Pero como entretanto
compareció ante la corte papal una nueva embajada del emperador, que traía
además una carta, breve pero cortés, del patriarca, el papa decidió no
publicar el tratado de Humberto. En lugar de esto, mandó tres legados a
Constantinopla: Humberto, Federico de Lorena y el obispo de Amalfi. Su
misión era formar una nueva alianza con el emperador en contra de los
normandos y entregar al patriarca una carta que había sido formulada por
Humberto. El patriarca, sin embargo, rehusó recibir a los legados porque en la
carta se le negaba el título de patriarca ecuménico y el segundo puesto en la
jerarquía eclesiástica y, además, se dudaba de la legitimidad de su elevación
al patriarcado.
Ofendido por esta postura del patriarca, Humberto publicó su tratado contra
los griegos y los acusó públicamente en una discusión de haber borrado del
símbolo niceno el término Filioque. Pero sus ataques, en contra de lo que él
esperaba, solidarizaron al clero griego en torno al patriarca. El emperador
intentó en vano mitigar la actitud antilatina de su clero, pues tenía un gran
interés en firmar la alianza con el papa. Irritado ante la postura hostil del
patriarca y del clero, Humberto redactó una bula, en la que excomulgaba al
patriarca y condenaba las costumbres de la Iglesia griega; la depositó en el
altar de la basílica de Santa Sofía y, juntamente con sus acompañantes,
abandonó la ciudad.

Esta bula demuestra un gran desconocimiento de la evolución histórica y de


las costumbres de la Iglesia griega.

El emperador se vio entonces obligado a mandar que el patriarca rechazara la


bula en un sínodo. Y este mismo sínodo excomulgó a los legados del papa.
Resulta, por tanto, irónico que precisamente el escrito del papa que debía
restablecer la armonía, terminara en un c. entre Roma y la Iglesia oriental.

La mayor parte de la responsabilidad de esta situación recae sobre dos


personas: Humberto, con su desconocimiento trágico de la Iglesia griega, y el
soberbio patriarca Cerulario, con sus prejuicios antilatinos. Pero como el
patriarca excomulgó únicamente a los legados, y no al papa ni a la Iglesia
occidental, no se puede hablar de un c. consumado. Además, está muy en
duda la legitimidad de la excomunión que Humberto hizo recaer sobre el
patriarca, pues cuando Humberto la dictó, el papa León lx estaba ya muerto.
En todo caso, este triste acontecimiento muestra cuán grande era la distancia
que durante los siglos anteriores se había ido creando entre la Iglesia oriental
y la occidental. En esta última fase fueron también cuestiones políticas, y no
dogmáticas, las que jugaron el papel definitivo. Los fieles no se enteraron de
este c. hasta después de mucho tiempo. En los años siguientes, ambas partes
intentaron la reconciliación varias veces. La idea de las cruzadas hizo renacer,
al principio, la esperanza de una nueva unión, pero lo que en definitiva hizo
fue ahondar más la brecha, sobre todo entre las grandes masas de la
población. El primer acto cismático ocurrió en Antioquía, cuando a raíz de la
conquista de la ciudad por los cruzados fue nombrado, además del patriarca
griego, un patriarca latino.

Las especulaciones políticas fueron en gran parte la causa del fracaso de todos
los intentos de reconciliación. Los griegos seguían aferrados a su propio punto
de vista, según el cual el papado, en cuanto cabeza de la Iglesia universal no
tiene apenas ninguna misión que cumplir. Los occidentales, por su parte,
desarrollaron la teoría de la superioridad del poder espiritual sobre el
temporal. Esta teoría, que no fue conocida en la Iglesia oriental, ofuscó, a
partir de Gregorio vii, toda la evolución de la Iglesia durante el medioevo.
Durante la época de las cruzadas fue creciendo la mutua desconfianza, hasta
terminar con la conquista y el saqueo de Constantinopla el año 1204. A1
poner en Constantinopla un patriarca latino, el c. quedó consumado. Este
último acto de la tragedia hizo que fracasaran todos los intentos de unión que
se realizaron después.
Las cuestiones teológicas, sobre todo la del Filioque, que al principio habían
jugado únicamente un papel secundario, se convirtieron en grito de batalla. A
pesar de esto, no se puede ocultar que los motivos que fundamentalmente
han contribuido al c. oriental no fueron teológicos.

El día 7 de diciembre de 1965, los representantes de la Iglesia griega


ortodoxa y de la Iglesia romana, el patriarca Atenágoras y Pablo vi, obispo de
Roma y patriarca de occidente, hacían una declaración en la ciudad de
Constantinopla en la que se referían a las mutuas excomuniones de ambas
Iglesias. Esta declaración no puso fin al c., pero puede ser considerada como
la base de una futura reconciliación.

Francis Dvornik

CLERO

A diferencia de los -> laicos, por c. se entiende la totalidad de los miembros


de] nuevo pueblo de Dios que por e] sagrado orden han sido puestos a]
servicio especia] de la Iglesia y constituyen un estado propio de personas
eclesiásticas (status clericalis). Klerós significa originalmente suerte, lo
sorteado y la participación que corresponde por suerte. En 1 Pe 5, 3 kleroi
designa las partes que han sido asignadas a cada uno de los presbíteros
dentro de la comunidad total. En Act 1, 17 kleros es la participación en el
ministerio espiritual. El término c. fue usado por Orígenes en este sentido
estricto para designar a los servidores de la Iglesia a diferencia de los laicos.
La palabra latina derus (el testimonio más antiguo en Tertuliano, De monol.,
12) toma esta expresión en este sentido estricto, pero conserva asimismo el
sentido de sors. Véase JERÓNIMO, Ep. ad Nepotianum (PL 13, 531): «Si enim
kleros graece, sors latine appellatur: propterea vocantur clerici, vel quia de
sorte sunt Domini, vel quia ipse Dominus sors, id est pars clericorum est.»

I. Concepto y posición en el derecho constitucional

En sentido jurídico se llama clérigo a aquel que, por lo menos en virtud de la


primera tonsura, se ha consagrado al servicio divino (CIC, can. 108, § 1); sin
embargo, no todos los clérigos son de institución divina (can. 107 ). Como es
el orden del -> diaconado el que por vez primera imprime un carácter
indeleble, hay que trazar aquí el limite entre clérigos de derecho divino y de
derecho eclesiástico. El estado religioso no es un rango intermedio entre el
clerical y el laical (Vaticano ii: De Eccl. n .o 43), sino que constituye una
creación de la Iglesia que abarca a clérigos y a laicos. Debido a las -> órdenes
sagradas se realiza una separación en el pueblo de Dios, la cual es el
fundamento de la distinción entre clérigos y laicos que domina la constitución
de la Iglesia (-> jerarquía). El orden confiere un sello personal, que está
ordenado al ejercicio de la potestad sagrada y que, en los grados de la
ordenación episcopal y la sacerdotal, capacita para representar visiblemente a
la cabeza invisible de la Iglesia y para actuar como presidente de una
comunidad eclesiástica. La preeminencia del ordenado es esencialmente
servicio a la comunidad. De esto no se deriva para él ventaja alguna en
comparación con el laico, pero sí una más alta obligación y responsabilidad
ante el Señor, que la ha puesto a su servicio especial. En todo lo que afecta a
su existencia personal cristiana, es decir, en todas las cuestiones de su
salvación, el clérigo sigue estando en el mismo plano que todos los cristianos.
El Vaticano ii (De Eccl., n .o 32) acepta las palabras de Agustín: «Si me aterra
el hecho de que soy para vosotros, eso mismo me consuela, porque estoy con
vosotros. Para vosotros soy el obispo, con vosotros soy el cristiano. Aquél es
el nombre del cargo, éste el de la gracia, aquél, el del peligro; éste, el de la
salvación» (Sermón 340, 1). Todos los miembros del pueblo de Dios, clérigos
y laicos, tienen la misma dignidad de cristianos y participan del círculo de
deberes comprendido en la tríada de magisterio, sacerdocio y ministerio
pastoral (Vaticano ii: Sobre el apostolado de los seglares, n. 2). La distinción
entre ambos grados se manifiesta tan sólo en que la manera de colaborar es
distinta en cada caso, lo cual está fundado en una configuración distinta de la
existencia personal en la Iglesia y en el ministerio sagrado que ahí se basa.
Aquí radica la mutua ordenación esencial entre clérigos y laicos, así como la
imposibilidad de permutar sus papeles a servicio del pueblo de Dios.

II. Incardinación en una diócesis o en una familia religiosa

Todo clérigo debe estar totalmente incardinado, el secular en una diócesis o


en una equiparable Iglesia parcial y el religioso en una determinada asociación
territorial. La incardinación en un territorio diocesano se produce por la
colación de la primera tonsura (can. 111). El clérigo está sometido a su
prelado regional en orden a la prestación del servicio eclesiástico y en lo
relativo a su conducta personal. El cambio de lugar de incardinación, cuando
no se produce por el derecho mismo (cf. can. 114s), se hace de tal manera
que el clérigo queda excluido incondicional y permanentemente de la
institución anterior y queda incorporado en la misma forma incondicional y
permanente a la nueva institución (cf. can. 112s). La excardinación es
efectiva cuando se ha realizado la incardinación a la nueva institución.

El Vaticano ii se mantiene firme en que todo clérigo debe pertenecer a una


sede territorial; sin embargo, la vinculación a un territorio debe compaginarse
con las necesidades de la Iglesia universal. Fiel al Vaticano ii (Sobre los
obispos, art. 6; Sobre los presbíteros, art. 10), el «motu proprio» Ecclesiae
Sanctae, del 6-8-1966 (AAS [1966] 759ss), en los números 1-4 da nuevas
normas para lograr una mejor distribución del c. secular, especialmente en
favor de los territorios de misión y de los que tienen escasez de sacerdotes.
En la formación de los clérigos debe despertarse el espíritu de responsabilidad
por la Iglesia universal. Los prelados han de procurar que los clérigos
dispuestos a servir a la Iglesia en tierras extrañas reciban de antemano una
formación apropiada. Fuera del caso de grave necesidad en la propia diócesis,
el prelado del lugar no debe negar el permiso a un clérigo, cuya vocación y
aptitud conoce, para marchar a territorios escasos de sacerdotes y prestar allí
su servicio sacerdotal. Este sacerdote queda incardinado en su propia
diócesis, y a su retorno goza de todos los derechos que le corresponderían si
hubiera servido a su diócesis de origen.

Se ha encomendado a los sínodos y conferencias episcopales el estudio de la


posibilidad de enviar clérigos a otras Iglesias locales y de dar a los obispos las
correspondientes instrucciones; pero la eficacia de todo esto presupone la
voluntad de los sacerdotes mismos. Un clérigo que ha pasado legítimamente a
prestar su servicio a otra diócesis, a tenor del derecho queda incardinado en
esta diócesis pasados cinco años, con tal él haya manifestado su deseo de
incardinación tanto a su propio ordinario como al del lugar donde actúa en
calidad de huésped y ninguno de los dos haya manifestado nada en contra por
escrito en el plazo de cuatro meses. Para hacer posible una actuación más ágil
del c., se ha previsto la creación de prelaturas que consten de clérigos
seculares y estén destinados a preparar y enviar sacerdotes para llevar a cabo
tareas extraordinarias de tipo pastoral y misional en territorios y entre grupos
sociales que necesitan de una ayuda especial. Las prelaturas de este tipo no
son Iglesias locales, sino agrupaciones regionales de clérigos seculares con
funciones especiales, y tienen cierta semejanza con instituciones conventuales
organizadas en forma centralista.

III. Derechos y obligaciones del estado clerical

El derecho propio del estado clerical está en que los ordenados son portadores
de la potestad sagrada. La disposición en virtud de la cual sólo los clérigos
pueden obtener la potestad de orden o de jurisdicción (can. 118), dentro del
sistema de ordenación absoluta que domina en la Iglesia latina, donde la
colación del orden y la del oficio constituyen actos diferentes, sin duda tiende
a superar esta separación y asegurar la unidad de la jerarquía. El clérigo goza
de cierta preeminencia sobre el laico (can. 119). Los privilegios tradicionales
(can. 120ss) del estado clerical son: el del canon, el del foro y el de la
competencia. Las obligaciones de este estado son en parte mandatos y en
parte prohibiciones, que tratan de asegurar una acción fértil en el ministerio
espiritual (can. 124 hasta 144).

IV. Reducción al estado laical

La reducción al estado laical es la supresión de la posición especial como


miembro del estado clerical que se ha adquirido por la sagrada ordenación; se
trata de un cambio jurídico del estado de la persona, de modo que el clérigo,
sin perjuicio de que ha sido ordenado válidamente y sigue estándolo,
jurídícamente queda convertido en un laico (can. 211-214). Los minoristas
son libres para abandonar el estado clerical por propia decisión; y el ordinario
del lugar puede despedir a un minorista si éste no parece apropiado para
recibir las órdenes superiores. Por ciertos actos los minoristas abandonan el
estado clerical en virtud del derecho mismo (p. ej., enlace matrimonial,
deposición del traje clerical). Los mayoristas no pueden abandonar el estado
clerical por su propia voluntad. Pero sí pueden abandonarlo por los siguientes
medios: 1 °, por un acto de gracia de la sede apostólica; 2.°, por sentencia de
secularización en el curso del proceso encaminado a la liberación de la obliga=
ción del celibato (can. 214, junto con el can. 1993-1998), y 3 °, por contraer
matrimonio una vez liberado de la obligación del celibato (cf. can. 1043s). Se
produce una reducción coactiva al estado laical por la pena de degradación
(can. 298, n ° 12, 2305). La readmisión de un clérigo secularizado es difícil y
en la práctica no se concede nunca.

Klaus Mörsdorf
CLERO Y LAICOS

1. Para determinar la relación entre el clero y los --> laicos dentro de la vida y
acción eclesiástica hemos de partir de la unidad de la misión de la -> Iglesia,
cuyo contenido es la salvación de los hombres, que se aprehende por la fe en
Cristo y por su gracia. El c. y los l. constituyen una unidad por el hecho y en el
sentido de que en el -> bautismo se hicieron miembros del único pueblo de
Dios, miembros del mismo cuerpo, cuya edificación está confiada a todos. Sin
embargo, la misión de la Iglesia es realizada de manera diferente por cada
uno de los miembros.

2. Si la realización de la misión de la Iglesia por parte del c. consiste en la


proclamación formal de la buena nueva y en la comunicación sacramental de
la gracia de Cristo al mundo, la colaboración de los l. a esta misma misión se
lleva a cabo en la penetración y ordenación de las cosas temporales con el
espíritu del evangelio. Partiendo de su posición en medio del mundo y de las
tareas profanas, el l. trabaja en la misión de la Iglesia «a la manera del
fermento» (Decreto Sobre el apostolado de los laicos, cap. i, 2). Su testimonio
ante el mundo es un testimonio de vida: exposición de las virtudes de la fe, la
esperanza y la caridad, pero también un testimonio de la palabra: como
«cooperadores de la verdad» (3 Jn 8), que el l. anuncia a los hombres de su
ambiente. Precisamente en el testimonio de la palabra tiene lugar un contacto
con el apostolado del c., pues dado el amplio campo de la misión del c. y del
l., no cabe una delimitación perfecta de las funciones características de
ambos.

El l. participa del oficio sacerdotal, profético y docente de Cristo; y el clérigo,


por otra parte, permanece siempre ciudadano de la comunidad social y, en su
apostolado peculiar, no puede desconocer las condiciones terrenas para que
se oiga la palabra de Dios y se ponga en práctica. Por eso, dentro de los
límites de las funciones específicas perfectamente definidas, existe un amplio
campo de competencias concurrentes en el que, cuando se resalta la función
propia de cada uno, más que de una separación se trata de una acentuación
diferente.

La colaboración del laicado en la misión de la Iglesia no se basa en las


necesidades tácticas condicionadas por el tiempo (p. ej., escasez de
sacerdotes), o en un encargo especial con fuerza jurídica por parte de la
jerarquía eclesiástica; más bien los l. reciben ese encargo «del Señor mismo»
(Decreto Sobre el apostolado de los laicos, cap. i, 3) en el --> bautismo y en
la --> confirmación. Provistos de los dones especiales del -> Espíritu Santo (-
> carismas; decreto Sobre el apostolado de los laicos, cap. i, 3), los l. realizan
su apostolado como individuos o unidos en diversas comunidades y
asociaciones. El decreto y la obligación del apostolado, ora como individuos,
ora fundando y dirigiendo asociaciones apostólicas, los tienen los l. por sí
mismos y no sólo en virtud de una disposición jurídica de la Iglesia.
Corresponde a la ->jerarquía eclesiástica: formar al l. en la fe de cara a su
apostolado, reconociendo sus derechos propios; despertar su sentido de
obligación respecto a una función activa en la Iglesia; prestarle ayuda
espiritual, pero no mediante la preparación de modelos concretos de vida
cristiana en este mundo, sino por la transmisión de la fuerza de la palabra y
de la gracia sacramental de Cristo, para qne él pueda mantenerse en el
mundo con fe, esperanza y caridad; y, además, ordenar la actividad y los
fines de los individuos y de los grupos al bien y al servicio de toda la Iglesia.
En la esfera de las asociaciones apostólicas de l., sus fines peculiares dan
lugar a un diverso grado de cercanía al apostolado de la -> jerarquía, la cual
queda expresada en diversas fórmulas jurídicas dé coordinación y
subordinación.

Ocupan aquí una posición característica las asociaciones que en algunos


lugares se llaman -> acción católica y cuyas características ha descrito
exactamente el concilio Vaticano ii (cf. Decreto Sobre el apostolado de los
laicos, cap. iv, 20). Pero la concepción que estos grupos tienen de sí mismos
ha de matizarse y renovarse a base de las restantes declaraciones conciliares.

3. Condición previa para la colaboración entre el c. y los l. es la apertura a los


demás. Esta actitud debe lograrse en la actualidad con gran esfuerzo, para
superar las actitudes falsas del pasado (clericalismo, antidericalismo). A esté
respecto, tan importante como una recta actitud psicológica es el enfoque
teológico. La unidad de misión en medio de la diversidad d e ministerios debe
conducir a una valoración de la función propia del otro y de su importancia
para la propia. Esa unidad en la diversidad debería prevenir al clérigo contra
el peligro de reducir la misión de la Iglesia a la función que a él le ha sido
encomendada y de aceptar al l. como colaborador sólo cuando éste presenta
rasgos de una espiritualidad clerical; y, viceversa, el clérigo ha de enseñar al
l. a estimar la función sacerdotal para su acción en el mundo, pues esta
acción, para ser comprendida y realizada en toda su eficacia salvífica, necesita
de una vitalización constantemente nueva mediante la palabra y la gracia
sacramental de Cristo, cuya administración corresponde al clero.

Únicamente por la cercanía a este ministerio, la acción temporal del l. reviste


su forma cristiana, eclesial.

Pero al hombre moderno, con su peculiar - secularización y peligro de cerrarse


dentro del mundo, hay que mostrarle la dirección y orientación de toda acción
humana hacia el acontecimiento escatológico, para descubrirle las verdaderas
dimensiones de su actuación y la dependencia de la palabra divina y de la
gracia. Y, al revés, el conocimiento de que la consumación del orden temporal
es un acontecimiento escatológico y no intramundano, debe constituir un
motivo para que el c. se abstenga de limitar indebidamente la autonomía de
los asuntos terrestres y la competencia de los laicos con relación a ellos.

Miguel Benzo-Ernst Niermann

COMISIÓN BÍBLICA
La c.b. es un cuerpo permanente de escrituristas, fundado en 1902 por León
xiii con el fin de promover el estudio católico de la Biblia. A semejanza de
otras congregaciones romanas, tiene su sede en Roma, y al frente de ella
están varios cardenales, a los que asisten consultores de distintos países.

La encíclica Providentissimus Deus (ASS 26 [1893-94], p. 234-238), que


precedió a la fundación de la c.b., el decreto fundacional Vigilantiae (ASS 35
[1902-03], p. 234238), la composición de su primer cuerpo de consultores, la
adopción de la progresista Revue Biblique como órgano cuasi-oficial, el tono
moderado de sus primeras directrices..., todo ello indica que el fin primigenio
de la c.b. era explorar nuevos caminos y no precisamente defender el
tradicional; su blanco era fomentar los estudios bíblicos entre los católicos y
ponerlos al nivel del mundo científico fuera de la Iglesia, más que constituir
una superior instancia de inspección. Este propósito originario fue de hecho
abandonado por la fuerza de las circunstancias. La crisis modernista que
conmovió a la Iglesia a comienzos de siglo, indujo a la c.b. a atrincherarse en
una posición casi enteramente negativa. Muchas de sus directrices se
insertaron consiguientemente en preguntas artificialmente construidas, que
pedían respuesta negativa; y están además caracterizadas por una cautela
excesiva. Hasta 1915 aparecieron cuarenta responsa en la proporción de una
aproximadamente por año. Tratan de los problemas entonces debatidos:
autenticidad de determinadas partes de la sagrada Escritura (Pentateuco, Is,
Sal, evangelios, Act y epístolas del NT), y de la historicidad del AT y de los
evangelios. Desde aquella fecha sólo han aparecido seis instrucciones sobre
temas varios. Las cinco directrices dadas desde 1948 están redactadas en
forma menos artificial y, bajo la influencia de la Divino afflante Spiritu (AAS
35 [1943], p. 297-326), son de tono más liberal. La novísima declaración
Sancta Mater Ecclesia (AAS "K [ 1964 ], p. 712-718) recalca con énfasis el
carácter histórico de los evangelios; pero el decreto reconoce también la
función esclarecedora de la historia de las -> formas (Formgeschichte) y pide
a la exégesis tenga en cuenta la compleja estructura de los evangelios, como
testimonios que son de la fe de la comunidad primitiva.

En el motu proprio Praestantiae Scripturae sacrae (EnchB, n. 283-288), de Pío


x, publicado en 1907, se determina que las decisiones de la c.b. tienen la
misma autoridad que los decretos doctrinales de las congregaciones romanas
aprobados por el papa. Esta precisión significa que la investigación bíblica no
sufre impedimento alguno, a no ser que en los decretos de la c.b. se trate de
decisiones expresas sobre cuestiones de fe y costumbres. Se tenía por regla
general que los decretos restrictivos se interpretaran rigurosamente, es decir,
que no se deduzca de ellos más de lo que expresamente afirma su texto. Así
p. ej., se preguntó sobre Is si los argumentos hasta entonces aportados
justificaban la atribución de esta obra a varios autores. La respuesta fue
negativa, y había de interpretarse rigurosamente. Con ello no se decía que
ulteriores investigaciones no pudieran aportar pruebas más convincentes en
pro de la pluralidad de autores, como así acaeció.

Esta regla de interpretación fue confirmada en 1955 por una declaración


oficial del secretario de la c.b. En ella se afirma expresamente que los
decretos publicados antes de 1915 estuvieron condicionados por las
circunstancias del tiempo; de ahí que su interés para el moderno investigador
sea sobre todo histórico, pues son un documento de las controversias con que
por entonces hubo de enfrentarse la Iglesia. Una vez zanjadas estas
controversias, no tiene hoy día sentido persistir en posiciones que hace
cincuenta años se creyó necesario sostener, o imaginar que estos decretos, en
materias que no afectan a la fe y costumbres, prohíban al exegeta católico
proseguir libremente sus investigaciones.

Mucho menos hay que imaginar, como hacen algunos, que los decretos de la
c.b. sean el único medio con que la Iglesia ejerce su derecho y cumple el
deber de ofrecer una guía en la interpretación de la Escritura. El magisterio de
la Iglesia en este punto se ha ejercido siempre principalmente a través de la
liturgia, en que, día tras día, expone al pueblo de Dios el sentido de la palabra
divina.

Hubert J. Richards

COMUNICACIÓN SOCIAL,
MEDIOS DE

I. Concepto e importancia

Medios de c.s. es el nombre que a partir del Vaticano II se da oficialmente en


la Iglesia a los medios de comunicación de masas (mass media) y, en
principio, a las técnicas modernas de información pública.

Este nombre, acuñado y divulgado por el decreto sobre los medios de


comunicación social Inter mirifica del concilio Vaticano II, hace resaltar la
función ideal que se atribuye a estos instrumentos de publicación. El concepto
de comunicación indica que se trata de un proceso de mediación, de una
acción de compartir con otra persona. Los hombres, al intercambiar entre sí lo
que tienen, se prestan una ayuda mutua y, a la vez, se acercan y asemejan
los unos a los otros. La comunicación libremente realizada y orientada hacia
un fin determinado constituye una parte de la realidad social. El adjetivo
«social» fue elegido conscientemente, en primer lugar para no tener que
utilizar el concepto «masa», concepto que expresa una idea de
despersonalización e irresponsabilidad; en segundo lugar para expresar que la
comunicación transmitida mecánicamente alcanza a grandes sectores de la
población, «incluso a toda la humanidad», y que debe ser considerada como
uno de los principales factores de la socialización (cf. la encíclica Mater et
Magistra, n. 58, y la constitución pastoral del Vaticano II Gaudium et spes, n.
25, 75). Por otra parte, hay que notar que en el concepto «medios de
masas», utilizado normalmente, la palabra «masa» no expresa ni el
comportamiento de los destinatarios ni el posible efecto degradante del
medio; no indica más que la cantidad y la heterogeneidad del público.

Como características de los medios de c.s. se consideran, y con razón, la


rapidez, la simultaneidad y el carácter universal tanto en el contenido como
en la forma, características que son posibles gracias a la técnica moderna;
pero más característica aún es quizá la heterogeneidad de los destinatarios
(lectores, oyentes, expectadores), pues hombres de diferente civilización,
profesión, destino, edad, sexo, raza y religión reciben al mismo tiempo las
mismas informaciones. Aquí tenemos uno de los fenómenos característicos de
nuestra civilización y decisivo para el futuro de la humanidad: la igualdad de
oportunidades del hombre actual respecto a la -> formación; esta igualdad
aumentará más aún en el futuro.

La radio y la televisión, en un grado mayor aún que la prensa, a pesar de que


ésta dispone de una oferta casi ilimitada y de que tiene que adaptarse
necesariamente a los diferentes niveles del público, nos proporcionan
constantemente (a un precio módico y servidos a domicilio) unos bienes
culturales que antes no estaban apenas al alcance de nadie - o solamente a
un precio muy elevado -y que se hallaban reservados exclusivamente a una
clase social privilegiada.

En el contexto general de la urbanización y de la industrialización, los medios


de c.s. son expresión e instrumento de la llamada cultura de masas. Como los
bienes culturales pueden ser producidos y almacenados industrialmente
(cintas magnetofónicas, discos, etcétera), se han convertido en objeto
comercial y bienes de consumo. Desde este punto de vista, respecto a los
llamados bienes culturales nos encontramos nosotros mismos dentro de una
civilización de consumo. Pero esta situación responde a una necesidad latente
en cada uno de los hombres (cf. a este respecto, W. BENJA1vIIN, Das
Kunstwerk im Zeitalter seiner technischen Reproduzierbarkeit, F 1963 ).

El progreso de la técnica electrónica, cuyo campo de aplicación más inmediato


será la transmisión mundial de programas de televisión y de periódicos
enteros a través de satélites para noticias, hará que esta civilización de masas
adquiera una amplitud y una densidad que por ahora no podemos sospechar
aún. Las noticias más diferentes, y en un número cada vez mayor
(informaciones y comentarios, ciencias y datos, obras de teatro radiadas y
televisadas, etc. ), serán percibidos al mismo tiempo por un público tan
numeroso como heterogéneo en su visión del mundo.

En el plano de la información o del espectáculo encontrarán los hombres la


condición previa para la unidad. Pero ¿qué uso harán de ella? La misma
noticia provoca diversas reacciones, aquí aprobación y alegría, allí
desaprobación y tristeza. En lugar de acercar a los hombres entre sí, podría
tener el efecto contrario. Y sin embargo, confiamos en que esta comunidad de
destino que es la humanidad poco a poco se irá haciendo cada vez más
consciente, y en que la solidaridad entre los hombres no quedará reducida a
una esfera superficial, sino que se convertirá en un compromiso por un mundo
más justo, más libre y de más hermandad. Para la humanidad esto constituye
casi una necesidad biológica.

Cada vez que el «homo faber» descubría nuevas herramientas de trabajo,


estaba creando nuevos medios de destrucción o de perfección. Y en esta
mutua sucesión de fases ascendentes y descendentes en el curso de la
evolución, la humanidad no sólo no ha sucumbido sino que ha hecho algunos
avances; actualmente, la humanidad tiene tales instrumentos de poder sobre
la materia, sobre el conocimiento y sobre la conciencia, que ella se encuentra
ante una decisión radical: «El hombre sabe muy bien que está en su mano el
dirigir correctamente las fuerzas que él ha desencadenado y que pueden
aplastarle o salvarle» (Gaudium et spes, n. 9).

Con los medios de c.s. puede el hombre «dirigir una llamada directa al
conocimiento y a la libertad del individuo». La situación del hombre en
general, así como el destino de la humanidad están confiados a la conciencia
del cristiano y a la misión de la Iglesia, cuya más noble tarea es servir al
hombre. «La comunidad de los cristianos se siente íntimamente unida al
género humano y a su historia» (Gaudium et spes, n. 1). La postura que la
Iglesia ha adoptado frente a los medios de c.s. (prensa, cine, radio, televisión
y otros) es actualmente positiva e incluso optimista. Las palabras con que
comienzan los documentos eclesiásticos más importantes publicados en los
últimos años sobre este tema, son una prueba de esto. La encíclica de Pío xii
sobre cine, radio y televisión, del 8-9-1957, comienza con las palabras
Miranda prorsus (el avance admirable), y al principio del decreto conciliar
sobre los medios de c.s., del 4-12-1963, tenemos las palabras: Inter mirifica
(Entre los maravillosos inventos). Por tanto, la postura de la Iglesia frente a la
ciencia y a la técnica no es de desconfianza ni de indiferencia, sino más bien
de admiración. Pero la Iglesia no se queda simplemente en esto; ella va más
allá y se interesa ante todo por la función social de los medios de c.s. y por el
mensaje que estos medios nos transmiten.

El decreto Inter mirifica fue publicado al final de la segunda parte del Vaticano
ir. Este documento fue cada vez objeto de mayor discusión en el aula,
aumentando al mismo tiempo los recelos contra él. En la última votación fue
aprobado con 503 votos en contra. Sus puntos débiles obedecen
fundamentalmente, según opinión general, al hecho de que, después de la
primera discusión, se les obligó a los redactores a que se atuviesen al
contenido de un texto redactado durante la fase de preparación del Concilio.
Por tanto, no pudieron tener en cuenta el cambio de perspectivas en la
postura que la Iglesia adoptó frente al mundo, frente a las realidades
terrenas, frente al apostolado y frente a la actividad del mundo; cambio que
se había producido ya al final del segundo período conciliar.

A pesar de estos defectos hay que tener en cuenta los elementos positivos y
dinámicos de dicho documento: el valor intrínseco que tienen estos medios
por el servicio que prestan al hombre y al progreso de la humanidad; el
derecho a obtener información; el papel de la autoridad pública, que no
solamente debe proteger y fomentar la moralidad, sino también la libertad; el
derecho a poder tomar personalmente una decisión y, por tanto, a una
educación para la libertad; el respeto al carácter peculiar del respectivo medio
de c.s.; la integración de estos medios en la --> pastoral ordinaria de la
Iglesia; una definición amplia del trabajo de la prensa católica; la crítica a la
superficialidad y, por tanto, la exigencia de una gran preparación, etcétera.
Este decreto, que tiene 24 parágrafos, está dividido en dos grandes partes: la
doctrina de la Iglesia (n. 3-12) y la actividad pastoral de la Iglesia (n. 13-22),
con una introducción (n. 1-2) y una conclusión (n. 23 y 24). En la conclusión
se anuncia una instrucción pastoral sobre los medios de c.s. La comisión
papal, para los n•edios de c.s., prevista en el número 19 del decreto conciliar,
fue creada por el motu proprio In f ructibus multis, del 2-4-1964. La comisión
está unida al secretariado de estado y cuenta también con seglares entre sus
miembros y consultores.
II. Aspectos teológicos

Pero estos medios de c.s., en su propia naturaleza técnica y en su significado


humano, incluso prescindiendo de su uso eclesiástico como instrumentos para
extender el evangelio, ¿pueden ser considerados bajo una perspectiva
teológica? Vamos a intentar dar una respuesta en tres puntos.

1) Toda actividad que haga posible y facilite la comunicación entre los


hombres, nos hace partícipes de la bondad de Dios, que ha destinado sus
bienes a todos los hombres. Por tanto, la comunicación tiene un carácter
cuasi-religioso. Pío xii en su Enc. Miranda prorsus dio la siguiente
fundamentación: «Dios, sumo bien, difunde sin cesar los dones entre los
hombres, a quienes rodea de especial solicitud y amor... Con el deseo de
volver a encontrar en el hombre el reflejo de sus propias perfecciones, Dios lo
ha hecho partícipe de su generosidad divina, llamándolo a ser mensaje ro,
portador y dispensador de su obra entre sus hermanos y en la sociedad. El
hombre, en efecto, en virtud de su propia naturaleza, comunicó ya desde un
principio los bienes espirituales a su prójimo mediante signos sensibles que él
encontró en las cosas materiales y que ha procurado perfeccionar cada vez
más. Desde los dibujos y signos gráficos de los tiempos más remotos hasta
las técnicas contemporáneas, todos los medios de c.s. deben estar orientados,
por tanto, a esta gran meta: prestar una ayuda al hombre y defender la causa
de Dios» (n. 4).

Desde este punto de vista, la exigencia misteriosa de comunicación


interhumana tiene un fundamento teológico, y su carácter obligatorio
pertenece al campo de la teología. Para el cristiano esa exigencia no
constituye un imperativo categórico provocado por una razón utilitarista, sino
que más bien es - o debería ser- una respuesta amorosa a la voluntad de
Cristo. Con ayuda de la comunicación universal que la técnica le ofrece al
hombre, éste tiene actualmente más posibilidades que en el pasado de ser
administrador de Dios, que se ha abierto a sí mismo al hombre en su
revelación.

2) Hay una segunda razón que induce al cristiano a adoptar una postura
positiva frente a la evolución de los medios de comunicación social: la
humanidad camina hacia su perfección bajo la guía de la providencia y bajo la
acción del Espíritu. Esta perfección no se alcanza realmente en este mundo,
pero la humanidad experimenta ya en su peregrinar terreno síntomas de su
futura gloria. Pero tendríamos un concepto demasiado estrecho del plan de
Dios para con la humanidad, si buscásemos esa perfección solamente en el
orden de lo sobrenatural y afirmáramos que la historia profana de la
humanidad va hacia su ruina por razón del pecado.

Dios ama al hombre en todo su ser y en todas sus cosas. Por esto, los
formidables medios de c.s., y los medios más formidables aún que nos traerá
el futuro, entran dentro del plan de la providencia de Dios. Y no ocupan un
puesto de segunda categoría, ni constituyen un mero recurso para casos de
urgencia, sino que son signos y medios positivos de perfección.

¿No participa acaso de la resurrección de Cristo, de la victoria de la gracia la


misma recuperación histórica y natural de la unidad de todos los hombres?
Pues el pecado significa rechazar a los demás, ruptura, alejamiento de los
otros y alejamiento en sí mismo; y, por tanto, precisamente lo contrario de la
comunicación. «Por primera vez, los hombres adquieren conciencia no sólo de
su mutua dependencia, que cada vez es mayor, sino también de su
extraordinaria unidad. Esto significa que la humanidad está cada vez en
mejores condiciones de convertirse en el cuerpo místico de Cristo» (Pío xii, el
19 de marzo de 1958 ). Un mundo unido - no importan los sufrimientos, el
tiempo y las inseguridades que esto cueste- ¿no puede convertirse en
símbolo, lazo unificante e incluso exigencia para la unidad de los cristianos y
la universalidad y catolicidad de las Iglesias?

3) Otro aspecto teológico se refiere a su aplicación: los medios de c.s. son


utilizados principalmente durante el --> tiempo libre. Pero el problema del
tiempo libre es uno de los más serios que tiene planteados la sociedad
moderna, tanto a nivel económico, como a nivel social, psicológico y cultural.
De aquí, la urgencia de una teología del tiempo libre, que debería ir paralela a
la teología del trabajo. El hombre puede disponer de su tiempo libre con toda
libertad y emplearlo en hacer lo que le plazca. Debería ser un tiempo especial
en el que el hombre se descubriera y realizara a sí mismo, y no un tiempo
perdido, de ociosidad y degeneración. El que el tiempo libre llegue a ser una
cosa u otra depende en primer lugar, no de la comunicación ofrecida, sino de
la comunicación que se elige. Pues en último término, al menos en la sociedad
democrática y pluralista, .es el consumidor el que elige la comunicación. ¿Por
qué elige y cómo elige esta comunicación? Ésta es una pregunta fundamental
no sólo para comprender ciertas formas erróneas, sino, sobre todo, por la
relación que dice del hombre.

Desde este punto de vista hay que comprender la insistencia con que el
decreto Inter mirifica pide que el hombre moderno se prepare moral, técnica y
estéticamente, con miras a la utilización de los medios de c.s. Como el
hombre al elegir una comunicación determinada lo hace en razón de lo que es
o de lo que quiere ser, tiene gran importancia, tanto para la sociedad como
para la Iglesia, el que el hombre de hoy - y más aún el del mañana- esté en
condiciones de elegir, entre las muchas informaciones que se le ofrecen,
aquellas que le ayudan a realizar, con una alegría que no excluye el esfuerzo,
su imagen de hombre. La obligación de formarse a sí mismo, de que se nos
habla en Gaudium et spes (cap. it, 2) bajo el significativo título de « El
progreso de la cultura», está íntimamente unido, en nuestra civilización, con
el uso que se haga de los medios de c.s. durante el tiempo libre.

III. Conclusiones

Para formarnos un juicio exacto de los medios de c.s. en el plano que aquí nos
interesa, son necesarias antes dos observaciones:

1) Si nos fijamos primeramente en el objeto, entonces debemos tener en


cuenta tanto el momento como la forma de la comunicación. La elección de
unas horas determinadas o la prohibición de unos programas concretos no
excluye el que se puedan dar algunos abusos. La autoridad pública tiene el
derecho y la obligación de intervenir para evitar los abusos demasiado
grandes y para defender la dignidad y la decencia públicas, sin las cuales no
puede existir una comunidad humana. La autoridad pública debe proteger
también a los más débiles contra los programas indecentes, que generalmente
están motivados por un deseo de lucro y son defendidos hipócritamente en
nombre de la libertad de prensa y de la libertad artística.

En este campo la responsabilidad recae primeramente sobre los productores


(en un sentido muy amplio de la palabra) de los medios de comunicación,
aunque no siempre les resulte fácil saber hasta qué punto pueden invocar,
con conciencia clara y recta, unos derechos de información y unas razones
artísticas. El decreto conciliar formula el siguiente principio: «Misión suya (de
los productores) es, por tanto, tratar las cuestiones económicas, políticas o
artísticas de modo que no produzcan daño al bien común» (n. 11). Pero
¿quién podrá fijar cuándo y hasta qué punto está amenazado el bien común?
Los medios de c.s. han puesto fin en nuestros días a las sociedades cerradas y
están acelerando el proceso hacia una sociedad uniforme; por esto, se puede
decir que los riesgos calculados están más en consonancia con el bien común
que las tímidas medidas de precaución. En este terreno habrá siempre
contradicciones entre las autoridades de la moral y de la política, los
guardianes del orden y de la ley, y los productores que luchan por la libertad
de expresión.

La Iglesia de nuestros días parece conceder más respeto y confianza a esta


libertad de expresión (cf. Inter mirifica, n. 12 ). Antes, lo primero que la
Iglesia exigía de las autoridades civiles, era la prohibición de todo abuso de la
libertad de prensa; ahora les recuerda que «su deber es defender y tutelar la
verdadera y justa libertad de información, que es imprescindible para que la
sociedad moderna pueda progresar, sobre todo en el terreno de la prensa».

2) Los medios de c.s. se distinguen entre sí en su técnica, en su historia, en


sus estructuras jurídicas y económicas, en sus leyes, en sus funciones
sociales, en su aplicación, etc. Por esto, el mismo medio utilizado aparece
como un < mensaje», en cuanto que pone al descubierto las diversas
facultades del hombre y, de esta forma, nos presenta en sí mismo la realidad
bajo una luz completamente nueva. La misma noticia tendrá para el receptor
un significado diferente, según esté expresada en un documento escrito,
transmitida verbalmente o comunicada a través de la televisión.

Los medios audiovisuales han ayudado al hombre a descubrir nuevamente la


realidad, a expresarla y comunicarla en una forma nueva y diferente del
pensamiento y de la palabra escrita. En el sonido, en la imagen y en el
movimiento experimenta el hombre lo concreto, lo individual, lo existencial.
Por tanto, uno se puede preguntar si la formulación de la fe, y sobre todo de
la catequesis, que encontramos en los libros, responde al horizonte y a las
categorías experimentales de la generación actual, que está más o menos
habituada a las técnicas audiovisuales. Esta cuestión preocupa seriamente a
los especialistas en catequesis. Si la Iglesia quiere utilizar esos medios para
anunciar su mensaje, tiene que adaptarlo a la forma o a la estética de estas
técnicas. Para transmitir el mensaje del evangelio necesita, por tanto, un
nuevo idioma que se base más en las sugerencias de las comparaciones y en
la analogía de la historia actual que en ideas y tesis abstractas.

Si bien es verdad que se deben «emplear los medios de c.s. para anunciar el
evangelio de Cristo> (Decreto sobre el ministerio pastoral de los obispos, n.
13) y que «los hijos de la Iglesia han de utilizar los instrumentos de la c.s. sin
la menor dilación y con el máximo empeño en las múltiples obras de
apostolado, tal como lo exigen las realidades y las circunstancias del tiempo y
del lugar» (Decreto sobre los medios de comunicación social, n. 13), sin
embargo estos medíos de c.s. presentan a la Iglesia un problema más grave
aun que el de su aplicación, por muy normal y provechosa que pueda ser
ésta, a saber: que la Iglesia tiene ante sí una sociedad y unos hombres que
llevan el cuño de la comunicación moderna y se encuentran en una
transformación continua precisamente a causa de estos medios de
comunicación.

Los medios de c.s. tienen en sí una gran fuerza para acelerar el proceso
evolutivo de toda la humanidad. Gracias a ellos todo se pone en movimiento,
y el «mensaje eterno» del cristianismo tiene que intentar llegar al hombre y a
la nueva situación de éste. Por último, el carácter peculiar de los medios de
c.s., gracias al cual toda la realidad adquiere una nueva dimensión dinámica,
puede ayudar a la Iglesia a descubrir nuevamente el horizonte escatológico
que le corresponde por su propio origen, poniendo constantemente en duda la
verdad que aparentemente ha conseguido y buscando superar continuamente
los límites alcanzados (siempre fiel a lo esencial), con una mirada impaciente
hacia el futuro.

Emile Gabel

COMUNIDAD

1) El hombre se experimenta desde su nacimiento como incorporado a una c.


Pero esta relación con la c. no constituye solamente una disposición fáctica,
sino que el hombre mismo quiere vivir en c. (aun cuando esta voluntad de
relacionarse, tanto desde la perspectiva del individuo como desde el punto de
vista de la c., esté sometida a una dialéctica histórica, condicionada por la
culpa, es decir, por la voluntad defectuosa), pues para su propio desarrollo
necesita, no sólo - y ni siquiera primariamente- lo otro, en el sentido de lo
meramente objetivo, sino al otro como ser personal. El devenir del hombre en
cuanto un «yo», proceso que no se identifica con el desarrollo orgánico del
cuerpo, sólo puede y quiere realizarse como un hacerse uno mismo a través
de un tú personal. En efecto, sólo en medio de la convivencia personal puede
producirse connaturalmente el devenir de la propia mismidad. Esta mediación
del tú - voluntariamente aceptada - para la constitución de la --> persona,
por su parte no sólo debe realizarse de cara al individuo, sino también de cara
a la c., que quiere al individuo como miembro suyo. Mas tal condicionamiento
mutuo y voluntario significaría solamente una necesaria pero unilateral c.
utilitaria, si descansara solamente en la mera reciprocidad de la mediación
personal. Ni el individuo existe solamente por la c., ni la c. tan sólo por el
individuo; más bien, uno y otro polo tienen su centro y su significado en la
exigencia de la verdad que se manifiesta en ellos como fundamento que da
sentido a la vida personal. La exigencia de la vida de la verdad o, dicho
teológicamente, de la palabra de Dios, es tanto el medio como el fundamento
en el que y por el que puede y debe haber relación personal como c.
Porque esta relación dialogística que abarca al individuo y a la c. no siempre
está fácticamente ahí, sino que debe crearse intencionadamente en el curso
de la historia, a causa de la voluntad del individuo que yerra en la verdad o la
rechaza, o bien a causa de una oferta falsa o de una falsa estructura en la c.,
ella cae en una pugna interna y conduce a actitudes unilaterales en las que la
c. avasalla al individuo y lo degrada convirtiéndolo en mero momento de sí
misma, o, viceversa, el individuo ya no está integrado en la c. de forma
fructífera, sino frecuentemente de forma destructora; y, en consecuencia,
finalmente el todo de la c. ya no puede ser lugar y medio de la creciente
verdad de la vida misma. La relación dialogística en que cada persona y la c.
reciben y realizan en cada caso el ser y el derecho que les corresponde, se
transforma así en una relación dialéctica que, en el mejor de los casos, sólo
puede establecer en la historia del mundo un relativo equilibrio social
mediante compromisos externos. Precisamente en cuanto esta dialéctica
determina la historia universal, toda c. concreta e histórica, por mucho que se
distinga de la -> sociedad en general, por su propio sentido interno está en
camino de su disolución o(y) consumación.

2) Las distintas dimensiones históricas de la corporal y concreta existencia


humana, así como las decisiones opuestas con su consecuente dualismo
histórico, engendran las distintas formas de c., a saber: en la dimensión de la
relación sexual y personal: --> matrimonio y --> familia; en la dimensión
cohumana: amistad y fraternidad; en el campo político y cultural: nación,
pueblo, --> Estado, hasta llegar a la única c. de los hombres, cada vez más
intensa en la actualidad; y finalmente, en el ámbito religioso: la c. de fe y de
culto (-->Iglesia).

3) Las contradicciones históricas o fácticas de la vida social y con ello, de la


comunitaria, en la que el individuo ha sido puesto sin su consentimiento
previo, exige que no se acepten simplemente las díferentes c., sino que se las
transforme constantemente de manera crítica y creadora, de modo que
correspondan a la naturaleza de la c. y al carácter dialogístico del individuo o,
por lo menos, se mantenga un relativo equilibrio personal. Pero la vida de la
c. no puede convertirse en hechura del hombre, pues está constantemente
condicionada por el evento liberador y creador de la llegada de la palabra viva
de la verdad como realidad que fundamenta la c. Esta situación oscilante de
posibilidad e imposibilidad de disponer sobre la c., está tanto más insegura
por el hecho de que el hombre tiene poder para cambiar el ser humano y,
dándose por otro lado la necesidad de superar la contradictoria situación
histórica, se halla constantemente ante el peligro de conceder un carácter
absoluto a ese poder, y en parte no sabe cuándo lo hace de hecho. El -->
colectivismo, el totalitarismo, el fenómeno de las masas y, por otro lado, el
aislamiento radical, son formas ideológicamente pervertidas de la actuación
destinada a transformar la c.

Aun cuando el hombre es y en cierto modo debe ser señor de procesos


sociales e históricos, sin embargo, con frecuencia él no puede reducir a unidad
armónica sus efectos sociales ya existentes, ni prever las consecuencias de las
acciones presentes. Por eso está abocado, o bien al vacío optimismo de una --
>utopía del futuro, o bien a la --> esperanza de que, a pesar de la obligación
que se le ha impuesto de configurar la c. y la sociedad, no obstante, será la
palabra transcendente de la verdad misma la que vuelva siempre a traer la
renovación y la continuación; una esperanza que para los cristianos en último
término sólo es posible en virtud de aquella promesa que ofrece al conjunto
de la c. humana el -> reino de Dios como consumación. Pero tampoco esta
promesa, que no prevé simplemente un perfeccionamiento rectilíneo, sino
amplias crisis individuales y colectivas como una de sus fases, elimina de
antemano plena y necesariamente la dialéctica intramundana. En efecto, esa
promesa de consumación no puede traducirse sin más a cada situación
presente y, por tanto, no sabemos en forma fija qué modalidad concreta de c.
o qué acciones encaminadas a cambiar la sociedad (reforma o no reforma) se
exigen en virtud de la promesa. Por más que para el cristiano el anticipo que
se le abre en cada situación histórica, con su orientación hacia el futuro
transcendente, no sea el objeto de una mera utopía intramundana, sino el
lugar donde se cumple la promesa divina, que por otra parte ya se ha
realizado inicialmente; sin embargo, tampoco para el cristiano está tan claro
el fin futuro como consumación de la c. humana, que él sepa en qué manera
críticamente liberadora y creadora debe configurarse la vida de la c. en medio
de la contradictoria situación histórica y partiendo de ella.

A pesar de todo esfuerzo honrado, a pesar de la obligación de configurar que


tiene el hombre, es más, a pesar de las acciones destructoras del hombre que
configura, sólo queda la esperanza de que aquel de quien no se puede
disponer se haga evento como el que verdadera y profundamente fundamenta
la c., a fin de que así, la mala dialéctica histórica de la vida finita de la c. que
el hombre ya no es capaz de abarcar con su mirada ni de dominar con su
poder, pueda transformarse en la verdadera dialogística de la consumación.

Eberhard Simons

COMUNIÓN BAJO LAS DOS ESPECIES

1. Instituida en el marco de la comida del passah, la eucaristía recibió la


estructura de la comida, en que Cristo se da a los suyos en manjar bajo las
dos especies de pan y de vino. Por el comer de su carne y el beber de su
sangre se realiza la unión con él, por la que se hace a los fieles gracia de vida
eterna. En el discurso de la promesa el comer y el beber se explican con
palabras realistas como necesarios para la salud eterna (Jn 6, 51.53.54.56).
La dualidad de la materia tiene su razón de ser en que la eucaristía es una
comida, que sólo se da en forma completa cuando se come y se bebe. Por eso
la doble comunión pertenece indudablemente a la integridad del signo
sacramental y corresponde al mandato de Cristo. Pero tiene también su
fundamento en el carácter sacrificial de la eucaristía. Porque tanto según Jn 6,
51 como también según los relatos de la institución (Mt 26, 26-29; Mc 14, 22-
25; Lc 22, 14-20; 1 Cor 11, 23-27), en la última cena, la carne y la sangre de
Cristo están en conexión inmediata con su sacrificio de la cruz y son
identificadas precisamente con la carne y la sangre sacrificadas sobre el
Gólgota. Así aparece esta comida directamente como banquete sacrificial; por
la comida de la carne expiatoria y por la bebida de la sangre purificadora se
comunica en el sacramento la gracia del Redentor. La conmemoración
sacramental y la aplicación de la inmolación en la cruz se realizan en el
sacrificio del banquete eucarístico, que por mandato del Señor debe repetirse
hasta su retorno escatológico (1 Cor 11, 26). La representación de la muerte
de Cristo sobre la cruz acontece una y otra vez en la Iglesia, siempre que
sobre el pan y el vino se pronuncian las palabras de la consagración. Para ello
es necesaria la doble forma de la materia.

2. Así es muy natural que la comunión bajo las dos especies se practicara
desde el principio como un uso que se caía de su peso. Este uso se ha
conservado hasta hoy en las Iglesias de oriente, y se mantuvo en la Iglesia de
occidente hasta el s. XIII, aisladamente todavía por más tiempo (p. ej., en la
misa papal hasta el s. xv, y también en las misas de la coronación de
emperadores y reyes); la manera de administración fue diversa: en lugar de
beber del cáliz (cáliz de la consagración, cáliz de la administración, cáliz
mixto) se introdujo después el uso de chupar con una cañita (pugillaris,
calamus, fistula), o se empleaban cucharillas, o se mojaba la hostia en el
sanguis sagrado (intinctio). En la oración «Haec commixtio...» guarda todavía
hoy la misa latina el recuerdo de esta manera de communio sub utraque
specie de los fieles.

3. Pero, a la vez,la antigua Iglesia también conoció siempre la communio sub


una specie y la consideró como sacramento de plena validez y de pleno valor,
cuando había motivos razonables para ello (sub specie panis: en la comunión
doméstica de los fieles, de los enfermos, de los encarcelados y de los
anacoretas; sub specie vini: en la comunión de los niños pequeños y de los
enfermos graves; sub una specie también en la missa praesanctificatorum).
La Iglesia no consideró la forma de administración como obligatoria por
precepto divino y modificó sin escrúpulos el rito de la comunión, cuando ello
pareció oportuno o necesario. El esencial carácter de signo del sacramento
preservaba de una restricción unilateral. Sólo hay un don único, que es Cristo
mismo; este don se recibe entero e indiviso bajo cualquiera de las dos
especies; la gracia necesaria para la salvación no depende de una o de otra
especie. La escolástica procuró la fundamentación teológica: Ex vi verborum o
in virtute sacramenti, contiene ciertamente cada especie sólo lo significado
por ella, por tanto, o la carne o la sangre de Cristo; pero, ex concomitantia,
Cristo entero está presente bajo cualquiera de las dos especies con alma y
divinidad, con toda su plenitud de vida, con la virtud de los modos de ser que
él tuvo como viviente, paciente y resucitado; es recibido como Cristo
«entero».

Ahora bien, esta doctrina explica por qué la Iglesia pudo renunciar, sin daño
para los fieles en la recepción de la comunión, a la doble especie, cuando se
hicieron valer motivos razonables y graves para ello (peligros de contagio en
tiempos de peste, peligro de suciedad y derramamiento del sanguis,
repugnancia de algunos a beber del mismo cáliz que otros, gran afluencia de
gente por pascua y en las grandes festividades, falta de vino en los países del
Norte). Así, sin legislación formal se impuso en todo el occidente durante los
s. xiii y xiv la communio sub una. La negligencia en la recepción de los
sacramentos y la deficiente inteligencia, a causa de la cual el sacrificio y el
acto de comer la víctima en la misa ya no fueron considerados como una
unidad, sino que la comunión quedó constituida en un acto independiente
junto al sacrificio eucarístico, favorecieron esta evolución.
4. En el s. xiv se inició el movimiento contrario, que por de pronto sólo
aspiraba a reanimar la piedad eucarística. El año 1414 Jacobo de Mies,
basándose en Jn 6, 53, comenzó a predicar en Praga la doble comunión como
absolutamente necesaria para la salvación de todos y a deducirla
inmediatamente de un mandato divino (Mt 26, 27; Lc 22, 17ss). Tensiones de
política eclesiástica imprimieron pronto una nota polémica en su predicación y
la hicieron degenerar en una propaganda antieclesiástica. Él echaba en cara a
la Iglesia que ella había engañado al pueblo fiel respecto a la promesa de
salvación y vida eterna al sustraerle el cáliz. El concilio de Constanza rechazó
la exigencia de introducir nuevamente el cáliz (sesión 13 de 15-6-1415) y
prohibió la communio sub utraque por razón de los erróneos supuestos que
Jacobo de Mies unía con ella. El movimiento husita, que se desencadenó tras
la ejecución de Juan Hus (6-7-1415), con fervor religioso y pasión política hizo
del cáliz su símbolo (calixtinos, utraquistas, caliceros) y la bandera de su
lucha contra la Iglesia y el Estado (guerras de los husitas 1419-36). El concilio
de Basilea les permitió finalmente el cáliz para Bohemia («compactata» de
Basilea de 1436) y puso así fin al estado de guerra. Pero en 1462, Pío ii
suprimió de nuevo oficialmente los «compactata». Aun cuando muchos
utraquistas volvieron al rito romano católico, sin embargo, el utraquismo se
mantuvo en Bohemia hasta 1629 (edicto de restitución).

5. Lutero rechazó al principio la doctrina utraquista, pero pronto atacó


duramente a la Iglesia por no conceder el cáliz (De captivitate babylonica: WA
6, 501ss). La communio sub utraque vino finalmente a ser una de las
principales exigencias de los innovadores. Sabiendo que no se trataba de un
problema dogmático, sino únicamente de una cuestión disciplinar, muchos
católicos defendieron en la dieta de Augsburgo (1530) que se dejara libre la
comunión bajo las dos especies; el propio cardenal de Vio Cayetano se
expresó en el mismo sentido en un informe para Clemente vii. En Alemania
los teólogos mediadores de línea erasmista (J. v. Pflug, G. Witzel, también J.
Cochlaeus) y varios príncipes (Baviera, Austria, Jülich-Kleve) abogaron
apasionadamente por la concesión del cáliz, pues en ella veían un remedio
importante contra la innovación. En 1548, en el «Interim» de Augsburgo
Carlos v permitió el cáliz a los protestantes alemanes «hasta la decisión del
concilio». El Tridentino no trató la cuestión del cáliz hasta su sesión 22 (sept.
1562).

6. Una vez que ya el concilio de Constanza (Dz 626) había rechazado la


herejía husita, el Tridentino afirmó expresamente (Dz 930ss, 934ss):

a) No hay un estricto precepto divino de que todos reciban la comunión bajo


las dos especies; a Jn 6, 53s se contrapone Jn 6, 51.58, donde sólo se habla
de comer el pan; el doble término sólo tiene sentido pleonástico y debe excluir
toda interpretación puramente alegórica en favor de la interpretación realista.
En cambio, Mt 26, 27 y Lc 22, 17ss sólo se dirigen inmediatamente a los
apóstoles; así queda expresado que en la celebración de la eucaristía el
celebrante ha de comulgar siempre bajo las dos especies. Tampoco 1 Cor 11,
28 dice nada acerca de un estricto mandato divino de que todos comulguen
bajo la doble especie; ese texto es únicamente un testimonio de la tradición,
al que se contraponen otros, como se ha mostrado antes.
b) Se deja a la potestad disciplinar de la Iglesia determinar el modo de
administrar los sacramentos, con tal de que se guarde su sustancia.

c) También bajo una especie se come a Cristo entero y se recibe plenamente


el sacramento, de suerte que nadie pierde, por comulgar bajo una especie,
una gracia necesaria para la salvación.

Los teólogos han discutido la cuestión de si por la communio sub utraque


specie se reciben más gracias o gracias específicamente distintas que por la
communio sub una specie. D. Soto, R. Belarmino, F. Suárez y otros han
respondido a esta cuestión diciendo que el sacramento, lo mismo bajo una
que bajo dos especies, comunica al mismo Señor entero e íntegro y, por ende,
también una sola y misma gracia. Otros han resaltado más fuertemente el
carácter de signo en las especies y han hablado de una doble gracia cuando el
sacramento es recibido sub utraque. El Tridentino nada dijo sobre el
particular. Por lo demás dejó al papa la decisión sobre la concesión del cáliz a
los laicos. El 16-41564 Pío iv concedió efectivamente a los metropolitas de
Maguncia, Colonia, Tréveris, Salzburgo y Glan un indulto particular sobre el
cáliz. Sin embargo, ahora se vio que el movimiento católico en favor del cáliz
estaba ya superado. Al hacerse entretanto la comunión bajo las dos especies
signo distintivo de los protestantes, ésta fue rechazada por la población
católica (en Baviera, en el Bajo Rin). Desde 1561 el duque Alberto v revocó en
Baviera la concesión del cáliz. Gregorio xiii suspendió en 1584 el indulto del
cáliz. En 1604 ó 1621, Roma prohibió directamente el cáliz de los laicos para
Hungría y Bohemia.

7. Sólo sobre la marcha del nuevo movimiento litúrgico volvió a aflorar la


cuestión de la comunión bajo las dos especies. Una inteligencia más profunda
del sacramento y una clara visión dogmática y exegética, que excluía todo
peligro de tergiversación herética, y también motivos ecuménicos que
inducían a superar una actitud petrificada contra la reforma y a mantener la
apertura frente a las Iglesias de oriente y al protestantismo, hicieron
considerar el problema de manera nueva. Así la Constitución sobre la liturgia
(n. 55) del concilio Vaticano II determinó lo siguiente: «Manteniendo firmes
los principios dogmáticos declarados por el concilio de Trento, la comunión
bajo ambas especies puede concederse, en los casos que la sede apostólica
determine, tanto a los clérigos y religiosos como a los laicos, a juicio de los
obispos... » La fijación más exacta de estos casos se hizo luego en el rito para
la concelebración y la comunión del cáliz, el 7-3-1965; entre otros casos, la
comunión bajo las dos especies puede administrarse a los novios en la misa
de bodas si éstos lo desean. El concilio, sin embargo, prescindió de una
concesión general del cáliz de los laicos. A pesar de toda la estimación que
merece, la importancia de la comunión bajo las dos especies no debe
exagerarse.

August Franzen

COMUNIÓN DE LOS SANTOS


1. El artículo de fe sobre la communio sanctorum aparece por vez primera en
la forma del símbolo occidental transmitida por Nicetas de Remesiana, hacia
fines del s. iv. A partir del s. v dan testimonio de él las variantes gálicas
(Fausto de Riez, Cesáreo de Arles, DS 26, 27; posteriormente todas las
formas occidentales). Pero Nicetas interpreta el término sanctorum como
genitivo del neutro sancta; significando así la participación en los bienes
sagrados de la Iglesia; con lo cual transforma la expresión de Agustín
communio sacramentorum (sermón 214, 11). Evidentemente el concepto
koinonía ton aguion, sin llegar a ser parte del símbolo, tiene sus más
primitivas fuentes en oriente, también aquí con el sentido de participación en
los bienes salvíficos, pero incluyendo a la vez el sentido personal y
comunitario. La koinonía en cuanto tal no es participación de cosas, sino
comunión personal, cuya modalidad está determinada por los aguia. Por más
que esta comunión salvífica abarque toda la Iglesia terrestre y la celestial, el
concepto sólo paulatinamente fue aplicándose a una explícita
intercomunicación entre los santos del más allá y la Iglesia terrestre. La
incorporación de la c. de los s. al símbolo podría fundarse en la intención de
explicar la esencia de la Iglesia, que está constituida y cualificada como
comunidad personal (communio) en virtud de los bienes salvíficos. La
moderna reducción a la pregunta por las posibilidades de una
intercomunicación salvífica entre miembros particulares dentro de la
communio, debería por tanto volverse a centrar más fuertemente en el
conocimiento de que la comunión constituye la res del sacramentum, que es
la -> Iglesia (cf. asimismo --> pueblo de Dios).

2. Esta res del protosacramento de la Iglesia debe exponerse sobre todo


desde un punto de vista bíblico. El pensamiento neotestamentario de la
koinonía desarrolla su importancia teológica en la teología paulina y en la
joanea. Desde el punto de vista de la historia de la religión es digno de
notarse el hecho de que el AT, a pesar de acentuar con insistencia la relación
personal con Dios por la alianza y a pesar de saber que Israel agradece su
existencia como pueblo de la alianza con Yahveh, no habla de «comunión»
con Dios. Si bien la filosofía griega conoce expresamente una participación del
hombre en las ideas o en lo divino, sin embargo, Pablo y Juan pudieron
explicar la realidad original y propia del misterio de Cristo a base de los
conceptos previamente existentes en su ambiente (1 Cor 1, 9; 1 Jn 1, 3 ).
Nuestra c. con Cristo presupone que Dios por medio de su entrega nos ha
dado a su hijo por compañero. Consecuentemente la c. se inicia en cuanto el
Hijo participa de nosotros (Heb 2, 14-17, cf. a este respecto Rom 5, 8.10; 8,
3 32ss; Jn 1, 14). Y así esta c. del Hijo con nosotros se halla en la más
universal línea historico-salvífica, en la línea que tuvo su comienzo en la
primera -> alianza, pero cuya meta más auténtica se manifiesta por primera
vez en Cristo. Y esta meta consiste en que Dios quiere ser para nosotros
aquello que es para él mismo. El «ser para nosotros» de Dios en Cristo
constituye el gran ámbito de la libertad; pues pone el nuevo principio redentor
en la historia de perdición de la humanidad, creando ese ámbito como una
unidad fraternal con el Hijo. Con ello, toda nostalgia del hombre por la unidad
inicial que albergaba en su seno y prometía ulterior salvación, queda superada
por este fraternal segundo Adán. En efecto, su condición de hermano se debe
a que él es el Hijo amado. El ámbito de la salvación en Jristo conduce en su
realización al sin Jristo, a la koinonía realizada. Ahora es ya koinonía con el
cuerpo entregado por nosotros y con la sangre derramada por nosotros (Jn
10, 16ss). Conduce a la plena configuración con Cristo en la resurrección
(Rom 8, 21). Y sólo la c. con el cuerpo y la sangre de Cristo hace que la
Iglesia sea comunidad. Aquí es donde más claramente se percibe cuán
cercanos se hallan el concepto de la c. con Cristo y la afirmación de que la
Iglesia es «cuerpo de Cristo».

3. La c. con Cristo resulta así constitutiva para dos formas de comunidad que
están implicadas en aquélla, pues la c. con Cristo es a la vez c. con el Padre.
Ciertamente Pablo no habla explícitamente de una c. con Dios, pero el
pensamiento está afirmado implícitamente cuando él con toda claridad
considera la c. con Cristo como participación en la forma del Hijo. El texto de
1. Jn 1, 3 desarrolla más explícitamente ese pensamiento. Pero la c. con
Cristo constituye también la otra comunidad, la de los justificados, y por cierto
de tal manera que ésta no sólo resulte de la suma de muchas relaciones
individuales con Cristo.

4. Estos dos aspectos de la c. con Jesucristo radican, sin embargo, en el único


misterio de Cristo, que en virtud del misterio trinitario de Dios y de la
incorporación de los hombres en él es «plurifacético». Se comprende esta
unidad cuando se la considera en relación con la realidad divina que se ha
revelado como Pneuma y que en el NT expresamente ha sido puesta en
conexión con la c. (2 Cor 13, 13). El mensaje acerca del Espíritu Santo, que
debe desarrollarse a partir de la Escritura, ha de mostrarnos que la
«comunidad en el Espíritu Santo» es c. con Cristo y el Padre, pues el -->
Espíritu Santo mismo es esta c. La intercomunicación entre el Padre y el Hijo,
lo mismo que sus personas en sí, es también realidad divina, mas se distingue
de ambos como comunidad entre ellos y precisamente así consuma la relación
entre Padre e Hijo en la única esencia divina. Y el mismo Espíritu en el que se
comunican el Padre y el Hijo es el Pneuma salido del cuerpo glorificado de
Jesús (Jn 7, 37ss) y el que constituye la intercomunicación de la Iglesia con su
Señor y la de todos los miembros de Cristo que viven en gracia. En virtud de
esta estructura trinitaria de Dios, que en sí mismo es c., la doctrina de la c. de
los s., aun cuando también incluya la mediación de la comunidad con el Padre
«por Cristo» y «en el Espíritu Santo», sin embargo se distingue de la idea de
una participación de Dios desvirtuada a través de distintas mediaciones, tal
como sucede en el pensamiento neoplatónico.

5. Como de la intercomunicación entre Cristo y los suyos se trata en el ámbito


de la -> soteriología, la doctrina tradicional de la c. de los s. se limita en gran
parte a la cuestión de la comunicación entre los miembros que pertenecen a
Cristo, comunicación que se hace visible en el misterio salvífico. Aquí hemos
de tener en cuenta cómo el Espíritu Santo puede transmitir el don constitutivo
de la intercomunicación en tal manera que no excluya sino que haga posible
una representación creada e histórica de la comunidad dada por él. Así corno
el Espíritu Santo ha creado para el Hijo la posibilidad de dar a su filiación una
dimensión humana, del mismo modo posibilita a la Iglesia el acceso a la
participación de la filiación en medio de una realización humana como pueblo
que pertenece a Cristo. Esta representación humana e histórica de la
dimensión transcendente funda el carácter sacramental de la c. de los s. El
sacramento consumado de Cristo se ofrece siempre en forma renovada y se
comunica a través de la aceptación creyente que produce el Espíritu mismo; y
así, en armonía con la voluntad salvífica de Dios, introduce a la Iglesia
siempre de nuevo y cada vez más profundamente en la res de ese
sacramento. Toda radicación más profunda en Cristo vigoriza también el
crecimiento conjunto de la c. de los s. Por otra parte, la c. constituida por
Cristo también sustenta al individuo en su camino hacia el Salvador. Los
signos salvíficos confiados a la Iglesia, los cuales por la virtud de Cristo
ofrecen infaliblemente la salvación y la producen, tienen su sentido en una
Iglesia que en su totalidad sólo puede vivir invocando siempre el Espíritu
(epiclesis).

Si preguntamos por el significado salvífico de la actividad de unos miembros


en favor de los otros, hemos de responder que la intercesión de la Iglesia
entera por sus miembros o de algunos de éstos por la Iglesia o por otros
miembros pertenece a aquel ámbito que el Espíritu ha creado como
intercomunicación en la c. de los s. Si el Espíritu acoge la voz de la esposa y
hace que juntamente con la voz del Hijo sea oída por el Padre, esto no implica
ninguna disminución de Cristo, pues, por el contrario, entonces precisamente
él «es glorificado en los suyos» (Jn 17, 10). Si esa súplica ha hallado
expresión en el servicio asistencial y activamente configurador de manos
amorosas, el Espíritu acepta también esta obra, para imprimir en ella más
profundamente la forma de Cristo, que determina el carácter de semejante
acción como servicio en favor de los demás. Sobre todo el Espíritu produce en
los miembros de Cristo una entrega plena a Dios que se acredita en el dolor y
que supera el sufrimiento, aquella entrega que tiene su raíz en el sacrificio de
Cristo por nuestra salvación. La Iglesia entera tiene que incorporarse a esa
entrega, y también aquí la autodonación obediente del uno es importante para
todos, pues también en ello se glorifica al Hijo. No obstante la posición de
Cristo sigue siendo única, pues sólo él, como el hombre glorificado, que a la
vez es el Hijo, envía el Espíritu Santo. Toda la fecundidad de los restantes
miembros en favor de los demás radica en el mismo Espíritu, pero ellos no lo
envían, sino que lo reciben. Quizá la tradición doctrinal no ha expuesto esto
con suficiente claridad, al usar las expresiones según las cuales Cristo ha
merecido para nosotros de condigno, mientras que nosotros merecemos de
congruo en nuestra intercesión mutua.

6. La forma de vinculación mutua que hemos descrito hasta ahora como


propia de la c. de los s. se refería sobre todo el estado de peregrinación. El
estado de consumación no interrumpe la intercomunicación. Aun cuando estos
miembros no logren méritos nuevos, sin embargo, su estado de consumación
reviste una importancia especial para los peregrinos. Esta importancia más
que como un modelo ejemplar ha de interpretarse como un don. En efecto, el
Espíritu junto con los ángeles y los santos se entrega a los peregrinantes, que
así experimentan la c. de los s. como un torrente de amor tanto más intenso
cuanto mayor es la comunidad, como un torrente que nace del único Cristo, la
fuente de vida para todos.

7. Finalmente hemos de referirnos a la preocupación amorosa de los


peregrinos por los difuntos que todavía sufren esperando la consumación. La
intercesión por los difuntos no pretende negociar con Dios, tratando de
impedir aquello que en definitiva conduce a la perfección de éstos. Esa
intercesión tiene como base la persuasión de que tampoco en el -->
purgatorio se produce un aislamiento absoluto del hombre, sino que por el
contrario, la comunidad unida en el Espíritu puede extender hasta allí su
fuerza vital.

Wilhelm Breuning

COMUNISMO

I. Concepto

La palabra c. - prescindiendo de la antigua significación de la palabra- designa


hoy en día tres objetos diferentes: la teoría filosófica y política del radical
movimiento revolucionario de trabajadores; este mismo movimiento radical
(comunista); y la (futura) formación de la sociedad, que es el objetivo final de
dicho movimiento. Sociedades ideales comunistas se han dado ya varias veces
en la historia asiática y occidental. Se caracterizaron por la falta de toda
propiedad privada (a veces con inclusión de la vinculación personal al
consorte) y por una organización política considerada como «ideal», que en
muchos casos se basaba (p. ej., en el caso de Tomás Moro, de Campanella y
de Bacon) en la creación de un gobierno en manos de una élite intelectual y
moral. Si estos antiguos diseños del futuro fueron concebidos sobre todo
como crítica simbólica a la situación de su tiempo, Karl Marx creyó (->
marxismo) que podía señalar el camino seguro que debe conducir a la
creación de la sociedad comunista. Quiso eliminar el socialismo utópico
substituyéndolo por otro científico, que constaba de una teoría de la historia
(el -> materialismo histórico) y de la «crítica a la economía política», que
aplica la teoría histórica al presente y a las tendencias evolutivas que han de
superarlo.

Ya en 1848, Marx usó con toda intención el término «comunista» para


caracterizar el manifiesto que F. Engels y él redactaron para el radical
movimiento revolucionario de los obreros. Entonces eran considerados como
«socialistas» las teorías y los grupos de la «pequeña burguesía» que tendían a
una reforma social, pero en principio no pensaban alterar el orden de la
propiedad. Sin embargo, a continuación los partidos radicalmente
revolucionarios de trabajadores se llamaron en toda Europa socialistas o
socialdemocráticos, y sólo después de la revolución de octubre el partido
social democrático de trabajadores de Rusia (los bolcheviques) adoptó la
designación de partido comunista, para distinguirse de los partidos de la
segunda internacional, que al estallar la guerra del año 1914 fueron infieles a
los «principios del internacionalismo» y no hicieron ningún esfuerzo por evitar
la guerra. El radicalismo de los partidos comunistas que a continuación se
fundaron en todas partes siguiendo el modelo ruso, se manifestó en la
exigencia de suprimir la propiedad privada en lo relativo a los medios de
producción (tierra, riquezas del subsuelo, fábricas, medios de comunicación,
bancos, etc.) y en su actitud internacionalista. Pero, al no producirse la
revolución europea que Lenin esperaba para el año 1923, y tras la
«edificación del socialismo en un país» según la frase de Stalin, este
internacionalismo se transformó más y más en una subordinación de los
partidos comunistas de todo el mundo a los intereses de la Unión Soviética,
que fue proclamada como «vanguardia del movimiento revolucionario
mundial» y «patria de todos los obreros». Este giro político que se puso de
manifiesto en los congresos de la «internacional comunista» (Komintern) en
los años veinte, condujo a divisiones en muchos países. En éstas se puso de
manifiesto, ya el respectivo punto de vista nacional, ya «la fidelidad al
internacionalismo», que había sido «traicionado» por el partido soviético de
Stalin (L. Trotzki).

II. El movimiento comunista y su teoría

Para entender el movimiento radicalmente revolucionario del c. y su teoría, es


necesario abordar las condiciones del desarrollo histórico de la democracia y
de la sociedad industrial en Rusia y en otros Estados agrarios retrasados. En
las democracias occidentales los trabajadores se fueron integrando
paulatinamente en la sociedad y participaron de los derechos políticos y
sociales de los ciudadanos del Estado; por lo cual los partidos de los
trabajadores fueron adoptando en medida creciente rasgos reformadores y se
convirtieron finalmente en partidos populares con tendencia a una reforma
social. Mientras esto sucedía aquí, en otros Estados como la Rusia zarista, las
minorías dominantes se aferraron a sus privilegios y desplazaron los
movimientos democráticos y socialistas al margen de la sociedad. Guiado por
intelectuales con alto nivel teórico y con libre fluctuación en el ámbito social,
el partido social-democrático de los trabajadores rusos, bajo la influencia de
G. Plechanov y W.I. Lenin (propiamente Uljanov), tendía a la revolución
absoluta y al internacionalismo. La derrota en la guerra ruso-japonesa puso al
descubierto la debilidad interna de la Rusia zarista, que quería llevar adelante
la política imperialista de potencia mundial sobre una base económica e
industrial completamente insuficiente. El país no estaba en condiciones para
asumir las nuevas cargas de la primera guerra mundial. Las masas
campesinas, que hubieron de llevar casi completamente solas el peso de la
guerra, comenzaron a revolverse. Trotzki y Lenin lograron encauzar la
creciente insatisfacción de la tropa, del país y de los trabajadores industriales,
que durante la guerra aumentaron con rapidez y se concentraron
fuertemente, para lanzar masivamente a la población contra las débiles
fuerzas burguesas que en febrero de 1917 habían subido al poder.

Según la teoría comunista desarrollada por Lenin y dogmatizada bajo Stalin,


la revolución de octubre en Rusia no fue solamente una peculiar forma
especial de la revolución «proletaria», sino el resultado de la aplicación de las
teorías marxistas en su modalidad leninista. El leninismo, así sonaba la tesis
mantenida hasta ahora, es el marxismo del s. xx. Para justificar esta tesis
Lenin se sirvió sobre todo de la teoría del imperialismo, según la cual, «en
este estadio supremo del capitalismo», el desigual desarrollo de las naciones y
la participación de aristocracias obreras de los países industriales en los
beneficios, logrados por la explotación de las colonias, conducen al estallido
de la revolución socialista en la periferia del sistema capitalista mundial. Por
eso, ya no son los países muy industrializados -como enseñaba Marx-, sino
precisamente los países relativamente atrasados como Rusia los que entran
por el camino de la revolución. Lenin resaltó también la vinculación de la
revolución marxista de los trabajadores con el «movimiento de liberación
nacional» en los países de Asia, de África y de Latinoamérica. A su juicio,
Rusia constituía el puente entre la «revolución proletaria de Europa» y la
«revolución asiática», que cambiaría decisivamente el destino del mundo. De
todos modos Lenin nunca puso en duda que, después de una revolución
victoriosa en uno de los países desarrollados de occidente, la dirección del
movimiento revolucionario mundial pasaría a la clase trabajadora (y al
partido) de este país. Sólo cuando la revolución tuvo que ser considerada
como definitivamente fracasada en occidente, Stalin desarrolló la doctrina de
la «edificación del socialismo en un país».

III. El partido comunista

A la función característica del movimiento comunista en los países atrasados


(todavía no suficientemente industrializados) corresponde también la forma
especial que adoptó allí el partido político. Mientras que, según la concepción
de los marxistas de centroeuropa y del occidente de Europa, el partido
socialdemocrático debía ser un instrumento para la dirección de la clase
trabajadora, con el fin de poner en práctica los intereses reales de esta clase -
bien por la vía de la revolución o bien por la de la evolución -, en Rusia (y
luego en China) el «partido comunista» (o su predecesor, la fracción
bolchevique del PSDTR) surgió antes de que existiera un proletariado
industrial suficientemente fuerte. En ambos casos se trataba de un grupo de
intelectuales y directores rigurosamente organizado, procedente de la
burguesía y de la pequeña burguesía, con el fin de tomar en sus manos la
«causa de la clase trabajadora». El PSDTR se apoyaba de hecho, tanto en las
descontentas masas aldeanas de Rusia, como en el pequeño - pero
fuertemente concentrado y propenso al radicalismo - proletariado industrial.
En China el partido tuvo que sufrir en las ciudades una derrota aniquiladora,
antes de convertirse en un auténtico partido revolucionario de campesinos.
Ante la falta de una espontánea y amplia organización de la población
campesina y ante la heterogeneidad de las «masas» a dirigir, las cuales -
como dice Lenin -hubieron de recibir de fuera la conciencia revolucionaria de
clase, la organización del partido se situó sobre la población, cuyos intereses
reales pretendía representar. El genial estratega y táctico de la revolución,
W.I. Lenin, en vista de estas circunstancias, exigió una fuerte disciplina y
centralización, así como energía y cohesión en los mandos del partido, que
con categorías típicamente militares designó como «estado mayor» del
ejército de la guerra civil. La conservación de esta forma de organización,
justificada inicialmente por la situación en la Rusia zarista, después de la
victoria de la revolución, ha contribuido a la creación de los sistemas
autoritarios y totalitarios de gobierno en la sociedad soviética. Naturalmente,
la falta en el pueblo de toda tradición arraigada en materia de democracia y
de libertad, y las inevitables consecuencias de una economía central
planificada con todas sus dificultades, actuaron como factores agravantes. De
esta manera, contra las esperanzas de Marx y de Engels, surgió una
contraposición entre democracia real y sociedad socialista.

Por más que en tiempos los marxistas - hasta G. Plechanov, maestro de Lenin
-sostuvieran que la revolución socialista del proletariado sería obra de la clase
trabajadora de un país altamente industrializado (y de muchos países
fuertemente industrializados a la vez), prácticamente, en el s. xx sólo en
retrasados países agrarios (Rusia, Yugoslavia, China, Cuba) se ha llegado a la
victoria autónoma de revoluciones comunistas. A estos países se les presentó
entonces la tarea - según Marx sumamente paradójica para un país socialista
- de «alcanzar y superar a las naciones capitalistas». De hecho podemos
caracterizar los procesos históricos en los países mencionados (lo mismo que
en algunas zonas de ocupación comunista) como variantes de la
industrialización capitalista sobre la base de un Estado comunista. Y también
se presentan allí dificultades no menos significativas que las experimentadas
por el mundo capitalista en su desarrollo hacia la sociedad industrial (-->
industrialismo). Mientras que en la economía liberal los problemas consistían
principalmente en la depauperación y en el desempleo masivo durante las
crisis que se repetían cíclicamente, los gravámenes de la forma comunista de
industrialización son más bien de tipo político. La ausencia de la coacción
económica es substituida por otras formas correspondientes de coacción
disciplinaria (que llegan hasta el terror físico, los campos de trabajo, etc.). Los
comunistas reformadores (como la mayor parte de los yugoslavos) rechazan
de todos modos el intento de justificar la falta de libertad por el retraso
económico. Pero, con la entrada en fases más elevadas de desarrollo de la
sociedad industrial, la dirección burocrática se ve de hecho obligada a aflojar
el sistema de presión policíaca y a fomentar mediante estímulos materiales
formas de producción más diferenciadas y elevadas.

IV. La sociedad comunista del futuro

Según la doctrina del marxismo-leninismo la sociedad posrevolucionaria lleva


a cabo una evolución de dos etapas. En su fase primera, más baja, es
«socialista». Todos los medios esenciales de producción pasan a ser propiedad
común (ya estatal, ya corporativa), pero la distribución se lleva a cabo todavía
de acuerdo con el principio «burgués» de la igualdad formal: el mismo salario
para el mismo trabajo (salario desigual para un trabajo desigual). Por eso, en
esta fase de desarrollo se requiere un poder público (el Estado) como garante
de la distribución de bienes formalmente igual y materialmente desigual. La
fuerza es todavía imprescindible: «El que no trabaja, no debe comer»
(Constitución soviética). Sólo en una etapa más elevada de desarrollo, cuando
«manen todas las fuentes de la riqueza social», podrá abandonarse la
distribución formal de bienes en favor de la libre y completa satisfacción de
las necesidades de todos. Entonces todo el mundo recibirá de acuerdo con sus
necesidades (individualmente diferentes), sin tener en cuenta la cantidad y
calidad del trabajo prestado. El trabajo que todavía entonces sea necesario en
la sociedad, lo aportarán todos sus miembros con libertad y alegría. La fuerza
del Estado no se requerirá ni como garantía de una desigualdad material en la
distribución ni como medio para obtener el rendimiento laboral. El Estado «se
extinguirá».

En los últimos diez años han vuelto a discutirse los presupuestos reales para
el tránsito al c. en la Unión Soviética. Ya Stalin, en su último escrito, insinuó
sus propias ideas a este respecto, y exigió sobre todo que el sector
corporativo de la economía nacional pasara al Estado. En este punto la teoría
comunista yugoslava se opone diametralmente a la estaliniana, pues concede
la primacía, no a la propiedad estatal (o común a todos), sino a la de las
corporaciones particulares, que cada trabajador puede experimentar más
directamente; y en esa visión la estatalización de ningún modo puede
considerarse como un progreso. En la era de Kruschtschow se desarrolló sobre
todo la tesis de la creciente función del partido al acercarse la era comunista,
tesis que no han abandonado sus continuadores. También en este punto
defendieron una opinión contraria los yugoslavos, los cuales afirman que
juntamente con el Estado debe morir el partido, para dar lugar a que la
sociedad se administre por sí misma.

Acerca de la forma política de la sociedad comunista del futuro, las ideas


difieren entre sí tanto como en la cuestión de la organización social y de la
importancia de la -> ideología. De acuerdo con la concepción de Marx, la
organización política debería extinguirse totalmente y dar lugar a una
administración de la sociedad por sí misma sin necesidad del Estado; el orden
social debería consistir en una completa armonía de los intereses individuales
y comunitarios, y sería completamente superflua una ideología que justificara
las circunstancias políticas y sociales. En cada uno de estos puntos la ideología
soviética ha corregido y revisado la tesis marxista, afirmando lo siguiente: El
partido debe mantenerse como instrumento de gobierno y educador de la
sociedad; la armonía de intereses no surge espontáneamente (en virtud de la
proporción en la propiedad), sino que se produce por una fuerte instrucción; y
la ideología ha de llegar a penetrar completamente a todas las personas. Sólo
aquel que está total y absolutamente imbuido del materialismo dialéctico, de
la visión del mundo propia del partido marxista-leninista, ofrece la garantía de
que no «se hundirá hasta llegar a ser un criminal», se dice en el escrito de un
teórico soviético del comunismo.

V. Enjuiciamiento y crítica

El destino de la doctrina comunista en la Unión Soviética (y en China) puede


considerarse como una especie de refutación empírica de sí misma. Los
olímpicos pronósticos de Marx y Engels se han mostrado como errores. En
lugar de una absoluta liberación ha surgido una nueva y más refinada
violencia; en lugar de la igualdad, ha nacido una nueva desigualdad; en lugar
de una emancipación respecto de la ideología, reina una nueva sujeción
ideológica; y en lugar de una «superación de la religión», domina una visión
del mundo que presenta numerosos rasgos pseudorreligiosos. La justificada
crítica a muchos rasgos de la sociedad industrial del mundo capitalista, queda
desacreditada por estas propiedades de la «sociedad socialista» que han
edificado los comunistas. Los comunistas críticos, reformadores, no admiten
naturalmente la refutación de la doctrina comunista por las «realizaciones»
concretas. E invocan a Marx, que esperó la transformación revolucionaria de
una sociedad capitalista altamente industrializada, la cual no habría tenido
que realizar ni la tarea de una rápida expansión económica, ni la de una
defensa militar contra sus vecinas y poderosas naciones capitalistas. Si se
toma en serio esta objeción, su sentido es solamente que todavía está sin
resolver la cuestión de la posibilidad de realizar la meta comunista, y que ni la
Unión Soviética ni los demás «estados socialistas» pueden ser reconocidos
como «socialistas».

La objeción de que el individuo tiene necesidad de la propiedad privada para


su propio desarrollo y de que también en Rusia se ha mostrado cómo la
población agrícola no ha estado libremente dispuesta a entregar su propiedad,
es rechazada por los marxistasleninistas apoyándose normalmente en su
teoría del «pequeño burgués». El pequeño burgués, dicen, es una típica
existencia intermedia, que comparte el trabajo manual con el proletario y la
posesión (y el instinto de posesión) con el burgués. Sólo la cualidad común
con el proletariado le conduce históricamente hacia adelante y, por tanto, es
misión del partido orientar y encauzar a los pequeños burgueses (y pequeños
agricultores) hacia la línea progresista mediante la correspondiente dirección y
educación. Todavía 50 años después de la revolución, todos los fenómenos de
adherencia y tendencia a la propiedad privada son explicados como residuos
de la pequeña burguesía en la conciencia de los ciudadanos soviéticos. Esta
argumentación es convincente sólo cuando se aceptan sus premisas no
demostradas. Por lo demás, el mismo Marx llama la atención sobre la gran
importancia de la propiedad privada (sobre todo doméstica y rural) para la
formación de la conciencia de libertad, y explicó los gobiernos despóticos de
Asia por la razón de que no conocían ninguna posesión privada (por lo menos
estable) del campo, y por la necesidad técnica de grandes obras hidráulicas
(cf. K.A. WITTFOGEL, Der Orientalische Despotismus). Pero estas objeciones
necesarias no significan en modo alguno que la disposición privada y arbitraria
sobre una gran propiedad no haya de someterse a ninguna limitación y a una
crítica radical, sobre todo teniendo en cuenta que del recto empleo de esa
propiedad depende el bienestar de numerosas familias y hasta de Estados
enteros. Después del fracaso de las exageradas esperanzas que los
comunistas de todas partes cifraron en la eliminación de la posesión privada
de los medios de producción, también para ellos ha quedado en claro que el
problema capital está en controlar y garantizar con eficacia la utilización de los
medios de producción en forma provechosa para la comunidad. Este problema
no se ha resuelto todavía con las formas tradicionales de organización
económica.

lring Fetscher

CONCEPTO

El c. es la representación de un objeto (de una cosa o sus circunstancias)


según sus rasgos generales; pero esta generalidad no se debe (como en la
representación general de orden sensible) a cierta falta de claridad e
imprecisión, sino a la abstracción intelectual de algo común a varios objetos,
de una quididad, sin que se afirme ya la existencia de esa --> esencia. La
abstracción tiene lugar bajo la luz del entendimiento agente (intellectus
agens), que hace visible en la cosa sensible el aspecto conceptualmente
aprehensible.

Así, el c. se halla entre la simple visión sensible y una contemplación


puramente intelectual; su signo lingüístico es la palabra. Aunque todavía no
afirma una realidad (como la proposición y el juicio), su objeto no es
meramente la representación como tal, su contenido, pues el c. está referido
al objeto mismo transcendente, independiente de la conciencia. En este
sentido, el c. (conceptus de concipere, «concebir») implica una intentio, es
intencional.
Sin embargo, como intención ideal o abstracta, el c. no significa simplemente
su objeto, sino siempre bajo un aspecto particular (objeto formal en oposición
al objeto material, al objeto como tal). Estas notas separadas se hallan en
tantos más objetos cuanto más «abstractas» y pobres son. Es decir, la
comprensión y la extensión de un c. están en proporción inversa. El caso
límite lo forma, de un lado, el concepto individual y, de otro, el c. de -> ser.
Ninguno de los dos es c. en el sentido usual; ambos son c. su¡ generis, pues
el primero no designa nada universal, y el segundo no expresa ningún
contenido que pudiera definirse (delimitarse) por algo exterior a él.

Según que el conjunto de notas logrado se realice de modo igual o


(esencialmente) distinto en los objetos significados, se distinguen c. unívocos
y análogos (-> analogía del ser). Pero la univocidad plena sólo puede lograrse
por una abstracción extrema, por la reflexión sobre un c. como tal. El punto
final de esta reflexión en orden al esclarecimiento unívoco es la definición, que
determina el c. por división de sus notas (de ahí que los c. simples no puedan
ser propiamente definidos, sino sólo descritos). Pero en la realidad concreta
no sólo 1o universal se da siempre de manera peculiar en cada objeto, sino
que también el c. mismo se define en cada caso en el acto de conocer por su
contexto y su uso momentáneo. Aquí no hay que pensar sólo en la doctrina
clásica de la suposición (p. ej., absolutamente: El hombre es un ser racional;
colectivamente: El hombre puebla la tierra, o distributivamente: El hombre
[cada uno] es embustero [Sal 116, 11 ] ); sino que ya antes de esto el c.
«vive» (aun dentro de la misma suposición) del conjunto de lo significado, de
donde recibe en cada juicio una significación propia que está condeterminada
por los otros miembros y factores de la síntesis.

Así, pues, mientras para una consideración estática el c. representa la forma


más sencilla y, por ende, el primer elemento del pensar, a base del cual
puede construirse luego el juicio y finalmente la conclusión; para una visión
dinámica el acto total del juicio es lo fundamental, y sólo desde él resulta
aprehensible el c. como momento parcial y en su referencia a la realidad (en
su intencionalidad). Partiendo de aquí cabe mostrar el carácter unilateral del -
> nominalismo, del conceptualismo, del intuicionismo y del -> vitalismo, hostil
a los conceptos; para todos estos sistemas el c. es mera etiqueta, sin
verdadero valor cognoscitivo, y, por otra parte, desde ese punto de partida se
evita la exageración del -> racionalismo y de un apriorismo absoluto, donde el
c. y el movimiento discursivo de su formación son considerados como la
totalidad o, por lo menos, como el núcleo auténtico de la vida espiritual.

De hecho, conceptos sin visión sensitiva son vacíos, como -para el hombre-
visiones sensitivas sin c. son ciegas (Kant). Así, pues, si bien los conceptos
dan su dignidad a la visión humana, si bien ellos hacen posible la distancia y
la autonomía frente a la turbulenta multiplicidad del -> mundo, sin embargo,
su límite en la aprehensión de la realidad se pone de manifiesto en que - para
conocer lo espirtual o suprasensible - están vinculados a la sensibilidad, al
espacio y al tiempo (--> espacio-tiempo).

Con esto está relacionada una segunda significación de «análogo», que


caracteriza a un c. no en oposición a un c. unívoco, sino a un c. propio
(conceptus proprius). Pste procede de la visión o intuición y reproduce lo
intuido en contenidos positivos de pensamiento; el c. análogo, en cambio,
habla de lo metaempírico solamente a base de lo empírico (que sólo
imperfectamente se le asemeja, que le es «análogo»). Así, lo que es común a
ambos puede desde luego atribuirse positivamente a lo sensible y a lo
metafísico; pero el modo propio que lo común presenta en lo metaempírico
sólo puede describirse negando su forma de existencia que nosotros
conocemos en el mundo. De Dios, p. ej., no tenemos c. propio, sino sólo
análogo. Esta «impropiedad» caracteriza también c. esenciales del -> dogma,
en que está vertida la -> revelación. La inadecuación aneja ya al carácter
abstracto del c. experimenta aquí una subida cualitativa y se convierte así en
uno de los factores que determinan la evolución del dogma.

Pero también la analogía en el primer sentido recibe de aquí un nuevo peso.


Ya hemos hablado de la analogía concreta de cada concepto en el acto de
conocer; ahora hemos de referirnos a la falta de univocidad que se debe a la
historia e historicidad del respectivo horizonte empírico («estado», por
ejemplo, sólo en virtud de una acentuada abstracción formal significa lo
mismo en la polis griega, en el imperium medieval, en el moderno estado
nacional y en las grandes estructuras de nuestro incipiente futuro). Aquí no se
trata sólo de una evolución rectilínea y de un enriquecimiento de la
inteligencia, sino también de un cambio del c., que lo mismo deja en segundo
término unos factores, como aporta nuevas intuiciones. Un -> racionalismo
ahistórico ignora esta realidad, no menos que el -> relativismo y el ->
historicismo. Si el primero pasa por alto la profunda diferencia (que no es en
modo alguno sólo «accidental» y adecuadamente deslindable de un fondo que
permanece intacto), los últimos desconocen la identidad (o mismidad) en el
cambio, que, por encima de las barreras temporales y culturales, permite el
conocimiento y la inteligencia mutua (formas de -> pensamiento). Aquí se da
algo semejante a lo que acontece en la relación entre el c. y la palabra;
tampoco ésta es, en las distintas lenguas, una envoltura simplemente
permutable de un contenido completamente idéntico. El lema del problema
que aquí se plantea, y que sólo tardíamente ha sido visto con la claridad
actual, se llama -> hermenéutica; y el nombre del problema decisivo de ésta
es: círculo hermenéutico. Esa expresión significa que un c. sólo puede
comprenderse por el conjunto del correspondiente acto de conocimiento en
que se halla como momento parcial; y que dicho acto, por su parte, sólo
puede conocerse a través de sus conceptos. La solución del problema
(siempre intentada y siempre incompleta) es tarea de la metafísica del ->
conocimiento.

Jörg Splett

CONCIENCIA

1. Conciencia, etimológicamente un «consaber», un saber concomitante, es la


manera como el espíritu tiene presente no sólo el contenido objetivo de su
experiencia íntima o vivencia, sino también esa misma experiencia y, en ella,
a sí mismo. Esta c. se da en el momento de la experiencia y, a base de ella,
en el recuerdo de la experiencia pasada (memoria) y en la proyección
anticipada al futuro. Trátese originariamente no de dos o más actos distintos
(respecto de los cuales tendría luego que plantearse la cuestión
epistemológica sobre la manera y el criterio de su concordancia, lo que
llevaría a un insoluble procesus in infinitum), sino de la identidad del «estar
en sí» del espíritu con su «estar en otro». Es decir, se trata de la identidad en
sentido propio, la cual, plenamente entendida, no sólo significa ser una misma
cosa material, sino, además, una igualdad consigo mismo «realizada»,
«reduplicativa». En esta primigenia unidad de la intencionalidad de la c. (de
su referencia esencial a sí misma, al --> mundo y al --> ser) radican el
presupuesto y la posibilidad de toda ulterior -a reflexión expresa.

Ésta puede luego distinguir y clasificar distintos momentos o factores de la


realidad única de la c.: la percepción de los objetos (de las cosas y sus
circunstancias) de la experiencia; el conocimiento del acto (o actos) de esta
percepción, y del poder y capacidad para esos actos; el conocimiento,
finalmente, de la razón de esta capacidad y poder, que es el yo o la mismidad.
A este saber de las condiciones «subjetivas» del -> conocimiento se añade el
de los factores «objetivos»: el de los objetos y de sus órdenes y relaciones,
sin los cuales las cosas no tendrían forma y realidad. Como unidad original y
originante de factores subjetivos y objetivos, la c. incluye la abertura
ontológica para los primeros principios del ser, de lo verdadero y de lo bueno.

Por razón de esta reflexión, le es posible al espíritu juzgar sus propios actos.
Distanciándose de sí mismo, puede situarlos bajo su mirada y definir su
estructura, examinando su coincidencia o no coincidencia «objetiva» con el
objeto a que tienden, así como su adecuación con la intención y naturaleza del
yo mismo, y, finalmente, su legitimidad a la luz de los primeros principios,
que son a la vez y en una sola realidad teóricos y «prácticos», o sea, exigen
tanto lo verdadero como lo bueno. Como saber acerca de estos primeros
principios del pensar y del obrar (que coinciden con los del ser como su
fundamento), la c. se llama en la tradición intellectus principiorum (por su
relación a los principios teóricos, p. ej., al de contradicción) y «sindéresis»
(por su relación a los preceptos de la moralidad): -> conciencia moral. A la luz
de esa vinculación consciente a las leyes fundamentales del -> ser, el hombre
está distanciado de sí mismo y de la realidad que le sale al paso, y por eso es
libre.

A este respecto, en virtud de la intencionalidad de la c., su libertad es de tal


índole que, propiamente, el espíritu está tanto más en sí cuanto más está en
otro, cuanto más lo otro está presente con su verdadera realidad en el
espíritu, cuanto más éste, siendo él mismo, es lo otro (identidad en medio de
la diferencia). Sin embargo, como finito o corpóreo (-> cuerpo), y, usando
términos teológicos, en cuanto ser postadamita (--> pecado original, -->
concupiscencia), el hombre no puede estar, por sí mismo, a la altura de esta
unidad en medio de la tensión. En lugar de incrementar dicha unidad y
tensión, la aparición avasalladora del objeto (en su atracción o amenaza)
encubre entonces la presencia del yo, del acto y del fundamento ontológico.
En la medida de ese avasallamiento por el objeto, la conciencia se esfuma en
el dominio de la vivencia inconsciente. (Que se quiera o no reconocer al
animal una c., es por de pronto una cuestión terminológica. Objetivamente,
nos hallamos ante la difícil tarea de concebir una c. [por encima de la mera
vida vegetativa], que no sería, sin embargo, c. de sí mismo; razón porque el
animal es para el hombre, a par, lo más cercano y lo más extraño.)

De hecho, aun en la plena c., nunca está todo presente con la misma claridad;
la «estrechez de la c.» sólo permite asir o aprehender un poco en el «centro»
con plena atención, mientras el resto queda «al margen de la conciencia», de
modo que solamente es «con-sabido» como objeto u «horizonte», que quizá
se actualizará en una reflexión ulterior. Más misterioso es aún el dominio de lo
inconsciente, que fue ya objeto de la indagación de Agustín en el fenómeno
del olvido, del querer recordar y del recuerdo.

Al hombre no le es posible una reflexión total y absoluta sobre su c., pues


todo acto de reflexión es de nuevo acción de un sujeto estructurado en la
forma dicha, el cual recibe además decisiones que le vienen dadas y que él no
puede disociar de lo verdaderamente propio, y sobre todo acontece en sí
mismo como acción de libre -> decisión, que, por su esencia, es origen, y por
tanto, no puede objetivarse. Con esto no se niega en modo alguno la luz
inmediata de la c. como norma y legitimación de la verdad y del bien
(evidencia). Sólo que esta luz dispone plenamente da la norma en el
momento de irradiar, pero no está en nuestras manos para un examen
posterior. Así, pues, si es cierto que desde ella se puede y se debe pensar y
vivir, no lo es menos que no da una certeza reflectiblemente absoluta, que
fuera independiente de la entrega de la persona, exigida de nuevo en cada
caso (teórica y prácticamente puede el hombre «oprimir» la verdad, y nunca
sabe absolutamente si en el fondo lo hace [Dz 802 ] ).

2. C. y certeza son las palabras programáticas que pueden ponerse sobre el


pensamiento moderno desde Descartes (-> cartesianismo), en su búsqueda
cada vez más honda del fundamentum inconcussum de la vida espiritual. Ahí
está en juego lo que, frente al pensamiento «objetivo» de Grecia, trajo la
experiencia cristiana a la tradición histórica del espíritu en occidente, , al
enseñar que el centro del hombre (cor, mens, anima) está personal e
históricamente tocado por Dios y llamado a una decisión absoluta y eterna (->
antropología). Con ello la c. o el hombre se arranca en forma singular del
mundo de lo creado y queda situado ante el absoluto antropocentrismo). Si el
fundamento y misterio creador deja de aparecer como la base que sostiene y
ata la c. y la libertad, (tal como la ha experimentado en la manera más
profunda la --> mística cristiana - Maestro Eckhart -), falla la garantía de su
sentido y no hay otro remedio que buscar el fundamento de la c. en la c.
misma. El «método escéptico» de esta búsqueda conduce al dilema de la -
>ilustración entre -> racionalismo y -> empirismo, y desemboca en el dilema
de Kant que, de un lado, define la c. como «conciencia en general», como
condición transcendental de la posibilidad de todo conocimiento, y, de otro,
afirma que el carácter incondicional y la infinitud de la c. son puramente
formales, de modo que ésta se halla referida al material «finito, pero sin fin»
de la experiencia sensitiva; aporía de la que sólo puede salir mediante un
postulado de la razón práctica (-> kantismo).

Frente a esto, el idealismo alemán intenta apropiarse también la materialidad


de la c. misma, para elevarla así a lo verdaderamente infinito, a la c. absoluta.
Fichte y Schelling en su filosofía posterior abandonan este idealismo; Hegel,
en cambio, trata de llevarlo radicalmente a cabo, con la consecuencia, a
sabiendas aceptada, de concebir históricamente la c. en su dimensión material
(y la historia -del mundo y de Dios mismocomo el proceso de evolución de la
c. hasta el pleno conocimiento liberador de la propia esencia necesaria). Así
prepara ya el posterior salto al -> historicismo y -> relativismo en «la
conciencia histórica» del s. xix. Esta situación conduce (en la filosofía y en la
psicología) a un pensamiento centrado en la pura c. (hasta los intentos de
fundamentaci6n del neokantismo y de la actual logística), por un lado, y a una
conjuración de la vida, del impulso instintivo y del poder contra la c., por otro
lado (-> vitalismo).

En la actualidad, la ontología se apoya otra vez en el pensamiento tradiconal y


afirma la primacía del ser (de la verdad y del bien) sobre la c. (de la certeza,
del querer o de los valores), pero ya no en el sentido de un pensamiento
esencialista y ajeno a la historia, sino partiendo de la experiencia de una
llamada histórica (-->historia, historicidad). Y del mismo modo que (en parte
bajo el influjo de la ontología) la moderna -> psicología y -> psicoterapia (->
psicología profunda) intenta comprender la realidad del hombre desde un
origen más profundo, así también la ontología en correspondencia ve de
nuevo al hombre como un ser que es alcanzado por el Absoluto, ni solamente
en la c., ni solamente en un inconsciente fondo vital, sino en aquel centro
personal cuya experiencia -clara en sí, pero no refleja, indudable, pero no
demostrable -, emite la c. y la libertad con su propia consistencia y con su
referencia al fundamento absoluto.

Jörg Splett

CONCIENCIA, EXAMEN DE

El tema del e. de c. es ante todo una reflexión sobre el hecho de que el


hombre es un ser moral y responsable por su acción. Como camino hacia el
conocimiento de sí mismo de cara a la perfección personal (fin del --
>hombre), el e. de c. corresponde a una disposición natural del hombre. Por
eso encontramos formas de e. de c. en todos los estadios de la evolución
humana y en todas las grandes religiones no cristianas, e incluso en algunas
escuelas filosóficas, que se sirven de él como medio para la -> autoeducación
(en educación) y la -> psicoterapia.

En armonía con el mensaje moral del NT, el e. de c. ha hallado en la práctica


espiritual del cristianismo su modalidad más perfecta y su máximo fin. La
espiritualidad cristiana ha desarrollado un método por el que el e. de c. se
realiza en una atmósfera de recogimiento, de presencia de Dios y de oración.
La forma más conocida y difundida de este método es la que hallamos en los
«ejercicios espirituales» de san Ignacio (n°. 24-43). Siguiendo una antigua
tradición cristiana, él recomienda un examen general de c. y otro particular, el
último de cara a puntos especiales que son de importancia para la vida
espiritual de un hombre determinado. Según la opinión de algunos teólogos,
sobre todo este esquematismo ha conducido a una repulsa o por lo menos a
una oposición frente a la práctica del e. de c.
El fin del e. de c. no es el conocimiento de sí mismo como meta última. En el
e. de c., bajo la luz de la gracia, el hombre se sitúa con su pecado y culpa
ante la faz de Dios, para conocerse y aceptarse a si mismo con humildad y
veracidad, y para implorar de la -->misericordia divina en un clima de --
>penitencia el perdón de los pecados. El e. de c. es un presupuesto para la
confesión de los pecados (sacramento de la --> penitencia); y la tradición
eclesiástica, así como los maestros de la vida espiritual lo recomiendan como
ejercicio cotidiano. Esta recomendación vale para todos, pero especialmente
para aquellos que por razón de su oficio deben dar testimonio en la Iglesia (cf.
CIC can. 125 n. 2 y el motu proprio de Juan xxiii, Rubricarum instructum; cf.
además Dz 92, 543, 547, 606, 618, 638).

El e. de c. nos estimula a vivir tal como corresponde a la acción gratuita de la


--> redención en Cristo. Como toda santificación es obra de la gracia, en el e.
de c. el hombre se esfuerza por descubrir los obstáculos que se oponen a la
gracia, para tomar decisiones en orden a la remoción de esos obstáculos. Así
el e. de c. es un esfuerzo incesante por la -> metanoia (cf. también -->
conversión). El cristiano que lo repite con frecuencia consigue una mayor
interioridad en su vida espiritual, adquiere conciencia de su estado espiritual
y, gracias a su corazón vigilante, alcanza una mayor apertura y disposición
con relación a la gracia. En hombres miedosos y escrupulosos, el e. de c.
puede provocar tanto una mayor inquietud como una intensificación de sus
enfermizos estados anímicos (-> dirección espiritual).

Jesús María Granero

CONCIENCIA MORAL

I. Naturaleza de la c.

La palabra c. procede de «conscientia», término que traduce el vocablo


sineidesis. Esta palabra, usada con muchos significados en el lenguaje popular
y científico, designa en sentido específicamente moral una serie de fenómenos
anímicos vinculados entre sí. El núcleo de estos fenómenos, como vivencia
fundamental que repercute hondamente en la c. psíquica de la persona,
especialmente bajo la forma de la así llamada mala c., ha sido conocido desde
la antigüedad con diversas representaciones y denominaciones e
indudablemente constituye un buen punto de partida para una -> ética
empírica e inductiva. A causa de la obscuridad que hay en los conceptos
relativos a la c., para una interpretación de su esencia será mejor partir de la
experiencia cotidiana y no de la terminología.

1. Un análisis cuidadoso nos lleva al resultado: En la conciencia el hombre


experimenta de manera inmediata en la profundidad de su ánimo la cualidad
moral de una concreta --> decisión o acción personal, y la experimenta como
un deber que le impone la vivencia de un sentido capaz de dar plenitud a su
ser personal. < Profundidad del ánimo» significa el núcleo, el centro de la vida
unitaria de la persona, en el estadio anterior a la división de los distintos actos
específicos. En virtud de la relación inmediata a la concreta acción personal, la
c. se distingue del saber moral (c. de los --> valores), del que se nutre
constantemente y al que comunica el contenido más original y vivo. La simple
experiencia - < simplex intuitus» en el sentido de la psicología escolástica del
conocimiento - nada tiene que ver con una mentalidad primitiva, pues
constituye una aprehensión de una realidad auténtica, de la realidad espiritual
más fina, a saber, del valor moral contenido en la propia decisión. Más que
normas formulables, experimentamos inmediatamente la exigencia del valor,
del mundo de la plenitud como incitación al bien, o, por el contrario, la
presencia de lo negativo como mal que nos amenaza y puede lesionarnos. Esa
experiencia tiene como base una receptividad en el hombre para lo moral,
junto con la decisión última sobre el ser personal. Como disposición original,
la c. respecto a su raíz, a su intuitiva función integral en la captación
intelectual y sensitiva de un sentido, a sus leyes generales de desarrollo y
formación y a su fundamental orientación hacia lo que tiene sentido, se puede
comparar en cierto modo con la facultad humana de hablar.

2. No se explica correctamente lo que es la c. con la suposición de ideas


morales innatas. Tampoco basta la idea kantiana de que se trata de una
facultad transcendental (-> kantismo). También son insuficientes las teorías
que explican el origen, el desarrollo y la actividad de la c. partiendo de
elementos extramorales; p. ej., las doctrinas naturalistas y evolucionistas,
según las cuales la c. se habría formado a partir de las experiencias relativas
a lo útil en la historia de la vida o de la especie, ya en el ámbito individual ya
en el social (-->naturalismo, sociologismo). F. Nietzsche, influenciado por el -
> evolucionismo biológico, considera la mala c. como un producto de la
civilización humana. En ella se manifestaría un desarrollo decadente,
psicopatológico del hombre, cuyos instintos impedidos se habrían vuelto hacia
dentro. Está muy extendida la interpretación de la -> psicología profunda,
iniciada por Freud, la cual explica el origen de una forma de c. no plenamente
desarrollada (super-yo) por el mecanismo inconsciente de la elaboración de
las tendencias y de su confrontación con la realidad. En el -> existencialismo
se defiende un concepto formal de c. que no es propiamente moral, según el
cual ésta consiste esencialmente en la llamada a la realización de la
existencia.

3. La original receptividad intelectual y emocional para los valores morales


juntamente con la ordenación hacia el bien que se da en la disposición de la
c., no se puede falsear en sí misma por una educación errónea, pero sí puede
quedar desvirtuada hasta llegar a una ineficacia. práctica. Esta imposibilidad
de falseamiento, que radica en las últimas condiciones de la existencia
personal y de la c. de sí mismo, garantiza la seguridad ética y la autoridad de
la c. y señala a la vez sus límites. Un fallo en la disposición de la c. (moral
insanity), aparte de los casos de grave imbecilidad, puede además estar
causado por deficiencia psicopática de las funciones anímicas esenciales para
la c., incluso quedando intacta la inteligencia. El desarrollo de la disposición de
la c., que tiene lugar debido a todas las impresiones con significación moral
procedentes del mundo circundante, así como a la propia experiencia de la
vida, va desde una aceptación de normas y modelos externos de conducta,
pasando por la aceptación de actitudes ajenas ante el valor moral (c.
autoritaria, legal) hasta llegar a una postura autónoma, basada en la propia
aprehensión de la exigencia del valor (c. personal). Las perturbaciones en el
normal desarrollo anímico se traducen frecuentemente en un entorpecimiento
o una lesión del desarrollo de la c. o de la función de la c. (fijación, regresión
a estadios anteriores del desarrollo, sentimiento patológico de culpabilidad,
ausencia del sentido de culpabilidad, coacción de la c., escrúpulos).

4. La formación de la c., cuyo objetivo es el desarrollo pleno de su función


mediante la autonomía, la intensidad (profundidad, inmediatez, fuerza de la
vivencia) y la extensión del conocimiento moral, tiene lugar, sólo en parte,
gracias a la instrucción moral y, muchísimo más, por el fomento de la
actividad de una c. que se dilate hacia toda la gama de las vivencias. Tiene
como objetivo la decisión de la c. vivida de la manera más plena posible, y por
esta razón no puede dejar a un lado la propia actitud. A causa del contenido
parcial, condicionado por el tiempo, el mundo circundante y la propia persona,
existe la posibilidad del prejuicio, de la visión unilateral del valor y del error en
cada una de las afirmaciones de la c. Es indispensable el examen crítico y la
constante formación de la c. Como en todo conocimiento de un valor, el
respeto y el amor son actitudes imprescindibles tanto para la actividad como
para el desarrollo de la c. Hay que tender hacia una c. despierta, delicada
que, fiel a toda significación moral, reacciona rápidamente y con la más
esmerada ponderación de todos los datos (lo opuesto es la c. perezosa,
embotada, laxa).

5. En las decisiones particulares de la c. desde el punto de vista de la


conformidad de su juicio con la norma moral objetiva, se distingue el
dictamen verdadero y el erróneo (conscientia recta-falsa, vera-erronea o error
conscientiae). El juicio que precede a la acción (conscientia antecedens)
contiene una advertencia, una disuasión del mal o una invitación al bien; esto
último, como recepción de la llamada de un bien que nunca se alcanza
plenamente, es una auténtica función de la c. Consecuente (conscientia
consequens) es la mala (que juzga y castiga) y la buena c. Ambas no son
simplemente un juicio sobre la bondad o malicia de la propia acción, sino una
experiencia del propio «ser» en cuanto que no está en orden, o bien una
experiencia de la autoafirmación como victoria sobre el ataque del mal o de la
conformidad consigo mismo, debida a la conformidad con el orden
fundamental del -> bien.

II. Teología de la conciencia

1. Aspecto bíblico

El AT describe vivencias que se refieren a la c. sin emplear una palabra


peculiar, que sólo comienza a usarse en la literatura sapiencial.
Implícitamente el AT se refiere a la c. bajo los términos «corazón», «riñones»
y semejantes. La c. está constantemente referida a Dios como una audición
de su palabra, como una aceptación de su voluntad, como un conocimiento
del propio estado, de la propia responsabilidad ante Dios, del juicio de Dios.
En el NT la c. tiene una importancia central. Con la palabra sineídesis, tomada
de la filosofía popular contemporánea y usada en múltiples sentidos, Pablo
designa las funciones esenciales de la c. en la vida cristiana, sin desarrollar
empero una doctrina sistemática. La c. en la que el cristiano se sabe llamado,
requerido y juzgado por Dios, que le comunica el conocimiento de los
mandamientos y de la gracia (2 Cor 1, 12), es la norma de la conducta ante
Dios (Act 24, 16; Rom 13, 5; 1 Cor 10, 25ss; 1 Tim 1, 5 19), ora se trate de
la buena c. (2 Tim 1, 3; Heb 13, 18; 1 Pe 2, 19), ora de la mala (1 Tim 4, 2;
Tit 1, 15; Heb 10, 2 22). La buena c. nos hace libres e independientes del
juicio de los demás hombres (Act 23, 1; 1 Cor 10, 29; 2 Cor 1, 12; 1 Pe 3,
16). En cuanto facultad humana, la c. no puede dar seguridad acerca del
juicio de Dios (1 Cor 4, 4). Ella transmite los mandamientos incluso fuera de
la revelación como una ley dada por la naturaleza (Rom 2, 15). Vinculada al
conocimiento humano, está sometida al engaño, pero sigue siendo norma
moral para el interesado (1 Cor 8, 7ss; 10, 25ss; Rom 14). En el cristiano
actúa en el -> Espíritu Santo (Rom 9, 1), en virtud de la fuerza de la
resurrección de Cristo (1 Pe 3, 21); no puede purificarse ni perfeccionarse por
sacrificios, sino sólo por la sangre de Cristo, en virtud del Espíritu eterno (Heb
9, 9 14). La conciencia es a la vez órgano de la vida religiosa, a través del
cual se produce la revelación apostólica de la verdad (2 Cor 4, 2) y se
conservan puros los misterios de la fe (1 Tim 3, 9). Así puede darse
perfectamente una permutación terminológica con pistis, que tiene en Pablo
un carácter más intensamente teológico (Rom 14, 23).

2. Visión histórica

Los padres de la Iglesia no siguieron desarrollando las ricas bases teológicas


del NT sobre la c. Encontramos numerosas manifestaciones aisladas
especialmente en Tertuliano, Orígenes, Crisóstomo, de manera más profunda
en Agustín, que sobre todo describe las funciones religiosas de la c. En la edad
media, junto a una notable doctrina religiosa de orden práctico sobre la c.
(Bernardo de Claraval, Petrus Cellensis, Gerson, etc.) y en conexión con un
texto de Jerónimo (Comentario a Ex., cap. 6), desde el s. xii se desarrolla
paulatinamente una sistemática doctrina teológica sobre la c. que tiene como
base los conceptos synderesis y conscientia. En general la sindéresis es
entendida como el núcleo natural de la c., el cual ha quedado esencialmente
intacto incluso después del pecado original, como la base apriorística de la c.
en su actividad cognoscitiva y en sus tendencias. Buenaventura atribuye los
fenómenos afectivos de la c. a la «sindéresis» y las habituales funciones
racionales a la c. Tomás de Aquino designa la sindéresis como el hábito
natural inamisible de los supremos principios morales y entiende por
«conscientia» el juicio actual de la c., logrado mediante la deducción de una
conclusión. El pensamiento marcadamente objetivo de la teología medieval
constituía una gran dificultad para el reconocimiento pleno del carácter
normativo de la c. individual, dificultad que, en principio, pudo superar por
primera vez Tomás de Aquino, que tuvo repercusión en la época posterior. Los
reformadores buscaron una concepción de la c. a base de su antropología
teológica y de su doctrina de la justificación. En la edad moderna hubo que
luchar por asegurar la visión teológica de la c. frente a una concepción
secularizada de la misma, y frente a una autonomía moral.

3. Problemática actual

La teología debe seguir desarrollando la doctrina tradicional hasta lograr una


concepción plenamente cristiana, teológica y personal de la c., teniendo
además en cuenta los datos de la -> psicología y más concretamente de la --
> psicología profunda, así como de la sociología y la etnología. Para llegar a
esa meta es necesario sobre todo recoger y elaborar el correspondiente
contenido doctrinal de la Biblia, e igualmente alcanzar una inteligencia
profunda del papel de la c. en toda la vida cristiana, de su importancia para la
vida espiritual y concretamente para captar las condiciones individuales de la
actuación moral del creyente. La c. misma no puede equipararse simplemente
con la percepción del valor moral y con el saber moral. Primera e
inmediatamente capta la dimensión moral más decisiva para la persona, a
saber, la llamada al yo humano en una situación concreta en que él ha de
tomar una -> decisión. A ello va connaturalmente unida las más de las veces
una nueva o más profunda visión del valor material en su relación a las
circunstancias especiales de la persona individual y a la situación singular en
que ella ha de decidir (-> ética de situación). La c. del cristiano, como órgano
receptivo para la exigencia más decisiva que se plantea al yo humano, en
virtud de la fe y a través de una vivencia inmediata de la importancia de la
salvación para su persona, aprehende la llamada siempre personal que parte
de la acción y de la palabra de Dios en la revelación, o sea, se constituye en c.
creyente. La teología debe rechazar desde el principio todo intento de reducir
la c. a su dimensión moral, si bien ésta puede ser de hecho el ámbito de la
experiencia de la c. para la vida fuera del campo de la fe religiosa. La c.
creyente del cristiano cumple su función sólo cuando todo valor que se hace
actual es experimentado hondamente como donación benévola de la
perfección divina, y toda ocasión de decidir es percibida como kairos, como
don y exigencia de Dios, como posibilidad de que el cristiano quede probado
en presencia del Tú divino.

III. La conciencia como norma moral

La c. actualiza internamente la norma objetiva de moralidad en una situación


determinada y de cara a una decisión concreta. Por más que esta funci ón
receptiva no puede concebirse como mera pasividad, por más que la c., sobre
la base de la reverencia y del amor personales, ejerza una actividad creadora
en el hallazgo del bien debido, de sus delicadas condiciones y de sus
posibilidades de irradiación, por más que ella elabore todo el caudal del saber
personal y de la experiencia moral de la vida, sin embargo, con la misma
insistencia hemos de entender la c. como instancia mediadora, en el sentido
de que ella no pone autónomamente las normas morales. La c. introduce en
nosotros (hace propias) las normas objetivas. La relación entre la norma
objetiva y la c. no podemos concebirla a manera de dos magnitudes
concurrentes. La -> «ley» objetiva es voluntad y orden de Dios en su obra y
acción, que se manifiestan en la c. del hombre que vive en la creación y en la
historia de la salvación.

Para la orientación moral dentro de una situación concreta donde hay que
tomar una decisión, la c. es insustituible e insuperable. Su lugar no puede ser
ocupado ni por el saber o la opinión moral ni por la instrucción heterónoma. El
juicio de la c. es la última norma determinante para esta decisión concreta
(regula proxima moralitatis), pero no puede convertirse en norma universal
para la decisión personal en casos parecidos. El valor moral de una acción se
mide exclusivamente por el dictamen que la c. ha emitido una vez ponderado
todo el material disponible. Esa fuerza éticamente normativa vale plenamente
incluso en el auténtico error de c. (error invincibilis), a consecuencia del cual
una acción que sigue a la c. puede revestir en un caso particular un carácter
diferente de la norma objetiva. Como última norma subjetiva de la acción
moral, el dictamen de la conciencia debe ser claro y concreto, de modo que
quede excluida la inseguridad razonable (certitudo moralis). Cuando no se
puede alcanzar esta seguridad, se da la c. dudosa (dubium practicum
conscientiae; también: error vincibilis). La duda propiamente dicha de la c. (la
práctica) no representa ningún defecto moral, sino que es un necesario
eslabón de tránsito en las situaciones en que resulta difícil decidir. El error es
posible en toda la extensión de la vida moral como obscuridad sobre las
normas morales (dubium iuris) o sobre su aplicación a cada una de las
situaciones especiales de la acción (dubium facti), así como en el caso de
concurrencia de muchas obligaciones morales. Elevadas experiencias de la
vida espiritual se mueven con frecuencia en el límite de la c. segura. La
situación más difícil es el conflicto de c. o concurrencia de obligaciones
contradictorias entre sí, hasta el caso extremo en que la c., a causa del
entrelazamiento de la vida y de sus circunstancias y órdenes con la injusticia,
no ve la posibilidad de emprender ninguna acción sin cometer, pecado
(conscientia perplexa). junto a la natural limitación del conocimiento, en cada
hombre son causas de la duda de c. la ignorancia en cosas morales y la
insuficiente seguridad del juicio moral.

Actuar con positiva duda práctica de c. significa indiferencia frente al peligro


de pecado (Rom 14, 23). Hay que escoger el camino objetivamente más
seguro cuando es incondicionalmente obligatorio conseguir un fin (p. ej.,
cuando se trata de la administración válida de los sacramentos). Como norma
hay que aspirar a un dictamen de la c. prácticamente seguro: 1), por un
esclarecimiento de la situación moral mediante la propia reflexión o con ayuda
del consejo ajeno (certitudo directa); 2), cuando esto es imposible, se debe
buscar una decisión moralmente justificada a base de amplias consideraciones
morales de carácter general (conscientia indirecta sive reflexa); 3 ),
finalmente, el cristiano debe buscar el bien y decidirse por él partiendo de
toda su actitud moral (riesgo en sentido positivo), y poniendo en juego la
última fuerza moral de la persona, para emprender el camino a través de una
obscuridad irremediable por puro amor y fidelidad a Dios. La tentativa de
superar en lo posible la duda insoluble de c. por la vía refleja con ayuda de un
universal principio racional y formulable, ha conducido históricamente a la
formación de los llamados sistemas morales. La superación de la duda de c.
requiere sobre todo prudencia.

Rudolf Hofmann

CONCILIARISMO

Se entiende por c. (teoría conciliar) la doctrina que considera al concilio


universal como la suprema autoridad de la Iglesia, elevándolo
(condicionalmente o por principio) por encima del papado.

Para la mejor inteligencia histórica hay que distinguir entre: a) un c.


moderado y legítimo, que únicamente preveía ciertas seguridades
«conciliares» para casos de emergencia, con miras a proteger o a establecer
la suprema cabeza jerárquica y b) un c. sistemático y revolucionario, que
intentaba cambiar la estructura jerárquica de la Iglesia con su cabeza
primacial en el papa, la cual está fundada en la Escritura y en la tradición
apostólica, por un régimen eclesiástico de tipo conciliar. Mientras la antigua
investigación (Kneer, Hirsch, Wenk) fijaba la mirada únicamente en el c.
radical, derivado de Marsilio y de la época del gran --> cisma de occidente, la
moderna, iniciada principalmente por Ullmann y Tierney, ha demostrado que
mucho antes de las tendencias conciliaristas se dieron elementos conciliares
en los canonistas de la Iglesia durante los s. xII y xIII, elementos que deben
ser considerados como las raíces del c. Además, últimamente H. Zimmermann
ha encontrado el verdadero origen de las ideas conciliares en la teoría y
práctica de las deposiciones papales de la primera edad media. El principio
jurídico, cuya existencia se puede demostrar ya en el año 500
aproximadamente, prima sedes a nemine iudicatur, en la práctica y al
aplicarlo a un papa particular tenía una excepción: que éste hubiera caído en
herejía personal (cuestión de Honorio en el concilio Constantinapolitano III,
681). La cláusula de herejía, reconocida ya oficialmente por Adriano II (687-
872) y definitivamente formulada por el cardenal Humberto (t 1061): Papa a
nemine iudicatur, nisi deprehendatur a fide devius, encontró acogida entre los
canonistas de la Iglesia gracias al cardenal Deusdedit, a Ivo de Chartres y a
Graciano, y fue comentada con el mayor fervor por los decretalistas. El
concepto de herejía se fue dilatando más y más (simonía, crimen,
incumplimiento del cargo con daño del generalis status ecclesiae - según la
opinión de Huguccio y de Juan Teutónico -, y además fomento de cisma,
perturbación mental, etc.).

El derecho de deposición, que desde la reforma gregoriana le estaba negado


al emperador, pasó al concilio universal, cuya importancia revive en el s. xII;
para esto se echaba mano de la ficción jurídica según la cual un papa no
puede desde luego ser «juzgado» por el concilio, pero a éste le incumbe
averiguar si es personalmente hereje (en sentido lato) y sacar las
consecuencias oportunas. Ahora bien, se seguía razo:iando, como un hereje
no puede ser papa, si el portador de la potestad papal es hereje, la sede
pontifificia debe considerarse vacante y ha de proveerse de nuevo. Con ello se
planteaba el problema de la relación entre el papa y el concilio. Los
decretistas se guardaban desde luego de afirmar la supremacía del concilio
sobre el papa. Pero ya Huguccio (+ 1210; maestro de Inocencio in) enseñaba
que el papa personalmente puede errar, pero no la Ecclesia Romana. Al
extender este concepto de inerrancia a toda la Iglesia occidental unida con
Roma, la cual quedaba representada en el concilio general, la infalibilidad
hubo de atribuirse en principio a la asamblea conciliar, con la consecuencia de
una limitación del poder absoluto del papa, por lo menos en caso de conflicto
(cláusula de herejía). Había otra limitación que estaba unida a la idea
escolástica de corporación; se argumentaba: como cabeza del cuerpo de la
Iglesia, el papa depende de la cooperación de los miembros; en el gobierno de
la Iglesia universal son considerados como tales primeramente los cardenales
(Enrique de Segusia, + 1270),. pero también el concilio universal (Juan de
París, + 1306). La autoridad de la cabeza halla su limitación en los miembros,
para los cuales está puesta; sobre todo en las decisiones de fe el papa está
ligado al concilio («Orbis maior est urbe et papa cum concilio maior est papa
solo»).
Paralela a la limitación de la autoridad papal en estas cuestiones fue la
evolución eclesiástica y política del papado desde Gregorio vII hasta Bonifacio
vIII, pasando por Inocencio III. En los decretalistas se encuentran todavía en
convivencia pacífica tendencias conciliares y tendencias papales, que hasta los
siglos xIII y xiv no empiezan a enfrentarse. La excesiva acentuación de la
autoridad absoluta del papa, por parte, principalmente, de los teólogos y
canonistas de las órdenes mendicantes, provocó la reacción opuesta de los
«conciliaristas». De un lado estaban Buenaventura (+ 1274 ), Tomás de York
(+ 1260 ), Egidio Romano (+ 1316; autor de la bula Unam sanctam, 1302),
Augustinus Triumphus (+ 1328), - Herveus Natalis (+ 1323) y Alvaro Pelagio
(+ 1349), que elevaron hasta el infinito y muy por encima de la Iglesia y del -
concilio el poder supremo del papa (Alvaro «Papa super omnia, etiam
generalia concilia, est... Plus potest Papa solus... quam tota ecclesia catholica
et concilia seorsum»). Del otro lado estaban los enemigos del papado, que
apelaron cada vez con más frecuencia a un concilio general (Federico II el año
1239/40; los cardenales Colonna y el rey Felipe el Hermoso contra Bonifacio
vIII; Luis de Baviera en 1324 contra Juan xxll) y que eran apoyados por los
teóricos del c. (Juan de París, Marsilio de Padua).

Marsilio de Padua (+ 1342/43), en su Defensor pacis (1324 ), fue el primero


que atacó al papado como institución; negó en principio la estructura
jerárquica de la Iglesia, atribuyó todo el poder al pueblo cristiano y vio en el
concilio universal, en cuanto representación de toda la Iglesia, la instancia
suprema; el papa era para él únicamente órgano ejecutivo, que debía dar
cuenta y prestar obediencia al concilio y podía ser depuesto en todo
momento. Qué papel desempeñara Guillermo de Ockham (+ 1347) en la
propagación de estas doctrinas, condenadas ya como heréticas en 1327, es un
punto muy oscuro que últimamente está muy discutido (Tierney, Meyjes). Lo
que ciertamente no es ya factible es nombrar a renglón seguido de Marsilio a
hombres como Konrad von Gelnhausen (+ 1390), Heinrich von Langenstein
(+ 1397) o también a Pierre d'Ailly (+ 1420) y Juan Gerson (+ 1429); pues se
distinguieron fundamentalmente de él, por lo menos en que nunca pusieron
en duda, ni siquiera durante el concilio de Constanza, la estructura jerárquica
como tal.

La cuestión papa o concilio adquirió importancia práctica por el hecho de que


la teoría de la supremacía papal se mostró incapaz, en el estado de
emergencia del gran cisma de occidente (1378-1417 ), de contribuir lo más
mínimo al restablecimiento de la unidad. De las tres vías que en 1394 propuso
la universidad de París para superar el cisma, sólo quedó abierta la «via
concilii». Esta vía pudo recorrerse con ayuda de los medios tradicionales,
moderadamente conciliares, sin caer en un conciliarismo revolucionario. Lo
que aconteció en Pisa quedó, a pesar de algunos fanáticos conciliaristas,
dentro de un marco moderadamente conciliar, e indudablemente estaba
dirigido por un propósito conservador y restaurador. Sólo el reiterado fracaso
de la tentativa pisana por encontrar una solución preparó el terreno a
tendencias más radicales. También la preparación, el comienzo y el clima
predominante en los primeros meses del concilio de Constanza fueron
tradicionales. .No es cierto que la mayoría tuviera un pensamiento
«conciliarista». Sólo la fuga del papa (20/21-3-1415), que dejó al concilio sin
cabeza y en estado de extremo aprieto, dio auge a las fuerzas más radicales.
El decreto Haec sancta, aprobado tras dramáticos antecedentes con la
participación decisiva de Gerson en la sesión quinta, el 6-4-1415, va en su
texto más allá del pensamiento canónico tradicional, al afirmar
categóricamente la legitimidad y autonomía del concilio y declarar su
superioridad sobre el papa: «Haec sancta synodus Constantiensis... ecclesiam
catholicam repraesentans, potestatem a Christo immediate habet, cui quilibet,
cuiscumque status vel dignitatis, etiamsi papalis existat, obedire tenetur in
his, quae pertinent ad fidem et exstirpationem dicti schismatis et
reformationem ecclesiae in capite et membris.» El decreto Frequens, dado en
la sesión 39, el 9-10-1417, prescribe obligatoriamente a los papas la
celebración periódica de concilios generales. La interpretación y el carácter
obligatorio de Haec sancta eran ya discutibles para los contemporáneos y
siguen siéndolo aún hoy día. Los conciliaristas, entre ellos Gerson, d'Ailly,
Zazarella, quisieron, ciertamente, afirmar la autonomía y superioridad teórica
del concilio, pero la mayoría entendió el texto en sentido conservador, entre
ellos también Oddo Colonna, el futuro Martín v. El documento no fue
entendido por nadie como definición dogmática, ni siquiera por los
conciliaristas. Sin embargo fue algo más que un puro decreto de emergencia.
Su carácter solemne da a entender que se quería fijar con toda precisión el
derecho del concilio en tales estados de anormalidad y sacarlo de la situación
insegura de la epiqueya (cláusula de herejía), fundamentándolo jurídicamente
en una legislación permanente para una situación excepcional. El decreto
Frequens pretendía además introducir una regulación conciliar mediante la
repetición periódica de los concilios generales. Pero de suyo se trataba de
restablecer la cabeza jerárquica primacial y no de desvirtuar el oficio de Pedro
ni de dar una constitución democrática a la Iglesia. La transformación de las
ideas conciliares en un conciliarismo revolucionario no se produjo
abiertamente hasta después de Constanza. El c. se impuso en el concilio de
Pavía-Siena (1423/24), aunque no experimentó su desarrollo pleno hasta el
concilio de Basilea (1431/37).

El papa del concilio, Martín v, reconoció como ecuménico al concilio de


Constanza, que debe considerarse desde el principio como sujeto legítimo,
aunque subsidiario, de la potestad suprema. Pero el papa no confirmó los dos
decretos, sino que, más bien, con la prohibición de apelar en principio al
concilio (10-5-1418), prácticamente dio una negativa al c. Su reserva
momentánea, lo mismo que la de Eugenio iv, estaba condicionada por la
situación. Cuando el sínodo de Basilea renovó el c. en una forma radical y
revolucionaria, Eugenio iv lo condenó expresamente por la bula Etsi non
dubitemus (20-41441). Aun cuando con ello quedaran fundamentalmente
deshechas tendencias conciliaristas radicales, sin embargo, éstas se
mantuvieron todavía largo tiempo en su forma moderada. A pesar de que Pío
ii, Sixto iv, julio ii y León x renovaron la prohibición de apelar al concilio, el
recurso a la instancia conciliar aún siguió desempeñando su papel (Luis xi de
Francia, Lutero). En la misma corte papal había conciliaristas todavía en el s.
xvi (G. Gozzadini, M. Ugoni). El miedo a concilios radicalmente conciliaristas
impidió, como se sabe, en el s. xvi que se convocara en su momento oportuno
el concilio de Trento. La tendencia conciliarista sobrevivió en el ->
episcopalismo, en el -> galicanismo y en el febronianismo, y no fue superada
definitivamente hasta el Vaticano i. Sin embargo, el Vaticano ii ha mostrado
de nuevo el valor de una auténtica participación del concilio en la
responsabilidad suprema.
August Franzen

CONCILIO

I. Noción

Los concilios o sínodos son reuniones (synodoi, concilia) de representantes de


toda la --> Iglesia o de las Iglesias particulares en las que se delibera y se
sacan conclusiones que afectan a los asuntos de la Iglesia. Frente a los
ecuménicos, que representan a la Iglesia universal, hay que distinguir las
diversas clases de c. particulares (c. generales, patriarcales, plenarios,
primaciales, nacionales y provinciales).

II. Forma histórica

Las formas concretas, incluso del c. ecuménico, son muy diferentes entre sí.
Según el actual derecho canónico, no puede haber c. ecuménico que no haya
sido convocado por el papa; también entra en los derechos del papa la
dirección (por sí o por otros) del c. ecuménico, la determinación de los temas
a tratar y el orden de tratarlos, el traslado, aplazamiento, disolución del c. y la
confirmación de sus decretos (can. 222; cf. 227). Poseen derecho de voto
todos los cardenales, patriarcas, arzobispos y obispos, abades y prelados con
jurisdicción propia, el abad primado, los superiores de congregaciones
monásticas y los superiores generales de de las órdenes exentas, también los
obispos titulares, caso de que en la convocatoria no se determine nada en
contra; los teólogos y canonistas llamados al concilio sólo tienen voto
consultivo (can. 223; respecto al envío de un representante y a la partida
antes de acabarse el c., cf. can. 224s). Los padres conciliares pueden
proponer también por sí mismos que se traten algunas cuestiones, las cuales,
sin embargo, necesitan de la aprobación del presidente (can. 226). El c.
ecuménico tiene autoridad suprema sobre la Iglesia universal; está excluida
una apelación al c. frente al papa; en caso de morir el papa el c. queda
interrumpido (can. 228s).

Estas disposiciones codifican en los puntos esenciales el orden observado en


Trento y en el Vaticano i. Apenas habrá entre ellas una sola que no haya
dejado de aplicarse en uno o varios concilios ecuménicos o tal vez incluso en
la mayoría de ellos. Sobre todo, no se puede sostener históricamente que los
« c. ecuménicos» del primer milenio en general hayan sido convocados por el
papa, ni dirigidos y confirmados por él. En todas estas cuestiones se trata,
ante todo, de disposiciones del derecho eclesiástico; pero bajo ciertos
aspectos se concreta en ellas la constitución de la Iglesia dada por el
Evangelio. P. ej., el oficio de Pedro debe estar eficazmente representado en el
c. ecuménico de una Iglesia en cuya constitución entra esencialmente ese
oficio, a fin de que el c. constituya una auténtica representación de la Iglesia
universal. Sin embargo, la forma de esta representación ha sido muy distinta
en los diversos concilios (p. ej., una mera aprobación posterior). Tampoco
puede negarse históricamente el caso de conflicto entre la Iglesia y el -->papa
(papa herético o cismático, «deposición» de tal papa: -> conciliarismo), ni
decir que ese conflicto no será posible en el futuro (cf. H. KÜNG, Strukturen,
p. 290-308). Una representación directa -y no sólo indirecta (a través del
clero) - de los laicos en los concilios es no sólo dogmáticamente posible sino,
desde el punto de vista teológico (sacerdocio general) y práctico (su
conocimiento directo del mundo y su responsabilidad en el mundo), también
deseable y en algunas ocasiones absolutamente necesaria (Ibid., 75-104).

Por otra parte, un concilio que se celebrara en contra de las autoridades


eclesiásticas, estaría en contradicción con el orden de la Iglesia y en particular
con la naturaleza del c. ecuménico, que quiere representar a la Iglesia
universal, lo cual no es posible sin la presencia de sus ministros (Ibid., 105-
205; -> episcopado). En todos los aspectos ha habido grandes diferencias
entre: los c. provinciales de los s. II y III (de los que surgieron los c:
ecuménicos); los ocho c. encuménicos convocados por el emperador de
oriente; los sínodos generales convocados por el papa en la alta edad media
latina; los c. de reforma de la cristiandad celebrados en la baja edad media; el
puramente eclesiástico c. de Trento, enfocado hacia la -> reforma católica; el
c. Vaticano i, dominado por el papa, y el Vaticano ii, que ha acentuado la
colegialidad.

III. Interpretación teológica del c. ecuménico

La --> Iglesia misma es la reunión o asamblea universal de los creyentes


convocada por Dios mismo (= ékklesía de kaléo) = concilium [con-kal-ium, de
concalare, convocar; griego: kaléo]). Así, en un profundo sentido teológico, la
Iglesia misma puede ser llamada «c. ecuménico convocado por Dios». La
Iglesia universal, en cuanto comunidad de los creyentes, en cuanto
communio, tiene una constante estructura conciliar, sinodal (colegial); esto se
puede aplicar a la Iglesia local (parroquia), a la Iglesia particular (diócesis), a
la Iglesia nacional y a la Iglesia universal.

Desde este punto de vista, el c. ecuménico, tomado en su sentido corriente (=


c. ecuménico convocado por los hombres) puede ser definido como una
representación (no en el sentido de delegación sino en cuanto presentación y
actualización) del c. ecuménico convocado por Dios (= toda la Iglesia); es una
representación general (no sólo particular, sino también ecuménica) muy
apropiada para deliberar y tomar decisiones, para ordenar y organizar toda la
Iglesia; pero no constituye la única ni la más intensa representación general
(-> culto, -> liturgia, -> misa). Ya en el primer relato cristiano que poseemos
de los c. eclesiásticos, se expresa esta idea sobre el c.: «Aguntur praeterea
per Graecias illa certis in locis concilia ex universis ecclesiis, per quae et
altiora quaeque in commune tractantur, et ipsa repraesentatio totius nominis
Christiani magna veneratione celebratur» (...se celebran además en diversos
lugares de Grecia concilios de todas las Iglesias, en los que no sólo se trata en
común de las cuestiones más importantes, sino que se celebra también con
gran veneración la misma representación de todo el nombre cristiano)
(TERTULIANO, De paen. 13, 6s).

Desde entonces, la idea de representación ha sido fundamental en todas las


épocas, aunque no siempre de la misma manera, para la inteligencia del c.
ecuménico. El c. ecuménico es o debe ser representación fidedigna de la
«ecclesia una» (en la unanimidad moral de los decretos), «sancta» (el marco
externo, la actitud básica y los decretos conciliares deben estar determinados
por el evangelio), «catholica» (obligación de las Iglesias particulares de
reconocer al concilio), « apostolica» (el espíritu apostólico, el testimonio
apostólico y - subordinado a éstos - el oficio apostólico son decisivos para el
c.). Si, según la promesa de Jesús, el Espíritu Santo obra en la Iglesia, obra
también en el acto especial de su representación, que es el c. ecuménico
convocado por los hombres. De ahí que el c. ecuménico pueda reclamar una
especial autoridad obligatoria, aun cuando sus decretos y definiciones sean
palabra humana, es decir, imperfecta y fragmentaria (cf. 1 Cor 13, 9-12). Sus
actas -hay que distinguir entre los decretos doctrinales y los disciplinares- sólo
tienen la obligatoriedad que les quiera dar el c. respectivo (-> infalibilidad).
Todo c. y todo decreto conciliar debe entenderse históricamente y ser
interpretado en su contexto histórico.

Por razón de esta historicidad, que atañe no sólo a una modalidad secundaria,
sino a la concepción de la esencia del c. mismo, los artículos -> conciliarismo
e historia de los -> concilios no sólo constituyen un complemento, sino
también una parte integrante de la temática que aquí hemos diseñado en sus
rasgos fundamentales.

Hans Küng

CONCILIOS, HISTORIA DE LOS


Actualmente se acostumbra a distinguir aún entre las reuniones que por razón
de sus participantes representan a la Iglesia universal (c. ecuménico), o
congregan al episcopado de varias provincias eclesiásticas (c. plenario) o al de
una sola provincia (c. provincial), y el sínodo diocesano. Originariamente los
conceptos de rsúvo8o5 y concilium eran equivalentes, no existía aún una
jerarquía en las diversas formas de reunión. Hoy son 21 los concilios
reconocidos como ecuménicos, cuyo canon o lista no comenzó a fijarse hasta
el s. xvl. La pertenencia de un c. general a este grupo no resulta ni de normas
que se orienten por criterios del derecho canónico,, ni de la concepción que de
sí mismo tiene el sínodo. La pluralidad de formas de asamblea eclesiástica
tiene su propia historia, lo mismo que la tiene la clasificación, a veces
posterior, de cada uno de los sínodos dentro de una categoría determinada.
Toda asamblea es un acto voluntario dirigido al gobierno de la -> Iglesia; por
esta razón, la h. de los c. es un reflejo de los cambios en la constitución de la
-> Iglesia. Este factor define la época de mediados del s. xI como el período
en el que se dieron los cambios más profundos, pues, desde los papas
reformadores, es la jurisdicción papal la que establece sin limitación alguna la
validez jurídica de los decretos conciliares. La fijación de la fe cristiana por
parte del magisterio y la legislación sobre el orden de la vida eclesiástica son
las constantes de la actividad conciliar.

I. Antigüedad cristiana y alta edad media

1. Concilios prenicenos

Del c. de los apóstoles, hacia el año 50 d.C., no arranca ninguna linea que
lleve directamente a la praxis sinodal de la Iglesia. Antes de la mitad del s. II
no se ven indicios de una actividad sinodal. Paralelamente a los sagrados
ministerios, los sínodos fueron naciendo también de la asamblea litúrgica de
las comunidades locales. La conciencia, cada vez mayor, sobre la sucesión
apostólica en el episcopado y la importancia general de cuestiones en litigio
dieron origen, a partir del año 175 d.C., a las reuniones de obispos de varias
comunidades. Hasta el 325 d.C. los participantes apenas se guiaban por la
división civil en provincias, sino, más bien, por su relación con la Iglesia
madre y por la densidad geográfica de las comunidades. Ya a fines del s. ir,
Italia y el Asia Menor desplegaron una intensa actividad sinodal. La Iglesia de
las Galias empieza en el s. rv con unos sínodos aislados. La primera en dar el
paso de las reuniones ocasionales, celebradas por alguna razón especial, a las
asambleas regulares fue la Iglesia africana en el s. iir, y la última, en el s. vi,
fue la galofranca. La discusión acerca de la fecha de la pascua, a fines del s.
ir, dio origen, por vez primera, a un cambio de opiniones entre los grupos
conciliares. En el s. iii los decretos sinodales eran comunicados a las otras
Iglesias con el fin de adoptar un procedimiento común en la cuestión de los
lapsi y del novacianismo, o para obligar a otras Iglesias a reconocer una
sentencia disciplinar. Esta forma preliminar de universalismo eclesiástico dejó
abiertas las puertas a contradicciones infranqueables; los sínodos africanos de
los años 255 y 256, bajo la dirección de Cipriano, que trataron sobre la
validez del bautismo de los herejes, apelaron a unas decisiones sinodales más
antiguas y, juntamente con el c. de Antioquía, se opusieron a la concepción
romana. La conducta autoritaria de Esteban, obispo de Roma, no logró
imponerse.

Mientras que aquí el factor universal se concretaba en el intercambio de


opiniones entre los diversos grupos conciliares y, en este intercambio, el
occidente iba a la cabeza, en los sínodos antioquenos de los años 252, 264 y
268 aparece una forma nueva, en la que no tomaron parte alguna, o sólo muy
escasa, las Iglesias occidentales. El problema de los novacianos, que afectaba
al oriente cristiano, y la herejía de Pablo de Samosata dieron ocasión a una
asamblea de todas las Iglesias comprendidas entre el mar Negro y Egipto;
esta agrupación era algo nuevo. La condenación de Pablo de Samosata fue
comunicada por vez primera a toda la oixout.évn; según Alejandro de
Alejandría (320) fue pronunciada por un sínodo y por la sentencia de los
obispos de todas partes. El mismo grupo conciliar, que comprendía casi todo
el oriente cristiano, convocaría (¿por estímulo de Constantino?) en Antioquía
el c. de Nicea (324) y constituiría la mayoría de los participantes en él. En
aquel grupo se fue concretando paulatinamente la idea de ecumernicidad en
la forma de una única asamblea de obispos. El carácter de asamblea de este
grupo conciliar se manifestó después como un esbozo del primer concilio
ecuménico.

2. Los concilios ecuménicos de la antigüedad

La unidad del imperio romano, que se había hecho cristiano a raíz de la


victoria sobre Licinio, permitió al emperador Constantino i en el año 325 la
convocación, apertura y dirección del c. de Nicea. Fue el primero de la serie
de c. ecuménicos de la antigüedad cristiana, que según el canon actual fueron
ocho. En la totalidad de las Iglesias representadas, tanto las de oriente como
las de occidente, debía aparecer visiblemente la unidad de la Iglesia como
base espiritual de un imperio unido. Para Constantino la prosperidad del
imperio y la unidad de la Iglesia iban inseparablemente unidas; este
pensamiento había sido el móvil fundamental que le había guiado en todas las
etapas anteriores. Siguiendo este pensamiento, en Nicea se fija
definitivamente y de forma universal la fecha de la pascua y se realiza la
nueva estructuración de los distritos eclesiásticos conforme a la división
estatal en provincias, y, con ello, la transformación de los c. regionales en c.
provinciales. La posición del emperador en el c. hizo de la asamblea episcopal,
que comprendía a todas las Iglesias en una especie de c. del imperio, una
institución imperial. Confirmar las decisiones del c. correspondía al
emperador, el supervisar las medidas disciplinares tomadas caía bajo la
competencia de las autoridades civiles.

Pero la sola adopción por el imperio no constituía ya la ecumenicidad de los c.


antiguos. No todas las asambleas convocadas por el emperador como
ecuménicas (Sárdica 342343, Ríminí 359, Pfeso 449) terminaron como tales,
pues no siempre pudo lograrse unanimidad. Tampoco era decisivo el número
de los participantes. En 431, al c. ecuménico de lifeso sólo se invitó a las
sedes más importantes con algunas de sus sufragáneas. Ni siquiera en
Calcedonia - la participación más fuerte en la antigüedad: 500 obispos -
estuvieron representadas todas las sedes. El occidente, sobre todo, no
enviaba nunca más que a unos pocos representantes. El concilio i de
Constantinopla (381), que no estaba previsto como ecuménico, sólo reunió
obispos de oriente, pero fue posteriormente reconocido como ecuménico por
el Calcedonense (451) y por el papa Hormisdas (519). Según eso, la
ecumenicidad de una asamblea se basaba en la voluntad del emperador que
la convocaba, en la unanimidad lograda entre los obispos que tomaban parte,
en la conciencia que tenían los padres conciliares de ser, en virtud de su
cargo, los representantes de la Iglesia en la asamblea y en la posterior
aceptación por la Iglesia universal. La concepción de que la asamblea
conciliar, al ser una encarnación de la Iglesia universal fijaba, por unanimidad
lograda después de una libre discusión, la fe de la Iglesia y la tradición
apostólica, justificaba ya la autoridad del decreto conciliar, que era
considerado como expresión inmutable de la voluntad divina y tenia carácter
obligatorio para todas las Iglesias.

En el curso de los siete primeros c. ecuménicos no varió la estructura de la


constitución conciliar. Las decisiones eran tomadas por los obispos reunidos;
responsable de la forma jurídica exterior era el emperador; pero la balanza se
desequilibró. Frecuentemente, los legados del obispo de Roma traían ya
consigo los conclusiones sacadas en un sínodo romano, que se había
anticipado a resolver por propia decisión el asunto que se iba a tratar; como
el decreto dado en Roma era en lo esencial el criterio de la Iglesia de
occidente, los legados adquirían un peso enorme dentro del c. universal. En
Éfeso (431) trabajaron tan unidos Cirilo de Alejandría y los legados de
Celestino de Roma, que los padres de Calcedonia (451) pudieron decir sobre
el c. de £feso que había estado presidido por estos dos obispos. En Calcedonia
el papa León i reclamó, por medio de sus legados, la dirección del c.; su
autoridad dominó todas las deliberaciones y determinó, apelando a la sucesión
de Pedro, la decisión final. Sin embargo, fue el emperador Marciano quien
impuso en Calcedonia su texto del símbolo de la fe; la asamblea lo aclamó
como a «nuevo Constantino, nuevo Pablo y nuevo David». Todavía Gregorio ii
concedía a León iii el título de emperador y sacerdote, mas advirtiendo al
emperador iconoclasta en tono de reproche que este título se dio a aquellos
monarcas que en plena armonía con los sacerdotes convocaron los concilios
para que fuera definida en ellos la verdadera fe; mientras que él había pecado
contra los decretos de los padres y se había arrogado funciones sacerdotales.
La relación entre ambas potestades imperiales debe entenderse así: el
emperador, sucesor jurídico de Constantino, obra como «obispo instituido por
Dios para los asuntos exteriores de la Iglesia».

La incapacidad por parte de los comisarios imperiales en el concilio de Éfeso


(449), que permitieron que la turbulenta asamblea se convirtiera en un
«latrocinio», confirmó la necesidad de una mano fuerte que pusiera orden.
Pero la apostolicidad de la sede romana, que en el s. v fue destacándose cada
vez más, confirió al papa una indiscutida autoridad de primer orden en
materia doctrinal. Esta apostolicidad aspiraba también, lógicamente, al
reconocimiento de un primado de jurisdicción. A esta evolución de la plenitud
del poder espiritual, que en sus efectos no iba todavía más allá de la
aprobación expresa de los decretos dados en ausencia de los legados, se
contraponía la posición conciliar del monarca bizantino, la cual no podía seguir
afianzándose. Y de hecho fue cediendo lentamente ante la idea oriental de
una Iglesia presidida por la autoridad de las cinco sedes patriarcales. Así,
después de las confusiones en torno al patriarca Focio, quedó abierta la
cuestión de si, según decía la Iglesia de occidente, había de reconocerse como
viII c. ecuménico al constantinapolitano iv (869-870) o, en lugar de éste, al
sínodo celebrado igualmente en Constantinopla en el año 879-880, como
quería la Iglesia oriental.

Fue por razón de sus decisiones doctrinales por lo que los c. ecuménicos
adquirieron clarísimamente una mayor categoría que los sínodos regionales. El
Niceno i condenó el -> arrianismo y formuló el símbolo de la fe; el
Constantinopolitano t combatió a los arrianos, semiarrianos y sabelianos; el
Efesino del año 431 condenó el -> nestorianismo, el Calcedonense rechazó el
-> monofisitismo, y ambos definieron la unión hipostática. El
Constantinopolitano ii (553) rechazó los «Tres capítulos» de los nestorianos;
el próximo c. de Constantinopla (Trullanum 680681) condenó el ->
monotelismo, y el Niceno ri (787) afirmó la licitud del culto de las imágenes. A
pesar de esto, todavía no se había impuesto una jerarquía obligatoria respecto
a los c. Los cuatro primeros c. ecuménicos empezaron a formar un grupo fijo
cuando Gregorio Magno los comparó con los cuatro Evangelios (o Isidoro de
Sevilla con los cuatro ríos del paraíso); Gregorio Magno admitió el
Constantinopolitano ii como c. ecuménico, porque estaba de acuerdo con los
«cuatro santísimos sínodos». Como en ellos se había formulado
fundamentalmente la fe trinitaria y cristológica, el grupo de los cuatro
concilios fue tenido en adelante como piedra de toque de todas las otras
decisiones conciliares. Pero hasta el s. ix, y con toda claridad hasta el x, los c.
ecuménicos no aparecen como fundamentalmente distintos de los sínodos
regionales; en opinión de los teólogos, los c. ecuménicos servían de norma al
c. local y ellos mismos se orientaban, a su vez, por el grupo de los «cuatro»,
dentro de los cuales el Niceno i ocupaba un puesto preeminente. Todavía
Gregorio vir recordaba en 1080 la preeminencia de este grupo, aunque la
condicionaba al hecho fundamental de que las decisiones allí tomadas habían
sido reconocidas por sus antecesores.
3. Los sínodos generales de los reinos germánicos

Una forma de sínodo que comprendiera todas las Iglesias de un territorio


nacional germánico tenia tres raíces distintas. Los pueblos germánicos
llevaban consigo, en parte traída del oriente cristiano, y en parte sacada de
sus propias costumbres constitucionales, la idea de un c. imperial o del reino;
los territorios romanos de occidente no conocían más que el c. provincial o, si
la división en provincias no era todavía una realidad viva, los concilios tenían
carácter regional, como los sínodos primaciales del sur de las Galias, que
generalmente se celebraban en Arlés. Los monarcas `arrianos aunque exigían
la celebración de concilios a escala nacional, personalmente se mantuvieron
reservados. Pero al convertirse al catolicismo los visigodos, éstos hicieron
valer el influjo dominante a que estaban acostumbrados; mientras que los
merovingios procedieron así ya desde el principio, una vez consolidado su
dominio. Los primeros c. nacionales se celebraron poco más o menos
simultáneamente.

El sínodo visigótico de Agde (506) coincidió todavía con el sínodo primacial de


Arlés; el sínodo borgofión de Epao (517) fue una reunión combinada, po r
razones jurídicas, de las dos provincias eclesiásticas de Lyón y de Vienne en
un solo lugar; únicamente el sínodo franco de Orleáns (511) mosttró ya
claramente factores de esta nueva forma conciliar en la Iglesia católica
occidental.

No todos los c. visigóticos de Toledo tuvieron carácter de c. del reino. De los


18 c. de Toledo que durante mucho tiempo fueron designados como c.
nacionales, hay que destacar 7, que no pasaron de sínodos provinciales; de
carácter general fueron solamente los concilios iii (589), iv (633), v (636), vi
(638), vii (646), viIi (653 ), = (681), XIII (683 ), xv (688), xvi (693) y xvIi
(694). Después de la conversión de Recaredo (586/587), la población
indígena romana quedó integrada, por razón de la unidad nacional, en el
estado visigótico, acto que se realizó a través del episcopado, en el Toletano
iii. El Toletano iv, bajo el influjo dominante de Isidoro de Sevilla, perfeccionó
el tipo de c. nacional. El c. general era competente en materias de fe y
asuntos del reino. La Iglesia visigótica se consideraba a sí misma como parte
de la Iglesia universal, pero en este concilio reclamó el derecho a examinar
todas las decisiones en materia de fe tomadas fuera del reino. La segunda
sesión de cada c. trataba, con la cooperación de la nobleza civil, de los
asuntos del reino.

Al rey, lo mismo que al emperador bizantino, competía el derecho de


convocación. Con la lectura del tomus regius determinaba todo el orden del
día y por su sola confirmación pasaban los decretos a formar parte del
derecho civil. El c. del reino era considerado como una representación de la
Iglesia y del Estado; juntamente con el rey, era la instancia suprema en el
orden eclesiástico y el civil: establecía normas, las legalizaba y supervisaba.
En las asambleas provinciales debían ,ser regulados por ambas potestades, de
manera análoga los asuntos eclesiásticos y civiles de la provincia. Cuando la
monarquía visigótica se atribuyó por los años 653681 derechos de soberano
de Bizancio y el arzobispo de Toledo aspiró a la dignidad patriarcal, el c.
general perdió una parte de sus funciones.
En lugar de ejercer una inspección normativa sobre la Iglesia y el poder civil,
y en vez de juzgar sobre la validez jurídica del juramento de fidelidad que
debía prestarse al rey electo, se convirtió en un instrumento en manos del
rey, cuyas intenciones debía legitimar.

Los sínodos provinciales y diocesanos no tuvieron gran importancia en el reino


de los francos; las decisiones claves eran tomadas en los c. del reino, que
dependían en gran parte del rey. El soberano no ejercía influjo alguno en los
sínodos diocesanos; frente a los sínodos provinciales sólo reclamaba el
derecho de inspección. En cambio, la convocación del c. nacional y la elección
del lugar donde se debía celebrar, fueron desde un principio asuntos de
competencia real; igualmente estaba reservada al rey la elección de los
obispos que debían ser invitados, los cuales, por obediencia al mandato real,
habían de comparecer personalmente y no podían estar representados por
otros. Por esta razón, los c. nacionales francos tenían un carácter semejante
al de las dietas. En ellos tomaban parte los obispos residenciales, los abades y
los clérigos; estos últimos tenían una mera función consultiva. Los abades, en
cambio, a partir del s. zx, tomaban parte en la votación con una categoría de
hecho igual a la de los obispos. Lo que allí se trataba no eran tanto cuestiones
de fe, cuanto problemas de legislación y de pastoral, y, raras veces, casos
disciplinares. La autoridad de los decretos sinodales iba ligada al sentimiento
jurídico de la primera edad media; no se pretendía formular nuevas
proposiciones de fe ni crear nuevo derecho, sino descubrir nuevamente lo
bueno que había existido desde siempre. Por esto la crítica a un decreto
sinodal dependía de si la autoridad personal de los participantes garantizaba o
no las decisiones tomadas.

En la evolución histórica de los c. nacionales hay que distinguir entre el


período de los merovingios y el de los carolingios. Los monarcas merovingios
asistían personalmente al sínodo del reino o enviaban representantes. Sin
embargo, no intervenían en la formulación de las conclusiones, exigiendo
únicamente el derecho a decidir hasta qué punto querían dar valor civil a la
legislación eclesiástica. En caso afirmativo, los cánones eran obligatorios para
el episcopado y los funcionarios reales. Con los carolingios, el c. eclesiástico
de la época merovingia pasó a ser una dieta eclesiástica, que en su forma
externa era igual que una asamblea de la nobleza. En la elaboración y
aprobación de las leyes eclesiásticas cooperaban el rey y el sínodo; sólo para
los asuntos que afectaban, a la vez, a la esfera espiritual y a la temporal,
acudía también la nobleza secular, como antes en el imperio visigótico. A esto
se debe la existencia de capitulares eclesiásticas, civiles y mixtas. El único
legislador era el rey. Los obispos obraban únicamente por mandato suyo. En
este estadio aparece el c. general como parte integrante de una dieta del
reino, que bajo la dirección del rey, se celebraba normalmente en dos gremios
separados. Igualmente, por analogía con el sínodo imperial visigótico,
Carlomagno se consideraba facultado también para aprobar o rechazar los
decretos de los c. extranjeros; al c. de Nicea del año 787 le negó validez
ecuménica y en 794, consciente de que no era inferior al emperador, hizo
condenar el adopcionismo en el sínodo nacional de Francfort, de acuerdo
formal con el papa Adriano i, y, por desconocer el texto niceno, hizo condenar
también el culto a las imágenes. El Concilium Germanicum (743) hizo que la
celebración regular de sínodos generales se convirtiera en un elemento
integrante de la constitución imperial. La decadencia del imperio franco en el
s. ix no modificó esta prescripción, pero no pudo contener una regresión en la
estructura conciliar. La estrecha unión entre dieta imperial y sínodo se
mantuvo en todos los reinos parciales, pero sólo los monarcas del reino
occidental mantuvieron el derecho exclusivo de tomar decisiones; ese derecho
se les escurrió luego de las manos con la rápida desintegración de su poder.

La Iglesia imperial del período sajón-sálico estuvo regida, en lo esencial, por


prescripciones tradicionales; por eso, sus decretos sinodales, en la medida
que no eran sentencias disciplinares, sólo tuvieron escasa importancia. Este
período no conoció ninguna diferencia formal con respecto al derecho sinodal
precedente. El sínodo y la dieta del reino siguieron celebrándose todavía al
mismo tiempo, aunque la unión no era ya tan estrecha; el monarca seguía
asistiendo como vicarius Christi y maestro de los obispos y determinaba las
decisiones, pero jurídicamente sólo disponía ya acerca de la vigencia civil de
un decreto eclesiástico. Lo que decide la evolución ulterior no es la regresión
cada vez mayor de los sínodos, sino la incorporación del papado a la Iglesia
imperial por el Pactum Ottonianum (962). De esta manera, el c. del reino se
unió con el sínodo patriarcal o provincial romano, de gran tradición, que fue el
lugar donde se tomaron desde entonces las decisiones de importancia.

II. Baja edad media y edad moderna

1. Los concilios generales de la alta edad media convocados por el papa

La unión transitoria del antiguo sínodo romano con el c. del reino constituyó
para el primero el inicio de su transformación en c. general papal. A partir de
Nicolás i aumenta el número de legados pontificios en los sínodos regionales.
De esta forma, los papas hacen valer su influjo, y la ilimitada potestad papal
de regir va tomando poco a poco forma de acciones concretas de gobierno en
el plano conciliar. El papado de la reforma ocupa la posición que el emperador
había tenido hasta entonces en el c., y la jefatura del papado va más allá de
los límites del período precedente, en cuanto que la convocatoria, el orden del
día y la promulgación de los decretos en adelante dependen exclusivamente
del papa; el dictatus papae (1075) de Gregorio vii declaraba que ningún
sínodo podía calificarse de universal (ni retroactivamente) sin sentencia del
papa. El número de obispos asistentes fue creciendo constantemente; los
temas tratados afectaban ya a la Iglesia universal; y el lugar de reunión,
condicionado siempre por influjos políticos, no estuvo ligado ya
necesariamente a la ciudad de Roma. Los sínodos de reforma convocados por
León rx en Pavía y Reims (1049), el sínodo romano de 1059 (decreto sobre la
elección del papa), y el de 1075 (reforma de la Iglesia), bajo Gregorio vtr, así
como los c. de Urbano ii en Piacenza y Clermont (1095, cruzada y paz de
Dios), fueron etapas decisivas que prepararon el camino a los c. ecuménicos
de Letrán en 1123 (solución del problema de las investiduras), en 1139
(cisma de Anacleto ir) y en 1179 (paz con Barbarroja).

Quizá se deba a la evolución gradual de los sínodos provinciales romanos,


hasta convertirse en un c. general, el hecho de que a las primeras asambleas
de esta forma conciliar no se les reconociera el carácter ecuménico hasta muy
tarde. El iv c. Lateranense del año 1215, que por voluntad de Inocencio iii
enlazaba de nuevo, en su planificación, con los grandes concilios de la
antigüedad, fue, juntamente con el c. II de Lyón (1274) y el c. de Vienne
(1311-12 ), el único de la edad media reconocido desde el primer momento
como ecuménico; y es de notar que no solamente éste, sino, ya antes,
también el Lateranense iii trató de la herejía de los cátaros. El concilio i de
Lyón (1245 ), calificado por el mismo Inocencio iv como ecuménico, no fue
admitido tampoco hasta más tarde en la lista de los concilios ecuménicos.

Por su origen estructural, la autoridad universal de estos c. no les era ya


inmanente, sino que se fundaba ante todo, según la opinión de los canonistas,
en el primado papal; el carácter ecuménico, como tal fue perdiendo
importancia. Los papas deseaban que sus decisiones estuvieran sostenida s
por la voluntad de los padres conciliares. Por deseo de los obispos y laicos
reunidos, Pablo ii hubo de revocar en 1112 el tratado de Ponto Mammolo
celebrado con Enrique v; el sínodo lateranense del año 1116 pronunció la
excomunión contra el emperador, aunque el papa se negó a publicarla por sí
mismo. El Lateranense i fue expresamente convocado para confirmar el
concordato de Worms concluido por Calixto II. Lucio iri consideraba que el
decreto dado por un c. general no se podía modificar más que por otro c. En
el c. Lateranense iv los arzobispos de Braga y Narbona se negaron a tratar
sobre la primacía de Toledo, porque no habían sido convocados para este fin.
El mismo Gregorio vii ejerció la potestad legislativa de manera tradicional en
un c.; pero él fue quien, el año 1075, declaró por vez primera que el papa
puede dar leyes para la Iglesia universal sin necesidad de un c., deponer o
absolver a un obispo y cambiar los límites de la jurisdicción eclesiástica. El
derecho papal se fue desprendiendo gradualmente del c. Gregorio xIII
promulgó en breve tiempo, sin necesidad de c., no menos de cinco leyes
generales. En 1215, Inocencio iii hizo que el trabajo conciliar propiamente
dicho fuera llevado a cabo por un pequeño grupo de conciliares compuesto
según su voluntad. Y Gregorio x puso en vigor los decretos del concilio ii de
Lyón, después de modificarlos por su propia cuenta. En el mismo período, los
concilios provinciales, cuya legitimación empezó a depender del papa, se
convirtieron en sínodos con poder únicamente administrativo.

A esta evolución correspondía la composición de los participantes. Ya en el


período otoniano y sálico era corriente que participaran obispos, abades y
príncipes seculares de fuera del ámbito de la ciudad de Roma. Esta costumbre
fue aceptada y se extendió rápidamente a todos los países de la cristiandad
occidental, siendo muy variados los temas que se trataban. El Lateranense i
(1123) constituyó por vez primera la representación efectiva de la Iglesia
latina. La diáspora universal alcanzó una representación sistemática el año
1215. En 1274 se añadieron los representantes de los cabildos catedralicios;
al mismo tiempo, la invitación que se le hace a un abad de cada obispado deja
entrever ya los comienzos de un principio de selección, que tendían a la
representación de todos los estamentos. El c. de Vienne, que estuvo bajo la
fuerte presión del rey francés, reunió sólo un determinado número de obispos,
cuya invitación hubo de ser aprobada también por el rey Felipe el Hermoso.
Ya en el s. xi los laicos tenían derecho a tomar la palabra en asuntos que les
atañían a ellos mismos. Su participación resultaba cada vez más evidente,
cuanto más tendía el c. a reunir a todos los estamentos. En el curso de esta
evolución, Vienne fue ya un c. de obispos y procuradores al mismo tiempo. A
partir de 1215, el colegio cardenalicio adquirió una posición especial entre los
demás grupos; actuó como íntimo gremio consultivo del papa, hasta el punto
de que la fórmula de consilio f ratrum nostrorum llegó a suplantar en muchos
asuntos aquella otra más general y antigua: sacro approbante concilio.

2. El concilio como representación de todos los estados de la Iglesia

A partir de la alta edad media la imagen de la Iglesia fue adquiriendo


preferentemente rasgos jurídicos, que tendían a dar un carácter político a la --
> eclesiología. Los canonistas del papismo radical concebían el papado como
una condensación funcional de toda la Iglesia, sin estar sometido a ningún
control en su plenitud de poderes. La concepción litúrgica y sacramental del
Corpus mysticum pasó al aspecto sociológico y real de la Iglesia y se concretó
en el regnum ecclesiasticum, en el principatus ecclesiasticus, apostolicus,
papalis. Por analogía con Cristo, como cabeza de su propio cuerpo místico, el
papa comenzó a considerarse como cabeza del cuerpo místico de la Iglesia.
Durante el destierro de -> Aviñón esta teoría se transformó en una praxis
centralista y absolutista. La doble elección del año 1378, cuyo trasfondo hacía
imposible llegar a resolver el problema de la legitimidad de los dos papas,
puso súbitamente de relieve los límites de la función papal, e hizo que pasara
a primer plano otro grupo de pensamientos que hasta entonces había sido
poco considerado. Esta nueva concepción partía igualmente de la idea
corporativa, pero no concentraba a toda la comunidad en su cabeza
excluyendo los derechos de sus miembros, sino que concebía la cabeza como
delegación de la soberanía de la comunidad. Esta delegación era concedida a
través de las respectivas elecciones, en las que iba incluida la aprobación de
todo acto de gobierno. Este complejo de ideas que aparecen dispersas en el s.
xIII, se sistematizó después de 1378 en una teoría a la que globalmente se
designa como -> conciliarismo.

Fue a comienzos del s. xv cuando la discusión se centró sobre el c., como


base que pudiera restablecer la unidad de la Iglesia. Pero, en estas
circunstancias, el c. debía adquirir una estructuración distinta de la que tuvo
en la alta edad media. En el c. de Pisa (1409), los cardenales de ambas
obediencias declararon herejes a los dos papas por su intransigencia personal
en las cuestiones de la unidad de la Iglesia. Con esto quedaban depuestos los
dos papas. Los cardenales eligieron entonces uno nuevo: la Iglesia quedaba
ahora dividida en tres obediencias. El < Pisanum» se consideró a sí mismo
como c. universal, pero ya el c. de Constanza (1414-1418), que no fue
reconocido como ecuménico hasta pasado algún tiempo, puso fuera de vigor
al de Pisa, trabajando por anular las tres elecciones papales y eligiendo en
1417 a Martín v como nuevo papa indiscutiblemente legítimo. A Pisa y
Constanza acudieron también delegados de las universidades y de casi todos
los príncipes. El c. de Pisa estuvo dominado por los cardenales; en Constanza
apareció por última vez el rey romano actuando como advocatus ecclesiae.
Sin embargo, la conciencia de estar representando a todos los miembros de la
Iglesia y, por esto, de poder autorizar los propios decretos, apareció por
primera vez, con toda claridad, en el concilio de Constanza. La división de los
conciliares por naciones, división que estaba orientada en el trabajo de la
administración curial y que en sus comienzos se remonta al c. de Vienne,
determinó también un modo de votación según el cual todos los participantes
tenían igualdad de derechos.
El decreto Haec sancta del c. de Constanza todavía se discute actualmente. El
concilio, en medio de la excitación ante la fuga de Juan xxrii, sometió el
papado a la voluntad de la Iglesia representada en el c., y en el posterior
decreto Frequens lo ligó a un programa de reforma dictado por el c. Entendido
por muchos durante su redacción como mero expediente para salir de apuros
ante una situación concreta, fue considerado posteriormente por los
conciliares como una confirmación de su teoría sobre la Iglesia, teoría que, en
principio, subordinaba al papa a un c. general.

Esta cuestión no se calmaría a lo largo de todo el s. xv. En cumplimiento del


programa exigido en Constanza de celebrar periódicamente c. de reforma,
Eugenio iv convocó el año 1431 un c. general en Basilea, pero lo disolvió al
poco tiempo porque reinaba un cansancio general de c. Apelando al Haec
sancta, continuó congregada una parte del c. y se fue constituyendo poco a
poco en suprema instancia judicial y administrativa de la Iglesia. Esta
asamblea, en la que apenas había obispos y sí muchos doctores y
procuradores, se dispuso a asumir permanentemente el gobierno de la Iglesia,
actuando a estilo de un parlamento moderno. Sin embargo, con la elección del
antipapa Félix v, el año 1439, los conciliaristas de Basilea se desacreditaron a
sí mismos. Mientras Eugenio, en su c. de Ferrara (1437), que fue trasladado
después a Florencia en 1439 (hoy es considerado juntamente con el de
Basilea como el concilio ecuménico xvtz), trataba con los griegos sobre la
unión de las Iglesias, la mayor parte de las potencias cristianas se
mantuvieron neutrales, en parte por una latente actitud conciliarista, en parte
por incertidumbre. Cuando en 1449 el rey francés abandonó su neutralidad y
ante esto Félix presentó su abdicación, la asamblea, que en 1443 se había
trasladado a Lausana, se disolvió sin necesidad de ningún decreto. A pesar de
esto no quedó aún enteramente vencida la teoría conciliarista, porque, en el
pensamiento del tiempo, c. y reforma de la Iglesia permanecieron
estrechamente unidos. En esta unión el papado veía una constante amenaza a
su propia supremacía, tanto más por el hecho de que se abusó del c. como
arma política. Luis xri de Francia hizo que el año 1511 se reuniera en Pisa un
« conciliabulum», dirigido contra julio ii, que renovó los decretos de
Constanza. A decir verdad poco le costó al c. Lateranense v (1512-1517), que
enlazó conscientemente con los concilios generales convocados por los papas,
sofocar esta tentativa de restauración conciliarista.

3. Los concilios ecuménicos de la edad moderna

El xix c. ecuménico, el de Trento, se atuvo, salvo algunas variaciones, a la


estructura de los c. generales convocados por los papas en la alta edad media
y constituyó el modelo para los concilios siguientes. Fue reclamado por los
protestantes alemanes, que pensaban aún en la forma conciliar poco antes
superada, pero su éxito condujo precisamente al fortalecimiento de la
autoridad papal. La idea de una representación de la Iglesia universal no fue
admitida. Dado el número relativamente escaso de asistentes y teniendo en
cuenta la aplastante mayoría de obispos italianos, su ecumenicidad se
fundaba de nuevo en la convocación por el papa, en la voluntad constante de
sus miembros y en la autorización papal de sus decretos. Sólo fueron
invitados obispos, generales de órdenes religiosas y representantes de
congregaciones monásticas, todos los cuales votaron por cabezas, y
repretentantes de potencias seculares, cuyos enviados, sin embargo, no
tenían derecho de voto. La dirección de la asamblea la asumió desde entonces
el papa por medio de sus legados. E1 curso del Tridentino se divide en dos
períodos: la llamada «época imperial» (1545-52) estuvo orientada contra la
reforma luterana y se desarrolló en colaboración forzosa con el emperador,
aunque éste se hallaba ausente; y el segundo período (1562-63 ), por
indicación del rey de Francia, dirigió su atención más bien hacia el calvinismo.
Convocado ya el año 1536 a instancias de Carlos v por Paulo III y aplazado
antes de la apertura cuando ya estaban fijados los lugares de Mantua y
Vicenza, el c. no pudo congregarse en Trento hasta 1545, después de la paz
de Crépy; entre 1547-51 fue trasladado a Bolonia por causa del tifus
exantemático y desde 1552 hasta 1562 estuvo suspendido por haberse
sublevado los príncipes alemanes. Si se tienen en cuenta las repercusiones
inmediatas, así como la recepción de sus decretos en los distintos países,
recepción que en parte se prolongó hasta el s. xvii, este c. adquiere, aun
temporalmente, una dimensión secular. Compite en importancia con el Niceno
i.

Con la esperanza de lograr de nuevo una unión con las fuerzas protestantes
separadas, el c. acometió al mismo tiempo y desde el principio los dos
problemas capitales: fijar la doctrina tradicional y reforma general de la
Iglesia. Como a la mayoría de los padres conciliares les faltaba un concepto
claro de Iglesia, no se llegó a una exposición exhaustiva de la doctrina según
un plan orgánico. Su labor quedó limitada a medidas aisladas de reforma y
declaraciones dogmáticas con el fin de cerrar las grietas producidas en el
sistema existente por las ideas protestantes. Pero la presencia transitoria de
algunos protestantes alemanes en el c. (15511552) y por último la paz de
Augsburgo (1555) pusieron de manifiesto lo infranqueable de la escisión. En
lugar de la christianitas dividida se fue utilizando cada vez más el concepto de
catholicus (-> reforma católica y contrarreforma).

En visión retrospectiva, el c. de Trento aparece como comienzo de una Iglesia


renovada dentro de un medio ambiente nuevo. Institucional y espiritualmente
hubo que conformarse con la escisión de la cristiandad. Sobre este fondo, la
ejecución postridentina de los decretos conciliares no se hizo adaptándolos a
la tradición eclesiástica precedente, sino que, por el contrario, la tradición
quedó integrada en el corpus de los decretos, que ahora, en contra de lo
opinión de muchos padres conciliares, fue considerado como suficiente,
completo y definitivo. Pío iv instituyó una congregación para la interpretación
auténtica de los decretos; Pío v publicó una edición oficial obligando a la
observancia de los decretos, y Gregorio xiii mandó que los nuncios vigilaran
su ejecución. El prestigio de los decretos conciliares, que de esta manera
adquirieron la categoría de norma especialísima, constituyó hasta entrado el
s. xvii el llamado < sistema tridentino», que determinó también la faz de la
nueva constitución de la Iglesia. El aspecto vertical jerárquico desplazó el
carácter comunitario de la Iglesia y suprimió la función colegial de los
cardenales y del episcopado, poniendo en su lugar a las congregaciones
curiales y a las nunciaturas, con su función de supervisoras (-> curia
romana). Ésta fue una de las razones principales por las que el próximo c.
universal tardó en celebrarse más de 300 años.

El c. Vaticano I (1869-70) fue convocado, apoyándose en el Syllabus, con el


deseo de poner coto a la confusión espiritual del s. xix, que reinaba también
entre los cristianos, mediante una precisión del concepto católico de fe y de
Iglesia. Sólo llegaron a publicarse las constituciones Dei Filius, sobre la
relación entre la fe y la ciencia, y Pastor aeternus, sobre el ámbito del poder
de jurisdicción y de la infalibilidad doctrinal del papa. Debido a la guerra
franco-prusiana las tropas piamontesas ocuparon los estados de la Iglesia, y
el c. se disolvió precipitadamente, no llegando a votarse los decretos sobre la
Iglesia y las cuestiones pastorales que estaban en preparación. La definición
del primado y de la infalibilidad, considerada como parte de una amplia
doctrina eclesiológica, se quedó así en un torso. La mayor dificultad la
presentó la cuestión del primado en su relación con los derechos autónomos
de los obispos diocesanos, y la cuestión de la infalibilidad produjo una gran
alarma antes ya de comenzar el concilio. Sin embargo, esta definición no tuvo
en la época posconciliar las consecuencias que se temían. Su texto eliminó
ideas galicanas aún existentes, pero también señaló sus límites a las extremas
concepciones ultramontanas. Su contenido no fue más allá de la doctrina
clásica de los s. xiii y xvi. Muchas más consecuencias tuvo, en cambio, la
declaración sobre el episcopado universal del papa, por las proporciones
exageradas que tomó entonces el centralismo curial.

El c. Vaticano II (1962-64) no se distingue en su estructura formal ni del


Vaticano i, ni, en el fondo, tampoco del Tridentino. Convocado por Juan xxiii,
dirigido por una comisión especial y confirmado en sus decretos por la
presencia personal del papa al final de cada período de sesiones, congregó
igualmente a los obispos, los superiores generales de órdenes exentas y los
prelados con jurisdicción propia, teniendo todos derecho a voto «per capita».
Pero, a diferencia del Vaticano i, por más que éste reuniera ya en gran parte
al episcopado mundial, el conjunto de participantes del Vaticano ii ya no
ostentaba exclusivamente rasgos europeos. Y a diferencia también del
Vaticano i, en el transcurso del último c. fue admitida la presencia de laicos en
calidad de observadores (no como en el Tridentino con función de «oratores»
de las potencias cristianas). Y esta vez las Iglesias y asociaciones cristianas no
católicas aceptaron la invitación de enviar observadores.

La preparación esmerada, otra diferencia respecto al Tridentino, con el trabajo


en colaboración de la comisión preparatoria y de la correspondiente oficina
central de la curia, daba la impresión de que a los padres conciliares del
Vaticano ii no les quedaría más tarea que la aprobación oficial de los
esquemas preparados. Pero ya en la primera asamblea plenaria se impuso por
propia iniciativa una conciencia de responsabilidad colegial del episcopado,
que inmediatamente dio origen a la formación de nuevos grupos; éstos se
apoyaron en el sistema de las conferencias episcopales, que en algunos países
(Bélgica, Alemania) tenía ya más de 100 años de existencia y, para que
sustituyera a los sínodos provinciales, que no tenían ya significación alguna,
se lo transformó en una institución horozintal con propia categoría y un
limitado poder legislativo. El hecho de estar representadas las Iglesias
acatólicas obligó a que los temas fueran tratados siempre con miras a una
unión futura. Un factor decisivo fue la declaración de Juan xxiii de que la tarea
del concilio no era repetir la teología tradicional y condenar errores, sino
investigar y exponer en términos modernos la doctrina perpetua. Con esto, la
división de las tareas conciliares en dogma y disciplina que existía desde los
primeros concilios, quedaba superada por una exigencia fundamental de
carácter pastoral, y se abandonaba la posición defensiva adoptada desde el
Tridentino. Las consecuencias de este nuevo rumbo no son previsibles aún.

Odilo Engels

CONCUPISCENCIA
La c. es un dato fundamental de la antropología cristiana. P-sta entiende al
hombre como ser dotado de fuerza meramente finita, pero orientado hacia lo
infinito, de modo que por constitución lleva en sí mismo un factor de
contradicción y de tensión (entre esencia y existencia, entre -> naturaleza y
persona). Pero la antropología cristiana sabe también que este ser se halla
bajo las consecuencias del pecado (-> pecado original, --> pecado y culpa) y
por tanto vive en una profunda escisión. El hecho de esa escisión es tan
accesible y familiar a la experiencia universal del hombre, que juega su papel
en las filosofías más antitéticas (p. ej., en el -> marxismo y en el -->
existencialismo), aun cuando su explicación y fundamentación sean
totalmente diversas. Sin embargo, la concepción cristiana de la c. debe
trazarse partiendo, no de una definición puramente metafísica del hombre,
sino de la historia de la acción de Dios en la humanidad.

Ya en el AT, dentro del contexto de las manifestaciones de la conciencia


humana de pecado, aparece la idea de un poder que determina
negativamente al hombre en el orden moral, poder que es considerado como
un apetito interno, el cual, si bien no es formalmente pecado en sí mismo,
estimula sin embargo a contradecir a Dios (Gén 8, 21; Jer 17, 9 ). En la
literatura sapiencial esta idea se desenvuelve en la representación del
«instinto malo» (Eclo 15, 14), que en el rabinismo llega a presentarse como
una magnitud demoníaca. La mala inclinación, que no es deducida todavía de
una culpa general, no va inherente a la vida corporal y sensible en cuanto tal,
sino, de acuerdo con la antropología unitaria de los judíos, al hombre en su
totalidad.

Tampoco en el NT se llega a establecer una antítesis entre el apetito sensible


y el espíritu. Aun cuando Pablo se vale en ocasiones de un lenguaje dualista,
emparentado con el helenismo, el deseo (étreeu~tta) que se manifiesta en el
orden de la «carne» (a«pE), es para él expresión del orgullo impío del hombre
entero frente al poder redentor del nveGi,ac. Así, por una parte lo corporal y
sensible queda libre de todo desprecio, y por otra parte no se excluye que el
mal deseo se manifieste particularmente en el ámbito vital de lo sensible (Gál
5, 13ss; Ef 2, 3 ). Pero si el hombre entero en su constitución terrena aparece
como sujeto del apetito, éste adquiere de hecho una fuerza mucho mayor que
si se redujera al campo de lo sensible. Ante esa acentuación del carácter
antidivino de la c., tenía que pasar a segundo término la idea de su «condición
natural» y de su posible función positiva en la realización de la salvación
humana. Y, sin embargo, en el reconocimiento de la existencia de la c. aun en
los redimidos (Rom 7, 5; 8, 8; 13, 14; Gál 5, 24), así como en el hecho de
deducirla del pecado de Adán en el plano de la historia de la salvación (Rom
7, 8), germinalmente había pensamientos que llegarían a plantear la cuestión
sobre la relación de la c. con la naturaleza humana como tal (estados del -->
hombre) y sobre su forma concreta de realizarse.
En la patrística, bajo el influjo de la psicología estoica y del --> dualismo
platónico, la concepción unitaria de la Biblia quedó suplantada por una
acentuación unilateral de la realidad sensible y corpórea. Sin embargo,
Agustín, p. ej., conoce todavía la concepción unitaria cuando designa la
cupiditas como la aspiración egoísta del espíritu a lo que está fuera de Dios,
concepción que formó una línea tradicional hasta la edad media (Bernardo de
Claraval). En los padres se mantuvo viva la cuestión que acabamos de indicar
en el sentido de que, la libertad de la c. atribuida al hombre en su estado
natural, fue considerada siempre como un don preternatural de la gracia y,
consecuentemente, la c. fue entendida en sí misma como una consecuencia
natural de la estructura esencial del hombre, de modo que también habría
existido en el status naturae purae, teóricamente posible. De todos modos,
frente al -> pelagianismo, se afirmó también que en la c. no se trata de un
vigor naturae, sino de un defecto de la naturaleza misma.

Si el concilio de Trento declaró, en contradicción aparente con esta concepción


«natural», que la c. «procede del pecado e incita al pecado» (Dz 792), hemos
de advertir cómo sus palabras se hallan encuadradas en una perspectiva
histórico-salvífica, en la cual la forma concreta de la c. se presenta en
estrecha dependiera del pecado. Pero, como quiera que, aun dentro de esa
forma desarrollada con suma intensidad en la historia de la salvación, la c.
tiene como presupeusto una estructura natural, es posible seguir afirmando
esta estructura natural y, con ello, también cierta ambivalencia ética de la
misma. Lo cual permite una valoración positiva de los actos espontáneos del
apetito para la propia realización personal y una rehabilitación general de la
«sensibilidad» humana. Y, sin embargo, en la «condición natural» hemos de
ver solamente un elemento formal o estructural de la c., el cual no llega a su
plenitud material más que en virtud de la tendencia desencadenada por el
pecado. Esta tendencia sólo es comprendida rectamente si la c. se entiende
como un dinamismo, dirigido contra lo «sobrenatural», del hombre que se
afirma a sí mismo en forma absoluta. Solamente así adquiere la c. su sello
característico en la presente situación salvífica, el matiz de la oposición del
hombre que se halla bajo la acción del pecado a su destinación
«sobrenatural», a su orientación hacia lo infinito. De esa manera la c. se
convierte en un --> «existencial negativo», que estrangula al hombre en lo
relativo a su consumación, la cual es natural y sobrenatural a la vez.

Este aspecto total de la c., que parte de la resistencia contra el orden


sobrenatural, incluye también una consecuencia de orden natural, en virtud
de la cual el aspecto negativo de la c. se manifiesta en todo el orden natural
del hombre (no sólo en la esfera sensible). Efectivamente, cuando la
existencia dirigida al último fin sobrenatural se opone a él y trata de
encerrarse en sí misma, origina una frustración de su consumación definitiva
y, con ello, a la vez un efecto destructivo de la c. en el orden natural del
hombre entero. Por aquí se ofrece la posibilidad de comprender también la c.
como tendencia natural a la destrucción, de entenderla en su dinamismo
negativo contra los diversos fines naturales del hombre que busca su propia
realización, dinamismo que se manifiesta en el afán de una autoafirmación
absoluta o (como extremo contrario) en la tendencia regresiva, en el impulso
suicida hacia la muerte y en los fenómenos maniáticos. Por otra parte, no
debe exagerarse el poder de la tendencia destructiva, ni en la dimensión
sobrenatural ni en la natural. Pues bajo ambos aspectos hemos de tener en
cuenta cómo la c. no es mala en sí misma (Rom 7, 8; Dz 792), y cómo el
pecado que late tras ella no ha corrompido internamente la naturaleza. Con
relación a su dinamismo negativo en el ámbito sobrenatural, hay que sostener
que aquél está contenido por una fuerza contraria, a saber, por el desiderium
naturale, que encierra en sí la afinidad permanente del espíritu finito con el
Dios absoluto y de la voluntad humana con el bien absoluto (fin del -->
hombre). Por esta confrontación la c. del hombre experimenta una limitación
en el orden práctico. Por eso no puede en absoluto concebirse como una
magnitud fija a manera de un objeto, sino que ha de ser entendida como un
movimiento fluctuante que está atravesado y configurado de múltiples formas
por la tendencia de la -> voluntad al -> bien y por su realización en la ->
gracia (-> redención, --> predestinación). Así se comprende también la
significación positiva de la c. como fuerza agonal para el hombre, que tiene
aquí la posibilidad de una asimilación a la pasión de Cristo y, por ende, de una
cooperación en la redención. Para una forma histórica de pensar se sigue de
ahí la necesidad de superar la c. por una progresiva integración moral de la
misma mediante la gracia. Sólo que esa superación no debe entenderse como
una mera evolución inmanente, como un fin a conseguir en este mundo. Se
trata de un fin que sólo puede conseguirse pasando a través de la -> muerte.

Leo Scheffczyk

CONFESIONALISMO
«Confesionalismo» puede tener dos significaciones distintas: 1) A veces este
concepto sirve para designar los esfuerzos por unir a escala nacional o
internacional (alianzas mundiales confesionales) a Iglesias de igual confesión.
Visto así, el «c.» puede ser una etapa previa para el diálogo ecuménico (-->
ecumenismo). 2) Sin embargo, c. designa generalmente la estimación
excesiva de una tradición eclesiástica limitada frente a la herencia de la
Iglesia universal, tal como existe también en otras Iglesias, y,
consecuentemente, significa una cerrazón autosuficiente frente a estas otras
Iglesias. Aquí nos referimos a la segunda significación.

I. Iglesia y confesionalismo

La Iglesia católica no se entiende a sí misma como una confesión, es decir,


como una parcela entre otras, sino como la Iglesia única de Cristo. Por eso
tampoco puede entender como un c. que haya de ser superado el hecho de
mantenerse firmemente vinculada a su credo, es decir, a su doctrina y a las
estructuras fundamentales de su orden, pues lo que ella trata de mantener no
es un bien particular, sino la herencia de la Iglesia única. Sin embargo, es
posible y necesario hablar también de un c. católico.

En efecto, tampoco la institución que se entiende a sí misma como la Iglesia


única de Cristo puede escapar al peligro del particularismo en la doctrina y en
la vida. Ya la revelación de Dios en Cristo y su consignación en las Escrituras
sagradas están, según 1 Cor 13, como procesos dentro de la historia, bajo la
ley de lo provisional. Pero si ya el conocimiento que nos transmite la
revelación, sólo se nos comunica «como por un espejo, enigmática y
parcialmente» (1 Cor 13, 12 ), con mayor razón hay que atribuir un carácter
parcial a la profesión creyente de esa revelación por parte de la Iglesia, donde
la historicidad queda elevada a una potencia superior. Lo cual se debe a que,
por la profesión de fe, la Iglesia ha de responder a la -> palabra de Dios.
Ahora bien, esta palabra no puede repetirse sin más, sino que debe ser
traducida al pensamiento, al lenguaje y a las formas de vida de los distintos
tiempos y culturas (-> dogma, evolución de los -> dogmas, -> acomodación).
Cuando por la --> reforma protestante, primero se formaron «partidos
religiosos» dentro de la única Iglesia, y luego las comunidades nacidas de la
reforma comenzaron a fundar sus propias estructuras eclesiales, esto se hizo
así a base de símbolos particulares en los que dichas confesiones trataron de
resumir su visión del evangelio. Con ello, en la formación de estas Iglesias
alcanzaron una importancia superior el cometido de la actualización y el papel
del sujeto que reflexiona. La repercusión de ese hecho llega más allá de las
fronteras de estas Iglesias. Pues, si bien es cierto que la Iglesia católica de
momento todavía pudo seguir viviendo de la magnitud compleja de lo que
objetivamente venía transmitiéndose, sin embargo, fue cayendo en medida
creciente en la resaca de la siguiente evolución fáctica: determinó más y más
su propia posición en una reacción negativa frente a su rival confesional. Así
sufrió una restricción de su catolicididad existencialmente vivida y se convirtió
ella misma - si no en el ámbito teológico, por lo menos en el de la sociología
de la religión- en «confesión», incrementando en nueva forma su
condicionamiento histórico.

Este condicionamiento histórico afecta primeramente a la confesión como


compendio de la doctrina eclesiástica, pero más aún a la «confesión» como
magnitud sociológica. Sobre todo aquí entran siempre en juego también
numerosos «motivos extraños», p. ej., de naturaleza psicológica, social,
económica y política, que sólo secundariamente se convierten en factores de
separación. Es significativo que las Iglesias confesionales salidas de la reforma
protestante aparecen por vez primera como corporaciones del derecho
imperial alemán. Este punto de partida permanece activo en el tiempo
siguiente, como se pone de manifiesto en la lucha por la paridad social, que
ya no se calma nunca en la Europa central.

La ley de los motivos extraños actúa también donde una separación


eclesiástica no está bajo el signo de formación de un credo. En el cisma entre
la Iglesia de oriente y la de occidente este plano secundario llega a ser
genéticamente primario. Por eso el concepto de c. puede aplicarse también
objetivamente a esta serie de problemas.

II. Vías de solución

En la búsqueda de posibilidades para superar el c. hay que mentar


primeramente algunas vías que no son aceptables.

1) Un c. de todos los cristianos, es decir, una vinculación utilitaria de las


Iglesias confesionales en busca del propio provecho. Aquí aumenta todavía el
auténtico pecado del c., que es el de complacerse en sí mismo, a diferencia de
un c. ingenuo.

2) El atribuir un carácter absolutamente relativo a las confesiones, método


que tiene sus precedentes en la teología del romanticismo alemán. Según
Schleiermacher, toda idea, al realizarse, sufre una pérdida en amplitud y
profundidad. De donde se deduce que el nacimiento de confesiones es un
proceso necesario, cuya consecuencia (según Marheineke) está en que no sólo
todo ciclo cultural y todo tiempo, sino también todo individuo tiene derecho a
formar o elegir una confesión que corresponde a su carácter. Este relativismo
confesional pasa por alto que la Iglesia no entra en la historia como una idea,
sino como una realidad, y que en la cuestión de la elección de confesión no se
trata sólo de un sujeto religioso, sino también y sobre todo del objeto de la fe,
de Cristo y su obra salvadora. Y concretamente por el hecho de que las
confesiones no sólo son magnitudes complementarias, sino que contienen
además elementos contradictorios, en la decisión en pro o en contra de ellas
está siempre en juego la cuestión de la integridad de la obra salvadora de
Cristo mismo y, consiguientemente - según el conocimiento de la verdad-,
también la salvación eterna.

3) Tampoco la teoría anglicana de las ramas, según la cual :as confesiones


serían ramas que crecen en paz mutua sobre el árbol uno de la Iglesia, hace
justicia a la seriedad de la rotura.

4) La teoría de la fragmentación, que viene igualmente de la teología


anglicana, toma desde luego en serio la rotura, pero no deja suficientemente
a salvo la imperdible unidad orgánica del Cristo místico.

III. Bases para la superación del c.

Una auténtica superación del c. debe comenzar ante todo por una reflexión
acerca de la función de la confesión misma. Si es cierto que la confesión
constituye un esfuerzo subjetivo por comprender el mensaje de salvación,
también lo es que todo sujeto de esa confesión debe entenderse siempre
como un sujeto social (cf. la etimología de homologia y con-fessio).
Originariamente toda confesión tuvo a la postre carácter ecuménico, pues su
objeto era poner de manifiesto la coincidencia de una comunidad determinada
con la totalidad de los creyentes. Por eso no hay título legítimo para una
tendencia que conceda un carácter absoluto a una limitada tradición eclesial
en nombre de un credo.

A la Iglesia católica se le plantea la exigencia de crear espacio en su teología y


en su vida para la plenitud de las experiencias 1 cristianas, que Dios concede
a las otras Iglesias. Ella puede hacerlo porque también 1 - y en la medida en
que - en las otras Iglesias se mantiene como base común la confesión
fundamental: «Jesús es el Señor.» «Nadie puede decir: Jesús es el Señor,
sino por el Espíritu Santo» (1 Cor 12, 3). Dondequiera, pues, se conserve esta
confesión fundamental, sigue actuando el Espíritu Santo y, por tanto, nosotros
podemos confiar en él y en los dones que hace a los hermanos de otras
confesiones. Por otra parte, tendremos que preguntar a los separados si en
sus credos tiene entera validez el contenido objetivo de esta fórmula, es decir,
el señorío de Cristo en su Iglesia, en sus -> sacramentos y ministerios, frente
a los órdenes del mundo. Esa común profesión fundamental de fe, y más
todavía la conciencia de la subsistencia común en el fundamento real de la
Iglesia - del cual los documentos del Vaticano 11 no excluyen a las demás
comunidades cristianas -, fundan la posibilidad y el deber de una acción
común de las Iglesias confesionales ante el mundo de la diakonía, martyría y
leitourgía. Pero la última y más profunda superación del c. sólo puede darse
por la participación de las Iglesias en la cruz de Cristo: lo que en ellas es
pecado, lo que está humanamente condicionado debe ser entregado a la
muerte (cf. 1 Pe 2, 24). La revelación de la pasión y muerte de Cristo en el
cuerpo de la Iglesia (cf. Gál 6, 17; 2 Cor 4, 10) se convierte así en nota
ecclesiae, en signo de verdadera catolicidad.

Ansgar Ahlbrecht

CONFIRMACIÓN
I. Cuestiones acerca del método

La mayor parte de los estudios sobre la c. no llegan a convencernos, pues,


con harta frecuencia, se abordan los problemas en una perspectiva demasiado
estrecha. Desde comienzos de la edad media los teólogos escolásticos se
esforzaron en definir la naturaleza propia de la c., en oposición al bautismo y
eventualmente también a la eucaristía (a causa del salmo 103, 15: «panis cor
hominis confirmat»), por el análisis de los frutos de este sacramento (cf., p.
ej., Lynch). Este método se basa en «axiomas» de una teología sacramental
excesivamente pobre, en la cual los sacramentos son considerados con
demasiada exclusividad como «instrumentos de la gracia» y se acentúa
insuficientemente que ellos son «misterios salvíficos de la Iglesia» y, además,
se establecen diferencias excesivas entre las gracias llamadas
«sacramentales», sin resaltar cómo hay una sola fuente primigenia de toda --
> gracia, sea sacramental o no lo sea. Teniendo en cuenta que toda gracia
está necesariamente contenida en la presencia salvadora de la Trinidad y, por
tanto, ha de ser entendida como una realidad salvífica que desciende del
Padre, según la imagen del Ojo y por la virtud perfectiva del Espíritu, la
actividad propia de los sacramentos en general y de la c. en particular ha de
ser considerada como algo inseparable de esta dinámica amorosa de las tres
personas divinas, tal como está atestiguada visiblemente y realizada
sacramentalmente en la oración litúrgica de la Iglesia (= celebración del
misterio de la salvación).

Hemos de elaborar además una teología de la c. en la que se tome en


consideración el hecho de que la c. es uno de los tres sacramentos de la
iniciación cristiana (los cuales por la consagración y la misión constituyen
todos juntos la plenitud de la existencia cristiana) y, en consecuencia, estos
tres sacramentos de iniciación, puesto que nos comunican la acción salvífica
del Padre en el Hijo por su Espíritu, deben ser estudiados necesariamente en
su unidad orgánica. Finalmente, respecto de la confirmación el NT y la
tradición, lo mismo litúrgica que teológica, presentan una armonía notable
(descuidada a menudo en la reflexión técnica) en relación con el hecho central
de que la c. nos confiere ante todo el «don del Espíritu Santo». Esta verdad
precisamente debe guiar nuestra reflexión más que ninguna otra y llevarnos a
los dominios de una teología sacramental, eclesiástica y trinitaria.

II. Los datos de la revelación

1. La Escritura

Será, por tanto, insuficiente fundar nuestro estudio sobre la c. en los escasos
textos de los Hechos que atestiguan probablemente la existencia de un rito
todavía muy rudimentario en el tiempo apostólico: oración, imposición de
manos, don del Espíritu Santo, atestiguado también por el carácter
carismático de la Iglesia primitiva (Act 8, 12-17 y 19, 1-7; Heb 6, 2 es menos
seguro). Una teología bíblica de la c. se apoya necesariamente en la teología
del dinamismo salvífico del -> Espíritu Santo como don mesiánico (doctrina
del AT) del Señor resucitado (Jn 19, 30), comunicado corporativamente a la
Iglesia naciente (Act 2, 1-47), universalmente a las naciones (Act 10-11, 18 =
pentecostés de los gentiles) e individualmente a cada fiel (p. ej., Act 1, 7-8:
tema central del libro de los Hechos). Deberemos seguir la Escritura allí donde
se remonta hasta el misterio de la --> encarnación como misión del Padre y
tipo de nuestra nueva existencia. En efecto, en el bautismo de Juan, Cristo fue
entendido y consagrado como profeta y Mesías; él predicó, hizo milagros y
oró, murió (Heb 9, 14) en y por la virtud del Espíritu (cf. sobre todo Lucas).
Finalmente, una reflexión teológica sobre estos ricos y múltiples datos bíblicos
(con lo cual la «economía» nos introduce en la «teología») nos permite
reconocer su faz propia y, por ende, comprender mejor lo que puede significar
en el NT la expresión tantas veces repetida de que el Espíritu nos ha sido
«dado», ya que él es el don por excelencia del Señor resucitado.

Es evidente que, para el NT, la actividad propia del Espíritu sostiene y mueve
toda existencia cristiana desde el nacimiento de la fe. I. de la Potterie,
recogiendo una tradición muy antigua, ha hecho ver que la «unción» del
cristiano (2 Cor 1, 21s; cf. Ef 1, 13; 1 Jn 2, 20 27) no tiene significación
ritual, sino espiritual, guardando una relación de analogía con la unción de los
profetas en el AT y la unción profética de Cristo (Lc 4, 18; Act 4, 27; 10, 38;
Heb 1, 9). Pablo la considera en su relación con el sello del bautismo,
mientras Juan descubre su influencia en todo el desenvolvimiento de la vida
cristiana por la fe que precede (1 Jn 5, 6), acompaña (Jn 19, 34-35) y sigue
(3, 5) a la recepción del bautismo cristiano. «Esta unción divina significa la
acción de Dios que suscita la fe en los corazones de los que oyen la palabra de
la verdad» (I. de la Potterie, 120). Esta fe es «confirmada» por el Espíritu. No
estará de más notar de pasada que la idea de gratia ad robur no es del todo
extraña a la tradición apostólica y postapostólica, sin que por ello sea
exclusivamente atribuida al Espíritu (1 Cor 1, 6ss; 2 Cor 1, 21s, Col 2, 7; Fil
1, 7; 1 Clem 1, 1, 2; IgnMagn 13, 1; PolyK 1, 2). Si es menester renacer por
el agua del bautismo, también hemos de renacer por el Espíritu, es decir, por
la fe en la palabra (Jn 3, 5; 19, 35; 1 Jn 5, 6-8). Esta doctrina corresponde
perfectamente a la de los sinópticos sobre la necesidad de la fe para la
salvación eterna.

El Espíritu es también la fuente de nuestra caridad (Rom 5, 5; 1 Cor 13).


Anima nuestra oración (Rom 8, 16; Gál 4, 6). Es la fuente de los carismas (1
Cor 12, 4-12) por los que «edifica» la Iglesia (1 Cor 14, 4; 12 26) y la
consagra como templo de Dios (1 Cor 3, 16; Ef 2, 22) en la «comunidad» (Ef
4, 3; Fil 2, 1). Él es verdaderamente el alma de toda existencia cristiana (Gál
5, 25; 6, 9; Rom 8, 9, 13; Ef 4, 30). Por la fe está ya presente en el bautismo
(1 Cor 6, 11; 2 Cor 1, 22; Tit 3, 5) y en la eucaristía (1 Cor 12, 13 ), tradición
que la Iglesia antigua conservó en la práctica de la epíclesis.

Esta doctrina muy rica y matizada no impide al NT distinguir el bautismo de la


c. El bautismo está puesto en relación únicamente con la salvación, la
remisión de los pecados, la nueva creación, la entrada en la Iglesia
(circuncisión) y, sobre todo, con la pertenencia a Cristo. La c., por lo
contrario, está referida únicamente al «don del Espíritu», cuya naturaleza
queda definida ante todo por la experiencia del primer pentecostés: Sería, sin
embargo, equivocado querer separar estos sacramentos como dos entidades
distintas. Es evidente que, para la Iglesia primitiva, forman juntos un solo rito
de iniciación (Act 10, 44-48). Teológicamente, dependen ambos del misterio
inicial del bautismo de Cristo en el Jordán (Jn 1, 19-34).

Por lo demás, sobre todo para Pablo, la vida cristiana es inseparablemente


vida en Cristo y en el Espíritu.

2. La liturgia

a) La confirmación como parte integrante del rito de iniciación. Durante los 11


primeros siglos, la c. forma parte, con el bautismo, del rito solemne de
iniciación celebrado la noche de pascua y de pentecostés. No siempre es fácil
ni, probablemente, tampoco justificado, determinar a cuál de los dos
sacramentos se refiere un rito particular (p. ej., la discusión sobre la segunda
unción). Los principales ritos de la c. son la imposición de manos con la
epíclesis, la unción y la consignación sobre la frente con el signo de la cruz
(alusión al signo Tau de Ez 9, 4).

La Traditio Apostolica, de Hipólito de Roma, nos atestigua la importancia


central de la imposición de manos en la Iglesia romana (y quizá también en la
alejandrina) del s. III. Hacia esta época, la imposición de manos es
reemplazada en oriente por la unción con el óleo perfumado y sagrado
(myron), excepto en Egipto. El mismo fenómeno se da en Italia del Norte, en
las Galias y en Irlanda. La imposición de manos parece mencionarse raras
veces en África y España. Cuando la liturgia romana se difunde por Europa
(época de los «sacramentarios» y « ordines»), la unción parece predominar a
veces sobre la imposición de manos (influencia franca), si bien, en el s. xi,
puede identificarse una restauración pasajera del rito antiguo (imposición de
manos sobre todos en general o en particular, tocando al confirmando). El
origen de la unción como rito de la c. es desconocido. Es probable que
contribuyera a su introducción la interpretación ritual de los textos antes
discutidos. Tal vez para los pueblos de Europa la imposición de manos fuera
un gesto menos expresivo. En este contexto, la unción prebautismal de la
antigua Iglesia siria (inmediatamente cercana a la de Palestina) no era
considerada como un exorcismo, sino probablemente como una consagración
del catécúmeno por el Espíritu de la fe.

b) La confirmación como rito separado. Hacia el s. xi se forma una liturgia


propia para la c., sobre todo en occidente, donde el obispo sigue siendo su
ministro ordinario. La multiplicación de las parroquias dificulta la unión de la c.
con el bautismo, sobre todo en el bautismo de niños. Entretanto, la unción de
la frente con el santo crisma y la «consignación» se habían fusionado en un
solo gesto ritual, unido a veces a la imposición de la mano (así en Alcuino: Dz
419, 450). En un esfuerzo de unificación litúrgica, Inocencio vtir impuso en
1485 el pontifical de Durando de Mende (entre el 1293 y el 1295), ya
ampliamente difundido. Después de la edición de este pontifical el año 1497,
desaparece totalmente la imposición de manos; esta práctica queda
confirmada por el concilio de Florencia (Dz 697) y por la reforma tridentina.
En occidente se hace general el rito de la «alapa», que probablemente tiene
origen germánico. En 1752, Benedicto xtv introduce nuevamente la imposición
de manos en el momento de la unción (apéndice de su pontifical). León xiii y
la editio typica del pontifical de 1929 describen el rito de manera muy clara:
«per manus impositionem cum unctione chrismatis in fronte» (CIC can. 780).
La imposición de la mano parece ser considerada actualmente como rito
principal (AAS 27 [1935], p. 16). El concilio Vaticano ii ordena la restauración
de la liturgia de la c. como rito de iniciación cristiana y permite administrarla
durante la misa (Const. lit., 71).

El testimonio dogmático de la liturgia queda manifestado sobre todo en sus


oraciones, expresión, según el Aquinate y toda la tradición medieval, de la fe
de la Iglesia. La liturgia antigua describía el sentido de la c. particularmente
en la epíclesis. Is 11, 2 fue citado desde los primeros siglos. El oriente ha
permanecido fiel a una fórmula consecratoria que data del s. iv: Eqppayís
BWpéoaQ nveú~t«Tos 'Aytov. 'A[.~v. Al principio el occidente conoció
fórmulas similares. Hacia el s. x se difundió la fórmula sacramental usada
hasta hoy: «Signo te signo crucis (antigua consignación) et confirmo te
charismate salutis in nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti. Amen.» Diversas
oraciones, algunas de ellas muy antiguas, exponen la doctrina del don del
Espíritu Santo.

3. La evolución doctrinal

Sin querer defender con G. Dix y L. Bouyer una ruptura entre la patrística y la
escolástica, no podemos negar que la teología de la c. presenta en estas dos
épocas y por razones diversas rasgos bastante diferentes. Los padres exponen
generalmente su doctrina en el curso de las grandes catequesis, preparatorias
a la noche pascual, cuya unidad litúrgica respetan con toda naturalidad. Su
intención es pastoral y espiritual. La verdad central de que la c. nos da el
Espíritu les basta, tanto más cuanto que su teología respeta más la
peculiaridad de las personas divinas. En ricas alegorías sobre los textos
bíblicos que mencionan el Jrisma o la sfragis, elaboran una amplia doctrina
acerca de la presencia y actividad del Espíritu en las almas. La escolástica
incipiente, al abordar por vez primera el tema de la c. se encuentra un tanto
desamparada. Todo su esfuerzo de reflexión teológica parece centrarse en la
especificación de la gracia sacramental propia de la c., en oposición al
bautismo y a la eucaristía. El círculo en torno al PsMelquiades tiende a resaltar
en demasía la importancia de un aspecto secundario de la tradición antigua, la
famosa gratia ad robur, cuando no se conforman con un simple augmentum
gratiae. Y por desgracia son precisamente estos dos aspectos los que el
Maestro de las sentencias resume en su IV Sent. d. 7. Sin embargo, sería
falso e injusto reducir a estos pobres datos toda la teología escolástica sobre
la c. La tradición acerca de «la plenitud del Espíritu» (Is 11, 2), conservada
especialmente en la liturgia, sigue irradiando con la misma fuerza. La doctrina
del carácter permite a la alta escolástica profundizar el aspecto eclesiológico y
cultual de la c. Los grandes temas patrísticos sobre el sacerdocio real (1 Pe 2,
5) y sobre la analogía entre la unción de Cristo, la venida del Espíritu Santo en
pentecostés y la unción de los fieles al recibir la c., tantas veces ausentes de
la «teología escolar», se han puesto de relieve cada vez más, sobre todo en
los últimos cincuenta años, aun cuando esto se deba a motivos de la época (-
> acción católica, emancipación de los laicos, etc.).
4. La evolución doctrinal en los textos del magisterio eclesiástico

a) Doctrina general. El magisterio eclesiástico confirmó la doctrina teológica


en el concilio de Florencia, en el decreto de unión con los armenios (Dz 695,
697, que constituye un resumen del tratado De fide et sacramentis de Tomás
de Aquino), y en el concilio de Trento (Dz 844, 852, 871ss); el CIC, can. 780-
800 ofrece un resumen de dicha doctrina. La c. es uno de los siete
sacramentos (Dz 52d, 98, 419, 424, 465, 669, 697, 871).

Como el bautismo y el orden, imprime carácter sacramental (Dz 695, 852,


960, 996).

b) El ministro. En oriente, el presbítero es el ministro ordinario desde el s. iv,


pero la consagración del myron sigue reservada al obispo, preferentemente al
patriarca. Entre los s. iv y viir hallamos en occidente testimonios de donde se
desprende la posibilidad de una delegación a un presbítero, pero sólo en caso
de necesidad o por decisión especial (Mansi iv, 1002, ix, 856). La Iglesia de
Roma ha considerado al obispo como el ministro ordinario, y prescribió esta
práctica primero para las diócesis suburbicarias (Inocencio i: Dz 98; Gregorio
i: PL 77, 677, 696; Gelacio i: PL 59, 51), y más tarde para todo el occidente,
en parte bajo el influjo de falsas decretales. Esta disciplina se hizo tan común
(gracias al Decreto de Graciano y a P. Lombardo), que pronto se planteó la
cuestión de la necesidad de una delegación pontificia para la licitud y hasta
para la validez de una c. administrada por un simple sacerdote. Desde el s.
xIII (misiones de Asia) hasta Pío xti (ASS 38 [1946], p. 349-358: delegación
del párroco en caso de peligro de muerte), los pontífices romanos han
mantenido este privilegio (confirmado por el concilio de Florencia: Dz 573,
697 ). Después del concilio de Trento los teólogos llegaron a plantearse la
cuestión de si era válida la c. administrada en oriente por un sacerdote. Se la
creyó inválida, sobre todo para las regiones con relación a las cuales se
suponía que no existía una delegación pontificia (Dz 1459, nota 2), como en el
caso de los ítalo-griegos (Dz 1086, nota 1; Dz 1458). Benedicto xiv reconoció
la validez de las c. orientales en los otros países de oriente «ob tacitum
privilegium a Sede Apostolica illis concessum» (De syn. disquis. vii, 9), cosa
admitida hoy generalmente por los teólogos (cf. p. ej., las discusiones
preparatorias al Vaticano r: Mansi 49, 1115, 1127, 1162, 1165), y ratificada
ahora por el Vaticano rz (De Oecumenismo n. 16; De Eccl. orient. n. 13). En
el mismo decreto se atribuye a los sacerdotes de rito latino la facultad de
administrar la c. a los fieles de rito oriental guardando las normas del derecho
(De Eccl. orient. n. 14; CIC, can. 872, S 4; SC Orient., decreto de 1-5-1948).

c) El sujeto es todo cristiano bautizado en estado de gracia (CIC can. 786). La


cuestión pastoral más discutida es la de la edad en que ha de administrarse la
c. No existe uso común en la Iglesia universal. El oriente administra el
bautismo, la eucaristía y la confirmación apenas nace el niño, ateniéndose con
ello a la unidad y estructura del rito de iniciación. En España, Portugal y sus
antiguas colonias la c. se administra algunos años después del bautismo. La
edad media la retardó a veces hasta los 15 años (Dz 437), uso mantenido
después del concilio de Trento (entre los 7 y los 11 años). Después de la
revolución francesa algunos países de Europa retrasaron la c. hasta los 12
años; y, a partir del decreto de Pío x de 1910 sobre la comunión hacia los 7
años, la unieron con la llamada «comunión solemne». Roma se esfuerza
prudentemente, a través de diversas instrucciones de las congregaciones
romanas, por restablecer el antiguo orden de la iniciación y poner la c. hacia
los 7 años (CIC c. 788). Se trata únicamente de una cuestión de pastoral
litúrgico y sacramental. Sin género de duda es importante restaurar el orden
de la iniciación, y, sobre todo, reservar a la eucaristía la consumación de la
iniciación en la unidad del pueblo de Dios en torno a su Señor. Pero es
también cierto que en algunos países existen razones graves de pastoral para
retardar la c. hasta el principio de la edad adulta. El Vaticano ri se abstuvo
prudentemente de dar una ley general.

d) El signo sacramental. Para la unción, la Iglesia occidental emplea el santo


crisma, que se compone de aceite de olivas y bálsamo (Dz 419, 450, 697,
872, 1458); en cambio, la Iglesia oriental mezcla a veces en el myron hasta
40 substancias aromáticas. El santo crisma es consagrado, únicamente por el
obispo (Dz 93, 98, 450, 571, 697, 1088). Anteriormente hemos visto la
evolución de los ritos de la imposición de manos (Dz 424, 1963) y de la
unción (Dz 419, 450, 697 ), así como de las palabras sacramentales en
oriente y en occidente.

e) Carácter y gracia peculiar de la confirmación. El magisterio eclesiástico no


ha querido precisar la doctrina sobre el carácter. Respecto de la gracia, ha
seguido las fluctuaciones doctrinales de los teólogos. La c. da el Espíritu (Dz
98, 450), es un nuevo pentecostés (Dz 697) y perfecciona el bautismo (Dz
52d, 695). En la edad media el magisterio acentuó más que nada el aumento
de la gracia y la gratia ad robur (Dz 419, 695) para confesar la fe (Dz 697).
Cabe concluir que el magisterio deja ancho espacio a los teólogos en la
interpretación especulativa de la esencia de este sacramento.

III. Teología de la confirmación

1. Las dimensiones salvífícas de la c.

Ya hemos subrayado los aspectos fundamentales de la c. Es el «don del


Espíritu Santo», y, por ello, un nuevo pentecostés. Como sacramento de la
consagración en la iniciación cristiana, acaba el bautimo y prepara
normalmente para la plena comunión eclesiástica en la -> eucaristía. Toda
teología de la c. debe esclarecer y fundamentar estos tres elementos
constitutivos.

El Espíritu se reveló a sí mismo al constituir en pentecostés la Iglesia


primitiva, la cual es esencialmente «Iglesia del principio» y, por eso, imagen
ejemplar para el futuro. En la experiencia de pentecostés el Espíritu manifestó
la naturaleza de su misión salvífica, como «promesa del Padre» y «don del
Cristo muerto y resucitado», y con ello dio a conocer implícitamente la
peculiaridad intratrinitaria de su persona. En efecto, una persona divina no
puede manifestarse en su misión salvífica sin mostrar en cierto modo su
fisonomía propia en el misterio de la Trinidad. Al revelar en su obra lo que ella
es «para nosotros», no puede menos de dejar entrever lo que es «en sí» y
«para sí». Si anteriormente los teólogos hablaron con excesiva precisión sobre
el «en sí» de las personas divinas, hoy caemos en la tentación de considerar
únicamente su «para nosotros». Ambos aspectos guardan entre sí una
dialéctica que debe mantenerse plenamente.
En la Iglesia apostólica el Espíritu Santo no posee una obra que le sea
exclusivamente propia, él consuma la obra del Padre en Cristo. Pero ¿cuáles
son las dimensiones de esta consumación? La primera es sacarnos fuera de
nosotros mismos en el testimonio, uno de los aspectos mejor conservados en
la tradición teológica. Esta fuerza de testimonio va más allá de las técnicas de
apostolado, gobierno y organización. Lleva consigo toda la amplitud de aquel
acontecimiento (consuelo, paz, persuasión, amor, etc.) que libera a la persona
humana para su propia esencia y para una profunda solidaridad con los
demás. Estas relaciones interpersonales quedan purificadas, intensificadas y,
a la vez, completamente renovadas (dialéctica entre lo natural y lo
sobrenatural) por el impulso del Espíritu que nos une a todos en su «
comunidad». Pero esa dimensión «para los demás» es dialécticamente
inseparable de nuestro «en sí». El Espíritu nos lleva, pues, al interior de
nosotros mismos. Él perfecciona nuestra participación en la existencia del Hijo
y nos dirige así al Padre, fuente transcendente e inmanente de vida divina y
de salvación. Por la gracia el «en sí» y «para sí» de cada uno se encuentra
realmente «en Dios», fuente interior que vivifica continuamente el misterio de
nuestra persona y de su comunidad con los otros. En suma, la gracia del
Espíritu consiste en una interiorización cada vez más profunda y en una
exteriorización a través del testimonio y de la profecía, dos aspectos por los
que se realiza nuestra participación en la existencia de Cristo y nuestro
encuentro con el Padre. Así descubrimos cómo la c. consuma el bautismo. El
bautismo en efecto nos une a Cristo, comunicándonos la gracia fundamental
de ser «los siervos en el Siervo y los hijos adoptivos en el Hijo». La c. realiza
y perfecciona este acto salvífico en la dialéctica de la unión mística y del
testimonio.

En el plano de la historia de la salvación, el bautismo hace operantes para


nosotros la muerte y la resurrección del Señor, y la c. nos comunica la gracia
de Pentecostés. En el fondo, la necesidad de la c. estriba en la necesidad de la
venida del Espíritu Santo en relación con la acción salvífica de Cristo. En otros
términos, las relaciones entre el bautismo y la confirmación derivan de las
relaciones entre resurrección y pentecostés en el plano de la historia de la
salvación. Así, el bautismo y la c. son verdaderamente misterios y actos
salvíficos de Dios, manifestados y realizados sacramentalmente en la Iglesia,
y hechos operantes con relación a una determinada persona, la cual queda
incorporada con ello a la comunidad del pueblo de Dios. Por eso se los puede
llamar sacramentos constitutivos, ya que por la consagración y la misión
«constituyen» a un hombre en miembro de la comunidad salvífica, formada
por Cristo y su Espíritu.

Aquí se inserta la doctrina sobre el carácter sacramental. Acerca de este punto


existen diversas sentencias entre los teólogos. La doctrina tomista de la
ordinatio ad cultum conserva su valor. Se ha olvidado que el carácter
(sacramentum et res) poseía primitivamente como «signo» un aspecto visible.
Tal vez se han exagerado sus estructuras ontológicas. Nosotros preferimos
devolver al carácter sacramental su antiguo aspecto de signo.
Existencialmente el carácter se funda en la fidelidad divina (razón
fundamental de que el sacramento no pueda repetirse), manifestada
visiblemente y atestiguada a la vez por la Iglesia en el acto sacramental. En el
hombre, este carácter implica tres dimensiones en un orden de interioridad
creciente: en el plano de la Iglesia visible, un complejo de derechos y
deberes; en el plano de la Iglesia sacerdotal (la idea de culto), una misión
determinada por la que se participa de la misión sacerdotal de Cristo; y en el
plano de la Iglesia espiritual, una consagración a Dios. Estos tres aspectos
están ligados unos a otros y finalmente a la gracia sacramental por la
dialéctica del símbolo y su realización (sacramentum et res). Así la c. nos
concede ante todo la plenitud de derechos de un miembro de la Iglesia. Este
estado jurídico significa y realiza una misión real por la que se participa del
sacerdocio de Cristo (sacerdocio real de los fieles). Esa misión significa y
realiza una consagración (la unión del Espíritu). Y la consagración significa y
realiza nuestra santificación por la gracia del Espíritu. Sobre todo bajo este
aspecto sería funesto separar totalmente la c. del bautismo. Los dos juntos
forman la totalidad de nuestra iniciación cristiana en la única salvación «en
Cristo» y «en el Espíritu» operada por el Padre.

2. Comparación con las opiniones teológicas conocidas

La tradición teológica ha mantenido esta verdad, aunque a menudo en una


formulación demasiado estrecha y «cosista». En el contexto más amplio de
una sana teología «del don del Espíritu», comprendemos mejor cómo la c.
puede «aumentar» la gracia del bautismo y conferirnos una gratia ad robur in
protestatione fidei. Algunos definen la c. como el sacramento de la madurez
cristiana. Esta definición es válida si no la entendemos en un sentido
inconscientemente biológico o psicológico, sino dogmático, como plenitud
cristiana en el Espíritu. En el mismo orden de ideas comprendemos la
importancia de la c. para la emancipación espiritual de los laicos. La c., en
efecto, perfecciona la consagración del bautizado para el sacerdocio real de
los fieles. Y es igualmente importante para los sacerdotes y obispos, que
siguen siendo esencialmente «fieles». Pues el orden no es un sacramento
constitutivo como el bautismo y la c., sino que él confiere a determinados
fieles dentro del pueblo de Dios una consagración y misión funcional con
autoridad profética y santificación ministerial. Un sacerdote no queda
«constituido» en un estado superior al de los fieles, sino que está ordenado
para el servicio de la comunidad y de Cristo.

Piet Fransen

CONOCIMIENTO, METAFÍSICA DEL


I. El problema de cómo el conocimiento se conoce a sí mismo

1. La percepción cognoscitiva del propio c. y el escepticismo

La cuestión filosófica acerca de la «esencia» del c. tiende también al c. (a


saber, a que el c. se conozca a sí mismo). Si tal cuestión es presentada como
una pregunta inteligible y lógica, con ello no sólo queda anticipada a manera
de reconocimiento la posibilidad del c., sino que tal pregunta se ha tomado ya
a sí misma por c. y ha comenzado a realizar la esencia del c. Plantear el
problema del c., y resolverlo negando que éste sea posible bajo cualquier
sentido, significa, por una parte, que se entiende y sabe lo que es el c., y, por
otra parte, que este «algo» del c. no existe y, por tanto, que el problema del
c. no sólo es insoluble, sino que ni siquiera puede plantearse como problema.
Consecuentemente, el - escepticismo absoluto se destruye a sí mismo; su
contradicción intrínseca ha sido demostrada constantemente en el transcurso
de la historia de la filosofía, y de una forma ejemplar por Agustín (Contra
Acad.; Sol ii, 1, 1; De vera rel. 39, 73; De civ. Dei xl, 26; De Trin. x, 10, 14;
DESCARTES, Meditationes de prima philosophia; KANT, Lógica, intr. x). La
decisión del espíritu de renunciar a todo c. de lo real no lleva a la
concentración en la tranquila posesión de sí mismo, sino que constituye una
renuncia a sí mismo y una autodisolución del espíritu.

En efecto, éste se queda despojado de toda realidad y reducido a la pura nada


sino conoce en verdad lo que está dotado de realidad y lo que él mismo es en
tal c. de lo real. No puede, en cambio, dudarse de la legitimidad del
escepticismo relativo del c. frente a todas las formas particulares bajo las
cuales éste se presenta de hecho con la pretensión de ser objetivo, y frente a
la reflexión de las diversas formas del c. sobre sí mismas. Efectivamente,
también esta autorreflexión corre el peligro de que, en lugar de investigar el
fundamento de su validez y de demostrar así su propia legitimidad, se quede
ingenuamente en la mera reflexión, en el ->dogmatismo teórico, que
considera inmediatamente válidas las diversas clases de c. Son por tanto
legítimas las preguntas, nacidas de ese escepticismo, acerca de la estructura
especial de las distintas formas de c., sobre los límites de cada una de ellas y
sobre la peculiaridad de las fuentes que las hacen posibles. Pero todas estas
cuestiones se hallan unidas en la pregunta fundamental que las mueve, en la
pregunta por el alcance, la esencia permanente y el origen unificante de todo
c. en cuanto conocimiento.

2. Doctrina del conocimiento como lógica de la ontología

Así, pues, tan intrínsecamente contradictorio como el escepticismo absoluto es


el hecho de que, por el deseo de encontrar una solución realmente positiva,
se plantee esta cuestión fundamental del c. desde una posición exterior a él, o
sea, el intento de «querer conocer... antes de conocer». Pues «la
investigación del c. sólo puede hacerse conociendo». Por esto, Hegel ha
resaltado con todo énfasis cómo en todo preguntar cognoscitivo acerca del c.
se da un c. de sí mismo (Enciclopedia, 1830, § 10), en un reproche contra la
filosofía crítica inaugurada por Kant, reproche demasiado radical para que
pueda sostenerse. La «carencia absoluta de presupuestos> en el esfuerzo por
llegar al c. es una exigencia que, bien entendida, sólo puede significar que el
c. no presupone en su proceso nada que no sea él mismo (cf. o.c. 78), que
únicamente admite aquellos prespuestos que están implicados en el c. como
tal y en sus formas particulares. Esos presupuestos tiene que aceptarlos el c.
como sus propios elementos constitutivos. Pero Hegel no ha hecho sino decir
a su manera aquello de que la filosofía occidental ha sido consciente desde
sus inicios, a saber, que la pregunta del espíritu acerca de lo que es, siempre
contiene simultáneamente la pregunta de qué es el c. de lo real y de qué es el
espíritu mismo en ese c. de la realidad. Con todo la pregunta sólo ha pasado
explícitamente a primer plano con el giro del pensamiento hacia la - filosofía
transcendental en la edad moderna.

El «no saber» socrático y platónico como un no haber conocido todavía al


principio de todo c., incluso al principio del c. filosófico y del mismo c. del c.,
no consiste en el pleno aislamiento del espíritu respecto a lo que realmente
«es» y debe hacerse presente en el c., sino que constituye el principio de ese
hacerse presente cognoscitivamente. Es una presencia latente pero ineludible
de lo que ha de conocerse, es una ignorancia que (todavía) conoce o un
conocer que (todavía) no conoce. La empresa posterior de una «teoría del c.»,
la cual querría edificarse antes de todo c. e investigar la posibilidad de que el
«sujeto» encerrado en sí mismo pueda salir de la inmanencia en su -->
«conciencia» y llegar al c. de un «objeto» transcendente para él, a la
«realidad», al «ser», así como el modo de hacerlo, fracasa en sus comienzos.
Pues la esencia del espíritu consiste en su relación pensante (intencionalidad)
hacia lo existente, en ser la palabra (logos), la lectura (inteligencia), la
coordinación (razón) de los entes, y, por tanto, = ser la más primigenia «
ontologia»; y consiste además en llevar esta relación del pensamiento al ser
(relación que es el espíritu mismo) desde la universalidad indeterminada del
pensar a la determinación del c. Pero el espíritu no podría llegar a ese c. como
presencia concreta de lo que es, y a la vez como determinación del msimo
espíritu, si él por esencia no estuviera ya en el ser, como presencia de éste
ante sí mismo. Y ese «estar en el ser» en general, que constituye la
naturaleza del espíritu en su realización más primigenia como pensamiento,
no alcanzaría su perfección si aquél, a través de las fases de su determinación
como estadios de c., no terminara llegando a sí mismo, al conocimiento de sí
mismo.

Este estar en la cosa y por ello en sí mismo es el más alto sentido metafísico
tanto del ser como del espíritu; ahí se da la verdad como presencia y, en su
más profunda y sublime determinación, como epifanía ante sí misma. El
planteamiento radical del problema del c. conduce, pues, a la pregunta
fundamental de la metafísica y de la ontología. La doctrina filosófica del c. se
presenta así como el aspecto «lógico» de la ontología metafísica, como la
«lógica» de la ontología. Y una doctrina del c. que pretenda explícitamente no
ser ontológica y ser antimetafísica, lo único que hace es silenciar implicaciones
ineludibles de una ontología y metafísica germinalmente segura y capaz de un
desarrollo explícito.

3. Lógica formal y gnoseología o lógica real

La doctrina filosófica del c., que en el fondo es la «lógica» de la --> ontología,


como -> lógica «material» o «real» se distingue de la lógica formal por el
hecho de que ésta sólo busca las «reglas formales» de todo pensamiento en
cuanto expresado. Es decir, la lógica formal estudia las leyes por las que el
pensamiento expresado en el lenguaje relaciona y vincula entre sí sus posibles
contenidos (en la formación del concepto, en el juicio, en el raciocinio), para
lograr la conformidad consigo mismo mediante esa vinculación, para ser
lógicamente «verdadero» o «exacto». La lógica formal abstrae de la
objetividad de sus contenidos, de la relación de lo expresado a lo que en la
realidad corresponde a sus afirmaciones. Por eso una afirmación correcta
desde el punto de vista de la lógica formal puede no coincidir con la realidad
objetiva, puede no ser c. Y en este sentido la lógica formal pone de manifiesto
solamente las condiciones necesarias, pero no las condiciones suficientes
(totales) del c. Por tanto, tal lógica considera « unilateralmente» el
pensamiento en su función cognoscitiva, se fije en su aspecto formal; y
precisamente ese carácter unilateral del método le confiere su contundencia.
En cambio la gnoseología como lógica material o real pregunta por las
«condiciones» del c. precisamente bajo el aspecto del contenido objetivo, en
virtud del cual ella, cuando conoce verdaderamente, constituye la aprehensión
de «algo» real y, por tanto, se halla bajo las condiciones de la cosa conocida.
Ciertamente la gnoseología, como c. que conoce algo objetivamente real,
sigue también las leyes lógicas y, por cierto, no sólo en una manera ingenua,
sino también en una forma sumamente reflexiva. Pues, en efecto, ella analiza
también los aspectos fundamentales del lenguaje cognoscitivo que pueden
abstraerse en la lógica formal y muestra cómo éstos son «a la vez»
modalidades fundamentales del ser conocido, de la cosa misma, y muestra
igualmente en qué sentido precisamente en esa --> identidad ha de buscarse
el origen último de la posibilidad del c., origen que, en cuanto formal, es
también el real. Y, viceversa, la lógica que reflexiona solamente sobre el
aspecto abstracto o formal de todo pensamiento, no sólo es un pensar
lógicamente correcto, sino también c., aprehensión de las reglas formales (de
la dimensión abstracta) de toda captación cognoscitiva; esta lógica, como
pensamiento que reflexiona, es en sí misma «más» que el pensamiento sobre
el cual ella reflexiona.

Si la lógica formal reflexiona sobre sí misma desde todos los puntos de vista,
debe explicar también en qué sentido «existen» las reglas formales conocidas
por ella, en qué sentido esas leyes lógicas «son reales»; y en medio de tal
reflexión sobre todos sus aspectos ya no es mera lógica formal, sino que pasa
a ser lógica real, gnoseología como filosofía metafísica y ontológica del c. Si la
lógica formal, con el fin de cerciorarse de su propia exactitud en el terreno
lógico, cae en el procedimiento unilateral de reflexionar solamente sobre sí
misma, o sea, si investiga el c. que se da en ella solamente bajo la dimensión
de su aspecto abstracto y formal, pone en marcha su propia regresión
formalista y se convierte en meta-lógica (de sí misma), etc.

4. Originalidad de la pregunta por el c. y vinculación a la tradición histórica

La pregunta filosófica por el c., aun cuando tienda a la actual


autotransparencia del, acto de conocer, depende a la vez de su propio pasado
histórico. Como reflexión filosófica, comparte el carácter de toda filosofía, el
de comenzar siempre de nuevo y en forma original y, sin embargo, el de estar
condicionada por la tradición en ese comenzar, pues todo principio nuevo y
toda perspectiva nueva del filosofar nunca se logran exclusivamente por una
relación inmediata al objeto, sino que siempre deben conseguirse también por
una confrontación crítica con la historia de la -> filosofía, por su apropiación y
transformación. Esta historia transmite siempre a la gnoseología una
inteligencia general de sí misma y de su objeto, del c. La gnoseología,
mediante una comprobación crítica, tiene que apropiarse o que transformar
esa inteligencia, pero nunca puede saltar simplemente por encima de ella. El
supuesto comienzo radical en un supuesto «punto cero» carente de toda
historia, es solamente la ingenua concentración en un medio de conocimiento
conceptualmente articulado, cuya radicación en la tradición histórica se
desconoce. Pero, incluso en ese caso, a disgusto e inevitablemente se sigue
estando anclado en ella cuando, p. ej., se habla de c. y de filosofía del c., de
principios y métodos del c., de «lógico» y «real», de sujeto y objeto, de
conciencia y realidad, etcétera.
Por tanto, el penetrar en este carácter histórico de la filosofía del c., de la
filosofía como c. y en general del c. en cuanto tal (bajo todas las formas en
que aparece), es una de las tareas de la gnoseología actual, del «actual
problema del c.».

II. Clases y esencia del conocimiento

El elemento fundamental del c., que se hace problemático y es explicado más


explícitamente en la metafísica del c. y que se mantiene como indiscutible a
través de la metafísica del conocimiento y de las diversas interpretaciones que
se le han dado, es, pues, la inteligencia de la identidad entre ser y espíritu.
(PARMÉNIDES, f ragm. 3 ; cf. H. DIELSW. KRANz, Die Fragmente der
Vorsokratiker I, [Z-B 111964], p. 231); «cognoscens in actu est ipsum
cognitum in actu» (ToMÁs DE AQUINO, In Aristot. libr. de anima, lib. 77, lect.
xII; ARISTÓTELES, De anima III, 5, 430a, 20); las condiciones que posibilitan
la experiencia de los objetos son a la vez las condiciones que hacen posibles
los objetos de la experiencia (KANT, Crítica de la razón pura, B 197); lo real
es lo racional (HEGEL, Filosofía del derecho, prólogo; véase filosofía de la -
>identidad). Igualmente se mantiene a través de esta tradición histórica la
división fundamental de las formas y los grados de conocimiento.

Las concretas doctrinas históricas acerca del c. pueden entenderse en gran


parte por la medida en que una forma y un estadio de c. han recibido una
importancia primordial, se han convertido en un modelo para la interpretación
del c. en general. Especialmente las interpretaciones antimetafísicas del c. se
presentan desde aquí como determinadas fijaciones de un tipo de c. o de sus
momentos parciales, o también como interpretaciones del c. en las que se
niega la posibilidad de todo acto de conocer lleno de sentido en sí mismo.
Tales interpretaciones ponen en duda que el c. consista en la acción por la
cual la cosa a conocer se hace presente al cognoscente, y viceversa, de modo
que esa común presencia mutua y la verdad así surgida sean su propia meta;
más bien refieren todo acto de c. (es decir, de presencia y verdad) a un fin
externo, midiéndolo por la utilidad para ese fin (--> pragmatismo).

1. El conocimiento sensitivo: percepción o experiencia en sentido estricto

El conocimiento empieza en su forma más inmediata y cotidiana, en el


encuentro consciente del hombre capaz de recibir por los sentidos con un
objeto concreto y determinado, con un ente aprehensible sensiblemente, que
existe fuera del sujeto cognoscente como distinto de él; ésa es la percepción
de datos externos. O, también, empieza en el encuentro con la realidad
corporal del cognoscente, la cual se comporta como objeto para la interioridad
del sujeto; ésa es la percepción de los estados «internos». Esa percepción, la
experiencia «externa» y la «interna» o el « c. sensitivo», no es la mera
afección producida por una desordenada multiplicidad de estímulos sensitivos,
o sea, la captación de un caos de datos sensibles sin ninguna estructura, ni es
precedida temporal y objetivamente por una multitud inconexa de datos
elementales, como lo postulaba la psicología elementarista en el s. xix; para
esta psicología la percepción consiste solamente en la agregación y la suma
de diversos elementos según ciertas leyes de unión, las cuales penetran en la
conciencia solamente por la repetición del proceso de la sensación y siguiendo
el principio de la semejanza y disparidad. La multiplicidad de elementos
sensibles y la correspondiente sensación de mera multitud son más bien
abstracciones posteriores, sacadas del único acto concreto de percepción y de
su respectivo objeto, el cual es percibido siempre como esto o aquello, con
esta configuración o la otra, o sea, es percibido como una «cosa sensible»
abarcada por una significación espiritual que le da unidad, como un «algo»
idéntico con esa significación. Evidentemente este «percibir como» tiene
grados de claridad, de atención, de «conciencia» en los actos particulares de
percepción que se producen en el transcurso de la vida humana; y esos
mismos grados se dan también en la aparición y regresión de objetos
particulares de percepción dentro del campo de las cosas perceptibles. Pero
un acto aislado de sensación solamente sensible no es un componente
autónomo y primario de la percepción humana; y si se produjera destruiría
radicalmente el carácter humano del acto de la percepción. Incluso en la
«percepción» infrahumana, en la animal, la sensación así entendida no puede
tomarse por un fenómeno primario y separable.

Más bien la sensación está envuelta y penetrada por una previa «significación
instintiva» como factor también constitutivo, la cual viene dada con la
estructura peculiar de la sensibilidad de cada animal. También en la
percepción humana el estímulo externo es recibido mayormente según su
significación para la vida sensitiva e instintiva del hombre (como útil o inepto
para esta o aquella finalidad parcial bajo la perspectiva total de la
conservación y el incremento de la existencia vital). Pero aquí hemos de
notar, primero, que la percepción humana puede librarse de esa vinculación a
la así llamada estructura vital del hombre, centrando el interés
exclusivamente en aquello que lo percibido muestra independientemente de la
posibilidad de referirlo a esta o aquella organización sensitiva e instintiva,
específica e individualmente diferente. Y, segundo, que la misma relación vital
al objeto excitante se debe al contacto humano con lo real y se hace posible
gracias a lo que dicho objeto significa en sí mismo «antes» de su relativismo
vital, se debe, pues, a la percepción en sentido estricto como recepción del
objeto en su acto de presencia. Pues la referencia vital al hombre no está
dirigida inmediatamente por un mecanismo meramente «instintivo», sino que
media en ella y la acuña dicha recepción, como percepción de algo sensible
que nos sale al encuentro y que en sí mismo tiene su significado («porque el
objeto mismo es esto o aquello y se comporta de esta o de la otra manera, es
también apropiado o inepto para uno u otro de mis fines»).

Pero la percepción como recepción no consiste en una mera pasividad


«sensitiva», en un mero ser excitado (receptividad), sino que además incluye
una intervención antecedente (espontaneidad) en la posible significación del
objeto, una expectación selectiva de una posible «esencia» propia de lo que
nos salga al encuentro. Sólo junto con y en virtud de esa expectación puede el
objeto que de hecho nos sale al encuentro hacerse presente como una esencia
determinada. Y si esta expectación activa de una significación esencial es
considerada como un momento del espíritu, consecuentemente ambas
dimensiones, la sensibilidad y la espiritualidad, están unidas en el único acto
de percepción; pero no lo están accidentalmente, como dos ingredientes que
de antemano se hallan dotados de realidad en sí mismos, sino de tal modo
que únicamente en su referencia mutua y en la inseparable actividad común
son lo que son.
Así como el objeto de la percepción nunca es, primero, una cosa «material»
despojada de propiedades, y luego, por adición de algo distinto, una
determinada forma con un sentido, sino que en sí mismo es ya una materia
configurada, dotada de contenido, del mismo modo lo sensibilidad humana
nunca es «mera sensibilidad» (este concepto sólo puede formarse por
abstracción), ni simplemente sensibilidad encuadrada en el instinto animal,
sino que ella siempre es más que todo eso, a saber, sensibilidad espiritual.
Por eso el mundo de las tendencias humanas no puede compararse inmediata
y exclusivamente con el del animal e interpretarse desde este último, sino
que, por encima de la posible comparación externa, hay que entenderlo
esencialmente a partir de la sensibilidad espiritual del hombre. Incluso la
preocupación sensitiva e instintiva del hombre por la existencia, la
conservación y el desarrollo, no puede identificarse simplemente, ni en
principio, con el instinto animal, pues, como humana, es «espiritual» desde su
raíz. Y, viceversa, la espiritualidad humana está por esencia ineludiblemente
referida a la sensibilidad, es «espiritualidad sensitiva».

Con lo cual ya el primer acto de la espiritualidad sensitiva o de la sensibilidad


espiritual del hombre, o sea, la percepción, es conocimiento, a saber,
identificación de un «esto» concreto con su significado esencial («lo que esto
es»); una identificación que une en la «conciencia» lo que se presenta unido
en lo percibido (en su ser) y que, por eso, puede formularse explícitamente en
el «juicio de existencia». Y por esto también todo proceso de c. comienza con
la percepción, con la identificación formulable explícitamente en el «juicio de
existencia», la cual tiene la pretensión de corresponder a la synthesis en lo
percibido e incluso de coincidir con ella.

Así se pone de manifiesto cómo la reflexión acerca de lo que es el


conocimiento implica desde el principio tesis ontológicas (sobre la estructura
de lo existente en cuanto y como se nos muestra en la percepción), y en
correspondencia con esto, tesis antropológicas (sobre la estructura del
hombre sensitivo-espiritual; sobre el hecho de que y el modo como,
percibiendo, conoce lo existente). Cuando la teoría de las formas («gestáltica»
), en oposición a la psicología elementarista y asociacionista (y a la
gnoseología filosófica influida por ella), acentuó la totalidad, la configuración y
el sentido del contenido en el acto humano de la percepción, así como la
significación del objeto percibido, propiamente, lo que hizo fue actualizar y
aprovechar para la investigación psicológica de la percepción un pensamiento
que ha sido transmitido en la historia de la metafísica desde sus comienzos y
que ésta hubo de defender ya al principio contra la oposición y las
falsificaciones del antiguo atomismo, y luego contra el sensualismo.

Los primeros rasgos de la realidad presente en la percepción son su condición


espacial y temporal. De acuerdo con lo dicho, la espacialidad y la
temporalidad de lo percibido no son, ni propiedades extrínsecamente
adheridas de un agregado meramente material y objetivo, ni solamente
formas de concebir de una sensibilidad separada, abstracta, subjetiva; son
momentos del sentido contenido en la realidad percibida y conocida, y a la vez
como antenas del ser que conoce sensitivamente, del hombre, el cual,
conociendo, percibe. El criticismo kantiano ciertamente separa radicalmente la
sensibílidad receptiva y la espiritualidad espontánea (inteligencia, razón), pero
las separa como facultades que solamente en su acción conjunta (de la
sensibilidad y la razón) realizan el conocimiento de la percepción. Espacio y
tiempo no son en Kant modos de entender, formas con un significado
espiritual, sino, por sí solos, únicamente estructuras de una subjetividad que
recibe sin inteligencia alguna. Que la sensibilidad tenga «raíces comunes» con
la espiritualidad, debemos suponerlo, pero no podemos investigarlo. A pesar
de esta separación y a pesar de la imposibilidad de esclarecer el hipotético
fundamento común, para Kant se da una conjunción en la sensibilidad como
efecto de la espiritualidad (de la razón) en aquélla (cf. Crítica de la razón pura
B 152).

La relación, en último término no aclarada, entre sensibilidad y espiritualidad,


su separación y referencia mutua, lleva en la filosofía kantiana a la siguiente
paradoja antropológica. Por una parte, el hombre está constituido como ser
espiritual y a la vez sensible, es más, el c. en sentido estricto se reduce al de
la percepción o al c. («teórico») que reflexiona sobre la percepción de la
realidad y la fundamenta. Ahora bien, ni esa realidad es la patria auténtica del
hombre, ni dicho conocimiento constituye una realización propiamente
humana. Pues, por otra parte, Kant ve lo esencialmente humano solamente
en la espiritualidad, que sobrepuja la sensibilidad en un ámbito totalmente
ajeno a lo sensible, e incluso, la presentación espiritual de lo pensado en una
dimensión libre de sensibilidad es la realización auténticamente humana, y en
ese ámbito de presencia tiene el hombre su verdadera patria; pero se trata de
un ámbito de presencia que no es realidad y de una presentación que no es c.
en el sentido estricto (teórico), sino únicamente en un sentido práctico. A esto
corresponde ontológicamente el hecho de que, la realidad que nos sale al paso
en la percepción es, no la cosa en sí, sino el modo como ella se muestra al
que percibe. Lo cual no significa que lo mostrado sea un «algo» distinto de la
realidad; la que se muestra es ciertamente ésta, pero solamente en su
aparición (en sus fenómenos).

La realidad de la percepción o fenoménica no es la esencial, sino únicamente,


la aprehensible por la física, las ciencias naturales y la matemática en sus
relaciones espaciales y temporales.

Ahora bien, las rqlaciones espaciales y temporales de lo real que se nos


manifiestan, y por eso resultan cognoscibles, no son momentos del sentido de
su esencia- (incognoscible). La filosofía metafísica de la era precrítica, y en
forma parecida de nuevo la de la época poskantiana, interpretó la sensibilidad
misma como forma de ser de lo espiritual en la unidad del hombre, entendió
lo que aparece en la percepción como un elemento interno de la realidad en
sí, y concibió las relaciones espaciales y temporales como rasgos de una
determinada esencia. Lo espacial y lo temporal de lo percibido son sus
cualidades concretas, las cuales junto con las demás cualidades, constituyen
el ser de la cosa y aquello en lo que ésta se muestra en parte como igual a
otras esencias y en parte como distinta de ellas. Las cualidades son
concebidas, pues, como momentos y consecuencias de la esencia. En la
percepción se atribuyen al objeto, ya como propiedades constitutivas o
derivadas de la especie, en las cuales la cosa percibida coincide con los otros
seres de su misma especie, ya como propiedades de la esencia mutables en
cada individuo y en este sentido accidentales, a través de las cuales el ser
individual se diferencia de lo específico.
Con lo cual la percepción es siempre una identificación de los aspectos
universales, pre-entendidos o pre-conocidos en los «conceptos», con las
afecciones producidas por las cosas que nos salen al encuentro. El ->
nominalismo y el conceptualismo interpretan estos aspectos -~> universales
como «meros» nombres y «meros» conceptos, como designación de
agrupaciones de individuos, con las que se crea un orden en el mundo
multiforme de las cosas.

Pero, si ni el -> concepto es algo que tan sólo pertenezca al espíritu


(«subjetivo») - contra una inmanencia entendida falsamente-, ni la -> esencia
común es tan sólo singularmente propia de las cosas - contra una falsa
inteligencia de la trascendencia de éstas (hacia el sujeto)-, sino que el
concepto (el cual abarca al objeto y al sujeto) es la presencia esencial de lo
conocido y del cognoscente, se plantea ahora la pregunta de cómo la esencia
penetra en el concepto y cómo éste penetra en su esencia correspondiente. O
sea, se pregunta cómo es que no sólo se producen percepciones de cosas
particulares, en las cuales algo que se presenta como «esto» o «aquello»
queda unificado con un universal ya conocido, sino que además se llega al
conocimiento de la esencia. ¿Cómo es posible la aprehensión de la esencia
misma? El --> empirismo (-> positivismo) responde diciendo que la así
llamada esencia se nos da sólo y exclusivamente por la percepción misma, y
que el c. conceptual de la esencia se produce única y exclusivamente como
consecuencia de la percepción y como comparación a su vez perceptora de las
percepciones. Pero toda comparación de las percepciones presupone en último
término algo que no puede explicarse solamente como un acto de percepción.

2. La experiencia en sentido amplio y el c. experimental de las ciencias

La experiencia en sentido estricto, la percepción particular o el c. sensitivo,


consiste en tener noticia de algo que se muestra inmediatamente aquí y
ahora, en enterarse de que ese algo existe y de que es y se comporta de esta
manera concreta. La percepción, formulable en el juicio de existencia, se
caracteriza por su certeza inmediata. Evidentemente esa certeza tiene un
valor solamente momentáneo y local (individual y subjetivo), pero
precisamente por esto no puede ser refutada en virtud de otro juicio, aunque
sí puede quedar refutada, modificada o confirmada por ulteriores
percepciones. Por la comparación de muchas percepciones, de sus
semejanzas o diferencias, por el recuerdo de percepciones pasadas y por la
expectación de otras que se producirán o dejarán de producirse, se forma la -
a experiencia en sentido amplio, o sea, el c. ya no de un ente singular en
cuanto existe y es y se comporta precisamente así, sino del conjunto de las
maneras de ser y de las leyes en el comportamiento de todo un ámbito de la
realidad, compuesto por objetos que, posiblemente, son de la misma especie
o se parecen entre sí. Tal c. se puede formular en un juicio basado en «una
larga experiencia»; su certeza peculiar viene transmitida por esa «experiencia
histórica» y tiene como soporte la visión de las relaciones constantes, de las
interdependencias, de la regularidad en lo que acontece. Esta certeza es
«pragmáticamente» suficiente, pues de cara a determinados fines garantiza
una cierta objetividad y por tanto el éxito en la actuación dentro de la
respectiva región de la realidad. El c. que ahí se da, a través de su
articulación en el juicio y en cierto modo también en la doctrina, puede
transmitirse, discutirse y enriquecerse. En este sentido se habla, p. ej., de un
saber profesional o práctico (y, sobre todo, artesano), de c. de los hombres,
de experiencia de la vida.

Sobre el terreno de la experiencia en el sentido estricto y en el amplio, pero


superándola, se alza el c. experimental de las ciencias. Este c. no es el
apercibimiento inmediato de que un ente existe y de «cómo» se muestra ese
ente, ni el saber todavía ingenuo acerca de las relaciones y los
comportamientos regulares en un determinado campo de objetos
experimentables; consiste más bien en saber «por qué» razón tales objetos
deben mostrarse y comportarse así, e igualmente «cómo» se los puede
aprehender en la percepción particular y se los puede relacionar entre sí en la
experiencia general. El c. científico descubre la relación objetivamente
necesaria entre causa y efecto. Por eso no sólo es posible y útil formularlo en
juicios, sino que se realiza explícitamente a base de juicios que llevan en sí su
propia fundamentación y legitimación. Esa manera de fundamentación y
legitimación confiere al c. su certeza rigurosamente científica y su estricta
validez intersubjetiva. La fundamentación y legitimación presenta una doble
modalidad: por un lado se recurre a los hechos que pueden comprobarse
repitiendo la experimentación y a los objetos experimentales que
posiblemente guardan entre sí la relación de causa y efecto; y, por otro, se
recurre a otros juicios, pues en ellos está formulada la experimentación
anterior.

Del mismo modo que los datos formulados se hallan en un todo ordenado
junto con otros datos, así también cada juicio científico está enmarcado en un
todo ordenado de juicios, en un sistema del c. científico del campo respectivo.
Aquí los hechos experimentales no son constatados y relacionados entre sí en
forma más o menos casual a manera de sucesos singulares, como en la
historia general de la experiencia, sino que se los examina y ordena según las
reglas fijas de un proceso planificado y seguro de investigación. C. científico
es un c. logrado metódicamente. Mientras que en el juicio relativo a la
percepción y a la experiencia general los conceptos, a base de los cuales se
trae a la conciencia las notas indicadoras del significado del objeto, son
tomados del lenguaje usual, que tiene un amplio sector de oscilación, y lo
tiene por la razón de que este lenguaje ha de poderse utilizar en todas las
posibles situaciones experimentales, la terminología científica, por el
contrario, delimita con suma precisión el sentido de sus vocablos con miras al
campo concreto de investigación. El juicio científico tiende a la mayor claridad
(univocidad) posible en sus conceptos.

Ya la percepción individual no aprehende con igual intensidad la esencia


completa con todos los momentos de la cosa percibida, sino que resalta este o
el otro rasgo de su significado. E igualmente en la experiencia general acerca
de un determinado campo no está presente la totalidad de la esencia
experimentable en él, sino que determinadas estructuras esenciales se hacen
conscientes en un grado más intenso que otras. Pero en el c. de las ciencias
experimentales su objeto material es enfocado de antemano exclusivamente
de cara a una selección de propiedades ónticas y operativas. Esa selección
queda delimitada claramente y reducida a una unidad (objeto formal), de
modo que se prescinde (o «abstrae») intencionadamente de todos los demás
rasgos esenciales del objeto material, los cuales a su vez pueden convertirse
en objetos formales de otras ciencias que versen sobre el mismo objeto
material. Por tanto, el objeto formal de esa ciencia no coincide con la plenitud
«concreta» del significado de su objeto.

Todo lo dicho significa también que, aun en la hipótesis de un c. científico que


hubiera llegado plenamente a su meta, la totalidad de sus juicios no agotaría
«toda» la significación esencial de su objeto.

Pero la vinculación premeditada del c. científico a un sector limitado de la


plenitud de la esencia le asegura la claridad de sus medios conceptuales y
determina su método específico. Aun suponiendo que el objeto material de
todo c. experimental sea el mismo, a saber, lo que es apto para ser percibido,
y que, por tanto, la pluralidad aparente de objetos materiales (los campos de
las diversas ciencias, p. ej., «naturaleza» e «historia») se deba
exclusivamente a un primer enfoque «formal» de lo que en el fondo
constituye un solo objeto material (p. ej., una cosa experimentable
sensiblemente en la percepción puede ser concebida, o como producto de la
naturaleza, o como obra histórica del hombre), también - y sobre todo -
entonces los c. científicos se distinguen por lo menos en principio según el
objeto formal (enfoque fundamental) y en consecuencia según el método y los
instrumentos conceptuales. Por eso ningún método ni instrumento conceptual
de una ciencia particular puede aspirar a ser válido en todas las ciencias: la
ciencia no existe. La reducción de todos los métodos e instrumentos
conceptuales de las ciencias a uno solo (a un monismo en el método), en
conjunto no traería ningún progreso para el c. científico, sino que sacrificaría
todas las posibilidades de c. a una sola y con ello despreciaría los múltiples
medios de acceso a la riqueza de la esencia de los entes.

Por otro lado, si todo conocimiento experimental de las ciencias en virtud de


la misma «intención formal» es solamente un «c. parcial», puede
comprenderse fácilmente que la mera suma o recapitulación sistemática del
caudal cognoscitivo de las diversas ciencias relativas a un determinado campo
de la realidad, p. ej., el intento de integrar todas las disciplinas históricas en
una historia conjunta, no proporcionaría un c. exhaustivo de ese campo, y en
el ejemplo mencionado, no proporcionaría un c. de «toda» la historia y de la
plena realidad histórica. Evidentemente, esto puede decirse también en
concreto de las ciencias naturales. Y eso es imposible, no sólo porque el
objeto mismo del c. - por lo menos en la ciencia histórica - todavía no existe
definitivamente o porque, en general, el caudal del c. científico aún es capaz y
tiene necesidad de ampliación, aún está «abierto», sino, ante todo, porque la
suma o la recapitulación sistemática de los objetos formales, por ejemplo de
las ciencias históricas y de las naturales, jamás abarca completamente «toda
la esencia» de lo que es la naturaleza y la historia, y, ni de mucho, de lo que
es «el ente en su totalidad». Lo que en la experiencia (en el sentido estricto y
en el amplio) de la naturaleza y de la historia es percibido y se hace presente
en la conciencia - aunque esto suceda con una acentuación muy diversa de los
rasgos esenciales, en dependencia de los encuentros más o menos casuales y
del variable estado particular de las muchas cosas experimentadas, así como
del interés mutable de la conciencia que experimenta, condicionado por el
individuo y por el momento histórico -, sobrepuja siempre el c. que las
ciencias experimentales, a pesar de su organizada división del trabajo, son
capaces de actualizar en un saber homogéneo y claro de la conciencia
«intersubjetiva».
3. Conocimiento de la esencia y conocimiento a priori

El conocimiento empírico, tal como se expresa en el juicio, es una forma de


presencia conceptual, universal y permanente de lo particular que puede
aparecer en esa presencia y desaparecer nuevamente de ella. E1
conocimiento científico de tipo empírico adquiere aquí su validez unívoca
reduciendo los conceptos en la medida de lo posible a dicha forma de
presencia y de significación universal, cuyas notas se dan de igual modo en
toda experiencia y por tanto son comprobables en su exactitud por la
repetición de la experimentación. Este c. no constituye una formación de
conceptos, en el sentido de la primera producción de los mismos; pero forma
o esclarece conceptos en tanto los delimita sobre el trasfondo de ideas más
amplias o «universales». En este sentido el c. empírico, y precisamente el c.
experimental de las ciencias, tiene presupuestos que él ciertamente reconoce,
pero no puede elaborar con sus propios métodos y conceptos, por la razón de
que el c. de tales presupuestos no puede producirse en igual manera que el c.
de lo que es posible conocer sobre la base de los mismos. Dichos
presupuestos son tanto «subjetivos» o «lógicos» como «objetivos» u ónticos.
Las ideas más amplias, presupuestas en los conceptos con los que la ciencia
experimental forma sus juicios y limita la extensión de éstas, especialmente la
noción del campo al que pertenece la ciencia en cuestión (p. ej., la noción de
«naturaleza», de «historia», etc.); constituyen el horizonte cognoscitivo
dentro del cual se mueve el c. científico como formación y unión de conceptos.
Pero la ciencia respectiva no esclarece directa y explícitamente ese horizonte
cognoscitivo en todo su alcance.

P. ej., las ciencias naturales investigan determinados aspectos limitados de la


naturaleza, pero no el concepto de «naturaleza» que en ellas se presupone.
En forma semejante, la historia del arte estudia lo acontecido en el devenir de
la creación artística, pero no el concepto del acontecer artístico en cuanto tal.

Así pues, todo c. científico, que de esa manera se va delimitando a sí mismo,


se produce en medio de un saber, de un pre-entender lo que es c. en general,
pero, evidentemente, sin poder explicar y esclarecer el concepto mismo de c.
en toda su amplitud. Más bien presupuesto el concepto de c., se pasa a
conocer determinados fenómenos experimentales.

Pero, si en todo acto de entender el c. conceptual, se comprende


simultáneamente que los conceptos no sólo se significan a sí mismos, sino
que, además, traen a la actualidad del saber determinados rasgos esenciales
del ser mismo, paralelamente, los presupuestos conceptos más universales no
sólo se significan a sí mismos, sino que son entendidos a la vez como
presencia en la conciencia de la «esencia» entera del ser respectivo, la cual
recapitula en sí todos los momentos (p. ej., de la «esencia» de la naturaleza,
de los seres inanimados, vegetales y animales, de la «esencia» del arte, de la
historia, etc.). Este c. de la esencia, es decir, la formación de esas ideas sobre
la esencia que se presuponen siempre en el c. conceptual de las ciencias
experimentales, no se produce en la misma forma «lógica» que la formación
de nociones dentro de las ciencias; pues la universal esencia unificante de un
campo de la realidad no es comprobable « objetivamente» en igual manera
que determinados modos de ser y de comportamiento contenidos en ella. Para
Platón, la esencia, como verdaderamente universal, es el protipo noético
(idea) que, por participación en él, queda representado en los seres sensibles
y perceptibles y ha sido contemplado desde siempre por el espíritu que
conoce. Así, el c. del ente perceptible sensiblemente es el recuerdo
(ánamnesis) de su esencia originariamente conocida; y el encuentro que se da
en la percepción primariamente es tan sólo la ocasión para la reproducción de
la esencia siempre contemplada o conocida («a priori», en términos
modernos).

Frente a la tradición platónica del conocimiento de la esencia como


«intuicíón», la tradición aristotélica y tomista interpreta el c. de la esencia
como «abstracción». La esencia universal está inmersa y realmente presente
en el ente individual, y es extraída de allí mediante el encuentro con la
realidad concreta. Por tanto, el c. de la esencia no es «apriorístico», sino que
se produce totalmente «a posteriori». Es un c. logrado «empíricamente», si
bien sólo se da explícitamente en una experiencia que no acentúe
primariamente estos o los otros momentos esenciales de un ente, sino que se
mantenga abierta para la unidad de todos sus momentos en la esencia. (En
forma parecida la fenomenología de Husserl enseña una «experiencia de la
esencia». Ahora bien, para él la obtención del concepto de la esencia
experimentada no se debe a la abstracción, sino - siguiendo la tradición
platónica - a la intuición, a la contemplación de la esencia y a la descripción
de lo contemplado. Husserl ha desarrollado también la concepción teórica de
una pluralidad de ontologías regionales, de ciencias sobre la esencia, a
diferencia de las ciencias particulares que investigan dentro del ámbito de una
esencia.)

Pero, junto con toda experiencia de lo real en la existencia cotidiana y en las


ciencias particulares se da, aunque no explícitamente, la experiencia de la
esencia común (a este ente y a otros de la misma especie); y, por cierto, de
tal modo que la experiencia general de la esencia tiene como conducto
mediador y a la vez hace posible la experiencia del ente concreto. E
implícitamente en cada detallado c. conceptual de entes particulares está
junta coentendida como «horizonte» la esencia general que circunscribe el
ámbito de seres de la misma especie. En una ciencia directamente centrada
en la esencia (distinta, evidentemente, de las ciencias particulares y que
trabaje con un método de tipo filosófico), se puede intentar una elaboración
conceptual de dicho «horizonte». El que la esencia sea lo «más universal» en
comparación con el «esto concreto» de la cosa y con las notas características
de la especie, y el hecho de que según la doctrina aristotélica y tomista sea
conocida por abstracción, no significa, sin embargo, que haya de atribuírsele
un contenido más pobre desde todos los puntos de vista que el del ente
concreto, y que la noción de la esencia tenga un carácter más «abstracto» -
en el sentido de unilateral- que los conceptos formados dentro del horizonte
de una esencia. Por el contrario, frente a estos últimos, el concepto de la
esencia comprende más aspectos, por estar menos limitada y seleccionada, y
la esencia misma es más rica que una sola parte de los momentos abarcados
por ella.

Pero el que en todo conocimiento experimental y científico-experimental están


implícitamente presentes la esencia y el concepto de la esencia de los seres
de igual especie, y lo están delimitando el campo «objetivo» de c. y dando
horizonte al c. «subjetivo», no es el único presupuesto. El c. de la esencia a
su vez sólo es posible y realizable en virtud de un saber previo que se
extiende de antemano a las supremas formas de ser que se excluyen
mutuamente (el ser algo en sí mismo o en otro: las categorías) y a las
supremas formas de ser que se incluyen mutuamente. Estas últimas, como
aspectos de una sola y misma cosa, todavía no implican ninguna diferencia,
ninguna división en los muchos entes (a saber, que cuanto es, es verdadero,
bueno, etc.: -> transcendentales). Y en todo esto está a la vez con-sabido
que la posible unión de los momentos del conocer quiere adecuarse a la de los
momentos ónticos en el ser mismo, o sea, que las leyes «lógicas» del c. son
una misma cosa con las leyes entitativas en la identidad ontológica.

La tradición metafísica del c. entendía las categorías - lo mismo que las


nociones intracategoriales de esencia- como conceptos unívocos, si bien
distinguiéndolas por su «apriorismo» de los conceptos en cuanto reales
(«categorías empíricas»). Y, en cambio, entendía los transcendentales (en el
plano igualmente apriorista) como conceptos análogos, los cuales significan
los muchos entes en un sentido que no es plenamente unívoco, sino que
indica tanto la coincidencia como la diversidad mutua, de modo que las
diferencias desarrollan el concepto trascendental sin añadirle algo ajeno a él.
Ante la multitud de disciplinas en la ciencia moderna, en la cual las diversas
ramas del saber se delimitan claramente entre sí, pero, no obstante,
permanecen en relación (a través de conceptos que a pesar de su diferencia
no son plenamente dispares), de manera que, sólo en virtud de lo común en
medio de la diversidad de sus conceptos, pueden investigar desde diferentes
puntos de vista «problemas limítrofes» que les son comunes, ante ese hecho,
no cabe eludir la pregunta de si y cómo también los conceptos categoriales
han de ser entendidos en un sentido análogo, a semejanza de los
transcendentales. Por ejemplo, «espacio» y «tiempo» significan en la física y
en la biología (como espacio vital y tiempo de los vivientes) algo distinto y, sin
embargo, no totalmente diferente. La «causalidad final» en biología y en la
ciencia histórica no significa lo mismo en ambos casos y, no obstante, los dos
sentidos no se hallan completamente desvinculados.

La tradición metafísica del conocimiento ha creído además que el número de


las categorías (ciertamente no el de las empíricas, pero sí de las apriorísticas)
estaba fijado de una vez para siempre (por más que la doctrina histórica ,
acerca de las categorías no se haya mantenido de hecho unitaria en cuanto al
número y al nombre de las mismas). También aquí surge la cuestión de si y
cómo en la historia del conocer humano pueden abrirse nuevas formas de
acceso cognoscitivo (p. ej., e innegablemente, en la creación de nuevas
ciencias autónomas) y la de cómo con ello nacen nuevas formas apriorísticas.
Admitir esto no es tan absurdo, si tenemos en cuenta que los conceptos
categoriales apriorísticos no son tomados «de la experiencia» en la misma
forma (abstractivamente) que los conceptos de las esencias y que las
nociones de las ciencias experimentales dentro del horizonte de una esencia -
a saber, por delimitación de un significado que puede comprobarse
repetidamente por la experiencia-; más bien, desde el punto de vista de la
fundamentación, las categorías apriorísticas preceden a la unidad entre la
experiencia de la esencia y la experiencia del ente concreto como «esta
esencia», y son, hablando con palabras de Kant (quien, evidentemente,
impugna la experiencia de la esencia como momento constitutivo del concreto
c. empírico, a la vez sensitivo y espiritual), «condiciones a priori de la
posibilidad» de toda experiencia cotidiana y de toda experiencia controlable
científicamente. Sin embargo, así como se puede hablar de una «experiencia
de la esencia», distinguiéndola de la experiencia del ente concreto y
perceptible, se puede hablar también de «experiencias fundamentales de las
categorías». Las últimas interpretaciones y ramificaciones de la metafísica y
gnoseología de la escuela aristotélico-tomista, oponiéndose a una concepción
racionalista de la noción de ser (entendido como mero «primer concepto»),
acentúan que la posibilidad y el origen real del concepto de ser se deben a
una experiencia primigenia del mismo y de su manifestación análoga en los
transcendentales. Igualmente habría que llamar la atención sobre una primera
experiencia de las formas fundamentales del ser categorial, la cual
fundamenta el c. conceptual de las categorías apriorísticas.

Pero notemos aquí que el concepto de «experiencia» no es meramente


unívoco, sino que es análogo, lo mismo que los conceptos de c., de método y
de idea son nociones análogas en todo conocer, y por eso ninguna forma de
prueba, o de método, o de saber puede legitimarse como la única válida.

En todo conocimiento cualquier ser indidual que nos salga al encuentro queda
elevado a sus rasgos esenciales, su esencia, que lo une con los entes de la
misma especie, a su estructura categorial a priori y, en cuanto ente, a la
unidad plurifacética de los transcendentales. Cada estadio de c. remite a los
demás estadios y a la unidad análoga de todas las formas de c.; pero esta
unidad ya no puede elaborarse en una forma unívoca de c., basada en un solo
método, la cual abarcara todas las analogías. (Hegel, con su filosofía de la
identidad, intentó realizar esa unidad unívoca. Según él, el c. y el método [-
>dialéctical y la idea son lo mismo, por eso se identifican con el saber
absoluto, con la ciencia, la cual no entra en un ser distinto por el acto de
conocer, sino que en sí misma es la realidad.) Y en todo estadio de c. que
juzga a base de conceptos se conoce a la vez que la aúveeae~ en el juicio
busca la adecuación con la síntesis en la cosa juzgada. El conocimiento es
adaequatio re¡ et intellectus en el juicio; y por eso el juicio es el lugar
auténtico del c., pues en él la verdad adquiere una concreta forma «lógica».
Pero la verdad lógica está fundamentada en la verdad experimentada, es
decir, en la verdad óntica como apertura del ente que nos sale al encuentro y
de su esencia universal, y en la experiencia de la verdad ontológica como
apertura categorial y transcendental del --> ser para el espíritu que
experimenta y, por eso, puede conocer.

4. Historicidad del conocimiento

Todo conocimiento se funda en la experiencia. El c. óntico «a posteriori» se


basa en la experiencia sensitiva de los entes individuales; y el «apriorístico» c.
ontológico se funda en la experiencia categorial de la esencia y en la del ser
transcendental. Pero con ello se plantean varios problemas:

a) El «sentido» del ser y de su desarrollo en las esencias no está simplemente


en posesión del espíritu que conoce, como si el c. del ser y de la esencia fuera
una mera explicación de un saber inmutable, que normalmente sólo se daría
en forma implícita (así pensaba el racionalismo de la edad moderna con su
metafísica de la conciencia). El sentido esencial del ser es más bien
comunicación del espíritu y al espíritu, pero no como si la constitución del
espíritu y la apertura del ser se produjeran de una vez para siempre, de modo
que fuera solamente la reproducción más o menos acertada de una
percepción del ser por parte del espíritu humano que permanece siempre igual
(como se pretende en la doctrina de la participación de la metafísica clásica
del espíritu). Más bien, el acontecer original de la verdad, como
esclarecimiento espiritual del ser y recepción de éste en el espíritu, es siempre
«encuentro» nuevo, «experiencia» ontológica. Pero esto significa que la
experiencia ontológica tiene un carácter temporal e histórico, que es temporal
e histórica en una manera más primigenia que cualquier experiencia óntica.
Por tanto, no sólo hay una historia óntica de la realidad existente y mutable
con sus diversos estados, una historia de lo fáctico - «a posteriori»- y de su
conocimiento «empírico». Más bien esta historia se funda en una historia
ontológica del cambio de sentido del ser y de su ordenación más esencial, de
los principios, de lo « apriorístico» y de su conocimiento « transempírico» ; se
funda en una historia del cambio de significación, según las épocas, del «ser»
de los entes en su totalidad, del ser del mundo y del hombre en este mundo,
en su «tiempo».

Por primera vez Hegel intentó pensar la unidad de ser y tiempo; pero e'1 sólo
pudo entender el presente histórico como un necesario estadio óntico en el
proceso dialéctico de evolución, dirigido por un sistema inmanente, en el cual
el absoluto llega a ser por sí mismo lo que eternamente era en sí mismo. En
esa concepción pasa desapercibido lo más peculiar del tiempo histórico, a
saber, la imposibilidad de deducirlo del pasado y la de calcular los
acontecimientos del futuro. El carácter histórico y temporal del ser que se
abre en el mundo y del espíritu que conoce el mundo, comenzó luego a
ponerse de manifiesto en la reflexión sobre las bases de la historia a finales
del s. xix (Ranke, Droysen) y en la teoría de las ciencias del espíritu (Dilthey),
y en el pensamiento de M. Heidegger ha sido sometido a un riguroso estudio
filosófico.

Desde entonces la expresión -> historia e historicidad del ser y de su verdad,


del espíritu y de su conocimiento, si bien no constituye ninguna solución, es
sin embargo una fórmula indispensable para el esclarecimiento conceptual de
la experiencia irrevocable de la conciencia histórica. Es necesario lograr una
visión en que se unan la exigencia incondicional del ser y de la verdad al
espíritu que conoce y a la vez el condicionamiento histórico de esta exigencia,
la cual ha de concretarse en una forma que nunca puede repetirse. Se debe
estudiar la interdependencia entre la tradición del pasado y la singular e
irrepetible apertura del futuro en cada presente histórico, sin caer en un
relativismo indiferente con relación a los vínculos estables, en un relativismo
que disuelva la historia en hechos inconexos, pero también sin caer
nuevamente en el esquema ahistórico de substancia y accidente, según el
cual la historia es la realización accidental y casual de un inmutable orden
substancial.

b) Todo conocimiento, incluso el ontológico-conceptual, se basa en la


experiencia y, como primer origen, en la verdad ontológica que se manifiesta
en la experiencia del ser y de la esencia; pero el c. conceptual no es el único
tipo de acto cognoscitivo, sino que él está enmarcado en un contexto más
amplio, en un «todo vital», donde la verdad experimental es recibida de
diversas maneras. La verdad se concreta igualmente en la acción moral, en el
amor personal, en la obra de arte, en la acción de la fe religiosa. Por eso cabe
preguntar, no sólo si el c. lógico o conceptual (bien sea en su forma cotidiana,
en la científica o incluso en la filosófica) es la única manera de concretarse la
verdad, sino también si él es el modo más perfecto como ésta se concreta. Si
bajo nuestra perspectiva se rechazara la pretensión de primacía del c.
conceptual, la cual ha sido afirmada más o menos explícitamente desde el
principio de la filosofía occidental, eso no implicaría ningún irracionalismo o
antiintelectualismo, ni una declaración de enemistad entre el «conocimiento»
y la «vida». Significaría más bien una valoración justa de la decisión de la
conciencia personalmente responsable, la cual por ser libre no puede
encerrarse en conceptos, frente a la imagen del arte, a la palabra del poeta y
al signo de la fe religiosa. Todo esto no puede colocarse bajo la norma del
concepto y de su forma de verdad, como si la ética en cuanto teoría
conceptual sobre la acción moral fuera «más verdadera» que la acción misma,
como si la estética y la teología fueran «más verdaderas» que el arte y la fe. E
indudablemente significaría la autolimitación del concepto, el cual no gozaría
de poder sóbre la verdad y su tiempo, sino que serviría par esclarecimiento de
las formas fundamentales de la verdad, en las cuales debería buscar su propia
medida. Sin género de dudas la tradicional primacía del c. conceptual se ha
impuesto cada vez más durante la edad moderna bajo la forma del c.
científico y, concretamente bajo la forma de entender y aprehender de la
ciencia técnica, ha pasado a ser la relación principal del hombre al mundo. La
creciente capacidad de dominio de este c. en los campos particulares es tan
evidente en la actualidad como su carácter problemático con relación al todo
(-> técnica).

Alois Halder

CONSEJOS EVANGÉLICOS
El derecho canónico de 1918 (can. 497) podría dar la impresión de que los
c.e. son solamente para las religiosos y de que los «seglares», por lo
contrario, han de atenerse únicamente a los mandamientos. Pero los
religiosos, por su parte, ¿reconocen bajo los tres votos reducidos a un mínimo
obligatorio «el consejo» en su sentido original, el cual ha sido impuesto, pero
no como una obligación? Antes de abordar el triple consejo (II) y el estado
fundado en los c. (111), veamos en la Biblia el sentido de los c.e. y su valor
pastoral para todos los bautizados, afirmado abiertamente en la constitución
Lumen gentium (LG, 39).

I. Doctrina bíblica acerca de los c.e.

En la Biblia, la vida moralmente recta exige a todos una generosidad que va


más allá de la observancia exacta de un código de obligaciones. Así, en la ley
divina se va abriendo paso más y más el ideal de un libre servicio de «todo
corazón», plenamente encarnado en jesús, el cual solamente puede
designarse con «cierta propiedad» (LG, 59) mediante el término «consejo». La
naturaleza de los c. se desprende del doble carácter que según la revelación
reviste la vida moralmente buena, a saber, es una vida atada siempre a Dios,
pero él se revela a] hombre como ->amor y a la vez le pide amor como
respuesta. En realidad, la vida moralmente bueno presupone desde el
principio la presencia de Dios: «Anda delante de mí y sé perfecto» (Gén 17,
1). Esa idea ha alcanzado su sentido pleno en el NT: toda acción buena debe
su valor a una moción del amor que Dios da al hombre y por el que habita en
él la Trinidad (1 Cor 15; Jn 14, 15-23; Ef 5, 2; Rom 13, 10). Por eso la
irradiación de] Señor en la < ley» y en toda acción buena es un pensamiento
claramente contenido en la revelación bíblica e inseparable de ella (cf. LG
42a). Ya en el AT Yahveh es un Dios que se alía gratuitamente con su pueblo,
por un amor personal e íntimo, caracterizado pronto como amor esponsal, el
cual pide a su vez la respuesta de un amor concedido con libertad, así como
una entrega moral que va más lejos de lo estrictamente obligatorio: «Amarás
con todo tu corazón» (Dt 6, 4). El israelita ha de imitar a Dios: «Sed santos,
porque yo soy santo» (Lev 19, 2). El cristiano responde «a la bondad... y al
amor» de jesús (Tit 3, 4), imita y sigue al Hijo. La amistad de Dios invita y
urge, pero no fuerza. Es un llamamiento al amor a manera de una «ley»
(iugum meum: Mt 11, 29) que expresa *la tendencia a lo mejor, el «consejo»
(Dt 6, 4-13; Jn 14, 21-24; Flp 1, 10). «A los súbditos se les da mandatos, a
los amigos consejos» (Ambrosio, De viduis, 12, PL 16, 256).

De ahí se desprende la importancia pastoral del c. Hay que hacer ver a Cristo,
su imagen y su amor a través de la «ley» (lex Christi: Gál 6, 2), descubriendo
en ella la llamada a lo mejor; y, en las obligaciones graves (que no podemos
olvidar), hemos de hallar también su verdadero sentido de un «amor
necesario»: «No permitas que me separe de ti» (misa). La sensación de peso
que se tiene al principio quedará superada por la mirada a la benevolencia
divina como fuente de todas las manifestaciones de la voluntad de Dios. El c.
es esencialmente libre: el amor misericordioso de Dios quiere vencer nuestros
cálculos de seguridad. Pero el c. no implica ningún rigorismo. Un bautizado
aprecia todos los c., pero escoge libremente los que atañen a su situación
providencial (S. Fr. de Sales, Tratado del amor de Dios, 8, 9. Cf. LG 42c). Una
fidelidad filial, que actúe con paz interna y magnanimidad, con creciente
libertad (libertas a servitute, Agustín), se convertirá en el fundamento
auténtico para el cumplimiento de los mandatos graves o leves, que nunca
pueden ser olvidados ni puestos en tela de juicio: « El amor perfecto echa
fuera el temor» (1 Jn 4, 18 ). No se niega que la perfección cristiana esté «del
lado de los preceptos» (Tomás, De Perfect. vitae spir., 14), es decir, del lado
de los dos preceptos del amor, que no conocen límites. Pero el c. constituye
speciali modo (LG 42c) su realización y su signo. Así, en el «Hijo muy amado»
(Mt 17, 5) recibimos el llamamiento a la gracia sobrenatural, cuyo imperativo
obliga actualmente también en el plano humano del trabajo, de la economía y
de la moral.

II. El «sequere me» y el triple consejo

1) Durante los tres primeros siglos se enseñaba siulplemente el seguimiento


de Cristo (lo cual no'significa que siempre se practicara idealmente lo
enseñado). La moral consistía en el sencillo principio: Christus sola lex. Se
«anunciaba la buena nueva de Jesús» (Act 5, 42); y así se permanecía en el
ámbito de los c. Desde los comienzos se sabía que el c. es libre (Act 5, 4;
virginidad y matrimonio: 1 Cor 7, 25), pero a todos se les inculcaba la
comunidad eucarística, esencialmente fraternal, en la agape (Act 4, 32), en la
xoevcavt« o solidaridad mutua (Act 2, 42-44; Heb 13, 16), que pronto recibió
el nombre de «vida apostólica». No se trataba de un comunismo sin propiedad
privada (Act 5, 7), sino de una disposición operante a compartir los propios
bienes. Todos los bienes proceden del Padre común. Era norma que no se
podía permitir la existencia de necesitados (Act 4, 34); había una «caja
común» (cf. BthWB: xosvwvta; cf. Rom 15, 26; 2 Cor 8, 4). En el s. Iv existía
una secta, los «apostólicos», a la que se le echaba en cara que del c. hacía un
mandato. La misma sequela Cristi, predicada a todos, dio origen a una más
estrecha koinonia entre pequeños grupos, la cual se manifestaba en la
virginidad (Act 4, 32; Justino, Apol. 10, 16; 1 Cor 7, 10) y en la distribución
de todos los bienes. La koinonia así matizada fue considerada como criterio
decisivo de la fe (Justino, Ireneo, Tertuliano; cf. R. CARPENTIER, La «vie
apostolique» mystére de lo¡, 44, 54). Cabe concluir que la comunidad única
de los tres primeros siglos se mantuvo fiel a la enseñanza del «consejo» para
todos. El mismo -> matrimonio cristiano estaba penetrado por esa enseñanza,
y era considerado como una forma especial de -> virginidad.

2) De esta comunidad única se desprende en el s. Iv un grupo que pronto se


hará numeroso. Históricamente, el eremita o «cristiano del desierto» no tiene
otra intención - y toda la Iglesia lo juzga así - que la de continuar la vita
apostolica, muy difícil ya para la generalidad de los cristianos, ocupados en las
tareas terrestres (L. BOUYER, La vie de S. Antoine, 53, 175, et passim). Por
tanto, la existencia del eremita no debía ser otra cosa que una vita apostolica
vivida más radicalmente. La -> obediencia al pater spiritualis) nace
espontáneamente del modelo de los doce alrededor de Jesús. Ese aislamiento
no suscitó ningún problema teológico. La llamada «al desierto» era de índole
carismática, se consideraba como una substitución del --> martirio y no
constituía ninguna innovación. Era profundamente cristiana y eclesiástica:
«Respirad a Cristo» (san Antonio). Todo este fenómeno se explica plenamente
por la vida y las circunstancias de la comunidad cristiana de aquella época, y
no puede derivarse de las comunidades judías o de la mística pagana (cf.
Bouyer, o.c. 51). El problema de la jurisdicción no vamos a tratarlo aquí. La
Iglesia protegió constantemente a las comunidades que querían practicar con
mayor intensidad los c.e. (cf. iii; cf. R. CARPENTIER, L'évéque et la vie
religieuse (411-425). En el s. xii se impuso el ternario -> pobreza, ->
virginidad y -> obediencia, fijando así definitivamente la sequela Christi
realizada como signo (Vaticano ii, LG 43; Perfectae caritatis 2a).

3) El hecho de que el c., especialmente la koinonia, cayera en olvido en el


mensaje general, de un lado se explica por el desplazamiento del acento en la
predicación, que sólo exigía un mínimo de disposición, a saber, la confesión de
los pecados, para asegurar la propia salvación; y de otro lado, por el
alejamiento de la comunidad evangélica respecto a los laicos en general. Pero,
en realidad, esta separación debía despertar en todos la aspiración a una
mayor perfección en el ágape (como se exige también en LG 12b; 13 c; 44c;
46b; y en Perfectae caritatis 24a).

III. La comunidad eclesiástica de los c.e. (cf. LG 4.4)

1. Necesidad de la institución eclesiástica de los consejos. La fe de


pentecostés (Act 1, 6) constituyó el pueblo de las promesas, que se
caracteriza por su naturaleza religiosa y social a la vez (koinonia). Esta
«humanidad nueva», cuya ley suprema es el amor, se distingue radicalmente
de la comunidad jurídica, que el hombre necesita para regular la convivencia.
Precisamente ante esa diferencia, que explica la contraposición - de suyo
extraña - entre la justicia y el amor, muestra su peculiaridad el imperativo
social del evangelio. Y de aquí nace para la Iglesia (LG 45a) la necesidad de
organizar «pública y jurídicamente» los «consejos», a fin de manifestarse ante
sí misma y ante el mundo como comunidad del amor, de la gloria de Dios y de
la salvación humana (LG 44c, 46b). Los obispos primero y luego los papas
aseguraron una experiencia de siglos por medio de la «exención» (LG 45b),
que no tiende a limitar el poder de las autoridades locales, sino a garantizar el
testimonio del carácter social de los c., (cf. R. CARPENTIER, L'évéque et la vie
religieuse). Del mismo modo se explican los restantes institutos eclesiásticos
institutos seculares), que también tienen como base los c.

2. Su carácter legal. Bien comprendido, no puede ofrecer dificultad. Cierto que


el c., expresión de amistad y de amor, excluye todo legalismo. Pero el amor
mismo de Cristo exige la construcción pública y jurídica del cuerpo místico (->
Iglesia). El orden social del evangelio, del reino de Dios, tiene que
concretarse. Su programa de total unidad debe encarnarse en la ley exterior,
en organizaciones peculiares (LG 45c).

3. Sería injurioso para el estado creado por los c.e. el que interpretáramos su
obligatoriedad legal sin tener en cuenta el sentido y la forma del c. Lo mismo
debe decirse de toda la moral cristiana (cf. i). El único c.e. es Cristo, amado y
seguido por razón de él mismo. El triple voto -interpretando los c. como
adoración perfecta- consagra la existencia entera, y no sólo un mínimo
reducido a tres obligaciones (LG 44a). Además, el voto es solamente el
presupuesto para la apropiación definitiva del espíritu del c.; él tiende a la
«libertad», que sobrepuja la ley (Pablo), a la alegría victoriosa (Agustín), a la
connaturalidad de la -> virtud (Tomás).

4. Resumen. Por estar tentado contra la ley divina, el hombre se siente


«obligado». É1 debe aprender cada vez más a actuar por un amor que le lleve
a amar más a Dios que a sí mismo: «Caridad en el amor» (Ef 5, 2). Sólo
Cristo puede capacitarlo para esto; él lo atrae y le da la gracia. El don de
Cristo exige una actitud por la que el hombre reconoce los deberes y
mandatos, se libera más y más de la tentación al pecado y tiende al
cumplimiento magnánimo de los c.e. El estado eclesiástico basado en los c.e.
constituyen un testimonio constante del amor gratuito, encarnado en la
comunidad fraternal. La pastoral ha de estar penetrada por este testimonio,
para transmitirlo al mundo (LG 44c; 46a; Perfectae caritatis 24a).

René Carpentier

CONSTANTINO, ERA DE
La discusión en torno a la inteligencia de la Iglesia en la historia plantea con
predilección el problema de la época constantiniana. Trátase no tanto de un
período de la historia de la Iglesia cuanto de una calificación de aquel
encuentro entre Iglesia y Estado que inauguró el emperador C. (hacia
285337), con efecto duradero, y que imprimió su sello durante siglos a la
imagen pública de la Iglesia cristiana y todavía la determina. Esta envoltura
de un juicio valorativo, por lo general negativo, en categorías históricas
explica el carácter cambiante del modo de hablar de la era constantiniana.
Si se intenta llegar a una regulación uniforme del lenguaje, en este caso, por
analogía con el vocabulario sobre la época de Augusto o de Justiniano, es
obvia una limitación al reinado de C. el Grande, que duró sus tres buenos
decenios al comienzo del s. lv. Con ello se le señala a la investigación histórica
un marco claro, en medio del cual debe esclarecerse la importancia de este
emperador para la historia universal. En cambio, si se amplía el concepto,
como, p. ej., cuando en la actualidad se habla del fin de la era constantiniana,
en tal caso resultan problemáticos tanto los límites del periodo de historia
eclesiástica así designado, corvó la insistencia en un determinado matiz de la
política de la Iglesia. De hecho, ya en la época precedente se observa por
parte de la Iglesia una clara preparación de esta evolución, y, de otro lado, no
ha de olvidarse la participación de un Teodosio z (379-395) o Justiniano (527-
565) en todo ello. La ósmosis de Iglesia y estado que fue iniciada por el
emperador C., halló su expresión universal en la res publica christiana
medieval y bajo múltiples formas opera todavía en la actualidad; esta ósmosis
no nació en pocos años, sino en un largo proceso que sólo se abre en su
carácter complejo mediante un especializado análisis histórico. Pero en tal
análisis se ve claramente que la fusión entre cristianismo e imperio, bajo la
forma como se produjo en la primera mitad del s. Iv, tuvo consecuencias de
largo alcance; éstas deben ser investigadas también, a pesar de la renuncia a
una manera global de pensar.

I. Visión histórica del problema

Las múltiples vertientes de la era constantiniana se ponen de manifiesto por el


mero hecho de que desde el principio el emperador C. ha constituido un punto
de discusión entre los historiadores y filósofos de la historia. Panegíricos y
críticas se suceden mutuamente, no siendo raro que esta figura se convierta
en exponente y símbolo, o de la responsabilidad cristiana de un monarca, o de
la corrupción eclesiástica.

La base para un enjuiciamiento positivo de este monarca la puso


indudablemente Eusebio de Cesarea (j' 339) en su Vita Constantini; él
cristalizó la antigua idea del emperador y marcó así la imagen de C. para la
posteridad. En su Ciudad de Dios (v 24s), Agustín descubrió igualmente en C.
el ideal de un buen emperador y ejerció así un influjo innegable en la edad
media. O. Treitinger ha puesto de relieve de manera convincente la
repercusión de este ideal de soberano en la época bizantina. Pero también en
occidente se quiso continuar el ideal constantiniano; la coronación imperial de
Carlomagno implicaba la recepción de esta tradición. C. representaba el
modelo de un monarca cristiano y como tal dio forma al ideal occidental del
emperador. Es significativo que los reformadores protestantes apenas
rechazaran la imagen del «buen emperador Constantino» (Lutero).

Durante siglos, este monarca y su imperio cristiano estuvieron como modelos


en la conciencia de amplios sectores de oriente y occidente; cierto que no fue
aprobado su culto en occidente, pero su concepción ha influido hasta la
actualidad, aunque no dejaron de notarse sus lados de sombra.

Sin embargo, con la imponente fuerza de irradiación de C. contrasta una


crítica siempre vigorosa. La cuestión de principio fue planteada ya por el
sectario africano Donato, que replicó a los enviados del vencedor de Roma:
«¿Qué tiene que ver el emperador con la Iglesia?» (OPTATO DE MILEVE,
Contra Parm. Don., in, 3). Por lo demás, ni siquiera el panegirista Eusebio
cerró los ojos a las malas consecuencias de la política de favor; sin lisonja
alguna constata también él que gentiles y herejes secretos «se infiltraban en
la Iglesia por temor a las amenazas del emperador» (Vita Const., 777, 66). La
ausencia de una auténtica decisión por la fe era evidentemente sentida por los
contemporáneos mismos como problema, y no nos equivocamos al suponer
que con la alegría se mezclaba la desazón por la política religiosa favorable al
cristianismo.

Es comprensible que la reacción pagana, sobre todo por parte del emperador
Juliano (+ 363) y del historiador bizantino Zósimo (s. v), denostara la
memoria de C. (p. ej., por su crueldad). Sin embargo, ya jerónimo trazó el
plan de una obra histórica, que desgraciadamente no se llevó a cabo,
fijándose en el aspecto de la decadencia. «Porque me he propuesto escribir la
historia, si el Señor me da vida y si mis vituperadores me dejan por lo menos
en paz después de huir y encerrarme, desde la venida del Salvador a nuestra
edad, es decir, desde los apóstoles hasta la hez de nuestro tiempo, mostrando
cómo y por quiénes nació y creció la Iglesia de Cristo, cómo creció por las
persecuciones y fue coronada por los martirios, y cómo después de recibir en
su seno a los príncipes cristianos, se hizo ciertamente mayor en riquezas, pero
menor en virtudes» (Vita Malchi, 1). Aquí ya tropezamos, pues, con aquella
imagen de la historia que ve en C. (sin mencionar su nombre) el viraje en la
evolución histórica de la Iglesia y atribuye, por ende, a su era una importancia
especial. Si a esto añadimos que en Sócrates (+ después del 439) se alza la
queja de un Ellénidson jristianismós (Hist. Eccl., I, 22), tenemos ya indicados
los elementos característicos de la polémica posterior.

A pesar de toda la alta estima de C. durante la edad media, también en esta


época hallamos una reserva crítica con relación a C. y a su concepción de la
política religiosa. Precisamente en los movimientos de entusiasmo religioso de
esta época, la repulsa a la Iglesia católica iba unida con la condenación de
aquella unidad por cuyo autor se tenía al primer emperador cristiano.
Albigenses y valdenses, espirituales franciscanos y husitas ponían en la picota
este modelo de Iglesia y argumentaban remitiéndose a la «ecclesia primitiva»
contra la Iglesia de la actualidad. Hasta qué punto estaba arraigada esta
mentalidad, lo revela el triple «ay» del ángel sobre la Künc Constantin en
Walther von der Vogelweide o la queja de Dante:

«Ahi, Constantin, di quanto mal fu matre,


non la tua conversion, ma quella dote
che da te prese il primo ricco patre! »

(Inferno xix,
115ss).

En la discusión posterior a la reforma el motivo constantiniano adquirió


nuevamente peso, pues con ayuda de la teoría de la decadencia se aspiraba a
una justificación histórica. Así los centuriadores magdeburgenses compusieron
su obra histórica desde este punto de vista. G. Arnold (t 1714) recogió estas
tesis en su Unpartheyische Kirchenund Ketxer-Historie («Historia imparcial de
las Iglesias y de los herejes», F 1699-1700) y diseñó a C. con la silueta de un
anticristo. La falta fundamental de C. habría consistido en dejar abiertas las
compuertas del mundo para que éste entrara en la Iglesia; y en este sentido,
«se había acabado de todo punto la pureza primera del cristianismo. Y
entonces C. quería unir, las dos cosas contradictorias, el gobierno de Dios y el
del demonio; Cristo y Belial tenían que hacerse buenos amigos» (Ibid. i, 145).
Si en Arnold ocupan tan ancho espacio las disquisiciones sobre este tema, es
evidente el papel agravante que atribuye a la e. de C. Salta a la vista el influjo
de Arnold en las más diversas corrientes religiosas, sobre todo en los círculos
del --> pietismo. La polémica contra la Iglesia y sus estructuras se concentra
en cierto modo sobre el emperador C. como autor de la depravación.

Así, pues, antes de que J. Burckhardt compusiera su influyente obra Die Zeit
Constantins des Grossen («El tiempo de C. el Grande», primera edición, Bas
1853) desde el mismo punto de vista, había ya una larga tradición en torno al
juicio negativo sobre este soberano. Ciertamente en la actualidad se ha
impuesto de nuevo un juicio más positivo, a base de una cuidadosa
interpretación de las fuentes (J. Vogt, H. Di;rries, H. Kraft, K. Aland). Pero la
visión histórica del problema confirma en todo caso que el primer emperador
cristiano es una figura clave para la interpretación de la Iglesia en la historia.
Tratándose de una figura simbólica, sin duda la valoración de C. estuvo con
frecuencia más sometida a una decisión precientífica que a un objetivo análisis
histórico. No fueron menores en el curso de los siglos las objeciones contra el
modelo constantiniano de un imperio cristiano; y en nuestros días, al
reflexionarse con ahínco sobre la verdadera naturaleza de la Iglesia, esas
objeciones alcanzan nueva actualidad.

II. El encuentro entre la Iglesia y el Estado bajo Constantino

La primera mitad del s. iv sin duda trajo un gran cambio para el cristianismo,
cambio que esencialmente se remonta a la iniciativa del emperador C. y que
consistió en el encuentro entre la Iglesia y el estado romano, con lo cual se
inició un proceso sumamente importante incluso para la historia universal.

A la verdad hay que considerar primeramente que el encuentro del


cristianismo con el imperio tiene antecedentes. No obstante todas las durezas
de la época de persecución, las acciones anticristianas del Estado se
realizaban por lo general esporádicamente o en intervalos que permitían a la
Iglesia consolidarse más y más (-> persecuciones cristianas). No sin razón las
tranquilas décadas anteriores a la persecución de Diocleciano son designadas
como «paz menor» de la Iglesia, gracias a la cual ésta pudo formarse como
una especie de «Estado en el Estado» (j. Vogt). Sin embargo, se da el hecho
sumamente sorprendente de que los cristianos adoptaron una postura en gran
parte positiva frente al imperio. Cierto que no falta la crítica negativa de tipo
apocalíptico; pero desde Pablo (Rom 13, 1-7), pasando por Melitón de Sardes
(EusEBio, Hist. eccl., zv, 26) y Orígenes (Contra Celsum, ii, 30; viri, 69),
hasta Eusebio de Cesarea hay una línea sorprendente de apertura al Estado
que hace aparecer el giro constantiniano en política religiosa casi como una
maduración de lo anterior. Influida por el pensamiento unitario de la
antigüedad, la Iglesia se declara pronta a una cooperación armónica con el
Estado, y la deposición del obispo de Samosata, Pablo, con ayuda de la
autoridad imperial (EusEBio, Hist. eccl., vii, 30), demuestra hasta qué punto
había prosperado esa cooperación ya antes de C. Las persecuciones no
interrumpían simplemente todos los contactos entre Iglesia y Estado;
precisamente las apologías de este período confirman cómo se buscaba el
diálogo y se preparaba así el clima para el cambio a comienzos del s. iv. C.,
que rompió el sistema de la tetrarquía introducido por Diocleciano (285-305)
para el gobierno del imperio, tras la muerte de su padre Constancio Cloro
(306) llegó al poder en la parte noroeste del imperio. Respecto de los
cristianos continuó la política tolerante de su padre, que fue favorecida
evidentemente en el orden religioso y espiritual por una creciente inclinación a
un monoteísmo oscilante (Sol invictus). El camino de C. hacia el cristianismo
atraviesa diversos estadios; este cambio y el grado de su pureza se hacen
visibles en una serie de medidas y edictos.

Respecto de la renuncia a la hostilidad del Estado frente a los cristianos, el


año 311 constituye una piedra miliaria. El emperador del oriente, Galerio,
había llegado a la intuición de que la persecución contra los cristianos
prácticamente había fracasado y dio un edicto de tolerancia con relación a los
cristianos (LACTANCIO, Mort. pers., 34; EusEslo, Hist. eccl., vIII, 17, 3-10).
Con este edicto que lleva también la firma de C., el Estado romano encauzó
su política religiosa por nuevos carriles; no sin razón lo ha calificado J. Vogt de
«ley fundamental para el cristianismo en el imperio».

La manera distinta de proceder en el oriente y en el occidente con relación al


cristianismo quedó por de pronto eliminada; sin embargo, Maximino pronto
volvió otra vez a las medidas de violencia. En occidente se abría igualmente
paso una nueva evolución, por cuanto C., sin duda guiado por móviles
políticos y no cristianos, iniciaba la guerra contra Majencio. Sin embargo, en
esta campaña del año 312 se dio el paso decisivo hacia el cristianismo, paso
que la tradición pone en relación con la supuesta visión de la cruz
(LACTANCIO, Mort. pers., 44; EUSEBIO, Vita Const., I, 27-32). Aun cuando la
interpretación de este acontecimiento ofrece dificultades sobre todo por razón
de la diferencia de los relatos, la conducta del agresor después de su victoria
junto al puente Milvio (28.10.312) demuestra, sin embargo, que se sentía
obligado al Dios de los cristianos. Ahora comienza el favor oficial a los
creyentes y el fomento del culto cristiano; así, p. ej., la domus Faustae, área
de la basílica laterana, es entregada al obispo de Roma, y ya antes de fin de
año se dirige el vencedor a Maximino invitándole a que suspenda las
persecuciones cristianas encendidas de nuevo. En África no sólo llega la
instrucción de que se devuelvan los bienes de la Iglesia, sino que se destina
también dinero para los clérigos «del culto católico legítimo y santísimo»
(EUSEBIO, Hist. eccl., x, 6, 1-5). Estas medidas nacían de la convicción de
que las prohibiciones del culto cristiano sólo daños habían acarreado al
imperio, su fomento, empero, bendiciones; la inteligencia jurídicamente
orientada de la religión romana (do ut des) apoya evidentemente esta
concepción.

En febrero de 313, C. y Licinio toman acuerdos en Milán que favorecen al


cristianismo más que el mismo edicto de Galerio. Si es cierto que en ellos se
pone de relieve la libertad religiosa (LACTANCIO, Mort. pers., 48, 2 5 6),
también lo es que aquí impera indudablemente la iniciativa del vencedor, que
había puesto su confianza en el signo cristiano de salvación. Pero en el fondo
C. había ido en su política de favor más lejos de lo expresado en el programa
de libertad religiosa, llevado por la persuasión muy romana de que el recto
culto, aplicado aquí al Dios de los cristianos, garantiza la existencia del
Estado. No es sólo la estructura organizada de la Iglesia y su autoridad moral
la que hace de ella un factor determinante en la política religiosa del
emperador, sino también su función religiosa y cultual. Esta tendencia
aseguró al cristianismo en la e. de C. la preeminencia como religión, si bien la
decisión por la fe quedó muchas veces en estado fluctuante.

Por parte de la Iglesia se saludó con júbilo el cambio de política religiosa.


Eusebio expresa ciertamente el sentir de los cristianos, cuando dice
triunfalmente: «Pero sobre todo nosotros, que habíamos puesto nuestra
esperanza en el ungido de Dios quedamos llenos de inefable alegría, y una
especie de bienaventuranza divina brillaba en el rostro de todos» (Hist. eccl.,
x, 2). Precisamente el recuerdo de la dura persecución bajo Diocleciano hace
comprender este júbilo.

El político C. supo consolidar en lo sucesivo su dominio, para lo que le dio


lugar el acuerdo con Licinio que, como vencedor sobre Maximino, dominaba
ahora todo el oriente. Sin embargo, su programa de política religiosa le
acarreó dificultades con el donatismo; fracasaron los esfuerzos por la unidad
religiosa, ora apelando a un arbitraje eclesiástico, ora empleando medios de
violencia, de forma que el emperador con su conciencia de enviado hubo de
conocer los límites de su actividad.

Pero el evidente favor al cristianismo no restringió por de pronto en modo


alguno al paganismo. Tanto en el concepto que de sí mismo tenia en cuanto
soberano, como en el cuidado del culto civil - como es sabido sólo el
emperador Graciano depuso, el año 379, el título de Pontifex Maximus -, C. se
mostraba ligado a las tradiciones paganas. Hasta qué punto el mundo de
representaciones del imperio estaba aún determinado por los dioses antiguos,
ilústranlo sobre todo las acuñaciones de moneda, y las cautas formulaciones
de C. mismo atestiguan con creces que no se quería descartar simplemente el
mundo tradicional de ideas. El periodo de transición está caracterizado por
una convivencia con igualdad de derechos. Si es cierto que el emperador, por
convicción personal, se inclinaba más y más al cristianismo y dio expresión a
esta tendencia en privilegios o en una legislación cristianizada, también lo es
que la libertad de los paganos estuvo todavía plenamente garantizada.

Licinio volvió en oriente a su política anticristiana y ello dio a C. la posibilidad


de motivar también religiosamente su lucha por el dominio único (324 ). Su
victoria lo llevó al imperio universal y, con ello, a una política religiosa
uniforme en todo el imperio. La experiencia de su ascensión política bajo el
signo de la cruz salvadora fortaleció en él la conciencia de enviado para
completar el camino emprendido. Así se continuó el engranaje de Iglesia e
imperio por la encomienda de altos cargos a cristianos y por la
compenetración de la idea imperial con ideas cristianas. Este engranaje no se
mostró menos en la solícita influencia del emperador en asuntos eclesiásticos.
Al asumir el poder en oriente, C. se vio súbitamente enfrentado con la disputa
arriana, cuya composición acometió por propia iniciativa a pesar de las
experiencias desalentadoras con los donatistas (-> arrianismo); la
convocación del concilio de Nicea (325) pone de manifiesto su
corresponsabilidad, que nacía de la conciencia de que la prosperidad del
imperio estaba indisolublemente vinculada a la unidad de la Iglesia. La función
del emperador en este concilio imperial correspondió ya a la idea que él tenía
de sí mismo como vicarius Christi. Como tal buscaba también C. aclarar las
confusiones arrianas, a la verdad más con el fin de garantizar el recto culto a
Dios que por entender de distinciones teológicas. De hecho, en la era de la
paz constantiniana se inician las grandes discusiones teológicas y se despierta
a la vez la resistencia eclesiástica contra la tutela estatal. Hacia fuera, sin
embargo, una poderosa actividad constructora demostraba el cambio y, por
cierto, no sólo en la recién fundada Constantinopla; gracias a la munificencia
imperial, la Iglesia ostentaba esplendor victorioso.

En medio de los preparativos para la guerra contra los persas murió C. el año
337, después de recibir poco antes el bautismo. Su sepelio en el mausoleo de
la iglesia de los apóstoles de Bizancio lo mostraba aún en la muerte como
igual a los apóstoles y proclamaba así el programa de su vida.

III. Estructuras y consecuencias

El imperio de C. el Grande trajo indudablemente un viraje en la historia


universal, en particular para el desenvolvimiento del cristianismo. Sin
embargo, la imagen de la Iglesia preconstantiniana nos previene contra una
exageración de este «viraje» y, por tanto, contra una precipitada repulsa a la
era constantiniana. Partiendo de los presupuestos de la antigüedad, el
encuentro entre Iglesia y Estado demostró su fecundidad histórica y, en este
sentido, su legitimación; sin embargo, las estructuras de este cosmos
cristiano e imperial da ocasión a interrogantes.

1) Sostenida por la idea antigua de la unidad, la política religiosa de C.


condujo a una identificación de Iglesia y Estado que despertaba la apariencia
de una anticipación del reino escatológico de Cristo. En el cosmos universal de
la cristiandad medieval experimentó esta concepción una realización
impresionante. Esta amalgama de Ecclesia et Imperium, personificada en los
monarcas cristianos por la gracia de Dios, hacía desde luego echar de menos
en muchos casos la diferencia entre las dos magnitudes, de suerte que la
Iglesia vino a caer en la resaca del Estado (Iglesia estatal) o del mundo.

2) La asimilación entre Iglesia y Estado favoreció fuertemente la aceptación


de estructuras profanas por parte del cristianismo. Las formas de organización
y el feudalismo o el ceremonial cortesano marcaban de tal modo la imagen de
la Iglesia, que muchas veces quedaba oscurecida su misión espiritual en la
historia.

3) Estrechamente unido con ello está la inserción de los intereses de orden


espiritual y religioso en el orden político o geográfico. Indudablemente, bajo
C. se abrieron a la Iglesia insospechadas posibilidades para su actuación
eficaz; mas, por otra parte, esta armonía precisamente le atrajo muchas
veces el descrédito e impidió el veto profético. A la verdad, mientras el
ciudadano pudo identificarse con el cristiano, el problema quedó más o menos
latente; pero ya la equiparación del infiel con el enemigo del Estado acarreó
fatales consecuencias.

4) El favor otorgado a la religión cristiana por parte de la autoridad estatal


condujo a conversiones en las que, frecuentemente, la oportunidad era factor
más fuerte que la fe. Así se produjo el fenómeno de la Iglesia popular y surgió
el peligro de un cristianismo pagano, que no podía conjurarse completamente
ni siquiera por la institución del catecumenado. Posteriormente la ley de los <
muchos» determinó en gran parte el trabajo misional de la Iglesia, mientras el
monacato se retraía.

5) A consecuencia de esta evolución, se impuso dentro del pueblo de Dios una


diferencia sociológica, entre clérigos y laicos. Por la adaptación de la jerarquía
eclesiástica al rango de los honores civiles, por los privilegios y títulos de
nobleza, el alto clero se separó abiertamente del pueblo, situación que fue
subrayada arquitectónicamente en la construcción de las iglesias por la
contraposición de coro y nave. La originaria tensión entre Iglesia y mundo
quedó substituida por la diferencia entre «-> clero y laicos». En adelante se
tiene por < espiritual» precisamente al clérigo - a quien está reservada la
instrucción- y ya no simplemente al bautizado.

6) El vínculo unificante de la concepción constantiniana del imperio era la fe


cristiana. En su programa de política religiosa, Eusebio redujo este hecho a la
siguiente fórmula: Un Dios - un emperador; un imperio - una fe (credo).
Henchidos de una conciencia de misión universal, los monarcas cristianos
intervienen naturalmente en el diálogo teológico, con lo cual en muchos casos
coartan la libertad de la Iglesia. Con ello se preparaba una transformación de
la fe en -> ideología, fenómeno que se repite una y otra vez al formarse
estados «cristianos» y que pone en peligro la verdadera decisión por la acción
salvadora de Dios.

Peter Stoekmeier

CONSTITUCIONES
DE LA IGLESIA PRIMITIVA
I. Concepto

Aquí nos referimos exclusivamente a las c. eclesiásticas de la literatura del


cristianismo antiguo, que en su mayor parte se conocen sólo desde el s. xix y
xx. Se trata de los más antiguos diseños conservados de directrices para el
derecho, la disciplina, la liturgia y la moral en la Iglesia. Los comienzos de
tales diseños, que muy pronto se hicieron necesarios para la existencia de las
comunidades, se encuentran ya en el NT. Por lo que se refiere a la s
diferencias en el contenido y en la forma de las antiguas colecciones
eclesiásticas que nos son conocidas, resultó difícil determinar la procedencia y
el tiempo, así como la relación o la dependencia mutua. Hoy podríamos tener
por fidedignos los siguientes datos. Como muestra más antigua de c. hemos
de mencionar las cartas pastorales (cf 1 Tim 2, 1-3, 13; 5, 1-20; 6, ls; Tit 1,
6-9; 2, 2-5.9s [3, ls]).

El primer testimonio de c. autónomas de la Iglesia es la llamada Doctrina de


los doce apóstoles (Did.; probablemente de la primera mitad del s. ii;
atribuida generalmente a los -->padres apostólicos), la cual ejerció un influjo
duradero. De comienzos del s. tii data el llamado orden eclesiástico de Egipto,
que con gran probabilidad ha sido identificada como La tradición apostólica,
de Hipólito de Roma (con una pequeña reelaboración). En la segunda mitad
del s. III ha de situarse la Didascalía apostólica (siríaca), que muestra una
notable dependencia de la Did.; casi del mismo tiempo procede el orden
apostólico de la Iglesia (comienzos del s. iv). Con esto hemos mencionado los
escritos fundamentales hasta ahora conocidos que sirvieron de base para
grandes colecciones desde el s. iv. P. ej., la colección veronense contiene la
Didascalia, las ordenaciones eclesiásticas de Hipólito y el orden apostólico de
la Iglesia. La más conocida y amplia de estas colecciones la tenemos en las
Constituciones apostólicas, donde están elaboradas tradiciones procedentes
de la Didakhe, de la Didascalia y de Hipólito; y a manera de apéndice del
mismo autor se añaden los Cánones apostólicos. Entre otras colecciones
especiales se encuentran el Testamentum Domini, que representa una
elaboración del orden eclesiástico de Egipto en el marco apocalíptico de un
diálogo entre el Resucitado y sus discípulos. Las c. eclesiásticas proceden en
parte directamente de Siria, en parte están determinadas por tradiciones
orientales.

II. Peculiaridad y temática

Desde la perspectiva de la historia de la teología, estos escritos son valiosos


bajo varios aspectos. Prescindiendo de su contenido variable, pues aquí no
vamos a entrar en los detalles particulares, son documentos de una Iglesia
que se va consolidando en su constitución, su liturgia y su moral. Con su
creciente material relativo a las disposiciones sobre nombramientos, derechos
y obligaciones de los minitros (doctores, apóstoles, profetas, presbíteros,
obispos y diáconos), con sus directrices para la organización y celebración de
la liturgia (bautismo, eucaristía, ayuno, calendario de fiestas, formularios de
oraciones), con indicaciones acerca de la recta conducta de la Iglesia, con la
regulación de la disciplina penitencial y el orden de estados en la comunidad;
dichos escritos cons-, tituyen un testimonio elocuente sobre las circunstancias
eclesiásticas de cada momento, aun cuando ese testimonio no carezca de
lagunas a pesar de su profusión. Desde diversas regiones y épocas reflejan
una imagen multiforme de la vida eclesiástica.

En la parénesis, en los ritos y en los textos litúrgicos se ve cómo ha sido


asumido el acervo judío de procedencia oriental, pero con una modificación
decisiva bajo la perspectiva cristiana, de manera que precisamente en esta
recepción queda documentado el movimiento contrario al judaísmo (contra el
que no pocas veces se polemiza). En conjunto se manifiesta aquí una Iglesia
que, aun regulando meticulosamente su orden en cada lugar concreto, en
comparación con la posterior forma de pensar, da pruebas de una mayor
despreocupación y magnanimidad respecto a la unidad en la constitución y la
liturgia, estando persuadida de que precisamente la diversidad es un
testimonio de la unidad de la fe (Ireneo, según Eusebio, (Hist. eccl., v 24, 13
).

De todos modos aparece aquí bajo muchos aspectos el carácter local de las c.
eclesiásticas. Al comienzo de la historia de la Iglesia no se encuentra un libro
de derecho uniforme, sino que, más bien, se van formando las c. eclesiásticas
en medio de múltiples condiciones particulares y en armonía con la práctica
concreta de una Iglesia regional. Aquí tenemos un paralelismo respecto a la
evolución de la predicación, de la teología y del dogma, con los cuales está
íntimamente entrelazada la práctica de la vida eclesial. Los Iglesias
particulares se desarrollan con gran autonomía y variedad.

La redacción de las c. eclesiásticas, con las cuales debe crearse la regla


permanente para la vida de la comunidad, demuestra la tendencia
estabilizadora en medio de todo el movimiento y apertura en el proceso
evolutivo. A fin de que el derecho y las costumbres quedaran investidos de la
debida autoridad y así pudieran ser aceptados más allá del lugar y del
momento, estos escritos fueron atribuidos a los apóstoles, con lo cual recibían
un rango supremo. En el título de la mayoría de los órdenes eclesiásticos aquí
comentados se indica que el autor es un apóstol (cartas pastorales, Didakhe,
Didascalia, orden apostólico de la Iglesia) o por lo menos que se trata de una
tradición apostólica. Con esto no se pretende afirmar quién es el autor, ni con
intención crítica ni fraudulenta, sino que así queda expresada la convicción
propia de la antigua Iglesia acerca del carácter apostólico y obligatorio de sus
c. (lo mismo que de su predicación). Cuanto la Iglesia hace incluso en los
detalles más concretos de su vida, la forma que adquiere y va cambiando en
el curso de su historia, está en conexión con el tiempo apostólico y con su
norma permanente, norma que en su redacción originaria había podido
prescindir en gran parte de una formulación a base de parágrafos, si bien ya
muestra una multitud de regulaciones y de elementos jurídicos, de los cuales
seguramente sólo un pequeño número está atestiguado en los escritos
neotestamentarios.

Lo mismo que la predicación, también el orden de la Iglesia está garantizado


por la tradición apostólica. Aquí actúa la misma conciencia apostólica de la
antigua Iglesia que: entre los numerosos y diversos escritos que estaban en
circulación, delimitó el -> canon de los libros apostólicos; entre las diversas
tradiciones, fijó la sucesión apostólica con ayuda de las listas de obispos; y,
ante la multiplicidad de grupos cristianos, desde el s. iv estableció un
«símbolo apostólico de fe». En el mismo sentido son «apostólicas» las c. Esta
referencia de todo lo eclesiológicamente importante a la base fidedigna de la
apostolicidad, por una parte se debe a la preocupación de no abandonarla
predicación, la fe y la vida de la comunidad a un curso arbitrario y oscilante;
y, por otra parte, constituye a la vez una delimitación. Todo remitirse al
origen apostólico tiende inmediata o indirectamente a la autoafirmación de la
Iglesia frente a corrientes heterodoxas, que a su vez acostumbran a atribuirse
un origen apostólico. De ahí que esta terminología tenga en muchos casos un
acento más o menos polémico o definidor, también en relación con las c.
eclesiásticas, que deciden autoritativamente en cuestiones discutidas sobre
los oficios, los estados, el culto, la displina y la ética en la Iglesia.

Con ello queda asegurada la eficacia duradera y homogénea de las


disposiciones. Pues su autoridad apostólica no ha de considerarse solamente
como una legitimación posterior de lo que ha llegado a ser, sino también
como una autorización de la fijación pretendida de cara a su influjo en el
futuro. Esto puede observarse claramente en la recepción, elaboración,
actualización y el desarrollo de las anteriores c. eclesiásticas en las
posteriores. Con lo cual en estas ordenaciones jurídicas y en su carácter
literario queda sedimentada la persuasión acerca de la continuidad del orden
apostólico a través de las variaciones del camino histórico de la Iglesia.
Norbert Brox

CONTINGENCIA (CONTINGENTE)
1) Filosóficamente lo c. es aquello que no existe en virtud de su propia
esencia, aquello respecto de cuya esencia el existir de hecho -bajo el aspecto
puramente lógico y formal- se comporta como un accidente (de accidere), que
«adviene de fuera» a la esencia. Según una mayor extensión del concepto, se
denomina c. todo lo que «puede dejar de ser». Así está en contradicción con-
lo absoluto y necesario, que no puede dejar de ser, porque existe en virtud de
su propia esencia. En sentido más estricto excluye lo imposible simplemente y
designa sólo aquello que «puede ser y no ser». En todo caso, la contingencia
significa una constitución ontológica, caracterizada por una deficiencia, por un
no tener o no ser, a saber, designa aquella modalidad de esencia que no es en
sí y por sí su propia realidad (--> ontología). Acerca de la relación de lo c. con
lo necesario vige esencialmente lo dicho, al hablar de lo absoluto, sobre la
historia de su pensamiento, sobre la dificultad para conocerlo con que tropieza
la conciencia actual y sobre ensayos más ligados a la experiencia para lograr
entenderlo.

El uso del concepto de c. lleva consigo un nuevo factor problemático. Parece


que, normalmente, no se da al hombre, en sentido estricto, un conocimiento
inmediato, temático y objetivo de su propia c., porque esto significaría sin
duda una experiencia temática del fundamento absoluto de su existencia.
Entonces, ¿en qué puede conocerse lo c.? ¿En que ha sido causado por otro?
En tal caso, el concepto serÍa inutilizable para la metafísica (para conocer a
través de él lo necesario como causa de lo c.). ¿En que lo c. comienza a existir
o deja de existir? En tal caso, es imposible demostrar filosóficamente la
contingencia del mundo en su totalidad (de hecho, la filosofía griega que
argumenta por el nacer y perecer de las cosas del cosmos, no avanzó hasta la
c. ni, consiguientemente, hasta el carácter creado de la materia universal que
forma el fondo o sustrato de todo, y se quedó pegada al -->dualismo). En
cambio, en la mutabilidad del hombre y del mundo se halla un indicio
universalmente aplicable de la contingencia.

2) El hombre experimenta su variabilidad de las más diversas maneras: por el


crecimiento y la vejez, por el aprender y olvidar... Cada hombre realiza
sucesivamente posibilidades que posee, para llegar a ser más y más él
mismo. Pero esta sucesiva actuación de sí mismo es también,
inevitablemente, una actuación selectiva: la opción por una posibilidad
determinada excluye automáticamente otras, tan reales y apetecibles como la
escogida. Esta ley fundamental de la suerte humana se experimenta sin duda
con fuerza máxima en la elección de una profesión determinada, que anula
otras posibilidades de formación y creación, las cuales, por ser posibilidades
humanas, eran también, más o menos, posibilidades mías. También las
situaciones límite, en que la contingencia del hombre se impone con la más
fuerte inmediatez psíquica (la pérdida de un ser querido, la comisión de una
culpa, el fracaso profesional), están insertas en la «estructura formal» de la
mutabilidad. Como ésta ímposibilita que todas nuestras posibilidades se
conviertan en realidad sin selección ni tachaduras, o que se den y perduren,
sin dispersarse en lo sucesivo, en un «ahora» de pura y única totalidad, de
colección centrada y concentrada en sí misma, ella es indicio de que el
hombre no existe por razón de su propia esencia, en virtud de su propio
poder, ya que entonces todas sus posibilidades serían sin más plena realidad,
en una palabra, constituye un indicio de que el hombre es contingente.

3) Para demostrar la c. del mundo como todo, no es menester interrogarle


pieza por pieza sobre su variabilidad (así para la física actual y también, p.
ej., para el materialismo dialéctico es evidente el constante y universal
intercambio de las partículas elementales de que consta el mundo). Nosotros
llamamos mundo a la totalidad de lo que es accesible a nuestra experiencia
directa. Ahora bien, en tal caso, partiendo ya de este concepto «operativo»
del mundo, del que tiene sin duda que arrancar todo pensamiento filosófico,
queda averiguada la variabilidad de todo cuanto es mundo en particular y en
general. Pues el objeto inmediato de nuestra experiencia variable debe estar
de acuerdo en la constitución fundamental de la variabilidad con la
experiencia que lo recoge y lo une consigo. De la variabilidad y, por ende, de
la contingencia del mundo no puede tampoco exceptuarse un último pr incipio
cósmico, que corresponda, p. ej., a la materia de los griegos. La variación de
una cosa afecta a cada una de sus partes, aun a la que aparentemente queda
más intacta; en la medida en que algo es sujeto de una variación, queda
también modificado como sujeto de la misma.

Así entendidos en su c., el hombre y el mundo en su totalidad son la base


para remontarse al conocimiento de lo -> necesario. Pero, tras el
conocimiento expreso así logrado de la c. del hombre y del mundo, sin duda
late ya una inmediata experiencia fundamental, no explícita, no sometida a
reflexión, de la realidad original, del polo opuesto a lo c., a saber, de lo ->
absoluto, de lo incondicionalmente infinito; esta experiencia se interpreta en
el conocimiento teórico como prueba de la existencia de Dios.

Walter Kern

CONTRATO
Derechos y deberes del hombre pueden tener su fundamento: o bien (1)
inmediatamente en lo que él es - con o sin intervención propia -, p. ej., hijo
de este matrimonio, miembro de la Iglesia, poseedor de un oficio; o bien (2)
en lo que él hace o deja de de hacer, p. ej., engendra a un hijo, crea una obra
literaria o artística, causa unos perjuicios; o bien (3) en sus negocios jurídicos.
Sus acciones y omisiones son jurídicamente importantes para él en la medida
en que implican algún grado de imputabilidad moral y jurídica; pues toda
acción relativa a un negocio jurídico presupone la capacidad para él y la plena
imputabilidad. Entre los negocios jurídicos se hallan los contratos; y con
frecuencia, cuando se habla de c., se entienden los negocios jurídicos en
general.

Del apartado (1) trataban los antiguos teólogos preferentemente cuando


hablaban de los deberes de estado, doctrina que por desgracia está muy
descuidada en la actualidad. De lo relativo al punto (2), en general, hasta hoy
los teólogos sólo han tratado una parte -importante, pero pequeña-, en la
doctrina de la cooperació:i (al mal) y de la reparación de la justicia violada.
Acerca del apartado (3), bajo el título De contractibus, se exponían algunos
principios sobre los negocios jurídicos en general y los tipos más usuales de
c., a lo cual se añadía algún tema más, como el de la manifestación de la
última voluntad y semejantes. Lo mismo que el derecho civil y el canónico, la
teología moral cae también en el defecto de aplicar los conceptos del derecho
patrimonial, que los romanos desarrollaron hasta la perfección, a campos
como el de los negocios jurídicos de tipo personal. Por ejemplo, el matrimonio
se presenta entre moralistas y canonistas, no tanto como un acto de ambos
contrayentes que origina un nuevo estado, cuanto -sin tomar en consideración
la profunda diferencia entre este c. y el vínculo que surge de él
(indisolubilidad) -,como un c. entre otros, comparable al que se refiere a los
bienes matrimoniales. Y esto a pesar de que se tiene conciencia de que, al
determinar la medida necesaria de conocimiento y de voluntad libre, por la
«naturaleza de la cosa» no se puede seguir el mismo criterio que en los
negocios jurídicos que se refieren al derecho patrimonial. Incluso un acto tan
marcadamente religioso y que tan claramente origina un nuevo estado, como
es el de la incorporación a una orden por los votos, es considerado por
canonistas y (algunos) moralistas como un c., a causa de las consecuencias
jurídicas - también de orden económico- que de ahí se derivan.

La rectificación necesaria está ya en camino. Desde algún tiempo la


jurisprudencia civil, la cual, en conformidad con la tradicional teología moral,
entendía la relación laboral a base del salario como un negocio jurídico de tipo
patrimonial (aunque ya no bajo la figura jurídica del opera locatio/conductio),
ha llegado a ver que aquí no se trata primariamente del intercambio de cosas
económicamente valorables (trabajo por salario), sino de una cooperación por
la que se hace posible y se configura una obra nacida de un interés vital.
Consecuentemente, el cambio de trabajo por salario no es el núcleo, sino una
consecuencia de la relación laboral (así como de los votos de un religioso se
deriva el hecho de que él trabaja para la orden y ésta cuida de su sustento).
Una vez que el derecho civil ha sacado las consecuencias justas del principio
defendido desde siempre por la sociología católica, según el cual la dignidad
humana del trabajo prohibe considerarlo como una «mercancía», los
canonistas y los moralistas no podrán tardar mucho tiempo en hacer lo mismo
con relación a la celebración del matrimonio y a los votos religiosos. La
doctrina dogmática según la cual, lo que en la terminología tradicional se
llama c., no es algo añadido al sacramento, sino el sacramento mismo, queda
intacta a pesar de lo dicho; y tampoco se cambia nada en los votos religiosos,
lo único que se hace es poner más claramente de manifiesto su carácter
religioso.

Que el hombre debe ser responsable de su acción y de su omisión, con las


consecuencias que de ellas se derivan, está claro para una razón humana no
deformada. En todas las sociedades, por primitivas que sean, el orden jurídico
pide cuentas al hombre de sus propios actos. Pero es mucho más difícil de
comprender cómo el hombre, por su palabra escrita u oral, puede crear
derechos y obligaciones para él mismo, e incluso puede originar y transformar
situaciones jurídicas que todos deben respetar (p. ej., límites de la
propiedad).

El que el orden jurídico me haga responsable de la palabra dada (no se trata


aquí del valor moral de la fidelidad a la palabra dada, obligatio ex fidelitate,
sino de la obligación jurídica, obligatio ex iustitia), presupone un alto nivel
cultural en el derecho, un nivel que ni la antigua Roma había alcanzado
todavía. Esta problemática, importante también desde el punto de vista de la
historia del derecho, parece que apenas es descubierta por nuestra teología
moral. Concretamente ciertas obras antiguas, descuidando la conexión
objetiva, los presupuestos culturales y económicos, y la importancia social de
los hechos, se limitan casi exclusivamente a una exégesis lógica o gramatical
de las fórmulas clásicas sobre el contrato. La misma doctrina, que aquí lleva
demasiado lejos la bondad, no se atreve a hacer responsables a los hombres
por sus acciones y omisiones, y tiende a reducir a un mínimo los derechos y
obligaciones nacidas de acciones jurídicas.

Pero entre tanto también aquí se ha producido un cambio; por suerte, la


teología moral y la jurisprudencia se van acercando mutuamente. En el
ámbito de las acciones jurídicas la teología moral reconoce - al menos
implícitamente - las normas que por razón económica y de justicia social ha
introducido la legislación estatal sobre los riesgos acarreados, etc.; y así en
cierto modo arroja este campo de su competencia y lo encomienda al
legislador estatal, el cual ha de adoptar una regulación positiva según el lugar,
el tiempo y las circunstancias fácticas. Y también entra menos en el terreno
de los negocios jurídicos (contratos). Los extensos tratados De iustitia et iure,
que en tiempos fueron las piezas brillantes de la teología moral, van
replegándose más y más; y en las obras recientes desaparecen casi por
completo. Sin duda por dos razones: la primera e indudablemente decisiva
está en que la teología moral centra su interés en las propias preguntas
teológicas, con la consecuencia de que las cuestiones -antes preferidas - sobre
el derecho y la ley van retrocediendo y son encomendadas a los juristas, que
las asumen con gusto y competencia. A esto se añade como segunda razón el
conocimiento de que las actuales relaciones jurídicas mayormente se
desarrollan bajo otras formas, e incluso cuando adoptan la modalidad clásica
del c., éste constituye más un vestido superpuesto que una expresión
adecuada de lo que se significa y quiere, de lo que de hecho se realiza. Así, en
lugar de una interpretación literal de las fórmulas, se introduce toda una serie
de cláusulas generales, cargadas de valores, las cuales trabajan con
conceptos «jurídicamente indeterminados», como «fidelidad», «fe», etc., y se
introduce concretamente el principio de la «protección de la confianza», que lo
abarca todo y tiende un puente entre la «obligatio ex fidelitate» y la «obligatio
ex iustitia».

Todos los órdenes jurídicos conocen solamente un número fijo de figuras


jurídicas «objetivas» (prototipo: la propiedad). Pero el orden totalitario y el
libre se distinguen en que el último por principio concede libertad de contrato.
No sólo en el sentido de que todos son libres para realizar negocios jurídicos
(hacer c.) o no realizarlos, sino también de que su contenido es en principio
libre, dentro de los límites de lo moralmente permitido y del orden público.
Pero el acto de establecer un c. significa que uno se ata; quien hace uso de la
libertad de c., limita su libertad en la medida de lo concertado. De ahí nace el
peligro de que -como en las competiciones- la libertad de c. se suprima a sí
misma. Por eso tal libertad no puede ser ilimitada, sino que encuentra sus
límites allí donde las partes contratantes o una de ellas (la más débil o la
menos experta) se enajenarían de su libertad, o bien cuando un tercero
quedaría perjudicado en los derechos de su libertad. La aseguración de la
libertad de c. de todos es el máximo florecimiento de la cultura jurídica.
Oswald von Nell-Breuning

CONVERSIÓN
En este artículo se trata (I-II) del concepto más general de conversión o
retorno a Dios, y (III) de la «conversión» en sentido más estricto, es decir,
del paso de un bautizado a la Iglesia católica.

I. Teología de la conversión

1. Reflexiones metódicas previas

a) El contenido del concepto de c., teológicamente importante y hasta central,


se tratará aquí sistemáticamente, pero incluyendo también la teología bíblica.

b) El concepto de c. no es fácil de deslindar de otros conceptos teológicos


afines, como -> fe (lides qua y, con ello, esperanza y caridad), ->
arrepentimiento, -> metanoia, -> penitencia, --> justificación (como
proceso), -> redención. Remitimos, pues, a estos conceptos. De acuerdo con
la naturaleza espiritual y corpórea, histórica y social del hombre, la c. tiene
siempre (aunque en expresión muy varia), un aspecto social y cultual en
todas las religiones y hasta en el cristianismo (ritos de iniciación, bautismo,
liturgia penitencial, instituciones de «despertares», etc.), aspecto que lo
mismo puede ser el lado corpóreo y social de la c. como (de no realizarse
personalmente) la desfiguración de la c. y de la religión en general. Aquí ya
no hablaremos más ampliamente de este aspecto.

c) Las nociones bíblicas sub, metanoia y otras son conceptos específicamente


religiosos, los cuales significan algo más que un cambio intelectual de opinión;
se refieren más bien al hombre entero en su relación fundamental con Dios, y
no designan solamente una mutación respecto del juicio y de la conducta
moral sobre un objeto (y mandamiento) determinado.

2. Conversión como decisión fundamental

Desde el punto de vista de la naturaleza formal de la libertad, la c. es la


decisión fundamental por Dios mediante un uso religioso y moralmente bueno
de la facultad de elección, así como el compromiso con él que abarca la vida
en su totalidad. Tal decisión y compromiso requieren cierto grado (siquiera
relativo) de reflexión y se producen, por tanto, en un momento determinado
de la historia de una vida. Sin embargo, por más que la libertad realizada en
una vida única y total no sea una mera suma de actos libres morales o no
morales, enlazados en forma meramente cronológica, sino que implica un
singular acto libre como decisión fundamental; de la misma esencia de la
libertad se desprende también que esa decisión fundamental no está
plenamente sometida a la reflexión y por tanto no puede fijarse
adecuadamente en un momento determinado del curso de la vida. Este
pensamiento debe recordarse siempre en toda interpretación teológica de la c.

3. Conversión como respuesta a la llamada de Dios


El libre retorno del hombre a Dios ha de verse siempre bíblica y
sistemáticamente, como una respuesta producida por la gracia divina a la
llamada de Dios, que da al llamar aquello mismo hacia lo que él llama. Este
llamamiento de Dios es a una: Jesucristo mismo, como la exigencia y
presencia del -> reino de Dios en persona; su Espíritu, que, como
comunicación de Dios, ofrece libertad y perdón como superación de la cerrada
finitud y pecabilidad del hombre; y la situación concreta en que está el
llamado, la cual constituye la delimitación existencial de ese llamamiento que
proviene de Cristo y del Espíritu.

4. El contenido del llamamiento

El contenido del llamamiento (que no puede separarse del hecho mismo de


producirse) es invitación (que obliga y facilita su seguimiento) a admitir a
Dios, que se comunica a sí mismo, libera con ello la existencia de los «ídolos»
esclavizadores (principados y potestades) y da el valor para esperar la
redención y libertad definitivas en la «posesión» inmediata de Dios como
nuestro futuro absoluto. El llamamiento es, por ende, invitación a salir de la
mera finitud (gracia como participación en la vida divina misma) y del estado
pecador del hombre, en que éste, por desconfiada desesperanza, se diviniza a
sí mismo bajo determinadas dimensiones de su existencia en la decisión
fundamental de su vida (gracia como perdón), y no sólo la invitación a cumplir
obligaciones morales particulares, a «corregirse». Este contenido del
llamamiento puede naturalmente describirse también en dirección inversa:
Dondequiera se desprende uno de sí mismo («se niega a sí mismo»), ama
desinteresadamente al prójimo, acepta confiadamente su propia existencia
junto con la imposibilidad de comprenderla y regirla plenamente, y la acepta
como llena de sentido en medio de su carácter incomprensible, sin querer
determinar por sí mismo este sentido último ni disponer del mismo,
dondequiera uno logra renunciar a los ídolos de su angustia y hambre de vida,
ahí se acepta y experimenta el reino de Dios, a Dios mismo (como última
razón de tal acción), aun cuando se haga de manera totalmente irrefleja y,
por eso, la c. sea «implícita» y «anónima» y, en ciertas circunstancias, no se
comprenda expresamente a Cristo como palabra definitiva de Dios al hombre
(aunque sí se le alcance «en espíritu»). A la postre se dice lo mismo cuando
jesús llama a la conversión (metanoia) al reino de Dios, que aparece ahora en
él mismo y reclama radicalmente al hombre entero, o cuando Pablo invita a la
-> fe en el Dios que justifica sin las obras por la cruz de Cristo y Juan exhorta
a pasar de las tinieblas a la luz por la caridad y la fe en el Hijo aparecido en la
carne. En todas esas llamadas se renueva la exhortación de los profetas
veterotestamentarios a la c., y se renueva en forma más radical por la fe en el
hecho de que en jesús, el crucificado y resucitado, ha adquirido una forma
definitiva e insuperable y, con ello, su seriedad y obligatoriedad postrera el
llamamiento de Dios que hace posible la c.

5. La c. como evento contingente

La c. misma es experimentada como don de la gracia (como un recibir la c.) y


como radical decisión fundamental que afecta a la existencia entera del
hombre, aun cuando se realice en una particular decisión concreta de la vida
diaria; ella es fe, como un concreto quedar afectado por la llamada que se me
dirige singularmente a «mí», y como aceptación obediente de su «contenido».
La c. es esperanza, como un confiarse al camino inesperado y no fijable hacia
el futuro abierto e imprevisible en que viene Dios (cf. también ->
predestinación); es aversión o apartamiento (hecho libremente y, sin
embargo, sentido como don) de la vida pasada, con la tarea de la
«expulsión», por la que se reprime la pecaminosidad de la vida anterior; es
amor al prójimo, porque sólo en unidad con éste puede amarse . de veras a
Dios, y, sin él; no se tiene conciencia, ni aun en el centro de la existencia, de
quién sea Dios; es perseverancia y aprehensión de la situación señera, en
cada caso dada solamente en este momento, de la vida en su «hoy», sin
tranquilizarse con que vendrá otra y con que la oportunidad de salvación se
da «siempre»; es sereno conocimiento de que toda c. es sólo comienzo, y
demostración mediante la diaria fidelidad de que la c., que sólo se logra por la
vida entera, está aún por llegar.

6. Fenómenos de c. en las religiones no cristianas

El enjuiciamiento teológico de los fenómenos de conversión en las religiones


no cristianas (e incluso en las analogías profanas de la praxis
psicoterapéutica) ha de hacerse según los mismos criterios con que se
interpretan y enjuician teológicamente las religiones no cristianas y
eventualmente el «cristianismo implícito» en general.

II. Psicología y teología pastoral de la conversión

1) En la praxis corriente de la pastoral católica, queda a menudo oculta la c.


como fenómeno central en la historia salvífica del individuo. Las razones son
fácilmente comprensibles: el bautismo, que era en la Iglesia primitiva el
acontecimiento de la c. con su entusiasmo bautismal, es por lo general
administrado como bautismo de niños. Prácticamente, tampoco cuenta en
general la confirmación como encarnación cultual de una c. Lo mismo digamos
de nuestra primera comunión tempranamente recibida. Nuestra práctica
pastoral sigue normalmente contando con un cristianismo que se vive en una
sociedad cristiana relativamente homogénea, la cual considera obvio que las
actitudes y decisiones últimas se tomen con espíritu cristiano (aunque resulte
problemático que así sea). La práctica del confesionario, con sus confesiones
frecuentes, y la predicación moral, que se ocupa sobre todo de exigencias
particulares de la vida diaria, también tienden más a una mil veces repetida
rectificación y corrección del diario quehacer cristiano, con su nivel medio, que
a una «regeneración» fundamental y singular del hombre.

2) Pero la cura de almas y la teología pastoral no deben pasar por alto el


fenómeno de la conversión como tarea decisiva de la pastoral individual. Una
razón de esto, pero no la única, está en que la libertad, como irrepetible
autorrealización histórica del hombre por la que éste fija definitivamente su
suerte ante Dios, implica una opción fundamental; opción que el hombre,
dada su naturaleza esencialmente reflexiva e histórica, debería realizar con el
máximo grado posible de reflexión explícita. De ahí que la c. no sea tanto (ni
siempre) apartamiento de determinados pecados particulares del pasado,
cuanto la aceptación decidida y radical, y radicalmente consciente, personal y
singular, de la existencia cristiana, la cual implica una experiencia real de la
libertad, de la decisión por el destino externamente definitivo, y de la gracia
(cf. p. ej., Gál 3, 5). Y eso sobre todo porque en una sociedad de extremo
pluralismo ideológico y anticristiana, el cristianismo del individuo, sin apoyo
del medio, no puede subsistir a la larga sin pareja c., es decir, sin la personal
decisión fundamental por la fe y la vida cristiana.

3) La teología pastoral y la praxis de la cura de almas debieran por eso


ejercitarse más en el arte mistagógico de esa experiencia personal de la c. No
es que una verdadera c. pueda producirse a placer simplemente por métodos
psicotécnicos; pero un arte mistagógico realmente sabio y hábil en manos de
un determinado pastor puede ser útil para una más clara y consciente
realización de la decisión fundamental cristiana. En la edad del -> ateísmo,
que declara no poder hallar en la cuestión de Dios sentido alguno ni siquiera
como cuestión, ni descubrir en absoluto ninguna experiencia religiosa, este
arte mistagógico de la c. no tiene hoy día como fin primero e inmediato la
decisión moral, sino el entrar (o hacer entrar) en sí mismo y la libre
aceptación de una fundamental experiencia religiosa de la ineludible
referencia del hombre al misterio que llamamos Dios. Aunque la práctica
pastoral católica, por buenas razones (insistencia en lo objetivo, miedo a la
falsa mística y al iluminismo, afán de eclesialidad y amor a la sobriedad del
quehacer cristiano de cada día, etc.), se ha mostrado y sigue mostrándose
desconfiada con relación a una excesivamente buscada producción de
experiencias de c. («metodismo», movimientos de despertar»), sin embargó,
acomodándose al nivel general humano, al grado de cultura, etc., de los
cristianos, ella ha hecho diversos esfuerzos metódicos desde la misma
antigüedad por lograr la c., tales como misiones populares, ejercicios, retiros,
noviciados, etcétera. Pero es necesario comprobar si todos esos métodos de la
cura de almas encaminados a la c. apuntan con suficiente precisión hacia
aquellos datos y bases del hombre actual que hacen posible para él una
original experiencia religiosa y c. El apostolado católico debería ver sus
propios peligros característicos y tratar de contrarrestarlos decididamente por
un auténtico arte mistagógico de la c.: el peligro de lo meramente cultual y
sacramental, del legalismo, de la práctica de un pacato cumplimiento con la
Iglesia y de la mera convención, de un conformismo con el nivel medio
eclesiástico.

4) Puesto que la decisión fundamental debe probarse o tomarse una y otra


vez en situaciones de considerable novedad, las fases fundamentales de la
vida son otras tantas situaciones y especificaciones de la conversión.
Pubertad, matrimonio y profesión, comienzo de la vejez, etc., debieran
mirarse como posibles situaciones de c., y la cura de almas debería saber
cómo ha de especificarse de acuerdo con estas situaciones su arte
mistagógico de la experiencia religiosa y de la c.

5) Partiendo de la naturaleza de la libertad, cuya decisión fundamental se


realiza concretamente y debe sostenerse en la variedad de libres decisiones
parciales en la vida diaria; partiendo de la conexión que la c. tiene con los
límites de la vida humana, con su distinta individualidad y con sus fases
cambiantes, es explicable que una vida cristiana lo mismo pueda correr como
un lento y continuo proceso de maduración sin censuras muy claramente
notables (aunque nunca falten del todo), que como un acontecer dramático
con una o más c., de efecto casi revolucionario, y fijables con bastante
exactitud en el tiempo (p. ej., en Pablo, Agustín, Lutero, Ignacio de Loyola,
Pascal, Kierkegaard, etc. ). Y hemos de advertir que una c. < súbita» puede
ser también resultado de una larga evolución inadvertida.

III. El problema de la c. confesional, es decir, del acto por el que un


bautizado pasa de una comunidad cristiana a la Iglesia católica

1) La c. de un cristiano protestante u ortodoxo a la Iglesia católica plantea


problemas especiales, pues aquí no se trata solamente (o no se trata
necesariamente en todos los casos) de un giro en la decisión fundamental de
la existencia, sino de un cambio en la situación eclesiástica del converso. En
tal caso cabe pensar que se convierta un «santo» y, por tanto, sólo pueda
cambiar la situación eclesiástica exterior; como también es posible que
alguien, sin especial conversión interior, aunque seria necesaria, cambie
solamente su confesión y se haga católico, incluso por motivos que no tienen
nada de religiosos. Pero el caso normal será que la c. a la Iglesia católica sea
también algo así como una c. religiosa.

2) «Es evidente que el trabajo de preparación y reconciliación de todos


aquellos que desean la plena comunión católica se diferencia por su
naturaleza de la labor ecuménica; no hay, sin embargo, oposición alguna,
puesto que ambos proceden del admirable designio de Dios» (Vaticano ii,
Decreto sobre el ecumenismo, n. 4).

Esta declaración del concilio significa prácticamente que el trabajo ecuménico


de los católicos no debe tener por fin lograr conversiones individuales a la
Iglesia católica, pues ello desacreditaría tal trabajo y lo haría imposible. Por
otra parte, aun en la era del ecumenismo, tales conversiones particulares son
legítimas, y hasta un deber, con las debidas condiciones, y lo mismo hay que
decir del esfuerzo de los católicos, de los seglares o del clero por lograrlas. En
caso de conflicto, el trabajo ecuménico tiene primacía en importancia y
urgencia sobre las c. particulares.

3) Respecto del trabajo para procurar c. particulares, cabría hacer resaltar los
siguientes principios como especialmente importantes:

a) Si este trabajo no ha de degenerar en falso «proselitismo», debe tener por


blanco, en los países llamados cristianos, pero en gran parte
descristianizados, la recristianización de los ateos actuales, de los
aconfesionales y de los no bautizados; ganarlos para la Iglesia católica sólo
puede significar el punto final de una c. en sentido estrictamente religioso.

b) Ante la escasez de fuerzas apostólicas en la Iglesia católica, no son en la


práctica «objeto» adecuado para el trabajo de c., aun cuando eventualmente
éste prometiera éxito, aquellos cristianos acatólicos que, por una parte, llevan
en su propia Iglesia una vida cristiana y practican una auténtica religiosidad,
y, por otra, en virtud de la c. no cambiarían substancialmente con relación a
lo más central del cristianismo, que pueden apropiarse efectivamente de
acuerdo con sus posibilidades y necesidades religiosas; es decir, personas
para quienes un cambio de confesión difícilmente supondría una c. en sentido
propiamente religioso. Es distinto el caso de aquellos que, aun perteneciendo
a una iglesia o comunidad acatólica, al no «cumplir», están prácticamente sin
hogar religioso.
c) El que por motivos genuinamente religiosos quiere hacerse católico, no
debe ser repelido, sino que debe ser atendido con todo cuidado.

d) Si así lo aconsejan razones ecuménicas o personales, no es menester


reducir demasiado el período entre el momento en que se reconoció la Iglesia
como la única o verdadera y el paso oficial a la misma.

4) El apostolado con los convertidos es algo más que una mera instrucción
sobre la dogmática y la moral católicas. Durante la preparación del ingreso en
la Iglesia, habría que esforzarse en la medida de lo posible por hacer de ese
ingreso una conversión relígiosa en todo el sentido de la palabra. Semejante
cura de almas supone un buen conocimiento de la teología no católica e
inteligencia del trabajo ecuménico. Ha de esforzarse más por combatir que
por favorecer en el converso una actitud puramente negativa contra su
antigua comunidad eclesial; debe enseñarle a no perder nada positivament e
cristiano de su herencia del pasado por el hecho de su c., y a superar por la fe
y la paciencia la vida frecuentemente muy imperfecta de la comunidad
católica en que tendrá que vivir.

En modo alguno hemos de pensar que el apostolado con el convertido termina


en el momento de la c.

Karl Rahner

COOPERACIÓN
1) En el sentido más amplio de la palabra, c. es el comportamiento que
resulta de la unión íntima del individuo con la - comunidad humana, es decir,
de la mutua interdependencia de las acciones humanasen la realización de la -
libertad del hombre; la c. se manifiesta en el hecho de que estas acciones
influyen necesariamente en los actos de otros o están expuestas
necesariamente al influjo de otras acciones. La c., en cuanto que es un
principio fundamental de la vida social, cultural, política y económica, tiene
una gran importancia para la teología moral. Además de su aspecto positivo,
como acción conjunta en el cumplimiento del mandato de la creación, puede
tener también un componente negativo, a saber en cuanto c. al pecado. La
teología moral de hoy normalmente trata el tema de la c. bajo este aspecto.
C. es toda acción (y omisión) responsable que presta apoyo a la acción
pecaminosa de una tercera persona o contribuye a ella. La c. se distingue de
la -> tentación, porque en aquélla uno ya está decidido a la acción
pecaminosa.

2) Desde el punto de vista formal, cuantitativo y cualitativo se pueden


distinguir las siguientes clases de c.: cooperación positiva y negativa. Por c.
positiva se entiende la colaboración culpable en una acción pecaminosa de
otra persona. En cambio, la c, negativa consiste en una culpable no
intervención en la acción pecaminosa de un conciudadano. Según el alcance
de la c. se distingue entre c. inmediata y c. mediata. Ésta, a su vez, se
subdivide en próxima y remota.

Pero la división importante es la de c. formal o propia y material o impropia


(c. formal y material y c. solamente material), según que el cooperador, con
el apoyo que presta, se haga o no culpable del pecado del otro; aquí está la
verdadera problemática al querer dar un juicio sobre la c. Existe cooperación
formal, si el que coopera aprueba totalmente la acción pecaminosa del otro 0
si la acción prestada como c. en su finalidad interna o según el fin a que la
orienta el cooperador, está caracterizada como una contribución al pecado del
otro. La c. material se da, p. ej., cuando alguien hace mal uso de una acción
en sí indiferente de otro hombre. Esta acción sólo está sujeta a una valoración
moral cuando contiene la posibilidad de que se haga mal uso de ella, y la
contiene en forma visible para el cooperador.

A la cuestión de cuándo es lícito realizar una acción, a pesar de que se vea


con toda evidencia que alguien puede hacer mal uso de ella, sin que se
convierta en c. formal, no cabe responder de una manera general; la pregunta
ha de decidirse en cada caso concreto. Pues una acción de suyo indiferente
puede influir de tal forma en la estructura interna de una acción pecaminosa,
debido a unas circunstancias especiales, que se convierta en c. formal. Y por
otra parte, no se puede afirmar que una acción reciba una cualidad negativa
por la mera posibilidad de que se haga mal uso de ella.

3) En contraposición a la c. formal, que debe ser considerada siempre como


pecaminosa, la c. material puede ser permitida e incluso necesaria. Sin
embargo, para decidirse a una c. a pesar de que se ve con evidencia que
alguien va a hacer mal uso de ella, se necesita un motivo suficiente. El motivo
puede ser la preocupación por conservar y asegurar un bien mayor o
defender, frente a terceros, los intereses justos de la propia persona, si éstos
se hallan en peligro.

De una manera general se puede decir que, cuanto mayor sea la culpa en la
que influye el cooperador, cuanto más decisiva sea la aportación al pecado del
otro, y cuanto más obligado está uno a impedir la acción pecaminosa de un
tercero, tanto más importante ha de ser la causa para una c. material.,

Antonio Peinador

COSTUMBRE
1. Entre las muchas definiciones de c., aduzcamos la que da Suárez (De
legidus, 7, 1, 7): Ius non scriptum quod ex longo et continuo usu ortum est.
La primera parte de la definición se halla ya implícita en la segunda; conviene
con todo conservarla porque contiene la tan clásica división o contraposición
romana y griega del derecho, expresada por Ulpiano (Digesta, 1, 1, 6, 1):
«Hoc igitur ius nostrum constat aut ex scripto aut sine scripto, ut apud
Graecos ton nomon oí men eyygrafoi oi de agrafoi.» La c. como derecho
objetivo se distingue del mero uso social. Ella es también un uso, pero un uso
cualificado, por ser ya derecho, o por estar en vías de serlo.

2. En la c. estricta se han de distinguir dos tiempos, como se desprende de la


definición antes propuesta: el de su formación y el subsiguiente de la c. ya
formada. En el primer estadio todavía se trata solamente de un uso, pero de
un uso cualificado, según lo dicho, pues nos referimos a la c. estricta. Esa
cualificación afecta a los dos elementos que la integran: la posición material
de actos y la intención con que éstos se han de poner. Los actos - que por
supuesto han de proceder de la mayor parte de una comunidad capaz de
recibir leyes - tienen que ser libres, es decir, no pueden estar preceptuados ya
por otra norma precedente, y por otra parte han de repetirse
ininterrumpidamente por largo tiempo. Sólo así pueden formar la c., pues sólo
así puede obtenerse a base de ellos la certeza del segundo elemento, la
intención. Este segundo elemento de la c. en formación es designado con el
nombre de animus communitatis, y su cualificación consiste en que se dirija a
la introducción de un modo obligatorio de obrar, o sea, a la constitución de
una norma jurídica. Según esto el animus communitatis hay que referirlo, no
al entendimiento, sino a la voluntad; no significa o implica, por tanto, la opinio
iuris seu necessitatis, o sea, la conciencia de que se obra por imposición de un
derecho ya existente, como quiere la escuela histórica, para la que el derecho
es producto del espíritu del pueblo, y la costumbre constituye un medio (el
más propio) de reconocerlo; sino que significa el intento de obtener el
derecho, como dice Suárez (glosando el Decreto de Graciano, part. 1, dist. 8,
cap. 7): Ad consuetudinem necessarium esse ut eo animo et intentione
servetur «ut ius in posterum fiat». La comunidad quiere que se produzca un
derecho nuevo en el modo que ella determina con sus actos; y el legislador,
como luego veremos, no hace sino secundarla y convertir así en obligatorio
ese modo de obrar.

3. Una cuestión, sin embargo, plantea la doctrina acerca de este animus


communitatis, a saber: si él es necesario no sólo en la c. praeter legem, sino
también en la c. contra legem. Tal cuestión es presentada más bien por los
canonistas, ya que en el campo civil difícilmente se admite la costumbre
contraria a la ley. Aunque algunos disienten de nuestra opinión, creemos
necesario afirmar la necesidad de un tal animus, que tiende a abrogar la ley
existente, pues de otro modo no podríamos distinguir la c. del mero uso, ni se
entendería cómo el legislador, cuando le da su consentimiento, no hace sino
aprobar y confirmar la voluntad de la comunidad. Parece, en efecto, claro que
en una comunidad directamente democrática esa intención de abrogar se
requiere necesariamente; y, en sí, la c. no cambia de naturaleza cuando se
pasa a otra situación jurídica (comunidad no democrática). Por lo demás, en
tales casos el legislador no aprueba la desobediencia a la ley, sino que ratifica
el efecto de los actos, o sea, la introducción de un modo de obrar
jurídicamente razonable, que conduce al -> bien común; y tampoco se
contradice a sí mismo, pues lo que hace ratificando el comportamiento de la
comunidad podría realizarlo también mediante una ley que abrogara la
anterior.

4. Hasta aquí hemos hablado de la c. en su estado de formación, de la c.


fáctica como causa material del derecho consuetudinario. Para que se efectúe
el paso a la c. formada o c. con fuerza de ley, se requiere aquello que la
comunidad pedía durante el período de formación de la c.: el consentimiento
de la autoridad. Populus, dice Suárez (De leg. 7, 9, 12), consentit et tacite
«postulat» consensum principis. Tal consentimiento es por tanto el único que
da valor jurídico a la c., el que hace que el factum o uso material se convierta
en ius. Aquí aparece también que la opinio iuris no es esencial para la c.,
pues, si lo fuera, eso significaría que ella basta para convertir el uso en
derecho; y entonces faltaría el mandato, esencial a todo derecho humano,
incluso al consuetudinario, que ha de distinguirse claramente del -> derecho
natural. Esto tiene validez por de pronto en la Iglesia, donde la comunidad no
posee autoridad alguna ni aun originariamente; y también en la sociedad civil
no democrática, donde no es fácil probar que el pueblo se haya reservado
algún poder; e incluso en la democrática, so pena de negar a la c. el carácter
de fuente de derecho y de convertirla en mero instrumento o medio
manifestativo del mismo.

Sobre el concepto de c. en la ética y en la teología moral, -->acto moral, ->


hábito, -> pecado y culpa, -> virtudes, entre otros artículos.

Olis Robleda

CREACIÓN
I. La palabra

La palabra c. expresa el modo como según la revelación bíblica el --> mundo


y todas sus realidades tienen en Dios su origen, su fundamento originario y su
meta definitiva. Por consiguiente puede designar, en sentido activo, la acción
creadora de Dios y, en sentido pasivo, la totalidad del mundo.

Para expresar esto las distintas lenguas han tomado su terminología de


distintos ámbitos. La Biblia griega prefiere la palabra ktidso, que
originariamente significa «hacer habitable» y más tarde «fundar una ciudad».
A ese sentido corresponde el verbo latino condo; pero la Iglesia latina prefiere
el verbo creo, que propiamente significa «engendrar». Mientras que las
lenguas románicas han adoptado esta palabra, los idiomas germánicos han
empleado un término que probablemente se relaciona con formar:
«gestalten» en alemán; «shape» en inglés; pero estos vocablos no fueron
tomados del lenguaje religioso anterior al cristianismo, sino de un contexto
donde tenían un sentido profano.

La lengua hebrea, por el contrario, ya pronto dispone de una palabra


reservada a la acción de Dios. Frente a palabras más generales que significan
«hacer» o «fundar», desde el tiempo de los profetas es usado el término bára'
para designar la acción de Dios en el mundo, en Israel y en relación con la
salvación escatológica. Esta exclusividad del término es significativa para la
doctrina bíblica de la c.

II. La fe en la creación dentro del Antiguo Testamento

1. Los pueblos semíticos veneraban a dioses de la naturaleza, y en


consecuencia los mitos acerca de la naturaleza fueron también el fundamento
de su doctrina sobre los dioses. «La soledad de Israel en la sociedad de las
religiones» (RAD II 352) se basa en el hecho de que este pueblo conoció a su
Dios, no por la naturaleza, sino por la historia (VRIEZEN 199). Israel conoce a
Dios en primer lugar como el Dios salvador de la nación; de la experiencia de
sus acciones salvíficas salió la fe en la c. (VRIEZEN 153s; Olís Robleda
RENCKENs 54).

Pero la fe en la c. de los mundos no pertenecía al núcleo primario de la


religión israelita. La antigua profesión de fe menciona las acciones salvíficas
de Dios en la historia, pero no la c. (Dt 26, 5-10; DE HAES 12s). Quizás unos
pocos textos antiguos dejan traslucir cierta fe en la c., pero esa fe no se
convierte en tema explícito hasta la época posterior de los reyes (RAD I 149;
VRIEZEN 195s). Lo cual significa que la fe en la c. constituyó una
amplificación de la fe en Yahveh como Dios de la -->alianza, de la historia de
--> salvación, de las promesas.

El Dios de Israel se revela primero como Dios racial de este pueblo y más
tarde como Señor de toda la humanidad; en la segunda fase las genealogías y
la narración del paraíso son antepuestas a la historia de los patriarcas,
estableciéndose así un enlace entre Abraham y los demás pueblos. Además
Yahveh aparece como señor de las fuerzas de la naturaleza, en cuyas manos
éstas se convierten en armas para la liberación de Israel (VRIEZEN 34). La fe
en el Dios de la alianza incluye así al mundo entero. En este clima surgen las
afirmaciones y los himnos sobre la creación (especialmente en Deuteroisaías,
Jeremías y los Salmos). La doctrina de la c. sirve para confirmar la fidelidad
de Dios a la alianza (Jer 31, 35ss) o para esclarecer el poder soberano de Dios
en la historia de la salvación (Jer 27, 5). C. y salvación son ensalzadas a la
vez en los himnos de alabanza como las obras prodigiosas de Dios (Is 42, 5s;
45, 24-28; Sal 74, 13-17; 89, 10-15, etc.). La c. e igualmente la liberación de
Egipto dan testimonio del poder, de la bondad y de la fidelidad de Dios.

2. Más tarde la fe en la c. halló su expresión clásica en el primer capítulo del


Génesis (1, 2. 4a). Éste, como prólogo que abarca el mundo entero, está
enfocado hacia la historia de la -> salvación. La c. no es para Israel una
revelación atemporal que se produzca en el círculo de la naturaleza (RAD I
152ss), sino una obra histórica y salvífica de Dios, es una prehistoria de la
alianza. Hoy todos están de acuerdo en que el primer capítulo del Génesis no
tiene la intención de ofrecer una descripción de cómo nació el mundo (->
Génesis). Esta visión libera la mirada para la intención de las afirmaciones.
Fundamentalmente hay que resaltar estos pensamientos:

a) El mundo entero debe totalmente su existencia a la acción libre y soberana


de Dios. Dios crea por su palabra en cuanto la pronuncia. Este motivo, que se
insinúa también en otras religiones, es central en Gén 1 y aparece
incesantemente en la sagrada Escritura. Lo mismo que Israel, el mundo existe
por la palabra de la alianza. El mundo no constituye una emanación divina, no
es el resultado de un proceso teogónico, necesario por naturaleza (RAD I
156), sinó que subsiste como fruto de la palabra que Dios pronuncia.

b) EL mundo es «bueno». Las cosmogonías antiguas tenían generalmente


carácter dualista, pues sostenían que nuestro mundo, con su mezcla de bien y
mal, brota de un encuentro, de una lucha entre un poder bueno de ordenación
y de luz y un principio autónomo de desorden y de maldad (-> dualismo).
También Gén 1 usa imágenes que proceden de tales concepciones, pero
aquéllas quedan desmitizadas (LINDESKOG 22ss). Las cosas obedecen sin
reservas al mandato soberano de Dios; secundan sin resistencia a la voluntad
divina (GUNKEL 103). Y puesto que Israel conoce ya a Dios como Señor
amoroso, para la fe de este pueblo el mundo en principio no puede ser un
poder hostil; y esto da a la visión veterotestamentaria del mundo aquel calor,
tranquilidad y claridad que en vano buscaríamos fuera de la Biblia (VRIEZEN
197s). Con todo la fe en la c. no inculca un optimismo ingenuo, pues sabe
que, lo mismo que la alianza, la palabra de la c. puede convertirse en juicio
(VRIEZEN 206s).

c) EL mundo existe para el hombre. A él va dirigido el amor de Dios, como ha


puesto de manifiesto el pacto de la alianza. El hombre es con toda propiedad
socio de la alianza que se realiza por la c., es el representante de Dios e
imagen suya; obedeciendo a Dios debe someter el mundo a su dominio (RAD
I 160; DE HAEs 169s). El hombre no ha de doblegarse ante los poderes
misteriosos de la naturaleza, sino que debe ponerlo todo a su servicio. Con
esto el mundo pierde en principio su carácter sagrado, aunque sigue siendo
un signo permanente y una palabra de Dios al hombre (RAD II 530ss).

La c. misma es presentada como una especie de alianza de Dios con los


hombres (VRIEZEN 153s). La existencia del mundo ya es de algún modo obra
salvlfica (RAD I 152), pues en él obran ya el poder y la fidelidad del Dios que
ha concluido un pacto con Israel y con el género humano (p. ej., Jer 33, 20-
25; Sal 89; 119, 89ss; cf. 1 Pe 4, 19).

Se ha intentado repetidamente ver afirmada en Gén 1 la c. «de la nada», tal


como está formulada en 2 Mac 7, 28. Esta cuestión es anacrónica, pues
presupone que la creación queda determinada por el terminus a quo, cuando
en realidad los textos antiguos sobre la creación sólo se interesan por el
terminus ad quem. Ahora bien, éste es interpretado en el sentido de que en el
mundo no hay ninguna dimensión independiente de la acción de Dios, o sea,
algo que no haya de atribuirse a su acción.

3. También aquí se manifiesta la analogía entre c. y alianza o el dinamismo


histórico de la c. Para la Biblia el mundo no constituye un cosmos estático que
haya sido creado una vez; el mundo no es «tanto un ser cuanto un acontecer»
(RAD I 165, 429s). Por esto la c. es una «promesa», orientada hacia un
cumplimiento (VRIEZEN 358). Ella se refiere íntegramente a la relación entre
Dios y el hombre, y está incluida así en el dramatismo de la historia de la
salvación. Por eso la única palabra bara' puede significar tanto la c. primera
como las acciones históricas de Dios e incluso el acto escatológico de la
salvación. Principalmente en el Deuteroisaías la c. y la redención «casi son
presentadas como un único acto dramático de la actuación de Dios» (RAD I
151). Así la acción creadora de Dios no es en modo alguno un mero pasado,
sino que se da en el ahora y siempre está por llegar (RENDTORFF 10).

Aunque Gén 1 presente la c. como un principio, la fe en la c. no es una mera -


> protología. La acción creadora es un acto presente y se mantiene fiel a sí
misma de cara a la salvación escatológica. Es significativa la unión entre c.,
concepción del niño y resurrección en 2 Mac 7, 22-29 (Cf. Rom 4, 17; DE
HAEs 235ss). La c. no es un escenario neutral para el drama de la salvación,
sino que pertenece a las grandes acciones de Dios y, como fundamento que
sustenta todo el acontecer de la salvación, ella misma es acción salvífica.

La cristiandad primitiva todavía tenía conocimiento de esto cuando reservó a


la acción de gracias por la c. un puesto fijo en el núcleo central de la oración
eucarística (CONGAR 189-194).

4. La sabiduría. Junto a esta visión historico-salvífica, que se desarrolló desde


el núcleo interno de la fe en Yahveh, sin duda bajo la influencia de la sabiduría
egipcia y helenística (RAD I 442s, 463) se desarrolló también una perspectiva
más cosmológica.

El mundo se convierte en un espectáculo (Job 36, 25s) y en objeto de la


investigación humana (Sab 7, 17-20), provoca una humilde admiración (p.
ej., Job 28; 38-39) e himnos de alabanza (Sal 8; 19; 24; 33; 93; 104; 148;
Prov 42; Dan 3, 52ss; el Sal 24 y el 104 pueden ser anteriores al exilio:
VRIEzEN 195). Aquí la c. asume una posición central y se convierte en
fundamento absoluto de la fe (RAD I 153, cf. 463); pasa a ser casi una prueba
de la existencia de Dios (Sab 13, 1-9).

Aquí la c. y la salvación están unidas mutuamente no a través de la historia,


sino mediante la «sabiduría». La verdad hipostatizada (Prov 8, 22-31; Eclo 1,
1-10; 24, 1-34; Sab 7, 22-8, 1; 9, 9-18) es la primera de las obras de la c.;
por su mediación Dios ha creado el cielo y la tierra. En el libro de la Sabiduría
se la designa como artífice (Sab 7, 21; 8, 6). Como plan divino acerca del
mundo, ella ha sido derramada sobre la c. (Eclo 1, 9), de manera que el
mundo aparece envuelto en un esplendor que apunta hacia Dios (RAD I,
460ss). Por otra parte, en el hecho de conocer esta sabiduría y de
corresponder a ella está también la salvación, pues la sabiduría es la voluntad
de Dios sobre los hombres; llega incluso a identificarse con la -> ley (Eclo 24,
1-34; Bar 4, 1; RAD I 458). E1 que corresponde a ella participa de la vida,
pues la voluntad creadora de Dios está orientada hacia la vida (Sab 1, 13s; 2,
23).

Con esta especulación se inicia una evolución importante, por cuanto ella
contiene el pensamiento de que la acción creadora de Dios queda impresa en
la naturaleza profana. Pero semejante visión no está exenta de peligros.
Mientras esta visión cosmológica estuvo soportada por la ,fe de los padres en
el Dios vivo y providente, dicha especulación constituyó un enriquecimiento,
pero tan pronto como la fe en la c. se desvinculó de la perspectiva
historicosalvífica, quedó abierto el camino para que la imagen del creador se
convirtiera en una esencia abstracta (VRIEZEN 359).

III. El Nuevo Testamento

1. En la predicación sinóptica se alude muy poco a la doctrina de la c. Está en


primer plano la salvación presente, y la c. sólo aparece algunos veces como
trasfondo (Lc 11, 50; Mc 13, 19; Mt 25, 34; el matrimonio: Mt 19, 4-8; Mc 10,
6-9).

Pero en la oración la c. es ensalzada como una de las grandes acciones de


Dios (Act 4, 24; cf. Ap 4, 11; 10, 6; 14, 7). Quizás la fórmula «todo de Dios y
para él» (1 Cor 8, 6; cf. Rom 11, 36; Ef 4, 6; Heb 2, 10) tenga carácter
litúrgico; y la ordenación a Dios se afirma sobre todo con relación a la
comunidad, pues ella es la nueva c.

En cambio, en la predicación a los paganos la c. desempeña su papel (Act 14,


15ss; 17, 24-28; BULTMANN 69s). Pero hemos de notar cómo aquí se resalta
el carácter actual de la c., que penetra toda la historia (SCHEFFCZYK 15).

2. En el NT se destaca muy fuertemente la conciencia del poder del maligno


(LINDEsKoG 169-177 ). En Pablo y en Juan la palabra cosmos puede significar
la realidad adversa a Dios (-> mundo). Ciertamente se trata de un ->
dualismo moral y no propiamente ontológico. Pero, no obstante, por este
dualismo queda muy debilitado el optimismo en la afirmación existencial del
mundo (BULTMANN 492s). Ante la consumación de la c. en Cristo, se
manifiestan más vivamente la imperfección y la fractura en la antigua c:

3. La relación de la c. a Cristo sólo puede ser tratada aquí en cuanto se


renueva en ella la doctrina de la c. Esta doctrina aparece ya cuando se
designa a Cristo como el nuevo Adán, cuando la existencia del creyente y de
la comunidad es concebida como nueva creación, cuando el -->bautismo es
considerado como un nuevo nacimiento, en el cual se realiza a manera de
memoria el hecho de la c. y del éxodo. Cristo es el hombre a imagen de Dios
(2 Cor 4, 4; Col 1, 15), en el cual alcanza su verdad plena la palabra antigua
de la creación. Se alude ya al papel de Cristo en la c., pues al < ex Deo» se
añade un < per Iesum Christum» (1 Cor 8, 6). Mas primero se reconoció a
Cristo como señor de la salvación, y luego como señor de la creación; la
evolución doctrinal sigue el mismo curso que en el AT (RATZINGER 462;
SCHEFFCZYK 19).

Col 1, 15ss; Heb 1, 2s. l0ss; Jn 1, 1-18 realizaron después, en formas


distintas, la equiparación de la sabiduría creadora y de la palabra creadora
con el hombre Jesucristo. Estos textos son, entre otras cosas, una base para
la doctrina de la preexistencia y de las dos naturalezas de Cristo. Pero hay
que notar cómo son también afirmaciones sobre el hombre histórico
Jesucristo. A la tendencia deshistorizante que latía en la idea de la c. por la
sabiduría se le da un giro totalmente contrario. En el hombre jesucristo Dios
ha pronunciado plenamente su palabra creadora y ha realizado en definitiva
su plan sobre la c. en la acción salvífica de Cristo. Jesús es por antonomasia la
verdadera criatura.

Aquí se muestra la verdad suprema del antiguo teologúmeno acerca del


hombre como finalidad de la creación (RATZINGER 463). Aquí aparece
también que la creación es obediencia y participación en la alianza. Pero este
misterio indica igualmente la inescrutable cercanía entre la criatura y el
creador, pues un hombre es el Hijo que está en el seno del Padre. La c. está
destinada a esta intimidad con Dios (-> encarnación).

La c. es historia, ya que sitúa al hombre con todo su mundo en la


responsabilidad ante la voluntad creadora de Dios, con lo cual toda criatura
queda incluida en el drama de la rebeldía y del perdón (Rom 8, 19ss). Todo
procede de Dios y tiende a su gloria, para que él sea todo en todos (1 Cor 15,
28).

IV. Historia del dogma

El dogma de la c. no tiene una historia muy movida. La fe en la c. tenía un


lugar en la liturgia. Los símbolos más antiguos confiesan a Dios como «patrem
omnipotentem», debiendo notarse que «omnipotens» no designa la
omnipotencia abstracta, sino el soberano poder creador de Dios, y que la
paternidad expresa probablemente la iniciativa creadora de Dios (KELLY 134-
139; EICHENSEER 173-187 ). Desde el siglo iv esta confesión recibe entre
otras ampliaciones la del «factorem caeli et terrae». Pero ya a mediados del
siglo II pasa muy a primer plano la creación ex nihilo. Así en la profesión de fe
de Hermas (Mand 1, 1; Vis 1, 6), frecuentemente citada. Los polemistas
contra el -> dualismo gnóstico y los -->apologetas contra la concepción
filosófica de una materia eterna acentúan la c. «de la nada». En la disputa
antiarriana la c. «ex nihilo» es contrapuesta a la generación del Hijo desde la
esencia del Padre.

Con la postura de lucha contra el dualismo y contra la materia eterna de la


filosofía helenística, en la doctrina eclesiástica pasa pronto a primer plano un
enfoque fuertemente cosmológico y protológico, el cual se ha mantenido hasta
nuestros días. La visión de Ireneo, centrada en la historia de salvación, tiene
poca repercusión (SCHEFFCzYK 41ss). Los documentos eclesiásticos se dirigen
contra el dualismo del priscilianismo (Dz 21, 29, DS 285s) o de los cátaros
(Dz 428) y contra el idealismo panteístico del siglo xix (Dz 1782s, 1801-
1805). Esta postura de lucha contra concepciones filosóficas motivó un
enfoque unilateralmente filosófico por parte de la Iglesia (CONGAR 203s). Fue
muy importante para el desarrollo de la teología de la c. la reflexión de
Agustín sobre el tiempo, por la razón de que ella posibilitó en principio una
perspectiva unitaria entre la c. y la conservación, y con ello evitó una
concepción puramente protológica. La escolástica insistió fuertemente en la
causalidad eficiente, si bien en la alta escolástica esta idea quedó matizada y
enriquecida mediante la doctrina de la -> participación. Pero el influjo de esos
enfoques más amplios en la predicación fue escaso, de modo que siguió
predominando el aspecto de la protología y de la causalidad eficiente.

Esta teología de la c., que así se había quedado por debajo de sus
posibilidades, no estaba a la altura de las circunstancias para el diálogo con
las ciencias naturales. En consecuencia los teólogos establecieron una
disociación cada vez mayor entre la acción creadora de Dios y los nexos
causales de la naturaleza, reduciendo la intervención divina al primer principio
del mundo y a pocas excepciones en la historia de la evolución. Así el sentido
actual y existencial de la creación quedó cada vez más debilitado. Sólo en los
últimos decenios se ha iniciado un cambio.

V. Aspecto sistemático

Puesto que c. significa una acción universal de Dios en el mundo y una


referencia total del mundo a Dios, ella no tiene cabida en ninguna categoría
de pensamiento. Decir en qué no consiste, es más fácil que definir en qué
consiste la c. Fácilmente se critican las definiciones tradicionales, pero
difícilmente se trazan las líneas para diseñar en forma positiva el contenido de
las fórmulas creyentes.

A. Negativamente

1. La doctrina de la c. no es una respuesta a las cuestiones acerca de cómo


surgió el mundo y acerca de la -a evolución, tal como la estudian las ciencias
naturales. Éstas preguntan por causas incluidas en el mundo de las categorías
y por tanto son incapaces de alcanzar el plano de la acción divina de la c.
(BEAUCAMF 71-75). La c. no es una dimensión experimental (SERTILLANGES,
Dieu ou rien? I 96).

2. La doctrina de la c. no es una prueba de la existencia de Dios ni una


teodicea. Se funda en el conocimiento del Dios vivo, conocimiento que se
logra por la historia de la salvación. Ciertamente por la contingencia del
mundo cabe deducir su origen, pero resulta problemático que éste pueda
conocerse como c. (Vaticano i, Dz 1906; referente a esto SCHEFFCZYK 150s).
La teodicea queda dificultada precisamente por la fe en la c., pues esta fe más
bien agudiza el problema del ->mal.

3. Ciertos sistemas metafísicos, como el -> panteísmo, el emanantismo, el --


> dualismo, son inconciliables con la doctrina de la c. Con todo, esta doctrina
no puede rebajarse al nivel de una metafísica de la c., pues se desvincularía
de la fe salvífica y así quedaría esencialmente mutilada. La palabra decisiva y
suprema sobre la c. es el Dios hombre; ahora bien, el hecho de que el
Creador se solidarice tan profundamente con su creación, jamás será
metafísicamente evidente.

B. Positivamente

1. En general hay que retener lo que sigue:

Las categorías personales son las más apropiadas para expresar la c. Ésta es
obra del Dios personal, y en la persona está la criatura más característica, de
manera que «la dimensión plena de la criatura sólo se manifiesta con claridad
en la realidad personal» (VOLK 516). Por esto el concepto de «iniciativa» es
preferible al de «causalidad».

La c. abarca la realidad entera del mundo, no sólo su comienzo, sino también


la existencia total del mismo hasta su consumación, y no sólo su ser estático,
sino también su dinamismo.

2. Con relación a las definiciones tradicionales: la formulación «productio rei»


es deficiente, en cuanto dirige la atención exclusivamente al comienzo y tiene
carácter apersonal; el «ex nihilo» queda tergiversado fácilmente en el sentido
de que la nada es concebida a manera de hipóstasis; la expresión « secundum
totam substantiam» podría inducir a la opinión errónea de que la acción
creadora de Dios se extiende sólo a la substancia estática, pero no a la
actividad y al perfeccionamiento de todo lo creado.

3. C. significa que todo es completamente obra de Dios y beneficio suyo al


hombre.

a) Dios es el autor de todo, y concretamente el Dios personal y salvífico que


se ha revelado como puro amor y como iniciativa. Esto significa que la c. es
una acción espontánea que no puede deducirse de ningún otro origen, pues
brota solamente de la originalidad del -> amor. La definición del Vaticano i
sobre la libertad de Dios en la creación (Dz 1783, 1805) afirma positivamente
que toda realidad brota de la pura iniciativa del amor divino. Este amor no
presupone su objeto, sino que lo pone y, concretamente, lo pone como objeto
digno de amor (GUELLUY 97).

b) El objeto de la creación es el todo, sin excepción alguna, en todas sus


dimensiones.

Sin excepción alguna indica el sentido positivo del «ex nihilo». Toda la
realidad procede de la acción de Dios y está envuelta en ella.
En todas sus dimensiones significa: en la unidad de -->principio y fin, de
evolución y consumación, lo cual tiene validez no sólo con relación a la
criatura material, sino también con relación al hombre, que a este respecto no
se reduce a una naturaleza dada previamente al yo, sino que incluye también
la -> persona y la ->libertad, la persona que se afirma, configura y
perfecciona libremente a sí misma junto con su mundo circundante. En
contraposición a las concepciones tradicionales hemos de acentuar que el
hombre es creado precisamente como autorrealización libre.

La acción creadora de Dios no anula la acción propia de las criaturas, sino que
les da su libertad: «Dios capacita a la criatura para que se fundamente en sí
misma» (HENGSTENBERG 108). Aunque la doctrina sobre la c. siempre ha
tenido conciencia de esto (tesis del «concurso»), sin embargo estuvo una y
otra vez expuesta al peligro de caer en cierto --> deísmo, según el cual Dios
ciertamente crea la naturaleza como una capacidad de acción, pero deja en
manos de la criatura la actualización de esa capacidad. Semejante
tergiversación es tanto más lamentable por el hecho de que las ciencias
naturales consideran el mundo como un sistema cerrado de fuerzas que se
construye a sí mismo en un proceso natural. Pero vista así, la acción creadora
de Dios retrocedería cada vez más ante la actividad propia del mundo, y la
criatura haría la competencia al creador (cf. Vaticano ir, Gaudium et spes, n .o
34). La oposición de los creyentes al evolucionismo procede en gran parte de
esta tergiversación de la c.

Dios crea un «mundo que deviene» (Schoonenberg), que se realiza a sí


mismo y que precisamente así es criatura. Pero esto significa que la acción
creadora de Dios no puede ser concebida como una condición extrínseca de la
actividad propia de la criatura o como un complemento añadido a ella, sino
que debe ser concebida como su núcleo intrínseco. Incluso en mi propia
acción, Dios es más íntimo para mí que yo mismo. El creador «no es una de
las causas del mundo enmarcadas en las categorías, sino el fundamento vivo,
permanente y trascendental del movimiento propio del mundo» (cf. -->
revelación ii).

c) La c. es beneficio de Dios al hombre. «Creer en la c. significa ver a alguien


bajo todas las cosas» (GUELLUY 96), considerar el mundo como un don.

El «motivo» de la acción creadora de Dios lo describe el Vaticano I con las


palabras: ad manifestandam perfectionem suam per bona, quae creaturis
impertitur (Dz 1783), frase que oficialmente fue interpretada así: ut
bonitatem suam creaturis impertiret (Col Lac vil 85s, 110). La creación es
pura donación libre, obra del amor dadivoso.

Por esto el fin de la c. es el hombre, como persona y como comunidad. Pues


sólo el hombre puede recibir el amor en cuanto amor. La c. entera alcanza así
en el hombre la cumbre de su sentido; en el hombre que en el transcurso de
la historia reúne el cosmos en sí mismo, se supera a sí mismo en libertad y
responde así a la palabra creadora con toda la fuerza de su yo y de su mundo.

La plenitud de la existencia humana se identifica con la -> gloria de Dios.


Cuanto más el hombre se realiza libremente a sí mismo y así realiza
libremente el mundo, tanto más es espejo donde se refleja la gloria del
creador. Y en cuanto el hombre como libertad realizada rinde gratitud a Dios
por su propia realidad, le da honra. Gloria Dei vivens homo: vita autem
hominis visio Dei (IRENEO, Ad haer. iv 20, 7: PG 7, 1037). Así Jesús, el
Señor, es la meta de la c., es el sí definitivo de Dios a su obra y el sí completo
del hombre a Dios (cf. 2 Cor 1, 20).

4. La c. es por tanto la acción libre de Dios en virtud de la cual el mundo y la


misma criatura humana es entregada al hombre como don de la bondad
divina, y como tarea a cumplir hasta llegar a una consumación en que el
hombre responde a esta palabra creadora con toda la plenitud de su yo y de
su mundo. La condición de criatura se descubre así en el hombre como una
llamada divina, de tal modo que la realidad entera le sale al encuentro como
una palabra de Dios, que le pide a la vez que responda con todo su ser y le
capacita para ello.

Pieter Smulders

CREACIÓN, ÓRDENES DE LA
Este discutido concepto se refiere a estructuras de la vida social como el
matrimonio, la familia, el pueblo y el Estado, la economía, etc. (para
Bonhoeffer también la Iglesia), en medio de las cuales se halla todo hombre,
incluso el cristiano, por así decir antes e independientemente de su condición
de cristiano. Tales estructuras constituyen para el hombre un mandato
obligatorio que Dios le ha impuesto (LAU 1492). Por consiguiente, lo
significado ahí corre paralelo con lo que los católicos llaman «societas
naturalis», -> derecho natural y -> ley natural. Bajo cierto aspecto la
expresión ó. de la c. es más adecuada para expresar lo significado que la de
ley natural (RATZINGER 465), pues aquélla hace referencia explícitamente al
Dios creador como fundamento último de la obligatoriedad de tales órdenes y
evita el peligro de una comprensión meramente estática, tal como se da en el
concepto de -> naturaleza. Es significativo que el Vaticano II hable de leyes y
valores que van inherentes a las cosas y sociedades creadas, y que deben ser
reconocidos, utilizados y ordenados por el hombre con obediencia al Creador
(Gaudium et spes, n .o 36).

Pero el concepto de ó. de la c. no es menos problemático que la noción


católica de ley natural. Del mismo modo que, según la concepción católica, de
hecho no se da una «natura pura», pues la naturaleza está totalmente
destinada a la salvación sobrenatural y en consecuencia sólo existe como
recusación o aceptación (por lo menos implícita) de esta salvación, así
también los ó. de la c. están totalmente orientados al Dios hombre. Por esto
se plantea la cuestión de si en los ó. de la c. no se trata de una realidad
envuelta siempre en la economía de la gracia, aunque, por otro lado, esa
realidad se halle en todo momento pervertida por el pecado (p. ej., en el caso
de la guerra o de la pena de muerte). Y además se plantea la pregunta de si
el hombre sin la luz de la revelación puede reconocer los ó. de la c. y seguirlos
sin la gracia de la redención y en qué medida (sin que con ello pueda
establecerse un positivismo teológico: -> derecho natural).

Pieter Schmulders
CRISTIANISMO

1. COMUNIDAD CRISTIANA
PRIMITIVA
2. CRISTIANISMO PRIMITIVO
3. ESENCIA DEL CRISTIANISMO
4. CARÁCTER ABSOLUTO DEL
CRISTIANISMO
CRISTOLOGÍA
I. Historia de la cristología

1. Cristianismo primitivo

Si es cierto que la inmunidad cristiana se salió del contorno judío con su


confesión: Jesús es el Cristo, jesucristo es el Señor (Rom 10, 9; Flp 2, 11), y
si en este sentido (pero sólo en éste) es cierto que el primigenio credo
cristiano fue una «fórmula puramente cristológica» (O. Cullmann), no lo es
menos que esa confesión se entiende precisamente como afirmación de la
acción salvadora del Dios uno, que es el Dios del AT e hizo a Jesús Cristo y
Señor (Act 2, 36). Por tanto, esa profesión de fe en Cristo por una parte está
inserta en la confesión del Dios uno de la creación y de toda la historia de la
salvación (donde halla una unidad superior); pero, por otra, esta misma
confesión dice que el Dios uno tiene en el mundo su plena y absoluta
representación en Cristo y su espíritu en medio de la -> Iglesia. Así toda la
predicación de lo que Dios es para nosotros puede dividirse en un esquema
trimembre de una Trinidad vista por de pronto dentro de la economía de la
salvación (Mt 28, 19), en que la c. está ordenada, de manera peculiar, a l a
confesión del Dios vivo del mundo y de la historia y, sin embargo, como
centro de la profesión de fe, a su vez contiene en sí el todo de la misma.
Estamos aquí ante el problema permanente de la esencia y del lugar de la c.

2. La patrística

Si en el símbolo apostólico de la fe se incorporaron a la parte de la confesión


del Hijo enunciados particulares originariamente cristológicos, ello no cambia
nada en la antigua estructura fundamental trimembre del símbolo, pero
subraya el verdadera sentido (envolvente) de los enunciados sobre Cristo. Si
esta estructura fundamental al principio era simplemente la profesión de fe en
los tres portadores divinos de la única actuación salvífica, fue inevitable que la
reflexión sobre su relación mutua (que empieza con el monogenés del símbolo
apostólico) llevara pronto a la formación de la theologia a diferencia de la
oikonomia. Así ya en el Perí arjón de Orígenes se separa una doctrina de la
Trinidad (libro i), es decir, una c. inmanente, de la doctrina de la encarnación,
que sólo se ofrece más tarde en el libro II, de forma que ambas están
separadas por la doctrina de la creación y del pecado. Aquí es ya perceptible
el peligro de una visión de la theologia bajo la perspectiva de la inmanencia
divina, por una parte y, por otra, el de una c. que sea tan sólo parte de una
oikonomia y no abarque el todo de theologia y oikonomía. Este todo lo
hallamos - inmediatamente antes del Niceno - en Eusebio de Cesarea, si bien
con un matiz subordinacionista. Luego el concilio de Nicea (325) impuso una
mayor (pero no absoluta) separación entre teología y economía. Los otros
esbozos de una visión conjunta de la doctrina de fe en la patrística no
modifican esencialmente este esquema ya logrado, por muy variados que
sean en lo demás (p. ej., la gran oración catequética de GREGORIO DE NISA:
PG 45, 9-105; Historia de los herejes de TEODORETO (1. V): PG 83, 439-556;
JUAN DAMASCENO, De fide orthod.; AGUSTÍN, Enchiridion). La c. total está
repartida entre la doctrina de la Trinidad, que va antepuesta y se fija
relativamente poco en la economía salvífica y una c. que sigue a la doctrina
de la creación y del pecado. Esta división implica el peligro de un aislamiento
y nivelación de la c. estricta, lo último sobre todo cuando se enseña que
cualquier persona divina puede «hacerse hombre» (cf. DThC vII 1466,
1511ss). En Fulgencio de Ruspe (con el antecedente de Genadio de Marsella)
tenemos desde luego una unidad de la doctrina de la Trinidad y de la
encarnación, que precede a la doctrina de la creación, del pecado, del
bautismo y de la escatología. Naturalmente, lo dicho no es suficiente para dar
una respuesta negativa a la pregunta por el cristocentrismo en la teología
patrística; decimos tan sólo que éste no aparece con suficiente claridad en la
visión sistemática.

3. La primera y la alta escolástica

a) La serie: Trinidad, creación, caída, encarnación, etc., es decir, una serie


histórica en lo esencial, permanece en general como evidente, lo cual tiene
tanto mayor importancia en la pedagogía religiosa y en la teología por el
hecho de que ahora comienza el tiempo de la teología sistemática, así ya, p.
ej., en el Elucidarium, de Honorius Augustodunensis (en ella se tratan también
los misterios de la vida de Cristo) o en las Sentencias de la escuela de
Anselmo de Laón (la c. se halla en el libro III entre los medios salvíficos
contra el pecado). En la Summa sententiarum (cf. LANDGRAF E 75-79) de la
escuela de los Victorinos, hallan seguimiento Genadio y Fulgencio con su
unidad de la doctrina sobre la Trinidad y la encarnación, antepuesta a los
otros capítulos, si bien luego falta casi del todo la doctrina de la redención. En
las Senientiae Atrebattenses, frente al plan fundamental de las Sentencias de
la escuela de Anselmo de Laón, quizá por vez primera, hallamos resaltada con
mayor claridad una sección De Christo Redemptore, que se antepone a las
restantes disquisiciones sobre la «redención», es decir, tenemos allí una
distinción incipiente entre c. y soteriología (cf. R. SILVAIN 36, 48-52; texto:
RThAM 10 [1938] 216ss); en cambio, hay Sentencias de la escuela de
Abelardo en que la c. es puesta entre los sacramentos bajo el lema de
«beneficia», y se ve así casi bajo una perspectiva protestante. En las
Sentencias de P. Lombardo, después de la doctrina de la Trinidad (libro I), se
halla la c. (en el libro III) como doctrina sobre el modo como Cristo y las
virtudes (aunque éstas apenas son desarrolladas desde la c.) llevan al hombre
de los utilia de la creación a los fruibilia de Dios (Agustín). Es de notar en esta
c. que en ella los misterios de la vida de Jesús entran en el horizonte de la
teología sistemática por orden histórico. La doctrina de los sacramentos
remite a Cristo con una sola frase (dist. 1 c 1). No debe maravillarnos, pues,
que los comentadores de P. Lombardo apenas aprovechen tampoco la
posibilidad de una doctrina cristocéntrica sobre las virtudes y los sacramentos.
Mientras en Roberto Pullus, Gandulfo, P. Lombardo y otros, por lo menos se
trata de las virtudes después de la c., en los Sententiarum libri quinque, de
Pedro de Poitiers, la c. viene después de la doctrina de la gracia, de la
justificación y del mérito (pero en la c., Cristo es considerado como caput
ecclesiae). Esta estructura halló seguidores (GRABMANN SM II 515).

b) En la III parte de la Suma, por así decir, Tomás divide la c. -separándola


de la doctrina de la Trinidad como la mayoría de los autores- en una c.
especulativa, abstracta (tradicional, pero mejor estructurada y, por ello, válida
hasta hoy), en que están superadas las vacilaciones de P. Lombardo en favor.
de la pura teoría de la subsistencia, y en una c. concreta de los misterios de la
vida de jesús (entrada en el mundo, vida, muerte, glorificación). Se produce,
pues, en Tomás un cierto retorno a la antigua c., ya que él elabora los
teologúmenos abstractos partiendo de la experiencia bíblica de la vida en
jesús. Pero indudablemente, el lugar de la c. está determinado en Tomás por
su concepción del objeto de la teología (Dios en cuanto Dios: S. th. I q. 1 a.
7); concepción que es compartida por los tomistas, Enrique de Gante, Escoto
y otros: DThC xv 399ss). Otra tradición que viene de Agustín, y, pasando por
Casiodoro, llega a Roberto de Melún, Roberto de Cremona, Kilwardby, Roberto
Grosseteste y, finalmente, a Gabriel Biel y Pedro de Ailly (cf. E. Mersch), veía
el objeto de la teología en el Christus totus, Christus integer; lo cual, en
principio, podía abrir una orientación muy cristocéntrica de toda la teología;
pero, bajo esta perspectiva, sólo con dificultad se alcanzaron una auténtica
unidad y un sistema cerrado. En cambio, cuando Tomás dice que el objeto de
la teología es Dios en sí y, por cierto, Dios concebido también como fin
sobrenatural que ha de ser alcanzado inmediatamente por la criatura, sin
duda se da ahí una compenetración de teología y economía. Tomando como
concepción fundamental el hecho de que todas las cosas salen de Dios y
retornan a él como plenitud de vida trinitaria que se comunica a sí misma y no
sólo confiere realidades creadas, se puede incluir en ella toda la historia de la
salvación. En ese esbozo de sistema también tiene cabida una c. plenamente
autónoma, con tal que Cristo sea concebido con suficiente claridad como aquel
en cuya partida y cuyo retorno están decretados la partida y el retorno de
todas las demás cosas. Cabe, sin embargo, preguntar si en la configuración
concreta de este sistema la c. de Tomás no entra en juego demasiado tarde,
puesto que toda la antropología cristiana y la doctrina sobre la gracia y la vida
son elaboradas antes de la c. Aquí, naturalmente, la cuestión sobre el sistema
se torna forzosamente cuestión sobre la cosa misma, sobre el cristocentrismo
de toda realidad y la interpretación más concreta de la predestinación de
Cristo.

La posterior c. católica no puede exponerse aquí con detalles. Ella constituye


la historia de los comentarios de la Suma de Tomás o resalta nuevamente el
caudal patrístico (Petavius, Thomassin; Bibl.: MC vII 15331539 y en B.M.
Xiberta), pero no modifica ya el edificio sistemático. C. y soteriología se
separan aún más. El tratado De mysterüs vitae Christi está aún extensamente
desarrollado en Suárez; pero, en la época de la ilustración, desaparece casi
enteramente de la teología escolástica.

II. La cristología en la teología actual

La reflexión acerca de una revivificación de la teología determinada por


factores de dentro y fuera del catolicismo (cf. Chalkedon III; GRILLMEIER:
FThH 265-299; sobre la c. protestante cf. W. PANNENBERG - P. ALTHAUS:
RGG 3 I 1762-1789; W. PANNENBERG, Grundxüge der Christologie (Gü
1964).

1. EL lugar de la cristología

a) Planteamiento actual de la cuestión. En el proceso histórico se ha ido


elaborando un tratado de c. que contiene dos partes, no siempre muy unidas
orgánicamente: la c. en sentido estricto (la doctrina sobre la persona de
Cristo) y la soteriología, que fundamenta su punto principal (la satisfacción de
Cristo ante Dios) en la doctrina sobre la persona de Cristo como sujeto divino
de dignidad infinita. Esto es solamente una parte de la c. en el conjunto de la
teología católica. En la teología fundamental se trata de Cristo como portador
de la revelación (R. LATOURELLE, Théologie de la révélation, P 21966) y
fundador de la Iglesia. La teología moral se esfuerza (por primera vez o de
nuevo) por desarrollar su doctrina partiendo de Cristo y, por tanto, tiene que
ofrecer un trozo de c., que no puede tomar directamente de la c. usual de
nuestro tiempo (a este respecto merecen citarse J.B. Hirscher en el siglo xix
y, actualmente, p. ej., F. Tillmann y B. Háring). La teología de la vida de jesús
en gran parte se abandonó, hasta fechas muy recientes, a una literatura
piadosa que ora ignoraba, ora tomaba en consideración la teología científica
(nuevos intentos de tratar explícitamente la vida de jesús en la dogmática se
dan, p. ej., en B.M. Xiberta, en T.M. Vosté, siguiendo a Tomás, e igualmente
en J. Solano: PSJ III).

Así pues, un trozo de c. se ha desplazado de la teología dogmática. Es además


necesario revisar hasta qué punto la c. está presente o ausente en los
restantes tratados. El tratado del Dios trino, por la doctrina de las procesiones
y misiones y aquí precisamente por la misión del Hijo, tiene importancia
constitutiva para la c. Pero, en general, la conexión entre estos dos
importantes misterios no aparece con suficiente claridad en la visión
sistemática. Aquí tiene un efecto nivelador la hipótesis, problemática y
ciertamente no pensada a fondo, de que las tres personas podrían asumir una
naturaleza humana (cf. THOMAS, S. th. III q. 3 a. 5). Aparte de que la
reflexión sobre un orden meramente «posible» es muy problemática, y de que
la posibilidad de encarnación por parte de una hipóstasis divina no puede ni
debe trasladarse sin más a otra, pues la hipóstasis es lo único que constituye
una distinción en Dios y cuando se aplica a las tres personas no representa
siquiera un concepto unívoco; debiera tenerse más en cuenta, para la solución
de esta cuestión, la relativa peculiaridad de cada una de las tres personas, tal
como se revela precisamente en la economía. ¿Es cosa tan palmaria que a la
innascibilitas del Padre no repugna un nacimiento terreno, como piensa Tomás
(¡bid. ad 3)? ¿No muestra ya la relación de la misión de Cristo con la del
Espíritu Santo que la economía una tiene dos aspectos totalmente distintos?
En el Hijo la economía se realiza como obra histórica y objetiva; en el Espíritu
lo operado por el Hijo se convierte en posesión interna del redimido. Los
papeles no son permutables. Lo mismo hay que decir del Padre, al que
correspondería venir precisamente como «ingénito» si una realidad humana
tuviera que manifestar verdaderamente su presencia, en la medida en que su
venida (fuera de la que él hace en el Hijo) es en absoluto concebible. El
nacimiento humano tiene, pues, una relación interna y no sólo fáctica con el
«Hijo», aunque, naturalmente, siga en pie que la encarnación como tal es
libre. Si hubiera algo así como una encarnación del Espíritu, éste no podría
llevar a cabo la obra de la apropiación interna, que es propia precisamente del
Pneuma. Así, pues, el orden de las misiones corresponde a la relación divina
de las personas; y, por tanto, en Tomás y sus comentadores se desaprovechó
una ocasión de dar forma más rigurosa a la unión de la Trinidad y la
encarnación.

Pero donde más se hace sentir hasta hoy la ausencia de la c. es en la ->


angelología y la --> antropología (si bien Suárez - contra Tomás - afirma que
la gracia de los ángeles es ya cristiana). La doctrina de los sacramentos está
afortunadamente en camino de nueva orientación. Mientras Pedro Lombardo
sólo menciona en este contexto la institución por Cristo, los sacramentos son
vistos hoy con creciente claridad como los signos de la perduración eficaz de
la muerte del Señor y con ello de su historia en general (especialmente el
bautismo y la eucaristía y, en relación con ellos, también la penitencia;
teología de los -> misterios; THOMAS, S. th. III q. 60 a. 3: signa
rememorativa). También la eclesiología, que ya el libro I del Elucidarium había
enfocado cristológicamente (LEFÉBRE 177-184 ), después de muchas
omisiones vuelve de nuevo a recibir una consciente orientación cristológica,
sobre todo en la constitución Lumen gentium, cap. I-II, del Vaticano II (cf. el
amplio comentario a estos capítulos de A. GRILLMEIER: LThK, Vaticano II).
Con esto la c., la soteriología y la eclesiología quedan conectadas dentro del
texto conciliar en una medida hasta ahora no conocida. También la
elaboración cristológica de la escatología ha hallado una expresión conciliar en
el Vaticano II, en el cap. 7 de la constitución sobre la Iglesia (cf. también
SCHMAUS D Iv/2 S 293-296, 309; H.U. v. BALTHASAR: FThH 403-421; J.
ALFARO: Gr. 39 [ 1958 ] 222-270 ). En todo caso, la teología ha de considerar
como uno de sus más importantes cometidos el de hacer que la c. domine
toda la oikonomia, desde la creación hasta las novísimos.

b) Principios para determinar el lugar de la c. En la historia de la c. hemos


tropezado ya al principio con la conexión entre theologia y oikonomia. Esta
relación es la clave de la c. Cristo actúa en toda la oikonomia. Cristo no la
comparte con el Espíritu, sino que a él le pertenece el todo (en cuanto obra
histórica y objetiva, tal como está descrita en el credo), y en otro plano el
todo también pertenece al Espíritu de Cristo, como realidad que debe
comunicarse a la comunidad de los redimidos, comunidad que ha sido
adquirida en Cristo y que ahora debe constituirse plenamente. Pero esta
oikonomia sólo adquiere su forma y su sentido por su radicación en la
theologia. Del análisis del orden salvífico los padres se remontaron a la
theologia; pero luego sacaron de ésta nueva luz para su interpretación de la
oikonomia. De ahí que, en un orden sistemático, a una c. católica deba
preceder la doctrina sobre el Dios uno y trino. En esta síntesis anticipada de lo
que sabemos de Dios en sí por la historia de la salvación, los primeros
teólogos, cristianos - en disputa con los gnósticos - llevaron ya a cabo una de
las mayores creaciones de la historia cristiana del espíritu. En la interpretación
de las procesiones divinas insertaron la interpretación de la obra de la
creación y de las misiones divinas, aunque por otra parte sus conclusiones
entrañen también el peligro subordinacionista (cf. Aeby). Así la teología
cristiana estaba ya en camino hacia una síntesis interpretativa del mundo
(relación entre Dios y el mundo), a la manera como en formas distintas sería
intentada luego por el --> neoplatonismo y más tarde por Schelling y Hegel.
Sólo a base de una theologia plenamente elaborada (en unidad desde luego
con la oikonomia) puede el cristianismo lograr un «sistema» (que es también
una tarea cristiana y existencial) libre del módulo gnóstico o panteísta, y
hacer frente así a esos intentos de interpretación. Esta gran tradición cristiana
y esa tarea ineludible prohíben a la teología que ella se disuelva en un puro
«ad nos» o esboce una c. sin un tratado previo sobre el Dios trino.

Pero ya en la doctrina de la Trinidad se decide sobre la c. En efecto, cuanto


más inequívoca es la primacía del objeto formal tomista de la teología y, por
ende, de la doctrina sobre la Trinidad, tanto más importante es elaborar o
poner de relieve el «sin separación» de ambos tratados. Así pues, la
interpretación de las procesiones divinas ad intra debe contener también su
posible relación (libre) con el mundo y la historia. A la verdad, sobre la exacta
determinación de esa relación existen hasta hoy grandes divergencias de
opinión. Se trata del llamado «motivo de la encarnación» y de la relación
entre creación y encarnación. K. Barth se sitúa decididamente en el punto de
vista de un radical cristocentrismo. Para él la creación (o sea, el orden de la
naturaleza) es el «motivo externo de la alianza» (KD in, 1, 103-258); y la
alianza (o sea, el orden de la encarnación y redención) es el «motivo interno
(¿libre o necesariamente dado?) de la creación» (¡bid. 258-377). Partiendo de
ahí se ordena luego (si convincentemente, es otra cuestión) en segundo lugar,
a base de una «reducción cristológica» (H.U. v. BALTHASAR, K. Barth, Kü
1951, 253s), el artículo del credo sobre la creación (cf. antes Fulgencio;
Summa Sententiarum). Como quiera que toda luz de conocimiento sólo brilla
en el acto de la revelación que se da en Cristo - de manera igual para el
conocimiento de la Trinidad y para el del mundo-, de ahí se sigue la unión
más estrecha que pueda imaginarse entre oikonomia y theologia. Pero está en
peligro el «sin mezcla», pues queda así oscurecido que nos encontramos con
Cristo dentro de la totalidad de una historia que sólo lentamente descubre su
cristocentrismo, y en consecuencia la diferencia intrínseca entre la naturaleza
y la gracia amenaza con desaparecer en el único orden de Cristo antropología
teológica). Así, aun recalcando el cristocentrismo en el ámbito de la
oikonomia, el tratado sobre la encarnación deberá ponerse detrás de la
doctrina sobre la creación (que, a la verdad, quedará reducido a una
estructura muy formal). A la doctrina de la creación (ángel, hombre, mundo)
puede dársele también la plena referencia cristológica, si se la deja en su
lugar histórico, pero se toma en serio (Col 1, 15). En efecto, el segundo
artículo del credo esclarece ya el primero (Trinidad) y lo asume en sí, de
suerte que por esto mismo su contenido se convierte en c. del «adviento». A
la verdad, también el tratado sobre la caída (de los ángeles y del hombre),
ligado con la doctrina sobre la creación, debe entonces configurarse de
antemano partiendo de Cristo. La elevación sobrenatural del hombre, que
presupone la creación natural como condición de su posibilidad, de tal manera
que la creación de hecho sólo existe como lugar de la comunicación de Dios al
hombre, se ha producido desde el principio en Cristo como una alianza
irrompible. Lo mismo hay que decir del carácter cristológico de los restantes
tratados teológicos, que desarrollan el campo de la oikonomia. Pero este
punto no puede tratarse aquí con mayor detención.

2. La estructura de la cristología

Dos cuestiones se plantean aquí:

a) Relación entre c. y soteriología. Como hemos visto, la división en c. y


soteriología existe por lo menos desde el siglo xrt. En este aspecto, dio el
impulso sobre todo la teoría de la satisfacción de Anselmo de Canterbury.
También aquí tienen que ir juntos un «sin mezcla» con un «sin separación».
La teología católica intenta -por lo menos desde la escolástica, pero en cierto
aspecto ya desde los griegos - el paso del ser al obrar. De ahí la fuerte
elaboración de la c. en sentido estricto. Pero podemos resaltar que el
sujetivismo occidental, tal como se expresa en Agustín y, agudizado, en la
reforma protestante, abrió a la teología aspectos que - a pesar de toda mística
- no pudo ver la teología griega, prisionera de la consideración objetiva (cf. A.
MALET, Personne et amour P 1956). El «Christus pro nobis» se ha mantenido
en la teología occidental desde Agustín hasta la escolástica, pero sólo en la
edad moderna se ha hecho de nuevo consciente, señaladamente por la
acentuación radical de ese pensamiento en R. Bultmann y en F. Gogarten (cf.
J. TERNUS: Chalkedon III 531-611, particularmente 586s). Aun guardando su
tradición, la c. católica puede elaborar más claramente el pro nobis, si la
soteriología se prepara ya en la c. estricta (p. ej., orientando hacia la teología
de la salvación el tratado de la ciencia y del poder de Cristo, de su filiación y
de sus oficios). Desde Calcedonia, la c. se ha construido en oriente y
occidente sobre los pocos conceptos de las dos naturalezas, de una hipóstasis
y de la asunción de la naturaleza humana por la persona del Verbo. Cierto que
precisamente del desarrollo de estos conceptos - junto con los esfuerzos por
la interpretación del misterio de la Trinidad - ha resultado la peculiar forma
del poderoso edificio de la teología cristiana; pero hay que evitar el peligro de
una reducción de la mirada (cf. K. RAHNER: Chalkedon III 3-49), procurando
agotar toda la plenitud de formulaciones cristológicas que se dan en la
Escritura y la tradición. Vamos a aclarar brevemente este punto respecto de la
c. y la soteriología.

b) El desarrollo interno de estas dos ideas. 1 ° La c. y la soteriología deberán


estar envueltas en una teología de la --> revelación de Dios en Cristo,
elaborada en forma verdaderamente teológica y no sólo a manera de teología
fundamental. El Vaticano ir, en los dos primeros capítulos de la constitución
dogmática sobre la revelación, nos ofrece el modelo a seguir aquí (cf. R.
LATOURELLE, Die Of fenbarung: HDG; LThK, Vaticano ii, Constitución sobre la
revelación). De acuerdo con la tradición, la pareja de conceptos naturaleza-
persona da un imprescindible esquema de construcción de la c., siguiendo el
modelo usual de una c. de la asunción descendente de una naturaleza
humana por la persona del Logos. Pero estos conceptos no pueden
presuponerse sin más, como si en sí mismos fueran claros y evidentes y por
eso bastara con aplicarlos al problema en cuestión; con ello caeríamos en un
formalismo vacío. Deberíamos más bien mostrar cómo ellos derivan
necesariamente de lo que dice la revelación en Cristo y sobre Cristo. Así,
pues, la historia de la evolución de estos conceptos debe reproducirse en
forma creadora. Aquí hay que presuponer necesariamente ciertas fórmulas
donde se expresa la concepción acerca de Cristo (formadas también a lo largo
de la historia), que preceden a la cristología centrada en la naturaleza y la
persona. Del mismo modo que no podemos pararnos en estas fórmulas
previas (para rechazar la c. de Éfeso y de Calcedonia como aberración
metafísica o helenización del cristianismo o edificio religiosamente inútil); el
teólogo católico tampoco puede suponer tácitamente que esa fórmula
metafísica es la palabra primigenia en la c. (que en la Escritura aparece bajo
expresiones muy diferentes). Es indispensable un estudio más cuidadoso de
estas fórmulas primigenias en orden a su posibilidad y alcance, su sentido y
contenido tal vez más pleno (en comparación con el actual esquematismo de
naturaleza-persona), y su posible utilización kerygmática en la actualidad.
También debemos plantear la pregunta por el «sentido de la c. del NT»,
aunque no la contestemos en el sentido de R. Bultmann (como H. BRAUN:
ZThK 54 [1957] 341-377). Lo mismo cabe decir de la soteriología.

Las categorías bíblicas no deben quedar absorbidas por la pura doctrina de la


satisfacción. Debe considerarse toda la situación a que el hombre vino a parar
por el pecado, p. ej., la situación de su muerte, de su caída bajo las
«dominaciones y potestades», bajo la ley, etc.; y la redención debiera mirarse
bajo todos estos aspectos, tanto en su acontecer como en sus efectos. Un
análisis de ontología teológica y existencial debiera dar razón del porqué
somos redimidos precisamente por la muerte como tal. Anselmo ofrece aquí
puntos de apoyo para una teología muy progresiva. La entrega a la muerte
reviste tanta importancia porque es la entrega total (irrevocable) de la
existencia humana; y en el caso de la redención se trata de la entrega de
Cristo, que es el más digno de todos los hombres (Cur Deus homo? ii, 11; cf.
también K. RAHNER, Sentido teológico de la muerte, Ba 1969). Éste es el
lugar para insertar la parte dogmática de los misterios de la vida de Jesús,
desde el nacimiento hasta la glorificación. Aquí tiene también que recibir un
puesto la teología de los oficios de Cristo, punto en que tenemos mucho que
aprender de Agustín (cf. también Lutero y Calvino). En todo caso, de la c. y
soteriología hay que decir que ni el puro esquema de naturaleza-persona ni la
mera teoría de la satisfacción bastan para verter todo lo que contienen la
figura y la obra de Cristo a la luz del evangelio y de su interpretación en la
Escritura y la patrística, por más que estos aspectos precisamente, tal como
los entiende la Iglesia, deben seguir marcando la dirección.

2 ° En semejante exposición hay que contar con una tensión típica de este
tratado, entre una c. «de arriba» y una c. «de abajo». Primeramente hay que
hacer ver cómo «Dios está en Cristo», es decir, la c. ha de poder basarse en
la Trinidad, presuponiendo una doctrina real sobre el Logos e Hijo del Padre,
en la cual se resalte que el Verbo no sólo es una de las tres personas divinas,
sino precisamente aquella en que «Dios» (como Padre sin principio) se
expresa a sí mismo cuando el Logos, como comunicación de Dios, se enajena
entregándose al mundo. Los términos «Verbo» (Palabra) e «Hijo» entrafian
una particular referencia «hacia afuera», hacia el nacimiento, que no es propia
de ninguna otra persona. Esto lo supieron ya los apologistas del siglo ir. A esa
c. «de arriba» (que aún tendría muchos otros aspectos) debe corresponder
una c. «de abajo». En el Evangelio y en el libro de los Hechos esta segunda c.
es tan palpable, que, en muchos casos, llevó a una falsa interpretación
adopcianista. Aquí habría que mostrar cómo llegamos al conocimiento de la
personal presencia del Hijo, pues este conocimiento afirma algo esencial sobre
lo conocido mismo. Dicho conocimiento no es sólo aprehensión conceptual de
lo que Cristo dice de sí mismo en su propio testimonio (por muy indispensable
que sea ese factor en este conocimiento); sino que contiene también otros
factores o momentos que no debieran caracterizarse en general como mero
«conocimiento de fe». Pues en Cristo y con Cristo el hombre hace una
experiencia - en la cruz y en la resurrección - que no sólo es testificación
externa de algo enunciado, sino que está en conexión interna con la existencia
divino-humana de Cristo. Esa «experiencia de fe» con jesús es ya, en una
unidad sin mezcla, dogmática de Cristo y de la presencia de Cristo en el
mundo, y es teología fundamental por la visión de la historia real de Jesús
(pues Cristo, efectivamente, no es sólo el que predica, sino también el
predicado; no sólo el motivo, sino también el contenido de la fe). La
experiencia de fe llega en Cristo a su punto culminante, y, como experiencia
de la presencia real de Dios, no es sólo un caso particular de la experiencia de
fe en general, sino su síntesis y consumación.

En una c. así, construida desde «abajo», la formulación no se quedaría en la


proposición abstracta y formal de que Cristo es «un hombre». Tiene también
importancia el hecho de que él es varón y no mujer, célibe y pasible, está
situado en medio de la historia y no a su comienzo, etc. Así, pues, ni de la
divinidad ni de su humanidad formalmente tomada puede deducirse todo lo
que cabe decir de él. Lo que además pueda decirse, se predica del Logos
mismo y debe, por ende, tomarse en serio. A la c. «de arriba» y «de abajo»
corresponde también una doble forma de la soteriología. La venida, pasión y
muerte redentora de Cristo ha de hacerse ver primeramente como obra del
Dios misericordioso, como dice 2 Cor 5, 18: Dios nos ha reconciliado consigo;
de forma que, en cierto modo, aun antes de nuestra personal decisión en
Cristo, estamos ya ante él como «justificados». Éste «de arriba» es
igualmente decisivo para la obra de Cristo, de suerte que hay que descartar
también todo adopcianismo soteriológico. Sin embargo, la redención es obra
del hombre Cristo, de suerte que el hombre satisfizo realmente a las
exigencias de Dios. Aquí se refleja una c. que ha tomado en serio la
humanidad de Cristo y, sin embargo, deduce de su divinidad toda la dignidad
de su acción. Para desarrollar ulteriormente todos los aspectos aquí
insinuados: --> redención, -> soteriología, --> Jesucristo.

Alois Grillmeier

CRUZADAS
I. Concepto y naturaleza

Desde el siglo xiii, se llaman «cruzadas» (latín medieval cruciata), todas


aquellas expediciones de peregrinos y ejércitos emprendidas contra incrédulos
y herejes bajo la dirección de la Iglesia durante la alta y baja edad media, que
llevaron a cabo los cruce signati (cruzados), ligados por un voto y con una
cruz de tela que se cosían encima. La idea de c., como forma particular de la
idea de guerra justa y santa, abarca una parte considerable de la historia de
la piedad y espiritualidad occidental y se extiende, más allá de la era de las
cruzadas propiamente dichas, pasando por las expediciones de
descubrimiento y las guerras contra los turcos, hasta la edad moderna. Su
realización más primigenia se dio en las expediciones a oriente llevadas a
cabo entre los años 10951291, para la restauración del dominio cristiano
sobre los santos lugares. Formas previas o manifestaciones aisladas fueron las
luchas de Bizancio contra los árabes y la -> reconquista española desde el
siglo vlll, lo mismo que, entre otras, las cruzadas dentro de occidente contra
paganos, herejes y cismáticos entre eslavos, albigenses y husitas. Pero en las
expediciones de oriente se pusieron de manifiesto con máxima repercusión
histórica la intención central y la propiedad del cristiano medieval: su fe en la
posible realización temporal de la civitas Dei; en ellas cobraron forma
concreta los modos esenciales del orden medieval: cristianismo y feudalismo
como fuerzas expansivas y universalistas, con su simultáneo afán de
ordenación jerárquica. En ellas confluyeron motivos complejos, que sólo se
comprenden por la situación general de occidente durante los siglos xl-x111,
de suerte que toda descripción uniforme de la naturaleza y los fines de las c.
particulares sería unilateral. Según el aspecto que se consideren las c.
aparecen como: nueva fase de la emigración de los pueblos y ocupación
colonial; consecuencia de trasformaciones económicas y sociales; prueba de
fuerza o también afán de aventuras de los caballeros que suben a la clase
dirigente; estallido espontáneo de ideas religiosas acumuladas, precipitado de
la conciencia comunitaria del cristianismo occidental, forma temprana del
imperialismo, especialmente de Francia; primer movimiento europeo de
masas; expresión de la ambición papal; o también, forma particular del
propósito misionero de dominio universal. En la perspectiva de la historia
universal, las c. se insertan en la lucha mundial entre oriente y occidente por
la frontera de Europa u -> occidente contra Asia, lucha que se inició en la
antigüedad entre el mundo cultural helenísticoromano y Persia y, con
constelaciones variadas, se prosigue hasta hoy día.

Las c. en sentido estricto, aunque no siempre sostenidas por iguales motivos


de la jerarquía eclesiástica y del pueblo, pueden deslindarse frente a otras
guerras de color religioso por las bases jurídicas que fueron asentadas, el año
1095, en el concilio de Clermont por el papa Urbano ii. El canon 2 del concilio
y el famoso sermón del papa constituyeron la cruzada como institución de
derecho canónico con determinados criterios. A todos aquellos que marcharan
a Jerusalén para liberar a la Iglesia de Dios, no por motivos de honores
mundanos o por razón de dinero, sino sola devotione, se les concedía
indulgencia plenaria de las penas por sus pecados (omnis poenitentia
peccatorum): primera proclamación de una indulgencia plenaria. Por la rotura
a la ligera del voto se incurría en excomunión. Una serie de privilegios,
sancionados desde la segunda cruzada por bulas papales, tenía por objeto la
protección legal de los cruzados y de sus familias y bienes dejados en la
patria. Urbano ii entendía la c. como renovación de la idea de la paz de Dios a
escala universal. La unión del canon de la indulgencia con privilegios civiles y
otras promesas religiosas y materiales explica la repercusión extraordinaria
del llamamiento de Clermont. La exégesis bíblica de aquella época,
concretamente al poner en relación su propio tiempo y a los cristianos con el
pueblo veterotestamentario de Dios y su función en la historia de la salvación
antes de la venida del anticristo, proclamaba la cruzada como obra de Dios
(«Deus te vutt!> ), como Gesta Dei per Francos, porque el Señor dice: Ab
Oriente adducam semen tuum et ab Occidente congregabo (Sal 43), Erit
sepulcrum eius gloriosum (Is 11, 10). La predicación de la c. con la nueva
interpretación de determinados textos bíblicos por los legados papales,
entraba desde la segunda cruzada en los fundamentos jurídicos de las
cruzadas.

II. Presupuestos

El origen y curso del movimiento de c. se entiende partiendo de múltiples


presupuestos, de los cuales vamos a mentar algunos.

El problema fundamental de la relación entre cristianismo y guerra, tal como


resulta de la tensión entre la prohibición de matar y el mandamiento de la paz
en el Nuevo Testamento, por una parte, y el deber de obedecer a la
autoridad, por otra, condujo en el encuentro permanente con el Estado y en la
lucha del imperio cristiano con gentiles y herejes a la formación de una ética
cristiana de la guerra. La concepción precursora de los padres sobre el bellum
iustum Deo auctore para el mantenimiento de la paz (Agustín), pero también
como mandato misional (Gregorio Magno), se fusionó con las máximas
germánicas de la gloria guerrera, la lealtad y el derecho a la resistencia. En la
época de la disputa de las investiduras se condensó la idea del sanctum
praetium contra los enemigos de la Iglesia, aun cuando persistió la prohibición
tradicional de las armas para los clérigos.

La -> reforma cluniacense contribuyó esencialmente a la cristianización de la


nobleza feudal y de la caballería, pues fomentó la extensión de la esfera de
funciones eclesiásticas a las capas sociales laicas. La reforma cluniacense
respaldó por igual el movimiento de paz de Dios de los siglos x-xi que la lucha
contra los árabes en España o el auge de las peregrinaciones. El hecho de que
la reforma monástica desembocara en una reforma universal de la Iglesia
fortaleció la aspiración jerárquica de los papas reformadores, que se tradujo
en la conciencia del primado como suprema potestad de jurisdicción sobre
toda la cristiandad; la idea de las c. se insertaba así orgánicamente. La
tradición de las peregrinaciones a Palestina se remontaba a los días de la
construcción de la basílica constantiniana del santo sepulcro, en la que, según
la leyenda, se guardaba la reliquia de la cruz hallada por Elena, la madre del
emperador. El emperador Heradio la había devuelto al Gólgota, el año 630,
tras una campaña victoriosa contra los persas, que habían penetrado hasta
Jerusalén; fue ésta la primera c. en sentido literal.

Pero hasta el año 640 sucumbieron Palestina y Siria ante una nueva
avalancha de Asia; bajo los sucesores de Mahoma, en la vertiginosa expansión
árabe, el --> Islam se convirtió en antipolo del hemisferio cristiano. La
relación del cristianismo con el Islam tomó en parte forma guerrera, en tres
frentes: en el próximo oriente, en España y en Sicilia fue detenido el empuje
árabe (en 718 ante Constantinopla, 732 junto a Tours y Poitiers, en 1085
reconquista de Toledo, en el siglo xi luchas de los normandos en el sur de
Italia contra los árabes y también contra Bizancio). Pero de momento el
mundo quedó dominado por los centros de ambas potencias: en occidente,
Roma y Córdoba; en oriente, Constantinopla y Damasco o, desde 750,
Bagdad. Aparte de luchas fronterizas con matiz religioso, una especie de
«precruzadas», ambas culturas vívian en coexistencia relativamente pacífica.
Los cristianos continuaron peregrinando a Santiago de Compostela y a
Palestina, donde, desde 969, se habían asentado los fatimitas egipcios. El
protectorado franco sobre los santos lugares, erigido por Carlomagno en trato
diplomático con Bagdad, así como las peregrinaciones y los relatos de viajeros
mantuvieron viva la responsabilidad de occidente por la tierra santa y por los
cristianos de oriente. La transitoria persecución de los cristianos y la
destrucción del santo sepulcro por un extravagante monarca fatimita entre los
años 1009-20, provocaron la precipitada encíclica de c. del papa Sergio iv,
que no tuvo eco popular, y luego la transformación de las peregrinaciones a
Palestina en grandes expediciones (p. ej., en 1064-65 bajo el arzobispo de
Maguncia y el obispo de Bamberg partieron de 7000 a 12 000
expedicionarios).

Base agravante de las c. fueron además las relaciones entre occidente y


Bizancio. El alejamiento, que fue creciendo desde la época carolingia, entre el
occidente latino y germánico de la antigua Roma y la nueva Roma griega, así
como la rivalidad entre los dos imperios y sistemas eclesiásticos por lograr la
primacía e imprimir su sello en la tradición romana condujeron al cisma de
1054, que selló la escisión del viejo orbe cristiano. Así se comprende que, si
bien la radical transformación de la situación política en oriente desde
mediados del siglo xi produjo una aproximación política entre la Roma de
oriente y la de occidente, sin embargo, a la cuestión política iba también anejo
el problema de la unión de las Iglesias como aguijón dinámico de las futuras
relaciones. El peligro musulmán bajo la nueva forma racial de los seljúcidas
turcos, venidos de las estepas de Asia, sucedió en 1055 al califato árabe de
Bagdad, agudizó la presión sobre el bloque bizantino y fundó el sultanado de
Roum (Iconio). La caída de Jerusalén en 1070, que conmovió profundamente
a la cristiandad, y la petición de auxilio del basileus de Constantinopla dieron
el compás de entrada para la intervención de occidente. El proyecto papal de
c. del año 1074, que no fue llevado a cabo, y la llamada a las armas en 1095
estuvieron bajo el lema: ayuda armada a trueque de la unión de las Iglesias.

Bizancio y el emperador Alexios i esperaban desde luego ayuda de


mercenarios para la recuperación del Asia Menor y Siria, pero no una irrupción
en masa de ejércitos «francos», cuyos caudillos se erigían en árbitros en la
organización política y eclesiástica del próximo oriente. Los Estados latinos de
oriente se convirtieron, para la visión bizantina, en tumores cancerosos de la
Romania griega. En las distintas finalidades de occidente y de Bizancio, lo
mismo que en la experiencia antibizantina de la política normanda, arraigaron
gérmenes de futuras tensiones. Así nació la convicción de la perfidia
Graecorum.

III. Desarrollo

Oscila la numeración de las c. mayores (7-9). Las numerosas expidiciones


menores las más de las veces sólo tuvieron importancia local.

1. La primera c. (1095-1101), sin participación de reyes, emprendida por


caballeros y gentes del pueblo, ocupa un lugar aparte por el entusiasmo
religioso, el éxito y el amplio eco que halló en la historiografía. Una vez
deshecha la tumultuaria «cruzada de campesinos» bajo el ermitaño y monje
ambulante Pedro de Amiens, la expedición principal por tierra y por mar, bajo
la organización del legado Adhemar de Le Puy, y los príncipes franceses y
normandos (Godofredo de Bouillon, Raimundo de Toulouse, Boemundo de
Tarento y otros), condujo a la toma de Jerusalén y a la fundación de los
principados latinos de Edesa, Antioquía y posteriormente Trípolis, con escasa
dependencia feudal del reino de Jerusalén. La organización de los Estados de
ultramar completamente nuevos y de tipo supranacional, compuestos de
heterogéneos elementos occidentales, griegos y armenios, con su propia
Iglesia patriarcal latina bajo la autoridad romana, como posesión teórica de
toda la cristiandad, pero en rivalidad jurídica con Bizancio; fue de hecho la
obra creadora de algunos príncipes cruzados, como coronamiento colonial del
feudalismo occidental. Juntamente con las crónicas (especialmente Fulcher de
Chartres, Guillermo de Tiro), desde el tardío siglo xii las Assises de Jérusalem
nos permiten entender la estructura feudal monárquica del nuevo reino. Los
estados cruzados, un microcosmos con colorido extranjero del macrocosmos
occidental, permanecieron en adelante implicados en los procesos de oriente,
lo mismo que en los azares de sus dinastías enraizadas en occidente (p. ej.,
las casas de Toulouse, Lusignan, Ibelin). Su defensa fue el objeto de las
restantes cruzadas. Para servir a sus necesidades nacieron también en el siglo
xr las órdenes religiosas de caballería (sanjuanistas, templarios, caballeros
teutónicos), con el fin de proteger a los peregrinos mediante hospitales y el
apoyo de las armas. Tales órdenes eran una típica encarnación institucional
del ideal religioso y militar de c. Bernardo de Claraval expuso en 1128 su
programa en la obra dirigida a los templarios: De laude novae militiae.

2. La segunda cruzada, motivada por la caída de Edesa el año 1144, vino a


ser el punto culminante del movimiento de c. Preparada por el arrebatador
genio religioso de Bernardo de Claraval, al equiparar la guerra contra los
turcos, la reconquista española y la colonización alemana oriental (cruzada
contra los vendos de 1147 ), recibió un rasgo universal, siendo entendida
como universum opus de los cristianos contra los infieles del mundo. El único
éxito fue la conquista de Lisboa, mientras la expedición de oriente, como
empresa real de Alemania y Francia (Contado iir, Luis vir), inserta en la red de
planes políticos estatales, acabó en desastre sombrío e inició la retirada de los
territorios de ultramar. La resignación y la duda de que la cruzada fuera
querida por Dios abrieron la crítica que en adelante operó como contrapeso de
la teoría de la guerra santa.

3. Con la tercera c. (1189-92), reacción a la caída de Jerusalén en 1187, la


lucha mundial entre cristianismo e islamismo alcanzó exteriormente el punto
culminante de una concepción política universal. Occidente, Bizancio e Islam
se enfrentaron en personalidades de monarcas congeniales: de un lado, el
emperador Federico i Barbarroja, el rey de Francia Felipe it Augusto y Ricardo
Corazón de León de Inglaterra; de otra parte el mahometano Saladino,
amable y genial, que condujo a una guerra santa de gran estilo; y, junto a
ellos, el emperador Manuel i Comneno, antípoda de Barbarroja, renovador de
la idea bizantina de dominio universal. Sin embargo la cruzada, complicándose
con las antítesis entre imperio y papado, entre Inglaterra y Francia, acabó en
episodios particulares desafortunados. Después de la muerte de Barbarroja,
ahogado en el río Salepo, se dispersaron las fuerzas. Se llegó a un modus
vivendi fijado por pacto entre cristianos y musulmanes en tierra santa,
regulado en adelante por armisticios temporalmente renovados. Con las
únicas conquistas, la toma de Chipre por Ricardo Corazón de León, que
permaneció como último baluarte insular (hasta 1561 no cayó en manos
turcas), y con la reconquista de Acre, sede hasta 1291 del mutilado reino de
Jerusalén, los territorios occidentales en oriente siguieron existiendo como
tronco sin corazón. E1 epílogo, la cautividad por maniobra de Leopoldo y
Enrique vi y el rescate de Ricardo Corazón de León, puso de manifiesto que la
política de c. era un instrumento en el juego de intereses entre las potencias
rivales dentro de Europa.

4. La c. alemana (1195-98) estuvo bajo el signo de la agonía de la idea


imperial de la dinastía Hohenstaufen. En la concepción de Enrique vi, heredero
de la política imperial de los Hohenstaufen y de la normanda en el
Mediterráneo, la c. debía formar un anillo con la subordinación feudal de
Chipre y de la Armenia Menor, en busca de un imperio mundial y hereditario,
que se deshizo con la temprana muerte de Enrique.

Con este segundo fracaso del intento imperial de entrar en la política de


oriente, cayó el proyecto de c. en una escisión entre la idea y la realización. El
papa Inocencio itr, el más enérgico sucesor de los papas reformadores, trató
de poner dicho proyecto a servicio de la jerarquía eclesiástica y de organizarlo
nuevamente, con el fin de recuperar todos los territorios antaño cristianos de
tierra santa, y con el de restaurar la hegemonía papal incluso en las Iglesias
cismáticas de oriente. Sin embargo, todos los esfuerzos siguientes se
quedaron en caricaturas del bellum iustum.

5. Por de pronto la cuarta cruzada (120204), en lugar de la recuperatio terrae


sanctae, acabó con la conquista de Constantinopla. En efecto, la soberbia
república marítima de Venecia, cuyos privilegios comerciales habían sido
violados por Bizancio, bajo su viejo dux Enrico Dandolo, que desconocía los
escrúpulos, aprovechando la confusión dinástica griega, logró torcer la
cruzada para sus fines, erigiéndose sobre las ruinas de la saqueada capital
imperial griega en señora comercial del Mediterráneo, en el umbral de Asia. El
occidente sacó de todo ello la dudosa ganancia de un débil imperio latino de
Constantinopla, que casi nació muerto, pues volvió a caer en 1261. Las
cuantiosas y preciosas reliquias sólo parcialmente compensaron a los
engañados peregrinos por las reliquias de la ciudad santa. Las esperanzas del
papa sobre la unión de las Iglesias quedaron finalmente fallidas. Los
renovados gritos de auxilio, de tono grandioso, obras maestras de elocuente
persuasión, hechas populares sobre todo en Francia por el legado Jacobo de
Vitry, hallaron eco macabro en las cruzadas de los niños (1212). Miles de
niños de hasta 12 años se amontonaron en el sur de Francia y en la Renania
en torno a dirigentes fanatizados, para marchar a la tierra prometida, que
sería de ellos según la promesa evangélica: «De ellos será el reino de los
cielos.» Embarcados por mercaderes, perecieron míseramente. Testimonio
elocuente, por otra parte, de la fría reacción de los cabezas de Estado es el
Stabilimentum crucesignatorum, redactado por mandato de Felipe ii para fijar
los privilegios de los cruzados y asegurar frente a ellos los derechos de
soberanía civil (legislación, jurisdicción y tributos).

6. La quinta cruzada (1217-21), sin activa participación de los cabezas de


Estado, condujo a la entrega de Damieta, metrópoli del Nilo, poco antes
conquistada. Desde la tercera cruzada, Egipto era mirado como clave de
Jerusalén. Según la visión eclesiástica, el fracaso pesaba sobre la política de
dilación de Federico ii Hohenstaufen, que había hecho el voto de c. el año
1215. Con ello, la cuestión de la cruzada entraba una vez más en la esfera de
la política imperial alemana. A1 renovarse dramáticamente el conflicto entre
las dos potestades supremas, el negotium terrae sanctae vino a ser el
negotium imperii, eclesiásticamente requerido, cuya ejecución llevó luego en
cierto modo ad absurdum la idea eclesiástica de c. Porque la segunda toma de
Jerusalén el año 1229 durante la sexta cruzada fue fruto sin lucha de un
contrato entre el emperador excomulgado y el sultán. Como marido de
Isabella, heredera de Acre-Jerusalén, Federico ii se coronó a sí mismo sin
ceremonia eclesiástica en la iglesia del santo sepulcro como rey de Jerusalén y
lanzó un manifiesto de paz al mundo cristiano, mientras el papa ponía en
entredicho los lugares santos. Se dio así un cumplimiento memorable, siquiera
efímero, del sueño de la cristiandad, aunque en craso choque entre la idea
papal tradicional de c. y la incipiente razón de estado. Las luchas llevadas a
oriente entre gibelinos y güelfos destrozaron las fuerzas occidentales. El año
1244 se perdió definitivamente Jerusalén. Los últimos Hohenstaufen llevaron
todavía el mero título vacío de reyes de Jerusalén.

7. La trágica fase /final de las c., sostenida una vez más por desesperado
valor religioso, fue de nuevo obra de Francia bajo la destacada figura del rey
Luis ix el Santo. Su primera expedición (1249-1250) se estrelló otra vez junto
a Damieta. La segunda, en 1270, hubo de parar en Túnez a causa de la
muerte del rey. Con ello sucumbió también la política mundial y de cruzada
que había desarrollado la línea regia lateral dé los Anjou, herederos de la
monarquía siciliana de los normandos y de los Hohenstaufen. Las últimas
posesiones de los cristianos latinos en Siria, interiormente debilitadas por la
anarquía y las rivalidades, cayeron desde 1265 en poder de los mamelucos
egipcios, que habían vencido a la Horda de oro de Gengis-Kan. Con la caída
de Acre en 1291 quedó sellado el destino del dominio cristiano en la terra
sancta. La caída de Constantinopla el año 1453 iniciaría más tarde las guerras
contra los turcos.

IV. Balance

A la luz de la historia de los hechos, las c. aparecen como trágico episodio de


derramamiento de sangre en nombre de Dios, por intolerancia y ambición
política; como sacrificio de vidas humanas, inconmensurable con los fines
perseguidos. No faltan efectos positivos, como la dilatación del horizonte
geográfico, la intensificación del volumen de comercio por la rotura del
bloqueo árabe del Mediterráneo, lo que aprovechó principalmente a las
ciudades marítimas italianas, amén del progreso de la técnica de la guerra y la
animación del intercambio de reliquias, arte y cultura; sin embargo, la
investigación más reciente tiende a conceder un carácter relativo a esas
ventajas frente a las desventajas. Pero una mera ponderación fría del balance
positivo y negativo difícilmente hace justicia a la época. En la visión general,
las c. siguen siendo no sólo expresión del universalismo medieval de la política
eclesiástica y no sólo una piedra de toque decisiva, aunque condicionada por
el tiempo, en el proceso mundial de fusión y lucha entre oriente y occidente,
sino que en ellas se realizó además un giro importante del espíritu religioso.
Mientras por una parte se secularizaba la idea de cruzada, la resignación y la
crítica operaban por otra una interiorización, nacida de la idea de que podía
realizarse una peregrinación espiritual a Jerusalén sin necesidad de una
expedición armada a oriente. Porque, así argumentaban los críticos, era una
necedad correr a encontrar el madero de la cruz, cuando en casa se
abandonaba al Crucificado; correr a apagar el fuego del vecino, cuando la
propia casa estaba en llamas. La interpretación demasiado material de la
Escritura en parte cedió el paso a una exégesis más alegórica. Pero tuvo gran
importancia práctica para el futuro el germen de -> tolerancia, tal como
Francisco de Asís lo puso en 1219 ante Damieta, cuando, exponiendo su
persona, se propuso convertir al sultán en vez de combatirlo. Desde la baja
edad media en adelante, junto al antiguo método guerrero de vencer la
incredulidad, las misiones de franciscanos y dominicos desarrollaron el método
de la evangelización pacífica.

Laetitia Boehm

CUERPO Y ALMA
I. El problema

El c. es el objeto más inmediato, más próximo de nuestra experiencia, aquello


que tenemos siempre e ineludiblemente con nosotros, y aquello por cuya
mediación - a través de los sentidos- alcanzamos el mundo en sus múltiples
aspectos y dimensiones. Pero c. es a la vez y antes, no sólo aquello que el
hombre tiene frente a sí mismo, sino también aquello en que es él mismo: el
placer y el dolor del c. son su placer y su dolor. Y el mundo mismo no está
frente al cuerpo meramente como espacio exterior, sino que es su
«prolongación» y, por tanto, nuestra prolongación, y sólo existe en cuanto
nosotros lo percibimos y «habitamos», desde la piedra hasta el cuerpo del
otro (MerleauPonty). Así, pues, por muy cierta que sea de una parte la
diferencia entre el yo y el c., (lo mismo que entre el c. y el mundo), pues el
hombre no es simplemente mero cuerpo, reina por otra parte tal unidad entre
ambos aspectos, que puede decirse que el hombre es plenamente corpóreo.

En esta corporeidad, en la acción y la obra (y no en la mera posibilidad del


pensar y del querer) es donde lo anímico y espiritual (-> alma, -->espíritu) se
hace por primera vez real, donde adquiere forma y poder operante, o sea,
facticidad. Pero es a la vez esta corporeidad la que pone límites a la propia
realización del hombre, la que lo limita externamente en el ->espacio y -->
tiempo, y le impide interiormente expresarse plena y enteramente a sí mismo
(como lo experimentan pensadores, artistas y amantes); pues opone en sí
misma resistencia al querer y absorbe fuerzas en la expresión que
propiamente se dirigen a lo expresado, y así enturbia la pureza de lo
manifestado.

Esta situación dialéctica es válida para todo el acontecer de la vida diaria,


pero se hace particularmente clara en las formas superiores del eros (->
amor) y de la -> muerte. En estos momentos señalados de la existencia
aparece también con máxima evidencia la tentación que esta tensión significa
para el hombre. Es la tentación primeramente de renunciar a todo esfuerzo
por la unión y de llevar una vida en dos órdenes separados entre sí, en que,
sin embargo, ambos pierden su carácter humano y, por ende, se pierden a sí
mismos. Y es la tentación, en segundo lugar, de limitarse a uno solo de los
dos órdenes: a una corporalidad hostil al espíritu o a una espiritualidad hostil
al cuerpo (-> espiritualismo). Pero ese intento, en cada caso, destruye lo
escogido mismo y lleva pronto al extremo opuesto (-> dualismo, ->
maniqueísmo). Y es finalmente la tentación de establecer una unidad exenta
de toda dialéctica, ora como corporeidad simplemente afirmada por el espíritu
(«el a. es sólo un algo en el cuerpo»), ora como espiritualidad que afirma
desmesuradamente el c. (mens sana in corpore sano); lo que luego conduce
de hecho a las falsas formas indicadas en primer y segundo lugar. En realidad,
no es posible suprimir ni disolver la relación dialéctica que oscila entre unidad
y oposición de c. y a. De hecho la historia del pensamiento no ha hallado una
solución satisfactoria en todos los aspectos.

II. Historia del problema

Un dualismo de c. y a. domina la filosofía griega desde el orfismo y los


pitagóricos (en contraste con el optimismo corpóreo de Homero, que sólo
emplea rswt,a para referirse al cadáver y para quien la «pervivencia» es una
existencia sombría que Aquiles cambiaría por la miseria de un jornalero). El c.
es vestido, barca, cárcel y sepulcro del a. (rsWi,ac-al~toc), que se halla en él
por haber sido desterrada «de arriba». El a. está impedida y oprimida por el
c.; se libera de él por el desprendimiento (-> ascética) y el trabajo filosófico,
y finalmente por la muerte (a través de sucesivos nacimientos). Así piensa
sobre todo Platón, a semejanza de las doctrinas de la India. A esta relación
meramente accidental de c. y a. Aristóteles contrapone la concepción del -->
hilemorfismo, según la cual el a. es la forma substancial del c. y constituye
con él el único ente concreto y subsistente. Sin embargo, queda sin aclarar la
relación entre el a. espiritual (inmortal) y el a. corporal (mortal) y sigue, por
tanto, oscura la unidad originaria del hombre.

El pensamiento semítico bíblico añade otra visión completamente distinta a


esta tradición. El Antiguo Testamento no tiene una palabra peculiar para
designar el c., el hombre entero es «carne» (basár), pero también alma
(nefef), propiamente: vida. Por la muerte el hombre en su totalidad pierde su
vida (en el seol nadie piensa en Dios, ni Dios se acuerda de los muertos [Sal
88 ] ). Sólo en el judaísmo tardío - por influencia helenística - se distingue
más fuertemente entre c. y a., se enseña una pervivencia propiamente dicha
de ésta y se desarrolla la doctrina de la resurrección de la carne, partiendo de
indicios tardíos del AT. La doctrina sobre el c. y el a. en el Nuevo Testamento
hay que buscarla sobre todo en -->Pablo (teología). No cabe interpretarla en
forma dualista (en sentido helenístico y gnóstico), si bien sus tesis no están
completamente aclaradas ni es fácil armonizarlas completamente entre sí. La
a&pl (carne), la constitución pecadora y mortal del hombre postadamítico (p.
ej., Róm 8, 12s), no se identifica simplemente con el aCói«, si bien el estado
carnal donde más abiertamente se manifiesta es en el c., como esfera visible
del hombre mismo (1 Cor 5, 3; 7, 15s; Rom 6, 6; 7, 23; Col 3, 5). Por eso, la
-> redención predicada y esperada no consiste en la liberación del a&[.«, sino
en su transformación en un c. «pneumático» (1 Cor 15, 36ss), en la
configuración conforme al c. glorioso de Cristo (Flp 3, 21).

En el encuentro de las dos corrientes tradicionales dentro de la patrística y la


ffilosofía cristiana, predomina por de pronto (incluso y precisamente en la
polémica con la -> gnosis) el mejor desarrollado pensamiento griego, en su
visión platónica. Sólo lentamente, a través de la tradición arábiga
aristotelismo ii), la concepción aristotélica penetra en la discusión escolástica
y, finalmente, en Tomás de Aquino recibe su modalidad cristiana. Tomás
enseña que el a. es la unica forma corporis y que, consiguientemente, no se
contrapone a un c. ya existente («informado»), como elemento parcial junto
al mismo, sino que aparece y opera en el medio puramente potencial de la
materia prima. La dualidad (permanente) de c. y a. no ha de entenderse como
óntica y objetiva, sino como actual y ontológica; el c. es de todo punto c. del
a. y ésta, por esencia, es corporal (y, sin embargo, dentro de la permanente
referencia al c. y a la materia goza de inmortalidad; -> tomismo). En lo
sucesivo, esta teoría ontológica sobre el c. y el a. como «partes» fue cediendo
a favor de una visión cada vez más óntica. En consecuencia, la relación entre
c. y a. es concebida en forma monista o dualista. El dualismo moderno es
obra de Descartes (-> cartesianismo; no obstante algunos pasajes de obras y
cartas en que, apelando a nuestra experiencia diaria, defiende la verdadera
unidad de c. y a.), con su separación entre c. y a. como res extensa y res
cogítans, que, a través del órgano central, la glándula pineal, están en cierta
acción recíproca. Pero ya en él y de manera completa en el ocasionalismo (N.
Malebranche) y en Leibniz, propiamente es Dios quien tiene que zanjar el
abismo infranqueable entre ambos órdenes, ora por una intervención
constante, ora por la institución inmanente de la armonía preestablecida.
Posteriormente (así en el moderno vitalismo), la doctrina de la acción
recíproca ha hallado nuevamente seguidores (H. Lotze, E. Becher), sin que
hayan podido esclarecerse las dificultades de esta teoría. Espinoza defiende el
monismo; para él c. y a. son sólo dos modos de la misma cosa.
Semejantemente piensa el paralelismo psicofísico (G. Th. Fechner), que
entiende el fenómeno del c. y el del a. como el lado convexo y el cóncavo de
una sola y misma concha. Y mientras que el espiritualismo concibe el c. sólo
como manifestación del alma, la única verdaderamente real (G. Berkeley, W.
Wundt); el materialismo monista, en cambio, explica todo lo anímico y
espiritual por funciones corpóreas y glandulares (C. Vogt, J. Moleschott, L.
Büchner).

En la actualidad, partiendo de la psicología (--> psicología profunda) y de la


biología, el hombre es visto de nuevo más conscientemente en su unidad de
c. y a., unidad que, aun reconociendo ambos componentes, no admite una
clara separación entre ellos; sobre todo la psicoterapia y la medicina
psicosomátíca (culpa, -> enfermedad) tratan de atenerse a esta visión
originaria.

III. Interpretación filosófica y teológica

El magisterio eclesiástico (por de pronto partiendo de controversias


cristológicas) ha definido la unidad del hombre, echando mano de la
terminología del hilemorfismo, sin decidir sobre el hilemorfismo mismo ni
sobre su configuración más precisa (Dz 481, 1914). Como muestra la
consideración fenomenológica, el hombre es corpóreo en su totalidad y por
esencia. Él tiene su cuerpo y a la vez es este cuerpo en un sentido real. ¿O
deberíamos recurrir a una formulación negativa, para rechazar claramente
tanto un falso dualismo en el sentido del «tener» (que parte del puro cogito:
Descartes), como un monismo del ser (que se apoya puramente en la
percepción: Merleau-Ponty)? Ni tengo (solamente) mi cuerpo, ni soy
(completamente) mi cuerpo. La unidad y diferencia indicadas en esta doble
negación se ponen de manifiesto en el lenguaje como « coincidencia» el
pensar con los actos corpóreos. En la palabra pronunciada se unifican y hacen
evento lo pensado (universal) y la individualidad personal, corporal y sensible
del que habla.

Así como el hombre no puede contraponerse adecuadamente a su c., sino que


sólo «en» este c. («en él, con él y por él») es cabalmente este hombre
determinado; tampoco la exaltación del entusiasmo en el obrar y amar es una
salida del c. y una elevación sobre él, ni la muerte constituye simplemente
una separación entre el a. y el c. Más bien, en uno y otro caso es afectado y
llamado el hombre entero, y se le llama precisamente a aceptar y asumir su
estructura corpóreo-espiritual, la cual, de acuerdo con lo dicho, exige un sí
tolerante y activo y a la vez un no tolerante y activo al c. (-> cultura, ->
formación, -> ascética, -> deporte). En el c. se abre el hombre a su medio y
al mundo exterior, se hace accesible, atacable (Sartre: la mirada) y tentable.
Pero también en el c. y en su acción aparece a los demás y a sí mismo, su
«alma invisible» se hace visible (estudio de la expresión). Por el c. «conoce»
el hombre al otro sexo (Gén 4, 1; -->sexualidad), y de este acto plenamente
humano sale el hombre (generación). Por el c. el hombre está ligado a lo
infrahumano y se halla aprisionado en ello, es «polvo» (necesidad,
tendencias); pero por su cuerpo también (como espiritual, no meramente por
su espíritu en sí), se levanta visiblemente sobre el «polvo» («rostro»,
«mirada», «postura», lenguaje; cf. -> antropología, -> hominización, ->
evolución). El c. es la «acción primigenia» (G. Siewerth), el símbolo real del
hombre (K. Rahner); es el «medio de la esencia» (B. Welte) en que él hace
presente su vida y existencia.

En esa concepción, el esquema tradicional de diversos estratos queda


suplantado por la idea de distintas dimensiones en las que la persona se
desarrolla exteriorizándose. A la vez, así la consideración individual y aislada
del c. queda elevada a la dimensión más amplia de la -> comunidad, de la ->
historia e historicidad, que pertenecen esencialmente a la estructura conjunta
del c. y, en medio de la tensión permanente entre apertura y ocultación,
crean la faz completa, la realidad de la persona.

Esta dualidad en medio de la unidad, que filosóficamente es impenetrable y a


la vez ineludible, descubre su más aguda tensión a la reflexión teológica. El
lema de una teología del c. es la fórmula de Tertuliano: caro salutis est cardo
(De carnis resurr. 8). Dios, el Logos, se hace «carne» y verdadero hombre y
redime al género humano por su obediencia en el c. hasta la muerte. Por eso,
la economía de su gracia lleva la estructura de la «encarnación». El que de
momento sólo parezca alcanzar a las almas, es precisamente indicio de un
estado que no debiera ser, el cual se debe a la pérdida de la integridad de
espíritu y c. que implicaba la gracia del estado original. Si así el pecado
aparece precisamente en el c. (cf. antes Pablo), éste, por otra parte, está
ahora santificado y llamado a la obra de la corredención y a ser templo del
Espíritu Santo (1 Cor 6, 15; Col 1, 24; 1 Cor 6, 19 ); está llamado sobre todo
a la gloria de la resurrección, en la cual lo mismo que se ha hecho aquí
temporal y corporalmente (no sólo una recompensa por ello) será, bajo una
nueva forma, el estado definitivo y la eternidad del hombre. En cuanto esta
eternidad está caracterizada como conformación con el cuerpo de Cristo (1
Cor 15, 49) y como comunión con él (2 Cor 5, 8), en eso mismo quedan
afirmadas la permanente significación y el valor insuperable de la humanidad
y corporeidad de Cristo y, por ende, del hombre en general (-> visión de Dios,
-> antropocentrismo, -> mística). Y si, finalmente, el c. significa la apertura y
presencia del hombre para el tú, su ordenación esencial al mundo
circundante, esto debe decirse en forma consumada (liberada de todo
oscurecimiento y ambigüedad) acerca del c. celeste. Éste también incluye
esencialmente la comunidad. Por eso la -> ascensión de Cristo, «primícias de
los que se durmieron» (1 Cor 15, 20), pide también la consumación corporal
de sus hermanos; es más, requiere e implica «ya ahora» por lo menos una
realización parcial, un anticipo en sus hermanos de su estado definitivo, según
el orden que a cada uno le corresponde (1 Cor 15, 23; Mt 27, 52s; Ef 4, 8ss;
Asunción de María). Dentro de la dimensión visible de lo terreno este final
definitivo se anuncia en la forma sacramental y en la actividad cultual (->
culto) de la Iglesia, «cuerpo místico de Cristo» (1 Cor 12, 27; Ef 1, 23). Y ahí
también se hace inicialmente claro que la consumación del c. no se detiene en
el c. Del mismo modo que la glorificación del c. no se añade solamente como
complemento a la salvación eterna del a., sino que significa cabalmente su
consumación y forma plena, así también ella se extiende al mundo y
transforma el cosmos entero (Roin 8, 18-23; Ap 21), para consumar la
encarnación en la unidad pneumática (que conserva todas las diferencias) del
«Dios que será todo en todos» (1 Cor 15, 28 ).

Jörg Splett

CULTO
I. Noción y naturaleza

Este artículo tiene por objeto esclarecer una noción, no ofrecer material. El
mundo industrializado y técnico puede imaginar que el c, está trasn ochado,
porque es improductivo. Ya Kant opinaba que el c. es expresión de < manía
religiosa» y de «falsa fe». Más al fondo van las objeciones de L. Feuerbach y
K. Marx en el siglo pasado. Según Feuerbach la idea de Dios es una
personificación de los deseos y anhelos humanos en una figura absoluta
distinta del hombre. Si el hombre no quiere debilitarse y perderse a sí mismo,
no debe consagrarse a esta figura de la fantasía, sino a sus semejantes. Sólo
el hombre es Dios del hombre. Por eso debe éste convertirse de amigo de
Dios en amigo del hombre, de creyente en pensador, de orante en trabajador.
Feuerbach no quiere abolir el culto, sino darle una dirección exclusivamente
horizontal. Marx, en lugar del Dios que él caracteriza como invención humana,
pone a la sociedad liberada de la propiedad privada y del Estado. A ella
conviene la adoración o el culto que el pueblo ha tributado anteriormente a
Dios, al crear la religión como opio eufórico en su situación atribulada. Lo que
aflora en tales doctrinas pervive en muchas teorías y prácticas de la
actualidad, y se sitúa en la perspectiva profética que dibuja el apocalipsis de
Juan. En el capítulo 13 se desenvuelve la antítesis <culto de Dios-culto del
mundo» en la imagen de las dos bestias.

En todas estas concepciones se desconoce el carácter específico de lo religioso


que se representa en el c., tal como ha sido demostrado por la actual filosofía
de la religión (R. Otto, M. Scheler, H. Scholz, B. Welte y otros). La cuestión
del c. está unida de la manera más estrecha al problema del hombre. Si el
hombre es entendido únicamente en la dimensión económica y política, sólo
como homo faber o como animal sociale et politicum, debe condenarse el c.
como capricho que roba tiempo, y es inútil e incluso dañoso. Pero si se mira la
auténtica trascendencia como existencial humano fundamental, el c. aparece
como expresión de la esencia, sin la cual quedaría baldío y mutilado un campo
esencial del hombre. En esta visión, el c. es un proceso por el que el hombre
cumple una función para realizarse a sí mismo. El c. supone que Dios se
acerca al hombre ofreciéndole su gracia, de manera que éste puede
alcanzarlo. Puesto que el c. sólo es realizable como respuesta a la palabra de
Dios, tiene el carácter de encuentro saludable del hombre con Dios.

Dado este alcance antropológico del c., se comprende que sea tan antiguo
como la humanidad y que, aun presentando gran diversidad de formas, no
falte completamente en ninguna parte, ni en las religiones de la naturaleza ni
en las superiores. Por los fenómenos históricos puede deducirse qué cosa sea
el culto. Lo decisivo es la adoración de Dios o de lo divino realizada en signos
visibles y la esperanza de vida y salvación ligada a tales signos. En el
cristianismo, el c. posee una propiedad especial y singular por jesucristo
(carácter cristiano del c.).

Muy discutida fue la cuestión de si el sujeto del c. es siempre un grupo o si


puede serlo también un individuo. La mayoría de los teólogos y estudiosos de
la religión se inclina a la primera sentencia. No cabe, sin embargo, discutir
que en sus actos de adoración a Dios el individuo obra también cultualmente.
Pero este obrar, como toda la existencia del individuo, está sostenido y
marcado por la comunidad.

II. Teología del culto

En el terreno bíblico, el c. desempeña un papel central, ante todo en la


antigua alianza. Cierto que en los escritos veterotestamentarios no se emplea
la palabra c.; pero sí aparece allí un grupo de instructivas palabras sobre el
servicio. Después de una actividad cultual de los patriarcas, que para nosotros
está en muchos casos envuelta en tinieblas, en la época de Moisés el c. estuvo
marcado por la prohibición de las imágenes y por la introducción de la tienda
santa y del arca de la alianza. El c. consistía sobre todo en el sacrificio
(holocausto y banquete sagrado). En la época de la monarquía experimentó
un auge muy considerable, al trasladar David el arca de la alianza a Jerusalén
y convertir con ello a esta ciudad en centro del culto, y luego al edificar
Salomón el templo y declarar Ezequías a Jerusalén como lugar único del c. de
Israel. Gran influjo ejerció el ambiente cananeo, en cuanto de allí penetró en
Israel la idea de fiesta. Las fiestas, sin embargo, se configuraron de acuerdo
con la fe propia, como conmemoraciones de las acciones salvadoras de Dios.
Por el c. fue creado el pueblo de Dios y constituido una y otra vez como tal.
Una ampliación considerable y de grandes consecuencias experimentó el c. en
la cautividad de Babilonia. Como quiera que en este tiempo no podía
realizarse el sacrificio cultual, el c. tomó la forma de oración y predicación. En
la comunidad de Qumrán el c. sólo se celebraba como liturgia de la palabra.
Con la destrucción de Jerusalén acabó el c. como sacrificio en todo el
judaísmo.
Los escritos. neotestamentarios expresan la convicción de que Cristo trajo
también la consumación del c. veterotestanientario. Como representante de
toda la humanidad, Cristo es el sujeto propiamente dicho del c. En él se ha
hecho presente en la historia humana Dios mismo, el Logos del Padre, como
la salvación personal. El hombre jesús se entregó sin reservas a Dios en
nombre y en favor de todos los hombres. En la Escritura él es descrito con
una serie de fórmulas cultuales. Es el templo (Jn 2, 19), el santo de Dios (Mc
1, 24), el sumo sacerdote (Act 2, 17), el único mediador (Act 8, 6; 9, 15; 12,
24; 1 Tim 2, 5), el liturgo (Act 8, 2). En virtud de su estructura ontológica y
existencial, su vida entera fue acción cultual. Con plena abertura, estaba
constantemente orientado a la voluntad del Padre para cumplirla
absolutamente. En la muerte de cruz su espíritu de obediencia se concentró
con la máxima intensidad, en cuanto él se puso a disposición del tribunal de
gracia del Padre como representante de toda la humanidad pecadora. Su
muerte vino a ser así muerte expiatoria por la que los hombres se
reconciliaron de nuevo con Dios. Murió como oblación (Ef 5, 2; Act 7, 27,
etc.), como víctima (Jn 1, 29.37; 1 Pe 1, 29; Ap 5, 6.12; 13, 8). Los escritos
neotestamentarios ponen en boca de Cristo mismo la proclamación del
carácter salvífico de su muerte (Mt 26, 26ss; Mc 14, 22ss; Lc 22, 19s). Su
muerte es el sacrificio de alianza para el nuevo y verdadero pueblo de Dios.
Su eficacia salvadora se reveló en la resurrección. E1 sacrificio fue anticipado
(según los sinópticos, no según Pablo; cf. también -->eucaristía) antes de su
realización histórica bajo la forma de una cena de Jesús con sus apóstoles. De
máximo alcance fue el mandato que Cristo dio a los suyos, durante la
celebración cultual anticipada, de que celebraran también ellos la memoria de
su muerte en la forma de una comida, hasta que él volviera. En estado de
glorificación sigue presente en la comunidad formada por él y en torno a él
como su cabeza, operando la salvación por medio del Espíritu Santo que él
envió.

Cuando el nuevo pueblo de Dios se congrega para celebrar su memoria en el


Espíritu Santo (espiritualización del c.), mira tanto hacia el pasado del Gólgota
y de la mañana pascual, como hacia arriba, hacia el Señor glorificado, el cual,
como sujeto del c. que obra en el Espíritu Santo por su comunidad, que es la
Iglesia, su cuerpo místico a él incorporado, repristina lo que una vez
aconteciera, hasta tal punto que su carne y sangre hechos presentes en el
signo del pan se convierten en sujetos o portadores de la dinámica salvadora
del Gólgota. De este modo, todo el pueblo de Dios puede entrar en el proceso
de salvación eterna de entonces y entregarse al Padre en Cristo y por Cristo
su Señor. En este hecho central, el pueblo de Dios se hace cada vez más y
cada vez más profundamente lo que es: cuerpo de Cristo; y así se realiza a sí
mismo. Al mismo tiempo, los que toman parte en el sacrificio que se realiza
en el signo de una comida fraternal, se unen cada vez más vivamente para
formar una comunidad de hermanos. Todo otro obrar de la Iglesia está
marcado por la celebración eucarística como centro de su vida. A la postre,
cuanto en la Iglesia se hace en conformidad con su naturaleza, está
determinado por la muerte salvadora de Cristo, aun cuando no todo tenga
carácter de sacrificio. La Iglesia es el sacramento universal en que
permanecen vivas y operan las fuerzas salvadoras de Cristo. En este sentido
toda acción de la Iglesia tiene carácter cultual y esto es válido lo mismo de su
predicación de la palabra :que de la ejecución de los signos sacramentales.
El c. de la Iglesia está siempre sostenido por todo el pueblo de Dios, aun
cuando en su realización concreta sólo tome parte en cada caso un grupo
determinado. Tiene carácter oficial (cultus publicus a diferencia del cultus
privatus, c. no oficial). El c. sólo puede desarrollar su eficacia salvífica en el
individuo, si éste se entrega al acto cultual con decisión personal por la fe. La
participación eficazmente salvífica incluye el amor a Dios y al prójimo. Agustín
da tal importancia a la unión fraternal de todos los que participan en el c., que
la tiene por elemento esencial de toda celebración eucarística. Agustín declara
que el sacrificio sobre el altar de piedra carece de sentido, si no va
acompañado del sacrificio sobre el altar del corazón. La participación viva en
el c. eucarístico demuestra su fecundidad en toda obra de misericordia, en
toda palabra buena, en todo buen consejo, en todos los esfuerzos por
configurar al mundo de manera digna del hombre; de suerte que por una
parte-toda la vida cristiana recibe carácter cultual, y, por otra, el c. resultaría
estéril si no repercutiera en la vida diaria en el mundo, es decir, si el servicio
de Dios no se desplegara en el servicio al hermano; c. y moral están
estrechamente unidos. La Iglesia realiza su acción cultual hasta la
consumación de los tiempos, para que todas las generaciones puedan
participar de la acción salvadora de Cristo y alcanzar así la salvación eterna. El
c. en su forma de signo acabará cuando retorne Cristo para consumar su obra
en un diálogo consumado y bienaventurado de los hombres con Dios y entre
ellos mismos, en un intercambio que ha de progresar en profundidad y
anchura por toda la eternidad. En su acción cultual, la Iglesia mira también
necesariamente al futuro consumado (escatología del c.), que está bajo el
velo de los signos desde la muerte y resurrección de Cristo.

Michael Schmaus

CULTURA
I. Definición

La palabra c. viene del latín colere (= cultivar, cuidar, ennoblecer o mejorar),


que se emplea exclusivamente en procesos de la naturaleza. En sentido
traslaticio, el término c. significa una determinada manera de ser del mundo
circundante que el hombre ha cambiado y configurado, y a la vez designa la
correspondiente conducta activa del hombre que conduce a este cambio y
configuración. En los países de lengua alemana se suele distinguir entre c. y
civilización; y se entiende por civilización el campo cultural configurado por la
técnica, que está al servicio de las necesidades externas de la vida y de los
fines utilitarios. En este sentido, se entiende por civilización, encontraste con
la c. originariamente creadora, una constitución de la sociedad determinada
preferentemente por una actitud racional de cara a un conjunto de fines. Esta
concepción no es compartida por los pueblos románicos o latinos, que ven
precisamente en la civilización el núcleo de toda c.; según ellos la civilización
es un conjunto de fenómenos sociales de forma variable. Este conjunto
ostenta carácter religioso, moral, estético, técnico o científico y es propio de
todos los grupos de la sociedad humana. Por eso se habla de las civilizaciones
o culturas más distintas, histórica o geográficamente limitadas; y
consiguientemente aquí el concepto de civilización coincide con el de cultura.
Aquél pone más de relieve el aspecto subjetivo, éste el objetivo. Como la c.
no existe bajo la forma de un estado del mundo, de los individuos o de la
sociedad humana perfecto en todos los aspectos, sino únicamente bajo formas
relativamente limitadas, sólo puede hablarse de una cultura históricamente
dada o que acontece históricamente.

Esta manera de encontrarse el hombre con el mundo para crear una c, lo


distingue del animal, que vive estrechamente ligado a su medio y en virtud de
sus instintos permanece prisionero . dentro de un espacio de juego de su
mundo firmamente perfilado, cuyos límites no puede nunca rebasar. El
hombre, inseguro en sus instintos a diferencia del animal, puede, por estar
dotado de razón, traspasar el horizonte de su mundo natural, aun cuando de
hecho esté también ligado a los límites de este mundo y permanezca
prisionero de su finitud. Esta posibilidad metafísica, caracterizada como
trascendencia, del pensamiento y de la voluntad humanos, que en principio no
tienen límites, culmina en la libertad del hombre, la cual es el resorte secreto
de toda creación cultural. La solicitud por el bienestar corporal, por el
alojamiento, por una buena convivencia y una configuración del ambiente
digna de la naturaleza humana, empuja al hombre a salir de la ordenación
meramente finalista de este mundo e imprimirle su aspiración hacia lo infinito,
su inquietud que lo atormenta y hace a la vez feliz, la cual se explica por la
insuficiencia de sus experiencias finitas; con lo cual el mundo cultural se
convierte en un espejo de toda la vida del hombre. La c. aparece así como un
destello de esta aspiración superior del hombre en sus obras y en su propia
creación.

II. Aspectos de la cultura

La c. tiene un aspecto llamado objetivo, en el sentido de una obra lograda que


procede de la creación humana y que los hombres encuentran en medio de la
historia como algo objetivamente configurado. Pero, como quiera que la c. en
este sentido objetivo sólo puede resultar eficazmente viva en relación con el
hombre, el aspecto subjetivo de la c. como tal jamás puede aislarse del
aspecto objetivo, bien sea en cuanto acto creador, bien en cuanto acto de
continuación y recepción. Ambos aspectos pertenecen a la cultura viva. La
formación como c, subjetiva no es posible sin la presencia histórica de los
valores formativos o de los bienes objetivos de la c. Ni la c. objetiva como
suma de los valores culturales, ni la c. subjetiva como formación de individuos
o grupos es algo que descanse en sí mismo o que exista para sí mismo.
Ambos aspectos de la c. están insertos en la corriente de tradiciones históricas
(-> tradición), cuya vida y muerte dependen del logro o fracaso en esta
relación recíproca entre c. objetiva y subjetiva. También los usos y
costumbres son factores de la creación de la c., y su tendencia ascendente o
descendente puede medirse por la altura de una c. determinada, a condición,
sin embargo, de que se tenga presente la viveza de la mentada relación
reciproca. Porque es innegable que hay fenómenos de decadencia moral
dentro de c. objetivamente altas, que no son ya, sin embargo, subjetivamente
realizadas.

El crecimiento y progreso de la c. humana tiene sus limites en la condición


histórica de la vida del hombre. La meta infinita de la aspiración humana
siempre se manifiesta solamente en una situación histórica, cuyas
posibilidades culturales son limitadas en todo momento. Cada generación se
comporta frente al conjunto de la tradición cultural de tal manera que realiza
una selección de lo transmitido. Esta selección se hace por regla general
polémicamente. En efecto, una generación empieza por rechazar lo que la
generación precedente tenía por valioso, pues partiendo de su nueva posición
descubre posibilidades que todavía no ha dominado, y sólo despliega sus
fuerzas para la ulterior evolución si excluye u olvida lo anterior (-->
revolución). Por este curso de la evolución cultural podemos comprender que
a lo largo de los siglos se den repeticiones y que el curso de la c. no sea ni
mucho menos rectilíneamente progresivo (--> renacimiento, restauración).

La c. es por su naturaleza un fenómeno social, aun cuando su actualización


sólo sea posible a través del individuo, a través del encuentro espiritual con el
otro. Naturalmente este encuentro supone ya un mundo cultural objetivo, que
se halla en las más varias tradiciones, p. ej., un lenguaje ya muy
desarrollado, en general un medio cultural objetivo, cierto estado de c.
humana de carácter personal y objetivo. Este proceso histórico de encuentro
cultural se pone siempre en movimiento por iniciativa de individuos, que
constituyen una minoría selecta y crean un espacio espiritual, dentro del cual
se entusiasman una y otra vez otros individuos y dentro del cual los pueblos
hallan su patria espiritual. El que una minoría selecta logre actuar su
aspiración, supone que su mundo circundante le deja el espacio que necesita
para asegurar la duración y consistencia de la cultura.

La solidaridad, llena a la vez de tensiones, entre c. y poder hace comprensible


que todos los guías políticos hayan intentado una y otra vez lograr la unidad
cultural de sus pueblos o de los pueblos en general, imponiéndola incluso por
la fuerza. Más o menos todas las guerras fueron llevadas a cabo como
cruzadas culturales contra la «barbarie». Pero precisamente el intento de
imponer la c. por la mera fuerza aparece como una contradicción interna con
la esencia de la c., pues ésta, a pesar de la disposición y del esfuerzo
espirituales que exige, propiamente no puede imponerse. La c. necesita un
espacio de libertad espiritual, que el Estado tiene el deber fundamental de
conceder y mantener; y sólo dentro de ese espacio el eros espiritual es capaz
de acción igualmente espiritual. Si se toma la c. como expresión de la vida
espiritual de un pueblo, se ve en seguida que en la c. siempre se refleja
solamente un estado relativo de este movimiento, y esto tanto bajo el aspecto
objetivo - en el caudal fijo de determinados bienes culturales-, como bajo el
aspecto subjetivo, en el grado de vitalidad del respectivo estado de formación
de un pueblo. Sin la correspondencia viva de ambos elementos una c.
amenaza con caer o morir, como a la inversa el mantenimiento de la altura de
una determinada c. y sobre todo su crecimiento van de la mano con la
formación de un pueblo. El individuo encuentra este proceso bajo la forma de
tradiciones, por las que se siente llamado a tomar él mismo posición con
relación a los bienes culturales, apropiándoselos personalmente. Según la
amplitud y la densidad de esta apropiación el hombre conocerá y podrá
interpretar la historia de sus antepasados. La historia como conocimiento del
propio pasado y la c. están en una relación recíproca.

La llamada c. objetiva, tal como se expresa en las distintas tradiciones


históricas, suele cristalizar institucionalmente. Es como el lecho fluvial que se
ha formado la corriente viva de la c. en una fluencia secular. Pero así como el
lecho sólo tiene sentido juntamente con la corriente viva, igualmente la c.
institucionalizada sólo lo tiene junto con la corriente viva de los sujetos
culturales que crean libremente. La c. no es solamente obra de la inteligencia
y de la voluntad, sino que lleva también originariamente la marca de otros
impulsos de naturaleza totalmente distinta, como el --> juego. El juego no es
sólo un asunto de la edad infantil, sino que permanece el alma de todo crear
consciente, en la ciencia, en la técnica y sobre todo en el arte, en la filosofía y
en la religión. Donde sólo impera la finalidad como parece acontecer cada vez
más en la actual forma de vida racionalizada, allí se le quita a la voluntad
literalmente el espacio de juego, y 'también, por ese mismo hecho, se sustrae
toda posibilidad al elemento creador que es esencial a la cultura.

Con ello queda también expresado que la c. sólo tiene lugar donde existe
todavía el ocio. Aquí hay que entender por ocio, a diferencia del mero tiempo
libre, el acto de aquella libertad interior que debe cultivar y mantener en sí
mismo el hombre para que sus aspiraciones no queden subyugadas por los
fines inmediatos, y él mantenga libre su mirada para lo que está por encima
del provecho inmediato y del éxito práctico. Este ocio es el fruto del
recogimiento del espíritu, es el espacio interior de la libertad, que permanece
cerrado e ineficaz siempre que el hombre se deja arrastrar por las cosas
inmediatas de la vida sin entrar nunca en sí mismo.

Este esfuerzo por mantener los presupuestos de la c. no puede ser cuestión


únicamente del individuo, hoy tanto menos cuanto que el individuo, mirado
exteriormente, está inserto en un «proceso» de creación, que tal vez aún le
deja libertad exterior, pero lo incapacita cada vez más para hacer uso creador
de esta libertad.

Así como el ocio está en relación esencial con la c., del mismo modo el --
>culto religioso como forma de expresión de la comunidad está en la cuna de
toda evolución cultural. Ya muy tempranamente se encuentran a este
propósito testimonios en la historia de la humanidad. Es de notar en la
referencia espiritual entre culto y c. que, aun en las formas de expresión del
hombre con fuerza creadora, que ponen de manifiesto su condición de criatura
respecto del creador, entran en juego muchas más cosas que meras fuerzas
racionales. Aquí tropezamos con el poder simbólico de la creación y
convivencia humanas, que son tan decisivas, más allá de lo actual, no sólo
para el mundo del arte, sino también para el mundo de los usos y
costumbres. La fuente de estas formas de intuición sensible está en la libertad
del hombre, que es imagen de la libertad creadora de Dios.

Así, no puede caber duda de que en la religión, en que el hombre se pone a


disposición de Dios, se encuentra uno de los hontanares más esenciales de la
cultura. La afirmación de que la religión y la c. se obstaculizan, se debe a una
falsa concepción de ambas. El hombre que en su actitud religiosa deja puesto
en su vida sobre todo para Dios, el que consiguientemente se esfuerza por
mantener la actitud de libertad, con ello también deja puesto para la
configuración espiritual de su mundo y posibilita así el libre encuentro, no sólo
de los mundos culturales, sino también de los hombres y de los pueblos. La
religión, eso sí, desemnascara una determinada representación de la c., a
saber, la idea de que la recta referencia del hombre a la c. radica para él en
consumir la mayor suma posible de bienes culturales, idea a la que hoy día
fácilmente le induce la técnica, pues ésta ofrece sin dificultad al hombre actual
un número inmenso de tales bienes. Mas lo decisivo para la vida efectiva de
una c. es, no la suma existente de valores culturales objetivos, por muy altos
que sean estos valores, sino lo que el hombre hace con ellos para sí mismo y
para sus semejantes.

III. Unidad y variedad de las culturas

Hoy día se habla mucho de la necesidad del encuentro de las culturas en


interés de la pacífica comunidad de los pueblos. No raras veces, detrás de
esta intención de suyo buena, se esconde la ilusión o la secreta ambición de
unir o forzar a la humanidad bajo el signo de una c. mundial. Esta aspiración
se basa en la idea errónea de que la c. puede hacerse u organizarse, idea que
puede despertar en el político la tentación de clasificar y subordinar a los
hombres según un esquema disponible. La unidad y la paz de los pueblos en
el sentido de la c. suponen, empero, precisamente la conservación de la
variedad y diversidad de los mundos espirituales. La unidad y la libertad se
cumplen cuando cada pueblo se esfuerza por respetar y entender la diversidad
del otro. Esta necesidad de respetar la riqueza creadora de lo individual en el
espíritu de los pueblos y personas particulares es también ley de la
propaganda cultural entre grupos particulares. No es lícito confundir el espacio
de acción del poder en su lucha contra la incultura con el trabajo cultural
propiamente dicho. Tampoco es lícito identificar la simplemente organización
del trabajo cultural con este mismo. Por muy buena que sea la organización
permanecerá infecunda en relación con la conservación y fomento de la c., si
no está animada por el respeto a la auténtica libertad personal, que es el
hontanar primero de la vida creadora.

En este contexto hay que hablar de la relación entre c. y técnica, tema en que
deben considerarse dos puntos de vista. En cuanto la técnica ofrece al hombre
un espacio mayor de libertad y quiere contribuir a la pacífica convivencia entre
los hombres, pasa ella misma a ser factor cultural. En este aspecto no se
distingue de cualesquiera otras actuaciones humanas, que pueden estar
informadas por la cultura. Pero la técnica en el sentido de una organización
más racional de la comunicación humana puede también ser reclamada para
el servicio de la transmisión de la c. En tal caso se forma frecuentemente la
ilusión de que con ayuda de una difusión más rápida y perfeccionada de los
bienes culturales, se le presta a la c. misma el máximo servicio. Se trata de
un sofisma tanto más peligroso cuanto que parejo procedimiento puede
cabalmente tener efecto destructor de la c. misma. Sólo cuando se hace a la
vez algo en favor de la disposición y apertura originarias de los hombres para
los auténticos valores culturales, puede ayudar algo al hombre la transmisión
técnica de estos valores. Si no se ha creado este presupuesto, daña más que
aprovecha inundar sectores enteros del pueblo con valores culturales
objetivos. Pero precisamente la creación del presupuesto correspondiente es
la que menos puede lograrse técnicamente. Este misterioso proceso de
maduración humana y de apertura cultural siempre se realiza tan sólo en el
más íntimo espacio del encuentro humano. Si este espacio creador se
destruye o se restringe, como acontece una y otra vez en todos los sistemas
totalitarios, se ciega la fuente de toda creación y recepción cultural.

IV. Crisis culturales y sus razones


Tales procesos de crisis tienen frecuentemente lugar en la sucesión de
pueblos o generaciones que, por razón de cambios y desplazamientos en el
mundo de las experiencias íntimas, condicionados por trastornos políticos o
sociales, no llegan ya a entenderse; la imagen del mundo y del hombre hasta
entonces vigente es puesta en tela de juicio, y la expectación de lo venidero
se vuelve con apasionamiento a las ideas nuevas. Lo mismo acontece después
de luchas violentas entre pueblos de diversas culturas. En este caso, o se
logra una síntesis entre lo viejo y lo nuevo, o la c. superior de un pueblo
desplaza la del otro y entonces la c. que sale victoriosa no siempre es la del
vencedor. También el encuentro entre religión y c. raras veces se realiza sin
crisis.

La historia de la c., que versa sobre el curso histórico y las crisis de las
distintas c., estudia las leyes del crecimiento y del cambio de las c. en las
distintas formas sociales, y considera cada vez más el cambio de las
estructuras sociales de los sujetos de la c. El hecho de que la libertad sea la
fuente de toda c., significa históricamente que esta libertad sólo se torna
concreta en el supuesto de que los hombres gocen de cierta medida de
libertad política y económica. Originariamente sólo los ciudadanos libres eran
sujetos de la c., mientras los esclavos estaban prácticamente excluidos de
ella. La historia hace ver una y otra vez cómo los pueblos o las capas
populares oprimidos y esclavizados se conquistan por las revoluciones
derechos iguales a entrar también ellos activamente en la historia de la c.;
cómo estos pueblos derriban sistemas políticos o económicos porque están
persuadidos de que ellos les cierran el camino de la libertad y, por ende, el de
la c. En la era industrial y democrática (-> industrialismo) en que vivimos, se
ha hecho ley universalmente reconocida que todos los valores culturales
deben hacerse accesibles a todos, y que todos tienen teóricamente los
mismos derechos políticos y económicos. Pero este mundo organizado en
forma igualitaria no puede conocer ni estimar el distinto grado de prestación,
y menos todavía el orden espiritual de rangos en que debería reflejarse la
diferencia en el grado de libertad interior como fuente primera de toda c. En
este hecho inextinguible de la diferencia de prestación y jerarquía espiritual se
expresa el --> orden de la libertad, que debe ser mantenido, protegido y
favorecido por el orden político y económico. Este orden interior de la libertad
es cabalmente el alma de la cultura. Donde se viola este orden, estallan crisis.

La c. es un todo que no puede situarse como algo objetivo junto a otro o


dividirse en sus partes. Así como la presencia del alma o de la vida en un
organismo se reconoce por el hecho de que esta complicadísima estructura
funciona armónicamente como un todo, así también la ausencia de cualquier
función dentro del complejísimo organismo total de la historia de la
humanidad significa siempre un riesgo para la c.

La evolución de la c. se realiza en la .historia parte orgánicamente, parte por


erupción revolucionaria, según la manera como se produce el encuentro entre
los grupos humanos y entre los pueblos particulares. Aquí pueden distinguirse
numerosos estadios, algunos de los cuales se aproximan a las etapas
culturales primitivas, y otros a las llamadas culturas superiores. Nunca ha
habido un estado puramente natural del hombre. Ya respecto de la primera
fabricación de instrumentos por obra del hombre, se ve que en los estadios
iniciales de la humanidad el espacio de juego del impulso creador del hombre
va más allá de lo puramente utilitario. Todas las teorías culturales que pasan
por alto este hecho fundamental, se pierden en especulaciones unilaterales y
abandonan el terreno de la realidad. Para la relación entre Iglesia y c., cf. -->
Iglesia y mundo.

Robert Scherer

CURIA ROMANA
La c.r. es el conjunto de sagradas congregaciones, tribunales y oficios, por
medio de los cuales el romano pontífice gobierna la Iglesia universal (can. 7,
242).

En el presente artículo trataremos solamente de las congregaciones y de los


oficios, pero no de los tribunales eclesiásticos (además -> juicios
eclesiásticos). Consideramos primero su evolución histórica, y después el
derecho vigente en la actualidad.

I. Evolución histórica

La lectura de los Hechos y Cartas de los apóstoles nos enseña que desde el
primer momento ellos se sirvieron de colaboradores para realizar la misión
que Cristo les había confiado. Sabemos que en Jerusalén los --> apóstoles
oyeron el consejo de los presbíteros y juntamente con ellos resolvieron la
controversia suscitada por los judaizantes (Act 15, 6. 23). Ya antes habían
consagrado a siete varones para la administración de los bienes de los pobres
(Act 6, 1-6); y fue muy común entre ellos servirse de amanuenses o
secretarios: Pedro se sirvió de Silvano (1 Pe 5, 12) y Pablo, de Tercio (Rom
16, 22). Así, sencillamente, colaboraban con los apóstoles desde primera hora
tres clases de auxiliares, unos en el gobierno, otros en la redacción de
documentos y otros en la administración dé los bienes temporales. Esos
auxiliares preludiaban de forma elemental lo que con el tiempo serían las
curias episcopales.

Durante los primeros siglos los colaboradores del papa apenas se


diferenciaban de los que tenia en su diócesis cualquier obispo. De hecho al
sonar la hora de la liberación de la Iglesia en el s. iv, encontramos en torno al
sucesor de Pedro tres órganos estables, que corresponden al primitivo triple
orden de auxiliares: el presbiterio, los notarios con su scrinium y los diáconos.
Pero a partir de este momento, y a medida que se hace más frecuente el
recurso de las Iglesias particulares al vicario de Cristo y la intervención
espontánea de éste en favor de la Iglesia universal, comienzan a desarrollarse
y diferenciarse aquellos rudimentarios organismos auxiliares. Las grandes
líneas de este proceso las veremos luego. Aquí baste añadir que hasta el s. xii
no se empleó el nombre c.r. para designar a los colaboradores del papa; y
que sólo en época recentísima se reservó dicho apelativo a los dicasterios que
le ayudan en el gobierno de la Iglesia universal (Pío x, 1908). Los auxiliares
del papa en el gobierno de la diócesis de Roma son el cardenal vicario y su
curia diocesana, llamada vicariato de Roma.

1. Del presbiterio a las sagradas congregaciones


a) A partir del s. iv, el presbiterio, por su carácter de órgano consultivo y
judicial, era el principal auxiliar del romano pontífice, y el que tendría también
una evolución más amplia y fecunda. En un principio estaba constituido por
todos los presbíteros y diáconos de Roma; más tarde se limitó a los diáconos
y presbíteros principales o cardinales, a los que se añadieron desde el s. vtri
los obispos cardinales, es decir, los de las diócesis cercanas a Roma o
suburbicarias. Sin embargo hasta el s. xii para resolver los asuntos más
graves los papas solían convocar los concilios romanos, que a partir de dicho
siglo quedaron definitivamente substituidos por el Consistorio, palabra de
origen bizantino, con la que se designó el Colegio de los tres órdenes de
cardenales, semejante ya al actual en su función consultiva y judicial al lado
del papa.

b) A fines del s. xIII la función judicial del consistorio fue confiada a una
nueva institución, el «Auditorium», de donde surgirían, tras una compleja
evolución, los actuales tribunales apostólicos de la «Sacra Romana Rota» y de
la «Signatura Apostolica». En cambio la función consultiva y gubernativa la
conservó plenamente el consistorio hasta el s. xvt, cuando empezaron a surgir
diversas congregaciones de cardenales, cada una con la misión de ayudar al
papa en un aspecto particular del gobierno de la Iglesia.

c) La primera c. fue creada por Pablo III, en 1542, para custodiar la


incolumidad de la fe (recibió los nombres de oficio de la S. Inquisición, de c.
del S. Oficio, y hoy de c. para la doctrina de la fe); la segunda, por Pío iv, en
1564 para la ejecución de los decretos del concilio de Trento (hoy c. para el
clero); y la tercera, por Sixto v, en 1586, para las consultas de los religiosos
(más tarde se convertiría en la c. de obispos y regulares, para volver a ser
simplemente la c. de religiosos desde 1908). Tras estos primeros tanteos, el
mismo Sixto v con genial intuición y energía creó de un golpe en 1588 quince
congregaciones de cardenales, cinco para el gobierno de los estados
pontificios y diez para el gobierno de la Iglesia universal, de las cuales
subsisten todavía dos: la c. para los obispos y la c. para el culto divino, de la
que se separó la c. para las causas de los santos.

Con el nuevo sistema de congregaciones el antiguo consistorio perdió su


función consultiva y gubernativa, quedando reducido casi a elemento
decorativo. Los siglos xvii-xix vieron surgir, desaparecer, unirse o
transformarse unas treinta congregaciones, de las cuales sólo dos habían de
sobrevivir hasta la actualidad: la c. para la propagación de la f e (Gregorio xv,
1622) y la c. para asuntos extraordinarios (Pío vii, 1814).

2. De los notarios a la cancillería y otros oficios

a) La cancillería apostólica. El cuerpo de notarios del s. iv con su scrinium se


fue transformando paulatinamente de simple oficina para la redacción,
expedición y el archivo de documentos pontificios en un órgano gubernativo
de primera importancia, llamado c.a. (s. xII). A1 frente de la misma figura el
antiguo «primicerius> de los notarios, llamado ahora canciller y más tarde
vicecanciller, verdadero brazo derecho del papa, sobre todo para los asuntos
que se resolvían fuera del consistorio. Sin embargo el apogeo de la c.a. tuvo
lugar en Aviñón, como consecuencia de haberse reservado los papas la
provisión ordinaria de los beneficios episcopales, abaciales, etc. El artífice de
la nueva estructura de la c.a. fue Juan xxri (13161344), antiguo canciller de la
corte francesa, quien, para atender al examen de los nuevos beneficiarios y
para redactar y expedir las bulas y rescriptos, creó hasta siete diversos
cuerpos de oficiales: examinadores, minutantes, grossatores, etc. Fue a fines
del s. xv cuando el vicecanciller perdió el fuerte influjo que tenía en el
gobierno de la Iglesia, empezando a declinar la c.a., hasta reducirse a su
primitivo papel de simple oficina notarial, limitada ahora a las bulas
pontificias.

b) La dataría apostólica. En el rápido ocaso de la c.a. influyó sobre todo la


creación de la d.a. La importancia decisiva que tiene la fecha (data) para la
validez de los documentos pontificios, hizo que el simple cargo de datario
fuera adquiriendo relieve: de poner la fecha pasó a asistir a la firma del
documento, e incluso a presentar al papa las súplicas previas (1484); pronto
necesitó ayuda de auxiliares, terminando por convertirse en jefe de un nuevo
oficio llamado d.a. (¿s. xvi?). En los años sucesivos creció todavía la
importancia de la d.a. con la facultad de conceder determinados beneficios y
dispensas. Pero en el s. xvII, con la disminución de las reservas beneficiales y
la concurrencia de nuevos organismos de la c.r., también empezó a declinar,
limitándose casi exclusivamente su competencia en el s. xix a la concesión de
dispensas matrimoniales.

c) La secretaría de estado. Entretanto había entrado en escena la s. de e. Sus


orígenes se remontan hasta Clemente iv (1266-1268), quien confió a algunos
notarios de la c.a. la correspondencia reservada o secreta de la sede
apostólica, especialmente la diplomática. Por esta razón dichos notarios se
llamaron secretarios, y formaron bajo Martín v (1417-1431) la cámara
secreta. Inocencio vrii la transformó en la secretaría apostólica (1487 ), uno
de cuyos miembros, el secretarius domesticus, sería el hombre de confianza
del papa y su instrumento en el mundo de la política, especialmente desde la
creación de los nuncios apostólicos bajo León x (1513-1521). Cuando los
cardenales nepotes comenzaron a dirigir la política interna y externa del
estado pontificio (s. xv), el secretarius domesticus pasó a segunda línea,
llegando a eclipsarse en el pontificado de Pablo iii (1534-1549), ante la nueva
figura del secretarius intimus del papa, que era ordinariamente el mentor del
cardenal nepote y que, tal vez por este motivo, bajo el pontificado de
Clemente viit (1592-1605) se comenzó a llamar secretario de estado. Tres
acontecimientos vinieron a orientar el cargo de este secretario y la s.a. (de la
cual él era cabeza) hacia sus formas actuales: el uso iniciado por Inocencio x
(1644-1655) de elegir el s. de e. entre los cardenales, la supresión del cuerpo
de secretarios apostólicos y la del nepotismo, por disposición de Inocencio xi
en 1678 y de Inocencio xii en 1962.

Automáticamente se concentraron en el cardenal secretario de estado poderes


amplísimos, acrecentados con la prerrogativa de ser recibido a diario por el
papa, quien se servia de él y de su secretariado, no sólo para dirigir la política
del Estado pontificio, sino también para transmitir su voluntad a los demás
dicasterios de la c.r. Al reorganizar el gobierno del Estado pontificio, Pío ix
confió al secretario de Estado la presidencia del consejo de ministros y el
ministerio de asuntos exteriores.
d) Otras secretarías. La naturaleza tan heterogénea de los documentos que se
redactaban en la primitiva cámara secreta y en la secretaría apostólica, dio
motivo a que se fueran separando del tronco primitivo diversas nuevas
secretarías, cada una dedicada a un argumento determinado. La primera en
separarse fue la secretaría de breves, bajo el pontificado de Alejandro vi
(1492-1503), que se ocuparía de los breves ordinarios (brevia minuta), así
llamados en oposición a los de contenido diplomático. Al suprimir Inocencio xr
en 1678 el cuerpo de secretarios apostólicos, creó como oficina independiente
y paralela a la del secretario de estado la secretaría de breves a los príncipes
civiles y eclesiásticos, la cual heredaba la finalidad originaria de la cámara
secreta, ampliada con otras prerrogativas, como p. ej. la redacción de las
alocuciones latinas que pronunciaba el papa en el consistorio. En el s. xvtii se
separó de la secretaría de estado la secretaría de las cartas latinas, que quedó
a las órdenes inmediatas del papa. Finalmente, en época que no es fácil
determinar, surgió la secretaría de los memoriales.

3. De los diáconos a la cámara apostólica

A partir del edicto de Milán fueron creciendo los escasos bienes materiales de
la Iglesia romana primitiva, los cuales eran administrados por los diáconos. A
ello contribuyeron las donaciones de emperadores y fieles (s. iv), los censos
de las tierras o de los monasterios confiados a la tutela de los papas (s. ix),
los tributos feudatarios, el llamado «denario de san Pedro» (s. xi) y las
diversas formas de tasas beneficiales, que fueron multiplicándose hasta
alcanzar un nivel máximo en los s. xrv-xv, no sin escándalo del pueblo
cristiano. Con ritmo parecido fue también evolucionando el órgano para la
recaudación y administración de estos bienes: vestiarium, palatium (s. vIII) y
por último camera apostolica (s. xi), al frente de la cual estaba el camerarius
o camarlengo, elegido más tarde entre los cardenales. El apogeo de la c.a.
coincide lógicamente con el de la cancillería, bajo los pontificados de Juan xxii
y Benedicto xii. Constaba de un cuerpo de «colectores» o recaudadores,
distribuidos por toda Europa, y de un cuerpo de oficiales: administradores,
abogados y jueces, residentes en la curia pontificia.

Cambiadas las circunstancias históricas en los s. xvI-xvII, quedaron muy


mermados los ingresos de la c.a. y ésta cambió también su estructura,
reduciéndose al personal residente en la curia; y su competencia derivó hacia
otras funciones. En el s. xvir el vicecamarlengo era el gobernador de Roma, y
bajo Pío rx el card. camarlengo era ministro de comercio, agricultura,
industria, minas y artes.

4. Reforma de Pío X

A finales del siglo pasado la c.r. presentaba un conjunto abigarrado de


congregaciones, tribunales, secretarias, oficios, de límites imprecisos y
atribuciones confusas por mezclarse la competencia administrativa con la
judicial, y la eclesiástica con la civil en los Estados pontificios. Pío x,
clarividente como Sixto v, reorganizó en 1908 la c.r. eliminando lo superfluo,
creando lo necesario y delimitando con precisión la competencia de cada
dicasterio. Esta tarea se hizo posible, en parte, por la pérdida de los Estados
pontificios, que permitió a Pío x dar a su reforma un enfoque exclusivamente
espiritual, en fuerte contraste con la reforma de Aviñón (limitada por lo demás
a la cancillería y a la cámara) e incluso con la de Sixto v. El Código de
Derecho Canónico (1918) asumió en bloque la reforma de Pío x, con ligeros
retoques introducidos por Benedicto xv. En él aparece la estructura de la c.r.
que sustancialmente todavía sigue en vigor y que consta de tres series de
organismos: a) Las congregaciones romanas en número de 11, pues a las
ocho ya enumeradas (cf. 1, c) hay que añadir la c. de los sacramentos,
original de Pío x (que en el primer esquema la llamó c. del matrimonio), la c.
de seminarios y universidades, creada por Benedicto xv (1915), pero cuyos
primeros orígenes hay que buscarlos en la congregación que Sixto v
constituyó «pro Universitate Studii Romani» (1588), y finalmente la c. para la
Iglesia oriental, que había sido fundada por Pío ix dentro de la c. para la
propagación de la fe (1862), y que Benedicto xv hizo autónoma (1917). b)
Tres tribunales apostólicos (cf. can. 258-259). c) Los seis oficios siguientes:
cancillería ap., dataría ap., cámara ap., secretaría de Estado, s. de breves a
los príncipes y s. de las cartas latinas. Hay que notar que Pío x incorporó la s.
de breves ordinarios a la s. de Estado y suprimió la s. de memoriales.

II. Derecho vigente

1. Las congregaciones en general

a) Estructura. Las c. son colegios de cardenales que, bajo la presidencia de


uno de ellos, ayudan al papa en el gobierno de la Iglesia, dentro de la
competencia que él les ha señalado. El card. presidente recibe el nombre de
prefecto, excepto en la c. para la defensa de la fe, la consistorial y la oriental,
donde es llamado pro-prefecto, reservándose el nombre de prefecto al papa
mismo. Hoy vuelven a ser verdaderos presidentes.

Con el card. prefecto colaboran inmediatamente el secretario, sobre quien


pesa la marcha de la c., y el subsecretario (son los tres oficiales mayores),
asistidos por dos cuerpos de auxiliares: el 1 ° lo forman los consultores, cuya
misión es dar su parecer, cuando son preguntados, y el 2 ° lo forman los
oficiales (menores), que están dedicados por completo al despacho de los
asuntos de la c. El rango superior de estos oficiales lo constituyen los
ayudantes de estudio o minutantes, nombre modesto con el que son
designados monseñores o sacerdotes de ambos cleros, a veces verdaderos
especialistas en diversos ramos de la teología o del derecho canónico; siguen
por su orden los protocolistas, archiveros, cajeros, etc. Algunas c. presentan
peculiaridades en el número o la cualidad de los oficiales, p. ej., la c. de
sacramentos tiene dos subsecretarios, la de seminarios un visitador para los
seminarios de Italia, ésta misma, la de religiosos y otras tienen cuerpos de
comisarios (es decir, consultores para un determinado género de asuntos, p.
ej. la defensa del vínculo matrimonial, la federación de monasterios, etc.), en
la c. de ritos figura un canciller, etc. E1 cuadro completo del personal de las c.
se publica cada año en el Anuario pontificio.

b) Potestad. Uno de los méritos de la reforma de Pío x fue la división clara de


la jurisdicción entre las c. y los tribunales, confiando a éstos la potestad
judicial y a aquéllas la administrativa. Gozan pues las c. de potestad
administrativa, que comúnmente es ordinaria, y que ejercitan siempre en
nombre del papa. De aquí el calificativo de «suprema» con que a veces viene
designada esta potestad, y el sobrenombre de «vicariae Romani Pontificis»
que los canonistas suelen dar a las c. De aquí también que todos los actos de
las c. se estimen aprobados por el papa de una manera implícita, y no raras
veces llevan la aprobación explícita (can. 244 § 2). La potestad de las c. es
universal, aunque algunas restringen su competencia a la Iglesia latina u
oriental, o incluso a determinados territorios dentro de la Iglesia latina.
Excepcionalmente todas las c. pueden ejercitar la potestad legislativa
(Benedicto xv, 1917 ). La c. de la doctrina de la fe puede además juzgar los
delitos contra la fe en general, y contra el sacramento de la penitencia en
particular (Pablo vi, 1965).

c) Trámites de los asuntos. Las «preces» o peticiones que llegan a diario a


cada c. son distribuidas por el secretario entre los respectivos oficios o
secciones para su tramitación, que muchas veces requiere un estudio previo.
La concesión de la gracia o la respuesta la suele indicar el mismo secretario
en los casos más sencillos. En los demás casos los asuntos se resuelven,
según su importancia, o bien en la reunión semanal del congreso (formado
por los oficiales mayores con el respectivo minutante), o bien en la
congregación plenaria de los cardenales. Tanto el card. prefecto como el
secretario son recibidos periódicamente por el santo padre, a quien someten
las decisiones que necesitan su aprobación.

d) Secreto. «Todos cuantos pertenecen a las congregaciones... u oficios de la


c.r. están obligados a guardar secreto dentro de los límites y según el modo
determinados por la disciplina propia de cada organismo» (can 243 § 2).
Merece especial mención el llamado «secreto del s. oficio», que obliga no sólo
a la c. de la doctrina de la fe, sino también a la c. consistorial, en lo que se
refiere a la elección de los obispos (Pío x, 1903 y 1908), y a la c. para los
asuntos extraordinarios (Pío xi, 1926). La naturaleza de este secreto está
minuciosamente determinada en sendos decretos de Clemente xi (1709 ), y
de Clemente xiii (1759 ), y su violación lleva consigo excomunión latae
sententiae, reservada personalmente al papa.

2. Las congregaciones en particular

a) C. para la doctrina de la fe. La renovación operada por Pablo vi en la c. del


santo oficio afecta a su nombre, pero sobre todo a sus procedimientos, en los
que ha impreso un sello de suavidad y comprensión. Dentro de la c. persevera
el antiguo tribunal, en el que están representados los oficiales mayores por el
promotor de la justicia. Colabora con la c. un cuerpo de consultores y de
peritos. Paralelamente existe una serie de abogados para patrocinar a los reos
enjuiciados ante el tribunal. Éste, en la vista de las causas, sigue en general
las normas del derecho común.

La competencia de esta c. abarca todas las cuestiones relativas a la fe y a las


costumbres, a saber: el examen de las doctrinas nuevas, la revisión de los
libros denunciados y su eventual reprobación; el llamado «privilegio de la fe»
o la disolución del matrimonio contraído entre dos no bautizados cuando uno
de ellos se convierte; el juicio de los delitos contra la fe en general y contra el
sacramento de la penitencia en particular.

b) C. para los obispos. Campo principal de su competencia es la erección de


provincias eclesiásticas, diócesis y cabildos en las regiones que no están
sometidas a la c. de la propagación de la fe; la división de las diócesis ya
erigidas; y la propuesta al papa de los nombramientos de obispos, vicarios
castrenses, administradores apostólicos, coadjutores y auxiliares de los
obispos. Como complemento de esta función fundamental la c. se ocupa de
preparar los consistorios secretos (cf. antes, i, 2, a, b, c), donde se proclaman
los nombres de los obispos nombrados después del último consistorio (y
también los consistorios públicos y semipúblicos que preceden alas
canonizaciones), de vigilar la buena marcha de las diócesis, y finalmente del
apostolado con los emigrantes (Pío x, 1912, y Pío xii, 1952) y del apostolado
del mar (Pío xrr, 1940), por el carácter supraáiocesano de ambos.

c) C. para los sacramentos. A ella pertenece cuanto suele decretarse y


concederse en materia de sacramentos, salvo la competencia de otras
congregaciones, especialmente de las c. para la doctrina de la fe y culto
divino. Para su mejor funcionamiento está dividida en cuatro oficios. Al 1 °
pertenecen las cuestiones relativas a todos los sacramentos, exceptuado el
matrimonio, p. ej., dispensas para recibir las sagradas órdenes, concesión de
oratorios privados, etc. Los tres oficios restantes se ocupan exclusivamente
del matrimonio, con la siguiente distribución de materia: el 2 ° examina y
presenta al papa el resultado de los procesos instruidos en los tribunales
diocesanos en orden a obtener la dispensa apostólica, o la disolución de los
matrimonios que han sido celebrados canónicamente, sin llegar a ser
consumados (can. 249 § 3); el 3.° tramita las oportunas dispensas de
impedimentos matrimoniales, y el 4 ° estudia la eventual erección de
tribunales supradiocesanos para la vista de causas matrimoniales, y examina
las sentencias que sobre dicha materia dictan anualmente todos los tribunales
eclesiásticos.

d) C. para el clero. Le están encomendados los asuntos que se refieren a la


disciplina del clero secular y del pueblo cristiano (can. 250 § 1). Por tanto a
esta c. toca: 1 °, todo lo concerniente a la celebración y revisión de concilios
plenarios o provinciales y de sínodos diocesanos (§ 4); 2 °, o también lo
relativo a las curias episcopales y a los cabildos; 3 °, las dispensas del coro en
orden a conjugarlo con la cura de almas; 4 °, la erección, unión,
dismembración de parroquias, la provisión extraordinaria de las mismas, los
recursos de los párrocos contra eventuales remociones, etc.; 5 °, velar por la
ejemplaridad de la vida del clero; 6.o, y por la santificación del pueblo de
Dios, regulando la observancia de los días festivos o de penitencia,
fomentando las asociaciones piadosas, etc., y también solucionando los
problemas que surgen de las fundaciones de misas, o por la transformación de
los edificios de culto, la usurpación de bienes eclesiásticos, etc. ( § 2 ).

Junto a una La sección que se ocupa de todos estos asuntos, hay otras dos
que cuidan respectivamente de la enseñanza del catecismo y de la
administración de bienes eclesiásticos.

e) C. para los religiosos y los institutos seculares. Le corresponde cuanto se


refiere, bien sea a los institutos de perfección en cuanto tales (aprobación de
los mismos y de sus constituciones, federaciones de diversos institutos, etc. ),
bien sea a las personas que pertenecen a dichos institutos.

En particular se ocupa de lo concerniente al régimen, a la disciplina, a los


estudios, a los bienes y privilegios de los institutos de perfección, salvo el
derecho de la c. de la propagación de la fe (can. 251 § 1); y también de las
dispensas del derecho común en favor de los miembros de dichos institutos (§
3).

f) C. para la evangelización de los pueblos o <de propaganda fide» según el


decreto Ad gentes del Vaticano ir y por el MI? de Pablo vi (1966). Posee
amplísimas facultades para promover la dilatación y consolidación del
evangelio en los llamados territorios de misión, situados hoy especialmente en
África, Asia y Oceanía, donde las cristiandades están aún en formación, o los
cuadros de la jerarquía están constituidos de una manera todavía incipiente.

En estos territorios la congregación de la propagación de la fe erige, une y


divide vicariatos o prefecturas apostólicas, designa o cambia a los respectivos
vicarios y prefectos (can. 252 § 1) y cuida de todo lo concerniente a la
celebración y revisión de los concilios (S 2).

Lo relativo a los operarios apostólicos es competencia de esta c. cuando se


refiere a su formación en los seminarios o en institutos eclesiásticos dedicados
exclusivamente a preparar misioneros, aunque tales centros estén
establecidos fuera de los territorios de misión. De ella dependen también
todos los que trabajan apostólicamente en las misiones. Sin embargo, los
misioneros o misioneras pertenecientes a institutos de perfección que tienen
otras actividades además de la misional, dependen de la c. para la
propagación de la fe sólo en cuanto misioneros, y de la c. de religiosos en
cuanto miembros de dichos institutos. Asimismo todo lo referente a cuestiones
de fe, causas matrimoniales y ritos queda reservado a las congregaciones
competentes en estas materias (S 3, 4, 5).

g) La c. para el culto divino ha dejado ya de ocuparse de las causas de


beatificación y canonización de los siervos de Dios (can. 253, §). Está hoy
dedicada propiamente a los ritos y ceremonias, es decir, vigila para que se
observe con diligencia todo lo que se refiere al culto divino en la Iglesia latina,
concede las oportunas dispensas y otorga privilegios tanto personales como
locales en la susodicha materia. Mantiene también contactos con las
Conferencias episcopales de los diversos países para la aprobación y
confirmación de todas las sugerencias y propuestas que se refieran al culto.

Finalmente fomenta el apostolado litúrgico en todo el mundo, relacionándose


para ello con las Comisiones nacionales de liturgia, música y arte sagrado,
establecidas en los diversos países por la jerarquía local.

Esta c. fue reorganizada por Pablo vi el 8 de mayo de 1969 por medio de la


constitución apostólica Sacra Rituum Congregatio.

h) La c. ceremonial regulaba las ceremonias que habían de observarse en la


capilla y corte pontificia y las sagradas funciones que los cardenales
celebraban fuera de la capilla pontificia. Hoy ocupa su lugar la c. para las
causas de los santos, sección desmembrada de la antigua congregación de
ritos. Su finalidad queda perfectamente expresada con su propio nombre.

i) A la c. de asuntos eclesiásticos extraordinarios incumbía la erección o


división de diócesis y la provisión de las mismas con sujetos idóneos, siempre
que estos asuntos hubieran de tratarse con los gobiernos. Además se ocupaba
de aquellas cuestiones que el romano pontífice sometía a su examen por
medio del secretario de Estado, sobre todo de aquellas cuestiones
relacionadas con las leyes civiles o con los concordatos. Hoy está suprimida
como c.

j) La c. para la educación católica vela por la buena marcha de los colegios


católicos y seminarios en lo espiritual y disciplinar, en los estudios y la
administración económica, salvo la competencia de la c. para la p. de la fe.
Asimismo modera el régimen y los estudios de las universidades y facultades
eclesiásticas, aunque estén dirigidas por institutos religiosos; se ocupa
también de las nuevas fundaciones, y otorga la facultad de dar grados
académicos, determinando las normas a seguir en la colación de los mismos
(can. 256).

k) A la c. para la Iglesia oriental están reservados todos los asuntos de


cualquier género que se refieren tanto a las personas como a la disciplina o a
los ritos de las Iglesias orientales, aunque sean asuntos que afecten también
a los fieles de la Iglesia latina (can. 257 4 1). Por lo cual esta c. tiene para las
Iglesias de ritos orientales todas las facultades que las demás congregaciones
tienen para las de rito latino, sin menoscabo de la competencia de la c. para la
doctrina de la fe (§ 2).

3. Los Oficios

a) La cancillería apostólica. La. preside el card. canciller, asistido de un


secretario que recibe el título de regente. El cuerpo típico de la c.a. lo
constituye el colegio de los protonotarios apostólicos, apellidados « de numero
participantium», para indicar que desempeñan un cargo en la c.r., por
oposición a los demás protonotarios, cuyo título es meramente honorífico.
Además de los oficiales acostumbrados, existe el piombatore o encargado del
sello de plomo (bollo), con que se acredita la autenticidad de determinados
documentos pontificios (bulas).

El papel de la c.a. es meramente ejecutivo, y consiste en extender las bulas


que le ordena directamente el papa, p. ej., las de canonización, o la c. para
los obispos en asuntos de su competencia, p. ej., nombramiento de obispos
(can. 260).

b) La dataría apostólica (can. 261). Su competencia giraba hasta ahora en


torno a los beneficios menores o no consistoriales, reseroa~dos a la santa
sede, o sea, todas las dignidades de las iglesias catedrales o colegiatas, y
además cualquier otro beneficio en determinadas circunstancias, p. ej., los
beneficios fundados fuera de la c.r. que vacaban por muerte del beneficiario
en Roma (can. 1455 § 1).

Pero, una vez que Pablo vi (ad experimentum y hasta la publicación del nuevo
CIC) suprimió la reservación mencionada, parece que ahora le queda a la d.a.
la colación de los beneficios relativos a las basílicas mayores de Roma y la de
aquellos que por alguna razón se confían a la santa sede.

Está presidida por el card. datario, que tiene como colaboradores al


subdatario y a diversos oficiales: canonistas, escritores para la redacción de
documentos, protocolista, archivero, etc., a los que se añaden tres teólogos
para revisar los exámenes de los candidatos o dar su voto consultivo sobre
diversas cuestiones.

c) La cámara apostólica. Bajo la presidencia del card. camarlengo, la c.a. tiene


como fin la administración de los bienes y derechos temporales de la santa
sede (can. 262) durante el tiempo en que se halla vacante, y según las
normas dictadas por Pío xii en la Const. Vacantis Ap. Sedis (8 dio. 1945). El
card. camarlengo es asistido en sus funciones por el vicecamarlengo, el
tesorero general, el auditor general y diversos oficiales.

Durante la sede plena el patrimonio de la Iglesia es administrado por el


mismo papa, quien se sirve de una comisión de cardenales, presididos por el
card. secretario de estado (León xitt, 1891). Sin embargo son objeto de una
administración especial los fondos entregados a la santa sede por el gobierno
italiano en virtud del Tratado Lateranense (Pío xi, 1929), y los capitales
destinados a fines espirituales (Pío xii, 1942).

d) La secretaría de Estado. Es el más importante de los oficios, por su


estrecha vinculación con el papa. Su nombre evoca los estados pontificios y la
intervención de los papas en la política de las naciones (cf. supra, i 2 c). Hoy
día, cuando los Estados pontificios han quedado reducidos al minúsculo Estado
de la Ciudad Vaticana (con gobierno independiente de la c.r.), y la actividad
política de la santa sede no existe, pues incluso su diplomacia es de tipo
exclusivamente espiritual, parece que el título de secretaría de la santa sede o
secretaría del papa seria más apto para designar este cuarto oficio, sin dar
lugar a equívocos.

La s. de e., a tenor del can. 263, se divide en tres secciones. La 1 a está


constituida por la s. de asuntos extraordinarios, cuya competencia quedó
descrita anteriormente. Los monseñores que prestan servicio en esta sección
pertenecen al cuerpo diplomático de la santa sede en uno de los tres grados
de adjuntos, auditores o secretarios de nunciatura, y pueden ser enviados con
el mismo grado o en calidad de nuncios, internuncios o delegados apostólicos
a los distintos países donde la santa sede tiene representación. La 2.8 se
ocupa de los asuntos ordinarios, como son la correspondencia con las
nunciaturas, los nombramientos dentro de la c.r., las concesiones de
dignidades eclesiásticas o de títulos y condecoraciones pontificias, etc. La 3 ff
es la antigua secretaría de breves.

Al frente de la s. de E. figura el card. secretario de E., que desde 1925 se


ocupa de los asuntos extraordinarios, desde 1939 es presidente de la comisión
pontificia para el Estado de la C. Vaticana, y, desde 1937, protector de la
«pontificia Academia Eclesiástica», donde se forman los futuros diplomáticos
de la santa sede. Con el s. de Estado colaboran el subsecretario de asuntos e.,
el substituto, que preside la sección 2.11 y es secretario de la cifra (es decir,
del oficio donde se cifran y descifran los documentos reservados que la santa
sede envía a sus legados en los distintos países), y el canciller de los breves,
que preside la 3 á sección.

e) La secretaría de breves a los príncipes y la secretaría de las cartas latinas


son organismos meramente ejecutivos. Cada una está dirigida por su
respectivo secretario, y ambas dependen directamente del papa, que les
confía la redacción de determinados documentos. A la primera le confía las
cartas a los soberanos y jefes de Estado, las encíclicas, las alocuciones que ha
de pronunciar en los consistorios, etc., y a la segunda le encomienda las
cartas que enviará a personalidades eclesiásticas o seglares con motivo de
alguna solemnidad excepcional, como son centenarios, congresos eucarísticos,
jubileos episcopales, etc. (cf. can. 264).

4. Otros organismos auxiliares

Junto a la c.r. hay otras instituciones con sede en Roma, que ayudan al papa
en la dirección de toda la Iglesia.

a) La -> comisión bíblica (León xiii, 1902); la comisión para Rusia (que está
unida con el actual consejo de asuntos extraordinarios; Pío xi, 1930), la de
medios de comunicación social, la de la interpretación auténtica de los
decretos conciliares, la de estudios sobre « Iustitia et Pax» (Pablo vi, 1964,
1966, 1967 ), etc.

b) Los secretariados para la unión de los cristianos (Juan xxru, 1960), para los
no cristianos y los no creyentes (Pablo vi, 1964).

c) Los consejos para la liturgia y los seglares (Pablo vi, 1964, 1967).

Sobre todos estos organismos (que son expresión de la estructura colegial)


está el sínodo de obispos (-> episcopado irt) o el «Institutum ecclesiasticum
centrale», con carácter permanente, el cual está formado por obispos
escogidos de todo el mundo y ad nutum del papa se reúne en Roma o en
alguna otra parte (Pablo vi, 1965).

III. Reforma de la curia

A la exigencia, que ya se planteó durante la preparación del concilio Vaticano


ii, de una «descentralización» de la Iglesia se unió un creciente clamor por
una reforma de la curia. En su significativa alocución a los miembros de la c.r.
(21-9-1963: AAS 55 [1963] 793-800) Pablo VI recogió este clamor y
proclamó su intención de proceder a una reforma de la c.r. E invitó al concilio
a ocuparse de este tema. Con ello quedó libre el camino para que se tratara
públicamente en el aula conciliar este tema que de suyo cae bajo la
competencia del papa. Se pronunciaron discursos dignos de ser tenidos en
cuenta (el del patriarca Máximos iv, el del arzobispo Florit y el de los
cardenales Alfrink y Lercaro), pero a pesar de todo los padres conciliares no
pudieron llegar a propuestas concretas. En el Decreto sobre el ministerio
pastoral de los obispos en la Iglesia «Christus Dominus», se recogió el deseo
de una nueva ordenación de la c.r., la cual está a disposición del papa para el
ejercicio de su potestad primacial; por la reforma «la curia deberá adaptarse a
las exigencías del tiempo, de las regiones y de los ritos, sobre todo en cuanto
al número, nombre, competencia, modo de proceder y coordinación de
trabajos» (n .o 9, 2). Se desea además una internacionalización del cuadro de
empleados, « de manera que las autoridades centrales o los órganos de la
Iglesia católica muestren un sello verdaderamente internacional»; ante todo
deben ser incluidos algunos obispos, principalmente obispos diocesanos, entre
los miembros de estos organismos; también es indispensable que se nombren
laicos en mayor número como consejeros (n .o 10).
Después de que Pablo vi en su alocución ante el Concilio (18-11-1965; AAS 57
[ 1965 ] 978-984) tocó de nuevo el tema de la planeada reforma de la curia,
comenzó pronto una realización gradual. El 7-12-1965 el papa dio al santo
oficio un nombre nuevo y una nueva ordenación (véase antes ir 2 a). Las
modificaciones que se pueden deducir del AnPont de 1971 para las
denominaciones de los oficios máximos en algunas congregaciones de
cardenales, permiten concluir una cierta equiparación y unificación de la
estructura de estos organismos. En las disposiciones para la aplicación del
Decreto sobre la actividad misionera de la Iglesia «Ad gentes» (6-8-1966:
AAS 58 [1966] 947-990), la congregación de «propaganda fide» ha
experimentado una nueva ordenación: toda la obra misionera ha quedado
sometida a ella; el personal que participe en sus decisiones y en su
asesoramiento presentará en adelante un matiz mucho más internacional (cf.
antes zi 2f). Por el hecho de que en las disposiciones sobre la ejecución del
decreto «Christus Dominus» (6-81966: AAS 58 [ 19667 673-701, n .o 18 §
1), se han suprimido las reservaciones papales con relación a los beneficios
menores, en realidad la «dataría apostólica» ha quedado privada de su
cometido (cf. antes il 3b) y con ello ha perdido la justificación de su
existencia.

Con estos primeros pasos la reforma de la curia no ha salido todavía del


«estadio de experimentación», aunque ya se dejan entrever algunas líneas de
su desarrollo. La reforma debería ser llevada adelante desde los siguientes
puntos de vista:

1) Internacionalización no sólo de los gremios que deciden y asesoran, sino de


todo el cuadro de colaboradores, unido esto a un cambio de miembros,
asesores y empleados de las instituciones después de un tiempo determinado,
como en parte se ha previsto ya para la congregación de propaganda fide.

2) Eliminación del intrincado aparato de los organismos, p. ej., delimitando


más claramente las competencias, evitando las interferencias y fusionando
diversas instituciones; así, la cancillería apostólica, la dataría apostólica, la
secretaría de breves a príncipes y la secretaría de cartas latinas podrían unirse
sin dificultad con la secretaría de estado. De acuerdo con su función este
organismo debería llevar el nombre de «cancillería pontificia».

3) Las instituciones curiales deberían ser meras autoridades administrativas,


sin potestad legislativa ni judicial. Psta última potestad debería corresponder
exclusivamente a los tribunales pontificios, principalmente a la rota romana,
en la cual podrían crearse diversos cuerpos judiciales, p. ej., para la
jurisdicción matrimonial, para la jurisdicción administrativa, para los
procedimientos de matrimonio no consumado, para los procesos de
beatificación y de canonización. La legislación debería quedar reservada al
papa o confiarse a un órgano propiamente legislativo. De cara a la función del
primado en la Iglesia, la legislación central debería conformarse con un núcleo
que sirviera como de armazón.

4) La c.r. debería ser un órgano de coordinación. A los cometidos


administrativos de los organismos superiores corresponde, según los
conocimientos de la ciencia administrativa, la planificación. El planear con
iniciativa y fuerza configuradora las medidas necesarias para la Iglesia
universal y el coordinar el trabajo de las Iglesias particulares y de las
asociaciones eclesiásticas particulares, armonizándolo, son los altos cometidos
de aquellos órganos que deben apoyar al papa en el gobierno de la Iglesia
universal. Aquí vale el principio «in necessariis unitas» (cf. el decreto sobre el
ecumenismo Unitatis redintegratio, n .o 18) al que Pablo vi ha aludido (21-11-
1964: AAS 58 [19661 90-112). Pero el problema de la reforma de la curia
sólo se solucionará sin gran dificultad cuando se esclarezca la relación entre el
sínodo de obispos y el colegio de cardenales, y cuando en la constitución de la
Iglesia adquiera forma de plena catolicidad de la unidad en la pluralidad,
deseada por el Vaticano ir (cf. constitución sobre la Iglesia Lumen gentium, n
.o 13 ). El 15-8-1967 Pablo vi dio el decreto Regimini Ecclesiae universae para
la reforma de la curia (cf. Her Korr 21 [ 1967 7 460ss).

Heribert Schmitz

DEBER, DEBERES
I. Noción

La noción de d. no se emplea de manera uniforme en el lenguaje especial de


la ética, de la filosofía y de la teología. En general por d. se entiende la
obligación moral en cuanto se refiere a un ámbito concreto. El carácter
concreto de un ámbito determinado se funda en la orientación a acciones
particulares, en las fuentes especiales de donde se deducen los d. (profesión,
relación con el prójimo, incorporación a una comunidad, etcétera), o en la
limitación de la medida de lo exigido a lo absolutamente mandado. De esta
manera, la obligación moral se define más exactamente, adquiere una
fisonomía determinada y se presenta en conjunto como realizable. En su
descripción más exacta pueden distinguirse órdenes de d.: d. de estado,
profesionales, cívicos, jurídicos y otros, en todos los cuales la obligación moral
propiamente dicha se especifica fuertemente por las respectivas condiciones
particulares de. la vida, pero no se sustituye por una obligatoriedad de otra
especie. El carácter de d. como expresión de la obligación moral conviene a
todos los contenidos materiales del bien ético en cuanto momento formal que
se da en toda exigencia moral. En un sentido más general, el término d.
designa también ciertos sectores parciales de lo moral (p. ej., doctrina de los
d. para con Dios y para con el prójimo). Y también en un sentido más
universal, se usa la expresión «sentido del deber» para indicar la buena
disposición subjetiva en orden a aceptar la obligación moral.

II. Historia

La idea del d. ha ocupado siempre la mente humana y ha sido objeto de


reflexión; el estoicismo la trató por vez primera éticamente. El d. es la norma
moral dada al hombre en el logos, en la ley de la naturaleza. La doctrina de
los d. elaborada muy ampliamente por Cicerón (De officiis), bajo la influencia
particularmente de Panecio, ejerció fuerte influjo sobre la teología cristiana de
la época patrística (AMBROSIO, De officiis ministrorum) y de la edad media.
Kant convirtió con rigor sistemático el d. en el concepto fundamental y
decisivo de la -> ética. Trasladando las categorías de su critica del
conocimiento a la explicación filosófica de la moralidad, Kant ve en el d. la
necesidad que impone la ley de la razón. Según esta concepción, el d. no
puede hacerse nunca naturaleza. La acción plenamente moral se produce por
puro respeto a la ley, mientras que una acción conforme con ley, pero
motivada por una tendencia, es solamente legal, pero no moral. El d. es el
elemento esencial del carácter legal de la ley moral. La teoría kantiana de los
d. logró un influjo decisivo sobre la ética del siglo xix, incluso sobre la doctrina
moral de la teología protestante y católica en Alemania, influjo que sólo se
corrigió por la fenomenología y la nueva reflexión teológica del siglo xx. Como
reacción en gran parte contra la teoría unilateral de Kant acerca del d. en la
ética de los últimos cien años se ha negado en principio, partiendo de diversos
puntos de vista, que lo moral revista verdaderamente el carácter de d. de
obligatoriedad absoluta (p. ej., H. Spencer, J.M. Guyau, H. Bergson, F.
Bollnow, etc.).

III. Teorías unilaterales

La idea ética del d. puede falsearse o recibir un matiz externo a causa de una
concepción unilateral: a) Para excluir todo condicionamiento de la moralidad
por la experiencia mutable, Kant limitó en principio la idea de d. al factor
puramente formal del imperativo incondicional, rechazando en principio toda
determinación objetiva más concreta. b) La idea ética de deber se falsea
además por una inteligencia heterónoma. Al insistir excesivamente en la
forma de concretarse el d., cabe el peligro de que la fuente de los d. y el
sujeto ético queden relacionados entre sí como un acreedor y un deudor.
Tales representaciones pueden ser sugeridas por el vocabulario latino
(debitum y sus derivados). De este modo el d. queda desprendido de su
verdadera razón interna por la que obliga moralmente y se funda en la
exigencia de la autoridad o del derecho del otro. c) Si se resalta en exceso el
matiz concreto que hay en la idea de d., su referencia a una acción
descriptible, puede destacarse con demasía el momento de la acción externa
en la norma moral, fomentándose así una concepción legalista de la obligación
moral. Entonces en los d. morales se resalta demasiado el aspecto jurídico, la
vinculación a la acción y a la cosa. Con ello se junta fácilmente una tendencia
a la fijación, propia del derecho, de un mínimo de prestación indispensable.
Con este «minimalismo» está relacionada la problemática que surge una y
otra vez en la historia acerca de la distinción entre lo obligatorio y lo
permitido. El uso plural (deberes) no pocas veces es expresión de una
concepción legalista.

IV. Explicación ética

Evitando tales concepciones unilaterales, la ética ve en el d. el momento


esencial de la exigencia incondicional que hay en la obligación moral, que el
hombre acepta en su conciencia como norma moral objetiva para su libre
albedrío en una situación determinada. Según eso, todo d. está fundado en el
bien como auténtico contenido que exige, y tiene en el valor del bien su
objeto material. El bien que se concreta en el d. sin duda tiene en cuenta las
circunstancias particulares del agente y de la situación de su vida, pero
contiene siempre de manera esencial la exigencia trascendente del valor
moral. Por parte de la conciencia personal, corresponde al d. como factor
subjetivo el sentimiento de estar personalmente ligado a la exigencia de la
obligación que sale al paso como d. concreto (conciencia del d.,
responsabilidad). Como quiera que el valor moral está siempre referido al ser
y a la persona, el d. no encierra un mandamiento en sentido heter6nomo, que
le venga al hombre desde fuera, sino que expresa la vinculación ineludible del
libre albedrío al propio ser y a la propia realización de la --> persona dentro
del orden óntico universal. También el d. determinado más precisamente o
formulado constitutivamente por instancias posteriores (autoridad humana),
obliga en conciencia por razón del fundamento interno de la autoridad misma
o en virtud del contenido - conocido como bueno - de la ley positiva o del
derecho. En casos de graves luchas morales, el d. puede ser percibido como
dura necesidad; pero se da y entiende también en sentido pleno cuando se
cumple gozosamente y hasta tal vez como la cosa más natural. La
universalidad e inmutabilidad de la obligación moral se manifiestan en la
vigencia universal del d. Pero éste alcanza en la conciencia a cada persona
particular y la obliga de acuerdo con su situación exterior e interior (ética
existencial formal). En la situación ética entra también la propia aspiración
amorosa a la realización moral. Así, con la conciencia del d. y el cumplimiento
del d. va unido todo interés personal del individuo, toda entrega personal a los
valores morales. La aprehensión y el conocimiento de una absoluta obligación
moral de suyo también son posibles sin el presupuesto de una fe religiosa y se
dan en la experiencia fáctica de la vida humana. Sin embargo, una reflexión
general sobre el fundamento y las últimas consecuencias de la obligación
moral desemboca en una problemática religiosa.

Revisten una importancia secundaria algunas distinciones usuales de la ética.


El d. positivo aparece como un mandato que obliga siempre, pero sólo se hace
actual en cada caso concreto (semper, non pro semper); mientras que el d.
negativo, como prohibición de una acción inmoral, obliga en todos los casos
(semper et pro semper). Se distingue entre d. simples y disyuntivos; estos
últimos obligan en el sentido de «esto o aquello». La formulación de los
llamados deberes condicionales tiene en cuenta determinadas condiciones
fundadas en la persona o en la situación y hasta puestas por propia decisión;
en la formulación se incluye también la absoluta obligatoriedad moral en
virtud de la correspondiente norma particular. Se entiende por colisión de d.
un choque entre dos auténticas obligaciones que se excluyen entera o
parcialmente; pero no la concurrencia del d. con una contraria inclinación
personal o con valores no morales. Consiguientemente ella debe distinguirse
en principio de la colisión ficticia entre deberes o de la tentación. La solución
de semejante colisión debe buscarse en la escala de los valores según su
urgencia y altura y según su mutua relación, es decir, a la postre, por la
obligación moral que late en el fondo. Una estricta concurrencia objetiva de d.
que se excluyeran en absoluto (casus perplexus) contradeciría al carácter
absoluto de la exigencia moral, sobre todo si se entiende la moralidad como
imperativo de Dios al libre albedrío de la persona humana. Pero puede sin
duda experimentarse subjetivamente, por razón de error o insuperable duda
de conciencia, una situación de conflicto irremediable, que hace aparecer
como mala toda decisión y que consiguientemente sólo puede resolverse en
su última gravedad, poniendo en juego todos los resortes morales de la
persona (riesgo en el recto sentido ético).

V. Problemas teológicos

La revelación acentúa que la obligación, fundada en la dependencia de la


criatura y en el llamamiento divino, es una exigencia absoluta de Dios al libre
albedrío del hombre, una exigencia personal de la que no se puede disponer
humanamente. Sin embargo, esta obligación absoluta está asumida desde el
principio en la revelación del amor, de la elección y de la gracia. El amor de
Dios que se revela en dicha exigencia, el cumplimiento de la voluntad divina
por jesucristo, la transformación interna del cristiano y su vida inspirada por el
Espíritu ocupan el primer plano en la inteligencia del precepto divino y de la
obligación correspondiente. La idea del d. queda elevada desde su base. La
noción de d. aceptada en la teología oriental y occidental, preferentemente
con sello estoico, pasó a designar un contenido parcial, éticamente manifiesto,
de la realización cristiana de la vida. Esta noción repercutió sobre todo en la
casuística de la teología moral. Por influencia de Kant, una parte de la doctrina
moral cristiana fue expuesta, particularmente en Alemania, como doctrina del
deber.

La teología moral empleará una noción del d. éticamente justificada y


críticamente aclarada para explicar teológicamente la conducta cristiana.
Partiendo de la perspectiva creyente, puede buscarla en sus propias bases, y
sobre todo puede explicar la exigencia personal del mandato divino a la
persona humana, exigencia que se anuncia en el d. Pero, a este respecto, ha
de considerar exactamente los límites y peligros de esa noción para una recta
inteligencia de la moralidad cristiana. Estos peligros pueden radicar en el
olvido del carácter personal de la exigencia divina, que frecuentemente es
suplantado por un concepto de d. que se basa en la idea de «cosa». También
ha de prestarse una atención cuidadosa a un peligro que se presenta
frecuentemente en la ética, al peligro de una concepción legalista y jurídica de
la moralidad cristiana. Es igualmente necesario precaverse contra la tendencia
predominante a la acción, que nace de la necesidad de concretar, contra la
postura del que se conforma con un mínimo de d. a cumplir y contra el hecho
de medir la obligatoriedad por la posibilidad de hacer obras. También la
tendencia, que radica en la noción de d., a una concepción preferentemente
formal de la obligatoriedad, puede conducir en la dirección que pospone el
contenido del bien y acentúa unilateralmente la obligación; esa tendencia, al
influir en el campo cristiano, lleva a que se insista en la mera obediencia,
descuidando el contenido y el valor del bien que fluyen de la perfección divina.
Con ello podría juntarse la concepción héterónoma de la moral (p. ej., en el
sentido del positivismo moral teónomo). Un desplazamiento obvio de pesos
hacia el origen de la exigencia que trasciende a la persona, hace que se
descuide la participación interna en el bien exigido (extrinsecismo) y fomenta
una valoración según la magnitud formal del vencimiento propio y del
sacrificio. Para salir al paso a estos peligros, un esclarecimiento teológico de la
noción de d. atenderá con esmero y postura crítica al desarrollo de un
entender creyente y religioso, teónomo, personal y dialogístico dentro de la
existencia cristiana. Así puede también superarse una distinción
unilateralmente formal entre d. y bien aconsejado.

Rudolf Hofmann

DECÁLOGO
El d. (o las «diez palabras») designa en el AT el conjunto de prescripciones
divinas escritas por Moisés con ocasión de la teofanía en el desierto. El
Deuteronomio llama así claramente (4, 13; 10, 4) a los diez mandamientos
del Horeb que cita en 5, 6-21. Éstos fueron inscritos en tablas de piedra y se
conservaron en el arca de la alianza (10, 6; 32, 26; 1 Re 8, 9). Si se lee
superficialmente el texto de Éx 34, 28, las «diez palabras» parecen referirse al
pequeño código contenido en 34, 14-27. Pero el texto aparece sobrecargado
por la repetición del término < palabras». Como hay dificultad en agrupar en
«diez» los mandamientos del código mencionado, es probable que esta
adición se refiera en realidad al d. de i;x 20, i-17. Aquí no trataremos del < d.
ritual> de Px 34.

1. El decálogo en la Biblia

Éx 20 y Dt 5 nos dan dos versiones muy parecidas una a la otra. Pero se ha


hecho notar que tenemos una tercera, muy diferente, en Lev 19, 3-4 y 11-13,
que trata sobre el respeto a los padres, el sábado, la prohibición de los ídolos,
el hurto y el falso juramento. Está redactada en plural (excepto la codicia) y
es incompleta, puesto que en ella no se dice nada del homicidio y del adulterio
(tratados por lo demás en otros pasajes, en el discurso llamado < ley de
santidad»). La agrupación exacta de los preceptos del Éxodo y del
Deuteronomio en el número de diez ofrece dificultades y ha llevado a
distinguir entre el deseo de la mujer y la codicia de los bienes, e igualmente a
situar en la primera parte el mandamiento relativo al respeto a los padres.

2. Historia del texto

Estaba grabado en tablillas, quizá de arcilla, como las que servían para la
escritura cuneiforme (cf. Is 30, 18; Hab 2, 2), pero más probablemente,
según el texto, en < tablillas de piedra» (Éx 24, 12; 34, 1, etc.), como el
calendario de Gezer del siglo x, el más antiguo documento encontrado en
hebreo; en todo caso, no se trata de un libro (séfer). Las tablillas estaban
depositadas en el arca de la alianza, según textos deuteronómícos y
sacerdotales, los cuales, sin embargo, pueden proceder de una sola tradición,
que se remonta por lo menos hasta Salomón (1 Re 8, 9). Habiendo sido
destruidas las tablillas junto con el arca, el texto fue conservado en las copias
de la ley, en las traducciones griegas y en extractos de la Biblia. Esos
extractos constituyen los antiguos manuscritos de oraciones como el papiro
Nash, encontrado en Egipto, los textos de Qumrán e inscripciones samaritanas
de tiempos posteriores.

3. Estructura y composición

Los vestigios del d. en la «ley de santidad» no son un d. Las divergencias


entre la redacción del Deuteronomio y la del yodo permiten considerar como
añadida la motivación dada al mandamiento del sábado. Las otras variantes
en los detalles hacen que algunos autores admitan que Éx 20 es el texto más
antiguo (elohísta). Pero, también aquí, el d. muestra diversidades de estilo,
que algunos han querido eliminar para reconstruir un d. primitivo. Les han
servido de base para esto aquellas prohibiciones que están redactadas en
segunda persona del imperfecto. Exceptuando el precepto del respeto a los
padres, que está formulado bajo la forma del imperativo del infinitivo, todos
los mandamientos muestran ese estilo, que se ha conservado puro del 5 ° al
10 ° En los otros se observan añadiduras de estilo deuteronómico o
predeuteronómico (Ex 20), donde se expresa la motivación, bajo el influjo de
los sabios. Teniendo en cuenta que el respeto a los padres es un tema
sapiencial y ateniéndonos estrictamente al criterio literario, admitiríamos
como d. primitivo las diez prohibiciones siguientes: «No tendrás otro Dios que
a mí (Éx 20, 3). No te harás ídolos (4). No te postrarás ante ellos ni les
servirás (5). No tomarás en vano el nombre de Yahveh, tu Dios (7). Seis días
trabajarás y harás tus obras (9). El séptimo día no harás trabajo alguno (10).
No matarás (13). No adulterarás (14). No robarás (15). No darás testimonio
falso contra tu prójimo (16). No desearás la casa de tu prójimo (17).» Pero la
generalidad de los críticos se muestra bastante desconfiada con tales
reconstrucciones. Lo que se puede dar por cierto es que la segunda parte del
d. tiene un carácter moral más acentuado y se refiere sobre todo a las
relaciones con el prójimo.

4. Importancia del decálogo en Israel

El texto del d. sirve de base a la legislación del «Código de la alianza», que se


halla en el Éxodo y en el Deuteronomio, y en menor grado también a la del
discurso de la «ley de santidad». Está presentado en forma de «palabra»,
forma que es propia de los profetas en la época de la redacción de los textos
donde se halla inserto actualmente. Pero estos mismos textos consideran a
Moisés como un profeta (Núm 12; Dt 18; Os 12, 14) y ponen en relación el d.
con el Horeb (Éx 17; 34; Dt). Un profeta como Oseas, que relaciona la alianza
con el tiempo del desierto (2; 11), atribuye la ruptura de esa alianza y las
catástrofes a las infracciones contra el d. (4, 2: desconocimiento de Dios,
perjurio, mentira, asesinato, robo, adulterio). Oseas y el movimiento profético
se muestran muy desconfiados ante el culto y los santuarios de su tiempo; sin
embargo, el Horeb no deja de ser en estas tradiciones el santuario donde el
pueblo tributa su culto a Dios (rx 3, 12; 18, 12, cf. 17, 6). Por otra parte, la
expresión «diez palabras» es referida en l:x 34, 28b a un conjunto de
prescripciones exigidas para la participación en el culto. Por eso algunos
autores opinan que el d. constituye un catálogo de prescripciones y que
subrayan breve y enérgicamente el carácter moral del Dios de Israel.
Posiblemente el d. se conservó en un santuario del norte, quizá en el de Dan,
que estaba encomendado a la descendencia de Gersom, hijo de Moisés (Jue
18, 30).

5. Origen del decálogo

El texto se presenta en un estilo oratorio e imperativo, con ampliaciones


parenéticas, las cuales hacen creer (Stamm, Reventlow...) que se proclamaba
en una fiesta litúrgica como recuerdo y actualización de la antigua teofanía.
Se ha pensado en una fiesta de la alianza y en la fiesta de los tabernáculos,
en la que debía leerse la Torá (Dt 31, l0s). Además el d. empieza con la
fórmula «Yo soy Yahveh... » que pertenecía al formulario sacerdotal
(Zimmerli) y era usada para dar auténtico valor divino al oráculo del
sacerdote. Era también la fórmula utilizada por la divinidad al manifestarse a
uno de sus creyentes (Tutmosis tv) en una teofonía. Con una fórmula
semejante, en el ritual egipcio, el faraón se presentaba como hijo de Re o de
Osiris, frente a los funcionarios y a los súbditos, y el sacerdote se presentaba
como Horus.

No es éste el único contacto con el Egipto de mediados del segundo milenio


a.C. En este país había también listas de faltas que no se han de cometer; a
este respecto hemos de mencionar las protestas de inocencia del Libro de los
muertos (cf. igualmente la Tabla de Abydos). Estos textos forman la base de
listas más tardías y más completas (Edfú, Dendera, Papiro Jumilhac). Estas
listas tienen sus equivalentes en las interrogaciones en serie que hacía el
exorcista babilonio. En ellas se mezclan las evocaciones mitológicas con los
tabús relativos a los alimentos, la defensa de ciertos intereses temporales con
supremas prescripciones morales (robo, homicidio, injusticia). Las listas
egipcias ofrecen el interés de estar redactadas con miras a la entrada en el
palacio Piankki, en la necrópolis o en el lugar sagrado de Osiris, rey de los
muertos. Se comprende muy bien que Moisés redactara una lista semejante
para la entrada en el santuario, lista que habrían conservado sus
descendientes levitas. Pero hay aquí dos modificaciones importantes que
manifiestan la autonomía de la religión de Moisés. En los testimonios del
mundo que rodea a Palestina se trata exclusivamente de las exigencias
morales de un Dios que habla a la conciencia. En los textos del Antiguo
Testamento se trata de imperativos que el Dios de los padres impone a un
pueblo vivo, en la misma forma en que él habló a los patriarcas; y esos
imperativos constituyen la base de la -a alianza, que el Dios de Abraham
establece con el pueblo de Israel.

Sobre el carácter obligatorio del d., cf. Antiguo Testamento (como historia de
salvación), -> ética bíblica, -->ley, -> ley y evangelio, --> historia de la
salvación, -> teología moral, -> Nuevo Testamento.

Henri Cazelles

DECISIÓN
I. Planteamiento de la cuestión

La libertad, como acción propia en virtud de la apertura del espíritu a lo


absoluto e incondicionado, aparece esencialmente como exención de
determinación extraña (violencia o fuerza) y, en este sentido, como
indiferencia respecto de posibilidades abiertas, como liberum arbitrium o
facultad de elección. No siempre es menester que se den posibilidades de
elección con igual valor; precisamente en la más importante posibilidad de
elección que tiene la -> libertad finita, en la que escoge entre el bien y el mal,
se ordena una elección determinada y se prohíbe otra, que, aunque posible,
significa una desviación y merma de la libertad.

Pero toda elección implica (según la medida de su importancia) la


imposibilidad de un total esclarecimiento racional de las razones a favor y en
contra de los términos entre los cuales se ha de elegir (lo que vale también
para la elección, pues a la luz de la reflexión finita el bien no sólo aparece
como bueno y el mal presenta aspectos positivos). Y esto, a la postre, porque
el examen racional no es sólo condición independiente y precedente del acto
de elección (o de uno que a su vez le precede), sino también factor
integrante, y este mismo acto de elección (no sólo su objeto) debe ser querido
(por más que tal elección no sea consciente, por estar previamente esbozada
por la convención, la costumbre, etc.). Esa «elección fundamental» puede ser
consciente en la propia claridad del espíritu, pero no puede de nuevo
objetivarse en forma refleja (intentarlo llevaría a un proceso in infinitum). La
elección, por tanto, no es un acto irracional, sino que supera o funda la propia
reflexión racional.

En este sentido toda elección reviste el carácter de d. Esta esencia suya se


hace especialmente visible donde aparece que es imposible dejar de recurrir a
una elección (p. ej., por la experiencia misma de que no es posible
esclarecerla), aunque sólo sea al acto electivo de abstenerse de elegir. Y
donde más visible se hace es cuando dicha elección ineludible tiene un plazo
limitado de d. «La d., si bien su realización presupone la libertad, está bajo el
signo de la necesidad» (H. Lübbe).

II. Historia del problema

Frente a la «actitud de espectador» de la teoría griega (que, sin embargo,


hemos de ver junto con la tragedia y la religiosidad mistérica, como respuesta
a la ley del cosmos, prepotente y universal, el pensamiento judío y cristiano
introdujo, por experiencia religiosa, el concepto de decisión en la historia
espiritual de occidente. Aquí se ve fundamentalmente al hombre como el ser
en trance de decidirse. Cf. p. ej.: «Mira que hoy he puesto ante tus ojos la
vida y la muerte, el bien, y el mal... Lo que mando es que ames al Señor Dios
tuyo» (Dt 30, 15ss). «Si hoy oyereis su voz, no endurezcáis vuestros
corazones... mientras aquél hoy perdura...» (Heb 3, 7-15).

La necesidad temporal de la d. brota del irrevocable llamamiento de la gracia


de Dios, que cabe desatender, y define, en sentido general, la vida humana
absolutamente, en cuanto está limitada por la muerte. Esto no significa,
empero, que la vida pueda tomarse como mero tiempo de ensayo y prueba
con respecto a algo completamente distinto de ella (p. ej., como «papel» en el
«teatro del mundo»); ella misma se hace más bien, en la d., lo definitivo y
eterno del hombre. La salvación y la perdición no son cosas externas a él, sino
que están determinadas en la manera más íntima por lo que él es o se ha
hecho en la d. (-> historia e historicidad).

Esta experiencia se prosigue sobre todo en la corriente del pensamiento


agustiniano y franciscano y en la teología de la reforma protestante, hasta
que, en el siglo xix, halla (junto a Newman y más tarde Blondel) su más eficaz
predicador en Sören Kierkegaard. A partir de éste determina la filosofía
existencial.

III. Forma

Aquí se sitúa la d. en el centro de la persona, el cual acuña también el


conocimiento, sin que con ello haya de afirmarse ya un «decisionismo»
irracionalista, pues, la relación ontológica del acto fundamental de la libertad
finita consigo mismo, debe distinguirse de la reflexión secundaria en el mundo
de las categorías. (A la inversa, la elevación de esta reflexión a una adecuada
fundamentación científica de la d. crea el hecho de la «ideología».) Con todo
la d. requiere también reflexión (pues el hombre articula necesariamente su
relación transcendental consigo mismo en el mundo, en las categorías, en la
reflexión, y sólo así la realiza verdaderamente); si bien esa reflexión no
suprime el carácter decisorio de la d. Esta reflexión se dirige en efecto no sólo
a las normas generales (principios), en las que trata de subsumir el presente
caso a decidir (prudencia), sino que, en una «lógica del conocimiento
existencial» (K. Rahner), debe posibilitar un «discernimiento de los espíritus»
(Ignacio de Loyola), que, por encima de las normas de validez general (lo que
no quiere decir contra ellas: -> ética de situación), hace perceptible el
llamamiento de la «hora» en cuanto este «ahora». Pero precisamente ese
conocimiento, aun con toda su certeza, no da una seguridad disponible, sino
que más bien es ya un elemento de la ineludible d. misma.

Y, sobre todo, esta reflexión no da seguridad sobre el «espíritu» de la d.


misma, sobre los motivos que en último término la determinan. Lo cual se
debe a la naturaleza primigenia de la libertad y a la codeterminación de la d.
individual por las d. del ambiente; éste hace sentir más su efecto en la
situación de pecado original del hombre concreto, que se halla en un contexto
de perdición (no suprimido simplemente por la redención). Y no puede decirse
absolutamente hasta qué punto el hombre acepta de modo pasivo ese
contexto como ineludible ingrediente de su d., o lo afirma (ratifica) también
por su parte (-->concupiscencia).

Así la relación entre reflexión y resolución, aseveración y acción remite a la


relación de las d. particulares con aquella d. fundamental (option
fondamentale) que, tomada en el centro de la persona, opera la
determinación esencial de la misma. De dicha d. fundamental proceden las d.
particulares, pero de manera que ella sólo se forma y realiza en éstas y las d.
particulares pueden designarse como «ejercicio» introductorio para la d.
fundamental. Esta constitución «no terminada» del ser que deviene
temporalmente permite que las anteriores d. queden «situadas» y
«superadas», presenten un carácter relativo, e incluso sean despreciadas y
rechazadas. Con todo la libertad está orientada hacia una d. incondicional y
absoluta. Pero esta d. fundamental no flota en una especie de éter atemporal
sobre las d. particulares, como tampoco puede identificarse inequívocamente
con una de ellas (p. ej., con alguna de las tomadas hasta ahora o con la
definitivamente última). Sin embargo, hay situaciones eminentes,
fundamentales para la d.; y, en este sentido, la última situación irrevocable
del hombre tiene una importancia singular.

Así la esencia de la d. aparece con fuerza insuperable en la muerte (que no


debe necesariamente coincidir con el «exitus» médico, sino que, como «última
palabra» del hombre sobre sí mismo en el plano antropológico, puede haber
sido pronunciada mucho antes). En unidad indisociable la muerte es, a par,
acción y pasión, evasión e imperativo de renuncia; como toda d., procede de
la vida vivida y lleva su cuño y, sin embargo, sólo ella da a ésta (por el sí o la
revocación) su faz definitiva. Pero a este respecto hemos de notar que ese
entrelazamiento no puede esclarecerse explícita y adecuadamente ni para el
moribundo ni para los demás, pues ni el manto de las sombras ni la claridad
del propio conocimiento interno permiten ninguna división definitiva. Así, aquí
se ve con la máxima claridad la tentación de la situación de d. en general:
desesperación, fuga (que puede muy bien consistir en la distancia creada por
la «teoría»), obstinación, perdición propia; y se ve igualmente la respuesta
exigida: resolución, entrega, abandono de sí y esperanza en brazos del Dios
de la vida, que garantiza la totalidad definitiva (la --> salvación).

Si la muerte es así el lugar más visible de la d., lo es también y precisamente


para el acto central y fundamental del hombre, para el -> acto religioso; y,
así, lo dicho describe también, sin necesidad de una transposición, el acto de
fe, cuya tensión insuperable entre el rationabile obsequium y el sacrificium
intellectus, así como la tensión entre ambas cosas como «acción» del hombre
y de la gracia que la llama y sostiene, se estudia en el analysis fidei.

Jörg Splett

DEÍSMO
El d. es un esquema teórico deficiente sobre la relación entre Dios y el mundo.
El d. reduce a un primer impulso la unión por la que Dios fundamenta la
existencia del mundo. Según la clásica comparación del relojero (que se halla
en Nicolás de Oresmes, + 1382), Dios dio cuerda al principio, una vez por
todas, al reloj del mundo, de suerte que anda sin necesidad del influjo de
Dios, creador y conservador, fuente del obrar de las criaturas. Con ello se
quita la base a una acción de Dios, libre y graciosa, sobre la historia (por la
revelación de su palabra, demostrable por los milagros, etc.). Esta concepción
deísta de Dios responde a una evolución espiritual que es fundamental para la
conciencia moderna. Las ciencias han explicado naturalmente muchos
fenómenos que se habían atribuido a una intervención maravillosa de Dios,
Dios no tiene por qué servir ya de tapagujeros (como sirve aún, p. ej., en
Newton, para las desviaciones de las órbitas de los planetas), dondequiera
falla todavía la explicación causal. Aquí radica la justificación de la respuest a
deísta. Ésta, sin embargo, se queda a mitad de camino. La representación de
una periférica causa primera del mundo había quedado ya propiamente
anticuada con la sustitución de la imagen cósmica de Ptolomeo por la de
Copérnico; sin embargo, esta crítica de la imagen del mundo todavía está
ensombrecida hasta hoy por equívocos y no se ha realizado en medida
suficiente para la conciencia general (cf. J.A.T. ROBINSON, Sinceros para con
Dios, Ba 1967). Kant criticó, reduciéndolo a la nada, el esquema teórico
deísta, meramente horizontal (Crítica de la razón pura, B 480ss = antinomia
4; -> absoluto). Sin embargo, esta crítica no afecta a la concepción de la
metafísica clásica, según la cual la acción «vertical», creadora y conservadora,
de la causa primera no sólo se necesita en el nacimiento inicial de una serie
de causas, sino también en la subsistencia permanente de cada uno de sus
miembros, que en sí son contingentes (-> necesidad).

La transcendencia de este Dios no significa que él se halle en un lugar fuera


del mundo. Más bien, Dios, en su superioridad ontológica sobre el mundo, es
a la vez inmanente a todo lo que él ha causado. Dios no es un poder que esté
en el trasfondo, sino el fundamento más íntimo, como abismo misterioso (->
misterio). Esta concepción toma en serio la «diferencia ontológica»
(Heidegger), que el deísmo pasa por alto, o, bajo otra perspectiva, la analogia
entis entre el ser incondicionado y los entes condicionados y sus modos de
obrar. En el fondo, el d. queda filosóficamente superado por la índole del -->
conocimiento realmente metafísico (p. ej., de lo contingente como tal), que,
con evidente fuerza ascensional, lleva a un orden esencialmente otro
(«superior» o «más profundo»), a Dios como autor absoluto, a la vez
transcendente e inmanente, del mundo. Pero el d. queda refutado de la
manera más eficaz por el Dios de Israel y el Dios de Jesucristo, que, por sus
hechos salvíficos, nacidos de su gracia y libertad, hace sentir y testificar su
inmanencia y trascendencia en el mundo y su historia (historia de la ->
salvación).

Walter Kern

DEMONIOS
I. Problemática hermenéutica

Teniendo en cuenta la manera como los - ángeles y los d. aparecen en el


Antiguo y en el Nuevo Testamento (-- angelología, diablo), así como el
indiscutible uso en el AT y el NT de concepciones que se dan también fuera de
la revelación, las cuales en la sagrada Escritura pertenecen a la forma y no al
contenido de la afirmación (p. ej., el ámbito sublunar de los d. [Ef 2, 2;
6,12]); y teniendo en cuenta finalmente que en la Biblia se atribuyen a los d,
ciertos fe nómenos sumamente naturales (p. ej., determinadas
enfermedades); hemos de mostrarnos muy reservados frente al método
tradicional, que, sin distinguir debidamente entre forma literaria y contenido
en los diversos textos, situaba en igual plano los datos dispersos de la
Escritura e intentaba armonizarlos y sistematizarlos. De hecho en tal
procedimiento no se toma en consideración lo inseguro del límite entre
contenido y modo de afirmación en la sagrada Escritura. Y en cuanto a la
doctrina de la Iglesia acerca de los d., hemos de advertir que el m concilio de
Letrán (Dz 428; cf. Dz 237, 427) lo que hace es aplicar una doctrina general a
los ángeles y d., presuponiendo su existencia. El propósito del Lateranense lv
es reafirmar con todo vigor que, fuera del único Dios, absolutamente todo
ostenta un carácter radicalmente creado y que no hay ningún principio malo
desde su origen, sino que solamente existe un mal finito que se produjo por
decisión de la ->libertad creada. Y a este respecto el concilio presupone
también que, antes de la decisión libre del individuo y del hombre en general,
existía ya en el mundo la dimensión del mal y de lo contrario a Dios ( -
>pecado original). Pero hemos de decir, sin duda, que estas definiciones
incluyen la existencia de seres personales distintos del hombre; cosa que
acreditan también el magisterio ordinario y la tradición (cf. Dz 2318). Esto
supuesto, con ayuda de los principios generales de la revelación cristiana, se
pueden enunciar otras verdades sobre tales seres. Pero siempre hay que
mantenerse cerca del punto de partida, limitándose a expresar en forma más
explícita lo que ya está contenido en la Biblia.

Aquí hay que tener siempre en cuenta: a) que en último término se trata
precisamente de desenmascarar el brillo aparentemente fascinador del mal
(cf. Jn 12, 31). A pesar de los visos de desmitización, esa apariencia repercute
todavía en el romanticismo alemán, posteriormente en M. Scheler y en una
vulgar y poco ilustrada piedad cristiana, que convierte el mal personal de tipo
demoníaco en un poder contrario a Dios, del mismo rango que él y con
facultad de entrar en lucha o en diálogo con él (lo cual sólo compete a la
criatura buena e investida de. la gracia).

b) Que el punto teológico de partida de la doctrina de los demonios prohíbe


describir la esencia y la operación de estos poderes demoníacos. En efecto, su
auténtica esencia y acción se hallan allí donde la realidad que podemos
experimentar dentro del mundo muestra una profundidad y un poder (aunque
creados) que el hombre no puede dominar; ahora bien, no es posible ni licito
delimitar dónde termina lo mundano y comienza lo diabólico. Pero si se pone
en duda la substancialidad y la personalidad de estos poderes, ya no se puede
decir seriamente que «del mundo, como creación buena de Dios, se alza una
resistencia no fundada en lo mundano contra la acción divina, una resistencia
que no es explicable antropológica o sociológicamente», y no puede decirse
porque falta todo portador de esa oposición (GLoEGE: RGG3 n, 3). Cabe
perfectamente pensar que tales poderes personales no son espíritus (a
manera de duendes) que se encuentran « en» el mundo, sino que son
precisamente los (regionales) «poderes y fuerzas» del mundo y de su historia
bajo la modalidad del no a Dios, de la tentación del hombre y de la inversión
del mundo.

II. La Escritura

1. Antiguo Testamento

La primitiva experiencia humana del mal se sedimentó dentro del antiguo


oriente en una demonología compleja, bajo cuya influencia está también el AT
en sus inicios. Éste, sin embargo, no conoce una denominación bajo la cual
queden compendiados tales seres. Cuanto más se une la fe en el dominio
universal de Yahveh con la doctrina de la creación, tanto más quedan
identificados los demás dioses con los d. y su culto es calificado de idolatría
(Dt 18, 9-13). Existen «espíritus malos» que son enviados por Dios (Is 34,
14) y otros como el d. del desierto « Azazel», al cual es enviado el macho
cabrío de expiación en el día de la reconciliación (Lev 16, 10). Papel especial
tienen los conjuros a los espíritus de los muertos (1 Sam 28, 13); también
ellos causan impurezas, lo mismo que el hecho de tocar cadáveres; por esto
tales conjuros se prohíben en Dt y Lev (Lev 19, 31; 20, 6.27; Dt 18, 11). Más
tarde los Setenta llevaron a cabo consecuentemente en su terminología la
identificación entre d. y dioses paganos. Hablan del Saci.óvLov (adjetivo
substantivado) e introducen así la concepción del S«tl,wv griego (ser con
poder divino, las más de las veces de carácter maligno, al que se hacen
conjuros mágicos); y también usan el término g«-rat« (vana). Con el influjo
creciente de la demonología persa (?) en tiempo del exilio (Tob: «Asmodeo»),
en el judaísmo tardío los d. aparecen subordinados a Satán como ángeles
caídos (Jub 10,8.11); de la «caída» de los d. se habla en distintas imágenes
míticas (p. ej., lucha entre las estrellas, cf. Is 14, 12). En el bando opuesto
luchan, capitaneados por Miguel, los &yyeaoL, los poderes que median entre
Dios y el hombre (Dan 10, 13).

2. Nuevo Testamento

Esta concepción de los d. continúa en el NT; aquí los d. aparecen ante todo
como causas de -> enfermedad y de ->posesión diabólica (Mt 17, 15.18). La
enfermedad (a veces física: Me 9, 14-29; pero mayormente psíquica: Mc 9,
20ss) es un signo del estado desgraciado del mundo. Sin embargo, las faltas
morales o la perdición eterna no son atribuidos a los d., y no toda clase de
enfermedad se atribuye a ellos. Eso supuesto, en los d. y en su superación
por jesús lo que se hace visible -pero esto en forma sumamente plástica- es la
perdición o salvación de la concreta existencia humana. Estamos lejos de todo
espiritualismo: la curación real del hombre es "I,elov, signo del comienzo del
reino de Dios. Puesto que este reino está ligado de manera definitiva a jesús,
los d. sometidos a Satán (Mc 3, 20ss par) luchan contra aquél. El poder del
diablo y de los espíritus a él sometidos, poder que en el NT se muestra ante
todo en el fenómeno de la posesión diabólica, ha quedado roto ya ahora,
puesto que con la presencia y la acción de Jesús ha empezado ya el reino de
Dios. La comunidad recoge con jesús la fe en los d. propia del judaísmo
apocalíptico. Jesús posee el nveü~toc espíritu «puro» y lucha contra los d.,
contra los espíritus «impuros». La afirmación de jesús de que él puede
expulsar demonios, y puede hacerlo por la virtud del nveú~ta espíritu
«santo», es uno de los importantes puntos de apoyo cristológicos antes del
suceso pascual y constituye una decisiva condición previa para el título de
«Hijo de Dios». El hecho de que en el NT los d. aparezcan primariamente
como una dimensión antropológica y sólo accesoriamente como una
dimensión cósmica, hace comprensible el intento de interpretar los d. como la
esfera de lo que no debería existir en el hombre, lo cual no se identifica con él
mismo. La lucha de Jesús contra los d. es continuada por sus discípulos (Mt 7,
22; Mc 9, 38s; Mc 6, 7.13 par; Lc 10, 17-20;Mc 16, 17) y por las
comunidades (Act 8, 7; 19, 11-17). Pero la disputa de la Iglesia primitiva en
torno a la creencia en el poder de los d. implicaba también la negación de
toda --> magia y -> superstición (Act 13, 8ss; 19, 18s), así como de la
adivinación (Act 16, 16), entre otras cosas. El conocimiento de los espíritus
que conducen al error y al engaño (1 Cor 12, lss) sólo es posible en virtud del
nveG~ta santo (1 Cor 12, 10). La Iglesia primitiva esperaba que, junto con la
venida del Kyrios glorificado, se había de producir también la derrota
definitiva de Satán y de sus d. (Ap 20, ls; 7-10).

III. Visión sistemática

a) Puesto que estos seres espirituales y personales, varios en número y


distintos del hombre, son criaturas, en primer lugar hemos de decir sobre
ellos lo mismo que acerca de la esencia natural de los ángeles.

b) En armonía con la doctrina de fe acerca de su existencia, hemos de


sostener con igual firmeza la pluralidad de tales poderes no humanos. La
división antagónica del mal en el mundo, incluso dentro de sí mismo (a pesar
de Mt 12, 26), puede valorarse como un indicio experimental de esto.

c) Los d., en su esencia personal (puramente espiritual, es decir, no sometida


a las condiciones del espacio y del tiempo terrestres), deben ser concebidos
de tal manera que tengan una relación esencial (natural, y por ello personal)
con el mundo, con la naturaleza, y así con la historia de -> salvación y de
perdición (cf. Mt 4, lss; 2 Cor 12, 7; Lc 22, 31; 1 Tes 3, 5; Jn 8, 44; 1 Pe 5, 8;
Sant 4, 7; Ef 6, 11.16; Dz 428, 793, 806, 894, 907, 909; --> posesión
diabólica); relación que ellos realizan natural y personalmente en virtud de
una inalienable ordenación esencial, pero a la vez con una oposición culpable.

d) Podemos aceptar, con la opinión común en la actualidad (y contra Hugo de


San Víctor, Pedro Lombardo, Alejandro de Hales y Buenaventura), que los d.
estaban objetivamente ordenados a la perfección sobrenatural, lo mismo que
los ángeles buenos, pero se opusieron a su destinación (cf. también Dz 1001,
1003s).
e) Del principio general antes citado se deduce que los d. se cerraron libre,
culpable y definitivamente a una perfección que habían de recibir de Dios (cf.
Jn 8, 4; Jds 6; 2 Pe 2, 4; 1 Jn 3, 8; Mt 25, 41; Ap 20, 9; Dz 211, 237, 427ss).
Esta decisión, de acuerdo con lo dicho en c) y d) debe tener una relación con
la finalidad sobrenatural del mundo en Cristo. La victoria de Cristo sobre el
pecado en general equivale, por tanto, a la destrucción del poder de los d. (Lc
10, 18; Mt 12, 28; cf. también Dz 1261, 1933).

Adolf Darlap

DEPORTE
1. Su naturaleza

D. es aquella forma de ejercicio corporal que se caracteriza sobre todo por la


aspiración a conseguir una actividad lograda y a compararla con la de otros.
Esto se hace individualmente o en equipo, ateniéndose a normas y valores
previamente acordados. Generalmente son organizaciones las que fomentan
el ejercicio de los diversos deportes. El d. puede ser cultivado como simple
juego o como campeonato. Un fuerte interés pedagógico por el d. se da en
distintos sectores (educadores, escuela, asociaciones, Estado). El d. debe
colaborar a la educación total, ante todo al desarrollo del carácter, pero
también debe ayudar en algunos problemas particulares: en la educación para
una sana relación con el cuerpo, en el encauzamiento de tendencias
impulsivas, en el fomento del sentido comunitario. La idea olímpica añade el
ideal de la buena inteligencia entre los pueblos. En la idea olímpica también
está resaltado el ideal común a todo deporte, el del amor a la acción por sí
misma. Esa idea contiene el principio del logro, fundamental para el d., que P.
de Coubertin formuló con las palabras: «citius-altius-f ortius». Junto con el
principio del logro, quizá sea la estructura agonal - el compeonato - el
principal factor propulsor del d. Además, el d. tiene un fundamento vital en los
estratos profundos del hombre, que, en último término no podemos esclarecer
completamente. Él participa en el «fenómeno congénito» del -> juego y de la
fiesta. No se identifica con dicho fenómeno, pero las fuerzas de éste actúan
también en él. Así, momentos esenciales de la fiesta, como la representación,
superación y entrega de sí mismo, pueden hallarse también en el d. La
«esencia» del deporte es difícil de determinar en cuanto a su contenido.
Quizás no se puede realizar una separación estricta entre «finalidad» y
«sentido», quizá el sentido del d. está en su función: en su función de abrir la
esfera vital y vivencial; en la de desarrollar la personalidad; en la de ofrecer la
posibilidad de una vivencia de sí mismo; en la de intensificar la vida. Un
fundamento decisivo para la existencia, la popularidad y la valoración positiva
del d. es su entrelazamiento con la cultura industrial. El d. proporciona una
vivencia, en gran parte perdida, del cuerpo y del movimiento, y es así una
puerta de escape para las energías irracionales. Si, por su contenido, a
primera vista parece ser una reacción contra la cultura industrial, sin embargo
su estructura formal (p. ej., el principio del logro o de la producción) también
puede interpretarse como expresión de esta cultura. El d. hace igualmente
una aportación a la integración de la sociedad, tiene una «función
democrática». Y, cultivado racionalmente, es muy útil para los actuales
problemas sanitarios (enfermedades de la civilización). Finalmente, desde la
perspectiva del «tiempo libre» de la sociedad, es de esperar que siga
aumentando la importancia del d. Así éste aparece estrechamente entrelazado
con las estructuras de la vida moderna y como creado para las dificultades
actuales; apenas hubo otra situación histórica en que el d. tuviera tanta
importancia. El desarrollo del d. va hoy en tres direcciones. Primero aparece
progresivamente un profesionalismo de pequeños grupos de deportistas. En
segundo lugar se puede observar una fuerte tendencia al d. privado. Así, p.
ej., pocos son los que hoy día piensan todavía en cultivar la natación o el
esquí en el marco de un equipo. La tercera tendencia podría caracterizarse
como «oferta de d.» . Uniones deportivas y representantes de la comunidad
ofrecen una variada gama de posibilidades deportivas y sin una meta a
conseguir forzosamente, posibilidades que el ciudadano puede aprovechar sin
ligarse a una institución («segundo camino»). En conjunto, prescindiendo de
las derivaciones extremas del d. hacia la marca y el espectáculo, el desarrollo
del deporte (en Europa) debe enjuiciarse positivamente.

2. Ética deportiva

En el d. viven distintos valores, normas e ideales. Característicos de la postura


deportiva son la limpieza, la camaradería, el espíritu de equipo, el valor, el
«goce de la vida», el «saber ganar y perder» y todas las propiedades de la
voluntad. La ética deportiva tiene en el imperativo formal, tanto deportivo
como moral, del citius-altius-fortius una fuerza propulsora hacia la superación,
y en la idea de amateur halla una protección contra la falsificación por
motivaciones ajenas al d. La apropiación de estos ideales es distinta en cada
individuo; cabe adoptarlos según una ordenación jerárquica o en forma de
mera yuxtaposición. La postura deportiva es un aspecto parcial del mundo
ético; sólo abarca ciertos valores, y los abarca únicamente en cuanto se
refieren a la situación deportiva. Hay, sin embargo, en el d. una auténtica
ética natural. Y reviste especial importancia el hecho de que aquí se trata de
una ética donde tienen «derecho patrio» la vitalidad y la dimensión social de
orden práctico. Hay que aludir también a la trasposición de lo deportivo a
otros ámbitos de la vida (p. ej., a la virtud del «juego limpio», históricamente
nueva y central en la ética del d. ).

Aludiremos brevemente a problemas marginales de la ética del d. El problema


del «doping» (droga) no debe exagerarse, por el hecho de que afecta a un
círculo muy pequeño de deportistas eminentes. Su condenación ha sido
pronunciada eficazmente por la misma ética deportiva. Más importante es la
problemática del boxeo. Según el estado actual de la investigación médica (F.
Pampus y W. Grote; K. Sellier y F. Unterharnscheidt) el boxeo ya no se puede
defender; los juicios se han hecho apodícticos: cada golpe seco en la cabeza -
sobre todo si se repiten con frecuencia - es perjudicial, aunque no se pierda la
conciencia. No se trata sólo de los casos mortales, sino del daño específico
causado al cerebro. Aquí no hay ninguna distinción esencial entre deportista
amateur y profesional. Desde la restauración de los juegos olímpicos (1896)
se da el problema del amateur. Aquí hay que distinguir entre el amateur
profesional y el aparente; el primero cultiva el deporte para ganar dinero, el
segundo toma dinero para posibilitar el deporte. A este respecto, el poco
realista parágrafo relativo al amateur obliga a la mentira, y a la conducta
fingida. Deberá solicitarse una modíficación sensata a los comités deportivos.
La fundación «Deutsche Sporthilfe» (= Ayuda alemana al deporte) muestra el
aspecto que en el futuro podría ofrecer el apoyo práctico a los deportistas de
primera fila. También se discute acerca de los auténticos profesionales.
Mientras que no se encuentra nada a objetar contra otras profesiones que se
salen de lo cotidiano, como los actores y los artistas, los cuales están muy
bien pagados, en el d. muchos se aferran a un ideal de amateur ajeno a la
realidad. Frente a esa opinión hemos de decir: ganarse la vida a base de las
facultades deportivas es un fundamento legítimo para cultivar^
profesionalmente el d. Indudablemente en el profesional que tiene éxito hay
algunos riesgos. Sin embargo, en el culto a las figuras cumbres y en otros
fenómenos de masas, en la mala relación entre remuneración y prestación, la
causa está seguramente en el conjunto de la situación social.

3. Juicio moral

El juicio de la teología moral sobre el d. no podrá consistir solamente en


prevenir frente a los peligros o en interpretar el d. de una manera meramente
instrumental (útil para la salud, la educación...). Tampoco una reflexión sobre
la corporalidad aporta muchos pensamientos específicamente deportivos.
Hemos de limitarnos a decir de manera muy general: cuanto hace el hombre,
lo realiza a base de toda su constitución y repercute de nuevo en el todo del
hombre. El ocuparse del cuerpo no es una tarea «accesoria» o «mezquina».
Los deportistas conseguirán más fácilmente permanecer conscientes de que el
hombre existe en el mundo de la corporalidad; correrán menos el peligro de
distanciarse de su cuerpo en cuanto tal. Es cometido de la teología moral
mostrar y reconocer los contenidos naturales que dan sentido al d. Pero la
teología moral debe también descubrir la limitación de estos valores y, cuando
sea necesario, transmitir impulsos procedentes de la antropología cristiana.

Walter Kuchler

DERECHO
I. Conceptos jurídicos en teología

Nuestra teología se expresa en gran medida con términos que están tomados
del lenguaje jurídico, incluso al hablar de Dios mismo, pero especialmente al
referirse a sus obras y a las relaciones que median entre él y sus criaturas
dotadas de razón. Dios viene presentado como dueño de su creación («Tuyo
es el cielo y tuya es la tierra» Sal 88, 12); a él y a su Hijo hecho hombre se le
atribuye la realeza con todos los correspondientes derechos de soberano (Enc.
Quas primas: «triplex potestas», Dz 3677). Dios pacta repetidas veces una ->
alianza con los hombres; al hecho de pactar tal alianza se da el nombre de
testamento. --> justicia y --> justificación son conceptos centrales de la
teología: justicia de Dios, que es justo y justifica, o sea, hace justo al
pecador; justicia del que es justificado por Dios y por tanto es justo. Por el --
> pecado incurre el hombre en culpa o deuda con Dios, deuda que se debe
pagar, aunque Dios puede otorgar condonación de la deuda; cooperando con
la gracia se granjea el hombre --> méritos cerca de Dios, aunque también
puede perder estos méritos. La tradición teológica distingue incluso dos clases
de título jurídico: de condigno y de congruo, dando este segundo casi la
sensación de tener lugar aquí «punto por punto» un intercambio de
prestaciones, algo así como una transacción entre Dios y la criatura, sujeta a
la justicia conmutativa (¡equivalencia!). La doctrina de la -> satisfacción
vicaria hace que la redención aparezca como un hecho que transcurre en el
campo jurídico, más concretamente en el ámbito del derecho penal. Antes del
concilio Vaticano II la Iglesia se entendía a sí misma en forma marcadamente
jurídica; no sólo en los escritos canónicos y dogmáticos se trataba de la
Iglesia más como complejo jurídico (societas perfecta) que como misterio; su
proclamación doctrinal aparecía también como una emanación de su potestad
jurídica (iurisdictio), con la consecuencia de que la obligatoriedad y el
contenido doctrinal se enjuiciaban conforme a las reglas de la interpretación
de las leyes. Dos de sus sacramentos se confiaban a la ciencia jurídica para
ser tratados con los medios de conocimiento de ésta: el sacramento de la
penitencia, como procedimiento jurisdiccional; el --> matrimonio, como
contrato concluido entre dos partes dotadas de capacidad de contratar. Algo
parecido puede decirse del estado religioso, en el que los votos religiosos
aparecen como una transacción jurídica: el candidato que pronuncia -> votos
y la orden que los recibe intercambian prestación y contraprestación; el
candidato entrega a la orden el bien económico de su capacidad de trabajo, a
cambio de lo cual la orden le garantiza la subsistencia durante toda su vida.
Podrían multiplicarse los ejemplos. Ante este estado de cosas llama la
atención el que los teólogos muestren tan poco interés por ocuparse en
cuestiones jurídicas y por cambiar ideas con juristas, cuya ayuda les sería, sin
embargo, provechosa para formular con más rigor y esclarecer los conceptos
jurídicos por ellos utilizados y en particular el concepto mismo de d., que se
extiende a todo este campo de nociones. En otro tiempo los moralistas, en
particular los de la baja -> escolástica española, escribieron extensos tratados
sobre cuestiones jurídicas, especialmente acerca de la vida económica,
mostrándose excelentes conocedores no sólo de la economía de su tiempo,
sino también de la ciencia jurídica del mismo, aunque lo que ofrecían era en
realidad, más que teología, doctrina del -> derecho natural. Hoy día hemos de
gozarnos por el hecho de que la teología moral atienda, en cambio, cada vez
más a los problemas de auténtica ética teológica. Pero también en relación
con el d. se plantean genuinos problemas teológicos.

II. Problemas teológicos

En primer lugar debería imponerse al teólogo la cuestión de si existe alguna


conexión entre los conceptos teológicos centrales de justicia y justificación y
lo que normalmente suele entenderse por justicia. Para la teología protestante
esto parece ser, o bien cosa obvia, o bien un imperativo incondicional. Así ella
se pregunta cómo puede haber d. en las relaciones de los hombres entre sí; él
no se funda en las relaciones del hombre con Dios. Si por d. se entiende
inconfundiblemente un concepto ético (y, en cuanto tal, importante para la
salvación), entonces el d. ante Dios debe efectivamente ser la pauta del d.
entre los hombres; pero ¿en qué sentido? Las tentativas de algunos teólogos
protestantes de motivar bíblicamente, y en forma cristológica y trinitaria, el d.
entendido en este sentido elevado, a fin de evitar motivaciones basadas en el
d. natural, merecen ciertamente nuestra atención; pero sin duda serían
entendidas erróneamente si se pretendiera referirlas a todo el campo de lo
que puede o debe ser regulado jurídicamente. Además hay que preguntarse si
estas tentativas no van contra otra tendencia de la teología evangélica,
tendencia muy justificada si se entiende bien, hacia una clara y neta
«mundanidad» de lo mundano, y así corren el peligro de atribuir un carácter
«sagrado» a lo mundano.
De relaciones de índole jurídica entre Dios y sus criaturas, supuesto que sean
siquiera concebibles, sólo se puede hablar en sentido analógico, dado que
todos nuestros conceptos sólo se pueden transferir a Dios analógicamente.
Solamente podemos formular enunciados positivos después de formarnos una
idea clara de lo que entendemos exactamente por «derecho». Aquí no
podemos partir de un concepto teológico, sino que debemos asegurarnos de lo
que se entiende por d. en el lenguaje corriente y de lo que entienden con ese
término los profesionales competentes, es decir, los juristas.

III. Personalidad y condición social

El modo de hablar, incluso de la literatura científica, permite descubrir dos


concepciones diferentes. La primera vincula el d. inmediatamente y sin más a
la personalidad del hombre; todo lo que compete al hombre en virtud de su
dignidad de -> persona, dicha concepción lo llama «derecho». Hablando de
Dios, se le reconoce como su d. todo lo que le compete en virtud de su
divinidad, como la soberanía (supremum dominium) sobre su creación, etc.

La otra concepción enlaza directamente con la condición social del hombre y,


por tanto, mediatamente también con su personalidad, ya que ésta -bien
entendidaviene constituida por su individualidad y su carácter social. Esta
segunda concepción tiene la ventaja de disponer de un criterio de división, el
cual permite trazar límites claros entre el sector del d. y toda la esfera de la --
-+moralidad, y así señalar su peculiaridad y delimitarlo conceptualmente con
claridad. La primera concepción, por carecer de tal criterio de división, deja
que el concepto de d. venga a convertirse en algo sumamente indeterminado
e indefinido. Al hombre, en cuanto persona, le competen y convienen muchas
cosas que en modo alguno incluimos en la esfera del derecho: la estima de sí,
que se debe a sí mismo, no es una deuda jurídica, la exigencia de gratitud no
es una exigencia jurídica, etc.

Habrá que convenir en que sólo relaciones interpersonales son de naturaleza


jurídica; entre persona y cosa no son posibles relaciones jurídicas; también el
-> derecho de propiedad, designado con frecuencia como relación jurídica
entre el propietario y su propiedad, es en realidad algo muy distinto, a saber,
una relación entre el propietario y todos los demás, es decir, su facultad
jurídica de excluir a los demás de actuar sobre la cosa; el dominio de la cosa
está fundado en un plano anterior al d. (metafísicamente). Pero no todas las
relaciones interpersonales son de índole jurídica, sino únicamente aquellas
que tienen la doble función de proteger al hombre, por una parte, en tanto
que ser individual, en su consistencia propia y en su diferenciación de todos
los demás, y, por otra, de vincularlo a la -> comunidad y de encuadrarlo en
ella, en cuanto él es - no menos esencialmente- un ente social. Así, el d. es el
orden estructural de todo complejo social; orden jurídico y orden social son
dos denominaciones de una misma cosa.

IV. Teólogos y juristas

El d. subsiste únicamente entre socios en el d. o miembros de la sociedad


jurídica; en virtud de su condición social todos los hombres son socios en el d.
El Dios uno y santo no tiene «socio» en el d., por lo cual no se halla en el d.,
sino por encima de todo d. Sólo si Dios, con infinita condescendencia, entra en
una especie de sociedad con sus criaturas racionales o eleva a éstas a formar
sociedad con él, se puede hablar en sentido análogo de relaciones jurídicas
entre Dios y los hombres. Crear los medios conceptuales de conocimiento, así
como los medios lingüísticos de expresión, con vistas a profundizar la
inteligencia de esta sociedad, sería un quehacer de interés común para
teólogos y juristas. Esta colaboración presupondría, desde luego, que unos y
otros significaran lo mismo al hablar de d. y que ambas partes estuvieran
interesadas, siquiera fuera bajo diferente aspecto, en lo que entienden
concordemente por derecho.

Por lo que hace al primer punto, existe una cierta conformidad con relación a
la extensión del concepto, por cuanto en todo caso existe un amplio sector
que unos y otros designan como d.; en cambio, tocante al contenido del
concepto, hay profunda divergencia incluso entre los juristas mismos. Una
parte de los juristas está de acuerdo con los teólogos en que en definitiva el d.
tiene fundamentos éticos, por lo cual le compete dignidad ética; por
consiguiente, existe un ancho campo para el intercambio de ideas con estos
juristas. Otros juristas (hoy seguramente la mayoría) ven en el d. y en el
orden jurídico sólo una técnica, por así decirlo, que en cuanto tal se ha de
calificar de puramente instrumental. Según los primeros, el derecho -pensado
hasta el fin - recibe su vigencia de la santa voluntad de Dios; según los
segundos, la vigencia es el elemento constitutivo del d.; lo que importa es
única y exclusivamente que esté en vigor, es decir, que esté garantizado por
medidas de organización de una comunidad, y que en caso de necesidad se
pueda incluso imponer contra los recalcitrantes. Además, algunos de estos
juristas hacen - en rigor, inconsecuentemente - que el reconocimiento de una
norma como « derecho» dependa de la circunstancia de que ella haya sido
dictada por una comunidad pública (Estado) en un procedimiento formalizado.

La concepción ética y la no ética o instrumental («tecnológica») del d. pueden


significar y significarán por lo regular un contraste ideológico, aunque esto no
es absolutamente necesario, ya que el contraste puede ser de índole
meramente terminológica (definitoria). De todos modos, precisamente en este
caso existe el peligro de que la terminología y las definiciones sugieran
determinadas representaciones tocante a la cosa misma. El móvil ético del
concepto precientífico no se puede eliminar con la definición; y si se intenta
esto, se hace virulento y se introduce sutilmente en el subconsciente, donde
debe ser reprimido con violencia, es decir, negándolo. La tajante separación
conceptual entre d. y ley moral puede - en el sentido de un inmoralismo
absoluto (nihilismo ético)- desligar el d. de toda vinculación moral, y no cabe
duda de que éste así es entendido y tratado por muchos; sin embargo, no
pocos juristas destacados que profesan la «pura doctrina jurídica» de Kelsen,
sostienen con no menos decisión que el derecho presupone normas morales,
que el orden jurídico debiera atenerse a normas morales, que a todas las
reglas jurídicas formuladas precede la justicia material, por lo cual la
aplicación e interpretación de las reglas jurídicas no debe ser un servicio
fanático a la letra, sino que, más bien, dentro del marco trazado por la norma
«jurídica» no ética e instrumental, hay que buscar la solución (éticamente)
justa. Pero ellos no siempre logran mantenerse fieles a lo que han fijado en
forma definitoria, aunque a sus ojos la terminología consecuente de la teoría
de Kelsen es lo que constituye su ventaja decisiva.
Para ser sinceros, debemos, sin embargo, reconocer que también nosotros
tenemos que luchar con la terminología y que por consiguiente no siempre
somos consecuentes en nuestro modo de hablar; en ocasiones también a
nosotros nos sucede que normas que carecen de fundamento último en la
voluntad de Dios o que incluso están en contradicción con ella, las designamos
como «d. vigente»; más aún: a veces nos mostramos propensos a hacer
concesiones a la «fuerza normativa de lo fáctico», concesiones que, yendo
más allá de la inconsecuencia terminológica, son difícilmente conciliables con
nuestra convicción fundamental. En cambio, no significa más que una
diferencia terminológica el que ciertos juristas rechacen postulados de justicia
social que nosotros propugnamos invocando un d. anterior al positivo, porque
según ellos sólo merece el nombre de «derecho» una norma aquilatada
conforme a la técnica jurídica y como tal administrable y justiciable; el que de
esta manera nos fuercen a precisar con toda reflexión nuestras ideas y
nuestros deseos y a formularlos con limpidez, es cosa molesta, pero
saludable.

Prescindiendo de lo que las diferentes corrientes jurídicas entienden


conceptualmente por d., todas ellas están interesadas en la cuestión de la
relación entre el d. y la ley moral; sus preguntas ciertamente difieren en parte
de las nuestras; pero en la extensión material de los conceptos coincidimos en
gran parte; sólo hay una diferencia notable en cuanto que nosotros
denegamos la honrosa designación de «derecho» a las normas no enraizadas
en la ley moral o contrarias a ésta, así como a los sectores regulados por
ellas; con esto queremos expresar que tales normas no obligan en conciencia.

V. Derecho normativo, objetivo, subjetivo

Hasta aquí hemos entendido el d. constantemente como norma y el orden


jurídico como sistema de normas. Ni podía ser de otra manera. Ahora bien, el
d. es en primer lugar patrón de medida (ius normativum); y sólo en segundo
lugar designamos también como d. lo medido con ese patrón, a saber: lo que
está en conformidad con éste - una estructura, un estado de cosas, un
comportamiento humano, o lo que se puede exigir a tenor del d. normativa
(ius obiectivum) -; y lo que compete a los socios en el d., o sea, a los
miembros de la comunidad (que como tal siempre está de algún modo
organizada jurídicamente), así como a ésta con relación a sus miembros (ius
subiectivum o también ius potestativum).

Para quien estime que el d. se funda inmediatamente en el carácter social del


hombre (cf. antes iii), es obvia la primacía del d. normativo como pauta del d.
objetivo y subjetivo; para él podrán resumirse todos los preceptos jurídicos en
el imperativo «ordo socialis servandus est»: no precisamente el orden
existente en cada caso, ni tampoco el d. formulado positivamente en
constituciones y leyes, sino el orden social que es debido por razón de la
justicia y al que por tanto se debe aspirar constantemente, pero que nunca
será perfecto y acabado definitivamente.

Quien deduzca el d. inmediatamente de la personalidad, proclamará el «suum


cuique» como supremo imperativo jurídico. A ambos amenaza el peligro de
exclusivismo: al primero el peligro de acentuar demasiado la sociedad en
detrimento de la consistencia propia del individuo; al segundo, el peligro de
considerar la naturaleza social del hombre como un mero matiz accesorio y no
como un constitutivo esencial de su personalidad, y el de desfigurar en formas
individualista los -> derechos del hombre basados en la dignidad humana,
como ha sucedido hasta época muy reciente; más aún: el d. puede parecerle
incluso hostil a la sociedad, como algo que separa en lugar de unir. En este
caso hay que recurrir al --> amor como a un correctivo del d.; lo que ha
separado el d. debe volver a soldarlo el amor, lo que ha congelado el d. debe
volver a fundirlo el amor. A ambos extremismos sale al paso el principio de ->
solidaridad.

Otra grave tergiversación consiste en ver en el d. un «mínimum» de


imperativos éticos. Según esa concepción, el d. sería un sector del orden total
de la moralidad, pero como tal sector constituiría la medida única y plena de
lo moral. Y desde ahí se explicaría el que el lenguaje de la sagrada Escritura y
de la teología pueda emplear los términos «justo» y «hacer justicia» como
sinónimos de santo, perfecto, agradable a Dios.

VI. Filosofía del derecho

La filosofía del d. trata de explicar el d. por sus últimas razones. Nosotros lo


fundamentamos ontológicamente (-> Derecho natural II), es decir, deducimos
los contenidos jurídicos del orden del ser (no, como se nos atribuye
falsamente, de los datos fácticos contingentes). Estamos de acuerdo con el
axioma de los adversarios, el deber sólo puede deducirse de lo que tiene que
ser. También nosotros derivamos los imperativos jurídicos, como todo «deber
ser» sin excepción, del principio supremo que preside cuanto debe ser: tiene
que cumplirse la santa voluntad de Dios. Ahora bien, esta santa voluntad de
Dios no se funda en otro principio vinculante superior a él, ni tampoco en un
arbitrario acto divino, sino en la santidad substancial de Dios; como quiera
que, por lo demás, se haya de enjuiciar la relación entre ente y bien, entre ser
y valor, en Dios esos aspectos son una misma cosa.

Oswald v. Nell-Breuning

DERECHO CANÓNICO
A) Naturaleza del derecho canónico.

B) Historia del derecho canónico.

A) NATURALEZA DEL DERECHO CANÓNICO

I. Concepto y división

1. Concepto

El derecho de la Iglesia católica o d.c. es la totalidad de las normas


establecidas por Dios y la Iglesia que regulan la constitución y vida de la
misma Iglesia de jesucristo reunida bajo el papa como su cabeza visible. El
derecho establecido por el Estado en asuntos eclesiásticos es llamado derecho
civil eclesiástico y, por tanto, es propiamente derecho civil; no, eclesiástico. El
derecho creado por acuerdos entre la Iglesia y el Estado, señaladamente los
concordatos, es derecho eclesiástico y civil.

2. División

Por su origen, el d.c, se divide en divino y humano. El derecho divino se divide


a su vez en derecho positivo divino, establecido en la revelación sobrenatural,
y derecho natural, fundado en la creación. El derecho humano (puramente
eclesiástico) puede ser derecho legal o consuetudinario.

El derecho divino es inmutable, respecto de lo cual hay que atender a lo


siguiente: para que una determinada institución pueda ser calificada como de
derecho divino, no es menester se halle contenida como tal explícita y
formalmente en la Sagrada Escritura. Basta que el magisterio de la Iglesia la
haya designado como perteneciente al fondo invariable de la Iglesia y tenga
un apoyo, de la naturaleza que sea, en la Sagrada Escritura. No pueden
establecerse bajo este aspecto para las instituciones jurídicas exigencias
mayores que para las proposiciones doctrinales. Hay que tener además en
cuenta la ley de la evolución, congénita con la Iglesia. Lo mismo que en la
vida orgánica, en la vida de la Iglesia, partiendo de ciertos gérmenes y bajo la
dirección del Espíritu Santo, se desarrollan oficios e instituciones que, en su
forma plenamente madura, difieren notablemente de la forma originaria.
Como instrumento de Dios, la Iglesia toma esencialmente parte en la creación
de estas instituciones. Respecto de aquellas formas que la Iglesia considera
como su núcleo esencial, el proceso es irreversible.

El derecho puramente eclesiástico es mutable. El derecho humano tiene


siempre una relación - a menudo doble relación- con el derecho divino, en
cuanto la autoridad legisladora está legitimada por el derecho divino y en
cuanto el derecho formalmente eclesiástico en gran parte codifica el derecho
divino.

II. Fundamentación

La justificación de la existencia del derecho en la Iglesia está fundada en la


peculiaridad de la obra salvadora de Dios. El autor de la revelación es el Dios-
hombre jesucristo. La redención se cumple por hechos históricos. Historicidad
es inseparable de comunidad, y la comunidad implica necesariamente el
derecho. La obra salvadora de Dios y los medios propios para la realización de
la salvación contienen presupuestos y bases de orden jurídico.

1. Predicación

La revelación es la acción salvífica de Dios por jesucristo. La respuesta a la


revelación y a la oferta de salvación que va aneja a ella es la fe, que también
implica esencialmente la obediencia (Rom 1,5). En cuanto el contenido de la
revelación es inteligible, él constituye una doctrina que Dios hace obligatoria
para todos los hombres. La doctrina de Jesucristo debe mantenerse sin
falsificaciones y observarse en conciencia (Mt 28, 20; Jn 17, 6-8). Pero el
mensaje cristiano no anuncia o predica sólo las palabras de Jesús, sino
también su vida, sus hechos y su pasión. La redención no es concebible sin los
hechos históricos fundamentales de la muerte, sepultura y resurrección de
Jesús. La fe que salva abarca estos hechos (Rom 10, 9). En pro de la
efectividad de la resurrección de Jesús, Pablo alega una prueba testifical (1
Cor 15, 5-8). Estos hechos históricos son un elemento esencial del evangelio;
abandonarlos equivaldría a aniquilar el cristianismo (1Cor 15, 2). A1 querer
Dios fundar la salvación de los hombres en la historia única e irreversible de
Jesucristo, estableció implícitamente la obligación de predicar hechos
históricos. Los hechos son normativos para el contenido y el texto de la
predicación. La vinculación de la predicación a hechos históricos concretos y el
deber de transmitir intacto el contenido tradicional de la predicación son de
naturaleza jurídica.

El carácter jurídico de la predicación eclesiástica radica también en que ésta


se hace en nombre y por mandato de Cristo. Para poder predicar la
resurrección de Jesús no basta haber sido testigo ocular o auricular de sus
apariciones. Es menester además tener mandato del Señor resucitado y haber
recibido el Espíritu Santo (Act 10, 42; 1, 8). Un factor carismático interno, el
don del Espíritu Santo, y un factor jurídico externo, la misión con los poderes
que ella confiere, deben coincidir para poder ser testigo de Cristo (J.R.
GEISELMANN, Die Tradition: Fragen der Theologie heute, Einsiedeln - Zürich -
Küln 1957, p. 85 ).

2. Profesión de fe

La predicación de la salvación dada al hombre en Cristo debe apoyarse, con el


contenido y la forma, sobre el mensaje de los testigos de lo acontecido,
concretamente sobre el mensaje de los apóstoles. Las comunidades
perseveran «en la doctrina de los apóstoles» (Act 2, 42). La predicación
misional emplea para anunciar los hechos decisivos de la salvación conceptos
y proposiciones formulados con toda precisión (Act 4, 10; 8, 12; 9, 20). Pablo
está de acuerdo con la predicación de la Iglesia universal no sólo en el fondo,
sino también en el texto y las fórmulas (1 Cor 15, 11.14). Así la predicación
exige necesariamente el credo.

Tampoco la acción sacramental de la Iglesia puede prescindir de la palabra,


que opera e interpreta, y de la formulación precisa de la fe. En el bautismo se
cumple la entrega a Jesucristo. El sentido del hecho bautismal hace
indispensable la confesión de fe en Jesucristo y la confirmación de la
aceptación por parte de éste. El neófito debe confesar que jesús es el Señor
(Rom 10, 9; Ef 4, 5), y el ministro bautiza en el nombre del Señor Jesús (Act
8, 15; 19, 5; 1 Cor 1, 13). Y con ello se crean las necesarias fórmulas de
profesión de fe y de administración del bautismo. Lo mismo hay que decir de
las fórmulas relativas a la profesión de la fe trinitaria (TERT. Spect. 4; Const.
Ap. 7, 41) y de las fórmulas bautismales (Mt 28, 19; Did. 7,1,3; JUST., Apol.
1,61,3; TERT., Prax. 26; Const. Ap. 7,43 ). La liturgia de la comunidad
cristiana también es siempre -como la liturgia judía- recuerdo y loa de los
grandes hechos de Dios en la historia. El carácter histórico, único y fijo de
estas pruebas de la dirección y fidelidad de Dios exige una formulación
constante. De ahí que la fórmula de fe tenga desde el principio su puesto en la
liturgia de la comunidad cristiana (1 Cor 12, 3; cf. 2 Cor 1, 20), y lo tenga
tanto en la liturgia (1 Cor 16, 22 ), como en la predicación (Tit 1, 9; 1 Tes 4,
14ss; 1 Cor 15, lss; Heb 1, lss; 1 Jn 1, lss; Act 1, 4ss; 2 Clem 1, 1); esa
fórmula es su norma fundamental. El ordenando emite una profesión de fe (1
Tim 6, 12) y está obligado a ella (2 Tim 2, 2). Por tanto, desde el principio
hubo en la Iglesia primitiva una --> tradición dogmática. Las formulaciones de
la fe, acuñadas por los apóstoles o por sus discípulos y sucesores, tienen
carácter autoritativo y constituyen leyes doctrinales. Los cristianos, que viven
conforme a esas leyes, están ligados a ellas.

3. La tradición

La más antigua cristiandad se siente escogida y salvada por la acción histórica


y única de Dios en Jesucristo. Forma parte de la razón de su existencia
mantener la fe y confesión de este acontecimiento, atestiguarlo y transmitirlo.
Pablo exhorta a los corintios a guardar las tradiciones que él les transmitiera.
Si Dios se dirige a la humanidad de manera obligatoria, ella tiene el deber de
aceptar la verdad que se le ofrece, de atestiguarla y transmitirla intacta. Cada
generación debe transmitir a la siguiente lo que ha recibido de la anterior (1
Cor 11, 23; 15, 3; 2 Tim 2, 2). Los testigos de lo acontecido en Cristo, al
transmitir sus experiencias y su fe, fundan tradición. La vinculación a lo
tradicional y la obligación de transmitirlo fielmente revisten en la comunidad
cristiana un carácter jurídico. En cuanto los receptores están obligados a
transmitir lo que recibieron, se hallan sometidos a un vínculo jurídico.

El principio de tradición se enlaza con el principio jerárquico sobre la


constitución de la Iglesia que se da en la idea de sucesión. El estar en la serie
tradicional garantiza la rectitud del contenido transmitido, la sana doctrina (2
Tim 1, 13s). La transmisión de la verdad requiere autoridad en los
transmisores. Su autoridad se funda en que ellos están en una serie de
transmisión donde el que entrega está más próximo al origen que quien recibe
(J.R. GEISELMANN, Sagrada Escritura y tradición, Herder, Barcelona 1968, p.
47). La necesidad de estar en la serie de testigos o predicadores es de
naturaleza jurídica. De donde se sigue que los métodos de la tradición activa y
los criterios de la tradición objetiva ostentan un sello jurídico.

4. El dogma

Aquel a quien se le ha confiado la revelación divina o la tradición doctrinal de


la Iglesia (1 Tim 6, 20), tiene que conservarla. La vigilancia sobre el depósito
de la fe recibida se manifiesta en la proposición y decisión de la doctrina.

A la revelación de una verdad por Dios y la fundación de una institución como


la Iglesia va aneja virtualmente y según la intención divina la proposición
oficial, auténtica y obligatoria de la verdad por la misma Iglesia. Ella tiene la
función o misión de verter la fe en conceptos claros, en tanto ésta puede
formularse en proposiciones verdaderas, y ha de obligar a sus miembros a
aceptar esas proposiciones. Y tiene a par el derecho y el deber de dar
interpretaciones obligatorias de la fe oficialmente propuesta, de comprobar las
desviaciones de la misma y de decidir obligatoria y definitivamente las
controversias. Tanto la proposición autoritativa de las verdades de fe como la
decisión autoritativa de las cuestiones doctrinales, tienen valor normativo y
revisten naturaleza jurídica.
La más importante manifestación del magisterio eclesiástico es la definición
infalible como proposición expresa e invariable derivarse de ahí nuevas
normas, particularde una verdad revelada. E1 dogma es la ver- mente el
precepto de la celebración digna. dad revelada vertida en forma de una ley
Pablo ve claramente que de la naturaleza de de fe. A la obligación en virtud de
la reve- la conmemoración de la muerte del Señor lación divina se añade la
que viene de la ley eclesiástica.

5. El culto

Jesús encargó a los apóstoles la administración del bautismo, la celebración


de la eucaristía y el perdón de los pecados (sacramento de la penitencia), y
les dio poderes para ello. Sólo los encargados y autorizados pueden ejecutar
válida y lícitamente esos actos de culto. En la ejecución del mandato y en el
ejercicio del poder están ligados a la voluntad de Cristo; sólo pueden y deben
obrar de la manera que el Señor dispusiera. Si ordenadamente obedecen al
mandato de Jesús, Dios obra infaliblemente con ellos y por ellos. La
comunicación de la gracia está ligada a un orden fijo de derecho divino.

La vinculación resulta particularmente clara en la celebración de la eucaristía.


En la última cena mandó Jesús a los apóstoles seguir celebrándola en el
futuro, después de su muerte y de su vuelta al Padre, y celebrarla de la
misma manera que él lo había hecho (Lc 22, 19; 1 Cor 11, 24s). Jesús ordena
la celebración y la forma en que ha de hacerse. Sólo si los discípulos hacen lo
que Jesús hizo, se anuncia la memoria de Jesús o del sacrificio de su muerte,
es decir, se representa la muerte de Jesús en su virtud salvadora. Las
comunidades cristianas se sienten ligadas al mandato de celebrar la cena del
Señor y de celebrarla en la forma y manera establecida por él. Sólo cuando la
eucaristía es celebrada por los miembros de la Iglesia que tienen poder para
ello y con los elementos y palabras que el Señor empleara, se satisface al
mandato fundacional de Jesús y se garantiza el contenido pleno del rito. Ahora
bien, dondequiera la realidad y validez de un acto cultual se liga a facultades
comunicadas y a la observancia de determinadas normas, entra en juego el
derecho.

La vinculación al mandato fundacional de Jesús y a la forma de la última cena


por él celebrada son elementos de orden jurídico. A medida que la Iglesia se
iba percatando de la significación del mandato de Jesús y del sentido de la
celebración eucarística, debían se siguen consecuencias necesarias respecto
de la conducta de la comunidad y de los individuos. La cena cristiana del
Señor está en la más estrecha relación con la última cena de Jesús. La
comunidad, al comer de «este pan» y beber el cáliz, «anuncia la muerte del
Señor» (1 Cor 11, 26), celebra la memoria de la muerte de Jesús. La cena del
Señor confiere a par la comunión real con Cristo glorificado. «El cáliz de
bendición que bendecimos ¿no es la comunión de la sangre de Cristo? El pan
que rompemos ¿no es la comunión del cuerpo de Cristo?» (1 Cor 10, 16). De
la verdad de que, en la celebración de la cena del Señor y señaladamente en
el acto de comer el pan y beber el vino, la comunidad se une con el Señor
vivo, se deriva la exigencia de la dignidad de los participantes. El que toma
indignamente parte en el banquete sagrado, «se hace reo del cuerpo y de la
sangre del Señor» (1 Cor 11, 27), pues no distingue de la comida ordinaria el
cuerpo del Señor. De esta raíz, de la exigencia de dignidad en los
participantes, ha deducido a su vez la Iglesia los elementos particulares de las
disposiciones exigidas, y las ha hecho obligatorias.

Lo mismo que en la celebración eucarística, cabe también evidenciar en los


restantes sacramentos su relación institucional con el derecho. El sacramento
del bautismo concede, por la infusión exterior del agua y la invocación del
nombre de Jesús, la admisión en la comunidad de los que pertenecen a Cristo
(Mt 28, 19; 1 Cor 12, 13; Ef 5, 26; Tit 3, 5). Ese acto como tal es
indispensable para alcanzar la salvación eterna por la incorporación a Cristo.
Sin la iniciación cristiana que se da en el bautismo no es posible la recepción
de los otros sacramentos; el bautismo es su presupuesto, requerido por
derecho divino. Para el logro del efecto del bautismo es indispensable la
aplicación de los dos elementos del acto bautismal: la infusión del agua y la
pronunciación de las palabras que la interpretan. Su fijación y enlace son
piezas de un orden de derecho divino.

En el sacramento del orden, el don de la gracia se comunica por el acto


jurídico extremo de la imposición de manos (1 Tim 4,14; 2 Tim 1, 6). El poder
recibido distingue al clérigo del laicado, confiere el oficio o por lo menos
dispone para la colación del mismo, y es consiguientemente fundamental para
la estructura constitucional y jurídica de la Iglesia (cf. también --> jerarquía, -
-> clero, --> órdenes sagradas).

6. Oficios eclesiásticos

Pertenece a la esencia del cristianismo el que lo divino aparezca y, a par, se


oculte en forma humana. En Cristo entró Dios real y efectivamente en la
historia, pero velado bajo la figura de Jesús de Nazaret, que de niño fue
reclinado en un pesebre (Lc 2, 12.16), pasó por hijo de José (Lc 3, 23) y
siendo ya hombre murió colgado de una cruz (Mc 15, 24s. 37). Esta propiedad
de que se unan lo humano y lo divino, de que lo humano sirva a lo divino y, a
par, lo oculte, es característica de toda la obra salvífica de Dios, y marca
también la constitución y actividad de la Iglesia. La Iglesia es órgano e
instrumento del reino de Dios, es de origen divino, lleva en sí tesoros divinos,
está animada y sostenida por fuerzas divinas; pero es también una asociación
de hombres y está sometida a las condiciones históricas y sociológicas de tal
asociación. A estas condiciones pertenecen la autoridad y el orden. La
peculiaridad de la autoridad y del orden en la Iglesia consiste principalmente
en que ellos han sido fijados, en sus rasgos fundamentales, por el fundador de
la Iglesia misma. Jesús transmitió a los apóstoles la misión que el Padre le
confiara (Mc 3, 13-19). Los discípulos predican en su nombre y por su
mandato (Lc 10, 16). Por haber sido enviados por Jesús, pueden llevar un
mensaje que pide aceptación y tomar decisiones obligatorias.

Jesús transmitió, en cierto aspecto, a los apóstoles su poder recibido del Padre
(Jn 13, 20; 20, 21). Esta transmisión se realizó cuando Jesús los llamó y envió
(Mc 3, 14 par; Mt 28, 19; Act 9, 27; Gál 1, 15s). El mandato dado por un acto
histórico es de naturaleza formal y, por ende, jurídica; un hecho formal del
pasado funda la posición de los apóstoles y la convierte en posición de
derecho.

Jesús instituyó en la Iglesia un poder de atar y desatar (Mt 18, 18). Con ello
concedió a su Iglesia la potestad de obligar y de eximir de la obligación, es
decir, en primer término, potestad de dictar y abolir leyes. El ejercicio del
poder de atar y desatar está seguro de la confirmación divina.

A Jesús se remontan los dos elementos esenciales de la constitución de la ->


Iglesia: el primado y el episcopado. De la manera de su institución o
transmisión hay que deducir su carácter. Particularmente claro es el modo
formalmente jurídico como Cristo confiere su plenitud de poderes a Pedro, con
su posición singular. El mandato pastoral anunciado (Mt 16, 18s) se da al
primero de los apóstoles ante testigos y se reitera por tres veces (Jn 21, 15-
18). La misión externa efectuada por Jesús comunica la legitimación. La
posesión del poder se apoya en un acto formal de transmisión. El empleo de
una fórmula jurídica proclama que se trata de la colación de un oficio. Oficio
es un complejo permanente de derechos y deberes, que se transmiten a uno
por la autoridad competente y dan a los actos del sujeto obligatoriedad
objetiva; es una institución esencial y propia del derecho.

Así pues, desde los orígenes, hay en la Iglesia oficios o ministerios


eclesiásticos. Los apóstoles se sienten en posesión de potestades y deberes.
Predican la palabra de Dios y exigen obediencia a ella (Gál 4, 14; 1 Tes 2, 13;
2 Cor 5, 20). Celebran el culto, el bautismo (Act 2, 41; 1 Cor 1, 14), la cena
(Act 20, 7-11), la imposición de manos (Act 6, 6; 8, 15-17; 1 Tim 4, 14; 5,
22; 2 Tim 1, 6), fundan y rigen las Iglesias (Act 8, 14s; 15, 2; Rom 15, 15; 1
Cor 11, 34; 2 Cor 10, 13-16; 13, 10; 2 Tes 3, 4), imponen disciplina y juzgan
en la Iglesia (1 Cor 5, 3-5; 1 Tim 1, 20). Por razón de su misión, los apóstoles
tienen derecho a la obediencia de la comunidad (Rom 15, 18; 1 Cor 14, 37; 2
Cor 10, 18; 13, 13).

Con la muerte de los apóstoles no desaparecieron los oficios eclesiásticos. Los


apóstoles transmitieron a la Iglesia sus poderes ordinarios de predicar la
palabra de Dios, de administrar los sacramentos y de gobernar, y los
transmitieron a hombres escogidos como representantes y sucesores suyos (1
Tim 4, 14; 2 Tim 1, 6). El encargado por los apóstoles era considerado como
instituido por el Espíritu Santo (Act 20, 28). Síguese que los apóstoles
obraban por mandato y con aprobación de Dios. Las disposiciones por ellos
tomadas para la transmisión de sus poderes transmisibles son de derecho
divino. «La línea expresada ya por 1 Clem 42, 1-4: DiosCristo-apóstoles-
obispos, no es consiguientemente una tergiversación jurídica, sino que en ella
se refleja la realidad del NT» (H. BACHT, LThK 12 [ 1957 ] 738 ). Con lo cual
se demuestra que la estructura jerárquica de la Iglesia es de derecho divino, o
que la Iglesia católica ha de tener una faz jurídica. Esto significa solamente
que la Iglesia, «en su forma externa, está ligada a una revelación histórica, en
principio concluida, y que los rasgos esenciales de esa forma externa, tal
como la marca el derecho divino de la Iglesia, no pueden cambiarse» (H.
BARION, RGG 1113 [ 1959 ] 1505 ). Dado que el derecho divino, como
elemento que es de la revelación, participa en la evolución del dogma, no se
excluyen el crecimiento y el progreso en el conocimiento de los elementos de
derecho divino en la constitución de la Iglesia y, consiguientemente, en la
estructura de su ordenación fundamental.

III. Peculiaridad y función


El d.c. es derecho en sentido análogo, o sea, coincide con el derecho civil y a
la vez difiere de él. Por razón de su naturaleza, sentido y finalidad coincide
con él; pero el d.c. difiere del civil en que aquél es la ordenación de una
sociedad sobrenatural fundada por Dios.

1. Peculiaridad

El d.c. es un derecho espiritual. Sus disposiciones fundamentales proceden de


Cristo mismo. Los legisladores eclesiásticos están legitimados, inmediata o
mediatamente, por la revelación. Los objetos sometidos a norma jurídica
están en relación más o menos próxima con la vida de gracia del cuerpo
místico de Cristo.

a) Importancia como medio salvífico. El d.c. busca realizar, por la armonía de


los intereses del individuo y de la comunidad, la paz y la justicia, la seguridad
y la libertad en la Iglesia. Al garantizar el orden, quiere ayudar por su parte a
la Iglesia y hacer de ésta un instrumento eficaz de la misteriosa acción de
Dios en ella, y de ese modo se propone llevar al individuo a su fin eterno.
Puesto que el d.c. no es separable de la Iglesia y la constitución jerárquica de
ésta es necesaria para la salvación eterna, él tiene importancia para la
mediación de la gracia. Y esto vale, aunque en diverso grado y modo, tanto
con relación al derecho divino como con relación al humano. Queda, sin
embargo, intacto el hecho de que el logro de la salvación eterna es siempre
don gratuito del Dios misericordioso, aun cuando para ello sea inexcusable la
observancia de la ley.

b) Fuero interno y externo. Una propiedad característica de considerable


alcance, peculiar del d.c., es la distinción entre fuero interno y externo (f
orum externum et internum). Como toda ordenación jurídica el d.c. parte
también de lo externo; pero no se para en lo externo, sino que aspira a
despertar la comprensión interna y a lograr la libre adhesión. Normalmente
deben coincidir lo externo y lo interno; pero lo decisivo es, en primer término,
lo interno. De ahí que, en caso de conflicto, prevalece regularmente la
voluntad interna sobre la voluntad declarada. Un ejemplo de ello es la
declaración de consentimiento en el matrimonio (cc. 1081 § 1, 1086). Sin
embargo, en principio, la voluntad interna sólo tiene importancia para el orden
jurídico cuando su existencia puede demostrarse de algún modo. Esto se
aplica, p. ej., a los poenitentiae signa en la cuestión de la concesión de
sepultura eclesiástica (c. 1240§ 1) y a la conversión requerida para la
absolución de la excomunión (c. 2242 § 3 ). Los actos de gracia en el fuero
interno pueden mitigar en cada caso concreto la necesaria generalidad de la
ley y tener en cuenta las personas y las circunstancias particulares. En el
fuero sacramental interno, en el sacramento de la penitencia, el derecho de la
Iglesia penetra en profundidades que le están cerradas al derecho civil.

c) Aequitas canonica. La equidad canónica consiste en una superior justicia


que, por consideración al bien espiritual de la generalidad o de un individuo,
mitiga (generalmente) en determinados casos el rigor del derecho o (raras
veces) lo intensifica. La sumisión del derecho a la idea de equidad busca
imponer, por encima de la letra de la ley, los valores morales y realizar así en
la vida jurídica el ideal de la justicia. El d.c. distingue entre aequitas scripta y
non scripta, según que una ley remita formalmente a un procedimiento que
atiende al principio de la equidad, o que la consideración de la equidad sólo
sea posible en virtud de los principios generales del derecho. La equidad da
derecho y obliga a que se tengan en cuenta las circunstancias de lugar,
tiempo y personas. Es un principio dinámico del derecho eclesiástico.

d) Atención al derecho particular. El CIC es, en principio, favorable al derecho


particular, o sea, al derecho establecido para determinados lugares o
personas. Las diferencias jurídicas particulares tienen su justificación en tanto
estén fundadas en una adaptación necesaria y lícita a circunstancias y
situaciones especiales. También en su ordenación jurídica puede y debe la
Iglesia expresar su universalidad católica. Sin embargo, no debe pasarse por
alto que los países y continentes y, por ende, las diócesis de la Iglesia se
aproximan cada vez más, y que aumentan los contactos entre católicos de
distintas lenguas y nacionalidades. Por esta razón, los órganos legislativos
eclesiásticos deben revisar una y otra vez la justificación de aquellas
particularidades jurídicas que constituyen mitigaciones de las normas del
derecho común. Los fieles se escandalizan fácilmente por las divergencias de
la legislación eclesiástica con relación a países muy cercanos entre sí, cuando
no se les puede hacer ver claramente que la diferencia está justificada, o
impuesta, por la diversidad de las circunstancias o por la fuerza de la situación
política.

e) Continuidad. El d.c. es la ordenación de una comunidad espiritual que tiene


una historia casi bimilenaria. Su fin permanece siempre el mismo, los medios
pueden variar, aunque sólo dentro de límites relativamente restringidos, pues
los medios esenciales de salvación han sido instituidos junto con la Iglesia. De
este presupuesto resulta, aun para el derecho puramente eclesiástico, una
fuerte continuidad. Para educar a los miembros de la Iglesia en el respeto a la
ley y de cara a la seguridad jurídica es igualmente indispensable cierta
constancia del ordenamiento jurídico. Cambios que se suceden rápidamente y
hasta se contradicen en una misma materia jurídica dentro de corto tiempo,
minan la confianza en el legislador y la obediencia de los sometidos al
derecho. Anticipaciones arbitrarias de una reordenación esperada y hasta
deseada sacuden la uniformidad de la jurisprudencia. Los órganos encargados
de la aplicación del derecho pierden fácilmente la visión de conjunto sobre el
estado de la legislación. La consecuencia son actos jurídicos defectuosos o
nulos. De ahí que los cambios jurídicos requieran gran circunspección y
profundos estudios históricos. La tendencia conservadora propia del d.c.,
como de todo derecho, no significa, sin embargo, cómodo apego a lo
tradicional y ceguera para las modificaciones necesarias, sino mantenimiento
de lo probado, repulsa de experimentos insuficientemente fundados,
búsqueda de normas permanentes, aspiración a la guarda de la continuidad y
creación de derecho con apoyo en sanas tradiciones.

2. Funciones

a) Función ordenadora. La acción del Espíritu Santo en la Iglesia no excluye la


necesidad del derecho para el mantenimiento del orden, sino que más bien la
funda. Los pastores puestos por el Espíritu Santo (Act 20, 28) están bajo la
dirección precisamente de ese Espíritu, cuando dan leyes y las aplican; efecto
que en algunos actos de la legislación doctrinal se levanta hasta la
preservación del error y el carisma de la infalibilidad. Dios mismo, como lo
demuestra la revelación, aprueba el esfuerzo humano por establecer un
ordenamiento jurídico. Con referencia al carisma de profecía, escribe Pablo
esta frase: «Dios no es Dios de desorden, sino de paz» (1 Cor 14, 33).

Además, las leyes de la Iglesia se aplican a creyentes que, por el bautismo y


la confirmación, se han hecho morada del Espíritu (Rom 8, 9). El Espíritu de
Dios que mora en ellos, les hace reconocer como camino del Pneuma lo que la
ley manda hacer u omitir, y los lleva a cumplir por convicción interna los
mandamientos del derecho. La observancia de las leyes es el fruto de la
redención y gracia del Espíritu Santo. Pero el Espíritu concede también el don
del recto uso de la libertad frente a la ley. La ley de la Iglesia no esclaviza,
sino que ayuda al creyente a desenvolver su ser de cristiano en la vida diaria.
Es una parte de aquel imperativo de realizar la salvación que, en el
cristianismo, está inseparablemente unido con el indicativo de la promesa
salvífica (Otto Kuss).

b) Función protectora. La función protectora es esencial al d.c. Pste debe, en


primer lugar, asegurar la pureza de la doctrina por la fidelidad a la tradición.
Expresión típica de esta función protectora es la obligación de la missio
canonica, requisito de toda enseñanza que se haga en nombre y por mandato
de la Iglesia. A la función de proteger la pureza de la doctrina se ordenan
también otras prescripciones de la legislación doctrinal, p. ej., las
disposiciones sobre la censura y la emisión de la profesión de fe. Los ministros
de la Iglesia, en su función docente, no deben exponer opiniones, sino
verdades dogmáticas.

La parte del CIC mejor elaborada y la más importante en la práctica de la cura


de almas es el derecho matrimonial. Sus intenciones básicas son garantizar la
santidad del matrimonio y proteger su indisolubilidad. El ideal es el
matrimonio unido por la fe y que acepta con gusto los hijos.

Al d.c. pertenece también un derecho penal bien organizado (-> penas


eclesiásticas, --> juicios eclesiásticos). La pena es expresión de una voluntad
de afirmarse a sí mismo y de una aspiración a la justicia. Una comunidad que
deja atacar impunemente sus propios bienes, da la impresión de desestimar a
éstos, invita a la violación de las leyes y pone en peligro su propia existencia.
En las penas de la Iglesia se ve claramente su fidelidad al legado de la
revelación y la seriedad de su misión en el mundo. Como la santidad de la
Iglesia es deber moral de sus miembros, a ella se ordena también el poder
penal de la Iglesia.

La justicia exige que el público infractor del derecho sea caracterizado como
tal y se cree para su acción una reparación en forma de limitación de sus
derechos. El que mancha el honor de la comunidad a que pertenece, merece
que esta comunidad se distancie de él. Como el obrar conforme a derecho
merece loa, así el infringirlo merece represión. Ante la multiplicidad de
posibles infracciones y las diferencias de responsabilidad, se requiere, para
realizar la justicia, un sistema penal graduado. Partiendo de la pena
tradicional de la excomunión, la Iglesia ha construido un sistema gradual de
penas. Pero la Iglesia no olvida un solo momento que las penas hallan su
límite en su misión y no pretende anticipar la sentencia escatológica de Dios.

IV. Fuerza obligatoria y límites


Fuerza obligatoria

El derecho humano establecido por los titulares de los oficios eclesiásticos de


derecho divino o por sus representantes exige legítimamente la obediencia
por dos razones. En primer lugar, su poder de mandar se deriva, inmediata o
mediatamente, de jesús mismo; ellos están, bajo cierto aspecto, en lugar de
Dios. En segundo término, el bien común de la Iglesia exige la ordenación
jurídica de su vida, aun en materias aparentemente secundarias. El derecho,
que está obligado a la justicia, impide el capricho y asegura así la necesaria
uniformidad en el trato dado a los hombres. Sobre la medida en que sea
necesaria dicha uniformidad caben distintas opiniones; pero no sobre el hecho
de que ésta en principio es imprescindible.

La ley puramente eclesiástica se contenta en general con exigir el mínimum a


los miembros de la Iglesia. Es desconocer el sentido y fin del derecho el
pensar que quien ha satisfecho a la ley, ha cumplido con ello «toda justicia».
Lo que Dios pide puede, en cada caso, ir más lejos que la ley de la Iglesia. La
ley determina lo que, en circunstancias normales, es indispensable para el
bien de la generalidad y la salvación del individuo; señala el límite ínfimo;
pero no puede, ni quiere, poner limitación alguna hacia arriba. Es obra de la
conciencia cristiana del individuo determinar lo que, más allá de los párrafos
del derecho, le pide Dios en cada momento.

No existe antítesis forzosa entre derecho y amor; antes bien, la ordenación


jurídica es expresión del amor maternal de la Iglesia. La mínima y
fundamental manifestación del amor debe consistir en crear orden y justicia,
seguridad y libertad. Y eso precisamente busca el derecho. Por tanto, como
regla general, el amor debe comenzar por cumplir la ley y dar a cada cual lo
suyo, antes de pensar en hacer algo más. Las tensiones entre la norma,
forzosamente general, y el caso particular son inevitables. Las asperezas que
de ahí resultan deben soportarse por razón del bien común o pueden
suprimirse (o por lo menos mitigarse) mediante dispensas y privilegios,
instituciones típicas de un pensamiento jurídico que se apoya en el principio
de la equidad. Por -> dispensa hay que entender la supresión de la fuerza
obligatoria de la ley en un caso concreto; y por privilegio se entiende el
establecimiento de un derecho de excepción, que se aparta del derecho
general, en interés del individuo. Ambos medios, sin embargo, deben
emplearse con circunspección y reserva, puesto que toda desviación de la
regla se presta a debilitar la fuerza y consistencia de la norma, no
objetivamente, pero sí a los ojos de los que están ligados por ella.

La ley eclesiástica no quita al miembro de la Iglesia la responsabilidad en su


obrar, sino que la provoca. Cierto que la ruta del obrar está de antemano
irrevocablemente trazada por el derecho divino, y aun en el orden del derecho
puramente eclesiástico la presunción está regularmente en favor del
seguimiento de la ley hasta en sus pormenores y según su texto literal; pero
el cristiano debe considerar siempre las circunstancias de su obrar, tener
presente el carácter de la ley como exigencia mínima y llenarse a sí mismo de
un espíritu que no mira la ley como un poder extraño, sino como expresión de
su propio querer; y él ha de enfocar su observancia menos como una
prestación que como un fruto del Espíritu. Para Pablo, la nueva creación en
Cristo (2 Cor 5, 17; cf. Ef 2, 10.15; 4, 24; Col 3, 10) es el «canon», la regla o
norma de la conducta del cristiano (Gál 6, 15s). La responsabilidad puede
exigir ir más allá de la ley y hacer más de lo que ella manda; pero puede
también permitir, sugerir y hasta exigir que se deje incumplida la ley. Como
motivos que dan lugar a pareja conducta de libertad ante la ley, se reconocen
el temor grave, la necesidad y el daño grave (c. 2205 § 2). A ellos hay que
añadir el hecho de que el fin de la ley exija lo contrario a ella (cf. c. 21). La
decisión contra la ley requiere gran discreción y alta seriedad moral. La -
>epiqueya es una virtud moral. Ella debe medir el peso de la razón que
excusa según sea la importancia de la ley, es decir, por lo que significa para la
comunidad y el individuo. Tampoco pueden dejarse de atender la propia
relación respecto de la ley y señaladamente el deber de evitar el escándalo. El
legislador niega fuerza excusante a los motivos susodichos, si la inobservancia
de la ley redundara en desprecio de la fe o de la autoridad eclesiástica o en
daño de las almas (c. 2205 § 3 ). El camino de la obediencia cristiana va por
entre los dos extremos del falso legalismo y del libertinaje.

El cristiano debe guardarse de un doble error: de pensar que pueda lograrse


la salvación eterna por el cumplimiento de la ley misma y de creer que su
observancia sea indiferente para lograrla.

2. Límites

El d.c. es indispensable para la realización de la salvación eterna. Es condición


necesaria para la comunicación de la salvación; pero no es él mismo, como
tal, el hecho y la realidad de la salvación; no es en sí mismo la justicia
salvífica. El d.c. está, más bien, íntima y esencialmente referido a un ámbito
que se halla más allá de los cánones; no tiene en sí mismo su sentido y
necesidad salvíficos, sino que los tiene en el ámbito trascendente de lo que es
superior a los cánones (G. Sóhngen).

Dentro del marco de la vida de la Iglesia, el d.c. tiene ciertamente, por su


extensión, una función universal, en cuanto no puede, en parte alguna,
prescindirse del ordenamiento jurídico; pero es de por sí incapaz de aportar
un contenido esencial a la vida de la Iglesia. El derecho no puede crear vida,
sino sólo mantener y proteger la vida ya existente. Las esperanzas demasiado
altas puestas en los cambios del derecho quedan por lo regular fallidas; no
hay que pedir al derecho más de lo que puede dar. Por otra parte,
personalidades espirituales se sirven también del derecho como de un medio
para preparar el camino a sus ideas. Los grandes movimientos de reforma en
la historia de la Iglesia han tenido también siempre repercusiones sobre el
d.c. Los reformadores sabían que las ideas, para subsistir y permanecer
eficaces, necesitan de un predicado jurídico.

La renovación espiritual quiere y debe configurar la vida práctica de la Iglesia


y, por ende, imprimir nuevo cuño al derecho. Así, p. ej., la reforma carolingia,
la gregoriana y la tridentina fueron también, en grado eminente, creadoras de
derecho. Todas dieron poderosos y duraderos impulsos para recopilar y
configurar el d.c. La renovación de la Iglesia y el florecimiento del d.c. van por
lo regular de la mano. No pocos papas eminentes fueron también buenos
canonistas.

V. Fuentes
1. Hasta el CIC

La fuente más importante del derecho vigente hasta pentecostés de 1918 es


el Corpus iuris canonici. Sus elementos son el Decreto de Graciano, las
colecciones de decretales de Gregorio ix (Liber extra), de Bonifacio viti (Liber
sextus), de Clemente v (Clementinae Constitutiones) y las dos colecciones de
Extravagantes (Extravagantes Ioannis XXII, Extravagantes communes). El
Corpus iuris canonici no es un código, sino una reunión de colecciones
jurídicas y códigos. Abarca un período de casi 400 años.

La legislación eclesiástica no se estancó una vez concluido el Corpus iuris


canonici. El concilio de Trento y la actividad legisladora de los papas de la
época moderna, como Benedicto xiv y Pío ix, aportaron mucha materia
jurídica nueva, que estaba dispersa en las más varias fuentes formales y era a
menudo de difícil acceso. Una codificación, es decir, una recopilación uniforme
y auténtica del derecho común vigente vino a ser una necesidad generalmente
sentida.

2. El CIC

La fuente principal del derecho vigente es el -> Codex iuris canonici. El papa
Pío x dio el impulso para la codificación, el 27 de mayo de 1917 fue
promulgado el código y el 19 de mayo de 1918 entró en vigor. E1 CIC
apareció por vez primera como Pars II del vol. 9 (1917) de Acta Apostolicae
Sedis; el 31-12-1917 apareció una lista completa de erratas. Las ediciones del
CIC se dividen en ediciones con y sin indicación de fuentes. Anejos al texto del
CIC se hallan algunos importantes documentos. El índice adjunto de materias
proviene de Pedro Gasparri. Éste e I. Serédi publicaron en los años 19231939
los Codicis iuris canonici f ontes, que forman nueve volúmenes. Las
interpretaciones auténticas de la Pontificia Commissio ad Codicis canones
authentice interpretandos fueron reunidas por I. Bruno hasta 1950 (Cittá del
Vaticano 1935, 1950).

El CIC quiere, en principio, ser libro legal sólo para la parte de la Iglesia
definida por la lengua litúrgica latina, pero tiene también validez limitada para
las comunidades de rito oriental. Para éstas se está formando un código
propio. No obstante la fuerte asimilación al derecho latino, se mantienen las
particularidades del derecho oriental.

3. La evolución posterior

Desde la entrada en vigor del CIC, el derecho ha evolucionado fuertemente y


en muchos puntos; como consecuencia de la actividad legisladora de los
papas y de las congregaciones romanas, se ha ido más allá del CIC.
Mencionemos principalmente la amplía actividad legislativa de Pío xir, que en
muchos terrenos abrió caminos nuevos. Importante es, sobre todo, la
constitución sobre la elección del papa Vacantis Apostolicae Sedis, de 8
diciembre de 1945 (AAS 38 [1946] 65-99). También Juan xxiii publicó nuevas
prescripciones, p. ej., sobre el régimen de los obispados suburbicarios (AAS
54 [1962] 253-256), sobre la dignidad episcopal (AAS 54 [1962] 256-258),
sobre el derecho de opción de los cardenales (AAS 53 [ 1961 ] 198) y el
complemento de la constitución acerca de la elección papal (AAS 54 [ 1962 ]
632-640 ).
El mismo Juan xxiii anunció el 25 de enero de 1959 una revisión del CIC y
para ese menester nombró una comisión. La reelaboración del CIC tiene que
resolver amplios problemas. Para adaptar el libro legal a la evolución de los
últimos 50 años, se requieren numerosos complementos y cambios. Se desea
más rigurosa sistematización y mayor uniformidad de la lengua jurídica. Los
resultados, aspiraciones y fines del concilio Vaticano ii deben verterse en
leyes, en cuanto ello sea necesario y posible. El concilio mismo ha creado
nuevo derecho en sus constituciones y decretos sobre la sagrada liturgia (AAS
56 [1964] 97-144), los medios de comunicación (AAS 56 [1964] 145-157), la
Iglesia (AAS 57 [1965] 5-75), las Iglesias católicas orientales (AAS 57 [ 1965
] 7689) y el ecumenismo (AAS 57 [1965] 90112). Bajo el influjo del
movimiento que parte del concilio Vaticano ir, Pablo vi ha promulgado nuevas
leyes, p. ej., sobre las facultades de los obispos (AAS 56 [1964] 5-12, 57 [
1965 ] 187) y la erección de un sínodo episcopal (AAS 57 [1965] 775-780).
Apoyándose parcialmente en decretos conciliares o para ponerlos en
ejecución, las congregaciones de la curia romana han desplegado una
actividad legislativa. El santo oficio ha publicado una instrucción sobre la
incineración (AAS 56 [1964] 22s), y la sagrada congregación de ritos ha
publicado otra acerca de la ejecución de la constitución sobre la liturgia (AAS
56 [1964] 877-900, 57 [ 1965 ] 407-414). Como consecuencia del concilio
Vaticano ii y de la legislación que de él se deriva, también el derecho
particular se ha enriquecido de manera considerable.

El sínodo episcopal, reunido en Roma por vez primera el 29 de septiembre de


1967, acordó diez principios para la revisión del CIC. Esos principios, una vez
aceptados por el papa, son directivas válidas para el trabajo de la comisión
competente. En ellos se pide lo siguiente: ha de tenerse en cuenta la
peculiaridad del derecho eclesiástico como orden de una comunidad espiritual.
El fuero externo y el interno han de distinguirse y a la vez coordinarse. La
meta pastoral debe tener la primacía. Ha de ponerse en práctica el principio
de subsidiaridad. Se deben asegurar los derechos de las personas. Habría de
simplificarse el derecho penal. El nuevo derecho procesal ha de tender a una
mayor rapidez en el desarrollo del proceso. La articulación del CIC debe
sistematizarse más rigurosamente. El principio del amor de la moderación y
de la equidad tiene que prevalecer sobre todo. Todavía no se ha tomado la
decisión sobre las tres posibilidades en la elaboración del nuevo derecho (1 a,
un código único para toda la Iglesia; 2 a, códigos distintos para la Iglesia
oriental y la occidental; 3 á, una ley fundamental para la Iglesia universal, a la
cual se añadirían otras legislaciones para las distintas Iglesias).

Se han concluido nuevos convenios entre la Iglesia y el Estado, p. ej., el


concordato con España (AAS 45 [ 1953 ] 625-655 ), con la República
Dominicana (AAS 46 [ 1954 ] 433-457) y Venezuela (AAS 56 [ 1964 ]
925932), el Modus vivendi con Túnez (AAS 56 [1964] 917-924) y el tratado
con Austria (AAS 54 [ 1962 ] 641-652, 56 [ 1964 ] 740743 ). El primero y
único concordato de posguerra entre la Santa Sede y una región alemana es
el de la Baja Sajonia, de 26 de febrero de 1965 (AAS 57 [1965] 834-856). En
cumplimiento del art. 27 del concordato con el Reich, de 20 de julio de 1933,
Pablo vi publicó estatutos para la cura de almas de los militares alemanes
(AAS 57 [ 1965 ] 704-712 ).

VI. La ciencia del derecho canónico


1. Concepto

La ciencia del d.c. (o canonística) es la investigación y exposición sistemática


del derecho de la Iglesia en sí mismo y en su desarrollo histórico.

2. Método

El d.c. como ciencia debe emplear tres métodos: a) el histórico, es decir, tiene
que exponer la evolución histórica del d.c. en el contexto del desarrollo total,
interno y externo, de la Iglesia; b) el dogmático, es decir, ha de mostrar qué
normas jurídicas son derecho vigente, explicarlas y esclarecer su aplicación;
c) el filosófico, es decir, debe exponer el contexto o la conexión de las
proposiciones jurídicas particulares entre sí y con la ratio legis, así como su
armonía con la naturaleza y el fin de la Iglesia y construir así un sistema de
derecho canónico. Aquí puede el canonista ejercer una crítica responsable
respecto del derecho que se funda en estatutos humanos, descubriendo sus
eventuales desviaciones y estimulando su reforma. Desde el siglo xvi
aproximadamente se inició una mezcla del método jurídico de la
interpretación formal de los textos en la canonística, con el método de la
deducción lógica desde los principios generales y las fuentes teológicas de
Escritura y tradición usado en la teología moral; pareja mezcla ha cedido el
paso, desde hace bastante tiempo, a un movimiento retrógrado de
desconexión.

3. Historia

El d.c. es tan antiguo como la Iglesia. Sin embargo, en los once primeros
siglos no se lo estudió científicamente por separado, sino que se enseñó en las
escuelas teológicas como una parte de la teología. El método primitivo en la
bibliografía jurídica consistía casi exclusivamente en la recopilación de
material. En el siglo xi se despertó en Italia el interés por la antigüedad y,
señaladamente, por el derecho romano. La escuela de juristas de Bolonia,
aplicando el método escolástico, que por entonces apareció en la teología,
inició una época de florecimiento del derecho romano.

Estimulado por este ejemplo y con intención de remediar las muchas


contradicciones que surgían en las anteriores colecciones jurídicas de la
Iglesia, por juntar sin crítica algunas materias antiguas y modernas, de
carácter general y particular, espiritual o temporal, Graciano, monje
camaldulense del convento de los santos Félix y Nabor junto a Bolonia,
compuso, sin duda en las dos primeras décadas del siglo xrr, una nueva
compilación de derecho canónico, la Concordia discordantium canonum,
llamada luego Decretum Gratiani. Su obra no es más que un manual, en el
que las notas se han introducido en el texto. Graciano supo reducir
magistralmente a orden y claridad la materia preexistente, sacar de los
cánones los principios generales, contraponer claramente los contrastes entre
sí y hallar, dentro del espíritu del derecho canónico, el recto término medio de
las antinomias aparentes o reales. Fue el primero que enseñó el d.c. como
disciplina independiente. Así sonó la hora del nacimiento de la ciencia
canónica, que pronto halló fervoroso cultivo en las universidades que nacieron
por entonces.
La canonística se formó en las glosas, los comentarios y las sumas acerca de
los códigos promulgados en lo sucesivo por los papas. Esos códigos, junto con
las colecciones privadas, se reunieron para formar el Corpus iuris canonici;
pero fue también un hecho decisivo para el desarrollo de la ciencia canónica el
que papas eminentes - como Alejandro iii, Inocencio rii e Inocencio ivpasaron
por la escuela de los canonistas. El ius canonicum, técnicamente
perfeccionado y flexible, como derecho universal o válido para toda la Iglesia,
se dio la mano con el ius civile y con él formó, hasta los tiempos modernos, el
ius utrumque.

En la época de la ciencia canónica clásica - la época de los glosadores, entre


Graciano y Johannes Andreae t 1348 -, se desarrolló tan a fondo el sistema
del d.c., que él fue determinante para los siglos siguientes y lo es aún hoy día
para el derecho vigente. Dentro de esa época se distingue entre decretista - la
explicación científica a base de la elaboración del Decreto de Graciano -, y
decretalista -trabajo científico en torno a las colecciones de decretales.

En la época de la ciencia canónica posclásica - la época de los posglosadores


(aproximadamente 1350-1550)- se transmite el legado doctrinal recibido. Las
obras tienen carácter preferentemente práctico.

En la época de la ciencia canónica neoclásica (sobre 1550 hasta el siglo xix),


junto al antiguo método, más exegético, aparece un nuevo método
sistemático, que mantiene desde luego el sistema tradicional de las fuentes,
pero trata el material de las distintas colecciones en una obra única, que
abarca todas las fuentes. Los autores de los grandes comentarios de esta
época en parte se equiparan, todavía en la actualidad, con los auctores
probati.

En el siglo xtx hallamos multitud de nuevos sistemas y, a veces, también


exposiciones sistemáticas muy considerables del d.c. La historia del derecho
eclesiástico es cultivada a fondo.

Con la publicación del CIC ha quedado definitivamente superado el sistema de


decretales e instituciones. El método de explicación del CIC por vez primera
fue fijado oficialmente en virtud de dos disposiciones de la sagrada
congregación de estudios relativas a la enseñanza (AAS 9 [1917] 439) y a los
exámenes para los grados académicos (AAS 11 [1919] 19). Según esas
disposiciones, hay que aplicar al texto del CIC el método exegético analítico;
se prohíbe toda libre exposición sintética. La constitución: Deus scientiarum
Dominus, de 24 de mayo de 1931 (AAS 23 [ 1931 ] 241-284 ), exige para una
adecuada penetración científica, a par del método exegético, el histórico y
filosófico. Los comentarios se mantienen, mayormente, en los límites de la
exégesis práctica; no pocos, sin embargo, penetran también más a fondo en
los principios jurídicos y muestran el nexo interno entre las normas.

La publicación del CIC ha provocado un gran florecimiento de la ciencia


canónica. El número de manuales de d.c. ha aumentado notablemente. Han
aparecido multitud de monografías sobre historia y dogmática del derecho.
Las tesis doctorales abundan. Se publican nuevas revistas de d.c. En Francia
se está terminando un diccionario de d.c.
Atención especial está mereciendo la historia del d.c. El centenario de
Graciano, el año 1952, dio vivo impulso a los estudios sobre historia del d.c.
En Francia está publicándose una Historia del derecho y de las instituciones de
la Iglesia occidental. El año 1955, el genial canonista Stephan Kuttner fundó
en Washington (EE.UU.) el «Institute of Research and Study of Medieval
Canon Law», cuyo fin es reunir todo el material canónico medieval, clasificarlo
y estudiarlo. La finalidad inmediata es trazar el catálogo y editar críticamente
las obras de los decretistas y decretalistas, y preparar una nueva edición del
Decretum Gratiani, que parta de más dilatada base de fuentes y de nuevas
ideas críticas y literarias.

4. Clasificación científica

Por su objeto, la canonística está entre la teología y la ciencia general del


derecho. Está estrechamente relacionada con la teología, porque, por una
parte, recibe sus fundamentos de distintas disciplinas teológicas, en particular
de la dogmática, que evidentemente presupone; el objeto fundamental de la
ciencia canónica es la Iglesia en su concepto dogmático y en sus ordenaciones
jurídicas dogmáticas. Y, por otra parte, como theologia practica completa el
sistema de la ciencia teológica. Bajo el aspecto formal, la canonística ha
tomado el método de la ciencia del derecho; y, en segundo lugar, se ha
producido una amplia influencia mutua entre el derecho civil y el canónico, no
menos que entre la ciencia jurídica civil y la canónica. «Puede brevemente
decirse que la ciencia canónica es una disciplina teológica con método
jurídico» (K. Mtirsdorf).

5. Ciencias auxiliares

Entre las ciencias auxiliares de que necesita la canonística para su propio


fundamento, explicación y complemento, hay que distinguir entre ciencias
teológicas y jurídicas. Ciencias auxiliares teológicas son: la -> exégesis, que
muestra principalmente el derecho divino; la --> dogmática, que con sus
dogmas forma la base del d.c.; la --> teología moral, que expone la ley moral
como fundamento de la ordenación jurídica de la Iglesia; la --> pastoral, que
muestra cómo hayan de ejecutarse las leyes eclesiásticas en orden a la
salvación de las almas; y, finalmente, la historia de la Iglesia y de la liturgia,
cuyo objeto es también explicar la evolución de distintas instituciones jurídicas
o canónicas. Ciencias jurídicas auxiliares son: la ciencia del derecho natural,
del que proceden los conceptos fundamentales; la del derecho judío, en
cuanto el AT fue modelo de muchas instituciones jurídicas de la Iglesia; la del
derecho romano, dado que la Iglesia moldeó en muchos casos su derecho en
el romano, dio rango canónico a algunas leyes civiles (leges canonixatae) y
por largo tiempo empleó como subsidiario el derecho romano; la del derecho
germánico, pues el derecho canónico admitió principios e instituciones del
derecho germánico; la del derecho civil y administrativo, en cuanto la Iglesia
está en relación jurídica con el Estado, y su derecho -por lo menos en algunos
países - está reconocido como elemento del derecho público; la del derecho
internacional, ya que el Estado y la Iglesia están coordinados entre sí y
establecen convenios mutuos; finalmente, las ciencias económicas, en cuanto
los principios en ellas desarrollados tienen amplia validez para la
administración de los bienes de la Iglesia.
Georg May

DERECHO, FILOSOFÍA DEL


I. Concepto y delimitación de esta ciencia

1. La f. del d. es una piedra angular de la filosofía en general (Anaximandro,


Pitágoras, Heraclito, Demócrito) y no una mera rama especial de la misma. El
concepto de f. del d. no queda configurado hasta los siglos xviii y xix. A todo
planteamiento nuevo del problema filosófico preceden o siguen determinadas
reflexiones en el campo de la f. del d.; a toda región de la filosofía
corresponde una posición de la f. del d., que tiene su puesto específico en
cada sistema filosófico. Ella constituye una base y un presupuesto para toda
jurisprudencia, para toda doctrina sobre el derecho y el Estado.

Actualmente, la f. del d. es entendida, o bien como «una rama de la filosofía


en general, o bien como una parte de la jurisprudencia, a la que ella esclarece
las bases del d.» (H. Henkel). En esta ciencia se trata de una fundamentación
y visión general, de «una inteligencia más profunda del grandioso y misterioso
fenómeno del d.» en general (E. Fechner). En todo caso la f. del d. abarca la
filosofía del Estado, pues incluso allí donde el d. y el Estado no forman una
unidad sistemáticamente pensada, bajo la primacía del d., el tema del Estado
se cruza inevitablemente con el del d. Filosofía del Estado es f. del d.; aquélla
articula filosóficamente un aspecto del d., a saber, el aspecto del Estado.

2. La f. del d. tiene el fundamento de su posibilidad interna en un estadio en


que el d. todavía no se ha convertido en tema reflejo de conocimiento; y ese
estadio impide que el d. aparente se presente como verdadero derecho. El d.
presupone un saber originario (Heraclito, 23). A1 originario hecho objetivo
que exige la discriminación entre d. real y aparente (es decir, a la estructura
normativa de la realidad del ser), corresponde la innata capacidad subjetiva,
inherente a la naturaleza, de distinguir el d. verdadero del aparente
(ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, v 6, 1134x: xpsaL5; cf. THOMAS, ST I-II,
q. 91 a. 2; la sindéresis, que actúa por la luz natural). Todo d. brota de una
doble dimensión: de un fundamento objetivamente válido e independiente del
sujeto, y de la posibilidad de conocimiento condicionada por el sujeto. Donde
se niega una de esas dos dimensiones o ambas (como en el -> agnosticismo,
en el -> nominalismo, en el -> relativismo absoluto), se hace imposible una f.
del d. Ésta comienza como reflexión sobre un saber no reflejo acerca del d. (J.
Fuchs); y luego se articula como un preguntar reflejo y temático desde un
determinado punto de partida teórico y bajo la correspondiente visión
sistemática: objetivismo, subjetivismo, idealismo, realismo, nominalismo,
racionalismo, voluntarismo, positivismo, trascendentalismo objetivo (->
metafísica), relativismo, y termina con el intento de solución del problema. a)
La filosofía cristiana implica una determinada forma de f. cristiana del d. b) La
metafísica del d. de Aristóteles y Tomás, que culmina en el objetivismo de los
valores jurídicos en la f. del d. desarrollada por la tardía escolástica española
(Vázquez), es la clásica f. del d.; sobre ella construye la actual ontología del
d. (J. Messner, G.M. Manser, J. Maritain, H. Rommen, J.J.M. van der Ven, H.
Meyer, A.F. Utz, A. Verdross, A.J. Merkl, A. Kaufmann, W. Maihofer, H.
Henkel, E. v. Hippel, H. Weinkauff, E. Wolf, M. Reale, J. Dabin, L. Recaséns
Siches, A. Truyol y Serra, M. Villey, H. Schambeck, R. Marcic, Legaz y
Lacambre, y también E. Bloch y G. Del Vecchio). c) Están emparentados con
esta postura los teoremas sobre la naturaleza de la cosa (G. Radbruch, G.
Stratenwerth, K. Engisch, H. Henkel, N. Bobbio, M. Gutzwiller, H. Coing, E.
Fechner, O. Ballweg, H. Schambeck), en los que se apoya la obra
Existencialismo (1955) de G. Cohn. d) La teoría de la historicidad del d.
aborda el carácter relativo de la validez de éste sobre el trasfondo de lo
absoluto (G. Husserl, J. Fuchs, A. Kaufmann, A. Auer, R. Marcic). e) La
estructura nuclear de toda f. del d. es una teoría del d. natural, incluso allí
donde ésta tan sólo es presupuesta implícitamente (p. ej., en la «doctrina
general del d.»). f) La doctrina general del d. (pura teoría del d.) convierte en
tema de estudio el d. positivo; de acuerdo con los resultados de las
comparaciones entre los diversos tipos de d., y usando también el método
trascendental, elabora los conceptos fundamentales que son comunes,
investiga especialmente el a priori lógico del d. positivo, descubre las
estructuras jurídicas como estructuras de pensamiento; a diferencia de b), no
acepta un prius (norma fundamental) como fundamento ontológico (J. Austin,
R. Stammler, F. Somló, H. Kelsen, A.J. Merkl, Dohna, H. Nawiaski, J. v.
Kempski). g) La Lógica del d. y la metodología se centran en la lógica formal y
en los medios de interpretación (K. Engisch, Ilmar Tammelo, U. Klung, K.
Larenz). h) La lógica del d. es complementada actualmente con la retórica y la
tópica (Th. Viehweg). i) La fenomenología del d. (A. Reinach, F. Kaufmann, F.
Schreier, G. Husserl) y la filosofía existencial del d. (W. Maihofer, Ch. Donices,
U. Hommes, E. Fehner, F.A. v. d. Heydte) coinciden con b). j) Una ética
jurídica es afirmada auténticamente donde se establecen tablas de valores
que el d. pone de manifiesto a los hombres. La f. del d. como doctrina de los
valores acepta esto y va más lejos todavía (D. del Vecchio, J. Kunz, J. Dabin,
H. Coing, E. Fechner, H. Welzel, H. Henkel, también G. Radbruch, Laun, J.
Moor; es ambiguo A. Verdross); sin embargo, ella declara metajurídica
(éticamente) la norma anterior a la positiva. k) La psicología del d. (Th.
Erismann) y la sociología del d. (E. Ehrlich, M. Weber, H. Hirsch, G. Gurvitch,
E. Fechner, Roscoe Pound, Cesarini) se establecen como peculiares disciplinas
parciales de la f. del d. l) En la actualidad se desarrolla igualmente como un
ámbito autónomo de pensamiento una teología cristiana del d. (en el campo
católico: K. Rahner, J. Fuchs, R. Guardini, G. Sijhngen, J.J.M. van der Ven, A.
Geck; y en el campo protestante: E. Wolff, Ernst Wolf, K. Barth, E. Brunner,
R. Niebuhr; en M. Buber hallamos esbozos de una teología judía del d.).

II. Sistema

La f. del d. tiene problemas fundamentales tanto de orden formal como de


orden material (de orden formal: fundamento de validez, propiedad
fundamental, sentido, campo de validez y operación del d. como límite del
poder estatal, historicidad y posibilidad de conocimiento [fundamento y fuente
del conocimiento, a diferencia del fundamento de validez y de la «fuente del
d.], conexión entre el derecho positivo y el anterior al positivo; de orden
material: dignidad humana, ->bien común, derecho de resistencia, ->justicia,
derecho y ética [moral]).

1. Fundamento de validez. Clásicamente se ha buscado un triple fundamento


del d.: Dios, mundo (ser, naturaleza), hombre. a) Dios. Se defiende entonces
un d. anterior al positivo (Cicerón, Agustín, Anselmo de Canterbury, Tomás de
Aquino), con estas modalidades: 1 °, la esencia de Dios como ley eterna; 2 °,
racionalismo teónomo (estoicismo griego y romano; bajo cierto aspecto:
Cicerón, Agustín, Tomás): la razón de Dios en sentido subjetivo; 3 °, el
positivismo teónomo del d., el voluntarismo, el nominalismo (Duras Scoto,
Ockham, Biel, Calvino, Gerson, Descartes, Pufendorf): la voluntad arbitraria
de Dios; lo eterno es el legislador y no la ley; el d. coincide con el mandato
como decisión de la voluntad. b) Cuando el fundamento es buscado en el
mundo, se razona así: el ser trascendental y el conjunto de los entes llevan en
sí la medida de su relación; de ahí nacen los primeros preceptos o
prohibiciones del derecho, que reciben la designación común de derecho
natural (q>úaec 8tx«cov, ius naturae: Anaximandro, Heraclito, Aristóteles
[Ret. 13, 13736; Et. Nic. II 11,7a 9ss], Cicerón, Horacio [Sat. I 1, 106s],
Anselmo de Canterbury [Cur deus homo, I 12], Tomás [ST II-II q. 57 a. 2 ad
s.; S. c. G. III 129; De ver, XXIII 6], Vitoria, Molina, G. Vázquez, Suárez,
Leibniz [en cierto modo], O. v. Gierke; actualmente: A. Utz [DTh xvIII (1953)
403s], M. Villey, R. Marcic). Antes de toda decisión de la voluntad (positio,
decisio, institutio), antes de todo juicio reinan en las cosas estructuras de
valor y medidas de las relaciones con carácter de d.: indeque se diffundit in
praeceptum (Molina). Las demás normas siguen a la decisión de la voluntad
divina o humana y se llaman derecho positivo, ya divino ya humano. Éste es
contingente, pues se deriva del óntico (derivatur, oritur; THOMAS, ST I-II q.
95 a. 2; cf. CICERÓN, Ret II). Toda norma dada en derecho (iuris positio)
actualiza un d. de orden superior (iuris executio). El fundamento más
inmediato y objetivo de la validez del d. es la ley del ser (Td gv, v6io5).
Jurídicamente, lo más esencial y real es lo que late en el d. más allá de la
experiencia, lo que obra tras él, aun cuando eso no se dé ante rem (Platón),
sino in re (Aristóteles, Tomás, G. Vázquez), y de ningún modo se da post rem
(nominalismo). Esto presupone a su vez una estructura normativa de la
realidad del ser (ARISTÓTELES, Física B I, 1), en virtud de la cual lo debido es
el ser perfecto, de modo que toda desviación en el camino hacia él constituye
un defecto de forma, pues el origen del ser de los entes es la forma (norma) y
no lo informe; la revelación confirma este punto de vista aristotélico: Jn 1, 1,
si se piensa el sentido originario de a6yo5. c) La naturaleza del hombre es
fundamento de la validez del d., o bien como miembro del orden óntico
(doctrina del d. natural objetivo), o bien en su dimensión subjetiva. Y dentro
de ésta, tanto en la esfera individual como en la colectiva, unos resaltan el
aspecto de la razón (racionalismo antropónomo), otros el de la voluntad o de
las tendencias (positivismo antropónomo, biologismo: todo derecho se reduce
al mandato humano como decisión de la voluntad), y otros unen ambos
aspectos.

2. Propiedades fundamentales. a) El d. es duradero, o sea: 1 ° En el fondo


tiene un carácter inmutable, si bien incluye igualmente la mutabilidad; él tiene
validez hasta que se cambia ordenada y moderadamente según un
procedimiento preestablecido, y no puede cambiarse arbitrariamente (vigencia
del d., posibilidad de orientarse en las normas, estado de d., seguridad
jurídica), cosa que niega el voluntarismo (positivismo), pues él no conoce otro
fundamento que el arbitrio. 2 ° Es a priori manifiesto y en este sentido
verdadero. 3 ° Es cognoscible, de modo que el destinatario está familiarizado
con él de antemano (yvwpct.ov: norma).

b) Por proceder del ser, el d. se extiende originariamente a dioses, hombres,


animales, plantas y a todos los demás seres (Anaximandro, Heraclito; Éx 21,
28ss). Pero como el hombre tiene el supremo rango en la relación al ser, el d.
se reduce unívocamente a él, cuya dignidad (libertad, igualdad,
responsabilidad) garantiza en forma institucional. 4 ° Dignidad humana: el
hombre nunca puede ser mero objeto, él también es siempre sujeto (Platón,
Gregorio Niseno); no sólo es poseedor estático y pasivo de un carácter
inviolable, sino que participa dinámica y activamente en la creación del d. y
del orden. 5 ° El envés es el -> bien común, que cesa allí donde la dignidad
humana queda violada en su esencia (Verdross-Drossberg, Pío xrr, Juan xxiii,
Y.C. Murray, Vaticano in Declaración sobre la libertad religiosa, n .o 6); el bien
común no debe confundirse con la razón de Estado.

c) La dignidad humana y el bien común limitan en virtud del d. el poder


estatal; por eso entran en vigor el d. y la obligación de resistir si potestas
limites suos excedit. La obediencia depende de la legitimidad del acto del que
manda. «El derecho no se identifica simplemente con el mandato de un poder
existente» (Hans Welzel). Puesto que el derecho positivo pertenece al orden
trascendental, toda ordenación positiva, histórica y concreta del d. (ordo
accidentalis) deriva formal y materialmente del d. óntico. El derecho de
oposición es una sanción del d. natural. Las obligaciones y transgresiones
éticas pueden añadirse a las relaciones jurídicas, pero las unas no pueden
deducirse de las otras, pues se trata de dos esferas ontológicamente
autónomas. 6 ° El d. es un orden (norma agendi) objetivo, absolutamente
independiente de sus destinatarios; y la -> justicia es el comportamiento
correspondiente del sujeto en virtud y dentro del margen de la facultas agendi
(del d. subjetivo), que está constituida por la norma agendi (el d. objetivo).
La disposición ontológica de los destinatarios en virtud de la cual ellos
atienden con prontitud a las normas del d., que se les presentan como un
deber, se llama «respeto al d.» (sentido o percepción de lo justo); esta
disposición no es fundamento de validez, como no lo es la persuasión acerca
del d., contra lo que opina el subjetivismo individual o colectivo, sino
solamente un índice (Weinkauff) o un medio de conocimiento. 7 ° Del mismo
modo que el d. de antemano (a priori) es independiente del destinatario, cosa
que ponen en duda las teorías del reconocimiento, así también él es
independiente de la voluntad subjetiva del que pone la norma, y lo es en
virtud de su sentido objetivo (imperio rationis iuris seu legis); su validez no se
debe a un hecho de la voluntad, sino a la conformidad con la norma superior
que lo condiciona (se debe pues a su legitimidad o «justicia» en el sentido
jurídico objetivo). Así se pone de manifiesto que el principio fundamental del
d. no es la subordinación, como se ha supuesto durante un milenio, sino la
coordinación, la igualdad, de modo que el d. tanto obliga al que pone la
norma como a los destinatarios de la misma (taovoi.ía). La obligación de
obediencia no vincula a la voluntad subjetiva del señor o donador de la
norma, sino al sentido objetivo de ésta, que entra en acción a través de la
función del que la da. Por tanto el esquema original del d. es, no el de señor y
siervo o señor y esclavo - el término dominus se aplica al príncipe en la
antigüedad tardía -, sino el de la comunidad en el disfrute del d. y en la
vinculación a él (Aristóteles, Cicerón, Agustín, Tomás de Aquino, p. ej.). La
estructura del dominio no es un concepto típico del d., sino una forma de d. y
de orden estatal condicionada por la historia meramente. Si esto fuera
acentuado suficientemente, para el marxismo, la nueva izquierda y el
anarquismo se derrumbaría el fundamento por el que ellos rechazan a priori el
d. en cuanto tal. 8 ° Pero como el sentido de la norma del d. está en
determinar el comportamiento de los destinatarios, accesoriamente (a
posteriori) una norma positiva del d. puede perder su validez a causa de su
ineficacia. Si durante largo tiempo una norma jurídica no es observada por
nadie, si no se impone, ella no ha logrado su fin. De la validez y eficacia
(eficiencia) se distingue la obligatoriedad; la teoría del d. conoce una
obligatoriedad momentánea o transitoria de normas inválidas, que se exige
por la seguridad jurídica. 9 ° Por esencia todo d. es formal, surge a través de
un determinado proceso. La pregunta por el modo como surgió un acto
jurídico, decide sobre la legitimidad del contenido (esto a diferencia de la
moral). 10 ° En todos los tiempos y lugares los diversos fenómenos jurídicos
se dieron en una unidad sistemática; el conocimiento del d. tiene que
presuponer esto (qui unum non cognoscit nihil cognoscit).

3. a) El derecho positivo y el anterior a él (el óntico, el natural en sentido


estricto) se comportan entre sí como condicionado (contingente) e
incondicional (absoluto), como mutable e inmutable, pero de tal modo que el
segundo está referido al primero para poderse manifestar en el mundo de los
fenómenos empíricos. Todo d. positivo presupone la norma superior que le
sirve de fundamento. Esta norma no se añade accesoriamente al sistema del
d. positivo, sino que guarda una relación interna con él. También este último
nexo es eminentemente jurídico, y no sólo metajurídico (es decir, meramente
ético, moral, etc. ). El d. únicamente puede proceder del d. (también Kelsen,
Merkl), bien sea directamente por el camino de la deducción lógica, o bien
indirectamente por el camino de la derivación («delegación»), en el que el
legislador dentro de sus facultades (de su «libre ponderación») determina más
de cerca lo general.

Pero en el mundo de los fenómenos empíricos el destinatario del d. encuentra


siempre una mezcla de d. natural y de positivo: nulla enim est nec potest esse
lex civilis, quae non aliquid naturalis aequitatis immutabilis habeat admixtum
(J. Althusius). Kelsen mismo, el autor de la «pura jurisprudencia» y testigo
capital del positivismo, se ve forzado a conceder que su teoría intenta ser una
pura doctrina del d., pero no puede ser la doctrina de un puro d.; y A.J. Merkl,
el segundo portavoz de la escuela vienesa del d. teórico, dice: «Cierta raíz
natural no falta en ningún orden jurídico, como quiera que esté construido; y
toda disposición positiva del d. ha pasado alguna vez por el estadio normativo
del d. natural.» El tercer portavoz de la escuela de Viena, A. Verdross-
Drossberg, habla de la sumisión de todo legislador al derecho.

La discriminación de los dos elementos mencionados dentro de la «mezcla» se


requiere por el hecho de que sólo tiene valor de derecho aquel elemento
jurídico positivo que está respaldado por el d. natural, y lo está en una de las
formas indicadas por Thomas en la ST I-Ii q. 95 a. 2; de otro modo se trata
de un d. aparente que ni tiene validez ni vincula, o sea, no puede exigir
obediencia, e incluso el prestársela podría ser contrario al d. (asesinato
injusto, mandato de maltratar, etc.).

b) Bajo otro aspecto hemos de reconocer que el derecho positivo es


imprescindible, pues la capacidad cognoscitiva del hombre como destinatario
del d. es imperfecta con relación al d. natural.
c) Pero se trata siempre de captar y respetar los límites. Y la tarea de la f. del
d. es precisamente ayudar a realizar esa comprobación.

III. Desarrollo hístórico

El esbozo y movimiento fundamental de la f. del d. aparece ya en la


antigüedad griega, que anticipa la historia posterior, la cual se desarrolla
como dialéctica entre la fundamentación del d. en un estrato anterior a la
legislación positiva y el positivismo, que equipara lo justo con la ley concreta.
El positivismo, que como una corriente secundaria opera desde el primer
momento contra la corriente principal (Glaucón, Trasímaco, Calicles, Gorgias,
en general una parte de los sofistas; más tarde Hobbes, Espinosa, Pufendorf,
Nietzsche), alcanza la primacía en el siglo xix y la conserva hasta mediados
del xx. Al relativamente corto predominio del positivismo precedió otro
fenómeno jurídico y espiritual, a saber: hasta el siglo xviti el derecho y sobre
todo el natural, por una parte, y la ética y la moral, por otra, nunca fueron
equiparados en cuanto al contenido. «Nadie ponía en duda que los principios
según los cuales el poder terreno está sometido al derecho natural y divino...
eran principios reales del d., que hay un d. antes, fuera y por encima del
Estado... » (O. v. Gierke). A esto se añadían los deberes éticos y morales,
que, p. ej., ataban al monarca soberano o la voluntad del Estado. Por primera
vez Christian Thomasius disipa la diferencia ontológica entre derecho, ética y
moral. Desde entonces está en uso la fórmula según la cual la voluntad de los
soberanos o de la comunidad «sólo» está obligada ética o moralmente, «en
conciencia» (obligatio interna), pero no jurídicamente, no tiene ninguna
obligación jurídica (obligatio externa). Este aspecto lo resalta especialmente
H. Welzel.

1. En la antigüedad griega y romana hay que distinguir los siguientes


estadios. a) Filosofía arcaica del derecho. El d. se presenta en forma mítica y
teomorfa; el d. divino rompe el humano (Homero, Hesíodo, Píndaro, Solón).
Pronto sigue un pensamiento racionalista centrado en la cosa en sí, pero sin
perder de vista el trasfondo de la imagen originaria; así se afirma que el d. es
una propiedad fundamental y una estructura interna del cosmos
(Anaximandro, Heraclito, Esquilo, Sófocles, Eurípides, Jenófanes, Anaxágoras,
Pitágoras).

b) La ilustración de los sofistas (Hipias, Antifón, Licofrón, Alcidamas) ataca en


su raíz tanto al mito como al pensamiento, que investiga racionalmente el
fundamento del d., y pone en duda el origen del d. positivo en un poder
anterior a él (d. natural), de donde se sigue la equiparación entre lo justo y lo
legal; y con ello la naturaleza (fysis) y la ley (nomos) quedan contrapuestas
entre sí en enemistad irreconciliable. También se desarrolla el pensamiento de
que el d. natural es el fundamento de la unidad del género humano
(condenación de la arrogancia nacional y de la esclavitud). Los relativistas
críticos (Protágoras), algunos materialistas teóricos (Demócrito, también
Antifón), ambos grupos de los sofistas en la teoría de la dignidad humana,
igualdad y libertad, fundan los derechos del hombre y ponen así el
fundamento de la democracia. Ellos todavía no son claramente positivistas; lo
son por primera vez los escépticos radicales entre los sofistas (Gorgias,
Trasímaco, más tarde Carnéades) y Epicuro, para quienes la legitimidad (el
derecho en cuanto categoría general de lo justo) y la moralidad son
exclusivamente consecuencias de la legalidad (ley positiva). Calicles desarrolla
el primer biologismo, proclamando el < derecho natural» del más fuerte;
ideas parecidas defienden Glaucón, Gorgias y Trasímaco. Se echa también la
semilla del individualismo apolítico y de la teoría social del contrato, que
habían de desarrollarse plenamente en la época de la ilustración.

c) En medio de la confusión irrumpe el clásico período ontológico, cosmológico


y teleológico: Sócrates, Platón, Aristóteles. En éste encontramos una teoría
compacta del d. natural. Aristóteles busca el fundamento del d. en el seno de
la pregunta ontológica: ¿Qué es el ser de los entes?, y no en la pregunta
teológica: ¿Qué es el ser supremo? El ámbito ontónomo y el teónomo están
separados; sólo aquél sirve de base para el problema del d. Así como el ser
natural precede en tiempo y rango a toda obra humana, así también todo
derecho positivo depende del d. natural u óntico.

d) En el estoicismo griego se obscurece la diferencia, con el fin de atenuar la


tensión entre naturaleza y ley, que los sofistas habían fomentado hasta la
ruptura; él incluye el derecho óntico en la ley divina positiva, afirmando que el
d. natural es ley de Dios.

Va difundiéndose ya la representación contradictoria de Dios como el


legislador que, en cuanto tal, engendra el derecho natural; y se derrumba por
lo menos la base terminológica para la sutil diferencia objetiva y formal entre
el derecho óntico y el legal. En cambio, se inculcan con éxito a la conciencia
coetánea la dignidad humana y los derechos del hombre, que por naturaleza
(por ley divina) son propios, sin excepción, de todo ser que ostenta faz
humana, así como la unidad del género humano y de la ciudad mundial
(cosmopolitismo).

El estoicismo romano (Cicerón) y la clásica jurisprudencia romana (Gayo,


Paulo, Ulpiano, Celso, Marciano, Florentino, Trifonio) conservan la herencia
estoica y la difunden en medio del helenismo hacia oriente y occidente
(Bizancío). vóioq es traducido por ley, lo cual constituye una de las más
fatales transformaciones de la historia del espíritu. Lo que en sí es d. anterior
al positivo recibe un matiz positivista: lex naturae, lex naturales y, en el
estadio supremo, lex externa. Cicerón rechaza, ciertamente, el antropónomo
positivismo moral y el escepticismo, pero se acerca mucho a un positivismo
teónomo del d. Sin embargo, la jurísprudencia romana en oriente y occidente,
concretamente el Corpus Iuris de Justiniano, delata imborrables huellas que
recuerdan la autonomía ontológica del derecho. El principio en virtud del cual
el t8ioq vóioq de los romanos, el ius civile (proprium), se extiende para
convertirse en ius gentium, tocando así el horizonte del d. natural, es )a bona
lides romana, la fidelidad y la fe, que no sólo pone bajo la protección del d. a
los propios ciudadanos, sino también a los extraños y adversarios, a los
hombres y pueblos; principio formulado en el pacta sunt servanda.

La máxima de la libertad bajo la forma de la casi absoluta autonomía privada


en orden a establecer pactos, típica de los romanos, sólo es comprensible a la
luz de la metafísica de la voluntad, que desconocen los griegos.

2. Junto a Atenas y Roma, también Jerusalén aporta material para la


construcción de la f. del d. Israel piensa en forma estrictamente teónoma,
pero, con la concepción del Dios creador como una persona con la que el
hombre tiene la relación personal de yo-tú, logra dar el primer perfil a los
derechos del hombre. El d. es entendido como un orden que ata a los
dominantes y a los dominados, y así: et Deus ex promissione obligatur (idea
de la alianza).

3. El paso decisivo lo realiza el cristianismo. Lo iniciado por los sofistas, por


Eurípides y por el estoicismo en la historia de las ideas, queda reelaborado
intelectual e institucionalmente en el cristianismo mediante la doctrina bíblica
de la imagen de Dios y la institución de la Iglesia. El cristianismo «contrapone
la unidad de la Iglesia universal a la multiplicidad de Estados..., y de esta
manera el individuo deja de ser mero ciudadano del Estado y se hace a la vez
miembro del reino de Dios peregrino en la tierra» (Verdross-Drossberg). Si el
hombre no sólo pertenece a una ciudad terrestre, sino también a la civitas
Dei, en consecuencia se hace evidente el carácter inalienable de los derechos
del hombre, pues ninguna potestad política del mundo puede arrebatarle
aquellos derechos con los que él se alza hasta el reino de Dios. El judaísmo y
el cristianismo introducen una dimensión radicalmente nueva en el ámbito
jurídico: el tiempo, la historicidad, el carácter singular de la persona.

4. La antigüedad posterior, la patrística y los primeros escolásticos preguntan


por el d. en forma plenamente teológica y no ontológica, pero a la vez
profundizan la doctrina de la dignidad humana; así, concretamente, Gregorio
Niseno, que acuña la expresión «dignidad humana del hombre» y rechaza
incondicionalmente la esclavitud. Desde Agustín hasta Buenaventura,
adquiere nuevo vigor la doctrina acerca de los límites de todo poder político
(potestas ordinata, imperium limitatum), y también la del d. de resistencia
(ius resistendi), que Ambrosio demuestra.

5. Anselmo de Canterbury (Cur deus homo, z, 12), Alejandro de Hales,


Alberto Magno y la alta escolástica, concretamente Tomás de Aquino (ST II-II
q. 57 a. 2 ad 3; S. c. G. III, 129; De ver xxiii, 6) intentan desenredar
formalmente el sincretismo de temas y vuelven a preguntar por el
fundamento del d. en el terreno ontológico, evitando así de momento la caída
en el subjetivismo. Donde el d. natural aparece contrapuesto al d. divino
positivo, se sobrepone el punto de vista teológico, pero considerando a Dios
como creador de la naturaleza y con ello, indirectamente, como autor del d.
natural; idea que con otros términos expresa así Tomás de Aquino (Pot. Dei
vii, 9): «...vult tamen (acere mediante natura, ut servetur ordo in rebus» (ius
naturae). Dios puede compararse con un monarca constitucional que está
atado a la constitución dada por él. Incluso la potestas absoluta de Dios es
una potestas ordinata, en cierto modo un imperium limitatum. El d. constituye
por primera vez el ->poder, y en este sentido todo poder estatal depende del
poder jurídico. La esclavitud va contra el d. natural; el hombre tiene un d.
fundamental incluso a la conciencia errónea (libertad de conciencia). Un
estado de derecho moderadamente democrático, bajo el predominio de la
constitución, es el más adecuado al hombre como ser racional. La oposición
puede ser legítima e incluso obligatoria. Un d. positivo que vaya contra el bien
común queda desenmascarado como d. aparente. Consecuentemente, en
momentos críticos decide un poder judicial que controla la legitimidad (un
Estado en calidad de juez).
En Tomás hallamos de hecho un resumen de todo aquello que reviste interés
para el pensamiento jurídico y, para las modalidades del d., Tomás y
Aristóteles, que lo respalda, son en realidad los padres del constitucionalismo,
típicamente anglosajón y angloamericano, así como del principio, fundado en
la naturaleza, acerca del estado de d. Estos principios iban a perderse durante
largo tiempo en el continente.

6. Como oposición contra esa cuasi vinculación de Dios al derecho se alza el


teónomo positivismo jurídico de un Duns Scoto y Ockham, según el cual: Dios
no quiere una cosa porque es justa, sino que algo es justo porque Dios lo
quiere así (Gabriel Biel -maestro de Lutero -, Calvino). De esta dirección salió
a la luz el -> individualismo, y con ella se dio un nuevo paso hacia el ->
liberalismo.

7. Sigue el movimiento regresivo de la baja escolástica y de la escolástica


barroca, sobre todo en la filosofía jurídica y moral de España (Las Casas,
Vitoria, Soto). Vitoria extiende la dignidad humana a la vida de los pueblos y
pone el fundamento intelectual para el moderno d. internacional. El
objetivismo ontónomo de los valores llega a su plenitud en la doctrina de
Gabriel Vázquez (t 1604 ), y halla eco favorable en Suárez, Molina,
Covarrubias, Laínez, Belarmino y Althusius, que esbozan la teoría de la
democracia en el estado de d. o en el estado libre, así como la doctrina de la
soberanía del pueblo como una potestas suprema ordinata.

8. En el -> racionalismo subjetivista e individualista de la --> ilustración


moderna, que debía degenerar en un incurable --> voluntarismo (Nietzsche),
queda encubierto el pensamiento jurídico orientado hacia el orden objetivo. El
d. en sentido subjetivo, la facultas agendi, en lo fundamental se desarrolla sin
vinculación a la norma agendi. Si hasta ahora el derecho en sentido objetivo
era el prius del que nacían tanto el derecho como la obligación en sentido
subjetivo; ahora el d. subjetivo es el prius absoluto. Sin duda el d. natural
sigue conservando su dominio, pero propiamente, sólo en una forma
terminológica, pues la dimensión anterior al Estado y, en este sentido, la del
d. natural, queda reservada al hombre, a su razón y a su d. subjetivo, que ya
no presupone ningún orden objetivo del d. natural: Locke, Grotius, Pufendorf,
Ch. Wolff, Ch. Thomasius. La aportación de esta época para el d. natural
consistió en que ella, en virtud de su punto de partida subjetivista, estaba en
condiciones de elaborar el sistema de los derechos subjetivos públicos del
hombre, el sistema de los d. fundamentales y de los relativos a la libertad y a
la ciudadanía estatal, así como en condiciones de exigir su protección
institucional o constitucional. «La idea de la libertad humana y los derechos de
la persona que en ella radican, constituyen la aportación más importante de la
época moderna al desarrollo ulterior de la f. del d.» (Verdross-Drossberg). Los
pensadores de la ilustración conciben al hombre como un individuo aislado, el
cual vive en un estado asocial de naturaleza, que sólo en virtud de un
contrato entre las personas individuales llega a conseguir un orden aceptable:
contrato de sumisión en Tomás Hobbes, contrato social en J: J. Rousseau; en
aquél la f. occidental del d. pasa por una profunda de presión. Espinosa salva
por lo menos la libertad interna.

El d. ya no será concebido como fundamento del Estado; más bien el Estado


será concebido como fundamento del d., incluso allí donde ese hecho queda
terminológicamente enmascarado; la f. del d. se convierte en filosofía del
Estado (el prototipo de esto es el pensamiento de Hegel). Aunque Kant asume
el antiguo pensamiento fundamental germánico sobre la total naturaleza
jurídica del Estado, que sólo existe desde, por, en y para el d., sin embargo,
él fracasa, pues la f. del d. no puede realizarse sin un mínimo de objetivismo.
El neokantismo, concretamente H. Cohen, por las mismas razones, tampoco
está en condiciones de salvar la f. del d.; el d. se disuelve por completo en el
proceso o el método de su generación. Bajo el predominio espiritual del ->
kantismo, nace la escuela del d. teórico de Viena. La escuela histórica del d.
(Savigny) descubre la dimensión de la historicidad (mutabilidad) del d., la
convierte en tema, eleva el cambio a fundamento y sólo aparentemente
supera el individualismo, pues su espíritu del pueblo no es otra cosa que un
macroindíviduo concebido según el modelo subjetivista. En el -> colectivismo
esta f. del d. adopta la forma del -> marxismo o del -> materialismo
dialéctico o histórico en general, cuya f. del d. rebaja a éste hasta la condición
de mero instrumento (orudje, sredstvo) del poder del partido, de la clase, del
Estado. Un renacimiento puede percibirse en el marxista Ernst Bloch. Donde
no están en acción ni el objetivismo de la ley divina ni el de la ley del ser, sino
que el terreno jurídico cae en manos de la mera autonomía aislada del sujeto
humano, la razón es demasiado débil para defender ese terreno, ella lo deja
libre para el arbitrio de la disposición humana.

En efecto, al derrumbarse las doctrinas de la ilustración sobre el d. natural,


pasa a dominar el profano positivismo jurídico, excesivamente centrado en el
hombre (D. Hume, J. Bentham, J. Austin, K. Bergbohm, R. Ihering, Th. Heck).

9. La escuela jurídica inglesa se caracteriza por el hecho de que ha intentado


resistir hasta la actualidad a las corrientes continentales de la época moderna.
Allí echó raíces el pensamiento de santo Tomás y Aristóteles, que en la época
moderna ayudaron a conservar, sobre todo, el gran teólogo y jurista Richard
Hooker (1553-1600), sir Thomas Smith y sir Edward Coke (como juez). En la
constitución norteamericana hay huellas claras del pensamiento jurídico
clásico. En la actualidad, el sociologismo, el psicologismo y el positivismo
tienden, según parece, a rechazar la tradición; mientras en Europa la f. del d.
adopta nuevamente rasgos clásicos.

10. Los inconcebibles y nefastos acontecimientos en Europa durante la


segunda guerra mundial muestran cómo toda apelación a la universal
persuasión jurídica (espíritu del pueblo) es una arbitrariedad individualista, la
cual se disfraza bajo capa de colectivismo allí donde no se acepta el primado
de un núcleo objetivo de d. (Weinkauff), que es común tanto a los
dominadores como a los dominados y está substraído a su voluntad. La
filosofía de los -> valores, el -->personalismo, la -> ontología, la -->
fenomenología y el estructuralismo están provocando un retorno al
objetivismo y a la visión de que el fundamento del d. es anterior al ámbito de
lo positivo. Al encuentro entre la filosofía trascendental de Kant y la ontología
fundamental de Heidegger sigue el intento de tender puentes entre el análisis
estructural del d. positivo, por una parte, y la ontología del d. y una teoría del
d. natural, por otra. La escuela del d. teórico de Viena (Kelsen, Verdross-
Drossberg, Merkl, Pitamic), que al principio seguía una orientación positivista
y meramente lógico-trascendental, y que desde algunos decenios domina
Latinoamérica, España, el sudeste asiático, el próximo oriente, Escandinavia y
Norteamérica, está recibiendo poderosos impulsos del pensamiento jurídico de
tipo ontológico. Su aportación clave en el ámbito institucional, los controles
judiciales del d. desde la jurisdicción constitucional hasta la jurisdicción
internacional obligatoria, responde a la exigencia formulada en la Pacem in
terris (parte iv) acerca de un Estado mundial que debe asegurar la paz del
mundo como opus iustitiae, garantizando la dignidad humana de cada
individuo. Nunca como en la actualidad los principios fundamentales de la
filosofía aristotélica y tomista estuvieron tan cerca de su realización dentro de
la esfera mundial. Como originalmente Marx y el marxismo (especialmente
Paschukanis, K. Korsch, e igualmente E. Bloch), también la nueva izquierda
del moderno marxismo rechaza el d. como forma, es decir, en cuanto tal,
pues juzga que la estructura de dominio - y la de señor y siervo o señor y
esclavo que ahí está implicada- va inherente por esencia al d. Con ello la f. del
d. adquiere una enorme actualidad. Hay que mostrar cómo el d. lleva
inherente otro principio, el de la igualdad y la coordinación. El diálogo con la
«oposición extraparlamentaria» y con la nueva izquierda del moderno
marxismo, en último término deberá desarrollarse en el terreno de la
explicación dada por la f. del d. (cf. R. MARCIC, Marxismus als negatorische
hechts- und Staatsphilosophie, «Tagebuch», W 1968, p. 15ss).

René Marcie

DERECHO INTERNACIONAL
Por d.i, se entiende el conjunto de todas aquellas normas que, dentro de la
comunidad universal de pueblos, regulan la conducta de los Estados, las
alianzas entre ellos y el comportamiento de otras entidades jurídicas de
carácter internacional. Las normas del d.i. obligan a los Estados y a los
políticos en las relaciones internacionales; precisan hasta cierto punto las
reglas de juego para el gran juego de la política mundial. Se ofrecen por otro
lado a los Estados y a los estadistas como armas - principalmente del débil-
en la política mundial; el saberlas aprovechar es el arte del buen político. El
d.i. es el orden jurídico de aquella comunidad universal de Estados que en la -
edad media surgió por el pensamiento de la unidad de los cristianos, y de
momento sólo se extendía a las naciones cristianas de occidente, pero luego
se fue dilatando poco a poco. Así, a final del siglo xvll quedó incluida Rusia; a
principios del siglo xlx entraron en dicha comunidad los Estados americanos
nacidos de las colonias europeas y partícipes de la cultura europea; a
mediados del siglo xlx se unieron a ella Turquía y Japón. Luego, la comunidad
de naciones se fue extendiendo cada vez más y en la actualidad, por la
independencia de las anteriores colonias asiáticas y africanas que estaban
sometidas a las potencias europeas, abarca todo el mundo. En el orden del
d.i. las personas «naturales» son los Estados y las personas «jurídicas», cuya
existencia depende en cada caso de la voluntad de las personas naturales, son
las diversas uniones de Estados. Pero el sentido último y la norma del d.i. es
la protección del -->hombre en su dignidad y en su personalidad moral.

En el d.i. ocupa un puesto especial la Santa Sede. Ella - y no la Iglesia católica


en sí, que por la Santa Sede entra en la esfera del d.i., pero sin esta r
sometida a sus normas- es también persona «natural» del da., con
determinados derechos que resultan de su deber de apelar a la conciencia de
los pueblos, en su calidad de autoridad moral que exhorta a la paz y de
posible órgano mediador para la decisión de los conflictos dentro del margen
del d.i. La norma del d.í. procede en parte de contratos firmados por los
Estados, y en parte del derecho consuetudinario, cuya base es una praxis
concorde, fundada en la persuasión jurídica de los pueblos. El núcleo de la
ordenación del d.i. consiste en aquellos principios jurídicos generales que se
deducen de la esencia del --> derecho y están presentes en todo orden
jurídico, p. ej., el principio de la fidelidad y de la fe, y el de que los pactos
deben cumplirse.

El d.i. no conoce una forma determinada para establecer los pactos; mas
como un pacto sólo puede cumplirse con ayuda de las leyes internas del
Estado, normalmente el legislador competente debe aprobarlo o «ratificarlo»
formalmente. La posición de los Estados en el orden del d.i. y en la comunidad
de naciones está caracterizada por el concepto de «soberanía», es decir, por
la autodeterminación hacia fuera, en relación con otros Estados, y hacia
dentro, en la creación de la constitución.. El «Estado soberano> sólo está
sometido a las leyes del d.i., las cuales le garantizan esta autodeterminación y
la limitan; el Estado está en relación inmediata con el d.i. Los Estados
soberanos son iguales entre sí en esta relación inmediata con el d.i., es decir,
son iguales ante el d.i. Pero en el d.i. ellos tienen distintos derechos y
deberes, según se trate de las grandes potencias, que en bien de todos
pueden presentarse como portavoces de la comunidad de Estados y garantes
de su orden, o de Estados sin el rango de gran potencia, cuyos intereses
justificados están naturalmente limitados, o finalmente, de pequeños Estados,
que sólo pueden vivir en simbiosis con otros mayores.

Las guerras mundiales han hecho surgir en la edad moderna el deseo de


asegurar la paz por una organización de la comunidad de Estados; a tales
esfuerzos deben su existencia la Santa Alianza después de las guerras
napoleónicas, la Liga de Naciones después de la primera guerra mundial, y la
organización de las Naciones Unidas (ONU) después de la segunda. La Liga de
Naciones y la ONU fueron proyectadas no sólo como organizaciones
universales para asegurar la paz, sino que además recibieron también el
cometido de servir al progreso de los hombres mediante la colaboración
cultural y económica. Mientras que la ONU en cuanto al espacio es universal y
lo es también en sus finalidades, las llamadas uniones nacionales, como el
Consejo de Europa o la Organización de los Estados americanos, según su
esencia son espacialmente limitados, y las llamadas organizaciones
especiales, como la Unión postal universal, la Organización mundial de la
salud, la Organización mundial para la nutrición y la agricultura, etc., están
orientadas sólo a un fin determinado y limitado. A pesar de la plurifacética
organización de la comunidad de Estados, no podemos engañarnos sobre el
hecho de que el d.i., por su esencia, es un derecho primario, comparable al
derecho de los pueblos primitivos. El estado particular que se siente lesionado
en los derechos que le garantiza el d.i., prácticamente tiene que defenderse
por sus propios medios. Incluso la cuestión de si hay una infracción jurídica
del d.i. sólo desde hace poco se decide por sentencia de un tribunal; y esto no
siempre. Desde 1919 existe el Tribunal Internacional de la Haya, al cual los
pueblos pueden llevar sus querellas, aunque no están obligados a hacerlo.
Hay además otros tribunales de d.i. para determinados asuntos concretos,
como p. ej., el tribunal de las comunidades europeas o el tribunal europeo
para la protección de los derechos del hombre y de las libertades
fundamentales. Antes de la creación de tribunales de d.i., la única posibilidad
de decidir una disputa sobre el terreno del derecho fue la creación de un
arbitraje entre las partes querellantes. Querellas que no admiten una solución
jurídica o que las partes querellantes no quieren resolver sobre el terreno del
derecho, son solucionadas hasta ahora por el camino de la mediación, a la
cual se pueden prestar terceros estados, hasta que se cree un órgano propio
de mediación (comisiones de avenencia).

El problema central del d.i. es desde siempre impedir el empleo de la fuerza


contraria al derecho. El que el empleo de la fuerza contraria al derecho puede,
a veces, impedirse por un recto uso de la fuerza, es un hecho general y no
constituye ninguna peculiaridad del d.i. El más amplio uso de la fuerza dentro
de la comunidad de Estados es la -->guerra. El moderno d.i. sólo conoce dos
tipos de guerra lfcita: la legítima defensa de un Estado y la intervención de la
comunidad organizada de Estados contra uno de ellos que haya violado el
derecho. Mientras que el derecho de épocas anteriores conocía todavía un
monopolio del empleo de la fuerza por parte de un Estado particular, el
moderno d.i. se caracteriza por el hecho de que el monopolio del empleo de la
fuerza está en la comunidad de Estados. Si se llega a la guerra, entran en
función entre los enemigos las normas del derecho de guerra, normas de un
orden de excepción, en lugar de las prescripciones del d.i. para la paz, que es
la ordenación normal. También las normas del derecho de guerra están
dominadas por el pensamiento de la protección del hombre particular: está
prohibido el uso de armas contra los indefensos, es decir, la población civil,
que no puede participar en la lucha, contra los heridos y los enfermos, que ya
no pueden luchar, y contra los prisioneros, que ya no quieren luchar. E1 d.i.
no conoce ninguna guerra en la que todo esté permitido. También en su
legítima defensa, el Estado está sometido a ciertas normas de conducta. Una
sanción esencialmente más fuerte que el temor al empleo de la fuerza justa
contra la fuerza injusta, es el miedo a la opinión pública del mundo, que
condena la lesión clara del dJ.: con frecuencia la sentencia de un órgano de la
comunidad de naciones no tiene otro sentido que el de movilizar esta opinión
pública del mundo.

Precisamente el carácter primario del d.i. lo acerca al --> derecho natural.


Puesto que las normas del d.i. sólo parcialmente están codificadas en pactos,
la línea de separación entre el derecho natural y el positivo dentro del d.i. no
se puede trazar con la misma nitidez que en el orden interno del Estado,
cuyas normas han recibido la forma de leyes escritas.

La relación entre derecho natural y d.i. ha determinado durante siglos la


doctrina del d.i. La teoría del d.i. comenzó con ciertas investigaciones de los
moralistas, especialmente sobre la guerra justa. Revisten particular
importancia en la historia de la doctrina del d.i. los teólogos españoles
Francisco de Vitoria y Francisco Suárez. Vitoria estudió el problema de las
conquistas españolas en el nuevo mundo desde el punto de vista de la ética y
del d.i. y Suárez ordenó el d.i. en el conjunto del sistema jurídico, cuyo origen
es Dios como primer y supremo legislador. Con Hugo Grocio empieza la
secularización de la teoría del d.i., la cual lleva lentamente desde una doctrina
del derecho natural fundamentada racionalmente hasta un positivismo hostil
al derecho natural, y acaba finalmente con una negación del d.i., por la razón
de que le falta la fuerza para imponerse, que es considerada como único
criterio del derecho. Sólo las experiencias de las dos guerras mundiales han
despertado de nuevo el pensamiento del derecho natural en el d.i., fenómeno
que se ha producido en el ámbito alemán (Verdross), en Francia (Ives de la
Briére, Lefur, Delos), en España (Truyol, entre otros) y en los países
anglosajones (Brown-Scott). Por otro lado, al hacerse universal la comunidad
de Estados y dividirse el mundo en dos bloques enemigos e ideológicamente
opuestos, se ha producido una crisis del d.i. en el sentido de que las
costumbres cristianas de occidente que constituían anteriormente su base, en
un mundo secularizado ya no pueden servir de fundamento a un d.i. de
alcance universal.

Friedrich August Freiherr von der Heydte

DERECHO NATURAL
I. Concepto

El d.n. se entiende aquí como ley moral natural, a diferencia de las leyes
físicas de la naturaleza, que actúan en ésta necesariamente para el orden de
la criatura irracional. De la ley física y biológica de la naturaleza se ocupan las
ciencias naturales. Esta ley no plantea exigencias a la libertad del hombre y
no posee, por tanto, carácter moral. En cambio, la ley moral natural (d.n. en
sentido lato) abarca todo el dominio de la moralidad en general. Se entiende
por tal aquel orden que el creador ha señalado al hombre como tarea para el
despliegue de su ser humano, orden que él ha de comprender por su razón y
respetar como base de su obrar libre. Como d.n. en sentido estricto se
entiende -por lo menos dentro del catolicismo- aquella parte de la ley moral
natural que se refiere al orden jurídico entre hombre y hombre, o entre
hombre y sociedad. Él describe aquel ámbito del deber moral que se fija en
normas jurídicas como mínimo de la conducta moral y que, en cuanto
derecho, puede también exigirse a la fuerza. Sin embargo, fuera del
catolicismo, el derecho no es considerado en todas partes como parte del
orden moral. De ahí que el concepto de d.n. se emplee en gran parte de
manera ambigua o en múltiples sentidos, aun cuando la función de la idea de
d.n. parezca estar clara. Se trata de describir la dignidad de la --> persona, el
derecho del hombre, y de hacerlo eficaz en su relación con los otros hombres
dentro de la sociedad. Ni en las declaraciones eclesiásticas ni en las
publicaciones teológicas se mantiene una distinción rigurosa entre ley natural
(d.n. en sentido lato) y d.n. en sentido estricto. Por eso también aquí
usaremos la noción de d.n. en sentido lato, como concepto más amplio. La
cuestión de la base del d.n., su cognoscibilidad y contenido, su validez general
y su mutabilidad, exige para una cumplida respuesta, esbozar antes una idea
del mundo, del hombre y de Dios.

II. Base ontológica

La doctrina acerca del d.n. se halla entre los contenidos firmes de la teología
moral católica. Como quiera que la revelación de la Sagrada Escritura no
basta por sí sola para fundar las normas éticas, es menester echar mano del
ser o de la naturaleza del hombre. El concepto clave de -> naturaleza abre el
camino de las prescripciones obligatorias para todos los hombres. El relato
cristiano de la creación ofrece el fundamento para ello; una concepción teísta
del mundo ve una estrecha referencia entre el Dios creador y todo lo creado.
En el fondo de todo lo creado hay un pensamiento de Dios, que el hombre ha
de respetar. En la verdad de las cosas creadas por Dios, en su naturaleza o
esencia encuentra el hombre primeramente la ley de su obrar moral. En este
sentido tiene validez el axioma filosófico: «Agere sequitur esse»; el deber se
funda en el ser. Esta proposición sólo enuncia por de pronto una estrecha
conexión entre el ser y el deber, entre ética y ontología; y también es válida
en el orden de la gracia, por cuanto todo don que Dios concede al hombre, se
torna tarea. El axioma: «Agere sequitur esse> indica que los postulados
morales no se le presentan al hombre en forma puramente forense, sino que
se derivan de su ser mismo, de su naturaleza esencial. Por eso, no hay que
ver en el d.n. una moral heterónoma, sino que él ha de ser entendido como
aquella estructura del orden moral que Dios ha señalado al hombre conforme
lo requiere la creación, imponiéndosela como fin para su propia realización.
Con ello, sin embargo, nada se dice sobre la validez general y la invariabilidad
de las normas naturales de conducta. Lo normativo para el comportamiento
moral del hombre no es ni la naturaleza del estado original ni la caída en el
pecado; es más bien aquel resto del hombre que, independientemente de
todo modo de existir histórico y de cualquier otro posible, permanece siempre
el mismo y constituye la base de todas las realizaciones históricas del hombre,
o sea, su «naturaleza metafísica>, es decir, aquello que en todo tiempo
pertenece al ser humano en general. Pero el caso es que una naturaleza así
entendida representa una abstracción; de hecho no ha existido nunca. Con
parejo concepto de naturaleza y por influencia de ideas estoicas se llegó, a
despecho de la historicidad del hombre, a una concepción estática y a una
absoluta inmutabilidad del d.n.

III. Cognoscibilidad

La conciencia de la mayoría de los pueblos alude, ya antes de toda reflexión, a


un d.n. que existe antes de toda legislación humana y que, por lo menos con
ciertos rasgos, aparece como cognoscible para el hombre. Si se quiere hacer
al hombre responsable de su obrar, no puede negársele en principio la
capacidad de este conocimiento moral. Sin embargo, le está vedado una
inteligencia adecuada y, además, él sólo puede captar la verdad bajo una
determinada perspectiva y en medio de una concreta situación histórica.
Jamás se aclarará con certidumbre suprema hasta qué profundidad pueda
llegar el conocimiento humano de las estructuras del ser, del orden de la
naturaleza propia del hombre.

La Iglesia ha resaltado más de una vez - en el concilio Vaticano i y en la


encíclica Humani generis (1950)- cómo el hombre, aun estando herido por el
pecado original, puede conocer los principios fundamentales del d.n., aunque
para ello sea moralmente necesaria la ayuda de la revelación (Dz 2305s,
2320ss). En cuanto el hombre es capaz de conocer, con independencia lógica
de la palabra divina revelada, las normas morales y jurídicas de conducta, la
doctrina del d.n. es una de aquellas bases sobre las que el cristiano puede
entablar diálogo acerca de cuestiones éticas con todos los hombres. La
historia de la civilización y la etnología atestiguan que todos los pueblos llegan
a cierta ordenación moral, aunque sus contenidos éticos no se identifiquen en
modo alguno. El fundamento ontológico y la cognoscibilidad del d.n. otorgan a
éste una validez universal y lo convierten en criterio de toda legislación.
Tampoco la economía cristiana de la salvación abolió el d.n., sino que lo
completó y sublimó. Además, una naturaleza pura, independiente de toda
gracia de Dios, no ha existido nunca.

IV. Contenido

Por medio de la razón buscará el hombre aquellos contenidos que sirven para
su propía realización, y rechazará aquellos que en principio se oponen a ella.
La razón no es autónoma en el conocimiento del d.n.; hay de todo punto
datos o hechos que el hombre debe necesariamente respetar. Ya sus
inclinaciones naturales le indican aproximadamente la dirección que debe
seguir en su conducta.

Aunque el AT funda la moralidad principalmente sobre la palabra de Dios y la


alianza de éste con Israel, y aun cuando allí los diez mandamientos como ley
de la alianza sólo tienen su sentido dentro de la historia sagrada y no en el
orden del d.n.; sin embargo, la tradición valora la segunda tabla del decálogo
como d.n. Lo son particularmente aquellos límites que no pueden traspasarse
sin violación de la dignidad del hombre, p. ej., la prohibición de matar. De la
conducta efectiva de los gentiles deduce Pablo que ellos tienen, por
naturaleza, ingénita la conciencia de la norma o ley, a base de la cual saben lo
que deben hacer. En opinión del apóstol, los gentiles conocen un fondo de
normas que, en su núcleo, pudiera identificarse con una parte del decálogo.

Muchas cosas que a lo largo del tiempo fueron vistas como orden natural
inalienable, se miran hoy como producto histórico, en ocasiones como forma
específicamente occidental de realizarse el hombre. Así, la sumisión de la
mujer al marido, tal como se pide en Ef 5, 24, ya no se considera hoy como
estructura fundamental, postulada por la naturaleza y aceptada por la
Escritura, de la relación entre marido y mujer, sino como una forma temporal
del patriarcado occidental. La personalidad del hombre, su vocación a
configurar el mundo y su sociabilidad son ciertamente postulados
fundamentales, que se fundan en la naturaleza del hombre y fueron siempre
evidentes para éste. ¿Hasta qué punto, sin embargo, tiene él capacidad de
disponer sobre la realidad no espiritual y sobre su propia «naturaleza», hasta
dónde llegan sus facultades y en qué medida éstas pueden dilatarse? Describir
eso es tema de cada tiempo. A la naturaleza del hombre pertenece también
su condición social. Mas, del mismo modo que la sociedad conoce una
evolución y una historia, así también el hombre. Por eso, el concreto obrar del
hombre no se define o determina sólo partiendo de una abstracta naturaleza
metafísica, sino también, a la vez, desde su naturaleza y situación actual, que
son producto del desarrollo histórico. Con ello cobra el d.n. una dimensión
referida a la situación; así se hace patente la necesaria relación de todo obrar
humano a lo presente.

V. Historicidad

Una concepción estática de la naturaleza es ajena a la idea de la existencia tal


como aparece en el AT y el NT. La Escritura relata la intervención de Dios en
la historia del hombre, atestigua una historia sagrada. Todas sus instrucciones
morales poseen una referencia concreta al hombre y ostentan el carácter de
una ética de situación. Aun cuando existan normas inmutables,
atemporalmente válidas, sin embargo, no se puede alegar la sagrada Escritura
como prueba de la invariabilidad del d.n. De ahí que éste deba ser visto
siempre en su referencia al hombre concreto. Cierto que pueden también
deducirse concretas estructuras fundamentales de la existencia humana; pero
un index de normas fijas de d.n. debería constantemente ponerse «en tela de
juicio» y someterse a revisión. Para el pensamiento neotestamentario la
historia es la verdadera dimensión del hombre, es su estructura interna. El ser
humano o la naturaleza propia del hombre es una tarea que ha de
aprehenderse y realizarse en el curso del tiempo. Por eso no sólo hay una
evolución (independiente de la libertad humana), sino también una historia de
la naturaleza humana, un --> progreso. Se dilatan las posibilidades de realizar
el ser humano, y con ello crecen, a par, su responsabilidad y riesgo. Este
desenvolvimiento no se realiza sólo en línea recta, como un proceso
automático. De acuerdo con el libre albedrío del hombre, se dan aquí también
de todo punto saltos, retrocesos y retrasos. El hombre no sólo tiene historia,
sino que es historia. El hombre lleva a cabo su propia realización sometiendo
precisamente la naturaleza y tomándola a su servicio, configurándola y
creando valores y fines. Esta tendencia a los fines apunta hacia una evolución
histórica dirigida de la conciencia moral; lleva por de pronto, como sentido y
fin, a una mayor viveza de conciencia, a una reflexión; mas con ello,
simultáneamente, a una mayor distancia y libertad respecto de la vinculación
a la naturaleza. En este despliegue de la --> libertad y de la responsabilidad y
moralidad que ella lleva anejas, el hombre aspira a una más fuerte
personalización y, a la vez, también a una más profunda socialización; estado
en el que no sería lícito violar la dignidad del individuo, pero, por razón del
bien común, el espacio de juego de la libertad experimentaría algunas
limitaciones.

El hombre entiende hoy día su tarea de configurar el mundo en el sentido de


que puede también cambiar su propia «naturaleza». De hecho, las
intervenciones en los procesos naturales se requieren en gran parte para la
existencia del hombre y por eso no tienen en absoluto carácter inmoral. Pero
es necesario que al hacerlas no se viole la dignidad del hombre. La
problemática actual resulta del fenómeno de la historia y del cambio histórico,
que conduce a una radical historicidad de la realidad entera; de lo que resulta
también una visión dinámica del d.n. Sin embargo, la historicidad en el
terreno de la ética no lleva a un relativismo ilimitado. A pesar de todos los
cambios y evoluciones, el hombre permanece a la postre el sujeto básico que
es capaz de historia y se hace histórico. Sigue siendo tema francamente
insoluble describir con más precisión el fondo efectivamente inmutable del ser
del hombre. Aun cuando algo se nos presenta empíricamente como dotado de
validez universal, como ingrediente de la naturaleza del hombre e inmutable,
con ello no se dice ya que pertenezca simplemente a ella. En todo caso, el
moralista tendrá que contentarse con este conocimiento necesitado siempre
de complemento. Su tarea es cabalmente seguir siempre preguntando y
esforzarse por dar fundamento profundo a sus normas.

La naturaleza abstracta o metafísica puesta como base para el conocimiento


del hombre, necesita, por ello, un complemento mediante aquellos factores
que determinan al hombre en su naturaleza histórica. junto a una naturaleza
llamada inmutable, hay también una naturaleza dinámica y variable, hay
numerosos estratos mudables de la persona humana, cuya importancia de
ningún modo es meramente accidental. Esos estratos constituyen más bien
configuraciones del hombre y de su evolución; el proceso de hominización no
está aún, ni mucho menos, concluido. Por eso, al fundamentar las normas, el
teólogo moralista tendrá que atender también al cambio histórico de la
sociedad humana y de la humanidad como tal. Él no puede decir hoy qué
tareas le incumbirán mañana en virtud del desarrollo ulterior de las
posibilidades que el hombre pone en acto desde su ser. Consecuentemente, el
fondo concreto del d.n. no contiene ya, en forma exhaustiva, todos los
postulados morales que atañen al hombre.

Sería una ilusión pensar que el hombre ha comprendido ya, de manera


exhaustiva, la naturaleza, esencia y estructura de su comportamiento
humano. La temporalidad, la limitación y la perspectiva variante del
conocimiento humano nos permite hablar de una historia del conocimiento de
la verdad. También el conocimiento del d.n. es un proceso histórico. Por eso,
dentro del d.n. pudiera hablarse de cambios desde un triple punto de vista:
por razón de un más profundo conocimiento, por cambios de la situación y por
variaciones en el hombre mismo. E1 progreso en el conocimiento conduce a
precisar o modificar las tesis morales vigentes. Con la historicidad van
también unidas la fragilidad y la perspectiva relativa en el conocimiento
humano de la verdad. También el conocimiento del d.n. comparte el destino
de lo provisorio. A par del desenvolvimiento epistemológico, la mutación de
las condiciones de vida trae consigo el cambio correspondiente de las
obligaciones morales del hombre. Exigencias condicionadas por el tiempo y la
civilización, a veces han sido consideradas con excesiva precipitación como
eternamente válidas. Se calificó de antinatural, de pecado contra la esencia de
la propiedad privada o del dinero, o contra la naturaleza de la mujer o contra
la esencia del matrimonio algo que, de hecho, sólo representaba una
obligación variable, condicionada por el tiempo. Por razón del cambio de las
condiciones de vida, se han modificado hoy día en gran parte las valoraciones
sobre la propiedad, el interés o la usura, la guerra justa, la justificación de la
pena de muerte, la sexualidad y el matrimonio.

Pero el cambio de más graves consecuencias se realiza en el hombre mismo.


A él están confiados la realización y el constante desenvolvimiento de su
propio ser. En la evolución y el desarrollo de la creación entera, pero sobre
todo en el cultivo de nuestro mundo, activamente planeado y configurado por
el hombre mismo, se lleva también a cabo un cambio de la realidad humana.
Del mismo modo que el individuo como sujeto permanece siempre el mismo
y, sin embargo, recibe especiales tareas como niño, joven, adulto o viejo; así
también, con la madurez de toda la sociedad humana, pudiera darse un
cambio de los deberes fundados en el ser del hombre. Si la historia es una de
las dimensiones del ser humano, también la naturaleza del hombre ha de
entenderse históricamente, y debe hablarse de una naturaleza humana que
cambia y es activamente mudable. Este cambio tiene que estar siempre al
servicio de una mayor realización del hombre (-> historia e historicidad).

VI. El derecho natural y la escatología

La idea que el hombre tiene ahora de la historia y la manera como la aplica al


d.n. ya no permiten deducir de una esencia previa, de la llamada naturaleza,
toda la evolución posterior. Por eso, el concepto de naturaleza necesita hoy de
cierta orientación al fin del hombre. Para una inteligencia teísta del mundo,
ahí va ya desde luego implícita una orientación a un fin que trasciende a este
mundo. En cuanto para el cristiano la historia es también historia sagrada; en
cuanto en Cristo se inauguró ya el -> reino de Dios, aunque no en su forma
consumada; no puede llevarse simplemente a cabo una estricta separación
entre -> naturaleza y gracia, y tampoco puede arrancarse de la realidad
histórica el fin sobrenatural. En consecuencia es la naturaleza humana en toda
su complejidad, con inclusión de los fines que se le señalan, la que determina
la deducción de normas morales. Por eso, el axioma: «El deber se funda en el
ser», incluye también la consideración del fin último del hombre, de cuya
trascendencia, sin embargo, el hombre sólo tiene un vago barrunto sin ayuda
de la revelación.

Muchas obligaciones positivas de orden «natural», como las exigencias del


amor, están marcadas por el fin hacia el que el hombre está en camino; y de
suyo ahí el hombre siempre queda por debajo de lo exigido. Mas, por otra
parte - y aquí radica la referencia de la ética al presente -, el «estrato óntico»
que se hace inmediatamente accesible en cada momento actual, constituye el
punto de partida para saber cuáles son las obligaciones que se desprenden de
nuestra situación y, por tanto, cuáles son las que en principio deberían
poderse cumplir por parte del individuo. La tensión entre los mandamientos
que pueden cumplirse en el presente y los que urgen la conquista de un fin
todavía inasequible, es una permanente nota característica de la vida
humana. Ahí se ve claro que el hombre está de camino hacia un fin y, por una
parte, es siempre deudor de Dios -cosa que subraya particularmente la ética
protestante -; mas, por otra, no sin ayuda de la gracia de Dios, puede cumplir
una parte de los imperativos éticos.

VII. Teología protestante y derecho natural

Los teólogos protestantes entienden por naturaleza la postura


fundamentalmente recta ante Dios, no desfigurada aún por el pecado. En
general rechazan con denuedo la doctrina católica sobre el d.n. La profunda
oposición entre protestantes y católicos acerca del d.n., se funda
principalmente en la doctrina protestante sobre la corrupción del hombre por
el pecado original y la incapacidad de ahí resultante para conocer y valorar.
Este escepticismo epistemológico (y axiológico) se presenta bajo forma más o
menos intensa en los distintos teólogos protestantes, desde una radical
negación de todo d.n. y de su conocimiento en H. Thielicke hasta una postura
positiva en P. Althaus, E. Brunner y D. Wendland. Sin embargo, el concepto
de d.n. queda en gran parte sustituido por otras expresiones -órdenes,
instituciones, etcétera-, con las que, de manera vacilante, se concede un
puesto a los valores permanentes del pensamiento jurídico. Ni siquiera la tesis
radical del total desorden existencial del mundo, que es base de la concepción
y teología de H. Thielicke, se mantiene con todas sus consecuencias, pues
también según él la razón tiene capacidad de distinguir entre objetivo y no
objetivo, entre verdadero y falso. Por eso, la afirmación de que la teología
protestante desconoce todo d.n., no puede mantenerse bajo esta formulación
genérica. La crítica al d.n. católico se dirige frecuentemente contra ciertas
posiciones unilaterales, que aún existen o ya han sido abandonadas
entretanto, contra falsas interpretaciones o contra una postura rígidamente
atemporal. La teología católica no debe pasar por alto el interés justificado
que late en esta crítica (-a ética, Iv).
VIII. El derecho natural y el magisterio de la Iglesia

La Iglesia se ha declarado siempre a favor del d.n. y ha afirmado


directamente su existencia, o sea, el hecho de que hay obligaciones morales
que se deducen de la naturaleza del hombre y que, por lo menos en sus
estructuras fundamentales, pueden ser conocidas por la razón humana. Ante
las numerosas declaraciones auténticas acerca de problemas del d.n., p. ej.,
en el terreno del control de la natalidad (cf. las encíclicas Casti connubii y
Humanae vitae), se pregunta con qué título la Iglesia puede formular
enunciados teológicamente obligatorios en el terreno del d.n. Una apelación a
la infalibilidad de las declaraciones eclesiásticas en materias de fe y
costumbres, desconoce que esa infalibilidad en sentido estricto ha de referirse
al depositum fidei. La Iglesia ha pretendido siempre -últimamente en la
encíclica Humanae vitae- pronunciar una palabra obligatoria en cuestiones de
moralidad natural. Sin embargo, contra ello se ha objetado (J. David) que la
Iglesia no puede hacer declaraciones doctrinales, obligatorias e infalibles
sobre contenidos de puro d.n., pues las proposiciones relativas a este punto,
más que bajo la potestad docente, caen bajo la potestad pastoral. Sin
embargo, la rigurosa separación que así se hace entre el terreno del
magisterio (mera doctrina sobre la verdad) y el oficio pastoral (gobierno y
educación), no es convincente. Habría además que preguntar si se da en
absoluto un orden moral «puramente natural», en que la Iglesia no tuviera
competencia alguna, siendo así que el hombre entero como tal está inserto en
el movimiento redentor. Exacto en estas tesis es ciertamente que, en
cuestiones no teológicas, la Iglesia está remitida al juicio de las ciencias
competentes, con las que habrá de discutir principalmente con argumentos de
razón, pues sobre ello no le fue concedida una revelación propia.
Consiguientemente, a causa de falsos presupuestos básicos, condicionados
por la época, las declaraciones doctrinales de la Iglesia pueden contener
conclusiones completamente erróneas. A este propósito, cabría aducir
ejemplos tomados de la historia de la moral matrimonial. En cuanto el hombre
entero está inserto en la economía de la salvación eterna, la Iglesia
justamente se siente llamada a pronunciar una palabra obligatoria también en
estas cuestiones que atañen al d.n., una palabra que no sólo quiere ser mera
instrucción pastoral, sino también una declaración doctrinal. Sin embargo, la
Iglesia tendrá que revisar la validez del concepto de naturaleza por ella
empleado, para ajustarlo a los nuevos conocimientos antropológicos. En el
pasado, el orden natural fue identificado en gran parte con el orden divino de
la creación; al hombre tocaba conocer su puesto en este orden universal y
aceptar y realizar por libre elección aquellos fines de la naturaleza que el resto
de la creación cumple instintivamente. Sin impugnar la validez de este
principio fundamental, el hombre actual toma, sin embargo, una postura
mucho más libre frente al orden natural. El hombre moderno se siente
autorizado, en la configuración del mundo, no sólo a aceptar pasivamente los
fines de la creación, sino también a imponer a ésta fines y sentidos
elaborados por él. Una configuración y manipulación rectamente entendida
entra de todo punto en sus facultades. Por eso, dentro de ciertos límites, el
hombre puede también intervenir en el curso de la naturaleza. Y,
verdaderamente, parece que este hecho todavía no ha sido tomado
suficientemente en consideración por las declaraciones doctrinales de la
Iglesia.
Actualmente, en la teología católica la idea del d.n. queda complementada e
incluso suplantada en medida creciente por una argumentación teológica de
índole social. Y a este respecto se pregunta por los contenidos sociales y
éticos del evangelio y por su dinámica en orden a cambiar la sociedad.

Johannes Gründel

DESESPERACIÓN
La d. como pecado consiste en el abandono de la esperanza existente o
posible. Es, por consiguiente, la negativa libre a una dependencia
conscientemente aceptada del hombre con relación al prójimo y a Dios; tal
negativa rechaza también la obligación implicada en esa dependencia de
buscar la perfección y en último término la -> salvación en armonía con Dios
y el prójimo. Los motivos para la desesperación pueden ser muy diversos, así,
p. ej., especialmente la desidia moral (acedia), que teme los esfuerzos del
perfeccionamiento por la imitación de Cristo y prefiere los bienes terrenos a la
unión con el prójimo y con Dios, también el defecto de confianza, por el que
se rehuye la vinculación a otra persona o la entrega a la voluntad de Dios
explícitamente conocida.

Para poder desesperarse en sentido moral (-> acto moral), el hombre debe
haber conocido que ha de poner su esperanza en Dios y en el prójimo, y al
mismo tiempo ha de estar en situación de rechazar aquel amor que le es
ofrecido por otros y que desde algún punto de vista considera despreciable
para él. Se requiere para ello que el hombre, unido por naturaleza a Dios y al
prójimo, esté al mismo tiempo en condiciones de distanciarse de esa unión
por el hecho de atribuirle un carácter meramente relativo.

De ahí se desprende que sólo es capaz de una desesperación pecaminosa


aquel que por lo menos está en condiciones de realizar uniones personales
que le permiten la percepción y aceptación del amor ofrecido como tal. Esto
presupone una experiencia suficiente de un amor otorgado. En este tipo de d.
se trata de una infracción potencial contra el -a amor y, con ello, de un
pecado venial. Pero de la desesperación en sentido pleno sólo es capaz aquel
que, no sólo no quiere tener nada dado, sino que al mismo tiempo tampoco
quiere dar nada, pues, a pesar de conocer su nulidad, quiere vivir
orgullosamente para sí solo y por eso no desea que se le haga donación de
ningún amor. Por tanto, esta d. constituye una infracción cualificada contra el
amor y es un pecado grave.

Semejante actitud es glorificada en la literatura contemporánea y en las


distintas formas del -> nihilismo, el cual, después de abandonar la fe,
desespera de la fuerza de la razón. Se podría hablar de un renacimiento de la
d, Ésta puede hallar su expresión en la eutanasia, el suicidio y el
pseudoheroísmo ante la -> muerte, e igualmente en la huida hacia los
placeres de la vida. Bajo la perspectiva religiosa, todo intento de alcanzar la
justificación mediante las obras es expresión de una desesperación
disimulada. Desde aquí puede comprenderse el que la -> ley en el plan
salvífico de Dios tenga como misión, o bien arrastrarnos a la desesperación, o
bien llevarnos a poner nuestra esperanza totalmente en Cristo. Lo mismo que
el -> pecado, nacido de la limitación de nuestra libertad, la d.
psicológicamente sólo puede comprenderse imperfectamente. En el fondo
todo pecado es d., pues consiste en rebelarse contra una dependencia en la
obra de nuestro perfeccionamiento, contra una dependencia conocida como
obligatoria, pero rechazada libremente. Toda resistencia contra la -> gracia
ofrecida es en lo más profundo un acto de d. Así, la teología escolástica ha
unido una y otra vez la d. a los pecados contra el Espíritu Santo.

Según esto no cabe hablar de d. en sentido moral cuando el amor ofrecido no


puede ser conocido como tal o cuando a un hombre le falta la fuerza de
voluntad para abrirse con esperanza a los otros y a Dios. Esta incapacidad con
frecuencia tiene causas psicopáticas; entonces la curación deberá buscarse
con ayuda de la psiquiatría y de la psicoterapia. Así no hay duda de que
bastantes casos de d. que se producen por distintas formas de melancolía, de
escrúpulos, de ideas fijas, de monomanías o de anomalías afectivas, d. que
reprime toda o casi toda la capacidad de contacto y que puede llevar al
suicidio, tienen una causa psicopática. Se distingue de estos casos aquella d.
que se basa en una incapacidad metafísica, debida al hecho de que la facultad
de conocimiento y la libertad personales se hallan poco desarrolladas, y en
consecuencia el individuo en cuestión no puede atenuar la natural actitud
negativa para con los demás, la cual proviene del destino personal y de los
malos tratos recibidos. Por eso la actitud desilusionada de los «desesperados»
no puede ser llamada desesperación en sentido moral; surge por el hecho de
que el hombre no ve en Dios y en el prójimo sino enemigos que están a su
acecho. Y esto tiene su raíz en que él, a causa del trato indigno de que ha sido
objeto, nunca ha experimentado el don beatificante del amor ofrecido u
otorgado, o bien en que no es capaz de reconocer la providencia bondadosa
de Dios en las inescrutables y duras disposiciones del destino.

Waldemar Molfrrski

DESMITIZACIÓN
I. El problema

Bultmann no es el primero que ha afirmado la existencia de mitos en el NT.


Sin embargo, es él quien ha centrado el problema teológico y exegético sobre
la idea de una necesaria d. Y precisamente en función de su propio proyecto,
el problema de la d. preocupa a numerosos teólogos y exegetas
contemporáneos.

La idea de la necesidad de cierta d. había aparecido en diversas ocasiones


dentro de las primeras obras de Bultmann. Sin embargo, el año 1941 él volvió
sobre la misma idea ofreciendo una exposición de conjunto bajo el título de
Nuevo Testamento y Mitología. Esta conferencia programática estaba llamada
a tener considerable resonancia. Las discusiones que suscitó no han
terminado todavía. El problema de la d. sigue siendo un problema de la mayor
actualidad.

La idea fundamental de Bultmann es la del abismo que separa a nuestro


mundo del mundo en que se concibió y expresó el NT. La «imagen del
mundo» a que se refiere el NT es una imagen mítica, mientras que aquella a
que nos referimos nosotros, explícita o implícitamente, es una imagen
científica. Según él, « es mítico el modo de representación en que lo que no
es de este mundo, lo divino, aparece como si fuera del mundo, como humano,
en que el más allá aparece como algo de aquí abajo, y la trascendencia de
Dios se concibe en forma de alejamiento espacial; es mito todo modo de
representación según el cual el culto se concibe como una acción que con
medios materiales comunica fuerzas inmateriales». El pensamiento moderno,
en cambio, marcado irreversiblemente por la ciencia, se caracteriza por el
principio de inmanencia, según el cual la razón de los fenómenos no se debe
buscar sino en los fenómenos mismos, sin que pueda haber la menor fisura en
su desarrollo.

A Bultmann le parece evidente que la imagen del mundo en el NT es mítica.


Ella evoca un universo estructurado en tres planos (cielo, tierra, infierno), que
por otra parte están en comunicación entre sí, siendo la tierra de los hombres
el teatro de influencias supra o infraterrestres, mucho más que una tierra
elaborada por la decisión y el trabajo de sus habitantes. Es también mítica la
historia del mundo que presenta a éste bajo el poder de Satán, del pecado, de
la muerte, y como si anduviera hacia su fin próximo en una catástrofe
universal, a través de «sufrimientos» extraordinarios, a los que finalmente
pondrá término la venida del juez celestial, trayendo la salvación o la
condenación. A la imagen mítica del mundo corresponde según Bultmann una
representación mítica del evento salvador, «que constituye el contenido propio
del mensaje neotestamentario», es decir, la venida a la tierra del Hijo
preexistente de Dios, que con su muerte opera la expiación de los pecados,
resucita, es elevado al cielo a la diestra de Dios...; y esta obra salvífica es
hecha presente para los hombres en forma igualmente mítica a través de los
sacramentos.

Así, según Bultmann, la d. debe ser radical. No puede consistir únicamente en


una operación de cribado, en la que se desechen unos elementos y se
conserven otros. Debe extenderse hasta el centro mismo del mensaje
neotestamentario. Más aún, en éste se impone con mayor urgencia, puesto
que precisamente al centro y corazón del NT es adonde nos importa llegar
para apropiarnos su fuerza.

Por lo demás, para Bultmann la exigencia de d. no surge solamente de la


necesidad de adaptarse a las exigencias del espíritu moderno. «Más bien,
dice, hay que preguntar sencillamente si el mensaje neotestamentario en
verdad no es otra cosa que mitología o, por el contrario, precisamente el
intento de comprenderlo en su auténtica intención que conduce a la
eliminación del mito.» En efecto, concluye Bultmann, el NT se propone algo
muy distinto de la transmisión de aquella imagen mítica del mundo, que él
tiene en común con los otros documentos de la época. Trata de comunicarnos,
no una imagen del mundo, sino una palabra viva de salvación; una palabra,
por tanto, que primero debe oírse realmente, para que luego pueda
transformar efectivamente nuestra existencia.

Así, el pensamiento de la d. en Bultmann no constituye sino el aspecto


negativo de una empresa que quiere ser esencialmente positiva y que está
presidida por la preocupación de la mayor fidelidad posible al NT mismo. Este
aspecto positivo queda expresado sobre el intento de la interpretación
existencial. ¿Pero cómo hemos de injuiciar el problema de la d. en general?
II. Aspectos inaceptables de la desmitización en Bultmann

Por diferentes razones no nos es posible aceptar el programa de la d., tal


como lo formula Bultmann.

Ante todo, parte de simplificaciones abusivas. Están en primer lugar las del
recuento de datos que se suponen míticos en el NT.

K. Barth, en el opúsculo que ha consagrado a Bultmann (Bultmann, ein


Versuch, ihn xu verstehen, p. 27), pregunta qué sentido pueda tener el medir,
como lo hace Bultmann en forma «caricaturesca», elementos tan diversos con
una misma vara, embutiéndolos todos en la categoría del «mito». P. ej., la
doctrina neotestamentaria de los sacramentos ¿deriva del mismo estilo de
pensar, plantea los mismos problemas que la representación del mundo en
tres planos? ¿Y es acaso tan desconcertante ver expresada la trascendencia
en forma espacial? Nosotros, que no podemos ya entrar en el universo mítico,
¿logramos eliminar todo vestigio espacial en nuestro pensamiento? Y nuestra
imagen del mundo ¿vuelve a hacerse mítica cuando hablamos de la
«elevación» de un pensamiento, de una vida, de un testimonio...?

Asimismo la oposición radical que Bultmann establece, o pretende descubrir,


entre la imagen del mundo de las primeras generaciones cristianas y la
nuestra, se debe con toda evidencia a una simplificación preñada de
consecuencias. Lévy-Brühl y su escuela habían creído poder establecer una
diferencia fundamental entre la mentalidad «prelógica» de los pueblos
primitivos y la mentalidad lógica de las sociedades civilizadas. Pero el mismo
Lévy-Brühl hubo de reconocer al fin de su vida que aquella oposición era una
falacia. En todo caso parece difícil admitir una real discontinuidad entre la
forma de pensar y de ver el mundo que tenían las generaciones apostólicas y
la que nosotros tenemos en la actualidad. La técnica de hace dos mil años
estaba ciertamente muy lejos de la que informa nuestras vidas de hombres
del siglo xx. Sin embargo, nuestro mundo técnico se hallaba ya prefigurado en
los primeros utensilios. Los pescadores de Tiberíades y los mercaderes del
templo no tenían una relación meramente mítica con el mundo. E
inversamente, las relaciones que el hombre moderno mantiene con el mismo
mundo, no son únicamente de orden científico y técnico. No hay más que
evocar el universo del arte o de la poesía. La -> psicología profunda
manifiesta también la función permanente de los mitos, cuyo hondo sentido
exploran por otra parte cada vez más los etnólogos. Desde este punto de vista
en Bultmann habla un racionalismo estrecho, ampliamente superado ya en
nuestros días.

Bultmann subraya el poder significativo de los mitos. Su sentido, puntualiza,


no consiste tanto en dar una «imagen del mundo», cuanto en expresar «la
manera cómo el hombre se comprende en su mundo». Sin embargo, a las
representaciones míticas sólo les reconoce un significado universal. Y así los
datos del NT, que él considera como «míticos», no le revelarán otra cosa que
la «importancia» de aquello de que nos habla el texto: el hecho de Cristo. Al
abismo, que él establece entre el mundo del NT y el nuestro, responde otro
abismo no menos profundo entre el significado (no mítico) de los datos
bíblicos y el modo (mítico) de expresión bajo el cual se nos presentan estos
datos.
¿No será prudente preguntar si el principio de estos abismos no se da en la
situación confesional de quien formula el proyecto de d.? Ese abismo que
Bultmann cree poder constatar entre el mundo del NT y el nuestro ¿no fue
abierto originariamente por un movimiento que consistió también en romper
con la realidad histórica de la Iglesia y con la continuidad de su tradición? ¿Y
no es esta «abstracción» del mundo y de la historia lo que se halla en la
ruptura establecida entre las representaciones concretas y su significado,
entre los pretendidos mitos y un --> kerygma que acaba por perder su
contenido?

La debilidad de Bultmann en su planteamiento del problema de la d. viene en


definitiva de que él no extiende la crítica hasta la situación a partir de la cual
emprende su investigación y saca sus conclusiones. Sin duda rechaza la idea
de hacer del hombre moderno la medida de todas las cosas. Sin embargo, a
partir de él o, más exactamente, de sus ilusiones racionalistas, define y critica
el mundo de pensamiento llamado mítico, en el que se mueven los hombres
del NT. Bultmann no ha sabido sacar partido de aquella crítica de lo
«moderno» que inició concretamente Nietzsche y que sigue desarrollándose
en una rama de la filosofía contemporánea. Desde este punto de vista, él no
ha hecho fructífera la enseñanza de M. Heidegger, al que, por lo demás,
invoca tan resueltamente. Para Heidegger, la era moderna se caracteriza
precisamente por el hecho de que ella ve el mundo condicionado siempre a la
época. Así, pues, hablar de «imagen mítica» del mundo sería partir de una
inteligencia radicalmente falsa del mito. Sería, por lo menos, considerarlo
desde el exterior y convertir la perspectiva muy estrecha del hombre moderno
en punto de vista absoluto.

III. Desmitización y teología católica

El problema de la d., si bien está ligado en parte con la situación confesional


de quien lo estudió tan a fondo, no puede menos de interesar también en
ciertos aspectos a la teología católica. i;sta puede hacer suya la preocupación
de Bultmann sólo en la medida en que se orienta a expresar lo más
adecuadamente posible y de la manera más perfecta los datos de la fe
contenidos en la Escritura. Desde este punto de vista se puede decir que toda
teología realiza lo que hay de auténtico en el proyecto de Bultmann.

Sin embargo, el término d, no es apropiado para designar este quehacer.


Podría en efecto hacer pensar que el NT nos pone en presencia de mitos
propiamente tales, siendo así que los rechaza formalmente (cf. 1 Tim 1, 4; 4,
7; 2 Tim 4, 4... ) y da testimonio de una historia real. En virtud de esta
vinculación esencial a la historia, que es propio no sólo del NT sino también
del AT, se debe caracterizar la revelación como proceso de d. (como lo hace
G. VON RAD, Theologie des A.T., 2 tomos, Mn 21962-1965). Lo que a lo sumo
se puede hallar en los escritos bíblicos son elementos representativos
procedentes de mitos, los cuales, sin embargo, están asumidos en un nuevo
contexto y en una nueva significación. El intento de reducir el problema
hermenéutico (--> hermenéutica, -> hermenéutica bíblica), a la cuestión de la
d., sería rebajarlo a un quehacer relativamente superficial. La búsqueda y la
determinación del sentido de la Escritura, que han atraído el trabajo de
generaciones y generaciones, constituyen un programa mucho más profundo.
¿Quiere esto decir que el problema suscitado por Bultmann no se relaciona
con ninguna dificultad particular y que los tiempos modernos, de los que él se
hace eco, no han planteado ninguna dificultad nueva a nuestra inteligencia
creyente del AT y del NT? Sería absurdo querer sostener que el sentido crítico
no se haya desarrollado considerablemente desde hace 2000 años, y que la
relación de los hombres del siglo xx con la Biblia siga siendo espontáneamente
la misma que la de los padres de la Iglesia o de los teólogos medievales. Que
puede producirse cierta tensión entre las afirmaciones tradicionales de la fe y
el trabajo propio de la crítica, lo muestra p. ej. la crisis modernista a
comienzos de nuestro siglo. Todavía en nuestros días se han subrayado más
de una vez las dificultades con que se tropieza para armonizar perfectamente
la evolución de la dogmática con los descubrimientos de la exégesis. Esto
quiere decir que se nos impone un esfuerzo, con frecuencia difícil, para poner
en consonancia nuestras exigencias críticas de hombres modernos y nuestra
inteligencia de la fe, que, sin embargo, hemos de conservar en su continuidad
con la generación apostólica.

René Marlé

DIABLO
1. Si por el término d. hemos de entender en algún sentido, que deberemos
precisar más exactamente, al principal de los demonios, es evidente que como
horizonte de una comprensión teológica del d. hay que tomar en
consideración todo lo dicho en los vocablos --> angelología, -> ángeles, ->
demonios.

2. En consecuencia también aquí hemos de sostener que: a) lo dicho sobre el


d. (prescindiendo ahora de su relación con los otros demonios) no puede ser
entendido como una mera personificación mitológica del mal en el mundo, o
sea, la existencia del diablo no puede discutirse; b) sin embargo, el d., igual
que los otros demonios, no puede concebirse a manera de un -> dualismo
absoluto como un rival autónomo de Dios, pues él es criatura absolutamente
finita, y su maldad está controlada por el poder, la libertad y la bondad del
Dios santo; y, por tanto, también con relación al d. tiene validez todo lo que la
teología dice sobre el mal, la culpa y su permisión por Dios con una intención
positiva, la negatividad del mal, la imposibilidad de un mal sustancial, el bien
particular como fin de la libertad mal usada; c) la doctrina sobre el d. (y sobre
los demonios en general) en la sagrada Escritura y en la revelación aparece
más bien como presupuesto natural de la experiencia humana. La revelación
acerca del hombre y su situación de perdición o de salvación asume esa
experiencia y la enmarca críticamente en la doctrina sobre la victoria de la
gracia de Dios en Cristo y la liberación del hombre de todas las < potestades y
virtudes».

3. Si está claro que la doctrina sobre los ángeles, los demonios y el d. es ante
todo una interpretación (y no una revelación directa) de la experiencia natural
en torno a diversas potestades y virtudes sobrenaturales; eso hace
comprensibles los datos de la historia de las religiones. Tal doctrina puede
estar y está ampliamente difundida; va penetrando lentamente desde fuera
(una vez interpretada y sometida a crítica) en la religión auténticamente
revelada; no siempre distingue claramente entre las buenas y las malas
«potestades y virtudes»; ora concede excesivo valor a esas potestades en
forma politeísta, ora las vuelve a reducir a la condición de meros ángeles o
demonios bajo el único Dios. La reflexión sobre una determinada jerarquía en
estas potestades y virtudes puede haber progresado más o menos; y esa
ordenación jerárquica puede igualmente menospreciar el pluralismo natural
del mundo espiritual y personal anterior al hombre, la contradicción interna
del reino del mal, y así identificar concretamente a los < demonios» con el
único d., o usar el término d. como fórmula colectiva para designar las
virtudes y potestades malas; en parte esas observaciones pueden hacerse
también en el AT y en el NT.

4. Ya de aquí se deduce que la doctrina acerca del d. propiamente tiene un


contenido muy simple, el cual nada posee en común con la mitología en
sentido propio. Ese contenido es el siguiente: la situación de perdición,
presupuesta y superada por la redención, no está constituida por la mera
libertad humana. Está también constituida por una libertad anterior y superior
al hombre, pero creada y finita. La oposición a Dios que en la situación de
perdición se insinúa como algo previo al hombre, es a su vez múltiple, o sea,
también el mal está dividido en sí mismo y constituye así la situación del
hombre. Pero esta escisión interna del mal en sí mismo, la cual es un
momento tanto de su poder como de su impotencia, no suprime, sin embargo,
la unidad del mundo, de su historia (incluso en el mal) de la situación de
perdición en su dirección concorde contra Dios. El mal sigue siendo algo así
como < un reino», una dominación. Y esto es lo significado cuando se habla
de un d. supremo, de un d. De ahí se des ende que sólo en un sentido muy in
erminado puede hablarse de un «plan ordenado» en medio del
desgarramiento del mal en el mundo o de un «jefe» de los demonios (y por el
mero hecho de que también la «jerarquía» de los ángeles buenos es muy
indeterminada, pues cada uno de ellos es un ser radicalmente singular).

5. Los LXX traducen el vocablo hebreo sátán (contradictor) por 8cá(ioaoq.


Esta palabra penetra después como término prestado en todos los idiomas
europeos. Los nombres atápoaos y Satán son primero términos de sentido
muy amplio y distinto; pero después su significación se reduce, y confluye en
un único sentido. Esto sucede concretamente por primera vez en la doctrina
sobre los demonios del judaísmo tardío. El d. es aquí el príncipe de los
ángeles, que con su corte apostató de Dios y fue expulsado del cielo.

6. El Nuevo Testamento presupone la doctrina general judía acerca de los


demonios y del diablo. En el NT aparecen las siguientes denominaciones
nuevas: «el maligno» (Mt 13, 19ss), «el enemigo» (cf. Lc 10, 19), « el
príncipe de este mundo» (Jn 12, 31ss), «el dios de este eón» (2 Cor 4, 4), «el
asesino desde el principio» y «el padre de la mentira» (Jn 8, 44). La antítesis
entre el d. y Cristo es nueva. La hostilidad del d. contra Dios alcanza su
culminante punto histórico en la pasión de Jesús (Lc 22, 3.31; Jn 13, 27; 1
Cor 2, 8), pero es allí precisamente donde él sufre su derrota definitiva (1 Cor
2, 8; Jn 12, 31; Ap 12, 7ss); y las expulsiones de demonios por parte de
Jesús eran el preludio de la victoriosa venida del reino de Dios en la persona
de Cristo. Esta antítesis prosigue en la historia de la Iglesia, hasta que el
diablo sea arrojado al infierno (Ap 20, 8.10).
7. Doctrina de la Iglesia. La mayor parte de las declaraciones del magisterio
sobre el diablo están hechas en conexión con los enunciados doctrinales sobre
los --> demonios y tienen el mismo contenido (creación buena, culpa propia,
condenación eterna: Dz 427ss, 211, DS 286, 325). Se atribuye al d. un cierto
poder sobre el hombre pecador y su muerte (Dz 428, 788, 793, 894); y se
afirma su derrota por la redención de Cristo (DS 291; Dz 711s, 894). Sin
embargo, la doctrina de la Iglesia rechaza también una excesiva acentuación
del influjo tentador del diablo sobre los pecados de los hombres (Dz 383; DS
2192; Dz 1261-1273, 1923). A este respecto se presupone implícitamente
que el d. es una especie de jefe de los demonios (--> posesión diabólica). El
concilio Vaticano ii se muestra muy reservado en sus afirmaciones sobre el d.,
pero no deja de decir algo sobre él. El Hijo de Dios nos ha liberado de la
esclavitud del d. (Decreto sobre la liturgia, n .o 6; Decreto sobre las misiones,
n -Os 3 y 9). «El maligno» ciertamente ha seducido al hombre para pecar,
pero su poder ha quedado roto por la muerte y la resurrección de Cristo.

8. La teología especulativa deberá reflexionar sobre el hecho de que la


pluralidad de potestades y virtudes, ya en virtud del sentido recibido en su
creación, no puede prescindir de un cierto orden y rango jerárquico en la
unidad del mundo (cf. Mc 3, 24); ese orden no queda eliminado por la culpa,
pues no puede haber un pecado con poderío absoluto que suprima
simplemente la esencia y la unidad. Desde aquí hay que elaborar la idea de un
«jefe» de los demonios (Mc 3, 22), llamado d., como representante de todas
las potestades y virtudes, sin que sea posible individuar al d. frente a los otros
demonios (cf. p. ej., Dz 242-243). Precisamente con relación al d. como
cabeza de los demonios debe rechazarse en la piedad cristiana la idea de un
rival de Dios en la historia con igual rango al suyo (--> Anticristo). También el
d. es una criatura, que debe necesariamente conservar una esencial bondad
creada y realizarla naturalmente para poder ser malo (natura eius opt/icium
Dei est: DS 286; Dz 237s, 242, 457).

9. No hay ningún fundamento para que en la predicación actual la doctrina


sobre el d. se ponga en primer plano dentro de la «jerarquía de verdades»,
como a veces sucedía (p. ej., todavía en Lutero) en tiempos pasados. Y esto,
no porque no haya ninguna afirmación permanente de fe sobre el d., sino
porque el significado que lo enunciado acerca de él tiene para la concreta
realización de la existencia cristiana, puede decirse en su contenido esencial
sin una doctrina explícita acerca del d., que de suyo es bastante inaccesible a
los hombres de hoy. De hecho, en los grandes símbolos de fe no se habla del
d. Sobre todo, para describir al d., no se debe echar mano del arsenal
tradicional de representaciones populares acerca de él (distinciones de clases
de demonios, de sus funciones, nombres propios de algunos demonios, etc.).
Sin duda los exorcismos en el bautismo y en toda la liturgia nueva recibirán
una configuración más sobria. Para la apologética en favor de la doctrina
realmente dogmática acerca del d., actualmente es poco eficaz la
argumentación por los fenómenos espiritistas o por la --> posesión diabólica
en general, pues a ambas cosas topan con el escepticismo de hombres
guiados por el empirismo exacto de las ciencias naturales.

10. Cuando sea necesaria una explicación y una apologética de la doctrina de


la Iglesia acerca del d. (en la exposición del NT, de textos litúrgicos, etc.), al
hombre actual ante todo se le debe llamar la atención sobre el monstruoso
poder «sobrehumano» del mal en la historia. Ese poder queda fundamentado
y protegido contra una visión trivial del mismo por la doctrina de las
«potestades y virtudes». Aquí no se puede olvidar ni discutir que en esa
fundamentación no es posible (ni hace falta que lo sea) distinguir con plena
claridad entre aquello que constituye una mera « proyección» por obra de
nuestras representaciones de la experiencia del mal en la historia, de un lado,
y el contenido de lo que « en sí» se afirma acerca de dichas potestades y
virtudes de índole substancial, creada y personal, de otro lado; pero,
naturalmente, ese «en sí» no debe negarse al intentar esclarecerlos. También
puede ser muy valioso para la inteligencia de dicha doctrina el resaltar cómo
tales potestades y virtudes, en armonía con su esencia -que sigue siendo
buena -, ejercen siempre y constantemente una función positiva (actus
naturalis) en el mundo; con lo cual se elimina la objeción de por qué Dios no
arroja totalmente de su creación las escorias de la historia personal del
espíritu. La libre y escatológica negativa a que la realización natural de la
propia esencia se abra al misterio de la libre comunicación de Dios en la grac'
no suprime esa realización natural de la es ci omo un momento
permanentemente válido en el mundo.

Karl Rahner

DIACONADO
Dentro de la estructura visible de la --> Iglesia, el d. ocupa el grado inferior
de la -> jerarquía de derecho divino y lleva consigo el ejercicio de una función
ministerial específica. Aparece ya en las primeras páginas de la historia de la
Iglesia. El uso preciso de la palabra griega diakonos en el Nuevo Testamento,
para caracterizar este oficio eclesial, demuestra un sentido especial y una
mística peculiar: la del servicio. En efecto, la palabra diakonos, en el Nuevo
Testamento, envuelve siempre el sentido de servidor o ministro.

Partiendo del libro de los Hechos de los Apóstoles y de las cartas de Pablo, así
como de los documentos más antiguos de la tradición cristiana, es posible
trazar la configuración propia del oficio diaconal. En Act 6, 1-6, aunque el
autor sagrado no utilice la palabra misma diakonoi, sin embargo éstos
aparecen allí como instituidos mediante la imposición de las manos y como
administradores de los bienes de la comunidad helenista, de una manera
estable y permanente. En Act 6, 10; 8, 5; 8, 35; etcétera, los diakonoi son
evangelizadores de la ->palabra de Dios y administradores del -->bautismo.
En la liturgia de Justino están encargados de distribuir la ->eucaristía a los
presentes en el sacrificio y también a los ausentes (Apol. >-, 65). Pablo los
menciona como constituyentes de un grado jerárquico en la Iglesia (Flp. 1, 1)
y exige de ellos aquellas cualidades personales, que aseguren una verdadera
autoridad en el servicio de la fe, mediante una conducta moral pura e íntegra
(1 Tim 3, 8-12). A través de los escritos de la tradición, queda confirmada la
triple orientación del ministerio o servicio diaconal: litúrgica, magisterial y
caritativa.

Por otra parte, la tradición misma ha resaltado constantemente la inserción de


los diáconos en el ministerio de la Iglesia, al lado de los -> obispos. Ignacio
mártir los llama «consejeros suyos» (Phld 4; Sm 12, 2); afirma que tienen
«encomendado el ministerio de Jesucristo» (Eph 6, 1) y que « no son
ministros de comidas y bebidas, sino servidores de la Iglesia de Dios» y
«ministros de los misterios de Jesucristo» (Trall 2, 3); por esto deben ser
reverenciados «como el mandamiento de Dios» (Sin 8, 1). Policarpo los llama
«ministros de Dios y de Cristo y no de los hombres» (Poly 5, 2). Cipriano
afirma que fueron constituidos por los apóstoles «como ministros de su
episcopado y de su Iglesia» (Ep 3); de aquí que tengan encomendada «la
diaconía de la sagrada administración» (Ep 52). La Traditio apostolica afirma
que «no se ordenan para el sacerdocio, sino para el ministerio del obispo,
para que hagan aquellas cosas que él mandare (n .o 9). Y la Didascalia de los
apóstoles dice que los diáconos deben ser el oído, la boca, el corazón y el
alma del obispo (1. ii, 26, 3-7); por esto han de parecerse a él, aunque sean
«más activos», para llegar a ser «realizadores de la verdad, llenos del ejemplo
de Cristo» (1. iii, 13, 1-6). Hoy el Pontifical Romano precisa que los diáconos
son elegidos «para el ministerio de la Iglesia de Dios», siendo sus funciones
«servir al altar, bautizar y predicar»; de ahí que sean llamados «coministros y
cooperadores del cuerpo y la sangre del Señor».

Si se tiene en cuenta que la eucaristía es el misterio central de la Iglesia y que


el altar es el punto de partida de todo ministerio eclesial, puede afirmarse que
el diaconado, como grado jerárquico y según el pensamiento constante de la
tradición, se halla en la mitad de camino entre el sacerdocio oferente de los
fieles y el sacerdocio santificador de los obispos y los presbíteros. El
diaconado es, por esto, «el orden eclesial por excelencia, instituido por los
apóstoles en nombre de Dios y de Cristo, cuyos plenipotenciarios eran ellos,
para animar, organizar y poner en obra la función del pueblo sacerdotal, a
saber: la presentación de sí mismo y de sus bienes en ofrenda a Dios»
(Colson). Por otra parte, esto explica que la tradición haya visto en los
obispos, presbíteros y diáconos el todo unitario de la jerarquía de derecho
divino que, con las funciones correspondientes a cada rango, guía la
comunidad que se reúne alrededor de la eucaristía y se alimenta de ella. En
consonancia con lo cual la tradición ha afirmado el carácter sacramental de la
ordenación de diáconos y ha exigido esencialmente el mismo grado de
santidad a todos los miembros de la jerarquía. Y dentro de esta perspectiva, a
partir del siglo iv la legislación de la Iglesia latina ha impuesto siempre el ->
celibato a obispos, presbíteros y diáconos, mostrando en ello una línea firme a
través de la historia.

En la actualidad, la disciplina de la Iglesia oriental y la de la Iglesia latina


difieren notablemente. En la primera, el d. se ha conservado como un grado
estable e independiente, tanto en el ministerio cultual como en la vida
monástica; no así en la segunda, donde el obispo sólo puede conferir las
órdenes a aquellos que tengan el propósito de ascender hasta el presbiterado
(CIC, can. 973), y todos los clérigos que han recibido órdenes mayores están
obligados a guardar castidad (can. 132).

El concilio Vaticano ii ha servido de ocasión para que se tratara a fondo la


oportunidad de la renovación del d. en la Iglesia latina, como grado estable.
De hecho, esta misma cuestión fue planteada ya en el concilio de Trento de
una manera más genérica, al tratar los padres sobre la restauración de todas
las órdenes inferiore al presbiterado. Después de un proyecto de redacción, en
el cual los oficios de las distintas órdenes eran acomodados a las necesidades
de la época y que no llegó a ser discutido, el concilio mandó que en adelante
«no se ejercieran los ministerios sino por personas constituidas en las
órdenes» correspondientes, aduciendo estas razones: «con el fin de que se
restablezca el uso de las funciones de las santas órdenes», según el uso, de la
Iglesia primitiva, y «con el fin de que los herejes no las desacrediten como
superfluas» (ses. xxIII, can. 17 de ref.). No obstante, el decreto tridentino, a
pesar de tener unos objetivos muy limitados, no pasó a la práctica y resultó
enteramente inútil.

El problema planteado hoy, con motivo de la restauración de los diáconos, ha


dado lugar a no pocas reflexiones doctrinales. Una de ellas es, p. ej., que la
ordenación diaconal confiere el ejercicio de unos oficios determinados, pero no
unos poderes esencialmente superiores a los que da el bautismo. Más todavía,
apenas es posible nombrar una función diaconal que la Iglesia no pueda
otorgar también mediante una capacitación extrasacramental. Lo mismo cabe
decir con relación a la gracia dada en la ordenación diaconal: como
consecuencia de la posibilidad de conferir las funciones diaconales fuera del
sacramento, ha de admitirse la existencia de una ayuda sobrenatural del
Espíritu Santo, que es proporcionada a tales funciones y se concede fuera del
sacramento. De hecho, las funciones litúrgicas surgidas recientemente con
motivo de la renovación de la -> liturgia, p. ej., lectores, comentadores,
directores de la plegaria, etc., así como el apostolado o el ministerio de la
palabra, son ejercidos por los seglares sin necesidad de ninguna ordenación
propia del estado clerical.

Por otra parte, las funciones de diversa índole que la tradición asignó siempre
al d., llevan a la convicción de que se trata de un ministerio múltiple dentro de
la unidad fundamental del servicio del pueblo sacerdotal. De aquí que el
verdadero planteamiento de la renovación del d. no esté precisamente en
discutir la oportunidad de una mediación entre el pueblo y los presbíteros,
sino en el desarrollo y en la organización de esta mediación. Por esto, nadie
puede excluir la posibilidad de diversas expresiones y distintas formas de un
mismo d. estable, según sea el oficio o ministerio que más sobresalga. En
realidad, la existencia de la ley general del orden sacramental de la gracia,
según la cual se requiere el rito para la comunicación de la gracia por, él
significada, es el argumento teológico ma~s profundo en orden a la
restauración del d. como grado estable en la Iglesia latina.

Las reflexiones doctrinales no terminan aquí. Son especialmente difíciles las


que se refieren a las relaciones entre las funciones diaconales y las
actividades de los seglares en la Iglesia. Tampoco carecen de dificultad las
referentes a los oficios de los diáconos en relación con el ministerio
sacerdotal.

La Constitución dogmática sobre la Iglesia, promulgada por el concilio


Vaticano 11, ha reafirmado las características fundamentales del d. en
conformidad con los datos de la tradición. En efecto, según ella, los diáconos
constituyen el grado inferior de la jerarquía, reciben la imposición de las
manos y son confortados con la gracia sacramental; se ordenan, no para ser
sacerdotes, sino para el servicio del pueblo en unión con el obispo y el
presbiterio; y ejercen el triple ministerio fundamental de la liturgia, de la
palabra y de la caridad.
Desde el punto de vista disciplinar, el concilio ha dado un paso adelante
ampliando notablemente los oficios litúrgicos propios de los diáconos en la
Iglesia latina, en comparación con las actuales disposiciones del CIC (cf. can.
741, 845 5 2, 1147 5 4 y 1274 5 2); pero su ejercicio está subordinado al
juicio de la autoridad competente. Son importantes, p. ej., la potestad de
conservar la eucaristía, de asistir y bendecir a los matrimonios, de presidir el
culto y la oración de los fieles, de administrar los sacramentales y de presidir
los ritos de funerales y sepelios.

El hecho de que en principio es posible restaurar el d., como grado propio y


permanente en la jerarquía de la Iglesia latina, ha sido solemnemente
proclamado por el Concilio. Su realización dependerá de las conferencias
episcopales, con la consiguiente sanción del sumo pontífice. Sin embargo, la
motivación de dicho principio es exclusivamente práctica; el documento
conciliar «tiene en cuenta que, según la disciplina actualmente vigente en la
Iglesia latina, en muchas regiones no hay quien fácilmente desempeñe estas
funciones tan necesarias para la vida de la Iglesia». Por otra parte, la ley del
celibato, aunque permaneciendo fundamentalmente obligatoria para los
jóvenes que aspiren al d., admite una notable excepción: la ordenación podrá
conferirse, con el consentimiento del romano pontífice, «a hombres de edad
madura, aunque estén casados».

El d. en la Iglesia latina, a partir del concilio Vaticano 11, tiene las puertas
abiertas a un futuro esplendoroso. No obstante, continúa siendo un problema
muy-complejo, que exigirá mucho tiempo y no pocas experiencias, antes de
llegar a la madurez requerida para convertirse en una definitiva institución
jurídica.

Narciso Jubany

DIALÉCTICA
MÉTODO COGNOSCITIVO

El origen de la palabra, que viene de dialegueszai (conversar, contradecir),


alude al ámbito fundamental del logos (- espíritu).

1. La historia del pensamiento acerca de la d, empieza con la cuestión de


Heráclito «acerca de cómo lo que difiere puede estar en concordancia ...>>
(fragmento 51). El espíritu lleva en sí su ley fundamental de la unidad en
medio de la tensión dentro de toda realidad empírica con polos opuestos. Las
paradojas de Zenón hacen hincapié, como Parménides, en la oposición
intelectual, sin mediación posible, entre el ser y el no ser: prototipo de una
dialéctica de mera negación. A su vez los sofistas ponen en juego la
contradicción de nuestra experiencia inmediata con la validez universal de las
normas espirituales. Tiende a salvarlas Sócrates, con su refutación dialogística
. de opiniones evidentes en los diálogos de Platón. Para Platón (Rep. vi 511) la
d. es la capacidad de comprender el mundo suprasensible de las ideas
puramente por sí mismo en el ascenso y descenso de sus grados de
mediación. Aunque Aristóteles caracterizó la d. como la argumentación por
meras razones de probabilidad (y también como la facultad para investigar lo
opuesto: 1004 b 25, 1078 b 25 ss), sin embargo, él puso una d. real como
base de su doctrina sobre el -> acto y la potencia, donde se reflexiona acerca
de la movilidad de lo empírico mismo. Para el estoicismo la d. es el arte de la
dicción y .de la réplica; para el neoplatonismo, por lo contrario, es la
contemplación del cosmos en su proceso de devenir. Tampoco en la tradición
posterior (escolástica, mística, Nicolás de Cusa) reviste importancia alguna el
uso del término en el ámbito de la lógica; ofrece allí mayor interés la
confirmación especulativa de estructuras dialécticas de pensamiento, de
origen platónico y aristotélico, a las cuales abrió nuevas posibilidades de
aplicación la doctrina cristiana de la Trinidad y de la encarnación. En Kant la d.
es otra vez la lógica de la apariencia, en la cual cae la razón humana cuando
abandona el terreno de la experiencia. En Fichte y Hegel, la d. es la lógica del
ser, el logos interno de toda realidad.

2. Hegel esquematiza ocasionalmente (Enciclopedia §§ 79-82) el movimiento


dialéctico del pensamiento según estos tres momentos: a) el abstracto o
racional, el cual delimita entre sí conceptos fijos; b) el intelectivo con matiz
negativo, que suprime estos conceptos y los hace pasar a su contrario; c) el
intelectivo con matiz positivo, que comprende «la unidad de las
determinaciones en medio de su oposición». Hegel no habla de tesis-antítesis-
síntesis, sino del en sí en su universalidad e inmediatez, el cual se hace por sí,
se m ifiesta, se aísla en cuanto se contrapone al otro, y de esa manera
conduce al en y para sí, que se concilia consigo mismo en el otro como
singularidad (individualidad) perfecta e «inmediatez mediada». La dialéctica
transforma (hebt auf) la posición inicial en la (transitoria) posición final según
el triple sentido del término aufbeben: suprimir, conservar, elevar. El poder
antitético de la negación conduce, como negación de la negación, a la síntesis
con el principio. El resultado es el proceso mismo. «Lo verdadero es el todo»
(Obras vi [1839] 16). La d. es el camino del espíritu, cuya salida hacia el
mundo es la entrada en su propia profundidad y plenitud: «salida inmanente>
(Obras vi [1839] 152). Este movimiento es al mismo tiempo la acción del
devenir y la ley óntica del todo. Ese devenir se extiende desde el ser general e
inmediato, como principio de la lógica, hasta el espíritu absoluto, que se
conoce como espíritu en todas las cosas, el cual «suprime y asume» incluso
los misterios de la fe cristiana. La dinámica del movimiento es la discrepancia
entre esta meta y las formas todavía inadecuadas del mundo, que como tales
son impulsadas a superarse, hasta que el espíritu sea plenamente él mismo
en el todo del saber, en el «círculo de los círculos» (Obras v [1834] 351).

3. Entre las críticas, la marxista pretende la mala inversión de la d. que de la


cabeza -las ideas o el espíritu- debe pasar a los pies, las circunstancias
materiales de la producción. El círculo de la universal identidad del espíritu, la
cual tiende a la adaptación a los hechos, debe estallar en virtud de la nueva
negación revolucionaria, sobre la base de la inalienable no identidad de la
materia (cf. TH. W. ADoRNo, Negative Dialektik, F 1966). Kierkegaard
(Migajas filosóficas, 1844), frente al entrelazamiento de Dios y el hombre por
el conocimiento dialéctico, proclamó el carácter singular de la -apersona, la ->
decisión del momento, el escándalo de lo histórico, el salto de la fe. La
«teología dialéctica» se obstinó en la más ruda oposición entre Dios y el
mundo; toda mediación es lo anticristiano. La dialogística (F. Ebner, M. Buber)
quiere disolver el apriorístico pensamiento sistemático en el campo abierto de
la experiencia interpersonal.
4. Ninguna crítica puede rechazar desde fuera la d. de Hegel; tampoco se
puede separar superficialmente la d. como método válido de la d. como
sistema recu . En cambio es posible mostrar algunas líneas acerca de cómo la
d. cognoscitiva de Hegel, traspuesta y a la vez modificada, debe recibirse en
una abierta d. de la -> libertad. No la materia, sino la realidad del querer libre
es lo otro frente al espíritu que conoce y el presupuesto del movimiento
dialéctico. También según Hegel, al principio del verdadero saber está la
decisión de alcanzarlo. Pero la libertad, en su inmediatez, jamás es
«devorada» por la mediación; más bien la libertad perdura allí como su
soporte. En virtud de la ley específica del querer, que realiza «en» el objeto la
identidad entre sujeto y objeto, propia del espíritu, se hace posible como un
movimiento inalienable la afirmación del otro en cuanto tal y con ello, en
oposición a la necesidad ideal o esencial y a la unidad de todo en un sistema
meramente cognoscitivo, se hacen también posibles: la realidad consistente
en sí de lo finito, en medio de su multiplicidad y distinción; el sentido
permanente de lo individual; la historicidad libre; la esperanza de lo nuevo y
la acción esperanzada en una comunidad creadora. Aquí se pueden acreditar
en todo su poder los rasgos constructivos del pensamiento hegeliano: la
densidad empírica, la inquieta tendencia a lo concreto, la fluidez entre las
aparentes contradicciones, el descubrimiento de las estructuras espirituales de
todo ente, el sentido esclarecedor con que contradice al carácter
contradictorio de las cosas. La realidad de la libertad humana presupuesta por
la d. se experimenta a sí misma en su posibilidad de degeneración como
puesta por una libertad originaria, como afirmada en el sí a sí misma, como
una libertad «liberada».

5. Esto posibilita una mirada a la importancia teológica de una d. abierta. La


metafísica de la --> creación señala esta ley estructural: «Cuanto un ser está
más cerca de Dios... tanto más determinado se halla naturalmente a la propia
realización» (TOMÁS DE AQuiNo, De ver. 22, 4). Dependencia y libertad no
están aquí en proporción inversa, sino en una armónica correspondencia
dialéctica. La instauración insuperable del ser humano en su perfección
esencial se produce en la unión personal del Logos divino con la naturaleza
humana en jesucristo. De ahí brota una comunidad terrena y eterna del
Christus totus caput et membra (Agustín) en el espíritu de unidad del Padre y
del Hijo, la cual se llama gracia (ad intra) e Iglesia (ad extra). También en
esta extensión de la unión de Dios y hombre en Cristo por encima del espacio
y del tiempo, «la gracia presupone la naturaleza» (en el sentido de que la
«pone antes») «y la perfecciona». En el acto creador y encarnador de la
unión, que da la gracia y funda la Iglesia, libera al hombre y lo hace cada vez
más libre, se muestra y opera la Trinidad «inmanente» de Padre, Hijo y
Espíritu Santo, la cual es el modelo originario de la relación personal del
espíritu, de la estructura alterna y, con ello, de la d. Asimismo el acontecer
originario de Cristo es la fuente de todos los ulteriores y necesarios rasgos
dialécticos de la - fe y la vida cristiana (--> fe y ciencia, -> filosofía y teología,
historia y revelación, religión y evangelio, sacramento y palabra, amor a Dios
y amor al prójimo... ). Todo esto se halla infinitamente profundizado en la
relación entre pecado y redención (cf. Rom 5, 20s) en la cruz de jesucristo: el
viernes santo más real y de ningún modo meramente «especulativo» (cf.
HEGEL) Obras r [1832] 157 ).

Walter Kern
DIALÉCTICA
TEOLOGIA DIALÉCTICA

Por tal. se entiende un movimiento intelectual surgido dentro de la teología


protestante después de la primera guerra mundial, el cual ocupó entonces en
las discusiones teológicas y filosóficas el mismo lugar que después de la
segunda guerra mundial ocupa el przoblema de la - desmitización. Sus
principales representantes fueron K. Barth, E. Thurneysen, E. Brunner, F.
Gogarten y R. Bultmann.

I. Punto de partida de la teología dialéctica

La orientación común de estos teólogos se manifestó por primera vez en el


año 19211922. En este año aparecieron: Die refgiáse Entscheidung, de
GOGARTEN; Erlebnis, Erkenntnis und Glaube, de BRUNNER; Dostoievski, de
THURNEYSEN; y la segunda edición de Rdmerbrief, de BARTH, que Bultmann
acogió favorablemente. Durante el otoño de 1922, Barth, Gogarten y
Thurneysen, con G. Merz como director, fundaron la revista «Zwischen den
Zeiten», que sería el órgano de su trabajo común y en la que también
colaboraban Brunner y Bultmann. A] círculo así formado un espectador le dio,
este mismo año, el nombre de tal. Pronto se vio que el título no respondía a
una unidad constante.

La tal. fue el primer estadio de una teología de la palabra de Dios, que a su


vez ha desarrollado diversas formas. Lo que caracterizó el movimiento en su
punto de partida fue la reacción enérgica de sus promotores contra la teología
liberal, que inicialmente habían aceptado. Movidos por las exigencias de la
función pastoral y por la crisis espiritual de la guerra, estos teólogos buscaron
un nuevo fundamento en Blumhardt, Kutter, Kierkegaard, Overbeck,
Dostoievski, etc. Veían cómo la tradicional teología protestante, que estaba
centrada en la religión o la piedad y estudiaba sus manifestaciones en la
psicología y la historia humana, hablaba' del hombre, aun cuando pretendía
hablar de,' Dios. Por eso, los iniciadores del nuevo movimiento acentuaron
con insistencia la trascendencia de Dios frente a todo conocimiento y obra del
hombre, incluida la religión, así como la soberanía de la revelación divina en
jesucristo y la autoridad de la Biblia. Resaltaron igualmente que el hombre, el
cual permanece pecador aun siendo creyente, siempre se halla ante Dios con
las manos vacías. Así se daban la mano con el pensamiento de los
reformadores, sin volver, no obstante, a la ortodoxia protestante.

La segunda edición del comentario de Barth a la carta a los Romanos es


universalmente considerada como la expresión más vigorosa y radical de la
tal. Debemos, pues, estudiarla en primer lugar, y en relación con ella veremos
el resto de dicho movimiento.

II. La dialéctica en Barth

La dialéctica surge por una negación. Ésta se presenta en la carta a los


Romanos (R) como negación crítica. En la muerte y resurrección de Jesús,
Dios mismo niega al hombre. Allí aparece que sólo hay relación con Dios en la
medida en que él suprime dialécticamente al hombre: al juzgarnos, Dios nos
otorga su gracia; en el no de su cólera, oímos el sí de su misericordia. Toda la
existencia humana, incluso la religión, está sometida a este no divino. « El
verdadero Dios es el origen (incomparable con ningún objeto) de la crisis de
todo lo que se halla en el mundo de los objetos; es el juez, el no ser del
mundo» (R. 57). Esta negación crítica establece distancia. Una «línea de
muerte» separa a Dios y al hombre, el tiempo y la eternidad; es lo que
Kierkegaard llamaba diferencia cualitativamente infinita. Dios no puede
hallarse ni en la experiencia ni en una dimensión histórica. Él se revela en
Jesucristo precisamente como el totalmente otro, como el Dios desconocido.
La noción calvinista de la maiestas Dei informa aquí lo que Barth toma de R.
Otto o de la filosofía de la religión inspirada en el neokantismo. Aun en la más
alta comunión entre Dios y el hombre, Dios sigue siendo Dios y el hombre
polvo y ceniza. Su encuentro sólo tiene lugar en el milagro y en la paradoja de
la fe.

Pero la cruz de Cristo tiende un puente sobre la distancia entre Dios y el


hombre, a par que la ahonda. La «negación crítica» tiene carácter dialéctico,
es decir, una afirmación y el retorno a una unidad última (R 90-91). «En
Jesucristo Dios es conocido como el desconocido» (R 88). «Él, en cuanto no
ser de todas las cosas, constituye su verdadero ser» (R 52). «El juicio no es
aniquilación, sino instauración» (R 53). Este rasgo donde más claramente
aparece es en la dialéctica de Adán y Cristo, que constituye a la vez nuestra
justificación y nuestra resurrección. «El dualismo de Adán y Cristo, del mundo
antiguo y del mundo nuevo, no es un dualismo metafísico, sino dialéctico.
Sólo existe suprimiéndose. Es el dualismo de un movimiento..., de un camino
que va de un lugar a otro... Porque la crisis de la muerte y resurrección, la
crisis que constituye la fe es el viraje del no divino al sí divino, no el
movimiento inverso» (R 155).

Pero este viraje no tiene lugar en la psicología e historia humana. Es «el acto
puro de una acción invisible en Dios> (R 168). Lo mismo que la resurrección
de Jesús no es un acontecimiento histórico al lado de los otros
acontecimientos de su vida y de su muerte; tampoco la vida nueva que ella
introduce en mi ser es un suceso al lado de los otros sucesos de mi propia
existencia (R 175). El hombre nuevo que soy yo, no es lo que yo soy.
«únicamente por la fe soy lo que yo (¡no!) soy» (R 126). «Sólo podemos
creer, y creer que creemos» (R 126). Esta fe es esencialmente esperanza,
expectación de un futuro eterno (R 295-298). En cuanto acto del hombre, es
«puro espacio vacío» (R 32), como la vida misma de Jesús (R 5). Este
carácter atemporal de la relación entre Dios y el hombre (es decir, la idea de
que ella no se efectúa dentro de la historia humana) está expresado con la
mayor claridad en la célebre frase: «En la resurrección de Cristo, el nuevo
mundo del Espíritu Santo toca al viejo mundo de la carne. Pero lo toca como
la tangente a un círculo, sin tocarlo, y justamente en cuanto no lo toca, lo
toca como su límite, como mundo nuevo» (R 6). La historia de la salvación se
desarrolla en la frontera del tiempo y la eternidad, en «el instante eterno» (R
481-482).

En cuanto posibilidades humanas, la religión y la Iglesia están a la sombra del


pecado y de la muerte; el problema ético es para nosotros enfermedad
mortal. Religión, Iglesia y acción moral sólo valen como signo, testimonio,
parábola, referencia, «remisión a la revelación misma, que está siempre más
alla toda realidad histórica» (R 105; cf. 420 ).

La situación de la teología es idéntica. El teólogo debe hablar de Dios, pero


como hombre no puede hacerlo. Su discurso se reducirá a dar «testimonio de
la verdad de Dios» (Das Wort Gottes und die Theologie, Mun 1924). Para este
fin habrá de seguir preferentemente el camino dialéctico, que une en sí la vía
dogmática y la crítica, «manteniendo fija la mirada sobre su presupuesto
común, sobre la verdad viva e inefable que está en el centro y da su sentido a
la afirmación y a la negación» (Ibid. 171). Este centro, a saber, el hecho de
que Dios se hace hombre, no puede ser ni aprehendido ni contemplado; no
puede, por ende, ser expresado directamente. «Así sólo nos queda... referir
una a otra la posición y la negación, esclarecer el sí por el no y el no por el sí,
nunca detenernos más de un instante sobre el sí o sobre el no» (Ibid. 172). Y
nunca debe olvidar el dialéctico que su discurso se funda en «el presupuesto
de esta originaria verdad viviente que se halla allí, en el centro» (Ibid. 174).

En 1927, en su Die christliche Dogmatik im Entwurf («Esbozo de dogmática


cristiana»), Barth explica una vez más, y casi en el mismo sentido, que el
pensamiento dogmático es un pensamiento dialéctico, es decir, un diálogo, un
pensamiento por afirmación y réplica, sin que nunca se diga la última palabra
(p. 456-462). Pero sustituye expresamente el tema de la negación crítica por
una afirmación positiva de la fidelidad de Dios (p. 258). Ya no dice que Dios
sea el totalmente otro, ni que la fe sea un espacio vacío. Trata de introducir la
revelación en la historia (p. 230-232, 239). La Dogmática eclesiástica acentúa
más este rasgo y pone vigorosamente de relieve el sí que Dios dice al hombre
en jesucristo; en ella ya no afirma que la teología deba ser dialéctica.

III. La dialéctica en Gogarten, Bultmann y Brunner

El pensamiento de Gogarten, el de Bultmann y (tal vez en menor grado) el de


Brunner, entre el año 1921 y el 1924 aproximadamente, se parece mucho al
de Barth por la insistencia en la idea de negación. La idea de Dios, dice
Gogarten, «significa la crisis absoluta de todo lo humano, y esto quiere decir,
de toda religión y de cada religión» (Die religióse Entscheidung, p. 3).
Bultmann escribe: «Dios significa la supresión total del hombre, su negación,
la ruptura de su seguridad, su juicio» (Glauben und Versteben, T 1933, p.
18). Y Brunner: «Sólo en la crisis, allí donde el hombre toca a su fin, puede
intervenir la gracia como gracia» (Die Mystik und das Wort, T 21928, p. 298-
299). Todos opinan que la revelación está por encima del conocimiento
histórico y de la experiencia religiosa; que Dios se revela en Jesucristo como
el totalmente otro y pronuncia un no radical al que acompaña un sí original y
final; que el hombre justificado sigue siendo pecador y sólo puede creer en el
perdón divino. En ellos, sin embargo, la oposición radical entre tiempo y
eternidad no separa dos mundos, como en Barth, sino que divide nuestro
mundo. La supresión, la crisis no es, como en la carta a los Romanos, «el acto
puro de un acontecimiento invisible en Dios». El lugar en que se produce no
es el instante eterno, más allá de todos los tiempos, sino el instante único y
determinado en que el Verbo de Dios hecho carne encuentra Ja decisión
humana de la fe. A decir verdad esta divergencia es poco perceptible, tanto
menos cuanto que Barth afirma entonces, como los otros, que la revelación
divina es la respuesta a la cuestión de la existencia humana. Pero cuando los
otros representantes de la tal., a partir de 1926, integraron en la teología la
inteligencia que el hombre tiene de sí mismo como un presupuesto necesario
para hacer posible la decisión de la fe, se puso claramente de manifiesto cómo
ellos concebían la tal. de otra forma que Barth.

1. Según Gogarten (Ich glaube an dem dreieinigen Gott Je, 1926), la razón de
que todo enunciado relativo a Dios sea dialéctico está en que no tenemos
saber alguno sobre Dios donde no se dé, a la vez y ante todo, un saber acerca
de nosotros mismos. Lo dialéctico es, no nuestra relación con Dios, sino
nuestra existencia. La dualidad de Creador y criatura suprime la posibilidad de
una relación dialéctica, porque veda toda unidad, toda alternancia en la
relación entre ambos elementos. Hay una sola dialéctica de la criatura dentro
de la historia, consistente en que mi decisión presente suprime y asume mi
pasado perecedero y le confiere así un carácter imperecedero. Gogarten
explica que el elemento constitutivo de la historia es la fe en la creación,
siendo el contenido de esta fe el encuentro con el tú concreto, la respuesta al
llamamiento del prójimo. Su obra ulterior intenta fundar las relaciones entre el
individuo y la sociedad sobre la estructura yo-tú, cuyo análisis toma de F.
Ebner y M. Buber.

2. Bultmann declara también que la teología no puede hablar de Dios sin


hablar al mismo tiempo del hombre, y supone, por tanto, en sus enunciados
una concepción determinada del hombre. A partir de 1928, él toma esta
«inteligencia previa» de Heidegger y dice: «el ser del hombre es histórico, o
sea, está constantemente en juego en las situaciones concretas de la vida, y
se realiza a través de decisiones en que él se escoge a sí mismo como su
posibilidad» (Glauben und Versteben, i, p. 118). La expresión t.d. indica
precisamente la historicidad del hómbre y de sus enunciados sobre Dios
(¡bid.). La proposición «Dios me otorga su gracia» es dialéctica, no en el
sentido de que se deba completar y precisar mediante una proposición
correlativa acerca de la ira de Dios para con el pecador (lo cual es también
exacto), sino en cuanto que es histórica y expresa la acción contingente de la
gracia de Dios (Ibid. 117).

3. Según Brunner, el conocimiento del hombre por sí mismo, al que puede


llegar el incrédulo y que como tal es asumido en la antropología teológica,
constituye el punto de enlace de la revelación divina con la razón humana. El
hombre, siendo totalmente pecador y a la vez imagen de Dios en sentido
formal, se halla en contradicción consigo mismo. De ahí que el mensaje divino
sea, a par, ataque al hombre y plenitud del mismo. Por eso, también la
teología debe ser dialéctica. La palabra «dialéctica» podría traducirse como
«reflejo de la contradicción». Puesto que la palabra de Dios encuentra al
hombre en la contradicción, ella misma está «en contradicción». Así dice: el
Dioshombre, la sabiduría loca, la libertad en el servicio divino, etc. Su
expresión legítima es, pues, la paradoja («Zwischen den Zeiten» 7 [1929]
265-266). Así, a pesar de las diferencias, Brunner, Bultmann y Gogarten
coinciden en que el carácter dialéctico de la teología se funda en la existencia
humana (y no en la acción negadora de la revelación). Barth les echa en cara
que ellos aceptan una segunda instancia soberana junto a la palabra de Dios,
« Zwischen den Zeiten» 11 [1933] 297-314). Según él, la existencia humana
sólo puede ser intencionadamente todo lo que en escritos anteriores podía dar
a entender que la teología se apoya en un análisis filosófico de la existencia
(Dogmática eclesiástica i, 1 y III, 2, p. 128-135). Él ya no enfoca la revelación
como respuesta a la pregunta por la existencia humana sino como su
fundamentación originaria.

IV. La disolución de la teología dialéctica

Cuando, en 1933, Gogarten se adhiere a los «Cristianos alemanes», Barth


anuncia que él deja de colaborar en «Zwischen den Zeiten» y el director
suprime la revista. Al año siguiente, Barth rechaza enérgicamente la «teología
natural», que Brunner preconiza. En adelante cada miembro del grupo
prosigue solo su propia ruta. Y lo que anima en primer término su
pensamiento, no es ya la «negación crítica» que los uniera antaño.

Barth ha seguido desarrollando su móvil fundamental en su gran Dogmática


eclesiástica, que llega hasta la doctrina de la reconciliación (t. iv, 3, 2 e
parte). Bultmann, en cambio, ha llevado a cabo su programa de -->
desmitización e interpretación existencial del NT, programa que han
desarrollado ulteriormente E. Fuchs y G. Ebeling (->hermenéutica).

Henri Bouillard

DIÁSPORA
En sentido tradicional se entiende por d. católica (o protestante, invirtiendo
los términos) la situación sociológica de convivencia de una minoría de
bautizados católicos con una mayoría de bautizados protestantes (d. en
sentido estricto).

a) En sentido lato se puede entender por d. una minoría de bautizados


católicos que vive en medio de una mayoría de no bautizados (d. de
misiones), o también un núcleo de fieles católicos que viven en medio de una
mayoría de católicos que, aunque bautizados, no tienen ya la menor conexión
vital con la Iglesia y con su fe (d. en núcleo). Aparte de esto, hoy día es cada
vez más típica la situación de la Iglesia que podríamos designar como d.
pluralista. Nos referimos a la situación de una minoría de católicos creyentes
que viven junto con católicos y protestantes bautizados que se han hecho
indiferentes, y junto con verdaderos cris. tunos protestantes y con no
bautizados y ateos en medio de una sociedad pluralista.

Aun enfocando la d. en sentido estricto, nos parecen demasiado restrictivas


las definiciones de H.A. Krose («comunidades católicas que se han formado en
zonas en otro tiempo puramente protestantes») y de A. Gabriel («existe d. allí
donde una minoría católica se ve enfrentada con una población por lo menos
doble de personas de otra creencia»).

b) En la definición de la d, en sentido estricto preferimos atenernos a los tres


criterios establecidos por W. Menges: 1) situación estadística de minoría; 2)
falta de presupuestos para que surja y actúe una comunidad eclesiástica
donde queden integrados todos los hombres; 3 ) concurrencia del sistema de
normas de la respectiva comunidad religiosa con el de la mayoría de otra
creencia. E1 estudio de la d. debe procurar abordar esa realidad desde los
más diferentes puntos de vista y disciplinas. Para ello deberá ante todo
recurrir a la ayuda de la historia, de la geografía, de la estadística, de la
sociología, de la psicología social y muy especialmente de la teología.

Sociológicamente hay que distinguir principalmente dos aspectos en el estudio


de la d. En primer lugar habría que tener presente las relaciones internas de
los fieles de la d., tanto las de los fieles entre sí, como las de éstos con sus
sacerdotes y si tales católicos han nacido o no en el lugar, así como su índice
de edades y su repartición según el sexo y la profesión y condición social;
luego se ha de estudiar su participación en la vida de la Iglesia, la frecuencia
de matrimonios entre miembros de distintas confesiones, la educación no
católica de los niños, la observancia de las normas establecidas por la Iglesia,
las posibilidades de contacto de los fieles con el sacerdote, etc. Es evidente
que cuanto menor sea el número de católicos y cuanto más dispersos vivan
éstos, tanto más difícil resultará la integración en una comunidad eclesiástica.

En el segundo aspecto sociológico habría que examinar la cuestión de las


relaciones entre el grupo minoritario de creyentes y el grupo mayoritario de
los que profesan otras creencias o ninguna. Aquí se dan naturalmente
grandísimas variaciones según que los católicos se vean enfrentados con una
hermética Iglesia nacional, o con una religión animística popular, o con una
sociedad más o menos indiferente en materia religiosa. Todas estas relaciones
con el grupo mayoriy tario están con frecuencia gravadas por reminiscencias
históricas de opresión y discriminación, por una actual situación de
inferioridad en la esfera económica, política y cultural, y por prejuicios de
psicología social. La Iglesia en la d. puede adoptar formas sociales
diversamente matizadas que dependen de su respectiva situación social y
religiosa, su pasado, y de la situación social en general, etc. Es posible que
presente la faz de una secta y se aísle más o menos del resto de la sociedad.
Pero también puede adoptar la forma de comunidad, principalmente si vive en
una sociedad pluralista y toma esta situación suya como una tarea que se le
impone. Esta forma social de comunidad sin duda prevalecerá cada vez más
en el futuro. La comunidad se caracteriza entre otras cosas por su
fundamental apertura y su predisposición al diálogo con el resto de la
sociedad y con sus problemas relativos a la vida del espíritu. El cambio de
estructura sociológica de la Iglesia católica en numerosos países, por el que
abandona su condición de «secta» o de Iglesia nacional - en la que coinciden
pueblo e Iglesia y a la que pertenecen por principio todos los miembros de
una nación o de una sociedad determinada-, para pasar a ser una comunidad;
tiene consecuencias de gran envergadura en lo referente a las sanciones
positivas o negativas de la Iglesia, a los ritos colectivos, a las posturas que se
deben adoptar, e incluso a la configuración de las reflexiones teológicas. Es
evidente que, en una Iglesia de tipo «secta» o de tipo «comunidad», el seglar
asume un papel mucho más activo y responsable que en la Iglesia estatal, el
comportamiento moral se rige más por persuasiones personales que por la
amenaza de sanciones, se concede mayor atención a la participación personal
de los fieles en los ritos, y los creyentes que poseen dones carismáticos gozan
de un mayor aprecio, etc.

Desde el punto de vista de la tipología, la Iglesia de la d. tiende a formar dos


tipos de fieles, que en la realidad no aparecen tan marcados, pero pueden
reconocerse claramente. Tenemos por un lado al creyente de ghetto, que K.
Rahner caracteriza así: «Crea un círculo, un ambiente artificial donde da la
impresión de que no existe esta situación interna y externa de d., crea un
ghetto.» Es significativo que el concepto de ghetto procede de la d. judía. E1
creyente de ghetto no quiere reconocer la situación existente de hecho. Se
aísla en cuanto le es posible de la vida religiosa, social, política y cultural, y se
crea sus propias instituciones, que las más de las veces no tienen la menor
relación dinámica con la vida que le rodea, sino que con frecuencia
representan un caso típico de «cultural lag», o sea de retraso cultural. El
creyente de ghetto tiende a organizar sus instituciones como en los tiempos
en que la sociedad era todavía más o menos creyente. Pero es también
posible que la Iglesia produzca un tipo muy diferente de creyente, al que
llamaremos el creyente abierto. Éste se sitúa en medio de la vida social. En
cuanto se lo permiten sus fuerzas y sus aptitudes, vive y actúa en las
instituciones en que se ve situado como profesional, como ciudadano, como
padre de familia, etc. Su vida se desarrolla en gran parte entre personas de
otra o de ninguna creencia; y él, como cristiano, trata de dar con su vida
testimonio de Cristo, menos con palabrería que con su actividad leal y
adecuada a la realidad.

Se comprende sin dificultad que la --> pastoral de la Iglesia de d. variará


según el tipo de fieles que predomine. Humanamente hablando, la Iglesia del
futuro sólo tendrá probabilidad de éxito si en su pastoral opta clara y
resueltamente por los creyentes abiertos y los toma como norma. Esto no
significa que la prudencia pastoral no imponga cierto retraimiento en
determinadas situaciones. Pero este retraimiento sólo tiene sentido dentro de
una perspectiva general de entrada misionera en el ambiente a largo plazo.
En esta concepción de un apostolado abierto, misionero, frente al apostolado
conservador y con mentalidad de ghetto, el principal quehacer debe consistir
en inducir a los cristianos a una fe propia, existencial y personalmente
comprometida. Sólo si el bautizado llega a esta fe propia, asimilada
personalmente y probada en las dificultades, vendrá a ser un cristiano
capacitado para la d., es decir, podrá mantenerse incluso en un medio hostil a
la fe. « El cristianismo no será ya hereditario, sino libremente aceptado» (K.
Rahner). De esta concepción apostólica de una Iglesia de d. deberá seguirse
también una genuina adaptación de toda la vida de la Iglesia a la situación de
d., no sólo en el mero plano de la «táctica social», sino también en el ámbito
de la formulación de la fe (Schelsky). Más concretamente, se tratará de
adaptar a la situación de d. las formas de expresión litúrgica, incluida la
lengua, la manera de la predicación y el modo mismo de expresarse, e incluso
la forma de la piedad personal. En términos teológicos, se tratará de volver a
encarnar en este mundo nuevo el mensaje de Cristo. De esta concepción
seguramente se desprenderá una posición distinta frente a un problema
pastoral muy difícil: el matrimonio mixto.

La situación de la Iglesia en la d. recuerda al cristiano muy de veras que, en


término bíblico, él se halla en condición de paroikos. El residente no es ni
ciudadano en todo el rigor de la palabra, con todos los derechos y deberes, ni
completamente un extraño, que está abandonado sin protección a su suerte.
El cristiano vive en tensión entre la obligación de comprometerse con este
mundo y la conciencia de que su situación es pasajera. «No tenemos aquí
ciudad permanente, sino que vamos buscando la futura> (Heb 13, 14). El
cristiano mira hacia la consumación. Ef 2, 19 ha de entenderse también como
anticipación del futuro: «Por eso no sois ya extranjeros y meros residentes,
sino conciudadanos de los santos y familiares de Dios.»

La Iglesia de la d. vive con especial intensidad la dialéctica fundamental entre


el «ya ahora» y el «todavía no», entre « no ser del mundo» y, sin embargo,
«haber sido enviado al mundo» (Jn 17, 16-18). La Iglesia de la d. sabe que es
Iglesia del tiempo que media entre la ascensión y la consumación. Sabe que
está especialmente expuesta a dos peligros. O bien se entrega de lleno al
mundo conformándose a él en todos los puntos; y entonces adquiere plena
ciudadanía en este mundo, pero traiciona su misión. O bien dirige su mirada
únicamente a la consumación, atiende sólo a su fin; pero entonces olvida que
ha sido enviada a los hombres, se hace extraña entre ellos y así traiciona
también su misión. La Iglesia sólo responde a su misión si acepta su condición
de residente, de pároikos, con derechos y deberes, pero también con
conciencia de su estado de peregrinación y de que espera la consumación.
Cuanto más viva la Iglesia (incluso de hecho) en la dispersión, entre gentes
de otra creencia o sin creencias, tanto más reflexionará sobre su propia
naturaleza, y tanto más se desentenderá de todas las actividades que a lo
largo de la historia se le han impuesto o que ella misma se ha apropiado
indebidamente. Y así aparecerá cada vez más claramente su auténtica
esencia, mostrándose como continuación de la vida de Cristo en la historia y
buscando, lo mismo que él, la salvación de todos los hombres.

La Iglesia de la d. se plantea con todo rigor la cuestión de la reunificación de


todos en la fe, sobre todo cuando una pequeña minoría de católicos creyentes
y abiertos vive juntamente con protestantes creyentes, o viceversa. La Iglesia
de la d. evitará todo lo que pueda agudizar los contrastes, aumentar los
prejuicios o profundizar los abismos de separación, aunque sin abandonar lo
más mínimo de su propia fe. La Iglesia de la d. siente la división religiosa
como un aguijón en su carne y reconoce su propia culpabilidad en esta
división. Conoce la fundamental unidad en la fe, que la liga también con los
que tienen otra creencia. La Iglesia de la d. en sentido estricto es consciente
de construir el puente necesario entre ambas confesiones, y no permitirá
nunca que se olvide en la Iglesia entera la cuestión de la unidad. Ve
objetivamente las grandes dificultades que se oponen a la unificación de los
cristianos, pero lleva en sí la virtud teologal de la esperanza (-> ecumenismo,
c).

El cristianismo primitivo estaba familiarizado con la idea de la Iglesia en la d.


(cf. Sant 1, 1; Pe 1, 1, o la carta a Diogneto 6, 8: «Los cristianos viven como
huéspedes en lo perecedero, esperando lo imperecedero del cielo»). Al
comenzar la era de -> Constantino pasó esta convicción a segundo término.
Quizá esté reservado a nuestro tiempo el volver a despertar en la Iglesia esta
conciencia de d. K. Rahner señala expresamente cómo la situación de d. en la
Iglesia es un hecho «inevitable en la historia de la salvación», un hecho que
de suyo no debería darse, pero que nosotros «hemos de reconocer como
querido por Dios, en cuanto inevitable y no en principio, sacando de ahí las
consecuencias oportunas». En este sentido la Iglesia del futuro ya comenzado
será una Iglesia de la d., y tendrá una importancia decisiva el que los
cristianos reconozcan esto y obren en consecuencia.

Norbert Greinacher
DIFUNTOS, LITURGIA DE
En la l. de d. la Iglesia primitiva adoptó bastantes usos contemporáneos, pero
los liberó de la concepción pagana, demasiado material, acerca de la vida del
más allá. Los antiguos ritos funerarios se convirtieron en símbolos de la vida
espiritual, y la esperanza bíblica de la - resurrección de la carne es ya desde
el principio el distintivo especial de las exequias cristianas. Especialmente en
el dies natalis se iba al sepulcro y se celebraba allí el ágape, con asistencia del
difunto desde su cathetlra coronada; y particularmente en los aniversarios se
celebraba la eucaristía. Tales celebraciones funerarias sólo podían realizarse
en el sepulcro de aquellos que se hallaban en la communio sanctorum de la
Iglesia. Al que no había muerto en la communio, al excomulgado, se le
negaba tanto el ágape como la eucaristía.

La tradicional l. de d., a pesar de estar sobrecargada con adiciones


posteriores, en que se acentuaba excesivamente el ineludible pensamiento del
juicio, permitía reconocer claramente las ideas cristianas primitivas sobre la
esperanza beatificante de la resurrección y la definitiva seguridad existencial
en el seno de la comunidad cristiana.

Actualmente, trasladado el cadáver desde la casa mortuoria a la Iglesia, el


difunto y la comunidad creyente de los que aún viven entran en el templo, en
la casa de Dios. Con ello queda expresado, no sólo que el difunto es
entregado a la Iglesia del más allá, sino también que la comunidad entera
participe en el acontecer escatológico del tránsito desde la muerte a la vida.
Este sentido pascual queda singularmente resaltado durante la celebración
eucarística. El cadáver es puesto ante el altar donde Cristo va a actualizar el
sacrificio de la redención, en el que entrará la Iglesia con sus vivos y difuntos.
La acción sacramental se prepara y explica por las lecturas bíblicas. En la
epístola (1 Tes 4, 13-18) Pablo nos exhorta a que no nos entristezcamos
«como los otros que no tienen esperanza». Las palabras se refieren, no a la
supervivencia en general, sino a la resurrección y a la unión gloriosa con
Cristo. En el evangelio, que nos informa del diálogo del Señor con Marta sobre
la muerte de Lázaro, se acentúa con igual fuerza la necesidad de la fe en
Cristo como condición de la certeza de la resurrección. A todo el que cree en
Cristo se le ha abierto ya, en la unión con él creada por la fe, una fuente de
vida que ni la muerte misma del cuerpo puede cortar. Quien cree en el Señor
gana con ello una vida que no conoce ni muerte ni ocaso, ya que es vida
eterna de Dios. Esta vida es tan fuerte, que incluso tiene capacidad de superar
la muerte corporal y de envolver el cuerpo en el poder vivificante de Cristo.
Porque en Cristo ha aparecido la vida verdadera y divina, él triunfa sobre el
sepulcro y la muerte. Sin Cristo no hay vida ni resurrección. Mas por la fe en
él se ha injertado en el hombre esa vida que sobrevive a la muerte corporal y
es indestructible. La vida nueva es precisamente incapacidad de morir, pues
quien cree en el Señor «no morirá eternamente». En la epístola y el evangelio
la liturgia de la misa de difuntos nos abre la mirada esperanzada a un mundo
nuevo, en el cual el miedo angustioso de la muerte es superado por la vida
divina.

La incorporación por la fe a Cristo, como portador y fuente de toda vida, se


hace auténtica realidad en el sacrificio del Señor hecho presente en la
eucaristía. La misa de difuntos es una verdadera acción pascual, un
mysterium paschale, un pignus resurrectionis. El canto del aleluya,
desaparecido en la alta edad media, subrayaba el rasgo pascual de la misa.
Con la recepción de la comunión durante su vida terrestre, el difunto ha
recibido también una prenda de la inmortalidad corporal.

Apoyándose en las palabras bíblicas y en el sacrificio de Cristo, la Iglesia


suplica para los difuntos en las,plegarias de la misa: felicidad, vida, luz y paz
eternas. El hecho de ser recibido por Cristo, de estar siempre con él, significa
en efecto felicidad imperecedera, vida, luz y paz sin fin. La esperanza en el
más allá formulada por el Apocalipsis de Juan y por la Iglesia primitiva,
pervive en el lenguaje simbólico de la l. de d. En Ap 21, 6, se dice que Dios en
el mundo nuevo dará al sediento agua de la fuente de la vida eterna; y, según
Ap 22, 3, los bienaventurados del cielo beberán de la corriente del agua de la
vida, es decir, de la corriente de los goces eternos. El pensamiento de que la
muerte del creyente es una elevación hacia la vida eterna queda expresado
con especial fuerza en el prefacio.

En la súplica de la luz eterna se pide el esplendor beatificante de Dios, la


iluminación divina, que capacita al hombre para contemplar inmediatamente a
Dios (cf. Ap 22, 5). En cuanto a la significación del término «paz» en su uso
litúrgico con relación a los difuntos, no hay que tomar como punto de partida
la idea de «paz de las almas», sino el originario sentido latino. El difunto ha
pasado hacia el más allá en comunidad y unión con Cristo y la Iglesia. Todo lo
que pudiera destrozar esta comunidad, esta unión, ha sido definitivamente
alejado de él; y ahora el cielo es para él un lugar de felicidad, de luz, de vida
y de paz.

En los ritos y súplicas que siguen a la celebración del sacrificio de la misa


vuelve a manifestarse la concepción sublime que la Iglesia tiene del cuerpo
humano. Ya en la parte anterior de la l. de d. se trasluce la veneración que la
Iglesia siente por el cuerpo, incluido en la imagen de Dios y destinado a la
glorificación en Cristo. La Iglesia sabe muy bien que el cuerpo es caduco y
corruptible, pero con igual certeza conoce también el triunfo de la vida y de la
gloria de Cristo sobre la fragilidad y condición pecadora de la carne. Antes de
que el cadáver sea llevado al sepulcro, el sacerdote rocía el féretro con agua
bendita, que en el lenguaje litúrgico significa purificación y recuerda a la vez
el agua bautismal consagrada en la noche pascual. Luego envuelve el féretro
en nubes de incienso, para expresar la glorificación que espera a los difuntos.
De acuerdo con lo dispuesto en el artículo 81 de la Constitución litúrgica del
Vaticano II, el rito actual de la l. de d. expresa sobre todo el sentido pascual
de las exequias cristianas. Sin embargo, no puede decirse que se haya
producido un cambio esencial con relación al rito anterior, pues, si bien el dies
irae, p. ej., hacía excesivo hincapié en el aspecto tétrico del juicio, no
obstante, el eje de la 1. de d. ha sido siempre en la Iglesia cristiana el
pensamiento de la muerte y resurrección con Cristo.

Walter Dürig

DIÓCESIS
D. es una corporación territorial erigida por la competente autoridad
eclesiástica; esa corporación forma parte del pueblo de Dios, está presidida
por un obispo (-> episcopado) como pastor propio y en su territorio
representa a la -> Iglesia universal.

I. Historia de la palabra

De dioikein (administrar), dioikésis recibió el sentido de distrito administrativo


y, en el lenguaje jurídico de Roma se convirtió en término técnico para
designar una unidad de la ordenación política, cuya extensión podía ser mayor
o menor: territorio de una ciudad, distrito parcial de una provincia. Desde que
Diocleciano dividió el imperio (297) en 12 d., este término pasó a designar
una unidad superior que comprendía varias provincias. Del uso ligüístico así
fijado, según el cual d. designa la unidad más grande y provincia la más
pequeña, procede la terminología jurídica de la Iglesia oriental. Con apoyo en
la división del derecho civil, d. es allí el territorio eclesiástico que consta de
varias provincias (llamadas en tiempos eparjiai y está presidido por un
patriarca (antes exarca). Este sentido del término aparece ya en el primer
concilio ecuménico de Nicea (can. 6) y queda plenamente fijado en el concilio
de Calcedonia (451). El territorio de un obispo se llama hasta el siglo xii
paroikia y luego (hasta la actualidad) eparquía; en oriente d. nunca ha
designado la demarcación de un obispo.

De manera totalmente distinta transcurrió el desarrollo lingüístico en


occidente, donde d. no significa el territorio eclesiástico más extenso. La
demarcación del obispo se llama aquí parochia o paroecia, término que
primero designó la comunidad de la ciudad y, desde la segunda mitad del
siglo iv, el territorio de la ciudad junto con una determinada zona rural. Por
primera vez en Inocencio i (Ep 40: PL 20, 606s) se usa en este sentido la
palabra d., que por lo demás tiene un significado indeterminado, pudiendo
designar tanto la comunidad urbana del obispo (civitas episcopalis), como su
zona rural, como su territorio total; a veces designa también la provincia
eclesiástica. Durante mucho tiempo los términos parochia y d. fueron usados
en el mismo sentido. Por primera vez en el siglo xiir se impone la palabra d.
como expresión técnica para significar el territorio episcopal (Gregorio ix, c.
34, 35 x 1, 3).

II. Esencia y forma

D. es una parte del pueblo de Dios presidida por un obispo en calidad de


pastor propio que representa al Señor ante la grey a él confiada. El obispo, en
colaboración con su presbiterio, congrega a los fieles particulares para la
unidad en Cristo, de modo que en su Iglesia parcial «opere y esté presente la
Iglesia una, santa, católica y apostólica» (Vaticano ir: De pastoral¡
episcoporum munere in Ecclesia, n .o 11). La división en Iglesias episcopales
es un elemento esencial de la constitución de la Iglesia, pues el obispo es
sucesor de los -> apóstoles, como tal ha recibido un encargo divino y posee
todas las facultades necesarias para el ejercicio de su ministerio episcopal
(Sobre los obispos, n .o 8). Por tanto la d. no es un mero distrito
administrativo, sino que, como a través de su obispo está unida con el papa y
los miembros del colegio episcopal, representa en su territorio a la Iglesia
universal, ya que es una parte esencial del todo.

Del mismo modo que la imagen del obispo en los primeros tiempos de la
Iglesia (IgnMagn 6 y 7; IgnSm 8 y 9) está acuñada por la ordenación a una
grey determinada, así también la forma jurídica de la d. se fundamenta en el
oficio episcopal, que es de origen divino, aunque sea la Iglesia la que termina
de concretar su fisonomía. Aún después de conocer que el obispo no es vicario
del papa sino vicario de Cristo, nada cambiará en el futuro a este respecto,
pues el oficio episcopal, que descansa en la sucesión apostólica, es ya
inicialmente un ministerio con diversos grados de realización. En efecto, se
presenta como presidencia sobre una determinada Iglesia local bajo las
diversas modalidades de oficios supraepiscopales (metropolita, exarca,
patriarca), hasta revestir la forma del supremo oficio pastoral del --> papa. La
peculiaridad del ministerio episcopal lleva consigo que la presidencia sobre
una determinada Iglesia local, puede convertirse en base de un servicio más
amplio. Así el obispo de una d. se halla en medio de una estructura,
jerárquicamente ordenada que hace imprescindible la delimitación del
contenido de los servicios que deben prestarse en cada caso. Como típico
oficio fundamental, el ministerio episcopal sirve a la articulación del pueblo de
Dios y, con ello, a la realización ordenada de la misión salvífica de la Iglesia.
El oficio de institución divina debe, pues, concretarse en el espacio y el
tiempo. Esto sucede por la erección de una diócesis, lo cual en los primeros
tiempos se producía por una práctica creadora de derecho y, desde la
formación de un derecho constitucional eclesiástico, requiere un acto formal
por parte de la autoridad competente en cada caso. A la creación de una
diócesis va connaturalmente unida la institución de un oficio episcopal; se
crea una comunidad que recibe su cabeza por la mediación del oficio. En este
aspecto la d. y el oficio episcopal ordenado a ella son de derecho eclesiástico,
y, como medidas eclesiásticas de organización, pueden cambiar o suprimirse.

La erección de diócesis tiene en principio una base territorial, es decir, los


cristianos que habitan en un territorio exactamente circunscrito son reunidos
en una comunidad episcopal (corporación territorial). Por esto cada cristiano
recibe su propio pastor (principio territorial material). En la relación mutua
entre los pastores, la delimitación del territorio sirve para ordenar el ejercicio
del poder episcopal (principio territorial formal). La d. se denomina
normalmente según la ciudad episcopal, esto es, según la sede del obispo. De
manera excepcional se llega a la erección de las llamadas d. personales, sobre
todo cuando se requiere un jerarca especial para atender a los fieles de otro
rito; pero dentro del rito en cuestión la delimitación se atiene también a bases
territoriales, de modo que incluso en este caso se trata de una articulación
territorial. Las comunidades eclesiásticas sobre un fundamento puramente
personal pueden gozar de una amplia exención frente al obispo del lugar, pero
no se llaman d. La autoridad competente para la erección, modificación o
supresión de d. es el papa para las Iglesias latinas (CIC, can. 215 4 1) y, en
las Iglesias orientales, por vía ordinaria, el patriarca, mediante el
consentimiento del sínodo patriarcal o del arzobispo principal (Derecho
oriental de personas, can. 159, 248, 327 § 1, 328).

Acerca de la extensión de las d. no hay normas fijas. Todos los esfuerzos por
deducir tales normas de la esencia de la d. o del oficio episcopal son inútiles,
pues aquí está decisivamente en juego el elemento eclesiástico, sometido al
cambio de circunstancias. En la creación de d. la Iglesia se ha orientado
siempre por la ciudad, ne nomen et auctoritas episcopi vilipendiatur (sínodo
de Sárdica, can. 6). Esto podría seguir manteniéndose de cara al futuro, si
bien, ante el cambio de las estructuras sociológicas, hay que tener en cuenta
la importancia de una determinada ciudad en la región que la rodea. El
concilio Vaticano II se ha ocupado de la delimitación de las diócesis y ha
exigido una rápida revisión, con el fin de dividirlas o agruparlas, de separar
territorios, de modificar límites, o de trasladar la sede episcopal a un lugar
más adecuado (Vaticano II, Sobre los obispos, n .o 22). Conservando la
unidad orgánica de cada d., se dan unas directrices generales que, entre otras
cosas, disponen: 1 ° Cada diócesis debe estar formada por un territorio
coherente. 2 ° La extensión y el número de habitantes de la d. han de
establecerse de tal manera que, por un lado, el obispo pueda cumplir
adecuadamente su misión y, por otro, tanto el obispo como su clero tengan
suficiente campo de trabajo. 3 ° Deben existir los oficios, organizaciones,
obras y medios que se requieren para el funcionamiento de una Iglesia
diocesana, o por lo menos éstos han de poderse crear fácilmente según una
prudente previsión. Más importante y practicable es, a mi juicio, que exista
una razonable proporción entre el cuadro de sacerdotes que dirigen la
organización diocesana y los que trabajan en el apostolado parroquial. Si
partimos del mínimo exigido por el CIC para la organización de una d.,
llegamos fácilmente al número de 20 a 30 sacerdotes en la capital diocesana,
y frente a ellos debería trabajar en el apostolado parroquial un número diez o
veinte veces mayor de sacerdotes. Con esa proporción queda garantizado que
la d. sea capaz de una actuación eficaz y pueda cumplir su misión en el
conjunto de toda la Iglesia. Ofrece una dificultad especial la organización
diocesana de las grandes ciudades, principalmente la de aquellas que tienen
varios millones de habitantes; éstas deberían recibir una nueva organización
interna (Vaticano II: Sobre los obispos, n .o 22). Aquí se deberá tomar como
criterio: que se conserve la unidad de la organización; pero también que, por
una articulación adecuada, el obispo pueda realizar en forma congruente su
misión para con el pueblo de Dios.

Formas de organización que substituyen la d. son la abadía o prelatura


autónoma (abbatia vel praelatura nullius), la administración apostólíca y, en el
ámbito misional, la prefectura apostólica, que pasa a ser vicariato apostólico
cuando alcanza cierto grado de organización. En los últimos tiempos se tiende
a que también en el ámbito misional se proceda pronto a la creación de d.

III. Nombramiento de obispos

1. Historia

En el cristianismo primitivo el obispo era elegido por el clero y el pueblo, con


notable cooperación de los obispos y vecinos. El concilio de Nicea (can. 4) dio
al metropolita el derecho de confirmación y de consagración; en la elección
debían estar presentes por lo menos tres obispos, que también tenían voto
decisivo tanto en la elección como en el examen y la confirmación del elegido.
El número tres se ha conservado hasta hoy en lo preceptuado sobre la
consagración. Con la aparición del -> absolutismo la provisión de las sedes
episcopales se convirtió en una cuestión estatal y política. Los emperadores
intervinieron muchas veces en la provisión. El derecho de elección, que
encontró fuerte apoyo en León Magno, con relación al oriente en las novellae,
de Justiniano, aparece transformado en un derecho de propuesta: los clérigos
y laicos distinguidos proponen al metropolita personalidades adecuadas. El
séptimo concilio general de Nicea (787) dio en el can. 3 a los obispos el
derecho de provisión y declaró nulo el nombramiento hecho por poderes
seculares. Desde entonces en oriente los obispos provinciales propusieron tres
candidatos, de los cuales el metropolita ordenaba al más digno.

En occidente esta evolución fue interrumpida por la irrupción de concepciones


germánicas, las cuales dieron al rey una considerable influencia. Para
Carlomagno el derecho de nombramiento derivaba de un poder recibido de
Dios. La influencia política del obispo fue creciendo, y su hacienda era las más
de las veces un feudo real. La idea del derecho de iglesia propia se extendió a
los obispados, sobre todo en el sur de Francia. La distinción entre oficio
espiritual y feudo secular quedó tan atenuada en todas partes, que era el rey
el que confería ambas cosas (él daba incluso los símbolos: el báculo y, desde
Enrique iii, también el anillo). El movimiento de reforma exigió que la colación
de oficios retornara a la Iglesia, y especialmente reclamó la libre elección de
obispos por el clero y el pueblo (León ix en el sínodo de Reims, 1049). En la
lucha de las -> investiduras se impuso fundamentalmente la elección libre de
obispos. El creciente poderío del cabildo catedralicio logró privar al bajo clero
y al pueblo del derecho a elegir. El derecho de elección, de un mero
asentimiento, pasó a ser una determinación real. Hacia fines del siglo xii el
derecho de elección le fue generalmente reconocido al cabildo catedralicio,
procedimiento que Inocencio iii convirtió en norma jurídica (c. 31, 41 x 1, 6).
Con esta evolución, favorecida por los papas, el derecho de confirmación y de
ordenación pasó a la sede apostólica.

La influencia del obispo de Roma al principio se redujo esencialmente a sus


derechos de metropolita y patriarca; lo único que se acercaba a una
confirmación era la costumbre antiquísima de pedir la comunión con Roma
mediante las así llamadas epistolae synodicae. Desde el siglo ix los papas
intervinieron regularmente en la provisión cuando se trataba de una
deposición o de una substitución. Discusiones acerca de una elección fueron
sometidas cada vez más a su juicio. Paralelamente se produjo una influencia
cada vez mayor del papa en la ordenación. De ahí que Gregorio vii, en el
sínodo cuaresmal del año 1080 (can. 6), pudiera establecer que el poder de
decisión sobre la elección de obispo radica en la sede apostólica o en el
metropolita. El derecho de confirmación se aprovechó muchas veces para
influir en la elección misma. Por el hecho ' de que los papas se reservaron
ciertas provisiones, al principio en casos aislados, luego para determinadas
sedes y bajo Urbano v (1368) de una manera general, se minó el terreno al
derecho de elección que tenían los cabildos; y con el tiempo, al quedar
incluidas las reservaciones generales en las normas de la cancillería pontificia,
ese derecho se fue perdiendo.

La lucha con ocasión del concilio de Basilea, que había rechazado todas las
reservaciones generales no contenidas en el Corpus luris Canonici, llevó a que
en el concordato de Viena (1448) se reconociera al cabildo catedralicio el
derecho de elegir obispo, si bien con notables limitaciones. Después de ciertos
intentos iniciales en contra, en los obispados alemanes del imperio la norma
siguió siendo la elección de los obispos. Por el contrario, en los países con
soberanía nacional, en parte a causa de la disputa en torno al concilio de
Basilea, se llegó a la creación de un derecho real de nombramiento por
privilegio papal, o sea, como derivación del derecho pontificio de provisión, así
especialmente en Francia (concordato de 1516), en los países de la corona del
emperador y en otras partes. La corona española poseyó en sus dominios de
Europa e Hispanoamérica derechos de presentación y nombramiento,
fundamentados en un patronato o en una concesión papal. Los soberanos que
no pudieron alcanzar derecho de nombramiento procuraron influir en la
provisión a través de la elección. Así se formó un derecho de exclusión, que
permitió a los soberanos oponerse a la elección de personas no gratas.

Al derrumbarse la ordenación eclesiástica por la -> secularización, el derecho


de provisión de las sedes episcopales alemanas fue ordenado de nuevo.
Baviera recibió el derecho de nombramiento (concordato de 1817); por el
contrario en Prusia (De salute animarum, 1821), en Hannover (1824) y en la
provincia eclesiástica del alto Rin (1827 ), se mantuvo la elección del obispo,
pero al soberano del país se le concedía, según el modelo de elección llamado
irlandés, excluir a personas menos gratas.

Con la caída de las dinastías católicas los derechos de nombramiento han


desaparecido ampliamente; por eso, en parte ya antes del CIC, quedó libre el
camino para el nombramiento papal. En los territorios de misión jamás se
discutió el derecho papal de provisión, que apenas ha estado limitado por
concordatos o por el derecho consuetudinario. Se estableció aquí el
procedimiento de las listas, en virtud del cual la sede apostólica, a través de
los obispos de un país o de los cabildos catedralicios, es informada acerca de
las personas apropiadas para el episcopado en general o para una concreta
sede episcopal. La raíz histórica del procedimiento de las listas es la
domestical nomination irlandesa; en el fondo se trata de un derecho canónico
de elección desprovisto de fuerza vinculante. En los EE. W. el procedimiento
de las listas ya en el siglo xix alcanzó su forma actual.

2. Derecho vigente

a) En la Iglesia latina es el papa el que libremente nombra a los obispos (CIC


can. 329 § 2 ), siempre que por derechos de elección, de nombramiento o de
presentación no esté atado a la propuesta jurídicamente vinculante de otros.
La concesión del oficio episcopal es en todo caso asunto del papa (can. 332 5
1); se produce por la confirmación, cuando ha precedido una elección, o por la
institución canónica, cuando precede un nombramiento o una presentación. El
derecho de elección del obispo por parte del cabildo catedralicio continúa en
los obispados suizos de Basilea, Coira y St. Gallen, e igualmente, ateniéndose
a la propuesta papal de tres candidatos, en los obispados alemanes (excepto
Baviera) y en Salzburgo (concordato bávaro, art. 14 § 1; concordato prusiano,
art. 6; concordato de Baden, art. 3; concordato con el aReichN, art. 14 y
protocolo final; concordato austríaco, art. 4 § 1, 3). En Alsacia-Lorena se
conservó (con el concordato de 1801) el derecho de nombramiento. Como
recuerdo de sus antiguos derechos de patronato, España recibió (1941) un
derecho de presentación de tres candidatos, y Portugal (1928) obtuvo un
derecho de presentación meramente formal para sus obispados de las Indias
orientales.

El procedimiento de listas desarrollado en el ámbito misional se ha introducido


casi en todas partes. En general, anualmente o cada dos o tres años, los
obispos de un determinado territorio dan a conocer candidatos aptos para el
episcopado; pero otras veces se confeccionan listas para una concreta sede
episcopal, bien sea por parte del respectivo cabildo catedralicio, o bien por los
obispos de la región, o bien por ambos. Las listas propuestas sirven sólo para
información de la santa sede; únicamente en Baviera tienen fuerza vinculante.

Normalmente, en virtud de los concordatos firmados después de la segunda


guerra mundial, el influjo del Estado se reduce a la manifestación de
objeciones generales de tipo político. Con ello no queda jurídicamente
impedida la libertad de acción de la santa sede. La consulta acerca de las
objeciones políticas a veces se practica también (así en Francia) sin una base
concordataria. El concilio Vaticano ii desea que en lo futuro no se conceda a
ningún Estado derecho de proposición para la provisión de d., y a los Estados
que disfrutan de tales derechos y privilegios les ruega que renuncien
voluntariamente a ellos (Sobre los obispos, n ° 20).

b) En la Iglesia oriental se ha conservado esencialmente el derecho de


provisión introducido en los primeros tiempos del cristianismo. El nuevo
derecho de la Iglesia oriental toma en consideración y deja en firme que el
papa nombra libremente a los obispos o que da su confirmación a los elegidos
jurídicamente (Derecho de personas, can 392 $ 2). Pero lo normal es que los
obispos residenciales y titulares del patriarcado se reúnan en un sínodo para
la elección, cuya preparación y dirección está en manos del patriarca (can.
251ss). Para acelerar la provisión está previsto que (can. 254) la elección se
haga a base de la lista preparada por el sínodo electoral y aprobada por la
santa sede, y que sin más se puede pasar a la consagración y toma de
posesión. No es necesaria una nueva conformidad papal, pues la confirmación
pontificia va implícita en la aprobación de dicha lista; lo único que se requiere
es comunicar a la santa sede la elección efectuada. En el caso de que no
pueda tener lugar un sínodo electoral, corresponde al patriarca, después de
solicitar la autorización de la santa sede, realizar una elección epistolar, en
que deben colaborar dos obispos como escrutadores (can. 255).

IV. Posición jurídica del obispo diocesano

1. Potestades del obispo

Las potestades del obispo diocesano, como las de todo obispo, se fundan
ónticamente en la consagración episcopal (Vaticano ii: Sobre la Iglesia, n .o
21); ellas se concretan más y pueden ejercerse por la asignación de una d. (--
> Iglesia). La cuestión antiguamente discutida de si el obispo diocesano recibe
de Dios o del papa su poder pastoral, la ha decidido el concilio Vaticano ri en
el sentido de que los obispos diocesanos no son representantes del papa, sino
representantes y enviados de Cristo, en cuyo nombre ejercen la potestad
sagrada que les corresponde (Vaticano ii, Sobre la Iglesia, n .o 27). Esa
afirmación del Vaticano ii se encuentra en la doctrina sobre el oficio pastoral,
distinto del docente y del sacerdotal; pero puede extenderse también a estos
dos últimos oficios, pues se trata de la potestad sagrada del obispo, que actúa
en los tres oficios. En el decreto Sobre el ministerio pastoral de los obispos se
determina más concretamente: «Los obispos, como sucesores de los
apóstoles, tienen por sí en las diócesis que se les ha confiado la potestad
ordinaria, propia e inmediata, que se requiere para el desarrollo de su oficio
pastoral, salvo siempre en todo la potestad que, por virtud de su cargo, tiene
el romano pontífice de reservarse a sí o a otra autoridad las causas» (n .o 8a).
Con esta afirmación se restituyen en toda su amplitud a los obispos los
derechos de que ellos gozaban antiguamente. Una amplia aclaración de esta
cuestión, pero sólo en el terreno práctico, se había producido ya por el MP
Pastorale munus, del 30-111963, que atribuye a los obispos diocesanos toda
una serie de poderes nuevos, que también corresponden por derecho a los
vicarios y prefectos apostólicos, a los administradores apostólicos con carácter
permanente, a los prelados y abades autónomos, y que pueden delegarse en
los obispos coadjutores y auxiliares, así como en el vicario general. El sistema
anterior de concesión de potestades a los obispos (sistema de concesión), que
el concilio de Trento revistió con la fórmula tamquam Sedis Apostolicae
delegatus, ha sido substituido por un sistema de reservaciones papales
(sistema de reserva). Frente al derecho anterior, esto significa una inversión
fundamental en la relación entre el papa y el obispo diocesano; ahora se
presupone que éste posee todo el poder necesario para el ejercicio de su
oficio episcopal. Pero no se trata de una innovación revolucionaria, pues el
derecho canónico ha conservado buena parte de los derechos originarios del
obispo, p. ej., reconociéndole la facultad jurídica de conferir todos los
beneficios en el territorio del obispado (can. 1432 § 1), en lo cual parece estar
indicado el derecho del obispo frente a la reservación papal. Es todavía una
cuestión abierta la de cómo lo que el concilio ha decidido en el terreno de los
principios se concretará en la técnica jurídica. Se podría pensar en
confeccionar una lista de los asuntos o casos que por decisión papal quedan
reservados al romano pontífice o bien a otra autoridad (patriarca, conferencia
episcopal). Aunque esta técnica jurídica queda insinuada por el concilio, no me
parece apropiada para determinar suficientemente los poderes del obispo
diocesano. También bajo el nuevo sistema de relación entre el papa y el
obispo, deberá quedar en pie que el obispo diocesano está obligado a regir su
d. ad normam sacrorum canonum (CIC can. 335 § 1). El obispo diocesano se
halla en medio de un conjunto ordenado jerárquicamente, en el cual, además
de su cabeza (papa y colegio episcopal), hay también una estructura
intermedia bajo la forma de obispos con rango superior (patriarca,
metropolita) y de órganos colegiales (sínodo, conferencia de obispos). Por
tanto, el oficio del obispo diocesano requiere necesariamente una
determinación positiva de su contenido, con la cual pueden armonizarse muy
bien las reservaciones expresas en favor del papa o de otra autoridad.
Además hay que tener en cuenta que el problema de la delimitación de
competencias presenta un cariz distinto según se trate de la legislación, donde
es imprescindible dar normas obligatorias para la Iglesia en general o para
organismos eclesiásticos parciales, o del ámbito jurisdiccional ordinario y
administrativo, donde se trata de aplicar normas o de dar disposiciones
jurídicamente vinculantes en un campo que no está sometido a normas
generales.

En el n .o 86 del mismo decreto «se atribuye- a cada obispo diocesano la


potestad de dispensar, en un caso determinado, a los fieles jurídicamente
sometidos a su autoridad de una ley general de la Iglesia, siempre que esto se
considere provechoso para su bien espiritual y no se trate de una materia en
que la suprema autoridad de la Iglesia haya establecido una reserva».
Mientras la declaración que en principio hace el n .o 8a acerca de las
potestades del obispo diocesano todavía espera su ejecución, que sólo podrá
matizarse plenamente con la reforma del CIC; la facultad de dispensar
concedida en el n .o 8b ha quedado ya concretada en el ámbito de la Iglesia
latina por el MP De episcoporum muneribus del 15-6-1966, en el cual se da
una reglamentación preliminar que entró en vigor el 15-8-1966 y que quedará
abolida con la promulgación del nuevo CIC. Se recuerda allí que las normas
del CIC y las leyes posteriores son todavía vigentes, siempre que no se hayan
revocado por decreto de la autoridad competente o por las decisiones
explícitas del concilio, o se las haya sustituido por una nueva ordenación de la
materia. El n .o 8b del decreto sólo modifica parcialmente el can. 81, en
concreto por el hecho de que se atribuye a los obispos diocesanos una
potestad plena de dispensar, encaminada en forma general al bien espiritual
de los fieles, independientemente de la situación especial del caso. El MP
extiende la potestad de dispensar a los ordinarios del lugar equiparados
jurídicamente con los obispos diocesanos, es decir, a los vicarios y prefectos
apostólicos (can. 294 § 1), a los administradores apostólicos con carácter
permanente (can 315 § 1) y a los prelados y abades nullius (can. 323 § 1); y
esto con razón, pues esa potestad va encaminada al bien de los fieles. Dicha
potestad puede ejercerse con relación a todos los fieles sometidos al ordinario
del lugar por razón de su residencia o de otro título jurídico (n vii); mas para
no lesionar la unidad disciplinaria en los conventos, no puede ejercerse con
relación a los religiosos en calidad de tales, ni con relación a los miembros de
asociaciones sacerdotales exentas (n .o ix 4). Esto se aparta del uso anterior
de extender a los religiosos las posibilidades generales de concesiones de
gracias, y pone límites incluso en el ámbito de la iurisdictio gratiosa a los
esfuerzos por hacer que los religiosos queden más sometidos a la potestad del
obispo. La potestad se refiere a la dispensa en sentido estricto (can. 80), no a
la concesión de un permiso, cuya delimitación conceptual frente a la dispensa
es muy difícil, y tampoco a la concesión de una facultad, de un indulto o de
una absolución. Entre las leyes generales de la Iglesia (cf. can. 13 § 1), a las
que se puede aplicar la potestad de dispensar, se exceptúan las leyes
constitutivas y las prescripciones procesales, pues éstas no se refieren
inmediatamente al bien espiritual de los fieles. Esta limitación, que en sí es
justificada, no está libre de contradicciones y no queda suficientemente clara,
ya que el concepto de leges constitutivae, desconocido en el CIC, aún no ha
sido delimitado frente a las leyes que expresan un mandato o una prohibición.
Para ser legítimo el fundamento exigido según el can. 81, la concesión de una
dispensa debe referirse al bien de los fieles; de otro modo la dispensa
concedida es ilícita e inválida. Quedando intactos los poderes especiales
concedidos a los legados pontificios y a los obispos, el papa se reserva en
conjunto la dispensa de 20 casos (n .o ix). Se trata mayormente de casos en
los cuales el papa nunca o raramente ha dispensado, por existir motivos de
mucho peso; pero también hay algunos casos en los que no parece justificada
la reserva, p. ej., la dispensa de la escolaridad del curso filosófico o del
teológico, tanto por lo que se refiere al tiempo como a las disciplinas
principales (n .o ix 7) y la dispensa del ayuno eucarístico (n .o ix 20). Las
reservas se refieren también a los deberes del estado clerical, entre ellos la
obligación al celibato de los sacerdotes y diáconos (n .o ix lss), al deber de
denunciar según el can. 904 (n .o ix 5), a los presupuestos para la recepción y
el ejercicio de las órdenes sagradas (n .o ix 6-10), así como a la celebración
del matrimonio (impedimentos matrimoniales y forma del matrimonio) y a la
sanatio in radice del matrimonio (n .o ix 11-18). La condonación de una pena
vindicativa no es una dispensa en sentido técnico, sino el perdón de un
castigo, lo mismo que la absolución de una pena medicinal. La reserva de la
absolución de una pena vindicativa de derecho común, cuando la santa sede
la ha impuesto o ha declarado que se ha incurrido en ella (n .o ix, 19), indica
claramente que todavía no se ha producido la nueva ordenación de la
absolución de penas reservadas, ordenación que es indispensable para el bien
espiritual de los fieles. Un enfoque pastoral debería conducir a que sólo se
reserve a la sede apostólica la absolución de las penas medicinales que según
el derecho vigente están reservados specialissimo modo.

El poder pastoral del obispo diocesano se divide en tres funciones. Éste es:

a) Legislativo, es decir, puede, en el marco de la ordenación del derecho


eclesiástico universal y particular, promulgar normas que obliguen a todos en
su diócesis. Las leyes episcopales se publican regularmente en el boletín
diocesano y obligan, si no se determina otra cosa, en el momento de su
promulgación. El sínodo diocesano no tiene derecho de legislar (CIC can.
362).

b) Judicial en su diócesis (can. 1572), pero debe nombrar un oficial y un juez


sinodal para el ejercicio de la normal jurisdicción judicial. En asuntos que le
atañan a él o a su curia no puede ser juez; en asuntos penales y en la
discusión de asuntos muy importantes no debe ejercer el oficio de juez (can.
1578). La potestad judicial por vía administrativa radica en él.

c) Administrativo de su diócesis, aunque en ciertos casos está obligado a pedir


el consejo o el asentimiento del cabildo catedralicio. Véase más adelante v y
vi, donde se trata más detalladamente la organización de la administración.

2. Oficios

A1 obispo diocesano corresponde velar por la realización ordenada de la


misión salvífica de la Iglesia, en su oficio de maestro, sacerdote y pastor (cf.
Vaticano ii, Sobre la Iglesia, n .o 24-27; Sobre los obispos, n .o 12-21).

a) Oficio de maestro. Por su participación en el magisterio eclesiástico el


obispo diocesano es el protector que proclama la palabra de Dios en su
diócesis (can. 1326). Cuida de la pureza de la doctrina en la predicación y en
los escritos (can. 336 § 2, 343 § 1, 1384, 1395), pero no tiene potestad para
decidir por sí mismo las cuestiones discutidas. Está obligado a proclamar por
sí mismo la palabra de Dios, a buscar colaboradores para este servicio (can.
1327); él da la misión canónica en orden a la enseñanza y la predicación (can,
1328 1338), vela por la instrucción de los fieles en la doctrina cristiana (can.
1336), erige e inspecciona seminarios y escuelas (can. 1352, 1372).

b) Oficio de sacerdote. El obispo es el sumo sacerdote de su diócesis; está


obligado a ofrecer por el pueblo el santo sacrificio todos los domingos y fiestas
de precepto (incluso las suprimidas). La mención de su nombre en la
celebración de la eucaristía es signo de comunión con el obispo, que
constituye el soporte de la administración de sacramentos y de todo el culto
en la d. Están reservadas al obispo la colación de las -> órdenes sagradas
(can. 955), la consagración de los santos óleos (can. 734 § 1) y de otras
cosas (can. 1147 § 1) y, en la Iglesia latina, también la administración
ordinaria del sacramento de la -->confirmación (can. 783, 785).
c) Oficio de pastor. Al obispo diocesano atañe la organización de la d., lo cual
incluye: la ordenación de la curia diocesana dando el nombramiento y el cese
a todos los oficiales; así como la institución, modificación y supresión de
oficios eclesiásticos menores (can. 394 § 2, 1414 § 2, 1423ss), especialmente
de parroquias y vicarías parroquiales; su distribución en arciprestazgos y la
provisión de los oficios eclesiásticos menores (can. 152, 1432 § 1). Las
reservas papales (can. 1434, 1435) deben suprimirse (Vaticano iz, Sobre los
obispos, n .o 31). El obispo administra los bienes diocesanos y tiene el
derecho de imponer tributos (can. 1355s, 1429, 1496, 1504ss). A él
corresponde el cuidado de la subsistencia económica de los ordenados a título
de servicio de la d. (can. 981 § 2), y también es misión suya la distribución
justa de los ingresos diocesanos. El obispo fija los derechos de estola y la tasa
de los estipendios de misas (can. 381, 1234). No tratándose de religiosos
exentos, el obispo ejerce la vigilancia sobre el clero y el pueblo, los conventos
y las asociaciones eclesiásticas, las organizaciones y posesiones eclesiásticas
(iglesias, capillas, escuelas, hospitales, cementerios); y especialmente sobre
la administración de la hacienda eclesiástica. En caso de desórdenes puede
intervenir con el poder de su autoridad. Está obligado a visitar el obispado
(can. 343-346) y de informar al papa en su visita ad limína.

V. Curia diocesana

La curia diocesana es el equipo de oficiales del obispo diocesano para el


gobierno de la d. No tiene organización corporativa y no posee el carácter de
persona jurídica. Los miembros de la curia diocesana son: el vicario general
para la administración general; el provisor con los jueces sinodales para los
juicios ordinarios; el fiscal y el defensor del vínculo para determinadas tareas
de la administración de la justicia; los examinadores sinodales, los cuales,
además de examinar, junto con los consejeros parroquiales actúan también en
el proceso judicial por vía administrativa contra sacerdotes; el canciller y los
notarios para los documentos y en general para la correspondencia. E1 cabildo
catedralicio no pertenece a la curia diocesana, pero en ciertos asuntos
administrativos tiene derecho al voto consultivo; muchas veces los canónigos
ejercen funciones de gobierno diocesano, y en este sentido pertenecen a la
curia.

El funcionario más importante de la curia diocesana es el vicario general. Él es


representante (alter ego) del obispo diocesano en el ámbito de la
administración general de la d. y, por cierto, tanto en el campo de lo que está
legislado como en lo que depende del arbitrio personal. El obispo diocesano
puede reducir o ampliar las facultades que la ley atribuye al vicario general
(can. 368 3 1). El vicario general, a distinción del provisor, que no recibe
instrucciones, está ligado a las orientaciones del obispo diocesano, y no puede
desempeñar su oficio contra la voluntad y la opinión de éste (can. 369). El
oficio del vicario general se ha acreditado extraordinariamente, sobre todo en
las d. muy extensas. Normalmente en cada d. sólo se puede nombrar un
vicario general, para que así quede garantizada la unidad de la
administración. Pero cuando la diversidad de ritos o las dimensiones de la d .
lo exigen pueden nombrarse varios; en el primer caso la delimitación de la
competencia se hace personalmente, en el segundo puede determinarse
objetivamente (según determinados tipos de asuntos) o también localmente
(cosa que en general parece más obvia) de manera que la competencia de
cada vicario general se extienda a una parte de la d. (ca. 366 § 3 ). Pero esta
última posibilidad es discutida. Para dar a los obispos auxiliares una situación
correspondiente a su dignidad episcopal, el concilio Vaticano m ha
desarrollado la figura jurídica del vicario episcopal, de tal modo que él, en una
parte de la d, o en un cierto ámbito de asuntos o en vistas a los fieles de un
rito determinado, en virtud de su oficio goza del poder que el derecho común
reconoce al vicario general (Sobre los obispos, n .o 27). De suyo esta figura
jurídica no habría sido necesaria, pues el oficio del vicario general es tan
acomodable que, rectamente interpretado, incluye también estas
posibilidades. En todo caso hemos de resaltar que esta nueva figura jurídica,
aunque haya sido creada a causa de los obispos auxiliares, sin embargo, es
independiente de la dignidad episcopal y también puede encarnarse en
simples sacerdotes. Pero el obispo diocesano está obligado - y esto es lo único
nuevo - a nombrar a su obispo auxiliar, u obispos auxiliares, vicarios
generales o por lo menos vicarios episcopales, con la transmisión del oficio
correspondiente; y el obispo auxiliar en el ejercicio de este oficio no se halla
sometido al vicario general, tanto si éste está revestido de la dignidad
episcopal como si no lo está, sino que depende exclusiva e inmediatamente
del obispo diocesano; hay que añadir que el obispo auxiliar conserva este
oficio aún en el caso de cesación en el cargo del obispo diocesano (Vaticano n,
Sobre los obispos, n .o 26). Además, en el caso de vacar la sede, es de desear
que el oficio del vicario capitular se confiera a un obispo auxiliar; pero el
cabildo catedralicio conserva la libertad de nombrar vicario capitular a un
sacerdote que no sea obispo. A un obispo coadjutor, que en el futuro será
nombrado siempre con derecho a sucesión, el obispo diocesano debe darle el
cargo de vicario general; en casos especiales la autoridad competente puede
concederle mayores potestades (Sobre los obispos, n ° 26). No faltan
saludables exhortaciones del Vaticano ii a que se conserve la unidad del
gobierno diocesano y a que entre el obispo diocesano, el obispo coadjutor y
los obispos auxiliares reine un amor fraternal; pero el concilio ha rechazado
tajantemente propuestas que tendían a un gobierno colegial de la d. (con la
fórmula una sub et cum Episcopo dioecesano). El obispo diocesano continúa
siendo el pastor de su rebaño, pero, si se le nombran obispos coadjutores y
auxiliares, ha de tener en cuenta que él ya no puede cargar exclusivamente
sobre las espaldas de su vicario general el peso necesariamente inherente a la
coordinación del gobierno diocesano.

VI. órganos colegiales

1. Órganos colegiales permanentes

Además del cabildo catedralicio (CIC can. 391-422) o del consejo diocesano
(can. 423-428) donde aquél no exista, el CIC habla de un consejo de
administración de los bienes diocesanos, constituido por el obispo y dos o más
miembros, los cuales deben ser expertos también en derecho civil (can.
1520); nada se opone a que también haya laicos entre los miembros. El
obispo debe escuchar a ese consejo en todos los asuntos importantes de
administración de bienes. En general el consejo sólo tiene la función de
órgano colegial asesor, pero en algunos casos determinados por la ley misma
(p. ej., can. 1532 § 3, junto con el can. 1653 § 1) o por documentos
fundacionales tiene también un derecho colegial de aprobación. El concilio
Vaticano il desea que en cada diócesis se cree un consejo pastoral, al cual
deben pertenecer, bajo la presidencia del obispo diocesano, clérigos,
religiosos y laicos. Cometido del consejo es investigar todo lo referente a la
pastoral y asesorar, deduciendo consecuencias prácticas de sus
investigaciones (Vaticano, Sobre la Iglesia, n .o 27). Un anhelo especial del
concilio es la revivificación del presbiterio (Ibid. n ,> 28); el obispo diocesano
debe invitar a los sacerdotes, también comunitariamente, a dialogar sobre
asuntos especialmente pastorales, no sólo en forma esporádica, sino también,
si es posible, en tiempos establecidos de manera fija (Sobre los obispos, n .o
28).

Para realizar esto, el decreto Presbyterorum ordinis, n .o 7, ordena la


constitución de un consejo sacerdotal que represente al presbiterio, consejo
que debe recibir una forma jurídica adecuada a las circunstancias y
necesidades actuales. El cometido pensado para este consejo sacerdotal, el de
apoyar eficazmente con su asesoramiento al obispo en la dirección de la d.,
coincide esencialmente con la tarea del consejo pastoral y difícilmente puede
separarse de ella. Quizá puede verse una diferencia en que el consejo pastoral
investiga sobre todo lo que se debe hacer y el consejo sacerdotal se ocupa
más del cómo debe hacerse. En la práctica se comprobará que es necesaria
una actuación conjunta de ambos. El cometido propio del consejo sacerdotal
debería ser el de cuidar del presbiterio mismo, el cual necesita una nueva
organización para asegurar el contacto del obispo con los sacerdotes y el de
éstos entre sí; aquí radica al mismo tiempo la aportación más eficaz al
cometido pastoral del obispo.

2. El sínodo diocesano

Es una asamblea de representantes del clero diocesano convocada y presidida


por el obispo; hay que organizarla por lo menos cada diez años. Debe
asesorar al obispo diocesano, el cual es el único legislador de la d. (can. 362),
en calidad de asamblea representativa del clero diocesano, que tiene aquí la
ocasión ordinaria para proponer iniciativas y sugerencias en cuestiones
importantes del gobierno diocesano, especialmente en lo referente a la ->
pastoral y a la vida sacerdotal. El sínodo tiene voto de aprobación en el
nombramiento de jueces sinodales, examinadores sinodales y párrocos
consultores (can. 385, 1574), los cuales deben ser propuestos por el obispo y
confirmados por el sínodo mediante una votación colegial.

Klaus Mórsdorf

DIOS
A) Dios en el hombre y en sí mismo.
B) Posibilidad de conocer a Dios.
C) Pruebas de la existencia de Dios.
D) Atributos de Dios.
E) La comunicación de Dios mismo al hombre.
F) Relación entre Dios y el mundo.

A) DIOS EN EL HOMBRE Y EN SI MISMO


I. La cuestión de Dios y la revelación

La existencia misma del hombre incluye una tendencia a un -> absoluto en


ser, sentido, verdad y vida, que la revelación cristiana describe con el
concepto «Dios» (filosofía de la -> religión). La realidad asida en ese concepto
es, según la mente cristiana, un dato primigenio del carácter trascendental del
espíritu humano, que hemos de afirmar, por más que en la historia de la
religión no esté claro el origen de la idea de D. Aquí siguen contraponiéndose
una teoría puramente evolucionista, a partir de nociones muy primitivas, y la
teoría de un primer monoteísmo (fe en un D. sumo). Una prueba exacta del
proceso de nacimiento y desarrollo no es posible a ninguna de las dos teorías,
si bien habla en favor de un monoteísmo original el hecho de que la
explicación de la fe en D. partiendo de la naturaleza, de la magia y del
animismo no es evidente. La fe en una revelación primitiva en que se
comunicó al hombre un saber (irreflexivo) sobre un ser personal divino, no es
asequible por el método de la historia de la religión y no puede probarse ni
impugnarse a base de esta ciencia.

El pensamiento cristiano no está ligado absolutamente a las conclusiones de la


historia de la religión, que llevan siempre consigo cierta ambivalencia; pues
está persuadido de que con la revelación del AT aparece una nueva conciencia
de D. Ésta de ningún modo puede deducirse de algo anterior, aunque también
aquí, en la evolución histórica de lo nuevo, pueden mostrarse las
vinculaciones con las antiguas ideas sobre D. y, por eso, cabe hablar de un
«desarrollo» del monoteísmo veterotestamentario. El que el hombre haya de
hablar de D., (el cual, según la doctrina revelada y las experiencias de los
espíritus más profundos de la humanidad, es precisamente el inefable, no es
un objeto ni puede objetivarse), a primera vista y propiamente constituye una
«tarea imposible». Mas, por otra parte, el hombre tiene que acometer esa
tarea, pues la cuestión de D. que va implicada en la existencia humana y
determina el carácter problemático de ésta, no puede pasarse por alto con el
silencio. Esto tiene que reconocerlo hoy a su modo hasta el ateísmo militante,
que, al negar a D., da testimonio de lo ineludible de la cuestión de D.; o, de
lado cristiano, el movimiento extremo de «la muerte de D.» , que sustituye la
idea de un Dios personal, considerada inaceptable, por la conciencia
normativa de la libertad humana que aparece en Jesús. Tampoco la filosofía
moderna que conscientemente piensa en forma inmanente ha podido
descartar esta cuestión, aun cuando desdeña el concepto de D. y pone en su
lugar el principio del universo (G. Bruno), el espíritu absoluto (G.W.F. Hegel),
la vida que vibra en sí misma (F. Nietzsche) o el carácter supramundano
(transcendencia) del poder del ser que limita al hombre (M. Heidegger). Aun
frente al decidido ateísmo de J: P. Sartre hemos de resaltar cómo él tiene que
plantear la cuestión de D., para poder hacer inteligible la titánica decisión
humana por la libertad absoluta.

La explicación de esta cuestión de D., que va aneja a la existencia humana,


sólo es posible remitiendo a la constitución responsiva del hombre, que está
fundamentalmente bajo el llamamiento de Dios, y se halla orientado por su
oído a la primigenia palabra divina.

Un pensamiento filosófico puramente «teórico» no podrá desde luego poner


nunca en plena evidencia si este llamamiento viene realmente de algo
extrahumano y absoluto, o es sólo un eco a la voz del ser humano, que, por
su finitud y fragilidad, no hace aquí sino moverse dentro de un círculo
irrompible donde está cautivo y en un monólogo sin término. Por eso, en
definitiva, el hombre sólo está cierto de D. al aceptar una -> revelación, en
que él se le manifiesta con libertad completa en su propio poder y hace con
ello que el llamamiento humano pase a ser diálogo entre D. y el hombre.

Claro que, al admitir la relación entre D. y el hombre en un contexto efectivo


de historia e historicidad, se planteará la nueva cuestión de por qué D., en su
obrar, y en su ser, sigue presentándose al hombre como un interrogante
problemático. Eso está relacionado con la recta inteligencia de la revelación
que, ni considerada desde el punto de vista del D. absoluto, ni vista desde el
hombre finito, es capaz de ofrecer un esclarecimiento pleno del misterio de
Dios. Aun para los profetas y apóstoles, testigos propiamente dichos de la
revelación, el Dios revelarte sigue a la vez envuelto en su recóndita esencia.
Así, desde los padres griegos y la «teología negativa» que ellos inauguraron,
pasando por Agustín, los místicos alemanes, Nicolás de Cusa (Dialogus de Deo
abscondito) y Lutero, hasta Pascal y Newman; la oscuridad de la revelación de
D. ha sido un tema constante de un pensamiento sobre Dios guiado por la
revelación. De ahí que incluso el pueblo escogido por la revelación divina
pudiera preguntar, significativamente, por el nombre de D., pregunta que no
nacía de curiosidad intelectual, sino del deseo de cerciorarse de la presencia
activa y auxiliante de Dios en la oscuridad de la fe y en las vías de la historia,
para la cual, el Dios inmutable, a pesar de la más íntima cercanía, tiene que
permanecer transcendente a la vez (cf. Éx 3, 1-15).

II. Pruebas de la existencia de Dios y carácter misterioso del mismo

El hecho de que el hombre viva siempre el misterio de Dios en una especie de


ausencia del mismo D. y, también por eso, haya de preguntar por él, tiene su
razón última en el alejamiento de Dios originado por el pecado y en la
consiguiente perturbación de su conocimiento (cf. Rom 1, 18-21; cf. también -
->pecado original). Esta perturbación, sin embargo, no va tan lejos que no
quede en el hombre un punto de enlace para el llamamiento de Dios que
viene del orden de la creación (--> naturaleza y gracia, ->potencia
obediencial). Ese punto de apoyo es indispensable hasta para la comunicación
de la revelación «sobrenatural» (en cuanto garantiza la responsabilidad
personal en la recepción de la palabra divina), pero no debe explicarse como
camino de un conocimiento natural de Dios con igual rango que el
conocimiento de la revelación por la fe (Dz 1785; cf. también --> teología
natural).

Con esta no evidencia de D. que procede de muchas razones, está también


relacionado el hecho de que, desde muy antiguo, el pensamiento cristiano se
ha ocupado de la posibilidad de probar naturalmente la existencia de D.; y esa
interrogación reflexiva ha sido recogida y reconocida por la teología cristiana
bajo la forma de pruebas de la existencia de D. Ahora bien, en muchos
aspectos estas «pruebas de la existencia de D.» se han tornado problemáticas
al hombre moderno, incluso al hombre religioso, aunque nada menos que
Hegel (si bien partiendo de su idea filosófica de la divinidad) consideraba
como < prejuicio de formación» la aversión a las pruebas de la existencia de
D. Este tenaz prejuicio procede en no pequeña parte de una mala inteligencia
de la especial estructura y finalidad de estas pruebas, que, en su formulación
histórica (cf. p. ej., las cinco vías de Tomás de Aquino, ST i q. 2 a. 3) son de
todo punto atacables en sus pormenores; pero no debieran abandonarse en lo
fundamental como indicios de lo que subyace como absoluto en todos los
fenómenos contingentes del mundo, y que se hace sentir particularmente en
un imperativo absoluto que afecta al hombre. En otro caso, la fe cristiana en
Dios se expondría a la sospecha de una ilusión y la teología se evadiría
deslealmente de la cuestión postrera de la verdad respecto de su más alto
«objeto».

III. El problema teológico del ateísmo

El carácter oculto y no evidente del D. de la revelación, juntamente con la


perturbación del conocimiento humano y la quebrada orientación de la
voluntad a lo absolutamente bueno, ofrecen también las bases para juzgar el
fenómeno de la negación de D. y del --> ateísmo en el mundo. Este fenómeno
negativo es atribuido hoy día en muchos casos a una deficiencia de la
predicación cristiana sobre D. y a la ausencia de testimonios vivos que
despierten la fe en él. Con todo, sin que podamos poner un momento en tela
de juicio esta falta de fe práctica en Dios, es evidente que el problema se
capta superficialmente si se despacha el ateísmo como mera consecuencia de
una deficiencia en la realización práctica de la fe en D. En tal caso, el ateísmo
podría interpretarse también como mero teísmo mal entendido y como crítica
a una anacrónica imagen de D., crítica que tendería precisamente a una
realización más auténtica de la fe. Esta posibilidad puede desde luego
concederse cuando el hombre, negando externa y verbalmente a Dios,
mantiene un principio o valor absoluto, aun cuando dote a algo derivado y
relativo con el carácter de lo absoluto. Pareja posibilidad hay que reconocerla
sobre todo, cuando, como sucede en algunas formas religiosas del oriente, el
absoluto aceptado y venerado no está sometido, por falta de una teología
teórica y refleja, a una fundamentación doctrinal, de forma que no puede
plantearse siquiera adecuadamente la cuestión del teísmo o ateísmo. A esta
concepción corresponde aquella afirmación, entre otras, del concilio Vaticano ii
según la cual también en las religiones no cristianas hay una « percepción de
un poder oculto», la cual «no raras veces implica el reconocimiento de un Dios
supremo y hasta de un padre» (Declaración sobre la relación de la Iglesia con
las religiones no cristianas, n .o 2), aunque lo significado no reciba una
adecuada expresión personal. Un correctivo del personalismo mantenido
teóricamente se halla aquí frecuentemente en la piedad popular práctica, que,
en la formación de un culto a dioses o espíritus, se crea un sustitutivo del
apersonalismo monológíco que no satisface al hombre como persona. Para
que pareja actitud pudiera pasar como «teísmo enmascarado», habría que
preguntar también si de él resultan una total entrega de la voluntad y el
reconocimiento de normas éticas absolutas, que se realicen en la postura del
hombre en cuestión ante el mundo y en una religiosidad que afecte al hombre
en el centro de su ser y lo impulse a la actitud de la adoración (cf. también
teología de la religión). Pero no será éste el caso en un ateísmo que desarrolle
una altísima reflexión teórica sobre sí mismo y piense, p. ej., al estilo del
«ateísmo postulatorio» de N. Hartmann, que precisamente por la dignidad de
la persona moral debe rechazar la existencia de un centro absoluto de valores.
Tampoco puede interpretarse como un teísmo mal entendido aquel virulento
ateísmo moderno que, apoyándose en la dialéctica hegeliana de «señor y
esclavo», ve expresada en todo teísmo la insoportable heteronomía de la
conciencia desgraciada, la cual sólo puede ser superada por el reconocimiento
de la divinidad y humanidad del espíritu en su evolución.

Aunque en el juicio fundamental de un ateísmo teórico y que reflexiona sobre


sí mismo puede demostrarse por deducción transcendental que él, con la
negación de una realidad, incondicional y absoluta, implica su afirmación entre
sus presupuestos y se halla así en contradicción consigo mismo; sin embargo,
desde el punto de vista de la oposición subjetiva del hombre, hay que ver
cumplido ahí el hecho del ateísmo. Esto es válido también en el caso de que
(desde el punto de vista de la fe cristiana en D.) hay que admitir además que
no puede haber argumento lógico alguno que pruebe la no existencia de Dios,
y que, por ende, la convicción subjetiva de esa no existencia sólo puede ser
aparente (y en general una prueba de la no existencia de un ente sólo es
concluyente cuando cabe demostrar eta forma de una demonstratio ab
absurdo el carácter contradictorio de la existencia afirmada), y que el ateísmo
es objetivamente infundado, y no puede, consiguientemente, destruir la
constitución objetiva y óntica del hombre en su orientación a Dios y en la
imagen divina que lleva. Pero querer hablar por eso de la imposibilidad del
ateísmo significaría desconocer que el hombre constituido como ser finito
puede negar, en una decisión de su voluntad finita, este orden objetivo del
que puede, de hecho, evadirse. Ello funda suficientemente la realidad del
ateísmo. Aquí hay que considerar además que en este punto nunca se trata
únicamente de un juicio intelectual, pues también está siempre en obra una
decisión de la voluntad. Por ahí puede reconocerse que el ateísmo no es un
problema exclusivamente intelectual, concepción que llevaría, a la postre, a la
teoría del puro error de la razón, y, con ello, de hecho, a la impugnación de la
posibilidad de un ateísmo formal. Como quiera que en él se trata también de
una claudicación moral, que tiene su raíz en la cerrazón del hombre en sí
mismo y en el hecho de que él concede un valor absoluto a su finitud; la
negación de D. debe juzgarse como un «aprisionar» voluntariamente (Rom 1,
18) la idea y experiencia de D. que invade al hombre, y por tanto hay que
tomar en serio su carácter de pecado y culpa. Lo cual no significa que el grado
de culpa pueda afirmarse y fijarse desde fuera para cada caso.

IV. El problema del hablar de Dios

Pero el interrogar sobre D. no es el fin último del esfuerzo teológico. Éste


radica más bien en el recto hablar sobre D., que en el fondo también es una
meta buscada por el llamamiento divino. Ahora bien, este hablar aspira al
familiar diálogo personal con el tú absoluto de D., que se consumará en la
visión inmediata del mismo. Así, el problema del preguntar por D. pasa al del
recto hablar sobre él y a él. La problemática nace de que nuestros conceptos y
palabras, dada su limitación y su orientación a objetos finitos, no pueden asir
lo divino, que por esencia es ilimitado y no es un objeto, que precede a toda
determinación y, como D. divino, es precisamente el firmamento originario
que envuelve todo pensar y hablar acerca de él. La primitiva teología cristiana
(fuertemente marcada particularmente por el Pseudo-Dionisio), fundada en la
experiencia viva de que D. es absolutamente diferente y no es un objeto, llegó
al reconocimiento de una auténtica inefabilidad de D. y a no admitir más que
los predicados negativos sobre él. Obraba ahí como trasfondo el principio
agustiniano de que D. es sabido y reconocido más por un no saber que por un
temerario intento humano de saber, el cual sólo puede conducir a un D.
hechura del hombre. Pero el programa de una «teología negativa» nunca fue
ejecutado seriamente, pues, llevado a sus últimas consecuencias, conduciría a
un silencio total sobre Dios, que contradeciría a la teleología de la cuestión de
D. ingénita en el hombre.

Esto hemos de decir también sobre una forma moderna de teología negativa
que, bien sea por motivos de oculto agnosticismo, o bien por un pensamiento
extremadamente actualista y existencialista, sólo admite aquellos enunciados
teológicos que se hagan en forma de una interpretación existencial del
hombre afectado por la fe. En esa forma de enunciados meramente indirectos,
donde D. es reconocido solamente como el origen de mi inquietud (H. Braun),
él ya no aparece como el que existe por sí mismo. Aquí se llega incluso a
sugerir directamente que se olvide la palabra «Dios» (P. Tillich), y que tanto el
término como las consecuencias deducidas de él por la religiosidad teísta,
sean formulados nuevamente para el hombre moderno en forma «no
religiosa». Aunque tras este programa se esconde la problemática auténtica
de la relación entre la inmanencia y la trascendencia divina, problemática que
una fe no reflexiva desvirtúa ilegítimamente al inclinar el fiel de la balanza
hacia el segundo polo de la relación dialéctica; sin embargo, en este nuevo
planteamiento radical la dialéctica entre el aspecto mundano y el trascendente
de la fe en D. ha quedado de nuevo desplazada hacia el otro extremo.
Corremos así el peligro de que la teología como palabra sobre D. desemboque
en una « pistología» o doctrina sobre el hombre afectado por la fe, en una
interpretación existencial del hombre donde ya no se puede decir si ella
necesita de un D. objetivo y que está realmente enfrente, ni si llega en
absoluto al reconocimiento de un D. personal.

Esto hay que decir igualmente de aquellos autores según los cuales D. sólo se
hace evento en el encuentro entre hombres, negándose, por tanto, a «hablar
sin más de un D. personal» (J.A.T. Robinson). Aquí está también en el fondo
el reproche de que ni siquiera la categoría de lo personal es adecuada para D.,
pues él sería concebido a la manera de un «ser supremo» por encima del
hombre y de su mundo. Que aquí va entrañada una contradicción en el propio
pensamiento, se ve claro por las soluciones propuestas como sustitución, en
las cuales la experiencia de D. es equiparada con el hecho de que el hombre
«se siente aceptado», o con la vivencia del poder obligante del incondicional a
la luz del amor sin reservas al mundo y al prójimo. Ese «sentirse aceptado»
como experiencia de la persona humana presupone, lo mismo que la vivencia
de lo incondicional, una persona que acepta y pone lo condicionado. Así, para
el hombre personal, D. no puede ser menos que persona, si el hombre no
quiere alzarse como única grandeza absoluta reconocida.

Al hablar de D., el hombre está obligado a retener la categoría de lo personal


también en virtud de la revelación bíblica, aun cuando aquí no se use
formalmente el concepto de persona. Pero, en forma implícita, éste se halla
evidentemente contenido en lo que allí se dice sobre el «nombre» de D. y el
uso de los nombres divinos, sancionado por D. mismo (cf. entre otros textos
Éx 3, 14; 6, 3; Is 42, 8). La sagrada Escritura, por una parte, pone de
manifiesto que D. no puede ser designado ni entendido a base de un solo
nombre, idea que la tradición resaltó todavía más al hablar de los muchos
nombres divinos o del «innominado» (cf. también Dz 428 ); pero, por otra
parte, muestra con la misma claridad que, en el nombre, D. se manifiesta
como realidad formal, subjetiva e individual, como un «yo» sumamente
concreto y dotado de suprema dignidad, y que, en cuanto tal, establece con
los hombres una relación personal, la cual - ontológicamente considerada-
posibilita en absoluto el fenómeno de la personalidad humana y de la relación
interhumana. Este carácter personal se expresa, sobre todo, en el pronombre
personal «yo», que la Escritura aplica innumerables veces a D. El miedo a
trasladar a Dios la categoría de lo personal identifica, precipitadamente, ese
procedimiento con la conversión de D. en un objeto. Pero este peligro no
existe cuando se reconoce que tampoco la personalidad de D. es una
designación unívoca, pues tal denominación no delimita a D. como un «yo»
muy poderoso, pero, a la postre, limitado, no lo circunscribe como un sujeto
que esté enfrente de manera fija; sino que mira a Dios como la razón
universal de toda personalidad y como la totalidad del propio poder, de la
propia pertenencia y de la propia responsabilidad. Así entendida, la
personalidad divina sigue siendo lo que envuelve la estructura yo-tú del
hombre en su relación a D. y, con ello, supera también la función de ser
solamente la absoluta razón óntica de la existencia personal del hombre y de
su referencia al otro.

V. Las maneras de hablar de Dios

Las dificultades que aquí surgen son las del recto pensar y hablar sobre Dios.
La tradicional teología escolástica ha buscado salir de estas dificultades por la
doctrina de la analogía de todo hablar sobre D. (analogía del ser). En ella se
da por supuesto que D. es totalmente -> distinto de lo que pueden asir
nuestros conceptos y palabras. Partiendo de esta posición negativa, que
encierra en sí, sin embargo, la conciencia tácita de la singularidad de Dios, el
espíritu se determina a dar el paso de articular el conocimiento positivo ahí
contenido mediante conceptos que, si bien por su naturaleza sólo
analógicamente pueden aprehender lo divino (cf. Dz 432), sin embargo, dan a
nuestro hablar la dirección hacia el misterio de D. y le confieren por ello un
auténtico sentido. Así los enunciados sobre el ser personal de D. o sobre sus
atributos tocan una verdadera realidad de D., pero no pueden aceptar ni
expresar, por razón de la disparidad en medio de la semejanza, el modo de
esta realidad. De lo contrario, el hablar sobre D. carecería completamente de
fin y sentido y se pararía en un agnosticismo perfecto que, en la cuestión de
D., lleva siempre al ateísmo.

Mas como el pensamiento analógico, a pesar de la desigualdad en la


semejanza, tiende a definir a Dios con precisión y a delimitar en su
singularidad al que lo envuelve todo, o incluso a deslindar partes del que, por
su esencia, es indivisible; en el hablar sobre D. se requiere un complemento
mediante los predicados dialécticos, los cuales, por razón de la grandeza de lo
divino, no lo miran desde un solo punto y dirección, sino desde muchos
puntos, incluso antitéticos, y en direcciones diversas. Ya el pensamiento
analógico, al resaltar la semejanza en la disparidad, contiene en sí un factor
dialéctico. Por otra parte, los predicados dialécticos que, p. ej., presentan la
divinidad de D. a par como oculta y manifiesta, transcendente e inmanente,
absoluta y momento de la historia, teocéntrica y antropocéntrica; no pueden
prescindir del ingrediente analógico en sus respectivas denominaciones. Esto
puede llevar además a que los predicados sobre D., referidos siempre a una
determinada forma de pensar, sean mejor conocidos en su insuficiencia y
queden abiertos para ser completados por otra forma de pensar.

VI. La revelación histórica como garantía de nuestro hablar sobre Dios

Aunque de este modo el hombre sólo puede pensar sobre D. mediatamente y


sólo puede hablar de él con palabras imperfectas, sin embargo, la palabra
salida de D. mismo por la --> revelación hace posible y necesaria una
teología. Por la revelación, D. mismo se ha introducido en la palabra humana
y la ha capacitado permanentemente para expresarlo. De este modo, lo que
para una teología -> dialéctica hay de escandaloso en la -> analogía del ser
queda superado gracias a la -> analogía de la fe, en que Dios mismo, desde
arriba, escoge y capacita la palabra creada como expresión parabólica de su
misterio. La alta pretensión que supone la posibilidad afirmada de un certero
hablar de Dios por parte del espíritu creado, no debe rebatirse con el reproche
de que así D. queda deformado y desvirtuado antropomórficamente (->
antropomorfismo); más bien se debería tomar igualmente en serio el hecho
de que, por la creación y la gracia, el hombre es un ser «teomórfico» que está
llamado a hablar de D. y con D.

Mas si ese hablar no quiere perder su objeto, que es el D. absoluto, ha de


permanecer en la ruta por la que D. mismo en la revelación se ha acercado al
hombre, o sea, debe estar en conformidad con la revelación. Ahora bien, el D.
de la revelación no es una idea abstracta o el ser supremo, sino el Señor que
en la historia se inclina hacia el hombre, le concede su gracia y lo salva. Y la
conformidad de los enunciados sobre D. con la revelación no sólo exige que
toda palabra religiosa y cristiana acerca de él se pronuncie a base del
testimonio normativo de la revelación bíblica, que en el -> dogma y el
magisterio de la Iglesia logra una forma de expresión en consonancia con el
tiempo; sino que exige también que las afirmaciones sobre el «en sí»
metafísico de Dios y su deducción desde un concepto clave no tengan la
primacía, la cual corresponde a las acciones salvíficas dirigidas al hombre en
las que el D. de la revelación se muestra en su conversión al mundo en su
santidad y justicia, en su pro me.

Pero la forma plena del acercamiento de D. al mundo, el verdadero ser de D.


para «con nosotros», se ha revelado en el Hijo encarnado, en ->Jesucristo.
Esto significa que un hablar de D. conforme con la revelación ha de estar
referido siempre al D. sumamente concreto, al que se hizo evento en la
aparición del Dios-hombre. Así, la imagen de D. conforme con la revelación ha
de brillar siempre bajo la luz que viene de Cristo. Lo que el amor, la verdad, la
santidad y la justicia de D. significan, en una forma de hablar concorde con la
revelación ha de leerse en la «faz de Cristo» (2 Cor 4, 6). Cf. también -->
hermenéutica bíblica, --> Escritura, -> teología.

VII. El ser «en sí» de Dios y su ser «para nosotros»: el concepto de


Dios

Esto lleva luego el pensamiento creyente a la cuestión de si los enunciados


sobre un «ser en sí» de D. y, por ende, un hablar ontológico y metafísico
sobre D. en categorías ónticas son imposibles y, por tanto, deben ser
rechazados. Aquí debiera ya exhortarnos a la precaución lo que dice la
Escritura, la cual da a entender que en el obrar de Dios en el mundo se
manifiesta también un ser divino que puede y debe ser hecho objeto de
enunciados por parte de una fe refleja (teológica); pues D. no se agota con su
relación a la revelación y su significación para el hombre. Semejante
concepción puramente funcional de Dios, que pretendiera eliminar totalmente
el «ser en sí» de D., a la postre habría de convertir a D. en hechura del
hombre. Tampoco el D. revelador en la antigua alianza es un mero auxilio
para la vida y existencia de su pueblo. El preguntar retrospectivo sobre el «ser
en sí» de Dios, que se anuncia ya en el uso bíblico de los llamados atributos
absolutos de Dios, los cuales no pueden deducirse de la mera relación al
mundo, sino que la superan (cf. entre otros lugares Núm 23, 19; Sal 102, 28),
no sólo tiende a evitar que el carácter mundano y humano de D. manifestado
en la acción histórica caiga en el peligro de una interpretación antropomórfica
(en la cual D. a la postre sería simplemente un demiurgo más alto o un
espíritu cósmico superior), sino que sirve también para reconocer y adorar el
misterio profundísimo de Dios, el cual no radica únicamente en su acción
dentro del mundo por su gracia y misericordia, sino que además radica en su
ser, que no se agota ni puede agotarse con dicha acción.

En este punto para un hablar cristiano sobre D. en conformidad con la


revelación, es indiscutible que a los atributos que han actuado en la historia
de D. con la humanidad se les debe dar la primacía sobre los derivados de su
esencia metafísica; y así se hablará preferentemente del señorío de D. en el
acontecer de la creación y de la alianza, de aquel amor, de aquella gloria,
santidad y paternidad que impresionaron al hombre bíblico. Claro que al
proclamar estos atributos, con indudable fundamento bíblico y referidos a
nosotros en la revelación, se planteará la cuestión hermenéutica de si esa
referencia suya a la existencia humana puede mostrársele claramente al
hombre actual en su nueva situación sociológica, de si a través de ellos la
teología en su función de predicar es capaz de afectar a la existencia humana.
Aquí será ineludible una traducción; pero ésta, como auténtica traducción,
tiene como presupuestos el atenerse al original y el reconocer a la vez una
inalienable comunidad en el espíritu. Trasladado a lo ontológico, este principio
significa que dicha traducción no puede olvidar el presupuesto de que D. no
cambia, aunque cambie el pensamiento humano; e incluso el concepto mismo
de Dios, aun cuando se transforme en una nueva imagen del mundo e
inteligencia del ser, lleva en sí algo inmutable, a lo que corresponde en lo
humano mismo algo permanente. Si no se deja a salvo este supuesto y se
afirma, p. ej., con D. Bonhoeffer, que el hombre moderno se ha hecho
formalmente ateo y no conoce ya ningún a priori religioso; entonces no queda
para los atributos mencionados ningún punto de apoyo en el hombre, y es
imposible una traducción, pues se ha perdido la inteligencia de la lengua
original. Pero, en tal caso, no sólo es superfluo pasar a D. «de contrabando»
(Bonhoeffer) para ponerlo como «tapagujeros» en las situaciones límite y sin
salida del hombre, sino que se hace también imposible confrontar al hombre
con D. en su «lugar más fuerte», es decir, « en medio de la vida», en su
«salud, fuerza, seguridad y sencillez»; pues, en esta concepción, el hombre
entiende su mayoría de edad transcendental y radicalmente, y así él ya no
puede considerarse como el ser necesitado de Dios. Una «sinceridad
intelectual de la predicación cristiana sobre D.» así entendida se vería forzada,
de ser consecuente, a sacar la conclusión contra sí misma y eliminar
totalmente la causa de D. de la conciencia del hombre.
Donde ese entusiasmo por lo negativo es reconocido en su insuficiencia, será
también posible señalar en la nueva imagen del mundo el lugar existencial de
los conceptos bíblicos. En tal caso, el D. que se revela como Señor en la
historia de la alianza, no acarrea la minoría dé edad y la esclavitud del
hombre, sino que trae una llamada a la comunidad con él; y en ella,
ciertamente no reina una paridad de derechos, pero, precisamente por la
conciencia de la distancia infinita, el hombre experimenta su grandeza que se
levanta hacia lo infinito de D. Entonces la santidad de D. se hace inteligible
para el hombre como la plenitud que recubre su necesidad y miseria, como la
gracia que juzga su pecado, pero eleva a la vez, como el poder que lo obliga a
la más profunda reverencia; y la paternidad de Dios no podrá tergiversarse
como la instauración de una autoridad externa y heterónoma, sino que se
verá en ella la raíz trascendente de la vida, el fundamento que posibilita la
libertad y la dignidad humanas y que capacita al hombre para alcanzar,
precisamente como mandatario de D., su plena grandeza de criatura en el
orden empírico.

El amor singular de D. que se revela en la paternidad y que, según 1 Jn 4, 8,


puede entenderse como la afirmación decisiva del NT acerca de la esencia
divina, puede también tomarse en absoluto como trasunto del obrar divino
sobre el mundo, que alcanza su revelación suprema en la entrega del Hijo
para la expiación del pecado (Jn 3, 16). Ahí también se manifiesta
inmediatamente la referencia al mundo de este atributo esencial de Dios, que
saca a la luz el evangelio en su acción reveladora, y se manifiesta como el
poder que afecta al hombre en lo más íntimo. La forma de amor
misericordioso que acepta la muerte y la supera, proyecta también luz sobre
el enigma fundamental de la existencia humana, que va dado con el -> mal.
Cómo en el amor misericordioso realiza D. algo más alto que el amor guiado
por la estima de un valor y que el de amistad (aquí es de considerar la
distinción entre eros y agape), se ve claro en el poderío con que él, si no
esclarece plenamente el oscuro misterio del pecado, por lo menos lo penetra
con sus rayos y hace surgir muchos puntos luminosos en esta oscuridad. Lo
cual tiene validez, no sólo con relación a la economía objetiva de la salvación,
sino también en la experiencia subjetiva del hombre redimido, que percibe en
lo más profundo el poder con que este amor borra los pecados en la situación
del hijo pródigo (Lc 15, 11-32).

El amor de Dios que en la resistencia del pecado brilla con toda su grandeza,
parece perder toda su soberanía cuando, al final de la historia, el misterio de
la iniquidad desemboca en el misterio de la reprobación (--> infierno). Aquí
parece que el amor de D. no logra imponerse frente al pecado y que esa
realidad activa de D. queda desvirtuada en su capacidad de llegar a la meta.
La hipótesis de una doble predestinación divina, por la que unos son
destinados a la salvación eterna y -> otros a la perdición (-> calvinismo),
mermaría ya en su primer momento la autenticidad de este amor de D. que lo
abarca todo. Y tampoco sería una solución el que, en una segunda edición de
la doctrina de la --> apocatástasis, se afirmara que al final el poder divino
absorberá el mal.

Aquí K. Barth reconoce francamente el peligro de merma en la libertad y el


carácter gratuito del amor divino, y el de que éste se convierta en un poder
cósmico de orden natural. De todos modos, una fe convencida de la sabiduría
infinita y de la finalidad del amor de Dios que brilla en la revelación no podrá
desde luego discutir el fenómeno de la reprobación al margen de este amor y
sin tenerlo en cuenta. Comprobará más bien cómo la libertad inherente a ese
amor tampoco puede suprimir en el hombre y en el pecador la decisión libre,
y cómo lo único que puede es llamarlo reiteradamente. En tal caso, el misterio
de la pérdida del fin bienaventurado no puede atribuirse a la deficiencia o al
enfriamiento del amor divino para con determinados hombres, sino a un amor
que reconoce siempre la libertad de la criatura y sufre pacientemente el
endurecimiento del pecador. Así, en el misterio del alejamiento definitivo de
Dios, el amor de Dios se muestra como un amor que respeta la total libertad
de decisión del hombre y sufre su resistencia, a la manera como Cristo en la
cruz no sólo superó el pecado del que se convirtió, sino que sufrió también el
del no convertido y obstinado. Según esto, también el misterio de la
reprobación está comprendido en el amor divino, por más que sólo pueda ya
revelarse a los réprobos en el oscuro resplandor de su desordenado amor
propio y endurecimiento.

La oscuridad de este misterio recibe ya cierta iluminación en las experiencias


históricas que tiene el hombre del amor de Dios, así cuando él conoce que en
la revelación del amor divino se muestra también la justicia de Dios, la justicia
con que el Santo tiene que rechazar el mal, al cual el hombre se adhiere, y
abandonarlo a su propia nada. Tampoco la justicia divina, que según el
expresivo lenguaje del AT. se revela en la ira y el celo de Dios (Éx 32, 11; 34,
14, etc.), puede considerarse -teológicamente hablando- como un camino
secundario de las disposiciones divinas, como un camino independiente de la
corriente universal del amor divino, aun cuando la plena armonización ideal de
ambos conceptos sea imposible para la inteligencia humana. Pero ésta puede
reconocer que Dios debe medir y juzgar según la medida de su amor el amor
finito del hombre y sus manifestaciones deficientes. Todo amor humano pide
que se guarden la medida y el orden; ahora bien, la medida del amor que se
exige al hombre es el amor de Dios, y en esa medida se descubren también
las deficiencias y las formas falsas. El hombre experimenta el no cumplimiento
de esta medida que se le exige como justicia y juicio punitivo de D. Pero aquí
hemos de tener en cuenta que para el hombre en el estado de vida, como lo
muestra ejemplarmente la historia de la salvación, todo juicio divino lleva
siempre consigo una oferta de -> salvación. Por eso, el concepto bíblico de
justicia de D. puede también significar aquella constancia, inherente a la
esencia divina, con que él impone en el mundo su deseo de salvación y de
amor, y con ello se hace justicia a sí mismo, es decir, logra el triunfo de su
gracia. Pero con esto se afirma a la vez que, en el reverso de esta justicia
divina que impone la salud, va también la función diacrítica, que actúa como
juicio y condenación allí donde el hombre se opone a la gracia divina y se
obstina en esta determinación. Por eso la justicia de Dios puede mirarse
también como un factor de su amor vertido hacia el mundo y, con ello,
impuesto como medida al hombre. Así considerado el amor, permanece
siempre el principio universal y rector de la acción divina en el mundo; por lo
que el hombre que busca seriamente su salvación eterna puede convencerse
de que la justicia de D. jamás se opondrá a su amor y el más grande amor
tiene siempre junto a sí la claridad suma del juicio.

Como inclinación viva a un ser querido, el amor sólo alcanza su plena


realización cuando es aceptado y correspondido por el amado. Así, también el
amor de Dios, que carece totalmente de concupiscencia y necesidad, tiende
objetivamente a la respuesta amorosa de la criatura, que despierta y provoca
el amor mismo de Dios. Esto acaece en el hombre primeramente en el acto de
amor a Dios, que va inseparablemente unido al acto de -> amor al prójimo
(cf. Mt 25, 40; 1 Jn 4, 20). La razón de esta unidad no radica sólo en la
dinámica inherente al verdadero amor a D., que debe abrazar también todo lo
que D. ha creado. Se funda más profundamente en el carácter cohumano de
cada hombre, en virtud del cual no es posible la realización del propio yo sin
incluir al tú. Por eso, el amor perfecto a Dios como acto sumo de la propia
realización del hombre sólo puede llevarse a cabo juntamente con el amor al
prójimo, o falla juntamente con él. Pero de ahí resulta también la conclusión,
contra una interpretación del amor de D. puramente existencial y
antropocéntrica, de que el acto del amor humano de D. no es idéntico con el
acto del amor al prójimo, y de que el amor de D. no se realiza únicamente en
el acontecer interhumano del amor. La inversión propuesta por L. Feuerbach
de la frase contenida en 1 Jn 4, 16, convirtiéndola en esta otra: «El amor es
Dios», que hace de la intangible subjetividad de Dios un predicado humano,
conduce a una religiosidad puramente horizontal, que, llevada a sus últimas
consecuencias, no puede ya mantener a Dios como realidad, y pronto podría
prescindir también del nombre de D. En el fondo destruye también la
particular cualidad del amor cristiano al prójimo, que procede de que Dios,
anteriormente a todo amor humano, se da al hombre en gracia
incomprensible, y sólo así lo capacita para amar al prójimo de un modo que
va mucho más allá de toda consideración utilitaria o de toda razón
humanística. Sólo el que ha experimentado antes el amor de D. en Cristo,
puede amar desinteresadamente y sin reservas al prójimo como imagen de D.

Una interpretación puramente horizontal del amor de D., que implique una
total reducción de la transcendencia divina a la inmanencia humana, le está
vedada al pensamiento cristiano por otra razón más, que apunta al misterio
de la ->Trinidad. A saber, el amor de D. al mundo no puede entenderse como
un movimiento natural y forzoso hacia la criatura, si no se quiere que Dios
aparezca como ser necesitado y dependiente. Ahora bien, esta impresión sólo
puede evitarse si el ser divino es también independiente de la referencia al
mundo y es creído en sí mismo como movimiento de amor, que sólo puede
darse entre personas. Así, el reconocimiento de D. como el amor que, en su
esencia, no depende del mundo, conduce a la admisión de relaciones
personales dentro del ser divino (ad intra), las cuales constituyen el misterio
de la Trinidad. Naturalmente, esta conclusión sólo es posible a base de una
revelación divina positiva sobre las tres personas de D., la cual se halla en la
historia de la salvación. Sobre todo el NT nos da a conocer cómo el ser de D.,'
que mira al mundo y crea la salvación eterna, alcanza en jesucristo, el Hijo del
Padre, su perfecta revelación y cómo, por el Espíritu Santo, esa revelación se
torna en el mundo realidad constante que abraza y penetra al hombre. Así el
hecho mismo de la revelación muestra una fijación personal del obrar de D.
en el principio sin principio del amor, que es el Padre, en el fruto perfecto de
este amor, que es el Hijo, y en la interioridad pneumática donde se actualiza
constantemente la obra salvífica, que es el Espíritu Santo, el cual, como
verdad (Jn 14, 17 ), caridad (Rom 5, 5) y santidad (1 Pe 1, 15), transmite
permanentemente la revelación como principio de vida. En este sentido, la fe
trinitaria es auténtico kerygma bíblico, aunque ella no puede demostrarse por
enunciados trinitarios filológicamente inatacables. Una fundamental conciencia
trinitaria, que se expresa en muchas formulaciones trinas, está evidentemente
contenida en el NT (cf. 2 Cor 13, 13; 1 Cor 12, 4ss; Ef 1, 3; 1 Pe 1, 2). En ella
se despliega la plenitud de la revelación dada con Cristo, tanto hacia atrás,
hacia el origen de la revelación, oculto para nosotros, como hacia adelante,
hacia el poder revelador del Espíritu Santo que habita en nosotros. Así
considerado, el misterio de la Trinidad no es un mysterium logicum, que sólo
forzaría a una sumisión de la razón, sino que es el misterio de la redención
completa, en que el misterioso «Dios sobre nosotros» (el Padre) se hace
«Dios con nosotros» (el Hijo encarnado, -> Jesucristo) y «Dios en nosotros»
(Espíritu Santo: -->gracia).

Desde luego, semejante explicación de la Trinidad, que se guía por el aspecto


salvífico de los testimonios de la revelación, pudiera producir la impresión de
que aquí no se conserva y asegura la verdadera personalidad de los principios
que actúan en la economía salvífica. De hecho, una doctrina clara sobre esos
principios sólo es posible desarrollando el tratado de la «Trinidad inmanente»
y empleando conceptos ontológicos (substancia, relación, propiedad). Esta
doctrina, que se elaboró en las luchas cristológicas y trinitarias de la era
patrística, no es una mera adición externa al kerygma del NT, centrado
esencialmente en la historia de la salvación (cf. p. ej., Dz 39s); y, en realidad,
ya las primeras controversias trinitarias perseguían un interés soteriológico o
salvífico. Es efectivamente evidente que, una economía trina que no se
fundara en las relaciones inmanentes de las tres personas divinas y en su
unidad de esencia, pronto aparecería como una triplicidad y una economía
aparente. La estructura trina de la historia y de la realidad salvífica (que no ha
de entenderse sólo como sucesión temporal del obrar de las tres personas),
de no afirmar una trinidad inmanente de tres personas iguales en esencia,
habría de interpretarse únicamente como la manifestación del D. uno bajo
figuras distintas (-> modalismo). Esa economía aparente nunca podría
sustentar el contenido de realidad y de salvación que encierra el acontecer
salvífico de la creación, redención y escatología, operado por el Padre, el Iüjo
y el Espíritu Santo. En virtud de este pensamiento pudo concluir Orígenes:
«(El creyente) no alcanzará la salvación eterna, si la Trinidad no es
completa.»

La salvación y su fundamentación teórica quedan completas con el hecho de


la inhabitaci6n de la Trinidad en el justo (-> justificación, -> gracia). Se
tiende cada vez más a explicar este hecho afirmando una vinculación de las
tres personas divinas según su peculiaridad personal con el hombre en gracia.
Sólo así halla el ser divino ad intra, por medio de la acción salvífica de D. en el
mundo, su perfecta correspondencia en el hombre, en quien se produce una
imitación de la vida trinitaria. De este modo, el misterio del D. infinito se
prosigue en el misterio del hombre finito; la «teología» se torna
«antropología», sin que la una se disuelva en la otra, ni se pueda esgrimir la
una contra la otra.

Leo Schejfczyk

DIRECCIÓN ESPIRITUAL
La d.e. tiene su origen en el monacato de la Iglesia primitiva, primero entre
los anacoretas, que en su soledad necesitaban de consejo, y después en los
monasterios, donde los «seniores» dotados carismáticamente se dedicaban a
la dirección espiritual, que también ejercían los superiores, lo cual originó
conflictos. En el monacato occidental parece que el oficio de superior se ha
impuesto más fuertemente en su función espiritual que en el monacato
oriental. En el punto culminante de este desarrollo el superior, en virtud de su
oficio, es también padre espiritual; así en la compañía de jesús, cuyo ejemplo
imitaron otras órdenes. Se llegó a ciertos abusos especialmente donde la d.e.
estaba unida con la confesión. Contra eso ha luchado el movimiento que ha
terminado separando la función oficial y la d.e.

Ya en la Iglesia primitiva también algunos laicos se confiaron a la d.e. ejercida


por monjes. Pero la d.e. fuera de los monasterios se hizo importante por
primera vez en los movimientos espirituales de laicos, entre el siglo xii y el
xv; también algunos seglares podían ser directores espirituales (p. ej.,
Catalina de Siena, Nicolás de Flue). El siglo xvti es, principalmente en Francia,
la época de apogeo de la d.e. (Francisco de Sales, Vicente de Paúl, Pedro de
Bérulle).

Hoy se habla de una crisis de la d.e. Sin duda se deben buscar nuevos
caminos para la ayuda espiritual. Se ha mostrado especialmente fructífero el
diálogo en pequeños grupos: el diálogo de meditación, el diálogo en ejercicios
comunes, la revisión de vida, el "sensitivity training". Tales diálogos sólo son
posibles en grupos homogéneos; no suplen la conversación en privado (la
d.e.), pero lo complementan, sobre todo de cara a la acción comunitaria.
Dada la aversión contra el carácter institucional de la d.e. en el oficio del
padre espiritual, hay aquí una auténtica posibilidad.

Ante todo se requiere una nueva reflexión acerca de la esencia y el cometido


de la d.e. Ésta es a la vez un encuentro humano y religioso. Sólo en el
encuentro con el prójimo llega el hombre a sí mismo; aquí está el lugar
antropológico de la d.e. En la Iglesia, que es el cuerpo de Cristo, la
pertenencia mutua de los hombres es todavía más íntima; y esta pertenencia
es el contexto teológico de la d.e. En general, hasta ahora el aspecto teológico
y religioso de la d.e. ha recibido una acentuación demasiado unilateral. No se
vio suficientemente que el crecimiento espiritual sólo es existencialmente
posible dentro de un esbozo de vida dado previamente por la naturaleza y la
historia. Por más que en la d.e. se trate de la iniciación religiosa, de la
introducción en el encuentro imprevisible y siempre singular con el misterio de
Dios y de su palabra, en la discreción de espíritus y el hallazgo de la voluntad
de Dios en un caso concreto, e incluso, por más qué ahí esté su núcleo; sin
embargo, todo esto debe quedar integrado en la existencia total. Lo espiritual
o lo religioso no puede ser una supraestructura de lo humano. La d.e. no está
relacionada solamente con lo religioso, como si esto fuera un ámbito aislado,
sino también con los hombres concretos y sus problemas. En consecuencia los
cometidos decisivos de la d.e. son los siguientes: 1 °, la guía hacia el propio
conocimiento; 2 °, la preparación para aceptarse a sí mismo; 3 °, la ayuda
para desprenderse del propio yo; 4 °, la búsqueda común de la voluntad
concreta de Dios.

Quien se confía a un d.e. no puede buscar solamente una confirmación de su


punto de vista. Debe estar dispuesto a aceptar algo que hasta ahora no sabía
o no quería tener por verdadero; y también ha de tomar conciencia de que el
éxito de la d.e. depende esencialmente de él mismo, de su propia apertura,
que condiciona fundamentalmente la obra del director espiritual, el cual, por
tanto, debe ser ante todo un oyente. Sólo así se llega a un auténtico diálogo
entre ambos. El director espiritual procura objetivar lo que se le comunica y
esclarecerlo con discreción; así el que busca consejo se siente comprendido.
La pregunta a¿quién soy yo?» o «¿dónde me hallo?» recibe su mejor
respuesta mediante una simple narración histórica de la vida del que busca
consejo, narración que, a diferencia de la confesión, no debe tener como
objeto la cuestión de la culpa, de las derrotas y de los pecados, sino que
abarca toda la vida en su desarrollo. Por esta narración se puede descubrir no
sólo los lados inmediatamente visibles de un hombre, sino también las
estructuras profundas de su esencia y de su carácter. En el transcurso dé la
conversación se deberá volver muchas veces a la historia de la propia vida. El
director del diálogo - que normalmente, pero no necesariamente, es un
sacerdotedeberá esforzarse por asimilar lo que se le comunica, sobre todo en
la primera entrevista.

Todo conocimiento de sí mismo, pero sobre todo el fundamentado


religiosamente, contiene a la vez una exigencia moral: aceptarse a sí mismo
tal como uno se ha conocido, responder de lo que uno es, no eludir la propia
realidad. El hombre tiene la tendencia casi indestructible a hacer una imagen
ideal de sí mismo, a enmascararse en un «papel» que él se ha elegido, para
dejarlo caer con resignación cuando la realidad le descubre su mentira. Por
ello necesita de una conversión, para afirmar el conocimiento más profundo
de sí mismo que él ha obtenido con ayuda de otro. El director espiritual debe
dar una orientación y una ayuda para este fin. Esa ayuda no ha de consistir
principalmente en exhortaciones ascéticas, sino en mostrar la relación entre
las diversas disposiciones - a veces poco armónicas- que van inherentes a la
naturaleza del dirigido, así como en distinguir entre la estructura picológica o
caracterológica, la cual es moral y religiosamente neutra, y las actitudes
fundamentales de orden moral y religioso, las cuales son las únicas que
deciden sobre el valor de un hombre. Además de esto queda siempre un
espacio suficiente para una motivación religiosa consistente en el seguimiento
de Cristo, allí donde se trata de soportar la insuficiencia y la falta de armonía
en la propia naturaleza, así como de aceptar un destino duro, de enfrentarse
con una situación.

Cuando uno aprende a aceptarse a sí mismo, con ello ha empezado también a


despegarse y distanciarse de sí mismo. Lo cual encomienda una nueva tarea a
la d.e. Ésta debe ayudar a ver las proyecciones egocéntricas, a destruir el
proyecto autónomo de la propia vida y a penetrar cada vez más en el esbozo
de vida que se dibuja en las disposiciones propias y en la concreta historia
personal, esbozo que se debe a la voluntad de Dios. Aquí se trata de alcanzar
aquella actitud interna que en la tradición espiritual se ha llamado (en forma
no exenta de confusión) pasividad (apatheia), abandono o indiferencia
(Ignacio de Loyola). A este respecto es importante la -> discreción de
espíritus, que en primera línea debe ser obra del director espiritual.

Con ello se pone de manifiesto la finalidad propia de la d.e., a saber: hallar la


voluntad de Dios «para mí», descubriéndola en la línea de la propia vida y en
cada nueva situación concreta. Los -> ejercicios ignacianos tienden en su
totalidad a esto. Esa voluntad de Dios, del Dios de la gracia, está para el
hombre particular en la línea de su naturaleza, incluso cuando ella debe ser
crucificada en aras de su consumación. Cuando un hombre coincide consigo
mismo, también coincide con Dios en lo más profundo. Lo cual deja intacto el
hecho de que en este proceso espiritual la razón y la gracia no llegan a
coincidir plenamente, de que hay un imprevisible e impenetrable «misterio de
la cruz». En la ambigüedad de la historia individual y la colectiva tiene el
director espiritual su cometido más importante: ayudar a buscar la voluntad
de Dios en las circunstancias concretas de la vida.

Aunque la d.e. y la -> psicoterapia son cosas esencialmente distintas, pues la


primera se relaciona con la salvación y la segunda con la curación, sin
embargo los límites entre ambas son elásticos, puesto que ni el director
espiritual puede excluir el aspecto de la curación, ni el psicoterapeuta puede
dejar de atender a la salvación religiosa del hombre, principalmente cuando
tiene ante él a un hombre religiosamente comprometido.

Friedrich Wulj

DISCRECIÓN DE ESPfRITUS
1. La teoría de la discreción de espíritus

En el terreno dogmático, la d. de e. significa aquel don gratuito (-> carismas)


que confiere la capacidad de conocer lo que es obra de la gracia en la
realización del hombre. Por eso, bajo el aspecto cognoscitivo se define como
el juicio recto «que nosotros nos formamos sobre el espíritu de otros, según
las reglas y prescripciones que nos dan la Iglesia... y la luz de la propia
prudencia» (SCARAMELLI 33s). Y, desde la perpectiva del sujeto, la d. de e.
es aquel sentido de orientación (en principio teórico) que permite al individuo
en su concreto momento presente encontrar la forma de existencia (cristiana)
que es adecuada para él.

En cuanto la praxis de la vida humana produce siempre una teoría


correspondiente a sus circunstancias y muestra así por qué "espíritus" está
impulsada, la doctrina de la d. de e. debe ser tal que, dentro de la vida
específica (de un hombre o de un grupo), ayude con medios teóricos a la
irrupción de aquellas fuerzas que aquí y ahora realizan lo discernido como
cristiano. Sin embargo, aquí el momento critico no puede radicar solamente
en el contenido concreto de la tradición -que como tal no garantiza una
aplicación adecuada-, ni en esta aplicación por sí sola - pues sin contenido
estaría vacía -, ni en el sujeto solamente, ya que precisamente él busca un
criterio; más bien, la calidad de la discreción depende de la forma explícita en
que la fe deba formularse para una situación totalmente concreta.

Sin embargo, la pregunta más general (hasta ahora no aclarada


teológicamente) sería a este respecto la de si cabe elaborar una teoría de lo
sobrenatural que permita esclarecer la práctica religiosa y que sirva para
hallar la diferencia específica de lo cristiano en la vida concreta. La d. de e.
exige una teoría de la vida espiritual, la cual, entendida como un ámbito
particular de la teoría general de la gracia, debe estudiar la relación entre la -
> naturaleza y la gracia. Pues, realmente, los distintos sistemas sobre la
gracia (--> gracia y libertad) también se distinguen por su concepción de la
espiritualidad. Allí donde se concibe la síntesis (en cada caso diferente) entre
exterior e interior, entre acción y pasión, entre logos y pneuma, está el lugar -
metafísico- donde se distinguen los espíritus.

Aquí amenazan concepciones de un objetivismo especialmente peligroso en


esta cuestión (por la razón de que separa). Pero si la -->gracia precisamente
activa la existencia humana y esa activación está siempre en unión con la
concepción (cambiada por la gracia) que el hombre tiene de sí mismo; en
consecuencia, el hecho de tomar en consideración la propia situación, como
momento esencial en el proceso de la autorrealización del hombre, debe, a la
inversa, afectar nuevavamente a la actualidad de la gracia misma y ampliar la
potencia de la capacidad personal. Sólo la teoría de la propia vida como
objetivación de la situación espiritual hace posible una realización adecuada
de la individualidad. Ella crea un nuevo ámbito existencial mediante la
delimitación de las propias fuerzas frente a la esfera de lo universal. Por esto,
a la inversa, cuanto la -->libertad (dada por la gracia), bien sea a causa de la
práctica (sensus f idedium), o bien por un especial don carismático, se hace
más consciente de sus condiciones; tanto mejor puede distinguir entre sí
también espiritualmente los distintos ámbitos de la vida. En la diferencia
consigo misma es ella su momento crítico. La d. de e., como expresión
objetiva de una fundamental toma de posición humana (mediante el carisma,
la actualización de la gracia y finalmente la visión), convierte a Dios mismo en
criterio «diferencial» de toda la realidad.

De aquí se desprenden los siguientes principios para una criteriología general:

a) La d. de e. nunca se realiza como un mero estado. Ella se produce siempre


en el espacio intermedio entre el querer (moral) y la visión (religiosa). Queda
concluida cuando el hombre ha encontrado la identidad consigo mismo y se
entrega libremente a los otros.

b) Nunca se desarrolla como mera teoría. El conocimiento por la gracia de lo


individual no tiene otro sentido que el de encontrar los contornos de la propia
existencia, para que, ante la oferta de muchas posibilidades, lo universal
pueda verse individualmente.

c) La d. de e. va estrechamente unida a la -> decisión por Dios, la cual, a su


vez, se hace posible por la gracia. Se produce como imitación de la
trascendencia divina en la propia vida, de cara a su positiva y negativa índole
moral.

d) Objetivamente, con relación a los otros, es la capacidad (carismática) de


ver los movimientos de sus almas de tal modo que ellos, gracias a un consejo,
puedan encontrar su libertad. Como objetivación de estados en cuanto tales,
la d. de e. va más allá de la relacióñ mutua en la esfera privada y afecta a la
dimensión social.

2. Escritura y tradición

Lo carismático tiene en la sagrada Escritura un carácter absolutamente


ambivalente, y no es por sí solo una garantía de la gracia. Pues, por un lado,
Dios «envía» también el espíritu malo (1 Sam 16, 14) y, por otro, el hombre
puede perder su carisma (Jue 13ss) o invertirlo precisamente en lo contrario
(Jer 28).

De ahí que para el NT - y también para el AT (predicación del juicio como


criterio en Jer, o el acto de la revelación en las historias de las vocaciones
proféticas)- el criterio está en la acción práctica. Así el reino de Dios se hace
actual en el mensaje de Jesús como destronamiento de los --> demonios (Mc
3, 20ss par); y para la comunídad la auténtica discreción se produce allí
donde, en unión con Jesús (Mt 11, 32ss), se cumple la voluntad de Dios (Mt 7,
15-23). E1 hecho de que se pertenezca a Dios (Jn 6, 44) o al mundo (Jn 8,
41), sucede en la fe misma (1 Jn 4, 2ss) y se demuestra por el amor y la
justicia (1 Jn 3, 10).

El Espíritu posee en el NT un carácter estructurante. Estando esencialmente


ligado al amor (1 Cor 13) y a las profesión de fe (1 Cor 12, 3 ), él se convierte
en una función para la edificación de la comunidad (1 Cor 14, 12) y garantiza
su unidad Rom 12; 1 Cor 12 ). A pesar de su actividad propia (1 Tes 1, 4s),
ha de atenerse al mandato del Señor (1 Cor 14, 37). Él trae luz (Ef 5, 8) y paz
(Gál 5, 22); y sin embargo pertenece a su esencia la d. de e. como acción
carismática (1 Cor 12, 10).

Bajo la influencia de la apocalíptica la d. de e. pasó también a ser un tema


importante de la antigüedad cristiana.

Primero se distinguen los profetas según diversos criterios: «Y ningún profeta


que hace preparar la mesa en el Espíritu come de ella, de lo contrario es un
falso profeta... Todo profeta que enseña lo verdadero, pero no realiza lo que
dice, es un falso profeta» (Did 11, 9s).

Pero la discreción tiene también un sentido general: «Dos ángeles hay en el


hombre, enseña Hermas, uno el de la justicia, otro el de la maldad» (Herm
[m] vi 2, 1). Por eso hay también dos concupiscencias: «La concupiscencia
mala es un impulso salvaje que difícilmente se deja domesticar; es espantosa
y por su salvajismo destroza mucho al hombre, sobre todo un siervo de Dios
que caiga en sus garras y no se ponga prudentemente en acción es
terriblemente maltratado por ella» (Ibid. xii 1, 2). La concupiscencia buena
produce justicia, virtud, verdad, temor de Dios, fe, afabilidad (Ibid. 3 ).

A pesar de la marcada demonología (p. ej. en la Vita de Antonio), son


decisivas la conducta moral y la aspiración a Dios, enlazada con aquélla: « El
que no hace... lo que enseña se asemeja a un pozo, el cual lava a todos los
que llegan a él, pero él mismo en su fondo está lleno de lodo y porquería»
(Vitae Patrum v 10,50).

En Orígenes la d. de e. recibe por primera vez una estructura metafísica; su


norma es la realización de la libertad del hombre: «Unde ex hac manifesta
discretione dignoscitur quomodo anima melioris spiritus praesentia moveatur,
id est, si nullam prorsus ex eminenti aspiratione obturbationem vel
alienationem mentis incurrat, nec perdat arbitrü su¡ iudicium liberum» (De
principüs rrt 3, 4). Absolutamente todo, incluso la posesión diabólica, depende
de la toma de Posición interna de la voluntad (Ibid 3, 5). En la época
siguiente, la espiritualidad monacal de oriente está acuñada esencialmente
por Orígenes.
En occidente quien predomina en este campo es Juan Casiano. Aludiendo a la
imagen según la cual el hombre, igual que un cambista de moneda, en lo
espiritual también debe distinguir necesariamente las monedas verdaderas de
las falsas, él acentúa que la capacidad de discreción debe adquirirse, y
concretamente por la humildad (ante la tradición) y por la apertura (frente a
los de más edad). La d. de e., puesto que enseña a conocer la dirección del
camino espiritual, es «fuente y raíz de todas las demás virtudes» (Collationes
Patrum, ii, 9).

Aunque a partir de aquí en la edad media se acentúa mucho la obediencia


(Bernardo, los dominicos) y surge el problema de cómo los criterios externos
(p. ej., la autoridad de la Iglesia) y la experiencia interna pueden coincidir
(Píerre d'Aylli), precisamente la gran teología (Hugo de San Víctor) remite
siempre a la inmediatez del hombre con Dios. Lo carismático (gratia gratis
data) es en Tomás, a diferencia de la gracia misma (gratia gratum faciens,
«per quam ipse homo Deo coniungitur»), aquella gracia por la cual el hombre
(desde fuera) es llevado a Dios (ST I-II q. 111 a. 1). La clarividencia dada con
ello, como «capacidad divina», afecta precisamente al ámbito que sólo Dios
puede ver, a lo «oculto del corazón» (Ibid. a. 4). Así como nosotros, dice
Dionisio el cartujo, podemos distinguir el Espíritu increado de los espíritus
creados, así también entre éstos podemos distinguir a los unos de los otros
(Obras 40, 468s). Las cosas que «immediate, improvise aut subito causantur
in apice aut vertice intellectivae potentiae» (Ibid. 274), ciertamente no
proceden del espíritu malo. Hay que atender siempre al de dónde (unde), al
para qué (cui), al contenido (quid), al sujeto (quis), a la forma de aparición
(qualiter) y al motivo (quare) de un movimiento espiritual (Gerson).

En Ignacio de Loyola, el último maestro de la d. de e. y el más decisivo para


la época siguiente, la discreción está orientada a la práctica. La norma
distintiva para la discreción radica en la realización de la trascendencia: «En
toda buena elección... el ojo de nuestra intención debe ser simple, solamente
mirando para lo que soy criado, es a saber, para alabanza de Dios nuestro
Señor, y salvación de mi ánima» (Ejer. esp. 169). Los ámbitos particulares de
nuestra vida, que han de hacerse «indiferentes» (¡bid. 23; 170), como
momentos particulares en la actualización de la presencia divina, están
sometidos a las reglas de «su» discreción. La recta elección brota de la
evidencia inmediata («sin dubitar ni poder dubitar» [primer tiempo de
elección: ¡bid 175]) o bien de lo que, en interior calma y libertad, hace obvio
la reflexión natural (tercer tiempo de elección: ¡bid. 177), o bien, finalmente,
la recta elección se produce «cuando se toma asaz claridad y cognoscimiento
por experiencia de consolaciones y desolaciones, y por experiencia de
discreción de varios espíritus» (segundo tiempo de elección: Ibid. 176). La
referencia a Dios en la acción concreta está también determinada por la
constitución individual (Ibid. 316s). El estado del alma en relación con una
elección concreta es también criterio de discreción (Ibid. 330); las reglas
ofrecen una ayuda a este respecto.

Estas reglas en la época posterior con frecuencia han sido expuestas


sistemáticamente, aunque, en general, sin captar lo peculiar de la segunda
elección.

3. La discreción de espíritus en la actualidad


La d. de e. como problema práctico equivale a la pregunta por la estructura
bajo la cual se realiza la fe. Dentro de los distintos momentos que determinan
su constitución concreta, hay que hallar aquellos que amplían la capacidad de
aprehender lo divino y aquellos otros que la bloquean.

Sin embargo, en cuanto la fe tiene que habérselas con los «poderes y


potestades» de la existencia, la doctrina de la discreción va más allá de la
realización particular de la fe. En efecto, debe definir en un amplio contexto
los factores que contradicen a lo cristiano; ella tiene importancia política, ha
de intervenir en el proceso de evolución del mundo y debe formular objetiva y
críticamente lo específico de la fe.

Por tanto, la d. de e., a diferencia de la simple predicación, que ha de


despertar la fe y profundizarla, es aquel saber que en el ámbito de la
cristiandad ya existente, y a partir de ahí, formula la diferencia concreta de
las posibilidades individuales de vida. Lo reflexivo del concepto es importante
porque la fe misma debe depurarse de cara a su desarrollo futuro. La
trascendencia de la propia esencia como elemento constitutivo de la conducta
específica para con el mundo, es el criterio de la estrategia de la discreción de
espíritus.

Por tanto, la Iglesia (también en su totalidad) está obligada a su propia


iniciativa espiritual. Ella no puede limitarse a repetir su profesión material de
fe. Lo peculiar de su crítica se manifiesta más bien en la objetividad específica
de lo cristiano en relación con la moralidad social y privada del hombre actual.
A este respecto, una confrontación crítica con los fenómenos de la -a
espiritualidad actual de ningún modo puede evitarse.

Elmar Klinger

DISPENSA
1. «Dispensa» es palabra latina derivada de pendere; por lo que
«dispensator> era el encargado de pesar el bronce, antes de la moneda
acuñada, para realizar los pagos, como lo indican Varrón (De lingua latina, 5,
183): «ab eodem aere pendendo dispensator», y Festo (De verborum
significatione, en «dispensator»): <Dispensatores dicti qui aes pensantes
expendebant, non adnumerabant.» De ahí pasó a significar la administración
de la caja de caudales en la familia o en la ciudad y la administración en
sentido más general, correspondiendo a la otxovolit« griega, que designa una
prudente distribución de bienes tanto espirituales como materiales (1 Cor 4, 1
[Vg] usa este término en el sentido de administración de los misterios divinos:
«dispensatores mysteriorum Dei»). La recta y prudente distribución de bienes
forzosamente debía conducir a que se tuviera en cuenta incluso los casos en
que era conveniente hacer una excepción de la norma general. Y de hecho se
llegó a esto, de modo que la d. puede definirse específicamente como una
exención o liberación de la ley en casos especiales concedida por el que
gobierna la sociedad.

2. No cabe duda que la d. es una institución característica de la Iglesia, cosa


que los autores indican en la definición misma; así, p, ej., Rufino (siglo XII) la
define: «Canonici rigoris casualis derogatio» (cf. H. SINGER, Die Summa
decretorum des Magister Rufinus, Pa 1902, p. 234), y WERNZ (lus
decretalium, 1, Roma 1905, p. 138) de esta definición: «Relaxatio legis
ecclesiasticae in casibus particularibus a competente Superiore ecclesiastico
ex causa cognita et sufficiente lacta.» Esto se debe a que la Iglesia debe
realizar la equidad en el máximo grado posible, pues, siendo su fin la
distribución o concesión de medios espirituales, la falta de adecuación con su
meta objetiva tiene mayor importancia que en el caso del Estado. La
negligencia de la Iglesia en la administración de tales medios pone en peligro
la salvación eterna, que es el fin supremo y absoluto. En la sociedad civil la
necesidad de adaptación no es tan urgente, ya que los medios otorgados por
ella son de orden natural y, por tanto, su pérdida no es tan grave.
Consecuentemente, una legislación que prevea con cierta sabiduría la
variedad de personas y situaciones, puede bastar en general para salvarla
equidad. En armonía con lo dicho, para que en la Iglesia sea fácilmente
asequible la dispensa, ésta no sólo es concedida por el autor de la ley, sino
también por autoridades inferiores, en casos de urgencia o en circunstancias
especiales (CIC can. 81-83 ). El legislador no está obligado a conceder la d.,
pues se borraría el límite entre ésta y la excusación de la ley; y no debe
concederla si ella no implica un bien mayor que su denegación. Esto significa
que la d. nunca es lícita si no existe una causa suficiente, como se desprende
del Tridentino (ses. 25, cap. 18 de ref.): «Sicuti publique expedit legis
vinculum quandoque relaxare ut plenius, evenientibus casibus, et
necessitatibus, pro communi (se entiende al menos remotamente) utilitate
satisfiat.»

3. La d. se refiere según el CIC: a) a la administración de sacramentos y la


concesión de - indulgencias; b) a los - votos y juramentos, así como a la
disolución del -- matrimonio rato y no consumado; c) a la liberación de penas
vindicativas; d) a la relajación de la ley, como dice el c. 80 (CIC). Ahora bien,
en a) conserva todavía el significado de distribución de bienes en general. En
b) es muy admitida (desde Suárez) la doctrina según la cual no se trata de
una d. estricta de la ley, sino de la anulación de un acto jurídico puesto
conforme a la ley. En tal modo se salva, dicen, la inmutabilidad de la ley
natural (de que ahí se trata). Por nuestra parte no vemos menor dificultad en
lo uno que en lo otro, pues creemos que anular el acto (voto, matrimonio... )
no es sino dispensar de la ley que manda no anularlo. Diríamos, pues, que,
existiendo una causa razonable, en tales casos la ley natural, que de suyo
tendría un carácter absoluto, se convierte en hipotética o dispensable, aunque
la d. se concede en virtud de una autoridad vicaria de la Iglesia. De ahí se
desprende además la diferencia clara entre d. e irritación de los votos. En
ésta, el acto queda anulado por decisión de aquel a quien estaba sujeto el que
lo emitió y de cuyo consentimiento él dependía en cierto modo; por eso la
irritación se hace con poder, no vicario, sino propio. Por fin en c) nos parece
que se da también una verdadera d., pues se libera a uno de la pena que la
ley estaba urgiendo.

4. Por lo menos conceptualmente, hay que distinguir con exactitud entre la d.,
la excusación de la ley y la epikeia. El dispensado es puesto fuera del alcance
de la ley por un acto jurisdiccional (si bien administrativo, según creemos) del
legislador o de quien ostente su poder (adviértase que en la Iglesia se da la
unión de poderes); el excusado, en cambio, lo está por la misma naturaleza
de las cosas, es decir, a causa de los perjuicios que implicaría el cumplimiento
de la ley, los cuales serían superiores al bien que de su cumplimiento
resultara; y esto se advierte por un simple juicio personal, llamado epikeia.

Olis Robleda

DISPOSICIÓN
I. Concepto

En un ente que llega a ser, el cual adquiere nuevos estados, determinaciones


y propiedades (--> existencial, -> hábito), se requieren (en su propio ser
interno o en sus circunstancias externas) ciertos presupuestos para que él
pueda recibir lo nuevo que se le añade. Estos presupuestos se llaman d.
respecto de la nueva determinación, con relación a la cual la d. se comporta
como «potencia» del «acto» (en el sentido más amplio de la palabra). -Esto
puede darse en todos los órdenes de la realidad: d. física, jurídica, moral. El
condicionamiento entre )a d. y el «acto» a veces nace de la esencia de ambas
cosas (p. ej., los conocimientos matemáticos para la solución de una
determinada operación aritmética, pero igualmente puede haber sido
establecido por decisión jurídica (p. ej., una determinada edad para recibir la
consagración episcopal); es también posible que la d. exija el acto (una
prestación de orden económico exige la retribución) o no lo exija (para recibir
las órdenes sagradas se requiere una edad determinada, pero ésta no da
ningún derecho a ellas). La d. puede existir siempre o bien producirse de
nuevo. Es posible que esta producción de la d. sea un deber moral o, por el
contrario, dependa del libre arbitrio. La d. ora es causada por el acto al que
ella dispone, ora por otro principio. La ausencia de una d. o la imposibilidad de
producirla puede ser causa de que el acto no se produzca o condicionar la
imposibilidad de alcanzarlo. Mas no hemos de olvidar que Dios, como causa
omnipotente que se halla fuera de las cosas finitas y temporales, puede
siempre producir una d., si él quiere absolutamente el acto al que ésta debe
conducir. (Dios es capaz, p. ej., de producir el arrepentimiento como d. para
el perdón de un pecado personal.) La doctrina de la necesidad de una d. para
una gracia determinada (justificación) en nada limita, por tanto, la soberanía
y el poder de la gracia divina.

II. Disposición en la teología de la gracia

En la teología católica la doctrina de la d. tiene un importante campo de


aplicación en lo relativo a la -> gracia y la -> justificación.

Por la naturaleza misma de la cosa (de la persona libre y de la justificación),


en el hombre inmediatamente capaz del uso de su razón y de su libertad se
requieren incondicionalmente (Dz 797ss 814 817 819 898) ciertos actos libres
de orden salvífico (actos de fe, de esperanza, de arrepentimiento) para
alcanzar la justificación (gracia santificante). Pero la primera gracia
preveniente, que por primera vez hace posible esas disposiciones salvíficas
(gracia sobrenaturalmente elevante) y produce de hecho estos actos libres
(gracia eficaz), no depende de ninguna d. moral del hombre. Dios también
puede darla libremente al pecador que no ha hecho ningún mérito para
obtenerla. No se da un «mérito moral» de orden natural como d. para la
gracia salvífica (--> pelagianismo; Dz 811, 813). El primer movimiento
salvífico del hombre hacia Dios, que luego dispone para el resto del camino de
la salvación humana, se produce sin que él presuponga ninguna d. moral en el
hombre, se produce por la libre iniciativa de la gracia de Dios, que él concede
en virtud de su universal voluntad salvífica. Con ello, todo el camino salvífico
(a pesar del --> mérito) se fundamenta hasta su final en este principio que
Dios ha creado por su gracia y que no tiene ningún presupuesto religioso o
moral en el hombre. Mas una vez que, bajo el influjo de la gracia divina, se ha
realizado libremente un acto salvífico, su intensidad, es decir, su profundidad
y decisión existenciales, que pueden crecer, sirve de «medida» para la ulterior
operación de la gracia (Dz 799).

III. Disposición en la teología de los sacramentos

El concepto de d. se aplica además en la teología de los sacramentos. El


hombre (adulto) debe disponerse para la recepción del sacramento y de la
gracia sacramental, puesto que los sacramentos, aun revistiendo el carácter
de un opus operatum, sin embargo no son causas que actúan mágicamente
(Dz 799 819 849 898). Es decir, el hombre no sólo debe tener la intención de
recibir los sacramentos, sino que, para su recepción fructífera, necesita
además una d.: fe, esperanza y, por lo menos, un germen de amor (->
arrepentimiento). Esta d., que en último término depende de la gracia eficaz,
dada libremente por Dios, pero a la vez se produce con libertad por parte del
hombre, es la medida (no la causa) de la gracia comunicada en el sacramento
como causa instrumental (Dz 799). Sin embargo debe tenerse en cuenta
cómo el sacramento (en cuanto acto religioso y en virtud de la gracia ofrecida
a través de él) puede profundizar esta disposición misma (o incluso crearla
por primera vez), y así la gracia ofrecida encuentra en el sacramento la
medida de su aceptación en la d. Es una tarea urgente de la teología
sacramental y de la predicación acerca de los sacramentos el elaborar más
claramente la unidad entre la acción objetiva de la gracia de Dios en el
hombre a través de los sacramentos y la actividad subjetiva del hombre (su
d.) bajo la operación de la gracia. No podemos limitarnos a determinar en
forma casuística el grado mínimo de d. necesaria en cada uno de los
sacramentos y fomentar así el prejuicio de que todo, lo restante lo hace el
sacramento o su recepción frecuente (eucaristía, sacramento de la
penitencia). Donde no crece ,la participación moral y personal del hombre en
la realización del sacramento (o sea, la d.), deja de tener sentido la
progresiva frecuencia en la recepción de los sacramentos. En los sacramentos
que pueden ser recibidos válidamente pero sin fruto (sacramentos que
confieren un carácter sacramental: Dz 852; matrimonio: Dz 2238), la
disposición puede suplirse o profundizada personalmente después de la
recepción del sacramento, con lo cual también se hace posible o profundiza el
efecto del sacramento. Es importante saber esto, sobre todo por la práctica
del bautismo de niños; y, además, la pastoral debería fomentar la
revivificación de la gracia sacramental (del bautismo; de la ordenación
sacerdotal: 1 Tim 4, 14; 2 Tim 1, 6; del matrimonio) profundizando la actitud
interna del hombre en relación con el sacramento (ya realizado, pero
permanente) mediante la predicación, la meditación y las prácticas piadosas
(renovación de las promesas del bautismo, p. ej., el sábado santo; ejercicios
espirituales para matrimonios; celebración de jubileos sacerdotales, etc.).
Todo esto no es un «como si», sino un crecimiento real en la gracia
sacramental.
Karl Rahner

DOCETISMO
Es el error cristológico que atribuye a Cristo un cuerpo aparente (dokeo =
parecer o aparecer) y niega por tanto diversos dogmas relativos a la
encarnación. Más que una secta, es una consecuencia de las doctrinas de
sectas gnósticas. Apoyado en antiguas enseñanzas del oriente medio, el
dualismo espiritualista de la -> gnosis dominaba el mundo griego del oriente
cuando apareció el cristianismo. Del choque entre ambos surgió una serie de
herejías que pretendían explicar racionalmente el misterio de Cristo. Una tesis
fundamental de la gnosis está en la afirmación de que la materia es
radicalmente mala: Como consecuencia inmediata, es imposible que Dios,
espíritu purísimo, se contamine realmente con ella. Aplicado esto a Cristo, se
dan diversas variantes: desde las más extremas que no admiten en él
ninguna realidad verdaderamente humana, pasando por los que aceptan la
encarnación pero no los sufrimientos de la cruz, hasta los que atribuyen a
jesús un cuerpo privilegiado, libre de toda miseria.

I. Historia y doctrinas

1. Época apostólica

Algunos relatos del Evangelio (Mc 6, 45ss; Mt 14, 22ss; Jn 20, 24ss)
favorecieron las primeras interpretaciones docetas. Con la desaparición del
Señor, y luego con la muerte de los últimos testigos, la tentación doceta se
robusteció. Se ha querido ver alusiones antidocetas en la carta a los
Colosenses y en las cartas pastorales. Esto es inexacto, pues allí se combate
más bien a judaizantes. Parece más probable que Juan haga alusión a los
Bocetas: 1 Jn 4, 2; 2 Jn 7. Hay que relacionar esto con 1 Jn lss, que insiste en
la realidad corpórea del Señor. La exégesis actual llega a la conclusión de que
Juan ataca a varios grupos heréticos. Todos ellos sostienen un error
cristológico unido a errores morales, y sus representantes generalmente son
paganos convertidos que luego se apartaron del cristianismo.

2. Ignacio de Antioquía combate claramente el d. Afirma con energía que


Jesús desciende de David y es hijo de María; que verdaderamente (15 veces)
nació, comió y bebió; fue perseguido y crucificado, murió y luego resucitó.
Nada de esto fue mera apariencia (Soxe`sv), como dicen los herejes. En ese
Cristo, tan real como las cadenas que llevan a Ignacio al martirio, se funda
nuestra salvación.

3. Ireneo se dirige contra varios herejes gnósticos y docetas. Entre ellos,


Valentín y sus secuaces, para quienes Cristo pasó por María como el agua a
través de un canal; en el bautismo se unió al Cristo pneumático, que en la
pasión volvió a apartarse. Ptolemeo seguía con pocos cambios la misma
doctrina. Esa distinción entre un jesús pasible y un Cristo impasible era
propugnada entre otros por el judaizante Cerinto y los Ofitas, que en realidad
no pertenecen estrictamente al d. Basílides se halla más cerca de este sistema
al proponer un burdo engaño como explicación: el Cireneo sustituyó a Cristo
en la cruz, mientras éste subió al cielo.
4. Tertuliano, en De carne Christi, defiende la realidad humana del Señor y
refuta además a Valentín y a Marción. Este último, discípulo del gnóstico
Cerdón, sostuvo que Cristo no nació de María sino que apareció ya adulto en
Cafarnaúm.

5. Clemente de Alejandría menciona a unos encratitas y a su jefe, julio


Casiano, adepto a un d. pleno. Clemente mismo tiene algunas expresiones de
sabor doceta, e igualmente Orígenes.

6. Hipólito de Roma es uno de los que más nos hablan de la herejía doceta,
que él presenta como una secta. En sus Philosophumena la describe y refuta.

7. Agustín, sobre todo en su Contra Faustum, ataca las doctrinas gnósticas y


Bocetas que habían asumido los maniqueos.

8. Docetismo ulterior. Estos errores resurgen entre los --> Cátaros y


albigenses y, más tarde, en el racionalismo de la ilustración, que con B. Bauer
llega hasta negar toda historicidad a Cristo. Para él el cristianismo es producto
del espíritu griego.

II. Importancia y proyecciones pastorales

Inicialmente el d. tuvo graves consecuencias morales (encratitas). Pero mayor


es su importancia doctrinal, ya que desvirtúa dos

dogmas cristianos primordiales: la encarnación y la redención. También


quedan afectadas la maternidad de María, la realidad de la Iglesia y el valor
de los sacramentos. En la predicación cristiana está siempre presente el
peligro de exagerar la trascendencia divina, hasta hacerla incompatible con la
inmanencia implicada en la -> encarnación.

Las tendencias de la espiritualidad y la ascética cristianas históricamente se


han bifurcado así: a) imitación de Cristo, b) divinización del cristiano. La
primera pone su acento en el Cristo histórico. La segunda puede tener dos
sentidos: divinización por Cristo y en él, o divinización simplemente. En este
último caso es fácil desviarse hacia doctrinas docetas, por el de no centrarse
tanto en el Dios encarnado, cuanto en la unión directa con Dios. Esta
tentación es de las más peligrosas por disfrazarse con visos de piedad y
misticismo. Toda negación o atenuación de la importancia salvífica de la
humanidad de Cristo en principio tiene un matiz doceta.

Enrique Fabri

DOGMA
A) Su naturaleza. B) Evolución de los dogmas. C) Historia de los dogmas.

A) SU NATURALEZA

I. El dogma en el conjunto del cristianismo


1. Para entender la dimensión ontológica y existencial del d., así como su
carácter necesario, hemos de tener en cuenta cómo en el hombre en cuanto
espíritu (y consecuentemente en toda comunidad humana) hay una necesidad
transcendental de afirmar absolutamente determinadas verdades (p. ej., de la
--> lógica, de la -> ontología y de la -> ética), las cuales se formulan a base
de conceptos (aunque no siempre en forma directamente científica). Esa
necesidad sólo puede ponerse en duda o negarse destruyéndose a sí mismo.
En consecuencia el hombre, en virtud de su esencia, tiene una existencia
«dogmática». Cabe mostrar igualmente que el hombre en cuanto sujeto de
acción, también tiene que afirmar necesariamente ciertas verdades <
fácticas» o contingentes como incondicionalmente válidas para él. De ahí que
la revelación histórica y la aceptación de ciertos enunciados en forma absoluta
no sean contrarias a la esencia humana (-> teología fundamental, -> historia
e historicidad). La pretensión de validez absoluta y el carácter obligatorio del
d. se dirigen precisamente a la --> libertad del hombre; el d. es una verdad
que sólo puede ser escuchada y aprehendida rectamente en la libre decisión
de la fe (Dz 798 1791 1814); y la libertad como acción del conocimiento
solamente llega a su propia esencia en el «compromiso» absoluto. D. y
libertad son, por consiguiente, conceptos complementarios. De ahí que la
Iglesia en su actitud, precisamente porque ella proclama el d. (y no «a pesar»
de proclamarlo), deba invocar y respetar esta libertad (Dz 1875; CIC can.
752, § 1; ->conciencia, ->tolerancia).

2. Pero la auténtica esencia del d. no se deriva solamente del concepto


abstracto de la comunicación divina de la verdad y de su carácter obligatorio,
sino de la -> revelación concreta, en cuanto: a) ésta es el acontecer salvífico
en el cual Dios mismo se comunica a la persona libre y espiritual y, por cierto,
de tal modo que el inmediato sujeto receptor de esta comunicación sea la
comunidad (-> Iglesia), que precisamente así queda fundada; b) dicha
comunicación de Dios mismo ha alcanzado su estadio definitivo, escatológico.
Pues, efectivamente, por la definitiva e insuperable acción salvífica de Dios en
el Verbo encarnado, ha quedado concluida la revelación (porque ha abierto el
camino para la visión inmediata de Dios), la palabra definitiva de Dios está ahí
en el enigma de la palabra humana); y sólo por eso se da el d. en el sentido
pleno de una autoridad suprema en la que se decide para siempre la ->
salvación o la perdición. De ahí que esta palabra del d. no pretende ser una
mera frase «sobre» algo, sino una proclamación que, a manera de
sacramento, haga presente lo expresado en las palabras, a saber: la
comunicación de Dios mismo en la -> gracia, que da también la aceptación
(por la fe) de lo comunicado. Por tanto, en la proclamación y audición
creyente del d., está presente lo proclamado mismo.

3. En cuanto el d. se fundamenta en la revelación y ésta (como palabra,


suceso y realidad misma de Dios manifestada y comunicada, en la unidad de
estos tres momentos) se pronuncia en la Iglesia y se confía a ella, el d. reviste
esencialmente un carácter eclesiástico y social. La Iglesia es a la vez oyente y
proclamadora de la revelación divina, sin que ésta cese, en boca de la Iglesia,
de ser palabra de Dios mismo. Por esto el d. no sólo es la forma que da
unidad a la audición común, sino también la forma que da unidad al acto de
pronunciar palabra de Dios para todos. Puesto que esta palabra permanece en
todo momento el evento siempre nuevo de la comunicación gratuita de Dios
mismo en la historia de la Iglesia, o sea, puesto que ella ha de pronunciarse
siempre de nuevo; debe haber -> acomodación dogmática y evolución e
historia de los d. (no sólo de la teología). Como en la palabra del d. acontece
la única, idéntica y definitiva revelación de Dios en Cristo, la cual aconteció
una vez para siempre; el d. es la forma como se mantiene permanentemente
válida la palabra de la -> tradición del «depositum fidei» en la Iglesia que
continúa siendo siempre la misma. Y puesto que este d. contribuye a
fundamentar y hace palpable la unidad de la fe, en su fijación y proclamación
se produce siempre, no sólo un descubrimiento de la cosa significada, sino
también una regulación del lenguaje común. Muchas veces la definición de un
d. constituye también una fijación del lenguaje común y una delimitación
entre frases verdaderas y falsas.

4. En cuanto el d. es la absoluta comunicación de Dios mismo (bajo la forma


de verdad humana en la Iglesia y a través de ella), él queda asumido en el --
>acto religioso, que en sí ya tiene una estructura « integral» (es decir, brota
desde la raíz de la esencia del hombre y abarca y actualiza todas sus
facultades en medio de una compenetración mutua); por eso el d. en sí
mismo es vida y, con tal esté proclamado rectamente y asimilado en forma
personal, no tiene necesidad de una apologética accesoria acerca de su «valor
vital»; él es por sí mismo fuente y medida de piedad auténtica.

5. En cuanto la palabra de Dios brota envuelta en conceptos humanos, el d. se


halla en medio de un intercambio vivo con toda la vida espiritual del hombre;
en principio, él no sólo usa las nociones vulgares de la existencia cotidiana,
sino también los conceptos de la ciencia, aunque, con frecuencia,
modificándolos a tono con la mentalidad popular. La Escriturra misma usa una
u otra terminología, según la situación espiritual (pero sin canonizar un
sistema científico o filosófico). Y, en realidad, ambos tipos de conceptos no
son esencialmente distintos (cf. también -> teologúmeno). A la inversa, el
conocimiento dogmático estimula la formación de una filosofía cristiana (->
apologética, --> filosofía y teología).

II. Esencia y división

1. Esencia

En la terminología actual de la Iglesia y de la teología (que sólo desde el siglo


xviii se ha impuesto en forma clara y uniforme), d. es un enunciado de fe
divina y católica, o sea, un aserto que la Iglesia proclama explícitamente (a
través del magisterio ordinario y universal, o mediante una definición papal o
conciliar) como revelado por Dios (Dz 1792; CIC can. 1323 § 15), y cuya
negación sanciona con el calificativo de herejía y con el anatema (CIC can.
1325 § 2, 2314 5 1). Por tanto, las propiedades decisivas del d. (origen
divino, verdad, obligación de creerlo, inmutabilidad, historicidad, capacidad de
evolución, estructura encarnacionista y unidad auténtica -sin mezcla ni
separación- entre lo divino y lo humano, etc.) deben tratarse dentro de
diversos temas generales, p. ej.: -> revelación, -> fe, -> teología,
gnoseología y metodología teológicas, -> magisterio eclesiástico). La
declaración de que un enunciado es d. constituye también la suprema ->
calificación teológica.

En el concepto formal de d. entran por tanto dos momentos: a) El hecho de


que la Iglesia propone explícita y definitivamente un enunciado como verdad
revelada (momento formal), lo cual no exige necesariamente una definición
expresa; b) la pertenencia del enunciado a la divina, pública y oficial
revelación cristiana (en oposición a la revelación privada), y con ello su
inclusión en la palabra de Dios, tal como ésta se nos transmite en la Escritura
o (y) en la tradición (momento material).

En este concepto de d., generalmente aceptado y claramente contenido en las


declaraciones del Vaticano t sobre el objeto de la «fides divina et catholica»
(Dz 1792), hay algunas preguntas discutidas que hemos de esclarecer con
mayor detención. Las principales son:

a) La cuestión de cómo el d. proclamado por el magisterio ordinario puede


delimitarse exactamente frente a las demás verdades enseñadas por la
Iglesia, las cuales no (o todavía no) son propuestas explícitamente como
reveladas por Dios ni afirmadas en forma totalmente definitiva y con toda la
autoridad del magisterio eclesiástico. Aquí, por un lado, hay que tener en
cuenta la exhortación del CIC, can. 1323 S 3, y, por otro, hay que pensar
cómo la realización concreta de la fe cristiana nunca puede referirse tan sólo a
lo que propia y formalmente es d. Los d. sólo son afirmados en una forma
personal y eclesiástica cuando se hallan relacionados con otros conocimientos,
afirmaciones y actitudes, de modo que no debe valorarse en exceso la
delimitación exacta entre las verdades definidas y las no definidas, e incluso,
esa delimitación no puede hacerse con absoluta precisión (cf. Dz 1684 1722
1880 2007 2113 2313).

b) La cuestión de cómo ha de concebirse la inclusión de un d. en la revelación


divina. Puesto que, sin duda, la Iglesia enseña actualmente como d. (como
contenidas en la revelación) muchas verdades que no siempre fueron
enseñadas o conocidas como tales; el elemento de la pertenencia a la
revelación indudablemente puede darse también en forma indirecta, por la
implicación de una verdad en otra. La cuestión es, por consiguiente, qué
«implicación» (sobre el primer uso de este concepto en el lenguaje del
magisterio oficial, cf. Dz 2314) es necesaria y suficiente para que un
enunciado derivado de la revelación pueda ser considerado todavía como una
frase atestiguada por Dios mismo, la cual se cree en virtud de la autoridad
divina. Se distingue entre implicación, formal y virtual, subjetiva y objetiva.
En la implicación formal una verdad se deduce de otra a base de reflexiones
garantizadas por la revelación; y en la virtual se recurre para la deducción a
una premisa material que no procede de la revelación. Los teólogos todavía no
han llegado a una opinión unánime acerca de estas preguntas. La teología
postridentina tendía en general a considerar como posibles d. solamente
aquellos enunciados que se desprenden del depósito de la fe por una especie
de procedimiento de lógica formal y sin recurrir a premisas meramente
naturales; pero, ante la evolución fáctica de los d., parece crecer el número
de teólogos que consideran como posibles d. también los enunciados que
constituyen una explicación de lo implicado virtualmente. Esos teólogos
intentan explicar de diversas maneras (dando distintos sentidos a la
implicación virtual) por qué tales enunciados pueden considerarse todavía
como palabra de Dios, como revelados y acreditados por él.

c) La cuestión de si hay coincidencia plena entre d. y frase definida, es decir,


la pregunta de si, junto a los d., puede haber otras verdades definidas, o sea,
acreditadas por la Iglesia con toda su autoridad, y en caso afirmativo, la de
cuáles son esas verdades (hechos dogmáticos; verdades de «fe meramente
eclesiástica» [puede hallarse bibliografía sobre este tema, p. ej., en PSJ 13 n
.o 899, pág. 796s] ). La fe meramente eclesiástica tiene como motivo
inmediato, no la palabra de Dios, sino la autoridad de la Iglesia, que ha sido
fundada por Dios (verdades católicas).

2. División de los dogmas

a) Según su contenido y su importancia. D. generales (verdades


fundamentales del cristianismo) y especiales (artículos fundamentales,
artículos de fe, «regula fidei»). Aunque se debe acentuar la igualdad formal de
todos los dogmas, como garantizados por Dios y definidos por la Iglesia, sin
embargo está justificada la distinción entre d. más y menos fundamentales,
según la importancia salvífica del objeto al que ellos se refieren (cf. Vaticano
11: De Oecumenismo n ° 11); y en consonancia con esto, el derecho canónico
no califica toda negación herética de un d. como --> apostasía de todo
cristianismo (can. 1325 § 2). El criterio más estricto para dicernir los d.
fundamentales está en la distinción entre d. necesarios y no necesarios para
la salvación, hecha desde el punto de vista de si ellos deben ser creídos
explícitamente (con necesidad de medio o de precepto) para poder alcanzar la
salvación, o por el contrario es suficiente creerlos implícitamente (-> fe).
Puesto que la revelación de Dios, el magisterio de la Iglesia y la fe divina se
refieren tanto a verdades «teoréticas» como a «hechos», lo mismo éstos que
aquéllos pueden ser objeto de un dogma.

b) Según la relación con la razón. D. propiamente dichos (que sólo pueden


conocerse por la revelación: -> misterios en sentido estricto) y d. en sentido
amplio (cuyos contenidos pueden conocerse también por la razón natural).
Incluso el presupuesto de que verdades puramente racionales o evidentes
puedan ser igualmente objeto de fe, los d. en sentido amplio se distinguen de
la correspondiente verdad racional. En efecto, aprehendidos y creídos e n
medio del todo de la revelación y de la fe salvífica, ellos presentan su
contenido bajo un objeto formal de orden sobrenatural, en idéntico contexto y
con la misma luz que los d. puros, de modo que se hallan muy por encima de
la aparentemente idéntica verdad racional. Por otro lado, tales dogmas son
expresión de que la revelación divina afecta realmente al mundo del hombre,
y de que los enunciados de la fe no están subordinados a una función o región
particular del hombre, sino que se refieren a la realidad entera de éste.

c) Según la proposición por parte de la Iglesia. D. formales y (meramente)


materiales, según que el elemento formal se dé ya o todavía no se dé en el d.
(cf. 11, 1 a).

III. Dogma en la comprensión modernista

El concepto que el modernismo tiene del d. queda determinado


negativamente: a) por la no admisión de una realidad propiamente
sobrenatural y, en consecuencia, de un misterio que sólo pueda
experimentarse mediante una apertura libre y personal de Dios. El d. es una
expresión del hombre que se experimenta a sí mismo en su indigencia
religiosa, y sólo a partir de aquí dice algo sobre lo «divino»; b) por la
oposición al elemento intelectual en el d., a causa de la persuasión de que las
formulaciones conceptuales no son constitutivas de la experiencia religiosa. La
frase conceptual, o intelectual (en que consiste el d.), no sólo es inadecuada a
la cosa significada y constituye un enunciado meramente «análogo», el cual
llama la atención al hombre sobre el misterio incomprensible de Dios, sino
que, además, se añade accesoriamente a la experiencia religiosa, pues ésta
puede estar en posesión de lo significado, independientemente de ninguna
formulación conceptual. Positivamente el d. es para el modernismo una
expresión secundaria de la -> experiencia religiosa, la cual es necesaria para
la comunidad, pero puede revisarse mediante fórmulas contrarias. Esa
experiencia es interpretada en forma inmanente (cf. Dz 2020ss 2026 2031
2059 2079ss 2309-2312).

Sobre el concepto de dogma en el campo protestante, véase ->


protestantismo (teología protestante).

Karl Rahner

B) EVOLUCIÓN DE LOS DOGMAS

I. Historia de la revelación y evolución de los dogmas

1. «Después de haber hablado Dios en los tiempos pasados muchas veces y


de diversas maneras a nuestros padres por los profetas, en estos últimos
tiempos nos habló por su Hijo» (Heb 1, ls). Estas palabras expresan la
progresiva historia de la - revelación de Dios, que culmina en Cristo. En él se
ha realizado la última y definitiva etapa de esa historia. En Cristo, Dios ha
dicho a los hombres su última y definitiva palabra. Lo anterior a Cristo (la ley)
tiene un sentido de preparación y camino (n«c8«Ywyós) para la revelación,
que en él se realiza, y para la fe, con que se le debe responder (Gál 3, 23ss).
«Todos los profetas y la ley profetizaron hasta Juan» (Mt 11, 13);pero jesús
es la plenitud de la revelación; él dijo de sí mismo: «todas las cosas me han
sido entregadas por mi Padre, y nadie conoce al Hijo sino el Padre; y al Padre
nadie lo conoce sino el Hijo y aquel a quien e] Hijo quiera revelarlo» (Mt 11,
27). Esta plenitud ha sido entregada en su totalidad (en cuanto es posible; se
trata, por tanto, de una totalidad relativa) por jesús a los apóstoles: «a
vosotros os he llamado amigos, pues os he dado a conocer todas las cosas
que oí a mi . Padre» (Jn 15, 15). Por eso, a partir de él, la misión fundamental
del Espíritu Santo será la de recordar las cosas que jesús dijo ( Jn 14, 25).
Pero Cristo mismo es revelación, no sólo en su predicación, sino también en
su vida, muerte y resurrección, por cuanto en todo ello Dios nos manifiesta su
misterio salvífico. A] Dios que habla le responde e] hombre con ]a -->fe, que
es la aceptación de un mensaje (de un testimonio) de Dios (Jn 3, lls, 32-36).
Una interpretación puramente humana de] sentido de la vida, muerte y
resurrección de Jesús, sería una construcción humana y no palabra de Dios.
Tal interpretación no podría ser aceptada por la fe. Ahora bien, la
interpretación ha sido hecha por los apóstoles como testigos privilegiados y en
virtud de una particular asistencia divina. Así Pablo dice acerca de su
evangelio (interpretación de] sentido y de] valor salvíficos de la vida, muerte
y resurrección de] Señor): «no lo recibí ni lo aprendí de hombre alguno, sino
por revelación de Jesucristo» (Gál 1, 12; cf. 1, 16s). Es probable que también
en Jn 16, 12-15 se aluda a esta interpretación del mensaje hablado
(predicado) de Jesús, realizada por obra del Espíritu Santo. La interpretación
añadida está limitada en cuanto al objeto, e] cual se relaciona siempre con e]
misterio de Cristo («las cosas que están por venir», es decir, la nueva
economía mesiánica; cf. Lc 7, 19s y 18, 30). Esa adición completa la
predicación de Jesús (le da plenitud enseñando «la verdad entera», aquellas
muchas cosas que, según Jn 16, 12, a jesús todavía le quedaban por decir);
en este sentido jesús afirma: e] Espíritu «recibirá de lo mío».

2. Este proceso completivo de] mensaje hablado de Jesús, que se realiza al


interpretar (no por las fuerzas humanas, sino por revelación) e] sentido de los
hechos salvífims del Señor, se limita temporalmente a la obra de los
apóstoles. No es necesario que esa obra siempre sea realizada personalmente
por ellos, pero sí ha de hacerse en conexión con ellos. Así, la misma
inspiración de los escritos neotestamentarios, que forma parte de este trabajo
completivo, no siempre se produce a través de apóstoles. En todo caso, debe
trazarse una neta línea divisoria entre el período constitucional de la Iglesia
(el tiempo apostólico) y su historia posterior. El magisterio eclesiástico lo ha
entendido así al condenar esta proposición: «La revelación que constituye el
objeto de la fe católica, no quedó completa con los apóstoles» (Dz 2021; cf.
también Dz 783, donde se presupone esta doctrina, al referir «la pureza
misma del Evangelio», que la Iglesia ha de conservar, a ese período
constitucional). A esta mentalidad obedece, sin duda, el que los apóstoles
mismos consideraran el mensaje como un depósito que debe ser conservado
cuidadosamente (1 Tim 6, 20; 2 Tim 1, 13s), sin cambiarlo ni añadirle nada
(Gál 1, 8s, donde Pablo rechaza en absoluto «un evangelio distinto [ n«p'g =
fuera] de lo que os hemos predicado»). Ese depósito es una n«páSoacs (2 Tes
2, 15; 3, 6), que los apóstoles transmiten (cf. 1 Cor 11, 23) y debe
transmitirse ulteriormente después de ellos, pues la «buena nueva» ha de
anunciarse hasta el final de los tiempos (Mt 28, 20).

En todo caso, la conciencia de esta línea divisoria se alcanza plenamente en la


generación posterior a los apóstoles. Los padres apostólicos se consideran a sí
mismos distintos de los apóstoles (p. ej. 1 Clem 42; IgnRom 4, 3) y toman
como punto de referencia la doctrina apostólica (1 Clem 42, ls), que es un
depósito recibido de los apóstoles (POLY 7, 2), al que nada es lícito añadir ni
quitar (Did 4, 13; Bern 19, 11). La Iglesia postapostólica tiene, como primera
misión, la custodia del depósito de la revelación, en el que ella nada puede
suprimir o añadir.

3. Como garantía suprema en esta misión, ha sido prometido el Espíritu Santo


a ella y a su pastor supremo el papa, «no para que manifestaran una nueva
doctrina revelada, sino para que, con su asistencia, santamente custodiaran y
fielrilente expusieran la revelación transmitida por los apóstoles o el depósito
de la fe» (Dz 1836, que habla de los sucesores de Pedro, los cuales gozan de
la misma infalibilidad que la Iglesia, cf. Dz 1839). La fiel custodia del depósito
no impide que algunas verdades contenidas en él pasen a veces a segundo
plano. Quizás sea esto un proceso necesario. Por la riqueza misma del
contenido cristiano y por la limitada capacidad psicológica del hombre que lo
vive, no todas las verdades cristianas pueden estar siempre en el primer
plano del interés y de la atención. Pero la Iglesia nunca puede abandonar o
perder una verdad revelada, o permitir que caigan en la penumbra las
verdades centrales del mensaje cristiano (Dz 1501; cf. también Dz 1445 ).
II. El problema de la evolución de los dogmas

Por otra parte, la misión de la Iglesia con relación al depósito de la revelación


no consiste solamente en conservarlo, sino que ella también ha de explicar y
declarar fielmente su contenido (Dz 1800 1836). La Iglesia tiene obligación de
transmitir el mensaje en todos los tiempos y a todos los pueblos. Esto exige,
sin duda, algo más, y mucho más, que la mera repetición literal de una
fórmula muerta. El esfuerzo constante por una transmisión comprensible lleva
necesariamente a una inteligencia creciente del mensaje. Además el mensaje
mismo, por tratar en su contenido central de verdades no evidentes sino
misteriosas, por no dar evidencia interna de ellas, provoca en el creyente, que
lo acepta por la fe apoyado en la autoridad de Dios como testigo, la necesidad
psicológica de un esfuerzo por entender el contenido objetivo de su fe (cf.
THoMAs, De Veritate q. 14, a. 1 c.). Este esfuerzo constituye el sentido más
fundamental de la teología, caracterizada tradicionalmente como inteligencia
de la fe, y su más noble misión. Ese trabajo no es infructuoso aun cuando él
vaya orientado a los misterios, ya que siempre puede llegarse a una inicial
inteligencia de los mismos, por más que nunca se llegue a descifrar su estrato
más profundo (Dz 1796). Además la gracia que actúa en el acto de la fe (la
luz de la fe) da, según Tomás, un conocimiento por connaturalidad del objeto
creído (II-II q. 2, a. 3 ad 2). Esa connaturalidad representa siempre, en el
acto de fe, un nuevo tipo de adhesión (De Veritate q. 14 a. 8 c.), pero puede
también de modo cuasi instintivo dar una mayor inteligencia del objeto creído.
Ese proceso que se da en los fieles particulares, está también presente en la
dimensión colectiva y universal, constituyendo así una garantía de
infalibilidad, pues «la totalidad de los fieles, que tienen la unción del Santo
(cf. 1 Jn 2, 20 y 27), no puede equivocarse al creer (Vaticano ii, De Ecclesia
cap. 2, n .o 12). Por esta acción de la gracia, Cristo va realizando en su
cuerpo místico el «crecimiento de Dios» (Col 2, 19), «hasta que lleguemos
todos a la unidad de la fe y al conocimiento del Hijo de Dios, y seamos el
hombre perfecto, con la medida de madurez que corresponde a la plenitud de
Cristo ... de quien todo el cuerpo recibe trabazón y cohesión por toda clase de
contactos, que lo alimentan y activan, según la capacidad de cada parte,
creciendo hasta coronar el edificio en el amor» (Ef 4, 13 y 16).

2. Este crecimiento en la inteligencia del mensaje se convierte en estricto


progreso dogmático cuando la mayor inteligencia adquirida es proclamada
infaliblemente por el magisterio de la Iglesia como verdad contenida en el
depósito de la revelación, es decir, como dogma (cf. Dz 1792). Tal
proclamación es la culminación del proceso. Por lo demás, la existencia de un
progreso dogmático en la Iglesia, aun prescindiendo de la explicación que
hemos dado de sus fundamentos, es innegable bajo la perspectiva histórica.
En efecto, hay algunos dogmas que no aparecen como tales antes de cierto
momento histórico (quizá la verdad era ya conocida, mas la Iglesia no había
declarado su carácter revelado), y en otros casos ni la verdad misma era
conocida en su forma actual.

3. Si la revelación es un depósito cerrado desde el período apostólico, los


nuevos dogmas tienen que estar contenidos objetivamente en él desde el
principio. Sobre el modo como el término final de la evolución debe estar
contenido inicialmente en el depósito - o, lo que es lo mismo, sobre los limites
objetivos del progreso dogmático -, la teología católica no ha llegado a una
solución uniforme. Como orientación general en el problema podría decirse
que debe mantenerse una marcada diferencia entre el progreso dogmático y
la función apostólica, la cual completa todavía el depósito mediante la
estructuración e interpretación de la vida y doctrina del Señor. El progreso
dogmático sólo puede darse dentro de lo que es palabra divina. En general
parece que únicamente puede ser objeto de fe dogmática lo dicho por Dios en
forma directa (explícita o implícitamente), pero no lo deducido de la palabra
divina. No cabe recurrir al hecho de que Dios conoce las posibles conclusiones
que se sacarán de lo dicho por él, con el fin de poderlas considerar como
palabra divina. Puesto que Dios ha querido usar palabras humanas, su
locución debe ser entendida según las reglas del lenguaje humano. Por otra
parte, el papel de la Iglesia en la definición de un dogma es puramente
declarativo. La verdad definida ha de ser anteriormente palabra de Dios. En
todo caso, es importante subrayar que, aunque el término del progreso
dogmático haya de estar contenido objetivamente en el depósito y deba ser
homogéneo con él, sin embargo el medio de la evolución dogmática no
siempre consiste en una más profunda penetración lógica en el mensaje
revelado. En efecto, a veces se llega al término del progreso dogmático por
caminos lógicamente insuficientes para crear una certeza, se llega por meras
congruencias. Por eso en ocasiones el teólogo ha de realizar una laboriosa
reflexión para mostrar la congruencia de un dogma con el depósito de la fe.
En esta búsqueda el teólogo no siempre encuentra una orientación en el
magisterio de la Iglesia, que a veces se limita a definir una verdad como
revelada, sin indicar dónde está revelada.

4. Al señalar las raíces del progreso en la inteligencia del depósito, ha


quedado insinuado cuáles son los factores del progreso dogmático (Vaticano
ir, De divina revelatione, cap. 2, n .o 8). En el momento cumbre es siempre el
magisterio infalible de la Iglesia el que cierra y sanciona el proceso,
presentando una verdad como dogma a la fe de los fieles (cf. Dz 1792). A
veces, el más profundo conocimiento del mensaje lo realiza el magisterio
mismo, en su esfuerzo (que incluye la utilización de diversos medios humanos
de estudio y consulta teológica) por transmitir el evangelio en forma adecuada
a los problemas de los hombres en sus circunstancias concretas. Dentro de
esta preocupación por dar una respuesta a los interrogantes de los hombres,
debe ser valorada también la importancia de las herejías en la historia del
progreso de no pocos dogmas. Un segundo factor de progreso lo constituye la
reflexión teológica, que sin duda es una función vital en la Iglesia y nace por
la necesidad psicológica que el creyente experimenta de esclarecer la
obscuridad de la fe. Parece que la reflexión teológica sólo es factor de
progreso dogmático en sentido estricto cuando constituye una penetración en
el mensaje revelado (inteligencia de la fe), pero no cuando consiste en la
deducción de conclusiones (ciencia de la fe en sentido aristotélico), pues sólo
entonces el resultado alcanzado se halla dentro del depósito. Esta reflexión
teológica normalmente estará condicionada en su temática por factores
semejantes a los que operan en el magisterio, aunque, a veces, la penetración
más profunda en la revelación se realiza independientemente de las
circunstancias del ambiente, p. ej., cuando la obscuridad misma de un dato
del depósito invita a la reflexión sobre él. Un tercer factor de progreso
dogmático es el sentido de los fieles, fundado en la connaturalidad que la
gracia de la fe les da con los objetos creídos (Vaticano rl, De Ecclesia, cap. 2,
n .o 12). Dado el carácter vital que tiene el conocimiento por connaturalidad,
este factor de progreso actúa, sobre todo, en aquellas materias que poseen
una más íntima relación con la vida cristiana y la piedad. De ahí que se haya
resaltado la importancia excepcional del sentido de los fieles en el desarrollo
de los dogmas marianos (Dillenschneider). A veces se ha concebido la
distinción entre Iglesia docente y discente como si ésta fuera plenamente
pasiva en relación con aquélla. Nada hay que no sea activo bajo la acción de
la gracia. La conciencia del papel de los fieles en el progreso dogmático hará
comprender el sentido de unas palabras profundas de Paulino de Nola: <
Busquemos en todas partes la palabra de Dios; estemos pendientes de la boca
de todos los fieles, porque el Espíritu Santo inspira a todos ellos» (Epístola 23,
36).

5. La serie de factores ambientales que invitan al progreso dogmático en una


dirección o en otra, hace comprender que las líneas de crecimiento del dogma
sean plenamente contingentes. En otras circunstancias históricas hubieran
surgido otros dogmas. Pero la contingencia de la línea de crecimiento no debe
confundirse con una contingencia de lo realmente obtenido y desarrollado.
Todo lo definido infaliblemente por la Iglesia (etapa última del progreso
dogmático) es absolutamente irrevocable (Dz 1800 2145). Sin embargo, esa
respuesta infalible a una pregunta previa puede abrir la puerta a ulteriores
cuestiones; las futuras respuestas a ellas serán nuevas adquisiciones en el
progreso dogmático, y éstas irán completando lo que antes se había logrado
en forma definitiva. La inmutabilidad de las definiciones no impide el progreso
ulterior (Dz 1800). Esta doctrina hará comprender también que, aun cuando
el dogma se exprese necesariamente en un lenguaje concreto y en
determinados conceptos de una cultura, de modo que en otras circunstancias
hubiera asumido otra forma de expresión, sin embargo, esa pluralidad de
posibilidades significa solamente una contingencia de las líneas de
crecimiento, pero no una deficiencia en los resultados. La infalibilidad impide
(y hubiera impedido en otras circunstancias) la utilización de conceptos
ineptos. Por eso, cuando un concilio no sólo usa sino que además sanciona
determinados conceptos, no es lícito prescindir de ellos (Dz 2311).

Cándido Pozo

C) HISTORIA DE LOS DOGMAS

I. Historia de los dogmas como ciencia

La h. de los d. como ciencia teológica y momento interno de la dogmática


misma investiga y expone metódica y sistemáticamente la historia de los
dogmas particulares y del conjunto unitario de la fe cristiana. Y muestra a la
vez el condicionamiento mutuo entre los diversos contenidos y su relación a la
historia del espíritu y a sus temas y épocas. A diferencia de la historia de la
revelación, la h. de los d. comienza con el final de la revelación en jesucristo y
de la predicación apostólica (-> teología bíblica). Sin embargo, la h. de los d.
encuentra ya ejemplarmente su objeto en la Escritura, en cuanto ésta
contiene también «teología» (aunque garantizada por la -> inspiración), a
diferencia del suceso originario de la revelación, y así hay en ella evolución de
los dogmas.

Puesto que el dogma no sólo se da en las definiciones explícitas del magisterio


extraordinario, la distinción, posible en principio, entre h. de los d. e historia
de la -> teología, prácticamente no siempre puede hacerse con plena claridad,
y por esto la historia de la teología se expone dentro de la h. de los d. Ésta
presupone el hecho de la evolución de los dogmas, que a su vez presupone la
historicidad del hombre y de su conocimiento de la verdad. Pues, en efecto, el
dogma es verdad de Dios oída por hombres en este mundo, creída y
formulada en conceptos humanos e históricos, y es una función viva de la
Iglesia, que, a través de un proceso estructurado en forma esencialmente
social, debe aceptar y explicar la verdad recibida de Dios y garantizada por él,
anunciándola de manera adecuada a un horizonte intelectual constantemente
sometido a mutación. Su método es teológico e histórico; pues la h. de los d.
no es simplemente un fragmento de la historia general del espíritu y de la
religión, sino una ciencia teológica (que tiene la fe como norma), y a la vez es
una auténtica ciencia histórica que usa los métodos peculiares de este tipo de
conocimiento. La unidad de ambos métodos es posible porque ella se da ya en
el sujeto cognoscente y en el objeto de la h. de los d., que constituye una
auténtica historia bajo la gracia. La h. de los d. pregunta por el sentido y el
alcance de las afirmaciones dogmáticas (de modo que no se puede distinguir
adecuadamente de la dogmática), pero hace esto para entender la historia de
tales afirmaciones, y así no es solamente dogmática sistemática. Puesto que
con frecuencia el sentido de las afirmaciones dogmáticas como mejor se ve es
por la confrontación con lo opuesto a ellas (herejías), la h. de los d.
comprende la mayor parte de la -> historia de las herejías. La h. de los d.
precisa el sentido y el alcance de cada una de las afirmaciones dogmáticas,
las compara entre sí, describe el desarrollo de las formulaciones, descubre las
fuerzas de la evolución (las objetivas, las personales, las de la época, las
sociales, etc. ), procura entender la dinámica de esta evolución de cara al
futuro ulterior y así prepara dogmática futura. La h. de los d. no busca
únicamente lo que permanece idéntico en la fe bajo las distintas formas
mutables (aspecto apologético de la h. de los d.) sino también la diferencia y
sucesión de tales formas. Y esto no sólo porque así se esclarecen el sentido y
la legitimidad de las posteriores fórmulas de fe (a veces redactadas en una
definición propiamente dicha), sino también porque únicamente de esa
manera aparece la totalidad y plenitud de la conciencia de fe que tiene la
Iglesia, pues la h. de los d. no progresa por una sola vía, de lo menos explícito
e impreciso a la formulación más explícita e insuperable bajo todos los
aspectos (en principio la historia de la comprensión de la fe está siempre
abierta hacia adelante y nunca se halla concluida), y el pasado («tradición»)
en todo momento sigue siendo fuente y norma crítica de lo posterior, de modo
que nunca queda superado plenamente en las formulaciones posteriores y,
por tanto, nunca se hace superfluo para la dogmática misma. De ahí se
deduce también que la auténtica h. de los d. sólo puede ser cultivada en
relación viva con una dogmática que aborde aquellas cuestiones que la
proclamación misma de hoy y de mañana le plantea.

II. Historia de los dogmas como hecho real

1. Reflexiones previas de tipo hermenéutico. Naturalmente no podemos tratar


aquí con detalles la historia de todas las afirmaciones creyentes de la
dogmática. Pero incluso una breve visión que no quiera detenerse en la
materialidad externa de los dogmas más importantes, tiene que plantearse la
cuestión de si pueden aducirse algunos rasgos unitarios de esta historia. Y esa
pregunta está relacionada a su vez con la cuestión de si (a pesar de la libertad
de dicha historia, por parte de Dios y por parte del hombre) se puede hallar
un criterio adecuado para la división en épocas y articulación de la h. de los d.
Dada la relación estrecha entre historia de la -> Iglesia (supuesto que ésta
sea realmente entendida y estructurada teológicamente) e h. de los d. (como
el momento más decisivo de aquélla), hemos de esperar de antemano que el
buscado principio estructural se identifique con el de la historia de la Iglesia
teológicamente interpretada o constituya una especificación del mismo. Y por
tanto hemos de remitirnos a lo dicho sobre el principio estructural de la Iglesia
al hablar del -->cristianismo, y hemos de reflexionar nuevamente sobre él de
cara a la h. de los d. De ahí se deduce que, para la estructuración y
articulación característica de la h. de los d., pueden utilizarse la confrontación
y el encuentro entre la fe eclesiásticamente informada y la situación del
mundo que a ella antecede y se le encomienda como problema a resolver.
Con lo cual la estructuración de la h. de los d. no queda fundamentada en un
elemento casual y heterónomo frente a la esencia del dogma. Pues, por un
lado, la h. de los d. se desarrolla como historia de la fe que se sabe llamada a
dar razón de su esperanza (cf. 1 Pe 3, 15) y de la promesa en ella aceptada,
y, por otro lado, una interpretación teológíca de la situación «profana» del
espíritu mostraría que ésta está orientada por Dios a tomar conciencia de sí
misma en la fe cristiana. Y, además, desde la aparición del cristianismo, éste
ejerce un influjo configurador incluso en el ámbito aparentemente profano, de
modo que en tal situación el cristianismo se encuentra a sí mismo (con
frecuencia bajo la modalidad de un rasgo cristiano que la Iglesia todavía no se
ha apropiado conscientemente). Y la historia fáctica de los dogmas no se
produjo a la manera de un continuo proceso lógico de explicación, sino, más
bien, en medio de un constante cruce - incapaz de un pleno esclarecimiento
teórico - entre la historia de la salvación y la profana, entre la historia de la fe
y la del pensamiento. Naturalmente, a una h. de los d. articulada según este
principio estructural, habría que añadir otros criterios más particulares de
división: el de la historia de la organización (¿qué miembros institucionales
llevan adelante la h. de los d. y de la teología?); el de la historia del estilo
(contacto entre la h. de los d. y la literaria); el de la historia individual (los
grandes pensadores con singular fuerza creadora); el de la historia sociológica
(la teología en su dependencia de una determinada situación social y
económica); el de la historia de la Iglesia (relación entre la historia de la
teología y la restante historia de la Iglesia), etc.; por otra parte, entre todos
esos aspectos se da una dependencia mutua. Pero aquí no podemos entrar en
esos criterios subordinados de ordenación y división.

2. A partir de estas reflexiones hermenéuticas se puede decir lo siguiente


sobre la división y el proceso de la h. de los d.:

a) El cristianismo por primera vez se ha actualizado plenamente como religión


universal de todos los pueblos cuando éstos y sus culturas han alcanzado una
palpable y poderosa unidad histórica. E igualmente el dogma de la Iglesia sólo
se ha actualizado plenamente cuando se ha producido un encuentro y diálogo
entre él como mensaje salvífico dotado de poderío histórico y el espíritu del
mundo en la época de la cultura mundial, de tal manera que en ese diálogo el
dogma codetermina también - en una forma que hoy todavía no podemos
definir- y siente la suerte del ulterior curso histórico. Bajo esa perspectiva la
h. de los d. tiene dos grandes épocas: la del nacimiento de esa actualización y
la del diálogo global con el espíritu unificado (no decimos reconciliado) de la
humanidad. La primera época fundamental va llegando ahora lentamente a su
fin, la segunda está comenzando (cf. Vaticano ir, Sobre las misiones). Desde
este punto de vista, toda la anterior h. de los d. tenía un carácter «regional»:
era el diálogo de la fe cristiana con una cultura histórica del espíritu limitada a
una región, la del judaísmo del tiempo de Jesús, la de la antigüedad
helenística, la de «occidente»; y todo eso implicaba la constitución de aquel
sujeto que está en condiciones de llevar a cabo el diálogo de la revelación
divina con toda la historia espiritual del mundo. Por esto, en esa primera
época del proceso de la h. de los d. (dirigido por Dios y no conscientemente
por el hombre), debía manifestarse claramente en el terreno fáctico: que el
mensaje del cristianismo no está indisolublemente atado a una particular y
regional autointeligencia del espíritu histórico del hombre (la fe cristiana se
desprende del horizonte intelectual del judaísmo y del helenismo); y que la
Iglesia puede y debe sostener un diálogo real de fe con el «mundo». Pero esto
segundo implica el conocimiento históricamente creciente por parte de la
Iglesia de que: 1.°, frente a ella hay un permanente socio profano de diálogo
(o sea, el conocimiento creciente del carácter profano del mundo, de su
autonomía relativa, de la imposibilidad de una «sacralización» plena, del
poderío histórico del mundo y de su tendencia dinámica hacia el futuro, de la
distancia que en consecuencia se deduce entre el cristianismo y una forma
determinada y fija de sociedad, de economía, ere.); 2 °, la Iglesia tiene algo
que decir a este socio para su propia vida y su historia (o sea, un creciente
conocimiento creyente: de la antropología cristiana, importante también para
el campo mundano; de la libre subjetividad del hombre, con todas sus
implicaciones para la vida social; del -->derecho natural, con una recta
interpretación y fundamentación teológica; de la exigencia de una
«humanización» social e individual del hombre; de las posibilidades y límites
morales en la configuración del hombre por sus propios medios; de la
necesidad de rechazar una postura de indiferencia esotérica frente a un
mundo pecador y demasiado abandonado a su corrupción, etc.; 3 °, la Iglesia
debe representar frente al mundo lo que es propio de ella y no puede
derivarse de éste (o sea, la historia de la defensa e interpretación de su
mensaje supramundano acerca del Dios absoluto y de su comunicación por la
gracia, frente a los intentos de acomodar este mensaje a ideologías humanas;
la historia de la «distinción de lo cristiano» y la de la teología, que justifica la
acción práctica de la Iglesia y pide una distancia frente al mundo que debe
realizarse siempre de nuevo). En el crecimiento consciente de esta triple
visión (que se concreta materialmente de diversas maneras, pero no admite
una sistematízación plena), la inteligencia de la fe por parte de la Iglesia
durante esta primera época se desarrolló de tal manera que ella está ahora en
condiciones de emprender realmente el diálogo de fe que ahora comienza con
el mundo unificado y hecho autónomo.

b) A partir de aquí, esta primera gran época de la h. de los d. (junto con la


historia de la teología) permite también hasta cierto punto una estructuración
ulterior. Si nuestra división, comparada con los temas y las divisiones usuales
de la tradicional h. de los d., aparentemente no da una articulación perfilada y
profunda, hemos de tener en cuenta que la importancia salvífica en el orden
existencial de las posteriores formulaciones dogmáticas frente a las anteriores
y, con ello, de la h, de los d. no puede valorarse excesivamente bajo este
aspecto (lo permanente de la Iglesia es también aquí lo más importante); y
en consecuencia, la división sólo puede sacarse del principio dialogístico del
encuentro con los cambios en las épocas de la historia del espíritu. Y la luz de
este principio ciertos cambios y progresos en la h. de los d. no aparecen tan
importantes como en una h. de los d. que trabaja en forma meramente
positivista. Cabría distinguir las siguientes fases teológicas en esta primera
gran época de la h. de los d., para entender en su conjunto el movimiento
espiritual que se realiza en ella.

1 ° La h. de los d. en la Iglesia primitiva (historia que en su mayor parte se


desarrolla todavía en la sagrada Escritura). En ella se expresa la nueva
concepción de fe por parte de la Iglesia primitiva, sin gran caudal de reflexión
y con los medios del AT (marginalmente con los del helenismo). A la vez se
supera el horizonte del AT. Lo radicalmente nuevo (la universalidad del
evangelio acerca del mediador absoluto de la salvación en la muerte y
resurrección) visto precisamente desde la antigua alianza divina, está en
continuidad con el AT y lo lleva a su plenitud (Rom 9-11; lucha contra
Marción), pero, por otra parte, se despoja de su prehistoria (p. ej., carta de
Bernabé; teología paulina de la libertad frente a la ley; polémica antijudía;
teología de la separación entre la Iglesia y 1a sinagoga).

2 ° La teología de la primera entrada en el círculo cultural del helenismo. En


los siglos m y m el universalismo del mensaje de la fe cristiana, despojado de
su origen particular, encuentra por primera vez un horizonte intelectual
relativamente universal, o sea, una filosofía y un imperio de algún modo
«mundial> (en esta situación, por un lado las fronteras del imperio romano y
las de la Iglesia coinciden y, por otro, dentro de estas fronteras se da un
«pluralismo» de oriente y occidente, etc., que termina trágicamente al no ser
superado: cisma, cesación del diálogo entre la teología oriental y la
occidental). Este primer encuentro - todavía bajo la cruz de la persecución -
debió producir necesariamente, como era de esperar, una respuesta primera y
global, que en su amplio esbozo (el cual debía elaborarse luego con mayor
detalle) era y siguió siendo ejemplar. La respuesta a la autointeligencia
universal del mundo (la --> gnosis helenística como denominador común de la
concepción oriental y occidental en el terreno religioso) se produjo
necesariamente en dos direcciones (y fases): por una parte, autoafirmación
defensiva de la revelación procedente de arriba frente a su absorción en la
gnosis humana (superación del -> gnosticismo por una teología de la historia
de la salvación, junto con la primera teología de la tradición y la formación del
canon [Ireneo] ); por otra parte, positivamente, primer intento de un sistema
de la fe cristiana con medios helenísticos y con los peligros que esto
entrañaba (-> origenismo). La positiva y negativa reacción dialogística frente
al mundo real desarrolló, por un lado, una primera teología del martirio y de
la ascética (virginidad), y por otro lado, en oposición a la concepción esotérica
de la Iglesia (en el montanismo y en el novacianismo), la primera teología de
una relación sobria y real, pero positiva, a un mundo realmente capaz de
redención (junto con el «derecho eclesiástico»).

3 ° El tercer período se extiende desde la época constantiniana hasta el


principio de la «edad moderna»; comprende, por tanto, la teología en la
antigua «Iglesia imperial» y la de «occidente». En el fondo se trata de un
único período, pues, a pesar del cambio en el substrato etnológico, domina o
predomina el mismo horizonte ideológico y humano (-> platonismo y -->
aristotelismo como filosofía cosmocéntrica), y en ambas partes de esta época
se trata del mismo cometido del cristianismo: la asimilación en cierto modo
adecuada de aquel ciclo cultural que, configurado cristianamente en su
peculiaridad racional, mundana y dinámica, por su carácter providencial debía
ser el factor activo para la creación de la unidad espiritual del mundo en la
segunda época.

En la teología de la Iglesia imperial se elabora la distinción radical entre Dios y


el mundo, frente a un panteísmo latente -> arrianismo), mediante la
formación de una doctrina ortodoxa de la ->Trinidad, en la cual los principios
de la economía salvífica, Logos y Pneuma, no son sombras secundarias del
Dios propiamente dicho, sino el mismo Dios absoluto (sin supresión de la
Trinidad aparecida en la historia y así inmanente). Con ello surge también una
teología que en principio afirma la realidad y bondad creadas del mundo como
distinto de Dios, y las defiende en la lucha contra el maniqueísmo. Se afirma
la historicidad del hombre, de la salvación y de la fe misma, contra un
«sistema» cerrado (gnóstico en último término) del mundo, conservando la
doctrina de la -> «resurrección de la carne» y rechazando la doctrina de la
apocatástasis; si bien la -> protología y la --> escatología teológicamente
apenas van más allá de las afirmaciones bíblicas.

Se elabora igualmente una teología de la aceptación radical del mundo


distinto de Dios mediante la formación de la cristología ortodoxa en su
equilibrio entre separación (nestorianismo) y mezcla (monofisitismo,
monotelismo). Dentro de esta fase, en la --> cristología se articula la
concepción cristiana de la relación entre Dios y el mundo: la máxima cercanía
del mundo respecto de Dios implica su máxima liberación para su propio ser.

Otras cosas permanecen todavía vacilantes y son aún preguntas abiertas para
occidente, o se dan solamente en germen. La verdadera relación entre Iglesia
y mundo está todavía encubierta bajo una teología imperial del estado sacro
(-> Bizancio), la cual no se tambalea realmente hasta la lucha de las ->
investiduras, Agustín desarrolla por primera vez una teología universal de la
historia, pero sin superar el peligro de una identificación del estado
«cristiano» con el reino de Dios (representado por la Iglesia, pero no idéntico
con ella). Agustín (especialmente por su doctrina de la gracia libre en la
historia individual de salvación de cada uno, la cual no es simplemente un
momento en un proceso cósmico de encarnación y divinización) ofrece un
primer esbozo de orientación existencial, que por otra parte va unida a un
pesimismo salvífico en las exposiciones teológicas sobre los efectos del pecado
original. En su lucha contra el donatismo queda rechazada una concepción
antiinstitucional de la Iglesia, mas por el recurso al brazo secular contra el
donatismo, la Iglesia y el Estado se ven unidos en una forma problemática y
de graves consecuencias.

En la teología occidental de la edad media el progreso histórico de los dogmas


puede resumirse en los siguientes términos:

Se produce una primera sistematización en cierto modo completa del dogma


cristiano, con ayuda de un -->aristotelismo que presenta rasgos platónicos y
agustinianos (teología de las «sumas»). Ahí, por una parte, sobrevive todavía
la concepción del dogma bajo una perspectiva mental de tipo cosmocéntrico
(no «transcendental» o personal y existencial, antropocéntrico o propiamente
histórico). Pero, por otra parte, al menos en principio se reconoce una
autonomía relativa a la filosofía «secular», distinguiéndola de la fe y la
teología, y se enseña igualmente la autonomía de las «causas» (Tomás de
Aquino), así como el carácter sobrenatural de la gracia. Todo eso implica una
primera liberación del mundo profano y al mismo tiempo una exposición
(condicionada por la época) de la unidad entre el mundo y el cristianismo.

También se delimita más claramente la espera de la Iglesia frente a la del


mundo, mediante una elaboración teológica de la constitución social de la
Iglesia y de su independencia frente al Estado (incluso «cristiano»), si bien allí
no se elabora todavía la relación entre colegialidad (-> conciliarismo) y
primado. Pero ya se nota la tendencia a una directa y total integración de lo
«profano» en la salvación y a su mediatización por la Iglesia en el corpus
christianorum y en el «sacro imperio».

4. La teología de «transición» desde un medio cultural y espiritual de tipo


regional a la situación de una Iglesia mundial. Es indiferente la cuestión de
dónde está el principio de esa transición (si ya en Tomás de Aquino, o en la
edad media tardía, o en la reforma, o en la ilustración, o en la revolución
francesa; en todo caso su final ha llegado y se ha manifestado también
eclesiásticamente en el Vaticano ir: diálogo con el mundo total, con las
religiones no cristianas y con el ateísmo en medio de la «libertad religiosa».
Ese período de transición es tiempo, mejor o peor aprovechado, de
preparación inmediata de la Iglesia y ante todo de su teología para la actual
situación universal de tipo pluralista y con una racionalización y humanización
técnicas del mundo. Esto ha llevado consigo: una superación eclesiástica y
teológica de la situación pluralista dentro de la Iglesia misma mediante el
estudio de las diferencias frente a la reforma; la apertura dialogística a los
cristianos no católicos (teología ecuménica); una ulterior «liberación» del
mundo por el desarrollo de la doctrina del derecho natural (también en el
campo social: ius gentium y una flexible doctrina social de la Iglesia), así
como de un optimismo salvífico (frente al -> jansenismo; comienzos de una
teología positiva de las religiones no cristianas); una nueva concepción de la
Iglesia acerca de sí misma, por la que ésta ha comprendido la autonomía de
su vida y su libertad de acción, distanciándose de otras instituciones de la
sociedad profana (Vaticano 1 y ii); la conservación de lo auténticamente
cristiano (frente a la teología de la -> ilustración y el -> modernismo); y la
lenta desvinculación de la fe respecto de un único, regional, transitorio y
previamente dado horizonte mental (admisión de las ciencias históricas y
críticas en la exégesis y en la teología; nacimiento de una historia de los
dogmas y de una crítica ciencia bíblica; progresiva acomodación a un cierto
pluralismo de «sistemas» filosóficos por el reconocimiento de una teología
oriental, y por una creciente recepción de la filosofía antropocéntrica y
trascendental de la edad moderna, así como de una filosofía de la historicidad
del hombre, como posible instrumento para una teología ortodoxa; teología de
la libertad y de la conciencia personal en una sociedad burguesa y pluralista;
superación de la tensión entre ciencias naturales [doctrina de la evolución; y
teología). A este respecto la misma escolástica del barroco fue un fenómeno
de transición, en cuanto, por una parte, todavía como en la edad media, se
intentó con amplio éxito un sistema colosal que integrara positivamente en él
toda la concepción profana del mundo; y por otra parte, la fe fue abriéndose
poco a poco a la nueva situación que iba madurando (p. ej., en los primeros
ensayos de una teología histórica, en la filosofía cultivada por separado, en el
desarrollo del «derecho de gentes», de la psicología de la fe, de la libertad
bajo la gracia).

III. La historia de los dogmas y la pastoral

1. El actual pastor de almas debe tener cierto conocimiento de la h. de los d.


Sólo así puede proclamar la palabra de Dios con aquella agilidad interna que
hoy se requiere para mantener claramente la ortodoxia. Debe saber, a fin de
que tenga la valentía de emprender él mismo nuevos caminos, cuán rica es la
historia de la predicación y de la teología en perspectivas y acentuaciones;
debe aprender de la h. de los d. que los problemas serios y las profundas
dificultades de fe con frecuencia sólo pueden resolverse lentamente, para que
así se ejercite voluntariamente en la paciencia y esperanza de la fe dentro de
su propia situación y, mediante el estudio histórico de los dogmas, ha de
aprender a salirse de una monótona repetición de áridas frases del catecismo,
inspirándose en toda la riqueza de la tradición.

2. El pastor de almas ha de tener conciencia de que él contribuye al progreso


de la h. de los d. La proclamación no es la mera repetición de una teología
simplificada, sino que va delante de ella. Su vitalidad, sus problemas y su
desarrollo fáctico propulsan la h. de los d. y precisamente la dinámica hacia el
futuro de la predicación, la cual debe vivir y actuar en el pastor de almas,
confiere a la pregunta por el pasado su seriedad e importancia. Sin esa
vertiente pastoral la h. de los d. degeneraría en una erudición vana.

Karl Rahner

DOGMÁTICA
I. Concepto

D, es la ciencia del dogma eclesiástico, o sea, la reflexión (sistemática) sobre


el --> dogma de la Iglesia. Esta reflexión se guía por principios metódicos,
adecuados en cada caso a la cosa, considera el objeto en todos sus aspectos
posibles, y se extiende a todos lo que el método y el contenido requieren. En
la d., como en cualquier otra ciencia, la reflexión sobre su propia historia
forma parte de ella. Su auténtico y primer objeto es la ->revelación cristiana;
en él están incluidos también aquellos dogmas cuyo contenido es la
realización de la salvación humana en el orden de la naturaleza y de la gracia
(o sea, los que tienen una inmediata importancia «moral»). En cuanto la d.
forma parte de la -> teología católica, e incluso constituye su parte central,
ella es ciencia de le, en el sentido de que la realizan los creyentes a la luz de
la fe; y por tanto, en medio de toda la reflexión científica, es un conocimiento
con carácter de «compromiso» acerca de la manifestación salvadora del Dios
trino en Cristo y en la Iglesia, como cuerpo suyo. En cuanto la revelación y el
dogma existen primariamente como fe de la Iglesia, la d. es de antemano una
ciencia eclesiástica, pues, si bien la realizan siempre hombres particulares, sin
embargo su punto de partida es el -> kerygma de la Iglesia (como oído,
creído y proclamado en todos los fieles y en el -> magisterio eclesiástico); y
además, la d. retorna siempre a la concepción de la fe que tiene la iglesia,
ofreciendo una ayuda para el desarrollo y la actualización constantes de dicha
concepción. En cuanto el kerygma (y en relación con él, también el dogma) es
siempre una llamada a la entrega existencial del hombre al misterio de Dios,
pero, como proclamación de la acción salvífica de Dios en la historia, tiene
también un contenido (el cual se extiende a las estructuras «eternas»
implicadas en dicha proclamación); en consecuencia la d. posee igualmente
un contenido material histórico y un contenido «metafísico». Desde muchos
puntos de vista es una ciencia condicionada históricamente (dependencia de
previas condíciones históricas por la -> imagen del mundo que predomina,
etc. ), pero su más auténtica situación histórica es la revelación definitiva de
Jesucristo en la historia. Con esta revelación, quedando íntegra la realidad del
mundo creada y agraciada por Dios y de las declaraciones análogas sobre ella
(teología «positiva»), se da el acceso inmediato y permanente al siempre
«silencioso» y adorable misterio de Dios en sí mismo, y no sólo en forma
ideológica o en una contemplación mística (teología «negativa» como
momento interno de una teología realmente cristiana, el cual ha de penetrar
necesariamente toda la teología). En virtud de su propia situación
«escatológica» en medio de la historia, la d. está siempre más allá de su
restante condicionamiento histórico.

II. Delimitación frente a otras disciplinas teológicas

1. Frente a la -> teología moral

La teología moral estudia la comunicación de Dios en la gracia y en la fe


(objeto de la d.) en cuanto dicha comunicación (como exponente de la
revelación en general) es principio de la actuación salvífica del hombre; y por
tanto permanece con su temática dentro de la d., y sólo por razones prácticas
se constituye (desde la escolástica de la época barroca) en disciplina
independiente, sobre todo porque en este campo parcial de la d. deben
colaborar muchas ciencias auxiliares que interesan menos en los restantes
tratados dogmáticos. Pero, a pesar de la actual división técnica y científica de
las disciplinas, la d. no renuncia a temas de la «teología moral» (de peccato;
de gratia; de virtutibus in f usis, etc.), y -en el decreto del Vaticano ir, Sobre
la formación sacerdotal se exhorta estrictamente a la teología moral a que no
descuide su origen e intención propiamente dogmáticos.

2. Frente a la -> exégesis y a la -> teología bíblica

Indudablemente la sagrada Escritura es siempre la norma non normata de


toda teología, pues ella nos abre permanentemente el acceso auténtico a la
manifestación de Dios en Jesucristo. Pero la teología bíblica en cuanto tal (y
su presupuesto, la exégesis) no puede ser d. ni suplantarla, aun admitiendo
que ella deba cultivarse como ciencia eclesiástica dentro de la inteligencia de
la fe que tiene la Iglesia, y no simplemente como una disciplina de la ciencia
de la religión. Precisamente porque la teología bíblica debe ser norma crítica y
fuente siempre nueva de la d. (Dz 2314) no puede resolver por sí misma el
cometido de mostrar la legitimidad de la interpretación de la Escritura en la
historia y de la predicación eclesiástica y de los dogmas. Y, por sí misma,
tampoco puede actualizar el mensaje de la Escritura en el encuentro de la
inteligencia eclesiástica de la fe con la concepción que el hombre de una
época tiene de sí mismo (aun prescindiendo totalmente de la cuestión acerca
de la relación entre el contenido de la -> tradición y el de la Escritura; véase a
este respecto las cautelosas formulaciones del Vaticano ti en Verbum Dei,
según las cuales por lo menos la extensión del canon y su carácter de norma
absoluta de fe [-> inspiración] no pueden deducirse únicamente de la sagrada
Escritura; de ahí se desprende que la sagrada Escritura requiere una
fundamentación «dogmática» a base de la fe de la Iglesia y de su tradición).
Precisamente estas tareas que la teología bíblica no puede realizar son las de
la d. Evidentemente con esta delimitación nada hemos decidido sobre la
cuestión más elevada (que aquí no tratamos) de si, a pesar de todo, por lo
menos la teología bíblica (a diferencia de la mera crítica textual) es un
momento de la teología dogmática, vista desde una teoría teológica de la
ciencia más profunda y exacta. Esa pregunta es legítima, puesto que la
teología dogmática debe oír primordialmente la sagrada Escritura (los temas
bíblicos: decreto sobre la formación sacerdotal [De institutione sacerdotali] del
Vaticano iz, n .o 16) y no ha de reducirse a sacar de la sagrada Escritura
«dicta probantia» en favor de sus tesis.

3. Frente a la teología fundamental

Por su esencia, que está en mostrar cómo la revelación cristiana es un hecho


creíble, la teología fundamental sin duda se distingue de la dogmática como
reflexión sistemática sobre el contenido de fe. Con todo, aquí no se deben
olvidar dos cosas: también la teología fundamental es teología cristiana de la
fe (no metafísica ni ciencia de la religión). Y además: precisamente hoy sin
duda sería insuficiente una legitimación meramente abstracta y formal del
hecho de la revelación cristiana, pues cada uno de los misterios de fe requiere
una «iniciación» a su posibilidad de creerlo y asimilarlo existencialmente, de
manera que sólo la totalidad de esta iniciación constituye la prueba suficiente
de que la revelación es creíble. Si esa tarea corresponde en su mayor parte
tan sólo a la d. especial (que no puede inhibirse totalmente de ella o es la
teología fundamental la que debe asumirla, constituye una cuestión
secundaria, de orden más bien técnico y pedagógico, que no puede resolverse
aquí. De todos modos, en el segundo caso la teología fundamental quedaría
notablemente ampliada, pues de algún modo debería tomar ya en
consideración el todo de la d., interpretando sus afirmaciones fundamentales
en cuanto a su credibilidad y posibilidad de apropiación existencial; con lo cual
quizá se hallaría la verdadera esencia de aquel cursus introductorius que exige
la ordenación de estudios del Vaticano ii, sin determinar su naturaleza con
precisión teórica.

4. Frente a las otras disciplinas teológicas

Éstas pueden agruparse y delimitarse frente a la d. en cuanto (aun siendo


ciencias teológicas) se refieren a la historia y a la acción (tal como debe ser)
de la Iglesia, en tanto dicha acción no está determinada solamente por la
esencia permanente de ésta (-> eclesiología); así tenemos: historia de la ->
Iglesia junto con la historia de la liturgia, historia del derecho, historia de la
literatura eclesiástica (--> patrología, historia de la --> teología); teología
práctica (es decir -> derecho canónico, teología -> pastoral con catequética,
ciencia de la -->liturgia, -->homilética). Tales disciplinas preguntan por la
Iglesia en cuanto ésta, en medio de la contingencia humana de la historia y a
través del ejercicio de los poderes encomendados a su decisión y de sus
normas, se representa como la respuesta (operada por Dios) del hombre a la
palabra divina.

III. Método de la dogmática

Sobre este tema hay una orientación importante en Optatam totius n .o 16 del
concilio Vaticano II. La d. ha de ser teología positiva, es decir, debe empezar
con los «temas bíblicos> y con la historia de la proclamación ulterior del
mensaje bíblico de salvación por parte de la Iglesia en la predicación, en la
doctrina oficial y en la historia de los dogmas y de la teología. Pero luego debe
ser también «especulativa» y sistemática, es decir, debe servir a una real
apropiación interna de la verdad oída históricamente. Pero esto exige una
confrontación de la verdad oída en la revelación con el conjunto de la
concepción (trascendental y condicionada históricamente) de sí mismo y del
mundo que tiene el oyente. Naturalmente, las dos «fases» del trabajo
teológico en la d. (el histórico y el especulativo) no pueden hacerse en una
sucesión temporal, pues se condicionan y compenetran mutuamente. Es de
notar cómo el decreto se aparta claramente de una d, escolar meramente
analítica, propia de la --->escolástica tardía y de la neoscolástica, en la cual
las «fuentes positivas» eran interrogadas tan sólo con el fin de sacar de ellas
una prueba para determinadas «tesis» tradicionales. La revelación histórica
debe ser oída también, con apertura y sin prejuicios, de cara a lo que todavía
no está en la teología escolástica. En cuanto la concepción que el hombre
tiene de sí mismo y del mundo queda expresada en la ->filosofía coetánea, y
en cuanto la d. (como la revelación misma) habla con conceptos humanos,
que necesitan de una constante revisión desde la perspectiva total de la
revelación y a la luz de la experiencia (trascendental e histórica) del hombre;
la d. viva también es siempre un trabajo «filosófico». Esto no significa que la
d. presuponga una acabada autoconcepción filosófica del hombre, surgida
independientemente de aquélla. Al contrario, la audición obediente de la
revelación modifica también la situación histórica de la filosofía y con ello la
filosofía misma. Es totalmente concebible que en el futuro la d. integre más
todavía en ella la filosofía, pues la d. es la ciencia más envolvente y
existencialmente originaria, y ningún punto verdaderamente filosófico puede
serle indiferente. En cuanto, propiamente, sólo la teología misma puede
elaborar el método de su oír, que está determinado por su propio objeto (la
manifestación personal e histórica del Dios absoluto aprehendida en una fe y
un amor concretos y libres, y no en una mera «teoría»); bajo la perspectiva
crítica de la teología, no sólo pertenece al objeto de ésta la metafísica (como
exposición de la concepción que el oyente tiene de sí mismo), sino también la
-> hermenéutica, por el hecho de que la d. es también teología fundamental y
formal, sin que pueda agotarse en la hermenéutica (pues la teoría de la
historicidad y experiencia histórica, por un lado, e historia y su experiencia
concreta, por otro, jamás son simplemente idénticas, y la salvación se da por
el encuentro con la historia misma, pero no por la aceptación de la
historicidad formal).

IV. Articulación interna de la dogmática especial

La dificultad que en principio se presenta para la articulación adecuada de una


d. está en que su objeto es a la vez «esencial» y «existencial». En efecto, la
revelación de Dios que ella analiza no es ante todo una comunicación doctrinal
de verdades teóricas, que pudieran entenderse independientemente del
momento de su comunicación, como si éste fuera ajeno a ellas. Más bien la
revelación y su historia son a la vez salvación e historia de la salvación. De ahí
que la «revelación» como acción de Dios en el hombre, aunque incluye
internamente un constitutivo cognoscitivo, sólo pueda ser recibida en la
experiencia histórica, que permanece viva y es escuchada rectamente como
recuerdo y pronóstico (afirmación esperanzada del futuro en cuanto
consumación de lo experimentado). Por eso la d. debe ser relato sobre la
historia de salvación, ha de ser ciencia histórica, no sólo bajo el aspecto del
estudio de sus «fuentes», sino también bajo el aspecto de su objeto; y por
tanto nunca puede convertirse en una «teología de conclusiones», que
presuponga sin más sus premisas supremas como previamente dadas. Pero al
mismo tiempo la d. también es necesariamente «ciencia de la esencia» y en
este sentido «sistemática», pues la historia narrada tiene una unidad y una
estructura que se mantienen. Éstas deberían elaborarse conceptualmente en
una teología general, formal y fundamental. Dicha historia está siempre
soportada por un núcleo permanente que acontece una y otra vez en ella y
que como tal es objeto de la teología, a saber, por el único acercamiento
benévolo de Dios al mundo. En medio del acontecer histórico aparece la
esencia inmutable de Dios; y la historia ha entrado en aquella fase
escatológica en que lo históricamente contingente y lo esencial, en su relación
siempre histórica y jamás igual, han encontrado su cercanía definitiva e
indisoluble (que a la vez permite su verdadera distinción), en aquella fase, por
tanto, en que la Iglesia está en condiciones de hacer teología según su
contenido y también según su forma. Esta unidad y distinción entre el aspecto
histórico o existencial y el esencial de toda d. hace comprensible que no
puede darse una necesaria y universalmente aceptada articulación de los
tratados dogmáticos. Se puede hablar solamente de los acentos
predominantes dentro de las posibles dogmáticas: desde una d. que es casi
exclusivamente un relato sobre la historia de la salvación hasta otra d. que o
bien presupone la historia como material previamente dado y se limita a una
teología de conclusiones, o bien reflexiona casi exclusivamente sobre las
estructuras de esta historia y de su apropiación. Un tipo «puro» de d. estaría
en contradicción con la pluralidad interna de su objeto y caería en la
presunción de poseer adecuadamente la unidad de este objeto. En cuanto a la
esencia de los tratados particulares de una d., cf. ->protología, -> Trinidad, --
>antropología, -->angelología, -> gracia, -> cristología, -> soteriología, -->
mariología, -> eclesiología, -> sacramentos, -> escatología, ->teología.

Karl Rahner

DOGMATISMO
El procedimiento dogmático, que toma como base ciertas afirmaciones
(dogmas) sin probarlas por sus razones internas, de suyo tiene un valor
indiferente; sólo por su aplicación a un campo donde él es inadecuado se
convierte en d., con un sentido peyorativo.

1. Tal procedimiento no puede aplicar se, p. ej., a la filosofía, que por esencia
investiga sus objetos buscando las últimas razones de los mismos y sólo los
afirmaba jo esta luz, de modo que no puede hacer suyas las afirmaciones
dogmáticas. La significación originaria de «dogmatismo» (en DIÓGENES
LAERCIO 9, 74), según la cual este término caracteriza toda afirmación de
verdades, en contraposición al escepticismo de la antigüedad tardía, es
demasiado amplia. También el uso del vocablo d. para designar los
presupuestos ineludibles de las así llamadas verdades fundamentales (como la
existencia del yo, el principio de no contradicción), que por obra de J.L.
Balmes encontró entrada en la filosofía neoescolástica, pasa por alto que
estos conocimientos básicos, no susceptibles de demostración, están
fundamentados en y por sí mismos (o en una ostensión prerracional de su
fundamento). Para Kant (Crítica de la razón pura, B xxxv) es d. toda
metafísica que se desarrolla sin crítica de la capacidad de conocer. La filosofía
poskantiana que no profundiza y complementa el antiguo método objetivo de
la edad media mediante el método subjetivo-trascendental (-> filosofía
trascendental), cae en la sospecha y el peligro de d. Las modernas
investigaciones analíticas acerca del -> lenguaje y el pensamiento de
Heidegger sobre el ser han incluido también el problema de la historicidad del
pensar y del decir entre los fundamentos que la moderna filosofía no
dogmática debe investigar ineludiblemente. Y la profunda función subterránea
de la tradición y la autoridad (cf. J. PIEPER, Úber den Begrif f der Tradition, K8
1958) debe limitarse en la filosofía a estimular y orientar en orden al
descubrimiento de la cosa en sí.

2. En el ámbito de la teología, por el contrario, el procedimiento dogmático es


legítimo y tiene una importancia fundamental.

La teología dogmática saca de la --> revelación de Dios contenida en la


sagrada Escritura los dogmas de la fe, que en sí no son evidentes para la
razón humana. Pero también la teología degeneraría en un mero positivismo
dogmático si se contentara con basarse en posteriores fórmulas autoritarias,
sin mostrar dentro de lo posible cómo éstas están contenidas en las fuentes
originarias de la fe. La --> teología fundamental (cf. también -> apologética)
procura cumplir estas ineludibles exigencias críticas y científicas mostrando
los fundamentos, mayormente «externos» (no la misma verdad en sí), en
virtud de los cuales el hecho de la revelación es creíble.

3. En el ámbito de las ciencias particulares y concretamente en la transmisión


del saber de las ciencias naturales, el estudiante debe aceptar muchas cosas
por la autoridad del maestro (reconocida por otros especialistas). El calificar
este hecho de d. denotaría una manera de aprender excesivamente fiada de la
propia autoridad. Y se haría culpable de un deplorable d. sobre todo quien en
forma poco crítica trasladara a otro campo del saber las exigencias
cognoscitivas y los límites de su propia ciencia. El logro del conocimiento de
tipo no científico fundamentalmente tiene la misma estructura que el de las
ciencias correspondientes; pero la necesidad de un estudio crítico, no
dogmático, de los objetos conocidos se mide siempre según el grado de
madurez del sujeto cognoscente (certeza relativa; -> conocimiento).

Walter Kern

DOMINGO
I. Aspectos teológicos del domingo

1. El d. es un regalo de la gracia de Dios. Ya los elementos naturales que


incluye el d. fueron puestos por el creador en la naturaleza del hombre. A la
postre, el ritmo de siete días nació de la concurrencia de la fuerza espiritual
ordenadora del hombre con exigencias biológicas y psicológicas. De modo
semejante, el deber de dar culto a Dios está anclado en su condición de
criatura. De ahí que, ya en el paraíso hubo de haber un sábado primigenio, en
que el hombre pudiera renovar sus fuerzas y deponer ante Dios, con
adoración y júbilo, la corona de su dominio sobre la creación (Gén 1, 26.28),
fundado en su semejanza con Dios (Guardini ).

2. Como beneficio de Dios aparece también el d. en el sábado judío, que fue


su figura en la historia de la salvación (Col 2, 16; Heb 8, 5). El sábado debe
enteramente su origen a la iniciativa de Yahveh (cf. Éx 16, 4-5). Por el
mandamiento de suspender toda actividad (sentido originario de la palabra),
Dios libera al hombre del yugo en que se había convertido el trabajo por razón
del pecado original (Gén 4, 19), y se compromete él mismo a mirar por el
hombre (Éx 20, 8-11). El sábado es recuerdo de la liberación de Egipto (Dt 5,
15). Con ello es también signo de la pascua y de la alianza (Éx 31, 12-17; Is
56, 1-6; Ez 20,12).

Se trata, por tanto, de una realidad sagrada, «santificada» (Gén 2, 2-3) por
Dios mismo. El sábado es una imitación del descanso del creador y un signo
de que el Señor santifica a su pueblo (Ez 20, 12). En su dimensión
escatológica, que aparece particularmente en los profetas (Is 66, 22-23; Ez
43-45), el sábado anuncia su cumplimiento en el d. Durante el exilio, Israel se
separa del contorno pagano por medio del sábado y de la circuncisión (Lohse).

3. El d. prácticamente nada tiene que ver con la propagación de la semana


planetaria en occidente a comienzos del siglo II. Nació también
independientemente del sábado. Al principio existía a par del sábado (Act 2,
42-47 et passim), que seguían observando la Iglesia madre de Jerusalén (Act
2, 46 et passim) y los cristianos judaizantes (Gál 4); durante mucho tiempo el
d. no fue día de descanso laboral. El antiguo sábado murió con la pascua del
Señor; pero, como figura de la historia sagrada, halló (lo mismo que el
templo, etc.) su plenitud en Cristo (2 Cor 1, 20). Así el d. es sobre todo «una
creación original» (Congar), un regalo de la gracia de Dios por su Cristo, que
resucitó «muy de mañana, el primer día de la semana» (Mc 16, 2 par), se
apareció siempre en d. a sus discípulos (Jn 20, 11-18; Lc 24, 15, 34; Jn 20,
26; 21, 3-17; Act 1, 10) y en un d. les envió el Espíritu Santo (Act 2, lss).
Estos relatos contienen importantes elementos para la teología pastoral del d.
El Señor se aparece siempre en d. a los discípulos cuando éstos están
reunidos (Lc 24, 33; Jn 20, 19, 26; Act 2, 1), toma con ellos la comida
mesiánica (Mc 16, 14; Lc 24, 30.41-43; Jn 21, 9-13) y les transmite los
poderes mesiánicos (Mt 28, 18-21; Jn 20, 21.22-23 ).

El d. es pues la pascua semanal, «la celebración del misterio pascual el día


octavo, que con razón se llama día del Señor o dominica» (Vaticano ii,
Constitución De Sacra Liturgia, n .o 106, que a continuación citaremos con la
abreviatura CSL). El nuevo pueblo de Dios toma parte en la victoria pascual
del Señor, logra la verdadera liberación del -->pecado, de la --> muerte y del
-> diablo, es llevado a la gloriosa -> libertad de los hijos de Dios (Rom 8, 21)
e introducido más profundamente en la nueva alianza. De ahí la estrecha
unión entre d. y -> bautismo y, más esencialmente todavía, entre d. y ->
eucaristía. Agustín aplica al d. la expresión sacramentum (In Joann. Ev. Tract.
xx, 2; PL 35, 1556). El recuerdo eucarístico es a la vez presencia; los
creyentes entran en contacto con el poder y los merecimientos del Señor y
quedan llenos de la gracia de la salvación eterna (CSL, n .o 102 § 2). «Por
esto, el d. es la fiesta originaria», la única fiesta que al principio celebró la
Iglesia, hasta que en la pascua ella resaltó singularmente uno de estos d. y,
más tarde aún, instituyó las restantes fiestas del año eclesiástico.

Como todos los sacramentos, el d. no sólo es recuerdo, sino también


promesa; es « el día octavo» (cf. Jn 20, 26; 1 Pe 3, 30.21), que nos introduce
en el nuevo orden inaugurado con la resurrección (cf. 2 Cor 5, 17; Gál 6, 15;
2 Pe 3, 13; Act 21,1.5), y el comienzo de la consumación cósmica y de la vida
eterna. Esta dimensión escatológica imprime al d. un rasgo de espera de la
consumación final. Pero es, a par, «participación anticipada» (cf. CSL n .o 8)
del día eterno, que opera dentro de este tiempo.

II. Santificación del domingo

El peligro que actualmente corre la santificación del d. (secularismo, sociedad


industrial, psicología de «fin de semana», etc.) plantea a la pastoral la tarea
de configurar nuevamente, con espíritu creador, esa santificación, partiendo
de una tradición bien entendida, pero sin querer mantener rígidamente
elementos mutables y superados, y poniendo tanto más de relieve lo esencial.
Aquí la pastoral tiene que superar sus propias deficiencias, las cuales son más
perjudiciales que todos los peligros exteriores. La santificación del d., que se
predica muy parcialmente como deber, puede razonarse de modo más
convincente por los valores positivos que antes hemos señalado.
Primeramente santifica Dios el d. - en el sentido de Jn 17, 19 - y a este don
corresponde el deber del hombre. Así, el d. vivido como ayuda y fiesta
primordial, se torna fuente de alegría y de verdadero ocio (CSL, n .o 106).
Aquí se imponen cambios decisivos: «No se le antepongan otras
solemnidades... puesto que el d. es el fundamento y núcleo de todo el año
litúrgico» (CSL, n .o 106).

El elemento del culto y el del descanso, muy diferentes por su origen y valor,
no pueden presentarse como si tuvieran igual categoría. El d. existió durante
mucho tiempo sin el descanso. Aunque retornara la dramática situación de la
era. de los mártires, no obstante sería posible la celebración semanal de la
resurrección; esta celebración sería más difícil, pero atestiguaría de manera
más pura y auténtica la esencia del d. (Congar). Siempre es deseable que
coincidan ambos elementos: la necesidad de recreo o diversión, fundada en la
naturaleza del hombre, merece ser atendida; y la lógica del día de la
resurrección del Señor pide que pasen a segundo término, ante Dios, las
criaturas y la actividad terrena, lo cual se expresa en la suspensión de la
actividad misma. Estar libre del trabajo tiene ahora el sentido de estar libre de
pecado (Jn 8, 31). El descanso material es imagen y presupuesto del
descanso en Dios; ahora bien, el descanso en Dios no es inactividad, sino
plenitud de vida y bienaventuranza, y actividad suprema en la complacencia
por la propia obra. La razón última del descanso es la dimensión escatológica
del d. La comunidad eterna en el -> amor que se ha experimentado el d.,
exige obras de misericordia y de apostolado.

El misterio pascual, que hasta ahora ha quedado demasiado al margen, debe


predicarse de nuevo como centro vivo de toda pastoral y como resumen del
cristianismo (CSL, nPs 5, 6, 102, 104, 106, 107). La santificación del d.,
entendida hasta ahora en forma demasiado individual, debe corregirse por
medio de una sana eclesiología (Vaticano II, Lumen Gentium). El d. no es
fiesta del individuo, sino de la comunidad. El d. «han de reunirse los fieles»
(CSL, n .o 106; cf. n .o 10), pues el día del pueblo de Dios la Iglesia, por la
palabra y la eucaristía, debe realizarse en la asamblea, que ha de proclamarse
como epifanía de la Iglesia. Reunirse es esencial a los cristianos (Mt 18, 19-
20; Jn 11, 52; Ef 1, 9ss); en los primeros tiempos esas reuniones llamaron la
atención pública (PLINIO, Epist. ad Trajan. 10, 96); descuidar la reunión (cf.
Heb 10, 25) es mermar la iglesia (Didascalia ap. c. 13 ). Metodológicamente,
el apoyarse nuevamente en el sábado como figura de la historia de salvación,
no sólo es útil sino también necesario.

Henri Oster

DUALISMO
I. Concepto

Por d., en contraposición al -> monismo, se entiende generalmente la


concepción que explica la realidad por dos principios opuestos e igualmente
originarios. Según el modo de ser de estos principios y la manera de la
oposición entre ellos, se distinguen diversas formas de d. Puesto que la
realidad no está simplemente unida ni dividida plenamente en dos sectores
desconectados entre sí, el intento de entender las formas históricas del d.
tiene que llevar a la pregunta fundamental por el origen de toda realidad y por
las relaciones y diferencias entre las dimensiones contrapuestas de lo real. Por
esto, la tendencia a condenar las formas históricas del d. deja de lado el
problema auténtico tanto como la postura del que ya no pregunta por la
unidad de la realidad. A una superación del d. no se llega quedándose con uno
de los miembros de la alternativa, con la unidad, sino esclareciendo la relación
entre unidad y dualidad. Pero como, más allá de toda especulación
meramente teorética sobre este problema, la verdadera unidad y dualidad de
la existencia sólo puede realizarse y resolverse en aquella unidad dialogística
de dos seres que se da en el amor entre un yo y un tú, y como, por otra
parte, el hombre se ha negado a este amor por el -> pecado original,
falsificando así la relación con Dios; la experiencia existencial del individuo y
de la sociedad tiene que ser forzosamente dualista. Este d. existencial, porque
afecta al hombre en lo más profundo, bien sea por la escisión en la relación
personal o bien por la escisión en la voluntad, constituye la forma más radical
de d. En efecto, el hombre puede prescindir de todo d. teórico o del que existe
en las cosas, pero no de aquel que se da en la contradicción de la voluntad
pecadora consigo misma. Esta contradicción de la voluntad, que el hombre no
puede suprimir, ha de experimentarse tanto más radicalmente por el hecho de
que él está proyectado hacia Dios, con lo cual ese d. adquiere rasgos cuasi
metafísicos, presentándose como una contradicción en el reino de lo óntico.
Frente a esta angustia existencial que domina toda la historia de la
humanidad, una precipitada mediación especulativa resulta increíble. Así, p.
ej., los dualismos de la historia de las religiones que usan un lenguaje más o
menos mítico, no son entendidos en su intención deliberada de ofrecer al
hombre imágenes que le curen ayudándole a comprender su destino. La
interpretación inmediata de la vida en tales religiones tiende con razón a
imágenes opuestas y deja en silencio su relación interna. Pero también la
experiencia existencial de la fe cristiana se siente desgarrada por imperativos
que se contradicen mutuamente. Esta contradicción no queda resuelta por el
hecho de que desde la fe no puede ser entendida como antagonismo de Dios y
deba concebirse como una escisión dentro de la experiencia del mundo;
precisamente en la vivencia inicial de la -->salvación puede agudizarse y
aparecer en toda su tragedia. Esa dualista situación existencial, o sea, esa
trágica situación de salvación y perdición no puede eliminarse teoréticamente:
sólo puede soportarse con --> esperanza gracias a la inicial experiencia
salvífica, hasta que llegue de hecho y en verdad la salvación definitiva, que no
podemos anticipar en su auténtica figura. Con todo, es la religión
judeocristiana la que una y otra vez se opone a la explicación de la escisión
existencial mediante un necesario d. metafísico de cualquier clase, explicación
que aceptaría de buen grado la contradicción de la voluntad.

II. Morfología y teoría del dualismo

1. Historia de la filosofía

La filosofía occidental comienza con la pregunta por la única «materia» que,


permaneciendo en todo cambio, es el fundamento de todas las cosas. Esta
pregunta por los elementos o por un elemento fundamental - &pX~ - del
cosmos, el problema de la unidad en la realidad multiforme que nos presenta
la experiencia, y así introduce en la conciencia una postura que en el futuro
impulsará al pensador hacia la búsqueda de los últimos fundamentos. Como a
este respecto nunca se busca un último fundamento aislado, sino que se trata
de explicar la unión de ese fundamento con la realidad sustentada por él; la
historia de la búsqueda del origen de toda realidad es a la vez la historia de
monismos y dualismos que se impugnan o complementan mutuamente.

Aunque en la primera filosofía griega de la naturaleza los filósofos intentaron


explicar el cosmos por una materia originaria, p. ej., Tales por el agua,
Anaxímenes por el aire y Anaximandro por lo «ilimitado» (&7rsipov); sin
embargo, todavía no se hizo allí explícita la pregunta acerca de la relación de
toda realidad en una &pX~. Pero con Heraclito y Parménides se plantea ya
más claramente el problema de las oposiciones supremas y de su unión (la
inmutabilidad y el movimiento, lo imperecedero y lo finito, la verdad y la
apariencia).

A base de la tradicional concepción (eleática) del ser, y también bajo el


impulso de Sócrates, en la filosofía de Platón cristaliza un fundamental d.
metafísico entre las «ideas» o «formas», que significan el auténtico ser
eterno, y las apariciones de este ser, que constituyen naturaleza que deviene
y perece. Ciertamente, esta dualidad entre el auténtico ser de las ideas y el
no ser (l,~ gv) de la aparición caduca no puede tener en Platón un sentido
absolutamente dualista, pues, en último término, la idea de todas las ideas, la
del -a «bien», es origen de todo ente. Pero Platón no habla de cómo esto sea
posible. Para Aristóteles la idea por esencia es solamente forma de una
substancia concreta y, junto con la «materia» informada por ella, constituye la
cosa sensible y concreta. Pero, prescindiendo de si Aristóteles con este -
>hilemorfismo va fundamentalmente más allá de Platón, los principios básicos
de su filosofía apenas pueden relacionarse entre sí de manera unitaria, forma
y materia, acto y potencia, inmortal vo5q noinTixóQ y mortal voGS
aa0nTmóS, motor inmóvil y mundo movido, cosmos translunar y cosmos
sublunar (-> aristotelismo).

Una vez asumida la filosofía griega por el cristianismo, en la patrística y en la


escolástica se impugna en principio todo d. a la luz de la fe monoteísta en la
creación. Así, p. ej., Agustín combate la oposición entre el ser sensible y el
suprasensible, la cual se remonta a Platón y se agudiza con Plotino; y Tomás
de Aquino impugna el d. interpretando el vovs aristotélico como -->
trascendencia hacia el Dios que está más allá del mundo, hacia el Dios que es
el origen absoluto de toda realidad. En conjunto la filosofía griega, a pesar de
su pregunta inicial por una arjé, muestra cierta tendencia a la concepción
dualista; en cambio, la posterior filosofía patrística y escolástica, a causa de la
fe en un solo Dios - y también de la idea medieval de un orden jerárquico -
intenta superar el d. metafísico. Con todo, los «primeros principios» no son
investigados todavía en su interrelación sistemática; esa reflexión sistemática
aparece por primera vez en la edad moderna.

El pensamiento de Nicolás de Cusa gira sobre todo en torno al problema de la


unión de los opuestos. Esta coincidencia oppositorum, que no sólo mueve el
interés especulativo sino también la vida entera de Nicolás de Cusa, expresa
aquella temática que luego abordará el -> idealismo alemán bajo el título de
«identidad» y «diferencia». La filosofía moderna antes de Kant se caracteriza
por el hecho de que ella elabora en forma más aguda el problema de las
últimas oposiciones dualistas sobre todo mediante el d. cartesiano de res
cogitans y res extensa y mediante la «armonía preestablecida» de Leibniz.
Esta situación del problema despierta toda la fuerza especulativa de Kant; él
intenta asumir y reducir a unidad en una filosofía crítica, o bien rechazar, el d.
que le plantean el empirismo y el racionalismo. Sin embargo, también en él se
puede hablar de un d. entre las dos raíces del conocimiento, sensibilidad y
razón, e igualmente entre cosa en sí y fenómeno, entre deber moral y
tendencia, y, finalmente, entre razón práctica y razón teórica. Con una
entrega y un impulso sistemático sin igual recoge Fichte la problemática
kantiana y deduce toda la realidad de tres principios inteligibles por separado,
los cuales son formas de aparición de un único origen, que por su parte ya no
es ningún principio, sino que sólo puede interpretarse en un conocimiento
límite o en un acto límite. La pregunta por la última diferencia o por la unidad
y dualidad entre el absoluto (Dios) y la aparición absoluta (creación) movió su
pensamiento durante toda su vida. También el tema fundamental de Schelling
y de Hegel es la «identidad y la diferencia». Mientras que Fichte deja abiertas
las contradicciones de la historia como insolubles para la especulación teórica;
Hegel, en cambio, si bien las toma totalmente en serio, sin embargo quiere
superarlas en la idea absoluta - o Dios- «como identidad de toda identidad y
no-identidad». Siguiendo el idealismo alemán (especialmente el de cuño
kantiano), Schopenhauer ve radicada la escisión de la naturaleza en la
voluntad ciega; y, puesto que para él el mundo no es otra cosa que voluntad
y representación, quiere liberarse de la voluntad misma como fundamento de
todas las contradicciones, liberación que pretende conseguir por el arte, la
ascética y por una muerte interna (entendida en forma budista).

En la filosofía positivista y materialista posterior a Hegel, la teoría sistemática


pierde su importancia, y se estudian temas dualistas en forma más simple,
tales como materia y conciencia, cuerpo y alma, espíritu y tendencia, e
igualmente la oposición entre ciencias naturales y ciencias del espíritu. La
lucha de Nietzsche contra la moral cristiana, y en general contra el
pensamiento cristiano e idealista, se debe a la idea de que precisamente estas
doctrinas que prometen la salvación favorecen la escisión; él se guía por la
voluntad apasionada de una vida no dividida, la cual en la creación de su
propia trascendencia se convierte a sí misma en su propio Dios, para dejar así
tras ella toda enajenación dualista. El pensamiento de Heidegger ha mostrado
luego que la situación caída del hombre radica esencialmente en que se
concede un carácter absoluto al d. de sujeto y objeto, el cual por su parte
tiene su raíz en el predominio del pensamiento representativo. Pero la forma
como él toma en serio el intento de superar este d. a través del pensamiento
esencial, el cual atiende a la relación entre sujeto y objeto como tales y al de
dónde de esta relación, a saber, el «ser» (entendido en forma transcendental
'y como medio); en último término consiste en que quiere dejar tras él el
pensamiento sistemático y decir sencillamente cómo acontece la existencia en
cuanto «presencia ahí» del ser.

2. Historia de la religión

El d. cosmológico de China ve en Yin y Yang la oposición de lo masculino y lo


femenino que despierta y conserva toda la vida del cosmos. En la religión de
Zaratustra o en el mazdeísmo iranio la historia del mundo es entendida como
lucha entre los principios opuestos e igualmente poderosos del bien y del mal.
Según el d. soteriológico de la filosofía india del «Sankhya» la redención se
produce por la separación entre el cuerpo y el alma. También según el d.
antropológico de Platón el cuerpo es prisión del alma (Gorgias 493a). La -
>gnosis busca asimismo la separación del cuerpo para que el hombre pueda
subir al mundo celeste de la luz. En la -> apocalíptica del judaísmo tardío
surge poco a poco un d. escatológico, que considera el curso del mundo como
un -->eón de miseria, de muerte y de pecado, dominado por demonios
malignos, hasta que venga el giro de los tiempos e irrumpa el otro eón, bueno
y salvador: «El Altísimo no ha creado un eón, sino dos» (lv Esd 7, 50). La
oposición entre divinidades terrestres y celestes, p. ej. en Grecia la lucha
entre Zeus y los titanes y en el ámbito germánico entre los vanes terrestres y
los ases celestiales, es un d. en que se resalta el carácter misterioso de lo
divino. Este d. llega incluso a atribuir dos caras a las divinidades, como en
algunos dioses indios (p. ej., Varuna e Indra). Esos d. religiosos, que muchas
veces no se conciben a sí mismos como un auténtico d., sin entrar en una
reflexión consciente sobre el tema de los primeros principios expresan
inmediatamente la experiencia del destino y, a base de sus imágenes, buscan
una intelección y configuración eficaz de la existencia.

3. La Biblia

La fe del AT en el único Señor de la creación y de la historia excluye en


principio un d. absoluto. Pero la fuerza de Israel se muestra precisamente en
el hecho de que él no ofrece una fácil armonía de los incomprensibles
contrastes entre pecado y perdón, sufrimiento y redención, sino que los deja
subsistir en toda su crudeza. También el NT, especialmente Pablo y el
evangelio de Juan, expresa la nueva experiencia de la salvación en forma
antitética. El pensamiento dialéctico de Pablo, que se ve ante la gigantesca
tarea de unir y a la vez distinguir entre sí el judaísmo y el cristianismo, se ve
obligado a adoptar una forma antitética de expresión (ley y promesa, obras y
fe, carne y espíritu, hombre nuevo y hombre viejo, hombre interior y hombre
exterior). Y el Evangelio de Juan está caracterizado esencialmente por la
experiencia de la oposición entre luz y tinieblas, gracia y ley, vida y muerte,
verdad y mentira, espíritu y carne.

4. La teología dogmática

En el curso de la historia fueron rechazados el d. de Marción, que apoyándose


en Pablo veía en el AT al Dios del poder y en el NT al Dios de la misericordia,
estableciendo así un d. entre ambos testamentos, y las tendencias gnósticas y
maniqueas, que buscaban apoyo en el evangelio de Juan. En la elaboración de
los grandes temas dogmáticos, tales como relación entre -->Dios y mundo,
gracia y libertad, fe y ciencia, se defiende un d. limitado, el cual conserva los
contrastes y evita así el monismo, lo cual aparece en la oposición al ->
panteísmo, a la doctrina de la -> predestinación absoluta, al -> pelagianismo,
al -> fideísmo y al --> racionalismo. El principal problema soteriológico a este
respecto, a saber, la superación del d. existencial del mysterium iniquitatis en
el mysterium salutis, queda abierto bajo la perspectiva escatológica (--
>apocatástasis). Sin embargo, sigue siendo una tarea de la actual reflexión
dogmática el buscar una mediación entre los d. de --> Iglesia y mundo, -
>palabra y sacramento, ->oficio y carisma, etcétera. En conjunto la ->
dogmática debe progresar en la reflexión sobre sí misma y su historia,
preguntándose por su propia naturaleza, fundamentación y legitimación, pues
sólo una «dogmática de la dogmática» podrá realizar en el futuro la difícil
tarea de presentar unitariamente el todo de la teología, evitando así la
amenaza de un d. entre dogmática y exégesis.

Eberhard Simons

ECLESIOLOGÍA
El tratado sobre la Iglesia aparece tardíamente en la historia del pensamiento
cristiano. Tuvo sus primeras manifestaciones al fin de la edad media y su
coronamiento en el concilio Vaticano ir. En este desenvolvimiento
eclesiológico, distinguimos tres fases orgánicamente ligadas entre sí: i. padres
y teólogos de la edad media, ri. constitución del tratado De ecclesia, iii. actual
renovación teológica.

I. De la eclesiología patrística a la de la edad media

Ni los padres de la Iglesia ni los teólogos de la edad media construyeron un


tratado de eclesiología. Ello depende de la naturaleza de la revelación y del
desenvolvimiento dogmático: antes de ser objeto de una doctrina, la realidad
de la Iglesia constituye ya un presupuesto de la proclamación del evangelio;
como fundamento de todo el edificio dogmático, la Iglesia va indisolublemente
unida a él. Por esta razón, la experiencia de la Iglesia regenerada por el
Espíritu (dada como don del Padre por el Hijo resucitado) condiciona toda la
reflexión cristiana. Edificada sobre «el fundamento de los apóstoles y
profetas» (con la función especial de Pedro), la Iglesia congrega a los
discípulos en Cristo; ella se entiende a la luz de la revelación entera,
especialmente a la luz de la vida y obra de Cristo, actualizadas en el Espíritu
Santo, que hace de la comunidad de los creyentes el lugar de una existencia
totalmente nueva y el signo del cumplimiento del designio de Dios sobre el
mundo.

Desde los padres -> apologistas, la Iglesia se presenta al mundo como


anuncio y presencia de la salvación traída por Cristo. En ella se da la
participación de la vida nueva en el Espíritu, y en su -> tradición se hace
presente la fe apostólica. En cuanto signo eficaz de la resurrección de Cristo,
la Iglesia se entiende a sí misma como principio de salvación, en virtud de su
relación a Dios a través de la misión del Hijo, y como meta de la salvación
gracias al don del Espíritu. Determina su relación a judíos y gentiles
proclamando la potestad que se le ha dado en el Espíritu de interpretar la
Escritura por encargo de Cristo, y su poder de comunicar el Espíritu a todos
los hombres. Así, de la reflexión sobre la salvación eterna comunícada por el
Espíritu en la Iglesia, surge toda la dogmática católica. Para defender su
propio misterio, la Iglesia desenvuelve el contenido de la fe; y la e. es así un
presupuesto de la cristología explícita y de la doctrina sobre la Trinidad. A
partir de la experiencia eclesiológica la teología patrística, reflexionando sobre
la historia de --> salvación con ayuda del principio hermeneútico que se le ha
dado en la «palabra viva de Dios», en Cristo, llega a conocer la dinámica de
dicha historia, la cual sale de Dios y a través de Cristo llega a la Iglesia.
Tomando origen en el poder fundador de la «Palabra» y alcanzando su
plenitud en los sacramentos, particularmente en la -> eucaristía, la Iglesia
(protosacramento de la @e¿waiS) se revela como comunidad de los llamados
en el pneuma a la sabiduría, en espera de la manifestación de la gloria. La
Iglesia, dentro de la línea de la -> encarnación y vista desde pentecostés, es
el despliegue del misterio pascual. En los sacramentos se sabe incorporada a
la muerte y resurrección de Cristo; en ellos se le transmite la fuerza del
Pneuma. En su condición humana participa dinámicamente de la unión de la
humanidad de Jesús con Dios. Puesto que representa a la humanidad, en
cuanto ésta tiene en Cristo su cabeza y está vivificada por el Espíritu, la
Iglesia no es extraña a la vida del mundo y de los hombres; ella es la
humanidad constituida en Cristo y salvada en esperanza.

1. Para los padres, la Escritura entera habla de Cristo y de la Iglesia, a la que


ellos ven a través de las imágenes bíblicas (pueblo, cuerpo, templo, casa,
esposa, rebaño, viña, ciudad, reino, campo, red) y de las interpretaciones
tipológicas del AT. Siendo conscientes de la eterna y escatológica realidad
salvífica, que está presente y actúa en cada una de las Iglesias parciales, los
padres centraban su atención en los siguientes temas: 1.°, Espíritu y
eucaristía; 2 °, la maternidad de la Iglesia entera por la fe, el amor, la
oración, la penitencia, el testimonio; 3 °, amor y paz, la concordia entre las
Iglesias locales; 4.°, la colegialidad del episcopado; 5 °, el papa como
custodio de la caridad de la Iglesia universal. En los padres hallamos también
importantes principios eclesiológicos: apostolicidad y sucesión apostólica
(Ireneo); episcopado (Cipriano); catolicidad, validez de los actos
sacramentales independientemente de la santidad personal del ministro
(Agustín), etc. Además, desde los siglos iii-v, los papas reivindican su papel
de cabeza en el cuerpo de la Iglesia y sus prerrogativas en el campo del
magisterio y de la jurisdicción (cf. León Magno).

2. Los teólogos de la edad media permanecen aún fieles a esta visión


patrística, centrada en la historia de la salvación y la eucaristía. Tomás trata
de la Iglesia dentro del misterio de Cristo. La Iglesia participa del misterio de
Cristo y de la Trinidad; en virtud de esa participación se realiza la imagen de
Dios en nosotros, a través de la encarnación y resurrección y en el Espíritu.
Con la idea del carácter instrumental de la humanidad de Cristo, Tomás
desarrolla una teología de Cristo como cabeza de su Iglesia y de la Iglesia
como cuerpo de Cristo. La e. permanece así en una perspectiva teológica,
cristológica,pascual y escatológica. Aunque los teólogos de la edad media
vean en la Iglesia ante todo una sociedad espiritual de comunión con Dios en
Cristo, fecundada por el Espíritu Santo, una congregatio fidelium, sin embargo
ellos no desconocen la forma de existencia visible e institucional de esta
sociedad espiritual, su dimensón sacramental y su ministerio. Pero en diversos
puntos, en la concepción del tratado sobre los sacramentos y sobre el
sacerdocio, se nota que los medios salvíficos requieren un análisis más
preciso. Esta visión patrística y teológica significa para la e. la primacía del
Espíritu y de la ontología de la gracia. La Iglesia procede del designio eterno
del Padre, de la misión del Hijo y de la del Espíritu Santo, que se dirigen a la
humanidad entera.

II. La constitución del tratado sobre la Iglesia

Puesto que la Iglesia era para los padres la salvación eterna misma y, bajo el
aspecto visible, la comunión de las diversas Iglesias locales, ellos no
insistieron mucho en su estructura de cuerpo universal. Pero no la
desconocían, pues el segundo concilio de Nicea (del año 687) afirmó que un
sínodo ecuménico no puede reunirse sin consentimiento del papa, y
testimonios orientales atestiguan la imposibilidad de legislar en materia
eclesiástica sin la conformidad del papa.

Mas, por una parte, la reforma gregoriana, que estuvo ligada a la crisis de las
relaciones entre la Iglesia y el Estado, y confirmó la libertad de éste y, por
otra parte, la ruptura con el oriente, pusieron de manifiesto el hecho de que
Dios ha dotado a la Iglesia universal con una suprema autoridad ecuménica.
La Iglesia universal depende inmediatamente no sólo de la caridad, sino
también de la autoridad y potestad de la Iglesia de Roma. Vive y se construye
partiendo de la sede del sucesor de Pedro, y tiene por regla primera ser
«unius sententiae cum Apostolico» (Juan viii a sus legados [Mansi 17, 469]).
La Iglesia de Roma representa en cierto modo la Iglesia entera: ella es
Ecclesia urciversalis, Ecclesia mater, fons, origo, cardo, fundamentum, basis;
y el papa es el Vicarius Christi. Es una doctrina dogmática el hecho de la
constitución de la Iglesia como sociedad única bajo la monarquía del poder
papal del sucesor de Pedro, fundada sobre la soliditas del princeps
apostolorum. Así lo atestiguan los primeros tratados titulados: De ecclesia
Catholica Romana, De primatu Romance Ecclesiae. Gracias al derecho
canónico, elaborado para servir al poder pontificio y promover la liberación de
la Iglesia de la influencia secular, así como su independencia incluso con
relación al poder imperial, se desarrolló por lo menos en germen la idea de la
Iglesia. Como societas perfecta. Al concebirse la unidad de la Iglesia a
semejanza de una ciudad o de un reino, las categorías jurídicas y sociológicas
se introducen en el pensamiento eclesiológico.

El tratado sobre la Iglesia, dado en germen con la concepción de la reforma


gregoriana, fue tomando consistencia progresivamente bajo la presión de dos
series de acontecimientos que se condicionan mutuamente: 1º. los conflictos
entre la Iglesia y los poderes políticos (que comienzan con Felipe el Hermoso
y llegan a su punto culminante en los siglos xix y xx) obligan a la Iglesia a
definirse desde su propia naturaleza; 2º. las críticas ponen en tela de juicio la
estructura concreta de la Iglesia y su fin sobrenatural. Las herejías
espiritualistas y dualistas del siglo xii - de los valdenses, albigenses, etcétera-
fomentan la crítica a la Iglesia por su vinculación a intereses temporales y su
poder político, y ponen en duda radicalmente la función mediadora de la
Iglesia (el tema del papa como anticristo está presente desde el siglo xii; la
impugnación del sacerdocio jerárquico por los valdenses, la cual llega a su
punto cumbre en la -> reforma protestante y luego en el -> racionalismo). En
Adversus Catharos et Valdenses, de Moneta de Cremona, se trasluce la
imposibilidad de determinar la naturaleza de la Iglesia prescindiendo de las
dimensiones concretas de su existencia terrestre. El estudio de la economía
positiva de la gracia divina es el comienzo de una evolución que, con Canisio y
Belarmino, llevará a incluir en la definición de la Iglesia su condición de
«Iglesia romana». Ya en el siglo xii se constituyen los tratados sobre los
sacramentos y el sacerdocio; pero lo que provoca la elaboración de los
primeros tratados De ecclesia es la aparición del galicanismo regalista
(conflictos entre Felipe el Hermoso y Bonifacio viii, y luego entre Juan xxii y
los secuaces de Felipe de Baviera). Esos tratados versan sobre la potestas
papalis, sobre la autoridad y el derecho de la Iglesia; así lo indican sus títulos:
De regimine christiano, de Jacobo de Viterbo (1301-02) considerado como el
primer tratado sobre la Iglesia; De ecclesiastica potestate, de Egidio Romano;
De potestate regia et papali, de Juan de París; De potestate papae, de H.
Nedellac.

La relatividad de la realidad eclesiástica y social del cristianismo propugnada


por el espiritualismo de Hus y de Wiclef, que se apoya en una interpretación
unilateral de temas agustinianos, como el de la Ecclesia praedestinatorum,
electorum o canctorum, el de la gracia, ete., desvirtúa la pertenencia al
organismo visible e histórico de la Iglesia, pero a la vez hace posible un mejor
análisis de la posición eclesiástica en relación con la pertenencia de los
miembros al cuerpo de Cristo. El desarrollo de las ideas conciliaristas, las
cuales, en dependencia de tendencias individualistas y bajo el influjo del
concepto de representación, entendieron la Iglesía como congregatio f
idelium, tuvo como consecuencia las grandes obras de Juan de Torquemada
(Summa de Ecclesia, 1436) y de Juan de Ragusa, que fueron los primeros
tratados sistemáticos sobre la Iglesia; pero en ellas se acentuaron
excesivamente las nociones de reino y de poder. El Solstitium de 1440 (M.
Ourliac) constituye un giro decisivo en la evolución de la eclesiología.

La reforma protestante puso en tela de juicio toda la mediación eclesiástica


(primado del papa, poderes de obispos y sacerdotes, autoridad de la tradición,
del magisterio, del sacerdocio y de los sacramentos); y ello condujo a que los
teólogos en la definición de la Iglesia resaltaran ante todo la dimensión
jurídica y visible, y relegaran a segundo plano la realidad de la gracia. El
poder del papa entra con Belarmino en la definición de la Iglesia, y el
magisterio pasa a ser elemento constitutivo de la tradición; pero ya no se dice
nada de la relación de la eucaristía con la Iglesia. El jansenismo tuvo como
consecuencia que se acentuaran más los poderes y derechos del romano
pontífice; el febronianismo y el laicismo obligaron a desarrollar la idea de
Iglesia como sociedad perfecta, dotada de derechos y medios, de una
jerarquía, de poderes de jurisdicción, legislativos y coercitivos. E1
protestantismo liberal y el modernismo obligaron a los teólogos a insistir en el
hecho de que Cristo fundó una sociedad visible, jerárquica y dotada de una
constitución jurídica.

De la noción de cuerpo de Cristo se conserva sobre todo el aspecto exterior y


propiamente social de la Iglesia. Pero, en comparación con la tradición
patrística y medieval, esa concepción de la Iglesia se empobrece
teológicamente, pues el tratado De Ecclesia queda prácticamente reducido a
lo contenido en la ST ii-II q. 1 a. 10, es decir, a la cuestión de la potestad
docente del papa. Los aspectos pneumatológicos, la vida del pueblo fiel, la
eucaristía, la comunión de las iglesias locales entre sí quedan prácticamente
silenciados.

III. La renovación teológica

Después de las grandes crisis del siglo xviii y de la revolución francesa, al lado
de una corriente de restauración, orientada hacia la autoridad, que
desemboca en el concilio Vaticano i, se desarrolla en el siglo xix una corriente
de renovación de la e. por el retorno a las fuentes patrísticas y medievales.
Esa corriente comenzó con la escuela de Tubinga (Drey, Mtihler, Hirscher,
Kuhn), que, con la concepción de una teología del reino de Dios, revalorizó la
idea del cuerpo de Cristo vivificado por el Espíritu. La Iglesia ya no aparece
ahora primariamente como una sociedad visible y jerárquica, dotada de un
magisterio, sino como una comunidad de vida orgánica con Cristo. A pesar de
ciertos influjos románticos (idea de pueblo y organismo), que restaron valor a
estos intentos, la Iglesia volvió a ser objeto de la teología en la totalidad de su
realidad. Gracias a Passaglia, familiarizado con estas perspectivas, y a sus
discípulos Franzelin y Schrader, la teología del cuerpo místico recuperó su
vigencia. Introducida en el primer esquema De Ecclesia del Vaticano i, pareció
romántica a la mayoría de los padres. Después de Franzelin, M: J. Scheeben
desarrolló una teología inspirada en la idea de lo sacramental, que trataba de
unir el aspecto de la autoridad con el del orgánico y de la vida. Como fruto de
estos esfuerzos, la teología del cuerpo místico fue asumida en la incíclica de
León x111, Satis cognitum, que entiende la Iglesia partiendo de la acción
salvadora de Dios y de Cristo. Esta teología alcanzó su pleno desarrollo en la
renovación que siguió a la primera guerra mundial. La Iglesia fue considerada
esencialmente como la congregatio fidelium, como cuerpo místico penetrado
por la vida divina que brota de la Trinidad. La encíclica Mystici corporis, de Pío
xii, que vio en la Iglesia - la cual tiene en Cristo su cabeza, su autor y Señor,
su columna angular - una realidad social, visible y orgánica, cuyo principio
último de acción es el Espíritu Santo; dio valor oficial a este nuevo
descubrimiento, con tan hondo alcance, de la concepción de la Iglesia como
cuerpo de Cristo en el plan salvífico de Dios. Las investigaciones teológicas se
desarrollaron luego en líneas complementarias: la Iglesia como sacramento, la
Iglesia como comunidad, la Iglesia como misterio. Este proceso eclesiológico
se desarrolló en relación con la renovación bíblica y litúrgica, con el
ecumenismo, con la acción de los laicos, con la idea de misión, con reflexión
sobre la evolución (J.H. Newman) y la historicidad de la Iglesia. Así se
recuperó la idea de pueblo de Dios, el sentido del dinamismo misionero, la
tensión hacia la escatología, la comprensión de la comunidad como comunión,
la colegialidad, etc. En las obras de los teólogos modernos va apareciendo
poco a poco una síntesis eclesiológica, orientada hacia la plenitud del misterio
de Cristo y abierta enteramente al mundo. El concilio Vaticano ii (--> Iglesia)
ha venido a coronar esta gran renovación eclesiológica y a reanudar la gran
tradición patrística y teológica, manteniendo, no obstante, todo lo adquirido
en los períodos de controversias. El tiempo está ya maduro para una síntesis
eclesiológica armónicamente construida.

Marie-Joseph Le Guillou

ECONOMÍA, ÉTICA DE LA
La é. de la e. trata, dentro del marco de la ética social, sobre el sentido y el
orden justo de la economía según los principios morales. La ética y la
economía son, desde luego, dos ámbitos específicamente distintos con sus
leyes peculiares. Sin embargo, en el marco de toda cultura ambos órdenes
están estrechamente unidos. El espíritu económico (el estilo de la economía)
es una emanación del respectivo espíritu de la cultura y de la vida en cada
época (A. Müller-Armack). Por eso, el -> derecho natural cristiano halla
aplicación en la economía, por lo general en un sentido «complementario»
(Tomás de Aquino), es decir, tal como se deriva de los datos que cambian en
el marco de la evolución social (J. Messner).

Los más importantes conceptos claves son aquí la -> propiedad y el ->
trabajo. El contenido de ambos está sometido, dentro del marco de la historia
humana, a un cambio continuado.

I. Evolución histórica

A base de muchas observaciones, la historia de la religión ha llegado a la


conclusión de que ya el hombre primitivo en su actuación económica se
guiaba por ideas morales. Para su pensamiento religioso de tipo mágico, el
trabajo, la caza, la rapiña, el cambio y el comercio son actividades que
ayudan a su débil vida. La posesión y la propiedad son para él o su familia
(comunidad) algo sagrado (parentesco entre cambio y sacrificio, técnica y
magia como fruto de Ja « superioridad» humana [G.v.d. Leeuw], origen
mágico del dinero). El trabajo era para el hombre primitivo parte inseparable
de su vida, aunque él no tenía aún un concepto adecuado para expresar esto
(Fourastié).

El mundo agrícola con sus siete milenios de antigüedad no conoce ninguna


duda general sobre el derecho de propiedad. Lo mismo que el trabajo, la
propiedad es para él «una realidad dentro de la substancia de la vida en el
mundo, una realidad destacada en el orden económico y legítima bajo el
aspecto ético» (A. Gehlen). De su afirmación y estimación de la propiedad, de
la voluntad de estabilidad y de la disposición a subordinarse a lo común nace
con el progreso de la cultura el orden jurídico. En la civilización superior de los
griegos y los romanos, el trabajo (a excepción del agrícola) era tenido por
despreciable, y se imponía, por ende, a metecos (extranjeros) y esclavos. Sin
duda esta mentalidad tuvo también la culpa de que, aun existiendo muy altos
conocimientos científicos, en la antigüedad no se desarrollara la técnica.

El derecho romano (con variantes germánicas) siguió en vigor para el mundo


cristiano de occidente. Sin embargo, el pensamiento cristiano pronto puso
nuevos acentos. Cuando Tomás de Aquino dijo: «La propiedad privada es
lícita, pero es obligatorio su uso para el bien común», quiso, por una parte
que el derecho de propiedad se entendiera como una seguridad de la libertad
humana, pero, por otra, también resaltar la obligación respecto de la
comunidad que con ella va unida (la «hipoteca social de la propiedad»). Ya en
los primeros tiempos del cristianismo el trabajo fue afirmado como obediencia
al orden divino del mundo y como medio de penitencia. Benito de Nursia (ora
et labora) le confirió valor moral, de suerte que vino a convertirse en resorte
principal de la configuración medieval del mundo.

Así el mundo agrícola y feudal (incluso el dominio del suelo) se apoyó hasta
muy entrada la edad moderna sobre el terreno de «lo jurídica y moralmente
admisible» (H. Mitteis), y, por tanto, se guiaba por el «derecho natural» en el
más pleno sentido de la palabra. En cierto modo, todas las estructuras
sociales tenían sus raíces en un suelo «natural». La fidelidad por un lado
condicionaba protección y amparo por otra. También la artesanía, el comercio
y el orden ciudadano en general conocían el concepto capital de unos ingresos
adecuados al «estamento». Para todos los estamentos estaban en vigor
ciertos derechos y deberes de acuerdo con la tradición. Los derechos
tradicionales podían también ponerse a salvo en caso de necesidad por medio
de la resistencia. La diferencia entre pobre y rico era tenida (dentro de ciertos
límites) como consecuencia del orden divino. Todo esto entrañaba
naturalmente la existencia de grandes injusticias, que también eran sentidas
como tales.

Así, las cuestiones capitales de la é. de la e. que se debaten en la actualidad,


surgieron por primera vez con el capitalismo y la economía capitalista, así
como con su polo opuesto, el -> socialismo. El sistema industrial en la
actualidad es calificado a menudo como «la superación de un segundo umbral
absoluto» dentro de la historia humana (A. Gehlen, H. Freyer); el primero
habría sido, siguiendo esa imagen, el tránsito a la forma de vida sedentaria en
el neolítico. A este gran giro precedieron, evidentemente, evoluciones de larga
duración, p. ej., la -> secularización del pensamiento y el absolutismo; y, en
el terreno económico, el fisiocratismo, el mercantilismo, la manufactura, el
sistema editorial, etcétera. Estas etapas previas del gran capitalismo tuvieron
su propia ética económica: el pueblo debía ser conducido al bienestar
haciendo de él una sociedad trabajadora. A ello se encaminaba, entre otras
cosas, una dura guerra contra la pobreza, la mendicidad y la ociosidad.
Prisiones, casas de trabajadores, de pobres y huérfanos fueron puestas al
servicio de la disciplina y educación para el trabajo, y con ello se creó un
estamento de trabajadores que ostentaba ya las notas del proletariado. La
revolución industrial misma fue cimentada por el liberalismo (mecanización
del hilado y tejido, la máquina de vapor, todo el sistema de fábricas). El
liberalismo, con su exacto conocimiento del cambio de la situación económica,
defendía que «la ganancia del empresario está justificada como mérito por el
servicio a la comunidad» (J. Messner).

Los epígonos de los clásicos defendieron la opinión de que la economía del


libre mercado se mantendría en equilibrio por el mero afán individual de
ganancia y así - si no inmediatamente, por lo menos con el tiempo- se
produciría la plena armonía de intereses. En esta mentalidad no hay ya lugar
para la ética económica. En su puesto se introdujo, una vez tranquilizada la
conciencia de los empresarios capitalistas, la ley económica de la libre
competencia. Su víctima fue el proletariado obrero, cuya miseria había de
durar un siglo completo (salarios de hambre, nuevas oleadas de paro, difusión
del trabajo de niños en Inglaterra hasta el año 1875).

El industrialismo reorganizó completamente el trabajo de las fábricas por la


división del mismo (primero sólo entre los hombres, luego entre el hombre y
la máquina). El trabajo vino a ser una mercancía (la idea del trabajo como
materia prima) y, por otro lado, se convirtió en una mera repetición sin
aportación personal (primitivo taylorismo, producción en serie de los años
veinte). Fábrica y explotación se convirtieron en «construcción artificial de
hombres parciales» (W. Sombart). El precio de esta economía sin ética se
pagó por millones con moneda humana. Han sido necesarias varias
generaciones para que desaparecieran las más duras atrocidades.

El desarrollo del industrialismo sin duda era indetenible y necesario. El


sistema industrial ha hecho posible en dos siglos escasos triplicar con creces
la población de la tierra, ha elevado el nivel de vida en medida antes
inconcebible y, a base de los medios de comunicación (tráfico y noticias), ha
creado la actual unidad del género humano. Con todo, puede darse por seguro
que la evitación de los daños humanos (sobre todo en la época del gran
capitalismo propiamente dicho) por medio de una auténtica é. de la e., si bien
habría retardado algo el desarrollo del industrialismo, sin embargo no lo
habría impedido. Pues la técnica moderna fue puesta y sigue estando al
servicio de la economía, pero es casi independiente de un determinado
sistema económico. Por otra parte, juntamente con el correspondiente espíritu
económico, ella es la base más importante del sistema industrial.

La --> «cuestión social», suscitada por el capitalismo en su gran época, sacó


a la palestra poderosas fuerzas contrarias a él, sobre todo los sindicatos y los
partidos socialistas. A la vez se levantaron voces en favor de una auténtica é.
de la e., lo mismo en las Iglesias que en la ciencia (cátedras de sociología,
asociación para la política social; cf. -> movimiento social cristiano, en
sociedad). De este modo, y gracias a la política estatal de signo social, se ha
desarrollado propiamente una ética moderna de la economía. Lo mismo que
las llamadas «ciencias del comportamiento»: la psicología, la sociología, la
economía nacional y la antropología, que antes estaban sólo in nuce en la
filosofía y teología; así también la actual é. de la e. ha nacido de las
necesidades de los tiempos novísimos. Puede muy bien decirse que la actual -
> doctrina social cristiana (en --> sociedad) se ha desarrollado en gran parte
partiendo de temas de ética económica y en contraste con la imagen
individualista y utilitaria del mundo. Sin duda todos estos problemas significan
una responsabilidad enorme para la é. cristiana de la economía.
El socialismo marxista se volvió con toda su fuerza contra el capitalismo
liberal, y puso en la picota con singular energía sus monstruosidades. K. Marx
protestó apasionadamente contra la explotación del hombre por el hombre en
la lucha de clases y en la «enajenación» que va ligada a ella. Sin embargo, su
doctrina no se ordena a la reforma del sistema de clases, sino a su
aniquilamiento por medio de la revolución universal. Sólo con la victoria de
esta revolución y por el dominio del proletariado se encontrará el hombre a sí
mismo. Únicamente entonces la esencia humana, de suyo sana, podrá existir
sanamente. Marx creía plenamente en la omnipotencia del hombre técnico y
científico, que en la comunidad creada por él debe dominar la historia y la
naturaleza, y redimirse a sí mismo. Sin embargo, su materialismo histórico y
su determinismo ético no contiene una ética económica propiamente dicha. Su
doctrina es más bien una filosofía milenarista de la historia.

Ya los «revisionistas» reconocieron en el marxismo ciertas ideas relativas a


valores éticos. Así, actualmente hay en el socialismo múltiples indicios de una
ética de la cultura y de la economía. Esa ética se distingue de la cristiana
sobre todo porque, más o menos interpreta la sociedad como «utilitaria
organización externa» (J. Schasching).

II. Problemas actuales de la ética económica

Desde el punto de vista de la actual é. de la e. es de desear, no sólo una


amplia defensa de los ingresos, sino también la posibilidad de acceso a la
propiedad (vivienda propia, creación de un capital ahorrado, participación en
la propiedad de los medios de producción). La seguridad y el bienestar
sociales no deben ir tan lejos, que se paralice la iniciativa para la solución de
los propios problemas. La política económica debe hallar un sano equilibrio
entre la seguridad del dinero y la del pleno empleo, pues la inflación es por lo
menos tan dañosa como cierta medida de desocupación o paro.

Puesto que la libertad es un principio primario de orden social, también en la


economía ha de respetarse cuanto sea posible (p. ej., en la elección de
profesión y puesto de trabajo, en el empleo de los ingresos y en la libre
iniciativa empresarial). La propiedad sólo debe limitarse en cuanto lo exija
absolutamente el bien común (ninguna «expropiación por votación»).

Los dos principios fundamentales de la doctrina social católica (-> solidaridad


y -> subsidiaridad) también tienen validez en la economía. De donde se sigue
que el estado en principio debe encomendar la economía a la responsabilidad
individual. Ha de rechazarse toda forma de economía por «comando», aun en
los países en vías de desarrollo, que están dando el «primer paso crítico»
hacia la creación del capital.

Por otra parte, las necesidades de los países en vías de desarrollo son para el
mundo occidental la «cuestión social de hoy». La renta «per capita» en los EE.
UU., Canadá, Australia y en los países del noroeste y centro de Europa oscila
entre 500 y 1.500 dólares al año. En todo el sudoeste asiático y en la mayoría
de los países africanos y sudafricanos, esta cuota está alrededor o por debajo
de los 100 dólares. El 30 % de la* población del globo posee el 80 % de los
bienes, mientras el 70 % de los hombres deben contentarse con el restante
20 % de todos los bienes y productos. Esta irritante desigualdad debe
equilibrarse según el criterio de una auténtica é. de la e. mediante la ayuda
generosa al desarrollo.

El papa Pablo vi exigió en su encíclica Populorum progressio (28-3-1967) que


el pensamiento cristiano de la solidaridad no sólo se aplicara a la economía de
cada país, sino también al mundo entero. Dada la creciente desigualdad inicial
de los países en vías de desarrollo con relación a los países industriales, las
reglas de juego de la libre mecánica del mercado no pueden determinar por sí
solas las relaciones económicas internacionales. El círculo diabólico de
pobreza, falso desarrollo y crecimiento descontrolado de la población es en
muchos casos herencia del -> colonialismo e imperialismo de ayer. Hoy, por
tanto, la superabundancia de los países ricos ha de emplearse en bien de los
más pobres.

Max Pietsch

ECUMENISMO
A) Movimiento ecuménico: B) Teología ecuménica. C) Diálogo y colaboración
entre las Iglesias. D) Movimientos de unión de las Iglesias.

A) MOVIMIENTO ECUMÉNICO
La palabra «ecuménico» se deriva del griego oikoumene, que significa toda la
tierra habitada (Act 17, 6; Mt 24, 14; Act 2, 5). En el tradicional vocabulario
católico designa un concilio general o universal de la Iglesia; pero hoy se usa
especialmente para designar todos los esfuerzos en pro de la unidad de los
cristianos. Movimiento quiere decir aquí todo el proceso evolutivo de las
relaciones y actitudes entre las confesiones, encaminado a terminar con las
escisiones entre los cristianos.

Aunque la fe católica sostiene que la unidad de la Iglesia como institución


divina fue previamente dada por Jesucristo y fundamentalmente no puede
perderse, sin embargo, por otra parte, no hemos de olvidar que la plenitud de
la unidad de la Iglesia nunca llega a realizarse y que la unión de los cristianos
estuvo amenazada desde los comienzos. Ya en el NT se lucha por ella:
relación de Pablo con los corintios y con los judeocristianos (Flp 4, 2). Más
gravedad cobró la cuestión de la unidad a causa de la escisión de importantes
grupos sociales y nacionales (maniqueos, donatistas, arrianos, montanistas,
novacianos, monofisitas, nestorianos). Sin embargo, sólo el cisma de 1045
entre oriente y occidente condujo a grandes intentos de recuperar la unidad
rota, los cuales, sin embargo, fracasaron (Lyón, Florencia).

Por la rotura en el siglo xvi dentro de la cristiandad occidental, nuevamente y


en forma más aguda se hizo problemática la unidad cristiana. Sin embargo,
junto con las escisiones también se produjeron siempre esfuerzos ecuménicos
de algunos hombres eminentes por restablecer la unidad perdida. Pero sólo en
el siglo xx se puede hablar de un m. e. respaldado por Iglesias enteras. Este
movimiento fue preparado por las nuevas posibilidades de contacto que el
siglo xrx trajo a la humanidad por la creación de organizaciones y
asociaciones eclesiásticas y confesionales a escala mundial. No menos
importantes fueron las asociaciones de la juventud, en las que por vez
primera se despertó el interés ecuménico en un plano mundial. La historia del
m. e, en el siglo xx puede dividirse hasta hoy en tres grandes períodos: su
desarrollo hasta la creación del consejo ecuménico; desde la constitución de
éste (Amsterdam 1948) hasta el concilio Vaticano ii; el tiempo del concilio y la
era posconciliar, que se caracteriza por la participación de la Iglesia católica.

1. En el período anterior a la fundación del consejo ecuménico de las Iglesias,


en el m. e. corren paralelas o se unen diversas corrientes. Como elemento
esencial en orden a su desenvolvimiento ulterior hay que mencionar la alianza
mundial para la amistad (internacional) de las Iglesias, que se fundó en 1914
en Constanza, con el fin de contribuir, por el fomento de la amistad entre las
Iglesias, a la reconciliación entre los pueblos. Como no se exigió ningún credo
formal, fue también posible la colaboración de los ortodoxos. En el congreso
de Oud Wassenaar (Holanda 1919), a base de los planes del arzobispo
Sóderblom, se fundó el movimiento del cristianismo práctico («Li f e and
Work»). Su primera conferencia tuvo lugar en agosto de 1925 en Estocolmo
(661 delegados de 37 países). Fue 'la primera vez que se reunieron
delegaciones oficiales de las Iglesias. «Life and Work» se proponía recuperar
la perdida unidad de los cristianos sobre todo por colaboración práctica. La
conferencia mundial de Estocolmo invitó a toda la cristiandad a hacer
penitencia por la incurable escisión y a convertir el evangelio en la fuerza
decisiva dentro de todos los ámbitos de la vida. Después de esta primera
conferencia mundial, la comisión continuadora del «Consejo ecuménico para el
cristianismo práctico» desarrolló una copiosa actividad. Trabajó junto con el
Instituto internacional de ciencias sociales de Ginebra (Adolf Keller), con el
seminario ecuménico fundado por Adolf Keller, fundó por su cuenta una
comisión de teólogos (A. Deissmann, M. Dibelius), una comisión ecuménica de
jóvenes, una agencia ecuménica de prensa y noticias, y llevó a cabo acciones
de ayuda de índole muy variada. En junio de 1937 tuvo lugar en Oxford la
segunda conferencia mundial bajo el tema: «Iglesia, pueblo y Estado». En ella
tomaron parte 425 delegados oficiales de 120 Iglesias protestantes y
ortodoxas de 40 países. En esta conferencia se impuso la conclusión de que,
sin unirse al movimiento por la fe y constitución de la Iglesia («Faith and
Order»), no se podría lograr el fin de la unidad de los cristianos. De ahí la
determinación de fundar juntamente con este, movimiento el Consejo
ecuménico de las Iglesias.

No dejó de tener parte en esta determinación el creciente interés por las


cuestiones teológicas, así como el influjo perceptible de los reformadores y de
K. Barth.

Además del movimiento por el cristianismo práctico, también el movimiento


por la fe y la constitución de la Iglesia imprimió su cuño en los esfuerzos en
torno a la unidad cristiana. En la conferencia mundial misional de Edimburgo,
celebrada el año 1910, el obispo anglicano Ch. Brent reconoció que era
imposible excluir del diálogo interconfesional cuestiones sobre la fe y la
constitución de la Iglesia. Brent quería llegar a una conferencia que deliberara
sobre estas cuestiones. Ya en 1920 logró convocar en Ginebra una conferencia
mundial, con 133 representantes pertenecientes a más de 80 Iglesias de 40
países. La Iglesia romanocatólica no estuvo representada; las Iglesias
ortodoxas, en cambio, aseguraron su colaboración. En agosto de 1927, bajo la
presidencia del obispo Brent, tuvo lugar en Lausana la primera conferencia
mundial para la fe y constitución de la Iglesia; asistieron a ella 394 delegados
de 108 Iglesias. Con palabras patéticas la conferencia hizo una llamada a la
unidad de los cristianos. Las cuestiones decisivas que están pendientes entre
las distintas Iglesias fueron abordadas valerosamente en los temas de la
conferencia. A la muerte de Brent (1929), asumió la dirección W. Temple,
arzobispo de York. En la segunda conferencia mundial, celebrada el año 1937
en Edimburgo (con 504 asistentes de 123 Iglesias), revistió una importancia
decisiva el acuerdo tomado de fundar, juntamente con el movimiento por el
cristianismo práctico, el Consejo ecuménico de las Iglesias.

2. Así, pues, el plan de un Consejo ecuménico de las Iglesias en principio fue


aprobado el año 1937 en Oxford y en Edimburgo; su constitución fue
esbozada en Utrecht el año 1938. Pero los trastornos de la guerra impidieron
su ejecución, de forma que el Consejo ecuménico no llegó a constituirse hasta
el año 1948, en Amsterdam. En esta primera asamblea plenaria tomaron
parte representantes de 147 Iglesias de 44 naciones. El tema general fue: «El
desorden del mundo y el designio salvífico de Dios.» Se puso en claro la
diversidad de concepciones sobre la Iglesia, marcadas por la tradición
protestante o la católica; pero ello no impidió el reconocimiento de la Iglesia
como don de Dios, la cual ha sido fundada por los hechos salvíficos de Dios en
Cristo. Los delegados de las diversas Iglesias expresaron la firme voluntad de
permanecer unidos. Bajo el tema general « Cristo, esperanza del mundo», el
año 1954 se celebró en Evanston (EE.UU.) la segunda asamblea plenaria. En
1961, el Consejo ecuménico tuvo su tercera asamblea plenaria en Nueva
Delhi; en ella participaron 625 delegados oficiales de 175 Iglesias y muchos
observadores, entre ellos también algunos de la Iglesia católica. Fue
importante la aceptación de la candidatura de 23 Iglesias, concretamente la
de las Iglesias ortodoxas de Rusia, Bulgaria y Rumania. Igualmente
importante fue la decisión de integrar en el Consejo ecuménico el Consejo
internacional de misiones. Con ello el Consejo ecuménico aceptaba un
movimiento que había sido decisivo para su propio nacimiento, pues el m. e.
nació por la llamada a la misión. La asamblea general de Nueva Delhi tenia
como lema principal: «Jesucristo, luz del mundo.» Con su serio esfuerzo por la
superación de los conflictos del mundo (declaración sobre la libertad religiosa,
sobre el antisemitismo y proselitismo), Nueva Delhi mostró que la unidad no
es buscada por razón de sí misma, sino como fundamento para un
cumplimiento mejor y más fiel del mandato cristiano en el mundo de hoy. En
1968 tiene lugar en Uppsala (Suecia) la cuarta asamblea plenaria, bajo el
tema general: «Mira, yo lo renuevo todo.» El Consejo ecuménico se entiende
a sí mismo como «una comunión de Iglesias que confiesan al Señor jesucristo
según la sagrada Escritura como Dios y salvador y por eso tratan de cumplir
en común la vocación a que están llamadas para gloria de Dios, Padre, Hijo y
Espíritu Santo» (la base aceptada en Nueva Delhi en 1961). El Consejo ve su
tarea: sobre todo en proseguir el trabajo de las dos conferencias mundiales
para la fe y la constitución de la Iglesia y para el cristianismo práctico, así
como el del Consejo mundial de misiones; en facilitar la acción común de las
Iglesias y fomentar su colaboración en la tarea de estudiar, profundizar y
fortalecer la conciencia misional de los miembros de todas las Iglesias; en
cultivar las relaciones con consejos cristianos nacionales y regionales, con
alianzas mundiales confesionales y otras organizaciones ecuménicas, y en
convocar conferencias mundiales para tratar determinadas cuestiones
urgentes. Ello quiere decir que el Consejo ecuménico no se entiende a sí
mismo como una superiglesia, sino como un instrumento al servicio de las
Iglesias que están adheridas a él. Sobre las declaraciones del Consejo se dice
que < no poseen otra autoridad que la de su propia verdad y sabiduría». El
Consejo lleva a cabo su trabajo por medio de la asamblea plenaria como
autoridad suprema, por la comisión central y la comisión ejecutiva de la
misma, por las comisiones de trabajo, así como por los organismos
permanentes de Ginebra y Nueva York y por su secretariado del este asiático.
Entre las comisiones tiene importancia especial la comisión para la fe y
constitución de la Iglesia, que goza de cierta autonomía dentro del Consejo
ecuménico y tiene derecho de proponer al mismo la organización de
conferencias mundiales propias. Así, en 1952, tuvo lugar en Lund la tercera
conferencia mundial para Ja fe y constitución de la Iglesia, en que se dio por
terminado el tiempo de la eclesiología comparada y se invitaba a las Iglesias a
avanzar hacia la unidad fundada en Cristo, no limitándose a deliberar, sino
obrando además en común, en cuanto esto no atentara contra la propia
creencia. La cuarta conferencia mundial para la fe y constitución de la Iglesia,
celebrada en Montreal el año 1963, dio por vez primera plena validez a los
votos de la ortodoxia y a la teología histórico-crítica. El diálogo con la Iglesia
católica fue igualmente renovado con más fuerza.

Actualmente pertenecen al Consejo ecuménico más de 230 Iglesias,


prácticamente toda la cristiandad separada del catolicismo romano. Sin
embargo, no son miembros algunas Iglesias protestantes, p. ej., la Southern
Baptist Convention y la Lutheran Church Missouri Synod en los EE.UU. En
sectores conservadores del protestantismo existe cierta oposición contra el
Consejo ecuménico y se teme que él pueda traicionar la reforma.

3. La Iglesia católica se ha negado durante mucho tiempo a tomar parte en el


m. e. Ni teológica ni psicológicamente estaba aún preparada para ello. La
Iglesia quería impedir que los católicos aceptaran de manera no católica el
planteamiento de la cuestión ecuménica. En esta línea se hallan la negativa de
Benedicto xv (card. P. Gasparri) a las invitaciones de < Faith and Order» (18-
12-1914; 16-5-1919), la prohibición del santo oficio de tomar parte en la
conferencia de Lausana (8-7-1927: AAS 19 [ 1927 ] 278; Dz 2199), la
encíclica Mortalium animos (6-1-1928: AAS 20 [1928] 5-16), y el monitum del
santo oficio con la prohibición de acudir a Amsterdam (5-6-1948: AAS 40 [
1948 ] 257 ). La Iglesia católica mantuvo una actitud completamente negativa
frente al Consejo ecuménico, que ha estado bajo fuerte influjo protestante.
Respecto a los ortodoxos Roma ha mostrado una actitud mucho más positiva,
sobre todo porque las Iglesias ortodoxas poseen la misma realidad
sacramental y dogmática. Durante mucho tiempo la Iglesia católica perseveró
en su punto de vista y, si ofreció reiteradamente la reconciliación, fue tan sólo
a condición de reconocer el primado romano; pero con el tiempo se comenzó
a ver la necesidad de información recíproca, así en 1927 se creó en Roma el
Instituto oriental y, en 1929, el Russicum; fuera de Roma, en 1925 se creó el
monasterio unionista Amay-Chevetogne y en 1927 el centro Istina. Pero no se
llegó a un encuentro oficial con las Iglesias, y menos a un efectivo diálogo
teológico.
Sin embargo, tampoco en la Iglesia podía ya detenerse el m. e. Por obra de
pequeños grupos bajo la dirección de hombres carismáticos (p. ej., el
movimiento Una Sancta en Alemania y círculos agrupados en torno al abbé
Couturier e Y. Congar en Francia), la idea ecuménica cobró cada vez más
auge y, sobre todo en los años calamitosos de la segunda guerra mundial,
echó raíces indestructibles. Cada vez más se fue propagando la semana
mundial de preces por la unidad de los cristianos (celebrada anualmante del
18 al 25 de enero). Los muchos contactos personales con cristianos de otras
confesiomes, el esfuerzo de renovación partiendo de las fuentes (Escritura,
liturgia, patrística), que condujo a una amplia colaboración internacional, el
estudio a fondo de la historia de la Iglesia y el triste espectáculo de la
separación en las misiones han fortalecido de año en año el ansia de unidad.
El movimiento espiritual partió de abajo, pero la suprema dirección de la
Iglesia católica no pudo ya cerrar los ojos a él. Todavía lo hizo al principio de
manera vacilante, como en la instrucción Ecclesia catholica de 20-12-1949
(AAS 42 [ 1950 ] 142-147 ); pero con ella las muchas iniciativas privadas
quedaban ancladas positivamente en la Iglesia. En 1952 se fundó, sin carácter
oficial, una «conferencia católica internacional para cuestiones ecuménicas»
(J.-G. M. Willebrands). Pero el giro decisivo no vino hasta Juan xxiii, que hizo
de la idea ecuménica una de las intenciones capitales del concilio Vaticano ii,
convocado por él. Con el motu propio Superno Dei nutu, de 5-6-1960 (AAS 52
[1960] 433-437 ), este papa erigió el Secretariado para la unidad de los
cristianos. El concilio Vaticano ii vino a ser un gran acontecimiento ecuménico.
Casi todas las Iglesias no católicas se hicieron representar por medio de sus
observadores, que ejercieron sobre la marcha del concilio influjo considerable.
El empeño ecuménico del concilio se refleja en todos los documentos emitidos
pero se ha plasmado principalmente en la declaración sobre la libertad
religiosa y en el decreto sobre el ecumenismo (promulgado el 2111-1964).
Además de los resultados que se hallan en los textos conciliares, los muchos
contactos personales y el nuevo espíritu que se abrió paso en el concilio serán
de importancia decisiva. Este nuevo pensamiento se expresó simbólicamente
cuando, el 7-12-1965, tanto el papa como el patriarca levantaron la
excomunión con que León ix y Miguel Cerulario se habían excomulgado
mutuamente.

En la época posconciliar el trabajo ecuménico dentro de la Iglesia católica se


coordina por medio del Secretariado para la unidad de los cristianos, que se
ha convertido en una institución permanente. Las relaciones entre la Iglesia
católica y las Iglesias del Consejo ecuménico se han reforzado de forma
esencial. Existen grupos mixtos de trabajo que colaboran con el Consejo
ecuménico, con la alianza mundial luterana, con la comunión anglicana y la
alianza mundial metodista. En estas comisiones internacionales se lleva a
cabo un serio trabajo teológico y se procura dar pasos hacia la unidad. Con las
Iglesias ortodoxas no se ha llegado hasta ahora a un diálogo teológico oficial.
Sin embargo, no hay duda de que se ha producido un mayor acercamiento,
como lo prueban, p. ej., las visitas mutuas de Pablo vi y Atenágoras en 1964
y 1967.

A1 servicio del trabajo ecuménico dentro de la Iglesia se ordena el Directorio


ecuménico (disposiciones para ejecutar el decreto sobre ecumenismo), cuya
primera parte fue publicada en 1967 por el Secretariado para la unidad de los
cristianos. Aquí no podemos mencionar con detalles lo que sucede a nivel de
las comunidades e Iglesias locales; mas para el futuro del m. e. el trabajo en
este campo podría tener la misma importancia que los muchos coloquios
multilaterales o bilaterales a escala internacional. En cuanto la unidad de los
cristianos es también fruto del esfuerzo humano, ella dependerá
decisivamente de que las Iglesias estén dispuestas a una reforma y
renovación real (cf. también los artículos que siguen: --> teología ecuménica;
-->diálogo y colaboración entre las Iglesias).

August B. Hasler

B) TEOLOGÍA ECUMÉNICA
I. El lugar de una teología ecuménica

Desde hace unos veinte años existe en la discusión teológica de las distintas
Iglesias y denominaciones cristianas el concepto de «teología ecuménica». Por
razón de la contradicción existente entre el artículo del credo sobre la única
Iglesia de jesucristo y la escisión fáctica de la misma, este concepto ha venido
a ser hoy día para la teología cristiana de todas las confesiones y en todas sus
disciplinas una cuestión de veracidad y un criterio de reflexión en el
pensamiento teológico. Esto es comprensible por los problemas que plantea la
predicación. El evangelio uno de Jesucristo debe anunciarse en diálogo con el
mundo de hoy. Este evangelio habla de realidades, como la cruz y la
resurrección, que no coinciden simplemente con lo mundano, pues nuestra
salud y redención no es el mundo, sino Cristo. Ahora bien, su carácter
supramundano ha de hacerse creíble precisamente por la unidad de la Iglesia
en la fe y el amor. El Nuevo Testamento presupone esa unidad y desconoce
una separación entre las Iglesias. Bajo esa perspectiva la división de las
Iglesias es un escándalo que está en contradicción con la palabra de la
Escritura; y, consecuentemente, en la actualidad todas las Iglesias deben
buscar caminos para eliminarlo. Esto sólo es posible si las Iglesias entablan
entre sí un amplio diálogo en el que se aborden todas las cuestiones relativas
a la inteligencia del mundo, de sí mismas y de la fe. Este diálogo tan
necesario en nuestro tiempo, tiene como antecedente todo un pasado de
encuentros y polémicas entre las Iglesias.

II. Formas anteriores de encuentro y discusión confesional

1. La t. e. de hoy tiene como verdadera contrapartida la amplia polémica


entre las Iglesias en tiempos anteriores. La polémica se sostuvo por ambos
lados con la creencia de encontrarse en posesión exclusiva de la verdad, y con
la consecuente persuasión de que el otro estaba en el error y, por tanto, fuera
del camino de salvación. Como esto no es una cosa indiferente, había que
intentar por todos los medios sacarlo de su falsa fe y llevarlo de nuevo a la
verdadera Iglesia. La.pretensión de ser la Iglesia verdadera fue defendida lo
mismo por los católicos que por las confesiones protestantes. La creencia de
estar en posesión exclusiva de la verdad halló su expresión en una doctrina
objetiva, articulada en proposiciones, donde las cuestiones quedaron
demasiado atomizadas y particularizadas, sin atender al lugar teológico ni al
contexto del respectivo enunciado. En la polémica se trataba de defender la
propia verdad con pasión religiosa, que veía siempre al otro como hereje
peligroso, y de refutar punto por punto la doctrina del contrario, considerando
a menudo lo secundario como esencial y olvidando lo esencial, de forma que,
por razón del método mismo, tenían que producirse tergiversaciones y
deformaciones. De antemano se juzgaba que el propio pensamiento era
exacto, sin examinarlo críticamente, de forma que las propias tesis nunca se
sometían a discusión y los polemistas jamás intentaban ir más allá del propio
pensar. Esto condujo naturalmente a un endurecimiento por ambos lados, a
un estrechamiento y una posición unilateral en los puntos de vista.

2. Junto a la polémica también se dio siempre la irénica confesional. En ésta


pueden incluirse los teólogos que se esforzaron apasionadamente por la
reconciliación y paz de las Iglesias, elaborando programas concretos de unión.
Cabe mencionar varios grupos mayores, los cuales, aunque estén
desconectados entre sí, pueden reunirse bajo el concepto general de irénica.
Aquí entran primeramente los esfuerzos de unión influidos directa o
indirectamente por Erasmo de Rotterdam, que se orientaban preferentemente
por la imagen de la Iglesia antigua y en los que tenía especial importancia la
distinción entre artículos fundamentales o no fundamentales de la fe
(Melanchthon, Bucero, Gropper, Witzel, Cassander, Capito, de Dominis,
Calixto, Leibniz). Aquí se valoró insuficientemente la importancia histórica de
las decisiones dogmáticas en la doctrina y vida de las Iglesias. Así lo muestra
la idea propuesta por Erasmo de Rotterdam de que cada Iglesia redujera sus
pretensiones dogmáticas, pues esto conduciría a la unidad. Entre los teólogos
irenistas hay que contar también a los místicos espiritualistas (Sebastian
Franck, Kaspar Schwenckfeld, Valentin Weigel, Jakob B8hme), los cuales,
espiritualizando radicalmente el concepto de Iglesia, creían haber creado
espacio para todas las confesiones y haber restablecido así la unidad. En los
grupos creados por ellos se preludiaba ya el pietismo, aun cuando éste no sea
una prolongación inmediata de la herencia intelectual de los espiritualistas
místicos. Zinzendorf veía las Iglesias confesionales como modalidades y
expresiones de la Iglesia una y verdadera de Jesucristo (la llamada teoría de
los tropos). Por eso en su comunidad de hermanos tenían su puesto legítimo
creyentes de todas las Iglesias confesionales, con lo que, en principio, sin
negar las Iglesias, mantuvo abierta la unión con todas. A pesar de sus
diferencias, la teoría anglicana de las ramas tiene puntos de contacto con la
doctrina de Zinzendorf sobre los tropos. Según la teoría de las ramas, la
Iglesia católica, la ortodoxa y la anglicana deberían tenerse por ramas de la
Iglesia una de Jesucristo (cf. -> confesionalismo).

3. Mientras que la irénica tuvo siempre a piano un concepto para resolver la


cuestión de la unidad de la Iglesia, la simbólica siguió otros caminos y se
interesó por la comprensión, exposición, comparación y el enjuiciamiento de
la doctrina de las Iglesias particulares. Pueden distinguirse dos clases de
simbólica y de enfoque de la misma: a) una puramente comparada, que se
interesa tan sólo por la comparación de la doctrina (a menudo por motivos
puramente históricos, p. ej., Winer), b) una simbólica normativa, que,
partiendo del terreno de la propia Iglesia, elabora criterios aptos para juzgar
la doctrina de la otra Iglesia (p. ej., Móhler).

4. La simbólica halla su continuación en la confesionología, que tiene por


objeto la descripción de la doctrina y vida de las otras Iglesias. Junto a una
confesionología puramente descriptiva (cf. Algermissen), hay otra dogmática
o normativa (cf. Ernst Wolf, Karl Barth).
5. Citemos finalmente la teología controversista, cuyo objeto es la discusión
de lo que separa a las Iglesias. Donde se entiende como forma principal del
encuentro confesional (R. Kósters), cabe preguntar si ella no aísla demasiado
las diferencias. Pues, elaborando primero y preferentemente la fe y el
pensamiento común de las Iglesias, se llegaría mejor al fin ecuménico de la
superación de las diferencias, que no concentrando la mirada sobre lo que
separa. Desde este punto de vista, sin duda la teología controversista
representa una parte importante de la teología ecuménica, pero no debe
acentuarse excesivamente la importancia de la misma.

III. Sentido teológico del término «ecuménico»

En la historia de las Iglesias cabe mostrar cinco sentidos del término


«ecuménico», los cuales todavía hoy tienen una importancia fundamental para
la teología y para su tarea especial en la predicación de la Iglesia: Ecuménico
significa: 1 °, lo que pertenece a toda la tierra habitada o la representa; aquí
entra también el uso del vocablo «ecuménico» en el imperio romano: lo que
pertenece al imperio romano o lo representa; 2 °, lo que pertenece a la
Iglesia en su totalidad o la representa; 3.°, lo que tiene validez en la Iglesia
universal (los concilios antiguos); desde Nicolás Selnecker (1574 ), en las
Iglesias luteranas se llaman también símbolos ecuménicos los tres credos de
la Iglesia antigua; 4 °, lo que atañe a las relaciones entre varias Iglesias o
entre cristianos de distintas confesiones; 5 °, el conocimiento de la unidad
cristiana y el deseo de la misma (movimiento ecuménico). Si se ponen estas
cinco significaciones del término «ecuménico» en relación con lo que es la
teología y el fin a que sirve, resultan los siguientes puntos de vista.

a) La teología debe permanecer consciente de que la revelación de Dios en


Jesucristo, así como su predicación por la Iglesia está dirigida a todos los
hombres. Este aspecto universal exige a la teología que ella no confunda el
resultado de la especulación occidental con la revelación misma en Cristo
Jesús. Y así abra a otras culturas la posibilidad de articular su inteligencia de
la revelación a base de su propio lenguaje y sus propios conceptos. E
igualmente abra la posibilidad de una auténtica pluralidad en la teología.

b) Esta pluralidad de teologías estaría sostenida por la Iglesia una y se


realizaría sabiendo que la teología es siempre función de la Iglesia y acontece
en medio de ella. La pluralidad de la teología fue por mucho tiempo el signo
más claro de la pluralidad de Iglesias, siendo de notar que los límites de la
teología eran a par los límites de las Iglesias. Para poder llevar realmente a
cabo la tarea de la teología como asimilación universal de la revelación
acontecida en Jesucristo frente a los problemas del mundo moderno con sus
múltiples divisiones, se requiere una pluralidad de teologías variadas dentro
de la Iglesia una, y no una pluralidad de teologías de Iglesias diversas.

c) En este contexto se plantea la pregunta por la norma y por el significado de


la tradición de las Iglesias. Estas cuestiones se plantean en relación con el
factor normativo que contiene el concepto de «ecuménico» cuando se aplica a
los antiguos concilios y los símbolos de fe. Sobre este punto hemos de decir lo
siguiente: para que la realidad expresada en la Escritura pueda ser escuchada
de cara a los problemas y a la situación de nuestro tiempo, se requiere una
exposición de la misma. En este proceso expositivo, la norma suprema y, por
tanto, la norma de todas las otras normas es dicha realidad de la Escritura, o
sea, su centro interno o su contenido central: Cristo y su obra salvadora. Sólo
desde ese centro y en referencia a él ha de interpretarse la tradición propia de
cada Iglesia y la tradición común. Esta tradición dogmática de las Iglesias, así
interpretada y no de otro .modo (pero realmente interpretable así), ha de
integrarse en la nueva exposición del evangelio para nuestro tiempo.
Expongamos esto con mayor detención. La investigación científica de la
teología en el siglo xx ha obtenido resultados muy importantes para el
encuentro teológico entre las Iglesias. Estos son fruto de un amplio trabajo
sobre el problema de la -> historia e historicidad y sobre el de la
hermenéutica, temas que están entrelazados entre sí de diversos modos.
Considerados en su contenido, esos resultados de la investigación de nuestro
siglo son una articulación de criterios formales para entender el mensaje
cristiano y sus interpretaciones en la tradición común y en la tradición de cada
Iglesia. Mencionemos los siguientes criterios: estructura intelectual, horizonte
mental, historicidad, diversidad de lenguaje, cte. Ellos significan que todo
dogma y credo se realizó en una hora histórica concreta, que todo dogma
presupone una estructura intelectual perfectamente determinada y hasta
participa de ella; sin conocerla es imposible entender ningún dogma.
Significan además que hay formulaciones de lo cristiano de cara a frentes
diversos, que deben deslindarse con exactitud y precisión, las cuales se
proponen (por lo menos según su intención objetiva) conservar el evangelio
salvándolo del ataque demoledor de esos frentes. Cuando cambian los frentes,
se requiere una nueva exposición de la realidad del evangelio; y para ello
deben aplicarse los criterios mencionados. Lo dicho abre para el dogma y la
profesión de fe la dimensión de lo dinámico, en virtud de la cual toda
formulación (y esto constituye un interno factor constitutivo de toda
formulación) es capaz de integrarse en una formulación que interprete mejor
y más claramente la realidad del evangelio, que es jesucristo. La continuidad
de la predicación se guarda no por una mera repetición de viejas
formulaciones, sino por la proclamación de la realidad del evangelio (= Cristo)
significada en las fórmulas. De este modo, el dogma y la profesión de fe son
sacados del terreno de lo estático y quedan insertados de nuevo en el
contexto vivo de la predicación sobre Jesús y su mensaje como misión propia
y única de la Iglesia.

d) El proceso de la nueva exposición de la realidad del evangelio para nuestro


tiempo, en el cual proceso están integradas las tradiciones de las Iglesias, por
ser interpretadas desde su centro, que es Cristo, sólo puede llevarse
felizmente a cabo, si las Iglesias entablan entre sí un amplio diálogo y se
sienten movidas exclusivamente por la -> palabra de Dios y por las cuestiones
del tiempo actual. Este diálogo ha llevado en la reciente teología católica (en
medida considerable por el intenso estudio de la teología protestante) a varios
resultados concretos, p. ej., al de que la doctrina de la justificación, la
predicación sobre Cristo - el centro del evangelio-, la Escritura, la tradición, la
palabra, los sacramentos, la fe, las obras, la Iglesia como creación de la
Palabra, el pueblo de Dios, el cuerpo de Cristo, cte., constituyen temas de la
teología que objetivamente no son objeto de controversia o no tienen por qué
serlo. Así pues, en lo relativo al centro de la vida y doctrina de las Iglesias, es
de todo punto imaginable una unión y se da de hecho. Desde este centro ha
de interpretarse todo lo demás, supuesto 'que entendamos cómo lo que hay
en las Iglesias -hasta la institución entera, pues sólo desde ahí está justificada
- quiere estar al servicio de ese centro.

e) Este diálogo sobre la realidad misma del evangelio y el intento de resolver


en común las cuestiones pendientes partiendo de la fe en que todos
comulgan, ayudarán también a superar las diferencias aún existentes entre
las Iglesias. Estas diferencias, a la postre, pueden reducirse exclusivamente a
cuestiones eclesiológicas. Para mostrar el lugar exacto de las diferencias se
pueden distinguir dos planos: 1 °, las estructuras internas de la Iglesia, y 2 °,
la concreta realización de estas estructuras en las Iglesias existentes. A base
de esta distinción se pone de manifiesto que, en principio, puede lograrse
unanimidad sobre el hecho de que existen ciertas estructuras internas en la
Iglesia. Y, realmente, nadie niega la articulación de la Iglesia según diversos
ministerios (predicar - oír, administrar - recibir, etc. ). También es fácil la
concordia sobre la imposibilidad de cambiar arbitrariamente esa estructura
interna. De donde se sigue que las diferencias existentes aparecen a la postre
en segundo plano, en el plano de la realización concreta de estas estructuras
internas en las Iglesias. Ahora bien, aquí hay que preguntarse si, por razón de
la situación de controversia teológica entre las Iglesias sobre doctrina y vida,
no se habrá procedido unilateralmente en la realización de las estructuras
eclesiásticas; y si, por tanto, actualmente no se podría y debería abrir un
diálogo sereno para ver en qué medida la articulación de la Iglesia puede
realizarse mejor y de manera más conforme al evangelio. Una t. e. así
entendida no plantea exclusivamente la cuestión sobre la unidad de la Iglesia,
sino que quiere ser entendida como camino hacia la unidad en el sentido más
amplio posible.

IV. Resultado

En conclusión, la t. e. no es una nueva disciplina especial junto a otras


disciplinas teológicas. Es más bien un elemento estructural y una dimensión
de la teología entera en todas sus disciplinas. Está movida por la pregunta
acerca de la escisión en la fe y acerca de su posible superación. No acepta la
separación simplemente como un hecho, intentando petrificarla en la historia
de la teología, sino que percibe en ella una llamada a superarla «para que el
mundo crea». La t. e. es además una reflexión teológica sobre los puntos
comunes, una teología que ha descubierto cómo éstos son proporcionalmente
mayores que las diferencias, las cuales son descubiertas y valoradas en el
horizonte de lo común. Con ello se crea una nueva posibilidad de encuentro y
apertura. Esta nueva apertura convierte la t. e. en una teología de la
inteligencia mutua, la cual no sólo tiende a comprender al otro, sino que se
esfuerza especialmente por exponer la propia fe y el propio pensamiento
creyente de suerte que los pueda entender el otro a base de sus presupuestos
teológicos y en el contexto de su teología. La t. e. es además una teología del
origen y de las fuentes, a la que interesan la realidad interna y el centro de la
Escritura, así como su predicación de acuerdo con las exigencias del tiempo.
La t. e. es finalmente una teología del diálogo, la cual sabe cómo Dios dialoga
constantemente con el hombre y cómo nosotros en cada hombre hablamos al
tú eterno de Dios. Un Dios que no habla es un Dios muerto, y una Iglesia que
se situara fuera del diálogo, atestiguaría solamente la muerte de Dios, pues lo
que predicara - la palabra de Dios, que por naturaleza quiere ser oída y recibir
respuesta-, ya no sería ninguna palabra. Esto significa para todas las Iglesias
que sólo el diálogo entre ellas, desarrollado en, con y bajo la palabra de Dios,
y sólo su diálogo en común con el mundo de hoy, les ayudará a cumplir su
auténtica misión en conformidad con el evangelio (-->Iglesia y mundo).

Johannes Brosseder

C) DIALOGO Y COLABORACIÓN ENTRE LAS IGLESIAS


I. Planteamiento del problema

Lo que aquí hemos de decir, objetivamente, es una repetición de lo que el


concilio Vaticano ir dijo acerca de este tema en el decreto sobre el
ecumenismo y en el decreto sobre las Iglesias católicas orientales. Con
relación a los detalles particulares podemos remitirnos a estos decretos en su
conjunto y especialmente al capítulo n del decreto sobre el ecumenismo. El
hecho de que exista esta posibilidad muestra el trascendental cambio que se
ha producido en la relación de la Iglesia católica con las otras Iglesias
cristianas y comunidades eclesiales. Evidentemente, la -> Iglesia católica,
ahora como antes, tiene conciencia de que en ella «subsiste» la única Iglesia
de Cristo y, dada la concepción que tiene de sí misma (como parte de su fe en
la revelación completa de Dios en jesucristo), no puede simplemente
reconocer el mismo carácter a las otras Iglesias. Pero ahora ya no considera
primariamente a las otras Iglesias y comunidades ecIesiales como < aquello
que no debe ser» y que debe llegar rápidamente a su fin por la -a conversión
de cada individuo, como un «cisma» y una < herejía» dignos de anatema,
sino que las considera primordialmente como interlocutores de un diálogo (y
de una colaboración) entre los cristianos, los cuales tienen más vínculos
unificantes que motivos de separación y comparten una tarea común con
relación al -> «mundo».

II. Bases del diálogo

La base de este diálogo es el conocimiento de lo común (como realidad y


tarea que todos afirman): la fe común en Dios y en Jesucristo como nuestro
único Señor y redentor; el reconocimiento mutuo de la buena fe, cristiana y
humanamente obligatorio; el incondicional respeto de todos a la libertad
religiosa; el bautismo válido que todos han recibido y la incorporación común
a Cristo; la existencia de otros sacramentos en estas Iglesias; la convicción de
que la gracia y la justificación se dan también entre los cristianos no católicos;
el reconocimiento de que las Iglesias no católicas, en cuanto tales, ejercen de
hecho una positiva función salvífica con relación a sus miembros, y de que
ellas administran y se apropian en la vida una herencia cristiana, la cual bajo
algún aspecto puede no aparecer con igual claridad en la Iglesia católica; y,
por tanto, la persuasión de que las Iglesias no están separadas desde todos
los puntos de vista, de que no se trata solamente de «hermanos separados»;
el conocimiento de la culpa común en el origen de la escisión eclesiástica, la
cual no puede imputarse sin más a los cristianos de hoy, de modo que no es
lícito considerar a los otros como «herejes formales»; el reconocimiento de
que la «faz» concreta de la propia Iglesia, que tiene necesidad de constante
penitencia y reforma, obscurece el testimonio de su origen en virtud de la
voluntad fundacional de Cristo; el reconocimiento de la vida cristiana en las
otras Iglesias (hasta el martirio), la cual contribuye también a la edificación de
la Iglesia católica; la preocupación, común a todos, por la unidad de la Iglesia.

III. Carácter del diálogo

Un diálogo, que es cosa distinta de una discusión o de un unilateral intento


inmediato de convertir al otro, presupone que ambas partes estén dispuestas
a aprender algo de la otra. También los católicos pueden aceptar este
presupuesto, pues, aunque ellos estén persuadidos de que la Iglesia de Cristo
subsiste en la Iglesia católica, sin embargo su persuasión no excluye la
posibilidad ni la voluntad de aprender y recibir algo de otros. Esta posibilidad
de recibir no consiste solamente en que el diálogo puede proporcionar una
mejor información sobre la postura, doctrina y vida cristiana del compañero
acatólico de diálogo, sobre sus dificultades frente a la Iglesia católica;
información que de suyo es valiosa y que se echa de menos en los católicos e
incluso en los teólogos. Dicha posibilidad se da además por el hecho de que
los cristianos no católicos y sus Iglesias respectivas poseen tesoros de vida
cristiana, líneas evolutivas del único cristianismo que han de valorarse
positivamente, impulsos carismáticos, experiencias relacionadas con la
configuración cristiana del mundo, etc.; y todo eso puede no estar con tanta
actualidad y claridad en la Iglesia católica. Tales conversaciones ecuménicas
revisten también el carácter de diálogo por el hecho de que en ellas no se
trata directamente de conversiones individuales a la Iglesia católica (este
aspecto, legítimo bajo los debidos presupuestos, ha de distinguirse
cuidadosamente del diálogo ecuménico), sino del acercamiento respecto de
las comunidades eclesiales en cuanto tales; e igualmente por el hecho de que
la unidad deseada, incluso bajo la perspectiva de la concepción católica de la
Iglesia, no ha de ser entendida simplemente como un «retorno», pues la
anhelada Iglesia católica del futuro deberá albergar en su seno lo positivo del
pasado cristiano e incluso las riquezas de las otras Iglesias y por tanto, será
distinta de la actual Iglesia católica, condicionada por su presente momento
histórico. En este sentido el diálogo tiende hacia un futuro abierto.
Actualmente los cristianos no pueden vivir al margen de los demás creyentes,
como si la separación fuera un hecho en el que nada se puede cambiar.
Precisamente una concepción católica de la Iglesia (que es entendida como
Iglesia de todos) se traicionaría a sí misma (lo cual no ocurre en la teoría,
pero sí frecuentemente en la práctica), si aceptara la división de la cristiandad
como un hecho en el que nada se puede cambiar. El diálogo es necesario,
pero sólo es posible como un diálogo abierto que no prohíba a ninguna de las
partes llevarlo a cabo desde sus propios presupuestos.

IV. Tema del diálogo

El tema de este diálogo es todo lo que pueda servir a la unidad de los


cristianos en la fe, la organización eclesiástica, la vida cristiana y la acción
responsable de cara al mundo; incluye, pues: la información mutua sobre la
vida y la doctrina; una mejor inteligencia de la teología de las otras partes; el
intento de traducción de la propia teología a la lengua del otro, y viceversa; el
esfuerzo por superar las diferencias reales en la doctrina; las conversaciones
sobre la acción común (cf. v).

V. Meta del diálogo


Incluso antes de alcanzar su fin remoto, que es la unidad de la Iglesia de
todos los cristianos, el diálogo puede llevar ya a resultados concretos, a una
colaboración real. Hay todavía intolerancia mutua y formas no cristianas de
competencia mutua en el ámbito civil de la sociedad; todo eso podría evitarse
con magnanimidad. Siguen en pie ciertas cuestiones sobre los matrimonios
mixtos y las escuelas de las distintas Iglesias (así como acerca de la relación y
colaboración entre ellas), las cuales podrían solucionarse mejor que hasta
ahora. Sería posible una concreta colaboración organizada en la teología.
Pablo vi incitó a una traducción común de la Biblia. Con tacto se podría evitar
la explotación poco limpia, con fines propagandísticos, de las «conversiones»
de una confesión a otra. Ya ahora se podrían tomar acuerdos sobre la manera
de eliminar el escándalo en las misiones a causa de la cristiandad dividida; y
así, a pesar del derecho de misionar en todas partes, que para la Iglesia
católica es inalienable, se podría llegar a una amistosa y realista (¡falta de
misioneros!) distribución cristiana del trabajo (o del territorio) misional. Sería
igualmente posible fomentar los aspectos concretos que son comunes (en la
liturgia, en el canto eclesiástico, en los usos religiosos). Nuevos obstáculos
para la unidad en la doctrina y en la práctica, siempre que no obedezcan a las
exigencias de la propia conciencia, podrían evitarse de antemano mediante
consultas mutuas. Toda la communicatio in sacris, que sea posible desde la
perspectiva de la dogmática y de la teología moral (a este respecto no todas
las cosas son posibles, pero sí muchas; la cuestión varía con relación a cada
Iglesia), no sólo debería tolerarse, sino también fomentarse con precaución y
tacto (sin un «irenismo» antidogmático). Se puede orar y celebrar la palabra
en común (sin celebración eucarística); y no es necesario que el fin de estos
actos de culto sea siempre rogar por la unidad de los cristianos. También con
relación a las Iglesias ortodoxas del oriente es lícita una amplia communicatio
in sacris, como lo afirma explícitamente el decreto del Vaticano ri sobre las
Iglesias orientales católicas (n 26ss). Existe un amplio campo de colaboración
entre las Iglesias en la misión que todos los cristianos tienen de configurar el
mundo en forma más humana y con ello cristiana, bajo el aspecto social,
cultural, económico, político, caritativo, etc. Desde muchos puntos de vista las
Iglesias podrían ser en común la «conciencia» de la sociedad profana, p. ej.,
abogando (incluso en valiente oposición a los hombres egoístas que se hallan
en sus propias filas) por la paz, por la indiscrimínación racial, por la justicia
social, por la superación de prejuicios nacionalistas, por la protección de
débiles y pobres. Finalmente, para todo esto también podrían crearse en
común los necesarios presupuestos institucionales.

Karl Rahner

D) MOVIMIENTOS DE UNIÓN DE LAS IGLESIAS


1. Cismas, herejías y escisiones lesionaron y a veces hicieron problemática la
unidad de la Iglesia de Cristo ya desde la época apóstólica. Pero la Iglesia está
obligada a recuperar la unidad, no sólo por la necesidad de acreditar mejor su
encargo misional, sino también por mandato formal de Cristo (Jn 17 ). Ella no
se ha substraído a esta obligación, si bien en los esfuerzos prácticos por la
unidad no pocas veces estuvieron en primer plano motivos no teológicos, p.
ej., el centralismo eclesiástico y la uniformidad política. En parte con el apoyo
del inestable poder secular, mediante el diálogo interno de los concilios se
pudo atenuar e incluso extinguir el ímpetu de los grandes movimientos de
escisión del primer milenio: arrianismo, donatismo, novacianismo,
priscilianismo, montanismo, nestorianismo. Todas estas tendencias han
sucumbido como movimientos históricos. Pero tampoco aquí se ha logrado
hasta ahora una reunificación completa de todos los separados, ya que, sobre
todo en Egipto y Etiopía, todavía hay Iglesias que rechazan el concilio de
Calcedonia (451) y se adhieren al monofisismo. El mismo origen tiene la
Iglesia armenia. Sólo pequeñas fracciones de estas Iglesias han entrado en
unión con Roma. Por su introversión teológica y su aislamiento cultural, estas
comunidades separadas nunca han penetrado intensamente en la conciencia
de la Iglesia universal.

Por primera vez la ruptura de relaciones entre el papa y el patriarcado de


Constantinopla el año 1054, inauguró en el ->cisma oriental la escisión entre
oriente y occidente como forma duradera de coexistencia de Iglesias. Esta
profunda escisión, de graves consecuencias incluso en el ámbito espiritual y
cultural, fue el resultado de un largo proceso de alejamiento y separación.
Desde siglos habían vivido los patriarcados de Roma y de Constantinopla en
una situación latente de cisma, la cual se actualizó repetidamente, pero nunca
en forma tan permanente como en el choque entre el papa Nicolás 1 y el
patriarca Focio (864-868). La escisión definitiva bajo el patriarca Miguel
Cerulario, en la que tuvo parte de culpa la intervención con aire de dominio
del disputable legado romano, el cardenal Humberto de Silva Candida, tiene
por tanto sus raíces en un complejo proceso histórico, el cual quedó concluido
con los acontecimientos del año 1054. Entre los factores que intervinieron en
ese proceso hemos de mencionar, en el terreno objetivo: la diversa forma de
pensar en la teología y la devoción entre el mundo romano de occidente y el
mundo griego de oriente, p. ej., las controversias sobre la procesión del
Espíritu Santo, las diferencias en los ritos y sobre todo la diversidad de las
estructuras eclesiásticas en oriente y en occidente. En efecto, a la Iglesia
imperial del oriente, que se sometía con agrado a la estructura del poder
terrestre y concebía la unidad total de la Iglesia como una unidad de Iglesias
locales en gran parte autónomas, se contraponía la Iglesia papal de occidente,
que acentuaba su independencia en la relación al poder secular y patrocinaba
la idea de un pontificado monárquico. Y en el terreno psicológico deberíamos
mencionar: el desprecio de los griegos, por una parte, y el odio a los latinos
por otra; estos sentimientos de superioridad llevaban en germen la tendencia
a valorar en forma absolutamente positiva la propia peculiaridad y a
imponérsela al otro, declarándolo previamente hereje. La evolución de ambas
Iglesias desde la separación en 1054 agudizó más aún esta rica escala de
contrastes.

En el occidente la idea del primado de la -> reforma gregoriana se convirtió


en una columna clave de la constitución eclesiástica. En el siglo xli, la
legislación de las decretales hizo del papa la fuente de toda potestad en la
Iglesia y creó una ideología centralista, cuyas sombras repercutieron en
futuras negociaciones sobre la unión. En el oriente la idea de la Iglesia
imperial hubo de ceder al pensamiento de la «autocefalía», es decir, de la
autonomía de cada Iglesia nacional ortodoxa; pero, bajo el aspecto
eclesiológico, la concepción fundamental sobre la autonomía patriarcal no
cambió en nada. Los desórdenes de las -> cruzadas y el aislamiento político
de Bizancio a causa del bloqueo turco dejaron en el pueblo sencillo un trauma
que ha hecho sentir sus influjos hasta el siglo xx, y que pasó a las naciones
evangelizadas por Bizancio en forma de una desconfianza abismal frente al
occidente latino (p. ej., negativa en Grecia por parte de la dirección de las
Iglesias ortodoxas a enviar observadores al concilio Vaticano ii). Por eso, lo
que en el plano teológico pudo luego esclarecerse en las negociaciones entre
el oriente y el occidente encaminadas a la unión, se hizo ineficaz por la
presión procedente de abajo. Con el desarrollo especial de la teología y la
devoción (en el occidente, la escolástica; y en el oriente, palamitas y
hesiquiastas), a la postre disminuyeron hasta las posibilidades de un lenguaje
común para entenderse.

2. Sólo sobre este complejo trasfondo histórico y sociológico, se hará


comprensible la historia de los intentos de unión y particularmente su fracaso.
En el siglo xii fracasaron los intentos de lograr la unidad mediante una
absorción del oriente. En el siglo xrri fueron motivos sobre todo políticos los
que llevaron al emperador Miguel vIII Paleólogo a entablar negociaciones con
Roma. Pero la unión impuesta en el concilio de Lyón (1274) no fue una
verdadera concordia, sino «una capitulación forzada del oriente ante el
occidente» (de Vries). Además de la inalienable substancia de la fe, Roma
impuso a los griegos formulaciones típicamente latinas, así como una
concepción del primado con cariz occidental; lo cual provocó una fuerte
reacción contraria por parte de la Iglesia griega. La unión fue rechazada, el
emperador quedó excomulgado y la hipoteca del fracaso gravó todas las
conversaciones ulteriores. En el siglo xiv Roma no tomó en consideración
ninguna negociación más sobre la base de un concilio, sino que exigió la
capitulación incondicional. Pero la postura de mayor sobriedad que siguió al
gran -> cisma occidental y la amenaza contra el papado por parte del -->
conciliarismo, obligaron a Roma a una visión más realista de las cosas y a la
aceptación del concilio frecuentemente propuesto por los griegos, si bien en
parte bajo la presión del peligro turco. En el concilio de Ferrara-Florencia
(1438-39) griegos y latinos negociaron en un plano de igualdad y lograron
una unión real en la cuestión dogmática del Filioque, pero en la estructura
eclesiástica sólo alcanzaron una unión aparente. La fórmula de unión,
elaborada con precipitaciones, inmediatamente después del reconocimiento
del papa como cabeza suprema de toda la Iglesia, contenía la fórmula
restrictiva: «quedando incólumes todos los privilegios y derechos de los
patriarcados del oriente». Como ambas partes, a causa de su diversa tradición
eclesiológica, vertieron en la fórmula un contenido conceptual totalmente
diferente, había aquí una materia de conflicto capaz de hacer estallar la
unidad. Pero la unión, deficientemente preparada en el terreno psicológico,
fracasó ya por la aversión del pueblo contra una avenencia con occidente (en
1453, con la conquista de Constantinopla por los turcos, terminó de hecho la
unión; y en 1483 vino la ruptura oficial).

El papado de la -> reforma católica y de la contrarreforma hubo de recorrer


un largo camino hasta llegar a considerar legítima la peculiaridad del oriente y
a sacar de ahí las consecuencias oportunas. Enmascarados intentos de
absorción llevaron a una postura de tolerancia por razones utilitarias. Pero los
dirigentes de la Iglesia latina eran incapaces de comprender la posibilidad de
la autonomía tradicional de los patriarcados y la peculiaridad de la
espiritualidad oriental; y así han permanecido fascinados hasta nuestro
tiempo por la idea de la praestantia del rito latino. Son etapas de signo
positivo: el pontificado de Gregorio xiii, la fundación de la congregación «de
propaganda fide» (1622), las instrucciones positivas de Benedicto xiv y sobre
todo de León xirr. La llamada de Pío ix a la unidad, dirigida a los jerarcas
ortodoxos separados (en 1848), recibió una dura repulsa y se quedó en meras
palabras, pues ella no había calado psicológicamente la situación del oriente, y
el occidente no estaba preparado para apreciar en su alto valor la peculiaridad
oriental, como lo demostraron las negociaciones del Vaticano i. Por otra parte,
la creciente introversión de la Iglesia ortodoxa de Rusia y de Grecia, así como
su dependencia del Estado, ataron las manos a los dirigentes de las Iglesias.
El resentimiento antirromano y el oportunismo de la política nacional no
permitieron que aquí se entablara un serio diálogo objetivo con el occidente.

Los intentos de reconciliar con Roma las comunidades eclesiales salidas de la


reforma del siglo xvi, se remontan a los años treinta y cuarenta de dicho siglo.
Mientras los frentes no se hicieron firmes, la situación era relativamente
favorable para el diálogo, pero no pudo ser aprovechada suficientemente
pues, por una parte, los jerarcas de la Iglesia romana inicialmente no habían
comprendido lo hondo del problema, y, por otra parte, las fuerzas
protestantes, que tendían hacia la formación de una confesión, rechazaron
todo compromiso y se conformaron con su autointeligencia confesional. El
raudo proceso de formación del confesionalismo disminuyó las posibilidades
de una reconciliación, ya que los puntos sometidos a controversia incluían
aquí, no sólo preguntas de la estructura eclesiástica, sino también cuestiones
relativas a la recta inteligencia de la fe.

En principio, la falta de un magisterio obligatorio constituía una dificultad


grave para el diálogo con las Iglesias divididas entre sí (y que seguían
dividiéndose). Así no fue posible llevar a cabo negociaciones oficiales como
con la Iglesia ortodoxa, sino que sólo se llegó a contactos entre algunos
teólogos irénicos y laicos. De ahí que estos intentos de unión tengan un
carácter precario y constituyan, por así decir, una ejercitación de aficionado.
En los siglos xvii, xvIII y xix los jerarcas eclesiásticos de una y otra parte
apenas están interesados por el diálogo y, a lo sumo, toleran a los que lo
fomentan como una mera ola exterior de buena fe a no ser cuando de él
esperan ventajas directas para la estrategia confesional.

En el siglo xvi una teología mediadora, anclada en el humanismo, pretendió


unir nuevamente las dos partes salidas de la fractura. Desde la atalaya
postridentina es fácil tildarla de deficiente (falta de claridad teológica, p. ej.,
doctrina de la doble justicia, insuficiente valoración de las divergencias
dogmáticas, etc., preocupación profana por la unidad de la nación); pero no
puede negársele su seriedad religiosa y responsabilidad teológica. Sus
representantes -que mayormente se movían en el terreno de la antigua
Iglesia- eran deudores de Erasmo en su actitud espiritual y dirección
teológica. Entre ellos se hallan Johannes Gropper (1503-59), el obispo Julius
Plug de Naumburg (1499-1564), Georg Cassander (1513-66), el cardenal
laico Gasparo Contarini (1483-1542) y especialmente Georg Witzel (1501-73
). El componente nacional y profano aparece más intensamente en los
esfuerzos por la unión del círculo que actúa bajo la directiva del canciller
imperial M.A. di Gattinara, continuados luego por A.P. de Granvella, M. Held y
U. Zasius. Su gran oportunidad se abrió con las conversaciones religiosas que
se iniciaron el año 1539 en Leipzig, continuándose después en Hagenau y el
año 1541, bajo mejor signo, en Worms y en la dieta de Ratisbona. Por la
parte protestante llevaron el diálogo Martin Bucero y Melanchthon. Se pudo
lograr una unión en puntos importantes, p. ej., en la cuestión del estado
original y la voluntad libre, e incluso en la cuestión de la justificación,
mediante la fórmula de la fe que obra por el amor; en otros problemas, como
la infalibilidad de los concilios, la confesión, el primado y la
transubstanciación, no se llegó a una concordia. El sentimiento triunfalista de
justicia propia en ambas partes echó a perder incluso lo conseguido,
despojándolo de su carácter de «credo».

Después de Trento ya no había ningún lugar para una teología erasmista de


mediación, ya que el endurecimiento de los contrastes en la época de las ->
guerras de religión excluía los presupuestos necesarios para el diálogo. Jorge
Calixto (1586-1656) fue en el campo protestante un propugnador aislado de
la reunificación sobre la base del consensus quinquesaecularis de la antigua
Iglesia, el cual abarca los artículos fundamentales de la fe cristiana. Su
impulso espiritual influyó en las conversaciones religiosas de Thorn el año
1645, las cuales debían restaurar la unidad de fe en Polonia, pero
transcurrieron sin resultado positivo. También hombres como el astrónomo
luterano Juan Kepler (t 1630) y el maestro del derecho de gentes Hugo Grocio
(t 1630) se preocuparon por Ja unidad eclesiástica. Se movieron en un
terreno primordialmente diplomático los contactos que inició el obispo de
Wiener - Neustadt, C. de Rojas y Spinola (t 1695), con las cortes de los
principados protestantes, especialmente con la de Hannover. El abad luterano
de Loccum, G.W. Molanus (1633-1722), y el filósofo G.W. Leibniz (1646-
1716), bibliotecario del duque de Hannover, se hallaban entre los
interlocutores. E1 intercambio epistolar entre Leibniz y Bossuet, hábil
controversista y el obispo de Meaux, fracasó objetivamente porque Leibniz
rechazó el concilio de Trento, pero también por la insuficiente capacidad de
adaptación psicológica del obispo. También en Inglaterra se cultivaron
numerosos contactos irénicos especialmente después del retorno de Carlos ii
al trono (1660). La idea galicana de la Iglesia (-> galicanismo) pareció hacer
posible una reconciliación con la Iglesia episcopalista anglicana. El franciscano
N. Davenport presentó una exposición católica de los 39 artículos, mientras
que el obispo anglicano Cosin dialogó con el benedictino Robinson sobre
cuestiones relativas a la presencia real y a la validez de las ordenaciones
anglicanas. La subida al trono de Guillermo de Orange (1688) trajo un grave
retroceso; pero bajo el arzobispo Wake de Canterbury se hizo posible (desde
1716) la reanudación de las negociaciones acerca de la unión.

En Alemania las numerosas conversiones de príncipes al catolicismo entre


finales del siglo xvii y principios del xvIII, no pudieron resolver el problema de
la reunificación.

También los planes de unión de la ilustración católica, entre los cuales el más
importante fue sin duda la elaboración de una estructura episcopalista
nacional de la Iglesia por el obispo de Tréveris, J.N. v. Hontheinm (Febronius;
1701-90), quedaron triturados en el roce entre los frentes. El conde N.L. v.
Zinzendorf, el renovador de la unidad fraterna entre los pietistas, cultivó
relaciones amistosas con el cardenal L: A. Noailles. Entre los esfuerzos del
romanticismo por la unión, descuellan sobre todo los de Franz von Baader,
que tendían a una reconciliación con la Iglesia oriental. Después de 1840 en
Alemania se endurecieron de nuevo los contrastes confesionales, y en la
época del ultramontanismo y del protestantismo cultutal las relaciones
interconfesionales pasaron por una honda depresión. La atmósfera espiritual
no era apta para el diálogo. I. D81linger, que en la causa de la reunificación
vio claramente una tarea peculiar de la teología alemana, sólo cuando estaba
excomulgado llegó a un diálogo con la Iglesia ortodoxa y la anglicana
(conferencias de Bonn para la unión: 1874-75). Las esperanzas de unión que
surgieron en Inglaterra en relación con el movimiento de Oxford, quedaron
sofocadas después de pocos años a causa de la falta de comprensión y de la
insuficiente formación teológica en los círculos de la jerarquía eclesiástica.

3. El predominio de los italianos en la administración curial, los cuales no


conocían los problemas de la escisión eclesiástica en su propio país, hace
comprensible por qué de Roma no salieron nuevos impulsos para la unión.
Durante la primera mitad del siglo xx, las declaraciones oficiales de la Iglesia
romana sobre los hermanos separados permanecieron ancladas en una
simplista <ddeología de retorno», si bien el tono fue cambiando en el curso de
los años y se toleró e incluso apoyó el trabajo de pioneros aislados de la
unión. El crecimiento del movimiento ecuménico en la cristiandad no católica
incitó también a algunos teólogos católicos a reflexionar nuevamente sobre los
problemas de la escisión eclesiástica y a intensificar los contactos con los
separados. E1 movimiento de renovación en la teología católica a principios
del siglo xx, sobre todo la investigación histórico-crítica en la exégesis, la
liturgia y la historia de la Iglesia, creó desde dentro los nuevos presupuestos
para el diálogo. Bajo el follaje histórico condicionado por el tiempo, en un
estrato más profundo se descubrieron nuevamente las coincidencias. Fue
decisivo el que, desde ese momento, los problemas teológicos de la escisión
se entendieran en su propia dimensión y los unionistas católicos ya no se
guiaran por móviles de política eclesiástica, sino que primariamente actuaran
por motivos religiosos. Corrió paralelo con el pequeño trabajo teológico e
histórico el esfuerzo por inculcar el interés de la unión en amplios círculos del
pueblo y por incluirla entre los objetivos de su oración. La adopción del
«octavario de oración» (1908), surgido en el anglicanismo, y la incondicional
entrega de una personalidad carismática como el abbé Paul Couturier (t
1953), constituyeron importantes estaciones en este camino. Fueron coloquios
religiosos de índole especial las conversaciones de Malinas entre católicos y
anglicanos, que se desarrollaron de 1921 a 1926 bajo la protección activa del
cardenal D. Mercier. Marcaron la pauta del pensamiento ecuménico en el
mundo de lengua francesa el benedictino doro Lambert Beauduin (t 1960),
que el año 1925 fundó en Amay de Maas (hoy Chevetogne) el primer
convento unionista para el estudio del oriente cristiano, y el dominico Yves
Congar, cuya obra Chrétiens désunis (1937) constituye el primer esbozo de
teología unionista en el campo católico. Otros pioneros importantes fueron el
lazarista padre Portal, el abbé Gratieux y el obispo Besson de Friburgo. En
Alemania, Max Pribilla S.I., M.J. Metzger, M. Laros y O. Karrer, con
conferencias y escritos, llevaron al clero y al pueblo la causa de la «Una
Sancta», mientras que J. Lortz, con una elaboración autónoma de los
pensamientos de su maestro S. Merkle, situó sobre una nueva base la
inteligencia católica de la reforma y creó presupuestos objetivos para una
valoración no polémica de la personalidad de Lutero.

La comunidad de destino de las confesiones cristianas durante los años de la


guerra incrementó los contactos interconfesionales, que redundaron en bien
del trabajo práctico por la unión en los círculos ecuménicos. El movimiento
«Una Sancta» que así se desarrolló, en parte bajo graves hostilidades dentro
del ámbito de la confesión católica, experimentó durante el pontificado de
Juan xxiii una aplastante justificación mediante la creación en Roma (1960) de
un Secretariado autónomo para la unión de las Iglesias. El Decreto sobre el
ecumenismo del Vaticano ii (1964) elevó el problema de la reunificación a la
conciencia de la Iglesia universal. Aquí reviste importancia teológica el
reconocimiento de la realidad eclesial de las Iglesias y comunidades separadas
de Roma. En el campo práctico deberíamos mencionar la alusión a la
posibilidad de una colaboración concreta entre las confesiones, y además el
reconocimiento de la intercomunión con las Iglesias del oriente. Así, el
Decreto sobre el ecumenismo inaugura una nueva fase en la historia de los
movimientos eclesiales por la unidad. Como aquí se trata realmente de un
cambio de épocas y no de un efímero cambio de clima, ha quedado-
confirmado entretanto por otras iniciativas de Juan xxiii y de Pablo vi.

Victor Conzemius

EDAD MEDIA
A) Caracteristicas generales. B) Primitiva edad media. C) Iglesia imperial del
medievo. D) Baja edad media.

A) CARACTERÍSTICAS GENERALES

I. Concepto

El concepto de e. m. en su significación más general es el período medio de


un proceso histórico concebido como una sucesión de tres o más etapas de
progreso y decadencia o como un movimiento cíclico. La tradición histórica del
cristianismo lleva ya implícita la idea de una época «media» por el esquema
de las tres edades del apóstol Pablo (ante legem, sub lege, sub gratia), que
repercute en posteriores intentos de dividir en períodos la historia sagrada
(Joaquín de Fiore: era del Padre, del Hijo, del Espíritu Santo). La moderna
filosofía de la historia une luego la división en tres edades con la idea general,
tomada de la antigüedad, del ciclo cultural; así G. Vico (Scienza Nuova 1725 )
interpreta la historia de los pueblos, estados y ciudades particulares como un
transcurso cíclico de tres estadios bajo la dirección de leyes divinas; él
considera el período medio como edad de los héroes y de las repúblicas
aristocráticas. El estudio comparativo de la historia, orientado hacia la
morfología de la cultura, ve en la «edad media» un grado determinado de
evolución de la convivencia humana, con característicos puntos comunes que
se encuentran en distintas culturas superiores, p. ej., Egipto, Grecia, China,
Japón, América. Entre las notas peculiares de la cultura «medieval» se
cuentan: la uniformidad de la sensibilidad, la transición de la primitiva
organización tribal a la sociedad política, la incipiente formación de
estamentos, los comienzos de las ciudades. Este concepto tipológico de la
e.m. es aprovechable para la interpretación de ciertos nexos en la historia
universal; pero hemos de notar cómo la e.m. occidental ostenta numerosos
rasgos propios que le confieren su peculiaridad inconfundible.
II. La edad media occidental

1. Concepto e investigación

En la era del humanismo y del renacimiento se fue desarrollando lentamente


la idea de que el período que siguió a la grandeza del imperio romano, del
siglo v hasta los siglos xiii-xiv aproximadamente, constituye una época
«intermedia» caracterizada por la decadencia de la vida espiritual (Flavio
Biondo), un «tiempo mediocre» (G.A. Bussi). Sin embargo, desde mediados
del siglo xvii, historiadores eclesiásticos y profanos proponen una triple
división de la evolución occidental y así hablan de historia antigua, media y
moderna (G. VoirTius 1644, CH. CELLARIUS 1688); esa división se ha
impuesto en gran parte. En la época siguiente, el espíritu empírico y
racionalista de la ilustración aspira a una «religión racional» y traza a la vez,
por falta de inteligencia histórica, un falso cuadro de la (sombría, oscura)
e.m.; pero, simultáneamente, las ediciones hagiográficas de los benedictinos
franceses (maurinos) impulsaron las discusiones metódicas, la crítica serena
de textos (sobre todo documentos) y la publicación de amplias series de
fuentes nacionales. Con el advenimiento del romanticismo, el cual, en su ansia
de recuperar la perdida unidad europea, ayudó a que se abriera paso una
nueva valoración positiva de los siglos medios, se inicia también la moderna
investigación científica de la e.m., que se ha ido especializando cada vez más
hasta la mitad del siglo xx. Ensayos novísimos de sustituir el concepto de e.m.
en virtud de otros esquemas de división, merecen atención, pero suscitan
también contradicción. Tradicionalmente se la divide en primera e.m., alta y
baja e.m.; sin embargo, las tradiciones de la ciencia históricas en algunos
países (p. ej., en Inglaterra) muestran considerables divergencias de este
principio.

2. Espacio y tiempo

El occidente medieval abarca por de pronto, espacialmente, los territorios que


forman el núcleo de la Europa occidental y central; posteriormente se añaden
Italia del sur y España, así como amplios países germánicos y eslavos del
Norte, Este y Sudeste, y, en los siglos xi-xiii, también los Estados de los
cruzados y los territorios occidentales del imperio bizantino (-> cruzadas). La
delimitación temporal de la e.m. se realiza en formas muy diversas. Se toma,
p. ej., como comienzo la crisis del imperio romano a fines del siglo iii, o la
época de Constantino el Grande (306-337), o la invasión de los hunos (375),
o la caída del imperio de occidente (476), o las conquistas árabes (desde
634); el fin de la e.m. está en relación causal con el espíritu del renacimiento
(idea del microcosmos), con la época de los descubrimientos, que abre nuevas
perspectivas, con la escisión confesional por la -> reforma protestante y con
el racionalismo, que condujo a la -> revolución francesa de 1789. Sin
embargo, todos los intentos de dividir los períodos a partir de una fecha
determinada son problemáticos, pues toman ciertos fenómenos particulares
como criterio de la evolución general. La e.m. nace más bien de la simbiosis
histórica de las tres fuerzas culturales, antigüedad, cristianismo y
germanismo, en un espacio de tiempo que va del siglo iv al vIII; y se
desenvuelve en un proceso secular de encuentro y fusión a diversos niveles
de las tres fuerzas mencionadas. Con intensidad variable opera también en
ella la potencia cultural de Bizancio, del judaísmo y del islam, de forma que
Europa viene a ser sujeto de la historia universal. La e.m. acaba al aparecer la
conciencia de que se ha roto la unidad y armonía occidental.

3. Bases y líneas principales de evolución

La e.m. no se entiende como época propia. Divide el curso de la historia


cristiana de la salvación desde el comienzo del mundo generalmente en seis
edades (Agustín) o en cuatro imperios (jerónimo), y concibe el último período,
que se inicia con la encarnación de Cristo o con la formación del imperio
romano, como una unidad interna que durará hasta el fin del mundo. Sobre
este modo de entenderse a sí misma se funda la manera medieval de concebir
y considerar el mundo, para la cual todo progreso consiste en una exégesis
creadora, en un movimiento pluridimensional hacia el fin de la existencia, que
no está sometido a la evolución (J. Spórl). La estructura del mundo se
presenta en una jerarquía de valores determinada por Dios, la cual delimita lo
particular en su función y a la vez ordena a Dios todas las cosas. La idea
medieval del orden es raíz teórica de una amplia uniformidad en la actitud
vital y en la situación de los estamentos sociales. La obligatoriedad, que se da
por supuesta, de la visión cristiana del mundo, se refleja en la división del
sistema de formación según la tarea que conviene a las ciencias particulares
para llevar al conocimiento de Dios; desde el siglo iv al xIII, el latín posee
validez casi exclusiva como lengua universal de la Iglesia y del Estado. Sin
embargo, no hemos de ignorar que el mundo medieval, junto a su tendencia a
la unidad, oculta también desde el principio tendencias a la variedad, que
hallan expresión en las distintas formas de realizar las fuerzas fundamentales.

Como para la e.m. política y derecho son en gran parte lo mismo, ella ofrece
durante mucho tiempo un cuadro de perfecta unidad entre la Iglesia y el
Estado, el cual, según la concepción germánica, es responsable del
mantenimiento de la paz. A1 principio (era de -> Constantino) se da la idea
de gobierno teocrático, que aspira a la realización del reino de Dios sobre la
tierra. Tanto la Iglesia como los señores temporales aceptan este fin y lo
persiguen en armónica coordinación. Así, lógicamente, los reyes germánicos
de los reinos nacidos de las invasiones en suelo romano son tenidos por
vicarios de Cristo. El reino de los francos del siglo vii marca el camino por su
nueva organización a par política y misional, llevada a cabo por la monarquía
merovingia en unión con el episcopado y monacato, de origen noble. Hacia
750 se dan los presupuestos para aquel paso decisivo por el que el papado se
separa de Bizancio y se vuelve al reino franco. Tras la restauración de la
dignidad imperial de occidente en el año 800, por obra del papa León iii y del
rey franco Carlomagno, ambos poderes supremos, papado e imperio, operan
como representantes y garantes de la comunidad cultural de occidente que se
está formando. En lo sucesivo el imperio franco, sintiéndose heredero de
Bizancio, ejerce una función protectora respecto del papado y aspira a una
posición universal según el modelo romano o bizantino. Así nace una teocracia
espiritual y temporal de doble cabeza, que abarca casi todo el occidente
cristiano. Cierto que ella pronto vuelve a disolverse; pero el poder imperial se
renueva por obra de los señores germano-sajones del siglo x, sobre la base
de la tradición carolingia (evangelización de los paganos). La cristianización
interna y los movimientos de reforma (-> reforma cluniacense) conducen a la
crisis de las --> investiduras, en que, por la lucha entre el papa y el
emperador, se rompe la unidad de Iglesia y Estado. De este modo, el señorío
temporal se ve obligado cada vez más a fundar su posición por el derecho
natural y romano, y llega a postular la autonomía de la autoridad civil. El
papado organiza el orden jurídico de la Iglesia e intenta deducir del poder
espiritual el origen y modo de obrar de la autoridad secular (derecho
canónico); al mismo tiempo, por su progresiva organización de los oficios, se
convierte en maestro del Estado en el terreno administrativo. Desde el siglo
xiit los papas desgastan sus fuerzas afanándose por un monismo hierocrático
en el terreno político, y así entran cada vez más en conflicto con el deseo de
soberanía -signo de los tiempos futuros - por parte de los Estados de reyes y
príncipes, sobre todo en la Europa occidental. Con ello la curia romana va
perdiendo cada vez más la posibilidad de imponer su autoridad en el campo
de los intereses estatales, que ahora se configuran por su propio derecho. La
respublica christiana medieval se convierte en un sistema secular de Estados,
que abarca toda Europa; las autoridades seculares se conciben como
guardianes del bien común y esgrimen en propio provecho el principio
imperante de la razón de Estado. Se logra un punto final cuanto todos los
ciudadanos quedan referidos en igual forma a la autoridad central.

En el orden de la economía social la e.m. se caracteriza primeramente por el


predominio de la propiedad limitada y la economía natural. De raíces
germánicas y de la antigüedad tardía nace el sistema del dominio aristocrático
o eclesiástico del suelo, cuyo objeto es, a par del fin agrario, sobre todo
mantener los derechos de soberanía política. El feudalismo, que se funda
principalmente en la entrega de tierras (más raras veces de dinero), da origen
a una jerarquía de derechos en la posesión del suelo y en las relaciones
personales de dependencia. A partir del siglo xi se renueva la vida urbana a
consecuencia del florecimiento de la economía industrial; producciones
artesanas especiales sustituyen el trabajo para la propia necesidad, penetra
cada vez más la economía del dinero, que en su ulterior desarrollo lleva al
primer capitalismo. La ascensión de la burguesía debilita la posición social de
la nobleza feudal. En las administraciones de los Estados, territorios y
ciudades aparecen, desde el siglo xiri, empleados con formación jurídica; los
consejos a la antigua usanza, que procedían del feudalismo y constaban de
grandes, eclesiásticos y seglares, se transforman en ministerios modernos.
Los estamentos (nobleza, dero, burguesía) ejercen por medio de sus
asambleas una especie de corregencia (parlamentos, dietas) y logran
particularmente el derecho de aprobar los tributos, que garantiza su
influencia. Lentamente, la organización medieval basada en un sistema de
valores, va cediendo el paso a un orden profesional, centrado en el
rendimiento. En el orden de la educación, la e.m. toma de la antigüedad el
sistema de las siete artes liberales pensado como propedéutica de la filosofía
(«trivium»: gramática, retórica y diálectica; y «quadrivium»: aritmética,
geometría, música, astronomía), y lo pone a servicio de los estudios dirigidos
al conocimiento de Dios. La tardía antigüedad cristiana pone en obras
teológicas y enciclopédicas (jerónimo, Agustín, Boecio, Casiodoro, Isidoro de
Sevilla y otros) la base para la unión de la tradición grecorromana con el fin
genuinamente cristiano de la educación. Desde el siglo vi el monacato se hace
en gran parte representante de la espiritualidad y cultura de occidente; los
monasterios se consagran - de manera ejemplar en la era carolingia - a la
conservación y transmisión del legado cultural venido de la antigüedad. Un
sistema de enseñanza organizado sobre base más amplia, que en ciertos
tiempos incluye también a los laicos, surge con las escuelas catedralicias,
monásticas y parroquiales del siglo ix, favorecidas por los reyes francos. A
partir de entonces se multiplican las disciplinas y se amplían los métodos de
conocimiento, hasta que en el siglo xit de la dialéctica nace el método
escolástico (--> escolástica). En la cultura caballeresca de la alta edad media
y en las escuelas urbanas que florecen desde los siglos xII-xIII, se renueva e
intensifica la formación de los laicos, que se abren campos propios en la
ciencia y en el arte, aunque estos campos todavía no sean concebidos
autónomamente. De las escuelas catedralicias y urbanas nacen
espontáneamente, hacia el 1200, las primeras universidades occidentales
(Bolonia, París, Oxford, Salamanca), a las que siguen pronto fundaciones de
escuelas superiores por papas y príncipes, más los estudios generales de las
órdenes mendicantes (-> religiosos). El pensamiento teológico y filosófico
alcanza su máxima perfección en las sumas escolásticas, mientras, a la vez, la
progresiva diferenciación del saber ofrece ya indicios de la futura
secularización, no menos que de la formación de las ciencias empíricas acerca
de la naturaleza.

4. Repercusión e importancia para la actualidad

A los intereses espirituales de la e.m.; señaladamente al florecimiento cultural


de la era carolingia, debemos en gran parte la conservación y transmisión de
la herencia literaria de la antigüedad. Además, la producción original de los
siglos medios en el campo estatal y social, en el de la teología y filosofía, en el
del derecho eclesiástico y civil, en el de la literatura y del arte, fue la base
para todo el desarrollo moderno de los pueblos europeos. En las formas de
vida de la e.m. late la concepción de que el occidente constituye una unidad y
de que, a la vez, cada nación tiene su propia historia. Algunos países, p.ej.,
Inglaterra, han conservado hasta hoy gran número de instituciones
medievales. Podemos decir que la moderna cultura occidental, la cual en el
siglo xx ha pasado también a otras partes de la tierra (África, Asia), sólo
puede entenderse adecuadamente por su radicación en la espiritualidad de la
antigua e.m. europea. A la e.m. pertenecen, según palabras del suizo Jacob
Burckhardt, historiador de la cultura, todos nuestros fundamentos y
comienzos. La evolución desde fines de la antigüedad hasta el renacimiento
puede interpretarse como un asir y levantar la naturaleza, la realidad no
espiritual, a las alturas del espíritu (Ph. Funk). La indiferencia respecto de la
e.m., por desgracia muy difundida en la actualidad, es signo de crisis y
alarma, pues ella indica también que se ha producido un alejamiento con
relación al fundamento y al desarrollo de la comunidad cultural europea. Para
lograr criterios firmes de cara a la actualidad, la moderna conciencia histórica
de Europa occidental necesita de un encuentro creador con los caminos del
pensamiento medieval.

Karl Schnith

B) PRIMITIVA EDAD MEDIA

I. El encuentro de los germanos con la antigüedad

La p.e.m. occidental es un concepto acuñado por la moderna investigación.


Como parte de la edad media se distingue de la precedente antigüedad tardía
y de la siguiente alta edad media. El principio de esta época se halla entre el
siglo m (era constantiniana) y el vil (invasión de los árabes); y su final ha de
buscarse entre el siglo lx (fin del imperio carolingio) y el xl (tiempo de los
Hohenstaufen). La determinación más precisa del principio y del final,
depende de la definición que se dé acerca de la p.e.m. y de la fisonomía
peculiar de esta época en cada región.

En lo relativo al comienzo de dicha época todos están de acuerdo en que éste


ha de buscarse en el proceso de disolución y transformación del mundo
antiguo por obra de los germanos. Este largo proceso, sin fechas precisas, se
caracteriza en su transcurso externo por el hecho de que oficiales germanos
pasan a ocupar altos cargos del imperio romano, por la crisis de éste a causa
de las luchas relacionadas con la trasmigración de los pueblos, por la
fundación de Estados germánicos orientales en territorio del imperio, por el
tránsito del poder gubernamental en occidente a manos de los germanos, una
vez depuesto el último emperador romano, y por el desplazamiento del centro
de gravedad de la política desde los países del Mediterráneo al espacio que se
encuentra al norte de los Alpes. Como, en cambio, el imperio oriental empezó
muy pronto a reprimir con energía el influjo germánico en su área de dominio,
esa diferencia de posturas contribuyó a profundizar el alejamiento
anteriormente iniciado y finalmente a la separación total entre la mitad
occidental y la oriental del imperio romano; y así se produjeron dos
evoluciones históricas diferentes: por un lado la era bizantina y, por otro, la
p.e.m. de occidente. Más importante que el proceso por el que los germanos
tomaron posesión del imperio romano de occidente fue su confrontación con
los poderes del mundo antiguo, que ellos hallaron en el terreno del Estado, de
la religión, de la ciencia y de la cultura. Este encuentro no condujo ni a una
completa destrucción de lo existente (teoría de la catástrofe), ni favoreció su
transmisión ininterrumpida (teoría de la continuidad); lo esencial fue más bien
la compenetración que resultó de este encuentro, con una transformación
parcial de ambas potencias, en la p.e.m. de occidente.

II. Emperador y Estado

Ciertamente, con la eliminación del imperio romano de occidente los


germanos cortaron un vínculo importante de unidad, que de momento no
pudo reanudarse; pero el imperio romano, con todas sus instituciones, siguió
siendo para ellos el prototipo admirable; y el emperador oriental de
Constantinopla era respetado como una autoridad moral. Esto se fue
modificando lentamente cuando, por la conquista árabe, iniciada en el siglo
vii, se perdieron amplios sectores del antiguo imperio romano y, en
consecuencia, se aflojó todavía más la unión entre oriente y occidente; y por
otra parte cuando, con la coronación de Carlomagno y la idea de un imperio
cristiano, volvieron a crearse valores adecuados en occidente. En todo caso,
los germanos substituyeron el concepto abstracto de Estado reinante en el
imperio romano por una concepción más personal del dominio y las
instituciones estatales por una «asociación de personas». Más importante que
la conservación de determinadas instituciones romanas fue para los germanos
el habituarse a estructuras estatales con carácter estable, en lugar de las
comunidades errantes y libres que habían existido hasta entonces, así como la
sustitución de las anteriores contiendas y venganzas sanguinarias por un
orden escrito de la vida comunitaria y la creación de una gran tarea política
por la incorporación al amplio marco de un imperio cristiano.

III. Idioma y cultura

Fue un hecho importante el que los germanos asumieran la lengua latina del
imperio romano y con ello sus documentos culturales escritos. Este proceso de
apropiación del acervo literario de la antigüedad se convirtió en una nota
esencial de la p.e.m. A este respecto se trataba de la transmisión escrita de la
antigua literatura eclesiástica y profana, que en gran parte sólo se nos ha
conservado por copias procedentes de la p.e.m., y, por otra parte, de fijar el
acervo de la formación antigua en los grandes compendios de jerónimo,
Isidoro, Casiodoro, etc. Esta labor primordialmente receptiva y el hecho de
que las siete artes liberales, concebidas como propedéutica, se convirtieran en
base general de la formación, condujeron a una amplia unidad y uniformidad
de la misma durante la p.e.m., y otra característica de la formación fue el que
ella tuviera como base la actitud cristiana del tiempo y se impartiera en
centros eclesiásticos.

IV. La Iglesia cristiana

Para este mundo que se estaba desarrollando en lo cultural y político por la


síntesis de lo germánico y lo romano, revistió mayor importancia todavía el
encuentro de los germanos con la fe cristiana durante la p.e.m. Dentro del
imperio romano los germanos conocieron el cristianismo como religión estatal.
Desde Constantino y Teodosio la religión cristiana era el credo obligatorio para
todos los ciudadanos del imperio romano; y la Iglesia cristiana, apoyándose
muy directamente en las instituciones del Estado, se había convertido en
iglesia imperial, dentro de la cual el emperador ocupaba una posición
dominante (era de --> Constantino). E igualmente, a causa de la función
providencial que la teología cristiana atribuía al imperio romano, éste siguió
teniendo gran importancia para la Iglesia cristiana. En relación con esto, la
substitución progresiva del gobierno imperial por autoridades germanas en la
parte occidental del antiguo imperio y, de otro lado, la prolongación de la
figura del emperador en el oriente, fueron hechos que repercutieron en la
separación entre la Iglesia occidental y la oriental; y la separación se hizo más
profunda por las diferencias dogmáticas (-> monofisismo), litúrgicas (disputas
sobre el día de la pascua) y cultuales (lucha de las imágenes). Además de
aquí resultó para los Estados germanos cristianos del occidente, que no tenían
ninguna vinculación con el imperio o la tenían muy escasa, un vacío que debía
llenarse necesariamente con nuevas formas de autoridad y de organización. Y
en esta situación era lógico que las miradas se dirigieran a la sobresaliente
posición del obispo de Roma como sucesor de Pedro. Su supremacía en el
ámbito espiritual, que inicialmente le fue reconocida también por la Iglesia del
oriente y que tuvo su expresión visible en los grandes concilios imperiales,
hizo que él fuera la suprema autoridad moral y jurídica para el occidente
cristiano.

V. La fe cristiana

Los pueblos germánicos tuvieron otra posibilidad de encuentro con el


cristianismo gracias a las misiones, que se extendían más allá de las fronteras
del imperio. En virtud de las misiones, el marco externo de la Iglesia cristiana,
determinado esencialmente por los límites del imperio romano, se amplió
hasta alcanzar unas dimensiones verdaderamente ecuménicas. El arrianismo
primitivo de las razas germanas orientales, que debía su origen a la
circunstancia de que esa doctrina predominaba en el imperio oriental cuando
se emprendió la evangelización de los godos, contribuyó ciertamente al
aislamiento de los Estados germánicos del oriente, pero no tuvo larga
duración ni gran importancia. Por la conversión de los francos, que llevaban la
dirección política, a la confesión católica, a la que paulatinamente se
adhirieron también los demás germanos, ya en el siglo v se inició una
evolución importante para el -j occidente. Pero además revistió suma
importancia el que se encontraran formas permanentes de organización
eclesiástica, en inmediata connexión con el obispo de Roma, para los pueblos
que nunca habían vivido en el organismo del imperio romano: A esta
evolución, que recibió un impulso decisivo de los papas Gregorio Magno y
Bonifacio y que llegó a su consumación en el pacto entre el papado y los
soberanos francos, pudo haber contribuido la especial veneración que los
germanos sentían por Pedro. Dentro de esta estrecha unión, no cabe duda
que también la peculiaridad germánica influyó en el cristianismo; y al
producirse la apropiación de la teología cristiana, que los germanos
aprendieron fundamentalmente en su configuración latina, bajo la modalidad
transmitida por Agustín, el problema de la Trinidad cedió el primer puesto al
de la cristología. Sin embargo es falsa la tesis de que por esta germanización
el cristianismo se transformó fundamentalmente. Más importante todavía que
todas las disputas teológicas fue el hecho de que, con la total aceptación de la
religión católica, se creó una patria espiritual para el occidente, la cual impidió
la caída en un caos total al derrumbarse el mundo antiguo y dio una
estructura unitaria en el terreno religioso a la p.e.m. (--> escolástica, en su
época preparatoria y su período primitivo).

VI. El imperio cristiano

Una expresión del pleno alejamiento del emperador bizantino y una


confirmación de la preponderancia política de los francos fue la coronación del
emperador en el año 800. Con esto nació el otro poder universal de la p.e.m.
occidental, el cual roboró la unidad de occidente y heredó de los postreros
emperadores romanos la preocupación por consolidar y proteger la fe
cristiana. Durante la p.e.m. la relación de esta suprema autoridad profana con
el primer jerarca espiritual de occidente no se rigió tanto por reflexiones
teóricas, aun cuando éstas ya estuvieran formuladas en la teoría gelasiana de
los dos poderes, cuanto por el juego del poderío real. Además esta relación se
basaba en la convicción de que el sacerdocio y el imperio dependían entre sí
en la Iglesia universal y de que en muchos sectores eran una unidad que se
completaba.

Se puede considerar como la nota característica de la p.e.m. occidental la


unidad religiosa, política y cultural que se produjo mediante la síntesis
paulatina entre los antiguos elementos cristianos y los germánicos. Esa unidad
promovió también la fusión del mundo germánico, que antes era heterogéneo.
Su base fue el orden feudal de una aristocracia poseedora de latifundios, con
formas económicas y de gobierno fundadas en una economía natural. Su
estricta gradación por estamentos quedó expresada en un ramificado sistema
de feudos y se justificó mediante la idea de orden querido por Dios y referido
a él. En este orden de rangos acuñado por el espíritu aristocrático, también la
Iglesia ocupó la alta posición que le correspondía. Además, en virtud del
principio de la Iglesia propia, que ha de explicarse sobre todo por el
pensamiento germánico, ella fue incorporada a la constitución del Estado y
dentro del imperio germánico concretamente por el llamado «sistema otónico-
sálico de las iglesias del reino». Para los prelados, que mayormente procedían
de la nobleza, era un deber obvio la participación activa en la vida política; y
la convicción de que era posible unir las tareas eclesiásticas con las estatales,
constituía una expresión de la compenetración total entre la esfera espiritual y
la profana durante la p.e.m.

VII. Fin de la primitiva edad media

Se puede fijar el fin de la p.e.m. en el siglo xl, cuando la unidad existente


hasta entonces se resquebrajó en casi todos los ámbitos. Los deseos de una
transformación y reforma de las circunstancias existentes, que se fueron
consolidando y manifestando por diversas partes, más allá de la meta fijada
en primer plano eran expresión de una modificación profunda en el pensar y
sentir de los hombres occidentales. En este estado de cosas, la -> reforma
cluniacense, orientada hacia el mundo monástico, desempeñó un papel
importante, aunque no decisivo; finalmente, bajo la experta y poderosa
dirección de los papas reformadores, todos esos esfuerzos desembocaron en
el torrente controlado de la -> reforma gregoriana. La exigencia de eliminar la
investidura de clérigos por los laicos (lucha de las --> investiduras) y la
prohibición de obtener ministerios espirituales a base de dinero (simonía),
dieron lugar a una reflexión de la Iglesia sobre sus propias bases,
independientes del Estado, y despertaron un clamor por la libertad de la
Iglesia. La separación entre Iglesia y Estado así iniciada, que después de
decenios de lucha llegó en el concordato de Worms (1122) a un provisional
punto final, ciertamente trajo a la Iglesia la libertad con relación al poder
temporal, pero le arrebató por otra parte su protección mediante la institución
supranacional del imperio. Con esto se había puesto la base para una
evolución que finalmente debía convertir los Estados nacionales de Europa,
con sus Iglesias territoriales, en socios o incluso en contrincantes del papado.
Por otra parte, con esto se inició un proceso que despojaba a los soberanos
temporales de su dignidad anclada en el ámbito sacro, de manera que en
adelante el Estado hubo de esforzarse por lograr una fundamentación de su
existencia a base del derecho natural. Esta ruptura de la unidad reinante
durante la p.e.m., que se hizo sentir particularmente en el terreno de la
Iglesia y del Estado, también se extendió a otros ámbitos en el curso del siglo
xl. La fuerte agitación de movimientos heréticos en este tiempo, las
discusiones nuevamente desatadas por Berengario de Tours en torno al
sacramento de la eucaristía, los intentos de dar una nueva base al derecho de
la Iglesia y de lograr así una mejor fundamentación jurídica del primado
romano, son signos evidentes de esa ruptura, como lo es también la aparición
de una actitud racionalista con relación a las verdades de fe y a las doctrinas
de los padres, la cual hizo sentir con dolor la tensión entre autoridad y razón.
El individuo comenzó a desligarse de las antiguas órdenes y tradiciones, se
rompió la unidad armónica de la imagen del mundo, propia de la p.e.m., y en
algunas esferas comenzó un proceso de secularización para el occidente,
albergado hasta entonces en la unidad obvia de un imperio cristiano.
La evolución que dio comienzo entonces puso las bases esenciales para los
tiempos modernos y ha influido hasta nuestros días. De un lado, esa evolución
puede parecer lamentable por la pérdida de un orden homogéneo, que
abarcaba todas las esferas de la vida y estaba anclado en lo trascendente;
pero por otra parte, ella despertó nuevas fuerzas que condujeron a una
diferenciación del mundo de occidente, el cual hasta entonces había sido
profundamente uniforme en lo político, teológico y filosófico. Así la Iglesia y el
Estado se vieron obligados a reflexionar de nuevo y con mayor intensidad
sobre las propias posiciones; lo cual en adelante les descubrió nuevas
dimensiones de pensamiento y de acción.

Kurt Reindel

C) IGLESIA IMPERIAL DEL MEDIEVO

I.i. del m. es primariamente una designación de la Iglesia del imperio franco-


germánico, construida sobre bases romanocristianas y germánicas, en el
tiempo que va desde su fundación por Carlomagno hasta la guerra de las
investiduras. Esta Iglesia, incorparada a la organización señorial del imperio,
estaba bajo la protección y soberanía del sacro imperio romano-germánico,
era generalmente tenida por elemento constitutivo del mismo imperio y
reconocida como única legítima; ella continuaba conscientemente la tradición
universal de la Iglesia del bajo imperio romano. Con el nombre de Iglesias
imperiales del medievo se designan también las que, dentro de un círculo más
limitado, están en una relación semejante con el poder civil de los otros reinos
de la alta edad media europea, sobre todo la Iglesia de Francia (ecclesia
gallicana), desprendida del imperio desde fines de la época carolingia, y la
Iglesia anglonormanda de Inglaterra (ecclesia anglicana), que en la segunda
mitad del siglo xl nació de la Iglesia regional anglosajona. Las Iglesias
imperiales de la edad media encarnan el orden mundial del primitivo
occidente, en que el imperio y el sacerdocio (regnum et sacerdotium) estaban
unidos entre sí de la forma más íntima como componentes de la Ecclesia.

I. Antecedentes en el bajo imperio romano

La formación de una Iglesia imperial francogermánica fue una consecuencia


mediata de la política del emperador Constantino 1 el Grande (t 337), que
concedió a los cristianos la libertad religiosa y la capacidad jurídica de sus
comunidades. Constantino fue tenido en la edad media por modelo de
emperadores; pues, movido por la conciencia de su misión como soberano,
aspiró a la armonía entre el imperio romano y la Iglesia (era de -->
Constantino). La colaboración entre estas dos sociedades correspondía a la
idea, vigente desde siempre en el mundo romano, de la relación esencial
entre la religión y el Estado, así como a las necesidades políticas del siglo iv.
Cuando Teodosio i proclamó el principio de la unidad religiosa y prohibió
definitivamente (391) todos los cultos paganos, se acabó de poner el
fundamento de la Iglesia imperial romana, con la plena armonía de imperio e
Iglesia; no obstante, a la vez subsistieron Iglesias particulares, con límites
territoriales o étnicos, p. ej., las Iglesias orientales y las de los reinos
germánicos sobre suelo romano (inicialmente arrianas en su mayoría). Sin
embargo, con la aceptación de funciones políticas por parte de los obispos,
pronto se dibujó la problemática de una relación demasiado estrecha con el
señor temporal, la cual ponía a la Iglesia al borde de la servidumbre. La
división del imperio romano (desde 395) en la parte oriental y la occidental
abrió nuevas vías a la evolución. En oriente se mantuvo la unión estrecha
entre la autoridad civil y la espiritual; pero la Iglesia de occidente, consciente
de su independencia y libertad, trató de trazar en adelante límites claros entre
la potestad civil y la eclesiástica. Así, ya Ambrosio de Milán (374-397)
pretendió que, en materias de fe, compete a los obispos juzgar a los
emperadores cristianos, y Agustín marcó una línea clara, aunque muchas
veces tergiversada en lo sucesivo, al establecer el principio de la
independencia de la Iglesia en el orden espiritual. El año 492 el papa Gelasio
1 formuló la doctrina de los dos poderes, que lleva su nombre y tuvo honda
repercusión durante toda la edad media, y a la vez expuso con claridad hasta
entonces no conocida la relación entre realeza y sacerdocio. Así quedaron
establecidos los fundamentos teóricos para la evolución peculiar de las
Iglesias imperiales de occidente. En oriente, por el contrario, se siguió
manteniendo la ya antigua fusión entre Iglesia y Estado en el sistema
(falsamente designado como cesaropapismo) de la Iglesia imperial bizantina,
sometida a la autocracia imperial (-> Bizancio) hasta fines de la edad media.

II. La Iglesia territorial del imperio franco

La organización de la Iglesia territorial merovingia estaba caracterizada por la


institución, de origen germánico, de las iglesias propias, en virtud de la cual la
iglesia particular estaba de tal forma sometida a la familia de los fundadores,
que éstos no sólo disponían de los asuntos financieros, sino que tenían
también un poder pleno en lo espiritual (U. Stutz). En lo sucesivo, la idea de
iglesia propia influyó también en el señorío eclesiástico practicado por los
reyes merovingios, que, sin embargo, decayó abiertamente en el siglo vii
junto con la constitución metropolitana de los francos y el sistema tradicional
de los sínodos imperiales y provinciales. A mediados del siglo vitt se inició con
Bonifacio, en cooperación con los mayordomos carolingios que asumieron
entonces el poder, un movimiento de renovación eclesiástica, que fortaleció la
realeza, pero produjo a par una vinculación más estrecha de la Iglesia franca
al papado. Carlomagno (768-814) prosiguió ambas tendencias y, con la
recepción del título de emperador universal (800), levantó a su punto
culminante la teocracia carolingia. Sobre la base del poder franco, por él
dilatado y que ahora abarcaba casi toda la Europa continental, fundó una
nueva Iglesia imperial, que estaba bajo la rígida dirección del soberano. Se
mantuvieron las formas tradicionales de derecho eclesiástico; pero además,
llevado de su conciencia de tener una misión regia y sacerdotal, Carlomagno
aspiró a una más estrecha fusión de la esfera espiritual y temporal,
convocando y dirigiendo concilios él mismo, interviniendo en la forma de la
liturgia y tomando decisiones en materias de fe. Las iglesias recibieron
muchas donaciones y privilegios; mas, por otra parte, el alto clero quedó
fuertemente cargado de funciones ad-. ministrativas y militares. El emperador
tenía influjo decisivo en la provisión de las sedes episcopales, si bien, por lo
general, se mantuvo la institución de la elección de los obispos.

Carlomagno consideró misión suya proteger a la Iglesia con las armas de cara
al exterior y de fortalecerla en el interior por la dilatación de la fe y el fomento
de la cultura (-a reforma carolingia); al papa le atribuía el papel de un sumo
sacerdote orante. La relación entre los dos poderes universales estaba
caracterizada por el predominio de la potestad secular y entrañaba, por ende,
el germen de pugnas futuras. Sin embargo, a la Iglesia imperial franca le cabe
el mérito histórico de haber afianzado la comunión cultural de occidente y
haberla asegurado así para el futuro. En tiempo de Ludovico Pío (814-840) la
soberanía imperial acrecentó su influencia en Roma misma; pero luego, por
causa de las discordias internas, perdió la libertad de acción, de suerte que,
en el siglo ix, la Iglesia careció en muchos casos de protección. Un partido
eclesiástico reformista, interesado por la unidad imperial, ahondó la
concepción universal del cristianismo e inició la reacción contra la estrecha
fusión de Iglesia y Estado en tiempos de Carlomagno. La doctrina dualista de
Gelasio i cobró ahora nueva fuerza; sin embargo, en la época carolingia no se
habían puesto todavía las bases para propugnar un gobierno de la Iglesia por
encima del Estado, si bien muchos indicios apuntaban en esta dirección.
Finalmente se vio que, por motivos políticos, era imposible la realización de la
unión entre Iglesia e imperio en todo el occidente. Con la división del imperio
de los francos (tratado de Verdún, 843 ), los grupos que representaban la
unidad del imperio hubieron de ceder definitivamente a la presión de poderes
particulares. En los posteriores siglos tx y x, la Iglesia de la parte occidental
del imperio fue transformándose poco a poco en la Iglesia franca, y la de la
parte oriental originó la Iglesia germánica.

III. La Iglesia imperial de Alemania durante los siglos X-XII

Prosiguiendo e intensificando la tradición franca, Otón i el Grande (936-973)


fundó el llamado sistema otónico-sálico de la Iglesia imperial, el cual era una
combinación de soberanía temporal con ideas derivadas del régimen de las
iglesias propias, y cuadraba con la concepción germánica del derecho; ese
sistema tenía además el fin político de asegurar la monarquía germánica
contra los poderes de los duques particulares. Ahora la Iglesia fue incorporada
más estrechamente todavía a la organización estatal, pues los obispos y
abades del imperio investidos por laicos, amén de los derechos del ministerio
espiritual, recibían también en medida creciente bienes y poderes de orden
temporal, a cambio de lo cual las Iglesias estaban obligadas a servicios y
prestaciones materiales (espolios, derechos de regalía). De hecho, en el
sistema otónico-sálico se disponía de las posesiones de la Iglesia como bienes
del imperio y se ejercía un influjo decisivo en la provisión de altos cargos
eclesiásticos, que frecuentemente se conferían a miembros de la capilla
cortesana, estrechamente ligada con la Iglesia imperial. Ya Otón i se aseguró
además una cooperación decisiva en la provisión de la sede apostólica
(Pactum Ottonianum, 962). Otón iii (983-1002) sostuvo la idea de un imperio
universal, dirigido desde Roma, según el modelo antiguo, en estrecha
colaboración entre el emperador y el papa. Su sucesor Enrique ti (1002-1024)
trasladó de nuevo el centro de gravedad de la política imperial a Alemania, y
desarrolló en forma consecuente el sistema otónico-sálico, de modo que
decreció la importancia de la elección canónica. Según una difundida idea del
tiempo (Thietmar de Merseburgo), al soberano coronado, como vicario de
Cristo, le correspondía un puesto más alto en la jerarquía que a los obispos.
Así, Enrique ti dirigió concilios imperiales, e influyó también sobre sus
decretos en materia litúrgica; sus reformas monásticas (->reforma
cluniacense) fueron expresión de su piedad personal, y a la vez redundaban
en provecho del imperio. Con Enrique in (1039-1056), también el papado
quedó más fuertemente incorporado al sistema de la Iglesia imperial (historia
de los -a papas); el emperador era considerado como cabeza laica (aunque
por la gracia de Dios) del orbe terrestre; le incumbía el derecho de intervenir
de manera decisiva en la provisión de la sede de Pedro y, por su soberanía
sobre la Iglesia imperial, el de impulsar eventualmente su reforma. Cuando en
el curso de la contienda de las -> investiduras se rompió la sacra armonía
entre la Iglesia y el imperio y se acabó prohibiendo la investidura por mano de
laicos, el sistema otónico-sálico perdió sus presupuestos. Tras el concordato
de Worms (1192), al monarca le quedó el derecho de consejo o propuesta en
la provisión de los cargos espirituales sólo en Alemania, pero n.o en los otros
dominios que ahora formaban parte del imperio. Se acababa el régimen, con
cuño germánico de las iglesias propias. Con ello desaparecían también para la
monarquía germánica las posibilidades de inmiscuirse en la elección papal. El
papado, en cambio, tomó rasgos imperiales y hasta pretendió más adelante el
derecho de aprobar la elección imperial germánica. En el imperio, la
investidura por anillo y báculo se cambió por el espaldarazo con el cetro; los
obispados germánicos y las abadías imperiales quedaron integrados en el
sistema feudal del imperio, sistema plenamente organizado por los soberanos
estaúficos, de suerte que, en adelante, los altos dignatarios eclesiásticos en
posesión de cargos imperiales y derechos de soberanía, que eran investidos
por el rey, fueron considerados como príncipes del imperio. Las tentativas de
los Hohenstaufen en orden a renovar el carácter sagrado del imperio (Sacrum
Imperium), no tuvieron éxito duradero.

Así en los comienzos del siglo xiii, la monarquía hubo de renunciar a los pocos
derechos que aún le quedaban de intervenir en la elección de los obispos. Por
el mismo tiempo, los príncipes eclesiásticos que aspiraban a completar y
redondear sus territorios, alcanzaron el derecho de libre disposición de los
bienes de la Iglesia; de su círculo salieron los príncipes electores (arzobispos
de Maguncia, Colonia y Tréveris) que, a lo largo de la edad media, fueron uno
de los más firmes soportes de la constitución imperial germánica y luego se
pusieron a la cabeza de la Iglesia imperial de los tiempos modernos.

IV. La Iglesia nacional franca

Durante la alta edad media pervivieron en Francia las dos tradiciones que
operaron ya en la época carolingia: la del señorío real sobre la Iglesia y la de
la libertad eclesiástica. Sin embargo, a diferencia de Alemania, no se formó
una soberanía general de los capetos sobre la Iglesia, pues sólo una parte de
los obispados -sobre todo las archidiócesis de Reims y Sens con sus
sufragáneas - estaban de hecho sometidos a la monarquía (obispados de la
corona), mientras los otros estaban bajo la total influencia de la alta nobleza
(episcopados señoriales). Ya a fines del siglo ix había enmudecido en el
occidente de Francia toda protesta contra el poder real sobre la Iglesia, y los
señores de los siglos x y xi reclamaron como derecho indiscutible el
nombramiento y la investidura de los obispos en forma muy parecida al
feudalismo. El episcopado francés apoyó a la corona en la imposición del
principio de sucesión dinástica, y trató de aprovechar para los intereses de la
Iglesia las tendencias a la unidad nacional y eclesiástica de Francia. En la
lucha de las investiduras la idea de la vinculación feudal entre monarquía y
episcopado (prohibición del juramento feudal), fue vencida en el ámbito
interno, pero la soberanía real sobre la Iglesia se mantuvo e incluso se
extendió considerablemente a territorios que al principio no estaban
inmediatamente sometidos a la corona. Desde que, a comienzos del siglo xii,
se logró una amplia concordia entre la casa real capeta y el papado, los
obispos franceses se fueron considerando cada vez más como representantes
de la idea monárquica. Los obispados continuaron incorporados a la soberanía
regia sobre la Iglesia, de forma que en Francia no pudo desarrollarse ninguna
forma permanente de soberanía territorial eclesiástica. Luego, en la actitud
autónoma de la Iglesia francesa en el siglo xiir, la cual tendía a desentenderse
del centralismo papal, se dibujaron ya los comienzos del llamado -->
galicanismo, que más tarde combinó ideas nacionalistas, conciliaristas y
episcopalistas, y concedió grandes derechos al poder civil en asuntos
eclesiásticos (--> conciliarismo, baja --> edad media).

V. La Iglesia nacional anglonormanda de Inglaterra

Después de la conquista del reino anglosajón por el duque normando


Guillermo el Conquistador (1027/28-1087), esta Iglesia nació mediante la
unión de la tradición anglosajona de la Iglesia regional con el espíritu y
práctica de la Iglesia señorial normanda, rígidamente organizada. Guillermo,
basándose en los principios del régimen de iglesias propias, dispuso
libremente sobre la provisión de los obispados ingleses, incorporó la Iglesia
inglesa al sistema feudal de cuño normando, el cual era básico para el Estado,
y trató de transformar la constitución eclesiástica de las islas británicas en una
especie de patriarcado independiente en gran parte y sustraído a las
directrices papales. Mas, por otra parte, abrió también la Iglesia de Inglaterra
a las corrientes reformistas de su época, y ajustó su organización a las
exigencias canónicas, así como a la situación continental (traslado de las
sedes episcopales a las ciudades, erección de cabildos catedralicios,
separación entre la jurisdicción judicial civil y la eclesiástica). Bajo los
sucesores de Guillermo surgieron violentos conflictos entre el poder de la
corona, que aspiraba a la explotación financiera de las iglesias, y el clero
capitaneado por Anselmo, arzobispo de Canterbury; con el concordato de
Westminster (1107, lucha de las -> investiduras), que regulaba de nuevo las
relaciones entre la Iglesia y el Estado a base de un compromiso, se puso
provisionalmente término a la contienda. La institución de las iglesias propias
quedó debilitada, pero todavía siguió influyendo durante mucho tiempo en la
política de los reyes ingleses. Todo el siglo xii estuvo lleno de discusiones en
torno a la esencia y al contenido de la libertad de la Iglesia. De momento la
Iglesia pudo extender el ámbito de su jurisdicción, pero el rey Enrique n
(1154-1189) trataba de recuperar, en lucha tenaz, los derechos perdidos, y
particularmente de renovar el foro civil para el clero (constituciones de
Clarendon, 1164). Luego el papado fue logrando influjo cada vez más fuerte
sobre la Iglesia de Inglaterra. Después de un período de abierta lucha, el rey
Juan Sin Tierra hubo de reconocer (1214-15) la libertad de las elecciones
canónicas (Magna Charta).

Inglaterra se convirtió desde aquel entonces, por. más de un siglo, en feudo


papal. Estos acontecimientos acabaron con la anterior posición peculiar de la
Iglesia de Inglaterra. Sin embargo, el centralismo papal del siglo xiii provocó
en el país exacerbada resistencia y obligó a la Iglesia de Inglaterra a
mantener una actitud de prudente y delicada reserva entre la monarquía y el
pontificado.
En el curso del s. xiv surgió, por cooperación entre el parlamento y la realeza,
una legislación estatal sobre la Iglesia que seria norma para lo sucesivo. La
Iglesia nacional anglonormanda se fue convirtiendo lentamente, a través de
un proceso que duró tres siglos, en la Iglesia estatal inglesa; algunas de sus
instituciones han sobrevivido a la reforma protestante.

VI. Unidad y diferencias

Las Iglesias imperiales del imperio francogermánico y las Iglesias nacionales


de los otros Estados de occidente se distinguen en el modo como nacen y en
su posterior desenvolvimiento; pero ostentan rasgos característicos
semejantes que dan unidad interna al concepto de «Iglesia imperial» (en
cuanto se refiere a la edad media) y lo diferencian de la noción más general
de «Iglesia estatal». Todas las Iglesias imperiales estaban radicadas en la
actitud fundamental que fue propia de la edad media hasta la lucha de las
investiduras, en la sagrada unidad de imperio e Iglesia que abarcaba todos los
órdenes de la vida. El fin que Carlomagno y sus consejeros pusieron como
norma para las Iglesias imperiales de la edad media fue lograr, con una
coordinación razonable de fuerzas, el mejor cumplimiento posible del mandato
evangélico. Si bien es cierto que ese fin a menudo no estaba dentro de lo
posible, sin embargo se perseguía ahí un ideal que épocas posteriores, con
intereses de otra especie, ya no comprendieron en su verdadera naturaleza.
La estrecha unión entre la esfera temporal y la espiritual todavía era evidente
para la mentalidad del bajo imperio romano y de la primera edad media, que
desconocían la idea moderna de la Índependencia de la cultura profana (-
>Iglesia y Estado). Así, la relación que la Iglesia imperial del medioevo
establecía entre el orden espiritual y el temporal se ajustaba de todo punto a
las necesidades de aquella época de occidente, la cual veía en los oficios de
rey y de obispo una indisoluble unidad espiritual y temporal, de forma que la
acción de los diversos dignatarios no se diferenciaba por los fines, sino por las
formas. Las Iglesias imperiales sólo pueden estimarse adecuadamente por la
situación general de su tiempo, y resulta inadecuado el juicio emitido a base
del criterio moderno que presupone la separación entre la Iglesia y el Estado.
Ellas significaron un factor muy valioso de estabilidad para el mundo medieval
y, a pesar de su vinculación política y administrativa, no dejaron que cayera
en olvido la idea de la libertad eclesiástica, pues, por lo general, no se
cerraron a las aspiraciones reformistas. Cuando en la lucha de las investiduras
el papado estableció e impuso la tesis de la superioridad de la Iglesia,
identificada con el Sacerdotium, sobre el Estado o Imperium, éste fue
sacudido en sus cimientos y se vio forzado a buscar en adelante la idea de sí
mismo en el derecho romano y a fundarse cada vez más sobre el territorio y
la nación. Así, una línea recta va desde la disolución del orden eclesiástico
imperial a las iglesias estatales o regionales de la edad moderna. Al carácter
no mundano del ámbito espiritual siguió en la baja edad media una
secularización de la vida civil no prevista por los papas reformistas del siglo xi,
secularización que preparaba el principio de la razón de Estado.

Karl Schnlth

D) BAJA EDAD MEDIA


No hay unanimidad entre los historiadores acerca de la delimitación temporal
de la b.e.m., que, como la edad media en general, es una época referida
exclusivamente a la Iglesia occidental. Seguramente no se puede fijar el
comienzo de este período con el derrumbamiento del imperio de los
Hohenstaufen a la muerte de Federico ii. Un tiempo en el que Tomás de
Aquino y Buenaventura se hallaban en el punto culminante de su actividad,
pertenece todavía al apogeo de la edad medía, y ni siquiera la obra de Duns
Escoto podrá incluirse sin reservas en la b.e.m. El considerar que este período
comienza al cesar el empeño eficaz de una reforma eclesiástica, denotaría un
enfoque totalmente restringido a lo más interno de la historia de la Iglesia. En
la historia de la Iglesia, normalmente, se entiende por b.e.m. el período que
se extiende desde el comienzo del pontificado de Bonifacio viii hasta la
entrada en escena de Lutero. El que se deje al margen el humanismo se debe
a determinados presupuestos que índucen a tomar como término de la b.e.m.
únicamente la -->reforma protestante, olvidando que la transición de la
Iglesia universal desde la -->edad media a la ->edad moderna no se realizó
en todas partes de manera revolucionaria, sino que, en general, se produjo en
forma más orgánica y se extendió hasta fechas más tardías, lo cual se
observa sobre todo en la historia de la -> escolástica, del arte eclesiástico y
de la vida religiosa del pueblo.

La situación externa al comienzo de la b.e.m. parecía catastrófica. Se había


hundido el imperio al que, tras la confusión del interregno, sucedió en
Alemania un débil rey romano, mientras surgía una fuerte monarquía en
Inglaterra y sobre todo en Francia, dominada por la pura idea del Estado.
Acabó por derrumbarse el reino de los Anjou, en el que últimamente se
habían apoyado los papas. La unión con la Iglesia oriental, realizada en un
momento de euforia, había vuelto a disolverse. El entusiasmo religioso de la
época de las --> cruzadas se había consumido en luchas de competencia
entre naciones. Había caído el último símbolo de la presencia cristiana en
Tierra Santa, San Juan de Acre; el imperio bizantino estaba reducido a unas
piltrafas de territorio alrededor de la capital, quedando abierto a los turcos el
camino hacia Europa. Las corrientes espiritualistas y apocalípticas habían
llevado a la más extraña elección en la historia de los papas.

Contra este deslizamiento hacia el puro espiritualismo se alzaron los papas


siguientes, sobre todo Bonifacio viii y Juan xxii, pero resaltaron excesivamente
la importancia de la autoridad y del derecho, reivindicando un extremado
absolutismo papal (Unam sanctam), que por sus excesivas pretensiones
provocó la oposición literaria y política de Francia y de Luis el Bávaro, en
unión con los espirituales. La humillación y derrota de Bonifacio viii por el rey
de Francia, cuya gravedad sólo se reveló plenamente después de su muerte
en el proceso contra los templarios en Vienne, y el carácter transitorio de los
triunfos de Juan xxii, pusieron de manifiesto cómo había cambiado la posición
del pontificado en el mundo. A la afirmación contemporánea de la potestas
directa del papa y a su equiparación con la Iglesia, se oponían la exigencia de
una separación entre el poder espiritual y el temporal, así como la afirmación
de que el papa es un servidor de la Iglesia. La permanencia del papa en
Francia, debida en un principio a la presión ejercida por ésta, y su
establecimiento duradero en Aviñón, inicialmente supusieron un aumento del
poderío papal, pero condujeron también a un incremento del aparato jurídico
y a un fuerte centralismo. Sobre todo para atender a la organización de la
corte y de la curia, los papas se vieron obligados a elaborar un sistema fiscal
cada vez más gravoso, tanto más por el hecho de que ellos, fuera de los
Estados pontificios, apenas contaban con ingresos regulares. El desarrollo del
derecho papal a la provisión de cargos y las sistemáticas intervenciones
mediante reservaciones y provisiones aportaron, ciertamente, los necesarios
medios económicos, pero al mismo tiempo suscitaron la resistencia de los
Estados y de los obispos, y despertaron sentimientos anticuriales y
antipapales en toda la cristiandad, sobre todo una vez que el movimiento
apocalíptico y espiritualista en los horrores de la peste (hacia 1348) hubo
provocado una nueva excitación religiosa, en parte de carácter exaltado y
excéntrico.

El papa, vuelto a Roma en medio de una situación tirante, no pudo


mantenerse firme frente a las crecientes facciones nacionales y privadas de
los cardenales. Bajo el pretexto de falta de libertad en la elección del italiano
Urbano vi, se procedió en 1378 a la designación de un francés como antipapa.
El -->cisma de occidente, en el que los países germánicos eran los principales
apoyos del pontificado romano, no tardó en parecer insuperable. La confusión
arrastró a campos diferentes incluso a los santos de la época. Tras fallidas
tentativas políticas de solución, se volvieron a desenterrar viejas ideas
canónicas acerca de la superioridad del concilio sobre el papa en caso de
situación excepcional. La «teoría conciliar», modificada por las universidades,
fue adoptada por los cardenales en 1409. Tras un primer golpe fallido en Pisa,
un -> conciliarismo reforzado acabó por dar resultado cuando el concilio de
Constanza estaba amenazado de dispersión. En Martín v la Iglesia volvió a
hallar su única cabeza suprema. Mientras que en un principio él y sus
sucesores dejaron prudentemente en suspenso la cuestión de la superioridad
del concilio y con la práctica dieron su aprobación a la incorporación de
concilios regulares en la constitución de la Iglesia, en la cuestión de la unión
con los griegos ellos lograron asumir la dirección frente al concilio extremista
de Basilea, y en el concilio papal de Ferrara - Florencia, no sólo se alcanzó una
unión, aunque utópica, con el oriente, sino que también se logró restablecer la
dirección papal en el concilio. Sin embargo, el conciliarismo siguió influyendo
bajo la forma de apelación al concilio contra el papa hasta la época de la
reforma.

Roma hubo de pagar su precio en los concordatos con el emperador y los


príncipes por la eliminación del cisma de Basilea. Así comenzó con
consentimiento del papa un marcado desarrollo de la soberanía eclesiástica de
lós príncipes, que dejó ampliamente en manos de éstos la suerte de la Iglesia.
En lo sucesivo también el papa se sintió cada vez más como un príncipe
italiano del ->renacimiento. Entre los grandes quehaceres de la Iglesia, se
descuidó radicalmente la reforma eclesiástica, detenida después del concilio
de Basilea. Sólo el peligro turco forzó a los papas a emplear enérgicamente
todos los medios. Sin embargo, debido a la indiferencia de occidente, tras la
caída de Bizancio no les fue posible salvar los Balcanes y el sur de Hungría, ni
arrojar a los turcos del Mediterráneo. La combinación de intrigas diplomáticas,
de ostentoso mecenazgo artístico y de un libre y refinado disfrute de la vida,
hizo que el pontificado, en la segunda mitad del último siglo de la b.e.m.
descendiera al más bajo nivel desde el saeculum obscurum, dando así lugar a
escándalos y a tendencias antipapales.
La aspiración a la descentralización en la esfera política y jurídica es también
una nota característica para la situación de la Iglesia en los diferentes países,
especialmente en Alemania. Los arcedianos y los cabildos catedralicios se
entremetían en los derechos del obispo. El obispo, que con raras excepciones
seguía siendo de la nobleza, ya no era más que un príncipe reinante, sin
tiempo para dedicarse a sus quehaceres religiosos y sin influencia en el clero y
en el pueblo, del que lo mantenían alejado los arcedianos, los funcionarios y
los patronos. Así la Iglesia apenas aparece ya, incluso en este plano, como
institución salvífica, y menos todavía como pueblo de Dios; se presenta
únicamente como institución jurídica, en la que se lucha por posiciones y
competencias y sobre todo por prebendas.

También la dimensión interna de la b.e.m. está determinada por el predominio


de lo jurídico en la Iglesia y por la disolución de ésta. El endiosamiento del
papado como fuente de toda potestad, que por lo menos teoréticamente
dominó todo el siglo xiv, tropezó con la negación de su origen divino y con la
defensa radical del principio de una «Iglesia sin clases» formulada en el
Defensor pacis. Los hombres que seguían una línea media, incluso Dante en
su De monarchia, eran incapaces de imponerse. La disolución de los conceptos
universales por el -->nominalismo condujo a la atomización de toda sociedad.
La Iglesia no se ve ya sino como reunión de los creyentes; no es nada propio,
orgánico, no tiene ya auténtico sentido; esas tesis quedaron confirmadas, por
así decir, en crisis del cisma, y en el desarrollo del concilio de Basilea
demostraron su poderío histórico. En vano buscaríamos en la b.e.m. un
tratado teológico sobre la naturaleza de la Iglesia. La doctrina de Ockham,
como expresión de una nueva percepción del mundo, halló gran aceptación al
norte de los Alpes. Y sobre todo en las universidades, que se habían hecho
numerosas en el siglo xv, se impuso en forma casi general como vía moderna
frente al antiguo realismo. Fue significativa su acentuación de la potencia
absoluta de Dios, de la falta de relación entre la razón humana y Dios, y la
motivación de la ley moral exclusivamente por la voluntad de Dios. Que así
resultaba en principio imposible toda teología del mérito, no llegó a ser
formulado por los nominalistas con tanta claridad como después lo haría
Lutero. Entre los partidarios del nominalismo se hallaron teólogos muy
religiosos, que sobre todo tenían un interés práctico por la cura de almas, p.
ej., Juan Gerson y Gabriel Biel. El nominalismo favoreció una vieja tendencia
hacia la interioridad, que había producido sus más bellas flores en la
profundidad de sentimiento de la --> mística alemana en el siglo xiv. Su
teología, intrínsecamente sana, no obstante todos los ataques de que ha sido
objeto, fue reducida a palabrería huera por la «segunda generación», que la
rebajó al nivel de almas pequeñas o la falseó. Los hombres de Dios
procuraban constantemente contrarrestar la trivialidad y la indisciplina del
tiempo. Nicolás de Cusa, figura que da una sensación de modernidad, todavía
a mediados del siglo xv indica -frente a la docta ignorancia de todo el
conocimiento humano- el camino hacia Dios por la contemplación y el amor.

En la b.e.m. no existen herejías universalmente difundidas, como las había


habido en la alta edad media. Los extravíos que ahora se acusan (Wiclef,
Hus), más que de cuestiones teoréticas proceden de la necesidad que se
siente de una reforma de la Iglesia feudal y de su clero. La agresividad de
estos movimientos (guerras husitas, cf. -> husismo), frente a la cual la
Iglesia, a diferencia de lo que sucedió en el caso de los -->cátaros, se vio
forzada a mantenerse a la defensiva, muestra la virulencia de la idea de
reforma, que, tras los intentos del concilio de Basilea, nunca halló una
realización plena. La b.e.m. tampoco registra grandes santos que dieran una
nueva fisonomía a la Iglesia de su tiempo. Sus santos sólo tienen quehaceres
parciales, como predicadores de penitencia o de cruzada, o bien aparecen
como encarnación individual del ideal de una determinada profesión.

El nuevo movimiento cultural del ->humanismo recalcó todavía más


marcadamente lo individual. El humanismo, que en Italia llegó a ser
adversario de la revelación y de la vida cristiana, allende los Alpes, gracias
también al descubrimiento revolucionario de la tipografía dio nuevo impulso a
los estudios de la Biblia y a la publicación de las obras de los padres de la
Iglesia, todo lo cual creó los presupuestos materiales para una vida religiosa
más profunda, aunque a la vez también trajo consigo el peligro de una crítica
demasiado escéptica de todo lo tradicional. En la b.e.m. no se fundan órdenes
religiosas de gran importancia. Las órdenes antiguas pasaron por un
movimiento de reforma que quería restaurar la fidelidad a la regla primitiva y
el celo por una auténtica religiosidad, pero ese movímiento vino a parar en
una rígida renovación de usos externos. La auténtica renovación, basada en el
espíritu (Nicolás de Cusa, Savonarola), fue meramente episódica. La
separación entre teología y religiosidad (Imitación de Cristo), la actividad
sencilla, sin aparato, y orientada hacia el mundo de la asociación secular de
los «Hermanos de la vida común», dieron gran expansión a dicho movimiento
y a la devotio moderna en los Países Bajos y en el norte de Alemania.

El pueblo sencillo experimentaba la Iglesia en sus párrocos y en sus vicarios,


en su predicación y en su administración de los sacramentos, así como en las
prácticas del año litúrgico. No obstante la ignorancia, a veces crasa, de los
sacerdotes y su frecuente infidelidad al celibato, debida en parte a las
condiciones económicas y a la falta de formación ascética, las fundaciones de
altares y de beneficios de misas alcanzaron su punto culminante en vísperas
de la aparición de Lutero. Se multiplicaron los sufragios por las almas del
purgatorio. Las muchas cofradías y peregrinaciones, las fundaciones
caritativas en favor de los pobres y de los enfermos, el florecimiento del arte
religioso, la intensa vitalidad de la devoción a la pasión y a la eucaristía y del
culto a la virgen María, a pesar de todas las críticas contra los abusos,
mostraban un grado nada común de fidelidad del pueblo a la Iglesia. Sin
embargo, la religiosidad obedecía a normas subjetivas. El sentido final de la
misa era el provecho espiritual de cada uno; y el mismo fin perseguían la
interpretación alegórica de las diferentes partes de la misa, referidas a
diversas escenas de la pasión, y la obtención de los frutos del sacrificio
eucarístico. El centro de gravedad se desplaza a la superficie, a lo visible y
cuantitativo. El misterio de Cristo se convierte cada vez más en la devoción al
Jesús histórico, en una descripción imaginativa del mismo, en un intento de
compenetrarse con su vida y sobre todo con su muerte. El realismo visual
cree lograr la participación de lo divino y lo santo mediante la visión corporal
(de la hostia consagrada, de imágenes, etc.). La confianza en el número se
manifiesta en la acumulación de --> reliquias o de -> indulgencias, todavía no
definidas exactamente por la teología. Todo esto secundaba excesivamente el
ansia subjetiva de salvación de los fieles y daba lugar a burdas deformaciones
y a peligrosos abusos. Como contrapartida del ansia de milagros, fomentada
por tal o cual peregrinación, asomó también en los últimos decenios la manía
de las brujas, que sólo en la edad moderna desplegó todos sus horrores.

La b.e.m. tiene una doble fisonomía. Es el otoño de la edad media, pues en


ella desaparece la casi inconsciente serenidad de la clásica edad media. Y, por
otro lado, la añoranza de la era áurea de la Iglesia primitiva da al mundo de
humanistas y reformadores un rasgo de ansia de lo venidero. Los
presupuestos de lo nuevo se dan ya en la b.e.m.

Hermann Tüehle

EDAD MODERNA,

HISTORIA DE LA IGLESIA DESDE LA

I. La era de las confesiones

Bajo la perspectiva histórica, la división tradicional de épocas hacia 1500 no


representa una cesura decisiva para el comienzo de la e.m. El estado moderno
se afirmó desde luego en el siglo xvi con elementos de una evolución que
había comenzado ya a fines del siglo x111; pero hasta el siglo xvii no se
formó aquel mundo que tuvo consistencia hasta la revolución francesa.
También la sensibilidad del hombre permaneció en gran parte anclada en el
ritmo medieval: el desamparo de la vida biológica, el goce de la vida y la
forma de experiencia del mundo demuestran la fuerte continuidad de la
incipiente e.m. con la baja --> edad media. El historiador ha de tener
presente la complicada compenetración de elementos que «todavía» perduran
y de otros que «ya» han hecho su irrupción durante esta época, si quiere
percibir la unidad y la diferencia de los tiempos. Aunque la reforma
protestante rompió el bloque compacto de la cristiandad latina durante la
edad media y disolvió la unidad entre la revelación trascendente y la Iglesia
visible, sin embargo la e.m. mantuvo su carácter teónomo hasta muy
avanzada la era de la ilustración. El que la cultura se vaya haciendo laica no
significa todavía secularización. Las aspiraciones a la autonomía de los
ámbitos particulares de la cultura no se pudieron realizar aún completamente;
la Iglesia siguió siendo el punto esencial de referencia en la variedad de
fenómenos de la vida. Aun después de Trento y de las guerras religiosas en
Francia, no se abandonó la esperanza de una inteligencia entre las
confesiones; el deseo de la Una Sancta Catholica brotó una y otra vez incluso
allí donde la rigidez confesional y el nacionalismo eclesiástico habían
enterrado las líneas comunes de unión (cf. movimientos de unión en -*
ecumenismo, D). Por eso, la escisión de la cristiandad occidental en el siglo
xvt no significa en modo alguno una rotura con las estructuras sociales
vigentes; hasta la -> revolución francesa, permaneció la Iglesia unida de la
manera más estrecha con el orden social y entregada para bien y para mal al
mismo. Por lo que atañe a las estructuras e instituciones, la reforma y
contrarreforma católica en el siglo xvi tropezó por ello con ciertas barreras
naturales: la Iglesia siguió ligada a muchas cosas que habían provocado la
protesta de los reformadores. Prosiguió el entrelazamiento de Iglesia y
política, el papado y la curia cayeron en medida creciente en el cerco de
España y Francia, la curia estaba muy expuesta a )a presión política, el
sistema de prebendas y encomiendas ciertamente era más moderado, pero
aún no había desaparecido (el duque Ernesto de Baviera, sin ser sacerdote,
acumuló cinco obispados, el cardenal Mazarino, ministro de Estado francés,
poseía el obispado de Metz y 27 abadías), en Alemania se mantuvo la
estructura de las Iglesias imperiales de la edad media en la típica función
doble de los obispos como príncipes temporales y pastores espirituales hasta
la secularización de 1803. Es evidente que la reforma católica no tropezó
únicamente en fronteras exteriores; pero en cuanto ella era una reacción
frente al protestantismo, el esclarecimiento teórico y el deslinde en teología y
espiritualidad iniciado por el concilio de Trento (historia de los -> concilios)
tenía que ostentar rasgos antiprotestantes. Por eso, el moderno catolicismo
no sólo debe a la reforma protestante el impulso fundamental para Trento y
su propia reforma, sino que las parcialidades reaccionarias de su teología, que
llegan desde Trento hasta el concilio Vaticano i, con su proclamación de la
infalibilidad y del episcopado universal del papa, están también determinadas
en parte por la repulsa dialéctica al protestantismo.

Sin embargo, aun reconociendo la forzosa limitación y hasta las deficiencias


de la reforma católica, sería una mutilación espiritualista y carente de visión
histórica el medir el catolicismo postridentino por sus compromisos y éxitos
unilaterales. Durante el barroco él logró una configuración uniforme del
mundo - la última marcada por la fe católica-, alcanzó además en el orden
religioso y eclesiástico un nuevo florecimiento que se desplegó en heroico
seguimiento de Cristo, en exuberante actividad misional y en una piedad
popular purificada. Geográficamente, los puntos de gravedad de estas
realizaciones estuvieron situados durante el siglo xvr en España e Italia y
durante el xvii en Francia. Aquí también puede demostrarse la estrecha
conexión de la fuerza vital creadora en el campo religioso y eclesiástico con el
florecimiento de la cultura nacional. La importancia de España para el
catolicismo occidental no radica solamente en haber asegurado y organizado
una base de poder políticamente solvente; mucho más importante para su
fortalecimiento interno fue haber preparado una reserva de fuerzas nutridas
por un humanismo cristiano purificado, reserva que hizo posible la gran
síntesis cultural española del Siglo de Oro y, gracias a la personalidad de
Ignacio de Loyola (1491-1556), creó en la Compañía de Jesús un centro de
irradiación supranacional que prestó un servicio adecuado a la situación del
mundo. Teresa de Jesús (1515-1582) y Juan de la Cruz (+ 1591) realizaron
en su vida de penitencia y oración un radical seguimiento de Cristo, en que el
hombre se pierde ante la majestad de Dios como «llama de amor viva», que
consume todo lo demás. Sabios españoles van a la cabeza en la teología
(historia de la --> teología, baja --> escolástica, -> escolástica del barroco):
Melchor Cano O.P. (+ 1560), Domingo Báñez O.P. (+ 1604) y sobre todo
Francisco Suárez S.I. (+ 1617) renuevan la dogmática y la teología moral,
mientras que los problemas de la -> reconquista y de la política colonial
española incitan al dominico Francisco de Vitoria (+ 1546) a esbozar un -->
derecho internacional cristiano y una teoría del Estado. En el siglo xvri, un
trabajo comunitario de los carmelitas descalzos de Salamanca prosigue esta
línea, incluyendo las cuestiones suscitadas por la reforma protestante y el --
>jansenismo, y mientras tanto el italiano Roberto Belarmino S.I. (1542-1621)
crea un instrumental de la teología de controversia cuya importancia se
extiende más allá del ámbito latino. Como réplica católica a la historiografía
eclesiástica protestante surgieron los Annales ecclesiastici del oratoriano
Baronio. También ellos fueron fruto de la renovación eclesiástica en Italia,
pues nacieron de conferencias en el Oratorio de Felipe Neri.
El enraizamiento sorprendentemente rápido de la Compañía de Jesús en las
diversas culturas nacionales aparece de manera particularmente
impresionante en Alemania, donde la fuerza de atracción de personalidades
particulares, como Pedro Canisio (1527-1597 ), condujo a la fundación y
organización de colegios de jesuitas en importantes puntos estratégicos. Las
ciudadelas teológicas y los bastiones de la contrarreforma situados junto al
Rin y al Danubio, muestran una sorprendente coincidencia de la Europa
católica en el siglo xvi con las fronteras del imperio romano. La política
dinástica bávara y la de los habsburgos se fundieron con el empeño de la
restauración del catolicismo, mientras que el espíritu de reforma católica,
fomentado por Jos nuncios pontificios, penetró también en las sedes
episcopales alemanas. Con intervalos cronológicos, tuvo lugar la recatolización
de Austria, de Bohemia y de Polonia. Sus promotores fueron en muchos casos
jesuitas y capuchinos. Polonia pudo recuperarse tanto más fácilmente por el
hecho de que allí, aunque la nobleza estuviera influida por ideas protestantes,
sin embargo, no lo estaba el pueblo cristiano sencillo.

La posición defensiva de la Iglesia en Alemania y la debilitación del país por


los trastornos de la guerra de los treinta años (16181648) destruyeron las ya
escasas esperanzas (por razón de la reducida parte católica de la población;
3/10 eran católicos hacia 1600) de una unitaria labor cultural europea. En
cambio, la piedad popular, depurada de los excesos de la baja edad media,
adquiere nuevos rasgos. La devoción a Cristo se presenta como devoción a la
pasión. Cristo Señor se imprime en las almas como Señor de la Iglesia, como
esposo, como paciente y resucitado. Fomentada por los jesuitas e
insertándose en el afán de visión del barroco, se propaga la piedad eucarística
(el sagrario sustituye las capillas del sacramento, se hace frecuente la
exposición y la adoración en silencio); y también las procesiones y ->
peregrinaciones de este tiempo ostentan el sello de una profesión
antiprotestante. La devoción a María (congregaciones y cofradías marianas,
construcción regular de santuarios marianos, columnas a María,
consagraciones a María) y las peregrinaciones a santuarios de la Virgen
reciben por este lado nuevos impulsos. Las misiones y predicaciones
populares gozan de gran afluencia. Saltan a la vista los rasgos
antiprotestantes de esta piedad, con una orientación individualista, la cual
tampoco estuvo siempre a salvo de desenfrenados excesos sentimentales y
degeneró a veces en una fe mágica en los milagros.

La simbiosis del cristianismo con la cultura profana francesa del siglo xvii
benefició particularmente a la Iglesia católica. Esta evolución no estaba
prefigurada en manera alguna. El protestantismo francés, que había nacido de
un clima bíblico y de un humanismo cristiano, desde su giro hacia el ->
calvinismo alcanzó tal firmeza en su organización y tal penetración por igual
en todas las capas sociales, que, el año 1598, por el edicto de Nantes pudo
asegurarse la tolerancia oficial; pero, como «Estado dentro del Estado»,
desafiaba el centralismo de la monarquía. La decadencia de su fuerza interna
de expansión después de 1620 y las disensiones internas prepararon los
caminos de la política de represión estatal, que alcanzó su punto culminante
en la expulsión de más de 200 000 hugonotes después de la revocación del
edicto de Nantes (1685). La política religiosa francesa, que en el siglo xvi
había mostrado más violencia que coherencia, en la era de Richelieu y Luis xiv
compensó esta deficiencia con el exceso de un rigorismo centralista, lo mismo
que, por otra parte, sólo la razón de Estado fue decisiva para la alianza de
Richelieu con los protestantes en la guerra de los treinta años. Pero el
fortalecimiento interior de la vida católica en Francia, que en adelante gozó
del favor decisivo del Estado y que salió también enriquecida de la polémica
espiritual con el adversario calvinista (teología francesa de controversia), se
remonta a otras causas distintas de la protección estatal o dé la reacción
anticalvinista.

La unión de las fuerzas católicas con enérgica cooperación de las nuevas


órdenes religiosas se logró por obra de obispos, que no sin influjo del modelo
de Carlos Borromeo, arzobispo de Milán, se decidieron por una concepción
interiorizada de su oficio. Este nuevo tipo de obispo alcanza su encarnación
más pura en Francisco de Sales (1567-1622), cuya «ascesis secularizada» era
un auténtico apostolado de ambiente. Vicente de Paúl (1581-1660) se entrega
a los problemas sociales de su tiempo (ayuda a presos, fugitivos, expósitos,
pobres) y crea en la orden de las Filles de la Charité un instituto de caridad
cristiana que ha de perdurar por siglos y será fuente de inspiración para
muchas fundaciones posteriores. J: B. de la Salle (1651-1719) se interesa por
las escuelas populares; la congregación de hermanos de las escuelas
cristianas por él fundada, que ha trabajado con éxito en los siglos xix y xx,
particularmente en América del norte y el Canadá, prosigue su obra. J: J.
Olier, por la fundación de St.-Sulpice, dio un centro ordenador a los ensayos
para resolver el problema de la educación sacerdotal. P. de Bérulle, uno de los
grandes de la escuela francesa, no sólo fue fundador de una comunidad de
sacerdotes consagrados a la cura de almas (Oratoire de France), sino que
promovió también la nueva espiritualidad. Una «nube de santos» (Brémond)
de todos los estados atestigua el florecimiento de la vida espiritual. En la
corte, una generación de oradores sagrados, cuyas obras pertenecen al
clasicismo francés, sustituyó a la otra: Bossuet, obispo de Meaux (1627-
1704), representa este catolicismo cortesano con sus realizaciones y también
con sus flaquezas. La piedad teológicamente clara y con fuerte matiz
eclesiástico del espiritualísimo Fénelon (1651-1714), arzobispo de Cambrai,
tiene rasgos de parentesco con la teología de la cruz de Lutero.

Tampoco faltan los lados de sombra. Aun en su momento de florecimiento el


catolicismo francés no era un bloque monolítico, sino un edificio complicado
atravesado por las más fuertes tensiones. En el terreno de «Iglesia y Estado»,
el -> galicanismo no era sólo una protesta antirromana, sino también un
grave peligro para la unidad eclesiástica. En la vida de piedad, el problema de
la -> justificación, que se veía insuficientemente resuelto en la doctrina de la
gracia de los jesuitas, con matiz antiprotestante, condujo a la crisis del ->
jansenismo, que fue fuente de enriquecimiento creador y de renovada entrega
religiosa; pero por razón de su implicación con factores no teológicos,
agudizados por una desafortunada política de represión, vino a ser el más
fuerte lastre del catolicismo francés en la era de la ilustración.

La vinculación de las misiones católicas al patronato de las coronas de España


y Portugal condujo en los siglos xvii y xviII a rivalidades y conflictos entre
órganos misionales particulares, que en 1622 recibieron un centro romano por
la fundación de la Congregatio de propaganda fide. La actividad de pionero del
incansable Francisco Javier (1506-52) en las Indias fue proseguida por una
generación de misioneros, en que descuella particularmente Roberto di Nobili
(1577-1656) por su adaptación a las estructuras sociales. Mayores éxitos
produjo en el Japón y la China el método de acomodación de Matteo Ricci
(1552-1610). La disputa sobre los ritos paralizó el trabajo misional; la
definitiva reprobación de la acomodación como sincretismo inseguro (1742)
liquidó las perspectivas de propagación de la fe en China y Japón y aceleró el
retroceso de las misiones en el siglo xvIII. Los misioneros franceses
trabajaron en el Canadá (1657 fundación del obispado de Quebec) y en el
lejano oriente; las «doctrinas» de los franciscanos y jesuitas en el Paraguay
representan un ensayo peculiar de cristianizar la vida social desde sus
cimientos.

II. La ilustración

La «crisis de la conciencia» en el siglo xvIII, que, pasando por las etapas de


crítica a la Iglesia y a la revelación, se desligó de toda vinculación religiosa y
terminó declarando completamente autónomo al individuo, es un proceso
complicado, que no podemos concebir en modo alguno como una conjura por
principio contra la Iglesia. La -> ilustración se compone de muchos
movimientos espirituales (-> cartesianismo, crítica de los -> evangelios, fe en
el --> progreso, --> historicismo, -> indiferentismo, derechos del ->hombre,
-->secularización) y es expresión de una profunda crisis espiritual, a la que no
pudieron oponer fuerza suficiente las confesiones cristianas escindidas entre
sí. Ya en 1670 Espinosa (-> espinosismo) había calificado la religión cristiana
de «mero fenómeno histórico»; el -> historicismo y el -> relativismo
demolerán exageraciones y tergiversaciones ideológicas y políticas del
cristianismo, pero menoscabarán también su estimación positiva. Este giro fue
preparado sociológicamente al ser reemplazado, en los siglos xvii y xvIII, el
estrato superior espiritual en gran parte clerical de la baja edad media, por
una nueva minoría de laicos (juristas, cortesanos, naturalistas, historiadores).
Primeramente fueron los Países Bajos el recipiente de las nuevas corrientes;
la hegemonía espiritual pasa luego a Inglaterra, donde John Locke (1632-
1704) abrió camino con su tesis de la no necesidad de la revelación y tradición
cristianas y de su permutabilidad por la razón. También en el campo de las
modernas ciencias naturales fue Inglaterra a la cabeza. El origen del
alejamiento entre la Iglesia y las ciencias naturales no radica para nada en
una previa tendencia hostil a la revelación; la Royal Society de Londres
(1662), que sirvió de modelo para otras academias europeas, fue fundada por
hombres que estaban persuadidos de que la ciencia natural pone de
manifiesto el plan divino de la creación mejor que la teología, y así contribuye
a la mayor gloria de Dios. Pero, bajo el influjo de las fuerzas espirituales del
tiempo, esta evolución tuvo por efecto una hostilidad al cristianismo y, al
identificar la ciencia con las ciencias naturales, cerró el diálogo con la
experiencia religiosa. No dejaron de tener su parte de culpa en esta evolución
ciertos sectores eclesiásticos. Los sabios italianos estaban bajo la presión de
la inquisición y hubieron de organizarse en academias secretas. La
condenación de Galileo Galilei (t 1642) por la inquisición dejó un trauma entre
los naturalistas; así se explica que laboratorios y centros de investigación
nacieran casi exclusivamente en los países no católicos del norte.

El prestigio del papado, que en los siglos xvii y xviii sólo puede ostentar
propiamente dos figuras descollantes: Inocencio xi (1676-1689) y el papa del
diálogo Benedicto xiv (1740-58), estaba en decadencia. La presión de las
potencias sobre el cónclave tenía por efecto que en muchos casos fueran
elegidos hombres mediocres. Un indicio de este descenso en el prestigio papal
puede verse sin duda en la exclusión del papado en este tiempo al firmarse
los tratados internacionales de paz; el papado era considerado con creciente
menosprecio como una institución italiana. Por lo demás, después de Adriano
vi (+ 1524), todos los papas habían sido italianos (historia de los -> papas).
La debilidad del papado en este tiempo aparece sin duda con mayor claridad
en la supresión, en 1776, de la Compañía de Jesús; sin perjuicio de un
ambiente antijesuítico debido en parte a la arrogancia de miembros
particulares - ambiente que perduró hasta los siglos xix y xx como psicosis
jesuítica- la supresión de la Compañía por Clemente xi representa una
capitulación ante el Estado omnipotente, más concretamente, ante los
borbones franceses. El despotismo de los príncipes ilustrados obligó a la curia
a una política en que los criterios religiosos tenían cada vez más la
preferencia; sin embargo, Roma ignoró las causas sociales y económicas de la
revolución francesa y la entendió falsamente como una rebelión contra la
religión.

Francia estuvo expuesta como ningún otro país a la prueba de fuego de las
nuevas ideas. El torso apologético de Blaise Pascal (t 1662), fundado por igual
en raisonnement y coeur, no halló continuadores. La hazaña cultural de la
orden benedictina en el campo de la investigación histórica y de la
historiografía eclesiástica sucumbió en parte con la polémica jansenista, como
en general las contiendas jansenistas en torno a la bula Unigenitus pesaron
como un plomo en el catolicismo francés del siglo xviii. En su fase tardía, el
jansenismo avivó la vida de piedad e incitó la contradicción del espíritu del
tiempo. Estaba desde luego dogmáticamente derrotado, pero se vengó en la
vida práctica por un moralismo en muchos casos convulso que, a veces, por
reacción podía degenerar en craso laxismo. También del dominio de la moral,
en que se situó hasta el fin, había de ser desterrado a la postre, pues los
filósofos mostraban la consistencia moral de la religión racional y hasta del
ateísmo. La vida de piedad de la época ostenta sin duda puntos particulares
de contacto con el --> pietismo; su único enriquecimiento original lo
representa la propagación de la devoción al corazón de Jesús (de raíces
medievales, vivificadas de nuevo en el siglo xvii). Mirado en conjunto, el culto
burguésmente domesticado, llevaba fuertes rasgos antropocéntricos, se
asemejaba a un jardín de Le Notre, correctamente podado según criterios de
utilidad y oportunidad, pero carente de una vida apasionada. La congregación
de los redentoristas (fundada en 1732), la más importante fundación religiosa
del tiempo, permaneció limitada a Italia en el siglo xviii, y sólo en el siglo xix
pudo desarrollarse en otras partes, particularmente en territorio alemán.

Mientras la violencia de la tormenta de la ilustración en el ámbito cultural


latino aislaba a la Iglesia, en Alemania se polemizaba con ella críticamente, en
muchos casos con autocrítica y, a veces, con hipercrítica. En el siglo xviir los
cabildos catedralicios y la mayor parte de las sedes episcopales estaban
ocupados por la clase de los caballeros imperiales; en el absolutismo
ilustrado, el sentido del deber impulsó a una alta acción cultural (grandiosa
actividad constructora), cuyo foco principal estaba a decir verdad más en el
sector civil que en el religioso. También aquí se dieron conflictos con Roma: la
discusión entre la Iglesia imperial -cuyas estructuras no habían sido tocadas ni
por la reforma protestante, ni por el concilio tridentino, ni tampoco por los
concordatos- y el papado postridentino vino a parar en un cambio de la
dirección monárquica de la Iglesia por una aristocracia de los príncipes
eclesiásticos (-> episcopalismo, febronianismo). El centralismo absolutista se
fundió en el josefinismo con el reformismo católico; sería equivocado entender
este intento de reformar la Iglesia por cuenta propia como un antecedente de
la «acción católica»; pero es igualmente falso desprenderlo de su contexto
positivo y valorarlo negativamente. Los emperadores austríacos, que no se
enriquecieron con bienes de la Iglesia, estaban guiados por auténticas
intenciones de reforma, aun cuando no reconocieron en su valor propio la
categoría de lo religioso y lo cortaron según un patrón burocrático. Pero estas
reformas estaban de antemano condenadas al fracaso porque procedían en
exceso de la periferia y carecían de la unión con el centro, la cual tiene una
importancia vital para la Ecclesia semper reformanda. Lo mismo hay que decir
sobre el diálogo de la ilustración católica en Alemania con el espíritu del
tiempo.

III. El siglo XIX

La rotura de la revolución francesa con el orden social vigente, puso a la


Iglesia dentro de un ámbito totalmente cambiado, incluso espiritualmente.
Pero la Iglesia no estaba preparada para ello, y hasta por su impotencia social
no se hallaba ya en condiciones de responder con energía a la provocación del
tiempo nuevo. Especialmente su cumbre jerárquica, pero también su minoría
de laicos nobles, políticamente debilitada, anhelaba la situación anterior a la
revolución; este espíritu retrógrado continuó operando hasta dentro del siglo
xx. La restauración de los -> Estados pontificios en el congreso de Viena
(1814-15) fue un hecho político importante y acaso la única posibilidad
concreta para el papado si quería recuperar su base necesaria de operaciones.
Pero ello le obligó a aliarse con las potencias de la restauración y le empujó
por la vía de una política reaccionaria, que estaba en contradicción con las
ideas del pujante liberalismo. La relativa estabilidad política que esta alianza
dio a los Estados pontificios en la primera mitad del siglo, fue contrarrestada
desde dentro por la mala administración - todos los puestos claves estaban
ocupados por clérigos -, y desde fuera en manera creciente por el
nacionalismo italiano (rísorgimento). La anexión del resto de los Estados
pontificios por el Piamonte el año 1870 demostró a la postre la insuficiencia
del intento de restauración de 1814. En cambio, el papado pudo reforzar su
unión interna con las Iglesias de los países particulares (concordatos). El
desmoronamiento de las estructuras sociales que antes habían hecho posible
en los países particulares la posición privilegiada e independiente del
catolicismo, reducido ahora a la condición de minoría, hizo que el clero y el
laicado buscaran un fuerte apoyo en Roma. El ultramontanismo que de ahí
surgió, cuya ideología contrarrevolucionaria fue propagada particularmente
por teólogos laicos franceses (de Maistre, Veuillot), desterró los restos de
galicanismo, de ilustración y de josefinismo; pero acosó también fuertemente
al catolicismo liberal, que estaba empeñado en la reconciliación de la Iglesia
con la civilización moderna. Dentro de la historia del espíritu, el
ultramontanismo preparó el camino para el concilio Vaticano i (1869-70)
(posibilidad de conocer a -> Dios, historia de los -> concilios, -> infalibilidad,
--> fe y ciencia, -->papa).
La vida espiritual del tiempo se desarrolló al margen de la Iglesia y contra
ella. La posición defensiva de la Iglesia ante el mundo se refleja en la
condenación global de las corrientes modernas por el Syllabus, de Pío ix, en
1864. De suyo, las perspectivas para un diálogo con el mundo no eran muy
grandes ante la inconmovible fe en el progreso por parte del liberalismo y del
primer -> socialismo, que se entendía a sí mismo como Iglesia. Pero ni
siquiera las posibilidades que quedaban fueron aprovechadas. La Iglesia se
encerró a sí misma en un ghetto espiritual. Los principios cristianos y las
invitaciones verbales a retornar a la Iglesia fueron ofrecidos con abundancia al
mundo; pero no podían afectarle, pues la realización del cristianismo se medía
por criterios históricos, tomando como norma concreta una edad media
idealizada.

Tanto mayor esfuerzo se consagró a la reorganización de los cuadros e


instituciones de la Iglesia; muchas de éstas fueron creadas de nuevo. El
florecimiento y el rápido auge de las fundaciones religiosas en el siglo xix -
entre 1800 y 1850 nacieron cien congregaciones nuevas, dos tercios de ellas
en Francia - atestiguaban un fortalecimiento de la religiosidad; pero no debe
en modo alguno desestimarse su componente sociológico. A los estratos
católicos de la población, principalmente campesinos, en los que repercutió el
general crecimiento de la población en esta época, la vocación eclesiástica se
les ofrecía prácticamente como la única posibilidad de ser algo.

El pontificado advirtió oportunamente los peligros y excesos del nacionalismo


dominante en la época. Pero estas advertencias no tuvieron efecto porque, de
un lado, pasaban por alto el derecho de los pueblos pequeños a su
independencia nacional (Bélgica, Polonia, Irlanda, Grecia), y, de otro lado,
estaban sostenidos demasiado ' a las claras por cálculos políticos, para
contrarrestar la propaganda italiana e inglesa contra los Estados pontificios.

La primera declaración oficial del papado sobre la cuestión obrera se hizo el


año 1890 en la encíclica Rerum novarum, que no creó el movimiento social
cristiano, pero dio al catolicismo social poderosos impulsos psicológicos. La
aparición relativamente tardía de esta toma de posición indica, no tanto la
falta de visión del papado, cuanto el tardío despertar de la responsabilidad
social en los sectores católicos laicos. Se explica en primer lugar por el hecho
de que la revolución industrial, la cual partió de Inglaterra, no afectó hasta
muy avanzado el siglo xix a países con predominio de población católica; en
Alemania, permaneció en gran parte la iniciativa capitalista en manos de
protestantes o de laicos separados de la Iglesia. Además, en el campo
católico, la cuestión social durante mucho tiempo no fue considerada como
resultado del cambio estructural de la vida económica y social, y hasta dentro
del siglo xx se intentó resolverla con los medios tradicionales de la caridad
cristiana (-> industrialismo). La revolución de 1848 destruyó en Francia
auténticos gérmenes de un socialismo católico; aun allí donde pudo
desarrollarse un socialismo católico, como en Francia, Austria e Italia, ideales
políticamente retrógados de sus protagonistas ejercieron una influencia
retardataria. Sólo con la aparición de partidos católicos (después de 1850 en
Bélgica, Holanda y Alemania, después de 1918 en Italia) pudo la doctrina
social cristiana ejercer un influjo directo sobre la legislación social.
Indudablemente las ideas de más porvenir para la nueva inteligencia de la
Iglesia y de la sociedad se desarrollaron en Francia, sin perjuicio de que en las
ciudades, donde la práctica religiosa antes de la revolución era una máscara
del conformismo social, la descristianización hiciera rápidos progresos. Tres
laicos: Chateaubriand, de Bonald y de Maistre están a la cabeza del
movimiento de retorno a la Iglesia. Repercutió más allá de Francia la
propaganda con fondo sociológico de Lamennais en favor de la Iglesia («Sin
papa no hay Iglesia, sin Iglesia no hay cristianismo, sin cristianismo no hay
sociedad»). Lamennais contribuyó en su primera fase (1817-28) a fundar el
ultramontanismo francés; en su segunda fase (1828-34), trazó el programa
del catolicismo liberal, que pudo juntar en Montalembert, Lacordaire y Maret
una selecta minoría espiritual, pero no llegó a ejercer sobre el catolicismo
francés un influjo que imprimiera su sello en la formación de la sociedad. El
laico Frédéric Ozanam se quedó en representante aislado de la idea de la
democracia cristiana. El -> tradicionalismo obtuvo el predominio sobre todo
en su aspecto político, e impidió que el catolicismo francés se adhiriera a la
república. Esta oposición encendió el anticlericalismo histérico de las
izquierdas francesas, que culminó en 1906 con la separación entre la Iglesia y
el Estado.

Mientras la Iglesia en Francia bogaba por aguas reaccionarias, el catolicismo


alemán pudo renovarse espiritualmente y ofrecer una contribución importante
al desenvolvimiento de la teología católica. Cierto que la secularización de
1803 acarreó pérdidas considerables -18 universidades católicas fueron
suprimidas-, pero la restauración institucional de la Iglesia se llevó a cabo
rápidamente. El teólogo bávaro J.M. Sailer (t 1832) logró el primer
reencuentro con la cultura alemana; el --> romanticismo alemán había creado
condiciones favorables para ese nuevo encuentro. En las universidades
estatales de Bonn, Breslau, Munich y Tubinga nació una nueva. teología, que
acometió la discusión con las corrientes espirituales dei tiempo. Los sistemas
filosófico-teológicos de G. Hermes (+ 1831) en Bonn y de A. Günther (+
1863) en Viena no lograron la aquiescencia eclesiástica; mientras tanto la
escuela de -> Tubinga bajo la dirección espiritual de J.A. Máhler (1796-1838)
descubría nuevamente la idea de la Iglesia partiendo de los padres, aunque
sus estímulos sólo se han desplegado plenamente en el siglo xx. A la polémica
del catolicismo con la ciencia histórica (investigación sobre la vida de ->
Jesús) no le estuvo destinado un feliz desenlace. Los primeros pasos que dio
en este sentido I. v. Dóllinger (+ 1890) perdieron firmeza por la desconfianza
romana, pero también por la debilitación intelectual de la separación de los ->
viejos católicos. La tardía elaboración del complejo histórico, que era una
tarea de la teología católica, explica por qué la dogmática y la moral se
estancaron en gran parte durante la primera mitad del siglo xx con relación al
campo histórico. El Kulturkampf de Bismarck interrumpió la evolución positiva,
pues encerró a los católicos alemanes en un ghetto espiritual.

También la evolución en Italia corrió en esta dirección, una vez que fueron
sofocados lentamente los primeros pasos esperanzadores hacia un encuentro
entre el catolicismo y la cultura nacional italiana dados por Manzoni, Rosmini
(-> ontologismo) y Gioberti. En Bélgica los católicos pudieron adherirse al
nuevo Estado; la universidad de Lovaina adquirió importancia internacional.
Los católicos holandeses debieron a la revolución francesa su liberación
política; la agilidad espiritual del catolicismo holandés en el siglo xx fue
posibilitada por el intensivo y abnegado trabajo de construcción durante el
siglo xix. El catolicismo inglés, que quedó decisivamente debilitado por
rigurosas coacciones legales entre 1715-50, recibió en el siglo xix fresco
refuerzo por la inmigración de Irlanda. Su emancipación política (1831), a la
que sólo tardíamente siguió el reconocimiento social en el siglo xx, posibilitó
una brillante organización de las parroquias, pero no fueron aprovechadas las
oportunidades de una profundización intelectual que ofreció el movimiento de
Oxford (--> anglicanismo: comunión anglicana). El converso J.H. Newman
(1801-90) representa sin duda la figura más atractiva de la teología católica
del siglo xix. Pero su teología de diálogo, extraordinariamente sugestiva, sólo
en el siglo xx ha fecundado la teología en Francia y Alemania, y en el Vaticano
ii ha llegado a su pleno desarrollo. En España, J. Balmes (1810-1848) y J.
Donoso Cortés (1809-1853) son figuras aisladas de formato europeo, sin eco
ni sucesión.

El trabajo organizador y pastoral del catolicismo norteamericano se ha llevado


a cabo sin ayuda estatal, y también sin apoyo moral por parte de la sociedad.
Se respondió con aguda desconfianza a la separación entre -> Iglesia y
Estado defendida por los obispos norteamericanos. La crisis del ->
americanismo tuvo por fundamento la aversión frente a la idea «peligrosa» de
la < Iglesia libre en el Estado libre».

IV. La Iglesia y el mundo moderno

La pérdida de los Estados pontificios en 1870 tuvo un efecto


extraordinariamente purificador sobre la historia moderna de la Iglesia. La
idea religiosa del papado, que quedó reducido a su misión originaria, pudo
ahora desenvolverse sin obstáculo. La autoridad moral del papado sin duda en
ninguna época fue mayor que al comienzo del siglo xx. Evidentemente, este
cambio no apareció inmediatamente; sólo pudo manifestarse después de
quedar quebrantada la propia seguridad del liberalismo tardío, que había
predicho la ruina inmediata del papado, y una vez que se recuperó un cierto
respeto a la idea religiosa. También en el campo romano se demoró de
momento esta evolución mientras duró la complacencia en la compasión
lacrimosa por los «males del tiempo» (-> integrismo). Esta postura retrógrada
impidió en Italia la participación positiva de los católicos en la vida política y
espiritual de la nación, y dejó ancho campo de juego al anticlericalismo. La
firma de los tratados de Letrán por Pío xi (1929) hizo borrón y cuenta nueva
con una época del pasado.

Consecuentemente, también dentro de la Iglesia recuperó el papado su


primado espiritual. Pío x, el papa párroco, inició importantes reformas en la
curia y una renovación de la vida de piedad. Benedicto xv trabajó por una paz
justa antes de la la guerra mundial, Pío xi preparó la deseuropeización de la
Iglesia, y Pío xii ofreció a la Iglesia universal y a la sociedad la reflexión
teológica del catolicismo en numerosas encíclicas. En la segunda fase de su
pontificado, a partir aproximadamente de 1950, cabe comprobar un giro hacia
un rumbo conservador e introvertido. El breve pontificado de Juan xxiii (1958-
63) no sólo dio el impulso para el concilio Vaticano ii, sino que orientó también
definitivamente el catolicismo hacia el movimiento ecuménico y el diálogo y la
cooperación entre las Iglesias (-->ecumenismo, A y C).
El acontecimiento más descollante en la historia del espíritu del moderno
catolicismo no es la proclamación de nuevos dogmas (infalibilidad, 1870;
asunción corporal de María al cielo, 1950) o la posición ante el modernismo
(cuyos problemas no quedaron resueltos con la condenación papal), sino el
nuevo encuentro entre la Iglesia y la cultura (-> Iglesia y mundo), la
superación del ghetto católico. Los precursores no fueron teólogos o políticos
eclesiásticos, sino sociólogos, filósofos y escritores, en su mayor parte laicos
(Blondel, Claudel, Maritain en Francia; Hertling, Muth, Guardini en Alemania;
Chesterton, Belloc y Knox en Inglaterra). Con ello quedaba creado el
presupuesto para una discusión objetiva de la Iglesia con el mundo, que tuvo
efectos fecundos para la vida espiritual católica en toda su extensión. La
filosofía y la teología han podido responder a la llamada de su tiempo (-->
ateísmo, -> desmitización, -> evolucionismo, --> existencialismo, .->
materíalismo histórico, -> irracionalismo, -> laicismo, vitalismo, .->
marxismo, --> nihilismo, pragmatismo, -> relativismo, --> totalitarismo).
Tanto la neoscolástica (-> escolástica, G) como la -> teología nueva deben
mirarse como expresión de un esfuerzo por lograr una nueva exposición y
fundamentación de la fe. El nuevo descubrimiento de los padres de la Iglesia y
de la tradición agustiniana, fruto del trabajo de investigación histórica, ha
debilitado la tesis de quienes opinaban que la teología católica sólo puede
expresarse adecuadamente con las categorías de la escolástica. Ha logrado
imponerse plenamente el -> movimiento litúrgico (en --> liturgia, D). «La
participación activa de los fieles en los misterios divinos y en la oración oficial
de la Iglesia» (Pío x, 1903) ha sido definitivamente sellada por la Constitución
sobre la liturgia del concilio Vaticano ii. De igual importancia para la teología y
la vida de piedad es el estudio más intenso y hasta el nuevo descubrimiento
de la sagrada -> Escritura. El trabajo de pioneros para el retorno a la
meditación y lectura de la sagrada Escritura no fue llevado a cabo por la
pontificia --> comisión bíblica, sino por aquellos sabios, a cuya cabeza va la
École Biblique de Jerusalén, que, a despecho del clima desfavorable del
integrismo, además de cuestiones filológicas y arqueológicas particulares han
acometido los problemas planteados por la ciencia comparada de las
religiones y por la crítica bíblica protestante. Tal vez en ningún campo como
en el de la exégesis deba tanto la investigación católica al trabajo de pioneros
protestantes. Pero el estudio de la sagrada Escritura no quedó limitado a
sectores puramente eruditos. Nuevos comentarios y traducciones de la Biblia,
así como círculos de estudio en las parroquias, han acercado la Escritura al
pueblo cristiano.

Una novedad importante en la vida comunitaria católica es el llamamiento de


los laicos a la participación activa en la responsabilidad de la Iglesia. La acción
católica en muchos casos se quedó en una movilización de los laicos bajo una
superior inspección clerical. Entre las numerosas organizaciones católicas,
logró imponerse con máxima fuerza la juventud obrera (J.O.C.), fundada por
el sacerdote flamenco J. Cardijn. Otras iniciativas que tienden a un trabajo de
apostolado acomodado a los tiempos son: la renovación de la -> catequesis y
de la teología pastoral (sociología de la --> religión), la fundación de los
sacerdotes obreros y de los -> institutos seculares. La devoción a María ha
fecundado por de pronto la piedad del catolicismo moderno (Lourdes); su
carácter cristocéntrico y eclesial es puesto más fuertemente de relieve en la
predicación moderna.
El retorno a las fuentes, a la Escritura y a la tradición, el estudio del trabajo
teológico de las otras confesiones cristianas y la apertura al mundo, han
fecundado en gran medida la vida teológica dentro del catolicismo. En Francia,
Alemania, Bélgica y Holanda ha madurado una literatura teológica (historia de
la -> teología), que ha expresado la sabiduría cristiana de la revelación con
categorías cambiadas del mundo moderno. Los nombres de J. Daniélou, H. de
Lubac, P. Teilhard de Chardin, Y. Congar y M. Chenu en Francia, K. Adam, M.
Schmaus, K. Rahner y H.U. v. Balthasar en la geografía de lengua alemana
representan este resurgimiento. La fermentación teológica de estos años ha
desembocado en el concilio Vaticano ii (1961-65), y ha promovido de manera
decisiva la inteligencia de la Iglesia tal como queda expresada en los decretos
conciliares. En la valoración de este concilio, cuya dirección pastoral afecta a
la vida de los creyentes de manera más inmediata que concilios anteriores,
habrá que guardarse de un nuevo triunfalismo superficial, pero también de
una resignación escéptica y cansada ante lo no alcanzado. El concilio, como
piedra miliaria de una nueva marcha, está sostenido por fuerzas y
contrafuerzas de la historia moderna de la Iglesia, que sólo tras largo proceso
de maduración han venido a desenvolverse plenamente en la Iglesia. No debe
pasarse por alto que cuanto la asamblea romana de obispos ha sugerido a la
Iglesia universal, brotó generalmente de abajo, de la confianza creyente en
Cristo Señor, y muchas veces bajo la más fuerte hostilidad de sectores
intraeclesiásticos; también esto es el resultado de un proceso de maduración,
el cual lleva claramente impresos los estigmas de la theologia crucis. El
historiador de la Iglesia debe subrayar también que sin la concentración
postridentina no hubiera sido posible la abertura vaticana de nuestro tiempo.
Evidentemente eso no significa que con la «ejecución» legalista de los
decretos conciliares esté ya hecho todo. Es de esperar que haya sido superada
una visión estática y legalista de las cosas en la doctrina y predicación, y que
esa visión haya quedado sustituida por otra que tenga más fuertemente en
cuenta las categorías de la historia y de la historicidad e introduzca así la
dimensión del diálogo en la época posconciliar.

Uno de los más importantes presupuestos creados por el concilio para este
diálogo es la renuncia a un monopolio religioso, que parecía defender la
cumbre jerárquica de la Iglesia. La nueva orientación está atestiguada por las
siguientes declaraciones conciliares: fuera de la Iglesia puede encontrarse
auténtica religiosidad; las comunidades cristianas separadas tienen un
carácter eclesial; la Iglesia misma no se identifica con la jerarquía, y,
finalmente, el individuo tiene derecho a vivir y obrar según su conciencia, a
condición de que se incorpore a la comunidad. La actividad misional cristiana
(--> misión) sacará provecho inmediato de esta nueva orientación del
concilio. Durante los siglos xix y xx no dejó de sufrir por los problemas del ->
colonialismo y, posteriormente, por la descolonización. Sin embargo, logró de
manera considerable que la fe cristiana quedara arraigada en África, en la
India, en el Vietnam y en Formosa. El Decreto sobre las misiones recalca que
la Iglesia no está ligada a formas particulares de la cultura humana o bien a
especiales sistemas políticos, económicos y sociales, y ello puede dar,
juntamente con la nueva estimación de las -> religiones no cristianas, nuevos
impulsos a la idea misional cristiana.

Para lo futuro se ofrece al papado la grandiosa tarea de poner, de manera


más convincente que hasta ahora, el oficio de Pedro al servicio de la unión de
los cristianos separados. El proceso de purificación del papado que vemos en
la historia moderna de la Iglesia, justifica una prognosis optimista. Sólo en
nuestro tiempo ha comenzado el papado a percibir las posibilidades aquí
latentes. Puede mirarse como tarea máxima del catolicismo internacional el
crecimiento en el espíritu de fraternidad. Primeramente deben superarse la
letargia y la complacencia en sí mismo, propias de las estrechas perspectivas
nacionalistas del siglo xix, de que fue también víctima el catolicismo
internacional y que todavía hoy disminuyen su fuerza de irradiación. E
igualmente ha de verse con más fuerza la responsibilidad por el mundo que
sufre y tiene necesidad de redención. Y la reforma de las estructuras
comenzada en el concilio Vaticano ir sólo alcanzará su fin, si logra también
desplegar una nueva espiritualidad. Un retroceder por falta de fe, lo mismo
que una evasión intelectualista ante la exigencia siempre escandalosa de la fe,
pueden poner de nuevo en tela de juicio lo ya alcanzado. Porque, a pesar del
concilio y de la oferta de diálogo, la apostasía del cristianismo sigue
avanzando; por eso, el cristiano debe dar ejemplo sin demora de lo que Jesús
puso como signo distintivo del cristianismo ante la mirada del mundo: la
fraternidad que tiene sus raíces en la unidad (Jn 17, 22 ).

Viktor Conzemius

EDUCACIÓN
A) Sentido de la educación. B) Autoeducación.

A) SENTIDO DE LA EDUCACIÓN

¿Qué significamos cuando decimos que se ha de educara los niños, que esto o
lo otro es fruto de la educación, o cuando hablamos de niños educados, mal
educados o incluso malcriados? ¿Significamos con ello que la naturaleza, o
una acción adecuada a ella, ha hecho o dejado de hacer su obra (Rousseau)?
Entonces queda aquí abierta por lo menos la siguiente cuestión: ¿qué ha de
entenderse por naturaleza? ¿O significamos con ello que la vida misma educa
para la vida (E. Key)? Pero, en ese caso, resulta comprensible que, debido a
la indeterminación del concepto «vida», se puedan poner fácilmente en su
lugar otros conceptos como Restado» (E. Krieck), «sociedad» (J. Dewey),
«clase» (Ogorodnikow - Schimbirjew), «cultura» (Litt y Spranger, con
limitaciones), etcétera. ¿O indicamos con tales expresiones el devenir o la
realización lograda de un individuo, que se desarrolla bajo la influencia de una
-> comunidad de ->personas? En este caso la e. queda enfocada bajo el
aspecto de una acción singular que se realiza entre varios sujetos humanos.
La cuestión de la e. se convierte entonces en la pregunta por la relación
educativa.

¿Cómo ha de caracterizarse más exactamente esta relación? ¿Se halla en el


mismo plano que el eros? Pero el eros fluye de la pasión, es efecto de elección
y tendencia, de simpatía y homogeneidad espirituales. Sólo comprende una
región parcial del otro, no penetra hasta el último núcleo de la persona.
Además, en el eros el otro es escogido entre los muchos sujetos posibles; y el
educador no elige, a él no le es licito escoger. No puede proponerse educar a
uno y abandonar al otro. Encuentra a su educando y le acepta, bien sea éste
un descastado 0 bien un hombre de buena índole. Educar significa en primera
línea aceptación y no exclusión, pues el ser desconoce toda excepción. La e.
significa que el educador con su ser actúa en el ser del otro, no como quien
hace una obra en un mundo exterior - lo cual seria un acto de poder, una
de gradación de la e. en afán de dominio -, sino con el fin de buscar y
despertar con el propio yo la singularidad del otro como persona.

1. Con ello se diseña tina primera relación fundamental de la e., la cual queda
expresada en la afirmación: Es bueno que este hombre exista, y que él sea
este hombre. Ahí está indicado el hecho de que la e. tiende a la totalidad, al
todo del hombre y, por cierto, no como un objeto, sino como una persona, no
bajo esta o la otra propiedad, sino bajo todas las dimensiones de su ser. Lo
cual incluye también lo relativo a la nutrición y al cuidado del hombre.
Además, eso significa que la e. afirma al hombre en su carácter concreto, en
su limitación y caducidad. Pero en dicha afirmación late también un tercer
elemento, a saber: por más que la e. vea y tome al hombre tal como es, sin
embargo no quiere dejarlo tal como es, ora se halle en el estadio de mero ser
vivo, ora su vida esté en vías de pleno desarrollo, ora él haya caído ya en el
desorden. La e. no se conforma con que el otro exista simplemente. Ella
quiere que este ser llegue a su plenitud. Lo cual significa que el educador de
tal modo repercute con su ser en el del otro, que por su acción se abre lo más
íntimo del educando. Bajo este aspecto la e. se convierte en un encuentro
peculiar. Podemos llamarlo encuentro dialogístico, cuya nota distintiva es,
según observa M. Buber, el elemento de la universalidad, que por su parte se
basa en la «experiencia del otro yo» (M. BUBER, Reden über Erziehung, 35).
Con ello se significa la penetración radical en la constitución anímica del otro,
que nace de la vivencia de la pertenencia mutua. El que tiene esa vivencia
queda tocado por el misterio personal del otro.

2. De lo dicho se desprende una segunda relación fundamental de la e. que


puede expresarse así: Es bueno que el otro desarrolle lo que en virtud de su
esencia debe ser. Este deseo de que el otro se desarrolle, de que realice su
orden personal en su totalidad, presupone una triple actitud. En primer lugar
la confianza en las fuerzas evolutivas que duermen en el niño, es decir, en la
capacidad y posibilidad que hay en él de una autorrealización personal. Más
exactamente, la confianza en la voluntad de formación y desarrollo de este
ser humano, y la fe en las fuerzas de la libertad y responsabilidad adecuadas
a este ser. En segundo lugar, esta relación fundamental de la e. presupone en
el educador el deseo de que el otro llegue a ser «mayor», «mejor», «más
noble», «más puro» que él mismo, o, dicho de otro modo: Él debe crecer y yo
debo disminuir. Finalmente, el tercer presupuesto en dicha relación es una
postura de suma modestia por parte del educador, pues el proceso de la
autorrealización del educando soporta ciertamente el apoyo y el auxilio del
educador, pero de ningún modo que su mano modele, acuñe o doblegue a la
fuerza. Ciertamente la e. por su esencia está encaminada a conseguir cosas
mayores, a desenvolver lo replegado, a imponer un orden sano en lo
destruido y desfigurado, a dar al educando la ayuda necesaria para su vida, a
fin de que él gane su sitio en el todo del mundo; pero, no obstante, ella debe
renunciar a cualquier injerencia que convierta la relación yo-tú en una relación
yo-lo, en la cual más que de ayudar se trate de dominar, y más que conducir
se intente seducir.
Hay que guardarse con cautela de este extravío, pues aquí se presenta el
peligro de una falsificación, «en comparación con la cual todo curanderismo
pierde su importancia» (M. BUBER, Reden 34). Aquí, incluso con la más limpia
intención, con el más puro propósito, se ve al educando como un ser
«manejable», del cual se puede hacer algo según el propio capricho. Pero
siempre que convertimos a un hombre en un objeto, «su persona se nos
escapa de las manos, y nos queda solamente la cáscara» (M. SCHELER,
Wesen und Formen der Sympathie, Bo 1926, p. 193). Sin embargo, el hombre
es un ser predeterminado y acuñado previamente desde muchos puntos de
vista, de manera que el concepto de «formación» y «configuración» por eso
mismo tiene sus límites. Pero no nos referimos a esto cuando hablamos de
una postura de modestia en el educador o, con Buber, «del carácter
objetivamente ascético del arte de educar» (Reden, 35). Pues mantenemos
esta afirmación incluso ante el hecho de que el hombre es un ser muy
susceptible de influencias, de dirección, de acomodación y, en una palabra, de
e., lo cual se debe a la estructura del hombre que podríamos calificar de
deficiencia (A. Gehlen): su no estar fijado, su inseguridad, excentricidad y
apertura al mundo, pero también su ->libertad que ahí se funda. Y
precisamente esto es lo que obliga al educador a una renuncia que a veces
resulta dolorosa, pues el respeto al tú le prohíbe intervenir para recortar su
libertad. Pero si el educador con frecuencia ha de mantenerse pasivo y ver
cómo el educando se pierde en extravíos, cómo su mejor intención y
actuación permanecen aparentemente sin fruto, no obstante, él soportará
todo eso y estará presente en el otro dándole su mejor don: el amor.

3. Con ello llegamos a una tercera relación fundamental de la e. la cual queda


expresada en la frase: es bueno que «nosotros» seamos. En esta confesión de
que «somos junto con» el educando - lo cual no significa un mero estar al
lado o un casual estar juntos, sino que expresa una originaria constitución
metafísica del hombre, pues la naturaleza humana incluye esencialmente el
encuentro, el existir con (como forma fundamental de humanismo: BARTH,
KD III/2)-, el educador se pone plenamente de parte del educando, es decir,
lo ama. Lo que se experimenta en este momento es el hecho de que el otro
«existe como un valor con sentido propio en medio de la realidad
experimentable dentro del horizonte de nuestra existencia» (Ph. LERSCH,
Aufbau der Person, Mn 71956, p. 225). Lo que aquí se expresa no es el gesto
de la comprensión o de la simpatía, sino el gesto de la elevación del otro
«para que la plenitud de su sentido esté sobre el mundo como una luz»
(¡bid.). En ese clima de estrecha unión la e. renuncia a todo «modelar»,
«formar», «acuñar», e incluso a toda intención unilateral de educar según una
determinada imagen del hombre. Y puede renunciar a ello porque la e. en su
acto fundamental no es intención, sino oferta, no es exigencia, sino donación,
no quiere recibir, sino dar. Pero lo que ella ofrece no es un «algo», no son
valores o bienes, no es un saber o una cultura, no son propiedades ni dotes o
virtudes, ni siquiera una imagen (ideal) del hombre, sino lo más auténtico de
la persona, el yo. Pues donde la persona misma es donadora y don, donde el
contacto personal pone en marcha el acto fundamental de la e. y la relación
dialogística de educador y educando, no puede interponerse nada que tenga
carácter de «objeto». Cuando eso se dé, ciertamente el educador tomará del
mundo y se apropiará las fuerzas que el educando necesita para el despliegue
de su esencia (BUBER, Reden, 44) -aquí se anuncia por lo demás aquel
fragmento de «autoeducación» que se requiere siempre en el educador-, sin
duda, transmitirá saber y valores, cultura y virtud, dotes y propiedades, así
como una imagen del mundo y del hombre que, coronada con la idea de Dios,
sirva como fuerza edificadora de la joven alma; pero aquí no se trata
primariamente de esta relación objetiva («transmisión de cultura», según
Spranger), aspecto legítimo en la función mediadora de la enseñanza, sino de
la relación personal, en la cual el niño aprende primero a decir «tú» y no a
decir «yo».

En ese dar y recibir, en el que el uno comunica al otro su realidad más


auténtica, el «ser con» es experimentado como «gracia». Psta constituye el
resplandor singular y la irradiación prodigiosa que es capaz de iluminar las
faltas del otro. No como si se pudieran pasar por alto y encubrir las faltas, las
debilidades, la corrupción y la maldad que se esconden ya en el niño, y que
con suma frecuencia llevan al fracaso la acción educadora. Más bien, la
autenticidad del amor se manifiesta en que, aun conociendo muy bien las
faltas del otro, sin embargo, «lo amamos con todas sus deficiencias»
(SCHELER, ¡bid., 183). Donde se halla presente este amor educador, al que
puede ir inherente un cierto carácter unilateral (E. SPRANGER, Der geborene
Erzieher, He¡ 1964, p. 95), en cuanto el niño no está - o no está
adecuadamente- en condiciones de responder a él; el educando no podrá
menos de percibir una llamada que le haga experimentar su mismidad, el
mundo, su existencia junto con otros y, a la postre, su referencia a Dios como
una realidad que debe afirmarse e incluso amarse.

De todos modos no podemos silenciar el hecho de que, en medio de esa


entrega amorosa, por la que el educador da al educando su realidad más
propia, por la que él se entrega a sí mismo, plantea una nueva exigencia a la
e., a saber: el educador sólo puede comunicar lo que es «puro y claro en su
propia existencía» (L. BoRos, Der anwesende Gott Fr 1964, p. 24). Ahora
bien, todo educador, si no es ciego con relación a él mismo, conoce su propia
pobreza óntica, su caducidad, su egoísmo y su evidente corrupción. Por tanto,
si no quiere correr el peligro de obtener precisamente lo contrario de lo
deseado, si quiere que el otro «alcance el valor ideal de su propia esencia»
(SCHELER, ¡bid., 187), que nazca como amor lo sembrado con amor
(SPRANGER, ¡bid., 100), que sea posible la formación «en el sentido de una
autorrealización personal» (STIPPEL, Aspekte, 11), que el otro pueda ocupar y
asumir el lugar de su «esencia» en el todo del -> mundo (---> formación),
que el ser amado sea puro, luminoso, ilimitado e imagen de Dios (BUBER,
Reden, 47), necesariamente tiene que surgir en él la preocupación de que, al
hacer donación de sí mismo, no comunique también la maldad de su corazón.
«Sólo debe pasar al otro lo puro, lo digno, lo que sirve para la edificación del
ser» (L. BOROS, ¡bid., 24). Así el amor educador tiene necesidad de una
purificación constante.

Otra vez se abre aquí el límite doloroso de la acción educadora. Esta vez no
del lado del educando, sino del lado del educador. Él debe experimentar que
precisamente allí donde empieza la acción educativa es donde más palpables
se hacen los límites, que le señala su propia pobreza. Mas todo eso está muy
lejos de una e. del mero «dejar crecer», lo cual en el fondo constituiría un
repudiar al otro. Si el tú es abandonado a sí mismo, se le deja caer en un
mundo «sin esencia» y en el desamparo, pues queda roto el vínculo yo-tú. Un
mero dejar crecer equivale a permitir que el otro se atrofie, que se aleje del
ser. Vista así, la e. en el sentido antes expuesto, a pesar de su pobreza
óntica, constituye, no obstante, una riqueza de ser, pues ella, en virtud del
estar óntico del educador con el educando, hace que éste reciba aquello por lo
que se edifica su ser. Cf. también -->pedagogía, --> enseñanza.

Reinhold Mühlbauer

B) AUTOEDUCACIÓN

I. Esencia, fundamento y finalidad de la autoeducación

Mientras que en la < educación de otros» la persona que educa ( = el


educador) y la persona que es educada por él ( = el educando) son distintas,
en la a. ambas coinciden realmente. El hombre es a la vez educador de sí
mismo y educando, en cuanto él (como educador de sí mismo) se < eleva»
(como educando) a su más alta y verdadera mismidad.

Con esto aparece como fundamento para la posibilidad de la a. una cierta no


identidad en la estructura óntica de la esencia humana, en virtud de la cual el
hombre es una existencia en tensión dentro de la dimensión del tiempo y de
la historicidad. Ciertamente el hombre es siempre él mismo, pero no en tal
medida que no pueda serlo más intensamente; nunca es tan transparente
para él mismo y está tan «en sí mismo», que no pueda buscar y hallar más
todavía en sus posibilidades; y jamás se posee de tal modo que no pueda
comprenderse en forma siempre nueva y más profundamente.

De esta manera se le va abriendo el «imperativo de la a.», que él experimenta


en la conciencia: «sé el que eres».

Con este imperativo de la conciencia, la a. se manifiesta no sólo como


ontológicamente posible, sino también como moralmente necesaria. En efecto,
el hombre no crece en su propia mismidad sin su acción libre, pues de otro
modo la llamada de la conciencia no tendría ni sentido ni punto de apoyo. Si
ya el propio ser es una actividad o el acto fundamental que el ente (en
nuestro caso el hombre) ha de realizar por sí mismo, sin que nadie pueda
representarle (es significativo que la palabra < ser» no pueda ponerse en
pasiva), con mayor razón lo es su actuación posterior. Por tanto, la exigencia
de la conciencia se dirige al propio yo, en cuanto éste descansa en las propias
posibilidades que aún se hallan sin desplegar (punto de partida de la a.);
finalmente esta misma exigencia llama al propio yo a salir de allí y le señala
como meta el logro pleno del propio ser mediante una despierta y libre
autorrealización: ( = fin de la a.).

II. Medio y cambio de la autoeducación

Con lo dicho hemos anticipado ya un esbozo sobre el medio y el camino de la


a. Ésta se produce por un diálogo del hombre con -->Dios en la conciencia, el
cual condiciona el correspondiente diálogo del hombre consigo mismo, al que
sirve de ocasión concreta el diálogo con las cosas y con los demás hombres.
En la --> conciencia el hombre experimenta que pesa sobre él una exigencia
absoluta -aunque de manera todavía velada- y experimenta igualmente que
un ser le exige en forma absoluta. En una reflexión ulterior éste se descubre
como el ser absoluto (pues, de otro modo, la exigencia absoluta no provendría
de un proporcionado fundamento óntico), y se descubre como tal en un
sentido personal, puesto que su exigencia liga al hombre como persona. Así la
exigencia experimentada en la conciencia se muestra como un requerimiento
personal (y personificante), que procede de una persona absoluta y llama al
hombre hacia su propia realización; él se ve puesto bajo una medida absoluta,
a cuya luz destacan el carácter relativo y el todavía no, o la insuficiencia de su
ser. En cuanto el hombre procura medirse con dicha medida y corresponder
mediante la acción moral a la exigencia que se le plantea, él se asume a sí
mismo con aquella responsabilidad por la que toma en sus manos su propio,
gobierno y rinde cuentas de él mismo. En la medida en que el hombre logra
esto, él se experimenta a sí mismo como una palabra del Absoluto, que se
revela aquí como el prototipo que vivifica y mide al hombre, como imagen
ejemplar en la que éste radica y que él imita mediante su autorrealización
libre en el acto de la respuesta.

La mismidad más alta y verdadera que eleva y configura al hombre, opera así
y se desarrolla desde el prototipo. Pero esto acontece en medio de un diálogo
del hombre consigo mismo, por el cual él, a través de un «autoconocimiento
creador», intenta primero comprenderse, presentarse ante sus propios ojos y
expresarse a sí mismo en su identidad más alta, para luego introducirse en
ella cada vez más profundamente. Le incitan a ello el encuentro y el diálogo
con las cosas y con los otros hombres, que son experimentados y amados
como modelos positivos (o rechazados como «negativos») en medio de un
superior parentesco óntico por el que ellos se elevan y forman hacia un nivel
más alto. A partir de aquí la a. se realiza ulteriormente en un diálogo consigo
mismo que alaba o reprocha, reconociendo lo positivo y dando ánimo y fuerza
para ello, o condenando lo negativo y debilitándolo. Así el diálogo
autoeducador del hombre consigo mismo se realiza bajo la fuerza y la medida
judicial de un diálogo oculto con el Absoluto, en el cual queda incluido todo el
mundo circundante.

III. Formas de autoeducación

Sin duda el hombre no está en condiciones de una a. buscada consciente,


metódica y sistemáticamente hasta que despierta el conocimiento del yo y del
ideal en la pubertad. Por lo general esta forma explícita de a. sólo se presenta
en manera esporádica y está enmarcada en el contexto del instinto o de las
tendencias (en un contexto «funcional»): «En su sombrío impulso un hombre
bueno muy bien sabe del camino recto» (GOETHE, Fausto i, prólogo). Es
decir, la a. tiene un carácter más bien accesorio, o sea, la intención directa y
consciente va encaminada a la adquisición de bienes moralmente neutros
(prestigio, bienestar), y la a. en el sentido de valores personales
(laboriosidad, espíritu ordenado, paciencia...) se adquiere como un producto
accesorio.

Heinrich Beck

EJERCICIOS ESPIRITUALES
I. Origen, esencia y método
Los e. se desarrollaron en el transcurso de los siglos a tono con los cambios
en la -->espiritualidad de la época respectiva. Así se formaron poco a poco los
diversos elementos esenciales de la práctica actual: retiro durante un tiempo
exactamente determinado, procedimiento planificado según determinados
puntos de vista bajo la dirección de un director de ejercicios, y elaboración de
un propósito determinado para imitar a Cristo.

El ejemplo de Jesús en el desierto y el de los apóstoles cuando esperaban la


venida del Espíritu Santo (Act 1, 13) motivaron que ya muy pronto bastantes
obispos y fieles que se sentían llamados se retiraran a la soledad durante
largo tiempo. Eutimio (t 463) fue uno de los más celosos promotores de este
movimiento, que en los siglos vi y vri se había extendido ya por todas partes.
En la edad media se construyeron en muchos monasterios celdas apropiadas e
incluso «ermitas» para huéspedes que querían practicar ejercicios espirituales.

Los padres del desierto fueron los primeros que crearon formas fijas para
estos ejercicios, con meditación, examen de conciencia y prácticas ascéticas,
las cuales en el siglo xiii adquirieron mayor profundidad y rigor. Pero fue la
devotio moderna, sobre todo Mombaer y García de Cisneros, la que fijó en sus
detalles los caminos (la mayoría de las veces divididos en siete partes) y
grados de meditación, aunque se abstuvo de crear un método unitario, rígido
y aplicable a otros ámbitos espirituales.

Como resalta Pío xi en la encíclica Mens nostra, Ignacio de Loyola asumió


inmediatamente la herencia de la tradición patrística y monacal. Él recogió las
partes esenciales más importantes para elaborar un método de meditación y,
con sus Ejercicios, creó un sistema ascético de espiritualidad que se distingue
por el equilibrio de sus elementos particulares y su unidad armónica, y que
sirve al único fin de hallar en paz a Dios nuestro Señor. Como dice Paulo iii en
la bula de aprobación, Ignacio se apoyó en la Escritura y en las experiencias
de la vida espiritual. Él no parte de principios teoréticos, sino de hechos de la
historia salvífica. No da al principio una definición de creación, de pecado o de
vocación, sino que muestra la realidad de la creación, del pecado y de la
vocación divina tal como la sagrada Escritura y la doctrina de la fe presentan
estos hechos. Partiendo de ahí llega a las consecuencias teológicas y a los
problemas personales del ejercitante. Quiere conseguir que adquieran vida en
éste las doctrinas fundamentales del cristianismo: la Trinidad, la creación, la
redención, la gracia, el pecado original, así como la realidad de la Iglesia. El
ejercitante debe saber desde el principio que se halla bajo la acción constante
de Dios. Gradualmente es llevado a una nueva comprensión de su vida y de la
importancia que las realidades sobrenaturales y naturales tienen para su
existencia. A la luz de Dios el hombre conoce el sentido de la creación, de la
historia y de su propia vida, experimenta su encadenamiento por el pecado y
también el ofrecimiento de la redención en Jesucristo, y finalmente, por la
conmoción de esta doble experiencia, llega a la -> metanoia. Jesús, en cuanto
salva, vincula simultáneamente a su misión. En el curso ulterior de los e. el
ejercitante, tomando parte con su meditación en la vida, muerte y
resurrección de Jesús, debe penetrar cada vez más profundamente en el
«espíritu» de Cristo, en su pensar, sentir y querer, a fin de que, en medio de
la apertura interna que da ese compartir los sentimientos de Jesús (Flp 2,5;
de donde nace una vigilancia critica para la -> discreción de espíritus), pueda
experimentar la llamada que le señala su misión especial en la Iglesia. Los
ejercicios están así a servicio del crecimiento en el amor, que conoce en cada
caso su propio camino y en todas las cosas descubre a Dios, a quien se ha de
servir a lo largo de la vida entera. Ese esfuerzo se realiza en unión inmediata
con el Señor y bajo la guía del director de e., siguiendo las reglas que Ignacio
propone en sus Ejercicios espirituales, obra que no quiere ser un libro
edificante ni la exposición teórica de un sistema, sino que se propone servir
de guía espiritual y recoger la iluminación divina que Ignacio experimentó en
Manresa el año 1522, a cuya luz todas las cosas le parecían nuevas, «como si
fuera él otro hombre con otro entendimiento» (Autobiografía, n .o 30). En los
años siguientes, hasta el 1548 (aprobación por Paulo iir), Ignacio reelaboró
varias veces el diseño de Manresa y lo convirtió en un manual para directores
de e., apoyándose también a este respecto en estímulos ajenos (sobre todo
en la Imitación de Cristo, de TOMÁS DE KEMpIS).

Los ejercicios tienden a una renovación total del individuo y, por su


mediación, de la sociedad. Por esto, aunque al principio no se dieron a grupos
sino individualmente, sin embargo no sólo produjeron un profundo cambio en
la vida de algunos hombres, sino que llevaron además a obras de reforma en
muchas diócesis, en conventos y en otras instituciones eclesiásticas, sobre
todo porque pronto se practicaron e. comunitarios tomando como base la
forma ignaciana. Cada casa de e. (la primera fundación se llevó a cabo el año
1561 en Alcalá) se convirtió en un centro espiritual con amplio ámbito de
influencia. Carlos Borromeo basó sus esfuerzos por la renovación del clero en
los ejercicios ignacianos. La casa «Asceterium», fundada el año 1569 en
Milán, constituyó el punto de partida para un poderoso movimiento de e. En el
siglo xvii, por la actuación de grandes misioneros populares, este movimiento
se extendió a amplios círculos en casi todos los países católicos. Las casas
nuevas, ampliadas (la primera casa de este tipo se abrió en Vannes el año
1659), hicieron posible la organización de cursos regulares de e., de modo
que cada vez pudieron participar más fieles en estos e. espirituales.

La difusión y eficacia de los e. se debió en buena medida a las constantes


recomendaciones de 36 papas, en más de 600 declaraciones de diversa
índole. Pío xi nombró a Ignacio patrón de los e. (25-7-1922) y en la encíclica
Mens nostra (20-12-29), dedicada a los e., caracterizó así el libro de Ignacio:
Es « el manual más sabio y amplio de dirección de almas..., es la dirección
más segura hacia la conversión interna y hacia la más profunda piedad».

II. Espiritualidad

La espiritualidad y la pedagogía de los e. se manifiestan mediante el estudio


de su texto y la investigación de su función en la vida espiritual de su autor
(cf. principalmente la Autobiografía). Los trozos más importantes de su primer
manuscrito (otoño del año 1522) son: la llamada del rey, las dos banderas, la
historia del pecado y el examen de conciencia, los rasgos fundamentales de
las reglas para la discreción de espíritus. La primera fijación escrita de su fin
la ofrece Pedro Fabro: modus ascendendi in cognitionem divinae voluntatis. El
conocimiento de la voluntad de Dios con relación a cada uno y la «elección»
de una vida que satisfaga cada vez más a esta voluntad están en el punto
central de los e. ignacianos.
La pedagogía que guía a este fin empieza en la labilidad pecadora del hombre
y en su acción entre la voluntad de Dios y la oposición del mundo. Por la
discreción de espíritus hay que iluminar la situación, superar las imágenes y
los motivos demasiado humanos de conducta y dejar libre la mirada para la
voluntad divina en la figura del Hijo de Dios hecho hombre. Este
esclarecimiento y ahondamiento se producen en aquel proceso íntimo que
lleva al «sentire», un conocimiento de corazón que supera el conocimiento
racional de los objetos de la fe y su aprehensión afectiva, y que hace oír la
llamada de Dios en el centro de la personalidad humana. Por la mediación
humana (director de ejercicios) debe alcanzarse que él mismo, el creador y
Señor, se comunique a sí mismo al alma que se le entrega, y la disponga para
aquel camino donde en adelante mejor pueda servirle. A este conocimiento de
corazón sigue la elección, la cual, más que una aplicación de leyes generales a
un caso particular con ayuda del pensamiento deductivo, es la armonía
sentida internamente de la pura apertura del hombre a Dios ante un objeto
concreto de elección. De esta elección ejercitada continuamente resulta aquel
orden de la vida para salvación del alma que la gracia de Dios señala a cada
uno.

La evidencia de la llamada sentida en lo más íntimo queda también


fundamentada por otro momento cognoscitivo, por las «meditaciones acerca
de Cristo nuestro Señor» (de la segunda a la cuarta semana). La imagen de
Cristo que aparece en los e. surgió en la «eximia ilustración» junto al río
Cardoner (Manresa 1522). Su contenido es: la dinámica de las personas
divinas en la Trinidad y sus huellas en la creación; el Hijo de Dios hecho
hombre, como prototipo y origen de todas las cosas creadas, y como fundador
del orden redentor con su presencia permanente en el hombre y en el mundo;
finalmente, la función mediadora que la humanidad glorificada del Señor tiene
en la obra de salvación. De esta consideración cristológica del mundo se sigue
que tanto la realidad mundana como la Iglesia, aunque con distinta claridad,
son lugar de la experiencia de Dios, e igualmente que la búsqueda de la
voluntad divina ha de dirigirse hacia esos ámbitos y que Dios puede buscarse
y hallarse «en todas las cosas». El «sentire» como palabra clave de Ignacio
para referirse al conocimiento espiritual tiene por tanto como una «estructura
hipostática» (H. Rahner), la cual impide todo espiritualismo exaltado. La plena
e intacta visibilidad de la obra de salvación en Cristo y en su Iglesia es, por
ello, la medida del impulso espiritual que experimenta cada uno y constituye
el límite de los posibles objetos de elección en el seguimiento de Cristo. En el
descubrimiento de esta medida que la iglesia impone a cada uno hay que
buscar el papel del director de e. El principio fundamental del conocimiento
ignaciano de la elección está expresado en las reglas sobre el sentire cum
Ecclesia, de las cuales la 1ª. y la 13ª conservan su validez por encima del
condicionamiento temporal de las otras. El «ordenamiento de la vida para
salvación del alma» tiene el carácter de servicio (mystique de service: J. de
Guibert). Pero el servicio a Dios como creador y Señor ha de realizarse en
medio del mundo. Por tanto, en todo programa de vida planificado y decidido
en la elección («fruto de los e.») ha de estar contenida la preocupación
espiritual por el prójimo, como imitación de la entrega divina a los hombres
por la redención de Jesús. Este giro hacia «afuera» del hombre preocupado
por la salvación de su propia alma es lo peculiar de la espiritualidad de los
ejercicios.
Ignacio Iparraguirre (I) - Ernst Niermann (II)

ELECCIÓN CANÓNICA
Por e.c. ha de entenderse la designación de una persona por decisión de la
voluntad común para un determinado -->oficio o beneficio eclesiástico. En
sentido amplio e.c. es también la designación hecha por una persona (can.
385, 1774 S 2). La confirmación de la e.c. se realiza por una de las tres
formas de la provisión canónica (colación canónica de un oficio, can. 147 § 2).
En algunos casos, a saber, cuando no se requiere la confirmación de la e.c.,
esta misma, seguida de su aceptación por el elegido, constituye la provisión
canónica.

Un colegio posee derecho de elección o bien ipso iure (can. 432, 506) o bien
por un -> privilegio (can. 455 § 1). El que se atribuye este derecho ha de
aportarla prueba de poseerlo; de lo contrario el superior competente tiene el
derecho de libre colación (can. 152).

EL plazo para el ejercicio del derecho de e.c. está limitado normalmente a tres
meses (tempus utile) después de tener noticia de que el oficio está vacante.

Convocatoria de la asamblea electoral. Si en el derecho especial no se


determina otra cosa, el presidente tiene la obligación de convocar a los que
poseen derecho de voto.

Cuando la invitación debe ser personal, ella puede realizarse válidamente en


el lugar donde la persona tiene su residencia habitual o no habitual, o
simplemente en el lugar donde se encuentra. Si uno que tiene derecho a voto
no ha comparecido por no haber sido invitado, no obstante la e.c. es válida.
Pero si el preterido entabla recurso (en un plazo de tres días), la elección
canónica debe invalidarse.

Procedimiento electoral. Para poder votar normalmente se requiere que quien


tiene derecho de voto se encuentre personalmente en el edificio donde se
efectúa la votación. Mas si por razón de enfermedad no puede estar presente
en la votación, es válido el voto emitido por escrito. En este caso, debe ser
recogido el voto por los escrutadores (can. 163). Nadie tiene más de un voto,
aunque su derecho a votar proceda de varios títulos.

La elección canónica es inválida cuando se ha permitido la entrada a alguien


que no pertenece al colegio electoral; también lo es si en la e.c. se han
entremetido laicos, impidiendo la libertad de la misma.

No tienen derecho a voto las siguientes personas: a) los incapaces de hacer


un acto humano; b) los que no han alcanzado todavía la edad de la pubertad;
c) los afectados por una sentencia judicial, por una censura o por la infamia
iuris; b) los herejes públicos y los cismáticos; e) los que por vía jurídica han
perdido el derecho a votar.

Un voto es inválido: a) cuando fue emitido por engaño o por temor grave; b)
cuando no es secreto, o bien es equívoco, o condicionado, o indeterminado.
Las condiciones puestas antes de la votación no tienen consecuencias en
derecho. También vota inválidamente quien se elige a sí mismo.

Los escrutadores (que han de ser por lo menos dos y deben pertenecer
necesariamente al colegio electoral) si no están nombrados por los estatutos
de la e.c. tienen que ser nombrados antes de la votación. Junto con el
presidente de la e.c. han de jurar que ejercerán fielmente su oficio y que
guardarán secreto incluso después de la elección. Un escribano debe
componer un protocolo sobre las distintas incidencias, el cual ha de
conservarse y custodiarse en el archivo del colegio.

Se llama e.c. por compromiso la realizada por una o más personas que el
colegio ha comisionado unánimemente en votación secreta y escrita (can
172).

Resultado. Si el derecho común, p. ej. el can. 321, o un derecho especial


(estatutos, constituciones) han promulgado otras prescripciones, éstas son
jurídicamente válidas. Ese derecho válido puede promulgarse todavía hoy. E1
canon 101 no pretende establecer una norma obligatoria para todos; su fin es
que en cada caso haya una norma válida. Cuando el derecho no prevé otra
cosa, hay que regirse por la norma del can. 101, en virtud de la cual en la
tercera votación queda siempre decidida la e.c. En las dos primeras
votaciones es necesaria la mayoría absoluta (p. ej., nueve de dieciséis votos),
y, concretamente, de los votos emitidos válidamente. Aquí no cuentan ni los
votos inválidos ni las abstenciones. En el caso de que sea necesaria una
tercera votación, queda elegido el que obtiene la mayoría relativa. Pero si dos
(o tres) encabezan la votación con igual número de votos, el presidente de la
e.c. puede decidir en favor de un candidato, aunque no está obligado a ello. Si
no lo hace, queda elegido «el más antiguo por la ordenación, o por la primera
profesión, o por la edad». ¿A qué ordenación se refiere el canon? No hay
ningún fundamento para suponer que se trata de la ordenación sacerdotal; se
trata más bien de la tonsura. En virtud de ésta se alcanza la condición de
clérigo, del mismo modo que por la primera profesión se llega a ser monje. A
nuestro juicio por ordo hay que entender la primera orden, la tonsura. ¿Hay
que tomar en consideración la ordenación también cuando se trata de un
oficio específicamente conventual, p. ej., del oficio de provincial? Este oficio se
da tanto en sociedades de clérigos como en instituciones no clericales. ¿Hay
que tomar aquí como criterio el orden sucesivo indicado en el canon o, más
bien, el tipo de oficio del que se trata? Esto último parece ser el sentido de la
ley. El derecho de personas para la Iglesia oriental habla (en un texto -
fuertemente modificado) de la sacra ordinatio. Pero no está claro si se trata
del diaconado o del presbiterado. El texto prosigue: «antiquior primum sacra
ordinatione, deinde prima professione, denique senior aetate». Sin duda el
derecho occidental recogerá esta precisión. Pero también aquí está sin definir
el sacra ordinatione. Entretanto la seguridad exige que, cuando se presente
un problema de éstos, el presidente de la e.c. designe a la persona.

La elección debe comunicarse inmediatamente al elegido, que ha de


manifestar en el plazo de ocho días si la acepta. Si él no la acepta en el
tiempo establecido o bien la rechaza, pierde el derecho derivado de la e.c.
Confirmación. Si el elegido no es incapaz para el oficio, el superior
competente no puede negar la confirmación. El elegido, antes de ésta, tiene
derecho al oficio (ius ad rem) y, después de ella, posee el oficio. Normalmente
sólo puede ejercerlo cuando ha tenido lugar la toma de posesión. Esto está
prescrito sobre todo con relación a los beneficios (Can. 1443, 334, 461, 1095
§ 1, 1 °).

Se llama postulación la votación en favor de alguien que no es capaz del oficio


a causa de un impedimento del que la autoridad competente acostumbra a
dispensar. En la postulación es casi siempre necesaria una mayoría de dos
tercios, de manera que no basta la mayoría relativa. El resultado de una
postulación debe comunicarse en el plazo de ocho días al superior a quien
compete la confirmación de la e.c., si este superior tiene facultad de
dispensar, y si él no la tiene, ha de comunicarse al papa o a quien puede
dispensar.

Lndwig Bender

EMPIRISMO
En general se entiende por e. una dirección filosófica que, basándose en
presupuestos epistemológicos, sólo admite la --> experiencia (externa e
interna) como fundamento del verdadero -- conocimiento y de la ciencia. En
este sentido el e. constituye el polo opuesto del apriorismo, no menos radical,
que pretende basar la verdad y la certeza del conocimiento únicamente en
principios ideales y deducirlas de ellos. Sin embargo, en esta simple oposición
antitética, usual pero estereotipada, no aparece claramente ni el sentido ni la
intención del empirismo.

Aun reservando el nombre de e. a la -> ilustración inglesa de los siglos XVII-


XVIII, y especialmente a J. Locke (1632-1704) y a D. Hume (1711-1776),
para caracterizar acertadamente al e. hay que verlo dentro de la historia del
pensamiento o del espíritu. No es e. cualquier recurso a la experiencia. La
tensión entre experiencia e idealidad atraviesa toda la historia de la filosofía.
Ya en la antigüedad, particularmente en Aristóteles, se concedió gran
importancia a la experiencia o percepción sensible del ente y a lo largo del
medioevo occidental el recurso al conocimiento comprobado por los sentidos
se convirtió cada vez más en una instancia correctiva frente a la metafísica y
a la teología de la revelación. (Eso se observa, p. ej., en el -> nominalismo,
en la escuela de Chartres, y luego en figuras como Tomás de Aquino, Alberto
Magno, Rogerio Bacon, Guillermo de Ockham, etc.; Federico m osaba incluso
decir: lides enim certa non provenit ex auditu [De arte venandi, c. 1].) Pero
sólo en la filosofía de la edad moderna, bajo el poderoso influjo del rápido
progreso en el conocimiento de la naturaleza (Copérnico, G. Bruno, Galileo,
etc.), se desarrolla la reflexión programática sobre el experimento y la
experiencia en general. Aquí hay que mencionar el Novum Organon
Scientiarum (1620) d= Francisco Bacon de Verulam, el Essay concerning
human understanding (1690) de Locke y los escritos críticos de Hume.

La cuestión de si existió jamás un e. total deberá decidirse por futuros


estudios especiales. Locke y sobre todo Berkeley no pueden considerarse
como representantes del e.; más fácilmente cabría ver un empirista en Hume.
La actitud «empirista» de Condillac, Diderot, Voltaire, J. St. Mill, E. Mach y R.
Avenarius (con su «criticismo empírico») está condicionada por varios
motivos. Análogas tendencias se hallan en el sensualismo, positivismo y
materialismo. Kant, con su tentativa de equilibrio mediante la -> «filosofía
trascendental», no consiguió superar el clima empírico de la edad moderna y
su preferencia por el modelo de las ciencias naturales.

Numerosas corrientes ideológicas de la actualidad respiran un clima básico de


e.: el --> ateísmo que tiene como trasfondo las ciencias naturales, el
materialismo mecanicista y en cierto sentido también el -> materialismo
dialéctico, la excesiva confianza en la psicología y en la sociología
(especialmente en la sociología de la ciencia). Algo semejante puede decirse
en general sobre la postura racional y técnica con relación al mundo. En las
diferentes escuelas de la moderna logística y de la analítica del lenguaje se
establece como norma (con vigencia filosófica) para cualquier clase de
conocimiento, la verificabilidad de una proposición a base de datos obtenidos
en forma exclusivamente empírica.

Contra un e. decidido se puede objetar siempre que él no reflexiona


suficientemente sobre las condiciones básicas de la experiencia. A pesar de
esta necesaria advertencia en el plano filosófico, sería sin embargo estúpido
rechazar sin más la intención y la mentalidad del e. La « hominización del
mundo» (hecha posible por el cristianismo) lleva también consigo aquella
orientación hacia el ente en que las posibilidades de éste se miden sobre una
base experimental. En efecto, la fe bíblica en la creación, llevada a sus últimas
consecuencias, conduce a la superación de un mundo divinizado, lo cual
implica en principio la posibilidad de la ciencia y de la técnica en el sentido
moderno. La concepción cristiana del --> mundo obliga, pues, a la
experimentación y con ello conserva la verdad del e., pero sin aceptar su
ingenua teoría del conocimiento.

Heinz Robert Schlette

ENCARNACIÓN
I. Introducción y notas previas

1. La doctrina acerca de - Jesucristo es el misterio central del -- cristianismo,


que toma su nombre de Cristo. La doctrina sobre el -> Dios uno, que como
persona infinita y trascendente al mundo crea, conserva y dirige a su fin la
realidad mundana, sobre la naturaleza (o esencia) y dignidad del --> hombre,
con su eterno destino en la bienaventuranza, y sobre la unidad entre el amor
a Dios y al prójimo como último sentido y realización salvífica de la existencia
humana, sin duda es también fundamental para el cristianismo y la Iglesia, y
forma parte de la jerarquía de verdades que constituyen el mensaje singular
del cristianismo. Pero ese triple campo doctrinal recibe su contenido
específicamente cristiano y su fundamento último del mensaje sobre
Jesucristo. Sólo en él y en la unidad y la diferencia entre Dios y el mundo que
en él se dan, aparece clara la relación mutua de Dios al mundo y, por ende,
1a esencia propia de Dios como amor que se comunica a sí mismo. En Cristo
se manifiesta la suprema dignidad y la esencia última del hombre como
radical apertura a Dios, y también la garantía históricamente palpable de que
este destino del hombre logra su meta. En él, el amor a Dios y el amor al
prójimo están unidos de la' forma más íntima, pues la única persona del Dios-
hombre es el destinatario de ambos, y así el amor al hombre recibe su
suprema dignidad.

2. El nexo de la doctrina de la encarnación con el conjunto de la fe cristiana


puede aclararse sin más ya en esta nota introductoria. El cristianismo es el
acontecimiento escatológico e histórico de la comunicación que Dios hace de
sí mismo al hombre. Esto significa: la auténtica concepción fundamental del
cristianismo acerca del mundo (incluida la persona espiritual) y de su relación
a Dios, no radica en la doctrina sobre la creación (por básica que ella sea),
sino en la experiencia salvífica realizada en la historia de que el Dios santo,
absoluto e infinito, por su libre gracia, pues él es el amor libre, quiere
comunicarse «hacia afuera», a lo no divino. Y porque quiere comunicarse de
esa manera, él ha creado el mundo como destinatario de la donación de sí
mismo. Así, la autocomunicación de Dios, aun siendo la meta que todo lo
configura, sin embargo, no se convierte en derecho de la criatura finita, sino
que permanece siempre libre gracia del amor divino. Dios crea «lo exterior>
para comunicar el «interior» de su amor. Ese «exterior» no es un presupuesto
independiente de Dios, sino que constituye la posibilidad creada por su
libertad de comunicarse a sí mismo, de suerte que la diferencia con relación a
él procede también de él mismo. Lo mismo que el mundo y la criatura
espiritual, también la comunicación de Dios tiene su historia. En efecto, ella,
aunque sustente desde el principio la historia del mundo como sentido último
y entelequia gratuita, sin embargo, en medio de aquélla tiene su propia
historia y se manifiesta cada vez más claramente, llegando a su punto cumbre
y a su aparición irreversible en la fase escatológica de esa historia de -->
salvación, fase que se ha inaugurado con Jesucristo. Por eso jesucristo, en
cuanto Verbo encarnado de Dios, es: a) la suprema comunicación de Dios, la
cual se produce en la encarnación. Efectivamente, aquí Dios, en tal medida es
el que hace donación de sí mismo, que el «destinatario» de la misma es
puesto por la voluntad absoluta de que dicha donación sea eficaz, es decir,
sea aceptada (ipsa assumptione creatur, como dice Agustín). La comunicación
de Dios mismo crea, pues, el acto de su aceptación (en el espíritu substancial
de una criatura y en su acto libre y definitivo), y al mismo tiempo él se
apropia lo creado de esta manera para manifestar su voluntad y enajenarse
de su condición divina (en el apartado iv ofreceremos una exposición más
amplia y detallada de este punto).

b) En cuanto este espíritu creado, en el que Dios acepta al hombre y el


hombre acepta a Dios, por su esencia es una parte del mundo; con la
aceptación creada de la autocomunicación divina (= Jesucristo), en principio,
también Dios ha aceptado al mundo para su salvación, y en jesucristo esa
aceptación se ha hecho históricamente palpable e irrevocable. En la e. (que
incluye la realización de la vida de Jesús, su muerte y resurrección; ->
redención) se decidió y manifestó la historia del mundo como historia
victoriosa de salvación y no de perdición.

3. La e. es un -> misterio en cuanto lo es también la posibilidad de la


comunicación de Dios mismo a lo finito, así como el hecho de que esa
posibilidad de autocomunicaci6n pueda alcanzar su punto cumbre en la e. Y,
finalmente, la indeductible facticidad de la encarnación precisamente en Jesús
de Nazaret es un factor en el todo concreto de este misterio. Sin embargo, la
libertad de la encarnación puede mirarse como una sola libertad con la de la
comunicación de Dios al mundo por la gracia. En efecto, la esencia de la
aceptación de una realidad mundana en medio de la unidad del mundo debida
a la encarnación, implica ya la fundamental voluntad de Dios de santificar y
redimir al mundo como tal; y a la inversa (cf. luego en iii), la definitiva
aparición histórica de la única voluntad de Dios respecto de la comunicación
de sí mismo al mundo y respecto de la aceptación querida por él, o sea, la
aparición del mediador absoluto y escatológico, implícitamente lleva ya
consigo la encarnación.

4. Cómo la concepción que el Jesús histórico tenía de sí mismo coincide


objetivamente con lo que significa la encarnación del Logos, se muestra en el
artículo -> Jesucristo (cf. también -> Trinidad). Es evidente que la experiencia
de la resurrección de Cristo tuvo una importancia esencial para interpretar el
testimonio de Jesús sobre sí mismo; y en consecuencia no puede dudarse que
el relato acerca de las palabras y acciones en que aparece la
autointerpretación del Jesús anterior a pascua está formulado, con razón,
desde la perspectiva del kerygma sobre el resucitado y como momento del
mismo. Esta resurrección no ha de entenderse solamente como una milagrosa
confirmación externa de las palabras de Jesús (como si no tuviera ninguna
relación interna con ella), sino que en sí misma es el fundamental
acontecimiento escatológico de la salvación, el cual, interpretado exacta y
adecuadamente, hace aparecer a Jesús como el salvador absoluto e implica
así lo que se entiende por encarnación.

II. La doctrina del Nuevo Testamento sobre Jesús

Basta con exponer aquí brevemente la doctrina del NT sobre Jesús (yendo
más allá del testimonio dado por el Jesús histórico sobre él mismo). En
cuanto, de una parte, esta doctrina enseña expresamente la preexistencia de
Cristo y, de otra, toda la « cristología ascensional» del Nuevo Testamento
(Jesús el Mesías y siervo de Dios glorificado por el Padre a través de la pasión
y resurrección), se da implícitamente en la doctrina clásica de la Iglesia, con
tal no se tergiverse en parte o totalmente en sentido monofisita; no es
problema especialmente difícil comprobar la identidad del dogma de la Iglesia
con la cristología del NT. Con ello no se niega que, dentro de esta cristología
del NT, se hallen concepciones muy diversas (que, sin embargo, no se
eliminan unas a otras), según el predominio (en el plano gnoseológico y en el
ontológico) de un esquema de ascensión o descenso y, dentro de ese
esquema, se determine más o menos exactamente el punto mismo de partida.
Es también evidente que, dentro de la historia de jesús y de la cristología
neotestamentaria, hay determinados conceptos (Hijo de Dios, Hijo del
hombre, Mesías o Cristo, etc.) que recorren una historia de interpretación,
ahondamiento y perfeccionamiento, de modo que no cabe suponer que ellos
tengan el mismo sentido en todos los contextos. Cf. además --> Jesucristo y -
> cristología.

III. La doctrina del magisterio eclesiástico

1. Su preparación en la evolución histórica del dogma


Los textos de una «teología ascensional» en el NT, tales como Gál 4, 4; 1 Cor
2, 8; Flp 2, 5-11; Col 2, 9; Heb 1, 3; Rom 1, 3s; Jn 1, 14, etc., muestran
cómo, ya en la época del NT, la experiencia sobre el hombre Jesús fue vertida
en enunciados de los fieles sobre el Hijo preexistente de Dios aparecido en la
carne. Así se comprende que la temprana cristología hasta el siglo iv pudiera
fácilmente superar una mutilada cristología ascensional (Jesús interpretado
como un Mesías meramente humano: ebionitas) y que las controversias
cristológicas de los primeros siglos, por extraño que parezca, afectaran más
bien a la cuestión de la relación del Hijo preexistente con el Padre (--
>arrianismo, sabelianismo, ->modalismo), de modo que no pertenecen a este
contexto, o plantearan el problema de cómo había de entenderse más
exactamente la «carne» en que el Hijo de Dios apareció entre nosotros como
revelador del Padre y mediador de la salvación. En el -> docetismo la carne se
volatiliza completamente. En una extrema (apolinarismo) o moderada
(Atanasio) teoría del logos-sarx, la espiritualidad humana de Jesús es negada
en oriente, o por lo menos no se aprecia bastante como magnitud teológica.
En occidente, la explicación del misterio de Cristo a base de conceptos
teológicos se va desarrollando sin grandes roces desde Tertuliano, pasando
por Novaciano, Ambrosio y Agustín, hasta desembocar en la fórmula clásica
de León i a mediados del siglo v. La persona única (ya así Tertuliano) tiene un
doble status (Spiritus [divinidad], caro: Tertuliano), es unus, aunque posee
utrumque (divinitas -corpus, caro, nostra natura: Ambrosio); sin embargo
todavía se dice a menudo (sin negar por ello la unidad de la persona) que el
Verbo del Padre asumió a un hombre, y no precisamente la «naturaleza
humana», como decimos ahora. Más difícil fue el curso de la evolución en
oriente. Cierto que ya en Orígenes se da el axioma de que el hombre sólo
puede estar completamente redimido si el Logos asumió toda la realidad
humana, con alma y cuerpo. Pero la explicación teórica de la unidad entre el
Logos y la «carne» (el hombre, la humanidad), y por tanto la explicación de la
comunicación de idiomas, ofrece notables dificultades.

La distinción entre hipóstasis y fisis se fue elaborando muy lentamente en la


teología de la Trinidad, y aún se tardó más en aplicar esta distinción de modo
general a la cristología. Prósopon (como principio de unidad en la escuela de -
> Antioquía) podía interpretarse fácilmente como principio de mera «unidad
moral», de suerte que los predicados sobre Cristo debían distribuirse entre
dos sujetos substanciales distintos. Esa tendencia en el -->nestorianismo pasa
a ser una afirmación decisiva. Por otra parte, los modelos más antiguos de
representación, que explicaban la unidad de lo divino y lo humano como una
«mezcla» o la presentaban como la unidad entre el cuerpo y el alma (también
en el occidente, p. ej., Agustín; cf. Dz 40), tampoco eran muy apropiados
para acentuar adecuadamente la unidad y la diferencia de lo divino y lo
humano en Cristo. En lucha contra el nestorianismo, la teología alejandrina
trató de expresar la verdadera unidad substancial del único Cristo, Dios y
hombre, mediante el concepto fisis (o mediante los términos hipóstasis,
prosopon, que todavía tenían un sentido equivalente). Así, en una fórmula que
procede de la cristología apolinarista del logos-sarx, Cirilo, y con él el concilio
de Éfeso en cierto modo, habla todavía de la única physis (naturaleza) del
Logos encarnado o de su naturaleza encarnada (cf. Dz 115, 117), sin
propósito de negar con ello la plena humanidad y su distinción de la divinidad.
Pero luego el monofisismo (Eutiques) abusa de la fórmula. Sólo el concilio de
Calcedonia aporta claridad terminológica: prosopon, hipostasis, se entienden
en el mismo sentido, significando el sujeto substancial y (aquí) el principio
unificante de las naturalezas; physis (oúsia, natura) ya no se entiende
terminológicamente en el mismo sentido que hypóstasis o persona, sino que
(como en la doctrina de la Trinidad) significa el principio por el que un sujeto
último recibe su determinación objetiva y realiza una actividad específica. Sin
embargo, a la vez hemos de notar que esta terminología no está fijada con
precisión y no se desarrolla a base de principios claros, sino que se aplica
inmediatamente a los enunciados cristológicos. Así no debe sorprendernos que
muchos puntos queden oscuros - ala postre hasta hoy día - y estén a merced
de la interpretación filosófica y teológica de escuelas y teólogos particulares.
Esto significa que, si se quiere deslindar el verdadero sentido teológicamente
obligatorio de dichos conceptos (positiva y negativamente), hay que
orientarse una y otra vez por la sencilla idea creyente de que justamente este
uno concreto, que obra y nos sale al paso, es verdadero Dios y verdadero
hombre; ambos predicados no dicen lo mismo y, sin embargo, lo que ellos
expresan pertenece a un solo sujeto. Después del concilio de Calcedonia, la
historia posterior de la cristología es la lucha dogmática con el ->
monotelismo. En lo demás, empero, casi no hay historia del dogma, sino sólo
de la teología. Se intenta definir más exactamente las nociones empleadas.

Dentro de la teología católica, pueden observarse sutiles variaciones entre una


cristología que acentúa más la distinción de naturalezas, y otra que resalta su
unidad en la persona única; se consideran las consecuencias que se siguen de
la unión hipostática para la naturaleza humana de Cristo (su gracia, su
ciencia, la manera como la hypóstasis influye sobre la naturaleza humana, la
cuestión de la «conciencia» de Cristo, la posibilidad de una libertad humana
bajo el señorío del Logos, etc.); se hacen ensayos para entender la «unidad»
de la persona divina como consecuencia de otra realidad ontológica (p. ej., el
moderno tomismo: la existencia del Logos actualiza por sí mismo la
naturaleza humana de Cristo y la une así consigo). Pero todo esto sólo
interesa al pastor de almas en cuanto le hace ver que, con la clásica fórmula
de Calcedonia, aún vigente, la teología, la predicación y la piedad no han,
agotado la forma de expresarse sobre el tema de la encarnación.

2. La doctrina oficial de la Iglesia

a) Característica general. La doctrina del magisterio eclesiástico está


formulada en forma objetiva y óntica, es decir, a manera de enunciados sobre
Jesucristo «en sí», sin conexión explícita con la cuestión de cómo nosotros
encontramos a jesús en la experiencia histórica y en la fe, y con la pregunta
de cómo partiendo de la peculiaridad de este encuentro (que es el último y
absoluto encuentro con Dios, tal como él es en sí, en medio de nuestra
historia más concreta), podemos lograr y entender mejor precisamente esta
cristología óntica. Esa doctrina tiene su concepto clave en la distinción entre --
> persona y -> naturaleza y, por ende, en la fórmula de la unión hipostática,
tal como fue insuperablemente elaborada en la enseñanza del concilio de
Calcedonia.

b) La doctrina fundamental. El Verbo (Logos) eterno (o sea, preexistente), el


Hijo del Padre, como segunda persona de la Trinidad hizo suya, por la unión
hipostática (Dz 148, 217) una naturaleza humana, creada en el tiempo, con
cuerpo y alma espiritual, tomada de María virgen, que es verdadera madre del
hombre asumido. Y la hizo suya en verdadera, substancial (Dz 114ss) y
definitiva (Dz 86s, 283) unidad (contra el - nestorianismo). En la producción
de la unión concurrieron las tres personas divinas (Dz 284, 429); pero sólo el
Verbo se unió con la naturaleza humana (Dz 392; contra tos patripasianos),
sin perjuicio de la diferencia, sin mezcla, entre la naturaleza divina y la
humana incluso después de la unión (-->monofisismo), haciéndose así
verdadero hombre. Por tanto, a la única persona del Verbo le pertenecen dos
naturalezas: la divina y la humana, sin mezcla ni separación (Dz 143s, 148);
un solo y mismo sujeto es Dios y hombre. Síguese que de un solo y mismo
sujeto pueden predicarse las realidades de las dos naturalezas; y, por tanto,
de este sujeto único, nombrado por una de las naturalezas, pueden predicarse
las propiedades de la otra (comunicación de idiomas, Dz 291). Esta unión
hipostática pertenece a los misterios absolutos de la fe (Dz 1462, 1669).

c) La verdadera filiación divina de Jesucristo. Si se nombra a este solo y


mismo Jesucristo, hemos de decir que es: verdadero Dios (Dz 54, 86, 148,
224, 290, 994, 2027-2031); Hijo consubstancial del Padre (Dz 86, 554, 1597;
-> arrianismo); su Verbo (Dz 118, 224), Dios de Dios, engendrado, no creado
(Dz 13, 39s, 54), unigénito (Dz 6, 13, 86); una persona de la Trinidad (Dz
216, 222, 255, 708 ); creador de todas las cosas (Dz 54, 86, 422), eterno (Dz
54, 66) e impasible (Dz 26); por ser hijo verdadero y consubstancial no es
hijo adoptivo (Dz 289, 309s, 311ss) como nosotros (contra el adopcionismo y
una determinada forma teológica del Assumptus-Homo). Esta divinidad de
Cristo es también el presupuesto de su función de mediador en la redención,
de los oficios de Cristo y de las excelencias que, aun en su naturaleza
humana, consubstancial con nosotros, lo distinguen de nosotros, a pesar de
que estas propiedades le convienen también en cuanto él es hombre.

d) Este mismo Jesucristo es verdadero hombre: 1 °, tiene verdadero cuerpo,


pasible (antes de la resurrección) (Dz 13, 111a, 148, 480, 708), no un cuerpo
aparente (Dz 20, 344, 462, 710) o celeste (Dz 710); en el momento de la
concepción, su cuerpo se unió con la persona del Verbo (Dz 205), pero
conservando como forma esencial un alma espiritual y racional (Dz 216, 480).
Por tanto, Jesucristo posee un alma humana, sensible y espiritual, creada, no
eternamente preexistente (Dz 204, 13, 25, llla, 148, 216, 255, 283, 290, 480,
710). De ahí se sigue que es herejía todo docetismo y toda teología extrema
del logos-sarx (p. ej., el apolinarismo: Dz 65, 85). Así Jesucristo es
consubstancial con nosotros (Dz 149), hijo de Adán, formado de una madre
en manera verdaderamente humana, de nuestra misma sangre y hermano
nuestro (Dz 40 et passim). Por eso hay que confesar contra el monotelismo la
voluntad propia del hombre Jesucristo, libre y creada, distinta de la voluntad
divina del Logos, pero en plena armonía con ella (Dz 251ss, 288ss, 1465). La
voluntad humana de Jesús tenía su operación proporcionada (Dz 144, 148,
262-269, 288-293, 710), por la que él, con verdadero temor de Dios (Dz 310,
343, 387), estaba sometido a sus disposiciones (Dz 285 ).

2 ° En esta humanidad (y no por causa de ella) Jesucristo es hijo natural del


Padre, digno de adoración (Dz 120, 221, 1561; aun respecto de su corazón:
Dz 1563; sangre de Cristo), impecable (Dz 122, 148, 224, 711; ConLac vii
560s), santo (con santidad substancial por la unión hipostática y con santidad
accidental por la gracia santificante). Él tenía el don de la integridad (exención
de la concupiscencia), el poder de hacer milagros (Dz 121, 215, 1790, 2084)
y una ciencia correspondiente a su misión (con inclusión de la visión de Dios
desde el principio: Dz 248, 1790, 2032-2035, 2183ss, 2289; contra los
agnoetas); pero, antes de la resurrección, no era impasible ni carecía de los
defectos naturales (Dz 429, 708). En virtud de su humanidad le corresponden
determinados oficios.

3 ° Las afirmaciones del magisterio (extraordinario) de la Iglesia sobre la vida


y obra de Cristo, si prescindimos de la doctrina sobre la redención (->
satisfacción, --> soteriología), son relativamente escasas. Por lo general, este
tema se trata en la predicación ordinaria comentando los textos de la
Escritura.

IV. La doctrina sobre la encarnación en la predicación actual

I. La e. es un misterio de fe con todas sus implicaciones, que son: la


imposibilidad de forzar la libre adhesión creyente a él, el carácter paradójico
de su formulación, su apariencia «escandalosa» para la soberbia de un
racionalismo autónomo que sólo acepta lo evidente. Pero un misterio no es un
mito, ni un milagro, o sea, no puede entenderse ni predicarse como algo con
que el hombre no debe contar seriamente dentro del ámbito de su propia
experiencia, siempre que el campo de esa -->experiencia no se reduzca, con
un espíritu racionalista y técnico, al ámbito de lo verificable empíricamente.
Esto significa que en el hombre debe darse cierta posibilidad de pensar y
esperar este misterio, si bien esa capacidad apriorística de entender ha de
actualizarse mediante el encuentro concreto con él y con la predicación acerca
del mismo. En consecuencia la predicación debe guardarse (más que antes)
de dar a la proclamación de este misterio cierto sabor «mitológico». Se cae en
ese peligro siempre que la naturaleza humana de Cristo es presentada como
librea de Dios, en la cual está envuelto el Logos para manifestarse a través de
ella, como una especie de marioneta, manipulable desde fuera, de la que Dios
se sirve a manera de un mero «instrumento» material, para darse a conocer
en el escenario de la historia universal. Ahora bien, esto supone la
confirmación de la doctrina que a continuación vamos a exponer.

2. La naturaleza humana de Cristo, que pertenece a la persona del Logos, ha


de entenderse de forma que Jesucristo sea en realidad y en plena verdad
hombre, con todo lo que forma parte del ser humano: una conciencia creada
que, adorando, se siente a infinita distancia de Dios; una subjetividad y
libertad humana y espontánea, con una historia propia, la cual, por ser
historia de Dios mismo, por estar unido con él, no pierde, sino que gana
independencia. Unidad con Dios e independencia son precisamente
magnitudes que crecen en la misma proporción, no en proporción inversa,
como resalta ya Máximo Confesor (PG 91, 97 A). El acto divino de la unión es
formalmente en sí mismo el acto de la liberación de la realidad creada para su
independencia activa de cara a Dios. Esto significa que la actual cristología (en
la predicación y en la reflexión teológica) tiene que reproducir, por así decir,
aquella historia de la «cristología ascensional» que, ya dentro del Nuevo
Testamento, entre la experiencia del Jesús histórico y la teología de Pablo y
de Juan, con sus fórmulas relativas a la glorificación se transformó con tanta
rapidez en una doctrina sobre la e. del Hijo preexistente y Logos de Dios. Se
ha de predicar la e. de forma que la experiencia del Jesús concreto e histórico,
en tal medida se haga profunda y radical, que se convierta en la vivencia de
una absoluta y definitiva cercanía de Dios al mundo y a nuestra existencia a
través de Cristo. Y esa cercanía sólo se acepta conscientemente, sin
abreviaciones ni reservas, si conservan su validez y son entendidas las
fórmulas clásicas de la cristología. Se puede, pues, experimentar en primer
lugar a Jesús como un «profeta» que, con nueva fuerza creadora, fue tocado
por el misterio de Dios y, viviendo a la vez con toda naturalidad a base de la
historia de su propio mundo, predicó a Dios como padre y la apremiante
cercanía del reino de Dios. Aun dentro de la cristología ortodoxa tenemos la
posibilidad y el derecho de ver una conciencia de Jesús auténticamente
histórica, pues la más honda trascendencia espiritual, siempre presente, de su
ser hacia la inmediatez de Dios (llamada en la teología escolástica visión
inmediata de Dios por el alma de Jesús), no excluye una verdadera
historicidad de su vida religiosa hacia Dios como último horizonte y situación
fundamental de su existencia humana. Pero este profeta no se concibe
simplemente como uno de los muchos despertadores -surgidos aquí y allí de
una auténtica y radical relación religiosa del hombre a Dios en medio de una
historia abierta hacia un futuro indeterminado, sino como el definitivo autor
de la salvación eterna, en cuya persona, muerte y resurrección está presente
la alianza definitiva entre Dios y el hombre, la cual es experimentado como tal
en su resurrección. No se siente como mero profeta de un «reino de Dios»
que no se dé aún en absoluto, que todavía haya de venir, ni de un reino (o
salvación) que subsista independientemente de su persona y que, como tal,
sea solamente objeto de su palabra, sino que él en persona es ese reino, de
suerte que en la relación con él se decide la salvación eterna de cada hombre.
Ahora bien, un autor así de la salvación (nótese que «salvación» se entiende
como meta definitiva o escatológica de la historia, sobre el trasfondo de un
acontecer histórico que, «de suyo», pudiera siempre ser de otra manera y
continuar marchando hacia lo indeterminado, y sobre el trasfondo de un Dios
que «de suyo» tiene infinitas posibilidades) implica lo que nosotros llamamos
e. Por qué el concepto de autor absoluto de la salvación implica la
«encarnación» de Dios, vamos a exponerlo con un poco más de precisión bajo
otro aspecto.

3. En la actual situación de la historia del espíritu (desde el comienzo de la


edad moderna, con su giro desde el cosmocentrismo griego, que piensa
partiendo de la «cosa» material, al moderno antropocentrismo, el cual parte
del sujeto que piensa y quiere la «cosa» como primer modelo para elaborar la
cuestión del ser en general), es posible y necesario traducir la cristología
óntica (sin suprimirla ni dudar de su validez permanente) a una cristología
transcendental opto-lógica, precisamente para entender mejor la cristología
clásica. Usando una fórmula sumamente sencilla, esto significa que el hombre,
desde lo hondo de su ser, es una cuestión absolutamente ilimitada sobre Dios,
y que él no se ocupa en esta pregunta como si fuera simplemente uno de los
muchos problemas que pueden atraer su atención. Lo cual se pone de
manifiesto por el hecho de que la referencia trascendental a Dios en el
conocimiento y la libertad (como posibilidad permanentemente abierta desde
Dios, no como subjetividad autónoma) es la condición, que se da siempre en
forma no refleja, de la posibilidad de todo conocimiento y acción libre del
hombre. Esta trascendencia se realiza desde luego en una multiplicidad
espacial y temporal de actos «accidentales del hombre», que constituyen su
historia; pero justamente esa multiplicidad está sostenida por el acto
fundamental de la trascendencia, que es la esencia del hombre. Este acto
fundamental (en cuanto precede a la realización de la libertad del hombre) es
a una la pura procedencia de Dios y la pura ordenación a él, es la abertura a
Dios constantemente producida por él en el acto de la creación. Dicha
apertura es a la vez una pregunta dirigida a la libertad así constituida acerca
de si quiere aceptar o rechazar esa trascendencia, y se comporta también
como una potentia oboedientialis para la comunicación de Dios mismo como
posible, pero libre, y suprema respuesta suya a la pregunta qué es el hombre
(cf. -> gracia, -> redención). Ahora bien, si la posición de esa pregunta, qué
es el hombre, y la aceptación de este preguntar por Dios mismo se producen
con tal fuerza creadora, que la pregunta es puesta como condición de la
posibilidad de la respuesta que se da en la comunicación de Dios mismo a la
humanidad, y ello de forma que: a) el propósito de dicha comunicación y de
su aceptación por parte del hombre pone en cuanto voluntad absoluta (y no
sólo condicionada) esta potentia oboedientialis, la pregunta infinita qué es el
hombre, y la pone porque el propósito de respuesta es absoluto; b) esta
promesa absoluta (es decir, que implica su aceptación en una predestinación
formal) de la comunicación divina a la criatura espiritual en general se
manifiesta en una aparición histórica irreversible; de ahí se deduce como
consecuencia que semejante unidad de pregunta y respuesta absoluta es en
un lenguaje ontológico lo mismo que la unio hypostatica en el lenguaje óptico.
Pues, bajo tales presupuestos, la «pregunta» (qué es el hombre) constituye
un elemento interno de la respuesta misma. En efecto, si la respuesta no sólo
procede simplemente de Dios como autor, sino que es estrictamente él
mismo, y si la pregunta (como libremente aceptada por ella misma e inclinada
hacia la respuesta, como pregunta que admite la respuesta) está puesta como
factor del Dios que se da a sí mismo en respuesta (= se comunica a sí
mismo); en tal caso la posición de la «pregunta», como momento interno de
la respuesta, es una realidad distinta de Dios, pero que le pertenece de la
manera más estricta, es realidad suya propia. Partiendo de aquí se podría
mostrar más a fondo que la diferencia «sin mezcla» entre lo divino y humano
en Cristo brota de la voluntad unificante de la autocomunicación de Dios, que
la «creación» de lo humano se hace aquí (como dice ya Agustín) por la
«aceptación» misma, que la «alianza» (como, en principio, ha acentuado
rectamente K. Barth) sostiene la creación. Lo que acabamos de expresar sólo
puede comprenderse y valorarse justamente, si lo dicho se entiende con
estricto rigor ontológico, es decir, si se admite el presupuesto de que espíritu,
conciencia, libertad y transcendencia no son epifenómenos accidentales de
una realidad (a la postre concebida como «cosa»), sino que constituyen la
verdadera esencia del ser, el cual, en cada ente está impedido para llegar a sí
mismo por el «no ser» de la materia: actus de se illimitatus limitatur potentia
realiter distincta, diría el tomista (cf. Dz 3601ss, 3618). Partiendo de ahí se
comprende también que se produzca la entrega (o donación irreversible y
victoriosa) de Dios mismo al mundo (por la gracia divinizante) y que ella
tenga en el único Dios-hombre su aparición históricamente irreversible y
victoriosa, y su presencia histórico-salvífica. Además, así aparece claramente
que el Dios-hombre, por una parte, como el acontecimiento totalmente
singular pertenece a la única historia de salvación (el descenso de Dios al
mundo se produce propter nostram salutem), y, por otra parte, no constituye
un «estudio» separado de divinización, sin el cual la restante divinización del
mundo (por la gracia) pudiera concebirse como un estadio inferior. Finalmente
se comprende también que el misterio de la e. radica, por una parte, en el
misterio de la comunicación divina al mundo (misterio que a su vez se hace
comprensible por el impulso del hombre a la absoluta cercanía respecto de
Dios, el cual está soportado por dicha comunicación; y por esto la e. queda
preservada frente a la impresión de ser algo milagroso y extrínseco), y, por
otra parte, en que esta e. acontece precisamente en Jesús de Nazaret.

4. Una inteligencia de la e. (que naturalmente no suprime su carácter de


misterio) puede lograrse también desde otro punto de vista, que en la
actualidad debe tenerse necesariamente en cuenta si ese misterio ha de
predicarse a los «paganos» incrédulos. El hombre de hoy posee una
concepción «evolutiva» del mundo; mírase a sí mismo (a la humanidad)
profundamente envuelto en el río de la historia, el mundo tiene para él una
«historia natural», no es una magnitud estática, sino genética. La historia de
la naturaleza y del mundo forman una unidad. Y la historia total y única es
experimentada y vista como un acontecer «dirigido hacia arriba»,
prescindiendo de la manera de caracterizar la estructura formal de la altura
cada vez mayor hacia la cual se eleva cada fase de la historia (por ej.,
creciente interioridad, progresiva intervención en la totalidad de la realidad,
creciente unidad y complejidad de los entes particulares). Si esta historia ha
de producir realmente algo nuevo (es decir, superior, con mayor poderío
óntico y no simplemente «otra» cosa) y ha de producirlo, no obstante, por sí
misma; en tal caso, la transición de una fase y forma de la historia a otra
nueva sólo puede caracterizarse como un «transcenderse a sí misma». Ahora
bien, este transcenderse hacia lo superior, aun cuando ex supposito es acción
del ente histórico mismo, sólo puede acaecer en virtud del ser absoluto de
Dios, el cual, sin convertirse en elemento esencial del ente finito en su
devenir, por su conservación y cooperación creadora y como futuro (que por
lo menos en forma implícita mueve desde sí y es apetecido en cuanto fin)
opere dicha transcendencia del ser finito como obra de éste. Si este concepto
de la transcendencia de sí mismo se entiende como movimiento divino, y éste
se concibe como donación de la transcendencia de sí mismo; en tal caso, la
evolución del mundo material y espiritual puede entenderse como historia
una, sin que dentro de esta unidad del mundo y de la historia puedan negarse
o ignorarse por eso las diferencias esenciales. Como sabemos por la
revelación de Dios, que interpreta la suprema experiencia de la gracia que se
da en la existencia: el sumo, absoluto y definitivo acto de trascendencia del
ser creado, que sostiene todos los precedentes y les da su último sentido y
finalidad, es la autotranscendencia del espíritu creado por la recepción
inmediata del misterio infinito, del ser de Dios mismo. Esta
autotranscendencia necesita en un sentido absolutamente singular de la
«cooperación» divina. Vista desde aquélla, esta cooperación divina se llama
comunicación gratuita de Dios. La historia del mundo y del espíritu, que tiene
lugar en graduales actos de transcendencia por parte del ser creado, está
sostenida por la comunicación de Dios, lo cual tiene como presupuesto la
acción por la que Dios en su actividad eficiente crea lo distinto de él, mientras
que ella misma es la causa primera y el fin último del mundo fáctico. Postrera
y suprema transcendencia del ser finito y radical autocomunicacíón de Dios
son los dos aspectos de lo que acontece en la historia. Aquí nunca deben
olvidarse dos puntos. En primer lugar, el hacia «dónde» de este trascender es
siempre el misterio incomprensible de Dios. Con lo cual, todo camino hacia el
futuro está determinado, entre otras cosas, por esta peculiaridad del término,
es camino hacia lo desconocido, que permanece abierto.
Con lo cual todo transcenderse es esperanza y confianza amorosa en una
realidad substraída por completo a nuestra disposición, la cual se comunica
como amor incomprensible. Y además, la historia del trascenderse es historia
de la libertad, y, por ende, de la posible (y efectiva) culpa y del «no» a esta
dinámica histórica, es historia de la interpretación falsa (o sea, autónoma) de
la autotrascendencia y, con ello, de las posibilidades de fracasar absoluta y
definitivamente en la consecución del fin último. Luego, dentro de esta doble
posibilidad de la historia de la libertad, también tienen su puesto necesario la
renuncia, la «cruz» y la muerte.

Ahora bien, esta historia de la comunicación de Dios y de la transcendencia de


la criatura, que es la historia de la creciente divinización del mundo, no
acontece solamente en la profundidad de la conciencia libre, sino que, en
medio de la unidad del hombre multidimensional y de la dinámica de la gracia
para la transfiguración de todo lo creado, tiene una peculiar dimensión
histórica. En efecto, aparece y se crea su dimensión tangible en lo que
llamamos historia de --> salvación en el sentido auténtico y corriente; y éste
es el lugar donde acontecen la comunicación de Dios mismo y el trascenderse
de la criatura (más concretamente, del hombre). Cuando la comunicación de
Dios y la transcendencia del hombre llegan en medio de la historia concreta a
su punto culminante, absoluto e irreversible, es decir, cuando Dios está ahí,
en el tiempo y el espacio, incondicional e irrevocablemente, y la
transcendencia del hombre llega justamente a esa total pertenencia a Dios;
entonces se da lo que en términos cristianos se llama e. Con ello se da un
cristocentrismo del cosmos y de la historia misma de la libertad. Pero esto no
ha de entenderse como si «sólo» en Cristo el mundo se transcendiera en
forma absoluta. El acto de trascendencia se realiza más bien en la realidad
entera del mundo, en cuanto todo lo material se transciende a sí mismo
dentro de lo espiritual y personal, y sólo como componente de lo espiritual (en
ángeles y hombres) existirá definitivamente en la consumación, alcanzando en
la plenitud definitiva de la creación espiritual la suprema cercanía a Dios, al
ser absoluto e infinito. En ese sentido, propiamente, Cristo no constituye un
«estadio superior» del autotrascenderse del espíritu y de la comunicación
divina, como si hubiéramos de preguntarnos por qué se da una sola vez y no
es alcanzada, en una especie de «pancristismo», por toda criatura espiritual.
El Logos encarnado es más bien culminación y centro de la divinización del
mundo, en cuanto él alcanza su realidad como «individuo» cuando la
divinización del mundo llega en la gracia y la gloria a su punto culminante e
irreversible y a su victoria manifestada históricamente. Porque Dios se
promete al mundo, hay Cristo; él no es sólo un posible comunicador de una
salvación, si quiere realizar esa comunicación, sino que en sí mismo es esta
comunicación aparecida en forma irrevocable e histórica (lo cual no hace
superfluas la cruz y la resurrección, sino que las implica: -> redención).

5. Sobre la cuestión de por qué el dogma cristiano afirma que se ha hecho


hombre el Hijo del Padre, el Logos divino como segunda persona del Dios
trino, y no otra persona divina, remitimos al artículo sobre la -> Trinidad. La
inteligencia de los dos tratados (Trinidad y e.) tiene una relación de
condicionamiento recíproco. Porque la Trinidad «económica» es la
«inmanente» y viceversa, la «Palabra» en que el Padre (el Dios sin principio),
sin dejar de ser incomprensible, nos descubre su propia realidad (de modo
que la Palabra tiene que ser consubstancial con el Padre) es también
necesaria para nuestra inteligencia del Logos «inmanente» del Padre, y
viceversa.

6. Por estas consideraciones (bastante incompletas si tenemos en cuenta el


estado de la teología actual) y otras parecidas, la predicación de hoy debe
crear en el oyente del mensaje cristiano el a priori necesario para que pueda
«llegarle» la doctrina sobre la e. y no le produzca la impresión de ser una
mera representación mitológica.

Karl Rahner

ENCÍCLICAS
I. Concepto e historia

Etimológicamente el término e. (égkyklioi, epistolai) equivale a circulares. En


el uso eclesiástico las e. son cartas dirigidas a varias o a todas las Iglesias
cristianas, como la primera de Pedro a las del Ponto, Galacia, Capadocia, Asia
y Bitinia, o la del martirio de Policarpo «a todas las parroquias de la Iglesia
católica». Por su destinación universal tales cartas eran llamadas católicas en
los siglos 11 y 111; así designa Eusebio las de Dionisio de Corinto (Hist. ecle.,
lv, 23). En el siglo lv los escritos que Alejandro de Alejandría y Atanasio
dirigieron a todos los obispos recibieron el nombre de e. (PG 25, 221, 537;
42, 309). En el siglo v es notable el Códice encíclico, que contiene 41 cartas
en defensa del concilio de Calcedonia: una del emperador León 1, otra de
León Magno y las demás de obispos; Evagrio dice que esas cartas formaban
parte de las «llamadas e.» (PG 86, 2532). Importante es la e. del año 649,
escrita en latín y griego, del papa Martín 1 (PL 87, 119). Otras muchas cartas
de los ocho primeros siglos, aunque no se llamen e., son plenamente
equiparables a ellas. En la edad moderna Benedicto xlv, con su e. inaugural
del 1740, se propone «restaurar la antigua costumbre de los papas» (BulRom
25, VIII, 3-6); pero solamente siete de sus bulas se llaman e. Sus seis
sucesores inmediatos, cuyo pontificado abarca un período de 73 años, dieron
el nombre de e. tan sólo a siete cartas. Con Gregorio vi, desde 1831, se hacen
más frecuentes y normales los escritos llamados e. Conocemos con este
nombre 16 escritos de Gregorio xvl, 33 de Pío lx, 48 de León xiii, 10 de Pío x,
12 de Benedicto xv, 30 de Pío xi y 41 de Pío xll. De las 63 anteriores a León
xiii todas se titulan Epístolas e., excepto dos llamadas Letras e. La distinción
neta entre estas dos clases de documentos aparece con Pío xl y Pío x11, que
reservan la segunda designación para las circulares dirigidas a la Iglesia
universal, y en ellas los papas apelan no pocas veces a «la plenitud de su
potestad apostólica».

II. Valor de las encíclicas

Las e. están relacionadas con la potestad papal «de enseñar y gobernar a


todos y cada uno de los pastores y fieles de la Iglesia universal, los cuales
tienen obligación de obedecerle; tanto en las cosas de la fe y la moral como
en las que pertenecen al régimen y disciplina de la Iglesia» (Vaticano 1, Dz
1827). De ahí que unas sean doctrinales y otras disciplinares. Las de mayor
autoridad son las doctrinales, sobre la fe y las costumbres, que van dirigidas a
todo el orbe católico. A éstas nos referimos en lo que sigue. En ellas el papa
habla «en su calidad de pastor y maestro de la Iglesia universal». En casos
excepcionales, como en la citada de Martín 1, las e. son documentos
«sinodales», y entonces el papa, como cabeza del cuerpo episcopal, promulga
en ellas las decisiones conciliares. Pero, en general, las e. son escritos
personales del papa, que van dirigidos el episcopado y están motivados,
según palabras de Pío vil, «por el deber principal y exclusivamente suyo que
los papas tienen de confirmar a sus hermanos» (BulROm 35, 25). De ahí la
autoridad de las encíclicas, que se deduce sobre todo de su finalidad más
característica, señalada por León Magno: «Para que por todo el mundo sea
una la fe» (PL 54, 799); palabras que concuerdan con la frase lapidaria de
Agustín: «Dios puso la doctrina de la verdad en la Cátedra de la unidad» (PL
33, 403 ). Las e. doctrinales son una manifestación del magisterio ordinario
del papa, que así actúa como «principio y columna visible de la unidad» de la
Iglesia. Ese magisterio no siempre va dirigido exclusivamente a la Iglesia,
sino, a veces, también «a todos los hombres de buena voluntad» (Juan xxlil:
Pacem in terris).

III. Autoridad y obligación que imponen

En la Humani generis Pío xii expresa así la obligación de los creyentes con
relación a la autoridad de las e.: «Ni se ha de pensar que de suyo no exigen
asentimiento las cosas que en las letras e. se proponen, cuando en ella los
pontífices no ejercen la potestad suprema de magisterio. Pues las enseña el
magisterio ordinario, del que también vale aquello: "el que a vosotros oye, me
oye a mí" (Lc 10, 16)...» Si los pontífices de propósito expresan su parecer
sobre alguna cosa hasta entonces controvertida, es manifiesto a todos que
esa materia, según la mente y voluntad de los mismos, no puede ya tenerse
por tema de libre discusión entre los teólogos (Dz 2313). Exigen, pues, las e.
una sumisión positiva, que llevará a no manifestar externamente ni aprobar
internamente lo contrario. El magisterio infalible exige un asentimiento
absoluto e irrevocable; al simplemente auténtico se debe una adhesión
moralmente cierta y relativa, y por consiguiente reformable según las
ulteriores enseñanzas de la sede apostólica. El magisterio de las e. es
simplemente auténtico. En principio nada impide que el papa se valga de una
e. para su magisterio infalible. Para ello se requieren cuatro condiciones: 1ª.,
que el papa actúe como maestro universal; 2ª, con suprema autoridad
apostólica; 3ª, en materia de fe y costumbres; 4ª, definiendo
perentoriamente. La cuarta condición es la que suele faltar en las e. Para que
se dé, basta que el papa manifieste inequívocamente su intención de definir. A
su prudencia y arbitrio queda, o emplear la fórmula del «solemne juicio»
usada en las canonizaciones y en la definición de la asunción, o valerse de la
más sencilla y ordinaria, propia de una e. Aunque no contengan afirmaciones
infalibles, en su conjunto las encíclicas representan el grado más elevado del -
> magisterio simplemente auténtico y tienen la garantía de cierta asistencia
del Espíritu Santo, por la que él conserva la fe y las costumbres cristianas.

Joaquín Salaverri

ENFERMEDAD
1. En un primer sentido general se puede distinguir la e. de las tribulaciones
físicas que llegan al hombre desde fuera y de los sufrimientos psíquicos,
definiéndola como un mal que afecta al organismo humano desde dentro e
intenta destruirlo. De todos modos se puede establecer una relación entre --
>salud y ->vida, por una parte, y entre e. y -> muerte, por otra. El hombre
sano vive en actividad, armonía y seguridad; la e. en cambio se presenta
como pérdida del favor y desconcierto, como manifestación de la fragilidad e
inseguridad de la vida, y normalmente va unida a dolores que no sólo son
corporales, sino también psíquicos: miedo a un desenlace funesto y el
sentimiento de ser objeto de misericordia y depender de otros; el enfermo se
convierte en «paciente».

Aunque el hombre es uno en cuerpo y alma, sin embargo se puede distinguir


entre e. mentales, que afectan a las actividades del espíritu, e. psíquicas, que
radican en el ámbito del sentimiento o de la representación y en todo el
campo del subconsciente (->psicología profunda, -> psicopatología), y e.
corporales, que atacan un órgano o una función del organismo. Pero la verdad
fundamental de la unidad psicosomática del hombre, o del influjo mutuo entre
el cuerpo y el alma, hace que esas diferencias sean relativas y muestra cómo
el hombre entero, con todas sus dimensiones, es sujeto de la e., y desde ahí
puede entenderse el carácter personal de la misma. No hay enfermedades,
sino solamente enfermos.

Aunque no hay ninguna definición universal de enfermedad, sin embargo es


posible una descripción general sobre su sentido e importancia en la vida
humana. En las palabras de Juvenal: Mens sana in corpore sano, puede verse
expresada la constitución perfecta del hombre, pero no debe ignorarse el
hecho de que la e. muchas veces es la condición o incluso la causa para la
liberación y el desarrollo de fuerzas anímicas y espirituales. Grandes figuras
de la humanidad, santos y genios, sufrieron e. Por tanto, la e. puede
considerarse «como una modalidad del ser humano» (v. Weizsácker).

2. La historia de la religión muestra que el hombre en todos los tiempos ha


considerado la enfermedad como un problema religioso, y por eso la medicina
y los medios salvíficos aparecen estrechamente unidos en el saber sagrado y
en la -> magia.

a) En el Antiguo Testamento el problema religioso de la e. guarda una relación


muy estrecha con el de la retribución. Puesto que inicialmente ésta era
entendida en un sentido temporal (Dt 28, 21ss), al principio toda e., lo mismo
que toda desgracia, fue considerada como un castigo divino por un pecado
(Sal 38 y 107, 17-20) del individuo, de la estirpe o del pueblo. Por eso la e. de
un justo constituía un escándalo, hasta que en tiempos posteriores se abrió
paso el pensamiento de que la enfermedad puede ser una prueba querida por
Dios. Job, Tobías, el Eclesiastés y los salmistas se esfuerzan por dar una
respuesta a este problema, y sus soluciones sirven de punto de apoyo al libro
de la Sabiduría (3, 1-8), que promete para el más allá el premio por la prueba
superada. El Deuteroisaías (53, 48) habla, en un tono extraño para el
judaísmo, del sufrimiento del siervo de Dios y del valor de la expiación como
sacrificio propiciatorio por otros (cf. A. LoDs, Les idées des Israélites sur la
maladie, ses causes et ses remédes, escrito de homenaje a K. Martin, Gie
1925, p. 181-193; J. CHAINE Révélation progressive de la notion de
rétribution dans l'AT. «Recontres» 4, Ly 1941, p. 7389 ).
b) En el Nuevo Testamento' sobrevive todavía la concepción de la e. como
castigo de Dios (Jn 9, 2) pero ya no en forma exclusiva; aunque esa
concepción no es rechazada, sin embargo queda matizada en sus detalles Un
9, 3). De acuerdo con la escatología de los profetas (Is 35, 5s y 53, 4,
relacionado con Mt 11, 5 y 8, 17), la irrupción del -> reino de Dios trae el final
de todo mal y debilidad, como una dimensión de la victoria sobre Satán y el
pecado (Lc 5, 17-25; 13, 11; Jn 5, 14), lo cual responde a la concepción judía
del hombre. La misión de los discípulos acentúa la atención especial que se ha
de dedicar a los enfermos, y contiene el encargo de curarlos (Mc 6, 13; Lc 10,
9; Mt 10, 1). Y sobre todo Jesús mismo cura a muchos, como signo de que ha
hecho su irrupción el tiempo mesiánico y con ello la redención de todo mal
corporal y anímico (cf. O. CULLMANN, La délivrance anticipée du corps
humazn d'aprés le NT, homenaje y reconocimiento a K. Barth, Neuenburg
1946, p. 31-40). Curación de enfermos y perdón de los pecados van mano a
mano (Mc 2, 1-12; Jn 5, 1-15). En ningún lugar de los Evangelios se narra
que, con relación a un enfermo, Jesús se conformara con una mera promesa,
enseñando, p. ej., a sacar un bien mayor del 'sufrimiento. Más bien, él se
compadece de los enfermos, se pone a su lado y manda a sus discípulos que
desarrollen una actividad viva de amor en relación con los que sufren (Mt 25,
34-45).

3. Actitudes cristianas. La objeción de Nietzsche contra el cristianismo, según


la cual éste contradice a los valores humanos porque glorifica el dolor y la
cruz, se hace problemática ante el hecho de que paganos como Epicuro sabían
soportar el sufrimiento por su propia fuerza interna.

a) La espiritualidad cristiana, en un esfuerzo secular por entender el mensaje


y el modelo de Cristo, ha puesto la e. en relación estrecha con determinadas
verdades fundamentales de la fe: creación del hombre y su destinación
sobrenatural, poder de Satán, pecado original y pecados propios, redención
por la cruz, resurrección de la carne, etc. Sin duda en esta perspectiva la e.
sigue siendo un mal, pero ella recibe un nuevo valor, puede enfocarse
positivamente y quedar integrada en el orden salvífico.

La Iglesia, desde sus principios, ha visto la e. en relación esencial con el ->


pecado y la culpa. La experiencia de que la e. todavía sigue existiendo en este
período intermedio que nos separa de la parusía (1 Cor 11, 30; Flp 2, 26; 2
Tim 4,20; Sant 5, 14s), y la fe en que ella llegará a su fin cuando se produzca
la instauración escatológica del reino de Dios (Ap 21, 4; cf. 22, 2), determinan
la visión cristiana de la enfermedad. En el cristianismo el hombre lucha contra
la e. lo mismo que contra toda manifestación del poder del -> mal, y sabe a la
vez que no puede vencerla definitivamente. Así, ciertamente el enfermo es
exhortado a la santa entrega (Agustín), a la confianza (Crisóstomo), a la
paciencia (Gregorio Magno) y a la penitencia (Beda; concilio Lateranense zv,
can. 22), ciertamente la e. es considerada más como un medio de expiación y
perfeccionamiento o como una prueba en vistas a un bien mayor (2 Cor 12, 9)
que como un castigo; pero la antigua Iglesia nunca ve en la e. un «sustitutivo
del martirio» o un camino para la perfección. Con todo, también se desarrolla
una devoción cristiana que, sin prohibir jamás la oración por la curación,
descubre en la e. una posibilidad de compartir el sufrimiento del Cristo
crucificado y de identificarse místicamente con él, tomando así parte en el
sacrificio redentor (cf. Col 1, 24). La historia de esta espiritualidad de la
enfermedad, aun cuando sólo alcance su auténtico esplendor en la edad
media, abunda por todas partes en ejemplos de semejante sublimación. Hay
toda una literatura relativa a este tema; a veces se trata de exhortaciones
ocasionales (p. ej., Crisóstomo), otras se nos ofrece una obra entera (p. ej.,
GERARDO DE LIEJA [?], De duodecim utilitatibus tribulationum), y Pascal llega
a componer su «oración para un uso saludable de las e.». Todo eso da
testimonio de una doctrina que, mediante enunciados en parte paradójicos
(«si el hombre supiera cuánto le aprovecha la enfermedad, nunca querría vivir
sin ella»), expresa las posibilidades -ricas en tensiónde la actitud cristiana con
relación a la e.

b) En el plano de la acción la actitud cristiana para con el enfermo se


caracteriza ante todo por el amor. Ya no se desprecia a los enfermos (Sal 38,
12; 88, 9) sino que se les honra; y se considera que quien sirve a ellos, presta
un servicio a Cristo. De ahí el puesto que el cuidado de los enfermos ocupa
entre «las obras de misericordia» (cf. las Consuetudines de Cluny con sus
prescripciones acerca del cuidado de los enfermos, así como la importancia de
las instituciones [casas, fundaciones, orden] al servicio de los enfermos). A
diferencia de ciertas sectas, el cristianismo siempre ha valorado positivamente
la ciencia médica y los medios naturales para la curación. El impulso del amor
cristiano, junto con otros factores, ha dado origen a la asistencia social.

Además de esto, la oración de la Iglesia por los enfermos ocupa un puesto


destacado en su liturgia. En las oraciones se pide constantemente la curación
corporal, la fortaleza de ánimo durante la prueba y la salvación eterna; se ha
formado una rica liturgia de bendiciones y ritos. También en este campo los
sacramentos han de entenderse como una continuación de la acción salvadora
de Cristo, y como un cauce institucional de los primitivos carismas cristianos;
ya en virtud de la unidad anímico-corporal del hombre, ellos dicen una
relación al cuerpo. La --> unción de los enfermos es junto con la eucaristía y
la penitencia el auténtico sacramento de los que padecen una enfermedad.
Por su origen histórico, tiene una relación estrecha con el carisma de la
curación. La unción de los enfermos tiende siempre al hombre entero; Sant 5,
14s se refiere tanto a la e. del cuerpo como a la del alma. Sin duda es
recomendable que esta medicina Ecclesiae (Cesario de Arles) se aplique
inmediatamente al producirse una e. grave, pero una prudente cura de almas
tomará en consideración la situación del enfermo. Y en general la Iglesia, en
su preocupación por los enfermos, desea una colaboración estrecha entre el
sacerdote y el médico. Sobre todo ha de evitarse que el enfermo se sienta
excluido de la comunidad parroquial, precisamente en un tiempo en que
necesita urgentemente de su ayuda y en que él mismo con su sufrimiento
puede prestar a aquélla un gran auxilio, apuntando hacia un orden que está
más allá de la producción y el éxito.

Sin embargo, en la presente situación de cambio en la estructura parroquial,


las formas concretas en que puede expresarse y hacerse fructificar la unión
mutua entre comunidad y enfermo aún han de buscarse.

Jean-Charles Didier

ENFERMEDADES MENTALES
I. Concepto y división

Por e.m. se entienden estados enfermizos que se caracterizan por la pérdida


del sentido de la realidad (perturbación del juicio con relación a otros, a las
circunstancias externas o a la propia persona). Frecuentemente ellas tienen
como consecuencia una forma de comportamiento asocial o antisocial. Puesto
que era muy difícil conocer sus causas y la interdependencia entre ellas, la
psiquiatría clásica (cf. también -> psicopatología) se esforzaba por una
clasificación que se lograba a base de los más importantes síntomas y
síndromes. Según esto, las e.m. de origen orgánico o somático (endógenas o
congénitas, como en el caso de la idiotez e imbecilidad; o exógenas, es decir,
provocadas desde fuera por lesión, defectos funcionales, envenenamiento,
infecciones, ete. [p. ej., epilepsia, delirium tremens, etc.]), se distinguen de
las que no tienen ninguna base orgánica manifiesta: las psicosis en el sentido
estricto de la palabra. Entre éstas son clasificadas en general: la paranoia
(delirios de persecución, de grandezas); la esquizofrenia (defecto de contacto
con los demás, hasta el extremo del autismo); la psicosis maniacodepresiva
(oscilaciones entre estados de pronunciado entusiasmo y de fuerte
depresión); las depresiones endógenas (en las que no se conoce ninguna
causa externa).

Pero cada vez se tiene más conciencia de lo problemático que resulta esa
división. Del mismo modo que la psicología integral, influida por la filosofía
existencialista (e igualmente la medicina psicosomática) ha mostrado el
carácter personal de las enfermedades «orgánicas» (como maneras de
comportamiento con el mundo), así también la psicología experimental ha
resaltado, por otro lado, la imposibilidad de delimitar los influjos fisiológicos
en la vivencia y el comportamiento de los hombres. Ahora bien, si la división
clásica de la medicina se hace problemática en virtud de una más amplia
perspectiva antropológica, por otro lado la interpretación de los fenómenos
puestos de relieve por la ciencia médica constituye una tarea decisiva de la ->
antropología actual (cf. también -> cuerpo, relación entre -> cuerpo y alma, -
-> psicología).

La reciente psiquiatría se interesa sobre todo por el campo de las psicosis en


sentido estricto. Se ha llegado a conocer cómo estas e.m., que se caracterizan
necesariamente por una pérdida de la potencia psíquica, revisten el matiz de
una forma de existencia humana, aunque ella 'debe localizarse en el
subconsciente. Por esta razón la psiquiatría se esfuerza por elaborar las
estructuras psíquicas que obran en tales enfermedades, y para fijarlas, sin
negar los posibles componentes o causas corporales, toma como punto de
referencia una visión general de la vida del alma humana, una síntesis de la
misma que varía según la posición y la dirección escolar de la -> psicología
profunda. Estas posiciones y direcciones escolares son numerosas, pues no
pueden apoyarse como la medicina somática en fenómenos objetivamente
constatables (lesiones orgánicas, etcétera), y por eso se ven obligadas a
deducir las estructuras generales de la vida anímica a base de observaciones
y comparaciones.

Gracias a una inteligencia más profunda de las e.m., también la terapia ha


hecho grandes progresos. Se aplica aquí el tratamiento de «shock» (medio de
curación por insulina y electroshock sobre todo en la esquizofrenia y en la
depresión endógena) o la intervención neuroquirúrgica, muy difícil, pero cada
vez más perfeccionada, la cual mejora esencialmente el estado del paciente
alejando los síntomas más importantes de la enfermedad. Finalmente, a base
de los trabajos de la psiquiatría, se aplican también tratamientos
psicoterapéuticos, que ayudan al enfermo a encontrar la identidad consigo
mismo mediante una integración de los ámbitos psíquicos afectados. Con la
dosis debida muchas veces estos diversos tratamientos se complementan
felizmente.

II. Aspectos pastorales

La aplicación de todos estos tratamientos presupone, naturalmente, una


amplia formación médica y psicológica. El sacerdote debe tener conocimientos
acerca de estas cosas, pero ha de guardarse de querer suplantar al
especialista. Desde el punto de vista pastoral es muy importante para el
sacerdote que él sepa distinguir, por lo menos aproximadamente, entre los
que padecen de psicosis y los afectados por una neurosis o reacción neurótica
(-> psicología profunda). Puesto que en ambos casos puede darse un
conjunto de síntomas de igual naturaleza el sacerdote podrá servirse de un
criterio empírico: en general el neurótico tiene conciencia de que sus
sufrimientos son estados enfermizos o por lo menos de que aquéllos no
guardan ninguna relación con sus causas.

Por eso el neurótico busca y acepta ayuda. En cambio, el psicópata


generalmente (exceptuando el estadio inicial de ciertas enfermedades) no
admite que él está enfermo y se empeña en que su visión del mundo, o de un
mundo aparente, corresponde a la realidad. Esta falta de autocrítica y la
consecuente incapacidad de comunicación humana, aunque se trate de un
solo campo, manifiestan estados psicopatológicos. Evidentemente el sacerdote
no está en condiciones de ayudar directamente al enfermo. Cuando se trate
de una psicosis, él ha de procurar que el enfermo acuda al psiquíatra. Y en el
caso de una neurosis hay que recurrir al psicoterapeuta o al especialista en
psicología profunda.

Por otra parte el sacerdote debería evitar toda discusión con el enfermo.

Todo intercambio de pensamientos y, más todavía, todo diálogo humano


resulta imposible por el-estado enfermizo. El intento de persuadir al enfermo
de que sus manifestaciones son inútiles y absurdas, lo fija todavía más en sus
persuasiones erróneas, pues le obliga a defender su posición. Este punto ha
de tomarse en consideración cuando en el mundo aparente que se construye
el enfermo juegan cierto papel algunos elementos religiosos. No pocas
personas con ideas fijas en materia de religión, apelan a las normas y
principios religiosos para explicar su comportamiento anormal, o concretan
sus angustias y temores en una terminología religiosa. No se debe olvidar
aquí que estos componentes religiosos son solamente un disfraz del estado de
desconcierto, confusión y desamparo psíquico. Sería por tanto absolutamente
inútil querer intervenir aquí mientras no se haya puesto remedio a la
enfermedad que origina todo eso.

También se ha de tener en cuenta que las e.m. no excluyen toda reacción


auténticamente humana. Determinadas enfermedades repercuten en un solo
sector, y otras tienen períodos de relativa calma o de menor intensidad
(proceso intermitente o remitente). Por eso el sacerdote no puede negar un
servicio sacerdotal al que estos enfermos tienen derecho. Ante todo hay que
prestarles el servicio sacramental, con tal que de su comportamiento se
desprenda que ellos desean este servicio en forma más o menos consciente.
Por otra parte el sacerdote ha de procurar que tales enfermos vayan
aceptando progresivamente su estado, que por su carácter de prueba puede
tener valor salvífico. Evidentemente este servicio no puede intentarse con
hombres que se hallan en una crisis o en un estado de profunda confusión
espiritual. Pero muchas veces ese apostolado puede practicarse con los
gravemente enfermos, y consigue, si no la curación psíquica, por lo menos la
aceptación de su estado, la cual parte de una visión creyente que puede
fundamentar tuna auténtica esperanza religiosa y una verdadero amor de
Dios.

Sobre la cuestión de la culpa moral en las e.m., hoy prevalece la opinión de


que los comportamientos asociales o antisociales que se derivan del estado
enfermizo no pueden considerarse culpables. Tales comportamientos pueden
imponerse al enfermo sin su libre consentimiento, y a veces tienen para él un
sentido que los justifica ante sus ojos. Aquí se debe recordar que las e.m. no
se extienden con igual intensidad a todos los ámbitos de la vida anímica, y por
eso sería exagerado el negar al enfermo toda posibilidad de una postura libre
y de responsabilidad moral, lo cual podría arrojarlo más todavía a su
confusión, pues quedaría declarado irresponsable en todos los campos.

Sin embargo, el estado enfermizo también puede ser culpable, aunque sólo
sea en forma indirecta; a priori no cabe descartar con seguridad esta
hipótesis. Mas eso nada cambia en el estado enfermizo en cuanto tal. Hay que
ayudar al enfermo tanto como sea posible, prescindiendo del papel que él
haya tenido en el desarrollo de su enfermedad. Además, los devaneos en
torno a la cuestión de la culpa son una parte de la enfermedad misma. Si se
trata de una auténtica falta cometida voluntariamente y de una verdadera
penitencia aceptada conscientemente, en ese caso el reconocimiento de la
culpa y el perdón que le sigue o la absolución sacramental conducen a una
liberación.

En resumen digamos que el pastor de almas ha de ser capaz: a) de aconsejar


con buen criterio la consulta de un especialista; b) de distinguir claramente los
muchos elementos religiosos que sirven de disfraz. la ha de ejercer un
verdadero servicio sacerdotal con relación a los hombres duramente probados
en su perturbación mental, tanto en el campo sacramental como en el de la
dirección personal. Cf. medicina -> pastoral.

Raymond Hostie

ENSEÑANZA
I. Esencia, concepto, extensión

1. Por e. se entiende la totalidad de las formas escolares e instituciones,


organizaciones, bases legales, ordenaciones y planes encaminados a la
formación. También se relacionan con este tema la base espiritual y las
tendencias que influyen en la e.
2. La institución fundamental de la e. es la escuela. Aunque sea imposible dar
una definición exacta de la misma, debido a la multiplicidad de sus formas
históricas, étnicas, políticas y sociales de aparición, sin embargo se pueden
indicar los distintivos siguientes de lo que hoy se entiende por escuela: a)
intención de formación y de enseñanza; b) enfoque de todo el proceso
docente a una meta de la formación; c) planificación de la actividad escolar
(planes de formación, ordenaciones de la e., planes de materias, de tiempos,
de horarios); d) procedimiento metódico; e) normalmente, una multiplicidad
de alumnos. De donde se deduce que la escuela es una institución en la que
una multiplicidad de alumnos son conducidos a base de un plan y un método
al fin de una determinada -> formación.

3. La especialización de la e. depende del desarrollo social. En la sociedad


altamente industrializada del mundo occidental se distinguen, con una
distinción hoy muy combatida, los centros «de formación general» y las
instituciones de «formación profesional». Por centros de formación general se
entienden todas aquellas modalidades escolares - desde el jardín de infancia
hasta la universidad inclusive- que no tienden a una determinada formación
profesional. Comprenden las guarderías infantiles, el jardín de infancia, la e.
primaria y la e. media. A este respecto, según los países se presentan
diversos matices particulares. La cuestión de si la universidad pertenece
todavía a la formación general, podría recibir una respuesta afirmativa en
cuanto allí se cultivan la -> ciencia y la doctrina, pero la afirmación no reviste
un carácter muy categórico por el hecho de que las universidades tienden
cada vez más a una formación profesional. Las «instituciones de formación
profesional» son aquellas que, o bien tienden por completo a preparar para
una profesión determinada (escuelas técnicas profesionales, escuelas
especializadas, universidades o institutos laborales, etc.), o bien sirven para
profundizar y perfeccionar una profesión ya elegida. También las escuelas de
formación profesional revisten gran variedad de formas en las diversas
naciones, e incluso a veces en un mismo país apenas reina un sistema
unitario.

Hay que distinguir también entre e. « pública» y «privada». Muchas veces la


diferencia más que en el curso y fin de la formación está en su espíritu. La
primera se halla organizada y sufragada por el Estado o por organismos de
índole estatal; la segunda es promovida por individuos o por asociaciones no
estatales.

II. Historia

Esencialmente nos limitamos aquí a la historia de la e. occidental, pero antes


debemos decir algo sobre el nacimiento de la e. en general. Después nos
referiremos a las fuentes comunes de nuestra e. actual y a su desarrollo. La
mirada histórica debe estar orientada a la comprensión de la situación actual
de la enseñanza.

1. Orígenes. En relación con los orígenes de la e. sólo podemos basarnos en


ciertas suposiciones. Arroja cierta luz sobre esta cuestión el paralelismo, no
plenamente justificado, con el sistema escolar de las sociedades que aún
viven en un estado primitivo. La vida escolar de los pueblos primitivos
muestra todavía hoy la doble acentuación de lo espiritual y de lo práctico. En
la escuela de un maestro aprende la generación joven, por un lado, las
habilidades prácticas imprescindibles (fabricación y manejo de armas, el
método de caza, la artesanía, etc.) y, por otro lado, el sagrado saber
tradicional (mitos, magia, encantamientos, etc.). La iniciación, la mayoría de
las veces en la época de la pubertad, comprende generalmente un largo
período escolar en la «escuela de la selva».

2. La enseñanza antigua. Nuestro creciente conocimiento de las culturas


preclásicas confirma cada vez más la sospecha de que en el Nilo y en
Mesopotamia, y también en las altas culturas limítrofes, hubo una e. bien
desarrollada, especializada y que llegó incluso a un auténtico cultivo de la
conciencia. Sus portadores fueron ante todo los sacerdotes. La formación
escolar fue privilegio de la juventud masculina de las clases dominantes. Sólo
excepcionalmente (por ejemplo en el antiguo Egipto) aprendieron las mujeres
también a leer y escribir. La postergación escolar de la mujer es una
característica de todas las culturas que se hallan bajo el predominio de los
hombres. Y esta situación ha perdurado hasta nuestros días. La e. estaba
dividida en habilidades manuales para esclavos y en la formación adecuada a
los libres o señores («artes de los libres», llamadas más tarde «artes
liberales»). Por primera vez el cristianismo introdujo aquí un cambio, si bien
su valoración del trabajo manual se debe al judaísmo. La estima desigual de
ambos tipos de ocupación y de los grupos sociales y profesiones ordenados a
ellos repercute hasta hoy en la división entre ciencias del espíritu y ciencias
naturales, entre formación general y formación profesional.

La antigüedad grecorromana ha sido de importancia decisiva para nuestra e.


actual. No sólo se encuentran ya en ella los distintivos mencionados de la
escuela misma, sino que también se hallan esbozados allí todos los grados
que van desde la e. elemental hasta la e. superior de la filosofía. Incluso los
contenidos de la formación y los métodos de e., con ciertas modificaciones, se
han conservado hasta hoy.

3. La aportación del cristianismo primitivo. La joven Iglesia no conoció


durante largo tiempo ningún problema escolar. Los primeros cristianos habían
recibido su formación en los centros normales, unos en las escuelas judías,
otros en las del mundo antiguo, y gran parte no había disfrutado de una
auténtica formación escolar. Al desvanecerse las esperanzas escatológicas de
los primeros tiempos, los miembros de la comunidad se vieron forzados a una
confrontación con el mundo. Después de vacilaciones iniciales, sobre todo
bajo el influjo de las personas formadas que se iban convirtiendo, la Iglesia se
abrió al antiguo mundo escolar y científico. A1 principio no tenía escuelas
propias, pero luego, con las escuelas teológicas (p. ej., de ->Alejandría y ->
Antioquía) y sobre todo con el monacato, se formó una institución escolar
cristiana de cara a la Iglesia y al mundo. El cristianismo poseía, a partir de su
tradición judía, una actitud muy positiva frente al trabajo manual, y el
monacato, especialmente al principio, lo recogió en su canon de formación.
Las escuelas monacales se convirtieron en cuna del trabajo libre, cuya
valoración positiva se mantuvo durante toda la edad media cristiana.

4. La edad media. La e. medieval tiene un carácter marcadamente culto. Su


coronación es la «universidad», cuya jerarquía del saber culmina en la
teología. Todo lo demás es preparación para los supremos grados del saber.
La «universidad» y la «escuela de acceso» a ella no se distinguen claramente
ni en el espacio, ni en la organización, ni en «plan de formación». La lengua
de este mundo de formación es un latín usual, que difiere mucho de la
latinidad clásica. Lo hablan con diversa perfección desde el adepto hasta el
doctor. Todo lo digno de saberse se transmitía en latín. El griego era poco
conocido, y otras lenguas antiguas sólo eran conocidas por los especialistas.
La lengua vernácula no entraba en el caudal de la formación. En las escasas
escuelas primarias se aprendía a leer, escribir y contar para el uso cotidiano.
El material de formación se ordenó según el esquema de las «siete artes
liberales». Toda valoración positiva o negativa se enjuiciaba desde la teología,
que era la «ciencia suprema». La formación ostentaba el sello de la erudición
clerical. Esta reducción de la formación medieval al predominio de
especulaciones filosóficas y teológicas (unidas a un desprecio de lo empírico),
a lo tradicional, al latín (más tarde se incluyeron las lenguas «antiguas») y a
la preparación de teólogos, en cierto modo se ha mantenido hasta hoy en el
ámbito católico. Las ciencias modernas surgieron en su mayor parte fuera de
la Iglesia, e incluso en clara oposición a ella. Y todavía no se ha logrado
plenamente la reconciliación entre la Iglesia y la ciencia. Durante la edad
media los centros escolares estaban en los monasterios (con su escuela
«interna», para las vocaciones religiosas, y la «externa», para los extraños),
en las grandes iglesias (escuelas catedralicias) y en las ciudades. Los
maestros eran casi exclusivamente clérigos. Pero también las ciencias
modernas recibieron valiosos impulsos en la edad media.

5. Edad moderna. Los teólogos y la teología pierden su posición de


predominio. La tradición ya no tiene fuerza demostrativa. En su lugar surge el
juicio propio, fundamentado en el conocimiento de la realidad; esa actitud se
impone primero en las ciencias de la naturaleza, en la filología y en la historia.
A comienzos de la edad moderna los creyentes reformados (ordenación de las
escuelas protestantes) y los creyentes antiguos (Ratio studiorum de los
jesuitas, el trabajo escolar de los benedictinos, escolapios y hermanos de la
doctrina cristiana, de las ursulinas, etc.), sobre la base de lo antiguo y de lo
nuevo, modifican el sistema escolar, que se había derrumbado con la crisis
espiritual. La aspiración de Lutero a una formación general del pueblo (debida
en parte al propósito de extender su doctrina) dio un fuerte impulso a la e.
primaria, que había de generalizarse dos siglos y medio más tarde. Durante la
época moderna, en los países no católicos, sobre todo, la e. científica se
emancipa rápidamente de la Iglesia. El Estado se encarga de organizarla y
considera las «escuelas y las universidades como instituciones suyas».
Particularmente las universidades y la e. primaria caen fuera de la jurisdicción
de la Iglesia. Aunque su influencia indirecta sigue siendo muy importante
hasta la primera guerra mundial, sin embargo decrece constantemente. Pero
en las escuelas superiores de toda clase se mantiene todavía presente la
Iglesia con numerosos centros de gran prestigio, acompañados generalmente
de internados.

6. La actualidad. La tendencia global del desarrollo escolar desde el comienzo


de la edad moderna puede caracterizarse así: difusión general de la e.
primaria, desarrollo de las escuelas profesionales, desplazamiento del centro
de gravedad en las «escuelas superiores» hacia las ciencias «modernas»,
ordenación legal de toda la e., coartación de la iniciativa privada y de la
influencia eclesiástica, paridad de derechos, por principio, en la formación de
la mujer, valoración de la formación profesional, promoción de los
capacitados, elevación del nivel de las escuelas primarias. Está íntimamente
ligada con ello la constante reforma interna de la e., que afecta
principalmente al aspecto didáctico y metódico, pero también a la
organización escolar.

III. Problemas y tendencias de la evolución actual

1. Sociedad moderna y enseñanza

La moderna sociedad de masas, altamente industrializada y especializada en


el trabajo, es designada también con mucho acierto como «sociedad de
formación». Con lo cual se quiere significar que la formación (y concretamente
la escolar, con las prerrogativas que ella implica) juega el papel decisivo de
ser una «plataforma giratoria de los estratos sociales». A diferencia de
tiempos anteriores, la pertenencia a un determinado estrato social depende
cada vez menos del nacimiento y de la hacienda, y cada vez más del grado de
formación escolar que se ha alcanzado. Una posición social más alta (y junto
con ello un mayor prestigio, mayores ingresos, más influencia y poder) se
debe normalmente a una mejor formación escolar, gracias a la cual los
hombres dotados se elevan desde los estratos socialmente bajos y los que
pertenecen a las altas esferas pueden mantenerse en su posición. Aquel que
ha nacido en los estratos privilegiados de la sociedad, pero no posee suficiente
formación escolar, a la larga sólo en casos excepcionales podrá mantenerse
en ellos. Pero, junto a este aspecto individual de la e., está el aspecto social,
que no siempre es ponderado suficientemente. Para conservar su nivel
cultural y económico en el juego de fuerzas de los Estados modernos, ante
todo en la oposición entre el Este y el Oeste, la sociedad necesita
urgentemente de un estrato, lo más amplio posible, de personas muy
formadas para cubrir los puestos directivos a nivel medio y superior. Por este
motivo los Estados imponen cada vez más a la generación joven un período
completo de formación escolar (en los países occidentales más avanzados de
ocho a diez años) y cierto tiempo de aprendizaje profesional (generalmente
tres años más). El derecho del Estado a extender ambos tipos de formación
según las exigencias no puede ponerse en duda, del mismo modo que no cabe
dudar de su derecho a promover, por principio, a los niños capacitados,
incluso contra la voluntad de los padres. La promoción de los dotados se ha
convertido en una de las tareas más urgentes de la sociedad actual. El
derecho natural del niño a una formación y educación correspondientes a su
capacidad, sólo en los últimos tiempos se ha visto con claridad, pasando a ser
objeto de la legislación positiva. Con todo, la extensión de la obligación
escolar implica el peligro de «escolarismo» en nuestra juventud, de lo cual
pueden surgir notables perjuicios en el ámbito de la educación. Y la promoción
rigurosa de los capacitados puede llevar a un insoportable «direccionismo»
estatal. Los Estados modernos, junto al derecho de fijar la instrucción
obligatoria, acostumbran a reservarse también una influencia decisiva sobre
los contenidos de la formación, sobre el reconocimiento de títulos y sobre la
formación del personal docente. Frecuentemente tienden también a excluir
influencias extraestatales (p. ej., de tipo ideológico).

2. Educación y transmisión de saber


La escuela se ve ante dos cometidos, los cuales, por su íntima conexión y
condicionamiento recíproco, no pueden separarse totalmente, el de
proporcionar saber y el de la -> educación. La comunicación de saber (y
poder) pertenece necesariamente a cualquier tipo de escuela. No puede
eliminarse sin que la escuela pierda su esencia y se convierta en una
organización educativa. Pero también allí donde la escuela se dedica casi
exclusivamente a la enseñanza (p. ej., escuela de idiomas o de música), el
factor educativo continúa teniendo gran influjo. La buena enseñanza
presupone una buena educación y a su vez se traduce en un factor educativo.
La acentuación del saber o de la educación está determinada en primer lugar
por el tipo de escuela (las escuelas especializadas dan preponderancia al
saber, en las escuelas de formación general prevalece la intención educativa),
pero también por las exigencias de los hechos sociales (en las sociedades con
poco nivel de educación las escuelas tienen mayor función educativa que en
las sociedades con alto nivel de educación). La acentuación excesiva de la
transmisión de saber (intelectualismo, materialismo didáctico, enciclopedismo,
positivismo de la formación) mutila fácilmente el estrato vital, sensible,
músico, ético y religioso de la personalidad del joven. Por eso, una parte
esencial de las aspiraciones a la reforma de la e. tiende a la formación de toda
la persona. Pero no se puede dejar de lado el predominio de un sólido poder y
saber ante las exigencias de la sociedad moderna.

3. Escuela y concepción de la vida

Las escuelas de la mayoría de los Estados occidentales estuvieron y todavía


están ligadas en parte a una de las confesiones cristianas, es decir, son
escuelas confesionales, en el sentido de que el caudal de la enseñanza y el
espíritu de la escuela se basan en la confesión de los alumnos, los padres y
los maestros. La justificación de las escuelas orientadas ideológicamente
radica a la postre en el carácter integral de la educación misma. Cuanto más
fuertemente se acentúa la educación en comparación con la enseñanza, tanto
más necesaria es, por un lado, la fundamentación ética y religiosa de toda la
educación, y, por otro, la coincidencia de todos los educadores de un joven en
las cuestiones esenciales de tipo ideológico. Esta total coherencia educativa se
exige tanto más cuanto más pequeño es el niño, o sea, se exige sobre todo
mientras él se encuentra todavía en aquellas fases de desarrollo en las que
decide sin conocimiento reflejo de los valores, guiándose por el modelo de las
personas adultas que ante sus ojos están investidas de autoridad. Pero, lo
mismo que para la educación en general, también para la escuela tiene
validez la «ley de la creciente apertura». Esta ley pide que el joven, al crecer
en edad, se abra a comportamientos posibles o fácticos, fundados o no
fundados y a formas de vida que no siempre coinciden con las normas válidas
en su ambiente. Este encuentro con hombres de diversa postura ha de
hacerse posible por la escuela y la educación en general a causa de los cuatro
motivos que siguen: a) es útil para la comprensión más profunda y también
para la corrección del propio mundo de valores; b) educa para admitir otras
formas justificadas (o en parte también injustificadas) de vida; c) facilita la -a
tolerancia frente a otros; d) capacita para la colaboración y la convivencia en
la sociedad pluralista, que abarca grupos con diversa orientación ideológica.
La medida y la forma de la apertura frente al todo de la sociedad pluralista
pueden solamente indicarse en el principio que hemos llamado de «apertura
creciente», pero no pueden fijarse temporalmente u organizarse sin
contradicciones. Frente a cualquier objeción, no cabe negar que toda
educación - y por tanto también la escolar - está determinada
ideológicamente, pues incluso el intento hecho en las escuelas «laicas» y
«neutrales» de prescindir de toda ideología en la e., examinado con
detención, muestra claros matices ideológicos. Para atender a los dos
cometidos ineludibles de la actual e. escolar (por un lado la formación integral
del carácter a base de valores éticos y religiosos, y, por otro el encuentro con
un mundo de distinta mentalidad), se ofrecen dos formas fundamentales de
organización escolar, con posibles variantes que no cambian el principio: la
«escuela confesional» y la «escuela aconfesional» (común). En la «escuela
confesional» (que en su forma más pura es la «escuela católica», exigida para
los niños católicos en la encíclica de Pío xi sobre la educación Divini Illius
Magistri) los padres, los alumnos y los maestros pertenecen a la misma
confesión, y además el caudal y el espíritu de la e. se basan en la confesión
respectiva. Ya por principios los niños o los maestros de otra confesión no
pueden pertenecer a esta escuela. La «escuela aconfesional» (o común) se
propone, por el contrario, unir en todos los grados a niños de todas las
confesiones en la e. y en toda la vida escolar, a excepción de la e. religiosa. El
interés primario de la escuela confesional es la educación integral de tipo ético
y religioso; el interés primordial de la escuela común es el encuentro con los
demás hombres. Pero éste no tiene por qué descuidarse en la escuela
confesional, ya que, prescindiendo de las preguntas religiosas en sentido
estricto, también en ese tipo de escuela puede atenderse a dicho encuentro
en todas las preguntas teóricas e incluso en lo práctico. Además, la vida
cotidiana fuera de la escuela hace posible de diversos modos el encuentro
entre niños y jóvenes en un clima de camaradería por encima de todas las
barreras. Pero no se opone en modo alguno al principio de una escuela
católica en su realización concreta el que en ella se eduquen niños acatólicos,
presuponiendo que los padres no católicos, sin perjuicio de su propia
convicción, no rechacen el espíritu de la escuela católica. Escuelas de este tipo
se encuentran, con evidente tolerancia por parte de la Iglesia, principalmente
en las misiones y en la diáspora, pero también en regiones donde la mayor
parte de la población es católica.

4. Los responsables de la enseñanza

Según la doctrina católica (cf. la encíclica Divini Illius Magistri) hay tres
responsables primarios de la educación en general y, por tanto, también de la
educación escolar: la ->familia, la -->Iglesia y el -->Estado, sin negar la
existencia de otras personas o instituciones a las que secundariamente
compete la función educativa. El Estado y la familia (--> padres) poseen un
derecho natural a la educación; y la Iglesia tiene un derecho sobrenatural a
ella, el cual le da un título legítimo para erigir y conservar sus propias
escuelas independientes. E1 derecho natural de los padres a la educación y el
deber, unido a él, de cuidar de los niños se deben al hecho de que éstos
llegan a ser hombres por los padres. El derecho paterno se extiende en primer
lugar a todo aquello que los padres pueden hacer por sí mismos en orden a la
educación, pero también a la ayuda necesaria del Estado (protección y
promoción de aquello que supera las fuerzas de los padres, p. ej., formación
escolar especializada) y, finalmente, al control de aquello que el Estado
considera necesario para la educación. E1 derecho del Estado a la educación
se legitima en parte por su función protectora frente al niño (asegurar un
mínimo de formación escolar adecuado al estado general de la sociedad) y en
parte por su función subsidiaria frente a la insuficiencia de las restantes
estructuras sociales (p. ej., la familia). Pero es además un derecho autónomo
que tiene el Estado por su deber de asegurar el -> bien común. Se funda,
pues, en el bien del niño, por una parte, y en el bien común, por otra. La
extensión y los limites de la competencia debe regularlos la legislación. Si bien
en la sociedad industrial de masas, que es una sociedad de formación, no se
puede negar que en el ámbito de la e. corresponden al Estado más funciones
que antes, sin embargo, en este campo más que en ningún otro la sociedad
ha de oponerse decididamente a las tendencias totalitarias del Estado (p. ej.,
a su exigencia de monopolio sobre determinadas escuelas, o sobre la
formación del personal docente), procurando que la e. libre obtenga por lo
menos paridad de derechos respecto de la organizada estatalmente (también
en el aspecto económico); lo cual no excluye el control y la ordenación del
Estado como garante del bien común, incluso en lo relativo a la e. privada.

5. Reformas y planes de reforma

a) La e., como parte del todo que es la sociedad, está incluida en el proceso
de su desarrollo, y por tanto requiere una constante transformación y
acomodación; y esto tanto más por el hecho de que la educación, según su
esencia, está orientada hacia adelante, de cara a los hombres adultos y a la
sociedad futura. Por tanto, en este campo son constantemente necesarias las
reformas. Éstas no pueden ser tan radicales que pongan en peligro lo
atemporal en la formación, o que rompan la continuidad en la tradición
educativa; pero, no obstante, han de ser tan valientes que no retrocedan ante
las dificultades. La opinión pública ha de hacerse sobre todo a la idea de que
debe dedicarse a la e. una cantidad mucho mayor de medios económicos. Esta
inversión del dinero es la que tiene un sentido más noble y la más rentable.
Pues, cuanto más alto es el nivel medio de formación del pueblo, tanto mayor
es su capacidad de rendimiento. Las sugerencias y los planes de reforma que
se proponen muchas veces están expuestos a un enjuiciamiento poco
objetivo, porque los propugnan grupos políticos con una determinada
ideología, y con frecuencia se abusa de ellos para fines no pedagógicos (en
interés de un grupo y del poder político). No siempre se puede aislar lo
pedagógico, lo cual dificulta mucho la discusión objetiva.

b) Son puntos graves de discusión: 1 °, la confesionalidad en una sociedad


con diversas ideologías; 2 °, en relación con este problema, pero sin
identificarse con él, la cuestión de quién debe impartir la enseñanza (privada
o pública; estatal o libre; financiación estatal de escuelas no estatales); 3 °, la
diversa acentuación de los contenidos de la formación y de la función escolar
(educación y formación; formación profesional y formación general; ciencias
del espíritu y ciencias de la naturaleza; educación y enseñanza); 4.°, la
formación de las muchachas, la cual, si bien en el terreno objetivo coincide en
gran parte con la de los jóvenes, sin embargo presenta muchos problemas
específicos (también la cuestión de la «coeducación» y de la «coinstrucción»
debe ser enjuiciada desde aquí); 5 °, la promoción de los capacitados (se ha
demostrado que es una cuestión urgente de la actual sociedad, que debe
atender a este problema en interés propio y del niño. Para la parte católica del
pueblo hay aquí una tarea urgentísima, ya que la participación relativa de los
católicos en las escuelas superiores es en muchos países notoriamente inferior
a la de los acatólicos); 6 °, el «segundo camino de formación» (que tiene la
misión de dar una nueva formación cuando la anterior ha desembocado en un
callejón sin salida, y debe abrir caminos de formación profesional que se
desconocen en la clásica e. escolar); 7 °, la equiparación internacional de la e.
(que es urgente a causa de la integración creciente de las comunidades
estatales y a causa de la fluctuación de la población; atañe primariamente al
reconocimiento de títulos, pero también a los contenidos de formación y a la
organización escolar); 8 0, la formación de personal docente, la cual no puede
separarse de la evolución escolar.

Karl Erlinghagen

ENTELEQUIA
El concepto de e.( entelejeia) fue introducido en la filosofía por Aristóteles (--
> aristotelismo i), que lo usa en diversos sentidos, aunque relacionados entre
sí.

Nosotros entendemos por e. una tendencia esencialmente inmanente a un ser


material por la que él está ordenado a un determinado fin (télos), p. ej., a su
propia perfección individual o a la de su propia especie. El principio de e.
muchas veces es llamado también principio de finalidad o teleología
causalidad).

La pregunta de si hay una finalidad inmanente en el mundo físico es muy


discutida. Aristóteles y la mayoría de los filósofos medievales y de los
pertenecientes a la escolástica posterior suponen que todo ser material, sea
orgánico o inorgánico, está determinado por la e. Pero posteriormente, en
general, se ha rechazado la teoría de una finalidad inmanente en lo
inorgánico, sobre todo porque en las ciencias físicas, tan desarrolladas, la idea
de la causalidad final no desempeña ningún papel. En biología reina menos
uniformidad. Los mecanicistas consideran al organismo vivo como una
máquina complicada, y creen que él está sometido a las mismas leyes que lo
inorgánico. Luego se ha querido extender también al hombre este punto de
vista. Por otra parte los vitalistas defienden que el organismo tiene su propio
principio de vida, el cual lo distingue esencialmente de la máquina y lo
capacita para acciones auténticamente encaminadas a un fin. Actualmente la
mayoría de los biólogos presuponen - por lo menos como hipótesis de trabajo
- que toda actividad vital puede deducirse de las leyes físicas y químicas. La
doctrina católica no admite que los actos «humanos» puedan estar
plenamente determinados por leyes físicas, pero no toma una postura directa
con relación a la vida no humana. En este campo los recientes progresos de la
bioquímica hacen menos imposible que antes una explicación exclusivamente
fisicoquímica; lo cual afecta también en muchos aspectos al proceso vital del
hombre.

Con ello se alzan dudas frente a la estricta distinción tradicional entre


procesos orgánicos, que están dirigidos por la e., e inorgánicos, que no lo
están (con todo, esta pregunta no se identifica con la cuestión de una
diferencia en general; y, quizá, incluso cabría hablar de dos formas
esencialmente distintas de e.). Normalmente, o bien se admite una e. en
todos los estadios del ser, o bien se rechaza para todos los estadios,
exceptuando el humano. La primera parte de esta alternativa fue defendida
con suma decisión por Teilhard de Chardin. Según él, todo el mundo corporal
en su núcleo esencial está ordenado a la consumación de un único plan divino.
Por eso lo inorgánico, en virtud de su naturaleza, tiende al nacimiento de
órganos vivos; los organismos sencillos tienden a una evolución hasta el
estadio humano; y el hombre a su vez está encaminado hacia una unidad
social de tipo suprapersonal cada vez más estrecha con los demás hombres.
Esta tendencia, que a causa de la --> encarnación está elevada al orden ->
sobrenatural, se consuma finalmente por la unión del hombre con Dios en el
cuerpo místico de Cristo (-> evolución, --> hominización). Todavía se halla en
marcha la discusión de este esbozo.

Independientemente del resultado de tal discusión, hay que distinguir entre la


e. verificable en las ciencias particulares, y el plano de la problemática
trascendental, donde e. significa la ordenación, la referencia del espíritu, en el
conocer y querer, a la realidad (-> ser, -> verdad, -> bien). Si ya en el
primer plano la alternativa entre e. o no e. no puede decidirse por la ostensión
de la causalidad física eficiente (aunque no queden allí lagunas), pues
finalidad y causalidad (eficiente) no se excluyen mutuamente, sino que se
complementan (por más que una ciencia particular haya de reducirse a un
momento por razones de método), el segundo plano se substrae
explícitamente a esta alternativa, pues él late ya en toda discusión del
problema y la hace posible de antemano.

John Russell

ENTUSIASMO

I. Significación

Originariamente, la palabra griega significa un estar lleno de Dios, un estado


religioso. Hoy e. expresa, en general, el hecho de estar arrebatado por un
«espíritu», es decir, por un impulso que excita y llena.

II. Esencia

El e. no es algo «en» el hombre, sino que el hombre está en él; ser entusiasta
significa estar «dentro», vivir y moverse en aquello que, por su parte, como
espíritu, vive dentro del hombre y lo mueve. El otro rasgo fundamental del e,
es un activo «estar fuera de sí», estar el hombre sacado e impulsado fuera de
sí mismo por obra del espíritu que lo entusiasma. Se marcan aquí tres
direcciones de referencia. El espíritu que entusiasma es dentro del e. lo
primero y lo único, su absoluto «de donde» (procedencia). A esto corresponde
un universal ua donde» (intención): el espíritu lo abarca todo, empuja sin
límites, llega a todos, lo expresa todo, lo transciende todo (transcendencia).
Pero el yo del hombre - tercera dirección -está fuera de sí, es mero centro
entre el «de donde» y el «a donde», está enajenado de sí; pero así
precisamente es uno consigo mismo. Al amanecer en él el espíritu, amanece
también él, gana él mismo nueva y más alta originalidad; hallándose dirigido
a todo, está agraciado con la realidad entera, incluso con su propia mismidad.
E. quiere decir salir por el espíritu de sí mismo hacia todas las cosas y ser así
uno consigo mismo y con todo.

III. Diferencia de la conciencia ordinaria

Ocultamente, el hombre es un «entusiasta» en la conciencia cotidiana.


Originariamente él no dice: veo esto así o asá, sino: ¡así es! Sale, pues, de sí
mismo hacia todas las cosas, hacia el mundo, y afirma allí la verdad: ¡Sí, así
es de verdad, aun sin mí, absolutamente! El hombre sólo amanece como «
yo», cuando, según su afirmación, amanece también la verdad en su primera
y absoluta originalidad. En la conciencia cotidiana, la originalidad directora de
la verdad está escondida bajo el esfuerzo de la preocupación, del preguntar,
del afirmar y querer dominar del hombre. Es, de todos modos, evidente que él
no se identifica sin más con la verdad. Da siempre su palabra por verdadera,
vive siempre de un --> espíritu (-> espiritualidad), de una interpretación de la
verdad y del mundo que lo empuja y determina; pero que ése sea el espíritu
de la verdad, no está de antemano decidido. Su esencia se manifiesta en el e.
como unidad con lo absoluto; pero su existencia está en tensión con la
esencia. No constituye una cosa obvia el hecho de que él es, y menos todavía
el de que su existencia alcance la cima de la esencia, el de que posea la
«plenitud». Por tanto el e. es para el hombre tan esencial como
extraordinario; no puede ni «provocarse» ni «retenerse».

IV. Notas para el enjuiciamiento

El e. es auténtico cuando su espíritu es verdaderamente absoluto y universal;


es decir, cuando es espíritu de la verdad, y el yo, lleno verdaderamente del
espíritu, es sólo su centro transmisor (-> mística). Siendo el hombre propenso
a la exaltación del e., él corre peligro de arrogarse el espíritu, que sólo puede
ser don o regalo. A este respecto la imitación estética es e. inauténtico; y la
exaltación individual o social es e. sin espíritu: aquí el espíritu - o
precisamente la falta de espíritu- sirve solamente de medio para el
desenfreno, la confirmación o la sublimación del yo. El e. de un espíritu
inauténtico es fanatismo. El espíritu de la verdad deja que todo sea lo que es;
su e. es la otra cara del abandono; su pasión únicamente se entrega: a lo
absoluto, absolutamente; y a lo condicionado, condicionalmente.

V. Referencia del entusiasmo a Dios

La correspondencia con la esencia del hombre y la tensión con su existencia


contienen una referencia del e., la cual transciende la -->naturaleza y sólo
puede leerse a base del hecho de la revelación de Dios en Jesús. Ser hombre
significa ser más que hombre y, así, plenamente hombre, significa estar
abierto al origen absoluto y hallarse en alianza con él. Ese origen amanece en
forma oculta junto con el yo humano, al que él da su primera existencia (->
religión). El misterio de jesús, que une en su persona la divinidad y la
humanidad sin mezcla ni separación, realiza al hombre en una absoluta
transcendencia de su naturaleza hacia lo supremo, y muestra a la vez el
ejemplar primero del hombre en general, tal como Dios lo pensara en su
gracia. Ser, pues, miembro de jesús por el -> Espíritu Santo equivale a la
perfección de nuestra condición humana, a la redención del e. humano. El e.
del cristianismo primitivo se manifiesta como una representación inicial de la
esencia de la --> Iglesia, que, evidentemente, en este tiempo del mundo está
en necesaria solidaridad con la conciencia cotidiana (-> carismas). La
simultaneidad del e. y de la conciencia cotidiana, la constante mediación entre
ambos y la prueba de su autenticidad es la cruz.

BIBLIOGRAFÍA: A. A. C. Shaftesbury, A Letter concerning Enthusiasm (Lo


1711); I. Kant, Critica del juicio (Losada BA 1961); R. Otto, Lo Santo, Rev.
Occidente (Ma 1925); E. Fink, Vom Wesen des Enthusiasmus (Essen 1947); B.
Welte, Das Heilige in der Welt: Freiburger Dies Universitatis 1948-49 (Fr
1949) 141-183; R. A. Knox, Enthusiasm (O 1951); Leeuw; W. Trillhaas: RGG3
II 495 s; O. Kuss, Enthusiasmus und Realismus be¡ Paulus: Auslegung und
Verkündigung (Rb 1963) 260-270.

Klaus Hemmerle

EÓN

E. es la transcripción de la palabra griega aión, que a su vez corresponde al


hebreo ólám. Estas dos expresiones originales son traducidas con razón
mediante diversos conceptos. Por ello, para lograr una inteligencia completa
del sentido de e. hay que atender a la historia del concepto.

I. La terminología

1. En los primeros libros del Antiguo Testamento ólám significa un tiempo


lejano y oculto, cuyo --> «principio y fin» se pierden en la obscuridad; por
esto ólám puede significar tanto tiempo «pasado» como «futuro», y así, en
general, significa un tiempo largo, pero absolutamente limitado. A veces
`óldm designa un tiempo percibido como muy largo, como una «eternidad»,
pero que en realidad es tan breve como la vida de un hombre (p. ej., Dt 15,
17; Sal 37, 12). La duración del `ólám, se orienta, de acuerdo con la
concepción hebrea del tiempo, según la conciencia del que lo vive y habla de
él, o sea, según la experiencia del tiempo finito del hombre. El concepto
griego de -> eternidad (eterno = infinito; temporal - finito) es todavía extraño
al Antiguo Testamento. Por primera vez en los escritos más tardíos - no antes
del Deuteroisaías -, `ólám toma el sentido de «tiempo infinitamente largo»,
de «eternidad» (Is 40, 28). Puesto que `ólám (= aión) es un concepto
verdaderamente temporal, la traducción griega del Antiguo Testamento pudo
reforzar el singular de aión, que paulatinamente se iba desvaneciendo: a) por
la repetición del singular (como, p. ej., en Sal 44, 7); b) por el uso frecuente
del plural; c) más raramente, por la combinación de los dos procedimientos:
así en el giro del Sal 83, Tob 14, 15.

2. El Nuevo Testamento recoge el uso terminológico del Antiguo Testamento.


En consecuencia sólo del contexto puede deducirse si se trata de « un largo
tiempo» o de «la eternidad»: «desde tiempos primitivos» (Lc 1, 70), «desde
antiguo» (Act 3, 21), «para siempre» (Jds 13 ), «para la eternidad» (Jn 4, 14;
6, 51 entre otros). El giro tan frecuente en los LXX, eis tous aionas, se
encuentra mucho en fórmulas doxológicas. Principalmente Pablo y el
Apocalipsis usan con preferencia la fórmula ascendente «eternamente», o
«por toda la eternidad». Por más que este giro referido al futuro quiera
acentuar la superioridad de Dios y de los esjata (en sentido estricto) sobre el
tiempo, sin embargo él confirma a la vez que también en el Nuevo
Testamento el concepto de « eternidad» conserva su ordenación al tiempo (al
mundo), y que el pensamiento bíblico no llega a conocer la eternidad
atemporal de los griegos.

II. El eón de Dios

Análogamente al cambio de significado pasando de «tiempos remotos» a


«eternidad», se modifica también la representación del eón de Dios. El «Dios
antiquísimo» (Gén 21, 33) es conocido como el «Dios eterno» (Is 40, 28; 2
Mac 1, 25). Esta propiedad de la -> esencia de Dios es afirmada claramente
en el NT (Rom 1, 20; 16, 26), y en los escritos tardíos se aplica también al
Cristo glorificado (Heb 13, 8; Ap 1, 18 entre otros).

Así, pues, el pensamiento bíblico mide el e., la «eternidad» de Dios en el e. o


tiempo del mundo. Dios existe antes de la creación del mundo (Sal 90, 2;
102, 25-29; Gén 1, 1; Jn 17, 24; Ef 1, 4), pero existirá también después de
finalizar este mundo (Sal 102, 27; Ap 21, lss); por consiguiente el e. de Dios
es temporal y también cualitativamente superior al del mundo. Rica en
consecuencias es la doxología de 1 Tim 1, 17: después de «rey de los eones»
está la antigua denominación de Dios como «rey eterno» (Jer 10, 10). Pero
tan pronto como e. tiene una significación espacial (mundo, espacio del
mundo; especialmente Heb 1, 2; 11, 3) o puede revestir un sentido tanto
temporal como espacial (Mt 13, 39s; 24, 3; 28, 20; cf. 1 Cor 10, 11; Heb 9,
26), se cambia con ello la designación de Dios. Dios es el rey de «los tiempos
del mundo», el que con su gracia y juicio hace que se sucedan las épocas. Por
tanto, el e. de Dios no sólo es más largo que el e. del mundo; sino que,
además, Dios está preordenado y supraordenado como dominador al e.
mundano.

En consonancia con todo esto, en el NT, «eterno» significa también la


«peculiaridad del auténtico mundo salvífico, de los bienes escatológicos y de
la condenación escatológica» (A. DARLAP 365).

III. La doctrina de los dos eones

1. En el judaísmo tardío

La distinción entre el e. de Dios y el e. del mundo condujo a la doctrina de los


dos eones, que a partir del siglo I a.C. fue elaborada por la -> apocalíptica
judía y se hizo usual entre los rabinos. Como, según Dan 7, los imperios que
se van sucediendo son enemigos de Yahveh y se oponen al reino de Dios, el
cual al fin los substituirá, en principio con este apocalipsis clásico (cf. también
Dan 2) se ha dado ya el paso hacia la distinción radicalmente dualista de dos
únicos eones, a saber, «este e.» (`ólám ha-zeh) y el «e. venidero» (`ólám
ha-bá'). Estos dos eones se oponen diametralmente por su contenido,
oposición que -por lo menos- queda reforzada bajo el influjo del -> dualismo
iranio. «Este e.» es el siglo de la injusticia y del pecado, d e los trabajos y de
la caducidad. Como tiempo del mundo actual está, a la postre, bajo el influjo
de Satán. En cambio, el «e. venidero» pertenece por completo a Dios, es
esencialmente bueno, está lleno de intensa vida y felicidad; y es difícil decidir
hasta qué punto algunos escritos sitúan este e. venidero en el cielo (en lugar
de situarlo en la tierra renovada). Como tiempo y mundo nuevo, que en
último término introduce Dios mismo, este e. venidero es necesariamente el
eskhaton absoluto. La contraposición de los dos eones está muy acentuada en
la comunidad de --> Qumrán.

2. En el Nuevo Testamento

a) Sin duda, Jesús no tomó la contraposición entre «este e.» y el «e.


venidero» como punto central de su predicación. E incluso resulta
problemático si él la usó alguna vez. Sin embargo, algunas palabras de Jesús
transmitidas en los sinópticos hablan con fundamento de «este e.» (Mt 12,
32; Lc 16, 8; 20, 34) y de «aquel e.» (Lc 20, 35), del «e. venidero» (Mc 10,
30 = Lc 18, 30), o del «e. futuro» (Mt 12, 32); pues la proclamación del ->
reino de Dios por parte de Jesús presupone claramente la distinción de dos
eones esencialmente distintos. Cuando Jesús promete la entrada en el cielo o
reino de Dios («la entrada en la vida»), etc., al oír la expresión «reino de los
cielos» (= «reino de Dios»), los judíos tuvieron que pensar en el «e.
venidero», en el todavía futuro mundo consumado de Dios. A pesar de todo,
Jesús tuvo sobradas razones para tomar el concepto abstracto «reinado de
Dios» como idea clave en que se resumían la predicación y realización de la
salvación escatológica. Con ello acentuó que el mundo venidero se realizará
única y exclusivamente por voluntad y obra de Dios, y además que el estado
final no tiende « primariamente a una transformación puramente externa del
mundo», sino a imponer por completo los derechos soberanos de Dios sobre
el poder del milagro (F. SCHIERSE 681). Y sobre todo, el uso del concepto de
reino de Dios como idea central hizo posible la modificación e incluso ruptura
del esquema de los dos eones por parte de Jesús. Mientras que para la
expectación contemporánea del e. venidero el reinado escatológico de Dios, o
bien es todavía puro futuro o bien ha llegado simplemente, está presente;
Jesús se alza con la pretensión inaudita de que el e. venidero irrumpe con él
en este e., pues en su persona y en sus palabras y acciones, entendidas como
una unidad, se ha hecho experimentable la voluntad de Dios como definitiva
oferta de gracia y exigencia ética, ha hecho su irrupción el reinado
escatológico de Dios.

b) La primitiva predicación cristiana habla reiteradamente de «este e.»; el


mismo sentido tienen las expresiones «este mundo», «el presente tiempo»
(kairós) y la construcción en singular, preferida por las cartas pastorales, «el
presente e.». Este e. está en oposición a la voluntad de Dios (Rom 12, 2); su
sabiduría es necedad ante Dios (1 Cor 1, 20; 3, 18); su «dios» obstaculiza la
fe (2 Cor 4, 4). Las «fuerzas rectoras de este e.» (1 Cor 2, 6ss) son poderes
supraterrestres y opuestos a Dios, poderes de ángeles (-> demonios), a los
cuales está sometido el viejo mundo. Juan en armonía con el acercamiento del
concepto de e. a su idea de kosmos, habla de «este mundo» (Jn 8, 23, etc.).
Por tanto, en la primitiva predicación de la Iglesia este e. es entendido como
un poder demoníaco, que domina el mundo no redimido e incrédulo y quiere
arrastrar a los hombres hacía la perdición; pero ese poder está consagrado ya
a su aniquilación. El Apocalipsis de Juan usa temáticamente la idea de este e.
que se halla bajo el dominio de poderes satánicos, que se precipita hacia su
final entre terribles tribulaciones; y la usa para hacer comprensible la terrible
persecución de las comunidades de Asia Menor y para anunciar plásticamente
la victoria final de Dios y de su Cristo. Sorprende que la predicación
neotestamentaria hable tan pocas veces del e. futuro (Ef 1, 21; cf. 2, 7), a
pesar de que los creyentes se saben redimidos por Cristo «del perverso e.
actual» (Gál 1, 4) y, según Heb 6, 5, han experimentado ya las fuerzas del
«e. venidero». Pablo mismo no usa jamás esta expresión. Son ideas
antitéticas de «este e.» sus enunciados sobre Dios, Cristo, el Espíritu y los
bienes escatológicos de la salvación. Lo dicho manifiesta cómo en el Nuevo
Testamento se rompe decisivamente la doctrina judía de los eones, e
igualmente el pensamiento terreno y eudemonista del judaísmo.

BIBLIOGRAFÍA: Billerbeck IV /2 799-976; H. Sasse, aiwv: ThW I 197-209; J.


Schmid, El evangelio según san Marcos (Herder Ba 1967); F. J. Schierse:
LThK2 I 680-683; K. Koch, Spdtisraelitisches Geschichtsdenken am Beispiel
des Buches Dn: HZ 193 (1961) 1-32; O. Cullmann, Cristo y el tiempo (Estela
Ba 1967); A. Darlap, Ewigkeit: HThG I 363-368; M. Rlssi: Biblisch-
Historisches Handwtirterbuch, bajo la direc. de B. Reicke - L. Rost, I (GS
1962) 103 s; R. Schnackenburg, Reino y reinado de Dios (Fax Ma 1968); W.
Michaelis, Reich Gottes und donen-Wende in der Verkündigung Jesu: Ntl.
Aufsütze (Festschrift J. Schmid) (Rb 1963) 161-166; A. Vógtle, Zeit und
Zeitüberlegenheit in biblischer Sicht: WeItverstündnis ¡in Glauben, bajo la
direc. de J. B. Metz (Mz 1965) 224-253.

Anton Vtigtle

EPIQUEYA

I. Planteamiento de la cuestión

La cuestión acerca de cómo el hombre debe comportarse cuando su propia


visión ética está en contradicción con las exigencias morales de la sociedad,
se plantea a todo aquel cuya conciencia se ha desarrollado hasta la formación
de un juicio personal en el campo ético. Pues, en principio, ninguna ética
concreta de la sociedad ofrece una solución adecuada para todos los
problemas derivados del cambio constante de nuestra situación cultural, el
cual se funda en nuestra ->historia e historicidad. Y, por otro lado, la
acomodación a las exigencias de la sociedad no sólo responde a una tendencia
natural, sino que, a causa de la naturaleza social del hombre, constituye
además un alto valor moral. Este problema aparece especialmente claro
cuando los imperativos sociales han encontrado su expresión en leyes
formuladas y quedan sancionados por las autoridades competentes. Si la
sociedad y las autoridades no se desconocen a sí mismas con una petulancia
totalitaria, deben tener interés en que los súbditos no les sigan más allá de lo
que ellas puedan guiar. Por eso, toda -->ética que se esfuerce por una
sistematización y toda legislación deben preguntar qué conducta ha de
adoptarse en tales situaciones de conflicto, en las cuales lo exigido por la ética
social y la ley positiva está en contradicción con los postulados de lo
éticamente justo.
Es característico para la ética aristotélico-escolástica el hecho de que ella se
plantea explícitamente esta cuestión, por tener conciencia en alto grado de la
vinculación de la ética al ser. Y se la plantea bajo el lema e., que es un
término específicamente suyo y constituye uno de sus conceptos
fundamentales. Otras formas de la ética hablan, p. ej., de excepciones
morales, de derecho supralegal, de derecho y deber de resistencia, de
«pecado necesario». Las legislaciones tienen en cuenta esta problemática en
sus disposiciones sobre el derecho y la equidad, sobre las excepciones
morales, sobre la libertad de conciencia, etc. El canon 20 del CIC reconoce
expresamente el derecho al uso de la epiqueya.

II. Historia del concepto

En Aristóteles la epieikeia significa la equidad, la corrección de la --> ley y de


lo legalmente justo en favor de lo realmente justo. Lo cual significa que la e.
es para él el «derecho mejor» frente a lo legalmente justo. Con ello se aparta
de la concepción de Platón, para quien la e. es una aplicación e interpretación
tolerante del derecho vigente. Éste es en sí el derecho mejor, pero a causa de
nuestra limitación y deficiencia debe ser aplicado con equidad y tolerancia.

En la comunidad cristiana las tensiones entre el derecho vigente y el real se


solucionaron primero con un principio muy simple: «Se debe obedecer a Dios
antes que a los hombres» (Act 5, 29).

A consecuencia del interés espiritual de la edad media, consistente sobre todo


en conseguir una relación ordenada entre los hombres a base de medidas
institucionales, el problema objetivo de la e. necesariamente tuvo que atraer
con más fuerza la atención de los teólogos y canonistas, y debido a la
recepción de Aristóteles, dicho problema fue estudiado de hecho bajo el
término e. Así Tomás de Aquino ve justificado el uso de la e. en el caso de que
la obediencia literal a la ley contradijera al ->bien común. Él trata la epiqueya
en relación con las virtudes de la vida social y la ordena a la -->justicia.
Según lo que se entienda por justicia legal (iustitia legalis), la que sigue la
letra de la ley o la que se atiene a la intención del legislador, Tomás considera
la e. como una parte de la justicia general o como la parte principal de la
justicia legal. En virtud del giro que, en principio, el Aquinate realiza hacia el
antropocentrismo en su concepción de la creación, él está persuadido de que
el hombre, aunque se halla ligado al orden de la --> naturaleza, sin embargo
debe dar a ésta una configuración en armonía con su razón, sin limitarse a
aceptar el orden previamente dado. De suyo también la ley positiva es para
Tomás expresión del orden querido por Dios, de modo que la justicia legal
exige obediencia a ella. Pero como esa ley, a causa de nuestra limitación y de
nuestra condición pecadora, permanece siempre una expresión imperfecta de
lo realmente justo, puede suceder que en un caso concreto la obediencia a la
ley atente contra la justicia. Entonces la virtud de la e. exige la realización de
la justicia, dejando de lado la justicia legal. Así, Tomás puede decir que la e.
es como la norma más alta del obrar humano y que, propiamente, responde a
la justicia legal, pues ésta exige que la ley se oriente hacia el bien común.

El pensamiento de que el hombre debe aprehender con su razón lo que es


justo, a partir de la edad moderna pasa a ocupar cada vez más el centro de
las reflexiones sobre la función de la e. y la razón de esto se halla en que la
posición del hombre como sujeto en la creación es conocida con creciente
claridad, y en consecuencia se reflexiona cada vez más a partir de esa
posición. De ahí que Suárez ya no conozca una virtud particular de la e. Él
dice simplemente que el hombre debe obrar contra la ley positiva cuando el
seguirla implica la lesión de una virtud determinada, a la que él está obligado
y que, frecuentemente, la ley pretende fomentar. Si, p. ej., el -> ayuno
prescrito, que debe fomentar la templanza, perjudica a la salud, la propia
conservación, querida por Dios, exige que en oposición a la ley humana - y en
armonía con la virtud de la templanza - se coma y no se ayune; o bien, si la
observación del precepto dominical, exigido por la virtud de la religión, llevara
a pecar contra el amor al prójimo, esta misma virtud podría exigir la infracción
de la ley. Por tanto, el uso de la e. puede estar exigido por virtudes muy
diversas. Con ello la atención ya no está centrada en el bien abstracto de la
comunidad, que con frecuencia ha recibido un fuerte matiz de ordenación
estática, sino en el perfeccionamiento concreto del individuo.

Con el surgimiento del -> individualismo y la consecuente disolución de los


vínculos sociales, por un lado, y con la carga de leyes cada vez mayor que
pesa sobre el individuo en la sociedad industrial, por otro lado, la
interpretación de la e. ha experimentado un ulterior desplazamiento del
acento. La e. es considerada ahora cada vez más como el arte de la prudente
interpretación de la ley en interés del sujeto, injustamente impedido en su
desarrollo por la legislación. Ella es el juicio prudente que constata la no
obligación de la ley positiva. Con ello el uso de la e. ya no es el ejercicio de
una determinada virtud moral, sino una virtud general de la vida moral. E
incluso, en gran parte, es entendida de una manera tan intelectualista, que no
se concibe tanto como una virtud de la razón, cuanto como una prontitud de
juicio. Con ello queda poco resaltado su carácter moral autónomo, hasta tal
punto que en la lengua del pueblo ha caído en descrédito como una astucia
inmoral.

III. En la actualidad

El esfuerzo ético en la actualidad procura librarla de este descrédito y


asignarle en la moral sistemática un puesto concorde con su importancia para
la vida ética. Mediante una acentuación más intensa de la responsabilidad
personal, se tiende a establecer una relación más equilibrada y estable, a
pesar de la tensión, entre la libertad individual y la vinculación social del
individuo. El punto de partida para ello es un enfoque más dinámico de la -->
justicia y una interpretación más funcional de la --> ley. Y late ahí además el
pensamiento de que el hombre mismo debe encontrar lo moralmente justo y
no puede persuponer sin más la legitimidad de la ley. Pues, en virtud de
nuestra libertad, nuestra constitución individual y social y la situación cultural
que de ella resulta están sometidas a un constante cambio histórico, de modo
que necesariamente siempre hay una cierta tensión entre la ley y lo justo.
Bajo esta perspectiva la e. es aquella virtud que intenta siempre eliminar esa
tensión en favor de la justicia. Lo cual presupone, de un lado, un esfuerzo por
el conocimiento de la verdadera justicia y, de otro lado, la voluntad de obrar
de acuerdo con la justicia misma, aunque sea apartándose de la ley positiva.
Así la virtud de la e. recibe su motivación del amor a la justicia. En este
sentido ella es una actitud general de la vida moral. Así puede suceder que la
virtud de la e. conduzca al juicio de que una determinada ley no obliga en una
situación concreta, pues su cumplimiento no sería equitativo. Se daría este
caso cuando la ley mandara algo que equitativamente no puede exigir, p. ej.,
observar una norma de tráfico sin que sea necesario en una situación
concreta. Y también sería ese el caso cuando la ley declarara justo algo que
no concuerda con la justicia, p. ej., un salario injusto en una circunstancia
determinada. En tal caso la virtud de la e. debe dictaminar que el hombre, por
amor a la justicia, está obligado a más de lo que exige la ley. Y de esa manera
contribuirá a un desarrollo dinámico de la ley en el futuro. Bajo esta
perspectiva, la seguridad en la formación del juicio a base de la virtud de la e.
depende de la firmeza de la voluntad en dar a cada uno lo suyo, del
conocimiento objetivo para poder enjuiciar rectamente una situación y de la
conciencia acerca del alcance del propio conocimiento objetivo. Según esto la
virtud de la e. consiste formalmente en el amor a la justicia en cuanto tal y,
materialmente, en el enjuiciamiento prudente de la ley en su relación a la
justicia supralegal.

De ahí que recientemente R. Egenter haya descrito la e. como «sentido justo


de la realidad en el ámbito social» y la haya caracterizado como una actitud
fundamental de la justicia natural, situándola en el terreno de lo que
llamamos justicia social. En forma parecida le e. es para J. Fuchs la virtud de
la justa aplicación de la ley en armonía con la situación y constituye, por
tanto, la actitud fundamental frente a la ley; y él piensa incluso que la recta
comprensión de la e. desarrolla el aspecto justificado de la ética de situación.
Dentro de esa línea la e. se convierte para A. Adam en la virtud de la libertad
de conciencia, la cual mueve al hombre a una realización del orden legal,
fundado en el orden óntico, de acuerdo con su libertad. B. Háring va incluso
tan lejos que interpreta el desarrollo actual de la doctrina tomista de la e.
como «la aportación permanente de las grandes discusiones de la moral sobre
el uso de las reglas de prudencia» o sea, de los llamados sistemas morales. J.
Giers advierte con relación a esta interpretación de la e. que el criterio para el
hallazgo de una justicia adecuada a la situación no puede ser solamente la
convicción subjetiva del individuo, sino que éste, en virtud de su naturaleza
social, debe orientarse además por la doctrina de la Iglesia, de los teólogos y
de los especialistas en lo referente a las complicadas legislaciones y a las
exigencias de la justicia en nuestros días. Con ello, dentro de lo posible, la
virtud de la e. queda protegida frente a un abuso individualista y, por otro
lado, se le señalan sus límites a un legalismo que obstaculice la
responsabilidad personal.

BIBLIOGRAFÍA: Thomas von Aquin, S. th. II-II q. 120 y 80; F. Suárez, De


legibus lib. VI cap. 7 n. 11, lib. VI cap. 6 n. 5 s; M. Müller, Der hl. Albertus
und dio Lehre von der Epikie: DTh 12 (1934) 165-182; F. Pringsheim,
Rómische aequitas der christlichen Kaiser: Acta congressus juridici
internationalis I (R 1935) 119-152; L. Godefoy: DThC V 358-361; R. Egenter,
Über die Bedeutung der Epikie im sittlichen Leben: PhJ 53 (1940) 115-127; A.
Adam, La virtud de la libertad (Dinor S Seb 1956); A. Gréve, De epikeia
volgens Thomas v. Aquin en Suarez: Miscellanca Moralia in honorem A.
Janssen I (Lv 1948) 255-280; L. J. Riley, The History, Nature and Use of
epikeia in Moral Theology (Wa 1948); O. Robleda, La «Aequitas» en
Aristóteles, Cicerón, Santo Tomás y Suárez. Estudio comparativo: MCom 15
(1951) 241-279; J. Fuchs, Situation und Entscheidung (F 1952); Hfiring; J.
Giers, Epikie und Sittlichkeit: Der Mensch unter Gottes Amuf und Ordnung,
bajo la dir. de R. Hauser - F. Scholz (Festgabe für Th. Müncker) (D 1958).

Waldemar Molinski

EPISCOPADO
A) Historia. B) Síntesis teológica.. C) Derecho canónico.

A) HISTORIA

I. Fundamentación bíblica

El oficio episcopal cristiano surgió de la unión de dos tipos distintos de


comunidad: la fundada en el orden episcopal y la fundada en el orden
presbiteral. Los episkopoi de un tipo de constitución corresponden más o
menos a los presbíteros del otro. Los puntos de partida son dos conceptos
distintos de -> apóstol, y con ello dos maneras distintas de representar a
Jesús. El concepto sinóptico de apóstol es colegial, no se halla ligado a un
lugar, pero está limitado a Israel y se ordena a la representación del Jesús
terreno. Los doce han predicado como Jesús. No hay duda de que en ese
«colegio» Pedro ha llevado la dirección. Esta concepción judeocristiana del
apostolado colegial tiene su correspondencia en los presbiterios colegiales de
algunas comunidades particulares, tal como aparecen en tiempos de Lucas
(reflejadas en Act), y en Sant, 1 Pe, Tit, 1 Tim y Ap. Frente a esto hallamos el
concepto de apóstol de cuño paulino, el cual a juzgar por 1 Cor 8, 23, también
debió tener validez en otros ámbitos del cristianismo gentil. Aquí el único
Señor resucitado está representado por un solo apóstol (después por un solo
episkopos), y no aparecen los presbíteros. Frente a la acepción de épiskopos
antes del Nuevo Testamento (designando frecuentemente un oficio con un
campo muy bien delimitado de tareas), el uso neotestamentario del término
muestra las siguientes peculiaridades: a) es preferida la combinación con
diákonos (Fil 1, 1; 1 Tim 3, 2.8; Did 15, 1). b) Aparece la combinación,
preparada por la septuaginta, de episkopos y «pastor» o apacentar la grey,
así en 1 Pe 2, 25; 5, 2.4; Act 20, 28, cf. Núm 27, 16. Del uso no técnico de
episkopé como «visita» en 1 Pe 2, 15 debe deducirse que el oficio episcopal
significa primariamente una función judicial de inspección, mientras que la
idea paralela de apacentar la grey por parte del pastor significa positivamente
la conducción hacia la salvación (cf. Eclo 18, 13), o sea la función de ordenar
y de llevar a la vida que se expresa en ese oficio por la combinación de los
dos conceptos.

El texto más antiguo es Fil 1, 1, según el cual hay todavía varios episkopoi en
la comunidad; seguramente eran los cabezas de las familias más importantes,
que desempeñan también la función eclesiástica de inspección (cf. igualmente
Tit 1, 6-9; 1 Tim 3, 2-5). En cambio se halla en la línea que conduce al
episcopado monárquico la misión de Timoteo como representante de Pablo,
narrada en Fil 2, 19-23. Sin duda, al morir los apóstoles, representantes de
este tipo concentraron y unieron en una sola persona las funciones de los
obispos. Así, la vinculación a un lugar y el contenido de dichas funciones
pasaron a constituir la figura del obispo de la comunidad; el elemento
monárquico deriva de la imitación del oficio apostólico. La importancia
teológica de este elemento monárquico se pone de manifiesto comparando el
concepto teológico de apóstol que aparece en 2 Cor con el de 1 Pe. Según 2
Cor en la comunidad sólo puede haber un apóstol, pues únicamente el
apostolado monárquico representa y actualiza, en un determinado sector al
único señor Jesucristo en comunidad de pasión y acción con él. 1 Pe muestra
cómo esta idea de que el supremo director de la comunidad es imagen de
Cristo penetra también en el concepto de episkopos. Cristo es el episkoposde
la comunidad (2, 25) y el pastor supremo (5, 4); los directores de la
comunidad son ciertamente presbíteros (5, 1), pero su acción se llama
también episkopein, función paralela, como en Cristo, a la de apacentar la
grey. La actividad episcopal de los presbíteros es por tanto paralela a la del
episkopos Cristo. En esta función los presbíteros representan al Señor
glorificado o diseñan su imagen. La función del pastor supremo es
desempeñada por varios presbíteros. Dentro de esta línea en 1 Pe se cruzan la
idea del único episkopos y el orden presbiteral. El episcopado monárquico
surge de la imitación del único Cristo, estrechamente relacionada con la
concepción paulina del único apóstol para cada comunidad. Los primeros
puntos de apoyo para el e. monárquico aparecen en el ámbito helenístico de
la actividad misionera de Pablo, en la misión de Timoteo, en 1 Pe y en las
epístolas pastorales. En cambio Pablo no conoce una constitución presbiteral
para sus comunidades, en oposición a la sinagoga, a la ley y al pensamiento
judío de la tradición. Pero esta ordenación penetró pronto en las comunidades
paulinas, pues cuando se redactó el libro de los Hechos las comunidades de
Licaonia y Pisidia volvían ya a tener presbíteros, como los tenía también
Corinto en tiempo de 1 Clem (donde con terminología helenística son llamados
episkopoi).

La mezcla del orden episcopal del mundo helenístico con el orden presbiteral
del mundo judío, aparece ya en los Hechos y en las cartas pastorales. En Act
20 los presbíteros (v. 17) son llamados episkopoi (v. 28). El criterio decisivo
para su vocación y potestad es la posesión del Espíritu Santo. De Act 1, 20 no
hay que deducir una equiparación entre apostolado y e., puesto que épiskopé
ha sido tomado aquí del salmo 108, 8; Act 6, 3 utiliza episkeptesthai para el
nombramiento de siete diáconos; el uso lingüístico de Act prueba, pues, que
la palabra era entendida todavía en el sentido general de «oficio directivo de
la comunidad» y cómo, consecuentemente, pudo aplicarse a una constitución
presbiteral. Los textos Tit 1, 6-9 y 1 Tim 3, 1-13 son del mismo género
literario que Act 20, 18-38 (episkopoi, modelos). Según 1 Tim 3, 1 episkopé
es un oficio fijo al que se puede aspirar. Se mencionan los presupuestos, pero
no el contenido del oficio: garantía moral, que se haya acreditado en la
administración de su casa, que sea apto para la predicación, modestia. Late
ahí una constitución presbiteral, cuya cima es, sin embargo, un orden
episcopal. Según 1 Tim 5, 17 los kalós proestotes son evidentemente los
episkopoi, los cuales merecen doble honor. Ellos son los portadores del
proceso que ha dado origen a la primacía del e. Según Tit 1, 5-9, Tito debe
establecer presbíteros en Creta (cosa que según Act 14, 23 ya había hecho
Pablo), los cuales en el v. 7 son llamados también episkopoi. Pero en 1 Tim 3,
2 y Tit 1, 7 ya se habla solamente de episkopos en singular, con el artículo
antepuesto. Aun cuando ahí se trata simplemente de un singular genérico, sin
embargo pronto pasa a un solo director de cada comunidad la función
episcopal, que Timoteo y Tito ejercieron todavía en varias comunidades. Lo
mismo la institución de presbíteros que la de obispos se realizaba por la
imposición de manos (cf. Act 14, 23, junto con 2 Tim 1, 6; 1 Clem 42, 4).

BIBLIOGRAFÍA: F. C. Baur, Über den Ursprung des Episcopats in der


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2 vols. (Ma 1964).

Klaus Berger

II. Desarrollo histórico

El e. pertenece a los elementos estructurales de la - Iglesia que proceden de


Cristo. Pero se confió a ella la tarea histórica de determinar más
concretamente su función. Por la diversa acentuación de elementos, hay que
distinguir tres grandes épocas en la elaboración de la naturaleza del e. Sin
embargo, cada época contiene la problemática de las siguientes o de las
anteriores.

1. Configuración del oficio episcopal bajo el aspecto material y el formal


(siglos I-IX)

De momento prosiguieron yuxtapuestas las dos formas de constitución de la


comunidad que se observan en el Nuevo Testamento. 1 Clem conoce todavía
el sistema colegial de los presbíteros episkopoi, que, después de la muerte de
los apóstoles, han sido instituidos por «otros hombres destacados» (44, 3).
Estos sucesores de los apóstoles (Did: apostoloi) son misioneros
peregrinantes. La transición al único obispo se realiza cuando a finales del
siglo I dichos sucesores se establecen en una comunidad y toman la dirección
de la respectiva iglesia local. Hacia el año 110 la teología episcopal de las
cartas de Ignacio muestra cómo está ya formado el episcopado monárquico.
El obispo, representante de Cristo e imagen del Padre, es el legitimador de la
celebración de la eucaristía y, por ello, el garante de la unidad en la
comunidad local. A causa de su (necesaria) unidad con las obispos de la
Iglesia universal es también el mediador de la catolicidad para su comunidad
(IgnSm 8, 2). La Didascalia muestra la configuración canónica de este
modelo. A mediados del siglo II la teología cristocéntrica del episcopado de
Ignacio queda suplantada por la concepción más general del obispo como
sucesor de los apóstoles. esta tiene su formulación clásica en la
argumentación antignóstica de Ireneo de Lyón: el obispo es testigo vivo de la
tradición porque su serie institucional de antecesores (reflejada en las listas
de obispos que aparecen en Ireneo, Epifanio y Eusebio) se remonta hasta los
apóstoles (Adv. haer. III 2, 1; más tarde en TERTULIANO, De praescr. ZU,
GSS; AGUSTÍN, De Civ. Dei 18, 50). Esta concepción preferentemente jurídica
es completada con elementos teológicos, concretamente con la idea de que en
la consagración episcopal el obispo recibe la plenitud del Espíritu Santo
(Hipólito). El e. aparece ahora unido al Jesús histórico por la --> sucesión
apostólica y al Cristo glorificado por la consagración (>órdenes sagradas). Esta
doble relación con Cristo asegura la fe de la Iglesia. Ya en Ignacio se
encuentra la triple división del oficio (obispo, presbítero, diácono). Sacerdote
y diácono están estrechamente ligados al obispo, pero también los laicos
tienen una importante función como ayudantes del obispo, ante todo en la
predicación (Orígenes, Cipriano, Crisóstomo). Ellos participan esencialmente
en la elección del obispo (LEóN MAGNO, Ep. 16, 10: Qui praefuturus est
omnibus, ab omnibus eligatur), aunque el elegido no es delegado del pueblo,
sino episcopus Dei. Cuando los padres desarrollan una alta ética episcopal
(Gregorio Magno), en virtud de la cual los ministros a causa de su misión
divina ya no han de rendir cuentas a los hombres, pero están obligados a la
perfección, aquéllos no siempre escapan al peligro de convertir la santidad
personal en un presupuesto para la legitimidad del oficio (p. ej., Orígenes).
Entre los cometidos episcopales los padres mencionan: la predicación doctrinal
(como catequesis y misión), la dirección del culto (con prerrogativas
especiales, principalinente la de la ordenación sacerdotal), las funciones
disciplinares (excomunión y reconciliación: cf. sacramento de la ->
penitencia), la potestad legislativa y ejecutiva. Estas tareas son entendidas
esencialmente como un servicio, como un --> carisma para la edificación de la
Iglesia (AGUSTÍN, Sermón 46, 2: christiani propter nos, praepositi propter
vos). Sobre los fundamentos teológicos de Ignacio y Cipriano, particularmente
desde el siglo iv se desarrolla una viva --> eclesiología de communio, en la
cual aparece de múltiples maneras la responsabilidad de cada obispo
particular por la Iglesia universal (varios obispos consagrantes, rito del
fermentum, encíclicas de obispos y sobre todo sínodos y concilios). Esta
eclesiología lleva, en los tiempos ya tardíos del imperio, a una más fuerte
concentración (y centralización) de las diócesis en unidades superiores
(metrópolis, patriarcados). Y la sede romana recibe aquí la función de
proteger la unidad eclesiástica, con la potestad de imponerla en bien de la
Iglesia universal.

2. El episcopado en medio de la tensión entre Estado, papado y presbiterio


(siglos X-XV)

Bajo el condicionamiento de la pluralidad de culturas previamente halladas se


formaron en oriente varios -> patriarcados (--> Bizancio). La posición del
obispo (después del esbozo de los primeros siglos) queda aquí intacta.
Esencialmente las discusiones giran tan sólo en torno al papel de los
patriarcados en la articulación de las Iglesias. Por el contrario, en la unidad
sociológica y cultural del occidente la sede romana continúa siendo el único
centro que, como sedes petrina, pretende estar investida de una autoridad
especial en la Iglesia universal. Por esto y por la evolución política y teológica,
el e. cayó bajo el influjo de tres campos de fuerzas:

a) Estado. Desde la era de -> Constantino, en armonía con la idea de unidad


en la antigua concepción del Estado, los obispos quedan incluidos en el orden
de los dignatarios seculares. Los soberanos del imperio y de los Estados que le
siguen, ya muy pronto exigen el derecho de nombramiento que en el año 921
es reconocido por el papa Juan X (ninguna consagración episcopal absque
iussione regis). El e. se convierte cada vez más en una parte fija y constitutiva
del orden feudal, en una columna que, bajo la figura de un príncipe imperial,
soporta la estructura medieval del Estado (-> edad media, A y C). El enredo
así producido con los intereses egoístas del poder estatal (investidura de
laicos: cf. lucha de las -> investiduras) tuvo como consecuencia una
secularización del estado episcopal, la cual supuso una fuerte amenaza para la
Iglesia.

b) Papado. La pugna de los papas reformadores del siglo xi por la separación


entre el poder de la -> Iglesia y el del Estado (>reforma gregoriana), desde
este punto de vista fue en primer lugar una lucha por dejar a salvo la
independencia de los obispos. Pero la tensión polar, radicada en la misma
estructura de la Iglesia, entre el papado y el episcopado, pronto conduce a
una lucha por la hegemonía entre los dos poderes jerárquicos, la cual trajo al
papado un importante aumento de fuerza. Sobre todo bajo el influjo de la
teología de las órdenes mendicantes (Tomás de Aquino, Tomás de York,
Buenaventura), se desarrolló la teoría unilateralmente papalista del
episcopado universal del obispo de Roma, la cual, de la unidad del cuerpo
social, dedujo la unidad jurisdiccional (unus grex sub uno pastore). Los
obispos aparecen ahora como funcionarios papales (BERNOLDO DE
CONSTANZA, Apol. 23: PL 148, 783 ). Como reacción, renovando la
edesiología de la communio de la Iglesia primitiva, surgieron corrientes con la
tendencia a situar en el e. el centro de gravedad en el gobierno de la Iglesia
(Enrique de Gante, Godof redo de Fontaine, Juan de Pouilly). A partir de este -
> episcopalismo se desarrolló durante la época de impotencia del papado en
el siglo xiv (destierro de --> Aviñón, -->cisma de occidente) una posición de
preeminencia del e., la cual durante el siglo xv quedó fijada en el derecho
eclesiástico por el --> conciliarismo (Constanza, Basilea) y en el derecho civil
por el --> gaticanismo (pragmática sanción de Bourges, aceptación de
Maguncia). Sin embargo, esos términos generales esconden una multiplicidad
de tendencias muy diversas, que oscilan con gran variedad de matices entre
la negación de la estructura de la Iglesia y la justa oposición a los abusos
papales, los cuales se proponían defender esta misma estructura de la Iglesia.
Aparte de estas discusiones, hallamos gérmenes de una concepción colegial
del e. en armonía con el primado (Ivo de Chartres, Graciano).

c) Presbiterio. Apoyándose en declaraciones de Jerónimo y Ambrosiaster, la


teología medieval centró las potestades de la ordenación en el corpus Christi
eucharisticum. Como esas potestades corresponden tanto al sacerdote como
al obispo, casi toda la escolástica (con excepción de Guillermo de Auxerre,
Durando, Duns Escoto, Gabriel Biel) negó una dignidad propiamente
sacramental del e., cuya posición quedaba así aparentemente nivelada con la
de los presbíteros. A las consecuencias que de ahí sacó el parroquialismo (la
institución del párroco es de derecho divino) se opuso la teología de los
mendicantes, que resaltó la autoridad jurisdiccional del obispo como potestad
de ordenación eclesiástica (Tomás de Aquino).

3. Explicación de la esencia del episcopado (siglos XVI-XX)

La -> reforma del siglo XVI, rechazando el oficio episcopal o considerándolo


como un elemento humano y accesorio en la Iglesia, intenta dar solución a
estas tensiones medievales, cuyos representantes se habían convertido con
frecuencia en motivo de escándalo por su conducta extremadamente
mundana. La estructura episcopal se ha conservado (con diverso contenido)
en las Iglesias luteranas de Escandinavia, en la Iglesia reformada de Hungría,
en los hermanos de Bohemia, en los metodistas americanos, desde 1918 en
muchas Iglesias luteranas regionales de Alemania, en las Iglesias unidas del
sur de la India; en el --> anglicanismo el episcopado histórico pertenece al
«plenum esse» de la Iglesia. La teología católica desarrolla a partir de la
tradición patrística una nueva concepción del e., con un matiz
preferentemente pastoral. El concilio de Trento separa claramente el e. del
presbiterado (Dz 967), pero deja abierta su relación con el primado, que
desde ahora es discutida junto con la cuestión de si la -> jurisdicción
episcopal procede de Dios directamente o a través del papa. Se inculca a los
obispos el celo pastoral y el espíritu apostólico (obligación de residencia).
Dentro del espíritu del concilio, algunos autores del siglo xvi (Contarini,
Giberti, Bartolomé de Martyribus, L. Abelly) diseñan una imagen del obispo
que se funda en el ideal del buen pastor y que se realizará en figuras como
Carlos Borromeo, Francisco de Sales, Roberto Belarmino, Fénelon, Bossuet,
etc. Mientras que el sistema papalista llegó a su máximo desarrollo en el
centralismo del siglo xlx (política de concordatos, lucha de las nunciaturas,
Maistre), en el febronianismo surge un nuevo particularismo episcopalista. Y,
finalmente, el resquebrajamiento del poder eclesiástico y episcopal por -->
secularización introduce una seria reflexión sobre la función espiritual y la
independencia del episcopado bajo el primado (J.A. Móller).

El Vaticano 1 condena en la definición del episcopado supremo del Papa el e.


extremo (Dz 1831), pero, con la acentuación de la independencia episcopal
(Dz 1828; cf. DS 3112-3117 ), se opone igualmente al papalismo radical (->
papa). La interrupción prematura del concilio impidió la elaboración de una
teología profundizada del e. Ella quedó reservada al Vaticano II. Este concilio,
preparado por estudios fundamentales de orden histórico y sistemático (Boite,
Colson, Congar, Dejai f ve, Küng, Lécuyer, K. Rahner, Ratzinger), ha resaltado
especialmente: la sacramentalidad de la consagración episcopal, la radicación
de todos los poderes episcopales en el orden, la colegialidad del episcopado
bajo el primado, la importancia de las Iglesias locales y de su comunión con la
Iglesia universal. En la nueva situación del mundo, en la que ya no han de
temerse las tendencias centrífugas del episcopalismo anterior, el concilio,
guiado por un espíritu de genuina catolicidad, ha querido ser justo con la
pluralidad de culturas a las que se extiende la misión de la Iglesia
fortaleciendo las estructuras periféricas. Pero la herencia histórica obliga a
seguir investigando sobre todo los siguientes grupos de problemas: relación
práctica entre el primado y el e. (función de los sínodos de obispos), potestad
episcopal de jurisdicción, relación entre e. y presbiterado, ejercicio de la
colegialidad (conferencias episcopales: --> diócesis, --> episcopado C).

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507 727-784; F. Vigener, Gallikanismus und episkopalistiche Strómungen ¡in
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5 ss; H. Jedin, Kirche des Glaubens - Kirche der Geschichte II (Fr 1966) 75-
117 398-413 414428 429-440; Baraúna 11 9-188. - Cf. también bibl. en A, i y
B.

Wolfgang Beinert

B) SÍNTESIS TEOLÓGICA

I. Sucesores de los apóstoles

La institución del e. sólo se comprende en relación con la institución de los ---


>apóstoles por Cristo. El examen del NT permite resaltar los siguientes
aspectos teológicos:

a) En el ministerio apostólico se trata de un servicio para bien de toda la


Iglesia, de una diaconía que tiene su modelo más perfecto en Cristo, que no
vino a ser servido, sino a servir (Mc 10, 42-45; Mt 20, 25-28).

b) Apoyándonos en Mt 28, 19s podemos distinguir tres campos de servicios


encomendados a los apóstoles: ellos tienen la misión de enseñar a todos los
hombres, de santificarlos por los sacramentos y de hacerles observar las
prescripciones del Señor.

c) Para el cumplimiento de esta misión los apóstoles reciben un don especial


del Espíritu Santo (Jn 20, 21ss; Act 1, 8; 2, 2ss).

d) Cada uno de los apóstoles recibe esta misión y este don de la gracia en
unión con los otros apóstoles. Todos juntos constituyen un todo, una
corporación exactamente delimitada, que en el NT se designa a menudo con la
expresión «los doce» (Me 3, 14; 3, 16, etc.). A este grupo reducido a once por
la defección de Judas fue agregado Matías, para ser con ellos testigo de la -~
resurrección de Jesús (Act 1, 26).

e) A este grupo cuya unidad aparece tan clara se le puede dar el título de
«rnlegio», a condición, sin embargo, de que no se entienda que todos sus
miembros son iguales. Es, en efecto, evidente que Pedro ocupa entre ellos un
puesto especial y goza de una autoridad superior que nadie le discute, pues
ésta se funda en las palabras de Cristo mismo (Mt 16, 16; Lc 22, 31s).

Ahora bien, el ministerio confiado a los apóstoles no había de terminar con


ellos. Sabemos por el libro de los Hechos y por las cartas apostólicas que los
apóstoles escogieron colaboradores para la predicación y la dirección de las
comunidades (Fil 2, 25; Col 4, 11), los cuales participan de su autoridad, pues
< han sido instituidos por el Espíritu Santo para apacentar la Iglesia de Dios>
(Act 20, 28). Los fieles deben reconocerlos como directores suyos (Heb 13,
7.17.24). De todos modos no siempre es posible distinguir con exactitud entre
presbyteroi (Act 11, 30; 14, 23, etc.) y episcopoi (Act 20, 28; Fil 1, 1, etc.). A
estos colaboradores de los apóstoles se les manda que no se porten como
señores con sus fieles (1 Pe 5, 3), es decir, su función, como la de los
apóstoles, es un ministerio, una diaconía para bien de todo el rebaño.

Como, según testimonio de Clemente Romano, «los apóstoles habían recibido


una perfecta previsión, ellos constituyeron obispos y diáconos y dispusieron
que, después de su muerte, otros varones probados les sucedieran en su
ministerio» (1 Clem 44). La expresión «sucesores de los apóstoles» para
referirse a los obispos es usual desde Ireneo (cf. Vaticano i, Dz 1828).

En el capítulo tercero de la Constitución dogmática sobre la Iglesia del concilio


Vaticano ii se trata, con apoyo en la Escritura, de la relación entre los
apóstoles y el e. La existencia del e. se funda en el carácter del mensaje
evangélico confiado a los apóstoles: «Porque el evangelio que ellos deben
transmitir es en todo tiempo el principio de la vida de la Iglesia. Por lo cual los
apóstoles, en esta sociedad jerárquicamente ordenada, tuvieron cuidado de
instituir sucesores» (número 20). Más exactamente: A1 colegio de los
apóstoles con y bajo Pedro corresponde el de los obispos con y bajo el obispo
romano, administrador del oficio de Pedro: «Así como, por disposición del
Señor, Pedro y los demás apóstoles constituyen un solo colegio apostólico, de
igual modo (parí ratione) se unen entre sí el romano pontífice, sucesor de
Pedro, y los obispos, sucesores de los apóstoles» (n ° 22).

II. Sacramentalidad del episcopado


Para el cumplimiento de su misión, los apóstoles recibieron un don especial
del Espíritu Santo. Ahora bien, desde los comienzos, al instituir a sus
colaboradores se sirven de un rito litúrgico que comprende oraciones y una
imposición de manos, y que significa el don de una gracia especial para
desempeñar una función. Así se produjo la institución de los siete
colaboradores que se consideran como los primeros diáconos (Act 6, 6), e
igualmente la institución de presbíteros en el curso de los viajes de Pablo (Act
14, 28). Según 1 Tim 4, 4 y 2 Tim 1, 6, con la imposición de manos se
transmite un especial don espiritual (--> carisma) de la gracia, un don «de
fuerza, de caridad y de moderación», semejante al que Pablo mismo tiene
conciencia de haber recibido.

La tradición cristiana ha entendido la consagración episcopal como una


prolongación de este rito. Dicha consagración es un rito sacramental que
consta de signos exteriores y palabras litúrgicas y confiere una gracia. Un
atento estudio de los documentos litúrgicos desde la más remota antigüedad
pone de manifiesto que la Iglesia consideró siempre este rito como un ->
sacramento que confiere el sacerdocio en su plenitud, con una gracia que
capacita al obispo para sus funciones propias. La duda sobre este punto sólo
pudo nacer en el momento que, en vez de partir del obispo, se partió del
presbítero para interrogar qué le podía añadir el episcopado. Ahora bien, la
consagración episcopal no es un complemento que adviene a un cristiano
anteriormente ordenado de sacerdote. Si se confiere a un simple bautizado,
da de golpe la plenitud del poder sacerdotal y agrega al cuerpo de pastores
supremos de la Iglesia. Sin embargo, ya antes de la recepción de este rito
sacramental, un laico puede tener autoridad sobre otros cristianos e incluso
sobre la totalidad del pueblo fiel; sería este el caso de un laico elegido ->
papa. Desde el momento en que él aceptara la elección, tendría la jurisdicción
universal (es decir, todos los cristianos le deberían obediencia) y la
infalibilidad personal (o sea, sus definiciones ex cathedra en materia de fe y
costumbres estarían exentas de error y habrían de aceptarse
incondicionalmente). Pero, aun en ese caso, esto sólo es posible en
dependencia de la consagración. Un laico designado para el episcopado, no
sólo debe hacerse consagrar para poseer los poderes propiamente
sacerdotales del obispo, sino que, si goza de alguna autoridad eclesiástica,
únicamente la tiene por la intención de recibir el sacramento. Que la
consagración episcopal ha de entenderse como un sacramento y no sólo como
un sacramental, está presupuesto en la constitución apostólica Sacramentum
ordinis de 1947 (Dz 2301), aunque allí no se decida formalmente.

Así, pues, la consagración episcopal confiere un don de la gracia, que está


ordenado al servicio de los fieles: al ministerio pastoral, al testimonio oficial,
al supremo sacerdocio, según las expresiones de los documentos litúrgicos y
patrísticos. Con ello, en el cumplimiento de los deberes de su oficio, los
obispos son representantes y vicarios del único sumo sacerdote, que es
jesucristo. Y como, según el concilio de Trento (Dz 1774), el sacramento del
orden imprime carácter, el episcopado marca al que lo recibe con una señal
espiritual indeleble para el ejercicio del magisterio, del sacerdocio y del
gobierno en la Iglesia, de forma que, por los obispos, Cristo glorificado
continúa enseñando, santificando y gobernando visiblemente a su pueblo.
El concilio Vaticano ii ha seguido desarrollando la doctrina tridentina sobre el
episcopado. El concilio enseña que en los obispos está presente y actúa Cristo
mismo: «En los obispos... está en medio de los creyentes jesucristo mismo,
sumo sacerdote» (Consitución dogmática sobre la Iglesia, 21). El bautizado
recibe la dignidad y los poderes del episcopado por medio de la consagración:
«Este santo sínodo enseña que, por la consagración episcopal, se confiere la
plenitud del sacramento del orden» (¡bid.). Por ella se les transmite «el sumo
sacerdocio», la «totalidad del sagrado ministerio», del sacerdocio ministerial,
que supone el sacerdocio común de los fieles y está referido a él.

III. La corporación episcopal

Así como Pedro y los otros apóstoles formaban una comunidad, un grupo o
una corporación, de igual manera el sucesor de Pedro forma con los otros
obispos un orden episcopal (ordo episcoporum), que atestigua su unidad y
solidaridad con numerosos signos. Los términos empleados: ordo (Tertuliano),
corpus (Cipriano), collegium (Cipriano, Optato de Mileve), no deben, sin
embargo, hacernos pensar -por lo que de suyo insinúa la palabra collegium -
en un grupo constituido, donde todos los miembros fueran iguales y no
hubiera otra autoridad que la resultante del acuerdo tomado unánimemente o,
al menos, por la mayoría de los miembros. En este cuerpo o colegio que
forman los obispos, hay una autoridad suprema, la del obispo de Roma, cuyas
prerrogativas fueron definidas por el Vaticano i; sin ella, el colegio de los
obispos perdería su unidad y consistencia.

La consagración episcopal significa y realiza la incorporación de un nuevo


miembro al colegio episcopal. Las más antiguas oraciones (Tradición
apostólica, Cánones de Hipólito, Constituciones apostólicas) piden para el
elegido una infusión de la misma fuerza del Espíritu Santo que Cristo dio a sus
apóstoles. Estas oraciones imploran para él la gracia necesaria en orden al
gobierno de la Iglesia de Dios. No se trata solamente del gobierno de una
Iglesia particular, pues de hecho hay obispos sin diócesis, sino que la
consagración se confiere ad regendam ecclesiam tuam et plebem universam
(Sacramentarium Leonianum), es decir, para participar en la dirección de la
Iglesia universal. El rito sagrado introduce en el ordo episcoporum (Pontifical
romano). Una tradición muy antigua prescribe que los obispos presentes, o
por lo menos un mínimo de tres, impongan las manos al elegido. Por tanto, no
es que un solo obispo consagre a su sucesor, sino que en la consagración de
un nuevo miembro interviene todo el episcopado, el cual está representado
por varios de sus miembros.

La idea del ordo episcoporum ha sido formulada nuevamente bajo cierto


aspecto por el Vaticano ii, a saber, acentuando la ya mencionada doctrina
sobre la colegialidad de los obispos. El colegio episcopal no es la suma de los
obispos particulares, sino una magnitud anterior a cada uno de ellos, que
como tal se remonta a la voluntad del Señor que lo fundó. Para que alguien
llegue a obispo, ha de ser admitido en este colegio. «Uno es constituido
miembro del cuerpo episcopal en virtud de la consagración sacramental y por
la comunión jerárquica con la cabeza y los miembros del colegio»
(Constitución sobre la Iglesia, n .o 22). En este colegio los obispos
particulares están unidos con su cabeza, el obispo de Roma, y con los demás
jerarcas. La finalidad de esta constitución de la Iglesia no es solamente que
«los obispos establecidos por todo el orbe se mantengan unidos con el obispo
de Roma por el vínculo de la unidad, de la caridad y de la paz» (n° 22), sino
también la realización de la unidad entre el principio de la monarquía personal
y el sinodal: «El romano pontífice, como sucesor de Pedro, es el principio y
fundamento perpetuo y visible de unidad, así de los obispos como de la
multitud de los fieles. Del mismo modo cada obispo es el principio y
fundamento visible de unidad en su iglesia particular, formada a imagen de la
Iglesia universal; y de todas las Iglesias particulares queda integrada la única
Iglesia católica» (n .o 23, 1).

IV. Ministerios y poderes

Como en los apóstoles, en los obispos podemos distinguir tres clases de


ministerio: magisterio, sacerdocio (administración de los sacramentos), oficio
pastoral.

1. Magisterio

La primera función de los apóstoles fue la de enseñar y, por cierto, la de


enseñar a todos los pueblos (Mt 28, 19). Esa misión de enseñar a todos los
pueblos pasó a los sucesores de los apóstoles, y esta herencia la recibieron en
común, según una frase del papa Celestino en el concilio de Éfeso del año
431. Por el hecho mismo de incorporarse al cuerpo episcopal, cada obispo es
responsable de evangelizar no sólo a los fieles de su -> diócesis, sino también
a la humanidad entera. Si bien es cierto que todo fiel tiene obligación de
contribuir a la propagación de la palabra de Dios; sin embargo los obispos han
recibido una misión especial a este respecto. La consagración les confiere un
«carisma peculiar de la verdad» (IRENEO, Adv. haer. tv 26, 2), la gracia de la
iluminación y la fortaleza, que ha sido a menudo comparada con la que
recibieron los apóstoles el día de pentecostés. El magisterio episcopal es
infalible en el conjunto de los obispos, gracias a la asistencia del Espíritu
Santo. O sea, el que no se puede equivocar al afirmar una verdad de fe no es
cada obispo en particular, sino el cuerpo episcopal, ora reunido en un ->
concilio, ora disperso en el mundo entero. Aquí aparece el carácter colegial del
e., pues la -> infalibilidad compete al conjunto de los obispos con y bajo el
obispo de Roma. Ella está garantizada en virtud de una asistencia especial del
Espíritu Santo a todo el cuerpo docente unido con el Señor y con su cabeza
visible; y está garantizada de manera particular a esta misma cabeza, como
centro de la unidad de la Iglesia. Ahí se concreta la infalibilidad de la fe de la
Iglesia (Vaticano r: Dz 1839). Cuando habla solamente el papa para decidir
una verdad de fe, en su voz está incluida la comunidad de los obispos, que
habla a través de él.

Pero sería falso reducir a la infalibilidad el concepto de magisterio episcopal,


pues ella sólo tiene un sentido negativo. Ahora bien, el hecho de no afirmar
un error no equivale todavía a proclamar la verdad plena y a proclamarla en
forma adecuada. Y la fuerza del Espíritu Santo ayuda también a predicar las
verdades de fe en tal forma que ellas se acomoden a la respectiva situación
del hombre y vayan mostrando los distintos aspectos de su contenido. Sobre
los obispos recae la responsabilidad por el estudio y la investigación de la
palabra divina, así como por la vigilancia frente a todas sus falsificaciones,
según las palabras de Ignacio Antioqueno al obispo Policarpo de Esmirna:
«Vigila, ya que has recibido un pneuraa que no duerme» (Polyc. t, 3).

2. Sacerdocio

Por su consagración el obispo recibe la plenitud del sacerdocio de jesucristo.


Si bien el pueblo entero de Dios en el bautismo se ha hecho real y sacerdotal,
sin embargo, el único sumo sacerdote consagra particularmente para su
servicio a aquellos que él ha escogido para el e., a fin de que ellos sean en
manera singular los representantes visibles de su supremo sacerdocio (cf.
CIPRIANo, Epist. 63, 14). Puesto que la acción sacerdotal de Jesús se
prolonga hasta nosotros preferentemente por los -> sacramentos, síguese que
los obispos son los ministros principales de los mismos. Aunque los obispos
buscan colaboradores en su ministerio, los cuales participan de su sacerdocio,
sin embargo todo el orden sacramental está sometido a ellos. Según Ignacio
de Antioquía, solamente es legítima la eucaristía «que se celebra bajo la
presidencia del obispo o de su delegado» (IgnSm viii, 1). Y Tomás de Aquino
enseña que « al obispo incumbe dar a los simples sacerdotes lo que les es
necesario para desempeñar su ministerio. Por eso se reserva al obispo como
cabeza de todo el ordo ecclesiae la bendición del crisma, del óleo de los
catecúmenos, de los altares, de las iglesias y los vasos sagrados» (ST III q.
82 a. 1 ad 4). Además, en algunos sacramentos el ministro ordinario es el
obispo, así en la -> confirmación y en las -> órdenes sagradas.

Prescindiendo de las limitaciones impuestas por el derecho canónico (can.


337), las cuales, sin embargo, afectan solamente a la licitud y no a la validez,
la potestad de orden de los obispos no se reduce a una diócesis, sino que es
más bien universal. Esto significa de nuevo que por la consagración episcopal
se confiere al obispo potestad sobre la Iglesia entera, en orden a la unidad y
al crecimiento del cuerpo místico por los sacramentos.

3. Oficio pastoral

La consagración episcopal confiere un carisma que capacita al obispo para el


gobierno del pueblo cristiano. Lo mismo que la potestad de orden, la potestad
pastoral se refiere a la Iglesia entera. Sin embargo, por razones de orden y
oportunidad, sobre las cuales ha de decidir según su criterio la cabeza de la
comunidad episcopal, cabe limitar - y de hecho se limita - el ejercicio del
poder pastoral de cada obispo, que sólo puede hacerse efectivo con la -->
jurisdicción correspondiente, la cual se reduce a una parte de la Iglesia. Pero,
en principio, los obispos permanecen solidariamente responsables por el bien
general de toda la Iglesia, debiendo fomentar su unidad y progreso en el
amor, no sólo por la obediencia a la cabeza suprema, sino también por la
ayuda mutua y por la colaboración activa con el papa y con los otros obispos.
Además, la Iglesia local que les ha sido confiada es la Iglesia de Dios presente
con todas las del mundo; no es una célula aislada, sino que pertenece al todo.
Toda la Iglesia está presente y obra en ella, y la manera como es gobernada
interesa al cuerpo entero. Esta solidaridad en el gobierno pastoral aparece
particularmente cuando todos los obispos se congregan en --> concilio bajo la
presidencia del sucesor de Pedro. Entonces, junto con su cabeza, el sucesor
de Pedro, ellos constituyen la suprema instancia de la plena y soberana
autoridad sobre toda la Iglesia. Por eso cada obispo, como representante e
intérprete de la ley de Cristo, de la ley del amor, merece el título que le da
Agustín: «Siervo de los siervos de Dios» (Epist. 217; PL 33, 978).

Respecto de la potestad que se comunica por la consagración sacramental del


obispo, el Vaticano li enseña lo siguiente. El único poder sacramental se divide
en tres oficios. En primer lugar es mencionado el oficio de predicar el
evangelio: «Entre los principales deberes de los obispos, sobresale la
predicación del evangelio» (Sobre la Iglesia, número 25, 1). En segundo lugar
se menciona el ministerio de transmitir sacramentalmente la salvación: «El
obispo, estando revestido de la plenitud del sacramento del orden, es
administrador de la gracia del sumo sacerdocio, sobre todo en la eucaristía,
que él ofrece por sí mismo, o procurando que la ofrezcan otros» (n " 26, 1).
«Por medio de los sacramentos, cuya administración regular y fructuosa
ordenan con su autoridad (los obispos), santifican a los fieles» (26, 2). El
obispo es, en tercer lugar, pastor de su Iglesia. «Los obispos rigen las Iglesias
particulares que les han sido confiadas como vicarios y legados de Cristo>
(27, 1). La palabra «confiadas» llama la atención sobre el hecho de que el
ministerio sacramental, el cual debe distinguirse de la dimensión canónica y
jurídica, no puede ejercerse sin un acto del obispo de Roma (prescindiendo de
la forma que adopte ese acto; cf. el N.B. en la cuarta nota explicativa previa
acerca del capítulo tercero del esquema sobre la Iglesia).

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Joseph Lécuyer

C) DERECHO CANÓNICO

I. Concepto y terminología

E. es aquel -> oficio eclesiástico fundado por Cristo en virtud del cual se
concede una participación en el ministerio docente, sacerdotal y pastoral de la
-> Iglesia. Los llamados a desempeñar ese oficio son sucesores de los -->
apóstoles (--> sucesión apostólica) y, por tanto, ejercen su ministerio como
representantes y enviados de Cristo, bien se trate de un obispo (o.) que
preside una Iglesia local, o bien de una unión colegial de varios o. al servicio
de una agrupación de Iglesias locales, o bien de todos los o. unidos en el
colegio episcopal al servicio de la Iglesia universal. Al ministerio que se
encomienda a los o. como sucesores de los apóstoles va unida una potestad
eclesiástica (--> Iglesia), que radica en la consagración episcopal y puede
ejercerse gracias a la misión canónica por parte de la autoridad competente.
En la tradición eclesiástica la figura del o. está decisivamente marcada por su
relación de pastor con la grey, la cual se presenta también bajo la imagen de
un matrimonio espiritual entre el o. y su comunidad. Esta línea de
pensamiento ya está claramente desarrollada en Ignacio Antioqueno: «Donde
aparece el o., allí debe estar la comunidad; del mismo modo que, donde está
jesucristo, allí está también la Iglesia católica» (IgnSm 8, 2). El o. es
presidente de una comunidad parcial de la Iglesia, donde, sin embargo, se
representa y opera la totalidad del organismo eclesiástico. El oficio de presidir
es el ministerio episcopal en el sentido jurídico.

En el lenguaje del CIC el término e. normalmente es usado en este sentido


estricto (can. 108 5 3, 332 5 1, 333, 334 5 2, 269 § 1, 2398). El supremo
oficio pastoral del ->papa y el ministerio episcopal a él subordinado son los
dos oficios eclesiásticos de institución divina (->jerarquía); a ellos se han
añadido otros rangos ministeriales de institución eclesiástica (can. 108 § 3).
Sobre esta base se funda la exposición de la constitución de la Iglesia en el
CIC (Lib. 11, tit. vil y v11I). La terminología jurídica de la Iglesia designa
también con el término e. la totalidad de los obispos o un grupo de ellos, p.
ej., los o. de un país, sin propósito de expresar el elemento colegial que es
propio del e.

Para designar la totalidad del e. generalmente se añade algún vocablo, p. ej.,


universus episcopatus en el MP Arduum sane munus del 19-3-1904, que llama
a todos los o. a colaborar en la codificación del derecho canónico, y totus
catholicus episcopatus (en el MP Apostolica sollicitudo del 15-9-1965, n .o lb),
que está representado por el sínodo de o. creado por Pablo vi. Aunque aquí se
evita toda alusión al principio de la colegialidad, sin embargo, a la luz de la
doctrina acerca del colegio episcopal expuesta por el Vaticano li, el término e.
deberá extenderse también al elemento colegial del ministerio episcopal.

II. Sentido y fin del episcopado

Todos los miembros del nuevo pueblo de Dios participan en la misión de la


Iglesia. El concilio, al hablar de los laicos, afirma repetidamente que todos los
miembros tienen parte a su manera en el triple oficio de Cristo y de la Iglesia
- el docente, el sacerdotal y el pastoral- y, según la parte que corresponde a
cada uno, ejercen la misión del pueblo entero de Dios en la Iglesia y el mundo
(Vaticano ii, De Eccl. n .o 31, 1; cf. De Ap. Laic. n .o 2, 2). Quedando intacta
esta participación de todos en la misión de la Iglesia, hay una diferencia en los
ministerios. Pues, en efecto, Cristo instituyó en su Iglesia una potestad
sagrada que no compete a todos los miembros de aquélla, sino solamente a
los que en forma jurídicamente visible han sido llamados a regir el pueblo de
Dios en nombre del Señor. La potestad eclesiástica ha sido instituida de cara
al ministerio; ella pertenece a la esencia de la Iglesia y fundamenta su
estructura jerárquica (-> jerarquía), que tiene su lugar teológico en la
dimensión de la Iglesia como signo sacramental. En cuanto comunidad visible
fundamentada en Cristo y hacia Cristo, la Iglesia es el signo de salvación
instituido por el Señor para todos los hombres, «es en Cristo como un
sacramento o señal e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad
de todo el género humano» (Vaticano ir, De Eccl., n .o 1). En cuanto el
elemento divino de la Iglesia irradia y se hace aprehensible a través del
elemento humano, lo cual sucede especialmente por el hecho de que el Señor,
la cabeza invisible de la Iglesia, está representado visiblemente en ésta a
través de hombres; la Iglesia es signo de la salvación y, como enseña el
Vaticano ti (De Eccl. n .o 8), guarda una analogía muy estrecha con el
misterio de la encarnación del Hijo de Dios. Sin cabeza visible la Iglesia no
puede representar visiblemente el cuerpo del Señor. Por eso Cristo instituyó
los doce apóstoles y, como indica la palabra ÓCiCÓ6'Goloqq, los hizo
representantes suyos en sentido jurídico y puso a Pedro como cabeza de los
doce. E1 sucesor de Pedro es el -> papa, y los sucesores de los apóstoles son
los obispos, los cuales, en unión colegial con el papa -que también es un o. - y
en subordinación a él, han sido llamados a representar al Señor. «Quien a
ellos escucha, a Cristo escucha, y quien los desprecia, a Cristo desprecia y al
que le envió» (cf. Lc. 10, 16 y Vaticano iz, De Eccl. n .o 20, 3 ).

Según el principio estructural de la unidad entre cabeza y cuerpo, el cual se


representa plásticamente en la imagen del cuerpo místico de Cristo, la Iglesia
está constituida de tal manera que el Señor invisible se halla representado
visiblemente por el papa en la Iglesia universal y por un o. en cada Iglesia
parcial. El concilio dice a este respecto: «El romano pontífice, como sucesor
de Pedro, es el principio y fundamento perpetuo y visible de unidad, así de los
obispos como de la multitud de los fieles. Del mismo modo cada obispo es el
principio y fundamento visible de unidad en su Iglesia particular, formada a
imagen de la Iglesia universal; y de todas las Iglesias particulares queda
integrada la única Iglesia católica. Por esto cada obispo representa a su
Iglesia, tal como todos ellos a una con el papa representan toda la Iglesia en
el vínculo de la paz, del amor y de la unidad» (Vaticano ii, De Eccl. n .o 23, l).
Este texto hace de puente entre las exposiciones del concilio acerca del
colegio episcopal y su doctrina sobre el o. como presidente de una Iglesia
local, y permite reconocer y comprender en su relación interna la doble
función propia del e., la personal y la colegial. Un solo o. preside la Iglesia
universal o una Iglesia parcial, y todos los presidentes de Iglesias parciales
representan en unión con el papa la Iglesia entera. No se trata solamente de
que las partes se integran en un todo, sino además; aunque esto no esté
afirmado explícitamente en el lugar citado, de que en las Iglesias parciales se
halla presente la Iglesia total y cada obispo, por su comunión jerárquica con la
cabeza y los miembros del colegio episcopal, representa a la Iglesia universal
- presenté en la particular - para la grey a él confiada. Se trata, pues, de una
representación en doble dirección: por un lado, hacia la Iglesia universal, que
consta de muchas Iglesias parciales; y, por otro lado, hacia cada una de las
Iglesias parciales, en las que está presente la Iglesia entera. En la primera
dirección las partes quedan integradas en la unidad del todo y, en la segunda
dirección, el todo está presente en una Iglesia parcial capaz de integración.
Así se pone de manifiesto que entre el elemento personal y el colegial del e.
hay una relación mutua; cada elemento opera en el otro. Es por tanto erróneo
resaltar un aspecto contra el otro.

III. Grados en el ministerio episcopal

La consagración episcopal, junto con el ministerio de la santificación,


transmite el del magisterio y el del gobierno, que por su naturaleza sólo
pueden ejercerse en comunión jerárquica con la cabeza y los miembros del
colegio episcopal (Vaticano ii, De Eccl., n .o 21, 2). Sin menoscabo de esta
capacitación sacramental, que es igual para todos los o., hay diversos grados
en el ámbito del ministerio episcopal, los cuales no pueden fundarse en el
orden recibido, sino, solamente, en el oficio. El papa, el patriarca, el
metropolitano y el o. diocesano tienen todos la misma consagración episcopal,
pero en el ámbito del oficio se hallan en un escalonamiento jerárquico, que
tiende a la unidad del pueblo de Dios. Prescindiendo del oficio del papa y del
colegio episcopal, que por institución divina se halla de manera concreta en la
Iglesia y no puede modificarse por una disposición eclesiástica, todos los
demás oficios episcopales, como están referidos a comunidades parciales de la
Iglesia, necesitan de una determinación más concreta por parte de la
competente autoridad eclesiástica. Se trata aquí, por una parte, de la
institución de determinadas formas de ministerio episcopal en virtud de una
ley o de una costumbre y, por otra, de la creación concreta de un
determinado oficio. Bajo este doble aspecto los grados en el ministerio
episcopal son una emanación del poder configurador de la Iglesia, sin que, por
ello, el contenido de los servicios que han de prestarse pierda su
fundamentación en el derecho divino, dada con la institución divina del e. Los
grados más importantes son:

1. El oficio del o. diocesano, que reviste una importancia fundamental en el


marco de los servicios episcopales, pues la división en Iglesias episcopales es
un elemento esencial de la constitución eclesiástica. El o. diocesano preside
una parte del pueblo de Dios (-> diócesis) y, por cierto, de tal manera que a
él, como sucesor de los apóstoles, le corresponde en virtud de su oficio toda la
potestad ordinaria, autónoma e inmediata que se requiere para el ejercicio de
su ministerio pastoral (Vaticano ir, De Ep. n.° 8a). Él representa al Señor
invisible ante la grey que le está confiada y, en colaboración con su
presbiterio, lleva a cada creyente a la unidad en Cristo y hacia Cristo, de tal
manera que en su Iglesia parcial «actúe verdaderamente y esté presente la
Iglesia una, santa, católica y apostólicas (Vaticano ii, De Ep. número 11). La
soberana potestad pastoral que le corresponde se extiende a la función
legislativa, judicial y administrativa. Las tareas que un o. diocesano debe
realizar, dada la diversa magnitud de las diversas diócesis, comprenden un
área muy amplia, que se extiende desde el oficio de un párroco hasta las
funciones de un metropolitano, sin que esto cambie nada en la posición
jurídica del o. diocesano.

2. El oficio del metropolitano, el cual preside como arzobispo una provincia


eclesiástica y ejerce una cierta autoridad sobre los obispos diocesanos
(llamados «sufragáneos») que pertenecen a su provincia; en comparación con
tiempos anteriores, dentro da la Iglesia latina esa autoridad ha quedado
fuertemente reducida. El metropolitano no tiene ninguna potestad legislativa,
pero sí el derecho de convocar y presidir el sínodo provincial (CIC can. 284).
En el campo de la administración él tiene ciertos derechos de inspección y
suplementarios (CIC can. 274 n. 1-4). En la vía judicial común el
metropolitano es instancia ordinaria de apelación para las sentencias dictadas
en los juicios de las diócesis sufragáneas (CIC can. 274 n. 8, 1594 § 1), pero,
en este punto, él mismo está obligado a someterse al juicio de uno de sus
obispos sufragáneos (CIC can. 1594 § 2). Como signo de la potestad
metropolitana y de la unión con el papa el arzobispo lleva el palio. En las
Iglesias unidas del oriente se distingue entre los metropolitanos dentro y fuera
de un patriarcado. Los primeros están sometidos inmediatamente al patriarca,
y los segundos están inmediatamente bajo la autoridad del papa. Ambos han
conservado el derecho, fijado por el primer concilio ecuménico de Nicea (can.
4), de consagrar y entronizar a los o. de la provincia eclesiástica (DPIO can.
319 n. 1, 320 § 1 n. 4). En tanto no ha sido restaurada todavía la constitución
metropolitana, el patriarca ha de asumir las funciones del arzobispo (DPIO
can. 242). El Vaticano ii ha encargado que se revisen debidamente las
circunscripciones de las provincias eclesiásticas y, mediante normas nuevas y
adecuadas, se determinen los derechos y privilegios de los metropolitanos
(Vaticano ii, De ep. n .o 40, 1). En el futuro ha de valer como norma que
todas las diócesis e Iglesias parciales semejantes a una diócesis sean
adscritas a una provincia eclesiástica. Por eso, las diócesis que en la
actualidad están sometidas inmediatamente a la santa sede han de unirse en
una nueva provincia eclesiástica o incorporarse a la metrópoli más próxima,
sometiéndose al derecho metropolitano del arzobispo (Vaticano ii, De ep. n .o
40, 2). Aquí aparece cómo se aspira a revalorizar el oficio del metropolitano.

3. EL oficio del patriarca, que se ha conservado en las Iglesias unidas del


oriente (--> patriarcados), en la Iglesia latina, cuyo patriarca es el o. de
Roma, ha quedado absorbido por el poder primacial del papa. E1 nuevo
derecho constitucional de la Iglesia oriental que ha sido codificado por el papa
Pío xii en su MP, Cleri sanctitati del 2-61957 (= DPIO), dedica a los patriarcas
casi 100 cánones (can. 216-314). El patriarca de la Iglesia oriental constituye
la cima jerárquica de un patriarcado, es decir, de una agrupación de Iglesias
episcopales pertenecientes al mismo rito. Como «padre y cabeza» de su
patriarcado, el patriarca tiene potestad ordinaria sobre todos los o., incluso
sobre los metropolitanos, así como sobre el clero y pueblo de su territorio o
rito, pero en el ejercicio de su autoridad, además de hallarse sometido al
supremo pastor de la Iglesia, está atado a la cooperación de órganos
sinodales (sínodos patriarcales y sínodos regulares). Los territorios
patriarcales de distintos ritos se cruzan, de modo que varios patriarcas tienen
potestad (a pesar del carácter territorial de ésta) en una misma zona, pero
sólo la ejercen sobre los fieles de su rito. Fuera del patriarcado, los patriarcas
de la Iglesia oriental tienen potestad suprema sobre los fieles de su rito,
según esto haya sido determinado explícitamente por el derecho canónico
general o particular (DPIO can. 216).

La provisión de la sede patriarcal la hacen los o. del patriarcado, convocados a


un sínodo electoral. La elección sólo necesita de la confirmación papal cuando
el elegido todavía no es o. Un o. que haya sido elegido patriarca, con la
aceptación de la elección obtiene el oficio patriarcal y es proclamado y
entronizado como patriarca por el sínodo electoral, pero ha de notificar al
papa la elección realizada y pedirle el palio como signo de comunión con él;
antes de esto no puede convocar sínodos patriarcales ni proceder a la elección
o consagración de obispos (DPIO can. 221ss). El Vaticano ii habla con alta
estima de ciertas sedes patriarcales muy antiguas, las cuales, como madres
en la fe, engendraron a otras Iglesias (De Eccle., n .o 23, 4); y dispone que,
de acuerdo con las antiguas tradiciones de cada Iglesia y con los decretos de
los concilios ecuménicos, se restablezcan los derechos y privilegios de los
patriarcas, tomando como pauta el tiempo en que el oriente y el occidente
todavía estaban unidos, si bien debe procurarse cierta acomodación a la
situación actual (De Eccle. Orient. n.- 9, 2s). Puesto que, en la Iglesia
oriental, la institución del patriarcado es la forma tradicional de gobierno
eclesiástico, el concilio desea que donde sea necesario se erigan nuevas sedes
patriarcales, para lo cual son competentes los sínodos ecuménicos y el papa
(De Eccle. Orient. n .o 11).

En la constitución de la --> Iglesia es característico el hecho de que el


supremo oficio pastoral del papa y el de toda jerarquía superior a la del o.,
como el del patriarca o del metropolitano, está vinculado a una determinada
sede episcopal. Es decir, el papa, el patriarca y el metropolitano - como todo
otro o. diocesano - son presidentes de una determinada diócesis. Esta
peculiaridad de la constitución eclesiástica, que apenas tiene ejemplos
paralelos en el campo secular, apunta hacia el elemento colegial del e. y a la
vez, por el hecho de que la consagración episcopal se confiere en vistas a una
determinada sede, hacia la conexión interna entre la consagración y el oficio
del o. Sólo en el caso de un o. (o arzobispo) titular, que es consagrado para la
sede de una diócesis suprimida, sin ninguna potestad pastoral sobre su ficticia
Iglesia titular, se escinden el orden y el oficio. Él posee el sello personal de un
o., pero no tiene ningún oficio. La figura del o. titular debe su origen a los o.
expulsados de su patria, cuyos derechos a la sede perdida era necesario
conservar. Los o. titulares reciben diversas ocupaciones: como auxiliares de
un o. diocesano, como coadjutores con derecho a sucesión, como
administradores transitorios de una diócesis (administradores apostólicos),
como directores de una comunidad regional que todavía no está madura para
la erección de un obispado (generalmente con la posición de un vicario
general y, en tierras de misión, con la posición de un vicario o prefecto
apostólico), y sobre todo como altos oficiales de la -> curia romana.

IV. Elemento colegial del episcopado

El elemento colegial del e. no es una realidad nueva en la constitución


eclesiástica. Se halla tanto en el ámbito universal como en el parcial de la
Iglesia, pero según puede verse por la simple investigación histórica, se ha
ejercido sobre todo en los sínodos provinciales. Ahora bien, hemos de advertir
que no pocos sínodos provinciales han tenido honda repercusión mucho más
allá de los límites territoriales, influyendo poderosamente en la evolución
jurídica de la Iglesia universal, sin duda con tanta eficacia como la legislación
de los concilios ecuménicos. También hemos de notar que el principio de
colegialidad a nivel regional se conserva en forma más pura, pues los órganos
colegiales que aquí actúan no están presididos por el papa, lo cual permite
que la voluntad de tales colegios se manifieste con mayor autonomía.

1. En el ámbito de la Iglesia universal

La pregunta por la relación entre papa y obispos, la cual quedó abierta en el


Vaticano i, ha recibido respuesta en el Vaticano ti mediante la doctrina del
colegio episcopal. Según este concilio los obispos forman un colegio, el cual es
sucesor del colegio apostólico en el oficio docente y pastoral y tiene su cabeza
en el papa, el sucesor de Pedro (De Eccl. n .o 19-22). Del mismo modo que el
colegio apostólico representaba la unidad de las doce tribus de Israel (Mt 19,
28), así también los obispos unidos con el papa representan la unidad del
nuevo pueblo de Dios. El término colegio no ha de entenderse como si se
tratara de un círculo de personas con idéntico rango, cuyo presidente fuera el
primero entre iguales y recibiera su potestad del colegio. El vocablo significa
más bien un círculo constante de personas, cuya estructura y autoridad han
de deducirse de la revelación. Es éste un colegio peculiar, pues tanto en su
composición como en su actividad está determinado decisivamente por su
cabeza. «Uno es constituido miembro del cuerpo episcopal en virtud de la
consagración sacramental y por la comunión jerárquica con la cabeza y
miembros del colegios (De Eccl. n .o 22). La consagración epíscopal pone en
la persona del o. un sello indeleble. En cambio la comunión jerárquica se da
de tal manera que puede retirársele al que se muestra indigno de ella. Ambos
elementos, el alienable y el inalienable, son igualmente esenciales para la
recepción en el colegio. El elemento alienable indica a la vez que la
pertenencia al colegio termina con la pérdida de la comunión jerárquica. La
concesión de la comunión por el papa es absolutamente necesaria para llegar
a ser y permanecer o. del colegio, mientras que la comunión con los
miembros del colegio depende de la comunión con la cabeza y, en cuanto tal,
no tiene ninguna importancia autónoma en la cuestión de la pertenencia al
colegio. Parece contradecir a esto el que sea cometido del o. la recepción de
nuevos elegidos en la corporación episcopal mediante la administración del
sacramento del orden (De Eccl. n .o 21); pero esa frase significa simplemente
que sólo un o. puede administrar la consagración episcopal, dejando abierta la
pregunta disputable de si un presbítero, bajo ciertos presupuestos, puede
conferir válidamente la ordenación sacerdotal.

El colegio episcopal está siempre presente a manera de una persona jurídica,


y también es siempre operante en su responsabilidad por la Iglesia universal,
si bien se ponen ciertos límites a su eficacia jurídica. £1 es sujeto «de la
suprema y plena potestad sobre la Iglesia universal» (De Eccl. n .o 22, 2),
pero en el ejercicio de la misma está estrictamente ligado a su propia
estructura jerárquica. La potestad suprema del colegio se ejerce
solemnemente en el -> concilio ecuménico, y puede ejercerse también fuera
de un concilio, en cuanto el papa llama a los obispos dispersos por todo el
mundo al desarrollo de una acción colegial o, por lo menos, aprueba o acepta
una acción común de los obispos dispersos. En ambas formas de ejercicio de
la suprema potestad del colegio, el asentimiento del papa no es algo añadido
desde fuera a la acción colegial, sino un elemento constitutivo de esta misma.
El ejercicio de la suprema potestad fuera de un sínodo tiene una importancia
más teórica que práctica, de modo que dicho ejercicio está reducido de hecho
al colegio de obispos reunidos para un concilio ecuménico. Por tanto hubiera
sido obvio dar al concilio ecuménico una forma más ágil, lo cual habría
permitido celebrar con mayor frecuencia concilios ecuménicos con una
representación adecuada del e. El Vaticano ii todavía no pudo decidirse a esto.
Pero entre tanto Pablo vi, con la institución del sínodo episcopal, que de suyo
sólo tiene una función consultiva, ha creado un órgano que ofrece la
posibilidad de colaborar en asuntos importantes del gobierno eclesiástico a los
representantes - en parte natos, en parte elegidosdel e., y también a los
representantes de las órdenes religiosas. El sínodo de obispos es un órgano
ágil. Bajo la forma de la reunión general se acerca en el fondo a lo que sería
un concilio ecuménico con un número adecuado de representantes. Y bajo la
forma de una reunión extraordinaria está prácticamente en condiciones de
intervenir en cualquier momento. Y, finalmente, bajo la forma de una reunión
especial se le ofrece una amplia posibilidad de actuaciones.
Con la doctrina del colegio episcopal, el Vaticano it no ha revocado nada de lo
que el Vaticano i había afirmado sobre el primado de jurisdicción del papa, y
en el aspecto práctico dice simplemente sobre el colegio episcopal lo que
anteriormente ya había tenido validez para el concilio ecuménico (CIC can.
229 5 1). Con relación al derecho anterior hay una diferencia en que el
concilio ecuménico requiere la reunión de los obispos, mientras que el colegio
de obispos está constituido siempre. Por tanto hay dos órganos constantes de
la suprema potestad eclesiástica: el papa y el colegio episcopal, los cuales, sin
embargo, no se distinguen adecuadamente, pues están unidos entre sí por el
hecho de que el papa es la cabeza del colegio. Una teoría reciente sólo admite
un órgano, a saber, el colegio, y distingue dos formas distintas de ejercer e1
podera través de la cabeza solamente, y a través de un acto colegial. Pero
habla en contra de esto el hecho de que el colegio episcopal se reduce al oficio
docente y al pastoral (De Eccl. n .o 22, 2 ), y el de que únicamente una
persona física está capacitada para representar bajo todos los aspectos al
Señor invisible de la Iglesia.

2. En el ámbito de la Iglesia parcial

La integración de las Iglesias parciales en la unidad de la Iglesia universal


normalmente no se realiza de una forma inmediata, sino a través de ciertos
organismos eclesiásticos, entre los cuales el papel principal corresponde a las
Iglesias patriarcales en el oriente, con su autonomía peculiar, y a la
recientemente creada conferencia de obispos en el ámbito de la Iglesia latina.
El Vaticano ir resalta cómo las conferencias episcopales pueden hacer una
múltiple y fecunda aportación aa fin de que el sentido colegial tenga una
aplicación concreta» (De Eccl. n .o 23, 4). Pero no se trata solamente del
espíritu colegial, sino de la eficacia de este elemento, que dentro de las
Iglesias parciales tiene su ciudad patria en la actuación sinodal. Pertenece a la
esencia del sínodo el hecho de que él está ligado a la reunión actual de los
sinodales. Los sinodales congregados durante el tiempo de su reunión forman
un colegio, el cual examina y decide en común. Dentro del campo de su
competencia el sínodo pone actos colegiales en el sentido estricto de la
palabra. Lo mismo puede decirse acerca de la conferencia episcopal, en
cuanto ella, como instancia jerárquica, dentro del ámbito de su competencia
da decretos con obligatoriedad jurídica para los obispados de su territorio. Una
ventaja de la conferencia episcopal frente a los sínodos regionales está en que
ella no está atada a formas fijas y, por eso, puede abordar más fácil y
eficazmente la condición de las tareas eclesiásticas en un amplio territorio. En
la Iglesia latina la .conferencia episcopal asume el papel que en el oriente
desempeña el sínodo patriarcal, con la diferencia principal de que ella no está
dirigida por un patriarca, sino por un presidente elegido.

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B.kollegium: Gr 48 (1967) 28-48; P. Card. Marella - K. Mársdorf - W. Mtlller -
K. Rahner, Über das bischtifilche Amt (Kar1sruhe 1967); K. Mdrsdorf, Das
synodale Element der Kirchenverfassung: Volk Gottes (Festschrift J. Hófer) (Fr
1967) 568-584; idem, Über die Zuordnung des Kollegialitátsprinzips zu dem
Prinzip der Einheit von Haupt und Leib in der hierarchischen Struktur der
Kirchenverfassung: Wahrheit und Verkündigung (Festschrift M. Schmaus) (Pa
1967). - Cf. además bibl. >r diócesis, >r potestades de la Iglesia, >r
Jerarquía, >r oficio eclesiástico.

Klaus Mörsdorf

EPISCOPALISMO
I. Concepto

Por e. ha de entenderse ia doctrina según la cual el poder supremo de la


Iglesia reside en la asamblea de los obispos, ya dispersa, ya reunida en ->
concilio, y no exclusivamente en el --> papa (asistido por la -->curia
romana). En el transcurso de los tiempos esta corriente de pensamiento ha
adoptado formas muy diversas, algunas de ellas inaceptables.

II. Fundamentos de esta doctrina


El e. tiene sus fundamentos doctrinales en los más antiguos documentos de la
vida de la Iglesia, y en el Nuevo Testamento mismo. De hecho, Cristo
instituyó el colegio apostólico, cuyos sucesores son los obispos; sobre este
fundamento está edificada la Iglesia (Ef 2, 20; Ap 21, 14). Pedro no está fuera
del colegio; es uno de los «doce» y constituye su cabeza; por lo cual él recibe
promesas especiales, y esto a título personal, por lo menos en el sentido de
que no los recibe de los otros -->apóstoles, sino de Cristo mismo, que lo
designa como piedra sobre la que está edificada su Iglesia. La autoridad del
colegio apostólico no se opone, pues, a la de Pedro, sino que está fortalecida y
garantizada por ésta. En Pedro como punto central encuentra el colegio la
cohesión y la dirección. Los escritos de los padres apostólicos nos dan a
conocer el ejercicio de la autoridad de los obispos, sucesores de los apóstoles.
Según esos escritos el obispo no está «aislado», su influjo no se reduce
estrictamente al territorio que le ha sido confiado. Su mirada debe dirigirse al
bien común de toda la Iglesia, y esta responsabilidad toma forma en múltiples
vínculos de comunión con los otros obispos. No pocos textos de Ignacio
antioqueno y otros posteriores de Cipriano, Agustín, etc., han sido citados en
este sentido por los teóricos del epicospalismo.

III. Historia

A pesar de la acción de los papas reformadores en el siglo XI y del


reconocimiento unánime del poder supremo y universal del sumo pontífice, la
edad media conserva no pocas corrientes episcopalistas, y de hecho no logra
elaborar una síntesis coherente, en la que el poder del papa y el de los
obispos se sitúen armoniosamente en el lugar que les corresponde. Con el
pontificado de --> Aviñón, el -> cisma occidental y los conflictos con Felipe el
Hermoso y Luis de Baviera, se fomenta el desarrollo de una teoría en la que
se defiende la superioridad del concilio sobre el papa (--> conciliarismo). Se
siente vivamente la necesidad de una reforma en la cabeza y en los miembros
para retornar al antiguo derecho de la Iglesia y a la pureza primitiva. Los
concilios de Pisa, de Constanza y de Basilea, los concordatos de Constanza
(1418) y de los príncipes (1447 ), la pragmática sanción de Bourges (1438),
etc., formaban poco a poco la documentación que luego invocarán los
partidarios del e.: cf. Juan de París, Marsilio de Padua, Guillermo de Ockam,
Gerson, Pedro d'Ailly, etc.

Fue sobre todo el ->galicanismo el que propagó las ideas episcopalistas. Los
teólogos galicanos, sin poner realmente en duda el primado pontificio,
insistieron -contra los excesos mismos de los ultramontanosen el episcopado
de derecho divino y afirmaron a veces la superioridad del concilio sobre el
papa, con la consecuente subordinación de éste a los cánones eclesiásticos.
Las opiniones eran múltiples, desde la oposición muy moderada de Almain
Tournély, Pedro de Marca y Bossuet, hasta la francamente heterodoxa de
Richer.

En Alemania las corrientes episcopalistas se manifestaron sobre todo después


del concilio de Trento y de la paz de Westfalia. El concilio, aunque reforzó en
primer lugar la posición del papa, sin embargo también afirmó el origen divino
del episcopado, sin precisar las relaciones entre el papado, el episcopado y el
concilio. Aquí hay que citar a J.K. Barthel y a sus discípulos, G. Zallwein, Ph.
A. Schmidt, Martin Gerbert. En el siglo xviri el representante más extremo del
e. fue Febronius. En el siglo xix son los alemanes los que vuelven a descubrir,
más allá del aspecto sociológico, tan caro a los ultramontanos (J. de Maistre,
Rohrbacher, Guéranger, etc.), el aspecto sacramental de la Iglesia, en cuanto
comunidad de vida con Cristo y el Espíritu Santo a través de los sacramentos.
Ellos afirman, como lo hizo ya Bossuet, que no se puede partir de la analogía
con las sociedades humanas para esclarecer la naturaleza de la Iglesia, y que
aquí no basta la idea de autoridad. Esto lleva a descubrir nuevamente el
misterio del episcopado y de su unidad. El principal artífice de esta renovación
es J.A. Máhler.

En vísperas del concilio Vaticano i se produjo un nuevo despertar del e.,


promovido sobre todo por H.-L.-C. Maret y G. Darboy. El concilio confirmó
algunas de sus ideas: origen divino del episcopado, límites de la infalibilidad
del papa, -> jurisdicción ordinaria e inmediata de los obispos, como los
auténticos pastores de su grey.

En el Vaticano II se hizo explícito en forma nueva el momento ortodoxo del e.,


y a la vez se produjo una delimitación frente a sus formas heterodoxas,
mediante la afirmación de que por derecho divino el oficio apostólico se
continúa en el colegio episcopal, que es superior a cada obispo en particular.
«Es propio de los obispos el admitir por medio del sacramento del orden,
nuevos elegidos en el cuerpo episcopal» (Vaticano ii, Lumen gentium, n .o
21). Este colegio está estructurado según la voluntad fundacional del Señor
mismo. El centro y la cabeza es el obispo de Roma, que administra el oficio de
Pedro. De esta manera en la Iglesia están unidos entre sí el elemento del
primado personal y el sinodal. Esto se pone de manifiesto particularmente en
la unidad del sujeto (colegial) de la suprema potestad docente y pastoral en la
Iglesia, la cual es ejercida, o bien en forma colegial, o bien solamente por el
papa como cabeza del colegio, aun cuando él la ejerza en un acto no colegial
(-> magisterio eclesiástico, > concilio).

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Joseph Lécuyer

ESCÁNDALO

I. Concepto de escándalo

1. Concepto funcional

La evolución personal del individuo y el desarrollo cultural de los grupos están


condicionados, de un lado, por impulsos endógenos, como las ideas creadoras
y la dinámica que de ellas se deriva, y de otro lado, por impulsos exógenos,
como el ejemplo y el e. Por tanto, el desarrollo de la -> existencia espiritual y
de la --> cultura no es impedido solamente por propia incapacidad o
claudicación, sino también por la omisión de ayudas en la educación, la
formación, etc., y también por los escándalos dados. Así, pues, psicológica y
sociológicamente el e. tiene una función ambivalente. La religión y la
moralidad han de tomar conciencia de esto.

Hablamos de un e. cuando un individuo o un grupo de tal manera se ve


afectado, herido y amenazado en sus actitudes personales y en sus
convicciones, que surge un riesgo serio para su existencia, y, en
consecuencia, él toma una posición defensiva, con una tensa excitación,
contra esta perturbación del transcurso normal de la vida espiritual; esa
posición defensiva puede provocar medidas protectoras o de represalia. En
oposición al diálogo, el escándalo es, cuando se da conscientemente, un
medio de desafío espiritual.

A diferencia del disgusto, que se produce por la frustración de ciertas


tendencias integrantes y, con ello, por perturbaciones en la periferia de la
vida, el e. se refiere siempre a la lesión de valores personales necesarios para
la existencia, él amenaza el fundamento del esbozo unitario de un hombre o
de una comunidad.

Además, el disgusto se refiere a valores que solamente tienen una


importancia individual en el campo del provecho o del bienestar, mientras que
el e. afecta a valores socialmente importantes, a valores espirituales
esenciales para la sociedad, de manera que el e. lleva siempre de la esfera
puramente psicológica a la sociológica. El fundamento de esto hay que
buscarlo en que el hombre en su núcleo es tanto individual como social, y,
consecuentemente, toda amenaza contra su existencia repercute siempre en
la esfera social. De manera semejante, los grupos que se mantienen unidos
en virtud de su vinculación común a determinados valores personales, son
susceptibles de escándalos en la medida en que su existencia se ve
amenazada por ataques a los valores unificantes.

A partir de esta determinación funcional del e. se puede distinguir entre e.


verdaderos y e. falsos. Se dan los primeros cuando se responde en nombre
del valor amenazado, p. ej., cuando a un e. religioso le sigue una respuesta
religiosa. Por eso el auténtico e. podrá ser tanto mayor cuanto más
intensamente haya sido aprehendido un alto valor (cf. el e. de jesús por las
palabras de Pedro). Y se trata de un «falso» e. cuando la respuesta no se da
puramente en nombre del valor amenazado, p. ej., cuando alguien recibe un
escándalo estético por los valores religiosos. Y se da igualmente un falso e. en
el caso de que, a causa de una aprehensión poco diferenciada de los valores,
la claudicación moral, pero no religiosa, de un sacerdote produzca en alguien
un complejo de e. moral-religioso o preferentemente religioso. Lo mismo cabe
decir del resentimiento, pues aquí no late una toma de posición positiva con
relación al valor sino que aquél se produce en forma meramente negativa, por
una repulsa al valor.

2. El efecto de los escándalos

La distinción hecha es psicológica y sociológicamente importante para enfocar


ciertas tomas de posición con relación a los valores que no están justificados
por la naturaleza de la cosa. P. ej., en la formación de ídolos e -> ideologías
se da una especial irritabilidad con relación a los escándalos, por la razón de
que allí late una falta de capacidad espiritual y personal de decisión.

Por otro lado, esta irritabilidad depende de factores subjetivos e históricos que
están sometidos a mutación. Efectivamente, sólo podemos escandalizarnos
por la lesión de ciertos valores en cuanto ellos son operantes en la vida
concreta. Pero como el significado de los valores espirituales en una
determinada situación no sólo depende de su importancia objetiva, sino
también de su necesidad de realizarse concretamente, la susceptibilidad con
relación a los e. cambia al transformarse la situación espiritual y cultural.

De este modo, difícilmente puede preverse el efecto que en ciertas


circunstancias producirá un ataque a valores que viven en forma latente o que
están reprimidos. En general las personas y los grupos espiritualmente
diferenciados son menos susceptibles para los e. que las gentes primitivas,
pues disponen de más elásticas y eficaces medidas de defensa, con tal no
quede afectada la raíz misma de la existencia. Precisamente la religión, como
fuerza en el fondo conservadora por su relación a lo eterno, tiende a aislarse
para defender la fe y, con ello, a una postura meramente reaccionaria. Hemos
de advertir además que los e. surgidos dentro del propio mundo espiritual
tienen un efecto más relajador, mientras que los procedentes de fuera
provocan una consolidación de la propia posición, pues los primeros incitan a
una elaboración espiritual y, en cambio, los segundos no pueden asimilarse
fácilmente sin renunciar a sí mismo. Cuanto mayor --a autoridad tiene
alguien, tanto más escándalo puede dar a causa de su potencia espiritual.

El efecto positivo o negativo de los impulsos que provocan e. sólo puede


juzgarse rectamente ponderando en forma realista las circunstancias
espirituales en su proceso de mutación y teniendo en cuenta las leyes
psicológicas y sociológicas de tales e. El problema psicológico consiste aquí en
la función del e. para una ordenación óptima de la orientación personal hacia
dentro y hacia fuera. El efecto del e. es sociológicamente importante para la
comunicación, o el aislamiento, o incluso la enemistad entre los grupos.

3. Distinciones

Metódicamente hay que distinguir en primer lugar entre el e. que alguien da


(scandalum activum) y el e. que alguien recibe (scandalum passivum). Desde
el punto de vista de la teología moral es importante el hecho de que el e.
puede buscarse directa o indirectamente, y el de que el e. pasivo tiene su
fundamento decisivo en la constitución subjetiva, o también en el ataque
objetivo. El propósito directo de escandalizar se convierte en «e. diabólico», si
con ello se pretende formalmente la corrupción del escandalizado y no se
busca el pecado del otro en forma meramente material, como ocurre con
frecuencia en la lujuria. Un comportamiento que ocasiona un e. no pretendido
ni siquiera en forma indirecta, conduce al así llamado scandalum mere
acceptum. Si el e. recibido se funda en lo unilateral de la dirección hacia fuera
por parte del escandalizado, de modo que él, por su falta de solidez espiritual,
no está en condiciones de asumir adecuadamente el impulso que le
escandaliza en su propio desarrollo, entonces se habla de scandalum
pusillorum. A diferencia de esto, en el scandalum pharisaicum hay en el
escandalizado una unilateral dirección hacia dentro, la cual le impide que él
acepte los impulsos necesarios para su desarrollo o su conservación.

II. El concepto de skandalon en la Escritura (El escándalo religioso)

En la Escritura el concepto de e. se usa en un sentido específicamente


religioso. El escándalo es tanto un obstáculo para creer como una causa de
confusión en la fe. En la terminología neotestamentaria skandalon es
solamente un impulso para la caída, el cual puede ser eficaz o ineficaz;
skandalipso significa la acción que causa la caída; y skandalipsomai se refiere
a la caída que de hecho se ha producido.

1. Los sinópticos: el escándalo de Jesús

De acuerdo con el significado religioso del concepto, el e. es visto en un


contexto escatológico. Así Mt 24, 10 habla de la gran confusión en la fe al
llegar los tiempos finales; Mt 13, 41 describe cómo los seductores para el
pecado y la caída, y todos los que cometen la maldad son condenados al
horno de fuego. Mt 18, 7 (= Lc 17, 1) afirma por un lado la necesidad de los
e. venideros (7b) y, por otro lado, profiere «ayes» sobre aquellos que
participan pasiva (7a) y activamente (7b) en su aparición. Las palabras
dirigidas a Pedro según Mt 16, 23 tratan de cómo se cumplen ya en el
presente esos escándalos que han de venir. Pedro es aquí una especie de
piedra de e. para Jesús mismo, y, en cambio, él es designado como la piedra
sobre la que ha de fundarse la Iglesia. Su papel, a pesar de todas las
diferencias, corresponde de manera sorprendente al de Jesús. Jesucristo, la
piedra fundamental (cf. 1 Cor 3, 11, etc.), la piedra de salvación (Rom 9, 33b;
1 Pe 2, 6), se convierte para muchos en piedra de e. (Rom 9, 33a; 1 Pe 2, 8).
Pedro, que debe ser la defensa de la comunidad contra los poderes del
infierno, en el e. actúa como instrumento de Satán (cf. Mt 13, 41). El e. surge
de la oposición entre Dios y el hombre, la cual aquí se expresa con toda su
fuerza y sin ninguna clase de compromisos (Cf. Mt 7, 11; 15, 19; 12, 34): el
que sólo piensa y quiere como hombre se pone en oposición con Dios y su
voluntad.

El escándalo real consiste en el error acerca del mensaje del reino de Dios y,
con ello, en apartarse del evangelio (Mt 13, 20ss par; Mc 4, 17 ). Jesús mismo
se convierte así en el gran escándalo. Al lado de una fuerza que despierta la
fe, su acción tiene también otra fuerza que lleva a errar en la fe. El error
acerca de Jesús (Mt 26, 31.33; 11, 6 par; Le 7, 23; Mt 13, 57 par; Me 6, 3)
puede así convertirse en antítesis de la fe en él (Me 14, 27; 14, 29; Mt 13,
57; Me 6, 3). Los fariseos mismos, no sólo sienten una indignación personal
porque jesús los ataca (Mt 15, 8), sino que, además, reciben un grave
escándalo religioso por la predicación de Cristo (Mt 15, 12). Su ceguera
significa incredulidad y la caída en el abismo índice de perdición escatológica.
El inesperado comportamiento mesiánico de Jesús (Mt 11, 6), su origen
terreno (Mc 6, 3), su actitud frente a la tradición meramente humana (Mt 15,
3ss), la interpretación totalmente nueva del pensamiento de la purificación
(Mt 15, 11), su posición libre frente a la ley (cf. Mc 2, 23ss; 3, lss, etc.), se
convierten en motivo de e., de repulsa a él mismo y de alejamiento de él por
la incredulidad.

Jesús sabe que su palabra y acción impulsan a la incredulidad, sin que esto
pueda evitarse. Sin embargo, persigue denodadamente el fin de evitar la
caída escatológica de la fe. Así, en las palabras sobre el e. dado a los
pequeños (Me 9, 42 par) se trata de evitar el hecho de que los hombres se
escandalicen. En el mismo contexto han de verse las frases sobre los
miembros que son ocasión de e. (Mc 9, 43-48; Mt 18, 8s; 5, 29s).

2. Pablo: el escándalo de la cruz

También Pablo conoce un e. activo que es inevitable (Rom 9, 33; cf. 1 Pe 2,


6ss). Según él, Cristo, que llama a la fe, se convierte para el incrédulo en
piedra de escándalo precisamente por el hecho de que él no cree; en cambio
el creyente, por el hecho de creer experimenta a Cristo como honor (1 Pe 2,
7a) y justicia (Rom 9, 30). Un aspecto esencial de la fe es la superación del e.
que implica la presencia de Dios en Cristo. Para Pablo el prototipo de la
perdición por el e. del evangelio son los judíos. Esto aparece especialmente
claro en 1 Cor 1, 23, texto según el cual la cruz es e. para los judíos y
necedad para los paganos (lo cual es otra forma de e.). Gál 5, 11 pone en
primer plano la negativa al mensaje de la gracia libre de ley.
De todos modos, el e. de la fe en ningún caso puede eliminarse o atenuarse
manteniendo «a la vez» la cruz y la circuncisión. Y el e. tampoco puede
suavizarse por una alta sabiduría de lenguaje (1 Cor 1, 17; 2, 4 ).

Por otro lado Pablo conoce también un e. pasivo que debe evitarse
incondicionalmente, el cual se produce en las comunidades paulinas a
consecuencia de las diferencias de fe (1 Cor 8, llss; 2, 4). Pablo, que de suyo
comparte la actitud creyente de los fuertes, como pastor se coloca al lado de
los débiles, imitando así a Jesús, que se preocupa de los «pequeños».

3. Juan: la superación del e. por el amor

Según san Juan el que no ama está ciego, y por esto se halla expuesto a los
e. (1 Jn 2, 10). -> Fe y -> amor están aquí muy estrechamente ligados. Para
el que ama no hay ningún obstáculo en el camino de la fe (Jn 6, 61). Los
discursos de despedida de jesús narrados en Juan, lo mismo que los últimos
discursos de su vida transmitidos en los sinópticos, tienen la finalidad de
preservar contra la caída. Pero mientras que en los sinópticos ésta se
presenta inevitable incluso para los discípulos, el jesús que habla en el
evangelio de Juan despierta la esperanza de que ella podrá ser superada: «Os
he dicho esto para que no os escandalicéis» (Jn 16, 1; cf. Jn 6, 63).

III. Tradición

1. En la patrística el contenido neotestamentario del concepto queda


transformado y secularizado de tal manera, que en ella pasan a .ser decisivos
dos aspectos de segundo rango.

a) el psicológico (cf. p. ej., Mt 13, 57; 15, 12; 17, 27). «Scandalum» es
entendido cada vez más en el sentido de «offendiculum», y así pasa al
lenguaje popular cristiano para significar una incitación a determinados
sentimientos humanos, como el orgullo y la envidia, o un acto que provoca
irritación e indignación.

b) el moral. Así p. ej., en el comentario del Ambrosiaster a 2 Cor 11, 29 el


«desfallecer» equivale a ser incitado y seducido en el campo sexual. De esa
manera el término recibe el sentido de e. moral, de ejemplo corruptor, de
seducción y tentación, ya sea en la esfera individual ya en la -> pública. A
este respecto constituye una forma peculiar el e. que se refiere a lo
dogmático, al error religioso y a la herejía.

2. La escolástica: el escándalo como inmoralidad. Así se hizo posible que, en


la moral sistemática de la escolástica y particularmente de Tomás, el e, fuera
entendido como una acción externa que ofrece al prójimo ocasión de pecado y
que se realiza sin razón justificante. Cuando una acción bajo ciertas
circunstancias puede convertirse para alguien en ocasión de pecado, el amor
manda omitir esa acción, si no existe una razón que la justifique moralmente.
El pecado consiste en que se asume conscientemente el riesgo de la
claudicación de otros, que no se produciría sin la propia acción. El e. indirecto
puede permitirse si el acto que lo causa es justificable en virtud de un bien
directamente apetecido, según las reglas que han de aplicarse en las acciones
con doble efecto (TOMÁS DE AQUINO, ST II-II q. 43, 4 sent. 35). La
casuística que generalmente se ofrece al tratar del e. producido, parte de la
obligación grave de evitarlo y, para no caer en el extremo del inmovilismo, a
base de diversas distinciones procura agudizar la mirada para las razones
excusantes que justifican la acción.

A diferencia del e. activo, el e. pasivo es un pecado solamente contra la virtud


violada por la propia acción, cuya malicia puede incluso estar atenuada por las
circunstancias. Sólo en el e. farisaico toda la malicia está en el escandalizado.

3. Crítica. Este enfoque tradicional implica ante todo el grave inconveniente de


que reduce el concepto neotestamentario de e., particularmente en su
acuñación debida a Pablo.

Ahora bien, la fuerza interna del cristianismo tiene una de sus bases en que se
conserve sin atenuaciones el e. de la cruz.

A esto se añade que la interpretación moral del e. no toma suficientemente en


consideración las funciones psicológicas, sociológicas y morales del mismo.
Según lo dicho antes, la función del e. no se limita a la incitación al pecado;
por el contrario, él puede constituir un estímulo personal y cultural en
individuos y grupos, y así significar incluso una ayuda para la salvación de
otros. El e. lleva consigo esos efectos positivos en cuanto produce una
apertura en el escandalizado, la cual permite una asimilación fructífera de
impulsos que a primera vista parecían meramente negativos.

El olvido de este aspecto del e. en la ciencia moral conduce necesariamente a


una unilateral ética de sentimiento, bajo un signo negativo y conservador.
Con lo cual queda desplazada la mirada en orden a la tarea de contribuir a la
realización del bien dentro de lo concretamente posible.

IV. Sobre la ética del escándalo

En consecuencia, una ética de responsabilidad que tome en consideración


todo el significado del e. ha de partir de que éste en abstracto tiene un valor
neutro. En concreto la cuestión si el e. es deseable o rechazable depende de
su necesidad para la conservación justificada de la propia existencia espiritual
y de su aportación al perfeccionamiento del otro o del grupo.

Para que el e. deseable y necesario no tenga un efecto negativo, el valor a


cuyo servicio él quiere ponerse ha de aparecer en forma pura, para que así
pueda ser aceptado más fácilmente en su valía sin ninguna actitud de repulsa.
Además, valores que provoquen e. sólo han de difundirse en la medida en que
puedan ser asimilados por el «escandalizado». Para esto se requiere en quien
da e. que él quiera servir realmente a lo conocido como valioso y no se
proponga simplemente imponer sus intereses personales, e igualmente que se
esfuerce con amor por fomentar el bien del otro, renunciando incluso, si es
necesario, a los propios derechos justificados, siempre que su uso no sea
incondicionalmente necesario para conservar la dignidad personal.

Ha de procurarse en todo caso substituir el e. por el diálogo o, por lo menos,


desarrollar la disputa inevitable según las reglas de la -> tolerancia,
procediendo así a tono con la dignidad humana. Para lo cual se requiere que
la disputa se produzca en forma adecuada a los valores que están en debate.
Los e. religiosos han de abordarse en el campo de lo religioso, y los científicos
en el terreno de lo científico, etc. Si se guardan estas reglas, no sólo se
evitará una innecesaria y quizá deplorable extensión del conflicto, sino que se
creará además un presupuesto para un resultado positivo de la disputa y
quizá incluso para un enriquecimiento mutuo. Con ello la confrontación
personal hallará una mediación, y la coexistencia y cooperación se harán más
fáciles.

El que da el escándalo y el escandalizado, ya se trate de individuos ya de


grupos, deben tener en cuenta que, según las leyes psicológicas, las
provocaciones y reacciones demasiado fuertes en general producen lo
contrario del efecto pretendido. Así, p. ej., las -> persecuciones cristianas
fortalecen a una comunidad viva, y un e. demasiado grande dentro de la
Iglesia conduce a la escisión (-->herejía, --> cisma). Cuanto mayor sea la
autoridad de alguien, tanto más responsabilidad asume él al dar e. Por otro
lado, también el débil debe esforzarse por no obrar nunca en forma
meramente reaccionaria.

El intento de proclamar conscientemente a los cuatro vientos el e. recibido por


situaciones que desde la propia perspectiva son abusivas, puede conducir al
desagradable resultado de fomentar esas mismas situaciones, pues, desde el
punto de vista de otros, quizá el e. producido sea considerado precisamente
como prueba de valor positivo, así lo muestra, p. ej., el fracaso en la
impugnación espectacular de determinadas películas malas. Sólo se pueden
invocar determinados valores -sobre todo de orden público - en la medida en
que ellos son actualmente vivos. De otro modo se trata, funcionalmente
hablando, de un escándalo farisaico.

En qué medida bajo ciertas circunstancias los e. son deseables o no lo son,


constituye por tanto una cuestión que no puede responderse a priori, sino que
ha de resolverse en cada caso con prudencia, nivelando en los platos de la
balanza la prudencia y la precaución, y tomando en consideración tanto el e.
necesario e inevitable como el que ha de evitarse incondicionalmente.

En la respuesta a la pregunta de si los e. públicos han de castigarse con


sanciones jurídicas, hay que partir igualmente del carácter ambivalente del e.,
enfocándolo de cara al -> bien común. Dentro de lo posible, es necesario que,
por un lado, quede garantizada la libertad de disputa y, por otro lado, se
impida la impugnación que haga imposible la necesaria y deseable
comunicación. Por eso los responsables del orden deben reprimir las
hostilidades que pongan seriamente en peligro la paz social, o sea, aquellas
actitudes que, por recurrir a insultos, desprecios, calumnias, etc., tienden a
suscitar violentas reacciones defensivas. Incluso desde una perspectiva
neutral con relación a los valores, las convicciones y los sentimientos
subjetivos deben protegerse públicamente en la medida en que eso es
necesario para conservar la indispensable comunidad social. Por eso está
justificada la prohibición legal de ofensas, insultos, calumnias, etc. - sobre
todo en lo relativo a las convicciones religiosas -, mas no debe formularse y
aplicarse con tanto rigor que se impida una fuerte, pero objetiva, disputa
incluso acerca de juicios valorativos que parecen obvios.

La represión de e. públicos provocados por una fuerte crítica social o por


obras convulsivas en la literatura y el arte, ha de realizarse con suma
precaución, pues los excesos en la censura podrían poner en peligro valores
sociales tan altos como la justicia y el arte. La persecución contra los e.
provenientes de las extralimitaciones en la moda, los anuncios, etc., por la
naturaleza de la cosa puede ir tranquilamente tan lejos como lo exija la
moralidad pública, necesaria para la conservación del bien común, p. ej., para
evitar la corrupción de la juventud y el crimen. Qué es lo objetivamente
adecuado en una determinada situación, sólo puede decirse a posteriori, a
base de una ponderación oportuna de los bienes.

En resumen podemos decir que la recta valoración del e. es un factor


primordial para la configuración fructífera de las relaciones entre los hombres,
la promoción del progreso cultural, la conservación de la paz social y la
difusión responsable de lo conocido como un valor, especialmente para la
difusión de la religión o de la misión.

BIBLIOGRAFIA: O. Schmitz, Vom Wesen des Árgernis (B 21925); G. Stáhlin,


Skandalon. Untersuchungen zur Geschichte eines biblischen Begriffes (Gü
1930); W. ScUllgen, Soziologie und Ethik des Árgernis (D 1931); N. Jung,
Scandale: DThC XIV XIV 1246-1254; A. Humbert, Essai d'une théologie da
scandale dans les synoptiques: Bibl 35 (1954) 128; R. Bruch, Die
Bevorzugung des kleineren Übels in moraltheologischer Beurteilung: ThGl 48
(1958) 241-257; Mdring II 452-469; G. Stdhlin, axccv8aaov, axavaaa(lw:
ThW VII 338-358.

Waldemar Molinski

ESCATOLOGÍA
En este artículo no vamos a tratar de las postrimerías en general o en
particular, sino que ofrecemos una reflexión sobre los principios del tratado
teológico sobre la e. Pareja cuestión no sólo tiene interés científico y teórico,
sino que es también importante para la predicación del mensaje cristiano
mismo. En un mundo que se ha hecho dinámico, que programa por sí mismo
su propio futuro (inmanente) y trata de crear activamente, sin duda hay un
gran ímpetu escatológico; pero este ímpetu, si no está propiamente
«desviado», por lo menos se halla vinculado en primer plano a fines y
esperanzas inmanentes. Eso indudablemente hace más difícil que antes la
predicación de la esperanza cristiana del futuro. A ello se añade que
precisamente en este tratado vuelve a presentarse en forma apremiante el
problema general de la «desmitización». Finalmente, la predicación de los
novísimos lleva consigo sus propios problemas. En el curso de la historia, esta
predicación ha adquirido un sorprendente matiz «individualista», que debe
someterse a crítica. Efectivamente, en ella queda muy pálida y desatendida
una e. que envuelve todo el cosmos y la historia, por centrarse la atención en
la doctrina sobre la «inmortalidad» de las «almas» espirituales y de su destino
particular. Pero es totalmente posible que este modo de predicación -por muy
válido que sea siempre su contenido- esté condicionado por la mentalidad de
una determinada época. Y cabe preguntar si esa época no está acabándose,
para dejar paso a una nueva que, en virtud de las implicaciones contenidas en
su universal dinamismo humano hacia el futuro, se hallará en relación
inmediata con la e. del cristianismo, la cual abarca el universo y la historia.
I. Historia del tratado

En la Biblia, incluido todo el Nuevo Testamento, es muy amplia y rica la


progresiva revelación sobre los novísimos; pero contrasta con esto la pobreza
(en comparación con otros tratados dogmáticos) de la historia de la e. en el
ámbito de la ortodoxia eclesiástica. Desde que existe un sistema de la
dogmática en general, el tratado de la e. es expuesto en último lugar. Para
justificar este puesto, se puede apelar a los símbolos de la fe y, en parte, a la
naturaleza de las «postrimerías». Con todo, antes de la moral como parte de
la dogmática, se debe ya saber lo que se puede esperar; y, además, no
hemos de olvidar (como a menudo sucede) que, cuando en los símbolos se
habla «in recto» de la «expectación» de lo futuro, indirectamente se hace
profesión de fe acerca de algo presente, que debe dar la estructura
fundamental del todo para entender realmente lo futuro, así como, a la
inversa, la estructura fundamental de la vida presente sólo puede entenderse
desde la perspectiva hacia el futuro.

Este tratado de lo postrero, estudiado al fin de la dogmática, en cuanto todo


estructurado apenas ha tenido una historia real hasta ahora. El temprano
tránsito, realizado sin gran reflexión, desde una «expectación próxima» a una
«esperanza lejana>; la lenta e insensible superación del quiliasmo y de la
doctrina de una verdadera apocatástasis (como tesis, no como una mera
esperanza abierta para el hombre); la condenación de un particularismo
físicamente condicionado de la salvación, tal como lo defendía el gnosticismo;
la negación de la doctrina sobre las fases escatológicas, que suprimía la
absoluta y universal significación realmente escatológica de Cristo y fue
sostenida por el montanismo y por Joaquín de Fiore; la defensa del carácter
gratuito de la perfección o consumación contra la mística herética (Dz 475), el
-a bayanismo (Dz 1002-1007 ), el --> idealismo alemán (Dz 1808 ) y A.
Rosmini (Dz 1928s); la concentración de la consumación en la -> visión de
Dios y otras preguntas; ciertamente son cuestiones particulares de e. que
tienen su propia historia, como la tienen también los problemas relativos al ->
purgatorio, a la esencia de la visión beatífica, a la naturaleza del fuego del -->
infierno, etc. Pero en todo eso se trata de meros incidentes dentro de la
historia del tratado, los cuales no constituyeron un acontecimiento que diera a
aquél una estructura clara, una articulación histórica y un acabamiento
sistemático de su contenido. La única cesura, clara e importante, que
comprobamos en la historia anterior del tratado, es la definición de Benedicto
xii sobre la entrada de los justos completamente purificados en la visión de
Dios inmediatamente después de la muerte y sobre el castigo en el infierno ya
antes del juicio universal de los que murieren en pecado mortal (Dz 530s;
constitución Benedictus Deus). Ciertamente, con ello no se logra una armonía
sistemática entre las postrimerías del cosmos y de la Iglesia que acontecen en
la «carne» al fin de los tiempos, por una parte, y las postrimerías individuales
y existenciales que acontecen ahora en el «espíritu», por otra parte. Pero,
como Benedicto xii deja en pie la e. colectiva, él fija de una vez para siempre
la ineludible dialéctica permanente entre los dos aspectos de la consumación.
Desde su definición, la e. no puede sacrificar uno de sus aspectos en beneficio
del otro. Con ello, se tomó, pues, conciencia de un doble polo de la e. que
deberá permanecer para siempre. Ya no se puede «desmitizar» la e.
disolviéndola en las muchas postrimerías particulares, pero a la vez es
necesario hablar de los novísimos del individuo, cosa que no se haría si se
estudiara exclusivamente el final colectivo. Por lo demás, según se echa de
ver mediante una sencilla comparación con la historia de otros tratados, la
reflexión teológica de la e. no ha ido mucho más allá de una relativa
coordinación externa de los textos bíblicos. Falta una gnoseología y -->
hermenéutica, ordenadas especialmente a los enunciados escatológicos; el
hecho de que no se haya elaborado una teología de la -> historia e
historicidad en general y de la historia salvífica en particular también
repercute desfavorablemente en la e.; la relación entre protología y e. no ha
sido aún tema de reflexión; apenas se ha pensado todavía en la relación entre
la e. cristiana y el utopismo inmanente; la teología de la actitud escatológica
del cristiano en su propio presente se ha abandonado enteramente a la
literatura piadosa; los conceptos fundamentales de una e. (-> principio y fin,
consumación, teleología del proceso histórico, tiempo [como «suceder»
especialmente humano], futuro, presencia axiológica y teleológica del futuro,
modos de presencia o actualidad, muerte, -->eternidad como supresión - y a
la vez consumación y conservación- del tiempo [en oposición a una
«perduración»], juicio, «lugar» de la bienaventuranza, etc.) todavía no han
sido sometidos en la medida necesaria y posible a un análisis y reflexión
ontológicos y existenciales. Eso facilitaría al hombre actual, con su imagen
propia del mundo, la aceptación creyente del mensaje escatológico y una
síntesis intelectual del mismo con los restantes elementos relativos a la
concepción de la existencia.

El tratado de e. está aún muy al comienzo de su historia; lo más histórico es


lo que menos historia ha hallado todavía en la teología del cristianismo. Pero
en una situación que se caracteriza por la moderna imagen científica del
mundo en evolución, por el desencadenamiento de la voluntad de cambiar con
una previa planificación racional todas las relaciones del hombre como ser que
se produce a sí mismo y crea su mundo circundante, por la posibilidad de una
ampliación del espacio de la existencia humana más allá de la tierra, por las
modernas herejías seculares de una política militante que profesa una utopía
intramundana; es necesario que la e. cristiana se encuentre a sí misma
reflexionando más que antes sobre su propio contenido. Así se hará posible,
p. ej., desarrollar con mucha mayor claridad lo fundamental de la concepción
originariamente cristiana acerca de las postrimerías y entender el nacimiento
del «espacio» de salvación como resultado del tiempo salvífico, a diferencia de
la e. anterior, la cual, condicionada por sus medios de representación,
concebía que la historia de salvación se desarrolla siempre en un espacio
previamente dado, estático y natural (el caelum empyreum con su
inmutabilidad, etc.). Esta nueva fase de la historia de la e. hasta ahora ha
comenzado a desarrollarse sobre todo en el campo no católico, y se ha
iniciado en cuanto la teología del protestantismo liberal (W.M.L. de Wette, J.
Weiss, A. Schweitzer, M. Werner) estima el cristianismo y su teología como
historia de la parusía no cumplida, en cuanto la -> desmitización de R.
Bultmann intenta dar a la e. un carácter existencial en cada ahora dentro de l
creyente (de modo semejante C.H. Dodd: realized eschatology) y, finalmente,
en cuanto la teología protestante ortodoxa o bien cultiva un -> escatologismo
unilateral, o bien transforma muy esencialmente toda la teología partiendo de
una repulsa radical a la doctrina calvinista de la predestinación calvinismo).

II. Temas de una escatología


Si en lo que sigue se intenta.dar un esbozo de los temas de una e. tal como
debe ser (generalmente no elaborada aún en los manuales), trátase más de la
enumeración de esos temas que de una exposición del orden sistemático de
todo el tratado.

1. Debiera presentarse nítido el recto y único punto de partida del problema y


principio intelectivo de la e. La e. cristiana no es un reportaje anticipado de
acontecimientos que han de suceder más tarde (intención capital de la falsa
apocalíptica en contraste con la auténtica profecía). La e. es más bien la
mirada que el hombre en su libre decisión espiritual necesita lanzar hacia
adelante desde su situación dentro de la historia de la salvación, determinada
por el hecho de Cristo (como razón etiológica de conocimiento), hacia la
definitiva consumación de esta su situación existencial, que ya es
escatológica. Esa visión anticipada hace posible su lúcida decisión por lo
oscuramente abierto. El cristiano puede aceptar ahí su propia actualidad como
factor o momento de la realización de la posibilidad creada desde el principio
por Dios (retorno sobrepujado al «paraíso») y como futuro ya ahora
ocultamente presente y definitivo, que ahora se da precisamente como
salvación, cuando es aceptado como acción de Dios que no puede calcularse
en lo relativo al tiempo y al modo, pues él solo dispone, y de esa manera el
escándalo por lo que todavía contradice a la salvación dada ya en Cristo
(mundo en pecado, división de los pueblos, discrepancia entre la naturaleza y
el hombre, concupiscencia, muerte) es soportado con paciencia esperanzada
como participación en la cruz de Cristo. Dicho de otro modo, la e. se refiere al
hombre redimido, tal como es ahora; partiendo de él, comprende lo futuro
como lo bienaventuradamente incomprensible, que debe aceptarse libremente
(y, por ende, con peligro de perderlo). Este futuro, que puede ser evocado en
imágenes, pero no presentarse ya ahora como un reportaje, es anunciado al
hombre porque él no podría comprender su actualidad si no se sintiera en
movimiento hacia su futuro, que es el Dios incomprensible en su propia vida.

2. Habría que establecer una hermenéutica (gnoseología teológica) de los


enunciados escatológicos. Si el mencionado punto de partida fundamental de
la e. se elabora claramente y se mantiene en forma consecuente, de él se
derivan determinadas normas básicas para el sentido, el alcance y los límites
de los enunciados escatológicos tanto en la Escritura como en la teología
dogmática. Estas normas hermenéuticas tienen su justificación aun desde el
punto de vista de la Escritura, no sólo porque ellas se basan en los
fundamentales enunciados teológicos de la Biblia (unidad y carácter
irreversible de la historia, naturaleza incomprensible de Dios, unidad de
espíritu y materia en el hombre y en su historia, salvación eterna como
consumación del hombre entero en su estructura unitaria, etc.), sino también
porque la Escritura misma, por la pluralidad de sus esquemas de
representación (fin como un mundo en llamas, o como juicio que congrega a
todos, o como triunfal recibimiento de Cristo por los santos solos, etc. ),
empleados ingenuamente y sin reducirlos a sistema, da a entender cómo se
debe distinguir realmente entre representación o imagen, por una parte, y
cosa significada, por otra. Así se veda a par una falsa inteligencia
«apocalíptica» de la e., no menos que su absoluta existencialización
«desmitizante», la cual olvida que el hombre vive en medio de una auténtica
temporalidad, dirigida a un futuro que aún no ha llegado, y en medio de un
mundo que no es mera existencia abstracta, sino que ha de alcanzar la
salvación eterna con todas sus dimensiones (incluida la temporal y profana).

Debe quedar claro en la teología y en la predicación que, en virtud del punto


de partida, los enunciados sobre el cielo y los que se refieran al infierno no
están en el mismo plano. La Iglesia predica en su mensaje escatológico, como
un hecho que ya se ha producido en jesús y en los santos, que la historia de
la salvación (como totalidad) termina victoriosamente con el triunfo de la
gracia de Dios, y, sólo como una seria posibilidad, anuncia también una
realización de la libertad individual en la perdición eterna. La teología del
infierno y la necesaria amenaza profética en la Iglesia piden, para ser
cristianas, que ambas se mantengan siempre abiertas (como enunciados
acerca de una posibilidad que pesa sobre nuestro ahora, pero todavía no
puede comprobarse). Y han de mantenerse abiertas tanto frente al saber
esotérico acerca de una apocatástasis, como frente a un saber acerca de una
condenación que ya se haya producido, el cual pretenda anticipar el juicio de
Dios, oculto para nosotros.

Estos principios de la hermenéutica pueden conducir a una distinción


esencialmente más exacta que la usual (aunque no del todo clara) entre
contenido y forma de expresión en los enunciados escatológicos de la
Escritura y la tradición. Una y otra vez hemos de adquirir claridad sobre lo que
acabamos de decir en ii, 1, ya que, eso supuesto, es evidente de antemano
que el contenido abarca todo lo que (y nada más) puede entenderse como
consumación y estadio definitivo de aquella existencia cristiana que, según la
revelación, ya ahora es una realidad presente. Todo lo demás es una
representación figurada de esta consumación de la existencia cristiana.
Aduzcamos algunos ejemplos. Puesto que la salvación de la existencia
cristiana afecta a todas las dimensiones de ésta, la -->resurrección de la
carne es un dogma de fe, sin que, no obstante, podamos representarnos en
forma concreta el cuerpo resucitado. Porque hay una sola historia salvífica de
la humanidad única en cuanto tal, su perfección final no puede reducirse a la
consumación de los muchos individuos; pero, por otro lado, la e. cósmica y la
individual en el transcurso de sus pormenores no pueden componerse ni
dividirse con precisión. Puesto que la historia de la libertad de cada individuo,
siempre singular, no es un mero momento de la historia total, debe hablarse
de la consumación individual (visión de Dios). Y esta historia de la libertad del
individuo debe permanecer abierta aunque nos conste el desenlace feliz de la
historia salvífica en su conjunto, sin que por ello sea posible ordenar con
claridad en una escala común de tiempo la entrada general y la individual en
la salvación. Esta distinción entre el contenido afirmado y la forma plástica de
representación tiene validez sobre todo con relación a la historia final (antes
del juicio universal) y a sus «signos» previos. La aplicación de estos principios
habría que llevarla también a la cuestión sobre la «suerte de los niños no
bautizados» (-> limbo).

3. En lo relativo al contenido, los enunciados generales que preceden a cada


afirmación concreta en particular pertenecen también a una e. realmente
elaborada: la finitud interna del tiempo entre un auténtico principio y un final
definitivo, así como la posibilidad de darle forma en la historia; el carácter
singular de cada momento en la historia salvífica; la muerte y la
«transformación» operada por Dios a manera de evento como modo necesario
de auténtica consumación del tiempo (infralapsario); el hecho de que el fin
está ya presente con la encarnación, muerte y resurrección del Logos
encarnado; la presencia de este fin como actualidad de la victoriosa
misericordia y comunicación de Dios (en oposición a un «doble» desenlace en
el que la importancia de ambos términos pudiera equipararse, pues entonces
ese desenlace estaría especificado solamente por la libertad del hombre); la
peculiaridad del tiempo que sigue transcurriendo «después» de Cristo; el
constante matiz agonal de este tiempo (-->Anticristo), que se agudiza
necesariamente hacia el final; la cuestión de la convergencia de la finalidad
natural y sobrenatural del hombre y del cosmos (los factores de una e.
«natural», que no contenga solamente la --> «inmortalidad del alma»), etc.

Únicamente desde ahí se harán realmente inteligibles los usuales temas


particulares de la e., pues en ellos siempre retorna necesariamente la
totalidad bajo un aspecto determinado. Entre estos temas particulares han de
hallar su puesto algunos que en la teología escolástica apenas son tomados en
consideración, p. ej.: la definitiva destrucción de las potencias cósmicas, como
la ley, la muerte, etc.; la significación permanente de la humanidad de Cristo
para la bienaventuranza; el sentido positivo de las «diferencias» en la gloria;
la visión de Dios como el -> «misterio» permanente (el sentido positivo de la
incomprensibilidad de Dios); la relación del cielo de los redimidos con el
mundo reprobado de los demonios (el sentido positivo del mal permanente y
de su esencia); la esencia metafísica de la corporalidad glorificada; el único --
> reino de Dios, compuesto de ángeles y hombres; la verdadera naturaleza
del «estado intermedio», que de ningún modo puede pensarse de manera
puramente «espiritual».

4. Atención especial hay que conceder a la dialéctica que, por razón de la


esencia cristiana del hombre y de su consumación, la cual abarca todas las
dimensiones, media necesariamente entre los enunciados sobre la e.
individual y los relativos a la e. colectiva. Precisamente esta dialéctica
muestra la diferencia entre el contenido y la forma de expresión en los
enunciados escatológicos. Sin atender a esa diferencia, tales enunciados
reciben un resabio mitológico, y pierden así todo su crédito en la predicación.
En efecto, esos enunciados no pueden armonizarse sin más por el solo hecho
(como normalmente se hace) de distribuirlos entre distintas realidades, que se
tratan como separadas (bienaventuranza del «alma y resurrección del
cuerpo»); ni tampoco dejando de lado la e. individual en favor de la universal
(por la simple negáción radical de un «estado intermedio», que, por otra
parte, no se puede describir sensiblemente), o prescindiendo la e. colectiva en
favor de la individual, con lo cual aquélla sería una mera suma de postrimerías
individuales. Eso no es posible porque el hombre está unido con cuerpo y
alma en una sola realidad, que constituye el fundamento ontológico de la
unidad ineludiblemente dialéctica de estos enunciados que están relacionados
entre sí y afectan siempre a la totalidad de la esencia humana.

5. La e. debe ser vista siempre en el contexto de los restantes tratados, pues


estudia el contenido de éstos en su consumación; y así entre la e. y los demás
tratados se da una relación mutua de inclusión y esclarecimiento. Esto tiene
validez no sólo con relación a la protología (estados del hombre), a la teología
de la historia en general, a la teología de la gracia (gracia como posesión de
«esperanza»), sino, especialmente, en lo relativo a la -> cristología y -->
soteriología (definitiva aceptación del mundo en Cristo), a la -> eclesiología
(la Iglesia escatológica que quiere desembocar en el reino de Dios y espera el
retorno de Cristo, en contraste con la sinagoga y con las organizaciones
religiosas que se entienden a sí mismas en forma atemporal), y a la doctrina
de los sacramentos (como signa prognostica de la salvación definitiva).

6. En una e. entra necesariamente el estudio dogmático (y no sólo edificante)


de la actitud escatológica de la Iglesia y de cada cristiano, como crítica a los
humanismos intramundanos y redención de los mismos. E igualmente entra
en ella aquella crítica que incluso desde una perspectiva mundana se hace a
tales esbozos de humanismo y a las utopías y escatologías de otras religiones
y cuasi-religiones. Finalmente, en medio de esta actitud la Iglesia misma ha
de superar siempre de nuevo una fijación ideológica de su propia crítica.

BIBLIOGRAFIA: Además de los tratados de escatología en los manuales de


teología dogmática (por ejemplo PSJ IVZ 896-1066; bibl.) véase también: G.
Hoffmann, Das Problem der letzten Dinge in der neueren evangelischen
Theologie (GS 1929); F. Holmstr,Ym, Das eschatologische Denken der
Gegenwart (Gü 1936); A. Schütz, Der Mensch und die Ewigkeit (Mn 1938);
Ph. Dessauer, Der Anfang und das Ende (L 1939); N. Berdjajew, Essai de
métaphysique eschatologique (P 1946); H. U. v. Balthasar, Apokalypse der
deutschen Seele, I: Prometheus (He¡ 21947); M. Schmaus, El problema
escatológico (Herder Ba 1964); R. Guardini, Die letzten Dinge (Wü 21949); J.
Pieper, Sobre el fin de los tiempos (Rialp Ma 1955); W. Künneth, Theologie
der Auferstehung (Mn 41951); A. Michel, Los misterios del más allá (Dinor S
Seb 1954); J. Daniélou, Christologie et E.: Chalkedon III 269-286; J. A.
Fischer, Studien zum Todesgedanken in der alten Kirche 1 (Mn 1954); A. Rich,
Die Bedeutung der E. für den christlichen Glauben (Z 1954); H. U. v.
Balthasar, E.: FThH 403-421 (bibl.); H. E. Hengstenberg, Der Leib und die
letzten Dinge (Rb 1955); EKL I 11561159; El misterio de la muerte y su
celebración (Desclée Bil 1952); O. Cullmann, Immortality of the Soul or
Resurrection of the Dead? The Witness of the NT (Lo 1955); P. Althaus, Die
letzten Dinge (Gü 61956) (bibl.); M. Feuillet, La demeure céleste et la
destinée des chrétiens: RSR 43 (1956) 161-192 360402; J. Kárner, E. und
Geschichte (in der Theologie R. Bultmanns) (H 1957); R. W. Gleason, El
mundo futuro (Sal T Sant 1960); H. Ott, E. Versuch eines dogmatischen
Grundrisses (Z 1958); F. X. Durwell, La resurrección de Jesús, misterio de
salvación (Herder Ba 1967); K. Rahner, Sentido teológico de la muerte
(Herder Ba 21969); RGG3 11 650-689; A. Michel, La doctrine de la Parousie
et son incidence dans le dogme et la théologie: Divinitas 3 (R 1959) 397-437;
Schmaus DS IV/2 (bibl.); H. Cornélis, Les fondements cosmologiques de
1'eschatologie d'Origéne (P 1959); P. Maury, L'eschatologie (G 1959); H.
Dolch, Die Naturwissenschaft und die letzten Dinge: ThGl 50 (1960) 161-170;
F. Cannarozzo, La fine del mondo (Parma 1961); C. Brütsch. Die Frohe
Botschaft vom Weltende (Z 1961); W. Kreck, Die Zukunft des Gekommenen.
Grundprobleme der E. (Mn 1961); P. Künzle, Thomas von Aquin und die
moderne E.: FZThPh 8 (1961) 109-120; A. Emmen, Die E. des Petrus
Johannis Olivi: WiWei 24 (1961) 113-144; P. Tihon, Fins derniéres (Méditation
des): DSAM V 355-382; Rahner I1 217-233; J. Alfaro, Die Menschwerdung
und die eschatologische Vollendung des Menschen: Catholica 16 (1962) 20-
37; J. Brinktrine, Dio Lehre von den Letzten Dingen (Pa 1963); J. Alberione,
The Last Things (Boston 1964); J. Goldbrunner, Der Zukunftsbezug in der
Verkündigung (Mn 1964); J. Moltmann, Theologie der Hoffnung (Mn 1964,
41965); G. Sauter, Zukunft und Verheif3ung. Das Problem der Zukunft in der
gegenwÚrtigen theologischen und philosophischen Diskussion (Z - St 1965);
Escatología individual del A. Testamento. XV Semana Bíblica Española (Ma
1955); C. Pozo, Teología del más allá (Ma 1968); A. Salas, Discurso
escatológico prelucano (Escorial 1967); R. Gabás Pallás, Escatología
protestante en la actualidad (Vitoria 1965); M. Vidal, Escatología cristiana a la
luz del Vaticano II (Ma 1965).

Karl Rahner

ESCATOLOGISMO

I. Concepto e historia

Por e. se entiende una posición exegética defendida a finales del siglo xix y
principios del xx según la cual la convicción de Jesús de que la parusía y el
final del mundo están muy cerca, es un momento constitutivo de su
predicación y del primitivo -> kerygma cristiano. Tres exegetas
principalmente han contribuido a propagar la discusión en torno al e.: J.
Weiss, A. Loisy y A. Schweitzer.

En 1892 apareció un libro de J. Weiss, que había de tener considerable


resonancia: Die Predigt Jesu vom Reiche Gottes (Gó 2,1900). J. Weiss,
contrariamente a su suegro A. Ritschl y en general a los protestantes
liberales, sostiene que Jesús no se contentó con predicar al reino invisible de
Dios en las almas, sino que tomó de los escritos proféticos y apocalípticos la
idea de una intervención súbita de Dios en la historia. Según él, Jesús no se
creía todavía el -> Mesías; su fe mesiánica estaba enteramente orientada
hacia el futuro; esperaba la venida inminente del -> reino de Dios, no bajo la
forma de una evolución progresiva e interior, sino como un fenómeno
repentino y dramático que alcanzaría al mundo entero, trastornando el orden
cósmico y dando lugar a un mundo nuevo. En un principio Jesús esperaba que
esta venida tendría lugar antes de su muerte; y así se explica la misión
precipitada de los doce (Mt 10, 5ss).

Pero, posteriormente, las decepciones y las oposiciones le obligaron a pensar


que la pasión del Hijo del hombre tendría lugar antes de la irrupción del Reino.
No obstante, seguía creyendo que éste debía aparecer en el transcurso de su
generación. Muchos preceptos de la moral evangélica, inaplicables en una
sociedad que perdura, están destinados únicamente al ínterin breve que
separa la existencia terrestre de Jesús de la venida del Reino.

En 1902 A. Loisy, que por entonces estaba todavía dentro de la Iglesia


católica, publicó su célebre obra L'Évangile et l'Église (P 1902, 51930). Este
libro va dirigido contra A. Sabatier (Esquisse d'une philosophie de la religion, P
1897) y sobre todo contra A. von Harnack (Das Wesen des Christentums, L
1900), que consideraba la creencia en la paternidad divina como el elemento
esencial del cristianismo. Loisy replica que la idea esencial de la religión de
Jesús no es la que actualmente se considera como tal, sino más bien la que
ocupaba el primer puesto en la enseñanza auténtica de Jesús. Ahora bien, el
tema fundamental de esta enseñanza era el advenimiento próximo del Reino,
que se identificaba con el advenimiento glorioso del Mesías sobre las nubes,
pues Jesús pensaba que no sería investido de la dignidad mesiánica sino
cuando sobreviniera el fin del mundo. No tenía en vista ninguna religión nueva
ni la fundación de una Iglesia; sólo pensaba en el Reino escatológico; el
nacimiento de la Iglesia sobrevino simplemente «de hecho».

Bajo el nombre de escatología consecuente, el e. fue expresado en forma


particularmente vigorosa en la obra de A. SCHWEITzElt, Von Reimarus xu
Wrede (T 1906), reelaborada y ampliada bajo el título de Geschichte der
Leben-Jesu-Forschung (Tubinga 1913). Schweitzer reprocha a W. Wrede (Das
Messiasgeheimnis in den Evangelien, Gó 1901) el haber planteado problemas
que no ha sabido resolver por haber renunciado de antemano a explicar el
evangelio de Jesús por la -> apocalíptica judía de su tiempo. Según
Schweitzer, la creencia en la inminente venida apocalíptica del Reino fue el
móvil que guió a Jesús al principio de su actividad. Tal es el secreto que él
revela a sus apóstoles cuando los envía a misionar: «En verdad os digo que
no acabaréis las ciudades de Israel antes de que venga el Hijo del hombre»
(Mt 10, 23). O sea, Jesús se figuraba en aquel momento que la parusía del
Hijo del hombre, la cual a sus ojos se identificaba con la venida del Reino,
tendría lugar al final de una rápida expedición misionera de los apóstoles.
Desgraciadamente, el acontecimiento tan esperado no se produjo. Esta
decepción marca un viraje en toda la existencia de Jesús. En adelante él se
desentenderá de las muchedumbres para ocuparse ante todo de los «doce»; y
estará convencido de que su misión consiste en forzar el advenimiento del
reino de Dios mediante sus sufrimientos mesiánicos. Tal es el nuevo secreto
que descubre a sus apóstoles en Cesarea de Filipo.

Son innumerables las obras alemanas, francesas o inglesas en las que se


reflejan las teorías escatológicas de J. Weiss, de A. Loisy y de .A. Schweitzer.
Mientras que Ritschl y Harnack se esforzaban por demostrar el valor eterno
del evangelio, estas teorías conducen lógicamente a admitir que el mensaje
evangélico descansa enteramente en una ilusión. Para esquivar esta
conclusión, ciertos autores distinguen entre el pensamiento esencial de Jesús,
que sigue siendo válido, y sus concepciones escatológicas, que son un mero
marco de imágenes tomadas del medio judío en que Jesús vivió (cf. en este
sentido M. GOGUEL, Vie de Jésus, P 1932, p. 557). Pero esta distinción es
insostenible, ya que la venida del reino, la cual era fundamental para el
mensaje de Jesús, no puede considerarse como una representación marginal.

Puesto que las consecuencias del e. eran insostenibles, algunos teólogos como
E. Troeltsch, M. Káhler y K. Barth propusieron una interpretación simbólica de
las frases escatológicas del Nuevo Testamento. También los dos
representantes principales de la historia de las -> formas, R. Bultmann y M.
Dibelius, han intentado salvar así la validez del evangelio. Para Bultmann hay
una única realidad escatológica: la --> palabra de Dios que llama a la decisión
en cada «ahora», con cuya aceptación o repulsa irrumpe la salvación o la
perdición para los hombres (cf. los escritos de Bultmann en general y sobre
todo sus tomos de artículos Glauben und Verstehen, T 1933ss).
Según M. Dibelius, Geschichtliche und übergeschichtliche Religion im
Christentum (GÜ 1925), las expresiones escatológicas del Nuevo Testamento
significan que el mensaje de Jesús está por encima del mundo y de la historia
y, por tanto, es válido para todos los tiempos.

II. Juicio crítico

No se puede sostener la tesis del e., según la cual el mensaje de Jesús se


debe solamente a su decepción en la esperanza de un próximo final del
mundo, sin poner radicalmente en duda la validez permanente del evangelio.
Pero la solución propuesta por los fundadores de la historia de las formas es
igualmente inaceptable, puesto que conduce a sustituir al Cristo histórico y la
-> historia de la salvación, que es el núcleo esencial de la revelación
judeocristiana, por concepciones abstractas de orden filosófico y religioso
acerca de las relaciones de los hombres con el mundo del más allá.

La escatología de los Evangelios no es un punto de partida meramente


condicionado por el tiempo para el mensaje de Jesús; más bien ella ha de
verse a la luz de una concepción conjunta sobre la historia de la salvación. Y
así la escatología del Nuevo Testamento se presenta como un conjunto de
enunciados sobre el final que Dios da a la historia de la relación de los
hombres con él, la cual, desde su origen en el Antiguo Testamento, se mueve
hacia dicho final. De todos modos hemos de conceder que, a pesar de todas
las dificultades, en los textos escatológicos del Nuevo Testamento hay que
distinguir rigurosamente entre contenido y vestido literario de la época.

Esto supuesto, para terminar vamos ahora a sugerir algunos principios que, a
nuestro parecer, pueden ayudar a interpretar las más oscuras afirmaciones
escatológicas de Jesús.

El anuncio de Mt 10, 23, que tan vivamente impresionó a A. Schweitzer y que


forma parte de un discurso compuesto de elementos variados, está ligado con
la orden expresa dada a los «doce» de restringir provisionalmente su actividad
a Israel (10, 6); por el contrario, después de la resurrección se les dará el
encargo de evangelizar a todos los pueblos (Mt 28, 18-20). ¿Qué quiere esto
decir sino que Cristo, aunque se sabe enviado para la salvación del mundo
entero, sigue un orden y respeta las prerrogativas del pueblo escogido en la
propagación de la buena nueva? Así se esclarece Mt 10, 23: al privilegio que
tienen los judíos de oír los primeros el mensaje del evangelio, corresponde un
juicio especial.

Este juicio especial es el que ante todo parece tener en su mente el


apocalipsis sinóptico (Mc 13 y par). Aquí se habla de la venida del Hijo del
hombre sobre las nubes como castigo a los judíos incrédulos. Pero la
declaración de Jesús ante el sanedrín (Mc 14, 62 y par) y el texto de Dan 7
revelan que esta venida ha de entenderse metafóricamente. Ella significa la
victoria consumada del Mesías en contraste con lo que parecía ser una
aniquilación de su obra: la ruina del templo de Jerusalén y su muerte.
Ciertamente se puede hablar de un verdadero anuncio del fin del mundo,
pero, como en las imágenes de los profetas, este fin es contemplado sobre la
base de un acontecimiento concreto que le sirve de preludio, y no es tanto
una fecha histórica cuanto la cumbre hacia la que se encamina la historia.
Esta interpretación del apocalipsis sinóptico hace probable que existan
afirmaciones de Jesús referidas inmediata y exclusivamente al final de los
tiempos (Mc 8, 38; Mt 25, 31-46). Pero cada texto debe interpretarse con
suma precaución; y, en general, en textos ambiguos no ha de acentuarse
excesivamente el dilema: o juicio de Jerusalén, o juicio al fin de los tiempos.
En toda la literatura profética y apocalíptica del Antiguo Testamento los
cuadros del fin del mundo presentan siempre un panorama global (con juicio y
salvación), en el que todo se halla situado aparentemente en el mismo plano.
La determinación clara de las diversas fases dentro de este cuadro del «fin
último», se encomienda a la experiencia histórica del futuro. Los mismos
principios formales han de aplicarse también a las predicciones de Jesús como
oráculos proféticos. Aunque nosotros rechazamos la exégesis que refiere
unilateralmente los pasajes escatológicos al fin del mundo y, con J.A.T.
Robinson (Jesus and His Coming, Lo 1957) y otros autores, defendemos la
opinión de que el pensamiento principal de Jesús se concentraba más bien en
la crisis inminente en el seno del judaísmo, sin embargo hemos de tener en
cuenta que él vio esta crisis en relación con la esperanza de la parusía.

BIBLIOGRAFÍA: además de los citados en el texto véase también: M. F.


Holmstróm, Das eschatologische Denken der Gegenwart (Gil 1936); F. M.
Braun, Oh en est l'eschatologie du NT?: RB 49 (1940) 3354; T. F. Glasson,
The Second Advent (Lo 1945); H. A. Guy, The NT Doctrine of the Last Things
(Lo 1948); J. A. T. Robinson, In the End (Lo 1950); M. Werner, Die
Entstehung des christlichen Dogmas (Bern 21953); idem, Der protestantische
Weg des Glaubens I (Bern 1955); G. R. Beasley Murray, Jesus and the Future.
An Examination of the Criticism of the Eschatological Discourse, Mark 13 (Lo
1954); W. G. Kummel, VerheiBung and Erfüllung (Z 1956); idem, Futuristic
and Realized Eschatology in the Earliest Stages of Christianity: JR 43 (1963)
303-314; E. Grdsser, Das Problem der Parusieverzogerung in den
synoptischen Evangelien and in der Apg (B 1957); O. Cullmann,
Parusieverzógerung and Urchristentum. Der gegenw5rtige Stand der
Diskussion: ThLZ 83 (1958) 1-12; P. Prigent, Chronique bibliographique.
L'eschatologie dans le NT (A. Schweitzer, R. Bultmann, C. H. Dodd ...): Église
et Théologie 22, 66 (P 1959) 26-39; J. Staudinger, La vida eterna (Herder Ba
1959); A. Feuillet, Parousie: DBS VI 1331-1419; idem, Les origines et la
signification de Mt 10, 23: CBQ 23 (1961) 182-198; J. Richter, Die
«konsequente Eschatologie» im Feuer der Kritik: ZRGG 12 (1960) 147-166;
O. Knoch, Die eschatologische Frage, ihre Entwicklung and ihr gegenwar-tiger
Stand: BZ 6 (1962) 112- 120; R. Schafer, Das Reich Gottes bei A. Ritschl and
J. WeiB: ZThK 61 (1964) 68-88; E. Bammel, ErwSgungen zur Eschatologie
Jesu: Studia evangelica 111/2 (B 1964) 3-32; M. Schmaus, El problema
escatológico (Herder Ba 1964).

André Feuillet

ESCEPTICISMO
La palabra e. deriva en su sentido clásico de skeptomai (= considerar
comprobando). Se distingue entre un e. total (radical, absoluto) y un e.
parcial (moderado, relativo); el parcial se manifiesta como e. religioso, ético,
estético, etc., y además se habla también de un escepticismo metódico (duda
metódica).
En occidente ya entre los presocráticos surgió por primera vez un e. parcial
(Jenófanes, Parménides), el cual se desarrolló en la sofística y llegó a su
primera cima como crítica al --> dogmatismo ingenuo de la filosofía
presocrática. Gorgias discutió que algo exista, o que pueda ser conocido o
comunicado; Protágoras acentuó en su principio del «hombre-medida» la
subjetividad de todo conocimiento. Pero de ello surgió también un fructífero
estudio del arte lógico y retórico de convencer, el cual encontró en Sócrates
su punto metódico culminante y dio una respuesta a la sofística en la obra
gnoseológica y metafísica de Platón y Aristóteles. Frente a esto, todavía pudo
mantenerse un e. radical tal como lo propugnó Pirrón de Elis: A todo
fundamento se opone otro fundamento contrario, y por tanto es necesario
conservar la ataradsia y abstenerse de juicio (epoje). Arcesilao establece lo
probable (eulogon) como norma de orientación práctica. En el e. medio de la
antigüedad tardía Carnéades profundizó la problemática centrándola en la
cuestión del criterio de verdad. Él dice: Toda prueba va hasta el infinito, pues
ninguna frase se demuestra por sí misma. De ahí surgió la primera teoría de
la probabilidad. El e. más reciente (Enesidemo, Agripa, Sexto Empírico)
argumenta otra vez de manera más dogmática, en forma de diez tropos
contra toda posibilidad de conocimiento. Entre las principales razones se
aducen las contradicciones de los filósofos, las diferencias en la percepción
sensorial, las influencias de los estados de ánimo y del ambiente; y en lugar
del riesgo de buscar la verdad, se recomienda para la práctica la acomodación
al uso general y a la insinuación del momento. Para la discusión antigua entre
la filosofía escéptica y el cristianismo fue decisiva la cuestión de si se supera
el e. al pasar a la certeza de la -->fe o, por el contrario, se da una convivencia
legítima de ambos. Tertuliano establece una alternativa entre «Atenas» y
«Jerusalén», pues la fe cristiana excluye una búsqueda con duda; un diálogo
del creyente con el escéptico, a su juicio, es absurdo. Agustín niega
igualmente (Contra Academicos) la autosuficiencia del buscar, pero, no
obstante, intenta una refutación filosófica del e. Tampoco en el estado de la fe
el conocimiento ha llegado a su final, pero en ella queda excluido el principio
del e. radical. En el tránsito de la duda a la desesperación, el e. que supera la
actitud de la ataradsia logra una dimensión que dispone a la fe. En la ->
escolástica no aparece ningún e.; por primera vez en el escotismo y en
Ockham hallamos intentos de convertir el e. en un argumento a favor de la
autoridad de la revelación y en contra de una filosofía dogmatista. Montaigne
enlaza con el pirronismo antiguo, para liberar al espíritu de dogmas y
autoridades, dejándolo en un estado fluctuante y sin compromisos. Por el
contrario P. Charron toma el e. como argumento a favor de la fe. El cogito del
- > cartesianismo, que quiere superar todo e., es puesto en duda por B.
Pascal y por P. Bayle. Hume tuvo gran influencia con su duda sobre la ética
racional y sobre la fuente de conocimiento del principio de causalidad. La
«crítica» de Kant quiso, por el contrario, devolver al conocimiento una
objetividad limitada, pero redujo el conocimiento religioso al plano de un
postulado. Hegel asumió el e. como un momento en la verdad del todo; y,
contra esto, Kierkegaard sacó a la luz los componentes existenciales de la
duda. En la filosofía reciente el e. se ha ramificado en las diversas direcciones
del -+ positivismo, del --> vitalismo, del -> existencialismo y de la crítica a la
-+ ideología.

El e. se entiende a sí mismo como oposición al dogmatismo. Un escepticismo


total es absurdo, pues debería hacer problemática su propia posición y se
convertiría en dogmatismo de la duda. En cambio, la duda metódica se ha
hecho tan obvia, que ella ha pasado a equipararse con el pensamiento
científico, es decir, la ciencia debe ser siempre pensamiento crítico, para
distanciarse del dogmatismo ingenuo y resistir la prueba del entendimiento.
Entre el e. metódico y el radical hay un tipo de e. que no puede sin más
declararse absurdo. Ese e. se distingue del indiferentismo por el rigor del
concepto, del -> agnosticismo por la búsqueda incansable de la verdad, y de
toda ficción por su seriedad. Como fenómeno histórico el e. se presenta con
una peculiar ambigüedad: como signo de decadencia y resignación en el ocaso
de las culturas, y también como instrumento de la -> ilustración. En este
último sentido presta un servicio a la discusión crítica con la -+ tradición y a la
fundamentación metódica de nuevas experiencias, mostrándose así como una
búsqueda de la verdad que duda mientras no la ha encontrado. De esa
manera el e. parcial puede esclarecer la ambivalencia de ciertos fenómenos,
en cuanto pone en duda lo que parece evidente y sale críticamente al
encuentro de los teoremas transmitidos. El halla su justificación en los
múltiples condicionamientos del conocimiento: duda sobre la posibilidad de un
conocimiento fidedigno de la verdad, pues la historia de la filosofía se puede
presentar como una serie de contradicciones insolubles; se escandaliza por la
aporía lógica de que ningún enunciado se fundamenta a sí mismo;
preguntando por la evidencia como última reducción de todas las premisas del
juicio, muestra el límite de lo que puede fundamentarse racionalmente; ve la
imposibilidad de encerrar plenamente la experiencia de la realidad en el
pensamiento conceptual; o muestra el carácter relativo de la actividad
racional del hombre partiendo de una revelación sobrenatural que se concibe
a sí misma como -> absoluta. En este último punto convergen la fe y el e.,
dos dimensiones que, por lo demás, son contrarias. En efecto, lo mismo la fe
que el e., como actitudes radicales, ponen en tela de juicio la confianza usual
en la certeza de la ciencia. En cuanto la -> teología pretende ser -+ ciencia,
también en ella tiene el e. parcial un campo legítimo de actividad, pues las
formas a través de las cuales la teología transmite la fe, por estar sometidas a
los condicionamientos de todo conocimiento, necesitan constantemente de
una comprobación crítica (-> dogma). Finalmente, ni la fe misma puede
considerarse como una posesión ajena a toda pregunta crítica; ya Mc 9, 24
expresa la primitiva experiencia cristiana sobre la tensa coexistencia de la -
>fe con la duda y Pablo exige (2 Cor 13, 5) la comprobación de la propia fe. E
incluso el e. filosófico, que es el polo opuesto a la fe, si no se compromete con
el agnosticismo o no se refugia en el irracionalismo, por el cambio de la duda
en desesperación y a través de ésta puede lograr una nueva apertura a la fe.

BIBLIOGRAFÍA: R. Richter, Der Skeptizismus in der Philosophic, 2 vols. (L


1904-08); R. Hünigswald, Die Skepsis in Philosophic und Wissenschaft (Go
1914); S. E. Rohde, Zweifel und Erkenntnis (Lund 1945); K. Jaspers, La fe
filosófica (Losada BA 1953); J. Pieper, Philosophia negativa (Mn 1953); O.
Marquard, Skeptische Methode im Blick auf Kant (Fr 1958); K. Lówith, Wissen,
Glaube und Skepsis (Gó 31962); A. Diemer, GrundriB der Philosophic I
(Meisenheim [Glan] 1962) 184-187; G. Schnurr, Skeptizismus als
theologisches Problem (GS 1964); W. Stegmüller, Metaphysik, Skepsis,
Wissenschaft (B-Hei 21969); idem, Wissenschaftliche Erklarung und
Begründung I (B-Hei 1969).

Werner Post
ESCOLÁSTICA

A) Visión general.

B) Prescolástica.

C) Escolástica primitiva.

D) Alta escolástica.

E) Escolástica tardía.

F) Escolástica del barroco.

G) Neoscolástica.

A) VISIÓN GENERAL

1. Concepto

Por e. se entiende una determinada forma de ciencia filosófica y teológica


(peculiar de la edad media). La e. comienza en el siglo vil y se desarrolla a
través de la prescolástica y de la ->e. primitiva, para culminar en la alta e.
Con ello se pone en marcha una tradición que, pasando por la e. tardía,
vuelve a sedimentarse particularmente en la e. del barroco y la neoscolástica,
determinando hasta hoy la -> teología y la -> filosofía en el ámbito
eclesiástico, no de una forma exclusiva (por lo menos en la actualidad), pero
sí de modo decisivo (y con mayor o menor intensidad según los países). De
acuerdo con esto la e. tiene distintas fases en su constitución y recepción, y
es enjuiciada de manera distinta en cada época por lo que se refiere al
término, al concepto, al contenido, al método, a la repercusión y al prestigio.
Sin embargo, es más el método que los contenidos particulares lo que permite
hablar de una cierta estructura unitaria y constante, en virtud de la cual se
puede designar con el único término e. estas tradiciones que se conservan a
través de siglos en la historia del espíritu occidental. El término e. procede del
vocablo latino schola o del griego axoaí, y directamente viene de la palabra
scholasticus, que inicialmente está referida al maestro de la escuela y luego
también al estudiante. Más tarde el término «escolástico» se aplica al método
docente usado en las escuelas y a la actitud espiritual que a él va ligada. En
virtud de ese método la «sagrada doctrina cristiana» se organiza como un
saber, en contraposición a la enseñanza elemental o al diálogo espiritual
cultivado en los monasterios y, en general, a la teología monástica o mística.
En las escuelas episcopales y urbanas que se van creando el enseñar pasa a
ser una profesión especial, que lleva inherentes la competencia y la autoridad
jurídica oficial. Las escuelas se desarrollan poco a poco en corporaciones que,
por la autonomía de los nuevos métodos del saber y del enseñar, van
adquiriendo cada vez más el carácter de institutos independientes de
formación; de ellas salen en el siglo xiii aquellos centros occidentales en que
se formó la moderna cultura y ciencia, a saber, las -->universidades. La
organización del tradicional acervo cultural como saber, en el sentido de una
racionalidad teórica y metódica, por un lado, y práctica e institucional, por
otro, es el elemento por el que la e. marca época y se convierte en un nombre
clave de la historia del espíritu y en un fenómeno importante de la historia
medieval y moderna.

2. Situación en la época de la escolástica

La consumación del método escolástico en la alta e. se basa en presupuestos


sociales y filosóficos, en virtud de los cuales se produce un cambio de
situación histórica y se crea una nueva época regida por un principio
unificante. Desde el final de la era de los padres hasta el siglo xi en las
escuelas monacales, inicialmente los únicos centros de formación, el estudio
consistía esencialmente en conservar la herencia recibida y, en la medida de
lo posible, coleccionar cosas nuevas, aplicando todo eso a fines prácticos. En
conjunto el estudio se hallaba decisivamente a servicio de fines prácticos y
contemplativos, en el sentido de una espiritualidad afectiva y de una
búsqueda mística de Dios. Consecuentemente no se cultivaron mucho la
elaboración racional y la profundización de lo transmitido, así como la
confrontación crítica y analítica. Se seguía a las autoridades reconocidas, que
eran ante todo el magisterio eclesiástico, la Biblia y los padres, entre los
cuales la autoridad más citada y respetada era la de Agustín. La adhesión
obediente a la tradición auténtica en general, o a lo tenido por tal, y el
argumento de autoridad eran las columnas obvias del método teológico, sin
que se formulara ninguna pregunta crítica sobre ellas. Comenzó a producirse
un cambio bajo el influjo de personalidades importantes, entre las cuales
destaca Anselmo de Canterbury (10331109), que, en forma
sorprendentemente radical, pregunta por el sentido y la esencia de la
revelación, renunciando para ello a la prueba de autoridad; y, con su principio
del credo ut intelligam, expresa la idea de la racionalidad de la fe. De
momento él se halla solitario en su postura, pues esa idea no es una nota
característica de la época, pero abrirá perspectivas que ni la alta escolástica
llegará a descubrir en toda su hondura. De todos modos, el método
anselmiano de presuponer la fe viva para elaborarla racionalmente confiando
en su racionalidad, es un procedimiento básico de la e., de modo que Anselmo
ha recibido justamente el título de «padre de la e.» Con todo, esta dialéctica
entre fe y saber continuará siendo un problema no resuelto de las discusiones
entre la teología monacal y la e., un problema de toda la teología medieval; y,
bajo la nueva terminología de la distinción entre razón «teórica» y «práctica»,
el planteamiento que Anselmo hizo de la cuestión llegará a ser problemática
central de la filosofía moderna y contemporánea. Pero no fue solamente el
influjo de determinadas personalidades cultas y de escuelas lo que condujo a
su cima en la alta e. el planteamiento racional y metódico del problema y la
nueva espiritualidad ahí implicada, sino, más todavía, los cambios en la
sociedad, p. ej., la aparición de un mundo más grande por el descubrimient o
de nuevas rutas comerciales; el desarrollo de la artesanía; el florecimiento de
las ciudades; el refinamiento de la nobleza; el crecimiento de la conciencia de
sí mismo, aunque ésta no estuviera orientada hacia el individuo, sino hacia la
Iglesia y el Estado; y finalmente el arte gótico, la poesía cortesana y, en el
ámbito eclesiástico y religioso, el éxito de la --> reforma gregoriana y, no en
último término, las posibilidades que para la vida eclesiástica y espiritual
ofrecieron las nuevas órdenes mendicantes. El tiempo estaba maduro para un
cambio de época en la espiritualidad occidental y cristiana. Se abrió un nuevo
horizonte, el cual, bien en forma lineal o bien en forma de oposición dialéctica,
como en la -> reforma y contrarreforma, revistió una importancia
fundamental para la historia de la Iglesia, que entonces todavía era la única
Iglesia occidental, y para la historia del espíritu en general.

Filosóficamente el horizonte de la evolución es en primer lugar el -


>neoplatonismo, transmitido ante todo por Agustín. Ciertamente Platón
mismo era considerado como el filósofo por antonomasia, pero sus obras
apenas se conocían, a excepción de un fragmento del Timeo. El cambio radical
se produjo por el hecho de que se llegó a un conocimiento más amplio de las
obras de Aristóteles. Hasta mediados del siglo xii se conocía, gracias a Boecio,
tan sólo la Lógica de Aristóteles, y de ella únicamente los dos escritos sobre
las «categorías» y la doctrina de «la proposición y el juicio». De los escritos de
Aristóteles acerca de la lógica vuelven a descubrirse ahora los dos
«analíticos», los «tópicos» y la «sofística», que son contrapuestos como
«nueva lógica» a la anteriormente conocida «antigua lógica». Sobre este
tiempo aparecen igualmente traducciones directas de sus escritos metafísicos
y de su filosofía de la naturaleza. Hasta entonces Aristóteles, en sus aspectos
principales, sólo era conocido indirectamente, por mediación de los filósofos
árabes y judíos (Averroes, Avicena, Alfarabi, Moisés Maimónides, Avicebrón) ,
los cuales a través de España, dominada entonces por el Islam, transmitieron
traducciones latinas de las versiones árabes de Aristóteles. A partir de dicho
siglo en Italia y Sicilia, principalmente por obra de Bartolomé de Messina y
Guillermo de Moerbeke, que traduce para Tomás, surgen versiones directas
del griego. Por primera vez este conocimiento de los escritos de Aristóteles
sobre lógica, filosofía de la naturaleza y metafísica creó los presupuestos para
la recepción revolucionaria de Aristóteles, en virtud de la cual la teología, a
pesar de la más férrea oposición por parte de la autoridad eclesiástica y de la
teología monacal, quedó fundamentalmente acuñada de una manera muy
rápida e intensa si tenemos en cuenta las circunstancias de aquella época.
Desde entonces para la escolástica el «filósofo por antonomasia» es
Aristóteles. En la recepción e interpretación de Aristóteles como instrumento
filosófico y metafísico para la teología está la gran aportación de la e. Ahí está
y en cierto modo se consuma su importancia. Y, bajo la perspectiva de la
historia de la filosofía, con ello termina también la obra de la e., aunque
algunos pensadores conserven una importancia permanente.

3. Método

A diferencia de la forma de tesis con que la neoscolástica estructura las


materias a enseñar y de su organización abstracta y poco hermenéutica de las
mismas, la enseñanza escolástica de la edad media constaba primaria y
fundamentalmente de la lectura de textos auténticos, tomados sobre todo de
la Biblia. La lectura escolástica se distinguía esencialmente de la que se hacía
en los monasterios, no sólo por el hecho de que la segunda era cultivada
principalmente por monjes, sino también porque el transcurso y la
interpretación teológica de la misma tenían su lugar en la ordenación
monástica de la vida y del día, en el contexto de la institución monacal y de su
actividad litúrgica y espiritual. En virtud de su propio principio, la teología
monástica acentúa la santidad inviolable de la palabra de Dios, que ningún
método lógico puede alcanzar o penetrar. Dicha teología está convencida de
que el evangelio no puede analizarse científicamente ni someterse a una
construcción especulativa. Para los monjes la teología es sabiduría y no
ciencia. Los escolásticos, en cambio, intentan penetrar lógica y racionalmente
en el texto leído, con una técnica adecuada a la enseñanza. Sin embargo, la
lectura de la Escritura de ningún modo tendía exclusivamente a fundamentar
con citas y argumentos bíblicos los principios y tesis teológicos, sino que, de
acuerdo con las exigencias del tiempo, ella también era entendida
genuinamente como una entrega del hombre entero a las exigencias del
evangelio como fundamento comunitario de la vida creyente. El asentimiento
a la palabra de Dios es el acto fundamental de la originaria teología
escolástica. Pero, evidentemente, con ello a la teología escolástica se le
plantea el problema de cuál es más exactamente el evangelio contenido en la
-->palabra de Dios y de cómo él está expresado en los escritos del Antiguo y
del Nuevo Testamento y en la restante tradición auténtica. Precisamente de
cara al asentimiento a la palabra de Dios la teología escolástica pone en juego
el así llamado método dialéctico, al principio para resolver incongruencias
filológicas y gramaticales en la inteligencia del sentido literal del texto. Con la
lógica del sic et non se intenta armonizar las afirmaciones del texto que se
contradicen; las preguntas que quedan y las respuestas correspondientes son
tratadas en anotaciones interpuestas (glossa interlinearea), o dan lugar a más
largas aclaraciones y exposiciones (glossa ordinaria = marginalia). El método
escolástico llega a su madurez en esta actividad de explicación por glosas. El
escolástico como intérprete del texto pregunta en medida creciente, durante
la alta edad media recurriendo a toda la fuerza especulativa, más allá de las
concretas dificultades del texto, y llega así a los problemas fundamentales de
la fe y de la vida cristiana, que él, finalmente, intenta entender en su unidad
con los medios del nuevo procedimiento lógico y demostrativo de la metafísica
aristotélica, para lograr una ordenación conjunta y sistemática de la «sacra
doctrina». La interrogación e interpretación del texto adopta una forma que al
final queda estereotipada en la secuencia de pregunta (utrum), esbozo de
respuesta (videtur quod), objeción (sed contra) y respuesta definitiva
(respondeo). Esta técnica de enseñanza e interpretación exige en el discípulo,
no sólo un escuchar creyente, sino también una reflexión y argumentación
aunque la decisión de la cuestión normalmente es asunto del maestro. Sin
embargo, por este método los maestros han de rendirse cuentas a sí mismos
de lo enseñado y las rinden también ante sus colegas en la disputatio. Aquí
proponen sus quaestiones y dirigen una discusión estrictamente reglamentada
y altamente crítica.

En virtud de esta técnica de enseñar y aprender se desarrollan nuevos


géneros literarios. De las glosas de los textos surgen las sentencias, que se
compendian en colecciones. Luego, las sentencias son llamadas generalmente
comentarios, cuando las anotaciones y los pensamientos particulares pasan a
formar un conjunto ordenado, en el cual cada sentencia recibe su lugar lógico.
De las disputaciones ordinarias surgen las quaestiones disputatae, y de las
extraordinarias, en las que cualquiera puede proponer cuestiones, nacen los
quodlibeta. Las cuestiones, que al principio guardan una relación muy
estrecha con la lectura, pero más tarde se separan de ella y se convierten en
tratados independientes, hallan su gran forma en la summa quaestionum,
cuyos articuli son una quaestio disputata reducida a su esquema esencial; a
ese género literario se debe el que la e. sea calificada como época de las
«summas».

La autoconcepción genuina de la e. se representa en los grandes comentarios


y sumas, con su procedimiento literario-analítico y metafísico-especulativo, y
con su articulación ordenada a base de puntos de vista científicos.

La filosofía e. es fundamentalmentee creyente frente a la autoridad infalible,


sobre todo frente a la palabra de Dios (lectio) y se sabe obligada
esencialmente a la tradición cristiana (auctoritas), y precisamente por esto
pone en juego una fuerza intelectiva que configura la fe con claridad
intelectual y por primera vez fundamenta la teología como ciencia, elaborando
además pensamientos filosóficos con valor permanente. Cuando en la e.
tardía comenzó a escindirse esta unión (apenas sometida a una reflexión
hermenéutica, pero realizada con mayor o menor genialidad) entre los tres
elementos: lectio, auctoritas y quaestio, tuvo que decaer la genuina fuerza
creadora y la vigorosa autocomprensión de la e. La falta de discreción en la
interpretación filológica, el formalismo lógico y el nominalismo, la abstracción
desconectada de la tradición, lo mismo que la ingenua tendencia empirista a
lo concreto, las sutilezas dialécticas y la coacción de un orden formal, fueron
las consecuencias de dicha escisión. Con ello se iniciaron las diversas fases de
movimientos antiescolásticos empezando por la devotio moderna, pasando
por la reforma, hasta llegar a las modernas corrientes humanistas, filosóficas
e incluso teológicas.

4. Concepción de la escolástica acerca de sí misma

La e. genuina de la alta edad media no solo decayó por un desprestigio


externo de su propia concepción, sino también porque ella misma llevaba en
sí el germen de su crisis, tal como lo ha mostrado el desarrollo de su método.
Por más que la e. pudiera imponerse de manera convincente refutando la
ingenuidad de la teología agustiniana de los monasterios, sin embargo ella no
pudo tranquilizarse legítimamente frente a ciertos móviles fundamentales de
la teología antigua. A la larga no podía tener buen fin el presuponer por un
lado la auténtica tradición cristiana como fundamento de la teología y, por
otro lado, el poner en juego un método radicalmente racional y una ->
metafísica que, en virtud de su origen griego, es ajena a toda historia. A
diferencia de los epígonos, la alta e. presintió también esto en sus mejores
pensadores y teólogos. Pero tampoco los compromisos con la tradición mística
de los monasterios y con la tradición neoplatónica del agustinismo pudo
impedir que por propia ilustración interna se produjera el conflicto entre fe y
saber, entre amor y conocimiento, entre tradición y especulación, entre
historia y metafísica, entre naturaleza y gracia. Al principio el método
originario de la e. estableció una relación elemental entre esos polos
opuestos. Pero luego se vio que las antítesis no podían reconciliarse por la
dinámica interna de este método; es más, como lo muestra la e. tardía con
sus rasgos nomilales y empiristas, tuvo que estallar la pugna abierta entre
ellas. Tan pronto como el método empleado elementalmente por la e., método
que ésta todavía no sometió ni podía someter a una auténtica reflexión, en el
curso de la historia fue objeto de un examen detenido, tuvo que ponerse de
manifiesto la insuficiencia del procedimiento escolástico en el ámbito
hermenéutico y especulativo, por la razón de que dicho procedimiento no
tenía una inteligencia clara de sí mismo. En tales antítesis el fiel de la balanza
se inclinó hacia uno de los dos lados. De ahí que ya en la alta escolástica
ciertos temas centrales del cristianismo, como la libertad, la persona, la
historia, dejaran de tratarse en gran parte. No es que la e. no conociera estas
realidades, pero ella no las incluyó en el sistema como partes constitutivas.
Desde la perspectiva actual podríamos decir que la historia de salvación no
aparecía precisamente como historia, y menos todavía como historia de la
revelación en su carácter de diálogo personal y libre, en su dialéctica
eclesiástica y social. Evidentemente, estas dimensiones de la concepción del
cristianismo acerca de sí mismo sólo más tarde pudieron hacerse conscientes
en forma clara, pero como problemática práctica operaban ya en la disputa
entre las diversas teologías de la edad media y en el terreno práctico de los
escolásticos mismos; y actualmente una vez sometidas a una reflexión
detenida, hacen posible un juicio justo sobre las luchas de entonces.

Simplificando la problemática histórica podemos decir: la teología agustiniana


y monástica, que sin duda tenía una concepción más genuina de la revelación
como historia salvífica, no quería someterse al planteamiento racional del
problema en la e., pues, aun sin saberlo con claridad, presentía
instintivamente qué consecuencias implicaba dicho planteamiento. Por otro
lado la teología escolástica ya no pudo mantenerse en la antigua práctica,
pero con ello, sin que a su vez lo notara claramente, hubo de mutilar la
concepción del cristiano acerca de sí mismo en favor de una racionalidad
teórico-formal e institucional. Este problema de la tensión no armonizada
entre la racionalidad de la revelación y su libre historicidad, así como las
diversas soluciones que hasta ahora se le han dado, constituyen el destino de
la teología hasta nuestros días. La e. llevó a cabo una primera
fundamentación científica de la teología. Su mérito permanente es el haber
reconocido esta tarea y el haberla abordado; en ese sentido la e. es
esencialmente teología y no filosofía. Pero con ello se inició un planteamiento
del problema teológico que la e. misma no llegó a perfeccionar. Sólo por la
recepción de una nueva filosofía, esta vez de la moderna, puede la teología
constituirse como ciencia en conformidad con las exigencias actuales. Pues
únicamente esa recepción -como interpretación crítica- de la moderna filosofía
trascendental, con inclusión de la reacción existencialista y marxista frente a
ella, ha llevado a descubrir el contenido y el método de la teología de tal
modo que ésta, ni deba reducir o abandonar falsamente su absoluta
racionalidad, ni se vea obligada a subyugar su historicidad fundada en la
gracia soberanamente libre. Y precisamente así la teología puede constituirse
como ciencia histórica y creyente (cf. también ->filosofía trascendental, -
>teología trascendental, - > teología, historia de la -> teología, - >teoría y
práctica).

BIBLIOGRAFIA: Grabmann SM; C. Baeumker, Der Platonismus im Mittelalter


(Mn 1916); Grabmann MGL; M. Grabmann, Der lat. Averroismus des 13. Jh. ,
and seine Stellung zur christl. Weltanschauung (Mn 1931); P. Wyser,
Theologie als Wissenschaft (Sa 1938); M.-D. Chenu, Introduction á 1'étude de
Saint Thomas d'Aquin (P 1950); A. Forest-F. Van Steeberghen, Le Mouvement
doctrinal du IXI au XIVe si6cle (P 1951); Ueberweg II; F. Van Steeberghen,
The Philosophical Movement in the 13ts Century (Toronto 1955); idem,
Aristoteles in the West (Lv 1955); G. SShngen, Philosophische Einübung in die
Theologie (Mn 1955); M. D. Chenu, La Théologie comme science au XIIIe
siécle (P 31957); idem, La Théologie au XIII siécle (P 1957); idem: HThG 11
479-493; J. Ratzinger, Die Geschichtstheologie des heiligen Bonaventura (Mn
1959); É. Gilson, Filosofía de San Buenaventura (Desclée Bil 1948); A.
Grillmeier, Vom Symbolum zur Summa. Zum theologiegeschichtl. Verh6ltnis
von Patristik and Scholastik: Kirche and Überlieferung (Festschr. J. R.
Geiselmann) (Fr 1960) 119-169; J. Pieper, Scholastik (Mn 1960); J. B. Metz,
Christliche Anthropozentrik (Mn 1962); O. H. Pesch, Philosophic and Theologie
der Freiheit bei Thomas von Aquin, in Quaest, disp. 6 de malo: MThZ 13
(1962) 1-25; P. Wilpert (dir.), Die Metaphysik im Mittelalter. Ihr Ursprung and
ihre Bedeutung (B 1963); E. Gdssmann, Metaphysik and Heilsgeschichte. Eine
theologische Untersuchung der Summa Halensis (Mn 1964); A. Zumkeller, Die
Augustinerschule des Mittelalters (R 1964); M. Seckler, Das Heil in der
Geschichte. Geschichtstheologisches Denken bei Thomas von Aquin (Mn
1964); H. de Lubac, Augustinisme et théologie moderne (P 1965); idem, El
misterio del sobrenatural (Estela Ba 1968).

Eberhard Simons

ESCOTISMO

1. Origen

Durante la actividad docente de Duns Escoto (hacia el 1300), se hallaba en su


punto cumbre la controversia entre la antigua escuela franciscana, con rasgos
agustinianos y aristotélicos (Buenaventura), y la escuela aristotélico-tomista
(-+ escolástica, D). El 7 de marzo de 1277, Esteban, el obispo de París, junto
con la universidad había condenado 219 tesis, entre ellas algunas de Tomás y
el arzobispo Kilwardy O.P. declaró peligrosas algunas tesis de Tomás. A
consecuencia de estas censuras, como Gilson observa acertadamente, un
teólogo de aquel tiempo se encontraba en la misma situación que un exegeta
después de la condenación del modernismo (É. GILSON, Jean Duns Scot.
Introduction á ses positions /ondamentales, P 1952). Escoto se sometió sin
reservas a estos decretos, así como a lo dispuesto en el capítulo general de la
orden, el cual prohibía sostener una doctrina ab episcopo et magistris
parisiensibus communiter reprobatam (H.S. DENIFLE, Chart. Univ. Paris II, P
1891, n. 580, p. 58).

La lucha contra la filosofía autónoma y, como se creía, contra el abandono de


la doctrina tradicional, desembocó en las condenaciones de 1270 y sobre todo
de 1277, las cuales ofrecían a la filosofía agustiniano-aristotélica una nueva
orientación, que fue elaborada en el e. (cf. F. VAN STEENBERGHEN, Siger
dans l'histoire de l'aristotélisme, «Philosophes Beiges» XIII, 2 [Lv], 715, 729).

2. Notas esenciales del sistema filosófico y teológico de Duns Escoto.

El agudo genio del doctor subtilis sometió a crítica tanto la escuela franciscana
como la tomista; pero Escoto dirigió su discusión más contra autores
coetáneos que contra Tomás. Así, creó un sistema que ni se identifica con el
del Aquinate ni se opone directamente a él. Su sistema es más bien paralelo
al de Tomás.

El objeto de nuestro entendimiento es el ente en cuanto ente; sólo el ente


infinito es ser en sentido pleno. El acto primero, al que ha de atribuirse el ser
es un acto de amor, según las palabras de la Escritura: Deus caritas est (Jn 4,
16). Este amor ha de considerarse como la fuente de la acción divina, la cual
se produce necesariamente ad intra y libremente (contingentemente) ad
extra. Dios lo ve todo en el «ahora de la eternidad»; él lo quiere todo en un
acto absolutamente simple e inmutable, el cual, por ser de todo en todo
racional, aprehende sus objetos en forma ordenada. Porque Dios se ama a sí
mismo y a la vez busca condiligentes, en primer lugar quiere a Cristo, la obra
suprema de Dios, como causa ejemplar y final de la creación. Con Cristo
quedó predestinada también María, que fue preservada del pecado original en
virtud de los méritos de su Hijo, el único redentor y mediador. El amor de
Cristo se revela especialmente en la cruz y en la eucaristía.

Del mismo modo que el amor está al principio de todo, así también él y no
precisamente la visión intelectual es la raíz de nuestra felicidad.

Duns Escoto no propugnaba una filosofía autónoma. Como la antigua teología


de los franciscanos, él era partidario de una filosofía cristiana. Con la
univocidad del ser, la distinción formal, la forma de corporeidad, la libertad de
la voluntad y otros conceptos semejantes, Escoto se esforzaba por un más
profundo intellectus fidei (cf. C. BALlé; DSAM, iii, 1801-1818).

3. Discípulos de Duns Escoto

La peculiaridad docente de Escoto atrajo la atención de sus coetáneos,


influyendo de manera decisiva en algunos de ellos, p. ej., Roberto de Cowton,
Alejandro Bonini, Guillermo de Nottingham (+ 1336), Pedro Auréolo y sobre
todo Enrique de Harcley (+ 1317), del clero secular, sin que pueda dárseles
ya el nombre de escotistas.

Algunos autores distinguen cinco épocas en los discípulos de Escoto (cf. A.


BERTONI, Le Bx. Jean Duns Scot. Sa vie, sa doctrine, ses disciples, Levanto
1917, p. 433-580). Nosotros mencionamos solamente las más importantes.
Entre sus discípulos inmediados se hallan: Antonio de Andrés (+ sobre el
1320), Alfredo Gonteri (+ después del 1325), Francisco de Mayronis (+
después del 1325), Guillermo de Alnwick (+ sobre el 1333), Pedro de Tomás,
Pedro de Aquila (+ 1361), Juan de Bassolis (+ 1333). Pertenecen igualmente
al siglo xiv: Francisco de Marchia (+ después del 1344), Landulfo Caracciolo
(+ 1351), Juan de Rodington (+ 1348), Juan de Reading, Guillermo de
Rubione, Andreas de Novocastro. En el siglo xv, el tiempo del ocaso de la
escolástica, hallamos los siguientes escotistas: Pedro Tartaretus, Bellati,
Sirect, Guillermo de Vaurouillon (+ 1464), Nicolás de Orbellis (+ 1471),
Mauricio de Portu (+ 1513), Trombetta (+ 1518), Paulo Scriptor (+ 1505),
Graciano de Brescia (+ sobre el 1506), G. Gorris, Juan de Colonia.

Finalmente llegamos en los siglos xvi y XVII a la época áurea del e., en que
éste, junto al -atomismo y al > nominalismo, tine sus cátedras en las diversas
universidades, sobre todo en España.
En esta época surgieron cientos de comentarios a la Ordinatio («opus
oxoniense»). Entre los hombres de letras que entonces pertenecían a la
escuela escotista hemos de mencionar: en Francia, a Frassen (+ 1711),
Dupasquier (+ 1705), Boyvin (+ 1679) y Durand (+ 1710); en España a
Francisco Herrera (+ sobre el 1600), Juan de Ovando (+ sobre el 1610),
Francisco del Castillo Velasco, Francisco Félix (+ sobre el 1650), Pérez López
(+ 1724) y Carlos Moral (+ 1731); en Italia, a Lychetus (+ 1520), Mastrius (+
1673), Belluti (+ 1676), Faber (+ 1630), Vulpes (+ 1636), Lanterius,
Malafossa (+ sobre el 1562), De Pitigianis (+ 1616) Brancatius (+ 1693); en
Dalmacia, a Benedicto Benkocic (+ después del 1520) y Mateo Ferkié (+
1669); en el norte de Europa, a Petrus Posnaniensis (+ después del 1639),
Pontius (+ sobre el 1672), Cavellus (+ 1670), Wading (+ 1657), Antonius
Hiquaeus (+ 1641), Hermann (+ 1700) y Krisper (+ 1740).

En la segunda mitad del siglo xviii y en la primera del xix asistimos a la


decadencia de la escolástica en general y del e. en particular. Pero en los
primeros decenios de nuestro siglo el e. vuelve a hallar defensores como
Minges, García, Belmond, Marie de Basly.

4. Rasgos de la escuela escotista

Pedro de Tomás que en 1330 declara cómo ut plurimum quiere seguir al


maestro, censura a los «non scotizes», o sea, a aquellos que se proponen
interpretar objetivamente a Escoto, pero le atribuyen doctrinas que él no
defendió (vulgus imposuit sibi), a aquellos que, en lugar de atenerse al texto
(expresse ex textu) forman sus juicios más bien ex eius intentione (ms. Vat.
Lt. 2190s 51r52r). Esta disputa en torno a la doctrina genuina de Escoto, la
cual se reprodujo con relación a las obras no terminadas, confiere su matiz
peculiar a la escuela escotista del siglo xiv. Algunas frases fueron sacadas de
su contexto, p. ej., del contexto en que Escoto lucha contra la idea de
necesidad en el pensamiento del aristotelismo árabe, y se cargó el acento
sobre la libertad, sobre la omnipotencia absoluta de Dios, sobre el -i
voluntarismo, dando pie así a que luego se pudiera hablar de un influjo del e.
en el nominalismo y en ciertas teorías de la filosofía moderna. Por otro lado,
ya en el siglo xiv se aceptaron el cristocentrismo y la doctrina de la
inmaculada concepción, llamados simplemente opinio Scoti. Estos puntos
doctrinales son la razón de que los grandes reformadores de la espiritualidad
franciscana (Juan de Capistrano, Bernardino de Siena, Santiago de la Marca)
declararan a Duns Escoto caudillo de la escuela franciscana y doctor de la
orden, y desde el siglo xvi al xviii fueron los que más brillo dieron a la escuela
escotista (cf. C. BALIé, Joannes Duns Scotus et historia Immaculatae
Conceptionis, en «Antonianum» 30 [1955], 349-488). Pero en lugar de seguir
desarrollando los fértiles gérmenes de la doctrina de Escoto sobre la Iglesia,
sobre las fuentes de la revelación (Escritura y tradición), y sobre el ser como
amor, se compusieron tratados De formalitatibus. Y porque Escoto en su
doctrina de la inmaculada concepción se había opuesto también a Tomás,
buscáronse por todas partes puntos de disputa entre el e. y el tomismo, hasta
tal punto que incluso un Cayetano afirmó que Escoto había pretendido refutar
«sin gula prope verba» de la Summa del Aquinate (cf. É. GILSON, Note sur un
texte de Cajétan, en «Antonianum» 27 [1952], 377-380).
Mientras que algunos escotistas (de Rada, + 1608; Macedo, + 1681; Stella, +
después del 1651; Lorte, + 1724) resaltaron la oposición entre Tomás y
Escoto, otros se esforzaron por armonizar las doctrinas de ambos doctores
(Sarnano, + 1535; Marco da Baudunio) o crearon una Summa theologica,
«iuxta ordinem et dispositionem Summa Angelici Doctoris» (De Montefortino,
+ 1738).

El dilema «o Tomás o Escoto» actualmente ya no se plantea. La investigación


histórica ha demostrardo que el doctor subtilis no fue un adversario del
Aquinate, el doctor communis. Escoto se enfrentó en primera línea con
autores coetáneos (Enrique de Gante, Godofredo de Fontaínes, Egidio
Romano), y no precisamente con el doctor communis. Su sistema no se opone
al del Aquinate, sino que es más bien paralelo con el de éste. Lo mismo que
en siglos pasados, en nuestros días este sistema puede seguir prestando
valiosos servicios a la Iglesia.

BIBLIOGRAFIA 1. EDICIONES: Opera omnia, ed. L. Wadding y otros, 12 vols.


(Ly 1639), reimpr. ed. L. Vlvés, 26 vols. (P 1891-95); J. Duns Scoti Opera
omnia (edición critica de los obras completas bajo la dir. de C. Balid) (R 1950
ss). - 2. PARA LA BIBLI0GRAFIA: U. Smeets, Lineamenta bibliographiae
scotisticae (R 1942); O. Schafer, Bibliographia de vita, operibus et doctrina
Joannis Duns Scoti (R 1955); V. Heynck, Zur Scotusbibliographie: FStud 27
(1955) 285-291 (bibl. 288-291). - 3. MoxooRAFIAS: H. S. Denifle,
Chartularium Universitatis Parisiensis II (P 1891); R. Seeberg, Die Theologie
des Duns Skotus (L-B 1900); P. Raymond, Duns Scot: DThC IV 1865-1947;
M. Heidegger, Die Kategorien- and Bedeutungslehre des Duns Skotus (+
1916); B. Geyer; Ueberweg II 504-517 (Joh. Duns Skotus); É. Gilson, Jean
Duns Scot. Introduction á ses positions fondamentales (P 1952); W.
Pannenberg, Die Pradestinationslehre des Duns Skotus im Zusammenhang mit
der scholastischen Lehrentwicklung (Go 1954); H. Mühlen, Sein and Person
nach Johannes Duns Skotus (Werl [Westfalen] 1954); C. Balié, Duns Scot.:
DSAM III 18011818; J. Finkenzeller, Offenbarung and Theologie nach der
Lehre des Johannes Duns Skotus (Mr 1961); W. Hdres, Der Wille als reine
Vollkommenheit (Mn 1962); W. Dettloff, Die Entwicklung der Akzeptations-
and Verdienstlehre von Duns Skotus bis Luther mit besonderer
Berücksichtigung der Franziskanertheologie (Mr 1963); idem, Die Lehre von
der acceptatio divina bei Joh. Duns Scotus (Werl 1954); L. Walter, Das
Glaubensverstandnis Joh. Duns Scotus (Mn-Pa 1968); Studia
ScholasticoScotistica, 4 vols. (R 1968); M. A. Schmidt, Lit. zu Joh. D. Scotus
(hasta 1935): ThR 34 (1969) 1-48; J. Martínez, Criteriologla escotista.
Doctrina textual del B. J. Duns Escoto: VV 12 (1945), 651 s; 13 (1946), 61 s.

Carlo Balido

ESCRITURA

I. Antiguo Testamento

1. Nombre y contenido
Para Jesús, para la Iglesia primitiva y para la generación postapostólica la
sagrada Escritura era una colección de libros que, cuando la cristiandad fijó la
extensión del -> canon, recibió el nombre de ->Antiguo Testamento. Esta
denominación con que se distingue del NT (cf. II, 1) y que significa el primer
orden de salvación dispuesto anteriormente por Dios (cf. Heb 9, 15), tiene su
origen en Pablo, que habla (2 Cor 3, 14) de «la lectura (de los documentos)
de la antigua alianza». Con la traducción latina de este pasaje queda acuñada
la expresión Vetus Testamentum (AT), que recalca más aún que aca6íxn el
carácter gratuito de la alianza de Dios. Con su pareja el NT, se convierte en
nombre que designa la Escritura, cuyo conjunto, bajo el influjo de 1 Mac 12, 9
((i4ix(a), es caracterizado con el concepto de «Biblia». Según la mente y la
terminología judías, el AT comprende tres grandes grupos de obras: la ley
(Torá), es decir, los cinco libros de Moisés (->Pentateuco, en -+ AT; los
profetas (nebiim), divididos en profetas primeros (Jos, Jue, 1-2 Sam, 1-2 Re)
y posteriores (Is, Jer, Ez, los doce profetas); las escrituras (ketubim): Sal,
Job, Prov, Cant, Ed, Lam, Est, Rut, Dan, Esd, Neh, 1-2 Par. El hecho de que
los libros históricos de Jos a 2 Reg se clasificaran entre las obras proféticas,
no deja de tener su buena razón, pues ellos ofrecen palabras y hechos de
profetas como Samuel, Natán, Gad, Ahías de Silo, Elías, Eliseo y otros, y no
contienen simple historia, sino historia interpretada por la palabra de Dios y
por la fe. La Iglesia aceptó además de los. libros de la Biblia hebraica los
adicionales de la griega, de acuerdo con el canon alejandrino, que era más
amplio. Estos escritos adicionales son los libros deuterocanónicos: Tob, Jdt, 1-
2 Mac, Sab, Eclo, Bar. Al recibir la colección entera el nombre de AT, se la
puso junto al NT y así ambos testamentos fueron recibidos como palabra de
Dios. Sólo puede hablar de AT quien acepte esta valoración y relación
teológica. AT es necesariamente una denominación cristiana.

2. Origen del AT

El AT contiene las escrituras de Israel, pueblo que se sentía llamado a oír la


palabra de Dios y a percibir su acción. En el AT no se ha conservado toda la
literatura del pueblo de Yahveh, no ha entrado en él todo lo que se puso por
escrito. En él se recogió todo lo que fue reconocido como palabra y testimonio
de Yahveh mismo, y todo lo que pareció importante y esencial como
respuesta humana a la fe. Con ello está dicho que la génesis de esta colección
tiene una larga historia, que muestra incertidumbre sobre la inclusión de
ciertas partes (p. ej., Cant) y no terminó hasta la época del NT.

Israel estaba convencido de que el estímulo y el mandato de fijar por escrito


acontecimientos (Éx 17, 14), instrucciones (Éx 34, 27) y palabras divinas (Is
30, 8; Jer 30, 2; 36) habían partido de Yahveh. Lo escrito debía ser
testimonio vivo y eficaz para tiempos venideros (Is 30, 8). Allí el Señor quiere
hablar a los hombres para quienes todo eso se escribió (Jer 36, 2). Tal vez lo
primero que en el pueblo de Yahveh se consignó por escrito fueron las
prescripciones legales. A eso parece aludir la noticia según la cual Moisés
escribió la ley (Éx 24, 4; Dt 31, 24). La relación de alianza con Yahveh en que
se hallaban las tribus requería disposiciones fijas. Sin embargo, el decálogo
(Éx 20; Dt 5), el libro de la alianza (Ex 20, 22-23, 33), la ley deuteronómica
(Dt 12-26) y la ley de santidad (Lev 17-26), que recibieron muchos
complementos y modificaciones, en su forma actual deben situarse
sucesivamente en fechas posteriores: sobre los siglos Ix-vi a.C.
La acción de Yahveh tal como la habían experimentado las tribus de Israel,
fue predicada en las solemnidades del culto. En Gálgala se recordaba
particularmente la toma de posesión del país (Jos 4-6), en Siquen se
celebraba la alianza con Dios (Jos 24), sobre el Tabor se conmemoraba la
victoria de Tanac (Jue 5), y el culto de Silo sin duda traía a la memoria todas
las antiguas tradiciones de la alianza. En santuarios como Betel, Hebrón y
otros se conservaban vivas las tradiciones de los patriarcas y las promesas
que Dios les hiciera.

Pero bajo Salomón se despertó el interés de consignar por escrito lo que había
acontecido en el pueblo de Yahveh. En la historia de la sucesión en el trono de
David (2 Sam 9-2; 1 Re 2) se quiso hacer constar cómo Dios dio al gran rey
un sucesor digno. La admiración por la vida de David y la convicción de que
Dios lo había guiado, crearon la historia de su carrera ascensional (1 Sam 16 -
2 Sam 5). Estimulado, por estas obras, el yahvista escribió la primera
exposición de la historia de salvación, y antepuso a las tradiciones sobre la
salida de Egipto, la peregrinación por el desierto, el Sinaí y la ocupación de la
tierra prometida (que quizá ya estaban unidas en una narración fundamental),
la historia de los patriarcas y de los orígenes.

Importante para la fijación escrita de las tradiciones veterotestamentarias fue


luego la segunda mitad del siglo viii. Apenas compuesta la obra del elohísta
(sobre el 750), los llamados profetas escritores (Am, Os, Is) y sobre todo sus
discípulos comenzaron a fijar por escrito palabras proféticas. Al ser
conquistado el reino del norte y convertirse en provincia asiria, sus tradiciones
llegaron a Judá, donde el rey Ezequías (cf. Prov 25, 1) se interesó por reunir
material tradicional. Seguramente allí se unieron el yahvista y el elohísta para
la llamada obra yehovística. Tal vez ésta fue continuada en una exposición
histórica hasta el final del siglo VIII (o de Israel), de suerte que ya entonces
se habría escrito lo principal de Jos - 2 Re 17. Otras materias (particularmente
legales), enriquecidas con elementos procedentes de Jerusalén, quedaron
coleccionados en el Dt, cuya forma original (621) fue hallada en el templo.

La época del exilio fue muy fecunda literariamente. Poco antes de la


destrucción de Jerusalén (587), jeremías compuso el núcleo de su propio libro
dictando a Baruc el así llamado rollo primitivo (Jer 36). Ezequiel escribió en el
exilio a manera de diario sus visiones y palabras. Y también los discípulos de
Isaías escribieron todavía en el exilio el mensaje del Deuteroisaías (Is 40-55).
Hacia 550 se concluyó (¿en Palestina?) la obra deuteronómica (Dt hasta 2
Re), que se había formado en varias etapas. Pero se hicieron sobre todo
colecciones y redacciones, ordenaciones y reelaboraciones de dichos y escritos
proféticos.

Esta actividad fue proseguida en el tiempo postexílico. A ella se dedicaron los


sacerdotes levíticos, privados de su oficio en la reforma religiosa de Josías por
la supresión de los santuarios de las alturas, y sin duda también los
sacerdotes no sadoquitas de Jerusalén, que se convirtieron en escribas.
Todavía en Babilonia fue compuesto y elaborado el escrito sacerdotal,
empleando material antiguo. Esdras pudo traerse de la diáspora persa todo el
Pentateuco como ley. En el destierro y en la patria (Lam) se recogieron y
compusieron salmos.
La comunidad cultual de Jerusalén, desde su nueva organización, desplegó
una copiosa actividad literaria (539-22). Ella prosiguió el trabajo sobre los
libros proféticos. Surgió la colección de proverbios del llamado Tritoisaías (Is
56-66). Zacarías concibió su obra (1-6), que fue completada (7s) y ampliada
con dos escritos proféticos menores (9-11, 12-14). Se compusieron Malaquías
y Joel y se redactaron las palabras de Ageo. Antiguas sentencias proféticas
fueron ordenadas en escritos unitarios (Abd, Miq, Nah, Hab, Sof); además se
añadieron himnos cultuales (p. ej., Is 33s; Hab 3). Hacia el 350,
aprovechando Sam y Re, noticias y documentos antiguos, las memorias de
Esdras y el memorial de Nehemías, la comunidad de Jerusalén creó la obra
histórica de las Crónicas (1-2 Par; Esd; Neh). Los autores de Job y Ecl
plantearon las cuestiones críticas de sus obras. Se escribieron, en parte en la
diáspora, narraciones novelescas edificantes (Tob, Rut, Est, Jdt, Bar, Jon). La
visión profética del futuro tendía a convertirse en apocalíptica (Zac, Jn, Ez
38s, apocalipsis de Isaías: Is 24-27).

La época de los macabeos dio nuevo impulso a la producción literaria. Ya en la


tensión entre judaísmo y helenismo (hacia el 190) escribió Sirá (Eclo) bajo el
lema: la ley es la verdadera sabiduría. Posteriormente (siglo i a.C.), el autor
de Sab busca en Alejandría la armonía por otro camino: sabiduría son
(también) la fe y la tradición de Israel. A los comienzos de la persecución
religiosa, se desarrolla plenamente la visión apocalíptica (Dan 7-12). Con
exorno edificante, 1 y 2 Mac ofrecen una exposición de los sufrimientos, las
luchas y las victorias. Las otras obras de los piadosos (hasidim) y de los
grupos que de ellos proceden se hallan entre los escritos extracanónicos (-
>Apócrifos). La frontera entre lo aceptado y lo rechazado queda trazada con
la formación del canon, que pone fin a la evolución.

3. Corrientes espirituales y líneas teológicas fundamentales

El AT no creció desde el principio de manera tan unitaria y a la vez multiforme


como podría sospecharse por la redacción final. Para la época preexílica cabe
señalar dos corrientes fundamentales que imprimieron sus rasgos esenciales a
los escritos de ese tiempo. Los clanes y grupos que, pasando el Jordán,
inmigraron a Palestina central, llevaron consigo la experiencia de una especial
acción salvífica de Yahveh en la salida de Egipto y en la marcha hacia la tierra
de Cancán. Ellos hubieron de sostener desde el principio una viva polémica
con los pueblos y dioses cananeos. En medio de ellos formularon las tesis
teológicas sobre la singularidad del pueblo de Yahveh, sobre la alianza, sobre
la predilección de Dios, sus exigencias y su gobierno salvífico. Esta tendencia
teológica aparece clara en la obra del elohísta. Se reitera en Os con la
tradición del éxodo y la predicación del amor de Dios. Es base del Dt con su
insistencia en la elección de Israel, en la gracia y obligación de la alianza.
También Jer, influido por Os y por la lengua y el espíritu deuteronómicos, está
determinado por esta teología procedente del norte de Israel, pues se
preocupa por la relación de Israel con Dios en la peregrinación del desierto y
por el pensamiento de una nueva alianza. Los deuteronomistas, en su juicio
sobre las causas de la pérdida de la salvación, se guían por el pensamiento
director de dicha tendencia teológica.

Jerusalén y Judá, seguramente desde la alianza de las tribus, recibieron las


tesis fundamentales de la fe de Israel, pero cambiaron los acentos y centros
de gravedad. Situadas en el gran reino de David, que ofrecía para ellas y para
sus vecinos amplio espacio vital en la tierra de Canaán, dada por Dios, vieron
un horizonte de salvación para todos los pueblos. Se aceptaron y
aprovecharon influencias de corrientes espirituales del contorno. La creación,
la casa real y el lugar en que ésta radicaba eran objeto de la mirada de
Yahveh. Esa actitud espiritual informa la narración de la carrera ascensional
de David y de la sucesión en su trono, así como la historia del arca (1 Sam 4-
6; 2 Sam 6), que, junto con 2 Sam 24, constituye la leyenda fundamental
sobre la fundación del santuario de Jerusalén. Bajo el pensamiento director de
la salvación de los pueblos, de la donación salvadora del país y del gobierno
divino respecto de cada uno, deducido del camino seguido por David, el
yahvista expuso nuevamente las antiguas tradiciones de Israel. La teología de
la creación lo movió a escribir la historia primigenia. A Isaías, el profeta
jerosolimitano, le preocupan sobre todo la teología de Sión (7s; 28-31), que
prosigue en el Déutero y Tritoisaías (52; 54; 60-62), y el Ungido de Yahveh
(7,11). El Deuteroisaías construye su imagen de Dios partiendo de la idea de
la creación. Ezequiel traza el plano de la nueva Jerusalén. Estas dos
tendencias fundamentales no corrieron meramente yuxtapuestas sin relación
mutua. Is conoce la historia del éxodo, que en el Deuteroisaías posibilita el
cuadro de la promesa del nuevo éxodo, y, como Miqueas (2s), el derecho de
alianza de Yahveh (Is 5). Jer hace resonar la expectación de un Ungido justo
del Señor (23, 1-6), y Ez asume la idea de la nueva alianza (36, 26ss). En
ambos, lo mismo que en el Dt, desempeña papel importante el tema de la
tierra dada por Yahveh, que ya antes había iniciado el yahvista en la historia
de los patriarcas. En la llamada ley de centralización del culto, que prescribe
su práctica en el lugar único escogido por Dios (especialmente Dt 12), el Dt en
su redacción final representa los intereses jerosolimitanos. Al producirse el
ocaso del reino del norte, la teología norte-israelítica fue introducida en la
judeo-jerosolimitana. Desde entonces y particularmente desde el exilio,
dominó esta última. Prueba de ello es la obra cronística, cuyo centro ocupan el
templo y sus fundadores, David y Salomón, y para la que Israel, con la
separación del reino, se sale de la historia del reino de Dios. De la teología de
Jerusalén recibieron los libros del Antiguo Testamento su forma definitiva, de
suerte que ya sólo se destacan ciertas ideas típicas de la fe de Israel (del
norte). En qué medida influjos sapienciales y sacerdotales imprimieron allí su
sello en las tesis teológicas, es una cuestión que apenas puede ya analizarse.

Bajo Salomón se organizó en Jerusalén una escuela de maestros de sabiduría,


que recogió la ciencia de la vida y de la naturaleza difundida en su contorno,
particularmente la egipcia y la cananea, cuyo fin era configurar con éxito la
vida diaria en las relaciones con hombres y cosas, y formar la personalidad. El
estudio de la sabiduría, ordenado primeramente a la instrucción de empleados
del Estado, pero abierto luego a todo el mundo, tendía a regular un ámbito
que no estaba relacionado ni con actos cultuales ni con preceptos expresos de
Yahveh. La sabiduría tenía como meta el dominio del mundo y de la vida. De
sus reglas de vida salieron prescripciones para la convivencia. También los
enunciados sobre la creación están determinados por ella en cuanto a su
orientación, formulación y contenido.

La obra sapiencial influyó en otros sectores de ideas y de la tradición.


Especialmente el mundo espiritual y la teología sacerdotales tienen puntos de
contacto con la sabiduría, como lo prueban sus enunciados sobre el orden de
la creación y la naturaleza del hombre (Gén 1; Sal 8; 104). Pero la misión del
sacerdote era, a par del cuidado del culto y del santuario, el conocimiento, la
guarda y la exposición de los preceptos divinos. Si al sabio incumbía dar
consejo y al profeta anunciar la palabra de Dios, deber del sacerdote era dar
tara -instrucción- (Jer 18, 18). A él estaba encomendada la vigilancia sobre
las prescripciones relativas al culto y, particularmente desde fines del reino de
Judá, también sobre las relativas a la ley. La santidad de Dios, del templo y
del ministerio cumplido con pureza ritual era su interés primero; y su esfuerzo
iba dirigido a expiar los pecados y asegurar la salvación. La peculiaridad de
este modo de pensar y querer se comunicaba a las tradiciones nacidas y
custodiadas en el lugar santo. Y esa peculiaridad aparece igualmente en el
escrito sacerdotal, el cual, en la narración histórico-salvífica y en la ley de
santidad, dice a los desterrados que Yahveh devolverá el país a la comunidad
santa y pura, le devolverá la tierra que con alianza eterna prometió a los
padres. La circuncisión y el sábado, el cumplimiento de la ley y el culto
verdadero de Dios son la condición para que Dios habite en su pueblo y dé la
salvación prometida en la alianza. El orden irrevocable de la naturaleza debe
despertar confianza en la también irrevocable promesa divina. La teología
sacerdotal se mantenía viva en Jerusalén. Desde la edificación del templo
poseyó fuerte influjo; y después de la reconstrucción su influjo fue decisivo.
Asumiendo una tradición cananea, que veneraba aquí, en su sede firme e
inexpugnable, a un dios altísimo como creador y, por tanto, señor del cielo y
de la tierra (Gén 14, 19), se desarrolló una teología del lugar sagrado
determinada por la fe en Yahveh: Sión fue escogida para que Yahveh
estuviera presente e hiciera morar allí su nombre, para que el pueblo y reino
de Dios tuvieran un punto central. Esta visión penetra la obra deuteronómica
y cronística. Pero la teología de Sión es subordinada a la ideología monárquica
de cuño judaico. El heredero de David es el ungido de Yahveh, el escogido,
designado e instituido por él como administrador y mediador de bendiciones
en la sede real de Dios. El ritual y la lengua cortesana sin duda fueron
tomados de Egipto (en parte a través de la antigua Jerusalén), pero
acomodándolos a la fe de Israel (Sal 2; 110). El rey es hijo adoptivo de
Yahveh, de quien recibe el nombre (cf. Is 9, 6), el acta de institución, el
sentarse a su diestra y el cetro. Dios lo pone en la especial relación salvifica
de la alianza davídica. La posición del heredero de David ante Yahveh y sus
títulos se fundan en la promesa de Natán (2 Sam 7), que es la consecuencia
profética de la carrera ascensional de David. Ella es la fuente de toda la
expectación mesiánica, tal como irrumpe en Is, se fortalece al fin de la
monarquía (Ez 34) y aplica luego textos de la ideología monárquica
(particularmente salmos) al salvador que ha de venir. A las dos tendencias
fundamentales, al mundo de ideas sapienciales y sacerdotales, a la teologí a
de la ciudad y de la corte, se añadieron pensamientos de círculos levíticos y
proféticos. No faltó cierta influencia mutua, como la atestiguan por doquier los
escritos veterotestamentarios. Pero éstos solo abren el acceso a sus tesis y
fines esenciales al lector que tenga ante los ojos las importantes corrientes
teológicas de Israel.

4. La teología del AT en sus escritos y grupos de libros

El Pentateuco expresa su teología en el contenido de sus cuatro fuentes


(yahvista, elohísta, Dt, escrito sacerdotal). Su unión produjo una obra que,
hasta Éx 19, casi sólo comprende materia narrativa, y a partir de allí contiene
principalmente materia legal, de suerte que, aun exteriormente, la alianza del
Sinaí representa el punto cumbre y central, y a la vez un viraje en todo el
conjunto. La narración comprende el tiempo desde la creación hasta la
ocupación del país por Israel; la voluntad y acción de Dios en ese tiempo es
enfocada como historia de salvación, si bien por causa del pecado y de la
infidelidad humanas se convierte a menudo en historia de perdición. Sin
embargo, Yahveh impone su voluntad salvífica. Esto es expuesto en los cinco
temas sobre la experiencia israelita de la salvación (era de los patriarcas,
éxodo, peregrinación por el desierto, alianza con Dios, concesión de la tierra
prometida), resumidos a manera de breve «credo» en Dt 26, 5-9, e
igualmente en el tema antepuesto de la prehistoria de Israel. Ligado en la
alianza tanto a la salvación como a la voluntad de Yahveh, Israel recibe la ley.
Ésta es un don de Dios que hace posible la relación de alianza y, por ende, la
proximidad de Dios (Dt 4, 7s) y la vida misma del pueblo (Dt 30, 15-19); y es
también signo de la elección (Dt 7). De ahí que los acontecimientos del
desierto y la voz de «Moisés» (Dt 5-11) exhorten a Israel al fiel cumplimiento
de esta ley. Sólo así experimenta él y obtiene siempre de nuevo su llamada
salvífica como pueblo de Dios.

Los profetas escritores entienden su predicación como transmisión de la


palabra de Yahveh, que es comunicada en estilo directo a manera de mensaje
(«así habla Yahveh»). Esta palabra está llena de fuerza irresistible (Jer 23,
29) y opera lo que contiene. Por ella ejecuta el Señor lo que ha decidido (Is
55, 11). El profeta habla por mandato e incluso como boca de Yahveh (Jer 15,
19). Pronuncia palabras de infortunio que ponen la acción y el
comportamiento del hombre bajo el juicio de Dios. Este mensaje de juicio se
dirige al pueblo del Señor y a sus jefes. Con ello se previene a Israel. La
palabra de juicio acarreará castigo, si la voluntad de Yahveh sigue sin
cumplirse. También el mensaje salvífico está condicionado. Cierto que el
Señor no hace depender sus dones de previas prestaciones humanas; pero
condiciona la concesión estable y la renovación y el aumento de sus dones a
la voluntad probada de servirle. Por su contenido, las palabras proféticas de
salvación giran sobre todo en torno a los grandes temas de la promesa:
formación del pueblo, concesión de la tierra prometida, ungido de Yahveh y
alianza con Dios. Puesto que Yahveh es señor de todo el mundo, también los
otros pueblos son puestos bajo el juicio de Dios. Esto puede convertirse para
Israel en palabra de salvación, en cuanto tales pueblos, como enemigos
suyos, se han hecho adversarios de Yahveh. Su castigo es salvación del
pueblo de Yahveh. Sin embargo, tampoco ellos quedan excluidos de la
promesa de salvación. La palabra profética es mensaje en una situación
histórica y para los hombres de un tiempo determinado, y no doctrina
abstracta y atemporal. Llega en el momento actual advirtiendo, castigando,
condenando, orientando y levantando a aquellos a quienes es enviado el
heraldo de Dios. Los acontecimientos del tiempo son interpretados como
llamada de Yahveh a su pueblo; se indica la actitud que allí pide Yahveh; se
hace ver lo que en ellos es culpa y castigo. Amós, p. ej., ve en la sequía y
mala cosecha la respuesta de Yahveh contra el culto al Baal de la fecundidad,
y una invitación renovada a que se considere al Dios de la alianza como único
dispensador de todos los bienes de la vida (4, 6-9). Según Is, la guerra
siroefraimítica es una prueba de la fe (7, 9), y la tormenta de Senaquerib
constituye una admonición para que se confíe sólo en Yahveh (30, 15). Jer
reconoce en la marcha triunfal de Nabucodonosor que Dios le ha concedido el
dominio universal y que, por tanto, Israel debe sometérsele (Jer 27). Ez dice
que Jerusalén ha de perecer, y añade el porqué. El Deuteroisaías puede ver
en Ciro, por su carrera victoriosa, al ungido del Señor (Is 45, 1). El carácter
temporal de la palabra profética no amengua lo que ella tiene de válido y
permanente, sino que lo pone ejemplarmente de relieve: como Yahveh obra
en este momento salvando y castigando, así lo hará siempre. 11 es siempre
Señor de la historia, su voluntad se impone, y los acontecimientos han sido
dispuestos por él a fin de llamar a los hombres. Los profetas no son
innovadores en el sentido de que intenten poner una base nueva para la fe y
vida de Israel. Lo que les interesa es imponer el viejo derecho de Dios,
particularmente las exigencias sociales de la alianza: «¡Oh hombre!, yo te
mostraré lo que conviene hacer, y lo que el Señor pide de ti: que obres con
justicia, y que ames la misericordia, y que andes solícito en el servicio de tu
Dios» (Miq 6, 8). Condenan enérgicamente un culto que quiere asegurar la
salvación con actos meramente externos y hasta con magia, para erigir un
culto a Dios que sea expresión de la obediencia interna (Am 5, 21ss; Is 1, 11-
17; Jer 7; Os 6, 6). Los profetas argumentan por el pasado de Israel para
combatir una falsa fe en la elección (Am 3, ls; 9, 7) y renovar al pueblo
partiendo de los orígenes (Os 2; Jer 2-4). Pero no están pegados al «ahora»
ni al «antaño». A su mirada y a su fe se abre el futuro, pues ellos se sienten
llamados a anunciar lo que hará Yahveh por razón de su fidelidad a la alianza
y en vista de la conducta de su pueblo. Su palabra de amenaza y de promesa
de salvación está necesariamente referida al futuro, y «el Señor no hace nada
sin que se lo manifieste a sus siervos los profetas» (Am 3, 7).

Así contemplan lo venidero y lo traducen a palabras. Anuncian al Dios que


viene a juzgar (y a salvar) en su «día», en que él obra, día de tinieblas y
perdición para sus adversarios (Am 5, 20). Esperan su intervención desde el
futuro. Lo presente ha de juzgarse por lo futuro. Pero lo venidero se decide en
el presente. Cada profeta tiene su propia visión y tendencia teológica, y así en
el centro de su pensamiento puede estar: el amor de Yahveh a Israel (Os); su
acción directa sobre los pueblos (Am); el gobierno soberano del Santo desde
Sión (Is); su solicitud por el pueblo de la alianza, pueblo apóstata y seducido
(Jer); o el individuo atribulado por el juicio divino del destierro; el Señor de la
creación y de la historia como único Dios y salvador (Déutero-Is); su justicia
(Hab); su recto culto (Trito-Is, Mal); la erección de su reino (Ag, Zac). Todos
miran a una auténtica relación con Dios. Am pide que se busque a Yahveh, Os
que se ame y conozca a Dios, Is fe y confianza, Jer conversión de todo
corazón, Ez cumplimiento responsable de la voluntad divina. Todos predican al
Dios trascendente y personal que rige cuanto existe, que impone deberes
morales y da misericordiosamente su gracia, al Dios que Israel experimentó
desde el principio.

La obra deuteronómica juzga teológicamente la historia de Israel, bajo la


perspectiva del exilio, según las ideas directrices del Dt. Israel, por la alianza
que Dios le otorgó, es pueblo de Yahveh; por tanto tiene que servirle a él solo
y guardar su ley. La obediencia acarrea bendición y vida; la desobediencia
trae maldición y ruina. La calamidad del destierro fue merecida; tenía que
venir, pues el pueblo (particularmente sus reyes), a pesar de los frecuentes
avisos y castigos, no obedeció, es decir, se apartó de Yahveh, sirvió a otros
dioses, no destruyó los santuarios de las alturas, o caminó en el pecado de
Jeroboán (ídolo del becerro en Bet-El). Sin embargo, como lo prueba el favor
hecho al rey Joaquín (2 Re, 27ss), el Señor puede, si quiere, comenzar de
nuevo con Israel. Pero se requiere como condición la auténtica conversión a
Dios (1 Re 8, 47s).

La obra cronístíca considera la comunidad postexílica de Jerusalén, cuyo fin


era servir santamente a Dios con culto puro en el templo y fuera de él, como
la realización del reino de Dios sobre la tierra y el fin mismo de la historia.
Según lo pretendía ya David, ella eleva la voz de los salmos como alabanza de
ayuda divina, de la gracia de la alianza y de los dones salvíficos.

La doctrina sapiencial más antigua (Prov 10, 1-22; 16; 25-29) da reglas de
vida fundadas en la experiencia, que suponen un orden del mundo en virtud
del cual las propias obras condicionan el destino personal. En las
exhortaciones aparece la motivación religiosa y moral, que luego predomina.
Job, que padece sin culpa, critica la conexión entre las obras y el propio
destino. Yahveh, que lo hace todo, es enteramente libre, no está ligado a
ningún orden cósmico, Su acción es imprevisible, pero él se mantiene fiel a su
justicia y su bondad. Por eso Job se refugia en el Dios que parece enemigo,
buscando en él a su salvador. El Predicador (Ecl), que es también un
representante de la línea sapiencial, impugna rotundamente el principio de
que se puede reconocer una ley en los hechos y aprovecharla para configurar
la vida. Quedan la moderación propia, el temor de Dios y el goce agradecido
de los buenos dones divinos. Pero cuando la sabiduría se identificó con la fe y
ley de Israel, Yahveh mismo habló a través de ella. La sabiduría se hizo
maestra del hombre (Prov 1-9), mediadora de la revelación (Eclo 24),
configuradora de la historia (Eclo 44-50; Sab 10) y de la creación (Prov 8; 3,
19; Sab 7, 22).

La narración edificante, que tiene en parte color sapiencial, recoge diversos


temas teológicos. Jonás anuncia la voluntad salvadora de Dios con relación a
los gentiles. Rut muestra la providencia electiva de Yahveh, que responde a la
fidelidad humana, en la familia de los antepasados de David. Ester ensalza la
represalia divina contra los enemigos de su pueblo. Judit describe la acción
salvadora de Dios por mano de una débil mujer. Tobías presenta el ejemplo
de una vida temerosa de Dios en ambiente pagano (cf. Dan 1-6).

Hacia el final de la época veterotestamentaria, la visión profética del futuro,


que se amplía constantemente (escatología en sentido lato), desemboca en la
apocalíptica (Dan 7-12). Ella traza una frontera clara entre este mundo malo,
dominado por potencias hostiles a Dios, y el mundo venidero de la salvación
eterna, que traerá Dios y en que él erigirá su reino. El fin es un cielo nuevo y
una tierra nueva (Is 66, 22), después del juicio universal y de la resurrección
de los muertos (Apocalipsis).

5. Unidad del Antiguo Testamento

La mirada de conjunto a la génesis y al contenido del AT ha mostrado cómo


sus concepciones y tesis teológicas presentan estratos muy diversos. Las
distintas líneas de pensamiento, que a menudo argumentan de manera
francamente antitética, quedan unificadas por la confesión: Yahveh es nuestro
Dios y nosotros somos su pueblo. Para todos los autores y escritos, Yahveh es
el Dios que se inclina hacia el hombre, que lo quiere salvar y que lo juzga. Su
pueblo es el único y mismo Israel. El futuro pertenece a Dios en su reinado. El
AT está abierto a esta perspectiva. Aquí comienza el NT, que ve y valora todo
el Antiguo Testamento como promesa del reino de Dios, que ya se ha
realizado y todavía ha de realizarse más plenamente en Jesucristo. Jesús tenía
conciencia de ser el proclamador (cf. Mc 1, 14s) y portador de este reino por
la acción y la palabra. Él se sabía mediador de una nueva y eficaz relación a
Dios, de una relación que en el AT estaba presente más como promesa que
como realidad lograda. Se debe, pues, a su persona y mensaje el que la
comunidad neotestamentaria considerara que el AT tiene en él su meta y
centro. En los escritos veterotestamentarios Cristo está anunciado como
ungido del Señor (Mesías) e hijo de David, como rey escatológico -bajo la
figura del Hijo del hombre- en el futuro reino de Dios, como »siervo de Dios
que expía los pecados. Y según Mateo (5, 17), Jesús ha venido a dar
cumplimiento a la ley y los profetas (es decir, al AT). También los demás
evangelistas ven vinculado el AT a la figura de Jesús: Mc por el misterio del
Mesías y la predicción de la pasión; Lc (4, l4ss) por la plenitud del Espíritu
predicho en Is y Juan por la autopresentación de Cristo como luz, camino,
verdad, vida (cf. Sal 119). Ya la antigua profesión de fe donde se afirmaba
que Jesús murió «según las Escrituras» (1 Cor 15, 3s), anunciaba el
cumplimiento de predicciones esenciales del AT en el fin que les da unidad; y
la historia de la pasión desarrolló detalladamente la misma tesis. Según Pablo,
en Jesús ha quedado sellado el cumplimiento definitivo de la promesa
fundamental del AT (cf. Gál 3); todas las promesas de Dios, en él se hicieron
«Sí» (2 Cor 1, 20). Así, pues, la comunidad neotestamentaria leía los escritos
del AT como un solo libro en que se anuncia a Cristo, y, consecuentemente, la
Iglesia se atribuyó el derecho de interpretar este libro y de fijar sus límites.
Para la teología cristiana el AT junto con el NT pasa a constituir una unidad en
que están contenidos múltiples esbozos y verdades teológicas, las cuales
atestiguan y llevan en sí la revelación de Dios.

6. Épocas de la interpretación

El empleo del AT en el NT, toda traducción y la predicación doctrinal y litúrgica


son ya interpretación. La interpretación comienza en el AT mismo con la
redacción de los escritos proféticos, y continúa dentro del judaísmo en el
Targum, el Midrás y la Misná. En la era patrística y la edad media, a imitación
del método seguido en el NT predomina sobre la búsqueda del sentido literal
la interpretación alegórica y tipológica. Por el recurso a la alegoría, una
«representación en que se trasluce algo distinto de lo inmediatamente
designado» (LThK2 I 342), la inteligencia cristiana del AT y la unidad de
ambos testamentos, que ha de mostrarse en la predicación, pasan a ser
factores decisivos de la interpretación. Mediante un oculto sentido superior, se
buscan, se interpolan y se encuentran contenidos neotestamentarios y
cristianos en los textos del AT. La visión de la tipología, más sobria, aunque
guiada por un móvil parecido (de suyo legítimo en la teología cristiana),
procura conservar el sentido histórico literal y a la vez enfoca el texto hacia
Cristo, que es el centro de toda la Escritura. Un mismo texto, junto a las
afirmaciones referidas al tiempo -en que él surgió, contiene también rasgos
que, por una figuración tipológica, representan anticipadamente a la
correspondiente figura del futuro mesiánico. La edad media usó estos
métodos, los siguió desarrollando y matizó sus diferencias en el así llamado
cuádruple sentido de la Escritura.
La investigación histórico-crítica del AT abrió una nueva perspectiva. Comenzó
con la crítica del Pentateuco, iniciada eficazmente por R. Simon. Al lado de la
investigación crítico-literaria, que alcanzó un punto cumbre en J. Wellhausen,
entraron también en juego los siguientes métodos: el de la historia de la s
formas con H. Gunkel; el de la historia de la religión (Gunkel, H. Gressmann),
y luego el de la historia de la tradición y de la redacción (M. Noth, G. von
Rad). Recientemente, la crítica del estilo ha procurado analizar la obra literaria
en su unidad total, buscando su sentido y su contenido. La meta de todo este
esfuerzo es comprender lo que se pretende afirmar en cada escrito y en cada
una de sus partes. Se evita la interpolación de contenidos neotestamentarios,
y no se admite fácilmente el sentido tipológico. Sólo mediante este cuidadoso
examen de los contenidos veterotestamentarios se hace posible una teología
del AT que capte y exponga en su conjunto el testimonio revelado de la
antigua alianza. Así se pone también de manifiesto cuál es el mundo creyente
que el NT presupone, asume, interpreta y corrige. Aparece igualmente de qué
manera Dios comunicó su revelación y la condujo hacia aquel que es su última
palabra (Heb 1, 2) y su oferta definitiva de salvación (cf. Mt 11, 25-30 junto
con Eclo 51, 23-27; 6, 24-30). El método histórico-crítico abre la posibilidad
de ver y entender el AT según el puesto que él ocupa dentro de la Iglesia de
Cristo. Y él conduce a una visión teológica del AT que constituye un elemento
indispensable y necesario en el edificio total de la teología cristiana.

7. Métodos actuales

La exégesis del AT se hace hoy mediante el método histórico-crítico con todas


las modalidades mencionadas (cf. 6), y tomando como base la crítica textual
practicada desde siempre. Esta se esfuerza por lograr en lo posible el texto
original, y prepara las ediciones críticas. La crítica literaria busca deslindar los
estratos de una obra, determinar su origen, autores y fuentes, y fijar el
tiempo de su composición y el orden sucesivo en que tales estratos surgieron.
Ella hace perceptibles las muchas voces particulares que Dios hace sonar en el
mensaje bíblico y simultáneamente hace percibir la palabra divina. La crítica
de las formas toma en serio el hecho de que «Dios habló antiguamente de
muchas maneras a los padres» (Heb 1, 1). Ella estudia los géneros literarios
(proverbio, cántico, salmo, oráculo profético, contrato, documento, lista,
carta, ley, narración, midrás, etc.), su puesto en la vida y el contenido allí
expresado. Así capta en cada pieza literaria el contenido y los fines de la
predicación. Y descubre igualmente cómo también se usaron géneros que en
el ámbito de la historia de las formas deben calificarse como «fábulas» o
«leyendas». A base de ellas Israel pudo describir los tiempos de los orígenes y
de la prehistoria a la luz de su fe y expresar la santidad de una persona o de
un lugar llenos de Dios. La historia de la redacción estudia los motivos de la
fusión de las piezas particulares. La historia de la tradición investiga los
principios por los que se han guiado el crecimiento y la unificación final de las
materias previamente informadas. La visión histórico-cultual averigua las
fuerzas y tendencias que emanaban de la vida religiosa del pueblo de Yahveh.
El método histórico-religioso establece comparaciones con las religiones del
mundo circundante, para destacar lo peculiar del Antiguo Testamento.
Mediante su conjugación mutua, todos estos métodos parciales sirven en la --
>exégesis para llevar a cabo aquella interpretación que, bajo la luz conjun ta
arrojada por la palabra de Dios en ambos testamentos, procura que la voz del
AT sea oída actualmente por el pueblo de Dios.
BIBLIOGRAFÍA: 1. OBRAS: INTRODUCTORIAS: J. Schreiner (dir), Palabra y
mensaje del AT. Introducción a su problemática (Herder Ba 1972); N. Lohfink,
Das Siegeslied am Schilfmeer (F 21966). - Kittel GVI; Histrlsr; Galling TGI;
Noth GI; Schedl, Vaux; J. Bright, A History of Israel (NY 1959). - 2.
INTRODUCCIONES AL AT: Robert Feuillet; EiJ3feldt; E. Sellin-G. Fohrer,
Einleitung in das AT (He¡ ío1965); Weiser. A. Fernández Truyols, Breve
introducción a la crítica textual del A. Testamento (R 1917); R. Rábanos,
Propedéutica bíblica. Introducción general a la Sagrada Escritura (Ma 1960);
S. Muñoz Iglesias, Introducción a la lectura del A. Testamento (Ma 1965); B.
Martín Sánchez, Introducción general a la Sagrada Escritura (Ma 1966). - 3.
Uxicos: Cfr. los correspondientes artículos en: DBS; Galling BRL; Haag BL;
RGG3; LThK2. - 4. COMENTARIOS Y MANUALES DE TEOLOGÍA BíBLICA: HK;
ICC; KAT; HSAT; HAT; EB; ATD; BK; Pirot-Clamer; Heinisch ThAT; Procksch;
Imschoot; Kraus GAT; Vriezen; Elchrodt; Rad; K<Yhler AT. - S. CF. ADEMAS
LA BIBLIOORAFIA de: >r teología bíblica; Jr Biblia, A, E; ]r Antiguo
Testamento, A, B I-IV; >r Hermenéutica bíblica; ]r exégesis.

Joseph Schreiner

ESCRITURA

II. Nuevo Testamento

1. Significación del nombre

La expresión NT designa los 27 escritos llamados canónicos que hacia finales


del siglo ii quedaron unificados en una colección (evangelios y cartas
apostólicas: cf. -> sinópticos, evangelio de --> Juan, --> Hechos de los
apóstoles, cartas de ->Pablo, carta de ->Santiago, -> epístolas de -> Pedro,
epístola de ->judas, ->Apocalipsis de Juan). La expresión «Nuevo
Testamento» tiene su origen en Jer 31, 31 (citado directamente en Heb 8, 8)
y es usada en el NT por la tradición de Pablo y de Lucas al hablar del cáliz en
el relato sobre la última cena (1 Cor 11, 25; Lc 22, 20); aparece además en 2
Cor 3, 6; Heb 9, 15; 12, 24. Y también hallamos por primera vez en Pablo el
concepto parejo palaia diazeke (2 Cor 3, 14). En todo caso palaia diazeke es
el nuevo orden de salvación fundado por la muerte de Jesús o por la misión
del Espíritu (2 Cor 3, 6), en contraposición al procedente de Moisés. En el NT
el concepto de diazeke coincide en gran parte con el significado de la palabra
hebrea berit (en el sentido teológico: la ->alianza concedida por Dios).
Mientras que diazeke en el ámbito helenístico sólo raramente (Aristófanes,
Dinarco) significa «disposición» y las más de las veces tiene el sentido de
«testamento», ese término en los LXX y en el NT tomó al significado más
amplio de berit (excepto Gál 3, 15.17), en el sentido de «orden de salvación».
La traducción del vocablo mediante novum testamentum (por primera vez en
Tertuliano) vuelve a reducir el sentido de diazeke al de «última disposición»
(lo mismo que en el título de algunos escritos apócrifos, como el Test XII y el
Testamento de nuestro Señor Jesucristo). La denominación «Nuevo
Testamento» como título de libro es una abreviación de enlaces en genitivo,
en los cuales se habla primero de escritos «del Nuevo Testamento»; y luego la
expresión se independiza. Así, hacia el año 180 Melitón de Sardes redactó una
lista de libros tes palaias diazeke. Sobre el año 192, en las palabras o tes tou
euanggelion kaines diazeques logos y en la expresión de Tertuliano «totum
instrumentum utriusque testamenti», estaba ya preparada la designación de
esta colección de escritos como «Nuevo Testamento»; pero todavía Eusebio
(Hist. Eccl. v 16, 3) habla del «evangelio de la nueva alianza». La expresión
se hizo, pues, usual cuando los escritos de la nueva alianza fueron
yuxtapuestos a los de la antigua - llamados ya «Antiguo Testamento» - y se
les atribuyó igual rango.

Jesús y los autores neotestamentarios por e graphé habían entendido sólo el


AT. Ahora bien, los escritos neotestamentarios no fueron primariamente el
canon interpretativo del AT, sino que surgieron como testimonios del mensaje
escatológico de salvación, cuyo contenido no se podía ni pretendía deducir del
AT, sino que fue experimentado por primera vez en el tiempo que había hecho
su irrupción con Jesús. Por eso el AT es para Jesús y, después de la
experiencia de la resurrección, para la comunidad: lo procedente de la época
de salvación que entretanto ya ha pasado, lo imperfecto en comparación con
lo nuevo, que constituye otro jalón de la historia de salvación y, como tal,
tiene un contenido superior al de la antigua época. El AT comienza a
convertirse en un problema a resolver para la comunidad cuando los judíos,
ahora «incrédulos», argumentan contra los cristianos basándose en su
Escritura. Con ello se inició la lucha por la legitimación secundaria, frente a los
judíos, del mensaje de Cristo, lo cual obligó a los cristianos a dar una positiva
y consecuente interpretación cristiana de todo el AT. El principio de todo eso
lo constituye la afirmación de que la pasión y la resurrección de Jesús
acontecieron «según las Escrituras». De esta afirmación positiva saldrá
aquella otra negativa de que los judíos no entienden las Escrituras, cosa que
después, en un paso ulterior, es demostrado con relación a lugares
particulares. Así Mateo en sus citas usa el esquema profético y deuteronómico
«cumplimiento-promesa», el cual en Mt 5, 17 es aplicado a la interpretación
de la ley por parte de Jesús. Por tanto, mientras que originalmente la vida y la
doctrina de Jesús habían sido considerados dentro del horizonte de la -+
apocalíptica, como consumación de la historia de salvación del pueblo judío,
desde ese momento se convierten en principio exegético para interpretar el
AT. A este respecto el esquema promesa-cumplimiento pronto es sustituido en
gran parte por el método alegórico (Bern). Pero, en principio, la prueba de
Escritura tiene una función secundaria y en parte antijudía, pues, en realidad,
la autoridad de los escritos neotestamentarios se debe primariamente al
hecho de que pasó a ellos la autoridad escatológica del Kyrios o de los
apóstoles. En 2 Clem se cita por primera vez un lugar neotestamentario como
«Escritura».

2. Distintos géneros de escritos

En el NT los distintos géneros literarios de algún modo dependen del móvil


teológico en el respectivo escrito. Una creación nueva de Marcos es el género
«evangelio», como colección de tradiciones sobre el Jesús terreno,
reelaboradas desde el punto de vista de una teología posterior a pascua. Todo
el acervo teológico de una comunidad es configurado con ayuda de datos
biográficos para describir la predicación de Jesús. Por la inclusión de las
historias de la infancia, Mateo y Lucas amplían considerablemente este esbozo
y lo convierten ya en una especie de vida de Jesús. Mientras que todo el saber
teológico de Mc está anclado en el tiempo prepascual, Mt distingue ya entre el
tiempo de Jesús en Israel antes de su muerte y la misión de los doce a los
gentiles después de pascua (Mt 28). Con ello el género evangelio queda
esencialmente modificado, pues, en principio, ahora puede abarcar también
encuentros y palabras de Jesús posteriores a pascua. Lc lleva adelante esta
tendencia continuando en los Hechos la historia de Jesús como historia del
evangelio entre judíos y paganos. La doble obra literaria de Lc es expresión de
la concepción teológica que ve en Jesús el centro de los tiempos. Juan, a
semejanza de Marcos, interpola el tiempo posterior a pascua entre la
predicación prepascual, a base, evidentemente, de una amplia reflexión
teológica. Por la anteposición del prólogo el género «evangelio», experimenta
una nueva modificación.

Pero, mientras que en todos los evangelios se conserva todavía la forma del
transcurso histórico, las teologías expresadas en la parte epistolar del NT son
ampliamente independientes, por su contenido, de las noticias históricas sobre
Jesús. Por el carácter distinto de estas teologías, parece imposible que, p. ej.,
Pablo hubiera querido o podido escribir un evangelio. Pablo manifiesta sus
pensamientos, orientados totalmente hacia el Kyrios resucitado, en epístolas a
comunidades (p. ej., Gál), en epístolas más doctrinales (Rom), en cartas
abiertas (Col) y en cartas privadas (Flm). Estas distinciones también tienen
validez con relación a otras cartas neotestamentarias: Heb puede considerarse
como epístola, Ef, 1 y 2 Pe y Jud son «cartas abiertas», 1 Jn y otras tienen
forma de sermón; y las epístolas pastorales, aunque están dirigidas a
personas particulares, sin embargo tienen forma de cartas a comunidades. Un
género que ya existía anteriormente en el judaísmo tardío halló su traducción
cristiana en el Apocalipsis.

La medida de la independencia literaria de los autores es diversa. En los


cuatro evangelios se deben presuponer necesariamente fuentes escritas (Mc
para Mt y Lc; las fuentes llamadas semeia para Jn); también en él Ap y en las
epístolas pastorales las materias tomadas de alguna fuente abundan más
(himno litúrgico en 1 Tim 3, 16; Ap 12) que en las cartas de Pablo (1 Cor 15,
3s; 11). El problema de la pseudoepigrafía hay que decidirlo separadamente
en relación con cada escrito. En principio, se debe contar necesariamente con
la posibilidad de que bajo el nombre de apóstoles se hayan transmitido
escritos que proceden solamente de una tradición en que ha influido un
determinado apóstol (cf. los evangelios ->apócrifos de Pedro, de Santiago y
de Tomás).

3. Los métodos de investigación

Los métodos científicos para la investigación del NT deben usarse según un


orden determinado (cf. también crítica de los evangelios). La crítica textual, a
base de una comparación de los -> manuscritos, tiene la misión de descubrir
los más importantes tipos fundamentales de transmisión de un texto (el texto
original apenas puede alcanzarse plenamente), de decidir sobre el valor de
cada variante y de hacer a veces ciertas conjeturas. El siguiente estadio es la
crítica literaria, o sea, la investigación de un texto (o de todo un libro) en
cuanto a su unidad literaria, tomando como base la observación de
discrepancias relativas a la gramática, al estilo o al contenido en sentido
amplio, o de simples repeticiones (p. ej., después de «y les dice» en Mc 2, 25,
en el versículo 27 se repite «y les dijo», sin que aparezca que Jesús haya sido
interrumpido) y duplicados del texto. Así el texto se descompone en los
elementos que fueron empleados para su construcción literaria (técnica de la
exposición). A la crítica literaria sigue la fijación de las «unidades más
pequeñas», es decir, de determinados giros, que comparados con otros textos
se evidencian como fórmulas (medios auxiliares: concordancias). El paso
siguiente sirve para poner de relieve las formas literarias (p. ej., disputa,
diálogo doctrinal, himno). Si se compara el desarrollo de una forma a través
de distintos textos, se habla de historia de las ->formas. Una forma según
donde sea empleada, tiene distintos «puestos en la vida». Así la forma de
disputa tiene su sede originaria en la discusión de Jesús con los fariseos y su
sede posterior en la general polémica antijudía de la comunidad. Los -+
géneros literarios (p. ej., narración) y la historia de los géneros en general no
son distinguidos suficientemente de la forma literaria, y no pueden definirse
con facilidad. Normalmente un género contiene varias formas y, además, está
determinado esencialmente por una función sociológica más fija, y por eso su
contenido se halla delimitado con más claridad. Así el evangelio constituye un
género que está ligado a una manera biográfica de exposición, y no es
apropiado para el desarrollo de un contenido meramente doctrinal. El puesto
en la vida es sobre todo la liturgia de la comunidad. Una comparación con
Lucas desde el punto de vista de la historia de los géneros muestra que él se
aproxima a un género ajeno al NT, al de la biografía. Hay que tener en cuenta
cómo las formas y los géneros no pueden aplicarse desde fuera a una
determinada literatura (p. ej., el concepto de «leyenda» y de «fábula» está
tomado de un ámbito cultural totalmente distinto y por eso no es apto para
calificar los textos bíblicos), y cómo el uso de métodos nada tiene que ver con
la pregunta por la historicidad de lo expuesto, pues se trata solamente de
técnicas literarias. Para la ilustración del «contenido» de un texto pueden
exponerse la historia del concepto y la historia del motivo, con ayuda del
método de la historia de la religión y de la historia de la tradición. Por otro
lado, la historia de la tradición se refiere también a estadios primitivos de la
transmisión de un texto y así, complementada con el enfoque de la historia de
la redacción, sirve para poner de relieve los estratos en el texto y sus
respectivas teologías. La historia de la redacción pregunta en qué medida la
tradición recibida por un autor ha sido transformada según su propio
«sistema», el cual representa otra tradición. La finalidad del método histórico-
crítico es así el poner de relieve la teología de cada autor, y su reconstrucción
y penetración intelectual.

Es ya asunto distinto la investigación de la historia de la interpretación de un


texto (en la liturgia, en los padres de la Iglesia, en los exegetas de las
distintas confesiones). Llevado a una situación diferente, el texto presenta un
matiz nuevo en cada caso. El exegeta sólo investiga la historia de la tradición
de un texto hasta el punto final de su fijación literaria.

4. El problema de la unidad teológica

Sólo en forma esquemática y abreviada podemos hablar aquí de la pluralidad


de teologías en el NT. Y con ello no se pone en duda que, en el primer origen
y último fin de esas teologías, late una unidad sobre la cual la teología
sistemática basa justamente su reflexión.
El NT mismo no es una unidad teológica. Esta diversidad no solamente afecta
a las teologías desarrolladas tal como aparecen ahora, sino también a las
tradiciones que laten tras ellas. Así, p. ej., ya Pablo unifica dos derivaciones
distintas del concepto central «nueva alianza»: según 2 Cor ésta consiste en
la ley pneumática de los corazones; según 1 Cor (caudal recibido), ella
consiste en la purificación por la sangre de Jesús. Otro ejemplo típico es la
pregunta relativa al acto por el que se transmite el bien salvífico, el --
>Espíritu Santo: según Mc 1, 8 y Act 1, 2 por el bautismo escatológico del
Espíritu; según Mateo y Pablo por el bautismo cristiano de agua; según el
Evangelio de Lucas y el libro de los Hechos por la imposición de manos a
partir de pentecostés. Sobre el terreno de tradiciones diversas, entre las
cuales cabe distinguir una sinóptica de tipo judeocristiano, otra del judaísmo
helenista y otra del cristianismo gentil, se configuraron distintas teologías.

Las distintas teologías del NT se dividen en tres grupos fundamentales:


teología de Pablo (surgida entre los años 35 y 60 d.C.), teología sinóptica (del
año 70 al 90 d.C.) y teología de ->Juan (hacia el año 100; cf. también: ->
teología bíblica ii). Heb es un esbozo de tipo peculiar. Pero en todas estas
modalidades fundamentalmente distintas el punto de partida común de la
sistemática teológica es la muerte y resurrección de Jesús. Mientras que Mc
retrocede desde ahí hasta la vida de Jesús, matizándola según su propia
interpretación de esos sucesos (procedimiento que culmina en Juan), la
literatura epistolar del NT y el Apocalipsis desarrollan el significado teológico
de dichos sucesos sin preocuparse del material biográfico. Sólo en tres lugares
invoca Pablo una palabra de Jesús, y en Sant 5, 12 aparece como exhortación
de Santiago lo que en Mt (5, 33ss) era palabra de Jesús (una tradición común
del judaísmo tardío sobre la prohibición de jurar es transmitida en Mt como
palabra de Jesús, en Santiago como palabra de este apóstol y en Hen[eslav]
como palabra de Dios o de Henoc). Pablo enseña por la autoridad de su
condición de apóstol (que él fundamenta en el señor glorificado), mientras
que en los sinópticos toda doctrina sólo puede proceder inmediatamente de
Jesús mismo. Es además común a los tres tipos fundamentales que hemos
mencionado el hecho de que los bienes salvíficos de la comunidad consisten
en la posesión del Espíritu, que es la decisiva e innegable realidad nueva y el
vínculo de unión entre un pasado cada vez más remoto (la vida, muerte y
resurrección de Jesús) y un futuro todavía invisible. Evidentemente esta
concepción sobre el Espíritu como bien salvífico está relacionada con diversas
perspectivas acerca de la manera como el próximo -->reino de Dios se halla
ya presente o es todavía futuro. Mientras que en el mensaje de Jesús el reino
de Dios que está llegando es el acontecimiento salvífico central del futuro,
después de la ->resurrección se considera que en principio la salvación se ha
dado ya con la persona de Jesús. Sin duda Jesús en su propia posesión del
Espíritu vio ya la irrupción del reino de Dios; y aquí tenemos también un
germen prepascual de la cristología. Pero el peligro de las teologías
posteriores a pascua en parte consistía en centrar unilateralmente la historia
en la resurrección de Jesús, con pérdida de la perspectiva escatológica; los
gnósticos sucumbieron ante este peligro (cf. p. ej., 2 Tim 2, 18). Frente a
tales grupos Pablo acentúa la vinculación de la salvación, por una parte, a la
existencia histórica de Jesús y a su muerte, y, por otro lado, al juicio, que
todavía tiene un carácter futuro. Mc soluciona el problema del siguiente modo:
El Espíritu ha sido infundido ya en Jesús y se muestra también en la operación
de los doce; pero hasta el final no se comunicará a todos (Mc 1, 8). Según Act
2, este final fundamentalmente ya ha hecho su irrupción con la infusión del
Espíritu en pentecostés. La pregunta por la legitimación de un tiempo
intermedio tan prolongado antes del final, en la teología que sigue a Mc se
hace cada vez más apremiante como el problema del así llamado retraso de la
parusía. Le y Jn ven el tiempo de la Iglesia como el planeado y necesario
período de salvación. Según Jn este tiempo es el del Paráclito, que esclarece y
consuma las palabras de Jesús. Pero ya en Pablo la presencia del Espíritu en
la comunidad no es distinguida de la presencia del Señor glorificado. Así el
problema del tiempo intermedio y el de la función de la comunidad reciben
una solución positiva independientemente del reino de Dios: con relación al
reino de Dios la comunidad no se caracteriza solamente por el «todavía no»
en lo referente a la universalidad, sino también por el hecho de que ya se ha
producido en ella el retorno del Señor en virtud de la posesión del Espíritu, la
cual coincide con los límites de la comunidad.

La diversidad de las teologías neotestamentarias tiene su origen, no sólo en la


interpretación distinta del mensaje sobre el fin próximo, sino también en la
diversa interpretación de la persona de Jesús y, junto con eso, en la
concepción diferente que cada comunidad tiene de sí misma. Las cristologías
quedan expresadas en una serie de títulos que en cada caso sólo designan un
aspecto del contenido y que, en buena parte a causa de su prehistoria, no
admiten una interpretación precisa. De origen prepascual son los títulos:
rabbi, maestro, profeta, hijo de David, rey de los judíos; en boca de Jesús
mismo aparece el título «Hijo del hombre» (pero solamente en tercera
persona). El título más importante para el desarrollo posterior es «Hijo de
Dios». Otros nombres son: siervo de Dios, Mesías, Kyrios, Cristo, redentor, el
santo y el justo, cordero de Dios, sumo sacerdote.

Los títulos que las comunidades se dan a sí mismas están orientados a la


relación de los discípulos con el rabbi Jesús antes de Pascua, como el
concepto µathetai (discípulos), o establecen una analogía entre la comunidad
e Israel, así, p. ej., los santos (Pablo, Act), los pequeños, los pobres (en el
ámbito judeocristiano), los elegidos, los llamados, xristianoi, «ecclesia»,
hermanos y hermanas, pueblo de Dios, domésticos y amigos de Dios,
extranjeros, nazareos, galileos. Sorprende el que el título de carácter personal
en plural (santos, etc.) prevalezca sobre los conceptos singulares colectivos
(ecclesia, pueblo).

Se interpreta diversamente en las distintas teologías sobre todo la muerte de


Jesús. Los sinópticos sólo germinalmente desarrollan la importancia de la
muerte de Jesús para la salvación de los cristianos; únicamente la fórmula
«por muchos» en Mc 10, 45 y 14, 24 insinúa una función representativa de su
muerte. Prevalece la interpretación del justo paciente. La muerte y la
resurrección de Jesús todavía no son consideradas como una misma acción
salvífica. En la cuestión de la salvación el acento principal recae sobre la
resurrección. Juan en general evita los términos que indican «pasión», e
interpreta la muerte de Jesús como glorificación y partida necesaria para la
misión del Espíritu. Atenúa lo escandaloso de la muerte de Jesús en la cruz
mediante circunlocuciones teológicas, entre las cuales se hallan expresiones
«amar», «poner la vida» y «cordero de Dios», título indicador de dignidad
tomado del AT (Is 53). Fue principalmente Pablo el que concibió la muerte de
Jesús como decisiva condición previa para hacer posible la salvación: Por su
muerte Jesús ha cargado con el poder del pecado, que desde Adán pesaba
sobre la humanidad, y ha llevado la maldición de todos. Sin duda también
aquí la muerte tiene la función de eliminar la maldición y la amartía. También
en Pablo la posesión positiva de la salvación está ligada a la posesión del
Espíritu, comunicada por la resurrección y la presencia del Señor glorificado.
Bajo este aspecto la esfera de la sarx queda reprimida solamente en virtud de
la esfera del Pneuma. Frente a la teología paulina el peculiar pensamiento
fundamental de la epístola a los Hebreos es: que la muerte de cruz fue para
Jesús una acción de sumo sacerdote, pues por esta muerte él pudo ganar la
sangre en virtud de la cual le fue posible entrar en el santuario celestial y
purificar la conciencia de los creyentes (Heb 9, 11-14). El Apocalipsis
considera igualmente la sangre de Cristo como lo más importante en la
muerte de Jesús, pues con ella son purificados los cristianos y es vencido su
acusador; y, por otra parte, también la glorificación es concebida como
victoria.

Aparte de estas diferencias doctrinales entre los autores, no hay que olvidar
cómo los escritos neotestamentarios son tanto testimonios de la historia
global del cristianismo primitivo como productos teológicos de sus autores
particulares. Se da ahí un proceso de desarrollo que no sólo afecta a lo
doctrinal, sino también a la constitución, a la liturgia y a la ética de las
comunidades. Una mente dogmática no se admirará por las diferencias
neotestamentarias en la interpretación de la salvación iniciada con Jesús, pues
las teologías particulares en medio de la temporalidad y diversidad, dan
testimonio de la revelación en Jesucristo, la cual de suyo es única, pero antes
de la manifestación definitiva de la gloria se presenta necesariamente de
manera multiforme. Según esto la tradición eclesiástica podría tener la misión
de unificar de algún modo estas teologías, preparando así la unidad de la
revelación final. Sin duda ese procedimiento de la tradición en lo referente a la
dirección del movimiento difiere de la acción del exegeta, pues éste, al
exponer las peculiaridades de las teologías, aunque reconoce la validez de la
unidad creada por dicho procedimiento, sin embargo, muestra su carácter
transitorio con relación al eskhaton. Ambos movimientos se complementan,
puesto que la Iglesia, hasta que llegue el final ansiado, tiene que volver
siempre la mirada hacia sus orígenes.

5. La historia de la interpretación

Todo uso de un escrito es ya una determinada interpretación. Los escritos del


NT en primer lugar fueron usados (y son usados todavía) en la liturgia, donde
quedan interpretados por su unión con otros textos. Una interpretación
parecida se dio ya en la colección de los diversos escritos para constituir el ->
canon, pues con ello se presuponía que estos escritos son de origen apostólico
y no contienen herejías (gnósticas), de modo que pudieron ser aceptados por
la Iglesia católica (canon Muratori); y se presuponía también que en esencia
su contenido es idéntico. Luego fue especialmente la teología sistemática la
que se apropió esta interpretación del NT, incluyendo también el AT. Una
manera muy determinada de interpretación se da igualmente en la amplia
historia del texto del NT, puesto que aquí se han realizado interpretaciones de
mayor o menor importancia mediante modificaciones del texto mismo. En
conjunto de manuscritos actualmente conocidos comprende 76 papiros, 250
códices unciales, 2595 minúsculos y 1909 leccionarios. Una especial
exposición exegética del NT se ha realizado bajo la forma de traducción, de
paráfrasis, de glosas, de escolios, de cadenas, de comentarios y apostillas.
Una investigación propiamente científica del texto, cuyo fin no sea su
utilización, sino la cuestión de la opinión del autor mismo, prácticamente se
da desde Richard Simon (1693). Sus estímulos fueron recogidos en la época
siguiente principalmente por autores protestantes, en primer lugar por J.S.
Semler y J.D. Michaelis. El comienzo del siglo xix estuvo dominado por la
tendencia crítica de Tubinga, sobre todo bajo la guía de F.C. Baur, y por la
explicación mítica de D.F. Strauss. Las corrientes más importantes de la
exégesis protestante de nuestro siglo son la «escatología consecuente» (J.
Weiss, A. Schweitzer), la escuela histórica de la religión (Bousset), la escuela
de la historia de las formas (Dibelius, Bultmann), y el retorno a la
interpretación teológica en el programa de -> desmitización de R. Bultmann.

La exégesis católica floreció en el humanismo del siglo xvi; Richard Simon y la


problemática planteada en la época de la ilustración tuvieron que quedar sin
eficacia. Desde principios de nuestro siglo empieza a renacer la --> exégesis
católica, particularmente con J.-M. Lagrange. Se han realizado trabajos
especialmente importantes con relación a la historia del texto, a la historia de
las traducciones y a la arqueología. La investigación crítica de los textos
mismos ha sido estimulada sobre todo por la encíclica Divino of Plante Spiritu,
de Pío xii (1943), y por la Constitución sobre la revelación del concilio
Vaticano II.

BIBLIOGRAFIA: E. Kdsemann, Begründet der ntl. Kanon die Einheit der


Kirche?: EvTheol 11 (1951-52) 13-21; M. Dibelius, Die Formgeschichte des
Evangeliums (T 31959); R. Bultmann, Die Geschichte der synoptischen
Tradition (Go 51961); Wikenhauser E; Bultmann; R. Schnackenburg,
Neutestamentliche Theologie (Mn 1963); F. Hahn, Christologische Hoheitstitel.
Ihre Gescbichte im frühen Christentum (Go 1963); K. Koch, Was ist
Formgeschichte? (Neukirchen 1964); W. G. Kümmel, Einleitung in das Neue
Testament (Hei 141965); H. Ristow - K. Matthiae (dir.), Der historische Jesus
und der kerygmatische Christus (B 1960); J. Schreiner, Forma y propósito del
NT. Introducción a su problemática (Herder Ba 1972).

Klaus Berger

ESCRITURA

III. Sobre la teología de la sagrada Escritura

1. Punto de partida

a) Ante todo hemos de pensar que para nosotros, como cristianos, el punto de
partida puede y debe ser específicamente cristiano; y sólo desde ahí es
posible asumir el AT como parte de nuestra s. E. Nuestra situación es, pues,
diametralmente opuesta a la del tiempo del NT, cuando la importancia
salvífica de lo acontecido en Cristo debía legitimarse por la Escritura del AT,
como instancia considerada válida con toda naturalidad. Esta historicidad del
punto de partida no puede ser superada ni olvidada. Así, también el Vaticano
11, Dei Verbum, n .o 2 [cf. n° 71), al exponer el concepto de revelación, parte
de la que se produjo en Jesucristo y no de una revelación general, sobre la
cual habla por primera vez en el n.° 3. Consecuentemente hemos de
preguntar en primer lugar por el punto de partida teológico para la teología
del NT. Aquí hemos de presuponer que están resueltas las cuestiones acerca
de la relación entre la fe y la fundamentación racional e histórica de la misma,
entre la dogmática y la teología fundamental. O sea, aquí se trata de una
cuestión teológica y no de un problema de teología fundamental.

b) También la inteligencia teológica de la Escritura (en lo referente a su --


>inspiración, al ->canon, a la inerrancia, a su relación con la -+ tradición, a
su carácter normativo para la Iglesia y para su profesión de fe y teología) se
debe solamente a la fe en que, según se manifiesta históricamente en Cristo,
por un lado, Dios, comunicándose a sí mismo y perdonando, a través de toda
la historia de salvación se acerca con su gracia a la humanidad como su
origen y fin, y en que, por otro lado, esta historia y victoriosa
autocomunicación de Dios, en Jesucristo, el crucificado y resucitado, ha
alcanzado su manifestación irreversible y su estadio definitivo. Esta
manifestación histórica irreversible de la voluntad benévola de Dios implica la
existencia permanente de la comunidad que cree en Jesucristo, la -> Iglesia,
que por la profesión de fe y el culto está siempre referida al hecho
escatológico de la salvación, que es Jesucristo, y con ello a su propia historia.
Por tanto ella sólo puede permanecer fiel a su esencia si, en medio de las
necesarias concesiones a su cambio histórico, se entiende a sí misma como
Iglesia del tiempo apostólico, pues sólo alcanza a Jesucristo a través de esta
Iglesia apostólica y de su testimonio de fe.

c) La presencia normativa de la Iglesia del tiempo apostólico en la Iglesia


posterior se produce por la -> tradición (como vida y doctrina), que incluye la
legítima misión autoritativa del oficio eclesiástico (dándose un
condicionamiento mutuo entre la predicación que engendra la fe en la fuerza
del Espíritu y la autoridad formal de la misión). Pero precisamente este
regreso constante de la comunidad creyente al tiempo de la primera Iglesia
por la tradición, exige, puesto que aquélla ha de ser la norma crítica de su
propia acción y enseñanza, la posibilidad de distinción entre el propio
testimonio sobre la acción y doctrina de la Iglesia apostólica, por un lado, y lo
testimoniado (la acción y la fe de la primera Iglesia), por otro lado. Esta
posibilidad se da si existe un testimonio escrito normativo acerca de la fe y
acción de la Iglesia primitiva. Con ello no disminuye la importancia de la
tradición autoritativa, pues la explicación de ese testimonio escrito debe
hacerla, exigiendo fe en ella, el magisterio vivo de la Iglesia, mediante una ->
interpretación existencial (la cual conserva la vinculación histórica a la Iglesia
primitiva, y así a Jesucristo), y, además, esa instancia que ha de ser norma
crítica debe transmitirse a través de la tradición, tanto en lo relativo a su
esencia (-> inspiración) como en lo relativo a su extensión (-> canon). Por
tanto este testimonio escrito no es una dimensión que esté simplemente fuera
de la tradición y de su portador autoritativo (-> magisterio), sino que es un
momento en ella misma. A este respecto, la unidad y la diferencia, que siguen
ejerciendo una función activa por el permanente carácter normativo de la
Escritura, en último término sólo están garantizadas por la constante fuerza
victoriosa del Espíritu, que es creída junto con la victoria escatológica de Dios
en Cristo. Por tanto, sólo puede darse sagrada Escritura en la tradición
autoritativa; pero ésta, para poder existir, se antepone a sí misma la sagrada
Escritura como su propio criterio, como un momento interno suyo y, sin
embargo, distinto de ella (->Escritura y tradición).

d) Por consiguiente de momento podemos decir: la sagrada Escritura es la


objetivación de la Iglesia apostólica, con su acción y profesión de fe, en la
palabra escrita, como momento y norma interna de la tradición en la que la
Iglesia de tiempos posteriores atestigua el suceso escatológico de la salvación
en Jesucristo. En cuanto el «principio» de la Iglesia (entendido como
fundamentación de su existencia permanente y no sólo como primera fase
temporal) debe darse de manera permanente y estar presente en la
dimensión histórica de la Iglesia (¡y no sólo en ésta! ), en su profesión
explícita de fe y en la comprensión intelectual de lo creído, en la norma de fe
que obliga a todos conjuntamente y en la posibilidad de una referencia
retrospectiva, demostrable en el terreno humano, a este constante comienzo
normativo de los tiempos finales; tiene que existir, en consecuencia, una
objetivación pura y por tanto absolutamente normativa, una norma non
normata, de ese principio permanente. Esta objetivación se da de hecho en la
dimensión histórica y se llama Escritura.

2. Inspiración de la Escritura

En virtud de lo dicho el nacimiento de la Escritura no ha de concebirse como


un «dictado» del Dios que inspira de tal manera que los hagiógrafos hubieran
sido meros secretarios que recibieron pasivamente, pues en realidad ellos
fueron verdaderos «autores» (Dei Verbum, n .o 11) que, bajo el influjo del
Espíritu Santo, escribieron cada uno su propia obra. Pero escribieron su propia
obra de modo que - en cada caso según la situación del escritor - quedara
atestiguada la fe de la comunidad a la cual ellos pertenecían, comunidad que
con razón se sabía miembro válido de la única Iglesia. Así estos escritos son,
como unidad diferenciada, el testimonio de la fe de la Iglesia apostólica, la
cual es la norma permanentemente válida para la fe de la Iglesia posterior. En
cuanto estos escritos son frutos de la voluntad de Dios, que en Jesucristo
quiso la existencia de la Iglesia como permanentemente apostólica (como
norma y como conforme con la norma: Iglesia apostólica e Iglesia posterior),
y con una predefinición formal fueron pretendidos en cuanto norma, ellos
están «inspirados». En tanto la Iglesia entiende estos escritos como los
adecuados a su Kerygma y se sabe permanentemente ligada a ellos como
libros de la Iglesia normativa, mediante ese acto no constituye su ->
«inspiración», pero sí la «conoce», sin necesidad de revelaciones detalladas
para cada escrito, las cuales, dado el carácter históricamente «casual» de
algunos libros y su origen reciente -en comparación con los auténticos
apóstoles -, no parecen probables en relación con ciertas partes de la
Escritura.

3. Canon y formación del canon

Con ello está dicho lo teológicamente decisivo sobre el ->canon y su


conocimiento por la Iglesia. El problema dogmático y el de la historia de los
dogmas con relación al canon es la cuestión de cómo éste pudo ser conocido,
es decir, la de cómo la revelación del mismo (de la cual se trata, puesto que la
verdad del canon no puede concebirse como objeto de la lides ecclesiastica a
diferencia de la lides divina) presenta un aspecto históricamente probable y
puede conciliarse en concreto con la realidad de su formación lenta y
vacilante. En primer lugar el concepto de «Iglesia apostólica» (la «Iglesia de
la primera generación», en la que todavía se producía la revelación «hasta la
muerte del último apóstol») no ha de formularse en manera demasiado
estrecha, si no se quiere topar con el problema de la redacción tardía de
algunos escritos neotestamentarios. Pero cabe también entender la «primera»
generación, no en un sentido biológico, sino como- una dimensión de la
historia del espíritu; y entonces no es posible hablar de una norma tan
delimitada que se puedan señalar a priori el año y el día. Por otro lado la
formación (el conocimiento) del canon todavía tiene una larga historia
después de la era apostólica, aunque en este tiempo ya no era posible una
nueva revelación. Pero la lenta y vacilante conclusión de la formación del
canon exigiría una nueva revelación en el tiempo postapostólico, solamente si
ésta hubiera de entenderse como una comunicación directa con frases
concretas acerca de cada escrito en particular. La cuestión es, pues, si cabe
pensar en una revelación originaria sobre el canon de tal modo que, por un
lado, ella se produjera en el tiempo apostólico, y, por otro lado, fuera tan
implícita que su explicación necesitara tiempo y llevara consigo vacilaciones
(evolución de los ->dogmas). Si de antemano se cifra la naturaleza de la
Escritura en que ella, por esencia, en cuanto momento de la Iglesia primitiva,
normativa para todos los tiempos, ha sido querida por Dios como un aspecto
de la constitución eclesiástica y una norma para el futuro, de modo que su
inspiración haya sido revelada originariamente en la revelación de este amplio
hecho del carácter normativo de la Iglesia primitiva; entonces tenemos ya el
pensamiento explícito a base del cual la Iglesia posterior pudo, conocer los
límites del canon sin necesidad de una nueva revelación.

4. «Suficiencia» de la Escritura

A base del breve esbozo sobre la relación entre ->Escritura y tradición que
aquí hemos hecho, en cierto modo puede darse respuesta también a la
cuestión de la «suficiencia» de la Escritura y al principio protestante de la sola
Scriptura. En primer lugar es evidente que el -> kerygma de la Iglesia en el
tiempo apostólico precede a la Escritura. Este kerygma autoritario de la
Iglesia, que implica una constante mirada hacia la predicación anterior, no
cesa con la constitución de la Escritura, y así es «tradición», pero una
tradición que no consiste en una mera relación retrospectiva a la Escritura en
cuanto tal (Dei Verbum, n .o 7 y 8). Esta tradición transmite también la
Escritura como inspirada, junto con la verdad relativa a sus límites (canon), y
así atestigua su naturaleza y extensión. En este sentido está claro que la
Escritura «no se basta a sí misma» (ibid., n° 8) y «que la Iglesia no saca
solamente de la sagrada Escritura su certeza sobre todo lo revelado» (ibid. n.°
9). La pregunta concreta sólo puede ser, por tanto, si de hecho la tradición
apostólica, aparte de esta testificación de la esencia y extensión de la
Escritura, poseyó originariamente verdades particulares que de ningún modo
están contenidas en la Escritura y se transmitieron como obligatorias para la
fe por mera «tradición oral». En caso afirmativo, prescindiendo del testimonio
que la tradición da de la Escritura, la revelación fluiría hacia nosotros
dividiendo su caudal en dos cauces (llamados a veces «fuentes», término
expuesto a tergiversaciones). A esta cuestión así planteada el Tridentino no le
dio una respuesta clara (Dz 783); o por lo menos la interpretación de este
texto se ha discutido hasta hoy. El Vaticano ii en la constitución Dei Verbum
ha evitado rotundamente una toma de posición ante esta cuestión. Para la
solución objetiva del problema en primer lugar ha de tenerse en cuenta lo que
sigue: Es una cuestión oscura, que dista mucho de estar resuelta, la de cómo
ha de concebirse exactamente la evolución de los ->dogmas, o sea, la
explicación de lo implicado en la revelación originaria. Pero sólo con el
presupuesto de una respuesta a esta pregunta será posible establecer a
posteriori si un determinado dogma actual, el cual se halle explícitamente en
la Escritura, puede o no puede estar implícitamente en ella. Mas, por otro
lado, no parece históricamente probable que un dogma definido luego por la
Iglesia existiera en el tiempo apostólico como enunciado explícito de una
verdad de fe y no entrara a formar parte de la Escritura, y que nosotros
podamos demostrar por medios históricos la existencia de tal enunciado
explícito (lo cual sería necesario para que la apelación a una tradición
apostólica materialmente distinta de la Escritura tuviera algún sentido y no se
quedara en mero postulado dogmático). Por consiguiente, la apelación a una
tradición apostólica materialmente distinta no soluciona ningún problema
concreto con relación a la historia y evolución de los dogmas. Por lo menos
desde este punto de vista nada impide la afirmación de una suficiencia
material de la Escritura (dentro de los límites señalados). Si una verdad no
está contenida explícitamente o de algún modo implícitamente en la Escritura,
no podemos demostrar históricamente que ella estuviera en el originario
kerygma apostólico. La definición de una frase por el magisterio garantiza
ciertamente que ella está contenida allí (por lo menos de un modo implícito),
pero no dispensa al teólogo de preguntarse en qué manera está contenida. Y
la respuesta a esta cuestión no resulta más fácil recurriendo a una tradición
oral que buscando una implicación en la Escritura.

5. Los escritos del AT en el canon

En cuanto la antigua alianza es el «horizonte» del suceso de Cristo y como tal


es querida por Dios, y en cuanto la antigua alianza fue entendida y asumida
por la Iglesia primitiva como su propia prehistoria legítima, los escritos del AT
(como momento de esa antigua alianza) obedecen a la intención divina y
están inspirados de antemano. Pero en esta afirmación hemos de tener en
cuenta a la vez que en el AT no había ni podía haber una instancia autoritativa
e infalible para la delimitación del canon (pues tal instancia es una dimensión
escatológica que sólo puede existir después de Cristo). Por tanto, en el
absoluto sentido neotestamentario de «Escritura» (a diferencia del sentido
vago que la expresión «escritos sagrados» presenta en la historia de las
religiones), antes de Cristo la s.E. del AT estaba todavía constituyéndose,
pues para la constitución de la Escritura se requiere necesariamente la
constitución del sujeto de su conocimiento (en el sentido de una norma
normans definitiva que la delimite claramente frente a otros escritos). En
sentido pleno el AT es «Escritura» solamente en cuanto la nueva alianza está
ya ocultamente presente en la antigua (en forma ya y todavía oculta: Dei
Verbum, n .o 16) y, por eso, los escritos de la antigua alianza «reciben y
revelan» su sentido pleno únicamente en la nueva alianza (ibid.). Es
importante ver esto, porque así la -> hermenéutica bíblica del AT en principio
puede fundamentarse en Cristo (cf. Dei Verbum, n° l4ss). Eso no significa,
naturalmente, que la experiencia de la historia salvífica y de la relación entre
Dios y el hombre, tal como se refleja en el AT tenga importancia para el
hombre de la nueva alianza tan sólo por sus implicaciones específicamente
cristológicas. Pues éstas, además de «iluminar e interpretar» el suceso de
Cristo (ibid, n° 16), tienen también validez permanente en sí mismas, a pesar
«de la imperfección y del condicionamiento por el tiempo» (ibid., n° 15) que
iban anejos a la época salvífica que estaba transcurriendo, época que ya no es
la nuestra. Hay, pues, una teología veterotestamentaria de los escritos del AT
y una teología neotestamentaria de los mismos, así como hay unidad,
diversidad y referencia mutua entre ambas alianzas. Pero también hemos de
resaltar otro punto de vista, en cuanto en la nueva alianza la revelación se
identifica con el Jesucristo concreto, que en su Espíritu escatológicamente
victorioso mueve los corazones a la fe y manifiesta su victoria en la
comunidad; la revelación neotestamentaria rebasa esencialmente las «letras»
de una «Escritura». Por eso, el carácter «escrito», es más esencial para la
antigua alianza que para la nueva, y el nuevo testamento no continúa sin más
los libros del AT en una línea recta.

6. «Inerrancia» de la Escritura

La inspiración, el que Dios sea autor de la Escritura, y su función como norma


non normata en la Iglesia y para su magisterio infalible, el cual no está por
encima de la Escritura, sino que se halla a su servicio (Dei Verbum, n° 10),
tienen como consecuencia la inerrancia de los escritos sagrados. Esa
inerrancia es doctrina de fe, con relación a la doctrina verdaderamente
afirmada por la Escritura como verdad que se debe creer (Dz 5705 1787 1809
1950 2180). Pero con esta afirmación no está resuelta todavía la pregunta
exacta de la inerrancia. En lo referente a esta pregunta exacta, lo más
adecuado es partir de la declaración contenida en la constitución Dei Verbum,
n° 11: «Hay que confesar que los libros de la Escritura enseñan firmamente,
con fidelidad y sin error, la verdad que Dios quiso consignar en las sagradas
letras para nuestra salvación» (cf. a este respecto los textos aquí citados en
Dz 787 y EB 121, 124, 126s; 539). Sin duda esta frase no está redactada
intencionadamente en un sentido restrictivo, como si ella se refiriera a las
verdades salvíficas en contraposición a las profanas; pero ese sentido
tampoco está claramente excluido, pues no consta con certeza que las citas
añadidas hayan de tomarse como una interpretación obligatoria del texto. La
distinción, que se introdujo sobre todo en el tiempo del -> modernismo (y que
fue rechazada por los papas desde León XIII hasta Pío xii) en esta cuestión,
entre verdades salvíficas y afirmaciones profanas, presuponiendo que tales
afirmaciones se dan de manera absoluta en la Escritura, seguramente lleva en
la práctica a un dilema superfluo e irreal. Si los textos bíblicos hacen
afirmaciones de esta índole, deberemos sostener (con León XIII y Pío xii entre
otros): también esos enunciados profanos gozan de inerrancia. Pero la
auténtica pregunta es la siguiente: si aplicamos las reglas de la ->
hermenéutica bíblica con rigor y exactitud (-> géneros literarios; cf. también
Dei Verbum, n 12, 19; Dz 2294; EB 557-562; Instrucción de la Comisión
Bíblica Sancta Mater Ecclesia: AAS 56 [1964] 715), ¿hay realmente en la
Escritura afirmaciones puramente profanas, en cuya exactitud el hagiógrafo
empeñe absolutamente su palabra, como si él manejara el moderno concepto
histórico (y científico) de verdad? ¿Hace verdaderamente la Escritura aquellas
afirmaciones cuya exactitud nos plantea un problema? Si es posible dar una
respuesta negativa a esta pregunta, la frase de la constitución Dei Verbum (n°
11) puede leerse tranquilamente en el sentido de que ella afirma una
inerrancia tan sólo en las verdades salvíficas de la Escritura, sin que por ello
se entre en conflicto real con las declaraciones hechas desde León xiii hasta
Pío xii. En frases con contenido teológico y profano donde la Escritura afirme
algo en forma contundente y obligatoria, hemos de guardarnos de ver allí
precipitadamente un error. Para evitar esa conclusión precipitada hemos de
tener en cuenta lo siguiente: a) tomando en consideración el exacto ->género
literario (Dz 1980 2302 2329), debe preguntarse dónde están los límites
precisos de la intención de afirmar, o sea, qué dice y afirma exactamente la
frase. b) Se debe atender al inevitable margen de imprecisión que forma parte
de todo enunciado humano y, con ello, también de toda frase verdadera; lo
cual no equivale a un «error» (eso puede advertirse, p. ej., en las narraciones
dobles). c) Hay que distinguir exactamente entre forma y contenido de la
afirmación, entre la cosa significada y el modelo de representación, utilizado
pero no afirmado (horizonte de la afirmación y esquemas conceptuales
presupuestos pero no enjuiciados), entre afirmación propia y mero relato de
opiniones corrientes y de meras apariencias (citas implícitas: Dz 1979 2090
2188). d) Hemos de pensar cómo un no saber que se trasluzca en la forma de
expresión todavía no equivale a una negación de lo ignorado, cómo la
imposibilidad de hacer coincidir dos frases en el terreno del modelo de
representación todavía no significa la imposibilidad de que sus contenidos
sean idénticos, cómo el factor de la perspectiva en la declaración y el error no
son lo mismo.

El teólogo parte del origen de la Escritura como testimonio normativo de la


revelación y desde ahí formula de manera global el principio de su inerrancia.
El exegeta parte de los escritos particulares, de sus frases y de su sentido
inmediato, y desde aquí pregunta críticamente por la exactitud de cada
enunciado. Así se produce una tensión, que no siempre puede suprimirse en
cada caso concreto, entre los postulados del teólogo y los resultados del
exegeta, tanto más por el hecho de que, metódicamente, el primero decidirá
el sentido de cada frase desde su principio general de la inerrancia, y el
segundo, desde el sentido de cada frase determinado exegéticamente,
establecerá el significado y los límites de dicho principio general. El teólogo, si
comprende debidamente el sentido y los límites de su propio método, no tiene
por qué discutir al exegeta el derecho a calificar de inexactas algunas frases
que tomadas por sí solas no afectan directamente a ninguna realidad salvífica,
y que él enjuicia según los cánones del actual concepto de verdad. Esto no
contradice a lo realmente afirmado en la doctrina eclesiástica de la ínerrancia
de la Escritura. Se dan en ésta tales frases, y el método de la exégesis no
puede renunciar a ese enjuiciamiento, pues cada enunciado ha de ser
examinado en su sentido y exactitud atendiendo a lo que él dice por sí mismo,
y no sólo a lo que dice bajo la perspectiva total de la Escritura y de ciertos
géneros literarios.

7. Teología en el NT

La Iglesia está formada por personas que siempre son históricamente libres y
singulares. La singularidad personal (que no puede reducirse como un mero
caso particular al concepto general de «hombre») repercute también en la
realización de la fe. La Iglesia es en todos los tiempos la unidad de Iglesias
distintas, con su propia fisonomía temporal, espacial, cultural y teológica.
Ambos pensamientos tienen validez también con relación a la Iglesia de la
época apostólica. Y por tanto, en virtud de la esencia de la Iglesia, ambos
aspectos deben mostrarse también en los escritos del NT, que son la
objetivación de la Iglesia de esta época; y deben mostrarse allí sobre todo por
el hecho de que esos escritos no constituyen una mera reproducción fiel del
suceso originario de la revelación, sino que contienen ya una reflexión
teológica sobre ella. Así, pues, por la esencia de la Iglesia y de la Escritura, ya
en el Nuevo Testamento tiene que haber diversas teologías; y las hay de
hecho, o sea, hay allí lo que más tarde en la historia de la Iglesia ha recibido
el nombre de «escuelas teológicas», cuya naturaleza auténtica no se
manifiesta en su eventual oposición contradictoria (entonces sólo una tendría
razón), sino en la diversidad del horizonte sistemático, de los conceptos
usados, etc., en cosas, por tanto, que no se oponen contradictoriamente, pero
que, en concreto, tampoco pueden superarse simplemente por una «síntesis»
más alta. Es derecho y tarea del exegeta ver y elaborar este pluralismo de
teologías en el NT. Antes de componer una -->«teología bíblica» él debe
exponer las teologías bíblicas. Aunque, desde la perspectiva dogmática, se da
una unidad suprema de estas teologías la cual está garantizada por la
conciencia creyente de la Iglesia, que delimita el canon y así entiende la
Escritura como una unidad, sin embargo, esto no significa que el teólogo
bíblico pueda prescindir del pluralismo de teologías en el NT, y tampoco que él
(o el dogmático) deba superar completamente este pluralismo y suprimirlo
por completo en un plano superior, en un sistema, ya que eso es imposible
por diversas razones por más que esta «supresión» sea una finalidad a la que
la teología ha de aspirar «asintóticamente». Lo que el exegeta no puede hacer
es solamente esto: sostener que en la Escritura canónica cabe hallar frases
que se oponen contradictoriamente aun después de una recta interpretación
(que tenga en cuenta la ->analogía de la fe: Dei Verbum, n. 12), de modo
que nos veamos en la necesidad de aceptar una frase y rechazar la otra. Es,
ciertamente, posible pensar en un «canon dentro del canon» (como una cierta
norma crítica que haga posible una interpretación más exacta), en el sentido
en que el Decreto sobre el ecumenismo, n° 11, habla del «fundamento de la
fe». Pero ese canon no puede establecerse como norma contra la Escritura,
contra alguna de sus partes o ciertas teologías en ella (p. ej., la de un
«primitivo catolicismo» en los escritos posteriores del NT).

8. Escritura (teología bíblica) y dogmática

a) Toda tradición es siempre una unidad, no sometida a plena reflexión, entre


tradición divina y humana. Cada paso de la evolución de los dogmas y de la
historia de la teología confirma este hecho. Pero en toda tradición concreta se
requiere, para el pensamiento teológico que reflexiona sobre ella y apela a
ella, un criterio que permita discernir cuál es su parte de traditio divina y su
parte de traditio humana. Sobre todo cuando se busca el esclarecimiento de
una frase que eventualmente haya de definirse como verdad de fe y que no
haya sido enseñada en cuanto tal en la tradición anterior, y en otras
cuestiones anteriormente discutidas que el magisterio oficial deba dilucidar, la
tradición fáctica no da claramente por sí misma esa distinción. En la Escritura,
por el contrario, no se da esta mezcla de tradición divina y humana; ella es,
por así decir, pura tradición divina. Y así la Escritura puede constituir (por lo
menos) un criterio para esa distinción dentro de la restante tradición (con lo
cual, naturalmente, no queda excluido que tal proceso de distinción y
esclarecimiento exija largo tiempo, pues la posesión de dicho criterio no es un
mero hecho que obedezca a leyes físicas o una mera operación lógica, sino
que ella misma es una acción histórica). Sin duda la Escritura, como toda
verdad humana, ostenta también las notas características de la ->historia e
historicidad. En efecto, usa conceptos que ella ha encontrado elaborados, los
cuales quizá no sean los más aptos bajo todos los aspectos para la idea que
se trata de expresar; ve la verdad que ella atestigua bajo aspectos y en medio
de un horizonte intelectual que no son únicos posibles; desde muchos puntos
de vista sus declaraciones pueden implicar cierta dosis de condicionamiento
histórico; y proclama una verdad que tendrá una historia ulterior, la de los ->
dogmas. Pero la Escritura es (a diferencia de otra literatura posible o real del
tiempo apostólico) pura objetivación de la verdad divina encarnada en formas
humanas. En ella el conocimiento de la verdad divina tiene ciertamente un
punto de partida humano-divino, pero esto no implica la necesidad de separar
de antemano un determinado elemento humano a fin de no falsificar la verdad
en el punto mismo de partida, como sucede en una tradición no «purificada».
Y por eso, aunque la Escritura sea para la teología una magnitud que ha de
interpretarse en el espíritu y bajo la dirección y garantía de la Iglesia y su
magisterio, sin embargo, propiamente esa interpretación no es una crítica a la
Escritura, sino a su lector. El magisterio mismo, que interpreta la Escritura
autoritativamente bajo la asistencia del Espíritu Santo, no por esto se coloca
por encima de ella, sino que permanece sometido a ella (cf. Dei Verbum, n°
10). El magisterio sabe que la Escritura le dice la verdad cuando él la lee bajo
la asistencia del Espíritu que dirigió su consignación. Así la Escritura
permanece norma non normata para la teología y la Iglesia.

b) Desde aquí hay que ver la posición de la teología bíblica con relación a la
dogmática. Por un lado, la -> dogmática no puede renunciar a cultivar por sí
misma la -> teología bíblica. Pues si la -> dogmática es la audición
sistemática y consciente de la revelación de Dios en Jesucristo (y no sólo una
deducción de conclusiones a partir de unos principios de fe que se presuponen
como premisas, tal como la teología medieval se entendió a sí misma
toeréticamente y en contra de su praxis real), consecuentemente ella debe
escuchar sobre todo allí donde está la más inmediata y última fuente de la
revelación cristiana, en la Escritura. Naturalmente, la teología siempre lee la
Biblia bajo la dirección del magisterio, pues ella lee la Escritura en la Iglesia y,
así, en todo momento emprende su lectura adoctrinada por la actual
predicación creyente de la Iglesia. En este sentido la teología siempre lee la
Escritura a la luz de un determinado saber, que en su modalidad concreta no
puede sacarse simplemente de la Biblia, pues el teólogo debe reflexionar en
todo instante desde la actual conciencia creyente de la Iglesia y, además, ha
habido una auténtica evolución de los -->dogmas. Sin embargo, la teología no
tiene la simple misión de legitimar a base de la Biblia esa enseñanza actual
del magisterio eclesiástico, buscando dicta probantia para la doctrina de la
Iglesia. Su tarea dentro del dogma, en lo que se refiere a la Escritura, va más
allá de esa misión (que por desgracia ha sido cumplida a veces en una forma
demasiado exclusiva) bajo un doble aspecto. En primer lugar no puede
olvidarse que la Iglesia actual misma es la que lee, proclama y manda leer la
Escritura. Por tanto, no es que solamente lo enseñado en la Iglesia a través
de concilios, encíclicas, catecismos, etc., pertenezca a la doctrina actual del
magisterio eclesiástico. Pues también la Escritura misma es siempre lo
proclamado ahora oficialmente en la Iglesia. Por tanto, si se le asigna al
dogmático la doctrina actual de la Iglesia como el objeto inmediato de su
reflexión, también se le asigna precisamente la Escritura como objeto
igualmente inmediato de su esfuerzo teológico. Consecuentemente, la
Escritura no es f ons remotus, o sea, aquello con lo que el dogmático a la
postre respalda la doctrina eclesiástica, sino aquello de lo que él debe
ocuparse inmediatamente, puesto que, en el fondo, no puede separar
adecuadamente la Escritura de la actual doctrina eclesiástica como una cosa y
una fuente distinta de ésta.

Es más, la ocupación teológica con la revelación de Dios en la predicación


presente de la Iglesia, en su magisterio y en su actual conciencia creyente
debe conducir necesariamente a la Escritura incluso cuando esa predicación
no tenga un carácter completamente bíblico. En efecto, la inteligencia plena
de la enseñanza actual exige una y otra vez el retorno a la fuente de donde
aquélla pretende haber salido, a la doctrina que el magisterio eclesiástico
quiere enseñar y actualizar, o sea, a la Escritura (cf. sobre esto Optatam
totius, n .o 16). Mas aunque la teología bíblica sea un momento interno en la
dogmática misma y, por cierto, no sólo un factor junto a otros factores de la
teología «histórica», sino un momento absolutamente destacado y singular,
sin embargo con ello no se discute que la teología bíblica puede establecerse,
por distintas razones, como ciencia independiente en el todo de la teología.
Eso es muy conveniente, ya por simples motivos prácticos, pues,
concretamente, sólo en casos muy raros puede el teólogo dogmático ser un
exegeta con suficiente competencia para desarrollar por sí solo la teología
bíblica. Además la posición destacada que la teología bíblica ocupa dentro de
la dogmática en comparación con las restantes especialidades de ésta
(teología patrística, pensamiento escolástico del medioevo, escolástica
moderna), se mantiene mejor si la teología bíblica no es elaborada tan sólo
dentro de la dogmática. Quizás en el curso de la reforma de los estudios
eclesiásticos se constituya una especialidad autónoma, la cual cultive la
teología bíblica, no como mera continuación de la exégesis normal, ni como
mero momento de la dogmática, sino realizando una recta mediación entre la
exégesis y la dogmática.

BIBLIOGRAFÍA: H. Schlier, Kerygma und Sophia - zur ntl. Grundlegung des


Dogmas: Die Zeit der Kirche (Fr 1955 y frec.) 206 ss.; J. R. Geiselmann, Das
Konzil von Trient über das Verháltnis der Heiligen Schrift und der nicht
geschriebenen Tradition: Die mündliche Überlieferung, bajo la dir. de M.
Schmaus (Mn 1957) 123-207; H. Bacht, Die Rolle der Tradition in der
Kanonbildung: Cath 12 (1958) 16-37; K. Rahner, Inspiración de la Sagrada
Escritura (Herder Ba 1970); Rahner 151 ss., IV 13 ss., V 33 ss. 55 ss. 83 ss.,
VI 108 ss. 118 ss.; H. U. v. Balthasar, Palabra, Escritura, Tradición: Verbum
Caro (Guad Ma 1964); P. Lengsfeld, Tradición, escritura e Iglesia en el diálogo
ecuménico (Fax Ma 1967); J. R. Geiselmann, Sagrada Escritura y tradición
(Herder Ba 1968); V. Warnach, Was ist cine exegetische Aussage: Cath 16
(1962) 103-130; Exegese and Dogmatik, bajo la dir. de H. Vorgrimler (Mz
1962); H. Schlier, Über Sinn and Aufgabe einer Theologie des NT: Besinnung
auf das NT (Fr 1964) 7 ss.; idem, Biblische and dogmatische Theologie: ibid.
25 ss.; H. Kruse, Die Heilige Schrift in der theol. Erkenntnislehre. Grundfragen
des kath. Schriftverstündnisses (Pa 1964) (bibl); G. Ebeling, Wort Gottes and
Tradition (GS 1964); B. Welte, Vom historischen Zeugnis zum christlichen
Glauben: Auf der Spur des Ewigen (Fr 1965) 337 ss.; W. Kasper, Dogma y
palabra de Dios (Mens C J Bil 1968); idem, Schrift - Tradition - Verkündigung:
Umkehr and Erneuerung, bajo la dir. de Th. Filthaut (Mz 1966) 13 ss.; O.
Semmelroth, Gottes Wort - in der Heiligen Schrift oder in der Kirche (Theol.
Akademie III, bajo la dir. de K. Rahner-O. Semmelroth) (F 1966) 51 ss.; L.
Scheffczyk, Die Auslegung der Heiligen Schrift als dogmatische Aufgabe: Was
heil3t Auslegung der Heiligen Schrift? (Rb 1966) 135 ss. ; J. Beumer, Die
kath. Inspirationslehre zwischen Vaticanum I and II (St 1966); A. Grillmeier,
Die Wahrheit der Heiligen Schrift and ihre Erschliel3ung: ThPh 41 (1966) 161-
187; H. Petri, Exegese and Dogmatik in der Sicht der kath. Theologie (Pa
1966); L. Arnaldich, Los estudios bíblicos en España desde el año 1900 al año
1955 (Ma 1957).

Karl Rahner

ESCRITURA, LECTURA DE LA
En la tradición del AT y del NT la lectura de la E. desempeña un papel
importante como base para el conocimiento y la vitalidad del patrimonio de la
fe. En el culto de la sinagoga y en la vida de las comunidades cristianas, la
palabra escrita tiene un rango tan elevado porque los escritos del AT, los
Evangelios y luego las cartas de los apóstoles son considerados como -i
«Palabra de Dios».

La lectura de la E. era, por tanto, un acto religioso. Esto se manifiesta


principalmente en la lectura litúrgica. Para la consideración teológica, al leer la
E. en público no se trata sencillamente de notificar o referir algo. Esta lectura
es más bien una actualización de la acción de Dios, que en un momento y un
lugar determinados habla a su pueblo. Dios mismo habla cuando su ministro
lee en público algo de las sagradas Escrituras. Esta manera de entender los
israelitas su culto pasó a la naciente comunidad cristiana. Aquí es el Kyrios
lleno del Pneuma el que está presente en la palabra cuando se leen los
Evangelios o las cartas de los apóstoles. Por eso es antigua tradición de la
Iglesia que el anuncio vivo de la palabra sea la base para el tema de la
predicación que se hace en medio del culto, en la cual no se debe tender tanto
a una narración detallada, cuanto a resaltar la llamada que brota, de lo leído.
La selección de los pasajes leídos en el culto se ha hecho mirando a la
importancia kerygmática de los mismos. El antiguo orden romano combinó
este principio con una lección continua que duraba tres o cuatro años. En un
ciclo de un año y con sólo dos lecturas en la liturgia de la misa, no era posible
tomar toda la materia de la Biblia, ni siquiera toda la del NT. Actualmente se
ha completado el ciclo anual de la liturgia romana introduciendo otro de dos
años (lecturas de los domingos), de modo que en conjunto resulta un ciclo de
tres años. Para los días laborables, la lectura continuada constituye un ciclo de
dos años. Dado que para muchos fieles la lectura que se hace en la liturgia es
la única lectura bíblica, esa ampliación de la materia constituye un avance
desde el punto de vista pastoral.

Una forma derivada de la lectura bíblica cultual son las lecturas bíblicas en el
Oficio. Las lecturas del Antiguo y del Nuevo Testamento se añadieron ya
desde el siglo iv a los salmos y oraciones. Las homilías de los santos padres,
que actualmente forman parte de las lecturas del -+ breviario, muestran la
estrecha conexión entre el evangelio y su interpretación. La importancia de la
palabra de Dios para la vida entera del cristiano en el mundo exige, además
de la lectura litúrgica, la lectura privada de la Escritura (cf. movimiento bíblico
en ->Biblia, F; -->liturgia). También la lectura privada participa del carácter
religioso de la lectura de la Biblia en general, pues también en 'la lectura
privada habla el Kyrios vivo por las palabras de la Escritura. Teniendo en
cuenta esto, la lectura privada no se limitará a tomar nota de las historias de
la Biblia, sino que llevará a comprender la historia bíblica, es decir, la acción
salvífica de Dios con su pueblo (cf. historia de la ->salvación). Como la
homilía (-->predicación) responde a la lectura de la E. en el culto, así la -
>meditación responde a la lectura de la Biblia en privado. Ni la meditación
religiosa ni el estudio teológico pueden prescindir de la lectura privada de la E.
Mas para que ambos sean fructuosos, se requiere un mínimum de
conocimiento de los principios exegéticos, que varían según los -> géneros
literarios en los diferentes escritos del Antiguo y del Nuevo Testamento.

BIBLIOGRAFIA: P. Glane, Die Vorlesung heiliger Schriften im Gottesdienst (B


1907); N. Peters, Kirche und Bibellesung (Pa 1908); Billerbeck IV 154-170; A.
Stonner, Bibellesung mit der katholischen Jugend (Pa 1932); G. Kunze, Die
gottesdienstliche S. I. (GS 1947) ; J. Pascher, Das Studengebet der
Rómischen Kirche (Mn 1954); G. E. Closen, Wege in die HI. Schrift (Rb
21955); A. Stáger, Die Bibel als Lesebuch (W 1955); G. Schade, Biblische
WSrter neu gehórt (Bielefeld 71956); J. Straubinger, Praktisches
Bibelhandbuch (St 51957); W. Auer, Katholiscbe Bibelkunke (St 1957); M.
Buber, Schriften zur Bibel: Werke II (espec. Der Mensch von heute und die
jüdische Bibel) (Mn - Hei 1964); I. Hermann, Begegnungen mit der Bibel (D
21964); C. Charlier, La lectura cristiana de la Biblia, (E L Esp Br 1956).

Ingo Hermann

ESCRITURA Y TRADICIÓN

I. Introducción al problema

1. Parecía que la cuestión de la relación entre la E. y la t. había quedado


aclarada para la teología católica por la decisión del concilio de Trento (Dz
783s), según la cual el evangelio puro está contenido y se transmite in libris
scriptis et sine scripto traditionibus, y las dos vías por las que nos llega la
revelación deben aceptarse par¡ pietatis af fectu ac reverentia (palabras que
repite el Vaticano II, en Dei Verbum n .o 9, aunque aquí las traditiones se
convierten en Sacra Traditio).

En la época postridentina estas palabras del concilio de Trento generalmente


fueron entendidas (aunque tal interpretación no ha de tenerse por obligatoria)
en el sentido de que el contenido de la revelación se divide materialmente
entre ese doble cauce de transmisión, de modo que algunas verdades
reveladas se hallan «solamente en la tradición oral» y, por tanto, debe
afirmarse la existencia de «dos fuentes de revelación», cuyos contenidos
materiales en parte son distintos. Se creía que era posible legitimar esta
opinión por el hecho de que al menos la extensión del --> canon sólo puede
conocerse mediante la tradición oral, y por el de que muchos dogmas
posteriores de la Iglesia no pueden deducirse solamente de la E. (ni siquiera
por el procedimiento de la explicación, en virtud del cual se desorrolla lo
contenido «implícitamente» en la E.; ese procedimiento ha sido considerado
con toda naturalidad como una operación meramente lógica y conceptual).
Esta interpretación era valorada como una de las más importantes doctrinas
de controversia frente a la teología protestante y su principio de sola
Scriptura.

2. Pero en los últimos decenios J.R. Geiselmann y otros han criticado


decididamente esta interpretación que en gran parte se había hecho
tradicional. Han sido resaltados los siguientes hechos: la tradición doctrinal
desde los padres hasta el tiempo de la reforma acerca de la relación entre E. y
t. en manera alguna es unitaria, de modo que incluso llegó a concederse una
clara primacía a la E.; en la redacción del texto del Tridentino se suprimió un
partim-partim, substituyéndolo por un cauto et; las traditiones de Dz 783s (el
Tridentino usa siempre el plural) no coinciden sin más con la -> tradición en el
sentido actual y en el sentido de nuestro problema; el conocimiento de l a
extensión del canon no puede considerarse simplemente como un caso
particular de una relación general entre E. y t., ni como una cuestión ya
aclarada; la evolución de los -> dogmas requiere en todo caso una explicación
(bien a partir de la E., o bien a partir de una t. primitiva), la cual no es más
fácil tomando como base una primitiva tradición explícita, afirmada pero no
demostrada, que tomando la E. como punto de origen. Pues con relación a los
dogmas que, por no estar contenidos ni siquiera implícitamente en la E., se
pretende deducir de una mera t., de hecho no hay otra prueba
suficientemente antigua e históricamente accesible que pudiera demostrar su
procedencia apostólica.

3. Toda esta cuestión fue uno de los temas más discutidos en el concilio
Vaticano II, especialmente en la redacción de la constitución dogmática Dei
Verbum sobre la revelación y la E. Aquí el concilio acentúa (n .o 7) que la
formación de la E. misma es un acto de t.; que la t. sigue actuando en la ->
sucesión apostólica bajo la asistencia del Espíritu Santo (n .o 8); que la t. da a
conocer el canon de la E. y la actualiza (n° 8). Dice además que la E. y la t.
forman una unidad (n° 9 y 10), pues tienen un único origen -la revelación
divina, la cual es una sola- y se condicionan mutuamente. Prescindiendo de la
transmisión de la E. (canon), la función actualizante de la t. es referida por
completo a la E. (en la medida en que se dice algo a este respecto). Como
vemos, el concilio se abstiene intencionadamente (frente al esquema
preconciliar) de enseñar la insuficiencia material de la E., lo cual,
objetivamente (ya que se había exigido lo contrario), implica que para el
concilio la doctrina de la suficiencia material de la Escritura es legítima. Y en
consecuencia se puede enseñar que la tradición posterior a la Biblia no tiene
más misión que la de transmitir la Escritura en cuanto tal, la de interpretarla,
actualizarla y desarrollar sus implicaciones; o bien, expresándonos con mayor
precaución, que la tradición se produce siempre y en todos sus aspectos por
la audición de la E., bajo la E. como norma crítica que es necesaria siempre y
en todo para distinguir la tradición «divina», como parádosis de la revelación
en Cristo, de las tradiciones humanas.
Cuando el concilio dice que por la t. es conocido el canon entero de la E., ante
todo hemos de tener en cuenta que la formulación de la frase es positiva y no
exclusiva. En el sentido positivo la frase es evidente (lo cual, sin embargo, es
importante para evitar una falsa inteligencia del sola Scriptura, como si el
libro de la E. fuera de la Iglesia y de su predicación pudiera ser E. en sentido
teológico), pero no decide todavía la cuestión de si en el saber acerca del
canon y de su extensión hay una sola verdad de fe formulada en algún
enunciado que, como tal, no esté ni implícita ni explícitamente en la E. (y en
caso afirmativo se trataría de un hecho que no puede generalizarse). La
cuestión de si la frase del concilio puede leerse en el sentido exclusivo de
«solamente», depende de la solución que se dé al problema difícil y abierto de
cómo deba concebirse más exactamente el conocimiento del canon por parte
de la Iglesia misma. No cabe pensar que este conocimiento procede de una
declaración explícita del «último apóstol», pues hay escritos canónicos que
surgieron muerto ya el último de los apóstoles, aun cuando hayan de incluirse
entre los libros del período apostólico. Y si hemos de pensar que ese
conocimiento de la Iglesia (no del individuo en cuanto tal) no se produce
solamente por una vía ajena al canon, sino, de algún modo, a través de él, a
través de los escritos canónicos, entonces el conocimiento del canon ni
siquiera debería considerarse como un caso «especial» en la relación entre
Escritura y tradición.

Algo parecido habría que decir sobre la afirmación del concilio (nº 9): «La
Iglesia no deriva solamente de la sagrada Escritura su certeza acerca de todas
las verdades reveladas.» Con ello no se enseña todavía una insuficiencia
material de la E., pues se trata de la certeza en el conocimiento de todas las
verdades de fe y no, inmediatamente, de la fuente material de determinados
contenidos. Tal como suena, la frase se refiere a todas las verdades de fe y no
solamente a algunas que ex supposito no estén contenidas en la E. Añádese a
esto el hecho evidente de que la única fe total de cada uno en la Iglesia está
soportada por el acto de la predicación eclesiástica, el cual es parádosis y,
como tal, precisamente en el tiempo postapostólico tiene una relación esencial
a la E., es parádosis a través de la E.

II. Visión sistemática

1. Aunque hemos de remitirnos al artículo -> tradición, sin embargo también


aquí debemos hablar de la t., ante todo en cuanto ella es aquello que como
acto y contenido constituye la E. La proclamación «oral» de Jesucristo, el
crucificado y resucitado, que se hace por misión suya, bajo el aliento del
Espíritu y en la fe, de antemano es esencialmente parádosis, pues, por un
lado, mantiene actual un suceso histórico, singular y decisivo para todo
tiempo, y, por otro lado, se dirige a hombres que no han experimentado ese
suceso inmediatamente en el espacio y el tiempo, («según la carne»), sino
que solamente pueden encontrarse con él en la palabra de la predicación. La
parádosis no es algo añadido a la predicación sobre Jesús como el Cristo, sino
esta predicación misma, es la testificación de la singular acción salvífica de
Dios en Cristo mediante la misión, el espíritu y la fe del predicador, que oye lo
que él dice y dice lo que él oye recibiendo, o sea en ambas direcciones se
halla dentro de una parádosis o tradición.
En la situación histórica en que de hecho se realizó siempre esa parádosis, a
la larga ella no podía existir sin una sedimentación escrita, cada vez más
necesaria con el correr del tiempo. Y así la parádosis se convirtió en E. Ésta es
la forma concreta de la parádosis apostólica y no algo añadido a ella. Mientras
no se ha hecho necesaria la consignación de la t., estamos todavía en el
período «apostólico», en el tiempo de la «Iglesia primitiva». Y, viceversa, esta
época ha terminado desde el momento en que la parádosis sólo vive por su
referencia a la E. (dicho momento tiene cierta duración: entre la aparición del
primer escrito canónico y la del último).

2. Mas con ello la parádosis no queda suplantada por un libro, como si éste
por sí solo, como dimensión autónoma, fuera el heraldo y la norma para la fe
de las generaciones posteriores. A pesar de todo prosigue la tradición
autoritativa, que exige fe en ella. En cuanto la parádosis se conserva a través
de la E. y gracias a ésta se mantiene segura de sí misma y de su procedencia
legítima de la predicación apostólica, por otro lado, en su plenitud de Espíritu
lleva también el libro en que ella permanece concreta.

3. En consecuencia el problema de E. y t. queda ya planteado falsamente en


el primer punto de partida cuando se presenta bajo la pregunta alternativa de
si las frases de la E. contienen «materialmente» en forma completa la
revelación cristiana (sola Scriptura en el sentido de la «cantidad» de sus
enunciados), o, además, hay ciertas verdades que «solamente», se han
transmitido por la t. («oral»), de modo que así habría dos fuentes
«materialmente» distintas (o formas de transmisión) de la revelación
cristiana. Ese planteamiento es falso porque, en primer lugar, la t., que en el
tiempo postapostólico se presenta a sí misma encarnada en la E., en su
esencia originaria no es una suma fijada de enunciados (de los cuales luego, a
lo sumo, pueden derivarse otras frases mediante un método de deducción
puramente racional); la t. es más bien la permanencia de la revelación divina,
la cual, vista desde Dios y desde el hombre (o de cara a él), no se reduce a
frases fijas. La revelación es: la experiencia de Jesucristo, la cual no puede
agotarse con la reflexión; el misterio de Dios, que no podemos abarcar y en el
que desembocan todos los enunciados; la comunicación real de lo expresado
en frases, la comunicación de ->Dios mismo en el Espíritu, en la gracia y en la
luz de la fe. Esta tradición (transmisión de la realidad, la cual sin duda se
expresa necesariamente en frases, pero no se identifica sin más con ellas)
prosigue en cuanto ella, así entendida, lleva también la E. en su movimiento.
Y, en segundo lugar, la E., a la luz de una teología adecuada, no es un mero
libro con muchas frases doctrinales (que expresan un contenido teórico e
histórico), sino el evento en que la Iglesia concreta y vuelve a reconocer su
kerygma y su fe, el acto por el que ella se somete a sí misma a la objetivación
así lograda, para criticar el resto de opiniones, tendencias, etc., que ha ido
acumulando a través de la historia y, de esa manera, conservar pura su fe, fe
que la Iglesia tiene en cuanto ella la expresa en la E. De ahí se desprende
que, por una parte, los «dogmas» posteriores (como articulaciones de la fe
única y permanente) pueden no estar en la E. explícitamente (o con palabras
equivalentes) y ni siquiera de tal modo que se deduzcan de ella con necesidad
lógica, y, por otra parte, ningún -+ dogma posterior es una dimensión
independiente de la E. y no sometida a ella. La fe que crea la E. no se agota
en el acto de crearla (non sola scriptura) y, sin embargo, todos los enunciados
posteriores de la fe deben medirse en la E. (sola scriptura), pues en ella toda
la única fe apostólica ha recibido una objetivación pura y se ha dado a sí
misma una norma non normata válida para todos los tiempos venideros.

4. Lo dicho quedará más claro al abordar la pregunta especial de si por lo


menos la existencia concreta de la E. en cuanto E., del canon, es una verdad
que está «solamente» en la t. y no en la E. Ya hemos dicho anteriormente (i,
1) que, aun cuando esta cuestión debiera recibir una respuesta afirmativa, en
el sentido de la teología corrientemente enseñada en las escuelas, sin
embargo esa tesis no podría ampliarse para pasar a ser una doctrina general
sobre la insuficiencia material de la E. No sólo la tesis así generalizada no
aportaría nada en orden a una verdadera explicación de la evolución de los
dogmas (cf. t, 2), sino que la generalización misma no sería legítima, pues la
existencia teológica de la E. (que de antemano no puede fundarse solamente
en el libro en cuanto tal) constituye en sí un caso distinto del contenido de
todos los demás enunciados teológicos (que en principio pueden estar todos
en un libro). Mas para responder rectamente a esta pregunta abordándola en
su raíz, hemos de comprender cómo el acto del conocimiento del canon para
la Iglesia (a diferencia del individuo) no se distingue del nacimiento mismo de
la E. (y así de la formación del canon), o dicho de otro modo, cómo la Iglesia
conoce la E. en cuanto E. junto con el hecho mismo de que la t. forma la E. y,
en la t. consignada y por ella, se conoce a sí misma como pura y
permanentemente normativa (una vez y siempre de nuevo) y se somete a la
norma así creada. El acto de formación de la E., que es también conocimiento
del canon, en una síntesis indisoluble entre él y su objeto se conoce a sí
mismo como legítimo, en cuanto experimenta su obra como lograda, es decir,
como acción de engendrar con pureza la fe en Cristo. Partiendo de ahí se
puede decir con igual derecho que la tradición conoce el canon, y que la E. se
atestigua a sí misma como canónica para la Iglesia (sería muy distinto que el
individuo quisiera conocer por sí mismo la condición canónica de la E., siendo
así que él no la ha formado). No es aquí posible situar toda esta relación entre
E. y t. en la relación más amplia entre la autoridad del Señor y la de la Iglesia
creyente en general. En esta relación creyente de la Iglesia desde el Señor y
hacia el Señor, todo lo distinto de Cristo (la palabra por la que Jesús da
testimonio de sí mismo, los milagros, el testimonio verbal de los testigos
originarios, etc. ), es en una unidad indisoluble, tanto aquello que por la sola
autoridad de Cristo en cuanto tal conserva en su Espíritu la fuerza que
despierta la fe, como también aquello a través de lo cual esta autoridad se
transmite a los creyentes. Viendo la E. y la t. en cuanto unidad y en su
distinción de Cristo mismo como tal, y entendiendo esta unidad distinta de
Cristo mismo a partir de ese axioma fundamental del analysis f idei, se logra
el punto de partida originario desde el cual debe comprenderse la relación
entre E. y t. Esta unidad, junto con su virtud de despertar la fe, en último
término está constituida solamente por el poder del Espíritu de Cristo, y ello
mismo es la transmisión de esa autoridad de Cristo en su Espíritu a la Iglesia.
Si se entiende todo esto, hay que ver y admitir llanamente el simple hecho (el
cual no requiere una nueva mediación) de que la t. de la Iglesia primitiva (en
las circunstancias concretas) no puede mantenerse y permanecer normativa
sino a través de la E., acerca de la cual la t. sabe que se ha encarnado en ella
y sólo en ella se posee a sí misma y así se conserva. Cuando el Vaticano II
hace objeto de un par¡ pietatis af f ectu ac reverentia a la E. y a la t., él puede
y debe hacer eso porque ambas magnitudes son de antemano una unidad, y
no son puestas accesoriamente en relación mutua.
BIBLIOGRAFIA: H. J. Holtzmann, Kanon und T. (Ludwigsburg 1859); M.
Winkler, Der T.begriff des Urchristentums bis Tertullian (Mn 1897) ; E.
Ortigues, Écriture et Tradition apostolique au Concile de Trente: RSR 36
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religionsgeschichtliche Untersuchung über den Traditionalismus der
christlichen Lehre (Bo 1950); P. Brunner, Schrift und T. (B 1951); G.
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Theologie (Mn 1952) 305-323, tr. cast.: La unidad en teología (Guad Ma); O.
Müller, Zum Begriff der T. in der Theologie der letzten hundert Jahre: MThZ 4
(1953) 164-186; G. de Broglie, Note sur la primauté de l'argument d'Écriture
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der T. von H. Bacht, H. Fries, J. R. Geiselmann) (Mn 1957); J. Pieper, Über
den Begriff der T. (KS 1958); K. H. Schelkle, Heilige Schrift und Wort Gottes:
ThQ 138 (1958) 257-274; J. R. Geiselmann, Die lebendige Überlieferung als
Norm des christlichen Glaubens (Fr 1959); idem, S: T: Kirche, ein
Skumenisches Problem: Begegnung der Christen (Festschrift O. Karrer), bajo
la dir. M. Roesle-O. Cullmann (F-St 1959); G. H. Tavard, Holy Writ or Holy
Church (Lo 1959); J. Betz-H, Fries (dir.), Kirche und Überlieferung (Festschrift
J. R. Geiselmann) (Fr 1960); Y. Congar, La Tradición y las tradiciones (Dinor S
Seb 1964); H. Holstein, La tradition dans l'Église (P 1960); U. Horst, Das
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Lengsfeld, Tradición, Escritura e iglesia en el diálogo ecuménico (Fax Ma
1967); H. Beintker, Die evangelische Lehre von der Heiligen Schrift und von
der T. (Lüneburg 1961); G. Biemer, Überlieferung und Offenbarung. Die Lehre
von der T. nach J. H. Newman (Fr 1961); J. Beumer, Die mündliche
Überlieferung als Glaubensquelle: HDG 114 (1962) (bibl.); J. R. Geiselmann,
Sagrada Escritura y Tradición (Herder Ba 1968), cf. también la recensión de J.
Ratzinger: ThPQ 111 (1963) 224-227; J. Bachus, T. und Schrift als Quellen
der Offenbarung: TThZ 72 (1963) 321-333; W. Kasper, Die Lehre von der T.
in der Rümischen Schule (Fr 1962) (bibl.); Schrift und T., bajo la dir. de la
Deutschen Arbeitsgemeinschaft für Mariologie: Mariologische Studien I (Essen
1962); N. Appel, Kanon und Kirche. Die Kanonkrise im heutigen
Protestantismus als kontroverstheologisches Problem (Pa 1963); P. Rusch, De
non definienda illimitata insufficientia materiali scripturae: ZKTh 85 (1963) 1-
15 (bibl.); K. E. Skydsgaard-L. Vischer (dir.), Schrift und Tradition.
Untersuchung einer theologischen Kommission (Z 1963) (bibl.); J. R.
Geiselmann, Zur neuesten Kontroverse über die Hl. Schrift und die T.: ThQ
144 (1964) 31-68; Rahner VI 118-134 (Sagrada Escritura y Tradición); K.
Rahner, Inspiración de la Sagrada Escritura (Herder Ba 1970); P. Lengsfeld, T.
und Heilige Schrift - ihr Verhaltnis: MySal I 463-494; K. Rahner -J. Ratzinger,
Revelación y Tradición (Herder Ba 1971); K. H. Ohlig, Zur theologischen
Begründung des ntl. Kanons (Dis. Mr 1969).

Karl Rahner

ESCUELA FRANCESA
1. La expresión e. f. parece que fue introducida en el ámbito de la
espiritualidad hacia 1913 por el sulpiciano G. Létorneau. Y quedó
definitivamente acreditada por obra de H. Bremond, que la usó como título del
tomo iii de su Histoire littéraire du sentiment religieux (P 1921). Bajo la pluma
del eminente historiador, estas palabras reciben acepciones variadas. A veces
toman un sentido muy preciso y se aplican solamente al grupo beruliano.
Otras veces se aplican a movimientos espirituales de tendencias análogas,
como los jesuitas discípulos del padre Lallemant. Y en otras ocasiones,
finalmente, parecen designar a todos los autores importantes del siglo xvii
francés. Estas vacilaciones muestran cuál es el mayor inconveniente del
empleo de tal expresión: parece atribuir a los autores espirituales del
clasicismo francés una unidad artificial que no existe en la realidad. Es, pues,
indispensable precisar las posiciones de los diversos grupos, que han sido
reducidos arbitrariamente a una unidad.

2. Durante todo el siglo xvi, por lo que se refiere a la literatura sobre


devoción, Francia vivió de traducciones y préstamos. Se leyeron sobre todo
Louis de Blois y los autores renano-flamencos (-> mística flamenca). Su
influjo provocó la aparición de un grupo, marcado especialmente por la
«mística de la esencia», al que se ha dado recientemente el nombre de
«escuela abstracta». El principal representante es el capuchino Benoit de
Canfield (1562-1610), con su difundida Regla de perfección (1609).
Paralelamente a esta tendencia mística, las tesis optimistas de la
espiritualidad humanista siguieron influyendo en muchos espíritus. Una
primera tentativa de síntesis espiritual, que se caracteriza tanto por su
humanismo como por su religiosidad, apareció con la obra de Francisco de
Sales (1567-1622), cuya influencia fue considerable, aunque sin llegar
propiamente a formar escuela. Casi al mismo tiempo aparecía el futuro
cardenal Pierre de Bérulle (15751629), que con sus obras puso un sello
sumamente personal en el siglo xvii francés. Venido de la escuela abstracta y
formado en parte por sus contactos con el Carmelo, el futuro fundador del
Oratorio descubrió, entre 1605 y 1608, los elementos centrales de su
espiritualidad personal, y devolvió al misterio de la encarnación y a Jesús,
Dios-hombre, el puesto e importancia primordiales que la escuela abstracta
había dejado en segundo plano. En los años siguientes, sus ideas
evolucionaron y se enriquecieron, pero siempre en la misma dirección. Su
fidelidad a ciertos temas de la escuela abstracta y del Pseudo-Dionisio
muestra ciertamente que él jamás renegó de su punto de partida. Sin
embargo, en el apogeo de su producción, dedicó su obra principal Discours de
l'état et des grandeurs de Jésus (1623) a la glorificación del Verbo encarnado.
De ahí parte el influjo de Bérulle en la temática y terminología de la
espiritualidad francesa.

Como es natural, la corriente beruliana se continuó primeramente en el


Oratorio. Bérulle tuvo allí fieles discípulos y defensores. Uno de los más
notables fue Guillaume Gibieuf (1591-1650), que en su obra Les Grandeurs de
Marie (1637) aplicó a la Virgen los grandes temas de la teología de Bérulle.
Sin embargo, su obra no alcanzó el éxito permanente de Francois Bourgoing
(15851662), cuyas Vérités et excellence de JésusChrist tuvieron numerosas
ediciones. Otros oratorianos, aun permaneciendo discípulos fieles de Bérulle,
desarrollaron un pensamiento autónomo. Así, Charles de Condren (1588-
1641). El no publicó nada en vida, pero su pesimismo y su valoración positiva
de la humildad y del sacrificio hicieron escuela. La publicación póstuma de sus
Lettres et Discours (1642) tuvo resonancia considerable. En la misma línea se
halla Claude Séguenot (1596-1676), con su Conduite d'oraison (1634). Otros
muchos oratorianos merecerían ser citados. Y sobre todo no podemos olvidar
la fuerte influencia de Bérulle sobre el gran filósofo Nicolás de Malebranche
(1638-1715).

3. Fuera del Oratorio, la espiritualidad de Bérulle halló un defensor y


propagador ardiente en la persona de Jean Duvergier de Hauranne. Al Abbé
de Saint-Cyran (15811643) se debe que la piedad de Port-Royal se acerque
mucho más al pensamiento de Bérulle que al de Jansenio. En cambio,
JeanJacques Olier (1608-1657) se aproxima más a Condren. M. Olier influyó
fuertemente en la formación del clero francés. La obra principal de este
escritor genial y profundo místico es su tantas veces admirado Journée
chrétienne (1655). A nivel más modesto, los temas berulianos prosiguieron y
se hicieron fértiles en la obra Royaume de Jésus (1637), escrita por Juan
Eudes (1601-1680).

Es tarea difícil precisar el influjo de Bérulle fuera de los autores que dependen
directamente de él. El problema reviste especial interés con relación a aquel
grupo de jesuitas místicos en que Bremond quería ver discípulos de Bérulle
(pero esta posición no parece aceptable actualmente). El que va a la cabeza,
Louis Lallemant (1587-1635), ignaciano fiel, depende además de Harphius,
Baltasar Alvarez y Teresa de Ávila. Pero en discípulos más tardíos de
Lallemant, como Jean-Joseph Surin o Francois Guilloré, es probable cierta
influencia del vocabulario beruliano. Y no hay duda de que, a través de
Condren, los temas berulianos influyeron sobre él grupo místico de los
eremitas de Caen, dominado por la interesante personalidad de Jean de
Berniéres, del que dependen en cierto modo la venerable María de la
Encarnación y madame Guyon. Sería igualmente fácil hallar la prolongación de
algunas ideas de Bérulle en autores más tardíos, como el oratoriano
jansenista Quesnel o Juan Bautista de la Salle. En cambio ha de considerarse
como una arbitrariedad el intento de descubrir una relación entre Bérulle y
autores que siguen un camino independiente, como Vicente de Paúl o
Bossuet.

BIBLIOGRAFIA: P. de Bérulle, CEuvres completes (P 1644); H. Bremond,


Histoire littéraire du sentiment religieux en France, 11 vols. (P 1916-33); P.
Burrat, La spiritualité chrétienne, 4 vols. (P 1927-28); J. Gautier, L'esprit de
L'E. F. de spiritualité (P 1938); L. Cognet, La spiritualité frangaise au XVII°
siecle (P 1949); idem, De la Dévotion moderne á la spiritualité frangaise (P
1958); E. R. Curtius, Henri Bremond und die franzdsische Mystik:
Franz6sischer Geist im 20. Jh. (Bern-Mn 1952) 437-512; P. Broutin, La
R6forme pastorale en France au XVII° siecle, 2 vols. (P-Tou 1956) espec. 11
413-429; P. Cochois, Bérulle, initiateur mystique. Les voeux de servitude
d'aprés des documents inédits (Dis. P 1960); DSAM IV/1 116-128, V 782 ss.
917-953; J. Orcibal, Le Cardinal de Berulle. Evolution d'une spiritualité (P
1965).

Louis Cognet
ESENCIA

1. Ciertos filósofos toman el término esencia ora como verbo ora como
sustantivo. Como forma verbal (de «esenciar»), esencia significa lo mismo
que acontecer, suceder, presentarse. Así, según Heidegger, la e. de la verdad
va más allá del «concepto usual de esencia» (Vom wesen der Wahrheit, F.
3
1954, p. 27) y coincide con el «presentarse del misterio» (ibid. 24). Tras ello
está la «verdad de la e.», entendiendo por e. el ser (ibid. 27). Y éste nos sale
al encuentro en cuanto «esencia» (de esenciar) como don suyo (Identitüt und
Dif ferenz, Pfullingen 1957, p. 72) o «evento» sin igual que actualiza «la
esencial pertenencia mutua del ser y del hombre» (ibid., 31). Como aquí e.
significa un acontecer ella se identifica con la historicidad o la historia
ontológica del --> ser, en la que se funda la historia óntica de los entes (-p
historia e historicidad).

Como sustantivo, la e. incluye dos aspectos principales. Primeramente,


observamos en todo ente de nuestro mundo experimental que, por una parte,
se hace constantemente otro y, por otra parte, se mantiene el mismo. El ente
se hace constantemente otro en sus distintas manifestaciones tal como se
dan, p. ej., en el crecimiento de los organismos (huevo, crisálida, larva,
melolonta); y permanece el mismo según su núcleo interno, que aparece una
y otra vez distinto en sus manifestaciones, pero se mantiene en ellas, como lo
muestra el citado ejemplo del melolonta. En este sentido, se llama esencia lo
que pertenece necesariamente al ente y lo constituye en su núcleo íntimo, lo
que estática y dinámicamente determina su peculiaridad. Sin su e. el ente no
sería lo que es. Más en concreto, puede hablarse ya de esencia en un ente
particular, p. ej., de la e. de este hombre determinado, como su índole
particular, que lo caracteriza y lo distingue de todos los demás, que aparece
en su conducta y por la que él permanece fiel a sí mismo. Filosóficamente,
entendemos por e. la cualidad permanente en que muchos individuos
coinciden o se parecen entre sí, y en virtud de la cual son sujetos de la misma
propiedad específica o pertenecen a la misma especie, como puede verse
fácilmente en el hombre. La descripción que acabamos de hacer permite la
definición general, que, por abstracción, transciende las notas individuales por
las que se distinguen los individuos, y sólo mantiene los rasgos o estructuras
en que se encuentran o coinciden. El contenido esencial así dado se llama
universal, porque está realizado en todos los individuos y, por tanto, puede
predicarse de cada uno de ellos, pero sin significar por sí individuo alguno
determinado.

La e. se califica a menudo de atemporal e invariable; esto es cierto en el


sentido de que, en el fluir del tiempo, ella se mantiene la misma. Pero, a la
vez, la e. de cada ente es la razón que posibilita y a menudo opera que él se
haga otro y otro, y pase por las modificaciones que le son adecuadas y que se
desarrollan en el curso del tiempo, lo cual ocurre señaladamente en el ser
vivo. La e. tampoco excluye, sino que incluye, el hecho de que un ente se
convierta en otro y, en tal caso, pueda pasar de un orden esencial a otro,
como acontece en la asimilación de la comida. Sobre todo la e. del hombre no
es rígida ni inmóvil, sino que constituye precisamente la razón de su
historicidad; así, la e. una del ->hombre se diversifica en muchas formas o
figuras históricas, que se mantienen durante una época (p. ej., el hombre
antiguo) o dentro de un círculo cultural (p. ej., el hombre del lejano oriente).
Finalmente, la e. del hombre pide completarse en su existencia; con otras
palabras, la e. del hombre implica siempre la existencia, en el sentido de que,
en virtud de su e., él se realiza bajo la incesante llamada del ser, y sólo por
libre acción se hace lo que en último término es. Por eso, en el hombre, hay
que preguntar siempre, no sólo qué es él, sino también quién es él.

El segundo aspecto del término esencia como sustantivo debe a su vez


aclararse en dos planos. Todo ente de nuestro mundo experimental da
ocasión para dos preguntas; en cuanto las cosas se hacen y deshacen, hay
que preguntar si algo es; en cuanto se distinguen por su propiedad, se
pregunta lo que algo es.

a) A la primera pregunta responde la existencia, a la segunda el cómo o el


qué (quidditas), llamado frecuentemente e. Nosotros preferimos reservar este
último término solamente al segundo plano de problemas, que seguidamente
vamos a exponer. El ser ahí y el ser así miran al ente concreto y finito bajo
dos aspectos distintos, que conceptualmente puede distinguirse
perfectamente entre sí, pues ni en el cómo está contenida la existencia actual,
ni en la existencia está contenido este qué concreto. Puesto que uno y otro
elemento se hallan en el ente singular, ambos están también sujetos a la
individuación; por eso aquí se trata del qué individual, p. ej., del qué de este
hombre Pedro, considerado bajo el aspecto de su ser así en contraposición a
su existencia.

b) El segundo plano de problemas, desde los dos aspectos que se diseñan en


el ente finito ya constituido en cuanto un todo, penetra en los dos factores
estructurantes o principios, de cuya unión surge como un todo el ente finito
en su constitución. Los dos principios, por no ser aspectos del todo, sino
elementos parciales del mismo, se distinguen realmente entre sí. Hay aquí
una distinción real, la cual es ontológica y no óntica, es decir, se da entre
razones internas (AóyoL) del ente y no entre dos entidades, completas en sí.
Exactamente caracterizados, los principios se presentan como la e. o quid y el
ser; más precisamente, el ente, según la medida de su entidad finita,
participa de la plenitud, de suyo ilimitada, del ser; por lo que la e. se
diferencia necesariamente del ser, porque no agota la plenitud de éste.
Esencia y ser se comportan entre sí como potencia y acto (-->acto y
potencia); aquí entran en juego también la entidad y el qué individuales. Las
dos contraposiciones, esencia concreta y existencia, esencia abstracta y ser,
en cierto modo se corresponden mutuamente, pero de ningún modo
coinciden, pues pertenecen a distintos planos, como ya se ha explicado.

Resumiendo todo el uso sustantivo de la palabra e., comprobamos que la


esencia abstracta se contrapone preferentemente a la manifestación, y la
concreta está contrapuesta primordialmente al ser. Sobre la esencia concreta
y el ser que le está ordenado como principio y, por ello, se hace finito, se halla
el ser mismo, que abarca a ambos como su fundamento único. En toda su
plenitud infinita es real como el ser subsistente, al que llamamos Dios. Puesto
que la entidad de éste agota totalmente la plenitud del ser, la esencia y la
existencia divinas coinciden completamente. Por cuanto, en último término, la
entidad finita, como modo de participar en el ser, se funda completamente en
él, debe entenderse únicamente desde el ser y en orden al ser. Síguese que la
-->metafísica no gira, en lo más íntimo, en torno a la entidad del ente
(Heidegger), sino en torno al ser; ella no puede limitarse a filosofía de la
esencia, como quiere el racionalismo, sino que es necesariamente filosofía del
ser.

2. Históricamente, Platón situó la e., como lo universal, o la idea eterna e


inmutable, en un lugar supraceleste, y la desprendió así de las cosas
individuales de la tierra. Éstas están desde luego referidas, como a sus causas
ejemplares y finales, a las ideas o al ser que es (ontos on), pero no llevan en
sí mismas un fundamento de ser. Por eso, a pesar de su teoría de la
participación (méthedsis), imitación (mímesis) y comunidad (koinonía), Platón
no pudo explicar la relación de las cosas con las ideas. En contraste con él,
Aristóteles sitúa la e. en la cosa particular, sobre todo en la forma (µorfé ),
que actualiza la materia (ylé). El concepto universal de e. se saca de las cosas
por abstracción. Como para Aristóteles la e. inmanente no tiene su raíz en el
ejemplar de una idea trascendente, muchos de sus secuaces tienden a dar
explicaciones conceptualistas. Estimulado por el -->neoplatonismo, Agustín
vuelve a las ideas ejemplares, poniéndolas, como proyectos de Dios, en el
primigenio espíritu creador; sin embargo, también él mutila el interno
fundamento esencial de las cosas, de suerte que las ideas son aprehendidas
no tanto partiendo de las cosas cuanto por iluminación inmediata. Tomás de
Aquino logra la síntesis entre Agustín y Aristóteles (-> tomismo); en virtud de
la forma esencial, en los entes finitos están impresas imágenes de los eternos
ejemplares originarios del espíritu divino; mediante esas imágenes las cosas
participan de la plenitud infinita del ser subsistente. Consiguientemente, el
hombre puede deducir (intus legere) de las cosas mismas la e. de éstas y
aprehenderla en su concepto universal, obtenido por abstracción en el que a
su vez se refleja la idea eterna. Ahora bien, el hombre sólo es capaz de esto
porque su intellectus agens (entendimiento agente) implica una iluminación
permanente de la luz divina (ST i, q. 84, a. 5).

Esta gran tradición se rompe en el conceptualismo de la baja edad media,


según el cual la e. universal es enteramente absorbida por el ente particular;
por lo cual, éste no ofrece un punto de partida o de apoyo para la abstracción
que penetra hasta la e., y, consiguientemente, la noción de e. es sólo
producto de nuestro espíritu para el uso práctico. Bajo esta influencia, el -->
racionalismo y -->el empirismo siguen caminos opuestos, que Kant reduce
nuevamente a una síntesis (-> kantismo) . Según Kant, la e. inherente a la
cosa en sí nos es inaccesible; las estructuras esenciales que aprehendemos
sólo pertenecen a la cosa en cuanto está integrada en el fenómeno, y
proceden de las formas a priori del sujeto trascendental. En el idealismo
alemán, Hegel sostiene que el espíritu humano penetra hasta la e. de las
cosas, pero sólo en cuanto él se identifica dialécticamente con el espíritu
absoluto. A la vez Hegel identifica el orden del ser con el de la e., por lo que la
realidad primera se presenta como la idea absoluta, en que las restantes
entidades quedan asumidas por el movimiento dialéctico como sus momentos
finitos.

Esta filosofía, eminentemente esencialista, es un escándalo para el


pensamiento que gira en torno al hombre como existencia y que, por lo
menos respecto del hombre mismo, niega o relega a segundo plano la e.
permanente y previamente dada. Tal e. es tenida por incompatible con la
libertad e historicidad de la existencia, o con la acción siempre nueva por la
que el ser se envía a sí mismo a manera de evento. Según Sartre, la
existencia pone en cada caso su esencia, por lo cual es siempre aquello que
ella hace de sí misma (--> existencialismo).

La --> fenomenología desarrollada por Husserl define la filosofía como


investigación de la e. Esta se muestra en la intuición de la e. o ideación, con
exclusión de lo real como noema ordenado a la nóesis, y es constituida en
último término por la conciencia transcendental. N. Hartmann, a base de su
realismo crítico, conoce por lo menos una e. empírica de las cosas, que él
deduce de lo real y analiza como estructuras categoriales. El ->positivismo y
neopositivismo, por el contrario, se atienen sólo a los fenómenos y difuminan
la e. reduciéndola a los vínculos y leyes que se desprenden de la experiencia.

BIBLIOGRAFÍA: J. Hering. Bemerkungen über das Wesen, die Wesenheit and


die Idee: Jahrbuch fur Philosophic and phanomenologische Forschung 4 (Hl
1921) 495-543; W. Poll, Wesen and Wesenerkenntnis (Mn 1936); M. Müller,
Sein and Geist (T 1940); É. Gilson, El ser y la esencia (Desclée BA 1951); G.
Capone Praga, Il Mondo delle idee (Mi 21954); H. Krings, Fragen and
Aufgaben der Ontologie (T 1954); C. Fabro, Partecipazione e causalitá (Tn
1960); G. Siewerth, Der Thomismus als Identitatssystem (F 21961); S.
Breton, Esencia y existencia (Columba BA 1966); X. Zubiri, Sobre la esencia
(Ma 21963, tr. al. Mn 1968).

Johannes B. Loiz

ESPACIO-TIEMPO

El e. y el t. desempeñan funciones ordenadoras en el contacto directo del


hombre con la realidad: todas las cosas y acontecimientos que se nos
presentan están ordenados en el e. y en el t.; con otras palabras: tienen un
lugar en el e. y una situación en el t. En este sentido se habla de un esquema
espacial y temporal, como un universal previamente dado de manera general
y necesaria, en el que está ordenado lo que en cada caso acontece y nos sale
al encuentro en forma singular e individual. Esta es la situación que describe
Agustín en las Confesiones - aunque hablando sólo del t.-, a saber, que
mientras no se le pregunta qué es el tiempo, lo sabe, pero tan pronto como se
le pregunta, no lo sabe.

En el transcurso del pensar occidental, el carácter ordenador del e. y del ->


tiempo con Kant pasó a primer plano en la historia del pensamiento. Para él,
el e. es la forma de intuición del sentido externo y el t. es la forma de
intuición del sentido interno. Kant se vio inducido a formarse esta idea, no
tanto por su postura filosófica, cuanto por el modo como Newton trataba el e.
y el t. en la física y en la mecánica celeste. Según Newton, el espacio es el
sensorium Dei, algo existente realmente en todas partes en lo que «está»
todo lo demás, y el tiempo es una realidad que va fluyendo uniformemente,
en la cual se inserta consecutivamente todo lo que sucede. Si se renuncia a
esa representación realista sobre el e. y el t., queda su esquema como función
ordenadora, según lo entendió Kant.

Aquí se plantea la cuestión de si hay que contentarse con esto, de si ese


esquema responde a todo el contenido experimental sobre el e. y el t. El
idealismo alemán, en particular la escuela de Marburgo, lo sostuvo
apasionadamente lo cual dio lugar a que su línea de pensamiento se hallara
ante graves dificultades cuando se desarrolló la teoría de la relatividad a base
del experimento de Michelson. E. Cassirer, bajo el impacto de esta situación,
concedió -aun permaneciendo en el marco de las concepciones idealistas- que
Kant no podía ser la última palabra en la problemática del e. y del t.

La posición filosófica contraria a las posiciones idealistas está caracterizada


por el pensar de Aristóteles y de Tomás. Aquí se considera el e. como el lugar
de los cuerpos, o sea que, contrariamente a Newton, el e. no se separa de lo
que hay en él. Esto, desde luego, está integrado en la concepción geocéntrica
del universo, pero tal circunstancia no afecta lo más mínimo a la importancia
filosófica de la aserción. De lo dicho se desprende la consecuencia, no
deducida por los antiguos, de que carece de sentido hablar de e. sin cuerpos.
Aquí está el contraste con Newton y con las soluciones idealistas de Kant y de
sus continuadores.

Palabras análogas hallamos en Agustín acerca del t. Según él, el t. no fue


creado por Dios con anterioridad a las cosas, sino junto con ellas. Por
consiguiente, el t. es siempre «t. de algo», y así queda nuevamente resaltada
la diferencia con relación a Newton y al idealismo. Mientras que Agustín deja
pendiente el problema del t. (cf. antes), Tomás, siguiendo a Aristóteles,
formula el tiempo como un número, distinguiendo entre numerus numerans y
numerus numeratus. El primero es, por decirlo así, el número puro, en sí y
para sí, mientras que el segundo es el número referido a los objetos en la
numeración, en los casos en que se numera o se puede numerar. Lo
numerado en el orden del antes y del después y en la sucesión es para Tomás
el tiempo.

Estas ideas, desarrolladas por los antiguos en sus rasgos esenciales, no


niegan que el e. y el t. sean un esquema para ordenar la realidad. Pero no lo
separan de ésta, sino que lo dejan en ella como una relación real. Tampoco ha
de olvidarse la antigua distinción entre eternidad y t. infinito. Tomás,
siguiendo a Boecio, que define la -> eternidad como la perfecta y total
posesión simultánea de la vida interminable, distingue rigurosamente entre la
eternidad y el t. sin fin. Éste, en tanto que numerus numeratus, es divisible en
intervalos, por lo cual pertenece, como caso límite, al esquema del orden
espacial y temporal, mientras que la eternidad no tiene estructura mensurable
y, por consiguiente, tampoco es divisible. Así la eternidad y el tiempo sin fin
pueden hallarse yuxtapuestos, y la eternidad de Dios no se vería afectada, en
modo alguno, por un mundo que existiera sin fin. Más bien, éste habría sido
creado por Dios de tal manera que pudiera dividirse sin fin en intervalos de
antes y después. A este respecto Tomás hace la profunda observación de que,
a base de los datos presentes, no se puede deducir si la realidad fue creada
con un t. limitado o ilimitado. La importancia filosófica está aquí en que la
eternidad es sustraída al esquema espacial y temporal.
Las ciencias físicas y matemáticas han ampliado considerablemente el
contenido experimental en lo relativo al e. y al t., exigiendo así una reflexión
cada vez más profunda por parte de la filosofía.

En la física de Galileo el e. y el t. muestran toda su importancia para el


conocimiento de la realidad, y por cierto en la forma de un esquema
espaciotemporal. El desplazamiento de acentos aquí emprendido en la manera
de preguntar sobre el movimiento -concediendo la primacia al cómo y no a la
esencia del mismo - induce a Galileo a utilizar medidas (para medir caminos)
y divisiones del t. (para medir los tiempos de los caminos recorridos), a
constituir un esquema espaciotemporal euclidiano (un ilimitado e.
tridimensional en el sentido de Euclides y una ilimitada escala de t.), en el que
se puedan ordenar los procesos físicos. Con esto no se pregunta ya por el e. y
el t., que son usados simplemente a través de las unidades de medida. Lo
sorprendente es que algo así sea siquiera posible y que de esa manera se
produzca la multitud de conocimientos que representa la física clásica. La idea
de no utilizar ya el e. y el t. sino como esquema en que encuadrar los datos,
fue muy fomentada por la geometría analítica de Descartes (representación de
curvas en el sistema euclidiano de coordenadas, representando, p. ej., un eje
el lugar y otro el t.).

Esta situación que caracterizó las ciencias físicas y matemáticas hasta el s.


xviii, quedó radicalmente modificada con el descubrimiento de la geometría no
euclidiana por Gauss y Lobatschewski. Según esta nueva geometría,
actualmente llamada hiperbólica, por un punto exterior a una recta puede
pasar más de una paralela a dicha recta. Con esto se abrió una brecha en el
esquema espaciotemporal que hasta entonces había servido de base a todas
las consideraciones físicas y filosóficas; y de ahí vienen algunas razones
importantes del choque entre la filosofía idealista y las modernas ciencias
físicas y naturales. Aquélla ha tenido que apearse en parte de su kantismo, y
actualmente las diferencias entre idealismo y realismo en lo referente al e. y
al t. ya no son más que graduales. El e. y el t. deben considerarse como
realidades, pero su auténtico papel en el proceso del conocimiento sólo lo
obtienen mediante el entendimiento que conoce, el cual constituye el
esquema espacial y temporal. Parece como si aquí se representaran misterios
del ser que no podemos esclarecer; y quizá este aspecto explique la oposición
entre los esfuerzos mentales del idealismo y los del realismo.

Inmediatamente después de descubrirse la geometría no euclidiana, Gauss


emprendió la tentativa de establecer mediante medidas practicadas sobre
grandes distancias si el espacio dado inmediatamente es o no euclidiano. Los
resultados de sus experimentos, dentro del marco de precisión de las
mediciones, fueron favorables al euclidianismo. Contra la importancia de tales
mediciones se han formulado constantemente objeciones por parte del
idealismo. Se decía que el euclidianismo se daba ya por supuesto al emplear
medidas euclidianas, ya que no se dispone de otras. Independientemente de
la problemática aquí latente en el campo filosófico de la teoría de la ciencia,
en todo caso no puede comprobarse que el fenómeno del e. se desvíe del
euclidianismo.

Se lograron experiencias completamente nuevas con relación al e. y al t.


cuando Michelson, en 1895, mostró que la velocidad de la luz es
independiente del estado de movimiento de la fuente luminosa. Más tarde,
Minkowski logró en este punto una descripción matemática: el mundo
espaciotemporal de cuatro dimensiones, en el que el t. ya no se distingue del
e., y el conjunto es representado como una cuatridimensional geometría
hiperbólica. En un principio se habló de unión real de e. y t. Sin embargo, no
cabe la menor duda de que aquí se trata de un típico esquema
espaciotemporal, en el que se pueden encuadrar los resultados físicos
observados.

Es innegable la afinidad con la posición del idealismo. Pero también se puede


demostrar matemáticamente que sólo el esquema espaciotemporal de la
geometría hiperbólica es apropiado para la representación del experimento de
Michelson. Ésta es a su vez una posición que tiene afinidad con el realismo y
que está en marcado contraste con Kant; en efecto, según éste el esquema
espaciotemporal sólo podría ser euclidiano, como forma del sentido interno o
del sentido externo.

A partir del esquema espacio-temporal de Minkowski, Einstein desarrolló la


teoría especial y (desde ella) la general de )a relatividad. La fundamental idea
directriz es el intento de `hallar una formulación general de las leyes de la
naturaleza, que sea independiente de los sistemas de coordenadas, es decir,
de los especiales esquemas geométricos de e. y t. Halló tal formulación en el
análisis tensorial. Físicamente se mantiene un esquema espaciotemporal, pero
su geometría puede fijarse ad hoc, de lo cual resultan luego los diferentes
modelos cosmológicos del mundo. Salta a la vista que esto va de nuevo más
bien en el sentido de la posición idealista, pues el entendimiento se construye
una geometría adecuada. Sin embargo, tiene importancia capital la referencia
a la realidad, puesto que ésta debe conformarse con los modelos, cosa que
hasta hoy no se ha logrado todavía en forma satisfactoria.

La que en astronomía se llama hoy edad del universo, fijada en 10 000


millones de años, directamente no tiene nada que ver con la problemática del
esquema espaciotemporal. No se conoce objeto alguno que rebase esta edad
y, como se puede demostrar, los 10 000 millones de años constituyen un
límite temporal más allá del cual no se puede retroceder hacia el pasado con
los actuales medios de conocimiento, pues se presentarían contradicciones
insolubles entre leyes universalmente válidas y datos individuales de la
materia.

Nótese además cómo dicha aserción no significa que el universo «comenzara»


o «fuera creado» en aquel punto. Ni significa tampoco que el universo se
pueda incluir en un número limitado de intervalos de t. Aquí topamos con una
contradicción que no ha podido resolverse hasta hoy, con lo desconocido. A
este respecto, ya Tomás señaló con toda precisión el límite cognoscitivo que
hemos de reconocer en la actualidad.

BIBLIOGRAFÍA: cf. también la bibl. de Jr tiempo - H. Reichenbach, Philosophic


der Raum-Zeit-Lehre (B-Mn 1928); A.-G.-D. Sertillanges, S. Tomás de A.
(Fontis BA); N. Hartmann, Philosophic der Natur (B 1950); G. Jaffé, Drei
Dialoge über Raum, Zeit und Kausalitát (B 1954); J. Meurers, Das Alter des
Universums (Meisenheim 1954); E. J. Dijksterhuis, Die Mechanisierung des
Weltbildes (B 1956); E. Cassirer, Zur modernen Physik (0 1957); E. Fink, Zur
ontologischen Frühgeschichte von Raum, Zeit und Bewegung (La Haya 1957);
F. Dessauer, Naturwissenschaftliches Erkennen (F 1958); W. Gent, Dio
Philosophic des Raumes und der Zeit (Hildesheim 21962); M. Jammer, Das
Problem des Raumes. Die Entwicklung der Raumtheorien (Darmstadt 21963);
Die Problematik von Raum und Zeit (Naturwissenschaft und Theologie Heft 6)
(Fr-Mn 1964); W. Büchel, Philosophische Probleme der Physik (Fr 1965)
(bibl.); N. Schiffers, Preguntas de la física a la teología (Herder Ba 1972).

Joseph Meurers

ESPERANZA

I. La doctrina tradicional

1. Exposición

Acerca de la e. se trató en la teología, concretamente en la dogmática y en la


teología moral, dentro del marco de la doctrina sobre las virtudes teologales.
Fue sobre todo Tomás de Aquino el que elaboró la teología de la esperanza
(De spe, S. th. II-II, q. 17-22). La e. se dirige a un bien futuro, que es difícil
pero no imposible de alcanzar. Constituye un impulso de la voluntad, que se
hace posible por la ->gracia, en virtud del cual el hombre confiando en la
omnipotencia de Dios espera de él la vida eterna y los medios para alcanzarla.
La e. es la -> virtud del hombre in statu viatoris. Sigue a la ->fe, de la que
recibe su meta; está relacionada con el amor de concupiscencia y precede a la
caridad perfecta. El hombre sólo puede esperar para sí y para aquellos que él
ama. Esta e. tiene en la muerte su máxima amenaza y confirmación. Los
pecados contra la e. son la ->desesperación o anticipación del fracaso y la
presunción o anticipación del éxito. Bajo ambas formas el hombre trata de
evadirse de su existencia como peregrino y de no aceptarse a partir de Dios.

2. Objeciones

El mensaje y la redención de Jesucristo, su resurrección y su constitución


como Kyrios casi no aparecen en la fundamentación de la e. y en la
determinación de su fin. La mayor parte de las escatologías dogmáticas
guardan silencio sobre la e., cosa que resulta sorprendente. No se tiene
suficientemente en cuenta la correspondencia entre las universales promesas
bíblicas y la e. cristiana, y en consecuencia ésta adquiere un matiz privado. En
la teología moral las tres virtudes teologales son tratadas como un tema junto
a otros de la moral especial. De esa manera no se llega a descubrir la
importancia fundamental de la e. cristiana, que lo penetra todo. Desde la
reforma, a causa de la polémica contra la fe fiducial de Lutero, ha quedado
oculta la conexión íntima entre fe y esperanza. Apenas se ha estudiado la
relación de las esperanzas intramundanas con la e. cristiana, o bien esa
relación ha sido enjuiciada de manera meramente negativa. Por esta razón la
predicación sobre la e. fácilmente pasó a ser un mero consuelo con un más
allá mejor, una huida del valle de lágrimas y de las tareas terrestres. Con esto
se provocó el reproche de Karl Marx, que considera la religión como opio del
pueblo.

II. Teología bíblica

1. La estructura de la e. está determinada en el Antiguo Testamento a base de


un amplio campo significativo y terminológico: batah (confiar, sentirse
seguro), garah (estar en tensión, perseverar), yahal (aguardar, esperar),
hasah (buscar amparo, refugiarse), hakah (esperar con afán), sobar (confiar,
creer, esperar), y también 'aman (estar firme y consolado, creer, confiar,
esperar). Israel espera de Yahveh bendición, misericordia, auxilio, un juicio
justo, perdón, salvación. La esperanza falsa, vacía, se basa en ídolos hechos
por manos propias, en hombres, en la riqueza, en el poder, en la práctica
religiosa. Más importante que recorrer los numerosos pasajes que justifican
esta afirmación es dirigir la mirada a la estructura de la relación con Dios en el
Antiguo Testamento. La fe de Israel se funda en experiencias históricas, que
este pueblo entendió como proezas de Yahveh. La esperanza de Israel se
dirige al futuro histórico en medio de un horizonte que se amplía
constantemente. La fidelidad de Yahveh es el vínculo que une el pasado y el
futuro. Israel recuerda en el culto sus proezas, a fin de roborar así la petición
de auxilio y fortalecerse a sí mismo en la confianza. La gratitud por la
poderosa acción de Yahveh se convierte en confesión de la e. El mismo
Yahveh es la e. de su pueblo (Jer 17, 7; Sal 60, 4; 70, 5). El modo como el
Dios protector de los padres se representa a sí mismo: «Yo seré entre
vosotros, como aquel que seré entre vosotros» (Éx 3, 14), apunta al futuro
como lugar de su conocimiento por parte de los hombres. El que quiere creer
en este Dios, por su encargo es enviado a la acción creadora en la historia con
e. en su asistencia prometida. Esa fe capacita para el riesgo de la historia con
este Dios en la fuerza de la e. El portador de la promesa no es primariamente
el individuo, sino la -> alianza, el pueblo, y según el mensaje profético el
resto, o bien cada individuo fiel a partir del mensaje apocalíptico. A la vez se
hace universal el horizonte de la promesa; todo cumplimiento de una
promesa, e incluso el hecho de no cumplirse, abre una nueva y mayor
promesa, hasta quedar afectados el cosmos entero y todos los pueblos. La e.
es el puente que une el Antiguo y el Nuevo Testamento, pues no fija por sí
misma el modo de la aparición divina, sino que está abierta para las nuevas y
sorprendentes manifestaciones de su amor.

2. El contenido de la e. está significado en el Nuevo Testamento con los


términos élpidsein (esperar), hipomenein (permanecer, perseverar, practicar
la paciencia) y gregorein (estar vigilante, tener abiertos los ojos). En Juan y
de algún modo también en los sinópticos, la e. coincide con la fe, así como en
1 Pe la fe coincide con la e. y en Ap la e. es lo mismo que la paciencia. La
figura de la e. se transforma en los escritos neotestamentarios de acuerdo con
los modelos que allí se usan para representar la escatología. También en
orden a entender la e., esclarece más una mirada a la estructura de la
relación a Dios en el Nuevo Testamento que la enumeración de todos los
pasajes. El reino de Dios que irrumpe en Jesucristo, en su vida, en su muerte
y resurrección es la experiencia fundamental de la fe para el hombre del NT.
Pero el hombre no posee el reino de Dios o dispone de él, sino que lo tiene
solamente como herencia por Jesucristo, que la da a manera de anticipo a
través del -->Espíritu Santo. Cristo ha roto el poderío de la muerte, del
pecado, de los elementos del mundo, de sus potencias, del temor. La nueva -
> libertad, hacia la que él libera, es la libertad para la nueva vida en la e. de
la gloria. A pesar y a causa del amor de Dios que el creyente ha
experimentado ya, a pesar y a causa de la vida y del Espíritu de Dios que se
le han comunicado, él vive solamente en la e. El contacto salvífico es tan
estrecho para el creyente, que él siente ardientemente la contradicción con el
presente que aún perdura y, por eso, él concreta la e. en la expectación de
una próxima parusía o quiere saltar por encima del presente con un
entusiasmo exaltado. Partiendo de esta situación se explican los diferentes
modelos con que se representa la escatología, de los cuales ninguno puede
recibir un carácter absoluto. A través de la e. debe mantenerse viva la tensión
entre el presente experimentado y la salvación creída, entre la justificación y
la santificación. La interpretación habitual de esta tensión con ayuda de las
ideas «ya» y «todavía no», implica el peligro de una división de la salvación
en el sentido de un partim-partim. La ->justificación del pecador es un don
definitivo de Dios, don que despierta las fuerzas del hombre y lo envía hacia el
camino de la consumación. En este sentido la justificación misma es promesa
de la consumación. En la comunidad con Cristo el creyente participa de la
antigua experiencia de que todo cumplimiento es una promesa nueva y
mayor: «Cristo en vosotros -la esperanza de la gloria» (Col 1, 27). Por esto la
e. se identifica con la relación a Dios descrita en el NT; los paganos se
caracterizan por el hecho de que no tienen e. (cf. 1 Tes 4, 13; Ef 2, 12). La fe
es la seguridad y la convicción de un futuro esperado, pero todavía no visto
(cf. Rom 8, 24s; Heb 11, 1), que se representa mediante imágenes de una
salvación social: -> paz, --> justicia, perdón (->redención), superación del
dolor y de la muerte, --> resurrección de la carne, banquete nupcial,
Jerusalén celeste, nuevo cielo, nueva tierra. A causa de esta universalidad de
la promesa se exige al creyente que dé razón del fundamento de su esperanza
ante todo el mundo (cf. 1 Pe 3, 15). Portadora de esta promesa y de esta
«razón» es la comunidad, la nueva alianza, la Iglesia en su estructura
intersubjetiva. Al final la e. no desemboca simplemente en la posesión, pues,
ella pertenece a la forma de relación con Dios en la existencia escatológica (cf.
1 Cor 13, 13), como apertura al Dios cada vez mayor y al libre don de su
cercanía.

III. Progreso y esperanza en la conciencia actual

Si por desconfianza hacia el futuro intramundano los cristianos buscan a Dios


en su e., ellos no pueden sorprenderse de que otros organicen el futuro
intramundano sin Dios. Actualmente encontramos un amplio -->ateísmo por
causa del hombre y de su futuro. Esto ha conducido al «gran cisma» del
mundo moderno, al cisma «entre religión y revolución, entre Iglesia e
ilustración, entre fe en Dios y aspiración a un futuro, entre certeza de la
salvación y responsabilidad por el mundo» (J. Moltmann). Ya Karl Marx se
creyó obligado a criticar la religión para liberar al hombre de su alienación, de
la esclavitud y de la opresión. En la actualidad su móvil sigue obrando en el --
>humanismo marxista. Ernst Bloch considera el «principio esperanza» como
el propulsor de toda iniciativa humana. Su interés se centra en la creación de
lo nuevo, de lo que nunca ha existido, de lo que antes era objeto solamente
de los sueños humanos (contenidos también en las religiones). A su juicio, no
el pasado sino el futuro decide primariamente el presente, en el que se abren
los gérmenes y las tendencias hacia el porvenir. El hombre ha de entregarse
al movimiento del presente y desarrollarlo. Sin embargo, podemos preguntar
a Bloch si su teoría es capaz de hacer comprender lo realmente nuevo del
futuro, si en su visión el futuro no es un mero desarrollo de lo que ya está
puesto germinalmente, de si él no explica la e. solamente con relación a la
humanidad, pero no con relación al individuo. ¿No es Dios, que frente al
mundo está siempre en potencia, el único garante del futuro real, de lo nuevo
para el hombre y la humanidad?

El «humanismo evolucionista» (J. Huxley), que en gran parte se entiende en


forma atea, pretende ser un nuevo sistema de ideas, un orden de valores
abierto al desarrollo ulterior y necesitado de él, el cual se ofrece a la
humanidad para su gran tarea de una -- evolución llevada a cabo bajo su
propia dirección. El humanismo evolucionista se dirige contra toda fijación
dogmática, pues ésta impediría la evolución. Entiende su acción como una
ayuda para un desarrollo mejor del ser humano de hoy y de mañana, para la
consecución de un margen más amplio de libertad. Ahí van incluidas ciertas
iniciativas concretas, como, p. ej., la ayuda a países subdesarrollados y el
control de la natalidad. En parte va unida a ese humanismo una nueva forma
de fe en la ciencia, por la que se confía en la posibilidad de resolver todos los
problemas a base de la técnica. En lo referente a los riesgos en la marcha
positiva de la evolución ulterior, el humanismo evolutivo debe caracterizarse
como un sistema de e. referido a la accion.

La filosofía no marxista ora valora positivamente la e., así, p. ej., G. Marcel,


en su interpretación del hombre como homo viator, y O.F. Bolnow, en su
intento de superar el existencialismo, ora negativamente, p. ej., K. LÓwith
(progreso como perdición, e. como ilusión), ora la considera en su abierta
dialéctica, p. ej., Th.W. Adorno.

La situación actual impone al hombre la pregunta por la e. y el -> progreso,


así como por los impulsos para la acción de cara a un futuro que todavía
resulta imprevisible. En todo esto se insinúa una nueva relación entre teoría y
práctica. Pues el futuro no es objeto de contemplación, sino que ha de
realizarse mediante la acción. La mera insistencia por parte de la teología en
el origen bíblico de la e. y de la proyección hacia el futuro no es suficiente
para responder a las cuestiones que en la conciencia actual se plantean a la fe
y a la esperanza cristianas. En el imponente y fascinante intento de respuesta
que hallamos en Teilhard de Chardin echamos de menos la diferenciación
entre evolución e historia, pues parece que él no toma suficientemente en
serio la libertad, con inclusión de la libertad para el mal y la destrucción de sí
mismo.

IV. Teología sistemática

1. Visión de conjunto

El fundamento y el centro de la fe cristiana es el mensaje de la promesa de


Jesús y su resurrección por Dios. Pero ambas, mensaje y resurrección, no son
reales y completas sin el retorno de Jesús, sin la resurrección de toda carne
(cf. 1 Cor 15), sin el nuevo cielo y la nueva tierra (cf. Ap 21, 22). Por eso,
creer en la -> resurrección de Jesús es lo mismo que esperar la consumación
universal prometida y significada por esta resurrección. Toda teología es
«conocimiento de la resurrección y de la parusía de Cristo en medio de la
tendencia hacia ellas» (J. Moltmann). W. Pannenberg considera que la
resurrección de Jesús es el fin, la consumación realizada anticipadamente, de
manera que ésta puede descubrirse en aquélla. En la esperanza el creyente
traspasa los límites que han sido atravesados en la cruz y resurrección de
Jesús. Fe y esperanza son dos momentos indisolubles de un solo acto, cuyo
centro integrador es el amor (incipiente). La yuxtaposición de las tres virtudes
teologales ha hecho que no se resaltara suficientemente esta unidad interna.
No hay un caudal de fe que se halle ya completo en el pasado y del que
podamos cerciorarnos mediante una simple mirada hacia atrás. Por esta razón
no se puede iniciar la dogmática con un tratado cerrado en sí sobre Dios, pues
sólo en la creación, redención y consumación aparece quien es propiamente
este Dios. Dios es siempre el «Dios ante nosotros» (J.B. Metz). Él es el
«futuro absoluto» para el hombre (K. Rahner). Y, por eso, tampoco puede
darse una doctrina cerrada en sí sobre la creación, pues sólo en el nuevo cielo
y en la nueva tierra aparece con claridad el auténtico propósito divino en la
primera creación (-> principio y fin, -> protología). Ahí está la razón de que
muchas cuestiones sobre la relación entre - «naturaleza y gracia» quedaran
estancadas, pues la creación era concebida como una realidad tan completa
en sí, que la gracia sólo podía añadírsele accesoriamente desde fuera. La
encarnación no queda suficientemente entendida con la fórmula estática de
Calcedonia. Para que la -> encarnación misma sea entendida rectamente, en
su concepción hay que incluir el futuro de este Jesús de Nazaret, la cruz y la
resurrección, su retorno y reinado, la «permanente significación de su
humanidad para la salvación de los hombres» (K. Rahner). La inclusión de la
dimensión escatológica preserva a la Iglesia de una falsa identificación con
Cristo o con el reino de Dios y, en consecuencia, de todo triunfalismo. Y a la
vez pone de manifiesto el carácter transitorio (o pre-cursor) de la Iglesia en
su significación y en sus límites, y preserva de entender falsamente los
sacramentos como signos mágicos. La doctrina sobre las obras meritorias
podría formularse más bíblicamente y con perspectiva más ecuménica, si se
hablara de la confianza y esperanza en la promesa de Dios y en su fidelidad.
La aplicación del principio estructural de la teología que aquí se insinúa
implicaría la disolución de la -> escatología como un tratado teológico
independiente y, a la vez, devolvería su perspectiva escatológica a los demás
tratados, con lo cual la escatología aparecería como la que realmente es. La e.
es el abogado del futuro prometido, todavía abierto e imprevisible, en medio
de la verdad de la fe y de la realidad de la salvación en la historia. En estas
dos dimensiones, verdad e historia, debe desarrollarse más concretamente la
teología de la e. con sus consecuencias.

2. Esperanza y verdad

La verdad de la fe sólo puede aprehenderse de cara a la e., no como si ésta


hubiera de recibir su objetivo de la fe, sino en el sentido de que la e. es la
fuerza interior de la misma. Esa fuerza capacita al hombre para entregarse a
Dios, con confianza cada vez mayor mirando al futuro prometido. Ninguna
formulación del lenguaje humano puede agotar la revelación como promesa o
interpretarla definitivamente, ni siquiera la Escritura misma, y mucho menos
la suma de los dogmas. Todo sistema cerrado fracasa ante la plenitud y el
futuro del evangelio. Para experimentar la plenitud se requiere toda la historia
con inclusión de la permanente consumación. Los dogmas son índices que
apuntan hacia la verdad, no la verdad misma, que es Cristo. Partiendo de aquí
resulta igualmente evidente el sentido análogo de los enunciados de la fe. La
e. mantiene la maior dissimilitudo en toda posible semejanza de las
afirmaciones (cf. ->analogia entis). El lenguaje figurado de la verdad
escatológica es una forma adecuada de expresión, la cual no es plenamente
accesible a la -> desmitización y a la -> interpretación existencial. Ese
lenguaje vela cuidadosamente por la apertura al futuro y a la plenitud de la
salvación y con ello muestra siempre un nuevo futuro a todo conocimiento y a
toda acción. Por la e. la fe, lejos de interpretar falsamente como ausencia el
carácter inaccesible de Dios, lo acepta con confianza en su fidelidad, como
soporte y promesa de la plenitud inagotable. En la e. el creyente encuentra
fuerza para resistir incluso en la más extrema obscuridad, sin desesperar ni
resignarse. La e. recuerda la promesa todavía no consumada que se ha dado
en Cristo. Ella no es contraria a la -->tradición, sino que la exige como
«transmisión escatológicamente orientada» (G. Sauter) de las acciones
salvíficas de Dios. Simultáneamente preserva a la tradición de petrificarse en
una -a ideología, pues guarda del peligro, que amenaza en los círculos
portadores de la tradición cristiana, de considerar la fe y la vida cristiana
como cosas obvias. La e. capacita para el diálogo con los incrédulos, pues
sabe que ella misma todavía está en camino hacia la plenitud y, por tanto,
puede incluir en su propia búsqueda de la verdad las experiencias y los
conocimientos de los incrédulos. En la consumación la e. no queda suprimida,
sino que por primera vez allí descubre de lleno su estructura fundamental
como entrega con admiración y confianza al Dios siempre mayor y a la
libertad de su amor.

3. Esperanza e historia

No hay verdad para el hombre más que a través de su historia. En este


contexto es decisiva la distinción entre historia y evolución, entre futuro y fin.
No todo lo que acontece merece el nombre de historia, no todo lo que ha de
venir merece el nombre de futuro. Evolución es un proceso determinado; la
meta que aún ha de llegar precede como causa final a todo el proceso. La
evolución saca solamente a la luz lo que ya está ahí en forma oculta. Sólo
puede hablarse de historia cuando entra en juego lo específicamente humano:
la -> libertad, la responsabilidad, la -> decisión, la posible claudicación en su
dimensión individual e intersubjetiva. La libertad hace posible lo nuevo, lo que
todavía no ha sido. La historia se produce entre la libertad fundamental de
Dios y la libertad del hombre. La e. cristiana se dirige hacía el futuro que así
se hace posible, y no hacia el fin fijo de una evolución. La e. se refiere a la
historia venidera.

Dios da la salvación de tal modo que el hombre debe contribuir a realizarla.


Por esta razón el hombre se dirige hacia el futuro que espera de Dios en
cuanto se encamina hacia su futuro intramundano. Las esperanzas
intramundanas son lugar de ejercitación y transmisión de la e. cristiana, y no
significan para ella una mera concurrencia. La e. no ahorra el esfuerzo, sino
que lo exige como su propia respuesta y comunicación. El hombre espera la
justicia y paz de Dios en cuanto procura ahora su realización anticipada. «La
ortodoxia de su fe debe acreditarse constantemente en la ortopraxis de su
acción orientada escatológicamente» (J.B. Metz). «La esperanza vive en la
realización del próximo paso» (K. Barth). De este modo, por la e. aumenta la
importancia del presente, pues en él se decide a la vez el futuro definitivo. La
esperanza no es «opio del pueblo», sino un estímulo para la transformación
del mundo bajo el horizonte de las promesas de Dios, una fuerza
revolucionaria para cambiar la situación en favor de los hombres amados por
Dios, precisamente en favor de los pobres y más pequeños. La e. cristiana es
la fuerza propulsora de todas las esperanzas intramundanas, las penetra con
todos sus esfuerzos y les da nueva vida con la confianza en la misericordia y
omnipotencia de Dios cuando ellas han llegado al límite de su propia fuerza. El
que en este servicio de amor pierde su propia vida, la gana ante Dios. La
propia --muerte, la cual ha de padecerse con amargura lo mismo que antes,
gracias a Cristo ha quedado abierta desde dentro hacia la plenitud de Dios. La
e. confirma al hombre en el derecho de buscar la salvación en lo nuevo, pero
a la vez lo libera de la carga de crear por sí mismo esa realidad nueva,
tomándolo, sin embargo, a servicio del futuro prometido. J.B. Metz exige una
«escatología creadora» que sea consciente de su responsabilidad política y
social, la cual se deriva de la universalidad de las promesas. Pero aquí la e.
reconoce la pobreza de su saber acerca de la figura concreta del futuro.
Frecuentemente, ella sólo puede encaminarse hacia el objeto de su
pensamiento y búsqueda mediante una negación crítica de lo existente, sin
capacidad de expresarlo positivamente. Esto la preserva del peligro de
convertirse en una ideología totalitaria. La Jerusalén celestial desciende del
cielo -es un don de Dios; las naciones llevan a ella su riqueza -, y allí se
cosecha el fruto del amor que actúa en la e. (cf. Ap 21, 10.24). La e.
permanece en la consumación en cuanto disposición de aceptar este fruto del
propio amor, y con ello a Dios mismo, como don eterno de su amor.

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Adnotationes in Tractatum «De Virtutibus Theologicis» (R 1964); P. Schütz,
Freiheit - Hoffnung - Prophetie (obras completas III) (H 1963); W.
Pannenberg y otros, Offenbarung als Geschichte (Gó 21963); J. Moltmann,
Theologie der Hoffnung (Mn 41965); W. D. Marsch (dir.), Diskussion über die
«Theologie der Hoffnung» (Mn 1967); W. Kasper, Dogma y palabra de Dios
(Mens C J Bil 1968); G. Sauter, Zukunft und VerheiBung (Z 1965); J. B. Metz,
Gott vor uns: Ernst Bloch zu Ehren, bajo la dir. de S. Unseld (F 1965) 227 -
241; J. Moussé, Die Hoffnung, die in euch ist (Graz 1966); J. B. Metz,
Verantwortung der Hoffnung: StdZ 177 (1966) 451-462; idem, Politische
Theologie: Kontexte 4 (St-B 1967) 35-41; F. Kerstiens, Glauben als Hoffen:
Diakonia 2 (1967) 81-91; Rahner VIII 561-579 (Zur Theologie der H.); L.
García Borreguero, El mundo moderno y la esperanza cristiana (Ma 1953).

Ferdinand Kerstiens

ESPINOSISMO
Corriente de pensamiento que debe su nombre al pensador hebreo Baruch
Spinoza (Benito Espinosa), nacido en Amsterdam el 24 de noviembre de 1632
y muerto en La Haya el 21 de febrero de 1677. En dicha corriente quedan
unificados elementos de la filosofía judía, del -->neoplatonismo y del -+
cartesianismo. Núcleo central del e. es el sentido profundo de la unidad de lo
real, que Espinosa refiere enteramente a una -->substancia única, entendida
como Dios y naturaleza. Efectivamente, pensamiento y extensión no son
substancias independientes, sino «atributos», maneras de considerar la
substancia y, por ende, representan dos órdenes perfectamente paralelos de
una misma realidad. Por la misma razón, entre los «modos» del pensamiento
y los modos de la extensión, es decir, entre ideas y cosas, alma y cuerpo, no
puede haber relación causal; ni unas ni otras tienen existencia propia fuera de
la única substancia; ambas modalidades son determinaciones de ésta y sólo
se distinguen entre sí por la manera de participar de ella. De esa unidad de la
realidad, se deriva la manera de su conocimiento, y así todo es conocido more
geometrico. De esta visión unitaria deriva también la concepción de las
funciones del pensamiento y de la acción humana.

Por los sentidos y la imaginación al principio el hombre considera las cosas


como substancias, cuando en verdad ellas no pueden ser independientes y
sólo pueden tener su realidad en la única substancia. Pero luego él debe
elevarse a través del conocimiento discursivo hasta el conocimiento intuitivo.
En este último conocimiento, que es el supremo, el hombre aprehende lo
verdadero, que es index su¡ et falsi. De ahí brotan necesariamente todas las
ideas verdaderas. Pero este proceso, precisamente por el paralelismo entre
pensamiento y extensión, no puede concebirse separado de una forma de
ascensión moral, en que el hombre se desprende de su apego a las vanas
apariencias y, a través de un riguroso - casi mecánico - dominio de los
afectos, en una conducta guiada por la razón, se levanta al amor Dei
intellectualis, en que halla su bien y su felicidad. Estas convicciones llevan a
Espinosa e interpretar la revelación en términos prevalentemente ético-
racionales, distinguiendo en la Biblia un núcleo de verdades connaturales al
corazón y a la razón humana, de las creencias que sólo le parecen válidas
para hombres incapaces aún de levantarse a una forma de vida más pura y
más alta. Esta actitud de Espinosa, unida a su afirmación de la radical unidad
de la substancia y a su polémica contra toda forma de finalidad en Dios y en
la naturaleza, y contra toda concepción indeterminista de la libertad, explica
que, desde el principio, el e. fuera considerado como ateísmo, de forma que,
por un lado, fue centro de violentas controversias teológicas y, por otro,
influyó en corrientes religiosas de tendencia naturalista y racionalista.
Así se dan interesantes discusiones sobre el e. en Holanda (Kuyper,
Bredenburg, etc.), en Francia (Lamy, Jacquelot, Boulainvillier, etc.), en
Inglaterra (Cudworth, More, Toland, Clarke, Ramsay, etc. ). Sobre todo desde
el famoso trabajo de Bayle (1697), se difunde por toda Europa la
interpretación de Espinosa como «ateo sistemático». Con ello se provoca, sin
pretenderlo, una profundización cada vez mayor del e. la cual culminó en el
«renacimiento espinosista» en Alemania durante los últimos decenios del siglo
xviii. Ya Leibniz le dedicó toda su atención, Wolff lo investigó críticamente, y
Lessing, sobre todo hacia el final de su vida, por motivos teológicos se declaró
«espinosista». Pero fue especialmente el período del Sturm und Drang y del
primer romanticismo el que recibió con entusiasmo los motivos naturalistas
del e. Y no es tanto la letra del sistema espinosista lo que atrae a hombres
como Herder y Goethe, los cuales tienden a unirlo con ideas de Leibniz y del
neoplatonismo, cuanto el sentido profundo de la unidad de lo real afirmada
por Espinosa. Esa unidad les mueve a considerar las formas de la naturaleza,
lo mismo que las de la historia (entendidas positivamente y no a mane ra de
simples «modos»), como manifestaciones de una fuerza originaria que tiende
a formas de vida cada vez más altas. La acusación de ateísmo, lanzada contra
Espinosa por su crítica al teísmo, incitó a los jóvenes teólogos a buscar un
concepto de Dios menos antropomorfo y más concorde con las tendencias
naturalistas a idealistas que se iban imponiendo (cuyos representantes
principales eran: Hólderlin, Schelling, Schleiermacher). E incluso los
pensadores que de ningún modo querían proclamarse espinosistas y - como,
p. ej., Jacobi - rechazaban la dirección estrictamente determinista y
mecanicista, consideraban el e. como una de las más amplias y claras
formulaciones del pensamiento filosófico, con relación a la cual toda filosofía
debía adoptar una posición (y así lo hicieron Jacobi mismo, Fichte, Hegel,
etc.).

El e. permanece así como un jalón esencial del moderno pensamiento


filosófico y teológico. En los últimos 150 años ha perdido, ciertamente la
importancia que tenía en la época de Goethe, y la ha perdido sobre todo en el
campo religioso, donde se armoniza mal con las más recientes tendencias de
inspiración dialéctica o existencialista o decididamente teísta. Pero, frente a
esa motivación preferentemente «subjetiva» del pensamiento actual, en el e.
está representado bajo una determinada forma el interés de la objetividad,
que un pensamiento orientado por principio «antropocéntricamente» debe
asumir para su plena legitimación.

FUENTES: OBRAS: Renati Des Cartes principia philosophica (A 1663);


Tractatus theologico-politicus (A 1670) (anonim). - Postum: Ethica more
geometrico demonstrata (HW, 1677 concluid.) (A 1677); De Intellectus
emendatione (Frgm. 1677); Tractatus politicus (Frgm. 1677). - Korte
Verhandling van God, de mensch en des zelvs welstand (escr. prim.) -
EDICIONES: Opera quotquot reperta sunt, 4 vols., ed. J. van Vloten-J. P. N.
Land (1882-93, La Haya 31914): Opera (edic. crítica), ed. C. Gebhardt, 4 vols.
(Hei 1925); tr. fr. Oeuvres completes, id. La Pléiade. P 1961.

BIBLIOGRAFIA: K. Fischer, Spinozas Leben, Werke und Lehre (1852, Hei


61946); J. E. Horn, Spinozas Staatslehre (1863, Aalen 21964); V. Delbos, Le
probleme moral dans le Spinozisme (P 1893); L. Brunschvicg, Spinoza et ses
contemporains (1894, P41951); M. Grunwald, Spinoza in Deutschland (B
1897); St. v. Dunin-Borkowski, Spinoza, 4 vols. (1910, Mr 219321936); V.
Delbos, Le Spinozisme (P 1916); L. StrauJ3, Die Religionsphilosophie Spinozas
als Grund seiner Bibelwissenschaft (B 1930); H. A. Wolfson, The Philosophy of
Spinza (C [Mass.] 1934, NY21958); A. Shanks, Introduction to Spinoza's
Ethics (Lo 1938); H. H. Joachim, B. de Spinoza: Tractatus De Intellectus
Emendatione (0 1940); G. Rabeau, Spinoza: DThC XIV 2489-2506; P. Siwek,
Spinoza et le panttheisme religieux (P 21950); D. Runes, Spinoza-Dictionary
(Lo 1951); G. Semerari, I problemi dello Spinozismo (Trani 1952); G. H. R.
Parkinson, Spinoza's Theory of Knowledge (0 1954); L. Roth, Spinoza (Lo
21954); P. VerniPre, Spinoza et la pensée frangaise avant la Révolution, 2
vols. (P 1954); Kraus GAT 55-59; S. Hampshire, Spinoza (Lo 1956); K.
Jaspers, Die groBen Philosophen I (Mn 1957) 752-897; H. F. Hallett, Spinoza
(Lo 1957); H. M. Wolff, Spinozas Ethik (Bem-Mn 1958); P. di Vona, Studi
sull'ontologia di Spinoza (Fi 1961); S. Hessing (dir.), Dreihundert Jahre
Ewigkeit. Spinoza-Festschrift 1632-1932 (La Haya 21962); V. Verra, F. H.
Jacobi. Dall'illuminismo all'idealismo (Tn 1963); S. Zac, L'idée de vie dans la
philosophic de Spinoza (P 1963); A. Guzzo, Il Pensiero di Spinoza (Tn 21964);
S. Zac, Spinoza et l'interprétation de l'$criture. (P 1965); L. S. Feuer, Spinoza
and the Rise of Liberalism (Gloucester [Mass.] 1965); W. Cramer, Spinozas
Philosophic des Absoluten (F 1966).

Valerio Verra

ESPÍRITU

I. Nota previa

E. es un concepto fundamental de la historia del pensamiento, que por ello se


llama también historia del e. Si se quiere entender este concepto en la
extensión y profundidad de su significación, hay que renunciar a encerrarlo en
una simple definición. Dada la actual conciencia del problema, la inteligencia
del concepto de e. sólo es posible mediante una reflexión sobre la historicidad
(como propiedad esencial) y la historia (como realización esencial) del mismo
e. (---> historia e historicidad). Aquí topamos con una estructura
hermenéutica circular, pues el e. es a la vez el que entiende y lo entendido.
Por esta razón se exponen aquí primeramente los rasgos capitales de la
cambiante inteligencia del concepto en el curso de la historia del espíritu.

II. Interpretación histórica del concepto

Filosóficamente, el concepto de e. se formó en la filosofía griega, siendo de


notar que no hay en griego equivalente exacto del término moderno. Mientras
que pneuma (fuera del uso religioso y poético) nunca perdió del todo su
significación etimológica de origen físico-vital, por la evolución semántica de
nous se llegó a la elaboración del concepto de e. específicamente griego, con
tanta eficacia en occidente. Si Anaxágoras vio en el nous el principio
ordenador del universo, habíale precedido Parménides con su tesis
fundamental, que determinaría todo el filosofar venidero, de la
correspondencia entre ser y e. (noein como «percibir» y «comprender»). En la
evolución del pensamiento platónico el e. es, de una parte, la facultad que
capacita al hombre para la contemplación de las ideas atemporales y eternas,
y, de otra, en el Platón tardío, la potencia cósmica de la razón del ser y del
mundo. Aristóteles concibe el noüs como la énergeia que distingue al hombre,
la cual, como autorrealización específicamente humana, apunta ya en cierto
modo a la ratio posterior (como «determinación» de toda la realidad por las
fuerzas propias del hombre. En la famosa concepción de que el e. en cuanto
tal viene «de fuera», se echa de ver cómo en Aristóteles la relación del e. con
el ser y con Dios es pensada en manera puramente exterior y objetiva. Así, el
e. «en» y «por encima» del hombre viene a ser la imagen directriz de la --
>metafísica occidental: el e. experimentado e interpretado como sustraído al -
> mundo (espacio, tiempo, movimiento) y abierto sólo al -> ser (como
presencia perpetua sin espacio, tiempo ni movimiento). Respecto de la
evolución posterior es de notar que el concepto de e. sufre decisiva
transformación por obra del cristianismo, siquiera el origen griego siga siendo
determinante. La plenitud de sentido que hallamos hoy en ese concepto sólo
puede entenderse a la luz del encuentro, que no cuajó nunca en síntesis
plena, entre la experiencia griega y la bíblico-cristiana de la existencia (el
«destino de occidente»: Max Müller). En Agustín, el e. (mens, animus) no es
simplemente el noüs griego, sino, en cuanto acies mentis, el punto personal y
dinámico de contacto y encuentro entre el hombre y Dios. Sin embargo, la
experiencia cristiana de la existencia todavía se cruza en él con la poderosa
metafísica platónica de las ideae aeternae immutabilesque.

En Tomás de Aquino, el e. (mens, spiritus) es entendido en su dimensión


antropológica como substancialidad individual: el e. es alma espiritual y como
tal forma del cuerpo (el e. es pensado aquí desde el -> hilemorfismo, tomado
de Aristóteles, pero interpretado escolásticamente). Sin embargo, más allá de
este aspecto antropológico, Tomás interpreta el e. dentro de la totalidad
mayor de una metafísica jerárquica del ser y de la doctrina cristiana sobre la
creación. E. y ser de algún modo son equivalentes en él; en Dios se identifican
plenamente; y también el e. humano es todas las cosas, aunque sólo en cierta
manera (quodammodo omnia). Los entes sólo pueden ser entendidos en el e.,
esa luz (lumen) en que se funda la excelencia del ser humano. Esta luz remite
al hombre a la «luz increada», cuya huella (impressio), revelación
(manífestatio) y semejanza (similitudo) es el e. humano. De acuerdo con la
distinción entre orden natural y sobrenatural, esa luz tiene una dimensión
natural y otra sobrenatural.

La evolución del concepto de e. en la edad moderna está caracterizada por la


tendencia a la subjetivación. La riqueza de sentido que ha ido acumulándose
históricamente en el concepto de e., impulsa a un uso múltiple de la palabra.
Así Descartes habla de res cogitans, Leibniz de «mónada», Kant de la
«conciencia transcendental», Fichte del «yo», etc. Esta evolución alcanza su
punto culminante en el -> idealismo alemán, que pretende articular toda la
historia del e. por la dialéctica absoluta de ser y e. De ahí que, para Hegel, el
e. sea el «concepto más sublime», «la suprema definición del absoluto». El e.
es para Hegel lo único verdadero y real, el movimiento del oponerse y
reconciliarse, la unidad dialéctica de todos los contrarios. Por eso, en la
configuración progresiva del e. todas las determinaciones se hacen
«espirituales» y «fluidas», es decir, se integran en el retorno del e. hacia sí
mismo, el cual alcanza su consumación en el concepto del saber absoluto, es
decir, de la libertad absoluta que tiene conciencia de sí misma (->dialéctica).

Al ser abandonado el sistema hegeliano del e. absoluto, la concepción del e.


se desarrolla en una triple dirección, según la fuente de donde procede la
crítica contra Hegel. Kierkegaard vuelve a desarrollar el fondo bíblico-cristiano
(cf. luego), Marx y el materialismo dialéctico conciben el e. como reflejo de la
naturaleza material; Dilthey comprende en su método y peculiaridad las
formas concretas de la vida espiritual frente a todo lo que es naturaleza
(«ciencias del e.»).

En la actualidad, el concepto de e. se usa en múltiple sentido, según la


escuela y tradición a que cada uno se liga. Dos temas despiertan particular
atención: el primero, nacido de la «conciencia histórica» del siglo xix, se
refiere a la historicidad de la existencia humana y con eso, indirectamente, la
historicidad del pensamiento humano (cf. luego); y el segundo, que lleva el
cuño de la imagen «evolutiva» del mundo de las ciencias naturales, se refiere
al puesto del hombre y, por ende, del e. en el cosmos (cf. Teilhard de
Chardin).

III. Ensayo de interpretación

1. Si se intenta interpretar el concepto de e. a partir de la problemática


actual, se tropieza con una peculiar dificultad. Precisamente aquella tendencia
de la filosofía actual que, siguiendo a Heidegger, se plantea más radicalmente
la cuestión del ser y de la historicidad del pensamiento, evita total o
parcialmente el empleo del concepto de e. por razón de su origen en la
metafísica griega y occidental. Sin embargo, la justificada crítica a la
metafísica griega y occidental, que no reflexiona sobre el tiempo y la historia,
no puede ignorar cómo la experiencia bíblico-cristiana de la existencia ha
influido decisivamente en la transformación del concepto griego de e. Sin
detenernos ahora en Agustín (cf. antes), hemos de citar aquí a S. Kierkegaard
como representante de una concepción del e. que no es puramente griega.
Partiendo del suelo bíblico y cristiano, él ve en el e. una referencia esencial al
tiempo y a la libertad. Su observación de que «los griegos no entendieron el
e. en su sentido más profundo» apunta a la tarea de pensar el parentesco
entre e. e historia, desde la experiencia cristiana de la temporalidad.

2. El concepto de e. se funda en la experiencia original del hombre y es una


interpretación de la misma. E. es aquello que caracteriza al hombre entre
todos los otros entes, haciéndose cada vez más presente en el devenir
histórico. En virtud de esa caracterización, el hombre no es un ente entre
otros, sino que constituye aquel ente en que por primera vez aparece el
sentido del ser a través de la múltiple predicación concreta del «es». Con ello
el hombre experimenta su trascendencia por encima de todo ente hacia el ser.
En la apertura al ser previamente experimentada y transmitida siempre
históricamente, la cual es la base de toda transcendencia, llega el hombre a
aquella primigenia relación a sí mismo en que se funda su distancia
cognoscitiva y volitiva respecto de todo ente y, como consecuencia de eso,
alcanza la libertad originaria.

A causa de esta experiencia de la historicidad, que por primera vez en nuestro


tiempo ha sido sometida a una reflexión explícita, una inteligencia real del e.
ya no puede lograrse con categorías elaboradas a base de un ser ajeno al
tiempo y a la historia. En efecto, el ser ya no es experimentado simplemente
como una realidad permanente que se aprehende y expresa mediante
conceptos objetivos, sino como un «evento» que brota y brilla desde sí
mismo, y fundamenta todo sentido e historia (pero aquí ha de evitarse la
tergiversación de esta frase en el sentido de un «actualismo» ontológico).
Desde este punto de vista el e. ha de definirse como apertura al ser o, más
profundamente, como aquel «centro» o «lugar» en que acontece la propia
comunicación del ser experimentado como acontecimiento, de su sentido y de
su exigencia incondicional. E. es así la autopresencia del ser, que es
originariamente histórica (o sea, que emite libremente historía). Esta
autopresencia ha de entenderse cabalmente como el abismo del ser que abre
el espacio de la verdad y la libertad, es decir, como el misterio mismo del que
no se puede disponer. Sólo partiendo de este ser o misterio que se muestra
históricamente (es decir, que funda historia) y a la vez se sustrae al manejo
del hombre, es posible experimentar al Dios que se revela personalmente
como «espíritu absoluto» (-> potencia obediencial), y como aquel que ha sido
experimentado siempre en su acción histórico-salvífica (cf. historia de la -*
salvación, --+ gracia, -a naturaleza y gracia). Así, pues, «espíritu absoluto»
significa no un óntico y objetivo «ser en sí», perennemente igual y sustraído
al mundo y a la historia, sino aquel «primer origen personal», impensable de
antemano, al que el e. finito humano se siente siempre referido y bajo cuya
exigencia se halla en la historia de su pensamiento y libertad.

En este sentido (y no a la manera de una visión de Dios objetiva e inmediata


en el sentido del ontologismo), puede entenderse además el e. humano como
la inmediatez de finitud e infinitud, de condicionado e incondicional, de tiempo
y eternidad, es decir, concretamente: como referencia inmediata a Dios. Pero
esta inmediatez (o referencia inmediata a Dios) no significa una «interioridad»
encerrada en sí, sino que es ya siempre y en todo momento nueva
comunicación de sí mismo como historia (Max Müller). El e. en cuanto
inmediatez (en cuanto referencia inmediata a Dios) es la primigenia
historicidad misma, de la cual brota la historia como de su primerísima fuente,
o sea, es historia como relación dialéctica del hombre consigo mismo y con las
cosas que se realiza en el tiempo. Hay que atender a la peculiar relación que
aquí impera entre el e. como tal inmediatez y la mediación consigo a través
de su historia, pues, precisamente por la diversa determinación de esta
relación, la concepción aquí se aparta radicalmente de la dialéctica absoluta
del e. en Hegel. Así, pues, el e., como referenecia inmediata a Dios no
produce su propia mediación dentro de la historia en el sentido de la
autosupresión (Selbstaufhebung) hegeliana, sino en el sentido de que él se
realiza a sí mismo en forma permanente e indeleble, y así desarrolla la
mediación en la relación con Dios. Por tanto, en contraste con Hegel, el e. es
entendido aquí radicalmente como e. personal, de donde también surge luego
el problema de la intersubjetividad.

3. El e. así interpretado es «más grande» que el hombre (cf. Pascal: L'homme


passe infiniment ¡'honre), pero no en el sentido de que sea extraño o exterior
al hombre, sino en el de que sólo por este «ser mayor» es el hombre lo que
es. Precisamente lo más propio del hombre no es una subjetividad cerrada en
sí misma, sino el estar siempre abierto más allá de sí mismo como el «ahí» o
la presencia del ser que se muestra históricamente como el misterio. Las
diferentes interpretaciones históricas del e. (expuestas en 2) quedan
asumidas en esta inteligencia del e. lograda desde la experiencia de la
historicidad.

Respecto de este e. que, sobrepasando infinitamente al hombre, es


precisamente lo más propio y más profundo del hombre, cabe preguntar cómo
haya de entenderse su estructura concreta que se manifiesta en la variedad
de sus factores. Los diversos actos por los que el hombre se realiza a sí
mismo apuntan hacia dos facultades espirituales fundamentales: razón -
entendimiento y voluntad. Brotan del e. como de su hontanar primario (ya
Tomás de Aquino llamaba a este proceso resultatio, emanatio). Ahora bien, en
cuanto el e. se actualiza en estas potencias, incluye algo así como una
dualidad unitaria, una doble intencionalidad o un doble sentido de su dirección
entre dos polos, en los que «tiene que latir como en dos pulsaciones» (W.
Kern). Mientras que el conocimiento representa el factor de la presencia
perceptiva, el factor de la entrega del e. hacia fuera ostenta su propia faz en
el amor. Estas funciones del e., que cabe separar entre sí por la reflexión,
son, sin embargo, modos compenetrados de una sola y total intencionalidad
fundamental del e., y lo son tanto más cuanto más concretamente llegan a su
esencia.

4. El e. humano sólo llega a su última realidad concreta en medio de su


vinculación al cuerpo, el cual, sin embargo, debe concebirse, no como un
mero medio o instrumento externo, sino como su «ahí», como su
«expresión». En ese «ahí» concreto se pone de manifiesto la finitud
específicamente humana del e. Apuntemos de pasada en este contexto que,
partiendo de nuestra tesis de la historicidad del e., cabe pensar más radical y
bíblicamente la esencia de los ->ángeles (de los llamados «espíritus puros»),
sobre todo en su referencia (de otro tipo, desde luego, pero esencial) «al
mundo y a la historia» (K. Rahner); con ello se superaría una angelología
elaborada con categorías griegas.

5. El e. como inmediatez de la autopresencia del ser que produce su propia


mediación, también implica siempre una referencia esencial al cosmos
material. Puesto que el e., en cuanto tal autopresencia del ser como un todo
ilimitado, no tiene ni puede tener nada «fuera» de sí, y puesto que él sólo
puede realizarse por la mediación de las cosas materiales, síguese en
consecuencia que el cosmos está incluido siempre en la dialéctica del e. como
«una prolongación de su corporalidad».

Por eso la historia del e. y la evolución del cosmos, lejos de irse distanciando
más y más, se compenetran en forma cada vez más íntima. Aunque el e.
humano sólo aparezca dentro del cosmos y de su -> evolución y, por tanto, le
preceda e incluso supere (en cierto sentido) la historia cósmica; sin embargo,
eso no significa que el e. sea un mero producto inmanente del proceso
evolutivo de la materia, ni que su esencia sea extraña al cosmos. Pues, si el e.
humano es entendido, no como una «cosa» cualquiera entre los muchos
objetos del cosmos, sino, esencialmente, como la presencia del ser que abre
el sentido y la historia, resulta evidente que él abarca siempre la historia del
cosmos, concretamente por el hecho de que él es capaz de interpretarla en su
totalidad (incluso hacia atrás). Para el cosmos, empero, eso no significa un
proceso exterior o indiferente, pues sólo por la interpretación del e. se habla
al cosmos como cosmos, es decir, éste sólo adquiere conciencia de sí mismo
en el e. Así la historia del cosmos está siempre abierta al e. y culmina en él, y,
«en el fondo, es siempre historia del e.» (K. Rahner). Ahora bien, si el e. no
puede entenderse nunca como mero producto de la evolución material (como
afirma el materialismo dialéctico con desconocimiento radical de la esencia del
e.), consecuentemente la singular historia entre e. y cosmos sólo puede
hacerse comprensible en su unidad por un acto que los envuelva a ambos, a
saber, por el acto creador de Dios (-> creación).

BIBLIOGRAFÍA: P. Wust, Dialektik des Geistes (Au 1928); M. Müller, Sein und
Geist (T 1940); A. Willwoll, Seele und Geist (Fr 21953); W. Cramer,
Grundlegung einer Theorie des Geistes (F 1957); K. Rahner, Espíritu en el
mundo (Herder Ba 1963); A. Marc, L'étre et l'esprit (Lv 1958); P. Teilhard de
Chardin, El fenómeno humano (Taurus Ma 1963); K. Rahner, La unidad de
espíritu y materia en la comprensión de la fe cristiana: Escritos VI 181-209,
W. Kern, Einheit-in-Mannigfaltigkeit. Fragmenta rische Überlegungen zur
Metaphysik des Geistes: Rahner GW 1207-239; M. Müller, Ende der
Metaphysik?: PhJ 72 (1964) 1-48.

Lourencino Bruno Puntel

ESPÍRITU SANTO

La doctrina acerca del Espíritu Santo se ha desarrollado muy lentamente en la


comunidad creyente a base de los datos bíblicos. La pneumatología
permaneció siempre en una posición retrasada en comparación con la ->
cristología. Esto es tanto más sorprendente por el hecho de que según Pablo
la posesión del Espíritu es una nota característica del cristiano justificado, la
cual lo distingue de todos los no justificados.

En general la Escritura habla más de las funciones salvíficas que de la


naturaleza del Espíritu Santo. La actividad del Espíritu conecta el Antiguo y el
Nuevo Testamento en unidad (-->inspiración).

I. Antiguo Testamento

Los testimonios del AT sobre el Espíritu son muy variados y dispares. No se


pueden ordenar en un sistema perfecto. La terminología referente al Espíritu
que encontramos en el AT es diferente de la del NT. El AT no habla del
«Espíritu Santo» como el NT, sino del «Espíritu de Dios» (de Yahveh).
Objetivamente esto no significa ninguna diferencia. La razón de la diversidad
terminológica podría estar en que el judaísmo posterior tenía la tendencia a
evitar el nombre de Dios, substituyéndolo por designaciones relativas a la
naturaleza divina. El «espíritu de Dios» es distinto del mundo y por eso es
llamado «santo». Aquí la palabra «santo» significa pertenencia a Dios, la
trascendencia del espíritu. En el AT, con la palabra «espíritu de Dios» se
designa una fuerza divina o, más propiamente, Dios mismo en cuanto actúa
en el mundo, en la historia y en la naturaleza. Como la fuerza divina se
manifiesta de manera especial por la producción y conservación de la vida, el
espíritu de Dios es considerado como fundamento original de la vida (p. ej.
Gén 1, 2; 2, 7; 6, 3; Sal 33, 6; 10, 4, 29s; 146, 4; Job 12, 10; 27, 3; 34,
14s; Ez 37, 7-10). Es el espíritu de Dios el que está presente lleno de poder y
actúa en la historia (p. ej. Éx 33, 14-17). Según la mayoría de los textos, el
espíritu se comunica a algunos hombres particularmente elegidos que reciben
el encargo de llevar adelante la historia: así José, Abraham, Moisés, Gedeón,
etc. (Gén 41, 38; Núm 11, 17; Ex 31, 1-5; Jue 6, 34; 14, 6), y en concreto
los profetas (1 Sam 10, 6; 16, 14; 1 Re 17-19; 22, 22ss; Miq 2, 7; 3, 8; Os 9,
7; Ez 2, 2; 3, 12ss; 8, 3; 11, 1ss; Sap 1, 4s; 7, 7; 9, 17). Con frecuencia el
espíritu es ensalzado como fundamento de salvación de todos los
pertenecientes al pueblo de Dios (Sal 51, 12s; 143, 10). Al principio el espíritu
es esperado en orden a una extraordinaria acción heroica especial; pero luego
él es puesto cada vez más en relación con la dimensión religiosa. El espíritu
desempeña una función especial en la descripción del futuro Mesías, del
príncipe de la paz (Is 11, ls; 32, 15-18; 41, lss; 42, lss). En el tiempo iniciado
por él la posesión del espíritu será un don concedido a todos (Ez 11, 19; 36,
27; 37, 14; 39, 29; Jer 31, 33; Is 32, 15; 35, 5-10; 44, 3; Jl 2, 28s; Zac 12,
10). El espíritu de Dios presenta al pueblo de Israel las más elevadas
exigencias, pero viene asimismo como bendición a Israel (Is 44, 3). La
fidelidad a la alianza de Dios queda garantizada por la promesa de su espíritu
(Is 59, 21). Porque el Espíritu de Dios está en medio del pueblo, no hay nada
que temer (Ag 2, 5); cf. esperanza del --> Mesías. En los rabinos y en el
Targum el espíritu de Dios aparece sobre todo como espíritu de profecía. En
estos textos muchas veces es caracterizado como el garante de la ->
resurrección de la carne.

En Joel (3, 1-5) aparece la alusión más clara al nuevo tiempo mesiánico. Por
la efusión del espíritu sobre todos queda garantizada la salvación. La profecía
de Joel no significa, como lo muestran los textos neotestamentarios, que el
espíritu se da a todo hombre, sino que se confiere a todos los creyentes
dentro de la comunidad de fe.

II. Nuevo Testamento

En armonía con estas profecías, en el Nuevo Testamento hallamos la


convicción de que por el E.S. se constituye la comunidad salvífica (-->Iglesia).
En primer lugar Juan Bautista asume la profecía veterotestamentaria acerca
del E.S. El se distingue de los profetas anteriores por el hecho de que ha visto
ya al Mesías (Jn 1, 26) como el portador del Espíritu y el que lo comunica a
todos. El Hijo de Dios hecho hombre es concebido por obra del E.S., que
desciende nuevamente sobre él en el bautismo. El Espíritu lo conduce al
desierto para trabar la primera batalla decisiva con Satán. El alienta toda la
actividad de Cristo. La resistencia de los hombres contra el E.S. es calificada
por Cristo de pecado imperdonable (Mt 12, 31s; Lc 12, 10; Mc 3, 29s). Según
los Hechos de los Apóstoles, Cristo prometió a los suyos el Espíritu para el
tiempo de su ausencia (Act 1, 8). Por la fuerza de este Espíritu ellos deben ser
testigos en Jerusalén, en Judea, en Samaría y hasta los confines de la tierra.
De acuerdo con esta promesa, la comunicación fundamental del Espíritu se
produjo en la primera fiesta de pentecostés. Los fenómenos milagrosos que
acompañaron este hecho manifiestan cómo la acción salvífica de Dios penetra
indeteniblemente en el mundo y se desarrolla en él (Act 2, 1 hasta 11). Los
que lo han recibido tienen la persuasión de que ha llegado definitivamente la
salvación. Pedro interpreta este acontecimiento como el cumplimiento de las
promesas veterotestamentarias. La efusión del Espíritu en Pentecostés es el
principio de una comunicación del mismo que se prosigue a través de todos
los tiempos. El Espíritu guía y conduce a la Iglesia hacia adelante y mueve a
cada uno. El escoge a Pablo para la predicación entre los gentiles (Act 13,
2ss). Es el guía invisible en la actividad misional de los apóstoles. De los
campos de trabajo de Asia lleva al apóstol a cosechar en Europa (Act 16, 6s).
El le predice los sufrimientos de la prisión (Act 20, 22s; 21, l0s). El Espíritu
inspirará a los fieles en tiempos de persecución lo que ellos han de aducir en
su propia defensa y la manera de decirlo, de modo que no deben preocuparse
por este problema (Mc 13, 11; Mt 10, 19s; 3.c 10, lls). Porque la comunidad
salvífica está dirigida por el E.S., la mentira de Ananías y de Safira es un
pecado contra el Espíritu y recibe un grave castigo (Act 5, 3.9).

El testimonio más amplio y profundo sobre el E.S. se halla en el cuerpo de


escritos paulinos (cf. teología de ->Pablo). La palabra tiene allí una amplitud,
y no permite una definición clara de lo que Pablo designa como espíritu (nve 5
cc). Las funciones que el apóstol atribuye al pneuma son muy opuestas. No
han sido inventadas por Pablo, sino que fueron experimentadas dentro de las
comunidades. Lo nuevo y revolucionario consistía en que los bautizados
experimentaban efectos que ostentaban el sello de su origen divino. Pablo
trata de describir y ordenar la plenitud y la variedad. Para la interpretación de
las representaciones de Pablo acerca del Espíritu parece lo más oportuno
partir con O. Kuss de los fenómenos más sorprendentes, para poder captar así
el conjunto de su pensamiento. La experiencia más sobrecogedora y
extraordinaria del Espíritu es la glosolalia, el don de lenguas, un balbucear
ininteligible que procede del entusiasmo de la -4 fe y que tiende a ensalzar a
Dios. En principio Pablo enjuicia positivamente ese fenómeno, pero exige su
integración en el orden de la comunidad. Tal exigencia presupone que el
Espíritu no domina a los que se hallan bajo su acción, sino que éstos pueden
oponerse libremente a su actividad. Pero con ello surge el peligro de que la
actividad del Espíritu quede imposibilitada a causa de la resistencia humana.
La preocupación por ese peligro y la experiencia de que algunas comunidades
habían caído en él provocaron la exhortación de Pablo: «¡No extingáis el
Espíritu! » (1 Tes 2, 6). Mejores que las incomprensibles exclamaciones
entusiásticas en la asamblea de la comunidad son otras operaciones del
Espíritu (-,. carismas), especialmente la profecía, es decir, la interpretación de
la ->palabra de Dios. Tales operaciones alcanzan en más alto grado y con
mayor facilidad lo que todas las funciones del Espíritu debe conseguir: la
edificación de la comunidad. Por mucho que le interese al apóstol que no se
ponga impedimento al Espíritu en las comunidades, sin embargo, ante la
confusión producida por las operaciones de éste en la comunidad de Corinto,
Pablo resalta con energía que el Espíritu tiende a la unidad y al orden. En ese
contexto Pablo desarrolla su doctrina peculiar acerca de la Iglesia como
cuerpo de Cristo, creado por el E.S. y penetrado por él como su principio vital.
El interés del apóstol tiene un doble objetivo. En efecto, él impugna tanto un
puritanismo anticarísmático como un caos carismático, y anuncia la plenitud
en la unidad.

Según Pablo, también fuera de la asamblea el Espíritu mantiene despierta en


los creyentes la conciencia de su pertenencia a Dios y los impulsa a una
realización de su vida en conformidad con Cristo. Los mueve de tal modo que
ellos prorrumpan en palabras ininteligibles de alegría y de gratitud a Dios
(Rom 8, 26s), y sobre todo de tal modo que invoquen a Dios como Padre (Gál
4, 6). Sin embargo el Espíritu no opera solamente estos dones
extraordinarios. Está presente asimismo en la vida cotidiana de los cristianos.
£1 es el fundamento de una existencia y una actividad totalmente
transformadas. Los bautizados son templo de Dios, y el Espíritu de Dios habita
en ellos (1 Cor 3, 16). Tanto la totalidad de la Iglesia como los individuos son
templos del E.S. que habita en ellos (1 Cor 6, 19). El Espíritu es una fuerza
que no sólo actúa en los pasajeros momentos de éxtasis, sino en todas partes
y constantemente en la vida de los bautizados. Él es primicia, arras, anticipo y
garantía de la consumación escatológica. Él mueve y dirige a los predicadores
del mensaje de salvación y a todos los demás creyentes. También Pablo
considera la posesión del Espíritu como el cumplimiento de las promesas
veterotestamentarias. La idea de que el Espíritu es ya el anticipo de la
salvación consumada, tiene tanta mayor importancia en Pablo cuanto más
claramente aparece cómo la -> resurrección de Jesús experimentada por los
discípulos no se identifica con su - parusía, cómo entre la resurrección y la
parusía, que ha de traer la consumación universal, se extiende un amplio
período intermedio. En la comunicación del Espíritu por lo menos se ha dado
comienzo a la consumación.

En la vida de los creyentes el Espíritu produce todos los anhelados bienes


salvíficos. Él da la vida (Rom 8, 10). La vida es comunicada con la tensión
dialéctica entre presente y futuro (Gál 6, 8; Rom 1, 17; 2, 7; 5, 17s; 8, lis). El
Espíritu vivifica, pero sólo el futuro traerá la plenitud de la vida (Rom 6,
4.11.13; 2 Cor 3, 6).

El Espíritu produce libertad, la liberación de la esclavitud bajo la ley, el pecado


y la muerte, la libertad escatológica (Rom 8, 2; Gál 5, 15; 2 Cor 3, 17), la
libertad de los hijos de Dios.

El es fuente de santidad (2 Tes 2, 13) y nos lleva a pensar las «cosas de


Dios». El creyente vive en el ámbito del Espíritu, al que se opone el de la aápl.
El que vive en este ámbito, piensa en las «cosas de la carne», es decir, del
mundo. El creyente se encuentra en el campo de acción del Espíritu, que
habita en él (Rom 8, 11). Pero también en el creyente hay dimensiones
carnales, pues él se encuentra en el campo de acción de ambas potencias. Sin
embargo el Espíritu es la energía dominante, y es tan sólo cuestión de tiempo
la eliminación definitiva de la a&pJ.

El hecho de que los creyentes son impulsados por el Espíritu, de que toda la
comunidad salvífica es constituida por el Espíritu como su principio vital, se
pone de manifiesto en la conducta. Hay criterios éticos para juzgar sobre la
posesión del Espíritu (Gál 5, 19-31; Rom 11, 17; Gál 5, 19; especialmente 1
Cor 13). Signo de la nueva vida es la nueva moralidad (Rom 8, 6 hasta 11; 1
Cor 6, 9ss; 15, 9ss; Gál 1, 13-16; 5, 9 hasta 23; Ef 1, 17ss; 1 Tim 1, 12-16).

Indudablemente los dones del Espíritu son un regalo inesperado, celestial,


prodigioso, que irrumpe súbitamente en la vida. Pero ellos deben ser
aceptados, realizados y completados por el hombre. No cumplirían su sentido
si no impulsaran al hombre a una acción adecuada a ellos. El Espíritu, según
su naturaleza más íntima, es un espíritu de alegría, de amor, de servicio. Es
un rasgo característico de Pablo la frecuente síntesis entre enunciado y
exigencia, entre indicativo e imperativo (Gál 5, 25; 2 Tes 2, 13-17). En
relación con la doctrina paulina sobre el Espíritu surgen dos cuestiones: ¿qué
relación guarda el Espíritu con Cristo?; ¿hay que entenderlo en forma personal
o impersonal?

Por lo que respecta a la primera cuestión, el Espíritu es llamado tanto Espíritu


de Dios como Espíritu de Cristo. En Gál 4, 6 leemos: «Y prueba de que sois
hijos es que Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama:
¡Abbá, Padre!» Las dimensiones «Espíritu de Dios» y «Espíritu de Cristo» son
permutables (como lo muestra Rom 8, 9ss).

Cristo es el principio de vida para los bautizados en cuanto les comunica el


Espíritu (Ef 4, 11-16). Se discute el sentido de la fórmula paulina: «El Señor
es el Espíritu» (2 Cor 3, 17). Tal como suena ese texto, parece que en él se
identifica a Cristo con el Espíritu. Pero como normalmente Pablo distingue
entre Cristo y el Espíritu (p. ej., 2 Cor 13, 13; Rom 5, 1-5; 1 Cor 13), sin
duda hemos de ver afirmada en esta fórmula una identidad dinámica y no
ontológica, en el sentido de que Cristo actúa por medio del Espíritu Santo, y
así Cristo y el Espíritu no se distinguen como dos principios de actividad, sino
que se unen constituyendo un solo principio.

Cristo ha llevado a cabo su obra salvífica en el «Espíritu» y está presente en la


Iglesia actuando salvíficamente en el Espíritu. En la resurrección él mismo se
hizo espiritual.

Por lo que respecta a la cuestión de la personalidad del Espíritu Santo,


evidentemente Pablo desconoce el aparato conceptual desarrollado
posteriormente en la Iglesia y la teología. Él se esfuerza una y otra vez por
describir el Espíritu bajo aspectos siempre nuevos, pero fijándose
primariamente en su función y no en su esencia. Sin embargo, de las
funciones del Espíritu se puede llegar por conclusión a su naturaleza, sobre
todo con ayuda de aquellos textos paulinos en los que el Espíritu es
mencionado como un tercer principio junto al Padre y al Hijo, y así se insinúa
la estructura trinitaria de la vida divina (especialmente 1 Cor 12, 4-11; 2 Cor
13, 13). En todo caso, la teología paulina contiene los gérmenes a partir de
los cuales pudo desarrollarse la doctrina eclesiástica sobre el E.S. como
tercera «persona» divina. Y así la visión paulina está en armonía con la
fórmula bautismal transmitida por Mateo (Mt 26, 28), que sitúa al E.S. en
tercer lugar junto al Padre y al Hijo. En la primera carta de Pedro (p. ej., 1 Pe
1, ls) encontramos un eco de la doctrina paulina acerca del Espíritu (->
Trinidad).

En Juan aparece con más claridad la personalidad del E.S. Según Juan, en el
discurso de despedida, Cristo promete a los suyos «otro intercesor», que le
representará durante el tiempo de su ausencia. 181 permanecerá entre los
discípulos hasta el fin de los tiempos y los introducirá en la obra y en la
palabra de Cristo (Jn 14, 16s, 25s). 1;1 hará consciente al mundo de que hay
un pecado, una justicia y un juicio (Jn 16, 5-11). El Espíritu da testimonio de
Cristo, mantiene presente su acción y la interpreta (1 Jn 2, 1; cf. teología de -
> Juan).
III. Tradición

En la época patrística el Espíritu es mencionado junto con el Padre y el Hijo en


la fórmula bautismal. Y cuando se trata de rebatir la acusación de que los
cristianos son ateos, se hace mención del E.S. lo mismo que del Padre y del
Hijo. También la pneumatología de la era patrística se caracteriza por su matiz
dinámico. Citemos como ejemplo a Ireneo (Contra las herejías, iii 6, 4):
«Señor, único y verdadero Dios, por encima del cual no hay otro Dios, haz
que por nuestro Señor Jesucristo reine en nosotros el Espíritu Santo.» De
manera semejante en la Demostración de la enseñanza apostólica (1, 1, 6s)
explica: «El tercer artículo fundamental es el Espíritu Santo, por el que los
profetas vaticinaron, los padres aprendieron las cosas divinas y los justos
progresaron en el camino de la justicia, que en la plenitud de los tiempos fue
de nuevo infundido sobre la humanidad en toda la tierra para crear
nuevamente los hombres para Dios. Por eso en nuestra regeneración el
bautismo se administra según esos tres artículos, pues el padre nos agracia
para nuestro nuevo nacimiento por su Hijo en el Espíritu Santo. Aquellos que
reciben y llevan en sí al E.S. son conducidos a la Palabra, es decir, al Hijo. A
su vez el Hijo los conduce al Padre, y el Padre los hace partícipes de lo
imperecedero. Por tanto, sin el Espíritu no es posible ver la Palabra de Dios, y
sin el Hijo nadie puede llegar al Padre. Pues el conocimiento del Padre es el
Hijo. Pero el conocimiento del Hijo de Dios se logra por el E.S. Y, según el
beneplácito paterno, el Espíritu es comunicado por el Hijo a aquellos a quienes
el Padre quiere y como el Padre quiere.» A causa de la unidad de operación
entre la Palabra y el Espíritu, no puede sorprendernos el hecho de que se
produjeran ciertas inseguridades cuando la doctrina trinitaria no estaba
desarrollada todavía y así, p. ej., Teófilo identificara el Espíritu con la Palabra
o con la sabiduría de Dios (Ad Autolycum, 1 10, II 15).

La reflexión teológica se orientó hacia el E.S. en el siglo iv y, por cierto, en


relación con las repercusiones del -> Arrianismo. Éste fue condenado en el
concilio de Nicea (325; Dz 125s [54]). Desarrollando con plena lógica sus
opiniones acerca del Hijo de Dios, los arrianos enseñaban que el Espíritu es
una criatura del Hijo. Contra esta afirmación se alzó Atanasio en sus cuatro
cartas al obispo Serapión de Thmuis. Igualmente fue rechazada la teoría
subordinacionista acerca del Espíritu por los padres capadocios, especialmente
Basilio, y por Ambrosio. Los representantes más importantes de la falsa
doctrina eran el obispo Macedonio de Constantinopla (t 362) y posteriormente
el obispo Maratonio de Nicomedia. La más decidida condenación vino del
concilio de Constantinopla (381), que subrayó la verdadera divinidad del,
Espíritu y la importancia de esta verdad para la vida de gracia del hombre:
«Creo en el Espíritu Santo, Señor y, dador de vida, que procede del Padre. A
quien adoramos y glorificamos juntamente con el Padre y el Hijo. Él habló a
través de los profetas» (Dz 150 [86]; cf. 152-177 [58 hasta 82], 151 [85]).
Un sínodo romano, celebrado bajo el papa Dámaso i el año 382, hizo una
exposición detallada de la doctrina eclesiástica, elaborando más la divinidad
del E.S. que su función salvífica. De este modo el sínodo contribuyó a dar un
matiz metafísico a la concepción del Espíritu (Dz 178 [83]). Posteriores
declaraciones del magisterio eclesiástico trajeron todavía una importante
modificación, pues se introdujo la fórmula filioque en el símbolo
constantinopolitano; lo cual originó una grave diferencia doctrinal entre la
Iglesia oriental y la occidental que no ha sido superada todavía (Dz 527 [277],
cf. 188 [19], 566 [294], 573 [296]). Esa interpolación tuvo lugar en el siglo vi
en España (sínodo de Braga 675). Desde allí se extendió a Francia e Italia.
Cuando el año 808 los monjes del convento franciscano del Monte de los
Olivos cantaban en el Credo el Filioque, ellos se hicieron sospechosos de
herejía para los monjes griegos. El papa León III explicó que la procesión del
E.S. también del Hijo, ciertamente debía ser un contenido de la predicación,
pero que la incorporación de la fórmula al Credo era superflua. A ruegos del
emperador Enrique II, el papa Benedicto viii en el año 1014 introdujo la
fórmula también en el Credo romano.

El patriarca griego Focio (t 1078) hizo de la procesión del Espíritu Santo sólo
del Padre el dogma capital de la Iglesia griega. Y de este modo fundamentaba
con especulaciones teológicas la separación entre la Iglesia oriental y la
romana, separación que se debía más bien a razones de política eclesiástica.
Sobre el hecho de que el E.S. procede también del Hijo, la definición hecha el
año 1742 por el papa Benedícto xiv (bula Etsi pastoralis) se expresa en los
siguientes términos: «Incluso los griegos están obligados a creer que el E.S.
procede también del Hijo, pero ellos no están obligados a profesarlo en el
símbolo. Sin embargo, los albaneses de rito griego aceptaron laudablemente
la costumbre contraria. Deseamos que los albaneses y las demás Iglesias en
que ella existe, la conserven.»

La Iglesia toma como razón para afirmar que el E.S. procede del Padre y del
Hijo la unión del Espíritu con las otras dos personas en la economía salvífica.
El hecho de que el E.S. sea enviado por el Padre y el Hijo prueba que él
procede de ambos dentro de la divinidad misma. La teología griega enseña
que el Espíritu procede del Padre a través del Hijo, pero entendiendo que el
Hijo no es un mero conducto, sino también un principio activo. No se puede
ver una oposición realmente objetiva entre ambas fórmulas. Las dos expresan
el mismo pensamiento fundamental con diversas acentuaciones. La fórmula
latina, que objetivamente -aunque no formalmente- se remonta a Agustín,
expresa que el Padre y el Hijo constituyen un principio unitario; pero no
pretende excluir que el Hijo ha recibido - y sigue recibiendo siempre- del
Padre su acción peculiar como origen del E.S. La fórmula griega resalta que el
Padre es el origen de las otras dos personas. Pero no trata de excluir la unidad
del Padre y del Hijo en la espiración del Espíritu. Agustín, a pesar de su
concepción fundamentalmente latina, tiene en cuenta la concepción griega
cuando ocasionalmente dice que el E.S. debe su origen principaliter al Padre.
En la fórmula latina se halla en primer plano la unidad, y la fórmula griega
pone de manifiesto, sobre todo, la diferencia de las personas.

IV. Teología sistemática

En la teología trinitaria de Agustín se logró una caracterización más concreta


del E.S. Recurriendo a la vida del espíritu y del alma humana, e incitado
también por algunas insinuaciones de la Escritura, Agustín llegó al
pensamiento de que el E.S. es el ->amor, que une entre sí al Padre y al Hijo,
y de que, por tanto, él tiene su origen en un movimiento de amor entre el
Padre y el Hijo. La teología medieval siguió desarrollando, muchas veces con
alarde de sutileza, ese pensamiento fundamental de Agustín. A este respecto
se fue perfilando cada vez más la cuestión de si el amor por el que se produce
la espiración del E.S. es el que se da en el movimiento mutuo entre el Padre y
el Hijo, o el único amor del Padre y del Hijo que va dirigido hacia la esencia.

La teología del E.S. se sitúa nuevamente en la dimensión salvífica al


plantearse en la edad media y la moderna la cuestión de su relación a la ->
gracia. Esta pregunta está indisolublemente unida con el problema de la
concepción objetiva y personal de la gracia. Pedro Lombardo identificó la
gracia con el Espíritu Santo. En los siglos XIII y xiv esta tesis fue motivo de
incesantes discusiones. En general fue rechazada. Pero aportó a la doctrina de
la gracia, es decir, de la comunicación gratuita de Dios a los hombres por la
gracia, un aspecto que jamás volvió a caer en olvido y que muchas veces ha
sido objeto de intensos debates. En la teología escolástica ese aspecto
aparece bajo el lema «proprium» o «appropriatio». Basándose en el dogma de
la unidad de la acción divina ad extra, la teología escolástica afirma que la
inhabitación en el hombre atribuida al E.S. por la Escritura es una mera
apropiación. Sin embargo podemos preguntarnos si el indicado dogma lleva
necesariamente a esa tesis. Desde el siglo XVIII muchos teólogos,
concretamente los que tenían una forma de pensar histórica, p. ej., D.
Petavius, L. Thomassin, C. Passaglia, Th. de Régnon, J.M. Scheeben,
subrayaron que las divinas personas toman posesión del hombre en gracia
según su propia peculiaridad personal. El Espíritu Santo aprehende al
justificado y le concede así la participación de la naturaleza divina, que se
identifica con cada una de las personas divinas. En el E.S. el justificado se une
con el Padre a través de Cristo. Por consiguiente, el Espíritu Santo se
posesiona del hombre sólo para llevarlo al Hijo y al Padre. Ésta es la razón
más profunda por la que su unión con el hombre no llega a ser una unión
hipostática. La función santificadora del Espíritu es afirmada también cuando
tanto la teología griega como la latina lo caracterizan como «don» y, por
cierto, no de cara a la esfera intradivina, sino de cara a la economía salvífica.
Según Agustín, el Espíritu desde la eternidad es don de Dios a la creación, por
la razón de que él siempre es «donable» (donabile). Aunque Agustín no
reflexione sobre ello, parece que su interpretación del Espíritu implica una
cercanía inmanente a Dios con relación a la criatura, especialmente con
relación a la historia. Cuando la eterna ordenación a la -> creación que según
Agustín es constitutiva del E.S., se realizó por su misión al mundo y,
especialmente a la Iglesia, él se revistió de una historicidad semejante a la del
Logos encarnado, ya que es el principio vital del pueblo de Dios. Como fuerza
escatológica y como elemento evolutivo, el Espíritu mueve al pueblo de Dios
y, a través de él, toda la historia humana hacia la consumación (historia de la
-> salvación). Su fuerza propulsora seguirá operando aun después de llegar al
estadio de la consumación, pues el diálogo cada vez más activo con Dios se
produce a través de Cristo en el Espíritu Santo.

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Michael Schmaus

ESPÍRITU SANTO, DONES DEL

Dentro de la teología sistemática, los d. del E.S. constituyen un elemento de


la justificación. El concilio de Trento ve en los dones (dona) un componente de
la «renovación interior» (Dz 799). La liturgia habla de los siete dones del
Espíritu (himnos: «Veni, Sancte Spiritus», «Veni, Creator Spiritus»;
ordenación del diácono). El fundamento bíblico es la imagen de la presencia y
acción del E.S. en el justificado que se nos ofrece principalmente en el libro de
los Hechos, en las cartas paulinas y en Juan. El que está unido por la ->fe con
Cristo participa de su Espíritu y es sujeto o portador del mismo. La tesis de
que la participación del Espíritu de Cristo como cabeza de la Iglesia y de la
creación se despliega y opera en los d. del E.S. se apoya en Is 11, 2. Aquí se
dice del futuro Mesías que sobre él reposa el espíritu del Señor: espíritu de
sabiduría y entendimiento, espíritu de consejo_ y fortaleza, espíritu de ciencia
y de piedad, espíritu de temor del Señor (según la Vulgata; en el texto
original falta el don de piedad).

Para la inteligencia de los dones hay que tener presente que, en la Iglesia
antigua, tanto la teología oriental como la occidental, al desarrollar la doctrina
de la Escritura sobre el Espíritu, entendió a éste mismo como don de Dios a
los justos. Agustín enriqueció esa idea con el pensamiento de que el E.S. es el
amor que procede del Padre y del Hijo y, por ello precisamente, el regalo de
Dios al hombre, pues el primer don del amor es siempre el -> amor mismo.
Agustín no pudo dejar de ver que la definición de la persona del E.S. como
don de Dios al hombre entraña el peligro de atribuir al Espíritu un carácter
temporal o creado. Él cree evitarlo con la afirmación de que la persona del
E.S. no está constituida por la donación efectiva que tiene lugar en el tiempo,
sino por la «donabilidad» eterna. Agustín no se crea ningún problema por el
hecho de que también así queda incluida en la personalidad del E.S. su
relación a la creacion.

La teología posterior, a parte de sus especulaciones caprichosas, aceptó sin


reparos estos pensamientos. Si el Espíritu mismo es el don de Dios a los
hombres, los siete «dones» aparecen como consecuencias y manifestaciones
del don salvífico fundamental. Sin embargo, la cuestión de cómo hayan de
interpretarse más precisamente estas manifestaciones concomitantes y la del
número de «dones» halló respuestas discrepantes en el curso de la teología ,
hasta que en el siglo xiii se impusieron el número septenario y la explicación
que hallamos en Tomás de Aquino (ST, II-ii q. 8, etc.). Según esta
explicación, los dones son estados o cualidades creados por Dios, que
capacitan al hombre para seguir con gusto y facilidad los impulsos divinos de
orden salvífico, sobre todo para tomar la recta decisión en situaciones
complicadas y oscuras, en medio de la confusión producida por las razones en
pro y en contra. En el fondo de esta explicación tomista está la teoría de la --
> potencia obediencial, por la que el hombre, en virtud de su condición de
criatura, está abierto a la acción divina y es capaz de recibirla. Según esto, los
dones son modificaciones especiales, en orden a la salvación eterna, de la
apertura a Dios inherente a la esencia del hombre. Ellos reprimen además las
fuerzas del orgullo, del egoísmo y de la pereza, que se oponen a la acción de
la gracia de Dios (-> concupiscencia). En cuanto Dios es acción permanente,
dichas cualidades del hombre para la recepción del obrar divino en la propia
acción son producidas de nuevo constantemente. Permanecen como estados
en cuanto son creadas constantemente. A esta interpretación objetiva de los
d., usual en la teología sistemática, hay que añadir el componente personal.
Con lo cual aparece bajo una luz nueva la misma inteligencia objetiva. El
componente personal hay que verlo en que el E.S., como don de Dios al justo,
opera en éste tanto la inclinación al obrar salvífico, como ese mismo obrar
(sin que por ello deje el hombre de ser autor de su acción; ->gracia y
libertad). El Espíritu (en cuanto «gracia increada») opera siempre como
Espíritu uno. Pero opera de forma que surgen efectos distintos, según la
situación histórica en que el hombre ha de realizar su relación con Dios. La
pluralidad no radica en el Espíritu de Dios, sino en el hombre. En la teología
occidental se discutió la cuestión de si esta actividad es un proprium (una
propiedad personal) o una apropriatio (mera atribución al E.S.). La teología
escolástica habla en general de una appropriatio. Sin embargo, de acuerdo
con las indicaciones de la Escritura y la doctrina de los padres de la Iglesia
oriental, parece mejor hablar de una propiedad personal del E.S., en el
sentido de que el Padre, el Hijo y el E.S. obran salvíficamente de modo
correspondiente a su respectiva propiedad personal. Hay que decir además
que, por analogía con la encarnación del Logos, el E.S., como principio vital de
la comunidad eclesiástica y del individuo, se une con ellos por una unidad
dinámico-personal (no ontológicopersonal). La doctrina de fe sobre la unidad y
unicidad del obrar divino ad extra no se opone a esta tesis, que no se refiere
al campo de la causalidad eficiente, sino al de la causalidad formal (o cuasi-
formal). Por lo que se refiere al destinatario de los d., la teología sistemática
acostumbra a centrarse en el justo como individuo. Pero no hemos de olvidar
que el individuo, por más que la salvación eterna sea su destino personal,
recibe la justificación como miembro de la comunidad, está obligado a ésta y
sirve o daña a ella con su obrar. En cuanto la comunidad es el «a priori»
sociológico para la salvación del individuo, los d. del E.S. están al servicio de
la vida y del crecimiento de la comunidad en el conocimiento y amor de Cristo
en medio de los cambios de las épocas históricas. En 1 Cor, los d. del E.S.
(sabiduría, ciencia, profecía, glosolalia = gritos inarticulados procedentes del
entusiasmo de la fe, y su interpretación) son entendidos eclesiológicamente
como formas de expresión del cuerpo único de Cristo y como ayudas para su
edificación. En el campo el regalo de Dios al hombre, pues el primer don del
amor es siempre el -+ amor mismo. Agustín no pudo dejar de ver que la
definición de la persona del E.S. como don de Dios al hombre entraña el
peligro de atribuir al Espíritu un carácter temporal o creado. Él cree evitarlo
con la afirmación de que la persona del E.S. no está constituida por la
donación efectiva que tiene lugar en el tiempo, sino por la «donabilidad»
eterna. Agustín no se crea ningún problema por el hecho de que también así
queda incluida en la personalidad del E.S. su relación a la creacion.

La teología posterior, a parte de sus especulaciones caprichosas, aceptó sin


reparos estos pensamientos. Si el Espíritu mismo es el don de Dios a los
hombres, los siete «dones» aparecen como consecuencias y manifestaciones
del don salvífico fundamental. Sin embargo, la cuestión de cómo hayan de
interpretarse más precisamente estas manifestaciones concomitantes y la del
número de «dones» halló respuestas discrepantes en el curso de la teología,
hasta que en el siglo xiii se impusieron el número septenario y la explicación
que hallamos en Tomás de Aquino (ST, II-ii q. 8, etc.). Según esta
explicación, los dones son estados o cualidades creados por Dios, que
capacitan al hombre para seguir con gusto y facilidad los impulsos divinos de
orden salvífico, sobre todo para tomar la recta - . decisión en situaciones
complicadas y oscuras, en medio de la confusión producida por las razones en
pro y en contra. En el fondo de esta explicación tomista está la teoría de la --
> potencia obediencial, por la que el hombre, en virtud de su condición de
criatura, está abierto a la acción divina y es capaz de recibirla. Según esto, los
dones son modificaciones especiales, en orden a la salvación eterna, de la
apertura a Dios inherente a la esencia del hombre. Ellos reprimen además las
fuerzas del orgullo, del egoísmo y de la pereza, que se oponen a la acción de
la gracia de Dios (-> concupiscencia). En cuanto Dios es acción permanente,
dichas cualidades del hombre para la recepción del obrar divino en la propia
acción son producidas de nuevo constantemente. Permanecen como estados
en cuanto son creadas constantemente. A esta interpretación objetiva de los
d., usual en la teología sistemática, hay que añadir el componente personal.
Con lo cual aparece bajo una luz nueva la misma inteligencia objetiva. El
componente personal hay que verlo en que el E.S., como don de Dios al justo,
opera en éste tanto la inclinación al obrar salvífico, como ese mismo obrar
(sin que por ello deje el hombre de ser autor de su acción; ->gracia y
libertad). El Espíritu (en cuanto «gracia increada») opera siempre como
Espíritu uno. Pero opera de forma que surgen efectos distintos, según la
situación histórica en que el hombre ha de realizar su relación con Dios. La
pluralidad no radica en el Espíritu de Dios, sino en el hombre. En la teología
occidental se discutió la cuestión de si esta actividad es un proprium (una
propiedad personal) o una apropriatio (mera atribución al E.S.). La teología
escolástica habla en general de una appropriatio. Sin embargo, de acuerdo
con las indicaciones de la Escritura y la doctrina de los padres de la Iglesia
oriental, parece mejor hablar de una propiedad personal del E.S., en el
sentido de que el Padre, el Hijo y el E.S. obran salvíficamente de modo
correspondiente a su respectiva propiedad personal. Hay que decir además
que, por analogía con la encarnación del Logos, el E.S., como principio vital de
la comunidad eclesiástica y del individuo, se une con ellos por una unidad
dinámico-personal (no ontológicopersonal). La doctrina de fe sobre la unidad y
unicidad del obrar divino ad extra no se opone a esta tesis, que no se refiere
al campo de la causalidad eficiente, sino al de la causalidad formal (o cuasi-
formal). Por lo que se refiere al destinatario de los d., la teología sistemática
acostumbra a centrarse en el justo como individuo. Pero no hemos de olvidar
que el individuo, por más que la salvación eterna sea su destino personal,
recibe la justificación como miembro de la comunidad, está obligado a ésta y
sirve o daña a ella con su obrar. En cuanto la comunidad es el «a priori»
sociológico para la salvación del individuo, los d. del E.S. están al servicio de
la vida y del crecimiento de la comunidad en el conocimiento y amor de Cristo
en medio de los cambios de las épocas históricas. En 1 Cor, los d. del E.S.
(sabiduría, ciencia, profecía, glosolalia = gritos inarticulados procedentes del
entusiasmo de la fe, y su interpretación) son entendidos eclesiológicamente
como formas de expresión del cuerpo único de Cristo y como ayudas para su
edificación. En el campo de los d. están los carismas, d. inesperados, pero
siempre necesarios, para tareas especiales de la Iglesia condicionadas por la
situación. Aun cuando la sistematización de los d. corrió paralela con su
enfoque de cara al individuo, no por ello han de olvidarse su origen y fin
eclesiológicos. Esa sistematización llevó a la distinción entre d. del
conocimiento y d. de la voluntad. Esta distinción sirve para la precisión
conceptual y muestra el aspecto acentuado en cada caso. En la realidad del
acto de fe, el afectado por los impulsos salvíficos del Espíritu es siempre el
hombre en su totalidad. Los d. cognoscitivos son entendimiento, sabiduría,
ciencia y consejo. Todos se mueven en el campo de la fe y de su realización
en el mundo y en la historia, sin que tiendan en modo alguno a sustituir el
esfuerzo por penetrar científicamente el mundo y configurarlo técnicamente.
Los d. ayudan a entender el misterio salvífico, a orientarse en el mundo ante
el horizonte de Dios, y a percibir los imperativos de Dios en todas aquellas
situaciones de la vida en que los mandamientos y las leyes no bastan para
decidir, sino que ha de entrar en juego la ponderación de la propia conciencia.
Los d. de la voluntad son la piedad, la fortaleza y el temor del Señor. Ellos
capacitan, superando el peligro de ->naturalismo y de -> magia, .para amar y
reverenciar a Dios como padre omnipotente, para formar con los hombres una
sociedad fraternal, para perseverar en las tribulaciones, peligros y riesgos sin
resignación inerte, sin fuga hacia el misticismo o la -+ desesperación, y para
seguir, con postura crítica, los imperativos de la historia como llamadas de
Dios.

BIBLIOGRAFÍA: A. Gardeil; DThC IV 1728-1781; M. Schindler, Die Gaben des


Heiligen Geistes nach Thomas von Aquino (W 1915); F. Büchsel, Der Geist
Gottes im NT (Gü 1926); L. Billot, De virtutibus infusis (R 41928) 155-175; J.-
F. Bonnefoy, Le St-Esprit et ses dons selon St. Bonaventure (P 1929); M.-M.
Labourdette -Ch. Bernard,- DSAM III 15791641; B. Froget, De 1'habitation du
Saint-Esprit dans les Ames justes d'apr6s la. doctrine de S. Thomas d'Aquin (P
1938); H. Schauf, Die Einwohnung des Heiligen Geistes (Fr 1941); Lottin PM
III 329-456, IV 667-736; P. Galtier, Le SaintEsprit en nous d'aprés les peres
grecs (R 1946); J. Trütsch, Sanctissimae Trinitatis inhabitatio apud theologos
recentiores (Trento 1949); Th. Fitzgerald, De inhabitation Spiritus Sancti
doctrina S. Thomae Aquinatis (Mundelein [Ill.] 1950); J. Schmid, Geist und
Leben bei Paulus: GuL 24 (1951) 419-429, H. Kleinknecht y otros, nveúµa:
ThW VI 330-453; I. Hermann, Kyrios and Pneuma (Mn 1961); J. Alfaro, Fides
Spes Caritas. Adnotationes in tractatum «De Virtutibus theologicis» (R 1963);
Ch. Baumgartner, La gracia de Cristo (Herder Ba 1969) 31-47; L Willig,
Geschaffene and ungeschaffene Gnade (Mr 1964); Schmaus D 111/2 § 195
(bibl.); H. Mühlen, Der Heilige Geist als Person (Mr 21967); idem, Una
mystica persona (Pa 21967); M. Ferreiro, Naturaleza de los dones: RET 1945;
M. Gómez, Relación entre la inhabitación del Espíritu Santo y los dones
creados de la justificación: EE 1935; M. M. Philipon, Les dons du Saint-Esprit
(P 1964).

Michael Schmaus

ESPIRITUALIDAD

I. Fundamento bíblico y desarrollo histórico del concepto

1. «Espíritu» en la Escritura

No sólo el contenido de lo que hoy comúnmente se entiende por e., sino la


palabra misma tiene su origen en el NT. En el judaísmo el término rúah
(pneuma, espíritu) designa una doble dimensión: la fuerza de la vida
individualizada en cada hombre, y el poderío de Yahveh, que actúa
especialmente sobre el pueblo de Dios. En este segundo aspecto el espíritu es
presentado, ya como don profético-escatológico (1 Sam 10, 6; Is 11, 2; J1 3,
ls), ya como sabiduría personificada de Dios (Sab 1, 6; 7, 22). Lo acontecido
en Cristo origina una concepción del espíritu que en parte es nueva y en parte
lleva adelante la tradición anterior. Esa concepción se inicia tímidamente en
Marcos y Mateo, que todavía no se atreven plenamente a unificar el carácter
singular de Jesús «el hecho de que en él está Dios mismo como en ninguna
otra parte» (E. Schweizer), con la amplia experiencia del espíritu en la
comunidad posterior a pascua. Por el hecho de que, como luego lo muestra
Lc, penetra más claramente en' la conciencia la superioridad del Señor, como
dador del Espíritu (4, 14ss; 24, 49; Act 2, 33), sobre la comunidad poseedora
del mismo, puede desarrollarse una nueva teología acerca de él (—>Espíritu
Santo). El Espíritu de la Iglesia es puesto en relación con la realidad
escatológica del Señor. Lc describe la realidad del Espíritu como presencia de
Cristo por la que él funda la Iglesia, y resalta el carácter extraordinario del
«don especial» que mueve a los creyentes en la actividad misional. Pablo
identifica definitivamente al Señor glorificado con el Pneuma (2 Cor 3, 17). El
que se une con Cristo, entra en la esfera del Espíritu (1 Cor 6, 17). La fe en el
Señor se produce por y en el Espíritu (1 Cor 2, 10ss). La renuncia a la
circuncisión, a la carne, a la servidumbre farisaica a la ley, es un servir al
Espíritu de Dios y gloriarse en Jesucristo (Flp 3, 3-6). Concretamente, esto
significa: orar por el Espíritu (Rom 8, l5ss; Gál 4, 6); cumplir toda la ley en el
Espíritu (Rom 8, 4; en Gál 5, 19-23 se contraponen las obras de la carne a los
frutos del Espíritu); y edificar la Iglesia por los carismas (1 Cor 12-14) y por el
amor al prójimo (Gál 5, 1315; 1 Cor 13). Mientras que Pablo dirige más
fuertemente la mirada a la consumación futura (Rom 8, 11; 1 Cor 15, 35ss),
al anticipo de la misma (Rom 8, 23; 1 Cor 15, 35ss), Juan resalta la salvación
presente ya en el Espíritu, la cual para el «mundo» significa juicio y para los
creyentes, en cambio, renacimiento en el Espíritu de la verdad y del amor (Jn
3, 3-5; 4, 23s; 6, 63; 14-16; 20, l9ss). De esta experiencia del Espíritu, que
vuelve siempre a orientarse por la figura insuperable del Señor, surge, sobre
todo en las últimas cartas paulinas y en los escritos de Juan, el pensamiento
de la propia personalidad divina del Espíritu (-p Espíritu Santo, --> Trinidad),
y a la vez la visión de la «espiritualidad» de la existencia cristiana, tanto del
individuo como de la comunidad y de la Iglesia en su totalidad.

2. «Pneumatikós»

Así, pneumatikós, espiritual - vocablo usado ya en Pablo (1 Cor 2, 13-15; 9,


11; 14, 1) - pasa a ser término técnico para designar la existencia cristiana.
Pronto aparece el neologismo cristiano «spiritualis». Este adjetivo, no
obstante los cambios, restricciones y ampliaciones de sentido, se ha
mantenido hasta nuestro tiempo para designar el centro de la existencia
cristiana. En la edad media y hasta muy entrada la moderna se le puede
considerar incluso como el epíteto distintivo de lo propiamente cristiano, tanto
en las lenguas romances como en las germánicas.

3. «Spiritualitas»

La forma sustantiva spiritualitas, es decir, lo formal, lo que configura el centro


o núcleo de la existencia cristiana, aparece ya en los siglos v-vi, queda más
matizado en los siglos XII-XIII y, a mediados del xiii, da origen, p. ej., al
término francés spiritualité. Sin embargo, el vocablo spiritualité sólo en el
siglo xvii se impone en el sentido técnico, como designación de la relación
personal del hombre con Dios, siendo de notar que se expresa cada vez con
más fuerza el lado subjetivo de esta relación. Sin embargo, la naturalidad con
que se habla de espiritualidad cristiana y de espiritualidades cristianas, es
fruto de nuestro tiempo; y, por desgracia, tales expresiones llevan anejo
cierto matiz de insalvable distancia respecto al mundo.

II. Delimitación más profunda del contenido por la exclusión de


formas falsas
De esta breve ojeada sobre las bases bíblicas y su desarrollo histórico se
desprende con claridad suficiente el campo de tensión dialéctico de lo que se
entiende por e. cuyo contenido no podría expresarse adecuadamente
mediante conceptos estáticos. Se entiende, por un lado, la radicación en el
acontecimiento de la revelación de Dios, que se produjo en la historia
concreta de Jesucristo, así como en su transmisión eclesiástica por la palabra
y los sacramentos; y por otro lado, la apropiación personal del mensaje
salvífico de Cristo por parte de cada cristiano, la cual implica una determinada
actitud cristiana constantemente renovada y tiene como marco la respuesta
fundamental de la Iglesia a la palabra salvífica. La plenitud interna de la e.
cristiana, que debe encauzarse desde el «espíritu» bíblico, y su delimitación
frente a formas falsas, como mejor pueden esclarecerse es a base de
concretos problemas históricos. Con ello aparecerán puntos laves que llenan
de contenido el concepto, que hasta ahora hemos esbozado formalmente.

1. Entusiasmo e institucionalismo

Ya Pablo hubo de reprender a los corintios por una falsa inteligencia


entusiástica de los dones del Espíritu. Parecía que los éxtasis, los
arrobamientos, las reacciones anormales, etc., debían considerarse como la
suprema experiencia del Espíritu. Después de las inquietudes montanistas de
los siglos ii-iii, esta falsa interpretación entusiástica nunca más constituyó un
peligro concreto para la Iglesia en general. Sin embargo, en el afán por lo
extraordinario y prodigioso permanece siempre una tentación, contra la cual
ya hubo de prevenir el Señor (cf. Mt 16, 1-4). Tras ese afán late una especie
de -->sobrenaturalismo que quisiera palpar la promesa dada en Jesucristo y
no sólo creer en ella. En el catolicismo significa una amenaza mayor el peligro
opuesto -procedente a veces de la misma raíz-, que consiste en dar un
carácter oficial a toda manifestación del «espíritu», o en identificar el oficio
con la donación del espíritu, y las prescripciones e instituciones con la e. Por
los grandes ejemplos de la historia de la piedad se puede reconocer que la
auténtica e. sólo puede nacer en medio de la tensión entre -* oficio y carisma.
El movimiento de pobreza de Francisco de Asís hubo de verter su entusiasmo,
por las limitaciones eclesiásticas, dentro de un cauce ordenado, e Ignacio de
Loyola, que escribió las reglas del sentire cum Ecclesia, estuvo mucho tiempo
bajo la sospecha de ser un «alumbrado». Una excesiva dosis jurídica en la e.
y una absorción de toda iniciativa y espontaneidad por tradiciones
oficialmente fijadas, sin duda han conducido a que muchas iniciativas no
hallaran lugar en la Iglesia y a que la e. de las mismas, en parte
genuinamente cristiana, tuviera que avecindarse fuera de la Iglesia.

2. Tendencia espiritualista y racional

Otro peligro surge cuando se trata de penetrar filosóficamente la vida


espiritual (cf. Evagrio Póntico, Maestro Eckhart), poniendo fácilmente el
acento sobre lo racional (el peligro se percibe incluso en la evolución
semántica pues a veces «espiritual» equivale a intelectual). La plena
realización humana del cristianismo se interpreta parcialmente desde el saber
y la teoría, lo cual no siempre excluye una «mística de la oscuridad». Este
peligro, que históricamente aparece muy claro, corre en largos trechos
paralelo con la «e. oficial» que acabamos de describir, pero no desemboca
tanto en una «visión jurídica» de la vida espiritual, cuanto en una
«volatilización» esotérica de lo espiritual. De aquí le viene a la palabra
«espiritualidad» el resabio de impotencia, de lo desmaterializado
ascéticamente y de lo esotérico estéticamente. El peligro opuesto de un
vitalismo sin espíritu está tan lejos del cristianismo, que no hay por qué
tomarlo en serio (cf. no obstante algunas tergiversaciones racistas del
mensaje cristiano). Sin embargo, fenómenos afines, como la acentuación de
lo irracional o exageraciones de una interpretación sentimental y pietista de lo
cristiano, están atestiguados por la historia. En esta línea podrían ponerse
también ciertos ensayos modernos -sobre todo fuera de la Iglesia católica- de
desligar la e. cristiana de lo objetivo, formulable e históricamente
aprehensible, para anclarla lo más posible en el sujeto, en su decisión, en su
compromiso o acción libre. Lo legítimo en estas tentativas es la elaboración
del papel que la persona individual y su postura existencial desempeñan en la
e.; su peligro está en disolver la tensión entre el hecho salvífico, previa y
objetivamente dado, y su asimilación subjetiva, acentuando solamente este
segundo polo.

3. Dualismo

Para completar nuestra visión de conjunto, hemos de considerar por separado


una tercera fuente de peligro, que va inseparablemente unida con la que
acabamos de tratar. Ya muy tempranamente, llevada de una concepción
dualista del hombre como cuerpo y espíritu, la e. cristiana tomó una dirección
peligrosa. Hasta nuestros días, gran parte de la literatura relativa a la e. está
inconscientemente dominada por la imagen del hombre espiritual que, limpio
de los intereses materiales, se esfuerza por aspirar a un orden o mundo
puramente espiritual. En el fondo hay aquí una falsa interpretación ontológica
de la antítesis paulina carne y espíritu. Cierto que, dentro del ámbito católico,
se evita hoy día la desvirtuación gnóstica y maniquea de lo corpóreo -más de
uno teme, no sin razón, el contragolpe de una imprudente glorificación del
cuerpo -; pero, no obstante, difícilmente se puede afirmar que la teología
haya superado completamente la imagen directriz del hombre compuesto de
dos partes (es la clásica imagen griega, que está sugerida por el lenguaje
mismo y que contiene un núcleo innegable de verdad). Este juicio tiene
validez en más alto grado con relación a la teología espiritual y, en más alto
todavía, con relación a la usual literatura piadosa. El cambio de ideas no
puede consistir en una superficial aceptación de terminologías modernas, sino
que requiere también un trabajo teórico por parte de la teología espiritual. Ese
trabajo, ya iniciado, muestra sus frutos en ciertas concepciones nuevas
desarrolladas por la dogmática. Esto no será posible sin una demolición crítica
de formas mentales tenidas por válidas durante siglos. La -a teología bíblica,
el -a existencialismo, la filología, la ->sociología y la ->psicología marcan aquí
nuevos caminos, si bien es urgente prevenir contra una visión excesivamente
psicológica o sociológica de la espiritualidad.

III. Dimensión mistérica de la espiritualidad

1. Origen en la palabra y el sacramento

Efectivamente, la e. cristiana -quede aquí sin tocar el hecho de que se hable


hoy también de la e. de un Tomás Mann o del marxismo - saca su fuerza vital
de la acción salvífica de Dios en Jesucristo, presente en la Iglesia y
transmitida por la palabra y el sacramento. En consecuencia, mejor que por
reflexiones sobre el hombre creyente, pueden elaborarse algunas ideas
fundamentales partiendo de este polo de la e. cristiana, de los hechos
objetivos salvíficos que viven en la fe de la Iglesia. Una mirada retrospectiva a
su desarrollo histórico confirma esta orientación de la e. hacia el contenido de
la fe y el objeto del culto. El cristianismo de los primeros siglos, p. ej., estaba
tan ligado a la Escritura y al hecho objetivo sacramental, que, aun en la
reflexión, por sacramento se entendía toda la plenitud del misterio, el misterio
del culto y el de la vida animada por el culto divino; el misterio, por ende, de
la existencia cristiana, lo mismo que el de los hechos salvíficos. Es decir,
aparte de los hechos históricos, por sacramento se entendía el encuentro
singular y personal del cristiano con Cristo a través de la acción mediadora de
la Iglesia, encuentro al que en último término tiende la intención divina. En el
moderno teologúmeno de la res sacramenti hay todavía un tenue resto,
aunque esencial, de la antigua teología sacramental de la vida cristiana, de la
e. vivida. De manera semejante la palabra de la Escritura era portadora y
soporte de la fe cristiana. En la doctrina de los cuatro (o tres) sentidos de la
Escritura ese soporte de la fe se desarrolló de cara a la acción individual.
Cierto que la antítesis neotestamentaria de espíritu y letra (2 Cor 3, 6; Rom 2,
19; 8, 7) se aplicó unilateralmente al problema de entender la Escritura
(Orígenes), cuando, en realidad, primariamente se trata de la antítesis entre
la ley impotente y el espíritu vivificante de Jesucristo; pero el pensar concreto
partiendo de ese cuádruple sentido de la Escritura indica que allí late una
concepción centrada en la economía de la salvación. Hablando en términos
modernos, la letra significaba la superficie, no asimilada aún existencialmente
y, por ende, accesible también a los incrédulos; la alegoría era la realidad
dogmática y salvífica expresada por la letra; la moral consistía en la
apropiación existencial de esa realidad en la vida eclesiástica y personal; y la
tropología mostraba la orientación a la salvación escatológica en Jesucristo,
presente ya y a la vez objeto de esperanza. En los siglos XII-XIII, se escindió
esta unidad -como diríamos hoy- en dogmática y e.; empezó también a
constituirse la teología bíblica como ciencia independiente, de forma que, en
la baja edad media, la e. entró cada vez más claramente por carriles alejados
de la Escritura y del dogma. De la cuádruple plenitud de sentido sólo quedó un
vacío moralizar y un libre especular sobre la base de ciertos versículos de la
Escritura; con ello estaba abierto el camino hacia una e. proyectada sobre el
terreno psicológico. Pero tampoco ésta pudo mantener la unidad en la
realización de la existencia; y, particularmente desde el siglo xvii, la e. se
dividió en las dos ciencias parciales de la -a ascética y la -* mística. Por
primera vez en nuestro tiempo hallamos nuevamente indicios y tentativas de
recuperar la antigua unidad. En el trabajo que queda aun por hacer no puede
tratarse de prescindir de esta evolución y de las disciplinas particulares; sin
embargo, es preciso recuperar la forma unitaria que da sentido a las
disciplinas particulares.

2. Vida desde la palabra y el sacramento

Lo que brevemente hemos descrito como desarrollo de la reflexión sobre la e.,


tiene su clara correspondencia en la misma e. vivida. Así lo pudiera mostrar
una historia de la meditación (desde la atenta lectura de la -> Escritura hasta
la reflexión sobre verdades filosóficas), de la piedad eucarística (desde los
actos cultuales vividos en la comunidad hasta la adoración del sagrario por el
ermitaño), de la mística (desde la lectura de la Escritura existencialmente
profundizada, pasando por la rara hora, parva mora de Bernardo, hasta la
contemplación infusa), etc. Con ello se mostraría más claramente que la e. es
«la dimensión mistérica de la dogmática objetiva de la Iglesia» (von
Balthasar), y, por tanto, abarca en su primigenia unidad, los dos polos: la
revelación en su plenitud que se despliega en la Iglesia, y el hombre en su
existencia concreta. Igualmente se pondría de manifiesto cómo la e. vivida es
un acto que no puede encerrarse por completo en la claridad del concepto,
cómo ella está anclada y tiene su sentido en los hechos salvíficos acontecidos
en Cristo, presente por la palabra y los sacramentos. Por eso el estudio
científico de la e. no puede contentarse con ocupar el puesto de una disciplina
particular junto a las otras disciplinas teológicas. La e. es un punto de cruce
de las diversas disciplinas. En cuanto tal abarca el conjunto de las disciplinas
teológicas importantes y, centrando siempre la mirada en el origen de la
revelación en Cristo, aplica ese conjunto a la realización concreta del hombre
individual. Así ordena ella misma las otras distintas disciplinas de acuerdo con
su importancia para la concreta existencia cristiana.

IV. Desarrollo

1. Unidad y pluralidad de la espiritualidad cristiana

De esta noción de e., que sólo quiere recoger el mensaje bíblico de la vida en
el espíritu, se desprenden algunas consecuencias importantes. La pregunta
por la espiritualidad una o múltiple (Bouyer, Daniélou) es sólo una cuestión
del punto de vista adoptado. Es claro que sólo hay una e. cristiana si la
mirada se sitúa en aquel plano donde el mensaje cristiano llama al hombre;
pero si, concibiendo la e. como una pirámide, miramos a la base más baja de
su realización concreta, hay tantas espiritualidades como cristianos
conscientes. Entre ambos planos están las grandes actitudes espirituales que
imprimen su sello en la historia de la Iglesia (comenzando ya a manifestarse
en los escritos bíblicos) y significan, para un tiempo y una función
determinados, una concreción ejemplar, frecuentemente carismática, de la e.
cristiana.

2. Espiritualidad y existencia personal

Por esto y por la concepción general de la e. antes esbozada, se puede


también comprender que las concretas espiritualidades cristianas no aparecen
tanto como doctrina, cuanto como existencia personal vivida. E igualmente,
así como la única e. cristiana puede determinarse en la forma más clara
partiendo de la persona de Jesucristo, así también las grandes espiritualidades
de la historia de la Iglesia, que imprimen su sello en grupos enteros, son
carismas de Dios que hallan su encarnación, teóricamente inagotable, menos
en una doctrina que en un hombre (o grupo) concreto. El hecho de que estos
«imperativos de Dios» crezcan también y se consignen doctrinalmente, se
debe a que ese «imperativo divino» habla al hombre entero en su dimensión
individual y social; sin embargo, aun hoy día, las espiritualidades básicas
parecen nacer de la existencia cristiana vivida y no de ideas.

3. Circuminsesión de las espiritualidades según el modelo de la trinidad


De la concreción personal, así como de la concurrencia de la espiritualidad una
con las muchas espiritualidades, resulta a su vez una plural unidad de las
actitudes en la existencia cristiana, la cual, como hace ver von Balthasar,
tiene su razón de ser en la unidad trina de Dios. El cristiano individual o un
grupo de cristianos vive plenamente la e. cristiana y, sin embargo, entre
grupo y grupo, entre persona y persona median diferencias -que asumen
forma social- de esa misma e. vivida en cada caso plenamente. Esta relación
de unidad y diferencia, que no se puede verter en categorías lógicas, también
debería tenerse en cuenta en la actual discusión sobre e. laica y la religiosa.
Tanto se opondría a su fundamento trinitario la absorción de la una en la otra,
como un deslinde categórico o una falta caótica de relación entre ellas. Si es o
no sostenible la posición que hasta ahora ha ocupado en la historia la e.
religiosa o de los votos, entendida como la que simbólica y ejemplarmente
lleva al cristiano auténtico frente a la e. de los laicos, depende en última
instancia de la existencia cristiana de cada uno, carismáticamente dada por
Dios y personalmente vivida, y no de reflexiones teológicas. Sin embargo, a
este respecto debiera ponerse en claro que la reflexión teológica tendrá que
reelaborar a fondo más de una tesis del pasado. Con todo, si a base de la
mencionada unidad y pluralidad se entiende rectamente la relación entre
laicos, sacerdotes y religiosos, como lo hicieron los grandes maestros de e.,
no podrá descubrirse en el pasado un auténtico menosprecio de los seglares.

4. Servicio en la Iglesia concreta como aspecto común de las espiritualidades

Esta relación necesaria de unidad y diversidad dentro de la e. cristiana tiene


una correspondencia aún más profunda en la realización única del cristiano. La
palabra de Dios -si con este concepto bíblico nos es lícito comprender todo el
hecho de la revelación y de su transmisión en la historia sólo es
completamente palabra de Dios cuando halla su realización en el oír y obrar
del cristiano (cf. res sacramenti); e igualmente, el cristiano sólo es realmente
cristiano cuando prescinde de su propia existencia y, según su vocación, se
olvida de sí mismo, oyendo la palabra de Dios, en el servicio a su reino por la
oración y la acción. Esta unidad, por encima y en medio de toda diferenciación
es la e. cristiana. Ella es la realidad espiritual previamente dada, transmitida
por la Iglesia y como Iglesia, en la que crece todo cristiano. Precisamente en
las grandes y enérgicas personalidades del cristianismo se comprueba que su
diversidad, inconfundible en su fisonomía, brota de una profunda unidad. De
esta unidad ha de recibir su justificación todo nuevo punto de partida, toda
nueva época de la e., y ella nutre también los cambios radicales que, según
parece, son los estigmas de nuestro tiempo. La e. cristiana es la unidad del
espíritu de Cristo que «sopla donde quiere» y como quiere y, sin embargo, se
concreta como un todo. Este entrelazamiento de los muchos aspectos
particulares con la e. previamente dada, la cual se renueva constantemente a
través de ellos, pone de manifiesto la forma esencialmente eclesiológica de
toda e. cristiana, que se funda en la naturaleza a par social y personal del
hombre, y es elevada a la perfección por la gracia del Espíritu que se da a
cada uno y, sin embargo, permanece siempre el mismo. Puesto que este
espíritu es espíritu de Cristo, la e. tiene un rasgo esencialmente escatológico,
pues en ella el cristiano mira hacia el Señor (que está ya presente y, no
obstante, todavía ha de venir).

5. Unidad de actividad y pasividad


Esta determinación por el «espíritu» permite también comprender las parejas
de antítesis que con frecuencia se presentan en forma de antinomias y han
desempeñado un gran papel en la historia de la e.: ascética (desde la vida
activa hasta la preparación para la unión mística) y mística, acción y
contemplación, hacer y padecer, prestación y donación, posesión y búsqueda,
etc. Estas parejas de antítesis conservan su importancia, y hasta merecen una
nueva reflexión y profundización teológica a partir de la ->antropología
moderna; hoy, sin embargo, se sabe mejor que nunca lo que ellas tienen de
provisionales frente al contenido único significado por la e. cristiana. Ya en la
Sagrada Escritura resuena en muchos pasajes (cf. Gén 2, 7; 1 Cor 2, 10ss) el
misterio del espíritu, que es de Dios y Dios mismo y, sin embargo, se da al
hombre como su mismidad más propia. En la reflexión teológica esta verdad
se traduce en el conocimiento, que sólo puede formularse dialécticamente, de
que el hombre es enteramente él mismo, posesión propia y, por ende, acción,
obrar, prestación, y, sin embargo, es igualmente don entero de Dios, o sea,
contemplación, pasión y búsqueda. Ahora bien, en la e. vivida, este contraste
que, a la postre, motiva también la ascética y la mística, termina a su vez en
un encuentro personal con Dios.

Por ser la espiritualidad concreta, aun dentro de toda prestación humana,


siempre y ante todo imperativo de Dios, una determinación prognóstica de la
espiritualidad moderna sólo puede deducirse con precaución de los
fenómenos, pero no indagarse especulativamente. Tal vez las siguientes
características pertenezcan a la espiritualidad válida para nuestro tiempo:
mayor compromiso con relación al mundo y, en particular, a sus intereses
sociales; junto con ello, mayor sentido de la propia responsabilidad personal y
existencial; y, unificando ambos aspectos, acentuación de lo dialogístico. Todo
eso está inserto en una abertura que permite hoy al cristianismo mirar cada
vez más a las otras religiones y hasta al ateísmo. Quizá todo ello sea sólo el
resultado de que hoy se revela Dios, más que nunca, como el Dios escondido.
Vivir esto con apertura al imperativo imprevisible de Dios, es e. cristiana.

V. Historia de la espiritualidad cristiana

Una breve historia de la e. cristiana resulta problemática por estas razones: a)


multitud de puntos de vista a tener en cuenta: dogmática, liturgia, usos
religiosos, ascética-mística en sentido estricto, psicología, sociología, folklore
y otras disciplinas complementarias; b) la peculiaridad espiritual del individuo,
del grupo, de las corrientes, del tiempo, etc. Espiritualmente la acción
individual, el individuum ineffabile, es el polo opuesto que corresponde a las
frases formuladas de la dogmática, a los usos registrables de la liturgia. Por
tanto, a cada «síntesis histórica», si no ha de ser trivial, hay que admitirle sus
propios rasgos peculiares. El criterio de valoración no puede ser la perfección
ponderada, sino la utilidad para él diálogo y la inteligencia de los hechos (nos
centramos aquí en el cristianismo católico de occidente).

1. Del Señor a la multiformidad del kerygma

Apenas podemos localizar frases concretas en la vida de Jesús. Pero no cabe


duda de que los discípulos experimentaron a Jesús y su mensaje como
presencia del reino de Dios, en la unidad de distancia (cruz, juicio, novísimos:
aspecto tremendum) e inmediatez de Dios (milagros, doctrina, «yo»; aspecto
fascinosum). En la resurrección, se pone luego el sello de lo definitivo
(partida, y cercanía del Espíritu). La historia de la e. es el desarrollo de la
individualidad inefable de Jesús.

a) La esperanza de la parusía próxima da la primera clave para la inteligencia.


La unidad de «todavía no» y «ya ahora» halla una explicación cada vez más
cuantificada.

El milenarismo de los padres de la Iglesia, las amenazas con el juicio por


parte de visionarios y penitentes, el reino joaquinista del espíritu y los
modernos cálculos del final constituyen la continuación de dicha esperanza.

b) La -> escatología presente de los escritos de Juan es el polo opuesto a


esto. Sus peligros inmanentes irrumpen en el entusiasmo corintio, o
montanista, o moderno.

c) La síntesis de Lucas se realiza mediante la idea de la presencia espiritual de


Cristo (cercano y lejano) en la Iglesia. Institucionalización de la dinámica
escatológica y posesión entusiástica del espíritu son sus escollos. Y el
nacimiento del mundo sacramental (Ignacio antioqueno) es su legítima
encarnacion.

d) Ya en la Escritura comienza la articulación del Espíritu en el oficio y el


dogma. El menosprecio de éstos es la tentación de toda e.; y el olvido de su
propia función de servicio es el peligro del oficio y dogma mismos.

e) La concentración en las prescripciones morales procede de la tradición


sapiencial (-> sermón de la montaña). La carta de Clemente muestra los
peligros, p. ej., la atenuación de ciertos imperativos mediante un doble
estadio ético.

f) Incluso la teología del martirio (muerte = testimonio, ascesis = kerygma)


puede originar cauces estrechos: individualismo y pérdida de la perspectiva
escatológica («yo veo -ahora- el cielo abierto»: Act 7, 56; Flp 3; Ignacio
antioqueno).

g) Escritura (mirada retrospectiva al Señor) y celebración de la cena


(presencia en el Espíritu) unifican las tendencias y neutralizan sus peligros.

2. Desarrollo, consolidación

a) La teoría sobre la futura vida cristiana se elabora, no tanto en la historia de


salvación de Ireneo, o en la escuela siro-antioquena, con su tendencia positiva
y filológica (Efrem, Crisóstomo), cuanto en la escuela teológica de -->
Alejandría (Orígenes, Atanasio, Cirilo, -> capadocios). La teología más piadosa
del -> monofisismo vive de esta forma neoplatónica de pensar. Así como la
palabra de la Escritura se esclarece por el sentido «espiritual», del mismo
modo el mundo pasa a ser un cosmos que se espiritualiza hacia su sentido
originario (el €v de Plotino). La e. describe y recorre este camino de la
espiritualización.

b) Esto se hace palpable en el monaquismo: desde los anacoretas (Antonio),


pasando por los cenobitas (Pacomio, Basilio), hasta la e. universalmente
válida (Evagrio, Casiano). El estilo siro-palestinense de predicador ambulante
(Mt 10) se convierte rápidamente en ascesis, concreta su huida del mundo en
el desierto, bajo el influjo de la teología del martirio, y es elaborado
teóricamente según la línea alejandrina. La burda concepción sensible de las
realidades espirituales en los mesalianos apenas puede imponerse. La
contraria dirección neoplatónica se convierte en base de la actitud cristiana
ante la vida: despojarse de todo lo terreno para el encuentro «espiritual» con
Dios. El Pseudo-Dionisio pone acentos jerárquicos y litúrgicos.

c) La responsabilidad pública que se asume con el giro constantiniano no es


tanto una caída cuanto una confrontación con el mundo, exigida en principio
por la Escritura. Con ello se supera esa e. que huye del mundo.

d) Agustín representa la versión occidental o antropológica, que permanece


sin elaborar teóricamente hasta Lutero, hasta la teología existencial.

3. Período intermedio

a) El caos de la época de las invasiones bárbaras y la marcha victoriosa del


islam descubren lo superficial de la cristianización.

b) El portador de la cultura y de la religión pasa a ser el monaquismo (Lerins,


Martín de Tours, Columbano). En las reglas de Benito se logra la síntesis, que
apunta hacia el futuro, entre humanismo, disciplina y religión. Dentro de su
espíritu, Gregorio Magno, con la interpretación alegórica del libro de Job,
regala a la edad media un equilibrado manual ascético.

4. Unidad cultural y social

a) La reforma y el renacimiento carolingios coleccionan y catalogan el pasado.


Aparecen rasgos germánicos: tendencia a lo real (disputa sobre la eucaristía),
pensamiento jurídico (desarrollo de la curia), seguimiento (culto a los santos,
afán de acción), afectividad (devociones), individualidad (teología penitencial).

b) Los próximos siglos se hallan acuñados por el monaquismo. Junto al


intelectualismo de Anselmo de Canterbury están los ermitaños (Pedro
Damián, cartujos) y la disciplina cluniacense.

c) En Bernardo y la teología cisterciense (Guillermo de St. Thierry) llega a su


punto cumbre la interpretación de la Escritura de cara a la mística individual.
Entusiasmo de cruzado y poesía de amor confluyen en la síntesis.

d) Junto a los premonstratenses, entre las comunidades clericales los


victorinos Hugo y Víctor trabajan el aspecto sistemático y el de una historia
orgánica de la salvación.

e) La e. de los mendicantes es más activa. En Francisco de Asís la herética


pobreza de los predicadores ambulantes se convierte en soporte de la Iglesia.
La confrontación teórica y práctica de Domingo con él conduce a un punto
cumbre de la teología.

f) Este punto cumbre fue alcanzado con Tomás O.P., Buenaventura O.F.M. y
Escoto O.F.M. Anteriormente había sido preparado con el pensamiento «sic et
non» de Abelardo. Pero a causa de este intelectualismo la e. busca otros
caminos no «teológicos».

g) Se produce un movimiento de interiorización, promovido ya por grandes


mujeres como Hildegarda y Eduvigis, que toma forma en la -->mística
alemana (Eckhart, Suso, Taulero), en Ruysbroeck y en círculos ingleses (Cloud
of Unknowing) e italianos (Angela da Foligno). A este respecto las monjas
extáticas y la mística de la «noche oscura» (cartujos), influida por el
PseudoDionisio, son solamente direcciones secundarias.

h) El -> nominalismo (Guillermo de Ockham) se aleja del neoplatonismo:


acentuación del individuo, lógica del lenguaje, ciencias naturales (Oxford),
democracia. De él nace la «devotio moderna» y su método de oración (Geert
Groote, Imitación de Cristo) como movimiento inicial de laicos.

i) En cambio otros movimientos de reforma operan en las órdenes. Nicolás


Cusano aspira a una nueva unidad espiritual. Las mejores fuerzas del ->
humanismo y del -~ renacimiento pretenden lo mismo.

j) Una dificiente penetración intelectual pone la devoción popular ante los


peligros de superstición (veneración de las hostias), de los procesos de -*
brujas (inquisición), de «exteriorismo» (literatura visionaria, alejamiento de la
Biblia), de «cosificación» (-> reliquias), de subjetivismo (devoción al corazón
de Jesús), de moralismo (predicación), de sentimentalismo y miedo
escatológico (cf. también -> reforma católica y contrarreforma).

5. Preocupación por el hombre individual

a) La e. del movimiento reformador (--> reforma protestante) no puede


medirse con el molde pietista, o con los movimientos de despertar religioso, y
menos todavía con las derivaciones gnósticas o entusiásticas. Lutero busca la
indisoluble individualidad del creyente (conciencia, nominalismo, «ego eram
ecclesia»); el retorno a la Escritura es también expresión de inmediatez
personal con relación a Jesús. Incluso la teología del pecado y de la gracia
procede de una abierta confrontación con el soberano poder y misericordia de
Dios. En Calvino (-* calvinismo) hay claridad (hasta la frialdad) y disciplina
(hasta la dureza); en Zwinglio aparecen rasgos humanistas.

b) La fundación de Ignacio de Loyola se convierte en el polo contrario, aunque


originariamente estuviera planeada de otro modo. Junto a formas de e.
también deficientes que hallamos en él, la unión con Dios aparece como
unidad de dos dimensiones en tensión: acentuada individualidad (alumbrados;
discreción de espíritus) y objetividad igualmente acentuada (método,
obediencia, servicio). La reflexión no logra desarrollar el punto de partida;
pero éste se mantiene en el probabilismo (conciencia individual), en el
molinismo (libertad), y en la acomodación misionera (libertad cultural).

c) La cima de la ->mística española aporta una descripción psicológicamente


exacta y religiosamente trascendente del encuentro entre Dios y el hombre
(aprehender, ser aprehendido). La original espontaneidad y la prudencia de
Teresa de Ávila hallan objetividad en el trabajo (fundación de conventos,
cartas) y en el hombre Jesús. La tendencia poética y especulativa de Juan de
la Cruz muestra su carácter eclesiástico vinculado a la Escritura y a los
clásicos.

6. Evolución hacia dentro

Hasta el tiempo de la reforma la e. estuvo unida con la vida interna de la


Iglesia y con la de fuera. Luego, en correspondencia con el encastillamiento
eclesiástico (también el ->barroco vive de una postura «anti»), la mirada se
vuelve hacia dentro. Apenas merece la pena hablar de las figuras concretas
(mayormente francesas: ->escuela francesa) y de las escuelas (en cuanto se
distinguen de las corrientes). Las controversias se exacerban hasta las
condenaciones oficiales, pero prosiguen en los antiguos carriles y, en general,
constituyen simples matizaciones diferenciadas del único núcleo fundamental.

a) Sobrevivencia del pasado. Incluso filológicamente, ésta se pone de


manifiesto en el influjo de la mística alemana y flamenca (a pesar de las
condenaciones), en torno a la cual se desatan luchas en las comunidades
religiosas (S.I., O.F.M.Cap.). El arma patrística es esgrimida con frecuencia
(Arnauld, Bossuet-Fénelon). El Pseudo-Dionisio es más que nunca el autor
clásico (O.Carm.).

b) En las disputas sobre la gracia (0.P: S.I., -> jansenismo, -> quietismo) se
trata, o bien de la corrupción del hombre y de la acción exclusiva de la gracia,
o bien de la supravaloración de lo humano (P. Charron). El «abandono», la
«entrega» desinteresada -hasta el infierno (Molinos, Mme. Guyon) -, lo mismo
que la e. cortesana (confesores, Pére Joseph), radican aquí. En la disputa
moral (rigorismo, laxismo) se trata de la contraposición entre la ley y la
responsabilidad propia. Las controversias en torno a la frecuencia de la
comunión y a la confesión única (renouvellement) son consecuencias de la
práctica. La diversa imagen de Dios no explica completamente las diferencias:
bondad (Francisco de Sales); rigor (St. Cyran); humanidad de Cristo y
«estados» de Bérulle frente a la teoría de la destrucción de su discípulo
Condren; exaltación jansenista del Señor frente al amor a Jesús en Pascal.
Muchos aspectos se deben a intrigas políticas.

c) Las comunidades religiosas son todavía portadoras de la e. En los siglos xvi


y xvii, y de nuevo en el xix, aumentan extraordinariamente las fundaciones
caritativas (Vicente de Paúl, Juan de Dios) y pedagógicas (María Ward, Angela
Merici, Juan Bautista de La Salle, Don Bosco). Junto a las antiguas florecen
nuevas órdenes apostólicas. Las obras misionales entusiasman a amplios
sectores de la población.

d) El esfuerzo teórico se dirige hacia dentro y gira hasta hoy (DSAM) en torno
a la contemplación infusa o adquirida, a la diferencia entre ascética y mística,
a la llamada de todos a la mística, a la primacía de la voluntad o del
entendimiento, a la visión inmediata, a la paramística, etc.

e) La dirección espiritual (Lallemant) y la amistad (Juana Francisca de


Chantal) alcanzan puntos cumbres, aunque no sin desviaciones enfermizas
(las monjas de Loudun).

f) Además de lo mencionado, hay toda una serie de figuras: misioneros en la


patria y en ultramar, predicadores populares, penitentes (Pablo de la Cruz,
Rancé), mártires (Inglaterra, América), pastores (cura de Ars), videntes
(desde Margarita María de Alacoque hasta las visiones marianas). El sentido
de la dirección sigue siendo hacia dentro.

g) Se difunden entre el pueblo una serie de devociones institucionalizadas:


corazón de Jesús, María, llagas, eucaristía, apostolado de la oración, etc. El
reproche crítico no es tanto el de «exteriorismo», cuanto el de excesiva dosis
jurídica y oficial.

7. Nuevos intentos a base de un retorno a las fuentes y de una apertura al


mundo

a) Ya el siglo xix marca nuevas rutas. La concepción orgánica de la teología


(escuela de --> Tubinga), el así llamado -->tradicionalismo, los influjos
idealistas en la teología alemana, el -> americanismo (I. Th. Hecker), los
esfuerzos pastorales (Sailer, también -4 josefinismo), fueron intentos de
superar el abismo entre -a teología y práctica o, dicho de otro modo, de
cultivar la e. El antagonismo entre el Syllabus y el ->modernismo prueba que
el tiempo todavía no estaba maduro. Apuntan hacia adelante el real assent de
Newman y el «pequeño camino» de Teresa de Lisieux.

b) En el siglo XX la liturgia (conservadora de lo histórico durante mucho


tiempo; -> movimiento litúrgico [en -> liturgia] ) y el interés por la Escritura
(después de un florecimiento de la patrística) han traído nuevos matices. La
vivencia comunitaria del movimiento de la juventud sigue dirigido hacia
dentro. Son fértiles los diálogos con las ciencias del espíritu (R. Guardini, E.
Przywara). La -> acción católica florece en los países católicos. El Vaticano ii
en materia de e. ofrece solamente una elaboración de antiguas cuestiones
(valoración más positiva del laicado; postura más crítica frente al «estado de
perfección»).

c) Las tareas nuevas que han surgido pueden describirse desde cuatro campos
de conocimiento.

1º La mera -> hermenéutica. La «teología de la muerte de Dios», la cual en


muchos aspectos ha de valorarse como una simple moda, exige que al
contacto con la Escritura y con Dios mismo preceda una reflexión
hermenéutica. Y eso tiene especial validez con relación a la e. (-> oración,
sacrificio, etc.). Esa tarea apenas es vista en todo su alcance.

2º La nueva imagen del hombre. La psicología y la antropología prohiben


concebir la e. bajo el lema de la «interiorización». El necesario
entrelazamiento del querer y saber humanos con factores pre-personales y
sociales obliga a desconfiar de lo puramente interno. La moderna tendencia a
la objetividad, a los «hechos», debe mostrar el camino hacia la realidad de la
revelación y hacia la tarea concreta.

3º La nueva imagen del hombre. La tarea se desplaza cada vez más del
conocimiento a la configuración del mundo. El tema del encuentro con Dios en
la acción y no en el conocimiento que le precede, el cual ha sido abordado por
Teilhard de Chardin, siguiendo a Blondel, entre otros, apenas se relaciona con
la cuestión de «la contemplación y la acción».
4º La nueva imagen de la sociedad. La vinculación de la conciencia religiosa
del individuo a la --> sociedad y a su configuración del futuro se pone de
manifiesto en el diálogo con el -> marxismo. Así se reanuda el tema bíblico de
la forma social y socialmente operante de la fe cristiana (es decir, de la
Iglesia; cf. a este respecto «teología -> política»). Es de esperar que este
diálogo acerque toda la teología a la realización de la fe, o sea, a la
espiritualidad.

BIBLIOGRAFÍA: Sobre la parte histórica, además de los diccionarios en


general, cf. espec.: J. u. W. Grimm, Deutsches Würterbuch IV (L 1897)
26232796; L. Tinsley, The French Expressions for Spiritualité and Devotion. A
Semantic Study (Wa 1953); E. Schweizer, trvevµa u. á.: ThW VI 387-450
(bibl.); H. de Lubac, Exégése médiévale, 4 vols. (P 1959-64); Ch. Mohrmann,
Études sur le latin des Chrétiens, 2 vols. (R 1961); J. Leclercq, Spiritualitas:
StudMed III/1 (1962) 279-296; M. de Certeau, «Mystique» au XVIII siécle: Le
probléme du langage «mystique»: L'homme devant Dieu II (P 1964) 267-291.
En lo relativo a las exposiciones sistemáticas hemos de remitirnos a todos
aquellos campos donde surgen nuevos brotes de espiritualidad; es
significativo que a este respecto la mayor parte de la bibliografía no proceda
del campo específico de la espiritualidad. H. U. Y. Balthasar, «Spiritualitát»:
Verbum Caro (Ei 1960) 226-244 (GuL 31 [1958] 340-352); K. Rahner, Über
dio evangelischen Rate: GuL 37 (1964) 17-37; L. Bouyer, Introducción a la
vida espiritual (Herder Ba 1964); H. U. v. Balthasar, El Evangelio como
criterio y norma de toda espiritualidad en la Iglesia. Concilium, n.o 9, págs. 7
ss; S. Vandenbroucke, Espiritualidad y espiritualidades. Concilium, n.° 9,
págs. 48 ss; Rivista di ascetica e mistica 10 (1965) (núm. extraord. 4-5) 309-
532 («Saggi introduttivi alío studio ed all'insegnamento della teologia
spirituale»); D. von Oppen, Der sachliche Mensch. Frümmigkeit am Ende des
20. Jh.s (St 1968); F. Marxer, Der Weg zu Gott (Aschaffenburg 1968); J.
Sudbrack, Probleme - Prognosen einer kommenden Spiritualitát (Wü 1969);
B. Jiménez-Duque (dir.), Historia de la espiritualidad cristiana 4 vols. (J. Flors
Ba 1969).

Josef Sudbrack

ESPIRITUALIDAD PATRÍSTICA

En la determinación del concepto de e.p. hemos de tomar como base el hecho


de que los padres de la Iglesia quieren ser testimonios de la doctrina y de la
vida cristianas. Pero lo que es este testimonio no se esclarece por una
definición dogmática, ni por la comprensión del término «espiritualidad», que
está tan en uso y reviste un matiz ascético. El parcial sentido ascético de -
>espiritualidad constituye un primer plano y, por eso, ha de integrarse en un
sistema más amplio de coordenadas de la sociología del conocimiento.

Toda mentalidad religiosa de tipo práctico supone una relación específica a los
grandes poderes de la vida y ordenación de la cultura, que la condicionan y
promueven. Por esto, también el concepto de e.p. debe lograrse mediante un
análisis de factores, es decir, hemos de descubrir necesariamente aquellos
factores de la historia del espíritu con los que está coordinada la actitud
espiritual de los padres, que caracteriza sus mentalidades en cuanto tales.
Evidentemente el número de estos factores es muy grande; pero podemos
reducirlos a la tríada de poderes vitales «fe», «saber» y «derecho». Y así
habría que coordinar: con la fe el dogma, con el saber la formación y la
cultura, y con el derecho el afán de dominio en el terreno político y en el
eclesiástico. En consecuencia a continuación entenderemos por espiritualidad
la mentalidad que está constituida por la relación mutua entre la concepción
de la fe, la actitud del saber y la conciencia jurídica. Así el concepto de e.p. se
usará aquí como categoría para entender la historia del espíritu. De acuerdo
con esto la e.p. es la modalidad de conciencia de aquellos escritores cristianos
pertenecientes a la antigüedad tardía que, en continua discusión con la cultura
helenística, configuraron las afirmaciones de la Biblia para convertirlas en
posesión de la Iglesia por la fe y el saber, creando así a la vez una concienci a
jurídica fundamentada dogmáticamente. En ese proceso creador es
totalmente posible que pase a dominar uno de estos tres factores y que así
prevalezca la correspondiente forma de inteligencia y de espiritualidad, ora
más tradicional, ora más progresista. Naturalmente la dialéctica entre la
actitud tradicional y la progresista de la inteligencia, así como la rivalidad
entre las potencias de ordenación «fe, saber y derecho», siempre llevan
consigo una perturbación de la deseada síntesis espiritual, p. ej., cuando en la
lucha contra una herejía la inteligencia tradicional se ve obligada a poner en
primer plano el factor «derecho».

En la medida en que el mundo espiritual de los padres de la Iglesia puede


caracterizarse como el campo de lucha donde se forcejea por la armonía entre
fe, saber y derecho, ese mundo ha de considerarse como uno de los
fundamentos y principios creadores de toda la cultura moderna. Por ello la
e.p., vista desde la perspectiva de la historia del espíritu, no ha quedado
sepultada, o a lo sumo lo ha quedado en el sentido de que la síntesis de los
tres factores citados allí lograda ya no acuña unitariamente la concepción del
mundo que tiene el hombre moderno. La conciencia del hombre actual se
encuentra en una situación totalmente distinta de la del hombre de la
antigüedad tardía, por la razón de que la fe, el saber y el derecho han pasado
a ocupar un puesto diferente en la escala de valores a través del ->
renacimiento, de la -> reforma protestante, de la -> ilustración y de las
ciencias en general. El nuevo descubrimiento de la e.p. sólo puede hacerse de
tal modo que se entienda en forma nueva la coordinación cristiana de los tres
poderes que es típica de la antigüedad tardía. Si buscamos un superior ángulo
visual bajo el cual los padres consideran la relación de fe, saber y derecho,
topamos con la contraposición «aquí-más allá». En esa contraposición queda
formulada la experiencia de la diversidad entre antigüedad y fe cristiana. La
conciencia de la «novedad» cristiana constituye constantemente el rasgo
fundamental de la mentalidad de los padres de la Iglesia.

Fuera de esto no se puede hablar de una e.p.; hay más bien varias
modalidades típicas de la conciencia patrística de la «novedad». Las
divergencias entre ellas son considerables. A pesar de todo se trata de
modelos de interpretación del cristianismo que han seguido influyendo hasta
hoy.

La dialéctica entre -> fe y saber o formación, tan fundamental para la


inteligencia cristiana de la cultura, es el tema dominante de la primera época
patrística (la constantiniana); la elaboración que ella recibe en los tres
primeros siglos es sin duda la que más influye en la e.p. El factor del derecho
todavía no desempeña un papel constructivo para la síntesis espiritual. Por
esto prevalece una concepción del mundo y de la existencia orientada hacia el
más allá. La idea de derecho es entendida en forma exclusivamente
supranaturalista, en el sentido de que el cristiano en virtud del don de la
justicia divina deja de pertenecer al ámbito terrestre y social de la comunidad
jurídica.

La conciencia de esta elección hace tanto más urgente la confrontación de la


fe con la idea griega del saber. Justino, Clemente de Alejandría y Orígenes
(también Tertuliano con su actitud negativa), llevan la lucha en torno al
antiguo caudal de la cultura. Si por un lado se acentúa la oposición entre
«Jerusalén» y «Atenas», por otro lado se llega a interpretar el cristianismo
como la «verdadera filosofía». Los alejandrinos Clemente y Orígenes crean el
primer idealismo cristiano (escuela teológica de ->Alejandría), unifican la
ciencia de la cultura griega y el saber cristiano de la fe, y ponen así los
fundamentos de una espiritualidad cristiana, la cual puede concurrir en el
mismo plano con la espiritualidad pagana. Pensamientos platónicos -como el
de la «homoiosis» o configuración con Diosson interpretados cristianamente,
las ideas platónicas se convierten en pensamientos de Dios, el mundo noético
de Platón pasa a ser el mundo sobrenatural y trascendente de los cristianos.
Naturalmente, esto implica una transformación de la filosofía platónica, pues
la dialéctica de Platón, directamente, tiende tan sólo a las ideas como
principios de conocimiento, pero no al Dios creador. No obstante, Clemente
creó una síntesis que fertilizó todo el pensamiento cristiano de la antigüedad
tardía. Sin embargo, la mentalidad alejandrina no pudo atender
suficientemente a todos los elementos del kerygma bíblico, p. ej., la cuestión
de la historicidad de la existencia cristiana no tiene un contexto propicio en
ella. Propiamente, Clemente habla más del Logos suprahistórico que del Hijo
de Dios que se hace hombre en la historia. También Orígenes, que esboza un
sistema de principios a la vez cristiano e idealista y con ello diseña una
imagen terminada del mundo, con su doctrina de la -> apocatástasis queda
aprisionado en las categorías del pensamiento griego. No puede emitirse un
juicio muy diverso sobre los alejandrinos de la época posterior a Constantino,
sobre los -> capadocios y, especialmente, Gregorio Niseno; tampoco su
síntesis de la fe y el saber puede ocultar el hecho de que lo histórico es un
fenómeno que se sustrae a una ciencia supratemporal. Sólo con las
controversias cristológicas y el concilio de Calcedonia se abren nuevas
perspectivas. Con la distinción entre naturaleza y persona en la dimensión de
la «oikonomia» se adquiere también conciencia de que es la persona - y no la
naturaleza - la portadora de las acciones humanas y la que da acceso a lo
histórico. La persona del Verbo encarnado pasa a ser la clave para la
comprensión de la historicidad y de la síntesis entre fe y saber, que ha de
interpretarse históricamente.

Naturalmente, lo nuevo del cristianismo ya fue entendido antes como novedad


histórica, puesta inicialmente por la -> encarnación, p. ej., en Ireneo de Lyón.
Sin embargo, sorprende que Ireneo esté poco interesado en armonizar las
fuerzas de la fe y del saber; él es una inteligencia tradicional. Quizá radique
aquí el hecho de que su interpretación del cristianismo no fuera capaz de
fundamentar ninguna espiritualidad creadora. Por eso no puede infravalorarse
el nuevo germen puesto en la fórmula calcedoniense. En efecto, esta fórmula
rompe con la doctrina de la filosofía griega sobre la substancia y el
conocimiento, posibilita la formación de un nuevo concepto de saber y, con
ello, una comprensión más profunda de la idea de fe, en cuanto la fe y el
saber ya no necesitan ser entendidos supratemporalmente, sino que son
ilustrables precisamente mediante el hecho histórico de la encarnación.
Dentro del espíritu del Calcedoniense, puede surgir ahora - y esto es quizás el
legado más rico de la patrística - en Máximo el Confesor una síntesis de fe y
saber que considera el cosmos noético y el visible e histórico a través del
espejo de la unión fáctica en la historia entre la naturaleza humana y la divina
en la persona del Encarnado. Con Máximo no sólo se alcanza el punto
culminante de la patrística, sino que se hace también posible una conciliación
cristiana, legitimable mediante la historiología, entre los poderes ordenadores
de la fe y del saber.

Por el edicto constantiniano de tolerancia la fe recibe una posición jurídica


totalmente nueva. Ad extra el cristianismo queda sancionado jurídicamente,
ad intra él se consolida en una Iglesia imperial jurídicamente constituida. Se
anuda una estrecha relación entre la fe y el derecho civil; el papa y el
emperador se convierten en garantes del dogma. El historiador eclesiástico
Eusebio, teólogo de la corte de Constantino, dedica grandes esfuerzos a
legitimar, a partir de la fe, el plan de dominio del emperador. Su teología del
imperio es una teoría política que describe el poder imperial como una
representación intramundana de la monarquía divina. Entre el más acá y el
más allá media la pax Romana. Ambrosio y Jerónimo son testigos de esta
interpretación de lo cristiano, la cual produce una espiritualidad consciente del
mundo. Parece como si en la idea de Eusebio sobre la ciudad de Dios
romanocristiana la fe, el saber y el derecho hubieran llegado a una
concordancia plena; pero la apariencia engaña. La «domesticación» de la
escatología bíblica por la eso)oyía pocvcarxd de Eusebio suscita pronto una
doble contradicción: la de Agustín y la del monacato.

La obra de Agustín sobre la Ciudad de Dios es una protesta contra la


interpretación política y jurídica de la historia de salvación por parte de
Eusebio, es una superación de la «concepción del sacro imperio» mediante
una inteligencia personalista de la economía salvífica y el nuevo
descubrimiento de la escatología bíblica. Agustín enfrenta la civitas Dei con la
civitas terrena del imperio romano; con lo cual el acento recae sobre el más
allá y es puesta en duda la ciudadanía de la Iglesia en el mundo de acá. En
consecuencia la fe, el saber y el derecho reciben una nueva coordinación
mutua. También en Agustín la fe cristiana es «filosofía verdadera», que
implica un verdadero saber. La explicación agustiniana de la Trinidad, tan rica
en consecuencias para el occidente, a base del análisis de la autoconciencia
humana, engendra aquella positiva actitud cristiana ante el saber que se
refleja todavía en el principio cartesiano del «cogito, ergo sum». La fe y el
saber se distinguen sólo por la seguridad mayor de la primera, pero ambos
arrancan al hombre de su inmersión en lo terrestre. Fe y saber -como
inteligencia de la fe - producen y presuponen un desprendimiento del mundo,
el cual se basa en una esperanza escatológica de salvación. Por esto, para
Agustín, el saber sólo inicialmente es una inclinación al mundo; en cuanto el
saber interpreta la fe, crea certeza de salvación y exige una árrox~ de la
realidad de aquí. Esta concepción de la idea de fe y de saber tiene también
como consecuencia una interpretación específica de lo jurídico. El derecho es
una disposición del legislator eterno, que «elige» a los destinados al más allá.
Agustín, en su vejez, restringe todavía esta concepción del derecho, en cuanto
concibe a Dios como un señor que ejerce un poder absoluto, incluso sobre el
hombre libre. Por eso, la espiritualidad de Agustín pudo llegar a ser el punto
de partida para la concepción del cristianismo (-> agustinismo) que propugnó
la reforma.

Si queremos entender la mentalidad del monacato de la Iglesia antigua, tal


como se difundió en el siglo iv, hemos de interpretarlo como reacción negativa
ante aquella actitud espiritual que se produjo por la asimilación de la idea del
saber y por la afirmación de lo terrestre en la edad constantiniana. En su
mayoría, los monjes anacoretas son fellahs creyentes que, como señal de
protesta contra la mundanización de la Iglesia, se retiran al desierto para
cumplir radicalmente las exigencias de la Biblia mediante la ascesis práctica.
Sin embargo, el monacato suscita pronto sus ideólogos, los cuales esbozan
una espiritualidad que muestra rasgos absolutamente liberales. En virtud de
su ascesis el monje, amigo de Dios, se concibe como un «terapeuta» que ha
de enseñar soberanamente no sólo a los fieles, sino también a los clérigos
mismos. La consecuencia inevitable es una rivalidad entre la mentalidad
monacal, visionaria y escatológica, y la mentalidad clerical, sacramental y
jerárquica. A este respecto tiene gran importancia el celibato, que no sólo da
al monje autoridad ante el pueblo, sino que fundamenta también la conciencia
pneumática que él tiene de sí mismo, conciencia que a la postre tiene que
volverse contra el orden jurídico de los sacerdotes. El Pseudo-Dionisio, con su
doctrina de la jerarquía «eclesiástica» como imagen de la «celeste», buscará
una conciliación filosófica del pneumático con la idea eclesiástica del derecho.
Pero el precepto del celibato, que se impone ya en el siglo iv, ha de valorarse
como una implantación de la espiritualidad monástica en el seno de la Iglesia
oficial. Por el hecho de que también el clérigo vive célibe, le quita al monje
una prerrogativa hasta entonces exclusiva.

Al matiz liberal del monacato, Evagrio Póntico le añade un rasgo intelectual.


Evidentemente él no se interesa por el puro saber de la cultura, pero enseña
una especie de gnosis -con un matiz origenista - que no puede negar su rasgo
subjetivista y asacramental. El saber se convierte en teoría de la experiencia
de Dios y de la mística; la visión de Cristo suplanta el sacramento cristiano; el
derecho es interpretado pneumáticamente como dikaiosyné del gnóstico. Este
espiritualismo, sin duda peligroso, sólo llegó a liberarse de sus resabios
origenistas gracias a Máximo el Confesor, mediante una cristología fielmente
calcedoniense. Así Máximo no sólo corrigió a Orígenes, sino que salvó su obra
y la mística monacal para la Iglesia.

Por estas breves insinuaciones se pone ya de manifiesto la extraordinaria


importancia del Calcedoniense para la interpretación del cristianismo y para la
ordenación y valoración de la e.p. en la historia del espíritu. Pero las luchas en
torno a la fórmula de fe de este concilio muestran una vez más cómo la e.p.
en su realización tiene que convertirse en una pugna en tomo a los tres
factores ordenadores mencionados: fe, saber y derecho.

El -->monofisismo y la doctrina de una doble naturaleza no sólo son actitudes


diversas de la fe, sino que además, como poderes históricos, tienen su
legitimación en lo político y jurídico. El monofisismo se sostuvo incluso
después del concilio como protesta contra la política religiosa e imperial de los
soberanos bizantinos. Y en la concepción ortodoxa de la encarnación como
unión de una doble naturaleza en la persona del Verbo, veía Justiniano la
fundamentación de su ideología imperial, que tenía su base en la síntesis
entre el poder sobrenatural de la Iglesia y el poder natural de orden terrestre.
En la fórmula calcedoniense de la doble naturaleza confluyen las más diversas
mentalidades y espiritualidades de la época patrística, que sólo pueden
descifrarse desde ese foco de confluencia. En tal sentido, podríamos decir que
la e.p. tiene un solo tenor: la cuestión de la relación entre la realidad de aquí
y la del más allá, representada ejemplarmente en la unión «sin separación» ni
«mezcla» de la naturaleza divina con la humana en el Encarnado. Con ello la
interpretación patrística de lo cristiano demuestra que el cristianismo sería
entendido falsamente a base de la idea utilizada por Troeltsch de la mera
«interioridad religiosa» (cf. teología de los padres griegos y latinos; --
>helenismo y cristianismo.

BIBLIOGRAFIA: W. Bousset, Apophthegmata (T 1923); E. Troeltsch,


Soziallehren der christlichen Kirchen and Gruppen (Gesammelte Schriften I)
(T 31923); Viller-Rahner; W. Kamlah, Christentum and Geschichtlichkeit (St
21951); F. Cayré, Espirituales y místicos de los primeros tiempos (C i Vall And
1957); H. Ball, Byzantinisches Christentum (E¡-Z-KS 21958); L. Bouyer, La
spiritualité du Nouveau Testament et des Péres (P 1960); H. U. Y. Balthasar,
Kosmische Liturgie (Ei 21961); A. Dempf, Geistesgeschichte der altchristlichen
Kultur (St 1964); E. Y. Ivánka, Plato Christianus (Ei 1964).

Stephan Otto

ESPIRITUALISMO

El término e. designa una específica articulación filosófica de la realidad y


actividad del espíritu, así como de su ordenación al mundo de lo material y
corporal (I); por otro lado designa ciertas tendencias y actitudes en la
autorrealización religiosa del hombre en su esfera individual y social (II).

I. Tendencias espiritualistas en la filosofía

En el marco de la historia del espíritu el concepto de e. sirve para caracterizar


ciertas concepciones filosóficas que, en contraposición al ->materialismo,
afirman la subsistencia del -->espíritu, que no puede derivarse de otra
realidad, y su libertad de una determinación causal. Algunas concepciones
extremas ven en el espíritu la única realidad (-->monismo) y valoran lo
material y corporal como meras formas de aparición del mismo.

Aquí hay que citar distintas posiciones: el -->platonismo, que establece un --


> dualismo entre el mundo de las ideas y el de los sentidos; su desarrollo
posterior en el ->neoplatonismo, con su esquema de la ascensión del alma a
lo espiritual y al uno originario; la oposición fundamental de --> alma y ->
cuerpo en el e. psicológico, que se basa en una separación radical de espíritu
y materia, y defiende la espiritualidad pura del alma, negando las actividades
no espirituales de la misma (R. Descartes, F: P. Maine de Biran, N. de
Malebranche). Las filosofías, bajo diversas formas, en que se pretende
entender la materia como un desarrollo, producto o epifenómeno del espíritu
(G. Berkeley, G.W. v. Leibniz, -> idealismo alemán), son intentos de superar
este dualismo.

A las tendencias positivistas del siglo xlx (-> positivismo), con su repulsa a
toda -> metafísica y todo -> conocimiento que trascienda la experiencia, se
opuso una filosofía que pregunta por el fundamento de la posibilidad de la
experiencia de los «datos» positivos y lo entiende como un principio espiritual
(p.ej., R.H. Lotze, M. Wundt, F. Paulsen; en Francia, como predecesores de la
posterior filosofía existencial, F: P. Maine de Biran, F. Ravaisson, J. Lachelier
hasta Bergson y M. Blondel, y la filosofía del espíritu de L. Lavelle y R. Le
Senne).

Estas filosofías tienen en común el hecho de que, ante la diversidad en las


formas de aparición de la realidad, no se conforman con un dualismo
metafísico, sino que buscan un fundamento unificante de los fenómenos
opuestos. Este fundamento originario y unificante de toda la realidad lo
encuentran en un principio espiritual, oponiéndose así al materialismo, que
pretende deducir todo lo real de la materia y sus fuerzas.

El desarrollo de este principio, que es el fundamento unificante de toda


realidad, adopta diversas formas. La unidad es explicada como una unidad de
origen. Pero el origen es distinto de la esencia de las cosas; y la unidad no
suprime las diferencias y oposiciones en los ámbitos particulares del ser. Al
espíritu se le atribuye una apertura que es entendida como relación intrínseca
a su origen. Por otro lado la unidad es entendida como unidad de substancia y
de esencia, lo cual en consecuencia suprime las distinciones entre los ámbitos
particulares (entre el ser absoluto y el contingente, -->Dios y el mundo, y, en
el ámbito contingente, entre conocer y ser, materia y espíritu, ser y acción,
individuo y comunidad). De aquí se derivan importantes consecuencias para la
concepción del ->hombre, de la libertad, de la sociedad y del mundo.

II. Espiritualismo y vida religiosa

En el ámbito religioso y concretamente en el cristiano, el e. y el influjo de


tendencias espiritualistas en la autointeligencia del hombre, no se presentan
tanto en el campo de la doctrina, p. ej., bajo la forma de una determinada
teología, cuanto en el de la acción, mediante acentuaciones diversas en la
predicación, en la devoción y en la configuración de la comunidad religiosa.
Aquí se someten a discusión, por un lado, la importancia salvífica de la -->
redención para la creación material y, por otro, la importancia de los signos,
ritos, símbolos y estructuras sociales para transmitir la salvación y para el ->
acto religioso. Hemos de limitarnos aquí a un breve esbozo de tales
desplazamientos del acento, sin tratar más exactamente su fundamentación y
sus múltiples formas históricas.

1. Aunque en el ámbito interno de la Iglesia nunca se puso en duda


explícitamente la importancia salvífica de la redención, que abarca también la
unidad y totalidad de la creación, sin embargo en la historia del cristianismo
puede advertirse una reducción de la obra salvadora a la esfera del «alma»
humana; lo cual llevó consigo que la verdad de la ->resurrección de la carne y
sus consecuencias para la importancia de la realidad terrena y la acción
intramundana del cristiano pasaran a segundo plano. Esta reducción se ve
palpablemente en la descripción de la misión de la Iglesia como «cura de
almas», en el papel que se atribuye al laico y a su acción mundana dentro de
la Iglesia, en la forma como ésta se presenta en el mundo. Oponiéndose a ese
falso e., el Vaticano ii recuerda la dimensión cósmica e histórica de la
redención (cf. Constitución pastoral iv, n .o 45, y el uso que allí se hace de Ef
1, 10), y toma este principio teológico como base de su visión de la --Iglesia
en el mundo, de la participación peculiar del ->laico en la misión de la Iglesia,
de la importancia salvífica de la -> historia, de la -> cultura, etc.

2. Donde la coordinación entre el orden de la creación y el de redención se


basa en un esquema espiritualista, donde, además, el acto religioso no es
entendido como realización íntegra de la existencia humana en todas sus
dimensiones (con inclusión del cuerpo, del mundo, de la historia, de la
comunidad) y, en lugar de eso, el espíritu -bien sea en una concepción mística
o bien en una concepción racionalista - es considerado como el constitutivo
único o por lo menos primario de la actividad y comunidad religiosas, allí se
aspira a una relación inmediata a Dios, y la transmisión de la salvación por la
palabra y el sacramento se hace problemática e incluso sospechosa. Allí se
desconoce la concreta presencia histórica y social de la obra de salvación; la
debilidad del hombre por el pecado original y su justificación por la fe, el
orden y la moralidad intramundanos y el evangelio, las obras y la fe,
permanecen sin relación interna a un polo opuesto. El acto religioso queda
reducido a la esfera de la interioridad privada.

3. Ese e. repercute sobre todo en la concepción del oficio eclesiástico, del


culto y de los sacramentos.

Una relación inmediata con Dios reduce el oficio eclesiástico a la función de


ordenación; toda concepción que rebase esto se hace sospechosa de
entrometerse indebidamente en la relación del hombre con Dios. Las palabras
del Señor acerca de la adoración del Padre «en espíritu y en verdad» (Jn 4,
23), no sólo son entendidas, de acuerdo con la tradición profética (cf. p. ej.,
Os 6, 6; Jer 7, 21; Is 1, 11; 58, 6), como invitación a purificar el culto de lo
meramente externo, de la magia y la superstición, sino que en la concepción
espiritualista la pureza y autenticidad de esa adoración implican una repulsa a
toda forma cultual. La necesidad y eficacia salvíficas de los sacramentos son
dejadas de lado, y éstos se convierten en símbolos y acciones memoriales que
a manera de figuras facilitan al creyente el interno acto salvífico.

4. En el ámbito de la ética cristiana se traslucen tendencias espiritualistas allí


donde la «moral legal» es eliminada radicalmente en favor de una ética de la
propia persuasión, donde la figura de este mundo es tolerada con paciencia
sin intervenir activamente en su transformación, donde en la relación con los
ámbitos decisivos de la existencia humana prevalece una postura de miedo y
retraimiento sobre la actitud crítica y responsable.

El e. es un riesgo constante del cristianismo y no una mera amenaza externa.


La tarea de aprehender con el pensamiento toda la amplitud del misterio de la
-->encarnación y de traducirlo a la práctica piadosa, está constantemente
amenazada por la teoría y la praxis espiritualistas. Estas corrientes aparecen
claramente sobre todo en épocas de anquilosamiento y exterioridad, las
cuales claman por una reforma y vivificación. Entonces se muestran también
como componentes positivos en aquel complejo proceso histórico al cual está
sometida la figura de la fe. La exigencia de no rechazar tales tendencias, sino
de tomarlas en serio y hacerlas útiles como correctivo crítico para la reforma
constante de la Iglesia, ha de extenderse de manera análoga a la relación con
aquellas comunidades extraeclesiásticas que defienden una religiosidad
puramente espiritual y una relación inmediata con Dios.

BIBLIOGRAFÍA: Cf. la bibl. del acto religioso, y del cuerpo y alma. - H.


Heimsoeth, Los seis grandes temas de la metafísica occidental, Rev. de
Occidente (Ma s. a.); G. Thils, Teología de las realidades terrenas, 2 vols.
(Desclée BA 1948); A. Auer, Cristiano de cara al mundo (V Divino Est 1964);
H. Sanson, Espiritualidad de la vida activa (Herder Ba 1964); H. U. v.
Balthasar, Glaubhaft ist nur Liebe (Ei 1963); Rahner GW; H. U. v. Balthasar,
Wer ist ein Christ? (Ei 1965); J. B. Metz-J. Splett (dir), Weltversténdnis im
Glauben (Mz 1965); M. Merleau-Ponty, Phénoménologie de la perception (P
1945); M. Horkheimer, Zur Kritik der instrumentellen Vernunft (F 1967); A. u.
M. Mitscherlich, Die Unfáhigkeit zu trauern (Mn 1967); J. Splett, Der Mensch
in seiner Freiheit (Mz 1967); P. Tillich, Dio religiose Substanz der Kultur (WW
IX) (St 1967); Rahner VIII 329-444 (la nueva imagen de la Iglesia); J. B.
Metz, Zur Theologie der Welt (Mz-Mn 1968); H. Küng, La Iglesia (Herder Ba
31970); ídem, Sinceridad y veracidad (Herder Ba 21970); A. Auer, El cristiano
en la profesión (Herder Ba 1970); PI. Jordan, La dimensión divina (Herder Ba
1972).

Ernst Niermann

ESTADO, FILOSOFÍA DEL ESTADO

I. Concepto y elementos

Esta denominación usada actualmente de forma general, pero no exclusiva,


para designar la comunidad política está difundida desde el siglo xvi.
Anteriormente predominaban los términos polis, civitas, regnum, regimen
(Government sigue prevaleciendo todavía en el ámbito cultural
angloamericano). Se significa con ello la forma de vida transfamiliar y
duradera de un grupo de hombres, individualizada por diversos factores de
tipo cultural, geográfico y biológico. A este respecto revisten una importancia
capital el orden positivo del derecho, la acomodación constante a las
condiciones de vida que cambian sin cesar y el cultivo de tales condiciones.
Desde aquí pueden deducirse fácilmente los cuatro elementos esenciales de la
figura social del Estado. El concepto de E. exige: 1) un número indefinido de
personas en y con sus familias (también en sentido amplio), con su propiedad,
las cuales tienen la voluntad duradera de convivir con el fin de alcanzar una
vida mejor; o sea, la existencia de un pueblo; 2) una parte de tierra habitada
permanentemente por este pueblo; 3) una autoridad pública que decida en
última instancia, que exija obediencia y tenga poder para dictar eficazmente
sus leyes y urgir su cumplimiento para la protección de todos y cada uno y
para resistir a las amenazas exteriores; 4) duración, es decir, la voluntad
general de convivencia se mantiene en la sucesión de generaciones y queda
intacta a través de las «modificaciones de la constitución». Naturalmente, es
derecho de un pueblo el unirse con otros pueblos en un E. federado,
renunciando así a su soberanía plena, hasta llegar a una federación mundial,
lo cual puede constituir incluso un deber ineludible. Dentro de este concepto
general de Estado pueden incluirse las rudimentarias formas de vida política
de los pueblos de la prehistoria, los grandes Estados de la actualidad y,
finalmente, el «Estado universal» mismo.

II. Justificación del Estado

La experiencia histórica y la reflexión filosófica muestran que el E. es una


estructura necesaria de la sociedad, exigida por la naturaleza social del
hombre en su unidad corpóreo-espiritual y en su libre disposición sobre la
naturaleza. El E. es tan necesario como la comunidad matrimonial y familiar
para el hombre, que forzosamente ha de reproducirse a través del doble sexo.
Sin embargo, Estado y familia son estructuras sociales esencialmente distintas
en su sentido y en su finalidad, en la autoridad y poder que les corresponde a
cada uno, y en su duración. Ciertamente ambos son naturales y necesarios;
pero, no obstante, en virtud de una determinada imagen del -4 hombre y de
la consecuente concepción de su naturaleza social y política, desde la
antigüedad la politología ha definido el E. como sociedad perfecta y la familia
como -> sociedad imperfecta. Sociedad perfecta significa en primer lugar que
tiene un fin propio y esencial, el -+ bien común, y, en segundo lugar, que
dispone de todos los medios esenciales para conseguir ese fin. Un E. es
jurídicamente independiente de los otros Estados, aunque está sometido al -+
derecho internacional (es evidente que el pueblo, los Estados y sus
asociaciones se hallan sometidos al universal derecho natural). Esto es lo que
se llama «soberanía», es decir, la facultad de decidir sobre la independencia y
seguridad de la vida propia del E., sobre la protección e imposición de la
ordenación legal positiva, es decir, histórica, sobre la reforma constante de
ésta y de la ordenación social según las reglas de la justicia social (pues el
derecho positivo correrá siempre el riesgo de convertirse en injusticia:
summum ius, summa iniuria). Tomando conciencia de sus cometidos
legislativos, jurídicos y ejecutivos, el poder estatal debe decidir continuamente
cómo hay que configurar con rectitud las relaciones humanas, lo que es
derecho o no lo es entre personas, familias y grupos, cuándo un -> deber
ético ha de transformarse en una obligación jurídica que puede urgirse por la
fuerza. En el concepto de soberanía hay que distinguir entre el elemento
material y el elemento formal. En el ámbito social, el Estado particular puede
transferir decisiones a una organización supraestatal, p. ej., el ius belli. En lo
religioso tiene la posibilidad de adoptar una actitud neutral, concediendo la
libertad religiosa e introduciendo la separación entre --> Iglesia y Estado; sin
inmiscuirse, por tanto, en lo relativo a la religión de sus ciudadanos. Puede
pactar alianzas con los Estados vecinos, y acordar uniones y federaciones con
ellos, lo cual, evidentemente, implica la renuncia a ciertos actos de soberanía.
Puesto que el concepto de «soberanía» está gravado con una hipoteca
histórica, en su lugar se usa el de independencia; pero poco cambia en la cosa
misma.

III. Origen del Estado


El origen del E. está fundamentado en la naturaleza humana. La frase de
Aristóteles según la cual el que no vive en la «polis» es una bestia o un
semidiós sigue siendo válida. El hombre es una persona ligada al cuerpo, y en
consecuencia se preocupa por su existencia, por asegurar su vida, su libertad
y su propiedad. Quien cuida del sustento corporal de un hombre puede
dominarlo fácilmente, y quien no tiene ninguna propiedad, con suma facilidad
se convierte en propiedad. Si se miran en conjunto los conceptos de vida y
libertad, es decir, iniciativa propia, configuración de la vida, elección libre de
la profesión, del cónyuge, de la vivienda, participación en el E. y derecho a
adquirir propiedad, se echa de ver la necesidad del E., que debe ser un E. de
derecho. Nosotros transferimos a un grupo elegido o individualizado de algún
modo el «monopolio» de la legislación, de la reforma del derecho y de su
ejecución; y lo hacemos lo suficientemente poderoso para que pueda resistir a
cualquier poder «privado», que pretenda imponer como absoluto el derecho
privado, de manera que este mismo grupo garantice una pública, segura,
rápida y justa realización del derecho, y proteja así la pacífica ordenación
pública y la seguridad de los derechos privados. Pero con ello se da el dilema
constante del problema del poder: el -->poder público, es decir, el del Estado,
necesariamente debe tener la fuerza suficiente para que (con excepción de la
legítima defensa) pueda hacer superflua la imposición por cuenta propia de los
derechos e intereses privados, pero no ha de adquirir tanto poderío que en
vez de servidor del derecho se convierta arbitrariamente en su destructor.
Éste es el cometido preferente del derecho constitucional, el cual da normas
para el poder legislativo, el ejecutivo y el judicial, delimita sus competencias,
protege el núcleo substancial de los derechos personales, garantiza un
ordenado derecho procesal, y determina las posibilidades y los límites de los
órganos del E. El poder no puede ser el fin del E. a pesar de la seducción
continua a caer en tal peligro; su fin es preferentemente la justicia. Los
hombres han soñado siempre con una sociedad anarquista, sin poder ni
dominio. Tales sociedades tuvieron siempre una vida breve y no pocas veces,
en virtud de un «caudillaje» carismático, se convirtieron en dictaduras o
Estados totalitarios.

IV. Nacimiento histórico del Estado

La historia del nacimiento del E. debe distinguirse de su origen. En el último


medio siglo han surgido docenas de Estados, o por descomposición de Estados
anteriores, en virtud del principio nacionalista («cada nación su Estado»), o
por una unión federativa, o por una sublevación victoriosa con el posterior
reconocimiento internacional, o por la independencia, concedida más o menos
voluntariamente, de territorios coloniales. No se alude a esto en la cuestión
del nacimiento, pues tales Estados nuevos presuponen ya Estados, o colonias
dependientes de algún E. La cuestión del nacimiento del E. se refiere, no al
acto históricamente documentado de la constitución de un E. concreto, sino a
la formación del E. en general. El fenómeno del E. se debe, o bien a una
necesaria ley biológica de la evolución natural, sin cooperación causal de
libres actos humanos, o bien a una actuación libre del hombre (si
prescindimos de los mitos acerca de la fundación divina del Estado). En el
primer caso el problema no se presenta a la filosofía del E., sino solamente a
la filosofía de la naturaleza. En el segundo caso caben dos posibilidades: a) los
actos relativos al nacimiento del E. proceden de la naturaleza del hombre, de
tal manera que ellos, aun siendo libres, en cuanto al contenido intencional
pertenecen necesariamente a la consumación de la esencia humana; b) dichos
actos son acciones totalmente libres de los hombres que se ponen de acuerdo,
sin ninguna necesidad objetiva u obligación ética, estando movidos a lo sumo
por razones de utilidad. Como figura jurídica adecuada para designar tales
actos, la filosofía del E. ha usado el concepto de contrato social o estatal,
afirmando que el E. nació por un contrato, p. ej., en virtud de la aceptación
general de las decisiones y sugerencias arbitrales del prestigioso jefe de una
gran familia. Aquí se trata siempre de un contrato estatal, es decir, de una
forma objetiva en su contenido moral, de una forma de convivencia
independiente de la voluntad de cada hombre individual y más perfecta con
relación a la imagen humana. De ahí que este contrato estatal no pueda
rescindirse ni estar atado a condiciones que contradigan al E. Entonces los
mutuos derechos y obligaciones del E. y de sus ciudadanos están dados
objetivamente y no constituyen ningún problema en orden a su aceptación por
parte de las generaciones posteriores. Tampoco es necesario construir un
status naturales, en el cual con demasiada frecuencia se supone que estaban
ya más o menos formadas instituciones típicas de derecho civil, como la
propiedad privada, el dinero, etc. (John Locke). Parece obvio que el contrato
social debiera contener (pues de otro modo deberíamos admitir un segundo
contrato de sumisión) el hecho de una determinada forma positiva y jurídica
de gobierno o de constitución, tal como lo enseñaron algunos filósofos
medievales. Es esencial que las personas que se unen en un E. se conviertan
en pueblo y que radique en ellas el poder constitucional, es decir, que el
portador por derecho natural del poder estatal sea el pueblo. En armonía con
eso, las formas de gobierno y el derecho constitucional, en cuanto allí no se
trate de una simple declaración del derecho natural, son derecho positivo y
variable, de modo que no hay una monarquía de derecho divino, ni una
república representativa ni una democracia directa de derecho natural que sea
la única constitución legítima. Este era por lo menos el sentido de la doctrina
de la transmisión enseñada por los escolásticos. El contrato social de Hobbes
estaba encaminado solamente a engendrar el deus mortalis, el soberano
totalmente absoluto, que garantiza un orden incondicional, fundado sobre una
obediencia igualmente incondicional o, mejor, sobre una incondicional
conformidad externa. Según el contrato social de Locke, los derechos
naturales de la vida, libertad y propiedad, reconocidos ya en el estado de
naturaleza, quedan mejor protegidos en el status civilis, y el poder del E. se
limita a esta protección. La intención de Rousseau fue: reformar con la teoría
del contrato social la sociedad corrompida y desigual; hacer eficaces los
derechos naturales en una democracia directa y en los derechos «civiles»; y
esquivar el problema de la autoridad mediante la identificación entre súbdito y
ciudadano, cifrándola en la ilimitada «volonté générale», con sus tendencias
totalitarias.

Las importantes y esenciales diferencias entre la antigua doctrina del contrato


y las teorías de Locke, Hobbes y Rousseau, y las diferencias entre estas
teorías mismas, por un comprensible miedo a la revolución del predominio de
las tendencias monárquico-conservadoras y legitimistas, no se tuvieron
suficientemente en cuenta durante el siglo xix. Y la doctrina de la transmisión
defendida por los padres y por la escolástica medieval y moderna fue
suplantada por la «teoría de la designación»; pero en el siglo xx otra vez ha
vuelto a ser una opinión común muy difundida.
V. Fin del Estado

El ->bien común como fin del E. o como unidad orgánica de los fines del E. en
general es reconocido desde Platón y Aristóteles, que ven el primero y más
importante cometido del Estado en la realización de la justicia. Los
preámbulos de las constituciones modernas dan con frecuencia muy buenas
definiciones del bien común. Así p. ej., la constitución de los EE. UU. de 1789
dice que «el pueblo de los EE. UU. se dio esta constitución para instaurar la
justicia, asegurar la paz interna, atender a la defensa frente al exterior,
promover el bienestar general y asegurar las bendiciones de la libertad para él
y sus descendientes». La justicia de la ordenación social interna, instaurada
como un orden de paz y seguridad jurídica que tiene su motivo y alimento en
los valores morales, aunque sin identificarse simplemente con el derecho
vigente, es el primer cometido del E. A este respecto los derechos y deberes
de los ciudadanos y del poder estatal se corresponden mutuamente. El
derecho objetivo positivo y los derechos subjetivos positivos, tal como tienen
su fundamento y legitimación en el derecho natural objetivo y en los derechos
naturales, son contenidos del bien común. En este sentido todo es E. de
derecho, prescindiendo de su modalidad histórica y de la forma de gobierno.
El E. no es el derecho ni su señor, sino que vive en el derecho, y su poder
tiene el fin de servir al derecho y protegerlo.

Pero el bien común es más que un mero orden positivo del derecho. Este
mismo orden está soportado por las virtudes específicamente sociales y
políticas: la libre obediencia moral de los ciudadanos libres; su legalidad, es
decir, la justicia del bien común; la mutua ayuda libre, la cual nivela las
separaciones del derecho positivo con su duro «mío y tuyo»; la fidelidad a la
profesión en la vida social y económica dentro de las comunidades
subordinadas; todas las virtudes que crecen en el jardín de la familia. En el E.
de economía (social) de mercado, con su amplia división de trabajo y
especialización, condicionadas por la técnica, el bien común no puede
realizarse solamente por el derecho civil, es decir, por la libertad de contrato y
de propiedad, pues esta libertad sólo puede conservarse bajo el presupuesto
de un poder igual de negociación. La férrea ley de salario de la clásica
economía nacional desligó completamente el trabajo realizado de la
retribución, y así originó el problema obrero y la cuestión social de la sociedad
de mercado. Entonces, con miras a una justa participación en el bien común,
hombres con sentido del derecho a base de la justicia distributiva crearon el
moderno derecho social, fundaron y protegieron las organizaciones de
trabajadores, y exigieron la «redención de la existencia proletaria» mediante
una política positiva de propiedad y una distribución más justa de la renta
nacional. Como obligación frente al bien común concreto, el E. mantiene y
apoya las escuelas públicas y privadas en todos los grados, promueve el
acceso a ellas de los capacitados, fomenta las artes y el deporte social; y, por
exigencias del mismo bien común, es decir, de la moral de todos, deberá
reglamentar la libertad ilimitada que los medios de comunicación de masas
trae consigo, pues no hay libertad pública sin responsabilidad personal.
También de cara al bien común, el E. deberá preocuparse igualmente de cosas
más materiales, como edificios e instituciones públicas de todo tipo, calles y
plazas, parques de juego y zonas de protección de la naturaleza.
Las dos formas de la justicia del bien común son la legal, que define los
deberes de los ciudadanos con relación al bien común, y la distributiva, que
impone al poder estatal el cuidado justo del bien de todos los ciudadanos.
Éstas son las virtudes clásicas, a las que hoy se añade todavía la justicia
social. Mutatis mutandis, ellas también tienen su función en la comunidad de
los pueblos.

El valor central del bien común ayuda también a esclarecer el problema de la


legitimidad del poder estatal y del derecho de ->resistencia activa contra los
tiranos, que antes ejercían legítimamente el poder estatal. Es tirano el que
lesiona grave y habitualmente el bien común, bien por convertir su gobierno
en un E. de injusticia, p.ej., despojando arbitrariamente de sus derechos a
clases enteras de la población, bien abusando de su poder en aventuras de
política exterior. En estos casos el pueblo, cuyo bien común ha sido lesionado
gravemente, tiene derecho a la resistencia activa. Y, naturalmente, como un
pueblo está siempre articulado y no es una masa anónima, los que hacen uso
de ese derecho son grupos especialmente capacitados para ello y llamados
objetivamente a ello; con lo cual realizan actos públicos. Depende de la
situación concreta el que un determinado acto de resistencia sea legítimo.
Desgraciadamente, la doctrina clásica de la resistencia, desde el absolutismo,
ha estado descuidada en la doctrina sobre el E. y en la teología moral; y con
ello ha caído en olvido el tema del nacimiento del E., de los que ejercen el
poder y de la doctrina de la transmisión.

Una posición realista no aceptará jamás una oposición demasiado simplista


entre individuo y E. pues por necesidad natural las personas particulares son
miembros, no sólo de una unión de familias, sino también de muchas
sociedades creadas libremente, de manera proporcional al desarrollo general
de la cultura. Estas sociedades, en el ejercicio de sus derechos de
autodeterminación y autoadministración, sirven a fines económicos,
profesionales, culturales, educativos, religiosos, etc.

A su vez, cada una de las sociedades mencionadas tiene su bien común


parcial, que se halla al amparo del más amplio bien común político y debe ser
fomentado por éste. La relación entre ambos polos del bien común está
determinada por el principio de -* subsidiariedad. El método y la manera del
uso práctico de este principio dependen del grado de desarrollo cultural. Sin
embargo, debe evitarse el peligro de un Estado que se cuida de todo, en el
cual todos los servicios y cometidos sociales están en manos de la burocracia.
Esta forma de gobierno ha sido abandonada ya con la creación de la política
social, económica y cultural que introdujo el «E. vigilante» del liberalismo
económico, el cual sólo garantizaba el derecho de propiedad y la libertad de
contrato.

VI. Estado y sociedad

A partir de aquí se puede encontrar un fundamento para la solución de los


problemas Estado-sociedad, Estado-nación y Estado-Iglesia (-> Iglesia y
Estado). En el E. moderno los derechos fundamentales delimitan más o menos
exactamente una esfera de la vida social general, cuya libre configuración
concreta está garantizada fundamentalmente por la iniciativa propia de la
persona o de las personas y por la autoadministración de éstas. El E. como
ordenación jurídica pone a disposición de las personas determinadas figuras
del derecho, p. ej., propiedad privada y pública, contrato, las asociaciones
como personas jurídicas, y garantiza su protección mediante las leyes
generales, si bien bajo la cláusula de subordinación al bien público. Estas
muchas asociaciones constituyen la sociedad privada, la cual se forma
libremente y se distingue del E. como poder del orden público. Por tanto, la
distinción implica directamente una constitución libre del E., en contraposición
al E. totalitarista, que rechaza necesariamente esa distinción.

VII. Estado y nación

En relación con las tendencias democráticas e igualitarias de la -> revolución


francesa surgió el principio: «A cada nación, su Estado», o sea, el Estado
nacional es la forma ideal. En realidad se dio y se da siempre, especialmente
en los Estados nuevos surgidos de antiguas colonias, el E. multinacional, así
como el E. a-nacional, p. ej., en Canadá y los EE. UU. Lo nacional siempre es
tan sólo un factor especialmente fuerte de integración, el cual se convierte
con facilidad en un nacionalismo virulento elevado a principio universal, con
todos los riesgos que semejante época del nacionalismo ha traído consigo.

VIII. Estado y religión

En oposición al E. de la antigüedad y al imperio romano, en los cuales el E.


comprendía también la esfera religiosa y se convirtió en medio de salvación,
con la entrada del cristianismo en la historia, el imperio y el E. pierden su
carácter sagrado. Ni el E. ni su soberano son ya garantes de la salvación. El E.
se refiere a lo temporal, a la felicitas terrena, a la ordenación de este mundo.
De ahí la dura reacción del imperio romano y de los emperadores contra la
pequeña secta christianorum; y también se explica así el deseo de
Constantino de convertir la Iglesia, ya muy extendida, en garante del imperio.
En contra de esto la doctrina cristiana ha fundado el E, sobre el derecho
natural y lo ha limitado a éste. En el ámbito de la religión revelada y de la
Iglesia instituida por Dios, el E. no tiene ninguna jurisdicción; pero los deberes
y derechos naturales que tiene el ciudadano no quedan modificados por el
status gratiae: non eripit mortalia qui regna dat caelestia.

Sin embargo, en todas las formas históricas de relación entre E. e Iglesia,


ésta debe reclamar la libertad de enseñanza, de apostolado, de misión y de
vida sacramental para sí misma y para sus miembros (en particular los
laicos), y por supuesto que debe reclamarla también en la sociedad pluralista
y en su forma política del E. religiosamente «neutral».

IX. El poder del Estado

El E. como universal, permanente y coordinadora unitas ordinis entre


personas, familias y sociedades, es inconcebible sin el poder estatal, que en
casos de conflicto protege eficazmente el bien común e impone el derecho. El
amor y el espíritu de amistad pueden y deben animar y vivificar la vida social.
Pero también los que aman, incluso los santos, tendrán siempre opiniones
distintas, sinceramente elaboradas, sobre lo que en concreto «se debe
hacer»; entre los hombres' el derecho, la autoridad y, sobre la base de éstos,
el poder ejecutivo son necesarios. Ubi societas, ibi ius; ubi ius, ibi auctoritas
et potestas. La persona encarnada, el hombre, vive existencialmente en
medio de una continua amenaza contra su cuerpo y su alma por causa de la
naturaleza y de los demás hombres; él aspira a una secura libertas. Pero si el
derecho es ineficaz, amenaza un bellum omnium contra omnes, el cual sólo
puede superarse mediante un poder eficaz del derecho. El poder del E. se crea
junto con el contrato social, y su portador por derecho natural es el pueblo
unido, que en interés de la mejor realización del bien común puede transmitir
o delegar el poder del E. a una persona (monarca) o un grupo de personas,
como sucedía p. ej., en la lex regia del derecho romano. De esta doctrina se
desprende que las formas de Estado o de gobierno son de derecho positivo y
están condicionadas históricamente. Ninguna forma, ni siquiera la
democrática, es de derecho natural o de derecho divino.

X. Formas de Estado

No hay una única forma legítima de E., sino que el principio exclusivo para la
legitimidad, y también para un cambio justo de la forma de E. mediante la --
>revolución, es y continúa siendo la mejor realización del bien común según
las circunstancias. Esto puede legitimar también una revolución ilegítima en
su origen, a saber, cuando la forma de E. que así ha surgido realiza de hecho
y permanentemente el bien común concreto. La doctrina de la designación,
defendida con frecuencia en el siglo xix (el poder del E. no es transmitido,
sino que se «designa» solamente su portador; esta doctrina echó raíces en el
derecho canónico después de la superación del -> conciliarismo, que se basa
en la idea de que la Iglesia es una corporación), es poco fructífera y, además,
está demasiado condicionada por el momento histórico (ideas
antirrevolucionarias, posible confusión con la falsa doctrina de Rousseau
acerca de la soberanía de la infalible voluntad común), de modo que
actualmente apenas tiene defensores.

En virtud de lo dicho es comprensible la así llamada «indiferencia» de la


Iglesia católica frente a las formas históricas del E. Estas son de derecho
humano; su legitimación suprema es la realización concreta del bien común,
al cual tiene un derecho incondicional el pueblo presidido por el E. surgido
históricamente. La Iglesia universal, llamada a enseñar a todos los pueblos,
sabe adaptarse a todas las culturas y civilizaciones humanas. Ella reconoce al
E. como autoridad in suo ordine maxima; y sabe que en las formas
cambiantes de E. vive el pueblo permanente, individualizado por muchos
factores no políticos. La misión que la Iglesia ha recibido de Dios es llevar a
los miembros de ese pueblo hacia la salvación en un clima de libertad.

El E. social constitucional, erigido sobre el principio democrático de


legitimación por el consentimiento de los ciudadanos, con las instituciones de
los derechos del ->hombre y de los ciudadanos, con la división de poderes y
la responsabilidad del gobierno ante el pueblo o ante el parlamento elegido
por él, con su vinculación al derecho (E. de derecho), parece haber resuelto el
problema que formuló Abraham Lincoln: «El gobierno debe ser
suficientemente fuerte para protegernos, pero no ha de ser tan fuerte que
pueda oprimirnos.»

XI. Estado y comunidad de pueblos

El E. histórico concreto es la forma de vida de un grupo de hombres, el cual


está individualizado por algunos factores no políticos de tipo cultural,
espiritual, lingüístico y material (p. ej., de tipo geográfico, tecnológico y
económico). Por esto se dará siempre una pluralidad de Estados, que
posiblemente en el futuro se confederarán en medida creciente. Los Estados
son, por consiguiente, ramificaciones internacionales de la suprema y
verdadera comunidad: la humanidad. Esto de ningún modo queda excluido
por el carácter del Estado como «sociedad perfecta». Vitoria y Suárez, los
cuales se opusieron a un dominio universal del papa o del emperador, vieron
incluso en las tribus (más tarde llamadas) «incivilizadas» de los indios
verdaderos Estados. Aunque pudiera parecer así, la vida estatal no se
desarrolla en un estado de naturaleza en el sentido de Hobbes, el cual se
hallaría controlado exclusivamente por factores de poder, sino que los Estados
viven en una comunidad con un bien común específico (Pacem in terris) y con
un derecho positivo que se basa en el natural, con el ius inter gentes según la
fórmula de Suárez, el cual como derecho consuetudinario y contractual regula
positivamente las relaciones recíprocas entre ellos. Al -. derecho internacional
se le puede calificar de imperfecto, porque su imposición en caso de conflicto
depende del miembro perjudicado y de su derecho a la ->guerra. Por esto fue
necesario formular condiciones estrictas para la guerra justa, las cuales hoy
día, ante los medios de aniquilación de masas, sin duda son ya insuficientes.
La guerra ya no puede entenderse racionalmente ni como un abuso amoral,
puramente utilitario, de la fuerza, pues al final no sobrevive nadie para
disfrutar del poder conquistado. Tampoco se puede olvidar cómo la mayor
parte del derecho internacional es precisamente derecho de paz, que regula el
trato pacífico entre las naciones y sus ciudadanos, y establece normas
comunes en las comunicaciones, en la sanidad, en el tráfico, en el derecho
comercial y en la colaboración cultural para proteger los derechos del hombre.
Y su perfecto funcionamiento (en tiempo de paz) es considerado como la cosa
más natural.

El derecho internacional es imperfecto en cuanto su seguridad y su constante


acomodación al desarrollo de la vida internacional, en cierto modo
independiente de tal derecho, todavía no están garantizadas mediante una
legislación y un tribunal que la ejecute en última instancia, recurriendo incluso
a la fuerza. Se trata todavía de un derecho de coordinación y no de
subordinación, es decir, la ejecución del derecho aún depende demasiado de
la buena voluntad de los Estados. Por esto de nada sirven las prohibiciones de
la guerra (pacto Kellog). Más bien, en parte por la diplomacia, y más todavía
por el desarrollo de instituciones jurídicas, han de crearse medios que hagan
la guerra como ultima ratio cada vez más superflua. Siempre habrá
«conflictos»; el problema está en solucionarlos por medios pacíficos, con
justicia y de la manera más sencilla posible. Históricamente ninguna guerra ha
sido de suyo inevitable; toda guerra pasó a ser una fatalidad en un momento
y un contexto determinados.

Por tanto, el cristiano acogerá con alegría todos los esfuerzos por una
eliminación pacífica de los conflictos, todos los esfuerzos espirituales y
morales por un conocimiento a tiempo de la posible solución del conflicto. Del
mismo modo que en la vida interna del E. se requiere siempre una actividad
política, es decir, una constante reforma de la ordenación concreta, en el
campo espiritual, en el cultural, en el jurídico, en el moral, en el social y en el
económico, tomando como base las virtudes de la justicia y del amor; así
también en la humanidad se requiere esta reforma constante del orden
vigente, tanto más porque aquí se ha de luchar con el egoísmo y la soberbia
nacionales en el entendimiento y la voluntad. El ordo iuris positivi, fortalecido
por pactos y protegido por la fuerza, necesariamente debe poderse modificar
o reformar por medios pacíficos a la luz del ordo iustitiae, si han de evitarse
las guerras civiles y las internacionales. Esto puede ser humanamente difícil,
pero no es imposible, pues la evolución general ha creado ya condiciones que
posibilitan una negociación política que antes de la segunda guerra mundial
parecía inconcebible. ¿Por qué el amor y la justicia humilde no han de poder
en lo bueno aquello que el odio y la soberbia diabólica pudieron en lo malo?

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Heinrich Rommen

ESTADOS PONTIFICIOS

I. Origen e historia

El origen y la historia de los E.p. corren paralelos en parte con el origen e


historia de la idea del primado. Desde el punto de vista del derecho estatal los
E.p. aparecen por vez primera en el siglo viii. Pero sus raíces llegan hasta
tiempos más antiguos, aun cuando no se remontan hasta el tiempo de
Constantino. El culto a Pedro, que desde el' siglo v se desarrolló con más
fuerza dentro y fuera de Roma, condujo a ricas donaciones de los
emperadores y de la nobleza. Esta extensa posesión territorial de la Iglesia
romana, que desde el siglo vi se llamó Patrimonium Petri, tenía su centro de
gravedad en el sur de Italia y en Sicilia, pero llegaba bastante más allá de
Italia. Gregorio Magno supo aumentar poderosamente sus beneficios gracias a
su administración centralista y, ante las necesidades que surgieron en el
tiempo de las invasiones de los pueblos, los usó como base para una amplia
actividad de asistencia social. Al desaparecer la autoridad bizantina, Italia
quedó sin guarnición militar. Por esta razón y por el creciente alejamiento
espiritual entre la Roma occidental y la oriental a causa de la lucha contra las
imágenes en Bizancio, en la Italia central se produjo un vacío político, y allí la
administración y las tareas estatales pasaron paulatinamente a manos de la
autoridad espiritual. Primeramente el papa asumió el cuidado de la
alimentación y del orden interior de Roma y de las regiones próximas. Con
ocasión de los prolongados ataques de los longobardos, le correspondió
asimismo la protección de Roma con medios militares y diplomáticos. El
prestigio de los soberanos apostólicos ofreció una seguridad más eficaz que la
restauración de los muros de la ciudad llevada a cabo bajo Gregorio iii y la
coalición con ciudades igualmente aisladas como Ravena, Espoleto y
Benevento. En los tratados de paz con los longobardos el papa aparece como
el auténtico señor del ducado romano.

Bajo el gobierno de Esteban ii tuvo lugar la separación política de Bizancio.


Como con motivo de un ultimátum longobardo el emperador no envió auxilio
alguno, el papa siguió primeramente en 753 al enviado imperial a Pavía para
las negociaciones. Después del fracaso de éstas el papa continuó solo su viaje
al reino de los francos para encontrarse con el rey Pipino. Durante el
encuentro que tuvo lugar en Ponthion se prometió ayuda bajo juramento al
papa que pedía protección y en el tratado, sin duda auténtico, de Quiercy
(754) se le garantizaba la posesión de Roma y Ravena junto con Venecia e
Istria, Espoleto y Benevento, supuesta la destrucción del reino de los
longobardos. Por ello Pipino fue distinguido con el título de patricio, expresión
de su protectorado sobre Roma. Pipino no llevó este título. Tras la victoria de
Pipino en 756 fueron restituidas a san Pedro la ciudad de Ravena y la
pentápolis (en el Adriático desde Rímini hasta más allá de Ancona).
Juntamente con el ducado de Roma estas regiones formaban ahora los E.p.,
en los que se creó una administración papal y juraron fidelidad al papa
funcionarios y pueblo. De todos modos la extensión de las reclamaciones
papales en virtud de la «donación constantiniana», que apareció entonces, y
de las promesas de Pipino y más tarde de Carlomagno, nunca coincidió con las
restituciones realizadas por los soberanos, aun cuando Carlomagno renovó la
promesa de Quiercy y en los años 781 y 786 amplió los E.p. mediante la
Toscana meridional, la Campagna y la ciudad de Capua. Más abajo, en el su r
sólo se restituyeron los patrimonios. Así los E.p., separados ahora del imperio,
adquirieron con el papa soberano su forma definitiva. El emperador oriental
respondió a esta «apostasía» del papa con la total exclusión de éste en el
territorio de soberanía bizantina, sobre todo con la subordinación eclesiástica
a Bizancio de la Italia meridional, Sicilia y el vicariato de Tesalónica.
La peculiaridad de la nueva estructura estatal, que significaba más la
exposición visible de una idea que un poder real, se manifestó en la relación
cambiante con el imperio occidental. Para proteger la soberanía papal el
patricio Carlomagno se trasladó a Roma hacia el año 800; mediante la
consagración imperial se convirtió en el supremo señor de Roma y de los E.p.,
e intervino sin dificultades en su administración y en el mantenimiento del
derecho. Mientras que en el pacto de Ludovico Pío (817) fue garantizada la
autonomía de los E.p., la Constitutio Romana de 824 creó una comisión mixta,
responsable ante el emperador del control de la administración, exigió del
recién elegido papa la vinculación mediante juramento a esta regulación e
integró así los E.p. en el imperio carolingio. Su decadencia puso de manifiesto
la debilidad orgánica de un Estado electoral, la contraposición entre la nobleza
ciudadana y la familia de san Pedro, el peligro de las rivalidades entre Roma y
Ravena, y la vulnerabilidad y el desamparo ante los ataques de los
sarracenos. Impulsado por la necesidad, Juan viii creó una pequeña flota
papal. La ampliación y mayor autonomía de los E.p. alcanzada de Carlos el
Calvo quedó naturalmente sin ninguna importancia práctica. La irrupción del
sistema feudal condujo a una casi total autonomía de grandes sectores de los
E.p. bajo sus antiguos administradores. El título de patricio lo arrebataron
para sí ciertos usurpadores con una nueva conciencia de libertad romana. Los
E.p. dominados por sus familias sólo se extendieron en el siglo x hasta Roma,
la Campagna y la Toscana meridional.

Contra Berengario i, que mantuvo ocupado el exarcado y la pentápolis, Juan


xii llamó en ayuda a Otón el Grande, que en 962 restauró mediante un pacto
la soberanía papal dentro de los límites primitivos, la cual de hecho sólo fue
efectiva en el exarcado de Ravena. Pero a la Iglesia romana le faltaban los
medios para administrar un territorio mayor con sus propias fuerzas, y sólo la
repetida intervención de los soberanos alemanes desde Otón i hasta Enrique
iii preservó los E.p. de que éstos se convirtieran en un principado hereditario
de las familias de la nobleza romana; pero aun así, al sublevarse los romanos
bajo el gobierno de Otón iii, el papa no logró imponerse en la ciudad.

Sólo la designación de los papas por Enrique iii creó las bases para que los
papas de la reforma desde León ix pudieran ejercer nuevamente su soberanía
en los E.p. Se llegó a auténticas ampliaciones de los mismos. Benevento se
sometió a la soberanía del papa; Espoleto y Fermo se añadieron a Benevento
bajo el pontificado de Víctor ir. La base para la -> reforma gregoriana era
naturalmente mayor que los E.p. Como un anillo con derechos de soberanía
reducida se cerraba fuertemente en torno a ellos una serie de territorios con
derechos feudales, algunos de ellos fuera de las fronteras del imperio,
empezando por el reino de los normandos bajo el pontificado de León ix y
Nicolás ii. Bajo Gregorio vii se vincularon a ellos feudalmente Dalmacia, Rusia
y Aragón; Inglaterra, Polonia, Dinamarca y los condes españoles pagaban el
óbolo de Pedro. El papa, que creó para sí su propia tropa, la militia s. Petri,
trató de aumentar el número de vasallos que se comprometieran a favor de
las necesidades religiosas y eclesiásticas, y se valió para ello de esas formas
feudales. Estos fideles s. Petri, que en parte fueron ganados apelando a la
donación constantiniana, y la donación de Matilde de Toscana, que tuvo lugar
después de 1076, hicieron posible la lucha del papa contra Enrique iv y
proporcionaron la protección armada para llevar a cabo la reforma gregoriana.
A continuación la política estatal autónoma de los papas se dirigió con más
fuerza hacia objetivos meramente territoriales y políticos en Italia, y por ello
tuvieron dificultades no sólo con los normandos, sino también en el norte,
hasta llegar a la guerra. La masa de bienes alodiales otorgados por Matilde se
encontraba en el territorio de Siena hasta Mantua. Primeramente se apoderó
de ellos el emperador, hasta que en 1136 Lotario iii hizo que el papa se los
diera en feudo, mientras que los feudos de Matilde, sobre todo Ferrara,
inmediatamente después de la muerte de la condesa (1115) quedaron
anexionados a los E.p.

El concordato de Worms de 1122 no sólo aseguró la devolución de todas las


posesiones y regalías de san Pedro, sino que significaba también el
reconocimiento de la autonomía política de la Iglesia romana. Eso quedó
expresado por los honores imperiales atribuidos al papa, reconocidos ya en la
constitución de Constantino, por el manto de púrpura en la investidura del
papa recién elegido y por la tiara rodeada de una corona dorada que se lleva
en determinadas procesiones. Sin embargo la plena soberanía estatal se
enfrentó con cierta oposición, tanto por parte del movimiento democrático de
la ciudad de Roma como por el esfuerzo de los emperadores Hohenstaufen
por restaurar el honor del imperio. Mientras que contra aquél se empleó
precisamente la ayuda del emperador, los papas de siglo xii se enfrentaron
con la voluntad de los emperadores mediante pactos con las ciudades
lombardas, y así lograron conservar la soberanía de los E.p. Las circunstancias
favorables (lucha por el trono alemán) y la personalidad dominadora de
Inocencio iii crearon una transformación radical, que naturalmente sólo duró
unos pocos decenios. Apelando a antiguas promesas de donación registradas
en los archivos de posesiones de la Iglesia romana, el papa defendió la
recuperación de los territorios perdidos. Consiguió obtener Espoleto, la Marca
de Ancona y una franja de la Toscana meridional. Pareció que gracias a las
promesas de Otón iv (1201) y a la bula de oro de Egerio (1213) se
aseguraban por el derecho imperial y se aproximaban a su realización algunos
planes ulteriores. Pero con la unión de Sicilia con el imperio surgió el peligro
de que los E.p. se vieran atenazados y sometidos a los amplios planes de
dominio de los Hohenstaufen posteriores. Como las propias tropas («soldados
pontificios») no pudieron impedir la conquista de los E.p. por Federico ii, los
papas llamaron finalmente a Carlos de Anjou. Pontificados que cambiaron
rápidamente y la conciencia de poder del nuevo representante feudatario de
Sicilia, que fue elegido como senador de Roma y nombrado vicario papal de
Toscana, dificultaron considerablemente la restauración de la autoridad papal
en los E.p., aun cuando, gracias a la deferencia de Rodolfo de Augsburgo con
relación a la Romagna (el primitivo exarcado), éstos pudieron ampliarse.

Si los papas del s. xiii no pudieron alcanzar consolidación alguna de su


soberanía en los E.p., en el siglo siguiente y especialmente durante el
destierro de Aviñón se hicieron generales el desorden y la anarquía en las
ciudades de los E.p., en los cuales los gibelinos y los güelfos luchaban por el
poder. En Roma misma se llegó a la proclamación de la república bajo Cola di
Rienzi. Sólo con grandes dificultades pudieron los papas administrar los E.p.
por medio de sus legados. Les pareció que era más importante la creación de
unos E.p. nuevos junto al Ródano. Allí el condado Venesino estaba en manos
de la santa sede desde 1274. Clemente vi (1348) compró en 1348 la ciudad
de Aviñón incluida en aquel condado; éste y la ciudad siguieron siendo
posesión de la Iglesia hasta la revolución francesa. Desde que los papas se
establecieron en Aviñón en 1309, apenas pensaron ya en un retorno a Roma,
pero trataron de restaurar su soberanía en los E.p. Para lograr esto, se
esforzó con éxito el cardenal Gil de Albornoz en dos legaciones (1353-67). Las
constituciones egidianas dadas por él concedían cierta autonomía a las
ciudades, y hasta 1816 permanecieron como el código de derecho civil del
Estado pontificio. Después de la muerte del legado brotaron nuevas revueltas,
que no pudieron concluirse ni con el retorno del papa a Roma. Por vez primera
fue Martín v quien con gran habilidad restauró los E.p. e hizo que la siempre
inquieta Bolonia reconociera en 1429 la soberanía papal. Para la reforma de la
Iglesia le pareció condición previamente necesaria la reestructuración del
poder temporal, para lo cual buscó auxiliares de confianza. Creyó encontrarlos
en su familia, a la que por eso concedió numerosos feudos. Su obra fue
continuada por Nicolás v.

Con los papas del renacimiento los E.p. vivieron el momento culminante de su
secularización ideal. Como poder temporal se incorporaron al juego de los
pequeños estados italianos. Todos los esfuerzos por conservar la paz para los
E.p. en medio de las luchas con sus alianzas tan rápidamente cambiantes, se
vieron impedidos por las intrigas y conjuras de los sobrinos, que envolvieron
al papa en disputas bélicas con Francia y Venecia. Finalmente el nepotismo si n
límites de Alejandro vi llegó a desbancar a los señores que reinaban de hecho
en Romagna, en las Marcas y en la Campagna. A éstos iba a sustituir la
amplia soberanía de Cesar Borgia. Tras la muerte del papa sus conquistas
cayeron nuevamente en manos de la Iglesia. Julio II logró someter a los
poderosos príncipes locales, recuperó en la guerra contra Venecia y Francia
los territorios perdidos, amplió los E.p. con Módena, Parma y Piacenza, y trató
de reunir en un todo gobernado uniformemente el caos anterior de señoríos,
feudos y ciudades autónomas. Es cierto que Pablo III, por la concesión de
Parma y Piacenza, creó una vez más un poder familiar de los Farnesios, pero
después de la muerte de los príncipes feudales ya no se concedieron grandes
feudos en los siglos xvi y xvii (Ferrara 1588, Urbino 1630), una vez que Pío v
hubo prohibido ulteriores concesiones.

La -->reforma católica y contrarreforma, así como el -> absolutismo, dieron a


los E.p. de los siglos siguientes su sello característico, siendo gobernados sin
dificultades aparentes por el secretario de estado y el camarlengo, apoyados
por una congregación especial. La administración, que estaba por completo en
manos clericales, presentó ciertos inconvenientes, sobre todo por el hecho de
que casi todas las fuentes económicas se utilizaron exclusivamente en
beneficio de la ciudad de Roma, de la curia y del nepotismo ocasional (Urbano
viii). Todo ello redundó en perjuicio de las provincias, gobernadas por legados,
las cuales no disponían ni de una administración uniforme ni de,
procedimientos judiciales uniformes. Los ingresos (impuestos indirectos,
aduanas, desde Clemente vii también empréstitos, monti) de los E.p.
disminuyeron sensiblemente en el siglo xvii. En el siglo xviii el territorio
pontificio estaba anticuado en estructura y administración a pesar de todas las
tentativas de reforma, carecía de «conciencia estatal» en sus súbditos y del
soporte de una clase media.

Con la -> revolución francesa empezó el fin de los E. p. Desde mucho tiempo
antes éstos habían perdido ya su carácter religioso a los ojos del mundo
circundante. Y la revolución se negó por principio a reconocer una autoridad
espiritual, y en los E.p. vio tan sólo el mayor Estado de Italia, con el que la
república francesa entró pronto en guerra. Tras la paz de Tolentino (1797), las
legaciones de Bolonia, Ferrara y Romagna fueron cedidas a la república
Cisalpina; en 1798 fue ocupado el resto de los E.p., se proclamó la república
romana y el papa fue expulsado. Napoleón declaró a Roma ciudad libre, es
decir, imperial, e integró los E.p. en el reino de Italia. Pocas semanas más
tarde Pío vii rechazó expresamente una renuncia indirecta a los E.p. contenida
en el concordato de Fontainebleau. Tras la caída del corso, Consalvi logró la
casi total restauración de los E.p. (1815). A las limitadas reformas
administrativas siguió un período de reacción también en el terreno
económico y técnico. Los seglares, excluidos de una responsabilidad
verdadera, se congregaron en sociedades secretas que procuraban el
derrocamiento del régimen, o se entregaron a las tendencias nacionales del
romanticismo italiano. Los papas ni conocieron la fuerza natural del
risorgimento, ni, tras el desafortunado experimento de Pío ix, quisieron ceder
un poco de su soberanía o situarse a la cabeza de la guerra contra Austria. De
este modo la presencia de tropas extranjeras en Roma pudo detener el
movimiento revolucionario en los E.p., pero ya no pudo superarlo. En todo
caso era imposible una conciliación interna. Parecía una contradicción la
existencia de una constitución democrática en el Estado de un papa provisto
de una jurisdicción universal. En 1860 las Marcas y Umbría se incorporaron al
reino de Cerdeña. Tras la declaración de la guerra franco-germana las tropas
francesas abandonaron Roma. Después de una resistencia meramente
simbólica las tropas del reino de Italia ocuparon la ciudad eterna el 20 de
septiembre de 1870. Un referéndum popular declaraba extinguida la
soberanía del papa. Los E.p. fueron incorporados al reino de Italia. Como los
papas no reconocieron esto y rechazaron la ley de garantías, la «cuestión
romana» siguió siendo un problema político de primer orden para el Estado
italiano, una reclamación jurídica del papa no saldada y un fermento de
división entre el catolicismo liberal y el conservador. Por fin los pactos de
Letrán de 1929 trajeron una solución pacífica con la creación de un simbólico
Estado pontificio, la ciudad del Vaticano.

II. Importancia y problemática

Raras veces se ve el valor meramente relativo de las formaciones históricas


tan claramente como en el caso de los E.p. En los primeros siglos los E.p.,
originariamente inermes, se consideraron precisamente como una necesaria
expresión visible de la autoridad espiritual de la sede de Pedro. Como base
para la extensión de la Iglesia en occidente condujeron a que se agudizara
intensamente la oposición entre Roma y Bizancio. En la alta edad media
ofrecieron una cierta seguridad, con frecuencia insuficiente, para la libertad de
la Iglesia y para la independencia del poder papal, pero forzaron a sus señores
a desarrollar una política basada solamente en la ley de lo político para
conservar su territorio. Las luchas, que consumían también la substancia
religiosa de la Iglesia, aumentaron hasta la aniquilación de los Hohenstaufen.
Cuando con la confusión del siglo xiv los E.p. dejaron de ser la base de las
finanzas papales, el papado se vio obligado desde Aviñón a crear un sistema
complicado de impuestos. Y luego la recuperación de los E.p. absorbió una vez
más cerca del 40 % de la economía papal. Fue posible renunciar a una parte
de los impuestos cuando los E.p. volvieron a ser la fuente de los dos tercios
de los ingresos curiales. En los siglos xv y xvi los E. p. hicieron posible una
política espiritual independiente (traslado de los concilios a Ferrara y Bolonia),
mientras que la base territorial y financiera era demasiado exigua para
acciones de envergadura contra los turcos o en la guerra de los treinta años.
También el movimiento que conduciría Italia hacia su unidad se escapó de las
manos de los sucesores de Julio II.

En cambio los E.p. pudieron evitar la extensión de la -> reforma en la mayor


parte de la península itálica. En la época postridentina los E.p. más que sujeto
fueron objeto de la política italiana y extraitaliana. Después de la revolución
francesa el territorio papal se presentó a los ojos de los «ilustrados» como un
anacronismo superado; mas para la conciencia de los fieles, ante el moderno
Estado arreligioso, aunque no antirreligioso, se presentó como la ineludible
garantía de la autoridad espiritual del papa, y no ya como un mero medio,
sino como el último baluarte para el ejercicio eficaz del magisterio de la
Iglesia (otro punto de vista fue, p.ej., el de Dollinger). La preocupación por su
conservación, que para los católicos italianos supuso un grave conflicto de
conciencia, hizo que durante largo tiempo se perdiera de vista la cuestión
social que se iba intensificando. La pérdida de los E.p. consolidó la veneración
y la adhesión del mundo católico al papa, pero a la vez indujo a los políticos a
la tentación de sacar de ahí un provecho egoísta. La magnánima solución de
Pío xi eliminó la posibilidad de semejante aprovechamiento. Unos E.p. en el
sentido medieval serían una contradicción insoportable con la idea de Iglesia
en el concilio Vaticano ii.

FUENTES: A. Theiner, Codex diplomaticus dominii temporalis S. Sedis, 3 vols.


(R 1861-62); P. Fabre - L. Duchesne, Liber censuum, 3 vols. (P 1889-1952);
N. Miko, Das Ende des Kirchenstaats, II (W 1962). BIBLIOGRAFIA: Pastor;
Schmidlin PG; Caspar; Haller; Seppelt; ECatt XI 1272-1283; Catholicisme IV
541-555; LThK VI 260-265; M. Brosch, Geschichte des Kirchenstaats seit dem
16. Jh., 2 vols. (Gotha 1880-82); G. Schnürer, Die Entstehung des
Kirchenstaats (Ko 1894); L. Duchesne, Les premiers temps de 1'État Pontifical
(P 41912); E. Dupré-Theseider, L'idea imperiale di Roma nella tradizione del
medioevo (Mi 1942); A. Ventrone, L'amministrazione dello Stato Pontificio
1814-1870 (R 1942); O. Bertolini, Restitutio 756-757: Miscellanea P. Paschini
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in the Middle Ages (Lo 1955); P. Partner, The Papal State under Martin V (Lo
1958); L. Dal Pane, Lo Stato Pontificio e it movimento riformatore del
settecento (Mi 1959); G. Filippone, Le relazioni tra lo Stato Pontificio e la
Francia rivoluzionaria I (Mi 1959); E. E. Stengel, Die Entwicklung des
Kaiserprivilegs fur die rümische Kirche 817-962: Abhandlungen and
Untersuchungen zur mittelalterlichen Geschichte (K6 - Graz 1960) 218-248;
D. P. Waley, The Papal State in the 13th Century (Lo 1961); L. P. Raybaud,
Papauté et pouvoir temporel 1730-58 (P 1963); R. Mori, La Questione
Romana 1861-65 (Fi 1963); N. Miko, Das Ende des Kirchenstaats, I (W 1964).

Hermann Tüchle
ESTÉTICA
Se entiende por e. la disciplina que estudia lo bello y el -> arte. Ahora bien,
comoquiera que el arte y lo bello se manifiestan en el plano sensible, surge el
problema de si hay y cuáles pueden ser las conexiones de tal disciplina con el
ámbito de los valores transcendentes. La dificultad fue advertida muy pronto,
independientemente del pensamiento cristiano. Así Platón, en la República,
condena el arte justamente por su carácter sensible. Hay que decir, sin
embargo, que la condenación del arte va asociada, en el pensamiento de
Platón, a la exaltación de lo bello, que halla su más significativa interpretación
en el Simposio. Allí se trata de lo bello físico y natural, desde donde se puede
ascender, por grados, a la belleza de orden espiritual, hasta llegar al supremo
valor de la idea. El valor catártico de lo bello está, pues, en una dimensión
suya metafísica que transciende lo meramente sensible. Tal posición halla sus
presupuestos en la especulación de Pitágoras, que establece una substancial
dimensión metafísica de lo estético, en cuanto entiende la realidad como
unida por los profundos lazos matemático-musicales de la armonía. Una
interpretación metafísica de este tipo no será seguida por el naturalismo
aristotélico, sino más bien por la ulterior especulación cristiana medieval, que
la tomará del platonismo y pitagorismo por mediación del misticismo
plotiniano. La atención de algunos pensadores cristianos vuelve al valor
sensible de lo bello, despreciado por Platón, pero justamente resaltado por
Aristóteles, que en las manifestaciones sensibles del arte vio expresada la
primacía de la forma y la posibilidad de purificarse a través de él (Poética c.
14). Agustín adopta una postura que no carece de dramatismo. Por una parte,
él se siente atraído por el valor de lo bello sensible en sus formas más
sublimes, como el arte y particularmente la música, y por otra parte huye de
lo sensible como fuente de posible perturbación para el ánimo en su ímpetu
hacia los supremos valores religiosos transcendentes (Con f es. 1.x, c. 33).

En el sucesivo desarrollo del pensamiento cristiano durante la edad media no


puede decirse que se perdiera el interés por la belleza sensible, tal como se
expresa en el arte. Pero ese interés no se manifiesta tanto en los tratados de
carácter filosófico cuanto en los de naturaleza técnica y científica sobre las
artes particulares. La filosofía, en cambio, subrayó la categoría metafísica de
lo bello al concebirlo como un trascendental. Esta concepción llegó a su pleno
desarrollo en el siglo xiii, y quedó firmemente expresada en la Summa
atribuida a Alejandro de Hales y en el tratado De pulchro et bono, de Alberto
Magno (1243). Tomás, en cambio, en su tratado De veritate (1256-59) no
menciona expresamente lo bello entre los trascendentales. En la Summa
(1266-71) aparece una nueva interpretación de lo bello con carácter
gnoseológico y metafísico mediante la fórmula: «Pulchra dicuntur, quae visa
placent» (ST, i, q. 9 a. 5 ad 1). La importancia de poder atribuir un
fundamento metafísico a las varias manifestaciones sensibles de lo bello y, en
particular, de lo bello artístico, está en que, de ese modo, se reconoce a la e.
un valor objetivo que la sustrae a interpretaciones pseudopsicológicas y el
campo estético queda incluido en una fundamentación trascendental del
mundo.

Pero también hay que tener presente el hecho de que, desde el renacimiento,
toda la estética moderna rechaza la gran síntesis cristiana de los pensadores
medievales y se aparta cada vez más de una interpretación metafísica de lo
bello. El interés se desplaza de las estructuras ontológicas de lo bello a lo que
aporta el sujeto, sobre todo en la objetivación de lo bello como obra de arte,
ora tal aportación deba entenderse como fantasía ora como dimensión
cognoscitiva. En el primer sentido se pronuncia la e. de G.B. Vico, que en la
primera y segunda Scienza nuova (1725 y 1730) anticipa teorías que luego
fueron desarrolladas por J.G. Hamann en su Aesthetica in nuce (1762) y por
J.G. Herder en sus Kritische Wülder (1769) y su Abhandlung über den
Ursprung der Sprache (1772). En la segunda dirección, es decir, la que
subraya el valor cognoscitivo del arte, se mueven la e. kantiana y la del
idealismo. Eso sucede a partir de F.W.J. Schelling, que subraya la dimensión
cognoscitiva del arte, hasta interpretarlo como el instrumento de la filosofía
misma (System des transzendentalen Idealismus, 1800). Lo bello desaparece
como estructura metafísica, y queda absorbido por el arte como modo
(aunque muy peculiar) de conocimiento. Una posición de este tipo aparece
también en G.W.F. Hegel, que incluye el arte en el ámbito del espíritu
absoluto y, en antítesis dialéctica con la religión (Enzyklopadie der
philosophischen Wissenscbaften, 1817), le atribuye una posibilidad
abiertamente cognoscitiva, la de constituir una encarnación concreta del
concepto, en cuanto el arte tiene la capacidad de transformar la idea en
realidad dándole una dimensión sensible (Vorlesungen über A., 1829). Ahora
bien, el riesgo que un pensamiento orientado por la metafísica clásica puede
ver en interpretaciones del arte como la dada por Vico, Kant y el idealismo, es
el de un subjetivismo radical. Este peligro crece por el hecho de que aquí la
dimensión cognoscitiva, en virtud del carácter creador del pensamiento, no
está claramente separada de los elementos que brotan de la fantasía. Cómo,
sin embargo, ese peligro no es tan grande, se esclarece por el hecho de que el
yo, su acción creadora y la actividad de la fantasía, en virtud de su peculiar
carácter trascendental, poseen una «objetividad» supraindividual en el terreno
de la intersubjetividad. Y, por otra parte, la dimensión metafísica y la
conexión con lo absoluto no se pierden del todo por la reducción de lo estético
al ámbito de lo cognoscitivo; pues, en el idealismo, el conocer, precisamente
en cuanto acto creador, a la postre asume en sí todo lo real y representa lo
absoluto en su totalidad.

Una amenaza mucho más grave a las posiciones metafísicas tradicionales


viene de otro tipo de e. que hizo su irrupción después del idealismo con el
método inductivo de G. Th. Fechner (Vorschule der A., 1876), ha llegado a su
madurez a través de los trabajos del positivismo, y todavía en la actualidad es
defendido bajo una nueva forma con la exigencia extrema de que la e. no sea
entendida como una disciplina filosófica, sino como una ciencia o, según la
acertada fórmula de Dessoir, como un complejo de ciencias (Ásthetik und
allgemeine Kunstwissenschaft, 1906). Las repercusiones peligrosas de
semejante reducción de lo estético al plano de lo puramente sensible y
«científicamente» controlable han sido puestas de manifiesto por la reciente
evolución de la e. angloamericana, para la cual el arte termina siendo un
signo destituido de todo contenido interno. Y, sin embargo, es de notar que
también este tipo de interpretación incluye en sí elementos muy fecundos
para corregir la tendencia, latente a menudo en las teorías estéticas de cuño
metafísico, a desentenderse demasiado aprisa de lo sensible, con riesgo de
confundir abstracciones vacías con conceptos universales. Así acaece que aun
los autores que hoy mantienen las antiguas posiciones metafísicas de la e., no
pueden eximirse del confrontamiento con la concreta dimensión sensible. Aquí
hemos de citar en primer lugar a Maritain, que en Art et scolastique (1920)
propugna una radical adhesión a la teoría medieval sobre lo bello como
dimensión trascendental, pero insiste luego en la fusión de esta dimensión
metafísica con los datos comprobables sensiblemente. Esto queda acentuado
más fuertemente todavía en Creative Intuition in Art and Poetry (1953). Cómo
no se trata de un caso aislado, lo prueba la insistencia con que otras
tendencias, que defienden postulados metafísicos semejantes, fundamentan
su investigación cada vez más decididamente en lo sensible, empezando por
L. Stefanini (Trattato di estetica, Brescia 1955) hasta L. Pareyson (Estetica,
Teoria delta f ormativitá, Tn 1954) y el interesante ensayo de H.U. v.
Balthasar, que ve en lo sensible, en cuanto representa el punto final de lo
concretamente bello, un lugar en que Dios se manifiesta al hombre. Aquí
aparece una convergencia de la e. y la teología (Herrlichkeit 1-Iv, 1961ss).
Cabría también considerar, una vez establecido el valor de lo sensible, la
posibilidad del enlace de la estética con la metafísica y, mediatamente, con la
teología. Pero esto, no a priori, sino a posteriori, es decir, no deduciendo lo
sensible de una dimensión metafísica previamente diseñada, sino, más bien,
aprehendiendo el _universal metafísico, lo absoluto, lo transcendente en
medio de lo sensible mismo, que debe aparecer en su peculiaridad, en su
rango, en su referencia a otras dimensiones y en sus límites.

BIBLIOGRAFIA: E. Müller, Geschichte der Theorie der Kunst bei den Alten (Br
1831-37); E. v. Hartmann, Die deutsche Asthetik seit Kant (B 1886); B.
Croce, Estetica come scienza dell'espressione e linguistica generale II (Bari
1902), tr. cast.: Estética (Nueva V BA); J. Maritain, Art et scolastique (P
1920), tr. cast.: Arte y escolástica (Club de L BA); P. Moos, Die deutsche
Asthetik der Gegenwart, 2 vols. (B 1920-1931); G. Simmel, Zur Philosophie
der Kunst (Potsdam 1922); M. de Munnynck, L'esthétique de Saint Thomas
(Mi 1923); P. Hüberlin, Ailgemeine Asthetik (Bas 1929); E. de Bruyne,
Esquisse d'une philosophic de Part (Bru 1930); A. Baeumler, Art. «Asthetik» :
Hdb. der Philosophie (Mn o. J.); K. Riezler, Traktat vom Schónen (F 1935); H.
Nohl, Die i sthetische Wirklichkeit (1935, F 31916); K. Schilling, Das Sein des
Kunstwerkes (F 1938); E. de Bruyne, Estudios de estética medieval, 3 vols.
(Gredos Ma 1959); H. H. Groothoff, Untersuchungen über die philosophische
Wesensbezeichnung dar Kunst bei Plato und Aristoteles ... (Dis. Kiel 1951); M.
Heidegger, Der Ursprung des Kunstwerkes: Holzwege (F 1950, 41963); W.
Weischedel, Die Tiefe im Antlitz der Welt. Entwurf einer Metaphysik der Kunst
(T 1952); N. Hartmann, Asthetik (B 1953); K. Ulmer, Wahrheit, Kunst and
Natur bei Aristoteles (T 1953); K. E. Gilbert - H. Kuhn, A History of Esthetics
(Lo 31956); A. Hauser, Introducción a la historia del arte (Guad Ma 1969); H.
Sedlmayr, Épocas y obras artísticas, 2 vols. (Rialp Ma 1965); idem, El arte en
la era técnica (Rialp Ma 1960); idem, El arte descentrado (Labor Ba 1959);
idem, La revolución del arte moderno (Rialp Ma 1957); R. Berlinger, Das Werk
der Freiheit (F 1959); G. Morpurgo Tagliabue, L'esthétique contemporaine (Mi
1960); F. Kaufmann, Das Reich des Schónen (St 1960); H. Kuhn, Wesen and
Wirken des Kunstwerkes (Mn 1960); K. Schilling, Die Kunst (Meisenheim
1961); H. E. Bahr, Poiesis. Theologische Untersuchungen der Kunst (St 1961);
H. U. v. Balthasar, Herrlichkeit. Eine theologische Asthetik I-1V (Ei 1961 ss);
W. Perpeet, Antike Asthetik (Fr - Mn 1961); E. Grassi, Die Theorie des
Schónen in der Antike (Kó 1962), cf. W. Perpeet: PhR 13 [1965) 42-54; É.
Gilson, Introduction aux arts du beau (P 1963); W. Sturmfels, Grundprobleme
der Asthetik (Mn - Bas 1963); G. Nebel, Das Ereignis des Schónen (St 1963);
A. Halder, Kunst and Kult (Fr - Mn 1964) (bibl.); H.-G. Gadamer, Wahrheit
and Methode (T 21965); P. Cerezo, Arte, verdad y ser en Heidegger. La
estética en el sistema de Heidegger (Ma 1963).

Elisa Oberti

ESTOICISMO

I. Características generales

1. Las modificaciones sociales y políticas de la época de Alejandro y de los


Diácodos motivan la disolución de la ciudad-Estado griega y, con ello, la
pérdida del apoyo interno que un griego de la época clásica encontraba en la
vinculación a la polis y a su religión. Las posibilidades de la actitud teorética
parecen fundamentalmente agotadas con la obra especulativa de Platón y de
Aristóteles y con la investigación empírica de la escuela peripatética. Por ello
de las dos escuelas filosóficas que surgen en época helenística, el e. adquiere
una más amplia expansión que el «jardín» de Epicuro; ambas se centran en
cuestiones prácticas de la vida. Las disciplinas teoréticas se cultivan
(preferentemente) a causa de la ética. La filosofía pasa a ocupar para los
hombres cultos el lugar de la religión, y busca una nueva seguridad para el
hombre. Predomina la cuestión del sentido y finalidad (Télos) del hombre y
del cosmos. El hombre ya no es visto desde la polis (Aristóteles: pson
politicón), y la ética ya no es considerada como una parte de la política. El
hombre se retira a su interior, para alcanzar así su independencia frente a las
circunstancias exteriores. Mientras que Epicuro se contenta con una conducta
exclusivamente individualista, la cual convierte el estado general del hombre
particular en punto de referencia de toda acción, el e. ve al hombre particular
como miembro de la humanidad una, en la cual no hay diferencias étnicas ni
sociales. La unidad del hombre consigo mismo, en la que radica su felicidad y
su télos, presupone necesariamente la conformidad con la ley (nomos) que
une de igual modo a todos los hombres. Este nomoses idéntico con el lógos
divino que dirige el cosmos.

2. A pesar de que estoicos importantes (Zenón, Crisipo y otros) son de origen


oriental, apenas hay alguien que esté de acuerdo con la tesis de Pohlenz,
según la cual en la doctrina estoica, además de los elementos griegos, han
influido otros de origen semítico. Es importante la influencia de las escuelas
socráticas, principalmente la de los cínicos. Rasgos esenciales de la física y de
la teología estoicas han sido tomados de Heraclito.

II. Doctrina

La sofía (-> sabiduría) se define como «el saber acerca de las cosas divinas y
humanas» y la filo - sofía (-> filosofía) como «ejercicio en el arte necesario
para la vida». Se divide en lógica, física y ética. La relación recíproca de las
partes queda esclarecida mediante la imagen de en huerto: la física, de la cual
forma parte la teología, corresponde a los árboles que se elevan hacia el cielo,
la ética a los frutos que proporcionan alimento y la lógica a los muros que le
dan seguridad.

1. La lógica comprende la dialéctica y la retórica. La primera crea los


presupuestos de la recta acción, pues con su ayuda se puede conocer lo que
es verdadero bajo el aspecto de la forma y del contenido. Puesto que el
hablar, lo mismo que el pensar, es manifestación del logos normativo (los
estoicos tardíos distinguen entre el logos configurado en el interior y el que
por la voz sale al exterior, la dialéctica, además de la lógica formal y de la
doctrina del conocimiento, comprende también la teoría lingüística y la
gramática. De la forma corpórea de los sonidos hay que distinguir las ideas o
las circunstancias incorpóreas, las cuales a su vez son distintas de las cosas
reales. Los nombres de las cosas han sido dados conscientemente por los
hombres según la norma de la fysis. Las designaciones de los cinco casos
gramaticales se remontan a los estoicos. Su doctrina de los tiempos no se
basa, como la de Aristóteles, en los estadios temporales (presente, pretérito,
futuro), sino en las clases de acción, en virtud de las cuales los modos
determinados (xpóvoc iapcaµévoc) se distinguen de los indeterminados
(&6pca'roc ). Los enunciados (definición: unidad completa para entenderse,
que es verdadera o falsa) dividen los tiempos en simples y compuestos
(copulativo, disyuntivo, hipotético). Apoyándose en los megáricos, los
estoicos, mediante la doctrina de los razonamientos hipotéticos y disyuntivos,
fundan la moderna -> lógica de los enunciados. Un conocimiento
independiente de la percepción sensible no puede darse. La sensación causada
por el objeto material en el órgano sensitivo se convierte en representación
cuando larazón la recoge en la conciencia. La representación sólo re cibe
significación para el conocer y el obrar cuando el logos la reconoce en
asentimiento voluntario. Pero éste sólo está justificado cuando la
representación reproduce el objeto en una forma que no sería posible sin su
existencia real. Esta representación llamada cataléptica posibilita una
«comprensión» del objeto (Zenón), provoca necesariamente nuestro
asentimiento (Crisipo), y es (según Crisipo) criterio de verdad. En el
nacimiento el alma es semejante a una pizarra sin letra alguna, la cual recibe
sus contenidos por la percepción. De muchas representaciones homogéneas
conservadas en la memoria surgen la representaciones generales empíricas.
Por analogía, composición y negación, pueden formarse conceptos no
empíricos a partir de los experimentales. La formación de un concepto se
realiza o de un modo metódico y reflejo o por obra de la naturaleza. De este
segundo modo se forman las ideas innatas, que se encuentran en todos los
hombres (imperfectamente ya antes del desarrollo pleno de la razón) y que
son el presupuesto para cualquier otro conocimiento.

2. Física. Propiamente sólo de lo corpóreo se puede decir que existe. Lo


corporal se divide en lo paciente o material y en lo agente, que es concebido
como fuego que configura artísticamente, como hálito que penetra lo más
íntimo o como fuerza en tensión. De manera correspondiente al microcosmos
del hombre, también el macrocosmos, concebido como una universal esfera
limitada, es un ser viviente dotado de razón. Su substancia es eterna. Su
ordenación actual sólo subsiste hasta el retorno al ígneo estado originario.
Después empieza de nuevo el mismo proceso del mundo. Puesto que el
pneuma penetra todo el mundo con distinta pureza y fuerza, se da una
gradación en los entes. La causa de la formación y del desarrollo de las cosas
particulares está en los logoi spermatokoi, que proceden de la razón universal.
Los entes inferiores son el presupuesto de los superiores, y existen en orden a
ellos. La diferencia, acentuada por los estoicos, entre hombre y bruto se funda
en el tipo de pneuma anímico. El alma humana, que para muchos estoicos es
perecedera, surge por generación. Ella se articula en la razón que domina, en
los cinco sentidos, en la facultad de hablar y en la fuerza procreadora. El
espanto y la sorpresa ante los fenómenos naturales y la ordenación de la
naturaleza hacen surgir en el hombre la prolepsis de la divinidad. Las pruebas
filosóficas de Dios (por la gradación de los entes y por su teleología) deben
probar cómo la divinidad existe y existe como un sentido racional. A la
mediación entre la imagen filosófica de Dios (Dios es el logos que gobierna el
mundo, es el fuego, el pneuma) y la vigente en la religión del pueblo sirve la
interpretación alegórica de los mitos y la distinción (posterior) entre la
teología de los poetas, la de los filósofos (teología natural) y la del Estado. La
providencia, conocida por la teología del mundo, lo gobierna todo para el
máximo bien de los hombres. Todo lo que sucede, incluso la vida anímica del
hombre, está bajo el nexo causal del destino. Por esto es posible una mántica
científica. Los estoicos veían pero no resolvieron satisfactoriamente el
problema de cómo conciliar este determinismo con la autodeterminación del
hombre que ellos enseñaron insistentemente.

3. Ética. Todo ser vivo, junto con la percepción externa, tiene una percepción
de sí mismo. Ésta hace que el ser vivo se experimente como perteneciente a
sí mismo (oikeiosis) y que él tienda al desarrollo de su naturaleza peculiar,
que para el hombre es el logos. En su desarrollo está la verdadera utilidaddel
hombre, la cual se identifica con lo moralmente bueno y la felicidad. Ésta es
independiente de todo lo no moral (adiaphoron). Sin embargo, dentro de los
adiaphora, hay una distinción entre aquello que corresponde a nuestra
naturaleza y aquello que es contrario a ella. El fin de la vida humana es la
armonía con el logos como facultad que distingue al hombre y ley general de
la naturaleza, de la cual se derivan todas las leyes positivas. La oikeiosis se
dirige por encima del propio yo a todos los hombres, pues ellos están
emparentados por la naturaleza racional. El estoico es un cosmopolita. En
virtud de la naturaleza racional todos los hombres tienen los mismos
derechos.

En toda virtud entra como constitutivo esencial la fronésis, el saber acerca del
bien y del mal. Las virtudes están indisolublemente unidas entre sí y, lo
mismo que los defectos, son iguales. Cada una de ellas es una magnitud
indivisible: o la poseemos totalmente o no la poseemos. Entre las acciones
moralmente perfectas, realizadas mirando a lo moralmente bueno y las
acciones defectuosas, hay un tipo intermedio de actos, los que son adecuados
a la naturaleza del hombre, pero no se ejecutan de cara a un fin moral.

El afecto (pathos) es un juicio erróneo (Crisipo) o un impulso que, a causa de


un juicio erróneo, supera la medida (Zenón). Ha de extinguirse totalmente,
pues es una enfermedad del logos (apatheia). La época del e. medio vuelve a
la doctrina aristotélica de la justa medida en los afectos o pasiones. La mejor
protección es darse cuenta de que fuera de lo moral no hay ningún bien y
ningún daño y prepararse para lo que pueda sobrevenirnos.
El hombre es o un sabio o un necio o «uno que progresa». Mientras que el
necio vive en escisión interna, el sabio está de acuerdo consigo mismo y con
la ley universal. Si él ya no es capaz de soportar su vida externa o sólo puede
cumplir sus deberes morales mediante el abandono de la vida, después de
ponderar todos los momentos escogerá voluntariamente su propia muerte.

III. Historia

1. El e. antiguo. Zenón de Citio (que vivió aproximadamente desde el 334 al


263 a.C. ), discípulo del cínico Crates, empezó su docencia en Atenas hacia el
300, en el adornado «pórtico policromo». En la dirección de la escuela le sigue
Cleantes de Assos (331-232 a.C.), cuyo himno a Zeus es el más bello
testimonio de la piedad cósmica de los primeros estoicos. Perfecciona el
antiguo sistema estoico Crisipo de Solo¡, en Cilicia (281-208), que se
distingue por su capacidad dialéctica y por su productividad literaria.

2. El e. medio fue fundado por Panecio de Rodas (180-110 a.C.). Se apoya de


nuevo en Platón y en Aristóteles y con ello atenúa el rigorismo ético. Panecio
es la cabeza filosófica del círculo de Escipión Emiliano, importante para el
desarrollo espiritual de Roma. Su obra Sobre el recto obrar fue utilizada por
Cicerón en el tratado De officiis, y así Panecio influyó decisivamente en el
desarrollo de la ética romana y del pensamiento del humanismo. Su discípulo
Posidonio de Apamea (135-51 a.C.) fue filósofo, investigador de la naturaleza,
geógrafo e historiador. Vio en el cosmos un organismo que se mantiene unido
por simpatía, en el cual todo está en viva relación recíproca.

3. El e. tardío. De L. Anneo Cornuto (siglo i p.C.) se ha conservado una Breve


teología griega, que utiliza la interpretación alegórica de los mitos, propia del
e. antiguo. En Musonio Rufo (30-108 p.C.) y en su discípulo Epicteto (50-120)
el interés por cuestiones sistemáticas queda totalmente suplantado por las
orientaciones éticas. También L. Anneo Séneca (4-65 p.C.) persigue
finalidades educativas y edificantes, pero se interesa por cuestiones de
filosofía de la naturaleza. El punto culminante y final del e. tardío son los
Soliloquios del emperador Marco Aurelio (121-180 p.C.). Después de él, el e.
desaparece como sistema. Parte de sus pensamientos pasan al platonismo
medio y al -> neoplatonismo.

BIBLIOGRAFÍA: 1. FUENTES: H. v. Arnim, Stoicorum veterum fragmenta, 4


vols. (L 1905-24); M. van Straaten, Panaitü Rhodii fragmenta (1952, 3Lei
1962). - 2. COMENTARIOS: Ueberweg I 125*-130* 149*167*; 0. Gigon,
Antike Philosophie (Bibliographische Einführungen in das Studium der
Philosophie 5) (Bern 1948) 36-41, tr. cast.: Problemas fundamentales de la
filosofía antigua (Fabril BA); W. Totok, Handbuch der Geschichte der
Philosophie I (F 1964) 272-278 293-321; M. Pohlenz, Die Stoa II (Go 31964)
232 s; Zeller III 1; A. Schmekel, Die Philosophie der mittleren Stoa (B 1892);
E. Bréhier, Chrysippe et l'ancien stoicisme (P 1910, 1951); K. Reinhardt,
Poseidonios (Mn 1921); idem, Kosmos und Sympathie (Mn 1926); idem,
Poseidonios: PaulyWissowa 22/1 (1953) 558-826; W. Theiler, Die
Vorbereitung des Neuplatonismus (B 1930, 1964); O. Rieth, Grundbegriffe der
stoischen Ethik (B 1933); P. Barth, Los estoicos, Revista Occidente (Ma
1930); M. Pohlenz, Grundfragen der stoischen Philosophie (G61940); idem,
Stoa und Stoiker (1950, Z2 1964); B. Mates, Stoic Logic (Berkeley [Calif.]
1953); K. Barwick, Probleme der stoischen Sprachlehre und Rhetorik (B
1957); S. Sambursky, Physics of the Stoics (Lo 1959); G. Patzig, Stoa: RGG3
VI 382-386; M. Laffranque, Poseidonios d'Apamée (P 1964); B. R. Raffo, El
estoicismo y su teoría del hombre: Sapientia 11 (1956), 292; M. Cruz
Hernández, Los límites del estoicismo de Séneca: Crisis 12 (1965) 173-181.
A.S.L. Farquharson, Marcus Aurelius (0 1951).

Friedo Ricken

ESTRUCTURALISMO

El e. lo mismo como método (análisis estructural) que como ideología, hacia lo


cual degenera siempre el método, partiendo de Francia se ha hecho un
fenómeno típico de nuestra época.

1. «La historia de la conciencia occidental pasa de la sustancia a la


estructura», del «ser, que posee su propia subsistencia y su determinación
interna» (H. Rombach), a otra manera de ver que difícilmente se puede
resumir en una definición y que sin duda fue objeto de reflexión por primera
vez en la «psicología de la estructura» de W. Dilthey. A su discípulo E.
Spranger se debe esta fórmula: «Una edificación o estructura articulada
constituye una forma de la realidad cuando es un todo en el que cada parte y
cada función parcial hace una aportación importante para la totalidad, y por
cierto de tal manera que la construcción y la función de cada parte estén
condicionadas a su vez por la totalidad y sólo sean comprensibles a partir de
ella» (Psicología de la edad juvenil, Rev. Occ. Ma., p. 8).

Además de este análisis estructural con una orientación preferentemente


filosoficopsicológica, el cual a través de Jean Piaget y su discípulo Lucien
Goldmann (psicólogos de Ginebra) ha introducido en el e. francés las
categorías de la totalidad y de la función, son ante todo las categorías
marxistas de la última base determinante (infraestructura), y el inconsciente
freudiano, que estructura ocultamente nuestras acciones conscientes, los que
han influido en Claude LéviStrauss, el padre del e. francés. Para LéviStrauss y
el e. procedente de él, el único que aquí exponemos, es decisiva la ciencia
estructural del lenguaje, tal como la fundó entre 1906 y 1911 Fernando de
Saussure, lingüista de Ginebra, y ha seguido desarrollándose en el círculo
lingüístico de Praga (N.S. Troubetzkoy, Roman Jakobson) y en el de
Copenhague. Si en la lingüística anterior predominaba el punto de vista
diacrónico, es decir, se estudiaban preferentemente el origen de cada lengua
y de sus elementos, así como sus cambios en el transcurso de la historia,
desde Saussure se tiende más a una consideración sincrónica del lenguaje, a
la descripción del sistema de una lengua y a la investigación de la estructura
que la determina, haciendo abstracción del cambio histórico. Las categorías
marxistas y freudianas han hallado su confirmación en la lingüística
estructural por cuanto se considera la lengua como el hecho social, y se ha
descubierto cómo el sentido que percibimos conscientemente a nivel de
vocabulario, de gramática y de frases, en último término se debe a una
inconsciente actividad compositora, la cual sigue reglas totalmente
determinadas, que son investigadas por la lingüística moderna con el fin de
reducirlas a pocas reglas fundamentales con validez universal.

2. El análisis estructural así orientado a la ciencia del lenguaje se refiere por


tanto en primera línea a los sistemas de significación en sí, que el hombre se
ha creado (le structural), y prescinde (a diferencia de los análisis estructurales
en la psicología y en las ciencias naturales) de la pregunta sobre la medida en
que el sistema de signos corresponde a la «realidad objetiva» (le structurel)
significada por él. La finalidad del análisis estructural es desmembrar un
sistema existente de significación, lo más cerrado posible, de tal modo que
salgan a la luz las reglas según las cuales él está compuesto y funciona. Esta
«actividad estructural» (R. Barthes) se puede describir de manera simplificada
en dos pasos: en el primero, el de la desmembración (découpage), se
determinan las «estructuras elementales», las unidades mínimas de las que se
compone cada sistema. Tales unidades - y esto es un presupuesto
fundamental del e. tomado del análisis lingüístico- no se pueden definir por su
«substancia», sino por su relación diferencial con las otras unidades, por
diferencia y límite. Ya el elemento originario del sistema debe entenderse
como «estructura», donde el más mínimo cambio produce la modificación del
todo. En un segundo paso -el de la composición (agencement) - se observan
las reglas de asociación y composición de las «estructuras elementales»
determinadas en la forma expuesta, reglas en virtud de las cuales esas
estructuras elementales originan el respectivo sistema o, más exactamente,
su forma típica.

3. Aparte del sistema del lenguaje, el campo de aplicación del análisis


estructural lo ha insinuado Saussure mismo: «El lenguaje es un sistema de
signos que expresan ideas, y en este sentido puede compararse a la escritura,
al alfabeto de sordomudos, a los ritos simbólicos, a las formas de cortesía, a
las señales militares, etc. El lenguaje es solamente el más importante de
estos sistemas. Cabe concebir, pues, una ciencia que investigue la vida de los
signos en el marco de la vida social..., la llamaremos semiología. Ésta nos
enseñaría en qué consisten los signos y qué leyes los regulan» (Curso de
lingüística general, 1931, cap. 3). En último término el análisis estructural se
puede usar en todo sistema de signos. La genial ocurrencia de Lévi-Strauss,
por la cual él ha hecho famoso el e., consistió precisamente en aplicar los
principios de la lingüística estructural a los sistemas, tan confusos a primera
vista, de regulación de matrimonios entre los primitivos, deduciendo estos
sistemas del principio del cambio. Pero están más a la mano los sistemas
literarios de significación, por lo cual LéviStrauss mismo ha estudiado los
mitos y los investigadores de la literatura someten los poemas a un análisis
estructural. Además del arte, del cine, de la moda, la propaganda y la prensa,
se pueden analizar los sistemas filosóficos y teológicos; y particularmente la
Biblia es también objeto apropiado de este análisis.

4. La versión ideológica del e. consiste en que se da un carácter general y


absoluto a los principios metódicos, y las abstracciones metódicas se
convierten en negaciones con matiz ontológico. El descubrimiento del papel
que desempeña lo inconsciente en la composición de los sistemas humanos de
signos, conduce a negar la posición de sujeto consciente por parte del hombre
y a considerar como una ilusión la libertad y la responsabilidad. A esto ha
contestado Sartre: «La desviación inicial, que hace desaparecer al hombre
detrás de las estructuras, implica en sí misma una negatividad: el hombre
aparece detrás de esta negación. Un sujeto o una subjetividad existe en el
momento en que se inicia un esfuerzo por ir más allá de la situación dada,
conservándola a la vez. Este ir más allá es el auténtico problema. Hay que
comprender cómo el sujeto o la subjetividad, sobre una base que le precede,
se constituye por un continuo proceso de interiorización y de renovada
exteriorización» (Alternativa 54, página 132). El código anterior a toda
convención de un sentido, el cual se substrae a la disposición de los hombres
y late en todos los sistemas, hace que la pregunta por el sentido especial de
una composición se presente como secundaria e incluso carente de
significado, pues se trata de un juego coordinado en el marco de un sentido o
de un absurdo general. Pablo Ricoeur responde a Lévi-Strauss: «Para Vd. no
hay ningún "mensaje", no en el sentido de la cibernética, sino en el sentido
kerygmático. Vd. desespera del sentido, pero se salva por el pensamiento de
que, si bien la gente no tiene nada que decir, sin embargo habla de tal
manera que es posible someter sus palabras al e. Vd. salva el sentido, pero es
el sentido de lo absurdo, la admirable disposición sintáctica de un discurso
que no dice nada. En Vd. se unen el agnosticismo y una hiperinteligencia de la
sintaxis. Por esto es Vd. fascinante e inquietante a la vez» («Esprit», nov.
1963, p. 652). La constancia por principio de las estructuras, cuya mutabilidad
es solamente exterior, y cuya dimensión única excluye las diferencias de nivel,
conduce al vaciamiento de las categorías «historia», «evolución», «progreso»,
«revolución», «infrahumano», «humano», etc. El hombre mismo aparece en
último término como mera «máquina, quizá más perfecta que las demás, la
cual trabaja en la disolución de un orden originario, y con ello lleva la materia
organizada a un estado de inercia, que un día será definitiva» (Lévi-Strauss,
Tristes tropiques, p. 367). Para finalizar, citemos de nuevo a Sartre, según el
cual «el hombre siempre está más allá de las estructuras que lo condicionan,
pues hay en él algo distinto que le hace ser lo que es. No entiendo, pues, que
alguien se pare en las estructuras; para mí esto es un escándalo lógico»
(ibid., p. 133).

BIBLIOGRAFIA: C. Lévi-Strauss, Tristes Tropiques (P1955); idem, Le cru et le


cuit (P 1964); idem, Du miel aux cendres (P 1966); idem, Antropología
estructural (Eudeba BA 1968); idem, L'origine des maniéres de fable (P
1968); idem, La pensée sauvage (Plon P 1962); R. Barthes, Mythologies (P
1960); idem, Critique et vérité (P 1966); idem, Systéme de la Mode (P 1967);
L. Althusser, Lire le Capital (P 1966); M. Foucault, Las palabras y las cosas
(Siglo XXI Méx 1968); J. Lacan, Écrits (P 1966); A. J. Greimas, Sémantique
structurale (P 1966); L. Sebag, Marxismus and Strukturalismus (F 1967); J.
M. Auzias, Clefs pour le structuralisme (P 1967); J. B. Fages, Comprendre le
structuralisme (P 1967); Y. Simonis, Claude Lévi - Strauss ou la Passion de
Pincesto, (P 1968); J. Piaget, El estructuralismo (Proteo BA 1968); idem, La
génesis de las estructuras lógicas elementales (Guadalupe BA 1967); L.
Aithusser, La revolución teórica de Marx (Siglo XXI Méx 1968); U. Jaeggi,
Ordnung and Chaos (F 1968); G. Schiwy, Strukturalismus and Theologie:
PhTh 43 (1968) 523541; ídem, Der franzósische Strukturalismus (Reinbek
1969); idem, Strukturalismus and Christentum (Fr 1969).

Günther Schiwy
ETERNIDAD
I. La sagrada Escritura

1. El concepto veterotestamentario de eternidad, `oám, es preferido y usado


enfáticamente para caracterizar la existencia de Dios, pero precisamente en
cuanto él es superior al hombre y a su existencia. Dios existía ya antes de que
fuera creado el mundo de los hombres (Sal 90, 2; 102, 25-29; Job 38, 4; Gén
1, 1). Mil años para él son como un momento (Sal 90,4). Por tanto él es el
eterno en el sentido del «Dios antiquísimo» (luego, desde el Deuteroisaías, es
explícitamente el eterno en cuanto al pasado y al futuro: 40, 28; 41, 1; 44,
6). Como el primero y el último Dios abarca toda la historia (Is 41, 4; 48, 12);
sus años no tienen fin (Sal 102, 26ss); él es el `El `oám (Gén 21, 33), etc.
Con ello la concepción de la eternidad, cuando ésta es aplicada a Dios, se
orienta intensamente por la experiencia del tiempo finito de los hombres. Por
eso pone en primer plano más la duración permanente que la auténtica
superioridad sobre el tiempo. De ahí que esa e. tenga también unos
componentes marcadamente éticos, por cuanto en ella se resalta el carácter
absolutamente fidedigno de Dios, de su -> gracia, de su -> amor, de su
designio, etc. La reflexión sobre la diversidad absoluta de esta eternidad
frente al tiempo surge por primera vez en el judaísmo tardío. Cuando `ólám
se atribuye a realidades distintas de Dios, significa una duración ilimitada de
tiempo en comparación con espacios temporales delimitados; la naturaleza de
esa duración indeterminada difiere mucho según la realidad de que se trate.

2. El Nuevo Testamento conoce la eternidad como propiedad esencial de Dios


(Rom 1, 20; 16, 26; Flp 4, 20, etc.) en el mismo sentido que el AT. La e. es
concebida, pues, como concepto contrapuesto al tiempo del mundo, limitado
por la --> creación y los novísimos. Pero el adjetivo «eterno» es también en el
NT una peculiaridad del auténtico mundo de la salvación, de los bienes
escatológicos y de la condenación escatológica (-> escatología). En esa
calificación de los bienes escatológicos como eternos junto a Dios y a
diferencia de «este» -> eón, repercute ya cierto influjo del helenismo.

3. Lo que distingue los enunciados bíblicos sobre la eternidad de los que hace
la metafísica, es la inclusión del tiempo o de la historia, sin mediar la
reflexión, en la concepción de la e. Así como Dios en cuanto trino es uno, así
también él, en cuanto eterno, «es el que cambia en el distinto de sí mismo»
(Rahner, iv 147, nota 3). El punto culminante de este entrelazamiento de los
enunciados se da en la -> encarnación, donde no sólo una naturaleza humana
es asumida por el Dios «intacto», sino que él mismo, permaneciendo Dios
eterno, se hace hombre, de modo que «el hecho ahí afirmado es un suceso de
Dios mismo» (ibid.). A partir de él, esta duplicidad y unidad de la e. y el
tiempo o la historia remite, no sólo a la historia de la alianza o de la -+
salvación, sino también al hecho de la creación misma. El carácter
incomprensible de esto explica por qué una teología orientada
metafísicamente, frente al peligro de una ilegítima visión temporal de Dios, da
una explicación de la e. donde no aparece o aparece insuficientemente el
aspecto de la «historicidad» de Dios.
BIBLIOGRAFIA: H. Sasse, odwv, od6vto5: ThW I 197-209; R. Loewe, Kosmos
und Aion. Ein Beitrag zur heilsgeschichtlichen Dialektik des urchristlichen
Weltverstdndnisses (Gü 1935); F. H. Brabant, Time and Eternity in Christian
Thought (Bampton Lectures 1936) (Boston-Lo 1937); J. Schmidt, Der
Ewigkeitsbegriff im AT (Mr 1940); H. Sasse, Aion: RAC I 193-204; O.
Cullmann, Cristo y el tiempo (Estela Ba 1968); Th. Boman, Das hebrAische
Denken im Vergleich mit dem griechischen (Go 21954); A. Vógtle, Zeit und
Zeitüberlegenheit im biblischen Verstgndnis: Freiburger Dies Universitatis VIII
(Fr 1961) 99-116; A. Darlap, HThG I 363-368; R. Berlinger, Augustins
dialogische Metaphysik (F 1962).

Adolf Darlap

II. Concepto general

Prescindiendo del concepto vago de e. como «duración muy larga» que


aparece en la Escritura, cabe distinguir tres modalidades en la concepción de
la misma: 1) e. como tiempo ilimitado; así es imaginada la e. de Dios por la
conciencia popular. Pero también en algunos filósofos (Descartes, Lequier) se
encuentra esta interpretación, que constituye una tentación constante para el
pensamiento filosófico. 2) e. como atemporalidad («las verdades eternas»).
Se trata de una e. de la abstracción, la cual no está sometida al ->tiempo por
el hecho de que no lo está al ser; es una «e. de la muerte». 3) e. como
duración real, que es trascendente al tiempo en cuanto niega su carácter
esencial, su división en momentos. Este es el concepto decisivo de e., que fue
definido perfectamente por Boecio: Interminabilis vitae tota simul et perfecta
possessio (De cons. phil. v, 6: PL 63, 858).

Interminabilis excluye la idea de un ->«principio y fin» y conserva así el


momento positivo de la concepción vulgar. Vitae possessio prohíbe
conformarse con la delimitación negativa («atemporalidad») frente al tiempo,
como lo hace la concepción abstracta. El elemento esencial es tota simul; con
ello se excluye toda diferencia y distinción entre momentos particulares
discretos del tiempo. La e. no es una duración que se extiende sin fin, sino,
por así decir, una duración que con toda su longitud está como resumida en
un solo «momento», en un momento que es constante, por identificarse con
el ser, que es un nunc stans en contraposición al instante huidizo de nuestra
experiencia (nunc fluens). En este sentido, e. es otro nombre para designar la
inmutabilidad divina (Dz 391, 428, 1782). En un sentido más profundo la e.
significa que el ser absoluto es trascendente al orden de los entes y en su
infinita intensidad vital excluye todo límite, división y medida. Si en un ser,
aunque esté exento de toda mutación interna, pueden distinguirse un antes y
un después por la relación real a los entes que cambian, él es igual a los seres
mutables. Y en tal caso no es realmente inmutable, pues las relaciones
pueden cambiarse. Tratándose de una conciencia, sería contradictorio suponer
que ella puede durar en la forma del antes y del después sin cambiarse. El
momento B, simplemente porque llega después de A, no puede
experimentarse de igual manera que el anterior. La inmutabilidad perfecta
implica que en una determinada conciencia no se dé ningún tránsito del
«todavía no» al «ya no». Un ser perfectamente inmutable sólo conoce el
presente.
La idea de e. difícilmente puede aprehenderse como concepto. La superación
del tiempo parece más misteriosa que la del espacio, que nosotros superamos
cuando unimos lo espacialmente distinto. Pero la eternidad penetra nuestro
pensamiento en una forma esencialmente más profunda, de modo que
nosotros sólo podemos pensar la e. por un acto puesto en el tiempo. Cuando
se dice que la duración divina es tota simul, aparentemente lo significado es
que sus diversos momentos se realizan en el mismo instante, pues así
definimos la simultaneidad en nuestras categorías de pensamiento. Pero eso
sería una contradicción, ya que con ello la eternidad quedaría interpretada en
manera temporal. La idea de e. - y el concepto de los restantes atributos de -
> Dios - sólo es accesible a nuestro entendimiento en forma negativa. Y, por
tanto, cabe preguntar si llegamos verdaderamente a ella. La percepción y el
enjuiciamiento del tiempo sólo son posibles mediante un acto de
trascendencia respecto de aquél. Ya lo vivido actualmente no es un punto
simple; más bien, un determinado trecho temporal queda resumido en la
conciencia, que lo vive en forma de tota simul. Pero la simultaneidad del
presente es subjetiva e ilusoria, pues el ser del hombre está inmerso en el
tiempo e incluye -consciente o inconscientemente el pasado y el futuro. La
conciencia divina es el ser mismo, su subjetividad es verdad. Por eso es
realmente tota simul en un momento que abarca toda posible duración.

En un profundo sentido el espíritu trasciende el tiempo por el hecho de que


tiene la capacidad de pensarlo y juzgarlo, y de que intenta liberarse de él,
abriéndose a las verdades y los valores que el tiempo no puede destruir. Los
filósofos racionalistas e idealistas han tratado este tema una y otra vez. Se ha
hablado de la experiencia de la e. (Espinosa), de la presencia eterna (Lavelle),
etc. La e. aparece entonces como nota característica de la suprema actividad
espiritual. En estas formas de hablar hay mucha retórica escondida, y no
exenta de peligro. La e. queda degradada tan pronto como ella es situada en
el ámbito de la inmanencia.

Pero ahí se resalta acertadamente que la autorrealización del espíritu, aun


cuando esté anclada en el tiempo, sin embargo tiene una dimensión vertical,
una apertura a lo eterno, la cual da impulso y valor al desarrollo horizontal
que transcurre en el tiempo. Nosotros no somos eternos, pero hay en
nosotros algo que apunta hacia lo eterno y nos hace posible pensarlo en una
forma que no es meramente negativa.

III. Eternidad y tiempo

Desde la perspectiva de un --> dualismo radical, entre la e. y el tiempo no


hay ninguna relación. Sólo la doctrina de la --> creación y -> participación
puede unirlos, pues ve en la e. el origen, el fundamento y la medida del
tiempo. El tiempo está contenido en la e., pero no como en un tiempo más
largo (a la manera del mes en el año), sino como en algo de donde recibe su
ser y su unidad. Sobre todo aquí hay que guardarse de introducir una relación
temporal. La e. no está «al principio» o «al final» del tiempo; ella es
simultáneamente lo que fundamenta el tiempo, la fuente desde donde éste
mana incesantemente y lo que le da sentido. Igualmente, la presencia de cada
uno de nuestros momentos en (o si queremos la «simultaneidad» con) la e.
no es un estar en el mismo tiempo, como si ambos trechos temporales
estuvieran contenidos en una duración común. Consiste en que todo el orden
del tiempo y de sus momentos recibe el ser gracias al acto eterno. No hay
aquí ninguna interrupción temporal ni simultaneidad temporal. De ahí se sigue
que desde la e. las cosas están presentes ante Dios en su temporalidad. Ésta
es la doctrina de Tomás (ST, i, q. 14 a. 13) y de su escuela, en oposición a
pensadores como Alberto Magno, Escoto y Suárez, que sólo admiten una
presencia eterna objetiva (en la omnisciencia divina). Para Tomás, aun siendo
verdad que las cosas existen porque Dios las conoce (y quiere), este
conocimiento es una visión eterna porque las cosas mismas están
eternamente en su presencia. Esto solamente parecerá absurdo si la e. se
mide subrepticiamente en el tiempo.

IV. Consecuencias

1. El verdadero sentido de la e. excluye la representación de un Dios que


estaba solitario antes de llamar la creación a la vida. Pues, o bien
concebiríamos que un observador comprueba cómo en un determinado
momento existe Dios solo, o bien nos imaginaríamos que Dios en cierto
instante temporal de la duración eterna advierte cómo las cosas comienzan a
existir, lo cual implicaría una mutación en la conciencia divina, o bien,
finalmente, pensaríamos que Dios en la e. ve la duración de las cosas y
considera esta duración solamente como un trecho de la suya propia, con lo
cual la e. quedaría situada en un plano paralelo al tiempo. El mundo ha
comenzado, pero no en un determinado momento de la e. (que no tiene
momentos), y Dios nunca estuvo sin el mundo, pues no hay nada temporal
antes del tiempo.

2. Tampoco se debería preguntar cómo Dios prevé las acciones libres; él no


prevé, sino que ve. Dios no conoce el futuro en sus causas (lo cual con
relación a los actos libres sólo daría un conocimiento probable), sino que
conoce en su presencia eterna lo que para nosotros es futuro. Las estructuras
de antes y después -como todas las demás que pertenecen a la constitución
de lo creado- sólo tienen validez en el campo de la realidad creada. Con ello
no queda resuelta la pregunta de lo condicionalmente futuro.

3. La presencia eterna de las cosas ante Dios, posibilita la esperanza de la


redención, de la restauración del tiempo. La vida «eterna» no sólo se llama así
porque jamás terminará, sino también porque en la ->visión de Dios el
hombre de alguna manera está inmerso en la manera de ver de Dios, al que
conoce como es y, por tanto, comprende de forma nueva en su suprema
verdad todo el orden del tiempo. En este sentido se puede hablar también de
una participación real de la creación en la e. de Dios.

BIBLIOGRAFIA: Tomás de Aquino S. th. Ia q. 10 y q. 14 a. 13; F. Suárez,


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Einleitung and Kommentar: Plotin, Über Ewigkeit and Zeit (Enneade III 7) (F
1967).

Joseph de Finance

ÉTICA

A) Ética filosófica.

B) Ética bíblica.

C) Ética teológica.

D) Ética de situación.

A) ÉTICA FILOSÓFICA

I. Concepto e historia

La historia de la filosofía es inseparable de la filosofía porque ésta es


constitutivamente histórica. Pero a la é. su historia le es esencial en otro
sentido además de éste. En efecto, el hombre puede hacer filosofía pero
puede también no hacerla. La filosofía es un acontecimiento que ha ocurrido
dentro de la historia del hombre, que empezó en una fecha determinada de
esta historia y que puede cesar en cualquier otra; acontecimiento que, por
otra parte, aun dentro de esta zona temporal, sólo algunos, no todos los
hombres realizan. El hombre necesita, sí, tener siempre una más o menos
incipiente o tosca cosmovisión o imagen del mundo, pero ésta no tiene por
qué ser filosófica (puede, p. ej., ser puramente religiosa). En cambio los
hombres de todos los tiempos, todos y cada uno de los hombres, por poco o
nada filósofos que sean, tienen que «conducirse», tienen que dar un sentido
determinado a su existencia y, para ello, proyectar primero lo que van a hacer
y realizarlo a continuación, elegir entre varias posibilidades, ejecutar unos
actos y abstenerse de otros, tomar decisiones y adquirir hábitos, asumir o
modificar actitudes, hacer cosas y, a la vez, ir haciendo su propia vida y a sí
mismos... En suma, el hombre, todo hombre, como veremos luego con mayor
rigor, es siempre, inevitablemente moral, en el sentido primario de esta
palabra. Es el responsable de su vida, puesto que la hace, y haciéndola
responde con ella y de ella.

El hombre se hace a sí mismo a lo largo de su vida y la humanidad a lo largo


de su historia. Este sentido, individual y social, histórico siempre, es el
primario de la palabra «moral»; moral vivida, moral que no consiste aún en
Ocwp1a sino en la praxis del hacerse (agere) a sí mismo a través del hacer
(lacere) cosas.

Tenemos pues, ante todo, esta realidad moral que consiste en el


«conducirse», en el «quehacer» de la vida. Ahora bien, los hombres han
hecho su vida y se conducen, no arbitrariamente, sino conforme a
determinadas formas de vida o patterns. Estas formas de vida muy de tiempo
en tiempo son originales, y luego las formas originales se convierten en
modelos reconocidos. Pero, por lo general, las formas de vida consisten en
pautas o modelos de comportamiento recibidos históricamente a través de la
cultura. En este segundo sentido la palabra «moral», no significa ya el puro
«quehacer» como individual invención de la vida, sino la ejecución de ésta
conforme a unas «reglas morales» o mores. Estos mores, estas pautas de
comportamiento no tienen todavía nada que ver con la filosofía moral o é.,
que se desarrolla después (si es que llega a desarrollarse), ya no como moral
inmediatamente vivida, sino como reflexión sistemática sobre el
comportamiento moral del hombre. Hemos distinguido pues tres sentidos de
la palabra «moral», de los cuales, el primero ha permanecido hasta ahora
oculto para la filosofía moral, pese a su primordial importancia. La filosofía
moral trabaja siempre - consciente o inconscientemente - sobre los datos de
una moral (en el segundo sentido) ya existente.

En virtud de esta dependencia de la filosofía moral respecto de la vida moral,


se comprende bien ahora la importancia de la historia de la moral y la
necesidad de tener de ésta un concepto suficientemente amplio para que
quepan en él la moral vivida y la moral filosófica. Una historia de la pura
filosofía moral, es decir, de las teorías filosóficas sobre la moral, sería una
pura historia de ideas, desarraigadas del suelo real donde han ido brotando.
Y, por el contrario, una mera historia de los mores no pasa de ser simple
acarreo positivista de informaciones materiales.

Una historia de la moral, en el sentido plenario de la palabra, que por un lado


se apropie los importantes descubrimientos de la -a antropología social o
cultural y de la historia general, y, por otro lado, recoja las aportaciones de la
reflexión filosófica (y de la prefilosófica, p. ej., la de los moralistas), poniendo
de manifiesto su relación directa con la realidad moral del medio histórico y
ético, está aún por hacer.

Y, sin embargo, es trabajosa pero no difícil de hacer. P. ej., la é. de Aristóteles


(->aristotelismo) -cronológicamente la primera filosofía moral
sistemáticamente elaborada- es casi mera reflexión sobre la eticidad griega, y
el cuadro de las -->virtudes cardinales presentado en la Etica a Nicómaco es
el de las virtudes realmente vivídas como tales por los helenos a lo largo de
su historia y en los diferentes períodos de la misma. El intento aristotélico de
presentar, por decirlo así, la enciclopedia moral griega, es el último esfuerzo
por salvaguardar la forma de convivencia moral de la polis. Su fracaso da
lugar en una época de nuevas y mucho más amplias y poderosas
organizaciones políticas, a los sistemas del -a estoicismo y del epicureísmo,
que son dos modos diferentes de retraerse a la interioridad y de renuncia a
una auténtica moral política.

El cristianismo consistió, desde el punto de vista que aquí importa, en una


reforma radical y un enriquecimiento fabuloso de la moral. A partir de él, la
vida cobra un sentido nuevo, del que sólo imperfectamente se ha hecho cargo
hasta ahora la filosofía moral. La época moderna, al caer en una filosofía
moral meramente imitativa de la clásica greco-latina, perdió toda adecuación
a la realidad de su tiempo. Este anómalo estado de cosas, en el que una
moral nueva no encontró traducción filosófica, duró hasta Kant. Kant sustituyó
la moral del bien y de la felicidad fundamentada en la -> naturaleza del
hombre, por una moral centrada en el puro deber, en la conciencia individual
de éste y en un formalismo vaciado de todo contenido concreto. Hegel, que ha
sido el Aristóteles de nuestro tiempo, en el sentido de que también él ha
presentado una enciclopedia filosófica y ética, considera la moral kantiana
como un méro «momento» de su sistema ético. La moralidad, en el sentido
kantiano, es abstracta, o sea, está separada de la realidad; es sublime, pero
individualista e ineficaz. Esa moralidad queda superada en la eticidad, es
decir, en el orden objetivo y supraindividual del Estado. Hegel desemboca así
en el tema, enormemente actual en nuestros días, de una e. social, que lo sea
constitutivamente y no como simple agregado o mera aplicación de una
filosofía moral general de carácter individualista. Los dos sistemas éticos que
más hondamente han penetrado en la conciencia moral común, el --marxismo
y el -->existencialismo, proceden de Hegel. Marx retuvo de él ese carácter
transindividual o social de lo moral y rechazó su idealismo. La reacción de
Kierkegaard fue, por el contrario, personalista, pero también antüdealista y
existencial. La síntesis de lo personal y lo social es una de las grandes tareas
morales que incumben a nuestro tiempo. Los representantes de un -a
socialismo humanista, ciertas obras del existencialismo socialista, como la
Critique de la raison dialectique de Sartre, y la actitud de los mejores
pensadores cristianos de hoy, son expresiones de la conciencia de que falta
esta síntesis y del esfuerzo por conseguirla.

II. Moral como estructura en sentido antropológico y social

El hecho de que el hombre ha de hacer su vida - según decíamos antes -


significa, negativamente, que él no la recibe terminada. Una descripción del
comportamiento humano en contraste con el del animal, nos aclarará la
distinción entre una vida que ha de hacerse y otra hecha. El comportamiento
vital, lo mismo del hombre que del animal, es desencadenado por un estímulo
en relación con la correspondiente estructura psicobiológica, y se ajusta
perfectamente a él. En el hombre, en cambio, no siempre se da esta conexión
directa, esta «contigüidad», como la llaman los conductistas, entre estímulo y
respuesta. El organismo humano, demasiado complicado, demasiado
formalizado, no puede dar espontánea e inmediatamente respuesta adecuada
y queda en suspenso ante el estímulo, es libre ante él. Pero esta situación es
insostenible y el animal humano, para su viabilidad, necesita salir de ella.
¿Cómo? Mediante la inteligencia, tomada esta palabra en el sentido funcional
de hacerse cargo de la situación y convertir el estímulo en realidad
estimulante. La respuesta a ella tiene que producirse también, claro está, en
el caso del hombre, pero ahora ya no le viene dada por el organismo, sino que
ha de darla él. Aquí desaparece la contigüidad entre las dos realidades del
estímulo y la respuesta, pues entre una y otra se introduce la irrealidad o
«variable intermedia» (por seguir usando el lenguaje conductista), que es la
posibilidad puesta en juego. Los estímulos, gracias a la función proyectante de
la inteligencia, que inventa o saca posibilidades de ellos, sirven al hombre
para el quehacer de sus actos. Ahora bien, las posibilidades, siendo «irreales»
o inventadas por la inteligencia, pueden ser muchas y, por tanto, se requiere
una elección entre ellas. En cada caso el hombre elige entre los varios
proyectos imaginados. He aquí la segunda dimensión de la ->libertad
humana: libertad ya no, como vimos antes, del engranaje estímulo-respuesta,
sino libertad para preferir entre las diversas posibilidades de realidad. Y este
proceso de preferencia o elección no ocurre una sola vez, claro está, sino que
se repite a lo largo de la vida. Todos los actos verdaderamente humanos (los
actus humani de los escolásticos) son decididos de este modo; y así, acto tras
acto se va decidiendo, se va haciendo la vida entera. Las posibilidades
sucesivamente preferidas van siendo realizadas. Pero realizadas, ¿dónde? Por
supuesto en la realidad exterior a mí, en el mundo; pero también - y ésta es
la vertiente que aquí nos importa, porque es la vertiente moral - en sí mismo,
de modo que quedan incorporadas a mi propia realidad. Así se comprende
este carácter constitutivamente moral del hombre, responsable de sus actos
porque los proyecta y realiza libremente; pero con una paradójica libertad
necesaria, pues, según vio ya Ortega y Gasset, somos «a la fuerza libres».
Esta moral como estructura e incorporación consiste a la vez en el «quehacer»
o ir haciendo libremente mi vida y en mi vida tal como va quedando hecha. Lo
moral produce así una «segunda naturaleza», como decía Aristóteles, o sea,
una auténtica realidad: el ethos, carácter o personalidad moral que he
conquistado o adquirido viviendo.

Pero ya adelantábamos al principio que los actos humanos no tienen siempre,


ni mucho menos, este carácter de pura invención de posibilidades y elección
entre ellas. Las situaciones humanas, aunque irrepetibles y únicas, presentan
semejanzas entre sí. Otros hombres, antes que yo, se vieron en una situación
parecida a la mía. Si yo sé de antemano lo que hicieron en ella, puedo echar
mano de su respuesta sin necesidad de inventarla por mí mismo. Ahora bien,
la -> cultura consiste precisamente en el repertorio total de respuestas a la
vida que están a nuestra disposición. Estas respuestas objetivadas se
convierten en pautas o patrones de comportamiento para nuestros actos. Pero
si, como hicimos antes, del orden de los actos tomados aisladamente,
pasamos al de la vida en su totalidad unitaria, nos encontramos con que
también es lo más frecuente que los seres humanos nos limitemos a elegir
entre los varios patrones de existencia, estados, vocaciones, profesiones, que
nos proporciona como posibles la cultura a la que pertenecemos. Así, pues, es
verdad que nos hacemos a nosotros mismos, pero también lo es que la
sociedad en que vivimos y el mundo histórico-cultural a que pertenecemos, en
buena medida -pero no hasta el punto de eximirnos completamente de
responsabilidad individual-, nos hacen. Y esto tanto positiva como
negativamente, tanto brindándonos posibilidades reales, que por nosotros
solos nunca podríamos haber alcanzado, como cercenándonos otras, y
dejándolas reducidas a proyectos irrealizables, a meros ensueños o castillos
en el aire. Y en el orden social ocurre lo mismo que en el cultural (en realidad,
sólo por abstracción pueden distinguirse el uno del otro). Las posibilidades
reales y no meramente nominales, las oportunidades, como suele decirse, que
la sociedad da a los diferentes hombres son, suelen ser, atrozmente
desiguales. Bajo la apariencia de unas pautas de comportamiento, unos mores
y unos «derechos» comunes a todos, hay en la sociedad una gran
heterogeneidad, grupos y clases enteros oprimidos o marginados, individuos
de cuya inadaptación e índole asocial no son ellos los principales y, menos
todavía, los únicos responsables.

III. El momento indicativo y el momento imperativo

Demos ahora un nuevo paso dentro todavía de este plano de la moral como
estructura. Hemos visto que son constitutivas del comportamiento humano la
libertad y la elección o, dicho de otro modo, que el hombre es libre a la fuerza
y que tiene que hacer por sí mismo su propia vida, bien individual, bien
socialmente. Parece sin embargo que, sobre todo si adoptamos ese segundo
punto de vista, el hombre podría desembarazarse de esta necesidad de ser
libre o de elegir, que puede llegar a experimentarse como una carga. La
explicación de la facilidad con que los hombres se someten a la tiranía, del
triunfo del «Gran Inquisidor» y de la existencia de un ideal de vida consistente
en la «esclavitud dorada», estriba en que delegar la libertad es -en cierto
modo- cómodo. Hacer lo que se hace (Heidegger), ir, como Vicente, donde va
la gente (Ortega y Gasset), seguir por modo conformista los usos y preceptos
establecidos, indudablemente simplifica la vida. Pero simplificar la vida, aparte
de que sea condenable, es ilusorio como descarga total de la responsabilidad.
Por de pronto para renunciar a la libertad es menester enajenarla, lo cual
constituye ya un acto de decisión, que seguimos confirmando con nuestra
aceptación mientras continuamos sometidos a esa situación. El ideal de vida
del perro doméstico, bien alimentado, frente al lobo hambriento (por emplear
la imagen de la fábula), nunca es enteramente accesible al hombre, pues, aun
cuando enajenemos nuestra libertad política y social, mientras no perdamos
funcionalmente nuestra condición misma de hombres, siempre nos quedará
un ámbito, más o menos reducido, de libertad, responsabilidad y necesidad de
elegir.

Lo cual nos permite introducir en el seno mismo de la moral como estructura,


es decir, sin traspasar todavía sus límites, la distinción entre un momento
indicativo y un momento imperativo, el segundo de los cuales va inserto en el
primero. Si el hombre, como hemos visto, tiene que proyectar o anticipar lo
que va a ser, esto ocurre porque él mismo consiste precisamente en la
distancia o polaridad entre lo que es y lo que va a ser. Al esfuerzo por superar
esa distancia lo llamamos deber, y la transformación de ésta en ruptura es la
culpa. Pero adviértase que no se trata, como en el sistema kantiano, de la
separación de dos órdenes diferentes, el orden ontológico del ser y el orden
deontológico del deber, sino de una unidad, por así decir, escindida o
desgarrada. Toda una serie de estructuras antropológicas, el proyecto, la
vocación, el sentido teleológico general de la existencia, la conciencia moral,
el sentido del deber y, en otro plano, fenómenos como el descontento, la
concupiscencia, la insatisfacción y la nostalgia, son otras tantas
manifestaciones de este paradójico modo de ser del hombre.
El momento imperativo puede ser considerado, por su parte, de dos maneras
diferentes: bien, según acabamos de hacerlo, de modo puramente estructural,
puramente formal; o bien, tomando en consideración la materia concreta, el
contenido del imperativo. Si hacemos esto último ingresamos ya en el ámbito
de la moral como contenido, de la que tratamos a continuación.

IV. El formalismo moral y el contenido metaético de la moral

Hasta ahora hemos visto exclusivamente cómo el hombre, quiera o no, tiene
que hacerse individual y colectivamente; pero nada hemos dicho sobre lo que
debe hacer para ser bueno y no ser malo. A partir de Kant se ha tratado de
esquivar el problema del contenido mediante el formalismo, según el cual la
moral consistiría simplemente en el cómo y no en lo qué hacemos, en la
forma y no en la materia, en la estructura y no en el contenido. Pero la verdad
es que tanto en el formalismo procedente de Kant como en el formalismo
existencialista, más o menos subrepticiamente se predica una materia moral.
Así en Kant se predica el contenido moral del cristianismo protestante, y en
Sartre se proclama el del - > ateísmo como liberación de Dios, el tirano
imaginario, y el del marxismo, como liberación de todos los tiranizados
explotados.

La confrontación entre los pretendidos formalismos morales de Kant y de


Sartre es instructiva. Uno y otro han surgido dentro de situaciones históricas
muy importantes desde el punto de vista de la crítica a la religión. La época
de Kant fue la primera, dentro de la historia occidental en que se impuso el --
> deísmo, en forma solamente minoritaria, pero eficaz. La época de Sartre es
la primera era del -> ateísmo (antiteísta). Antes de ellas el deísmo y el
ateísmo eran opiniones aisladas de algunos individuos. A partir de la -
>ilustración y de nuestro tiempo respectivamente, se convierten en actitudes
desde las que se actúa. El elemento religioso -en forma negativa- suministra
en ambos casos, como se ve, el contenido de la moral. Hasta dichos sistemas,
la religión venía haciendo eso en forma positiva. Prescindiendo de la historia
antigua, desde Jesús el -> cristianismo, en sus distintas formas, ha ido
proveyendo de materia a la moral occidental. Los diferentes deberes, las
diversas virtudes, han sido esclarecidos históricamente, en una lenta
comprensión del contenido moral cristiano. Y por primera vez en nuestro
tiempo el cristianismo comienza a descubrir el profundo sentido social de su
propio mensaje.

Pero sería unilateral el considerar que el contenido de la moral procede


exclusivamente de la -> religión. La -> secularización de la vida, iniciada ya
en la baja edad media e incrementada a partir del renacimiento y, sobre todo,
de la ilustración, ha dado lugar a una moral completamente intramundana,
muchas de cuyas exigencias -p. ej., laboriosidad y explotación del mundo y de
las fuerzas naturales, bienestar y distribución justa de los bienes - son, sin
embargo, legítimas. Tanto el contenido religioso, como este otro que con una
expresión genérica podríamos llamar social, son descubiertos, no por el
pensamiento filosófico, ni por el pensamiento ético, sino por la experiencia a
través de la historia. Ahora bien, si el contenido de la moral es metaético, en
el sentido de metafilosófico, ¿cómo puede apropiárselo la é. o filosofía moral
sin perder su subsistencia propia o su autonomía? Esta pregunta plantea el
doble problema de la relación de la é. con la historia y con la religión.
Empecemos por esta última.

Como parte de la filosofía, la é. no puede partir de la religión, sino que ha de


proceder por la sola luz de la razón. Pero con ella puede descubrir la realidad
del -> mal en el mundo y la indigencia del hombre, el sentido dramático de la
vida y el carácter «misterioso» o «absurdo» de la -> muerte. Estos
fenómenos, y otros que podríamos enumerar, inducen a la é. a cobrar
conciencia de su insuficiencia filosófica, con lo cual le hacen posible su
apertura a la religión. Pero adviértase que el problema no se reduce a
superponer el orden suprafilosófico de la religión al orden filosófico de la e.,
sino que la ética es, por lo que se refiere a la materia moral, insuficiente en su
propio orden. El contenido de la moral procede, al menos parcialmente, como
hemos visto, de la religión. La é. entonces, al consistir en reflexión filosófica
sobre una moral cuyo contenido es ya religioso, llega siempre tarde, por
decirlo así. Es decir, no se trata simplemente de que la é., después de haber
recorrido sola una parte del camino, llegue un momento en que sienta la
necesidad de abrirse a la religión. El problema es más grave. En el plano del
contenido, la é. está ya abierta necesariamente a la religión, desde que
empieza a moverse.

Por otra parte, en lo que se refiere a la relación de la ética con la historia nos
encontramos con que, como hemos dicho, el contenido de la moral no está ya
ahí, dado de una vez, sino que en su forma concreta se va esclareciendo
históricamente. La e. tradicional apela al concepto de -> ley natural. Pero
actualmente la filosofía moral está muy lejos de poder presentarnos un
sistema indiscutible de la ley natural.

¿Cómo salir de esta dificultad planteada a la é. por la imposibilidad de


dominar filosóficamente el contenido de la moral? Si aspiramos a una é.
estrictamente filosófica no hay más que una salida posible: la renuncia al
contenido y la constitución de la é. como ciencia puramente formal o
estructural. Vimos antes que el formalismo moral es imposible; pero la
imposibilidad del formalismo moral debe ser ciudadosamente distinguida de la
posibilidad - y aun necesidad filosófica - de un formalismo ético.

¿Cuáles son los problemas principales de esta é. formal o estructural? En su


mayor parte ya nos hemos referido a ellos. Con relación al contenido moral
dicha é. tendrá que mostrar: 1) su necesidad; 2) su carácter metaético, y 3)
su posibilidad lógica, que es el problema fundamental de la ética kantiana y
de la ética anglosajona contemporánea.

Para terminar conviene insistir en la necesidad de un claro deslinde entre el


objeto material de la moral y el objeto formal de la é. o filosofía moral. Esta
segunda, lejos de «repetir» en el plano sistemático cuanto la primera abarca
en forma espontánea y vital, ha de restringirse a una consideración
puramente estructural de lo moral. Esta limitación, este «formalismo», es el
precio que la é. tiene que pagar para seguir siendo filosofía.

Con todo, como ya hemos insinuado (cf. también M. Scheler particularmente),


este formalismo no es plenamente formal, sino que es estructuración de un
contenido. Dios, último fundamento de toda é., la esencia del hombre (como
espíritu y libertad, en concreto de cara a la inmortalidad) y las permanentes
exigencias fundamentales de la é. que de ahí se derivan, son cognoscibles y
permiten, es más, exigen una é., que puede formularse no sólo de manera
puramente formal, sino, en cierto modo muy indeterminada, también en
cuanto a su contenido material. Desde la esencia del pensamiento racional el
contenido positivo puede formularse de una manera más bien negativa, con
prohibiciones que tienen validez siempre y en todas partes (-> ética de
situación). Pero también ciertas redacciones (como la «regla de oro») no son
meramente formales, en cuanto pretenden mantener al hombre abierto en su
trascendencia hacia Dios y, así, para el absoluto valor personal del prójimo.
Sobre esto, véase una exposición más extensa en -> acto moral, -->
antropología, -> autoridad, -~ bien, --> bien común, -+ sociedad, -~ ley, -~
hombre, derechos del -> hombre, -~ derecho natural, -+ persona, fin del ->
hombre.

La é. ha de concretarse en cada época histórica. Partiendo de la experiencia


trascendental del bien, articula la forma de éste en un tiempo determinado, y
así da normas positivas de ordenación en una época concreta.

La última concreción individual, que indudablemente es la decisiva, ya no


puede determinarse en forma general por la naturaleza de la cosa. Lo que a
este respecto la tradición ha intentado expresar en la casuística y en el
concepto de la --> epiqueya, sólo puede abordarse en una reflexión sobre la
estructura y las condiciones de una «lógica del conocimiento existencial» y en
el programa de una formación teórica y práctica de la conciencia, sin que sea
posible dar detalladas orientaciones concretas.

Las declaraciones tradicionales del magisterio sobre la necesidad moral de la


revelación para el conocimiento de la -+ ley moral natural adquieren nueva
luz en esta cuestión, por cuanto los «principios» generales y sobre todo los
«imperativos» concretos han de ser enseñados a una época y al individuo (cf.
K. RAHNER, Zur theologischen Problematik einer «Pastoralkonstitution»: Volk
Gottes Festschrift J. Hófer [Fr 1967] 683-703; idem, La lógica del
conocimiento existencial: Lo dinámico en la Iglesia (Herder Barcelona 21968).
Y, sin embargo, hay que sostener la posibilidad de una é. filosófica (Dz 1650,
1670, 1785, 1806, 2317, 2320). En todo esto y precisamente así la é.
permanece filosofía, pero filosofía en el sentido que ésta parece asumir
actualmente: como -> antropología.

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Wirklichkeit and das Gute (Mn 61956); D. v. Hildebrand, Wahre Sittlichkeit
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Mélanges offerts á É. Gilson (Toronto-P 1959) 389-402; idem, Filosofía moral:
examen histórico-crítico de los grandes sistemas (Morata Ma 1962);
Thomistica morum principia. Communicationes V congressus thomistici
internationalis Romae, 13-17 Septembris 1960, 2 vols. (R 1960-61); H. Kuhn,
Das Sein and das Gute (Mn 1962); J. de Finance, Ensayo sobre el obrar
humano (Gredos Ma 1966); U. Lück, Das Problem der allgemeingültigen Ethik
(Hei 1963); F. Kdrner, Vom Sein and Sollen des Menschen. Die existential-
ontologischen Grundlagen der Ethik in augustinischer Sicht (Pa 1963); P.
Engelhardt (dir.), Sein and Ethos ... (Mz 1963) ; J. M. Lochmann, Die
Bedeutung geschichtlicher Ereignisse für ethische Entscheidungen (Z 1963);
T. Fornoville, Existentialisme et éthique: Studia moralia I, Academia
Alfonsiana (R 1963) 145-185; W. Kluxen, Philosophische Ethik bei Thomas
von Aquin (Mz 1964); F. Bdckle-F. Groner (dir.), Moral zwischen Anspruch and
Verantwortung (Festschrift W. Schollgen) (D 1964); R. Mehl, Die theologische
Grundlage der Ethik and die modernen Ansprüche der «New morality»: ZEvE
9 (1965) 65-76; W. Schdllgen, Die theologische Begründung der Ethik
angesichts der modernen Forderung einer «New morality»: ibid. 77-88; J. H.
Walgrave, Moral y evolución. Concilium, n.° 5, págs. 24 SS; J. Arntz, La ley
natural y su historia. Concilium, n.° 5, págs. 41 ss; K. Rohner, Experiment
Mensch: Die Frage nach dem Menschen (Festschrift M. Müller) (Fr-Mn 1966)
45-69; M. Scheler, Der Formalismus in der Ethik and die materiale Wert-Ethik
(Bern 51966); H. Refiners, Grundintention and sittliches Tun (Fr 1966); R.
Simon, Moral. Curso de filosofía tomista (Herder Ba 1968).

José Luis L. Aranguren

EUCARISTÍA
A) Síntesis teológica del misterio eucarístico.

B) Teorías sobre el sacrificio eucarístico.

A) SÍNTESIS TEOLÓGICA DEL MISTERIO EUCARÍSTICO

I. Concepto

E. es el nombre con que ya desde el siglo i se designa el ->sacramento de la


cena del Señor, celebrada según el ejemplo y las instrucciones de Jesús. El
término mismo expresa aspectos esenciales de la e. Enlaza con la «acción de
gracias» de Jesús en la última cena (Lc 22, 19; 1 Cor 11, 24; Mc 14, 23; Mt
26, 27), y como traducción del concepto hebreo berakah, significa la alabanza
de Dios recordando sus grandes acciones. La palabra griega, lo mismo que el
verbo correspondiente eu-jarist-ein, significa literalmente el «buen
comportamiento del agraciado»; y por cierto, no sólo - como en el griego
profano - el sentimiento de gratitud, sino también su manifestación externa.
La gratitud presupone siempre la concesión de un don, que sólo se hace real a
través de aquélla. En la gratitud el don alcanza su eficacia y su presencia. En
el caso del sacramento eclesiástico de la cena el don consiste en la realidad
salvífica instituida por Jesús, la cual es Cristo mismo con su ser y su obra. Esa
realidad es reconocida con palabras de gratitud en una oración de mesa, es
invocada para que penetre en los manjares, y así se hace objetivamente
presente en ellos y alcanza su eficacia en la palabra y los dones de la cena.
Por esto ya muy pronto la oración y luego los dones consagrados a través de
ella reciben el nombre de e. De ahí se desprende la siguiente definición: e. es
la actualización de la realidad salvífica de Jesús mediante las palabras de
gratitud pronunciadas sobre el pan y el vino.

II. La institución de la eucaristía por el Jesús histórico

La Iglesia celebra la e. en virtud de la potestad y del encargo que le dio Jesús.


La institución de la cena por el Jesús histórico es el fundamento decisivo de
toda la práctica y del dogma eucarísticos. Esta convicción actualmente es
discutida. Una tendencia radical de la teología protestante niega la institución
del sacramento tal como está descrita en el NT y en la liturgia. Esa tendencia
deriva la idea sacramental de la concepción de la Iglesia primitiva acerca de
su propio ser y de su cena. El hecho histórico de la vida del Señor con relación
a la e. serían únicamente los banquetes que él celebró con sus discípulos, y
también con los pecadores, como anticipación de la comunidad escatológica.
Después de la muerte de Jesús, prosigue dicha tendencia, sus discípulos
continuaron la «fracción del pan» en común, y la entendieron igualmente
como una anticipación del suceso escatológico, creyendo que al hacer esto el
Señor glorificado se hallaba invisiblemente en medio de ellos. La comunidad
de la cena se concibió a sí misma como «cuerpo de Cristo», como «nueva
institución (diatheke) de Dios en virtud de la sangre (de la muerte cruenta) de
Jesús», y expresó esta concepción de sí misma en la interpretación de las
palabras pronunciadas sobre el pan y el vino. Por primera vez la piedad de la
comunidad helenista entendió la presencia de Cristo como una cosa vinculada
a los elementos de la cena; lo cual está atestiguado en Marcos. Por tanto, la
así concebida presencia real de Jesús en los manjares consagrados es
solamente una interpretación helenista, que no puede compartirse
actualmente. Según esta opinión, la verdadera última cena de Jesús es un
simple banquete de despedida, sin especial importancia dogmática. La cena
descrita y entendida en el NT, concretamente en Marcos, como institución y
presencia real de Jesucristo, es una retroproyección cristológica en la vida de
Jesús de la cena comunitaria que celebraba con sentido escatológico la Iglesia
primitiva. Frente a esta tesis, que tiende claramente a despojar la figura de
Jesús de su carácter mesiánico, y frente a la -> desmitización, la institución
de la cena eucarística por el Jesús histórico reviste hoy una importancia
especial. Hablan en favor de tal institución - si no se quiere insistir en la
originalidad del contenido de la cena - la antigüedad y el origen de la
tradición. Su testigo más antiguo, Pablo, entronca su relato (1 Cor 11, 23ss)
con una tradición recibida, que en último término procede de Jesús. Notas
típicas de la forma de hablar de Jesús (especialmente en la perspectiva
escatológica: Lc 22, 16ss; Mc 14, 25) roboran este dato. En el colorido
arameo del lenguaje de todos los relatos puede reconocerse su radicación en
el suelo semítico; su antigüedad y forma pueden remontarse hasta los años
cuarenta lo cual supone que apenas queda tiempo y espacio para una
progresiva evolución cristológica por obra de la comunidad helenista. Apunta
también hacia el Jesús histórico el hecho de que las dos corrientes de la
tradición, Pablo-Lucas y Marcos-Mateo, si bien discrepan en la redacción y en
la teología, sin embargo, coinciden en la concepción del contenido esencial de
la cena. Las diferencias lingüísticas han de atribuirse a los portadores de la
tradición, y la coincidencia objetiva de su concepción se debe indudablemente
a que la tradición procede de Jesús. Finalmente tiene su importancia la
circunstancia de que, no es precisamente la propugnada desconexión de la
cena respecto de la vida de Jesús, sino al contrario, su inclusión en ella y su
explicación por la totalidad de esta vida, lo que esclarece el verdadero
carácter del sacramento y hace posible una interpretación armónica.

El contenido decisivo de su vida, su función mesiánica, lo realiza Jesús


cumpliendo la misión del siervo de Yahveh descrita en el Deuteroisaías. Él,
como mensajero soberano de Dios, anuncia e inicia una nueva fase salvífica,
y, como mártir, toma sobre sí el sufrimiento de una expiación representativa
por «los pecados de los muchos». Este programa mueve ya a Jesús cuando
recibe de Juan «el bautismo de penitencia para el perdón de los pecados» (Mc
1, 4). Pero la asunción de la culpa ajena de los hombres implica también la
necesidad de morir. Cuanto más adelanta su vida, tanto más pone Jesús la
muerte ante sus propios ojos y ante los de sus discípulos, una muerte que en
todo caso le amenaza como peligro procedente de las autoridades judías. La
muerte es para Jesús, no un mero suceso, sino una realidad consciente y
querida, que él afirma como necesidad histórico-salvífica, decidiéndose
libremente por ella (Lc 12, 50). La absoluta disposición a cumplir la misión de
morir por parte del siervo de Dios aparece (prescindiendo de las palabras
sobre el precio del rescate: Mc 10, 45) en las predicciones de la pasión (Mc 8,
31; 9, 31; 10, 32), que, en su núcleo, son auténticas profecías de Jesús, pero,
en la forma como se hallan en el NT, constituyen ampliaciones interpretativas
de la Iglesia primitiva a base de su conocimiento acerca del transcurso real de
la pasión. Jesús mantiene un sí obediente a su sufrimiento como expiación
representativa a través de dolores externos e internos, incluso en la angustia
de muerte, en la tortura y en el abandono de Dios. Además de su muerte,
Jesús predice también su resurrección; pues, efectivamente, según Is 52, 13
y 53, 10ss, el siervo de Yahveh en premio por su muerte expiatoria
experimenta una rehabilitación triunfal y es elevado a un rango cultual. En la
profecía de Jesús sobre su resurrección brilla la certeza victoriosa de que su
muerte, que él acepta por pura intención de expiar y con obediencia
incondicional a la voluntad del Padre, obtendrá el reconocimiento de aquél.
Esta muerte es un sacrificio martirial, en el cual no sucede como en el
sacrificio cultual, donde un don determinado representa al que sacrifica y
simboliza su entrega a Dios, sino que el mismo que sacrifica hace de don con
su corporalidad concreta y realiza la entrega sacrificial en forma cruenta.
Jesús podía estar seguro de que Dios aceptaría su ofrenda sacrificial, su
cuerpo, y de que, por tanto, la llenaría con nueva vida. Así la muerte de Jesús
lleva consigo la resurrección como consecuencia interna, como momento
esencial, a pesar de la diferencia temporal en la realización de ambos sucesos.
De hecho, para el cuarto evangelista, la elevación de Jesús a la cruz significa
también su exaltación a la gloria (Jn 3, 14; 8, 28; 12, 32ss).

Con esta disposición a morir y con la firme convicción de que el sacrificio de


su vida encuentra aceptación en el Padre e inicia una nueva situación salvífica,
Jesús celebra la última cena y la instituye como testamento, en el cual él
compendia todo su ser y su obrar mesiánicos, los condensa en un don
salvífico visible, incluso comestible, y los deja en herencia como un
sacramento. Así, la cena del Señor no sólo ha de explicarse por el conjunto de
la vida de Jesús, sino que es esta totalidad condensada en un símbolo. Su
esencia se manifiesta ya por su peculiaridad como banquete de despedida (Lc
22, l5ss; Mc 14, 25), ceremonia que el judaísmo tardío atribuye a los
patriarcas moribundos. Con este banquete el hombre de Dios hace referencia
a su cercana muerte, en él imparte sus bendiciones especiales y deposita toda
la cosecha de su vida llena de Dios. Además, según los sinópticos, la última
fiesta de Jesús es cena pascual, aunque según Jn 18, 28 tenga lugar antes del
término oficial de la pascua; en todo caso está temporalmente cercana a ésta,
y se halla influida ritualmente por ella (la explicación de los manjares y la
sucesión pan-cena-cáliz) y penetrada por la atmósfera espiritual de la fiesta
judía, como memoria cultual de la acción salvífica de Yahveh. Sin embargo, el
NT nunca interpreta la e. partiendo de la pascua. Una clave adecuada para la
comprensión de la cena nos la ofrece la idea bíblica del signo profético (ót), es
decir, de la acción profética. Este fenómeno pretende ser, no sólo el vestido
simbólico de una verdad, o una anticipación en imagen de un suceso futuro,
sino también la realización inicial de un designio divino. Allí, un
acontecimiento dispuesto por Dios, no sólo es anunciado con palabras, sino
que es producido causalmente y comienza a realizarse; no sólo se representa
simbólicamente en una acción, sino que es anticipado y así realizado ya. El
signo profético es un signum ef ficax de la acción divina. En este ámbito
causal específicamente divino sitúa Jesús su cena: a) él anuncia con palabras
el sacrificio de su muerte, que funda la salvación; b) lo representa
simbólicamente por la entrega de los manjares como su cuerpo y su sangre, y
lo hace presente; c) convierte estos dones en el cuerpo sacrificado de su
persona.
a) Todas las narraciones sitúan la acción en el horizonte de su muerte. La
primitiva forma apostólica de narración, que puede reconocerse en Pablo y en
Lucas, hace esto ya por la indicación del tiempo (la noche en que iba a ser
entregado) y por la adición, a las palabras sobre el pan, de un participio,
indispensable para entender el texto y por tanto auténtico: «entregado por
muchos» (iper pollón en vez de imón es la forma primitiva que puede
reconstruirse a base de Mc 14, 24). Con claro apoyo en Is 53, 12, la muerte
de Jesús aparece aquí como entrega martirial de su persona (sobre soma
véase c), del siervo paciente de Yahveh. La misma concepción late en la
segunda sentencia: «este cáliz es la nueva alianza en mi sangre». El
predicado «la nueva alianza» se apoya en el título de siervo de. Yahveh, de Is
42, 6 y 49, 8, y caracteriza a Jesús como fundador de la alianza. Pero él
cumple esta misión «en su sangre», es decir, por su derramamiento de
sangre. El concepto bíblico «sangre» contiene la nota «derramada», como lo
muestra la adición explícita «derramada por muchos» en Mc 14, 24, es decir,
en lugar y a favor de la totalidad de los hombres; en todo caso aquí se hace
uso de Is 53, 10. También el núcleo de la frase diferente de Marcos sobre el
cáliz: «esta es mi sangre de la alianza», pone ante los ojos la muerte violenta
de Jesús, si bien bajo un aspecto un poco distinto. Esta fórmula tiene su
modelo en Éx 24, 8, y caracteriza ante todo el contenido del cáliz como la
«sangre» del sacrificio cultual separada de la carne; y luego caracteriza
también la muerte de Jesús como una acción cultual, como separación de la
sangre y la carne. Así, la muerte de Jesús aparece en todas las narraciones
sobre la acción de la cena como el suceso determinante.

b) La muerte sacrificial así afirmada en las palabras es simbolizada todavía


por Jesús mediante un signo sensible. El actualiza su entrega al Padre por los
hombres mediante la consagración de los manjares para convertirlos en su
persona y mediante su donación a los hombres para que los coman. El acto de
tomar (= elevar) los elementos, así como su bendición y consagración para
hacerlos cuerpo y sangre, muestra la donación de los mismos a Dios y la
entrega de Jesús al Padre. En cuanto Jesús luego aleja de sí los manjares
como cuerpo y sangre suyos y los da a los hombres, hace visible la entrega
martirial de sus substratos vitales a la muerte por aquéllos, pero también la
recuperación de los mismos en la resurrección. Pero no sólo el acto de la
donación, sino también la peculiaridad de lo donado como comida y bebida
hace patente que su muerte, e incluso su existencia humana en general,
sucede por (iper) los hombres, en su lugar y para su bien. Así como la entidad
de la comida y la bebida es totalmente para los hombres, así como ellas
pierden su ser propio, pasando a formar parte del hombre y a edificar su
existencia, del mismo modo Jesús (ya en la encarnación) es para los hombres,
les pertenece, y él entrega su vida en la muerte para posibilitar la vida de
éstos ante Dios. Pero en definitiva el don ofrecido en la cena no es meramente
un medio externo de representar su entrega sacrificial en la cruz, sino que es
la única y misma ofrenda de la cruz, la realidad concreta del hombre Jesús. Y
con ello está dada también y asegurada la identidad interna de los dos actos,
así como la presencia actual de la entrega cruenta de sí mismo en la cruz,
dentro de la oblación incruenta de sí mismo en la cena.

c) Pues por la fuerza divina de sus palabras determinativas, Jesús convierte el


pan y el vino en su persona sacrificada. El término «cuerpo», como traducción
de un equivalente semítico, en boca de Jesús significa, no sólo una parte del
hombre, p. ej., el cuerpo a diferencia de la sangre o del alma, sino el hombre
entero en su corporalidad concreta. Igualmente la «sangre», como substancia
de la vida (Dt 12, 23; Lev 17, 11 14), para los semitas significa el ser vivo
unido a la sangre, sobre todo cuando él sufre una muerte violenta (Gén 4, 10;
2 Mac 8, 3; Mt 27, 4 25, Act 5, 28 entre otros); designa, pues, la persona en
el estado de derramar sangre. Los participios añadidos a las palabras sobre el
pan (Lc 22, 19) y el cáliz (Mc 14, 24), así como la originaria caracterización
apostólica del cáliz: «la nueva alianza», indican con más precisión que la
persona de Jesús es la figura salvífica del siervo de Dios. Ciertamente la
identidad esencial de los elementos bendecidos con la persona de Jesús, o
(según el tradicional lenguaje escolástico) la presencia real (somática) de
Jesús en los manjares de la cena no puede fundamentarse en el estin de las
palabras determinativas, puesto que este término en muchos enunciados
bíblicos tiene también un sentido metafórico. Pero la presencia real queda
insinuada por la estructura de la frase en las palabras de bendición, la cual se
distingue de los enunciados puramente simbólicos; en efecto, un
indeterminado sujeto neutro es determinado por un predicado muy concreto.
Y se explica mejor todavía por el carácter de la cena como signo profético, en
el cual la acción y la palabra tienen la fuerza divina de hacer lo que significan.
Puede fundamentarse también en el acto de la distribución, que subraya la
naturaleza de lo distribuido indicada en las palabras. Exegéticamente queda
asegurada, en último término, por la interpretación normativa de la cena en el
NT, principalmente por la de Pablo y de Juan. Según esta interpretación en la
cena se hace presente la persona corporal de Jesús, pero no a la manera
estática de un objeto, sino como siervo de Dios que en su muerte sacrificial
produce la salvación para todos nosotros, y más exactamente como don
sacrificial del siervo de Dios que se entrega en la cruz. La presencia real de la
persona está al servicio de la presencia actual de la acción del sacrificio, y se
une con ella para formar un todo orgánico. Así la e. se convierte en un
permanecer presente, a manera de comida, del suceso salvífico constituido en
forma de sacrificio, el cual es «Jesús», en el que la persona y la obra
constituyen una unidad indisoluble.

El mandato institucional touto poieite eis ten émen anamnesin da a la Iglesia


también la potestad de hacer lo que hizo Jesús. Ese mandato ordena la
igualdad formal de las reproducciones con la cena originaria de Jesús, les
confiere el poderío de su eficacia divina, subraya y asegura su igualdad de
contenido con aquélla y entre sí, en cuanto las caracteriza como memoria de
Jesús. Anamnesis en sentido bíblico significa, no sólo la presencia subjetiva de
una magnitud en la conciencia y la acción de los que recuerdan, sino también
la repercusión y la presencia objetivas de una realidad en otra, especialmente
la repercusión y la presencia de las acciones salvíficas de Dios en el culto.
Pues éste es ya en el AT el medio cualificado en el que la institución de la
alianza llega a ser un suceso actual. El sentido de la frase puede describirse
aproximadamente del siguiente modo: haced esto (que yo he hecho) con el
fin y el efecto de la presencia mía, o de la realidad salvífica que se da en mí.

Además de narrar la institución, el NT explica ya fundamental y


normativamente para toda exégesis y dogmática lo que Jesús instituyó. Pablo
da testimonio de la presencia real y somática de Jesús cuando enseña que el
pan partido y el cáliz bendecido son participación en el cuerpo y la sangre de
Jesús (1 Cor 10, 16), cuando deriva la unidad de todos los cristianos como un
solo cuerpo (Cristo) de que todos comen un mismo pan (1 Cor 10, 17),
cuando declara que la recepción indigna del cuerpo de Jesús es causa del
juicio de Dios (1 Cor 11, 27-31). En cuanto el apóstol compara la cena del
Señor con los banquetes en los sacrificios judíos y paganos (1 Cor 10, 18-22),
la presenta también como una acción de sacrificar. El banquete del sacrificio
presupone y hace presente la muerte del don sacrificado. Juan ciertamente no
ofrece ninguna narración de la institución, pero sí un amplio anuncio de la e.
en el gran discurso de la promesa (6, 26-63), que en su conjunto está
concebido de cara al sacramento. Su tema es el verdadero pan del cielo. Éste,
en su dimensión espiritual (procede del cielo y transmite la vida), está
realizado en el hombre histórico Jesús (Jn 6, 16-51b), y por cierto, como
realidad física, como comida en sentido literal, en su «carne», que está
destinada a ser la salvación del mundo y ha de comerse realmente
(«masticar»), e igualmente su sangre ha de beberse como verdadera bebida
(6, 51c-58). Pero ese comer y beber presupone el sacrificio de Jesús. E l
sorprendente término sarx en relación con la «sangre» ha de entenderse, no
como una parte del sacrificio separada de ésta, sino como una designación del
hombre Jesús en su totalidad, según se demuestra por 1, 14 y por el
pronombre personal en 6, 57 (el que «me» come). En la e. permanece
presente el descenso de Jesús desde el mundo celeste, su encarnación para la
entrega en sacrificio (6, 57s). Pero en la e. también ejerce su eficacia la
ascensión de Jesús (6, 62), en cuanto ésta posibilita la misión del Espíritu (7,
39; 16, 7) y con ello nuestra cena sacramental (6, 63). Pues lo que en él
comunica verdaderamente la vida es, no la carne en cuanto tal, sino el
«Pneuma» unido con ella, con lo cual se significa lo divino de Jesús (cf. 1 Cor
15, 45). También para Juan la e. es la presencia en una cena cultual de la
realidad salvífica de Jesús.

III. Configuración litúrgica de la cena en la Iglesia

Lo esencial de la cena del Señor lo recibió la Iglesia por institución de Jesús


mismo, a saber, la consagración del pan y del vino para convertirlos en cuerpo
y sangre de Jesucristo, y su entrega a los participantes como comida y
bebida. Este núcleo decisivo fue revestido de un marco litúrgico, que ha
estado sometido a cambios. La primera comunidad celebraba el sacramento -
como Jesús en el acto de la institución - en medio de una comida fraternal,
siguiendo este orden: pan, comida, cáliz (cf. la noticia: «después de la cena»
1 Cor 11, 25; Lc 22, 20). Pero ya pronto los actos sacramentalmente
importantes en torno al pan y al vino pasaron a formar una unidad al final de
la comida, según se refleja en las narraciones de la institución en Mt y Mc y
también en Did 9-10. En el transcurso ulterior de la evolución, la acción
propiamente sacramental fue separada de la comida y quedó unida al culto
matutino. Así surgió la forma clásica de la e., válida todavía en la actualidad,
la «misa», atestiguada ya en Justin (Apol. i, 67) hacia el año 160. En esa
forma se expresa la persuasión de que el sacramento sólo puede realizarse
con una fe plena, alimentada por la palabra de Dios. Primero la cena se
celebraba (preferentemente) el día del Señor, el domingo (Act 20, 7; Did 14,
1; JUSTINO, Apol. I, 67), luego, en el siglo IV, también los miércoles y los
viernes, y más tarde cada día (el primer testimonio de esto se halla en
Agustín).
La celebración eucarística como una comida es el signo fundamental, el que
más llama la atención en el fenómeno histórico de la e. Ese signo apareció
más claramente todavía cuando los participantes traían y daban los dones de
la comida. Pero la Iglesia expresa el sentido de su acción en la palabra, en la
oración sobre los dones. Ya muy pronto entiende su acción como e., como
reconocimiento agradecido y aceptación de la salvación creada por Cristo, que
aquí se concreta y actualiza simbólicamente. La salvación es invocada sobre
los dones y hacia su interior mediante una oración solemne (prefacio). Sobre
todo las liturgias orientales exponen aquí toda la obra salvífica de Dios en
Cristo, bien en forma extensa (liturgia de Hipólito, liturgia clementina, liturgia
de Santiago y liturgia copta de Basilio), o bien de manera resumida (liturgia
apostólica, liturgia de Juan Crisóstomo). En occidente desde el siglo iv, en
armonía con la configuración histórica del año litúrgico, la economía de Dios
se divide en temas particulares y en el «prefacio» se resalta especialmente el
misterio concreto de la respectiva festividad. La oración solemne de acción de
gracias culmina en la narración de la institución, la cual pone la muerte de
Jesús en el centro de la acción y consagra el pan y el vino para convertirlos en
el don del sacrificio, que es Jesús. Por eso, según el testimonio de la
patrística, e. significa objetivamente lo mismo que anamnesis, y ambos
conceptos destacan un rasgo esencial y fundamental del sacramento. Bajo
este aspecto la e. es el sacrificio de Jesucristo hecho presente en un símbolo
memorial. Pero la forma de presencia no sólo consiste en la palabra litúrgica,
sino también en la acción de la Iglesia, a saber, en su oblación, con lo cual
queda resaltado un segundo rasgo fundamental de la e. Ya desde el principio,
citando a Mal 1, lis, la Iglesia afirma que ella en la e. se sacrifica también a sí
misma. En su acción de gracias espiritual, y también en la donación y oferta
de los elementos materiales, que posibilitan la realización del sacramento, la
Iglesia ve un sacrificio de los cristianos. Pero con esta acción la Iglesia no
quiere erigir un sacrificio autónomo junto al de Cristo, sino que en principio y
de antemano pretende solamente hacer visible y apropiarse el sacrificio de
Jesús. La oblación cultual de los dones, en la cual la Iglesia se sacrifica a sí
misma, constituye una apta representación del sacrificio de Jesús. El hecho de
que la oblación de los dones es esencialmente una anamnesis de este
sacrificio, lo expresa la liturgia misma en las reflexiones que siguen a la
narración de la institución: unde et «memores» passionis et ressurrectionis...
«offerimus» de tuis donis. En el marco y en virtud de la e., que tiene su
centro esencial en la narración de la institución, se realiza también la
presencia del cuerpo y sangre de Cristo por la conversión consagrante de los
dones. De ahí que las liturgias orientales continúen el reflexivo «unde et
memores of ferimus» con la «epiclesis» por la consagración (conversión) de
los dones. Para interpretar el sentido de esto ha de tenerse en cuenta que la
Iglesia en todo ese paso reflexiona sobre su acción (anterior) y se hace
consciente de la naturaleza de la misma, o sea, que la epiclesis - también y
precisamente en su forma deprecativa - no tiende a producir por primera vez
la consagración, sino que pretende mostrar explícitamente la fuerza
consagrante y la finalidad de toda la acción, sobre todo la de la e., centrada
en la narración de la institución. El sacrificio de la cena así realizado halla su
conclusión esencial y necesaria en el acto de comer los dones sacrificados. Por
lo menos la comunión del sacerdote, que a la vez representa al pueblo, no
puede faltar en ninguna misa, pues la erige el signo decisivo (el de la cena).
Hasta el siglo xii también los fieles comulgaban bajo las dos especies, incluso
en la Iglesia latina. Desde entonces, por motivos prácticos, se impuso la
comunión bajo una sola especie, que era ya usual para niños, enfermos y
comuniones domésticas. Esta comunión bajo una sola especie tiene el
fundamento dogmático de su posibilidad (no precisamente el fundamento de
su origen) en la doctrina de la concomitancia que entonces se desarrolló.
Según esa doctrina, en el cuerpo hecho presente en virtud de la conversión
substancial, por concomitancia están también presentes la sangre, el alma y
la divinidad. El concilio Vaticano u abre una nueva época con la permisión de
la comunión bajo las dos especies en algunos casos, de la concelebración y del
uso de la lengua vernácula, y especialmente con su nueva reflexión sobre la
esencia de la e. (->liturgia, C).

IV. Doctrina del magisterio

Donde la Iglesia expresa más profunda y ampliamente su concepción de la e.


es en la -> liturgia A, que constituye una manifestación decisiva del
magisterio ordinario. En nuestros días, después de la encíclica de Pío XII,
Mediator Dei, el magisterio extraordinario resalta insistentemente esta idea en
la constitución sobre la liturgia del Vaticano ii. Concilios anteriores,
rechazando ciertas falsificaciones heréticas, definieron infaliblemente (aunque
en forma capaz de evolución) determinados aspectos esenciales del
sacramento; así el concilio iv de Letrán, los concilios de Constanza y de Trento
(sesiones XIII, xxi, xxu). Los concilios unionistas de Lyón (ii) (1275) y de
Florencia formulan para los orientales la inteligencia escolástica de la fe.
Cuando en la primera edad media se agudizó el decidido simbolismo de
Agustín y la presencia real de Cristo -en reacción contra un vulgar realismo
físico - quedó volatilizada en una presencia simbólica y meramente espiritual,
lo cual sucedió de una manera todavía suave y moderada en la primera
disputa sobre la e. por obra de Ratramno (impugnado por Pascasio Radberto)
y de una manera ya extremada y herética en la segunda disputa sobre la e.
provocada por Berengario de Tours (a quien combatieron especialmente
Durando de Troarn, Lanfranco, Guitmundo de Aversa); después de muchos
sínodos locales, por fin el concilio Lateranense iv definió la identidad entre los
dones consagrados y el cuerpo y la sangre históricos de Cristo en virtud de
una transubstanciación, de una conversión de la esencia de las cosas
naturales en la esencia del cuerpo y sangre de Cristo (Dz 430 [802]). Esta
doctrina queda roborada y precisada en el concilio de Constanza contra Wicleff
(Dz 581ss [1151ss], 626 [1198s]) y contra Juan Hus (Dz 666s [1256s]), y en
el concilio de Trento contra los reformadores, de los cuales Zwinglio y Calvino
negaban la presencia real, y Lutero sólo la admitía sosteniendo la presencia
simultánea de las dos substancias. Esos concilios enseñan: La e. contiene el
cuerpo y la sangre de Jesús no sólo como un signo o una fuerza, sino real,
verdadera y esencialmente, en virtud de una transubstanciación; únicamente
permanecen las especies de pan y de vino. En cada una de las especies (ya en
Dz 626 [11991), es más, en cada una de sus partes, está Cristo entero, no
sólo durante la comunión, sino también antes y después; así presente, él es
digno de adoración; Cristo es sumido realmente (Dz 883-890 [1651-16581);
en la Iglesia latina los fieles comulgan legítimamente bajo una sola especie
(Dz 934ss [1731ss]). Contra todos los reformadores, el concilio de Trento
(ses. xxii) proclama dogmáticamente que la ->misa no es un mero sacrificio
de alabanza y de acción de gracias, ni un mero recuerdo del sacrificio de la
cruz, sino un verdadero y auténtico sacrificio, en el cual los sacerdotes ofrecen
el cuerpo y la sangre de Cristo. Es un sacrificio propiciatorio por los vivos y
difuntos, sin restar nada al de la cruz (Dz 948952 [1751-17551). El concilio
explica la misa como representación, memoria y aplicación del sacrificio de la
cruz, aunque no define esos aspectos (Dz 938 [1740]). El mismo sacerdote y
víctima de la cruz es el que actúa en la misa a través de los sacerdotes; sólo
cambia la forma de la oblación (Dz 940 [17431). La identidad de la acción
misma del sacrificio que ahí está implicada, es afirmada explícitamente por el
Catecismo Romano (ii, 4, 74). Según Pío xii (encíclica Mediator Dei: Dz 2300
[3854]), la presencia por separado del cuerpo y de la sangre de Cristo en
virtud de la consagración, simboliza la separación de los mismos en la muerte
de Jesús.

El sacramento es realizado solamente por el sacerdote ordenado (Lateranense


iv: Dz 430 [8021), independientemente de su santidad personal (concilio de
Constanza: Dz 584 [1154]), sobre todo en la consagración (Pío xzi: Dz 2300
[3852]; Vaticano ii, Const. De Ecclesia II 10, 111 28). Pío xii y especialmente
el concilio Vaticano ii subrayan expresamente la participación activa de los
fieles en la realización de la e. Estos sacrifican no sólo a través del sacerdote,
sino además junto con él (Dz 2300 [38521; Vaticano zi, Const. De Liturgia ii
48); ellos dan gracias y reciben la sagrada comunión (Vaticano ii, Const. De
Ecclesia 11, 10.11).

Por la preocupación pastoral de que ciertas tendencias modernas podrían


reducir el contenido de la e., Pablo vi, en la encíclica Mysterium fidei, del 3 de
septiembre de 1965 (AAS 57 [1965] 753-774), acentúa con nueva insistencia
la presencia real del cuerpo y de la sangre de Cristo en virtud de la
transubstanciación, exigiendo que se conserve la terminología tradicional de la
Iglesia, y afirma además la continuación de la presencia de Cristo en la e.
también después de la misa y la legitimidad de la adoración eucarística y de la
misa privada. Una «transignificación» o «transfinalización», según la cual el
pan y el vino reciben un nuevo significado como signo de la entrega de Jesús
en la e., no es suficiente para interpretar la acción eucarística. Más bien, la
nueva significación y la nueva finalidad de los signos se basan en el hecho de
que ellos, en virtud de la transubstanciación, reciben una nueva realidad
óntica.

V. Explicación teológica

Una teología que se sienta obligada a una profunda inteligencia de la fe


todavía ha de elaborar sistemáticamente una amplia y ponderada inteligencia
conjunta de la e., la cual conserve su rico contenido, comprenda su estructura
esencial, esclarezca conceptualmente los multiformes aspectos de su esencia
y los ordene adecuadamente en el conjunto. Siendo la e. el encuentro más
íntimo e intenso del Cristo glorificado con los cristianos peregrinos, ella no
puede explicarse satisfactoriamente tan sólo con categorías objetivas y
estáticas, sino que ha de describirse también con categorías personales y
dinámicas, pero evitando un mero simbolismo y funcionalismo. En la e. el
Señor glorificado sale al encuentro del hombre, no bajo la figura propia de su
gloria, sino bajo una figura simbólica, que él hace suya como forma de
manifestación. Cristo sale al encuentro de los hombres, ocultándose y
descubriéndose a la vez, bajo el signo sacramental de una cena. En él hace
presente para nosotros aquí y ahora y nos aplica eficazmente el sacrificio de
su vida, con el que adquirió para todos la salvación. El hecho de que Cristo
realice su sacrificio en forma de una cena, no es un mero decreto externo,
sino que obedece a una cierta analogía interna de ambas magnitudes. Dentro
de la historia de salvación esta vinculación fue prefigurada en los banquetes
sacrificiales del AT, de los cuales el canon romano cita el de Abel, el de
Abraham y el de Melquisedec, así como en los sacrificios sangrientos de
animales, que desembocaban en un banquete sacrificial. Tal conexión se basa
objetivamente en la aptitud de la comida para expresar la donación de sí
mismo que hace quien sacrifica, su entrega por los otros, su comunidad con
ellos. Además de esto el banquete recibe una directa estructura sacrificial por
el ofrecimiento -realizado ya en el judaísmo y por Jesús - de sus elementos a
Dios. Así la entrega cruenta de Jesús en el sacrificio adquiere una presencia
adecuada como banquete que es un sacrificio y como sacrificio que es un
banquete, como oblación y entrega de los manjares.

En la celebración de la e. el Cristo pneumático está presente desde el primer


momento como ministro principal, como sumo sacerdote que se ofrece a sí
mismo por nosotros, y como señor del banquete que se nos da a sí mismo.
Podemos ver ahí la principal presencia actual de la persona de Cristo (en
cuanto sujeto del sacrificio). Esa presencia se transmite y representa
visiblemente la realidad salvífica de la Iglesia, que es la aparición terrestre y
la faz visible del supremo sacerdocio celeste de Jesucristo, es su «cuerpo» y el
sacramento fundamental de la redención. Cristo ha entregado a la Iglesia su
sacrificio cruento como incruento sacrificio ritual (cf. concilio de Trento, Dz
938 [1740]). En su celebración eucarística cada comunidad es representante
de la Iglesia universal. Mas para que el sacrificio de los cristianos pueda ser
realmente idéntico con el de Cristo, los que lo realizan han de estar
cultualmente vinculados al supremo sacerdocio de Cristo y participar de él.
Deben ostentar la estructura de Cristo en forma interna, óntica y cultual. Esa
estructura se posee por el «carácter sacramental», que se confiere en
diversos grados de intensidad por el ->bautismo, la -> confirmación y las ->
órdenes sagradas, garantiza la condición de miembro de la Iglesia y con ello
capacita para el culto. La capacitación para la plena actualización del sacrificio
de Cristo se recibe por el carácter de la ordenación sacerdotal. Cristo realiza
ahora su sacrificio «por el ministerio de los sacerdotes» (Dz 940 [17431), y,
viceversa, el sacerdote actúa «in persona Christi» (Dz 698 [1321]; Vaticano
zr, Const. De Ecclesia, u 10, iii 28). El carácter bautismal y (en máyor
medida) el de la confirmación capacitan para la correalización activa del
sacrificio en la oblación, acción de gracias y comunión. Según el concilio
Vaticano ii (Const. De Liturgia, u 48) también los fieles ofrecen la víctima
inmaculada, no sólo a través del sacerdote, sino, además, juntamente con él,
y se ofrecen a sí mismos (Const. De Ecclesia, ii 10.11). La comunidad
celebrante no sólo recibe el fruto de la redención bajo la forma de comida,
sino que también realiza activamente la acción redentora, ratifica a posteriori
para sí el sacrificio que previamente consumó Cristo sin la colaboración de la
comunidad, reconoce este sacrificio hecho no sólo en bien suyo, sino también
en su lugar. A través del símbolo de la comida, por la oblación, consagración y
recepción de los dones del banquete, se apropia y hace visible y fructífero ese
sacrificio. Pero con ello no añade ningún valor nuevo a la obra de Jesús. Su
mérito consiste en aprehender los méritos de Jesús como único camino de
salvación. Su verdadero sacrificio no es un intento de salvación por sí misma,
ni una repetición del sacrificio de la cruz, sino una manifestación visible, una
apropiación hic et nunc de éste. Según esto, donde la Iglesia realiza más
profundamente su esencia es en la eucaristía.

Ahora bien, para que los cristianos actualicen el único sacrificio de Jesús, no
sólo se requiere que su ser quede esencialmente configurado por la persona
salvadora de Cristo (en el banquete sacramental), sino también que su
actuación esté acuñada por la acción salvífica de Jesucristo. Esto último
acontece por el hecho de que ellos por principio celebran la e. como
anamnesis de esta obra de redención. Anamnesis significa aquí no sólo la
presencia subjetiva en la conciencia del celebrante que recuerda, sino también
la actualización objetiva, el estar de lo recordado en la obra y la palabra
cultuales. La anamnesis es además, no una mera parte limitada en el
transcurso de la misa, sino un rasgo esencial y fundamental que la domina
toda desde el principio hasta el final. Y en algunos lugares concretos
(principalmente en el unde et memores) se hace más explícito ese rasgo
general y se reflexiona sobre él. Como anamnesis, la celebración eucarística
es la presencia actual de la acción del sacrificio de Cristo, la cual empezó con
la encarnación y llegó a su culminación en la cruz, en la muerte y en la
glorificación de Jesús. Dicha presencia brilla ya en la forma cultual de la
ofrenda de los dones, en los que la Iglesia se consacrifica a sí misma, y es
invocada sobre las ofrendas y hacia su interior en las palabras de acción de
gracias, particularmente en el relato de la institución, que como forma del
sacramento es un constitutivo esencial. En él, el sacerdote habla sobre los
dones en el estilo directo de Jesús. Así, haciendo las veces de la persona de
Cristo, el sacerdote se muestra como único representante pleno de la persona
de Jesús, y sólo por sus palabras, penetradas por la fuerza de Cristo, la
ofrenda sacrificial de la Iglesia se hace idéntica con el don del sacrificio de
Cristo, que es él mismo como hombre. Y la acción sacrificial de la Iglesia se
muestra irrevocablemente una con el sacrificio de Jesús. La doble
consagración, bien entendida como disposición total y soberana de Jesús
sobre su cuerpo y su sangre, o bien, según Mc 14, 24, como separación de los
dos elementos vitales, simboliza y actualiza en todo caso la muerte de Cristo,
en cuanto hace presente a Jesús como víctima. La presencia actual del
sacrificio de Cristo se objetiva en la presencia real somática de su persona
como víctima (objeto del sacrificio) y está anclada en ella; pero la presencia
real se realiza en el horizonte y como momento de la acción sacrificial. Este
hecho, importante para la estructura fundamental de la e., se muestra todavía
en lo siguiente: al sacrificio pertenece esencialmente su aceptación por Dios;
el sacrificio real es el aceptado por Dios. Dios acepta el sacrificio de la Iglesia
porque es la presencia actual del sacrificio de Cristo. Ahora bien, del mismo
modo que Dios aceptó la víctima de la cruz y, como signo de esto, en la
resurrección llenó su cuerpo con nueva vida, así también acepta la ofrenda de
la Iglesia, idéntica con la del sacrificio de Cristo, y la llena de su vida, la
convierte en la persona corporal de Jesús. La conversión afecta a la
«substancia», que aquí significa el metaempírico, auténtico y último núcleo
esencial de las unidades de sentido que el hombre llama pan y vino. Este
núcleo es transformado y pasa a ser la esencia de la persona corporal de
Jesús. Pero permanece la imagen empírica (las especies) de los alimentos, la
cual muestra la presencia corporal de Cristo y su finalidad última, que está en
ser comido, pues a eso tienden los alimentos. La conversión es así
preparación del banquete sacrificial, en el que llega a su consumación el
sacrificio. Pero el don del sacrificio hace las veces del donador, y su
aceptación por Dios significa que en principio él acepta también a quien
sacrifica; y en este orden salvífico dicha aceptación se realiza como
comunicación de Dios mismo a la persona aceptada. En la comunión los
hombres se apropian en la forma más íntima la oblación de Jesús, que así los
lleva hacia el Padre. La presencia real somática de Jesús posibilita el más
profundo encuentro de Cristo con los cristianos, y la comunión, fin último del
símbolo del banquete y acto imprescindible por lo menos del sacerdote,
consuma el sacrificio eucarístico como parte esencial y no sólo integrante (así
Pío XII: DS 3854). Según esto la estructura fundamental de la e. es la
presencia aplicativa de la acción salvífica de Jesús en un banquete sacrificial.

Si preguntamos por los fundamentos internos en virtud de los cuales un hecho


pasado puede hacerse presente, hay que nombrar en primer lugar la esencia
del sujeto que produce ese hecho. Las acciones salvíficas de Jesús, como
actos de la persona eterna del logos, tiene un carácter perenne, son siempre
simultáneas con el tiempo caduco de la tierra. Además, están conservadas de
alguna manera en la humanidad glorificada de Jesús, la cual según Tomás de
Aquino (ST, ni, q. 62 a. 5; q. 64 a. 3) es el instrumentum coniunctum
operante del Glorificado. Las pasadas acciones salvíficas, conservadas en la
persona divina y en la naturaleza humana de Jesús, tienen la capacidad de
adquirir una nueva presencia en el espacio y el tiempo por y en un símbolo
lleno de realidad. En ese símbolo aparece otro ser, que actualiza allí su
esencia y desarrolla el dinamismo de ésta. La auténtica naturaleza del símbolo
en cuanto tal no es su propia realidad física por sí misma, sino la capacidad de
mostrar y hacer presente la realidad originaria que él significa. En virtud de su
potestad autoritativa, Jesús vinculó tan íntimamente la cena a su sacrificio,
que éste desarrolla su esencia y se manifiesta en aquélla.

En el horizonte y como momento de la presencia y aplicación de la acción


sacrificial de Cristo, se produce también la presencia real somática de Jesús
como víctima. El Cristo entero se hace verdadera, real y esencialmente
presente y operante, y por cierto, bajo cada una de las especies y de sus
partes, e incluso después de la misa, mientras se conserven las especies, la
realidad empírica del pan y del vino como alimentos. En virtud de esta
presencia la e. es digna de adoración, pero de una adoración que no puede
olvidar la conexión con el sacrificio de Jesús. La escolástica, que no entendió
los términos cuerpo y sangre en el totalitario sentido bíblico de persona
corporal, sino como partes anatómicamente delimitadas, sirviéndose de la
idea de la concomitancia (al cuerpo pertenece la sangre; ambos implican el
alma; el hombre Jesús incluye la divinidad) aseguró la totalidad de la
presencia de Cristo. La comunión bajo una sola especie se debe a puntos de
vista prácticos; es dogmáticamente legítima, pero litúrgicamente no es la
forma ideal. Desde el concilio iv de Letrán y el de Trento, el dogma de la
presencia real somática de Jesús es expresado mediante el concepto de
«transubstanciación» (conversión substancial), tomado en una acepción más
popular que filosófica. Lo que ahí se afirma dogmática o infaliblemente es, no
una determinada concepción (p. ej. la aristotélica) de la filosofía de la
naturaleza sobre la substancia y su expresión terminológica, sino solamente la
realidad creída de que la verdadera presencia del cuerpo de Jesús bajo las
especies implica un cambio óntico en éstas, de que la esencia metaempírica
de los alimentos consagrados ya no es la que les corresponde como pan y
vino naturales, sino la del cuerpo y sangre de Cristo, que ha transformado la
naturaleza de aquéllos. Cómo deba entenderse esta conversión en términos
de filosofía de la naturaleza, depende de qué haya de entenderse por
substancia física y, en consecuencia, de cómo deban concebirse en relación
con ella las manifestaciones empíricas del pan y del vino (todo eso está sin
esclarecer). Los diversos intentos de interpretación son -> teologúmenos y
tienen la dignidad de éstos, pero no poseen valor de ->dogma.

En consecuencia la e. se presenta como la presencia sacramental y la


aplicación de la acción sacrificial (decisiva para la salvación de todos) que es
Jesús mismo en el banquete sacrificial de la Iglesia instituido por él. La e. es:
el don supremo del Señor; la glorificación inicial de las realidades mundanas;
la inclusión del cuerpo en la gloria de la redención; el vínculo de la más íntima
unidad de los hombres con Dios y entre ellos; un principio decisivo de la
catolicidad temporal y espacial de la Iglesia, y la más profunda realización de
su esencia.

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Johannes Betz

EVANGELIOS, CRÍTICA DE LOS


Todo estudio científico de la -> Escritura (del contenido, de la forma, de las
fuentes) se ve confrontado con el hecho de que la Biblia ante todo quiere ser
un testimonio de fe para creyentes, o sea, la función kerygmática de sus
enunciados tiene la primacía sobre el afán de objetividad «histórica». Como
en los siglos xviii y xix el horizonte de la problémática era distinto de éste, en
ese tiempo se hicieron una y otra vez intentos de escribir biografías del Jesús
histórico, que generalmente fue visto a la luz de la filosofía coetánea
(ilustración, idealismo, romanticismo, optimismo cultural y crítica de la
cultura, etcétera); en consecuencia, los testimonios de las fuentes que no
coincidían con la tendencia fundamental de la concepción respectiva, fueron
interpretados con cierta arbitrariedad o explicados como un complemento
mítico (Reimarus, Lessing, Reinhard, Herder, Paulus, Schleiermacher, Strauss,
Renan, etc.). El balance de estos esfuerzos lo hizo A. Schweitzer, con su
Geschichte der Leben-Jesu-Forschung, T 1906 (Historia de la investigación de
la vida de Jesús). La ocupación con las fuentes de los -» sinópticos y el
Evangelio de -> Juan, con la historia de la redacción y de las -> formas, con
el problema de la -> desmitización (-> interpretación existencial) y la ->
hermenéutica bíblica, tuvo como consecuencia que disminuyeran los escritos
relativos a la investigación de la vida de -> Jesús. Pues, en efecto, la ->
exégesis histórica y crítica condujo al conocimiento de que los Evangelios no
son fuentes históricas, en el sentido de que ellos no se preocupan
primordialmente por la fidelidad histórica o por componer una biografía a la
manera moderna, sino que primariamente son signos de una reflexión
teológica, que resalta lo esencial de la profesión de fe en Jesucristo y en la
significación de su obra, sobre todo de su cruz y resurrección, para la
respectiva situación de la comunidad, en la que el Cristo glorificado está
presente «con su voluntad, su fuerza y su palabra» (G. BoRNKAMM, Jesus von
Nazaret [T 1956] p. 14). Esta «tendencia a actualizar» la persona y el
mensaje de Jesús en la fe y teología de la Iglesia primitiva y sus testimonios,
dificulta el acceso al Jesús histórico, aunque no lo hace imposible y, sobre
todo, no cierra el camino hacia su mensaje, que está presente en el -
>kerygma de los Evangelios.

La c. de los E. comenzó su trabajo con los sinópticos, pues éstos, a causa de


su dependencia literaria entre sí, plantean aproximadamente los mismos
problemas (historia de las formas y de la redacción, etc., y sobre todo el
problema del Jesús histórico), mientras que el Evangelio de --> Juan es con
toda evidencia testimonio de una posterior reflexión teológica autónoma.

I. Crítica textual
Los Evangelios han llegado a nosotros en más de 12 000 copias manuscritas -
anteriores a la invención de la imprenta - totales o parciales, en lengua
original o en versiones antiguas (cf. versiones de la -> Biblia, G). El cotejo de
estos códices entre sí y con las innumerables citas contenidas en las obras de
los antiguos escritores cristianos, ha descubierto un texto fielmente
transmitido, que es sometido a una constante comprobación nueva en las
actuales ediciones críticas.

II. Crítica literaria

La crítica literaria investiga el autor, el lenguaje, el estilo, la redacción, la


tendencia teológica y los destinatarios de los Evangelios, así como la «función
en la vida» de la comunidad de determinadas unidades literarias, entre otros
puntos. Estudia además la dependencia mutua y los influjos literarios
provenientes de fuera (->géneros literarios). Se ha puesto de manifiesto que
los modelos para la manera de exposición de los Evangelios han de buscarse
preferentemente en los libros sagrados del AT, en los escritos rabínicos y en la
anterior literatura hebrea extrabíblica. Estos contactos literarios se descubren
sobre todo en la formulación de la catequesis oral, previa a la consignación
por escrito; sin duda alguna los sinópticos dependen en gran parte de ella (cf.
historia de las ->formas).

III. Crítica histórica

Pero el problema fundamental de los Evangelios es el que aborda la crítica


histórica. ¿En qué medida los Evangelios, en los que está reflejada la fe de la
comunidad cristiana del primer siglo, nos dan la imagen exacta del Cristo
histórico? ¿Qué papel pudo desempeñar la fe de los evangelistas o de los
autores de la catequesis primitiva en una posible idealización del Cristo
histórico (kerygma)? En orden a la solución de esta pregunta hemos de
anteponer la siguiente reflexión.

Para el creyente es incuestionable la inerrancia de los libros inspirados por


Dios y, por tanto, de los Evangelios. Pero la inerrancia bíblica consiste, no en
la conformidad exacta de las palabras textuales con la realidad objetiva, sino
en la perfecta adecuación entre lo que el autor intenta decir y esa misma
realidad. La intención subjetiva del autor inspirado es la que en virtud de la
inerrancia debe estar de acuerdo con la realidad. Por ello no se pueden
confundir la inerrancia y la historicidad. Si el autor no pretendió escribir
historia o sólo pretendió escribirla en medida muy limitada, en virtud de la
inerrancia no se le puede exigir historicidad, y menos todavía una historicidad
total. Toda la Biblia está exenta de error, pero no toda ella es histórica. No
caben grados en la inerrancia, que se mide por la intención y exige que ésta
responda a la realidad; pero sí en la historicidad, que puede ser - sin mengua
de la inerrancia - mayor, menor o nula, según la intención del hagiógrafo. Los
Evangelios, como libros inspirados, son en todo verdad y no pueden contener
error. Pero el ámbito y el grado de su historicidad objetiva dependen de la
intención de sus autores, y ésta se descubre a través y en función del género
literario que emplearon. El cometido, pues, de la crítica histórica, aplicada a
los Evangelios, consiste en averiguar el grado de esa intención de historicidad
objetiva en sus autores.
Para ello conviene tener en cuenta el doble estadio o estrato redaccional de
los Evangelios, según la instrucción de la p.c. bíblica de 21 de abril de 1964
(AAS 56 [1964] 712-718): el de la composición escrita a cargo de los
evangelistas, y el de la previa catequesis oral apostólica que éstos recogen.

1. En la actividad de los evangelistas hay que distinguir un doble aspecto: el


empleo respetuoso de la catequesis anterior; y la ordenación y explicación de
los hechos conforme a la finalidad especial que cada uno se propone, teniendo
en cuenta las circunstancias del momento al que va destinada su predicación
escrita. La mayoría de los materiales que los evangelistas sinópticos emplean
habían adquirido ya una forma redaccional estereotipada por obra de la
catequesis oral. Ellos la respetan. Recuérdese el testimonio de Papías a
propósito de Marcos: «Marcos, intérprete de Pedro, escribió con diligencia las
cosas que recordaba. Pero no por el orden con que fueron dichas y hechas por
el Señor. Él no había oído al Señor ni le había seguido, sino que, más tarde -
como dije - estuvo con Pedro, quien predicaba el Evangelio según las
exigencias de sus oyentes, sin propósito de referir con orden los dichos y
hechos del Señor. Marcos no erró al reproducir algunas cosas como las
recordaba. Su plan fue no omitir nada de lo que había oído, ni, menos
todavía, falsearlo» (citado por Eusebio, Hist. Eccl., 3, 39; MG 20, 300). La
preocupación histórica de los sinópticos fue la de reproducir exactamente la
catequesis o, en todo caso, los testimonios «de los que, desde el principio,
fueron testigos oculares y ministros de la palabra» (Lc 1, 2). Y así sus relatos
descubren filológicamente un fuerte sustrato semítico, anterior a la difusión
del cristianismo por el mundo helénico. La vida social, las costumbres
religiosas y las corrientes del pensamiento allí subyacentes, pertenecen a un
período anterior a los profundos cambios introducidos en Palestina por el
desastre del año 70. La comparación con los escritos paulinos (-->Pablo,
cartas de) pone de manifiesto el carácter arcaico de la catequesis recogida en
los Evangelios, que presenta a Jesús en un ambiente todavía lejano de las
instituciones eclesiásticas y de la sistemática preocupación doctrinal, las
cuales aparecen ya desarrolladas en las cartas del apóstol. Todo esto
garantiza la fidelidad histórica de los evangelistas a la anterior catequesis oral,
y refuta la hipótesis de una idealización llevada a cabo por los mismos
evangelistas, o en el estadio inmediatamente anterior a la fijación escrita.

2. ¿Y qué decir de la anterior catequesis oral, en la que ya se percibe una


clara labor redaccional? Ante todo no tenemos ningún motivo para negar que
los configuradores de esta tradición estuvieran bien informados. Sin embargo,
la finalidad parenética de la predicación oral, que evidentemente partió de
hechos históricos, nos prohíbe atribuir sin más a esta catequesis la intención
de una estricta objetividad histórica. La catequesis se preocupaba más por la
verdad contenida en los hechos fundamentales de la fe cristiana,
particularmente en la cruz y la resurrección, bajo cuya luz se vieron y
ordenaron en forma nueva las palabras y acciones de Jesús, que por una
exacta reconstrucción histórica de su persona y obra. Papías, en el texto antes
citado, advierte que «Pedro predicaba el Evangelio según las exigencias de
sus oyentes, sin propósito de referir con orden los dichos y hechos del Señor».
Y estos oyentes se interesaban sobre todo por el hecho de la --> resurrección,
que significaba para ellos la única salvación. También la dependencia de
modelos literarios semíticos, sobre todo del AT, muestra cuán dudoso resulta
que los Evangelios sean «historia objetiva» en el sentido actual.
Recuérdese, p. ej., la tendencia del AT a «escenificar» pruebas internas o
revelaciones divinas, haciéndolas así «espaciales» y «palpables». Así, ciertas
narraciones de los Evangelios - como, p. ej., las tentaciones de Cristo o el
anuncio de los ángeles en la historia de Lucas sobre la infancia- aparecen bajo
una nueva luz. Sin embargo, la negación de la historicidad substancial de
estos hechos equivaldría a llevar las conclusiones más allá del alcance de las
premisas. Pero quien tomara al pie de la letra estos relatos, sin tener en
cuenta el género literario en que fueron redactados - con evidente influencia
midrásica -, como decía la pontificia comisión bíblica a propósito de los 11
primeros capítulos del Génesis, aplicaría indebidamente las normas de un
género literario bajo el cual no pueden ser clasificados» (carta al cardenal
Suhard de 16 de enero de 1948: AAS 40 [19481 47). En consecuencia, la
aplicación de la crítica histórica a los Evangelios no sólo es legítima, sino
también necesaria. Pero únicamente tiene sentido si no pone a priori en tela
de juicio la fe en que se fundamentan los escritos del NT, ni pretende
demostrar a la fuerza una estricta historicidad objetiva en todos los casos;
pues los Evangelios son un relato creyente y un kerygma actualizado, en el
que ya la primitiva Iglesia se entiende como intérprete de la salvación. La
tarea de la crítica consiste más bien en buscar la «historia de Jesús» como
fundamento de la verdad en medio del esfuerzo kerygmático de los
evangelistas; pues esa verdad es lo que ellos quisieron proclamar realmente.
Y consiste además en traducir a nuestra moderna visión de la historia la
imagen del Jesús histórico que los Evangelios presentaron según los cánones
literarios de su tiempo. Para esta tarea la exégesis tiene necesidad de libertad
en la investigación científica (cf. Divino afflante Spiritu: AAS 35 [19431 321),
aun cuando sus tesis a veces acarreen dificultades para el dogma y la fe (las
cuales, sin embargo, con frecuencia se resuelven rápidamente si se tiene en
cuenta el fin hipotético y heurístico de muchas de esas tesis). En último
término, tales dificultades exigen simplemente que se aborde de nuevo el
problema de la relación entre exégesis y dogmática, que hasta ahora no ha
sido resuelto definitivamente (->Escritura 111). Véase también --
>hermenéutica bíblica, ->desmitización, -> teología bíblica.

BIBLIOGRAFIA: A. Schweitzer, Geschichte der Leben-Jesu-Forschung (1906, T


61951); K. L. Schmidt, Der Rahmen der Geschichte Jesu (B 1919); M.
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Die Geschichte der synoptischen Tradition (1921, Gü 61964); idem, Jesus
(1926, T 21951 varias reimpresiones); M. Dibelius, Die Botschaft von Jesus
Christus. Die alte Überlieferung der Gemeinde in Geschichten, Sprüchen and
Reden (1935, T41961); idem, Jesus (1939, B 21949); F. Büchsel, Die
Hauptprobleme der Synoptikerkritik (Gil 1939); J. Michl, Die Evangelien,
Geschichte oder Legende? (Rb 1940); R. Bultmann, Das Evangelium des
Johannes (1941, GS 101964); J. Hoffmann, Les Vies de Jesus et le Jesus de
1'histoire (P 1947); E. Kásemann, Das Problem des bistorischen Jesus: ZThK
51 (1954) 125-153 = Exegetische Versuche and Besinnungen I (Gó 31964)
187-214; B. Welte, Vom historischen Zeugnis zum christlichen Glauben: ThQ
134 (1934) 1-18; N. A. Dah1, Der historische Jesus als
geschichtswissenschaftliches and theologisches Problem: KuD 1(1955)104-
132; E. Heitsch, Die Aporie des historischen Jesus als Problem theologischer
Hermeneutik: ZThK 53 (1956) 192-210; F. Lieb, Die Geschichte Jesu Christi in
Kerygma and Historie: Antwort (homenaje a K. Barth) (Zollikon-Z 1956) 582-
595; G. Bornkamm, Jesus von Nazareth (St 1956 varias reimpresiones); W.
Marxsen, Der Evangelist Markus (Gó 21959); P. Althaus, Der gegenwSrtige
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Matthiae (dir.), Der historische Jesus and der kerygmatische Christus (B
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Das Problem des historischen Jesus (St 1960); R. Bultmann, Das Verholtnis
der urchristlichen Christusbotschaft zum historischen Jesus (He¡ 1961); G.
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31962); F. Mufner, Der historische Jesus and der Christus des Glaubens:
Exegese and Dogmatik (Mz 1962) 153-188; Der historische Jesus and der
Christus unseres Glaubens, bajo la dir. de K. Schubert (W-Fr-Bas 1962); E.
Fuchs, Hermeneutik (Cannstatt 31963); A. Vogtle, Génesis y naturaleza de los
Evangelios: Discusión sobre la Biblia (Herder Ba 1967); ídem, Die historische
and theologische Tragweite der heutigen Evangelienforschung: ZKTh 86
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Instruktion der Papstlichen Bibelkommission vom 21. 4. 1964: StdZ 89 (1964)
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and Verstehen IV (T 1965) 1-41; E. Fuchs, Zur Frage nach dem historischen
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Kommentar zar Instruktion der Papstlichen Bibelkommission vom 21. 4. 1964:
ThPQ 113 (1965) 57-79; J. Leal. El valor histórico de los Evangelios (Granada
31956); J. Valverde-J. R. Díaz, Evangelios. Las buenas noticias del Reino de
Dios (Ma 1960); D. Yubero Galindo, Dimensión teológica y estructura literaria
del Evangelio de san Mateo: Lumen 14 (1965) 97-116; W. Trilling, Jesús y los
problemas de su historicidad (Herder Ba 1970);

Salvador Muñoz Iglesias

EVOLUCIÓN, EVOLUCIONISMO

I. Ciencias naturales

Por e. (filogenética) entiende la biología el colosal y largo proceso que, sin


romper la continuidad del torrente vital, en el transcurso de las edades de la
tierra, a través de las generaciones, fue desembocando en formaciones
orgánicas siempre nuevas y diversificadas. E. significa, por tanto,
transformación de las formas vivas en el transcurso del tiempo. En este
sentido la cuestión del origen de la vida o de la primera célula orgánica
aparece como problema especial, que se tratará por tanto separadamente (->
vida). Si se puede comprobar cierta evolución, entonces pertenece a las
propiedades de lo orgánico, no sólo una capacidad inmanente de configuración
y crecimiento, que en la evolución individual da lugar al desarrollo y
maduración del germen hasta llegar a la forma final, sumamente complicada,
sino también y por encima de esto una capacidad inmanente de e. a través de
las generaciones hacia formas organizadas cada vez más complejas, durante
las etapas de millones de años de la historia de los organismos.
Para razonar esta concepción la biología se basa en tres hechos
fundamentales: La -->vida sólo procede de lo vivo; los seres emparentados
por consanguinidad muestran una semejanza esencial (homología) en sus
características fundamentales; el fenotipo y el genotipo de animales y plantas
se transforman mediante modificaciones hereditarias (mutaciones). A esto se
añaden pruebas indirectas: los indicios morfológicos, embriológicos,
fisiológicos, geográficos y cronológicos, que se entrelazan y se completan, y
quedan confirmados por los fósiles, por lo cual revisten una importancia
considerable. Las formas orgánicas aparecen por primera vez de manera
verdaderamente repentina en el cámbrico (que comenzó hace unos 600
millones de años), y por cierto con gran abundancia de los más diversos
animales invertebrados, ya altamente organizados, que no es posible derivar
de formas más antiguas, pues el precámbrico carece prácticamente de fósiles.
De todos los estratos sucesivos de la tierra se ha conservado una
indescriptible riqueza de organismos fósiles. Esto pone de manifiesto el
fenómeno del enorme e invencible poder formador de la substancia viva, que
ha estado sujeta a un transcurso temporal, a un devenir y desarrollo, a un
cambio y transformación, a una aparición y desaparición de increíbles
proporciones.

La e. de los seres vivos que aparece en los restos fósiles se presenta con las
siguientes características.

1. Aparece como un proceso periódico. Especies enteras, a veces tras un


período más o menos largo de preparación, de pronto entran en una fase
«explosiva», en la que su plan estructural básico se ramifica con
extraordinaria velocidad evolutiva en numerosos tipos de organización, como,
por. ej., los mamíferos, que desde el terciario antiguo presentan nada menos
que 25 órdenes sistemáticos con 206 familias, atestiguadas por fósiles. Se
actualizan las posibilidades de diferentes formas de vida contenidas en el plan
estructural (carnívoros, herbívoros, insectívoros; o corredores, saltadores,
trepadores, cavadores, quirópteros y nadadores). En el período siguiente,
mucho más extenso, de transformación pacífica y lenta en pequeños pasos
evolutivos hacia una creciente especialización, frecuentemente unida a un
aumento de magnitud del cuerpo y de los órganos, sólo se llega ya a una
diversificación en gran cantidad de géneros y especies. Al final de esta
evolución filogenética se produce por lo regular un marcado encogimiento, o
incluso extinción, de las series formadas. Independientemente de estas
irradiaciones y estos períodos de florecimiento, cuyo momento temporal es
diverso según los grupos zoológicos, en ciertas épocas de transición de un
período geológico al otro aparecen cambios radicales en la fauna y en la flora.
Entonces desaparece gran parte de los grupos de animales terrestres y
acuáticos, pertenecientes a las clases más variadas y extendidos por el mundo
entero, mientras que otros quedan reducidos a pocos restos, otros sobreviven
al tiempo crítico sin alteración, y otros finalmente aparecen por primera vez o
comienzan su período de florecimiento. El desarrollo filogenético no se
produce por tanto en forma constante y homogénea, sino de manera diversa
en cada grupo de organismos, según su capacidad, curso y rapidez de
evolución.

2. La e. de los seres vivos aparece como un proceso discontinuo, no porque se


interrumpa el torrente vital, sino en el sentido de que los grupos sistemáticos
superiores se presentan a manera de saltos. Los 25 órdenes mencionados de
mamíferos superiores comienzan sin precedentes en el terciario antiguo. En su
origen les precede un espacio vacío. Ciertamente los tipos de organización
convergen al acercarnos a la forma hipotética de los prototipos, pero en
ningún caso tenemos noticia de una confluencia o de una transición. Es
universal el fenómeno de la ausencia de auténticas formas continuas de
transición que sirvan de eslabones ininterrumpidos en la serie de fósiles. Es
decir, esa ausencia está comprobada sin excepción en cuanto a los grupos
mayores de animales y plantas (p. ej., en los reptiles, en los mamíferos del
mesozoico y del terciario antiguo, en las fanerógamas, etc.). A este fenómeno
se le dan explicaciones muy diversas.

3. Otra característica de la e. de los seres vivos es su desarrollo en una


determinada dirección, aunque no en un sentido rigurosamente rectilíneo, sino
con cierto margen de dispersión, propio de los vivientes. Es conocida p. ej., la
serie equina, que comenzando por el eohippus del terciario antiguo, con el
tamaño aproximado de una zorra, y pasando por el orohippus, el epihippus, el
mesohippus, miohippus, el parahippus, el meryhippus y el pliohippus, llega
hasta el caballo actual. En esta e., junto con el progresivo aumento de
tamaño se produce una continua transformación de la dentadura, desde los
folívoros, con dientes de corona baja y pocos pliegues de esmalte, hasta los
herbívoros, con dientes de corona alta y rica en pliegues; o también, desde el
pie tetradáctilo con pulpejos, hasta el monodáctilo con pezuña y mecanismos
de salto; desde el encéfalo propio del reptil, hasta el cerebro voluminoso, con
surcos y circunvoluciones, que cubre las demás partes d el encéfalo. Tales
tendencias aparecen casi siempre iguales en grupos enteros de ramas
evolutivas paralelas y autónomas (evoluciones paralelas); y pueden repetirse
de un modo semejante (iteraciones) varias veces y en diversos períodos de
tiempo. Es el caso, p. ej., de la transformación de la concha en las amonitas.
Estos procesos conducen a veces a magnitudes corpóreas muy grandes, a
órganos muy desarrollados, a las llamadas «superespecializaciones». Como la
e. filogenética se ha demostrado irreversible (hacia el punto de partida), con
la superespecialización se estrecha progresivamente el campo evolutivo o la
posibilidad de nuevas formaciones, de suerte que al fin ya no pueden
formarse nuevos modelos y estructuras, o sólo pueden formarse
indirectamente, a base de rodeos. No se sabe si en el fondo de estos procesos
en una dirección se oculta además un envejecimiento de los troncos de
organismos, que conduce a la degeneración y extinción.

4. Un cuarto rasgo de la e. de los seres vivos es su proceso constructivo. Por


él se forman, se conservan, se combinan y se integran estructuras orgánicas,
que siguen desarrollándose o vuelven a desaparecer. Esta formación de
estructuras se realizó no sólo en una serie o en unas pocas series paralelas,
sino en innumerables líneas de la más variada organización y en todo nivel
sistemático, creándose así la enorme multitud de formas en las que está
representado el reino animal y vegetal del pasado y del presente. A través de
un constantemente repetido formarse y ramificarse ulteriormente por parte de
las líneas de descendencia, para lograr configuraciones siempre nuevas y
específicamente distintas, se produjo de todas las maneras concebibles una
multiformidad tal de lo orgánico, que en cierto modo se agotaron las
posibilidades de obtener formas nuevas. Sin embargo, dentro de este
conjunto abigarrado reina un orden - como lo demuestra el «sistema natural»
de las plantas y animales - y una gradual varíedad o una estructura
jerárquica. Y así no sólo nos encontramos con que se producen grupos
orgánicos superiores e inferiores (evolucionados y primitivos), sino también
con el hecho de que las unidades más pequeñas pueden recapitularse en otras
mayores, como las especies en géneros, los géneros en familias, las familias
en órdenes, etc. Esto es una prueba de que en la historia de los organismos
se han dado diversificaciones y perfeccionamientos, bien dentro de un mismo
plan estructural, o bien yendo más allá de los respectivos grados de
organización (base del plan estructural), en sentido de una mayor
organización; y así se pasó desde el nivel de organización de los peces
acorazados sin maxilares (agnatos), a través de los de maxilar inferior
articulado (placodermos), de los peces propiamente dichos, anfibios y reptiles,
hasta las aves de sangre caliente y los mamíferos. Pero este importantísimo
fenómeno del «ascenso biológico» (e. ascendente, anagénesis) no se halla
universalmente en todas las ramas de organismos. En los vertebrados ese
fenómeno se caracteriza por una mayor diferenciación e integración
(totalidad) y por una mayor independencia del medio ambiente y autonomía
individual (subsistencia). Esta independencia se manifiesta principalmente en
la construcción del sistema nervioso, y sobre todo del cerebro, a la que va
unida una intensificación de la interioridad animal y un mayor
desenvolvimiento de lo psíquico o de la conciencia. El «ascenso biológico» de
un organismo es tanto más elevado cuanto mayor es su totalidad y
subsistencia, es decir, cuanto más realizado está su ser individual. El grado
supremo lo ocupa el --+ hombre, el cual por razón de su conciencia del yo, es
decir, por razón de su condición espiritual y de su libertad, no es sólo
individuo, sino también --> persona.

No se ha esclarecido todavía cuál sea la -> causalidad latente en las formas


descritas del proceso evolutivo. Los períodos de florecimiento y extinción de
grupos de organismos, la aparición de fases «explosivas» y de épocas de e.
pausada, los cambios en la fauna y la flora, el «vacío en el origen» de donde
nacen los grupos mayores de organismos, la evolución en una misma
dirección con series paralelas, la pluralidad ordenada jerárquicamente y el
«ascenso biológico», plantean otros tantos problemas o preguntas abiertas
que aguardan respuesta. El reino orgánico de nuestros días no nos ofrece
ningún caso de grandes transformaciones, ni siquiera una cantidad
considerable de pequeños cambios como resultados de la selección o del
aislamiento. En todo caso no son tales que con ellos podamos penetrar en las
causas del fenómeno de las transformaciones filogenéticas, o de la creación
de planes de organización o de órganos y sistemas de órganos muy complejos
(coorganizaciones) y de otras asombrosas y felices «innovaciones». Una
extensión y aplicación (extrapolación) de los resultados experimentales
(especialmente de la genética), que de suyo sólo son válidos en el campo
intraespecífico, a los enormes cambios evolutivos más allá de la especie, tiene
solamente el carácter de una hipótesis de trabajo, como lo tiene también la
suposición de profundas transformaciones bruscas de los tipos de estructura
hereditaria. El gran número de hipótesis, su frecuente contradición y su rápido
cambio, son una prueba de la insuficiencia de todas las explicaciones causales
propuestas hasta ahora. Tales hipótesis son tan sólo intentos de respuesta a
una gran cuestión todavía pendiente. Las representaciones del «árbol
genealógico» de animales y plantas, que vuelven a diseñarse una y otra vez,
no ofrecen ningún resultado definitivo, sino, únicamente, una imagen
provisional, es decir, sirven para dar una idea gráfica de las comprobadas o
supuestas interrelaciones entre grupos de organismos en el actual estado de
investigación de las ciencias naturales; y, por tanto, en virtud de nuevos
hallazgos pueden experimentar una modificación en cualquier momento. Así,
el clásico «árbol genealógico» de los organismos, cuyo «tronco» único y
común debería desarrollarse cada vez más, «ramificándose» a la vez
lateralmente, ha experimentado con el tiempo una profunda modificación,
descomponiéndose en nuevas series de troncos principales paralelos. Éstos,
según parece, se hallan ya yuxtapuestos con su estructura claramente distinta
en los estratos más antiguos, todavía con fósiles, del cámbrico y del
ordoviciense; y desde entonces experimentan una e. autónoma dentro del
marco de su propia estructura fundamental, que mantienen en forma
extraordinariamente conservadora. Las clases actuales de peces, anfibios y
reptiles se presentan simplemente como estadios de organización que cada
tronco autónomo ha recorrido (polifiléticamente) en todo o en parte. Pero
también la nueva forma del «árbol genealógico» de los organismos pone en
evidencia que la historia de los organismos está marcada por una evolución.

Según lo expuesto está justificado el e. biológico. Éste nos permite tener una
visión de conjunto de bastantes hechos diversos entre sí, cuya interpretación
unitaria queda con él facilitada. Sin embargo, con su aplicación al mundo
esencialmente distinto de lo humano, que implica fenómenos históricos,
culturales, políticos, éticos y religiosos, lleva demasiado lejos la idea de la e. y
se abandona el ámbito de la competencia biológica, pues se busca en la mera
e. biológica y en sus leyes el principio suficiente de explicación, eliminando la
estructura ontológicamente diversa de la realidad, con sus diferencias
esenciales.

BIBLIOGRAFIA: Ch. R. Darwin, On the Origin of Species by Means of Natural


Selection (Lo 1859), tr. cast.: El origen de las especies (E Ibéricas Ma); B.
Rensch, Neuere Probleme der Abstammungslehre (St 21954); A. Portmann,
Vom Ursprung des Menschen (Bas41958); C. F. v. Weizsácker, Die Geschichte
der Natur (GS 1958); G. Heberer, Die E. der Organismen (St 21959); A. Haas,
Das stammesgeschichtliche Werden der Organismen and des Menschen (Fr
1959); K. Mampell, Die Entwicklung der lebenden Welt aus der Sicht der
modernen Abstammungs- and Vererbungslehre (Mn 1962); O. Semmelroth, El
mundo como creación (Fax Ma 1965); P. Overhage, Die E. des Lebendigen.
Das Phanomen (Fr 1963); ídem, Die E. des Lebendigen. Die Kausalitát (Fr
1965); R. J. Nogar, La evolución y la filosofía cristiana (Herder Ba 1967).

Paul Overhage

II. Aspecto teológico

1. La unidad del mundo del espíritu y de la materia

La reflexión filosófica y teológica presupone que las ciencias naturales


garantizan el hecho de la e. En efecto, con medios teológicos o filosóficos no
se puede ni demostrarla ni rechazarla como imposible.

a) Para la filosofía y la teología cristianas son verdades ciertas: 1.0, que todo
ente creado, por razón de su finitud, es un ente en devenir y sujeto a
modificaciones, y 2 .0, que en la unidad del mundo el ente todo está ordenado
al único fin del perfeccionamiento último. Por consiguiente, el concepto de e.
es utilizable para definir en general lo más característico de toda la realidad
distinta de Dios que se halla en el horizonte de nuestra experiencia. Aunque
este concepto admite una pluralidad de sentidos tan amplia y analógica como
el concepto de devenir, sin embargo, frente a éste tiene la ventaja de resaltar
más la orientación del hacerse de todos los entes hacia una meta.

b) Pero como en el mundo «evolutivo» sujeto al devenir hay diferencias


esenciales entre los diversos entes, la e. de estos entes diferentes en esencia
es también esencialmente diversa. La historia de la -> naturaleza, la del -
>espíritu, la de la -->persona y de la ->comunidad humana, o la historia de la
-> salvación, presentan «evoluciones» diferentes en su esencia. Sería
asimismo un evolucionismo filosófica y teológicamente erróneo el que juzgara
que las categorías de la e. biológica se pueden transponer y aplicar
unívocamente a la e. del hombre en cuanto tal y a la historia propiamente
dicha, interpretando y explicando lo histórico mediante las categorías tomadas
de la e. biológica. Filosófica y teológicamente ha de rechazarse y condenarse
objetivamente como herejía un evolucionismo que: 1.0, no permanece dentro
de los límites metódicos de las ciencias naturales, sino que, haciendo una
extrapolación, lanza una afirmación apodíctica sobre el todo de la realidad; 2°,
sostiene que no hay diferencias esenciales en el mundo de la experiencia y
que el -->hombre como tal es un «producto» de los seres prehumanos, en el
sentido de que él no procede de una acción creadora de Dios cuyo término es
un ente singular y, por tanto, no tiene una espiritual y libre relación inmediata
a Dios, que lo distingue esencialmente de todos los demás entes de su
contorno empírico, sino que su entidad y sentido se agota con ser un
momento de la esfera física y biológica; y afirma además que no hay ningún
cambio evolutivo que deba posibilitarse por el dinamismo de la causalidad
transcendente, el cual está inserto en el mundo. La prueba filosófica y
teológica de la falsedad de un evolucionismo así entendido se ofrecerá en
parte aquí y en parte en los artículos -> antropología, -> hombre, -> alma.

c) La imposibilidad de reducir los seres vivos que están por debajo del hombre
a lo meramente material en sentido de b), podrá ser una tesis legítima y
evidente de la filosofía de la -> naturaleza, y la presuponemos sin reparo en
las páginas que siguen; pero no es un aserto estrictamente teológico la
afirmación de que existe una diferencia ontológica esencial entre el mundo
puramente físico y la biosfera.

d) Una vez presupuesto esto clara e inequívocamente, es sin embargo


legítimo hablar, con las debidas precauciones, de una e. del único mundo. La
materia y el espíritu finito tienen una mutua referencia interna, aunque
diversa en sí y en los distintos grados del ser. Ambos proceden de la acción
creadora del único Dios; la -> materia no tiene sentido sino en un mundo en
que hay -> espíritu personal; por lo menos en el hombre, ella es condición de
la posibilidad de realización del espíritu y lugar de la historia personal y del
estar con otros; materia y espíritu tienen - cada uno a su manera - como
único fin la realización del reino de Dios. Tampoco a los --> ángeles es
necesario concebirlos como seres que por razón de su naturaleza no tengan la
menor relación con el mundo material, aunque ellos carezcan de «cuerpo». La
«historia» de la materia debe ser por tanto la «historia» de la posibilidad del
espíritu, y en la encarnación del Verbo y la transformación del mundo por la -
> resurrección de la carne (ambas cosas están relacionadas) alcanza su punto
culminante, mediante la consumación del espíritu creado en Dios (-->visión
de Dios, fin del -> hombre).

e) La unidad del mundo del espíritu y de la materia, en cuanto unidad de una


historia, puede concebirse como e., es decir, como desarrollo desde dentro
hacia algo esencialmente superior, si el «devenir» (en el sentido pleno del
término) se entiende como «autotranscendencia» de un ser. Esto es posible.
En efecto, lo que se llama conservación y cooperación de Dios en el ser y en la
realización de un ser finito, no puede considerarse como una intervención
divina desde fuera y meramente ocasional, sino que es íntima condición
permanente del ser y obrar de la criatura. Esa acción de Dios es precisamente
lo que sostiene el devenir del ente y hace que, por un lado, el efecto
inmanente o transeúnte del devenir contenga una entidad - incluso de índole
substancial y esencial - mayor que la del agente finito, y, por otro, que la
criatura obre activamente este plus y no se limite a recibirlo pasivamente.
Pero, naturalmente, el concepto de esa autotranscendencia no implica que de
cualquier cosa pueda salir inmediatamente todo lo que se quiera. La moción
divina hacia tal autotranscendencia, allí donde de lo inferior y a través de ello
surge algo esencialmente nuevo (p. ej., un ser biológico de naturaleza
espiritual a partir de lo meramente vivo), realiza estrictamente el concepto de
«creación».

El mundo, que es materia desde el principio (y desde el principio está bajo la


dinámica intramundana de aquellos «principados y potestades» espirituales y
creados, que solemos llamar ángeles), bajo los presupuestos dichos puede
concebirse como un movimiento evolutivo desde su origen material hasta su
perfeccionamiento espiritual-personal, en virtud de la dinámica que el origen
divino le confiere para autotranscenderse y dirigirse a un fin. En todo caso no
es necesario concebir la historia de ese mundo en sus grandes etapas como
una serie de adiciones desde fuera a su contenido originario.

2. La unidad de la biosfera en sí

a) Si hay e. y si se puede admitir una e. en último término monofilética (cosa


no demostrada), por lo menos como hipótesis de trabajo de la biología,
entonces se afirma implícitamente la unidad temporal de la biosfera. Este
presupuesto se puede arriesgar aquí como hipótesis, por el mero hecho de
haber e. y porque la --> hominización presupone un salto esencial
(autotranscendencia), el cual no es menor, sino mayor, que el postulado
hipotéticamente en una e. monofilética, y porque el principio metafísico de
economía respecto a nuevas iniciativas de Dios dentro del mundo en devenir,
obliga a prescindir en lo posible de tales intervenciones.

Si, por tanto, se puede admitir tal evolución monofilética, en consecuencia el


mundo entero de lo vivo aparece por lo pronto como una verdadera y
coherente unidad temporal, la cual en cuanto tal se apoya sobre el todo
temporal de la única materia y está inmersa en ella.

b) Esta idea (junto con otras consideraciones) nos lleva al problema de la


unidad ontológica de la biosfera.
1º En primer lugar, no ha de pasarnos desapercibida la unidad ontológica del
mundo material. Lo que en la escolástica se llama «materia prima», no es
para la ontología una realidad que, multiplicada en sí misma y por sí misma,
aparezca repetidamente como elemento «intrínseco» en los múltiples objetos
de experiencia, sino que es el auténtico «principio substancial universal» de lo
material, disperso en el espacio y el tiempo; constituye el principio ontológico
de lo que en parte es observado y en parte presupuesto como único «campo»
sustentador de todos los fenómenos físicos y de la física misma.
Naturalmente, también la biosfera participa de esta unidad ontológica del ->
espacio y tiempo. Ella está inmersa como en su fundamento (y no por un
resultado accesorio de un influjo mutuo) en el único espacio y tiempo real del
mundo material.

2º La cuestión de si, además, la unidad temporal de la biosfera en cuanto tal


apunta hacia una unidad espacial de índole cuasi substancial, , se resuelve en
la pregunta de si en este ámbito el principio formal substancial (o sea, el
principio de la forma espaciotemporal de un viviente) deba o no concebirse
específica e individualmente plural, como «multiplicado» (excluyendo siempre
a la persona espiritual humana). La experiencia cotidiana y la tradicional
filosofía de la naturaleza han resuelto siempre esta cuestión en el primer
sentido, es decir, admitiendo como un hecho inmediato que existen tantas
formas substanciales realmente distintas cuantos «individuos» diferentes de
las diversas especies de seres vivos. Pero esta experiencia cotidiana no es
constringente. Ante una observación atenta, con mucha frecuencia se
esfuman las líneas divisorias de los individuos biológicos (el fenómeno del
«vástago» todavía ligado con la planta y luego separado de ella; la transición
continua entre plantas y animales diversos, pero fenoménicamente unos; la
célula germinal dentro y fuera del organismo de los padres, etc.). Las formas
vivientes de la mayor diversidad fenoménica espaciotemporal, pueden tener el
mismo principio ontológico formal, de modo que enormes diferencias en la
configuración posiblemente proceden del sustrato material y de constelaciones
causales, sin modificación substancial de la «forma» (oruga, crisálida,
mariposa). El principio formal substancial del viviente no exige
necesariamente como material un «continuo» real físico (además de la unidad
del «campo» físico).

La pluralidad de lo vivo percibida por nosotros «ópticamente» es razón de la


discontinuidad espacial, no es en absoluto una prueba de la pluralidad
ontológica de lo vivo en cuanto al principio formal. Lo mismo se diga del
antagonismo entre las formas, ya que éste se da aun en un mismo viviente,
considerado por todos como uno. Tal vez se tenga, pues, una concepción más
acertada (por su mayor sencillez) de la biosfera cuando se la concibe como
basada constantemente en un único principio formal substancial. Este
principio, dotado de una enorme riqueza potencial para manifestarse en el
espacio y el tiempo, actualiza sus posibilidades espacial y temporalmente en
función de las condiciones que la materia física le ofrece a posteriori, aunque
él mismo las dirija. Esta idea, por una parte, sería paralela al desarrollo de la
física, que reduce (o trata de reducir) la pluralidad de los cuerpos naturales,
«específicamente» diversos, a la variación espaciotemporal de la misma
materia una. Y, por otra parte, haría más clara la diferencia ontológicoformal
entre la biosfera y la «noosfera» del espíritu personal. Sólo en ésta habría
individuos substancialmente distintos entre sí, los cuales ya no son meras
modificaciones espaciotemporales de la biosfera evolutiva, que en el fondo es
una sola.

3. La problemática teológica y ontológica de la causalidad de la evolución

a) 1º La cuestión de la «mecánica» de la e., o sea, la pregunta sobre las


condiciones «genéticas» de índole material (bien internas o bien externas, las
cuales en principio pueden producirse físicamente y se explican
funcionalmente: modificación del genoma, etc.) por las que surge algo
«nuevo» en el terreno biológico, es un problema de las ciencias naturales, que
por su método pueden reducirse a esta pregunta.

2º Por razón de la unidad y diferencia esencial del mundo pueden y deben


mencionarse (sólo) algunas estructuras formales, que caracterizan esta
evolución: tendencia a una creciente complejidad de los diferentes seres, a
una mayor «interioridad», a una más amplia diversidad y apertura a la
totalidad de lo real; teleología e irreversibilidad de la e. Desde este punto de
vista, el hombre, juntamente con otros seres dotados de conciencia, ->
libertad y -> transcendencia hacia Dios, aparece como el fin de esa e. del
mundo. Puesto que el hombre es material (y como tal constituye un momento
de la unidad material del mundo entero como «campo») y puede manejarse a
sí mismo (física y moralmente, dentro del mundo y de cara al más allá), cabe
decir que en el hombre el mundo entra en sí mismo, y llega a una
confrontación inmediata y consciente con su fundamento: Dios.

3º La libre gracia divina, la comunicación de Dios mismo fue injertada al


mundo desde el principio (los ángeles la poseyeron desde el primer momento,
y el hombre, por ser la meta del mundo, fue planeado por Dios de primera
intención como hombre divinizado). Por eso dicha e. del mundo obedece
realmente, y no sólo en los «pensamientos» divinos, a la dinámica que apunta
al -* «reino de Dios». La historia de la naturaleza y del mundo se convierte en
historia de la salvación y de la revelación cuando llega al hombre, el cual
consciente de su finalidad sobrenatural, objetiva históricamente esa
destinación. Su punto «omega» es efectivamente Cristo, en el que se unen la
materia creada, el espíritu finito y el Logos divino, en quien todo subsiste; y
en él mismo se manifiesta históricamente esta unidad.

b) 1º La cuestión metafísica acerca de lo que propiamente sucede en la e.


considerada ontológicamente, es decir, mirando a la totalidad de la
causalidad, ha de responderse diversamente según la relación ontológica de lo
«nuevo» que se ha producido con la causa intramundana que le precede
(origen). Si lo aparecido es substancialmente nuevo o incluso esencialmente
«superior», es decir, si surge un fundamento «substancial» numéricamente
nuevo, o incluso un ser que en su peculiaridad no se puede concebir en
absoluto como mera modificación espaciotemporal de lo que precedió a su
origen, sino que posee un estado superior ontológicamente irreducible, es
decir, un ente cuya esencia es de orden superior, aun cuando esto no excluya
una procedencia intramundana); entonces la cuestión ha de plantearse en
forma radicalmente distinta de como se plantearía si lo «nuevo» pudiera
entenderse como una diversa combinación espaciotemporal, físicamente
producible, de lo ya existente.
En el primer sentido, la cuestión sólo se plantea con certeza teológica y
filosófica en el caso de la e. del hombre, y con algún grado de certeza, debida
a la reflexión de la fisiología de la naturaleza, cuando se trata del paso de lo
puramente material a la biosfera. Dentro de la biosfera en cuanto tal no hay
seguridad de que la pregunta haya de plantearse así. Sin embargo, pronto se
echa de ver (cf. luego) que, desde el punto de vista de la ontología, esta
verdadera y permanente diferencia en cuanto a la cosa y en cuanto al
planteamiento de la cuestión, no tiene en concreto tanta importancia teológica
como a primera vista pudiera parecer, si se entiende debidamente lo que es el
devenir de algo nuevo.

2° Devenir intramundano como autotranscendencia. a) Donde se produce algo


realmente «nuevo» que, sin embargo, procede de una causa intramundana (y
si a este respecto se rechaza un mero ocasionalismo por razones filosóficas y
sobre todo teológicas), su causa se supera a sí misma, pone una realidad
mayor que la suya. Según el principio metafísico de causalidad, este
superarse a sí misma (que aquí concebimos muy en general) sólo es posible
en virtud de la dinámica del ser absoluto, que es al mismo tiempo lo «más
íntimo» de la causa intramundana y lo más distinto del ente finito que ejerce
la causalidad. Este ser absoluto constituye el ente activo no sólo (por la
«conservación» y el «concurso») como una mera existencia estática, sino
también en su autotranscendencia activa en cuanto tal, que es a la vez la
realización de su propia esencia y la producción de lo «nuevo».

Lo «nuevo», en cuanto es «más» que el agente productor, es a la vez obra de


la causa intramundana y de la --> causalidad transcendente del ser absoluto.
b) En la experiencia transcendental del espíritu se da inmediatamente la
dialéctica de esta relación. En efecto, el ser absoluto, en cuanto meta
apetecida asintóticamente, es siempre para el movimiento del espíritu lo que
está situado «más allá», lo totalmente distinto y distanciado del espíritu finito;
y, sin embargo, constituye el núcleo más íntimo que sustenta el movimiento
ontológico del devenir del espíritu finito, el cual se mueve en virtud del ser
que se abre, y no construye simplemente su propio esbozo de cara a un
«horizonte» al que en último término se tendería solamente como objeto por
la fuerza propia del sujeto cognoscente. Puesto que aquí, en esta experiencia
transcendental, está dada inmediatamente la ontología de un ente, se da
también inmediatamente una autotranscendencia (como hecho óntico) hacia
lo que es más en virtud del ser absoluto, la cual puede legitimarse en virtud
del ser absoluto de legitimarse como concepto metafísicamente válido.

3º Una vez obtenido el concepto ontológico de una autotranscendencia activa,


ontológicamente el concepto de e. y la posibilidad de unirla a la causalidad
divina ya no ofrece ninguna dificultad insuperable. La procedencia
intramundana de un ente a partir de otro y la diferencia esencial ontológica
entre dos entes, el causado y su causa natural, no sólo no se excluyen, sino
que se implican. Según sea el grado de diferencia ontológica (que puede ir
desde una simple reagrupación espaciotemporal de la materia hasta la
producción de algo esencialmente nuevo, pasando por modificaciones del
«campo», por reproducciones de lo que permanece igual, por una mutación
accidental pero estable), la dinámica divina que produce el devenir en
cuestión, considerada desde el «término» de este devenir, puede y debe
recibir nombres distintos. Por consiguiente, sólo cuando se trate de algo
esencialmente nuevo se podrá echar mano del concepto de una «intervención
creadora» de Dios. Pero esta «intervención creadora» (en contraposición a la
permanente creación originaria de la materia del mundo en general) no se
debe entender como una acción complementaria venida desde fuera, la cual
añadiera algo nuevo a un ser ya existente que se comportaría en forma
pasiva, sino como producción de la autotranscendencia en la causa
intramundana de donde procede lo nuevo. Pero como en todo devenir real (y,
por tanto, en toda e.) va implicada con necesidad ontológica una dinámica
divina (aun cuando ella no es ningún objeto de las ciencias naturales), la
pregunta sobre dónde se da o no se da una autotranscendencia esencial no es
tan acuciante. Sabemos cómo ésta se da entogenética y filogenéticamente en
la génesis del hombre; y el saberlo es decisivo para la concepción del hombre
acerca de sí mismo. Pero esa autotranscendencia es también objeto de una
vivencia inmediata en la experiencia transcendental de la condición de sujeto
y de la libertad. Y así el hombre se sabe a sí mismo (en su singularidad y
totalidad) creado por Dios y a la vez procedente del mundo. Supuesto este
concepto de autotranscendencia, enfocada rectamente la estricta unidad
substancial del hombre (en la que materia y «alma» son principios
substanciales, pero no entes autónomos), y valorada adecuadamente la
procreación activa de los padres (que engendran a un hombre, y no a un
mero viviente biológico), debe entenderse con precaución la frase según la
cual la e. produce el cuerpo y Dios crea el «alma» del hombre al compás de la
e. Ambas causas tienden al todo del hombre en su unidad, pues no están
yuxtapuestas, sino compenetradas. Esta compenetración es posible por el
hecho de que aquí no se trata de causas intramundanas que se excluyan
mutuamente, sino que la causalidad divina constituye la profundidad
ontológica transcendente de la eficiencia de la criatura.

4. El hombre dentro de la biosfera evolutiva

a) Si el hombre, en cuanto persona espiritual, procede evolutivamente de la


biosfera, en consecuencia pertenece todavía a ella, si bien como el término
hacia el que transcienden el mundo material y la biosfera. La procedencia del
hombre a partir del mundo material y biológico es permanente. Pero a este
respecto cada hombre es aquel en quien la totalidad del mundo se hace
presente ante sí mismo en una forma siempre singular. El hombre es siempre,
en una unidad dialéctica, una parte del mundo enraizada en la totalidad
cósmica, y la presencia cada vez singular de la totalidad del mundo ante sí
mismo. Sobre el problema de si, bajo el aspecto filogenético, el hombre
emergió una o varias veces de la biosfera, cf. -> monogenismo.

b) Esta inserción del hombre en el mundo material (que va más allá de una
simple y mutua causalidad eficiente, puesto que por lo menos está fundada
también en la unidad de la materia, y por tanto es ontológicamente previa a
un influjo recíproco) plantea de una manera nueva la antigua cuestión de la
«pluralidad de formas» en el hombre. La emergencia del hombre desde la
biosfera ¿significa que en él se dan todavía los principios de la biosfera
configuradores de las unidades espaciotemporales (¿o el único principio nuevo
que allí actúa? [cf. antes])? El concepto formal de autotranscendencia n o dice
nada cierto ni positiva ni negativamente acerca de este punto. La explicación
de la teología tradicional, según la cual el alma espiritual es también principio
de la vida vegetativa y animal, no excluye ciertamente que esto pudiera
efectuarse por el hecho de que ciertas realidades parciales existentes ya en la
biosfera en cuanto tal quedaran asumidas teleológicamente en una substancia
superior (los tejidos que sobreviven, las deformaciones de embriones, que
quizá son hombres, desde el comienzo de la ontogenia, etc., parecen apuntar
en esta dirección). Además, la relación entre el alma espiritual y estas
«formas» subordinadas puede concebirse de diversas maneras; y la
explicación que se dé no tiene por qué estar necesariamente en contradicción
con la teoría tomista de la unicidad de la forma en un ser nuevo como el
hombre, que constituye una sola substancia, si se entiende lo que con ello se
quiere significar realmente, a saber: la única forma superior, en armonía con
su procedencia, desde su fondo plurivalente actualiza la antigua forma parcial
y puede volver a dejarla libre. Si tal pluralidad en las formas
espaciotemporales dentro del hombre se puede concebir de alguna manera
como herencia de la biosfera, entonces el antiguo problema de la multiplicidad
de formas en el hombre se hace nuevo y acuciante. Pues hoy día, gracias a la
bioquímica y a la genética (con todos sus planteamientos) podemos formarnos
poco a poco una idea concreta de estas «formas» o de sus manifestaciones.

c) Desde aquí se plantea luego el problema de si en los fenómenos humanos,


en los automatismos fisiológicos, etc., se dieron en otro tiempo o se dan
todavía rasgos que, siendo compatibles con la naturaleza del hombre, no
presentan todavía aquella perfección a que tiende el hombre, en cuanto está
aún en devenir. Se plantea, pues, la cuestión de si la historia de la biosfera
avanza todavía hacia el hombre en el mismo hombre que ya existe. Con tal se
defienda que la auténtica esencia del hombre como espíritu personal abierto a
la infinitud per de f initionem ya no puede superarse, pues en la ->gracia y la
--* encarnación ha alcanzado ya una cumbre absoluta, la teología en principio
nada tiene que objetar contra la idea de una ulterior historia del hombre en su
biosfera (y no sólo en el espíritu personal y en las creaciones por las que se
objetiva en la cultura). Lo que observamos empíricamente en las razas, en las
mezclas raciales, etc., muestra cómo está en curso una historia de este
género. Y bajo los necesarios presupuestos morales, exigidos por el respeto al
hombre como espíritu personal, cabría pensar en una planificación de esa
historia por parte del hombre mismo. Esta cuestión podría implicar también
consecuencias para la teología moral.

BIBLIOGRAFIA: P.-M. Périer, Le Transformisme. L'origine de l'homme et le


dogme (P 1938); M. Flick, L'origine. del corpo del primo uomo alía luce della
filosofia cristiana e della teología: Gr 29 (1948) 392-416; E. Ruffini, La teoría
delta evoluzione secondo la scienza e la fede (R 1948); J. Marcozzi, Los
orígenes del hombre (Studium Ma 1955); J. Ternus, Die Abstammungslehre
heute (Rb 1949); J. Külin, E.theorie and katholische Weltanschauung: DTh 27
(1949) 5-16; A. Bea, 11 problema antropologico in Gn 1-2. 11 transformismo
(R 1950); P. Denis, Les origines du monde et de l'humanité (Lieja 1950); J.
Caries, Le Transformisme (P 1951); J. Marcozzi, El hombre en el espacio y en
el tiempo (Studium Ma 1959); G. Rambaldi, Decreti della Chiesa su
l'evoluzione (Chieri 1953); P. Teilhard de Chardin, El fenómeno humano
(Taurus Ma 1963); H. Volk, Schüpfungsglaube and Entwicklung (Mr 21958);
P. Overhage -K. Rahner, Das Problem der Hominisation (Fr 21961);
Schópfungsglaube and biologische Entwicklungslehre: Studien and Berichte
der katholischen Akademie in Bayern XVI (con las colaboraciones de A. Haas,
J. Hürzeler, A. Guggenberger, Ph. Dessauer y K. J. Narr) (Wü 1962); J. Kohn,
E. as Revelation (NY 1963); A. Roldán, Epistomología de la evolución
biológica: Pens. 7 (1951) 583-601; R. Juste, La teología católica y el problema
de la evolución humana: RET 25 (1965) 393-414; H. Haag - A. Haas - J.
Hürzeler, Evolución y Biblia (Herder Ba 1965).

Karl Rahner

EXÉGESIS

I. Antiguo Testamento y judaísmo

La interpretación de la Biblia comienza ya con el AT, en que autores


posteriores, particularmente los profetas y algunos salmos, exponen
teológicamente la historia de Israel consignada en escritos más antiguos (Ez
38, 7; Dan 9; Eclo 44ss y particularmente la elaboración de la materia de los
libros de Samuel en las Crónicas, y el midras sobre la más antigua historia de
Israel en Sab 10ss). La interpretación de la torá fue sobre todo necesaria en el
tiempo postexílico, por razón de su importancia como base de toda la vida
religiosa y social de la comunidad. Esdras pasa por su primer intérprete (Esd
7, 10; Neh 8, 8). Posteriormente asumieron esta función los escribas fariseos,
que trataban de sacar nuevas leyes por la e., como lo pedía el perpetuo
cambio de las condiciones de vida. De la mención en Eclo 51, 23 de la «casa
de la enseñanza» se sigue que la institución se remonta por lo menos al
tiempo de Sirá. Las reglas exegéticas de los rabinos antiguos, de los tanaím,
que primero sólo se transmitían oralmente, fueron sistemáticamente
consignadas por escrito hacia fines del siglo II d.C., en la misná, en forma de
comentarios al Éx y Dt en los más antiguos midrasim. Los amoraím, a su vez,
consideraron como función suya la explicación de la misná. El resultado de su
actividad quedó consignado en el Talmud. Una e. semejante, actualizadora,
encontramos en la secta de Qumrán.

Tras un largo período de esterilidad, Sadaya inicia en el siglo x un nuevo


estudio del Antiguo Testamento y viene a ser el pionero de la filología judaica.
Pero no halló sucesores en oriente. En cambio, en España surgió un nuevo
centro de intenso estudio de la Biblia y del hebreo. Los sabios judíos de la
edad media crearon un gran número de comentarios a la Escritura y de obras
gramaticales y lexicográficas, que han influido también sobre la ciencia bíblica
cristiana. A la fuerte dependencia de la tradición se ha debido que los sabios
judíos sólo con vacilación hayan aceptado los métodos y problemas de la
moderna ciencia bíblica cristiana (Moisés Mendelssohn 1786). También
hallamos ya una interpretación de la Escritura en los targumim, traducciones
arameas del AT, que se hicieron necesarias cuando el hebreo fue desplazado
como lengua popular por el arameo; pero los targumim son en gran parte
paráfrasis, reproducción libre del texto hebreo. Con ellos pueden también
compararse los LXX, la versión griega del AT, que fue hecha cuando la
mayoría de los judíos de Egipto no entendían ya más que el griego. Pero la
versión de los LXX además de traducción es interpretación del original,
trasladado al pensamiento griego (cf. G. BERTRAM, ZAW 54 [19361 277-296).
En mayor grado acontece esto en los escritos de Filón de Alejandría, que fue
sin duda un judío creyente en la Biblia, pero que estuvo a la vez influido por la
filosofía de Platón y por el estoicismo. Filón quiso hacer ver que la Biblia y la
filosofía griega eran perfectamente armonizables y que la sabiduría griega
está contenida en la tórá. Por su método alegórico, que tomó de la
interpretación griega de Homero, Filón, ha ejercido la influencia más duradera
sobre la e. cristiana a partir de los alejandrinos. Los padres latinos la
transmitieron luego a la e. de la edad media.

II. La comunidad primitiva

La comunidad primitiva, salida del judaísmo, aceptó la herencia judía del AT


como Sagrada Escritura, y la interpretó escatológica y cristológicamente,
refiriéndola a la obra salvadora de Cristo, mientras entendía a la Iglesia como
el verdadero Israel. El influjo del método exegético del judaísmo palestinense
es particularmente claro en Pablo, que fue discípulo de los rabinos (cf.
teología de -> Pablo).

III. Era patrística

La más antigua e. cristiana en la época posterior al NT está caracterizada por


la controversia con el judaísmo (carta de Bernabé, Justino), por una parte, y
con la gnosis, por otra. El punto de partida para toda la e. posterior vino a ser
la escuela de Alejandría (Clemente, Orígenes), junto a la cual Hipólito de
Roma, algo anterior, alcanzó escasa importancia. De los alejandrinos,
Orígenes fue el más importante de los expositores bíblicos de la antigüedad
cristiana, tanto por la extensión de su obra literaria, que consta en general de
comentarios bíblicos de muy diversa especie, como por el influjo que ejerció
con su método alegórico en toda la patrística y sobre todo en la escuela de ->
Alejandría, por lo menos indirectamente. Para Orígenes los hechos salvíficos
atestiguados en la Escritura no tienen tanta importancia como la verdad
suprahistórica que en ellos se revela. Junto a la escuela alejandrina y en
consciente oposición a ella está la escuela antioquena, fundada por Luciano de
Antioquía (+ 312), cuyos representantes más destacados son Diodoro de
Tarso, Teodoreto de Ciro y, sobre todo, Teodoro de Mopsuestia, el
«bienaventurado exegeta» de los nestorianos; a ellos hay que añadir al gran
homileta Juan Crisóstomo. En cambio los grandes capadocios, principalmente
Gregorio de Nisa, están bajo el influjo de Orígenes. A la vez que rechazaban
resueltamente la alegoría, los antioquenos insistían en el sentido tipológico de
la Escritura, en la visión salvífica de la revelación bíblica. Del siglo vi proceden
los dos únicos comentarios al Apocalipsis de Juan, que desde Dionisio de
Alejandría ya nunca llegó a ser escritura indiscutiblemente aceptada entre los
griegos; sus autores fueron el severiano Ecumenio y su contrario ortodoxo
Andrés de Cesarea. En conjunto, sin embargo, el siglo vi marca en la Iglesia
griega el fin de la bíblica independiente. En su lugar se inició la época de las
cadenas, que había de durar durante toda la edad media bizantina, después
que el segundo concilio trulano (692) aprobó este género de comentarios
bíblicos y recomendó que, renunciando a trabajos propios, se reunieran trozos
de los exegetas clásicos para formar comentarios seguidos. Una vez que el
mismo concilio trulano (692) declaró obligatorias las exposiciones de los
padres, aparte de un comentario del patriarca Focio (siglo ix) sobre Pablo, ya
no hallamos producciones independientes, pues aun los comentarios de
Eutimio Zigabeno y de Teofilacto (siglos xi y xii) no son más que extractos
libres de Juan Crisóstomo y otros exegetas antiguos.

El primer exegeta latino que conocemos es el comentarista del Apocalipsis


Victorino de Pettau (f 314). También en la Iglesia latina predominó el método
alegórico. Lo aceptaron Ambrosio, Jerónimo en sus primeros años, lo mismo
que Agustín y, por influencia de éste, también Gregorio Magno (+ 604), al
final de la era patrística. Influencia permanente ejerció también el donatista
Ticonio, al que estimó altamente el mismo Agustín, primero por su comentario
al Apocalipsis y luego por su Liber regularum, en cuyo espíritu compuso
Agustín su obra De doctrina christiana, manual de hermenéutica. Como
exponentes del método exegético antioqueno tenemos el importante
comentario sobre Pablo, obra de un desconocido, el llamado Ambrosiaster, y
los comentarios de Pelagio y su secuaz Julián de Eclana. Isidoro de Sevilla es
ya mero compilador.

IV. La edad media latina

La e. de la alta edad media estaba enteramente orientada a la práctica, a la


predicación y a la liturgia. Los más antiguos comentarios fueron compilaciones
a manera de cadenas de textos patrísticos, principalmente de Ambrosio,
Jerónimo, Agustín y Gregorio Magno, y por tanto predominó la interpretación
alegórica, que correspondía también al fin práctico de estas obras. El primer
autor de tales comentarios que alcanzó prestigio secular fue Beda el
Venerable (t 735). En Alcuino y Teodulfo de Orleáns hallamos el primer
intento de unificar el texto de la Vulgata, fuertemente corrompido.
Semejantes a los de Beda son los comentarios de Rabano Mauro, mientras
que los de Pascasio Radberto, Christián de Stablo y, señaladamente, los de
Juan Escoto Erígena y Remigio de Auxerre (todos del siglo ix) ya aspiran más
a la independencia. En el siglo xz se convirtieron en centros de estudio bíblico
las escuelas de Laón (Anselmo) y de Utrecht (Lamberto). En la glossa creada
por Anselmo y sus colaboradores llegó a una conclusión provisional la
elaboración de la tradición exegética de los siglos precedentes. En la glossa se
añadían al texto bíblico, ora entre líneas (glossa interlinearas), ora al margen
(glossa marginalis), breves observaciones tomadas de los padres de la Iglesia
o de comentaristas anteriores. Para los libros más generalmente tratados: los
Salmos y Pablo, la obra de Anselmo fue mejorada sobre todo por Pedro
Lombardo y de esta forma vino a ser el «manual exegético» normativo para
toda la edad media posterior. Fue importante para el desarrollo de la teología
medieval la formación de las quaestiones, en que se trataban por extenso
pasajes particularmente importantes. Roberto de Melún (+ 1167) dio luego el
paso decisivo, desprendiendo la glossa de las quaestiones, con lo cual la --
>dogmática se liberó de la sacra pagina y se convirtió en disciplina
independiente. Sin embargo, aun la alta -->escolástica (D) del siglo xiii
mantuvo todavía la glossa como base para tratar la materia bíblica en
lecciones y disputaciones. Teólogos importantes del siglo XIII que produjeron
también obras considerables de e. fueron Buenaventura, Alberto Magno y,
sobre todo, Tomás de Aquino. En esta época cae también la 'reanudación de
los trabajos de Alcuino y Teodulfo para unificar el texto bíblico en correctorios
y concordancias, por obra principalmente de Hugo de San Caro. Éste fue
también el que empleó por vez primera la denominación de postilla para el
comentario del texto bíblico en forma continua. Como obra más importante de
este género es considerada la postilla de Nicolás de Lyra (t 1349). Con
Lorenzo Valla y G. Mannetti el humanismo comienza a ocuparse de la Biblia y
su texto, y se anuncia una nueva época de la ciencia bíblica.

V. Del humanismo a la actualidad

La e. católica de esta época puede dividirse en tres períodos, el último de los


cuales no se ha cerrado aún: 1) La edad de oro de la e. católica, entre 1500 y
1650, caracterizadas por el gran número de exegetas, particularmente -
españoles e italianos, y por la importancia de sus obras; 2) el período desde
1650 hasta fines del siglo XIX, en que decae la ciencia bíblica en parangón
con otras disciplinas; 3) la época contemporánea.

Con el ->humanismo se inició una nueva época de la historia espiritual


europea, que tuvo por consecuencia un cambio en el estudio de la Biblia y su
método exegético. El humanismo consistió en el despertar del interés por la
historia, sobre todo de la antigüedad y de su literatura. Esto significó a la vez
una repulsa a la especulación de la filosofía escolástica y el abandono, no muy
rápido desde luego, de la alegoría. En cambio, comienzan a interesar las
cuestiones de introducción y las ciencias bíblicas auxiliares (geografía y
arqueología bíblica, historia antigua), y se reconoce la importancia que para la
inteligencia del texto bíblico tiene el estudio, hasta entonces tan descuidado,
de las lenguas originales. La inseguridad del texto corriente de la Vulgata la
había reconocido ya la edad media, pero sin lograr remediar eficazmente este
defecto. Ahora, la invención de la imprenta crea una nueva posibilidad para
establecer un texto bíblico unitario y para su difusión. A todo ello se juntó la
reforma protestante, que declaró la Biblia fuente única de la fe, y le reconoció
así una importancia eminente. El hecho no podía menos de repercutir en la
ciencia bíblica católica. A la verdad, la impugnación de la e. protestante fue a
su vez dañosa para la interpretación católica de la Biblia, pues por ambos
bandos se buscaba, en primer término, sacar de ella dicta probantia para la
dogmática, la apologética y la polémica. Típicos son en este sentido los
comentarios de G. Seripando. Todavía se requirió largo tiempo hasta que los
nuevos métodos e ideas hallaran aceptación general.

Muchos comentadores (p. ej., Salmerón y Cornelio a Lápide) siguieron


afanándose por proporcionar material a la homilética y a la ascética. En su
decreto sobre la Escritura el concilio de Trento declaró la Vulgata texto oficial
de la Iglesia latina, y con ello dio un fuerte impulso a la crítica textual. Si los
humanistas cultivaron principalmente el estudio del griego y latín, ahora se
comenzó a reconocer más imperiosamente la importancia del hebreo, por
influjo, particularmente, del judío Elías Levita. Como conocedores eminentes
del hebreo hay que citar en Francia a Frangois Vatable, en Alemania a
Johannes Reuchlin, en Italia a Santes Pagnini y Egidio de Viterbo, discípulo de
Elías Levita. En la universidad de Lovaina se fundó por este tiempo el
Collegium trilingue. Lutero se distanció de la edad media por el hecho de
abandonar el sentido múltiple de la Escritura y distinguir solamente el sentido
espiritual, es decir, cristológico, del literal. Teológicamente fue importante su
división de los libros bíblicos según el grado en que se ocupan de Cristo,
mientras que Calvino y sobre todo Zuinglio estuvieron fuertemente influidos
por el humanismo. De lado católico, los primeros que defendieron un nuevo
modo de e. bíblica fueron: en Italia el cardenal Cayetano, en Holanda, Erasmo
de Rotterdam, y en Francia, Jacobo Faber Stapulensis. De ellos,
principalmente Cayetano desencadenó una tempestad de contradicción por
sus principios extrañamente modernos, con los que se ponía en oposición no
sólo con la escolástica, sino también con los padres de la Iglesia. Él
propugnaba que, para luchar eficazmente con los protestantes, en lugar de la
Vulgata, era necesario interpretar la Biblia a base del texto original; y en vez
de indagar el sentido místico, se debía preguntar por lo que las palabras dicen
realmente (cf. TH. COLLINS, CBQ 17 [19551 363-378). También Erasmo
quería liberar la e. de la escolástica, pero pensaba que, por lo menos en el AT,
había que mantener el sentido alegórico. Frente al exagerado dogmatismo de
muchos representantes de la ortodoxia protestante, que, como M. Flacio,
tenían por inspiradas no sólo cada palabra de la Biblia, sino también las
vocales de los masoretas en el texto hebreo, católicos como S. Masius, B.
Pererius, J. Bonfrére y J. Morino adoptaron una actitud más despreocupada
ante el texto masorético. Entre los numerosos comentadores de aquella época
descuellan los dos españoles J. Maldonado y F. de Ribera y el holandés W.
Estius.

A este período floreciente siguió otro aún más largo en que la teología católica
se volvió con preferencia a otros terrenos, y produjo poco en ciencia bíblica,
sobre todo para el progreso de los métodos. Su cerrazón, que la distanció de
las múltiples tendencias y escuelas de la e. protestante contemporánea, no
estaba fundada solamente en el dogma, sino también en un tradicionalismo
hostil a las nuevas ideas. Por eso nada pudo oponer, que fuera
metódicamente mejor y más eficaz, a las hipótesis de los deístas ingleses, de
los enciclopedistas franceses y de los protestantes racionalistas del siglo xviii.
El siglo xviii puede presentar algunas realizaciones interesantes en el campo
de la arqueología bíblica y de la crítica textual (la obra de la Vetus Latina del
maurino P. Sabatier). La figura descollante de este tiempo fue el oratoriano
francés Richard Simon (t 1712), que, adelantándose buen trecho a su tiempo,
y combatido y perseguido por ello desde todos los frentes, fue el verdadero
creador del método histórico-crítico. El hecho de que el primero que aceptó
sus principios, rechazados por la mayoría, fuera el racionalista J.S. Semler, los
hizo todavía más sospechosos y les quitó por mucho tiempo su efecto, para
daño de la ciencia bíblica católica. Entretanto, la ciencia bíblica protestante no
sólo produjo un gran número de comentarios, como los de H. Grotius,
Clericus, C. Vitringa y J.J. Wettstein, sino también valiosos instrumentos
filológicos (John Lightfoot, Ch. Schüttgen), así como la gigantesca colección
de variantes de John Mill (+ 1707) sobre el texto del NT. Con Semler (+
1791) se inicia en la investigación protestante la emancipación de la ciencia
bíblica respecto de la dogmática, y desde entonces hasta la actualidad la lucha
entre. el ->racionalismo y el -+ supranaturalismo omina la investigación
protestante, siendo de notar que, en el método, la tendencia conservadora se
ha aproximado cada vez más a la racionalista. En el siglo xix dominó en el
trabajo exegético la crítica del --> Pentateuco (en -+ Antiguo Testamento, B
i) y la historia de la religión veterotestamentaria, cuya discusión alcanzó un
punto culminante por obra de J. Wellhausen, y, respecto del NT, la crítica
literaria de los evangelios sinópticos y, en conexión con ella, los estudios
sobre la vida de -> Jesús. Fuerte efecto logró el ensayo de F.Ch. Baur, bajo el
influjo de la filosofía de la historia de Hegel, de presentar los escritos
neotestamentarios como documentos de la lucha entre el judeocristianismo
originario y el cristianismo paulino de la gentilidad, emancipado de la ley, y de
la síntesis de ambos en la Iglesia católica. Como resultado permanente de
esta controversia en pro y en contra de la «tendencia crítica de Tubinga», ha
quedado la conclusión de que los escritos particulares del NT deben
entenderse históricamente, es decir, desde una determinada situación
histórica propia de cada uno de ellos. También el estudio de la historia del
texto neotestamentario fue impulsado casi exclusivamente por investigadores
protestantes (Tischendorf, Tregeless, Westcott y Hort), demostrándose que el
textus receptus, hasta entonces casi intangible, en conjunto representa una
estrato reciente. Hacia fines del siglo xix ejerció un fuerte influjo la escuela de
la historia de las religiones, con relación al AT por obra de H. Gunkel, y en lo
relativo al NT a través de W. Bousset, W. Heitmüller, el filólogo R.
Reitzenstein y otros. Su programa fue explicar genéticamente, llegando hasta
sus últimas raíces, que se buscaban en el sincretismo del mundo circundante,
el origen de la religión judía del AT y de la cristiana.

También de la contienda en torno a esta escuela y sus métodos ha quedado


como resultado permanente la conclusión, admitida también por la actual e.
científica católica, de que la religión bíblica no puede ser entendida sin el
estudio de las varias corrientes religiosas de su mundo circundante, aunque
no es necesario llegar a una explicación sincretista. La escuela de la historia
de las religiones ha sido sustituida por el estudio de la historia de las -a
formas y de la tradición de los escritos bíblicos, aplicado por H. Gunkel al AT,
por K.L. Schmidt, M. Dibelius, R. Bultmann y otros al NT, principalmente a los
evangelios sinópticos. Al llegarse a la conclusión de que los evangelios tienen
su fundamento en la primitiva predicación cristiana y son por ende testigos de
la primigenia fe en Cristo, por eso mismo se plantea la cuestión de hasta qué
punto podemos también llegar por esta imagen de Cristo al Jesús histórico.
Con ello está dicho el principal problema que inquieta hoy a la investigación
sobre el NT; y, por cierto, no sólo a la protestante. Como instrumentos de
importancia señera e influjo universal para el estudio del NT hay que citar
expresamente el Kommentar zum NT aus Talmud and Midrasch, creado por el
párroco protestante Paul Billerbeck y el Theologisches Wórterbuch zum NT,
surgido bajo la dirección de G. Kittel.

En el siglo xix la e. católica siguió siendo preferentemente apologética, para


impugnar el racionalismo, y de muy fuerte tendencia tradicional. Sólo a fines
del siglo xix se inicia en Alemania, Francia y Bélgica un resurgimiento que
puede realmente calificarse de comienzo de una nueva época. El camino fue
abierto por la fundación de la École Biblique en Jerusalén por M: J. Lagrange
(1890), destinada primero al fomento de la investigación de la geografía y
arqueología sobre suelo palestino; y ese camino fue abierto sobre todo por el
hecho de que Lagrange se declaró resueltamente a favor del método histórico-
crítico, que, según él, es requerido por la cosa misma y es el único capaz de
discutir seriamente los resultados de la investigación protestante y de
reconocer lo que ellos contienen de valioso. El órgano de la École Biblique fue
la «Revue Biblique» (1892ss), junto a la cual aparecieron desde 1900 los
«Études Bibliques». Pero la conferencia de Lagrange en el congreso
internacional católico de Friburgo (1899) y su libro La méthode historique
(1903), encendieron una larga contienda entre la école large y una tendencia
conservadora de orientación estrictamente tradicional (L. Méchineau, J.
Brucker, A. Delattre, L. Fonck) sobre la compatibilidad del método histórico-
crítico con la idea católica de inspiración. Con el mismo espíritu que Lagrange
trabajaron en Francia F. Prat, en Bélgica (Lovaina) A. van Hoonacker, en
Alemania la «Biblische Zeitschrift» (1903ss) - editada por J. Goettsberger y J.
Sickenberger -, N. Peters, K. Holzhey, A. Schulz y otros. La contienda no
estaba aún decidida cuando el modernismo, entre cuyos campeones se
contaba el exegeta francés A. Loisy, y su impugnación produjeron un
retroceso, pues ahora se hizo sospechosa de modernismo a la tendencia
progresista. La pontificia comisión bíblica, fundada ya por León xiii, emitió
desde 1906 varias decisiones en cuestiones discutidas. El pontificio instituto
bíblico, fundado en 1909 por Pío x, tenía por fin asegurar la formación en
sentido eclesiástico de los futuros profesores de sagrada Escritura.

De las tres encíclicas papales relativas a los estudios bíblicos


(Providentissimus Deus de León XIII [18931, Spiritus Paraclitus de Benedicto
xv [1920], Divino afflante Spiritu de Pío xii [1943], la última citada, la
encíclica de la liberación, que declaró el método histórico-crítico como
apropiado y necesario para la Biblia, ha abierto libre vía a la actual ciencia
bíblica católica y le ha dado así un poderoso impulso. Los obstáculos con que
ésta se debatió todavía en las primeras décadas del siglo xx y que la obligaron
a formulaciones excesivamente cautas y a refugiarse en cuestiones inocuas, si
no quería verse reducida al silencio total, se han eliminado por lo menos en
principio, aunque no hayan terminado todavía los ataques del lado
conservador. Ahora puede tratar con mayor libertad problemas como la
cuestión del Pentateuco, o la cuestión sinóptica, o la historia de las formas y
de la tradición, y tomar igualmente posición ante los métodos, problemas y
resultados de la investigación protestante. Su actitud respecto de ésta ha
pasado cada vez más «de una crítica negativa a la discusión respetuosa» (W.
MICHAELIS; RGG2 i 1084), y en muchos campos se ha iniciado una
colaboración entre los exegetas de ambas confesiones. Si se puede hoy
afirmar con buenas. razones que la ciencia bíblica católica ostenta un vigor
nunca conocido anteriormente, esto se debe a que ella goza ahora de una
libertad de movimiento que antes no tenía, con la posibilidad de estudiar los
multiformes problemas de la Biblia y concretamente la -> revelación
contenida allí en su desarrollo histórico, en lugar de buscar en la Escritura
únicamente dicta probantia para la dogmática. Así y sólo así, en constante y
fecunda discusión con la ciencia bíblica protestante, la e. católica puede
investigar cada vez más profundamente el pensamiento de la Biblia. Sólo si
puede llevar a cabo esta labor, cumple su misión real como ciencia teológica y
tienen consistencia sus conclusiones.

BIBLIOGRAFÍA: G. Bardy, Commentaires Patristiques de la Bible: DBS 11 73-


103; DBS IV 561-646; W. Kamlah, Apk und Geschichtstheologie (B 1935); F.
Stegmüller, Repertorium Biblicum medii aevi, 7 vols. (Ma 1940-61); F. M.
Braun, L'oeuvre exégétique du P. Lagrange (Fri 1943); C. Spicq, Esquisse
d'une histoire de l'exégése latine au Moyen-Age (P 1944); J. Daniélou,
Sacramentum futuri (P 1951); B. Smalley, The Study of the Bible in the
Middle Ages (0 1952); H. J. Kraus, Geschichte der historisch-kritischen
Erforschung des AT (Neukirchen 1956); RGG3 V 1513-1535; J. Steinmann,
Richard Simon (P 1957); W. G. Kümmel, Das NT. Geschichte der Erforschung
seiner Probleme (Fr-Mn 1958); LThK2 III 1273-1293; H. de Lubac, Exégése
Médiévale, 4 vols. (P 1959-64); G. Fohrer, Tradition und Interpretation im AT:
ZAW 73 (1961) 1-19.
Josef Schmid

EXÉGESIS ESPIRITUAL

I. Problemática

Los autores de los primeros siglos conocieron una e. literal y una e. crítica
que, por su fin, no diferían de nuestra e. actual, aunque ellos no disponían de
los mismos instrumentos de trabajo ni de métodos tan perfeccionados.
Orígenes, pionero de la alegoría cristiana, fue con su Hexapla el primer gran
exegeta crítico y un gran exegeta literal, del que a menudo copió Jerónimo.
Ninguno de los dos, ni sus sucesores, veían en estos métodos la oposición que
ven ciertos autores modernos. Sin embargo, nosotros sólo nos ocuparemos
aquí de la forma de interpretación específica de los padres que se prolongó
toda la edad media: la exégesis espiritual.

Esta e. constituye un hecho complejo por razón de las numerosas influencias


que ha recibido. Se comprende que ciertos historiadores hayan intentado
poner orden en este caos, para determinar lo que pertenece propiamente al
cristianismo y lo que es un factor cultural adventicio, más o menos compatible
con él. Desgraciadamente, la distinción entre «tipología» y «alegoría»,
elaborada con este fin, nos parece bastante discutible. Aparte de que ni los
exegetas antiguos y medievales, ni el magisterio de la Iglesia han tenido la
menor idea de esta distinción, nos parece que ella se funda en una concepción
demasiado sistemática y estrictamente delimitada del --> tiempo en sentido
cristiano. En realidad este tiempo, en contraste con el retorno cíclico de los
griegos, no está caracterizado solamente por la dimensión horizontal de un
devenir rectilíneo, progresivo e irreversible, que se esclarece por el
acontecimiento de la encarnación y acabará con el segundo advenimiento de
Cristo (esa dimensión, la única verdaderamente cristiana según los partidarios
de dicha distinción, sería el objeto de la e. tipológica), sino que incluye
también la dimensión vertical, la referencia a un mundo sobrenatural superior
(que, a juicio de la concepción mencionada, constituye el objeto de la alegoría
y es de origen no cristiano). El NT no permite excluir esta dimensión, pues su
exclusión llevaría a ignorar la estructura sacramental, que caracteriza el
tiempo de la Iglesia. En efecto, el cristiano está ya en posesión de las
realidades sobrenaturales y escatológicas, «a través de un espejo, en
enigma», por más que aspire todavía a su posesión completa. Además, el
esfuerzo del hombre por conocer a Dios con su inteligencia, su vida y su
amor, tropieza constantemente con una dualidad de planos: sólo podemos
representamos a Dios de manera antropológica, aun en los conceptos
teológicos más depurados y en las actitudes más perfectas, y nos percatamos
con dolor de que Dios está infinitamente más allá. Si no queremos quedarnos
en un enjuiciamiento externo o centrar nuestro interés exclusivamente en los
géneros literarios, sino que pretendemos penetrar en la mentalidad de lo que
se ha de interpretar, no es posible en la e. separar una dimensión «tipológica»
de otra «alegórica», por la sencilla razón de que son inseparables.

II. Justificación de la exégesis espiritual


La e. se justifica sobre todo por el ejemplo de la Escritura y especialmente del
NT. El AT la prepara por su lenguaje frecuentemente simbólico, por sus ->
antropomorfismos, que atribuyen a Dios miembros corporales o pasiones
humanas, y, de manera más inmediata, por la manera como la literatura
profética y sapiencial vuelve constantemente a reflexionar, espiritualizándolos
cada vez más, sobre los grandes acontecimientos de la historia de Israel,
particularmente sobre los narrados en el Éxodo. En muchos pasajes
históricamente descollantes de ambos testamentos el exegeta actual bajo el
relato descubre una intención didáctica del autor sagrado. Actualmente, este
fin didáctico se considera siempre como parte integrante del sentido literal,
que según la Divino of Plante Spiritu es aquello que el autor sagrado tuvo
intención de expresar (EnchB 552). Pero el vocabulario de los antiguos padres
era otro; para ellos, el sentido «corporal» o literal se reducía a la materialidad
del relato, de la parábola o de la metáfora; la significación simbólica constituía
el sentido espiritual.

Pero el AT no podía hacer más que preparar la e. cristiana. Para que ésta
tomara forma era necesario el acontecimiento de la encarnación. Exégesis
espirituales, semejantes esencialmente a las de los padres, se hallan en los
Evangelios y en los escritos apostólicos; en un hecho determinado de la
antigua alianza se ve la prefiguración de una realidad de la nueva alianza. Así,
en los sinópticos, el templo es símbolo del cuerpo de Cristo (Mt 26, 61), los
tres días que pasa Jonás en el vientre del monstruo marítimo representan los
días en que el cuerpo de Jesús descansa en el sepulcro (Mt 12, 40), la
predicación del mismo profeta a los ninivitas figura la buena nueva anunciada
a los gentiles (Mt 12, 41). En el Evangelio de Juan, la serpiente de bronce
simboliza a Cristo en la cruz (Jn 3, 14), el maná significa el pan de vida (Jn 6,
49-50). La carta a los Hebreos ve en el sumo sacerdote la imagen del
sacerdocio de Cristo y de su sacrificio. En el NT la Iglesia es el nuevo Israel;
«el interiormente judío» es cristiano (Rom 2, 29).

Pero las exégesis en que más se apoyan los padres son las de Pablo, sobre
todo las de 1 Cor 10, 1-11 y Gál 4, 21-31. Según el primer texto, la nube y el
paso del mar Rojo figuran el bautismo, el maná y el agua que sale de la peña
simbolizan la eucaristía; la roca misma es símbolo de Cristo. Estos
acontecimientos son para nosotros «tipos». Es más, todas estas cosas les
sucedían en figura a los hombres del AT; y fueron consignadas por escrito
para que sirvieran de advertencia a nosotros, que hemos llegado a la etapa
final de los tiempos. El segundo texto ve en las dos mujeres de Abraham un
símbolo de las dos alianzas, pues «todo esto está dicho por alegoría», es
decir, bajo el sentido obvio se oculta una significación profunda. Pero la
explicación simbólica no pone en peligro, ni para Pablo ni para los padres, la
historicidad del relato.

Dos textos más ayudan a los antiguos teólogos a fundar su teoría exegética:
la oposición entre la letra, única que perciben los judíos, y el espíritu, que
revela Cristo (2 Cor 3, 6-16); y la distinción que establece Heb 10, 1: «La ley
tiene una sombra de los bienes futuros, no la reproducción exacta de las
realidades... » Orígenes y tras él Ambrosio interpretan así el texto: el AT nos
da la sombra, la esperanza, el presentimiento de los bienes escatológicos; el
NT nos ofrece, desde ahora, la imagen, una posesión real - aunque imperfecta
- de los mismos, «a través de un espejo, en enigma». De ahí saldrá la
doctrina del cuádruple sentido.

Cabe objetar que todo esto justifica una e. del AT, pero no del Nuevo. Pero la
e.e. del NT aplica a cada cristiano los acontecimientos de la existencia de
Jesús. Aquí habría que citar todos los textos neotestamentarios que hablan de
la imitación o «seguimiento de Cristo». Mencionemos solamente las primeras
palabras del himno cristológico de Fip 2, 5-11: «Tened entre vosotros estos
sentimientos, los mismos que tuvo Cristo Jesús, el cual, siendo de condición
divina, no hizo alarde de ser igual a Dios, sino que se despojó a sí mismo,
tomando condición de esclavo... y se humilló a sí mismo, haciéndose
obediente hasta la muerte.» Recordemos también la configuración con la
muerte y resurrección de Cristo, la cual, según Rom 6, 3-5, es el fruto del
bautismo. Hay, pues, una e.e. del NT que de los hechos de la vida de Cristo
saca enseñanzas válidas para todo cristiano: ora se trate de los esperados
bienes futuros, ora de la vida que debe llevarse a lo largo del tiempo de la
Iglesia» en la posesión velada y espera de las realidades escatológicas.

Así, pues, la forma de interpretación que estudiamos está atestiguada por la


Escritura y se funda en ella: corresponde a verdades de orden teológico. La
revelación no es ante todo un libro, la Biblia, sino una persona, a saber:
Cristo, el Verbo, la Palabra, Dios que habla a los hombres, que se encarna
para traducir esta palabra divina a la modalidad de una persona humana, a
acciones y palabras humanas. El NT es revelación porque nos transmite ese
testimonio; y el AT sólo es revelación en el sentido de que anuncia al mismo
Cristo (a manera de preparación). Para los padres antiguos, la segunda
persona, lo mismo que la tercera, es autor de toda la Escritura; las teofanías
de la antigua alianza no son para ellos obra directa del Padre, sino del Hijo,
mediador único, que es también la palabra pronunciada a través de los
profetas, pues Dios no tiene otra palabra que la suya propia. El Verbo y la
Escritura no son dos palabras diferentes, sino una sola, ya que el Verbo habla
en la Escritura. La Biblia es, pues, como una encarnación del Verbo en la letra,
análoga a la carne, que prepara y anuncia anticipadamente la encarnación
única. Hay, pues, que considerar todo el AT como profecía de Cristo. Pero esto
sólo es posible si «Jesús se lo interpreta a su Iglesia» (Orígenes), como él hizo
con los discípulos de Emaús.

¿Hay que concluir de ahí que, a imitación de los antiguos padres, hayamos de
buscar una significación espiritual en los menores detalles, a riesgo de caer en
lo artificial y arbitrario? Los padres tenían un concepto poco matizado de la ->
inspiración: la confundían demasiado con un dictado, descuidando el papel del
autor humano, que se expresa como hombre, aun cuando el Espíritu confiera
a sus escritos un sentido transcendente a ellos. Así, juzgaban incompatible
con la dignidad divina el que la Escritura relatara cosas secundarias. Según su
concepción, en el más pequeño enunciado late una multitud de misterios. Esta
exageración esconde sin embargo, una verdad no despreciable. Si las
prescripciones jurídicas y ceremoniales no tienen un sentido espiritual, ¿cuál
es su importancia, pues Cristo las abolió en su sentido literal? ¿Y qué
significan los relatos históricos, que pertenecen al pasado, si carecen de
importancia para la actualidad? El punto de vista de los padres es espiritual y
pastoral, no el del historiador o del arqueólogo. Todo esto «fue escrito para
que sirviera de advertencia a nosotros que hemos llegado a la etapa final de
los tiempos» (1 Cor 10, 11). Por tanto en estas prescripciones y narraciones
hay un sentido que descubre Cristo.

De hecho, la e.e. sólo se comprende en un contexto de contemplación y


oración. Por la Biblia Dios habla al cristiano, supuesto que la palabra interna
del Señor haya sido oída ya en el alma. El carisma del intérprete, según
Orígenes, es el mismo que el del hagiógrafo. No se puede entender a Daniel,
sin tener en sí el Espíritu que habló a Daniel. Ciertamente, la e.e. tiene
necesariamente como base la exégesis literal con todas sus investigaciones
críticas, gramaticales, históricas, geográficas y científicas. Pero la voz que
Dios hace oír en el alma, aunque sea a través de un texto bíblico, no está
atada a palabras ni a su sentido objetivo. La e.e. ofrece ante todo «una
ocasión para la contemplación»; ella interpreta el ministerio cristiano y sus
exigencias para la vida creyente. Por grande que sea la distancia entre el
sentido literal de la Escritura y las explicaciones que de ella hace la e.e., no
obstante, una crítica racionalista de esa exégesis indica una falta de
inteligencia de la tradición. Los apóstoles conservaron el mensaje de Jesús,
que habían recibido a través de su palabra y del ejemplo de su vida, pero
habrían sido incapaces de formularlo en tesis abstractas. Ahora bien, se les
prometió el Pneuma que había de explicar el mensaje en el curso de la
historia. En el progresivo tomar conciencia del contenido de la fe con sus
implicaciones, desempeñó un papel importante la exégesis de los padres. De
ahí surgió la teología. Aunque la relación entre la letra y su interpretación a
veces parezca arbitraria, sin embargo ésta tiene un nexo con la tradición que
de ningún modo es arbitrario. Pero no se puede enjuiciar la e.e. sin una recta
inteligencia de aquella tradición que precede a los escritos del NT, y los
envuelve en cierto modo, haciendo posible el horizonte de interpretación que
permite entender en forma cristiana estos escritos y con ellos los del AT.

Para comprender la e.e., es menester sobre todo distinguir bien su finalidad


de la que persigue la exégesis literal. Ésta busca lo que el autor sagrado quiso
expresar; la otra pretende resaltar las diversas dimensiones de un enunciado
de cara al todo del mensaje.

III. Historia de la exégesis espiritual

1. La e. cristiana estuvo expuesta a numerosos influjos heterogéneos, los


cuales dificultaron un esquema sencillo de exposición. Mencionemos ante todo
las interpretaciones judaicas fuera del AT: las exégesis rabínicas, las
apocalípticas y las que han revelado los escritos de Qumrán. Todas estas e.
repercutieron ya en el NT, señaladamente en Pablo, y luego en los padres del
siglo ii. Los griegos conocieron también una e. alegórica, que se desarrolló con
la interpretación filosófica de los mitos de Homero y Hesíodo. Establecido el
principio de que su interpretación debía ser digna de la divinidad (ocorrpeaés,
noción que adoptará la exégesis cristiana), trataban de suprimir, frente a la
crítica de Jenófanes y Platón, lo que estos poemas contenían a menudo de
escandaloso. Muchos de sus procedimientos, como la onomástica o la
aritmética simbólica, pasarán a los autores cristianos, que, por lo demás, los
hallaban también en la Biblia y entre los judíos. Platón ofrecerá a la e.
patrística, además del ejemplo de sus mitos filosóficos, el marco en que se
explayará su simbolismo: la dualidad del plano de las ideas, únicas que
poseen la existencia e inteligibilidad perfectas, y del plano de las realidades
sensibles, cuya existencia e inteligibilidad son participadas. Este dualismo se
convertirá en la dualidad del misterio (los bienes sobrenaturales de la
salvación y su síntesis escatológica en Cristo) y del símbolo (la realidad
terrestre y la letra de la Escritura) que permanece sombra e imagen. Esta
concepción influyó sobre todo en los alejandrinos. Hay que señalar finalmente
el judaísmo helenizante, que constituye una primera fusión de las exégesis
judías y griegas, e influyó sobre todo en la carta a los Hebreos. Después del
peripatético Aristóbulo y de la Carta de Aristeas, su principal representante es
Filón, que, bajo el influjo del estoicismo medio y de Posidonio, halla en la
historia y las instituciones de Israel símbolos de la vida interior. En los
alejandrinos aparece cierto influjo de la exégesis de Filón. Finalmente no
podemos olvidar que en todas las culturas orientales (con Alejandría como
centro), el simbolismo era un fenómeno general.

2. La e. de los padres del siglo ii es más sobria que la siguiente, pues sufre
sobre todo la influencia de las fuentes judías, incluso la del helenismo
judaizante con el Pseudo-Bernabé. Se la encuentra en Melitón, Justino, Ireneo
y, en el siglo iii, en Hipólito. Por su menosprecio del AT, Marción rechaza toda
interpretación que abarque el Antiguo y el Nuevo Testamento. La polémica
contra Marción inspiró en parte el trabajo de los alejandrinos. En cuanto éstos
ven una prefiguración de Cristo en la historia de Israel, demuestran la unidad
de ambos testamentos - fin primordial de la e.e. - y el valor positivo del AT.
Pero también en los gnósticos hallamos una e.e. (p. ej., en Heracleón, el
discípulo de Valentín).

Después de su maestro Clemente, Orígenes es el gran teórico de la e.e. La


explica por su célebre teoría de los tres sentidos de la Escritura: corporal
(histórico), psíquico (moral) y espiritual (místico), que corresponden a los tres
elementos de su antropología: cuerpo, alma y espíritu (Perí Arjón, 2ss; GCS,
22, 213ss). Esta tricotomía viene de Pablo (entre otros textos 1 Tes 5, 23) y
no de Platón, como se dice a menudo, sin advertir que la tricotomía platónica
es diferente por los términos que emplea (inteligible, irascible y concupiscible)
y por su naturaleza. De hecho la teoría de los tres sentidos no corresponde
realmente a la práctica de Orígenes; es independiente de ésta.

En esa época de la teología no faltan adversarios de esta forma de exégesis,


como se ve por las homilías de Orígenes. Los defensores del sentido literal,
desorientados por la profundidad y, a veces, por la sutileza excesiva de las
elucubraciones espirituales, quieren atenerse a las «fábulas judaicas», es
decir, al sentido literal del AT, despojado de toda referencia a Cristo. Así el
milenarista Nepote es adversario de Dionisio.

3. En el siglo iv son muchos los discípulos de Orígenes en materia de


exégesis: en Alejandría, Dídimo y Cirilo; en Palestina, Eusebio; en Capadocia,
Gregorio de Nisa, sin olvidar el que es cabeza principal del origenismo,
Evagrio Póntico (-> Capadocios). Aunque Basilio no quiere interpretar
alegóricamente los primeros capítulos del Génesis, sin embargo él muestra
interés por el método exegético de Orígenes, como lo prueba la Philocalia, que
compila con su amigo Gregorio Nacianceno, y lo sigue a veces. Epifanio, el
promotor de la primera crisis origenista, enumera el alegorismo entre los
primeros cargos, pero no se desdeña de practicarlo él mismo en ciertas
ocasiones.
Sin embargo, frente a la escuela de --> Alejandría se alza una oposición
dirigida por la escuela de -> Antioquía. Fundada al fin del siglo iii o comienzos
del iv por el mártir Luciano de Antioquía, maestro de Arrio, esta escuela
produjo una serie de grandes exegetas que atacaron vigorosamente las
interpretaciones alejandrinas. Después de Eustacio de Antioquía y Diodoro de
Tarso, su principal teórico fue Teodoro de Mopsuestia. Pero otros
representantes de la tendencia antioquena, como Isidoro de Pelusio, Juan
Crisóstomo y Teodoreto de Ciro, reaccionan contra el radicalismo de Teodoro
y toman una vía media entre las dos escuelas.

A propósito de la oposición entre Alejandría y Antioquía, se ha hablado de una


falsa inteligencia más bien que de un conflicto. Si se comparan los dos
teólogos más característicos de cada escuela: Orígenes y Teodoro, aparece su
coincidencia en puntos fundamentales: la atención prestada a la letra, la
existencia en el AT de un sentido más oculto revelado por Cristo. Pero sus
temperamentos son muy diferentes. Antioquía está dominada por Aristóteles,
con su positivismo, su lógica y su racionalismo. Sólo quiere reconocer una
figura de Cristo allí donde ésta se halla claramente diseñada. En la profecía los
antioquenos ven sobre todo la doctrina y el milagro que la garantiza; ambos
sirven a la apologética. Por esta unión fundamental del sentido espiritual con
el literal, los antioquenos definen lo que ellos llaman 9ewpía en contraposición
a la &aanyopla alejandrina, a la que acusan de insuficiente fundamentación.
Alejandría, por lo contrario, sigue adherida a Platón y a su misticismo. El
profeta no es tanto el que predice lo venidero cuanto el intérprete de Dios que
revela a los hombres el sentido de todas las cosas en relación con Dios
mismo, y de la historia bíblica en relación con Cristo. La e. alejandrina parte
también de la letra, pero se levanta más fácilmente por encima de ella, y
tiende a transfigurar todas las realidades del AT para ver en él los símbolos de
los bienes escatológicos revelados por Cristo. Si los antioquenos a menudo
determinan mejor el sentido de un pasaje, los alejandrinos perciben más
profundamente la significación conjunta de la Escritura. Wiles ha comparado
los comentarios de Teodoro y de Orígenes sobre el cuarto Evangelio: sólo
Orígenes penetra de verdad la mentalidad del evangelista, mientras Teodoro
se queda en la superficie.

4. Con Ambrosio e Hilario, Jerónimo y Rufino, el occidente acepta desde el


siglo iv, siguiendo a Orígenes, la e. alejandrina. La disputa antioquena no
parece haber tenido gran repercusión en tierra latina, a excepción de Julián de
Eclamo (PL 21, 971). Una nueva clasificación de los sentidos bíblicos, la del
cuádruple sentido, que en el siglo xiii hizo popular el célebre dístico del
dominico Agustín de Dacia, recorrió junto con el triple sentido toda la edad
media: «Littera gesta docet, quid credas allegoria, moralis quid agas, quo
tendas anagogia. » Parece que se la encuentra por vez primera claramente
expresa en Juan Casiano (Coil. 14, 8; CSEL 13, 404ss), pero corresponde
mucho mejor que la del triple sentido a la práctica de Orígenes. Además del
sentido literal, distingue el sentido alegórico, que afirma a Cristo como centro
de la historia - notemos que en la oposición moderna de «tipología» y
«alegoría» este sentido alegórico corresponde a la tipología, no a la alegoría-,
el sentido tropológico o moral, que determina la conducta - del cristiano entre
las dos venidas de Cristo, y el sentido anagógico, que hace presentir la
bienaventuranza. El sentido tropológico y el anagógico no son en realidad más
que corolarios del alegórico. La principal diferencia entre las dos fórmulas está
en que, en la del triple sentido, el moral es antepuesto al espiritual y parece,
por tanto, indiferente con relación a la venida de Cristo (así las exégesis
«filonianas» de Alejandría), y en la del cuádruple sentido, el sentido moral es
una consecuencia del espiritual.

La mayoría de los grandes autores occidentales a finales de la edad antigua y


a principios de la edad media continúan la exégesis alejandrina. Así proceden,
entre muchos otros, Agustín, Gregorio Magno, Beda, Bernardo. Hasta la crisis
del siglo xii, la teología permanece fiel a la forma que le legaron los padres. Es
una ciencia única en que confluye todo; la exégesis, a menudo espiritual,
constituye su base. O sea, la teología posibilita una toma de conciencia de los
datos de la fe, toma de conciencia que caracteriza el desarrollo de la tradición.

Con la aparición de la escolástica, la introducción de la dialéctica aristotélica y


la división de la teología en diversas ramas, la e.e. pierde importancia en su
condición de exégesis y en su peculiaridad espiritual. Sin embargo,
Buenaventura la practica sin reparos y Tomás de Aquino expone la doctrina
tradicional del cuádruple sentido (Quodlibetum 7 q. 6 a. 15; ST i q. 1 a. 10).

En el renacimiento, Erasmo juzga aún con simpatía esta manera de


interpretación, obra de los padres antiguos, que eran sus autores preferidos.
Pero el racionalismo de los tiempos modernos apenas ha podido ya tributarle
igual estimación. Primero los protestantes, y luego también los católicos, con
frecuencia no han visto en ella más que meros absurdos y menosprecio de la
letra y de la historia, sin penetrar en la profunda visión cristiana del mundo
que allí se expresa. La rehabilitación de la exégesis de los padres ha sido obra
de historiadores muy recientes, señaladamente de H. de Lubac.

5. El conocimiento y la comprensión de la e.e. son necesarios al historiador de


la teología antigua y medieval, así como al historiador del arte, pues su
temática domina todas las creaciones artísticas y literarias de este período. Y
son indispensables para el exegeta, pues el trabajo de la moderna exégesis
científica nada le aprovecharía al cristiano, si no le permite hallar en la
Escritura un alimento religioso. Es menester también que se puedan leer sin
gran dificultad los escritos de los padres, si las riquezas espirituales, que ellos
contienen y que las traducciones a las lenguas modernas ponen al alcance del
lector ordinario, no han de permanecer estériles. ¿Cómo, por otra parte, se
podría participar verdaderamente en la liturgia de la Iglesia, si no se
entienden las interpretaciones patrísticas, que tan ampliamente aparecen en
los textos litúrgicos? ¿Y cómo sin una e.e. será posible que el creyente lea los
salmos de maldición que la Iglesia ha dejado en el breviario? Sin esta
exégesis estarían en contradicción con el Evangelio. La meditación de la Biblia
ha de servirse necesariamente de tal e. Cierto que el sentido literal del AT
ofrece por sí mismo materia válida; pero, si no vemos en él la prefiguración
de Cristo, lo leemos con ojos judíos y no cristianos.

BIBLIOGRAFÍA: C. Siegfried, Philo von Alexandria als Ausleger des AT (B


1875); A. Vaccari, La teoria nella scuola esegetica di Antiochia: Bibl 1 (1920)
3-35; E. v. Dobschütz, Vom Auslegen des NT (Go 1927); A. Oepke,
Geschichtliche und übergeschichtliche Schriftauslegung (Gü 1931); L. Puech,
L'écriture dans S. Irénée (Tou 1936); L. Goppelt, Typos (Gil 1939); W.
Víscher, Das Christuszeugnis des AT I (Z 61943), 11/1 (1942); C. Spicq,
Esquisse d'une histoire de l'exégése ]atine au Moyen-Age (P 1944); H. de
Lubac, Typologie et Allégorisme: RSR 34 (1947) 180-226; J. Guillet, Les
Exegeses d'Alexandrie et d'Antioche. Conflit ou malentendu 2: RSR 34 (1947)
257-302; J. Daniélou, Origéne (P 1948); J. Schildenberger, Vom Geheimnis
des Gotteswortes (He¡ 1950) 392-470 (Kap. VII: Der geistige Sinn der
Heiligen Schrift); H. de Lubac, Histoire et Esprit; L'intelligence de 1'Ecriture
selon Origéne (P 1950); H. U. v. Balthasar, Origenes, Geist und Feuer (Sa
21952) 11-41; W. Eichrodt, Ist die typologische Exegese sachgemi;Be
Exegese?: VT Suppl. 4 (1957) 161-180; J. Daniélou, Théologie du
JudéoChristianisme (P 1958); J. Schmid, Die atl. Zitate bel Paulas: BZ NF 3
(1959) 161-173; H. de Lubac, Exégése médiévale, 4 vols. (P 1959-64); R.
Hanson, Allegory and Event (Lo 1959); J. Daniélou, Message évangélique et
culture hellénistique (P 1961); H Crouzel, Origéne et la «connaissance
mystique» (Brujas 1961); P. Grelot, Sentido cristiano del Antiguo Testamento
(Desclée Bit 1967); H. U. v. Balthasar, Herrlichkeit, 3 vols. (El 1961 ss); K.
Frür, Biblische Hermeneutik (Mn 21964); Rad II 339-447; E. Coreth,
Cuestiones fundamentales de hermenéutica (Herder Ba 1972).

Henri Crouzel

EXISTENCIA

I. Concepto

El concepto de e. se ha convertido en un signo espiritual del tiempo, y sirve


en concreto para caracterizar una dirección fundamental de la filosofía actual:
el -3. existencialismo. Pero en las figuras principales de esta filosofía -
Heidegger, Jaspers, Sartre y Marcel -, a pesar de la semejanza en sus
móviles, en el fondo el sentido del término e. es tan diverso, que no podemos
presentar su contenido en una definición breve, unitaria y universal. De todos
modos podemos decir que en esta filosofía se entiende por e. una manera de
realizar la vida humana. Por consiguiente, este concepto de e. no es el mismo
que el de la escolástica. Aquí e. se contrapone a esencia y significa la
actualización de una -* esencia cualquiera, no sólo de la humana. Pero dentro
de la misma filosofía escolástica este concepto, en medio de toda su
semejanza, presenta diversos sentidos en las distintas posiciones metafísicas,
p. ej., en la del ->tomismo y la del --> suarismo. Por tanto el concepto de e.
debería ser objeto de un estudio histórico desde que se usó por primera vez
en Mario Victorino (t hacia el 362) hasta su sentido actual. Con ese estudio
podría mostrarse que la diversidad de sentido no es casual, sino que
constituye una expresión del cambio en la manera metafísica como se
entiende el hombre. Pero, a este respecto, no sólo han de tomarse en
consideración los textos donde aparece explícitamente el concepto de e.,
pues, independientemente de la forma de expresión, una inteligencia de la e.
se ha dado siempre. La plena determinación e interpretación del concepto de
e. requeriría un estudio de las diversas épocas históricas desde el punto de
vista de la inteligencia de sí mismo que opera en ellas, aun cuando no se haya
llegado a la comprensión explícita de la autointeligencia que se despliega en
todo obrar y entender. Este descubrimiento de las respectivas concepciones
de la existencia o de sí mismo debería hacerse en todas las formas y
manifestaciones fundamentales de la vida humana (mito, religión, arte,
derecho, política, filosofía, técnica) y así equivaldría a la elaboración de la
historia del espíritu en cada época. Aquí nos limitaremos a describir
esquemáticamente cómo la conciencia humana no siempre se entiende a sí
misma de igual manera, sino que por su diversa autoconcepción emite
distintas épocas, delimitables entre sí, de la historia del espíritu. Esa
diversidad es ignorada con demasiada facilidad a causa de la conciencia
reinante en una determinada época y de las cosas que ella tiene por
evidentes. Este sentir de una época, como estado que lo determina todo,
abarca las mencionadas formas fundamentales de la vida humana, pero donde
mejor aparece es en la relación que una época ha tenido con la historia y su
sentido (II), y en la filosofía desarrollada a partir de ahí (iii).

II. Diversas épocas

1. Los griegos son los fundadores, no sólo de la -> filosofía occidental, sino
también del pensamiento histórico de occidente. Sin embargo, la sensibilidad
griega se interesó ante todo por la naturaleza y por su fundamento
permanente. Incluso en la alta forma de la investigación filosófica, ellos se
interesaban solamente por la esencia permanente de los seres, la cual se
mantiene bajo toda modificación. La historia como lo que deviene y pasa no
se podía conocer y su conocimiento acabó por no interesar. En un pensador
tan abierto y universal como Platón, el estado que tenía él por ideal debía ser
una imagen aislada de los pueblos vecinos e incluso de su propio pasado y del
tiempo, y, una vez realizado, habrían de permanecer siempre así. Aristóteles,
que se interesó por la política de su tiempo, reunió mucho material histórico;
pero su verdadera autointeligencia giraba en torno a lo que se repite y
permanece, en torno a las leyes eternas de la razón. Explícita o
implícitamente (incluso en el gran historiador de la antigüedad griega,
Tucídides) la convicción fundamental es: la naturaleza -aun la del hombre- no
cambiará. La concepción que el griego tiene de sí mismo fundamentalmente
está trazada, según la imagen de la -* naturaleza. En todo momento el
destino concreto reviste el significado de un paradigma, en el que puede
leerse la esencia de la naturaleza. La pregunta por una posible evolución o un
auténtico cambio y, con ello, el interés por el futuro y la historia en general,
están lejos de la concepción griega del destino. La manera como los romanos
se entienden a sí mismos sólo en los acentos se distingue de la
autointeligencia de los griegos; la ligera novedad se debe a que la duración
del imperio romano y su extensión originaron un sentimiento de espacio y de
tiempo un poco distinto. Pero lo común en la autointeligencia de los antiguos
es su grandioso sentido de lo permanente, bien sea la idea eterna de toda
realidad, o bien la incontestable necesidad de lo fáctico. Ciertamente, en
Platón está desarrollado el sentido del amor y del bien, como la realidad en
virtud de la cual es posible la liberación de la cárcel de la historia, pero la
antigüedad no conoce una proyección hacia un futuro mejor, gracias al cual el
hombre pudiera alcanzar una plenitud histórica.

2. Totalmente distinta es la concepción que el pueblo de Israel tiene de sí


mismo. En Israel hay poca posibilidad y ansia de ciencia y formación, de arte
y cultura, pero hay un sentido incomparable de lo humano. Si pensamos que
Herodoto y el Deuteroisaías fueron casi contemporáneos, aparecerá
plásticamente ante nuestros ojos el abismo que media entre la
autointeligencia de los griegos y la de los judíos. Estos no buscan su propia
concepción por la investigación y el conocimiento teóricos, sino mediante una
reflexión constantemente renovada acerca de su historia. Por este reflexionar
y recordar, Israel experimenta cómo él es la comunidad de un pueblo que
tiene un solo Dios. Este Dios quiere estar cerca del pueblo judío, que ha de
permanecer fiel a él y creer en sus promesas. Ahí surge una dimensión
totalmente nueva: la realidad no es una naturaleza que se repita
eternamente, sino que es -> creación de Dios. Pero la fe en la creación es
confianza en la promesa de un futuro consumado, que se hace posible por la
fidelidad a Dios (-> alianza). El fundamento de toda realidad histórica bajo la
dimensión de su principio y de su final es el Dios vivo y personal. Esta
dimensión de la personalidad, es decir, de la decisión y libertad en la historia,
es expresión de una singular inteligencia de sí mismo.

3. A base de esta experiencia, que descubre cómo la e. no está determinada


(solamente) a manera de destino fatal (como en el mundo de los dioses
griegos), en el cristianismo, y especialmente en la predicación de Pablo y en la
de Juan, aparece una concepción de sí mismo en la que se hace plenamente
consciente la realidad de la libertad, que no es objetiva y sin embargo tiene
un auténtico poder creador. Esta liberación para la libertad, que por primera
vez hace posible aceptar la realidad del pecado y de la culpa, no se produce
por un suceso natural, sino fundamentalmente por la confianza en el Dios del
pueblo de Israel, que en Jesús de Nazaret se ha hecho hombre y por él ha
ofrecido a todos los hombres la -> salvación. Para los primeros cristianos la fe
en la encarnación de Dios apunta tanto hacia su condición humana como hacia
su condición divina, y vigoriza, según lo muestra el hecho de la cruz y de l a
resurrección, la dialéctica y dinámica del -> Antiguo Testamento. Esto da
lugar a una inteligencia de sí mismo que no teme ante la muerte, bajo la
experiencia consciente de aquella fuerza creadora que en su poderío y
plenitud es denominada Pneuma. En efecto, surge una inteligencia de sí
mismo que, a pesar de esta intensa confrontación con la culpa y la muerte, en
su disposición fundamental está caracterizada por la -> fe, la --> esperanza y
el -> amor. En consecuencia puede desarrollar acerca del futuro una
conciencia que, basándose sobre todo en la entrada de Dios mismo en la
historia, tiene el valor de creer que la historia entera y el cosmos entero han
de llegar a su salvación definitiva. Esta concepción de sí mismo, junto con la
unidad y reconciliación en ella manifestadas entre naturaleza e historia, culpa
y redención, humanidad y divinidad, es insuperable, y lo es tanto en la
vigorosa realización de la experiencia fáctica del hombre acerca de sí mismo,
como en el diseño de una salvación que elimina y supera todo lo anterior.

4. La reflexión sobre estas experiencias fundamentales en los padres,


principalmente en Agustín, por primera vez fundamenta expresamente una
autoconcepción histórica universal que se refiere a toda la humanidad y que
en este sentido humano universal e histórico-salvífico determina la edad
media y la edad moderna hasta la actualidad, y los hace posibles a pesar de la
-> secularización y de los cambios. Habría que mostrar cómo la edad media
recoge esta herencia, pero a la vez la transforma en diálogo con la
antigüedad, cómo expresa la conciencia histórico-salvífica de la experiencia
originaria de la libertad en un universal orden jerárquico de la creación y la
redención, en el que cielo y tierra, pasado y futuro aparecen curiosamente
terminados; y habría que mostrar además cómo del Dios medieval, con su
jerarquía estática y permanente, se pasa finalmente al legalismo y al ->
nominalismo, y cómo con tal mentalidad se fomentó el que la propia mismidad
fuera concebida como una cosa. Igualmente habría que poner de manifiesto
cómo la naciente edad moderna quiere oponerse a esta «cosificación», y así el
-> renacimiento y la -->reforma vuelven a la antigüedad y al cristianismo
primitivo, originando una época de confrontación entre la experiencia bíblica
de la salvación y la idea antigua de la formación; y finalmente habría de
mostrarse cómo el derrumbamiento de la imagen aristotélico-ptolomaica del
mundo arroja de nuevo a los hombres sobre sí mismos, pero precisamente así
abre el camino a la posibilidad de que irrumpa una inteligencia cósmica de sí
mismo. Las épocas siguientes: el -->humanismo, el ->barroco, la ->
ilustración, el -> romanticismo, el clasicismo, etcétera, producen en la
autoconcepción del hombre un movimiento por el que las posibilidades
contenidas en los dos orígenes de la historia occidental del espíritu se hacen
más radicales, totales y a la vez relativas. Así engendran una conciencia que
en todas sus posibilidades prácticas, espirituales y técnicas se centra cada vez
más en sí mismo como reflexión y mediación histórica, provocando una
actitud social, científica y técnica que parece contener la clave de un futuro
absoluto (cf. también -> marxismo, -> secularización, ->sociología, ->
técnica, teoría de la ->ciencia).

III. Cambio de forma en la concepción de sí mismo y articulación


filosófica

A los dos orígenes hasta ahora diseñados de la autoconcepción occidental en


Grecia y en el judaísmo, y a su mezcla, transformación y ampliación
históricas, corresponde también un cambio en la interpretación filosóficamente
consciente de la realidad. La concepción de la realidad articulada en la clásica
- metafísica antigua y medieval se distingue esencialmente del pensamiento
que se inicia en Kant, con el giro filosófico hacia la -> filosofía transcendental,
que luego Fichte y Hegel configuran bajo las dos formas de la metafísica
occidental en su sistema dialéctico de la filosofía y que, finalmente (a través
de Kierkegaard, Feuerbach y Nietzsche), con la -> fenomenología de Husserl y
el pensamiento existencial u ontológico de Heidegger, por un lado, y con el --
> materialismo dialéctico de Marx, por el otro, quiere dejar atrás cualquier
filosofía sistemática, para ayudar precisamente así al hombre en orden a la
inteligencia de sí mismo. La metafísica clásica, a base de la distinción de
Platón entre ente sometido al devenir y lo que propiamente es, la idea,
plantea la cuestión fundamental, convertida por Aristóteles en disciplina
metafísica y asumida por Tomás de Aquino, del ente como ser. Esta cuestión
originaria de la metafísica quiere entender el ente, no desde un punto de vista
determinado, por ejemplo, bajo el aspecto de su utilidad o agrado, sino
precisamente bajo el aspecto de lo que es él mismo, en cuanto ser. Este
planteamiento, que se llama ontológico, no aleja al ente de su esencia, es
decir, de ser él mismo, de ser ente. Pero el fundamento que posibilita la
mediación de cada ente consigo mismo, haciendo que sea él mismo, ha de
buscarse en un todo mayor, donde tiene su lugar toda diferencia y limitación:
el ser. El rasgo fundamental de esta metafísica es, por tanto, la pregunta por
la fundamentación y mediación del ente en el ser. Aunque esa mediación para
Aristóteles y para Tomás, se produce por el espíritu agente, sin embargo, esta
metafísica no ve que la fundamentación del ente en el ser no es una
ontogénesis cosmogónica, que haya de pensarse según la imagen del origen
de las cosas naturales, sino que se debe a la acción mediadora de la
conciencia y libertad del hombre. Esta referencia a la conciencia, que
ciertamente en la metafísica clásica no ha dejado totalmente de pensarse,
empieza a formar sistema por principio en Descartes y en Kant, e introduce
con ello el giro transcendental. Con ello por primera vez se pone de manifiesto
sistemáticamente que toda comprensión de la realidad siempre es a la vez
inteligencia de sí mismo. La evidencia del ser infinito como fundamento de
todo ente, como verdad y bondad absoluta, que para la metafísica clásica era
per se nota, se hace con ello problemática. Kant es incapaz de justificar esta
posibilidad de conocimiento ontológico, y limita con ello la capacidad de
conocimiento del hombre.

Así el sentido del ser se convierte en conciencia, el sentido de la esencia se


convierte en categoría y el del ente pasa a ser el objeto. De esa manera, el
hombre arrojado hacía sí mismo desde la universal y absoluta afirmación
metafísica de la realidad experimenta un sentido diverso, a saber, el de ser
sujeto para objetos. Ahora bien, aunque la autointeligencia de la metafísica
clásica (en cierto modo olvidada de sí misma en el mito de la ontogénesis) por
el giro transcendental (que no significa supresión, sino transformación de la
metafísica) se hace consciente de que toda comprensión de la realidad es al
mismo tiempo inteligencia de sí mismo, sin embargo se mantiene en ella - si
bien a un nivel superior - una «cosificación» como rasgo fundamental: el ser
se convierte en conciencia de sujeto para los objetos. La autocomprensión a
pesar del intento de mediación práctica, permanece enajenada e inauténtica.
Fichte supera esta alienación por el hecho de que él por primera vez aborda
filosóficamente la relación personal como suceso entre la intersubjetividad y la
interobjetividad. Con ello la conciencia de sujeto defendida por Kant se
transforma en conciencia de medio, que constituye la luz y la vida (la verdad)
de todo el reino personal y hace aparecer el objeto kantiano como mediación
entre las personas en su mismidad. El sentido del ser, si bien por una
mediación frente a la metafísica clásica, es nuevamente la luz absoluta e
infinita como vida, y el sentido del ente queda desprendido de su condición de
mero objeto para los sujetos y es liberado para sí mismo como independiente
e instrumento mediador a la vez. La inteligencia de sí mismo se hace de
nuevo absoluta, pero en una mediación radical entre inmanencia y
transcendencia; surge con una agudeza hasta ahora desconocida la cuestión
del sentido del ser o de la luz en la distinción entre luz y fuente de la luz
(Dios). La filosofía absoluta de la libertad de Fichte pasa a ser en Hegel
filosofía absoluta del espíritu. El sentido de la inteligencia de sí mismo es en
Fichte la mediación absoluta del absoluto en la libertad y, por esto, también
en la historia; y en Hegel es también la absoluta pero necesaria mediación del
espíritu en el curso necesario de la historia. De momento pareció que no podía
irse más allá de esta reflexión total sobre sí mismo realizada por el ->
idealismo alemán. Pero, a pesar de la inclusión de la -> historia e historicidad,
esta filosofía pensó sobre la inteligencia de sí mismo (solamente) como
sistema. En la época siguiente, dentro de los derroteros de Kierkegaard y
Marx, la fenomenología plantea explícitamente la nueva pregunta por el
sentido de la existencia, el cual, antes y a pesar de toda mediación en el
sistema, no puede comunicarse en la pura reflexión. Esta pregunta, que no
era desconocida para Fichte y Hegel, y sobre todo para Schelling, se intenta
esclarecer ahora de otro modo en el así llamado análisis fenomenológico de un
sentido, que es indeductible y sólo puede experimentarse inmediatamente.
Especialmente el pensamiento ontológico de Heidegger intenta partir de la
disposición, que propiamente no puede hacerse experimentar por ninguna
reflexión, como fundamento director de toda mediación sistemática, para
describir nuevamente ese fundamento en un plano prefilosófico o
posfilosófico. En la disposición de la inteligencia de sí mismo se hace evento el
ser. La experiencia histórico-existencial de este evento no es demostrable, y
sólo puede exponerse en la interpretación --> hermenéutica. Este ser tiene a
su vez una historia, que es la que guía la historia de la autoconcepción del
hombre en sus distintas épocas, en cuanto el ser en cada época se envía
como un -> sentido diferente de la existencia humana. También en la propia
concepción del cristianismo habría que preguntar si no hay algo así como una
diversidad de épocas en la automanifestación del Logos.

Resumiendo podemos decir: la autocomprensión natural y cosmológica de la


antigüedad, así como la autoconcepción de la edad media, la cual no va más
allá de una cierta forma de ontogénesis, quedan superadas en el giro
antropológico-transcendental de la edad moderna; y, a pesar de la total
mediación sistemática en el idealismo alemán, se desarrollan de manera
nueva en el posterior viraje existencial del sistema a la experiencia. Pero
hemos de añadir que en la filosofía misma todavía no se hace justicia plena a
la autointeligencia histórica y social, pues en ella la historia, pensada
esencialmente como historia del origen, permanece demasiado formal. Por eso
una filosofía desarrollada a partir del cristianismo, si realmente quiere analizar
la genuina experiencia cristiana y la concepción de sí mismo allí implicada,
asumiendo ante todo la herencia de la tradición, debería ser filosofía
ontológico-transcendental y dialogística de la libertad. Pero semejante filosofía
no podría conformarse con un sistema (formal), sino que, tomando en serio el
carácter indeductible de la experiencia dialogística y libre de la historia,
debería esforzarse por interpretarla hermenéuticamente en una
«fenomenología» de la -a encarnación, en la cual la historia aparecería a la
vez como historia de Dios (cf. historia de la - salvación). Sólo así sería posible
incorporar al cristianismo y configurar con esperanza el futuro en su total
mediación técnica, científica y social. Con ello se produciría una inteligencia de
sí mismo hecha posible por la --revelación y exigida por la historia futura, que
camina hacia su propio carácter absoluto.

BIBLIOGRAFIA: cf. bibl. ]r existencialismo M. Heidegger, El ser y el tiempo (F


de CE 21962); K. Jaspers, Filosofía 2 vols. (R de Occ Ma 1958); J. P. Sartre,
tr. cast.: El ser y la nada (Losada B Aires 1965); G. Marcel, Homo viator (P
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Filosofía del ser. Ensayo de síntesis metafísica (Gredos Ma 21968); E. Gilson,
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Sartre (W 1951); Studi filosofici intorno all'«essistenza», al mondo, al
trascendente (R 1954); O. F. Bollnow, E. philosophie (St 41955); C. Fabro:
RThom 56 (1956) 240-270 480-507; J. Owens, The Doctrine of Being in the
Aristotelian Metaphysics (Toronto 21957); J. Hegyl, Die Bedeutung des Seins
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Mn 1959); E. Bloch, Das Prinzip Hoffnung, 2 vols. (F 1959); G. Siewerth, Das
Schicksal der Metaphysik von Thomas zu Heidegger (Ei 1959); O. Schnübbe,
Der E.begriff in der Theologie Rudolf Bultmanns (Go 1959); H.-R. Müller-
Sehwefe, E.philosophie (Z 1961); M. Müller, E. philosophic im geistigen Leben
der Gegenwart (Hei 31964); H.-G. Gadamer, Wahrheit und Méthode (T
21965); J. B. Lotz, Sein und E. (Fr 1965); B. Welte, Auf der Spur des Ewigen
(Fr 1965); idem, Heilsverstandnis (Fr 1966); M. Müller, Uber Sinn und
Sinngefahrdung des menschlichen Daseins: PhJ 74 (1966) 1-29; H.
Blumenberg, Die Legitimatat der Neuzeit (F 1966); H. Schweppenhduser,
Kierkegaards Angriff auf die Spekulation (F 1967).

Eberhard Simons

EXISTENCIALISMO

I. Concepto

Con el término e. quedan designados diversos modos del pensamiento


filosófico actual, a los cuales, teniendo en cuenta todas sus diferencias, les es
común que por -> existencia no entienden la actualización de una esencia
cualquiera, la existencia en general (según el sentido de «existencia» en la
filosofía escolástica), sino la existencia del hombre, y sobre todo la realización
(individual en cada caso) de la misma. En el centro de ese pensamiento se
encuentra el --> hombre como individuo insustituible. Por esta razón la
filosofía existencial o e. no es puramente teórica; apunta más bien a la
superación del olvido y del engaño de sí mismo que se dan en la conciencia
cotidiana, para conducir al propio ser personal. (Respecto de Heidegger cf. iv,
1; sin embargo, en sus principios, y en todo caso en el modo de su recepción
y repercusión, esto puede decirse también de él.)

II. Orígenes

Un pensamiento bajo el imperativo de esta meta ha tenido ya desde el


principio de la historia occidental de la -> filosofía relevantes representantes,
sobre todo: Sócrates, Agustín, B. Pascal. Contra la metafísica racionalista del
siglo XVIII la filosofía del -> romanticismo trató de subrayar este motivo
filosófico. Acción, yo, libertad son las palabras fundamentales de J.G. Fichte;
vida, hecho, libertad, existencia son las de F.W.J. Schelling. G.W.F. Hegel, que
desde ese mismo planteamiento original pasó a una filosofía del -->espíritu y
al sistema de un --+ idealismo absoluto, experimentó ya la crítica decisiva en
la filosofía posterior de estos dos pensadores. Sin embargo esta crítica por
primera vez hoy pasa a primer plano. La crítica a Hegel se ha hecho eficaz a
través de S. Kierkegaard, así como a través de los hegelianos de izquierda:
sobre todo L. Feuerbach y K. Marx. Feuerbach, frente a la doctrina del espíritu
absoluto, presentaba al hombre como ser sensitivo y corporal, como ser de la
«especie» en el sentido original de la palabra. En este sentido (de especie
como «producción original») adoptó Marx su concepción, para utilizarla y
desarrollarla luego en el campo económico-social. En contraposición a esto,
tanto desde el punto de vista religioso como desde una posición radicalmente
individual, S. Kierkegaard se enfrentó al pensamiento sistemático, donde lo
mismo que en la forma de vida correspondiente a la organización eclesiástica
de tipo liberal, a su juicio, no encaja la existencia del individuo, queda oculto
el miedo a la libertad abandonada a sí misma y, convirtiendo el escándalo de
la paradoja en la evidencia racional de estructuras generales, se falsea la
obediencia de fe que el Dios encarnado pide al yo creyente, al yo que sólo él
puede determinar. Finalmente, F. Nietzsche, quien contrapone y antepone el
afán de vivir y la voluntad de poder del superhombre a toda verdad y todo
valor universales, ataca, no sólo la filosofía y la ciencia, no sólo lo eclesiástico,
sino el cristianismo en general.

III. Desarrollo e influencia

Estos impulsos al principio no tuvieron gran repercusión en la filosofía. Sin


embargo, la conmoción, el desplome del orden anterior a causa de la primera
guerra mundial y de sus consecuencias creó una nueva situación espiritual,
como se pone de manifiesto en el mismo arte y en la misma literatura,
especialmente en la obra de R.M. Rilke (Die Au f zeichnungen des Malte
Laurids Brigge; Duineser Elegien) y de F. Kafka. Y, junto con la reacción del -
>vitalismo y la del «pensamiento dialogístico» (E. Rosenstock, M. Buber, H. y
E. Ehrenberg, V.v. Weizsácker, F. Ebner y F. Rosenzweig, el más cercano a
Heidegger), ahora se presenta como respuesta la filosofía existencial.

1. Iniciado ya por la actividad docente de sus influyentes fundadores, el e.


encuentra su expresión decisiva en Ser y tiempo (1927) de M. Heidegger y en
Existenzerbellung (1932), el segundo tomo de la filosofía de K. Jaspers. Más
allá del círculo de sus discípulos propiamente dichos (K. LSwith, W. Br6cker,
H.G. Gadamer, W. Schulz, R. Berlinger, H. Arendt, etc., y de los procedentes
del tomismo: G. Siewerth, M. Müller, J.B. Lotz), ambos filósofos ejercen una
influencia importante en toda la vida científica, así en la psicología (L.
Binswanger y otros), en la filosofía (E. Staiger, B. Allemann), en la ética (E.
Grisebach), en la pedagogía (O. Bollnow, Th. Ballauf) y especialmente en la
teología, primero y sobre todo en la protestante (R. Bultmann, F. Gogarten, F.
Buri, G. Ebeling, E. Fuchs, H. Ott), pero también en la católica (R. Guardini, K.
Rahner, B. Welte).

2. Mientras la presión de las circunstancias políticas de aquel tiempo en


Alemania redujo la filosofía al silencio, en los años cuarenta la filosofía
existencial llegó en Francia a un resultado floreciente, y recibe allí el nombre
de existencialismo. Como obra capital de esta filosofía aparece en 1943 El ser
y la nada de J.P. Sartre. En contraposición a esta orientación predominante
(con S. de Beauvoir, M. Merleau-Ponty, A. Camus), se presenta el llamado e.
cristiano de G. Marcel y el «personalismo» de E. Mounier. En ambas formas el
e. francés está fuertemente influenciado por Heidegger y Jaspers; sin
embargo, su carácter estrictamente filosófico no está muy marcado, ya que él
busca a la vez formas literarias de expresión: el drama, la novela, la novela
corta y las películas; pero precisamente bajo esta forma repercute muy
intensamente en Alemania después de la guerra.

3. Fuera de Alemania y de Francia hay que mencionar, en Italia, a N.


Abbagnano, L. Pareyson y, en España, a X. Zubiri y M. de Unamuno, quien ha
interpretado a Don Quijote como prototipo de «sentimiento trágico de la
vida».

IV. Formas
1. Heidegger rechaza la interpretación de su pensamiento como filosofía
existencial, lo mismo que como existencialismo (sobre todo en la
interpretación atea de Sartre). A la verdad los análisis de su obra primera se
leyeron y recibieron en general como antropológicos. Pero de acuerdo con su
intención tenían como objeto una filosofía del ser. La delimitación de la
existencia por sus -> «existenciarios», como él llama a las categorías de la
existencia (de ahí el nombre de filosofía existenciaria dado a este período de
su pensamiento), debe constituir solamente una «ontología fundamental» que
proporcione los «hilos conductores» para la interpretación del ser mismo, el
cual únicamente es accesible en la inteligencia y en la autointeligencia del
hombre (sólo él, en cuanto existencia, es el ahí del ser). El hombre se anticipa
constantemente a sí mismo en la forma fundamental del «cuidado»: en
cuanto viene hacia él su origen, ineludiblemente está en juego él mismo, su
ser y su poder ser él mismo (hasta en la suprema posibilidad, la muerte). De
esta estructura del existente y de su existencia (es decir de la posibilidad de
ser él mismo o de malograrla) se desprende el tiempo como principio
fundamental de interpretación, es decir, la temporalidad, único «horizonte»
donde puede hacerse presente el ser. Tanto la aportación de la ->
fenomenología (E. Husserl, M. Scheler), como las intuiciones de W. Dilthey y
P. Yorck v. Wartenburg acerca de la -> historia e historicidad del hombre, han
adquirido así valor ontológico en la filosofía existencial.

Con todo, sin completar el plan total, respecto del cual Ser y tiempo
representaba tan sólo una parte, Heidegger emprende desde los años treinta
el intento de «pensar el ->ser mismo» a base del ->lenguaje y mediante la
experiencia de la nada de todo ente. Con esta tentativa Heidegger deja tras sí
la filosofía existencial (aclimatada todavía en el ámbito de la metafísica a
pesar de toda su oposición). Pero así como la superación de la -->metafísica
lleva a ésta hacia «su esencia», de igual manera el hecho de «pensar el ser»
consuma la filosofía existencial.

Este «viraje» no desautoriza lo anterior, más bien lo completa de manera


consecuente y le señala a la vez el recto cauce partiendo del único punto de
vista decisivo (de modo que, p. ej., a base de la historicidad del hombre [del
ahí del ser], queda descubierto el mismo ser como fuente abismal de dicha
historicidad). Como H. expone en diversos intentos de interpretar la historia
de la filosofía occidental, hay que descubrir en toda la ontología -para luego
alcanzarla de verdad - el destino a la vez inculpable y hábil del «olvido del
ser». Pues, según él, la ontología, sólo ha estudiado el ser a partir de los
entes y por los entes, ha alterado su verdad convirtiéndolo en algo
exactamente manejable, y, bajo el imperativo del apoderamiento, en
Nietzsche ha mostrado su verdadera faz como «voluntad de poder» y en la ->
técnica moderna ha encontrado su más palpable autorrepresentación.

El ser al que aquí se alude es, no un ente, sino algo distinto de todo ente en
virtud de la «diferencia ontológica». Por esto mismo tampoco es el ente
supremo: Dios. En esa concepción que trabaja a base de representaciones
metafísicas, Dios, dice H., está evidentemente muerto, es decir, se ha hecho
irreal e inoperante. Pero con esto no se postula una especie de -->ateísmo; lo
afirmado es que todavía no estamos en condiciones de hablar acertadamente
del «Dios divino». Tampoco el ser es idéntico a él, más bien a partir del ser
habría que considerar primeramente la naturaleza de lo -> santo, para
preparar así la reflexión sobre la naturaleza de la divinidad y partiendo de ahí
el hablar acerca de Dios. Si el ser no es Dios, tampoco es una modalidad del
hombre, por ejemplo, aquella «autenticidad» que se debe alcanzar mediante
el esfuerzo existencial. El ser es «él mismo», no cabe expresarlo
científicamente, sólo cabe conmemorarlo en la reflexión. Hasta ahora el ser (y
bajo su luz lo santo) donde mejor se ha descubierto -aunque a la vez
volviéndose a encubrir inevitablemente- es en el arte, que «pone en obra la
verdad», y especialmente en la poesía (y aquí sobre todo en la palabra del
poeta: Hülderlin). Pero al igual que la destrucción de la metafísica tradicional,
así la interpretación de la palabra del poeta pretende solamente preparar el
terreno para una futura «metafísica», la cual, sin embargo, no puede
elaborarse a la fuerza, sino que es necesario esperarla de la hora histórica del
ser, de la hora del «evento», y, más lejos todavía, hay que esperarla de
aquello que todavía no podemos expresar de aquel lugar donde el ser y el
tiempo toman origen.

2. A diferencia de la filosofía existencial del primitivo Heidegger, K. Jaspers se


fija en la existencia, no por su aspecto óntico, sino por sí misma. Su
pensamiento -que debe gratitud sobre todo a Pascal, Kant, Kierkegaard y
Nietzsche - es filosofía de la existencia. Le interesa el hombre que es, que se
encuentra en el ser como en el «envolvente» y toma conciencia de él al
naufragar en las «situaciones límite» (muerte, sufrimiento, lucha, culpa), sin
poder lograr más que un saber indirecto «cifrado», acerca de él. Por eso, la
«dilucidación de la existencia» de las personas no es ontología fundamental,
sino que, al igual que la «orientación en el mundo», obra aparecida
anteriormente, y la «metafísica» edificada sobre ella (y, en general, todos los
escritos del filósofo), se propone articular una «llamada» a los demás
hombres, dirigida a que ellos se autotransciendan mediante la comunicación
existencial y mediante una fiel realización de su historicidad, sin petrificar este
impulso a base de una intolerancia social y política o de un determinado
dogmatismo, y conservando más bien y desde la transcendencia la «apertura»
de la «fe filosófica», de modo que, gracias a esa apertura, a pesar del carácter
incondicional del propio camino se deje libre en la distancia del amor la
realización de la existencia de otros, diferente en cada caso.

3. J: P. Sartre recurre a Hegel y a la fenomenología, pero, inmediatamente, se


apoya en Heidegger, aunque a diferencia de él es un filósofo existencialista.
Frente al compacto «en-sí» del ser de la cosa está la conciencia «condenada»
a su libertad, el «por-sí», en la angustia de la nada de la radical
indeterminación y a la vez en mortal disputa con el otro, que trata de imponer
su arbitrio a esa indeterminación (ya por medio de su misma mirada), y a la
vez ha de ponerse en guardia contra la determinación impuesta por aquel a
quien él mira. A pesar de esto, de acuerdo con Sartre, la autodeterminación
del yo debe ser referida responsablemente a todos los hombres (la ética,
anunciada ya desde hace mucho tiempo, que debe exponer el existencialismo
como -> «humanismo», no ha aparecido todavía; cf., sin embargo, su Critique
de la raison dialectique [P 1960]). Pero, del mismo modo que la libertad así
responsable debe rechazar la mirada y la intervención del otro, y, cuando la
realidad material se le impone sin haberla interrogado, tiene que sentir
«asco» hacia ella, no pudiendo aceptarla sino como una invitación a
informarla y transformarla en manera activa y creadora, así también, en
consecuencia, ha de negar la existencia de un creador que le hubiera trazado
su cauce de antemano e impuesto un orden esencial y obligatorio. La fe en
Dios se explica como una especie de mauvaise foi (como una especie de
pereza y de falta de honradez, por la que el yo no quiere darse cuenta de su
condición libre), como proyección finalista de esa passion inutile, que es el
hombre mismo, en cuanto, permaneciendo «para-sí», quiere alcanzar a la vez
la armonía y perfección del en-sí. Pero, en lugar de esto, se exige al hombre
que llegue a ser lo que él es y, sin embargo, todavía no es (ya que está
alienado por el no-saber, por la convención y por la mediocridad), se le exige
que llegue a ser libertad absoluta (cf. -> libertad ii).

4. Mientras que A. Camus, partiendo del absurdo de la existencia


caracterizada en El mito de Sísifo, llega a experimentar el sentido y la
dignidad del hombre, la cual invita a la revolte contra su degradación y
conduce a un sentimiento de mesura (como ya aparece en las epifanías de la
naturaleza contenidas en sus tempranos ensayos de viajes), así como a una
«santidad sin Dios», en cambio, G. Marcel defiende un «existencialismo
cristiano» (éste es el título del escrito de homenaje ed. por É. Gilson). Lo
mismo que los críticos de Hegel, sobre todo Schelling, él ve su adversario
filosófico sobre todo en el idealismo y particularmente en la actitud teórica del
cogito ergo sum. En lugar de esto, Marcel parte de la experiencia cotidiana del
hombre integral y lo descubre allí como «comprometido» en forma siempre
nueva. La reflexión sobre este compromiso saca de la esfera limitada del
«tener», de lo disponible, de lo calculable, y conduce a la del «ser», que no es
un problema soluble, sino que constituye un -> misterio, en el cual el hombre
se encuentra ya desde siempre y del cual se da cuenta en el «recogimiento».
Su llamada sitúa ante la decisión de, o bien resistirse a él en la desesperación,
o bien entregarse a él en la «apertura». En el «sí» el hombre escoge su propia
posibilidad verdadera, la cual implica: fraternidad, fidelidad, obligación para
con aquellos que le están confiados, fidelidad y obediencia con relación al
misterio que lo guía como homo viator de la -> esperanza (misterio que
puede llevarle hasta la -> revelación en Cristo).

V. El presente

Surgida de una misma situación, la filosofía existencialista se ha desarrollado


en respuestas tan diferentes que, propiamente, ella ya no admite un
denominador común. Ha pasado su situación original y con ello el papel
preponderante de la filosofía existencialista. El compromiso marxista o bien la
«teoría pura» del -> estructuralismo la han sustituido en Francia y, en
Alemania, junto a una crítica filosófica de la sociedad (-> ideología), crece la
importancia de la filosofía analítica (teoría de la -> ciencia), y, mientras tanto,
en Heidegger mismo la filosofía existencial se ha transformado en el «viraje»
hacia el pensamiento del ser. El pensamiento tradicional ha centrado su
diálogo, no tanto en torno a la filosofía existencial, cuanto en torno a esa
«posmetafísica». Y con ello se encuentra ante la tarea de convertirse en
«filosofía de la participación, del símbolo y de la representación», es decir en
una «nueva metafísica» (M. MüLLER, 219-259), mediante una nueva manera
de entender el sentido y el límite del -> concepto y mediante una
incorporación más profunda de la realidad, de la persona y de la historia en su
mundo intelectual. Por eso, en lugar de un juicio y una crítica propios, nos
remitimos a las voces -->existencia, -->libertad, ->historia e historicidad, -
>metafísica, ->ontología, -> persona, --> ser.
BIBLIOGRAFÍA: AL II: S. Kierkegaard, Samlede Vaerker (Kop 1920 ss);
Papirer (Kop 1900 ss), tr. cast.: Obras y papeles 3 vols. (Guad Ma); L.
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rebelde (Losada B Aires 1956); Ph. Thody, A. Camus (F 1964); G. Stuby,
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and die Theologie (Mn 1967).

Jórg Splett

EXISTENCIARIO, EXISTENCIAL

I. El concepto filosófico
El concepto de existenciario (o existenciarios) fue acuñado por Martin
Heidegger en su obra Sein und Zeit (1927) y ha estado sometido desde
entonces a un amplio cambio de significado (así en la teología protestante:
Bultmann, Fuchs, Ebeling y otros [cf. i11, interpretación e.]; en la teología
católica K. Rahner, con el concepto de «e. sobrenatural»: cf. 11); pero el
tema no se continúa en el pensamiento posterior del filósofo. En la obra citada
Heidegger ha circunscrito exactamente el significado de e.: «La pregunta (por
la estructura ontológica de la existencia) tiende a desgajar lo que constituye la
existencia. A la conexión de estas estructuras le damos el nombre de
existenciariedad» (Sein und Zeit, 12). «Puesto que (los caracteres del ser de
la existencia) se determinan por la existenciariedad, (los) llamamos
"existenciarios". Hay que distinguirlos radicalmente de las determinaciones
ónticas del ente que no es existencia (Dasein), que llamamos categorías»
(ibid. 44). Y «la cuestión de la existencia sólo puede esclarecerse a través del
existir. A la comprensión de sí mismo que lleva a esto la llamamos lo
existencial... La relación de estas estructuras (constitutivas de la existencia) la
llamamos existenciariedad. Su análisis tiene el carácter de un entender, no
existencial, sino existenciario» (ibid. 12). Los existenciarios son, por tanto, a
diferencia de las ->categorías (como determinaciones ónticas de los entes que
se dan dentro del mundo), los caracteres de ser del hombre que se entiende a
sí mismo como «existencia». Así Heidegger (retornando a los orígenes de la
metafísica occidental, olvidados en la historia del pensamiento) ha hecho
nuevamente problema de la diferencia entre el hecho de ser (existencia) y el
«qué es» (esencia), problema que se transmitía en la metafísica, pero
quedaba sin explicar por no plantearse la auténtica pregunta del sentido del -
> ser. En la elaboración de la «analítica de la existencia» (que esclarece el
esbozo del sentido del ser y así, ante todo, también el sentido de las
categorías del ente), Heidegger distingue lo «existencial» -lo que atañe
inmediatamente a la existencia concreta del hombre (por ejemplo, la muerte)-
y lo «existenciario»: aquello que determina la estructura ontológica de la
existencia (por ejemplo, el ser para la muerte, que domina en todas las
relaciones de la existencia).

En la apropiación repetidora de la -->metafísica occidental, en la que, sobre la


base de una interpretación del ser guiada únicamente por el ente
intramundano y objetivo (bajo el signo del «olvido del ser»), a todo ente se le
atribuyó esencia y existencia según un orden gradual de analogía, debiendo
notarse que ese atribuir (en griego xaTnyopeiv) ocultó el carácter originario
de suceso que posee la verdad del ser a favor del «sujeto» que piensa con
representaciones; también el concepto moderno de existencia (desde
Schelling y Kierkegaard enriquecido todavía con contenido teológico, pero
reducido cada vez más en su extensión a la subjetividad humana) hubo de ser
interpretado como estribación radical de la interpretación metafísica del ser,
según el modelo que cada vez predominaba históricamente: iMa, ávápyrl«,
substantia, actualitas, subiectum, primero existenciariamente, es decir, en
vistas a la relación de origen ontológicamente olvidada entre ser y hombre
que entiende el ser (quien, como «ahí» del «ser», funda por primera vez toda
metafísica de la existencia y de la esencia). Pero como así la «existencia» del
hombre ya no fue determinada por la preeminencia metafísica de la existencia
sobre la esencia (o a la inversa) - por lo que el pensamiento heideggeriano
sobre el ser se distingue de J: P. Sartre y de K. Jaspers, entre otros ( ->
existencialismo), y a la vez de la ontología usual en la tradición metafísica
occidental -, y como la existencia del hombre que entiende el ser, a diferencia
de todo ente determinable con categorías, bien sea concebido como
inmanente o como transcendente, fue pensada como ex-sistencia
(persistencia de la esencia finita del hombre de cara a la apertura y reconditez
del ser que se envía a la historia, el cual concede esa persistencia); los
existenciarios, p. ej.: estar arrojado, estar en el mundo, estar con, apertura,
disposición, entender, sentido, proyección, cuidado, angustia, ser para la
muerte, historicidad, etc., ya no han podido deducirse de un supremo
principio lógico, a semejanza de una tabla sistemática de categorías, sino que
han de entenderse más bien como pautas para una comprensión del ser
siempre histórico, nunca terminada ni terminable.

En consecuencia, una determinada interpretación categorial del ente y del ->


hombre sobre la norma de la concepción del ser típica de la metafísica
occidental, dentro de ciertos límites (p. ej., para la construcción de una -
>ontología general o regional) se presenta como una empresa legítima y
necesaria, siempre que en principio no se cierre a otro tipo de experiencia del
ser y a su articulación por una humanidad pasada o futura. En la apropiación,
cada vez más profunda, de la inteligencia occidental del ser (y de sus
implicaciones), su carácter «absoluto» (concebido hasta ahora
metafísicamente) ya no puede entenderse como una exclusión y con ello
relativación, válida de una vez para siempre, de otra inteligencia del ser, sino
que ha de ser entendida como la autoliberación -ofrecida y encargada siempre
de nuevo en la historia- existenciaria e intelectual de todo mundo de
conceptos categorialmente fijos (de una cultura, de una época histórica, de un
sistema de pensamiento, etc.) bajo la incitación de la experiencia histórica de
la humanidad entera en torno al ser que se acerca hacia ella, experiencia que
es ineludible aceptar existencialmente (el horizonte cada vez más amplio del
ser que se nos acerca incluye también como momento interno la creciente
importancia de un pasado que ha de transformarse). Por eso la anotación
decisiva de Heidegger: «La analítica existenciaria a su vez está enraizada
existencialmente» (ibid. 13), es apta para llamar la atención, no sólo sobre el
futuro del pensamiento filosófico como exigencia histórica al hombre por el ser
cada vez más «venidero» (y así «absoluto»), sino también a la teología sobre
su propia concepción de sí misma, que ha sido pronunciada ya para el
individuo y la humanidad en la revelación histórica de la palabra y, sin
embargo, todavía no ha terminado de pronunciarse (escatológicamente). Por
eso la crítica teológica a los conceptos de un pensamiento objetivante,
recibidos de la filosofía o de la ciencia, se convertirá en tarea siempre nueva
de interpretar y proclamar el --misterio de Dios, que despierta el originario
entender (existenciario) y la originaria libertad (existencial) del hombre.

BIBLIOGRAFÍA: M. Heidegger, El ser y el tiempo (F de CE 21962); H. Feick,


Index zu Heideggers «Sein und Zeit» (T 1961); O. Poggeler, Der Denkweg
Martin Heideggers (Pfullingen 1963); M. Müller, Existenzphilosophie im
geistigen Leben der Gegenwart (He¡ 31964); F. W. von Herrmann, Dio
Selbstinterpretation M. Heideggers (Meisenheim 1964) 155-197; H.
Ogiermann, Existenziell, existential, personal, Information und Diskussion:
Scholastik 40 (1965) 321-351.

Franz Karl Mayr


II. Aplicación teológica

1. En general

La preeminencia ontológica y no sólo óntica sobre las realidades materiales,


que precisamente según la fe cristiana y su -->antropología es propia del
hombre, justifica en principio para preguntar por los e. del hombre y para no
incluir a éstos de antemano entre las -+ categorías, las cuales tienen validez
en todo ente finito, pero primariamente son captadas en los entes que existen
a manera de cosas (-> antropocentrismo).

2. Existencial sobrenatural

Además de esto, el concepto de e. tiene una aplicación especial en la teología.


En realidad (prescindiendo de una ulterior interpretación teológica, que ha de
quedar abierta) no se puede dudar del siguiente hecho: ya antes de la
justificación a través de la -> gracia santificante comunicada por un
sacramento o sin ningún sacramento, el hombre se halla siempre bajo la
universal e infralapsaria -> voluntad salvífica (en -> salvación de Dios), la
cual sigue en pie después del pecado original y del personal, él está redimido,
es constantemente sujeto del cuidado salvífico y de la oferta de la gracia de
Dios, está absolutamente obligado al fin sobrenatural. Esta «situación» (la
«justificación objetiva», a diferencia de su aceptación subjetiva por la
santificación), que se da universal e ineludiblemente antes de la acción libre
del hombre y actúa como factor determinante de ésta, no sólo existe en el
pensamiento e intención de Dios, sino que es una determinación existencial
del hombre mismo, la cual, como objetivación de la universal voluntad
salvífica de Dios, si bien se añade gratuitamente a la esencia humana en
cuanto -> «naturaleza», no obstante siempre se halla presente en el orden
real. Así se explica por qué un hombre, incluso en medio de la repulsa a la
gracia y de la perdición, nunca puede estar subjetiva y ontológicamente
indiferente con relación a su destinación sobrenatural. Hasta hoy la teología
escolástica católica de la gracia acostumbraba a pensar (contra voces
aisladas, p. ej., Ripalda y Vázquez) que la gracia sobrenatural sólo se ofrece
realmente para el acto salvífico cuando los hombres oyen explícitamente la
predicación del evangelio (o reciben de otro modo la revelación como
tradición, p. ej., por transmisión de la revelación primitiva o en el AT). Ahora
bien, si el Vaticano II considera que se da una posibilidad de salvación incluso
para los ateos (inculpables) y los politeístas (Gaudium et spes, n .o 22;
Lumen gentium, n .o 16; Ad gentes, n° 7), aun cuando ellos para la salvación
propiamente necesitan la fe, o sea, la gracia de la fe (Ad gentes, n° 7), en
consecuencia no cabe una duda seria de que todos los hombres se hallan
constantemente bajo la oferta de la gracia, que repercute realmente en ellos,
y de que los hombres aceptan siempre en su acción moral esta oferta
constante (excepto cuando la rechazan con auténtica culpa moral). Por tanto,
a través del objeto formal sobrenatural que se da junto con la gracia misma,
ahí está ya el primer punto de apoyo para la revelación y con ello la
posibilidad de la fe. La configuración real del hombre por la gracia ofrecida
siempre, no es algo que suceda sólo de vez en cuando, sino una situación
permanente e ineludible del hombre. A fin de que quede más resaltado, el
hecho que acabamos de exponer puede calificarse brevemente de «e.
sobrenatural». Esta expresión significa que el hombre del orden real siempre
es inevitablemente más que mera «naturaleza» (en sentido teológico). La
relación más precisa del e. sobrenatural con la naturaleza, con el -> pecado
original (simul iustus et peccator), con la --> libertad, con la --> justificación,
necesita todavía de una investigación más profunda.

BIBLIOGRAFÍA: cf./ III Interpretación existencial A. Roper, Dio anonymen


Christen (Mz 1963); Rahner VI 256-270 (A la par justo y pecador); Rahner IV
139-176 (Para la teología de la encarnación); H. Ott, Existentiale
Interpretation und anonyme Christlichkeit: Zeit und Geschichte, bajo la dir. de
E. Dinkler (homenaje a R. Bultmann) (T 1964) 367-379; Rahner VI 535-544
(Los cristianos anónimos); B. Welte, Heilsverstándnis (Fr 1965); A. Darlap,
Theologie der Heilsgeschichte: MySal 11- 156; J. B. Metz, La incredulidad
como problema teológico: Concilium, n." 6, págs. 63ss; H. deLubac, El
misterio del sobrenatural (Estela Ba 1968); A. González-Álvarez, El tema de
Dios en la filosofía existencial (Ma 1945); M. Torrejano, Sartre, del
existencialismo al marxismo, Eidos 10 (1964) 9-24; J. Iturrioz, Marxismo y
existencialismo: su razón histórica: Pens. 2 (1946) 33-51; J. Muñoz, Del
optimismo idealista al pesimismo existencialista: Pens. 8 (1952) 465-482; J.-
J. Rosado, El tema de la nada en la filosofía existencial (El Escorial 1966).

Karl Rahner

III. Interpretación existencial

1. Naturaleza

La idea de i.e. corresponde al aspecto positivo del proyecto hermenéutico de


Bultmann (-->hermenéutica bíblica), como la idea de --> desmitización
expresa su aspecto negativo. «El -> mito, explica Bultmann, no pide una
interpretación cosmológica, sino antropológica, o mejor: existencial... En la
mitología del NT, lo que hay que estudiar no es el contenido objetivo de las
representaciones considerado en sí mismo, sino la comprensión de la -
>existencia que se expresa en esas representaciones.» El fin de la i.e. es
elaborar esta «comprensión de la existencia» implicada en los libros bíblicos y
descubrir el significado que los diversos enunciados de la Biblia pueden tener
y de hecho tienen para la comprensión de la -) existencia humana.

2. Necesidad

No hay que pensar que el intento de i.e. proceda únicamente del interés que
se tiene por el hombre, y de una preocupación por la inteligibilidad que
descarte todo lo que rebase su medida. El principio de la i.e. no remite a unos
de esos tipos de ->racionalismo que no quieren reconocer más realidad que la
que puede captar la inteligencia humana. En realidad ese principio, antes de
expresar una exigencia del hombre, halla su justificación, y en cierto modo su
necesidad, en Dios mismo. En efecto, la referencia a la existencia es la
condición de todo auténtico ->lenguaje religioso. Es efectivamente imposible
hablar verdaderamente de Dios sin hablar de la relación a él. Pues no hay
punto de vista que sea extraño a Dios, ya que él es «la realidad que
determina nuestra existencia». «Por eso si el hombre quiere hablar de Dios,
evidentemente ha de hablar de sí mismo» (Glauben und Verstehen i, 28s).

3. Una interpretación que implica compromiso y respuesta


«Hablar de sí mismo» no significa sin embargo narrar sus propias experiencias
o estados interiores, como si uno viera en ello manifestaciones inmediatas de
la acción de Dios en nosotros. No se trata de hablar acerca de nuestra
existencia, sino de hablar (a partir) de ella. En realidad nuestra existencia es
«una cosa tan singular como Dios mismo. Propiamente no podemos hablar ni
sobre Dios ni sobre nuestra existencia; ambos están sustraídos a nuestra
disposición» (ibid. 31). De esta inaccesible existencia «sólo dos rasgos son
claros: primero, que su cuidado y responsabilidad nos incumbe a nosotros; es
decir, que la existencia significa: tua res agitur; segundo, que está
desprovista de toda seguridad y que nosotros no podemos asegurarla, pues
para hacerlo, sería preciso que nos situáramos fuera de ella y que fuéramos
Dios» (ibid. 33). Dicho de otro modo: la referencia a la existencia de ningún
modo pretende devolvernos al universo familiar de nuestras experiencias y
representaciones, sino que nos arroja a la situación más ineludible e incierta,
y así es fuente continua de exigencia. La referencia a la existencia es el
presupuesto del verdadero lenguaje religioso, pues no hay un auténtico
lenguaje religioso que no diga relación alguna a la decisión de la fe.

4. Método de la interpretación existencial

Aunque sea cierto que es imposible hablar «acerca de» la existencia, sin
embargo no se puede decir que esta existencia tenga un carácter irracional.
La existencia, por el contrario, no se da nunca sin cierta «comprensión de la
misma», así como nuestras ideas y nuestros juicios generalmente expresan
una determinada actitud existencial. Esta relación entre la existencia y la
inteligencia, por la que éstas coinciden bajo ciertos aspectos, legitima la i.e.
Sin embargo, esta relación es más o menos inmediata y más o menos
aprehensible. Y esto precisamente exige que se ponga en juego un método
práctico para sacar plenamente a la luz el sentido que poseen para la
existencia enunciados neotestamentarios que sólo la afectan indirectamente, o
incluso aquellos que parecen no tener ninguna relación con ella.

La existencia puede, en efecto, traducirse inmediatamente en ciertas palabras


muy sencillas: te amo, te odio, te perdono... Con más frecuencia se expresa
de modo que parece hablar de otra cosa y no de sí misma.

El objetivo de la i.e. consiste entonces en mostrar cómo esa existencia es la


que allí se expresa en realidad y, al mostrarlo, hacer que el lenguaje alcance
su verdadero fin.

Para lograrlo, la i.e. se sirve de un determinado método y técnica, que le


ofrece la filosofía que, bajo el nombre de «analítica existencial», expone las
estructuras generales de la existencia humana, y proporciona así «los
conceptos gracias a los cuales se puede hablar adecuadamente de la
existencia humana» (ibid 232).

Por lo demás, la misma i.e. pretende mantenerse en este plano formal,


mostrando en general el sentido que puede tener para la existencia el texto
que se trata de interpretar, pero dejando a la libertad del individuo el
reconocer prácticamente la validez de esta interpretación. Se mantiene en el
plano de las estructuras, y en este sentido es interpretación existenciaria,
pero trata únicamente de abrir la posibilidad de una decisión auténtica y
personal, que es y se llama existencial.
5. Juicio crítico

No se puede rechazar en sí mismo el principio de una interpretación dirigida a


hacer que los datos de la fe digan algo al hombre y a procurar que lleguen a
transformarlo realmente. Las palabras de la Escritura son «espíritu y vida».
Por esta razón puede haber interés en aprovecharse de ciertos instrumentos
de análisis, y más en general de todo un lenguaje elaborado por la filosofía.

Los límites, y por tanto los peligros, de la i.e. dependen de la idea de la


existencia de que se parte para desarrollar esta interpretación. Evidentemente
sólo puede admitirse una concepción de la existencia incondicionalmente
dispuesta a que se la someta a juicio crítico y a que se le abran nuevos
horizontes. K. Barth ha reprochado violentamente a Bultmann esa «coraza»
de la filosofía existencial, dentro de la cual él quiere encerrar la revelación
bíblica. Sin pretender entrar a este propósito en la grave cuestión de las
relaciones entre la --> filosofía y la teología, en el problema de la búsqueda
humana de Dios y de la respuesta dada a esta búsqueda por la revelación,
nos limitaremos a notar que la existencia a que se refiere Bultmann es un
concepto muy formal, pues en este concepto ni el cuerpo, ni el trabajo, ni las
relaciones «naturales» con el mundo y con los demás hombres desempeñan
prácticamente ningún papel. En la concepción de esta existencia hay varios
datos o dimensiones fundamentales de la revelación que pasan
desapercibidos, especialmente todo lo relativo a los hechos objetivos e
históricos (-->historia e historicidad).

Ciertamente en una i.e. se pone de manifiesto la exigencia y la promesa de


Dios al hombre; pero con ello se nos transmite a la vez una comprensión del
«propter nos et propter nostram salutem» de la venida de Dios en Cristo hacia
nosotros. Y en esa interpretación de la revelación de Dios se produce siempre
una comunicación -sin duda siempre análoga- traducible a un lenguaje
objetivo sobre Dios y su historia de la -->salvación.

No es posible decir a priori lo que podría aportar una exégesis y una teología
que tomaran en serio la problemática y el punto de partida de Bultmann tan
radicalmente como él, pero que estuvieran libres de las limitaciones impuestas
por la filosofía y la antropología a las que este autor se refiere explícita o
implícitamente.

BIBLIOGRAFIA: M. Heidegger, El ser y el tiempo (F de CE Méx 21962); H. W.


Bartsch, Kerygma und Mythos I-II (H 1948-52); E. Dinkier, Existentialist
Interpretation of the NT: JR 32 (1952) 8796; L. Malevez, Le message chrétien
et le mythe, cap. 2 (Bru - Brujas - P 1954); R. Marlé, Bultmann et
l'interpr6tation du NT, cap. 3 (P 1956); K. E. Logstrup, Existenztheologie:
RGG3 II 823828; H. Ott, Denken und Sein. Der Weg M. Heideggers und der
Weg der Theologie (Zollikon 1959); E. Fuchs, Zum hermeneutischen Problem
in der Theologie (Die existentiale I.) (T 1959); O. Schm7bbe, Der
Existenzbegriff in der Theologie R. Bultmanns (Go 1959); G. Ebeling,
Verantworten des Glaubens in Begegnung mit dem Denken M. Heideggers:
ZThK 58 fasc. 2 (1961) 119-124; E. Fuchs, Hermeneutik (Cannstatt 31963);
G. Bornkamm, Die Theologie R. Bultmanns in der neueren Diskussion: ThR 29
(1963) 33-141 (bibl.); O. Rodenberg, Um die Wahrheit der Hl. Schrift (Zur E.
I.) (Wuppertal21963); G. Hasenhattl, Der Glaubensvollzug (Essen 1963); H.
Ott, E. I. und anonyme Christlichkeit: Zeit und Geschichte (homenaje a R.
Bultmann) (T 1964) 367-379; G. Harbsmeier, Die Theologie R. Bultmanns und
die Philosophic: ibid 467-475; H.-G. Gadamer, M. Heidegger und die
Marburger Theologie: ibid. 479-490; J. M. Robinson - J. B. Cobb (dir.), Der
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1964); C. v. Til, The Later Heidegger and Theology: The Westminster
Theological Journal 26 (Filadelfia 1964) 121-161; K. Frór, Biblische
Hermeneutik (Mn 21964); J. Kürner, Katholisches Votum zur E. I.: ThR 30
(1964-65) 361-355; H.-G. Gadamer, Wahrheit und Methode (T 21965); J. M.
Robinson - J. B. Cobb (dir.), Die neue Hermeneutik (Neuland in der Theologie
II) (Z - St 1965).

René Marlé

EXPERIENCIA

I. Concepto previo

La experiencia es uno de los conceptos más enigmáticos de la filosofía.


Generalmente la e. se presenta como fuente o forma especial de nuestro
conocimiento, la cual, a diferencia del pensamiento discursivo, a diferencia de
lo meramente pensado, de lo aceptado por autoridad (->dogma) y de lo
transmitido históricamente (-> tradición), brota de la recepción inmediata de
lo dado o de una impresión. La presencia que lo experimentado se da a sí
mismo constituye una forma peculiar de suprema certeza e irresistible
evidencia. Puesto que el espíritu finito del hombre en su origen es potencial y
así necesita del conocimiento visual y receptivo, el conocer y el experimentar
humanos son en gran medida idénticos. Podemos hablar de las siguientes
clases de e. Experiencia transcendental: el hombre recibe su realidad,
anteriormente a todas las maneras concretas de comportarse, del horizonte
espiritual ilimitado, el cual es entendido, p. ej., indeterminadamente como
apertura ilimitada, intuitiva o abstractivamente como «ser» (G. Siewerth), o
bien como sentido del mundo y de la verdad que acontece históricamente. La
e. especial a posteriori está ligada esencialmente a la percepción sensitiva o
bien a la autopresencia psicológica del alma. E. externa: relativa a los objetos
corpóreos (inmediatamente por los órganos naturales de los sentidos;
mediatamente a través de medios auxiliares técnicos); e. interna
(representaciones, fantasías, etc., en forma irreflexiva; la conciencia de sí
mismo en forma refleja). E. extrasensorial que es el objeto hipotético de la
parapsicología. Se distinguen específicamente entre sí los siguientes tipos de
e.: la e. estética, la hermenéutica, la histórica, la mística, la personal, la
religiosa, la (pre)científica, etc. E. significa también el conocimiento adquirido
por el trato inmediato y el sentido de la realidad, a diferencia de un externo
«saber de libros». Esa e. puede lograrse por un esfuerzo intencionado; un
poder orientado a disponer en el futuro por un dominio hábil de diversos
sectores de la vida; otras veces se trata de una intuición recibida más
casualmente (la vivencia de algo que nos sucede). Precisamente aquí, a pesar
de toda posibilidad de disponer, aparece clara la apertura de toda e. a lo
imprevisto y nuevo, aunque no totalmente inesperado. La e. obtenida
históricamente, en lo relativo al contenido inmediato que ella atestigua por sí
misma, no puede transmitirse o representarse externamente.

II. Desarrollo histórico y sistemático

Para Aristóteles la e. ciertamente está ligada a la presencia inmediata de lo


particular, pero sólo una multiplicidad de recuerdos repetidos engendra el
conocimiento de una única e., que es semejante a la «ciencia» (¿Trc.aTeµn) y
al «arte» (séXvn). Toda e. es la diferenciación de un indeterminado saber
previamente poseído, que en la inducción debe confirmarse como algo
verdaderamente universal (la inducción no es, pues, una generalización
accesoria de hechos coleccionados). Ya el hecho singular está bajo la luz de
un conocimiento universal. Ciertamente Aristóteles no conoce, a diferencia de
la edad moderna, una e. contrapuesta al pensamiento, sino que para él el
pensamiento es la e. perfecta de los objetos determinados por él mismo bajo
todos los aspectos; pero en cuanto a la e. le pasa inadvertida su propia unidad
y ella permanece entregada y ligada totalmente al «arte», al obrar y al saber,
es sólo un momento material («fuente») encaminado a la consecución de una
ciencia fija y más amplia. El método transcendental de Kant llevó a descubrir
los constitutivos de la e., los cuales son más amplios que todo lo dado en ella.
En el conocimiento empírico penetran elementos que proceden de nosotros
mismos. La experiencia sólo es posible en virtud de ciertos principios
sintéticos a priori. Las categorías ayudan sólo a formular los fenómenos y a
leer la experiencia. En cuanto el «método experimental» de Kant parte de que
«la razón sólo conoce lo que ella misma produce, según su propio esbozo», en
virtud de esta revolución copernicana del pensamiento también se esclarece
mejor un rasgo fundamental del moderno experimento científico, pues sólo en
el experimento logrado se confirma si la «naturaleza» se somete al
pensamiento. El experimento se produce metódicamente por la fijación del
horizonte dentro del cual se inicia la observación y el ente es inducido a
manifestarse, no con todos sus aspectos, sino bajo una determinada
perspectiva y bajo el único aspecto que interesa; a esa operación sigue la
identificación de este «objeto» con la ley o el hecho universal a que pertenece
como caso particular. El procedimiento consciente según un método fijado
significa sin duda una desnaturalización y descomposición de la cosa originaria
y del mundo vital que le pertenece. Por esto mismo la investigación empírica
no es simplemente una mera reproducción de la «realidad». En primer lugar
hay que descubrir metódicamente los hechos, ya que éstos llevan consigo una
interpretación también en el estadio precientífico. El resultado de la
investigación, intersubjetivamente controlable, y despojado en lo posible de
los factores subjetivos, conduce a una inevitable alienación de la «cosa».
Aunque el empirismo moderno incluye un afán muy marcado de disciplina
intelectual (limitación, carácter transitorio del saber) y de «inducción»
(apertura, desprendimiento de sí mismo, sentido de la realidad), sin embargo,
aun reconociendo la necesidad de la «civilización científica», no puede
ignorarse la prioridad del mundo vital.

La experiencia recibe una nueva dimensión en la primera época del ->


idealismo alemán. La conciencia, que antes vivía en la oposición de sujeto y
objeto, se desprende de todo lo objetivo para realizar la exigencia práctica,
radicada en el yo infinito, de la inmediatez de la autocontemplación. Ésta se
produce por la libertad, y con ello es - puesto que lo incondicionado nunca
puede hacerse «objeto» - la experiencia más inmediata («visión intelectual»).
Como el único acto de la conciencia de sí mismo, hallándose necesariamente
en una lucha infinita por las actividades opuestas, no puede realizarse en un
momento, sino únicamente a través del desarrollo de las acciones
particulares; de ahí se desprende como consecuencia «una historia
transcendental del yo», «una historia pragmática del espíritu humano». La e.
sólo llega a sí misma a través de la historia. Hegel abre esta experiencia,
excesivamente orientada hacia la reflexión subjetiva, a la confrontación
concreta con la realidad histórica. La vida del espíritu no consiste en
encerrarse en sí mismo, sino precisamente en conocerse en lo «otro», en
hallar lo propio dentro de lo extraño, en disolver la dureza de lo positivo y
reconciliarlo consigo. Tal trabajo histórico del espíritu se alimenta de la
experiencia de que no hay absolutamente nada fuera de lo producido por el
espíritu. Así, este carácter empírico de la especulación ciertamente no es una
vana reflexión dialéctico-formal de la propia alienación; mas no responde
suficientemente al reproche de una reconciliación forzada lógicamente, pero
no llevada a cabo en la realidad. La crítica postidealista objeta que la
experiencia no se deja traducir sólo a problemas de conciencia o que no
termina en conceptos o en juicios (cf. la «praxis» marxista).

La -> fenomenología de Husserl y de Heidegger en su primera época, frente a


todas las construcciones libres, a los hallazgos casuales y a la aceptación de
conceptos sólo aparentemente legitimados, busca un retorno desde la verdad
secundaria del juicio a la evidencia de la intuición en la experiencia inmediata.
El «conocimiento intuitivo es el entendimiento, que se propone precisamente
elevar la razón al estadio del entendimiento» (Husserl). La e. no es mera
descripción de los hechos inmediatos, sino que, en la exclusión de falsas
opiniones previas, en la eliminación de prejuicios que permanecen ocultos y
en el retorno crítico a la concepción del mundo sedimentada en el lenguaje
usual, se hace evento el verdadero testimonio de ser sobre sí mismo en su
inmediatez real, que evidentemente incluye siempre nuestra relación a los
fenómenos. Así la fenomenología, rechazando el objetivismo, intenta traer
explícitamente a la conciencia el «mundo vital» («natural»), para alcanzar el
terreno originario de la e. La crítica hecha a Husserl apunta ante todo a que él
pone la e. transcendental como obra de la subjetividad, ve el momento
constitutivo puramente en la posición activa del ser (a pesar de toda su
insistencia en los momentos de pasividad), y con ello desconoce la
originalidad constitutiva de una experiencia transcendental, la cual está antes
de toda división en objeto y sujeto. Como apertura siempre histórica del
sentido de mundo y de verdad, previamente a toda actividad del conocimiento
y a todo empirismo, dicha e. transcendental es a la vez suma potencialidad
(receptividad, «pasividad») y suma actividad del hombre, pues éste debe
resistir la inmensa amplitud y profundidad del ámbito desde el cual pueden
salirle al encuentro los entes y puede llamarlo y transformarlo una exigencia
de sentido. Para Heidegger la e. es «una búsqueda sin anticipaciones, una
búsqueda a la que corresponde un puro hallar». Esa e., que no es construida
por su sujeto y tampoco es abstraída a partir de los entes, abre el camino
hacia una realidad que como tal sólo se revela en esta e. misma. La
subjetividad no puede entenderse simplemente como contraposición a la
objetividad, pues semejante concepto de subjetividad sería a su vez
objetivista.
A la esencia de la e. pertenece también su apertura interna a ulteriores
experiencias. Una e. progresiva logra un mejor conocimiento de su saber
anterior; la nulidad de intentos vanos que descubre la e. y la negatividad de
experiencias dolorosas implican una fecundidad peculiar; la perfección de la e.
consiste en la apertura adogmática para nuevas experiencias y no en la
certeza, asegurada por todos los lados, del saber absoluto, donde la
conciencia y el objeto coinciden absolutamente. La fuerza del pensamiento de
Hegel radica en que él piensa la -> dialéctica especulativa desde la esencia de
la e., y el límite de esta filosofía de la reflexión está en la asunción de una
posición que, ya en su punto mismo de partida, ha sobrepasado la e. en su
historicidad interna: como poder irresistible de una razón imperecedera y de
sus principios. Mientras la e. sea entendida solamente como un momento
hacia la formación de un sistema cerrado de conceptos o hacia una pura
teoría, quedará suprimida su propia movilidad y apagada su propia
productividad y fuerza de transformación. Puesto que la e., por su misma
esencia, desenmascara siempre conceptos vacíos y desbarata anteriores
esperanzas, abre un espacio cada vez mayor de lo realmente experimentable
y, enseñando con ello al hombre, lo lleva al reconocimiento de un ámbito de la
existencia que jamás puede cerrarse. Por primera vez, en este escuchar
seguro aprende propiamente el hombre; él procura, p. ej., expresar su e. en
palabras nuevas y no desvirtuadas.

Sigue siendo un problema fundamental la relación de la e. así entendida con


la verdadera ->reflexión. Esta es necesaria, pues penetra con su mirada la
génesis y estructura de la e. y con ello mina la seguridad siempre
problemática de la praxis de la vida. Y, además, sólo ella puede rechazar las
falsas pretensiones de la e., evitando que ésta sea confundida con un
sentimiento arbitrario o con una opinión oscura. Ciertamente la reflexión está
siempre condenada a ser accesoria, pero con la mirada distanciada que ella
dirige hacia atrás desarrolla una extraordinaria fuerza crítica, a la que toda e.
debe someterse hasta cierto grado. La preeminencia de la e. se ha puesto de
manifiesto. Pero sería deplorable que se estableciera una oposición
irreconciliable entre la reflexión y la e., entre la e. normal y la científica. La
relación entre ambos polos requiere urgentemente un esclarecimiento.

III. El concepto de experiencia en la teología

La legitimidad y la dignidad teológicas del concepto de e. en la forma


esbozada no dejan lugar a dudas (cf. -> acto religioso, --> experiencia
religiosa). Resaltemos aquí algunos aspectos claves: 1) la importancia
salvífica de una verdad teológica sólo se puede mostrar suficientemente
preguntando por la receptividad del hombre para ella. La verdad de Dios es
también la verdad del sentido de nuestra existencia, de modo que en medio
del scandalum crucis del mensaje cristiano puede y debe esclarecerse la
relación interna entre el misterio de la -> revelación y el de nuestra ->
existencia humana. 2) La esencia plena de lo religioso y de la fe
teológicamente no puede fundarse sólo en la e. y en su certeza, pues la
realidad de la fe, ofrecida y dada gratuitamente, como acción de Dios en el
hombre es más profunda y amplia que la esfera refleja de la e. concreta. La e.
por su esencia es limitada. 3) La radicación de todo enunciado inmediato o
científico de fe en la e. religiosa y en el ámbito de lo -> santo, de cara a un
mundo que se ha hecho «profano», debe mostrarse siempre con una
hermenéutica propia, para conservar la peculiaridad inconfundible de la fe
como tal y para oponerse al abuso de la ideología y al de las tendencias
críticas frente a ésta. El uso teológico del concepto de e. requiere todavía
importantes investigaciones. Cf. también -> empirismo.

BIBLIOGRAFÍA: R. Lenoble, Essai sur la notion d'expérience (P 1943); W.


Stegmüller, Metaphysik, Wissenschaft, Skepsis (W 1954); G. Picht, Die E. der
Geschichte (F 1958); G. Siewerth, Das Sein und die Abstraktion (Sa 1958); M.
Müller, Expérience et Histoire (Lv 1959); A. Gehlen, Vom Wesen der E.:
Antropologische Forschung (Reinbek 1961); H. U. v. Balthasar, Herrlichkeit I
(Ei 1961) 211-290 296 ss; W. Strolz (dir.), Experiment und E. (Fr - Mn 1963);
Th. W. Adorno, Drei Studien zu Hegel (F 1963); M. Heidegger, Hegels Begriff
der E.: Holzwege (F 41963. 105-192; K. v. Fritz, Die ánaywyi bel Aristoteles
(Mn 1964); O. Muck, A priori, Evidenz und E.: Rahner GW I 85-96; St.
Strasser, Phanomenologie und E.wissenschaft vom Menschen (B 1964);
Rahner III 103-108 (Sobre la experiencia de la gracia); H. U. Hoche,
Nichtempirische Erkenntnis (Meisenheim 1964); J. Wahl, L'expérience
métaphysique (P 1965); H. G. Gadamer, Wahrheit und Methode (T 21965); H.
Bouillard, Logique de la foi (P 1964), J. Habermas, Zur Logik der
Sozialwissenschaften: PhR (1967) fasc. 5; M. Müller, Traszendentale
Erfahrung (en preparación); J. Echarri, Dualismo de experiencia y teoría de la
física, Pensam. 9 (1953) 29-45; Id., ¿Se da experiencia metafísica? Pensam.
10 (1954) 83-88; F. de Urbina, Conocer por experiencia, «Ciudad de Dios»
165 (1953) 253-282; É. Gilson, La unidad de la experiencia filosófica (1960);
J. Marías, Experiencia de la vida (1960); A. de Waelhens, La philosophic et les
expériences (La Haya 1961).

Karl Lehmann

EXPERIENCIA RELIGIOSA

I. El problema

1. Hay e.r. dondequiera se da un contacto vivido con Dios. En este sentido, en


toda -> religión hay cierta e.r., pues el movimiento personal hacia Dios,
esencial a toda religión, implica la búsqueda misma de este contacto. Pablo
formula este principio general: El hombre ha sido creado para buscar a Dios,
para que aspire a unirse con él y lo halle (Act 17, 27). Por tanto la e.r. en sus
distintas formas es un hecho normal de la vida religiosa.

2. Pero esta e. tiene muy diversos grados de valor. Contra todas las
apariencias, no existe e.r. pura. La e.r. implica siempre elementos morales,
metafísicos y místicos, insertos en una historia y en ciertas intuiciones.
Normalmente, se realiza dentro de un horizonte de pensamiento, de culto, de
vida, y a través de toda una serie de mediaciones: el hombre religioso
depende siempre de una tradición (étnica, cultural, religiosa), aunque sólo sea
para negarla. En forma somera podemos distinguir estos tipos: a) Las
experiencias religiosas primitivas, que se centran en la afectividad psico-
orgánica, en el sentimiento y la emoción, en afecciones más bien pasivas (así
en las religiones naturales y en muchas sectas no cristianas); b) las e.r. de
tipo técnico-experimental, que disponen de ciertas prácticas y de medios y
métodos extremamente sutiles, los cuales conducen a un estado de éxtasis o
éntasis superior a toda psicología normal (indios, misterios griegos,
montanismo, hesicasmo y mesalianismo); c) las e.r. que incluyen la persona
entera. Constituyen en cierto modo una síntesis de a) y b) e implican
estructuras muy complejas. Con una gradación jerárquica abarcan todos los
niveles de la existencia humana, y así han creado una amplia red de
relaciones, por las que el hombre logra el contacto con Dios. La auténtica
experiencia cristiana pertenece a este grupo, el único conforme con la
tradición cristiana.

II. La experiencia religiosa en el cristianismo

1. Lo primero en el cristianismo no es la experiencia, sino la --> existencia


cristiana: las actividades de -> fe, -> esperanza y -> amor, por las que, en
virtud de un «don inefable», alcanzamos a Dios mismo como principio, objeto
y fin de todo nuestro ser. Ahí está la vida eterna que el Señor vino a
comunicarnos. Por tanto la experiencia sólo puede ser un aspecto o dimensión
de la existencia cristiana; con ello su importancia queda relativada.

2. Pero esa experiencia es un dato esencial de la revelación, pues está


implicada en la existencia cristiana, que puede resumirse en el agape,
entendido en su plenitud: el Padre nos ama y nos da a su Hijo para salvarnos;
el Hijo nos ama y se entrega por nosotros; ambos nos dan su Espíritu, y éste
hace de nosotros, en Cristo, hijos que dan gloria a su Padre. El cristiano
experimenta el misterio del agape vivido en la fe. Pablo muestra que hay una
experiencia en Cristo (morir y resucitar con, por y en Cristo), y una
experiencia en el Espíritu, por el que realizamos nuestra filiación y entramos
en las profundidades de Dios. Juan insiste en la presencia de la vida eterna
por la -->fe, en la inhabitación de Dios en el alma y del alma en Dios por el
amor; lo cual da lugar a una cercanía de la transcendencia de Dios que el
hombre por sí mismo no puede pensar.

3. Esta experiencia oscura tiene sus criterios, que constituyen una unidad con
ella. Se realiza en la comunidad eclesiástica, que es su medio vital y su
medida interna. Implica la observancia de sus indicaciones, el juicio humilde
sobre sí misma y el amor fraterno. Lejos de excluir la razón (elevada por la
fe), exige su uso. Pablo nos ofrece una crítica de la inspiración carismática,
con primacía de lo espiritual (1 Cor 12-14); y exige de los creyentes una
inteligencia concreta - la epignosis (Cerfaux) - del misterio de Cristo. Los
temas principales de Juan «presuponen como condición fundamental una
conciencia despierta de la vida, de la luz y del amor que han sido infundidos
en el creyente» (A. Leonard). 1 Jn sólo conoce una auténtica e.r. cuando se
dan los criterios del orden eclesial, dogmático, moral y místico (->
espiritualidad).

4. Pero esta experiencia es siempre escatológica, pues tiene por objeto un


misterio poseído en esperanza, revelado, pero no desvelado (y ello aunque se
eleve a la experiencia propiamente mística). Siempre es, por tanto, el
desarrollo, no de un saber, sino de una fe: hay un conocimiento del amor por
sus signos, pero no hay una ciencia del amor, pues no podemos saber el
objeto, ni el fin, ni la esencia, ni la existencia en nosotros del amor (ToMAs DE
AQUINO, De ver. q. 10 a. 10c). La auténtica e.r. es signo de verdad, fuente de
gozo y fuerza de vida; pero, aun en el foco mismo de la luz, en lo más
profundo del contacto, Dios sigue siendo el desconocido. «Por la revelación
que se nos da con la gracia no conocemos la esencia de Dios; y así nos
unimos a él como a un desconocido» (ST i q. 12 a. 13).

BIBLIOGRAFÍA: Cf. ]-> gracia -> revelación ->religión. - W. James, The


Varieties of Religious Experience (NY 1902); K. Oesterreich, Die religióse
Erfahrung als philosophisches Problem (B 1915); H. Pinard: DThC V 1786-
1868; R. Jelke, Grundzüge der Religionspsychologie (Hei 1948); G. W. Allport,
The Individual and his Religion (NY 1950); J. Mouroux, Yo creo en ti (C Médica
Ba 1963); W. Helipach, GrundriB der Religionspsychologie (St 1951); J. Wach,
Types of Religious Experience, Christian and Non-Christian (Lo 1951); J.
Mouroux, L'Expérience chrétienne (P 1952); Besondere Gnadengaben and die
zwei Wege menschlichen Lebens. Kommentar von H. U. v. Balthasar
(Comentario a la S. th. 2 11 q. 171-182): DThA 23; R. Potempa,
PersSnlichkeit and Religiositat. Versuch einer psychologischen Schau (Gó
1958) 31-116; A. Léonard, Expérience spirituelle: DSAM IV 2004-2026; M. T.
Antonelli, Il Problema dell'esperienza religiosa (Brescia 1961); F. Heiler,
Erscheinungsformen and Wesen der Religion (St 1961); Rahner III 103-108
(Sobre la experiencia de la gracia); H. Oglermann, Die Problematik der
religiose Erfahrung: Scholastik 37 (1962) 481-513; W. Bitter, Psychotherapie
and religiose Erfahrung. Ein Tagungsbericht (St 1964); W. Poll, Psicología de
la religión (Herder Ba 1969).

Jean Mouroux

FAMILIA

En la actual predicación sobre la f. hay que unir un realismo moderno con una
profunda visión teológica. No pueden convencer ya unos rasgos demasiado
románticos, patriarcales, sentimentales de la imagen de la f. La predicación
tampoco debe proyectar una imagen de la f. abstracta y separada de los datos
actuales, sino que debe penetrar con inteligencia en la peculiaridad, las
dificultades y las posibilidades de la f. de hoy.

I. Aspectos naturales de la institución 1. Familia y matrimonio

La f. procede del -> matrimonio, el matrimonio está ordenado a la f. Si en los


tiempos poco desarrollados, como en el Antiguo Testamento, se cargó el
acento sobre la comunidad familiar con vistas a la descendencia y a la gran
asociación (estirpe, tribu) y el matrimonio individual quedó casi absorbido por
la f. (como en la antigua China), hoy día, en cambio, el matrimonio va siendo
considerado cada vez más como el núcleo decisivo de la f. De la relación
personal entre los esposos, que más tarde es fundamento de la f., procede la
descendencia. Este conocimiento, básico ya en Gén 2 y en Ef 5, determina
asimismo las explicaciones del Vaticano u (Constitución pastoral sobre la
Iglesia en el mundo de hoy, n .o 47-52). Aquí se habla del amor matrimonial
en lugar preeminente y de la manera más prolija; pero más tarde se subraya,
evidentemente, con la misma intensidad que este amor se desarrolla en la
descendencia y en la f. de acuerdo con el orden de la naturaleza. «Sin
descuidar los restantes fines del matrimonio, hay que decir que la auténtica
configuración del amor matrimonial y la manera toda de la vida familiar que
resulta de ahí tienden a que los casados colaboren firmemente y con
disposición con el amor del creador y redentor, quien mediante ellos multiplica
y enriquece su familia de día en día. El matrimonio no sólo ha sido instituido
para la procreación de los hijos, sino que la peculiaridad de la indisoluble
comunidad personal y el bien de los hijos exigen que el mutuo amor de los
esposos se manifieste de manera recta, que crezca y madure. Si por esto el
hijo tantas veces deseado no llega, el matrimonio subsiste no obstante como
indivisa comunidad de vida y conserva su valor así como su indisolubilidad»
(IM, n .o 48-50).

2. Familia y nación

Esta f. (no el matrimonio) es la célula original de la vida nacional. Ella une los
sexos así como las generaciones, introduce la joven generación en la vida y
en la nación. Realiza en el ámbito más pequeño una variedad magnífica de
relaciones, porque abarca completamente a las personas partícipes y las
vincula en el amor. La sociología de la familia ha de investigar esas múltiples
relaciones y determinarlas en sus diferencias, teniendo en cuenta el sexo, la
posición y la edad de los miembros de la f. Esto último insinúa el hecho de
que dichas relaciones deben ser consideradas, no sólo desde el punto de vista
de lo estático en la institución, sino también bajo el prisma de su evolución
temporal.

Para desarrollar esta multiplicidad, se requiere un adecuado espacio vital


(vivienda) y tiempo, pero, además de esto, una vigilancia sensible y afinada
en todo. La pastoral debe ayudar a desarrollar esta riqueza y hacerla palpable,
y no ha de limitarse unilateralmente a moralizar o sacralizar, pues, de lo
contrario, las mismas leyes de la unidad e indisolubilidad del matrimonio, de
la piedad entre padres e hijos no parecen dignas de crédito.

3. Familia como comunidad

a) La comunidad de sexo y sangre. Las relaciones íntimas entre varón y mujer


marcan a ambos ya en el plano puramente fisiológico y biológico,
especialmente a la mujer, por el intercambio de semen y hormonas, ya,
además, en el plano de los sentimientos. Por otra parte, la doctrina de la
herencia ha confirmado experimentalmente que ambos progenitores imprimen
sus características corporales y, con ello, transmiten sus disposiciones
originales. Los -+ padres transmiten la vida, su vida, y ven así en los hijos el
fruto y a la vez la continuación de ella.

La procedencia según la sangre desempeña en el Antiguo Testamento un


papel decisivo desde el punto de vista histórico salvífico (semen Abrahae).
Incluso tratándose de Cristo, en el Nuevo Testamento se enumera dos veces
el árbol genealógico. Es cierto que en el NT el parentesco de sangre ha
perdido esa importancia veterotestamentaria, introduciéndose en su lugar
otras formas de unidad (cf. Rom 4-5; 9). Pero, como estructura procedente de
la creación, dicho parentesco no ha perdido aquí su importancia.

b) La comunidad material económica. Aquí tiene lugar un intenso intercambio


de bienes y de servicios sobre una base determinada, no por el comercio, sino
por el amor; se da un comunismo perfecto, de acuerdo con la fórmula clásica:
todos dan según sus posibilidades, todos reciben según su necesidad. Un
comunismo tan perfecto sólo aquí es posible, pues en ninguna otra parte fuera
de aquí rigen unas relaciones personales tan profundas y completas. Pero este
«comunismo de amor» es a la vez llamada e incitación a la generosidad, a la
entrega, al espíritu de sacrificio, al propio vencimiento.

c) Comunidad de almas y de espíritus. En el trato diario, fundado en el amor,


la confianza, el aprecio y el respeto, tiene lugar asimismo el intercambio de
ideas, convicciones y sentimientos, se realiza una comunidad incomparable
donde se comparten la alegría y el dolor, los éxitos y las pruebas. Los
misterios de la vida bien pronto hicieron de la familia un lugar común de culto
(el sagrado fuego del hogar). Aun cuando el sacrificio esencial de la
cristiandad no se ofrece en la familia, sino en un lugar oficial y especialmente
consagrado de la comunidad, por proceder del unigénito hijo de Dios y no de
los hombres, sin embargo, la familia sigue siendo un lugar sagrado, donde se
guarda en común sentimientos y convicciones religiosas, los cuales son
transmitidos a la siguiente generación y, sobre todo, traducidos a la realidad
de la vida diaria. La f. es la que lleva al niño a bautizar y lo introduce por
primera vez en las verdades y realidades de la fe.

d) Comunidad de educación. La moderna psicología y pedagogía ha


confirmado un conocimiento latente en la primitiva experiencia de la
humanidad, a saber, el hecho de que el hombre queda sellado definitivamente
en los primeros años de la vida, mucho antes de que su entendimiento pueda
distinguir con sentido crítico, pues, por una parte, a esa edad él es
sumamente susceptible y maleable, y, por otra parte, entonces los
conocimientos y las percepciones le son ofrecidos con el amor más personal e
intenso. Y lo que más profundamente penetra en el hombre es lo que entra a
través del corazón. De ahí que para la pastoral revista una importancia
decisiva el hecho de que la f. y la vida familiar estén. configuradas por una
religiosidad sana, personal, madura y vital. La comunidad de educación puede
tener un sentido inverso: «Los hijos - como miembros vivos de la f.
contribuyen a su manera a la santificación de los padres» (IM, n .o 48d).

e) Comunidad de generaciones. En la f. se realiza la más original e intensa


convivencia de generaciones por la descendencia y la comunidad de vida.
Pero, de todos modos, en la -> sociedad dinámica presente ya no desempeña
aquel papel fundamental de tiempos anteriores. Los conocimientos y las
experiencias de generaciones pretéritas ya no se transmiten sola o
principalmente en la f., sino, además, a través de escuelas y asociaciones,
libros, bibliotecas y museos, a través de la prensa y la radio. Por su parte los
ancianos se han hecho independientes en el aspecto material de la ayuda de
la generación más joven. Los ahorros, los seguros de vejez, las instituciones
públicas, los hospitales y asilos de ancianos han asumido los servicios
antiguamente prestados por los hijos. A pesar de esto, la convivencia de
generaciones mantiene su importancia, sobre todo en el ámbito espiritual
moral.

4. La transformación de la vida familiar en la sociedad industrial

La sociedad industrial (-> industrialismo) ha transformado poderosamente el


tipo de vida familiar. Ni siquiera la estructura íntima de la f. ha escapado a
sus efectos. Los elementos esenciales se mantienen en pie, pero desde
muchos puntos de vista reciben nueva forma y nuevas acentuaciones. Es muy
importante para la predicación y la formación religiosa el percibir estas
transformaciones y no abandonarse a prototipos ya superados. Se debe
discernir cuidadosamente cuándo en estas transformaciones se trata de una
descomposición, o de una modificación de una forma históricamente
condicionada, o de algo que quizá constituye un progreso con relación a las
exigencias auténticas cristianas.

a) Supresión de la autarquía económica de la antigua f . En la casa de campo


se producía casi todo lo que se necesitaba. Lo producido iba destinado en su
mayor parte al consumo personal. Esto creaba una cierta simplicidad y
estrechez del círculo de vida, pero también creaba una amplia independencia
respecto al mercado, al comercio con otros hombres, a la coyuntura y las
corrientes de la moda. Pero, sobre todo, esa casa significaba trabajo común y
destino común. Y era a la vez una oferta de trabajo y una organización
laboral, un hospital y un seguro de enfermedad, un seguro de vejez y un asilo
de ancianos, un lugar de asesoramiento profesional (si es que esta cuestión se
planteaba) y un lugar de enseñanza, un centro de asesoramiento matrimonial
y una agencia matrimonial, etc.

Pero, junto con esto, había también una gran necesidad de mano de obra
propia de la f. Por eso, todo hijo significa ya en sus primeros años una ayuda
económica, la abundancia de hijos implicaba riqueza económica (y social); de
ahí que en todas las culturas agrícolas del mundo, en China como en África,
en Rusia como en la tierra de Fuego, hubiera un gran número de hijos. Dicha
abundancia se daba además a causa de la gran mortalidad infantil y porque
era necesaria para el crecimiento de la humanidad. Se trataba menos de un
problema moral que de una cuestión de tipo económico y social. La actual f,
de la sociedad industrial ha sufrido una atrofia funcional muy fuerte desde el
punto de vista económico y social; y en todo sigue una corriente contraria a la
descrita. En lugar de esto se subrayan las funciones espirituales morales.

b) También desde el punto de vista espiritual la autarquía de la antigua f. era


muy grande. En un tiempo en el que no había escuelas, asociaciones, prensa,
radio y televisión, los niños lo aprendían casi todo de sus padres. Allí era
relativamente fácil el transmitir a los hijos como herencia las ideas y
convicciones vitales de los padres. Actualmente hay innumerables influencias
espirituales procedentes de fuera que actúan sobre los miembros de la f. y
sobre la f. misma. Las invitaciones a la polémica espiritual, a la asimilación
personal, a la propia convicción se han hecho incomparablemente mayores. La
tradición ha perdido fuerza e importancia.

c) El número de los miembros de la f. era mayor en el mundo rural bajo dos


aspectos. El número de los hijos y de los parientes que vivían bajo un techo o
por lo menos muy cerca era mayor. Igualmente la vinculación entre
generaciones (padres, abuelos, bisabuelos e hijos) era considerada como algo
natural y fortalecía la fuerza de la tradición. Por eso, el parentesco
desempeñaba una función más importante desde el punto de vista social y
político. Hoy día el parentesco desempeña un papel muy inferior bajo estos
dos aspectos: la presión social de la f. es considerablemente menor, y la
libertad e independencia de los individuos se ha hecho mayor y más exigente.

d) Con la gran autarquía económico-social y espiritual de la f. se relacionaba


asimismo la posición extraordinariamente fuerte del padre de f., tanto frente a
la mujer como frente a los hijos. Se trataba de la época patriarcal, la cual
estaba fundamentada, no tanto en convicciones morales y religiosas (el valor
fundamentante de éstas era sólo secundario, derivado), cuanto en los hechos
sociales y culturales. El padre era a la vez el que dirigía la explotación de la
empresa familiar, el patrono de sus «allegados», el maestro, administrador y
señor de los bienes de la familia, etc. En la actualidad la autoridad paterna
descansa menos en sus funciones económicas (las cuales están reguladas -
incluso legalmente-, limitadas y sometidas a la coacción) que en sus
cualidades personales y espirituales, en su carácter.

e) Para completar esto hemos de referirnos a la inmovilidad local, social y


espiritual de la antigua f., en contraposición a la movilidad de la sociedad
industrial. Ella debilita una vez más la tradición y la hace parcialmente
imposible (en la ciudad no se puede llevar en absoluto la misma vida que en
el campo, ni desde el punto de vista profesional y económico, ni desde el
cultural y religioso).

f) En el ámbito espiritual hay que añadir a esto que actualmente, en parte


como consecuencia de las transformaciones antes descritas, la conciencia de
la individualidad y la necesidad de libertad se han fortalecido en el individuo y
hacen valer sus derechos. Esto puede presionar nuevamente a la f. e incluso
hacerla estallar, pues en todos los terrenos reina una tónica de
«emancipación» y a la vez de exposición más intensa a toda clase de
influencias de la gran sociedad. Pero esta situación puede conducir a una
profundización espiritual del individuo y de las relaciones con los demás
hombres.

5. Algunos rasgos fundamentales de la f. moderna

De todo esto se deduce con claridad que la antigua f. estaba asegurada


mucho más intensamente por las funciones económicas, sociales, culturales y
tradicionales y que, por el contrario, la f. de la sociedad moderna depende
mucho más de sus fuerzas espirituales, sociales, morales y religiosas. Esto
significa una mayor vulnerabilidad y labilidad, pero también una grarr
oportunidad y un quehacer personal así como pastoral.

a) Tanto la cohesión de la f. como su ordenación ético-religiosa y autoritativa


exigen un mayor compromiso personal. La cohesión de la f. no está asegurada
suficientemente ni desde el punto de vista económico-social ni desde el
jurídico (posibilidad del divorcio). Esa situación reclama un más intenso
desarrollo de las fuerzas espirituales que contribuyen a la unión y cohesión de
la f. La pastoral tiene que hacer hincapié, menos en los mandamientos y las
prohibiciones y más en el desarrollo de las fuerzas internas de la entrega y de
disponibilidad al sacrificio, de responsabilidad y fidelidad aceptada libremente.
b) Aquí corresponde a la mujer y a la formación de la mujer una importancia
especial. Es don y tarea de la mujer sobre todo el contribuir al desarrollo de
todo lo espiritual. Se plantea aquí justamente y con urgencia la cuestión de si
nuestra formación de las jóvenes y su educación tiene suficientemente en
cuenta esta tarea; de si, centrándose unilateralmente en la formación
científica, profesional y deportiva, no se descuidan en exceso las fuerzas
afectivas, el sentimiento y el amor. Hemos de aceptar con satisfacción una
más amplia formación de la mujer, así como su mayor equiparación al hombre
y a su mayor autonomía. Pero, más allá de esto, no se puede relegar
excesivamente a segundo término, en oposición al orden primitivo de la
sociedad patriarcal, la profesión original de la mujer, consistente en ser
compañera del hombre y madre; junto a la igualdad no se puede eliminar o
dejar a un lado de desigualdad (que no es lo mismo que inferioridad y
menosprecio). Con esto quedaría falseada la peculiaridad y misión típica de la
mujer, en perjuicio propio.

c) La posición y misión del hombre, del esposo y padre presenta específicas


exigencias caracteriológicas y espirituales. Quizá la afirmación paulina según
la cual el hombre es cabeza de la mujer deba interpretarse de manera nueva,
a saber, en el sentido de que el hombre es la cabeza nata de la comunidad
matrimonial y familiar. Aquí se hallarían contenidos la fundamentación, la
limitación y el sentido de su posición. fastos no le confieren un puesto
preeminente, sino una misión de servicio. El hombre tiene tanta potestad,
cuanta autoridad y dirección necesiten el matrimonio y la familia, la mujer y
los hijos. Esto variará según la peculiaridad y la edad de cada uno.

d) Gracias a la escuela, a las circunstancias sociales, a la legislación y al


cuidado del Estado, los hijos han llegado a ser menos dependientes de los
padres, más autónomos. Esto hace más difícil la educación, pero también más
espiritual. Base de la educación no son tanto la autoridad y la obediencia
cuanto la confianza y el servicio.

e) En la sociedad actual, las relaciones de parentesco se han debilitado y


sobre todo se han hecho menos evidentes. Pero esas relaciones no deberían
menospreciarse, sobre todo como protección contra el aislamiento y en orden
al enriquecimiento vital de los niños, sino que deberían fomentarse sobre una
nueva base y con mayor libertad e independencia.

f) Esto mismo puede decirse de la edad. Las personas de edad se han hecho
más independientes, desde el punto de vista material, de sus hijos y
parientes. Las familias jóvenes tienen derecho e incluso obligación de
configurar su vida en forma más libre y autónoma. Una relación buena,
cordial, entre las diversas generaciones con respeto de la libertad mutua,
puede ser para ambas partes una gran adquisición espiritual. Hay que
formular de manera nueva las obligaciones para con los ancianos.

6. La f. en la sociedad industrial

Como la sociedad industrial está amenazada por la masificación, la


mecanización y la pérdida del alma por el anonimato y aislamiento, por la
burocratización y omnipotencia del Estado, la f. en su nueva forma tiene una
función específica en orden a la protección de la personalidad, de la
singularidad, de la libertad, de la moralidad, de la inmediata responsabilidad
para con los otros y, no en último término, de la religión.

II. Teología de la familia

Una teología propia de la f. sigue siendo un desiderátum. Pero resulta posible


apuntar algunos rasgos esenciales.

1. Como el matrimonio y la f. están claramente fundados en el orden de la


creación gozan de una especial dignidad y consagración. Se relacionan de una
manera mucho más inmediata con la naturaleza y la existencia del -->hombre
que, p. ej., el Estado. Por esto están determinados y regulados de modo más
inmediato por la naturaleza y su Creador.

2. Es insostenible desde el punto de vista bíblico y teológico la unilateral


acentuación del papel del padre con detrimento de ambos cónyuges. Tanto
Gén 2 como Ef 5 lo atestiguan. El sacramento es un rito para consagrar, no a
los padres, sino a los esposos; sirve en primer término e inmediatamente al
matrimonio y al amor matrimonial, y sólo de manera derivada a la paternidad
y maternidad. Como el matrimonio es un sacramento duradero y el amor
matrimonial se desarrolla naturalmente en la paternidad, también ésta
participa de la dignidad y gracia del sacramento. La fecundidad pertenece sin
duda, desde el punto de vista bíblico y teológico, a la función esencial del
matrimonio.

3. Las tentativas teológicas de derivar la f. inmediatamente de la Trinidad


divina deben considerarse fracasadas. Ciertamente la vida, el amor, la
fecundidad y comunidad en su forma más general tienen su fuente original en
la vida, el amor, la fecundidad y la tripersonalidad de Dios. Pero la detallada
fundamentación de esto constituye una especulación teológica, que podrá ser
muy espiritual y hasta sugestiva y valiosa, pero se aleja excesivamente de la
base bíblica para que merezca calificarse de demostración teológica.

4. El orden del matrimonio y de la familia. La exégesis ha ido descubriendo


que algunas indicaciones de la sagrada Escritura sobre la autoridad y la
obediencia, el orden y los fines del matrimonio, la posición de la mujer, etc.,
están condicionadas por el tiempo en que se hicieron. Como es lógico, se ha
procurado extraer de tales formulaciones lo que esencialmente mantienen en
plena vigencia. Algo de esto se ha dicho en i.

5. Lo mismo en el Decreto sobre los laicos (n .o 11) que en la Constitución


pastoral sobre la Iglesia en el mundo (n° 47-52), el Vaticano II subraya la
singular importancia y misión del matrimonio y de la f. tanto con relación a los
individuos como con relación a la sociedad y la Iglesia. «La salvación de la
persona así como de la sociedad humana y cristiana está íntimamente ligada
con el bienestar de la comunidad matrimonial y familiar» (IM, n .o 47, 50-52).
El Decreto sobre los laicos, n° 11, dice: «Como el creador de todas las cosas
ha determinado la comunidad matrimonial como origen y fundamento de la
sociedad humana y por medio de su gracia la ha convertido en un gran
misterio en Cristo y en su Iglesia, el apostolado de los esposos y de la f. tiene
una peculiar significación para la Iglesia así como para la sociedad civil... La f.
ha recibido de Dios la misión de ser la célula fundamental y vital de la
sociedad.» «Por esta razón la f. no debe cerrarse en sí misma de una forma
egoísta o temerosa, sino que tiene que influir dentro de la Iglesia y de la
sociedad» (ibid.). Los pastores de almas deben atender por su parte de
manera muy especial a la f. (IM, n° 52; Decreto sobre los laicos, n° 11) y
ayudarla en sus necesidades. «Los sacerdotes deben recibir una formación
conveniente sobre la cuestión de la f., y, mediante una apropiada actividad
pastoral, mediante la predicación de la palabra de Dios, por medio de la
celebración de la liturgia y otros auxilios espirituales, deben fomentar la
vocación de los consortes en su vida matrimonial y familiar, fortalecerlos
humana y pacientemente en las dificultades, consolidarlos en el amor, para
que surjan familias que influyan más allá de su propio ámbito.»

La pastoral ha caído muchas veces en dos extremos unilaterales. Algunas


veces ha pagado su tributo al individualismo religioso y se ha dedicado
aisladamente a los «estados de vida» individuales (niños, hombres, mujeres,
jóvenes, señoritas), pero raras veces ha tomado en consideración la f. como
comunidad; basta sólo con pensar en la ordenación del culto divino y de la
administración de los sacramentos, en las asociaciones y sus repercusiones en
la vida familiar, en la dificultad y tardía acogida de las visitas domiciliarias. Por
otra parte, en lo relativo a la misma vida familiar, la pastoral se ha fijado
demasiado unilateralmente en la moralidad (moral sexual y regulación de
nacimientos), en la sacramentalidad y autoridad, y ha considerado demasiado
poco la realidad total humana, especialmente el valor, la plenitud y lo
polifacético del amor matrimonial. En este punto hay que llenar grandes
lagunas en la predicación y la pastoral, apoyándose de manera decisiva en la
citada Constitución.

6. Si en cierto sentido el hombre constituye un compendio de la multiplicidad


de lo existente, la f. es de manera especial la síntesis y la armonía viviente de
la multipolaridad y de las tensiones. Materia y espíritu, inclinación y libertad,
sexo y amor, personalidad y comunidad, pasado (en los antepasados) y futuro
(en los hijos), tradición e individualidad, autoafirmación y entrega, naturaleza
y gracia están entrelazadas en la f. de una forma única, personal y a la vez
relacionada con la humanidad, constituyendo así una unidad fructífera que
engendra y configura la vida. Los detalles aparentemente más irrelevantes,
como signo y expresión del amor y de la fidelidad, alcanzan en ella la más
elevada significación humana y toda una plenitud de gracia. La diversidad y
las tensiones son aquí no tanto origen de conflictos, cuanto fuente de
fecundidad. Como en el fundamento de la f. se encuentra la consagración
sacramental del amor matrimonial y éste alcanza en ella su pleno desarrollo,
toda la amplitud de la creación se convierte aquí de algún modo en gracia
sacramental y en medio para la salvación.

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Jakob David

FE
A) Acceso a la fe.

B) Preámbulos de la fe.

C) Naturaleza de la fe.

D) Motivo de la fe.

E) Fe y ciencia.

F) Fe e historia.

FENÓMENO, FENOMENOLOGÍA

I. Historia del concepto

La palabra «aparecer» («aparición») tiene doble filo: en algo que aparece


distinguimos lo que la cosa es en sí y de por sí (y también para otros) y la
manera como se nos muestra a nosotros. El f. apunta a un «ser en sí» distinto
de lo que aparece; la identidad y diferencia que impera en esta solidaridad
constituyen en el sentido más profundo la esencia y el problema del f. Lo que
de suyo es «más» que la aparición concreta se nos muestra. O, por el
contrario, ¿el aparecer mismo es el ser? Para los griegos los f. son la totalidad
de lo que sale o puede ser sacado a la luz; los f. se presentan en el proceso
de la percepción o sensación (aisthesis) y tienen ellos mismos el modo de ser
de lo percibido; todavía no está decidido si son de fiar o conducen al error. En
realidad el ente puede mostrarse también en forma distinta de cómo es en sí
mismo. «Parece solamente como si...»

En este sentido, el f. es también lo aparente, la apariencia. Platón trata de


desenredar la trabazón de ->ser, aparecer y apariencia, afirmado el ser en el
sentido de indestructibilidad e infalibilidad, de forma que, en el medio de la
fuerza del logos, se destaquen las «ideas mismas» de las «apariciones»
inconstantes y múltiples. Aristóteles, que se orienta más por la experiencia,
confiere a los f. una nueva dignidad: el carácter fenoménico es en el orden
natural un criterio de exactitud para las afirmaciones del logos. La metafísica
y las «ciencias» aportan, cada una a su manera, «esclarecimiento» al
aparente desorden de los f. y los presentan como una forma de aparecer el
orden ideal o matemático («salvación de los fenómenos»). La filosofía
moderna, como consecuencia del cambio de mera observación a
experimentación metódica, entiende los f. como «objetos» de las ciencias
naturales. Fenómeno es un hecho entretejido en el sistema de referencias de
la ciencia respectiva, hecho que, con determinadas condiciones y
enajenaciones de carácter metódico y técnico, puede incluso producirse
muchas veces.

El fenómeno es así inseparable de la totalidad determinante que lo constituye


a él mismo, de suerte que no es analizable «en sí mismo» sin considerar la
variedad de formas en que se manifiesta. Si así el f. resulta ser una mera
referencia a algo, sin la menor indicación sobre su propia realidad, es evidente
que esta pura referencia hacia afuera apenas si puede pensarse
filosóficamente. El f. se refiere a un «interior», que, como cosa en sí
indeterminable, se comporta como fundamento, pero sin hacerse accesible en
la dimensión fenoménica, o (si se niega este orden «transcendente»)
representa la realidad de la conciencia, en que los f. son meras
«representaciones de algo». Husserl introduce la relación de lo que aparece y
la aparición en una nueva perspectiva, en que deben esclarecerse las
objetivaciones recurriendo a la manera como nos son dadas en la conciencia
(cf. II).

El concepto de fenomenología seguramente fue empleado en primer lugar por


J.H. Lambert, que tituló así la cuarta parte de su Neues Organon (L 1764).
Esta «doctrina sobre la apariencia» y sus especies tiene por objeto posibilitar
una limpia división entre verdad y error. Herder, Novalis, Kant, Hegel, Blondel
y otros toman a menudo el concepto de manera totalmente distinta. Brentano
y el primer Husserl identifican f. con «psicología descriptiva».

Para los discípulos husserlianos de Gotinga o Munich, la f. es una investigación


descriptiva de la esencia orientada hacia los objetos. El concepto propio de
Husserl ha de entenderse desde el principio en su giro «subjetivo». «La f. del
conocimiento es ciencia de los fenómenos cognoscitivos en el sentido de los
conocimientos como manifestaciones, representaciones, actos de conciencia
en que se representan estas o las otras objetividades y se tornan activa o
pasivamente conscientes, en el sentido de estas objetividades mismas que se
representan» (Husserliana rr 14). La f. se caracteriza por una singular pasión
de autenticidad: quiere volver a lo primigenio de la experiencia inmediata.
Busca, p. ej., el origen de conceptos lógicos (indemostrados) por el retorno a
la intuición. «No queremos contentarnos simplemente con meras palabras, es
decir, con una inteligencia meramente simbólica de la palabra... Queremos
remontarnos a las "cosas mismas"» (Log. Untersuchungen ir/1 5). Sobre la
historia de la noción de f. (fenomenalismo, etc.) cf. H. BARTH, Philosophie der
Erscheinung; sobre la historia de la f., cf. H. SPIEGELBERG.

II. La fenomenología de Edmund Husserl

La correlación entre el -> conocimiento y su objetividad es la temática


fundamental de Husserl. La «intencionalidad» de la conciencia no es un acto
subjetivo acompañado de una atención especial. En nuestros actos conocemos
siempre «comportamientos de cosas». La f. los convierte en tema explícito
como distintas variaciones de la intencionalidad (cf. también amor, odio, etc.),
y analiza también la diversa naturaleza de los datos objetivos, tal como los
presenta el respectivo acto. Ahora bien, al presentarse un ente tal como «en
sí» se da en la conciencia, resulta claro en el análisis intencional que a cada
percepción pertenece una multitud de «potencialidades» de la conciencia, no
captadas antes reflexivamente, las cuales, en su actividad «anónima»,
arrastran consigo todo el objeto con su «contorno». Por ej., toda percepción
incluye «la referencia de los aspectos propiamente percibidos en el objeto a
los aspectos juntamente implicados, no percibidos aún, sino sólo anticipados
expectativamente, y, de momento, carentes todavía de dimensión intuitiva.
Se da así una constante tensión "hacia", que adquiere nuevo sentido con cada
fase de percepción..., un horizonte de pasado como potencialidad para
despertar rememoraciones» (Husserliana I 82). Así, pues, la conciencia como
«intencionalidad hacia lo señalado» está en todo momento más allá de su
objeto explícito. El ulterior análisis penetra cada vez más en esta «vida»
oculta de la intencionalidad que funciona anónimamente.

Consecuencias de este análisis elemental: a) No se dan en nosotros


sensaciones aisladas (cf. Kant), que serían transmitidas por una sensibilidad
entendida de manera puramente receptiva. b) El campo abierto en el análisis
intencional de la acción de la conciencia (con las «implicaciones de
horizonte») no permite un «objetivismo», sobrepasa en su punto de partida
todo simple esquema sujeto-objeto, y no tolera una reducción de la evidencia
y de la -> verdad a la verdad de la proposición o del juicio. c) La multiplicidad
y la variabilidad de la intencionalidad muestra que lo señalado (intentum)
puede ser «ente» de múltiples modos, de suerte que hay diversas ontologías
regionales o una pluridimensionalidad de la -> ontología.

«Constitución» es la designación de la intencionalidad cuando ésta es vista


más radicalmente en su función fundante. El «cómo» de lo dado en uno
mismo no se alcanza como simple dato de una mera contemplación, sino que
lo constituido sólo se da originariamente en el acto sintéticamente
estructurado, donde él se hace representable y se construye a sí mismo. Lo
cual significa que «constitución» no equivale a un «engendrar» idealista.

Cuanto más la reflexión se dirige únicamente a los actos mismos (no al


conocimiento «ingenuo» del mundo), tanto más urgente aparece el abandono
de la postura «natural». Con metódica consecuencia, la conciencia no hace
uso de caracteres positivos «mundanos» del conocer (incluso de sí misma). En
las más diversas etapas «del poner entre paréntesis» (epokhe) el mundo
natural y de la reducción al ego absoluto, tiene lugar una fundamental
«inversión transcendental». El «terreno óntico» nuevamente alcanzado de una
conciencia absoluta es una esfera infinitamente abierta y cerrada para sí; en
aquélla, como «f. originario», están «representados» todos los posibles
fenómenos.

Consecuencias críticas de esta ampliación de la f.: a) Cuanto el mundo en su


plena universalidad es más referido a la subjetividad de la conciencia, y
cuanto más se deshace ésta de su pertenencia al mundo, tanto más
problemática se torna esa conciencia previa al mundo, transcendental
(«¿quién» es esto?). b) La cuestión no se resuelve por el hecho de que la
autoconstitucíón (temporal) de la subjetividad transcendental se transmite
(«vida transcendental») en «el flujo presente de lo vivido» («génesis pasiva
del yo»).

Heidegger se ocupa de la no explicada unidad estructural del sujeto


fenomenológico y, a la vez que pregunta por la constitución del ser del sujeto
constituyente, intenta hallar el lugar de lo transcendental. Otras aporías de
Husserl: la posibilidad de una fundamentación última dentro de la f., la
recaída de lo transcendentalmente descubierto en la manera de ser de lo
«positivo» por el carácter de «posición»; el predominio de lo temático en la
cuestión de la experiencia constitutiva. Heidegger pregunta: «¿Cuál es la
manera de ser del ente en que se constituye un mundo?» A Husserl le falta un
análisis ontológico del ser-consciente. Respuesta de Heidegger: La
constitución existencial del estar ahí (que es más que la sola conciencia
«concreta») es precisamente la manera de ser que posibilita la constitución
transcendental de un «mundo». Existencia (Dasein) es estar en el mundo.
Pero el análisis de la existencia depende de la elaboración «previa» de la
cuestión sobre el sentido del ser (necesidad de la ontología fundamental).
Ahora bien, lo que se realiza para la f. de los actos de la conciencia como una
manifestación de los f. por sí mismos y lo que según los principios de la f. ha
de interrogarse como la «cosa misma», no es ya la conciencia y su
objetividad, sino el ser del ente (retorno a Aristóteles y a los problemas de la
metafísica). La permanente posición fundamentalmente cartesiana impide al
Husserl tardío hacer fecundos sus análisis del «mundo de la vida», de la
historicidad, de la intersubjetividad, etc. Aproximándose cada uno de modo
diverso a Husserl y Heidegger, Sartre y Merleau-Ponty amplían la f. de la
conciencia concreta (ejemplo magistral, el análisis de la corporeidad y de la
conciencia de cuerpo).

La f. se entiende con razón como ontología. La f. no puede simplemente


prolongarse dentro de la metafísica o dejarse de lado en virtud de ésta. La
fenomenalidad (por razón de su dependencia de la conciencia) no puede ser
entendida como manera ontológica. Es siempre gran tentación atribuir a la
«cosa en sí» (en la significación o función supletoria que se quiera) el ser
supremo, y entender el «fenómeno» como debilitación ontológica hasta la
«mera representación». En cierto modo, la filosofía todavía no ha reconocido a
la f. su carácter fundamental (cf. el análisis de la «vida diaria», los problemas
de la constitución de la «cosa», etc.). La relación exacta de la f. con una
forma de «metafísica» radicalmente modificada, todavía no aparece con
claridad.

III. Fenomenología y teología

La teología no debe precipitarse a ladear la manera como la f. se entiende a sí


misma. En todo caso, la f. no es una mera contemplación y descripción directa
de simples datos y vivencias. Tampoco debe, en un supuesto ímpetu
teológico, abrirse su propio camino a través de los fenómenos como lo
«auténtico»; más bien debe comenzar por analizar su propio -> acto religioso
y su experiencia religiosa, tal como éstos «aprehenden» unitariamente los
modos de darse un objeto (cf. -> experiencia, -> misterio, -> fe y ciencia, ->
Dios, lo -> santo, -> revelación, fenomenología de la -> religión).

Por su mayor adaptabilidad a los distintos modos del dato (p. ej., del acto de
fe), la f. y la hermenéutica se ofrecerán metódicamente como modos muy
excelentes de pensar de una teología futura. Ambas están suficientemente
cercanas al terreno de los f. que nacen de la fe viva, sin disolverla en una --
>«transcendencia» abstracta, y, sin peligro de ideología, pueden exponer el
carácter mundano de la fe, rectamente fundamentado. El pensamiento
fenomenológico y hermenéutico tiene indiscutibles ventajas sobre el estilo
deductivo a base de una lógica formal. A este respecto el retorno a la
«evidencia» no tiene por objeto «asegurar» la verdad de una experiencia
supuesta de antemano como razonable o fundar esa experiencia por un
principio, sino que el análisis constitutivo desde la experiencia fáctica hace
que aparezca paso a paso el sentido de la verdad. Por eso, propiamente, la f.
no funda nada desde fuera, sino que deja que la «cosa misma» esté presente
en su medio propio. Luego, el «pensamiento» debe proporcionar a lo
descubierto sus propias condiciones de inteligibilidad, hacer que irradie
inmediatamente el ámbito de su evidencia, y estar dispuesto a que el nuevo
encuentro con algo le abra horizontes todavía desconocidos y no entendidos
previamente. Con ello se abre nuevamente un camino primigenio hacia la
palabra del poeta, hacia la obra del artista y también hacia el pensar
originario. El canon temático y el «material» de la teología se dilatan.
Además, por la recepción de estos elementos constructivos, tal vez pueda
crearse un equilibrio entre estilos o bases metódicas que hasta ahora se han
contradicho (antropológicos, existenciales, teocéntricos, etc.). Naturalmente,
en el fondo toda gran teología ha procedido «fenomenológicamente» (aunque
luego haya cubierto indebidamente lo experimentado con un extraño lenguaje
y visión del mundo: -> desmitización). Pero ahora la f. es uno de los
instrumentos metódicos imprescindibles de la teología (hasta el momento,
quien mejor ha manejado este instrumento es B. Welte). Al unirse entre sí la
f. y la hermenéutica (y también el análisis del lenguaje), la f. queda
preservada de un concepto ahistórico de la esencia, y la hermenéutica queda
preservada de un proceso de interpretación formal, cerrado a la cosa, que
sólo recuerda históricamente, pero no transmite ninguna pretensión de un
sentido universal.

BIBLIOGRAFÍA: RGG3 III 493 ss, V 319-322; LThK2 V 545 s, VIII 431-435;
EncF II 329-334. - DESCRIPCIóN HISTÓRICA: H. Spiegelberg, The
Phenomenological Movement, 2 vols. (La Haya 1960) (bibl.). - REVISTAS:
Jahrbuch für Philosophic and phünomenologische Forschung (HI 1913-1930);
Philosophy and Phenomenological Research (Buffalo [N. Y.) 1940 ss). - OBRAS
COMPLETAS: E. Husserl: Husserliana I-XI (La Haya 1950 ss); Investigaciones
lógicas (R de Occ Ma). - COLECCIONES IMPORTANTES: Pháenomenologica (La
Haya 1958 ss) (Casi todos los volúmenes muy importantes);
PhSnomenologisch-psychologische Forschungen (B 1964 SS). - BIBLIOGRAFIA
MÁS RECIENTE: H. Barth, Philosophic der Erscheinung. Eine
Problemgeschichte I-Il (Bas 1947-59); L. Landgrebe, Der Weg der
PhSnomenologie (Gü 1963); H. Rombach, Die Gegenwart der Philosophic (Fr -
Mn 21963); M. Theunissen, Der Andere (B 1965) (bibl.); H. Rombach,
Substanz - System - Struktur, 2 vols. (Fr - Mn 1965-66); K. Schwarzwáller,
Theologie oder PhSnomenologie (Mn 1966); W. Pannenberg, Erscheinung als
Ankunft des Zukünftigen: Studia Philosophica XXVI (Bas 1966); E. Tugendhat,
Der Wahrheitsbegriff bei Husserl and Heidegger (B 1967) (bibl.); G. Noller
(dir.), Heidegger and die Theologie (Mn 1967); L. Landgrebe, Phanomenologie
and Geschichte (Gü 1968); B. Waldenfels, Das Problem der Leiblichkeit bei
MerleauPonty: PhJ 75 (1968) 347-365 (bibl.); J. C. Scannone, Sein and
Inkarnation (Blondel) (Fr 1968) 110 ss. (bibl.).

Karl Lehmann

FIDEÍSMO
Como nota A. Lalande en su Vocabulaire technique et critique de la
philosophie (París [9 1962] 348ss), f. es un término teológico que se aplica a la
tendencia de ciertos autores a restringir el poder de la razón en el
conocimiento del orden moral y religioso, particularmente en la demostración
de la credibilidad de la fe (preámbulos de la -> fe). Como tendencia, el f. es
propio de espíritus que reaccionan espontáneamente contra todo lo que
consideran como una atenuación del carácter sobrenatural y gratuito de la fe.
En este sentido, Montaigne, Pascal y Huet pudieron ser tachados de fideísmo.

Entre los reformados franceses (cf. MÉNÉGOZ, Publications diverses sur le


fidéisme, 5 vols. [P 1900-1921], y A. SABATIER, Esquisse d'une philosophie
de la religion [P 18971) este término significa la adhesión al contenido de la
salvación por una fe enraizada en el sentimiento e independientemente de los
enunciados doctrinales, que sólo tienen un valor simbólico. La tesis está
formulada siguiendo a Kant, Schleiermacher, R.A. Lipsius, etc.

En el sentido corriente del término, el f. designa sobre todo un movimiento de


ideas que se desarrolló en Francia a comienzos del siglo xix, en reacción
contra el -> racionalismo y en estrecho enlace con el -> tradicionalismo de
Bonald y Lamennais. Sus principales representantes son Ph.-O. Gerbet, L.E.M.
Bautain y A. Bonnetty. El primero se expresó en su obra Des doctrines
philosophiques dans leurs rapports avec les fondements de la théologie (P
1826), que recibió una fuerte réplica en el escrito polémico de Rozaven de
Leisségues, titulado Examen d'un ouvrage intitulé: Des doctrines... (P 1831).
El tercero desarrolló sus ideas en Annales de philosophie chrétienne, que él
fundó en 1830 y dirigió hasta su muerte en 1879. Colaboró también con
Gerbet y Salinis en los Annales de philosophie chrétienne, que ellos dirigían.
Desde aquí Bonnetty dirigió sus ataques contra la escolástica, que él calificaba
de racionalista. En 1855 tuvo que firmar cuatro proposiciones presentadas por
la Congregación del índice, la más importante de las cuales suena así: «El uso
de la razón precede a la fe y, a través de la revelación y la gracia, conduce al
hombre a la fe» (Dz 1649-1652).

Pero el calificativo de fideísta se aplica sobre todo a L. Bautain (1796-1867),


profesor de filosofía (1816), rector del seminario menor (1830) y decano de la
facultad de letras de Estrasburgo (1838), doctor honoris causa en teología por
la universidad de Tubinga a propuesta de J.A. Móhler, luego rector del colegio
de Juilly (1840) y profesor de la Sorbona (1853). Discípulo de Cousin e
influido por el estudio de Baader, Hegel, Schelling y Jacobi, en 1819 volvió a
la fe católica de su infancia por influencia de una mística alsaciana, Mlle.
Humann. Desde entonces, por reacción contra el racionalismo que lo había
conducido al borde del escepticismo, enseña en sentido agustiniano que «la
filosofía, estudio de la sabiduría, no es otra cosa que la religión». Tal es su
tesis fundamental en L'enseignement de la philosophie en France au XIX°
siécle (P 1833) y en su obra maestra La philosophie du Christianisme (P
1835).

Apeló a Roma contra una condenación de su obispo, Le Pappe de Trévern, y


después de fructuosas conversaciones con teólogos romanos, señaladamente
con G. Perrone (Cf. P. POUPARD, Journal romain de l'abbé Bautain [R 19641),
el 26 de abril de 1844, a propuesta de la congregación de obispos, firmó una
declaración en que rechazaba como erróneas estas dos proposiciones: La
razón sola no puede demostrar la existencia de Dios; la razón no puede
fundamentar los motivos de credibilidad de la fe cristiana (Dz 1622-1627;
sobre este punto y sobre la significación de las declaraciones firmadas en
1834, 1835 y 1840, cf. P. PouPARD, Un essai de philosophie chrétienne au
XIX* siécle, l'abbé Louis Bautain [P 1961]).

El concilio Vaticano i, en la constitución dogmática De fide catholica, de 24 de


abril de 1870 (Dz 1781-1820), afirmó explícitamente que la razón tiene esta
doble capacidad: la de conocer a Dios por sus fuerzas naturales y la de
conocer los preámbulos de la fe. De hecho, por un menosprecio excesivo de
las fuerzas de la razón y una formulación conceptual a menudo deficiente, los
fideístas y Bautain en particular - con relación al cual, por lo demás, es más
exacto hablar de una actitud que de un sistema fideísta - se sitúan en una
perspectiva existencial, en que el alma recibe las disposiciones que la hacen
capaz de percibir la luz de Dios y sus signos, en contraposición a una
apologética más racional que exige necesariamente un estadio de preparación
mediante una actividad discursiva. En lugar de montar el andamiaje de
semejante edificio lógico, que la experiencia muestra inoperante, el f. insiste
en las condiciones necesarias para recibir con fruto la palabra de Dios y, ante
la ineficacia de las pruebas tradicionales, tiende a negar su valor intrínseco.

El fideísta, impresionado por la crítica kantiana de la razón, no distingue


suficientemente entre el carácter inmediato de ciertos conocimientos
naturales y la fe sobrenatural; y por su acentuación del conocimiento salvífico
desconoce la posibilidad de un conocimiento puramente intelectual de Dios y
olvida que conocer no es comprender, ni demostrar es convencer. Finalmente,
exagera las consecuencias del pecado en la ->naturaleza caída, en que
permanecen los puntos de apoyo necesarios para la gracia, para aquella
gracia por la que el hombre es incorporado a la economía sobrenatural de
salvación. Esa gracia no elimina la falta de seguridad que (en lo referente a
las pruebas históricas) va inherente a todo testimonio humano, pero devuelve
a la voluntad la conciencia de su capacidad de decisión en el terreno
intelectual, a pesar de las duras consecuencias que su decisión pueda tener
(cf. prólogo de la encíclica Humani generis, AAS 42 [19501561-562). Guiado
por el afán legítimo de resaltar la originalidad de la certeza sobrenatural de la
fe y el valor de la misma como acto libre, el f. excluye injustamente su
carácter racional, que el magisterio eclesiástico recuerda constantemente; y
además deja de ver las diferencias en la explicación del conocimiento de Dios
y de la «fundamentación de la fe». Sin duda la fe no puede deducirse
racionalmente, pero ella tiene su propia lógica, la «lógica del asentimiento
racional y libre al misterio del cristianismo. La fe es la correspondencia
conocida y libremente reconocida entre el sentido del mensaje del evangelio y
la lógica de la existencia humana» (H. Bouillard). Cf. también acceso a la ->
fe y preámbulos de la -> fe.

BIBLIOGRAFÍA: J. H. Newman, El asentimiento religioso (Herder Ba 1960); R.


P. Laberthonniére, Essais de Philosophic religieuse (P 1903); E. le Roy, Dogme
et critique (P 1907); H. Haldimann, Der F. (Pa 1907); R. P. Rousselot, Les
yeux de la foi: RSR 1 (1910) 241-259 444-475; J: V. Bainvel: DAFC II 17-94;
S. Harent: DThC VI 171-237; F. Hocedez, Histoire de la théologie au XIX°
siécle, 3 vols. (Bru 1949-52); R. Aubert, El acto de fe (Herder Barcelona
1965); P. Poupard, Un essai de philosophic chrétienne au XIX' siécle, l'abbé
Louis Bautain (P 1961); idem, Journal romain de l'abbé Bautain (R 1964); P.
Grootens, Was Abbé L. Bautain een fidelst?: Bijdragen 25 (1964) 29-62; R.
Aubert, Vatican I (P 1964); H. Bouillard, Logique de la foi (P 1964).

Paul Poupard

FILOSOFÍA

I. Sentido de la palabra y variedad de significaciones

Según el sentido de la palabra, philosophia no es una disciplina teórica, sino


una actitud de vida. Se distingue de las otras actitudes de vida, porque para
ella la sophía es el fin del esfuerzo y el criterio supremo de valor, mientras
que las otras actitudes se dirigen a otros valores supremos (p. ej., la riqueza,
los honores, etc.). Para la manera como la f. se entiende a sí misma es
siempre importante la cuestión de si ella mantiene esta pretensión -que va
aneja a sus orígenes - de ser forma de vida, o si se contenta con ser un saber
particular o un método especial de adquirir el saber.

1. La filosofía como forma de vida

La f. como forma de vida está determinada tanto por su fin (sofía) como por
su relación con este fin (philía).

a) En cuanto la sophía es para el filósofo superior a todos los otros bienes, él


tiende a preferir las posturas teóricas a las prácticas (la vida filosófica como
vita contemplativa). Negativamente, el filósofo se esfuerza por superar el
error y la ceguera, y, positivamente, procura ejercitar aquellas disposiciones
que favorecen la adquisición de la ciencia.

Si se busca la fuente de los errores preferentemente en las ilusiones de los


sentidos, el esfuerzo del filósofo se dirige, negativamente, a liberar el
pensamiento de sus implicaciones sensitivas, y, positivamente, al ejercicio de
un conocimiento puramente espiritual, y, por fin, a la «purificación» del alma
de todas las influencias del cuerpo (filosofía como katharsis, tendencia a un
dualismo hostil al cuerpo, sobre todo en el -->platonismo). Si se piensa que el
cuerpo y sus órganos sensorios no son, como tales, peligrosos para el
conocimiento, sino únicamente por la excitación de afectos y pasiones, que
enredan al pensamiento en prejuicios: el esfuerzo del filósofo se dirige,
negativamente, a liberarse de estos afectos y pasiones; positivamente, al
ejercicio de una valerosa imperturbabilidad (filosofía como átaraxia,
particularmente en el -> estoicismo). Si, por otra parte, la validez indiscutida
de opiniones tradicionales es mirada como la fuente más peligrosa de
prejuicios erróneos, el filósofo se esfuerza, negativamente, por criticar lo
indiscutido; positivamente, por ejercitar la independencia de juicio en el hábil
manejo de los argumentos probatorios y por alcanzar una alta conciencia de sí
mismo como sujeto que juzga (filosofía como seguridad metódica del juicio
independiente y, con ello, como liberación del sujeto por la ilustración de un
estado de minoría de edad en que se halla atado a la autoridad y a la
tradición; como ejercicio de la virtud de la générosité, en Descartes).

Esta concepción de la f. como forma de vida constituye la transición a una


inteligencia de la misma como ciencia y fundamentación de la ciencia.

En tiempos recientes se ha descubierto como una fuente de errores todavía


más peligrosa el monismo metódico de una u otra ciencia particular o de la
ciencia moderna en general. En este caso, el esfuerzo del filósofo se dirige,
negativamente, a rechazar la pretensión de validez universal por parte de una
ciencia que sobrepasa sus límites (Kant contra el «dogmatismo»
pseudocientífico, Jaspers contra la «superstición» de la ciencia);
positivamente, a la apertura hacia aquellas modalidades de la verdad que,
ante la pretensión de validez universal de la ciencia, corren peligro de hacerse
invisibles (f. como fe de la razón práctica en Kant, como fe filosófica en
Jaspers, y como un preguntar más originario que la ciencia en Heidegger).

Finalmente, la amenaza más radical a la facultad cognoscitiva puede verse


también en que el pensamiento esté cautivo en grupos de intereses
económicos y sociales. En tal caso el filósofo ve su tema capital,
negativamente, en la crítica de la -> ideología; positivamente, en la
preparación de una revolución social, cuyo objeto sea eliminar, a la par de la
sociedad de clases, la cautividad ideológica del pensamiento (filosofía como
precursora de la práctica revolucionaria en el -> marxismo).

Las concepciones que acabamos de mencionar y una serie de otras


concepciones acerca de la esencia y la tarea de la f. tienen en común la
afirmación de que el objeto de la f. no es solamente transmitir verdades
intelectuales, sino también posibilitar una forma de vida, e invitar a ella
(générosité, fe filosófica, actividad revolucionaria, etc.). Pero en cada uno de
esos casos esta forma de vida no es la «dada», sino la «exigida». Para
lograrla, es menester apartarse de aquellos modos de vida y de entenderse a
sí mismo en que «principal y normalmente» viven los hombres. En este
sentido Platón habló de una «inversión» o cambio «del alma entera». Los
términos y el contenido recuerdan la llamada a la «conversión» por parte de
las religiones.

En la edad moderna, esta inversión del alma entera fue entendida por
Descartes como eversio omnium opinionum y, con ello, como destrucción de
las tradicionales enseñanzas basadas en la autoridad. Kant consideraba la
conversión exigida, por una parte, como «giro copernicano», por el que el
hombre ve cómo no es la naturaleza la que le da leyes a él, sino que es su
razón la que da leyes a la naturaleza; por otra parte, como la «revolución
moral en el ánimo», por la que el hombre alcanza la autonomía moral y
restablece la recta relación entre el respeto a la ley moral y la aspiración a la
felicidad. La concepción marxista de la f. como iniciación a la revolución social
trata de darse la mano con los factores antitradicionales de la eversio
cartesiana y con la preferencia kantiana de la razón práctica sobre la teórica.
Con ello, la cuestión sobre la primacía objetiva de la conversión individual
(cambio del alma) o de la revolución social, es punto capital de la controversia
entre la filosofía no marxista y la marxista.

El que todas las filosofías hasta aquí mentadas y muchas otras se entiendan a
sí mismas preferentemente como forma de vida o como servicio para lograr
una forma de vida, no excluye, sino que incluye el hecho de que para esta
forma de vida se requiera conocimiento y de que ella misma facilite el
conocimiento. En cuanto la forma filosófica de vida aspira, en todos estos
modos de entenderse a sí mismo, a la sophia, la f. misma está referida al
conocimiento y a la manera de buscarlo.

b) Para el filósofo - tomada todavía la palabra como designación de una forma


de vida - la sophia no es posesión asegurada, sino objeto de una plata. El
filósofo sabe bastante para advertir su ignorancia y para juzgar necesaria la
superación de la misma; pero es tan ignorante que tiene que empezar por
aspirar a la sophia. Por su philía se distingue del necio, que no conoce su falta
y por ello no puede aspirar a superarla; pero también del sabio (o de una
inteligencia divina), al que nada falta y que por eso no tiene necesidad de
aspirar. Como el filósofo no se distingue del necio por posesión real del saber,
sino sólo porque conoce su propia ignorancia, él se haría más necio todavía y
de manera irremediable tan pronto como se tuviera falsamente a sí mismo por
sabio. Síguese que la f., precisamente como philía, estriba en la reflexión
crítica sobre sí mismo (cf. la interpretación platónica de la inscripción délfica:
gnosci seipso).

En esta reflexión el filósofo tropieza con una paradoja: la autocrítica consiste


en que el pensamiento se mide a sí mismo y su supuesta posesión de la
ciencia por un criterio, y lo juzga insuficiente. El criterio en que puede
demostrarse la insuficiencia del pensamiento no es otro que la verdad misma.
Pero, para medirse a sí mismo por este criterio, el pensamiento debería
conocerlo. Así la autocrítica parece necesaria solamente porque el
pensamiento no conoce la verdad; pero, a la vez, sólo parece posible si la
conoce. La f. estriba, pues, en la experiencia de que los hombres estamos de
búsqueda y, consiguientemente, no conocemos; pero, sin un conocimiento
previo de lo buscado, no sabríamos que no conocemos ni podríamos medir
críticamente los ensayos de respuesta. Muchas doctrinas sobre un saber que
actúa a priori y se hace más tarde conscientemente reflejo, se fundan en esta
experiencia; p. ej., la doctrina de Platón sobre las ideas no conscientes que
actúan inconscientemente en la conciencia (las cuales están «olvidadas», pero
dirigen como restos del recuerdo la búsqueda y la autocrítica), o la doctrina
cartesiana sobre la idea del ens perfectissimum, que hace posible todo
preguntar y hasta toda duda.
Así la posición intermedia del filósofo entre Dios y el necio se debe al saber de
lo no sabido implicado en el no saber. Sólo así se hace posible designar lo no
sabido en una cuestión expresa, juzgar esquemas propios de respuesta y
ofertas ajenas de respuesta como «aproximaciones a lo buscado» o como
«pasos que apartan de ello», y realizar en la sucesión de estados un progreso
en el conocimiento. El conocimiento de la verdad implicado en el saber de la
propia ignorancia convierte la f. como forma de vida en un camino. Y sólo aquí
radica la razón de la posibilidad para el desarrollo de una f. como método.
Consiguientemente, la conciencia filosófica de método se desenvuelve por el
hecho de que el filósofo reflexiona sobre su forma de vida en su propiedad de
data. Los múltiples resultados de esta reflexión contienen, además de las
indicaciones sobre el procedimiento en ella logradas, con frecuencia muy
variadas, los dos factores siguientes:

1º. Entre la verdad y el pensamiento humanos se da una relación dialéctica en


el estricto sentido de la palabra. Precisamente no siendo poseída, la verdad
está más «cerca» del hombre que todo objeto por el que él pueda preguntar,
y hasta más cerca que él mismo respecto de sí mismo. Precisamente en su
carácter oculto está la razón de la posibilidad de todo buscar y encontrar. La
negatividad de su no estar poseída aparece así como lo positivo y propulsor
por antonomasia (cf. a este respecto sobre todo la interpretación hegeliana de
lo no sabido o inconsciente y de la negación).

La verdad que, sin ser poseída, posibilita todo buscar y preguntar, se


distingue frecuentemente como veritas qua cognoscitur de todos los objetos
reales y posibles de conocimiento, de la veritas quae cognoscitur, que es
presentada frecuentemente bajo la imagen de la luz. La luz se hace «visible»
en cuanto ella hace visibles los objetos iluminados. El conocer específicamente
filosófico es en este sentido, no conocimiento de objetos, sino conocimiento
de las condiciones por las que éstos pueden aparecer como tales. El giro del
conocimiento de objetos al conocimiento de las condiciones que posibilitan su
objetividad, realizado por primera vez en Platón con la comparación del sol,
vino a ser posteriormente bajo el nombre de «reflexión transcendental» un
tema capital de la filosofía.

2º. Así, pues, la verdad con que se relaciona el filósofo en su philía, porque
ella es la única fuente posible de la apetecida sophía, tiene para él una doble
función: la de ser criterio en que se mide críticamente a sí mismo (veritas
iudicans de homine), y la de ser origen de la posibilidad por la que él es capaz
de conocer los objetos, de ver las condiciones para su aparición y de juzgar
críticamente por la manera de aparecer (veritas qua homo iudicat).
Precisamente a su autocrítica por el criterio de la verdad que no es sabida
pero posibilita todo saber, agradece el filósofo su capacidad de comportarse
crítica y objetivamente con los objetos que tiene ante los ojos. La
particularidad de la philía filosófica tiene en esta unidad de crítica propia y
crítica objetiva su consecuencia necesaria y su criterio de distinción.

En cuanto la f. reflexiona así sobre su peculiaridad y sobre las condiciones de


su posibilidad, ha realizado ya el tránsito de una forma de vida a un estudio
teórico del saber en un campo específico de temas.

2. La filosofía como disciplina teórica


a) La transición de la f. como forma de vida a f. como especial disciplina
teórica se debe histórica y objetivamente sobre todo a los hechos siguientes:

1º. En cuanto la f. aspira a la sophía y por ello reflexiona sobre el origen del
error y busca un criterio para distinguir el error de la verdad, se convierte en
una clase particular de conocimiento. Antes de conocer cualquier objeto busca
el criterio para discernir el saber aparente del real. En este sentido Platón
llamó a la f. un saber, «no de algo» (es decir, de ningún objeto particular),
«sino del saber mismo». Comoquiera que el verdadero conocimiento debe
probarse frente al conocimiento aparente por el arte de argumentar (en el
diálogo), la f. se convierte en arte del diálogo y en arte del manejo de las
pruebas. Este arte por su parte intentó interpretarse teóricamente en una
«dialéctica» y una «lógica». Así, este saber del saber mismo, por una parte,
vino a ser modelo de toda posterior teoría y crítica del conocimiento, teoría de
la ciencia y metodología; por otra parte, contiene una iniciación a la reflexión
del que piensa sobre sí mismo, y así se convirtió en origen de la doctrina
sobre el alma y de la -> antropología filosófica, de la doctrina sobre el tránsito
del «ser consciente» a la «conciencia de sí mismo», del esclarecimiento de la
existencia, etc. Aquí pudo surgir la cuestión acerca de si merece la preferencia
la fundamentación «antropológica» o la fundamentación «lógica» de la f.
Recientemente esta cuestión ha dado ocasión entre otras cosas a la discusión
entre la fundamentación de cuestiones filosóficas y sus ensayos de respuesta
en una lógica puramente formal, y la «reducción antropológica» de la f. (cf. el
contraste entre las escuelas kantianas y el -> vitalismo). Esto no impide que
las mencionadas cuestiones se desprendan de su origen, que es la reflexión
sobre la peculiaridad y la condición de posibilidad de la forma filosófica de
vida, y se conviertan en «disciplinas parciales» e independientes de la f., las
cuales luego pueden discutir sobre su primacía como «disciplina fundamental»
de la f. En el curso de la historia de la f., la base antropológica se diferencia
esencialmente por el hecho de que se cayó en la cuenta de la diferencia entre
los modos de pensar según la cultura, el grupo social y la época histórica.

La doctrina sobre el yo pensante recibió una dimensión etnológica, social e


histórica. Junto a la antigua psicología, aparecieron la f. de la cultura, la f. -
>social (en --> sociedad) y la f. de la -> historia, que incluso ocuparon su
lugar y hasta recogieron su pretensión de ser disciplina filosófica fundamental.

Igualmente se diferenció la base lógica por la consideración de que el logos


sólo aparece en concreto para el hombre como palabra hablada. De ahí pudo
sacarse la conclusión de que la lógica formal necesita ser complementada por
una f. del -> lenguaje o por un análisis de éste, o de que la lógica misma no
es en su fondo sino una teoría, inconsciente de sí misma, sobre un lenguaje
especial (el lenguaje de la ciencia). Ahora bien, comoquiera que a la lengua
debe corresponder además el oír y a éste el entender, si el logos ha de actuar
dialogísticamente, síguese que a la tarea de una f. del lenguaje corresponde
también la tarea de una f. del entender y de la interpretación. Dicho de otro
modo, la función de la lógica, fundamental para la f., puede ser reclamada por
la f. del lenguaje, pero también por la -> hermenéutica.

2º. En cuanto la f. se entiende a sí misma como una forma de philía, en


cuanto busca, por tanto, las condiciones que posibilitan su estar en camino
por la aspiración y pregunta en consecuencia sobre el saber de lo no sabido
implicado en el no saber, logra a la vez un tema propio. Pregunta no sólo
sobre el saber mismo, no sólo sobre los objetos del saber, sino también sobre
aquella condición de posibilidad que a su vez fundamenta dos posibilidades: la
de que el pensante busque, pregunte y sea capaz de juzgar lo hallado (real o
aparentemente), y la de que los objetos sean capaces de mostrarse al que
busca como lo que son. En este sentido, Platón describe el objeto de la f.
como la «tercera magnitud», que «concede la fuerza al pensamiento y la
verdad a lo conocido». Este triton genos no es un objeto particular, sino que
está situado «más allá del ser». De él no puede saberse otra cosa, por tanto,
sino que «existe por naturaleza para uncir al yugo a los dos» (pensamiento y
objeto conocido), es decir, para mediar entre ellos.

Con esta descripción la reflexión transcendental, es decir, la pregunta


retrospectiva por lo que hay detrás de la relación sujeto-objeto, queda
designada por primera vez y en forma históricamente eficaz como la tarea
especial de la f. Pero con este tema especial se atribuye también a la f. una
especie particular de conocimiento. Lo que ella busca antecede -como
condición del buscar y hallar- a todo conocimiento objetivo e incluso a toda
cuestión sobre objetos. Dicho de otro modo, lo buscado por la f. es el a priori
objetivo del -> conocimiento en general. Por eso, en cuanto a la forma sólo
puede ser hallado por el hecho de que el pensamiento reflexiona sobre
aquellos factores que actúan en él mismo «de antemano», «a priori», aun
cuando en el orden del conocimiento sean sometidos a la reflexión después de
haber conocido otras cosas. La f. como reflexión transcendental es esfuerzo
por el conocimiento del a priori y de su forma, es reflexión sobre los factores
apriorísticos del conocimiento. Así, la reflexión transcendental y el problema
del a priori puede también deducirse de la manera como la f., en cuanto
forma de vida, comprende su peculiaridad y condición de posibilidad. Pero eso
no impide que también estos momentos se independicen como peculiares
disciplinas filosóficas frente a la f. como forma de vida, o que pretendan
incluso en esta independencia desempeñar el papel de una disciplina filosófica
fundamental. Sin embargo, tanto la reflexión transcendental como la
elaboración del problema del a priori admiten múltiples diferenciaciones.

En la búsqueda del «tercero mediador» -de aquella luz que ilumina al


entendimiento (lo hace capaz de conocer) y esclarece los objetos (los hace
cognoscibles)- Platón en la República tiene que recurrir al bien como sol en el
reino del espíritu. En su obra tardía, el Uno es para él cada vez con mayor
claridad el principio común del ser y del conocer; Aristóteles pudo mostrar
negativamente que la pérdida de la unidad (en la contradicción consigo
mismo) hace al pensamiento incapaz de pensar y al objeto incapaz de existir
(el «principio de contradicción» como «principio gnoseológico» y a par
«ontológico», se convierte a la vez en principio de mediación entre el pensar y
el ser). Finalmente, los principios de unidad y bondad juntamente con la
verdad así posibilitada (cognoscibilidad), descubiertos en la cuestión sobre las
razones de posibilidad de la mediación entre el pensar y el ser, son atribuidos
como passiones generales al ente como tal. De esta manera, de la reflexión
transcendental salió la teoría de los -* «transcendentales». El
redescubrimiento del problema transcendental en su sentido primigenio se
debe sobre todo a Kant y, después de él, al -> idealismo alemán. Kant buscó
las condiciones de posibilidad de los objetos conocidos no en un tercero, sino
en las formas mismas del pensar (y del intuir), Schelling tomó como punto de
partida la indiferencia de un sujeto-objeto no separado, Hegel intentó
describir la constitución del sujeto y del mundo de los objetos como la vida del
espíritu que se realiza a sí mismo.

En consonancia con esto también la forma apriorística del conocimiento


filosófico pudo ser entendida distintamente: como intuición originaria (innata,
pero «olvidada») de los principios materiales (ideas), como reflexión sobre las
formas del pensamiento e intuición, como conciencia activa del espíritu, etc.

3º. La f. en cuanto forma especial de vida, al entenderse a sí misma, no como


una «variante» subjetivamente condicionada de las posibilidades de vida
humana, sino como la forma de vida que ha de exigirse necesariamente al
hombre, ella se expresa en normas de conducta y posibilita así la formación
de un especial tratado filosófico bajo el nombre de -> «ética». También ésta
puede pretender, p. ej. en Kant, desempeñar el papel central entre las
disciplinas filosóficas que se han hecho independientes.

b) Una vez cumplida la transición de la f. como forma de vida a la f. como


variedad de tratados especiales, surge para la f. la cuestión de cómo ella
pueda distinguirse de las restantes maneras de saber y de adquirir el saber.
Es significativo para este proceso que ya en Aristóteles el nombre de
«filosofía» pasa a ser una idea genérica que designa todas las especies del
saber. Pero la f. en sentido estricto reclama ahora una primacía objetiva sobre
todas las filosofías.

Partiendo de aquí, la f. vino a ser la «fundamentación de la ciencia», que tiene


por objeto asegurar el conocimiento en todos sus pasos particulares, y
doctrina material sobre los -->principios universales, que debe señalar a todos
los objetos y conocimientos particulares su puesto en el todo ordenado del
ente o de lo cognoscible, y hacer así posible una síntesis de lo sabido para
formar un sistema. Y comoquiera que tanto las reglas formales del
conocimiento como los principios sistemáticos para el todo de lo sabido
pretenden universalidad, la f. pudo contraponerse como «ciencia universal» a
las restantes formas del saber como «ciencias particulares».

La f. como ciencia universal debe tender sobre todo a asegurar la


universalidad del conocimiento intentado por ella, y a evitar un
«estancamiento en lo particular».

Por lo que atañe a las reglas formales del conocimiento, precisamente su


carácter puramente formal parece garantizar la indiferencia respecto de la
diversidad de contenidos y asegurar así la universalidad de su vigencia para
todo conocimiento (el principio de contradicción para formar conceptos y
pronunciar juicios y el dictum de omni et nullo para la conclusión son
principios que, precisamente por ser puramente formales, tienen validez para
toda idea, para todo juicio y toda conclusión, sea el que fuere el objeto a que
se refieran). Sólo en tiempo reciente han surgido dudas sobre si precisamente
la formalización del pensamiento por tales reglas lógicas no limita el
conocimiento a determinadas esferas de posibles contenidos (p. ej., a la
esfera de los «objetos», que, según el juicio del vitalismo, de la ontología
heideggeriana y de la metafísica de Jaspers sólo constituyen un campo parcial
de posibles contenidos).
Más difícil todavía pareció desde el principio asegurar la universalidad de los
«supremos principios» materiales, que permitirían a la f. clasificar los
resultados de las ciencias particulares en un todo de lo verdadero y real. Esta
universalidad material ha podido buscarse en la universalidad lógica de un
concepto supremo, en el cual quedan lógicamente subsumidos los conceptos
de todos los objetos particulares, o en la universalidad física de una estructura
real, a la que se incorporan físicamente todas las realidades particulares. En el
primer caso la filosofía se convierte en ciencia «del ente como tal», mientras
que las ciencias particulares tienen por tema diversos genera entis; en el
segundo caso, la f. se entiende a sí misma como ciencia del universo o del
cosmos, mientras que las ciencias particulares estudian campos parciales del
mundo. Sin embargo, el universo sólo puede describirse en su totalidad si es
entendido desde un supremo fundamento real; en cambio, las ciencias
particulares no tienen por qué investigar el fundamento del mundo, es
suficiente que cada una busque su propio sistema de fundamentación
regional. Dicho de otro modo, la f. intenta ser consecuente con su propia
concepción como ciencia universal, desarrollándose en la -->ontología, en la
filosofía de la ->naturaleza y en la teología filosófica (->teología natural).

Si en el curso ulterior de la evolución ya no se entiende por «mundo» el


conjunto de todo lo real, sino una región especial del ente -junto a Dios y al
alma-, entonces la cosmología, la teología y la psicología como partes de la
«metafísica especial» se subordinan a la «ontología general» como ciencia
universal en el estricto sentido de la palabra. Pero, al surgir la noción de una
«metafísica especial», en principio queda ya abandonada la idea de que sólo
pueda ser tema de la f. lo simplemente universal; ahora parecen posibles
ciertas filosofías regionales (una f. de la naturaleza, de la historia, del arte,
del Estado, de la religión, etc.), que se distinguen de las ciencias sobre los
respectivos campos particulares (ciencias naturales, ciencia de la historia y del
arte, etc.) por su pretensión de no describir solamente fenómenos, sino de
plantear y responder la cuestión sobre la esencia o naturaleza de lo
fenoménico. La f. que pasó antes de la reflexión sobre una forma de vida a
teoría de los principios más universales, se cambia ahora de nuevo en la
cuestión sobre las esencias peculiares de especies particulares del ente.

1. Amor a la sabiduría y amor a Dios

La forma de vida cristiana y la f. son comparables entre sí por el hecho de que


ambas se realizan como una forma de amor, que prescribe despreciar por
razón del bien amado todos los otros bienes (según Platón, todos los bienes
deben permutarse por «la única moneda verdadera»; según Mt 13, 45s, debe
entregarse todo lo poseído por «la única piedra preciosa»). Se da aquí
semejanza en la forma, pero es problemática la relación en lo referente al
contenido (sophía o theos).

a) Philía cristiana y filosófica

No sólo el filósofo, sino también el cristiano -aun cuando por motivos distintos
y de manera distinta- se siente como un ser en un reino intermedio. Es una
parte de este mundo y, sin embargo, no está simplemente sometido a los
«elementos del mundo»; es «familiar de Dios» y, con todo, no está
simplemente a salvo en el orden divino. Y sabe, como el filósofo, que es un
ser en camino: ha recibido el Espíritu como «prenda», pero vive enteramente
en expectación. Y si bien no es su reflexión la que lo pone en ese reino
intermedio y en camino, no obstante el creyente está llamado a apropiarse
con su logos lo que la gracia de Dios ha operado en él y le promete para lo
futuro. Y lo mismo que el filósofo particularmente se convierte en necio si no
se siente y confiesa necio, así también el cristiano sobre todo se convierte sin
remedio en pecador si no se siente y confiesa pecador y, en lugar de eso,
intenta «erigir su propia justicia» (apostasía de la fe de los «judaizantes»). Y
lo mismo que el filósofo desconoce y malogra su relación con la verdad si la
tiene por posesión segura y no por meta de su philía, así también el cristiano
desconoce y malogra su relación con la gloria prometida si piensa poseerla ya
(apostasía de la fe de los «iluminados»). Por eso, al igual que la forma de vida
del filósofo, también la del cristiano está ligada a una inteligencia crítica de sí
mismo.

Cuando el filósofo habla de que sólo puede buscar la verdad en cuanto ésta se
halla previamente en él (como veritas qua cognoscitur), el cristiano puede ver
ahí una interpretación de su relación con Dios, pues él sólo tiene la posibilidad
de estar en camino hacia Dios, porque Dios está previamente en él; es más -
como la verdad respecto del filósofo-, está «más cerca de él que su propio
yo». El filósofo debe su libertad crítica frente a los objetos a la autocrítica ante
aquella veritas iudicans de homine que hace patente su propia insuficiencia. El
cristiano puede ver ahí una interpretación de su relación con el mundo: es
libre para juzgar críticamente sobre el mundo, y lo es precisamente porque
sabe que está juzgado por Dios y que no puede subsistir bajo el juicio divino.
Y si la verdad está cerca del filósofo precisamente bajo una forma no
disponible, también para el cristiano la gloria y la gracia de Dios se revelan
esencialmente sub contrario. Así, la reflexión del filósofo sobre la peculiaridad
y las condiciones de posibilidad de su vida filosófica, pudo señalar al cristiano
diversas pautas sobre la manera de entenderse en su existencia cristiana y
desde los fundamentos de su posibilidad. Ahí parece radicar una razón
esencial por la que la manera como el cristiano se entiende a sí mismo puede
expresarse en una teología desarrollada a base de medios filosóficos.

b) Dios y la verdad como objeto de la philía

Si entre la forma cristiana de vida y la filosófica existe una semejanza en


cuanto ambas son philía según su forma, sin embargo, la diversidad en los
objetos de esta philía (Dios para el cristiano, la sabiduría para el filósofo) da
origen a una relación muy tensa entre la vida filosófica y la cristiana. En este
campo pueden plantearse las cuestiones que a continuación formulamos.

¿Es el amor a la verdad como actitud de vida una posibilidad que aparece
junto al amor de Dios, de manera que sea necesario escoger entre ambos?
Esta respuesta es dada por aquellos que -apoyándose tal vez en 1 Cor 1, 18-
25 - resaltan la locura de la cruz y de ahí deducen que quien ame al Dios del
crucificado deberá dar un sí a la locura, de forma que no podrá reconocer la
sabiduría como valor supremo.

¿O es el amor a la sabiduría en su fondo (consciente o inconscientemente)


expresión de un anhelo de la «luz divina», de forma que contiene en sí
implícitamente el amor a Dios y en el curso ulterior de su aspiración prepara
el amor explícito de Dios? Dan esta solución aquellos que - apoyándose quizá
en Act 17, 23-28 - entienden el mensaje cristiano como una respuesta que
sólo puede recibir rectamente quien se percata del carácter problemático de
su condición humana, ha aprendido a preguntar y desea una respuesta.

¿O es el Dios del mensaje de la fe idéntico con la sabiduría a que aspira el


filósofo, de suerte que la f. sólo se entiende rectamente a sí misma cuando
llega a ser amor a Dios? Responden así aquellos que -fundándose tal vez en 1
Cor 2, 6ss - quieren que la verdad cristiana sea entendida como verdadera
sophía y, en consecuencia, que la fe cristiana sea concebida como verdadero
amor a la sabiduría.

La dificultad de la relación entre el amor de Dios y el amor a la sabiduría


aparece más concretamente cuando el cristiano intenta tomar posición ante
las respuestas filosóficas a la cuestión sobre dónde haya que buscarse la
fuente de los errores humanos y qué actitudes hayan de adoptarse para que
el hombre llegue a la «sabiduría». En este punto, la f. y la predicación de la fe
tienen de común que ambas exigen del hombre un giro o conversión radical.
Sin embargo, el objeto de aversión y la dirección por la que debe dirigirse el
llamado, de ningún modo se definen siempre en la misma forma.

El menosprecio de los sentidos y, con ellos, del cuerpo en favor de la razón,


para el filósofo se funda en la teoría del conocimiento, y por eso no tiene
ninguna función originaria dentro del mensaje cristiano. Sin embargo, el
contraste entre nous (entendimiento) y méle (miembros del cuerpo) es
utilizado por Pablo (Rom 7, 23) para designar la escisión interna, de carácter
totalmente distinto, en el hombre pecador; y esto dio pie a que algunos
teólogos cristianos pudieran poner en estrecha relación la katharsis del
pecado, exigida por el cristianismo, con la katharsis del alma respecto del
cuerpo, exigida por la f. (más precisamente, por el platonismo).

La lucha contra los afectos o sentimientos y la exigencia de ejercitarse en la


actitud de la ataraxia, son juzgadas muy diversamente en el campo cristiano.
Por una parte, ya el autor de la carta de Santiago designa la epithemía como
madre del pecado y la argué como contraria a la justicia divina (Sant 1,
15.20), mientras que los restantes autores del NT parecen entender las malas
pasiones como consecuencia del pecado y no tanto como su origen (cf. Rom
1, 24-27). Por otra parte, Agustín acentúa que la ataraxia estoica merecería
llamarse mejor un stupor animi, mientras que el temor y la esperanza, la
tristeza y la alegría deben contarse entre los factores necesarios de la vida
cristiana.

La repulsa a opiniones no comprobadas, que mantienen su validez


autoritariamente por tradiciones e instituciones, y el imperativo de ejercitarse
en una altiva independencia de juicio, en la antigüedad tuvieron su objeto
concreto de polémica en el mito. En la época de la ilustración, ésta se dirigió
contra la tradición fundada en la autoridad del cristianismo y contra las
instituciones creadas para protegerla. Consecuentemente, la actitud filosófica
de vida articulada en estos imperativos, halló su expresión sobre todo en la
crítica a la -->religión y a la Iglesia. En cuanto el mensaje cristiano prohíbe al
hombre todo gloriarse en sí mismo, tampoco puede aprobar el ideal del sujeto
autónomo, y tiene que oponerse al postulado de autonomía con la invitación a
la hypakoé písteos. Por otra parte, precisamente por estar sometido al juicio
de Dios y a la gracia, el cristiano se siente liberado del mundo y capaz de
juzgarlo serenamente. «El hombre dotado de Espíritu puede examinar todas
las cosas, pero él no puede ser examinado por nadie» (1 Cor 2, 15). En este
sentido, el ejercicio en la independencia de juicio es de exigir tanto en nombre
del cristianismo, como en nombre de la forma filosófica de vida, y la «salida
de la culpable minoría de edad» (Kant) puede entenderse no sólo como
programa de la ilustración, sino también como exigencia de una mayoría de
edad cristiana.

La lucha contra el monismo de método de una u otra ciencia o de la ciencia


moderna en general y la ejercitación en actitudes cognoscitivas de otra
especie, han reducido la f. y la fe cristiana a una común postura defensiva; de
una parte, contra el positivismo; de otra, contra sistemas mecanicistas de
interpretación del mundo, o contra otros sistemas esbozados a partir de una
ciencia particular.

Sin embargo, aun reconociendo esta situación común, no deben olvidarse las
diferencias. La crítica filosófica del saber demuestra la limitación de las
posibilidades científicas analizando la forma en que la ciencia llega a sus
conclusiones. La crítica cristiana de la sabiduría humana, en cambio,
demuestra su insuficiencia por el hecho de que la «sabiduría de este mundo»
fue incapaz de comprender una materia determinada: la acción salvadora de
Dios en Jesús (cf. 1 Cor 2, 7s). El esfuerzo filosófico por dilatar el horizonte de
inteligencia, que ha restringido un monismo metodológico, se apoya en la
inmanente forma de ser de la razón o de la existencia, o bien en una
transformación de la conciencia que lleva a cabo el hombre mismo. El
esfuerzo cristiano por la capacidad de oír la palabra, confiesa que el Dios
mismo que habla debe dar al hombre «nuevos ojos y oídos» para que él
pueda ver el signo de Dios y percibir su palabra.

Finalmente, si la f. marxista ve la razón de nuestra cautividad humana no en


una falsa actitud sujetiva e individual, sino en un estado objetivo y social, la
crítica cristiana del mundo está de acuerdo con ella en un punto, en que
también entiende la esclavitud del hombre (bajo el señorío del pecado) no
sólo como una falta moral individual, sino como un estado de la humanidad y
del mundo en su totalidad. Por mucho que el llamamiento cristiano a la
conversión se dirija al individuo, sin embargo la esperanza cristiana tiene por
objeto una renovación que sobrepuja en mucho el cambio del estado
individual, hasta tal punto que trae «un cielo nuevo y una tierra nueva». Pero
si el ->marxismo ve la verdadera f. como una iniciación a la praxis
revolucionaria, el cristiano debe preguntarse si él puede esperar de su propia
acción la renovación del mundo, y si con ello no caería en una nueva forma de
la «justicia por las obras», que contradice a la esperanza de la salvación «por
la sola gracia».

Los ejemplos muestran que dondequiera el amor cristiano a Dios se encuentra


en concreto con el amor humano a la sabiduría (philosophia), de forma que la
invitación cristiana y la filosófica a la conversión tienen que mostrar su
compatibilidad o su oposición, se requiere un juicio diferenciador. Pero este
juicio sólo puede lograrse mediante una nueva reflexión sobre la peculiaridad
y las condiciones de posibilidad de la forma filosófica de vida y de la forma
cristiana. De la reflexión sobre la peculiaridad y las condiciones de posibilidad
de la forma filosófica o la cristiana (ofrecida por el kerygma) de vida, han
nacido respectivamente la filosofía y la teología como disciplinas teóricas. A la
polémica sobre ambas maneras de vida se añade la polémica entre la doctrina
filosófica y la teológica.

2. La filosofía como disciplina teórica y la teología cristiana

Es peculiar de las religiones bíblicas y posbíblicas el hecho de haber


desarrollado una disciplina teórica a partir de la predicación de un mensaje.
Del mismo modo que la fe cristiana se relaciona con la f. como forma de vida,
así también la teología cristiana (t.) entra en una estrecha pero compleja
relación con la f. como disciplina teórica.

Primeramente el kerygma tiene que deslindarse respecto de la f. y de la


mitología; ambas interpretan lo que el hombre tiene siempre ya ante los ojos
(reducen los fenómenos a su arjé) y recuerdan al hombre lo que ya sabe de
manera inicialmente oculta (tienen carácter de anámnesis). El kerygma, por lo
contrario, anuncia lo que ha salido del designio de Dios hasta entonces oculto
y promete al hombre lo que él no puede decirse a sí mismo por ninguna
anamnesis. A esto va unido que el mensaje no argumenta (con lo que se
abandonaría el juicio al oyente), sino que anuncia el juicio y la gracia de Dios
(y pone consiguientemente al oyente bajo el juicio divino).

Sin embargo, precisamente esta peculiaridad de las religiones bíblicas, la de


estar fundadas en un kerygma, ha hecho secundariamente necesaria una t.
Porque el kerygma mismo es interpretación (la nueva acción de Dios que se
anuncia interpreta todas las anteriores), exige un arte de interpretación
(ermeneia) y para ello una teoría de la interpretación (-->hermenéutica).
Éstas se desarrollan por la reflexión en las controversias de interpretación
(literatura de sentencias) y en el esfuerzo por resolverlas críticamente
(literatura de cuestiones). La teología teórica así nacida halló ya su expresión
en los escritos del AT y del NT. Posteriormente desarrolló su conciencia
metódica, sobre todo en el ámbito cultural helenístico, por la polémica con la
f. (-->helenismo y cristianismo).

a) La teología como reflexión sobre el mensaje de la fe con medios filosóficos

1º. Tan pronto como se reúnen interpretaciones divergentes del mensaje


(sentencias) y se plantea la cuestión sobre su enjuiciamiento (cuestiones), la
t. necesita, no menos que la f., un arte de la argumentación recíproca y, con
ello, un arte de manejar los argumentos. Las reglas de esta dialéctica y lógica
no pueden ser otras que las desarrolladas ya en la f. La t. no puede menos de
servirse de la lógica y la metodología filosóficas.

En la argumentación cada uno de los participantes puede pedir a su


interlocutor según las reglas de la lógica que se atenga a sus afirmaciones o
negaciones en acuerdo consigo mismo. Con ello, cualquier intento de
interpretar el mensaje se ve obligado a formar un todo armónico por la
relación de los enunciados particulares entre sí. Así, de la literatura de
cuestiones nace la teología sistemática por influjo de la dialéctica y de la
lógica filosófica.
2º. El hecho de que el mensaje en general necesita de una interpretación,
presupone que él no se entiende por sí mismo tan pronto como es predicado.
El predicador hace la experiencia de que los oyentes no pueden por lo pronto
oír en la forma necesaria para un recto entender. Esto radica en que los
oyentes, por razón de un supuesto saber, juzgan precipitadamente sobre el
mensaje (p. ej., teniéndolo por «escándalo y necedad») en lugar de dejarse
convencer por él de su propio no saber. Por eso, el que interpreta el mensaje
(es decir, trata de hacer a los oyentes capaces de entenderlo), ante todo tiene
que imponerse la tarea de engendrar en el oyente un saber de su propio no
saber; tarea que corresponde a la «aporética» filosófica. Así, pues, la
iniciación en una inteligencia crítica de sí mismo, que es uno de los temas
centrales de la f., se convierte en presupuesto para una iniciación en la
inteligencia del mensaje. La t., no menos que la f., necesita no sólo de una
fundamentación lógica, sino también de una fundamentación antropológica y,
para ello, de nuevo no tiene a su disposición más medios que los prestados
por la reflexión filosófica.

3º. El mensaje bíblico pretende ser verdadero. En este punto no sólo tiene la
pretensión de poner rectamente ante los ojos un hecho particular, sino que,
en el acontecimiento de la salvación que predica (p. ej., en la salida de Israel
de Egipto o en la resurrección de Jesús de entre los muertos), se propone dar
la prueba del señorío ilimitado y, por tanto, universal de Dios sobre el mundo
y el hombre. Por eso no puede hacer inteligible el hecho anunciado de la
salvación sin confesar juntamente al Dios que lo realiza como Señor del cielo y
de la tierra, e interpretar así la predicación histórica mediante una cosmología
teológica (cf., para el AT los relatos de la creación; para el NT, la «cristología
cosmológica» de Col 1, 15ss). Pero con ello la t. entra en competencia con la
doctrina filosófica sobre el cosmos y su principio supremo, y se ve obligada, o
bien a reconocer la cosmología y la «teología» filosóficas (doctrina sobre el
principio supremo del mundo) como conocimiento «natural» de las mismas
verdades que ella expone fundándose en la «revelación sobrenatural» (cf. el
intento de Tomás de Aquino de interpretar la reflexión filosófica sobre la causa
prima del mundo como idéntica por su contenido con la confesión del creador
divino del mundo: Et hoc est quod omnes dicunt Deum), o bien a superarlas
con una cosmología y t. específicamente bíblicas.

4°. La pretensión de verdad del mensaje bíblico incluye no sólo la convicción


de que él habla del señorío absoluto y, por ende, universal de Dios (motivo
para una «cosmología» bíblica), sino también la persuasión de que anuncia
aquel acontecimiento por el que el hombre se hace capaz de asir el «misterio»
hasta entonces oculto. Sólo aquellos hombres a quienes Dios ha escogido
precisamente por la elección gratuita de que habla el mensaje, reconocen este
mensaje como «poder de Dios» (1 Cor 1, 25); los reprobados, en cambio, ven
en él una necesidad (ibid. 1, 8). El mensaje se propone, consiguientemente,
no sólo dar a conocer el señorío de Dios como verdad central quae
cognoscitur, sino a la vez entregar la gracia de Dios como verdad
transformadora qua cognoscitur. No es casual que en el AT (Is 42, 6) y en el
NT (Jn 12, 35-50) aparezca la comparación, usual por la f., de la nueva fuente
de conocimiento con la luz que ilumina los ojos y hace cognoscibles los
objetos.
Para hacer inteligible el mensaje en esta pretensión, el intérprete debe apelar
a la conciencia del oyente de que éste no dispone por sí mismo de su
capacidad de oír, sino que debe recibir el poder para ello por una condición de
posibilidad de que no puede disponer. El teólogo apela en este sentido a la
reflexión transcendental de la f. sobre las condiciones de posibilidad de la
«capacidad de ver» en general. Únicamente así aparece claro cómo la
interpretación del mensaje bíblico se distingue de la reflexión filosófica, a
saber, por la pretensión de que la condición de posibilidad del nuevo oír y
entender se comunica por una figura determinada dentro de la historia: «Yo
soy la luz» (Jn 8, 1).

5º. De lo dicho se sigue que la t., al proponerse facilitar una recta inteligencia
del mensaje, echa mano del punto de partida lógico y antropológico de la f. La
t. pretende responder a la cuestión de la cosmología filosófica sobre la arjé del
universo y a la cuestión de la f. transcendental sobre las condiciones de
posibilidad del conocimiento, recurriendo al verdadero Señor del mundo y a la
luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo. Y mantiene
esta pretensión, manifestada al hablar de la absoluta soberanía de Dios y del
carácter contingente de la iluminación divina, incluso cuando, según su
programa, quiera abstenerse de tomar parte en la discusión de los filósofos.

b) Crítica teológica de la filosofía como autocrítica de la teología

El programa teológico que acabamos de mencionar, el de abstenerse de


participar en las discusiones internas de la f., no sólo se debe a la razón de
que es necesario conceder un margen de libertad al pensamiento natural. Más
bien, el intento de muchas teologías de no incluir el campo de los problemas
filosóficos en el de sus propios esfuerzos, está bajo el signo de una crítica por
principio a la filosofía. El uso de reflexiones filosóficas para interpretar el
mensaje bíblico se halla bajo la sospecha de que la palabra de Dios se mezcla
aquí con la palabra de los hombres (tal es el reproche de Lutero) o de que
aquí se «heleniza» la inteligencia del mensaje bíblico, o sea, se somete a
condiciones de inteligencia del pensamiento específicamente griego. Por eso,
al enlace positivo de la t. con problemas filosóficos de cosmología y de f.
transcendental y con conocimientos filosóficos de lógica y antropología, se
contrapone (en los «antidialécticos» de la edad media y sobre todo en la
teología protestante de la reforma y en la posterior a la reforma) una crítica
teológica por principio a la filosofía.

1º. La lógica filosófica, o bien hace del principio de contradicción su norma


suprema (lógica clásica), o bien subordina las antítesis a una ley clara de su
mediación (lógica dialéctica). En cambio, la t. puede poner de relieve la
«paradoja» como la forma necesaria en que aparece la salvación operada por
Dios y en que ésta debe ser predicada. Contra el punto de partida
antropológico de la f. cabe objetar teológicamente que la fe no puede
apoyarse en una recta autointeligencia del hombre, sino que, a la inversa,
éste sólo a la luz de la fe se libera de las ilusiones sobre sí mismo y se hace
capaz de una recta inteligencia de su propia mismidad. Frente a la «teología»
filosófica como doctrina sobre la suprema arjé&pX$ del mundo se establece la
-> escatología cristiana, que demuestra cómo el Dios de la Biblia no se define
por ser razón o fundamento del mundo, pues él es igualmente capaz de
aniquilar el mundo existente e instaurar, por libre voluntad, un nuevo cielo y
una nueva tierra. Y a la relación natural del fundamento del mundo
filosóficamente investigado con el mundo mismo se contrapone la libre
relación del juez del mundo, predicado por el mensaje bíblico, con el mundo
que se halla bajo su juicio y está remitido a su libre gracia. La reflexión
transcendental pregunta por las condiciones de posibilidad del conocimiento y
de la cognoscibilidad en general. A ello se contrapone el mensaje bíblico, que
es anuncio histórico de un nuevo deber oír, con un contenido determinado.
Usando la metáfora de la luz: a la luz de la verdad necesaria y eterna se
contrapone la iluminación de la gracia libre e histórica (cf. historia de la ->
salvación II).

2° Sin embargo, esta contraposición que existe en principio de hecho no


exime a la t. de la necesidad de reflexionar filosóficamente, aun cuando lo
haga frecuentemente contra su voluntad y además, por lo general, sin saberlo
expresamente. Pues, en cuanto el teólogo no puede renunciar a relacionar
entre sí los enunciados bíblicos particulares (p. ej., a referirlos a un «centro
de la Escritura»), tendrá que hacer suya la exigencia de permanecer en
armonía consigo mismo en la variedad de sus enunciados; y si polemiza
contra la lógica clásica y la dialéctica, se verá obligado a tomar siempre otra
lógica como base. En cuanto, además, la teología no puede renunciar a hacer
comprensible el mensaje a los oyentes, buscará siempre al hombre en su
propia inteligencia y deberá persuadirle de lo inadecuado de la inteligencia
que hasta entonces ha tenido de sí mismo; y si en esta tarea tiene por
insuficientes las doctrinas tradicionales sobre el «alma», sobre la «persona»,
sobre la «razón», etc., «se verá obligada a dar en lugar de ello otra
«fundamentación antropológica» (p. ej., la del análisis filosófico de la
existencia en el sentido de la f. existencial) y a exponerse en tal caso a la
crítica filosófica. Por lo demás, ora la t. reduzca el mundo en su totalidad
como creación a su creador, ora lo someta como objeto de juicio a su juez,
siempre habrá hablado del mundo en su totalidad y a la vez habrá hecho
afirmaciones cosmológicas. Si contrapone finalmente a la «luz», que hace
posible todo conocimiento por la naturaleza del mismo, la «iluminación» que
viene de la gracia, con ello ha dado desde luego a la reflexión transcendental
un giro que constituye un auténtico acontecimiento histórico (y así ha llamado
también la atención de esta rama del trabajo filosófico sobre una nueva
posibilidad de plantear los problemas), pero con ello precisamente ha
intervenido ya en la discusión filosófica sobre la posibilidad de un «ver», «oír»
y «entender» humanos. En una palabra, aun en el intento de una crítica por
principio a la f., de hecho el teólogo también cultiva inevitablemente la f. e
interviene precisamente en aquellas discusiones internas de la f. en las que,
según su programa, no quería inmiscuirse. A ello corresponde la observación
de que en el repudio de la f. en nombre del mensaje de la fe (como ha sido
propuesto sobre todo por los secuaces de la teología dialéctica), de hecho se
suele atacar a determinadas filosofías en nombre de otras filosofías (p. ej., a
la f. aristotélica en nombre de la existencial). Y cuando ciertos teólogos
afirman que ellos están exentos de premisas filosóficas, lo que en realidad
hacen es eludir el deber de reflexionar, críticamente sobre los principios
filosóficos empleados de hecho.

3º. De ahí se sigue que la función de una crítica teológica de la f. no puede


consistir en presentar una t. «purificada» de todos los ingredientes filosóficos.
Consiste más bien en engendrar una conciencia crítica de la teología respecto
de sí misma.

Efectivamente, si, frente a las leyes de la lógica filosófica (tanto en su forma


clásica como en su forma dialéctica), el teólogo resalta la paradoja como
forma de manifestarse la libertad divina, con ello pone en tela de juicio no
sólo la formación de un sistema filosófico, sino también toda posibilidad de un
sistema teológico. Pero esto implica la renuncia a toda posibilidad de asegurar
el symfonein autó.

Si, frente a la antropología filosófica (en su antigua forma idealista o incluso


en la forma de la f. existencial), el teólogo acentúa la novedad de la nueva
creación, que libera la palabra divina de su vinculación a la capacidad de oír
del hombre viejo, con ello pone en tela de juicio no sólo el método filosófico
de apelar a una conciencia de sí mismo previamente dada, aunque oculta (con
lo que sustrae la predicación del nuevo mensaje a toda &v&livrjatq ), sino
también toda posible apelación teológica a la conciencia de sí mismo del
hombre viejo. Mas esto entraña la renuncia a todos los argumenta
credibilitatis, que tienen por objeto aproximar el mensaje al oyente que
todavía no cree; brevemente, eso implica la confianza exclusiva en la fuerza
de la palabra que se hace inteligible a sí misma. Ahora bien, con esta
confianza exclusiva la teología en su totalidad se haría superflua.

Si, finalmente, frente a la cuestión filosófica sobre la totalidad y el


fundamento del mundo, el teólogo resalta la libertad del Señor divino, que en
el juicio puede aniquilar o renovar el mundo como él quiera, con ello hace
problemática no sólo la «teología metafísica», sino juntamente toda posible
«cosmología teológica». Ahora bien, eso entraña la renuncia a toda posibilidad
de entablar diálogo, en nombre de la fe, sobre cosas de este «mundo
profano».

La radical crítica teológica a la f., si se mantiene consecuente, hace necesaria


una crítica igualmente radical de la t. frente a sí misma. De esta manera, en
lugar de una separación entre f. y t. (que se muestra irrealizable), despierta la
conciencia de la diferencia entre t. y fe. La crítica de la f. intentada en nombre
de la fe, recuerda a la t. misma que todo intento de interpretar el mensaje de
fe por reflexiones humanas, se queda necesariamente atrás respecto del
mensaje mismo que se interpreta. Esta conciencia autocrítica que nace de la
discusión con la f., parece ser tan necesaria para la t. como el servicio positivo
que deben prestar aquí la lógica, la antropología, la cosmología y la metafísica
filosóficas.

c) Cuestiones teológicas especiales y ayuda de la filosofía

Bajo la impresión de esta crítica a sí misma a través de la crítica a la f., la


teología puede inclinarse a renunciar a la formación de un sistema (con ayuda
de la lógica filosófica), a la apelación a la inteligencia de sí mismo que tiene el
hombre (con ayuda de la antropología filosófica y del esclarecimiento de la
existencia), a la interpretación del mundo (y a la confrontación con la
cosmología y metafísica filosóficas) y a la reflexión sobre las posibilidades de
su propia inteligibilidad (con los medios de la reflexión transcendental). Hasta
ahora bajo todas estas formas a la vez se ha cultivado necesariamente la f.
Pero la t., para evitarlo puede intentar limitarse a hacer oír la palabra,
anunciar la hora de esta palabra y confesarla ante los pueblos con todo el
apremio de su exigencia.

Sin embargo, ni aun así escapa la t. a la necesidad de reclamar la ayuda de la


f. Su puro servicio a la palabra no es posible sin reflexionar sobre qué es
«palabra», cómo puede «administrarse» la palabra y cómo llega ésta a ser
«entendida» por el oyente. Con tales reflexiones se pisa ya el terreno de la f.
del -->lenguaje y de la -a hermenéutica.

El anuncio de la hora de la salvación o del juicio requiere una reflexión acerca


de cuál sea el fundamento de que el mundo y el hombre estén constituidos de
tal manera que en una determinada «hora» se decida sobre ellos en conjunto
(p. ej., cómo se comporta la historicidad del hombre que existe en tales horas
con la «historia» inherente a los acontecimientos acaecidos en fechas
concretas). Ahora bien, con tales reflexiones la t. ha entrado ya en los temas
de la f. de la historia (cf. también ->historia e historicidad).

Si, finalmente, debe predicarse ante los pueblos la exigencia apremiante del
mensaje, es necesario reflexionar sobre cómo se comporta este mensaje con
las religiones y la irreligiosidad de esos pueblos (se plantea, p. ej., la cuestión
de si el cristianismo ha de contraponerse como «verdadera» religión a las
religiones «falsas» de los pueblos, o si ha de predicarse como «perfección de
la religión en general», o si en virtud de su esencia no puede incluirse en e l
nombre genérico de «religión» y en consecuencia ha de realizar la superación
de la religión en general positivamente y, por tanto, más radicalmente que el
ateísmo moderno). Comoquiera que se defina la relación del mensaje cristiano
con la religión o la irreligiosidad de los pueblos, esta definición incluye en todo
caso una afirmación sobre la religión como tal y se mueve por tanto en el
campo de la f. de la -+ religión.

Dentro de la ciencia histórica, muchas cosas hablan en favor de la tesis de


que los estudios filosóficos en el campo de la f. del lenguaje y de la
hermenéutica, de la f. de la historia y de la f. de la religión, tienen que prestar
a la teología en sus problemas actuales servicios todavía más urgentes que las
reflexiones -por lo demás también imprescindibles hoy día - de la lógica, de la
f. natural y de la metafísica.

d) Retrospección: puntos fundamentales sobre la relación entre filosofía y


teología

1º. Desde hace algunos siglos, parece que en la conciencia de filósofos y


teólogos la relación mutua entre los dos modos de «amor a la sabiduría» está
determinada por la preocupación de que a cada uno le amenaza el otro con
una restricción de su libertad y autonomía.

De lado filosófico, se da expresa o tácitamente la sospecha de que la t. espera


de la f. que le ayude a demostrar o, por lo menos, hacer verosímiles con
medios de la razón natural tesis que son ciertas para la fe por otro motivo.
Con semejante imposición del contenido por parte de la t., la f. se vería
obligada a ligar de antemano su preguntar y buscar a un resultado
previamente fijado, y con ella la apertura de su preguntar y la peculiaridad
crítica de su investigar serían una mera ficción hacia fuera. Y de esa manera
se convertiría en una ancilla theologiae carente de libertad.
De lado teológico, se da la sospecha de que la f., con sus esquemas
sistemáticos, somete los contenidos del mensaje de la fe, como nuevos
«casos», a las antiguas reglas de su lógica, metafísica y antropología,
logradas por otros métodos, de que así hace al espíritu humano juez de la
palabra de Dios y, al penetrar en la teología, somete la libre locución de Dios
a las leyes de la sabiduría humana.

2 ° Esta sospecha mutua puede documentarse por ambas partes con ejemplos
históricos. En la historia de la t. se han dado una y otra vez intentos de
utilizar la f. con intención misional o apologética, para fundamentar a
posteriori lo que ya estaba de otro modo asegurado para el creyente.
Igualmente en la historia de la f. se han dado una y otra vez intentos de
«hacer inteligibles», o por lo menos «salvar», los enunciados bíblicos
interpretándolos como testimonios de una conciencia, en el fondo filosófica,
que se habría expresado en forma religiosa solamente por falta de una
adecuada inteligencia de sí misma, pero cuya «verdad» sale a la luz tan
pronto como se desarrollan explícitamente la metafísica, la antropología e
incluso la filosofía existencial implicadas en ella.

3° Pero estos intentos, que se han dado en casos concretos de la historia, y la


fundamental desconfianza mutua que de ahí se deriva, se fundan, sin
embargo, en una mutua interpretación falsa de la f. y de la t.

T. y f. se refieren a una verdad que no es sólo, ni en primer término, la


apertura de un objeto, sino, más bien, la condición de posibilidad del «ver» y
de lo «visto». Por eso, sólo se entienden ambas a sí mismas en la medida en
que se dan cuenta de la necesaria inadecuación de su lenguaje. En efecto,
tienen que utilizar la forma del discurso objetivo para designar aquello que,
como condición de la posibilidad del conocer y de lo conocido, permanece
esencialmente distinto de todos los objetos. Ambas son, por tanto, modos de
servir a la verdad una, la cual es siempre mayor que cuanto puede predicarse
de ella en las proposiciones filosóficas o teológicas. Esta relación constitutiva
con la veritas semper mayor impide a la t., no menos que a la f., realizar su
tarea a base de un sistema cerrado. Ahora bien, si la inadecuación del hablar
y, por ende, el carácter provisional y la apertura del pensamiento son
caracteres esenciales de la f., no menos que de la t., consecuentemente es
infundada la preocupación de que una de las dos pueda imponer a la otra su
propio sistema cerrado y someterla a una ley extraña.

Sin embargo, el hecho de que pueda darse esta impresión se funda en que la
apertura teórica de la f., por una parte, y de la t., por otra, tiene en cada caso
un fundamento particular y, por ende, una peculiaridad distinta en cada caso.
Para la f. el fundamento es el carácter transcendental (y, por tanto, no
objetivo) de la verdad; para la t. el fundamento es la decisión soberana de la
libertad divina (la cual no puede deducirse de ningún principio). Y su
peculiaridad es la interminable reflexión transcendental en la f., y la confesión
del carácter misterioso del designio divino en la t. Así surge para la f. la
impresión de que la t., al apoyarse en que «así plugo a Dios», zanja la
cuestión sobre las condiciones de posibilidad de lo fáctico. Para la t. surge la
apariencia' de que la f., con su reflexión sobre las razones de la posibilidad,
somete la libertad de Dios a una ley, que ha decidido de antemano sobre lo
posible y lo imposible.
También esta impresión es todavía superficial y queda superada
fundamentalmente por la evolución histórica de la ciencia.

La reflexión filosófica transcendental, por razones internas de la f., de una


doctrina sobre las formas eternas a priori ha pasado a ser una doctrina sobre
los modos históricos o fácticos de la mediación entre sujeto y objeto. Por eso,
no hay aquí, en las condiciones de posibilidad del conocer y de lo conocido,
que deben formularse filosóficamente, ley alguna para tales variaciones
efectivas, por las que pueda atribuirse al pensamiento una nueva capacidad
de ver y a los objetos una nueva manera de manifestarse. En este punto, la t.
queda en libertad de atribuir las condiciones fácticas, en que «el pensamiento
logra su fuerza y lo conocido su cognoscibilidad», ya al estado de la razón
pecadora, ya al entender que en la gracia ha desplegado su fuerza intelectiva.

En consonancia con esto, por motivos internos de la teología, los enunciados


teológicos acerca de las libres acciones salvíficas de Dios han pasado, de una
descripción hermenéuticamente indiferente de los «hechos históricos», a una
interpretación de esos hechos cuya peculiaridad es haber fundamentado un
nuevo entender (cf. la unidad entre el suceso pascual y el nacimiento de la fe
pascual). Por eso, la apelación teológica a las acciones libres de Dios no exige
una renuncia a la pregunta filosófica sobre la manera como este hecho, en
cuanto tal, haya podido darse a entender a la nueva inteligencia del hombre
provocada por él. Y a este respecto la f. queda en libertad de concebir la
unidad de nueva verdad y nuevo entender como una forma especial de
mediación histórica o fáctica entre sujeto y objeto y de preguntar por la
estructura transcendental que la hace posible.

Así se ve que la f. y la t. sólo pueden amenazarse mutuamente con la


imposición de un sistema en la medida en que, al elaborar sus respectivos
sistemas doctrinales, dejen de considerar su relación específica con la verdad.
La apertura que en principio les exige su relación con la veritas semper maior,
las coloca a las dos en una situación muy parecida. Esta apertura se mantiene
en la medida en que ambos reflexionan sobre el hecho de que tanto la f. como
la t., en cuanto doctrina elaborada, tienen su origen histórico y su origen real
en la philía filosófica o en la teológica, respectivamente.

BIBLIOGRAFÍA: SOBRE LA PARTE i: 1) Para los textos fundamentales véanse


las referencias de R. Schaeffler, Wege zu einer Ersten Philosophic (F 1964)
221-229. - 2) Bibliografía general W. Windelband, Was ist Philosophic? Über
Begriff and Geschichte der Philosophic: Preludien I (1884, T 51915) 1-54; J.
Rehmke, Philosophic als Grundwissenschaft (1910, L - F 21929); H. Rickert,
Vom Begriff der Philosophic: Logos 1(T 1910-11)1-34;E. Husserl, Philosophic
als strenge Wissenschaft: ibid. 289-341; W. Dilthey, Das Wesen der
Philosophic: Gesammelte Schriften V (1907, St - GS 21957) 339-416, tr.
cast.: La esencia de la filosofía (Losada B Aires); J. Rehmke, Die Wissenschaft
Philosophic: Gesanunelte philosophische Aufsátze (Erfurt 1928) 31-38; E. R.
Curtius, Zur Geschichte des Wortes Philosophic im Mittelalter: Romanische
Forschungen 57 (Erl 1943) 290-309; H: G. Gadamer, Das Verhaltnis der
Philosophic zu Kunst and Wissenschaft: Ober die Ursprünglichkeit der
Philosophic (B 1948) 15-28; K. Jaspers, La fe filosófica (Losada B Aires 1953);
H. Plessner, Die Frage nach den Wesen der Philosophic: Zwischen Philosophic
and Gesellschaft (Berna 1953) 70-98; W. Stegmüller, Metaphysik -
Wissenschaft - Skepsis (F - W 1954); M. Heidegger, Was ist das - die
Philosophic? (Pfullingen 1956), tr. cast.: ¿Qué es eso de filosofía? (Sur B
Aires); K. Lówith, Wissen, Glaube and Skepsis (1956, GS 31962); J. Pieper,
Was heiBt philosophieren? (Mn 1959 y frec.); W. Burkert, Platon oder
Pythagoras? Zum Ursprung des Wortes «Philosophic»: Hermes 88 (Wie 1960)
159-177; K. Lówith, Weltgeschichte and Heilsgeschehen. Die theologischen
Voraussetzungen der Geschichtsphilosophie (St 41961); G. Patzig: RGG3 V
349-356; K. Jaspers, Der philosophische Glaube angesichts der Offenbarung
(Mn 1962); R. Schaeffier, Wege zu einer Ersten Philosophic (F 1964); J.
Passmore, Philosophy: The Encyclopedia of Philosophy VI (Lo- NY 1967) 216-
226. - SOBRE LA PARTE II R. Bultmann, Welchen Sinn hat es, von Gott zu
reden? ThBI 4 (1925) 129-135 (= Bultmann GV 1 26-37); E. Przywara,
Religionsphilosophie katholischer Theologie: HPh, Sonderband (1927) (=
Schriften II [Ei 1962] 373-511); E. Brunner, Religionspbilosophie
evangelischer Theologie: HPh 11 (1928, Mn 21948); R. Bultmann, Die
Geschichtlichkeit des Daseins und der Glaube: ZThK 11 (1930) 339-364 (= G.
Noller [dir.], Heidegger und die Theologie. Beginn und Fortgang der
Diskussion [Mn 1967] 72-94); E. Przywara, Analogia entis: Metaphysik I
Prinzip (Mn 1932) (= Schriften III [Ei 19621); E. Brunner, Natur und Gnade.
Zum Gesprlich mit K. Barth (T 1934); K. Barth, Nein! Antwort an E. Brunner:
ThEx 14 (1934); W. Bange, Formeinheit von Philosophic und Theologie?: Cath
2 (1934) 10-26; G. Sóhngen, Natürliche Theologie und Heilsgeschichte.
Antwort an E. Brunner: Cath 3 (1935) 97-114, G. Klamp. Philosophie und
«Dialektische», Theologie: ZphF 2 (1947) 84-110; Barth KD I11/3 384-402
(Zur Diskussion mit M. Heidegger und J.-P. Sartre); G. Sóhngen, Analogia
entis oder analogia fidei?: Die Einheit der Theologie (Mn 1952) 235-247; E.
Fuchs, Gesetz, Vernunft und Geschichte. Antwort an E. Reisner: ZThK 51
(1954) 251-270; G. Sóhngen, Propedéutica filosófica de la teología (Herder Ba
1963); E. Reisner, Die Frage der Philosophic und die Antwort der Theologie:
ZThK 53 (1956), 251263; H. Ott, Denken und Sein. Der Weg M. Heideggers
und der Weg der Theologie (Z 1959); G. Ebeling, Verantworten des Glaubens
in Begegnung mit dem Denken M. Heideggers. Thesen zum Verhaltnis
Philosophic und Theologie: ZThK, fasc. 2 (1961) 119-124; idem, Theologie
und Philosophie: RGG3 VI 782-830; G. Noller, Philosophic und christliche
Theologie: EvTh 22 (1962) 650-661; R. Bultmann, Der Gottesgedanke und
der moderne Mensch: ZThK 60 (1963) 335-348 (= Bultmann GV IV 113-127);
W. Pannenberg y otros (dir.), Offenbarung als Geschichte (GS 21963); H.
Rombach: LThK2 VII 472-478; W. Pannenberg, Hermeneutik und
Universalgeschichte: ZThK 60 (1963) 90-121 (= W. Pannenberg, Grundfragen
systematischer Theologie [Go 1967] 91-122); F. K. Mayer, Philosophie im
Wandel der Sprache. Zur Frage der «Hermeneutilo>: ZThK 61 (1964) 439-
491; Rohner GW I 3-268; J. M. Robinson - J. B. Cobb jr. (dir.), Neuland der
Theologie, I: Der splte Heidegger und die Theologie (Z - St 1964); H.
Gollwitzer - W. Weischedel, Denken und Glauben (St 1965); W. Pannenberg,
Die Frage nach Gott: EvTh 25 (1965) 238262 (= W. Pannenberg, Grundfragen
systematischer Theologie [GO 1967] 361-386); J. M. Robinson - J. B. Cobb jr.
(dir.), Neuland der Theologie, III: Theologic als Geschichte (Z - St 1967); W.
Weischedel, Von der Fragwürdigkeit einer philosophischen Theologie:
Philosophische Grenzgdnge (St 1967) 151-178; M. J. Riaza, Ciencia y filosofía
(Ma 1953); J. Iriarte, La controversia sobre la noción de filosofía cristiana:
Pens. 1 (1945) 7-29; A. Brunner, La religión. Encuesta filosófica sobre bases
históricas (Herder Ba 1963); J. Pieper, Defensa de la filosofía (Herder Ba
1970).

Richard Schaeffler

FILOSOFÍA, HISTORIA DE LA
Que la f. tenga y en qué sentido tenga una historia, es ya un problema
filosófico. Lo que tempranamente se supo fue la diferencia de opiniones sobre
problemas idénticos. La consignación por escrito de tales opiniones (la
«doxografía») halló sus ejemplos más conocidos, aunque relativamente
tardíos, en las Fisikaí doxai de Teofrasto y en los Bioi kai dogmata de
Diógenes Laercio. La doxografía pudo ponerse al servicio de la filosofía
sistemática porque facilitaba la comparación de tipos de respuesta y obligaba
a todo nuevo intento de respuesta a enfrentarse críticamente con las
opiniones divergentes y sus argumentos. Pero la doxología representa, a la
vez, una etapa previa de la h. de la f.

1. Un primer paso de la doxografía a la h. de la f. se da por la cuestión de si la


disensión entre los contemporáneos se distingue esencialmente del cambio de
opiniones en la serie de las generaciones. Ya Aristóteles - particularmente en
Metafísica A - intentó ordenar las respuestas que «los antiguos» dieron a la
cuestión sobre las arjaí supremas dentro de un orden cronológico y a la vez
objetivo. Su propio ensayo de respuesta (la teoría sobre las «cuatro causas»)
debía aparecer como la meta provisional a que se habían aproximado paso a
paso los estudios de sus antecesores. Con semejante forma e intención en lo
sucesivo se antepuso frecuentemente una introducción históricofilosófica a los
tratados de f. sistemática.

2. Un segundo paso para lograr una perspectiva histórica de la filosofía lo dio


Agustín (De civitate Dei viii 2ss), al llamar la atención sobre el hecho de que
no sólo varían según lugar y tiempo las opiniones acerca de cuestiones
idénticas, sino también los estados mismos de la cuestión (predominio del
interés cosmológico entre los jonios, del ético y antropológico en los itálicos,
síntesis de ambas tendencias en Platón). En este campo permanece por de
pronto abierta la cuestión de si en esa variedad de cuestiones y estados de la
cuestión se trata preferentemente de una diferencia de regiones culturales o
de una diferencia de edades.

3. El tercer paso, y éste decisivo, hacia una inteligencia histórica de la f. se


dio por la tesis (no admitida sin discusiones) de la historicidad de la razón.
Esta tesis afirma que están sometidos a un cambio histórico, no sólo los
problemas filosóficos y las opiniones con que se responde a ellos, sino
también y sobre todo la razón humana que plantea tales problemas y concibe
sus respuestas. De donde se sigue que no en todo tiempo fue ni es posible
cualquier clase de preguntar y responder; más bien las filosofías transmitidas
atestiguan diversas formas específicas de la razón humana en la historia. Por
eso no todo problema formulado en cualquier tiempo es comprensible para
quienes viven en tiempos distintos, no toda respuesta dada en cualquier
tiempo puede ser aceptada de manera idéntica por todos los hombres;
problemas y respuestas deben ser entendidos «partiendo de su tiempo». Y el
lector posterior sólo puede tener acceso a tales preguntas y respuestas a
través de una «mediación histórica». Con ello a la historia de la filosofía se le
impone una doble tarea: comprender la filosofía tradicional «partiendo de su
tiempo»; y el filosofar contemporáneo, en su peculiaridad respecto del
anterior contexto tradicional y en su relación con él. Por tanto la f. tiene que
comprender históricamente el filosofar extraño y el suyo propio.

a) La tesis de la historicidad de la razón ha sido articulada de modos diversos.


Así G.B. Vico intentó deducir de la historia de las lenguas una evolución de la
razón de las naciones particulares en que se hablan. Vico atribuyó a la lengua
«académica» y, por tanto, a la filosofía y a la ciencia un momento cronológico
relativamente tardío en la historia de las naciones particulares. La poesía y
con ella la razón poética, la legislación y con ella la razón de Estado práctica y
política son formas más antiguas del hablar y del pensar. G.E. Lessing, en
cambio, abandonó la mentalidad nacional y mirando a una historia universal
de la razón humana, vio en la marcha evolutiva del espíritu filosófico una
«educación divina del género humano», que admite también de propósito los
errores en que este espíritu se enreda, por razón de la función propulsora que
poseen.

Vico y Lessing son representativos para la posterior h. de la f. en cuanto


ambos señalan a esa historia un lugar en la historia en general filosóficamente
entendida, es decir, elevan la h. de la f. a una parte de la f. de la h. Sin
embargo, ambos definen de manera distinta la significación de la h. de la f.
dentro de la historia general.

Para Vico, la h. de la f. es una parte de la historia nacional, con su ley de


evolución válida para todas las naciones, que lleva el espíritu de los pueblos
de una juventud poética, pasando por una madurez política y práctica, a una
tardía fase académica. Lessing, en cambio, mira la historia total
esencialmente como evolución de las intuiciones teóricas y prácticas, de
suerte que la historia de la religión y de la filosofía no constituye una parte
cualquiera de la evolución histórica total, sino el acontecimiento central de la
misma. En este sentido, ambos autores pueden pasar por representantes de
dos concepciones del tema de la h. de la f.: según una concepción, el cambio
histórico de la razón filosófica debe hacerse comprensible por causas extrañas
a la f. (p. ej., causas biológicogenéticas, sociales y económicas, etc.); según
la otra concepción, es posible entender la h. de la f. por sí misma y erigida en
principio de interpretación para entender los otros cambios de la vida
humana.

b) La antítesis de la tesis sobre la historicidad de la razón filosófica la forma la


idea de una philosophia perennis. Esta idea fue proclamada sobre todo por el
neotomismo en oposición con el historicismo del siglo xix. Sin embargo, en
cuanto a su contenido fue defendida ya por el -->racionalismo del siglo xviii,
en oposición con el incipiente relativismo histórico de los empiristas ingleses.

Según esta concepción, carece de importancia para los problemas filosóficos


el que - por razones externas - se formularan y respondieran como preguntas
explícitas por vez primera en determinados tiempos. Las cuestiones que ya
han sido formuladas y las respuestas demostradas con pruebas suficientes
pertenecen en adelante al tesoro firme de la tradición y, supuesta la necesaria
formación previa, pueden ser comprendidas por todos los hombres en todos
los tiempos. Por eso, los problemas «clásicos», sin que obste su nacimiento
empírico en distintos tiempos, pueden ser recibidos en un sistema
suprahistórico de cuestiones y respuestas objetivas. Con ello se señala a la h.
de la f. una función puramente propedéutica: el discípulo de la filosofía
sistemática debe «trasladarse» a aquella situación del problema en que se
hallaron por vez primera las respuestas; con ello se facilitan dos cosas al que
debe comenzar por hallar la misma respuesta «clásica»: la reproducción del
camino hacia la respuesta, y la comprensión subjetiva de las «desviaciones»
en que se encuentran los que hallaron desde luego la pregunta, pero no han
encontrado todavía la recta respuesta.

El argumento más importante sobre el hecho de que la «verdadera filosofía»


debe cumplir las exigencias de la philosophia perennis, apunta a que la tesis
de la historicidad de la razón cierra toda perspectiva para el conocimiento de
verdades eternas; y así lleva a los hombres al relativismo y finalmente al ->
escepticismo.

El argumento en contra afirma que precisamente el ideal de la philosophia


perennis, por razón de su utopía, obligaría al escepticismo. Pues, de hecho,
ninguna de las filosofías desarrolladas hasta ahora han resistido al cambio
histórico, y los «clásicos» mismos son entendidos por sus propios secuaces de
manera específicamente distinta en cada momento histórico. Síguese que si,
por una parte, sólo una philosophia perennis puede ser verdadera y, por otra,
tantas generaciones no han logrado, a pesar de los métodos constantemente
mejorados, encontrar esa «filosofía verdadera», parece que el intento debe
abandonarse por irrealizable.

c) En este intercambio de argumento en pro y en contra parece que la h. de la


f. viene a ser escuela de escepticismo, al mostrar como históricamente
imposible lo que sistemáticamente se exige como necesario. De ahí surge
para una teoría de la h. de la f. la cuestión de si, entre una inteligencia
histórica de la f. y el escepticismo, se da un nexo necesario e indisoluble.

Una respuesta a esta cuestión fue preparada por I. Kant, en cuanto éste por
su parte mostró la relatividad histórica del escepticismo. Kant admitió desde
luego el escepticismo como resultado necesario de la experiencia dentro de la
h. de la f. en una determinada fase de evolución; pero lo interpretó a la vez
como fase intermedia en la evolución de la razón, que a través del
«dogmatismo» y del «escepticismo» es conducida al «criticismo».

Con ello Kant dio a la h. de la f. un esquema sistemático. G.W. Hegel recogió


este esquema; pero, al insertarlo en un contexto modificado del problema, le
dio una función completamente nueva.

Hegel intentó resolver dos problemas afines partiendo de un mismo principio.


La experiencia del mal en la historia universal sugiere la opinión de que sólo
se da la opción entre dos posibilidades: la desesperación moral (inmoralismo),
que renuncia en absoluto a medir el acontecer efectivo por el criterio del bien,
y un rigorismo, que exige un desprecio moral del mundo y conduce con ello a
una limitación minoritaria del sujeto moral que se deslinda de la masa de
quienes han caído bajo este mundo. Igualmente la experiencia del error en la
historia de los trabajos del conocimiento sugiere la opinión de que sólo se da
la opción entre dos posibilidades: la desesperación noética (skepsis) que
renuncia en absoluto a medir las opiniones que efectivamente ocurren por el
criterio de lo verdadero; y un dogmatismo que, por razón de su propia
intuición, tiene por insignificantes todas las opiniones extrañas, y con ello
conduce a una limitación minoritaria de los que saben respecto de la masa de
aquellos que son incapaces de la intuición verdadera. Si ambas alternativas se
reconocen como deplorables, para una teoría de la historia universal surge la
tarea de resolver el problema del mal en tal forma que, el postulado de la
victoria del bien en la historia y la experiencia del señorío efectivo del mal, no
obliguen a una condenación moral del curso efectivo de la historia (cometido
de la «ontodicea» o teodicea). Y, en consecuencia, para una teoría de la h. de
la f. surge la segunda tarea de resolver el problema del error en tal forma que
el postulado de la superación de todo engaño por la verdad y la experiencia
del señorío efectivo del error no obliguen a una condenación noética de la h.
efectiva de la filosofía.

La solución ofrecida por Hegel en ambos casos tiene su base en el


reconocimiento de lo negativo (el error o la culpa) como factor propulsor, que
no se pierde siquiera en su superación, la «negación de la negación», sino que
se conserva. Ahora bien, tanto el rigorismo y el dogmatismo como la
desesperación moral y noética son modos de negar la negatividad del mal y
del error y, consiguientemente, modos de la negación de la negación. Pero
ambos se encuentran en una falsa inteligencia de sí mismos. Porque el
desesperado (el inmoral y el escéptico) abandona el criterio y así ya no
reconoce la negatividad de la culpa y del error como tales; el rigorista (y el
dogmático), por lo contrario, sólo quiere destruir lo negativo, sin conservarlo.
Pero también esta falsa inteligencia es un error propulsor, porque ella
engendra aquellas alternativas de que se habló anteriormente y que pedían
una integración (o conservación). El principio de que partió Hegel para llegar a
esta inteligencia de la negatividad y de su integración (o conservación) y, por
ende, a su respuesta al problema del mal y del error, es la naturaleza del
espíritu. Como conciencia de algo, el espíritu se pierde por de pronto
necesariamente en sus objetos y se enajena así en lo «otro de sí mismo»
(primera negación). En un segundo paso, retorna de este olvido y enajenación
a una conciencia de sí mismo, que niega en la duda estos objetos extraños
(negación de la negación). Finalmente, en lo que hasta entonces parecía ser
extraño, se reconoce de nuevo a sí mismo en el saber verdadero (cf. la
estructura de la Fenomenología del espíritu, que describe este camino del
espíritu hacia sí mismo, de manera que se logra a la vez un hilo conductor
para la exposición de la historia de la religión y de la filosofía).

Partiendo de aquí Hegel logra dar al esquema kantiano de la h. de la f. el


fundamento sistemático, por una parte, y con ello también la universalidad,
por otra. Kant describió el desenvolvimiento de la razón mediante la metáfora
de la niñez, la juventud y la edad viril. Hegel deduce este desenvolvimiento de
la naturaleza del espíritu, que, pasando por la enajenación, ha de encontrarse
a sí mismo. Kant sólo observó sus tres grados de desarrollo en la h. de la f.
moderna; aquí corresponden al dogmatismo los sistemas racionalistas, y al
escepticismo las objeciones de los empiristas ingleses, mientras que Kant
mismo aporta el criticismo. Hegel aduce este triple paso como plano
arquitectónico de la h. de la f. en su totalidad y en cualquiera de sus épocas
particulares.
La lección de Hegel así concebida, que se titula Historia de la filosofía puede
considerarse como el primer ensayo de hacer de la exposición de toda la h. de
la f. un tratado filosófico independiente. Los numerosos manuales modernos
de h. de la f. han tratado de realizar detalladamente el programa hegeliano
con material más abundante y una elaboración más exacta de la materia. La
obra de Erdmann es entre ellos la que más claramente permite reconocer el
modelo hegeliano.

También K. Marx interpreta el mal y el error como consecuencias de una


alienación y entiende estas formas de negatividad como factores propulsores
de la historia. Sin embargo, no ve su tarea en «interpretar» el mal y el error
de manera que se justifique así el curso efectivo de la historia. En contraste
con semejante interpretación, a Marx le interesa «cambiar» el mundo por la
revolución. Al servicio de este cambio y como resistencia contra él, también la
filosofía -por lo general de manera inconsciente para ella misma - tiene su
función histórica como -+ ideología revolucionaria o reaccionaria. Describir
esta función es el tema de la historia marxista de la f. La h. de la f. no ha de
entenderse aquí como la evolución autónoma del espíritu, sino como reflejo de
las respectivas condiciones sociales.

Si Hegel pudo deducir de la naturaleza del espíritu la necesidad y


transitoriedad de la alienación, Marx tiene que darle un fundamento
económico y social. Los hombres se ven forzados, para satisfacer sus
necesidades naturales, a producir bienes y establecer para este fin
condiciones sociales que se fundan en la división del trabajo. La división del
trabajo exige intercambio de bienes y somete así a los individuos a las leyes
de un mercado cada vez más difícil de conocer (primer modo de alienación).
En la sociedad de la división del trabajo sus miembros sólo pueden producir
en la medida y en el sentido que permitan y ordenen los dueños de los medios
de producción. Así están aquéllos en situación de explotar fuerzas extrañas de
trabajo en la misma forma que las fuerzas productivas naturales (p. ej., el
campo o los tesoros del suelo). Así los «proletarios» quedan sometidos a
aquellas leyes que les impone el afán de ganar de los «capitalistas» (segundo
modo de alienación).

Esta doble alienación por la división del trabajo (mercado de bienes) y por la
explotación (mercado de trabajo) es inevitable en la fase de evolución de las
condiciones de producción caracterizada por ella. Por eso, no puede ser
superada por el hecho de que sea declarada reprobable al afirmar idealmente
valores morales. La significación histórica de la filosofía debe, por tanto,
definirse de otro modo en el sentido de una exposición marxista: la crítica que
surge en cada caso sobre la alienación es ella misma sólo un síntoma de que
las condiciones existentes de producción no permiten a las fuerzas productivas
desarrolladas bajo su influjo desenvolver su plena eficacia (ejemplo: las crisis
de ventas impiden el pleno aprovechamiento de las fuerzas productivas
desarrolladas en el capitalismo). La crítica ideal ha de interpretarse en la h. de
la f. como «reflejos» de esta mala situación real.

Partiendo de aquí, también las formas de dogmatismo y escepticismo que


surgen una y otra vez en la h. de la f. experimentan una interpretación
marxista. Tan pronto como la división del trabajo conduce a una separación
social entre teóricos y prácticos, surge el dogmatismo como una manera de
formación de teorías, que se sustrae a la revisión por la práctica. Si el teórico
advierte esta alienación suya respecto de la realidad, puede reaccionar, sin
salir de la teoría, poniendo en duda por principio la realidad; su dogmatismo
se convierte en escepticismo. Así, el dogmatismo (aun en el caso de ocurrir
dentro de una sociedad de signo marxista), la alienación del teórico respecto
de las masas trabajadoras y el escepticismo (fenómeno del feudalismo o de la
burguesía tardíos), muestran el alejamiento de los autores con relación a la
realidad social en general. La teoría hegeliana y la marxiana acerca de la h. de
la f. han sido hasta ahora las últimas concepciones totales en este terreno. La
h. de la f. que les ha seguido, en parte ha sido puramente doxográfica (h.
positivista de la f.); en parte, siguiendo el modelo aristotélico, ha expuesto la
h. de la f. como una serie de precursores de un autor estimado como clásico
(h. neokantiana de la f.); y en parte ha vuelto a la concepción de Vico sobre
los ciclos culturales que se repiten (Spengler). Otros se han limitado a la
exposición de «historias parciales de problemas» o han trazado una tipología
de «grandes filósofos» (Jaspers).

d) Esbozos de una concepción general de la h. de la f., pero sin llevarla a cabo


en particular y, por tanto, sin comprobarla a base de material empírico, se
hallan en Comte y Nietzsche. Según A. Comte, la f. se desarrolla desde unos
comienzos religiosos, pasa por el estadio de la especulación metafísica, y
termina en la fundamentación metodológica de la ciencia. El aumento en
conocimientos empíricos y el desenvolvimiento de una conciencia de método
racional determinan la dirección de esta evolución.

F. Nietzsche describe la h. de la f. europea como historia del platonismo, que


él ve caracterizado por el dualismo entre la realidad sensible y los valores
ideales. Este dualismo aparece en los hombres cultos como f. y en los incultos
como religión (el cristianismo como «platonismo para el pueblo»). La h. más
reciente de la f. constituye por completo un proceso de «desvaloración de los
valores supremos» y como tal es idéntica con la «aparición del nihilismo».
Este proceso prepara por su parte la «inversión de todos los valores», a cuyo
servicio quiere Nietzsche poner su propio filosofar. Su fin es superar la
esclavitud de la vida por el espíritu y hacer consciente la «conservación y
ascensión de la vida» como principio de toda valoración y hasta como
acontecer que fundamenta todo lo real.

e) La concepción de M. Heidegger sobre la h. de la f. europea se da la mano


con el nihilismo de Nietzsche, pero se separa críticamente de su programa de
la «inversión». También para Heidegger la h. de la f. es historia de la
metafísica, que ahora se acerca a su fin. Pero no sólo la disolución de la
metafísica y la «desvaloración de los valores supremos», sino ya la metafísica
misma se le presenta a Heidegger como «nihilista », y ello no por su negación
de la vida en nombre de las ideas, sino por su «olvido del ser». Pues la
metafísica busca la condición transcendental de la posibilidad para que los
entes sean y se muestren en un ente supremo: en las ideas, en Dios, en los
valores, etc. Así ha olvidado siempre la «diferencia ontológica», por la cual el
ser mismo es distinto de todo ente. Sin embargo, este olvido del ser no es
falta remediable de los pensadores. Es más bien la consecuencia esencial de
que el ser «envía» y «utiliza» al hombre, siempre en forma histórica, para
«descubrir» el ente como tal. Pero en este descubrimiento de los entes
permanece oculto precisamente el ser mismo.
En la técnica y la ciencia modernas, en que los entes son descubiertos como
objetos confeccionados y el hombre se entiende como «sujeto» en relación
con todos estos objetos, el olvido del ser alcanza su forma más clara, la cual
prepara a la vez su superación.

4. Por lo demás, hoy día la h. de la f. en la mayor parte de sus representantes


presenta reparos teóricos contra todos los intentos de deducir la h. de la f.
como un todo unitario a partir de ciertos principios. A ello ha contribuido, por
una parte, el aumento de material conocido de la filosofía europea, y, por
otra, una más acentuada conciencia histórica. Contra toda concepción total
pueden presentarse demasiados ejemplos empíricos que hablan en contra;
toda interpretación actual se da cuenta de que la manera como ella entiende
el filosofar anterior es distinta de la manera como éste se entendió a sí
mismo. Pero, además, a todo ensayo de esquema general se contrapone la
creciente estimación de interpretaciones extraeuropeas de la realidad, a las
que se ha trasladado (aunque en sentido amplio) el nombre griego de
«filosofía», y que deben por tanto incluirse en una exposición de la h. de la f.
Ésta ha podido comprenderse todavía como un conjunto tradicional hasta
cierto punto continuo, y por ello ha sido investigada de cara a ciertas
tendencias directrices. Esta posibilidad acaba en el momento en que también
deben tenerse en cuenta las tradiciones independientes de la «filosofía» de la
India o del lejano Oriente.

Así se explica que, en lugar del intento de exponer una h. unitaria de la f. y de


interpretarla dentro de una teoría filosófica, aparece cada vez más la intención
de hacer comprensible la «historicidad de la filosofía». Evidentemente, con
ello desaparece también la posibilidad de asignar al relativismo y
escepticismo, como fase necesaria y a la vez provisional, un puesto en un
proceso evolutivo de la f. que siga leyes fijas, como se ha intentado una y otra
vez desde Kant. Por eso, una teoría de la historicidad de la filosofía se ve de
nuevo ante la cuestión de cómo sea posible mantener una inteligencia
histórica de la filosofía, sin abandonar por ello la aspiración al conocimiento de
la verdad vinculante.

BIBLIOGRAFÍA: J. E. Erdmann, Geschichte der Philosophic, 2 vols. (B 41896);


Ueberweg. Agustín, De civitate Dei, 5 vol, texto, trad. francesa y coment. de
Dombart, Kaib, Bardy y Combes (P. 1959-60); G. B. Vico, Opere, ed. Rossi
(Milán 1959), con la versión de 1744 de La Scienza Nuova y la De Nostri
Temporis Studiorum Ratione; tr. cast. Ciencia nueva (México, 4 vol., 21956-
60); G. E. Lessing, Die Erziehung des Menschengeschlechts: GW VIII (B 1956)
590-615; I. Kant, Welches sínddie wirklichen Fortschritte, die die Metaphysik
seit Leibnizens and Waifs Zeiten in Deutschland gemacht hat?: (tema sacado
a concurso por la Real Academia de las ciencias, de Berlín el año 1771).
Werke, bajo la dir. de W. Weischedel, III (Wie - Darmstadt 1959) 583-676; G.
W. F. Hegel, Vorlesungen über die Geschichte der Philosophic: Sumtliche
Werke, bajo la dir. de H. Glockner, vol. 17-19 (St 1928); idem, Die Vemunft
in der Geschichte (H 51955); K. Marx - F. Engels, Die deutsche Ideologie
(1845-46), en el vol. v 1 de la ed. Obras compl. (B 1932); tr. cast.: La
ideología alemana (Ba 1971); A. Comte, Discours sur 1'Esprit Positif (P 1844);
tr. cast. Discurso sobre el espíritu positivo (M 1935) ; idem, Cours de
Philosophic Positive, 6 vols. (P 183042); F. Nietzsche, Vom Nutzen and
Nachteil der Historie fur das Leben: Unzeitgemaüe Betrachtungen, 2. Stuck
(Kroner-Ausgabe vol. 71) (St 1964) 95195; M. Heidegger, Nietzsche, 2 vols.
(Pfullingen 1961); idem, Identitát and Differenz (ibid. 1957). - G. Siewerth,
Wesen and Geschichte der menschlichen Vemunft nach I. Kant: ZphF 1
(1946) 250-265; H. Lübbe, Philosophiegeschichte als Philosophic: Einsichten
(homenaje a G. Krüger) (F 1962) 204-229; H. Rombach, Die Gegenwart der
Philosophic (Fr - Mn 21964); M. Brelage, Die Geschichtlichkeit der Philosophic
and die Philosophiegeschichte: Studien zar Transzendentalphilosophie (B
1965) 1-30; H.-G. Gadamer, Wahrheit and Methode (T 21965); L. Geldserzer,
Die Philosophic der Philosophiegeschichte im 19. Jh. (Meisenheim 1968); J.
Marias y P. Laln Entralgo, Historia de la filosofía y de la ciencia (Guad Ma
1968); G. Fraile, Historia de la filosofía, 3 vols. (Ma 21965); J. Hirschberger,
Historia de la filosofía, 2 vols. (Herder Ba I 41971; II 31970).

Richard Schaeffler

FILOSOFÍA TRANSCENDENTAL

I. Acceso y concepto previo

La idea de que la filosofía como conocimiento del conjunto de la realidad se


realiza a base de principios en el medio del concepto, pertenece a la esencia
de la f. y es tan antigua como la reflexión filosófica misma. El carácter
problemático de la f., que se esconde en la diferencia así establecida entre
concepto y realidad, entre ser y pensamiento, permanece sin importancia para
ella mientras no se ponen radical y fundamentalmente en duda el originario
idealismo ingenuo y el optimismo sobre la posibilidad de comprender y
conocer. Sólo cuando hay experiencias espirituales que distancian a la f. en su
conjunto de sí misma y la llevan ante la cuestión radical de su propia
posibilidad, se hace explícita la problemática contenida en la diferencia entre
concepto y realidad. La f. pasa a ser una pregunta acerca de su propia
posibilidad, y se desarrolla como crítica de sí misma. Cómo experiencias de
ese tipo acompañan la f. desde su origen, lo muestra la historia del --
>escepticismo radical no menos que la del -> nominalismo filosófico. En este
sentido la f. fue también crítica desde el principio. Pero sólo pudo hacerse f.
crítica por principio cuando en su propio terreno, tras la preparación en el
nominalismo y el escepticismo, le salió un contrincante en el saber, que con
su propio nacimiento parecía demostrar a la vez la imposibilidad de la f. Este
contrincante era la ciencia moderna, fundamentada sobre la experiencia y los
experimentos. Su ataque contra la f. paradójicamente era más radical que el
del escepticismo, puesto que ella misma ofrecía un saber positivo y
verificable, y no impugnaba el saber en general, sino el conocer metafísico a
base de conceptos puros, no verificables en la experiencia sensitiva. En esta
situación la f., si quería mantener su pretensión, nuevamente quedaba
arrojada de manera radical sobre sí misma. Debía comprobar su propia
posibilidad, así como la pretensión de ser ciencia o conocimiento, mediante
una reflexión crítica sobre los fundamentos del saber en general. En
consecuencia, el nombre de f. t. que ella se dio a sí misma como pregunta por
las condiciones del saber filosófico y científico, designa acertadamente hasta
hoy todo intento de fundamentar absolutamente la f. a través de un examen
radical, y de desarrollar su relación con el saber científico en general y en
particular. Con ello el concepto «transcendental», frente a la tradición
aristotélico-escolástica de la edad media, recibe tanto una significación nueva,
aunque emparentada con la acepción tradicional desde un punto de vista
abstracto y formal, como una función distinta. Ya no designa el ámbito de las
determinaciones supracategoriales del «ser» que se desarrolla bajo ciertos
aspectos (--> transcendentales) o la esencia de Dios (--> transcendencia, lo -
> absoluto), sino que significa las condiciones apriorísticas del saber que
preceden a toda experiencia objetiva, en cuanto son la primera estructura
constitutiva de los objetos conocidos y así fundamentan el conocimiento en su
posibilidad. Por ello la autocrítica de la f. y la crítica de la ciencia en lo relativo
al alcance y a los límites del saber legítimo, son notas permanentes de la f. t.,
en las cuales el fundamental carácter problemático -inherente a la esencia de
la f.-, del puro pensamiento conceptual alcanza su permanente conciencia de
sí mismo, que determina toda f. posterior. De ahí se deduce la pregunta
central de toda f. t. como indagación retrospectiva de lo que asegura y
legitima todo saber, para fundamentar críticamente mediante un concreto
descenso deductivo el conocimiento científico y filosófico. Por ello su objeto no
es, ni el ser ni el pensamiento, ni el sujeto ni el objeto, sino la unidad de
conciencia y ser que se da siempre en el saber actual. En el horizonte de este
ser presente en la conciencia entra en juego su doble método de la reducción
y la deducción: el análisis teorético que por retorsión de la duda universal
asegura la -> verdad absoluta como origen de todo saber, así como la síntesis
teórico-constitutiva y la legitimación de las condiciones del saber verdadero
como principios de la realidad. En la evidencia «genética» (que por encima de
la meramente fáctica es a la vez visión del sentido interno y de la
«legitimidad» de lo visto) de lo absoluto como verdad y veracidad absoluta en
una sola cosa, la f. crítica de este tipo justifica sus conceptos y principios
puros y a priori como condiciones transcendentales del saber verdadero.
Como autocrítica de la f., ella es una metafísica renovada, antidogmática, que
ha pasado a través del escepticismo, y cuyo carácter fundamental contradice
a las usuales determinaciones unilaterales como mera «teoría del
conocimiento», «idealismo» y «f. de la subjetividad». Por ello, según su
intención, la f. t. es conocimiento sistemático del todo de la realidad por
principios, como reflexión crítica sobre las condiciones transcendentales de la
realidad total de la conciencia que se representa en el acto de saber. Es, en el
más amplio sentido, teoría transcendental del saber, desarrollado como crítica
de la filosofía y de la ciencia.

II. Historia

En este núcleo de la problemática transcendental sobre la validez y la


constitución del conocimiento se mueven todos los intentos de la historia de la
f. que se entienden a sí mismos como reflexión transcendental. Junto a
esbozos fragmentarios en todos los grandes sistemas filosóficos desde
Aristóteles, a través de Tomás de Aquino hasta Hegel, se hallan formas
previas de reducción y deducción transcendentales concretamente en la
tradición platónica, p. ej., en Agustín, Anselmo de Canterbury y
Buenaventura. La investigación filosófica pasa a ser explícitamente teoría
sobre la validez del conocimiento por primera vez en Descartes, quien en un
análisis que atraviesa la skepsis radical busca un fundamento absoluto e
inconmovible del saber en la verdad y veracidad absoluta de Dios. Con todo,
el nombre de f. t. llega a esta reflexión sobre la reducción por primera vez en
I. Kant, que une la pregunta por la validez con la relativa a la constitución y
fundamentación de la objetividad de los objetos. El esbozo de la problemática
que él hizo en las tres críticas (Crítica de la razón pura, Crítica de la razón
práctica, Crítica del juicio) permanece decisivo desde entonces para todas las
reflexiones filosófico-transcendentales, tanto en su función de crítica de la
ciencia, como en su intención de fundamentar la filosofía por sí misma. Lo que
desde Kant se presenta bajo el nombre de f. t., guarda una relación explícita,
aunque en general crítica, con su filosofía. Así, p. ej., la elaboración de la f. t.
en la teoría de la ciencia de Johann Gottlieb Fichte para constituir un sistema
de lo absoluto y de la fenomenología absoluta - con su mediación expresa
entre razón teórica y práctica, guiado por la pregunta acerca de la verdad
absoluta (especialmente: Teoría de la ciencia de 1804) - sólo inteligible a
partir de Kant.

Los sucesores de Fichte en Jena y en Berlín, Schelling y Hegel, ya no pueden


incluirse en la historia de la f. t., pues su punto de partida abandona en
lugares decisivos el terreno crítico-transcendental. Y, en general, toda la
historia ulterior de la f. t., con relación a la temática parece adoptar cada vez
más rasgos eclécticos, y pierde de vista abiertamente el esbozo sistemático
alcanzado en Fichte. Así, p. ej., el neokantismo, a la vez antiespeculativo y
antipositivista, limita el objeto material de la pregunta transcendental por las
condiciones de la validez a los conocimientos contenidos en las ciencias. El
neokantismo se establece en Marburgo (Cohen, Natorp) y en el sudoeste de
Alemania (Windelband, Rickert, Lask) como crítica teórica de la validez de la
ciencia. La problemática de lo absoluto, que Kant, con bastante ambigüedad,
había asignado a la teoría de los postulados dentro de la Crítica de la razón
práctica, desaparece aquí en su función directiva para la investigación
transcendental, lo mismo que en la -> fenomenología transcendental de
Edmund Husserl. Sus reflexiones teóricas sobre el aspecto constitutivo tienen
en común con la ontología fundamental y el -> existencialismo de Heidegger
en su primera época, no sólo la intención de una fundamentación autónoma
de la f. y de una fundamentación universal de las ciencias, sino también el
hecho de que promueven igualmente la progresiva limitación de la
investigación transcendental a la problemática de la subjetividad concreta, y
desembocan, aunque no sin ruptura, en el existencialismo, cuyo desarrollo en
Jaspers y Sartre todavía presenta ocasionalmente rasgos abstractos de tipo
transcendental. La discusión transcendental surgida dentro de la escolástica y
del neotomismo, desatada por el trabajo vanguardista de Joseph Maréchal,
que compara en forma analítico-funcional los sistemas filosóficos de Kant y
Tomás, y así los hace fructíferos para una mediación entre la f. t. y la
metafísica tradicional, tampoco alcanza todavía la amplitud total del problema
en la pregunta de la f. t. Un indicio de esto es el problema que allí se presenta
sobre la transición desde el «dinamismo» de la pregunta transcendental-
reductiva al «finalismo» de una metafísica que explica la realidad dada. En
cambio, en el análisis transcendental de la afirmación del juicio se mantiene
aquí con agudeza la reflexión teorética de la f. t. sobre la validez del
conocimiento. Dentro de esta tradición, en una serie de autores (Karl Rahner,
Siewerth, Max Müller, Lotz, Lonergan, Marc, Coreth) aparece una fructífera
confrontación de la metafísica clásica con la exigencia y el punto de vista de la
f. t. Una vez que Coreth, en su Metafísica, presentó una síntesis propia de
fenomenología, ontología fundamental y ontología clásica a base de un
método transcendental, recientemente Holz ha intentado poner en relación la
reflexión teórica del neokantianismo sobre la validez, en su plena elaboración
por Hans Wagner, con la tradición de la escuela de Maréchal. También fuera
de la tradición fenomenológica y de la escolástica los intentos de una f. t.
ofrecen una fecunda variedad. Las reflexiones de Wolfgang Cramer, siguiendo
la teoría de la objetividad de Hónigswald, determinan el panorama de la f. t.
en la actualidad tanto como las sutiles reflexiones sistemáticas de Hans
Wagner, que busca una mediación entre el neokantismo y la fenomenología.
Además la Lógica transcendental de Hermann Krings, que conecta con Fichte,
Lask, Heidegger y el neotomismo, profundiza la visión de la interrelación entre
ontología y f. t. no menos que los esfuerzos, tanto sistemáticos como
históricos, de Reinhard Lauth por la restauración del sistema completo de f. t.
de Johann Gottlieb Fichte; en ambos autores se advierte un manifiesto acento
crítico.

A pesar de los variados intentos y de la ocasional mutilación y reducción de la


problemática filosófico-transcendental, en principio los autores coinciden en la
pregunta directora por la constitución y validez de los juicios en que la ciencia
hace sus afirmaciones, bien sea en forma predicativa, o bien en forma
antepredicativa.

En cambio, permanecen en gran parte diferentes el punto de partida y el


respectivo término final de la reflexión. Una f. t. completa y pensada bajo
todos los ángulos, mediante la reelaboración del punto de partida de Fichte y
la apropiación crítica de los nuevos conocimientos, en realidad todavía es un
desideratum.

III. Concepto y cometido

Lo común y lo diferente en los intentos históricos remiten a un concepto


riguroso de f. t., así como a su decisivo problema objetivo. La f. t. podría
definirse como la reflexión transcendental (sobre la validez) que, desde la
afirmación estructuralmente universal (posición, afirmación, juicio,
conocimiento científico, y también disposición) de la conciencia mirando a lo
incondicional (absoluto, en sí, ser, verdad, bondad, y también pensamiento, e
inteligencia del ser), por la mediación operativa de la evidencia fáctica, vuelve
a la visión genética, se plantea la duda universal y la rompe; y que, en su
inversión como constitución y legitimación deductivo-sistemática del punto de
partida -al principio hipotético- y de sus condiciones analizadas, fundamenta
el conocimiento concreto, científico y filosófico en su respectiva posibilidad,
exactamente delimitada y determinada. Su problema consiste en la
determinación correlativa del principio y del punto final de la reflexión. La
visión de los fenómenos que sirven de punto de partida está acuñada por la
anticipación directiva de lo incondicionado que constituye el último
fundamento; y, viceversa, la interpretación de lo absoluto está determinada
cualitativamente por la selección e interpretación previa de los fenómenos
dados. La problemática aquí insinuada de la perfección del punto de partida,
que ha de someterse a reflexión crítica en la f. t., no sólo se muestra
importante para la determinación adecuada del momento que sirve de
fundamento último, sino que posibilita también una determinación crítica del
lugar de las formas históricas y actuales de la filosofía. Así, la interpretación
de lo incondicionado como mera inmanencia (valoración absoluta de la teoría)
o como mera transcendencia (valoración absoluta de la praxis) no responde a
esa exigencia de perfección, y tampoco responde a ella el funcionalismo de la
verdad absoluta de cara a una misión que origina un entender (cf. la función
constitutiva de cada época para el saber en el Heidegger posterior), por un
lado, o de cara a la destrucción negativodialéctica del todo como falto de
verdad (véase la construcción utópica del saber en Adorno), por el otro. En los
casos mencionados no sólo deja de considerarse el acto de saber del filósofo,
sino que, como consecuencia de esto, también la unidad de teoría y práctica,
necesaria para un adecuado punto de partida, es incluida unilateralmente en
la reflexión, ya como mera teoría, ya como mera práctica. Sólo puede escapar
al peligro de una renovada objetivación del «ser-consciente» aquella
interpretación de lo incondicional que hace aparecer la verdad absoluta para el
puro concepto como una negatividad vacía con función positiva (misterio, luz).
Frente a la metafísica ingenuamente objetiva en la multiplicidad de sus formas
históricas, y frente a la -a dialéctica absoluta, tanto positiva como negativa, la
importancia de la f. t, se muestra precisamente en el hecho de que es capaz
de mantener la finitud y la historicidad del mundo, sin tener que abandonar su
referencia constitutiva a la realidad hermenéuticamente irreductible del bien,
y con ello su sentido afirmativo. En esta positividad se fundamenta no sólo la
filosofía misma en su posibilidad; por ella se constituye también la esencia
positiva de aquella manera de saber que como ciencia moderna pretendía
impedir toda filosofía. Precisamente porque lo problemático de la ciencia
radica, no en ésta misma, sino en la significación que el hombre le atribuye,
ella ya no es por principio expresión de una mala totalidad que deba
destruirse, de un mundo administrado, socializado, ya no originario y
auténtico, sino que ante todo y primariamente es ocasión de autoafirmación y
liberación del hombre como apertura para la realización del bien. En esta
aportación de la f. t. se muestra su función insustituible en un mundo de las
ciencias que es y seguirá siendo nuestro mundo, la de conservar críticamente
la justificada intención metafísica del hombre mediante la explicación de lo
incondicionado que está puesto en todo saber.

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Hans Michael Baumgartner

FILOSOFÍA Y TEOLOGÍA

I. Introducción al problema

Hoy se ha hecho difícil decir qué es f. Toda respuesta a esta cuestión es ya


una de las muchas filosofías que hoy existen. En realidad esto nada tiene de
sorprendente. Pues la f. es en todo caso (a diferencia de las ciencias
regionales), por una parte, aquel pensamiento que incluso a sí mismo puede
convertirse en objeto de su examen crítico, y (por eso y además) no quiere ni
puede excluir de antemano nada de su campo de investigación (de suyo,
pues, tampoco la autointeligencia del hombre determinada por la revelación,
que la f. encuentra por lo menos como un hecho histórico). Por otro lado, no
obstante la pretensión de «universalidad» absoluta por parte de la f. en
cuanto a su objeto y su método, dada la historicidad del hombre y la
insuperable pluralidad de sus fuentes de experiencia -dejando enteramente
aparte la cuestión de si las filosofías se contradicen-, no es de esperar que
haya una sola f., y este pluralismo (precisamente ya antes de la pregunta por
la verdad de una f. particular) hoy día ha entrado de nuevo en la conciencia
refleja. La variedad y diferencia de los temas, de los puntos de partida, de la
referencia a otras ciencias, de la terminología, de la relación a la tradición
filosófica, etc., son hoy día tan grandes, que ni un particular, ni un grupo
pequeño puede dominar con su saber las diversas filosofías. Nadie ignora que
junto a la propia f. hay también otras filosofías. Con ello se plantea ya la
cuestión de cómo la -->teología (t.) podrá componérselas con este pluralismo
que se da (por lo menos) de hecho. La otra cuestión, que va también aneja a
lo dicho, es ésta: ¿Cómo pueden coexistir la f. y la t., si ambas pretenden ser
ciencia fundamental, es decir, el esclarecimiento de la existencia en absoluto y
en su totalidad, realizada por método científico y reflexivo, y ambas, por
tanto, tienen la pretensión de universalidad? ¿Cómo es ello posible si, por una
parte, la fe (y, por ende, su t.) lo juzga todo y ella no es juzgada por nadie
(cf. 1 Cor 2, 15), y, por otra parte la misma fe en el modo católico de
entenderse a sí misma, al rechazar el fideísmo y el tradicionalismo, reconoce
un conocimiento natural de Dios, una t. fundamental en cierto sentido anterior
al acto de fe (preámbulos de la -> fe) y, consiguientemente, una f. como
realidad autónoma del hombre (cf. p. ej. Dz 1799)? Es insuficiente por sí sola
la explicación del concilio Vaticano i, según el cual la verdad de los resultados
de ambas formas de saber procede a la postre del Dios único y por tanto no
puede haber contradicción entre ellos. Porque así se asienta el postulado de
su conciliación en los resultados, pero no se llega a reconciliarlas como
ciencias con su respectiva pretensión de universalidad metódica, y queda en
pie la cuestión de si se puede ser a la vez filósofo y teólogo o hay que optar
necesariamente por lo uno o lo otro. Ello sigue válido aun en el caso de que se
recalque que la fe ejerce una función «sanante», no sólo en el terreno del
obrar moral, sino también en el del -> conocimiento natural contra las
depravaciones fácticas de éste, y que la Iglesia, en su magisterio, tiene
derecho a ser por lo menos «norma negativa» para el filósofo cristiano y su
filosofía (Dz 1619 1642-1645 1674 1710-1714 1786 1798s 1815 2085 2146
2305 2325), con lo que no se suprime tampoco una estimación positiva de la
f. (Vaticano ii, Gaudium et spes, n .o 44, 57, 62; Optatam totius, n° 14s). Al
contestar a esta cuestión no hay que caer en la tentación de revalorizar la
independencia de la t. subrayando el descrédito que pesa hoy día sobre la f.
(«el final de la metafísica»), porque no se haría sino desplazar el problema a
las ciencias que asumieran la herencia de la f. clásica.

II. La relación teórica entre filosofía y teología

Aquí prescindimos por de pronto del actual pluralismo (por lo menos de


hecho) de filosofías, entre las cuales hoy día la Iglesia no puede escoger una
exclusivamente (a pesar de lo que se dirá en iv sobre la «filosofía cristiana»);
también prescindimos por ahora del hecho de que la f. no puede ser
actualmente la única mediación del «mundo» para la t. La cuestión
fundamental es ante todo la de la posibilidad de que coexistan en el cristiano
dos ciencias fundamentales.

1. Para esclarecer la cuestión hay que notar primeramente que la t. católica


establece una distinción esencial entre ->naturaleza y gracia, y,
consiguientemente, entre conocimiento natural de Dios (cf. posibilidad de
conocer a -> Dios) y -> revelación, y por tanto, de suyo no sólo tolera, sino
que postula una filosofía; no erige, pues, la revelación y la fe sobre el
absoluto fracaso del hombre pensante (como pecador). La historia muestra
además que la teología siempre ha pensado también con medios filosóficos; y
contra el -> modernismo y toda religión del sentimiento, la teología católica
sostiene que ese hecho histórico (el uso de medios filosóficos) está justificado.
En efecto, la revelación y la gracia tienen de antemano como destinatario al
hombre entero y, consiguientemente, también al hombre pensador; y esta
pretensión no es secundaria en la esencia de la religión. El creyente como tal
está de antemano persuadido de que el espíritu, la naturaleza y la historia son
creación, revelación y propiedad del Dios que, como la verdad única, es fuente
de toda realidad y verdad, del Dios que, consumando y elevando su creación,
operó también la revelación histórica de la palabra. Síguese que lo que se da
«fuera» de un determinado recinto limitado de la realidad mundana (esto es,
aquí, fuera de la revelación histórica, de la Iglesia y de la teología), no está
por ello, ni mucho menos, situado para el cristiano fuera del ámbito de su
Dios. El cristiano no puede, pues, ni tiene por qué conceder un valor absoluto
a su t. en perjuicio de la f.; y si lo hiciera, confundiría su t. con el Dios de la
misma. Precisamente el cristiano sabe que hay en el mundo un pluralismo,
cuya unidad (fuera de Dios) nadie administra positiva y adecuadamente, ni
siquiera la Iglesia y su teología; aunque, por otro lado, tampoco puede darse
una «doble verdad», en el sentido de proposiciones que se contradijeran y
fueran simultáneamente verdaderas. A la inversa, si la f. ha de ser una
penetración de la existencia humana por el pensamiento, tal como ésta es
efectivamente en toda su extensión y profundidad (también la f. que parte de
lo puramente transcendental tiene todavía que mirar a la historia del espíritu),
síguese que la t. no puede pasar de largo ante el fenómeno de la religión,
porque ésta (aun en el caso en que el -> ateísmo se predique como la
verdadera interpretación de la existencia y, por ende, como «religión»)
pertenece siempre, en todos los tiempos y lugares, a las estructuras
fundamentales de la existencia humana. Una f. que no fuera también
«filosofía de la religión» y «teología natural» (prescindiendo de la forma como
esto se realice) tendría que ser una mala f., porque no vería su objeto.

2. Si la filosofía quiere ser y en cuanto quiere ser reflexión transcendental


sistemática (y de lo contrario se disgregaría hoy en las ciencias particulares no
filosóficas), de suyo no quiere ni puede presentarse como la interpretación
adecuada concreta y salvífica de la existencia, y sustituir así la religión en su
dimensión concreta e histórica (y con la religión también su t.). Si la f.
quisiera ser más que esa reflexión transcendental («mediación»); si, dicho de
otro modo, quisiera ser la mayéutica sobre la existencia concreta, que no
puede alcanzarse adecuadamente por reflexión y es, sin embargo, como tal
ineludible y obligatoria (y con ello sobre la religión concreta), en tal caso con
el nombre de f. sería cabalmente la unidad bipolar de t. y f., de la inteligencia
a priori de sí mismo y la revelación (o sería falsa t., es decir, por lo general t.
secularizada). Ello sería entonces cuestión de terminología y de recto análisis
de este dominio único y total de la existencia, en que ésta se presentaría una
vez más como la unidad, no dominable adecuadamente en su materia por la
reflexión, de aprioridad del espíritu y de la historia, de la razón y de la
revelación, como t, y f. en una pieza. Pero si, de acuerdo con toda su
tradición, la f. se entiende como reflexión transcendental, en tal caso hay que
decir que esa reflexión nunca alcanza adecuadamente en su materia lo
concreto de la existencia, aunque esto mismo concreto sea experimentado
como fundamento de la existencia y no como residuo indiferente: historicidad
es menos que historia real, amor concreto es más (no menos) que
subjetividad formal analizada (poder y deber amar), angustia experimentada
es más (no menos) que la noción de este estado fundamental del hombre.
Pero si esta afirmación, como propia limitación de la f., pertenece a sus tesis
fundamentales, precisamente en cuanto ella es la ciencia fundamental
«primera», que no tiene ya sobre sí como razón suya ninguna ciencia anterior
(aunque sí tiene sobre ella la realidad mayor en acto), en tal caso, la f. como
doctrina de la transcendencia del espíritu, remite a Dios como el -->misterio
absoluto «en persona», constituye en su ->antropología y f. de la religión al
hombre como posible «oyente de la palabra» de este Dios vivo (acaso ya bajo
el influjo del -> existencial sobrenatural) y, como mera reflexividad y
mediación inconsumable, remite al hombre a la historia misma para la
realización de su existencia, al hombre que lleva a cabo histórica y no sólo
reflejamente la mediación consigo mismo. Síguese que la f. no es de por sí
ciencia fundamental, de manera que pretenda esclarecer y dominar por sí sola
la existencia concreta del hombre. Si se entiende rectamente a sí misma y
entiende adecuadamente su libertad (liberada por la gracia oculta de Dios), la
f. es el primer esclarecimiento reflexivo de la existencia, el cual da al hombre
ánimo para tomar en serio lo concreto y la historia. Pero en tal caso lo libera
para la posibilidad de encontrar en la historia concreta al Dios que se ha
comunicado con el hombre.

3. La revelación concreta y en este sentido la Iglesia y su magisterio


pretenden (necesariamente partiendo de su esencia) representar de algún
modo la totalidad de la realidad (como principio supremo y salvación del
todo). Desde el punto de vista de la unidad de su existencia, en cuanto es ya
un creyente y ha realizado ya esta unidad y jerarquía de la fe y de su
existencia, el cristiano no puede, por ello, considerar como absolutamente
indiferente e incompetente para sí como filosófico y para su f. la doctrina de la
Iglesia. Por eso, aunque ésta no sea para su f. como tal una fuente material
objetiva, sin embargo, por lo menos es «norma negativa» (cf., p. ej., D 1675
1703s 1711 1714 1810). Ahora bien, dada la pluralidad permanente de f. y t.,
requerida por la t. misma, esto no significa en absoluto que quien filosofa y
cultiva la teología haya de llegar siempre a una clara síntesis positiva,
experimentable para el hombre histórico. La última unidad de su destino
filosófico y teológico puede y debe confiarlo al Dios único de la f. y la t., al
Dios que es siempre mayor que la filosofía y la teología.

III. Filosofía dentro de la teología

Aquí prescindimos (aun cuando sería el problema más importante) de que ya


el primigenio enunciado de la revelación y la transmisión de ésta por l a
predicación, se hacen en conceptos y proposiciones humanos dentro del
horizonte de intelección del hombre, los cuales están ya previamente dados y
son independientes de la revelación de la palabra (aun cuando pueden
también ser modificadas por ésta), e implican, por tanto, una manera
determinada, condicionada históricamente, de entenderse el hombre a sí
mismo; inteligencia que está ya condicionada por la f. o constituye el material
de la f, en un estado todavía no reflexivo y precientífico, y que así podría
llamarse con razón f. precientífica. Pero, en todo caso, la t. (en su diferencia
de la revelación y predicación) es la reflexión sobre la revelación y la
predicación eclesiástica en que el hombre (preguntando críticamente por
ambos lados) confronta la revelación con la totalidad de su inteligencia de la
existencia (también parcialmente objeto de reflexión filosófica), tal como se
presenta en su situación concreta, para asimilarse realmente la revelación,
interpretarla de cara a él mismo, purificarla críticamente de tergiversaciones
y, a la inversa, dejar que sean puestos en tela de juicio por la revelación
misma los propios horizontes de intelección que el hombre lleva consigo.
Ahora bien, con ello el hombre «filosofa» necesariamente en la t. La
inteligencia «filosófica» (objeto o no de reflexión) que tiene de sí mismo, es
por lo menos una de las fuerzas que distinguen a la t. de la revelación como
tal y la ponen en marcha. Esta puesta en marcha filosófica de la t. es posible
porque la revelación, como llamada y exigencia a la existencia entera del
hombre, se halla siempre abierta para este modo de entenderse el hombre y
en ella misma está ya dada esa inteligencia filosófica o prefilosófica, o una
inteligencia originariamente filosófica, pero degradada de nuevo en la
aparente evidencia de lo diario y del «sentido común». Dondequiera se opina
que no debe «filosofarse» en el campo de la t., se cae forzosamente en una f.
dominante, que no es objeto de reflexión, o en una palabrería puramente
edificante que no llena la tarea de la t. Pero el uso de la f. en la t. no implica
que en la t. se presuponga un sistema filosófico cerrado como invariablemente
válido, el cual deba únicamente «aplicarse». En la f. puede reflejarse
«eclécticamente» el pluralismo no sistematizado de la experiencia humana y
de la historia del espíritu, y ella debe estar dispuesta a dejarse transformar y
ahondar en su uso teológico.

IV. El problema de la «filosofía cristiana»

Supuesto que sea posible, la f. cristiana sólo puede darse si en principio y en


su método se propone ser f. y nada más, pues de lo contrario dejaría de ser f.
como ciencia fundamental. La f. únicamente puede ser ancilla de la t. (es
decir, mero momento en un todo superior al que se abre por sí misma), si es
libre. También la t. debe tener la audacia de entablar un diálogo abierto con la
t., no manipulado ya a priori por el hombre mismo y por la Iglesia, y aceptar
que le digan algo que ella no sabe ya de antemano.

Un filósofo puede en principio ser «cristiano», en cuanto acepta su fe cristiana


como «norma negativa». Esto no es «antifilosófico».

Una f. puede llamarse «cristiana», en cuanto históricamente ha recibido en su


propio campo impulsos del cristianismo, sin los cuales de hecho no sería lo
que es.

Una f. es además «cristiana» cuando un filósofo cristiano aspira a lograr en lo


posible una convergencia entre su f. y su fe (o su t.), sin ignorar en esta
aspiración la diferencia esencial y la inconmensurabilidad de ambos campos y,
por ende, lo asintótico de este esfuerzo. Ese intento no significa una unidad
dada de antemano, sin amenazas ni tensiones, entre f. y fe, ni permite la
huida hacia una «doble verdad».

Una f. puede también ser «cristiana» en cuanto considera con método


filosófico (cosa legítima en virtud de su esencia como ciencia fundamental) el
cristianismo como un hecho de la f. y fenomenología de la religión (con ayuda
de la historia de la religión), aun cuando para un filósofo cristiano
permanezcan prácticamente fluidos los límites con la t. que trabaja
filosóficamente.

V. Filosofía, teología y ciencias modernas

La relación fáctica entre f. y t. se ha modificado no sólo por el mayor


pluralismo de las filosofías de hoy, que (en la era del - historicismo, del ->
mundo uno, de las mayores posibilidades de comunicación) se ha hecho
consciente como existente e irremediable a la vez. Esta relación ha cambiado
también por el hecho de que la f. no es ya la única, y ni siquiera la primaria,
mediación del «mundo» para la t., que ha de realizar su cometido en el
encuentro con este mundo. Antaño, la f. era la única mediación del
conocimiento del mundo (la única de importancia para la visión del mundo).
En este aspecto, hoy día se han añadido también a la f. las ciencias modernas
(de la historia, de la naturaleza, de la sociedad), que ya no se entienden como
ramificaciones de la única f. Estas ciencias conocen sin género de dudas su
procedencia histórica de la f., pero no consienten que ella les dicte la manera
de entenderse, su método y su saber. Más bien, la consideran superflua como
mediación de la existencia o en orden a una posterior formalización de los
métodos de las muchas ciencias autónomas. Si esta manera de entenderse las
modernas ciencias no filosóficas está enteramente justificada, o no, es ya otra
cuestión. Pero es un hecho, y la t. tiene que contar con él, que las ciencias
son igualmente su interlocutor en un diálogo que tiene efectos para ambas
partes. En este sentido, la t. tiene que considerar la mentalidad fundamental
del moderno cultivo de la ciencia y la precaria situación gnoseológica (o sea,
el pluralismo de las ciencias, que no pueden reducirse a una síntesis
satisfactoria), no menos que los métodos y resultados particulares de estas
ciencias. A la inversa, la t. debería ayudar al científico a soportar
humanamente esta precaria situación gnoseológica (que lo es hasta la
esquizofrenia espiritual).

VI . La filosofía escolástica de la Iglesia

A pesar del actual pluralismo de filosofías que no puede ser superado


adecuadamente y que condiciona también un pluralismo análogo de teologías,
debe, sin embargo, tenerse en cuenta el punto siguiente. La Iglesia una, con
igual profesión de fe y un magisterio para todos sus miembros, no puede
renunciar a una t. en cierto modo unitaria, que ella necesita para exponer y
custodiar la confesión una, e incluso a una cierta regulación del lenguaje más
allá de lo que pide ya la cosa misma. Pero esa t. escolástica en cierto modo
uniforme (en terminología, etc.) para el magisterio de la Iglesia (dentro de la
permanencia en el fluir de la evolución histórica) implica en lo relativo a los
métodos, a los conceptos que se suponen inteligibles y corrientes, etc., una
cierta f. escolástica de la Iglesia. Puede naturalmente preguntarse si esta
«filosofía» es aún f. en sentido estricto o sólo significa en el fondo aquella
lengua y aquellos horizontes de intelección que, procediendo desde luego de
las filosofías, forman la conciencia general de una época en su contenido no
elaborado sistemáticamente. De hecho ese contenido se da en la usual f.
escolástica, y es necesario en aquella t. que se requiere para la unidad
confesional, y también hoy día debe tenerse en cuenta y cultivarse, si bien
esta f. escolástica de la Iglesia nunca puede cerrarse o entenderse
simplemente como la philosophia perennis al estilo de la «neoscolástica» (cf.
concilio Vaticano ii, Optatam totius, n.° 15).

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Karl Rahner

FORMACIÓN

I. Concepto
F. designa: 1º. el proceso en que el hombre adquiere la verdadera forma de
su ser humano (concepto dinámico de f.); 2°, el estado así alcanzado
(concepto estático; cf. también -> educación). El hombre se caracteriza por
su «intencionalidad», es decir, por una fundamental apertura y orientación
hacia una plenitud aún no lograda. No está acabado como lo inorgánico, que
es siempre perfecto en la esencia (forma fundamental) y en la realidad (plena
presencia o actualidad); y, a diferencia igualmente del ser orgánico, estas dos
dimensiones no se hallan en él de tal modo que se desarrollen y alcancen con
toda seguridad. El hombre está inicialmente como vacío: sin esencia y sin
realidad. Sin esencia, porque tiene que empezar por tomar y ocupar su puesto
fundamental en la totalidad de los entes, su «lugar esencial» en la totalidad
del mundo. Sin realidad, porque la actualización de su plena presencia en la
relación con todo lo otro inicialmente es para él tarea y mandato.
Positivamente este vacío se muestra como -> «libertad»: el hombre no está
claramente predeterminado por algo subjetivo particular (sus disposiciones,
dotes e instintos), ni fijado por algo objetivo particular (ambiente, contorno
determinado y objetos y fines instintivos previamente dados en ese contorno).
El hombre puede decidir lo que quiere hacer con tales disposiciones, dotes,
instintos, intereses y deseos, lo que quiere hacer de sí mismo. Puede también
decidir si quiere dejar tal cual es su medio, permanecer en él y adaptarse a él,
o abandonarlo, cambiarlo y transformarlo. Sin embargo, esta libertad para
disponer de sí mismo no es capricho. Sin estar claramente ligada al dato
previo subjetivo y objetivo (a determinadas disposiciones formativas que hay
en él, o bien a objetividades dominables fuera de él, que constituyen el
mundo en torno), esta libertad toma su medida, norma y vinculación de la
interpretación del todo, de la decisión sobre una determinada estructura
fundamental de la misma totalidad: del ->mundo. Por eso, para poderse
decidir libremente, el máximo todo, el mundo, tiene que estar presente en el
que se decide. La fuerza para hacer presente esta totalidad como posibilidad
de toda libertad se llama espíritu o razón. De ahí que la libertad sea propia
determinación racional, es decir, decisión sobre la presencia de un todo, y
propia determinación dentro del mismo.

El proceso en que el individuo adquiere su relación con el todo, de suerte que


él logre seguridad en las decisiones de su libertad; el proceso en que se
asegura de la estructura fundamental de su mundo, de suerte que puede
señalar a todas las experiencias y encuentros nuevos su puesto en el todo, lo
llamamos f. El hombre como ser racional que tiene la fuerza de hacer
presente el todo, es el único ser con posibilidad de f. (todos los otros vivientes
sólo conocen el desarrollo y la evolución); y, además, es capaz, por un lado,
de adiestramiento dirigido y, por otro, de un desenvolvimiento querido de
disposiciones y aptitudes. El todo, el mundo del hombre, comprende las
relaciones fundamentales, que constituyen el ser humano, con la ->
naturaleza extrahumana, con la ->comunidad y ->sociedad humanas y su
historia, y finalmente, con -> Dios y su -> revelación. El hombre formado
tiene la experiencia de cómo se comportan entre sí estas relaciones
fundamentales, sabe en qué radican, en qué está su importancia y cómo
determinan la unidad de una vida y de un mundo. Así, un individuo formado
es un «hombre de mundo», como dice Kant; no tiene por qué saber
extraordinariamente, ser un polymathes, un erudito enciclopédico; tampoco
necesita poseer aptitudes extraordinarias en calidad o número; es más bien
un hombre cuya libertad tiene su puesto en el todo, y que, por la experiencia
del --> sentido, conoce la significación, la estructura y las leyes
fundamentales de este todo, conoce qué es lo importante, y, por tanto, sabe
decidirse rectamente en lo particular, aun frente a lo imprevisto y
sorprendente, y orientarse rectamente. Síguese que cuanto este conocimiento
del todo menos sea «mero saber», de suerte que el hombre haya de deducir
las acciones particulares de un todo meramente sabido; cuanto más haya
configurado él experimentalmente su libertad en todas sus manifestaciones
conscientes e inconscientes, y más se haya hecho uno consigo mismo, tanto
más auténtica es la formación.

El mero saber acerca de un todo, su mera presencia o representación


cognoscitiva, no es aún una presencia «formativa». La decisión en pro de un
todo así, representado en un edificio doctrinal, pero no presente, permanece
necesariamente caprichosa, depende primariamente de mi acto voluntario,
que no goza de evidencia y, por tanto, a la postre es inseguro. Si la f. es el
estado seguro de libertad en el todo que sólo a ella pertenece, en
consecuencia queda falseada la f. que se convierte en un sistema enseñado,
en una visión culta del ->mundo (ii); en lugar de la f. surgen el formalismo
ideológico y la intolerancia, que no reciben ya auténtica orientación desde el
todo presente para las decisiones particulares, sino que aguardan la decisión
de la instancia central que expone o «interpreta» el todo meramente
propuesto. Aquí precisamente se echa de ver hasta qué punto se diferencia la
instrucción dada sobre un todo presentado y representado, de la f. como sello
que imprime el todo presente y vivido. La f. es un sello del hombre particular,
fundado en la experiencia supraindividual e impreso por la presencia viva de
un todo que lo determina en todas sus acciones y actos particulares. En este
sentido, un labrador que, dentro de un mundo campesino, tiene una auténtica
relación fundamental, debida a la experiencia, con todas las funciones básicas
que determinan su vida: con Dios y la Iglesia, con la tierra y el cielo, con la
familia y la comunidad, con el paisaje y la región; puede poseer más f. que un
universitario, dueño de un extenso saber religioso, técnico, sociológico e
histórico, pero sin estar informado por él en sus rasgos fundamentales.

II. Formación e instrucción

Por su carácter experimental, la f. se distingue de toda instrucción (universal


e ideológica); por su carácter cósmico (por encima de la especialización), se
distingue de toda instrucción especial, que desarrolla ciertas aptitudes o un
determinado talento y capacita al hombre para cumplir, gracias a sus dotes,
determinadas funciones en el todo de la sociedad, para ser «funcionario»
utilizado y utilizable. En la instrucción hay que distinguir también: 1º. la
instrucción material; y, 2º. la formal.

1º. La instrucción material comunica (teórica o científicamente) ciertos


contenidos cognoscitivos y (técnicamente y por ejercitación) una determinada
habilidad para hacer algunas cosas. En este sentido, p. ej., la enseñanza
básica imparte determinados contenidos cognoscitivos de carácter objetivo
que son indispensables para la convivencia social. Las cuentas no sirven aquí
(como en la instrucción matemática formal) en primer término para
desarrollar el ingenio, sino para el dominio técnico de lo usado diariamente.
De manera semejante, en la geografía e historia se transmiten conocimientos
de hechos dentro del contorno geográfico e histórico al que hay que referirse
siempre, si la convivencia ha de realizarse sin fricciones; y el aprendizaje de la
escritura transmite un instrumento universal que es imprescindible lo mismo
para la mutua inteligencia que para la adquisición de nuevos conocimientos.

2° En cambio, la instrucción formal pretende desarrollar las potencias


fundamentales del hombre (inteligencia, pensamiento lógico, juicio histórico,
gusto artístico, talento técnico, voluntad moral), para que estén a la altura de
las varias tareas y situaciones, aunque sean nuevas e inesperadas. En la
instrucción formal, la materia transmitida en primer término (literatura,
historia, matemáticas, física, reglas morales, el relato bíblico de la historia de
la revelación y de la salvación) es sólo un medio para dar mayor eficacia
dentro de su propia órbita a la capacidad con que se domina o aprehende la
materia, para agudizar y ejercitar el entendimiento. Una instrucción formal
sólo es posible si se ejercita en una instrucción material. Pero la idea de
instrucción formal no conoce contenidos absolutos, que hayan de ser
asimilados por razón de sí mismos; los contenidos son, más bien,
intercambiables como «ocasiones». En la literatura y la formación lingüística,
para la instrucción formal no hay «nada que deba haberse leído», nada que
sea necesario conocer fuera del conocer mismo.

A excepción de la religión, en que hay para el fiel cristiano «contenidos»


realmente absolutos y no permutables; en la actual situación habría que dar la
preferencia a la instrucción formal sobre la material y poner ésta al servicio de
aquélla. Desde luego, el -> humanismo clásico (o clasicista) atribuye a
menudo un valor formativo absoluto a la antigüedad clásica, como el que
atribuye el cristianismo a sus propias verdades. Pero esta preferencia de los
valores antiguos es hoy ampliamente discutida, y el aprendizaje de las
lenguas clásicas sólo se prosigue actualmente por razones de instrucción
formal.

De lo dicho al principio se deduce que ni la noción de instrucción material ni la


de formal alcanza ya el verdadero concepto de f. En la verdadera f. no entra
ni la asimilación más o menos completa de los bienes formativos ni el
desarrollo más o menos completo de las aptitudes o los talentos. La f.
aprovecha más bien lo mismo la instrucción material que la formal, y dirige
tanto la una como la otra. En la f. se configura la relación con el mundo como
tal. Si la instrucción no se pone al servicio de la f. como producción de la recta
referencia fundamental del hombre al mundo, como configuración del recto
puesto en el todo y, con ello, juntamente como instauración de la recta
relación fundamental con los ámbitos principales del ser y con Dios; en tal
caso sólo logra formar al hombre en cuanto funcionario en una sociedad; pero
nunca lo forma como --> persona en un mundo.

III. Crisis de la formación

La actual crisis de la f. tiene su verdadera causa en que el saber y el poder de


la humanidad han crecido extraordinariamente en las diversas esferas
particulares (tanto en el conocimiento y dominio de algunos campos, como en
el desarrollo de ciertas facultades), pero al mismo tiempo ha retrocedido cada
vez más el todo. Hoy día no existe ya en ningún pueblo la evidencia de un
mundo que en su unidad abarque por igual a los hombres de este pueblo,
señale a sus conocimientos y a su poder el lugar debido y proponga a su
estimación y obrar, como espacio propio de la libertad, criterios válidos dentro
de los cuales la libertad sea realmente libre y no caiga en la desorientación. La
imagen religiosa del mundo, la histórica, la ética y social y la científica, ya no
confluyen en una unidad compacta. Son como perspectivas de algo que se
encubre y retrae en lo que propiamente es, de suerte que las perspectivas no
son ya «vistas» de un solo y mismo objeto, sino que degeneran en meras
«apariciones» que se disuelven. Cuanto más lo conocemos todo en la tierra y
en el mundo y así, aparentemente, podemos comparar todas las cosas con
todas las cosas, tanto más se nos ha escurrido y ocultado la razón de la
posibilidad de toda comparación: aquello que todo lo abarca, lo une, ordena y
mide, y lo valora según criterios; cuando más se hace todo, externamente y
por los medios de comunicación «un solo mundo», tanto más se nos escapa
ese «mundo uno» como forma personal y social de la libertad.

Así, pues, la llamada crisis de la f. es una «crisis del mundo», en el sentido


que «el mundo» como totalidad presente y experimentable ha desaparecido,
se ha tornado irrepresentable e inexperimentable, y esta máxima unidad
como espacio de la libertad ha venido a ser un mero postulado. La antigüedad
clásica experimentó la máxima unidad de todos los acontecimientos del
mundo como naturaleza (physis) y como destino fijo que se comunica (dike y
moira); el cristianismo la sintió como la unidad de la historia de la salvación
abarcada por la --> revelación y, por ende, como la unidad de una historia
progresiva en forma singular e irreversible, estructurada y graduada conforme
a un fin (historia de la -> salvación). Ambas unidades abarcan toda acción
que librethente se inserta en ellas, donde recibe su sentido y busca su lugar y
el de todo acontecer. Hoy día, no se experimenta como válida, ni la
implicación de tal naturaleza en la estructura gradual de sus formas, de sus
leyes y necesidades, de sus deberes, derechos y exigencias (cf. la unidad de
los múltiples derechos en el llamado -* «derecho natural»), ni la unidad de
una historia que señalara sus fines, su sentido y sus normas a nuestro obrar
de cara al futuro, de una historia que obligara, y cuya tradición fuera
normativa para el individuo como estructura de una comunidad vivida.

En lo que hoy se llama «mundo del trabajo» (-> industrialismo), imperan


única y exclusivamente las exigencias técnicas del «funcionamiento» de un
proceso laboral que se disgrega en incontables ramas especiales, mientras
que sus unidades universales (naturaleza e historia) aparecen irreales, pálidas
e ilusorias. De ahí que el -+ marxismo, sin poder notar su carácter
experimental, las designe como «ideologías» de las clases dominantes, como
«epifenómenos» ideológicos, que nada tienen que ver con la realidad efectiva
del proceso del trabajo, en que la tierra renitente se torna ambiente o
contorno disponible; es decir, que nada tienen que ver con los fenómenos
reales. Si bien es cierto que hemos de rechazar estas tesis marxistas, no lo es
menos que la repulsa no produce una nueva experiencia de un todo obligante
como naturaleza o historia (->ideología).

Nuestras «instituciones formativas» no pueden ya dar, a través de las ciencias


naturales que enseñan, la vivencia de la finalidad de la estructura una de la
naturaleza, ni introducir, por la enseñanza de la historia y de las lenguas, en
la estructura con sentido y fuerza obligante de un mundo tradicional, histórico
y experimentable que todavía hoy siga vinculándonos a él. Con esto fracasan
tanto las disciplinas «científicas» como las «humanísticas» de cara a sus
verdaderas funciones formativas, y sólo conservan ya un valor instructivo. Así,
ante la necesidad de preparar para una capacitación profesional que se hacía
cada vez más difícil, ya en un estadio temprano del siglo xix, por una parte la
instrucción formal y la material fueron pasando cada vez más a primer plano
frente a la f., proceso que la sociedad impuso por su división del trabajo cada
vez más perfeccionada; y, por otra, la f. no supo ya por qué imagen del
mundo tenía que orientarse desde el momento en que la preferencia por la
antigüedad clásica, que era aún indiscutible para Humboldt, se deshizo en el -
> historicismo» de la actualidad, y hasta el cristianismo, entendido como
fenómeno histórico, vino a ser una de las grandes «religiones universales».
Numerosas asignaturas nuevas acrecieron la instrucción, y el único criterio de
su necesidad fue el aprovechamiento posterior en la profesión. En esta
situación, la escuela ya no gozó de reposo en la segunda mitad del último
siglo, sino que fue zarandeada de una reforma en otra. Pero en esas reformas
nunca se trató del auténtico problema de la f., sino del juego inacabable de la
combinación de asignaturas con miras a su aplicación posterior.

El gran valor de la llamada f. clásica o humanística, que en siglos anteriores


fue el fundamento de toda f. en -> occidente, hasta nuestro tiempo, ha sido
cifrada en lo siguiente: en que las llamadas lenguas «muertas» no se
aprenden para entenderse en el terreno práctico o técnico (como en la
actualidad se hace propaganda del inglés y del ruso, en cuanto lenguas vivas
universales, o del esperanto y del ido, como lenguas artificiales), es decir, no
se trata aquí de una instrucción material en el conocimiento de lenguas. Más
bien, la forma madura y acabada de estas lenguas se ha prestado
excelentemente para fomentar la inteligencia de los idiomas en general, para
conocer en la traducción e interpretación la estructura, división y propiedad de
una lengua, de forma que ahí pudiera aparecer lúcidamente la esencia de un
idioma en general: reducir a palabras todo un mundo y sus contenidos. De ahí
que el aprendizaje de estas lenguas se tuviera y todavía sea tenido por la
forma más alta de desarrollar la aptitud lingüística del hombre, aptitud que se
afianza y se hace segura de sí misma en ese tipo de educación. Pero lo que
sobre todo daba a los «estudios humanísticos» su forma de formativos es que
el mundo clásico, cuya esencia conservan estas lenguas, pasaba por ser el
mundo en que más claramente tomó forma ejemplar la esencia del hombre
(humanidad), del arte (belleza), de la filosofía (verdad) y de la sociedad
(poder y derecho). Se pensó -particularmente desde el --> renacimiento y el -
--> humanismo- que, a pesar de la variación de los contenidos, la estructura
de aquel mundo ha quedado como norma invariable.

El despertar del sentido histórico relativizó esta fe en la antigüedad, fe que,


por lo demás, el cristiano no pudo compartir nunca en la misma medida que el
«humanista». Estas lenguas han conservado un mundo pasado, el cual sigue
obligándonos por ser (en parte) nuestro origen; en ellas se ha conservado con
nitidez extraordinaria la totalidad de la vida y constitución de ese mundo. Pero
actualmente su valor normativo está sometido a la lucha de opiniones y
valoraciones. Nietzsche planteó por vez primera la cuestión de si, desde
Sócrates y Platón, de una parte, y desde Cristo y Pablo, de otra, no correrá la
historia de occidente por falso camino, que hay que dejar y no proseguir (una
concepción estrictamente opuesta, p. ej., a la de Hegel). Pero el auténtico
humanismo no quería apoyarse sólo en el valor educativo formal
(reconocidamente grande) de las lenguas clásicas; aquí le hacen e hicieron
viva competencia las matemáticas y determinadas ciencias naturales que
poseen también alto valor formativo; el humanismo tenía más bien que
afirmar el singular valor formativo del mundo antiguo en general. Ahora bien,
este valor permanece inatacable sólo donde ese mundo es «canónico», es
decir, ejemplar aun para nuestro futuro y su forma del mundo.

Hemos dicho que la actual crisis de la f. es una «crisis de mundo», o sea, hay
incertidumbre sobre los rasgos fundamentales del mundo que son hoy día
válidos; es decir, ¿qué rasgos fundamentales del mundo debe asimilarse el
hombre de hoy para ser capaz de hacer uso, dentro de ellos, de su libertad?
Puesto que no se sabe para qué mundo hay que hacer madurar al joven (para
qué mundo «formarlo»), no se sabe tampoco cómo ha de educar la escuela.
Así, de la crisis de f. y de mundo se origina una crisis de educación y de
escuela. Un pueblo seguro de su mundo transmite los rasgos fundamentales y
criterios del mismo a la generación siguiente, en primer término, por el
conocimiento de las grandes obras de la literatura y del arte, conocimiento
que puede presuponerse en la minoría rectora del pueblo. Al entrar el joven
en contacto con estas obras, surgen en él con naturalidad las respuestas a las
cuestiones sobre el sentido de la vida, la estructura del mundo y los criterios
de estimación, todo lo cual se convierte en elemento presente, vivido y
experimentado de su propia vida. Como transmisores y vivificadores
perpetuos del mundo válido; como autores en cuyas obras este mundo
adquiere actualidad como un todo, los poetas pasan luego a ser «clásicos».

Actualmente la gran poesía ya no puede transmitir un mundo que sea


normativo; sólo puede hacer sentir la necesidad de poseerlo y la necesidad de
preguntar por él. Ahora bien, con ello se ha perdido una de sus funciones
capitales en el proceso de la f. y, consiguientemente, lo literario no puede ya
afirmarse contra la competencia de la técnica y de las ciencias naturales, ni lo
humanístico contra la competencia de las disciplinas experimentales.

IV. Orientaciones para la superación de la crisis de formación

La multiplicidad de disciplinas formativas igualmente eficaces, en la práctica


ha hecho cada vez más difícil llegar hasta la verdadera f.; pero, por otra
parte, ha hecho sentir cada vez más la causa de esa dificultad: la desaparición
de una totalidad experimentada, vivida, que lo abarque todo. Uno de los
méritos principales del «movimiento de juventudes» (p. ej., en Alemania) fue
el de haber mostrado claramente la crisis de f., al poner de manifiesto cómo el
mundo tradicional que se suponía válido, no era ya experimentado ni
reconocido como vigente, sino que se lo sentía como cosa del pasado, de un
pasado mantenido solamente por razón del orden y de la tranquilidad
exteriores. El movimiento juvenil quería llegar a una nueva y primigenia
experiencia de aquellas totalidades que constituyen la estructura obligante del
mundo; a una nueva experiencia de la naturaleza y de la patria, de la
amistad, de la comunidad y del pueblo, del arte como forma originaria de una
visión vivida del universo, de la religión como experiencia de comunión con lo
vivido, etc.; quería salir de la amenaza que supone la prepotencia del
individuo excesivamente especializado, sin tener que aceptar por tradición una
imagen del todo que se había hecho problemática; buscaba una nueva razón
de validez en una experiencia del todo, tratando de penetrar desde las
experiencias del mero ente hasta las auténticas vivencias de un sentido.

Con ello se inicia una nueva fase de reforma escolar: la tentativa de


establecer una escuela de la vida en lugar de la escuela del mero saber. En la
medida en que las reformas escolares nacidas de este criterio fueron probadas
en escuelas privadas, influyeron fecundamente en las escuelas públicas del
Estado, pero no pudieron aportar una solución a la verdadera crisis de f. en la
-->educación. Tampoco los internados de las órdenes religiosas, las cuales, no
obstante la actual decadencia y pérdida del mundo de valores, conservan
fielmente la antigua imagen del mundo, han podido marcar genuinamente a
los jóvenes partiendo de la experiencia de este mundo válido, entendido
religiosamente; no han desarrollado ya ninguna forma propia de auténtica f.,
sino que se han adaptado en estructura, plan y métodos de enseñanza a las
escuelas públicas del Estado, que se convierten en puros centros de
instrucción. De ellas no puede, pues, irradiar ningún impulso decisivo para
estas escuelas públicas. Algo parecido hay que decir de las escuelas
protestantes, exceptuando las surgidas del impulso reformista del movimiento
juvenil. En cuanto a las escuelas mismas del Estado, las tentativas de lograr
una reforma por el cambio continuo de la proporción de las asignaturas entre
sí, ha hecho mucho más daño que bien. La cuestión fundamental sobre cómo
haya de mantenerse la unidad de la f. junto a la multiplicidad de la
instrucción, todavía no está resuelta dentro de las escuelas existentes. Si es
cierto que una «cultura general» desprendida de una instrucción concreta es
un absurdo, pues quiere «enseñar» un saber abstracto sobre el hombre total,
igualmente habría de impedirse que los fines de la f. se sacrificaran a la
instrucción y así desapareciera cada vez más la unidad de la personalidad
total, y que la instrucción se contentara con la asimilación material de los
contenidos técnicos, civilizadores y culturales que fueran produciéndose, y con
el fomento de los talentos individuales para servicio y uso de la comunidad.

La lucha de las Iglesias cristianas contra la decadencia de la educación


familiar y por el mantenimiento de la escuela confesional o por la
impregnación de todos los centros de f. con un espíritu religioso, es a la vez
una lucha por la f. y la unidad del todo que se hace presente en ella, contra la
mera instrucción emancipada de la f. Un factor decisivo de esta lucha será la
capacidad que en el futuro tenga la religión para transmitir auténtica
experiencia religiosa (experiencia de lo santo, del encuentro con Cristo, de la
comunión con Cristo en la Iglesia) y no un mero sistema de normas y
doctrinas. Sólo a base de tales experiencias se convierte ese sistema en
estructura válida de la -* existencia cristiana. Dentro de lo religioso mismo
existe indudablemente el peligro de sustituir la f. cristiana por un mero
adiestramiento, por la transmisión de conocimientos y la instrucción religiosa
(concepción del -> mundo).

Justamente por la especialización de la ciencia se hace hoy una y otra vez la


experiencia de la falta de un todo, que jamás nos dan las ciencias especiales,
pues son incapaces de aprehender la totalidad. Las ciencias particulares
perciben hoy más agudamente que nunca cómo ellas son sólo «especiales» y
presuponen un todo, que no pueden alcanzar por su propio método. Se dan
cuenta de que avanzan con éxito en el mundo, sin poder alcanzar el mundo,
que no es la suma de las investigaciones particulares. De ahí que penetren
cada vez más en las cuestiones filosóficas y teológicas, sin quererlas resolver
-como en el siglo xix - con los métodos de su campo, y sin identificar este
campo - como antaño - con el mundo mismo. Precisamente en su
especialización las ciencias particulares reconocen hoy la justificación de
cuestiones más amplias, tal como las plantean la filosofía y la teología, lo cual
les facilita una nueva apertura con relación a éstas y, consiguientemente, con
relación a la f.

F. es fundamentalmente orientación del ser entero del hombre


(entendimiento, voluntad y sentimiento) en el todo del ser; esta orientación
no es posible sin religión. Las maneras como se da o acontece la f. no son
limitables ni a campos particulares (f. teórica, científica, racional, práctica, de
la voluntad, técnica; todas las cuales, en su carácter particular, son siempre
sólo instrucción, pero cada una por sí puede conducir a la auténtica f.), ni a
métodos particulares (f. escolar, autoformación, f. por experiencia de la vida).
La f. puede darse con todos los medios y en todas partes. De acuerdo con su
estructura no hay en ella primacía de un dominio (p. ej., preeminencia de la f.
lingüística sobre la científica), ni de una modalidad (primacía de la f. escolar, o
de la lograda por el contacto con la vida, o de la autoformación, o de la f. bajo
la dirección de otro); la f. se realiza siempre, bien sea en la escuela o en la
vida, bien sea con o sin maestro, como f. de la libertad. La libertad tiene la
singular peculiaridad de no ser nunca particular. Es una postura dentro del
todo, dentro del mundo, y en esta postura la formación va enfocada hacia el
todo de ese mundo. Para la libertad no hay instrucción, sino únicamente f.
Una teoría de la f. es a la vez el esbozo de una teoría sobre el ser libre del
hombre y sus posibilidades (--> antropología). En el problema de la f. se
contraponen el -> personalismo y el funcionalismo. El Estado personal quiere
formar la libertad de la persona; el Estado totalitario quiere desarrollar las
aptitudes y disposiciones, el saber y poder de los individuos, para tomarlos a
su servicio; él busca el funcionario perfecto, que como mejor sirve al todo es
si no lo ve ni lo tiene presente; a este funcionario se le señala su puesto, pero
él no lo determina ni elige por sí mismo. La f., como panorama y visión a
fondo del todo, queda luego reservada a los pocos del «comité central». A los
otros, como sucedáneo y para asegurar una gustosa inserción funcional, se les
inculca por la enseñanza un sistema del todo, cuya aplicación tiene lugar a
base de preceptos. Sin embargo, ese sistema conscientemente buscado con
intención política e ideológica, nunca es un sustitutivo aceptable de la
experiencia formativa, como auténtica experiencia del mundo y de la libertad.

En relación con este tema, véase también, --> educación, --> libertad, ->
experiencia, ->mundo (i y 11), ->historia e historicidad, -> filosofía.

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Eckle, Der platonische Bildungsgedanke im 19 3ñ. Ein Beitrag zur Geschichte
und Theorie seiner Interpretation (Erziehungsgeschichtliche Untersuchungen
3) (L 1935); F. Bldttner. Der Humanismus im deutschen Bildungs wesen (L
1937); M. Müller. Das christliche Menschenbild und die Weltanschauungen der
Neuzeit, 2 Vortrdge: Das christliche Deutschland 1933-1945 (Katholische
Reihe V) (Fr 1945); T. Litt, Berufsbildung und Allgemeinbildung (Wie 1947);
M. Scheler, Bildung und Wissen (1." edic. bajo el título: Die Formen des
Wissens und die Bildung [Bo 19251) (F 31947); K. Zeller, Bildungslehre;
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Erziehungs- und Bildungstheorie (Brau 1949); W. Guyer, Grundlagen einer
Erziehungs- und Bildungslehre (Z 1949); M. Heidegger, Über den
Humanismus (F 1949) (también en M. Heidegger: Platons Lehre von der
Wahrheit [Berna 1947]), ir. cast.: Carta sobre el humanismo (Taurus Ma); J.
Sellmair, Moderne Bildungsfragen (Mn 1950); F. Kanning,
Strukturwissenschaftliche Pddagogik. Untersuchungen zar Wandlung der
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Wissen und Haltung. Eine Untersuchung zum Begriff der Bildung (Grundfragen
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Bildung (D 1962); M. Müller, Existenzphilosophie im geistigen Leben der
Gegenwart (1949, Hei 31964); F. Armentla, Adolescentes. Formación de su
naciente personalidad (Ma 31964); J. GSttler, Pedagogía sistemática (Herder
Ba 41967); Th. Campmann, Conocer para educar (Herder, 11970, 11 1972);
A. Wallenstein, Educación del niño y del adolescente (Herder Ba 41967); L.
Prohaska, El proceso de la maduración en el hombre (Herder Ba 1972); H.
Henz, El estimulo educativo (Herder Ba 1972); Cl. Allaer y otros, La
adolescencia (Herder Ba 1972).

Max Müller

FORMAS, HISTORIA DE LAS

La actual imagen científica de la literatura del AT y NT se funda en gran parte


en los resultados de la investigación de nuestro siglo orientada hacia la h. de
las f. Este hecho exige de todos los que quieran manejar responsablemente la
Biblia conocimientos fundamentales sobre el «método histórico de las formas»
y sobre los resultados logrados con su ayuda en lo relativo a la h. de las f. de
la literatura bíblica. Entre los «métodos adecuados» con que la sagrada
Escritura puede estudiarse y exponerse científicamente, «a fin de que el
mayor número posible de ministros de la palabra puedan repartir
fructuosamente al pueblo de Dios el alimento de las Escrituras», el magisterio
eclesiástico cuenta en particular el método histórico de las formas (cf.
Vaticano lr, Dei verbum, n .o 23, 12). Para la inteligencia de los Evangelios
sinópticos, la consideración históricoformal es el «acceso decisivo»; sin
exageración puede decirse que «no hay en absoluto inteligencia de los
Evangelios sinópticos, si no se ha conocido antes la forma e historia de sus
piezas particulares» (HERMANN, 64).
1. Dentro de la historia de la investigación, la h. de las f. debe situarse entre
los períodos de predominio de la crítica literaria y el nuevo método histórico-
redaccional (-->teología bíblica ii, ->exégesis). El «malestar de la mera crítica
literaria» (ZIMMERMANN, 129), junto con una nueva reflexión sobre la forma
lingüística de los textos bíblicos, que en gran parte proceden de una tradición
popular religiosa, condujo después de fines de siglo a ocuparse de la tradición
preliteraria. Siguiendo el proceso de la investigación del AT (llevada a cabo
sobre todo por Gunkel y su escuela), los investigadores del NT aplicaron
especialmente a los Evangelios sinópticos el examen de los textos con miras a
su configuración y transmisión por la tradición oral.

a) Una vez que ya J.G. Herder «reconoció los problemas del estudio histórico -
formal de los Evangelios» (KUMMEL, 98) y F. Overbeck hacia fines del siglo
pasado trazó el programa de una «historia de las formas» de la «primitiva
literatura cristiana» (HZ 48 [1882] 423), J. Weiss, al comienzo de nuestro
siglo, incluyó expresamente el estudio de la forma literaria de los Evangelios y
de sus grupos especiales de materia entre las tareas de la actual ciencia
neotestamentaria (GS 1908, p. 35). Antes de la primera guerra mundial, los
filólogos P. Wendland (Die urchristlichen Literaturf ormen [Tú 1912]) y E.
Norden (Agnosthos Theos. Untersuchungen zur Formengeschichte religioner
Rede [L - B 1913, Darmstadt 1956]) dieron importantes impulsos a la
investigación histórico-formal del NT, y después de la guerra comenzó
plenamente el período del método histórico de las formas.

b) Con su trabajo Rabmen der Geschichte Jesu (B 1919, Darmstadt 1964),


que mostró cómo los Evangelios son redacciones conjuntas de piezas
particulares y colecciones parciales transmitidas oralmente o por escrito, K.L.
Schmidt abrió el camino al análisis formal de las perícopas particulares. El
método histórico de las formas, tal como luego fue elaborado particularmente
por M. Dibelius (Die Formgeschichte des Evangeliums [ 1919, T 419611) y R.
Bultmann (Geschichte der synoptischen Tradition, 1921, GS 61964), estudia
las leyes de la configuración y evolución de las piezas particulares en la
tradición. «Rastrear estas leyes, hacer comprender la génesis de aquellas
unidades menores, destacar y razonar lo que tienen de típico y llegar así a la
inteligencia de la tradición; esto es cultivar la h. de las f. del Evangelio»
(DiBELivs, 4). R. Bultmann, cuyo método está más fuertemente determinado
por puntos de vista de la crítica histórica y de la historia de las religiones,
formuló la idea de que «la literatura en que se sedimenta la vida de una
comunidad y, por ende, también de la primitiva Iglesia cristiana, brota de
manifestaciones y necesidades vitales muy concretas de esa comunidad, que
producen un estilo determinado, formas y géneros determinados» (p. 4).
Después de una amplia comprobación del método histórico de las formas con
textos del AT y del NT en los últimos 50 años, actualmente disponemos de
obras seguras para la práctica, p. ej.: el manual (orientado preferentemente
hacia el AT) de K. Koch (Was ist Formgeschichte? Neue Wege der
Bibelexegese [Neukirchen 19641), y la Neutestamentlichen Methodenlehre
(Darstellung der Historisch-kritischen Methode [St 1967]) de H. Zimmermann.
Ambos orientan también extensamente sobre el método «histórico-
redaccional», que, completando en ocasiones la problemática del método de la
h. de las f., investiga la configuración literaria y el sentido teológico que dio la
redacción de los Evangelios (o de otros textos).
2. Como aspectos y resultados más importantes del trabajo sobre la h. de las
f. pueden citarse hoy día los siguientes: para la inteligencia de la literatura
bíblica, de su génesis, tradición y contenido es indispensable el conocimiento
de las unidades mínimas («fórmulas»), de las unidades menores («formas»),
y las grandes formas literarias superiores («géneros», -> géneros literarios).
El esclarecimiento de la historia del género y de la forma de unidades
menores, así como la determinación de su posible o probable «situación vital»
(Sitz im Leben), conducen a la reconstrucción de la historia de la tradición y,
con ello, a la historia de la génesis de los textos bíblicos.

a) En el estudio del AT, la investigación, p. ej., de los géneros literarios de los


salmos ha llevado a una inteligencia más honda de la alabanza en el pueblo
de Dios de la antigua alianza, pues la pertenencia de los cánticos a las
distintas motivaciones del culto israelítico, a la alabanza del rey o a la
tradición sapiencial, hace comprender la situación presupuesta en cada
orante, los destinatarios y muchas cosas más. Los textos proféticos se abren
mejor a la interpretación considerando las formas de lenguaje usadas en cada
caso (mensaje, relato en primera o tercera persona, reprensión, amenaza,
exhortación, promesa, etcétera). La tradición del derecho veterotestamentario
ha podido esclarecerse cada vez más teniendo en cuenta las distintas formas
(incluso las ajenas a Israel), p. ej., la formulación apodíctica o la casuística (-
> ley i).

b) También en el estudio de los textos neotestamentarios ha mostrado su


fecundidad el método histórico de las formas. Entre los cuatro géneros del NT
(evangelios, hechos, cartas y apocalipsis), dos son originariamente cristianos:
evangelios y hechos. Además, cada uno de los Evangelios sinópticos es
entendido por la más reciente investigación histórico-redaccional como género
independiente.

Al lado de una aplicación vacilante del método histórico de las formas a los
escritos de Juan (sobre todo al Ap, con sus formas hímnicas, proféticas y
apocalípticas), se realiza un trabajo más intenso acerca del corpus paulinum
(formas epistolares, acciones de gracias, pasajes autobiográficos, caudal de
fórmulas antiguas, pruebas bíblicas, doxologías, himnos, catálogos, etc. [cf. B.
RiGAUx, Paulus and seine Briefe, Mn 1964, 164ss]), el cual ha arrojado
abundante luz, de suerte que la elaboración de una historia sintética de las
formas en los escritos paulinos ha venido a ser un verdadero desideratum.

c) Lo que ha sido mejor estudiado hasta ahora es la materia tradicional de los


Evangelios sinópticos. El material se divide fundamentalmente en locuciones y
narraciones. Se acostumbra a distinguir: en la tradición de palabras, p. ej.,
palabras proféticas, palabras sapienciales, palabras legales, palabras en
primera persona, palabras de seguimiento, e incluso composiciones verbales;
y en la tradición narrativa, paradigmas, disputas, relatos de milagros,
narraciones históricas, la historia de la pasión, y hasta composiciones
narrativas (ciclos, concatenaciones, etc.). La intuición fundamental de que la
vida (y, con relación a la primigenia tradición cristiana, la plurifacética vida de
la primitiva comunidad) crea la multiplicidad de las formas, permite concluir
retrospectivamente de la forma acuñada su «situación vital», que,
evidentemente, no siempre es fácil de determinar, sobre todo porque en
muchos casos pudo cambiar en la historia primera de la tradición, p. ej., al
insertar un fragmento particular en un género universal, o bien al poner una
palabra de Jesús al servicio de la primera predicación cristiana.

De modo general, para la tradición sobre Jesús puede proponerse hoy día una
triple «situación vital»: Jesús, la primitiva tradición de la Iglesia y la redacción
de los Evangelios. Para cada «situación» particular pueden a su vez
reconocerse diversos factores que codeterminan la forma. Por ej., con relación
a Jesús cabe mencionar las discusiones con adversarios o las instrucciones a
los discípulos; en lo referente a la tradición primitiva de la Iglesia podemos
aducir sus intereses misionales, catequéticos, disciplinares y litúrgicos; y por
lo que se refiere a los evangelistas, mencionemos su finalidad literaria y
teológica, que a su vez está también determinada por las necesidades de un
territorio eclesiástico de aquel tiempo.

d) Para la reconstrucción histórica es importante que se retroceda


cuidadosamente de la última «situación vital» a la primera (que de cuando en
cuando puede hallarse para las distintas formas, bien en los evangelistas y en
la primitiva tradición eclesiástica, bien en Jesús y sus discípulos inmediatos).
Aquí ha de observarse rigurosamente la distinción entre forma literaria y
testimonio histórico transmitido en ella, sobre todo porque la tradición está
marcada más por intereses teológicos que por intereses históricos y
biográficos. La cuestión de la historicidad de lo transmitido no se ha hecho
superflua ni imposible por el estudio histórico-formal de los textos; pero se le
ha señalado su lugar adecuado de «cuestión última»; y, dada la acuñación
kerygmática de la tradición, tampoco teológicamente es la pregunta más
urgente.

e) La historia de las formas ha hecho ver que los escritos del NT en su


conjunto son fruto de la predicación y testimonios de la fe; lo cual significa
que, de suyo, ha de buscarse en ellos sobre todo su contenido kerygmático,
aquella fe de la que dan testimonio (-> hermenéutica bíblica). La
investigación histórica de las formas puede trazar por lo menos en sus rasgos
generales la historia de la primitiva predicación cristiana y del primer
testimonio de la fe. En ese sentido, no sólo sirve para la inteligencia de los
escritos del NT (y del AT), sino también para el esclarecimiento de los
orígenes de la comunidad creyente, que produjo estos escritos y los custodia
hoy responsablemente. Con lo cual presta también un servicio -ya por la
limitación a su tarea histórica - a la concepción actual de la Iglesia acerca de
sí misma.

BIBLIOGRAFÍA: Forschungsberichte: M. Dibelius: ThR 1 (1929)185-216; G.


Iber: ThR 24 (1956-57) 283338. - E. Fascher, Die formgeschichtliche Methode
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Form-Criticism, its Value and Limitations (1939, Lo 21948); E. Schick,
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Schille: NTS 4 (1957-58) 1-24 101-114, 5 (1958-1959) 1-11; G. Bornkamm,
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Gattungen im NT: RGG3 II 999-1005; E. Kdsemann, Liturgische Formeln im
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999 (bibl. sobre el AT); Kummel; R. Schnackenburg, Formgeschichtliche
Methode: LThK2 IV 211ss; H. Schürmann, Die vordsterlichen Anfdnge der
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370; I. Hermann, Begegnung mit der Bibel (D 1962); Wikenhauser E 182-
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Einführung in die exegetischen Methoden (Mn 21964); W. Marxsen, Einleitung
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44-54; J. Rohde, Die redaktionsgeschichtliche Methode (H 1966); G. Schille,
Anfange der Kirche (Mn 1966); A. Vógtle, Das NT and die neuere katholische
Exegese I (Fr 31967); R. Pesch: BuL 8 (1967) 42-63.

Rudolf Pesch

FRANCISCANOS, TEOLOGÍA DE LOS

I. Visión histórica

Por una parte Francisco de Asís mantuvo una actitud de repulsa a los
estudios, pues temía que de ellos brotara un peligro para la piedad, y rechazó
la ciencia que deja seco el corazón y no sirve al amor. Por otra parte, mostró
gran aprecio de la auténtica teología en su testamento: «Debemos honrar y
venerar a todos los sabios de Dios, como a hombres que nos dan espíritu y
vida.» A pesar de la inicial resistencia contra los estudios, se realizó un
cambio sorprendentemente rápido. Alrededor del año 1250 había ya más de
30 escuelas de la orden. Los f. descollaron pronto entre los maestros más
célebres. No sucumbieron al peligro temido por Francisco, sino que supieron
combinar una gran sabiduría con una profunda piedad y sencillez. Fue decisiva
para la teología franciscana la erección de estudios propios de la orden en las
universidades de París y Oxford, que entonces estaban a la cabeza en materia
teológica. En París, el año 1236 Alejandro de Hales (+ 1245) entró en la orden
franciscana siendo ya maestro, con lo cual hizo que la orden tuviera por
primera vez una cátedra en la universidad de París. Aquí destacó
particularmente Buenaventura (+ 1274), que sin duda es la mejor
encarnación del espíritu de la teología franciscana. Como general y «segundo
fundador de la orden», aseguró un puesto firme a los estudios científicos en la
orden franciscana. Él es el «príncipe entre los místicos» (con el título de
Doctor seraphicus). En Oxford los f. erigieron un estudio propio en 1229. Su
primer maestro, Roberto Grosseteste (+ 1253), que procedía del clero
secular, marcó su sello en esta escuela, que presenta los siguientes rasgos
esenciales: 1) estudio de la Biblia, 2) estudio de la lengua griega como medio
necesario, 3) instrucción matemática y física. El estudio franciscano de Oxford
se desarrolló rápidamente hasta llegar a ser la escuela más importante de la
universidad de Oxford, y en general la escuela más influyente de los
franciscanos.
Desde el punto de vista cronológico hay que distinguir: 1) la antigua escuela
franciscana, que abarca la primera generación, es decir, los contemporáneos
de Buenaventura (sus doctrinas características son agustinianas: materia
espiritual, rationes seminales, pluralidad de formas, conocimiento bajo la luz
increada, carácter substancial [no accidental] de las potencias del alma; sin
embargo, en principio no se rechaza a Aristóteles, p. ej., la doctrina del
hilemorfismo); 2) la escuela franciscana intermedia, a la que pertenecen los
teólogos del tiempo posterior a Buenaventura hasta Juan Duns Escoto (en
medio de un agustinismo fundamental, se aproxima más a Aristóteles); 3) la
moderna escuela franciscana, que se remonta a Duns Escoto (t 1308) y se
llama escotista. Escoto permaneció fiel al agustinismo, pero a la vez tuvo en
gran estima a Aristóteles y Avicena. Como gran pensador especulativo (Doctor
subtilis), analizó críticamente el caudal de la tradición, y además creó un
sistema original. Entre sus discípulos y seguidores hubo teólogos importantes,
pero ninguno alcanzó su altura. «Por tanto, la gran escuela franciscana de
hecho con Duns Escoto llegó a su fin» (Dettloff). La decadencia general no
pasó sin dejar huella en la teología franciscana. En conexión con la
especulación acerca de la potencia absoluta de Dios, pasaron a primer plano
meras sutilezas. La libertad soberana de Dios, tan acentuada por Escoto, ya
no fue considerada en su unión con el amor, y degeneró muchas veces en
arbitrariedad (--> escotismo).

II. Espiritualidad

No existe una teología franciscana cerrada. Por esta razón, desde el punto de
vista del contenido, la t. de los f. no puede caracterizarse a base de las tesis
concordemente propugnadas en ella. Su peculiaridad no radica tanto en la
doctrina cuanto en una espiritualidad propia. Esta queda concretada en
determinados móviles intelectuales y modos de pensar, que estructuran y
acuñan la teología franciscana. Mucho de esto se halla también fuera de la t.
f. Pero allí no constituyó, o por lo menos no en igual medida, un elemento
configurador del pensamiento teológico.

Las principales fuentes históricas de donde brota la peculiaridad de la teología


franciscana, que llega a su apogeo en la alta -> escolástica, son el ->
agustinismo y especialmente la personalidad de san Francisco. Los dos
estudios más importantes de la orden en París y Oxford recibieron ya de sus
primeros maestros un sello agustiniano. Aun cuando en el transcurso del
tiempo se aceptó cada vez más el caudal aristotélico, sin embargo se mantuvo
fundamentalmente la primitiva orientación agustiniana. No es casual el hecho
de que la mayor parte de los agustinianos medievales fueran franciscanos,
pues la espiritualidad franciscana y el agustinismo están íntimamente
emparentados; en cambio el aristotelismo estuvo representado especialmente
por Tomás de Aquino y su escuela. Mucho más importante que el agustinismo,
cuyas tesis características pertenecen principalmente al terreno filosófico, es
la espiritualidad que Francisco dejó en herencia a su orden. Esa espiritualidad
aparece en los siguientes elementos estructurales, característicos de la
teología franciscana, que se traslucen con suma claridad en Buenaventura y
Escoto.
1. La t. f. gira en torno a lo existencial y personal, así como en torno a la
historia bíblica. El interés de Francisco está en el seguimiento de Cristo, es
decir, en aquella realización cristiana de la existencia que conduce a la
salvación. Anuncia exclusivamente el cumplimiento completo del evangelio, no
una piedad especial. Exige solamente lo que exige la Escritura. Esta
orientación de la t. f. se ve ya en la posición respecto de la filosofía, que no se
cultiva por sí misma, sino con miras a la teología. Los problemas filosóficos
son tratados bajo el aspecto teológico. La razón de esta actitud está en que la
filosofía es incapaz de conducir a la salvación. Apud philosophos non est
scientia ad dandam remissionem peccatorum (Buenaventura). La teología no
sólo debe comunicar el saber de la salvación, sino, ante todo, conducir a la
salvación misma. Por consiguiente, su objetivo principal no es tanto el
conocimiento, cuanto la acción y la santificación del hombre. (ut boni fiamus
[Buenaventura]). Es una ciencia, pero, todavía más, una sabiduría. Tiene
relación con esto el hecho de que la t. f. piense con categorías personales más
intensamente que las otras teologías contemporáneas. Lo cual se ve en la
primacía del querer sobre el conocer, en la acentuación de la libertad divina y
de la humana, y en el primado del amor. Así, p. ej., Escoto, en contraposición
a Tomás de Aquino, defiende la libertad del hombre incluso en el caso de la
visión de Dios, y considera que la esencia más íntima de la felicidad es el
amor, forma suprema del encuentro personal. El matiz bíblico e histórico-
salvífico se ve entre otras cosas en la posición central de la Biblia. Para
Buenaventura la teología es primariamente estudio de la Biblia. En Oxford la
exégesis constituye un objetivo fundamental. Esta orientación aparece con
peculiar claridad en el punto mismo de partida del pensamiento. Así, p. ej., en
la cuestión acerca de la facultad cognoscitiva del hombre, el interés no se
dirige o apenas se dirige al hombre en sí, se centra en el hombre que existe
concretamente, tal como se nos describe en la Escritura, es decir, en el
hombre caído y redimido. La especulación está totalmente al servicio de la
explicación del orden fáctico de la salvación.

2. La imagen de Dios está determinada sobre todo por el amor y la


transcendencia. También aquí se manifiesta la herencia de Francisco, que en
el Cántico di f rate sole invoca a Dios con sus palabras típicas: «¡Supremo,
omnipotente, bondadoso Señor!» Buenaventura trata de entender el misterio
de la Trinidad a partir del amor que se difunde libremente. De acuerdo con el
principio fundamental platónico del bonum di f f usivum su¿ él considera la
vida intradivina como un entregarse en forma de amor. Para Escoto no sólo el
Espíritu Santo, sino Dios en general es f ormaliter caritas y dilectio per
essentiam. Por esto mismo nada hay en Dios que no sea realmente idéntico
con el amor. El amor es la razón más profunda de todo obrar divino. Con la
magnánima donación de su amor, Dios busca al hombre para que ame junto
con él. La transcendencia de Dios queda reflejada con lucidez en la admiración
de Buenaventura ante la incomprensibilidad divina y en su docta ignorantia e
igualmente en la acentuación de la libertad divina por parte de Escoto. La
criatura debe su bondad a la libre voluntad de Dios: «Dios no quiere las cosas
porque son buenas, sino que éstas son buenas porque él las quiere.» Esta
misma soberanía aparece en el principio de su doctrina de la aceptación: Nihil
creatum formaliter est a Deo acceptandum. Sin embargo, esta libertad no
implica ninguna arbitrariedad, pues Dios es el amor, y en su actuación libre
está vinculado a la bondad de su esencia; por consiguiente él sólo puede
actuar en conformidad con su naturaleza, es decir, en conformidad con el
amor.

3. Otra de las características de la teología franciscana es la actitud positiva


ante las cosas de este mundo, actitud que goza de gran actualidad. En el
Cantico di f rate sole, el santo saluda las cosas de este mundo como
hermanas suyas. Ese amor franciscano a la naturaleza no es pura imaginación
visionaria, sino que brota de la capacidad de encontrar a Dios en todas las
cosas. Esta misma actitud se halla también en la t. f., sobre todo en el
ejemplarismo simbólico de Buenaventura. La creación es un libro en el que,
con la ayuda de la Escritura, podemos conocer y encontrar a Dios.

4. La t. f. es cristocéntrica. Para Francisco, embriagado de Jesús, la persona


del Señor constituye el centro de la vida. Ninguna escuela teológica ha
resaltado tanto la posición central de Cristo como la t. f. Para Buenaventura
Cristo es el tenens medium in omnibus, centro y mediador de todo
conocimiento teológico, centro de la Escritura y del universo. Escoto muestra
claramente esta posición central en su doctrina acerca de la predestinación
absoluta de Cristo. Escoto no fue el primero en defender esta doctrina, pero la
reelaboró tan decisivamente, que justamente se atribuye a él su origen.
Desde entonces, por primera vez Teilhard de Chardin, que usa como base las
ciencias naturales, ha hecho un intento comparable al de Escoto, procurando
entender a Cristo como centro de la creación.

5. La t. f. acentúa particularmente la humanidad de Cristo. También aquí, el


principal impulso parte de Francisco, que venera sobre todo los misterios de la
humanidad de Jesús (1223 construcción del «belén» en Greccio, 1224
estigmatización). Esa herencia prosigue en la t. f., donde más claramente en
Escoto, que, por así decir, en su cristología «va hasta el límite de lo posible, a
fin de dejar a salvo la realidad e integridad de la naturaleza humana de
Cristo» (Dettloff). Este móvil actúa tras muchas tesis típicamente escotistas:
p. ej., la determinación negativa de la personalidad humana, dos esse
existentiae y dos filiaciones en Cristo, negación de la estricta infinitud de los
méritos de Cristo a causa de la finitud de la naturaleza humana, con la que
Cristo padeció. A la acentuación de la humanidad de Cristo está
estrechamente vinculada la veneración a la madre del Señor. Es más que
casualidad el hecho de que Escoto, uno de los dos mayores teólogos
franciscanos, ostente el título de Doctor marianus a causa de los méritos
adquiridos con su doctrina de la inmaculada Concepción.

BIBLIOGRAFIA: B. Geyer, Die mittelalterliche Philosophic: Ueberweg13 11


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Asthetik II (Ei 1962) 265361 (Bonaventura); W. Hoeres, Der Wille als reine
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Vorentscheidung im theologischen Denken des hl. Bonaventura: MThZ 13
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von Duns Scotus bis Luther mit besonderer Berücksichtigung der
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der Franziskanerschule: WiWei 26 (1963) 65-87; A. Gerken, Theologie des
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K. Brümann, Bonaventuras Hexaemeron als Schriftauslegung: FStud 48
(1966) 1-74; F. Wetter, Die Trinit5tslehre des Johannes Duns Scotus (Mr
1967).

Friedrich Wetter

FUERO (interno y externo)

F. (o foro) es un concepto especial que desde el punto de vista de la historia


de la cultura se remonta a tiempos antiguos. Su importancia y significación en
el lenguaje jurídico proceden del lugar (p. ej., foro romano) designado con
este nombre, y por cierto, en una época en la que la religión, la vida política y
el derecho se compenetran. La base etimológica de esta palabra es la idea del
acotamiento, que protege y aísla. De este modo, partiendo de fuera, del
espacio, la palabra llegó a relacionarse con el juicio, y en el lenguaje jurídico
se convirtió en un concepto formal. Indica en primer plano el aspecto
institucional del tribunal y, en su significación estricta dentro del derecho
procesal, sirve para delimitar la competencia. En cuanto concepto formal, f. es
indiferente en su contenido. Por esa razón el sentido de la palabra está
determinado por la contra posición hecha en el contexto donde aparece. En
este caso se trata de contraposiciones relativas, de la polaridad de una
estructura relativa.

I. Evolución histórica del concepto

La distinción entre esfera externa e interna se remonta a la pareja de


conceptos f. penitencial y f. judicial, con la que en la primera mitad del siglo
x111 comenzó terminológicamente la separación entre los asuntos
penitenciales y los judiciales. Primeramente apareció el concepto de f.
penitencial (Roberto Curson, t 1219), con el que, a diferencia del gobierno
oculto de Dios, se designaba la acción de la Iglesia en el proceso penitencial.
Aquí hay que observar cómo el concepto no se limitaba a una determinada
clase de proceso penitencial, sino que abarcaba la penitencia privada y la
pública, la cual todavía estaba en uso. En el mismo sentido se hablaba
también del f. de la Iglesia (Guillermo de Auxerre). Escasamente dos decenios
después, al f. penitencial se le contrapuso el f. judicial (Guillermo de Auvernia,
Alejandro de Hales, Felipe el Canciller). En este tiempo no se había logrado
todavía una distinción más precisa entre materia penitencial y materia
judicial, y con esta distinción conceptual se sabía perfectamente que ambas
esferas se encontraban dentro de una unidad superior, que antes de la
diferenciación de la materia penitencial existía realmente. La distinción tenía
como objeto las dos maneras como actuaba la Iglesia en el plano forense, y
por esta razón designaba dos esferas parciales de la acción eclesiástica (f. de
la Iglesia), en contraposición del gobierno oculto de Dios. La separación entre
la esfera penitencial y la judicial presuponía que la acción punible y el pecado
se distinguen conceptualmente, pues la distinción hacía que un asunto hubiera
de juzgarse en la una o la otra esfera. A través de esto, también la
contraposición entre derecho y moralidad desempeñó su papel en la distinción
de los dos ámbitos, pero sólo como base para la delimitación de los asuntos
que pertenecen a esferas institucionalmente diferentes.

En la Suma teológica (III q. 96 a. 4) Tomás plantea la cuestión de si la ley


humana obliga «en el f. de la conciencia». El f. de la conciencia no designa
aquí una institución externa, sino que equivale a «juicio de la conciencia» y a
la «conciencia» misma. Se contraponen la -->ley humana y la -->conciencia
o, dicho de una manera más general, la esfera del derecho y la de la
conciencia. La nueva terminología también fue usada por Tomás para la
doctrina de la penitencia, pero aquí recibió un sentido institucional. En el iv
Sent. (dist. 17 y 18) Tomás emplea el f. penitencial y el f. de la conciencia en
el mismo sentido institucional. Por otra parte, junto a f. judicial, emplea en el
mismo sentido las expresiones f. contencioso, f. exterior, f. judicial, f. público
del juicio externo y f. de las causas. Con la creación de las expresiones f.
externo y f. de la conciencia Tomás influyó en la evolución terminológica.

El impulso decisivo para la creación de una esfera interior no sacramental


provino del Tridentino (ses. xxiv, De ref. can. 6), que facultó a los obispos
para dispensar y absolver en el f. de la conciencia de todas las irregularidades
y suspensiones que se basan en una infracción oculta y no han sido llevadas
todavía al f. contencioso. Estos poderes fueron ejercidos incluso fuera del
sacramento de la -. penitencia. Debido a esto surgió la idea de que el f.
interno (o f. de la conciencia) no coincide con el f. penitencial, sino que
designa un acto de jurisdicción, bien en el sacramento o bien fuera de él. Se
consideraba que la peculiaridad de un acto puesto en el f. interno consistía en
que le faltaba eficacia para el f. externo, p. ej., T. SÁNCHEZ, De matrimonio,
lib. viii disp. 34). Estas reflexiones se impusieron de una manera general, y
fomentaron y ocasionaron la aparición del concepto de f. interno, que en los
escritores de aquel tiempo se contraponía a la expresión «f. externo» (o
judicial), acuñada ya anteriormente. La razón de esto se halla en que ese
concepto se presta mejor que el más ambiguo de «f. de la conciencia» para
servir de categoría superior que se divide en una esfera sacramental y otra no
sacramental.

II. Delimitación según el derecho vigente


De acuerdo con el concepto tradicional que equipara el f. interno y el f. de la
conciencia (cf. CIC can. 196), la pareja de conceptos f. externo y f. interno es
interpretada como una contraposición entre la esfera del derecho y de la
conciencia. Aunque se dan aquí algunas matizaciones, podemos decir que se
trata de una doctrina muy común. Con ello ha quedado cerrado el camino
para la recta inteligencia de la distinción. El ámbito de la conciencia es el de la
relación inmediata del individuo con Dios, y no ha de confundirse con la esfera
interna, que, a diferencia de la externa, designa una peculiar forma de
actuación de la potestad pastoral de la Iglesia. Una sentencia de la Iglesia,
que tiene lugar en la esfera externa, afecta a la conciencia tanto como una
sentencia en la esfera interna, en tanto sea verdadera y justa. La esfera
interna y la externa se distinguen por el hecho de que la Iglesia actúa
públicamente en uno de los casos y ocultamente en el otro caso; y, a este
respecto, el procedimiento oculto en el ámbito sacramental interno se
distingue del procedimiento oculto en la esfera extrasacramental externa por
la rigurosa exigencia del secreto de la confesión. Lo que se conoce
públicamente o probablemente llegará a conocerse, debe tratarse en la esfera
externa, lo que es secreto probablemente permanecerá oculto, debe tratarse
en la esfera interna extrasacramental. Este doble modo de proceder, dado con
la distinción entre esfera interna y externa, sirve para nivelar las tensiones
entre --> persona y -+ comunidad, pues la ignominia inherente a un
procedimiento público, queda limitada a los casos conocidos públicamente.

III. Diversa eficacia

1. En el ámbito sacramental externo e interno

De acuerdo con el can. 202 S 1, un acto de potestad de jurisdicción ordinaria


o delegada que se ha concedido para la esfera externa, también es eficaz en
el ámbito interno, pero no viceversa. Este principio, no formulado
exactamente, significa que un acto puesto en la esfera externa en virtud de
una jurisdicción concedido para ese ámbito, es también eficaz en la esfera
interna; en cambio, un acto de jurisdicción puesto en el ámbito interno, no
tiene ninguna eficacia en el externo. Sin embargo, el acto realizado en la
esfera interna no sólo sirve para tranquilizar la conciencia, sino que reviste
también una dimensión jurídica. Asuntos que son de igual naturaleza son
tratados, ora en el ámbito interno, ora en el externo; en ambas esferas ejerce
la Iglesia una actividad difusora de la gracia. La sentencia dada por la Iglesia
en una u otra esfera, en cada caso surte el efecto de que el asunto sometido a
juicio, en sí queda decidido definitivamente, p. ej., un impedimento
matrimonial del que uno ha sido dispensado, en el f. interno, queda eliminado
realmente, y una pena de la que se absuelve en la esfera interna, queda
realmente perdonada. Pero existe la posibilidad de que se dé una falsa
apariencia en el caso de un asunto oculto hasta ahora que llegue a conocerse
públicamente. En cambio, ese mismo acto de jurisdicción, si es ejercido en el
f. externo, no puede dar lugar a una falsa apariencia. Por esta razón, en
determinadas circunstancias, puede ser necesario que un asunto decidido ya
en la esfera interna, se decida nuevamente en el ámbito externo, para darle
plena publicidad.

2. En la esfera interna sacramental


En tanto en la esfera sacramental interna se trata de actos de igual especie
que los del ámbito interno no sacramental, en aquella esfera se decide tan
definitivamente como en ésta. Pero la absolución sacramental de los pecados
constituye un problema peculiar. De acuerdo con el Tridentino, el CIC
mantiene firmemente que además de la potestad de orden se requiere la
potestas iurisdictionis in poenitentem para la absolución válida (can. 872). La
teología moderna ha puesto de relieve la función mediadora que la Iglesia,
como baluarte visible de la salvación, desempeña en el acto de la penitencia
sacramental. La absolución sacramental, que ha sustituido la reconciliación
practicada en el antiguo rito penitencial, lo mismo que ésta produce
inmediatamente la reconciliación con la Iglesia. La paz con la Iglesia, como
signo operado y operante (res et sacramentum), es causa sacramental de la
paz con Dios. En el primer plano del signo sacramental se trata de la
recuperación del pecador en el seno de la Iglesia, es decir, en términos
canónicos, se trata de un acto jurisdiccional de la Iglesia por el cual el pecador
queda incorporado nuevamente a la comunidad eclesiástica con los
consecuentes efectos jurídicos, y así vuelve a poseer todos sus derechos como
miembro de la Iglesia. Con ello se hace evidente por qué es necesaria la
potestad de jurisdicción sobre el penitente para la absolución válida, y a la vez
cómo este requisito no se basa en razones externas de orden, sino que se
funda en la naturaleza de la absolución misma.

IV. Sentido eclesiológico de la distinción

La división entre proceso penitencial y judicial y la posterior división de la


esfera interna en un procedimiento dentro y otro fuera del sacramento de la
penitencia, a la postre tienen una sola meta: armonizar las tensiones entre
persona y comunidad, o por lo menos suavizarlas. La -> Iglesia, edificada por
la -> palabra y el -> sacramento de Dios como comunidad espiritual,
descansa esencialmente sobre la sincera persuasión de sus miembros. Por
esta razón no puede contentarse con una conducta jurídica meramente
externa, sino que debe exigir el libre asentimiento interno y cuidarse en todo
de que la conducta externa tenga como soporte la intención interior. La
potestad pastoral de la Iglesia, a la que corresponde la tarea de vigilar sobre
los peligros que proceden de la esfera personal, debe, consecuentemente,
esforzarse por configurar el orden visible de la Iglesia de tal manera que la
apariencia externa corresponda al ser real. Esto sólo puede lograrse
perfectamente mediante la libre confesión ante la comunidad y la expiación
pública. La primitiva comunidad cristiana exigió esto (cf. Act 5, 1-11), y en la
antigüedad cristiana la Iglesia trató de corresponder a esta exigencia
ampliamente, de manera especial mediante la configuración de la penitencia
canónica. Pero precisamente en materia penitencial llegó a experimentar que
se había exigido demasiado al hombre. De este conocimiento procedió el
principio fundamental (que apareció en los sínodos de reforma de comienzos
del siglo ix) de que los pecados ocultos deben someterse a una penitencia
oculta, y sólo los pecados públicos deben someterse a penitencia pública. Con
esto la Iglesia correspondió a un propósito salvífico urgente, y creó a la vez la
base para la separación entre la materia penitencial y la judicial (-p juicios
eclesiásticos), así como para la distinción, procedente de ahí, entre las dos
esferas de su acción. Mas por otro lado, ha sostenido hasta hoy la unidad de
ambas por encima de todas las falsas interpretaciones, especialmente
mediante la prescripción jurídica de que un pecado grave, ya sea oculto ya
público, impide el acceso a la comunión eucarística mientras no haya sido
perdonado en el sacramento de la penitencia (can. 807 856).

BIBLIOGRAFÍA: P. Capobianco, De ambitu fori interni in iure ante Codicem:


Apollinaris 8 (1935) 591-605; idem, De ambitu fori interni in iure canonico:
Apollinaris 9 (1936) 243-257; idem, De notion fori interni in iure canonico:
Apollinaris 9 (1936) 364-374; J. Hahn, Das Forum internum und seine
Stellung im geltenden Recht (Wü 1940); W. Bertrams, De natura iuridica fori
interni ecclesiae: PerRMCL 40 (1951) 307-340; P. Zepp, Die Trennung des
üuBeren und inneren Bereiches ([Dis. mecanogr. Gregoriana] R 1952); B.
Poschmann, Paenitentia secunda (Bo 1940); idem, Bulle und letzte O1ung (Fr
1951); K. Mórsdorf, Der hoheitliche Charakter der sakramentalen
Lossprechung: TrThZ 57 (1948) 335-348; idem, Der Rechtscharakter der
iurisdictio fori interni: MThZ 8 (1957) 161-173; B. Fries, Forum in der
Rechtssprache (Mn 1963); K. Mórsdorf, Lehrbuch des Kirchenrechts I (Pa
111964) 309-316.

Klaus Mórsdorf

FUTURO

1. En su dimensión individual y social el hombre es aquel ser que por su saber


y querer se anticipa siempre a sí mismo, que se constituye proyectando un f.
y proyectando su realidad hacia el f. Pero ese proyectar no se basa en una
imagen terminada, sino que va componiendo elementos particulares y
distintos, espacial y temporalmente limitados, para dar forma al f., de tal
modo que este f. esbozado, como finito, se halla siempre ante la posibilidad
de un vacío. Pero semejante esbozo implica a la vez la expectación de la
plenitud que da unidad a esa multiplicidad y al vacío que la envuelve. Por
tanto, el f. no sólo ha de entenderse desde una esperanza que supera las
propias representaciones. El f. se relaciona, pues, con los temas: ->libertad, -
> historia e historicidad, --> esperanza, --> progreso, -> sentido, fin del -->
hombre. El f. adquiere una significación peculiar en una filosofía y teología en
que el hombre, la sociedad y el mundo ya no son interpretados desde una
permanente y estática ->esencia metafísica, sino que todos los hechos son
concebidos como encargos y toda realidad es entendida desde lo que ha de
venir.

2. Por esto el concepto de f. no puede desarrollarse desde una concepción


donde se entienda que algo es previsible y ha de venir porque el hombre
mismo lo planea y prepara sus presupuestos, por más que tal f. esté
amenazado por incertidumbres de diversa índole (pues eso sería el concepto
de un f. que pertenece inmediatamente al presente). Pero el concepto de f.
tampoco puede entenderse desde la idea de evolución, puesto que entonces el
f. no sería otra cosa que un estadio previsible a base de la estructura de lo
que ya existe materialmente. Estas dos maneras de reducción del f. al espíritu
que planea y calcula, o bien a la materia (naturaleza), pueden estar
mutuamente unidas. Y de hecho, bajo esa unión, en la que cada una de ellas
se intensifica por influjo de la otra, constituyen la forma de la --> técnica
actual.

Pero el concepto de f. o «por-venir» (zaKunft), que en la historia del


pensamiento occidental ha sido descubierto con sus diversos derivados por
influjo de la experiencia histórica en el judaísmo y el cristianismo, no significa
precisamente aquello hacia lo que nos encaminamos por la técnica o la
evolución, sino aquello que desde sí mismo viene hacia nosotros bajo formas
imprevisibles. El f. es lo que envuelve toda planificación y evolución,
haciéndolas posibles y descubriendo a la vez su carácter problemático y
transitorio. Es incomprensible y no se puede disponer de él; no depende del
hombre, sino que él precisamente le da su poderío. Por más que esta acción
del f. se actualice en lo que el hombre esboza y experimenta como su f., aquél
lo tiene siempre ante sí, incluso cuando lo reprime u olvida.

Pero el f. nunca viene sin conexión alguna con el presente y el pasado; él es


siempre futuro que procede de lo anterior, es f. del presente y del pasado.
Pues todo presente emite ser pasado, y así pone en marcha la futurición de lo
que fue. y este pasado fundamenta lo que hará el f. y lo determinará (->
tradición), pues se presenta como fundamento de la libertad, como un
fundamento sobre el cual ésta no dispone totalmente y que ella, por no estar
jamás totalmente realizada, nunca esclarece plenamente. Lo que el presente
emite desde sí, vuelve como f., determina y supera, como poder histórico, la
futurición del presente. Sin embargo, esa fundamentación no sería posible si
el presente no estuviera siempre abierto a lo que aún está por venir. Pues sin
este f. no habría ningún pasado, no sólo en el sentido analítico de que sólo
puede haber un ayer desde un hoy, que es o era su f., sino en el sentido
explícito de que el ayer se haría absurdo, y con ello perdería su «realidad», si
el hoy no tuviera un mañana. Presente y pasado brotan del espacio de lo
venidero. Así toda existencia en la dimensión individual y la social está
determinada por la llegada de lo venidero. A la ambivalencia del pasado como
ausencia y presencia corresponden según esto los modos del f.: f. que llega y
f. por venir. Por más que la libertad transforme y decida previamente el futuro
en el presente, sin embargo, en igual medida el f. lleva la libertad hacia sí
misma y la pone en movimiento. Para el individuo lo f. por antonomasia es el
fin, la -> muerte, y, por cierto, de tal manera que individualmente jamás se
llega a un haber sido del fin. Pero en cuanto el final por antonomasia
recapitula en sí el fin de todos los presentes, ese final determina todo
presente.

El futuro ha de recibirse en la unidad, sustraída a nuestra disposición, de sus


dos momentos: lo que llega y lo que está por venir. Debe recibirse por tanto
con esperanza y apertura. En la recepción del pasado como determinación del
futuro se fundamenta una relación positiva con aquél; y solamente en la
apropiación actualizadora se hace posible una relación auténticamente crítica
con el pasado, la cual implica la posibilidad legítima de una transición
histórica, individual y socialmente, en el ->arrepentimiento y la -> revolución,
que asumen el pasado distanciándose de él. Allí donde se niega la dimensión
pretérita del f., la relación con éste se convierte en utopía y revolución
absoluta; aquí el presente no sería otra cosa que el mero andamio del f. En
cambio, la represión miedosa de un porvenir que no está en nuestras manos,
desemboca en un conservadurismo y un mal tradicionalismo, donde el pasado
es considerado como fundamento adecuado del futuro.

3. Puesto que el cristianismo entiende al hombre, la sociedad y el mundo bajo


la perspectiva de la historia de la -+ salvación, desde sus comienzos no ha
defendido ni defiende ninguna esencia estática del hombre, de la sociedad y
del mundo. Más bien anuncia - e introduce en - una historia que no fluye
hacia el vacío, sino que se mueve hacia un f. que por sí mismo se le ha
prometido como consumación de la historia, de modo que ésta se realiza
hacia ese f. De ahí que el mensaje del cristianismo sólo se entienda desde su
doctrina sobre el f. Su interpretación del pasado se produce en y por medio
del descubrimiento progresivo del f. que se acerca; el sentido y la importancia
del presente están fundados para el cristianismo en la apertura esperanzada
al acercamiento del f. absoluto que se entrega a sí mismo. A partir de aquí la
esencia del hombre puede definirse - cristianamente - como la posibilidad de
alcanzar este futuro que se ha prometido definitivamente en el Pneuma y en
la encarnación, es decir, de alcanzar un estado que ya no se hallará abarcado
por un f. mayor que aún esté por venir, y consecuentemente ya no se verá
expuesto al reino de lo relativo. Esta dinámica hacia el venidero f. absoluto
ciertamente tiene su fundamento, medida y principio detrás de sí, principio
que permite conocer el horizonte de lo posible: la ley del principio. Pero, como
el fundamento último de la plenitud absoluta de la libertad y su fin postrero es
Dios mismo, en cuanto él se da como fin; toda comprensión del -> hombre,
de la -> sociedad y del -->mundo sólo es adecuada a la realidad en cuanto se
desarrolla a partir del f., que por primera vez descubre plenamente el
principio.

4. El cristianismo como religión y doctrina sobre el f. absoluto no conoce


utopías intrahistóricas acerca del porvenir. Proclama el carácter de decisión de
la vida del individuo de cara a la salvación; y con relación a la humanidad
conoce un final de la historia (véase a este respecto: --+ escatología, -+
novísimos). Pero rechaza como ideología utópica toda concepción que tenga
por absoluto un f. planeado por el hombre, el cual haya de construirse con los
medios de aquel mundo sobre el que él puede disponer, un futuro detrás del
cual nada haya y nada se deba esperar. Con relación a la historia
intramundana de la humanidad o de la sociedad, no propone ningún ideal
sobre el f., sino que encomienda al hombre la planificación justa del mismo, e
incluso le impone explícitamente la obligación de hacerlo (Vaticano ii,
Gaudium et spes, n.<> 5; enc. Populorum progressio).

«Cuando, evitando el peligro de utopía e ideología, deja de atribuirse un


carácter absoluto al f. intramundano, el cristianismo no sólo no es neutral
frente a cualquier planificación de un razonable f. terreno, sino que adopta
una actitud positiva en este punto. Pues la construcción racional y
activamente planificada del f., la mayor liberación posible de los hombres de
su dominación por la naturaleza y la progresiva socialización de la humanidad
hasta alcanzar el máximo espacio posible de libertad para cada uno, según el
cristianismo son tareas inherentes a la esencia humana querida por Dios,
esencia a la que el hombre está obligado y en la que él realiza su cometido
propiamente religioso, a saber, la apertura creyente y esperanzada de la
libertad al futuro absoluto» (K. RAHNER, Marxistische Utopie und christliche
Zukunft des Menschen, 83; véase además teología -> política, -> teoría y
práctica).

5. Frente a los intentos actuales que, para complementar las representaciones


tradicionales de la «transcendencia» (la categoría del «arriba») o bien con
propósito de oponerse a ellas, introducen el «futuro» como nuevo y decisivo
«paradigma»; por un lado, hay que conceder que la crítica a los modelos
clásicos es justificada, y, por otro lado, se deben resaltar los límites de los
nuevos modelos de representación (cf. --> misterio, --> transcendencia iv).
Quedando intacto el reconocimiento de la primacía que en principio tiene la
dimensión del f. (Heidegger, Bloch, Moltmann, Metz, cada uno con distinta
articulación), hay que acentuar la diversidad, la disparidad mayor que toda
semejanza (discontinuidad en la continuidad) del «futuro absoluto», del Dios
que hace donación de sí mismo, respecto de todo futuro humano y mundano,
del mismo modo que la tradición ha acentuado la distinción entre nuestro
presente y el nunc stans de Dios (lo cual significa a su vez que no ha
entendido la eternidad y la transcendencia solamente en forma «espacial» a
partir de la presencia). Pero una vez vista esta cuestión de principio, no hay
duda de que «futuro» es efectivamente la palabra adecuada para designar la
experiencia de Dios en el AT, la experiencia «del poder de un Dios que,
hallándose en medio de la historia, es transcendente a ella» (J. Moltmann).

BIBLIOGRAFÍA: Cf. la bibl. de los artic. citados en el texto. - M. Heidegger, El


ser y el tiempo (F de CE Méx 21962); E. Block, Das Prinzip Hoffnung, 2 vols.
(F 1959); idem, Zur Ontologie des NochNicht-Seins (F 1961); J. Moltmann,
Theologie der Hoffnung (1964, Mn 31965); G. Sauter, Zukunft und
Verheiliung (Z 1965) (bibl.); S. Unseld (dir.), Ernst Bloch zu ehren (F 1965)
(cf. Sobre todo las colaboraciones de W. Pannenberg, J. B. Metz, J.
Moltmann); E. Kellner (dir.), Christentum und Marxismus - Heute (Gespr#che
der Paulusgesellschaft) (W - F - Z 1966); H. Kimmerle, Die
Zukunftsbedeutung der Hoffnung (Bo 1966); Rahner VI 76-86 (Utopía
marxista y futuro cristiano del hombre); H. Fries, Spero ut intelligam.
Bemerkungen zu einer Theologie der Hoffnung: Wahrheit und Verkündigung
(homenaje a M. Schmaus) (Pa 1967) 353-375; W. Pannenberg, Grundfragen
systematischer Theologie (Ga 1967); W.-D., Marsch (dir.), Diskussion über die
«Theologie der Hoffnung» (Mn 1967); J. B. Metz, Zur Theologie der Welt (Mz-
Mn 1968); J. Moltmann, Perspektiven der Theologie (Mn - Mz 1968); idem,
Die Zukunft als nenes Paradigma der Transzendenz: Internationale Dialog
Zeitschrift 2 (W - Fr - Bas 1969) 2-13.

Adolf Darlap

GALICANISMO

El concepto de g. en el sentido de una teoría y una práctica que se mantienen


a través de diversas épocas, procede de la historiografía del siglo xix. En el g.
hay que distinguir dos aspectos: primero, las manifestaciones históricas de
una oposición nacional francesa, ligada a la relación específica de la
monarquía francesa con la Iglesia, contra el centralismo de la curia papal, que
otorgó al Estado numerosos derechos de carácter eclesiástico; en segundo
lugar, la construcción de una teoría canónica con ingredientes cesaropapistas,
conciliaristas y episcopalistas, la cual, formulada a fines de la edad media a
base de la posición histórica de la monarquía francesa, se hizo manifiesto
político en la Declaración de las libertades galicanas bajo Luis xiv (1682).

La situación de hecho y de derecho de la monarquía francesa frente a la


Iglesia (derecho de patronato y regalía) estuvo determinada en la primera
edad media por la idea sagrada de la realeza: el rey, en razón de su unción,
ocupaba en la Iglesia un puesto casi oficial; en el reino franco es también «rey
de los obispos». El episcopado colabora con el rey en los concilios provinciales
y ya tempranamente adquiere la conciencia de una responsabilidad solidaria;
y en relación con esto obtiene privilegios y se convierte en el primer ordo del
reino. Esa época de los orígenes ha dejado recuerdos legendarios: de
Clodoveo y «san» Carlomagno. Nutrido de estos recuerdos, el g. fomentará el
culto de la antigüedad.

La base teórica del g. posterior, que fue formulada en numerosos estudios de


historia de la Iglesia y del derecho en los siglos xvi y xvii (P. Pithou, P. Dupuy,
P. de Marca, E. Richer), está en la idea de que las exigidas libertades
galicanas son las libertades de la «Iglesia primitiva», las cuales solamente se
conservaron sin mezcla de error en la ecclesia gallicana. Además, la
monarquía francesa siempre había sido protectora de la Iglesia y del sumo
prontífice (merovingios, carolingios, etc.).

La estrecha unión antes señalada entre el rey y la Iglesia (ora por privilegios,
ora por costumbre) vino a ser el principal argumento para las pretensiones de
la monarquía francesa en terreno eclesiástico.

La resistencia de la curia contra las intervenciones de la monarquía francesa


produjo una reacción decisiva. En la época de la -> reforma gregoriana, el g.
se define por la oposición al centralismo romano y a la doctrina de la plenitudo
potestatis in spiritualibus et temporalibus. Esta oposición desembocará en el
conflicto entre Felipe el Hermoso (de Francia) y Bonifacio viii, célebre y
significativo por su carácter dramático, decisivo por la victoria total obtenida
por el rey, fecundo por las múltiples obras polémicas que suscitó por la
apelación de Felipe a la opinión pública.

Las pretensiones regias (regalías) fueron formuladas por los juristas de la


corona (legistas), rechazando la aspiración papal a la plenitudo potestatis (P.
Dubois, P. Flotte, G. de Plaisians, Juan de Paris); pero éstos no se contentaron
con proclamar los privilegios reales, sino que trataron, por su parte, de
acortar los derechos de la Iglesia.

A fines de la edad media, y posteriormente, se hacen valer las mismas


pretensiones, unidas a una constante intromisión en asuntos de la Iglesia: en
nombre del rey se afirma una competencia en materia de liturgia, de derecho
canónico y de elección de obispos.

El gran -> cisma de occidente puso de manifiesto estas tendencias. Al mismo


tiempo que descalifica al papa para el gobierno de la Iglesia, hace del rey la
suprema instancia. La negación de la obediencia en 1396 da a la Iglesia de
Francia una autonomía efectiva. Más importante fue todavía el trabajo de los
eclesiólogos de fines de la edad media (Nicolás de Clémanges, Juan Gerson,
Pedro d'Ailly: en conexión con Guillermo de Ockham), que afirmaron la
superioridad del concilio sobre el papa (-> conciliarismo). Las reivindicaciones
políticas son fundamentadas ahora con argumentos políticos. Desde este
momento se puede hablar de g. teológico.

Bajo Felipe el Hermoso se habían celebrado ya asambleas de todos los obispos


franceses (Clergé de France).

A partir de 1561 éstas asambleas reciben un carácter institucional cada vez


más matizado, el cual rompe el individualismo de los obispos, para
proyectarlos hacia tareas pastorales y reformadoras.

Al apelar al rey contra el papa, los galicanos no se percataron de que


sustituían un absolutismo por otro. En el siglo xvii este -+ absolutismo
fomenta un nuevo florecimiento del g., que ahora presenta su doctrina en un
sistema terminado. Para intimidar al papa Inocencio xi, en 1682 Luis xiv
convocó una asamblea del Clergé de France, en que se proclamaron los
llamados cuatro artículos galicanos (Declaratio cleri Gallicani. Fueron
redactados por J: B. Bossuet, y, según A: G. Martímort, se deben al ministro
J.B. Colbert): 1º, independencia de la corona en asuntos temporales, pues la
potestad eclesiástica sólo se extiende al ámbito espiritual; 2º, validez de los
decretos de Constanza (autoridad de los concilios generales, superioridad del
concilio general sobre el papa); 3º, conservación de las libertades galicanas
(es decir, de los privilegios del rey francés); 4º, negación de la infalibilidad
personal del papa (que puede decidir en materias de fe, pero depende del
asentimiento de la Iglesia).

Esta «carta magna» del g. define un «galicanismo clásico», es decir,


consciente y coherente, fiel al pasado, que impuso por largo tiempo sus ideas
y su problemática. Ese g. es un retorno (aunque anacrónico) a los padres, a
una Iglesia pregregoriana y preescolástica, más teológica y mística que
canónica y política; pero desconoce la evolución doctrinal y disciplinaria de
diez siglos, y significa a la vez una oposición abierta a los papas cuando
invitan a las Iglesias nacionales a deshacerse de sus particularismos. Se
comprende que la santa sede insistiera en la revocación de los cuatro artículos
galicanos (Alejandro viii, 1690).

El g. francés se reprodujo en cierto modo -si bien bajo otros presupuestos


históricos - en el josefismo y el febronianismo. El concordato de Napoleón
(1801), en teoría, abandonó el g., pero introdujo su práctica en la Constitution
civile du Clergé y en los Artículos orgánicos. Esta última forma de g. provocó
la reacción del ultramontanismo del siglo xix (J. de Maistre, F.-R. de
Lamennais). El Syllabus agudizó esta crítica al condenar varias tesis
galicanas; la definición de la infalibilidad pontificia por el concilio Vaticano i
afecta a dos de los cuatro artículos galicanos. Con ello, teológicamente,
estaba dada la sentencia contra el g. como doctrina. Actualmente el g.
pertenece a la historia, pero sin duda está presente todavía en la mentalidad
moderna.

Étienne Delarulle
GÉNEROS LITERARIOS

I. Concepto

1. El problema

El problema del g.l. de un escrito no es exclusivo de la ->exégesis. Por ej., en


la literatura francesa de los siglos xvii y xviii la teoría de los g.l. ocupaba un
lugar importante. Se distinguían los géneros: lírico, dramático, épico, cómico
y trágico, a los que los «clásicos» pretendían señalar reglas precisas (contra la
protesta de los románticos). Hoy día se intenta esclarecer el fenómeno
literario desde el «fenómeno social». En el g.l. se ve «una forma colectiva de
pensar, sentir y expresarse en relación con una determinada época cultural»
(A. Robert). El g.l. podría compararse con el estilo de las artes plásticas, que
depende de todo un conjunto de circunstancias (materiales, concepción
reinante, etc.), y que el arquitecto, o el pintor, o el escultor ha de tener
necesariamente en cuenta para hacerse entender en su generación. En
consecuencia el g.1., estrechamente ligado a la forma de pensar, evoluciona
en consonancia con la respectiva situación cultural. Síguese que cuanto más
diferente de la nuestra es la civilización a que pertenece la obra estudiada,
tanto más peligroso es juzgarla en función de los g.l. que nos son familiares, y
tanto más importante se hace la tarea de determinar con precisión las leyes
del género usado.

2. Historia de la cuestión de los géneros literarios en la exégesis bíblica

Ningún exegeta ha puesto nunca en duda la existencia de varios g.l. en la


Biblia: lírico, didáctico, histórico, etc.; nadie ha negado tampoco que la verdad
de una composición poética, de una parábola o de una alegoría es muy
distinta de la de un relato histórico. Muchos han trabajado por determinar las
leyes de estos géneros diferentes, tal como existen entre los antiguos
semitas. Se ha comprobado, p. ej., que la colección de los salmos contiene
cantos de naturaleza muy diversa, los cuales obedecen a reglas de estilo,
composición y contenido que se hallan más o menos en todo el oriente.
Igualmente, los textos legislativos, las fórmulas de alianza y la predicación de
los profetas siguen normas más o menos fijas, cuyo estudio es indispensable
para la exégesis. Cierto que la predicación bíblica rompe a menudo este
marco; pero precisamente la comparación de las formas bíblicas con las otras
pone de manifiesto la originalidad de las primeras (cf. J. HARVEY, 195), tanto
más por el hecho de que «intenciones muy distintas pueden manifestarse bajo
formas iguales» o, quizá mejor, pueden ocultarse bajo «formas casi iguales»
(ROBERT-FEUILLET, I, p. 138).

II. El magisterio eclesiástico

1. Antes de la encíclica «Divino afflante Spiritu»

De hecho, entre los católicos, la cuestión se planteó principal, si no


exclusivamente, a propósito de los libros que la Biblia presenta bajo la forma
de relatos históricos. Como ciertos exegetas invocaban el g.l. para reducir
muchos relatos bíblicos a -> «mitos», en el sentido en que entonces se
entendía generalmente este término, o a fábulas desprovistas de todo valor
histórico, el magisterio eclesiástico se mostró por de pronto muy reservado.
Sin embargo, ya la encíclica Providentissimus de León xiii (1893) promulgaba
el principio que debía dirigir la exégesis católica y que ya mucho antes había
formulado Agustín.

A propósito de la manera como la Biblia habla de la «figura del cielo», Agustín


dice que los autores sagrados no tratan este problema, pues ellos «no
enseñan cosas inútiles para la vida eterna». Más exactamente: Agustín
presupone que los hagiógrafos conocían tales materias, «pero el Espíritu de
Dios que hablaba a través de ellos no quiso enseñar a los hombres cosas cuyo
conocimiento ningún provecho había de traerles para su salvación eterna» (De
Gen. ad lit. 2,9,20; PL 34,270; EnchB 121, citado en Div. af fl. Sp.: EnchB
539, y en el Vaticano II, Dei verbum, c. 3, n.<> 11, nota 5). Lo importante
aquí no es tanto la aplicación particular, cuanto la razón invocada. Según la
fórmula más clara todavía de Tomás, «el Espíritu Santo no quiso darnos por
los autores inspirados otra verdad que la provechosa para nuestra salvación»
(De ver., q. 12 a. 2; cf. también el Vaticano II, ibid.). No se trata ciertamente,
como se ha pretendido a veces, de restringir la -» inspiración a ciertas partes
privilegiadas de la Biblia, sino de precisar el fin que Dios se proponía al
inspirar a los hagiógrafos y, por tanto, el sentido de la Escritura entera. En
términos aristotélicotomistas: «el objeto formal de la revelación determina el
objeto material enseñado por la Escritura» (P. Grelot). Con esto se señalaba
una de las características esenciales de toda la Escritura inspirada en cuanto
tal, y se definía en cierto modo lo que podría llamarse, si la expresión no fuera
equívoca, el «género literario inspirado» (la fórmula es de L. BILLOT, De
inspiratione Sacrae Scripturae theologica disquisitio, R 4 1929, p. 166, que
quería impedir así todo recurso a los g.l. para interpretar los relatos de la
Biblia).

En 1905 la comisión bíblica toma en consideración una posible aplicación a la


historia: «Hay ciertos casos, raros, que sólo han de admitirse en virtud de
sólidos argumentos, en que el hagiógrafo no quería relatar una historia
verdadera y propiamente dicha, sino, bajo forma y apariencia de historia,
referir una parábola, una alegoría, o proponer un sentido que se aleja de la
significación propiamente literal o histórica de las palabras» (EnchB 161). Y en
1909 admite, p. ej., que en el relato de la creación el autor sagrado no había
presentado una enseñanza científica, como lo suponían las explicaciones
concordistas, sino más bien una descripción popular (notitiam popularem),
acomodada a la inteligencia de los hombres del tiempo (EnchB 432).

La expresión g.l. no se usaba aún. Aparece por primera vez en la enc. Spiritus
paraclitus de Benedicto xv (1920). Sin duda el pasaje se propone
directamente excluir «los g.l1 incompatibles con la entera y perfecta verdad
de la palabra divina». Pero la encíclica sólo condena un «abuso»; cuando
reconoce «la rectitud de los principios, con tal que se mantengan dentro de
ciertos límites», parece que también se refiere al principio de los g.l. (EnchB
461).

2. Pío XII y la «Divino afflante Spiritu»


Toda la cuestión estaba en saber cuáles eran estos límites y, señaladamente,
en qué medida el exegeta católico podía recurrir al g.l. para interpretar un
relato histórico. Éste es el problema que aborda explícitamente la encíclica de
Pío xii (1943). Las traducciones oficiales incluso introducen el pasaje con un
subtítulo significativo: «Importancia del g.l., sobre todo en las obras
históricas.»

Después de explicar a manera de introducción que la «norma suprema de


toda interpretación» es «conocer y definir lo que el escritor quería decir», la
encíclica declara: «Para determinar lo que los antiguos autores orientales
quisieron decir con sus palabras», no basta consultar «las leyes de la
gramática, de la filología o del simple contexto». «Es absolutamente necesario
que el intérprete se traslade mentalmente a aquellos remotos siglos del
oriente, para que, ayudado convenientemente por los recursos de la historia,
arqueología, etnología y de otras disciplinas, conozca y distinga qué géneros
literarios quisieron emplear y de hecho emplearon los escritores de aquella
antiquísima edad» (EnchB 558). La razón es indicada a renglón seguido:
«Porque los antiguos orientales no empleaban siempre las mismas formas y
las mismas maneras de decir que nosotros hoy, sino, más bien, aquellas que
estaban recibidas en el uso corriente de los hombres de sus tiempos y países.
El exegeta no puede establecer de antemano cuáles fueron éstas, sino que ha
de averiguarlas mediante la escrupulosa indagación de la antigua literatura
del oriente.» Ahora bien, la encíclica precisa que no quiere hablar sólo de
«descripciones poéticas» o del «establecimiento de leyes y normas de vida»,
sino también «de la narración de hechos y acontecimientos» (EnchB 558). Es
más, la encíclica no vacila en hacer de esta «investigación del g.l. empleado
por el hagiógrafo» una de las tareas más importantes, «que no puede
descuidarse sin detrimento de la exégesis católica» (EnchB 560).

3. De la «Divino afflante Spiritu» al Vaticano II

Esta orientación, que puede calificarse como «una de las más innovadoras de
la encíclica» (J. Levie), se limitaba, sin embargo, a establecer el principio. En
1948, la comisión bíblica hizo una primera aplicación a dos problemas
cruciales, de los más discutidos por entonces: la autenticidad mosaica del -->
Pentateuco y la historicidad de los once primeros capítulos del -> Génesis,
recogiendo con ello y precisando las respuestas dadas en 1909, que atañían
sólo a los tres primeros capítulos. Así declara que «estas formas literarias no
responden a ninguna de nuestras categorías clásicas y no pueden ser
juzgadas a la luz de los g.l1 grecolatinos o modernos. No es posible,
consiguientemente, negar ni afirmar en bloque la historicidad de estos
capítulos, a no ser aplicándoles indebidamente las normas de un g.l. bajo el
cual no pueden clasificarse» (EnchB 581).

Dos años más tarde, haciendo referencia a esas mismas declaraciones, el


magisterio se pronuncia con mayor claridad todavía bajo la modalidad de una
encíclica (Humani generis, 1950). Con relación a los 11 primeros capítulos del
Génesis, dicha encíclica afirma: a) que no responden de manera rigurosa al
concepto de historia de los grandes escritores grecolatinos, ni al de los
historiadores de nuestro tiempo; b) que, sin embargo, «pertenecen en cierto
sentido verdadero al género histórico»; c) que «este sentido todavía debe ser
investigado y determinado más ampliamente por los exegetas» (EnchB 618).
Así, para el AT quedaba virtualmente resuelta por lo menos la cuestión de
principio y una de sus aplicaciones más delicadas. Pero, hasta ahora, no se
había hecho aún oficialmente aplicación alguna al NT, y muchos incluso
negaban que se le pudiera aplicar este principio. De ahí que la instrucción de
la Comisión bíblica, de 14 de mayo de 1964, titulada De historica
evangeliorum veritate, comience recordando el deber del exegeta católico con
relación al «examen del g.l. empleado por el escritor sagrado»; esta
advertencia de Pío xix - se precisa - «enuncia una regla general de
hermenéutica, con cuya ayuda han de interpretarse tanto los libros del AT
como los del NT, dado que, al redactarlos, los hagiógrafos emplearon el modo
de pensar y escribir usual entre sus contemporáneos». La instrucción aplica
seguidamente los resultados positivos que la exégesis había obtenido
utilizando, con la prudencia requerida, el método llamado de la historia de las
-> formas; y muestra en particular cómo en cada una de las tres etapas de la
transmisión del mensaje evangélico hay que tener en cuenta el g.l. «El Señor
mismo, cuando exponía oralmente su doctrina, seguía los modos de
pensamiento y expresión propios de su tiempo, y así se acomodaba a la
mente de sus oyentes.» Los apóstoles, a su vez, «dieron testimonio de Jesús
y expusieron fielmente su vida y sus palabras; y, en la manera de predicar
tuvieron en cuenta las circunstancias en que se hallaban sus oyentes...; pero
enseñaban con una más plena inteligencia, que recibieron por los
acontecimientos de la resurrección y por la luz del Espíritu de la verdad.»
Además ellos, como Cristo, en su manera de predicar tuvieron en cuenta las
condiciones de sus oyentes e «interpretaron las palabras y hechos del mismo
Cristo según lo pedían las necesidades de aquéllos». Así, precisa la
instrucción, recurrieron a modos varios de expresión (varius dicendi modis),
algunos de los cuales enumera: «catequesis, narraciones, testimonios,
himnos, doxologías, oraciones y otras formas literarias por el estilo que la
sagrada Escritura y los hombres del tiempo acostumbraban a emplear».
Finalmente, en una tercera etapa, «esta primigenia predicación, transmitida
primero de palabra y luego por escrito, para bien de la Iglesia fue consignada
en los cuatro Evangelios, por el método acomodado al fin peculiar que cada
uno se proponía». Porque «la doctrina y vida de Jesús no fueron simplemente
referidas con el solo fin de conservarlas en la memoria, sino predicadas para
dar a la Iglesia el fundamento de su fe y costumbres».

Eso supuesto, la tarea del exegeta es la siguiente: «investigar la mente del


evangelista al narrar un dicho o un hecho de este o del otro modo, o bien al
ponerlo en un determinado contexto, pues, efectivamente el sentido de un
enunciado depende también del contexto en que se halla... » Difícilmente
podía expresarse más claramente la importancia del estudio del g.l1 para la
interpretación exacta de los Evangelios.

4. El Vaticano II y la constitución «Dei verbum»

El concilio ha roborado esta doctrina en su Constitución dogmática sobre la


revelación, concretamente en el capítulo tercero (sobre la inspiración e
interpretación de la Escritura) y en el capítulo quinto (sobre la historicidad de
los Evangelios).

El primer pasaje trata explícitamente de los g.l. en la Biblia con fórmulas muy
claras. Después de recordar la doctrina tradicional sobre la «verdad
consignada en la sagrada Escritura para nuestra salvación», la Constitución
enuncia el principio que la enc. Divino af flante Spiritu llamó «la ley suprema
de toda interpretación» y del que se deriva precisamente la necesidad de
considerar el g.l.: «Ahora bien, como quiera que en la sagrada Escritura Dios
habló por medio de hombres y en forma humana, el intérprete de la sagrada
Escritura, si quiere ver con claridad qué quiso comunicarnos Dios mismo, debe
investigar atentamente qué pretendieron decir los hagiógrafos y qué quiso
manifestar Dios a través de las palabras de éstos» (n .o 12). «Y para
descubrir la intención de los hagiógrafos, entre otras cosas hay que atender a
los g1.». No sólo está claro que «la verdad se expone de modo distinto según
se trate de un relato histórico, de una profecía o de una poesía», sino que
además la Constitución habla explícitamente de «textos históricos en diverso
sentido» (textibus vario modo historícis), y con ello confirma que un
acontecimiento «histórico» puede marcarse en formas distintas, es decir, que
hay diferentes g.l. históricos. En consecuencia carece ya de objeto la
controversia que durante largo tiempo mantuvo dividida la exégesis católica.

«Es menester, por tanto, que el intérprete inquiera el sentido que el


hagiógrafo, en determinadas circunstancias, dada la condición de su tiempo y
de su cultura, quiso expresar y expresó con ayuda de los g.l. a la sazón en
uso.» Y la razón se indica a renglón seguido: «Para entender rectamente lo
que el autor sagrado afirma por escrito, hay que atender debidamente tanto a
los usuales modos nativos de sentir, decir y narrar que estaban vigentes en
tiempos del hagiógrafo, como a los que en aquella época se solían emplear en
el trato cotidiano entre los hombres.» El párrafo final (nº 13) descubre el
fundamento último de esa doctrina, que es corolario del misterio mismo de la
encarnación del Verbo de Dios en la naturaleza humana y en palabras
humanas: «Las palabras de Dios, expresadas en lenguaje humano, se han
acomodado a la manera de hablar de los hombres, del mismo modo que un
día el Verbo del Padre eterno, ál asumir la flaqueza humana de la carne, se
hizo semejante a los hombres.»

En el capítulo quinto la Constitución aplica estos principios a los Evangelios,


recogiendo lo esencial de la instrucción de la comisión bíblica (que hemos
resumido antes) sobre la historicidad de los mismos. El concilio afirma
claramente su historicidad, pero a la vez explica el sentido de este término.
Los evangelistas no se contentaron con relatar meros hechos, sino que se
propusieron también explicar su significación, que la mayoría de las veces
ellos habían percibido a la luz del acontecimiento pascual: «Indudablemente,
después de la ascensión del Señor, los apóstoles transmitieron a sus oyentes
lo que él había dicho y hecho, con aquella más plena inteligencia de que
gozaban por la experiencia de la glorificación de Cristo y por la iluminación del
Espíritu de verdad» (n° 19). Además, «seleccionaron algunas cosas de entre
las muchas que ya se habían transmitido oralmente o por escrito, las
resumieron de otro modo, o las explicaron de acuerdo con el estado de las
Iglesias, pero siempre de tal modo que transmitieran un relato auténtico
sobre la persona de Jesús». El concilio define así en cierta medida las
características esenciales del g.l. de los Evangelios.

5. Resumen
Así, pues, aun abordando el estudio de los g.l. principalmente en función de la
inerrancia de la Escritura (n° 12) o de la historicidad de los Evangelios (n°
19), la constitución Dei Verbum va más allá del punto de vista apologético,
que anteriormente prevaleció en este problema. Efectivamente, el exegeta no
recurre a los g.l. únicamente para resolver las dificultades que pueden
presentar ciertos relatos históricos de la Biblia. En realidad, el estudio de los
g.l. es importante para la exégesis de la Biblia entera, para la de los Salmos,
p. ej., que fue precisamente la ocasión de las investigaciones de un Gunkel, y
también para la de los libros proféticos y sapienciales, así como de los textos
legislativos del Pentateuco, y lo es particularmente para la del Cantar de los
cantares. Además, un mismo libro generalmente no ofrece un solo g.l, sino
que está compuesto de elementos propios de g.l. muy varios, cada uno de los
cuales ha de ser objeto de un estudio particular.

Si es, pues, cierto, como lo van poniendo de manifiesto las investigaciones


recientes, que el sentido de las palabras o de las fórmulas está siempre más o
menos condicionado por el g.l. del pasaje, se comprende que el exegeta, para
entender exactamente lo que Dios ha querido decirnos por medio del escritor
inspirado, considere el estudio del g.1. como uno de sus primeros deberes (cf.
EnchB 560).

La fe en la inspiración de la Escritura, que es palabra de Dios, lejos de apartar


al exegeta de esta tarea, se la impone con mayor apremio.

Stanislas Lyonnet

GÉNESIS, INTERPRETACIÓN DEL


I. Nombre

Con el nombre de Génesis, tomado de los LXX, se designa el libro primero de la


törä, dividida en cinco partes (-> Pentateuco, en Antiguo Testamento, B. i).
Por su contenido se lo puede rotular «Libro de los orígenes». Desde el punto de
vista teológico, el libro de Josué puede unirse al Pentateuco y, en contraste con
la concepción tradicional, cabe hablar de un Hexateuco, pues en Jos se narra el
cumplimiento de fundamentales promesas contenidas en Gén y Éx.

II. Métodos de interpretación

El esfuerzo iniciado hace más de 200 años por B. WITTER y J. ASTRUC para
lograr claridad en el proceso de formación del Pentateuco, que hasta entonces,
con pocas excepciones, había sido atribuido a Moisés, ha quedado concluido en
cierto modo con la reciente hipótesis de los documentos, vinculada al nombre
de J. Wellhausen. Según esa hipótesis, el Pentateuco se compone de cuatro
fuentes: J = yahvista: (siglo x). E = elohísta (siglo viii); D = Deuteronomio
(siglo vii) y P = escrito sacerdotal (siglo vi). El método histórico de las formas
desarrollado sobre todo por H. Gunkel y H. Gressmann, dando un nuevo paso
quiso rastrear la génesis preliteraria de los documentos, llegando a la
conclusión de que éstos no son obra de autores particulares importantes, sino
el legado de una tradición antigua, que luego reunieron ciertas escuelas. Este
método queda completado con el de la historia de la tradición, que estudia el
crecimiento de las tradiciones en diversos círculos transmisores durante su
larga historia hasta llegar a la forma actual.

Se aplica finalmente el método histórico-redaccional, que averigua los motivos


que guiaron a los colectores y redactores en las fases particulares de
composición y en la redacción final, motivos que quedaron inyectados como
fermento configurador en las capas crecientes de la tradición. Esta combinación
de métodos refinados se emplea hoy día para esclarecer sistemáticamente el
proceso, sumamente complicado, de la formación del Pentateuco (cf. el
esquema en: SELLIN-FOHRER, Einleitung, 30).

III. Estructura y temas del Génesis

Según la concepción corriente, los 50 capítulos del libro se dividen en dos


secciones: 1ª, La historia primitiva (1-11), 2ª, la historia de los patriarcas (12-
50). Aunque las diferencias entre las dos partes son mucho mayores que en
cualquier otro libro bíblico, sin embargo, ambas quedan conectadas por la
figura de Abraham.

1. La historia primitiva

Tras múltiples ensayos anteriores de deslindar en la historia primitiva un


antiquísimo material tradicional de la humanidad, o de mirarla como un
intento, comparable a otros de la literatura del antiguo oriente, de interpretar
por mitos los orígenes del mundo y del hombre, hoy se impone cada vez más
la opinión de que Gén 1-11 y, sobre todo, 1-3 son desde su origen profecía
etiológica retrospectiva. Los redactores de las capas casi exclusivamente
afectadas J y P, emprendieron la tarea de seguir hacia atrás la actividad de
Dios hasta los comienzos, de informar teológicamente sobre el origen del
universo y de anteponer al inicio de la revelación histórica en Abraham las
decisiones de la humanidad primigenia válidas para todos los hombres. Así
hicieron inteligibles las experiencias históricas de su pueblo con Dios y la
interpretación que Dios mismo les daba. En esa visión la historia primitiva no
implica ninguna afirmación sobre los orígenes y la naturaleza de las cosas; más
bien reviste un carácter funcional para la revelación que se produce en un
tiempo histórico. Destaquemos por su importancia los siguientes temas:

a) La acción creadora de Dios pertenece a los enunciados kerigmáticos


esenciales del AT y está expuesta en los dos estratos: P: 1, 1- 2, 4a; J: 2, 4b -
25. Y es de notar que Gén 3 queda unido literalmente con Gén 2. El hecho del
doble relato, en que J es completado y ampliado por P, tiene la finalidad de
resaltar la significación fundamental de la acción creadora de Dios, hecho
teológico de suma importancia para la imagen moderna del mundo y del
hombre (-> creación). Ahí se pone igualmente de manifiesto cómo es imposible
aprehender la actividad de Dios bajo una sola perspectiva. Para esclarecerla de
algún modo por todos sus lados se requieren múltiples enfoques.

El primer relato desarrolla con sublime monotonía el teologúmeno: «Dios ha


creado el universo» y, en la obra de separación y ordenación, hace que las
criaturas particulares, a modo de pirámides, vayan surgiendo a la existencia
desde el caos hasta el hombre. Para expresar la acción creadora se sirve del
verbo bára', aplicado solamente a Dios, que expresa una producción sin
analogía en virtud de la ->palabra divina, que así se convierte en arco de
puente entre el pilar Dios y la criatura que deviene. En el esclarecimiento más
profundo de esta palabra de Dios se mueve la evolución de la idea de creación
hasta el NT (Jn 1; Col 1, 14-17; Heb 1, 2). El triple uso de bára' en la creación
del hombre (v. 27) da a entender que la energía creadora de Dios llega aquí a
su despliegue más pleno. El haber sido creado a imagen de Dios lo distingue de
todas las otras criaturas, que entran en la existencia «según su especie» (v. lls
24s). Ahí se expresa su participación en el señorío de Dios (cf. Sal 8, 5ss; 145,
12), que lo capacita para llevar a cabo el mandato de dominar la tierra (v. 28).

En estilo más cálido y figurado, el segundo relato, más antiguo, pone al


hombre como primera criatura en el centro de un círculo, en torno al cual Dios
organiza el mundo referido a él. En la formación del hombre entran como
elementos constitutivos la tierra y la potencia vital divina, y ambas quedan
vinculadas en una unidad esencial. Esta unidad ha de considerarse como base
de la antropología bíblica en un estadio prefilosófico. La disposición del relato
subraya, junto al surgir de las criaturas, la constante solicitud de Dios para con
el hombre: la preparación de su espacio vital con plantas y animales, el
remedio de su soledad por la creación de la mujer. Ésta es, según la exposición
bíblica, parigual al varón, y, por ser de su misma especie, tiene también el
mismo valor. Partiendo de la experiencia actual de la mutua atracción entre los
sexos, el escritor proyecta la estrecha ordenación de hombre y mujer al
matrimonio más allá del pecado, al comienzo de la creación, cuando todo era
bueno.

b) Paraíso y pecado original. Hoy se admite generalmente que el paraíso no


debe entenderse como una magnitud histórica o geográfica. A fin de quitar su
base a las dificultades que se presentan para una concordancia con los
resultados de las ciencias naturales, parece lo más adecuado considerar el
paraíso sobre todo como una profunda armonía de la existencia humana, en el
estado de una integridad plenamente equilibrada del primer hombre. Se puede
discutir con razón sobre la duración de ese estado especial; posiblemente
habrá que entenderlo como situación momentánea de la existencia. La cima de
esta situación especial era la amistad del hombre con Dios (3, 8), que
constituía a la vez una gran promesa y un hálito de aquella consumación
escatológica hacia la que, según Is 25, 6-8, camina la historia universal.

El más alto don al hombre consiste en la libertad, fundada en su propia


personalidad, y, por ende, en la posibilidad de decidirse por Dios o contra él
sobre la base de su mandamiento (2, 17). A la libertad va aneja la posibilidad
de la tentación y de una falsa decisión. La serpiente, encarnación del principio
del mal, atribuye a Dios intenciones poco benévolas y promete a la mujer un
lugar neutral para juzgar de Dios y de su mandato. Así se despierta en el
hombre el impulso hacia lo incomprensible y el fascinante anhelo de disponer
de misterios más allá del horizonte humano, a fin de llegar así a un lugar libre
de Dios. La esencia del pecado original consiste, pues, en que el hombre, con
osada audacia, quiere hacerse independiente de Dios y contentarse con la
criatura. Pero la total conversión al mundo no conduce a la gloria, sino al
deshonor. Gén 3, 14-19 caracteriza el estado actual de la vida humana sobre la
tierra: está turbado el orden del hombre en su relación con Dios, con sus
semejantes con las criaturas inferiores. El hombre acepta esta nueva situación
vital, lejos de la inmediata proximidad divina; pero Dios intenta ayudarle de
otro modo. Esta nueva situación de la existencia está iluminada por la promesa
de la victoria definitiva sobre Satanás (3, 15). Cf. también -> pecado original.

c) A pesar del estilo apretado y oscuro de Gén 4, en el crimen de Caín puede


verse cómo el pecado original (originante) no se reduce a un hecho único en
un remoto pasado; ya en la generación inmediata, por la culpa personal del
fratricidio, se toma por segunda vez la decisión contra Dios. Con ello se dibuja
el camino del hombre sobre la tierra como un camino de ->pecado y culpa;
pero así se le quita también la posibilidad de dirigir un reproche a los primeros
padres. El camino de pecado que el hombre ha emprendido lo lleva cada vez
más profundamente a la lejanía de Dios (4, 11). Gén 4 cumple todavía otra
función en la estructura de la historia primitiva, a saber, el capítulo es un anillo
necesario para pasar a 6, 5ss, donde se describe cómo la maldad del hombre
ha superado toda medida admisible, de suerte que Dios decreta su
aniquilación.

d) Concedida la posibilidad de que en Gén 6s se hayan conservado tradiciones


populares de tiempos primitivos (cf. las leyendas extrabíblicas del diluvio, p.
ej., en la epopeya de Gilgames), sin embargo, para la moderna exégesis es
cosa averiguada que el juicio de Dios en el diluvio no ha de entenderse como
exposición histórica detallada. Más bien, en la leyenda del diluvio difundida en
su ambiente, a los autores de Gén 6s se les ofreció el adecuado material
ilustrativo para exponer en todo su alcance el fatal destino de la humanidad
primitiva, y para reconocer en el diluvio el juicio de Dios provocado por el
hombre. El «pesar» o arrepentimiento de Dios (6, 6) da a entender que el
pecado mina en lo más hondo el sentido de la criatura, y que por él pierde el
hombre la justificación de su existencia ante Dios. Desde entonces se cierne
ejemplarmente sobre la culpa humana el juicio aniquilador de Dios. Sin
embargo, lo que según Gén 6, 5ss es motivo de merecido castigo, según 8, 21
es razón de misericordia. Prólogo y epílogo del relato ponen de manifiesto la
lucha que se inicia en torno al hombre entre la justicia y la misericordia, en la
cual vence el amor de Dios, comprometido de tantas formas con el hombre.
Después del diluvio comienza la época de la paciencia divina (Rom 3, 25), que
tiene su fundamento histórico-salvífico en el pacto con Noé.

e) La alianza con Noé (9, 8-17), como relación firme de Dios, pone a la
humanidad posdiluviana en un nuevo estado de paz y se hace visible en el
signo del arco iris. Como alianza del orden creado, robora el acto de la --
creación, que queda garantizada por Dios, y quita a toda criatura a la
elemental preocupación por su existencia. De ahí que en 9, 1 se reitere la
bendición inicial de 1, 28. La alianza se convierte a la vez en base y punto de
partida para la nueva salvación que se halla en perspectiva, y está abierta a
todos los hombres dispuestos a guardar la ley ética impresa en la misma
naturaleza y que se esfuerzan por mantener una relación personal con Dios.

f) De la multitud de pueblos a la elección de uno solo (10s). En Gén 10, P


considera la multitud de los pueblos, que sin duda se toman de un antiguo
mapa etnográfico, como querida por Dios, pues los hace derivar a todos de un
antepasado primero, que es Noé. Por eso siguen constituyendo una gran
unidad, que está en alianza con Dios. En cambio, a los ojos de J (torre de
Babel) esa unidad se vuelve problemática. Aquí se insinúa el peligro que
entraña una unidad de los hombres procurada por desmesurada soberbia, ya
que ella puede convertirse en una concentración de poder contraria a Dios.
Propiamente, Dios quiere la independencia de los pueblos unidos por él en una
familia a través de la alianza con Noé. Esta reiterada caída en el pecado pasa a
ser luego el punto de partida para el nuevo camino de salvación, pues, contra
el plan hostil a Dios de lograr a la fuerza, mediante el soberbio poderío del
hombre, la unidad de los pueblos, Dios mismo hará nacer la recta comunión de
todos los pueblos en Abraham, especialmente escogido para ello (11, 16-32).
La historia primitiva desemboca en el relato de la victoriosa voluntad salvífica
de Dios, que se muestra en Abraham como bendición inmensamente rica para
todos los hombres de todos los tiempos.

2. Historia de los patriarcas

Con Gén 12 entramos ya en un período documentado con abundantes fuentes


históricas del oriente, las cuales pueden captarse en la Biblia misma. Sobre la
historiografía hay que decir en general que es «pragmática y tendenciosa»; su
objeto, por ende, no es describir detalladamente los acontecimientos en su
proceso de formación mediante un estudio crítico de las fuentes. A la historia
bíblica le interesa, más bien, poner de relieve a base de un sustrato histórico
más o menos extenso la particular acción de Dios sobre determinados hombres
y la interpretación que de ella da Dios mismo; es decir, ofrecemos una historia
de la salvación. Podríamos decir que el principal tema teológico de este primer
período y el anillo que enlaza las figuras partículares es la gran bendición de
Dios. Por ella, según J, Dios escoge a Abraham, y con éste abre el nuevo
camino de salvación que conduce a Cristo (12, 1-3; 18, 18s; 22, 18; 26, 4; 28,
14).

Frente a una visión escéptica del pasado, según la cual en Gén 12-50 se
trataría de colecciones de leyendas o los patriarcas serían un símbolo de
divinidades humanizadas, se va imponiendo la concepción de que ellos fueron
verdaderas figuras históricas, aunque la Biblia sólo ofrece escasos datos sobre
su vida (cf. W.F. Albright, J. Bright, R. de Vaux). A base de los abundantes
descubrimientos actuales, acerca de aquella época, podemos situarlos entre los
siglos xx-xvr a.C.

a) Sin duda alguna la figura más importante es Abraham. En muchos aspectos


puede ser considerado como modelo de la posición del hombre en la obra
divina de la salvación. Dios invita al seminómada elegido a que deje a su
espalda patria y pasado y marche camino de Palestina. Con ello la
peregrinación en la presencia de Dios viene a ser un factor existencial del
hombre religioso, que en adelante está bajo la particular promesa divina.
Promesa y cumplimiento, no como categorías religiosas humanamente
calculables y representables de antemano, sino como estructuras
fundamentales del obrar divino, definen desde ahora el camino de la salvación,
según se pone de manifiesto por la reiterada promesa de la tierra y de la
descendencia, y finalmente por el nacimiento de Isaac. Abraham responde a la
intervención de Dios con la le, cuyo contenido es el abandono de todas las
seguridades terrenas y una entrega constantemente renovada del patriarca a
Dios (15, 6). La fe así entendida constituye la base para la justificación del
creyente, es decir, para que su vida esté en orden ante Dios y sea recta. El
espíritu de fe de Abraham es tan ejemplar que en Rom 4, 16 él recibe el título
honorífico de «padre de todos nosotros en la fe». Como en diversas etapas de
la actividad divina, también aquí esta nueva relación es elevada al estado de
una alianza. En toda la historia de la revelación la alianza es la forma como
Dios realiza su designio salvífico. En una doble tradición: Gén 15 (J) y 17, 1-14
(P), esta alianza es interpretada teológicamente bajo sus aspectos más
importantes. Ella capacita al elegido para la teofanía (18), lo hace confidente y
amigo de Dios (18, 17ss). Dios, por su parte, plantea altas exigencias al así
unido con él por la fe. Así, al que ya es anciano, le pide que espere
pacientemente cuando la posibilidad humana de un hijo parece nula; y al padre
finalmente feliz le da el mandado inaudito de que sacrifique al hijo querido y,
con él, al sujeto único de la promesa y el porvenir entero (22). En realidad, se
trata de someter a prueba la fe que nada deniega a Dios, y también de la
repulsa divina a los sacrificios humanos.

b) Mucho menos plástica aparece la figura de Isaac (24-27), cuya función es


mantener viva la alianza con Dios y transmitir la bendición.

c) En Jacob, por lo contrario, aparece con particular claridad lo humano del


sujeto de la bendición. La compenetración entre la elección divina, la culpa
humana (el engaño para hacerse con la primogenitura y la bendición: 25, 29-
34; 27) y el castigo por ello es buen ejemplo de la cooperación entre el
designio divino y la libertad humana. Mientras Jacob no atente contra el
fundamento de la elección y defienda en la fe - aunque con medios injustos -
los intereses de Dios, éste mantiene su elección. Sin embargo, en la enemistad
de su hermano, en el destierro de su patria, en el engaño por parte de su
suegro y en el dolor que le deparan los hijos, el patriarca experimenta el
castigo por su conducta. Una vez purificado, vuelve con nuevo nombre y nueva
bendición a la tierra de sus padres (32, 22-32); pero también aquí le esperan
nuevos golpes, hasta que un hambre general le obliga a buscar protección en
Egipto.

d) En el centro de la última parte (3750), que en su forma se distingue


considerablemente de lo anterior, se destaca la figura de José, al que estaba
destinada una sorprendente carrera política en la corte del faraón. Sin
embargo, según 49, 8-12, para la ulterior realización del designio salvífico no
es escogido el hijo predilecto de Jacob, que configura la actualidad, sino Judá.
Su conducta con Tamar (nada ejemplar) lo hace antepasado de David (Rut) y,
consiguientemente, del Mesías (Mt 1). En contraste con la lenta realización del
designio salvífico, puesta continuamente de relieve en la historia de José, salta
más fuertemente a la vista el elemento sapiencial y didáctico. José representa
la encarnación del humanismo israelítico; su figura está diseñada sobre todo
con elementos de la literatura egipcia. É1 muestra las posibilidades que abre
ante este mundo la vida con Dios, y es un signo patente de Dios ante los
hombres. La actuación y posición de José en Egipto se incorpora a la temática
de la dirección divina del pueblo escogido; y su figura es un anillo necesario
para los acontecimientos del éxodo (cf. Éx).

En resumen podemos decir que, según el Génesis, la revelación de Dios no se


produce por la manifestación de ciencia y misterios, sino que esencialmente se
hace visible en la conducción de los elegidos. La respuesta de éstos consiste en
una actitud de estar en camino hacia Dios, en la cual han de ejercitarse
durante toda la vida, ora «andando con Dios», como Henok (5, 22), ora
«andando delante de Dios» (17, 1), como Abraham y su casa.

Heinrich Groft

GLORIA DE DIOS

«G. de D.», «dar gloria a Dios», «obrar a mayor gloria de Dios» son
expresiones fundamentales del acervo idiomático cristiano. Pero requieren una
interpretación adecuada, pues, si se entendieran en forma demasiado
antropomórfica, no podrían armonizarse con la -->transcendencia de Dios y,
en consecuencia, con su -->amor absolutamente libre y desinteresado, que
determina su actuación en el mundo.

I. En la Escritura

El contenido del concepto teológico de g. de D. en la Escritura se remonta en


sus raíces al kábód Yahveh hebreo, que en los LXX es traducido con el término
861a. Esta traducción determina claramente el uso del vocablo 8ója en el
Nuevo Testamento. La Vulgata traduce kábód y 86f;a por «gloria».

1. «Káböd Yahveh» en el AT

El contenido originario del término «gloria» en el AT no es, como entre los


griegos y romanos, la idea de un prestigio que provoca admiración y
alabanza, de una fama llena de honor (cf. CICERÓN, Retórica, II 55). La gloria
es, ante todo, el valor real, el poder medible, el peso del poder (kábód de la
raíz kbd = pesado, importante). Este sentido se empareja con el significado
clásico de lo glorioso de la plenitud de luz, o de sabiduría o de hermosura, que
es digna de alabanza. Yahveh revela y oculta a la vez su kábód en la nube y el
fuego devorador (Éx 16, 7s; 16, 10; 24, 15-17; 40, 34s; 40, 38; Dt 5, 24), un
fuego que lleva en sí el brillo del relámpago y el poder del trueno, y que da
testimonio de la majestad inaccesible, poderosa y terrible de Dios. Esta
manifestación de Yahveh significa para los afectados, o bien castigo, o bien
auxilio benévolo (Lev 9, 6.23ss; Núm 14, 10; 16, 19, etc.), que exigen
adoración y alabanza: Éx 15, 1: «Cantemos al Señor, porque ha hecho brillar
su gloria»; Éx 15, 7; Sal 29, 1-9. Además de los prodigios, también el curso
natural del mundo revela el kábód Yahveh, invitando a todos los pueblos a la
alabanza: Sal 57, 6-12; 145, 1012; 147, 1.

2. La «doxa» en el NT

En Jesucristo se ha manifestado la gloria de Dios. £1 es el «resplandor de la


86Za» (de Dios), la imagen de su esencia (Heb 1, 3). La 8óJa del Padre se
revela en la encarnación de su palabra (Jn 1, 14). Así el Evangelio es «la
buena nueva de la 86 Z de Cristo» (2 Cor 4, 4). A través de él Dios hizo brillar
la luz en nuestros corazones, «para que resplandezca el conocimiento de la
8óla de Dios en la faz de Cristo» (2 Cor 4, 6).

La presencia invisible de la 861a en el arca o en el templo de la antigua


alianza (Éx 25, 8) para la santificación de los hombres ha sido sustituida por
la -> encarnación de la palabra divina, que es la presencia personal y palpable
de Dios entre los hombres (1 Jn 1; Jn 1, 14.16). Así como en tiempos la gloria
estaba encubierta por la nube, ahora está por la condición humana de la
palabra. Durante la vida terrena de Jesús la 861a brilla solamente en
«signos», descubriéndose únicamente al creyente (Jn 2, 11; 11, 40). En el
anonadamiento el Hijo «honra» al Padre hasta la consumación de la obra
redentora, y el Padre «honra» y «glorifica» al Hijo (Jn 12, 28; 17, 5). El
resucitado es para Pablo el «señor de la 86Ja» (1 Cor 2, 8), En la -> parusía
la 861a celeste de Jesús se revelará a todos (Mt 24, 30). En la transfiguración
(Lc 9, 32), Pedro, Juan y Santiago experimentaron una anticipación de esta
luz de la gloria; y también la experimentó Pablo ante Damasco (Act 9, 3).

La gloria del Hijo es también la gloria de los hijos de Dios; él conduce «a los
muchos hijos hacia la gloria» (Heb 2, 10); éstos son participantes de su gloria
(1 Pe 5, 1-4). Según Pablo el justificado ya participa de la gloria escatológica
(2 Cor 3, 18; 4, 17), si bien en forma oculta y esencialmente en ->esperanza
(Rom 8, 18). Hacia esta gloria se dirige la «expectación anhelante» de toda la
creación (Rom 8, 19-23). «Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz entre
los hombres, objeto de su amor» (Lc 2, 14), anuncian las ángeles al aparecer
Jesús en este mundo. La voluntad de Dios es que «el Padre sea glorificado en
el Hijo» (Jn 14, 13; Flp 2, 11). Y también es voluntad de Dios que el Hijo sea
glorificado en los hombres (Jn 17, 1-6). La glorificación de Dios, la de Cristo y
la de los hombres están intrínsecamente relacionadas (2 Cor 4, 15); son
frutos de un amor creciente, que llega a su plenitud en el «día de Cristo» (Flp
1, 9ss; 1 Pe 11, 27; 2 Pe 3, 18). En el ->reino de Dios el ->culto no tendrá
más expresión que la adoración y la acción de gracias en Jesucristo (Rota 16,
27; Jds 24-25; Ap 1, 4-7; 5, 13; ->visión de Dios).

II. Aspecto sistemático

Dios ha creado el mundo, «no para aumentar o adquirir su gloria, sino para
revelar su perfección» (Vaticano i, Dz 1783; cf. 1805). La gloria de Dios es
ante todo su interna perfección ontológica y su autoposesión amorosa en la
santidad. A esta santidad y gloria está ordenada la creación, en la que Dios se
revela, y esta revelación misma es ya la g. de D. «externa»: como «objetiva»
o material. Pero la creación carecería de sentido si, por encima de esta g. de
D. «objetiva», no hubiera seres que con conocimiento y amor libre pueden
responder a la revelación de la gloria de Dios. La g. de D. «objetiva» sólo es
tal como llamada a los seres espirituales para que glorifiquen «formal» y
subjetivamente a Dios. Por eso el hombre negaría su propia esencia si
pretendiera limitarse a la mera g. de D. objetiva (por el simple hecho de
existir). Pero, en cuanto él da gloria a Dios, se perfecciona a sí mismo y recibe
su propio honor por la participación de la gloria de Dios. «El Señor lo ha hecho
todo para comunicarse», dice Tomás comentando Prov 16, 4 (ST 1 q. 44 a.
4); e Ireneo escribe: «A los que ven a Dios, su gloria les da la vida...; la
participación en la vida de Dios consiste en su visión y en el disfrute de sus
bienes...; la gloria de Dios es el hombre viviente, y la vida del hombre es la
visión de Dios» (Ad. haer. lV 19: PG 7, 1035ss).

1. Por tanto, g. de D. («externa») significa ante todo el comportamiento


subjetivo, del reconocimiento con veneración del esplendor divino, o sea, el
acto de adoración venerante del ~>misterio absoluto.

2. Ese acto se refiere a la revelación de Dios mismo, en cuanto a través de


ésta se manifiesta el poderío de la gloria divina. Esta revelación de sí mismo
se produce en - y va dirigida a - la ->creación, que por su ser y sobre todo
por su respuesta revela la gloria de Dios y así alcanza su sentido. La
insuperable revelación escatológica de sí mismo acontece en Jesucristo (cf.
historia de la -> salvación).

3. La revelación de la g. de D. manifestada históricamente se funda en la


plenitud de su ser, en su gloria y poderío internos, conocidos y afirmados por
él mismo, los cuales no pueden ser violados desde fuera, o sea, por la
criatura, y en este sentido constituyen su --a santidad.

Humbert Bouéssé

GNOSIS

1. Definición y tipología. El término g. designa, por una parte, un movimiento


de redención que se manifiesta en múltiples creaciones de la comunidad,
movimiento religioso que en el fondo no es cristiano y que tuvo lugar en la
antigüedad posterior, y, por otra parte, el concepto central de este
movimiento religioso, que apareció antes del cristianismo y junto con él,
extendiéndose por Samaría, Siria, Asia Menor, Egipto, Italia, norte de África,
etc. Muy pronto hubo contactos entre el cristianismo y la g., que se sirvió del
acervo doctrinal cristiano para transformarse y superarse. Esta forma de g.,
junto a la cual existía una g. pagana, fue considerada como una herejía
cristiana (-->gnosticismo) e impugnada por la Iglesia como un rival peligroso.
La discusión entre la Iglesia y la g. se había preludiado ya en algunos pasajes
del NT bajo formas iniciales de sectas gnósticas y alcanzó su punto culminante
en el siglo ii. En esa lucha, al final sucumbió la g. pero, entretanto, ésta se
había extendido en forma de -> maniqueísmo desde el norte de África hasta
el Asia central. Una rama oriental de la tardía g. antigua es el -- mandeísmo,
que todavía existe actualmente, sobre todo en Irak. En Europa la g. siguió
repercutiendo en ciertas sectas medievales (bogomilos, -* cátaros,
albigenses). En sentido amplio el término g. se usa muchos veces para
designar un concepto o conocimiento religioso (o filosófico) con muchos
matices en el campo de la fenomenología de la religión, en el de la filosofía y
en el de la teología cristiana.

G. como concepto central del movimiento así llamado que se desarrolló en la


antigüedad posterior, es un conocimiento religioso caracterizado por las
siguientes notas: a) g. es el conocimiento de la propia mismidad espiritual del
gnóstico y de la divinidad consubstancial con esa mismidad. Este conocimiento
se desarrolla como un saber sobre el origen del yo espiritual, sobre la causa
de su esclavitud en el mundo de las tinieblas y su ascensión salvadora al
familiar reino de la luz, y, con ello, como un saber acerca de este reino de la
luz, acerca del origen, naturaleza y destino de los poderes que han creado la
realidad mundana, de la materia y del mundo. b) La g. se basa en la
revelación divina y es comunicada por el redentor o por seres que hacen de
mensajeros. c) El acto cognoscitivo del gnóstico posee en sí importancia
soteriológica y óntica: una vez despertada la mismidad espiritual por la
revelación divina, el gnóstico llega a distinguir entre bien y mal (luz y
tinieblas) como esferas ónticas y, con ello, a la decisión, que en su
confirmación ética (práctica y, muchas veces, acciones cultuales; en
ocasiones, magia) conduce a la división de estas esferas y así a la división del
mundo, la cual consuma en la escatología universal.

Temáticamente el «mito gnóstico» ha sido caracterizado así por el


valentiniano Teodoto: g. es conocer «quiénes éramos, qué hemos llegado a
ser, dónde estábamos, adónde hemos sido arrojados, hacia dónde nos
apresuramos, de qué hemos sido redimidos, qué es nacer y qué es renacer»
(Exc. ex Theodoto, 78, 2). La forma fundamental que es común a las
objetivaciones de la g., muy variadas y difíciles de sistematizar (mitos
artificiales), puede mostrarse mediante un modelo que une bajo un
denominador común los muchos tipos ideales que es posible formar partiendo
de los escritos de las comunidades gnósticas. La estructura fundamental del
«mito gnóstico» consiste en un -+ dualismo que presenta dos aspectos: a)
Existe un dualismo entre la divinidad supramundana, espiritual y buena, su
esfera (pleroma) y sus seres luminosos (eones), por una parte, y el ignorante
creador (demiurgo) del mundo inferior, sus arcontes (espíritus planetarios,
etc.), la materia, el cosmos y el mundo de los hombres, por otra parte. Para
la g. siempre es esencial la distinción entre divinidad suprema y demiurgo
inferior, que es juzgado distintamente según los diversos sistemas. O bien es
considerado como (más o menos) malo, ignorante y antidivino, o bien es
concebido como un degenerado ser luminoso, que retorna finalmente al reino
de la luz (-a mandeísmo). El demiurgo ocupa una posición intermedia, p. ej.,
entre los valentinianos, según los cuales al final del mundo llega a una
salvación relativa. Un enjuiciamiento más favorable del creador del mundo no
significa, sin embargo, que se deje de subrayar la existencia del mal en sus
múltiples personificaciones. La caracterización gnóstica del creador del
mundo, que las más de las veces se identifica con el dios creador del AT, el
cual queda desvirtuado e incluso rechazado, y su distinción radical de la
divinidad suprema, excluyen que el esoterismo judío (frecuentemente llamado
«g. judía»), el cual se mantiene firme en el monoteísmo, pueda clasificarse
bajo nuestro concepto de g. En cambio, el maniqueísmo es una g., aun
cuando allí el demiurgo sea una divinidad luminosa, que a las órdenes del Dios
bueno erige el cosmos para la purificación de la luz absorbida por las tinieblas.
b) Un dualismo, en correspondencia necesaria con el descrito, entre la divina
mismidad espiritual del hombre (o del gnóstico), por una parte, y el creador
del mundo junto con sus poderes y sus creaciones (cosmos, materia, cuerpo,
destino, temporalidad), por otra.

1º. Los poderes demiúrgicos crean el cuerpo humano, en el que queda


aprisionada una centella de luz divina como yo espiritual del hombre, y una
potencia (designada frecuentemente con la palabra psique y también con
otros nombres) injertada en éste para adormecer su espíritu-yo y retenerlo
así en el mundo de las tinieblas. Por tanto, la g. establece mayormente una
tricotomía en el esquema antropológico: el hombre (o el gnóstico) consta de
la mismidad espiritual (llamada spiritus, humectatio luminis, y también anima,
etc.; en griego y copto: pneuma, nous, psique), por una parte, y del cuerpo
junto con la potencia demoníaca, frecuentemente llamada psique, por otra. En
esta tricotomía se trasluce un esquema de dos miembros, pues la psique
demoníaca-planetaria pertenece más bien a las tinieblas que a la luz. Como
frecuentemente el yo espiritual es llamado psique, en contraposición a los
documentos donde este nombre designa la potencia adormecedora del
hombre, el significado de psique debe deducirse en cada caso del contexto.
2º. La cautividad de la luz en la materia queda fundamentada en la g.
mediante las siguientes representaciones, en las cuales se esbozan a la vez la
prehistoria y el origen de los poderes que han creado el mundo, el cosmos y el
hombre: en los sistemas gnósticos de tipo sirio y egipcio, un ser divino cae del
reino de la luz y así da origen a los poderes creadores, al mundo y al hombre;
el mal surge por emanación del reino de la luz a través del rodeo de una
trágica caída. El ser que cae es, o bien una figura masculina (ánzropos,
«hombre», u «hombre originario», p. ej., en «Poimandres» del Corpus
Hermeticum o entre los naasenos), o bien una hipótesis femenina, como la
solía de los valentinianos y de otros sistemas parecidos. La causa de la caída
es la Meyvota o el n&Oos. El ser que cae es un principio cosmológico, como
causa del devenir del mundo, y antropológico, pues constituye la mismidad
espiritual del hombre y aparece como parte o causa productora de la hipótesis
luminosa. En el tipo «iranio» de la g. las tinieblas, el mal, no emana del reino
de la luz, sino que la luz y las tinieblas están yuxtapuestas como reinos
autónomos y originarios. Un ataque de las tinieblas a la luz es la condición
previa para que aquélla quede encarcelada en las tinieblas, lo mismo que el
hombre originario maniqueo (o sus elementos luminosos). Pero la causa del
descenso de la luz es su deseo de vencer las tinieblas mediante la lucha o el
sacrificio de sí misma. Es representativo de este tipo el ->maniqueísmo, que a
veces se cruza con el tipo sirio y egipcio. Las hipótesis luminosas, concebidas
muchas veces como elementos de los que participan las centellas
encarceladas en este mundo, toman parte de diversas maneras en la obra de
la redención. La investigación, simplificando el tema, expresa esa idea con el
modelo del «mito del redentor» o del «mito del proto-hombre redentor» (o
salvator salvatus, salvator salvandus). La luz caída, que ha de ser redimida,
es localizada diversamente según el sistema. Se piensa preferentemente que
está encerrada en el cuerpo humano, pero también, a veces, que se halla
igualmente fuera del hombre, en los arcontes y en la naturaleza (->
maniqueísmo). 3º. La cuestión de si todos los hombres tienen una mismidad
espiritual o, por el contrario, ésta, y con ella la posibilidad de salvación,
corresponde solamente a una parte de la humanidad, recibe diversas
respuestas en la g.: 1ª. Según un grupo de sistemas todos los hombres tienen
una centella de luz; pero la respuesta afirmativa o negativa a la cuestión de si
toda la luz caída alcanza la salvación depende de cada sistema particular. 2ª.
El otro grupo por principio divide a los hombres en dos clases: la de aquellos
que llevan en sí una centella de luz y, por tanto, alcanzan la salvación
(pneumáticos); y la de aquellos que no poseen ninguna centella de luz y, en
consecuencia, se pierden (hílicos). En el valentinianismo, p. ej., se introduce
además una categoría intermedia, la de los psíquicos, que son capaces de una
salvación relativa, en tanto vivan de acuerdo con las prescripciones de la gran
Iglesia. La doctrina de la -> metempsicosis aparece en numerosos testimonios
de ambos grupos de sistemas, pues es importante para la sucesiva separación
de las centellas de luz. La luz caída es despertada en el pneumático para la g.
por la llamada de la revelación gnóstica, con lo cual comienza la fase de
ascenso del «mito» hacia la escatología individual y universal. La confirmación
práctica del gnóstico en el comportamiento ético fundamentalmente está
marcada por dos posiciones extremas: un radical ascetismo acósmico; y un
acósmico libertinismo antinomístico (si bien el antinomismo no siempre es un
libertinismo, así en Marción). Las acciones indiferentes constituyen una
posición intermedia que se da muy poco. En el fondo de estas actitudes éticas
se halla el dualismo antropológico de los gnósticos entre espíritu y materia,
con la repulsa al creador del mundo y a sus obras. En esta repulsa el gnóstico
acredita su libertad supramundana, ejercida por una mediación negativa. En
el pensamiento escatológico de los gnósticos la primacía corresponde a la
escatología individual, como redención definitiva por la mitológica ascensión
posmortal del alma a través de las esferas planetarias, y puede prepararse a
base de prácticas rituales y mágicas. Pero la escatología individual no está
separada de la esperanza en la reintegración de toda la salvable luz caída en
el pleroma. Tras la reintegración llega el final del mundo, como separación
definitiva entre lo divino y lo no divino. En el irreversible movimiento del
proceso total hacia el eskhaton consiste la orientación escatológica de la g. El
dualismo gnóstico entre espíritu y materia excluye la esperanza en una
renovación escatológica de la creación y en la resurrección corporal.

2. En la investigación se determinan de manera muy diferente el origen y la


naturaleza del complejo fenómeno de la g., así como sus relaciones con el
antiguo cristianismo. El punto de vista heresiológico de la Iglesia antigua
(gnosis = herejía cristiana) ha sido abandonado por la mayor parte de los
investigadores, pues gracias al descubrimiento de las fuentes originales (fin
del s. xix) el concepto de g. ha experimentado importantes ampliaciones. En
consecuencia la g. se presenta fundamentalmente como un fenómeno
religioso su¡ generis, el cual, frente a numerosos componentes elaborados por
ella y conocidos ya por el mundo helenístico del oriente, presenta un sentido
nuevo que envuelve los diversos componentes. En la investigación ocupa el
espacio más amplio la historia del motivo, para la que el fenómeno de la g.
concebido de manera muy diversa, en general se da por suficientemente
explicado cuando los múltiples testimonios gnósticos son localizados en alguno
de los ámbitos típicos que la investigación distingue entre sí («griego»,
«helenístico», «oriental», «cristiano», «judío», «iranio», etc.). A este
respecto, según la dirección de la investigación, el origen y la esencia de la g.
son explicados por un esquema de fusión, en el que los ámbitos mencionados
(o los fenómenos de estos ámbitos que se consideran característicos, como
determinadas filosofías, religiones, etc.) se unen entre sí y de esa manera
constituyen la g. En esta unión se destacan ciertos componentes como
predominantes y, consecuentemente, decisivos para determinar el origen y la
naturaleza de la g. Son defensores de un esquema preferentemente griego-
helenístico (g.= «helenización aguda del cristianismo»), p. ej., A. v. Harnack,
E. de Faye, F.C. Burkitt, H. Langerbeck, H. Leisegang (g. = filosofía griega
degenerada), R. McL Wilson (g. en sentido estricto = «producto de la fusión»
entre cristianismo y pensamiento helenístico), H.H. Schaeder (g. =
helenización de antiguas religiones orientales). Ofrecen esquemas de
derivación preferentemente oriental (aparte del precursor en el s. xviii J.L.
Mosheim: g. = philosophia orientalis), p. ej., K. Kessler (babilónico), W. Anz,
W. Bousset y especialmente R. Reitzenstein, para el que la g. es una forma de
antigua religión irania; modernamente defiende esta orientación G. Widengren
(cf. la crítica hecha por C. Colpe). Ya en las derivaciones «orientales» o
«griego-helenísticas» se adujeron también como esenciales ciertos
componentes judíos (p. ej., K. Stürmer) o los componentes llamados judíos-
heterodoxos; pero éstos son considerados como constitutivos para la g. y para
el origen del --> mandeísmo especialmente por M. Friedländer, G. Quispel, J.
Daniélou, R. McL. Wilson (origen de la g. precristiana). Algunos defensores de
las derivaciones «orientales» y «judías-heterodoxas» defienden la existencia
de un germen precristiano de la g. Junto a las derivaciones históricas a base
del motivo, se recurre también a fundamentos psicológicos y sociológicos; así
lo hacen sobre todo G. Quispel (g. = «proyección mítica de la experiencia de
sí mismo»; cf. C.G. Jung) y R.M. Grant (raíz principal de la g.:
derrumbamiento de las esperanzas escatológicas en el judaísmo a partir del
año 70 d.C.). A veces, en la investigación también se unen métodos históricos
y fenomenológicos (cf. U. Bianchi). En cambio, la interpretación filosófica de
H. Jonas, que destaca como fundamental novedad de la g. la «actitud
existencial» gnóstica, se debe tanto al horizonte intelectual en la primera
filosofía de M. Heidegger como a las aporías en el enfoque de la g. a base de
la historia del motivo,- o a base del fundamento psicológico y sociológico;
evidentemente, Jonas no puede examinar así las causas históricas del origen
de la g. R. Bultmann, que presupone en gran parte los resultados obtenidos
en la escuela de la historia de las religiones, utiliza igualmente el análisis
existencial ontológico del hombre; también él defiende la existencia de un
germen precristiano de la g., de manera que, a su juicio, ésta y el incipiente
cristianismo se influyeron mutuamente.

3. Gnosis y Nuevo Testamento. En lo relativo al método la problemática del


tema presenta dos puntos claves: a) Documentos de una g. plenamente
configurada aparecen por primera vez desde el siglo ii d.C. De estos
documentos, que por el tiempo y la estructura frecuentemente están muy
alejados entre sí, se forman modelos extrapolados de la g. (especialmente de
un gnóstico «mito del redentor» y del «protohombre redentor»: H. Schlier, E.
Käsemann, R. Bultmann). Esto se hace con frecuencia sin comprobar
críticamente los resultados de la llamada escuela de la historia de las
religiones, cuyas categorías fueron decisivas en la erección formal de los
modelos mencionados, y sin tener en cuenta que estos modelos, mediante
una reducción, nivelan importantes diferencias existentes en las fuentes, y así
sobrecargan la problemática gnóstica de la redención, e incluso algunas veces
producen realidades aparentes que se presuponen como puntos de apoyo
para los siguientes pasos de la investigación. Estos modelos a los que se
tiende a conceder una antigüedad excesiva, son aplicados a diversos escritos
del Nuevo Testamento y, mostrando ciertas semejanzas terminológicas, se
intenta demostrar una influencia (distinta según la dirección de la
investigación) de primitivas tendencias gnósticas en autores
neotestamentarios, y se pretende igualmente localizar en la primitiva g. las
doctrinas erróneas impugnadas por el NT, que la investigación clasifica en
diversos tipos. b) La g. como fenómeno histórico tiene una «prehistoria», con
puntos de apoyo en la tradición patrística, la cual puede designarse como g.
primitiva o «pregnosis», si bien el uso de esta categoría topa con la dificultad
de que la existencia de la g. sólo puede comprobarse por la presencia del
sentido conjunto que unifica todos sus elementos esenciales. Por eso, cuando
se presentan motivos aislados, muchas veces sería una petitio principia el
considerarlos como expresión de un «mito gnóstico» ya existente, o como
formas previas (tempranas) de la posterior g. propiamente dicha, pues, en
realidad, se trata en ocasiones de elementos sueltos que pertenecen a un
conjunto significativo no gnóstico. Bajo esa sospecha se halla el intento de
encontrar en los datos fragmentarios del NT indicios de una «pregnosis». Es
arriesgada la suposición de una «pre-g.» entre los adversarios de Pablo en
Corinto, pues la interrelación conjunta de los motivos que parecen guardar
cierta analogía con la g. (la problemática de la sabiduría: 1 Cor 1s donde
apenas puede verse un mito gnóstico de la sabiduría redentora; valoraciones
de la esfera sexual: 6, 12-20; 7, 32ss.38; contraposición entre psíquicos y
pneumaticos: 2, 14s; 15, 21. 44-49; conciencia pneumática de la
consumación: 4, 8; negación de la resurrección: 15, 29-32; 2 Cor 5, 1-5), a
pesar de agudas construcciones, en definitiva queda obscura, y las doctrinas
erróneas no pueden identificarse con claridad (cf. 2 Cor 10-13). Posiblemente
se las puede situar en el marco vago de una exaltación pneumática. En la
herejía de Colosas (Col 2, 8.20: culto a los aTotxs'ta ToS xóapu, que en 2,
10.15 se llaman &pXaí y Éloualat, y son equiparados a los &yysaot, 2, 18) se
acostumbra a ver una g., y en los aTo rtc , etc., se ven reflejados los arcontes
gnósticos o el mundo gnóstico de la luz.

En el primer caso apenas puede tratarse de una g., pues contradice a su


sentido el que se rinda culto a los poderes malos que han creado el mundo; y
tampoco en el segundo caso, ya que los eones luminosos de la g. no coinciden
con los poderes cósmicos. La idea del cuerpo de Cristo, que domina en Col y
Ef, se explica frecuentemente con ayuda del mito gnóstico del anthropos
redentor que estaría en el trasfondo de las cartas; y, en consecuencia, los
enunciados sobre este tema (Col 1, 17s; Ef 4, 13; 5, 23; descenso y
ascensión del redentor: Ef 4, 8ss; la edificación celeste: Ef 2, 20s; el muro
divisorio: Ef 2, 14ss) son interpretados como una cristianización crítica de
pensamientos gnósticos. Revisten mayor valor heurístico los intentos de
buscar el trasfondo histórico-religioso en el círculo de las especulaciones
filónicas y pseudofilónicas, o en los círculos del helenismo y del primitivo
judaísmo. La «g. pseudónima» de las cartas pastorales (1 Tim 6, 20; tabús
sexuales y alimenticios: 1 Tim 4, 3; mitos: 1 Tim 1, 4; 4, 7 6, 20; Tit 1, 14;
3, 9; la resurrección ya realizada 2 Tim 2, 18) puede concebirse como una
forma primitiva de g., aun cuando las características antes señaladas se
presenten desconectadas y en forma incompleta.

Los Hechos de los apóstoles (8, 4-25), en la perícopa de Simón Mago (8, 10:
«la gran fuerza»), nos ofrecen un punto de apoyo para la primitiva g. En Ap 2,
6.14ss y 20-24 posiblemente se impugna una forma primitiva de g. libertina.
En Éfeso (2, 6) y Pérgamo (2, 15) aparecen herejes (nicolaítas; sin duda
idénticos con los herejes de Tiatira: 2, 20-24), cuya conexión con los
nicolaítas posteriores (IRENEo, Adv. Haer. 1 26, 3) no está clara. Es posible
que en Jds (cf. 2 Pe 2, 1-22) se impugnen gnósticos del mismo tipo. Éstos
desprecian los poderes angélicos (v. 8), viven desenfrenadamente (v. 8 16
18) y son degradados polémicamente por el autor al nivel de los 4uxtxoc (v.
19). Es problemático si en 1 Jn se polemiza contra herejes de la primitiva g.
(«anticristos»: 2, 18.22), que rechazan la encarnación (4, 2s; cf. 2 Jn v. 7) y
niegan que Jesús sea el Cristo o el Hijo de Dios (2, 22; 4, 14; 5, 5). La
cristología gnóstica reconstruida en la investigación, especialmente con la
ayuda de 1 Jn 5, 6 (cf. Cerinto en IRENEO, Adv. Haer. 1 26, 1), es fruto de
una interpretación insegura. Al investigar el trasfondo y las tendencias de Jn,
desempeña papel importante el modelo del «mito gnóstico del redentor»
(especialmente por el apoyo en textos del -+ mandeísmo), pues este modelo,
que, sin embargo, choca con una creciente oposición, podría facilitar la
comprensión de la cristología de Juan. Ciertamente es posible una influencia
de esquemas gnósticos, al menos en las expresiones gráficas del ascenso y
descenso del redentor (Jn 3, 13; cf. Flp 2, 6-11); pero esas semejanzas no
pueden esclarecer la esencia de los enunciados de Juan, según los cuales la
salvación aparece en el Jesús histórico. En todo caso, Cristo no es presentado
en Juan como el «protohombre redentor», y su obra no consiste en despertar
la mismidad espiritual del gnóstico, hundida en la materia y consubstancial
con el redentor.

Robert Haardt

GNOSTICISMO

Este término, derivado de gnosis es usado con frecuencia en muy diversos


sentidos.

Mayormente designa la gnosis combatida por la antigua Iglesia (llamada


también «gnosticismo cristiano» y «gnosis cristiana», expresión que induce a
error) y, a veces, primitivas formas gnósticas; pero también cae bajo su
significación la gnosis helenista que no llegó a ninguna unión con el
cristianismo (la así llamada gnosis pagana). En ocasiones se usa para
designar el fenómeno conjunto de la gnosis en la antigüedad tardía. Desde el
punto de vista tipológico, la mayor parte de los sistemas del g. pertenecen al
tipo «sirioegipcio» de --+ gnosis. En la literatura patrística el término
«gnosis» o «gnóstico» se refiere con frecuencia a determinadas comunidades
gnósticas (los carpocratianos se llaman a sí mismos «gnósticos»: IRENEO,
Adv. Haer. 1 25, 6); sin embargo, ya el mismo Ireneo emplea también estos
dos términos para designar todo el fenómeno gnóstico que él conoce, p. ej.,
en el título griego de Adv. Haer. 1 23, 4 (cf. 1 Tim 6, 20) o n 13, 8.

Sin duda que con Simón de Samaria (Act 8, 4-25) tenemos atestiguada una
gnosis precristiana en la primera mitad del siglo i. De un discípulo suyo, el
samaritano Menandro (fines del siglo i), dependen Saturnino (Satornilos) de
Antioquía, que propugnó ya en Siria una gnosis «cristianizada», y Basilides,
que enseñó en Alejandría en la primera mitad del siglo ii (lo mismo que su
hijo Isidoro). Cerinto de Asia Menor era contemporáneo de Policarpo de
Esmirna. La gnosis se extendió sobre todo en Egipto, donde el gnóstico más
sobresaliente, Valentín, actuó en Alejandría. Hacia el año 140 llegó a Roma,
pero pronto fue excomulgado y fundó una escuela propia. Marción de Ponto,
que ocupó un lugar preeminente en la gnosis (ninguna especulación sobre
eones, o sobre el yo espiritual procedente del Dios bueno, etcétera), llegó a
Roma hacia el 139 (donde posiblemente recibió la influencia del gnóstico
Cerdón), fue excomulgado el año 144 y fundó una Iglesia propia (por lo
general el gnosticismo se organizó en escuelas y asociaciones mistéricas) con
constitución jerárquica y canon del NT (Lc purificado, 10 cartas de Pablo
igualmente expurgadas). Especialmente el valentinianismo, dividido en una
escuela occidental (itálica: Ptolomeo, Heracleón, etc.) y otra oriental
(Teodoto, Marcos, cuyos seguidores se encontraron con Ireneo en el sur de
Francia. Bardesanes no se puede considerar como valentiniano), se extendió -
lo mismo que la Iglesia marcionita - con rapidez y éxito por casi toda la
oikumene romana. Además de los grupos comunitarios cuyos nombres se
derivan de los jefes de las escuelas, como simonianos, satornilianos,
basilianos, valentinianos, marcionítas, nicolaítas (no parece que procedan del
Nicolás de Ap 6, 5), etc., se formaron muchos grupos más, que en ocasiones
difícilmente pueden distinguirse entre sí, y cuya designación no se deriva de
un jefe de escuela: ofitas (de &pLq), naasenos (de ndhás), barbeliotes ( de la
divinidad femenina de la luz Barbelo), arcónticos (de «arcontes»), setitas
(principalmente del Set bíblico), cainitas (del Caín bíblico), carpocratianos
(seguramente no se remontan a una persona histórica de nombre Carpa
crates [IRENEO, Adv. Haer. 1 25, 1], sino que, más bien, su nombre se debe
al dios egipcio Harpocrates-Horus), etc. Algunas comunidades gnósticas
tuvieron varios siglos de duración (p. ej., el valentinianismo en Egipto hasta el
siglo iv, los marcionitas en Siria hasta el siglo v). Antes de descubrirse las
fuentes originales (transmitidas en copto), a final del s. xix y en el s. xx, la
investigación dependía de los escritos de autores antignósticos, que junto a
exposiciones y citas ofrecen fragmentos de literatura gnóstica (especialmente
valiosos son los restos de los escritos de Valentín, Basílides, Heracleón,
Ptolomeo, etc.). Entre las fuentes originales son de suma importancia el
papiro berolinense 8502, en copto, y sobre todo los papiros de Nag' Hammádi.
Esta literatura se debe especialmente a grupos setitas, barbelo-gnósticos y
valentinianos. El llamado Evangelium veritatis del códice Jung (= codice i de
Nag' Hammádi) presenta entre otras cosas -lo mismo que el Evangelio de
Felipe- rasgos valentinianos. No se puede demostrar que Valentín sea el autor
del Evangelium veritatis copto, ni la identidad de este escrito con el
Evangelium veritatis mencionado por Ireneo (Adv. Haer. iii 11, 9), pero
desconocido por lo demás.

La evolución del dogma de la Iglesia recibió un impulso importante de la


discusión con la gnosis, sobre todo porque el problema ya existente de la
relación entre el creador y el redentor, entre la cosmología y la soteriología,
quedó eliminado en la gnosis, y, en contraposición a eso, la Iglesia se vio
obligada a una solución sistemática de estos problemas. Así la gnosis hizo que
la Iglesia adquiriera una conciencia más aguda del problema. De todos modos
la razón capital de la evolución del dogma no podía residir en la discusión con
la gnosis, aun cuando este momento es tenido muy en cuenta en los estudios
actuales. La evolución del dogma va aneja a la historicidad de la comunidad,
que se entiende a sí misma bajo una perspectiva escatológica. Pero algunas
modalidades y direcciones de la evolución dogmática se deben en gran
medida a la presión de los problemas de la gnosis. La aspiración a la
redención por la gnosis sirve de ocasión en la escuela teológica de --
>Alejandría para reflexionar sobre la relación entre pistis y gnosis. Y en el
desarrollo y la sistematización de las doctrinas trinitarias tuvieron su
repercusión las especulaciones gnósticas sobre los eones y sobre la diversidad
entre el Dios supremo y los demiurgos (como materia a rebatir).
Especialmente, frente al -> docetismo gnóstico (el g. aceptaba a Cristo como
hipóstasis redentora bajo las modalidades conceptuales de diversas
cristologías, mayormente docetas), se insistió en la doctrina de la
encarnación, en la integridad de la naturaleza humana de Jesús, y en la
causalidad salvífica de su muerte en la cruz. Y en contraposición a la
espiritualización gnóstica del concepto de Iglesia y a la apelación a tradiciones
secretas, se consolidaron la organización de la Iglesia y la tradición apostólica,
y se formó el -.* canon del NT. En la doctrina dogmática de la -a resurrección
de la carne puede verse una respuesta a la idea gnóstica de que la materia es
demoníaca. También en la formación de la doctrina eclesiástica sobre la -+
gracia fue importante la discusión con ciertas posiciones éticas de los
gnósticos.

Robert Haardt

GRACIA

A) Disposición a la gracia.
B) Naturaleza de la gracia.
C) Gracia y libertad.
D) Tratado teológico sobre la gracia,

A) DISPOSICIÓN A LA GRACIA, -> disposición II.

B) NATURALEZA DE LA GRACIA

I. Escritura

1. Antiguo Testamento

La prehistoria del concepto teológico de gracia ha de buscarse en lo designado


con los términos veterotestamentarios hén y hesed, que los LXX traducen por
Xaris. Estos dos conceptos no designan valores, propiedades o bienes, sino
(como el concepto veterotestamentario de -> justicia) una conducta adecuada
a la comunidad, y propiamente más que la intención designa lo realizado de
hecho. Por tanto, tienen un sentido muy parecido los términos yäsär, täm,
sedágá, y también shalom. De ahí que, a diferencia de nuestro concepto de
g., en la relación entre Dios y hombre hesed pueda atribuirse a ambos
términos. En efecto, hesed es la obligación (que no puede urgirse en juicio) de
fidelidad mutua entre parientes y amigos, así como entre reyes y súbditos, y
especialmente entre socios de una alianza, pues el contenido del pacto es la
obligación a la hesed (1 Sam 20, 8). A este respecto, hesed se usa
frecuentemente junto con un segundo concepto, p. ej., junto con fidelidad
(verdad), amor, justicia, derecho, misericordia. El comportamiento con Dios
adecuado a la alianza es descrito en Éx 20, 6; Dt 7, 12; Os 6, 4 mediante la
palabra hesed. Por eso, sobre todo en textos posteriores, los piadosos se
llaman häsidim.
La auténtica preparación del concepto cristiano de g. aparece donde se habla
del comportamiento de Dios con Israel en la -> alianza (1 Re 8, 23; Is 55, 3;
Sal 89, 29.50; 106, 45). En estos textos el contenido de la alianza concedida
por Dios es idéntico con las bondades (hasdé) que él ha prometido. El hombre
puede pedir a Dios que se acuerde de su benevolencia o que actúe de acuerdo
con ella, es decir, puede apelar a la fidelidad de Yahveh a la alianza (Sal 6, 5;
25, 6s). Esto tiene validez sobre todo cuando el hombre ha roto la alianza y
pide a Yahveh que, a pesar de todo, se mantenga fiel a su promesa. Por eso,
de un lado se subraya cómo la hesed de Yahveh depende del cumplimiento de
la Ley (1 Re 8, 23), y, de otro lado, cuanto más se acentúa la claudicación del
pueblo, hesed va aproximándose por su contenido a la idea de misericordia
(Is 63, 7; Jer 16, 5; Os 2, 21), no sólo en la predicación profética, sino
también en el tiempo posterior, pues los LXX generalmente traducen hesed
por eleos. Cuando se espera la hesed de Yahveh en el futuro, se la funda
teológicamente en el pasado, bien en las promesas hechas a David (Is 55, 3;
54, 8), bien en las hechas a los patriarcas (Miq 7, 20). Otras veces el hombre
pide (en los Salmos) una acción «de acuerdo con las hasdé», es decir, con las
acciones salvíficas del pasado.

Generalmente, en el concepto de hén no se da esa referencia histórica (a


excepción de 2 Re 13, 23). Esta palabra tampoco tiene su puesto en el
comportamiento social, sino que significa simplemente «agrado». En el
pentateuco ese concepto es empleado solamente por el yahvista (excepción:
Dt 24, 1), casi siempre en el giro «ser agradable a los ojos de alguien», y así
se usa con especial frecuencia en relación con los patriarcas. Como esta
locución se emplea en relatos antiguos (1 y 2 Sam) donde se habla del agrado
que el hombre halla en los ojos del rey o la mujer en los del marido, sin duda
se trata de la trasposición de un giro profano a la relación con Yahveh; y la
expresión significa simplemente que la persona en cuestión, agrada a Dios
(Pablo la interpreta por primera vez en sentido lógico, hablando de Abraham:
Rom 4, 1). En un sentido teológico, es decir, significando el beneplácito que
Dios otorga, hén es usado en muy pocos pasajes del AT, así en Sal 84, 12:
como don protector de Dios junto a su gloria; y en Prov 3, 34, donde se habla
de la complacencia que Dios otorga a los humildes.

Con más frecuencia se emplea en sentido teológico el verbo hänäm («ser


bondadoso, ser benévolo, compadecerse») en parte en conexión con la
«presencia de Dios» que el hombre contempla, o que brilla sobre él cuando
halla complacencia a los ojos de Dios (Gén 33, 10s; Núm 6, 25). En hén se
acentúa más que en hesed la soberanía del Dios donador (Éx 33, 19 y las
plegarias de los Salmos en primera persona del singular), y así este concepto
se aproxima más a la misericordia y benevolencia para con los débiles, que al
pensamiento de la fidelidad a la alianza; de acuerdo con esto la petición de
hén se formula con más frecuencia en singular y se refiere menos a todo
Israel (cf., sin embargo, 2 Re 13, 23; Am 5, 1; Mal 1, 9). En los LXX hesed
sólo es traducido por Xaris en Est 2, 9.17; Eclo 7, 33; 40, 17, mientras que
hén casi siempre es traducido así. Por tanto en el lenguaje teológico de los
LXX Xaris significa, con muy pocas excepciones, solamente la complacencia
que encuentra el hombre a los ojos de Dios. En cambio, la acción salvífica de
Dios en fidelidad a su conducta y a sus promesas al comienzo de la historia
(hesed) se traduce solamente por faeoq (repercusión en Lc 1, 72). No
obstante, los autores del NT llenaron muchas veces Xaris con el contenido de
hesed. Es expresión de la autointeligencia histórico-salvífica de la comunidad
de Qumrán el hecho de que ésta, en 1Qs t 8, se llame a sí misma la «alianza
de la gracia» (paralelamente a «congregación de Dios»); de acuerdo con esto
el pecador, según 1Qs xi, 12-15, obtiene la salvación y su derecho por las
«pruebas de gracia» que Dios le da (tiene un sentido paralelo: misericordias).
En esta referencia del concepto veterotestamentario de hesed a la secta, sin
duda se da una analogía con la nueva modalidad del mismo concepto en el
NT.

2. Nuevo Testamento

El hecho de que Xaris (y xarisedsai, xarisma) se encuentre casi


exclusivamente en Lc y en la literatura epistolar paulina o próxima a Pablo,
muestra cómo este concepto, sólo en determinados círculos del cristianismo
primitivo, llegó a ser una de las nociones fundamentales para definir la
salvación aparecida con Jesús. Como, en comparación con el contorno judío y
griego, el uso neotestamentario de este concepto es muy frecuente, sin duda
hemos de ver en él un término de escuela de una determinada dirección
misionera. El término fue desarrollado especialmente por Pablo. Cómo X&ptq
se convirtió en un lema usual, lo muestra la fórmula epistolar «gracia y paz a
vosotros», que es una «transformación del saludo judío de bendición por parte
de la comunidad cristiana» (H. Schlier; cf., sin embargo, la introducción a la
carta en ApBar(sir) 78, 2: «Misericordia y paz con vosotros»). Una de las
características del concepto neotestamentario de X&pis es que el vocablo
designe global e indiferenciadamente la -> salvación que Dios ha otorgado en
Cristo por pura bondad. No se halla en primer plano el contenido de Xaris, que
teológicamente debe circunscribirse más de cerca y ha d e localizarse en la
historia de la salvación, sino la idea de que Dios sana la relación con el
hombre por un amor libremente otorgado. Ya en el griego profano el concepto
de Xaris indica tanto la condescendencia del uno como la gratitud del otro, e
igualmente la gracia, la hermosura, y también la mutua apertura libre y
espontánea, otorgada con alegría; y por esto, en la relación con Dios, indica
simultáneamente la salvación dada por Dios y la gratitud del hombre. La
gratuidad de la Xaris en contraposición a la retribución es resaltada ya por
Aristóteles (Rbet. B VII, 1385a).

En la tradición sinóptica Xaris y Xapisedsai aparecen en Lc, Mc y Mt, pero


estos vocablos no ofrecen ningún punto de apoyo terminológico para el
desarrollo de una doctrina de la gracia. Mientras que en Lc 6, 32ss aparece el
lenguaje prelucano de Q (Mt emplea aquí su palabra específica misthós) -Xaris
es la recompensa celestial, o sea una salvación todavía futura- y en Lc 1, 30;
2, 52 (cf. Prov 3, 4) se refleja aún el lenguaje veterotestamentario, en el
mismo Lc Xaris es la salvación que desde Jesús, Dios ha producido
especialmente por la palabra del Evangelio. Desempeña una función especial
el ofrecimiento de esta salvación por la palabra de la predicación (Lc 4, 22;
Act 14, 3.26; 20, 24.32), y por esta razón Xaris, lo mismo que en Pablo, se
refiere primordialmente al acto de hacerse creyente (Act 4, 33; 11, 23; 13,
43). A este respecto la Xaris actúa como una fuerza dada por Dios, como lo
muestra su unión con «poder», y «signo» (Act 6, 8; cf. Lc 4, 22; Act 4, 33; 7,
10). Esa fuerza se da especialmente en los misioneros (Act 14, 26; 16, 40).
En algunos pasajes muy típicos de Lc Xaris aparece como una fuerza que
actúa autónomamente, como obra salvífica de Dios mismo que se extiende a
un trecho del espacio y del tiempo (Act 4, 33; 11, 23; 13, 43; y
especialmente 20, 32: la palabra de la g. edifica y concede la herencia). Una
vinculación de de g. de la salvación a la persona de Jesús sólo la hallamos en
Act 15, 11. Pero también allí, solamente de manera muy general se trata de la
g. del Señor, que según Lc 2, 40 reside «en él». En conjunto parece que la
terminología de Lc no se remonta a Pablo; más bien, seguramente en ella se
refleja una más amplia tradición prepaulina, que es común a ambos.

En Pablo, por primera vez en Rom encontramos una amplia reflexión sobre
Xaris, y allí se resalta especialmente el momento de la gratuidad. Pero ya en
Gál el lenguaje ha quedado limado, de manera que Xaris en general, es la
salvación dada por Jesucristo, a la que ha sido llamada la comunidad (1, 6).
Pero Xaris es particularmente la fuerza salvífica por la que el apóstol ha sido
puesto a su servicio (1, 15), y el mismo apostolado legítimo (2, 9; cf. Rom 1,
5; 12, 3). Así, en Flp 1, 7, los destinatarios pueden ser llamados compañeros
de g. del apóstol. Por consiguiente, la acción de Dios en la X&p.S no significa
la santificación homogénea de todos los bautizados, sino la economía salvífica
de Dios con sus estructuras. La Xaris tiene fundamentalmente el carácter de
salvación frente al pasado bajo el pecado y, especialmente, frente a la vana
tentativa de conseguir la justicia por medio de las obras hechas bajo la ley
(Gál 2, 21; 5, 4). En su esfera la justicia se alcanza por el Pneuma y por la fe
(Gál 5, 4s). Pero esta gracia se da, no a todos, sino únicamente a los llamados
y elegidos para ella (Gál 1, 6.15; Rom 11, 5); y tampoco se da a todos en la
misma medida, sino que se desarrolla en -> carismas de diversas clases.

Particularmente el ministerio apostólico constituye una actuación especial de


la gracia divina, que, por lo demás, en general es la acción divina de la
misericordia concedida a los hombres. Ya en Gál, Xaris, e igualmente la ->
ley, aparece como una dimensión antropológica (Gál 5, 4; cf. la misma idea
también en el caso de la -->justicia), y así se opone a todo lo antidivino, por
tanto, a todo lo que pertenece al ámbito de la sarx, de la muerte y del pecado
(2 Cor 1, 12). Esta dimensión se nos transmite en Jesucristo (1 Cor 1, 4). Una
claudicación frente a este don salvífico consiste en volver a la ley como
camino de salvación (Gál 2, 21; 5, 4) o al pecado en general (2 Cor 6, 1).
Pero con esto no queda fijado en modo alguno el concepto de X&pes en Pablo;
más bien Xaris significa también: gratitud frente a Dios y el don de amor de la
comunidad. Estas acepciones no deben aislarse de la mencionada en primer
lugar (cf. 2 Cor 8, 7.9; 9, 8.14.15), ya que, por la X&ptq de Cristo, también la
comunidad puede y debe realizar una Xaris, y por la Xaris que dio Dios,
también a ella le corresponde Xaris (Rom 9, 14s). No se trata aquí de juegos
de palabras, sino que Xaris es la conducta dirigida-en cada caso al otro en una
relación de amorosa misericordia. Esta relación está constituida por la
misericordia de Dios en la acción salvífica en Jesucristo. Ahí está la razón y el
modelo de la misericordia mutua entre los hombres y a la vez la razón de la
gratitud. Por consiguiente, el uso de Xaris muestra que la gratitud es
exactamente la acción que corresponde a la g. en esta relación. En 1 Cor
desempeña una función especial el desarrollo de la g. en carismas. A base de
esta diferenciación e individualización, Pablo trata de resolver los problemas
del orden de la comunidad y de la moralidad. La multitud de carismas se
contrapone a la unidad del Pneuma (1 Cor 12, 4). En Rom Pablo subraya
especialmente que la g. fue dada por medio del bautismo a manera de don (3,
24). Precisamente por esto se contrapone a las obras de la ley como camino
de salvación, pues aquí se calcula según la retribución (Rom 4, 4), mientras
que en el orden de la Xaris el cumplimiento de la ley se da en el carisma del
amor. Según el importante texto de Rom 5, 12 hasta 21, la caída de Adán y la
acción de la gracia (Xarisma) en Jesucristo no se oponen simplemente, pues
ésta supera a aquélla en fuerza eficaz y plenitud, ya que la g. es
victoriosamente superior al -> pecado y no puede ser interrumpida por aquél.
La multiplicación del pecado en el tiempo de la ley sirvió solamente para
poder mostrar tanto mejor la riqueza de la g. (Rom 5, 20); sin embargo, esta
idea no es razón alguna para mantenerse ahora en el pecado, a fin de que la
g. se muestre con mayor abundancia (Rom 6, 1). Más bien el pecado y la g.
son dos sistemas de dominio que se suplantan (->eón); el tránsito del uno al
otro se produce por el hecho de que se muere con Cristo al antiguo poder
(Rom 6, 2); y esto acontece en el bautismo (Rom 6, 3ss). Pero el cambio de
salvación por la gracia, que suplanta la ley, no significa nueva libertad para
pecar, sino que es un ser aprehendido por un nuevo poder (Rom 6, 14ss). La
labor de Pablo consiste, más que en llenar con un contenido material el
concepto teológico de g., en la inseparable vinculación funcional de la X&pes
en su concepción de la historia de la salvación con la muerte y resurrección de
Jesucristo, en localizarla para el creyente en el acto de la ->justificación y del
-> bautismo, y en interpretar esta X&pis como una vocación a un especial
servicio moral o apostólico.

En la literatura posterior a Pablo estas interpretaciones influyen especialmente


en Ef, donde se resaltan la riqueza y la g. (cf. Rom 5), el don especial de la g.
al apóstol y el carácter individual del don de la Xaris (4, 7), y se desarrolla
nuevamente el concepto de una economía divina de la g. (3, 2). Lo mismo
que en 2 Tim 1, 9, en Ef 2, 8 la gracia se contrapone a las obras; pero éstas
ya no son las de la ley, pues las obras designan aquí la acción humana
separada del plan salvífico de Dios (2 Tim 1, 9). Con frecuencia X&pis aparece
junto a aúvaµss, y la irrupción del tiempo salvífico es descrita como su
epifanía (Tit 2, 11). En Heb Xaris es el don salvífico en el nuevo orden cultual
orientado hacia el cielo, que ahora no se puede abandonar (Heb 12, 15).

También en Juan (1, 17), de manera semejante a la de Pablo, la Xaris es


contrapuesta a la ley, y en 1, 16 hallamos el lema de la plenitud de la g., que
en los v. 14 y 17 es interpretada por el bien salvífico de la verdad (más típico
de Juan). Ahí se refleja a la vez la combinación del AT hesed v^'emet. 1 Pe
muestra un uso muy variado de este concepto (especialmente importante 2,
19s: sufrimientos de los cristianos como g.). Ahí aparece qué acepciones tan
variadas tuvo el concepto de Xaris en el ámbito misional helenístico antes de,
en tiempos de y después de Pablo. En el caso de que en 1 Pe 4, 10 se
reflejara una tradición prepaulina, ya no se podría considerar la división de la
única Xaris en muchos carismas como una aportación original de la teología
de -> Pablo. También aquí X&p.5 puede designar simplemente al conjunto de
la salvación cristiana (1 Pe 1, 10.13).

Klaus Berger

II. Historia de la doctrina de la gracia

En la doctrina de la g. se manifiesta lo más íntimo de la fe cristiana como


problema teológico, pues en ella está implicada la concepción humana de
Dios, del mundo y del hombre. Aquí está comprendida la vida humana como
misión histórica en el mundo, con todas sus tensiones polares. La doctrina de
la elección divina, de la -> predestinación y de la vocación alberga la
responsabilidad humana en el orden del mundo, soportado por la omnipotente
bondad y santidad de Dios. La doctrina sobre la obra salvífica de Jesús, Dios y
hombre, y del Espíritu divino en la Iglesia asegura la -> justificación como
acción del Dios trino, en la que se realiza el Jesús, Dios y hombre, y del
Espíritu divino perdón de la culpa, la curación del enfermo a causa del pecado
y la santificación del hombre natural por la benevolencia y el don del amor de
Dios (Rom 5, 15; Ap 22, 12), y tanto la naturaleza como la libertad de
decisión personal del hombre quedan introducidas nuevamente en el espacio
de Dios, de su creador, Señor y Padre.

1. Lo que en la revelación, sobre todo del Nuevo Testamento, se había dicho


sobre este problema mediante las categorías judías de una historia universal
de la salvación (sínópticos, Act), o de una mística escatológica (Jn), o de una
teología de la redención o de la salvación (Pablo), hubo de mantenerse y
desarrollarse ulteriormente en la Iglesia primitiva frente a una excesiva
acentuación de lo ético (procedente de un espíritu farisaico o estoico), así
como frente a una espiritualización platónica (cf. Did, Bern, 1 Clem, cartas de
Ignacio, Herm).

2. Fue especialmente seria la lucha en torno a los misterios cristianos de la fe


durante los siglos lI y III, contra el -> gnosticismo (judío, pagano e
intraeclesiástico) de la antigüedad posterior (defendido, entre otros, por
Valentín, Basílides y Marción). Frente a su doctrina de una autorredención del
hombre por medio de un especial saber salvífico y su falsa interpretación de
Cristo como demiurgo, los primeros grandes teólogos de la Iglesia (Ireneo de
Lyón, Tertuliano, Orígenes) anunciaron a Cristo, el crucificado, como el único
redentor (anakephalaiosis: Ef 1, 10); y frente a su desvirtuación dualista del
mundo, resaltaron la bondad de la creación y la donación de la libertad
humana por la gracia. Clemente de Alejandría dio una interpretación cristiana
(2 Pe 1, 4) a la doctrina platónica de la divinización del hombre (Teeteto 176
AB), especialmente mediante la verdad de la inhabitacíón del Espíritu Santo
(Rom 8, 11; 2 Tim 1, 14).

3. La doctrina de la interna filiación divina (1 Jn 3, ls) quedó profundizada


teológicamente por el desarrollo del dogma eclesiástico de Cristo, Dios y
hombre, y del Dios trino de los siglos iv y v (en el concilio de Nicea 325, en el
primero de Constantinopla 380, en el de Éfeso 431, en el de Calcedonia 450).
A este respecto adujeron como fundamento: Atanasio y Gregorio Nacianceno
sobre todo la obra de Cristo («Dios se hizo hombre, para que el hombre se
hiciera Dios»); Dídimo el ciego y Basilio la inhabitación del Espíritu de Dios; y
Cirilo de Alejandría la inhabitación del Dios trino (Jn 14, 23.26) en el hombre.
Bajo la influencia de la filosofía neoplatónica (Plotino, Proclo), surgió una
mística cristiana, fundada por Orígenes y difundida sobre todo por los escritos
del Pseudoareopagita (hacia 520) y de su comentador Máximo el Confesor,
que enseñaba la posibilidad de una consumación terrestre de la vida de g. a
base de una sobrenatural y extática contemplación de Dios y del concomitante
amor a él en el marco de la piedad eclesial. Esta teología de la g. ha seguido
siendo normativa hasta hoy en la Iglesia oriental griega.
4. En la Iglesia romana occidental Agustín elaboró la doctrina de la gracia en
un peculiar tratado teológico, polemizando contra la doctrina exteriorizada del
pecado y de la gracia en el -a pelagianismo. Fundándose en Pablo, Agustín
resaltaba la causalidad total de Dios en la justificación, santificación y
predestinación del hombre, asimismo la realidad de la gracia en el hombre.
Sin embargo, él sustituyó la visión histórico-salvífica de Pablo, anclada en el
judaísmo, por un enfoque antropológico, acomodado al pensamiento romano
(Agustín mismo) y germánico (Pelagio). Su doctrina elaborada entre el año
412 y el 430 en numerosos y amplios escritos polémicos contra Pelagio y
Julián de Eclano (La perfección de la justicia en el hombre. Naturaleza y
gracia, Gracia y libre albedrío, Gracia y pecado original, Predestinación de los
santos, etc.), obtuvo la aprobación de la Iglesia de Roma (cf. Indiculus
Coelestini, Dz 129142).

5. Teólogos del siglo v (presbítero Lúcido, Arnobio) que ya no entendían la g.


a la manera de Agustín, como expresión del amor, sino, más bien, como
expresión de la omnipotencia de Dios, enseñaban erróneamente una falta de
libertad del hombre ante la predestinación y reprobación divina
(posteriormente a esa tendencia se le dio el nombre de
«predestinacionismo»). Y, bajo presupuestos parecidos, algunos círculos
monacales del norte de África (Adrumeto) y del sur de Francia (Leríns)
defendieron la doctrina (posteriormente llamada «semipelagianismo») de que
al menos el inicio de la fe y la perseverancia final son obra exclusiva del
hombre, y no de la gracia. Ambos errores fueron condenados en numerosos
concilios, particularmente en el segundo de Orange, del año 529 (Dz 178-
200), y la doctrina de Agustín recibió aquí (con limitación en lo relativo a la
predestinación) su definitiva aprobación eclesiástica.

6. La doctrina agustiniana de la predestinación fue tratada de manera nueva


en la teología carolingia, cuando la equivocada interpretación de la «doble
predeterminación» (gemina determinatio) de Isidoro de Sevilla condujo por
medio del monje Godescalco de Orbais a una disputa general (tratada en los
sínodos de Quierzy 849, Valence 855, Toucy 860 y otros), en la que la
obscuridad de la doctrina paulina fue esclarecida racionalmente (Rom 9, 18),
y se acentuó de nuevo la libertad humana. Anselmo de Canterbury, en su
monografía Sobre la armonía de la presciencia, la predeterminación y la gracia
de Dios con la voluntad libre (1107-8), transmitió esta nueva doctrina a la
edad media. Los primeros compendios teológicos medievales, entre 1100 y
1250, situaron la doctrina de la g., o bien en el tratado sobre la fe y la caridad
(Anselmo de Laón) o bien en el de los sacramentos (Abelardo: bautismo), o
bien en la parte cristológica (mística de los victorinos).

7. La doctrina católica de la g. adquirió su nota abiertamente antropológica


cuando en la alta edad media la metafísica, la ética y la psicología de
Aristóteles pasaron a ser la base para el desarrollo de los problemas
teológicos, primeramente entre los dominicos (Tomás de Aquino y su
escuela), pero, desde el 1280 aproximadamente, en especial desde Juan Duns
Escoto, también entre los franciscanos, que a partir de entonces expusieron
su teología de tendencia agustiniana con categorías y principios aristotélicos.
Sobre todo en la discusión con la doctrina de Pedro Lombardo y de otros
autores, según los cuales la g. no es otra cosa que el Espíritu de Dios que
habita en nosotros (Sent. I díst. 17), Tomás había desarrollado su definición
de la g. como un «estado (habitus) sobrenatural del alma humana» (Sent.
Com. u 24-28; ST i q., 110-114), mientras que los franciscanos (Guillermo de
Mate, Duns Escoto y seguidores) identificaron la g. con la virtud sobrenatural
de la caridad. Tomás y su escuela vieron en la g. la razón suficiente de un
posible «mérito de condigno» del hombre ante Dios; en cambio la escuela de
los franciscanos defendió que el hombre sólo puede lograr ante Dios un
«mérito de congruo», de modo que la acción del creyente termina, no en un
premio debido, sino en la libre aceptación por Dios, que, según la doctrina de
algunos nominalistas (Pedro de Palude, Juan Bassolis, etc.), puede negar el
premio incluso al hombre que está en gracia.

8. Los reformadores reaccionaron contra esta doctrina de la g. en la edad


media posterior, sobre todo por ver en ella una huida del temor de Dios para
refugiarse en la santidad de las obras. Lutero enseñó que la justicia de Dios
(Rom 1, 17) imputa al creyente (Rom 3, 22), sin su colaboración (pues él es
pecador [ Gál 3, 131), la obra redentora de Cristo. Calvino, junto a esta
justificación por la fe, vuelve a resaltar la transformación del hombre por la
penitencia y el renacimiento, así como la vida cristiana que brota de la fe
(Inst. chr. rel. III 3, 11-18). El concilio de Trento (Dz 792a-843) en 1547
tomó posición contra estas doctrinas a base de una mentalidad escolástica,
que se desarrolló ulteriormente sobre todo en España (Andrés de Vega,
Francisco de Vitoria, Domingo Soto, G. Seripando).

9. Del mismo espíritu procedió la gran disputa entre la escuela de los


dominicos (tomismo) y la de los jesuitas (molinismo) en torno a la acción de
la g. y de la libertad humana en las obras meritorias, la cual terminó en 1607,
sin dilucidarse, por intervención de la autoridad eclesiástica. Esa disputa ha
vuelto a encenderse en el siglo xx (G. Schneemann, A.M. Dummermuth y
otros). Si el tomismo pretendía sobre todo dejar a salvo la causalidad total del
Dios creador como causa prima (praemotio physica) en la acción de las
criaturas, el propósito de los molinistas era defender tanto la libertad del
hombre como la de Dios (concursus simultaneus). La doctrina protestante de
la total corrupción del hombre por el pasado, que nuevamente adquirió fuera
en el -* bayanismo (Dz 1001-1080), en el -->jansenismo (Dz 1092-1096,
1295-1303) y en B. Quesnel (Dz 1351-1390), fue rechazada por los teólogos
jesuitas de la época, desarrollando para ello nuevos conceptos auxiliares
(deseo sobrenatural, potencia obediencial, naturaleza pura). En el siglo xix la
cuestión de la g. adquirió importancia en el problema de la fe (controversia de
J. v. Kuhn y C. v. Schäzler). M. Scheeben expuso la doctrina tomista de la
gracia apoyándose en conceptos románticos.

10. Desde 1920 se resaltan cada vez más el aspecto histórico-salvífico


(teología de los -> misterios) y la visión personalista de la g. (R. Guardini, K.
Rahner: gracia = comunicación de -->Dios mismo). La Dogmática eclesiástica
de K. BARTH, Z 1932ss (cf. H. KÜNG, Rechtf ertigung [Ei 19571) y el
Sobrenatural de H. DE LUBAC, P 1946, (cf. G. DE BROGLIE, L. MALEVEZ) han
dado nueva vida a la cuestión de lo -> sobrenatural. El espíritu ecuménico del
Vaticano II y la importancia central de la cuestión de la g. para la vida
cristiana, exigen en esta hora histórica de la Iglesia que no nos detengamos
en la oposición entre visiones unilaterales, sino que, a base de una
colaboración llena de comprensión, tomemos de la revelación misma sus
abundantes enunciados y los elaboremos en una amplia soteriología donde
estén recapitulados los rectos puntos de partida, las posibilidades, los
elementos y las direcciones que aparecen en la doctrina sobre la gracia.

Johann Auer

III. Exposición teológica

1. El punto de partida

Hay que comenzar por la cuestión del punto de partida adecuado a la


revelación. Y esto sobre todo porque la división, usual en la época
postridentina, del tratado en una sección sobre la g. actual y otra sobre la g.
habitual es insuficiente, pues se basa en presupuestos que son problemáticos.
El punto de partida ha de ser un enunciado teológico sobre el hombre entero y
uno; partiendo de ese enunciado hay que establecer la distinción entre
naturaleza y g. y las posibles distinciones dentro de la noción de g. como
principios de división de dicho tratado. En este sentido partimos (cf. ->
antropología teológica) del siguiente enunciado teológico: el hombre que cree
en Cristo, a pesar y dentro de su condición de criatura, y aunque de sí y por sí
se reconozca originariamente pecador (-->pecado original), debe entenderse
a sí mismo como llamado históricamente por Dios y por la palabra eficaz de su
libre y absoluta comunicación a participar de la más propia e íntima vida de
Dios. Lo decisivo de este enunciado está en que Dios, no sólo concede al
hombre algún amor y proximidad saludable, no sólo le regala alguna
presencia salvífica (como la que ónticamente va aneja al concepto abstracto
de una relación entre el creador y la criatura todavía inocente, no sólo le da
bienes creados como prueba de su amor; sino que, además, se le comunica a
sí mismo en una causalidad que no es meramente eficiente, lo hace partícipe
de la naturaleza misma de Dios y coheredero con el Hijo, lo llama a la vida de
Dios en la visión inmediata cara a cara y, le concede una participación en la
vida propia de Dios. Aquí tocamos realmente el núcleo de la inteligencia
cristiana de la realidad. La verdadera y plena relación entre lo absoluto y lo
que experimentamos como nosotros mismos y nuestro mundo, conociéndolo
como finito y contingente, no es la relación de la identidad o de un nexo
necesario en que lo absoluto se despliega y llega a su propia plenitud, según
se enseña en las distintas formas del -> panteísmo. Y tampoco es la mera
relación de una causa eficiente absoluta con su efecto, que permanece
exterior a su causa. Es más bien la relación libre del absoluto que se comunica
a sí mismo, y que, para poderse comunicar a otro en un diálogo libre con él y
poder hacer del mundo creado su propia historia en la -> encarnación y la g.,
crea a ese otro con una causalidad eficiente. La doctrina del cristianismo sobre
la g. (junto con su realidad suprema: el Logos divino hecho criatura) es la
superación real del dilema entre panteísmo y deísmo (que quizá se supera
«filosóficamente», pero no realmente, al hacer que Dios sólo se preocupe de
la máquina del mundo en el momento de darle el ser y ponerla en marcha).
Pero esta superación de sistemas que quieren ser metafísicos y esenciales
sobre la relación entre lo absoluto y lo contingente es el libre amor, que se
muestra así como la verdadera esencia de la realidad absoluta, cuya s
estructuras «necesarias» no determinan la libertad como lo secundario, sino
que son las estructuras formales del mismo absoluto amor, que se inclina a lo
no-necesario, aunque no necesita hacerlo, o no tiene que hacerlo con otra
«necesidad» que la del amor libre.

2. Gracia sobrenatural y naturaleza

Partiendo de aquí se aclara primeramente la distinción entre naturaleza y g.


sobrenatural, y cuál sea la esencia de ésta.

a) La doctrina del magisterio eclesiástico

La doctrina de la sobrenaturalidad de la gracia (como comunicación de - >


Dios mismo) es afirmada por vez primera y expresamente en el concilio de
Vienne, en cuanto la visión de Dios es atribuida al gratuito lumen gloriae (Dz
475); luego se expone explícitamente con el término supernaturalis contra el -
> bayanismo, el -> jansenismo y el semirracionalismo (Dz 1017 1021 1023s
1026 1385 1516 1669 1671). El Vaticano i (Dz 1786 1789) la enseña como
razón de la absoluta necesidad de la revelación y como propiedad de la fe, y
Pío xix (Dz 2318) la robora contra su debilitación (por el hecho de ponerse en
duda la posibilidad abstracta de una «naturaleza pura»). Sólo con la
sobrenaturalidad de la g. se indica el motivo más íntimo por el que la Iglesia
afirma que la g. es indebida, y que el hombre no puede merecerse por sus
propias fuerzas, de suerte que, por sí solo, él no es capaz de prepararse
positivamente para recibirla, ni de pedirla por la oración (Dz 134s 141 176s
797 813 etc.). Y el motivo adecuado de esa incapacidad no puede ser
solamente la (fáctica) condición pecadora del hombre.

b) Explicación sistemática

1º. La autocomunicación de Dios en su vida interna, lo mismo como dada (en


sí) como que aceptada por el hombre, es una benevolencia esencialmente
libre, personal e indebida de Dios. Es en sí misma regalo libre al hombre. Y
constituye un don libre, no sólo con relación al hombre pecador, que se cierra
culpablemente a la oferta que Dios hace de sí mismo y a su voluntad
expresada en toda la realidad humana; sino ya previamente a todo eso. En
efecto, la capacidad de la criatura para vivir con Dios en amor personal, en
que él se comunica a sí misma, es favor indebido de parte suya (pues toda
personal abertura de sí mismo es esencialmente favor libérrimo), y, por otro
lado, la criatura espiritual (aun suponiéndola ya constituida) no puede recibir
este favor como un elemento inherente de algún modo a su propia esencia
(inocente), sino que lo experimenta como don alcanzado en el curso de un
diálogo (de una auténtica historia). Es decir, ese don presupone al
destinatario y, por tanto, no puede considerarse como un elemento que
pertenece necesariamente al ser de la naturaleza creada. Para que esta
comunicación de Dios mismo no quede desvirtuada al aceptarla el hombre
finito (conforme a la esencia y al patrón de la criatura finita), convirtiéndose
en un acontecimiento que permanezca en el ámbito de lo puramente finito
(con lo cual se suprimiría la comunicación de Dios mismo como tal), también
la aceptación (en cuanto tal) ha de estar soportada por Dios, de igual maner a
que el don. La comunicación en cuanto tal produce también la aceptación; la
potencia actual y próxima de esta aceptación es igualmente g. libérrima. Esto
se ve muy claramente en la fe. Para que la revelación, como oída,
permanezca realmente palabra de Dios y no se convierta en palabra sobre
Dios producida por él (y como tal sabida) una y otra cosa no son lo mismo,
puesto que en el segundo caso entra en juego el horizonte apriorístico de
intelección de la criatura finita -, en la gracia de la fe (luz de la fe) Dios mismo
tiene que hacerse principio constitutivo del acto de oír la revelación. Pero la g.
como comunicación de Dios mismo es principio constitutivo, no sólo de la
«potencia» para su aceptación (en lo que la teología llama los --hábitos
sobrenaturales de la ->fe, de la --> esperanza y del --> amor), sino también
del «acto» libre de la aceptación mediante aquello que la teología entiende
por indebida g. «eficaz» para la acción realizada de hecho. Pues esta
comunicación de Dios como causa de su propia aceptación es libre incluso en
lo relativo a la realización de la concreta aceptación libre, que, precisamente
como libre y concretamente indeductible, es el único medio por el que puede
recibirse esa comunicación como divina y personal. Cabe, naturalmente, decir
que la libre causación divina de la aceptación, la g. eficaz como tal, se debe a
circunstancias (explicadas a la manera de Bañez o de Molina) que pueden
distinguirse de la comunicación sobrenatural en cuanto tal. Pero entonces no
hemos de ignorar que la comunicación de Dios, por su carácter personal, libre
y singular bajo ambos aspectos exige en virtud de su esencia estas
circunstancias indebidas, libremente puestas, como su propia concreción; es
decir, la gratuidad de la g. eficaz como tal es exigida por la esencia de la
comunicación divina, y sólo ella hace de ésta un acontecimiento singular del
amor libre.

2 ° En cuanto la libre comunicación de Dios en Cristo y su Espíritu debe ser


aceptada por la criatura espiritual mediante una respuesta dada en un diálogo
libre también por su parte, se presupone una permanente constitución del
hombre (puesta libremente por el Dios creador), la cual presenta las
siguientes características: 1ª, antecede a la comunicación de Dios (o sea, es
presupuesta por ésta como condición de su posibilidad), de tal modo que el
hombre (como socio histórico ya creado) ha de recibir esa comunicación como
libre favor que se le concede contingentemente, sin posibilidad de calcularlo
desde su propia naturaleza, o sea, como un don que no va
transcendentalmente inherente a la autorrealización del hombre, aunque él
está esencial y obligatoriamente abierto a tal comunicación de Dios mismo
(por la -->potencia obediencial y el -> existencial sobrenatural) y, si la
rechaza, cae en la perdición con todo su ser; 2ª, permanece (si bien en forma
de absurdo y de condenación) incluso cuando el hombre se cierra a la
comunicación de Dios. El «destinatario» de la comunicación divina, que ésta
se antepone como condición de su venida, gratuita y hecha posible sólo por
ella misma, en la teología católica recibe el nombre de -> naturaleza humana.
De ahí que el concepto propiamente teológico de «naturaleza» no signifique
un estrato de la realidad inteligible en sí mismo, experimentado solamente por
nuestros propios medios (independientemente de una g. no experimentable),
al cual se superponga una realidad superior, conocida por la revelación.
«Naturaleza» es más bien aquella realidad que la comunicación divina por la
que la creacion se antepone a si misma como su posible destinatario, de
forma que, frente a éste, permanece lo que ella es: libre don del amor. Así,
pues, la naturaleza, a diferencia de lo sobrenatural, es entendida como un
factor necesario en un todo superior, que es experimentado en la g. e
interpretado en la revelación. La diferencia entre -> naturaleza y g. debe
entenderse partiendo de la primigenia unidad de la libre comunicación de Dios
mismo como amor. Esa noción teológica de «naturaleza» tampoco implica (lo
cual a la postre, es una tergiversación nominalista) que ésta coincide con el
reino de lo experimentable. Más bien, mejor puede experimentarse lo que no
es «naturaleza» (cf. p. ej., Gál 3, 1-5); y no es a priori evidente que el
hombre haya de experimentar de hecho todo lo que forma parte de la
naturaleza.

3ª. En este sentido, la g. de la comunicación de Dios es «sobrenatural», o


sea, indebida al hombre (y a toda criatura), con anterioridad a su indignidad
como pecador, de modo que no está ya dada con su esencia inadmisible (con
su «naturaleza»), y, por tanto, Dios puede dejar de concederla al hombre
(aunque, una vez ofrecida, éste se hace culpable si la rechaza). Es indebida
como participación de una realidad que de suyo sólo pertenece a Dios y,
además, lo es por la razón de que sólo puede recibirse si Dios concede
gratuitamente la posibilidad para ello.

Además del concepto explicado de la «sobrenatural en sí mismo» o


absolutamente sobrenatural, que supera la naturaleza, las «fuerzas» y las
«exigencias» de toda criatura por la esencia del don mismo y no meramente
por la manera de comunicarlo, la teología conoce la noción de lo
«preternatural», es decir, de una realidad que sólo supera las exigencias de
una naturaleza determinada (p. ej., del hombre a diferencia de los ángeles); o
bien, de una realidad que, aun hallándose de algún modo en la dimensión (en
el alcance, en las aspiraciones) de una misma o a la manera de conseguirla no
puede ser exigida como patrimonio de la esencia (p. ej., exención de la
concupiscencia, liberación milagrosa de una enfermedad, etc.).

3. Gracia sanante

Con lo dicho no se relega a segundo término o se desconoce la g.


«misericordiosa» (que perdona). El hombre concreto se halla siempre - por
sus meras fuerzas - en una doble situación inseparable: la de criatura y la de
pecador. Para la experiencia concreta ambos componentes se condicionan y
esclarecen mutuamente. La condición defectible de la criatura finita no es ya
simplemente pecado, pero en éste sale aquélla inexorablemente a la luz; y la
pecabilidad obliga al hombre irremediablemente a concebirse a sí mismo como
criatura absolutamente finita, para la cual la misericordia divinizante de Dios
es siempre y en todo caso g. suya. Esto significa que, en cuanto la g.
divinizante es concebida al pecador y, como comunicación ofrecida por el Dios
santo, implica en él el deseo de perdonar, y, como aceptada por la g., incluye
el perdón de la culpa; esta g. es indebida por un nuevo concepto, por la razón
de que se ofrece a quien es positivamente indigno de ella. Por eso no ha de
maravillarnos que toda la doctrina tridentina sobre la g. justificante, aun
cuando se refiera a la g. sobrenatural, no está concebida bajo el esquema de
la «elevación» de una naturaleza, sino bajo el del perdón concedido al impío
(Dz 790s 793-802). Lo cual significa que la necesidad propiamente dicha de
redención tiene un alcance tan amplio y radical como la posibilidad de
elevación del hombre a la vida de Dios.

Esta g. sanante, y con ello también la g. elevante en cuanto se da al hombre


sometido al pecado original, es pura g. de Cristo (Dz 55 790 793s 811s etc.; -
>redención). Además, puede defenderse plenamente que también la g.
elevante del estado original (estados del ->hombre) fue g. de Cristo. Pues, en
su cristocentrismo de la realidad entera, puede de todo punto admitirse que la
creación y realización del mundo, en virtud de la gratuita comunicación de
Dios mismo, de antemano fue querida por él como un factor de su donación a
lo divino, la cual alcanza su cima, su esencia plena y su irreversibilidad
histórica en el Dios-hombre; es más, la encarnación y la divinización del
mundo por la g. pueden considerarse como factores, que necesariamente se
condicionan entre sí, de este singular comunicación radical. Ambos factores
son libres, pues toda esta comunicación es libre, sin que haya de mirarse uno
separadamente del otro. Por proceder de Cristo, la g., incluso como
divinizante, tiene un carácter eminentemente histórico y dialogístico, o sea,
constituye una merced de Dios que (sin perjuicio de su esencia misma, que
siempre se extiende ineludiblemente a todos los tiempos y lugares [cf. Dz
160b 1295 1356 1414 1518 etc.1) depende del «acontecimiento» de
Jesucristo. Por eso reviste un carácter incarnatorio, sacramental y
eclesiológico (-> Iglesia como cuerpo místico de Cristo, -->sacramento), e
incorpora al hombre agraciado a la vida y muerte de Cristo.

4. Gracia increada y creada

Por el punto de partida adoptado es fácil comprender que la g. propiamente


dicha (de la justificación), como estrictamente sobrenatural, es ante todo Dios
mismo, que se comunica con su propia esencia: g. increada (cf. también -->
trinidad, -> Espíritu Santo, -> misterio, -> justificación). Con ello queda
excluida a limine una concepción cosificada de la g., que la pusiera a la
disposición autónoma del hombre. La doctrina del concilio de Trento sobre la
g. «inherente» (Dz 800 821), no es una proposición que trate de impugnar
esto, o que, fuera formulada con la vista puesta en el problema de la
distinción entre g. creada e increada (ésta también es mencionada: Dz 13 799
898 1013 1015); se propone solamente enunciar la verdad de que la
justificación por verdadera regeneración consiste en la constitución de una
nueva criatura, de un templo habitado realmente por el Espíritu de Dios
mismo, de un hombre que está unido y sellado por el Espíritu y ha nacido de
Dios; pretende afirmar que el justificado no sólo ha de considerarse justo en
un «como-si» forense, sino que lo es verdaderamente (Dz 799s 821).
Nociones como «inherente», «accidental», etc., pueden entenderse en este
contexto independientemente de la cuestión de la distinción entre g. creada e
increada. Pero, evidentemente, esas nociones hacen referencia a algo
implicado en el concepto mismo de g., a saber, el hecho de que el hombre en
sí se hace una criatura nueva por esta comunicación de Dios, o sea, la
existencia de una g. «creada» y «accidental», que no se da automáticamente
con la naturaleza del hombre, pero queda injertada en ésta.

Cómo haya que definir más exactamente la relación entre g. creada e


increada, es un punto sobre el que no hay acuerdo en la teología católica. La
g. creada puede entenderse: como presupuesto y consecuencia de la g.
increada, que Dios comunica en una causalidad cuasiformal (como disposición
material para la «forma», la cual, al comunicarse, produce previamente esta
disposición, de modo que ambas realidades se condicionan en una causalidad
mutua); o como un momento implicado en la g. increada (actuación creada
por el acto increado: De la Taille). Pero también cabe entender la g. increada
(lo cual se hizo usual desde el Tridentino, a pesar de su insuficiencia y de ir
contra las últimas tendencias de Tomás [Dockx, etc.]) como mera
consecuencia de la g. creada (considerando que la inhabitación del Espíritu
Santo se da con la g. creada en cuanto tal). Sobre todos estos puntos no reina
unanimidad en la teología católica. En todo caso, teniendo en cuenta Dz 2290
se puede sostener perfectamente que la g. increada es la primera g. y la que
sostiene esencialmente todo el agraciamiento del hombre. Y esa g. increada
es la única que hace inteligible la verdadera y estricta sobrenaturalidad de la
gracia.

5. Gracia actual y habitual

a) Doctrina del magisterio

1º. Sobre la g. «habitual» de la justificación, cf. -> justificación, -> virtudes, -


> Espíritu Santo, -> visión de Dios.

2º. Sobre la g. «actual». En el sentido que delimitaremos más exactamente


en b) está definida la existencia de la g. actual, en cuanto es verdad definida,
contra el -* pelagianismo y el semipelagianismo, la absoluta necesidad de la
g. para toda obra salvífica (Dz 103ss 176ss 811ss). Como quiera que a estos
actos saludables pertenece también, contra la doctrina del semipelagianismo,
toda preparación (positiva) a la fe y justificación, síguese que la g. previene al
hombre, sin merecimiento alguno, en su obrar salvífico (Dz 797; g.
«preveniente»; sobre la cooperación con esta g. cf. después en 8). Ante el
hecho de la universal voluntad salvadora de Dios, por un lado, y de la
pecabilidad del hombre, por otro, puede concluirse la existencia de una g.
ofrecida que no llega a hacerse eficaz, o sea, de una g. meramente
«suficiente», cuya existencia está definida contra el -> jansenismo (Dz 797
814 1093 1295 1521 1791). De donde se sigue que la esencia de la g. no
puede deberse exclusivamente a la omnipotencia irresistible de Dios (Dz
1359-1375). La distinción entre g. actual meramente suficiente y g. eficaz
está fundada según la doctrina casi general (tanto del tomismo como del
molinismo: -> gracia y libertad), en la elección de Dios, a pesar de la libertad
humana para la aceptación o la resistencia (de lo contrario la perseverancia
efectiva no sería g. particular de Dios: Dz 806 826). La g. actual es
iluminación e inspiración (Dz 135ss 180 797 1521 1791). No es considerada
solamente como gratuita (indebida) (Dz 135s 797s 801 1518), sino también
como sobrenatural en el mismo sentido que la g. de la justificación (cf. Dz
1789ss), lo cual es obvio dada su absoluta necesidad (no sólo relativa o
moral) para el acto saludable. Consiguientemente, no sólo consiste en
circunstancias externas, dispuestas u ordenadas por la providencia de Dios,
que favorecen el obrar religioso del hombre, sino que es también
(concretamente en su totalidad) g. «interior» en el mismo sentido que la g.
santificante.

b) Visión sistemática

Partiendo de la doctrina antipelagiana de la teología occidental sobre la


necesidad de la g. para los actos saludables del hombre (bajo la modalidad
procedente de Agustín: g. como inspiración del amor justificante), la g. es en
primer lugar ayuda (concedida de modo permanente u ofrecida siempre por la
voluntad salvadora de Dios) para el acto y, en este sentido, g. «actual» (aquí
no se reflexiona sobre el «estado de g.» de los niños pequeños libres del reato
del pecado original después del bautismo). No podemos exponer aquí la
evolución de la doctrina en la baja y la alta edad media. Notemos de paso que
el conocimiento del carácter sobrenatural de la g. se desarrolla como
conocimiento de la g. «habitual» de la justificación. Y así inicialmente el acto
salvífico se identificaba con el que está soportando por la justificación. Pero,
en todo caso, este hecho y el de que hasta hoy no se haya logrado acuerdo
sobre la cuestión de si para todo acto salvífico del justificado, además de la g.
habitual, se requiere una gracia actual, sobrenatural y elevante, o por el
contrario, para ello basta la g. habitual, muestran que el concepto de auxilio
sobrenatural elevante no puede de antemano identificarse con el concepto de
g. actual en la acepción casi universal de nuestros días. Este concepto es
deducido de los actos sobrenaturales de preparación a la justificación. Sin
prueba real se supone que tales actos no pueden ser puestos por la g. de la
justificación previamente ofrecida (es decir, por una g. «habitual» que se va
actualizando dinámicamente). Si aceptamos, además, la doctrina de los
tomistas contra Molina, discutida pero totalmente razonable (e incluso mejor),
según la cual la g. dada para el acto eleva también la «potencia» del hombr e
(a fin de que éste no sólo reciba, sino que además ponga el acto salvífico),
podremos decir lo siguiente: La doctrina obligatoria de la Iglesia distingue
entre la g. actual sobrenatural elevante y la g. habitual solamente en cuanto
es una verdad segura que hay actos saludables del hombre no justificado, por
los cuales él se prepara a la -->justificación con una g. preveniente, que es
absolutamente necesaria. Si esta g. tan necesaria es lo mismo, o no, que la
comunicación de Dios, mismo, la cual, al producirse, posibilita y sostiene
también su aceptación; si, consiguientemente, esta g. habitual en el adulto se
identifica o no con la comunicación misma de Dios como libremente aceptada,
son puntos sobre los que no hay ninguna declaración del magisterio de la
Iglesia, ni un consentimiento doctrinal. La distinción, en cuanto es obligatoria,
tiene este sentido: la g. es «habitual» en cuanto la comunicación de Dios se
ofrece permanentemente al hombre (desde el bautismo) y en cuanto (en el
adulto) es aceptada libremente, y, por cierto, en diversa medida. Esta misma
g. se llama «actual» en cuanto sostiene el acto de su aceptación (acto
existencial y esencialmente graduado, realizable siempre de nuevo) y en él se
actualiza a sí misma. Esa concepción corresponde también a la idea tomista
del crecimiento de la gracia.

De ahí resulta que la división de todo el tratado de la g., usual después del
concilio de Trento, en una sección sobre la g. actual y otra sobre la g.
habitual, es muy extrínseca y no responde adecuadamente a la unidad y
naturaleza de la única g., que diviniza la naturaleza, las potencias y la
autorrealización del hombre. Todas las gracias actuales son el desarrollo
dinámico de la única g. divinizante en los actos del hombre, bien como
ofrecida (g. actual para la justificación), o bien como ya aceptada (g. actual
para el mérito del hombre ya justificado). Sólo se distinguen entre sí por los
distintos grados de aceptación existencial de esta g. única (g. para la mera fe,
para la fe que espera, para el amor que integra en sí la fe).

6. La gracia como liberadora del hombre libre

A pesar del pecado original y de la concupiscencia, el hombre es libre (Dz


792s 798 814ss); asiente, pues, libremente a la g. preveniente o la rechaza
libremente (Dz 134 140 160a 196 793s 1093 1095 1521 1791 2305). En este
sentido hay que hablar de una recíproca cooperación (Dz 182 200 797 814).
Pero esto no significa un «sinergismo» que divida en partes el efecto salvífico.
Pues no sólo es g. de Dios la capacidad para obrar salvíficamente (el hábito
infuso o la preveniente g. suficiente), sino también el mismo asentimiento
libre (que tomistas y molinistas presupusieron como evidente per se en la
controversia sobre la g., de suerte que la Iglesia no tuvo que decidirse por
ninguno de los partidos; cf. Dz 176s 182, etc.). Así, pues, la g. misma libera
nuestra --> libertad (formal) en su capacidad y acción para el obrar saludable,
ella misma la cura, de suerte que la situación de esta libertad para dar a Dios
el sí o el no, no es la de elección autónoma y emancipada (Dz 200 321s 325);
más bien, cuando el hombre dice no, hace su propia obra; cuando dice
libremente sí, debe atribuir a Dios este sí como don suyo.

7. Gracia sanante y gracia sobrenatural elevante

La doctrina sobre la distinción entre la naturaleza y la g. sobrenatural


elevante, que agracia con la donación de Dios mismo, por un lado, y la
doctrina sobre la concupiscencia (como incitación al ->pecado incluso contra
la ley de la naturaleza), lo cual sólo puede ser vencida por una g. particular de
Dios, sin que por eso el hombre no justificado peque de nuevo en cada acción,
por otro lado, llevaron poco a poco a una distinción entre la necesidad de la g.
para el deiforme acto salvífico y la necesidad del auxilio de Dios para la
observación de la ley natural, entre la g. elevante y la sanante. Aunque esta
distinción todavía no aparezca clara en el concilio de Orange (529) y no se
resalte expresamente en el Tridentino, sin embargo está allí la doctrina sobre
la función medicinal del auxilio divino (Dz 103 132 135 186s 190 806 832,
etc.); puesto que este aspecto del auxilio divino se opone directamente al ->
pelagianismo.

Lo mismo hemos de decir sobre la doctrina de que, a la larga, sin esta ayuda
no puede observarse (ni se observa) la «substancia» de la ley natural. Por
otra parte, como se debe mantener, contra los reformadores, Bayo y el
jansenismo (cf. también --> agustinismo, B), que los no justificados pueden
hacer actos saludables con ayuda de la g., y que por la ausencia (supuesta)
de ésta no todo acto se convierte en un nuevo pecado (Dz 817s 1025 1035
1037 1040 1297s 1301 1395 1409 1523 etc.); se desprende como
consecuencia que la absoluta necesidad de la g. salvífica para el acto
saludable y el auxilio sólo relativo para el obrar moral dentro de la ley natural
(«acto honesto») no pueden ser simplemente dos aspectos de una sola y
misma acción divina en el hombre, sino que el auxilio sanante y la g.
sobrenatural han de distinguirse entre sí. Esto implica que el auxilio medicinal
puede entenderse como externo, e igualmente la posibilidad de que en la
teología católica todavía esté abierta la cuestión de si la g. sanante en cuanto
tal (incluso como meramente suficiente) es o no indebida en todo caso, y de si
ha de considerarse siempre como g. de Cristo. Sin embargo, la relación entre
estos dos auxilios de la g. no queda completamente explicada con esta
necesaria distinción.

Aunque es indiscutible la posibilidad de actos aislados puramente humanos en


el terreno del conocimiento religioso (Dz 1785s 2320 2317) y la de un obrar
conforme con la ley natural, no obstante, todavía puede disputarse libremente
si de hecho se dan actos morales meramente «honestos», es decir, sin
ninguna importancia positiva para la salvación, o si, por el contrario, todos
esos actos, en el caso de que se den realmente, son también salvíficos en
virtud de una g. elevante. La segunda sentencia (en el sentido de Ripalda o de
Vázquez) no ha sido condenada por la Iglesia. La respuesta a esta cuestión
depende ampliamente de la pregunta abierta sobre cuál es la -->fe (sin la
cual no hay actos saludables ni justificación: Dz 1173 801 789 798) que se
requiere como presupuesto y momento interno del acto salvífico. Si basta una
fe «virtual» (en el sentido, p. ej. de Straub), son posibles la justificación en un
-> bautismo de deseo y, por tanto, los actos saludables en todo hombre de
buena voluntad (aun sin contacto con la revelación pública). Si se le reconoce
también a la g. elevante una eficacia psicológica, es decir, si ella en todo caso
lleva consigo, según la doctrina tomista, un nuevo horizonte de conocimiento
(un objeto formal propio, aunque no aprehendido reflejamente), y si este
nuevo horizonte sobrenatural de conocimiento, dentro del cual se aprehenden
objetos morales y religiosos que de suyo son de orden «natural», puede
considerarse como una especie de auténtica revelación divina
(«transcendental») y en este sentido como fe (sin que medie una afirmación
refleja); en tal caso el problema admite una solución más fácil: en virtud de la
g. elevante que se ofrece como consecuencia de la universal voluntad salvífica
de Dios, todo acto radicalmente moral se realiza bajo un horizonte
sobrenatural de inteligibilidad, y así siempre es también fe (en una manera
«transcendental») y, por una y otra razón, acto salvífico, de forma que todo
acto moral (honesto) es de hecho también una acción salvífica. Pero si esto es
así (lo cual concuerda con el optimismo salvífico del Vaticano ii [cf. Lumen
gentium, n .o 16; Dei Verbum, número 221, puesto que él enseña la
posibilidad de salvación y de fe incluso para aquellos que no han recibido el
mensaje del Evangelio), síguese que la g. sanante puede considerarse en
todos los casos como dinámica de la g. elevante y como un conjunto de
circunstancias externas que acompañan a ésta, y por tanto es un factor en un
acontecer de la g., que, en medio del cristocentrismo universal de la historia
humana, por el amoroso propósito divino de comunicación a la creación,
tiende a la realización de lo humano y cristiano en el hombre.

Karl Rahner

C) GRACIA Y LIBERTAD

I. El problema

1. El problema de la relación entre -> gracia y -->libertad es una cuestión


interna de la teología católica. La cuestión surge de la dificultad de salvar
simultáneamente dos datos reales: a) el hombre es realmente libre al poner un
acto salvífico, pudiendo por tanto rehusar la g. ofrecida para tal acto; b) y, sin
embargo, para ese acto salvífico necesita absolutamente la interna g. divina.
Pero esta g. no logra solamente su efecto por el consentimiento del hombre,
sino que de antemano tiene en sí la virtud de producir de hecho tal
consentimiento. Dios podría denegar esa g. eficaz, sin que por ello el hombre
quedara excusado cuando peca, puesto que también entonces es capaz de
poner el acto saludable (mediante la g. «suficiente»).

2. La libertad humana y el soberano poder de Dios y de su gracia están


atestiguados en la Sagrada Escritura. Pero el problema tiene además su
importancia existencial: en lo relativo a la salvación el hombre no puede
declinar su responsabilidad; y, sin embargo, cuando obra salvíficamente debe
atribuir el mérito a Dios y reconocer que él le ha otorgado en su gracia no sólo
la capacidad de obrar, sino también el obrar mismo.

3. El problema se amplía luego especulativamente en la teología, quedando


formulado en esta cuestión: ¿cómo se comporta la acción de Dios (en su
cooperación) con el acto libre del hombre (también con el acto naturalmente
bueno y con el moralmente malo)?

II. El recto punto de partida para la solución del problema

1. Dado que Dios es el -> misterio, la relación entre Dios y el mundo es


necesariamente misteriosa. En consecuencia sólo se puede hablar de él
oscilando entre un doble enunciado dialéctico, propio del lenguaje análogo (->
analogía del ser).

2. La diversidad entre Dios y la criatura - a diferencia de cualquier otra


dependencia causal intramundana - se caracteriza precisamente por el hecho de
que la autonomía (el ser propio) de la criatura y su dependencia de Dios no
están en proporción inversa, sino directa. La causalidad de Dios es la que
produce la verdadera diferencia entre él y la criatura, la que crea la realidad
autónoma con su propio ser. Esta relación de índole transcendental, y no
categorial (que sería totalmente diversa), alcanza su punto culminante en la
relación entre Dios y el ser libre junto con sus actos libres. El origen
transcendental del acto libre en Dios implica precisamente su posición como tal
acto libre, su entrega a la criatura para que lo reciba bajo su propia
responsabilidad. Este radicalismo de la más auténtica creación, en la que toda
creación alcanza su sentido, es el misterio de la «coexistencia» entre Dios y
criatura libre, misterio que no puede desentrañarse ulteriormente.

III. Intentos clásicos de solución

Todos tienen de común el querer esclarecer el misterio de esta relación


recurriendo a un tercer elemento (ideal o real), distinto de Dios y de la acción
libre, a base del cual se proponen mediar entre la soberanía de la g. y la
autonomía de la libertad.

1. El tomismo de Báñez (it 1604)

Él apela a Tomás. Pero se disputa sobre la legitimidad de esta apelación, pues


algunos creen descubrir rasgos escotistas en su doctrina. El núcleo de la misma
está en la concepción metafísica acerca de la necesidad y naturaleza de la
«premoción física» en todo acto de la criatura (no sólo en el positivo acto
salvífico). Según esta doctrina, para que la criatura pueda pasar de la potencia
al acto, tiene absoluta necesidad de una «premoción», que consiste en una
entidad creada pasajera, producida por Dios solo. Esta moción previa es
diferente de Dios (y de su influjo causal en el acto de la criatura), y es también
diferente de la potencia y del acto de la criatura. Sin embargo, determina
infaliblemente este acto, en su esencia y en su realidad objetiva. Cuando se
trata de un acto libre (bueno o malo), la premoción física mueve infaliblemente
hacia este acto, anteriormente a la libertad del mismo.

En su predeterminación Dios elige una premoción concreta y así, en virtud de su


propia elección absolutamente soberana, da a la criatura, o bien solamente el
acto bueno, o bien solamente el acto malo, como acción libre de aquélla.
Cuando esta promoción mueve por su propia naturaleza intrínseca el acto
saludable positivo, se llama g. actual eficaz, en contraposición a la g. suficiente,
que da la plena potencia, pero no el acto mismo.

Crítica: La tesis según la cual la causalidad transcendental de Dios por sí misma


causa también el acto libre en cuanto tal, con todos sus aspectos positivos, y,
por ser divina, precede «lógicamente» a la creada como su fundamento, es sin
duda exacta y no puede impugnarse. Pero en cuanto la premoción física lleva
aneja una entidad finita, distinta de Dios y de su acto transcendental (aunque
causada por él), la cual distinguiéndose del acto libre de la criatura, lo
determina infaliblemente y, sin embargo, lo causa como acto libre, se cae
indudablemente en una contradicción: pues una realidad de naturaleza de ese
acto, destruye la libertad de elección.

2. Molinismo

Según el molinismo, Dios conserva su libertad soberana frente a la libertad


humana. Él puede dirigir esa libertad sin lesionarla según su beneplácito,
porque en su ciencia media conoce el «futurible libre» en su realidad objetiva
ideal. Dios sabe lo que cada libertad haría o hará libremente en cada situación
que él hiciera o hará surgir. Por consiguiente, si Dios quiere obtener un
determinado acto libre de la criatura, le basta con realizar la situación en la que
por su ciencia media sabe que la criatura en cuestión pondrá libremente dicho
acto determinado. Así, pues, con prioridad lógica al efectivo acto libre, Dios
conoce y dirige mediante su ciencia media la libertad fáctica de la criatura, y
esto sin violentarla, porque esta dirección se basa a su vez en el conocimiento
de la libre decisión condicionadamente futura del hombre, cuya peculiaridad en
cuanto tal no es determinada por Dios. Si Dios, en razón de su ciencia media
elige y realiza una situación en la que el hombre obrará saludablemente,
entonces esta situación es una «gracia eficaz» en sentido molinista, aunque
intrínsecamente no se distinga de otra gracia meramente «suficiente» bajo la
cual el hombre, hubiera podido obrar saludablemente, pero de hecho no obra
así, cosa que Dios conoce ya antes de la decisión efectiva, por la ciencia de lo
condicionadamente futuro.

Crítica: Esta solución del problema, excesivamente sutil, no responde a la


cuestión acerca del origen de la realidad (aunque sólo sea ideal) del «futurible»,
que primariamente debe proceder de Dios. En el molinismo la ciencia divina
depende de algo no divino, pues el futurible de la criatura libre no queda
suficientemente fundamentado en Dios.

Si la posibilidad de la libertad real frente a Dios está fundada precisamente - sin


verse por ello restringida ni amenazada - en su origen inmediato en Dios,
consecuentemente no es lícito intercalar una mediación ideal o física entre la
acción libre y Dios.

3. Otros intentos de solución

Algunos tratan de explicar la eficacia de la g. divina diciendo que ésta es


indefectible, no como «premoción física», o sea, en su cualidad ontológica, sino
como un impulso psicológico que, sin suprimir la libertad, es suficientemente
intenso para dominar la concupiscencia. Así el -> agustinismo (B) de los siglos
xvii-xviii. Otros intentos son un sincretismo de tomismo y molinismo, explicando
en sentido molinista los actos saludables ¡niciales más fáciles (p. ej., el
comienzo de la oración), y en sentido tomista los más difíciles. El agustinismo
ofrece una concreta descripción existencial de la historia del corazón humano.
Pero si concibe la g. eficaz de tal modo que en su propia índole psicológica Dios
pueda conocer infaliblemente cómo ha de reaccionar ante ella la libertad,
entonces el sistema presupone una g. que no deja ya al hombre libre. Los
sistemas sincretistas (Tournely, Alfonso de Ligorio) se ven envueltos en la
problemática de los otros sistemas sin tener sus ventajas.

IV. Problemas especiales

El problema de la relación entre la g. absolutamente eficaz por parte de Dios, en


virtud de la cual él domina sobre la libertad permanente de la criatura, por un
lado, y esa libertad misma, por otro, en los «sistemas de la gracia» está
vinculado con la cuestión de la -+ predestinación. La g. eficaz elegida por Dios
en virtud de la ciencia media puede ser elegida, o porque él quiere
absolutamente la salvación de este hombre determinado (predestinación
anterior a la previsión de los méritos en el congruismo molinista de Suárez), o
independientemente de esta voluntad absoluta (simple molinismo, con una
predestinación absoluta a la bienaventuranza tan sólo por la previsión de los
méritos). El tomismo bañeziano entiende su sistema siempre bajo el
presupuesto de una predestinación a la gloria con anterioridad (lógica) a la
previsión de los méritos, ya que éstos quedan constituidos por primera vez en
virtud de la elección divina de la gratuita promoción física.

Crítica: La cuestión de la predestinación a la bienaventuranza antes o después


de la previsión de los méritos está sin duda mal planteada. Esto se manifiesta
ya en el conflicto que surge en la predestinación a la condenación. Esa
predestinación, entendida como repulsa positiva con anterioridad al pecado, es
rechazada por la Iglesia como --+ calvinismo herético (Dz 816 827). El Dios
absolutamente transcendente, en su originario acto absoluto, radicalmente uno,
quiere el mundo con toda su multitud de momentos que se condicionan
mutuamente. Dios quiere también el orden objetivo de ese mundo. Es inútil
fingir una pluralidad de decretos en relación con los diversos ámbitos
particulares. De dicho acto originario procede el mundo entero con sus
estructuras necesarias y las libres.

V. Conclusión

1. Los esfuerzos de los sistemas de la g. por esclarecer la relación entre la


omnicausalidad divina y la libertad creada, distinguiendo ambas dimensiones
como dos realidades entre las cuales hay que hallar una «concordancia», no
conducen a resultados satisfactorios, como lo muestra el hecho del
estancamiento de esta controversia teológica a partir del siglo xviii.

2. Hemos de decir que aquí se intenta ir más allá de un punto en el que es


necesario detenerse, no por pereza mental o por escepticismo teológico, sino
porque en principio hemos de considerarlo como punto límite. La relación entre
Dios y criatura es un originario dato ontológico que no puede descomponerse
ulteriormente. En la originaria experiencia transcendental de la referencia del
hombre a Dios como misterio incomprensible, están dados los dos momentos: la
autonomía y la procedencia de Dios. Puesto que esta experiencia apriorística,
como condición de la posibilidad de una existencia personal en el conocimiento
espiritual y la libertad, es el dato más originario del espíritu (aunque la reflexión
explícita sobre eso se produzca tardía e imperfectamente), y puesto que ella
culmina en la experiencia de la autonomía de la libertad y de su origen en otro,
la relación Dios-libertad ha de tomarse como un primer dato originario, el cual
ya no se funda en algo anterior desde donde pudiera esclarecerse, del mismo
modo que una vez conocido Dios a partir del mundo, no cabe decir que
conocemos nuevamente el mundo desde Dios.

No cabe poner en duda dos hechos seguros porque no podamos, o bien explicar
el uno del otro, o bien deducirlos de un tercero, o bien mostrar un tercer cómo y
por qué de su coexistencia. Tales hechos son la procedencia total de Dios y la
libertad autónoma.

3. Algo parecido hemos de decir sobre la acción moralmente mala (-> pecado y
culpa). Ésta es ineludiblemente nuestra acción y, sin embargo, todo lo que en
ella requiere un origen procede de Dios. Pero el acto bueno y el malo, el bien y
el mal, ni en el plano moral ni en el ontológico son dos posibilidades
completamente iguales de la libertad. El -> mal, tanto en el origen de su
libertad como en su objetivación, es menos ser y menos libertad. En este
sentido puede y debe decirse que el mal, en su deficiencia como tal, no requiere
ninguna procedencia de Dios. Esta observación no resuelve el problema de la
relación entre Dios y el mal uso de la libertad, pero muestra la posibilidad de
reservar a la criatura sola algo que, ni puede derivarse de Dios (como la acción
buena), ni ha de devolverse a él con gratitud como g. suya.

4. Para entender realmente el problema «gracia y libertad», para dejarlo de


lado y aceptarlo, es preciso volver a la actitud del orante. Él recibe lo que es y
lo devuelve a Dios, tomando la aceptación como momento del don mismo. Por
adoptar esta posición del orante (con lo cual se acepta la «solución» del
problema) no se cae en ninguna petitio principii ni se emprende la fuga. Con
ello se acepta simplemente lo que es ineludible: la unidad de lo real y lo
originario, es decir, la criatura, que crea con libertad, y en el acto de crear es
creada como gracia.

Karl Rahner

D) TRATADO TEOLÓGICO SOBRE LA GRACIA

I. Esencia y división

1. El tratado sobre la g. es la parte de una antropología de la g. que se ocupa


del hombre redimido y justificado. Así pues, este tratado, debidamente
entendido, no debe hablar en abstracto de la g., sino del hombre agraciado.
Pues si la realidad del hombre no es mirada en todas sus dimensiones, la noción
de g. se queda en la abstracción formal de una «experiencia» de la esencia del
hombre, o de una ayuda moral para su vida ética, presentada también muy en
abstracto. Pero, de este modo, no se sirve suficientemente a la predicación, ni
se está a la altura de la teología bíblica, que suele hablar de la g. mucho más en
concreto. Esta parte de una antropología, de la antropología relativa al hombre
redimido y justificado, tiene naturalmente su lugar después de la -> cristología
y la -> eclesiología, pues en estos tratados se describen la causa, la condición
previa y la situación del hombre santificado. Si el «estado de redención» del
hombre (como «existencia» análogo a la situación de pecado original y anterior
a la -> justificación) ha de exponerse ya en la soteriología o sólo en el tratado
de gratia, es cuestión secundaria. Este tratado ha de ser sobre todo una
doctrina sobre la gracia que diviniza y perdona al hombre (con su ser y obrar)
en todas las dimensiones (u órdenes) de su vida. Incluye, pues, la doctrina
sobre las virtudes teologales como un componente necesario; y, en su conjunto,
constituye aquella base dogmática que es esencial para una originaria teología
moral dogmática (cf. la caracterización de una teología moral actual en el
Vaticano ii, Optatam totius, n .o 16).

Puesto que, en último término, la g. es la comunicación del Dios absoluto a la


criatura, y esta comunicación tiene también una historia, que alcanza su
culminante punto escatológico e irreversible en Jesucristo, al que de antemano
tiende siempre, y por quien es determinada y sostenida en su totalidad desde el
principio, síguese que, en la teología del hombre redimido y justificado
(santificado) por la g., entra también la doctrina del hombre también justificado
así que se halla antes de Cristo (aunque es justificado por él) o que «en parte
sólo aparentemente) se halla fuera del ámbito adonde ha llegado el mensaje
histórico del cristianismo sobre la salvación eterna (cf. estados del -> hombre,
voluntad salvífica de Dios [en -> salvación], historia de la -> salvación).

2. Los temas esenciales del tratado sobre la g. son los siguientes:

a) La comunicación trinitaria de Dios mismo al hombre en su estructura


esencial, la cual, como acto fundamental de Dios sobre lo no divino, abarca y a
la vez distingue la ->naturaleza (-->creación), como su propio presupuesto
creado por ella misma, y la gracia, el orden supralapsario (g. de Dios en el
estado original, que ya era también cristocéntrico) y el infralapsario (después
del pecado [->pecado original], que la g. sólo permitió con miras a su victoria
incondicional).

b) Partiendo de este concepto fundamental ha de explicarse la noción de g.


sobrenatural de la justificación (g. increada y, en dependencia de ella, g.
creada). Pero eso no ha de hacerse mediante una mera abstracción formal y
una reducción a la intimidad subjetiva de cada individuo (perdón de los
pecados, inhabitación de Dios, filiación, santidad). Más bien, ha de ponerse de
relieve el carácter cristológico de esta g. (como dinamismo para participar en
los misterios y en la muerte de Cristo) y su naturaleza infralapsaria (g.
constantemente amenazada, que ha de vencer siempre de nuevo y cada vez
más superando la -> concupiscencia). Hay que ver además esta g. de la
justificación como divinización y redención (liberación) de todas las dimensiones
de la existencia humana, es decir, hay que elaborar el carácter individual y el
colectivo (eclesiológico), el antropológico y el cósmico (g. como transfiguración
del mundo) de la g. Hay que pensar la g., de acuerdo con las dimensiones
transcendentales del hombre, como verdad, amor y belleza.

c) Con esto ha de enlazarse la doctrina sobre la actualización de la g.


sobrenatural en la relación dialogística entre Dios y el hombre, libre por ambas
partes (y, por tanto, nuevamente libre por parte de Dios: g. «eficaz»). Esta
sección debe comprender por su naturaleza: LO, la doctrina sobre la g. «actual»
en su esencia formal y en su relación con la g. de la justificación; 2.°, la vida
justificada en Cristo bajo sus aspectos formales (gratuidad de la g. incluso en el
desarrollo dinámico de la justificación; carácter oculto de la g. y experiencia de
la misma; libertad bajo la g., y liberación de la libertad por la g.; la g. como
liberación de la ley) y en sus dimensiones materiales (la doctrina sobre las --
virtudes teologales y motales, y sobre sus actos); 3 . 0, el comienzo (proceso de
la justificación), el crecimiento (-->mérito) y la vulnerabilidad permanente de la
vida divina (condición pecadora del justificado; pérdida de la g.); 4°, el lado
eclesiológico y la misión en el mundo de la vida de g. (-> carismas); 5.% la
perfección de la vida de g. (--> mística, conformación en la g, -> santidad, -->
martirio).

II. Historia de la teología de la gracia

1. Los padres apostólicos y los teólogos de los dos primeros siglos repiten la
doctrina de la Escritura, ora recalcando sobriamente, las exigencias morales,
ora aplicando inicialmente la terminología helenística de la «divinización». Se
inicia también (Pastor de Hermas, Tertuliano) una primera reflexión teológica
sobre la posibilidad de una pérdida y recuperación de la gracia bautismal.

2. La primera gran «controversia sobre la g.» tiene que desarrollarse en los


siglos ii y iii contra el -> gnosticismo, es decir, contra su teoría de la
divinización, que es particularista, ajena a la historia y «física», y así elimina la
libre aceptación de la libre g. divina por el hombre, introduciendo una historia
cosmológica de Dios mismo (Ireneo).

3. La alta patrística griega (desde Orígenes) desarrolla una doctrina de la g.


partiendo de su concepción trinitaria: puesto que el Espíritu es verdaderamente
Dios, el hombre queda realmente divinizado; y puesto que el hombre (sin pasar
a ser Dios) queda verdaderamente divinizado, el Espíritu tiene que ser
verdaderamente Dios. Como, por la encarnación del Logos divino, Dios se
insertó definitivamente en el mundo, la doctrina griega sobre la g. se
caracteriza por un optimismo salvífico. Los padres griegos tienen también que
defenderse contra una especie de «actualismo» en la doctrina de la g. que la
identifica con una entusiástica experiencia mística (mesalianismo), pero conocen
una mística del Logos, que introduce gradualmente al hombre en el misterio
incomprensible de Dios.

4. La doctrina occidental sobre la g., de un lado, se interesa menos por una


divinización intelectual y sus aspectos cósmicos, y tiene una orientación más
bien moral; y de otro lado, en la lucha contra el -> pelagianismo asume un
matiz histórico-salvífico e individual. La g. es la fuerza inmerecida para amar a
Dios, que, por libre predestinación, arranca a algunos hombres, pecadores
desde la caída original, de la massa damnata de la humanidad y de su egoísmo,
libera su libre albedrío esclavizado por el pecado y los hace así aptos para la fe
que obra por la caridad (Agustín). En sus escritos teóricos de polémica, Agustín
no conoce ya una universal voluntad salvífica infralapsaria por parte de Dios. En
cambio, él es el gran doctor de la Iglesia sobre el pecado original y la gratuidad
de la g. y de la predestinación para la gloria, así como sobre una psicología de
la gracia.

5. La baja patrística (manteniendo substancialmente la doctrina de la g. de


Agustín y del concilio de Orange: Dz 178-200a) y la primera edad media, en
lucha contra un predestinacionismo, superan la doctrina de una voluntad
salvífica de Dios meramente particular, la cual, con anterioridad a toda culpa,
excluiría positivamente a muchos de la salvación eterna (Dz 160a 300 316-
325). La alta escolástica, echando mano de una nueva terminología filosófica
(aristotélica: hábito, disposición, accidente), precisa la esencia de la g.
justificante, del proceso de la justificación y de las virtudes teologales, y elabora
lentamente el concepto de la estricta sobrenaturalidad de la g. salvífica, frente a
la gratuidad meramente relativa de la g. para el pecador.

6. Contra la teología de la reforma (-> protestantismo, B), del -> bayanismo y


del -> jansenismo, hubo que defender (sobre todo en el concilio de Trento) la
libertad del hombre bajo la g., la real renovación interna del hombre por la g.
«habitual», su estricta sobrenaturalidad (por primera vez después de Trento,
contra Bayo) y la universal voluntad salvífica de Dios (contra Calvino y
Jansenio). La «controversia de la g.» sobre las teorías concretas acerca de la
conciliación de la libertad del hombre con el poder de la g. eficaz en sí misma
(Molina, Báííez), quedó sin decidir en 1607 (Dz 1090 1097) y así prosigue hasta
hoy. Ha quedado igualmente abierta hasta hoy la cuestión, nuevamente tratada
bajo el influjo de la patrística griega desde Petavius (j 1652), de si a la g.
santificante va aneja una relación peculiar, no solamente «apropiada», con cada
una de las personas divinas. La actual teología se esfuerza por aplicar conceptos
personalistas a la doctrina de la g. (-> personalismo), por lograr la unidad de
naturaleza y g., sin oscurecer su distinción, y por una mejor inteligencia de la
doctrina bíblica de la g. y de la teología de la reforma.

Karl Rahner

GUERRA

I. El fenómeno de la guerra

La esencia de la g. puede definirse como un conflicto armado y sangriento entre


agrupaciones organizadas. Las armas pueden constituir una intimidación por su
mera existencia, aun antes de su utilización efectiva. Este efecto se ha hecho
predominante en el enfrentamiento militar entre los grandes Estados
contemporáneos, debido a que el empleo de las armas nucleares podría
acarrear una catástrofe irreparable para todos los beligerantes (estrategia de la
disuasión). Al lado de las armas que tienden a la destrucción de los cuerpos
vivos y de los bienes materiales existen técnicas psíquicas que afectan
directamente al espíritu humano. Según que los grupos enfrentados sean o
Estados o fracciones de la población de un solo Estado, la guerra es
internacional, o bien civil o revolucionaria.

La g. internacional es un conflicto armado entre Estados, querido al menos por


uno de los beligerantes y emprendido con un fin de interés nacional. Los últimos
inventos de la técnica no hacen desaparecer necesariamente los más antiguos.
El machete dista mucho de haber pasado de moda en la época de la bomba
atómica. La posibilidad de guerras nucleares no suprime la de guerras
tradicionales o clásicas. El riesgo de conflictos planetarios no impide que ciertas
guerras puedan ser y mantenerse limitadas. La g. contemporánea, cualesquiera
que sean sus variedades, reviste lógicamente carácter totalitario (g. total). El
país que la emprende debe contar con la movilización total de sus recursos: su
potencial económico, su potencial demográfico y su potencial psíquico. De aquí
resulta que la lucha adopta formas sumamente violentas y que con frecuencia
se violan las reglas más elementales de la moralidad. Las pérdidas de hombres
y las destrucciones materiales alcanzan cifras enormes: más de 55 millones de
muertos en el transcurso de la segunda guerra mundial. Serían todavía mucho
más elevadas si se utilizaran las armas más recientes de destrucción masiva. Un
duelo termonuclear podría originar 300 millones de muertes en pocas horas.
También las armas químicas y bacteriológicas producirían estragos
considerables.

La guerra civil y la guerra revolucionaria tienen como rasgo común el carácter


fratricida de la lucha y la importancia de los factores psíquicos. Las guerras
civiles, por su número, su crueldad y sus consecuencias, han sido uno de los
factores determinantes del desarrollo de la historia. Las más terribles fueron las
motivadas por antagonismos sociales o ideológicos.

La guerra revolucionaria, después de la etapa decisiva de la revolución francesa,


ha sido puesta al día por los grandes jefes comunistas. Para lograr su fin
revolucionario, los promotores recurren a métodos igualmente revolucionarios,
que son con preferencia las técnicas de la guerra subversiva. La organización de
un sistema de mandos, la propaganda, la agitación, el terror, la ocupación
militar, tienden al único fin de que los revolucionarios consigan
sistemáticamente el poder sobre el pueblo.

II. El problema de la guerra justa (ius ad bellum)

Frente a este fenómeno, en principio son posibles dos actitudes: o bien la


justificación de la g. como medio para los intereses políticos o bien el pacifismo
absoluto. La primera actitud es la de aquellos para quienes los medios se
justifican necesariamente por su fin. Todos aquellos para los que el fin santifica
los medios (derecho público europeo anterior a la liga de los pueblos, dictaduras
y totalitarismos de derecha o de izquierda) admiten, en teoría, o por lo menos
en la práctica, el aforismo de Clausewitz, según el cual la g. es sencillamente la
continuación de la política con otros medios. El pacifismo absoluto, por el
contrario, se opone formalmente a toda g., incluso en la hipótesis de la legítima
defensa, porque estima que nunca hay derecho a derramar la sangre de otro y
que sólo se puede resistir a la violencia con medios no violentos. Los pacifistas
cristianos se apoyan en el decálogo y en el Evangelio (->paz).

La doctrina católica tradicional no admite ninguna de estas dos actitudes.


Rechaza la tesis de la g. en cuanto medio de la política como una aberración
criminal, condenada a la vez por el derecho natural y por el Evangelio. Por razón
del carácter espiritual del ser humano y de la fraternidad humana universal, los
conflictos entre hombres, de cualquier naturaleza que sean, deben resolverse
por medios intrínsecamente racionales y pacíficos; y esto ha de aplicarse
también a la esfera internacional. Aunque según la doctrina eclesiástica la paz
es un deber primordial para todos, sin embargo no coincide con la actitud del
pacifismo radical que no tiene en cuenta la realidad humana, tal cual existe
concretamente, marcada por el pecado. Existen hombres de Estado sin
escrúpulos que arrastran a sus pueblos a empresas criminales. La experiencia
muestra que con frecuencia no se puede contener la explosión de la violencia y
de la injusticia sino oponiéndole la violencia. ¿No es evidente que la justicia y la
caridad para con el prójimo permiten y hasta obligan a oponerse al crimen en la
medida de las posibilidades? De esta forma la guerra, no obstante su
irracionalidad intrínseca y su horror, puede venir a ser legítima si no existe
ningún otro medio de impedir la injusticia. Cuatro condiciones (teoría de la
causa justa) se requieren rigurosamente: existencia de una injusticia llevada
adelante con obstinación (legítima defensa), fracaso de todos los medios
pacíficos, proporción entre la gravedad de la injusticia y las calamidades que
hayan de resultar de la guerra (regla del mal menor), probabilidad fundada de
éxito. La guerra no puede ser sino un medio adoptado en una situación
extrema. Sólo es lícito recurrir a ese medio cuando se ha llegado al último
límite, a fin de impedir una mayor desgracia para la humanidad, cuando se han
demostrado impotentes los medios esencialmente racionales y pacíficos, porque
sólo en estas condiciones puede la g. presentar aquella indispensable
racionalidad accidental que la legitima. La g. injusta es un crimen monstruoso.

Estos principios siguen teniendo vigencia para resolver los problemas


contemporáneos, a pesar del cambio esencial que se ha producido en el
fenómeno de la g. La violencia no deja de ser una terrible realidad del presente:
opresión de las conciencias, injusticias sociales, actitudes racistas, políticas
belicosas. Cuando esa violencia supera toda medida, ¿no se comprenderá la
rebelión de los oprimidos? Y un Estado ¿no tiene el derecho de defender su
existencia? Así la mayoría de los teólogos estiman que la g. podría ser legítima
todavía para resistir a una agresión contra los derechos personales
fundamentales de gran número de seres humanos o contra la existencia misma
de un Estado. Esta hipótesis supone con toda evidencia el respeto de la regla de
la proporcionalidad. Ni siquiera por una causa justa se puede admitir la
legitimidad de un conflicto nuclear generalizado, que causaría inevitablemente
centenares de millones de muertes, transformaría el hemisferio occidental en un
caos espantoso y comprometería gravemente el futuro genético de la
humanidad. A veces habría que explotar más la eficacia de la resistencia
espiritual, posibilidad largo tiempo olvidada, cuya asombrosa fecundidad está
demostrada por la experiencia de un Gandhi y por el comportamiento de tantos
cristianos en los Estados totalitarios. La mejor fuerza de disuasión es solidaridad
internacional de hombres autónomos en su pensamiento y acostumbrados a
conformar su actividad con los imperativos de su conciencia.

Lo desmesurado de la g. moderna debería ya inducir a nuestros


contemporáneos a buscar con todas sus fuerzas los medios de impedirla. Es
esencial el desarrollo del espíritu de solidaridad y de fraternidad universales.
¿Se puede concebir hoy día una g. entre Francia y Gran Bretaña, en otro tiempo
enemigas seculares? ¿O entre Francia y Alemania? Pero hay que contar también
con los Estados dirigidos por jefes criminales. Sin hablar de la solución de los
otros problemas gigantescos que se plantean ya a la humanidad entera, el
establecimiento de una organización supraestatal del mundo, dotada de medios
eficaces de acción y capaz de imponer sus decisiones incluso a los Estados más
poderosos, es indispensable para el mantenimiento de la paz. Cuando exista tal
institución, perderá la g. toda racionalidad, incluso accidental, pues cada uno
podrá lograr que se le haga justicia. Las medidas militares que la institución
tomara por su parte para restablecer el orden perturbado, no serían otra cosa
que una operación de policía a escala internacional.

III. El problema de un desarrollo justo de la guerra (ius in bello)

La g., salvaje por naturaleza, se había humanizado bajo la influencia del


cristianismo en los conflictos entre naciones europeas. La entrada en escena de
las armas de destrucción masiva, exacerbación de los nacionalismos y la
proliferación de las ideologías totalitarias le han restituido un carácter de
rigurosa brutalidad, cuyos efectos ie ven considerablemente multiplicados por el
progreso técnico. La lógica de la g. total es la violencia sin medida. Puesto que
se trata de vencer, se dice, hay que emplear los medios que conduzcan con la
mayor seguridad a la victoria: «la necesidad carece de ley».

El hombre que quiera comportarse como hombre y a fortiori el cristiano, no


pueden admitir esta ley de la violencia. Los valores absolutos en que se basa el
derecho natural deben respetarse en la g. como en la paz. Hay que asentar
firmemente los principios siguientes (valederos tanto para la g. civil o
revolucionaria como para la g. internacional): el respeto de la vida humana
(ninguna vida humana debe sacrificarse si no lo exige la legítima defensa); el
respeto de la persona (prohibición de todos los tratos inhumanos,
particularmente de la tortura); la inmunidad de la población civil, manteniendo
por lo menos en principio la distinción entre combatientes y no combatientes, y
limitando los ataques a los objetivos militares; la prohibición de los actos
abiertamente malos (asesinato, violación, tortura, traición, calumnia, etc.). La
legítima defensa autoriza únicamente a lo requerido para superar el caso de
necesidad, lo cual está circunscrito por los principios procedentes. Diversas
convenciones internacionales (convenciones de La Haya, de 18 de octubre de
1907; tratado de Washington, de 6 de febrero de 1922; protocolo de Ginebra,
de 17 de junio de 1925; convenciones de Ginebra de 12 de agosto de 1949,
etc.) han desarrollado y consagrado afortunadamente estas reglas esenciales.
La mayor parte de estas estipulaciones están sancionadas por el derecho
natural y son obligatorias incluso para los beligerantes que no las hayan
firmado.

Las armas nucleares plantean problemas especiales, tanto por su fuerza


destructora (aniquilaciones masivas por el efecto térmico, la presión y las
enfermedades que se derivan de los rayos) como por el carácter incontrolable
de sus efectos (lugar y tiempo de caída de los residuos flotantes en la
atmósfera). Teóricamente se podrían concebir casos (bombardeo de una
escuadra en plena mar o de rampas de lanzamiento de cohetes situadas
bastante lejos de las ciudades, etc.) en los que el empleo de tales armas
permitiría respetar suficientemente las reglas generales del derecho de guerra.
Pero la posibilidad de una g. atómica limitada entre pueblos que disponen de
todo un arsenal de armas nucleares es una ilusión peligrosa. Juan xxiii dijo a
este respecto: «Resulta humanamente imposible pensar que la guerra sea, en
nuestra era atómica, el medio adecuado para reparar una violación de
derechos» (Pacem in terris, número 127). La proscripción de las armas
nucleares mediante pactos es de apremiante necesidad.
IV. Condenación de la guerra

El Vaticano II ha abordado ampliamente el tema de la g. moderna en la


constitución pastoral Gaudium et spes sobre la Iglesia en el mundo actual. El
concilio no sólo exige la atenuación de las crueldades de la g. (n° 79) y la
condenación de la guerra total (n .o 80) y de la carrera de armamentos (n° 81),
sino también la proscripción absoluta de la g., y pide una acción a escala
mundial para impedirla (n° 82). Recomienda además la constitución de una
comunidad internacional para asegurar la paz, la cual debe eliminar también las
causas que conducen a la g. (n° 8390). Pablo vi ha subrayado esta exigencia
con sus esfuerzos en torno a la paz y sobre todo con sus orientaciones en la
encíclica Populorum progressio.

René Coste

GUERRAS DE RELIGIÓN
La sociedad por su esencia constituye un complejo movimiento de reflexión.
Por un lado, todo hecho, como realidad que tiene un sentido interpersonal,
queda integrado en un contexto de significación. Por otro lado, toda
inteligencia común de las significaciones sociales se traduce a una objetividad
material. En consecuencia una g. como acto nunca es solamente el conjunto
de acciones político-militares, sino que, con el mismo realismo, tiene también
la significación que le dan las sociedades beligerantes. En cuanto esta
significación refleja, como toda actividad de la reflexión, aspira a lograr su
plenitud en una realidad que tenga un sentido absolutamente satisfactorio y,
en este dinamismo, presenta necesaria y esencialmente una dimensión
religiosa (dando aquí a la palabra «religión» la acepción de sentido social
absoluto), una g., como todo suceso social, tiene también su importancia
religiosa y así, en última instancia, es siempre una g. de r. Sin embargo,
según las maneras fundamentales como se puede realizar la sociedad, entre
los distintos tipos posibles de conflictos guerreros, desde el punto de vista de
su importancia religiosa se pueden distinguir dos tipos diferentes en principio,
de los cuales sólo el segundo ha de considerarse específicamente como guerra
de religión.

1. Sociedades muy homogéneas, fuertemente integradas (en el sentido de


que todas las esferas de la vida social están reflejamente unificadas en un
conjunto coherente), cuando llegan a la g. entre ellas, junto con las bases
materiales y las instituciones políticas está siempre sometida a decisión su
propia interpretación cultural y religiosa de la vida social. En las antiguas
sociedades esta pluridimensionalidad de la g. quedaba reflejada con particular
claridad en el calificativo de g. santa, en la cual estaban implicados los dioses
respectivos, como supremas hipóstasis que representaban la concepción de la
sociedad acerca de sí misma. En ella, la autoafirmación militar y política era a
la vez una prueba del poder de la divinidad o las divinidades correspondientes.
Aquí la g. tenía incluso una especial función integrante, pues nunca como en
ella se exigían tan expresamente la unidad interna del organismo social y la
unión con su Dios, aspectos que se manifiestan precisamente en la acción
bélica («así la g. puede ser considerada como un hecho eminentemente
cultural» [G. v. Rad]; «El campamento de la g., cuna de la nación, fue
también el más antiguo santuario. Allí estaba Israel, y allí estaba Yahveh» [J.
We]lhausen]). Esta unidad inmediata de finalidades e intereses en todos los
grados de la autorrealización de la sociedad se continuó claramente en la edad
media, aunque con una creciente complicación, en las grandes guerras entre
el «occidente cristiano» y los imperios islámicos (-a cruzadas, ->
reconquista). En ambas partes la muerte en la g. era considerada como una
entrada inmediata en la forma ideal de una sociedad integrada: la «comunión
de los santos». Incluso en el pasado más reciente y en la actualidad se tiende
a una tal integridad, con efectos distintos, en Estados con fuerte matiz
ideológico, como los socialistas y los que encarnan una postura militante
anticomunista, especialmente los fascistas (cf. la proclamación de distintas
fases de la segunda guerra mundial como «cruzada» contra el fascismo, por
un lado, o contra el comunismo en defensa de la cristiandad occidental, por
otro lado).

2. Las guerras específicamente religiosas, que por lo menos gradualmente se


distinguen de las meramente «profanas» (y de las «g. santas», que pueden
darse al mismo tiempo), presuponen una diferenciación en la sociedad, en el
sentido de que los diversos niveles de la actuación social, sobre todo los
políticomilitares y los religiosos, han adquirido una amplia independencia
mutua. O, más exactamente, en el sentido de que sus respectivas
implicaciones sociales retroceden de tal modo comparación con los niveles
llegados a una autonomía dinámica, que los motivos políticos y religiosos ya
no se presentan como modalidades reflexivas de una - motivación, sino como
diversos móviles yuxtapuestos y en concurrencia. Las g. de r. en sentido
específico constituyen un momento totalmente determinado de crisis en ese
proceso de diferenciación. Por una parte, aquí se ha llegado ya, en la esfera
de la conciencia y en la institucional, a una separación entre el plano político-
militar y él religioso, y, con ello, a una delimitación de las distintas
motivaciones. Pero, por otra parte, la tendencia a la integración conjunta de la
sociedad se resiste a llevar a la práctica en una estructura social pluralista la
diferenciación que ya se ha producido. Y así las corrientes que empujan en
esa dirección son impugnadas (con medios políticos y militares) como
destrucción herética de una sociedad que aparentemente todavía conserva la
unidad religiosa (en este sentido las g. de r., a diferencia de las «g. santas»,
por su estructura en principio son guerras civiles, a saber, crisis o conflictos
dentro de una sociedad en un estadio determinado de su desarrollo).

El primer ejemplo, todavía no muy rico en consecuencias, y además


militarmente muy parcial, de una g. de r. en la historia europea podría ser el
de las -> persecuciones cristianas en el imperio romano. Pues, en ellas, un
poder estatal que desde mucho tiempo se había hecho autónomo
(precisamente cuando estuvo en manos de los mejores emperadores, que se
esforzaron no sólo por asegurar una posesión geográfica y económica, sino
también por lograr la mezcla interna de la sociedad regida por ellos) intentó
imponer al menos algunos momentos de su clásica concepción religiosa contra
el pluralismo de distintos cultos, para preservar así un resto de mediación
social absoluta, buscando en la uniformidad religiosa la base última de toda
cohesión. En la era de -, Constantino este conflicto se convirtió en una g. de r.
en el sentido expuesto, aunque luego no se llegó a una fundamental crisis
social, sino al «giro constantiniano». La reintegración total de la sociedad,
ahora en el horizonte y con la fuerza de la religiosidad cristiana.

Frente a esto, en las guerras religiosas de principios de la ---> edad moderna


se dio por primera vez la crisis que implica ese tipo de contiendas bélicas. De
ellas salió un progreso histórico-dialéctico que, con un radicalismo todavía
absolutamente imprevisible, determina nuestra actual situación social en lo
relativo a la teoría sobre la religión y en la práctica religiosa. El trasfondo
social de estos sucesos está en la singular situación del cristianismo durante la
--> edad media, que tenía en el papa una suprema institución primariamente
religiosa y en el emperador una suprema institución primariamente política.
Ambas instituciones querían de igual manera - aunque nunca en decidida
concurrencia - establecerse como medio absoluto que diera la última
integración social por encima de la creciente división de Europa en Estados y
naciones (división que, entre otras causas, fomentó ese antagonismo). Tal
situación fue desde el primer momento un factor muy poderoso para la
desintegración del orden medieval. Esa diferencia social llevó a una crisis
violenta, no tanto por la contienda inmediata entre papa y emperador (la cual
constituye una singular lucha histórica en la esfera teológico-política por la
función absoluta de mediación social, y así representa una g. peculiar con su
vertiente explícitamente religiosa), cuanto por el interés y los esfuerzos
religiosos y político-sociales de toda la cristiandad occidental por reprimir a los
grupos «heréticos», que se separaban explícitamente y amenazaban la frágil
integridad del orden social de la edad media.

Este intento todavía tuvo éxito en la guerra contra los albigenses (1181;
1209-29), que fue proclamada como una cruzada de la sociedad contra los ->
cátaros, pero tuvo, más bien, el carácter de una acción policíaca por parte de
las autoridades políticas y religiosas. También en la guerra contra los husitas,
declarada asimismo en 1420 con una bula de cruzada, la «cristiandad» actuó
todavía contra los herejes como un cuerpo social unitario bajo la guía común
del papa y del emperador. Pero ya aquí (tanto en lo militar como en lo
jurídico: «compactatos de Praga») se pudo imponer ampliamente dentro de la
Iglesia y del imperio un grupo separado política y nacionalmente y, al
principio, también en el aspecto religioso.

La reforma, finalmente, introdujo la ruptura definitiva de las anteriores


instancias mediadoras de la sociedad occidental. Esa ruptura ya no puede
curarse, ni por la expansión de los turcos entendida como un peligro común,
contra el cual se proclamó la «g. santa», ni por las largas y cruentas g. de r.
en la historia europea. Ciertamente el emperador todavía entendió la guerra
contra la liga de Smalkalda (1546-1547) como «una ejecución en el marco del
derecho imperial» (Iserloh) y, además, como una acción para restaurar el
orden social y político; en este sentido, el papa prestó su auxilio a Carlos v.
Pero en el momento culminante del triunfo del emperador fue precisamente el
papa quien, por motivos de poder, obstruyó la oportunidad de un
apaciguamiento religioso-político del imperio retirando sus tropas, y así
consolidó la posición de los estamentos protestantes en la dieta de Augsburgo
(1547) y para la «paz religiosa de Augsburgo» (1555). Se impuso
irrevocablemente la desintegración religiosa, y con ello total, de la sociedad
occidental en todos los planos de mediación: en Francia por las guerras de los
hugonotes (1526-1570, paz de St. Germain; en 1572 la noche de san
Bartolomé; en 1576 el edicto de pacificación de Beaulieu; formación de la liga
católica, en 1598 el edicto de Nantes); y en el Imperio por la guerra de treinta
años (1618-1648), que es la mayor lucha civil que ha habido a causa de la
autointerpretación religiosa de una sociedad. Al quedar indecisa, ella forzó el
reconocimiento definitivo de una sociedad «pluralista», dividida en la
mediación de un sentido absoluto. Esta ruptura se hizo evidente en la total
ineficacia de la apelación papal contra la paz de Westfalia: «El sistema
europeo de Estados se emancipó del papado» (Jedin) como absoluto factor
integrante de la sociedad.

Estas g. de r., como amplísima crisis en las posibilidades de mediación de la


sociedad europea (y en cuanto tales hallaron su continuación más
consecuente en la --> revolución francesa), son los primeros presupuestos
sociales para la filosofía social de la -a ilustración y del -* liberalismo, que
incluso teóricamente, tuvieron en cuenta el pluralismo como nuevo modo de
interacción social. Y también sirven de presupuestos para la problemática
constitutiva de la sociedad moderna, la cual, sobre la base del -> pluralismo y
de la desvinculación progresiva entre política y religión, tiene que integrarse
de nuevo en todos los niveles de reflexión como niveles de mediación social.
Este problema, más encubierto que resuelto en su radicalismo por la
prolongación de máximas abstractas, procedentes en tiempos del
cristianismo, p. ej., los «derechos del --> hombre» como un elemental
consentimiento social, y esquivado simplemente por la actual
autocomprensión ideológica tanto del mundo «libre» como del «socialista»
como del «tercer mundo», de todos modos ha sido abordado políticamente
por el nuevo modo de mediación (lábil en principio) de la democracia. Frente a
esto, en el campo religioso la enseñanza impartida por las g. de r. ha sido
entendida un tanto superficialmente como una exhortación a la -> tolerancia
fáctica, como una renuncia a la fuerza militar para imponer el propio modelo
de integración y de salvación. El problema apenas ha sido descubierto en toda
su hondura. Reconociendo positivamente el pluralismo social, la tarea
específicamente moderna consiste en esbozar teóricamente - con espíritu
crítico frente a sí mismo - y llevar a la práctica el posible sentido de lo
absoluto, la significación que en principio tiene aquel estadio de mediación en
el que se cumple evidentemente la dialéctica de la reflexión social, y con ello
el sentido categorial de aquello que todavía sea posible como religión (cf.
también -> Iglesia y mundo).

Konrad Hecker

HÁBITO

I. Concepto
Se introduce el concepto de h. para poder entender la acción humana en su
peculiaridad. El hombre, porque y en cuanto es espíritu que se realiza con -->
libertad, no sólo se encuentra a sí mismo como un hecho dado, sino en primer
término y sobre todo como tarea. Por medio de su acción y en ella debe hacerse
el que es y debe ser. Este «ser su propia tarea» no significa una total
indeterminación, de manera que el hombre debería situarse en cada caso ante
un comienzo absoluto. Más bien, la acción esipritual y libre del hombre siempre
tiene lugar a partir de una determinación subjetiva, que precede a cada acción y
penetra en todo acto dándole su configuración. Esta determinación subjetiva
recibe el nombre de h. en cuanto: a) no se puede deducir en su esencia de una
definición formal de la ->naturaleza y, por consiguiente, podría ser de otra
manera; b) en cada caso refiere la acción del hombre a éste como un todo, es
decir, en su bondad o maldad. Este h. sólo en sentido análogo puede ser un
estado corporal (salud, enfermedad, etc.). Pues, de suyo, únicamente
determinan la acción espiritual y libre en cuanto tal aquellos modos del ser
humano que refieren esta acción, realizada en el mundo, a lo absoluto de la -+
verdad y del -> amor. Estos modos de ser se caracterizan, pues, por su
tendencia a lo absoluto: son los modos de existencia. El h. es la determinación
de la -> existencia en cuanto ésta está orientada hacia la acción del hombre.
Con esto hemos acercado el concepto de h. al de -> existencial. En efecto,
también los existenciales se refieren a aquellas estructuras fundamentales de la
existencia (del tender a lo absoluto en medio del mundo) que no se desprenden
de una definición esencial, abstracta y formal, sino que determinan el ser
concreto del hombre. Y en cuanto la existencia es también un tender a la
acción, los existenciales son también hábitos. De todos modos, en cuanto los
hábitos no sólo se refieren, como los existenciales, a las estructuras
fundamentales de la existencia, sino también a sus diferenciaciones individuales
en cada una de las personalidades, abarcan más determinaciones de la
existencia que los existenciales.

Con esta determinación del h. nos hemos alejado un poco de la definición


clásica de Aristóteles (Met. v 20. 1022b 10ss): «Hábito (€lcs) es aquella
disposición en virtud de la cual algo se comporta bien o mal en relación consigo
mismo (con su propia naturaleza) o con otro (la meta de la acción de su
naturaleza).» Pues mientras que Aristóteles toma el h. más estáticamente, en
primer lugar como ulterior determinación de su sujeto, y sólo así lo pone en
relación con la acción en términos generales, nosotros lo concebimos más
dinámicamente y en un sentido más estricto, entendiéndolo ante todo como
fundamento de la posibilidad de una acción específicamente humana, es decir,
racional y libre, y con ello vinculada al mundo. Parece que sólo así se hace
comprensible lo específico de la acción, humana por la doctrina del hábito.

II. Ulterior determinación y diferenciación

La delimitación y diferenciación ulterior del concepto de h. ha de partir de las


determinaciones de la existencia, en tanto éstas penetran en la acción humana
y la configuran (-. acto moral).

1. Existencia es tender hacia lo absoluto. Ese tender está fundado en la propia


donación del absoluto mismo. Esta fundamentación de la existencia es el más
íntimo centro del ser del hombre, el cual, en cuanto interioridad que es
inasequible incluso para la reflexión, es el primer determinante de su acción.
Ahora bien, en tanto este centro del ser se considera como fundamento de la
acción en una manera meramente formal, todavía no es h., pues aún no está
determinado materialmente más allá de la constitución esencial. Llega a ser h.
cuando se lo considera en su determinación interna. Esta determinación del ser
substancial (que en cuanto fundamentado todavía no implica formalmente la
referencia al mundo) está constituida por el hecho y la manera de darse lo
absoluto (fundamentando). Si en el ámbito precristiano o extracristiano esa
donación permanece en un anonimato, que no es indeterminado pero sí
imposible de descifrar, para el cristiano se presenta explícitamente bajo el
nombre de Jesucristo en el que el Dios vivo se dirige a nosotros con amor y,
mediante su oferta de salvación, determina nuestro ser poniendo su meta en
Cristo y transformándolo en él, es decir, lo lleva a la posibilidad más profunda -
aunque indisponible - de su mismidad. Esta determinación, en cuanto
orientación de la existencia hacia Cristo como su fin (pues tal determinación
pertenece a la existencia y, sin embargo, sólo puede entenderse desde Cristo)
es el existencial sobrenatural del hombre (K. Rahner). En cuanto orientación
que eleva al hombre, transformándolo en el núcleo de su ser, es la ->gracia
santificante. Ambos, el existencial sobrenatural y la gracia santificante, fueron
llamados por la tradición escolástica b. infusos en cuanto los injerta Dios y no
están a disposición del hombre, y h. entitativos, en cuanto determinan el núcleo
del ser humano. Con todo, usualmente, sólo la gracia santificante fue llamada h.
infuso entitativo.

2. La tendencia hacia lo absoluto se produce en el mundo, es decir, la


interioridad substancial del hombre se refiere siempre al ->mundo.
Fundamentalmente esta referencia se lleva a cabo por las facultades operativas
del espíritu. Pero como éstas, por sí mismas, no determinan ulteriormente esa
referencia, ellas mismas deben ser determinadas más específicamente para que
la acción concreta del hombre no tenga que situarse en un comienzo absoluto
(cf. i). En contraposición al h. entitativo, que no implicaba formalmente la
referencia al mundo, esta determinación, ya que concreta por sí misma dicha
referencia, dice una relación inmediata a la acción del hombre en el mundo. Por
eso la tradición escolástica da el nombre de h. operativo a esta determinación
de las facultades operativas.

Podemos distinguir dos clases de hábitos operativos.

a) La relación de lo absoluto con el mundo en general, actualizada por las


facultades operativas, se percibe reflejamente en la realización de la existencia,
es decir, en la acción racional y libre (aunque no necesariamente como tema
explícito). Ahora bien, esta relación es la estructuración fundadora del ente
mundano por parte de lo absoluto, la cual inicialmente y de manera general se
formula a base de los principios del ser. Por consiguiente, en cuanto esta
relación se capta en toda acción racional del hombre, las facultades operativas
son determinadas materialmente en su primera realización mediante la
intelección de los principios (que no puede deducirse sin más, sino que
presupone la facticidad del mundo en general). De ahí que este intellectus
principiorum sea para la escolástica el primer h. del espíritu humano.

b) Esta primera intelección ya realizada pone la acción humana en una


determinada relación (general) con el mundo, pero todavía no en relación con la
-> historia, que en cuanto acción de la libertad no es precisamente algo ya
realizado. Aquí no se trata solamente de la historia del individuo; pues ésta va
madurando en medio de un intercambio con la historia general, que ofrece al
individuo toda una experiencia del pensar y de la vida, y así anticipa datos que
determinan la respectiva acción concreta. Cada una de las acciones debe
articularse en la propia historia y con ello en la historia general, para que pueda
ser una actitud responsable respecto de la acción propia y de la ajena. Por eso
es condición de la posibilidad de una acción responsable el que las facultades
operativas «conserven» en sí esta historia como determinación. Y tal
determinación como sedimento de la propia historia y de la universal (en tanto
el individuo se ha relacionado con ella) hace que las acciones del individuo sean
las peculiaridades características de esta personalidad y que ellas sean o buenas
o malas. Tales determinaciones de las facultades operativas son luego, ya las
virtudes más bien teóricas de la ciencia de la sabiduría y de lo prudencial (o la
falta de las mismas), ya las virtudes más bien prácticas, las virtudes morales (o
los vicios), que orientan las acciones aisladas del hombre hacia aquella acción
única de la libertad en la que se recapitula la vida del hombre como un sí o un
no al «absoluto», es decir, propiamente, al Dios vivo en Jesucristo.

III. Importancia

La importancia del h. no sólo estriba en el ejercicio útil para la vida, de


determinados modos de conducta. El h. tampoco puede considerarse como una
disminución de la libertad. La determinación que el h. aporta significa una oferta
y una tarea para nuestra libertad. Sólo con él y frente a él puede realizarse la
libertad humana. Por eso la importancia del h. estriba en que por él el hombre
se inserta en la historia (incluso en la suya propia), que siempre es historia de
la -* salvación; y en que, por esa inserción, se halla frente al todo de la
realidad, y así puede realizar más profundamente la acción de su libertad.

Oswald Schwemmer

HAGIOGRAFÍA

1. Definición y ordenación teológica

De manera completamente general hay que entender por h. la exposición de la


vida de los santos. En un sentido científico estricto este concepto abarca la
discusión crítica de la tradición hagiográfica, del culto y de la historia de los
santos (culto a los ->+ santos, historia de los -> santos).

En la acción de los santos se expresa la Iglesia misma. «La h. pertenece al gran


ámbito de la autoexposición literaria de la Iglesia» (B. KöTTING, LThK 2 iv 1316).
En ella Cristo se hace visible como aquel que sigue viviendo y creciendo de
diversos modos. Por tanto la h. es historiografía eclesiástica. Pero no tiende
solamente a relatar hechos, sino que sirve para alabanza de la gloria de Dios en
sus santos y para acicate de la Iglesia peregrina, a fin de que ella confíe
constantemente durante su vida en la eficacia del Señor presente, y de que
edifique y deje espacio a Cristo para su propio crecimiento, sabiendo que sus
leyes no pueden determinarse de antemano. Esta misma línea de ordenación
teológica sigue el Vaticano ii en la constitución Lumen Gentium (cap. 7 nº 50):
«Si contemplamos la vida de los fieles seguidores de Cristo, recibimos nuevo
impulso para buscar el reino futuro (cf. Heb 13, 14; 11, 10). A la vez se nos
muestra un camino completamente seguro para que nosotros, cada uno según
su estado y las circunstancias propias de su vida, a través de las vicisitudes
terrenas podamos llegar a la perfecta union con Cristo, es decir, a la santidad.
En la vida de aquellos que, siendo compañeros de destino de nuestra
humanidad, sin embargo han sido configurados más perfectamente a imagen de
Cristo (cf. 2 Cor 3, 18), Dios muestra de manera viva a los hombres su
presencia y su faz. En ellos, Dios mismo nos habla a nosotros, nos da una señal
de su reino, al que, rodeados de una nube tan grande de testigos y frente a tal
testimonio de la verdad del Evangelio, nos sentimos atraídos poderosamente.»

2. Fuentes de la hagiografía

Junto a las noticias literarias en forma de cartas a los relatos sobre martirios y a
otras exposiciones históricas de muy diversa índole, pertenecientes a distintas
épocas y con muy diverso grado de seguridad histórica, hay que mencionar
primeramente las inscripciones, y ante todo las de los tiempos más primitivos,
que en letras torpemente grabadas traen el nombre del testigo juntamente con
la designación: «mártir». Pronto se multiplicaron las inscripciones; es
importante que el historiador sepa separar aquí la parte legendaria,
fuertemente elaborada, del núcleo histórico. Ocupan un lugar especial, en lo que
se refiere a la época del cristianismo primitivo, los llamados epigrammata
Damasiana, o sea, las inscripciones que el papa Dámaso i (366-384) hizo
preparar para las tumbas de los mártires. Es cierto que los 59 epigramas
todavía conservados, con frecuencia tan sólo contienen detalles del tiempo de la
persecución, y que estas pocas indicaciones generalmente no proceden de
testigos oculares inmediatos. A pesar de esto no se puede negar su valor para
la historia de la veneración de los santos, y para la de los mártires del
cristianismo primitivo, como complemento de otras informaciones seguras.
Además hay que mencionar los relatos de milagros y la historia de las ->
reliquias, los documentos de fundaciones, los patrocinios y las tradiciones
locales. También los sermones tienen aquí cierta función, especialmente en los
siglos vi-vmmm los llamados laudatio, panegyrikon y enkomion. Según el fin
para el que se expone la vida de algún santo, bien sea el uso litúrgico o bien el
privado, se adoptan diversas formas de exposición; a veces un mismo
hagiógrafo elabora ambos géneros literarios.

3. Historia de la hagiografía y de sus formas

Para el comienzo de la h. fue decisivo el ideal de santidad de los mártires entre


mediados del siglo II y el iv. Al principio no interesaba toda la vida de los
mártires, sino solamente su muerte como testigo; y así estos primeros relatos
hagiográficos (relatos de mártires, no las leyendas) se reducen a dos formas.
Una de las formas es un relato (martyrium, passio), que describe los
acontecimientos en torno al martirio y expone las partes más importante del
proceso judicial. Con frecuencia, estos relatos se envían luego en forma de
cartas a otras comunidades para fortalecerlas en la fe. Son testimonios
famosos: el llamado martyrium Polycarpi, el «relato más antiguo que nos ha
llegado, auténtico en lo esencial y seguro acerca de la muerte de un mártir»
(ALTANER-STUIBER 51), compuesto en forma de un escrito de la Iglesia de
Esmirna a la de Filomelio en Frigia; y la carta de las comunidades de Vienne y
Lyón a las comunidades de Asia y Frigia acerca de la persecución en Lyón (177-
178). Finalmente se cuenta entre estos escritos la passio Perpetuae et Felicitatis
(202203), donde hay que resaltar las notas de propia mano sobre todo acerca
de visiones en la cárcel, que proceden de la joven y noble madre Víbia Perpetua
o Sáturo.

La otra forma está representada por las Acta, los protocolos de los procesos,
que, sin embargo, sólo al principio y al final, ofrecen breves referencias al
martirio. Por lo demás, se limitan a la reproducción del proceso judicial; pero,
en general, se trata «de una forma literaria y no de los protocolos oficiales del
juicio» (ALTANER-STUIBER 90). Son importantes las actas de Justino y de sus
compañeros (hacia el 165); las de los mártires de Scili (180), que representan a
la vez el más antiguo escrito fechado del cristianismo en lengua latina; y las
Acta proconsularia de Cipriano de Cartago, que informan de manera bastante
fidedigna sobre el destierro, el proceso y la muerte de este obispo. A esos
documentos, escritos por coetáneos y seguros en general, se añaden en el siglo
iv las leyendas de los mártires, entre las que se cuentan también los relatos
acerca de los mártires romanos Hipólito, Lorenzo y Sixto, Cecilia, Inés,
Sebastián, los «cuatro Coronados» y Juan y Pablo.

Cuando más tarde, junto al ideal de santidad de los mártires, empezó a


desempeñar cierto papel el ideal de los obispos y los ascetas, surgieron las
vidas de los santos, que, sin embargo, en gran parte tienen un carácter
legendario. De gran importancia fue aquí la Vita Antonii de Atanasio. Entre las
vidas de santos en occidente hemos de mencionar la de Paulino acerca de
Ambrosio de Milán, la de Posidio acerca de Agustín de Hipona,la de Fernando
acerca de Fulgencio de Ruspe y la de Sulpicio Severo (} hacia 420) acerca de su
amigo Martin de Tours. En esta última (hay que añadir tres cartas y los diálogos
en dos libros) se procura mostrar con mucho aparato legendario cómo Martin
superó en santidad y en poder taumatúrgico a los ascetas de Egipto. Esta vida
de Martin es además importante porque en ella el santo aparece como apóstol
de las Galias y primer padre de los monjes occidentales.

En comparación con el occidente, el oriente nos ha transmitido vidas de santos


con mayor valor histórico, entre las cuales son especialmente dignas de
mención la de Gregorio de Nisa acerca de Gregorio el Taumaturgo y la de
Paladio de Helenópolis acerca de Juan Crisóstomo. De Paladio procede asimismo
la Historia lausíaca, una historia del antiguo monacato; ésta ha sido completada
por la Historia monachorum in Aegypto y los Apophthegmata patrum, una
colección de dichos y ejemplos de monjes famosos (sobre otros testimonios cf.
ALTANER-STUIBER 233244). Tenemos una forma especial de vidas de santos en
las vidas de los ascetas (hombres y mujeres), de los fundadores de órdenes o
de religiosos famosos, así como grandes y famosos misioneros; aquí se abrieron
de par en par las puertas a la creación de leyendas (cf., respecto del oriente:
Simeón Metafrasto, segunda mitad del siglo x; y con relación a occidente:
Jacobo de Vorágine [1 1298], Legenda aurea). Precisamente estos relatos
legendarios tuvieron una considerable influencia sobre el arte y la literatura.
Posteriormente en oriente la h. recibió un fuerte impulso de los hesicastas y
palamitas, mientras que en oriente y occidente desempeñaban un papel
importante las grandes colecciones de milagros, así, por ejemplo, la de Cesáreo
de Heisterbach (J 1240; cf. B. KÖTTING, op. cit., 1319). En el campo de la h.
son además importantes los catálogos de mártires y los calendarios, entre los
que cuenta como el más antiguo catálogo de mártires el cronógrafo de 354, que
abarca la Depositio martyrum romana (con nombres, fecha, lugar de la
depositio o de la celebración de la estación litúrgica de los mártires, pero no de
los obispos; y no sólo de Roma, sino también de África, Albano Laziale y Portus,
el puerto de Roma) y la Depositio Episcoporum (con nombres y lugar de la
depositio o de celebración de la estación litúrgica de los obispos romanos desde
Lucio I [+ 254] hasta Julio i [+ 352]).

Hay que añadir el Martyrologium syriacum, y el llamado Martyrologium


Hieronymianum, surgido hacia mediados del siglo v en la Italia superior
mediante la fusión de los mencionados catálogos de Roma, de muchas ciudades
italianas, de Cartago y de Nicomedia. Estas listas quedaron enriquecidas con
indicaciones históricas, y de este modo se fueron desarrollando hasta dar origen
a los martirologios en occidente, y a los menologios o sinaxarios, con vidas de
santos largas o breves, en oriente (cf. sobre todo el Synaxarum ecclesiae
Constantinopolitanae).

4. La hagiografía moderna

Se caracteriza por una reelaboración crítica de todo el material, empezando con


J. Bolland (1595-1665), G. Henschen, D. Papebroch y los trabajos de los
maurinos (J. Mabillon, Th. Ruinart). Está estrechamente unida con el nombre de
los «bolandistas», que, como miembros de la compañía de Jesús, prosiguieron
la obra de J. Bolland (contra las dificultades a fines del s. xvii, promovidas por
los carmelitas, por la supresión de la Compañía de Jesús y por la confusión de la
revolución francesa), después de fundarse el instituto nuevamente en Bruselas
el año 1837. De especial importancia para la época más moderna son V. de
Buck, Ch. de Smedt y H. Delehaye, y con relación a la hagiografía oriental P.
Peeters.

Entre las publicaciones de los «bolandistas» se encuentran las ActaSS, que


contienen excelente comentarios al más antiguo martirologio y al martirologio
de la Iglesia, los AnBoll, que completan y preparan las ActaSS, y los Subsidia
hagiographica (con BHL, BHG y BHO). Además pertenecen a esta serie sobre
todo las obras de H. Delehaye mencionadas en la bibliografía. En la
investigación de la h. griega merece atención A.J.M. Ehrhard. Es también
meritoria la serie editada para círculos más amplios por W. Nigg y W.
Schamoni: Santos de la cristiandad no dividida, según los testigos de su vida (D
1962ss).

Ekkart Sauser

HECHOS DE LOS APÓSTOLES


I. Contenido

Los H. de los a. son como la segunda parte de una obra Ad Theophilum, cuya
primera parte es el Evangelio de Lucas. Los títulos actuales datan sin duda del
siglo II. El propósito del libro está indicado en 1, 8: referir el testimonio que
los apóstoles, después de haber recibido el Espíritu Santo, dan primeramente
en Jerusalén, luego en Judea y en Samaría y hasta los extremos de la tierra.
La obra se divide en dos grandes partes.

1. a) El ministerio de los apóstoles en Jerusalén (1-5). b) El movimiento


misionero se desencadena con el grupo helenista y sus jefes, Esteban (6-7) y
Felipe (8); sus miembros irán a fundar la Iglesia en Antioquía (11, 19ss).
Entre tanto Saulo es llamado al apostolado (9, 1-30). En ese tiempo Pedro
visita Samaría (8, 14ss), evangeliza la llanura costera (9, 32-43) y bautiza a
un centurión romano (10, 1-11, 18). c) El primer viaje misionero de Pablo en
compañía de Bernabé (13-14); su éxito con los paganos obliga a la Iglesia a
pronunciarse oficialmente sobre el estatuto de los gentiles dentro de ella (15,
1-35).

2. a) Las grandes misiones de Pablo, que funda la Iglesia de Macedonia,


Corinto y Éfeso (15, 36-19, 20); en el centro del relato está el discurso de
Atenas (17, 22-31). b) Fin de esta actividad: Pablo se despide de sus
fundaciones para dirigirse a Jerusalén (19, 21-21, 14); en el centro del relato
se halla el discurso de Mileto (20, 18-35). c) Arresto de Pablo y peripecias de
su proceso, jalonado por tres grandes apologías (22, 1-21; 24, 1021; 26, 2-
23), que termina con un accidentado viaje a Roma. El libro acaba con un
resumen de la predicación de Pablo en Roma (21, 15-28, 32).

II. Autor y tiempo de composición

El autor de los H. es el mismo que el del tercer Evangelio; la prueba es no


sólo la referencia explícita en Act 1, 1-2, sino la estrecha afinidad literaria y
espiritual que une a ambos libros. El primero recibió muy pronto el título de
Evangelio según Lucas; la tradición antigua acepta la atribución de la obra a
Lucas, médico de origen judío, que fue discípulo de Pablo (Col 4, 14; Flm 24;
2 Tim 4, 11). El «nosotros» de algunas secciones de Act (16, 10-17; 20, 5-
21.18; 27, 1-28.16) parece señalar discretamente su presencia junto al
Apóstol. Una tradición que se remonta a fines del siglo xx cree saber que el
libro Ad Theophilum fue compuesto en Grecia después de la muerte de Pedro
y de Pablo. Eusebio, juzgando incompleto el relato de los H. supone que Lucas
lo escribió antes del desenlace del proceso de Pablo; esa suposición es
discutible, ya que Lc no compone una vida de Pablo, sino una historia de la
primera expansión cristiana. De Lc 19, 43s; 21, 20.24 se deduce con
frecuencia que Lc escribió después del 70; pero este argumento es discutido.
En todo caso, no sería prudente retardar la fecha de composición hasta más
acá del año 80.

III. El texto

El texto de los H. nos ha llegado bajo dos formas notablemente diferentes: la


forma «neutral» (sobre todo de los masoretas alejandrinos), que representa
un texto bastante puro, pero corregido; y la forma «occidental», que a
menudo está glosada, pero conserva lecturas muy antiguas.
IV. Las fuentes

El empleo de fuentes se observa: en que los H. dan a ciertas piezas un


alcance que no coincide con su orientación primera; en la presencia de ciertas
inconexiones que revelan la yuxtaposición de informes independientes y dan
la sensación de un texto sobrecargado; en la inserción de discursos que
suponen una documentación especial. Pero Lc impone su estilo a los
materiales que utiliza, poniéndolos al servicio de su finalidad particular. Las
tentativas hechas para precisar el tenor y la extensión de las fuentes no han
llevado todavía a resultados firmes.

V. El fin

El fin de los H. no puede comprenderse si no se tiene en cuenta que la obra es


un complemento del Evangelio. Lc subraya que, según la Escritura, Cristo
debía llevar la salvación a las naciones paganas: «Estaba escrito que el Mesías
tenía que padecer, que al tercer día había de resucitar de entre los muertos, y
que en su nombre había de predicarse la conversión para el perdón de los
pecados a todas las naciones, comenzando por Jerusalén» (Lc 24, 46s; cf. Act
26, 22s). Isaías había anunciado que el mensaje de la salvación mesiánica
llegaría «hasta los extremos de la tierra» (Is 49, 6; Act 1, 8; 13, 47) y que
«toda carne vería la salvación de Dios» (Is 40, 5; Lc 3, 6; Act 28, 28). Era,
pues, importante mostrar cómo en la época apostólica se habían realizado las
profecías que anunciaban esta misión universal de Cristo. Tal parece ser la
intención principal de los H., la cual por lo demás no excluye preocupaciones
apostólicas secundarias.

VI. Valor histórico

Escritos por un autor cuya probidad en el trabajo conocemos por el Evangelio,


un autor que dispone de una documentación abundante y que vivió en el
medio que rodeaba a Pablo, los Hechos merecen nuestra confianza. Las
fuentes literarias, epigráficas y topográficas permiten con frecuencia verificar
su excelente información. Las epístolas confirman el cuadro que traza Lc de
las misiones paulinas, aunque mostrando que simplifica un tanto la
complejidad de los acontecimientos, que son relatados en forma esquemática
o aproximativa (compárense, p. ej., los tres relatos de la vocación de Pablo:
9, 1-19; 22, 3-21; 26, 9-20), con el fin de que resalte mejor su significado, y
con el de poner en claro el sentido general de la historia narrada.

VII. La teología

La teología de los H. es particularmente rica en el terreno de la cristología y


de la eclesiología. Compuestos para manifestar la universal misión salvadora
de Jesús, la enfocan a partir del misterio de la resurrección. Los apóstoles,
testigos de la realidad del hecho, lo interpretan a la luz de las profecías que se
referían al Servidor de Dios, Cristo, el Señor cuyo nombre es el único capaz de
procurar la salvación a todos los hombres. A este testimonio tributado a Cristo
deben responder la -i fe y la --) conversión; gracias al bautismo recibido para
la remisión de los pecados y gracias al don del Espíritu Santo, el hombre se
halla ya dentro de la «vía» de la salvación. En ella los creyentes, bajo la
dirección de los apóstoles, están estrechamente unidos por los vínculos de la
caridad, de la oración, de la «fracción del pan» y de la práctica gozosa de la
vida cristiana en medio de las pruebas. Sus comunidades, animadas por el
Espíritu, constituyen la Iglesia de Dios, en la que se continúa y consuma la
historia de la -> salvación preparada e iniciada por la elección de Israel.

Jacques Dupon

HELENISMO Y CRISTIANISMO

Como una alternativa frente al movimiento judaizante, el encuentro del c. con


el h. creó en la Iglesia primitiva una síntesis, que fue siempre decisiva para su
presentación histórica (pese a su germanización parcial). Denominar este
proceso como «helenización» no responde sólo a la existencia probada de
unas conexiones reales, se basa también en el juicio crítico sobre la
constitución histórica de la Iglesia. Por tanto, la explicación de esas relaciones
debe tener en cuenta la validez histórico-teológica del concepto, con lo cual
llegaremos naturalmente a una comprensión diferenciada del helenismo.

1. Concepto.

Con el concepto «helenismo» J.G. Droysen abarcaba la era que se extiende


desde la conquista del imperio persa por Alejandro Magno (331 a.C.) hasta el
apogeo del imperio romano (31 a.C.). Esta división cronológica ofrece ciertas
dificultades; considerando sobre todo el desarrollo del c., parece justificada la
incorporación del período imperial romano. De todos modos en ese tiempo
tuvo origen la profunda simbiosis, que caracterizó la faz de la Iglesia cristiana
primitiva y que desde la reforma se ha interpretado como helenización. Desde
el punto de vista del contenido, h. significa la fusión del espíritu griego (que
según la interpretación antigua comprendía sin duda la lengua y cultura
griegas) con la vida oriental, en todo lo cual los cambios políticos favorecieron
el intercambio cultural (filosofía) y religioso (sincretismo). A pesar de todas
las diferencias particulares, toda la zona en torno al Mediterráneo quedó
envuelta en la marea unificante de este movimiento (internacionalidad), en
cuya atmósfera tuvo lugar la predicación del mensaje cristiano.

2. Historia del problema

Aun cuando sólo desde la reforma se discute críticamente la síntesis de h. y


c., la problemática como tal era ya conocida en la Iglesia primitiva. Tertuliano
la percibió agudamente con su objeción polémica: «¿Qué tiene que ver Atenas
con Jerusalén? ¿Qué tiene que ver la Academia con la Iglesia? » (Praescr.
haeret. 7, 9). La pregunta apunta explícitamente al peligro que supone un
cristianismo estoico, platónico o dialéctico, que intelectualiza la fe. De hecho
los defensores de la orientación que se inclinaba hacia un encuentro del
cristianismo con la paideia griega tuvieron que andar justificándose
continuamente. Clemente de Alejandría, que sin el menor escrúpulo acogió el
acervo espiritual helenista, defendía su empresa refiriéndose a la función
propedéutica del helenismo de cara a la «filosofía cristiana» (Strom, vi 67, 1).
A pesar de esto, durante los siglos de convivencia y desarrollo común de h. y
c. persistió la reserva frente a esa orientación. También la edad media
mantuvo a toda costa el ideal de la ecclesia primitiva, pero no precisamente
frente a la helenización, que por primera vez criticó la reforma (siguiendo el
espíritu del ->renacimiento) como señal de decadencia. Mientras Lutero
polemizaba sobre todo contra el aristotelismo de la escolástica, Erasmo y
Melanchton veían una causa de la postración en la apertura de la fe sencilla
(clasicismo cristiano) a los sistemas filosóficos. I. Casaubon (t 1614) comparó
los sacramentos cristianos con los misterios helenistas, y así sacó a la palestra
la problemática histórico-religiosa de la helenización. Como iniciador, entre
otros, de la historia de los dogmas, D. Petavio (t 1652) reconoció la influencia
de la filosofía en el desarrollo doctrinal de la Iglesia; sobre todo hizo remontar
las falsas interpretaciones (p. ej., el subordinacionismo) a una infiltración de
esta clase y provocó con ello la disputa acerca del platonismo de los padres de
la Iglesia. El reformado francés Souverain (t antes de 1700), crítico de la
historia de los dogmas, consideraba, p. ej., la fe eclesiástica en la Trinidad y
la personificación del Logos como obra de los padres de la Iglesia, que
seguían las doctrinas de Platón. La tesis de la helenización terminó de
formularla radicalmente E. Gibbon, que desde el punto de vista de la historia
de las religiones inculpaba al cristianismo la decadencia de la antigüedad en
general. G. Arnold (t 1714) demostraba en su Unparteyschen Kirchen- und
Ketzerhistorie que la decadencia fue una helenización, con lo cual -
manteniéndose él mismo dentro de los presupuestos helenistas - llegó a una
valoración de la heterodoxia (Pelagio) que contradice a los criterios bíblicos.

Entre los intentos que ahora se hacen por reducir el c. a una religión natural o
a un -> humanismo racional (J.J. Rousseau), se produce asimismo un
alejamiento de los dogmas de la Iglesia partiendo de una visión
antropocéntrica. Por otra parte, bajo el influjo de la idea de progreso, el
problema de la helenización pasa a un segundo término; esto hace posible
sobre todo la trasposición de lo esencialmente cristiano a la autoconciencia
religiosa (F.D.E. Schleiermacher), reconociendo como provisional la forma de
expresión de cada época. La irrupción del pensamiento historicista conduce
finalmente en el campo protestante a una interpretación de la decadencia en
el sentido de la historia de los dogmas. A. v. Harnack describe el dogma como
«la obra del espíritu griego en el terreno del evangelio (HL u ACK, DG i, 20),
excluyendo además los elementos judeocristianos; une el proceso creciente
de mundanización con el desarrollo del dogma eclesiástico. Su interpretación
del desarrollo histórico como decadencia salva en todo caso el cristianismo
bíblico (sola Scriptura), aunque al precio de la objetividad histórica. Por otra
parte, los representantes católicos de la historia de los dogmas apenas logran
establecer una relación con la historia, preocupados como están por
demostrar la identidad entre las aserciones bíblicas y las fórmulas dogmáticas.
La problemática planteada por el h. y el c. repercute así hasta el momento
presente de la discusión teológica.

3. Rasgos históricos fundamentales

H. y c. nunca se enfrentaron como entidades aisladas; la predicación del


Evangelio tuvo lugar ya en un ambiente que, a pesar de cierta resistencia
(2Mac 4,13), se caracterizaba por el equilibrio entre el espíritu griego y el
mundo oriental (Filón). La formación de la palabra `EX vtaTi q (Act 6, 1; 9,
29) subraya la influencia del elemento no judío en la comunidad primitiva.
Partiendo de Antioquía, la metrópoli helenista, la misión de los gentiles
introdujo posteriormente el proceso de fusión que tantas consecuencias habría
de tener, y cuya posibilidad fundamental nos la presenta gráficamente el
discurso en el areópago (Act 17, 19-34). Durante este proceso el griego
común (koiné) posclásico se mostró como un eficaz medio de comunicación. A
pesar de la divergencia de contenido, la articulación del mensaje bíblico en
este idioma creó un puente de enlace con el h. Con el vocabulario (p. ej.,
logos, kyrios, soter, epifaneia) se deslizó también naturalmente el mundo
ideológico que implicaba, quedando el c. expuesto a la interpretación
helenista. En el aspecto formal el paso al helenismo se manifestó en un
empleo creciente de las formas literarias contemporáneas (pradseis, diálogo,
etc.) por parte de los escritores eclesiásticos. Ya el NT (Mt 6, 26s; 11, 16s)
contiene elementos de la llamada diatriba, cuyos temas de filosofía popular
(en parte, de forma trivial) influyeron asimismo en la parénesis cristiana. La
forma literaria debía contribuir al prestigio del mensaje bíblico y desvirtuar a
la vez el reproche de su inferioridad. De hecho los padres de la Iglesia están
fuertemente influidos por la tradición cultural de la antigüedad; dominan las
reglas de la retórica, que en el proceso de formación ocupaba un lugar
preeminente, y citan autores paganos (frecuentemente en forma anónima).
Respecto a la interpretación de la Biblia tampoco se puede ignorar que el
método patrístico (alegoría) se aproxima a los principios grecohelenistas,
aunque también hay que tener en cuenta la tendencia a justificar la Escritura
como «palabra de Dios» (sentido neumático). La recepción de formas griegas
de pensamiento llevó la asimilación más allá del terreno literario; y sólo esta
iniciativa hizo posible la ósmosis característica entre helenismo y cristianismo.

a) La diferencia entre el pensamiento hebreo y el griego impulsó ya dentro del


NT a una solución. Ejemplo típico de esta dinámica es Heb 1, iss, donde las
afirmaciones histórico-salvíficas quedan complementadas (a modo de
interpretación) con conceptos griegos. Como consecuencia de la misión de los
gentiles esta transformación del pensamiento se mostró como una necesidad
inevitable, pues la predicación se encontró frente a un mundo lleno de una
rica tradición espiritual. De cara a ésta la Iglesia se vio obligada a argumentar
por la vía racional (cf. la polémica del médico Galeno [De usu part. 11, 15]
contra la pura fe); pero de la misma conciencia cristiana surgió también el
deseo de elevar la fe a la categoría de gnosis en analogía con los principios
generales de la ciencia (Clemente de Alejandría, Orígenes). Con ello se
echaban las bases para el desarrollo de una théologie savante.
Consecuentemente la asimilación de formas griegas de pensamiento condujo
a una transformación de lo dinámico en estático, de lo activo en lo
substancial, de lo voluntarista en lo intelectualista, de lo histórico en lo
cósmico. En el -> gnosticismo se agudizó el peligro de una helenización del
mensaje salvífico del Nuevo Testamento a causa de semejante trasposición.
La polémica con el medio ambiente pagano enfrentó al cristianismo sobre todo
con la filosofía, cuyas corrientes en la era helenista presentaban diferencias
extremas (neopitagorismo, -> estoicismo medio, -> platonismo medio, -
>neoplatonismo) y se caracterizaban por el intercambio de ideas. Frente a
este desacuerdo el cristianismo trataba de afirmarse como la «verdadera
filosofía», con lo que no tuvo dificultad en reconocer los elementos de verdad
de los diferentes sistemas (excluido el epicureísmo). Con sorprendente
unanimidad hablan los -* apologetas de la armonía existente entre el
cristianismo y el -> platonismo con relación p. ej., al concepto de Dios (JusT.,
Dial. 2s). Clemente de Alejandría (Strom. v 14) y Eusebio (Praep. ev. xi 17
20) consideran que Platón y Plotino anticipan incluso la doctrina de las
hipóstasis divinas. Asimismo Agustín explica cómo ha leído la doctrina del
prólogo de Juan en algunos escritos de los platónicos en lo que se refiere al
sentido, pero no ha leído nada acerca de la encarnación (Con f . vnn 9, 13);
según Posidio (PL 32, 58) su última palabra fue una cita de Plotino. Aun
subrayando este acuerdo, los padres son conscientes de las diferencias que
existen en temas esenciales; Atenágoras, p. ej., atribuye la ausencia del
conocimiento divino en los filósofos fundamentalmente al hecho de que éstos
no se dejaron instruir por Dios acerca de Dios, sino que cada uno buscó su
conocimiento por sí mismo (Supplicatio 7); con relación a la imagen de Dios
señala la contraposición con no menor claridad: el pagano dice: T6 Oetov; el
cristiano dice: 6 9e65 (Suppl. 7). Incluso Justino, que califica de cristianos a
los hombres que antes de Cristo vivieron LCTá )6you (Apol. 146, 3; 11 10, 2),
rechaza la doctrina platónica de las almas (Dial. 5s). Según recientes
investigaciones, el estoicismo ejerce una influencia notable sobre el
cristianismo hasta el siglo iii. Para el desarrollo especulativo del testimonio
bíblico de Cristo, la asunción de la doctrina del Logos, con cuya ayuda el
estoicismo y el platonismo medio hicieron posible una visión integral de la
realidad (logos = principio racional del cosmos), tuvo un alcance
revolucionario y transcendental. En conexión con el prólogo de Juan, la
cristología del Logos no sólo podía explicar la unión de Cristo con el Padre,
sino también la distinción; y juntamente podía exponer la fe en su divinidad al
mundo de su tiempo con unas ideas que le eran familiares. Sin duda la
adopción de formas filosóficas de pensamiento trajo ciertos peligros para el
mensaje bíblico de salvación, sobre todo cuando se encuadraba por la fuerza
en esquemas extraños (p. ej., la preexistencia de las almas en el -*
origenismo). No sin razón se burla Tertuliano: «Haereticorum patriarchas
philosophi» (Hermog. 8). Pero en la medida que las categorías filosóficas
permanecían sometidas a la palabra de la Escritura, experimentaron una
cierta corrección y cambios; tal ocurrió con el concepto de 6µoo6a os. Frente
a la invocación conservadora de una forma bíblica de expresarse (las más de
las veces por parte de los herejes), el acuerdo con la filosofía - sin que ésta se
convirtiese en fuente de verdad - fomentó la reflexión sobre la revelación y la
penetración racional de la misma.

Sin duda, en la teología de los padres de la Iglesia influyeron diversos


sistemas. Así, p. ej., en Agustín son características las influencias estoicas y
neoplatónicas (plotinianas), que determinan su imagen de Dios
(ejemplarismo, inmutabilidad), su doctrina de la creación (rationes seminales)
y su antropología (dualismo). Aun cuando las afirmaciones se orientaban de
acuerdo con los criterios de la sagrada Escritura, esta teología aparece desde
luego empapada de neoplatonismo, que evidentemente ostentaba un carácter
religioso. La evolución de Agustín demuestra con evidencia la afinidad de este
sistema filosófico con el cristianismo (--> agustinismo). Las necesidades de la
vida eclesiástica (catequesis) y sobre todo la impugnación de la herejía
obligaron a la Iglesia universal a formular su conciencia creyente; a este
respecto, junto a la acentuación del contenido, sorprende el creciente empleo
de categorías no bíblicas. Clemente de Alejandría explica esta conexión en el
sentido de que la verdad está mezclada con los principios (S6yµata) de los
filósofos o, más bien, está allí. envuelta y escondida como el fruto de la nuez
en la cáscara (Strom. 118, 1). La transposición, indudablemente necesaria, de
la revelación a conceptos filosóficos implica simultáneamente el paso a un
sistema doctrinal e intelectualista. Si el símbolo niceno-constantinopolitano
todavía trata de unir sus afirmaciones con los datos de la historia de la
salvación, el símbolo llamado Quicumque, en el que se refleja la doctrina de
Calcedonia, ya sólo usa fórmulas esencialistas e intelectualistas. Por lo demás,
el que los símbolos de la fe acaben siendo impuestos por la autoridad estatal,
no es más que una consecuencia de la mentalidad antigua.

b) De gran alcance fue también para el cristianismo el encuentro con la ética


helenista-romana. Mientras que en la predicación escatológica de Jesús el
hombre queda radicalmente remitido a Dios y la obediencia a él va unida con
el amor al prójimo (-> ética bíblica II), la formación de las distintas
comunidades dio origen a una creciente objetivación de las normas morales,
cuya cumplimiento aparece con frecuencia como criterio de lo cristiano. Este
proceso (prescindiendo de las influencias judías del AT) corresponde al medio
ambiente condicionado por el pensamiento griego, que acostumbraba incluso
a clasificar las virtudes y los vicios. Ya dentro del NT se observan tendencias
de este tipo, p. ej., en las prescripciones domésticas; además, se da entrada
a categorías helenistas como auvetSr;aes, o al esquema antropológico a&pl-
rcveúµa, si bien con una nueva interpretación. La conocida doctrina de las dos
vías se remonta a una concepción pitagórica; la encontramos en la comunidad
de -> Qumrán (1QS iv) y en la Did (1-6). Bajo el aspecto de una «nueva ley»
es posible completar el mensaje moral del Evangelio con elementos de la ética
helenista, principalmente a base de la concepción estoica del derecho natural.
Los apologistas presentaban intencionadamente la vida de Cristo como
realización de las normas morales reconocidas por todos los hombres.
Teóricamente trataban de expresarse con el vocabulario de la filosofía moral
contemporánea, para lograr ser entendidos por el mundo de las personas
cultas. Se consideraba como propia la exigencia estoica de la ataraxia
(ATENÁGORAS, Resur. 21; JUSTINO, Apol. II 1, 2); en la doctrina de los fines
del matrimonio se seguía la filosofía popular en el sentido de la recta ratio
vivendi (cf. JusTINO, Apol. 129, 1; CLEMENTE DE ALEJANDRÍA, Strom. II 137;
Paed. II 83-97) y se adoptaba el esquema platónico de las virtudes. De
importancia decisiva fue la adopción del principio estoico de la ley natural,
cuyo seguimiento garantiza una moralidad natural. Con ayuda de la tesis del
logos germinal (JUSTINO, Apol. II 8, 1), que quedó asimilado a la idea bíblica
de la imagen de Dios, los apologistas orientaron la conducta de todos los
hombres hacia la conformidad con la naturaleza (conocimiento moral) y
demostraron así la afinidad entre la vida de fe y la vida racional. Orígenes
defendió la tesis estoica de los conceptos éticos universales, y con ello podía
establecer de antemano un amplio acuerdo sobre los criterios morales. Para
los cristianos no suponía dificultad alguna armonizar la ley de la creación con
la revelada y hacerla remontar al Dios único (cf. CLEMENTE DE ALEJANDRÍA,
Strom. 1 182). Tertuliano tradujo esta convicción con la clásica fórmula de
anima naturaliter christiana (Apol. 17). Y con esto se niveló la oposición
existente entre la moralidad bíblica (teónoma) y la moralidad inmanente
(EUSEBIO, Praep. ev. II 6, 11: c6act xal aúvroS&S&x-rota Lvvotacs µáaaov ak
eco8LS&xrocs ). Como consecuencia de la creciente sistematización, las
estructuras y conceptos de la ética filosófica adquirieron cada vez mayor
influencia. Con su obra De officiis ministrorum, Ambrosio buscaba
intencionadamente la conexión con el libro casi homónimo de Cicerón,
demostrando así la fusión entre la actitud estoica ante la vida y la ética
cristiana, aunque dejase a salvo la peculiaridad bíblica. Finalmente el motivo
platónico de la 6µotwaiS r¡» 6ew actuó de una manera estimulante sobre la
configuración concreta de la vida cristiana (Theait. 176b ls). La llamada de
Cristo a su seguimiento (Mt 10, 58) se transformó, según el modelo de la
asimilación filosófica a Dios, en un proceso ascensional que el monje realiza
ejemplarmente con su (ito; ascético. Así, el pensamiento helenista se
manifestó también como un impulso para la piedad cristiana (con el peligro,
en parte, de un dualismo).

c) Junto a su estructura filosófico-ética, el concepto de helenismo presenta


sobre todo un contenido religioso. El proceso general de fusión condujo en el
terreno del culto a los dioses y de la práctica cultual a un sincretismo, en
medio del cual debía afirmarse el cristianismo. A pesar de su originalidad,
también la revelación bíblica vino a desembocar en el torrente de las
religiones helenistas; los cristianos expresaban su fe en formas análogas.
Clemente de Alejandría atestigua claramente esta práctica: «Ven, quiero
mostrarte el Logos y los misterios del Logos, y quiero explicártelos en
imágenes que te son familiares» (Protrept. XII 119, 1). Con ello se plantea la
difícil problemática que discute intensamente la investigación de la historia de
las religiones; a saber, la cuestión de la medida en que el cristianismo
depende de las formas religiosas del medio ambiente. Sin conceder excesiva
importancia a la historia de las religiones y sin desvirtuar la «novedad del
cristianismo», no se puede ignorar el hecho de los paralelismos respecto de
las formas religiosas helenistas (misterios). De acuerdo con el lema de
Clemente, esto no supone conexión alguna en sentido genético (dependencia
causal), sino únicamente una adopción. Lo cual se desprende ya del cambio
de títulos cristológicos en el mundo helenista (cf. las representaciones
plásticas de Cristo como Orfeo, Helios); la aparición de la piedad cultual
apunta en esta misma dirección. Los apologistas polemizan acérrimamente
contra los misterios como «imitaciones diabólicas» del bautismo cristiano y del
banquete sagrado; y, por otra parte, introducen la terminología de los
misterios en el lenguaje cristiano. Justino compara los ritos salvíficos de la
Iglesia con los misterios paganos (Apol. i 66), y subraya claramente la
oposición entre ambas esferas. Si los padres responden a los paganos que en
la Iglesia se encuentran los verdaderos misterios (CLEMENTE DE ALEJANDRÍA,
Protrept. XII 19), tal argumentación presupone desde luego la convicción de
que existe una relación entre los sacramentos y las celebraciones cultuales
extracrístianas. Aun teniendo en cuenta el motivo de la sublimación, no hay
duda de que se abre así la puerta a una interpretación del culto determinada
por categorías no bíblicas (cf. FiRMicus MATERNUS, Err. prof. 22ss). Con la
destrucción de los cultos mistéricos del paganismo en el curso del s. iv se
propagan cada vez más en la Iglesia prácticas procedentes del mundo
helenista, empezando por la disciplina del arcano sobre las fórmulas de
oración (aclamaciones) hasta los ritos litúrgicos. Aun cuando la distinción
entre forma externa y contenido interno aconseja prudencia en lo relativo a
sacramental cristiana a partir de los misterios paganos (cf. teología de los --
>misterios), no por ello queda excluida en modo alguno una precipitada
derivación de la concepción la posibilidad de su influencia. Además hay que
tener en cuenta que la polémica del cristianismo primitivo no señalaba las
diferencias fundamentales con la nitidez de la moderna investigación. Se da
una situación paralela en la interpretación del cristianismo como religión. Los
creyentes se vieron ante la necesidad de rechazar el reproche de
irreligiosidad, que les hacían los gentiles, por negarse al culto de los dioses y
también por carecer de las usuales formas e instituciones religiosas.

En su argumentación los apologistas acentuaban tenazmente que el


cristianismo es la verdadera religión. Esta afirmación imponía a la fe cristiana
una confrontación con una larga tradición religiosa; y en el motivo de la
sublimación se da necesariamente una tendencia interpretativa que,
precisamente en relación con la piedad popular, produce una ruptura con la
concepción neotestamentaria de la fe, pues así entran en acción elementos
antropocéntricos y una mentalidad jurídica. Con toda naturalidad pregunta
Tertuliano en tono de desafío: «¿Cuándo se ha resistido la sequía a nuestras
genuflexiones y ayunos?» (Scap. 4, 6). Las estructuras mecánicas de la
religiosidad antigua repercuten en el cristianismo e influyen en la
interpretación de la fe. En el marco de la imagen mítico-dinámica del mundo,
que da lugar a los demonios y a la magia, el cristianismo cae bajo la influencia
de tendencias mágicas. El cristianismo ha ahondado ciertamente el contraste
fundamental existente entre una sumisión en la conducta religiosa y la
pretensión mágica de forzar las fuerzas divinas; pero, a pesar de toda la
polémica, no pudo impedir que tales ideas se deslizaran en la fe del pueblo. La
suplantación de prácticas supersticiosas por fórmulas cristianas ( Séa rcac
eúayyéata) y el signo (de la cruz) con frecuencia ocultaban simplemente una
corriente fundamentalmente pagana. Como en los exorcismos eclesiásticos la
expulsión de los demonios se remonta a Cristo mismo, no puede decirse que
ellos tengan su origen en la magia; y, sin embargo, las palabras y las acciones
allí usadas corresponden a la mentalidad del mundo antiguo.

4. Juicio crítico.

El juicio sobre la síntesis entre h. y c. depende de criterios históricos y


teológicos; con la palabra clave «helenización» se toca precisamente la
dimensión histórica de la Iglesia. La problemática se puede esbozar de esta
forma:

a) La predicación del mensaje salvífico cristiano tuvo lugar en un ambiente


cuyas estructuras políticas, espirituales y religiosas se pueden calificar de
helenistas. Si el mensaje del evangelio quería ser aceptado, debía adaptarse
al lenguaje y mentalidad de los oyentes; en consecuencia era forzoso que el c.
se encontrase con el h. La iniciativa de este proceso misionero, que se puede
observar ya en el NT, parte de los creyentes; lo cual hace posibles las
salvedades exigidas por el mensaje bíblico. Contra todas las ideas
cosmogónicas de la -> gnosis, la Iglesia universal se aferra con fuerza
ejemplar a la -+ creación del mundo y a la idea tan poco griega de la -a
resurrección de la carne.

b) La fe tiende a reflexionar sobre la palabra bíblica no sólo por razones


polémicas, sino desde su propia postura espiritual. En este sentido el apoyo
de la razón es un postulado legítimo de la existencia humana; con su ayuda
también la Iglesia trata de exponer el objeto de la fe al hombre concreto
(modo recipientis); es decir, trata de exponer ese objeto al mundo helenista
con sus conceptos y vocabulario para hacer justicia a la necesidad de una
fundamentación «científica».
c) Con relación a las conexiones entre h. y c. en el plano de la historia de las
religiones hay que tener en cuenta los datos previos que están basados en la
naturaleza del hombre en cuanto tal. Como cualquier religión, la revelación
tiene que expresarse también en imágenes y símbolos, que son herencia
común de la humanidad. Imágenes simbólicas como son «luz» o «padre», y
acciones simbólicas como son lavatorios o el banquete, se encuentran en
todas las religiones; su empleo se funda en la constitución misma del hombre
en cuanto tal (arquetipos); y, por lo tanto, en virtud de ellas no se puede
establecer sin más una relación de dependencia.

d) De la misma manera entre las aserciones de la revelación y algunos temas


de la filosofía existe una afinidad que facilitó el encuentro entre la una y la
otra. El estudio de la estructura del orden cósmico o de un principio supremo
del ser condujo a respuestas análogas; en este sentido se puede hablar de
una predisposición favorable de la espiritualidad antigua respecto del
cristianismo.

e) Por útil que fuese la aceptación de formas filosóficas de pensamiento para


la penetración racional de la revelación, ésta se vio confrontada por ello con
cuestiones extrañas, cuya solución no sólo modificó los puntos de gravedad
del mensaje salvífico, sino que obscureció en general su carácter de
predicación. En este caso la Biblia no se presenta precisamente como el
testimonio normativo de la economía salvífica de Dios, sino que es interrogada
para confirmar aserciones ontológicas. Esta trasposición al horizonte de la
metafísica condicionó una interpretación de la revelación en conformidad con
las estructuras de la visión helenista de la realidad, cuya repercusión más
fuerte ha sido la transformación de la actitud escatológica.

f) Las fórmulas doctrinales de la Iglesia brotaron de la discusión teológica con


la herejía; de ahí que, por encima de la forma de expresión se refleje en ellas
de múltiples maneras un espíritu metafísico en el planteamiento de los
problemas. De todos modos, junto con el reconocimiento de esta
«helenización» del mensaje bíblico como consecuencia legítima de su forma
corporal (en oposición a la idea de decadencia), para entender los dogmas son
también importantes las implicaciones que se derivan de la historia.

g) El reconocimiento por principio de la helenización del cristianismo como


consecuencia de su historicidad, presupone una prioridad (no sólo temporal)
de la revelación. En analogía con la relación entre Israel y los gentiles, usando
palabras de Pablo esa prioridad puede formularse así: «No eres tú quien
sostiene la raíz, sino la raíz a ti» (Rom 11, 18). Cf. historia de los -> dogmas,
historia de las -> herejías.

Peter Stockmeier

HEREJÍA, HEREJE
1. En el Nuevo Testamento

El empleo de la palabra airesis, airetikos (de aireomai = elegir, elección) no es


uniforme en el NT. En la acepción helenística el término se emplea para
designar la elección de una determinada doctrina, que se presenta con
pretensión de autoridad (HERoDOTO, Hist. iv 1), así, p. ej., para designar la
secta de los saduceos (Act 5, 17), la comunidad de los fariseos (Act 15, 5; 26,
5), o, por parte de los judíos, para designar la comunidad cristiana (Act 25,
5.14; 28, 22); pero también se usa para referirse a una doctrina errónea que
se desarrolla fuera de la Iglesia. En Pablo el uso de la palabra alpeat; no es
todavía unívoco. En 1 Cor 11, 19) él emplea la palabra aXíaµa como
equivalente de alprot; refiriéndose a la división en la comunidad de Corinto,
sin expresar con ello claramente si se trata de una división religiosa, o de una
deficiente disciplina interna y externa de algunos miembros de la comunidad.
Gál 5, 20 enumera la h. entre las obras de la carne. En Tit 3, 10 Pablo
previene contra un hereje ( atpeTtxó; );hay que evitarlo después de una o
dos amonestaciones. Aquí Pablo no indica todavía con claridad qué hay que
entender por hereje. 2 Pe 2, 1 considera la h. como la actividad de falsos
maestros, que introducen doctrinas deletéreas y niegan al Señor. Todavía no
se habla aquí de determinadas h. Pero en 2 Pe la h. se entiende en el sentido
de una desviación de la doctrina del Señor; esta significación es decisiva para
el uso de la palabra h. en la historia.

2. Herejía y herejes en la historia

En conexión con 2 Pe 2, 1, la Iglesia primitiva entendió la h. como una


desviación de la doctrina anunciada por los apóstoles (Did 8; Bem 9, 4). Los
padres de la Iglesia previenen contra el peligro de la h., que es una desviación
de la verdad cristiana. Así Ignacio de Antioquía amonesta a la comunidad de
Trales contra el --> docetismo como una desviación de la doctrina del Señor
(IgnTrall 6, 1). A la comunidad de Éfeso le expresa su gozo porque en ella no
hay lugar para la h., pues Cristo mismo le ha enseñado la verdad (IgnEph 6,
2). Ireneo de Lyón entiende por hereje a un hombre que falsea la palabra de
Dios (Adv. haer. i 1, 1). El hereje prefiere sus opiniones personales a la
palabra de Dios (Adv. baer. III, 12, lls). Para permanecer en la verdad, se
debe seguir la doctrina de los apóstoles y la predicación de la Iglesia (Adv.
haer. III 12, 13). El que quiere conservar la verdadera fe, debe vivir en la
unidad de la Iglesia, dice Cipriano (De cath. Eccl. unitate). Ambrosio llama a
los herejes enemigos de la verdad e impugnadores de la verdadera fe (Serm.
13 ad Ps. 118).

En la antigua Iglesia la h. fue considerada desde el principio como un crimen


grave, porque ella significa la disolución de la unidad eclesiástica de la fe. Los
que han caído en la h. son tratados como pecadores públicos, es decir, se les
somete a la disciplina penitencial de la Iglesia en su forma más rigurosa
(INOCENCIO i, Ep. 14, 4 8; AGUSTíN, Ep. 93, 53; sínodo de Elvira, can. 51;
sínodo de Laodicea, can. 6 7 31). Con todo, la caída en la h. no era castigada
con la exclusión permanente de la Iglesia; más bien los herejes eran recibidos
de nuevo en la Iglesia mediante la penitencia. Sólo Tertuliano niega a los
herejes la posibilidad del perdón y de la reconciliación. Pero este rigorismo era
una innovación, una ruptura total con la práctica eclesiástica. Como la h. era
siempre la culpa subjetivamente más grave, los herejes sólo podían ser
recibidos mediante la forma normal de penitencia, es decir, normalmente eran
incorporados a la Iglesia por la imposición de manos tras un largo período de
penitencia. El que se había hecho bautizar nuevamente en la herejía tenía que
someterse durante cierto tiempo a una penitencia más rigurosa para obtener
la reconciliación (FÉLIX III, Ep. 7, 1; INOCENCIO i, Ep. 2, 8, 11). Obispos,
sacerdotes y diáconos que se habían hecho bautizar en la herejía, debían
hacer penitencia a lo largo de toda su vida, y sólo en el lecho de muerte
recibían la comunión de los laicos (FÉLIX iii, Ep. 7, 2). Los rebautizados no
podían hacerse ya clérigos (FÉLIX IIi, Ep. 7, 2; AGUSTÍN, De un. bapt. 1, 12,
20). Félix iii determinó el procedimiento penitencial para aquellos que habían
recibido nuevamente el bautismo: durante tres años eran privados de sus
derechos como miembros plenos de la Iglesia, y quedaban equiparados a los
catecúmenos; durante siete años pertenecían al estado de los penitentes y en
el culto divino recibían la imposición de manos de los sacerdotes; durante
otros dos años quedaban excluidos todavía de la oblación de dones, es decir,
de participar con la comunidad de la mesa eucarística. Aquí se ve la
concepción rigurosa de la primitiva Iglesia cristiana acerca de la caída en las
h. Cuando los emperadores romanos se hicieron cristianos, comenzó también
el Estado a proceder por la fuerza contra la h. (cf. Cod. Theod. i, xvi tit. 5 de
haer.).

Mientras que los culpables de h. estaban sometidos a la ordenación


penitencial de la Iglesia, aquellos que habían nacido en la h. y luego venían a
la Iglesia recibían un trato distinto. Como no tenían culpa personal (AGuSTíN,
Ep. 43, 1; De bapt. 5, 23 33), eran recibidos en la Iglesia por la imposición de
manos sin penitencia alguna.

El Pontificale romanum contiene un rito para la reconciliación de los herejes.


El rito se encuentra por primera vez en el Pontifical de Durando, obispo de
Mende (t 1292). De todos modos, Durando utiliza ya algunos textos más
antiguos. Introducción en la Iglesia, profesión de fe, invocación del Espíritu
Santo e imposición de manos son los momentos más importantes del rito. En
el rito galicano se conoce una unción con crisma (GREGORIO DE Touxs, Hist.
Franc. ir 31, 34), por influjo oriental (Constantinopolitano i can. 7; Trullano ir
can. 95). Aquí aparece la problemática no esclarecida de hasta qué punto es
posible la comunicación del Espíritu Santo por la confirmación recibida en la h.
A juzgar por muchas afirmaciones de los padres, el Espíritu Santo está tan
íntimamente unido con la Iglesia, que fuera de ella y, por tanto, en la h., de
ningún modo se puede comunicar el Espíritu.

3. Herejía y herejes en el derecho vigente

Según el canon 1325 § 2 del CIC, se considera como hereje a un bautizado


que quiere mantener el nombre de cristiano, pero niega o pone pertinazmente
en duda una verdad que debe aceptarse con fe divina y católica. El hereje no
renuncia a toda la verdad de la fe cristiana, a diferencia del apóstata. De
acuerdo con esta definición, hay tres elementos que constituyen el delito de
h.. Primeramente, sólo un bautizado puede ser hereje. El que no está
bautizado y, por tanto, no es persona en la Iglesia de Jesucristo (can. 87), no
puede ser hereje. El delito de h. implica el error o la duda en relación con una
verdad revelada. En el can. 1323 § 1 se define el alcance de la lides divina et
catholica: todas las verdades que están contenidas en la sagrada Escritura o
en la tradición y que han sido propuestas por la Iglesia como verdades
reveladas, bien a través del magisterio ordinario, o bien a través de una
solemne decisión de fe. Al contenido de la h. pertenece asimismo la voluntad
pertinaz de mantenerse en el error o en la duda. El contenido de la h. no lo
constituye cualquier error o duda, sino solamente el error voluntarius (cf.
TOMÁS, ST q. 11 a. 1). Por consiguiente se requiere la voluntad libre y
pertinaz de negar una verdad propuesta por la Iglesia a pesar de ser conocida
como tal. Esta postura cae bajo el derecho penal cuando la permanencia en el
error o en la duda se manifiesta al exterior por medio de la palabra o de un
signo. La negación de una verdad en el fuero interno es simplemente un
pecado grave contra la fe (2 Pe 2, 17; Sant 2, 12ss). Al hereje le afecta,
además del castigo establecido en el can. 2314, que es la excomunión, toda
una serie de notables disminuciones en sus derechos de miembro de la Iglesia
(can. 167 § 1, n° 4, 188 nº. 4, 542, n° 1, 646 § 1, n° 1, 731 § 2; 751; 765,
n° 2; 795 n° 2; 985 n° 1; 987 n° 1, 1060; 1240 S 1, n .o 1; 1453 § 1; 1470
§ 1, n° 6; 1657 § 1). La absolución de la excomunión corresponde
especialmente a la santa sede tratándose del fuero interno, y al ordinario
tratándose del fuero externo (can. 2314 § 2).

Ya la antigua Iglesia establecía una clara diferencia entre aquel que se


encontraba culpablemente fuera de la doctrina de la Iglesia, y el que sin culpa
propia seguía una falsa doctrina (cf. Agustín). El principio de derecho penal
nulla poena sine culpa tenía que aplicarse también a aquel que, sin voluntad
contumaz, no acepta en su totalidad la verdad que debe aceptarse en virtud
de la fe divina y católica. Por esta razón la Iglesia distingue entre h. material y
formal, entre un hereje material y otro formal. La h. material, en
contraposición a la normal, es negación de la verdad en una manera
inconsciente. La contumacia en el error de fe no puede darse en el caso de
uno que habiendo sido bautizado fuera de la Iglesia católica, no tiene
suficiente conocimiento de la doctrina de la Iglesia. En un cristiano que vive
en una comunidad separada de la Iglesia católica, según lo muestra la
experiencia, normalmente no puede presuponerse esa contumacia. Por eso el
directorio ecuménico del 14-5-1967 (n .o 19) establece que, los cristianos no
católicos que se convierten a la Iglesia católica, no están sometidos a las
penas del can. 2314. En consecuencia no es necesaria la absolución de la
excomunión. Tras la profesión de fe en la forma que establezca el obispo del
lugar, esos convertidos son admitidos en la plena comunión de la Iglesia
católica. Las disposiciones del can. 2314 son válidas solamente para aquellos
que se separaron culpablemente de la fe católica y de la comunión católica.

El Vaticano II no ha empleado las palabras hereje o h. En todos los decretos


se habla de los cristianos no católicos separados o de los hermanos
separados. Ateniéndonos al directorio ecuménico podemos suponer que el
concepto de hereje se ha modificado tras el Vaticano II. La concepción que
enseñó Agustín, según la cual no se puede llamar hereje a aquel que nació
fuera de la Iglesia católica, se impone una vez más. Según esto, solamente
sería hereje aquel que se situara conscientemente fuera de la doctrina de la
Iglesia de Jesucristo; y a éste le afectarían las penas establecidas en el
derecho canónico.

Heribert Heinemann
HEREJÍAS, HISTORIA DE LAS

I. Reflexiones generales

1. En general parte la h. de las h. ha de entenderse en un plano paralelo al de


la historia de los -->dogmas, donde se han expuesto ya los pensamientos
principales. La h. de las h. debe, pues, entenderse como historiografía, el
contenido doctrinal y la repercusión histórica de la herejía; y esta
historiografía tiene a la vez su historia. Pero la h. de las h. puede también
entenderse precisamente como historia de estas herejías mismas. Si la
expresión se toma en este segundo sentido, se plantea inmediatamente la
cuestión de si en la serie sucesiva de herejías puede reconocerse de algún
modo una determinada estructura. Teniendo en cuenta que la historia de un
dogma y la h. de las h. están en recíproca interdependencia, se echa de ver
claramente que en concreto esta cuestiónn se identifica con la que plantea la
historia de los dogmas. La h. de las h. es el momento crítico y de amenaza
que hay en la historia de los dogmas, en su aspecto meramente humano.

2. Pero el verdadero problema teológico de una h. de las h. sólo aparece claro


cuando se considera la naturaleza plurivalente de la herejía. Primeramente
resulta ya difícil trazar la frontera exacta entre herejía (doctrina falsa
sostenida por un bautizado sin abandonar el cristianismo [retento nomine
christiano), que la Iglesia rechaza y declara cismática) y la total negación del
cristianismo (-> apostasía). Por eso mismo ya no puede definirse claramente
lo que debe entrar en una h. de las h. o quedar fuera de ella. Y esto tanto
más por el hecho de que, incluso una visión del mundo a primera vista
«acristiana» por completo (en el espacio vital del cristianismo anterior), en la
época poscristiana de la «edad moderna» hasta ahora en el fondo no ha
logrado ser otra cosa que una imitación herética y secularizada de la
inteligencia cristiana del mundo y de la existencia; aunque debe quedar
abierta la cuestión de si eso debe ser y permanecer así. Ciertamente se puede
afirmar que se da una herejía (prescindiendo de su deslinde de la apostasía)
allí donde una doctrina tropieza con un no definitivo del magisterio de la
Iglesia, con lo que aparentemente sería fácil definir el objeto de la h. de las h.
Pero en tal caso hay que considerar dos cosas que dificultan de nuevo el
problema.

a) Una herejía seria y con vitalidad histórica tiene sus largos antecedentes en
la historia de la -> teología y de los dogmas de la Iglesia misma, antes de
llegar al «no» del -> magisterio y al --> cisma de los herejes. Y estos
antecedentes intraeclesiásticos siempre, o la mayoría de las veces
(humanamente hablando), sólo son inteligibles como inevitable crisis de
crecimiento en la evolución histórica del dogma o de la conciencia creyente
dentro de la Iglesia cristiana. Hasta tal punto que a menudo lo
verdaderamente trágico y culpable de esta herejía sólo se da por el hecho de
que ella se desliga de la unidad de la Iglesia y de la historia de su fe, y se
aísla en Iglesias independientes, bien sea por impaciencia herética y cismática
de los verdaderos e inmediatos actores de la historia, bien sea por reacción,
legítima desde luego, pero en cierto modo impaciente del magisterio
eclesiástico contra tal herejía, la cual, pasando por momentos unilaterales y
por una problemática abierta de suyo debería alcanzar su fin dentro de la
Iglesia, el fin de un verdadero crecimiento del intellectus fidei. Y esta función
positiva de la h. de las h. para la Iglesia y su crecimiento en la fe no se
interrumpe enteramente por el hecho de que la h. de las h., después de los
mutuos anatemas, se desarrolle fuera de la Iglesia. Si se reflexiona sobre todo
esto, una historia católica y teológica de las herejías (que no sea mero
capítulo de la historia del espíritu), sólo puede enfocarse como un ingrediente
de la historia de los dogmas (aunque por razones técnicas de trabajo, se la
exponga separadamente). En otro caso, esa historia estaría ciega para la
verdadera naturaleza, para el origen y sentido de la h. de las h. dentro de la
historia de la salvación. Esto tiene validez sobre todo si se piensa que, de una
parte, la fe dada por Dios nunca puede entenderse a sí misma como mera
antítesis frente a un error humano, sino que ha de entenderse como la
universal verdad superior, de la cual declina el error seleccionando tan sólo
ciertos momentos (herejía) y separadamente (cisma); y que, de otra parte la
vitalidad histórica de una herejía no se explica nunca por el error como tal (en
cuanto mera negación), sino por la verdad (parcial) que queda en ella. Por
tanto, la Iglesia puede conectar su propia verdad plena con los momentos
parciales que desarrollan su poderío histórico en la herejía.

b) Para la inteligencia católica de la fe es evidente que, «de suyo», es decir,


por parte del hombre en general (y, realizando esta norma abstracta, por
parte de muchos hombres concretos), la Iglesia católica, en su forma
empírica, puede reconocerse con la gracia de Dios como portadora de la plena
y única verdad de la revelación cristiana. Pero con ello no se dice que eso sea
así con relación a todos los hombres y todos los cristianos en concreto
(teniendo en cuenta su peculiar situación individual e histórica, y la brevedad
de su vida), supuesto que por reconocer no se entiende solamente una
cualidad en el objeto en sí, sino además una acción que ha de ser ejercida por
el sujeto, que entra con su peculiaridad en la constitución de la posibilidad de
reconocer. El que negara esta proposición, afirmaría implícitamente que, sin
grave culpa subjetiva, nadie puede dejar de hallar la Iglesia católica hasta el
final de su vida. Pero ésta es una afirmación que, por las más varias razones,
debe simplemente rechazarse. El que un fin moral de suyo obligatorio pueda
dejar de ser alcanzado por un hombre sin culpa propia, demuestra cómo tal
fin es inasequible para ese hombre, aun cuando la imposibilidad de alcanzarlo
se deba a la culpa subjetiva de otros (p. ej., de los primeros «heresiarcas»;
culpa, a la verdad, no comprobable con certeza última) y, en este aspecto,
Dios se limite a permitirla. Incluso en tal caso puede reconocérsele a esta
incognoscibilidad, permitida por Dios para el inculpable, un sentido positivo de
cara a la salvación eterna, sin negar por eso la importancia salvífica y la
«cognoscibilidad en sí» de la verdad no conocida. De algún modo cabe
comprender en qué consiste el positivo sentido salvífico dispuesto por Dios, de
esta particular imposibilidad de conocer, a saber: Dentro de la «jerarquía de
las verdades católicas, que no todas guardan la misma relación con el
fundamento de la fe» (Vaticano ii, Decreto sobre el ecumenismo, n.° 11), es
evidente que para ciertos hombres de hecho (no en sí) resulta más fácil
comprender por separado las verdades más centrales e importantes para la
salvación (dada su constitución histórica y psicológica), que entender la
totalidad explícita del cristianismo católico. Ahora bien, de ahí le viene a la h.
de las h. otro aspecto completamente distinto, si no se la considera solamente
bajo la dimensión de la historia del espíritu: El «no» formal que se da en ella a
una verdad católica no puede aprobarse como tal; pero puede presumirse las
más de las veces que tal negativa es tan sólo objetivamente falsa, pero no
subjetivamente culpable. Cuando en la h. de las h. se prescinde de lo negado,
todavía quedan en ella diversas configuraciones (condicionadas individual y
colectivamente) en las que se realiza el cristianismo genuino del mismo modo
que, por las diversas formas de mezcla entre fe explícita y fe implícita,
también dentro de la ortodoxia católica surgen realizaciones muy distintas de
la fe, donde el sistema objetivamente válido del catolicismo recibe
acentuaciones diferentes. Así la h. de las h. pasa a ser una vez más (en su
poderío histórico) un factor de la historia de los dogmas dentro del
catolicismo, aquel factor que muestra qué cambios de acento en la actitud y
qué diversa intensidad de actualización existencial caben en la polifacética
realidad de la fe. De hecho, no es muy difícil descubrir en el catolicismo
formas doctrinales parecidas a las de las herejías (precisamente si se las
estima desde los puntos de vista citados), p. ej., mostrar una cristología
ortodoxa, pero afín al ->nestorianismo o al --> monofisismo.

3. Por esto se comprende que el mejor contexto para exponer la h. de las h.


sea el de la historia misma de los dogmas. Aquélla cumple en ésta la función
positiva de esclarecer el dogma en su historia misma, tanto en lo que atañe a
su contenido, como en lo referente a la postura existencial y religiosa que se
adopta frente a él. En la medida en que no obstante la imposibilidad de
deducir la historia a priori, se puede hacer - y es de desear - una
estructuración de la h. de las h., a fin de que ésta no sea mera enumeración
de una serie de errores; la estructura y los principios estructurales de la h. de
las h. son los mismos que en la historia de los -> dogmas.

Además, en tal historia pueden distinguirse diversos aspectos que


constantemente se repiten. Un primer aspecto en la herejía es que,
virtualmente, en ella todavía está contenido todo el cristianismo. Partiendo de
aquí podría lograrse la noción de una herejía puramente verbal (p. ej., en
ciertas formas del monofisismo), que, objetiva y propiamente, sólo sería un
falso no conformismo frente al lenguaje eclesiástico, es decir, sería más bien
un cisma, unido a la desconfianza sectaria de que en el lenguaje de la Iglesia,
no se expresa claro e inequívocamente el auténtico cristianismo. Cabe
también de todo punto pensar que, en el curso de su historia (sin saberlo
reflejamente), una herejía real evolucione hasta convertirse en una herejía
puramente verbal. De acuerdo con la unidad de doctrina y praxis, hay que
tener además siempre presente la posibilidad (un aspecto que no pudo verse
todavía, por razón de la breve vida de las herejías, en la teología heresiológica
de los padres) de que dentro de la h. de una h. (como confesión no católica
que se desenvuelve históricamente) haya en la teoría y en la práctica
actualizaciones de la esencia del cristianismo que, si bien se han conservado
siempre potencialmente en la forma católica del cristianismo (es decir, en la
forma verdadera y universal) e históricamente legítima (es decir, en la Iglesia
católica romana), sin embargo todavía no han llegado aquí al mismo nivel de
actualización expresa, y así son un aguijón para el desarrollo de la doctrina y
praxis de la Iglesia, y pueden ejercer una positiva función histórico-salvífica
con relación a aquélla. Según Pablo, la herejía está bajo el principio de un
oportet en la historia de la salvación. Y de esa manera la culpa (por lo menos
objetiva) - que no debería existir - del hombre que restringe la verdad de
Dios, permanece envuelta por la voluntad divina con relación a la revelación y
a la Iglesia que la transmite con lo cual la herejía, en virtud de esta
superación (no de suyo, y sin que así se legitime como obra del hombre),
adquiere un sentido positivo. Ella es el modo como la verdad de Dios, en
cuanto verdad de los hombres, permanece humillada y crece de hecho en el
espíritu de éstos, es el fundamento necesario para la introducción de la Iglesia
en toda la verdad (y así su posición en la historia salvífica de la verdad creída
y conocida guarda cierta analogía con la de Israel respecto de la Iglesia: Rom
9-11). Por tanto, frente a las herejías, la Iglesia no se limita a la defensa
estática de unas verdades ya poseídas y adecuadamente comprendidas. En
realidad, lo que la Iglesia hace es comprender más claramente su propia
verdad a la luz de la contradicción que se alza contra ella; y en consecuencia
rechaza esa contradicción como oposición a su verdad y a su concepción de sí
misma (que está siempre in fieri).

Sin embargo (otro aspecto) la historia de la verdad y de su desarrollo


(evolución del --> dogma) es la historia de la separación, del «no»
progresivo, cada vez más universal y claro de la Iglesia contra la herejía, la
historia de la necesaria separación de los espíritus, del comienzo del juicio de
Dios, que separará también la verdad y el error de los hombres. Con todo,
este juicio de la Iglesia juzga las objetivaciones históricas (que permanecen
siempre equívocas en relación con la fe interna del hombre) de la relación
originaria a la verdad, y no esta relación misma ni, por tanto, a los hombres.
De acuerdo con la auténtica historicidad del conocimiento de la verdad incluso
en la Iglesia, y con el hecho de que ésta - en su exposición a los ataques - ha
de confiarse a la imprevisible disposición de Dios (cf. Ls 21, 14), no es desde
luego posible trazar a priori un esquema (auténtico, o sea, no puramente
formal y vacío) de las herejías posibles, y así esbozar un proyecto anticipado
de la h. de las h. y, por tanto, señalar claramente la evolución de las doctrinas
heréticas (al estilo de la filosofía hegeliana de la historia), ni siquiera de las
que ya han aparecido. Lo cual, sin embargo, no significa que la h. de las h.
sea simplemente una mera enumeración inconexa de impugnaciones de
artículos de fe. La h. de las h. es además un factor que depende
funcionalmente de la historia universal del espíritu (así como de los
presupuestos políticos y sociológicos de ésta), cuya forma estructural es en
cierto modo inteligible. De ahí que las herejías han de entenderse casi
siempre como visiones falsamente radicales y «escindidas» en la perspectiva
de la verdad, guardando cierta analogía con las «escuelas» dentro de la
Iglesia, las cuales también tienen en ella y en su teología una función
permanente y un lugar en cierto modo sistemático. Hay además ciertas
herejías fundamentales formales, que, aplicadas a determinados terrenos
dogmáticos, se repiten constantemente (p. ej., una negación de la analogia
entis, del principio calcedónico «sin separación y sin mezcla», del principio
según el cual todo sistema espiritual humano está constantemente sin acabar
ante el Dios siempre mayor [Dz 432], de la analogia fidei, etcétera). Esos y
otros puntos de vista semejantes permiten la superación de una h. de las h.
que sea una mera colección positivista. Dejando abierta la cuestión de la
terminología más adecuada, no cabe discutir que, incluso dentro de la Iglesia,
puede haber (durante largo tiempo), tanto en el orden teórico como en el de
la práctica inconsciente, tendencias, - actitudes y aspectos que deben
calificarse de heréticos (o «hereticoides», en forma latente, sin articularse en
proposiciones, pero reales; cf. la nota teológica sapit haeresim). Tales herejías
latentes o tendencias «hereticoides», propiamente, son objeto de la h. de las
h., sobre todo porque pueden ser causa de herejías de la misma especie o de
especie contraria. Por muy claramente que en la Iglesia haya de deslindarse la
historia de las escuelas frente a la h. de las h., no por eso ha de desconocerse
el paralelismo entre una y otra historia, pues de ahí pueden resultar
distinciones importantes para las dos.

II. Anotaciones sobre la historia de las herejías

1. Principios para su división

a) Como queda dicho, los principios estructurales propiamente teológicos son


los mismos (negativamente aplicados) que los de la historia de los dogmas.
No hay, pues, por qué repetirlos aquí. b) Pero los modos específicos como las
herejías acompañan esta marcha de la historia de los dogmas (en cuanto
factor retardatario o extremadamente avanzado) quizá pueden distinguirse
formalmente de algún modo, con lo que no se discute la posibilidad de que,
en una misma herejía concreta, actúen a la vez varios de esos modos. Hay
herejías «reaccionarias», que se cierran a un necesario desarrollo histórico de
la Iglesia y de su doctrina (p ej., el montanismo y el novacionismo, que
quisieron mantener y sistematizar un rigorismo efectivo en la anterior praxis
penitencial; un -> agustinismo incondicional en el -> jansenismo y el ->
bayanismo). Hay otras herejías «reductoras» que propugnan un cristianismo
radicalmente existencial, o bien quieren quitarle el lastre de doctrinas poco
«modernas», y así se centran en las verdades consideradas importantes (una
herejía de este tipo fue, p. ej., el antiguo protestantismo con su triple sola:
scriptura, gratia, lides; y lo es también todo «fundamentalismo», así como la -
. desmitización existencialista y el ->modernismo , etc.). Hay, como ya hemos
dicho, herejías «verbales», que creen no poder hallar su fe en determinadas
formulaciones eclesiásticas, aun cuando digan objetivamente lo mismo o
conserven una interpretación del dogma aceptable dentro de la Iglesia (p. ej.,
ciertas formas del monofisismo). Se podría hablar de herejías de «contacto»,
es decir, de ensayos de introducir en la doctrina cristiana ideologías no
cristianas, o de someter a éstas la doctrina cristiana (p. ej., la herejía del ->
americanismo). Existe (aunque traspasando en cierto modo los límites del
concepto de herejía aquí empleado) la herejía criptógama (RAHNER, v 513-
560), es decir, una actitud de hecho herética dentro y fuera de la Iglesia, pero
que elude, consciente o inconscientemente, una reflexión y un enunciado
conceptuales. Puesto que, ni teórica ni históricamente, no todas las herejías
forman también Iglesias, pero algunas las han fundado y fundan, cabe
distinguir entre las herejías que crean y las que no crean Iglesias. Las últimas
serán de ordinario herejías «particulares», es decir, que afectan a
determinado punto doctrinal como tal. Las herejías que forman Iglesia de
ordinario parten (explícitamente) de una herejía particular; pero suelen
evolucionar hacia una concepción fundamental que marca la inteligencia total
del cristianismo; se tornan, en otras palabras, «herejías universales».
Teniendo en cuenta que un predicado verdadero sobre Dios ha de
pronunciarse con la conciencia de que él es siempre mayor que lo expresado
en las analogías mundanas y, por tanto, debe ser «dialéctico» (o sea, no
puede formularse una positiva proposición última que por sí sola sirva de
principio de deducción para todos los demás enunciados en la cuestión
respectiva); se comprende también la posibilidad de herejías
«antidialécticas», que sistematizan por una sola vía (p. ej., de un lado el
predestinacionismo [-> predestinación] y, de otro, el --> pelagianismo en la
cuestión sobre la gracia soberana de Dios y la libertad humana). En el limite
de la herejía- o ya más allá del mismo están las herejías «secularizantes»,
que mantienen (más o menos) estructuras formales del cristianismo y de su
doctrina, pero las transponen a actitudes y enseñanzas profanas y mundanas,
es decir, sin relación con Dios, olvidando que tales estructuras formales
mueren a la larga si se desconectan de su concreta aparición histórica (en el
cristianismo). Muchas formas del moderno «humanismo» son herejías
secularizantes.

2. Sobre la historia misma de las herejías

No vamos, naturalmente, a enumerar ahora todas las herejías «particulares»,


ni tampoco interesa aquí una exacta distinción entre herejías y sistemas e
ideologías totalmente anticristianas (dentro del_ espacio histórico del
cristianismo).

a) La serie se inicia con la herejía reaccionaria del judaísmo (al que combate
primero Pablo), que niega la posición fundamentalmente nueva del
cristianismo en' la historia de la salvación. El extremo opuesto se da en
Marción, que niega toda continuidad entre la historia salvífica del Antiguo
Testamento y la del Nuevo.

b) Las grandes herejías de los siglos ii-iv, el -> gnosticismo y el ->


arrianismo, son herejías de contacto, que trataron de insertar el cristianismo
en un horizonte intelectual dado de antemano. Dentro de una relación entre
Dios y el mundo pensada mediante el modelo de un monismo helenístico, la
historia del mundo creado pasa a ser lahistoria de un Dios que experimenta su
destino en un mundo dualista (--> gnosticismo); o bien la comunicación de
Dios a la historia creada, distinta de él, se convierte en la comunicación de
principios desvirtuados, sólo semidivinos (-a arrianismo: el logos y el pneuma
no son realmente Dios mismo).

c) Las herejías cristológicas del siglo v (-> nestorianismo, -> monofisismo, ->
monotelismo) son por de pronto herejías particulares y antidialécticas que,
siguiendo una sola dirección, sin dialéctica alguna, tratan de sistematizar el
misterio de la relación entre Dios y el mundo en Cristo ya en forma
racionalista (nestorianismo), ya en una filosofía mística de la identidad.

d) El pelagianismo (siglo v) y el predestinacionismo (siglos v y viii; el


calvinismo) son igualmente herejías antidialécticas (al principio particulares)
que, en la relación entre gracia y libertad, tratan de disolver el misterio a
favor de uno de los dos polos.

e) El protestantismo no ofrece un sistema doctrinal cerrado y uniforme, sino


que presenta muchísimos sistemas doctrinales radical e íntimamente
divergentes. En general podemos calificarlo por de pronto como herejía
universal con tendencia a la reducción. En él se lleva a cabo -sobre todo en el
antiguo protestantismo- una reducción al triple sola, de suerte que todo lo
demás se tiene por no esencial para el cristianismo, o es considerado como
radicalmente opuesto a él. Entre los elementos rechazados están los relativos
a la constitución de la Iglesia (estructura episcopal, papado, sacramentos).

f) Otras formas semejantes de herejías de reducción son el -> modernismo y


las múltiples formas de teología liberal dentro del protestantismo: el
cristianismo queda reducido a la interpretación de la propia experiencia del
hombre.

3. La fundamental estructura formal que posibilita la herejía

Todas las herejías pueden entenderse (aunque sin posibilidad de deducirlas en


su serie histórica) como las diversas maneras posibles de lesionar la
misteriosa relación fundamental entre Dios y el mundo, que sólo admite un
enunciado dialéctico y no es expresable en una sola fórmula. O bien
desaparece la verdadera realidad de la criatura (de la humanidad de Cristo, de
la libertad humana, de la significación del oficio en la Iglesia, etc.) ante la
omnicausalidad de Dios, o bien se desconoce esa realidad propia de la
criatura, entendiéndola a la manera deísta como una entidad independiente
(p. ej., en el nestorianismo o en el pelagianismo), de forma que Dios pasa a
ser el nimbo de absolutez del hombre mismo (como en el modernismo).

Karl Rahner

HERMENÉUTICA

I. Concepto y problema del «entender»

En la «explicación» el objeto es independiente del entendimiento, está fuera


de él. En cambio, la h. va dirigida a entender algo que pertenece a la
experiencia de la inteligencia intersubjetiva, la cual está entretejida con
momentos individuales y colectivos, permanentes e históricos. Este amplio y
originario fenómeno del entender en general dentro de la experiencia
interhumana y científica del mundo, no puede quedar encubierto por los
hechos mucho más llamativos en que aparecen las dificultades o incluso la
imposibilidad de la comprensión, los cuales sirven de ocasión para la
formación de la h. Mientras en principio es aceptada la «tradición» y lo
recibido es transmitido ulteriormente con toda naturalidad (aparte de las
transfiguraciones que se realizan inconscientemente) más que dificultades
básicas de interpretación se producen ciertas confusiones y abundantes
errores. Pero con la conciencia de la distancia temporal y el cambio del uso
lingüístico, de las maneras de representación y de las formas de pensar, se
puede llegar a una ruptura con la tradición, que se presentará entonces
«extraña» y problemática. Para asegurarse frente a falsificaciones y para la
necesaria interpretación actualizadora de la tradición normativa
(especialmente), se desarrolla así una h. regional (cf. p. ej., la interpretación
rabínica de la Escritura), que tiende a un proceso concreto de entender, y con
este fin establece un canon de normas para el manejo adecuado sobre todo
de los textos. En este sentido, particularmente en las ciencias normativas de
la teología antigua y medieval, así como del derecho, hay sin género de dudas
una h. especial (cf. «aplicación», «espíritu» y «letra», alegoría, glose de
lagunas en el derecho codificado, interpretación escolástica de autoridades:
reverenter exponere, etc.). Pero esta h., como suma de normas concretas
experimentales para la recta inteligencia, se refiere mayormente a contenidos
fijos previamente dados y en gran parte referidos a la práctica, con un
reconocido carácter normativo y autoritario, y a un «arte» más desarrollado
de entender que todavía dista mucho de una «teoría del entender», creada
por primera vez con el concepto moderno de h. Profundas convulsiones
espirituales (sofística; Platón; querelle des anciens et des modernes) y una
ruptura en la relación con todo lo tradicional (AT-NT; antigua Iglesia-reforma)
son los presupuestos para la formación de una conciencia explícita sobre la
amplia problemática hermenéutica.

II. Origen y sentido de la hermenéutica moderna

1. Si en principio la reforma había presupuesto la unidad del -> Canon bíblico


fundada dogmáticamente, el siglo XVIII fue el primero en considerar la
sagrada -> Escritura como fuente histórica que debía entenderse de acuerdo
con la intención de los autores al tiempo de su composición y teniendo en
cuenta el contexto de la vida y del ambiente coetáneos; es decir,
prescindiendo del interés actual del intérprete posterior (J.S. Salomo, A.
Ernesti). Los motivos existentes en los ss. xv-xvi para la formación del
método «histórico-crítico» (y de la exégesis bíblica) se fueron haciendo cada
vez más fuertes: el desarrollo de la nueva imagen del mundo; la perdida
unidad entre Escritura e imagen del mundo; la discusión entorno a la
autoridad de la Escritura; la cada vez más insoluble certeza de la fe en las
disputas confesionales y la posibilidad de intervención de la razón, provocada
por el -->humanismo y el -> cartesianismo, que propugna para sí la plena
independencia y la ampliación de la crítica racional. El retorno a la Escritura
entendida «históricamente» sirvió sobre todo para liberarse de múltiples
tradiciones, para distanciarse de una actualidad eclesiástica alejada de su
origen hasta tal punto que la historia misma seguía sometida positivamente a
una determinada aplicación de su contenido. La demostración de las
diferencias históricas alcanzó su punto culminante en el siglo xixxx, cuando el
intérprete de una forma consciente ya no pudo identificarse «ingenuamente»
con el contenido y sentido del texto; y así se hizo problemática la misma
realidad cristiana.

2. El problema universal de la h. se agudiza por la necesidad de encontrar un


mayor contexto histórico para los principios y significados objetivos que ya no
se mantienen por sí solos, a fin de que la complejidad de una experiencia del
mundo y los distintos elementos relacionados con ella se iluminen
mutuamente. Como el romanticismo posterior, precisamente después del
fracaso de una restauración (las más de las veces) externa de la tradición,
experimenta un aislamiento casi total frente a ésta, se exige ahora una
superación radical de tal aislamiento y de la posibilidad universal de una falsa
interpretación: sólo una actitud fundamentalmente metódico-científica puede
reproducir las creaciones ya terminadas desde su origen en el contexto vivo
de la historia y del mundo, gracias a una reproducción adecuada y adivinadora
del acto creador. Queda eliminada la distinción entre h. filológicohistórica y h.
teológica. Schleiermacher considera la h. especial como un «agregado de
observaciones», mientras que la h. general representa «un poderoso motivo
para unir lo especulativo con la empírico-histórico». Debe tenerse en cuenta
esta relación de la conciencia cognoscitiva con la realidad viva, inseparable de
ella; y es esa misma relación la que conduce a la libertad de la h. de cara a la
incorporación en lo histórico y en la teoría del conocimiento.

3. W. Dilthey es quien por vez primera pone en claro la profunda categoría


filosófica de la h. general. El sujeto concreto del conocimiento histórico, por la
identidad de la vida y las posibilidades de vivencia en su propio presente, está
vinculado a priori con el pasado interpretado, aunque, de otro lado, la
referencia del hombre a las creaciones distintas de él («expresión») tiene
como consecuencia la historia real y sólo a través de ella el descubrimiento de
la vida. Los primeros pasos para superar la tendencia psicologista de la h. de
Schleiermacher y para ampliar el ámbito de la h. arrancan del concepto
«expresión», que ahora lo abarca todo (fuera de los textos y del discurso oral
introducido por Schleiermacher), incluso el acontecer que no se produce a
través de las palabras y las acciones por las que el hombre forja la historia.
Pero Schleiermacher y Dilthey se mantienen en una concepción obscuramente
panteísta: la armónica y libre vinculación de todas las individualidades, que en
cada caso representan una revelación de «la vida total», vinculación que es
previa a la adecuación del entender y la hace posible. Tampoco la «escuela
histórica» se ha sustraído a esta tendencia, que considera como su ideal
definitivo, no la «objetividad estéril» de una individualidad completamente
diluida, sino la pertenencia consciente a las permanentes y grandes fuerzas
morales, que otorga una segura participación en el conjunto de la historia
universal y un presentimiento del sentido del todo que se nos oculta.

4. Con ello, la que transforma las objetivaciones del espíritu en la originaria


vitalidad espiritual ya no es la dialéctica especulativa de Hegel, sino la
moderna conciencia histórica. Con todo se conserva el presupuesto de una
absoluta transparencia del espíritu y de una soberana mediación de la razón
consigo misma. Así, la h. es la gran tentativa de una plena autoiluminación del
entender universal, y sólo de esa manera una «metodología». Constituye, no
obstante, un problema saber si, por ejemplo, el historiador en virtud de la
misma «naturaleza» puede «penetrar» en cualquier proceder humano, incluso
de las épocas más remotas, y si una reconstrucción que reproduce sujetiva u
objetivamente el proceso creador puede restablecer el sentido original de una
obra. Pues la obra traída así al presente desde un pasado lejano sigue siendo
una mera representación, y en consecuencia no se produce la necesaria
mediación con el presente. Hegel ha visto claramente esta imposibilidad.
Además es dudoso que el justificado proyecto de un control, o sea, el
propósito de excluir «prejuicios» que provienen del propio presente histórico
para lograr una visión «objetiva» de antiguos testimonios, llegue a tener éxito
precisamente cuando se trata de fenómenos muy esenciales; pues, si el
entender pasado se transmite también a través de la posición concreta del
intérprete en la actualidad, a base de la comprensión facilitada por el método
histórico no llegaría a representarse la profundidad de la verdadera
experiencia histórica. Con ello sigue estando sin solución la cuestión
fundamental de la h.: la relación del que entiende con la cosa entendida.
5. Con un planteamiento radicalmente nuevo, gracias a la crítica de las
premisas ontológicas del concepto moderno de subjetividad, M. Heidegger
descubre por vez primera la infinitud interna de este concepto de espíritu, que
en lo más profundo es todavía idealista, en medio del entender finito, histórico
y empírico. En la historicidad de la existencia no ve una limitación del
entender ni una amenaza contra la objetividad. Y él fundamenta por vez
primera la h. como una ontología: anteriormente a todos los intereses
metódicos de las ciencias del espíritu, la existencia ha «entendido» siempre el
mundo. Entender en cuanto «poder ser» y «posibilidad» es un originario rasgo
óptico de la vida humana misma: el entender como «proyecto» no significa
una autoposesión de la existencia que esté libremente en sí misma, sino que
él debe experimentarse en la irrevocable facticidad de su ser como limitado y
determinado por la historia (e historicidad).

H.G. Gadamer ha seguido desarrollando autónomamente esta «h. de la


existencia». Una h. objetiva debe mostrar la historia que actúa así en el
entender mismo, o sea, la inmersión en un polifacético movimiento de la
tradición, y llevar este presupuesto a un reconocimiento consciente, antes de
centrarse en un objeto concreto o en el conocimiento «objetivo». Por
consiguiente todo posible enunciado puede concebirse como respuesta a una
pregunta que, como horizonte más o menos determinado, proporciona una
«inteligencia previa» (las más de las veces no elaborada explícitamente) e
implica una relación vital del intérprete con la cosa. Se acepta
provisionalmente la «inteligencia previa», que en el proceso ulterior de
comprensión se somete a la aclaración crítica. El que entiende se encuentra
siempre en un mundo que se revela incluso en sus relaciones particulares. Si
en este horizonte abierto penetra una experiencia que no puede insertarse en
la perspectiva usual de la expectación, entonces la nueva experiencia
transforma el «prejuicio» ya existente y conduce a una apropiación de lo
extraño, así como a un enriquecimiento y ampliación de la experiencia
anterior («fusión del horizonte»). Este ineludible juego mutuo entre una
tradición operante y el movimiento del entender mismo es una relación que ya
no puede describirse con las categorías «subjetivo»-«objetivo». También la
caracterización formal de «círculo hermenéutico» (no se trata de un círculo
lógico-metódico) es causa de confusión, porque oculta lo esencial: el círculo,
mediante el reconocimiento de la finitud, deja libre una apertura en el
horizonte intelectivo, por la cual le puede llegar algo inicialmente «extraño»
desde el ámbito de la historia. Un acontecimiento semejante no se puede
explicar como acción de la subjetividad, pero tampoco sucede sin el sujeto
que entiende; lo cual se muestra también en que la verdadera intelección de
lo así recibido sólo se produce en la interpretación traducida al propio
lenguaje. Este «conocimiento de lo conocido» contiene un elemento de
reflexión (que jamás puede volver completamente sobre sí), y por eso no
puede interpretarse como una simple inmediatez. El medio universal de esta
h. en cuanto movimiento fundamental de la existencia histórico y finita es el -
> lenguaje, que: conserva, oculta y manifiesta la visión del mundo
sedimentada en él, así como otros precedentes y condicionamientos normales
del entender; hasta cierto punto transmite también fenómenos
aparentemente extralingüísticos (poder, intereses sociales, etc.), los cuales
dependen de la acción ético-política o de la esfera pública; y así puede ofrecer
formalmente el aspecto realmente universal de una hermenéutica.
El reproche de que, por la transformación de la h. Básica (que defendía la
objetividad del entender) en una h. de la existencia, se elimina de manera
subjetivista la peculiaridad del objeto hermenéutico (así E. Betti), confunde de
raíz la h. descrita, «pues la conciencia que actúa en la historia es
ineludiblemente más ser que conciencia» (Gadamer). Prácticamente los
esfuerzos y exigencias hermenéuticos de Gadamer y de Betti se aproximan
bastante, aun cuando Gadamer no quiera ofrecer ninguna metodología de las
ciencias del espíritu. W. Pannenberg y, en parte, J. Habermas tratan de
ampliar fundamentalmente el horizonte de la nueva h. con una anticipación
hipotética o teológica de una teología estructurada a modo de historia
universal, o con una filosofía de la historia teniendo en cuanta su contenido.
Las relaciones entre h. y teoría de la -> ciencia todavía no han sido objeto de
reflexión (K.O. Apel).

La creación de una h. parcial en las distintas disciplinas teológicas es tan


necesaria como la tarea hermenéutica de la teología en general. El horizonte
transcendental, o fenomenológico-hermenéutico, de las condiciones de
posibilidad del contenido dogmático, así como de su capacidad de hablar al
hombre, debe analizarse más explícitamente, a pesar del carácter «positivo» e
indeductible de la historia concreta de la salvación y de la Iglesia (carácter
que por otro lado, no ha de acentuarse excesivamente). Con vistas a un
encuentro entre la h. moderna y la teología católica, vamos a establecer
provisionalmente las siguientes directrices: 1 El empleo del concepto de h. no
puede retroceder hacia un estado anterior al de la actual h. filosófica, sino que
debe abordar críticamente las preguntas contenidas en ésta. 2.a Si el lenguaje
teológico debe atenerse a un «ser en sí» que limita, mantiene y supera el
universal movimiento y condicionamiento histórico en las cambiantes
interpretaciones del mundo, no puede asumir por las buenas la base de la
ontología posterior a Kant, aceptada en la h. moderna. No se puede resolver
la crisis de la metafísica con una retirada hacia la h. Psta, como única
ontología universal, es todavía una aporía o un mal sucedáneo de la
metafísica en estos tiempos. Si la h. se limita a recordar anteriores
interpretaciones del mundo - por más que lo haga de manera objetiva y
provechosa -, difícilmente podrá transmitir la exigencia absoluta del
cristianismo al presente real, y quedará cautiva en una concepción
retrospectiva de la historia meramente teórica y en definitiva historista, que
pasa por alto los importantes conocimientos y las tareas de la teología y la
filosofía actuales (-> apologética), perdiendo así su pretendido universalismo.
3.11 La interpretación de los textos bíblicos como pura expresión de la
concepción humana de la existencia, atenuando en el plano hermenéutico las
afirmaciones sobre Dios, el mundo y la historia (por estrecha que sea su
relación con la concepción de la existencia), significa una ilegítima reducción
antropológica de la «preinteligencia» bíblica e incluso de lo que Heidegger
entendía originalmente por «existencia» (interpretación -> existencial). 4.a La
h. no puede suplantar los contenidos afirmados en el mensaje cristiano por
(limitadas) categorías formales (como «decisión», «comunicación», «evento
de la palabra», etc.). La h. teológica tiene el índice de su capacidad de
maniobra en el análisis explícito del objeto incólume de la fe. 5 La h. puede
ser motivo de una responsable rehabilitación teológica de la tradición y la
autoridad de la Iglesia como necesarios elementos funcionales del
pensamiento creyente. A este respecto, la constante toma de conciencia de lo
que ha sido transmitido y la libre aceptación de la autoridad son presupuestos
necesarios del pensamiento «dogmático». 6.a Dentro de una h. teológica, la ->
«tradición», como horizonte hermenéutico envolvente, debe encontrar una
concreta determinación histórica con todos sus elementos constitutivos. 7 a
Manteniendo ineludiblemente la diversidad del método de trabajo en cada una
de las ciencias teológicas, la h. puede mostrar lo que precede a todo proceso
intelectivo de la subjetividad (incluso al proceso metódico de la ciencia), lo
que éste «omite» y «encubre». La pretensión de verdad que va inherente al
Evangelio y la inteligencia de la fe originariamente experimentada no pueden
quedar enajenadas en la ciencia, sino que deben articularse metódicamente.
La h. no se agota con la función científica de las tradicionales disciplinas
teológicas. 8.a Admitida la universalidad del problema hermenéutico, sigue en
pie la cuestión de si la h. actual proporciona realmente el terreno
universalmente válido para la comprensión de cualquier ser (incluyendo la
conducta y la realidad religiosas), y de si el lenguaje, como medio
hermenéutico universal, permite entender todo lo que de hecho se puede
entender. A este respecto, en el terreno teológico son indispensables piedras
de toque: las estructuras sacramentales, los milagros, la superación de la
palabra por el acontecer, el carácter definitivo de la verdad, que es interés
básico de la teología. En la discusión con estos y otros problemas, la tarea
hermenéutica de toda labor teológica representa actualmente una necesidad
que nunca podrá ponderarse suficientemente, pero su dificultad objetiva y en
lo relativo a la historia del espíritu tampoco puede infravalorarse.

Karl Lehmann

HERMENÉUTICA BÍBLICA

De la -> exégesis, que es la realización concreta de la interpretación hay que


distinguir la hermenéutica: «el arte de la interpretación». En sentido técnico la
expresión h.b. designa la investigación, fundamentación y formulación de los
principios y reglas válidas para la interpretación de la sagrada Escritura, la
doctrina o el método de la interpretación de la Escritura.

1. Historia de la hermenéutica bíblica

Ya los exegetas de la antigüedad eclesiástica se esforzaron desde Orígenes


por elaborar puntos de vista hermenéuticos (cf. A. BEA, LThK 2 II 435). En la
época moderna la reforma, el racionalismo de la ilustración y las ciencias
naturales y las del espíritu han dado nuevos impulsos a la h.b. Un
planteamiento nuevo de la problemática hermenéutica se debió a F.E.D.
Schleiermacher, que concibió la hermenéutica como arte de entender. Mirando
sobre todo a la radicación (resaltada particularmente por el ->
existencialismo) de la pregunta hermenéutica en la vida humana misma
(como lugar del entender), en nuestro siglo R. Bultmann ha planteado e
intentado resolver el problema hermenéutico con una intensidad sin par hasta
ahora (cf. la visión esquemática del desarrollo histórico en G. EBELING, RGG 3
III 242-262). La hermenéutica católica recibió fuertes impulsos gracias a las
grandes encíclicas bíblicas de León xiii, de Benedicto xv y principalmente de
Pío xix (1943: Divino af flante spiritu), cuyos puntos de vista en parte no se
han hecho operantes hasta estos últimos tiempos. Al extendido intento de
limitar los principios interpretativos de la encíclica Divino af flante spiritu al AT
se opuso la Instrucción sobre la verdad histórica de los evangelios, publicada
el año 1964 por la pontificia comisión bíblica y después, de modo más
general, la constitución dogmática De divina revelatione del concilio Vaticano
xx (Dei verbum). Ésta propuso, en el cap. xx principalmente, una nueva
formulación, altamente significativa, de la verdad de la sagrada Escritura (a
saber: sus libros enseñan «firmemente, con fidelidad y sin error la verdad que
Dios quiso consignar en las sagradas letras para nuestra salvación» (n .o 11)
y explicó con notable amplitud importantes principios hermenéuticos (número
12). La constitución sin duda da nuevos impulsos para el esclarecimiento de
cuestiones hermenéuticas todavía no solucionadas o discutidas aún en el
campo católico principalmente cuando acentúa que el esfuerzo de la ciencia
especializada ha de preparar y posibilitar el juicio maduro de la Iglesia (n°
12). Por esta determinación de la relación entre la exégesis y el magisterio se
reconoce implícitamente la importancia fundamental de la elaboración de una
hermenéutica adecuada a la Escritura.

II. Posibilidad y necesidad de la hermenéutica bíblica

La posibilidad y la necesidad de una h.b. nacen en realidad de la reflexión


sobre la posibilidad y necesidad de la interpretación de la sagrada Escritura.
«Puesto que Dios en la sagrada Escritura ha hablado a través de hombres y
en forma humana»; y, como la constitución Dei Verbum dice claramente,
puesto que estos hombres (a los cuales en anteriores documentos oficiales se
calificaba cautelosamente tan sólo de auctores instrumentales), a pesar de la
intervención divina, fueron «verdaderos autores» (ver¡ auctores); en
consecuencia los escritos de ambos Testamentos son creaciones lingüísticas
plenamente humanas. Lo que Dios quiso decir, lo expresó con palabras
humanas, de manera que el sentido pretendido por Dios es el mismo de la
palabra humana. El que la Escritura sea palabra de hombres históricos,
presupone necesariamente la vinculación de sus maneras de concebir, de
pensar y de hablar al lugar, al tiempo y a la persona del autor... De este
carácter de la Biblia como palabra humana se derivan - lo mismo que en todas
las producciones del lenguaje humano- tanto la posibilidad de una
reproducción intelectiva (puesto que la manifestación verbal en cuanto tal no
es algo en sí oscuro, sino que tiende a comunicar un sentido a producir una
intelección) la tarea o la necesidad de la interpretación.

III. Cometidos de tipo general

Mencionemos los siguientes: a) la mejor reconstrucción posible del texto


original (crítica textual), que ha de servir de base para la interpretación; b) la
filología bíblica y la historia del concepto, tanto en general como de cara a las
peculiaridades lingüísticas y estilísticas de un determinado período, o de un
autor concreto, o de una determinada obra; c) la arqueología, la topología, la
etnografía, la historia comparada de la cultura y de la -> religión, y, en
general, la historia del cambiante contorno (exterior y espiritual) de ambos
Testamentos y de sus escritos particulares; d) el esfuerzo por conocer al autor
de un escrito, su origen, su posición y formación y la situación especial desde
la que escribe y para la que escribe.

IV. Principios hermenéuticos fundamentales

Se derivan de la doble dimensión de la Biblia como palabra de Dios y como


palabra humana. En cuanto la palabra de Dios en la Biblia nos sale al
encuentro como lenguaje humano, objetivamente hemos de mencionar en
primer lugar aquellos principios que son válidos, aun prescindiendo de la
pretensión de la Escritura de ser palabra de Dios 2. Principios teológicos (1), y
en segundo lugar los principios que se desprenden de tal pretensión (2).

1. Principios generales

«Habiendo, pues, hablado Dios en la sagrada Escritura por hombres y a la


manera humana, para que el intérprete de la sagrada Escritura comprenda lo
que él quiso comunicarnos, debe investigar con atención qué pretendieron
expresar realmente los hagiógrafos y plugo a Dios manifestar con las palabras
de ellos.» Con esta frase sobre la explicación de la Escritura, la Constitución
dogmática (n .o 12) reconoce que la afirmación pretendida por el hagiógrafo
es la que expresa el sentido literal (cuyo alcance no siempre coincide con la
significación inmediata de los vocablos), y señala como principio fundamental
y general de la h.b. la búsqueda de la intención de los enunciados y, con ello,
de la afirmación que un texto hace en cada caso. A la vez menciona tres
medios principales para descubrir la intención de la afirmación de un escrito
bíblico en general y en particular: a) investigar y tener en cuenta la forma de
pensamiento y de expresión condicionada en general por el mundo
circundante (mencionemos, p.ej., estas tres unidades lingüísticas e
intelectuales: la hebrea, la greco-helenista y la judeo-helenista); b) la
investigación del género literario, debiendo advertirse que la aclaración
añadida: «Puesto que la verdad se propone y se expresa ya de maneras
diversas en los textos históricos de diferente modo (in textibus vario modo
históricos), o proféticos, o poéticos, o en otras formas de hablar», deja abierta
la cuestión sobre el número y la modalidad de los géneros y formas ya
descubiertos o que todavía puedan descubrirse, y resaltar la variabilidad del
concepto de historia que haya de usarse; c) investigar y tener en cuenta la
situación desde la cual y para la cual escribe el hagiógrafo. Además de tomar
en consideración: d) el procedimiento, denominado círculo hermenéutico, por
el cual de las afirmaciones particulares y fácilmente comprensibles se saca
una imagen conjunta y a partir de ella se intenta a su vez esclarecer lugares
especialmente difíciles. Esto tiene validez tanto para la explicación de cada
escrito particular y de grupos de escritos, como para la interpretación de la
Biblia en general.

El hecho confirmado por la Iglesia de que los escritos de ambos Testamentos,


en virtud de la -> inspiración son -> palabra de Dios y testimonio normativos
de la -> revelación de Dios que ha llegado a su fin en Jesucristo,
tradicionalmente ha dado origen a tres principios hermenéuticos que, desde el
punto de vista de su fundamentación, pueden valer como principios
«teológicos», y que también ha mencionado expresamente la constitución Dei
Verbum. A saber, se debe tener en cuenta: a) la -> tradición viva de la Iglesia
universal; b) la -> Escritura como magnitud unitaria; c) la -> analogía de la fe
(n° 12). El reconocimiento del valor regulativo de la tradición viva de la
Iglesia universal se funda históricamente en que por un lado, cada libro surgió
del seno de la Iglesia con miras al servicio de la predicación actual, y, por
otro, la fijación definitiva del -> canon de ambos testamentos, entendido
como norma non normanda, es una función de esta Iglesia viva, en la cual,
según el NT, por el -> Espíritu Santo actúa el Cristo glorificado como fuerza
de la automanifestación de Dios. La importancia heurística de la tradición viva
de la Iglesia no puede valorarse ni utilizarse excesivamente en su aspecto
positivo. Cuando en casos particulares se recurre a «la unidad de toda la
Escritura» (explicación de una afirmación o de un escrito particular por el
contexto bíblico total; ante todo teniendo en cuenta los textos paralelos, sobre
todo en los libros más tardíos) y a la «analogía de la fe» (explicación de un
lugar por la armonía interna de toda la revelación propuesta por la Iglesia)
como medio para hallar el sentido de un texto; a fin de evitar concordancias
forzadas hay que tomar en consideración, además de la intención del
enunciado -que debe deducirse del contexto próximo y del remoto-, el estadio
de la revelación al que pertenece el texto en cuestión (EnchB 109).

En cuanto la sagrada Escritura es testimonio del Dios que ofrece su alianza y


de su voluntad salvífica y santificadora que se ha revelado definitivamente en
Cristo, y en cuanto en la historicidad de la -> existencia el entender y el
decidir están en interdependencia mutua, la interpretación sólo puede
alcanzar su fin si al más adecuado método histórico y científico se añade una
fundamental actitud personal y existencial del exegeta, a saber, la disposición
a hacerse «discípulo» a la vez que «historiador» (L. Bakker), a ver en su
significación «histórica» la acción y la palabra de Dios atestiguadas en la
Escritura, a entenderlas como un suceso que le afecta a él mismo, que le
promete y llena, que lo agracia y juzga. Sólo cuando el exegeta se acerca a la
Escritura con esa postura, se cumple la más sublime exigencia de la
hermenéutica.

V. Un principio hermenéutico unitario

La pregunta de qué es (o no es) la «fe» en sentido bíblico, y especialmente e n


sentido neotestamentario, así como la cuestión (relacionada con la anterior)
de la «preinteligencia», son temas que en el marco del debate en torno a la -
> desmitización han pasado decididamente al centro de la discusión. Tal como
hoy se reconoce en general, en lo relativo a los textos históricos no se dan un
preguntar y un entender plenamente libres de prejuicios, pues también el
intérprete moderno procede de una concreta situación histórica y lleva
siempre consigo una preinteligencia innata y adquirida (de tipo filosófico,
teológico, etcétera), una subjetividad determinada, a base de la cual investiga
las fuentes e intenta adquirir una comprensión total de los fenómenos
atestiguados por la Biblia. Si por «preinteligencia» (o «prejuicio») se
entienden determinados esquemas particulares o totales que se llevan
consigo, determinados juicios y opiniones previas, el exegeta debe estar
dispuesto a que los textos los pongan en duda, o los confirmen, o los corrijan,
en cuanto estos textos dan una información segura, o al menos fundada.
Además de esto hay que conceder, especialmente a R. Bultmann: a) que cada
interpretación está soportada necesariamente por una cierta preinteligencia
del asunto estudiado, a saber, por la previa «relación vital con la cosa»
expresada en el texto (Glaube und Verstehen ii 227); b) que esta
preinteligencia, necesaria también para la interpretación de la Escritura, se da
en el preguntar acerca de Dios que mueve la vida humana, y que en la
conciencia de cada hombre particular puede tomar distintas formas, p. ej.,
pregunta sobre la salvación y el sentido del mundo y de la historia, sobre la
salvación ante la muerte y la seguridad ante el destino cambiante, sobre el
destino y la finalidad de la existencia de cada

uno; c) que la pregunta por la concepción de la existencia humana (y de su


realización) que se manifiesta en el mensaje neotestamentario de Cristo es
una cuestión legítimamente hermenéutica, y que, por consiguiente, la
Escritura debe interpretarse existencialmente (interpretación -> existencial).
El pensamiento de que los hombres conocen y aprehenden la revelación divina
como la consumación gratuita de su aspiración más profunda, corresponde a
lo que antes hemos llamado «más sublime exigencia» de la h.b. Pero resulta
muy problemática la exigencia hermenéutica de que el mensaje de Cristo
expresado «mitológicamente», sea interrogado y esclarecido exclusivamente a
base de una inteligencia compatible con la concepción que el hombre actual
tiene de sí mismo y de la realidad (concepción que se identificaría con la de
las ciencias naturales). Con todo, es innegable que todavía espera una
solución el problema planteado por las diversas explicaciones de la revelación
de Cristo que aparecen en el NT, en las cuales de ningún modo se da una
armónica unidad sistemática. ¿Se puede hallar un principio hermenéutico que
permita ponderar la auténtica transcendencia de cada una de las afirmaciones
bíblicas, las cuales usan concepciones y formas de expresión ligadas al tiempo
y están condicionadas por la situación, es decir, por determinadas
necesidades pastorales? Y la reciente discusión también nos plantea la
cuestión, hermenéuticamente importante, de qué significa «revelación» o
«acción» o «palabra» de Dios, y de cómo puede producirse y se produjo en
concreto la automanifestación de Dios.

IV. El problema hermenéutico del AT

Tanto el postulado hermenéutico de Bultmann, para quien la historia judía del


AT «en su contradicción interna, en su fracaso» es una profecía, como el
esfuerzo, quizás más general todavía, de comprender la importancia teológica
de la exégesis históricocrítica (fundamentalmente afirmada), suscitaron una
intensa reflexión sobre el problema hermenéutico del AT. Aquí se trata ante
todo de la relación entre los dos testamentos, de decidir si, hasta qué punto y
en qué sentido para la interpretación del AT es hermenéuticamente legítima
una preinteligencia cristiana. Prescindiendo del extremo de una nivelación de
ambos testamentos, en el campo protestante actúan ante todo dos
tendencias. Por un lado, los que exigen (partiendo de la acentuación de la
discrepancia entre ambos testamentos) que el AT sea comprendido según la
inteligencia que él tiene de sí mismo en su tiempo, la cual no se legitima por
el NT, y que sea introducido en el entender evangélico como un poder que
afecta a nuestra existencia (p. ej., P. Baumgärtel; en forma distinta F.
Mildenberger). Por otro lado, la dirección que se basa en el pensamiento de la
unidad del testimonio bíblico y de una significación «prefigurativa» de los
sucesos veterotestamentarios. En ella, con acentuaciones distintas, se
defiende una moderada interpretación «tipológica» (entre otros G. v. Rad; W.
Eichrodt; H.W. Wolff), la cual queda fundamentada hermenéuticamente de
diversos modos, y a veces es considerada como imposible de regular
hermenéuticamente defiende una línea intermedia F. Hesse; cf. el volumen de
C. Westermann).

También la exégesis católica más reciente parece ver el «problema


hermenéutico más inquietante con relación al AT» en la tensión entre la
interpretación «histórica» y la «cristiana». «Hemos de interpretar
históricamente, pues, por honradez intelectual, debemos buscar lo significado
originariamente. Y hemos de interpretar cristianamente, pues en la Biblia se
trata para nosotros de la palabra de Dios» (N. Lohfink). Se intenta una
síntesis ante todo por la doctrina del «sentido pleno» (sensus plenior), según
la cual en el sentido literal, por encima de lo conocido y conscientemente
querido por el autor (o según otros, por lo menos presentido), hay una
plenitud de sentido pretendida por Dios que rebasa el contenido literal. Su
existencia es defendida hasta hoy (D.P. de Ambroggi; R.E. Brown; P. Benoit;
P. Grelot), pero también es discutida (R. Bierberg; G. Courtade; J. Schmid; B.
Vawter). Aun reconociendo en principio la posibilidad del sentido pleno (así
como la del parecido sentido «típico»), se presenta problemática sobre todo la
respuesta a la pregunta acerca de los criterios hermenéuticos fundados
practicables por los que pueda establecerse en concreto el sentido pleno de
los diversos textos particulares del AT. El problema se agudiza por el hecho de
que los métodos exegéticos de los hagiógrafos neotestamentarios,
condicionados por el tiempo, y sus diversas exégesis cristianas de ciertos
pasajes (mera ilustración, auténtica demostración por una profecía) con
frecuencia contradicen a las exigencias obvias de la exégesis histórica, de
modo que no se consigue armonizar las citas o las demostraciones
escriturísticas del NT con el sentido literal histórico-filológico de los textos
correspondientes del AT. En ciertas citas se puede conceder «que el sentido
de las palabras intentado por los autores del AT o por Dios mismo está ya en
la línea de su sentido pleno cristiano» (J. SCHMID, 173); pero con frecuencia
los hagiógrafos del NT dan a los textos del AT un sentido distinto (incluso
opuesto) del pretendido por los autores veterotestamentarios, les dan un
sentido al que no conduce ninguna línea desde el «sentido literal» del AT. En
el intento de encontrar una síntesis sin juicios arbitrarios entre la
interpretación histórica y la cristiana (p. ej., H. Gross: correspondencia y
superación como propiedades esenciales del principio bíblico «promesa-
cumplimiento»; N. Lohfink: interpretación cristiana con la historia plena de la
tradición, que abarca la interpretación del NT), junto con la acentuación de la
orientación hacia Cristo inherente al testimonio de la Escritura y al acontecer
veterotestamentario de la revelación, deberá tenerse en cuenta sobre todo el
carácter auténticamente histórico de la revelación en general y de la que
empieza con la acción de Jesús en particular, y habrá que librarse de la idea
insostenible de que la revelación en Jesús se puede contender como el
cumplimiento rectilíneo de un diseño (preparado en el AT o que mediante
combinaciones pueda deducirse de él) en que se hallaran anticipados la
persona, el camino y la obra del revelador escatológico. La cuestión de un
adecuado principio unitario para la interpretación del AT y del NT, así como de
todo el canon, está esperando todavía un esclarecimiento ulterior.

Anton Vögtle
HIGIENE MENTAL

Con su definición de la «dietética del alma» como la «teoría sobre los medios
con que se guarda la salud del alma misma» (Zur Diätetik der Seele [W
18381), E. Frh. v. Feuchtersleben marcó la importancia y necesidad de cuidar
y mantener sano no sólo el cuerpo, sino también el alma. Lo que, actualmente
entendemos por h.m. o cuidado de la salud psíquica, coincide completamente
en su finalidad con esta definición.

Como movimiento moderno la h.m. fue creada en los Estados Unidos el año
1908 por obra de C.W. Beers (A Mind that found itself [Lo 19081). El iniciador
llamó la atención del público sobre la situación en los manicomios (que él
conocía por sus propios ojos) y exigió su mejora, así como medidas que
evitaran la aparición de perturbaciones psíquicas. Después de retrocesos
durante las dos guerras mundiales, la idea se difundió a partir de 1945.
Promovida por J.R. Rees, se fundó la World Federation f or Mental Health
(organización internacional para la salud mental); en la mayoría de los
Estados existen ramas nacionales de la organización, que se dedican a la
aplicación práctica de la higiene mental.

La h.m. tiene por objeto, de una parte, combatir con la máxima eficacia las
perturbaciones psíquicas ya existentes y, de otra, actuar profilácticamente
(prevenir es mejor que curar). Si se quiere practicar la h.m. en este doble
sentido, es indispensable: a) tener en cuenta los modernos conocimientos
científicos sobre el origen y el desarrollo ulterior de las enfermedades
psíquicas; b) fundar cada vez más instituciones que apliquen estos
conocimientos para bien del individuo y de la población. Esta aplicación
práctica comprende dos grandes campos de tarea:

1. El cuidado de los enfermos mentales. Según la concepción actual, la causa


de las enfermedades mentales ha de buscarse, de un lado, en factores
hereditarios y, de otro lado, en trastornos orgánicos (p. ej., perturbaciones del
metabolismo). Además, las conmociones y los conflictos psíquicos ejercen una
influencia decisiva tanto en la aparición como en el curso de las enfermedades
mentales. Para la psiquiatría moderna, los enfermos mentales deben ser
tratados como cualesquiera otros enfermos en lo relativo a su alojamiento y a
la prognosis de los métodos. Sin embargo, la postura de la mayoría se queda
muy atrás respecto de este postulado; para ella, el enfermo mental es hombre
de segunda clase, está marcado como el antiguo paciente de una clínica o un
instituto psiquiátrico. Aun en el caso de que se logre sanar al paciente por
medio de la terapia moderna (cosa que es cada vez más posible), a menudo
es sumamente difícil protegerlo contra la actitud desamorada y hasta hostil
del ambiente. Como consecuencia de este comportamiento sin comprensión,
se dan recaídas de suyo evitables.

El principio de toda la medicina de que, cuanto antes se inicia el tratamiento


de una enfermedad, tanto mayores son las perspectivas de curación, también
tiene validez en la psiquiatría; por eso, el pronto tratamiento es una
necesidad para el paciente. El miedo del enfermo, y de quienes lo rodean, al
psiquiatra y a la psiquiatría, conduce frecuentemente a dilatar el comienzo del
tratamiento, lo cual tiene'fatales consecuencias. Combatir ese prejuicio contra
la psiquiatría es una de las tareas capitales de la h.m. práctica.

2. El tratamiento de personas que no son propiamente enfermos mentales,


pero se apartan psíquicamente «de la norma». En este contexto hay que
combatir resueltamente el prejuicio de que el psiquiatra se incline a considerar
a todo el mundo como psíquicamente anormal. El juicio en este punto debe
tener exclusivamente lugar de acuerdo con el comportamiento de una
persona; sólo cuando alguien se convierte en problema para sí mismo o para
la comunidad, existe motivo para un tratamiento psiquiátrico. Por desgracia,
el número de tales casos, sobre todo de neuróticos o psicópatas, aumenta hoy
más y más, de suerte que las tareas de la h.m. son cada vez mayores.

En lo que sigue, esbozamos brevemente los campos de trabajo más


importantes para la higiene mental.

a) En la manía alcohólica, el alcohol no se emplea como bebida, sino a manera


de «medicamento», para superar una constitución psíquica patológica (p. ej.,
angustia, inhibición o timidez, depresión, etc.). El efecto apetecido sólo dura
breve tiempo y encubre el estado general; así se produce la tendencia a echar
mano una y otra vez del remedio y elevar la dosis; con ello se dan todos los
criterios de la manía. La enfermedad, que en sus comienzos se califica de
abuso del alcohol y produce daños corporales irreparables (sobre todo en el
cerebro), pasa finalmente al alcoholismo crónico. Estas personas que se
arruinan por completo corporal, social y psíquicamente, abandonan cada vez
más el deseo de curarse, que todavía existe al principio. Desde el punto de
vista de la h.m., este problema no debe considerarse únicamente con criterios
morales, pues se trata aquí de enfermos a los que a todo trance hay que
ayudar médica y socialmente. La manía alcohólica, si se prescinde de raros
«bebedores habituales», sólo se produce a base de una perturbación psíquica
que ya no existe. A partir de los enfermos mentales propiamente dichos, que
constituyen un porcentaje relativamente escaso, se trata de psicópatas, que
no pueden resistir la tensión interna que se produce en ellos por la
confrontación con la realidad (principio de la realidad), y de neuróticos, que
utilizan el alcohol como remedio contra su tendencia inconsciente a
atormentarse a sí mismos. Por donde se ve que el tratamiento del alcoholismo
no consistirá únicamente en una cura de abstención, absolutamente
necesaria, sino que habrá de incluir también un tratamiento psicoterapéutico.
Las instituciones para combatir la enfermedad del alcohol son tanto más
necesarias por el hecho de que, en los últimos tiempos, el número de
alcohólicos (cada vez más también entre mujeres y jóvenes) aumenta de
manera aterradora.

b) Si, con H. Menninger, el alcoholismo puede definirse como una especie de


suicidio crónico, esta definición apunta a un segundo problema sumamente
importante de la h.m.: el suicidio. Diariamente mueren en el mundo más de
mil hombres por suicidio, y el número de suicidios frustrados es cuatro veces
más alto. No hay país alguno que no esté afectado por este fenómeno, y
apenas hay hombres que no tengan que debatirse con él. La opinión pública
debería dedicar a este hecho inquietante la atención debida y hacer todo lo
posible para evitar los suicidios. Aun cuando en los últimos decenios se ha
fundado la «unión internacional para la profilaxis contra el suicidio», que se ha
convertido en organización a escala mundial, la mayoría, a pesar de muchos
ensayos de ilustración, se muestran indiferentes ante este problema. Están
muy difundidos - aunque hayan sido refutados ya con creces por la ciencia -
los prejuicios de que, p. ej., personas que quieren cometer el suicidio, no lo
anuncian de antemano; aquellas, empero, que hablan de suicidio, no lo
cometen nunca; se desconoce generalmente que precisamente la psiquiatría y
la psicología profunda han logrado penetrar esencialmente en los factores
psicopatológicos que impulsan al suicidio. Desde este punto de vista parece
imposible actualmente calificar el suicidio de «muerte libre» o desentenderse
de él como «asunto privado». Tampoco se conoce apenas el hecho de que una
gran parte de aquellas enfermedades psíquicas que arrastran al suicidio son
curables, y el de que la mayoría de los curados agradecen más tarde el que se
les haya salvado la vida. El suicidio es una acción contra el instinto de
conservación, que es el más fuerte de los instintos del hombre. El que trabaje
en la profilaxis contra el suicidio, hallará consecuentemente en todo el que
esté en peligro, por lo menos, en parte, un aliado de su trabajo. A base de las
experiencias en las distintas partes del mundo, cabe ya decir algo sobre el
camino o método que debe seguir la prevención práctica contra el suicidio.
Este camino va desde aquellas instituciones que están exclusivamente al
servicio de la prevención contra el suicidio (Suicide prevention Centers,
centros de desintoxicación), pasa por las que sólo parcialmente se ocupan de
ello (clínicas psiquiátricas, servicios telefónicos, organismos de asesoramiento,
instituciones de previsión), por determinados grupos profesionales cada vez
más amplios (sobre todo médicos, profesores, pastores de almas, policías) y,
finalmente, a través de todo el que siente responsabilidad por su prójimo,
abarca a la mayoría. El suicidio, como hecho en gran parte patológico, no
debe ser ni glorificado ni condenado; la obligación es, más bien, prestar toda
clase de ayuda al que está en peligro de cometerlo. Si P. Valéry dice que para
el suicida toda compañía significa una mera ausencia, con ello se expresa la
gran afinidad del interno aislamiento psíquico con el suicidio, pero se pone a la
vez de manifiesto que la mejor profilaxis contra él consistirá en la presencia
de personas solícitas, que luego, naturalmente, han de trabajar unidas con los
correspondientes facultativos (psiquiatras, psicoterapeutas, etc.). Según E.
Stengel, la elevación del porcentaje de suicidios ofrece un índice esencial de la
situación de la h.m en cada país. Si esta afirmación es verdadera, de ella cabe
sacar la conclusión de que la intensidad de los esfuerzos relativos a la h.m. en
un país puede también determinarse por la medida en que allí se haga algo
para evitar el suicidio, y por el apoyo que presta el público a estos esfuerzos.

c) Hoy día se entiende como una forma particular de destrucción propia la


tendencia a la criminalidad. Sin ver por principio un enfermo psíquico en cada
criminal, si se considera más despacio este problema, hay que reconocer
cómo muchos hombres que por su insociabilidad están en conflicto con la
comunidad, se hacen criminales por razón de su deficiente estructura
psíquica. En estos casos, el castigo no bastará por sí solo para evitar una
recaída, sino que tendrá que completarse con un tratamiento psíquico
facultativo ya durante la prisión, y también con un nuevo tratamiento
adecuado, consistente sobre todo en una asistencia solícita, en el momento
sumamente difícil en que el delincuente vuelva de nuevo a la vida normal.
d) Todas las personas que se encuentran en situaciones psíquicamente
difíciles (como, p. ej., perseguidos políticos, fugitivos), en necesidad social, en
conflictos matrimoniales, o que sienten crónicamente dolores corporales, etc.,
deberían ser igualmente objeto de especiales esfuerzos en el campo de la
h.m. Afortunadamente, hay cada vez más instituciones y organismos de
asesoramiento que se ocupan de tales casos y se esfuerzan por contribuir a
una solución de los conflictos o, al menos, a un alivio de los estados o
situaciones de crisis.

e) Durante los últimos decenios, en casi todos los países de Europa se ha


modificado la estructura de la población por edades, en el sentido de que la
pirámide de la edad se ha desplazado en favor de la vejez. La medicina
contribuye a que muchos alcancen una edad avanzada. Pero ese hecho
plantea el problema de si por parte de la mayoría se hace también bastante
para que esta vida prolongada le resulte al anciano realmente digna de ser
vivida. A pesar de todos los «progresos», la «situación existencial» del
anciano todavía es muy difícil. El anciano se ve amenazado por la pérdida de
su actividad predilecta y, con ello, frecuentemente también por la pérdida de
aquello que era la base de su propia estima; debe temer la decadencia
corporal y espiritual, siendo de notar que en la vejez toda enfemedad anuncia
por lo general la transición a un sufrimiento crónico; y se enfrenta con un
aislamiento exterior e interior cada vez más general. En esta situación el
anciano anhela, como se comprende, un cuidado que vaya más allá de los
medios de subsistencia. Si se mira en conjunto todo lo que hoy día se hace en
favor de los viejos, no puede evitarse la impresión de que se trata únicamente
de medidas tomadas de manera vacilante y a medias.

En tales circunstancias, no es de maravillar que el anciano no pueda


adaptarse psicológicamente a la situación fisiológica. Como consecuencia de
ello, se llega a rechazar la vejez, a exasperarse, a sentirse ajeno al mundo
(incapacidad de comprender la actualidad), a depresiones e incluso al hastío
de la vida. Es tarea urgente de la h.m. buscar ayuda por una serie de medidas
que cabe indicar: oportuna preparación psíquica al retiro o jubilación y a todos
los otros desplazamientos condicionados por la edad; suficiente atención
médica, social y humana; fomento de distracciones o pasatiempos;
construcción de residencias de ancianos; búsqueda de adecuadas tareas de
responsabilidad para los ancianos.

f) También el trabajo y la recreacion presentan aspectos importantes para la


h.m. El clima psíquico que reine en una comunidad de trabajo, puede ser
decisivo para el bienestar de todos sus miembros. Por eso, todos los
superiores o dirigentes deben estar informados y psicológicamente
adiestrados sobre los problemas de la h.m. (en los EE.UU. se dan ya cursos
con este objeto); en las industrias mayores debería establecerse un servicio
propio de asistencia en el campo de la h.m. Hay también una h.m. de las
profesiones particulares, en cuanto toda profesión lleva consigo específicos
lastres psíquicos y peligros de desviación psicológica, los cuales deben tenerse
en cuenta tanto en en la elección de profesión (aptitud), como en el ejercicio
mismo de la profesión. También el tiempo libre se convierte cada vez más en
problema de h.m., puesto que es empleado preferentemente para distraerse
mediante tensiones de diversa especie, en lugar de volver sobre sí mismo y
lograr así una distensión o un relajamiento.
g) Acaso la tarea más importante en este ámbito seguirá siendo el procurar
que los niños crezcan en las mejores condiciones posibles de h.m. En los seis
primeros años de vida, de los que el adulto apenas puede acordarse, se ponen
las bases de la personalidad posterior, de los modos de comportamiento y del
carácter. Bastantes cosas que no hace mucho tiempo se consideraban
hereditarias, con reconocidas ahora como producto de la evolución de falsos
modelos de conducta. Los padres se convierten para el niño en modelo a
imitar, y de esta manera pueden transmitirse ciertas conductas falsas de
generación en generación y producirse graves trastornos psíquicos, sobre todo
neurosis. Desgraciadamente hay personas que, a consecuencia de su propio
defecto (que puede ser resultado de una enfermedad psíquica, pero también
de una posición egocéntrica), influyen psíquicamente sobre sus hijos de
manera negativa («psicotoxina»). Si queremos, pues, cultivar una h.m. eficaz,
hemos de ir a la raíz, que es la familia. Una vida según la ley moral
representa uno de los presupuestos esenciales para que los niños puedan
crecer en condiciones psíquicamente sanas. Contra la opinión de muchos
adultos, también el niño está en situación de vivir cosas realmente decisivas,
porque «el niño no sólo se hará un hombre, sino que es ya un hombre» (J.
Korczak).

Erwin Ringel

HILEMORFISMO

1. El h. se encuentra de una manera auténticamente característica tan sólo en


la filosofía aristotélico-escolástica. Intenta responder a la pregunta por la
esencia del mundo. Según este sistema, todo cuerpo consta en su totalidad de
dos componentes esenciales, la -> materia (úarl) y la forma ( µopp- ), que,
naturalmente, en la cosa concreta están unidas constituyendo un todo. Por
consiguiente, el h. se dirige contra toda especie de atomismo y de ->
monismo dinámico, que establecen una única razón esencial de las cosas, y
contra cierto -> dualismo, que admite en los seres vivos y especialmente en
el hombre dos substancias, las cuales, si bien están unidas por la acción
mutua de ambas, sin embargo, son independientes.

2. Historia. El h. constituye una parte esencial de la doctrina aristótelica sobre


el ser; en efecto, se desprende inmediatamente de la doctrina del acto y de la
potencia. A raíz de observaciones cotidianas, Aristóteles llega a esa visión de
la unidad de las cosas en medio de un doble elemento. A cada paso podemos
observar transformaciones: p. ej., en el terreno del arte, un bloque de mármol
se transforma en una estatua; en el terreno de la naturaleza, el agua se
convierte en «aire». Pero, como tales transformaciones, no son una creación,
completamente nueva, o una aniquilación, pues, evidentemente, siempre hay
en ellas algo que existe previamente o que permanece; consecuentemente, en
todo cambio debe haber un substrato común a las cosas que se mantiene
permanentemente. Esta materia prima es en sí misma completamente
indeterminada y sólo recibe su determinación por la forma correspondiente y
la causa configurante, que la hacen ser este o aquel cuerpo. Aristóteles llega a
la misma conclusión a base de una reflexión sobre el juicio. Siempre se
predica alguna cosa de algo. Y también aquí todas las afirmaciones deben
tener como fundamento un último substrato, completamente indeterminado,
que en sí mismo es pura indeterminación, pero se halla en potencia respecto
de todas las posibles determinaciones (formas).

La escolástica de la edad media acogió esta concepción y la elaboró


sistemáticamente. De todos modos el acento quedó desplazado desde el plano
más inmediato de la experiencia cotidiana en Aristóteles hacia la esfera de
una especulación metafísica. Como ya en Aristóteles mismo el concepto de
materia y de forma no estaba claro, pronto surgieron diferentes concepciones
opuestas. Sobre todo en la consideración de los seres vivos, en la cuestión de
la -- entelequia y del -a mal, surgieron serias dificultades. Mientras que Tomás
y el -> tomismo se aferraron estrictamente a la materia prima como pura
indeterminación y potencialidad, Duns Escoto y Suárez consideraron que en la
materia hay ya cierta actualidad, la cual, naturalmente, necesita de ulteriores
determinaciones. Por esa razón Tomás exigía una única forma esencial, de la
que proviene toda actualidad y determinación esencial; en cambio, los otros
autores admitían una pluralidad de formas substanciales en los seres vivos. En
la filosofía de la era moderna, que se caracteriza por la subjetividad, el h. no
atrajo expresamente la atención. Por vez primera en la filosofía de nuestro
siglo se vuelve a buscar una concepción nueva, pues el -a materialismo
dialéctico y la -> evolución plantean con toda crudeza el problema de la
relación entre materia y conciencia. Merece mencionarse en esta cuestión la
opinión de Teilhard de Chardin: Todo «corpúsculo» tiene dos aspectos, el de la
complejidad como dimensión externa («materia») y la dimensión interna de la
centralización («conciencia»). El aspecto interno, que corresponde de algún
modo a la «forma» clásica, «emerge» cada vez más en el curso de la
evolución.

En la teología el h. (a partir del siglo xii aproximadamente) se empleó para


una explicación más exacta de los datos teológicos, pues la teología medieval
se encontraba muy intensamente bajo la influencia de la filosofía escolástica
(-a transubstanciación, doctrina de la -a gracia, relación entre -4 cuerpo y
alma). En la teología de los -> sacramentos el signo sacramental se definía
explícitamente a base del h. Así, el elemento material (agua, pan, aceite) y el
gesto ritual como «materia» llegan a constituir la plenitud del signo
sacramental por la «forma», consistente en las palabras, que configura y dan
sentido a la materia.

3. Juicio crítico. El moderno pensamiento histórico encuentra considerables


dificultades en la concepción notablemente estática de la realidad propia del
h. La terminología misma parece ya ilegítima, pues los conceptos aristotélicos,
que en su ámbito limitado son válidos, se trasladan sin reparo alguno a otros
terrenos. Tratándose de una estatua se puede distinguir entre materia y
forma, pero en otros terrenos esa distinción no hace más que crear confusión.
En efecto, la materia deja de entenderse metafísicamente y recibe un sentido
empírico («último substrato»), como en el lenguaje corriente y en el de la
ciencia. Y el término «forma» parece presentar una estructura del mundo con
unas substancias claramente separadas entre sí, creando así un modelo de
realidad en el que no se ve la posibilidad de la evolución ni de la fusión
dinámica entre los objetos del mundo. Pero, a pesar de la crítica justificada
por parte del pensamiento moderno, el propósito objetivo del h. todavía
ofrece algo positivo. En él late la cuestión acerca de las condiciones de
posibilidad del ente finito, del espíritu finito. Según el h. estos entes no son
«simples», sino «compuestos», activos y pasivos a la vez. Esta composición
se manifiesta con toda claridad en nuestra actuación humana. En ella
aparecen siempre dos aspectos: allí se trata de mi acción y, sin embargo, de
una acción que va necesariamente hacia otro. Esta -->identidad, que a la vez
significa no identidad, se encuentra en todos los actos, incluso en los más
íntimos. El hombre necesita este salir de sí, esta autoalienación, para poder
expresarse como hombre, es decir, para poder realizar su esencia. Un mero
retirarse hacia sí mismo llevaría al vacío, a la pérdida de sí mismo. Así, pues,
la esencia del hombre implica la dependencia de otro y la determinación por
él, bien sea en el plano biológico-vegetativo, o bien en el psíquico y racional.
Por tanto debe darse algo que haga posible este salir o exteriorizarse. Ahora
bien, como en la exteriorización el hombre es determinado por otra cosa y se
deja determinar por ella, este -> principio sólo puede ser receptivo, potencial:
la materialidad como posibilidad de estar en otro. En el hombre esta
materialidad se expresa en su estructura sensitivo-corporal, que es la
necesaria condición de su actuación en general. El acento predominante de la
corporalidad recae sobre la pasividad, sobre el tomar y recibir «lo de fuera».
Sin embargo, el hombre jamás se pierde completamente en el otro, pues él se
identifica con su acción. Es cierto que está en lo otro, pero se halla allí
estando a la vez en sí. Incluso los actos de los sentidos, que a primera vista
parecen completamente receptivos, son conscientes, es decir, en ellos el
hombre vuelve sobre sí mismo. Este es el aspecto del concentrarse o del estar
en sí. Aquí el hombre es activo, determinante, espontáneo. Este principio
constituye hasta cierto punto el elemento que da forma, que penetra
profundamente y configura toda acción (pensamiento, querer, trabajar... ). El
«estar fuera de sí» de cada una de las actividades vuelve hacia el centro del
yo consciente. El hombre es indisolublemente ambas cosas: determinabilidad
receptora por la acción de lo que está fuera y un determinarse a sí mismo
desde dentro. El hombre se comunica a sí mismo como espíritu en cuanto se
expresa en la acción exterior y perceptible, para volver hacia sí mismo a
través de esta autoalienación (y sólo a través de ella). La «materialidad», en
cuanto «el estar fuera de sí» del hombre, y el espíritu o la «forma», en cuanto
su estar en sí, constituyen una unidad polar; un polo no puede reducirse al
otro, es decir, ambos polos son igualmente originarios, pues siempre nos
encontramos a nosotros mismos como cuerpo-espíritu. A pesar del carácter
igualmente originario se puede establecer una prioridad de rango: el espíritu
en cuanto determinante sella la materialidad en cuanto determinable; la
sensibilidad en cuanto autocomunicación del espíritu está penetrada de alguna
manera por la forma de la conciencia. Sin embargo no se puede pasar por alto
que precisamente el carácter receptivo de la sensibilidad exige una mediación
del espíritu humano a través de la materialidad, que así, en cuanto principio
constitutivo del hombre, hace que la conciencia sea precisamente humana,
finita, es decir, no puramente espontánea y creadora, como puro estar en sí,
sino espontaneidad receptiva, como un estar en sí mediante lo otro.

Si aplicamos a las demás cosas estas reflexiones que resultan de la


experiencia inmediata de la acción humana, encontramos cierto paralelismo
en el ámbito de los seres vivos. De todos modos, el principio determinante, la
forma, disminuye según vamos descendiendo, hasta que en las cosas
anorgánicas se pierde totalmente en lo otro; allí el estar en sí se limita a la
diferencia de lo otro, diferencia que ya no se interioriza en una mismidad.
Como objetos de la acción humana, también las cosas distintas del hombre
tienen que tener una estructura hilemórfica.

BIBLIOGRAFÍA: Aristóteles, Physik 1 7 ss; Metaphysik VII 3, XII 1-5; Tomás


de Aquino, Comentario a los Físicos 1 12-15; Comentario a los Metafísicos VII
2, XII 1-4; J. de Vries, Zur aristotelisch-scholastischen Problematik von
Materie und Form: Scholastik 32 (1957) 161-185; K. Rahner, Espíritu en el
mundo (Herder Ba 1963); E. Coreth, Metafísica (Ariel Ba 1964); A. Rebollo,
Abstracto y concreto en la filosofía de Sto. Tomás. Estructura metafísica de los
cuerpos y su conocimiento intelectivo. (Burgos 1955); J. Echarri, Autocrítica
histórica del hilemorfismo: Pens. 8 (1952) 147-186; J. Hellin, Sistema
hilemórfico y ciencias modernas: Pens. 12 (1956) 53-64.

Herbert Scheit

HISTORIA E HISTORICIDAD

I. Concepto

Los nombres europeos: storia, histoire, historia, history, etc., se derivan de


laTopsty = conocer, investigar, pasando por el término latino historia. Por
consiguiente significan en primer término la ciencia de la historia. Frente a
esto, la palabra alemana geschichte apunta primariamente al acontecimiento
mismo. El vocablo castellano «historia» (h.) reviste el doble matiz de
conocimiento o relato y de acontecer.

En cuanto acontecer objetivo la h. es única como el mundo; constituye el


ámbito y orden de vida del hombre en su historicidad (hi.). Aquí hi. significa
aquella constitución de la existencia humana (que reúne el -> mundo y el ->
tiempo) por la que el hombre se encuentra entre un pasado ya dado, todavía
operante y sustraído a su acción, de una parte, y un futuro por crear, por
venir, que está llegando en todo momento, de otra (-->principio y fin). Y así
él, en medio de la estructura interpersonal y de la tensión entre -> libertad y
predeterminación (--> contingencia) se produce a sí mismo con su propia
naturaleza. Esta estructura esencial lleva consigo el hecho de que el hombre
adquiera conciencia de su h. e hi. también históricamente, y la asuma de ese
mismo modo en medio de un diálogo crítico con ella. Como espíritu, él solo
posee su h. entendiéndola (aquí está la unidad entre «h. acontecer» e «h.
relato»). Pero este entender mismo tiene su h., y en su evolución es un
momento de la h., en la que el hombre vive su historicidad.

II. Historia de la concepción de la historia

Como la h. y la hi. pertenecen ineludiblemente al hombre, no existen pueblos


carentes por completo de h. En los relatos míticos se hacen presentes el
origen y el futuro de la nación (y del mundo en general, cuyo centro es el
pueblo respectivo [-> mito]). En occidente esta idea pasa a la historiografía
con el «padre de la historia», Herodoto (hacia 484-425 a.C.), que ve la ley y
fuerza decisiva de la h. en el encuentro entre los hombres comedidos y los
que en su soberbia desconocen toda medida; ese encuentro lleva a la
aniquilación de lo desmedido por intervención de los dioses. Tucídides (sobre
los años 456-396 a.C.) tiene una concepción distinta y pone los fundamentos
de la h. política propiamente dicha. Para él la h. es una disputa de intereses,
en la que constantemente se impone la fuerza del más poderoso como
derecho (pero, evidentemente esta ley no impide las casualidades
incomprensibles).

De acuerdo con este espíritu escribe Polilibio (sobre el año 201 hasta el 120
a.C.) la primera gran h. de Roma, uniendo las razones geográficas, climáticas
y otras causas impersonales con las causas personales, y por primera vez
pone de manifiesto la fusión entre los destinos particulares de las naciones.
Además, precisamente en él aparece con claridad la función de servicio de la
historiografía. Polibio se propone legitimar la soberanía romana, mostrando
cómo se formó de acuerdo con la ley natural, y justificar la política práctica
del presente. Por el contrario, en las obras de Salustio (86-35 a.C.) y de
Tácito (55-120 d.C.) la h. pasa a ser crítica de un presente en decadencia.
Pero las reflexiones morales quedan sin efecto. La experiencia natural del
florecimiento y del ocaso, aplicada ya desde el principio a las diversas épocas
culturales, justifica la retirada pesimista del retorno absurdo de la ascensión y
la caída.

En esta situación con el cristianismo aparece una concepción totalmente


distinta de la h. Para Israel la h. es ante todo la h. de la alianza concedida por
su Dios (cf. historia bíblica en -> Biblia, E i-ii). La h. universal es la prehistoria
de la alianza y conduce hacia ella; al final la alianza misma ha de coincidir con
la h. del mundo. Todos los acontecimientos y peripecias de la h. son fases de
esa relación dialogística. Culpa, castigo, perdón, fidelidad, cumplimiento son
las categorías de la inteligencia bíblica de la h. En la experiencia del
cumplimiento mesiánico de esta historia por ->Jesucristo se confirma también
su carácter dialogístico. Este acontecimiento, concebido en primer lugar como
final de la h., desde el desengaño en la esperanza de una parusía inminente
conduce ya en los libros del NT (especialmente en Act de Lc) al esbozo de una
nueva concepción de la h., que interpreta la h. universal entre Adán y la
esperada parusía como h. de la ->salvación, cuyo centro es la muerte y
resurrección de Jesús, y su encargo misional.

Esta concepción tuvo su gran intérprete en Agustín (354-430), que con su


pensamiento sobre la h. (De civitate Dei) se convirtió en el gran «maestro de
occidente»; de todos modos podemos preguntar si no llegaría a serlo en parte
a causa de una falsa interpretación. Las dos ciudades (civitas Dei y civitas
terrena) surgen por el doble pecado cometido antes de toda h. en el sentido
usual; y su fin sine fine se encuentra más allá de todo acontecer
intramundano. Pero tampoco su curso a través de la h. es estrictamente
histórico, o sea, no es algo que puede mostrarse con medíos científicos. Del
mismo modo que las Confesiones diseñan la conversión del individuo, así
también la gran obra histórica señala el camino interno de la humanidad ante
Dios; y este camino conduce a través de los acontecimientos históricos. Eso
supuesto, o bien toda la esfera de lo estatal pertenece al poder de los
demonios; o bien la contraposición entre ambos reinos se mueve en el terreno
de lo político (y entonces la Iglesia visible se convierte en una estructura
teocrática de poder); o bien la contraposición tiene lugar en un terreno
totalmente apolítico (y entonces la esfera estatal pierde toda significación
religiosa). En Agustín todo esto queda indeterminado. Sin embargo están en
él los puntos de partida de sus distintos seguidores (cf. a este respecto la
teología de la -> historia). De todos modos, por así decir, los hechos
históricos se comportan para él como un texto escrito cuyo sentido espiritual
son los existenciales de la historicidad: temporalidad, culpa, muerte,
obligación impuesta por el amor en el presente y esperanza escatológica.

Si la obra de su discípulo Orosio, Historiae adversus paganos (417-418) es ya


más rica en su contenido histórico concreto, a la altura de la edad media
(hacia 1115-58), Otto de Freising aplica el concepto agustiniano a la h.
perceptible para justificar la idea del reino propia de los Hohenstaufen. La
última gran obra de este espíritu es el Discurso sobre la h. universal de
Bossuet (1627-1704).

Pero entre tanto la visión de la h. se ha transformado decisivamente. El lugar


de la providencia es ocupado ahora por el concepto de -> progreso. El ->
renacimiento y el -> humanismo descubren la alegría de la experiencia, el
valor de lo especial, el rango propio de lo terreno; la observación y el
experimento, la duda y el examen deben constituir el saber como un
instrumento disponible del poder. Frente a su deber para con la Iglesia, la h.
entra ahora al servicio del pensamiento político nacional; la conciencia
nacional va acompañada ahora por la voluntad de descubrir mundos extraños.
Así puede renacer la antigua concepción de la h., aun cuando, por otra parte,
ya no es posible eliminar la cuestión acerca de un sentido conjunto de la h. La
historiografía humanista se distingue del procedimiento antiguo y del medieval
sobre todo por su estudio consciente de los documentos. Sin embargo, la
cantidad de material supera la capacidad sistemática de los sabios.
Fantásticos y eclécticos esbozos universales de filosofía de la h. están frente a
exactas y exhaustivas colecciones de fuentes, que todavía no pueden
integrarse en una ordenación conjunta. El entusiasmo por la cultura alterna
con la crítica a la cultura (Rousseau), pero en ambos casos la cultura extraña
o anterior no cobra todavía vigencia en su peculiaridad. Y aun cuando se
reconoce a la h. el supremo valor formativo y ésta pertenece al caudal
fundamental de la cultura individual y social (cf. p. ej., Voltaire: -> ilustración,
--> racionalismo), sin embargo se tiende en ella a la h. general de la razón y
no al mundo peculiar tratado en cada caso. Un pensador como G.B. Vico
(1668-1744), que, a pesar de su arbitrariedad, anticipa las ideas de la filosofía
de la h. y las perspectivas históricas del s. xix, permanece incomprendido y
sin influencia alguna.

Simultáneamente, en el creciente conocimiento de las diversas culturas y en


la experiencia del abismo entre toda cultura y las normas ideales de la razón,
laten ya los gérmenes del relativismo histórico de toda ordenación de la
sociedad y de la visión que en cada caso se tiene de ella.

Con Herder, Goethe y W. v. Humboldt llega a su cumbre la visión conjunta de


la h. en el humanismo como proceso formativo del hombre hacia la auténtica
humanidad; y al mismo tiempo el --> romanticismo se entusiasma ante la
riqueza de la individualidad en la personalidad y en la nación.

Podemos mencionar a Savigny y Hegel como exponentes de ambas


orientaciones, de cuya unión surge el s. xix como centuria de la h. El modelo
ideal de la primera orientación es el organismo vivo, individual; la h. es vida
de un «cuerpo nacional» y la cultura es expresión del alma del pueblo.
También el pensamiento de Hegel conoce, sobre todo en sus primeros
tiempos, la idea del organismo. Pero su palabra fundamental es el

433

Historia e historicidad 434

espíritu. Así como el individuo (incluso el gran hombre) está al servicio del
espíritu del pueblo, de igual manera los espíritus de los pueblos son
momentos en el desarrollo del espíritu universal en la h. del mundo. De este
modo cada forma tiene su valor peculiar, pero, propiamente, no en cuanto
organismo autónomo, sino como momento que se disuelve en la forma
conjunta del espíritu del mundo en su proceso de realización. «La historia
universal es el progreso en la conciencia de la libertad, un progreso que
hemos de conocer en su necesidad» (G. LASSON, Philosophie der
Weltgeschichte, t 40). Pero su meta es la libertad del saber del absoluto,
dentro del cual todo lo individual queda liberado de sí mismo. De ahí que este
gran intento del pensamiento histórico, que envolvió todo el material entonces
conocido para comprenderlo, provocara inmediatamente la crítica de que lo
individual y sobre todo el individuo, la libertad y la h., solamente pueden
comprenderse al precio de quedar disueltos en la idea y, por tanto, no como
son en sí mismos.

En consecuencia, a la concepción hegeliana se contrapone una filosofía de la


positividad (F.W.J. Scheling), la llamada al individuo en orden a la realización
de su existencia (S. Kierkegaard), la inteligencia de lo concreto (F.
Schleiermacher; ->hermenéutica). En lugar de la interpretación y de la
ordenación especulativas, ahora la h. trata «meramente de mostrar cómo han
sido propiamente las cosas» (L. v. RANKE, obras completas, 33, viri). La
clásica consumación, que significa la obra positiva de Ranke, se logra
metodológicamente en la historia de J.G. Droysen. Contra la mecánica causal
de la naturaleza y contra la idea romántica de organismo, subraya la
autonomía creadora del espíritu, sometido a la obligación ética. Y este espíritu
no puede aprehenderse prescindiendo del yo, sino solamente por su
intervención en el «entender investigador».

La síntesis lograda contenía demasiados momentos de tensión para no


descomponerse nuevamente. El -> positivismo trata de convertir la h. en
ciencia natural por analogía con la «historia natural» de la evolución biológica.
Para el -a marxismo la h. es, por una parte, un acontecer según la ley de la
naturaleza y, por otra, la h. de la libertad en el logro de sí misma (no del
absoluto hegeliano, sino del hombre en la lucha laboral con la naturaleza y
con las clases sociales). El saber sobre la h. es un instrumento en esta lucha,
que termina con la llegada de la sociedad perfecta, sustraída ya a la h. Junto a
esto aparecen la interpretación de la cultura según el modelo social (L. v.
Stein, H. v. Treitschke) o el humanista (J. Burckhardt), la negación de la
cultura (A. Schopenhauer, F. Nietzsche), y finalmente los morfólogos de la
cultura (K. Lamprecht, etc.).

Todo eso desemboca a finales del s. xix en la problemática del ->historicismo.


W. Dilthey se impuso la tarea de una «crítica de la razón histórica», para
entender la vida a partir de la vida misma. Y trató de realizarla mediante una
«psicología» que intenta captar el desarrollo histórico y la interacción de la
vida como modo de ser del hombre. Su pensamiento ha sido sumamente
fecundo y estimulante, pero no ha logrado una fundamentación en el flujo del
cambio (-a vitalismo). Lo que Dilthey quería hacer con un concepto de la vida
en definitiva obscuro, intentó hacerlo E. Troeltsch en la teología, mientras P.
Yorck v. Wartenburg trataba de elaborar las categorías del pensamiento
genuinamente histórico. M. Heidegger le siguió formulando como programa en
su obra capital: «cultivar el espíritu del conde Yorck, para servir a la obra de
Dilthey» (Sein und Zeit, 404).

Con esto la cuestión acerca de la h. se libera del círculo limitado de una teoría
sobre las ciencias del espíritu, para ocuparse con el análisis del hombre en
general. La pregunta por su h. es abordada desde la cuestión de su hi. (y sólo
a partir de ahí es posible también una teoría de las ciencias del espíritu, que
han de tratar de lo fáctico e individual, y por ello no se fundamentarán
legítimamente mientras las formas históricas sean entendidas como
realizaciones accesorias, secundarias, de un universal). Con esta cuestión se
llega explícitamente a un planteamiento ontológico, al intento de una nueva
ontología que, lejos de pretender eliminar la tradicional ontología metafísica
de la esencia, procura más bien restablecer mediante un pensamiento que ya
no dispone de la realidad mediante el procedimiento universal y racional,
técnico y metódico, sino que aceptando su propia hi., se deja aprehender por
el «destino del ser» y permite que éste disponga de él. Estas breves
indicaciones no son un relato de la h. del pensamiento; son simplemente un
enfoque objetivo y sistemático del problema (también es una consecuencia
ineludible de las intuiciones de Dilthey el hecho de que en filosofía [lo mismo
que en teología] la consideración histórica y la sistemática son inseparables
por principio). El acceso a este enfoque lo da la reflexión sobre la existencia
singular del hombre, pues en él y para él está ahí el ser.

III. Estructuras fundamentales de la historicidad

1. El hombre histórico

El hombre tiene su esencia (entendida no como un concepto abstracto, sino


como una concreta realidad fundamental) en cuanto la consigue realizándola
él mismo. Esta esencia domina su h. como norma y como fin. Su -> esencia
es la «ley por la que él se rige», es el fundamento previamente delimitado de
su h, de la libertad y simultáneamente aquello que le interesa en esta su h.
(«de cuya realización ha de preocuparse»). En ese sentido (y no en el
psicológico de preocupación y ansiedad) su existencia está caracterizada por
el cuidado. Aquí aparece una dialéctica entre lo que se da de antemano y la
tarea a realizar donde ambos aspectos nunca pueden coincidir. En esa síntesis
de don previo y tarea el hombre no puede concebirse como simplemente
autárquico.

Él no sólo no puede otorgarse el don previo de sí mismo, sino que tampoco


puede llevar a cabo por sí mismo el cumplimiento de su tarea (aun cuando
debe cumplirla). Y eso precisamente porque es el don (él mismo) el que le
capacita para cumplir su tarea y el que se la plantea, de modo que ese don es
solamente «inicial». En consecuencia, la dinámica de la esencia, su meta y su
fuerza, debe pertenecerle internamente y, sin embargo, no puede ser ningún
momento constitutivo de él mismo (él es hombre antes de cumplir su tarea,
precisamente como aquel a quien se plantea esta tarea, y a la vez, ese
cometido que aún ha de cumplirse, no es sino su mismo ser humano).

Esfa estructura característica de la existencia es su temporalidad en las tres


dimensiones de pasado, presente y futuro. En tanto el hombre se experimenta
como algo ya dado, que se encuentra en una determinada realidad del mundo
y en una determinada situación, se experimenta como una realidad
acontecida, que determina ahora su «esencia» desde el pasado. De este
modo, lo que fue no sólo es pasado, sino que está presente influyendo como
una realidad que ya ha sido. Naturalmente, está presente como sustraída a
nuestra acción, como el fundamento de la disposición actual, pero como un
fundamento sobre el cual no se puede disponer. A la vez el pasado como
conservado es presente, no sólo porque repercute en esta o la otra cosa, sino
porque afecta a la libertad misma, en cuanto esencia que viene de atrás. El
pasado mismo plantea la exigencia de ser aceptado; llega al hombre como
tarea, y le muestra y le abre su futuro. Así el futuro llega al hombre como
exigencia; por un lado, como tarea que ha de realizarse y, por otro, como un
cometido que supera sus fuerzas y, por tanto, debe regalársele en medio de
sus esfuerzos; en este sentido está presente tan sólo como venidero. Por eso
la -a libertad experimenta el presente como la unión de pasado sustraído y
conservado y futuro que llega y está por venir. El doble carácter de ambas
dimensiones explica la posibilidad de distintas actitudes con relación a ellas.

Así el hombre puede reprimir el pasado con su protesta o asumirlo libremente


en el recuerdo revivificador y conmemorativo. Este recuerdo tiene lugar en
una inmediatez transmitida por la tradición, de tal manera que la realidad
originaria del pasado (individual y supraindividual) no se desfigura, sino que
se hace visible en su permanencia para convertirse así en tarea (que tanto
puede llevar a la aceptación como a la distancia crítica frente a él).
«Necesidad» de lo histórico no significa aquí solamente que «no se puede
deshacer lo hecho», sino también que la existencia no se posee a sí misma
sino mediante una retrospección nueva en cada caso hacia el pasado (aquí
también desempeña su papel el esbozo desde un concepto abstracto de
esencia).

Necesidad significa en tercer lugar la inexorabilidad con que el pasado en cada


nueva retrospección adquiere una forma nueva, para permanecer
precisamente así (y sólo así) el mismo. Retrospección histórica (anamnesis)
no es un recurrir arbitrario de una existencia en sí neutral a algo meramente
pasado (como supone el -historicismo), sino una aceptación que se deja
afectar por la 2. El ser histórico. exigencia de lo que fue. Por eso su identidad
no consiste en que deba describirse siempre de la misma forma, sino
precisamente en que exige siempre de manera diferente (y en consecuencia
ha de describirse siempre de diverso modo), según la situación de cada
momento, mas permaneciendo así lo mismo (--> tradición). Por consiguiente
hay ahí una relatividad, pero no precisamente en el sentido del relativismo,
sino en el sentido literal de referencia. Un mismo pasado habla de manera
diferente a cada uno de los tiempos. Aparecen en él nuevos «aspectos» (e
indudablemente también se producen confusiones, tanto creadoras como
destructivas; y quizá la tergiversación más estéril sería el intento de fijar o
archivar neutralmente de una vez para siempre lo acontecido); estos aspectos
pertenecen todavía al acontecimiento como la «historia de su influencia»
(H.G. Gadamer); el futuro del suceso pertenece a él mismo (aunque no sea
producido solamente por él, sino a la vez por la libertad conmemorativa).
Viceversa, el acontecimiento pasado pertenece también a este futuro suyo;
por eso no se puede vivir (de manera actualista o existencialista) en el puro
principio nuevo del presente; su momento es constantemente el futuro de un
pasado.

Por tanto, del mismo modo que el pasado quiere ser aceptado como
desaparecido y conservado, así también, el hombre tiene que aceptar el futuro
como algo que llega y a la vez como algo que está por venir, es decir, con ->
esperanza y apertura, pues en él no sólo llega el pasado, sino también la
exigencia de su consumación. Con esto se abre la posibilidad de distanciarse
del pasado fáctico, la de asumirlo con actitud de -> arrepentimiento y
revolución.

Si se niega la dimensión pasada de este futuro, se cae en las deformaciones


de la ->utopía y de la ->revolución permanente. Si se niega la dimensión
auténticamente futura del pasado, se cae en la restauración y en una cómoda
actitud conservadora. Por tanto, la postura debida ante el presente es la
obediencia a la llamada de lo que nos llega en herencia y la serena entrega al
don esperado que está por venir y no se halla en nuestras manos. Esta unidad
de obediencia y entrega serena impide tanto un activismo, que consagra el
ahora al futuro, como un esteticismo irresponsable.

En la forma descrita, el hombre nunca se comporta históricamente tan sólo


consigo mismo. Ante todo el individuo nunca está solo (pues la situación
implica el estar con otros, y la exigencia del momento se presenta a través de
otros; el pasado y el futuro nunca son meramente míos, son siempre y
originariamente nuestros); pero además, el hombre no se relaciona
únicamente con los hombres. En su comunidad los hombres se relacionan con
la --> verdad, con el --> bien, con el -> ser. El cambio de la relación con el
yo, con los semejantes y con el mundo es siempre (y primeramente) un
cambio de relación con el ser. A este respecto hay que distinguir entre el
cambio en la articulación de la relación (p. ej., en una ontología explícita) y el
cambio en la relación misma que allí late (-> existencia).

A la esencia de la h. pertenece el saber distanciador acerca de ella, y como


esto sólo es posible desde la transcendencia hacia el ser (verdad, bien), tal ->
transcendencia hacia lo absoluto e incondicional es un momento constitutivo
de la hi. El saber acerca de la h. sólo se da mediante el soporte de un saber
absoluto (aunque no sea en forma explícita). Pero el hombre no «tiene» este
saber absoluto, no dispone de él, sino que en él se deja disponer por lo
absoluto. Se trata del saber absoluto de la referencia al -›misterio que
sobrepuja la capacidad de toda facultad receptora.

Este saber no es un acto meramente teórico, sino una decisión fundamental


de apertura personal: un dejarse aprehender aprehendiente y un aprehender
dejándose aprehender. Así él mismo es un acontecer histórico de la libertad:
un continuo evento del origen de la h.; y la filosofía como reflexión sobre esa
histórica toma de posición originaria (en el individuo y en el conjunto de una
época) también es en sí misma un acontecer histórico de la libertad. Por
consiguiente, la -* metafísica se realiza siempre bajo un determinado
horizonte, el cual, una vez hecho histórico, permanece indisponible para ella y
para el hombre.

El acontecimiento histórico, interpretado a base de una previa visión


metafísica, queda sometido a un anterior horizonte intelectivo, pero viceversa
determina y modifica ese horizonte según su poderío. Allí donde el misterio
absoluto acontece en la h. concreta haciéndose totalmente cercano y produce
su aceptación por la apertura obediente de la existencia histórica, no se
eliminan los horizontes históricos de su aceptación en su multiplicidad
cultural, sino que quedan superados y redimidos en una absoluta proximidad
al misterio absoluto en cuanto tal, donde se realiza positivamente su unión a
pesar de la imposibilidad de expresarla de manera adecuadamente positiva (y,
por tanto, no de un modo vacío como mera unidad de referencia).

Pero ya antes de esta insuperable plenitud, en principio el pensamiento puede


expresar en forma universal la unidad llena de las muchas historias en su
dimensión histórica y suprahistórica. Su dimensión suprahistórica se expresa
en el enunciado atemporal de las leyes lógicas y de las prohibiciones del
derecho natural. Pero estas abstracciones no son la esencia del ser, de la
verdad o del bien, del mismo modo que el concepto abstracto de la esencia
del hombre no es su realidad fundamental. La realidad concreta del ser (de la
verdad y la bondad) incluye su conocimiento por parte del hombre. Si este
conocimiento es histórico, en consecuencia, bajo esa vertiente (en la identidad
del cognitum y cognoscens in actu) también son históricos el ser, la verdad y
el bien.

Pero debemos dar un paso más en esta reflexión. Incluso la tradicional


metafísica esencialista vio que nuestro conocimiento tiene su h. Pero ella
distinguió enérgicamente entre esta hi. de nuestro concepto del ser (de la
verdad y la bondad) y su ahistoricidad intrínseca. En ese caso, el enunciado
en el que la hi. se atribuye al ser mismo se habría hecho culpable de un
cambio de suposición. Mientras el -> relativismo discute el «en sí» (lo
intrínseco) de lo significado en estos conceptos, una ontología histórica tiende
a entenderlos, no como meros productos del hombre, sino también y
previamente como obra de la «misión» del ser, tanto más por el hecho de que
aquí ser no significa propiamente el esse subsistens, sino en primer lugar la
realidad que late bajo el concepto de esse commune. Pero incluso con relación
al misterio supremo tiene un sentido esta forma de hablar, pues la «hora»
presente no es sólo la de nuestro querer y caminar, sino la previamente
dispuesta y enviada. Así, el «Señor de la hora», es ciertamente suprahistórico,
pero lo es con la soberanía del que no debe temer la kenosis, la «muerte
histórica», sino que funda soberanamente la h. y, en este sentido, puede
llamarse auténticamente histórico (el que esta palabra se aplique no unívoca
sino análogamente, es un procedimiento común a todos los vocablos de la -
>teología natural: pero el término puede aplicarse, pues en dicha ontología no
se identifica con el concepto negativo finito de temporalidad propio de la
metafísica tradicional, sino que se mueve en una esfera anterior a él). Su
transcendencia es «inmanente» a la h., en el sentido de que el mensaje de la
->encarnación, aunque siempre siga siendo inconcebible, un prodigio y un
escándalo a la vez, sin embargo no es imposible, sino que constituye el
cumplimiento (y la plenitud) de una posibilidad (de la criatura y del creador);
y por cierto, no sólo como punto central de la creación y de la h. e hi., sino
también como su cumbre, compendio y recapitulación.

Así la hi. no es meramente sello de la finitud en el hombre, experiencia de su


noidentidad, dolor del anonadado y anodadante pour-soi, ni dolor y camino
laborioso de un absoluto que va llegando hacia sí mismo, sino que es sello de
la dignidad del hombre en cuanto «libertad llamada», en cuanto persona y
única manera como Dios puede, no sólo existir en lo distinto de él, sino
también existir para el otro y difundir libremente el proceso suprahistórico de
su vida trinitaria (bonum dif fusivum su¡), así como ser fuente de sentido y
emitir la unidad de lo múltiple.

Pero con esto el concepto de hi., cuyo estudio nos ha impuesto el concepto de
h., remite nuevamente a ésta, pues la hi. se ha mostrado como fundamento
de posibilidad de la h. en cuanto estructura, cuyo sentido y contenido debe
ser la concreta h. fáctica.

IV. Historicidad e historia

El sentido de la hi. no está en ella, sino que debe hallarse en la h. La filosofía


de la h. es la búsqueda histórica de este sentido. La pura facticidad del
(eterno) acontecer cíclico no responde a esta cuestión, como tampoco
responde a ella una visión rectilínea (con un sentido bien ascendente o bien
descendente) donde lo pasado es concebido como meramente pasado. La
creciente visión de la insuficiencia de todos estos esbozos de sentido (dejando
de lado la estrecha ideología del ->totalitarismo, del ->racismo y de
movimientos parecidos) ha conducido (como ya en tiempos sucedió en el
estoicismo con su ideal del lathe biosas) en la actual interpretación existencial
a una retirada hacia el individuo y su decisión puramente personal. Pero esta
renuncia a una respuesta no resuelve la cuestión. Tampoco basta la
afirmación de que no hay más sentido que «el dado por nosotros a lo
absurdo» (Th. Lessing) mediante nuestra interpretación. El sentido no se
decreta, sino que se experimenta.

Sin embargo, es exacto en esta concepción que la experiencia del sentido no


consiste en un mero recibir teórico, sino que constituye un dar y un recibir a
la vez. El sentido es experimentado en cuanto esta experiencia contribuye a
producirlo. La -> decisión y el ->conocimiento se compenetran aquí de tal
manera que no es posible una demostración racional. Y, sin embargo, no se
trata de un decreto irracional, sino de una -> experiencia que se funda en su
propia claridad. Así la experiencia del sentido de la h. es en sí misma un
acontecer histórico, y a ella pueden aplicarse las estructuras anteriormente
desarrolladas. El sentido de la h. misma se halla presente como sustraído y
conservado, como algo que llega y todavía está por venir. Esto puede
aplicarse al sentido de la h. individual (de la «vida») e igualmente al de la h.
de una época y al del conjunto de la única h. universal, que es la unidad de
las historias regionales. También la unidad de la única h., de la que
hablábamos al principio, se alcanza tan sólo históricamente; y el cambio en su
multiformidad (desde la yuxtaposición indiferente y sin influjos mutuos,
pasando por el enfrentamiento entre las esferas del poder dentro del «único
mundo», hasta las nuevas diferenciaciones en cada una de estas esferas) está
marcado por la misma doble estructura dialéctica que el sentido de cada
historia.

Si esto es así, consecuentemente el sentido de la h. sólo puede


experimentarse (y a la vez realizarse) en la doble acción del recuerdo y de la
esperanza. De suyo todo pueblo vive en esa tensión; pero sobre todo la
comunidad de Jesucristo vive en la anamnesis de su muerte y resurrección
«hasta que vuelva» y, por eso, en la esperanza y anamnesis de la ->parusía.

La h. no queda suprimida por la certeza acerca del carácter definitivo de esta


experiencia de la salvación (aun cuando parece obvia tal confusión y actitud
quietista), sino que más bien, por primera vez, con su propio dinamismo. En
efecto, por primera vez la certeza del sentido libera para la actuación
histórica; es más, como certeza de la fe y de la esperanza, incluso exige la
actuación, pues el sentido comunicado debe apropiarse con libertad y sólo así
se realiza plenamente.

De esta manera la h. indeductible (es decir, que en cada caso procede tan
sólo del acontecer interpersonal y de su decisión originaria) no sólo llena la
hi., sino que además la transforma. Y en la transformación de la hi. la h. es a
su vez histórica, o sea, aunque la h. es siempre idéntica, sin embargo no es
siempre igual, así como el hombre y su h. no son siempre lo mismo a pesar
de su identidad.

Frente a una «categorización» unilateral de esta identidad, convirtiéndola en


una igualdad palpable (y dejando a un lado las diferencias como accidentales),
el -> historicismo relativista niega la unidad e identidad «transcendental» en
la diversidad categorial (y frente a esta negación la escuela bádica del
kantismo - Windelband, Rickert - han tratado de fijar de nuevo lo permanente
en un reino de valores). La ontología histórica intenta mantener el equilibrio
en la relación entre lo transcendental y lo categorial exigiendo que aquello sea
entendido, no como igualdad ahistórica, sino como identidad histórica. O sea,
renuncia a la separación pura entre identidad y diferencia, no sólo porque esta
separación sea inaceptable para nosotros, sino porque en verdad no se da (el
«núcleo» de la realidad no es unívoco, sino «análogo» en sí mismo, o sea,
relativo, p. ej.: relación de la libertad consigo mismo). Signo de este
comportamiento es la diferencia e identidad entre h. e historicidad.

Adolf Darlap - Jörg Splett


HISTORIA, FILOSOFÍA DE LA

El término f. de la h., acuñado por Voltaire, designa en la era moderna una


serie de diferentes esbozos filosóficos e históricos. Preguntaremos en primer
lugar por los diversos tipos de inteligencia de la f. de la h. (I), luego
mostraremos las grandes experiencias de la historia que la f. de la h.
presupone (II), y finalmente diseñaremos la evolución de la f. de la h. (III).

1. F. de la h. designa aquella libre (es decir, emancipada de la tradicional


concepción teológica de la historia) penetración del pasado e interpretación de
la historia de cara al futuro por la que el hombre moderno, que se entiende en
forma esencialmente autónoma, trata de comprender el mundo histórico y a sí
mismo en medio de él. La historia adquiere aquí el carácter de un proceso,
con un sentido claro de su dirección, ya sea en forma de una evolución, ya en
forma de movimiento regresivo, o de un movimiento que avanza cíclicamente
o en espiral. En todo caso la historia se concibe como «algo» (p. ej., como ->
progreso de la civilización). No se plantea la cuestión de la historia en cuanto
historia. La razón está en que en este tipo de f. de la h. el hombre que se
sabe autónomo pone previamente la historia como individuo o como ser
social, y en esta posición determina el contenido hacia el cual es interpretada
la historia. La historia puede juzgarse ahí a base de un sistema claro que sirve
de medida. Hay que enumerar aquí esbozos tan dispares como los ensayos de
Voltaire (cf. III) y la interpretación de la historia en Comte o en Splenger.

2. A este tipo de interpretación de la historia desde dentro de ésta se opone


una f. de la h. que sigue una orientación kantiana. Ante la imposibilidad de
sistematizar la multiplicación de acontecimientos históricos, trata de elaborar
una crítica de la razón histórica, la cual debe poner de manifiesto las
condiciones de la posibilidad del conocimiento histórico en general y así
explicar la esencia y el alcance de la investigación histórica. Esta f. de la h.
concibe la historia esencialmente como conocimiento histórico. La razón
transcendental como fundamento apriorístico del conocimiento histórico y de
la acción histórica, no ofrece posibilidad alguna de fijar un ideal que sirva de
punto de referencia para una posible interpretación de la historia. Pero como
el sentido únicamente se descubre en el conocimiento histórico -pues la razón
es sólo fundamento de la posibilidad-, el sentido de la historia solamente
puede lograrse en la historia misma. El intento de un esclarecimiento de la
historia universal se convierte en una idea límite directora que nunca puede
realizarse. La f. de la h. pasa a ser una «edificación del mundo histórico en las
ciencias del espíritu» (Dilthey). Hallamos este tipo de f. de la h. sobre todo en
el campo de irradiación del neokantismo. Y también la encontramos como
visión fundamental, no sometida a reflexión, en una serie de historiadores y
en muchos exponentes de las ciencias del espíritu. En el ->estructuralismo se
da cierta inversión de esta posición, una especie de objetivación de la razón
transcendental. Todo dato histórico, que debe aceptarse como tal, queda
aislado y es interrogado de cara a las leyes que lo constituyen. Por la
reducción a leyes el dato histórico se hace atemporalmente cognoscible.
La f. de la h. recibe un sentido modificado frente a (1) y (2) allí donde el
hombre o la razón ya no se antepone a la historia, sino que empieza a pensar
su propia historicidad. Todo conocer y actuar queda aquí incorporado a la
historia. Como para el hombre que conoce y actúa el mundo surge de nuevo
en cada caso, la historia lo abarca todo, la existencia del mundo y la del
hombre. Todo ostenta el carácter de la historicidad. Con ello la historia ya no
es pensada como «algo». Deja de ser el acontecer que la razón
transcendental puede fijar. La historia es concebida como el marco dinámico
en el que se mueve el hombre conociendo y actuando, en el que se le abre el
mundo y puede comportarse con otros hombres y con la realidad
intramundana.

Si se entiende la historia en este sentido envolvente, se siguen dos modos de


f. de la h., según la manera de ver la relación entre historia y pensamiento.
(El pensamiento no se considera en lo que sigue en el sentido de oposición
entre teoría y práctica; el pensamiento designa más bien un esclarecimiento
en la realización de la existencia, en la que al hombre se le trasluce lo que
es.) Puesto que el pensamiento es una realización de la existencia clara y
segura de sí misma, la f. de la h. puede ser entendida como la historia que se
abre en el pensamiento y se recapitula en el concepto (3). O bien, la historia
es don del mundo y de los mundos, el hombre y la humanidad en la
mismidad, y así inmemorial capacitación del pensamiento para la realización
histórica de lo que es (4).

3. El fundamento de la visión primeramente mencionada de la f. de la h. es la


intuición del carácter conceptual del pensamiento. En cuanto el hombre
pensando está en lo que es, lo realiza bajo el aspecto de su ser. Así en la
claridad de la realización lo realizado queda introducido en la identidad del
pensamiento consigo mismo y de esa manera es comprendido. En el ->
concepto aflora la cosa respectiva, y a la vez el pensamiento conquista su
propia interioridad. El proceso de interiorización del espíritu en su totalidad,
que constituye una manifestación de su naturaleza, es la historia. Así ésta
puede equipararse con el pensar. Es el acontecer del espíritu que se
comprende a sí mismo y así lo comprende todo. El pensamiento como
autorrealización de este espíritu es un enviarse de lo que hay en él mediante
una disposición histórica. Vista desde esa f. de la h., ésta tiene siempre un
carácter de historia universal. En su transcurso la historia se repliega en
grandes unidades de sentido, las cuales, a pesar de suplantarse mutuamente,
se implican en su esencia. Para Hegel, cuya f. de la h. representa el prototipo
de esta visión, la historia universal es esencialmente «la explicación y
realización del espíritu universal» (Filosofía del derecho $ 342).

4. El cuarto tipo de f. de la h. corrige el tercero en su fundamento. El


pensamiento es ciertamente un pensamiento concipiente por el que se realiza
el ente. Pero esta realización, en la que aparece al hombre lo que es, es en sí
misma algo asignado de manera inmemorial, pues se le da desde la nada de
sí mismo. Mundo y hombre, hombre y hombre se afectan mutuamente en una
apertura, que, actuando como un dar inaprehensible e incomprensible, otorga
todo principio. Como el hombre en su existencia mundana es una donación
previa para la libre aceptación de este don (y de su mundo), se caracteriza
por una existencia extática. Procede en cada caso del pasado, y la aceptación
de sí mismo en el mundo tiene constantemente el carácter de una carrera
hacia el futuro. Pensar es esencialmente conmemorar. En el pensar se afirma
todo ente cuando es comprendido como lo otro del concepto desde su origen
inmemorial. Todo concebir se funda en un darse, que transforma desde dentro
el concebir en un percibir con gratitud. Así el pensar está estructurado
histórica y dialogísticamente. En este pensamiento como evento, que abarca
como modalidad secundaria todo pensar que fija lo pensado y dispone de ello,
se abre en cada caso la ensambladura del mundo y de los mundos, del
hombre y de la humanidad. Pero esta ensambladura brota y prende de aquella
apertura que con su donación, conserva tal conjunto en su reconditez
inmemorial. La historia como esta ensambladura brota a manera de pregunta
acerca de sí misma dirigida al misterio desde donde es lo que es.

Al ámbito de esta concepción de la f. de la h. pertenecen la idea de Heidegger


acerca de la historia del ser, el pensamiento de Jaspers sobre la
transcendencia y el pensamiento dialogístico de Rosenzweig. Esa f. de la h.
esclarece las concepciones históricas de la historia, que en cada caso se
fundan en el evento de dicha apertura como emisión de la historia. Esta f. de
la h. se acredita por el esclarecimiento de tales concepciones de la historia a
partir del acontecimiento que funda la mencionada apertura y que es
testimoniado en ellas mismas.

II. Las grandes maneras de experimentar la historia

1. Mito y metafísica. La antigua concepción de la historia, tal como está


atestiguada en Heródoto, Tucídides, Platón y Aristóteles, se halla en
sorprendente contraste con la precedente experiencia griega de la historia. Allí
Dios (Theos), del que no hay vocativo alguno, es el acontecer más originario,
es historia. Theos es un concepto predicado (Wilamowitz-Moellendorff), que
forma oración y se esclarece mediante ciertos verbos en infinitivo (DIÓGENES
DE APOLONIA, Frgm. 5 [Diels]). En Eurípides exclama Helena en el drama del
mismo nombre: «¡Oh dioses! Pues es Dios el conocer a los amantes.» El
suceso del reconocimiento es Theos. Sólo mediante la mirada a los sucesos
aparecen los dioses con figura y nombre concretos. La historia acontece en
historias, en las cuales se congrega todo en cada caso.

En contraposición a esto, en la metafísica griega todo es derivado de la arjé


suprema, concebida en forma sustantiva, la cual está sustraída al tiempo y es
el fundamento del ser. A partir de este fundamento el todo es un conjunto
hermoso y bien ordenado, un kosmos que es aprehendido mediante un saber
seguro (episteme). Como contraposición a episteme, istoría designa el
conocimiento de lo individual en cuanto tal que se basa en la percepción
(ARISTÓTELES, Poética 1451b). Abarca relatos sobre plantas y animales, así
como noticias sobre hombres y acontecimientos. Historia como pura
multiplicidad de cosas particulares es áµéthodos yle (SExTo EMPíRIco, Adv.
Mathe. I 12, 254). Por esto la descripción griega de la historia tiende a instruir
sobre lo universal que se manifiesta en lo particular: el poder equilibrante de
los dioses (Heródoto), la ley inmanente de la política (Tucídides). La historia
en conjunto es la manifestación deficiente y rota del cosmos, y el sentido de
la misma está en su superación mediante el ascenso hacia la arjé (Platón,
mito de la caverna).
2. La alianza del Antiguo Testamento. A diferencia de Grecia, Israel
experimenta la historia como -> alianza. La alianza no es algo en la historia,
sino originaria e indeductible apertura de historia. Israel hace profesión de fe
en Yahveh, que se ha acercado a los padres, ha liberado al pueblo de Egipto y
le ha dado su promesa inquebrantable (credo histórico, Dt 26, 5-9). El
acontecimiento de la alianza abre el futuro y el pasado de una manera
peculiar. Ante la libre elección de la gracia, Abraham no es nada más que
hombre, llamado de la única humanidad. Ante Yahveh se congregan las
naciones para formar la humanidad. La historia universal (Gén 1-11)
constituye el trasfondo necesario de la historia de Abraham y de la alianza.
Pero la promesa divina de salvación como palabra que abre el futuro no sólo
afecta al pueblo de la alianza, sino que es criterio y medida de la historia en
su totalidad (Dan 7). Mediante una mirada retrospectiva el Dios da la alianza
se presenta como creador, fundador de la historia en general, y mediante una
mirada hacia el futuro aparece como el juez de la historia y su salvación
prometida. Israel halla la confirmación de esta esperanza de manera siempre
nueva en la propia permanencia, pues a través de los muchos mundos y
concepciones del mundo, con juicio y gracia es salvavado al menos como
resto, y así puede entenderse como pueblo fundado en la alianza y buscado
por Dios. La historia acontece aquí como la única y permanente historia de la
alianza en la única y a la vez múltiple historia de la humanidad.

3. La comunidad cristiana da testimonio de lo acontecido en Cristo como


plenitud de los tiempos, en la que la historia de la alianza y la historia
universal son conservadas y suprimidas. La salvación acontecida en Cristo es
la salvación de todo el mundo y de todos los mundos; no ha de llegar todavía
en un futuro, remoto, sino que ha de recibirse en el tiempo. Por encima de
todo el carácter problemático y la obscuridad de la historia por encima de
todas sus fronteras en la muerte y en el pecado, Dios ha hecho donación de sí
mismo como plenitud bienaventurada. Con esto todo tiempo es su tiempo, en
todo tiempo acontece la plenitud de los tiempos. La comunidad testimonia
esto como la única Iglesia compuesta de judíos y gentiles, que se sabe
enviada a todo el mundo y se siente unida particularmente con los más pobres
y abandonados. De este modo en la plenitud de los tiempos ha tenido lugar
con una importancia ineludible la vinculación de los hombres procedentes de
los más distintos mundos y de las más diversas concepciones del mundo y de
la historia. A la vez esta única historia universal como historia de los mundos
ha sido transferida totalmente al hombre, ha quedado desacralizada, pues
Dios, como salvación de la historia, ha renunciado a toda forma histórica en la
muerte de Jesús.

III. Evolución de la moderna filosofía de la historia

Si los pensadores cristianos de la antigüedad y de la edad media entendieron


la historia esencialmente desde el punto de vista teológico y se esforzaron
más por la interpretación del sentido conjunto que por la investigación de los
hechos históricos (cf. las interpretaciones de la historia de Agustín,
Buenaventura, Tomás de Aquino), desde Descartes comienza a plantearse
radicalmente el problema de la concepción tradicional del mundo y de la
historia. Basándose en Descartes, pero invirtiendo sus consecuencias, G.B.
Vico proyecta su Scienza Nuova. Pone el fundamento de la cognoscibilidad
indudable, segura, de todo lo histórico desde su origen: la disposición
humana. En estas disposiciones actúan principios fijos. A Vico le interesa el
descubrimiento de una «historia ideal eterna, de acuerdo con la cual
transcurren temporalmente las historias de todos los pueblos». Poco después
Voltaire esboza en su Essai sur les moeurs et l'esprit des nations una nueva
imagen de la historia de la humanidad.

Su objetivo es el hombre ilustrado. Comienza con China, rechaza la cronología


del AT, y habla como historiador y filósofo que no cree en la revelación.

Entre los enciclopedistas, Turgot y Condorcet siguen desarrollando la f. de la


h. como filosofía del progreso humano, mientras que Rousseau considera la
historia de manera radical como decadencia de la verdadera naturaleza del
hombre. La base de toda la posterior interpretación positivista y sociológica de
la historia vino a ser el Cours de philosophie positive (1830-1842) de Comte,
con su doctrina de los tres estadios de la historia: el teológico, el metafísico, y
el positivo o científico. La historia se convierte para Comte en la física social,
científicamente aprehensible por la -> sociología.

Son documentos importantes de la f. de la h. en el tiempo de la ilustración


alemana la Erziehung des Menschengeschlechtes de Lessing y la Idee zu einer
allgemeinen Geschichte in weltbürgerlicher Ansicht de Immanuel Kant. Al
esquema del progreso que ahí predomina Herder añade su descubrimiento de
las formas individuales (centradas en sí mismas) de las naciones y de los
tiempos. El sentido central que da la unidad y el impulso a la historia es la
idea del humanismo. W. v. Humboldt menciona como meta e idea rectora de
la historia universal la manifestación de la fuerza del espíritu humano. En su
lección Über die Aufgabe des Geschichtsschreibers desarrolla las bases de un
método histórico a partir de su concepción de la historia: la labor histórica es
una nueva creación de la realidad, llevada por la fuerza del humanismo, que
une el pasado y el presente.

Asumiendo los planteamientos de Herder, Humboldt, Fichte y Schiller, Hegel


interpreta la historia como manifestación del espíritu que se concibe a sí
mismo en sus formas (cf. r 3). La visión sistemática de la historia universal
que de ahí resulta es rechazada como inadecuada precisamente por
historiadores como Ranke y Droysen. A pesar de toda la hostilidad de Marx
contra Hegel, aquél se aferra a una interpretación sistemática de la historia.
En cambio Droysen en su Historik formula así la reflexión filosófica sobre la
esencia de la historia y los métodos de la moderna historiografía: «La esencia
del método histórico es entender investigando.»

Windelband y Rickert tratan de salir al paso de la contradicción que surge aquí


entre un entender histórico y el ideal de una ciencia objetiva, mientras que
Dilthey se esfuerza por una solución mediante una -> hermenéutica (fundada
de manera fuertemente psicológica). En Dilthey y de manera más intensa
todavía en P. Yorck v. Wartenburg, aparece la vinculación entre el ideal de la
ciencia y la tradición del pensamiento metafísico. Partiendo de las ideas de
Heidegger sobre la historicidad de la concepción del ser, los esbozos
precedentes de la f. de la h. aparecen totalmente como interpretaciones
metafísicas de la historia (cf. ii 1), las cuales presuponen el testimonio judío y
cristiano acerca de la salvación de la historia, pero lo invierten mediante una
visión metafísica. Por el contrario, el desarrollo de un pensamiento no
metafísico, histórico, en la más reciente f. de la h. da acceso nuevamente a la
inteligencia de los testimonios de la fe. Frente a esto, el reciente desarrollo de
una filosofía estructuralista constituye una nueva caída en el enfoque
metafísico de la historia.

BIBLIOGRAFÍA: Cf. bibl. historia e historicidad, teología de la historia.- R.


Rocholl, Die Philosophie der Geschichte (Gö 1878); F. Kaufmann,
Geschichtsphilosophie der Gegenwart (B 1931, Darmstadt 21967); F.
Meinecke, Die Entstehung des Historismus, 2 vols. (Mn 1936), 1 vol. (41965);
K. Löwith, Weltgeschichte und Heilsgeschehen (St 1953, 51967); A. Millan,
Ontología de la existencia histórica (Rialp Ma 1955); J. Pérez Ballester,
Fenomenología de lo histórico (CSIC Da 1955); K. Löwith, El sentido de la
historia (Ma 1956); M. Almagro, El hombre ante la historia (Rialp Ma 1957); J.
G. Droysen, Historik, bajo la dir. de R. Hübner (Mn 41960); M. Heidegger,
Nietzsche, 2 vols. (Pfullingen 1961); G. Bauer, Geschichtlichkeit (B 1963); H.-
G. Gadamer, Wahrheit und Methode (T 21965); W. Dilthey, Gesammelte
Schriften I (St 61966), III (31962), V (41964), VII (41965), tr. cast.: Obras
completas (Imaz, México 1944); P. Hünermann, Der Durchbruch
geschichtlichen Denkens im 19. Jh. (Fr 1967); E. Rivera de Ventosa, La
filosofía de la historia en Séneca: Crisis 12 (1965) 46-48. E. Colomer, Hombre
e historia (Herder Da 1963).

Peter Hünermann

HISTORIA, TEOLOGÍA DE LA

I. El problema

1. Historia

Historia es una categoría fundamental de la revelación bíblica. En efecto, la


revelación no sólo descubre la historia sino que además la funda. A la
absoluta gratuidad de la revelación corresponde su contingencia y positividad
histórica. Como la revelación es un acontecimiento libre, que no puede
derivarse de otra cosa, funda una auténtica novedad histórica y promete un
futuro. Esta nueva situación salvífica exige del hombre conversión y decisión
de fe; y así la revelación ha conducido también al conocimiento de la
historicidad interna del hombre. Gracias a esta condición histórica y
contingente, la revelación del AT y del NT se distingue fundamentalmente de
las religiones extracristianas con carácter de epifanía, en las cuales la
revelación es entendida tan sólo como hierofanía del eterno fundamento de la
realidad, y la historia es concebida como el círculo del eterno retorno de lo
que en sí permanece siempre igual. En la revelación bíblica la historia no es
un momento del cosmos, sino que el cosmos es un momento de la historia.
Con esto todo pensamiento meramente natural, cosmológico y metafísico se
rompe a favor de un universal pensamiento histórico orientado hacia el futuro.
Cf. en particular -> revelación, -> escatología, -> profetas [en Antiguo
Testamento], -> apocalíptca, ->esperanza, -> historia e historicidad, historia
de la -> salvación).

Elementos de una t. de la h. se encuentran ya en los -> apologistas, que


defienden la unión entre creación y alianza (Ireneo) contra la -> gnosis, y
contra los judíos y paganos resaltan la continuidad y pedagogía de la acción
salvífica de Dios (Justino, Clemente de Alejandría). Orígenes, partiendo de la
idea del Logos, esbozó una visión universal de la historia. Mientras que
Eusebio y Orosio defendieron una teología del reino relacionada con la pax
romana, Agustín resaltó (De civitate Dei) la ambivalencia del poder político.
En gran parte la edad media entendió nuevamente a Agustín y la teocracia
veterotestamentaria en un sentido intrahistórico.

Junto a una dirección especulativa, en la escolástica hubo gérmenes de una


teología hístóricosalvífica (Otto de Freising, Ruperto de Deutz, Petrus
Comestor, Esteban Langton, etc.). En Alejandro de Hales, Buenaventura y
Tomás de Aquino se encuentran importantes atisbos de t. de la h., que, sin
embargo, en gran parte están envueltos en categorías metafísicas y
cosmológicas.

En la patrística y en la escolástica más que de una t. de la h. en el sentido


actual se trata de una teología de la historia de la salvación. La actual t. de la
h. sólo se hizo posible por el hecho de que la historia general se emancipó del
esquema histórico-salvifico (Vico, Voltaire) y una vez que la historia se
convirtió en problema también en el terreno filosófico.

Contribuyó a esto: primeramente una secularización dentro de la teología


misma por no cumplirse la esperanza de una próxima parusía y por el
pensamiento de Joaquín de Fiore; además un retorno a motivos
extracristianos (gnosis, cábala, esquema de decadencia y restauración en J.J.
Rousseau, romanticismo) el derrumbamiento del edificio del mundo tal como
éste era concebido en la antigüedad y la edad media (Copérnico); y la
manipulación e historización del mundo en virtud de las modernas ciencias
naturales y de la técnica. Mientras que para la Escritura la historia es un
momento de la revelación, en ese período la revelación se convirtió
frecuentemente en un momento de la historia y la historia en cuanto tal fue
entendida como revelación (Herder, Lessing, Schelling, Hegel).

La t. de la h. debe acrisolarse en el diálogo con los modernos programas,


utopías de la historia de la salvación, la t. de la h. es el marco para una visión
teológica de las realidades terrestres.

Dentro de la teología católica se enfrentan actualmente una t. de la h. más


optimista, orientada hacia la encarnación (P. Teilhard de Chardin, G. Thils), y
una t. de la h. más crítica, orientada hacia la escatología (L. Bouyer) o hacia
una teología de la cruz. La mayor parte de los teólogos se esfuerzan por una
síntesis adecuada (H. y K. Rahner, J. Daniélou, Y. Congar, H.U. v. Balthasar).

2. Método

La teología ha de llevar el diálogo con las modernas filosofías e ideologías de


la historia a partir de sus propias fuentes. Por consiguiente debe entender la
historia universal desde la historia de la salvación interpretada en la palabra
bíblica. Esto hace imposible de antemano la interpretación teológica de los
acontecimientos particulares fuera de la historia de la salvación (p. ej., por la
coincidencia o combinación de acontecimientos bélicos o naturales, etc., con
fiestas eclesiásticas y similares), pues la revelación no nos dice nada sobre
estas cosas. Por la misma razón es también imposible una división segura en
períodos de la -> historia universal e incluso de la historia de la -> Iglesia.

Por otra parte, en virtud del carisma de la profecía, la Iglesia tiene que
orientar su mensaje de cara a cada kairos y así con dominio del tiempo y en
conformidad con la historia (y no sólo con las cosas); debe entender los
«signos del tiempo» (Mt 16, 4). Esto exige una lógica de conocimiento
existencial y kairológico (-> discreción de espíritus), la cual, sin embargo,
como no puede reducirse plenamente a un método, ha de realizarse de nuevo
en cada momento con obediencia a la cruz y con la audacia del amor.

A diferencia de esta legítima profecía de la historia, la t. de la h., como parte


de la teología fundamental, es una reflexión sobre las inmanentes estructuras
fundamentales de la historia de la salvación y sus implicaciones teológicas en
el campo histórico. Por la permanente vinculación retrospectiva a la revelación
mediante la palabra bíblica, se distingue de la filosofía de la historia, que en
principio puede considerar la historia de la revelación y su interpretación de la
historia como una más entre otras posibles. Del mismo modo que la t. de la h.
procede de la fe, así también está referida nuevamente a la fe, la esperanza y
la caridad y no sólo al saber.

II. Principales contenidos teológicos

1. El punto de partida está en el misterio originario de la fe cristiana, el cual


es la gratuita comunicación escatológica de Dios mismo al hombre y con ello a
la historia. Esa comunicación se ha producido de una vez para siempre en
Jesucristo y llegará a su manifestación visible en un futuro que realmente está
por venir todavía. Esta afirmación sobre el fin de la historia se hace
necesariamente en forma velada, pues sabe que la consumación es una acción
libre de Dios, cuyo misterio el hombre no puede abarcar con su conocimiento.
Ignoran esto tanto la -> apocatástasis como el predestinacionismo.

Pero Dios es el fin de la historia de tal manera que él es asimismo su


consumación, pues la asume y afirma «sin mezcla ni separación» (Dz 302).
Esto significa que la consumación de la historia no sólo ha de considerarse
desde arriba, en el sentido de una unilateral teología de la encarnación, sino
también desde abajo, como una maduración en el tiempo. A la aceptación de
la historia por parte de Dios en la encarnación, corresponde la aceptación de
Dios por parte de Jesucristo mediante la obediencia histórica hasta la cruz y la
renuncia a sí mismo en la muerte, que Dios acepta nuevamente por la
resurrección y la glorificación. La historia alcanza su plenitud sólo per viam
crucis; su plenitud es un misterio pascual, una superación de sí misma hecha
posible por la gracia. Pero este éxodo obediente de la historia hacia Dios no es
una negación de la misma, sino a la vez una consumación de la existencia
histórica, de la autosuperación del hombre. Y así el éxodo de la cruz
constituye a la vez una elevación. ,

2. Desarrollo ulterior a través de una teología de la creación. Teológicamente


los enunciados sobre la creación no están en primer plano sino que se hallan
dentro de las afirmaciones histórico-salvíficas. Tienden a justificar las
pretensiones universales y la promesa absoluta de la historia de la salvación.
Porque Dios, por su palabra creadora, es señor de todo, él tiene también
derecho a esperar la respuesta de la fe dentro de la historia. De este modo la
historia aparece como un diálogo entre la oferta divina y la respuesta
humana, que consiste en la fe o en negarse a responder. Así la historia reviste
carácter de llamada y de decisión. Pero como se funda exclusivamente en la
palabra libre de Dios, su contingencia no es expresión de una fatalidad ciega,
sino de una providencia histórica, a la que debe agradecer su ser todo lo que
es. De este modo la doxología se convierte en el sentido de la historia.

De acuerdo con esto las afirmaciones protológicas (estado original, paraíso)


no son enunciados que relaten una visión inmediata, sino una profesión de fe
en el plan originario de Dios, que como tal determina la historia desde el
principio, y, con ello, en definitiva son enunciados escatológicos. También
esas afirmaciones sobre el principio se hacen en una forma misteriosa y
velada; no pretenden ser declaraciones a manera de un reportaje, sino que
son una «etiología», es decir, indican el horizonte y el fundamento de nuestra
actual situación salvífica, y por tanto sólo pueden afirmar acerca del principio
aquello que es posible decir desde la actual situación salvífica y de cara a
ésta. A la actual situación salvífica pertenece asimismo el poder del pecado,
que de hecho determina la historia desde el principio (-> pecado original). El
pecado es la negativa al diálogo y a la autosuperación, y con ello constituye
una negativa a la auténtica historia; se actualiza en las virtudes y potestades,
en la -> muerte, el sufrimiento, la -> concupiscencia, la -> ley. Este
conocimiento debe prevenimos frente a un optimismo unilateral acerca de la
creación, pero también frente a un pesimismo trágico, pues Dios, en su plan
salvífico en Cristo, hacia quien está orientada toda la historia, ha vencido de
antemano el pecado.

Las afirmaciones protológicas y escatológicas constituyen el fundamento de la


unidad interna de la historia de la humanidad (-> monogenismo). Esta unidad
(-> paz) es expectación escatológica, pero se anuncia ya ahora en el signo de
la unidad de la Iglesia compuesta de judíos y paganos; lo cual impone al
cristiano una obligación especial de cara a la paz en el mundo.

3. La historia tiene su último fundamento en Dios. La eternidad de Dios no


significa primariamente la atemporalidad (griega), sino el poderío positivo
sobre el tiempo, y la libertad para originar historia y entrar en ella sin
sucumbir en su movimiento. Por eso la supratemporalidad de Dios es su
presencia en el tiempo y su simultaneidad con éste (omnipresencia). Toda la
historia está abarcada por Dios y determinada por él, pero no en virtud de una
necesidad panteísta, sino en virtud de una decisión libre. La historia se basa
en la cima de una decisión, en el concretissimum universale del plan salvífico
divino. Pero éste no nos permite una reconstrucción según una ley objetiva,
pues de lo contrario la libertad quedaría convertida en un determinismo
teológico de la historia.

El plan histórico de Dios condesciende con la libertad humana, pero sin


depender de ella.
Por consiguiente, la relación entre tiempo y eternidad no puede concebirse en
forma estática, pues se despliega históricamente. Aun cuando «todo tiempo
es inmediato respecto de Dios», sin embargo la historia todavía está en
camino hacia el momento en que «Dios será todo en todo» (1 Cor 15, 28).
Éste es el fundamento legítimo de un pluralismo intrahistórico en la historia de
la salvación, de la humanidad y de las religiones. En el fondo, es una
presunción la tentativa del integrismo de llevar a cabo ya ahora (contra el
evangelio: Mt 13, 30) la separación entre la cizaña y el trigo y de conseguir
así una realización totalitaria del mundo.

III. Temas relacionados con la teología de la historia

1. Tiempo y tiempos: -> tiempo, -> eón.

2. Poderes de la historia: - pecado original, ->muerte, ->concupiscencia, -


>ley, -a ley y evangelio, -> ángeles, -> demonios, y también -> Espíritu
Santo, -> justicia.

3. Períodos de la historia: historia de la -> Iglesia, historia de la -> salvación,


historia de la -> religión, -a derecho natural, -> ley y evangelio, -> Antiguo
Testamento, -> Iglesia, ->Nuevo Testamento.

4. Modelos para la t. de la h. Los más conocidos son el del círculo para el


pensamiento histórico griego y el de la línea para el bíblico. Sin embargo,
ambos modelos son insuficientes y confusos. El círculo puede expresar lo no
histórico, lo que carece de sentido y de meta (Orígenes, Agustín), pero
también la salida de Dios y el retorno a él (Tomás de Aquino). La línea es apta
para representar la orientación y continuidad escatológica hacia una meta,
pero no para indicar la discontinuidad del pecado y de la cruz. El modelo del
punto expresa contingencia y decisión, pero no el momento de la extensión;
el movimiento pendular significa el motivo apocalíptico-antagónico, pero tiene
el peligro de una falsa interpretación dualista; la espiral explica el momento
de la continuidad y la superación, pero no muestra el carácter de decisión; la
imagen de los círculos que se extienden concéntricamente en el agua une
algunos de estos elementos (punto, línea de movimiento, extensión, círculo),
pero carece del momento dialogístico; al triple estadio dialéctico le falta la
libertad. Así, pues, lo mejor es renunciar a todos estos modelos, porque
desfiguran tanto como explican.

El modelo más acertado desde el punto de vista teológico es el pensamiento


tipológicosacramental de la Escritura y de la teología patrística: cada uno de
los acontecimientos, lo mismo que la historia universal y la de la salvación en
su conjunto, se relacionan entre sí como actualización y anticipación. De aquí
resultan tres leyes fundamentales para la consideración teológica de la
historia: a) ley de la continuidad, en y a pesar de la discontinuidad del pecado
y de la cruz en virtud de la fidelidad divina; b) ley de lo nuevo que supera lo
anterior de cara al futuro. El antitipo es siempre mayor que el tipo; lo último
no es tan sólo una restauración de lo primero, sino su transformación pascual;
c) la ley de lo particular y lo universal. El individuo llamado es siempre
representante y solidario de toda la humanidad. La historia no se puede dividir
simplemente en historia de salvación y de condenación; en la salvación y en la
condenación la humanidad está como un todo ante Dios.
5. Actitudes fundamentales. De esta triple ley de derivar tres grupos de
actitudes cristianas fundamentales con relación a la historia: a) Fe: por la
salvífica acción escatológica ha llegado definitivamente a la historia el poder
victorioso de Dios, redimiendo precisamente lo fragmentario y el fracaso en la
muerte, y resurrección de Cristo. La historia en principio no puede ser
absurda, irracional, esquizofrénica. Las actitudes cristianas fundamentales no
son el temor y el escepticismo, sino la calma, el ánimo, el humor, la
vigilancia; b) Esperanza, que significa un comprometerse arriesgado con lo
nuevo de cada tiempo, en lugar de un tradicionalismo lleno de temor y
carente de fe; pero también paciencia y capacidad de esperar. Como
confianza en Dios se opone a un mesianismo fanático, revolucionario, y a un
ingenuo optimismo en torno al progreso. c) Amor y solidaridad, que implican
una colaboración responsable en la humanización y en la paz del mundo, así
como un testimonio representativo en la palabra, la vida y el sufriemiento (->
humanismo, - socialismo, -> comunismo).

IV. Algunas cuestiones concretas

1. Concepción histórica del mundo: - mundo, -> naturaleza, -> historia e


historicidad.

2. Configuración histórica del mundo: -a trabajo, -> cultura, -> ciencia, ->
técnica, -> sociología, -> política.

3. Futuro intrahistórico: - > progreso, carácter absoluto del -> cristianismo.

BIBLIOGRAFIA: OBRAS GENERALES: R. Aubert, Discussions récentes autour


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Saurer, Zukunft und Verheißung (Z - St 1965).

Walter Kasper

HISTORIA UNIVERSAL

La h.u. como unidad efectiva de toda la historia y como posible objeto de


conocimiento pasó a ser un problema en la concepción histórica de occidente,
cuando se dejó de creer en la interpretación metahistórica de la - historia
basada en los datos de la -> revelación bíblica o cuando la historia universal
profana se desligó de su vinculación a la historia de la -> salvación, aun sin
atentar por ello contra la revelación bíblica.

I. La historia del problema

El proceso comenzó con el -> humanismo y se desarrolló por etapas. Al


emanciparse de la crónica universal bíblica, la historiografía humanista
concentró su interés en la historia política y en el detalle regional, de donde
resultó una concepción «mundana», pero por de pronto no una h.u. secular,
que más bien siguió abierta a la interpretación teológica. En cambio, la
teología de la reforma deshizo la identificación medieval de historia de la
salvación e h.u., al fundar Ph. Melanchton en la distinción de «los dos reinos»
la distinción entre historia sacra e historia profana. Con ello no se rompían por
completo las relaciones entre la historia profana y la historia de la salvación;
antes bien, en el siglo xvii, la teología se esforzó, señaladamente por un
interés misionero, en armonizar la cronología china con la bíblica, o el
descubrimiento de nuevos pueblos con el tronco común de Adán y Eva. Se
abrió una nueva situación cuando la crítica histórica incluyó también la
«historia divina», marginada ya en el Methodus... (1566) de J. Bodin y mucho
después con un radicalismo extremo por Voltaire, que en su Essai sur les
moeurs et l'esprit des nations (1756) contrastó la tesis de la peculiar posición
histórico-salvífica de Israel con las relaciones históricas entre el minúsculo
pueblo judío y los grandes imperios del antiguo oriente, y habló de la
providencia divina que se extiende por igual a todos los pueblos de la tierra;
era un ataque al Discours sur l'Histoire universelle (1681) de J: B. Bossuet,
que había expuesto una vez más la h.u. como historia sagrada en sentido
agustiniano. Entonces comenzó el intento, que no ha cejado hasta hoy, de
descubrir la historia universalis en el plano del mismo curso histórico
universal, marcado hasta entonces por las irrupciones histórico-salvíficas
llegadas de lo alto. Una teoría de esta experiencia de la historia la desarrolló
G. Vico en su Scienza Nuova (1744), que funda la cognoscibilidad de la
historia en el hecho de que ésta, a diferencia de la naturaleza, es producida
por el hombre mismo, si bien dentro de los órdenes eternos de la providencia
divina; descubrir la acción de estos órdenes como «hecho histórico» es el
tema de una teología «fundada en la razón». La concepción de la h.u. como
una teodicea nos sale también al paso en G.W. Leibniz (1646-1716), quien, en
contraste con la teoría cíclica de Vico, ve moverse a las mónadas individuales
de la cultura y de los pueblos hacia la consumación del universo. La idea de
una evolución general de la humanidad como ascensión de ésta hacia sí
misma fue en el siglo xviii la imagen con que la historia halló su sentido
unitario. En la Erziehung des Menschengeschlechtes (1780) de G.E. Lessing, la
progresiva «transformación de las verdades reveladas en verdades de razón»
aparece como un plan divino de educación de la h.u.; Condorcet ve el objetivo
de la h.u. en el Progrés de l'esprit humain (1794). Aunque J.G. Herder, con su
búsqueda del «espíritu genético» de cada pueblo, fundó la historiografía
nacional, que prescinde del horizonte de la h.u., sin embargo, en sus Ideen
zur Philosophie der Geschichte der Menschheit (1785-92) todos los pueblos
«participan de la misma alma del mundo», en camino hacia una inmanente
meta última; aquí el hombre, como miembro supremo de la creación terrena
se concibe al mismo tiempo como «anillo intermedio de dos sistemas de la
creación que se compenetran». Este homogéneo y a la vez diferenciado
intento de la ilustración quedó concluido y superado enla Philosophie der
Weltgeschichte (1822-23) de G.W.F. Hegel, donde la h.u., cuya «clave»
tienen los cristianos por su fe universal en la providencia divina, es concebida
como una «marcha gradual», la cual toma forma en los pueblos de la historia
del mundo, que a su vez son «sólo momentos» del proceso histórico en que el
único espíritu universal «se levanta a su totalidad que se comprende a sí
misma». Si L. Ranke, aunque sustituyendo los meros «momentos» por la
individualidad histórica, todavía vio el «contexto de la gran historia» en la
concreta tradición cristiana de occidente, a finales del siglo xix se abandonó el
horizonte de la h.u. para centrarse en el Estado nacional y en el positivismo
histórico, que rechazó como especulación metafísica o teológica la cuestión de
la unidad y del sentido de la historia. E indudablemente, al mismo tiempo se
ampliaron hasta el infinito los conocimientos del mundo histórico por obra de
la prehistoria, la etnología, la orientalística y las secciones históricas de las
ciencias sistemáticas (historia comparada de las religiones, historia social, del
derecho, de la economía, etc.).

La ciencia histórica tradicional que se limitaba a Europa, y aquí principalmente


a la política, sólo vio en esta inmensidad una justificación de su propia
limitación científica. Sólo intrusos o cultivadores de otras disciplinas trataron
de albergar en esquemas de h.u. estos dilatados conocimientos cronológicos y
geográficos: a) en parte prolongando la filosofía del siglo xviii (P.E. v. Lasaulx,
K. Jaspers); b) en parte con una tipología socio-cultural (K. Lamprecht sobre
el modelo de la historia alemana, Alfred y Max Weber), en la que influyó la ley
de A. Comte (t 1857), entrevista ya por Vico, de los tres estadios (teológico,
metafísico, científico-positivista); c) en parte con una morfología de la cultura,
orientada a los fenómenos históricos, que, de un lado, recogió la teoría de J.G.
Herder sobre la específica evolución humana (K. Breysíg); aunque, de otro,
llamara al «mundo como historia» una «causalidad» de seis mil años del
«azar hombre» dentro del «azar vida» (O. Spengler). La concepción de la h.u.
que ponía a Europa como centro, criticada ya por la ilustración, pero
mantenida en la exposición de la historia como progreso hacia la propia
actualidad, se hizo problemática en la crítica europea de la cultura a
comienzos del siglo xx y O. Spengler la negó del modo más radical en La
decadencia de occidente. En la crítica, que se agudizó en el curso del. siglo xx,
contra la pretensión de Europa de ser la meta de la h.u., surgió un mundo
histórico policéntrico (así también en A. Toynbee), pero no una concepción de
la h.u. como historia de la humanidad. Una concepción así se dio en la edad
media bajo la perspectiva de la historia de la salvación, en la ilustración como
idea unitaria de una humanidad progresiva y, por último, como universal
predominio fáctico de Europa, en cuyo imperialismo y colonialismo
desembocaba la historia de todas las culturas. Ninguna de estas tres
perspectivas de la h.u. sigue aún abierta en la situación de nuestra época, en
que, gracias a la interdependencia económica, social, política y cultural de
todos los estados y pueblos se produce verdaderamente h.u. Aparte de
algunos esquemas «idealistas», la idea ilustrada de la unidad y teleología de
la h.u. sólo pervive en el -> materialismo histórico, aunque reducida desde
luego, a una ideología social.

II. Cuestiones fundamentales

Así, pues, la marcha de la historia misma hacia la interdependencia de todas


las culturas y dimensiones de la vida en el siglo xx, obliga a replantear la
cuestión de la h.u. De ahí las exposiciones de la h.u. en forma de colecciones
(cf. bibl.), en las que, sin embargo, la cuestión de la h.u. se soslaya las más
de las veces en la disposición literaria, o se sacrifica al tradicional centralismo
europeo, y sólo raras veces se intenta introducir en el conjunto meramente
aditivo el problema del «mundo uno» y de la humanidad. El problema de la
h.u. sigue siendo el viejo problema, y radica en la cuestión sobre la unidad de
la historia (1), sobre el movimiento en esta unidad (2), y sobre la apertura de
la historia (3) concebida como unidad en movimiento. Pero el viejo problema
de la h.u. se agudiza aún más; de una parte, su problemática parece diluirse
en la simple facticidad del acontecer global; de otra, esta facticidad no sólo no
da sentido inmediato a la historia como historia del «mundo», sino que, en su
carácter impenetrable, se opone a cualquier «explicación» puramente
especulativa. Sin embargo, la cuestión de la h.u., llevada hasta el fin en el
planteamiento del problema ha conseguido precisamente así una actualidad
sin precedentes, pues ahora el destino de todos los Estados y pueblos está
implicado de un modo concreto en el destino de la humanidad entera.

1. La unidad de la historia como historia universal

La mirada histórica se dirigió por vez primera a la unidad concreta de la


humanidad, cuando los datos de la historia cristiana de la salvación se
relativizaron dentro de la historia profana; pues la historia de la salvación, de
suyo universal, había ocultado en su concepción histórica limitada la unidad
de la humanidad, ya que los cristianos habían roto la primitiva totalidad
cristiana de «judíos y gentiles» al establecer la distinción de los «bárbaros», a
los que había que evangelizar en forma de dominio. Contra la discriminación
ilustrada hay que decir que la relativización profana de la historia cristiana de
la salvación se emprendió por razón de la universalidad de la h.u., que podía
seguir concibiéndose de un modo más o menos deístico como gesta Dei; sólo
que ahora tales gesta ya no se consideraban exclusivamente como gesta per
Francos, sino como gesta per omnes populos, cristianos y gentiles
«bárbaros». No obstante toda la historia del problema muestra que la idea de
la unidad de la h.u. se dio previamente en la concepción históricosalvífica de -
> occidente, y sólo mientras persistió en la historia profana la universalidad
de la historia sagrada con su sentido inequívoco. Cuando luego, en los siglos
xviii-xx, la historia se convirtió en relato profano de simples «hechos
históricos», pese al descubrimiento de la multiplicación de fenómenos
históricos en la historia del mundo, se perdió también el horizonte de la h.u.
Cierto que este horizonte no puede recuperarse por una reprise de la ingenua
identificación entre historia sagrada e h.u. o de su posterior reinterpretación
reflexiva; pero, hoy como antaño, la cuestión sobre la unidad de la h.u. sólo
se plantea desde Europa o con espíritu europeo; y así sigue mostrándose su
origen occidental. Pero el que ahora la pregunta se confronte con el inmenso
conocimiento del mundo histórico, acumulado desde el siglo xix, no significa
sólo una variación cuantitativa del estado del problema. Mas como, después
del historicismo, los acontecimientos y formas históricas ya no pueden
aducirse como meros ejemplos de una teoría, el salto dado por la fe o la
especulación hacia la unidad de la historia como h.u. ha de acreditarse y
regirse por el material positivo. La cuestión sobre la unidad de la h.u. debe
plantearse ahora más que nunca en la búsqueda de los factores de la unidad
humana inmanentes a la historia.

A la verdad que si estos factores sólo se vieran allí donde se presentan en un


contexto global, habría que poner el comienzo de la h.u. en la época del
descubrimiento europeo del mundo, y todos los milenios anteriores serían
respecto de la h.u. mera «prehistoria»; pero en tal interpretación las
realizaciones históricas de esas milenios habrían perdido su sentido. Ahora
bien, si tuvieran su sentido propio solamente en su propia inmediatez y no en
una relación con la historia total (o, según Ranke, en la «inmediatez respecto
de Dios» y, por ende, en la relación a la superhistoricidad absoluta), la h.u.
sería precisamente sólo aquel período en el curso total de la historia que se
inicia en el siglo xv a.C. y constituye la expansión mundial de Europa; pero no
sería la historia de la humanidad, que en tal caso se presentaría más bien
como un mundo histórico policéntrico antes de ese período, único que se
designaría como h.u. Esta dificultad no puede eludirse mediante unas tablas
sincrónicas, que sólo darían una ilusión de unidad, al presentar la
simultaneidad externa como simultaneidad histórica. De hecho sólo existe un
hilo conductor cronológico de la h.u. a partir del siglo xv. Cabe desde luego
remitirse a la extensión universal de ciertas conexiones en la prehistoria e
historia primitiva, que deben admitirse aun cuando no se conceda validez
absoluta a la teoría de la difusión. Hay también una multitud de contactos a
gran distancia en el espacio entre las culturas superiores, que, como
construcciones altamente organizadas, se habían aislado de la trama de
dichas conexiones durante largos períodos. Pero tales nexos de influencia sólo
fueron conocidos en sus zonas periféricas (aun cuando también en las
leyendas se decantó un oscuro conocimiento de acciones lejanas y
únicamente la investigación científica descubrió en ellas un valor que
sobrepasa el policentrismo de las culturas. Esos nexos de influencia muestran
ciertamente que la tierra entera es el campo de una historia más o menos
complicada, pero por sí solos no constituyen el documento de la unidad de la
historia como historia universal.

Esta unidad surge más bien del hecho de que el hombre entiende siempre su
mundo eventual como el «único mundo». Desde el comienzo la historia
aparece siempre como h.u. a través de todo el regionalismo de los
fenómenos; así cuando una pareja mítica fundadora de una estirpe se
interpreta simplemente como la primera pareja humana, o cuando los grandes
imperios de cultura superior se entienden a sí mismos como un «imperio
universal». Todo simbolismo cultural en su individualidad histórica es siempre
y simultáneamente un símbolo del mundo y de la humanidad. Hasta la
uniformidad de las innovaciones que surgen dentro de las culturas particulares
con independencia mutua, tiene por base una estructura unitaria de la h.u.,
mucho antes de que ésta pueda ser experimentada en una unidad conjunta de
los sucesos y por mucho que la difusión de las instituciones en la historia
primitiva y antigua a través de amplios espacios se asemeje a un proceso
natural, tal difusión se realiza sin embargo en un proceso histórico de
transmisiones y recepciones, que evidencia unas formas elementales de h.u.
La unidad de la historia como h.u. se refleja en cada interpretación histórica,
que siempre se interesa por la historia en general y no sabe de una pluralidad
de «historias»; e igualmente el -> mito, que no es ahistórico sino más bien
una manera peculiar de experiencia histórica, es siempre un mito único y
universal.

Así, pues, hay que examinar el carácter universal y humano en los fenómenos
históricos particulares de todas las culturas, que con esa relación universal no
quedan reducidas a mera «prehistoria» de la h.u. que acontece
concretamente desde el siglo xv; ni se las despoja de su peculiaridad, antes
bien, sólo así se las entiende en su esencial individualidad y universalidad. Sin
embargo, el comienzo de la h.u. que de hecho acontece en Europa desde el
siglo xv sigue siendo una época de la h.u., época que es comprendida en la
ilustración. Y aunque ahí se ve que el eurocentrismo de la h.u. no es sólo de
perspectiva sino también de hecho, es preciso preguntar por la historicidad
universal de los fenómenos en todos los tiempos, si se quiere comprender la
h.u. en su unidad como historia de la humanidad. Es, el problema que se
plantea el hombre sobre su universalidad histórica y que él necesita entender
para entenderse a sí mismo en la crisis en que lo ha metido la marcha de la
historia mediado el siglo xx. De ahí puede surgir, pese a todas las
diferenciaciones que deben mantenerse, una nueva correspondencia entre la
universalidad de la historia sagrada y la universalidad de la historia profana
perceptible en la misma historia universal.

2. La unidad de la historia universal como movimiento histórico

Lo dicho de la revelación entre la unidad esencial del hombre y su historicidad,


vale también de la unidad de la h.u., la cual radica tanto en la primigenia
referencia esencial de toda historia particular a la h.u. como en el movimiento
histórico, en que se realiza esta unidad, superando el «mundo» anticipado en
las varias culturas para llegar al «mundo único». La unidad de la h.u. como
movimiento histórico no es sólo un proceso cuantitativo de mera expansión;
es también un proceso cualitativo en que se despliega la humanidad con una
acumulación progresiva de sus posibilidades esenciales.

En la h.u. identificada con la historia cristiana de la salvación este movimiento


empezó por ser simplemente la prolongación por un «breve tiempo», que se
llena con la predicación de los acontecimientos salvíficos, los cuales en sí
mismos han llegado ya a su consumación. Ahí lo verdadero era la «verdad
antigua», único patrón con que podía legitimarse lo nuevo en su perenne
acontecer. En la concepción, nacida en la época de Augusto e interpretada
dentro de la historia de la salvación por su referencia a la profecía de Daniel,
según lo cual el imperio romano era el último de los imperios universales, a la
idea de que la historia de la salvación estaba terminada se la añadió un
contrapunto universal. En la teología de la historia durante los siglos xii y xiii,
con su especulación trinitaria, se vio por vez primera la posibilidad de un
novum, la posibilidad de un acrecimiento de la historia de la salvación y la
expectación de ese acrecimiento para este tiempo del mundo hizo aparecer el
imperio de la paz y del amor como un objetivo de la h.u. Con ello la unidad de
la h.u. ya no fue entendida solamente como una unidad de origen y del
presente, que aún debía llenarse con la predicación de la promesa cumplida,
sino también como una unidad orientada a un futuro histórico y, por tanto, en
movimiento. Por muy aisladas que fueran estas especulaciones de teología de
la historia, lo cierto es que aparecieron cuando la misma historia occidental se
había puesto en movimiento, y en el nacimiento de Europa con su dinámica
universalista se transformó el tipo arcaico de cultura al que pertenece la
incipiente edad media.

No es pura casualidad histórico-literaria el que estas especulaciones de


teología de la historia fueran recogidas en el siglo xviii viniendo así a ser la
introducción teológica de la idea filosófica de -> progreso. Sin la idea del
progreso no cabe imaginar ni la marcha concreta de la historia en su conjunto
impulsada por Europa, ni la concepción secular de la historia como unidad
un¡versal. Esta idea, que nunca fue defendida sin espíritu crítico por sus
representantes más destacados, en su exposición sumaria estuvo ciertamente
sometida a crítica por parte de las ciencias particulares y de la filosofía; pero
su posición en la historiografía universal queda Jara a la vista de las
consecuencias que se sacaron desde que, al comienzo de la edad moderna, se
recogió de nuevo la concepción antigua sobre el curso cíclico de la historia en
las distintas culturas, entrando en concurrencia con la idea de una historia
progresiva de la humanidad. Así se llegó a las teorías sobre leyes históricas
universales, determinantes de los procesos culturales, con lo que no sólo
acabó por abandonarse la diferencia específica entre naturaleza e historia de
un modo mucho más radical que con la intrusión del evolucionismo naturalista
en la idea universal del progreso, sino que junto con el sentido de la pregunta
por un movimiento de la h.u. que envuelve todas las culturas, acabó
perdiéndose también la unidad del hombre y de la humanidad. Con la
disolución crítica de la idea de un progreso inmanente a la h.u., que había
ocupado el lugar de la categoría teológica de la promesa, no quedó más que el
montón de escombros de unos hechos aislados en su interpretación histórica.
La idea del progreso de la humanidad hacia sí misma parece haber sido
llevada ad absurdum con las catástrofes del siglo xx. Mas el carácter universal
de estas catástrofes y el hecho de que el progreso técnico sobreviva a ellas,
aunque siempre con la amenaza de una nueva catástrofe tal vez definitiva,
incitan precisamente a dominar ese movimiento de la h.u., que se da por
encima del hombre, mediante la inteligencia y la consiguiente decisión libre.
Nos vemos ante la alternativa, o de una hecatombe, o de un esfuerzo
intelectual y moral por el que la humanidad resista a la fatalidad progresiva
con un progresivo movimiento hacia sí misma. Pero, ¿cómo puede
recuperarse la idea de progreso, cuando ésta se refuta con su propia historia,
y no sólo no cumple su promesa de perfeccionar a la humanidad, sino que ha
destruido la tradición protectora del viejo orden del mundo, tanto en su
cultura de origen como en el mundo entero? La necesidad de recuperar la
pérdida de la historia anterior en un movimiento progresivo, caracteriza sólo
una situación de la h.u., pero no implica la posibilidad de corresponder a ella.
La tentativa de fundar la idea del progreso con la inserción macroscópica de la
historia humana en un proceso cósmico, unilineal y cualitativamente
ascendente, tiene su problemática, de una parte, en la verificabilidad de tal
proceso y, de otra, en el allanamiento de la diferencia específica del hombre y
su historia. Esta problemática se agudiza aún más si se mezclan las categorías
«promesa» y «progreso», y vuelve a perderse el logro de la moderna historia
del espíritu, a saber, la diversidad categorial de historia de salvación e h.u. en
favor de una pseudouniversalidad.

Una revisión crítica de la idea del progreso -aun manteniendo estrictamente la


distinción categorial entre naturaleza e historia y entre h.u. e historia
sagrada- tiene que preguntar hasta qué punto la historia como h.u., tanto en
su curso como en la reflexión de la conciencia histórica, puede llamarse una
unidad en progresivo movimiento de la humanidad hacia sí misma. Lo que ha
fracasado como una idea del siglo xviii, que la refirió a sí mismo, tiene que
acreditarse como un factor universal de la historia, si, tras la pérdida de la
tradición cultural particular, ha de descubrirse una tradición a escala humana,
partiendo de la cual pueda recuperarse gradualmente el fracasado progreso.
Hay que averiguar si una teoría de la cultura, que con el movimiento interno
abarca también los encuentros de las culturas que no sólo compara
morfológicamente las culturas, sino que trata de valorarlas según la medida
de su «universalidad» (y no sólo según su difusión mundial), puede mostrar la
idea del progreso en su contenido histórico. ¿Surge de todos los movimientos
circulares un movimiento de la h. u. como progreso desde el «mundo» sólo
anticipado hacia la h.u. que acontece de modo concreto y se comprende en su
unidad; un movimiento en que el hombre, superando toda historización
parcial y circular de su existencia, experimenta intercultural y
comunicativamente la medida entera de su ser, de modo que en esta
experiencia universal, recordada cada vez más profundamente, brota la
conciencia de una humanidad que ya no es meramente nominal, sino que se
hace sujeto de la historia? De responder afirmativamente a esta pregunta, la
unidad de la h.u. sería el camino de la humanidad hacia sí misma y hacia la
conciencia de su unidad; camino que, desde luego, se alarga con el vaivén de
los tiempos, pero que a ritmo de diástole y sístole corre en movimiento
progresivo. Por más que la historia sea siempre repetición de lo mismo (del
mismo bien y del mismo mal, de la misma inteligencia y de la misma
aberración), no se agota en tal repetición, sino que más bien congrega la
humanidad y el humanismo, de momento, indudablemente, en un aumento de
poder, mas también en un acrecentamiento de los «recursos» humanos. Los
acontecimientos del siglo xx son una culminación de este movimiento. Como
simple extensión a escala mundial, este proceso aparece como una realidad
meramente cuantitativa; pero, al suprimirse las antiguas fronteras entre
«griegos» y «bárbaros» y venir a dar el hombre con las fronteras de la
humanidad, el movimiento de la h.u. llega a una etapa cuyo carácter
cualitativo se muestra en que son posibles falsas decisiones que no pueden
«revocarse» dentro de la h.u. con el paso de una cultura a otra, sino que son
definitivas.

«Nietzsche es el primer pensador que, ante la primera aparición de la historia


universal, se plantea la pregunta decisiva y la examina en todo su alcance
metafísico. La pregunta es ésta: ¿Esta preparado el hombre como hombre en
su estado actual para hacerse cargo del señorío de la tierra? Si no lo está
¿qué debe hacerse con el hombre actual para que pueda someterse la tierra y
cumplir así la palabra del Antiguo Testamento? ¿No hay que levantar al
hombre actual por encima de sí mismo, para que pueda responder a ese
mandato?» (M. Heidegger). En esta pregunta aparecen dos cosas: la situación
concreta de una época nueva en la h.u., que surge por una determinada
interrelación de los acontecimientos, invitando al «progreso» de la
humanidad; y al mismo tiempo la necesidad de comprender esta situación
como una etapa dentro de un movimiento universal de la humanidad hacia su
unidad, si no se quiere abandonar la originaria unidad humana en el momento
precisamente en que esta unidad viene exigida de un modo efectivo. Ese
movimiento progresivo de la h.u. puede entenderse en correspondencia con la
«congregación» de los pueblos, de que habla la historia de la salvación;
correspondencia, en que al mismo tiempo debe mantenerse la diversidad,
pues es evidente que el movimiento de la historia de la salvación y el de la
h.u. no transcurren de manera homogénea.

3. La apertura de la historia como historia universal

En la concepción de la h.u. como historia de la salvación la finalidad y la


apertura de la historia iban unidas en la categoría de la promesa: la
certidumbre de la aparición del Hijo del hombre para el juicio, y la
incertidumbre de la «hora». Cuando en lugar de la promesa se introdujo un
proceso inmanente en la h.u., surgió el dilema entre un sentido determinado
de esa historia entendida como unidad teleológica, de una parte, y la
individualidad histórica de las culturas y edades, de otra parte, que sólo puede
tener su «sentido» soberano como fenómeno en una historia abierta, pero no
referida a un sentido mediatizante de la h.u. El dilema volvió a plantearse una
y otra vez en la ilustración y el -> historicismo, y en la encrucijada de los
siglos xix y xx pareció resolverse a favor de una absoluta individualidad
histórica, después de ser rechazado como principio heterogéneo el factor
unitario de la «inmediatez» respecto de Dios propugnado por Ranke. El
carácter absoluto de la individualidad histórica, que sólo en sí misma tiene su
sentido, se logró a costa de una falta de sentido en la ilimitadamente abierta
historia total. De momento sólo el -> materialismo histórico sostuvo la
posibilidad de una consumación de la historia. Pero esa posible consumación
de la historia aparece también abiertamente en las ideologías One World del
siglo xx como conditio sine qua non de la existencia humana, pues el hombre,
ante las posibilidades que él aprehende, sólo es capaz de vivir en una
«historia» consumable y como tal dominable, sin que pueda conformarse con
la mera «apertura» de la historia (hablar del «fin de la historia» es sólo una
variante pesimista de este diagnóstico). En la perspectiva del «mundo uno»
esa consumación se presenta como meta a lograr mediante los esfuerzos del
hombre y su técnica. Lo que en la fe ilustrada del progreso, en la cual, a pesar
de su inmanencia, seguía contando un factor metahistórico, era aún
perfectibilidad para el futuro y, por ende, expectación histórica, se ha tornado
perfectibilidad ahistórica, en la que no hay que esperar, pues se trata tan sólo
de ejecutar un plan ya concluido.

Si la historia tiene su unidad como h.u. (1), si esta unidad se concibe como un
movimiento progresivo (2), y si este movimiento ha producido sin duda el
«mundo uno», ¿no ha llegado de hecho la historia como h.u. a su término, si
no concluso hoy día (en la «coexistencia» transitoria), sí por lo menos
concluible mañana? ¿Hacia dónde, pues, hay que «seguir»? Esta pregunta se
la hace el materialismo histórico, respondiendo con la tesis de la persistencia
del proceso dialéctico en la sociedad comunista final, proceso que no
necesitará ya de su motor histórico-universal, el cual es el antagonismo social.
En el mundo occidental (caso de que los pesimistas no tengan razón) se teme
esta persistencia como «aburrimiento», y las respuestas varían desde la
«configuración del tiempo libre» hasta la esperanza en la plena libertad para
la humanidad, facilitada por la liberación del hambre, de la guerra y de todas
las miserias semejantes, que quedarán desterradas por la organización
económica y política de la sociedad mundial. La utopía parece haberse hecho
imposible, porque el factor metahistórico, la imposibilidad de la utopía,
aparentemente se ha hecho posible, con variaciones en el «mundo
occidental», lo mismo que en la doctrina del materialismo histórico.

Hay una interpretación de esta situación partiendo de la historia sagrada, que


la caracteriza como el tiempo de pax et securitas en el imperio del anticristo.
Mas una exposición de la teoría de la historia, que mantiene la diferencia
categorial entre h.u. e historia de la salvación, ha demostrado por el contrario
que todos los pronósticos optimistas y pesimistas del futuro del «mundo uno»
se han hecho partiendo de las experiencias del curso anterior de la h.u., y que
no mantienen la cesura histórico-universal del presente; una cesura que en
todo caso es comparable con el paso de la vida de colectores y cazadores a la
vida sedentaria de la civilización agrícola y de las culturas superiores. Tan
inimaginable como era para el cazador primitivo el imperio romano, lo es
ahora «lo que seguirá», una vez que la historia como h.u. parece haber
llegado a su meta. Aun cuando -y ésta es una de las más importantes
novedades del presente- el curso de la pasada h.u. puede contemplarse ahora
mejor que nunca desde su «fin», de suerte que es posible una definición
aproximada del presente en su significación categorial respecto de la h.u., sin
embargo el futuro inmediato continúa abierto con su bien y con su mal. Se
puede reconocer, ciertamente, la unidad de la h.u. como avance de la
humanidad hacia su unidad consciente; pero qué acontecerá en el futuro con
esa unidad, si se desarrollará con modalidades diferentes o perecerá y será
otra vez olvidada en una catástrofe, si esclarecerá la imagen del hombre o la
destruirá nivelándola, es tan difícil de saber como los comienzos mismos de la
h.u., que sólo conocemos fragmentariamente. Sin embargo, esta apertura de
la historia en general no excluye que en la unificación se reconozca un sentido
de la h.u., aunque sólo sea en forma provisoria; pero de tal modo que
prescindiendo del sentido que el fin dé a lo transitorio, esto no quede disuelto
en virtud de la meta última. Si lo transitorio es un correr hacia la promesa de
la historia salvífica, constituye un misterio que depende de la libertad de dicha
historia y de la libertad humana.

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Oskar Köhler

HISTORICISMO

I. Concepto.

Por h. entendemos con E. Troeltsch «la historización fundamental de todo


nuestro pensar sobre el hombre, su cultura y sus valores». Esa concepción
suplanta la consideración universal de la naturaleza supratemporal del hombre
por el conocimiento de su individualidad concreta en la historia. «Estado,
derecho, moral, religión, arte quedan disueltos en su devenir histórico y sólo
son inteligibles para nosotros como elementos de determinadas evoluciones
históricas. Esto pone de relieve cómo todo lo casual y personal tiene sus
raíces en amplios contextos supraindividuales..., pero, de otra parte,
conmueve todas las verdades eternas... » El h., en su forma propiamente
moderna, pertenece por completo al siglo xix, pero está prefigurado ya en
estadios más antiguos de la historia del espíritu occidental. El h. logra un
influjo dominante desde el momento en que la historiografía, desprendiéndose
de la imagen estoico-cristiana del hombre, emprende el camino hacia el
procedimiento individualizante de una antropología descriptiva, y abandona el
marco de la división en épocas inspirada en la historia de la salvación, sin
renunciar, no obstante, a la idea de un enlace interno entre los
acontecimientos históricos y, por ende, a la posibilidad de un esclarecimiento
racional de su interdependencia (->historia e historicidad; filosofía de la -
>historia). Al desprenderse así la historia del antiguo esquema (conservando,
no obstante, la estructura formal de la consideración personal y teleológica de
la historia), se hace posible aquella «interpretación puramente inmanente de
la vida social e histórica» (W. Dilthey) que, frente al antiguo procedimiento de
la mera crónica o de la historia teológica de la salvación, constituye lo nuevo
de la moderna ciencia histórica.
La palabra «historicismo» es más reciente que su contenido. Usada en primer
lugar por K. Werner en 1879, fue esgrimada primeramente en polémica contra
la escuela histórica de la economía nacional, más tarde contra la teología
histórico-positiva de A. Ritschl, y sólo después de la primera guerra mundial
adquirió una significación crítico-cultural, en que se juntaban la insuficiencia
del cultivo erudito de la ciencia y la queja contra un disolvente relativismo
histórico. E. Troeltsch, en su obra Der historismus und seine Probleme (obras
completas, tomo iii, T 1922) dio el primer paso hacia el esclarecimiento
filosófico del fenómeno discutido. Sus puntos de vista, que condujeron más
allá de la mera polémica y abrieron la visión histórica del mundo como un
horizonte de ciencia moderna, fueron sistemáticamente ahondados por K.
Mannheim y B. Croce. La investigación histórica del problema del h. partió de
la obra de F. Meinecke: Die Entstehung des Historismus (Mn-B 1936). Aquí se
describe el h. como una revolución espiritual del pensamiento occidental, la
cual ha fundado una nueva visión de la vida humana y ha dado el impulso
para la moderna investigación histórica.

II. Desarrollo histórico

Los primeros indicios de una historia moderna y crítica se hallan en los siglos
xvi y xvii, y están en estrecha conexión con la penetración del empirismo
asistemático en la ciencia postescolástica. Fueron pasos importantes en el
camino hacia el h. el hecho de que la historia se liberara de la cronología
bíblica (J. Bodin) y el primer esbozo de una teoría de la ciencia histórica en el
siglo xviii (G. Vico).

Frente a ello, el pensamiento histórico de la ilustración representa un claro


retroceso, por mucho que contribuyera a la independencia de la historia
profana y al esclarecimiento científico de sus métodos. Ese pensamiento
transmitió al h. la idea del progreso (Turgot, Condorcet), que sucedió como
principio inmanente de interpretación de la historia a la antigua doctrina
escatológica sobre ella. Sin embargo, la Ilustración no llegó a una visión
histórica universal del mundo; pues, de una parte, en forma poco histórica
hizo de la actualidad la medida del pasado, y, de otra parte, quiso oponerse a
la disolución moralista de la imagen clásica del hombre por el retorno a una
teoría, marcadamente atemporal, del derecho natural.

Así se explica que la irrupción del h., la cual tuvo lugar al finalizar la
ilustración en el Sturm und Drang y el romanticismo, se caracterice muy
decisivamente por la oposición al racionalismo de la Ilustración y a la praxis
mecánica de gobierno en el Estado absolutista. Él fundó una visión profunda
del mundo histórico, que repercutió fuertemente sobre la política y la ciencia
del siglo xix. Frente a la idea de una naturaleza humana inmutable y al hecho
de que la razón concediera a lo histórico un valor meramente relativo, Herder
defendió el carácter singular (que no puede deducirse de una ley general) de
la individualidad de cada pueblo y sustituyó el pensamiento pragmático del
progreso por una visión que resalta la independencia de las edades
particulares. La formación orgánica y el crecimiento natural de los Estados
sustituyen en Möser, Burke y Savigny (escuela histórica del derecho) la
causalidad mecánica y la acción planificada. En estética, la voluntad del genio
arrumbó las reglas (Shaftesbury, Diderot) La transformación de la idea de
revelación en la de evolución (Lessing) y la concepción de los pueblos como
«pensamientos de Dios» (Herder), hicieron surgir una inteligencia de la
historia que interpretaba el proceso histórico como realización paulatina de la
vida espiritual infundida por Dios a la humanidad. Esta universal visión
histórica alcanzó su punto culminante en la obra de Ranke, que entiende la
historia de la humanidad como «variedad infinita de evoluciones que van
apareciendo poco a poco», donde cada época es «inmediata respecto a Dios».
En contraste con el pensamiento histórico de Hegel, que parte de la
ilustración, este h. no comprende la historia como un gradual llegar a sí
mismo del espíritu absoluto, al que se subordina el movimiento propio de las
individualidades. Más bien, en el h. están en recíproca relación, rica en
tensiones, la idea de evolución y la de individualidad; y esa relación no
permite ni un deslizamiento hacia el relativismo de infinitos fenómenos
igualmente justificados, ni un determinismo histórico anulador de la
individualidad.

Al debilitarse los impulsos idealistas y románticos, se deshizo la síntesis del h.,


formada con elementos de la tradición cristiana y humanista, cediendo el paso
a nuevos esquemas de la historia. Esta disolución condujo, en parte, a una
visión determinista de la historia con ayuda de la dialéctica hegeliana o del
concepto positivista de progreso (Marx, Comte, H. Th. Buckle), y en parte, a
una entrega puramente pasiva al hechizo de los fenómenos históricos,
renunciando a conocer y valorar el sentido histórico. La historización de más y
más ciencias, así como la penetración de lo histórico en los dominios de las
artes plásticas y de la poesía, hicieron del siglo xix posterior un saeculum
historicum. Simultáneamente surgió con creciente claridad la problemática de
una historiografía que se movía, sin brújula, dentro de la riqueza de los
fenómenos. Así se presentó; de una parte, la cuestión de la justificación de la
investigación histórica a base de una filosofía vitalista (Nietzsche) y, de otra,
el problema de poner orden en la anarquía política y social de los valores
provocada por el h. (E. Troeltsch, M. Weber). Los esfuerzos teóricos por un
esclarecimiento filosófico de los horizontes del saber abiertos por la escuela
histórica (Dilthey), desembocaron lentamente, después de la primera guerra
mundial, en planteamientos ontológicos más generales de la cuestión.

III. Resultados y problemas

La destacada posición que ocupó la historia en el pensamiento del siglo xix ha


dejado paso actualmente a una fuerte restricción de su validez, y en cierto
modo también a una clara depreciación del pensar histórico. Tanto en la vida
pública como en las ciencias la historia ha perdido eficacia. Un h. «con
pretensión de monopolio» (O. Brunner), como en parte se dio en el siglo xix,
apenas es imaginable hoy día en los países occidentales, e incluso en los
dominios comunistas sólo artificialmente puede mantenerse el postulado de
una total interpretación histórica de la existencia humana (-> materialismo
dialéctico, -> marxismo).

La moderna crítica del h. (K. Löwith, E. Topitsch) tiende a buscar las raíces
históricas del h. sobre todo en la secularización de ideas de la historia de
salvación y en la trasposición de la especulación sobre el orden cosmológico al
ámbito histórico. Pero esa transformación secularizante ha sido a la vez, como
hoy se reconoce con más claridad, la causa de la crisis posterior de esta forma
de pensar. Aquí, el fracaso de una interpretación general del «mundo como
historia», no sólo va unido a la deficiente capacidad filosófica de la
historiografía, la cual, como ciencia empírica, no puede ofrecer una imagen
total del cosmos histórico. sino que también es consecuencia necesaria de la
tentativa teológicamente problemática de disolver en el reino mundano el
designio divino de salvación, bien en una marcha metafísica del espíritu
(Hegel), o bien en el continuum ilimitado de una historia universal del espíritu
(Dilthey). Aunque es cierto que el h. ha fracasado como sistema de
interpretación total del mundo, como sustitutivo de la metafísica y «última
religión del hombre culto» (Croce), no por eso pueden anularse simplemente
los resultados de la consideración histórica del mundo. Por muy problemática
que sea una generalización de la relatividad de la existencia descubierta por el
h., igualmente dudosa sería, por otra parte, la tentativa de huir del
conocimiento de la historicidad fáctica para refugiarse en una teoría sobre la
naturaleza atemporal del hombre, o en una concepción cíclica de la historia,
entendiéndola como repetición de lo que permanece siempre igual. Más bien,
como límite de los esbozos atemporales y de los intentos de conceder un valor
absoluto a lo terreno y político, el pensamiento histórico conserva su valor
incluso cuando renuncia (a diferencia del h.) a considerar la historia como la
esfera absolutamente importante para el hombre. Precisamente entonces
puede tener su función como correctivo de un afán de configurar el mundo
autónomamente.

FUENTES: G. Vico, Principi di una scienza nuova intomo alla natura delle
nazioni (Na 1725, 21744), nueva edición bajo el título: La scienza nuova, ed.
F. Nicolini (Bari 1911-16 [3 vols], 31942 [2 vols.]); J. G. Herder, Auch eine
Philosophie der Geschichte zur Bildung der Menschheit (Sämtliche Werke, bajo
la dir. de Suphan, V (Riga - L 1774); idem, Ideen zur Philosophie der
Geschichte der Menschheit 4 vols. (ibid. vol. XIII, XIV) (Riga - L 17841791).

BIBLIOGRAFÍA: E. Troeltsch, Der H. und seine Probleme (Gesammelte Schr.


III) (T 1922); !dem, Der H. und seine Überwindung (B 1924); K. Mannheim,
H.: Archiv für Sozialwissenschaft und Sozialpolitik 52 (T 1924) 1-60; K.
Heussi, Die Krisis des H. (T 1932); B. Croce La storia come pensiero e come
azione (Bar¡ 1938,51952); idem, Filosofia e storiografia (Bar¡ 1948); C.
Antoni, Dallo storicismo alla sociologia (Fi 1940); R. Aron, La philosophie
critique de la histoire (P 1950); H. v. Srbik, Geist und Geschichte vom
deutschen Humanismus bis zur Gegenwart, 2 vols. (Mn - Sa 1950-51); E.
Topitsch, Der H. und seine Überwindung: Wiener Zeitschrift für Philosophie,
Psychologie, Pädagogik 4 (W 1952) fast. 2; B. Weite, Wahrheit und
Geschichtlichkeit: Saeculum 3 (1952) 117-191; K. Löwith, Die Dynamik der
Geschichte und der H.: Eranos 21 (1952); !dem, Meaning in History (Ch
1949); O. Brunner, Abendländisches Geschichtsdenken (H 1954); C. Hinrichs,
Ranke und die Geschichtstheologie der Goethezeit (Gö 1954); H.-L Marrou, De
la connaissance historique (P 1954); Th. Litt, Die Wiedererweckung des
geschichtlichen Bewußtseins (Hei 1956); P. Rossi, Lo storicismo tedesco
contemporaneo: Studi e ricerche IV (Tn 1956); G. Barraclough, History in a
Changing World (0 1955); A. Dempf, Kritik der historischen Vernunft (Mn
1957); A. Heimpel, Geschichte und Geschichtswissenschaft: Vierteljahreshefte
für Zeitgeschichte 5 (St 1957) 1 ss; C. Anton, Zur Auseinandersetzung
zwischen Naturrecht und H.: Schweizer Monatshefte 37 (Z 1957-58); R.
Wittram, Das Interesse an der Geschichte. 12 Vorlesungen über Fragen des
zeitgenössischen Geschichtsverständnisses (Kleine Vandenhoeck-Reihe 59-61)
(Gö 1958); F. Meinecke, Die Entstehung des H. 2 vols. (Mn - B 1936, Mn
31959); W. Bodenstein, Neige des H. Ernst Troeltschs Entwicklungsgang (Gü
1959); P. Rossi, Storia e storicismo nella filosofia contemporanea (Mi 1960);
R. Aron, Dimensions de la conscience historique (P 1961); G. Bauer,
Geschichtlichkeit. Wege und Irrwege eines Begriffs (B 1963); G. Rand, Two
Meanings of Historicism in the Writings of Dilthey, Troelsch and Meinecke:
Journal of the History of Ideas 25 (Lanc. [Penn.] 1964); L. v. Renthe-Fink,
Geschichtlichkeit. Ihr terminologischer Ursprung ... (Gö 1964); H.-G.
Gadamer, Hermeneutik und H.: Wahrheit und Methode (T 21965) 477-512; L.
Grote (dir.), H. und bildende Kunst (Mn 1965); K. R. Popper, Das Elend des
Historizismus (T 1965); Nicol, Historicismo y existencialismo (Ma 1967).

Hans Maler

HOMBRE

I. Concepto filosófico de hombre

1. Definición como problema

La definición más conocida de h. es la de animal rationale, que se remonta a


la antigüedad y probablemente al peripato. Según Jámblico (De vira
Pythagorica 31; cf. ARISTÓTELES V 15lla), se hallaría también en Aristóteles.
Esta definición fue aceptada por la escolástica (BoEcIo, Isagog. Porphyrii
Comm. ed. prima 120: PL 64, 35 C; ANSELMO DE CANTERBURY, Monologion,
cap. 10; De grammatico, cap. 8; ToMÁs DE AQUINO, ST II-II q. 34 a. 5; S. c.
G. II 95, III 39; De pot. VIII 4 ob. 5). Repercute hasta la edad moderna y
todavía Kant discute esta definición (Die Religion innerhalb der Grenzen der
blossen Vernun f t, 1793, AkademieAusgabe 6, 26ss). En los libros de texto de
la neoscolástica esta definición pasa por tan clásica como evidente.

La filosofía de los siglos xix y xx ha desarrollado nuevos puntos de vista y


nuevos aspectos antropológicos, que no contradicen enteramente a la
definición mencionada, pero tampoco pueden deducirse de ésta, y hacen ver
así lo unilateral de la definición del hombre como animal racional. En
dependencia de Hegel y a la vez en polémica contra él, Karl Marx desarrolló
nuevos aspectos de una imagen filosófica del hombre en los conceptos de
trabajo y enajenación, viendo al h. como ser social e histórico. Para Dilthey la
historia es también factor determinante de la vida humana; las categorías de
la filosofía hasta entonces vigentes le parecían unilateralmente cosmológicas.
Kierkegaard entiende al h. como existencia y como individuo. En cuanto
existencia el h. es una relación, que remite al que ha establecido esta
relación, a Dios. Nietzsche definió al h. como voluntad de poder, lo cual no
debe entenderse en forma de un psicologismo unilateral, sino como aspiración
al superhombre. Heidegger designa la unidad del ser de hombre como
existencia (Dasein), pero distingue este término de la antigua existencia, que
para él significa únicamente un estar presente. Jaspers ve al h. en la tensión
entre existencia y razón, y funda la pregunta kantiana sobre cómo y por qué
la razón haya de ser práctica por el concepto kierkegaardiano de existencia.
La filosofía moderna, en contraste con el dualismo de Descartes, ve al h. como
unidad y resalta particularmente la historicidad y la capacidad de lenguaje. Se
trata aquí de una evolución que fue preparada por Vico y Rousseau, se abrió
paso en Herder y determinó luego en la polémica con el idealismo alemán la
filosofía de los siglos xIx y xx.

Los reparos contra la definición del h. como animal racional pueden reducirse
a las siguientes objeciones. En ella no se expresa suficientemente la
estructura verbal e histórica del hombre. Además, esta definición puede
entenderse fácilmente, aunque no necesariamente, en sentido dualista.
Finalmente, a los hombres de hoy nos resulta en absoluto problemático que
pueda expresarse en una definición adecuada lo que «es» el hombre.

2. Mirada histórica

La cuestión sobre la naturaleza del h. va unida con el problema de la unidad y


diferencia del ser humano. La cuestión, que se plantea ya desde la
antigüedad, ha pasado hasta hoy por los más distintos ensayos de solución.
Para Platón el alma es el verdadero hombre. No hay una verdadera y esencial
unión de cuerpo y alma. Platón (Rep. 441 E; Tim. 77 B) distingue tres partes
del alma: la racional (aoyia rcxóv ), la irascible (Ouµoee8ás) y la concupiscible
(órrs€uI,-n-nx6v). Después de la muerte el alma espiritual sobrevive liberada
del cuerpo. Es de notar que en Platón no está clara la relación entre el «alma
universal» y el «alma humana». Desde Platón, la concepción del alma como
substancia espiritual penetró en la filosofía occidental. Aristóteles definió el
alma como primera entelequia de un cuerpo orgánico y físico (De an. D 1, 412
b 4). El alma es principio formal orgánico. En el hombre existe además el
voús, que hace posible el conocimiento superior. Ya los comentadores de
Aristóteles opinaban de modo vario sobre si el voúS es individual o
supraindividual.

Como el -> «alma» en sentido bíblico muchas veces fue interpretada


platónicamente por los padres de la Iglesia, tanto en la patrística como en la
primera escolástica se dio una estimación unilateral de lo anímico con
menosprecio de lo corporal. Así, p. ej., para Agustín el hombre constituye una
unidad, pero esta unidad queda sin una explicación ontológica (De moribus
Ecclesiae i 4, 6: PL 32, 1313; 1 27, 52: PL 32, 1332; In Ioannis ev. xix 1, 15:
PL 35, 1553; Conf. x 20, 29). Todavía Hugo de san Víctor interpreta la
personalidad del h. partiendo únicamente del alma (De sacramentis Ecclesiae i
2; 1 6). Tomás de Aquino encuentra una nueva solución, traslada la definición
del alma como entelequia también al alma espiritual del h. y ve en ésta la
única forma del ser humano. De esa manera el h. ya no consta de cuerpo y
alma, sino de materia, que es interpretada como una realidad potencial, y de
alma espiritual. La corporalidad del h. está ya informada en cada caso por el
alma (ST i q. 76 a. 1). Otras tendencias de la escolástica rechazaron esta
doctrina, pues parecía poner en peligro la inmortalidad del alma. En contraste
con Tomás de Aquino, Duns Escoto defiende una pluralidad de formas, para
explicar así la diferenciación del ser humano (Op. Ox. iv d. 11 q. 3 n. 46). La
visión moderna del h. creador está ya preparada por la doctrina sobre la mens
en Nicolás de Cusa. Descartes ve al h. como cogito y llega a un dualismo
radical entre res cogitans y res extensa. La unidad del hombre sólo puede
entenderse apoyándose a un Dios concebido filosóficamente, idea que
prosigue en el ocasionalismo de Malebranche y es adoptada de nuevo en la
armonía preestablecida de Leibniz. Pascal, por lo contrario, lleva a cabo un
análisis del ser humano en que resalta intensamente las antítesis y tensiones
internas. La importancia de Pascal no pudo ponderarse hasta que, con
Rousseau, Herder, Dilthey y Kierkegaard, se inicio un nuevo pensamiento que
interpretó al h. como unidad histórica.

Kant distinguió con precisión entre el conocimiento pragmático del h. y el


conocimiento fisiológico. Este último tiene por objeto lo que la naturaleza hace
del hombre; y el primero se refiere a lo que el h., como ser que obra
libremente, hace - o puede y debe hacer- de sí mismo (Anthropologie in
pragmatischer Hinsicht, 1798, prólogo, Akademie-Ausg. 7, 119). Con ello se le
señaló a la antropología filosófica del siglo xix el camino para interpretar al
hombre como ser que entiende el sentido y se configura a sí mismo. Mientras
Kant influyó de este modo por la Crítica de la razón práctica en la época
siguiente, Herder determinó particularmente la imagen filosófica del h. hasta
la actualidad por sus Ideen zur Geschichte der Philosophie der Menschheit y
por su obra Uber den Ursprung der Sprache. El animal vive con su instinto en
un medio reducido, el h. en cambio es libre, la disposición de su naturaleza es
la circunspección. El idealismo alemán discutió la cuestión sobre el h. dentro
de un más desarrollado planteamiento transcendental del problema (Fichte) o
de una dialéctica del espíritu absoluto (Hegel). Con la crítica de Feuerbach,
Marx, Kierkegaard y Nietzsche, se inicia un pensamiento filosófico que sitúa al
hombre en el centro. Feuerbach separa sin duda al h. del animal, pero explica
la libertad y la cultura por la sensibilidad del hombre. Para Feuerbach la
filosofía es antropología. Marx, por lo contrario, que empezó siguiendo a
Feuerbach, se apartó luego de él en su dialéctica históricosocial y con el
postulado de que la filosofía debe ser práctica. M. Scheler (1874-1928) pasa
por fundador de la antropología moderna. Scheler llega desde la
fenomenología a una imagen cristiana y agustiniana del h., que, sin embargo,
abandona luego para desarrollar una interpretación antropológica
intramundana. Característica de esta interpretación es su obra aparecida en
1927: El puesto del hombre en el cosmos. El h. no está simplemente
entregado a impulsos e instintos, sino que puede también decir «no». Scheler
reconoce el espíritu como principio de esta capacidad de negación. Cierto que
el espíritu recibe todo su poder del impulso vital, pero no puede reducirse a
impulsos e instintos. El hombre como persona es un centro de acción y así
está a salvo de la vinculación al medio ambiente. Volviendo a aspectos
biológicos y psicológicos, pero dependiendo también de la visión espiritual,
cultural y científica del siglo xix, H. Plessner ha trazado una imagen del h. en
que indaga la unidad de la vida humana partiendo de la conducta. También
para A. Gehlen, el hombre es una totalidad y le conviene un puesto aparte en
la naturaleza. En condiciones naturales, el h. es un ser deficiente. Pero esa
deficiencia está compensada por su capacidad de acción. Esta capacidad de
acción, lo mismo que la libertad de decisión, es fundamentada en Gehlen a
partir de lo vital, por lo que él se distingue fuertemente de Scheler. Partiendo
de la etnología, C. Lévy-Strauss ha esbozado una antropología estructural
propia sobre una base positivista. Remitimos finalmente a las respuestas que
a la cuestión sobre el h. han dado el marxismo, la filosofía existencial, Sartre,
Camus y Teilhard de Chardin.
3. Peculiaridad del ser humano

La diferencia en las tendencias de la antropología filosófica actual no debe


valorarse sólo negativamente, aunque algunos enfoques y puntos de partida
sean muy unilaterales. Esto puede decirse particularmente cuando la cuestión
sobre el h. es abordada únicamente partiendo de ciencias determinadas y de
sus métodos (p. ej., biología, sociología, psicología empírica, logística). Frente
a todas las síntesis esquemáticas y a los puntos unilaterales de partida,
parece decisivo mostrar ciertos aspectos del ser humano y poner de relieve su
importancia.

Toda interpretación del ser humano se lleva a cabo por el ->lenguaje. El h.


acomete esta empresa no como una conciencia desprendida del mundo, sino
como un estar en el mundo. Así se ve la totalidad de la corporeidad; el h.
representa un punto culminante de una larga evolución que ahora pasa por él
y arranca de él. De donde se sigue que una consideración histórica, lo mismo
que el problema existencial hermenéutico, están necesariamente implicados
en la cuestión sobre lo que es el h. El h. remite más allá de sí mismo y de la
eventual situación y, como ser en el mundo, es sin embargo ser para la
muerte. El ser humano se realiza como mismidad y hacia la mismidad.
Partiendo de ahí puede demostrarse que una consideración puramente
biológica es insuficiente. El análisis de la psicología profunda, las exposiciones
de la psicología empírica y la consideración ética están orientadas a un centro
de acción, que podemos designar como -> persona. Sin embargo,
precisamente el concepto de persona es discutido en su significación por la
actual antropología filosófica y debe enlazarse con la totalidad del ser
humano. Esta totalidad, como realización de la existencia, constituye una
unidad cerrada, que en cuanto tal no es comunicable, y está a la vez
caracterizada por una primigenia espontaneidad vital, que separa al h. del
resto de los vivientes. Libertad y vinculación no son solamente, ni un
postulado, ni atributos externos del h. sino que representan determinaciones
internas del ser humano, el cual realiza por la historia y el lenguaje. La
referencia al tú y a la sociedad va aneja al ser del h. El h. se experimenta
originariamente a sí mismo en su apertura al mundo y en su comunicación
con el prójimo, pero, a la vez también en su diferencia frente al otro. En la
apertura al prójimo y al mundo radica a la vez la apertura para algo superior.
La cuestión sobre la manera en que el hombre realiza esta referencia como
religión, es un problema que pertenece a la antropología filosófica y apunta
simultáneamente más allá de la misma.

BIBLIOGRAFIA: Cf./ antropología,/ evolución, / existencia, / espíritu, / cuerpo,


/ persona. - M. Scheler, Vom Ewigen im Menschen (B 1921); H. Plessner, Die
Stufen des Organischen und der Mensch (1928, B 21965); N. Hartmann, Das
Problem des geistigen Seins (B 1933); A. Carrel, La incógnita del hombre
(Iberia Ba 1936); E. Rothacker, Die Schichten der Persönlichkeit (1938, Bo
71966); W. Sombart, Vom Menschen. Versuch einer geisteswissenschaftlichen
Anthropologie (1938, B 21956); Ph. Lersch, La estructura de la personalidad
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risa y el llanto (R de Occ Ma 1960); A. Portmann, Biologische Fragmente zu
einer Lehre vom Menschen (1944, Bas 21951); M. Buber, ¿Qué es el hombre?
(F de CE Méx); G. Marcel, Homo viator, Métaphysique de l'espérance (P
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Forschungsergebnisse (1949, Bas 51965); E. Rothacker, Mensch und
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21950); J. Ortega y Gasset, Pasado y porvenir para el hombre actual (R de
Occ Ma); H. Lipps, Die Wirklichkeit des Menschen (F 1954); G. Marcel, El
hombre problemático (1959); E. Przywara, Mensch. Typologische
Anthropologie (Nil 1958); A. Gehlen, Ur-Mensch und Spätkultur.
Philosophische Ergebnisse und Aussagen (1956, F 21964); P. Teilhard de
Chardin, El fenómeno humano (Taures Ma 1963); M. Landmann (dir.), De
homine (Fr - Mn 1962); J. Ortega Gasset, El hombre y la gente, 2 vols. (R de
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Personale Anthropologie. Aufriss der humanen Struktur (Fr-Mn 1966); C.
Lévy-Strauss, Anthropologie structurale (P 1958); J. Möller, Zum Thema
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(Pa 1967); B. R. Raffo, El estoicismo y su teoría del hombre: Sap. 11 (1956)
292 ss; L. Martínez Gómez, El hombre «mensura rerum» en Nicolás de Cusa:
Pens 21 (1965) 41-64; J. Riezu, El hombre como realidad social: Est Fil 14
(1965) 549-563; A. Muñoz Alonso, El hombre y lo humano en el siglo XX:
Crisis 15 (1968) 5-36.

Joseph Möller

II. Imagen del hombre en la Escritura

1. Según la tradición (preferentemente la sacerdotal) del Antiguo Testamento,


el h. fue creado por Dios: Gén 1, 27; 5, is; 6, 7; Dt 4, 32. Por esta afirmación,
que atraviesa todas las Escrituras veterotestamentarias, se resalta la
dependencia del h. respecto de Dios; porque el h. es parte de la creación, fue
tomado de la tierra (Gén 2, 7) y está sometido, como todo lo creado, a la
caducidad. El AT conoce diversos conceptos para definir al h. por su
autonomía y su dependencia, por su vitalidad y su condición mortal. El h. es
sobre todo «carne». Esta caracterización, que se aplica tanto a los animales
(104 veces) como al h. (169 veces), es la expresión preferida para denominar
a las criaturas por su propiedad típica. «Carne» puede designar la piel (Sal
102, 6), la substancia material (Gén 41, 2ss) y el cuerpo del h. (Lev 13, 2ss;
Sal 63, 2); y puede sobre todo designar al hombre entero (cf. la expresión
frecuente «toda carne»). Estos enunciados contienen siempre el momento del
carácter creado: Gén 6, 3; Jer 17, 5; Sal 41, 6; 56, 5; 78, 39; Job 10, 4; Dan
2, 11. Ahora bien, lo creado implica dependencia del creador o caducidad y
mortalidad: Is 31, 3. Es decir, el h. definido como «carne» necesita de la
«virtud de Dios» para no ser sólo «carne». Sin el espíritu de Dios (Gén 2, 7),
que como fuerza vital (rúab:. Gén 6, 17) vivifica al h. y lo mantiene vivo, el h.
es sólo polvo: es impotente y está muerto, carece de vida y de vitalidad. Al
comunicar Yahveh a la figura de barro (Gén 3, 19bc) su fuerza conservadora
de la vida, el h. se hace ser viviente (nefei). Básrir y nefef, «carne» y «fuerza
vital» son nociones que frecuentemente significan lo mismo y son
intercambiables (Sal 63, 2; 78, 50; 88, 4s; Job 13, 14), pues expresan
distintos aspectos de la misma realidad. El h. es «carne» preferentemente
según su lado caduco y mortal, y es nefef sobre todo bajo su aspecto vivo y
activo. Lo decisivo está en que la mentalidad hebrea no conoce una postura
pesimista frente al hombre. Aun en la época del destierro y en el tiempo
posterior, en que el contacto y encuentro con otras culturas no dejó de influir
sobre la idea judía del h., Israel mantuvo su con= cepción optimista de la
naturaleza humana. Cierto que en todas las Escrituras nos sale al paso la
afirmación de que el h. como «carne» es impotente y mortal; pero esto se
dice del h. entero, aun cuando se habla de la «fuerza vital» y del «espíritu»
del hombre. Una mentalidad pesimista y éticamente negativa era imposible
para el israelita, porque si es cierto que sabía de la dependencia de la criatura
respecto del creador, no reconocía en cambio un dualismo antropológico o
metafísico, como lo defendía particularmente la filosofía griega y el helenismo
tardío.

El h. del AT no está ante Dios como un ser autónomo e independiente, sino


como criatura. Las Escrituras del AT conocen la tentación del hombre a
desentenderse de Dios y configurar su existencia independientemente de él
(cf. los llamamientos proféticos a la conversión). Pero la causa de la
«apostasía» de Yahveh no es la «carne» mala, el cuerpo pecador y sensible, o
sea, un elemento en el hombre que como principio malo arrastra a la
perdición, sino el «corazón» humano, es decir, según la mentalidad judía, el
núcleo más interno, el centro esencial del h., del que salen las malas
inclinaciones y deseos, que se dirigen contra el orden de Dios: Gén 6, 5; 8,
21; Éx 4, 21; 7, 13; Is 29, 13; Jer 4, 4; 9, 25 (cf. la distinción rabínica entre
«la buena y la mala inclinación»). Lo que determina la imagen
veterotestamentaria del h. no es el dualismo antropológico de cuerpo y alma
(como en la filosofía griega), ni el dualismo metafísico de espíritu y materia
(como en. los diversos sistemas gnósticos), sino laa relación del h. creado con
el creador. El pecado es, por ende, una falta contra la disposición divina, por
la que se dirige la historia del pueblo en este mundo: Os 2, 10ss; 4, 1; 9, 17;
Is 5, 18ss; 6, 9s. Pues, en realidad, este mundo es el lugar en que se realiza
el destino del h. según la visión veterotestamentaria. La conciencia de que el
h. debe vivir su vida en este mundo con éxito, con virtud y prosperidad, y
sobre todo con el don preeminente de una larga edad, domina la idea que el
israelita se forma de la existencia. La necesidad de morir es destino
irremediable (Gén 2, 17; Eclo 8, 2), y el h. del AT no conoce una pervivencia
después de la muerte (sólo en el judaísmo de la época apocalíptica se
encuentran huellas de la esperanza de una salvación y vida futura: Ez 37, 1-
14; Dan 12, 2; cf. ->resurrección de la carne i), de modo que la muerte
temprana es castigo de una conducta desordenada y culpable: Gén 47, 9; Dt
24, 16; Sal 102, 24s; Jer 17, 11. Y, viceversa, las palabras: «No temas, no
morirás» (Jue 6, 23; 2 Sam 12, 13), contienen una de las más importantes
promesas de salvación: cf. Ez 18, 23.32; 33, 11; porque esta vida (terrena)
es el supremo bien apetecible (Prov 3, 16) y «todo lo que el h. posee le ha
sido dado para su vida»: Job 2, 4. A pesar de la advertencia del profeta de no
disipar insensatamente la vida (Is 22, 13), el fin principal sigue siendo
alcanzar una larga edad, hartarse de días y bienes terrenos (Eclo 8, 19), y
salir en paz de este mundo para juntarse con sus padres después de un largo
y feliz atardecer de la vida. Así se dice de Abraham, a quien Yahveh había
prometido una larga vida (Gén 15, 15), que murió «en buena vejez y lleno de
días» (Gén 25, 8); también Jacob se juntó con sus padres «viejo y consumido
por la vida»: Gén 35, 29. En tono muy diferente del ansia de morir de Job,
marcado por la desesperación de la vida, resuena para Israel en su totalidad
el típico optimismo del amigo Elifaz: «Bajarás al sepulcro en madurez, como a
su tiempo se recogen las haces»: Job 5, 26; pero también Job murió «anciano
y colmado de días»: Job 42, 17; cf. además Sal 91, 16. La larga vida como
recompensa es tema que aparece también como un estribillo deuteronómico:
Dt 5, 16; 16, 20; 30, 19, e igualmente los profetas prometen larga vida al que
busca a Yahveh y aspira al bien y no al mal: Am 5, 4.6.14; cf. 18, 23.31s; 33,
11; Hab 2, 4.

En conclusión, la concepción del AT sobre el h. tiene un sentido terreno, en


cuanto él pertenece enteramente y sin división a este mundo, donde debe
buscar y encontrar la plenitud de su existencia, pero de una existencia que es
conservada por la fuerza de Dios y está ordenada por la disposición divina.

2. El Nuevo Testamento. Las palabras y los discursos de Jesús sobre la


naturaleza del h. son raros en los Evangelios sinópticos. Jesús habla en los
conceptos, representaciones e imágenes del judaísmo apocalíptico de su
tiempo. El llamamiento a la conversión Mc 1, 15; Mt 4, 17; 11, 20) se dirige a
todos los hombres, y muestra que todo h. tiene necesidad de conversión y
penitencia; porque los hombres son malos (Mt 7, 11 = Lc 11, 13), son una
generación mala y adúltera (Mc 8, 38; 9, 19, etc.). Particularmente Mateo
introdujo y resaltó en su Evangelio este juicio de Jesús; por eso, de acuerdo
con la petición del padrenuestro, inserta de modos varios en su Evangelio la
súplica de que Dios perdone a los hombres sus deudas y se compadezca de
ellos. Sobre este fondo se comprende que el contenido más importante de la
predicación de Jesús y de los discípulos es el tema de la misericordia de Dios
para todos aquellos que necesitan misericordia. Esta misericordia que mostró
Jesús respecto de los expulsados del culto y de la religión (así particularmente
Mt) y respecto de los socialmente humildes y esclavizados (así
particularmente Lc), es exigida también a los discípulos. Pues la misericordia
está por encima del culto y de la obediencia a la torá (Mt 9, 13; 12, 7), ya que
«toda la ley y los profetas» penden de los dos mandamientos: el amor a Dios
y al prójimo (Mt 22, 40). La polémica de Jesús contra los guías responsables
del pueblo y la polémica de la primera comunidad cristiana contra los escribas
y fariseos (cf. los discursos y diálogos polémicos en los Sinópticos) subrayan
la necesidad de revisar la inteligencia de la torá, que determina la relación de
Dios con los hombres. El h., que teóricamente está obligado a cumplir la ley,
después de la predicación de Jesús se siente preferentemente obligado a la
misericordia y al amor. Pero en el mensaje mesiánico es decisivo que el h.
debe desprenderse de este mundo (Mc 8, 36); porque la existencia terrena
del h. no es ya, como en el AT, lo decisivo y definitivo, sino que es sólo
transitoria, constituye el tránsito a una nueva vida: Mc 8, 36; 9, 43.45; 10,
17. 30. Así se explica que la exigencia de la metanoia, de la penitencia, del
desprendimiento de las cosas de este mundo ocupe el lugar más importante
en la primera predicación cristiana: Mc 9, 43.45.47; 10, 30; Lc 12, 13-21.

Aun cuando terminológica y psicológicamente (cf. Mc 7, 20-23) se mantiene la


idea veterotestamentaria del h., la cual no es sometida a nueva reflexión, sin
embargo, en la promesa escatológica de la salvación aparece el factor
propiamente «cristiano» de la primitiva predicación, que la distingue radical y
definitivamente del AT y del judaísmo. Por más que las imágenes se tomen en
gran parte de la -> apocalíptica judía, lo propiamente nuevo de los ->
sinópticos es el desprendimiento del mundo por amor al ->reino de Dios, que
en la predicación de Jesús se anuncia a los hombres como el único bien
decisivo (Mt 6, 33).

Pablo sigue un camino independiente de estos enunciados. Terminológica y


teóricamente, también él sigue la idea de h. del AT y del judaísmo; pero,
objetivamente, Pablo ha buscado una nueva inteligencia del h. (cf. Rom 7).
Decisiva para su juicio acerca del h. es su predicación sobre la muerte y
resurrección de Jesús, que apareció en el mundo en la forma de carne
pecadora para vencer al pecado (Rom 8, 3). Por la comunicación del Espíritu
(Rom 8, 4) se quebranta en el h, el poder del pecado, de suerte que ya no
camine «según la carne» (Rom 8, 9s; 1 Cor 3, 1ss; Gál 3, 3 et passim), sino
«en el Espíritu». Por la fe en Cristo y por la virtud del Espíritu son destruidas
las potencias del mal: el pecado, la ley y la muerte. Pero era sobre todo la ->
ley la que esclavizaba al h., lo sometía al poder del pecado y lo entregaba a la
tiranía de la muerte. Toda tentativa del h. de hallar redención en virtud de sus
propias obras y por la más estricta observancia de la ley, ponía de manifiesto
al pecado según su más íntima naturaleza: el pecado es un poder que
esclaviza a todo h. sin excepción. Para Pablo, que está lleno de entusiasmo
por la posesión del Espíritu y por la segura expectación de Cristo y,
consecuentemente, por el fin inmediato de este eón, queda liquidado el
mundo presente, este eón, la sabiduría de este mundo, el gloriarse según la
carne; sólo lo venidero es importante. Cierto que también el h. redimido y
lleno del Espíritu vive todavía en la «carne» (Gál 2, 20; 2 Cor 10, 3), pero
esta vida no es la verdadera vida, porque sólo el existir en el pneuma tiene
importancia para la salvación eterna. Pero el pneuma - así exhorta Pablo -
debe producir ya ahora frutos en el hombre: caridad, gozo, paz, paciencia,
benignidad, bondad, fidelidad, mansedumbre y continencia: Gál 5, 22s (cf.
también teología de -> Pablo).

Las cartas pastorales enjuician al h. bajo un aspecto totalmente nuevo y


distinto de la perspectiva paulina. Éstas lo miran en su pertenencia a una
Iglesia que no está ya henchida de la conciencia de la expectación próxima,
sino que se ha hecho «sobria» por la tardanza en la parusía del Señor y se ha
establecido en el mundo. La imagen del h. está más fuertemente
caracterizada por motivos «pastorales», es decir, por motivos comunitarios,
como la conducta, la disciplina eclesiástica y la jerarquía de los ministerios. El
h. debe distinguirse por su conducta ejemplar, necesita de una sana doctrina,
debe practicar buenas obras, para que en la comunidad pueda mantenerse un
orden duradero.

El Evangelio de Juan, que debe situarse cronológicamente en una fecha tardía


resalta enérgicamente la conexión entre el h. y el mundo (x66µoS). El cosmos
de Juan es radicalmente malo en cuanto está dominado por las tinieblas (8,
12; 12, 35.46; cf. 1 Jn 1, 5s; 2, 8s.11), porque el príncipe de este mundo (12,
31; 14, 30; 16, 11) ha sometido el cosmos a su poder. Ahora bien, cuando el
h. no sólo vive en este cosmos (13, 1; 17, 11; cf. 1 Jn 4, 17), sino que se
hace él mismo parte del cosmos (3, 31; 8, 23; 15, 19; 17, 14ss; 18, 36; cf. 1
Jn 2, 16; 4, 5s), está en enemistad con Dios, porque no ha recibido al
revelador enviado por el Padre y en consecuencia no procede «de la verdad»
(18, 37; cf. 1 Jn 2, 13; 3, 29) o «de Dios»: 7, 17; 8, 47; 1 Jn 3, 10. Si el h.
no conoce la hora del juicio como hora de la decisión, se hace enemigo de
Dios, como «los judíos», que, a base de una generalización tipológica, en el
cuarto Evangelio son simplemente los enemigos de Jesús. Así, el juicio
universal que se espera, en parte pierde en Juan su carácter futuro, porque se
hace ya actual como hora de la decisión por la fe (o contra la fe) en el
momento presente de cada individuo.

Los enunciados neotestamentarios sobre el h., por razón de su enlace con los
escritos del AT y del judaísmo, constituyen una unidad relativa, en cuanto se
los enjuicia «antropológica» o «psicológicamente». Pero este enjuiciamiento
carece de importancia frente al aspecto teológico y sobre todo cristológico
bajo el que se mira la imagen del h. Pero aquí aparecen diferencias
considerables en los distintos escritores neotestamentarios, condicionadas por
el hecho de que entraron en acción no sólo distintos «teólogos», sino también
comunidades de diversa orientación teológica en el empeño de responder a la
única pregunta importante de la salvación o perdición. Sobre todo este tema
cf. también -> antropología ii (antropología bíblica).

BIBLIOGRAFIA: Cf. bibl. Jt antropología IL - W. Gutbrod, Die paulinische


Anthropologie (St 1934); A. de Bondt, Wat leert het Oude Testament
aangaande het leven na dit leven? (Kampen 1938); W. Eichrodt, Das
Menschverständnis des AT (Z 1947); W. G. Kümmel, Man in the New
Testament (Z 1948, Lo 21963); J. A. T. Robinson, The Body. A Study in
Pauline Theology (Lo 41957); J. Scharbert, Fleisch, Geist und Seele im
Pentateuch (St 1966); H. Conzelmann, Theologie des NT (Mn 1967); D. Lys,
La Chair dans 1'Ancien Testament/Bäsär (P 1967); A. Sand, Der Begriff
«Fleisch» in den paulinischen Hauptbriefen (Rb 1967).

Alexander Sand

III. Concepción teológica del hombre

1. Declaraciones del magisterio

a) El h. es criatura de Dios. 1º. Esta proposición se enuncia de ordinario


(explícita o implícitamente) en relación con la tesis de la creación del mundo
en general (cf. también panteísmo), y a veces en ella se pone de relieve que
el hombre es en cierto sentido el centro de la creación material y espiritual
(aquí se piensa en los -> ángeles) y que aun en su corporeidad pertenece a la
creación buena (Dz 236s 242 421s 425 428 706 1783 1801 1802 1805 2123).
Con ello el h. comparte también la tarea y el fin de la creación en general (Dz
1783 2270) y está sometido a la providencia y a la ley de Dios, y no a un
hado impersonal (Dz 1784 239s 607).

2° Esta condición de criatura ha de afirmarse del alma y del cuerpo del h. (y


ello respecto del primer h.), sin que por eso se excluya un evolucionismo (-
>evolución ii) con relación al cuerpo del primer h. (Dz 2327; por el contrario,
apenas se habla explícitamente sobre la creación del cuerpo de los hombres
posteriores). En cambio, se resalta la creación de cada alma particular (Dz
170 527 2327), que no es «engendrada» por los padres (Dz 170 533 1910ss).
El -» monogenismo está desde luego enseñado en la Humani generis (Dz
2327), pero pudiera tenerse hoy día por cuestión abierta.
b) El h. es un ser plural y, sin embargo, verdadera y esencialmente uno, en
cuanto consta de «alma» y «cuerpo» (Dz 255 295 428 481 1783. 1914), pero
constituye no obstante una unidad substancial, en que el alma es
esencialmente y por sí misma forma corporis (Dz 255 480s 738 1655 1911s
1914). Se da por supuesto que la unidad de alma espiritual y cuerpo existe ya
antes del nacimiento del h. (Dz 1185); pero no se señala el momento exacto
en que la ontología está dirigida por un principio espiritual.

c) El alma del h. es definida como racional e intelectual (Dz 148 216 255 290
338 344 393 422 480 738), sin que se intente directamente describir con más
precisión esta racionalidad (que a la postre queda plenamente afirmada,
aunque de forma indirecta, por la doctrina sobre la posibilidad racional de
conocer a Dios: Dz 1806). En cambio, se resalta y define que el principio
espiritual en el hombre mismo es individual (Dz 738). Igualmente se define y
enseña una y otra vez la libertad del h. espiritual (aun en su relación con
Dios: Dz 129s 133ss 140 174 181 186 316s 322 348 776 793 797 1027s
1039 1065ss 1093ss 1291 1360s 1912 1914). El «alma» del h. es «inmortal»
(Dz 738; -> inmortalidad, ->resurrección de la carne).

d) Se pone de relieve el carácter social del h. (Dz 1856 2270), que es un


presupuesto del pecado original y de la redención de todos por Cristo (->
reino de Dios).

e) Una mirada general a la antropología eclesiástica de hoy (incluso en lo


relativo a la esfera de lo «natural») la ofrece el concilio Vaticano ii en
Gaudium et spes cap. i n .o 12-22, donde, con alguna diferencia respecto de
anteriores declaraciones doctrinales, el h. es caracterizado más claramente
como «persona», como «imagen del Dios» en la unidad de ser natural y
destino por la gracia y en la radical problematicídad de su existencia, que sólo
halla su respuesta última en el misterio pascual de Cristo. El carácter social
del h. se explica ampliamente en el capítulo ii de la misma constitución (n°
23-32). Su situación existencial hoy día está esbozada en la introducción (n°
4-10).

f) Este h., desde el estado primitivo (Dz 788), ha sido llamado libremente por
Dios a la -> revelación y a la -> gracia para entrar en comunicación
sobrenatural con él (comunicación de -> Dios mismo; Dz 10011007 1021
1671 1786), llamamiento que no ha sido anulado ni siquiera por la situación
del -> pecado original (y sus consecuencias: Dz 174 788s 793 1643ss), sino
que permanece por razón de -4 Jesucristo (-> redención), y en él se ha hecho
escatológicamente definitivo. Este llamamiento es la entelequia más íntima de
la historia de la salvación eterna y se consuma en la visión de Dios.

2. Exposición sistemática

a) Reflexiones previas

Para hacer afirmaciones realmente teológicas sobre qué y quién es el h.,


además de los principios generales de la teología y de la hermenéutica de
enunciados teológicos habrá que tener en cuenta lo siguiente como punto de
partida:
1º. No sería metodológicamente recomendable dar simplemente por supuesta
la (de suyo legítima) distinción entre -> naturaleza y gracia, entre orden
natural y orden sobrenatural, y hablar consiguientemente, en una
antropología «regionalmente» dividida, primero del cuerpo y del origen
corporal del h., del espíritu («alma» inmortal) del h., de su «creación», de la
unidad de ambas realidades (entendidas como su «naturaleza»), y sólo
después tratar de su llamamiento sobrenatural a participar por la gracia en la
vida de Dios. En ese caso resulta inevitable tratar también del estado
primitivo en una -> protología (paraíso), para superar así una consideración
«esencial» del h. con miras a una antropología existencial y a la historia del h.
Mejor es partir de la unidad concreta.del h. (individual y colectivamente: el h.
en sí uno ante el Dios que se revela a sí mismo a la única humanidad y a su
única historia), en un enunciado que abarque la distinción entre naturaleza y
destino sobrenatural, la fundamente desde sí misma y sólo así la haga
comprensible.

2º. Como habrá de decirse todavía más exactamente, el h. es el ente que se


tiene a sí mismo en sus propias manos por el conocimiento (conciencia de sí)
y la -> libertad (y esto individual y colectivamente), y sólo así se hace
propiamente lo que es, porque esta realización de sí mismo, que no se añade
simplemente como algo externo a una substancia esencial estáticamente
acabada, como en el cambio «accidental» de «cosas», no se da siempre de la
misma manera, sino que acontece como historia temporal individual y
colectivamente, y todavía no ha llegado a su término. Comoquiera, por tanto,
que el hombre es (aunque en gradación distinta) su propia concepción de sí
mismo y su obra, síguese que la -4 antropología (III) teológica sólo está
completa cuando incluye en sí la historia de salvación (juntamente con la
protología) y la escatología. Esto debe tenerse siempre presente como reserva
cuando se propone una abstracta antropología teológica esencialista, que o
bien es un residuo formal de la antropología general, o bien sólo propone lo
que puede ya conocerse por las más modestas experiencias del hombre
partiendo de sí solo. Si, pues, en la historia que todavía está aconteciendo
entre temor y esperanza, el h. «crea» su naturaleza concreta, ello no quiere
naturalmente decir que no se haya puesto a esta historia de la libertad un
comienzo y un término que están dados previamente como disposición de
Dios. Naturalmente, también se puede llamar con buenas razones «naturaleza
invariable» del h. a este horizonte previamente dado de la historia hecha por
él. Mas ha de verse con claridad el gran peligro que existe en pensar sobre el
h. con un esquema de representación que es adecuado a las «cosas», pero no
al hombre mismo, pues aquéllas nunca quedan afectadas verdadera y
definitivamente en su «esencia» por su propio «obrar».

3º. El conocimiento del h. acerca de sí mismo, el cual, dada la unidad del h.,
tiende a la unidad cognoscitiva, está siempre condicionado por una pluralidad
de experiencias, que no pueden sintetizarse adecuadamente por obra del h.
mismo (-> filosofía y teología), sobre todo porque esta experiencia plural no
está todavía concluida. Por eso toda antropología teológica también está
siempre bajo la reserva de que sus tesis, por verdaderas que puedan ser (y
son efectivamente en su última substancia «definida»), deben siempre
volverse a pensar a fondo y entenderse mejor partiendo de lo que la ulterior
experiencia histórica (incluso de las ciencias antropológicas profanas como
factor de la historia humana) enseña acerca del h. Así no es tampoco de
maravillar que de hecho la antropología eclesiástica en su historia haya estado
(sin perjuicio de su «substancia» última) en gran dependencia de la
antropología profana, y que no raras veces ella ofrezca una justificación,
aparentemente teológica, de la autoconcepción profana del hombre.

4º. La teología (en sentido estricto) y la antropología se condicionan


recíprocamente. Sólo se ha logrado una antropología teológica cuando se dice
que el h. es el ente que tiene que ver con Dios; y lo que se entiende por
«Dios» sólo puede decirse remitiendo a una experiencia (de la ->
transcendencia, o como quiera llamarse), dentro de la cual aparece como su
«hacia donde» lo que llamamos Dios. Consecuentemente, toda proposición
antropológica sólo es teológica cuando contiene explícita o implícitamente una
referencia a Dios y no se entiende únicamente como enunciado regional
objetivo sobre algo que hay en el hombre. Todo enunciado teológico sobre el
h. está siempre en aquel punto indefinible en que, por una parte, el h.
desaparece ante sí mismo dentro del misterio de Dios y, por otra parte, deben
decirse del h. muchas cosas exactas para que él no fije y petrifique las
determinaciones concretas experimentadas (de las restantes antropologías),
de tal manera que no se sustraiga del misterio de Dios en esas
determinaciones.

b) El punto fundamental de partida

1º. El hombre es el ente que está referido a Dios, y debe ser entendido
partiendo de Dios y con referencia a Dios. Esta proposición no puede ser
entendida como proposición «regional», que predica sobre el h. algo junto a lo
cual hay muchos otras cosas. Si el h. no logra esta referencia o la rechaza
libremente, claudica en la totalidad de su naturaleza, en aquello que lo
distingue de una cosa inmanente. Según lo dicho antes (en 1 a 1°), esto
puede también formularse diciendo que el h. es el ser referido al -> misterio
absoluto. Lo cual significa que en el propio conocimiento y en la libertad él se
experimenta a sí mismo necesariamente (porque ello es la condición de la
posibilidad de toda acción efectiva que se le impone de conocimiento y de
libertad) como situado siempre en lo que no se puede expresar y planificar,
más allá de lo concretamente cognoscible (es decir, de lo claramente
determinable por concretos datos elementales de experiencia), de lo
manipulable y realizable. El h. experimenta que, partiendo de esta referencia,
aprehende y hace lo determinable, y así se delimita como sujeto frente a la
otra esfera experimentada. Esta referencia al misterio no es una ampliación
accesoria de un espacio existencial intuido y manipulable (y creciente), sino el
presupuesto y la condición de ese espacio, aunque no como tema explícito. En
efecto, sólo así puede entenderse la distancia subjetivamente realizada en el
obrar y reconocer entre objeto y sujeto. La aceptación de la referencia al
misterio es la aceptación (realizada ya explícita ya implícitamente) de la
existencia de Dios, como razón permanente de la apertura de la existencia
humana, pues ni un determinado ente particular finito (como transcendido ya
siempre), ni la «nada» (si no se mistifica la palabra, sino que se toma
cabalmente en el sentido de nada) pueden fundar esta apertura (->Dios, A y
C).

2° Esa referencia al misterio, que es el h., determina todas sus dimensiones


históricas como sujeto. Efectivamente, en virtud de ella la constante relación
del h. al pasado es la procedencia de un principio que no se pone a sí mismo,
sino que está ordenado por el misterio mismo y se halla sustraída a toda
disposición humana. Tal referencia hace del presente el momento de la libre -
a decisión responsable sobre lo que debe hacerse en particular aquí y ahora (y
con ello sobre el h. mismo); y finalmente confiere al futuro (proyectado y
objeto de fe) un carácter siempre provisional y relativo (mero «estadio») con
relación al misterio, como pregunta que el h. mismo no puede responder
sobre la manera como ese misterio, en el que Dios se hace presente y se
esconde, querrá comportarse libre y definitivamente con el h.

3° La fe cristiana confiesa que Dios no solamente llama y mueve la existencia


del h. como el que está siempre meramente lejano, como el punto de refugio
al que sólo se tiende siempre asintóticamente, sino que quiere ser él mismo
«contenido» y futuro del h. al comunicársele personalmente. Así la fe cristiana
convierte en tema explícito aquella concreción y aquel radicalismo último de la
referencia humana al misterio que son experimentados por todo h. y en toda
la historia de la humanidad (revelación como hechos universal y coexistente
con toda la historia de la humanidad: historia de la -> salvación ii). En cuanto
el h., por una parte, experimenta esta comunicación de Dios como un hecho
libre con relación a él, como milagro del amor personal de Dios y, por otra
parte, puede cerrarse culpablemente (como ser libre frente a su propia
existencia) a dicha comunicación divina, tiene conocimiento de ésta como
«gracia sobrenatural» y también de su propia realidad humana que
permanece en cuanto «naturaleza» incluso en el «no» a la donación divina, o
sea, distingue entre naturaleza y gracia.

4° El h. realiza en el mundo y en la historia esta naturaleza suya llamada por


la comunicación de Dios. Sí la referencia al misterio es la condición de la
posibilidad de una relación inmanente e histórica del sujeto así mismo como
tal, a la inversa, esta referencia, en cuanto ha de realizarse libremente, se
produce por mediación del mundo y de la historia. Este círculo es irrompible,
el h. no sale nunca de él, pues sólo posee sus momentos particulares en la
realización (siempre nueva) del «círculo» entero de su existencia. Existencia
en el mundo y en la historia implica tiempo y espacio, corporeidad,
historicidad, sociabilidad, sin que por eso todos estos «existenciales», en su
forma concreta, hayan de deducirse del concepto abstracto de mundo e
historia como mediación permanente de la relación con Dios. Precisamente en
su facticidad concreta e indeductible son la mediación con Dios.

c) Las determinaciones particulares de la «naturaleza» humana

1º. El h. es -> «espíritu» (->alma). Esto significa que su realidad no puede


describirse adecuadamente por conceptos y métodos de las ciencias naturales.
Él es un sujeto, o sea, un «sistema», que como un todo está confrontado
consigo mismo, y no puede, por tanto, ser pensado únicamente según el
esquema de un computador compuesto de diversas partes, el cual, (a pesar
de todos los «reguladores del sistema») no tiene la posibilidad de manipularse
a sí mismo como un todo. El h. es conciencia de sí mismo, -> conocimiento,
cuyo horizonte es teóricamente ilimitado, y -> libertad. Con esta definición del
h. como espíritu no debe juntarse de antemano la idea de una «parte», que
por de pronto sería lo incierto y problemático frente a una realidad «material»
(científicamente determinable), aquello que, caso de darse, desenvolvería su
esencia «en» el h. como materialidad concreta. La declaración del concilio de
Vienne de que el alma es forma corporis, debe ser tomada en serio; el h. es
en verdad «substancialmente» uno, y no una composición posterior de dos
entes, de los cuales cada uno existiera y debiera pensarse inicialmente por sí
mismo. Todas las determinaciones del h., sin perjuicio de su diversidad real,
deben pensarse siempre y de antemano como determinaciones del h. uno.
Cada una de ellas sólo puede comprenderse adecuadamente en este todo, o
sea, cuando está envuelta en un enunciado que abarca al h. entero.
Consecuentemente, en el devenir del h. filogenética y ontogenéticamente
como espíritu ha de verse un acto creador de Dios (-a evolución ir y -
>hominización ii) en el sentido de que, la autotranscendencia de la realidad
material (biológica) hacia una corporalidad espiritual y una espiritualidad
corporal, está sostenida por el acto creador de Dios desde el fondo más íntimo
de la realidad finita.

2º. El h., como sujeto espiritual, es «inmortal». Lo cual significa que el


término de su historia en el tiempo y el espacio es un definitivo estado real de
esa historia (-> muerte). También en esta tesis es peligroso referirla de
antemano al «alma», pensada como ente per se, en lugar de concebirla como
principio esencial metaempírico del hombre uno. La muerte es el término de la
historia del hombre entero, pues así acaba efectivamente la historia de su
libertad. Y la consumación real de esta historia del hombre uno se refiere (de
manera peculiar en cada caso) lo mismo a lo que llamamos -4 «inmortalidad
del alma» en sentido tradicional, que a lo llamado -> «resurrección» de la
carne en el lenguaje bíblico y eclesiástico. Ambos conceptos miran, desde dos
lados, al mismo estado definitivo del sujeto corpóreo de la libertad que debe
consumarse históricamente. Pero ha de quedar aquí abierta la cuestión de si
puede (o debe) pensarse (y de cómo y por qué puede o debe pensarse) una
diferencia cronológica en el devenir de esta consumación única (o sea, una
diferencia entre la consumación personal como tal y la consumación corpórea,
en cuanto manifestación y dilatación del estado personal definitivo en la
dimensión «mundana» de la existencia humana). Indudablemente será lícito
decir, con cautela, sin caer en conflicto con el Lateranense v, que puede
quedar abierta la cuestión (y esto no significa una solución negativa) sobre la
inmortalidad de aquellas almas que no llegaron (y en cuanto no llegaron)
nunca a una radical decisión personal. Porque, por una parte, no se podrá
decir con certeza que haya tales «almas» que de ningún modo imaginable han
llegado nunca a disponer personalmente de sí mismas (a ser mayores de
edad). Y, por otra parte, todos los argumentos «racionales» en pro de la
«inmortalidad del alma» parten siempre y necesariamente de un sujeto
espiritual que asume una responsabilidad delante de Dios; y,
consecuentemente, esos argumentos sólo con suma cautela pueden hacerse
valer para meras substancias anímicas. Finalmente, hay que recordar también
cómo por lo menos bajo el presupuesto (inseguro) de que el desarrollo del
alma espiritual se produce ya en el momento de la concepción de una nueva
vida (la concepción corriente es que el hombre se realiza a una edad
avanzada), la inmensa mayoría de la humanidad alcanzaría una «eternidad»
que no sería lo definitivo de la historia de la libertad. Pero esto es a su vez
una hipótesis no menos difícil de verificar, tanto más, porque no puede
decirse que una vida eterna alcanzada libremente sea menos gracia que otra
que (ex supposito) alcanzara la consumación sin pasar por una historia de la
libertad (-> limbo).
3 ° El h. es un ser libre: -> libertad, -> historia e historicidad, -> decisión.

4º. El h. es sujeto personal e individual, con una historia de la libertad


singular e insustituible, y es un ser social que sólo puede desarrollar su
historia en la unidad de una humanidad. No es nunca un «caso» numérico de
una colectividad, y nunca es de tal manera «individuo», que pudiera realizar
su naturaleza sin comunicación mutua con otros semejantes, sin «mundo
circundante». Ambos aspectos se condicionan mutuamente.
«Intercomunicación» y «realización» y posesión de sí mismo crecen
teóricamente en la misma proporción, no en proporción inversa. La
sociabilidad en su totalidad no es «subsidiaria» respecto del sujeto individual
de la libertad en su condición singular, sino igualmente originaria y esencial
para él. La sociabilidad del h. es a su vez pluridimensíonal: intercomunicación
personal (-> comunidad) en el ->amor (->matrimonio, -> familia, etc.),
comunicación en la misma verdad y en los valores y bienes comunes de la
cultura, sociedad institucionalizada, interdependencia biológica y económica,
etc. Sin embargo, una de esas dimensiones particulares (p. ej., la sociedad
institucional) puede considerarse como «subsidiaria» respecto de la totalidad
de la persona humana. Entre cada una de las dimensiones y estratos del
hombre como «individuo» y cada una de las dimensiones del h. como ser
social (en la humanidad, el pueblo, la -> sociedad, el -> Estado, el grupo) se
dan antagonismos y casos de conflicto y su mutua relación concreta acontece
en medio de un cambio histórico permanente.

5º. En armonía con esto, el h. es un ser sexual. Su -> sexualidad (->


matrimonio) no puede entenderse ya en el primer punto de partida o
exclusivamente como una capacidad de generación que afectara a una sola
región del ser humano, sino que es una determinación que afecta a todas las
realidades regionales del h., a cada una en su propia manera; por tanto es
múltiple en sí misma y participa de la historicidad del h. y de su naturaleza
«indefinible» (como ser espiritual cuya interpretación histórica de sí mismo,
que pertenece a su esencia concreta, se pierde una y otra vez en el misterio
de Dios). Cf. también -> persona, -> personalismo.

d) La configuración «sobrenatural» del hombre

1º. El h. existe partiendo de la comunicación de Dios y para la comunicación


de Dios: cf. voluntad salvífica de Dios (en a salvación), historia de la ->
salvación, -> gracia, -> virtudes. En cuanto esta libre comunicación (que
lógicamente ha de dirigirse a la naturaleza del h. histórico) tiene su propia
historia y puede, por ende, alcanzar una fase de su irreversibilidad victoriosa
y la ha alcanzado de hecho en Jesucristo, y consiguientemente, se dirige
desde el principio a este punto como a su causa final, ella es siempre (por
tanto, también «antes de la caída») «cristológica». De donde se sigue que el
h. es siempre querido como miembro de una humanidad y de una historia de
la humanidad, que alcanzan su más auténtica estructura y su esperanza real
del futuro en la -> encarnación del Logos divino como el punto culminante
escatológico de la comunicación divina.

2º. La comunicación divina como historia libre de Dios mismo es también


razón última y último contenido de la historia de la libertad del h., ora la
acepte o la rechace. Pero esto de tal manera que, a pesar de la incertidumbre
en lo relativo al desenlace de la historia de la salvación individual, está
asegurado el desenlace positivo de la historia colectiva de la salvación de la
humanidad en Jesucristo (cf. Vaticano ii, Lumen gentium, n .o 48). El h. en
general, la humanidad en su historia, se mueve dentro de la absoluta voluntad
salvífica de Dios, que se ha hecho ya históricamente real y manifiesta. Desde
Jesucristo está teóricamente superada la más auténtica «enajenación» del h.
(que sólo está en sí mismo cuando lo alcanza victoriosamente la comunicación
de Dios, la cual opera el «sí» de su libertad). El h. individual tiene su más
firme esperanza cuando mira a su porvenir desde la esperanza segura de la
humanidad, que se da en Cristo como definitivamente victoriosa (-> reino de
Dios).

BIBLIOGRAFÍA: - Th. Steinbüchel - Th. Müncker (dir.), Das Bild vom


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Die Frage nach Gott (T 1968); J. Ratzinger, Einführung in das Christentum
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Karl Rahner

HOMBRE, DERECHOS DEL

1. Concepto e historia

Se entiende por d. del h. el conjunto de aquellos derechos que dimanan


inmediata y simultáneamente de la naturaleza misma del ser humano, en
cuanto es esencialmente ->persona, sujeto dotado de inteligencia y voluntad
libre. Por su inmediata fundamentación en la ->naturaleza del hombre, estos
derechos son universales, inviolables e inalienables. Tal es el concepto que de
los d. del h. nos presenta la encíclica Pacem in terris (11-4-1963) del papa
Juan XXIII (AAS 55 [19631, 259). La afirmación de los apóstoles de que hay
que obedecer a Dios antes que a la autoridad humana (Act 4, 19), contiene ya
en germen la doctrina de los d. del h. y de la libertad de conciencia. Esta idea
es desarrollada por Orígenes (Contra Celsum 5, 37; GCS, Orig. II, 40s; PG 11,
1238) y por Lactancio, que se refiere al derecho del hombre a la vida e
incolumidad (Divinae Instit. 6, 10; CSEL 19, 514-19; PL 6, 666-71). Contra la
esclavitud habla Gregorio de Nisa, afirmando el derecho natural a la libertad
(In Ecclesiastem 4; PG 44, 66). Las Constituciones apostólicas (s. iv), aun
admitiendo la institución de la esclavitud, insisten en la igualdad de naturaleza
del amo y del esclavo (iv 12, 2; ed. Funk, Didasc. et Const. Apost., i 233 [Pa
1905]). Ambrosio considera injusta la ambición de prepotencia que se opone
al respeto debido a la libertad ajena (De o f f icüs ministr. i 28, 138; PL 16,
63), y enumera entre los derechos fundamentales el derecho a la vida, a la
pureza y al libre ejercicio de la religión verdadera (ibid. II 28, 136; PL 16 ,
139s). La edad media no ignoró por completo lo esencial de la idea de los d.
del h. (véase, p. ej., la respuesta de Nicolás I a los búlgaros el 13 de
noviembre de 866, DS 647s), pero la acentuadísima concepción orgánica del
orbis christianus tendía a obnubilar el genuino sentido de tales derechos. La
doctrina escolástica de la ley natural, que es una participación de la ley eterna
de Dios, no podía menos de conducir al concepto de los d. del h. La
escolástica española del siglo xvi (el primero Francisco de Vitoria) hizo
avances muy importantes en este camino. Sin embargo, la intolerancia
religiosa, exacerbada en las ->guerras de religión, y el -> absolutismo
monárquico, no favorecieron el progreso de las ideas.

Fue en el ambiente de la ->secularización donde se abrió paso el concepto de


«libertad de conciencia» (un concepto que, por otra parte, no recibía de hecho
una fundamentación adecuada, conforme con la recta doctrina católica). Las
nuevas ideas alcanzaron gran desarrollo en Norteamérica, donde los diversos
Estados, en la guerra de la independencia, introdujeron en sus constituciones
declaraciones de d. del h.; la primera fue el famoso Virginia Bill of Rights de
12-6-1776. Mayor resonancia mundial tuvo la Déclaration des droits de
l'homme et du citoyen de la Asamblea Nacional de Francia (26-8-1789). La
terrible impresión producida en el pensamiento católico del siglo xix por la ->
revolución francesa, hizo difícil la comprensión de los elementos positivos que
contenía la idea de los d. del h. Tras un lento y doloroso trabajo de
clarificación, bajo los pontificados de Pío xii y Juan xxiii, se ha llegado a
elaborar una doctrina católica de los d. del h., plenamente abierta a los
elementos positivos de la Declaración internacional de d. del h., aprobada por
la asamblea general de la ONU el 10-12-1948. Más efectiva que esta
Declaración de la ONU es la Convención para la garantía de los d. del h. y de
las libertades fundamentales, suscrita en Roma el 4-11-1950 por los Estados
miembros del Consejo de Europa (protocolo adicional, París 20-3-1952), que
establece dos órganos internacionales europeos de apelación (la Comisión y el
Tribunal de los d. del h.) con poderes de arbitraje y jurisdicción.

II. Doctrina de la Iglesia católica

Una verdadera declaración de d. del h. por parte de la Iglesia Católica está


contenida en la primera parte de la encíclica Pacem in terris del papa Juan
xxiii (ibid. 259-69). Los elementos de esta síntesis provienen en su mayor
parte de discursos y radiomensajes de Pío xii (sobre todo, el fundamental de
24-121942: AAS 35 [19431 9-24; y también los pronunciados en las
siguientes fechas: 1-51941: AAS 33 [19411 195-205; 24-12-1944: AAS 37
[1945]; 17-2-1950 y 24-12-1952), de las encíclicas de Pío xi Divini Illius
Magistri (31-12-1929) y Divini Redemptoris (19-31937), y de la encíclica
Mater et Magistra (155-1961) del mismo Juan xxiii. A la síntesis de Pacem in
terris se pueden añadir explicaciones muy valiosas sobre las garantías
jurídico-procesales, contenidas en un discurso muy importante de Pío xii (3-
10-1953).

Los principales d. del h. según la enseñanza de la Iglesia son:

a) Derecho a la existencia y a un nivel de vida digno de la persona humana,


incluida la seguridad social (Pacem in terris, 259s).

b) Derechos relativos a los valores morales y culturales: al honor, a la -


>libertad en la búsqueda de la verdad y en la expresión del pensamiento y la
creación artística (dejando a salvo la honestidad y el ->bien común), a una
información objetiva, al examen y crítica de la obra del -> Estado y de los que
ejercen el poder público (Pacem in terris, 260). Derecho a participar
plenamente en los bienes de la cultura según la capacidad personal, sin
distinción de clases: a una adecuada -> formación intelectual, moral y
religiosa según la capacidad de cada uno (Pacem in terris, 260).

c) Derecho a dar culto, incluso público, a Dios según el dictamen de la recia


conciencia personal. Dado el grado de explicitud a que ha llegado el
magisterio de la Iglesia en este punto, no se puede interpretar
razonablemente que ese derecho es atribuido solamente a los católicos
(Pacem in terris, 260; cf. -a tolerancia, -> libertad religiosa).

d) Derecho a la libre elección de estado, bien sea el matrimonio (con paridad


de derechos del varón y de la mujer en el campo económico, social, cultural y
moral; unidad e indisolubilidad; derecho de los padres a educar a sus hijos,
sobre todo en cuanto se relaciona con la religión y moral), bien sea la vida
sacerdotal o religiosa (Pacem in terris, 261).

e) Derechos relativos al mundo económico: a la libertad de iniciativa; al


trabajo en condiciones correspondientes a la dignidad de la persona humana y
a las peculiares circunstancias, con una retribución justa (suficiente para la
vida de la familia); a una digna y adecuada participación en el uso de los
bienes, destinados primordialmente a todos los hombres; a una independencia
económica, tanto respecto al Estado, como al poder del capital privado; a la
posibilidad concreta de tener acceso a la propiedad privada (incluso de medios
de producción), propiedad que lleva intrínsecamente inherente una función
social (Pacem in terris, 261s).

f) Derecho de reunión y asociación (Pacem in terris, 262s): libre asociación


sobre la base del derecho privado para fines honestos, sin perturbar el orden
público (LEóN xlii, Rerum novarum: ASS 23, [18901665; Divini Redemptoris:
AAS 29 [1937], 78); efectiva autonomía de los cuerpos sociales intermedios
respecto de los poderes públicos (Mater et Magistra, 417).

g) Derecho a la libre elección de domicilio, a la emigración e inmigración


(Pacem in terris, 263).

h) Derecho a tomar parte activa en la vida pública, a participar en la actividad


legislativa y ejecutiva para la realización del bien común (Pacem in terris,
263).

i) Derecho a la tutela jurídica de los propios derechos (a la seguridad jurídica),


incluso frente al Estado, mediante tribunales independientes e imparciales y
claras normas jurídicas, con exclusión de toda tortura física o psíquica durante
la instrucción judicial (Pacem in terris, 246; discurso de Pío xii el 3-10-1953:
AAS [1953], 735s).

2. El Vaticano ii ha repetido y sancionado estas posiciones en sus


instrucciones sobre la actividad misionera, la ->libertad religiosa y la relación
de la Iglesia con las -> religiones no cristianas y el mundo de hoy (cf. también
-Iglesia y mundo).
La Iglesia considera como obligación y misión suya defender los derechos del
hombre (Gaudium et spes, 41). Ella no se siente atada «a ningún sistema
particular de orden político, económico y social» y «nada desea tanto como
desarrollarse libremente, en servicio de todos, bajo cualquier régimen político
que reconozca los derechos fundamentales de la persona y de la familia y los
imperativos del bien común» (ibid. 42). Denuncia la discriminación de los
creyentes en ciertos Estados que no respetan los derechos fundamentales de
la persona humana (ibid. 21) y quieren crear una sociedad sin atender a la
religión (Lumen gentium, 36); y pide la libertad religiosa para todos los
hombres (Gaudium et spes, 26, 73) como una exigencia que se desprende
«de una recta inteligencia de la relación entre Iglesia y comunidad política»
(ibid. 76). Prohíbe toda coacción y el uso de todo medio inadecuado para la
aceptación de la fe (Ad gentes, 13). Como derecho de la persona humana la
libertad religiosa es un punto del que debe preocuparse la Iglesia (Dignitatis
humanae, 6); ésta tratará a los que piensan de otro modo con «amor,
prudencia y paciencia» (ibid. 14), en un diálogo sincero y paciente (Ad gentes,
11), cultivará el respeto y el amor incluso frente al enemigo, que conserva
siempre su dignidad como persona, aun cuando defienda otras persuasiones
religiosas (Gaudium et spes, 28). La Iglesia exige un diálogo abierto cuando
hay diversidad de opiniones (ibid. 43) y respeto a los que piensan
distintamente, sobre todo en la vida pública (ibid. 75).

En particular exige el Concilio la protección de los derechos de la persona


humana en la vida pública, «el derecho de reunión, de asociación y de libertad
de opinión, y el derecho a la confesión privada y pública de la religión» (ibid.
73). Puesto que el hombre está por encima de las cosas del mundo y es
«sujeto de derechos y obligaciones universales e inviolables», «ha de tener
acceso a todo lo necesario para una vida digna, como la alimentación, el
vestido y la vivienda, y es necesario que él pueda hacer uso del derecho a una
libre elección del estado de vida y a la fundación de una familia» (ibid. 26). El
Concilio menciona de propio el «inalienable derecho humano al matrimonio y
a la generación», frente a intervenciones radicales del Estado para resolver el
problema de un exceso de población (ibid. 87). El Vaticano i1 menciona
además el derecho a la educación, al trabajo, al honor y a la información
adecuada sobre los d. del h. Exige también que «el hombre, sin perjuicio del
orden moral y del bien común, pueda investigar libremente la verdad,
expresar y difundir su opinión y cultivar el arte según su inclinación; y,
finalmente, que él sea informado con veracidad sobre los sucesos públicos»
(ibid. 59). Con relación a los derechos fundamentales del hombre que se
refieren a la educación (Gravissimum educationis), el Concilio no sólo acentúa
el derecho de todos los hombres a ésta (n .o 1), sino que además pide para
los padres, que primaria e inalienablemente tienen la potestad y la obligación
de educar a sus hijos, libertad en la elección de la escuela y un adecuado
fomento de la actividad educativa por parte del Estado. «A este respecto el
Estado ha de tener en cuenta el principio de subsidiaridad, excluyendo toda
clase de monopolio escolar, que contradice al derecho innato de la persona
humana, al progreso y a la difusión de la cultura, a la convivencia pacífica de
los ciudadanos y al pluralismo reinante en muchos Estados» (ibid. 6).

Además el hombre debe tener «el derecho a la actuación según la recta


norma de su conciencia, a la protección de su esfera privada y a la debida
libertad incluso en las cosas religiosas» (Gaudium et spes, 26). Han de
imperar siempre el respeto a la persona humana (ibid. 27), incluso a la del
enemigo (ibid. 28), y la igualdad esencial de los hombres. «Debe superarse y
eliminarse, pues contradice al plan de Dios, toda forma de discriminación en
los derechos fundamentales de la persona en el campo social y cultural, ya
sea por el sexo o la raza, ya por el color o la posición social, ya por el idioma
o la religión» (ibid. 29; cf. Nostra aetate, 5).

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José María Diez Alegría

HOMBRE, ESTADOS DEL

1. Concepto general. Por «estado» en el sentido teológico (y no en el


biológico, eclesiológico o social: «estados naturales» condicionados
biológicamente; profesiones y clases; estado laical, estado clerical, estado
religioso) se entienden ciertas situaciones fundamentales (internas y
externas) del hombre en la historia salvífica, las cuales determinan su relación
con la salvación y están constituidas por la libre acción salvífica de Dios, o por
la libertad del hombre, o por ambos a la vez.

2. En cuanto las realidades significadas con los e. del h. (justicia original; -


>pecado original, ->naturaleza y gracia, ->redención, etc.) en todo momento
estuvieron presentes en la conciencia creyente, siempre ha habido una
doctrina acerca de los e. del h. aunque no bajo este concepto y sin una
auténtica sistematización, pues la fe cristiana tanto en la dimensión individual
como en la colectiva piensa de modo histórico-salvífico, y así debe distinguir
necesariamente fases en lo que se refiere a la relación del hombre con su
salvación definitiva.

Desde la edad media esta doctrina de los estados fue desarrollada más
sistemáticamente, pero hasta hoy no se ha llegado todavía a sistematizarla en
una forma universalmente aceptada, en la cual tengan su puesto claro todos
los principios de distinción y todos los estados mencionados.

3. En la terminología usual esos estados en parte designan fases sucesivas en


la historia salvífica del hombre individual (p. ej., status viatoris, status
comprehensoris), y en parte resaltan distintos aspectos de una misma fase y
situación (p. ej., cuando se habla del status naturae lapsae et reparatae, y así
debe decirse que la actual situación salvífica está determinada tanto por el ->
pecado original como por la -> redención). Además, en parte designan
situaciones (en medio de las cuales se debe decidir) que anteceden a la libre
decisión individual de cada hombre, y en parte designan unas situaciones que
se constituyen por primera vez en virtud de tal decisión (status peccati, status
iustificationis como situación salvífica constituida por la decisión del hombre
en lo relativo a la falta de la ->gracia santificante, de la -> justificación en el
pecador, o a la gracia aceptada con libertad [-> fe, -> amor]). Y, finalmente
en parte son estados realmente existentes, y en parte se trata de un estado
que sólo significa una situación abstracta, la cual no admite más que una
determinación negativa (status naturae purae). Todos estos aspectos y
principios dispares de división hacen casi imposible una única «tabla» de los
estados que sea lógicamente clara y sistemática.

4. Si se considera básica, por un lado, la distinción entre las situaciones que


anteceden a la libertad individual y las que están constituidas a la vez por la
libertad del hombre, y, por otro lado, la distinción entre las fases
históricamente distintas (no entre aspectos de las fases) de la historia
salvífica, individual y colectiva, entonces se tienen las divisiones
fundamentales de los estados del hombre.

Así resultan, de acuerdo con una distinción que aparece ocasionalmente en


Tomás (ST iii q. 13 a. 1 ad 2) entre status innocentiae, culpae, gloriae, los
siguientes estados:

a) Justicia original (status iustitiae originalis), o sea, la situación que como


posibilidad de una libertad fundamentada en Dios fue dada previamente a la
historia humana de la libertad; la -> naturaleza del hombre elevada por la
gracia como comunicación de Dios mismo, la cual estaba ordenada a la ->
visión de Dios como fin suyo. Ese estado era el del -> «principio» como tal.
Para mostrar la sobrenaturalidad de esa situación dada por la comunicación
de Dios mismo, se afirma que éste también habría podido crear al hombre sin
la gracia (Dz 2318), y se concibe así la posibilidad abstracta de un estado de
naturaleza puro (status naturae purae) con el cual, sin embargo, no puede ser
identificado, ni siquiera materialmente, el estado del pecador en el orden real
en que nos encontramos.

La gracia que constituye esta primerísima situación salvífica puede ser


pensada como -> gracia de Cristo, es decir, como aquella que Dios quiso con
miras a su propia comunicación, y que por su naturaleza llega a su punto
histórico culminante y a su aparición escatológica en la encarnación del Logos.
Por consiguiente, también este estado del principio tiene esencialmente una
configuración cristológica. Aquí no podemos estudiar si y hasta qué punto ese
estado «paradisíaco» precedió «temporalmente» al estado de la historia de -
>salvación. En todo caso hay que tener cuidado frente a una concepción que
piensa el estado originario (la «historia originaria») simplemente como un
fragmento temporalmente homogéneo de la historia temporal de salvación y
así tropieza con dificultades ante la paleontología actual. Nosotros sólo
podemos alcanzar este estado originario en una deducción etiológica a partir
de nuestra propia situación salvífica.

b) El estado de naturaleza caída y reparada (status naturae lapsae et


reparatae), que todavía está en curso dentro de la historia de la salvación, y
prácticamente se identifica con el status viatoris. Es la situación histórico-
salvífica creada por el -> pecado original y la redención del hombre (->
Jesucristo, -> redención). La situación del pecado original y la de la redención
no pueden entenderse en primera línea como fases temporalmente sucesivas
de la historia de la salvación, sino que son dos aspectos de una situación
salvífica, precisamente de la historia de salvación que se da de hecho. Pues la
voluntad salvífica de Dios en el estado original, la cual tiende hacia Cristo, se
mantiene todavía (-> existencial sobrenatural, -> gracia); no hubo ni hay
ninguna fase temporal en la que los hombres no estuvieran y no estén
«objetivamente redimidos» (intuitu meritorum Christi); en esta historia no
hay jamás un período que no esté condeterminado por el «pecado del mundo»
(-> pecado y culpa, -> concupiscencia). Este estado, que es uno, puede darse
en el hombre relacionándose diversamente con su libertad. 1 ° A manera de
un mero hecho dado previamente, es decir, anteriormente a una toma de
posición de la libertad ante él. En todo caso habrá que concebir así la situación
histórico-salvífica del niño carente del uso de razón. Podemos omitir aquí la
cuestión de si y hasta qué punto esta situación histórico-salvífica es diferente
según que el niño esté bautizado o no lo esté. Pero en todo caso también la
situación del niño se halla determinada no sólo por el pecado original, sino
también por su «redención» objetiva. El niño debe ser bautizado (no
solamente porque está en una situación de pecado original, sino también)
porque está redimido (y, propiamente, no sólo para ser redimido); lo cual
debe manifestarse eclesiástica y sacramentalmente (cf. también -> limbo).

2º. En forma de un no pecador a la -> voluntad salvífica de Dios y de


ratificación del momento original en el estado histórico-salvífico: status
peccatoris (status peccati).
3º. A manera de aceptación de la gracia dada previamente (por la fe, la
esperanza y el amor) y de repulsa al momento de pecado original en el estado
histórico-salvífico: status iustificati (status iustificationis), en cuanto este
estado se da en y a través de una decisión personal; lo cual puede realizarse
sin el -> bautismo de agua, pero llega a su plena manifestación histórica y
social en el bautismo y en la plena pertenencia a la -> Iglesia (-> eucaristía).

c) Estado de la consumación en la -> visión de Dios (status comprehensoris,


status patriae).

5. El único estado de la historia de la salvación que sigue transcurriendo


todavía puede dividirse bajo el aspecto colectivo (y también individual,
aunque evidentemente las fases de la historia individual y las de la colectiva
no son sincrónicas) en la fase que precede y la que sigue a la aparición
histórica de Cristo. Usando la terminología paulina ambas fases pueden ser
caracterizadas como tiempo de la ley y tiempo del Evangelio (status legis,
status evangelii [gratiael; cf. teología de -> Pablo). Pero hemos de advertir
que en último término, esta división no ordena en una sucesión temporal los
componentes fundamentales del único estado de la historia de la salvación
(naturaleza, gracia, pecabilidad, procedencia de Cristo, procedencia de Adán),
ya que en ella se trata de un orden temporal en la comprensión expresa de
tales componentes en la historia de la revelación, y se refiere, pues, a la
manera como esa comprensión fue posible antes o después del suceso
histórico de Cristo (pero semejante comprensión es a su vez un momento en
la historia misma de la salvación y así en la situación salvífica misma). Este
status legis puede subdividirse todavía con Tomás (ST iii q. 60 a. 5 ad 3; q.
61 a. 4 ad 1), en un status legis naturae y un status veteris le gis. Pero esta
terminología se presta a confusión, pues aquí natura no significa «naturaleza
pura», sino que designa todos los componentes fundamentales de la situación
histórica de la salvación (en la manera precristiana), y en este sentido la lex
vetus (como ley veterotestamentaria) no es exponente de una situación
salvífica que tuviera validez para todos los hombres. Por tanto, esa división,
sólo atañe a la historia particular de la revelación y salvación de Israel (antes
y después de Moisés: historia de los patriarcas, historia de la alianza del
Sinaí).

BIBLIOGRAFÍA: Cf. bibl. x gracia, >r naturaleza y gracia, Jr orden


sobrenatural, fin del Jr hombre. K. Rahner IV 215-244; U. Kühn, Natur und
Gnade (B 1961); H. U. v. Balthasar, Karl Barth (Kö 21962); H. Renckens,
Urgeschichte und Heilsgeschichte (Mz 31964). 1. Willig, Geschaffene und
ungeschaffene Gnade (Mr 1964); A. Darlap, Fundamentale Theologie der
Heilsgeschichte: MySal 1 1-156; H. de Lubac, El misterio del sobrenatural
(Estela Ba 1968); M. Schmaus, Das Paradies (Mn 1965); W. Seibel, Der
Mensch als Gottes übernatürliches Ebenbild und der Ur-Stand des Menschen:
MySal II 805-840 (bibl.).

Karl Rahner

HOMBRE, FIN DEL


I. El concepto

El hombre experimenta lo que significa el fin primero por su vivencia interna.


En efecto, tiende hacia un bien determinado que él se representa, que él
quiere e intenta realizar o alcanzar mediante la elección de medios apropiados
(a veces por la coordinación de varias partes en un instrumento o en una
máquina). Y así realiza un «fin» (elegido consciente y arbitrariamente).

El hombre reflexiona después sobre el hecho de que a su elección arbitraria de


un fin precede en sus «facultades» y estructuras una ley apriorística, la cual
predetermina la dirección y los límites de su tender arbitrario hacia
determinados fines (dejando abierto un campo de variación). En cuanto esa
capacidad de tender (biológicamente, etc.) constituye un sistema plural, éste
puede ser entendido (según el modelo de comprensión de una máquina)
desde sus realizaciones y, a la inversa, en la estructura del sistema plural
puede verse cuál es su finalidad. Este fin «natural» y la finalidad de un
sistema «natural» (que aquí significa simplemente: no hecho por el hombre)
se esclarecen mutuamente y forman una unidad. La presencia previa del
sistema «final» y su posibilidad de acomodarse a las influencias que vienen de
fuera y, así, de conservarse a sí mismo, confieren al fin del sistema un cierto
carácter de necesidad. Se trata ahí del fin natural como actualización plena de
la estructura (de la «esencia») de un sistema (plural) previamente dado.

Desde aquí el ser vivo (y el consciente) es visto como un todo. En cuanto tal -
como unidad y totalidad - tiene un «fin natural», que consiste en el pleno
desarrollo y actualización de las estructuras de su sistema (plural).

II. La aplicación (formal) del concepto de «fin» (y de finalidad) al


hombre

Partiendo de lo que acabamos de expresar se podría ya decir formalmente: El


fin («natural») del hombre es la plena actualización de su esencia. En esa
descripción el fin, a pesar de la pluralidad en su realidad y a pesar de la
experiencia de una desintegración en el hombre (-4 concupiscencia, ->
enfermedad, -> muerte), es entendido (con razón) como una unidad que
tiende a una actualización en la que esté integrada plenamente la pluralidad
del hombre. Este fin es «natural» (sin distinguir de momento entre -4
naturaleza y gracia [sobrenatural]) en cuanto (como las estructuras del
hombre mismo) precede a la libre elección de un fin por parte del hombre; y
por eso el hecho de no lograrlo debería repercutir necesariamente, de manera
destructora, en la realidad previamente dada del hombre y, con ello, también
en la libre elección de un fin. Pero ese concepto de fin, logrado a base de un
modelo orgánico y técnico, no es suficiente para una determinación formal del
concepto de f. del h. Esto se desprende de las siguientes reflexiones.

Tratándose del hombre, al desarrollar el concepto de fin ante todo la unidad


peculiar en él entre el fin dado previamente y el fin elegido. Ciertamente el
hombre por su ->«esencia» tiene un fin determinado que precede a su
conocer y obrar, un «fin» natural, el cual implica una necesidad incluso más
radical que un fin técnico u orgánico. Pero el «fin» del hombre libremente
elegido (el contenido y la forma bajo los cuales él se quiere «entender» en su
unidad total) no puede concebirse simplemente como un caso dentro de la
gama de posibilidades que están dadas juntamente con la esencia (entendida
técnica u orgánicamente) de cualquier otra realidad, y que en definitiva
corresponden todas a la «finalidad de esa esencia». Como autoconciencia
personal y --> libertad el hombre se limita a servir a una «máquina» dada
previamente, de manera que él a lo sumo pudiera servirla bien o mal,
actualizándola o causándole daños, pero ella, por lo demás en sí misma
quedara idéntica en su estructura previa, que propiamente sería tan sólo el
soporte de su actualidad (de su actus secundus). El hombre dispone de sí
mismo y en forma creadora confiere a la esencia su carácter definitivo. La
esencia no sólo ha sido dada previamente al hombre, sino que además le ha
sido encomendada. Y junto con la esencia se le ha encomendado el fin, que él
no sólo realiza, sino que lo elige también libremente como meta concreta.
Este «encargo», por un lado, no es la autorización para cualquier cosa
puramente arbitraria, la concesión de un espacio ilimitado y vacío de lo
posible, pero, por otro lado, tampoco es la programación fija de un proceso
donde a lo sumo quedará la duda de si éste corresponderá total o sólo
parcialmente a la programación. El encargo faculta precisamente para la
libertad, de manera que la infidelidad a tal encargo consiste precisamente en
no hacerse cargo de esta libertad. Todo -> «pecado», como contradicción a la
finalidad esencial del hombre, es la negativa a asumir en el -> amor a Dios
como «bien» infinito toda la gama infinita de las posibilidades de la libertad,
es la limitación de esta libertad a un «bien» categorial finito. El fin (natural)
dado previamente y el elegido libremente constituyen una interna y mutua
unidad de relación.

En la comprensión formal y en la determinación material del f. del h. (y


también de la «finalidad» moralmente importante de cada momento esencial
del mismo), debe tenerse en cuenta desde el principio su «intencionalidad» en
el conocer y en el querer. Esa intencionalidad lleva consigo una crítica del
modelo orgánico y técnico de inteligencia, y sólo en virtud de ella puede
aquietarse la cuestión del fin (o meta, o sentido), sin que la pregunta sobre el
sentido del todo de un ser deba necesariamente declararse absurda,
limitándose a mostrar la interdependencia por la función o el
condicionamiento en determinadas unidades parciales (esto es útil para el fin
de lo otro, si se presupone que lo otro tiene que ser). El «fin» de un ente
esencialmente intencional sólo puede ser determinado a partir del «hacia
dónde» de su intencionalidad. Si, además, esta intencionalidad es ilimitada en
conocimiento y libertad, la posesión intencional de la realidad por excelencia
(en un sentido muy «real») constituye el «fin» de este ente, el cual es
quodammodo omnia. O sea el f. del h. es la posesión de la plenitud ilimitada
de la realidad, es decir, de «Dios» mismo, sin que por ello este fin se
comporte como algo extrínseco y como una estructura terminada ya antes del
movimiento hacia la meta. Si, con ello, el ser y la posesión del ser tienen
«sentido pleno» en el estar en sí (conocimiento) y en el amor (y como tales
son afirmados en todo acto con necesidad transcendental), es decir, son un fin
que no sirve de manera meramente funcional a otra finalidad posterior
(arbitrariamente elegida), entonces la cuestión del fin llega a aquietarse
legítimamente.

En el hombre (a diferencia de una finalidad biológica y del modelo de


representación que en ella se funda) hay que tener en cuenta el carácter
transcendental del fin concreto. Sólo este carácter confiere al fin un rasgo de
absoluta necesidad (obligatoriedad) y puede poner de manifiesto cómo la
consecución del fin es salvación en el estricto sentido teológico. Esto quiere
decir: porque - y sólo en cuanto - la orientación de la persona espiritual al fin
también es afirmada implícitamente en el acto de alejamiento libre de él, este
fin (y la orientación del hombre hacia él) no sólo es un «hecho» (como los
fines infrahumanos, los cuales permanecen siempre condicionados), sino
también una meta necesariamente afirmada y en consecuencia moralmente
obligatoria (el bonum honestum necessarium por antonomasia). De ahí recibe
su dignidad y obligación todo otro deber (como medio y realización parcial del
fin absoluto). Ya aquí hay que acentuar que también el fin «sobrenatural»
(libremente establecido por Dios) del hombre tiene este carácter de necesidad
transcendental, pues, por la comunicación de ->Dios mismo en la ->gracia,
está siempre establecido en la esencia de cada hombre previamente a la
decisión humana (-a existencial sobrenatural), y así existe en el hombre o en
el modo de aceptación (-> fe -> amor) o en el de negativa (->pecado). Por
eso el fin sobrenatural nunca puede ser algo meramente mandado desde
fuera, algo que pudiera dejar a la libertad en la indiferencia y que se hallara
fuera del movimiento hacia el fin.

El f. del h. debe ser considerado todavía bajo otro punto de vista, para que los
modelos usuales de representación no oculten su verdadera esencia.
Ciertamente, por la transcentalidad ilimitada del hombre y por la gratuita
comunicación de Dios mismo al hombre, aquél es el fin (intencional) de éste;
y ese fin, en cuanto antecede a la libre realización de todo fin, está dado
previamente, y no es aquello que el hombre se propone y produce como
meta. Pero con ello (hablando en términos escolásticos, cf. después iii) hemos
afirmado el f inis qui como dado previamente, pero no el f inis quo, la
«posesión» de Dios en su realidad concreta, quien además (aquí hay que
reflexionar sobre el misterio de la ->encarnación, y sobre la realidad de que
Dios es no sólo fundamento transcendental, sino también portador de la -
>historia de la salvación, que le califica a él mismo) asume este finis quo
como su propia determinación. Tanto el fin realizado (o que debe realizarse)
con libertad, como el dado previamente, que realiza este mismo fin (como
finis quo), es un fin puesto o que debe ponerse en forma creadora, con ->
libertad y -> esperanza, el cual no puede concebirse simplemente como
actualización de una potencia, tal como esto se produce también fuera de la
historia de la libertad, no es una mera explicación evolutiva de lo que se da
siempre. Este fin de la libertad, aun siendo Dios mismo el fin y el futuro
absoluto (por lo menos como finis quo), es elegido libremente entre las
muchas metas imaginables y proyectado en forma creadora, es el nuevo fin
que sobrepuja el pasado (también en cuanto potencia) como un -> futuro
sustraído a los cálculos, a partir del cual el hombre se entiende de modo
creativo. Por consiguiente allí donde se trata de la libertad histórica, el fin no
puede ser entendido como una actualización que desarrolla la potencialidad
del pasado, como «retorno al paraíso», como un alcanzar el pasado o la
«esencia» (-> principio y fin). Y esto tanto más por el hecho de que:
precisamente la «nueva tierra» pertenece al futuro absoluto (Cf. RAHNER viii
580-592); reino de Dios debe ser entendido necesariamente como perfección
de la historia misma (y no sólo como una recompensa secundaria por la
historia pasada); y Dios mismo (-> encarnación) alcanza la plenitud de su
propia historia en la consumación de la historia. El fin de la historia de la
libertad del hombre no es simplemente el fin alcanzado o que debe
alcanzarse, sino el proyectado en forma creadora. Si el hombre tiene una
«naturaleza» dada previamente, ésta se halla constituida también por la
«esencia» de la libertad personal e histórica, la cual no añade una
determinación meramente «accidental» a un sujeto existente ya de antemano
y completo en sí, sino que instaura a ese sujeto en su propia realidad. Es más,
en cuanto toda causalidad distinta de la libertad personal tan sólo pone
fenómenos siempre transitorios, que en todo momento pueden quedar
suplantados y superados por otros fenómenos, y, por tanto, la libertad es la
única fuerza que produce algo definitivo y dotado de sentido,
consecuentemente, la libre realización del fin es incluso la única que
realmente puede crear un «fin» en el auténtico y estricto sentido de la palabra
(->. historia e historicidad).

III. Distinciones y axiomas

Ya se ha hablado de la distinción entre finis qui y finis quo. A estos dos


conceptos se añade con frecuencia el finis cui, el sujeto para el que algo es
fin, para el que el fin significa la actualización total. No hay dificultad en la
idea de que un fin todavía deba producirse o alcanzarse (finis ef f iciendus,
finis obtinendus), ni en la distinción entre el fin último, que significa la plena
actualización del ente respectivo, y el fin particular, el cual es un medio o
momento para el más amplio fin último. El fin de un agente (finis operantis)
no debe necesariamente identificarse por completo con la finalidad de lo
hecho por él (finis operis). En la escolástica se acentúa también que Dios no
puede tener un fin distinto de él mismo que pueda mover la acción divina
como causa externa (causa finalis). Mas por ello Dios no es «egoísta», pues
en su acción creadora e impartidora de la gracia se quiere a sí mismo como la
bondad desprendida que puede comunicarse. El fin ejerce una verdadera
causalidad, no es solamente el resultado (alcanzado o que debe alcanzarse)
de una acción o de un proceso, sino que se comporta como motor de esta
acción misma. Y esto ante todo donde se da una acción consciente e
intencional. En cambio, los procesos «teológicos» de tipo inconsciente deben
interpretarse como realizaciones deficientes del ser, del mismo modo que un
ente que no tiene ningún «ser en sí» es «todavía» ente, pero está limitado y
determinado en su ser por una negatividad real.

IV. Fin «natural» y «sobrenatural»

En cuanto la a visión de Dios, el futuro absoluto, que es Dios mismo en su


donación inmediata al hombre, lo mismo que la ordenación del hombre por la
-> gracia a este futuro definitivo, es «sobrenatural», o sea, es acción libre e
indebida de Dios no sólo respecto del hombre pensado (que ha de ser creado
«libremente») sino también con relación al hombre realmente existente (ya
con anterioridad a la culpa humana), y, en cuanto por otro lado, este futuro
es por ello «obligatorio», de modo que sin él el hombre fracasa y está
«perdido», el fin (real) del hombre debe ser designado como «sobrenatural»,
es decir, como indebido (DS 3005: fnis supernaturalis; DS 3891). El concepto
de «fin sobrenatural» es usual desde el siglo xrir. Con todo, la expresión «fin
natural» del hombre debe usarse con extrema precaución. Una naturaleza
pura verdaderamente realizada habría tenido un fin natural (que material y
formalmente habría sido muy distinto del que realmente se da ahora). Y en la
realidad y acción del hombre fáctico hay momentos que, en el caso de
haberse verificado esa suposición irreal, pertenecerían a dicho «fin natural».
Mas esto no es motivo para hablar de un «fin natural» del hombre real. Tomás
de Aquino no lo hizo en el sentido de una alternativa frente al fin
sobrenatural. La expresión se presta a confusiones, como si el hombre pudiera
a su antojo dirigirse al uno o al otro fin. Sólo puede llamarse fin (último) en
sentido auténtico el que se da de manera concreta previamente a la libertad
del hombre, el que éste debe realizar por su libertad, el que, de no
conseguirse, hace fracasar al hombre entero. Y ese fin es el «sobrenatural».
Este fin puede entenderse plenamente como «sobrenatural» sin dejar de ser
fin interno si se piensa que la «naturaleza» del hombre es intencional y, en
cuanto tal, está ilimitadamente abierta a la libre disposición de Dios (-potencia
obediencial), y si la orientación del hombre hacia el fin no es concebida
orgánica, técnica y estáticamente, sino que se entiende de antemano en el
marco de una relación dialogística entre la libertad divina y la humana, las
cuales ponen un fin, de manera que la «naturaleza» del hombre es sólo un
diseño formal y permanente de esta relación, precisamente, pero no es algo
que por sí mismo dispone ya de ese fin, y si, finalmente, se comprende que la
comunicación de -> Dios mismo (gracia), a pesar de su carácter sobrenatural,
es lo más «íntimo» del hombre.

V. El fin sobrenatural del hombre

El hombre tiene un «fin». Esta fundamental persuasión cristiana es lo primero


que hemos de afirmar. Sobre todo hoy, semejante persuasión no es evidente.
Pues el hombre actual fácilmente experimenta la «historia» del mundo y, ante
todo, de la humanidad como producto de causas que se unen casualmente.
Muchos encadenamientos parciales de causas presentan también un carácter
casual,

es decir, su resultado no puede reconocerse como aquello que ha determinado


la coordinación de las causas del devenir (darwinismo). Pero incluso el -a
marxismo, con su -> materialismo dialéctico, ocultamente atribuye a la
«evolución» un claro sentido de su dirección, y proclama sus fines como una
necesidad que se impondrá con toda certeza; la liberación del hombre de su
alienación es para el marxismo el fin real (no el resultado casual) que ya está
diseñado previamente en la «sabiduría» dialéctica de la «materia». Para un
teísmo (con su doctrina de la ~>providencia), según el cual hay una única
causa originaria de toda realidad (el Dios que existe en su infinita
autoposesión espiritual y su acción libre), el mundo tiene necesariamente un
fin. Pues con una acción espiritual y personal se da necesariamente un fin. La
«casualidad» y sus resultados se pueden referir sólo a una combinación
particular de causas; es aquí expresión de la materialidad, la cual aporta un
momento de indeterminación y con ello de fracaso fáctico al transcurso y al
juego conjunto de las causas. La orientación al fin es percibida (por lo menos
en su esencia formal) mediante la experiencia transcendental en el
conocimiento humano y (sobre todo) en la libertad. En efecto, allí el hombre
se experimenta como el ser responsable que necesariamente se determina a
sí mismo desde el ->futuro, como el ser que debe obrar libremente y, en este
obrar, siempre sobrepuja críticamente su actualidad. Pero donde no hubiera
auténtico futuro, auténtico fin, donde se corriera hacia el vacío (cf. Fip 2, 16),
se tendría el derecho de hacer lo que no se puede hacer, a saber, aferrarse a
lo presente como si fuera definitivo, o bien (lo que en último término sería lo
mismo) protestar contra el absurdo de la existencia, que obliga a uno a correr
sabiendo que jamás llegará a ningún sitio, o aceptar como -> «sentido» (Sant
3, 6) el correr mismo, el girar eterno de la rueda del cambio.

Pero esta determinación del fin es fruto de una historia personal y libre (por
parte de Dios y por parte del hombre), ya por la simple razón de que sólo así
puede darse un fin auténtico y definitivo. Por ello este movimiento hacia el fin
no debe tergiversarse a base de una representación orgánica como si se
tratara de un desarrollo evolutivo de lo que potencialmente se da siempre.

Este fin definitivo del hombre (y de su mundo), la consumación, no puede


pensarse como última etapa de una «evolución», como una realidad
instaurada dentro del mundo (y con ello planificable) mediante la conjugación
de las múltiples causas intramundanas. El -> reino de Dios es don divino,
suprime la historia y no es un tiempo terrestre que, lleno de felicidad terrena,
se extienda ilimitadamente. Esto no significa que el fin como final se añada
externamente al movimiento histórico. El Dios que es la consumación y que se
da a sí mismo como futuro absoluto, es el Dios que por su propia
comunicación en la ->gracia (y en la ->encarnación) constituye ya el principio
más íntimo del movimiento hacia el fin. Por esto el fin puede considerarse lo
mismo como el don libre de Dios en su poder exclusivo, que como el
resultado, el fruto de la historia misma. Y esto tanto más por el hecho de que
la «colaboración» entre la libertad de Dios y la del hombre en la historia no
puede ser concebida como un «sinergismo» externo, que convierta a Dios y al
hombre en causas parciales, sino que la libre gracia de Dios libera
precisamente la libertad del hombre para su posibilidad más alta, la de lograr
ella misma el fin (como -> salvación). Puesto que esta acción de la salvación
siempre implica necesariamente una mediación a través del cumplimiento de
un cometido intramundano (incluso allí donde éste consiste en la renuncia, la
ascesis y la «huida del mundo», que por sí solas nunca constituyen la
totalidad de la existencia humana y, además, ejercen una función auténtica de
cara al así llamado «servicio al mundo»), puesto que, dicho sencillamente, el
amor a Dios (como aspiración al fin escatológico) no puede existir sin
concretarse en el -> amor al prójimo, el cual asimismo no se puede limitar a
un ámbito privado; en consecuencia el hecho de que el fin escatológico sea
producido por Dios no disminuye la importancia, la seriedad y la obligación de
la intervención del hombre en los fines intramundanos (particulares,
transitorios) dentro de todos los ámbitos de la existencia humana (cf.
Vaticano ii, Gaudium et spes, n." 43).

Por lo que se refiere al «contenido» del fin, remitimos a muchos otros


artículos, que no podemos repetir aquí, los cuales recogen las fuentes
positivas de la revelación: -> reino de Dios, -> salvación, -a visión de Dios, -
> eternidad, -> resurrección de la carne, -> escatología, -> novísimos. Al
determinar el contenido del «fin» del hombre a través de la ->fe cristiana y su
-> esperanza, se pone de manifiesto que el -> cristianismo introduce en la
consumación todas las peculiaridades, dimensiones, etc., del hombre (a pesar
de Mt 22, 30), o sea, no excluye de la consumación (desvirtuándolas)
dimensiones del hombre que ahora son esenciales para su existencia (y así
afirma tanto la resurrección de la carne, la tierra nueva, la -> comunión
eterna de los santos después de un juicio universal, etc., como la visión de
Dios en un culto después de un «juicio particular» de cada uno). Todos los
momentos (no sólo algunos) de esta consumación final, separados de nuestra
experiencia actual por la frontera de la ->muerte, son arrojados al interior del
->misterio superior a toda representación, misterio que es Dios mismo, en
quien está el futuro absoluto, el fin. Este Dios del misterio incomprensible, por
su llegada y su inmediatez escatológica respecto de la criatura, no consume a
ésta, pero confiere su propia incomprensibilidad a la consumación de todas
sus dimensiones (cf., p. ej., también el concilio Vaticano ii, Gaudium et spes,
número 39).

Este fin es absolutamente obligatorio (cf. antes ii). Esa obligatoriedad va


aneja a la comunicación absoluta de Dios mismo, la cual, en cuanto -> amor
pleno y personal de Dios, constituye la obligación más alta que pueda
concebirse. Frente a esto, en la voluntad legisladora de Dios como el Señor
creador se trata solamente de una formulación derivada, la cual, sin la
vinculación a la auténtica esencia de todo deber, con facilidad podría
entenderse falsamente como expresión de un querer que sólo por el castigo
con que amenaza crea en el hombre una obligación, y que solamente se
impone por la coacción y la fuerza.

Por ello, este fin por su esencia es tal que su posible pérdida (->pecado)
significa una desgracia absoluta (->infierno). La orientación transcendental
del hombre (-> existencial sobrenatural) a ese fin hace que aquél, al perderlo,
exista en contradicción radical y definitiva consigo mismo y no pueda eliminar
esta situación renunciando a dicho fin; lo afirma todavía en el no definitivo de
su libertad. Y precisamente esto constituye la esencia peculiar de la
condenación.

La relación entre el fin (o la consumación) de los muchos individuos y el de la


humanidad en cuanto tal (->reino de Dios) ha de pensarse en armonía en la
relación entre -> persona individual y -a comunidad de personas, en virtud de
la cual ni el hombre particular es un mero momento al servicio de una
comunidad o sociedad, ni la sociedad de todos los hombres, la humanidad, es
la suma de todos los hombres particulares.

El fin alcanzado del hombre y de la humanidad tiene un doble aspecto: la ->


«gloria de Dios» y la «felicidad» del hombre. La creación consumada, llegada
a su fin, es un espejo de la realidad de Dios (gloria objetiva), y sabe y
reconoce esto a través de los hombres (y -> ángeles) espirituales y
personales que pertenecen a ella, mediante los cuales la realidad creada es
referida expresamente a Dios con conocimiento, amor y adoración (gloria
formal de Dios; Dz 1805). Pero la creación glorifica perfectamente a Dios
porque y en cuanto ella misma está consumada, ha llegado a su fin, y así se
halla glorificada y es feliz. De este único finis operis de la realidad creada con
sus dos aspectos inseparables hay que distinguir el «fin» de Dios (finis
operantis), que él mismo «persigue» en la -> creación del mundo. Este fin es
Dios mismo como bondad que se comunica libremente (Dz 1783).

BIBLIOGRAFÍA: Cf. VER hombre, antropología, amor, sentido, libertad,


comunicación de , Dios, orden sobrenatural, visión de Dios, escatología. -
Rahner 1 327-350, II 217-232, III 47-60, IV 139-158 215-244, V 181-246; J.
Delfaro: Gr 38 (1957) 5-50, 39 (1958) 222-270, 41 (1960) 5-29; idem, Cath
17 (1962) 20-37; K. Rahner, Oyente de la palabra (Herder Ba 1967); Barth
KD 111/2 (Der Mensch in seiner Bestimmung zu Gottes Bundesgenossen); R.
Guardini, Freiheit, Gnade, Schicksal (Mn 41956); J. B. Metz, Freiheit als
philosophischtheologisches Grenzproblem: Rahner GW 1 287314; H. U. v.
Balthasar, Herrlichkeit I-IV (Ei 1961 ss); P. Wust, Ungewißheit und Wagnis
(Mn 71962); Rahner VI 210-232 (Teología de la libertad); MySal II; P. Tillich,
Systematische Theologie III (St 1966); B. Welte, Heilsverstindnis (Fr 1966);
Rahner VIII 43-65 (Teología y antropología), 593-609 (Inmanente y
trascendente consumación del mundo); J. Ratzinger, Einführung in das
Christentum (Mn 1968); tr. cast.: Introducción al cristianismo (Salamanca
1971).

Karl Rahner

HOMILÉTICA

La h. como «exposición científico-práctica de los principios y reglas para una


predicación adecuada de la palabra de Dios a los creyentes adultos» (F.
SCHUBERT, Pastoraltheologie, primera parte: Homiletik [Graz-L 1934] nº. 1)
presupone «como fundamento el concepto de ->predicación. La naturaleza de
ésta, así como sus efectos y modos de actuación son deducidos de la Escritura
y de la doctrina de la Iglesia por la h. fundamental. La h. sistemática deriva
de ahí los principios y normas para la configuración de la predicación, su
contenido (h. material) y su forma (h. formal).

I. Homilética fundamental

La h. fundamental procede del hecho de que Dios «ha hablado muchas veces
y de muchas maneras anteriormente a los padres a través de los profetas..., y
al fin de estos tiempos nos ha hablado a través de su Hijo» (Heb 1, 1).

1. La razón por la que Dios puede ser oído en palabras humanas es la


«Palabra de la vida» (1 Jn 1, 1), que ha sido engendrada por el Padre como
Hijo. Mediante la Palabra original, que «era Dios, fue hecho todo» (Jn 1, 1.3);
es decir tanto las criaturas incapaces de hablar, pero capaces de ser
expresadas, como el hombre con su facultad de hablar. Dios se revela, da
testimonio de sí en las cosas creadas (Rom 1, 19s). Además el Logos divino
ha tomado la forma de hombre (Jn 1, 14; Vaticano ii, Revelación, n .o 2-7).
Los conceptos tomados de la creación pueden expresar lo divino de una
manera semejante y a la vez desemejante; es decir, sólo de una manera
análoga (-> analogía del ser). Cuando Dios habla en palabras (semejantes a
su palabra intradivina), se revela, aunque esta declaración reveladora a la vez
le esconde, porque las palabras humanas no pueden expresarle
adecuadamente; por esa razón «es fragmentario nuestro conocimiento y
nuestro don de profecía» (1 Cor 13, 9). La h. fundamental muestra cómo la
predicación en cuanto declaración, fundamentación y aplicación de la
revelación divina, descubre al igual que ésta una verdad y realidad divina, en
tanto que expone lo divino al modo de la realidad creada gracias a lo cual
ilumina el espíritu de los oyentes y les comunica un conocimiento interno.
Como los misterios divinos transcienden el conocimiento y el lenguaje
humanos, ninguna predicación puede hacer comprensibles esos misterios;
sólo la fe proviene de la predicación, no la comprensión o la visión (Rom 10,
17).

2. De manera semejante a la generación intradivina del Logos, la predicación


se produce como palabra viva y oral. La vida religiosa consciente es
«engendrada» desde fuera por la palabra (1 Cor 4, 15; cf. 1 Pe 1, 23; Jn 3,
5s), es «alimentada» (1 Tim 4, 6) y consumada en Cristo (Col 1, 28). El Logos
hecho hombre confió la palabra del Padre a sus discípulos (Jn 8, 26; 17, 8) y
les encomendó que testificaran en todo el mundo su buena nueva (Act 1, 8;
10, 42), de tal manera que todos los hombres fueran persuadidos por su
verdad (Act 18, 4). La revelación concluida con los apóstoles, transmitida
oralmente en la Iglesia primitiva y expuesta en los escritos del Nuevo
Testamento, necesita constantemente del testimonio vivo de la predicación
(cf. Rom 10, 14; Mt 28, 18s), el cual no sólo contiene la «palabra de la vida»,
sino que la transmite en un lenguaje oral y vivo (predicación; Vaticano ri,
Iglesia, n° 21, 23).

3. Así como el Logos es engendrado como persona distinta del Padre, también
el predicador, que en virtud de la ordenación y mision «tiene y pone en acto
en su persona la misión del mismo Cristo, como maestro, pastor y sacerdote»,
pronuncia la predicación como palabra personal-existencial (Vaticano ii,
Obispos, n° 21). El oyente está llamado en su existencia personal y recibe el
carácter de una personalidad cristiana por medio de la predicación. En efecto,
de acuerdo con el conocimiento de la fe adquirido por la predicación y con la
reacción de su conciencia ante la palabra predicada, tiene que decidirse
siempre de una manera libre, personal y consciente por la fe y la acción moral
(Vaticano ii, Iglesia y mundo; Libertad religiosa, n .o 9s). Toda predicación se
dirige a la comunidad y al individuo, que, por Cristo y en el Espíritu Santo,
puede conocer, aceptar y amar a Dios como persona, como un Tú personal
(Vaticano ii, Iglesia y mundo, n° 12-17; Libertad religiosa, n° 9-15).

4. En analogía con la manera como la Palabra intradivina es engendrada


intelectualmente por el Padre, el ->lenguaje humano no sólo está a merced
del pensamiento, sino que éste de alguna manera también depende de aquél.
Por esta razón predicar significa también «hablar con inteligencia» (1 Cor 14,
19), conducir «a la madurez de pensamiento a quienes piensan como niños»
(20), transformar en hombre «espirituales» a los oyentes «carnales» (cf. 1
Cor 3, ls; Heb 5, 12.14) por la acomodación de la predicación a la mentalidad
y la situación de los oyentes (Vaticano ir, Iglesia y mundo, n .o 4s).

5. El Logos, idéntico al conocimiento y ser de Dios pretende en cuanto hombre


ser (Jn 14, 6) y decir la verdad (8, 45), que los apóstoles han de transmitir
con «palabras de verdad» (Act 26, 25), válidas siempre y para todos. La
predicación mantenida por la Iglesia, como «columna y fundamento de la
verdad», pone a los oyentes en relación con Dios (Vaticano ii, Libertad
religiosa, n° 1ss; Iglesia y mundo, n° 28, 44; Revelación número 17).
6. En el interior de Dios el Espíritu Santo procede como amor personal del
Padre y del Hijo (Logos) a la vez. Así el Padre y el Hijo no pueden manifestar
su amor al mundo sino en el ->Espíritu Santo. Jesús, la «bondad y humanidad
de Dios» (Tit 3, 4), comunica las palabras del Padre como ungido por el
Espíritu (cf. Lc 4, 14s). También los apóstoles, «impulsados por el amor de
Cristo» (2 Cor 5, 14), deben ser sus testigos y enseñar a todas las naciones
«con la fuerza del Espíritu Santo» (Act 1, 8; Mt 28, 18). Por consiguiente en la
predicación se prolonga asimismo la espiración del Espíritu, es decir su misión
a la Iglesia y, a través de ésta, al mundo. De acuerdo con esto la predicación
es palabra dinámica, penetrada por el Espíritu, comunicativa del Espíritu, que
despierta el amor a la verdad (cf. 2 Tes 2, 10), que mueve al amor de Dios y
del prójimo y que es fundamento de la unidad (Vaticano u, Iglesia, n° 7ss,
13s, 22, 40ss; Iglesia y mundo, número 24, 38; Apostolado de los laicos, n .o
8, 29).

7. El Espíritu Santo fue enviado por el Cristo glorificado como fruto de la


redención (objetiva), que actúa asimismo en la palabra (subjetivamente)
redentora del predicador inspirado por el Espíritu (Vaticano ii, Iglesia y
mundo, n° 22, 37). Como «palabra de verdad» la predicación libera de la
ignorancia y del error, «produce el descubrimiento de las cosas, tal como
están patentes en Dios»

(K.H. SCHELKLE, Das Wort in der Kirche: ThQ 8 [1953] 282; cf. Ef 1, 13; Col
1, 5). Como «palabra de vida, de salvación, de gracia, de reconciliación» cf.
Flp 2, 16; Act 13, 16; 14, 3; 20, 32; 2 Cor 5, 18s), la predicación contribuye a
la justificación de los oyentes. La doctrina del concilio de Trento (Dz 844 851
792s) propugna una eficacia salvífica de la predicación, que debe distinguirse
de la de los -> sacramentos, aun cuando sólo ambas unidas producen la -
>justificación: a) del creyente (adulto), b) del justo bautizado, c) del pecador
bautizado.

a) La predicación misionera (-> kerygma) se apoya dialogísticamente en la


verdad y el bien que los infieles, lo mismo que los creyentes no cristianos,
poseen como disposición para la buena nueva (Act 17, 16s; Vaticano ii,
Liturgia, n° 9ss; Iglesia, n° 14-17; Iglesia y mundo, n° 92); somete a prueba
los motivos justificados o injustificados de la actitud del hombre que procede
de la incredulidad o de la herejía (Vaticano u, Iglesia y mundo, n ° 4s, 19ss);
«destruye sutilezas y toda arrogancia que pugna contra el conocimiento de
Dios»; se apodera «de todo pensamiento para que obedezca a Cristo... por
medio de la luz del evangelio de la gloria de Cristo» (2 Cor 10, 5; 4, 4; cf.
Vaticano ii, Actitud misionera, n° 13); suscita la esperanza en la misericordia
de Dios (Tit 3, 5), el arrepentimiento, la penitencia y el propósito de recibir el
bautismo (Act 2, 38; 3, 19). La disposición para el -* bautismo fructuoso se
alcanza por medio de las «armas espirituales» del predicador (2 Cor 10, 4; cf.
2 Tim 4, 2) y por la audición actual como colaboración espiritual con la
predicación (Rom 10, 14s).

b) El niño bautizado crece mediante la instrucción catequética y la predicación


(-> catequesis...) hasta llegar a ser un cristiano consciente (Vaticano u,
Educación, n° 4; Apostolado laico, n° 10), y se educa en la fe viva del
cristiano adulto (Vaticano ii, Obispos, n° 14). A los justos adultos, que ya
creen, la Iglesia, también por la predicación, debe «enseñarles a mantener
todo lo que Cristo ha enseñado, y animarlos a practicar todas las obras de
amor, de piedad y de apostolado» (Vaticano u, Liturgia, n° 9; cf. Col 2, 6s; 2
Pe 1, 12; Flp 2, 16). Finalmente, la predicación conduce a la -> liturgia,
«punto culminante al que tiende la acción de la Iglesia, y a la vez fuente de
donde fluye toda su fuerza» (Vaticano u, Liturgia, n° 10).

c) La predicación se concentra además en la conversión de los pecadores


bautizados. Hay que mover renovadamente a la obediencia de la fe al
incrédulo o al que duda (Vaticano u, Revelación, n .o 5; Libertad religiosa, n°
10; Iglesia, n° 25); hay que suscitar la conciencia de pecado en el pecador
creyente (Vaticano u, Iglesia y mundo, número 10, 13) y mostrarle el camino
de la reconciliación con Dios y con la Iglesia (Vaticano ii, Iglesia, n° 11;
Sacerdotes, n° 5), el camino de la confesión y de la satisfacción «mediante el
ayuno, la limosna, las oraciones y otras obras piadosas de la vida espiritual»
(Dz 807; cf. Mt 6, 2.4.6.16).

II. Homilética sistemática

La h. sistemática aplica a la teología de la predicación a sus configuraciones


concretas.

1. La homilética material

La h. material trata: a) el contenido total de la predicación, a saber, todas


«las acciones de Dios en la historia de la salvación, es decir, en el misterio de
Cristo, que en todo tiempo está presente y actúa en nosotros» (Vaticano u, n°
33). Las fuentes de esta h. material son: la Escritura, la liturgia, la patrística,
la historia y vida de los santos. b) El núcleo de la predicación lo forman: Lo, el
Dios trino, creador y conservador del mundo, fuente y origen de toda santidad
(Vaticano ii, Iglesia y mundo, n° 24; Iglesia, n° 47; predicación teocéntrica);
2° el reino de Dios, «que se hace visible para los hombres en la palabra, en la
obra y en la presencia de Cristo» (Vaticano ii, Iglesia, n° 5), en quien
alcanzará también su consumación cuando «Dios sea todo en todo» (1 Cor 15,
28; predicación escatológica); 3 .0, la Iglesia como «germen y comienzo» del
reino de Dios (Vaticano ii, Iglesia, n° 5), cuya venida sigue siendo su objetivo
(Vaticano it, Iglesia y mundo, n.° 39, 45; predicación eclesiológica); 4°, el
hombre, que no es él mismo sino mediante una sincera entrega a Dios en la
Iglesia como comunidad de fe, esperanza y amor (Vaticano ii, Iglesia, n° 8), y
mediante una entrega a Dios en el mundo: en el trabajo (Vaticano u, Iglesia y
mundo, n° 35), en el matrimonio y en la familia (ibid. 47s), en la cultura (n°
53s), en la economía (n° 63s) y en la comunidad política (n° 73s). Por esta
acción el hombre y su mundo son santificados (Vaticano ii, Liturgia, n .O 26;
Actividad misionera, n° 5; Iglesia, n .o 31, 36, 39, 41) y Dios es glorificado en
los hombres (Vaticano ii, Actividad misionera, n° 7; predicación
antropológica).

2. La homilética formal

a) La h. formal examina en general: 1º. la función del predicador, que cumple


la misión sacramental objetiva al servicio de la palabra de Dios (Vaticano ir,
Iglesia, n° 11, 28; Obispos, n° 15; Revelación, n° 15, 25; Sacerdotes, n° 1,
4), y testifica la actitud subjetiva del servidor fiel de la palabra, consciente de
sus propios pecados que piensa y siente con el oyente, se cuida de su
salvación y ama la verdad y la justicia; 2°, la función del oyente, que pone
impedimentos a la acción de la predicación como hombre que ha contraído el
pecado original (y ha heredado por eso la ignorancia, el error, la
concupiscencia, la debilidad de la voluntad y del ánimo; cf. Vaticano II, Iglesia
y mundo, n° 13; Medios de comunicación, n° 7; Apostolado de los laicos, n°
7), como oyente «moderno» (deformación «mediante algunos errores sobre la
verdadera naturaleza de Dios, sobre la naturaleza del hombre y las exigencias
de la ley moral»; Vaticano ii, Apostolado de los laicos, n° 7). La predicación
debe aprovechar positivamente la angustia existencial, la sensación de vacío,
el esfuerzo por los valores culturales, el anhelo de libertad, seguridad, paz y
felicidad (Vaticano ii, Iglesia y mundo, n° 40ss). Una predicación eficaz debe
superar, el contenido y la forma, los impedimentos para oírla con fe, y ha de
conducir al diálogo con Dios (Vaticano ii, Iglesia y mundo, número 19), con los
semejantes (Vaticano il, Iglesia y mundo, n° 23; Actividad misionera, n° 11;
Apostolado de los laicos, n° 14) y entre todos los miembros de la Iglesia
(Vaticano ii, Iglesia y mundo, n° 92). 3.o Hay que configurar la predicación en
cuanto lenguaje de acuerdo con las reglas y los principios de la retórica, que
utiliza los conocimientos de la psicología, pedagogía, sociología y fonética
(Vaticano ii, Formación de los sacerdotes, n° 19). La h. formal muestra cómo
la predicación se distingue del discurso profano, a saber: por los fines
salvíficos (no el goce estético, la diversión, los éxitos momentáneos), por los
medios (no los juegos retóricos, la demagogia, jolgorio), por las normas (la
palabra de Dios como contenido, ética en el lenguaje, los gestos, las posturas
y actitudes).

b) La h. sistemática trata especialmente las diferentes clases de predicación:


1º. en la pastoral corriente: predicación bíblica (Vaticano ii, Liturgia, n° 24,
52; Revelación, n .o 24); predicación litúrgica, que introduce al oyente en la
comunidad de oración y sacrificio de los fieles (Vaticano il, Liturgia, n° 35);
predicación apologético-dogmática, que es fundamento de la fe personal;
predicación catequética, que renueva y profundiza los conocimientos de fe;
2°, en la pastoral extraordinaria: la predicación misional, que tiene como fin la
conversión de los pecadores y la acción apostólica en el matrimonio, la
familia, la profesión, la comunidad parroquial (Vaticano 11, Apostolado de los
laicos, n° 5ss; Actividad misionera, n° 1ss); la práctica de ejercicios que
introducen a la vida espiritual (meditación, examen de conciencia, lectura de
la Escritura, aspiración a la perfección; Vaticano li, Apostolado de los laicos,
n° 32); la predicación ocasional, acomodada a ciertos acontecimientos
especiales (bautismo, primera misa, bodas, funerales, etc.); las charlas por
radio o televisión, que se dan teniendo en cuenta la situación profana del
oyente (la cual exige un lenguaje natural, un estilo vivo, gran tacto y
comprensión de la situación de los oyentes, ya incrédulos, ya pertenecientes a
otra fe, ya indiferentes en materia religiosa, ya creyentes; cf. Vaticano li,
Medios de comunicación, n° 3ss).

BIBLIOGRAFÍA: A.-D. Sertillanges, El orador cristiano (Studium Ma); E. Eilers,


Gottes Wort. Eine Theologie der Predigt nach Bonaventura (Fr 1941); Th.
Soiron, Die Verkündigung des Wortes Gottes. Homiletische Theologie (Fr
1943); H. Schlier, Die Verkündigung im Gottesdienst der Kirche (Kö 1953); P.
Bormann, Die Heilswirksamkeit der Verkündigung nach dem hl. Paulus (Pa
1965); Congres National de Montpellier 1954, Le pretre ministre de la parole
(P 1955); G. Gerbers, Werkbuch der Kanzelarbeit (I - W -Mn 1955); A. A. E.
Romero, Teología y predicación (Ma 1956); Atti della VI settimana nazionale
di aggiornamento pastorale (Roma 1956); La Parola di Dio nella communith
cristiana (Mi 1957); D. Barsotti, Misterio cristiano y palabra de Dios (Sig Sal
1965); H. Schlier, Wort Gottes (Wü 1958); Tagungsbericht der Homiletischen
Arbeitsgemeinschaft, Theologie und Predigt (Wü 1958); Z. Alzeghi - M. Flick,
Il problema teologico della predicazione: Gr 40 (1959) 671-744 (panorama de
las investigaciones teológicohomiléticas de los últimos diez años);
Tagungsbericht der Homiletischen Arbeitsgemeinschaft, Hörer und Predigt
(Wü 1960); E. Haensll, Verkündigung heute aus lebendigen theologischen
Einsichten: FThH (31960) 463-484; Verkündigung in dieser Zeit: Seelsorge
zwischen Gestern und Morgen, bajo la dirección de A. Fischer (Fr 1961); La
Parole de Dieu en Jesus-Christ (P - Ton 1961) (relación de las Rencontres
Doctrinales en La Sarte-Huy) (bibl.); O. Semmelroth, La palabra eficaz (Dinor
S Seb 1967); H. Volk, Zur Theologie des Wortes Gottes (Mr 1962);
Tagungsbericht der Homiletischen Arbeitsgemeinschaft, Predigt und Sprache
(Wü 1962); G. Michonneau - F. Varillon, Propos sur la Prédication (P 1963); A.
Günthör, Die Predigt (Fr 1964); L. Scheffczyk, Von der Heilsmacht des
Wortes. Grundzüge einer Theologie des Wortes (Mn 1966); V. Torres
Doménech, La homilía, Biblia y liturgia de cada semana (Ma 31967).

Ernst Haensli

HOMINIZACIÓN

I. Ciencias naturales

Con la palabra h. designan los biólogos el proceso filogenético por el que el


hombre surgió mediante una continua transformación de un supuesto grupo
de primates en la era terciaria. Ese proceso se da por una parte en el aspecto
somático: actitud erecta, extremidades anteriores libres, gran capacidad
craneal, masa encefálica altamente evolucionada y reducido esqueleto facial.
Por otra parte ese proceso se da también en la dimensión psíquica, es decir,
en el comportamiento revelador de la impronta del espíritu: pensamiento,
lenguaje, libertad para decidirse, instituciones sociales, cultura. El estudio de
la h. no versa únicamente sobre la derivación del tipo morfológico humano a
partir de determinados primates anteriores en el tiempo, deducida a base de
la comparación entre estructuras somáticas y modos de comportamiento
psíquico semejantes, sino también sobre los factores naturales que ejercieron
un influjo causal. El problema de la h. surgió con toda su gravedad cuando
adquirió consistencia la idea de una -> evolución de los organismos,
particularmente desde Darwin. Desde entonces se ha puesto el más vivo
empeño en investigar con todos los medios científicos el punto de partida y el
principio histórico-biológico del hombre.

Como quiera que el hombre presenta indudablemente una estructura externa


de mamífero emparentada con la de los primates superiores, y en particular
con los monos antropoides, durante mucho tiempo se redujo la cuestión del
origen del hombre al aspecto zoológico (morfológico-anatómico),
considerándolo sencillamente como una de tantas especies zoológicas. Sin
embargo, la h. no se reduce a la génesis de una especie más compleja de
mamíferos. Aun después de investigar el origen de este parentesco,
universalmente admitido, y de hallar ciertas formas morfológicamente
intermedias de primates, atestiguadas por fósiles, especialmente de los
australopitecos del temprano período glacial; subsiste todavía el problema
crucial, es decir, el de la génesis de un tipo de vida completamente nuevo,
con lenguaje y comportamiento espiritual, el cual, por su historicidad y por el
dominio totalmente nuevo de la existencia mediante una cultura, descuella
considerablemente por encima de todo lo animal. Entre tanto, incluso en la
biología se ha hecho viva la conciencia de todo lo que hay de prodigioso y
singular en lo humano. Se reconoció pronto la magnitud y dificultad de la
misión que se plantea a una teoría causal de h., en la que se incluye
actualmente la investigación científica entre el hombre y el animal, como, en
general, la búsqueda y el descubrimiento de semejanzas y coincidencias en lo
morfológico y sobre todo en el comportamiento, no significa todavía una
biologización del tipo humano, sino un simple intento de captar un mundo de
estructuras orgánicas y de modos de comportamiento común al hombre y al
animal. Por ese procedimiento no sólo se pone de manifiesto qué
características somáticas y psíquicas del hombre (sobre todo en las amplias
bases instintivas de su vida psíquica) se pueden comparar con las del animal o
incluso derivar de ellas, sino también cuáles se resisten a esa derivación. Lo
espiritual del comportamiento queda, por decirlo así, limitado por la
comprobación de todos los influjos provenientes de los elementos físicos y
animales. De ese modo se precisa qué energía evolutiva y qué dinamismo
causal poseen los organismos como causas segundas, para no hacer intervenir
demasiado pronto o innecesariamente en la explicación causal a factores no
naturales o incluso a la misma causa primera.

Durante decenios se ha llevado a cabo y elaborado intelectualmente con el


máximo esfuerzo y perseverancia una cantidad incalculable de laboriosas
investigaciones biológicas en los diferentes sectores (paleontología,
paleoantropología, primatología, anatomía, morfología, fisiología, genética y
estudio del comportamiento), para buscar un acceso al hecho oscuro de la h.,
situado a enorme distancia en el tiempo y en un crepúsculo apenas
penetrable. Entre los resultados y conocimientos más importantes logrados
hasta ahora se pueden resaltar los siguientes.

1. Comienzan a esfumarse las líneas morfológicas divisorias entre el hombre y


ciertos primates atestiguados por los fósiles conocidos. Desde el
descubrimiento de los australopitécidos de África meridional y oriental
(Australopithecus, Paranthropus, Zinjanthropus), seres de actitud erecta, con
extremidades anteriores libres, con dentadura homínida, pero con pequeño
cerebro y prominente esqueleto facial, y una vez descubierto el Homo habilis
de la sima de Oldovay, se va perdiendo la esperanza de hallar en la esfera de
lo puramente morfológico un criterio decisivo para la distinción entre animal y
hombre. La multiplicación de hallazgos fósiles hace también improbable que la
capacidad craneal o el volumen encefálico permitan trazar un amplio Rubicon
cérébrale. El cerebro del Homo erectus de Java mide 775-815 cm3; el del
Homo habilis 680-700 cm3 y el de los Australopitécidos: 480-530 cm3. Según
parece, lo espiritual no se traduce en la morfológico de tal modo que en cada
caso las ciencias naturales puedan demostrar empíricamente que una
determinada estructura es humana.

2. En los modos de comportamiento de los animales, en particular de los


primates, se descubren muchos rasgos que se hallan también en el hombre y
dependen de la constitución general de los mamíferos, con determinadas
posibilidades psíquicas. Así p. ej., se puede establecer un tipo común de
forma de vida, por razón de su común estructura neurofisiológica, aunque en
las diversas clases de vertebrados se ha modificado adoptando modalidades
diferentes. Estas «viejas propiedades y actividades históricas» son numerosas
y variadas: la «inteligencia práctica» de los animales, es decir, la percepción
de relaciones en el plano sensitivo; la percepción de la forma (Gestalt) con
«abstracción sensorial» o preconceptual; la «comunicación inarticulada de
experiencias»; la «representación central del espacio» acompañada de
actividad gráfica en el «ámbito de las representaciones», que no es efecto de
la simple motoricidad; análisis objetivante del medio ambiente; capacidad de
aprender, de formación y utilización de experiencias; diferencias sociales
fundadas en el sexo; comportamiento propio de los que viven en un mismo
distrito; vida en familia; sentido del ritmo; facultad de componer y
transponer; comunicación mediante símbolos cuantitativos, etc. Estas y otras
disposiciones psíquicas fundamentales, presupuestos de un comportamiento
espiritual, junto con la debilitación de las líneas morfológicas divisorias entre
hombre y animal, refuerzan la idea de una procedencia evolutiva del cuerpo
humano a partir de un grupo de primates anteriores en el tiempo. Con esta
inserción del hombre mismo en la naturaleza orgánica y en la historia de los
organismos se hace más comprensible, no sólo lo que hay de común entre el
animal y el hombre, sino también la aparición del hombre en un determinado
período geológico (período glacial o pleistoceno), y con la corporeidad
concreta de mamífero. Los primates superiores del tiempo anterior aparecen
además, en la forma y en el comportamiento, como «grados preparatorios
orientados hacia la h.» (Kälin), o como «seres que corporal y psíquicamente
esbozan o imitaban de antemano al hombre» (Conrad Martius). Así el mundo
de los vivientes se concibe como una unidad envolvente en la que dominan los
mismos principios fundamentales.

3. Discontinuidad cualitativa. En el variado campo del comportamiento han


fracasado todas las tentativas de derivar por evolución continua de la
inteligencia animal, o de la acción del animal guiada por cierto conocimiento,
el pensar abstracto y conceptual, y la comprensión y el juicio reflejos, tal
como los practica el hombre. Tampoco se ha logrado derivar la acción de un
auténtico contar conceptual a partir de un contar sin palabras. Ni se prueba el
paso de la capacidad animal de aprender al aprender consciente y a la
reproducción intencionada de lo aprendido. Siempre se ha tropezado con una
discontinuidad cualitativa, incluso en la tentativa de reconstruir la transición
de un ser sin cultura al hombre con cultura y con orden social. Ninguno de los
modos de comportamiento cultural del hombre se da con su complejidad total
en la naturaleza, ni en su estructura puede derivarse totalmente de la esfera
social del animal.

En los diversos grados sucesivos desde la exteriorización animal de sonidos


hasta el lenguaje humano, se descubre siempre la discontinuidad existente
entre la comunicación inconsciente, y espontánea y la comunicación
consciente y refleja, o entre estímulos sensibles y complejos sonoros fijados
hereditariamente y la consciente finalidad de darse a entender, con creación
de palabras y libre uso de las mismas. En este punto se da, usando la fórmula
de algunos científicos, un «salto tremendo» o un «enorme paso en la
evolución». Aquí introduce Pavlov su segundo «sistema de señales», el de las
«señales de las señales», o sea, un «nuevo elemento» que constituye «un
nuevo principio en la actividad de los grandes hemisferios cerebrales». Con
relación al origen del comportamiento espiritual algunos biólogos hablan de un
«momento de cambio repentino» con la subsiguiente «consolidación de la vida
psíquica», de un «cambio de estado», es decir, de la aparición de
«propiedades completamente nuevas durante la evolución de la vida» o de un
«punto crítico en la evolución orgánica». Estas formulaciones ponen
claramente de relieve la discontinuidad entre el comportamiento animal y el
humano; parece que el segundo tiene que derivar del primero y, sin embargo,
no puede derivarse totalmente de él.

4. Ignoramos plenamente cual fue la forma que sirvió de punto de partida y el


momento temporal (en el territorio) de su aparición. A esto se añade la
extraordinaria penuria de material fósil sobre los primates del terciario. Por
eso no se puede establecer una segura serie filogenética de formas fósiles
sucesivas, que remontándose a través del terciario hasta el hombre del
período glacial, descubriera el camino seguido por la h., su dirección y ritmo
evolutivo, y las etapas morfológicas recorridas. Cierto que se va corroborando
la idea de una filogénesis humana, autónoma y especial, frente a la de los
monos antropoides. Pero de todo el terciario sólo se conoce un único primate,
el Oreopithecus (paso del mioceno al plioceno), con ciertos caracteres
típicamente homínidos, aunque no se puede insertar directamente en la línea
genética que conduce hasta el hombre. Todas las demás formas son de tipo
póngido (antropoides simios), frecuentemente con algunos caracteres
primitivos (protocatarrinos). Por eso la investigación no va más allá de los
homínidos y de los australopitecos del período glacial. Pero estos últimos,
debido a su tardía aparición y a ciertas particularidades morfológicas, no
pueden ser antepasados directos del hombre, sino que a lo sumo pueden
considerarse como modelos cercanos a tales antepasados. Más indicado para
conocer esa evolución parece el Homo habilis (capacidad craneal: 680-700
cms3), que vivió en la época de los australopitecos, en el temprano período
glacial. De él se han hallado desde 1963 abundantes restos fósiles en la sima
de Oldovay (África oriental). Este antropoide, que construía instrumentos con
cantos rodados, nos lleva al parecer hasta las inmediaciones de la fase
decisiva de la h. o incluso nos introduce en ella. Todavía no se han podido
analizar con seguridad los factores causales que dieron lugar a la
transformación de un cuerpo de primate en la forma homínida. Y la razón está
en que todavía no es segura la extendida «teoría genética de la populación»,
sobre todo en su aplicación (extrapolación) a las grandes mutaciones
filogenéticas en el transcurso de la historia de los organismos (-> evolución).
Hay una multitud de hipótesis, algunas contradictorias, sobre las etapas y el
proceso de la posición erecta, de la plena formación del cráneo y de la
ampliación del encéfalo, y sobre las causas de estas transformaciones. Lo cual
es una prueba de que el proceso evolutivo, con sus fenómenos principales de
la transformación radical y de la integración armónica, todavía no ha sido
analizado con cierta aproximación ni siquiera en campos limitados o en ciertos
complejos de características. Lo mismo puede decirse y en mayor grado de la
«filogénesis psíquica», ya que los modos de comportamiento no dejan huellas
en los fósiles y sólo pueden estudiarse en organismos que viven actualmente.
Aquí se abre por tanto un vasto campo a la especulación sobre el origen del
comportamiento, sus variaciones y sus causas. Esa especulación, por cierto,
se ha utilizado abundantemente, como lo demuestran las numerosas hipótesis
sobre el origen del lenguaje, de los conceptos, del pensar abstracto, de la
sociabilidad humana, de la fabricación de instrumentos y de la cultura. Pero
todas esas hipótesis son incapaces de superar en forma convincente y
satisfactoria la discontinuidad en el comportamiento a la que antes hemos
aludido.

La evolución de los organismos hasta la forma somática del hombre y,


consiguientemente, un enracinement corporel de l'Homme dans la nature
(D'Armagnac), es sin duda alguna una idea grandiosa y digna del Dios
creador. Su realización, o el hecho de la h., que la biología defiende como una
conclusión segura en virtud de numerosos indicios, en sí es independiente de
que la investigación de las ciencias naturales, a pesar de los nuevos,
importantes y orientadores hallazgos y conocimientos, todavía no puedan dar
una explicación causal válida y segura, ni una idea clara del proceso de este
fenómeno evolutivo. Esta meta perseguida con todos los medios de la
investigación nunca podrá alcanzarla plenamente la biología. Y esto es así
porque, desde el punto de vista filosófico y teológico, no parece posible llegar
a una explicación exhaustiva de la h. (y, por consiguiente, del origen de un
ser específicamente nuevo incluso en sentido metafísico, como lo es el
hombre) solamente con los métodos científicos empleados por la biología.

BIBLIOGRAFÍA: A. Portmann, Biologie und Geist (Z 1956); J. Piveteau,


Primates, Paléontologie humaine (Traité de Paléontologie VII) (P 1957); F. J.
J. Buytendijk, Mensch und Tier (H 1958); G. Siegmund, Tier und Mensch (F
1958); A. Haas (dir.), Das stammesgeschichtliche Werden der Organismen
und des Menschen (Fr 1959); G. Heberer (dir.), Die Evolution der Organismen
(St 21959); P. Overhage, Um das Erscheinungsbild der ersten Menschen (Fr
1959); P. Overhage-K. Rahner, Das Problem der H. (Fr 21963) (bibl.); P.
Overhage, «Zinjanthropus» und «Homo habilis», Tiere oder Menschen?: StdZ
174 (1964) 273-285; idem, «Homo habilis»: ThPh 41 (1966) 321-353; idem,
Experiment Menschheit (F 1967).

Paul Overhage

II. Aspecto teológico

1. Observaciones previas

a) La filosofía, en cuanto reflexión transcendental sobre la esencia del hombre


(-> antropología), por una parte nunca podrá hacer ninguna afirmación sobre
la manera exacta como tuvo origen el primer hombre. Y eso porque no tiene
nada que objetar contra la posibilidad de una conexión causal intramundana
entre dos entes que, debido a un «salto cualitativo», difieren entre sí
esencialmente. El concepto de una autotranscendencia bajo la dinámica de la
conservación y la cooperación divinas, que sostienen desde dentro el devenir
activo de la criatura, parece difícil, pero no contradictorio, y aparentemente
está exigido por los hechos. Por otra parte, la antropología metafísica
establece con seguridad una radical diferencia de naturaleza entre el hombre
y el animal. Por eso, aunque el hombre proceda de su mundo circundante y
esta procedencia deba concebirse como un acto de autosuperación activa, sin
embargo, la dinámica de la «cooperación» divina requerida para ello tiene
absolutamente el carácter de una nueva creación inmediata por parte de Dios
(-> evolución).

b) En teología se suele distinguir entre -> «alma» espiritual y -> «cuerpo»,


explicando el origen de aquélla por -> «creación» y el de éste por evolución.
Pero en este punto no hay que olvidar cómo por alma y materia sólo pueden
entenderse dos principios substanciales de un ente único, y no dos entes
completos que vengan a juntarse posteriormente, sin olvidar tampoco que el
alma y la materia forman una estricta unidad substancial. Si se tiene esto
presente, entonces la «creación del alma» sólo puede significar que el hombre
entero en tanto es creado por Dios inmediatamente, en cuanto él como
persona espiritual dotada de cuerpo se distingue esencialmente del animal y
por tanto, no es sencillamente producto de la mera «biosfera» a un simple
nivel biológico. Entonces la evolución del cuerpo sólo puede significar que el
hombre entero de algún modo procede de su mundo circundante. Hablando de
un hombre son concebibles ambas cosas a la vez, porque el concepto de
génesis y de procedencia no excluye un «salto cualitativo», sino que (las más
de las veces) lo incluye. Este salto es posible por hallarse la criatura situada
dentro de la dinámica divina, que sostiene desde dentro su ser en medio de su
propio devenir activo.

2. Doctrina de la Iglesia

a) Por lo que se refiere al hombre en cuanto espíritu personal, sería herético


según la doctrina de la Iglesia explicarlo como producto resultante de la
realidad infrahumana en virtud de las propias leyes naturales de ésta. En
efecto, según la definición del Vaticano i (Dz 1802) hay una diferencia esencial
entre materia y espíritu, y el hombre, por lo menos «en cuanto al alma», es
creado directa e inmediatamente por Dios (Dz 170 533 738 1185 1910 2327).
Según Pío XII, la fe nos manda creer que las almas son creadas por Dios
inmediatamente.

b) Sin embargo, el magisterio eclesiástico no reprueba (al menos por el


momento) la tesis sostenida por las ciencias naturales, según la cual el
hombre se halla, en cuanto al cuerpo, en conexión histórica con el reino
animal. Es más, el magisterio permite la libre discusión sobre el problema (Pío
xii [1941] en una alocución [Dz 2285] y en la -> Humani Generis [Dz 23271),
aunque esa libertad no se extiende a la cuestión del -> monogenismo (Dz
2327).

c) Sobre la posibilidad de conciliar estos dos enunciados no existen ulteriores


declaraciones del magisterio oficial. Habrá que guardarse de dar esta cuestión
por definitivamente resuelta con la mera afirmación de que la primera
declaración se refiere al alma, y la segunda al cuerpo. El alma espiritual,
procedente de un inmediato acto creador de Dios, implica también
necesariamente una modificación de la corporeidad, aun cuando este acto
creador tenga lugar en una naturaleza viva. En este sentido puede y debe
mantenerse que la Escritura habla de una peculiares creatio hominis, como
dice el decreto de la Comisión de 1909 (Dz 2123).
3. La doctrina de la Escritura

La revelación divina en la Escritura contempla siempre y en todas partes al


hombre como un ser espiritual y corpóreo que forma una unidad y que en su
corporeidad es interlocutor espiritual y moral de Dios, a diferencia de todo lo
demás que existe en el campo experimental de la tierra. En esta realidad
singular a diferencia de todo lo demás el hombre es presentado como
procedente de una especial iniciativa creadora de Dios, la cual tiende
inmediatamente al hombre y produce una imagen y semejanza de Dios que
anteriormente no existía. No se puede negar que este contenido se halla
afirmado en Gén 1-2. Y si la tradición ha deducido siempre esa doctrina del
relato de la creación del hombre, en este punto se nos impone como
obligatoria (cf. Dz 2123). Por otra parte se ha de decir que el relato del
Génesis no pretende ser un «reportaje» de un testigo ocular sobre la manera
concreta como sucedieron las cosas. Dicho de otro modo, se trata de un relato
(sin duda de una «etiología» histórica; cf. interpretación del -a Génesis) que
expresa lo que propiamente quiere decir en forma popular y con imágenes
plásticas. El tomar en consideración este -> género literario no sólo es lícito,
sino también obligatorio, pues la Iglesia no solamente tolera esta opinión, sino
que ella misma la enseña (Dz 2302 2329). Pero, una vez admitido esto
fundamentalmente, se habrá de afirmar que la Escritura en Gén 1-3, fuera de
lo ya dicho, no contiene a propósito de nuestra cuestión ninguna otra cosa de
la que se pueda sostener con seguridad que pertenece al contenido enseñado
y no a la forma de exposición. La creación del hombre del polvo de la tierra
puede y debe entenderse como una manera de expresar el hecho del acto
creador. Teniendo en cuenta este género literario, tampoco de la creación de
Eva de la «costilla de Adán» se puede deducir prueba alguna contra el
transformismo. No se puede demostrar, ni siquiera apoyándose en Dz 2123,
que en esta imagen se quiera expresar algo más que una normativa ideal del
primer ser humano con respecto al segundo y la unidad de ambos. En este
sentido se pronunciaba ya Cayetano. Hoy son de esta opinión H. Lesétre, W.
Schmidt, J. Chaine, H. Junker, J. de Fraine, etc. Si la f ormatio primae mulieris
ex primo homine, defendida en Dz 2123 como histórica, es interpretada
debidamente atendiendo a Dz 2302, deberá decirse que lo enseñado por el
magisterio eclesiástico es que en la narración genesíaca se afirma un hecho
histórico, sin que por eso se excluya de ella todo elemento figurativo. Pero
entonces lo que el magisterio eclesiástico dice sobre nuestra cuestión ha de
delimitarse a partir de la Escritura,

4. La tradición

a) Desde luego hay que reconocer que antes del siglo xix la interpretación
general del relato del Génesis (prescindiendo de insignificantes detalles para
dar una explicación más matizada) entendía que Dios había creado el cuerpo
del hombre partiendo de una materia inanimada. Con todo, la tradición
cristiana sabía desde los principios que en los relatos de los primeros orígenes
del mundo, todavía más que en otros relatos de la Escritura, había que contar
con formas de expresión metafóricas. No se planteaba entonces la cuestión
actual. Es cierto que la revelación y la tradición objetivamente pueden dar
respuesta a una cuestión que sólo más tarde se planteará de modo explícito.
Sin embargo, en nuestro caso habrá que decir que la tradición no contiene
una reprobación explícita o formalmente implícita de una conexión del
hombre, en cuanto al cuerpo, con el reino animal. En efecto, lo que la
tradición quería transmitir como verdad absoluta de fe, a saber, la posición
especial y la creación especial del hombre, sigue siendo verdadero
actualmente bajo el presupuesto de un transformismo moderado; pero no
puede demostrarse que ese carácter de verdad absoluta se refiera también a
la manera como la tradición anterior se representaba al acto de la creación del
hombre. Aunque, por otro lado, tampoco puede decirse que la tradición
distinguiera entre contenido y forma de expresión. Pero esa ausencia de una
distinción no equivale necesariamente a la negación implícita de una
posibilidad de distinguir. En realidad, bajo los anteriores presupuestos
históricos no se podía plantear la cuestión de esa posibilidad de distinguir.

b) La primera vez que la Iglesia oficial se pronunció explícitamente fue en el


concilio particular de Colonia del año 1860 (ColLac v 292). Entonces se
rechazó también la teoría moderada de la descendencia. En 1871 el católico
St. G. Mivart sostuvo un transformismo moderado («Mivartismo»). En 1895 el
dominico M.D. Leroy debió retractar (CivCat xvii 5 [1899] 48s) su opinión de
un transformismo moderado (expresada en L'évolution restreinte aux espéces
organiques); en 1899 P. Zahm debió por la misma razón y por orden del
Santo Oficio retirar del mercado su libro Dogma and Evolution (ibid. 34-39).
Posteriores opiniones que defendían un transformismo moderado, como las de
P. Teilhard de Chardin, F. Rüschkamp. P: M. Périer, E.C. Messenger y otros no
tuvieron ya dificultades. Sin embargo, todavía hasta época muy reciente la
gran mayoría de los teólogos han rechazado tal transformismo moderado
como opuesto a la Escritura y poco conforme con la teología. En -el siglo xix
ese transformismo fue considerado herético por algunos, como G. Perrone, C.
Mazella, B. Jungmann, J. Katschthaler. Desde que Pío xii permitió la libre
discusión, ha aumentado considerablemente el número de católicos que
sostienen positivamente cierto transformismo (C. Colombo, P. Leonardi, J.
Marcozzi, P. Denis, J. Caries, B. Meléndez, J. Kälin, F. Elliot, etc.). Sin
embargo, todavía hay teólogos que rechazan el transformismo incluso en su
forma más circunspecta, porque creen que no está demostrado
científicamente y porque les parece que todavía existen razones teológicas en
contra, aun cuando ordinariamente no se atreven ya a darle una censura
propiamente teológica (así p. ej., E. Ruffini, J. Rabenek, I.F. Sagüés, Ch.
Boyer, M. Daffara, C. Baisi, etc.). Aún falta una reflexión teológica más exacta
sobre esta evolución doctrinal. En todo caso, esa evolución muestra que la
Iglesia es también una Iglesia discente y que se debe proceder con cautela al
invocar el consensus de los teólogos.

5. Consideración sistemática

Si presuponemos que la teoría de la h. por ->evolución es verdadera (de suyo


el juicio positivo sobre este punto no es asunto de la teología), se puede decir
lo siguiente:

a) Dios sustenta a la criatura como ente en devenir desde su núcleo más


íntimo, también en su hacerse, en la tendencia al propio desarrollo y a la
propia superación. En el fondo, devenir significa autosuperación activa, en la
que Dios (como fundamento y meta asintótica) no sólo mueve a la criatura
desde fuera, sino que también le da la acción de moverse a sí misma.
Cualquier otra concepción del devenir en definitiva cae en un ocasionalismo o
en un devenir sin causa. Lo que nosotros llamamos materia (principalmente
como materia ya viva y psíquica), en cuanto por la creación procede de Dios,
el espíritu personal absoluto, y en cuanto posible coprincipio substancial
intrínseco de un espíritu personal creado (hombre), tiene una afinidad interna
con la -> conciencia, la posesión de sí mismo y el ->espíritu.

b) El mundo entero (incluso en su materialidad) tiene como único fin su


salvación, glorificación y consumación en el -> reino de Dios y, por tanto, ese
mundo, también en cuanto forma un todo, está movido por Dios hacia un fin
que es la consumación del espíritu creado, el cual integra en sí mismo la
materia, elevándola a su perfección definitiva.

c) Así, pues, el ser en devenir del mundo material puede perfectamente


concebirse como orientado desde dentro por Dios a superarse a sí mismo
hacia el hombre, en el cual el mundo vuelve sobre sí mismo y llega a poseer
interioridad, libertad, historia y una última perfección personal. La h. designa
aquel proceso en la naturaleza por el que el mundo se halla a sí mismo en el
hombre y es confrontado espiritualmente con su origen y su fin.

d) Cuando se trata del hombre (filogenética u ontogenéticamente), la


posibilidad dada por Dios a la causa intramundana de superarse a sí misma
hacia el hombre significa lo mismo que se designa en teología con la
expresión immediata creatio (Dz 2327). Pues la posibilidad de autosuperación
dada por la causalidad transcendente de Dios, debe caracterizarse en función
de su término. Si en virtud de esa causalidad surge algo substancialmente
nuevo que in se subsistit (es decir, que sin mengua de su función como
principio de una forma espaciotemporal, supera constantemente esa función,
precisamente en cuanto espíritu), entonces la acción divina que hace posible
eso es una «creación» y, por cierto, «inmediata». En efecto, Dios constituye
algo que implica una nueva subsistencia. Cómo aquí puede aplicarse el
concepto de creatio immediata, lo muestra el ejemplo de la procreación
humana (de la ontogenia del hombre). A este respecto el lenguaje del
mogisterio oficial emplea dicho concepto con relación al devenir del hombre
entero (aunque la materia existe ya anteriormente), sin querer con ello negar
que los padres sean también causa del hombre. Por tanto, el hecho de que
Dios haga posible una causalidad intramundana no excluye el concepto de
creación inmediata, supuesto que surja algo substancialmente nuevo con
subsistencia propia, y que la causalidad divina (como es obvio) tenga
inmediatamente por término eso nuevo. Esto aparece todavía más claro en el
caso de la filogenia, dado que la causa intramundana es además
específicamente inferior al hombre.

BIBLIOGRAFIA: A. Mitterer, Christliche Theologie und naturwissenschaftliche


Entwicklungslehre in zwei Jahrtausenden: WiWei 14 (1951) 115-128; Th.
Steinbüchel, Die Abstammung des Menschen. Theorie und Theologie (F 1951);
F. X. Mayr, Woher der Mensch? Das Ende der «klassischen
Abstammungslehre» (Eichstätt 1954); P. Teilhard de Chardin, El fenómeno
humano (Taurus Ma 1963); Schöpfungsglaube und Evolutionstheorie (Kröners
Taschenausgabe 230) (St 1955); H. Volk, Schöpfungs glaube und Entwicklung
(Mr 1955, 21958); J. Feiner, Ursprung, Urstand und Urgeschichte des
Menschen: FThH 231-263; P. Teilhard de Chardin, El porvenir del hombre
(Taurus Ma 1962); H. de Lubac, El pensamiento religioso del Padre Teilhard
de Chardin (Taurus Ma 1967); G. Crespy, La pensee théologique de Teilhard
de Chardin (P 1961); P. Overhage - K. Rahner, Das Problem der H. (Fr 1961,
21963) (bibl.) 13-90; A. Fasther, Vom Anfang der Welt und vom Ursprung des
Menschengeschlechtes (B 1961); R. Fattinger, War der Adam des Paradieses
der Urmensch? (Linz 1961); H. Muschalek, Der Christ und die Schöpfung (B
1962); P. Smulders, La visión de Teilhard de Chardin. Problemas teológicos de
actualidad (Desclée Bil 1967); A. Müller, Das naturphilosophische Werk
Teilhard de Chardins (Fr - Mn 1964); Rahner 1 253-326, V 181-220; A.
Hulsbosch, Die Schöpfung Gottes. Zur Theologie der Schöpfung, Sünde und
Erlösung im evolutionistischen Weltbild (W - Fr - Bas 1965); E. Benz,
Schöpfungsglaube und Endzeiterwartung. Antwort auf Teilhard de Chardins
Theologie der Evolution (Mn 1965); L. Polgár, Internationale
TeilhardBibliographie 1955-1965 (Fr - Mn 1966); Rahner VIII 593-609
(Inmanente y trascendente consumación del mundo).

Karl Rahner

HUMANISMO

1. Historia del humanismo

El h. (en cuanto autofundamentación refleja del renacimiento) surgió en los


siglos xiv-xv como ámbito espiritual de la nobleza, especialmente de la
aristocracia comercial que vivía en las ciudades soberanas de Italia. Este nuevo
estrato social no se sintió atado por ninguna forma de existencia previamente
forjada a los marcos tradicionales del ordenamiento medieval, y por esta razón
pudo crear su propio estilo de vida cortesano-patricio, convirtiéndolo en una
manera original y autónoma de una refinada existencia espiritual paralela a la
formación escolástica del clero y a la cultura cortesana y caballeresca. Esta
manera de vida se fundaba (enlazando con la tradición medieval de las «artes
liberales») en un encuentro estetizante, religiosamente neutro y por tanto
carente de prejuicios, con el acervo cultural de la antigüedad en su forma pura,
ajena a la tradición escolástica, y con su ideal del uomo divino se entendió a sí
misma como renovación de la antigua humanitas. Petrarca, el auténtico
fundador del h., se remitía a Cicerón y a su esfuerzo por humanizar las virtudes
romanas mediante la cultura griega (transmitida por medio de la música, la
matemática y especialmente la literatura helénica, que servía de modelo tanto
en la forma como en el contenido), transformándolas en una disposición de
ayuda a los demás, y en una actitud tolerante y sabia.

Como inmediata actualización esteticista del espíritu antiguo (y en este sentido


distinto de los «renacimientos» de la antigüedad en la edad media, de sello más
cristiano), el h. prevaleció ya hacia el 1400 en la formación privada de las cortes
patricias y episcopales, incluso al norte de los Alpes, y tuvo acceso a la corte
papal bajo los pontificados de los papas Nicolás v, Pío II, Sixto iv, julio II y León
x. El h. recibió un impulso decisivo la confrontación del mundo espiritual de
occidente con los textos originales de la filosofía griega, transmitidos por sabios
griegos en el concilio unionista de Ferrara-Florencia (1438-1439) y
particularmente después de la caída de Bizancio (1453), que permitió una
revivificación de todas las posibles tendencias filosóficas de la antigüedad
(singularmente importante fue la «Academia platónica» de Florencia con
Giovanni Pico della Mirandola y Marsilio Ficíno), introduciendo así una nueva
actitud espiritual en las escuelas superiores. En tiempos de Erasmo de
Rotterdam el h. acabó por dominar el mundo culto de Europa, y desde la
concepción estética de la vida por parte de un nuevo estrato social evolucionó
hasta convertirse en un amplio movimiento de eruditos. El impulso de este
movimiento no sólo condujo a una intensificación decisiva de la formación
filológico-literaria en los estudios de «humanidades», sino que a la vez hizo
posibles nuevos planteamientos en muchos otros campos (filosofía de la
naturaleza, investigación histórica, teoría y práctica políticas; cf. ->
renacimiento). Pero sobre todo con la emancipación de la síntesis escolástica
entre cristianismo y filosofía, síntesis que fue peyorativamente conceptuada
como «edad intermedia» en el movimiento continuo del espíritu desde la
antigüedad hasta la época moderna (esta triple división aparece por vez primera
en Flavio Biondi), el h. planteó de forma nueva el problema de una mediación
entre la interpretación autónoma y laica de la cultura antigua y la interpretación
cristiana de la revelación. A este respecto cobraron nueva actualidad tanto la
mística plotiniana y cabalística (entre los platónicos florentinos) como los
antiguos padres de la Iglesia hasta Agustín; esto sucedió ya en Petrarca, que se
apoyaba en Agustín para su fórmula conciliatoria: Christus est Deus noster,
Cicero autem princeps nostri eloquii, y también en los esfuerzos de Erasmo de
Rotterdam en torno a la Philosophia Christi, que en la síntesis de Platón, Cicerón
y los estoicos, iniciada ya en Orígenes, no trata de ofrecer sistema alguno, sino
de indicar el camino de la verdadera formación como una divina paideia. Con
este remontarse por encima de la escolástica hasta las fuentes mismas de la fe
(son significativas las primeras ediciones de la Biblia; filológicamente exactas),
por una parte el h. vino a ser el precursor de la -> reforma y, por otra, se puso
de manifiesto la ambivalencia de las relaciones entre h. y religiosidad. En
efecto, la absoluta decisión religiosa de los reformadores, fundada en el impacto
existencial de la palabra de Dios y no en el estudio filológico y estético de la
Biblia, es el «no» más rotundo a la autonomía del que se basa en una erudición
esteticista y en un concepto conciliador (amigo de mediaciones) de la religión
(cf. la lucha de Lutero con Erasmo). De este modo el h. llegó a su fin con la
Reforma, en cuanto movimiento espiritual independiente, pues la polémica de
las nuevas confesiones no dejó ya espacio para el campo neutral de una
formación esotérica y arcaizante. Las aportaciones intelectuales del h. Y sus
métodos formativos fueron absorbidos por las partes en litigio, que los pusieron
al servicio de su propia causa (cf. el h. estoico de Calvino como «servidor» de la
nueva teología, el aristotelismo humanista de Melanchton como armazón de la
dogmática luterana y, en el lado opuesto, la acogida de la formación humanista
en la escolástica barroca de los jesuitas) y apenas crearon ya una forma de vida
espiritual independiente.

2. Ilustración y nuevo humanismo

Tras ciertos gérmenes humanistas (en un sentido amplio) en el humanisme


dévot (un movimiento antijansenista de Francia), así como en el clasicismo
francés, la cuestión filosófico-teológica del h. se puso en marcha (después de
una síntesis entre interpretación autónoma de sí mismo y propia interpretación
recibida de la revelación) en una forma nueva (más racionalista que orientada
por el ideal de la antigua humanitas) con la ->ilustración. En tanto ésta no se
agotaba en una racionalización pro o antirreligiosa de la teología, trabajaba (así
ya Lessing, pero sobre todo Kant en la transición a la filosofía del -> idealismo
alemán) como una contribución insoslayable al problema del h. practicado, de la
«razón práctica» como esfera de la religión y de la decisión sobre su verdad, es
decir, sobre su capacidad de integración en una interpretación de sí mismo
elaborada a la luz de la razón.

Sin embargo, el h. experimentó su renacimiento explícito en una corriente


opuesta al -> racionalismo ilustrado; a saber, en la teoría del arte y en la
filosofía de la historia elaborada por el clasicismo alemán y por el -
>romanticismo a fines del s. xviii y comienzos del xIx (con Winkelmann, Herder,
Schiller, Goethe, F. Schlegel). Este neo-humanismo (con una interpretación
completamente nueva de la cultura griega) subrayó frente a la visión unilateral
del racionalismo, la riqueza polifacética del individuo humano y las exigencias
de su armónica educación integral, hasta llegar a una obra de arte donde el
artista, el proceso creativo y la obra se identifican, y propuso como criterio de
este ideal el h. de los griegos. Con W. v. Humboldt y otros (p. ej., F.J.
Niethammer, que en 1808 acuñó el concepto de h.) este -> ideal formativo
(opuesto a la «de-formación» utilitarista orientada a la creación de funcionarios
de la sociedad en las escuelas reales ilustradas) se dejó sentir incluso en las
escuelas (primeros «gimnasios» humanistas), y a partir de ahí determinó (de
una manera ciertamente atenuada) la idea que la burguesía ha tenido de sí
misma hasta el siglo xx.

Bajo el título de «tercer h.», el entusiasmo occidental por la antigüedad


experimentó una vez más un tardío florecimiento entre las dos guerras
mundiales (W. Jaeger, K. Kerényi).

3. El humanismo marxista

Guardando cierta relación con la idea que este neo-humanismo tenía de sí


mismo, en la izquierda hegeliana se desarrolló una postura histórico filosófica
que (sin remontarse a la antigua humanitas) se entendía como un h. en su
esperanza de una perfecta renovación de todas las cosas existentes mediante el
esfuerzo humano (encaminado a una sublimación de la materia como mediación
del hombre consigo mismo).

Este pensamiento adquirió la forma que sigue actuando hasta ahora en su


fusión con la economía nacional en Karl Marx. En su visión y en la del marxismo
moderno (fuera del ámbito del comunismo soviético, expuesta sobre todo por R.
Garaudy y E. Bloch), el hombre es el creador de sí mismo, en el sentido de que
en toda realidad objetiva (incluida la propia) no se enfrenta con otra cosa que
con el producto del propio trabajo (mediatizado por la distribución del mismo,
arrebatado [y por lo mismo enajenado] al sujeto creador en las formas sociales
precomunistas). Este estado de cosas impone el deber de eliminar la alienación
«deshumanizadora» (entre sujeto y objetividad, y con ello entre los hombres
mismos), de tal manera que todos encuentren en las relaciones sociales el
medio adecuado para la mutua afirmación de todos (alcanzando así la
fundamentación de su existencia). El h. viene a ser así: la realización de los
«caminos del mundo, a través de los cuales lo interno puede hacerse externo y
lo externo puede llegar a ser como lo interno» (Bloch); o más concretamente, la
política social, que con la orientación consciente de las relaciones de producción,
prepara el terreno al ideal de una unidad personal a escala universal (el
«hombre total»).

Este -> marxismo clásico tiene actualmente su prolongación en la «segunda


ilustración», representada concretamente por Th.W. Adorno y M. Horkheimer.
Su h. rechaza ya el desarrollo de objetivos sociales positivos como inhumanos,
en cuanto que el hombre alienado nunca proyecta en ellos su verdad adecuada,
sino sólo y siempre la contrafigura (por su parte equivocada) de la propia
situación alienada, y exige como auténtica labor humanizadora una crítica
constantemente negativa: la penetrante exhibición de los fenómenos
despersono li7adores en la realidad social con todos los medios de la moderna
sociología. Este importante pensamiento encuentra a menudo una resonancia
popular en agrupaciones como la «Unión humanística» y en corrientes
sociológicas que ideologizan en el «humanismo militante» el principio
metodológico general de la desideologización crítica.

4. El humanismo existencialista

En parte con una relación estrecha y en parte como oposición a esta teoría
(neo-)marxista, también el -> existencialismo se entiende a sí mismo como un
h. Así Sartre arranca la libertad del hombre (como responsabilidad del propio
yo) de toda fe en una norma dada de antemano, la sitúa sola frente a sí misma
y le exige la creación de la propia realidad concreta mediante una decisión
absolutamente responsable ante una determinada situación (esa decisión tiene
carácter vinculante para la subjetividad en general y, por tanto, para todos los
demás sujetos). Partiendo de este principio, a primera vista puramente formal,
de un h. heroico-trágico, Sartre desarrolla unos criterios en orden a la
autenticidad de la autorrealización de la libertad, y piensa que el marxismo es
en la situación actual la único posibilidad que la libertad tiene para realizarse.
Heidegger aborda esa problemática de cara a la mismidad. Y en esta pregunta
la suprema culminación de la libertad absoluta del individuo, guiada por sus
propias consecuencias, se trueca en una disolución de la existencia subjetiva en
la autorrealización del ser mismo, de la autenticidad misma. En lo más profundo
el yo es «ex-sistencia» en el sentido de apertura al ser como el puro «él
mismo», lugar de manifestación de aquel ser que precede absolutamente a toda
división «metafísica» en esencia y existencia. Partiendo de lo «humano» en este
sentido (como ámbito donde acontece el ser, que el Heidegger de la última
época sitúa, no tanto en la decisión configuradora de la vida, cuanto en el
lenguaje, el cual constituye la más originaria revelación del ser), el h. verdadero
es interpretado como un dejarse abrir al «ahí» del «ser», al «ámbito de donde
brota lo sano».

5. Humanismo cristiano

El cristianismo no puede aceptar sin crítica estas modalidades de h., que no son
cristianas en su punto de partida (y que no sólo van desde la religión positivista
de A. Comte hasta el h. evolucionista con base biológicomédica de la Fundación-
Ciba, sino que además, podrían multiplicarse arbitrariamente, pues, por buscar
un plano común de diálogo, todos los puntos de vista que se presentan de
nuevo en la actual discusión de la filosofía práctica, se dan a sí mismos el
nombre de h.). Y el cristianismo no puede aceptarlas sin más porque él es la
verdad del hombre como absolutamente futura, es decir, como transformación
escatológica del hombre por obra de Dios, transformación que supera las más
elevadas posibilidades de la autorrealización intrahistórica. En este sentido el h.
-de acuerdo con las palabras de K. Barth - es para el pensamiento cristiano el h.
de Dios como la bondad comunicativa, que capacita al hombre para su propia
realidad. Por otra parte, el cristianismo no podía ni puede permanecer neutral y
desinteresado frente a los humanismos extracristianos, ya que no se entiende a
sí mismo como un elemento ajeno a lo humano, sino como una llamada de Dios
al hombre, llamada que se hace oír y, como transformación, comienza en
aquello por lo que el llamado es él mismo de la manera más auténtica y
responsable, a saber, en su humanitas en el sentido supremo.

Por esta razón el pensamiento cristiano no sólo sigue una tradición que en su
formulación explícita arranca de Erasmo, y en su contenido se remonta a los
apologistas del cristianismo primitivo y a los esfuerzos integradores de la edad
media, llegando luego hasta J.H. Newman en el mundo anglosajón, hasta E.
Przywara, Th. Haecker y H.U. v. Balthasar en el ámbito de lengua alemana, y
hasta J. Maritain, H. de Lubac e Y. Congar en Francia; sino que además realiza
su ley esencial como encarnación de la salvación cuando (consciente de la
ambivalencia de esta tarea) se esfuerza por un h. cristiano teniendo en cuenta
precisamente el planteamiento actual del problema. En este sentido la filosofía
cristiana (G. Marcel), lo mismo que la teología católica (K. Rahner) y la
protestante (R. Bultmann), ha acogido la visión humanista de la filosofía
existencial, según la cual la humanitas (y con ella el ámbito de la revelación) se
hace real no en el hecho en cuanto tal (es decir en determinados ordenamientos
sociales), sino en la acción personal, en la decisión, en la libertad, en la
mismidad auténtica (que no puede fijarse como un objeto), enajenándose, en
cambio, en lo fáctico.

Asimismo los teólogos cristianos, no sólo individualmente, sino también sobre


una base más amplia (p. ej., en la Paulus-Gesellschaft), han entrado en diálogo
con el h. marxista, y han intentado crear (p. ej., Moltmann en su encuentro con
Bloch y Teilhard de Chardin en el plano de la filosofía de la naturaleza) amplias
síntesis entre la escatología cristiana y la expectación marxista de la salvación
en la realidad de la vida histórica, procurando así tender un puente de unión
entre la historia de la salvación y la evolución (que camina hacia una
integración mundial).

Para ponerse a la altura del estado actual del problema, un h. cristiano debería
corregir (y dejarse corregir por) las diversas especies de h. ateo. Es decir,
debería situarse radicalmente en la idea de que, conociendo y aceptando que el
hombre sólo puede realizar su condición humana (y con ello su apertura a Dios)
en la relación dialogística al «tú» y en la integración social, se imponen
ineludiblemente los dos hechos que siguen. Por una parte, el hombre depende
de la realidad social como mediación de la relación interpersonal, pues la
libertad nunca puede hacerse explícita y comunicarse puramente como tal, sin
objeto (en este aspecto lleva razón el h. social utópico); por otra parte, esta
realidad no ha de llevar a una sublimación de lo fáctico, a una «comunión de los
santos» ya lograda en la tierra (y aquí se justifica la consiguiente reducción de
la importancia de lo fáctico a la intención de quien lo pone). Eso supuesto, el h.
cristiano -de acuerdo en este punto con la «segunda ilustración» y con Sartre
como el inventario quizá más honrado de la problemática humana - debería
mantener el interminable vaivén dialéctico entre la realidad positiva de la
comunicación (que en cuanto hecho se independiza, se trueca en ideología e
impide precisamente la comprensión) y su revocación por la crítica negativa
(que, de todos modos, en cuanto mera negación sólo puede realizarse en lo
positivo). De otro lado, el h. cristiano en cuanto cristiano, con la aceptación de
esta crítica negativa de lo real (del intento supremo de la humanidad por
proporcionarse dialécticamente su salvación) no cae en el vacío absurdo de un
futuro dialéctico indefinidamente abierto; pues, visto bajo la dimensión de la
cruz, este indefinido e impotente proceso de autosalvación de una sociedad en
busca de su humanitas aparece como la realización germinal del juicio absoluto
sobre la historia y sobre la alienación del hombre que sólo ilusamente puede
eliminarse en el curso de aquélla. Pero si los cristianos interpretan la crítica
negativa (muy realista en el curso mismo de la historia) como un elemento de
la crisis absoluta (que estima las formas concretas de alienación como
configuraciones de una situación alienante, que no pueden eliminarse dentro de
la historia y con ello reduce por principio cualquier h. a un plano relativo); por
otro lado, el futuro se presenta para ellos como expresión de una infinitud
absoluta, en la que por fin (llegando lo que en nuestra historia propiamente
dicha sólo puede esperarse por una ingenuidad ideológica) la ambivalencia de la
interobjetividad y la ruptura que se manifiesta de la intersubjetividad, en
aquella, quedarán soberanamente superadas en una persona mediadora, que
expresa la realidad interpersonal del amor en una adecuada realidad social
(corporeidad) y se comunica como integración universal.

En cuanto meta absoluto y transcendente de nuestra historia indefinidamente


autocrítica, esta -> salvación (que transforma al hombre mismo) no pertenece
desde luego sólo al más allá, sino que (pese a la imposibilidad de su
consolidación en un sistema determinado o en un programa utópico del futuro)
es ya actual como punto de referencia de toda acción en el mundo real, como
auténtico interlocutor en el diálogo de cualquier presente con su futuro; y con
esta presencia hace posible una autorrealización de lo «humano», en la que
esto se proyecta ya (en la fe, en la esperanza contra toda esperanza y en el
amor por encima de desengaños y tragedias) hacia la verdadera humanitas de
Dios.

Konrad Hecker

HUMILDAD

I. Escritura

1. Antiguo Testamento

Puesto que Yahveh como Dios creador ha dado al hombre su existencia y lo


conserva en ella, puesto que Yahveh es también el Señor de la historia y del
pueblo judío y de cada hombre, y puesto que él, como donador y don de la
salvación escatológica, garantiza el sentido de la historia de su pueblo escogido,
de cada individuo y de la humanidad entera; consecuentemente la actitud
adecuada frente a Dios sólo puede ser la h. Por eso la h. es una de las
propiedades fundamentales del devoto del AT: Gén 32, 11; Núm 12, 3 («Moisés
era hombre muy humilde, el más manso de cuantos moraban sobre la tierra»),
y los profetas incitan constantemente a una actitud humilde ante Yahveh, para
que su ira no caiga sobre Israel (Am 6, 8; Jer 13, 16; Is 49, 13; 61, is; Miq 6,
8). El salvador escatológico es visto como una figura humilde: «He aquí que a ti
viene tu rey; es justo y victorioso; viene humilde y montado en una asna» (Zac
9, 9). En cuanto aquí (como ya en Moisés) la exigencia de la h. afecta también a
aquellos miembros de la alianza que participan de la autoridad de Yahveh, se
insinúa ya la visión neotestamentaria de la h. También los salmos expresan
repetidamente la certeza de que el auxilio de Yahveh está con los humildes (Sal
25, 9; 131; 149, 4). Para la literatura sapiencial la humildad consiste sobre todo
en someterse al orden divino del mundo (Job 22, 29; Prov 3, 34; 11, 2; 18, 12;
22, 4; Eclo 3, 17ss; 3, 20; 19, 26). Por eso la actitud de la humildad comprende
también el recto conocimiento de sí mismo: «Hijo, conserva tu alma en la
humildad, y júzgate como tú mereces» (Eclo 10, 31).

2. Nuevo Testamento

Ante la llegada del reino de Dios, el hombre ha de mostrarse humilde (Mc 10,
15 par), para que así alcance la justificación (Mc 12, 38 par; Luc 1, 48; 14, 11);
ningún hombre supera a otro en méritos, a no ser en el mérito de una mayor h.
(Lc 18, 9-14). Jesús mismo da un ejemplo de la recta postura de h. Del mismo
modo que Jesús, como enviado del Padre, cumple su voluntad con h., así
también los hombres han de comportarse con h. frente al reino de Dios, que
llega en Jesucristo: «... µ&OeTe &n' á[,oü, ST6 apa05 ed[,i xai ra7reLvós T(i
xapSía » (Mt 11, 29); «Porque ejemplo os he dado, para que, como yo he hecho
con vosotros, también vosotros lo hagáis. De verdad os lo aseguro: el esclavo
no es mayor que su señor, ni el enviado mayor que el que lo envía» (Jn 13, 15).
Lo decisivamente nuevo es aquí (aunque eso de algún modo estuviera ya
preparado, p. ej., en el pensamiento del acercamiento irrevocable de Dios,
proclamado por Os y Ez) que Dios se ha mostrado humilde en Jesucristo. Ésa es
la razón de que los cristianos en sus relaciones mutuas deban cultivar una
postura de h. (Flp 2, 5-11). La h., que está íntimamente unida con el amor (1
Cor 10, 24; 13, 4), debe ser la postura fundamental frente al hermano (Rom
12, 9s).

II. Teología

La doctrina cristiana de la h. se desarrolló en continua contraposición al general


menosprecio de la misma en la antigüedad (menosprecio que puede explicarse
en parte por las circunstancias sociales). Agustín profundiza el antiguo
pensamiento de la h. haciendo hincapié en el carácter pecador del hombre: Tu
homo cognosce, quia homo es. Tota humilitas tua ut cognoscas te (Tract. in Io.
25, 16). Tomás de Aquino aspira nuevamente a una síntesis con la doctrina
aristotélica de la magnanimidad (ST ii-ii q. 129 a. 3 ad 4). Y, realmente, la h.
cristiana recibe su sello, no del rebajamiento, sino del desprendimiento. Cristo
es el prototipo sin par de la h. en el radicalismo singular de su magnanimidad
(«nadie tiene mayor amor...»). En cuanto toda virtud concreta tanto puede ser
una autoafirmación de la soberbia como un movimiento del amor, la h. pasa a
ser la virtud cristiana. Esto no está en contradicción con la determinación de la
caridad como forma omnium virtutum, pues, más bien quiere dejar en claro que
la h. es la «faz» específicamente cristiana de la caridad (cf. la contraposición:
eros como aspiración; agape como amor que condesciende humildemente). La
actitud de la antigüedad frente a la h. fue transmitida a la edad moderna
(Nietzsche) sobre todo por el renacimiento. La posibilidad y la necesidad de
automanipulación del hombre, que aparecen cada vez más claramente en la era
técnica, crean un sentimiento de vida que difícilmente permite ver el valor de la
h. Sin embargo, la experiencia, que crece en igual medida, del condicionamiento
y riesgo del hombre podría dar acceso a la h. cristiana en su sentido más
amplio. No podemos decir todavía en qué medida esta h. en su función da
testimonio se diferencia del mero afán de objetividad y sobria veracidad.

Alvaro Huerga

HUSISMO

El h. fue una corriente revolucionaria surgida en Bohemia de los movimientos de


-> reforma eclesiástica. Se inició con los esfuerzos del arzobispo de Praga,
Ernesto de Pardubice (1344-1364), para reformar su diócesis. Entre las medidas
que adoptó, iba a tener gravísimas consecuencias la invitación que hizo al
famoso predicador alemán Conrado de Waldhausen. Entre sus discípulos se
contaba Jan Milic de Kroméríz, al que pronto siguieron numerosos predicadores
checos de tendencias reformistas. El más célebre de ellos fue Juan Hus (nacido
en 1370), que dio al movimiento reformista un giro decisivo. Contrariamente a
Ernesto de Pardubice, que había luchado por una reforma moral de su diócesis,
Hus atacaba ante todo las riquezas eclesiásticas y la simonía del clero alto. Los
predicadores de su generación habían sufrido el influjo de Juan Wiclef (t 1384),
teólogo de Oxford; pero, paradójicamente, Hus, jefe del grupo, había sido el
menos afectado. Contrariamente a Wiclef, mantuvo siempre la presencia real, la
confesión individual, la absolución y el sacramento del orden con sus grados
tradicionales. Hus no siguió a Wiclef en la negación del principio mismo de las
indulgencias; pero combatió las llamadas indulgencias que el antipapa Juan
xxxii había concedido a los que participasen en su pseudocruzada contra el papa
Gregorio xii. Insistió también, ciertamente que no siempre con la matización
adecuada, en la imagen del verdadero obispo, es decir, del buen pastor en el
sentido neotestamentario. Aun conservando las notas tradicionales de la Iglesia
terrestre, definió la Iglesia propiamente dicha, a ejemplo de Wiclef, como la
sociedad de los predestinados o de los «buenos», sin lograr armonizar
teológicamente la Iglesia secreta de los justos con la Iglesia visible. Finalmente
negó la institución divina del primado (cf. su tratado De ecclesia, de 1413). Hus
fue quemado como hereje (sin reconocerse como tal) por sentencia del concilio
de Constanza el 6 de julio de 1415, algunas semanas después de haber
declarado el mismo concilio su superioridad sobre el papa.

Hus había ido a Constanza de buen grado, convencido de que una explicación
franca de sus ideas le justificaría, pero quedó profundamente decepcionado por
los procedimientos de los padres conciliares y se persuadió de que éstos no
constituían una asamblea ecuménica. Murió como un mártir, invocando a Jesús
y recitando el credo en voz alta.
Sus seguidores de Bohemia conservaron muy poco de sus sentimientos
católicos, pero mantuvieron indeleble el recuerdo del concilio que había
condenado a Hus a la hoguera y que además había prohibido el -> cáliz en la
comunión de los laicos. Desde 1415, un amplio sector del cristianismo bohemo
se hizo y se mantuvo antirromano. El movimiento de reforma desembocó
definitivamente en el h. desde 1419. Los husitas comenzaron por exigir el cáliz
para los laicos, la libertad de predicación de la palabra de Dios, el castigo de los
pecados mortales incluso en los sacerdotes, la supresión de los bienes
temporales del clero. Defendieron victoriosamente este programa (los cuatro
artículos de Praga) contra las cruzadas organizadas -en vano- por los papas
Martín v y Eugenio iv, al mando del emperador Segismundo (1420-1436). Tras
el fracaso de las armas, el concilio de Basilea, aprobado por Eugenio iv, se
decidió a negociar. Después que los husitas moderados ayudaron a los
imperiales a derrotar a las sectas extremistas (1434) se firmó la paz el 5 d e
julio de 1436 en Jihlav sobre la base de los cuatro artículos enmendados: los
llamados «Compactatos de Basilea». Se otorgó el cáliz a los laicos que lo
desearan; se aseguró la libertad de predicación a los que hubieran sido
debidamente autorizados; se acordó que se castigarían los pecados mortales
por la autoridad legítima; y se reconoció que la Iglesia tenía el derecho de
poseer, pero también el deber de administrar sus bienes con toda justicia. Los
«Compactatos» fueron ratificados en el Concilio de Basilea el 15-11437; pero no
obtuvieron la aprobación pontificia y en 1462 fueron anulados. Los checos
reconocieron además como su rey al emperador Segismundo, hermano del
difunto Wenceslao iv. Los «Compactatos» consagraron la existencia efímera de
un utraquismo católico en Bohemia. La Unidad de los Hermanos bohemos vino a
relevar al h. Fue fundada en 1457 en Kunvald, aldea del este de Bohemia, por el
hermano Gregorio Krajci. Los Hermanos, agrupados en colonias, vivían en
familia y se esforzaban por llevar una existencia cristiana conforme al evangelio
y animada por una fe operante en el Señor Jesús. En 1467-1468 se exigieron
sacerdotes y un obispo como presidente a los que los Hermanos bohemos
hicieron consagrar por los valdenses. Hay que mencionar sobre todo a
Chelcicky, su «precursor» entre 1425 y 1450, y a Komensky (Comenius), su
último obispo y escritor espiritual de gran envergadura, que después de la
batalla de la Montaña blanca (1620) marchó al destierro con los Hermanos. Las
medidas represivas de la contrarreforma pusieron prácticamente fin tanto al
utraquismo católico, como a la Unidad con los Hermanos bohemos y a las
confesiones protestantes que se habían propagado en el siglo xvi por el
territorio de la actual Checoslovaquia. Cuando José II promulgó un edicto de
tolerancia en 1761, apenas quedaban ya cristianos acatólicos organizados en el
imperio austro-húngaro. Más tarde los cristianos no católicos se reagruparon en
varias confesiones, todas las cuales tenían como base, además de la Escritura y
de los escritos confesionales de la reforma, el patrocinio de Juan Hus, los cuatro
artículos de Praga y la Unidad de los Hermanos bohemos. La más reciente y
más numerosa de estas confesiones es la «Iglesia checoslovaca» (1921).

Paul de Vooght
IDEA

I. Historia

En el cambio de su significación, la noción de i., aceptada o combatida, es uno


de los conceptos fundamentales del pensamiento occidental. En la historia de
este concepto se ponen de manifiesto con la más concentrada densidad la
unidad y las diferencias del mismo. Idéa significa por de pronto aspecto, forma,
estructura. La palabra significa en Platón, más allá de la figura exterior, la
esencia, primero de las virtudes frente a los distintos modos de su realización
concreta, luego de la virtud en general, del ->bien en sí y de todo ser.
Sustraídas al cambio y a lo sensible, estas formas esenciales sólo son accesibles
a la intuición espiritual y constituyen el kosmos noetos, por cuya participación
son las cosas lo que son, y del que se da cuenta el hombre en la anamnesis;
partiendo de aquí él se entiende a sí mismo y comprende el mundo visible. La
relación entre los dos mundos y la relación de las ideas entre sí, en su
referencia al bien, i. de las ideas (es decir, no sólo la i. suprema, sino lo que,
estando por encima de las i., las hace ideas), en los últimos diálogos pasan a
ser tema explícito bajo el aspecto de su aporía. Pero de hecho, con esta tensión
queda fundada la -> metafísica occidental, en la que se hallan también los
adversarios de Platón, desde Aristóteles (que, ciertamente sitúa el eídos como
morfé y enteletheia en las cosas y no más allá de ellas, pero concede a la i. en
su universalidad supratemporal, la mayor importancia en la génesis de lo
concreto) hasta Nietzsche (que en su polémica contra el mundo transcendente
se limita a invertir la prioridad tradicional), hasta el materialis mo dialéctico y,
en parte, el -> existencialismo.

El intento neoplatónico de resolver la aporía de Platón, la concepción de las i.


como contenidos del Snon que procede del Uno, fue aceptado por Agustín,
quien entiende las i. como arquetipos de lo creado en la mente de Dios. Las
cosas son porque Dios las ve; y nosotros, iluminados por Dios, podemos
conocerlas en conformidad con el pensamiento esencial divino. Tomás identifica
luego estas i. con la esencia de Dios, en cuanto es conocida por Dios mismo
como modelo que puede reproducirse de múltiples modos. El nominalismo
deshace este orden, al negar la universalidad y necesidad de las esencias y
someterlas al arbitrio de la libertad absoluta de Dios.

El pensamiento moderno, que, contra esta disolución, quiere mantener la


posibilidad de acceso a las cosas (y debe mantenerla de cara a una vida
humana), intenta fundar las i. en el hombre, aunque inicialmente recurriendo a
Dios (Descartes, ocasionalistas, Leibniz). Ante la crítica del empirismo inglés,
que rebaja el apriori de las i. innatas a la condición de una disposición psíquica y
las reduce finalmente a asociaciones accesorias, Kant emprende una nueva
fundamentación de las i. en la conciencia transcendental. Dios, mundo y alma
ya no pueden ser aquí garantía o lugar de las i.; son más bien tres i.; no son
conocimientos, sino principios del conocer, que sólo tiene por objeto la
experiencia de los sentidos. Y además son principios que no entran
constitutivamente, como las categorías, en las síntesis del ->conocimiento, sino
que representan sólo las «reglas» del movimiento de unión.
En cambio, para el idealismo alemán la i. se hace de nuevo constitutiva: en
Fichte como «imagen de Díos», manifestación de lo absoluto en la realidad; en
Schelling como potencia en el absoluto mismo que deviene; en Hegel como lo -
> absoluto en sí, que por su enajenación en la realidad, llega a la verdad del
todo real-ideal. La i., como i. de la libertad, también es constitutiva en los
neokantianos Cohen y Natorp; en el sentido de «esencias válidas» en la filosofía
de los valores; y como forma esencial suprahistórica en la fenomenología. En
cambio para Jaspers, las tres i. de Kant se convierten en nombres de lo
«envolvente» que no puede objetivarse.

Para Heidegger, en la concepción de las i. se pone de manifiesto el olvido del


ser en el pensamiento occidental. En lugar del ser que se descubre, se pone
ante la mira del ente descubierto (o la esencia). De lo así puesto ante la mirada
surge la «representación», primero de Dios y luego del sujeto (desde la idea
innata hasta la ideología). En la marcha de esta historia se mostró como
fundamento propulsor de este esbozo la voluntad de apoderarse de las forma s
palpables. De modo semejante, partiendo de la teología, a esta inteligencia
griega de lo dado se contrapone la experiencia hebrea o bíblica del mundo en el
oír de la palabra, donde el hombre no pretende aprehender, sino dejarse
aprehender, dejar que se disponga de él.

II. Visión sistemática

Puesto que, en principio, a ninguno de los sentidos debiera atribuírsele una


primacía ante el ser; consecuentemente el ver y el oír, la forma y la palabra no
pueden entenderse a manera de una alternativa, sino que han de entenderse
polar y sintéticamente. El concepto superior que abarca a ambos sería entonces
la actualidad, la presencia. Con ello, i. pasa a ser un término que ha de
entenderse históricamente. Significa - prescindiendo del uso general que en
forma vaga califica de i. todo contenido de la conciencia - esencia, forma
esencial, que, como tal, no es ni universal ni individual, sólo existe en concreto
y, sin embargo, expresa y esconde lo común, lo supraindividual de los
individuos. La i. no es, sobre todo como i. del hombre, arquetipo preexistente y
ultraterreno, sino «trasunto», hecho en la llamada y la respuesta, hacia el que
se modela la libertad en las decisiones particulares.

También en cuanto la i. ha servido para la formación de la doctrina sobre la ->


Trinidad (Logos), la síntesis actual lleva de la Trinidad inmanente y económica a
su concreción histórica: a Cristo como universale concretum, como i. y norma
de la historia en cuanto persona concreta.

Así, las i. no son aprehendidas sólo teóricamente: por intuición (Platón), por
iluminación (Aristóteles, Tomás), por constitución (Kant), por sentimiento
(filosofía de los valores), sino por el acto total de la libre recepción y aceptación
(«hacer la verdad»). De este modo, también el concepto de participación, que
desde Platón va unido al de i., adquiere un sentido personal e histórico. Idea y
participación pasan a ser factores parciales de un acontecer singular del espíritu
finito (o de la libertad), el cual, manteniendo cierta analogía en todas las
épocas, produce en cada tiempo su forma esencial y las formas esenciales de su
mundo, y así, viendo y oyendo, contribuye a su propia configuración y llega a
ser libremente aquello que debe ser en su «hora» (-> historia e historicidad).

Jörg Spielt
IDEALISMO

I. Definición general

En filosofía, el i. en sentido lato designa una actitud fundamental teórica, que


puede por de pronto definirse como sigue.

1. En la consideración de la realidad, que comprende lo semejante y lo dispar,


lo igual y lo distinto, la intención del i. se dirige a lo universal, que es común a
muchos objetos particulares, al orden dominante que abarca a muchos y los
incorpora al todo de la realidad, a aquel concepto que permite comprender lo
múltiple. Lo universal es mirado como lo permanente, duradero y esencial,
frente a la particular y accidental, que es pasajero; y por tanto, recibe la
primacía lo mismo en cuanto al ser que en cuanto al conocimiento.

2. Por analogía con el ser «sensible», lo universal se interpreta como idea


(eídos, idéa) o forma fundamental invariable, que es común a muchos
particulares, como la visión o el espectáculo constante que se ofrece a la mirada
espiritual (suprasensible) la cual se eleva por encima de lo particular y alcanza
lo universal. El pensar es interpretado primariamente como mirar o ver puro (a
diferencia, p. ej., del «oír» bíblico), y el concepto como el perfil de la esencia
espiritualmente vista. Sólo en virtud de la mirada y visión inmediata del
pensamiento es posible y necesaria la referencia constante de lo visto entre sí, y
toda esa referencia tiene a su vez por objeto «evidenciar» el orden de estas
formas (ideas) esenciales.

3. Aunque no se da cuenta de ello en todas las etapas de su propia exposición


histórica, el i. se funda en el supuesto especulativo de que lo visto y la mirada,
la esencia contemplada teóricamente y el contemplar espiritual, la idea y el
pensamiento, son idénticos en su acto por razón del ser mismo, que es
espiritual y, como «luz», ilumina tanto la idea como el pensamiento. Del mismo
modo que el ser se dispersa y limita en los múltiples modos fundamentales
(«esencias») de la realidad, así también, en la contemplación de éstos (y, por
ende, en aquella -> reflexión ontológica que filosóficamente se llama ->
«espíritu»), él vuelve siempre hacia sí mismo, hacia su unidad e infinitud. Aquí
no queda aún decidido cuál es el lugar en que ser y espíritu se hallan en la
suprema plenitud de su identidad, ni, por tanto, para quién se muestra la idea
como tal y quién es primariamente el pensante (lo divino, el Dios
transcendente, la subjetividad intramundana, etc.).

En este sentido general, el i. es la forma fundamental de la filosofía occidental


como ->metafísica, cuya cuestión sobre el ser del ente, en cuanto mirada (a la
luz del «ser» o de la «razón») más allá del ente en busca de su fundamento,
contempla principalmente el contorno esencial del ente y la ordenación esencial
de los entes en el todo. Así entendido, el i. comprende también el llamado
realismo, en cuanto éste afirma el ente como res, como la realización individual,
independizada, de una esencia universal (a quidditate sumitur hoc nomen res:
TOMÁS DE AQUINO, 1 Sent. q. 25 a. 1 ad 4c). El i. determina también aquel
contramovimiento, p. ej., el conceptualismo y nominalismo, para el cual el
orden del ser y el orden del pensar humano están escindidos, y lo universal es
un mero concepto del pensar finito o un nombre general para dominar la
variedad de la realidad; pero el concepto y el nombre conservan aún la fuerza
vinculante de una ordenación secundaria, que es necesaria para la existencia
humana. La síntesis radical del i. es el -a materialismo, el cual muestra su
dependencia del pensamiento idealista en que, cuando trata de fundarse y
comprenderse a sí mismo (en el -> materialismo dialéctico), niega desde luego
que el ser espiritual sea el fundamento de la realidad material y tenga la
primacía sobre ella, pero, en la inversión de esta relación, conserva aún la
diferencia formal y la función mediadora del orden ideal. Las formas
fundamentales de lo real y de sus relaciones no son ya las intuiciones ideales a
priori de un principio espiritual «pre y suprarreal», pero sí el reflejo (más o
menos deformado, hasta el adecuado cumplimiento en la verdad dialéctico-
material) de la materia misma que, en el medio del pensar humano, llega a la
conciencia de sí misma (-> ideología).

II. Visión histórica

1. La historia del í. comienza con el i. ontológico de Platón. Según éste, los


verdaderos entes no son las cosas sensibles, variables, del mundo de lo
perceptible, que sólo representan imperfectamente sus ideas, sino, en completa
separación de ellas, las ideas mismas; realismo platónico o extremo), que a la
vez reciben su esencia y realidad de la idea suprema del bien y que, en su
totalidad, forman el mundo perenne de la claridad y visibilidad espiritual, reino
de la oúsía. En la luz del ágathon y según el modelo de estas ideas a partir del
espacio caótico se formó el mundo corpóreo. Sólo en esta luz y como recuerdo
de las formas o ideas puras primigeniamente contempladas en la preexistencia
del alma, es posible el conocimiento. Conocimiento es, consiguientemente,
purificación (catharsis) de los lazos y de la disipación sensibles para remontarse
a la teoría pura, único lugar donde el alma puede hallar su felicidad. Partiendo
de este fin último se define también todo obrar, señaladamente en la forma
social del Estado; éste, en su ordenación jerárquica (gobernante, guardianes y
trabajadores), que responde exactamente a la estructura del alma (razón,
apetito irascible y concupiscible), tiene por objeto el bien común de la totalidad
por la educación de los ciudadanos, que los llevará a la felicidad. Con el
esquema de la república platónica y su constante orientación a un orden ideal,
se puso el fundamento de las utopías filosófico-políticas de occidente.

2. El i. teológico de la patrística griega (Orígenes) y luego de Agustín, al


enlazarse en parte con la doctrina neoplatónica y en parte con la estoica,
transformadas partiendo de la experiencia cristiana de Dios y de la revelación,
interpreta las ideas como los eternos pensamientos originarios (rationes
aeternae) del Dios transcendente (idea de las ideas), en que se fundan las
cosas temporales y por razón de los cuales éstas son verdaderamente
cognoscibles en aquella luz de la verdad con que Dios mismo ilumina al hombre.
Tomás de Aquino une este i. teológico con el realismo aristotélico o moderado:
El universale está ante rem en el pensamiento ejemplar de Dios (cf. ii Sent. 3,
3, 2 ad 1; ST i q. 44, 3 c), in re como en la singularidad del ente, post rem
como concepto universal logrado por abstracción en el espíritu humano. En su
totalidad, las ideas forman el plan creador y salvador de Dios (entendido ahora
como «providencia»), que creó el mundo y quiere conducir a los hombres desde
el principio de la historia hasta su fin, que consiste en contemplar a él «cara a
cara» como la verdad.
3. La metafísica moderna aparece en gran parte como secularización del
pensamiento teológico del cristianismo sobre las ideas y la historia. El i.
psicológico, al separar radicalmente el «mundo de la conciencia» y el «mundo
real» allende la conciencia, entiende ahora las ideas como «representaciones
subjetivas» innatas (R. Descartes) o adquiridas por la experiencia (i. empírico
de J. Locke y D. Hume). Por primera vez ahora se hace posible desarrollar la
cuestión acerca de los criterios de certeza, sobre si la idea corresponde y
cuándo corresponde rectamente a su objeto «externo» (i. epistemológico), o si
hay que negar de plano el llamado «mundo exterior» (i. acósmíco de G.
Berkeley). Ahora es también por vez primera posible en la historia de la filosofía
ver la historia del pensamiento y de la acción humanas, no como ordenada a la
realización del plan divino de salvación, sino como storia delle idee umane (G.
B. Vico).

El i. transcendental o crítico de Kant trasciende la esfera de la conciencia del


sujeto empírico, no hacia el orden ideal de un «mundo externo» (del ente
mismo) previamente dado a la conciencia humana, ni hacia un mundo superior
(las ideas de Dios), sino hacia la estructura de la subjetividad finita de cada
sujeto humano, hacia las condiciones subjetivas preconscíentes de la posibilidad
del conocer y obrar humano. El conocimiento no alcanza el ente en sí como lo
que es en sí mismo, según su esencia e idea, sino que lo alcanza solamente
según se presenta como objeto en la unidad de su forma «categorial»
condicionada por el entendimiento. En cambio, la «idea» significa en Kant
aquellas totalidades no objetivas (p. ej., «el mundo») que como tales no son
experimentables y, por tanto, tampoco pueden conocerse teóricamente, pero
que, por su función regulativa, como esquemas ordenadores de la razón teórica,
son condiciones necesarias de la posibilidad de un progresivo conocimiento
racional. Pero en el campo del obrar práctico las ideas son «postulados» de la
razón práctica, que, para fundar el sentido de la acción moral, exige la fe en la
libertad, en la inmortalidad y en Dios como garante del «sumo bien», de la
unidad entre la moralidad y la felicidad en el «reino de Dios» merecida por uno
mismo. La historia es el progreso infinito hacia ese fin «ideal».

Continuando las tesis kantianas, el i. alemán entiende la subjetividad como el


fondo infinito de unidad, del que brotan el sujeto y el objeto empíricos, el orden
ideal y el real, el espíritu y la naturaleza, el pensar y el ser. Según el i. subjetivo
de J. G. Fichte, el «yo», en una primigenia acción anterior a la dimensión
histórica, se pone a sí mismo y a la vez pone su «no-yo», el ser o el mundo,
que es el material hecho sensible del deber, en el cual el obrar moral ha de
acreditarse histórica y libremente. Por este dominio de la esfera sensible el yo
ha de volver hacia sí mismo en la acción, una vez que él, de manera puramente
reflexiva, se ha comprendido ya a sí mismo en su propia intuición intelectual
como lo que necesariamente es. El objeto de F.W.J. v. Schelling, a partir de la
absoluta indiferencia de sujeto y objeto, hace brotar ambas cosas: la libertad y
la necesidad, la conciencia y lo inconsciente, el espíritu y la naturaleza. Del
mismo modo que la naturaleza en sus formas es la automanifestación del
absoluto, así también el espíritu es el medio de la propia contemplación
intelectual del absoluto como identidad universal; en esa contemplación se
superan todas las formas finitas. El i. absoluto de G.W.F. Hegel interpreta este
fondo de unidad como la idea que se realiza en su ser-otro, en la naturaleza, y
que desde lo otro retorna a sí misma como espíritu. El modo supremo de este
retorno espiritual es el saber absoluto de la lógica filosófica, donde la idea
absoluta, a través de su manifestación histórica (es decir, a través de la
«fenomenología del espíritu»), se ha comprendido como tal, en su absoluto
«estar en sí», redimida de toda enajenación y de todo esfuerzo histórico de
retorno, o sea, como logos.

4. El neoidealismo de fines del siglo xix y primer cuarto del xx buscó una
renovación que superara el positivismo y empirismo, inspirándose en Fichte (la
filosofía de la vida absoluta del espíritu como unidad de conciencia y acción, de
R. Eucken), en Hegel (entre otros, en Italia B. Croce, en Inglaterra F.H. Bradley,
B. Bosanquet, E. McTaggart; en Alemania hay que citar especialmente el
universalismo de O. Spann, influido por la doctrina transcendental de Kant,
aunque se desatendiera adrede su fondo y horizonte metafísico y sólo se viera
en él al destructor y superador de la metafísica. La escuela neokantiana de
Marburgo, fundada por H. Cohen y P. Natorp y orientada por el modelo de las
ciencias exactas matemáticas, buscó las condiciones lógicas del verdadero (o,
mejor dicho, recto) conocer y obrar, las cuales preexisten en la estructura de la
«pura conciencia» y son norma de toda experiencia. Si la «razón teórica»
ocupaba el centro del interés, esta mirada fue también decisiva para tratar
problemas estéticos, religiosos y morales. Ya Cohen puso de relieve en la
doctrina de Kant la importancia de ciertos elementos sociales. Partiendo de
aquí, K. Vorländer intentó una síntesis entre la ética kantiana y el socialismo
marxista. Fundándose en la doctrina de las condiciones lógicas
transcendentales, R. Stammler desarrolló su teoría filosófica sobre el «recto
derecho». La escuela de Baden, bajo la dirección de W. Windelband y H.
Rickert, se planteó más inmediatamente los problemas que giran en torno a la
«razón práctica». Los factores que verdaderamente guían la vida real del
hombre no son condiciones lógicas, sino obligaciones axiológicas. La conciencia
se siente llamada a valores absolutos e invitada a realizarlos; por tanto esos
valores no pueden fundarse en esta conciencia misma (sólo «subjetivamente»);
y si bien, como no reales, tampoco «son» objetivos, sin embargo tienen validez
absoluta. La distinción entre ciencia natural, ajena al valor, y ciencia de la
cultura, determinada por el valor, entre método nomotético (Windelband) o
generalizador (Rickert), por una parte, e ideográfico o individualizador, por otra,
tuvo importancia para la teoría de las ciencias, particularmente para las ciencias
del espíritu. Influjos esenciales de la escuela filosófica de Baden se hicieron
sentir en E. Troeltsch y M. Weber.

III. Características del pensamiento idealista

Para juzgar el pensamiento idealista, pueden destacarse, tomando como base


su punto de partida, los siguientes rasgos característicos.

1. El principio de la «ideación» permite preguntar en todo lo que de algún modo


es por su esencia como su «idea»; no sólo por la idea de las cosas en su orden
objetivo y en sus referencias entre sí, sino también por la idea que ordena en
cada caso las relaciones y la conducta del hombre (idea del derecho, del amor,
del estado, del matrimonio, etc.), por la idea del hombre y de lo que en el
tiempo acontece en él, con él y por él (la idea directriz de la historia), por la
idea finalmente del todo y de lo sumo, del ser y de Dios mismo.

2. Si las ideas son las formas y relaciones fundamentales ordenadoras de los


ámbitos de la realidad, ellas por su parte están en una mutua limitación y
ordenación esclarecedoras, en un sistema «ontológico». A la sistemática
ontológica corresponde, como su reproducción refleja, la sistemática lógica del
pensamiento idealista; sistemática que se muestra como acción constructiva de
la conciencia que comprende de hecho, que ha de conocer y regirse en su obrar
y, por este conocimiento, construirse a sí misma y regirse en su obrar.

3. En la percepción de la diferencia entre la forma perfecta y la configuración


finita, entre la medida y lo medido, entre el orden y lo ordenado, entre la idea
absolutamente pura y su realidad imperfecta, se enciende el ethos idealista, que
reconoce la idea conocida como el ideal que obliga, como «lo que debe ser»,
como el «valor», y se entrega a éste con todas sus fuerzas para realizarlo (i.
práctico). En cuanto la idea pura es desde luego la medida y el principio de
ordenación, el cual señala a lo real su lugar en el todo, pero ella mismo no
puede hallarse en ningún lugar accesible a la experiencia inmediata, sino que
«carece de lugar» en el tiempo y el espacio (y puede, por tanto, ser negada por
desconocerse su modo de ser); en consecuencia el pensamiento idealista es en
este sentido esencialmente «utópico»; y el hombre, que, saliéndose de la
realidad inmediatamente experimentable (mundus sensibilis), asciende al
mundo de sus fundamentos ideales (mundus intelligibilis), aparece para este
pensamiento como «ser» necesariamente «utópico». La significación e
importancia del pensamiento idealista radica en que: frente a todo ->
irracionalismo, mantiene la inteligibilidad de la esencia de lo real; frente a todo
->relativismo, defiende la absoluta necesidad de un orden claramente
cognoscible (en este sentido, todo pensamiento que reconoce normas y
ordenaciones de derecho natural para la sociedad tiene su origen en la historia
del i.); frente a todo positivismo analítico, conserva la fuerza para la visión
sintética del todo, para el sentido del mundo y de la existencia humana; y,
sobre todo, frente a cualquier ->pragmatismo, mantiene firme la conciencia de
que la verdad del todo, el conocimiento de la esencia, la idea y el valor, no se
reducen a puro medio para el dominio práctico de la existencia, en la lucha con
lo real, sino que, más bien, es misión del hombre transcender lo particular y
transcenderse a sí mismo hacia lo absoluto, pues sólo en esta transcendencia
conserva él su dignidad y puede tener esperanza de hallar su propia
consumación. La tentación del pensamiento idealista consiste en querer
comprender también, en forma idealizante, lo que no puede en absoluto ser
idea: el misterio absoluto e incomprensible del fundamento al que el hombre
está esencialmente referido por su origen y destino, referencia en que él mismo
permanece misterio y, como tal, incomprensible. Su tentación es además
presuponer el orden entero de la esencia, que abarca y mide todo lo particular,
y presuponerlo como comprensible en cuanto totalidad envolvente, y así,
mirando sólo a ese orden, pero «ciego» a menudo para la realidad, querer
concluir a la fuerza un «sistema cerrado» de lo que, de suyo, no puede
concluirse ni forzarse. Pero el verdadero límite del pensamiento idealista se
percibe al tomar en serio la historia. En efecto, si la historia no puede
entenderse ni como la realización meramente accidental, jamás acabada, de lo
que permanece siempre lo mismo, del eterno orden ideal, ni como el
movimiento real y necesario por el que una idea absoluta se desarrolla y
comprende a sí misma, sino que ha de entenderse como el acontecer, oscuro en
su principio y abierto e indeterminado en su futuro, de la libertad humana en su
mundo; en tal caso la historia es el constante cambio y la configuración siempre
nueva del hombre y de su mundo, e incluso del orden mismo de los entes en un
todo, que presenta en cada caso una faz distinta. Ahora bien, ese proceso
nunca puede encerrarse en un concepto. Y, por eso, aquí se plantea la cuestión
de cómo sea posible pensar esta historia del hombre y de su mundo sin disolver
en la relatividad histórica la obligatoriedad de un orden que cambia en cada
época (-a historicismo); la cuestión de cómo la exigencia incondicional de lo
esencial, de la idea, del orden, de la medida para cada tiempo pueda conciliarse
con la visión del cambio del orden esencial mismo (tanto de las cosas como del
hombre) en lo relativo al mundo y a la historia.

Alois Halder

IDENTIDAD

1. La experiencia fundamental de la identidad

El que una cosa es idéntica consigo, se considera como el principio más simple y
más evidente de la lógica y de toda la filosofía. Sin el principio de i. (A = A) no
sería posible en modo alguno pensar y hablar de manera clara y congruente.
Sin embargo la i. no se experimenta originalmente en objetos externos, sino
que se da en la experiencia que de sí mismo tiene el sujeto humano. En la -
>conciencia de sí mismo el yo se conoce como mismidad que permanece en el
cambio de todas las transformaciones que le afectan, como una mismidad
individual que está delimitada frente a todo lo demás, incluso frente a sus
propios estados, relaciones, actividades, etc., que van y vienen. El «yo pienso»,
que implícitamente es pensado siempre en todo esto, confiere (como
«apercepción transcendental» según Kant [-> kantísmo]: Crítica de la razón
pura, 116-169) a todas las funciones del hombre su punto unitario de referencia
y su conexión interna. No se trata de un mero pensamiento sistemático del -
>idealismo alemán o en general de la moderna filosofía de la subjetividad,
cuando se dice que en la mismidad experimentada en el yo participa asimismo
la experiencia de las cosas en su identidad: «Sólo el yo es lo que confiere
unidad y consistencia a todo lo que es; toda identidad corresponde solamente a
lo puesto en el yo ... » (F.W.J. SCHELLING, VOm Ich... [1795]: Obras
completas, i [St-Au 1856] 178). También la reflexión no idealista ve lo
siguiente: El hecho de que las cosas existen y son así en i. real, sólo se percibe
gracias a la -> experiencia del ser, de la realidad, de la i. que se realiza en la
experiencia de sí mismo, pues el mero empirismo no ve esto en las cosas (más
exactamente: en los complejos fenoménicos que se llaman «cosas»).

Ningún saber y ninguna ciencia puede fundarse a la postre en la referencia a


otro saber racional, conceptual; no todo puede definirse, o sea, delimitarse a
base de algo distinto; esto nos llevaría a un círculo vicioso. Una última
fundamentación del saber sólo es posible de antemano si hay un conocimiento
de carácter prerracional, no conceptual, que se justifica a sí mismo, que se
funda en sí y por sí, un ->conocimiento originario que no remite a otro, sino que
se refiere a sí mismo. Ese conocimiento originario recibe distintos nombres:
experiencia de sí mismo, presencia en sí mismo, realización de la i. entre sujeto
y objeto, reditio completa in seipsum (Tomás de Aquino), estar en sí (Hegel),
claridad propia (Heidegger), a la que damos el nombre de espíritu. Por
consiguiente, toda fundamentación teórica del saber y de la ciencia en último
término depende de la experiencia del yo que tiene el espíritu humano. El cogito
- sum de Descartes, cuyas implicaciones desarrollan de diversas maneras Fichte
y Husserl, es el foco escondido de todo conocimiento (cf. a este respecto: W.
KERN, Das Selbstverständnis der Wissenschaften als philosophisches Problem,
en Grenzprobleme der Naturwissenscha ften [ Wü 19661 111-141).

2. Lugares de irrupción de la diferencia en la identidad

Cómo la i. no significa una igualdad sin articulación, sin diferencias, se pone de


manifiesto por la estructura interna de la relación de i., que se caracteriza por
una diastasis o diferencia. El yo se experimenta a sí mismo: en esta experiencia
surge una tensión entre sujeto y objeto (entendida en el sentido más amplio),
una duplicidad en la unidad. El estar en sí del hombre es constantemente un
volver a sí mismo (reditio). A gran escala esto puede aplicarse al proceso
filogenético y ontogenético por el que la humanidad en su conjunto y el
individuo alcanzan su mismidad. A pequeña escala, dicha relación tiene lugar en
cada uno de los actos de la conciencia (de sí mismo). El yo sólo puede devenir y
ser en medio de un tránsito permanente a través de otro. La i. tiene un carácter
originariamente dialéctico o también dialogístico. Todo adquirir conciencia de sí
mismo está vinculado ineludiblemente al impulso de «fuera», dado por lo otro
(los objetos empíricos), y, más profundamente, a las exigencias que se nos
presentan frente al otro, frente a la ->persona; asimismo la ciencia se
desarrolla solamente en la manifestación, en la expresión hacia «fuera». El
destino del hombre es peregrinación, tránsito a través de lo otro, que
aparentemente es extraño para él. La entrada en el propio yo sólo se produce
en unión con la salida hacia el mundo; la mismidad y el mundo guardan entre sí
una correlación fundamental. «La fuerza del espíritu no es mayor que la de su
manifestación; su profundidad es la que le da la audacia de desarrollarse a
través de su propia interpretación» (HEGEL, Phänomenologie des Geistes
[1807]: Obras completas, II [B 1832] 9). La vinculación del yo a lo otro trae
consigo la posibilidad de caer prisionero bajo el poder de lo externo, de lo
extraño, pero también la posibilidad de conservarse y acreditarse a través de un
fértil intercambio con ello. Se abre el ámbito en el que el hombre se decide por
sí mismo y se realiza con libertad. Precisamente la -. libertad (ii) es fuerza que
crea distancia y así capacita para el compromiso. Como facultad de elección,
presupone la diferencia de diversos modos de actuar frente a los objetos del
mundo, con los cuales el yo se puede identificar, y de los cuales él debe elegir
uno con exclusión de todos los demás en la realización de la libertad. Podemos
ver ahí una i. dinámica, el proceso de la identificación (del mundo). La profunda
libertad esencial del hombre que aquí se manifiesta y actúa está puesta desde
siempre ante la elección de sí misma, que debe realizarse en la aceptación
personal del ser humano natural con inclusión de todos sus condicionamientos y
características sociales e históricos: como propia identificación (tan universal
como radical) del hombre. También aquí irrumpe una última diferencia en la i.,
la de un devenir ya logrado ya desviado de la mismidad. La i. del mundo es el
«sacramento» (sacramentum naturale) de la i. del yo del hombre: siempre
como identificación antes de y en las diferencias.

3. ¿La identidad en la diferencia es sólo una nota específica de lo finito?

Las determinaciones del lugar de la diferencia en la i. examinadas hasta ahora,


sugieren la suposición de que la i. en la diferencia es una nota específica de lo
finito, una nota exclusiva de la libertad y razón del hombre en su mundo.
Ciertamente, el carácter diferencial del enunciado de la i. (que esparce el
referirse de la i. a sí misma en diversas palabras y fases de pensamiento) se
debe en parte a la forma de conocimiento meramente humana, conceptual y
abstractiva, de manera que esta relación diastática, como mera relatio rationis,
pertenece más al mundo de expresión (en términos escolásticos: modus quo)
que al contenido expresado (id quod). Pero con esto hemos avanzado poco.
Entre la razón que conoce y la voluntad libre debe existir una diferencia
irreductible. De otro modo, o bien, la (aparente) libertad se hundiría en la
necesidad de un universal encadenamiento lógico y en último término
meramente racionalista del conocimiento, o bien éste se disolvería en los
impulsos irracionales de la voluntad. Si el espíritu es i. de sujeto y objeto, para
no caer unilateralmente en un -> racionalismo ni en un ->irracionalismo (->
voluntarismo), él debe oscilar en una doble dirección, en una doble y unificada
realización total, a saber: como relación de objeto hacia el sujeto
(conocimiento); y como relación del sujeto hacia el objeto (voluntad, que se
consuma en el amor). Como ser en sí (cf. antes, 1) el espíritu subsiste
solamente realizándose en lo diferente (cf. antes, 2). Los dos momentos
funcionales del espíritu, el conocimiento y la voluntad, se condicionan y
determinan recíprocamente (en una perikhoresis del espíritu, usando un término
trinitario), bajo los distintos aspectos del «qué» (naturaleza, forma,
determinación específica, etcétera = momento cognoscitivo) y del hecho de
«estar ahí» (ser, acto, realidad y actividad, etc. = momento de la voluntad).
Cómo esta i. en la diferencia entre el conocimiento y la voluntad es constitutiva
para el espíritu en cuanto tal, independientemente de su manera de realizarse
(y por tanto es una transposición de la doctrina escolástica de los ->
transcendentales a la metafísica del espíritu; doctrina según la cual todo ente es
ontológicamente verdadero [referencia al conocimiento] y bueno [referencia a la
voluntad]), se pone de manifiesto por la reflexión sobre la originaria e infinita
realidad «espiritual» de Dios. La ->creación del mundo en cuanto acción de la
voluntad soberanamente libre de Dios, a diferencia de su necesario
conocimiento del mundo, exige una diastasis (una distinción formal [o más
bien: funciona] ex natura re¡: Escoto) entre dos momentos fundamentales de la
única acción del espíritu divino. Ya el conocimiento divino de la multitud
ilimitada de entes distintos de Dios en virtud de una única e infinita mismidad,
sólo parece posible a base de una fundamental diferenciación interna de la
absoluta i. del espíritu, que es Dios. Por esta razón lo -> absoluto no debe
«tenerse por una noche donde todas las vacas son negras» (HEGEL,
Phänomenologie...: ibid. 14). Constituye un mero «prejuicio» el pensar que
«una mismidad muerta y carente totalmente de mediación es la forma óntica
más perfecta del ser absoluto» (K. RAHNER: MySal 11 384). La i. en la
diferencia como naturaleza fundamental del espíritu en general (y en
consecuencia también del ser) debe mantenerse firmemente como condición
previa de la procesión del Hijo y del Espíritu Santo en la ->Trinidad y de sus
relaciones con el mundo (sobre este apartado, cf. G. Siewerth, E. Coreth y W.
Kern).

4. Historia del concepto de identidad

Las fases principales de la historia del pensamiento confirman la concepción


dialécticamente diferenciada de la i. Este problema aparece ya en el origen de la
filosofía, entre los -> presocráticos. Frente a la mitología de lo igual («así pues,
todo es uno»: Fragmento B 57, ed. Diels), Heraclito opone la -> dialéctica de la
referencia mutua, de la relación entre los muchos que forman una unidad (cf.
Fragm. 8 10 51 54 59 67 88) Parménides hace la prueba negativa; para él, en
la visión de la verdad absolutamente todo se identifica con el único ser (Fragm.
B 2-8). Los diálogos posteriores de Platón desarrollan la dialéctica de lo mismo y
lo otro, del uno y de los muchos como conceptos fundamentales (Teeteto 1851;
Parménides 139/); aquí se rechaza una «mala» i.: «¿No es, pues, la naturaleza
de lo uno la misma que la de lo igual?» (Parm. 139d). Aristóteles en el marco
de la doctrina sobre el -> acto y la potencia explica diversas maneras de i.
(Metaph. v 9, vii 11, x 3, 8; Top. i 5); su identidad en sentido accidental o en
sentido propio (Metaph. v 9; 1018a 7) guarda relación con la identificación del
mundo o del yo (cf. antes 2).

El idealismo alemán trata de resolver el problema fundamental del infinito-uno y


de lo finito-múltiple en el sentido de la unidad (-> monismo) sobre la base del
método transcendental de Kant. Schelling, en la «filosofía de la identidad» de
1801-1804 (cf. Darstellung meines systems der Philosophie [1801], donde se
encuentra por vez primera esta expresión: Obras completas r/4 [18591 113),
concibe el absoluto como la i. de sujeto y objeto, de espíritu y naturaleza en
absoluta indiferencia. Por el contrario Hegel subraya decisivamente el poder de
lo negativo: la i. auténtica, es decir, concreta, dialéctica, es esencialmente «i.
de la i. y de la no i.», es oposición y unidad a la vez. «Tanto como en la i. debe
insistirse en la separación» (1801): Obras completas i [1832] 124; cf. 1812:
Obras completas iii [1834] 68); sí, la i, «es en sí misma absoluta no i.» (1816:
ibid. iv [18341 32). Aquí se manifiesta el automovimiento del espíritu como ley
de toda realidad: él es la «mediación entre el hacerse otro y la mismidad», es
«la reflexión sobre sí mismo en medio de lo otro» (1807: ibid ii [1832] 15). Sólo
en virtud de este camino, que constituye el mundo, el espíritu absoluto deja de
ser el «solitario sin vida» ibid. 612). Pero ya L. Feuerbach objeta a Hegel con
razón que la diferencia de los momentos individuales a la postre queda
superada por la i. del todo. Según Th. W. Adorno, que actualmente hace suya
esta crítica, la i. es «la forma originaria de ideología» (Negative Dialektik [F
1966] 149). El subrayar excesivamente la i. en el absoluto mismo tiene como
consecuencia la infravaloración de la i. de la realidad mundana. Integrada en el
absoluto, ésta no recibe suficiente autonomía en su mismidad. Sólo la diferencia
de la libertad, y no simplemente la no i. de la materia, puede ser el momento
suficiente de equilibrio interno de la i. (->dialéctica, A 4).

5. Aplicaciones teológicas de la diferencia en la identidad

El hombre es una totalidad unitaria, según se acentúa actualmente contra toda


concepción dualista. Sin embargo, la i. del ser personal humano no excluye,
sino que incluye, la diferencia entre espíritu y materia como momentos y
principios internos. El menosprecio de esta diferencia constitutiva llevaría a una
visión unilateral y monista del hombre, ya bajo el prisma espiritualista ya bajo
el prisma materialista (y lo uno se trocaría en lo otro: extrema se tangunt). ->
Alma y -> cuerpo en cierto modo son en el hombre los aspectos parciales de la
i. en medio de la diferencia entre espíritu y materia. La unidad de cuerpo y alma
en el hombre es como una semejanza natural de la insuperable y estrecha unión
personal en -> Jesucristo (unión hipostática), que abarca la diferencia infinita
entre divinidad y humanidad: «sin separación» (identidad de persona) y «sin
mezcla» (diferencia de naturalezas: concilio de Calcedonia, DS 302). La
disolución de esta unidad polar se produce o por la dualidad de personas (mera
diferencia) o por la unidad de naturaleza («pura» i.). La encarnación de Dios,
hecho central de la revelación (cf. Jn 1, 14), nos remite retrospectivamente al
eterno acontecer originario de la i. en la diferencia: Dios es trino en la más real
diferencia de Padre, Hijo y Espíritu y en la más estricta unicidad de la naturaleza
divina, que incluso en sí mismo, en medio de su necesaria subsistencia
trinitaria, no puede carecer de toda diferencia (cf. antes, 3). Mirando hacia
adelante, hacia la significación soteriológica y edesiológica del ser humano de
Dios en Jesucristo: Jesús como hombre se «diferencia» de Dios en medio de la
i. con él; en Cristo, Dios se «identifica» con nosotros los hombres en un marco
de tensión por la diferencia infinita entre Dios y hombre. Eso se produce en una
identificación representativa, que no conduce a una mezcla íntima y a una
simple igualación, porque se da allí una no i. (cf. D. SÖLLE 185). Sólo esa
identificación penetrada por la diferencia puede redimirse, es decir, ayudar al
pecador, que no está en i. consigo mismo, a los publicanos y las prostitutas, a
lograr su propia i. ante Dios. De este modo, Jesucristo es el camino hacia la
verdad y hacia la libertad («nombre neotestamentario de la i.»: ibid. 179) del
hombre que alcanza su auténtica mismidad. Jesús es el índice y la fuerza
operante del hombre, su básico acontecer sacramental, su realización
fundamental. que crece hacia la -> comunión de los santos. «En el ser para
otros está además la búsqueda de la propia identidad» (ibid. 197): este
indicativo es a la vez un imperativo. La -> Iglesia, respecto al mundo, se
encuentra en una relación variable, encomendada a nosotros, de i. en la
diferencia: ella es «el cosmos universal en una forma limitada» (H. SCHLIER,
Der Brief an die Epheser [Ds 1965] 96); es el mundo, no sólo en una estática i.
parcial, sino en una i. que está en camino hacia la totalidad escatológica de su
realización (cf. Ef 4, 13), pues, en principio, las medidas de la Iglesia coinciden
por su fin con las del cosmos (ibid. 94). También aquí, ahora en formato
grande, tenemos la identificación del mundo como identificación de la mismidad
personal (cf. antes 2).

La concepción diferenciada de la i. también tiene importancia metodológica y


hermenéutica para la teología cristiana. Las teologías del NT no dicen cosas
iguales pero sí dicen lo mismo (H. Schlier, con apoyo en M. Heidegger);
expresan cosas idénticas en formas diferenciadas. Algo parecido puede decirse
sobre los enunciados doctrinales de la tradición, las formulaciones dogmáticas,
etc. La i. en la diferencia tiene una función normativa como actitud
hermenéutica. Uniendo los postulados metódicos y las estructuras objetivas
para la teología es una cuestión clave el entender que, en diversos planos, la ->
naturaleza y la gracia (ontológicamente), la -> fe y el saber
(gnoseológicamente), la -> filosofía y la teología (epistemológicamente), se
relacionan entre sí como i. en la diferencia. La gracia, la fe y la teología,
presuponen cada una a su manera la naturaleza, la ciencia y la filosofía, en el
sentido de que las ponen previamente; y sólo son ellas mismas en cuanto
presuponen el otro término correlativo en su mismidad, en su valor propio y sus
leyes propias, etc., en cuanto lo conservan y lo retienen comprobándolo, y en
cuanto en su interior le dan su libertad y lo llevan hacia sí mismo. Es función de
un polo en su plena totalidad contribuir a la propia identificación del otro.
También esta captación de la unidad en la división sin mezcla ni separación,
presupone una actitud cognoscitiva largamente practicada a través de un
análisis metódico. Y esa actitud no puede perderse, pues, de otro modo, la
unidad tan buscada desembocaría subrepticiamente en un «igualitarismo»
(ideologizado), y la i. concreta se convertiría en i. abstracta.
Walter Kern

IDEOLOGÍA

1. Concepto y problemática

El concepto de i. aparece por primera vez en las discusiones de los ilustrados


franceses con Bonaparte. Para la reacción política los «ideólogos» aparecían
como unos teóricos alejados del mundo y menospreciados. En su acepción
general la i. tenía ya una tradición que se remontaba a Bacon. Hoy en día
apenas puede definirse estrictamente el concepto de i.; su empleo abarca desde
la identificación popular de la i. con las mentiras oficiosas, con la relativización
escéptica de todo conocimiento no empírico como ideológico (-> escepticismo),
hasta su equiparación, por parte del marxismo posterior, con la conciencia
clasista. Las investigaciones psicoanalíticas sobre las conexiones entre
proyección y cumplimiento del deseo, la tesis sociológica del saber sobre la
vinculación local de todo pensamiento y la teoría positivista de la -> ciencia tan
sólo permiten una definición precisa del concepto de i. teniendo en cuenta la
escuela filosófica, sociológica, psicológica, etc., que define en cada caso. Esto
vale sobre todo para el enjuiciamiento de la crítica del cristianismo como i.
Desde el punto de vista formal el concepto de i. se enmarca dentro de la crítica
del -> conocimiento.

Ciertamente que mucho antes de emplearse el nombre se dieron fenómenos


que hubieran podido ser objeto de la crítica ideológica, por ejemplo, en la
disputa entre la religión y el poder; asimismo se practicó parcialmente una
crítica ideológica desde los días de los sofistas. Históricamente, sin embargo, la
i. y la crítica ideológica arrancan del concepto moderno de ciencia y de la
reflexión posmedieval sobre los fundamentos del orden estatal y social. Mientras
existió un principio de unidad del mundo, filosóficamente fundado y respaldado
por la teología, con fuerza obligatoria, era posible deducir de los conocimientos
adquiridos contemplativamente unos axiomas para las ciencias de la naturaleza
y ciertas normas para la vida social. Sólo con la crisis de la pretendida unidad
de sujeto y objeto, que quedó esbozada con el -> nominalismo y desembocó en
la ruptura, surgieron las condiciones para el nacimiento de la i. y de la crítica a
la i. Con la disolución de esa unidad se quebró, tanto teológica como
filosóficamente, no sólo el sistema fundamental del ordo cristiano, sino también
la identidad del método epistemológico de la metafísica y de las ciencias
naturales. Sobre todo en Francia e Inglaterra se impuso desde el s. xvi y xvii la
exigencia del pensamiento inductivo, empírico-experimental, contra el
deductivo-especulativo. De acuerdo con esto el conocimiento valía, no como
teoría contemplativa superior a la actio y tecné en virtud de su carencia de
fines, sino como un proceso de investigación analítica de la naturaleza.

La filosofía, caso de darse, no debe ceder en exactitud a las ciencias de la


naturaleza; por lo que requiere una nueva reflexión metódica. El saber debe
comprobarse prácticamente, y de este modo se convierte en una fuerza: tantum
possumus, quantum scimus. Este proceso cognoscitivo se relacionó cada vez
más con el ordenamiento del -> Estado y de la ->sociedad. En lugar de los
principios organizativos teológico-metafísicos se impuso el empleo de unos
principios racionales ilustrados a través de la educación y la ciencia para la
organización del Estado y de la sociedad. Estos principios ateológicos,
antimetafísicos, se llamaron «ideas»; el método crítico con que debía
asegurarse el conocimiento de las ideas contra improcedentes intervenciones
externas y contra las fuentes subjetivas de error se llamó ideología.

2. Historia del concepto de «ideología»

F. Bacon (1561-1626) pone en duda en el Novum organon el rigor metodológico


del pensamiento tradicional-aristotélico, pues no ofrece protección suficiente
contra el -> dogmatismo y la perturbación procedente de falsas conclusiones,
contra los ídolos. Lo que Bacon llama idola, se denomina préjugés en la
ilustración francesa. I. es doctrina sobre ideas como instrucción para distinguir
las falsas de las verdaderas. En las ideas verdaderas Bacon reconoce los vera
signacula creatoris super creaturam; se descubren gracias al método inductivo y
a la crítica de los ídolos. Distingue cuatro clases de ídolos: Idola tribus (ídolos
de la tribu: fuentes de error que vienen dadas con la naturaleza humana); idola
specus (ídolos de la caverna: los fallos cognoscitivos individuales); idola fori
(ídolos del mercado: desenfoques condicionados por la comunicación humana y
los convencionalismos conceptuales); y finalmente los ¡dola theatri (ídolos del
teatro: principios y silogismos falsos que se basan en la tradición filosófica). La
crítica baconiana de la religión tuvo graves consecuencias. Sin duda Bacon
distinguió la filosofía de la teología con el mismo rigor con que distinguió la
teología de la superstición. Sólo con las guerras religiosas de los siglos xvi y xvii
se manifestó la doctrina de los ídolos como un instrumento eficaz de la crítica
irreligiosa. Lo mismo que en este punto, la doctrina de Bacon en general fue
objeto de una usurpación, y así se procedió eclécticamente con el Novum
organon, cuya doctrina de los ídolos calificó Bacon de pars destruens. Su crítica,
a diferencia de la ilustración francesa, era psicológica, sin afirmar ni una
inadecuación general de ser y pensamiento ni una determinación material de la
conciencia. La verdad filosófica debe ser más bien imagen de la naturaleza;
pero el entendimiento humano se asemeja a un espejo combado para cuyo
aplanamiento se requieren estrictas reglas metódicas. Bacon no pretendía
emplear este método de las ciencias de la naturaleza en la teología ni en la
política; sin embargo, con esa intensión quedaba ya insinuado el tema de
ciencia y política. En lugar de la separación que Bacon postulaba en este terreno
entre teoría y práctica, la ilustración sostenía que el orden racional exigido por
el derecho natural es cognoscible y practicable en el Estado y la sociedad; sólo
los prejuicios se oponen al mismo. Con la aplicación de la doctrina de los ídolos
a una crítica general de los prejuicios, la i. entró en el terreno político-social.

Condillac (1715-80) y Destutt de Tracy (1754-1836) fueron los primeros en dar


un tono radical a la crítica psicológica de los ídolos, convirtiéndola en un
materialismo sensualista. El espíritu consta de percepciones sensibles que
coordina un mecanismo psicológico asociativo de la conciencia. Sí el puro
conocimiento de las ideas llegara a esta science des idées, podría crearse un
orden racional y justo de la humanidad, sin necesidad de remontarse a la
metafísica y a la religión como mystére de l'ordre social. Las instituciones
Estado e Iglesia, afectadas por igual, combatieron ferozmente este
racionalismo. De ahí que Holbach (1723-89) y Helvetius (1715-71) reconocieran
consecuentemente en el pacto entre Iglesia y Estado una alianza utilitarista
derivada del común interés por mantener el orden existente. Ambas
instituciones podían conservar el poder tan sólo durante el tiempo que se
mantuviera conscientemente a la humanidad en la ignorancia. La religión
sanciona la soberanía del Estado apelando a un Dios, cuya existencia no se
puede demostrar. La crítica ideológica se convierte desde entonces en la
doctrina que lucha a la vez contra los prejuicios religiosos y político-sociales. El
lugar de la falsedad ya no se encuentra en un defecto psicológico del hombre,
sino en la manipulación desde fuera condicionada por el interés.

En estos supuestos y especialmente en la crítica materialista de la religión y de


Hegel por parte de Feuerbach, se basa la crítica hasta ahora más importante a
la i., la llevada a cabo por Marx. Para éste la i. significa falsa conciencia de la
realidad, separación entre teoría y práctica, abstracción de las condiciones
materiales, sociales e históricas del pensamiento. Lo mismo que Feuerbach, en
la unión sistemática entre razón y realidad que Hegel concibe, Marx ve un salto;
ni el conjunto de la realidad es racional, ni la razón se ha hecho real. Allí donde
la idea se desliga de sus concretos condicionamientos materiales, es decir,
sociales, domina la i.; su presencia indica un malestar social. Por una parte, en
la socie

dad burguesa y capitalista las ideologías coinciden con los intereses de la clase
dominante; pero, además, el proceso vital, roto por la división visión del trabajo
y la alienación, se articula en ideologías, por cuanto la conciencia del productor
no puede reconocerse y concretarse en el producto, que se ha convertido en
mercancía; con lo cual se establece una posición antagónica entre producción y
reproducción, pensamiento y acción, sujeto y objeto, idea y realidad. La religión
cristiana constituye una forma clásica de i., porque trata de justificar la realidad
irreconciliada por medio de una reconciliación irreal. Esta confusión ideológica
se elimina en primer lugar con la -> revolución, que ya no pretende tan sólo
interpretar la realidad, sino que aspira a transformarla de tal manera que el
proceso vital de la sociedad entera puede realizarse en forma racional,
comprensible y libre. En el siglo xix el sujeto de esta revolución tenía que ser el
proletariado, para el cual la revolución representa una necesidad vital. Desde
luego sigue siendo obscuro hasta qué punto la crítica de Marx a la i. contiene
rasgos deterministas; la ulterior evolución de la doctrina marxista de las
ideologías es muy variada.

En el comunismo ortodoxo actual la dialéctica marxista entre teoría y práctica


ha sido sustituida por el esquema de base y superestructura; la doctrina
comunista es i. del proletariado y por ello verdadera doctrina; la ¡.burguesa, por
el contrario, es falsa en razón de su base. Otros marxistas (Lukács, Bloch,
Lefébvre) distinguen entre i. vinculada a la base e i. utópica, que se da también
en la sociedad burguesa (arte, ciencia, religión) y cuyos elementos valiosos
quedan liberados en el marxismo. Los neomarxistas occidentales (Adorno,
Horkheimer, H. Marcuse) critican desde el punto de vista dialéctico y psicológico
la ontología, el existencialismo y el positivismo como formas modernas de la i.
del capitalismo tardío.

K. Mannheim y M. Scheler modificaron la vinculación, característica para el ->


marxismo, entre i. y revolución, convirtiendo la interpretación social y
económica de la conciencia en una historia sociológica del espíritu por encima
de los partidos. Scheler asignaba ciertas formas de -> pensamiento a la clase
social superior y a la inferior; sin embargo, esta vinculación se mantuvo en un
terreno hipotético tanto desde el punto de vista histórico como bajo la
perspectiva empírica y sociológica. La vinculación local y ontológica de todo
pensamiento según Mannheim, en quien se escuchan ecos de Marx, representa
de hecho una modificación sociológica del -> historicismo; para sustraerse a las
consecuencias relativistas de su teoría, Mannheim exigía la total desconfianza
de la i. y estableció un grupo intelectual que se mueve libremente y no está
determinado por tales factores.

La filosofía de los valores y en parte también las doctrinas fascistas y el


positivismo trataron de escapar a este dilema de la sociología del saber, bien
fundamentando filosóficamente los -> valores absolutos (Scheler, Husserl, N.
Hartmann) y explicando todas las minorías selectas y los valores dominantes de
la sociedad como derivaciones del poder político más fuerte en cada caso
(Pareto), o bien concibiendo en principio como especulación acientífica y no
empírica toda representación de valor y de sentido (M. Weber, Th. Geiger). La
actual discusión sobre las ideologías está todavía en gran parte determinada por
estos supuestos.

3. Cristianismo e ideología

Según el concepto de i. que en cada caso se tome como punto de partida, se


decidirá si el cristianismo es o no una i. Lo que está fuera de toda duda es que
particularmente en la praxis eclesiástica las ideologías han actuado y siguen
actuando. Otra es la cuestión por lo que respecta a la sospecha general de i.
frente a la teología y a la fe. Mientras con el término «i.» se designe cualquier
tesis que transciende el ámbito de lo empíricamente verificable y del análisis
lingüístico, la fe perderá el carácter de verdad científicamente demostrable; mas
no por eso se discute la necesidad de tomar decisiones fundamentales (que
escapan al poder de la ciencia) sobre el sentido y la realización de la propia
vida; desde este punto de vista la fe cristiana puede calificarse de ideológica. En
la medida en que el cristianismo ha de concretarse social e históricamente, lleva
siempre aneja cierta ambigüedad, de la cual no se pueden excluir algunos
elementos ideológicos en sentido estricto.

La crítica marxista del cristianismo como i. es teóricamente irrebatible; sólo


cabe rebatirla en la práctica político-social; es decir, mediante una crítica
permanente de las fijaciones limitativas del hombre en su historia y mediante la
eliminación activa de las condiciones inhumanas. El cristianismo saca de las
promesas escatológicas la justificación y los criterios para ello. (Cf. asimismo
crítica de la -->religión.)

BIBLIOGRAFIA: G. Lukács, Geschichte und Klassenbewußtsein (B 1932); M.


Horkheimer, Anfänge der bürgerlichen Geschichtsschreibung (St 1930); H.
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Dialektik der Aufklärung (A 1947); A. v. Martin, Geist und Gesellschaft (F
1948); K. Mannheim, 1. und Utopie (F 31952); Th. Geiger, 1. und Wahrheit (St
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politische Theorie (Gö 1954); Th. W. Adorno, Das Bewußtsein der
Wissenssoziologie: Prismen (F - B 1955); J. Hersch, Idéologies et Réalité (P
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Kriteriologie - philosophische I.kritik: Die Zukunft der Philosophie (Olten - Fr
1968) 184-202; L. Gómez de Aranda, El tema de las ideologias (Movim Ma
1966); G. Fernández de la Mora, El crepúsculo de las ideologías (Rialp Ma
1960).

Werner Pos

IGLESIA

I. La fundación de la Iglesia en la perspectiva del Nuevo Testamento

A la cuestión de si Jesús fundó una I. y en qué sentido lo hizo, si la quiso o al


menos no la excluyó para el futuro, sólo puede responderse indirectamente
explicando algunos aspectos parciales y una serie de cuestiones previas. La
causa principal de esta situación estriba en que ya en las más primitivas
tradiciones del NT se da una yuxtaposición de diversas experanzas judías para
el fin de los tiempos, que hubo que conciliar posteriormente en el plano
teológico: la tradición sobre la efusión del Espíritu al final (Joel), la tradición
sobre la reunificación de Israel y la conversión de los gentiles (Deuteroisaías,
Ez) y la del juicio que amenazaba con su inminencia. Por consiguiente no se
podrá partir de un concepto abstracto de I. obtenido en el NT, para interrogar si
Jesús quiso algo así como una I. Pues los escritos neotestamentarios
presuponen ya una I. en el lugar de su nacimiento y una idea de la misma
extendida por doquier; y la propia concepción teológica de cada escrito es con
frecuencia producto de la reflexión teológica y de la acomodación redaccional. El
problema de la fundación de la Iglesia consiste más bien en saber qué
continuidad existe entre Jesús (su predicación, su círculo de discípulos) y los
dos grupos de la comunidad primitiva (-> cristianismo, A), los hebreos y los
helenistas.

1. Generalmente se sobrevalora el papel de las apariciones del Resucitado en


orden a la fundación de la I. (especialmente en R. Bultmann), pues se cree que
éstas fueron la ocasión para que volvieran a congregarse los discípulos
dispersos. La frase «Jesús ha resucitado» es ya una afirmación de fe propia de
una comunidad creyente. Cada una de las apariciones del Resucitado debe
asimismo legitimar a sus autoridades (cf. 1 Cor 15, 3ss). Pero la cuestión es
saber con respecto a quién Pedro y los demás eran autoridades. En todo caso el
propósito de los autores de tales relatos no es fundamentar la institución de la
I. También en el caso de la aparición ante los 500 hermanos (1 Cor 15, 6) se
presupone ya la existencia común de estos 500. Esa visión legitima aquí la
comunidad, su fe, etcétera, pero no la crea.

2. La efusión del Espíritu sobre los discípulos y el prodigio del don de lenguas
son acontecimientos de los últimos tiempos, que se realizan en el círculo de los
discípulos y en los creyentes de Jerusalén. Según la concepción de Lucas, en
adelante la función histórico-salvífica de los doce consiste en transmitir la
posesión del Espíritu. En el tiempo de la I. la posesión del Espíritu se comunica
por la imposición de manos que hacen los -> apóstoles. De este modo surge la -
a tradición en general, pues el círculo de los apóstoles se caracteriza frente a los
presbíteros y obispos posteriores por su proximidad a los comienzos, así como
por su singularidad histórica (-> episcopado r). Para Lc la Iglesia está siempre
allí donde se transmite por tradición lo recibido al principio en la convivencia con
Jesús y en la efusión del Espíritu. De donde se deduce claramente que para Lc
el acontecimiento de pentecostés no es lo único que constituye la fundación de
la I. sino solamente una etapa de la misma. Para Lc el acontecimiento decisivo
es la vocación de los discípulos o la elección de los doce (Lc 6, 13). Como la
vocación de Pedro en Lc 5, 1-11 se describe según el esquema lucano de la
conversión, y como además en Lc precisamente los apóstoles son aquellos que
se caracterizan por su fe (Lc 17, 5; 22,30s), ellos aparecen como los «justos» y
los «prototipos de cristianos». Lc considera de hecho el círculo de los apóstoles
como la I. en germen, que después se va desarrollando. La vocación de los
discípulos es una llamada al estado cristiano (elección y conversión para Lc son
solamente actos que se corresponden del estado de justificación).
Naturalmente, con ello el tiempo de la 1. se define por el hecho de que ésta se
halla edificada sobre el fundamento singular de los apóstoles.

3. El considerar los acontecimientos en torno a Jesús de Nazaret como hechos


históricos e insertarlos por principio en el curso de la historia como sustrato
capaz de ser transmitido, es evidentemente el presupuesto más esencial para la
posibilidad de una I. ¿Contó el mismo Jesús con algo parecido? W.G. Kümmel
ha defendido de la manera más clara la antigua posición de que Jesús contaba
con la llegada de un final muy próximo y, partiendo de aquí, tuvo que excluir
naturalmente la idea de una institución. De acuerdo con esta doctrina, la I.
posterior a pascua es considerada como una solución secundaria que surgió con
una cierta necesidad: la I. sería el resultado de la experiencia de la dilatación de
la parusía, por una parte, y de la institucionalización de la posesión del Espíritu,
por otra. La posesión del Espíritu concebida institucionalmente por la Iglesia,
viene a sustituir al Señor que no ha retornado. Considerar a la I. como una
institución del tiempo intermedio resulta incompatible de hecho con una
expectación tensa e inminente.

La solución de esta dificultad estriba en la función que ha tenido el -> Espíritu


Santo para Jesús y su imagen del futuro. La Iglesia podría llenar el lugar que
tiene el Pneuma divino en el contexto de la doctrina sobre la pronta venida del
reino de Dios. Aquí no se trata de una tentativa apologética de vincular a Jesús
con la Iglesia, pero hay que preguntarse si la conciencia comunitaria de los
primeros cristianos ha sido sólo una construcción teológica y una solución
nacida de la necesidad de sustituir el retraso de la parusía. ¿Cómo fue posible
entre los discípulos de Jesús una transición relativamente ininterrumpida? De
todos los escritos neotestamentarios resulta claro que la nota especial, visible
incluso desde fuera del cristianismo primitivo, fueron los fenómenos del Espíritu.
El mismo Jesús, ya antes de su bautismo (Mc) o de su concepción (Lc, Mt), está
presentado como Hijo de Dios por la posesión del Espíritu (según Rom 1, 3 por
la resurrección). Los -> milagros y la expulsión de -> demonios, así como su
doctrina llena de autoridad, se deben a la posesión del Espíritu. También su ->
resurrección es efecto del Espíritu (Rom 1, 3s; Ez 37). Sólo la pretensión de
poseer el Espíritu, manifestada ya antes por Jesús, hizo posible interpretar el
sepulcro vacío como el comienzo de la resurrección de los muertos. Por lo que
hace a la cuestión del tiempo, merece especial atención el Q-logion de Mt 12,
31s y Lc 12, 10: una palabra contra el Hijo del hombre se perdonará, pero no
una palabra contra el Espíritu Santo. Después del tiempo del Hijo del hombre
hay todavía un tiempo cualificado, en el que la decisión es definitiva. Así, en las
primitivas interpretaciones este logion es relacionado con el Espíritu que habita
en los apóstoles o en los cristianos. Esa misma valoración superior del tiempo
del Espíritu frente al tiempo del Hijo del hombre se encuentra también en Jn
14,12 (el creyente realizará obras mayores todavía que Jesús, porque Jesús se
va al Padre y envía el Espíritu; cf. Jn 1, 50; 5, 20). De acuerdo con estos
testimonios el tiempo del Jesús terrestre en cuanto tal (a diferencia de su
posesión personal del Espíritu) es sólo un período de preparación para el tiempo
del Espíritu, que, por esa posesión pneumática, tiene un carácter
específicamente escatológico. También la elaboración de la obra histórica por
parte de Lc exige semejante tiempo del Espíritu, que sigue al tiempo de Jesús.
En la comunidad de Corinto ese tiempo, junto con la escatología presente, se
encuentra en la base de la libre actuación pneumática. Según la concepción
judía, los efectos del Espíritu son: pureza, unión de corazones entre los
hombres, una nueva alianza (Jer, Ez) e igualdad social; elementos que en
conjunto actuaron en la formación de la Iglesia.

¿Qué relación tiene esta visión con la del juicio que se aguarda como algo
inminente? En el Evangelio de Juan la función del juicio final ha pasado a un
segundo plano frente a la acentuación de dichos elementos: la decisión del
juicio se lleva a cabo ya ahora (como en Mt 12, 31). Si el tiempo del Espíritu
Santo alboreó gracias a Jesús y su resurrección, y si tuvo como consecuencia la
formación de una comunidad de hermanos, en consecuencia el bien esencial de
la salvación ya está dado. Las nuevas dificultades surgen ahora, no de que el fin
no llegue todavía, sino de la cuestión de cómo se relaciona la actual manera de
poseer la salvación con la que todavía está por llegar; en el fondo esas
dificultades provienen de la necesidad de compaginar la doctrina tradicional del
juicio futuro con la realidad ya poseída. Pero si el bien salvífico escatológico se
ha hecho presente fundamentalmente en la posesión del Espíritu, si esta
comunidad pneumática es además perceptible en las acciones poderosas del
Espíritu, si ella es realmente una comunidad que repite la última cena de Jesús
como anticipación del reino de Dios, y si esta comunidad espiritual deriva en su
irrevocable existencia de la posesión del Espíritu de Jesús, con todo ello está ya
dada la esencia última de la I. Tampoco podemos pasar por alto que los
apóstoles como representantes de Jesús tienen que ejercer en la tierra con
«autoridad» una función de «atar y desatar», cuya naturaleza exacta debe
entenderse a partir de la peculiaridad de esta comunidad pneumática de los
últimos tiempos. Una vez puesto este comienzo, la configuración exacta de
dicha comunidad del Espíritu puede muy bien atribuirse al tiempo apostólico, sin
que con ello deje de ser obligatoria para tiempos posteriores.

4. El reinado de Dios y la efusión del Espíritu al final de los tiempos son en


primer lugar dos esbozos diferentes acerca del fin. Todavía se encuentran
inmediatamente yuxtapuestos, al igual que las afirmaciones referentes a la
salvación y al juicio en la tradición profética. Lo mismo puede decirse de Jesús:
en cuanto es mensajero del juicio, la llamada a la conversión y la amenaza
pertenecen a su mensaje; en cuanto es predicador de la salvación, se refiere al
tiempo del Espíritu Santo, que ve ya iniciado en su acción de expulsar los
demonios. De acuerdo con la segunda de estas concepciones el tiempo de la
salvación podría empezar ya en pascua o en pentecostés; por eso sus efectos
en principio ya son posibles ahora (cf. Mt 27, 52). Por el contrario, el
cumplimiento de sus amenazas de condenación está todavía pendiente. La
expectación próxima, en lo que respecta a las afirmaciones sobre la salvación,
se cumple de manera radical e irrevocable en la efusión del Espíritu. Por
consiguiente, la concepción de una Iglesia se asemeja más a una escatología de
presente que a una acentuación del juicio todavía pendiente. El que este bien de
la salvación no se hubiera dado todavía universalmente se tomó como una
prueba de que se daría después del juicio. Pero esta solución es de nuevo una
peculiar contribución teológica que no se entiende en modo alguno desde el
horizonte de las expectaciones judías. Por tanto la I. está en todas partes donde
el reinado de Dios se ha realizado ya con los efectos específicos del Pneuma
divino. De acuerdo con las diversas cristologías del NT, esta particular
realización dio comienzo en la persona de Jesús y, por cierto, como fundamento
de la posesión del Espíritu para los demás. En la estructura fundamental de
estas teologías se puede constatar generalmente el proceso de cierta dilatación
del ser y de la autoconciencia de Jesús.

5. Habitualmente la vocación de los doce se entiende como un acto fundacional


de la Iglesia. Pero aquí se representa a los doce como cabezas de tribu o como
los patriarcas de un Israel escatológico; lo cual depende de la idea de un
restablecimiento de las doce tribus (cf. palingenesía en Mt 19, 28). Los
apóstoles son primero «colectores» y luego gobernantes de esas doce tribus.
Cuando los apóstoles son enviados incluso a los gentiles (Mt 28, 19; Act 1, 8),
se trata de una aplicación del esquema del Deuteroisaías sobre la congregación
y conversión también de los gentiles, que a menudo se menciona juntamente
con la de Israel (Is 43, 5.9; 60, 4; Am 9, 11-14 [LXX]; Miq 2,12 [LXX]; TestNef
8, 3; Sa1S1 17, 31; TestBenj 9, 2) para describir los acontecimientos finales.
partiendo de esta concepción, la época de la I. sería el tiempo de la reunión de
todos los justos, formando su núcleo los justos de Israel. La división de los
hombres en justos e injustos se realiza de cara a este mensaje. La institución de
los doce procede de un esquema teológico del tiempo último, en el que la
salvación de Israel ocupa el centro. Aunque ese esquema provenga de Jesús, no
por eso la I. queda fundada sin más como institución, ni siquiera por el hecho
de que los doce sean diseñados según la imagen de Jesús. Más bien, los doce
como séquito de Jesús tienen la misma función que los ángeles como séquito
del Hijo del hombre; lo cual presupone ya una identificación de Cristo con el
Hijo del hombre. La cena que Jesús celebra con los doce debe verse desde este
punto de vista, pues es una anticipación de la comunión que un día tendrá el
Hijo del hombre con los jefes de Israel. La nueva alianza, que se funda aquí,
debe desde luego entenderse esencialmente en el sentido de la posesión del
Espíritu (cf. Jer 31, 31). Y, bajo este aspecto, en dicha anticipación se ha
realizado ya y está presente el reino lo mismo que en la acción de Jesús.

6. La cuestión de si Jesús ha fundado o no una I., no puede decidirse por la


pregunta acerca de la historicidad de Mt 16, 18: a) ékklesía se remonta aquí al
término gähál y, como en el AT y en Qumrán, designa la totalidad del Israel
escatológico (cf. 1QSa 1, 4); mas por el µou es referida de una manera radical a
Jesús (como Hijo del hombre). Esta interpretación coincide con la que antes
hemos mencionado acerca de los doce, cuyo caudillo es Pedro. b) El futuro
oíkodoméso muestra que se trata de una acción venidera.

Esta comunidad de los últimos tiempos sobrevivirá también a la confusión de los


acontecimientos finales. Según Mt 16, 18 esta ékklesía debe ser congregada ya
ahora por los mensajeros de Jesús.

BIBLIOGRAFIA: Th. Spörri, Der Gemeindegedanke im 1. Petrusbrief (Gü 1925);


0. Linton, Das Problem der Ur-Kirche in der neueren Forschung (Up 1932); W.
G. Kümmel, Kirchenbegriff und Geschichtsbewußtsein in der Ur-Kirche und bei
Jesus (Up 1943); L. Cerfaux, La Iglesia en San Pablo (Desclée Bi 1964); J.
Jeremias, Der Gedanke des «Heiligen Restes» im Spätjudentum und in der
Verkündigung Jesu: ZNW 42 (1949) 184-194; P. N. Christensen, Wer hat die
Kirche gestiftet?: SBibUps 12 (1950); H. v. Campenhausen, Kirchliches Amt und
geistliche Vollmacht in den ersten drei Jahrhunderten (T 1953); H. J. Kraus, Das
Volk Gottes im AT (Neukirchen 1958); E. Schweizer, Gemeinde und
Gemeindeordnung im NT (Z 1959); A. Vögtle, Ekklesiologische Auftragsworte
des Auferstandenen: Sacra Pagina II (P-Gembloux 1959) 290-294; idem, Jesus
und die Kirche: Begegnung der Christen (homenaje a O. Karrer) (Sr - F 21960)
54-81; !dem, Der Einzelne und die Gemeinschaft in der Stufenfolge der
Christusoffenbarung: Sentire Ecclesiam (homenaje a H. Rahner) (Fr 1961) 50-
91; B. Rigaux, Die «Zwölf» in Geschichte und Kerygma: Der historische Jesus
und der kerygmatische Christus, bajo la dir. de H. Ristow - K. Matthiae (B 1960)
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Enderwartung und Kirche im Mt-Ev.: Überlieferung und Auslegung im
Matthäusevangelium (Neukirchen 1960) 13-47; R. Hummel, Die
Auseinandersetzung zwischen Kirche und Judentum im Matthäusevangelium (Mn
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1965); H. Schlier, Die Zeit der Kirche (Fr 41966) 129-147 (Die Ordnung der
Kirche nach den Pastoralbriefen); G. Schalle, Anfänge der Kirche (Mn 1966); J.
M. Robinson, Kerygma und historischer Jesus (Z - St 21967); J. Jeremias, Die
Abendmahlsworte Jesu (1935, Gö 41967); H. Conzelmann, Grundriß der
Theologie des NT (Mn 1967) 280-314.
Klaus Berger

II. Los problemas de la teología fundamental

1. Definición

La esencia de la I., que, vista desde la perspectiva de la historia en general y


bajo el prisma de la historia de la salvación, se realiza en muy diferentes épocas
de la vida social humana y de la comunidad creyente, y como tal es objeto de
reflexión, constituye una realidad muy amplia que no se puede reducir a una
imagen, a un concepto o a una fórmula.

En consecuencia, la identidad en la concepción de sí misma, que tanto en lo


referente a su origen como en lo relativo a su fin escatológico se funda
inmediatamente en la revelación, debe entenderse y desarrollarse en múltiples
aspectos, bien sea con relación a la evolución en el horizonte de la conciencia
eclesiástica, o bien en lo que atañe a la elaboración teológica (teórica e
históricamente, sistemática y hermenéuticamente). Y esto tanto más por el
hecho de que ahí no se trata solamente de interpretar una realidad que
permanece siempre igual desde su fundación, sino que se trata más bien de una
identidad que ha de ser llevada hacia sí misma por la interpretación de su
propia realidad histórica y escatológica a la vez. Ya las interpretaciones reflejas
de la concepción de la I. acerca de sí misma (según aparece precisamente en la
historia de la -> eclesiología) muestran a ésta como una identidad histórica
referida al mundo y a la sociedad, identidad que en cada caso se presupone a sí
misma en su dirección hacia el pasado y hacia el futuro, para fundamentarse a
sí misma desde esa presuposición. Sólo desde este círculo histórico (de tipo
dialogístico o dialéctico-hermenéutico) puede entenderse como lo que es, a
saber, como fundada por Dios. En este sentido la noticia histórica de la
fundación de la I., sobre todo su fijación escrita en el NT, representa por una
parte el primer documento histórico, al que la Iglesia debe acudir
constantemente en la tarea de su cimentación y legitimación. Pero, por otra
parte, ese documento ha surgido ante todo de la realización histórica de la I., y
sólo resulta inteligible a la luz de este dato. El que la I. como actualidad
constante que se refleja en la sociedad o en la comunidad histórica sólo se
transmite a sí misma a través de una diferenciación histórica, y únicamente así
ha de fundamentarse y legitimarse como mediadora de la revelación divina y
como verdadera Iglesia de Cristo; es un hecho que no ha sido objeto de la
debida consideración por parte de los manuales teológicos, con su doble visión
de la I.: una «natural» en la teología fundamental o apologética, y otra
«sobrenatural» en la teología dogmatica.

Esta distinción, bajo la concepción preestablecida de la revelación,


metodológicamente parece muy razonable. Pero tales tratados teológicos hacen
aparecer la visión de la I. como un círculo vicioso o una petitio principii, en lugar
de presentarla como un círculo hermenéutico legítimo.

2. Fundación histórica

La visión teológico-fundamental de la I., tal como se forjó en los últimos siglos,


trata de exponer la fundación de la I. y su identificación con la actual I. católica
en su segundo tratado, cuya parte principal es la llamada demonstratio
catholica. Esta demonstratio catholica presenta una doble estructura, pues, o
bien muestra que la faz empírica de la Iglesia, tal como se presenta al hombre,
está sostenida directamente por Dios, o sea, es un signum elevatum in nationes
y perpetuam motivum credibilitatis et divinae suae legationis testimonium
irrefragabile (Dz 1794); o bien demuestra históricamente la misión divina de
Cristo, para probar después que él ha encomendado la permanente presencia
de su misión redentora a la comunidad institucionalizada que viene dada en la I.
católica. La legitimidad de la I. católica como verdadera I. de Cristo se
fundamenta: o bien mostrándola en su infalibilidad, limitada pero esencialmente
permanente, del ministerio episcopal y papal como querida y garantizada
históricamente por jesús (-> sucesión apostólica, ->tradición, ->constitución de
la I. i); o bien por la demostración de las llamadas «notas», que como signos
cognoscitivos revelan a la I. mediata o inmediatamente (en el camino empírico)
como fundación de Cristo. Las dos o tres vías tienen sus ventajas e
inconvenientes apologéticos, y al final deben complementarse mutuamente,
pues tampoco el testimonio que se acredita directamente como de origen divino
y su procedencia histórica deben separarse, si se pretende adquirir una
comprensión adecuada de la Iglesia.

En contraposición a las concepciones de las escuelas protestantes liberales,


según las cuales - con marcadas diferencias - la formación de la I. habría
surgido a partir de las comunidades locales por un proceso más bien colegial y
democrático, pero en todo caso ajeno al ministerio y a la jerarquía; y en
contraposición también a la idea de que la I. sea esencial y exclusivamente de
carácter religioso-carismático, contrario a cualquier ordenamiento jerárquico de
tipo jurídico-institucional (R. Sohm); la teología católica fundamental se adhiere
a una concepción exegética que distingue entre las comunidades primitivas del
cristianismo judío y las del gentil, pero que en conjunto entiende el cristianismo
primitivo como una organización monárquica y jerárquica. Según esto,
Jesucristo quiso la I. como una institución estructurada jerárquica y
ministerialmente, aun cuando las formas concretas y la ampliación de los
ministerios eclesiásticos surgieran más tarde, en el cristianismo primitivo y a lo
largo de la décadas y los siglos posteriores.

Los testimonios procedentes del cristianismo primitivo y antiguo apuntan


explícita e implícitamente a una I. que se entiende esencialmente a sí misma
como una institución, en el sentido de una estructura ministerial y jerárquica.
Con relación a la evolución de esta estructura ministerial y a su diferenciación
en los diversos -> oficios eclesiásticos, cf. -> comunidad primitiva (en ->
cristianismo, A), ->apóstoles (->sacramentos, -> eucaristía) -> episcopado, ->
sacerdocio, -> diaconado. Sobre la primacía del obispo romano: cf. -> papa, ->
magisterio, -> infalibilidad. Una teología más exacta de la génesis de esta visión
eclesiástica debería mostrar de todos modos cómo la I. católica corrió a menudo
el peligro de hacerse pasar por la I. primitiva de una manera falsa, con un
propósito de identificación carente de espíritu histórico y dialogístico, es decir,
de una manera abstracta. La colección misma de testimonios históricos escritos
que pueden citarse presupone ya la I. como una realidad histórica. Por eso, su
interpretación no puede hacerse en forma objetivista, sin espíritu histórico y
hermenéutico, sino que en cada caso debe estar determinada por la visión
actual de la I., y con ello ha de estar enmarcada en las mencionadas diferencias
históricas de la concepción de la I. acerca de sí misma. La legítima supresión de
la dialéctica de esa hermenéutica debería elaborarse todavía con detalle desde
el punto de vista teológico; ésta tiene su norma reguladora concreta -para todas
las maneras de autointerpretación y autocorrección humanas y sociales- en la
dirección del Espíritu Santo.

A fin de evitar algunas dificultades históricas y, en general, el carácter abstracto


y mediato de la demostración histórico-documental que presenta la reclamación
jurídica de la I., y también a causa de la defectuosa reflexión hermenéutica de
la teología, el Vaticano I ha preferido la llamada vía empírica para demostrar
que la I. católica es la verdadera I. de Cristo. La via notarum parte de que
Cristo asignó a su I. cuatro notas permanentes como signos de reconocimiento
(lo que bíblicas), y a continuación trata de mostrar que tales notas se dan
exclusivamente en la I. católica. La via empirica trata de atribuir a estas notas
una fuerza probativa directa. Las cuatro características de la I., a las que en el
curso del tiempo se redujeron las «notas», a saber, unidad, catolicidad,
apostolicidad y santidad, presentan a la I. como un «milagro moral», que sólo
puede explicarse con la inmediata asistencia de Dios. Con ello se demuestra al
mismo tiempo que en la I. católica «subsiste» la verdadera I. de Cristo.

3. Método de autointeligencia de la Iglesia

Las tentativas esbozadas por la tradicional -> teología fundamental prueban con
una demostración natural que la I. católica, incluso en su constitución
ministerial y jerárquica, es la verdadera I. de Cristo y, por lo mismo, la legítima
mediadora de la revelación divina. Esas tentativas, en sus tradicionales formas
(por una sola vía o por doble vía) son en su conjunto demasiado irreflexivas en
el orden hermenéutico frente al planteamiento teológico actual como para que
puedan ser una respuesta realmente convincente a la cuestión crítica, no sólo
desde el punto de vista teórico-académico, sino también en el plano existencial.
No bastan para poder legitimar por sí solas una existencia eclesial responsable.
La argumentación histórica mediata y la empírica inmediata (que en definitiva
deben relacionarse entre sí) abren un horizonte en el que no puede mantenerse
la dimensión cognoscitiva puramente «natural» que propugna la teología
fundamental. Ello se debe a que, por lo menos implícitamente, al final también
hay que plantearse la visión dogmática de la I. como presencia salvífica en
cuanto pueblo de Dios, que vive como cuerpo de Cristo en el Espíritu Santo,
para poder reconocer en la I. católica a la verdadera I. de Cristo y por ende a la
legítima mediadora de la salvación y de la revelación. Por consiguiente, el
procedimiento tradicional, que, por mantener la pureza de su método, sólo
puede alcanzar su objetivo excluyendo el condicionamiento hermenéutico que le
atenaza, se presenta además tanto más insuficiente cuanto que el método en
conjunto cubre el aspecto lógico-teórico del conocimiento de la I., pero no las
dimensiones dialogístico-personales del proceso de convicción existencial,
únicas que en el dinamismo racional-personal de la confianza debe demostrarse
partiendo de las fuentes pueden responder a la cuestión de un auténtico
compromiso con la I. A estas dimensiones no se puede responder simplemente
añadiendo que la verdadera fe es gracia, sino que aquello que designamos como
gracia debe entenderse (diferenciadamente) como proceso de convicción en el
problema general sobre la legitimidad de las pretensiones de la I. para ser
creída. Tales pretensiones de la I. no hay que entenderlas sólo de manera
histórica y teórica, si han de interesar al hombre práctica y existencialmente.
Por eso la «prueba» de la legitimidad eclesiástica como testimonio existencial
tampoco es objeto de una demostración teórica hecha de una vez para siempre,
sino que es una tarea constante.

Una explicación de cómo la I. se ve a sí misma, que a la vez pueda responder al


sentido radicalmente humano del problema (anterior a cualquier distinción
metodológica entre «natural» y «sobrenatural» y, por lo mismo, anterior a las
diferencias entre una teología dogmática y una teología fundamental sobre la
I.), debería mostrar cómo el hombre puede ser abierto y capacitado para la
autointeligencia de la I. a través del testimonio personal, en el que se transmite
personalmente (y con ello cristológica y soteriológicamente) la exigencia de la
verdad como exigencia de Dios. Sería ésta una prueba testifical, en la que los
datos edesiológicos de la teología fundamental y de la dogmática, una vez
sometidos a una reflexión hermenéutica, se pondrían también de manifiesto,
pero en el que lo único que se debería garantizar es la unidad del proceso de
convicción y de la autoconcepción de la I. (en su totalidad de ministerio y
carisma, de institución y evento, etc.).

4. Totalidad concreta de la inteligencia de la Iglesia

El sentido de la I. en su totalidad concreta resulta hoy en día problemático


incluso para el creyente mismo, no tanto por determinadas razones teóricas de
tipo teológico, cuanto a causa de un sentimiento vital abierto a las exigencias
espirituales y culturales de la sociedad, y a sus impulsos configuradores. Cree r
en la I. de un modo simple e indiferenciado como transmisora de la revelación
divina necesaria para la salvación, aparece -incluso cuando se está
personalmente convencido de la importancia de la revelación- tanto menos
posible cuanto más claramente saltan a la vista los múltiples condicionamientos
históricos y sociales de la I. Ésta misma distingue, empezando por el testimonio
que de ella se da en el NT, entre «reino de Dios» e I. Pero esa distinción, que no
puede significar una separación, no debe conducir simplemente a un dualismo
eclesiológico en los diferentes terrenos, en el cual existiría por una parte la
realidad del Pneuma (tal como la han destacado sobre todo la teología bíblica y
la literatura espiritual y mística) y, por otra, la esfera política o pública,
institucional y ministerial (como si ambas dimensiones estuvieran separadas
entre sí). Para que esto no suceda, la mencionada diferencia escatológica debe
convertirse en cuanto tal en tema eclesial teórica y prácticamente. La conciencia
crítica de la I. que de ahí surge, no puede darse por satisfecha con la distinción
abstracta entre lo «humano» y lo «divino» en la vida eclesiástica. Hay que tener
en cuenta además la convicción cada vez más clara de que lo «humano» no se
extiende sólo a las personas aisladas, sino a la I. en su totalidad concreta; y en
el terreno práctico con frecuencia eso afecta indistintamente al creyente aislado
y a la comunidad eclesial en general. Sólo si la diferencia escatológica en cuanto
tal, con su vigencia histórica de cada momento, se refleja constantemente de
algún modo, estableciendo así una relación concreta entre el lado pneumático y
el político de la I., podrá superarse eficazmente una mala ingenuidad
eclesiástica (que conduce al alejamiento - a menudo sólo latente - de los fieles
o al atrofiamiento pastoral y personal), así como cierto dualismo
intraeclesiástico. Si la I. se concibe de forma constante y concreta desde su
propia diferencia escatológica y a la vez desde la dialéctica entre su ineludible
vinculación perenne a la historia y la supresión históricosalvífica de esa
diferencia, entonces también transmite su propia concepción dialécticamente.
Esa transmisión de su propia concepción consistiría primeramente en desarrollar
una idea de la I., no sólo como teoría teológica, sino, más bien, plasmada
institucionalmente; y además en tomar conocimiento de la mencionada
dialéctica como tal y de los conflictos que surgen de ella con una necesidad
condicionada (entre ministerio y carisma, predicación y política, pneuma e
institución, I. y sociedad, etc.), intentando después la creación de instancias
institucionales capaces de establecer al menos un cierto equilibrio en esa
dialéctica (así, frente a la unidad, un pluralismo intraeclesiástico; frente a la
jerarquía, instancias democráticas; pluralismo teológico, etc.). Esta mediación
en la totalidad, así como en la relación interna entre las Iglesias concretas, es
(para cada uno de los creyentes al igual que para el conjunto de la I.) una tarea
vital en el presente momento histórico y, en caso de conflicto, puede suponer
una participación en la cruz de Cristo. Queda todavía por elaborar
teológicamente la comprensión adecuada de tal mediación con arreglo a la
nueva orientación de la concepción total de la teología (que, hasta ahora, a
causa de su división de tratados, ha dejado de exponer algunos problemas
fundamentales). Y así, también la eclesiología recibiría un puesto donde se
pondrían de manifiesto todos sus aspectos (el elaborado por la teología
fundamental, el bíblico, el litúrgico, el dogmático, el jurídico).

BIBLIOGRAFIA: J. Beumer, Apologetik oder Dogmatik der Kirche?: ThGl 31


(1939) 379-391; M. D. Koster, Ekklesiologie im Werden (Pa 1940); K. Adam,
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Salaverri, De ecclesia Christi: PSJ 1 (Ma 51962) 488-976; Lang; U. Valeske,
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Eberhard Simons

III. Teología dogmática

1. El magisterio eclesiástico acerca de la Iglesia

Aunque la doctrina formulada en los documentos del Vaticano ii (cf. sobre todo
Lumen gentium, Unitatis redintegratio, Nostra aetate, Gaudium et spes, Ad
gentes) constituye en la actualidad la síntesis teológica del magisterio oficial
acerca de la I., sin embargo hemos de mencionar además tres grandes
documentos, relativamente recientes: la constitución dogmática Pastor aeternus
del Vaticano i (1870: Dz 1821-1840); la encíclica Satis cognitum (León xiii, año
1896: DS 3300-3310); y la encíclica Mystici corporis (Pío XII, año 1943: DS
3800-3822). Hasta ahora las declaraciones eclesiológicas del magisterio se
referían solamente a preguntas especiales (cf. las colecciones: CAVALLERA
149284; DS ind. sist. GHJ; NR n. 335-398; L'Église. Les enseignements
pontificaux i [P 1959] §§ 356-372). En 1949 el Santo Oficio en una carta al
cardenal Cushing de Boston (DS 3869-3873) dio una explicación sobre la
interpretación teológica de la frase Extra ecclesiam nulla salus. Los concilios de
Lyón (Dz 466) y de Florencia (Dz 694) confirmaron la posición primacial del
papa. El Vaticano i definió el primado universal de jurisdicción y la ->
infalibilidad del papa en asuntos de fe y costumbres. Además han sido
rechazadas las siguientes doctrinas: en el concilio de Constanza (Dz 627-656) el
-> espiritualismo eclesiológico, en el Lateranense v el -> conciliarismo (Dz
740), y en el concilio de Trento la negación de la estructura jerárquica de la I.
(Dz 666). Los escritos doctrinales de Pío ix y de León xiii se refieren a las
relaciones entre -> Iglesia y Estado, entre -> Iglesia y mundo.

2. El lugar teológico de la eclesiología

La eclesiología se halla actualmente bajo el signo de un retorno a las fuentes:


Escritura, patrística, liturgia, tradición y vida de la I. (situación pastoral, misión,
relación con el mundo). Su meta es la recapitulación en una unidad orgánica de
los diversos aspectos que presenta el misterio de la Iglesia.

Como tratado autónomo la eclesiología, que estructuralmente depende de la


cristología, mariología y antropología, se presenta como una síntesis de los
demás tratados. Pero, no siempre ha sido así. Frecuentemente la eclesiología ha
sido entendida como un apéndice de la cristología o ha estado subordinada a
otro tratado. En primera línea fue un tema de la -> teología fundamental y de la
-> apologética.

La eclesiología teológica en sentido estricto presupone siempre una teología de


la -> revelación y de la -> palabra de Dios. Se basa necesariamente en la
concepción de la I. acerca de sí misma, que crece constantemente en la fe. Esta
concepción incluye con necesidad tanto los datos de la revelación como la
evolución de la I., o sea, sus formas de aparición histórica.

3. Aspectos teológicos de la Iglesia

La I. es ante todo una realidad concreta y experimentable, cuya significación


verdadera sólo se descubre en la fe. «El misterio de la I. no es primordialmente
objeto de conocimiento teológico, sino que ante todo debe ser una realidad
vivida. El creyente, anteriormente a toda elaboración conceptual, puede tener
una experiencia connatural de la realidad de la I.» (PABLO vi, enc. Ecclesiam
suam) .

Para nuestra inteligencia de la I. la palabra de Dios nos ofrece toda una serie de
conceptos e imágenes. Tras un período de articulación demasiado unilateral y
exclusiva de la realidad de la I. con ayuda de una terminología abstracta y
técnica, el Vaticano Ii ha contribuido a la recuperación de las imágenes bíblicas
en las que se revela el misterio de la I.: cuerpo de Cristo, esposa, templo,
ciudad, viña, reino de Dios, casa, grey. Todas estas imágenes expresan
realidades colectivas, que con su progresiva actualización en la historia
(mediante la participación de todos y de algunos en especial por su puesto y
responsabilidad) descubren la naturaleza de la I. (Y. Congar).

En primer lugar hemos de determinar los conceptos e imágenes principales a


base de los cuales se edifica el tratado eclesiológico, y por cierto mediante un
análisis crítico de estos conceptos.
a) La Iglesia como misterio y sacramento de la salvación

Según Ef 3, 4 y 3, 10 la I. es el «misterio de Cristo», porque en ella se realiza el


designio eterno del Padre, que toma su principio en el suceso de la cruz, abarca
en la unidad de la I. la humanidad entera (judíos y gentiles), y la lleva a la
consumación del Dios «todo en todo» (1 Cor 15, 28). La idea de misterio,
tomada de la apocalíptica judía (Dan 2, 18s), designa el acto por el que Dios, en
la revelación histórica de Jesucristo, da testimonio ante la humanidad de su
amor eterno y se le comunica a sí mismo, para hacerla entrar en su gloria. Eso
sucede en la «palabra», en cuanto ésta es la forma plena de la revelación y la
realización del «misterio» escondido en Dios desde la eternidad (Col 1, 16; Ef 3,
3-9; 1 Cor 2, 6-10).

Este misterio incluye la realidad de la -> encarnación (mediadora de la


salvación), que se continúa en la I. por la predicación de la palabra y por los
sacramentos, pues la obra salvífica de Cristo llega a su consumación en la I. (Ef
2, 13-16; 5, 25ss; Col 1, 20ss), en cuanto ésta une en sí la humanidad entera.

La eclesiología entiende, pues, la I. en función de las procesiones divinas


(Lumen gentium, n ° 1, 14; Ad gentes, n ° 2-5). Y así el concepto de I. como
sacramento de la salvación alcanza su más profunda significación dentro de la
perspectiva trinitaria: «La I. es en Cristo como el sacramento, es decir, el signo
e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de la humanidad»
(Lumen gentium, n° 1). O, más explícitamente, alcanza su significación más
profunda en una perspectiva que acentúa la función de la -a resurrección de
Jesús y la del Espíritu Santo en la constitución de la I.: «Cristo, levantado en
alto sobre la tierra, atrajo hacia sí a todos los hombres (cf. Jn 12, 32);
resucitado de entre los muertos (cf. Rom 6, 9), envió a su Espíritu vivificador
sobre sus discípulos y por él constituyó a su cuerpo que es la I., como
sacramento universal de salvación; estando sentado a la diestra del Padre, sin
cesar actúa en el mundo para conducir a los hombres a su I. y por ella unirlos a
sí más estrechamente» (Lumen gentium, n° 48; Ad gentes, n° 2, 5; Gaudium et
spes, n° 45).

Como «lugar universal de los sacramentos cristianos» o «sacramento de los


sacramentos» (TeaeTwv TeXETd. Ps. DIONIsIo, Hier. eccl. III: PG 3, 424 C), la
I. es el sacramento de Jesucristo, como éste mismo es en su humanidad el
sacramento de Dios, según la fórmula de Agustín: Non est enim aliud Dei
mysterium, nisi Christus (PL 38, 845). La visión sacramental de la I. significa un
retorno al originario sentido genérico de la palabra «sacramento»; equivale a
una concepción de la I. en la línea de la economía salvífica, en función del
sacramento por antonomasia, que es la humanidad de Jesucristo como origen y
soporte de todos los demás sacramentos. La I. es por tanto aquella comunidad
en la que, por la operación del Espíritu Santo, se hace presente Jesucristo, el
crucificado y resucitado, con su misterio pascual de la salvación y de cara al
futuro del mundo. La I., llamada «a revelar el misterio del Señor» ante el
mundo (Lumen gentium, nº. 8), es palabra y signo para el mundo entero.
Puesto que está llamada a hacer presente en el mundo a través de l a
proclamación el misterio de Cristo en el Espíritu Santo, la I. en toda su
estructura se halla absolutamente subordinada al misterio de Cristo. La
estructura visible y social de la I. es, por tanto, solamente signo e instrumento
de la operación de Jesucristo en el Espíritu Santo. Según los grandes teólogos
de la edad media (TOMÁS DE AQUINO, ST I-ri q. 106 a. 1), lo que constituye la
I. a manera de principio es el Espíritu Santo en los corazones, y todo lo demás
(-> jerarquía, -> magisterio, -> potestades de la I.) está a servicio de esta
transformación interna.

Pero lo dicho no quita importancia a lo social e institucional, ni lo relega a un


campo meramente relativo. Acentúa solamente que, para entender la
peculiaridad de la I. como signo, primariamente hay que ver en ella su verdad
espiritual. En y por sí misma, la I. no tiene ninguna consistencia; recibe toda su
realidad de la relación a Cristo, en quien, por quien y para quien ella es signo.
Está totalmente referida a su realidad espiritual, cuyo signo es, a saber: el
Cristo entero, la cabeza y los miembros en el Espíritu Santo. Hallándose
vinculada constantemente a la acción salvífica de Jesucristo por su gracia, la I.
es en el Espíritu Santo el lugar de la revelación visible del Señor. Por tanto, sólo
es ella misma en su verdad como signo cuando, distanciándose de sí misma, se
realiza en el Espíritu Santo hacia Cristo.

La I. se entiende a sí misma como misterio y sacramento haciendo una


referencia constante a la Trinidad, su origen. Es el pueblo «mesiánico» de Dios
(Lumen gentium, n° 9), formado por aquel pueblo disperso, imperfecto y
potencial de Dios que es la humanidad entera, la cual, hallándose bajo la ->
voluntad salvífica (en -> salvación) de Dios y estando redimida por la sangre de
Cristo, se llena incesantemente de la fuerza operante de la gracia.

Esta visión mística y sacramental de la I. (que es la de la patrística y de la


teología medieval) muestra cómo toda eclesiología depende de su
fundamentación en el misterio de la Trinidad y a la vez de una inteligencia
teológicamente elaborada de la historia de la -> salvación.

b) La Iglesia como plenitud de Cristo y comunidad

La concepción sacramental de la I. sólo podría significar de hecho un peligro


cuando en ella se quisiera separar el signo y la realidad significada. El
considerarla solamente como signo y causa sería olvidar que la I. misma es la
realidad que ella hace presente y significa. Rectamente entendido, el concepto
de I. como misterio o sacramento incluye con necesidad las ideas de pleroma
Jristou y de comunidad.

La concepción de la I. se desprende de su meta: la conducción de todos los


hombres a la «plenitud de Dios» (Ef 3, 19).

En dependencia de Cristo, en quien se da la plenitud de la -a revelación y de la


comunicación de -> Dios mismo a la humanidad (Col 2, 9), la I. es pleroma de
Cristo, que lleva todas las cosas -bajo todas sus dimensiones - a la propia
consumación (Ef 1, 23), porque en ella se descubre y realiza el misterio de la
vida de Dios, que concede una participación en su amor. El significado del
concepto de pleroma es sobre todo de índole escatológica. La I. se entiende a sí
misma como la vida de la Trinidad difundida en la humanidad, la cual comienza
en el misterio de la encarnación, o bien como comunidad en el Espíritu Santo
(patrística; Tomás; Lumen gentium, n° 8).

Esta comunidad escatológica, una comunión de vida, amor y verdad (Lumen


gentium, n° 9), que el Espíritu Santo produce congregando la I. en la unidad
por la efusión del amor, se realiza bajo la forma de una comunidad sacramental.
El NT describe la I. bajo las siguientes ideas: comunidad (Act 2, 42), fe
concorde, participación en la eucaristía y en la misma oración, comunión en la
jerarquía (Gál 2, 9), servicio a los pobres y cuidado de ellos (2 Cor 9, 13).

c) La Iglesia como cuerpo de Cristo

En Pablo el término soma Jristou sólo adquiere su significación en relación con


los conceptos mysterium y pleroma. Los padres del Vaticano i evitaron el uso
del concepto «cuerpo de Cristo», pues lo entendían solamente como una
metáfora vaga. Los padres del Vaticano ii le concedieron un importante puesto
eclesiológico en unión con otras imágenes bíblicas. En las encíclicas Satis
cognítum y sobre todo Mystici corporis la idea del cuerpo de Cristo experimentó
una amplia evolución ulterior.

El concepto soma Jristou designa en Pablo el ser concreto del Señor, el cuerpo
del Cristo muerto y resucitado como principio de una nueva creación.

Y cuando el apóstol aplica el concepto de «cuerpo de Cristo» a la I., entiende


bajo tal expresión aquel cuerpo que, en el Espíritu y a través de los
sacramentos, especialmente a través de la eucaristía, constituye la comunidad
de los creyentes. Por eso la unidad que ellos constituyen no resulta de su propia
acción, pues es una ordenación divina y se funda esencialmente en la unidad del
cuerpo del Señor.

La I. es, pues, cuerpo de Cristo porque ella está fundada en la comunidad de la


fe testimoniada en el bautismo (congregatio fidelium) y se continúa en la
comunión del mismo pan eucarístico, que une a los creyentes con el cuerpo
resucitado del Señor. La unidad eclesiástica es absolutamente originaria, es
espiritual y visible (incluye el cuerpo mismo) y da un claro testimonio de la
unión entre eucaristía e I. Por eso la realidad escatológica de la I. se hace
aprehensible en la incorporación a Cristo, que es el Señor de su cuerpo y, en el
Espíritu Santo, el principio vital de la unión orgánica del todo. La I. aparece
además como cuerpo visible, que en el Espíritu Santo está formado de hombres.
En los textos del concilio que hablan del cuerpo el acento está cargado con
razón sobre el Espíritu: «A sus hermanos, convocados de entre todas las
gentes, los constituyó místicamente como su cuerpo, comunicándoles su
Espíritu» (Lumen gentium, n .o 7, 48; Orientalium Ecclesiarum, n° 2). La hora
natal de la I. es efectivamente pentecostés: «Así los apóstoles fueron el núcleo
del nuevo Israel y a la vez el origen de la sagrada jerarquía» (Ad gentes, n° 5).
Por tanto, el fundamento de la I. en cuanto comunidad y también en cuanto
institución es el Espíritu. Esta tesis presupone un análisis de la relación entre ->
ministerio y carisma, entre institución y evento (-> oficios eclesiásticos).

Por la fuerza de los oficios y carismas instituidos por Cristo, la I., en su


peregrinación (Ef 4, 11-16), aspira a la perfecta unidad espiritual en el Cristo
escatológico. La L, que es en igual medida comunidad en Cristo e institución,
tiene los medios para completar la edificación en sí misma.

El ministerio, encomendado a la I. como un don, es constitutivo para ella, pues


garantiza la predicación de la palabra y la celebración de la eucaristía, que
forman y hacen crecer el cuerpo de Cristo. El ministerio ha de entenderse en la
línea de la misión sacramental de Cristo, en una perspectiva donde se acentúe
que la acción entera de la I. es una continuación de la obra de Cristo (cf. a este
respecto: -> sacramentos, -> liturgia, -> kerygma, -> palabra de Dios, ->
predicación, -> magisterio, -> papa, -> episcopado, -> sacerdocio, ->
diaconado, -> pueblo de Dios).

d) La Iglesia como pueblo de Dios

Los conceptos expuestos hasta ahora remiten a la idea de -> pueblo de Dios por
cuanto incluyen el plan salvífico. En principio la I. ha de entenderse desde el
misterio de Dios, pero igualmente ha de entenderse partiendo del proceso
histórico en que ella ha crecido. La I. es el pueblo de Dios que por el Espíritu se
ha hecho cuerpo de Cristo.

El concepto de «pueblo de Dios», que originariamente designa la unidad


nacional y religiosa de Israel (cf. Éx 6, 6b), la alianza que Dios ha pactado con
él (cf. Lev 26, 9-12), transmitió al NT la conciencia escatológica de la I. Así
significa la continuidad de la I. con el pueblo de la antigua alianza, y resalta
además (particularmente en contextos litúrgicos) que la I. es una comu nidad en
crecimiento, una realidad histórica y caracterizada por la debilidad de sus
miembros, que necesita incesantemente de la misericordia divina. Pero este
concepto tiene un grave inconveniente, a saber: sólo expresa los rasgos
comunes entre el pueblo de la antigua alianza y el de la nueva alianza, pero sin
indicar directamente su convergencia en Cristo. Puede, ciertamente, ofrecer una
excelente caracterización de la I. y, por su radicación histórica y concreta,
preservar de su petrificación a un concepto demasiado abstracto de cuerpo de
Cristo, mas para definir la I. ha de ser completado con la idea de cuerpo de
Cristo.

La I. (ékklesía, término con que los LXX traducen gáhäl) originariamente se


entendió a sí misma tan sólo desde el concepto fundamental de «pueblo de
Dios», y así se concibió como la reunión de los congregados por la palabra de
Dios, que le da su forma, se hace oír en ella y funda la alianza sellada en el don
sacrificial del sacrificio de la cruz (cf. el anuncio de la ley sinaítica, Éx l9ss; la
promulgación del Deuteronomio, 2 Re 23; el retorno de la cautividad, Neh 8ss).

Esta convocatio pone al pueblo de Dios en el orden de la elección, que se realiza


en una progresiva segregación: distanciamiento frente a Egipto y los pueblos
cananeos; formación de un «resto» creyente (Am 5, 15; Is 4, 2-3 y 11-16; Jer
23, 3; Ez 9, 8 y 11, 13); y, finalmente, una última reducción al único siervo de
Dios, al que está encomendada la unificación escatológica de todos los pueblos.

Estando prefigurada en los doce, congregados en torno al siervo paciente de


Dios como el pequeño resto que ha de extenderse a todo el mundo, la I. tiene
su origen como pueblo de Dios de la alianza nueva y eterna en la muerte de
Jesús y en la experiencia del Pneuma el día de pentecostés. Subsiste por la
predicación del evangelio, por el bautismo y la fe, en unidad y comunión con el
Cristo muerto y resucitado (1 Cor 10, 16s; Col 3, 11; Gál 3, 28), y en esperanza
de su retorno.

Así la I. naciente tiene conciencia de su unidad con Israel, cuya historia es


interpretada en la experiencia del Pneuma a la luz de los acontecimientos
fundamentales de la encarnación, la muerte y la resurrección de Jesucristo.
Según Ef 2, en adelante los gentiles en Jesucristo participan de la gracia y del
evangelio que estaban prometidos a Israel (cf. también Act 15, 8; 15, 24). Las
palabras de Pedro (1 Pe 2, 9): «Vosotros (los creyentes), sois el pueblo
adquirido por Dios» (cf. Éx 19, 6; 23, 22; aquí se habla a Israel en su unión
histórica y espiritual con Dios), transmiten el misterio de la pertenencia de la I.
al Dios de Israel en virtud de su «elección» en, por y para Jesucristo. La fe que
se expresa en el bautismo y la eucaristía es el signo decisivo de la pertenencia a
este pueblo, signo que recibe su autenticidad por el sello del Espíritu (cf.
miembros de la -~ Iglesia, voluntad salvífica de Dios [en -~ salvación] ).

Por tanto, en Cristo, que «en cuanto Hijo ha sido instituido como cabeza de la
casa de Dios» (Heb 3, 6; 1, 2), en el primogénito, que revela la fidelidad plena
de Dios a su pueblo, ha sido creado el pueblo uno de Dios, que en adelante es
portador y testigo de la revelación. En principio la teología de la I. como pueblo
de Dios tiene su fundamento en la cristología.

Este pueblo, gracias a su nueva creación en Cristo, es un pueblo libre. «La


situación de este pueblo está fundada en la dignidad y libertad de los hijos de
Dios, en cuyos corazones el Espíritu Santo habita como en un templo» (Lumen
gentium, n.<> 10); por eso él debe vivir en espíritu de libertad (2 Cor 3, 17)
como testigo de la esperanza escatológica. La gran tradición patrística y
escolástica (en particular ToMÁs DE AQuiNo, ST i-ii q. 106) resaltó
especialmente este punto.

Mas por sí solo, ese concepto de pueblo de Dios no es capaz de expresar


plenamente la realidad de la I. En el nuevo orden el pueblo de Dios tiene una
nueva relación cristológica y pneumatológica, que sólo queda expresada en la
idea de participación en el misterio y en el cuerpo de Cristo. «La I., que existe
como cuerpo misterioso de Cristo, es el pueblo neotestamentario de Dios
fundado por Jesucristo y ordenado jerárquicamente para fomentar el reino de
Dios y la salvación de los hombres» (Scrir us D iii/1, 48).

e) La Iglesia como sociedad

Como sabe ya la tradición (cf. Tods DE AQuiNo, Com. in Heb., cap. vira, lee. 3),
la idea de pueblo evoca espontáneamente los conceptos de sociedad y de reino
de Dios. Ante todo se requieren algunas anotaciones para mostrar los límites de
la aplicación del concepto de «sociedad» a la I. Lo más tarde desde el siglo xvi,
la -> eclesiología usa con predilección el concepto filosófico de sociedad como
«firme unión moral de varios hombres para un fin, que es conseguido con la
acción común». Esto significa que la I. es una societas perfecta, o sea,
autosuficiente e independiente, una sociedad jerárquicamente estructurada, una
sociedad sobrenatural por su origen y su fin.

Por otro lado, hasta cierto punto este concepto ha posibilitado el esclarecimiento
del carácter autónomo de la I. en el plano de sus relaciones con otras
sociedades. Ésta es una comunidad originaria, independientemente de todo
poder, raza y cultura; y tiene la consistencia de una sociedad terrena ( -
>derecho conónico, -> Iglesia y Estado). Pero a causa de una evolución
unilateral, que ha conducido a un formalismo en el significado de casi todos los
conceptos e imágenes con que la I. es descrita en la Escritura (exceptuados los
de pueblo de Dios y cuerpo místico, que a su vez son entendidos desde una
perspectiva sobre todo sociológica), este concepto ha obscurecido el carácter
específicamente cristiano del bien común, de la autoridad y de la obediencia, así
como las relaciones entre las comunidades y sus presidentes, entre la I. y la
sociedad civil, e igualmente la dimensión personal y la social de la comunidad
cristiana. Ha fomentado una consideración estática de la I. como institución,
llevando prácticamente a la pérdida de toda visión dinámica.

Sin embargo, la rehabilitación de las expresiones bíblicas no puede llevar a una


exclusión radical del concepto de sociedad, utilizado de diversas maneras en
Lumen gentium. La I., presencia del misterio, aparece en forma de una
corporación social; es una sociedad concreta erigida sobre un fundamento
divino. Para mostrar la unidad de los diversos temas eclesiológicos antes
indicados, habría que resaltar el carácter análogo del concepto de sociedad. Y
así el pueblo de Dios, el cuerpo de Cristo y el templo del Espíritu Santo deberían
definirse como sociedad (o comunidad) de la gracia de Cristo, como una
comunidad realmente sobrenatural y acuñada por Cristo, no sólo en su fin, sino
en toda su estructura. Como comunidad de hombres articulada y congregada
visiblemente, la I. posee un interno principio sobrenatural y divino de
ordenación, que la hace cuerpo de Cristo y le permite asumir estructuras
sociológicas en los múltiples estratos de su realidad, las cuales, sin embargo,
tienen un carácter sobrenatural.

f) Iglesia y reino de Dios

La I. celeste será una comunidad en la gloria; pero la ley propia de la I. en la


tierra, en virtud de su estructura sacramental, está caracterizada por la tensión
entre I. y -> reino de Dios. El NT muestra las relaciones existentes entre I. y
reino de Dios, pero no permite una identificación completa entre ambos.
Solamente después de la prueba y división del juicio, la I. pasará a ser la
perfecta comunidad divina del reino de Dios. El Vaticano ii ve en la I. el germen
y principio del reino de Dios (Lumen gentium, n.° 3, 5, 9).

En el curso de la historia los teólogos ora subrayaron el abismo que separa a la


I. del reino de Dios, ora resaltaron la coincidencia entre ambos. Esto resulta
fácilmente comprensible, pues la I. en su substancia es ya el reino de Dios, pero
lo es en su situación de «hallarse en camino», en la reconditez de la fe. La I. es
en cierto modo la escatología ya presente y realizada (Mc 1, 14; Act 2, 17; 2 Pe
1, 19), la realización anticipada, aunque imperfecta, del reino de Dios. Los
bienes del reino de Dios, que son los frutos del espíritu, se hallan cada uno y su
conjunto en posesión de la I., cierto que de una manera imperfecta, misteriosa,
pero realmente (Col 13, 2). Pero si el «reino de Dios» significa plenitud y
consumación, consecuentemente en la I. debe existir una conciencia
(incrementada cada día) de distancia frente a esa gloriosa consumación; lo cual
explica la creciente expectación con que ella se proyecta hacia el retorno de su
Señor. Esta tensión entre lo que ya ha llegado y lo que todavía ha de esperarse
caracteriza el ser de la I. y explica algunas de sus propiedades, especialmente
su faz de I. crucificada. La I. es el reino del siervo paciente de Dios: debe sufrir
como su Señor, para entrar en su gloria (cf. Lc 24, 26). Por eso la I. en este
mundo se halla en la lejanía, en una peregrinación (2 Cor 8, 6, etc.; cf. 1 Pe 2,
11).

Esta tensión entre reino de Dios e I., que está relacionada con su estructura
sacramental, puede entenderse también en función de la acción de Dios que
determina toda la historia de la salvación (Rom 8, 18-30).
Así, pues, todos los conceptos o imágenes que caracterizan la I. muestran su
carácter complementario. Todos deben entenderse en función del misterio de
Dios, que llama a los hombres a la comunidad de su Hijo. La constitución Lumen
gentium contiene una profundización teológica. A la luz de la revelación la I. es
vista aquí como comunidad en la unidad con Dios en Cristo, como sacramento
de la salvación, como pueblo de Dios, constituido a manera de cuerpo de Cristo
y templo del Espíritu Santo.

4. La Iglesia católica y las demás comunidades

La estructura sacramental de la I. funda el ecumenismo y la misión, la relación


entre la I. y el mundo, y la reforma eclesiástica.

De hecho todo cristiano agradece su cristianismo, por lo menos el bautismo, a


la mediación de una comunidad. Éste, junto con la fe bautismal, es el primer
elemento de la unidad visible entre los cristianos y la base de su búsqueda de
una unidad perfecta. Hay, pues, entre los cristianos (no sólo en el plano
individual, sino también en el comunitario) una visibilidad fundamental, que a la
vez es exigencia, motivo de esperanza y fermento de la unidad. Pues,
efectivamente, esa esfera visible es la participación común en la muerte y
resurrección, en el sacrificio y la victoria de Cristo, la vivificación común por el
Espíritu, la común filiación divina que quiere desarrollarse en la plenitud de la
unidad eucarística de la I. Las relaciones mutuas entre los cristianos están
determinadas por una cierta comunidad sacramental, sin duda imperfecta, pero
real (Unitatis redintegratio, número 3). Ahí se funda la preocupación común a
todos los cristianos por una amplia representación de ese signo de Cristo que es
la Iglesia.

Pero desde aquí se plantea también el problema de la relación de la I. a las


demás comunidades. Después de acentuar explícitamente la unidad de la I.
jerárquicamente articulada, por una parte, y el cuerpo místico, por otra, el
Concilio añade en el capítulo i de Lumen gentium: «Esta I., constituida y
ordenada en el mundo como una sociedad, está realizada (subsiste) en la I.
católica..., aunque puedan encontrarse fuera de ella muchos elementos de
santificación y de verdad que, como dones propios de la I. de Cristo, inducen
hacia la unidad católica» (nº. 8). La palabra subsistit sería mal interpretada si
se intentara concebirla en el sentido de un platonismo eclesiológico, como si,
antes o más allá de su realización empírica, la I. poseyera un «ser existente en
sí mismo» que nunca puede actualizarse plenamente en su aparición terrestre.
Cierto que la I. nunca es plenamente ella misma, y va inherente a su esencia un
movimiento hacia su realización completa, el cual debe ser aceptado y querido
para alcanzar esta plenitud. Pero el punto de partida para una concepción
teológica de la I. es necesariamente el Cristo resucitado, sometido a un
crecimiento histórico de su cuerpo, y no una universal esencia (hipostatizada)
de la I., con relación a la cual la realidad empírica fuera una mera participación.

En el texto antes aducido la I. católica expresa esencialmente la fe de que ella -


y sólo ella - realiza como comunidad la forma de la unidad visible que Dios
quiere para su I. Sin embargo, hagamos referencia a la diferencia entre dicho
texto final y la redacción anterior, que sonaba así: «Por eso, jurídicamente
(iure) sólo la I. católica es designada como I.» La expresión usada en la
redacción final tiene la ventaja de que resalta cómo hay una relación entre la I.
católica y los cristianos no católicos, no sólo en el aspecto individual, sino
también como grupos y comunidades creyentes, a través de los cuales esos
cristianos han recibido su fe y son santificados. La constitución Lumen gentium,
nº. 15 (que ha de compararse con Unitatis redintegratio, n° 3) dice más
exactamente: Los bienes espirituales fundamentales de la I. de Cristo no sólo se
dan en la I. católica. Se hallan también, si bien con grados diversos, en otras
comunidades cristianas, que así participan de algún modo en la realidad del
misterio de la I. Tal reconocimiento incluye la confirmación del carácter eclesial
de esas comunidades. Pero el nombre de I. en el sentido auténtico de I. parcial
(en cuanto, en este o aquel punto, el misterio de Cristo esta realizado, aunque
sólo de manera imperfecta), únicamente se les aplica por su posesión de las
estructuras jerárquicas esenciales (sacerdocio ministerial entendido en
continuidad con el peculiar oficio apostólico). En consonancia con esto se
distingue entre Iglesias y comunidades eclesiales, según que se conserve o que
falte allí el oficio sacerdotal del obispo.

Pero Unitatis redintegratio acentúa que la fuerza de los bienes existentes en las
otras Iglesias fluye desde la plenitud de gracia y erdad confiada a la I. católica
(n° 3), y que los hermanos separados (ya individualmente, ya en cuanto
comunidades e Iglesias) carecen de la unidad que Jesucristo quiso dar a cuantos
por él renacieron y han sido santificados, a fin de crear un único cuerpo para
una nueva vida (n° 3).

Por el conocimiento de los vínculos que la unen a otras comunidades, la I.


católica al mismo tiempo adquirirá una conciencia cada vez mayor de la
distancia entre la exigencia de Cristo y su realización concreta (n .o 4); de aquí
resulta la conciencia de la necesidad de su constante renovación. En este
sentido hay que entender el principio: Ecclesia semper reformanda (cf.
movimientos de -> reforma). También podríamos decir que la I. católica se
juzga a sí misma y enjuicia a las otras comunidades e Iglesias cristianas bajo la
luz de la realidad escatológica, indicada siempre por la propia estructura
sacramental, pero siempre superior a la propia realización empírica, que es
sometida a juicio por el mundo venidero.

5. Iglesia y misión

La estructura sacramental de la I. es la base de su misión. Las dos primeras


palabras de la constitución Lumen gentium (tomadas de Is 49, 6; cf. Lc 2, 32 y
Act 13, 47) caracterizan la I. como una I. misionera que, en virtud de su
sacramentalidad, ha recibido el encargo de realizar una misión salvífica en el
mundo. Esta conciencia clara de la I. sobre su propio y singular carácter
fundamenta la misión en su absoluta necesidad (Lumen gentium, n° 17; Ad
gentes, n° 2). Enviada por Dios a todos los pueblos, la I. debe ser «el
sacramento universal de la salvación». Ella se esfuerza por anunciar el
evangelio a todos los hombres (Ad gentes, introducción). La I. peregrinante es
«misionera» por esencia, pues debe su origen a la misión del Hijo y del Espíritu
(Ad gentes, n° 2). Con ello queda subrayada también la auténtica naturaleza de
la actividad misionera, que está orientada totalmente hacia la plenitud
escatológica. «La actividad misionera es nada más y nada menos que la
manifestación o epifanía del designio de Dios y su cumplimiento en el mundo y
en su historia, en la que Dios realiza abiertamente, por la misión, la historia de
la salvación» (Ad gentes, n° 9). La I. entera es misionera, pues, si bien el
encargo misional en el sentido estricto de la palabra fue dado a los apóstoles y
a sus sucesores, sin embargo toda la I. debe contribuir a su cumplimiento (Ad
gentes, n° 5; Lumen gentium, n° 17).

La misión de la I., que presupone una toma de conciencia de la naturaleza


sacramental del servicio (cf. Lumen gentium, cap. III), es el fundamento de las
misiones en el significado específico de la palabra. La perspectiva escatológica,
que determina la actividad misionera, regula las relaciones de la I. con los
hombres (a los que ha sido enviada) en un clima de respeto a su peculiaridad.
La I. afirma con insistencia que la aceptación de la fe presupone la plena
libertad religiosa. En cuanto, de esa manera, prepara una nueva modalidad en
sus relaciones con las comunidades cristianas y los Estados, confirma la
autenticidad del diálogo interconfesional como tarea de la I. Pero no se
conforma con esta confirmación general, ni se limita a mostrar su patrimonio
común con Israel (debido a la revelación divina), sino que resalta además sus
aspectos comunes con otras ->religiones no cristianas. Reconoce todos los
valores espirituales, morales y socioculturales de las religiones (Nostra aetate,
número 3), y afirma decididamente que una conversión al cristianismo no
implica una renuncia a la herencia religiosa y cultural de las mismas. En
armonía con la tradición entera, ve en ellas estadios previos del evangelio (Ad
gentes, n° 8). Pero esto no significa un reconocimiento de una economía
salvífica que transcurra paralelamente a Cristo, pues el Concilio declara
solemnemente que los hombres sólo en Cristo (presente para nosotros en su
cuerpo, la I.) han sido llamados a encontrar la plenitud de la vida divina. Toda
experiencia religiosa, en lo que tiene de auténtica, tiende a su estructura
fundamental querida por Dios, a su forma eclesial católica (Nostra aetate, n° 2).
La humanidad, que está ordenada toda ella a la salvación en Cristo, no es por
tanto extrafia a la I., sino que se halla ligada a ésta por muchos vínculos
(Lumen gentium, n° 14s).

6. Las relaciones entre Iglesia y mundo

También las relaciones entre -> Iglesia y mundo se fundan a la postre en el


carácter sacramental de la I. Todos los bienes que la I. en el tiempo de su
peregrinación puede comunicar a la familia humana se deben a que ella es el
sacramento universal de la salvación y, a la vez, representa y realiza el misterio
del amor de Dios a los hombres. Con creciente conciencia de su misión salvífica,
la I. ha reconocido que debe anunciar la salvación a una humanidad concreta,
social e histórica que se renueva en cada generación, a un mundo que está
transformándose totalmente; y ha reconocido también cómo ella misma ha de
aprender de la humanidad (Lumen gentium, nº. 11). Por eso, en nombre de la
libertad y dignidad humana aparece una nueva solidaridad de la I. con el
mundo: «La I. es a la vez signo y protección de la transcendencia de la persona
humana» (Gaudium et spes, n .o 76). Así el pueblo de Dios ha de aparecer ante
el mundo como la realización escatológica en germen de la ardiente aspiración a
la unidad, la paz, la justicia, la libertad y al amor que mueve a la humanidad
entera (Lumen gentium, n° 9).

Aquí se insinúa cómo la I. está obligada a tomar en serio las preguntas de la


humanidad, sus objeciones y dudas (-> ateísmo). Pero esto no obsta a que la
I., frente a tendencias que impiden el desarrollo del hombre, pronuncie su
condenación o su amonestación profética.
7. Los defectos de la Iglesia y la reforma eclesiástica

«Aunque la I., por la virtud del Espíritu Santo, se ha mantenido como esposa
fiel de su Señor y nunca ha cesado de ser signo de salvación en el mundo, sabe,
sin embargo, muy bien que no siempre, a lo largo de su prolongada historia,
fueron todos sus miembros, clérigos o laicos, fieles al espíritu de Dios»
(Gaudium et spes, n .O 43). Este texto asume una afirmación de Unitatis
redintegratio (n .o 4). Aquí aparece claramente que la auténtica base de la
reforma constante de la I. es su estructura sacramental. En aquélla se
desarrolla una lucha sin tregua por la fidelidad al Espíritu. «Cristo llama a la I.
peregrinante hacia una perenne reforma, de la que la I. misma, en cuanto
institución humana y terrena, tiene siempre necesidad» (ibid. n .o 6). El Concilio
expresa con suma claridad la conciencia de los defectos de la I. en el curso de la
historia. Por ejemplo, en el decreto sobre la libertad religiosa se hace alusión a
los comportamientos antievangélicos adoptados por la I. en diversas épocas
(Dignitatis humanae, n .o 12). En Gaudium et spes (no 19) leemos: «Por lo
cual, en esta génesis del ateísmo pueden tener parte no pequeña los propios
creyentes, en cuanto que, con el descuido de la educación religiosa, o con la
exposición inadecuada de la doctrina o incluso con los defectos de su vida
religiosa, moral y social, han velado más bien que revelado el genuino rostro de
Dios y de la religión.» Además, la declaración común (el 7-12-1965) de Pablo vi
y del patriarca Atenágoras sobre la excomunión de 1054 confirma en un acto
solemne el reconocimiento de los defectos históricos de la I.

La I., que alberga a pecadores en su propio seno, tiene necesidad por tanto de
una incesante renovación y purificación (cf. Lumen gentium, n° 8; el tema es
tratado nuevamente en Gaudium et spes, n.° 44 y en Unitatis redintegratio, n°
6), y en el encuentro con el mundo descubre sus propias contradicciones a la
redención en Cristo. La I. aprende de la historia humana, que la ayuda a
conocer mejor todas las riquezas de su fe. Pero la I., reconociendo sus
debilidades, sabe también cómo es signo eficaz del encuentro transformador
entre Dios y la humanidad y de la creación nueva de ésta en Cristo, recuerda
cómo debe reproducir la enajenación de Cristo, que se hizo pobre por los
hombres. La pobreza de la I. está fundada en su naturaleza sacramental, que la
refiere plenamente a Cristo en el Espíritu Santo.

Con este propósito constantemente renovado de fidelidad a Cristo y de servicio


al mundo, la I. experimenta su propio misterio. Y, a la luz de los
acontecimientos históricos, que despiertan en ella una nueva exigencia de vida
cristiana y la incitan a una inteligencia más profunda de la palabra de Dios,
conoce la hondura sin fondo del misterio. Asimismo, bajo la luz de la fe,
contempla con creciente amor la maravillosa dirección de Dios, que quiere
configurarla con la muerte y resurrección de su Señor.

8. Fuera de la Iglesia no hay salvación

La I. es para el mundo el signo eficaz y universal de salvación. Ningún hombre


puede salvarse sin la eficacia de ese signo.

Pero hemos de añadir que la operación invisible de la I. es inmensamente


superior a su acción visible. Como sacramento de la salvación la I. transmite
efectivamente de forma invisible lo que ella representa visiblemente: la
salvación de todos bajo todos los aspectos. Esto significa que también la
interpretación del axioma Extra ecclesiam nulla salus debe situarse en esa
perspectiva sacramental. En el curso de la historia el magisterio ha hecho dos
series de declaraciones aparentemente opuestas: una sobre la necesidad de
pertenecer a la I. para salvarse; y otro en que se rechaza la doctrina de quienes
afirman que la gracia reduce su operación a los límites visibles de la Iglesia.

a) La fórmula de Cipriano Extra ecclesiam nulla salus (De unitate ecclesiae, 6:


CSEL 3/1, 214s), asumida nuevamente en la profesión de fe que Inocencio iii
impuso a los valdenses (Dz 423 430), fue usada sin limitación alguna sobre todo
en la bula Unam sanctam de Bonifacio viii (Dz 468).

b) Pero de tanto en tanto hallamos declaraciones según las cuales la operación


de la gracia no se reduce a los límites visibles de la I. (cf. Dz 693 1379 1294;
sobre todo DS 3866 3872). Entre estas dos posiciones opuestas viene a mediar
la suposición de un «error de buena fe». Pío ix fue el primero que habló del
error invencible en la exposición del axioma mencionado (Singular¡ quadam). En
la misma línea se halla un capítulo del esquema De Ecclesia del Vaticano i.

Pero el texto interpretativo más importante es la carta del santo oficio al


arzobispo de Boston (DS 3866-3873). En primer lugar se resalta que «la
incorporación por el bautismo al cuerpo de Cristo, que es la I., constituye un
estricto mandato de Jesucristo» (DS 3867). «El Redentor no sólo ha mandado
que todos los hombres y pueblos se hagan miembros de la I., sino que también
ha dispuesto que ésta sea un medio de salvación sin el cual nadie puede entrar
en el reino de la gloria» (DS 3868). Pero la necesidad de la I. para la salvación
queda precisada más exactamente. No se trata de una necesidad de medio, o
sea, debida a la naturaleza interna de la cosa (que haría indispensable el uso
afectivo, real del instrumento, como sucede en el caso de la fe o del amor de
Dios, que son necesarios para la salvación), sino de una necesidad de precepto,
basada en una disposición positiva. En este caso, el fin para el que está
preceptuado el medio puede alcanzarse incluso cuando no es posible usarlo
efectivamente. Entonces el medio ha de substituirse -y esto basta- por el deseo
o el voto. «Para alcanzar la salvación eterna no siempre se requiere la
pertenencia efectiva (reapse) a la I. como miembro suyo; pero el hombre ha de
estar unido con la I. por lo menos mediante el deseo o el voto» (DS 3870; -
>bautismo de deseo).

En comparación con el esquema preparatorio del Vaticano i, que todavía


hablaba de una necesidad de medio, es evidente el progreso alcanzado en el
documento citado. El Vaticano ii, con una referencia explícita a dicho
documento, declara: «Pues los que inculpablemente desconocen el evangelio de
Cristo y su I., pero buscan con sinceridad a Dios y se esfuerzan bajo el influjo
de la gracia por cumplir eficazmente su voluntad, conocida por el dictamen de la
conciencia, pueden conseguir la salvación eterna» (Lumen gentium, n .o 15).

Brevemente, para salvarse, es necesario hacerse hijo de la I. por lo menos a


través de un acto implícito de fe y de un deseo de la salvación. El axioma «no
hay salvación fuera de la I.» no es sino una expresión de la verdad
eclesiológica: la I. es el sacramento de la salvación.

IV. Sobre la estructura jurídica de la Iglesia


1. Cuestiones generales sobre su fundamentación

Véase constitución de la -> Iglesia, -> derecho canónico, -> Codex Iuris
Canonici.

2. Acerca de la estructura jerárquica

Véase -> jerarquía, -> papa, -> episcopado, -> sacerdocio, -> potestades de la
I., -> jurisdicción.

NUEVAS DISPOSICIONES ECLESIÁSTICAS: Plo XII., enc. Mystici Corporis Christi


del 29-6-1943: AAS 35 (1943) 1943) 193-248; Vaticano II, Constitutio
dogmatica de Ecclesia: LThK Vat 1 137-359; Pablo VI., enc. Ecclesiam suam del
10-8-1964: AAS 56 (1964) 609-659.

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Briefen: Besinnung auf das NT (Fr 1964) 294-306; H. Mühlen, Una mystica
persona. Die Kirche als das Mysterium der Identitát des Heiligen Geistes in
Christus und den Christen. Eine Person in vielen Personen (1964, Pa 21967);
H. Opitz, Die Kirche und das Heil. Zur Frage cines evangelischen Verstándnisses
der Heilsnotwendigkeit der Kirche: Una Sancta 19 (1964) 125-145; H.
Rahner, Symbole der Kirche. Die Ekklesiologie der Váter (Sa 1964); J. Feiner,
Kirche und Heilsgeschichte: Rahner GW II 317-345; J. L. Witte, Zu den vier
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idem, El servicio y la pobreza en la Iglesia (Estela Ba); idem, Kirche und Welt:
Weltverst8ndnis im Glauben, bajo la dir. de J. B. Metz (Mz 1965) 102-126; E.
Schillebeeckx, Kirche und Welt. Zur Bedeutung von «Schema 13» des
Vaticanum II: ibid 127-142; idem, Iglesia y humanidad: Concilium n.° 1 (1965)
63-94; R. Guaral, Die Kirche des Herrn. Meditationen über Wesen und Auftrag
der Kirche (Wü 1965); Rahner II 9-98 99-118, III 109-124, VI 295-358
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Die Kirche ist anders. Alte Wahrheiten — neue Wege (Graz 1965); Theologische
Akademie, bajo la dir. de K. Rahner - O. Semmelroth, I (F 1965), III (1966);
Baraúna; Y. Congar, Santa Iglesia (Estela Ba 1966); J. Giblet (dir.), Vom
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Gerken, Christ u. Kirche im Umbruch der Gegenwart (D 1966); J.
Ratzinger, Weltoffene Kirche: Umkehr und Erneuerung. Kirche nach dem
Konzil, bajo la dir. de Th. Filthaut (Mz 1966) 273-291; J. B. Metz, Kirche für die
Ungláubigen: ibid. 312-329; H. R. Schlette, Die Kirche auf dem Weg zu sich
selbst: Kirche unterwegs (Olten 1966) 30-41; G. Schille, Anfánge der K.
Erwagungen zur apostolischen Frühgeschichte (Mn 1966); H. Volk,
Emeuerung der Ekklesiologie als emeuertes Selbstverstándnis der Kirche u.
ihre ókumenische Bedeutung: Gesammelte Schriften II (Mz 1966) 101-130; Das
neue Volk Gottes. Introducción a la constitución dogmática sobre la Iglesia con
las colaboraciones de H. Fries, K. Rahner y otros, bajo la dir. de W. Sandfuchs
(Wü 1966); F. Holbóck - Th. Sartory y otros, El misterio de la Iglesia.
Fundamentos para una eclesiología, 2 vols. (Herder Ba 1966); E. Przywara,
Katholische Krise (D 1967); R. Adolfs, Wird die Kirche zum Grab Gottes? (Gran
1957); Volk Gottes. Zum KirchenverstBndnis der kath., ev. und anglikanischen
Theologie (homenaje a J. Hófer) (Fr 1967); J. Ch. Hampe (dir), Die Autoritgt der
Freiheit. Gegenwart des Konzils und Zukunft der Kirche im ókumenischen Disput
I-II (Mn 1967); Wahrheit und Verkündigung, 2 vols. (homenaje a M.
Schmaus) (Mn - Pa - W 1967); H. Küng, La Iglesia (Herder Ba 31970); Rahner
VIII 329-444 (Das neue Bild der Kirche und andere Aufsátze zur
Ekklesiologie); P. V. Dias, Vielfalt der Kirche in der Vielfalt der Jünger,
Zeugen und Diener (Fr 1968) (bibl.); G. Philips, La Iglesia y su misterio en el
concilio Vaticano II. Historia, texto y comentario de la constitución «Lumen Gen-
tium», 2 vols. (Herder Ba 1968 y 1969).

Marie-Joseph Le Guillou

IGLESIA, CONSTITUCIÓN DE LA

1. Iglesia católica

1. Introducción. Si se pretende hablar de una «constitución» de la I. católica,


considerada como una «sociedad perfecta», en el sentido de un derecho sacro,
habrá que recordar aquí las peculiaridades objetivas de semejante constitución
que ya han sido expuestas en esta obra de diferentes maneras. La -> Iglesia es
(también ¡y no sólo!) una realidad social, una sociedad jurídicamente
constituida, cuya dirección suprema está en manos del -> episcopado universal,
que tiene su cabeza en el -> papa de Roma con su poder primacial. Por ello el
papa no sólo es el representante y ejecutor de la voluntad colegial de los
restantes obispos, comisionado por el colegio mismo, sino que es su cabeza, de
modo que siempre actúa como tal (al igual que solamente es papa — y actúa
como tal — en cuanto cabeza de la Iglesia, y no como una realidad separada de
la Iglesia y opuesta a ella), y por cierto, con una autoridad y jurisdicción propia
que Cristo le ha dado y que se extiende también a cada uno de los obispos y a
toda la Iglesia (potestas iurisdictionis plena et universalis). Por lo que respecta a
la función de los individuos en la Iglesia, hay en ella una distinción de derecho
divino entre -> clero (-> jerarquía) y laicos; el clero mismo está escalonado
(tanto en lo referente a la potestad de orden otorgada sacramentalmente, como
en lo relativo a la potestad de jurisdicción): obispos, sacerdotes, diáconos; clero
con jurisdicción actual y clero sin ella (aun cuando ya el sacramento en cuanto
tal otorgue una base ontológica para la misma). Existen los dos poderes
fundamentales (potestas ordinis, potestas iurisdictionis), que no pueden existir
sin relación mutua ni tampoco identificarse plenamente (-> potestades de la
Iglesia). La I. se articula en partes territorialmente distintas (-> diócesis), que
no pueden, a pesar de lo dicho, considerarse simplemente como distritos
administrativos (del poder primacial del papa), sino que en sí mismas son
verdaderas «Iglesias». Estas Iglesias, por encargo de Cristo y no del papa,
están dirigidas por el obispo, y tienen su propio derecho, su propia tradición y
su función autónoma en el conjunto de la Iglesia universal. De acuerdo con su
naturaleza social, la I. tiene un derecho sacro,que en parte va inherente a su
esencia inmutable, y en parte es creado por ella misma (->. potestades de la
Iglesia, -> derecho canónico). Por medio de este derecho se crean en la Iglesia
instituciones, oficios y sectores nuevos, etc., que pertenecen a su naturaleza
concreta, a su configuración histórica y, en parte, a su constitución (en lo
relativo a las normas de su existencia y actuación). Objetivamente, se trata de
la c. de la I. en muchos otros artículos. Por tanto, aquí solamente nos
proponemos una reflexión teológica fundamental acerca de la c. de la I. La
cuestión goza de actualidad, pues hoy en día es general la exigencia de que una
sociedad amplia y duradera esté organizada jurídicamente, de que un Estado
sea un «Estado de derecho», organizado jurídicamente, con una constitución
escrita, y así pueda hacerse valer jurídica-mente también frente a otros poderes
esta-tales (separación de jurisdicciones, tribunal constitucional, etc.). En
nuestra «era democrática» surge, pues, una cuestión semejante con relación a
la Iglesia, ya que ésta se en-tiende a sí misma como «sociedad perfecta» y la -
> eclesiología católica no teme la analogía entre -a Iglesia y Estado (a pesar de
las radicales diferencias entre ambos).

2. Ante todo sorprende que en la Iglesia católica no exista una constitución


escrita propiamente dicha (de derecho divino, o humano, o de derecho divino y
humano a la vez). Existen artículos de fe (incluso definidos) acerca de la Iglesia
misma, pero no están compilados en el cuerpo de una constitución escrita. Y si
por primera vez existe algo así como una exposición compendiada de la
eclesiología católica en la Lumen gentium del Vaticano ii ( ¡aunque sin nuevas
definiciones!), tampoco esto es una constitución, puesto que la mayor parte de
los enunciados no son normas jurídicas y el documento conciliar contiene casi
exclusivamente afirmaciones tomadas de la revelación, sin entrar en el derecho
humano, que pertenece a la c. con-creta de la I. Por tanto, en lo que se refiere
a esta constitución concreta de la I., la Lumen gentium sólo presenta algo así
como los derechos fundamentales, las normas últimas de tipo jurídico
constitucional, un extenso preámbulo de constitución. Tampoco el CIC es una
constitución escrita, aun cuando con-tenga muchas normas de derecho
constitucional; corresponde, más bien, al derecho civil, al derecho penal y al
derecho administrativo de un Estado moderno. A esto se añade la imposibilidad
de establecer una distinción esencial, formal, entre los elementos constitutivos
iuris divini y las demás normas jurídicas de derecho igualmente divino, o entre
las normas constitucionales iuris humani y las otras normas de derecho
eclesiástico humano (relativas a su naturaleza formal: validez, mutabilidad,
instancias para un cambio, etc.), a diferencia de una constitución estatal
moderna (que tiene un valor y una dignidad superiores a las restantes leyes).

3. La razón de este hecho, sorprendente ante la complacencia de la I. romana


en las leyes, no estriba en último término en que el desarrollo jurídico no haya
progresado hasta ese punto por motivos históricos, ni en que la mentalidad de
la Iglesia haya frenado tal desarrollo (algo parecido ocurre en Inglaterra, donde
tampoco existe realmente una constitución escrita). La razón última estriba en
la esencia de la I. misma. En la I. lo jurídico no se puede distinguir de lo que
ella es en otros campos y de lo que hace en cuanto I.; en cambio, en una
sociedad profana y en un Estado es posible esa distinción. En definitiva esto
proviene, por una parte, del carácter religioso de la Iglesia y, por otra, de su
carácter sacramental y escatológico. El ius divinum, que forma el núcleo
fundamental de su «constitución», es la verdad religiosa revelada. Pero a ésta
pertenece (también en razón del ius divinum) no sólo lo que de ella se ha
formulado mediante una reflexión explícita en un determinado momento, sino
también y tan esencialmente lo que (transitoriamente o siempre) se ha captado
o vivido de forma implícita, y lo que históricamente sigue desarrollándose en la
conciencia creyente de la I. Ya sólo por esto resultaría problemática para la I.
una constitución escrita que limitara y fijara, y que excluyera lo no escrito de lo
jurídicamente válido (aun cuando hallamos cierta analogía en la constitución
estatal: la crítica viva de la constitución escrita en virtud de los derechos
fundamentales del hombre, que se consideran «metajurídícos»). Además, en la
I. no se pueden distinguir adecuadamente el -> «fuero interno» y el «fuero
externo» (p. ej., en el sacramento de la -> penitencia). Ya el hecho de que en
la eclesiología y en el derecho eclesiástico haya que recurrir a la creación de un
concepto (forum internum) en sí mismo paradójico, muestra el peculiar
entrelazamiento que se da en la I. entre lo que puede entenderse como jurídico
y lo que, en cuanto acontecimiento salvífico religioso en la esfera individual, no
puede ya incluirse adecuadamente en lo jurídico. Todos los sacramentos
significan justamente la unidad de lo institucional (como signos sociales eficaces
de la gracia, y por tanto jurídicamente regulados) y de la gracia misma, que
nunca es objeto de administración humana, pues (ya por la gracia eficaz que se
requiere para la -> disposición a una recepción fructuosa del sacramento)
depende siempre de la voluntad de Dios. La garantía suprema de la perpetuidad
de lo institucional, y toda «garantía» de que esto produce su efecto propio
(doctrina «infalible», colación fructuosa de los sacramentos, -> sucesión
apostólica permanente, etc.), estriba en la fuerza del Espíritu (no en lo social y
jurídico como tales), cuya victoria es objeto de fe y debe ser constantemente
objeto de esperanza. Así, pues, en la Iglesia toda constitución es
primordialmente una constitución de la I., siempre que ésta sea algo más que
una mera realidad jurídica en la dimensión de lo social propiamente dicho, al
igual que un sacramento sólo es tal (signo eficaz y fructuoso) cuando sobrepuja
la dimensión del signo (con eficacia jurídica de tipo social), o sea, cuando es
gracia. El Espíritu de la I. no pertenece a la constitución, aunque sin él esta
constitución dejaría de ser ella misma. En cuanto el Espíritu pertenece a la
esencia de la I. (al igual que la «gracia increada» pertenece al hombre
justificado), es en ella en cuanto tal un principio crítico (un dinamismo que
empuja al ulterior desarrollo de su constitución y a una crítica siempre renovada
frente a la aplicación concreta de esa «constitución», que permanece siempre
por debajo de su cometido). En cuanto la Iglesia se sabe peregrina hacia el
reino de Dios, su constitución con ministerios y sacramentos es una de las cosas
que pertenece a la forma de «eón», del que ella participa todavía. La I. sabe
que su constitución sólo tiene validez en el tiempo de este mundo, e incluso
anhela el fin de la misma con la añoranza de su impaciencia «escatológica» (cf.
Lumen gentium, n .o 48).

El hecho de que en la I. no exista una constitución escrita, perfectamente


definida y acabada, que se baste por sí sola, es expresión de que ella no vive de
la letra, sino que (en tanto la letra es cuerpo del espíritu, del orden, de la
libertad frente a la arbitrariedad, y de la encarnación histórica) vive del Espíritu,
es expresión de que la I. no es ley sino evangelio.

4. Por otra parte esta constitución «escrita» y «no escrita» de la I. no es


puramente algo así como una necesidad cívica, en cuanto que los hombres
quieren asociarse incluso en sus «necesidades religiosas», cosa que no es
posible sin un «orden». Naturalmente el carácter social del hombre, como
elemento esencial en él y como confirmado y «consagrado» por la encarnación,
es el fundamento último de que en la l. haya algo así como una constitución.
Pero el resultado de este fundamento, a saber la c. de la l., es justamente por
eso, de acuerdo con la voluntad de Dios y con el Cristo que se hizo carne e
historia, un elemento de la I. en cuanto tal. La fe es siempre ->fe de una
comunidad creyente bajo una decisión autoritativa; la gracia se concreta por su
esencia misma en sacramentos «necesarios para la salvación» (Dz 847, etc.); la
-> salvación acontece en la historia, en la -> alianza, en la -> Iglesia, cuya
corporeidad socialmente estructurada pertenece al acontecimiento de la gracia
misma, sin identificarse con ella.

5. La «constitución» de la I. concreta puede seguir evolucionando todavía hoy,


aun cuando no todo el -> derecho canónico que se modifica puede contarse
como c. de la I. Mucho de lo que actualmente se halla sometido todavía al
cambio de la historia puede considerarse como constitución concreta de la
Iglesia (iuris humani). La distinción entre la I. oriental y la latina y sus mutuas
relaciones; la coexistencia del derecho canónico oriental y del occidental; la s
tendencias de la l. latina a instaurar nuevamente (aun cuando por nuevos
caminos) las grandes Iglesias particulares que corresponden a las antiguas
Iglesias patriarcales del oriente; la tendencia a una más clara
institucionalización de los derechos y deberes de los laicos en la Iglesia; la más
clara institucionalización de la colaboración en la Iglesia entre el papa y el
colegio de los obispos; el deber de una internacionalización de la ->curia
romana; la mejor determinación de las relaciones entre el episcopado de un
país y el nuncio apostólico; la revitalización del principio sinodal en cada una de
las diócesis; la fijación jurídica de las conferencias episcopales; la revalorización
de la función e importancia de los «obispos auxiliares» y «coadjutores» (donde
son necesarios); la posibilidad de obispos con funciones supradiocesanas; la
rápida creación de un episcopado indígena en los territorios misionales, donde
se quiere constituir Iglesias particulares con los mismos derechos que las otras
y con su propio sello; ...éstos y otros ámbitos parecidos pertenecen de algún
modo a la dimensión de lo jurídico constitucional y muestran que la constitución
se está transformando históricamente. Pero como no existe en la I. una
constitución escrita bien delimitada, tal transformación no supone una
«revolución», o un «cambio de constitución», o una legislación que la
«modifique», ni exige un procedimiento distinto del seguido en las leyes
corrientes (iuris humani) de la Iglesia.

BIBLIOGRAFÍA: Cf. bibl. 14 Iglesia, w eclesiología. - E. R. v. Kienitz, Die Gestalt


der Kirche (F 1937); Pldchl2 I-III; H. Schlier, Die Zeit der Kirche. Exegetische
Aufsátze und Vortrdge (1955, Fr - Bas - W 31962); G. SShngen, Grundfragen
einer Rechtstheologie (Mn 1962); U. Valeske, Votum Ecclesiae, parte l: Das
Ringen um die Kirche in der neueren rómischkatholischen Theologie. Dargestellt
auf dem Hintergrund der evangelischen und ókumenischen Parallel-Entwicklung,
parte II: Interkonfessionelle ekklesiologische Bibliographie (Mn 1962); Feine
RG4; Y. M.-J. Congar, El episcopado y la Iglesia universal (Estela Ba 1966);
ídem, Santa Iglesia (Estela Ba 1966); HM; Rahner VIII 329-452 (Aufsdtze zur
Ekklesiologie); J. Neumann, Über die Notwendigkeit cines gesamtkirchlichen
Grundgesetzes: Theologie ¡in Wandel (Mn -Tr 1967) 415448. A. Gréa, La Iglesia
y su divina constitución (Herder Ba 1968).
Karl Rahner

II. Iglesias protestantes

1. Históricamente, la ordenación eclesiástica protestante más antigua fue la de


1528 para el ducado de Brunswick, que se había hecho luterano. Ordenaciones
semejantes para la liturgia, la enseñanza, la administración y el régimen
parroquial fueron dictadas hasta la mitad del siglo xvi por señores regionales o
magistrados civiles luteranos. Así sucedió también en los territorios calvinistas
durante la segunda mitad del siglo xvi, como Suiza y Países Bajos.
Correspondiendo a la transición de la autoridad episcopal diocesana a las
Iglesias nacionales de cada país, estas ordenaciones emanaron de los
representantes de la autoridad política, no de las Iglesias como corporaciones
autónomas, y menos todavía de las comunidades particulares.

2. A este respecto en el campo de la teología del derecho fue decisivo un triple


tema de la teología controversial: negación de la autoridad jurídica del -> papa,
eliminación del principio de la jerarquía en la ordenación eclesiástica, y renuncia
al sacramento del orden. Las tesis propias de la teología de la reforma, como la
doctrina del -> sacerdocio general y de la autonomía de la comunidad, apenas
hicieron sentir su efecto. Sólo actualmente se las reconoce, aun dentro de la
teología del derecho, como bases ecuménicas para la reforma de la ordenación
eclesiástica. Fue decisiva por de pronto la diferencia confesional y teológica
entre el luteranismo (-> Iglesias luteranas) y el calvinismo. La desviación de
estas tradiciones determinantes de la reforma protestante originó nuevas
formas jurídicas en el anglicanismo y las Iglesias libres que de él se escindieron.
Finalmente surgió una forma mixta de elementos constitucionales luteranos y
calvinistas en el curso del movimiento unionista de los siglos xIx y xx, que
desarrolló su modelo específico de constitución.

3. Todo esto motivó la multitud y variedad de constituciones y formas de


ordenaciones eclesiásticas dentro del protestantismo; pero explica también la
amplitud de la «unidad dialéctica en la variedad» dentro del ecumenismo
protestante: el «Consejo mundial de las Iglesias», fundado en 1948, que desde
entonces ha elaborado, por vía de ensayo, una constitución eclesiástica
ecuménica de estructura federativa.

4. Según los casos, hay constituciones de orientación más episcopal o más


sinodal; más ligadas al ministerio oficial o más a la forma de comunidad; con
formas más burocráticas y consistoriales o más centradas en la autonomía
presbiteral; más basadas en las tradiciones de las Iglesias regionales o en los
distintos aspectos de la vida de comunidad; con más hincapié en las
instituciones jurídicas o en un elemento pneumático de tipo congregacionalista;
finalmente, con un sello más confesionalista o más ecuménico. Tanto la
evolución histórica (con más de 400 años) de las Iglesias protestantes como su
madurez teológica y su difusión misional, en parte han contribuido a
incrementar institucionalmente y refinar estas estructuras del orden eclesial, y
en parte a la unión funcional en grandes alianzas de Iglesias.

5. La tendencia a agrupaciones ecuménicas regionales, jurídicamente


independientes, crece sin cesar. Las federaciones confesionales de Iglesias
(federación mundial luterana, federación mundial calvinista, Anglican
Communion y otras) han ganado así en importancia constitucional, como la ha
ganado también la organización ecuménica del «Consejo mundial de las
Iglesias». Sin embargo, estos movimientos no pueden llevar nunca a una Iglesia
universal protestante jurídicamente constituida, porque el ecumenismo no
católico se entiende a sí mismo como «unidad en la diversidad», como
federación de Iglesias que siguen autónomas en confesión (credo), doctrina y
constitución. Consiguientemente, la Constitución del Consejo mundial de las
Iglesias no significa una ordenación supraeclesiástica ni un orden de Iglesias
unidas. También la federación mundial luterana, de constitución episcopal, y la
federación mundial calvinista, de constitución sinodal, adoptan la forma federal,
descentralizada; y la adoptan sobre todo las organizaciones mundiales (de tipo
congregacionalista) de los metodistas y baptistas. Sin embargo, estas
organizaciones, lo mismo que las estructuras constitucionales de los «Consejos
nacionales cristianos» de África, Asia y América Latina, y el «Consejo de Asia
oriental», fundado en 1959, ofrecen modelos para una posible ordenación
conjunta de la I. protestante.

6. Bajo el aspecto de la teología confesional, el pensamiento relativo a la


constitución eclesiástica en el protestantismo se orienta por el tipo luterano de
ordenación y por el calvinista, si bien ambos tipos han experimentado
numerosas variaciones desde el siglo XVI.

a) La transformación a que somete Lutero la doctrina agustiniana de los dos


reinos y la separación que él establece entre «ley» y «evangelio», operaron ya
en la generación inmediata una espiritualización del derecho divino, por una
parte, y una secularización o desespiritualización del derecho natural, por otra;
de donde se siguió un fundamental repudio de la constitución eclesiástica
fundada en la Biblia, y, posteriormente, la negación del carácter espiritual del
derecho canónico y de su autonomía.

b) Calvino, consecuente con su doctrina de la absoluta soberanía de Dios y del


regnum Christi que ya actualmente está instaurado en el mundo, insistía en la
necesidad de una politia christiana. Reconocía la fuerza obligatoria de los
principios bíblicos para una c. de la I., y recalcaba la función kerygmática de la
«ley», así como la alianza divina en virtud de la elección. Partiendo de esta
«teología federal», la Iglesia calvinista desarrolló ya muy pronto un ius divinum
de la ordenación del culto, de los ministerios y de la vida eclesiástica. De modo
semejante Zuinglio enseñaba la unidad dialéctica de la ley y el evangelio (lex
est lux).

7. De esta fundamental diferencia en la teología confesional resultó no sólo una


concepción diversa de la naturaleza del derecho canónico por parte de los
luteranos y por parte de los calvinistas, sino también una forma muy distinta de
constitución en ambas Iglesias desde los orígenes hasta el siglo xix. Hoy, a la
verdad, hay Iglesias luteranas con un tipo constitucional marcadamente
calvinista .(sin episcopado, con un gobierno sinodal y con un presbiterio junto al
ministerio parroquial), p. ej., en los Estados Unidos; y, por otro lado, se hallan
también Iglesias calvinistas de tipo constitucional marcadamente luterano (con
episcopado, superintendencia y sistema consistorial en lugar del sinodal) en
muchas Younger Churches.

8. Sin embargo, la mayoría de las Iglesias luteranas muestran aun hoy día, a
diferencia de las calvinistas, una concepción específica del «triple oficio de
Cristo», si bien todas las Iglesias nacidas de la reforma protestante desde el
siglo xvi atestiguan con toda claridad (aunque en forma más o menos marcada)
en sus escritos simbólicos el magisterio, el sacerdocio y el oficio pastoral.

a) La ordenación eclesiástica luterana sólo conoce, en principio, un oficio o


ministerio. El «magisterio» se incluye en el oficio parroquial (predicación
pública); sólo las Iglesias regionales, no las comunidades, son en principio
competentes para tomar decisiones doctrínales. El «sacerdocio», con carácter
institucional, es de derecho divino, pues se remonta a la voluntad de Cristo; sus
representantes, consiguientemente, sólo son disciplinariamente responsables
ante la Iglesia, no ante la comunidad particular. El oficio parroquial (la
predicación pública) está dotado (limitando eclesiológicamente el teologúmeno
del sacerdocio universal) de autoridad espiritual, que se sigue de la ordenación
irrevocable. La suprema dirección espiritual debe estar constituida
episcopalmente, de acuerdo con la doctrina del oficio episcopal. El «ofició
pastoral», que se ordena localmente al ministerio parroquial, aparece enlazado
con el episcopado a nivel regional. Los laicos cooperan como miembros de
gremios directivos; pero, prácticamente, están excluidos del ejercicio del
ministerium Verbi divini. El «ministerio espiritual» sólo admite «auxiliares»
(lectores, cantores), pero no verdaderos socios o participantes; sus funciones
principales (la predicación y la administración de los sacramentos) en principio
no pueden ser ejercidas por los no ordenados.

b) La ordenación eclesiástica de las Iglesias reformadas (o calvinistas) conoce


en principio varios oficios, si bien, desde los comienzos, raras veces se hallan
plenamente desarrollados los cuatro oficios bíblicamente atestiguados (no
introducidos en todas las comunidades): párroco, diácono, ancianos y doctores;
por lo general falta el magisterio como elemento autónomamente organizado de
la constitución eclesiástica. El «magisterio», encarnado a menudo en teólogos
eminentes, como consecuencia de la disciplina eclesiástica (que se exige -
incluso como disciplina doctrinal- en el calvinismo y fundamentalmente compete
a la comunidad) es valorado muy autoritativamente, aun cuando no haya
encontrado una forma jurídica en las leyes constitucionales. El «sacerdocio»
(oficio parroquial) no conoce en principio diferenciación alguna, ni se tiene por
superior a los otros oficios; en casos excepcionales puede ser ejercido por
cristianos no ordenados. La ordenación sólo tiene carácter simbólico y no funda
un «estado eclesiástico». El oficio parroquial es considerado como una
deputación de la comunidad. Consiguientemente, la dirección pastoral de la
Iglesia entera tampoco puede estar en manos de una jerarquía episcopal; sólo
puede ejercerse en forma de una organización colegial; y, en principio, compete
al colegio de ancianos de la comunidad local y a los órganos sinodales del
distrito (elegidos en número septenario). Los sínodos regionales se consideran a
sí mismos como «comunidades directivas» y están compuestos por párrocos y
laicos, formando éstos la mayoría.

9. Prácticamente, estos contrastes se equilibran poco a poco gracias a las


asociaciones ecuménicas y a la colaboración dentro del Consejo mundial de las
Iglesias, tanto más cuanto que sus fundamentos teológicos y jurídicos no son
tenidos ya como obligatorios, ni siquiera en la parte del pueblo creyente que
aún se mantiene consciente de su confesión y que hoy día se llama y se siente
en todo el mundo simplemente «evangélico». De lo dicho hemos de exceptuar
aquellos sectores eclesiásticos, relativamente escasos, que se han mantenido al
margen de las grandes conmociones históricas del siglo xx y así han conservado
sus prácticas tradicionales.

10. Las constituciones mixtas, como las que surgieron primero en las «Iglesias
unidas» de Alemania (Prusia [1817], Baden [18211, Hesse [18321) y
posteriormente (desde 1910) en Canadá, Estados Unidos, India y Japón, en
muchos casos han sustituido actualmente los modelos de constitución con matiz
puramente confesional incluso en los dominios originarios de la reforma
protestante. Dondequiera existe una «unión confesional» (y no meramente
«administrativa»), se requiere legítimamente este tipo aun en virtud de la
teología del derecho.

11. En las constituciones eclesiásticas más recientes, que se han liberado (en
Europa gracias sobre todo a las experiencias de la persecución de la Iglesia en
1933-45) de la imitación de modelos políticos (como el autoritario, el liberal-
constitucional y el democrático-parlamentario), desaparecen también otros
contrastes anticuados, como el de un orden «espiritual» y un orden «jurídico»
de la Iglesia. En todas partes se intenta, con promesa de éxito, fundar los
órganos de la Iglesia y sus funciones partiendo de la existencia creyente de la
misma.

Así los «oficios» no se entienden ya como instituciones burocráticas, sino como


servicios diaconales y misionales; y de acuerdo con esto reciben su constitución
jurídica.

12. En las constituciones eclesiásticas protestantes actualmente sobresalen más


los elementos de unión ecuménica que los de separación, aun con relación a la
Iglesia católica. Todos acentúan la vinculación y limitación por la sagrada
Escritura de ambos Testamentos según los LXX, por el texto original del NT y
por las traducciones que gozan de la aprobación eclesiástica.

Este «principio escriturístico» (frente al cual pasan a segundo término, como


factor constituyente, los otros teologúmenos del «triple sola»: el de la
justificación y el de la gracia; aunque sólo fuera por miras ecuménicas con
relación a la Iglesia oriental y a los anglicanos), ofrece la base para la
construcción del orden de todas las Iglesias protestantes según el principio de la
cristocracia fraternal, que luego, ecuménicamente, lleva a que la Iglesia se
entienda a sí misma como hermandad cristocrática. A una con la Iglesia
antigua, la Iglesia protestante se entiende a sí misma como una institución
indisoluble y siempre libre de Jesucristo. Por eso no se da una «salida» de ella
canónicamente válida, ni tampoco una «exclusión» legítima desde el punto de
vista de la teología del derecho.

BIBLIOGRAFIA: H. Liermann, Deutsches Evangelisches Kirchenrecht (St 1933);


K. Barth, Die Ordnung der Gemeinde (Mn 1955); H. S. Grundmann, Der
Lutherische Weltbund (Ktí 1957); EKL II 825-831; RGG3 111 1546-1549 1583-
1591; E. Wolf, Ordnung der Kirche (F 1960-61); LThKZ VI 277 ss.

Erick Wolf
IGLESIA, HISTORIA DE LA

I. Objeto

El objeto que describe la h. de la I. es la Iglesia en su pasado. Como religión


histórica revelada, el cristianismo deriva de la persona histórica y de la obra
salvífica del Dios-hombre, ->Jesucristo. No sólo tiene un comienzo en el espacio
y en el tiempo, sino que además en cuanto tal ->cristianismo originario
prosigue existiendo históricamente en la Iglesia. La historicidad pertenece a su
propia esencia; por consiguiente la Iglesia no sólo tiene una historia, sino que
es histórica en todo su desarrollo, pues se realiza en la historia y con la historia.
De aquí resulta que debe referirse necesariamente a la historia, si quiere
experimentar y realizar su auténtica esencia. En la h. de la I. como disciplina
científico-teológica el cristianismo conserva su origen y pasado como el
fundamento de su existencia que obliga en conciencia y en todo tiempo.

1. La esencia y con ella la tarea y el método de la h. de la 1. dependen


decisivamente del concepto de Iglesia y de la función que se le atribuye en el
marco de la -> historia universal y de la historia de la ->salvación. La
revelación cristiana del NT expresa lo que es la -> Iglesia no con definiciones
abstractas y atemporales, sino mediante imágenes (analogías). Así la Iglesia
aparece como pueblo de Dios, esposa de Cristo, casa de Dios, rebaño, familia,
comunión de los santos y nuevo Israel. La multitud de metáforas y aspectos
permite una consideración polifacética. Como se emplean preferentemente en
un sentido dinámico y no estático, es decir, aludiendo sobre todo a la edificación
de la casa, al cultivo del campo y al pastoreo del rebaño, etc., implican la
posibilidad de evoluciones y modificaciones históricas, en el curso del tiempo, de
la idea que la Iglesia tiene de sí misma.

La interpretación teológica más profunda de la I. es la idea de cuerpo de Cristo


acuñada por Pablo. La Iglesia es cuerpo de Cristo (Col 1, 24), el organismo en
que los fieles mantienen una unión vital con él, la cabeza, siendo ellos los
miembros (1 Cor 12, 12ss; Rom 12, 4s). Pablo la llama simplemente «Cristo»;
pues en su experiencia de Damasco Cristo mismo se le reveló como aquel a
quien él perseguía en la Iglesia («Saulo, ¿por qué me persigues?» [Act 9, 4]).
La designa como «el misterio de Cristo» sin más (Ef 3, 4) y ve cumplido en ella
el eterno designio salvífico de Dios sobre toda la humanidad. La Iglesia continúa
la obra redentora de Cristo, que «reconcilió por la cruz en un solo cuerpo» (Ef 2,
16) a Dios y al hombre, y la lleva a su conclusión. Es el Cristo glorificado y
pneumático el que actúa en ella. Su Pneuma, el ->Espíritu Santo, es su principio
vital, por el que está llena de las fuerzas divinas (1 Cor 12, 3ss.13).

Es evidente que cada una de estas expresiones reviste un matiz histórico por su
aptitud para expresar el crecimiento de la vida eclesiástica, y sobre todo lo
reviste la imagen del cuerpo de Cristo. Ya Agustín designaba a la Iglesia como
el Cristo que sigue viviendo y como el Christus totus, que une en sí la cabeza y
los miembros. Ha sido J.A. Móhler quien más ha profundizado en esta idea y
mejor ha hablado de la encarnación continuada de Cristo en su Iglesia: «La
Iglesia es el Hijo de Dios que aparece constantemente en forma humana entre
los hombres, que se renueva sin cesar, que eternamente rejuvenece, es su
permanente encarnación» (Symbolik i, ed. por J.R. GEISELMANN [Kó 1958-61]
389). En la h. de la I. ve el desarrollo «del principio de vida y de luz comunicado
por Cristo a la humanidad, para unirla nuevamente con Dios y disponerla para
su glorificación» (Ges. Schri f ten u. Au f siitze, ed. por I. DÓLLINGER, II [Rb
1840] 273).

Si partimos, con razón, del misterio central del cristianismo, la encarnación, y


de la interpretación paulina de la Iglesia como el Cristo que continúa viviendo,
para la exposición de la historia eclesiástica, a renglón seguido hemos de tener
en cuenta que se falsearía el carácter simbólico, identificando a Cristo con la
Iglesia sin establecer algunas diferencias. Él es la cabeza, ella es su cuerpo.
Existiría el peligro de un «monofisismo eclesiológico» (H. Fries), caso de
eliminar la distinción y no mantener la distancia (no la separación) entre él y la
Iglesia como cuerpo suyo. El cuerpo y los miembros tienen otras funciones y
también una existencia distinta de la de la cabeza. Cristo es el Señor de su
Iglesia, ésta es su esposa, la madre que concibe a los fieles. La encarnación de
Cristo se entiende como una generación espiritual, por la que le nacen en la
Iglesia hijos creyentes, que esperan y aman, que le obedecen e imitan. No sólo
la encarnación, también su ordenamiento a la pasión, muerte y resurrección
determinan la vida y función de los miembros de este cuerpo (teología de la
cruz); Pablo exhorta a los fieles a tomar la vida, pasión y muerte de Cristo no
sólo como hechos objetivos, históricos, sino a realizarlos subjetivamente para
participar así de su gracia.

Como comunión de los santos, la Iglesia presenta una multiplicidad de oficios y


gracias (1 Cor 12) y posee una estructura que procede de Cristo y que es
preciso distinguir claramente (no separar) de la comunión personal.

A la estructura divina de la Iglesia pertenece aquello que Dios le ha dado para el


camino, a través de Cristo, para realizar la disposición salvífica divina entre la
humanidad; es decir, la -> palabra de la predicación y los -> sacramentos, el
encargo misional y la organización jerárquica fundamental (-> jerarquía). Esta
estructura es inmutable y participa de la perfección y santidad divinas. Con la
palabra, los sacramentos y los ministerios el Cristo presente en la Iglesia
produce directamente su gracia invisible por el Espíritu Santo. Esta acción
salvífica divina es estructuralmente suprahistórica en su constitución ontológica.
Pero al estar esencialmente referida a los hombres y hacerse visible en la
Iglesia, entra en la historia. Como figura visible de la gracia invisible la Iglesia
es el «sacramento originario» (O. Semmelroth). A toda actividad salvífica
sobrenatural que se realiza históricamente en nuestra vida bajo un signo visible,
la llamamos sacramental. La Iglesia es esencialmente ambas cosas: estructura
divina y signo visible; misterio de gracia que actúa invisiblemente y vida
histórica, humana.

Incluso esta estructura divina no es fija e inmóvil, sino que está ordenada a los
hombres. No obstante su identidad substancial y constante, experimenta un
verdadero desarrollo y evolución en la historia. Aun siendo un misterio de fe,
participa de la peculiaridad del proceso divino de revelación, que avanza bajo la
fuerza impulsora e informante del Espíritu Santo. Lo mismo que sucedió en el
AT, donde la palabra y la acción de Dios se realizaban en formas y
acontecimientos histórico-salvíficos, insertos en el pensamiento teológico de
cada época y adaptándose a las formas vivenciales condidonadas por el tiempo,
sucede también en el NT.

La salvación acontece como historia. La Iglesia, que tiene su origen en el


acontecimiento de Cristo, en la encarnación, en la muerte expiatoria y en la
resurrección, continúa directamente la historia vetero-testamentaria de la
salvación. Con la fundación de la Iglesia la historia de la salvación ha entrado en
su última fase, en el «tiempo de la Iglesia», que dura hasta la -> parusía. Como
«pueblo peregrinante de Dios» entre la encarnación y el retorno de Cristo, la
Iglesia dirige su mirada a la venida del reino de Dios, en el que se realizará y
manifestará la salvación.

En su consumación escatológica la salvación de la humanidad es un misterio de


fe que transciende absolutamente la historia y, en cuanto tal, no es un
elemento de ésta (->resurrección de la carne). Pero ya ahora se realiza
concretamente en la historia para aquellos hombres a los que Dios ofrece su
gracia. Dios realiza dentro de la historia lo que proyecta con la humanidad para
conducirla a la salvación, y «lo hace de manera que su intervención a favor del
hombre pueda reconocerse como algo divino. La acción salvífica de Dios es
historia, porque se manifiesta precisamente haciéndose historia» (H.
Schillebeeckx).

Por eso el concepto de Iglesia nos remite constantemente a la historia. Lo


histórico se hace más patente si atendemos a la imagen con que la Iglesia se
manifiesta. La h. de la I. sólo surge de la colaboración entre lo divino y lo
humano en la Iglesia a través de los tiempos, espacios y culturas.

El carácter peculiar de la revelación y la transcendencia del principio


encarnacionista de la Iglesia exigen de ella una encarnación en el hombre, al
que ha de anunciarse la salvación y en quien Cristo ha de renacer. Esta ->
acomodación no significa una relativización de la estructura divina, sino una
autorrealización progresiva de la Iglesia en orden a su meta escatológica. En el
curso del tiempo y en la confrontación con los diversos pueblos y culturas esa
autorrealización hace que se manifiesten nuevos aspectos de su naturaleza, en
la doctrina (evolución de los -> dogmas) y en el -> culto, en la predicación y en
la -> pastoral, en la constitución de la ->Iglesia y en su administración. La
asistencia del Espíritu Santo la preserva del error fundamental y asegura en
todos los tiempos su verdad y santidad substanciales. Pero esto no excluye que
en el plano humano puedan instalarse ciertos procesos defectuosos. La
revelación y la gracia no actúan violentamente, sino que presuponen una
auténtica colaboración humana. Como lugar del encuentro entre Dios y el
hombre, la Iglesia se halla en el campo de tensiones entre la santidad divina y
la debilidad humana. Es el escenario de la dramática lucha entre la salvación y
la condenación del hombre.

I/SANTA-PECADORA: Por su lado humano la Iglesia no presenta motivo alguno


para la jactancia y el orgullo; es más bien la penosa historia de un fracaso y
miseria constantes. Hasta en los supremos oficios e instituciones pueden
repercutir las faltas morales del individuo (Alejandro vi). La historia del
conocimiento de la verdad (evolución de los dogmas) muestra en primer plano
un confuso enfrentamiento de opiniones, hasta que finalmente bajo la asistencia
del Espíritu Santo se rechaza la herejía y la Iglesia puede encontrar y proclamar
la fórmula válida, el -> dogma. Mas también de esta historia se puede decir -en
cuanto historia de la búsqueda de la verdad y del progreso en la investigac ión
de las verdades de fe- que al mismo tiempo deja necesariamente de prestar su
atención a otros aspectos de la misma verdad. En otros sectores menos
importantes de la vida eclesiástica la historia ha revisado las falsas soluciones
condicionadas por el tiempo. «Lo más grandioso e impresionante en la h. de la
I. es que a pesar de los avances increíbles y a pesar de las muchas debilidades,
por las que ésta ha pasado, se ha mantenido fiel a su naturaleza, infalible en su
núcleo e indefectiblemente inmutable» (J. Lortz).

La Iglesia debe exclusivamente a la gracia el no haber sido sofocada por el


elemento humano. A este respecto su historia es realmente la prueba decisiva
de la gracia, que se hace eficaz en la debilidad (2 Cor 12, 9). Es Iglesia «santa»
no sólo a causa de la santidad de Dios que habita en ella, sino también porque
en todo tiempo produce santidad entre sus fieles y hace «santos». De manera
especial muestra su fuerza salvífica en las grandes figuras de los santos
(historia de los ->santos). Aun cuando no sea exclusivamente «Iglesia de los
santos» para unos pocos elegidos, sino más bien institución salvífica para todos
los necesitados de salvación, que han sido llamados por Dios, sin embargo, en
cuanto Iglesia «santa» tiene en sus «santos» la más hermosa realización de sí
misma. Mientras haya Iglesia en la tierra, debe haber y habrá «santos» en ella.
«En los santos Cristo camina a través de la historia y hace que brille entre
nosotros algo del resplandor de su paso por la tierra» (K. Rahner).

La realidad humana y el pecado que hay en la Iglesia desfiguran


constantemente la imagen de Cristo en ella. La culpa personal, los fallos
condicionados por el tiempo, los defectos y las deformaciones de varias clases
obscurecen su figura. El trato con el «mundo» y su desarrollo dinámico crean
peligros a los que no siempre escapa. En lugar de configurar su propia forma
como verdadera realidad cristomórfica y transfundirla en el espíritu de Cristo al
mundo y a la historia, acomodándose a los hombres y a las culturas, en lugar
de formar en su interior la imagen de Cristo, se «mundaniza» y se hace infiel a
su definición en un conformismo terreno. Siempre que se destruye en ella la
forma Christi, necesita de reforma, de un retorno a la conformidad con Cristo.
La imagen y el encargo de Cristo son en todo tiempo centro y punto de
orientación de su existencia. En este sentido la reforma pertenece a la esencia
de la Iglesia de Cristo: Ecclesia semper reformanda (movimientos de ->
reforma).

La llamada a la reforma resuena con una especial urgencia cuando amplios


sectores o estados enteros de la Iglesia se han hecho infieles a su vocación,
introduciendo en las instituciones eclesiásticas grandes deformaciones. Espíritus
poco críticos acostumbran entonces a hablar de decadencia y de alejamiento
fundamental de Cristo (teorías de decadencia); exigen el retorno a las
situaciones originales de la Iglesia y creen poder restaurar la pureza del ideal
por el hecho de copiar las formas de vida del cristianismo primitivo. A estas
tendencias arcaizantes les falta el auténtico sentido histórico. Niegan la
legitimidad de la evolución histórica y con la restauración anacrónica de
situaciones anteriores exigen no sólo algo imposible, sino algo que contradice a
la esencia de la Iglesia. La Iglesia, que según la voluntad de Dios debe estar
abierta a todos los hombres, a todos los tiempos y a todas las culturas, no se
puede identificar con ningún tiempo ni cultura, ni siquiera con la Iglesia
primitiva.

La verdadera reforma significa una reflexión que contempla a Cristo como la


forma original de la Iglesia y el cumplimiento de su misión salvadora, ligada a
su comienzo y obligatoria en todo tiempo. Es cierto que de la Iglesia antigua se
puede aprender cómo se vivió la verdadera conformidad con Cristo. Pero la
acomodación temporal de este ideal cristológico es una tarea que se le plantea
a cada época. En los santos brilla la imagen de Cristo. Por eso son los primeros
autorizados para exigir la reforma y llevarla a cabo. La reforma es cosa de los
santos.

La aparición de divisiones y herejías (historia de las -> herejías) parece que


pertenece también a la auténtica realidad de la Iglesia (1 Cor 11, 19), y nada
sería más falso que desfigurar desde el punto de vista moral la conducta de un
hereje, que proviene muchas veces de una búsqueda celosa de la verdad
salvífica. «Nadie puede crear una herejía si no tiene un espíritu ardiente y posee
dones de la naturaleza que han sido creados por el Artífice divino», dice
Jerónimo; y Agustín explica: «No creáis, hermanos, que las herejías pueden
provenir de cualquier alma pequeña. Sólo los grandes hombres han creado
herejías» (In Ps. 124). Sin embargo, estos padres previenen contra las herejías.
Pablo ve en ellas una terrible amenaza contra la salvación, no sólo para los
individuos, sino más todavía para la Iglesia, a la que el demonio quiere apartar
de sus fines escatológicos y de la verdad por medio de las herejías. Agustín las
designa como «heces de la Iglesia» («quos partim digessit Ecclesia, tamquam
stercora», Sermo V: Opera Omnia v [P. 1837] 42). La Iglesia debe superarlas,
para asegurar la salvación de sus hijos.

No menos peligrosa es la reducción mezquina de la fe con un sectarismo


encratista y riguroso (montanismo, tertulianismo, -> jansenismo, ->
integrismo). Nada perjudica a la Iglesia tanto como aquello que le confiere una
mentalidad estrecha.

2. La función de la h. de la I. como ciencia teológica viene dada con este


concepto de Iglesia. Esta disciplina ha de examinar con detalle lo que en la
historia ha revestido múltiples formas, analizarlo en su contenido esencial y
medirlo por el inalienable núcleo originario. La exposición de los orígenes de la
Iglesia y de su realización en la historia, por una parte, muestra su conexión e
identidad esencial con la institución de Jesucristo; y, por otra parte, sirve para
agudizar la conciencia de la Iglesia, suscitar una idea correcta de su historicidad
y entender mejor su propia naturaleza. Lo que es la Iglesia no sólo se entiende
a través de la teología sistemática (dogmática, teología fundamental), sino que
se nos descubre en el trasfondo de toda su historia, y sólo se revelará por
completo al final de los tiempos, en la parusía.

II. Tarea y método

La tarea y el método de la historia eclesiástica están determinados asimismo


por el concepto y la naturaleza de la Iglesia. Como el historiador eclesiástico
tiene que habérselas con un objeto visible-invisible, a la vez histórico y objeto
de fe, su pensamiento histórico debe ser tanto histórico como teológico. Este
pensamiento se realiza a posteriori, de fuera a dentro, pues primero establece
los hechos históricos, y luego analiza las conexiones históricas y examina su
sentido. Pero a la vez parte del supuesto teológico apriorístico de que, cuanto se
ha desarrollado en el ámbito histórico de los hechos comprobables, es la
revelación de la acción salvífica de Dios.

En cuanto ciencia histórica, la h. de la I. sigue estando orientada hacia la


investigación estrictamente científica de los hechos. La comprobación de los
hechos y fechas históricos es la primera exigencia y la ineludible condición
previa para una religión «histórica». Como «la Iglesia misma no es una idea,
sino un hecho» (H. Jedin), su historia no puede diluirse en una historia de ideas
o del espíritu. Es una «ciencia de los hechos y está encadenada a ellos, se
inclina ante los hechos y trata de infundir un respeto reverencial ante éstos»
(idem). Los hechos y las fechas constituyen el andamiaje; sin su conocimiento
exacto sería inseguro cualquier paso ulterior hacia una estructuración ideal y
hacia una evaluación teológica y espiritual. Las construcciones inconsistentes no
sirven, no llevan a un progreso de la ciencia. El historiador debe partir
constantemente de las fuentes y tomar en serio los hechos, incluso cuando
conducen a aparentes conflictos con la fe. Para su aclaración se sirve de todos
los medios y métodos de la investigación histórica profana. Sólo la exposición
objetiva, orientada hacia los hechos (pragmática), hace justicia a la dignidad y
santidad de la Iglesia. Ne audeat historia falsa dicere, ne audeat vera non dicere
(León xiii). La presentación optimista o deformada de los acontecimientos sería
una mala apología de la Iglesia. Sólo el problema de la verdad es decisivo.

Naturalmente, una descripción de la historia meramente positivista, que se


contenta con la enumeración y el amontonamiento de hechos y fechas, no
puede hacer justicia a una realidad histórica y menos todavía a una realidad
espiritual como la Iglesia. El objetivo de la investigación en el campo de la
historia eclesiástica debe ser la visión transcendente de los hechos, captar lo
permanente entre lo mutable y cambiante, y penetrar hasta la esencia misma
de la Iglesia. Sólo la síntesis confiere vida a la historia. En el espíritu ordenador
del historiador lo pasado se organiza y esclarece a base de determinados puntos
de vista. La Iglesia es un misterio de fe y en definitiva sólo se la puede
comprender en la fe. Del mismo modo sólo en la fe es posible la interpretación
de los hechos, así como la valoración de los movimientos o de los personajes
religiosos y de toda la vida interna de la Iglesia. El historiador incrédulo no
puede exponer ni captar genuinamente el fenómeno de la Iglesia en su
profundidad. En la interpretación y disposición de los hechos en un todo
ordenado el creyente ha de tener en cuenta la fe y el dogma, de manera que no
puedan surgir auténticas tensiones.

La h. de la I. es una ciencia de fe y, como tal, una parte de la ->teología. No


sólo recoge el concepto teológico de Iglesia, sino que plantea por sí misma sus
propias cuestiones histórico-teológicas sobre su objeto material, la Iglesia, y
trata de darles respuesta desde unos puntos de vista teológicos. Por
consiguiente, no se siente satisfecha con una descripción analítica de la imagen
de la Iglesia en los diferentes tiempos, pueblos y culturas, sino que penetra más
profundamente, interrogando por los presupuestos teológicos y tratando de
interpretar los acontecimientos desde la fe revelada.

Se ha lamentado que «nos falta todavía una auténtica teología de la historia y


de la historicidad de la Iglesia» (K. Rahner), aun cuando ya se han hecho
algunos buenos planteamientos y ensayos. Una -> teología convincente de la
historia debería empezar por esclarecer, en el plano de la -> eclesiología
dogmática, «cómo y por qué vive y se transforma históricamente la Iglesia, y
habría de exponer cómo un cristianismo que es siempre el mismo en su verdad,
derecho y realización religiosa tiene que representarse en formas siempre
nuevas, para así expresar la plenitud de Cristo mediante la totalidad de sus
tiempos» (idem).

Como conjunto, la h. de la I. sólo puede concebirse desde el punto de vista


histórico-teológico. Es una parte de la historia de la salvación. Plenamente
convencido de que el Espíritu Santo es la entelequia de la Iglesia, y la guía e
impulsa en la realización de su magna tarea de continuar entre los hombres la
obra salvífica de Cristo a través de los siglos, el historiador eclesiástico viene a
ser como teólogo «el intérprete de la actividad del Espíritu Santo en la tierra»
(J. Spórl); se ha llegado a calificar su disciplina como «ciencia auxiliar para el
conocimiento de Dios». Pero siempre es consciente de que, a diferencia del
sistemático, tiene -que partir de los datos de la vida, de las sobrias y
decepcionantes realidades de la historia. No practica la investigación
«dogmática» de la historia en el sentido de que quiera probar los principios e
ideas doctrinales de los sistemáticos partiendo de la historia; y rechaza
asimismo todo «pragmatismo» que busca en la h. de la I. ejemplos o
documentos y los utiliza para mostrar la invisible naturaleza divina de ésta. La
mirada del historiador va constantemente de fuera a dentro, desde abajo hacia
arriba. Ve las manchas y debilidades de la Iglesia peregrina, que sigue al Señor
por su camino doloroso. «La historia de la Iglesia es una teología de la cruz» (H.
Jedin). Así es como la historia de la Iglesia intenta servir a la visión que ésta
tiene de sí misma.

III. Historiografía eclesiástica

En la historiografía eclesiástica se refleja el cambio en la imagen de la Iglesia y


en la concepción que ésta ha tenido de sí misma a través del tiempo. Ya en el
NT aparece la relación original del cristianismo con la historia. Toda su
interpretación históricosalvífica de la historia universal rompe con la antigua
idea cíclica del eterno retorno, y la sustituye por el proceso rectilíneo (dirigido
por Dios) que arranca de la creación, pasa por la encarnación de Cristo y se
dirige hacia el juicio final. La encarnación del Logos en la «plenitud de los
tiempos» es a la vez el centro de la historia universal y el comienzo de un
período nuevo, el «tiempo de la Iglesia», que dura hasta la parusía.

Cuanto la joven cristiandad se supo más vinculada a la unicidad irrepetible del


acontecimiento de Cristo y al evangelio, tanto más exquisito fue su cuidado por
conservar en toda su pureza lo que los apóstoles habían transmitido como
testigos. La «tradición apostólica» vino a ser como el núcleo de la fe; para
asegurarlo y fijarlo se inició el proceso de formación del Canon (siglo ii). La
confección de listas de obispos de las comunidades apostólicas y el interés por
subrayar la -> sucesión apostólica (Hegesipo, Ireneo, Tertuliano) son testimonio
de la conciencia histórica del cristianismo primitivo. También el aspecto de la
historia universal y salvífica hizo pronto su aparición. Los cronógrafos (Teófilo
de Antioquía, + después de 180; Hipólito de Roma, +235; Sexto Julio Africano,
+ después de 240; Eusebio de Cesarea, + 339) se esforzaron por integrar el
cristianismo en el contexto de la historia universal y probar así su antigüedad y
carácter originario. Eusebio, «el padre de la h. de la I.», fue el primero en
sincronizar la cronología cristiana con la historia universal y con la historia de
los emperadores romanos. Vio ya una cierta conexión histórico-salvífica entre el
imperio romano y el origen y difusión del cristianismo. No sólo el AT, sino todo
el proceso histórico precristiano le pareció como una preparación de la venida
de Cristo. Con esta valoración positiva puso el fundamento de su posterior
«teología del imperio», que desarrollaría en su Vita Constantini.

El alto valor documental de la Historia de la Iglesia (hasta 324) de Eusebio, que


hoy está fuera de discusión, movió ya a los griegos Sócrates (+ hacia 450),
Sozomeno (+ después de 450) y Teodoreto de Ciro (+ después de 450) a
completarla y continuarla. Estos autores fueron traducidos al latín por Rufino de
Aquileya (403) y Epifanio (s. vi), en tanto que Casiodoro (hacia 490-583)
elaboraba con sus datos la Historia tripartita. Así es como esa obra histórica
llegó a conocimiento de occidente, hasta convertirse en manual de historia de la
Iglesia durante toda la edad media. También se continuaron las crónicas
(Jerónimo, Sulpicio Severo, Próspero de Aquitania, Casiodoro, Isidoro de
Sevilla), que tuvieron numerosas imitaciones en la edad media.

Fue Agustín (354-430) quien más influyó con su obra De civitate Dei (413-426)
en el concepto de historia. El fue también quien acuñó el concepto de Estado
cristiano. Rechazando abiertamente la forma de unidad religioso-política del
oriente, que Eusebio había fundamentado en su «teología del imperio», Agustín
estableció las relaciones entre -> «Iglesia y Estado» en forma dualista. En esto
como en tantas otras cosas, él pasó a ser el maestro de occidente. Cuando más
tarde Carlomagno, los emperadores otónicos y los salios le invocaron como
defensor de una nueva teología del imperio en occidente, desfiguraron su
pensamiento.

En 525 Dionisio el Exiguo (sobre 470-550) enumeró todas las fechas de la


historia romana desde la fundación de Roma tomando como punto de referencia
el nacimiento de Cristo, y así introdujo la «era cristiana» en el cómputo del
tiempo. Retrasó el nacimiento de Cristo 4 ó 5 años al situarlo en el 754 ab Urbe
condita, en lugar de situarlo en el 749, como hubiese sido lo correcto. Inició así
un error que hasta ahora no ha sido corregido.

La historiografía de la antigüedad cristiana consideró el curso de la historia de


acuerdo con tres esquemas histórico-salvíficos: a) las seis eras del mundo, en
analogía con los días de la obra de la creación, donde cada uno de los días del
mundo se contó como mil años (conforme al Sal 89 [90], 4; 2 Pe 3, 8). El
séptimo día, el sábado del mundo, debía traernos el «reino milenario» de reposo
y paz divina bajo el reinado de Cristo (Ap 20, 1-6). Este ->milenarismo fue
adoptando en cada caso fórmulas nuevas como un principio permanente de
interpretación de la historia; así en Cerinto, Papías, Justino, Ireneo, Sexto Julio,
Tertuliano e Hipólito (?), en los teólogos medievales Beda el Venerable,
Walafredo Strabón, Ruperto de Deutz, Ricardo de San Víctor y otros, hasta
llegar a Joaquín de Fiore (t 1202) y los espirituales franciscanos del siglo xiv.
Después de haberlo rechazado teológicamente Tomás de Aquino, pronto fue
condenado por la Iglesia y calificado de herejía bajo una determinada forma. Se
ha mantenido como expectación fanática en las sectas hasta los tiempos más
recientes (anabaptistas, hermanos bohemos, adventistas, mormones y testigos
de Jehová). b) El esquema de los cuatro imperios universales (el asirio-
babilónico, el persa, el macedónico de Alejandro Magno y el romano, según Dan
2, 36ss; 7, 3ss); al imperio romano convertido al cristianismo se le atribuía una
duración que llegaría hasta el fin del mundo, idea en la que insistió la edad
media. c) El triple esquema de Agustín: ante legem, sub lege, post legem, que
se modificó en la edad media (Otto de Freising: ante gratiam, tempore gratiae,
post praesentem vitam) Y también se entendió en sentido trinitario (Joaquín de
Fiore).

La edad media asumió el punto de vista histórico-salvífico. Es sorprendente la


transformación de la imagen de la Iglesia. La idea universal desaparece por
completo en los primeros tiempos de la edad media. El objeto de la descripción
es en primer lugar el pasado cristiano del propio pueblo, del monasterio o del
obispado. La -> hagiografía ocupa un extenso espacio. No se puede hablar de
una auténtica h. de la I.; falta el concepto de Iglesia. En su lugar el cronista o
analista ofrece una historiografía cristiana, que especialmente en el prólogo
queda anclada en la historia de la salvación. Y así se empalma con la concepción
histórica de la Iglesia imperial posconstantiniana. En la época carolingia y la
otónica la simbiosis entre lo profano o «temporal» y lo «espiritual» queda
expresada en el hecho de que el mundus viene sustituido simplemente por la
ecclesia. Carlomagno se llama a sí mismo Caput ecclesiae; Iglesia e imperio
coinciden. Este pensamiento unitario ha dejado constancia en las crónicas de los
primeros tiempos medievales.

Por primera vez la reforma monástica del s. xi vuelve a una visión de la Iglesia
en cuanto tal. Las manifestaciones coetáneas de decadencia (riqueza,
mundanización, feudalismo) se contrarrestan con los ideales de la Iglesia
primitiva, la imitación de Cristo y la vida apostólica. Se abre paso una nueva
visión que la Iglesia tiene de sí misma (Ordericus Vitalis, Juan de Salisbury). En
la historia de la salvación se emplea el esquema de los tres estadios, que se
interpreta en sentido trinitario. Ruperto de Deutz (jt 1129) lo divide en el
tiempo de la creación (Dios Padre), de la redención (Dios Hijo) y de la
santificación (Dios Espíritu Santo). Joaquín de Fiore forma con el AT y NT unas
tipologías de tres grados (ley, gracia, caridad; ciencia, sabiduría, plenitud de
conocimiento; esclavitud, servicio, libertad, etc.) y concluye que, a la era del
Padre en el AT y a la del Hijo en el NT, pronto seguirá la era del Espíritu Santo
en caridad y libertad. Predijo para 1260 el comienzo de la nueva Iglesia
«joánica» y espiritual en lugar de la actual Iglesia ministerial y «petrina».

Las crónicas medievales toman sus materiales de Eusebio y Jerónimo, cuyas


obras reelaboran especialmente con finalidad edificante (Regino de Prümm,
Hermannus Contractus, Sigebert de Gembloux). Por primera vez Otón de
Freising, el historiador más importante de la edad media, enlaza con Agustín. A
diferencia de las crónicas, de tono más personal, los anales son generalmente
anónimos y están escritos con un fin práctico. Una forma especial representan
las crónicas pontificias, que en el Liber Ponti f icalis encontraban el prototipo de
vidas yuxtapuestas. Existían en gran abundancia anales del imperio, de
obispados y de monasterios así como vidas de santos y de obispos.

Desde el año 1300 aproximadamente se va haciendo notar poco a poco, pero de


forma constante, una disolución de la conciencia medieval acerca de la Iglesia.
Las luchas entre el papado y el imperio, entre Bonifacio viii y Felipe el Hermoso,
el destierro de Aviñón (1309-78) y finalmente el gran -> cisma de occidente
(1378-1417) resquebrajan la confianza. La crítica de Joaquín de Fiore a la
Iglesia jerárquica, proseguida por los espirituales franciscanos, favorece la
«teoría de la decadencia», según la cual la Iglesia se ha ido hundiendo cada vez
más en el fracaso desde Constantino, y es necesario suplantarla por la «Iglesia
espiritual», pura, ideal, invisible.

Se inicia una viva reflexión teológica sobre la Iglesia. En violenta oposición a la


iglesia papal, Marsilio de Padua (J 1343) y Guillermo de Ockham (+ 1349)
desarrollan un nuevo concepto democrático de Iglesia, que pone al concilio por
encima del papa, por ser aquél el representante del pueblo cristiano. Una grave
crisis en torno a la constitución de la Iglesia fue provocada por el ->
«conciliarismo» en los concilios de Constanza (1414-18) y de Basilea (1431-37).
El papalismo, con un cariz cada vez más unilateral, representado por los
canonistas desde tiempos de Gregorio vii (Jacobo de Viterbo, Egidio Romano,
Álvaro Pelagio, Agustín Triunphus), entró con el cisma en un callejón sin salida.
La doctrina de la Iglesia se había convertido exclusivamente en un tratado de la
canonística. Esta versión jurídica de la reforma había de traer malas
consecuencias.

Gracias a su descubrimiento de las fuentes, los humanistas han ampliado por


vez primera el conocimiento de la historia y a la vez han fomentado la crítica (p.
ej., en lo relativo a la donación constantiniana, Nicolás de Cusa, Lorenzo Valla).
Las nuevas ediciones de los padres (Erasmo de Rotterdam) permitieron ver bajo
una luz nueva la imagen de la Iglesia primitiva y antigua. El clamor por la
reforma, que llenó todo el siglo xv se convirtió en una llamada de retorno a la
ecclesia primitiva. Lutero y los reformadores le confirieron una inmensa fuerza y
eficacia.

La -> reforma puso en tela de juicio todo lo que la Iglesia medieval había
edificado, y quiso remontarse a la Iglesia antigua. Buscaba en los tiempos
primitivos «testigos de la verdad» que pudieran apoyar su reforma. Flaccius
Illyricus (1520-75), en su Catalogus testium veritatis (1556) y en la Historia
ecclesiastica («Magdeburger Zenturien», 15591574), quiso demostrar de
acuerdo con las fuentes que no era el papado, sino únicamente el luteranismo el
que coincidía con la antigua Iglesia en la doctrina y disciplina. En 1588-1607
César Baronio (1538-1607) le opuso su obra histórica Annales ecclesiastici (12
tomos, hasta 1198), toda ella elaborada a partir de las fuentes. Abraham
Bzovius (+ 1637) la continuó hasta Pío v; Odorico Raynaldo (+ 1671) y Jacob
Laderchi (+ 1738) la corrigieron y completaron. Nacía un nuevo interés por la
historia eclesiástica.

Una vez que Melanchton (ya en 1520) introdujo en Wittenberg el estudio de la


h. de la I. en su reforma de la universidad, en 1538 ese estudio se convirtió en
disciplina propiamente dicha en Francfort del Oder y, poco después, también en
Helmstedt pasó a ser una asignatura obligatoria. Por parte católica, la crítica
reformadora incitaba a una investigación intensa de las fuentes, que condujo al
método histórico-crítico en el análisis de las fuentes y a la formación de las
disciplinas auxiliares (cronología, diplomática, paleografía, etc.). Ahora es
cuando por vez primera la h. de la I. se convierte en «ciencia». Los
«bolandistas» (Joh. Bolland [J 1665], Godofredo Henskens [J 1681], Daniel
Papebroch [J 1714] y otros jesuitas) iniciaron la monumental obra Acta
sanctorum, en 1643. Los maurinos (benedictinos de san Mauro en Francia) se
preocuparon de las ediciones críticas de los padres. Obras sorprendentes
llevaron a cabo Mabillon (estudio y ediciones de documentos, los Acta
sanctorum OSB, los Annales OSB), Marténe, S. y L. de Sainte-Marthe (Gallia
christiana, 1656), F. Ughelli (Italia sacra, 1644-62), L. Wadding (Annales ordinis
Minorum, 16251654), J. Quetif y J. Echard (Scriptores Ord. Praedicatorum,
1719-21), L.A. Muratori (Rerum italicarum scriptores, 1723-51), E. Flórez
(España sagrada, 1747-75), D. Farlati (Illyricum sacrum, 1751ss), M. Gerbert
de St. Blasien (Germania sacra, 1764ss). Monumentales son asimismo las
grandes colecciones de los concilios de la Collectio regia (37 volúmenes [
1644ss ] ), de J. Hardouin (12 volúmenes [1714-15]) y de G.D. Mansi (31
tomos [1759-981), así como las obras expositivas de L.S. Le Nain de Tillemont,
Alexander Natalis y C. Fleury. En su Discours sur l'histoire universelle (1681)
J.B. Bossuet intentó nuevamente ofrecer una visión conjunta de la historia bajo
la perspectiva histórico-salvífica.

Mientras tanto la -> ilustración, con su recusación fundamental de las bases


teológicas, trajo consigo la secularización de la historia eclesiástica. Es cierto
que también en los países católicos la h. de la I. era una materia ordinaria en
las universidades (el plan de estudios de María Teresa, 1752); pero el
emperador José II le señaló como función (instrucción de 1775) el «razonar»
acerca de la moralidad de los acontecimientos históricos. A ello le indujo el
deseo de encontrar una exposición de las relaciones entre Iglesia y Estado, a
ser posible en armonía con su propia concepción; por eso se debía saltar
rápidamente por encima de la «tenebrosa edad media».

Contra el pragmatismo ilustrado se alzaron la restauración católica del s. xix, el


ultramontanismo de Italia (M. Capellari, que más tarde sería Gregorio xvi) y el
tradicionalismo de Francia (J. de Maistre, Lamennais). También tuvo espíritu
restaurador la llamada neoescolástica (-> escolástica, G), tanto en su origen
como en su actitud fundamental. Su menosprecio de la historia fue resultado de
su punto de partida intelectual. La auténtica renovación del espíritu católico en
la h. de la I. partió de J.A. Mdhler (1796-1838) y de la escuela de ->Tubinga.

El auge de las ciencias históricas en el siglo xix dio también sus frutos en la h.
de la I. En Alemania, I. Dóllinger (1799-1890), C.J. Hefele (1809-93), F.X. Funk
y muchos otros elevaron con sus investigaciones críticas la h. de la 1. a un alto
nivel científico. Las obras monumentales Monumenta Germaniae historica
(desde 1819), Corpus scriptorum eccl. lat. (desde 1866) y Escritores cristianos
griegos de los tres primeros siglos (desde 1893) enriquecieron la base de las
fuentes. La apertura del archivo vaticano por León xiii (1884) dio nuevo impulso
a la investigación. Junto a los institutos históricos nacionales que surgieron en
Roma, fueron sobre todo H. Denifle, F. Ehrle y Luis de Pastor (t 1928), el autor
de la Historia de los papas, los creadores de obras sobresalientes. Los registros
franceses de los papas, los documentos pontificios de P.F. Kehr, las ediciones de
informes de los nuncios, y el Concilium Tridentinum de la Sociedad GSrres son
obras de alto valor por su contenido y su forma. Todas las ramas históricas se
aprovecharon de este impulso: la arqueología de la antigüedad cristiana
(investigación de las catacumbas por De Rossi y J. Wilpert); la h. de la I.
antigua (L. Duchesne, P. Batiffol, F.J. Dólger, Reallexikon jür Antike und
Christentum); la patrología (con A. v. Harnack, O. Bardenhewer), los
medievalistas (A. Hauck y otros), la historia de la reforma (con el Corpus Ref
ormatorum y la edición de Lutero de Weimar, con el Corpus Catholicorum y
numerosas investigaciones y exposiciones [J. Lortz, A. Herte, K. Holl] ). La
Histoire litteraire du sentiment religieux en France (12 tomos, 1916-36) de H.
Bremond fundó la historia de la espiritualidad en Francia.

La creciente especialización condujo al estudio independiente de determinadas


disciplinas particulares dentro de la h. de la I. (hagiografía, iconografía cristiana,
liturgia, historia de las misiones, historia de los dogmas, conocimiento religioso
del pueblo). Acerca de la masa de nuevas publicaciones que produce la
investigación informan numerosas revistas especializadas, sobre todo la «Revue
d'histoire ecclésiastique» de Lovaina (desde 1900).

Desde la segunda guerra mundial se nota una nueva orientación en la h. de la


I., que rechazando claramente el positivismo del siglo xix busca la orientación
eclesiológica y teológica de la historia. K. y H. Rahner, H.U. v. Balthasar, Y.
Congar, H. Lubac, J. Daniélou y otros han planteado nuevamente la cuestión de
la historicidad de la Iglesia a partir de su esencia, esforzándose por lograr una
teología de la historia. Una Iglesia que se experimenta a sí misma y se realiza
progresivamente en la historia, no puede considerar su pasado como una
posesión muerta. De acuerdo con esto, el esfuerzo uniforme de las modernas
exposiciones generales de la h. de la I. busca la comprensión e interpretación
teológica de los procesos ideológicos más allá de la mera presentación de los
hechos: J. LoRTZ, Geschichte der Kirche in ideengeschichtlicher Betracbtung, 2
t., Mr 211962; H. JEDIN, Manual de la historia de la Iglesia, Ba 1965 y ss; L.J.
ROGIER, R. AUBERT y otros, Nueva Historia de la Iglesia, Ma 1964 y ss; A.
FLIcHE-V. MARTIN, Histoire de l'Église, 24 t., P 1935ss; K. BIHLMEYERH.
TücHLE, Kirchengeschicbte, 3 - t., Pa 171961-62; L. HERTLING, Historia de la
Iglesia, Ba °1972. Esta visión más profunda favorece a la eclesiología y de ella
recibe su primer impulso.

IV. División en períodos y visión de conjunto

Una articulación en épocas es razonable y necesaria para poder tener una visión
panorámica de toda la historia eclesiástica; pero con frecuencia resulta
imposible porque cualquier principio de división se manifiesta insuficiente. La
corriente ininterrumpida de la historia no conoce cesuras. Las transformaciones
que se presentan nunca afectan al conjunto, sino siempre a determinados
sectores. Pero como la vida en su totalidad consta de muchas fuerzas
particulares y de diversas corrientes, tal vez convenga subrayar ciertos aspectos
parciales, si objetivamente han contribuido de manera decisiva a configurar la
imagen de conjunto.

Hasta el siglo xvii bastaba con los esquemas histórico-salvíficos. Por vez primera
el historiador protestante Cristoph Cellarius (1634-1707) introdujo en Halle el
esquema de las épocas (antigüedad, edad media y edad moderna) en la
historiografía. Humanistas y reformadores de los siglos xv y xvi acuñaron el
concepto de «edad media» en un sentido peyorativo, porque no veían en ella
más que corrupción del lenguaje y de la religión, y por eso querían enlazar de
nuevo con el «antiguo tiempo» clásico del puro estilo latino y del cristianismo
auténtico. Los ilustrados del siglo xviii pensaban todavía peor de la «tenebrosa»
edad media, período que comprende aproximadamente del 500 al 1500. Fueron
el romanticismo y la floreciente ciencia histórica del s. xix los primeros en
descubrir su verdadero valor y su contenido positivo gracias a una intensa
investigación del arte y de las fuentes. J.A. Mühler aplicó el esquema de los tres
períodos a la h. de la I. católica, el cual entonces domina toda la historiografía,
aun cuando el descontento por su insuficiencia objetiva se deja sentir en todas
partes. Hoy, en la era del pensamiento universal, ese esquema de división,
aplicado exclusivamente al occidente europeo, aparece doblemente defectuoso.

Pero es difícil encontrar algo que lo sustituya. Las interpretaciones filosóficas de


la historia (Hegel, Marx, historicismo y relativismo metafísico, existencialismo)
no pueden tomarse en consideración, pues son extrañas a la naturaleza de la
Iglesia; lo mismo digamos sobre la exclusiva visión político-geográfica de O.
Halecki (época mediterránea, europea y atlántica) o la doctrina de los ciclos
culturales de Spengler y Toynbee. Pero tampoco se puede derivar de la
naturaleza de la Iglesia una forzosa división en períodos, pues en ninguna parte
de la revelación bíblica se dice por qué grados y formas ha de realizarse el plan
salvífico divino; la acción interna y gratuita del Espíritu Santo no se puede medir
y determinar, aun cuando la conozcamos en sus efectos.

Sólo queda, pues, un esquema divisorio que pueda fundarse en la teología,


dentro del horizonte de -> Iglesia y mundo; y, más concretamente, en el modo
como la Iglesia ha cumplido su misión divina en este mundo. Se puede partir,
por ejemplo, de la difusión del cristianismo (historia de las misiones) y distinguir
dos grandes períodos: 1) la fase de su evolución desde Jerusalén, pasando por
el mundo romano-helenista (antigüedad), hasta llegar a la Iglesia occidental
(edad media) y, luego, desde la Iglesia regional (de hecho) del occidente hasta
la Iglesia universal (desde la era moderna hasta el presente); 2) la fase del
cristianismo global en una historia de la humanidad que empieza ahora por
primera vez (K. Rahner). Con esto se retendría para el primer período el viejo
esquema de tres épocas, que, sin embargo, debería mejorarse. Por ello es
preferible la división propuesta por H. Jedin en cuatro períodos: 1) la Iglesia en
el ámbito cultural helenista-romano (s. i-vii); 2) la Iglesia como base de la
comunidad de naciones cristianas de occidente (ca. 700-1300); 3) la disolución
del mundo cristiano occidental y el tránsito a la misión universal (1300-1750);
4) la Iglesia en la era industrial (siglos xix y xx). Esencial para la autonomía del
tercer período (1300 a 1750) es la comprobación de que la época de 1300 a
1500 ya no era «mediterránea» y de que la época de 1500 a 1750 no es todavía
«contemporánea»; tiene un marcado carácter de transición y se caracteriza por
una transformación de la conciencia eclesial y un deseo de reforma.

Siempre que una era llega a su fin, la Iglesia se siente llamada a desprenderse
del medio ambiente en que hasta entonces se había instalado y a abrirse a
nuevos pueblos y culturas. Por su misión divina no puede identificarse con
ninguna cultura, sino que ha de «acomodarse» al nuevo mundo para
asimilárselo, es decir, para hacer posible en él la encarnación de Cristo.
Semejantes transiciones, que las más de las veces se han llevado a cabo en
medio de graves sacudidas, siempre han modificado fuertemente la imagen de
la Iglesia: el cambio del cristianismo judío al cristianismo de los gentiles
(concilio de los apóstoles), el tránsito del mundo cultural helenista-romano a un
período de la historia occidental que se halla bajo la impronta germánica (entre
400 y 700), el paso de la cultura unitaria en religión y política durante la edad
media a la disolución de esa unidad en el Imperio y en la Iglesia (hacia 1300), y
la transición de la gran crisis debida a la revolución y secularización hasta el
presente (1800-1972). Evidentemente, hoy de nuevo llega a su fin una era y se
anuncia un nuevo comienzo.
1. La Iglesia en el círculo cultural helenistaromano (s. I-VII)

La primera parte, desde la fundación de la Iglesia hasta Constantino el Grande,


es especialmente decisiva como tiempo de fundamentación de la Iglesia. La
Iglesia primitiva y el «tiempo apostólico», es decir, la primera y la segunda
generación de cristianos vieron nacer los escritos neotestamentarios. Como
auténticos intérpretes de la voluntad de Jesús, los doce apóstoles, «testigos» de
la palabra y portadores de la revelación de Cristo, bajo la dirección del Espíritu
Santo, configuraron la «Iglesia» como una realidad que pertenece
esencialmente a lo cristiano. En la doctrina, el culto, la constitución y la
disciplina de la Iglesia primitiva cristalizó la «tradición apostólica», a cuya
conservación se supo siempre vinculado el cristianismo bajo la disyuntiva de ser
o no ser. Ahí estriba la significación normativa de este tiempo, siempre vigente
en la llamada a la reforma, al retorno a la ecclesia primitiva y a la vita
apostolica.

La Iglesia madre de Jerusalén y el judaísmo ejercieron gran influencia en el


régimen de vida de las jóvenes comunidades cristianas. Pero el cristianismo
debía comenzar su camino por el mundo no como una secta de la comunidad
religiosa judía, sino como una religión universal y autónoma. En el concilio de
Jerusalén (hacia el año 50) se liberó del judaísmo y bien pronto conquistó el
mundo cultural helenista-romano. Los -> padres apostólicos, todavía discípulos
de los apóstoles, y los primeros a apologistas siguieron configurando su vida
interna y emprendieron el diálogo con su medio ambiente espiritual. No tuvieron
reparo en servirse del lenguaje y de los conceptos del -> helenismo. A fines del
siglo ii la escuela teológica de -> Alejandría se presentó como una libre acción
misionera de cristianos cultos (Panteno [hacia 180], Clemente de Alejandría,
Orígenes). Hacia el año 260 Luciano fundó otra escuela teológica, la de ->
Antioquía. La filosofía griega, la cultura espiritual helenista y la verdad de la
revelación cristiana forjaron una estrecha alianza. De ella nació la gloriosa
patrística griega de los siglos iv y v, sobre la que se basa la vigorosa labor
teológica de los primeros concilios «ecuménicos».

La elevada espiritualidad y la riqueza ideológica de la revelación, su auténtica


historicidad y la participación del factor humano en su desarrollo hacen
comprensible la frecuente aparición de opiniones erróneas y de abiertas herejías
en el cristianismo. La historia cristiana de las ->herejías y de los -> cismas
comienza ya en el s. r: judaizantes, ebionitas, nazareos, elkesaitas y Cerinto
eran contemporáneos de los apóstoles. En el s. ii la ->gnosis fue el peligro
capital. Como los gnósticos «cristianos» apelaban gustosamente a sus
revelaciones privadas, la Iglesia se vio obligada a establecer el -> canon de la
Sagrada Escritura como norma obligatoria de fe y a crear el magisterio
eclesiástico. Los obispos que se encontraban dentro de la -> «sucesión
apostólica» fueron los defensores de la pura tradición apostólica. Desde la
segunda mitad del s. ii los obispos se reunieron en sínodos para proteger juntos
la verdadera fe contra la gnosis, el marcionismo, el montanismo y otras herejías
(donatismo, -> maniqueísmo). Cuanto más se dilataba la herejía, tanto mayor
era la región que debía ser convocada en los sínodos. Pronto el sínodo local fue
sustituido por el provincial. Creció la conciencia universal de la Iglesia; a pesar
de las persecuciones y los peligros se congregaron grandes concilios desde
mediados del siglo iii en las metrópolis de Roma, Cartago, Alejandría, Antioquía
y Cesarea de Asia (donde luego se reunieron concilios patriarcales); y como
después de la conversión de Constantino el -> arrianismo y el donatismo
afectaron a todo el imperio (Oikoumene), el emperador cristiano reunió el
primer concilio «ecuménico» imperial de Nicea (325). En estos concilios la
Iglesia encontró su propia realización como comunidad universal. La oposición
herética la obligó asimismo a ocuparse con mayor intensidad teológica del
depósito revelado; la historia del hallazgo y desarrollo de la verdad en la fe
(evolución de los -> dogmas) está vinculada a la constante irrupción de las
herejías y a la consiguiente división de los espíritus en la Iglesia.

Desde que el cristianismo se convirtió en una entidad histórica (comienzos del s.


ii) hubo -> persecuciones de cristianos en el Estado romano; su proceso se
desarrolló en tres fases. La última y más grave concluyó con la victoria del
cristianismo gracias al emperador Constantino el Grande (306-337). Su
«conversión» (312 ó 313) trajo a la Iglesia junto con la libertad el gran cambio.
La consecuencia fue su integración en el Estado como «Iglesia imperial». Este
proceso planteó numerosos problemas y fue decisivo durante casi un milenio y
medio para la historia occidental (era de -> Constantino). Bien pronto con la
alegría por la cristianización del Estado se mezcló la queja por la estatalización y
mundanización de la Iglesia. Muchos cristianos, obispos, sacerdotes y laicos
echaron de menos la necesaria distancia de todo lo cristiano frente al mundo.

Dios suscitó entonces en el seno de la Iglesia el monaquismo, no como


«protesta», sino como signo visible de la perfección cristiana. Si en los tiempos
de persecución el ->martirio sangriento fue la forma suprema de imitación de
Cristo, ahora ocupó su lugar la definitiva oblación espiritual, el martirio del
espíritu. El pneuma del cristianismo primitivo y el ascetismo de tendencias
místicas se unieron para la perfecta imitación del Redentor en su pasión y
muerte (theologia crucis), poniendo así de relieve un aspecto esencial de la
autorrealización cristiana. El dinamismo religioso del monaquismo no sólo
preservó a la Iglesia de la época constantiniana de una exteriorización, sino que
le comunicó nuevos impulsos. Todos los grandes obispos y teólogos del s. iv lo
apoyaron. El poderoso impulso misionero, la sorprendente elaboración de la
pastoral, las energías orientadas a la cristianización del Estado romano y muy
especialmente la labor teológica de los grandes concilios de los siglos iv-vii, no
se conciben sin el monaquismo.

En la lucha contra el -> arrianismo, el subordinacianismo y el monarquianismo,


Atanasio y los «tres grandes -> capadocios» Basilio, Gregorio Nacianceno y
Gregorio Niseno, elaboraron la doctrina de la Trinidad (segundo concilio general,
Constantinopolitano 1, 381). Contra el -> monofisismo, el -> nestorianismo y el
-> monotelismo la teología de los -> padres griegos explicó la doctrina
cristológica de la fe (-> cristología; Efesino, 431; Calcedonense, 451;
Constantinopolitano xx, 553; Constantinopolitano iii, 680-681). Todos los
concilios del primer milenio tuvieron lugar en el oriente griego.

Pero también la teología de los ->padres latinos vivió con Agustín (354-430) un
período de esplendor. Abordó principalmente las cuestiones soteriológicas, la
doctrina de la justificación y de la gracia; el -> pelagianismo brindó una ocasión
especial para ello. Por este tiempo el occidente se debatía en el torbellino de las
invasiones nórdicas (aproximadamente desde comienzos del s. v). En el s. vii el
asalto de los árabes asestó el golpe de gracia al mundo mediterráneo. Para la
Iglesia, que tan estrechamente se había aliado con aquella cultura, fue una
cuestión difícil la sobrevivencia a tal ocaso y su apertura al mundo germánico-
occidental que empezaba a imponerse. (cf. ->invasiones, primitiva ->edad
media, prescolástica [en -> escolástica, B]).

2. La Iglesia como base de la comunidad de pueblos cristiano-occidentales


(700-1300 aproximadamente

La arrianización de los germanos impidió durante largo tiempo el acceso a ellos.


Sólo el bautismo católico del rey de los francos, Clodoveo (hacia el 496), abrió
nuevas posibilidades poco aprovechadas por parte de Roma. Por fin, el papa
Gregorio Magno (590-604) supo valorar la hora, al establecer en 596 la misión
de los anglosajones. La actividad de Bonifacio (+ 753), la alianza de Pipino con
el papado (751-754) y la coronación imperial de Carlomagno (navidad del 800)
fueron las etapas ulteriores que condujeron al nacimiento de la comunidad
cristiana de naciones occidentales.

El mundo antiguo, los pueblos germanos y el cristianismo se fundieron entre sí,


dando un nuevo aspecto incluso a la Iglesia. La «germanización» del
cristianismo tuvo consecuencias de largo alcance en todos los ámbitos de la vida
eclesiástica (-> reforma carolingia).

Una comprensión profunda del espíritu cristiano y una ingenua apertura al


mundo condujeron a una simbiosis real entre Iglesia y Estado, y durante los
primeros tiempos de la edad media, en el imperio otónico-salio, se llegó a una
imponente unidad cultural en el terreno religioso y el político. La feudalización
de la Iglesia imperial y la concepción teocrática de los soberanos hicieron que
desaparecieran por completo los límites entre Iglesia y Estado. El emperador
ocupaba el lugar de los papas, que habían caído en una situación de
insignificancia en el saeculum obscurum (s. x-xi). En la lucha de las ->
investiduras el papado, con el vigor de la -> reforma gregoriana, tuvo que
reconquistar la libertad de la Iglesia, amenazada sobre todo por la investidura
de los laicos (Gregorio vii, 1073-85; Enrique iv, 1056-1106; la escena de
Canosa, 1077; el concordato de Worms, 1122). En las subsiguientes luchas por
el poder entre el imperio y el sacerdocio debería haberse tratado del
restablecimiento de las relaciones adecuadas entre ambos poderes (dualismo
político del occidente); pero en realidad se luchó por el predominio. Con
Inocencio III (1198-1216) el papado alcanzó la indiscutible dirección del
occidente cristiano. Pero con la extinción del imperio de los Hohenstauffen
(1268) pronto llegó a su fin la posición privilegiada del papado. Hacia 1300
sucumbió ante el poder nacionalista y estatal de Felipe el Hermoso de Francia.

La renovación que partió de Cluny en el siglo x abarcó en los siglos xx y x11 a


toda la Iglesia occidental (-> reforma cluniacense).

Surgieron nuevas órdenes monásticas: camaldulenses (Romualdo, + 1027),


cartujos (Bruno, + 1101), cistercienses (Roberto de Molesme, +1111; Bernardo
de Claraval, + 1153), y las órdenes de caballería (hospitalarios de san Juan,
1099; templarios, 1118; orden teutónica, 1189-90). La reforma del clero tuvo
lugar gracias al movimiento de los canónigos (agustinos; premonstratenses;
Norberto de Cleves, + 1134). Los laicos se congregaron en círculos bíblicos y en
los movimientos de ->pobreza. Un increíble dinamismo religioso brotó de las ->
cruzadas, que intensificaron la conciencia comunitaria occidental, ampliaron el
horizonte mental europeo y fomentaron la ciencia gracias al encuentro con la
cultura bizantina y la islámica. El brillante impulso ascensional de la filosofía y la
teología occidentales en la ->escolástica es inconcebible sin el contacto con el
oriente.

A un pensamiento especializado ya no le bastaba desde el s. xi la primitiva


teología escriturística medieval de las escuelas monacales. Surgieron escuelas
propiamente dichas, y su teología (-->escolástica) buscó nuevas vías (Anselmo
de Canterbury, + 1109). Cuando en París hacia el año 1200, varias de estas
escuelas se reunieron en una única corporación, la universitas magistrorum,
surgió la primera «universidad». Pronto siguieron las de Bolonia, Padua,
Nápoles, Montpellier, Oxford, Cambridge, Salamanca y Palencia; en Alemania,
sólo en el siglo xrv nacieron las universidades de Praga (1348), Viena (1365),
Heidelberg (1386) y Colonia (1388).

También surgieron nuevas herejías: Berengario de Tours (j- 1088), Arnoldo de


Brescia (t 1155), los -> cátaros y valdenses. Al no lucharse ya sólo con armas
espirituales, sino además con la -> inquisición, al establecerse un peculiar
procedimiento procesal (Inocencio III) e introducirse en 1252 el tormento como
medio de prueba, comenzó uno de los capítulos más tristes de la h. de la I.
Posteriormente todo eso se aplicó a los insensatos procesos de -> brujas. La
existencia de otros medios para combatir las herejías, la pusieron de manifiesto
Francisco de Asís (+ 1226) y Domingo de Guzmán (+ 1221). Sus discípulos, las
órdenes mendicantes de franciscanos y dominicos, actuaron con su libre ideal
de pobreza y su predicación de manera más convincente que las armas y los
procesos. Su actividad pastoral y misionera los llevó a un más intenso estudio
teológico.

Sus grandes teólogos, los dominicos Alberto Magno (+ 1280) y Tomás de


Aquino (+ 1274), el Maestro Eckhart (+ 1328), y los franciscanos Alejandro de
Hales (+ 1245), Buenaventura (+1274) y Duns Escoto (+ 1308), fueron las
estrellas más brillantes de la alta -> escolástica.

Mientras tanto el papado, con el vigor de la reforma y el afianzamiento de


Gregorio VII, alcanzó la cumbre de su poder. El supremo primado de
jurisdicción, proclamado en el dictatus papae (1075), y la sistemática formación
de la curia romana, convirtiéndola en el centro de gobierno de la Iglesia,
proporcionaron a Inocencio III (1198-1216) un singular y supremo poder de
dirección sobre todos los pueblos de occidente. En los nuevos concilios
generales de occidente (de Letrán: 1123, 1139, 1179, 1215; de Lyón 1 [1245]
y II [ 1274 ]) se puso en evidencia ese poder, reforzado por la canonística
eclesiástica.

Lamentablemente faltó en estos concilios el oriente cristiano. La creciente


tensión condujo en este período a una separación cada vez mayor (la disputa de
las imágenes, el Filioque, el problema de dos emperadores, la cuestión del
primado) y finalmente al -> cisma de oriente (1054). Las cruzadas,
especialmente la estúpida cuarta cruzada, y la erección del imperio latino en
Constantinopla (1204-1261), ensancharon aún más la sima de separación, de
manera que no se alcanzo unidad alguna.
3. La disolución del mundo cristiano de occidente y el paso a la misión mundial
(1300-1750)

La unidad cultural de occidente se basaba en los dos poderes universales: el


imperio y el papado. Sólo juntos podían cumplir su cometido, en medio de una
unidad tensa, como en la elipse con sus dos focos. La disolución de la unidad
política de Europa trajo consigo la destrucción de la unidad eclesiástica. Cuando
Bonifacio viii (1294-1303) hizo valer su autoridad papal frente al nacionalismo
estatal de Francia (Bula Unam sanctam, 1302), fue apresado ignominiosamente
en Agnani por Felipe el Hermoso (sept. 1303). En el período siguiente, el exilio
de -> Aviñón (13091378) y el gran -> cisma de occidente (13781417) pusieron
de manifiesto el ocaso del poder papal.

La nota característica de esta época es la disolución de la unidad que había


creado el período anterior. El proceso se inició en el siglo xiv, y en lo
eclesiástico tuvo su culminación en la gran división de la Iglesia del siglo xvi, y
sólo se cerró en el xviii. En Francia, Inglaterra y España juntamente con las
tendencias al nacionalismo estatal aparecieron asimismo ciertas tendencias al
nacionalismo eclesiástico. En Alemania, con la consolidación de los príncipes
territoriales en el s. xv, se perfilan ya claramente las Iglesias nacionales, que
tanta importancia tuvieron en la reforma del s. xvi. El orden social se vio
dificultado por la oposición entre los príncipes y la nobleza, entre patricios y
gremios, que surgió como consecuencia de las transformaciones económicas
(transición de la economía agraria a la economía monetaria, capitalismo
incipiente). La Iglesia feudal estaba implicada en todo eso. Las tensiones entre
los señores eclesiásticos territoriales, por una parte, y la nobleza y las ciudades,
por la otra, contribuyeron a preparar la decadencia de la fe en el s. xvi. El
fiscalismo papal entibió los ánimos de la Iglesia; pero lo más grave fue la
destrucción de la unidad espiritual. La tradicional filosofía tomista y escotista
(via antiqua) fue suplantada por la nueva filosofía ockhamista-nominalista (via
moderna). Para ello el humanismo puso a disposición un nuevo ideal de
formación.

En medio del gran cisma la Iglesia misma acabó por hacerse problemática.
Nadie sabía ya cuál de los tres papas que se combatían y excomulgaban entre sí
era el legítimo, ni en qué lado se encontraba la verdadera Iglesia. En los
concilios (Pisa 1409, Constanza 1414-1418, Basilea-Ferrara-Florencia 1431-42)
se llegó a la mayor crisis constitucional de la Iglesia jerárquica debido al ->
conciliarismo. Aun cuando pudo alejarse una vez más la catástrofe, el malestar
siguió latente en el papado. Pronto los papas del renacimiento se crearon
nuevas cargas. La reformatio in capite et membris fue el propósito más urgente
del siglo xv; como el papado se negó a esa tarea, se llegó a la reforma desde
abajo.

Como fenómeno histórico la -> reforma del siglo xvi es un acontecimiento


extremadamente complejo, en el que desembocaron casi todas las aspiraciones
religiosas, espirituales, políticas y sociales de la época. Como fenómeno
eclesiástico la reforma fue una honda cesura que marcó de manera decisiva
todo el desarrollo ulterior. Con la ruptura de la unidad de la Iglesia el
fundamento común de la fe llegó a tambalearse. El sentimiento cristiano del
occidente se escindió en diversos sistemas confesionales. Lutero (1483-1546),
Zuinglio (1484-1531) y Calvino (1509-64) crearon sus propias Iglesias, que no
sólo llegaron a una irreductible oposición con la Iglesia papal, sino que, además,
bien pronto se combatieron mutuamente. Comenzó entonces la era de las ->
guerras de religión (siglos xvi y XVII).

Pasó demasiado tiempo hasta que la Iglesia misma volvió a encontrar el camino
de su renovación y realización. Pero cuando en el concilio de Trento (1545-
1563) se pusieron nuevamente los fundamentos de la fe y de la disciplina, pudo
empezar la reforma interna de la Iglesia y fue posible presentar un muro de
contención a la penetración del protestantismo (->reforma católica y
contrareforma). Esta obra de edificación corresponde a las manifestaciones más
maravillosas de la h. de la I. Una auténtica reforma es siempre cosa de santos.
Por eso la reforma del papado se hizo digna de crédito cuando con Pío v (1566-
72) surgió un papa santo. Hubo entonces en todos los estados gran número de
santos. Dio comienzo el «siglo de los santos». En esos santos la Iglesia
purificada, «santa», recuperó su propia realización y concepción. Nuevas
órdenes impulsaron la reforma, sobre todo los jesuitas y capuchinos. La
paralizadora resignación cedió a un nuevo sentimiento vital católico, que
adquirió nueva expresión en el arte, la piedad y la teología durante la época del
-> barroco (1550-1750). La ciencia teológica se vio poderosamente desafiada
por el protestantismo y recibió nuevo impulso gracias a la labor del Tridentino.
En la -> escolástica barroca se eliminaron muchas obscuridades de la teología
anterior a la reforma. Descollaron sobre todos los españoles e italianos
(Belarmino, Soto, Suárez, Cano y otros, especialmente jesuitas y dominicos),
posteriormente también los franceses. Los temas capitales fueron la doctrina
trinitaria, la cristología y la doctrina de la gracia. El movimiento intelectual que
procede de Suárez (1548-1619, desde 1564 SI, -> suarismo) abarcó todos los
campos de la teología (dogmática, teología moral, canonística) y de la filosofía,
en la que él quiso infundir los principios cristianos; y también fue provechoso en
el terreno de la vida religiosa. La -> mística española (Teresa de Ávila, Juan de
la Cruz) condujo a la interiorización de la vida religiosa de la Iglesia y tuvo
particular repercusión en Francia. Allí P. de Bérulle fundó una espiritualidad
sacerdotal propia, que influyó de una manera decisiva en el clero francés del s.
xvii (-->escuela francesa).

Pero también los peligros continuaron. Por el afán de presentar una teología
conforme con el tiempo y la vida, en disputa con el -> calvinismo, M. Bayo
(1513-89) desarrolló en Lovaina una doctrina de la gracia y del pecado original
que se basaba en un -> agustinismo falseado que la Iglesia hubo de condenar
(-> bayanismo). Esta doctrina fue funesta porque en Lovaina su discípulo
Cornelio Jansenio (+ 1638) adoptó sus ideas y las introdujo en la teología y la
piedad católicas. Por su rigorista doctrina de la gracia y la práctica sacramental
el -> jansenismo sacudió gravemente a la Iglesia francesa de los siglos xvii y
xviii.

En Francia se asentaron asimismo los otros movimientos que acosaron a la


Iglesia con mayor fuerza entre 1600 y 1800: el -> galicanismo, el ->
absolutismo estatal y el -> episcopalismo. En forma de «febronianismo», propio
del obispo auxiliar de Tréveris, N. de Hontheim, estas ideas transcendieron a
Alemania; mientras que la intervención del Estado en la Iglesia alcanzaba su
punto culminante en Austria bajo el emperador José ii (1780-90; ->
josefinismo). El espíritu occidental se alejaba cada vez más de la religión y de la
Iglesia, y la -> secularización intelectual hacía rápidos progresos en el s. XVIII
bajo la influencia de la -> ilustración. El papado había perdido definitivamente la
dirección de Europa a fines del s. XVIII.

Un aspecto luminoso en este período lo constituyen las misiones, que se


establecieron desde fines del s. xv con el descubrimiento de nuevos continentes
por españoles y portugueses. Las misiones tuvieron su momento culminante en
los siglos xvi y xvii, pero en el xviii sufrieron también duros golpes. La actividad
misionera, que de todos modos estaba lastrada por el - > colonialismo
hispanoportugués, se vio impedida por las disputas internas de la Iglesia acerca
de los métodos misionales. La lucha en torno a la -> acomodación (1645-92,
1704) y la disputa sobre los «ritos malabares» provocaron la extinción en China
y la India de las esperanzadoras misiones jesuitas.

4. La Iglesia universal en, la era industrial (s. xix y xx)

La ->revolución francesa (1789) representa la gran ruptura. Ahora comienza la


edificación de la Iglesia en una nueva sociedad. Fue preparándose el terreno
para esta situación nueva gracias a la ilustración, que trajo a la Iglesia la
purificación -tan necesaria- de formas tradicionales y de lastre intelectual, y,
más inmediatamente, gracias a la gran secularización (1803), que liberó a la
Iglesia del antiguo feudalismo y, despojándola de los señoríos territoriales, le
dio la «gracia del punto cero».

Esta reedificación se llevó adelante bajo la constante disputa con las nuevas
formas de intervención del Estado en la Iglesia y con los movimientos
nacionalistas. El - > liberalismo, el -> socialismo, el -> comunismo y el ->
materialismo (-> marxismo) le presentaron una enconada batalla. La sociedad
moderna, imbuida de una inmensa fe en el progreso, se apartó cada vez más de
la Iglesia y de todo cristianismo positivo. Se llegó a una apostasía organizada y
masiva, que se extendió sobre todo a las clases superiores y a los trabajadores
industriales. Sin embargo, en todos los países europeos se puede comprobar un
despertar de la vida religioso-eclesial, así como una consolidación del papado.

La reedificación abarcaba un doble proceso: la nueva ordenación material de la


Iglesia en su organización y en su relación con el derecho civil (mediante la
firma de concordatos entre la Santa Sede y las distintas naciones); y la
renovación interna de la vida religioso-eclesial. En Alemania el -> romanticismo
fue de gran importancia para un nuevo despertar de la religiosidad en general y
para una nueva valoración de lo católico en particular. Surgieron círculos
católicos de «despertar religioso» (J.M. Sailer, princesa Gallitzin, K.M. Hofbauer,
el obispo auxiliar Zirkel) y nuevas escuelas teológicas. En el esfuerzo por
superar de manera positiva el ->racionalismo de la ilustración, G. Hermes (+
1831) se sirvió en Bonn de las categorías de Kant (-> kantismo) y de Fichte; su
sistema (hermesianismo) fue condenado por la Iglesia en 1835 como
«semirracionalismo». Parecidos intentos llevaron a cabo A. Günther (+ 1863) y
J. Frohschammer (+ 1893). Mejores frutos dio la «escuela de -> Tubinga»
(Drey, Hirscher, Móhler), que también se adhirió al espíritu del tiempo (->
romanticismo, -> idealismo alemán), pero vinculándolo con la tradición
eclesiástica. El propósito de todos era combatir el creciente escepticismo
religioso con una nueva fundamentación de la religión. En Francia la reacción
contra la ilustración condujo a un -> tradicionalismo riguroso, que desconfiaba
de la razón humana en cuestiones religiosas y le negaba en general la
capacidad de conocer a Dios; todo orden intelectual, moral, social y político
tiene su fundamento y apoyo exclusivamente en la revelación y tradición (->
fideísmo, --> integrismo, -> supranaturalismo); de ahí que la competencia en
ese campo corresponda primero a la Iglesia y al papado (ultramontanismo, de
Maistre, de La Mennais, Veuillot).

Con el apoyo de estas ideas y sostenido por el amor del pueblo católico, el
papado, por una parte, creció en importancia religioso-eclesiástica; pero, por
otra parte, fue combatido con la mayor violencia. Pío ix definió ex cathedra el
dogma de la Inmaculada (1854), y en el Syllabus (1864) declaró la guerra al ->
liberalismo como visión del mundo y a otros movimientos. Finalmente en el
Vaticano i (1869-70) consiguió que se llegara a la declaración dogmática de la
infalibilidad y del primado papales. Al mismo tiempo experimentó una violenta
oposición (Risorgimento; los viejos católicos), con la pérdida de los Estados
pontificios (Sept. 1870) y el debilitamiento político. Sin embargo, en conjunto
subió la estimación moral del papado, que, con León XIII (1878-1903), alcanzó
uno de sus momentos más gloriosos.

El siglo xix fue un tiempo de luchas dramáticas. Dentro de la Iglesia, durante la


segunda mitad del siglo dominó el campo de batalla la disputa entre la llamada
teología alemana y la neoescolástica (-> escolástica, G); en el Vaticano i se
llegó a una solución, saliendo victorioso el neotomismo (León xiii en numerosas
encíclicas). La relación de los católicos con las Iglesias no católicas,
favorablemente influenciadas al comienzo del siglo por el -> pietismo, se
desarrolló por ambas partes hacia un -> confesionalismo militante; la teología
protestante liberal incitó a una oposición constante. La disputa positiva que
introdujo la famosa obra de J.A. Móhler, Symbolik oder Darstellung der
dogmatischen Gegensütze der Katholiken und Protestanten nach ihren óf
fentlichen Bekenntnissen (1832), por desgracia en ambas partes condujo hasta
final de siglo a una polémica cada vez más enconada; y, finalmente, la unión
entre el protestantismo agresivo, el liberalismo y la razón de Estado de
Bismarck pusieron en marcha el Kulturkampf, de graves consecuencias para la
Iglesia católica alemana. Tampoco el encuentro del catolicismo con el ->
industrialismo moderno fue muy alentador. Cierto que los vigorosos esfuerzos
pastorales y las obras de caridad para eliminar la indigencia de los trabajadores
representan una página gloriosa y, junto con el florecimiento de las órdenes
religiosas, son un testimonio de la fuerza interna de la Iglesia. Pero se planteó
demasiado tarde la ->«cuestión social» (en ->sociedad) en su verdadero
sentido (León xiii, 1891). La masa de los trabajadores industriales encontró su
puesto fuera de la Iglesia, en el -> socialismo como partido y filosofía mundial.
También desde el punto de vista político surgieron dificultades en casi todos los
países.

Todas estas experiencias provocaron una cierta angustia y estrechez de miras


en el campo católico. Pío x (1903-14), conocido dentro de la Iglesia como el
papa de la reforma, desplegó una dura lucha contra el llamado -> modernismo.
El -> integrismo eclesiástico condenó bien pronto como sospechoso a quien
buscase una conciliación armónica con la cultura y la ciencia modernas. La
retirada al ghetto excluyó al catolicismo como potencia cultural de la vida
pública.
La primera guerra mundial trajo el cambio. La experiencia de la guerra y la
revolución despertaron en los católicos una mayor responsabilidad frente al
mundo. Simultáneamente se abría paso una nueva conciencia eclesial. «La
Iglesia despierta en las almas», escribía R. Guardini en 1922. El movimiento
litúrgico (-> liturgia, D) y la acción de los laicos, el encuentro entre las
confesiones, el movimiento Una Sancta y el movimiento ecuménico (->
ecumenismo, A) acentuaron los lazos de comunión que unían a todos. La
imagen de la Iglesia, condicionada por la contrarreforma y predominantemente
jurídica (Belarmino), cedió el paso a una nueva concepción del Corpus Christi
mysticum. Pío xii la compendió en la encíclica Mystici Corporis del 29-6-1943:
La Iglesia es realmente el cuerpo de Cristo, no sólo en sentido espiritual, moral
o metafórico, sino como corporación visible y social, que abarca la vida entera,
jerárquicamente articulada. La responsabilidad de los laicos en la vida de la
Iglesia se vio bajo una nueva perspectiva. En conexión con la renovación
litúrgica se llegó a un nuevo encuentro con la sagrada Escritura. En el
movimiento bíblico (en ->Biblia, F) confluyeron la ciencia teológica, la
predicación y la vida eclesiástica. También floreció la vida monástica, que, unida
a una nueva teología y espiritualidad de los laicos, contribuyó a la creación de
los modernos institutos seculares.

El diálogo y la colaboración entre las Iglesias (->ecumenismo, C) se desarrolló


hasta llegar a un auténtico coloquio. En lugar de la disputa confesional se
abrieron paso la -> tolerancia, la mutua comprensión y la colaboración,
especialmente en el tiempo de las persecuciones del tercer Reich, así como la
visión de la propia imperfección y el conocimiento de que a la ansiada
reunificación en la fe debía preceder una reflexión profunda sobre lo esencial.
De esta idea surgió con Juan XXIII el plan de un concilio. El Vaticano II (1962-
65), mediante la renovación de la Iglesia católica, debía poner los fundamentos
para la reunificación de la cristiandad separada. Ya no se consideraba la unión
como un retorno incondicional, sino que ésta se preparaba en forma de una
integración real. Con tal fin, ya el año 1960 se erigió en Roma el «Secretariado
para el fomento de la unidad de los cristianos» bajo la dirección del cardenal
Bea. La «oikoumene católica», en conexión con el movimiento ecuménico
acatólico del s. xx, debía hacer que este siglo se convierta en el «siglo de la
Iglesia reunificada». El encuentro personal en Jerusalén (enero de 1964) del
papa Pablo vi con el patriarca «ecumenista» Atenágoras (+ 1972) y el decreto
conciliar sobre el ecumenismo muestran la sinceridad del deseo de la
reunificación por parte de la Iglesia católica.

La apertura de la Iglesia hacia adentro y hacia afuera es el signo de nuestro


tiempo. Juan XXIII quebró el centralismo de la curia y subrayó nuevamente la
responsabilidad colegial de los obispos en la dirección de la Iglesia universal. La
acomodación (aggiornamento) de la Iglesia a las necesidades del presente exige
su penetración en el mundo de hoy (-> Iglesia y mundo). Las misiones
católicas, que ostentaron siempre los rasgos del -> colonialismo y europeísmo,
y que por ello no pudieron echar raíces en las culturas indígenas, recibieron ya
en 1926 los primeros obispos indígenas. Pío xii dio a los países de misión sus
propias jerarquías. Pero fue Juan XXIII el primero en explicar que la Iglesia
debe salir al encuentro de las naciones sin despojarlas de sus culturas, que la
Iglesia no es europea, sino universal, y que la prolongación de la encarnación
de Cristo en la Iglesia no se limita a las naciones occidentales, sino que se
extiende a cuantos llegan a creer en Cristo. Bajo el signo de esta apertura se
halla también el diálogo con las restantes religiones universales (budismo,
hinduismo, islam), que Pablo vi subrayó oficialmente con su viaje a la India
(Congreso eucarístico de Bombay, diciembre de 1964). No se trataba de un
viaje misional, sino de una sencilla peregrinación. Su gran generosidad con la
hambrienta población hindú fue, según sus propias palabras, «la primera
realización concreta del diálogo fraterno, que la Iglesia quiere sostener con todo
el mundo».

El problema más grave está en las relaciones de la Iglesia con los países
comunistas, que dominan hoy una parte tan considerable de la tierra. Su
agresivo ->ateísmo y su ->materialismo dialéctico no dejan lugar alguno a la fe
y la Iglesia; por ello ésta los ha condenado a menudo. Después de las amargas
experiencias que la Iglesia ha tenido con las dictaduras totalitaristas (Hitler,
Mussolini, las dictaduras de partido de los países comunistas), y a pesar de las
iniciativas de Juan XXIII, aquí, no se puede prever todavía lo que traerá el
futuro.

¿Termina también hoy una era y se anuncia una nueva? Hay cosas que parecen
indicarlo. La extensión global y el encuentro de la Iglesia con todas las naciones
y culturas a lo ancho del mundo, posible gracias a los modernos medios de -
>comunicación social, el proceso de transformación y un¡formación de la
civilización mundial, la nueva imagen del mundo que ofrecen la ciencia y la
investigación, y finalmente la -> secularización interna del hombre y la
creciente falta de fe, sitúan hoy a la Iglesia ante nuevas empresas. La exigencia
del momento presente no es la identificación con lo ya existente y la fijación en
ello, sino la apertura al futuro. Pero es evidente que excluimos todo
progresismo que no tenga la mirada continuamente puesta en lo esencial.
También hoy, la conservación de la «tradición apostólica» constituye para la
Iglesia un problema de ser o no ser.

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August Franzen

IGLESIA, MIEMBROS DE LA

1. La cuestión acerca de los m. de la I. o acerca de la pertenencia a la Iglesia se


identifica con la pregunta relativa a su esencia o a su autorrealización. La
doctrina acerca de la Iglesia como el sacramento fundamental de la salvación
del mundo sirve de base a la posición dialéctica que presenta la eclesiología del
Vaticano II (Lumen gentium [L.G.]), según la cual, por una parte, a) todo aquel
que actúa con fidelidad a su conciencia, alcanza la salvación de Dios en Cristo,
tanto si es católico como si pertenece a otra confesión cristiana, ya sea que viva
en otra religión o que sin culpa por su parte no haya llegado todavía al
reconocimiento expreso de Dios (L.G. n .o 16); y, por otra parte, b) la Iglesia de
Cristo, que se da (subsistit) en la Iglesia católica, es necesaria para la salvación
de todos los hombres, y todos los hombres están destinados a ella, de acuerdo
con toda la tradición (L.G. n .o 14). La afirmación acerca de la Iglesia como
sacramento fundamental de la salvación del mundo, de la Iglesia como el
sacramento de la unión de la humanidad con Dios (L.G. n.a 1, 9, 48) se
presenta como la posición media entre ambas afirmaciones dialécticas, y quiere
decir que la Iglesia es la manifestación concreta e histórica de la salvación en la
dimensión de la historia que se ha hecho escatología y de la sociedad; salvación
que tiene lugar por la gracia de Dios a todo lo largo y ancho de la humanidad.
La Iglesia se relaciona con la salvación del mundo al igual que la palabra
sacramental se relaciona con la gracia en la historia salvífica individual. Estas
dos magnitudes tienen una conexión interna en la historia individual de la
salvación, pero no son idénticas. Cualquiera puede preceder a la otra en la
temporalidad de la historia: puede darse la gracia donde todavía no se ha dado
el sacramento; y es posible que el sacramento válido tenga que llegar a su
plena realización por la gracia que él significa. De manera semejante la Iglesia
es la auténtica manifestación histórica de la gracia, que se ofrece en todas
partes como salvación, que desde luego quiere expresarse y testificarse
palpablemente en el ámbito histórico y sacramental, y en la reflexión de la
predicación explícita del evangelio; pero que no sólo se realiza allí donde se da
plenamente (es decir, edesialmente) esta expresión palpable, visibilidad social y
reflexión verbal, y donde, de ese modo, la gracia vuelve a producir una porción
de Iglesia como dimensión histórica en que ella es perceptible. Pero justamente
por ello, tal manifestación eclesial objetivadora de la gracia es también a la
inversa manifestación de esta gracia y referencia a la misma, dondequiera
pueda darse, es signo sacramental de la gracia ofrecida al mundo y a la historia
como totalidad. No podemos entender el mundo, la humanidad y la historia
humana desde el punto de vista cristiano como simples sumas de los individuos
aislados que procuran su salvación y de su historia salvífica privada. De lo
contrario, en lugar de la encarnación del Logos uniéndose a la humanidad
debería haberse dado una promesa puramente espiritual de Dios en la
profundidad de la conciencia de cada individuo, cuyo resultado sería tan sólo
una historia de la salvación que habría que interpretar de una manera
puramente existencial. La promesa del sacramento original de la salvación a
esta unidad humana, que abarca al individuo y su historia, es Cristo o la
permanencia histórica de su existencia, que es la Iglesia. Esta promesa
radicalmente sacramental de la -> gracia al mundo repercute sin duda alguna
en los individuos; debe incluso hacerse realidad sacramental individual en la
palabra explícita y en el -> sacramento concreto, al igual que esta promesa
radicalmente sacramental de la gracia al mundo está constituida por la
comunión de aquellos que reciben el -> bautismo y celebran la -> eucaristía.
Pero esta promesa no sólo logra su efecto cuando se concreta en la palabra
explícita de la predicación y en el sacramento, que dicen relación al individuo.
Siempre que acontece la gracia en el mundo fuera de una acción particular de la
palabra y del sacramento, ese acontecer tiene ya en el sacramento fundamental
de la Iglesia su visible manifestación histórico-salvífica.

De este modo, pues, la Iglesia aparece como la dimensión perceptible de lo que


vincula ya internamente, como la estructura histórica de lo universal y (aun
debiéndose a la libre disposición de Dios, pero justamente de Dios y no de un
ente particular finito) de lo que es propiamente evidente, como la pura
representación del ser del hombre planeado por Dios en su constitución
individual y social (del ser «histórico» del hombre al que pertenece la vocación
sobrenatural); en una palabra, como el sacramento fundamental de una gracia
que, precisamente porque se ofrece a todos, impulsa hacia su historicidad
sacramental incluso cuando no se ha dado todavía el sacramento particular (del
bautismo). Pero así precisamente la gracia nunca se identifica sin más con el
signo eficaz de la misma, sino que mediante el signo particular, que ella hace
presente y por el cual se hace presente (hay que decir ambas cosas), promete
su eficacia en todas partes, incluso allí donde ese signo sacramental particular
en cuanto tal todavía no alcanza concretamente a los hombres, en los cuales
esperamos que la gracia de Dios sea eficaz. Pues estos signos aislados
constituyen en conjunto (sumados a otros elementos constitutivos) la Iglesia,
porque ésta es la comunión de los bautizados y de los que celebran la
eucaristía. Pero en cuanto sacramentum de la salvación del mundo es la
promesa de su gracia.

2. De acuerdo con esta distinción (en medio de la unidad) entre sacramento y


gracia sacramental, entre la palabra externa del kerygma y la gracia (o la luz)
de la fe, la Iglesia es una realidad pluridimensional a pesar de su unidad y en
medio de ella. Aunque las realidades mencionadas, que constituyen la Iglesia,
son diferentes entre sí, sin embargo, por esencia están referidas las unas a las
otras y se pertenecen mutuamente. En consecuencia, una relación afirmativa o
negativa (culpable o inculpable) del hombre con una de estas dimensiones no
implica necesariamente la misma relación con otra de tales dimensiones; pero,
en virtud de la conexión interna de las mismas, ninguna de ellas es
simplemente indiferente para las otras. De aquí deriva la posibilidad de una
serie de relaciones graduales (positivas o negativas) con la Iglesia: a) una
relación positiva de cara a todas sus dimensiones; b) la falta de una o más
relaciones positivas con la Iglesia; c) una relación (personal) meramente
negativa con todas las dimensiones eclesiásticas.

Como el lenguaje teológico tradicional no diferencia explícitamente estas


posiciones diversas, sino que habla sólo de los m. de la I. (o de la pertenencia a
la Iglesia) y de los que no son miembros (o de la no pertenencia a la misma),
también hay un problema terminológico (que ha de resolver la Iglesia) al decidir
sobre dónde ha de ponerse la línea divisoria entre la pertenencia y la no
pertenencia a la Iglesia dentro de esta serie tan variada de relaciones con la
misma. Los conceptos que señalan únicamente la alternativa no excluyen sin
embargo la pluralidad de grados, antes esbozada, de relaciones con la Iglesia,
sino que la implican: «De diversa manera pertenecen o están ordenados a ella
los creyentes católicos, los demás creyentes en Cristo y finalmente todos los
hombres en general, que por la gracia de Dios están llamados a la salvación»
(L.G. nº. 13).

3. a) La Iglesia - en contra de los donatistas, de Wiclef, del -> husismo y (con


ciertas restricciones) del -> calvinismo y del -> jansenismo - en las
declaraciones oficiales de su magisterio (Dz 627ss 631s 647 838 1422 1428
1515; DS 3803) siempre ha considerado a los pecadores y a los
«predestinados» como pertenecientes a ella. Lo cual no quiere decir
naturalmente que la Iglesia califique la pérdida de la gracia de la justificación
como algo que le es indiferente (respecto de las consecuencias eclesiológicas de
esta pérdida: -> Eucaristía, sacramento de la ->penitencia, ->pecado y culpa
[cf. L.G. n° 11: reconciliantur cum Ecclesia]), pues la Iglesia no puede ser
considerada como una organización religiosa puramente externa a base de un
sociologismo eclesiológico.

Esta afirmación establece el mismo contenido positivo que la fórmula relativa al


sacramento infructuoso, meramente válido: el ofrecimiento históricamente
perceptible de la salvación divina sigue vigente en el estado de peregrinos
incluso en el caso en que el hombre se cierra al mismo; el tiempo de la gracia lo
determina Dios, no los hombres.

b) Por el ->bautismo válido el hombre se hace «persona» en la Iglesia (CIC can.


87; cf. Dz 324, 570a 696 857 863s 870 895 2286; L.G. n° 11). Debe, pues,
mantenerse como verdad de fe que en todo caso por el bautismo se establece
una relación precisa, positiva, indeleble de ordenación y subordinación
fundamental (Dz 864 895) a la Iglesia.

c) Para una pertenencia plena y activa a la Iglesia se requieren: el bautismo


(vinculum liturgicum), la confesión de fe (vinculum symbolicum), la unión con la
Iglesia y su dirección (vinculum hierarchicum; excluyendo por consiguiente la -
>herejía y el ->cisma: Dz 367 714 1641 2286; DS 3803). Las dos últimas
condiciones se refieren tan sólo al ámbito jurídico externo, no a la intención
puramente interna (la mera incredulidad interna no eliminaría por tanto la
pertenencia a la Iglesia). Por ello estas condiciones son también válidas en el
caso del cisma inculpable o de la herejía inculpable de un adulto, aunque no
tienen las mismas consecuencias que cuando media culpa personal. Ambas
cosas resultan del hecho de que se trata de una pertenencia a la Iglesia como
organización jurídica visible, y por tanto está en juego el fuero externo.

4. Al igual que hay sacramento inválido, meramente válido y fructuoso, así


como pueden variar las relaciones temporales entre la posesión de la gracia y el
signo sacramental de la gracia (signo sin gracia, pero que puede «revivir» con
ésta; gracia que todavía debe encarnarse [creciendo] en el sacramento; gracia
y signo que acontecen juntos), al igual que estas distinciones pueden tener
lugar con o sin culpa; así también en las relaciones del hombre con la Iglesia, el
«sacramento original», se impone una diferencia análoga (tanto más por el
hecho de que en las relaciones del hombre con la verdad y la caridad divinas en
la Iglesia cabe esbozar una gradación parecida a la que se da en las relaciones
con la gracia divina). De acuerdo con esto hay que decir: a) La plena
pertenencia a la Iglesia, de tal manera que aquélla produzca de hecho lo que
significa, es la pertenencia a la misma del hombre que vive, cree y obedece en
el estado de gracia justificante, conforme a los criterios antes expuestos. Aquí
es donde la gracia tiene su encarnación histórica en el mayor grado posible, y la
pertenencia a la Iglesia va ligada a lo que quiere significar: la --> fe y la ->
gracia (cf. L.G. n° 14: plene). b) Cuando alguien sin bautismo es justificado en
la fe y la caridad y mediante el voto implícito de la Iglesia (->bautismo de
deseo; cf. DS 3870), no se da (todavía) una pertenencia propiamente dicha a la
Iglesia, pero sí un estado que, con una tendencia objetiva y existencial, busca
su cristalización históricosocial en la pertenencia a la Iglesia y «ordena» ya al
hombre hacia la misma, de tal manera que también en este caso queda a salvo
la importancia salvifica de la Iglesia (extra ecclesiam nulla salus). Cuando el
bautismo y la fe no se dan por culpa del interesado, tal ordenación subsiste
objetivamente como redención objetiva, como -> existencial sobrenatural y
obligación (L.G. número 13). c) Entre ambos extremos se pueden ordenar
fácilmente las diferentes posibilidades concebibles de una relación objetiva o (y)
subjetivamente deficiente del hombre con la Iglesia. Estas posibilidades se
deben a que tanto la justificación como la manifestación histórico-social de la
salvación son magnitudes históricas y no idénticas entre sí, de manera que
pueden darse desplazamientos en las fases, sin que los momentos de la gracia
dejen de constituir una unidad.

5. La Lumen gentium (n .o 14) distingue con una frase de Agustín entre una
pertenencia corde (en el corazón) a la Iglesia y una pertenencia corpore
(externa). El católico sabe que pertenece a la Iglesia corpore; pero que vive en
ella también corde gracias a la caridad creyente, esto no lo sabe reflejamente
con seguridad, sólo puede - y debe- esperarlo. Pero como el cristiano espera
también la salvación de los demás, y puede esperarla porque hoy sabe
teológicamente que es posible ser «cristiano» (lo que aquí quiere decir: un
hombre que vive en la gracia de Dios y de su Ungido) aun desconociendo el
nombre de Cristo o creyendo que se le debe rechazar; en consecuencia sólo
puede considerarse a sí mismo y a la Iglesia como la vanguardia de quienes
salen al encuentro de la salvación de Dios y de su eternidad por las sendas de la
historia.

BIBLIOGRAFIA: 1. PUBLICACIONES ECLESIÁSTICAS OFICIALES: Pío XII, enc.


Mystici Corporis (29 - 6 - 1943): AAS 35( 1943) 193-248; Vaticano II,
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ecumenismo «Unitatis redintegratio». - 2. BIBLIOGRAFIA: H. de Lubac,
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Rahner VIII 329-354 (Das neue Bild der Kirche).
Karl Rahner

IGLESIA, POTESTADES DE LA

Las p. de la I. son aquel poder sagrado que se deriva de Jesucristo y que la ->
Iglesia debe ejercer en su nombre para realizar la misión que le ha sido
encomendada.

1. Fundamentación en la naturaleza de la Iglesia

En el lenguaje del Vaticano II sacra potestas designa el poder sagrado que se


deriva de Jesucristo y que debe ejercerse en su nombre para cumplir el servicio
que el Señor ha encomendado a la Iglesia, de tal manera que sólo compete a
personas especialmente autorizadas (ministri: Vaticano II, De Eccl. n° 18). Los
servicios, de los que aquí se trata son el fundamento de la estructura jerárquica
(->jerarquía) del nuevo pueblo de Dios, jerarquía, que pertenece a la esencia
de la Iglesia y que tiene su puesto en la significación sacramental de la misma.
En cuanto comunidad visible, fundada en Cristo y hacia Cristo, la Iglesia es el
signo de salvación erigido por el Señor para todos los hombres, «es en Cristo
como un sacramento, o sea, un signo e instrumento de la íntima unión con
Dios, y de la unidad de toda la humanidad» (Vaticano II, De Eccl. n° 1). Por el
hecho de que el aspecto divino de la Iglesia se trasluce en el elemento humano,
y especialmente porque el Señor, que es la cabeza invisible de la Iglesia, está
representado visiblemente en la Iglesia por hombres, ésta es signo de
salvación. Y así, como enseña el concilio (Vaticano II, De Eccl. número 8), tiene
una analogía muy íntima con el misterio de la encarnación del Hijo de Dios;
pues «del mismo modo que la naturaleza humana asumida sirve a la Palabra
divina como órgano salvífico vivo, indisolublemente unido a ella, así también la
estructura social de la Iglesia sirve de manera muy semejante al Espíritu de
Cristo, que la anima, para el crecimiento de su cuerpo (cf. Ef 4, 16)».

Todos los miembros del pueblo de Dios, tanto -> clero como -> laicos, poseen
la misma dignidad de cristianos y participan de la tarea de la Iglesia, que abarca
la tríada de magisterio, sacerdocio y ministerio pastoral. La diferencia estriba
solamente en que la manera de colaborar en la Iglesia es diferente en cada
caso, lo cual está fundado a su vez en el matiz diverso de cada persona en la
Iglesia. Según esto, no es tarea de los sagrados pastores asumir por sí solos
toda la misión salvífica de la Iglesia, sino que su excelsa función es «apacentar
de tal modo a los fieles y reconocer de tal modo sus servicios y carismas, que
todos a su modo colaboren unánimemente a su manera en la obra común»
(Vaticano ii, De Eccl. n° 30). «De este modo, según la acción propia de cada
miembro, se asegura el crecimiento del cuerpo para su edificación en amor» (Ef
4, 16). La función que en todo esto corresponde a los pastores de la Iglesia es
una mera función de servicio (diakonía), que está representada en la parábola
del buen pastor como entrega amorosa en favor de los que le siguen (Jn 10, 1-
28). No es un mandar propio de señores lo que caracteriza el poder sagrado de
la Iglesia, sino un servicio que se preocupa del bien del pueblo (cf. Mt 20, 24-
28).
Portador del poder sagrado no es aquel que se sabe en posesión de un don
peculiar de la gracia divina, aun cuando éste sea reconocido en el pueblo de
Dios, sino aquel que ha sido llamado de una manera jurídicamente perceptible.
Por esta razón la estructura jerárquica no es compatible con una estructura
meramente carismática. Sin embargo los -> carismas son un elemento esencial
de la Iglesia. Son -> dones del Espíritu Santo, que actúa en todos los miembros
del pueblo de Dios; los carismas pertenecen a la realización cotidiana de la vida
de la Iglesia y son comunicados en forma de dones especiales en tiempos de
necesidad para la Iglesia. El Espíritu Santo «distribuye a cada uno lo suyo como
quiere» (1 Cor 12, 11). El juicio acerca de la autenticidad de los dones y sobre
su uso ordenado, como dice el concilio (Vaticano n, De Eccl. n° 12), está en
manos de aquellos que presiden en la Iglesia (cf. 1 Cor 14, 37s), a los cuales
corresponde de manera especial la tarea de cuidar de que no se extinga el
Espíritu y la de probarlo todo y conservar lo bueno (cf. 1 Tes 5, 12.19-21).

II. ¿Doble o triple potestad?

En la doctrina acerca de las p. de la I. el Concilio ha realizado una notable


evolución. El esquema del año 1963 (22 de abril), sometido a discusión en el
aula conciliar, seguía la doctrina de la triple p. de la I. (triplex sacra potestas),
según la cual hay que distinguir entre la potestad docente (potestas docendi), la
de orden (potestas sanctificandi) y la de jurisdicción (potestas regendi). El
esquema propuesto a votación el año 1964 (3 de julio) abandonó la doctrina de
la triple potestad y en los pasajes correspondientes sustituyó la palabra
potestas por munus. El mismo esquema hablaba en el nº. 28 de la potestas
sacra tum ordinis tum iurisdictionis, quae ex missione Christi in Episcopis
residet; también se abandonó esa fórmula en la redacción final. Estas
modificaciones del texto muestran las dificultades ante las que se encontró el
Concilio en las cuestiones relativas a las p. de la I.

La distinción entre la potestad de orden y la de jurisdicción, que se desarrolló


desde el siglo XII, degeneró en la Iglesia latina hasta llegar a una división real
del único poder sagrado, con lo que se introdujo asimismo una división real de
la jerarquía en dos clases, una jerarquía de orden y una jerarquía de
jurisdicción. Este pensamiento separante se manifestaba palpablemente en que
el obispo recibía su dignidad episcopal, no por la consagración, sino por la
colación del oficio episcopal (-> episcopado iii); y así hubo no pocos «obispos»
que no habían recibido todavía la ordenación de diáconos. En el CatRom (Pars ii,
cap. 7 q. 6) se dice: Ordinis potestas ad verum Christi Domini Corpus in
sacrosanta Eucharistia refertur. Iurisdictionis vero potestas tota in Christi
corpore mystico versatur. Con esta caracterización, que trata de reducir a una
breve fórmula las opiniones doctrinales de la alta escolástica, la distinción entre
potestad de orden y de jurisdicción se determinó cada vez más en el sentido de
que la potestad de orden sirve a la distribución de los medios de la gracia y la
potestad de jurisdicción sólo tiende a la dirección externa de la Iglesia. En esta
visión la potestad de orden aparece como un poder sagrado sacramental,
porque está ordenado a la colación de los sacramentos, y la potestad de
jurisdicción aparece como un poder jurídico, porque tiende a la dirección del
pueblo de Dios con el empleo de medios jurídicos. Con esto se establece una
problemática oposición entre sacramento y derecho, la cual obscurece
totalmente el sentido original de la distinción, cierra el acceso a la visión de la
esencia de la Iglesia y ha conducido especialmente a una distinción mantenida
hasta nuestros días entre la Iglesia como comunidad de salvación y como
sociedad jurídica. Ya no se concebía, mencionando un ejemplo característico,
por qué es necesaria la iurisdictio in poenitentem además de la potestad de
orden para la válida absolución de los pecados (CIC can. 872). En la distinción
entre la potestad de orden y la de jurisdicción se sabía que la una se adquiere
por la sagrada ordenación y la otra - prescindiendo de la suprema potestad del
papa - por la misión canónica (can. 109); sin embargo esta diversidad no se
mantenía adecuadamente, ni siquiera en el CIC (cf., p. ej., can. 145 210).

La triple división de las p. de la I. es de origen reciente. Se remonta a la


doctrina de los tres oficios de Cristo y de la Iglesia (oficio docente, sacerdotal y
pastoral); pero a este respecto hemos de dejar en claro que aquí no se trata de
oficios o ministerios en sentido jurídico, sino de misiones o servicios. La doctrina
del triplex munus no es de origen bíblico o patrístico, se remonta más bien a
Martín Bucero y Juan Calvino, y hasta mediados del s. xvii no pasó a la teología
luterana, que originariamente sólo había aceptado dos oficios (sacerdos-rex). La
doctrina de los tres oficios es extraña a la tradición católica. Solamente para
explicar el nombre xptav6s se encuentra en Eusebio, y más tarde con frecuencia
(también en el Catecismo romano), la observación de que en el AT fueron
ungidos los sacerdotes, los reyes y los profetas. Por vez primera la teología de
la ilustración a finales del siglo XVIII y comienzos del xix tomó de la teología
protestante la doctrina de los tres oficios, que en el Vaticano u se ha convertido
en un principio de división usado con mucha frecuencia. La doctrina del triple
oficio es perfectamente apropiada para comprender sistemáticamente la obra de
Cristo y su continuación en la Iglesia; pero debe tenerse en cuenta que hay
otras posibilidades de sistematización -la teología medieval estableció hasta diez
oficios- y que los tres oficios no deben distinguirse entre sí con demasiado rigor,
lo cual aparece claramente en los documentos del Concilio. En la teología
luterana de nuestros días la doctrina de los tres oficios se considera tan sólo
como una «ayuda para pensar y expresarse». Los canonistas alemanes F.
Walter y G. Phillips contribuyeron en la primera mitad del siglo xix a la fusión de
la doctrina de los tres oficios con la doctrina de las potestades. Ellos ordenan a
cada oficio su propia potestad, de modo que las tres potestades quedan
yuxtapuestas sin vinculación mutua. Esto tiene como consecuencia necesaria
que el sistema de relación entre la potestad de orden y la de jurisdicción, el cual
se basa en la distinción entre ordenación y misión canónica, queda totalmente
destruido, y con ello también quedan destruidas las relaciones que la potestad
de orden y la de jurisdicción tienen (y deben tener necesariamente, si no ha de
abandonarse la unidad de la potestad eclesiástica) con los tres oficios de la
Iglesia. Sin duda ahí está la razón de que el Concilio haya abandonado la triple
división de las p. de la I. que se encontraba en el esquema de 1963.

Con la triple división del poder referida a los tres oficios, surgió la costumbre de
designar las tres potestades según sus funciones: potestas docendi, potestas
sanctificandi y potestas regendi, por lo cual se iba retirando a un segundo
plano, sin ser abandonada, la distinción entre potestas ordinis y potestas
iurisdictionis, basada en otro motivo de división. En tanto se mantuvo la antigua
distinción entre la potestad de orden y la de jurisdicción (p. pastoral) se imponía
la necesidad de integrar la potestad docente en el sistema de la doble potestad;
esto se llevó a cabo en cuanto la potestad docente fue considerada como una
parte de la pastoral. La relación de las dos potestades con los tres oficios se
determinó -sobre todo en la canonística, que en general se aferró a la distinción
entre potestad de orden y de jurisdicción- de tal manera que la potestad de
orden (potestas ordinis = p. sanctificandi) se puso en relación con el oficio
sacerdotal, y la potestad de jurisdicción (p. iurisdictionis = p. regendi et
docendi) se puso en relación con el oficio doctrinal o pastoral. Este esquema de
pensamiento se refleja en muchas expresiones del Concilio, sobre todo al
establecer que el orden de los obispos sucede al colegio de los apóstoles en el
oficio doctrinal y pastoral (in magisterio et regimine pastoral¡. Vaticano ir, De
Eccl. nº. 22; cf. también Vaticano ii, De Ep. número 3, donde todavía han
quedado incluidas en la redacción final las palabras: ad magisterium et regimen
pastorale quod attinet). Sin embargo apenas se puede discutir que el colegio de
los obispos sucede al colegio apostólico también en el ministerio sacerdotal; me
parece que esto se halla implícitamente en la declaración «de que los obispo s
por institución divina han sido puestos en el lugar de los apóstoles como
pastores de la Iglesia» (Vaticano ir, De Eccl. n ° 20); pues los pastores Ecclesiae
ejercen los tres oficios de la Iglesia. ¿Y cómo podría justificarse que al colegio
de obispos se le atribuya la plenitud de la suprema potestad en la Iglesia
(Vaticano ir, De Ecci. n° 22), si el oficio sacerdotal no perteneciera al ámbito de
tareas del colegio episcopal? Sólo está en duda qué tareas concretas pueden ser
realizadas por un colegio y qué tareas exigen el compromiso de una persona
física.

III. Unidad en la duplicidad

En cuanto el Concilio habla de la sacra potestas y con ello se refiere a todo


poder de los pastores de la Iglesia, enseña la unidad de las p. de la I.; y
anuncia a la vez (tema que trataremos más detenidamente, cf. iv) que el poder
sagrado está dispuesto en dos planos: el orden y la misión canónica. Pero el
Concilio no se ha expresado definitivamente sobre la manera como está
estructurada la unidad de las potestades; esto sigue siendo tarea de la
investigación científica, que sólo en tiempos muy recientes ha empezado a
iluminar histórica y sistemáticamente la cuestión de la doctrina canónica de las
potestades.

1. Historia de la distinción entre la potestad de orden y la de jurisdicción

Para comprender el propósito original de la distinción, debemos reflexionar


sobre el hecho de que la potestad de orden y la de jurisdicción se basan en la
misma medida en la misión del Señor. En Cristo está la plenitud de ambas
potestades, pero como un único poder. El Señor transmite a los apóstoles
diversos poderes, así el de anunciar la buena nueva, el de bautizar, el de
celebrar la eucaristía, el de perdonar o retener los pecados, y en general el
poder de atar y de desatar. Pero sería inútil buscar la posterior distinción entre
la potestad de orden y la de jurisdicción en la distinción de estos poderes; en
todo caso no se puede explicar lo esencial de la distinción a partir de la
diversidad objetiva de los poderes. La necesidad de distinguir entre la potestad
de orden y la de jurisdicción se impuso cuando pasó a los hombres la misión del
Señor. El Señor dio la misión apostólica sólo mediante la palabra, sin un signo
sensible; en todo caso no se nos informa acerca de una acción simbólica. Pero
tan pronto como los apóstoles nombran sucesores de su misión y auxiliares de
su servicio nos encontramos con el signo de la imposición de manos. Ésta es
una comunicación eficaz del Espíritu de Dios, y a la vez confiere la autoridad
apostólica. Con la aparición del oficio eclesiástico vinculado a un lugar se
confirió la ordenación para una determinada iglesia; aquélla era a la vez
consagración y colación del oficio. A este principio de la ordenación relativa se
aferró fundamentalmente la tradición a lo largo de todo el primer milenio; y
todavía sigue vigente en las Iglesias del oriente. Pero la fusión de consagración
y ministerio forzosamente hubo de presentar un serio problema constitucional
cuando en las filas de los ordenados se dieron defecciones personales. Desde el
mismo principio se tenía absoluta claridad sobre el hecho de que un ordenado
que había abandonado la fe o que había pecado gravemente contra el orden de
la comunidad eclesiástica, ya no estaba en situación de dirigir el pueblo de Dios.
Ese ordenado era destituido de su cargo. Sin embargo creaba dificultades la
cuestión de si por la defección personal del portador del Espíritu se extinguía
toda clase de poder recibido por la ordenación, y en especial la de si un
ordenado que había sido depuesto de su oficio o estaba fuera de la Iglesia
todavía tenía capacidad para conferir los sacramentos. La alta opinión que se
tenía de la Iglesia hizo que en Alejandría y Cartago surgiera una corriente
espiritualista que denegó al que cometía un pecado mortal toda capacidad de
acción espiritual.

En el montanismo estas ideas espiritualistas llegaron a una degeneración


fanática. Junto a la Iglesia episcopal, basada sobre un fundamento sacramental -
jurídico y constituida jerárquicamente, Tertuliano situó una Iglesia del Espíritu,
a la que consideraba la Iglesia principal y propiamente dicha. Según él la Iglesia
episcopal ostenta la sucesión disciplinar de los apóstoles, pero la plenitud de la
misión divina está en la Iglesia del Espíritu, congregada y dirigida
inmediatamente por el Espíritu mismo de Dios. Apoyándose en las palabras del
Señor: «Allí donde están reunidos dos o tres en mi nombre, yo estoy en medio
de ellos» (Mt 18, 20), Tertuliano defiende que la Iglesia del Espíritu está
constituida por el hecho de que tres se congregan en el Espíritu Santo. El
Espíritu «reúne la Iglesia que consta de tres» (De pud. 21). «Cuando no se
congrega el orden eclesiástico, tú solo sacrificas y bautizas, y tú eres sacerdote
para ti solo; pues allí donde hay tres, allí está la Iglesia, aun cuando sean
laicos» (De exhort. cast. 7). Con esto se niega simplemente la necesidad de la
ordenación; la capacidad para la acción espiritual se basa tan sólo en la
posesión del Espíritu. No es el ordenado en cuanto ordenado, sino la
personalidad llena del Espíritu, que tiene que manifestarse como tal por su
actitud moral personal, la que es capaz para la acción espiritual. El dualismo del
concepto de Iglesia en Tertuliano se encuentra ya germinalmente en su doble
bautismo, uno como sacramento de agua y otro como sacramento de fe, y se
funda en último término en un dualismo cristológico. El principio fundamental
que domina en Tertuliano: «sin santidad personal no hay ninguna capacidad
espiritual», influyó posteriormente en Cipriano. Sin embargo, en este caso no
condujo a una escisión de la Iglesia, pero si a una limitación del círculo de
portadores del Espíritu. Para Cipriano la unidad de la Iglesia reside en la Iglesia
episcopal fundada sobre Pedro y constituida jerárquicamente. Sólo allí donde se
halla el obispo legítimo está el Espíritu, y sólo la subordinación al obispo
garantiza la salvación. Por consiguiente, Cipriano funda la posesión del Espíritu
en la legitimidad de la ordenación, pero a la vez hace depender la posesión del
Espí. ritu de la santidad personal del ordenado. Mediante una conducta
gravemente pecaminosa el ordenado pierde el Espíritu y el poder espiritual.

En la disputa con los herejes se resaltó como doctrina apostólica que el


bautismo administrado por los herejes es válido. El cisma del donatismo, que
tenía como fundamento la cuestión de fe relativa a la validez de una ordenación
administrada fuera de la Iglesia, no trajo una declaración dogmática definitiva.
Sin embargo, con la doctrina del carácter sacramental, Agustín puso la base
para ello. Mas pasó mucho tiempo, como lo muestran las reordenaciones que
encontramos todavía en la edad media primitiva, hasta que la teología
sacramental agustiniana logró la victoria sobre el concepto espiritualista y a la
vez jurídico de la Iglesia. Una participación esencial en la aclaración del
problema tuvieron las discusiones en torno a la validez de la ordenación
absoluta, es decir, de una ordenación sin la simultánea destinación a una iglesia
determinada. El concilio de Calcedonia (451) protegió la prohibición de la
ordenación absoluta dictaminando que los sujetos de la misma reciben una
imposición de manos inválida ( ákyron = vacuam, irritam) y, para escarnio del
ordenador, no pueden actuar en ninguna parte (can. 6). No se hace justicia a
este canon cuando, a la luz de un conocimiento adquirido posteriormente, se
habla de una nulidad práctica y se explica que el concilio no puso en duda la
validez de la ordenación absoluta, sino que se limitó a prohibir el ejercicio del
poder recibido. Al contrario, la declaración del concilio de que una ordenación
absoluta es ineficaz, constituye un signo elocuente de la falta de desarrollo del
concepto de ordenación que existía en aquel tiempo. El Espíritu y el oficio
estaban sumamente entrelazados a partir de los tiempos del cristianismo
primitivo, y por eso no es fácil decidir si una declaración acerca de uno de los
elementos de la ordenación afectaba también al otro. Precisamente en el hecho
de que no se veía con claridad la fusión de Espíritu y oficio, así como la mutua
distinción y coordinación de ambos, se basa la exacerbada disputa en torno a
las bases de la «constitución de la -a Iglesia», la cual duró hasta entrado el
siglo xii. El problema de la ordenación absoluta era en el fondo cuestión, no de
especulación teológica, sino de tradición apostólica. Cuando se abrió paso el
conocimiento (después de la práctica seguida en casos aislados al principio y de
un modo general más tarde) de que la ordenación puede ser efectiva incluso sin
una simultánea colocación de oficio, se llegó a la distinción entre la potestad de
orden y la de jurisdicción. El resultado de este prolongado esfuerzo fue la
convicción de que uno de estos poderes se da de manera inamisible, porque ha
sido conferido mediante una ordenación sagrada, y el otro se da de manera
amisible, porque se basa en la misión canónica.

2. Distinción y entrelazamiento

Con esta distinción formal de ambas potestades va unida una función


característica de cada una de ellas, expuesta de manera plástica en la parábola
de la vid (Jn 15, 1-11). El Señor habla aquí de dos fuerzas que actúan en la
Iglesia: la vid, de la que fluye la vida hacia los sarmientos; y el viñador, que
corta los sarmientos inútiles, y purifica los productivos para que den fruto más
abundante. Ambas son fuerzas divinas y producen la vida de la Iglesia, pero de
manera diferente, la una como fuerza productora, la otra como ordenadora. En
la distinción entre la potestad de orden y la de jurisdicción se trata de la misma
diversidad funcional. La potestad de orden es el principio de la vida. Se da de
manera inamisible y siempre es efectiva, pero, como en manos de hombres está
expuesta al abuso, necesita de la mano ordenadora que dirija rectamente su
acción. La potestad de jurisdicción es el principio del orden. Su capacidad de
actuar como elemento ordenador frente a la potestad de orden se funda en que
es formalmente diferente de ésta, especialmente porque es separable de la
persona de su portador, y así puede enfrentarse de una manera eficaz con los
peligros procedentes del ámbito personal que amenazan la vida de la Iglesia.
Otras características guardan relación con esto. La potestad de orden está
vinculada a la persona del ordenado, de tal manera que puede ejercerse
eficazmente en toda la Iglesia, por ejemplo celebrando el sacrificio de la misa;
de acuerdo con su naturaleza es una potestad común en toda la Iglesia. Por el
contrario, la eficacia del poder pastoral -prescindiendo del supremo poder del
papa y del colegio episcopal- está delimitado territorial o personalmente, y así
crea las comunidades parciales, necesarias para una dirección ordenada del
pueblo de Dios. En esto participa también la potestad del orden; pues la
ordenación engendra a los portadores del Espíritu, a los que corresponde dirigir
el pueblo de Dios y realizar la liturgia (cf. can. 948). Pero no es la ordenación,
sino solamente la transmisión de la potestad de jurisdicción la que hace surgir
una relación de subordinación y autoridad, que comprende por una parte las
relaciones del pastor con la grey y por otra las relaciones de los pastores entre
sí, y ofrece la base para que los poderes sagrados transmitidos por la
ordenación y por la misión canónica se ejerzan de manera adecuada.

En la diferencia funcional se manifiesta a la vez una profunda interdependencia


de ambas potestades, de manera que se puede hablar de una unidad en la
duplicidad. Esto se ve primeramente en que los grados de la jerarquía de orden
tienen una fundamental correspondencia en los grados de la jerarquía
ministerial. En el sistema de la ordenación relativa se conserva plenamente esta
unidad, porque la ordenación y la transmisión del oficio se realizan en un solo
acto. En el sistema de la ordenación absoluta la unidad de ambas potestades
queda asegurada por el hecho de que la transmisión de un oficio determinado
presupone la posesión de un determinado grado de orden. Por ejemplo, sólo un
sacerdote puede ser nombrado párroco. En la institución de un obispo el orden y
la transmisión del oficio actualmente están separados todavía en la Iglesia
latina, pero el obispo nombrado sólo llega a ser obispo verdadero por la
recepción de la consagración episcopal, la cual, como en el sistema de la
ordenación relativa, se confiere siempre en orden a una determinada sede
episcopaL En el ejercicio de ambas potestades aparece igualmente su
interdependencia interna, la cual va tan lejos en diversas acciones sagradas,
que se puede hablar de una unidad operativa. Tenemos un testimonio seguro a
este respecto en el sacramento de la - penitencia. De tal manera cooperan aquí
ambas potestades, que la potestad sacerdotal de orden y la potestad de
jurisdicción causan conjuntamente la absolución sacramental (can. 872).

La relación polar que guardan entre sí la potestad de orden y la de jurisdicción


pueden compararse con los focos de una elipse, concebidos como puntos
móviles. Ambas potestades son diferentes por la forma de transmisión y por la
función que les es propia; pero se aproximan entre sí más o menos, y en
diferentes acciones sagradas coinciden como una unidad operativa, hasta tal
punto que por así decir constituyen el centro de un círculo. Aquí cada una de las
potestades tiene sus propias relaciones con los tres ministerios, porque tanto
los poderes transmitidos por el orden sagrado como los comunicados por la
misión canónica participan cada uno a su manera del círculo operativo de la
Iglesia, constituido por la tríada de sacerdocio, magisterio y ministerio pastoral.
La potestad de orden y la de jurisdicción constituyen por tanto dos elementos
complementarios de un solo poder sagrado, que Jesucristo confió a su Iglesia.

IV. Potestad episcopal


La compenetración entre la potestad de orden y la de jurisdicción alcanza su
máxima densidad en el obispo, que participa de ambas potestades. En la
jerarquía del orden el episcopado constituye la cumbre, y en la jerarquía de
jurisdicción se encuentra en un grado ministerial que se extiende desde el
supremo ministerio pastoral del -> papa, hasta los ministerios supraepiscopales,
hasta el ministerio del obispo diocesano. La consagración episcopal - a través de
estas gradaciones jerárquicas - es la base óntica del oficio y de la potestad
episcopales, y por cierto de tal manera que se debe aceptar un núcleo interno
esencial que no puede diluirse en la distinción entre potestad de orden y
potestad de jurisdicción. Veo este núcleo esencial en la acuñación personal
como obispo y especialmente en el inamisible y siempre eficaz (aun cuando no
siempre lícito) poder del obispo de administrar las sagradas órdenes, con lo que
se da la garantía de que la potestad sagrada permanece inquebrantable en la
Iglesia a pesar de la debilidad humana. En virtud de la tradición eclesiástica la
imagen del obispo está determinada por la ordenación a una grey. Por esto la
consagración episcopal se confiere siempre en orden a una determinada sede
episcopal, por lo cual, de acuerdo con una antigua idea, que se mantuvo en las
Iglesias orientales (DPIO can. 396 S 2, nº. l), la sede y el oficio episcopal se
confieren simultáneamente. La Iglesia latina se atiene al menos litúrgicamente a
esta práctica. Pero la consagración y la colación del oficio, bien se den
separadamente o bien en un mismo acto, según su naturaleza son actos
diferentes y no permutables. Especialmente hay que mantenerse firmes en que
la misión canónica, distinta de la consagración, como se dice en el Vaticano ii
(De Eccl. n° 24), no puede realizarse «por costumbres legítimas no revocadas
por la potestad suprema y universal de la Iglesia» o «por leyes permitidas o
reconocidas por la misma autoridad», sino que en virtud de su naturaleza, ha de
ser otorgada por la autoridad competente en cada caso de acuerdo con la ley o
la costumbre, ya sea mediante nombramiento o confirmación de la elección, o
una forma semejante.

El Concilio no ha expuesto en conjunto la problemática de la consagración


episcopal y de la misión canónica. Por esta razón surgieron como resultado
dificultades en la interpretación, que en lo esencial se eliminaron gracias a la
Nota explicativa praevia. El Concilio enseña que por la consagración episcopal se
transmite la plenitud del sacramento del orden (Vaticano ir, De Eccl. número
21). Acerca de los efectos de la consagración episcopal se dice más
concretamente: «La consagración episcopal, juntamente con el oficio de
santificar (munus sanctificandi), transmite también el oficio de enseñar y dirigir
(munera docendi et regendi), los cuales, sin embargo, de acuerdo con su
naturaleza, sólo pueden ejercerse en comunión jerárquica con la cabeza y los
miembros del colegio episcopal.» El Concilio sigue aquí el esquema esbozado
anteriormente (ii), según el cual la potestad de orden está ordenada al oficio
sacerdotal, y la potestad de jurisdicción lo está al oficio doctrinal y al pastoral.
Mas no se puede concluir de aquí que la potestad sagrada, cuya unidad enseña
el concilio, no esté referida en su totalidad a los tres oficios. Pero debemos
preguntarnos qué significa la transmisión sacramental de los oficios, que de
acuerdo con su naturaleza no pueden ser ejercidos sino se añade otro elemento,
a saber, la comunión jerárquica con la cabeza y los miembros del colegio. A este
respecto dice la nota praevia (nº. 2): «Por la consagración se da una
participación ontológica en los ministerios sagrados, como consta sin duda
alguna por la tradición, incluso por la tradición litúrgica. Intencionadamente se
emplea la palabra oficios (munera) y no el término potestades (potestades),
porque este último vocablo podría entenderse de la potestad dispuesta para su
ejercicio (de potestate ad actum expedita). A fin de que se tenga tal potestad
dispuesta para la acción debe añadirse la determinación jurídica o canónica por
parte de la autoridad jerárquica. Esta determinación de la potestad puede
consistir en la concesión de un oficio particular o en la asignación de súbditos, y
se confiere de acuerdo con las normas aprobadas por la suprema autoridad.
Esta norma ulterior es requerida por la naturaleza misma de la cosa, ya que se
trata de ministerios que deben ejercerse por muchos sujetos, que cooperan
jerárquicamente por voluntad de Cristo.» Con esto, la nota praevia no afirma
nada nuevo, y puede remitir acertadamente a lo que la Constitución dice acerca
de la misión canónica en la exposición del ministerio episcopal. Unifica las
afirmaciones, que en la Constitución están separadas, acerca de la consagración
y del oficio, y así aclara el sentido de los enunciados sobre los efectos de la
consagración episcopal. La interdependencia entre consagración episcopal y
oficio episcopal se determina en el sentido de que las potestades que brotan de
la consagración y del oficio se complementan mutuamente, como elementos
que estando juntos constituyen el fundamento de la potestad episcopal
dispuesta para su ejercicio. Con esto la nota praevia da a entender que todavía
no están explicadas todas las cuestiones sobre la relación entre oficio y
consagración, y encomienda expresamente a la investigación teológica que
ilumine las cuestiones del ejercicio lícito y válido de la potestad.

La relación entre consagración y ministerio se entiende frecuentemente en el


sentido de que la consagración episcopal confiere toda la potestad, pero ésta se
halla atada y por consiguiente no puede ejercerse mientras no quede desatada
por la colación de un oficio. Según esta opinión al oficio episcopal le
correspondería solamente la tarea de abrir el cerrojo y la de cerrarlo en caso de
una defección; el oficio tendría una función meramente formal, pero no un
contenido real. La nota praevia explica la necesidad de complementación de la
potestad comunicada por la consagración resaltando cómo los oficios
episcopales son ejercidos por muchos sujetos y, por ello, es necesaria una
determinación jurídica más concreta, con lo que se piensa sobre todo en la
colación del oficio episcopal, por la que al obispo se le confía una parte de la
grey. Con esto se reconoce ya cómo el oficio tiene una función que va más allá
de un mero abrir el cerrojo. Pero se deberá hacer referencia - y esto me parece
decisivo - al hecho de que la consagración episcopal ha de tener siempre los
mismos efectos y, por tanto, las múltiples modalidades en el oficio episcopal no
pueden fundarse en la consagración, sino que han de fundarse en el oficio. El
papa, el patriarca, el metropolita y el obispo local tienen la misma consagración
episcopal, pero en el ámbito del oficio se encuentran dentro de una gradación
jerárquica, cuyo objeto es dirigir de manera ordenada el pueblo de Dios y
mantener su unidad. A este respecto la constitución de la Iglesia está
estructurada de tal manera que el supremo ministerio pastoral del papa y todo
ministerio supraepiscopal - como el de los patriarcas o el de los metropolitas -
se hallan vinculados a una determinada sede episcopal, es decir, el papa, el
patriarca y el metropolita son a la vez - como cualquier otro obispo local -
presidentes de un determinado obispado. Esta peculiaridad de la constitución de
la Iglesia, que no tiene paralelismo alguno en el ámbito profano, se basa en que
la Iglesia parcial no es sólo parte de un todo, sino que en su esfera representa a
la Iglesia total. Hace visible la estructura colegial de la constitución de la Iglesia
y muestra la vinculación interna entre la consagración episcopal y el oficio
episcopal.
Con la distinción entre estructura interna y externa, W. Bertrams ha
emprendido un notable intento de interpretar la constitución de la potestad
sagrada. Según él por la consagración sacramental se transmite en su totalidad
la potestad episcopal o, más exactamente, se pone el fundamento substancial
(ontológico) de ésta. Bertrams sigue la distinción de este único poder episcopal
en potestad de orden y potestad de jurisdicción, y las coordina de acuerdo con
el conocido esquema de los tres «oficios», de manera que la potestad de orden
sólo tiene que ver con el oficio de santificar, y la potestad de jurisdicción
únicamente se relaciona con el oficio de enseñar y con el de regir. La
fundamentación ontológica no se basta a sí misma; va implícita en ella la
intencionalidad hacia su configuración externa. Con esto se logra un primer
grado de estructura externa. Y de hecho toda la potestad de orden puede
configurarse así. Pero, según Bertrams, en sí misma ella no tiene efectos
directos en la Iglesia como unidad externa. En cambio, la potestad de
jurisdicción tiene efectos inmediatos en la Iglesia como comunidad jurídica y
externa. Por esta razón se debe añadir aquí como otro elemento esencial un
nuevo grado de la estructura externa: la recognitio, incorporatio o communio,
que se imparte gracias a la missio canonica. Ésta consiste en la delimitación de
un servicio concreto o de una tarea concreta, o en la ordenación a una grey
determinada. La misión canónica es como un abrir el cerrojo, y así libera la
totalidad del poder episcopal, que ya se había transmitido sacramentalmente y
estaba substancialmente fundamento. Pero no es algo accidental en relación con
la potestad de jurisdicción. Puesto que la estructura externa -la corporalidad- es
un elemento esencial de la comunidad humana y, por tanto, también de la
Iglesia; en consecuencia la potestad de jurisdicción no puede considerarse como
totalmente constituida mientras no se haya añadido la misión canónica.

No puede satisfacerse la estricta ordenación de la potestad de orden al munus


sanctificandi y de la potestad de jurisdicción a los munera docendi et regendi.
Pues el enseñar y el dirigir en la Iglesia tienen que ver también con la potestad
de orden, y, por otra parte, el santificar también dice relación a la potestad de
jurisdicción. Si se sigue la interpretación de Bertrams, la distinción de ambos
poderes amenaza todavía con convertirse en una separación, lo cual en todo
caso guarda relación con la estricta distinción entre orden sacramental y orden
jurídico-social. La afirmación de que la potestad de jurisdicción se transmite
substancialmente en la consagración, pero exige todavía un elemento esencial
que viene de fuera, lo único que hace es desplazar a otro estadio el problema
de la interdependencia entre consagración y oficio. En el fondo eso significa que
la consagración implica una intencionalidad hacia su vinculación con un
ministerio concreto por medio de la misión canónica.

Cf. también -> jurisdicción, -> órdenes sagradas.

BIBLIOGRAFÍA: R. Sohm, Das altkatholische Kirchenrecht und das Dekret


Gratians (Mn - L 1918); V. Fuchs, Der Ordinationstitel von seiner Entstehung bis
auf Innozenz III. (Bo 1930); A. Schebler, Die Reordinationen in der
«altkatholischen» Kirche unter besonderer Berücksichtigung der Anschauungen
Rudolph Sohms (Bo 1936); J. Fuchs, Magisterium, Ministerium, Regimen. Vom
Ursprung einer ekklesiologischen Trilogie (Bo 1941); idem, Weihesakramentale
Grundlegung kirchlicher Rechts-Gewalt: Scholastik 16 (1941) 496-513; idem,
Vom Wesen der kirchlichen Lehr-Gewalt (tesis mecanogr. Mr 1946); K.
Miirsdorf, Weihe-Gewalt und HirtenGewalt la Abgrenzung und Bezug: MCom 16
(1951) 95-110; idem, Die Entwicklung der Zweigliedrigkeit der kirchlichen
Hierarchie: MThZ 3 (1952) 1-16; ideen, Zur Grundlegung des Rechtes der
Kirche: MThZ 3 (1952) 329-348 und Pro Veritate. Festgabe fdr Erzbischof L.
Jaeger und Bischof W. St5hlin (Mr - Kassel 1963) 224-248; ídem,
Altkanonisches «Sakramentenrecht»? Eine Auseinandersetzung mit den
Anschauungen Sohms über die inneren Grundlagen des Dekretum Gratiani:
Studia Gratiana I (Bol 1953) 458-502; M. Kaiser, Die Einheit der Kirchen-Gewalt
nach dem Zeugnis des NT und der Apostolischen V$ter (Mn 1956); K. Mdrsdorf,
Der Rechtscharakter der iurisdictio fori intemi: MThZ 8 (1957) 161-173; ídem,
Streiflichter zum neuen Verfassungsrecht der Ostkirche: MThZ 8 (1957) 235-
254; idem, Kritische Erwdgungen zum kanonischen Amtsbegriff: Festschrift fdr
Karl G. Hugelmann I (Aalen 1959) 383-398; R. A. Strigl, Grundfragen der
kirchlichen Amterorganisation (Mn 1960); K. Nasilowski, De distinctione
potestatis in ordine in primaeva canonistarum doctrina (Masch. Mn 1962); W.
Bertrams, De relatione inter Episcopatum et Primatum (R 1963); idem, De
quaestione circa originem potestatis iurisdictionis Episcoporum in Concilio
Tridentino non resoluta: PerRMCL 52 (1963) 458-476; B. Fries, Forum in der
Rechtssprache (Mn 1963); J. Neumann, Der Spender der Firmung in der Kirche
des Abendlandes bis zum Ende des kirchlichen Altertums (Meitingen 1963); W.
Bertrams, De potestatis episcopalis exercitio personali et collegiali: PerRMCL 53
(1964) 455-481; idem, Papst und Bischofskollegium als Trager der kirchlichen
Hirten-Gewalt (Pa - Mn - W 1965); J. Neumann, Die Kirche und die kirchliche
Gewalt be¡ den deutschen Kirchenrechtlem vom Ende der Aufklarung bis zum
Ersten Vatikanischen Konzil (tesis Mn 1966).

Klaus Mörsdorf

IGLESIA PRIMITIVA

El período de la I.p. adquiere un rango especial en el marco de la historia de la -


> Iglesia. Este valor no sólo se pone de manifiesto por una antigua discusión
eclesiológica, sino sobre todo, por las estructuras inmanentes de la I.p., que se
deben a su peculiar y única situación y problemática. En este sentido dicha
época, incluso desde el punto de vista histórico, constituye una unidad, que se
distingue de la siguiente era de -> Constantino.

I. Períodos

El espacio temporal de la I.p. comprende el período de la Iglesia antigua desde


su origen (hacia el año 30 después de Cristo) hasta el inicio de la Iglesia
imperial bajo Constantino el Grande (306-337). Aun cuando esta última sólo
alcanzó su forma específica en el transcurso del tiempo, fundamentalmente bajo
Teodosio i (380), sin embargo está justificado considerar como una cesura la
nueva orientación de la política religiosa del Estado a comienzos del s. iv, bien
veamos el momento decisivo en el edicto de tolerancia de Galerio (del año 311),
o bien en la únificación milanesa entre Constantino y Licinio (313). Sin duda se
introduce un cambio en la imagen externa de la Iglesia, aun cuando una
sobrevaloración de este «giro» pierde de vista la continuidad histórica. Por lo
demás, precisamente ese hecho confirma hasta qué punto la Iglesia está
integrada en el marco de la historia universal y, por esto, en la delimitación de
sus períodos o en su cronologia depende de factores externos.

La época de la I.p., que duró aproximadamente tres siglos, se puede subdividir


todavía de acuerdo con criterios internos. En primer lugar a) podemos delimitar
como fundamental respecto de toda la historia de la Iglesia el tiempo apostólico
y el postapostólico; este tiempo se compendia acertadamente con el concepto
de I.p. En cuanto con ello se designa el tiempo de la ->revelación «en su
acontecer», la exposición de ese período corresponde primariamente al ámbito
de la ciencia neotestamentaria. Pero, sin menoscabo de la transcendencia
peculiar de los apostolikoi chronoi (Eusebio, Hist. eccl. 111 31, 6) con su
testimonio escrito de la revelación, hay que extender el concepto de I.p. al
tiempo siguiente hasta Ireneo de Lyón (hacia el año 180), época en que se
consolida la conciencia sobre el alcance del testimonio apostólico acerca de
Cristo (formación del -> canon). Semejante ampliación del concepto está
justificada además por el hecho de que durante este decenio la «Iglesia
naciente» (P. Batiffol) configura sus estructuras características, ya sea por la
formación de la tradición, ya por la formación del símbolo al rechazar los
errores. Aun cuando el origen y la evolución de estas formas plantea muchas
cuestiones, en conjunto este período se caracteriza por un fuerte propósito de
constituir la Iglesia.

b) En el siguiente período de tiempo, desde el 180 aproximadamente hasta el


313, las estructuras ya señaladas determinan esencialmente la imagen de la
Iglesia, que en medio del imperio romano se presenta con la conciencia de una
misión universal; y, por eso, acertadamente se hace referencia a este período
con la expresión la «gran Iglesia». El crecimiento numérico de la Iglesia, la
edificación de su constitución y la intensidad de la labor teológica justifican de
hecho esa caracterización; en el siglo iii se dispone el terreno para el desarrollo
de los tiempos futuros. A pesar de las concentradas persecuciones por parte del
Estado, la Iglesia se presenta como un fermento para el imperio en crisis; en un
proceso sumamente intenso y diferenciado, ella se adapta a la cultura greco-
helenista. Precisamente la historia de la gran Iglesia se realiza en una apertura
creciente a la oikoumene. Y así, en el intento de crear una Iglesia imperial, que
se inicia con la política religiosa de Constantino, se llega a constituir una unidad
religioso-estatal. La historia de la Iglesia desde la partida de Jesús hasta el
reconocimiento estatal, a pesar de todas las corrientes divergentes, constituye
una magnitud que no sólo hace posible una visión armónica, sino que la exige.

Mas por adecuada que parezca esta división de la I.p. en períodos, las fases
aisladas de su evolución histórica siguen planteando problemas ahora lo mismo
que antes. Es cierto que en general el juicio esquemático ha cedido a la sutil
investigación detallada; pero sus resultados difieren no raras veces, en todo lo
cual, prescindiendo de los datos históricos, muchas veces desempeña su papel
la especial valoración (dogmática) de este período.

1. Iglesia originaria

Es evidente que precisamente el período en el que la -> Iglesia desde su origen


configura sus estructuras características es objeto de intensa discusión. Los
resultados de la investigación neotestamentaria afectan de manera decisiva a
nuestro juicio sobre el desarrollo de la Iglesia, que desde el principio se sabe
remitida a la fe en Jesús de Nazaret como el Cristo y el Kyrios. Con la conciencia
de cumplir la voluntad de Jesús (actos fundadores de la Iglesia), desde
Pentecostés la comunidad de los creyentes se reúne y anuncia a Cristo como el
prometido. Esta fe como respuesta a la acción del Mesías oculto y del Señor
glorificado no sólo determina a la Iglesia en su origen, sino que sigue siendo
constitutiva para el pueblo de Dios en su camino a través de la historia.

a) La primera representación de la ékklesía la constituye la primitiva


comunidad de Jerusalén. Su conciencia de fe y su teología están alimentadas
por las tradiciones de Israel, pero, por otra parte, se encuentran también bajo
el influjo de las corrientes particulares judías. En especial se observan
paralelismos entre la comunidad de -> Qumrán y la comunidad cristiana
primitiva, aunque eso no puede llevarnos a ignorar sus características
peculiares, por ejemplo, la cuestión central de la fe en Cristo. Por lo demás, el -
> judeocristianismo ofrece una imagen diferenciada y llena de tensión; su
teología y su estructuración interna influyen fuertemente en la I.p. incluso
después de las catástrofes de Jerusalén (70 y 135 d.C.). Prosiguiendo la misión
judía anuncia el Evangelio más allá del ámbito geográfico de Palestina, sobre
todo en dirección al oriente; esta actividad, que pronto deriva hacia corrientes
heterodoxas, sigue reflejándose durante siglos en la literatura cristiana
adversus iudaeos.

b) Aun cuando el fenómeno del cristianismo judío no puede menospreciarse en


modo alguno, sin embargo, la orientación de la primitiva misión cristiana hacia
la oikoumene del helenismo gentil, que tuvo lugar desp del proceso de Pedro
(Act 10, 48) por el di namismo del apóstol Pablo, trajo decisiva consecuencias
para la historia de la Iglesia. El concilio de los Apóstoles (49-50) reconoció la
misión de los gentiles, libre de la ley, y con ello sancionó el proceso de
independencia frente al judaísmo. Sin duda el cristianismo con este paso se
liberó de la vinculación restrictiva a la actitud legal judía, y, por otro lado,
gracias a esto se abrió a la cultura helenista con su amplio influjo en el idioma
(Biblia, liturgia), en las formas de pensamiento (teología, dogma) y en la
estrutura sociológica (Estado). Surgió así un proceso de ósmosis, que debía
grabar su sello en la futura imagen de la Iglesia, y por cierto, tanto en su
imponente universalidad como en las limitaciones debidas a esta misma. Aun
cuando ese giro de la misión apostólica no atentó contra la rama judeocristiana
de la Iglesia en su legitimidad, sin embargo condujo prácticamente al
reconocimiento general de la estructura cristiana del cristianismo gentil.
También y precisamente en su condicionamiento histórico este proceso es de
extraordinaria importancia.

c) Lo dicho esclarece cómo el dinamismo misionero de la I.p. no estuvo


paralizado por una expectación apocalíptica de una parusía próxima; asimismo
la edificación de las comunidades nos confirma que los creyentes ya desde el
principio estaban hechos a la idea de un «tiempo intermedio» y de este modo
dominaron la dilación de la parusía sin una ruptura importante. Es cierto que
esa situación planteó nuevos problemas; pero también éstos, en medio de su
importancia, aparecieron sobre todo como síntomas de la existencia cristiana en
la historia. En este horizonte se explica una creciente acentuación de aspectos
pastorales y parenéticos, hecho que aparece ya en las epístolas pastorales y
que posteriormente cobra fuerza en los padres apostólicos. Sin duda una cierta
somnolencia de los creyentes condujo a que el mensaje salvífico adquiriera un
matiz ético. Pero la edificación de las formas de organización eclesiástica no se
produjo simplemente por desengaño ante la dilación de la parusía, sino por el
propósito de consolidar la Iglesia incluso en el «tiempo intermedio» (Act 20, 18-
35). Todavía en el tiempo apostólico se iniciaba la constitución de la Iglesia, y
por cierto sobre la base del ministerio apostólico, que descansa en una
institución de Cristo. Es natural que la I.p. en la concreción de su estructuración
interna se apoyara en modelos previos; por ejemplo, se ofrecía a este respecto
el modelo judío de los ancianos, que fue adoptado por la comunidad primitiva.
Desde esta constitución colegial se desarrolló el ->episcopado monárquico
(Ignacio), que inmediatamente adquirió la función dominante en la Iglesia; y a
la vez desapareció poco a poco (montanismo) la preeminencia del carisma (-
>ministerio y carisma).

Bajo la presión de las circunstancias y en la disputa con las herejías que se


presentaban, la era postapostólica configuró de manera más intensa todavía el
ministerio de la Iglesia. Sobre todo al mito ahistórico de la redención, propio del
-> gnosticismo, en todos sus matices, se contrapuso la tradición vinculada a la
historia y la sucesión de las antiguas sedes de los obispos, primeramente de la
romana (Ireneo). A causa de la pureza del Evangelio surgió en la Iglesia
primitiva una constitución en la que la comunidad local y la Iglesia universal
formaban una sólida unidad (si bien pluralista); la celebración de la -» eucaristía
era fuente y a la vez expresión de esta koinonía.

Cuando este proceso es calificado de catolicismo primitivo, se presupone una


norma de cristianismo primitivo que apenas puede delimitarse históricamente y
que se logra mediante una interpretación del centro del Evangelio. En los ->
Hechos de los apóstoles se refleja ya de alguna manera la transición de un
cristianismo con una orientación bíblica y carismática a la Iglesia constituida en
una forma histórica e institucional. Precisamente el hecho de que los gérmenes
de semejante catolicismo primitivo se hagan visibles ya dentro del NT, apoya la
convicción (católica) de la esencial identidad entre la comunidad del principio y
la Iglesia primitiva.

d) La teología de la I.p. se caracteriza por el esfuerzo de formular la conciencia


creyente en conexión con afirmaciones neotestamentarias y con las formas de
pensamiento de origen ya hebreo ya helenista adecuadas a ella. Las
necesidades de la predicación, del culto divino y de la apologética ejercieron una
fuerza formativa en este proceso (doctrina). Frente al judaísmo se llegó a
mostrar a Jesús de Nazaret como cumplimiento de los testimonios
veterotestamentarios; el mundo circundante del paganismo exigía,
prescindiendo totalmente de la disputa con el politeísmo, un nuevo punto de
apoyo, que ya aparece plenamente en la teología de los -> apologetas. La
aceptación de las categorías helenistas trajo consigo grandes peligros (->
helenismo y cristianismo), pero en conjunto este procedimiento aparece como
una necesidad misionera, pues, por vez primera dio entrada al mensaje
cristiano en el mundo circundante del paganismo.

e) La figura externa de las comunidades cristianas y con ello de la I.p. está


caracterizada en general por un abrumador carácter minoritario; tanto por el
número como por la procedencia social los cristianos desempeñan una función
inferior en la multiplicidad religiosa del imperio romano. El intenso intercambio
entre las diferentes comunidades locales da testimonio, sin embargo, de la
conciencia de una unidad universal. A pesar de todo alejamiento del mundo, la
I.p. estaba abierta al Estado, reconociendo precisamente sus estructuras
terrenas (Rom 13). Las persecuciones de los cristianos se desatan en este
período más bien «a partir de abajo» y por eso mismo tienen un carácter local.
Los leales memoriales de los apologetas a los soberanos conducen a un diálogo
fundamental entre Iglesia y Estado.

2. La primitiva «gran Iglesia»

Con el paso al siglo tercero se inicia la época de la gran Iglesia del cristianismo
primitivo. A pesar de las medidas externas de violencia el cristianismo se
desarrolla en esta época, tanto en número como en la vida interior eclesiástica,
hasta convertirse en una magnitud sólidamente unida, y prepara así la
transición a la Iglesia del imperio.

a) La mejor confirmación de la creciente importancia del cristianismo son las


persecuciones sistemáticas. Mientras anteriormente las acciones tenían lugar
esporádicamente, ahora el Estado procede sobre una amplia base contra la
Iglesia en el curso de la política de restauración pagana. Bajo los emperadores
Decio (249-251) y Diocleciano (285-305) las persecuciones alcanzan su mayor
acritud; junto a notables ejemplos de disposición al martirio, aparece también la
mediocridad, presentándose así una situación que, al atenuarse las medidas de
violencia, plantea al antiguo problema del pecado de los cristianos, que en este
caso concreto es el de la apostasía (Cipriano).

b) La caracterización de este período como gran Iglesia se justifica por el eco


que el mensaje cristiano encuentra ahora en todas partes. De acuerdo con
prudentes estimaciones, a principios del siglo iv se pueden contar alrededor de
7 millones de cristianos, entre una población de 50 millones en el imperio
romano. Por tanto, se trata aproximadamente de un 15 %, cambiando el
porcentaje según los sitios. Pisamos un terreno más firme al tratar de la
extensión geográfica. Así en el occidente la misión alcanza las Galias, Hispania,
las zonas extremas de Germanía y Brítania; y el cristianismo no está menos
extendido por el oriente (Edesa). De todos modos las peculiaridades nacionales
y los vacilantes límites del imperio preparan aquí formas eclesiásticas
especiales. Por espectacular que fuera el crecimiento de la gran Iglesia y pοr
más que ésta se hallara presente en todos los estrαtos de la población, la
mayoría de los habitantes eran todavía paganos en tiempοs de Constantino,
incluso teniendo cοηciencιa de la propia crisis.

c) Dentro de lα Iglesia, debido a esta afluencia de cristianos, se presentaba la


necesidad de medidas pastorales y espirituales pαrα dominar el fenómeno del
número. La institución del catecumenado nο sólo aseguraba el nivel intelectual
de los creyentes, sino que daba también la instrucción racional-religiosa, tan
urgente de cara al medio ambiente pagano. En la configuración de los ritos
sacramentales y especialmente en la celebración de la eucaristía la Iglesia tuvo
en cuenta la nueva situación, así, por ejemplo, la piedad de la épocα tanto como
por el martirio se caracteriza por el bautismo.

También en el marcο del sistema eclesiástico de organización surge ahora una


multitud de servicios subordinados al obispo, para garantizar unα pastoral
ordenada. Respecto a la artιculación territorial, la Iglesia se acomoda en gran
parte a las estructuras de la organización estatal. Contemporáneamente se
inicia la unión de obispados en organismos superiores (patriarcales), cuyos
jerarcas ponen de manifiesto en el colegio de obispos los límites de las
pretensiones romanas. La reflexión teológica sobre el primado, que da cοmienzo
en esta época (Cipriano), lleva el sello de la conciencia que de sí mismos tienen
los obispos.

d) Reviste una importancia extraordinaria para la historia de la Iglesia la


formación de la teología en este período. A pesar de muchas resistencias se
nivela la contra-posición original entre cruz y paideia griega; el deseo de
precisión conceptual y la discusión con el mundo circundante (polemistas, ->
neoplatonismo) ponen en marcha la creciente reflexión sobre la revelación. En -
>Alejandría, un Clemente (+ antes del 215) y un Orígenes (+ 254) intentan una
nueva interpretación y sistematización de la fe; con la ayuda de conocidos
principios de interpretación (tipología, alegoría) y categorías filosóficas ofrecen
por vez primera la revelación en una forma científica. Orígenes además preparó
una primera edición crítica de la Escritura (Hexαρlα) cono base para su trabajo.
De todos modos no se puede ocultar que la interpretación contemporánea de la
Biblia es ocasionalmente trabajada de manera insuficiente; es significativa a
este respecto la reserva ante el mensaje de la cruz, cuyo carácter escandaloso
se suaviza mediante unα teología simbólica (ciertamente profunda) en atención
a la situación de la historia del espíritu en ese tiempo.

Desde el punto de vista del contenido, resuenan en los máximos teólogos los
grandes temas del futuro. Siguiendo el ejemplo de Ireneo de Lyón (+ hacía el
202), los alejandrinos analizan el conjunto histórico-salvífιco del acontecimiento
de la redención en Cristo; a este respecto la reflexión sobre Cristo ocupα
necesariamente el lugar central. Dando un paso de la oikonomia a la teología,
se presenta pronto la cuestión acerca de los portadores de la única acción
sαlvífica. La problemática planteada por el monarquianismo, que surgió a causa
del intento de armonizar la divinidad de Cristo con el monoteísmo, provocó
sutiles especulaciones (cristología del Logos, subordinacionismo), aunque su
enfoque era histórico-salvífιco, a diferencia de la perspectíva ontológica del ->
arrianismo. Es notable asimismo en esta discusión la tensión entre un
vocabulario acomodado a la Escritura y los conceptos filosóficos que reclama
para sí el progreso del pensamiento teológico. Frente al gnosticismo y sus
doctrinas de la autorredención, la Iglesia se vio obligada a urgir que la salvación
viene de la gracia. Además, los padres se esfuerzan por mantener también aquí
el contexto histórico-salνífico (caída en el pecado, misión del Espíritu Santo), y
a la vez por regular el futuro lenguaje de la teologία mediante cuidadosas
distinciones (imago - similitudo; natura - gratia). La sobriedad en las
expresiones y la profundidad del símbolo caracterizan los esfuerzos pοr
circunscribir el misterio de la Iglesia; conscientemente se incluyen en la
dimensión eclesiológica la existencia del cristiano individual (disciplina de la
penitencia).

e) Pero la marcada conciencia de Iglesia en este período no impide el


reconocimiento de un multiforme pluralismo, que llega a exteriorizarse en la
peculiaridad estructural de las Iglesias principales e incluso en el lenguaje. La
nueva articulación del imperio romano bajo Diocleciano (tetrarquía) puso bien
pronto de manifiesto la preponderancia del oriente, y este paso en la técnica
administrativa repercutió en el ámbito eclesiástico, en el sentido de que a raíz
de las diferencias naturales y culturales se inició un proceso autónomo de
evolución. En la esfera interna de la Iglesia el pluralismo encontró su expresión
visible gracias a la pluralidad de liturgias, que se organizaban diversamente
según las regiones de las Iglesias principales; sin embargo la unidad esencial no
sufríó por esta diversidad.

Por consiguiente la época de la gran Iglesia se destaca por su específica


situación y tarea respecto de la época de la I.p. Evidentemente ella se funda
total y absolutamente en sus tradiciones, pero desarrolla asimismo su propia
temática, como nos lo confirma entre otras cosas el origen del arte cristiano.

III. La importancia de lα Iglesia primitiva

En el curso de lα historia la I.p. gozó siempre de alta estima, pues se creyó que
en ella se realizó el cristianismo en su forma pura. Cono indudable punto
cumbre de la historia de la Iglesia, esta época posee un carácter normativo, que
por otra parte fue exagerado y simplificado por υnα visión crítica de la historia,
sobre todo en relación con la llamada teoría de la decadencia. Así Jerónimo
glorifica esta era a causa de sus mártires, y lo hace mirando a la decadencia de
la Iglesia (Vita Malchi 1). Los movimientos renovadores de la edad media
evocan en cada caso el ideal de la ecclesia primitiva y miden por ella la Iglesia
del tiempo presente. También pαrα la -> reforma protestante la I.p. posee un
carácter normativo, por cuanto precisamente en esta época el Evangelio fue
predicadο sin falseamientos. Con el retorno del clasicismo a la antigüedad, la
importancia de la I.p. creció nuevamente, pues se transfirió a ella el canon de la
«noble sencillez y de la silenciosa grandeza». Todavía en el juicio de la actual
historia de la Iglesia actúa el tópico de la Iglesia pura y sin falsificación del
comienzo, sobre todo en conexión con la discusión acerca del llamado giro
constantiniano.

Sin duda esta visión esquemática de la I.p. está sometida a una idealización,
que no resiste un análisis histórico, por más estima que se tenga de esta época.
Esa visión está influida por un pensamiento vital-evolucionista, que espera una
renovación de la Iglesia por el retorno a la «fresca juventud» del tiempo
primitivo. Ahora bien, aunque esa imagen no corresponda a la situación
histórica ní a la estructura de lo histórico, sin embargo se nos plantea lα
cuestión de si y en qué sentido la I.p. posee un carácter normativo.

En principio hay que responder a esto que la Iglesia incluso en su dimensión


sobrenatural está esencialmente sometida a la historia y por eso sufre una
evolución; asimismo tiene un principio, en el que de alguna manera está ya en
germen el futuro. En cuanto los actos por los que Jesús fundó la Iglesia tienen
como meta la continuación de lα comunidad de los creyentes en la historia,
corresponde a los doce una función central como intermediarios personales de
la palabra. En consecuencia, también «el período cercano a las fuentes del
tiempo apostólico constituye para todos los tiempos del desarrollo de la Iglesia
una magnitud dogmáticamente relevante y a la vez históricamente delimitable,
que en cuanto tal sigue siendo única y válida y por consiguiente no puede
superarse ní repetirse» (H. Rahner). La peculiar cualificación del tiempo
apostólico nos garantiza el canon de los Escritos inspirados; además el período
de la formación del canon, es decir, el tiempo de la I.p. conserva íntegro el
Evangelio, y asί sirve de norma para trazar el límite frente a los escritos
apócrifos y a la heterodoxιa.
Junto a este aspecto fundamental, corresponde a la I.p. un valor especial
incluso bajo el aspecto histórico. Sin ignorar los manifiestos defectos, se puede
decir que los primeros siglos representan un tiempo superior de la historia de la
Iglesia. La activa responsabilidad por el evangelio y la existencia de los
cristianos en un ambiente hostil, existencia caracterizadα por dicha
responsabilidad, son ejemplares para el futuro. Por eso, tenιendo en cuenta la
peculiaridad de cada kairos histórico, se puede juzgar la evolución del
cristιanismo a partir de la Iglesia primitiva.

BIBLIOGRAFIA: Harnack Miss: P. Batiffol, L'Église naissánte et le catholicisme (P


6
1927); A. Ehrhard, Urkirche und Frühkatholizismus (Βο 1935); H. J. Schoeρs,
Theologie und Geschichte des Judenchristentums (T 1949); J. Daniélou,
Théologie du Judéo-Christianisme (Tou 1958); W. Marxsen, Der
«Frühkatholizismus» im NT (Neukirchen 1958); H. Lietzmann - K. Aland,
Altchristliche Kirche: RGG 3 I 269-276; H. Rahner, Frühchristliche Kirche: LThK 2
IV 412-418; Bilιlmeyer-Tüchle 1; H. v. CamρΡenhausen, Kirchliches Amt und
geistliche Vollnacht ín den ersten drei Jahrhunderten (T 21963); J. Daniélou - H.
1. Marrou, Desde la fundación de la Iglesia hasta Gregorio el Grande (Guad M
1970); K. Baus, Von der Urgemeinde zur frühchristlichen Großkirche: HdKG 1
(31965)• H. Jedin, Manual de historia de la Iglesia, vol. i (Fterder Ba 1966).

Peter Stoekmeier

IGLESIA UNIVERSAL

Este artículo debe ser considerado como cοmplemento de los artículos —>
Iglesia e -> Iglesia y mundo. Viene a situarse entre ambos. Su tema es actual
porque por primera vez hoy la Iglesia está acercándose de hecho y en forma
históricamente palpable a la condición de I.u., como lo ha dado a entender
claramente el concilio Vaticano II, y porque de esa circunstancia se deducen
notables consecuencias para la cοnductα de la Iglesia.

1. En un primer sentido, puramente dogmático y siempre válido, se puede


llamar a la Iglesia «I.u.» porque en principio está destinada a todos los
hombres, tanto los que pertenecen a ella (yα desde pentecostés), como los que
llegarán o nο llegarán a pertenecer a la Iglesia en sentido pleno, incluida su
constitución social. En este sentido la I.u. (universal potentia et destinatione)
implica una doble realidad: a) La Iglesia es para todos los hombres el
sacramentum salutis, con independencia de si pertenecen actual y plenamente a
la unión visible de la misma; esto significa que la gracia de Dios en Cristo, sin la
cual nadie alcanza la salvación sobrenatural en la vida del Dios trinitario, tiene
su manιfestación histórica y escatológica (incluso para los no bautizados) en la
Iglesia. b) Ningún hombre puede por principio y a priori ser excluido de la
obligación de pertenecer también a la unión visible de la Iglesia. Esto segundo
va inherente a la doctrina de la «necesidad de medio» de la Iglesia y del ->
bautismo. Pero hemos de formular este segundo sentido de la necesidad de
medio de la Iglesia para todos en la forma en que lo hemos hecho porque, al
menos hοy, teológicamente ya no se puede sostener que todo hombre reciba de
la providencia salvífica de Dios una posibilidad tan actual y real de conocer que
la Iglesia y el ingreso en ella son necesarios para la salvación, que nadie llega a
perder tal posibilidad sin culpa propia. Pero si existen muchos hombres
particulares que sin culpa personal nο pertenecen de hecho y de un modo
visible a la Iglesia (hasta su muerte), no se puede decir respecto de cada
individuo que Dios quiera obligarle actual e inmediatamente a pertenecer a la
Iglesia (de lo contrarío debería darle también una posibilidad de cumplir
semejante voluntad, lα cual quedaría sin efecto por culpa del hombre). Así,
pues, la necesidad de medio de la Iglesia y la obligación de pertenecer a ella
(por encima de la Iglesia como sacramentum salutis omnium) sólo cabe
formularlas como lo hemos hecho: a priori nadie puede afirmar con razón que la
pertenencia visible a la Iglesia no cuenta para él como posibilidad concreta, y
ροr ello como deber actual, que no pueda ser la oportunidad salvífica en la cual
se decide concretamente su salvación.

2. Pero la Iglesia puede y debe ser llaιnada I.u. en un sentido más estricto de la
historia actual. Hoy en la imagen de su aparición concreta se ha convertido en
I.u., en Iglesia para todo el mundo. Con esto no se afirma evidentemente que
todos los hombres sean cristianos (bautizados) y católicos; ni implica este
concepto la opinión de que al menos hoy la Iglesia está tan presente a to-dos
los hombres, comο llamada de la gracia de Dios, que sólo pueda ser desoída por
culpe personal; tampoco se dice con este concepto histórico de I.u. que la
Iglesia esté ya «implantada» de tal modo en todos los pueblos y culturas
(espacios históricos), que ya no sea una iglesia de misión en el sentido del
Decreto sobre las misiones del concilio Vaticano II (cf. el nº. 19 de este
decreto). No se puede discutir en modo alguno que aún hay regiones en el
mundo donde la Iglesia católica (más aún: el cristianismo) prácticamente no
está presente todavía (p.ej., algunas regiones de Asia). En todo caso la Iglesia
es aύη Iglesia de misión en extensas zonas asiáticas (China, Siberia, etc.), en el
mundo islámico y en muchas partes de Africa; es decir, la comunidad de los
fieles está tan poco arraigada en la vida social del país correspondiente, tan
escasa es su adaptación a la cultura local, tan reducido el número de
sacerdotes, religiosos y fieles seglares, tan modestas son las «instituciones»
(sin obispos nativos, etc.), que no puede decirse que la actividad misionera
haya llegado «a una cierta conclusión». Y, sin embargo, se puede hablar ya hoy
de una I.u. en un sentido de actualidad histórica. Lo que hace 150 años no se
podía decir, hoy yα se puede afirmar: la Iglesia está «presente» de alguna
manera en casi todas partes; tiene (ροr lo menos si prescindimos del sector,
ciertamente muy grande, en que gobierna el comunismo ateo militante) en
todas las partes del mundo Iglesias locales o misiones, su doctrina y existencia
pertenecen en todas partes a aquello que la opinión pública conoce y con lo que
se cuenta; en el grupο de sus dirigentes la Iglesia tiene representantes de todas
las naciones y grupos raciales de cierta importancia, etc. A ello se añade (quizás
como factor decisivo, aunque inicialmente condicionado por la historia universal
profana) que los pueblos y las historias nacionales, antes prácticamente
separados de un modo total por un terreno histórico que no era de nadie, hoy
se hαn fundido (debido sobre todo al colonialismo europeo que se inició en el
siglo xvi) hasta formar una familia actual de pueblos y una única historia
universal (proceso que continúa con resultados cada vez mejores), de manera
que hοy cada historia particular (de un pueblo, de una cultura, de un
continente) se ha convertido en un factor que condiciona empíricamente
cualquier otra historia particular (como sub-raya una y otra vez la constitución
pastoral del Vaticano II). El resultado natural de todo ello es que las grandes
religiones culturales υ vivas, aunque hayan surgido en un enclave histórico
particular y hayan tenido allí su dominio originario de vida e influencia, hoy se
han convertido en un elemento condιcιonante de la historia dcl mundo, aunque
su presencia «corporal» (a través de instituciones o de un número considerable
de adeptos) en determinados lugares sea muy débil o simplemente no se dé.
Esto vale con mayor razón del —> cristianismo: por el númerο de sus fieles,
que relativamente es el más alto y por el hecho de ser la religión del ámbito
cultural de donde hα partido la actual unificación de la —> historia universal. Y
vale aún más aplicado a la Iglesia mayor de la cristiandad. Hay que pensar
además que el hecho de lα unificación de la historia universal no tiene sólo una
importancia práctica para el devenir en la I.u. de hoy (en efecto, la expansión
europea, y las misiones a escala mundial se condicionan mutuamente desde el
siglo xvi, aunque no en provecho sino en perjuicio de las misiones, por la
sospecha de que éstas forman parte del imperialismo europeo; véase —>
colonialismo y descolonización). Se da también otra conexión fundamental: esta
relación racional europea con el —> mundo, que apunta a su transformación,
así como la -> técnica, que fueron condición y fundamento de la expansión
europea, forjadura de la historia universal —pese a todas las excrescencias de
racionalismo, tecnocracia y secularización del mundo hasta el —> ateísmo
práctico o militante— han brotado en definitiva de una postura cristiana ante el
mundo, para la cual éste pierde todo carácter divino ροr ser una criatura, cuyo
fin está en servir de marco y material para que el hombre se encuentre a sí
mismo.

3. Mas con este hecho se dan también ciertas consecuencias para el ser y el
obrar de la Iglesia, de las cuales sólo cabe mencionar algunas. En una I.u.,
enmarcada en la unidad de una única historia universal, crecen la importancia,
obligación y dependencia de cada Iglesia particular frente a las demás. Las
antiguas Iglesias particulares fundan (nο sólo con sus -> misiones) Iglesias
jóvenes en «pαíses no cristianos»; y el destino de éstas repercute en las
mismas Iglesias antiguas. Lo cual, a su vez, agrava el deber misionero, que
ahora viene a ser empíricamente una parte de la obligación de subsistir que
pesa sobre las Iglesias antiguas, ya que su propio destino está condicionado por
el destino del cristianismo en todo el mundo. En esta situación de una única
historia universal, en la cual todos los pueblos se hacen al mismo tiempo
independientes, la Iglesia debe expresar claramente su carácter de I.u. de todos
los pueblos, que tienen en ella los mismos derechos: con la institución lo más
rápida posible de un episcopado y de un sacerdocio nativos, con la admisión en
su vida de todas las culturas y mentalidades nacionales en igualdad de
derechos, con la supresión del antiguo europeísmo en las misiones, con la
internacionalización de la curia romana, con la adaptación de la liturgia a cada
pueblo, la cual debe ser una liturgia universal diferenciada, no una liturgia latina
(y casi únicamente romana). En medio de una única historia universal, la única
I.u. debe aparecer como sujeto agente de la autorrealización eclesiástica con
más claridad que antes, y no sólo mediante la acción del -> papa como
supremo garante y representante de la unidad visible de la Iglesia: con la
acción de todo el episcopado como supremo gremio de dirección colegiada de la
I.u., con una distribución de los sacerdotes en todo el mundo por encima de los
intereses de las Iglesias locales, con la «ayuda al desarrollo» de las Iglesias
misionales y de las de Sudamérica, con la responsabilidad práctica de cada
obispo ( y aun de cada cristiano) frente a toda la Iglesia y cada una de sus
partes. La I.u. deberá buscar y seguir desarrollando — por encima de los
concordatos nacionales, etc. — las relaciones de diálogo y colaboración con
otras instituciones que representan socialmente la unidad de la familia humana
y de su historia: entre otras, con la ONU, la UNESCO, el Consejo mundial de las
Iglesias (-> diálogo y colaboración entre las Iglesias, en -a ecumenismo, C).

El devenir de la unidad actual de la humanidad es un proceso que todavía no ha


concluido. Por ello (junto a los motivos propia y directamente teológicos)
también la única I.u. se halla todavía en desarrollo y está confiada a la
responsabilidad de todos los cristianos.

BIBLIOGRAFÍA: N. Süderblom, Pater Max Pribilla und die ókumenische


Erweckung (Up 1931); W. Lempp, Ókumenisch oder katholish (St 1948);
Oekumenische Einheit. Archiv für oekumenisches und soziales Christentum, bajo
la dir. de F. Heiler - F. S. Schultze (Mn - Bas 1948 ss); K. Barth - J. Daniélou -
R. Nlebuhr, Amsterdamer Fragen und Antworten (Mn 1949); Th. Sartory, Die
Ókumenische Bewegung und die Einheit der Kirche (Meitingen 1955); G. Thils,
Histoire doctrinale du mouvement cecuménique (Lv 1955); H. S. John, Essays in
Christian Unity, 1928 to 1954 (Lo 1955): Weltkirchenlexikon. Handbuch der
Ókumene. Im Auftrag des Deutschen Evangelischen Kirchentages, bajo la dir.
de F. H. Littell - H. H. Walz (St 1960); B. Leeming, The Churches and the
Church (Lo 1960); J. Vodopivec, La Iglesia y las Iglesias (Herder Ba 1961); M.
J. Le Guillou, Mision y unidad (Estela Ba 1963); St. Neill, Mission zwischen
Kolonialismus und Ükumene. Die Aufgabe der Kirche in der sich wandelnden
Welt (St 1962); E. Wilkens, Rom im ókumenischen Spannungsfeld. Eine Anfrage
zur Einheit der Kirche (Mn 1962); R. J. W. Bevan (dir.), The Churches and
Christian Unity (Lo 1963); G. Courtois, Missionarische Betrachtungen (W 1963);
Y. M.-J. Congar, Cristianos en diálogo (Estela Ba 1967); Ch. O'Neill (dir.),
Ecumenism and Vatican II (Milwaukee 1964); H. Roux, Le concile et le dialogue
cecuménique (P 1964); L. Jaeger, Das Konzilsdekret «Über den Ükumenismus».
Sein Werden, sein Inhalt und seine Bedeutung (Pa 1965); K. Rahner, Das
Verháltnis der Kirche zur Gegenwartssituation: TPTh II/2 (1966) 19-45; idem,
Grundprinzipien zur heutigen Mission der Kirche: ibid. 49-80; idem,
Grundstrukturen im heutigen Verháltnis der Kirche zur Welt: ibid. 203-239; F.
Canals, En torno al diálogo católico protestante (Herder Ba 1966).

Karl Rahner

IGLESIA Y ESTADO
Las relaciones entre I. y E. están determinadas siempre por una dialéctica que
proviene de la diferencia esencial entre ambos; pues las dos instituciones
dirigen sus pretensiones a los mismos seres humanos, aunque con diversos
fines (fin del -> hombre). Deber del -> Estado es procurar asegurar el bien
natural de sus ciudadanos en la tierra, mientras que la -> Iglesia está llamada a
proseguir en la tierra la obra salvífica de su fundador y conducir a los hombres a
la salvación eterna mediante la palabra y los sacramentos. Ambos, I. y E., se
encuentran en sus miembros, y se requiere una ordenación de sus mutuas
relaciones que corresponda al desarrollo histórico y a la situación concreta de
cada caso. Todas las tentativas por regular de modo abstracto las relaciones
entre I. y E. están condenadas prácticamente al fracaso, pues pasan por alto la
historicidad de dichas instituciones. Para la regulación de sus relaciones se han
dado en la historia de —> occidente diversos modelos de solución, que no sólo
llevaban el sello de las formas políticas propias de cada tiempo, sino también, y
sobre todo, el de la idea que entonces se tenía de la Iglesia y del Estado.

1. Visión histórica

Antes del reconocimiento de la religión cristiana por el Estado romano y de su


elevación a religión oficial (era de -> Constantino), la cuestión se centró más
bien en torno a las relaciones de los cristianos, y no tanto de la Iglesia, con el
Estado. La actitud de la –> Iglesia primitiva estaba determinada en principio —
incluso en tiempo de las persecuciones— por una lealtad benevolente hacia el
poder estatal, al que se reconocía como el orden dado por Dios y al que, por
tanto, se prestaba obediencia, en tanto no se llegara a una oposición entre sus
exigencias y las exigencias divinas (cf. Act 5, 29).

Los cristianos estaban obligados a orar por el emperador, pero rechazaban el


culto del Estado y los sacrificios ante las imágenes de los dioses y de los
césares. Tras la época de las persecuciones la Iglesia alcanzó con la concesión
de la plena libertad de religión y de culto no sólo la paridad sino la primacía
sobre los demás cultos, gracias a los acuerdos que Licinio y Constantino
firmaron en Milán (313). Por razones de unidad política y por la necesidad de
armonía entre I. y E., el emperador cristiano gobernó también — prolongando
en cierto modo la posición sacral de los primitivos emperadores paganos — a los
obispos y la Iglesia. La idea de que la unidad del cristianismo y la unidad del
imperio se condicionaban mutuamente, tuvo su expresión en el hecho de que
los obispos asumieran funciones estatales y en la amplia asimilación de la
organización eclesiástica diocesana a las unidades administrativas existentes en
el imperio romano, así como en los privilegios estatales de la Iglesia y del clero
y en la intervención jurisdiccional del emperador cuantas veces veía amenazada
la ortodoxia y la unidad de la Iglesia (-> arrianismo, concilio de Nicea 325).
Frente a la pretensión creciente de soberanía estatal, que representaba de
algún modo una vuelta a las funciones del antiguo culto romano del Estado, la
Iglesia se vio en la necesidad de determinar la correcta relación entre la
competencia eclesiástica y la estatal, persuadida de su propia autonomía y
libertad, e igualmente de su vinculación a los diversos órdenes profanos. Estas
tentativas condujeron en Bizancio (era de –> Constantino), tras la fundación de
Constantinopla como la «segunda Roma», a los principios del dominio oriental
sobre la Iglesia (teoría de la identificación), y, en el imperio romano occidental,
a la libertad de la Iglesia (teoría de la diferenciación). En el imperio bizantino la
unidad de I. y E. quedó asegurada bajo la soberanía del emperador, cuya
persona empezó por incorporarse a la jerarquía como sacerdos imperator,
apareciendo después como el soberano elevado a la esfera sacra en forma de
basileus terrenal. Por lo que respecta a las relaciones entre 1. y E. en occidente,
fue decisiva la doctrina de «las dos espadas», expuesta por el papa Gelasio i
(492-498) contra Bizancio, la cual iba a ser fundamental para toda la edad
media.

Con esta doctrina coincidían la idea de Ambrosio (374-397) acerca del


emperador, según la cual éste está en la Iglesia, pero no sobre la Iglesia
(Sermo contra Auxentium 36), y la teoría agustiniana del Estado. La obra de
Agustín De civitate Dei, estableciendo teológicamente la autonomía y
superioridad de la Iglesia (civitas caelestis) frente al Estado (civitas terrena) en
razón del fin superior, fue decisiva para la visión organizadora de la edad media
y para la creación del sistema jerárquico del papalismo medieval (hierocracia),
con su aplicación a las relaciones entre I. y E. y sus respectivos campos de
spiritualia y temporalia. En la discusión teórica sobre las relaciones entre ambos
poderes, a los que se vio simbolizados en las dos espadas de Lc 22, 38 (doctrina
de las dos espadas), se fueron perfilando distintas tendencias. Mientras la teoría
imperial partía de que cada espada había sido entregada por Dios de un modo
directo al papa y al emperador respectivamente, de que ambos poderes son
fundamentalmente del mismo orden y autónomos en sus esferas (Huguccio,
Otón de Freising, Gerhoh vom Reichersberg, Sachsenspiegel, etc.); la doctrina
de la curia papal defendía el punto de vista de que Dios había confiado ambas
espadas a la Iglesia: la espiritual se la reservó el papa para sí (gladius
spiritualis), la temporal (gladius materialis) se la dio al príncipe, que debe
manejarla al servicio y según la indicación de la Iglesia. Para ello apelaba esta
doctrina a la donación constantiniana, a la coronación del emperador romano
por el papa en Roma y, desde el s. xi-xii, también al traspaso del poder imperial
de los emperadores griegos primero a los francos y después a los germanos por
obra del papa (translatio imperi).

En esta concepción dualista descansa la idea medieval del universal poder


coactivo de la Iglesia en el terreno político. También la teoría hierocrática
acentúa — pese a la pretensión papal de dirigir incluso los asuntos temporales
— la obligación del papa de entregar la espada temporal, y sólo ratione peccati
considera lícita su intervención en el poder jurisdiccional del Estado (Gregorio
1x [1227-1241 ], Inocencio iv [1243-55], Bonifacio vut en la bula Unam
sanctam de 1302). Con el derrumbamiento del imperio romano occidental
durante la época de las -> invasiones de los pueblos del norte (cuando los
germanos entraron en el mundo cristiano occidental), en occidente la Iglesia se
vio reducida a su propia esfera, pues las Iglesias de los países arrianos se
habían sustraído por completo a la influencia romana. El giro decisivo en la
superación de la división entre germanos y romanos se inició al pasar Clodoveo
y los francos a la confesión católica (hacia el 500), y posteriormente los
visigodos, burgundios y longobardos, y con la alianza, decisiva en la historia
universal, entre el papado y el reino franco ante la amenaza inminente contra
Roma y el patrimonio de Pedro por parte de los longobardos, alianza que hizo
posible el acceso de los carolingios a la dignidad regia. (-> Estados pontificios) y
fundó la unidad del occidente cristiano bajo la hegemonía de los francos. La
estrecha vinculación del reino carolingio con el papado — el cual además
experimentó una notable consolidación de su prestigio en la conciencia del
pueblo con la veneración de san Pedro entre los germanos — favoreció el
desarrollo de una Iglesia identificada al máximo con el Estado francocarolingio y
otorgó al rey una auténtica soberanía sobre la Iglesia del país franco; la posición
real fue un reflejo del modelo veterotestamentario del «rey y sacerdote» y de
las ideas germánicas sobre la sacra dignidad regia. La eminente personalidad de
soberano de Carlomagno, que tras su coronación en la iglesia de san Pedro en
Roma el año 800 se llamó intencionadamente imperator a Deo coronatus,
reteniendo el título de rey de los francos, dejó espacio ciertamente para la
autoridad moral del papa, pero apenas para un primado pontificio de
jurisdicción. A la idea de los francos acerca de la soberanía protectora sobre el
papa y la Iglesia, que se manifiesta en el título tantas veces usado Devotus
Sanctae Ecclesiae defensor et humilis adiutor,se oponía de todos modos la
donación constantiniana, en la que se apoyaba la idea de la curia romana acerca
del imperio occidental. Más tarde fue debilitándose la convicción de que la
dignidad imperial, como oficio supremo del imperio romano, la había otorgado el
pueblo de Roma. Luis II acabó declarando que su dignidad imperial se la había
conferido el papa (teoría de la translación). Los soberanos francos no hicieron
uso del derecho imperial a intervenir en la elección pontificia. No hicieron más
que asegurarse la amistad y paz del papa, una vez consagrado canónicamente,
a través de legados especiales (Pactum Ludovicianum 817); y en el año 824
(Constitutio romana), con motivo de los disturbios que se produjeron en la
elección del papa Eugenio le exigieron un juramento de fidelidad antes de su
consagración.

El papado quedó firmemente incorporado al sistema cesaropapista de la ->


edad media en los tiempos de la política eclesiástica del sistema otónico-sálico
(L. Santifaller). Con la firma del «pacto otoniano» el emperador gozó de una
influencia decisiva en la designación de la persona que había de ocupar la sede
pontificia. Por eso entre los salios parecía que la dirección de la Iglesia y la del
imperio estaba firmemente en las manos del emperador en su posición sacra de
rex et sacerdos et vicarius Christi. Esta soberanía sálica sobre la Iglesia, que
había llegado a límites extremos, presuponía una fuerte relación entre el
imperio y los bienes eclesiásticos, tal como se había desarrollado a partir de las
propias ideas de la Iglesia (incorporación de los obispos con poder temporal al
armazón político del imperio, explotación de los derechos de despojos y
regalías, investidura laica). A la degeneración de la naturaleza propia de la
Iglesia se opuso el movimiento de -> reforma cluniacense, que desembocó en la
-> reforma gregoriana y en la reforma eclesiástica general del s. xi y xii.
Apoyándose en ideas anteriores sobre la separación entre sacerdocio y reino, se
acuñó para el poder espiritual la palabra clave de libertas ecclesiae, y,
desarrollando la doctrina de la primacía del poder espiritual sobre el poder
temporal, se impuso la concepción de un sacerdocio y un laicado estrictamente
separados (lucha de las -> investiduras) en el dictatus papae (1075) de
Gregorio vii. El compromiso estipulado en el concordato de Worms (1122) hizo
posible, mediante la maniobra de la investidura per sceptrum (auténtica
donación en feudo), la inserción de la Iglesia imperial en el sistema feudal de
los Hohenstaufen.

Cuando Federico i (de la estirpe Hohenstaufen), en cierto modo como reacción


del poder temporal ante las pretensiones eclesiásticas extremadamente
vigorosas desde Gregorio vii, opuso a la sancta ecclesia el sacrum imperium, la
Iglesia vio en peligro su propia libertad, sobre todo al interpretar la
consolidación del poder de los Hohenstaufen en Italia y Sicilia como una
amenaza para la base territorial de su soberanía espiritual sobre el mundo
cristiano. A la doctrina cesaropapista del inmediato origen divino del poder
temporal la Iglesia opuso la derivación de todo poder de la concesión papal; y
en consecuencia la curia pretendía una potestas indirecta in temporalibus (cf. u,
1), fundada en la potestad espiritual. En la dura lucha con los Hohenstaufen el
papado quedó ciertamente vencedor; pero con el derrumbamiento del imperio
se vio privado de su apoyo temporal y desarmado ante la aparición de los
Estados nacionales, a cuyos soberanos había prometido en parte derechos e
independencia iguales a los del emperador. La curia formuló teóricamente
altísimas pretensiones eclesiásticas, pero fracasó con su doctrina — defendida
en la bula Unam sanctam (1302) hasta límites extremos — de la plenitudo
potestatis papae frente a la fortaleza y a la conciencia de sí mismos que tenían
los reyes de los Estados nacionales, y bien pronto se vio incluso expuesta a las
tendencias eclesiásticas nacionalistas. La lucha exacerbada de Bonifacio viii con
el rey francés Felipe el Hermoso (1285-1314), que culminó con el episodio de
Anagni (el papa fue aprisionado) y a cuyo término tuvo lugar el destierro de ->
Aviñón, marca claramente un giro decisivo en la historia medieval del papado y
apunta ya a la disgregación del unitario corpus christianum. Desde entonces el
enfrentamiento de la Iglesia universal con las pretensiones de los Estados
nacionales constituye el rasgo fundamental de las relacione s jurídicas entre I. y
E. La doctrina, que los legistas estudiaron profundamente durante la lucha de
Luis de Baviera con la curia, acerca de la independencia del Estado y de la
indivisibilidad del poder soberano (Marsilio de Padua, Guillermo de Ockham), as í
como la lucha, condenada ciertamente al fracaso, entre los representantes del
—> conciliarismo y los defensores de la supremacía papal y sobre todo las
dificultades y la confusión provocadas por el -> cisma de occidente (1378-
1417), contribuyeron a fomentar una intromisión cada vez más fuerte de los
poderes estatales en los asuntos eclesiásticos. Como resultado de esta época se
abre paso el desarrollo de un régimen eclesiástico territorial, con tendencia a la
autonomía de las Iglesias, que se manifiesta en la creación y reclamación del
derecho de patronato y nombramiento, del derecho de inspección, del privilegio
de non evocando, del recurso ab abusu, del placet regio, de las leyes relativas a
la amortización, etc.

Las nuevas relaciones de la curia con los Estados del s. xv se caracterizan por la
aparición de rasgos peculiares en las Iglesias nacionales. En Francia se
desarrolló un —> episcopalismo nacionalista que condujo a la proclamación de
las libertades galicanas (1407-1408, —> galicanismo). En espera de su
aprobación por el concilio de Basilea recibieron protección legal de parte de
Carlos vil con la sanción pragmática de Bourges (1438). El desarrollo de un
curialismo romano centralista bien pronto encontró resistencia en Inglaterra
(son importantes a este respecto las Constituciones de Clarendon de 1164), de
manera que la Iglesia inglesa — ya antes de su separación de Roma bajo
Enrique viii — llevaba en cierto modo una existencia aparte bajo la protección
del rey y del parlamento. En Alemania no se llegó a la sanción imperial de los
decretos de Basilea, fomentados por el espíritu del -> conciliarismo y acogidos
en la «Aceptación de Maguncia» de 1439, debido a que el papa, como
consecuencia del cambio dinástico en Alemania, logró conjurar el peligro
conciliar-episcopal aliándose con los príncipes a cambio de pequeñas
concesiones a las Iglesias nacionales. Las negociaciones de la curia condujeron
a la firma de los llamados concordatos de los príncipes (1447), a los que un año
después siguió el concordato de Viena, que anuló en gran parte las resoluciones
de Basilea y siguió en vigor como ley fundamental del imperio hasta la ->
secularización de 1803.

El creciente poder intervencionista del señor temporal en la Iglesia se puso de


manifiesto sobre todo en la provisión de beneficios eclesiásticos, en el freno a la
adquisición de bienes de mano muerta (leyes de amortización), en la
supervisión y reclamación de los impuestos eclesiásticos, en la limitación del
poder jurisdiccional de la Iglesia a favor de los tribunales laicos, en los derechos
de vigilancia, protección e inspección sobre parroquias y monasterios. Todo esto
condujo al gobierno de la Iglesia por los soberanos temporales, que se conoce
como prereformista y que contenía ya los elementos esenciales de una Iglesia
territorial y estatal.

La cesura en las relaciones entre I. y E. que se da en el s. xvi no ha de verse


tanto en la protesta de la reforma contra el orden tradicional, cuanto en la
nueva idea de «la razón de Estado», cuyos representantes sometían incluso la
Iglesia al Estado como una parte de la soberanía de éste.

Para la concepción protestante de las relaciones entre I. y E. fue fundamental la


doctrina de los dos reinos que Lutero desarrolló en conexión con las ideas
agustinianas (—> agustinismo) y medievales, y que descansa en las bases
teológicas de la doctrina de la justificación y de la eclesiología luteranas
(todavía sigue discutiéndose dentro de la teología protestante la interpretación
de la doctrina de los dos reinos; cf. a este respecto los trabajos de P. Althaus, J.
Heckel y H. Bornkamm). Partiendo de la doctrina de los dos reinos era posible y
hasta necesario establecer una clara separación entre la I. y el E., como una
coordinación entre ambos. Cierto que el poder temporal (potestas terrena,
potestas regiminis) y el poder espiritual (potestas ecclesiastica) se contraponen
fundamentalmente con diversas funciones y hasta con estructuras diferentes,
pues en el reino espiritual todos son iguales, mientras que en el reino temporal
domina el principio de la autoridad y subordinación; pero no dejan de existir
relaciones entre uno y otro. A pesar de todas las diferencias hay entre ellos una
unión teológica, pues ambos reinos proceden de Dios. Lutero subraya que hay
que buscar a Dios no sólo en la predicación o en el bautismo, sino también en la
autoridad. A la autoridad temporal le compete el cuidado de las tareas terrenas.
«Dios no puede ni quiere dejar que sobre el alma gobierne nadie sino él solo»
(Lutero). El fin del Estado, como «lugarteniente de Dios y ministro de su ira» es
asegurar la paz y mantener el derecho, con lo que sirve también al gobierno
espiritual, al que compete el ministerio de la predicación (anuncio de la palabra
y administración de los sacramentos). Cierto que Lutero distinguía claramente
ambos reinos. pero creó las condiciones para una estrecha vinculación entre I. y
E., pues puso en manos de la autoridad civil el gobierno de la Iglesia (es decir,
la autoridad sobre los llamados asuntos externos de la Iglesia; por ejemplo l a
creación de visitadores, la provisión de párrocos, la administración de los bienes
eclesiásticos, etc.). A ello le movieron desde luego las confusas circunstancias
de su tiempo, y en parte se apoyó también en ejemplos anteriores a la reforma.
La orden de inspección promulgada por el príncipe elector de Sajonia, a ruegos
de Lutero, introdujo en Alemania el desarrollo del gobierno de la Iglesia por
parte de los soberanos temporales, en una forma que no correspondía en
absoluto a la intención primera de Lutero. Especial importancia tuvo la idea
desarrollada por Melanchton, que influyó decisivamente en los escritos
confesionales luteranos, acerca de la autoridad temporal como praecipuum
membrum ecclesiae, al que corresponde la custodia utriusque tabulae. Calvino,
cuyo concepto de Iglesia se apoyaba más en la tradición católica, siguió otros
caminos (—> calvinismo). Subrayó la autonomía jurídica de la comunidad y la
necesidad de una forma de organización eclesiástica, aunque rechazó toda idea
de separación entre I. y E.; sostuvo un ideal político teocrático y exigió la
vinculación de los órganos estatales a la Iglesia, para realizar el Estado de Dios
en la tierra. Así en los países en los que el calvinismo salió victorioso se
estableció una Iglesia fuertemente estatal, aunque por otra parte el calvinismo
favoreció en muchos aspectos el desarrollo de la idea de autonomía eclesiástica.
Sin embargo para el desarrollo alemán fue decisivo el gobierno laico de la
Iglesia que había germinado en el terreno del antiguo luteranismo ortodoxo,
gobierno al que ni las comunidades reformadas pudieron sustraerse.

Condición ineludible para la formación de la Iglesia nacional reformada fue que


la nueva confesión alcanzase la protección jurídica del imperio (que todavía en
el edicto de Worms de 1521 le fue denegada), pero más aún el que se la
reconociese de un modo jurídico y permanente junto a la confesión católica.
Este reconocimiento tuvo lugar por primera vez en la paz religiosa de
Augsburgo de 1555 para la confesión luterana, sin que con esto se pusiera fin a
las disputas confesionales en Alemania. Con la paz religiosa de Augsburgo se
renunció a la unidad de la fe cristiana garantizada hasta entonces por el derecho
imperial, y los estados imperiales hicieron uso de su facultad para decidirse por
una de las dos confesiones cristianas y mover a sus súbditos a aceptar la misma
confesión ejerciendo la proscripción religiosa (ius reformandi). La unidad de la
fe y de la Iglesia pasó, pues, del imperio a los territorios. Sólo a las clases
clericales del imperio les amenazaba la pérdida de oficios, tierras y autoridad (la
llamada «reserva eclesiástica») caso de que abrazasen la nueva fe; a fin de
prevenir así la secularización de los territorios sometidos directamente a la
autoridad eclesiástica; medida que a la larga resultó inútil. Aun cuando la paz
religiosa de Augsburgo concedió el derecho de partir (ius emigrandi) a los
súbditos que se negasen a la confesión prescrita por el señor del territorio — en
realidad tal derecho se empleó más bien como una facultad de proscripción — y
aun cuando la Declaratio Ferdinandea (1555) aseguraba a los súbditos de la
confesión de Augsburgo en los principados eclesiásticos la profesión de fe que
habían tenido hasta entonces, lo cierto es que la nueva situación de las
relaciones entre 1. y E. — provocada también en gran parte por el paso de
muchos territorios de la confesión de Augsburgo a la confesión calvinista, no
reconocida todavía jurídicamente por el imperio — empujó a un enfrentamiento
armado, origen de la guerra de los treinta años. A lo largo de la misma se
adoptaron algunos principios esenciales (acuerdo de Dresde, edicto de
restitución) para transformar las relaciones confesionales en el imperio y sus
territorios, las cuales finalmente experimentaron una nueva regulación en el
derecho imperial con los tratados de paz de Münster y Osnabrück, sobre la base
de las determinaciones confesionales de la paz religiosa de Augsburgo. El ius
reformandi se entendió como una consecuencia de la jurisdicción territorial,
aunque limitada por la fijación del año normal de 1624 (annus decretorius o
annus normalis) para el estado de las posesiones confesionales. Se mantuvo el
derecho de libre emigración para los súbditos de fe distinta (ius emigrandi). Al
mismo tiempo se estableció la posición jurídica, civil y religiosa de aquellos a
quienes se permitía una fe diferente, con lo que se distinguía entre la práctica
pública de la religión y la privada. La confesión reformada (–> calvinismo) fue
reconocida en el derecho imperial y se la equiparó a la confesión de Augsburgo.
El principio de la paridad confesional, que se extendía a la reserva eclesiástica
(reservatum ecclesiasticum), aseguraba la equiparación de ambos partidos
religiosos (Corpus catholicorum, Corpus evangelicorum). La jurisdicción
territorial y la armonía confesional se fusionaban además al máximo en cada
territorio. En los países reformados, más que en los territorios católicos, se
desarrolló el gobierno de la Iglesia por las autoridades civiles, hasta llegar a una
jurisdicción estatal soberana sobre la Iglesia. Junto al régimen estatal
eclesiástico el señor temporal ejercía allí como summus episcopus la suprema
potestad eclesiástica (episcopado supremo), organizaba y montaba la
administración de la Iglesia (constitución consistorial), promulgaba estatutos
eclesiásticos y normas de inspección e intervenía en la vida de la Iglesia
mediante la nueva reglamentación del culto y el mantenimiento de la disciplina.
Debido al placet estatal y al recurso ab abusu, la Iglesia veía gravemente
trabada su autonomía. Como el gobierno de la Iglesia por parte de los señores
territoriales tenía sus raíces no tanto en la conmoción religiosa del s. xvi cuanto
en la doctrina de la soberanía estatal, también en los países católicos se llegó a
un régimen de la Iglesia dominado por los señores temporales, aunque éste,
dada la consolidación de la Iglesia católica (–> reforma católica y
contrarreforma), no pudo desarrollarse plenamente, debiendo limitarse
esencialmente a los derechos de protección y vigilancia. Los señores territoriales
católicos trataron de hacer valer el influjo estatal sobre la Iglesia por la vía del
derecho consuetudinario y mediante los privilegios de los papas, mezclando al
igual que los príncipes protestantes los intereses políticos y los religiosos. Con la
Paz de Westfalia los violentos choques confesionales llegaron a su fin y se
aseguró la situación de las confesiones en lo esencial, hasta que las guerras
napoleónicas y la –> secularización de comienzos del s. xix crearon un nuevo
estado de cosas en Alemania. No obstante la idea de tolerancia, preparada por
el «año normal» y la paridad confesional, sólo pudo desarrollarse al difundirse
las ideas de la —> ilustración.

La —> secularización del Estado, que se impuso bajo la influencia de la doctrina


racionalista del derecho natural, condujo a una fundamental transformación de
las relaciones entre I. y E. La concepción de la unidad e ilimitación, en principio,
del poder estatal llevó a exigir la plena sumisión de la Iglesia al poder del
Estado. Se hizo derivar la autoridad eclesiástica de la estatal, aunque con ello
no se estableciese una identificación de la esfera religiosa y la profana; más
bien, dentro del Estado, se las distinguió netamente, asignando a la autoridad
civil la competencia para decidir qué materias pertenecían a la esfera estatal y
qué otras a la esfera eclesiástica.

Los derechos invocados por los filósofos y politólogos de la ilustración sobre la


concesión de la libertad de conciencia y de fe, de tolerancia y paridad, eran
exigencias a favor del individuo, y no a favor de las Iglesias y de su
independencia frente al Estado. Las ideas de la ilustración al principio no
tuvieron en Alemania una influencia inmediata sobre las relaciones entre I: y E.,
y en particular no eliminaron el cesaropapismo; por el contrario, en tiempos del
absolutismo ilustrado se llegó muchas veces a un aumento del poder estatal
sobre la Iglesia. Mientras en Prusia Federico el Grande con su tolerancia política
confesional abría el camino a la disolución del cesaropapismo concediendo a la
Iglesia su soberanía, José u de Austria profesó una extrema intervención del
Estado en la Iglesia (—> josefinismo), y así, con sus cambios precipitados y
contrarios a la tradición, provocó la oposición y resistencia de la curia y de los
círculos de mentalidad jerárquico-curial en su propio país. La aversión al
centralismo curial determinó también la aparición del —> episcopalismo de la
Iglesia imperial, el cual, bajo la influencia de la idea de una Iglesia nacional
propugnada por el obispo auxiliar de Tréveris, Juan Nicolás de Hontheim,
conocido por el pseudónimo de Justino Febronio, alcanzó una importancia
pasajera en la segunda mitad del s. XVIII.

Finalmente, las tendencias eclesiástico-nacionalistas perdieron terreno con las


primeras repercusiones de la —> revolución francesa, que provocó en Alemania
el fin de la Iglesia imperial. Mediante la estatalización de todoslos órganos
eclesiásticos (Constitución civil del 12-7-1790) se modificó fundamentalmente la
estructura de la Iglesia francesa. Con la proclamación de los derechos del —>
hombre (1789), de acuerdo con el prototipo norteamericano, el principio de la
tolerancia religiosa encontró reconocimiento y se mantuvo en pie incluso
después del concordato napoleónico de 1801. La ratificación y ejecución de este
primer concordato de la Iglesia católica con un Estado secularizado topó con
dificultades debido a la arbitraria corrección del mismo por los llamados
«Artículos orgánicos». Pero ese concordato introdujo la restauración de la
Iglesia francesa y simultáneamente la definitiva superación del galicanismo.
Permaneció en vigor hasta la ley de separación de 1905 (y todavía está vigente
en Alsacia y en el departamento de Mosela).

En Alemania el incipiente hundimiento del imperio y la secularización de los


bienes eclesiásticos en la resolución del 22-2-1803 condujeron al
derrumbamiento de la milenaria constitución de la Iglesia imperial. No pudieron
detener este derrumbamiento Carlos Teodoro de Dalberg (1744-1817) ni
Ignacio Enrique de Wessenberg, cuyos esfuerzos por regular las relaciones de la
Iglesia de Alemania mediante un concordato imperial, en el sentido de una
Iglesia nacional alemana, fracasaron ante los intereses de las Iglesias
territoriales de los distintos Estados alemanes (sobre todo de Baviera y de
Prusia).

Al aceptar las negociaciones en torno a la conclusión de concordatos regionales


o de otros convenios con la Santa Sede, cada Estado estableció el sistema de
una Iglesia respaldada por un pacto y vinculada al Estado, sistema que sólo
desapareció con la catástrofe de 1918. Después de díficiles negociaciones
concordatarias, Baviera renunció en 1817 a la jurisdicción estatal que hasta
entonces había ejercido sobre la Iglesia; pero, tras una oleada de indignación
entre protestantes y católicos, por el edicto religioso publicado antes del
concordato como anexo a la constitución (del 26-5-1818), se aseguró en sus
derechos sobre la Iglesia aferrándose al placet estatal para los decretos
eclesiásticos, al recursus ab abusu y al poder de inspección del Estado sobre la
Iglesia, de manera que la exposición del derecho concordatario en Baviera
siguió siendo problemática hasta la conclusión del concordato de 1924.

En los demás Estados alemanes, hacia 1820-30, se lograron algunos convenios


acerca de la división de las diócesis y la provisión y dotación de los obispados en
forma de bulas de circunscripción y de breves de elección, cuyas
determinaciones variables tendían a la solución de los diferentes problemas
eclesiástico-estatales.

Dejando de lado los acuerdos con la curia, en los Estados de la provincia


eclesiástica del alto Rin (Baden, Württemberg, Hesse-Darmstadt, Kurhessen,
Nassau, Francfort del Meno) se aseguró el derecho estatal de protección e
inspección sobre la Iglesia mediante disposiciones homogéneas de los señores
territoriales tomadas el 30-1-1830. Prusia mantuvo un cierto estado de paz
hasta los desórdenes de Colonia (1837). El convenio acerca de los límites y la
provisión de los obispados prusianos, dado a conocer por el papa Pío vil en la
bula de circunscripción De salute animarum del 16-7-1821, que el rey declaró
como estatuto obligatorio de la Iglesia católica, no prejuzgó las disposiciones
jurídicas eclesiástico-estatales del derecho general del país.
De acuerdo con las ideas liberales del siglo xix, la Iglesia mantuvo en Alemania
una oposición creciente a la intervención estatal en sus asuntos, y la idea de
libertad y autonomía eclesiástica expuesta de manera decisiva por M ihler,
Sailer, Gürres, Dóllinger y otros, y consolidada por las corrientes espirituales
que llegaban de Francia y por el ejemplo de la constitución belga de 1831, fue
ganando terreno. En Prusia, con motivo de la legislación sobre matrimonios
mixtos, que dio origen a un breve pontificio (Litteris altero abhinc anno, de 25-
3-1830), las discusiones se exacerbaron hasta llegar a los «desórdenes de
Colonia» (1837), que condujeron al agrupamiento de amplios sectores católicos
y a la revitalización del antiguo derecho canónico, sobre todo al no llegar en el
terreno estatal las oportunas reformas jurídicas. La asamblea nacional de
Francfort se manifestó contraria a una separación total entre E. e I. y,
rechazando la Iglesia estatal, estableció la autonomía e independencia de las
Iglesias. Gracias a las garantías de la constitución imperial de Francfort (1849),
que nunca alcanzaron verdadera fuerza legal, pero que determinaron de forma
permanente las circunstancias de Alemania y las constituciones de cada uno de
los Estados hastala república de Weimar, se abrió paso una mitigación de la
soberanía estatal sobre las Iglesias, mitigación que para Austria trajo por vez
primera el concordato de 1855.

Desde 1848 la Iglesia entró bajo Pío ix (1846-1878) en una nueva era de
concordatos, determinada predominantemente por la idea de coordinación,
aunque en casi todos los países europeos provocó nuevas dificultades. La idea
de la coordinación tenía que resultar problemática para el Estado del s. x1x
celoso de su soberanía. Desde las dificultades generales que siguieron a los
primeros éxitos importantes, la Iglesia se vio afectada en Francia por la política
amistosa hacia Italia y hostil hacia los Estados Pontificios, y en Italia por la
actitud de Víctor Manuel u (1849-78), claramente anticlerical y partidaria de la
separación. Lo mismo sucedió con la Iglesia en Austria, donde el concordato fue
paulatinamente eliminado por la legislación estatal. En Alemania el liberalismo
anticlerical logró afianzarse hasta tal punto que los concordatos firmados en
Württemberg (1857) y en Baden (1859) fueron arrumbados por completo.

En la llamada «lucha por la cultura» (Kulturkampf), precedida por la lucha que


tuvo lugar en Baden contra la Iglesia, se manifestaron las oposiciones latentes
en el terreno político y filosófico desde hacía largo tiempo, especialmente
después de la fundación del imperio. El Estado se creyó obligado a subrayar la
estricta jurisdicción estatal sobre las sociedades religiosas para salir al paso del
Syllabus errorum, sobrevalorado en su alcance, y del «absolutismo eclesiástico»
que se suponía alentado por la constitución del Vaticano i sobre la infalibilidad
papal en las cuestiones de fe y costumbres. Prusia (el Estado más avanzado en
materia de legislación eclesiástica) llevó la dirección en la lucha por la cultura
renunciando ampliamente al derecho estatal sobre la Iglesia; se le unieron
Baden, Hessen-Darmstadt y Sajonia, mientras que en Württemberg se mantuvo
la paz con la Iglesia y en Baviera se llevó a cabo una «lucha silenciosa por la
cultura». A pesar de la ruptura del concordato (1870), Austria evitó todo
conflicto grave con la Iglesia. Por el contrario, en algunos cantones suizos
(sobre todo en Ginebra, Berna y Basilea) se llegó bajo la presión de las fuerzas
liberales a una lucha cultural calcada en el modelo prusiano.

A pesar de una primera conciliación de los puntos de vista antagónicos hacia


fines del año 1879, no se consiguió la firma de un concordato por parte de
Prusia, como lo deseaba la curia romana; sin embargo se restablecieron las
relaciones diplomáticas, pero rechazando a la vez la creación de una nunciatura
papal en Berlín. Las cláusulas de la primera ley de paz (21-5-1886) dejaron de
nuevo vía abierta a la formación del clero y a la jurisdicción eclesiástica, una vez
que Bismarck, gracias a su moderación en la política eclesiástica, logró
entenderse con el papa León III. La base jurídica en las relaciones entre I. y E.,
entendida en el sentido de una consolidación teórica de la soberanía eclesiástica
por parte del Estado, y creada con la abolición de las leyes de la lucha por la
cultura, permaneció en vigor hasta 1918.

Bajo la influencia de corrientes laicistas se produjeron graves conflictos entre la


I. y el E., sobre todo en países católicos (como Francia, Italia, Portugal,
Bélgica); tal sucedió en Italia, con motivo de la cuestión romana, donde el
principio de separación no llegó a consumarse, pero las llamadas «leyes de
garantía» (13-5-1871) representaron la base del derecho eclesiástico del Estado
italiano hasta los Pactos lateranenses (1929). Desde la constitución de 1831
existió en Bélgica un sistema «renqueante» de separación. En Francia se llegó a
una separación extremadamente antieclesiástica entre I. y E. (ley de separación
del 11-12-1905); lo mismo que en Portugal después de la caída de la dinastía,
donde la separación se realizó con una hostilidad manifiesta y rompiendo por
completo las relaciones con Roma (24-5-1911).

En Alemania cobró nueva actualidad la idea de separación en 1918, cuando el


establecimiento de la república creó una situación nueva para la Iglesia, más
grave para los protestantes que para los católicos, por la estrecha vinculación
de aquéllos a la organización estatal existente hasta entonces. Aunque la
constitución de Weimar defendiera en principio la separación entre I. y E., sin
embargo también tuvo en cuenta la situación de la Iglesia en Alemania creada
por el proceso histórico y dejó abierto el camino a un nuevo desarrollo de las
relaciones entre los dos poderes. Así se llegó, después de 1918, a diferentes
acuerdos concordatarios con la Santa Sede (Baviera 1924, Prusia 1929, Baden
1932). Los esfuerzos por un concordato conel Reich llegaron a su fin el 8-7-
1933, aun cuando ya antes de que el nacionalsocialismo conquistara el poder
las más altas personalidades eclesiásticas habían denunciado la incompatibilidad
del sistema con el catolicismo. El concordato con el Reich se concluyó por parte
de la curia con la intención de asegurar la mayor protección posible (incluso
internacionalmente) a la Iglesia católica en Alemania; pero no pudo impedir la
lucha antieclesiástica, en el transcurso de la cual las distintas Iglesias acabaron
viéndose desplazadas por completo de su carácter público tanto estatal como
social y reducidas en su actividad a la esfera eclesiástica más interna.

Ya en 1919 (caída de la monarquía y fin de la unidad de trono y altar) se


introdujo para la Iglesia evangélica un reordenamiento decisivo de sus
relaciones con el Estado. En lugar de la vinculación tradicional de la Iglesia al
Estado se acentuó la autonomía eclesiástica, y las medidas del
nacionalsocialismo después de 1933 la obligaron a la delimitación frente al
Estado, que encontró su primera gran expresión en la declaración teológica de
Barm de 1934 (Bekennende Kirche) y cuyas huellas sigue asimismo el
ordenamiento fundamental de la Iglesia evangélica alemana del 13-7-1948, que
en el artículo tercero proclama la independencia de la organización y
administración eclesiásticas y reserva a un tratado la regulación de sus
relaciones con el Estado.
El acercamiento de las dos grandes confesiones cristianas, motivado por la
lucha antieclesiástica del nacionalsocialismo, ha influido decisivamente en el
desarrollo del derecho que regula en Alemania las relaciones entre Iglesia y
Estado a partir de 1945.

En España, para regular las relaciones de la I. con el E., en 1640 se firmó un


primer tratado (Concordia Fachenetti) entre Felipe iv y Urbano vii, que tendía a
delimitar la actividad de los nuncios. Bajo el centralismo de los Borbones los
principales puntos de conflicto fueron el «Patronato Real» (nombramiento de los
jerarcas eclesiásticos por parte del rey) y el Exequatur (aprobación regia de las
disposiciones papales). A consecuencia del reconocimiento papal del archiduque
Carlos, Felipe v rompió las relaciones con la Santa Sede. Sin embargo, para
resolver los asuntos más urgentes firmó el acuerdo de El Escorial. El concordato
de 1753, entre Fernando vi y Benedicto xiv, confirmó ampliamente el Patronato
Real, pero se rompió a la muerte de Fernando vii (1833) a causa de la negativa
papal a reconocer el nombramiento de algunos obispos mientras estuviera
pendiente la guerra civil. Las discrepancias aumentaron con la desamortización
de Mendizábal. En 1851 se llegó a un nuevo concordato, en que se resolvía el
problema de la desamortización y se limitaba el Patronato Real. La nueva
ruptura por las leyes de desamortización de 1854-56 se solucionó en el
convenio adicional de 1859. El nuevo acuerdo estuvo vigente hasta 1931.
Actualmente las relaciones entre I. y E. en España se rigen por el concordato de
1953, cuya revisión está sometida a estudio.

II. Cuestiones fundamentales

El NT no contiene una doctrina del Estado ni afirmaciones explícitas sobre la


configuración concreta de las relaciones entre I. y E., pero tampoco excluye al
Estado de su predicación ni dispensa a los cristianos de su obediencia a éste,
sino que da sentido y medida a tal obediencia. La visión que la Biblia tiene de la
posición del cristiano y de su vinculación a la autoridad temporal, tal como
aparece en la sentencia sobre el tributo al César (Mc 12, 13-17 par) y en Rom
13, lss; 1 Pe 2, 13; 1 Tim 2, 2; Tit 3, 1, así como en Ap 13, lss, y la
fundamentación de las relaciones entre 1. y E. en la teología de la creación y en
el derecho natural, proporcionan a la Iglesia católica la base desde la cual debe
definir su postura frente al poder civil. La diversidad de las afirmaciones
neotestamentarias acerca del poder estatal (compárese Rom 13, lss con Ap 13,
lss) muestra precisamente la relación dialéctica en la que el cristiano y la Iglesia
se encuentran frente a la autoridad terrena; pero muestra también que la
actitud de la Iglesia para con el Estado no está determinada fundamentalmente
por el abuso, siempre posible (y con el que la Iglesia tiene que contar siempre)
del poder estatal, sino por la elevación y dignidad que corresponden al Estado,
al que la Iglesia reconoce su peculiaridad y autonomía. Al propio tiempo el NT
recuerda constantemente a la Iglesia que su situación normal en este mundo no
es una situación de tranquilidad y de paz, sino de persecución (cf. Mt 10, 17s;
Ap 13, 1ss), entendiendo por «persecución» no sólo la lucha contra la Iglesia,
sino también la tentación de que aquélla, favorecida excesivamente por el
Estado, trate de llevar a cabo sus tareas eclesiásticas con medios estatales y en
interés del poder estatal. A la luz del NT un doble aspecto determina las
relaciones de la I. con el E.: por una parte, la afirmación de la autoridad
temporal como derivada de Dios; por otra, la repulsa a unas pretensiones de
soberanía estatal de tipo totalitario. El Estado no es el valor último y supremo,
es un poder ordenador de este eón, transitorio y finito (cf. Flp 3, 20); sus tareas
son diferentes de las de la Iglesia. Toda identificación (aunque sólo sea de
hecho) de la Iglesia con el Estado contradice tanto a la naturaleza de aquélla
como a la de éste; lo cual no significa que existan sin relaciones mutuas. Ambos
son empresas de Dios en el mundo y tienen una función de servicio en favor de
los hombres, que desempeñarán del mejor modo posible con una colaboración
pacífica, conservando cada uno su autonomía y peculiaridad y manteniéndose
dentro de su inalienable esfera de competencia. Una visión bíblica, rectamente
entendida, de la posición del cristiano con relación al poder estatal no puede
conducir al desinterés frente a las cuestiones de orden terreno y de
configuración del mundo, sino que, más bien, debe llevar a un servicio
responsable al mundo y sus leyes; pues el NT, precisamente en los pasajes en
los que se habla de la autoridad temporal, exhorta a la obediencia y a la oración
por esa misma autoridad, independientemente de que sea cristiana o no
(problema que ni siquiera se plantea). Conviene no pasar por alto que Rom 13,
lss se escribió cuando Nerón gobernaba el imperio romano. Sin embargo la
visión bíblica relativiza la idea puramente abstracta e institucional de las
relaciones entre I. y E. (que parece desprenderse del pensamiento basado en la
teología de la creación y en el derecho natural) a favor de una actitud
determinada más fuertemente por elementos personales. En el curso de la
historia eclesiástica la mutilación de la visión bíblica ha inducido a falsas y
funestas consecuencias en las relaciones de la Iglesia con el Estado; una
mutilación de la visión bíblica en el sentido apuntado se da también cuando
determinados textos neotestamentarios (p. ej., la frase relativa a la dracma del
tributo [Mc 12, 13-17par] y sobre todo Rom 13, 1s) se interpretan de acuerdo
con el derecho natural, desvirtuando así su importancia histórico-salvífica y
escatológica, así como su alcance histórico concreto. Las deliberaciones y los
resultados del Vaticano II han mostrado hasta qué punto el problema de las
relaciones entre I. y E. se inserta en la problemática más amplia de las
relaciones entre la -> «Iglesia y el mundo». El Vaticano II representa
ciertamente una cesura decisiva frente al pasado, cuando las relaciones de la
Iglesia con el mundo y con la sociedad humana se redujeron en gran parte a las
relaciones entre la autoridad eclesiástica y la civil (las encíclicas de León xiii
acerca de la filosofía del Estado son características a este respecto). Pero una
vez que se ha impuesto la idea de que tales relaciones sólo constituyen un
problema parcial — aunque muy importante — dentro del complejo general
«Iglesia y mundo», también se ha puesto claramente de manifiesto la
insuficiencia de una definición exclusivamente jurídica de las relaciones entre I.
y E. Ello no quiere decir que vayamos a minimizar los problemas relativos a
dicha definición de tipo jurídico (p. ej., los problemas de limitación de su
autonomía e independencia, de su coordinación y de su colaboración), sobre los
que volveremos después, ni tampoco que se deban sacrificar en aras de una
consideración de tipo sociológico; se tiende tan sólo a su recto ordenamiento
dentro de un contexto mayor, que también habrán de tener en cuenta las
futuras regulaciones jurídicas.

1. La moderna concepción eclesiástica de la autonomía e independencia de la


Iglesia y del Estado supone sin lugar a dudas una visión del Estado que sólo se
ha desarrollado en la edad moderna, pero también una visión nueva de la
propia -> Iglesia, que precisamente ha tomado conciencia de toda su
peculiaridad frente al Estado al reflexionar sobre su carácter de «cuerpo de
Cristo», «pueblo de Dios», «sacramento de los sacramentos» (y todo ello en
cuanto Iglesia ministerial, constituida institucionalmente y articulada
jerárquicamente) y sobre su función de servicio a favor de la sociedad humana.
Cierto que desde finales de la antigüedad la Iglesia ha subrayado su autonomía
e independencia respecto del poder estatal, pero la interpretación y la aplicación
práctica de este principio han estado sometidas a fuertes transformaciones.
Como la competencia de la Iglesia no descansa en la autoridad estatal sino en la
divina, y como la competencia del Estado descansa asimismo en la autoridad
divina y no en la eclesiástica, el Estado, de acuerdo con su fin natural de
asegurar y fomentar el bienestar terreno de sus ciudadanos, posee autonomía e
independencia en el terreno temporal-político; la Iglesia a su vez es autónoma e
independiente en el desempeño de sus deberes sobrenaturales (doctrina de fe y
costumbres, culto, predicación de la palabra, colación de sacramentos,
constitución y administración eclesiásticas, etc.). Son incompatibles con esto las
tendencias del poder estatal, muy frecuentes en el pasado y en la actualidad,
encaminadas a configurar el orden interno o exterior de la Iglesia (así, p. ej., en
las diversas formas de Iglesia estatal, como galicanismo, febronianismo, ->
josefinismo, etc.). Pero también lo son las tendencias (predominantemente
medievales) de la Iglesia encaminadas a exhibir unas pretensiones de
superioridad respecto del Estado y — cuando tiene poder para ello — a imponer
estas pretensiones (como hicieron los papas medievales intentando crear y
deponer soberanos temporales y subordinar el Estado mismo al ordenamiento
jurídico eclesiástico). En conexión con la doctrina de los «dos poderes»,
expuesta por el papa Gelasio z contra Bizancio, se desarrollaron las teorías
medievales acerca de las relaciones entre I. y E., que a veces llegaron a
concepciones muy extremas (así la doctrina hierocrática sobre la potestas
ecclesiae directa in temporalibus). Pero al juzgarlas hay que tener en cuenta
cómo en el mundo medieval, a causa de la evolución histórica y de la idea
filosófico-teológica sobre la cristiandad unida (concebida como ecclesia
universalis, que englobaba en una visión metafísica universal el sacerdocio y el
reino, la soberanía espiritual y la temporal), la Iglesia y el Estado estaban
estrechamente enlazados. Partiendo de la reflexión de que la sociedad más
elevada es aquella que persigue el fin más elevado, se empleó para determinar
las relaciones entre ambos poderes la comparación del oro y el plomo o del sol y
la luna (a diferencia del Estado, la Iglesia pretende el bien sobrenatural y
eterno, y por tanto su fin es también superior). Ya en los padres de la Iglesia,
entre otros Gregorio Nazianceno y Juan Crisóstomo, se encuentra la
comparación del alma y el cuerpo o del cielo y la tierra. Con esto se postulaba
además una superioridad fundamental de la Iglesia sobre el Estado. En la lucha
de las —> investiduras Gregorio vrr no sólo combatió por la libertad de la
Iglesia (libertas ecclesiae), sino también por la supremacía de la Iglesia dentro
del corpus christianum, que abarcaba la Iglesia y el Estado. Partiendo de aquí el
camino nos conduce, pasando por Inocencio iit e Inocencio iv, hasta Bonifacio
viti y la bula Unam sanctam (18-11-1302). Ésta ve en el papa la fuente del
poder estatal, pero no ignora la diversidad general de la Iglesia y del Estado.
También la teoría hierocrática afirmaba la existencia de un poder jurisdiccional
autónomo del Estado y subrayaba la obligación del papa de entregar la espada
temporal; una intervención del papa se consideraba permitida sólo ratione
peccati, es decir, si se trataba de la salvación de las almas. Pero como
correspondía al papa determinar por sí solo cuándo se daba tal caso, la fórmula
ratione peccati podía sancionar prácticamente toda intervención pontificia en el
plano político.
Tomás de Aquino vio en el Estado una institución de -> derecho natural, que
por lo mismo pertenece al orden de la naturaleza, y en la Iglesia una institución
del orden de la revelación y de la gracia. En su doctrina del Estado unió las
ideas bíblico-agustinianas con la doctrina política de Aristóteles, y subrayó el
origen divino de ambos poderes: «Las dos potestades, la espiritual y la
temporal, proceden de Dios. Por ello la autoridad temporal está bajo la
espiritual en el sentido de que se halla subordinada a Dios, concretamente en
las cosas que afectan a la salvación del alma; de ahí que en estos asuntos se
deba obedecer más al poder espiritual que al temporal. Pero en aquellas cosas
que afectan al bienestar social, se debe obedecer más al poder temporal que al
espiritual» (ir Sent. d. 44 q. 2 a. 3 ad 4). De acuerdo con la concepción
aristotélica, determinada por la idea del fin, también el Aquinate afirmó la
superioridad del poder espiritual, aunque esta superioridad no debe entenderse
absolutamente, sino en el sentido de que «el poder estatal está sometido al
eclesiástico sólo cuando entran de por medio los intereses y exigencias del fin
sobrenatural, que es la vida eterna; pero en su propio terreno la autoridad
estatal posee ampliaautonomía» (M. Grabmann). En Tomás se advierte ya una
diferenciación cada vez más precisa de la idea de fin, que después había de
hallar su continuación especialmente en Belarmino y que resultó decisiva para el
desarrollo de la doctrina acerca de la potestas ecclesiae indirecta in
temporalibus.

Basándose en los principios tomistas, León xrir formuló su doctrina sobre las
relaciones entre la I. y el E., que está vigente hasta nuestros días. También
León xrii parte de que el Estado, como institución de derecho natural, procede
inmediatamente de Dios. «Al igual que la sociedad civil, también su autoridad
tiene como origen la naturaleza, y por tanto a Dios mismo. De aquí se sigue que
el poder público en cuanto tal sólo puede proceder de Dios» (Immortale Dei, 1-
11-1885). La Iglesia y el Estado son sociedades autónomas, mutuamente
independientes, con sus propios derechos; ambos son «sociedades perfectas» a
las que en sus respectivas esferas compete la suprema soberanía. «Dios ha
repartido el cuidado del género humano entre dos poderes: el eclesiástico y el
estatal. Al uno le compete el cuidado de los intereses divinos, al otro el de los
humanos. Cada uno es supremo en su orden, cada uno tiene determinados
límites, que resultan de la naturaleza y del fin próximo de cada uno de los dos
poderes» (Immortale Dei). Y en Sapientiae christianae (10-1-1890) leemos:
«Como la Iglesia y el Estado tienen su propia autoridad, ninguna de las dos
sociedades está sometida a la otra en la dirección y el ordenamiento de sus
propios asuntos; esto es naturalmente válido dentro de los límites que le han
sido trazados a cada una por su fin próximo.» Al igual que la Iglesia reconoce la
independencia y autonomía del Estado en todos los asuntos meramente civiles
(res mere civiles), así también el Estado debe reconocer la soberanía de la
Iglesia en su esfera; «por esto todo lo que es santo en la vida de la humanidad,
todo lo que se refiere a la salvación de las almas y al servicio divino, ya sea por
su naturaleza ya por su relación con ese fin, está subordinado a la autoridad de
la Igesia y a su juicio. Por el contrario, todo lo que afecta a la esfera civil y
política está sometido con pleno derecho a la autoridad estatal» (Immortale
Dei). Hasta nuestros días se ha discutido si las declaraciones de León xrrr deben
entenderse en el sentido de una potestas indirecta o de una potestas directiva.
Cierto que en esas palabras no se pretende expressis verbis una autoridad
jurisdiccional; pero como León xui no dice más concretamente si y en qué
medida la Iglesia puede tener autoridad sobre lo temporal (y, por tanto, sobre
el Estado) ni con qué medios puede y debe imponer sus principios en el mundo,
queda sin respuesta la cuestión decisiva sobre la naturaleza de la autoridad
eclesiástica en el mundo.

En contraposición a esto, hoy en día se reconoce cada vez más que en la


cuestión acerca de la autonomía e independencia de la Iglesia y del Estado se
trata en medida muy considerable de la naturaleza y del origen de su autoridad.
Partiendo de aquí hay que responder asimismo a la cuestión sobre los medios
con que cada una de las dos instituciones puede y debe perseguir sus propios
fines y objetivos. La naturaleza espiritual de la Iglesia y la autoridad espiritual
que le ha sido concedida determinan el carácter y la extensión de su acción en
el mundo.

2. Aun cuando la Iglesia y el Estado persigan objetivos distintos, sin embargo


coinciden directamente en sus miembros, los hombres, que deben corresponder
a las exigencias de ambos poderes; de ahí la necesidad de concordar tales
exigencias y de armonizarlas en lo posible. Esto vale sobre todo para los
asuntos llamados mixtos (res mixtae), que pertenecen tanto al ámbito jurídico
de la Iglesia como al del Estado (p. ej., derecho matrimonial, tareas educativas,
escuelas, provisión de oficios eclesiásticos [en cuanto tienen alguna repercusión
en el ámbito jurídico del Estado], introducción de festividades eclesiásticas,
regulación del trabajo dominical, cuestiones del derecho patrimonial de la
Iglesia, etc.). Condición previa para una convivencia ordenada es la buena
disposición por ambas partes para saber transigir mutuamente en la regulación
de aquellas cuestiones que la Iglesia tradicionalmente ha resuelto por pactos o
concordatos y para buscar una solución que no sólo haga justicia a los
miembros de la Iglesia, sino a todos los ciudadanos del Estado; precisamente
por ser salvaguardia de la libertad personal, la Iglesia debe prestar atención al
hecho de que un acuerdo concertado por ella con el Estado nunca perjudique a
los derechos de terceros que no pertenezcan a la Iglesia. En tales acuerdos lo
primero que interesa a la Iglesia es el reconocimiento y la seguridad,
refrendados por convenio, de su independencia y libertad; la suprema exigencia
que ella debe plantear a cualquier Estado es la de que éste le permita el libre
ejercicio de su misión salvadora, la de que deje a los ciudadanos libertad para
cumplir sus deberes sobrenaturales, y la de que las exigencias del Estado en su
propia esfera no vayan contra la ley moral natural ni contra el derecho divino
revelado. La orientación dada con frecuencia en este punto por canonistas y
moralistas, sosteniendo que de la soberanía de ambos poderes no se puede
concluir una absoluta equiparación de fines y objetivos, y que la Iglesia se
apoya fundamentalmente en que el fin sobrenatural tiene la primacía sobre el
fin puramente natural (y, por tanto, de acuerdo con el orden de los fines a ella
le corresponde la primacía), es una razón que desde luego dice algo con
respecto a la actitud de los fieles en un caso conflictivo concreto, pero que nada
aporta en orden a la relación jurídica de I y E. en la actualidad, pues el Estado
(tanto el confesional como el religiosamente neutro) se cerrará a semejante
argumentación aunque sólo sea por causa de la libertad de sus ciudadanos; y la
Iglesia, si quisiera urgir frente al Estado en un caso conflictivo semejante
pretensión, basada en el orden de los fines, no podría imponerla por sí sola. La
radical situación preeminente, reclamada por la Iglesia, tampoco puede
significar para cada uno de los fieles que, en caso de conflicto entre la ley
eclesiástica y la estatal, le corresponda siempre la primacía a la eclesiástica;
pues el principio según el cual la ley eclesiástica precede a la estatal, se basa en
el supuesto de que en caso de colisión de obligaciones se contraponen el interés
sobrenatural (representado por la Iglesia) y el natural y terreno (representado
por el Estado). Pero, si no es cierto ese presupuesto, falla también la aplicación
de tal principio. El Syllabus rechazó ciertamente el principio según el cual in
conflictu legum utriusque potestatis ius civile praevalet (tesis 42); mas esto no
justifica la conclusión de que la Iglesia reclame siempre la primacía para sus
leyes. Lo contrario de la tesis rechazada dice, no que en un conflicto de leyes la
eclesiástica tenga siempre la primacía, sino que la ley profana no siempre tiene
la primacía en cualquier conflicto. Si una ley estatal está en contradicción con la
ley moral natural o con el derecho divino revelado, entonces el mandato y la
ejecución de semejante ley son injustos (cf. a este respecto las adecuadas
explicaciones de las encíclicas Diuturnum illud y Sapientiae christianae). En
todos los tiempos tiene validez inquebrantable la frase de Pedro: «Hay que
obedecer a Dios antes que a los hombres» (Act 5, 29; cf. asimismo Act 4, 19).
El derecho y la obligación de la Iglesia de decidir autoritativamente sobre el
contenido de la revelación divina y de rechazar las doctrinas y postulados que
están en contradicción con el derecho divino, se extienden también a la esfera
estatal-política, que, como todos los otros campos de la vida, se halla sometida
al precepto divino, al cual están obligados tanto la Iglesia como el Estado; mas
tal derecho de la Iglesia no implica un poder coactivo sobre el Estado. En la
historia de las teorías acerca de las relaciones entre I. y E. se refleja a su vez la
azarosa historia de esas relaciones. Con razón previene Y. Congar contra el
hecho de pasar por alto las diversas situaciones históricas y dice: «No debemos
transformar en teoría absoluta lo que fue derecho y forma de una época, sino
que hemos de reconocer más bien cómo la secuencia de las tres teorías de la
potestas directa, indirecta y directiva corresponden a una evolución histórica
normal, pero irreversible.» Las decisiones que la Iglesia toma en virtud de su
potestas spiritualis, no representan actos de jurisdicción temporal; pero sería
asimismo equivocado no ver en esas decisiones más que directrices no
obligatorias; para los miembros de la Iglesia son mandamientos que obligan en
conciencia y cuyo cumplimiento puede imponer la Iglesia perentoriamente (p.
ej., la prohibición de pertenecer a un determinado partido político, la amenaza
de excomunión para quien se haga miembro del mismo, etc.).

3. La nueva visión de las relaciones entre ambos poderes condiciona también


hoy la problemática de la separación entre I. y E. La exigencia liberal y
socialista de una separación radical tenía como fin el excluir totalmente la
influencia eclesiástica en la vida pública; como medio de lucha antieclesiástica
esta exigencia apuntaba a la aniquilación total de la Iglesia; frente a ella la
Iglesia nopodía ni puede adoptar más que una actitud condenatoria. En este
sentido hay que entender las numerosas declaraciones de los papas en los
siglos xrx y xx, y en especial de Gregorio xvi contra Lamennais en la encíclica
Mirari vos (15-8-1832); de Pío ix en el Syllabus (8-12-1864); de León xzii en las
encíclicas Immortale Dei (1-11-1885) y Libertas praestantissimum (28-6-1888);
de Pío x contra la ley francesa de separación en las encíclicas Vehementer nos
(11-2-1906), Gravissimo O f f icii (10-8-1906) y Une fois encore (6-1-1907); y
contra la legislación portuguesa de separación en la Iam dudum (24-5-1911);
de Benedicto xv en la encíclica Ad beatissimi (1-11-1914); y de Pío xii en
alocuciones a partir de 1945. Si la exigencia de separación entre I. y E. implica
que aquélla debe ser tratada en la vida pública como si no existiera en absoluto
o como si fuera solamente asunto privado de cada uno de los ciudadanos del
Estado, a quienes además se niega el derecho de reunirse en forma organizada
como comunidad religiosa (así por ejemplo en la legislación francesa de
separación de 1905); en tal caso no se trata ya de una expresión de la
neutralidad confesional del Estado moderno, sino de una medida encaminada
directamente contra la existencia de la religión. De la radical exigencia de
separación entre I. y E., que tiende a la exclusión de la Iglesia de la vida
pública, hay que distinguir una separación jurídico-constitucional de ambos
poderes, que reconoce las aspiraciones públicas de la Iglesia o su acción en la
vida pública sin ponerle trabas. Así, por ejemplo, en Estados Unidos la
separación no ha resultado desfavorable para la Iglesia, pues no le ha impedido
un amplio despliegue en el ámbito público, a la vez que la mantiene libre de
cualquier tutela estatal. En las democracias libres la vieja idea de separación va
cediendo hoy cada vez más ante el concepto de colaboración entre I. y E., sin
que importe ya mucho si estas nuevas relaciones están aseguradas por un
convenio o si derivan de la nueva postura del Estado frente a la multiplicidad de
las fuerzas sociales. Una separación constitucional de ambos poderes que no
recorta la posibilidad de un despliegue sin trabas de la Iglesia en la vida social,
sino que le proporciona el ámbito de libertad necesario para cumplir su misión
salvadora, puede responder tanto a la naturaleza de la Iglesia como a la del
Estado. Atinadamente alude A. Hartmann al hecho de que el conocimiento que
el Estado tiene de su propia limitación no lo convierte en un Estado laicista, de
que el Etat ldique no es un État laicisé, y de que la reducción del Estado a su
esfera natural no puede confundirse con la separación exigida por muchos
liberales y socialistas del siglo xtx. La visión moderna de los dos poderes no
admite ya en consecuencia el mantenimiento de los derechos tradicionales de
inspección del Estado, que como reliquias históricas de la Iglesia estatal resultan
incompatibles con la autonomía eclesiástica. En el futuro cualquier definición de
las relaciones entre I. y E. deberá tener en cuenta los nuevos datos históricos.
Como lo demuestra la discusión acalorada sobre las ideas expuestas por J.C.
Murray con respecto a la futura configuración de las relaciones entre I. y E.,
también el problema de la separación de ambos poderes ha entrado en una
nueva fase, y hay que preguntarse si el mismo concepto de «separación»
(precisamente por su lastre histórico) es realmente adecuado para describir las
mutuas relaciones existentes en los países libres y democráticos. Un mayor
distanciamiento entre I. y E. no significa la renuncia de aquélla a influir en la
vida pública; más bien «la actual independencia plena de la Iglesia con relación
al Estado fundamenta la posibilidad y necesidad de una mayor entrega al
mundo y al Estado» (R. Smend).

4. La idea tan distinta que el moderno Estado democrático tiene de sí mismo ha


hecho posible una relación positiva de la Iglesia con el Estado religiosa y
filosóficamente neutral. Esa idea por una parte exige de la Iglesia que renuncie
a una serie de privilegios en el plano estatal, y en concreto a la total o parcial
identificación de las tareas estatales y las eclesiásticas, y le exige asimismo el
reconocimiento de la legitimidad del Estado en la esfera intramundana. Por otra
parte se le da a la Iglesia la libertad frente a cualquier tutela estatal y de cara al
cumplimiento de su misión salvífica en este mundo, a la que corresponde
precisamente la predicación de la verdad, vinculada siempre a la dignidad del
hombre bien entendida. Por lo que hace a la aceptación del Estado secular, hay
que partir en todo caso de que también la Iglesia reconoce la libertad religiosa
personal como un derecho civil, más concretamente, de que — de acuerdo con
su certeza sobre la verdad objetiva — ella no sólo tolera la fe errónea de los
individuos, sino que la reconoce como una decisión responsable de ->
conciencia. Sólo sobre esta base son posibles unas relaciones con el Estado que
no sólo toleran su actitud neutral frente a todas las religiones e interpretaciones
del mundo, sino que las tiene como compatibles con el orden ético natural. Esa
decisión en favor de una libertad religiosa así entendida la ha tomado el
Vaticano II en su declaración sobre la libertad religiosa.

La separación institucional y espiritual de I. y E. en las democracias significa


para la Iglesia una oferta y una obligación a la vez. Con el reconocimiento de la
pluralidad de fuerzas sociales, que ponen no pocas veces sus intereses de grupo
por encima del interés común, la conservación del bien común se ha hecho más
difícil para el Estado, sobre todo porque los partidos, al depender de los votos
electorales, están siempre en peligro de ser esclavos de intereses organizados.
En esta situación la Iglesia es algo así como la conciencia pública; su obligación
consiste en despertar, formar y reforzar la responsabilidad del Estado y de la
sociedad en favor del -> bien común. En virtud de su misión la Iglesia es
protectora del orden moral, que debe poner ante los ojos de los que mandan y
de los que obedecen. Por otra parte, la Iglesia puede también ejercer sin trabas
su derecho autónomo en una sociedad pluralista y, frente a concepciones
religiosas y filosóficas equivocadas, esforzarse por un justo reconocimiento de
sus intereses relativos al libre desarrollo de la conciencia de fe de sus miembros
en la comunidad estatal.

En tanto la Iglesia, sirviéndose de la libertad que le corresponde, crea una


conciencia más despierta en todos los hombres y les predica la —> justicia y el
—> amor como norma moral de acción, presta su colaba ración al Estado y a la
sociedad. Ahí es donde hay que ver la esencia de la tantas veces mencionada y
a menudo mal entendida «misión pública» de la Iglesia. La Iglesia influye así de
forma consciente en la esfera temporal, pero no para dominar, es decir, para
imponer sus propios mandamientos, sino para servir, o sea, para anunciar a los
hombres que tanto individual como socialmente están sujetos a los mandatos
de Dios. La Iglesia se entiende a sí misma como mensajera llamada por Dios
para anunciar los mandamientos divinos, pero de ahí no deduce ninguna
superioridad sobre el Estado, ni siquiera en el terreno espiritual y en las
cuestiones de orden moral; pues el Estado secular es libre para decidir qué
valores morales quiere poner como fundamento del orden temporal. En los
mandamientos del orden moral, para la Iglesia se trata de verdades objetivas;
mas para el Estado secular — con excepción de los derechos humanos
preestatales — se trata de valoraciones subjetivas. Mientras el Estado sea una
democracia libre, la Iglesia tiene la oportunidad de poner en práctica en la
esfera política la verdad objetiva por medio de sus fieles. Este tipo de acción
salvífica eclesiástica conduce necesariamente a una amplia transformación de lo
institucional en personal.

La constitución pastoral del Vaticano II confirma que la Iglesia en sus relaciones


con el Estado se encuentra también de camino hacia una nueva visión del
mundo y, sin falsos progresismos, está dispuesta a reconocer al Estado y al
hombre como queridos por Dios en su vinculación temporal, distinguiendo su
vinculación intramundana de su inalienable filiación divina y de su ordenamiento
histórico-salvífico a la Iglesia de Jesucristo. La constitución sitúa expresamente
las actuales relaciones entre E. e I. en el marco de la sociedad pluralista, y
distingue entre lo que hacen los cristianos individualmente (o asociados como
ciudadanos) en nombre propio, guiados por su conciencia cristiana, y lo que
hacen en nombre de la Iglesia unidos a sus pastores (n° 76, 1). La constitución
subraya que la Iglesia no debe confundirse en modo alguno con la sociedad civil
en su misión y competencia, y que no está obligada a ningún sistema político
(n.o 76, 2). Así queda definitivamente excluida la antigua equiparación o al
menos confusión de las funciones eclesiásticas con las estatales. La
responsabilidad del cristiano como ciudadano del Estado, por la que actúa
libremente desde su fe en virtud de una decisión personal, está marcada por su
actuación como miembro de la Iglesia bajo la autoridad eclesiástica. La
constitución pastoral reconoce expresamente la independencia mutua y la
autonomía de la sociedad civil y de la Iglesia; pero se refiere a la vez al hecho
de que ambas sirven a la misma vocación personal y social del hombre (n.° 76,
3). La misión dela Iglesia consiste sobre todo en desarrollar más la justicia y el
amor en cada pueblo y entre los diversos pueblos. Si se compara esta
constitución con la filosofía del Estado contenida en la «doctrina de los dos
poderes» de León XIII, relativa a las relaciones entre el E. y la I., aparece con
toda claridad el cambio que se ha producido en la visión de las funciones del
Estado y de la Iglesia, pues de una postura de dominio se ha pasado a una
actitud de servicio.

El Concilio manifiesta finalmente una decidida repulsa contra la idea tradicional


de que el Estado debe apoyar a la Iglesia en el cumplimiento de sus deberes
espirituales, y así dice en la constitución pastoral (nº. 76, 5): «(La Iglesia) sin
embargo no pone su esperanza en los privilegios que le brinda la autoridad
estatal. Hasta renunciará a la reclamación de derechos legítimamente
adquiridos, si le consta que de lo contrario puede ponerse en duda la pureza de
su testimonio o si el cambio de las circunstancias exige otra regulación.» La
disposición de la Iglesia a renunciar a privilegios tradicionales y derechos
legítimamente adquiridos demuestra que ella está pronta a sacar las
consecuencias de su convicción de que el seguimiento de Cristo en este mundo
es diferente de todo camino terreno. Y así se vuelve a su misión espiritual, que
la libera y la obliga al diálogo con el mundo. De este modo para el Estado la
Iglesia se convierte con toda su existencia en un socio racional y espiritual, del
que necesita precisamente por su neutralidad religiosa e ideológica. Son los
ciudadanos, guiados por su conciencia cristiana, los que con una decisión cívica
y libre representan en el Estado los valores cristianos como virtud personal y
aseguran la presencia de la Iglesia de Cristo en la sociedad secular. Con esto la
Iglesia no se enfrenta de manera inmediata al Estado como un poder ordenador
extraestatal o cuasi de derecho internacional, sino que vive y actúa
espiritualmente en la misma sociedad que engendra políticamente al Estado, sin
identificarse con éste ni con la sociedad. Consecuentemente el problema de la
coordinación de I. y E. se plantea con una nueva visión y un nuevo acento. No
se trata tanto de delimitar institucionalmente los respectivos derechos y
competencias, cuanto de una coordinación funcional en la responsabilidad
común de cara a los hombres; pues a ambos, Iglesia y Estado, se les ha
confiado el bien del hombre de una manera adecuada a su naturaleza y misión,
y por tanto de una manera fundamentalmente diferente. Donde la Iglesia
despierta la conciencia, donde anuncia el evangelio y enseña la doctrina moral
cristiana, donde extiende la justicia y el amor, allí cumple su misión peculiar. Y
espera de las fuerzas temporales que le concedan una libertad sin trabas para
su acción, y no sólo en relación con el Estado, sino también con las demás
fuerzas sociales.
III. Visión panorámica sobre la situación actual

Las relaciones actuales entre I. y E. en —> occidente y en los demás países


marcados por una tradición cristiana se pueden dividir fundamentalmente en
tres grupos: en algunos países existen todavía formas de un cesaropapismo
condicionado por la historia; en la mayor parte de los países se ha llevado a
cabo una separación fundamental, que puede abarcar tanto las diversas formas
de coordinación entre I. y E. como la separación estricta entre ambos
(manteniendo la plena libertad religiosa); y en los países comunistas la
separación tiene por objeto excluir totalmente la religión de la vida pública. Esta
división general no dice nada todavía acerca del grado de libertad religiosa en
cada uno de los países. En principio, esta libertad, tanto en el plano individual
como en el de la corporación confesional, está asegurada en los Estados
democráticos libres (incluso en aquellos que se aferran al sistema tradicional de
la Iglesia estatal). En algunos países esa libertad se ha concedido
recientemente. La legislación a este respecto presenta modalidades muy
diferentes. Por el contrario, los países totalitarios del este, incluso cuando las
constituciones estatales garantizan la libertad religiosa, tratan de dificultar y
limitar todo lo posible su ejercicio. Para saber cómo los Estados han ordenado
sus relaciones con las Iglesias y comunidades religiosas hay que tener en
cuenta la reglamentación de las constituciones, que por lo general contienen
normas específicas, y las demás ordenaciones jurídicas, y en muchos casos los
convenios concertados con las Iglesias y comunidades religiosas.

El cesaropapismo se caracterizó originalmente por el hecho de que los


ciudadanos que no pertenecían a la Iglesia oficial quedaban reducidos a una
posición jurídica inferior. Hoy sin embargo, hasta los Estados que se aferran a
una Iglesia oficial, además de la libertad religiosa conceden la misma posición
jurídica a todos los ciudadanos, y sólo algunas veces reservan ciertos cargos
estatales especialmente representativos para los miembros de la Iglesia oficial;
así, por ejemplo, en Inglaterra el rey y el lord canciller, en Suecia el rey y el
ministro de culto, en Dinamarca el rey y en España el jefe del Estado deben
pertenecer a la Iglesia oficial. Característica del cesaropapismo actual es que al
poder estatal le corresponde un derecho de colaboración en asuntos puramente
religiosos de la Iglesia oficial. En el Reino Unido sólo son Iglesias nacionales la
anglicana Church of England y la presbiteriana Church of Scotland, con el rey
inglés como cabeza; pero no las demás Iglesias que pertenecen a la comunión
eclesiástica anglicana. El parlamento inglés, a cuya cámara alta pertenecen
algunos obispos como lores eclesiásticos, se aferra en buena parte a su derecho
de decidir sobre cuestiones doctrinales y litúrgicas de la Iglesia anglicana. En
Suecia y Noruega los monarcas son igualmente la cabeza suprema de las
Iglesias luteranas nacionales, mientras que la Iglesia danesa no tiene un jefe
supremo propiamente dicho. Además de Islandia, la confesión luterana está
reconocida en Finlandia como religión estatal; allí corresponde al presidente el
nombramiento de los obispos, no sólo de la Iglesia luterana, sino también de la
ortodoxa; ambas reciben apoyo económico del Estado y sus resoluciones
sinodales están sujetas a la confirmación del parlamento. La Iglesia ortodoxa ya
no está reconocida como Iglesia oficial más que en Grecia. Un caso especial en
muchos aspectos lo constituyen las relaciones del E. con la I. en Suiza. Algunos
cantones sólo reconocen la Iglesia reformada como Iglesia estatal (Zurich,
Waadt) o, si se ha producido una separación entre I. y E., como única Iglesia de
derecho público (ciudad de Basilea, Appenzell-Ausserrhoden). Otros cantones
otorgan ese reconocimiento solamente a la Iglesia católica (Tessin, Wallis). Pero
la mayor parte de los cantones ha establecido una reglamentación paritaria, que
en cada caso reconoce a ambas Iglesias, bien según el principio histórico de la
soberanía territorial, o bien donde se ha introducido la separación (Neuenburg,
Ginebra), considerándolas como corporaciones de derecho público. Una reliquia
del pasado en la Constitución de la Federación Helvética es la prohibición de la
Compañía de Jesús y otras decisiones que delimitan el derecho de libertad
religiosa. En el resto de Europa la confesión católica sólo es religión oficial en
Italia y España. En Italia esto quedó definido explícitamente en el Pacto
lateranense de 1929 y confirmado por la Constitución italiana, la cual sin
embargo garantiza la libertad de religión y de organización a los no católicos, y
reserva para negociaciones particulares la regulación de las relaciones de la
Iglesia con el Estado. Una auténtica situación de inferioridad de los no católicos
se daba hasta hace poco tiempo en España; como consecuencia de las
declaraciones del Vaticano u se conceden a los acatólicos la libertad de religión
y una amplia libertad de culto en el llamado «Estatuto de los protestantes» de
1967. Las determinaciones contenidas en la constitución y en el concordato de
1953 acerca de la posición especial de la Iglesia católica en España deberán
acomodarse a esta nueva reglamentación. En Hispanoamérica la Iglesia católica
está reconocida como Iglesia estatal en Argentina, Costa Rica, Bolivia, República
Dominicana, Haití, Colombia y Paraguay. Sin embargo la libertad religiosa está
garantizada constitucionalmente. De todos modos hace algunos años en
Colombia se tomaron medidas por parte del Estado contra los protestantes.
Costa Rica y Bolivia se aferran todavía al patronato concedido a los reyes
españoles, mientras que Argentina (secundando la invitación del Decreto sobre
la misión pastoral de los obispos en la Iglesia, n.° 20) renunció a este derecho
en 1966.

Los demás países cristianos de occidente han proclamado en sus constituciones


la separación entre I. y E. y la libertad religiosa. Incluso allí donde la separación
se llevó a cabo bajo impulsos laicistas y antieclesiásticos, han mejorado mucho
las relaciones. Así en Francia, a pesar de la separación establecida en las leyes
promulgadas entre 1905 y 1914, se volvió después de la primera guerra
mundial a una aproximación entre la I. y el E., que hizo posible en 1921 la
reanudación de relaciones diplomáticas con la Santa Sede y un acuerdo sobre
los contactos entre ambos poderes para el nombramiento de obispos (si bien no
ha llegado a firmarse hasta ahora un concordato), de manera que la Iglesia
puede desenvolverse libremente. En la República Federal alemana, partiendo de
los artículos de la constitución de Weimar, que pasaron a la ley fundamental de
1949, los cuales, junto con las decisiones concordatarias de los diversos Liinder
y del Reich (todavía en vigor), contienen las bases jurídicas, se han creado unas
estrechas relaciones de colaboración. La actividad pública de las Iglesias, sobre
todo en el terreno social y benéfico, es tenida en cuenta por la legislación, que
prevé asimismo notables prestaciones económicas del Estado en favor de las
Iglesias. También en Austria las comunidades religiosas pueden alcanzar el
carácter de asociaciones de derecho público mediante el reconocimiento estatal.
El concordato de 1933 se ha llevado a la práctica ahora por lo que se refiere a la
organización de la Iglesia en el país; asimismo las discrepancias sobre las
prestaciones del Estado a las Iglesias y sobre la enseñanza religiosa han sido
solucionadas de mutuo acuerdo. Las disposiciones de la constitución belga de
1831 en favor de la libertad de la Iglesia frente al Estado, ejemplares en el s.
xix, conceden a las religiones reconocidas completa independencia del Estado,
el cual, sin embargo, ha asumido la obligación de retribuir a los clérigos de las
religiones católica, protestante y judía. Parecida es la situación en Luxemburgo.
También en los Países Bajos las comunidades religiosas pueden actuar libres de
cualquier injerencia estatal en el plano social y político, para lo cual les resultan
muy beneficiosas las cadenas de radio y las escuelas que han creado. En
Irlanda, la libertad religiosa, la separación entre I. y E. y la prohibición de
cualquier apoyo financiero a ninguna confesión están firmemente ancladas en la
constitución. Cierto que la religión católica, para la que no existe concordato
alguno, está reconocida como la religión de la inmensa mayoría, pero también
las Iglesias protestantes y las congregaciones judías están bajo protección
constitucional. Finalmente, también Portugal ha mantenido en su constitución
de 1933 la separación entre I. y E., firmando sobre esta base el concordato de
1940. La Iglesia católica está considerada como persona jurídica por la
constitución, pero el Estado conserva la libertad de reconocer esta propiedad
también a otras religiones, que aun sin eso gozan de libertad de culto y
organización. Representa una peculiaridad el derecho de patronato que Portugal
reclama y ejerce todavía en sus provincias de ultramar y sus territorios de
misión.

La separación total entre I. y E. rige las relaciones de ambos poderes en


Estados Unidos. Por sentencia de la Supreme Court está establecido que el
primer artículo adicional de la constitución americana prohíba todo apoyo local o
nacional a cualquier religión, de manera que, por ejemplo, es imposible impartir
ninguna instrucción religiosa en las escuelas estatales. Simultáneamente se
cumplen en todo su alcance las exigencias de libertad religiosa gracias a esta
separación: así, las Iglesias son libres para crear sus propios sistemas escolares
e incluso universidades, posibilidad de la que ha hecho amplio uso la Iglesia
católica, de manera que actualmente dispone de un sistema de formación
independiente y perfectamente montado. De una independencia parecida gozan
las Iglesias en Filipinas, cuya constitución es copia de la americana. El sistema
de separación que se da en Canadá no es tan estricto como el de Estados
Unidos, de manera que las escuelas confesionales pueden recibir, en parte,
apoyo estatal. La legislación radical (dirigida sobre todo contra la Iglesia
católica) de la constitución (1917) de Méjico, que establece la separación entre
I. y E., con la que se pretendía arrebatar a la Iglesia toda influencia, no obtuvo
el éxito apetecido a pesar de la persecución de los años 1923-28. Hoy más bien
se concede la libertad religiosa, y ciertas disposiciones hostiles todavía en vigor
no se aplican en la práctica. Las repúblicas hispanoamericanas no mencionadas
antes mantienen diversos sistemas de separación entre I. y E. Ya antes de
Argentina, Venezuela renunció al derecho de patronato en el convenio con la
Santa Sede de 1964.

El sistema de separación de los países comunistas, siguendo el modelo de las


Repúblicas Socialistas Soviéticas, exige la «separación del Estado respecto a la
Iglesia y de la Iglesia respecto a la escuela», excluyendo de antemano toda
influencia de la religión (sobre todo en la juventud). Aunque los textos
constitucionales proclaman la libertad de conciencia y la libertad religiosa, el
poder estatal trata de poner trabas a la acción de las Iglesias hacia fuera o de
hacerla totalmente imposible. En cambio se concede plena libertad de
propoganda a las doctrinas ateas, pues sólo éstas aparecen como científicas y,
porlo mismo, como dignas de que el Estado las fomente. Es muy diversa la
situación real en cada uno de esos países. Así, en Polonia y en Alemania oriental
es posible el ejercicio de la cura de almas, aun cuando a veces con notables
dificultades y frecuentes tensiones con las autoridades. Mientras e n
Checoslovaquia la Iglesia dispone de un ámbito de vida y de acción muy
reducido — bajo severa vigilancia del Estado —, tanto en Yugoslavia como en
Hungría se ha iniciado recientemente un abierto mejoramiento de las relaciones.

Paul Mikat

BIBLIOGRAFÍA

IGLESIA Y MUNDO

1. Planteamiento del problema

La reflexión y la doctrina de la Iglesia acerca de las relaciones mutuas entre el


m. y la I. han entrado en un nuevo estadio gracias al concilio Vaticano ti.
Evidentemente este tema ha sido una preocupación constante de la Iglesia. Ya
la Escritura se pregunta por la importancia de la autoridad temporal, por la
obligación y el límite de la obediencia de los cristianos a esa autoridad. La
patrística, la edad media y la época moderna estudian en teoría y en la práctica
(que con frecuencia conduce a enconadas luchas): las relaciones entre
sacerdotium et imperium, entre la -> Iglesia y el Estado; la libertad de aquélla
frente a éste; la relativa autonomía del Estado frente a la Iglesia; el derecho de
la Iglesia a una determinada clase de influencia sobre la actuación estatal; el
problema de la «separación entre la Iglesia y el Estado»; las obligaciones
estatales para con la verdadera religión e Iglesia. Pero, prescindiendo de la
cuestión, siempre replanteada, acerca de las relaciones entre la revelación
(dogma, magisterio eclesiástico) y la ciencia profana (que también es parte
esencial del «mundo»), el problema se había planteado casi exclusivamente
bajo la fórmula «Iglesia y Estado» (entendido como autoridad).

Hoy en día se estudia el problema bajo el aspecto de las relaciones entre I. y m.


A este respecto el mundo es considerado y experimentado como historia única y
total de la humanidad; no como una dimensión que está hecha de antemano e
interesa solamente en cuanto mera situación salvífica, sino como una creación
que el hombre mismo planea y hace, y que como tal le interesa por sí mismo en
su significación propia, empíricamente perceptible. Este nuevo planteamiento se
pone de manifiesto claramente en el Vaticano ii. La Iglesia se plantea de forma
consciente esta cuestión, esbozada ya en su disputa con el liberalismo del s. xix
y (sobre todo en el terreno económico) con el -> marxismo, primer sistema que
realmente proyectó una auténtica «teoría de la praxis» con miras a un mundo
que el hombre mismo había de edificar para liberarse de su «autoalienación». El
Vaticano ii asume explícitamente esta amplia temática, especialmente (pero no
sólo) en la Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo de hoy. También
en otros textos se estudian algunos aspectos de este tema total. El mundo, en
el que vive la Iglesia, es el mundo de una cristiandad separada, con muchas
religiones superiores no cristianas, con una «sociedad pluralista», donde la
misión de la autoridad estatal es completamente distinta de la que el Estado
tiene en una -> sociedad ideológicamente homogénea (o que llega a serlo tras
breve tiempo de transición y de luchas). Por eso podemos incluir también la
declaración del Concilio sobre el ecumenismo, las religiones no cristianas y la
libertad religiosa en el tema de las relaciones entre la I. y el mundo.

II. Conceptos de «mundo» y de «Iglesia»

Para hablar más concretamente de estas relaciones hemos de ofrecer una breve
exposición previa de los términos relacionados entre sí.

1. Desde el punto de vista teológico, «mundo» designa primeramente la


totalidad de la -> creación como unidad (en su origen, destino y fin, en sus
estructuras generales, en la interdependencia entre todas las partes). Como tal
puede incluir al hombre, o designar tan sólo su «mundo circundante», como
situación preestablecida por Dios de su historia salvífica. En este sentido,
mundo significa lo mismo que «cielo y tierra»; es -> revelación de Dios para su
gloria, algo bueno, conveniente y hermoso, el destinatario, creado con libertad y
amor, de la comunicación de Dios mismo (Jn 3, 16s; Dz 428 1805). No es lo
que separa de Dios, sino lo que media entre él y el hombre, como se evidencia
sobre todo en la encarnación. En cuanto este mundo (sobre todo el mundo
humano) se caracteriza desde el principio por la culpa en la esfera de los -a
ángeles y en la del hombre (-> pecado original) y por la ulterior historia de
perdición que llega a calar profundamente en la esfera material, la cual se hace
así contraria a Dios y a sus propias estructuras y a sus fines últimos; «mundo»
(en el lenguaje bíblico: «este» cosmos, «este» eón) significa la totalidad de
«virtudes y potestades» hostiles a Dios, o sea todo lo que hay en el mundo
como impulso que arrastra a nueva culpa y como encarnación palpable de esa
culpa. En ese sentido el cristiano no debe ser «del mundo» (Jn 18, 36), aunque
tenga que estar «en» él (Jn 17, 11). Pero en cuanto tal mundo pecador sigue
siendo el mundo querido por Dios, necesitado y también capaz de redención,
abrazado ya por la gracia de Dios a pesar de y en su culpa, cuya historia
concluirá en el -» reino de Dios. Por ello, pese a la resistencia del mundo contra
Dios, es tarea del cristiano, que en virtud de la gracia debe mantener en pie sus
verdaderos órdenes, percibir sus posibilidades de evolución, distinguiendo con
sentido crítico los diversos impulsos existentes en él y soportar con paciencia
hasta el final el peso y las tinieblas constantes de la existencia mundana. En tal
sentido este mundo tiene una historia que ha entrado en su estadio escatológico
por la encarnación, cruz y resurrección de la Palabra eterna de Dios; es decir, el
desenlace de esta historia como totalidad ha sido decidido ya por Cristo en el
fondo de la realidad; aun cuando dicho desenlace esté todavía velado y sólo sea
perceptible por la fe, sin embargo el mundo «futuro» (-> eón) está ya presente
y actúa en nuestro mundo. Aquí se ve que el cristianismo conoce un -a dualismo
histórico-salvífico (que está tocando a su fin), pero no un dualismo radical e
insuperable entre Dios y el mundo. Un dualismo semejante no puede
determinar, ni siquiera en forma velada, la práctica de los cristianos.

En este polifacético concepto teológico de «mundo», cuyos aspectos aislados


jamás se pueden separar adecuadamente en la práctica (ahí está la auténtica
dificultad del problema en su conjunto), hay que tener en cuenta dos cosas: las
tres significaciones de «mundo» (mundo creado y bueno; mundo pecador y
perdido; mundo sobrenaturalmente redimido, que por la gracia está abocado a
una situación salvífica) no son tres acepciones dispares de una misma palabra,
sino que están ligadas entre sí por el hecho de que este mundo (como mundo
del hombre) es historia, una historia que todavía está aconteciendo. Porque el
mundo es historia (no un escenario estático sobre el que acontece la historia),
tiene un principio, unos presupuestos y un fin hacia el que se dirige mediante la
decisión libre de los hombres que actúan en él (mundo como creación y como
destinatario de la comunicación sobrenatural de Dios mismo por la gracia).
Porque es una historia cuyo resultado aún está oculto por hallarse todavía en
estadio de realización, puede ser para nosotros la unidad y diferencia (siempre
indisolubles) de la decisión personal ante Dios y de las objetivaciones
intramundanas que la hacen posible y le dan plenitud de acción salvífica y de
culpa. Este mundo no es sólo historia (como cambio); hoy puede planificarse,
dando como resultado una historia activamente manipulada y dirigida por el
hombre, la cual abarca la esfera espacio-temporal (sin reducirse a la dimensión
de salvación o condenación ante Dios en el más allá), cosa que antes no se dio
en una medida tan amplia.

2. Por lo que respecta al concepto «Iglesia», no hay naturalmente por qué


desarrollarlo aquí in extenso (—> Iglesia, -> cristianismo). Sólo conviene
destacar en el mismo algo que es de especial importancia para nuestr o
planteamiento. La Iglesia no se identifica con el «reino de Dios», sino que es el
sacramento histórico-salvífico del mismo en la fase escatológica, inaugurada en
Cristo, de la historia de la salvación y como tal hace que se realice el reino de
Dios. Mientras dura la historia, la Iglesia nunca se identifica con el reino de
Dios. Este reino sólo llegará definitivamente al terminar la historia, con la
segunda venida de Cristo y el juicio final. Pero tampoco es simplemente lo que
está pendiente, y que más tarde ocupará el lugar del mundo, de su historia y
del resultado de esa historia. El reino de Dios se hace presente en la historia del
mundo (¡no sólo de la Iglesia!) allí donde se realiza la obediencia a Dios en la
gracia como aceptación de la comunicación de Dios mismo. Pero esto no
acontece tan sólo en la Iglesia como comunidad socialmente constituida,
históricamente visible, de los redimidos, ni acontece solamente en la
interioridad secreta de la conciencia, en la metahistórica subjetividad religiosa,
sino que se produce también en la historia concreta de la realización de un
deber terreno, de un amor eficaz (también colectivo) al prójimo. Y eso a pesar
de que esta historia permanece ambigua en sus objetivaciones empíricamente
perceptibles, a pesar de que, aun siendo el medio en que se acepta la gracia, la
oculta. La tesis del reino de Dios como «mundo» en el fondo ya está contenida
en la afirmación católica de que se da -> gracia y -> justificación fuera de la
sociedad visible de la Iglesia (y, por consiguiente, la historia de la Iglesia y la
historia de la salvación no coinciden). Y está igualmente contenida en la
doctrina sobre la inseparable unidad de la moralidad material y de la formal;
esa unidad exige determinadas realizaciones materiales, intramundanas, con un
sentido, y no puede reducirse a una mera actitud religiosa o formalmente
«creyente». Y también está contenida en la doctrina sobre la unidad entre el
amor de Dios y el amor al prójimo. Con relación a este reino de Dios en el
«mundo», que sin embargo no puede identificarse sin más con una determinada
objetividad mundana, la Iglesia es un fragmento (porque ella misma está en el
mundo y hace historia del mundo en sus miembros [cf. Dz 1783]) y sobre todo
es el sacramento fundamental particular, es decir, la manifestación
históricosalvífica, escatológica y eficaz (signo) de que está llegando el reino de
Dios en la unidad, acción, fraternidad, etc., del mundo; de tal manera que
también aquí, como en cada uno de los sacramentos, no se pueden separar el
signo y lo significado, pero tampoco pueden identificarse (cf. Vaticano Lumen
gentium, n.° 9).

III. Historicidad de las relaciones entre Iglesia y mundo

Estas relaciones entre I. y m. tienen una historia. No son ni tienen por qué ser
siempre las mismas. Y no sólo se modifican porque el mundo (como historia
libre, individual y colectiva) y también la Iglesia (en su ministerio y sobre todo
en sus miembros) con sus defectos y culpas pueden desfigurar y falsear las
relaciones entre ambas entidades (por intrusiones en las competencias de la
otra parte; por negligencia o interpretación deficiente del deber que incumbe a
cada una de las partes respecto de la otra); sino además, con anterioridad a
semejante culpa histórica, porque ambas partes son magnitudes históricas y,
por tanto, mutables, de modo que pueden cambiar sus relaciones mutuas. No
sólo existe una historia profana del mundo (en su conocimiento, en su cultura,
en su emancipación del dominio de la naturaleza, en su carácter social, en la
visión total de sí mismo, en su actitud con respecto a su pasado y a su futuro
abierto). También la Iglesia, mediante un proceso histórico y bajo la dirección
del Espíritu, es introducida lentamente y de manera plena en la verdad que
posee siempre; y esta historia de la verdad, como criterio de la acción
eclesiástica, transforma asimismo las relaciones de la I. con el m. y con todos
sus campos. Por ejemplo, sólo despacio aprende la Iglesia a valorar la libertad
del individuo y de los grupos humanos, la unidad y pluralidad de las muchas
Iglesias (así como su substrato étnico y sus relaciones con la historia profana;
véanse los decretos Orientalium Ecclesiarum y Unitatis redintegratio del
Vaticano ii), cuya cúspide unitaria es ella; sólo lentamente va valorando la
relativa autonomía de las ciencias profanas, la posible diversidad de la
constitución social, estatal y económica de los grupos humanos (eliminando su
desconfianaz frente a la democracia y a ciertas formas de mayor socialización,
etcétera). Poco a poco va logrando una apreciación más serena, más amplia y
personal de lo sexual en el hombre. Y a pesar de la motivación profana de este
desarrollo y transformación en la teoría y en la práctica, semejante cambio de la
Iglesia se encuentra en definitiva bajo el criterio de su propio espíritu y de su
vieja verdad, sin que sea sólo una «acomodación» impuesta desde fuera a una
situación histórica que ella no puede cambiar. En este cambio de la Iglesia y del
mundo ambas esferas se influyen mutuamente. El cambio del espíritu occidental
en la edad moderna (su transición de un cosmocentrismo griego a un
antropocentrismo, su eliminación de todo rasgo divino del mundo para
convertirlo en material de la acción humana, su racionalidad y técnica, la
reflexión sobre la propia historicidad y la consecuente postura crítica frente al
pasado, relativizando la tradición humana y abriendo un nuevo futuro) ha
brotado en definitiva del propio espíritu del cristianismo, aunque con frecuencia
(justa o culpablemente) se haya vuelto contra la Iglesia concreta, obligándola a
aprender lentamente lo que de hecho supo siempre. Porque estas relaciones
entre I. y m. son y tienen realmente historia, deben determinarse cada vez en
forma nueva (y concreta, aunque permanezcan sus estructuras fundamentales),
y conservan lo imprevisible e implanificable de la historia, sin que puedan
derivarse simplemente en forma concreta y adecuada de los principios eternos,
capaces de fijarlas concretamente de una vez por todas.

Esas relaciones son también fruto de la decisión primigenia de los hombres que
actúan históricamente en la Iglesia y en el mundo, y por esto acarrean luchas.
Por lo que toca a la Iglesia, su postura frente al mundo no es sólo cuestión de
instancias doctrinales, sino también de una actitud libremente adoptada por su
ministerio pastoral y sus representantes carismáticos (en la cambiante unidad
dialéctica de huida del mundo y aceptación del mismo, la cual no se puede fijar
concretamente de una vez por todas). Justo porque esta historia es historia,
sólo con dificultad y reservas puede reducirse a una fórmula. Quizá se podría
decir que se trata de la historia del encuentro cada vez más claro de la Iglesia
consigo misma (como realidad que «no es de este mundo» y como sacramento
del futuro absoluto del mundo, que éste no establece con su propio poder, sino
que lo recibe de Dios como gracia supramundana, quedando así relativizada en
la teoría y en la acción toda concepción del mundo sobre sí mismo y
produciéndose así la apertura de éste al futuro absoluto); con lo cual el mundo
penetra cada vez más en su carácter secular gracias a la Iglesia.

IV. Interpretaciones erróneas

Cabe distinguir dos maneras fundamentalmente falsas de definir las relaciones


entre I, y m. por parte de aquélla. Como el «mundo», en el amplio sentid o
actual que hemos indicado, no fue un tema explícito en los primeros siglos de la
Iglesia, estas dos herejías fundamentales respecto a tales relaciones apenas se
han constituido como herejías formadas, reflejas y explícitas. Pero, aunque en
forma latente, han actuado eficazmente en la historia. Podemos llamar a la
primera de estas herejías «integrismo» y a la otra (por carecer de una palabra
mejor y más corriente) «esoterismo».

1. El integrismo entiende el mundo como mero material de la acción y


automanifestación de la Iglesia; trata de integrar el mundo en la Iglesia. Admite
«dos espadas» en el mundo, pero considera que la espada temporal ha sido
entregada por la Iglesia y debe emplearse a su servido para el logro de sus
fines más elevados. Asimismo puede entenderse en sentido integrista la
doctrina acerca de la potestas indirecta ratione peccati sobre las realidades
temporales. Basta para ello partir de la (falsa, pero confusamente difundida)
concepción de que las normas morales de la conducta humana, proclamadas por
la Iglesia (oficial) y aplicadas en la pastoral a la actuación concreta de los
hombres, son de tal naturaleza que de ellas, al menos en principio, se puede
derivar siempre un imperativo concreto para la actuación de cada momento. Por
lo cual toda acción humana en la historia universal no sería otra cosa que la
puesta en práctica de los principios enseñados, expuestos y aplicados por la
Iglesia. La acción mundana en el Estado, la historia, la vida social no sería más
que la realización de los principios de la Iglesia, la encarnación misma de la
Iglesia; según esta concepción, el mundo o es un corpus christianum o no es
nada. Si la Iglesia dejase de interesarse por una determinada configuración del
mundo (si abandonara en manos de los «príncipes» los «negocios temporales»),
ello no sería más que una consecuencia de suimposibilidad práctica de penetrar
en el mundo (pero no una entrega, en principio liberadora, del mundo a su
mundanidad por parte de la Iglesia); o bien se debería a que tal acción
mundana carece ya de importancia salvífica, por resultar impermeable a los
principios reflejos de la Iglesia, y así, como adiaphora, puede ser realizada por
el hombre mismo (pero ya no con la pasión de una histórica decisión ética ante
Dios). Mas tales presupuestos implícitos del integrismo son falsos; pues ni de
los principios del derecho natural o del evangelio puede derivarse la acción del
hombre obligatoria aquí y ahora (aun cuando ésta deba naturalmente
respetarlos); ni esta acción, cuando es algo más que la mera ejecución de tales
principios y de las instrucciones de la Iglesia jerárquica, deja de tener
importancia moral ante Dios, de afectar a la salvación, de relacionarse con un
absoluto sentido moral de responsabilidad, o incluso de ser objeto de inspiración
carismática desde lo alto y un momento (intramundano) en la venida del reino
de Dios. Semejante integrismo pasa por alto incluso la doctrina católica de un
pluralismo intrínsecamente humano e insuperable para el hombre; éste se
encuentra siempre de antemano en una multiplicidad de experiencias no
reducidas a unidad (fuentes de conocimiento) y de instintos irreconciliables
entre sí, en una situación «concupiscente» (que siempre tiende más allá de lo
alcanzado). El intento de integración (o síntesis) de esta multiplicidad está
justificado y mandado (para lograr la unidad de todo conocimiento en una visión
humana y cristiana del mundo; para una actuación desde el amor de Dios; para
una relación positiva entre Iglesia y Estado; para una inspiración cristiana de la
cultura); pero el integrismo se equivoca al pensar que tal síntesis puede
lograrse adecuadamente, que entre lo mundano y lo cristiano es posible una
mediación concreta y perfecta y sobre todo que esta síntesis puede conseguirla
la Iglesia oficial en cuanto Iglesia, de modo que esta síntesis adecuada no sólo
sería el objetivo asintótico de la historia en el reino de Dios (más allá de la
historia), sino que podría llegar a ser un acontecimiento de la historia misma.
Por consiguiente, el integrismo es la falsa opinión de que todo ha de realizarse,
porque todo lo importante para la salvación es también — en principio al menos
— algo que pertenece a la Iglesia jerárquica, y todo lo no eclesiástico es pura
mundanidad indiferente, sin importancia seria para el hombre en su totalidad, y
por tanto para su salvación y para el reino de Dios. Lo falso de esta posición se
pone de manifiesto sobre todo cuando el mundo pasa de una situación estática
y una consideración teórica a ser un mundo manipulable y transformable por el
hombre y su praxis. Pues entonces se evidencia que el futuro realizado
activamente no puede ya derivarse adecuadamente de principios eternos, sino
que lo realmente nuevo, como objeto de decisión, se encuentra bajo la llamada
de Dios y la responsabilidad del hombre en una forma diferente de la
oficialmente eclesiástica; que de este modo incluso el cristiano en cuanto tal (y
sobre todo el laico en su misión temporal) es más que un receptor de órdenes
de la jerarquía eclesiástica, sin que allí donde está deje de obrar como cristiano
con una decisión responsable e histórica; que, por tanto, no coinciden la
actuación que cae inmediatamente bajo la norma de la Iglesia y la actuación
cristiana, que es auténticamente humana.

2. Podríamos llamar esoterismo a aquella actitud falsa de la Iglesia concreta o


del cristiano frente al mundo que considera lo «mundano» como indiferente
para el cristianismo, para la vida de cara a la salvación y, por tanto, para el
futuro absoluto de Dios; actitud en la que, por consiguiente, se considera la
«huida del mundo» (no sólo en cuanto éste es pecador) como la única postura
auténticamente cristiana, y se mira como fundamentalmente sospechoso para el
cristiano el amor al mundo, a sus bienes, al placer, al trabajo y al éxito
(siempre y cuando todo eso no esté inspirado y prescrito directa y
expresamente por un objetivo «sobrenatural», «religioso»). Las fuentes y los
tipos de este esoterismo son múltiples. Puede estar sostenido por un dualismo
radical que identifica simplemente lo empírico del mundo con su carácter
pecador, de manera que la fuga del mundo (de su cultura, de su propio
desarrollo, de la sexualidad) es también un alejamiento del pecado y, sin
ninguna dialéctica, constituye la mayor proximidad a Dios. Puede también
creerse legitimado por la actitud neotestamentaria del sermón de la montaña,
por la recomendación de la continencia sexual, por la indiferencia frente a las
relaciones sociales, por la expectación de un próximo fin del mundo, etc., en el
NT, y partiendo de ahí creer que toda la existencia cristiana tiene en esta
actitud neotestamentaria no sólo una amonestación y un correctivo siempre
necesarios, sino su expresión adecuada, que ella debe limitarse a conservar y
copiar. Este esoterismo (que, entre otras manifestaciones, se prolonga en la
doctrina de la Iglesia invisible de los predestinados, sólo conocidos por Dios)
puede basarse en la idea de que lo válido ante Dios en el plano moral es lo
simplemente metahistórico, lo que está más allá de las realizaciones concretas,
materialmente mensurables, la mera intención, la interioridad (la fe, la
«decisión» que se mantiene en el terreno formal); en la idea de que no hay una
ética material cristiana, de que lo «mundano» es sencillamente impenetrable
para una actitud cristiana, de que para ésta es indiferente o incluso pura y
totalmente pecado (por igual en todas sus formas), de que se encuentra
exclusivamente bajo la «ley», y no bajo el evangelio que redime y santifica al
mundo mismo. Concretamente en el campo católico este esoterismo piensa, por
ejemplo, que la vida de acuerdo con los consejos evangélicos en una orden
religiosa es eo ipso la realización única o la más elevada del espíritu cristiano,
de la que muchos quedan dispensados sólo a causa de su debilidad. El
integrismo y el esoterismo pueden combinarse raras veces en la tendencia —
presente, por ejemplo, en la Iglesia monacal irlandesa — de hacer del mundo
un monasterio; también la idea calvinista del Estado de Dios de la comunidad
cristiana con su disciplina eclesiástica contiene algo de esta combinación. Lo
decisivo del esoterismo es que lo mundano queda abandonado a sí mismo, y no
es considerado- como tarea positiva del cristiano en cuanto tal, sino como un
«resto» indiferente o pecaminoso en un vida explícitamente religiosa, que, en
cuanto es realizable, la practican del modo más exclusivo posible los pequeños
círculos de los esotéricos religiosos.

V. Intento de determinar tales relaciones

Las verdaderas relaciones del cristiano y de la Iglesia con el mundo están a


medio camino entre esos dos extremos. No podemos concebir esta posición
intermedia como un compromiso equitativo impuesto sólo por las
circunstancias, que se da únicamente porque el mundo, por desgracia, de hecho
no se deja integrar plenamente en lo eclesiástico-religioso, o porque el piadoso
en exclusiva no puede evitar el servir a las necesidades profanas de la vida. Se
trata de un «centro» que, según veremos, está como una unidad original por
encima de los extremos, que constituye por sí mismo la unidad y la diferencia
de lo explícitamente cristiano y de la Iglesia, por una parte, y del mundo y la
acción mundana, por otra. Las verdaderas relaciones entre la I. y el m. deben
determinarse además de manera diferente cuando se trata de las relaciones de
la Iglesia oficial (del magisterio y de la jerarquía, de la acción «oficial»
eclesiástica que compromete a la Iglesia constituida socialmente en cuanto tal)
con el mundo, y cuando se trata de las relaciones con el mundo por parte de los
cristianos (de los laicos sobre todo), que en su totalidad constituyen la Iglesia.
Estas relaciones de los cristianos (que constituyen la Iglesia) con el mundo no
son tampoco iguales para todos, pues cada uno tiene su propia vocación y tarea
en el cuerpo de Cristo, tarea que puede y debe llevar a configuraciones muy
diferentes de la propia postura frente al mundo (por ejemplo, desde cierta
«huida del mundo» en el monje contemplativo hasta el compromiso en
apariencia totalmente prqfano del estadista afanoso de gloria y de hacer
historia). Y estas circunstancias multiformes de la Iglesia (Iglesia jerárquica,
Iglesia como pueblo de Dios) tienen una vez más, como ya se ha dicho, una
historia cambiante, de manera que, por ejemplo, todas ellas en medio de su
diversidad pueden tener un común «estilo de época» (hoy, por ejemplo, incluso
el monje contemplativo tiene una conciencia más explícita que antes de su
deber apostólico, y esto contribuirá a determinar asimismo su estilo de vida).

1. Para la Iglesia oficial, en sus relaciones con el mundo, actualmente será


decisivo por una parte que ella renuncie a todo integrismo, incluso al de tipo
meramente práctico. Como sociedad concreta, jurídicamente constituida, no
podrá ni deberá tampoco renunciar (en medio de una auténtica libertad en una
sociedad pluralista) a tener relaciones institucionalizadas con el mundo, sus
grupos (Estados, otras Iglesias, etc.) y sus instituciones. Cuando es en verdad
posible y útil, se puedenfirmar, por ejemplo, concordatos (aunque quizá se
acerca a su fin el tiempo de esta regulación de relaciones entre I. y m.). La
Iglesia puede tener representaciones diplomáticas, puede trabajar por el
reconocimiento civil jurídico de un sistema escolar propio y mantenerlo por sí
misma (siempre que sea posible un sistema realmente bueno). De este modo
tiene inevitablemente y con toda razón cierto poder social, aun cuando dado el
creciente estado de diáspora de la Iglesia en todo el mundo, que la convierte
incluso en las hasta ahora «naciones cristianas» de una Iglesia nacional en la
Iglesia de quienes profesan la fe, tal poder lejos de aumentar se reduce. Pero la
Iglesia jerárquica debe guardarse de utilizar esos contactos institucionales con
el mundo y su poder social de manera arbitraria como «medios de presión»
para alcanzar sus legítimos objetivos (la predicación eficaz del evangelio y la
cristianización del mayor número posible de hombres); es decir, ha de evitar el
dirigirlos hacia algo que no sea la obediencia a la fe libre, espontánea y siempre
renovada de los hombres. (Aquí ya no tiene importancia, al menos
prácticamente y por lo que respecta a la vida pública, la diferencia antes tan
acentuada entre bautizados y no bautizados. Incluso allí donde aún le sea
posible, la Iglesia no debe emplear medios profanos de coacción, por ejemplo,
perjuicios económicos contra miembros bautizados que actúan como no
cristianos.) En toda su conducta la Iglesia debe hacer que aparezca bien claro
que no es ni quiere ser otra cosa que la comunión socialmente constituida de los
que creen libremente en Cristo y en su amor están unidos con él y entre sí; no
la institución religiosa de un Estado o de una sociedad profana en cuanto tal.
Por su propia naturaleza debe respetar radicalmente la libertad de conciencia y
de religión en los individuos y grupos (no sólo donde no puede hacer otra cosa).
Precisamente como tal comunidad libre de los que creen personalmente dejará
de producir la impresión de que es la institución tradicional, casi folklórica, que
pone un ornato religioso en la vida de quienes siendo niños fueron bautizados
por padres católicos y sólo por ello han de prolongar esta costumbre religiosa.

Por otra parte, la Iglesia puede ser más bien una Iglesia misionera, que se
dirige a todos, que trata seriamente de ganar para el bautismo a los adultos
incluso en los «países cristianos», que ofrecen campo al sentimiento vital de
estos hombres «modernos» (que traen consigo una personalidad ya forjada).

La Iglesia jerárquica tendrá además que ver con claridad cómo hoy, en un
mundo dinámico, sumamente complejo y repleto hasta límites increíbles de
bienes, planes y posibilidades inmensas creadas por el hombre ya no le es
posible promulgar imperativos inmediatos y concretos — aunque en principio
pudiera hacerlo — para regular la configuración concreta de la economía, el
control directo de la formación, la distribución de los impuestos destinados a la
ayuda económica de los pueblos subdesarrollados, la planificación del aumento
demográfico, el rearme o el desarme, etc. La Iglesia deberá anunciar los
principios generales de la dignidad del hombre, la libertad, la justicia, el amor,
etc., sin pensar en modo alguno que una predicación semejante es inútil o
irrelevante, ni que es sólo el ornamento ideológico de una vida brutal que se
desarrolla de acuerdo con unas leyes muy diferentes. Puede (como en el caso
de Juan xxiii o de Pablo vi ante las Naciones Unidas) en determinadas
circunstancias tener incluso el valor de presentarse como representante y
portavoz de un instinto histórico cristiano o de una decisión cristiana, cuando
esto es más una llamada «carismática» que una mera deducción a partir de
ciertos principios cristianos (suponiendo que tal distinción resulte clara en este
caso). Pero debe establecer asimismo una distinción real entre los principios
cristianos y la decisión concreta, la cual no puede derivarse solamente de ellos,
de manera que los límites y posibilidades de la Iglesia jerárquica (sin
pretensiones integristas) resulten claros. Esto importa sobre todo cuando un
estadista, que es cristiano, debe tomar decisiones para la sociedad pluralista
como tal que él representa. Bien marcada esa diferencia, se puede también
combatir realmente la confusión todavía existente en aquella mentalidad
cristiana según la cual el creyente está seguro de la moralidad de su actuación,
de la conformidad de sus decisiones con la voluntad divina cuando éstas no van
claramente en contra de las normas materiales de la Iglesia. Sólo entonces
resulta perfectamente claro que la conducta cristiana en cuanto tal es posible y
obligatoria incluso en el terreno de lotemporal, incluso allí donde no es
«eclesiástica»; que la actuación profana del cristiano (que como tal tiene
obligaciones con el mundo), conforme a la realidad, la historia y la situación, y
derivada de una suprema actitud cristiana, reviste un significado salvífico, pese
a su permanente carácter profano. Esta liberadora «modestia» de la Iglesia
oficial, que suscita lo auténticamente cristiano (fuera de lo eclesiástico), no es
una limitación de su poder impuesta desde fuera, sino resultado de la misma
visión cristiana del mundo, como pronto vamos a demostrar.

2. Los cristianos, y también la Iglesia como «pueblo de Dios», tienen unas


relaciones con el mundo parcialmente distintas de las de la Iglesia jerárquica en
cuanto tal. Estas relaciones se basan en definitiva, como lo evidencia de modo
claro y soberano la encarnación del Logos divino, en que la aceptación del
mundo por Dios (por tanto la gracia, lo auténticamente «cristiano») no significa
la absorción en Dios disolvente y aniquiladora del mundo como destinatario de
la comunicación divina, no equivale a la desaparición del mundo, sino que es la
liberación del mismo para una autonomía, una importancia y un poder propios;
proximidad a Dios y la realidad propia del mundo crecen en proporción directa y
no inversa. Sobre este punto hay que tener en cuenta dos cosas (a las que ya
nos hemos referido brevemente). Dicha aceptación del mundo tiene su historia
(de la salvación). Por ello esta liberación del mundo en su carácter secular a
través de su aceptación por parte de Dios puede crecer y clarificarse; y eso es
lo que ha sucedido en el curso de la historia cristiana. Tal crecimiento de la
mundanidad del mundo sigue siendo un fenómeno cristiano incluso allí donde,
visto superficialmente, acontece con medios puramente profanos (progreso de
la ciencia racional, de la técnica, de los grados superiores de socialización del
hombre), y a menudo se ha dado con protestas por parte de los cristianos. Esta
liberación del mundo en su (creciente) ser propio por la aceptación divina de
hecho es a la vez la inserción del mismo en una estructura «concupiscente», sin
que este aspecto de la mundanidad del mundo haya de concebirse como
necesario (en definitiva, es la libre disposición del amor divino, que quiso vencer
en el fracaso y en la muerte). Esto quiere decir que el hecho liberador de que el
mundo sea aceptado en su mundanidad no resulta evidente sin más; tal
mundanidad oculta simultáneamente esta aceptación, accesible sólo a la fe y a
la esperanza. La pluralidad del mundo no ha sido integrada de manera
empíricamente perceptible ya para nosotros en el movimiento que la voluntad
divina, creadora y misericordiosa, imprime a toda la realidad hacia Dios. El
hombre se encuentra siempre expuesto a la pluralidad de momentos de su vida,
que él no puede integrar adecuadamente partiendo del punto supremo (el amor
de Dios); a una pluralidad de experiencias no sintetizadas, de impulsos
contradictorios, en una palabra, expuesto al mundo mundano. Y este mundo
tampoco penetra con su desarrollo puramente «evolutivo» en el amor de Dios,
en su epifanía terrestre, en el reino de Dios. Camina hacia esta meta a través
de caídas y corrupción, a través del punto cero de la muerte. Esta situación
«concupiscente» del mundo, que determina en parte su mundanidad, es a la
vez, de acuerdo con la concepción cristiana (y, desde luego, de una manera
nunca perfectamente soluble por el hombre dentro de su historia),
manifestación del «pecado del mundo» y comunicación y manifestación de la
participación redentora en el destino de Cristo para salvar al mundo y lograr su
futuro absoluto, que es Dios mismo. El mundo, por tanto, no es para el cristiano
lo esotérico e indiferente, lo que está fuera de su «vocación celestial». Pues en
su permanente y creciente mundanidad se realiza lo cristiano (aun cuando esto
en cuanto tal deba tener una manifestación peculiar de tipo histórico y social,
con un alcance limitado y delimitado, en el conjunto del mundo, a saber, lo que
se da en la faz eclesiástica). Mas no por ello la mundanidad del mundo en su
empirismo inmediato y profano se identifica sin más (con anterioridad a la fe y a
la esperanza) con lo cristiano propiamente dicho, de tal modo que ya no deba
darse más que una apertura serena e históricamente responsable a este mundo
experimentado solamente así. Más bien hay que percibir y aceptar su propia
dimensión profunda y dinámica última que ha impreso en él la gracia divina; en
ese dinamismo el mundo está abierto a la inmediatez de Dios.

Esta experiencia y aceptación salvíficas, allí donde inculpablemente no se dan


con una objetivación categorial y social, es decir, en la «eclesialidad», pueden
realizarse desde luego en una actuación y existencia responsables, en la
aceptación confiada y obediente de este mundo condenado a muerte, de
acuerdo con el dictamen de la buena conciencia; por consiguiente, en la pura
mundanidad eventualmente inculpable (y esto incluso por uno que es ateo en la
dimensión de la reflexión conceptual). Además hay que aceptar este mundo
(contra todo integrismo) precisamente en su mundanidad concupiscente, y por
lo mismo permanente y creciente, como aceptado por Dios en Cristo. Desde el
sentido salvador de la cruz el cristiano entiende esta mundanidad
concupiscente. Por tanto, no piensa en modo alguno que el mundo sea cristiano
(y solamente cristiano) una vez que lo ha dominado en una lograda
interpretación e integración religiosa (y eclesiástica). Por consiguiente puede ser
tranquilamente «mundano» (a pesar de su sereno esfuerzo por una integración
de la vida mediante una motivación explícitamente religiosa), tener deseos y
objetivos terrenos, y gozar del mundo empírico sin mediación religiosa. Puede
entender todo esto (aunque no sea de un modo explícito) como una forma de
entrega obediente a la libre disposición de Dios, especialmente si está pronto a
aceptar el fracaso del mundo y la muerte con obediencia y esperando contra
toda esperanza. El quehacer terreno y la vocación «celestial» se distinguen de
tal manera que no queda eliminada su estrecha unión (contra el esoterismo), y
constituyen una unidad sin que por ello sean una misma cosa (contra el
integrismo). La consecuencia es que estas relaciones en el terreno concreto no
pueden fijarse claramente. Y en la Iglesia, que, como pueblo de Dios, por una
parte, y como sacramento de la salvación del mundo, por otra, sólo en cuanto
Iglesia total puede y debe exteriorizar tales relaciones, los individuos tienen una
vocación y un deber diferentes en cada caso también a este respecto. Por eso
se da en la Iglesia como una exigencia legítima la «ascética», la «huida del
mundo», la vida según los consejos evangélicos como seguimiento del
Crucificado, y una aceptación espontánea de la negación del mundo que a todos
se exige en la muerte; por eso existe la «vida religiosa». En toda esta «huida
del mundo» no sólo se da un método sacado de la experiencia de la vida para
combatir directamente al pecado con su amenaza y al mundo, sino que dicha
«huida» es el signo en la Iglesia, para la Iglesia y el mundo, de que éste es el
mundo de Dios, de la gracia, de la esperanza en el futuro absoluto, que Dios
mismo concede y que no se identifica simplemente con el desarrollo autónomo
de la realidad mundana. Huida legítima del mundo es ejercitación de la fe y
esperanza en la consumación del mundo, que es don divino, y de este modo es
también signo de aquella valentía de la fe por la que ésta deja al mundo ser
mundo, por la que, consiguientemente, puede dejarle ser finito, sin necesidad
de divinizarlo, ni de apurar sus fuerzas. Mas esta huida del mundo no sería
cristiana, si se impusiera de forma absoluta, si pasara por alto su función de
signo al servicio de la Iglesia, si se entendiera como lo único verdadero y
«radicalmente» cristiano, pensando que por sí misma equivale a la llegada de la
gracia, la cual en definitiva otorga al mundo en crecimiento (aunque tiene que
pasar por la muerte) como gracia del Resucitado. De ahí que la huida cristiana
del mundo no pueda, en principio (y no sólo en la práctica), proponerse ser
«completa»; siempre es un factor (aunque acentuado) en una vida cristiana, en
una vida cristiana que con acción de gracias toma en serio al mundo y goza de
él en reconocimiento de que Dios se lo ha entregado para constituir su propio
ser liberado y como supremo contenido de su propia significación. Partiendo de
aquí, y no como concesión a la debilidad humana, es razonable que en la Iglesia
haya órdenes religiosas más o menos «rígidas». Y por la misma razón última
existen en esta Iglesia ministerios mundanos, responsabilidades mundanas,
auténticos compromisos (¡cristianos!) con la mundanidad del mundo, y un afán
de desarrollarlo bajo todas las dimensiones que existen en él gracias al hombre.
Estos ministerios mundanos no empiezan únicamente cuando se asume alguna
tarea mundana por una motivación explícitamente cristiana o cuando lo
«profano» se transforma en «teología» cristiana. Laten ya en la misma realidad
mundana en cuanto que por la gracia divina está abierta a Dios. Mas esto no
sólo debe enseñarse teóricamente en la vida mundana del cristiano, sino que
debe vivirse también prácticamente (lo que en determinadas circunstancias
puede acontecer desde luego en unavida cristiana «anónima»). Y por eso
pertenecen también a la vida mundana del cristiano el goce del mundo, así
como su acción en éste ha de incluir: el estar dispuesto a la muerte (con
Cristo); el espíritu del sermón de la montaña; los consejos evangélicos; una
ejercitación para la pronta renuncia, para el escepticismo frente a una absorción
en el mundo, la cual acabaría por dar a éste una posición absoluta, por
divinizarlo y, en último término, por identificarlo con Dios.
El hallazgo de la unidad individual entre huida del mundo y acción en el mundo,
es cosa del individuo, de su «vocación», de su experiencia espiritual. Sólo
cuando la Iglesia, en la diversidad y mutuo servicio de las vocaciones, practica
la huida del mundo (con actitud crítica) y a la vez se adhiere a él, es el
sacramento de la salvación del mundo, que debe ser él mismo y cada vez en
mayor medida. Si sigue vivo en la Iglesia (incluso en una medida «heroica» en
ciertos individuos) el espíritu de distancia y de crítica frente al mundo, de
penitencia, contemplación y renuncia, no tiene por qué suscitar desconfianza
alguna el actual «curso» de la Iglesia cuando hoy busca el diálogo con el
mundo, cuando predica la unidad del amor de Dios y del prójimo, cuando se
compromete en favor del desarrollo social, de la libertad, de la igualdad racial,
de la fraternidad, etc. En un mundo que ha dejado de ser estático para
convertirse en eI mundo que el hombre debe crear, a los cristianos y a la Iglesia
les corresponden deberes y formas de existencia cristiana que antes no
existieron, pero que ahora la Iglesia debe aceptar e informar con un nuevo
espíritu frente al mundo. Por tanto, no todo lo que se da hoy en la Iglesia a
diferencia de tiempos pasados, debe ser objeto de sospecha cual si se tratase
de una concesión al espíritu del mundo maligno, como si fuera una
mundanización en sentido peyorativo.

VI. Algunos problemas y máximas acerca de las relaciones entre la


Iglesia y el mundo

1. El mundo de hoy se ha hecho unitario, y lo será todavía más. Esto significa


con relación a la Iglesia que actualmente ella no sólo es (como siempre) una
«sociedad perfecta» desde el punto de vista jurídico, con la consiguiente
necesidad de actuar como una comunión de fe en la doctrina, liturgia y
constitución; no sólo significa que la «misión universal» de la Iglesia en esta
situación de interdependencia total de los hombres adquiere una nueva urgencia
por encima de los grupos locales (naciones, Estados), por cuanto ahora el
destino del cristianismo de un país «cristiano» empieza a depender del destino
del cristianismo en todo el mundo y, por tanto, también en los «países no
cristianos». La nueva situación significa asimismo que la Iglesia universal en
cuanto tal tiene para con este mundo unido como tal unos deberes que miran a
su configuración y ulterior desarrollo. En este sentido el discurso de Pablo vi
ante las Naciones Unidas es un símbolo, y la constitución pastoral del Vaticano
ir es una especie de programa fundamental. A pesar de subrayarse con razón la
peculiaridad y autonomía de las «Iglesias particulares» en el Vaticano u
(Decreto sobre las Iglesias orientales; conferencias episcopales con una mayor
competencia; liturgias nacionales, etc.), la Iglesia debe poder actuar como
conjunto frente al mundo unido y necesita de nuevos órganos y de instituciones
adecuadas (una Caritas para la Iglesia universal, diversos «secretariados»
nuevos, ayuda para el desarrollo por parte de la Iglesia universal, contactos con
las Naciones Unidas, con la UNESCO, etc.).

2. Si hoy, por una parte, la Iglesia debe estar y está necesariamente en todas
partes dentro de un mundo unificado (aunque con muy diversa intensidad), si
por otra parte la Iglesia es siempre «el signo de contradicción»,
consecuentemente (prescindiendo de todas las demás razones) no le cabe otra
«posibilidad» que la de ser y seguir siendo en todas partes la Iglesia de la
diáspora en un mundo pluralista (a pesar de su destinación en principio a todos
los hombres, destinación a la que ella debe corresponder con una misión activa
y hasta ofensiva hacia dentro y hacia fuera). Esto significa a su vez que la
Iglesia ha de tener ánimo para pasar de su situación como Iglesia nacional a ser
una Iglesia-comunidad de los que creen personalmente por propia iniciativa; es
decir, debe valorar más el tener comunidades (aunque sean numéricamente
reducidas en relación con la correspondiente población total) de hombres que
creen y viven cristianamente con seriedad personal, que el alcanzar yconservar
a «todos» en una eclesialidad tradicional; y por tanto ha de crear una estrategia
y una táctica pastorales en consonancia con ello. Así será precisamente como la
Iglesia se convertirá por sí misma en una Iglesia de diálogo abierto con el
mundo hacia fuera y hacia dentro. Diálogo hacia dentro: semejante Iglesia-
comunidad (sin perjuicio de su permanente constitución jerárquica) será una
Iglesia cuya existencia esté sostenida por los laicos en cuanto creyentes
personales (y no tanto por lo institucional de la Iglesia y su poder en la
sociedad, concretamente por el clero como tradicional soporte y beneficiario de
este prestigio social). Por ello este laicado es también el (legítimo) mundo de la
Iglesia; su formación, su mentalidad, sus esfuerzos, etc. (incluso en cuanto
repercuten en la Iglesia), no son creados (como antes ocurría normalmente) tan
sólo por la Iglesia como institución, sino que, en cuanto mundo previamente
dado, son integrados en la Iglesia por los laicos (juntamente con los clérigos
como hombres de nuestro tiempo). Y en este sentido se da y debe darse un
diálogo intraeclesial de la Iglesia con el mundo. Diálogo hacia fuera: una
Iglesia-comunidad en la diáspora, que además ha de ser misionera, no debe ni
puede encerrarse en sí misma de forma sectaria. Ha de mantenerse en abierto
diálogo con el mundo, con su cultura, con sus tendencias, con sus creaciones;
pues no puede ni debe en absoluto querer vivir exclusivamente de lo que ella
misma produce como cultura en su propio centro («literatura cristiana», «arte
cristiano»). No debe tener mentalidad de ghetto, creyendo que puede ser
autárquica en lo social y cultural. Debe querer recibir para estar en condiciones
de dar.

3. Las fuerzas de este momento presente (y también del futuro) son aquellas
sin las que no cabe pensar concretamente la actualización esencial de la Iglesia
en el mundo. Justo por eso — prescindiendo de razones más profundas — y con
toda su crítica radical a la civilización del mundo en puntos concretos, la Iglesia
tiene la obligación de afrontar esta época tal como es con ánimo abierto y
confiado. Precisamente la Iglesia no puede sucumbir ni a una resistencia
reaccionaria contra el futuro que se inicia ni a un escatologismo, que en lugar
de una sobria expectación del Señor sería una huida hacia adelante, impulsada
por una ideología en el fondo intramundana. Justamente debería ver la cruz,
que promete la venida de Cristo, en el hecho de que hemos de soportar la
dureza prosaica de un mundo nada romántico, planificado y técnico, con todas
las agravantes que una situación semejante trae consigo hasta para el propio
cristianismo. Así como el cristianismo allí donde encuentra un espíritu y un
corazón voluntariosos transforma también la situación y no sólo las intenciones,
del mismo modo la Iglesia no debe pensar en modo alguno que sólo podría
existir en la forma ahora requerida si cambiaran también aquellas circunstancias
cuya desaparición no puede esperarse seriamente: la sociedad organizada a
manera de masas, la «cultura» profana, el carácter poco explícito del
cristianismo de este tiempo, la situación de diáspora, etc. Por eso la más
pequeña victoria en esta situación y contra ella es más importante que cuanto
se consigue en una situación diferente «todavía» dada (pero de hecho en
decadencia) o en los contramovimientos transitorios de restauración contra el
rumbo fundamental y decisivo de la historia. Cuantas veces se consiga una
victoria en la nueva situación unitaria de la historia universal profana, se trata
de una victoria para todo el mundo y, por tanto, también para las naciones no
europeas y no cristianas, que cada vez en mayor medida entran en esta misma
situación. Por consiguiente la Iglesia debe renunciar, con un sentimiento vital
concreto y no sólo en una teoría abstracta, al ideal medieval de una
configuración directa y universal de todas las realidades humanas.

Quien sea y quiera ser cristiano, hará sin duda todas estas cosas diversamente
de los no cristianos (o de la mayoría de los no cristianos). Pero esa actuación
diferente aparecerá al no cristiano tolerante como una posibilidad más junto a
otras en la visión y realización de la existencia humana. Y el propio cristiano
nunca podrá decir con absoluta seguridad que su configuración de la realidad
intramundana, a la que precisamente se sabe obligado siempre en su conciencia
concreta de cristiano, sea la cristiana por antonomasia. Tampoco sabrá si por
parte de los no cristianos que hay a su alrededor ha sido experimentada ya una
posibilidad que posteriormente él conocerá como posible para él en cuanto
cristiano.

4. Si, a pesar de su constante misión mundana y de su ministerio docente y


pastoral, la Iglesia conoce que en cada uno de sus miembros está
comprometida menos directamente que antes de cara a la configuración
concreta de toda la realidad social, ello no equivale a una huida hacia lo utópico
cómodo, hacia un terreno sin riesgos, hacia la sacristía, sino que ha de
entenderse como una reflexión y concentración más intensa sobre su ser más
íntimo. Ella no es ciertamente la «organización universal» (el «rearme moral»)
para un «mundo mejor aquí abajo», sino la comunión de los creyentes en la
vida eterna de Dios, en la que desemboca la historia. Sólo en la medida en que
la Iglesia no es ni quiere ser «el reino de este mundo», tiene a la larga la
promesa de que ella es la bendición de la eternidad para el tiempo.

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(Herder Ba 1969); J. Aljaro, Esperanza cristiana y libe-ración del hombre
(Herder Ba 1972).

Karl Rahner

IGLESIAS ACATÓLICAS,
SECTAS Y SOCIEDADES MISIONALES

En este artículo se exponen aquellas Iglesias acatólicas, sectas y sociedades


misionales a las que no se dedica un título especial en nuestra enciclopedia.
Para una información más a fondo sobre la historia, doctrina, constitución, etc.,
de las diversas comunidades deben consultarse los correspondientes artículos
en los léxicos o manuales que se citan en la bibliografía.

1. Iglesias y sectas de oriente

1. La Iglesia nestoriana

La actual Iglesia nestoriana comprende unos 100 000 adeptos en el próximo


Oriente (Irak, Siria, Irán), en la India y en Norteamérica. Se remonta a la
Iglesia oriental siria, que en 484 confesó oficialmente el nestorianismo y en 612
definió su doctrina en un concilio. Bajo la dominación de los sasánidas, de los
musulmanes y particularmente de los mongoles, pudo propagarse por viva
actividad misional, a despecho de algunas persecuciones, hasta China. En su
edad de oro la Iglesia nestoriana comprendía 257 diócesis en toda el Asia y
África del norte. Sin embargo, hacia 1380, los territorios asiáticos fueron
víctimas de la persecución de Tamerlán. Una parte considerable se unió en el
siglo xvi a Roma (Iglesia caldea). Las persecuciones de los turcos hicieron que
una gran parte de los nestorianos emigrara en 1920 al Irak y a Siria; en 1933
huyeron otros muchos del Irak a Chipre y América.

2. Iglesias monofisitas

Se llaman monofisitas aquellas Iglesias que, después del concilio de Calcedonia


(451), mantuvieron la doctrina del —> monofisismo, que representa por su
parte una reacción contra el —> nestorianísmo. Sobre todo en Alejandría,
Jerusalén y Antioquía se sucedieron adeptos y contrarios del monofisismo en la
ocupación de las sedes patriarcales. Bajo el emperador Justiniano (527-565) los
monofisitas pudieron propagarse, desde Alejandría, por Nubia, Siria y Armenia y
erigir una jerarquía propia.

a) La Iglesia monofisita copta, como Iglesia nacional de Egipto, tuvo


originariamente su centro en Alejandría; después de la conquista de Egipto por
los árabes en 639 la dirección copta se desprendió de la griega. Bajo el
patriarca Christódulos (1047-1077) la sede patriarcal fue trasladada al Cairo.
Hasta mediados del siglo xix esta Iglesia hubo de sufrir duramente bajo la
presión de la dominación del islam, de forma que el número de sus fieles se fue
reduciendo continuamente. Sólo la actitud tolerante de Muhammed Alis (1805-
48) y el influjo de ingleses y franceses permitieron un nuevo florecimiento.
Actualmente la Iglesia copta tiene entre 2,5 y 3 millones de fieles.

b) La Iglesia etiópica, con su capital en Addis Abeda (desde 1893), dependió


hasta 1937 de Alejandría y hasta 1948 ó 1959 no fue reconocida oficialmente
como Iglesia independiente y con jerarquía propia.

c) En la Iglesia sirio-occidental o jacobítica se impuso el monofisismo bajo el


patriarca Antíoco en el siglo v. Por obra del obispo Santiago Baradai (543) sus
adeptos recibieron una firme organización. La Iglesia alcanzó su máxima
extensión en el siglo xii, con 20 metropolitas y 103 obispos en Siria,
Mesopotamia y Chipre. Disensiones internas y persecuciones por parte de turcos
y árabes favorecieron la decadencia. Actual cabeza suprema de los 80 000 - 120
000 fieles es el patriarca de Antioquía.

d) La Orthodox Syrian Church of Malabar (monofisita) de la India se separó de


Roma el año 1653. Desde 1958 está sometida a la autoridad de los patriarcas
sirio-occidentales, pero es regida autónomamente por su katholikos. Se
remonta al arcediano Tomás Parambil, que en 1633 (como protesta contra
reformas eclesiásticas de los portugueses) se separó de Roma y se hizo
consagrar obispo por la Iglesia sirio-occidental.

e) La Malabar Independent Syrian Church de la India se separó en 1751 de la


Orthodox Syrian Church of Malabar, de la que se desprendió también la

f) Mar Thoma Syrian Church of Malabar.

g) A las iglesias monofisitas pertenecen también los cuatro patriarcados


armenios, con unos 3,5 millones de fieles, repartidos entre los «catolicados» de
Sis y Edschmiadzin y los patriarcados de Jerusalén y Estambul (Constantinopla).
A consecuencia de malas inteligencias teológicas y de complicaciones políticas,
el año 491 los obispos armenios rechazaron en un concilio los decretos de
Calcedonia y abrazaron el monofisismo.

1º. Tras la fundación del reino de la Armenia Menor, la sede del katholikos se
encontraba en 1293 en Sis, capital de Cilicia, que en el siglo xv fue elevada a
patriarcado. Sin embargo, por la fundación de otras Iglesias armenias, su
importancia se fue reduciendo continuamente. Desde la persecución de los
turcos en la primera guerra mundial la mayoría de los fieles viven en Siria y el
Líbano.

2° El pequeño patriarcado de Aghtamar surgió en 1113, cuando el obispo local


se negó a reconocer al patriarca de Sis.

3º. El patriarcado de Jerusalén en 1311 se declaró independiente de Sis (porque


los monjes del monasterio local no quisieron ejecutar ciertas reformas).

4° El sultán Mohammed ir en 1461 elevó a patriarca al obispo de


Constantinopla, dependiente hasta entonces de Sis, y le confió la jurisdicción
civil sobre todos los armeniosdel imperio turco. Por la persecución de los
armenios y las ingerencias estatales surgieron grandes dificultades. Desde 1950
se ha consolidado de nuevo la situación.

5° Un papel importante en las Iglesias armenias incumbe al «catolicado» de


Edschmiadzin en Armenia del norte. Después de una doble elección para
suceder al patriarca de Sis muerto en 1441, el electo por la mayoría trasladó su
sede a Edschmiadzin, desde donde pudo ampliar constantemente su campo de
influencia a costa de Sis. Una vez que Armenia del norte entró a formar parte
de Rusia, el «catolicado» se vio sucesivamente expuesto a fuertes ingerencias
del estado ruso, del zarista y del comunista. Después de la primera guerra
mundial se logró insertar en una organización eclesiástica a los armenios
dispersos por todo el mundo. Después de 1945, unos 70 000 armenios volvieron
de la diáspora a Rusia, con lo que su Iglesia se fortaleció considerablemente y
goza desde entonces de relativa libertad.

3. Iglesias ortodoxas

Con relación al origen, la división, los ritos y la evolución doctrinal, cf. también -
> Iglesias orientales.

El grupo de Iglesias ortodoxas, que frecuentemente se denomina también


«Iglesia ortodoxa» o «Iglesia oriental», se compone de muchas Iglesias
nacionales, cuyos patriarcados o autocefalías han mantenido su autonomía. Por
razón de la afinidad en teología y constitución, y principalmente por el uso
común de la liturgia bizantina, forman sin embargo cierta unidad. Su origen se
remonta a los comienzos de la historia de la Iglesia y tiene su fundamento en
las controversias teológicas y los contrastes políticos entre oriente y occidente,
entre Roma y Constantinopla (—a. arrianismo, —> nestorianismo, monofisismo
y —~ monotelismo). Sin embargo, la fecha decisiva fue el cisma de oriente en
1054, que sólo afectó por lo pronto a Constantinopla.

a) El patriarcado ortodoxo de Constantinopla. En el año 451 Constantinopla fue


elevada jurídicamente a patriarcado y se le reconoció la jurisdicción sobre la
península de los Balcanes, Tracia y Asia Menor. La diferencia de las estructuras
eclesiásticas, la diversa mentalidad de los pueblos orientales y occidentales y su
diversa cultura condujeron a la separación de Roma, la cual, preparada en el
siglo ix por la controversia con Focio, se hizo definitiva el año 1054. La
conquista de Constantinopla (1204) por los cruzados agudizó las tensiones. El
intento de unión en conexión con la amenaza turca fracasó ante la resistencia
del pueblo. Después de la conquista de Constantinopla por los turcos el año
1453, la jurisdicción del patriarca hasta comienzos del siglo xrx se redujo de
624 a 138 diócesis. Surgieron nuevas dificultades por las aspiraciones de los
pueblos balcánicos a la independencia (contra la dominación turca, contra la
Iglesia de lengua griega), así como por la organización teóricamente laicista de
Turquía después de la caída del imperio otomano y por el ensayo de fundar una
Iglesia ortodoxa turca, fiel al gobierno. Desde 1948, año en que Atenágoras,
metropolita de Nueva York, fue elegido patriarca, mejoraron las relaciones con
el gobierno (que, sin embargo, han estado expuestas últimamente a fuertes
presiones), lo mismo que han mejorado las relaciones con la Iglesia católica en
la era del Vaticano ir.

b) El patriarcado de Alejandría se remonta a antes del concilio de Nicea (325).


Hacia el año 450 (en 449 «latrocinio de Éfeso»; en 451 concilio de Calcedonia)
comienza la separación de la gran Iglesia como consecuencia de controversias
dogmáticas y disensiones internas entre coptos (monofisitas) y griegos
(melquitas fieles al emperador), que se disputaban la ocupación de la sede
patriarcal. La conquista árabe fue saludada por los monofisitas como una
liberación del yugo bizantino (cf. antes 2a). Los griegos trataron de protegerse
contra los árabes por su acercamiento a Constantinopla, con lo que quedaron
envueltos en el cisma de 1054. Después de la conquista de Egipto por los
turcos, los patriarcas trasladaron su sede a Constantinopla. Sólo en 1846,
terminada la guerra turco-egipcia, pudieron volver de nuevo a Egipto.

Movimientos de reforma hacia mediados del siglo xrx trajeron una renovación
de la liturgia y de la formación de los sacerdotes. En los últimos años han
surgido dificultades, porque en 1954 el gobierno reconoció al patriarca como
única cabeza suprema de la Iglesia y al santo sínodo sólo lo admitió como
corporación consultiva.

c) El patriarcado ortodoxo de Antioquía corrió suerte semejante al de Alejandría.


En el siglo iv comprendía 15 provincias eclesiásticas con unos 220 obispados.
De 330 a 359 fue ocupado por arrianos. Después del concilio de Calcedonia,
adeptos al concilio y monofisitas se disputaron la ocupación de la sede patriarcal
y el pueblo se inclinó al monofisismo. La sede ortodoxa fue trasladada en el
siglo xiv a Damasco. No puede fijarse con exactitud la fecha en que se adhirió al
cisma de 1054. Entre 1724 y 1851 fue provista desde Constantinopla, pero en
1898 pudo ocuparla de nuevo un natural de Siria. En esta elección hubo
tensiones entre griegos y libaneses, que perduran aún hoy día.

d) Las cuatro diócesis de la isla de Chipre pertenecieron originariamente al


patriarcado de Alejandría. De 1139 a 1571 la isla estuvo bajo la dominación
latina, que impuso algunas limitaciones a la Iglesia, la cual se había hecho
ortodoxa por su proximidad a Constantinopla. Así se explica que, en 1571, los
conquistadores turcos de momento fueran saludados como libertadores. Hasta
la lucha por la independencia griega, con la que simpatizaba la Iglesia, no
cambió la actitud tolerante de los turcos. Con la ocupación de la isla por los
británicos (1878), la Iglesia alcanzó la libertad, pero el movimiento de anexión a
Grecia, en que fueron siempre a la cabeza obispos y clero, acarreó numerosas
crisis políticas.

e) El patriarcado de Jerusalén trató de escapar a la presión árabe por una


estrecha vinculación a Constantinopla. No consta que en tiempo de los cruzados
estuviera implicado en el cisma bizantino. La separación no se da por segura
hasta 1187, en que el patriarca trasladó su sede a Constantinopla, donde había
residido ya durante la dominación latina en Jerusalén. En 1848 pudo volver de
nuevo a Jerusalén. La dirección de la Iglesia estaba casi exclusivamente en
manos de los griegos. Con la formación de un consejo compuesto de clérigos y
laicos (éstos por lo general árabes), el patriarca Damianos satisfizo la exigencia
de los árabes a tomar parte en el gobierno de la Iglesia (1911); pero, a la
muerte del patriarca, estallaron de nuevo los conflictos entre ambas partes.

f) La Iglesia de Georgia comprende hoy día unos 2,5 millones de fieles. Después
de la conquista de Siria por los árabes (643) se desprendió del patriarcado
antioqueno. Por su estrecho arrimo a Constantinopla, se adhirió a la ortodoxia.
En 1801 Georgia pasó a formar parte de Rusia y fue incorporada, por edicto del
zar, al patriarcado de Moscú, y en 1817 quedó sometida al metropolita ruso de
Tiflis. Después de la revolución de octubre de 1917, los georgianos proclamaron
su independencia eclesiástica y eligieron un katholikos. Cuando en 1918 Georgia
proclamó también su independencia política, la Iglesia rusa condenó a la
georgiana como cismática. En 1923 los georgianos volvieron a ser rusos y en
1943 el patriarca de Moscú dio por acabado el cisma.

g) El arzobispado del Sinaí representa la Iglesia ortodoxa más pequeña. En


1575 se hizo independiente del patriarcado de Jerusalén. El monasterio de santa
Catalina en el monte Sinaí se anexionó el vecino obispado de Farán, de forma
que el «hegúmeno» del monasterio vino a ser también obispo. Gracias a la
situación aislada, la pequeña Iglesia del Sinaí pudo mantener su independencia.

h) El patriarcado de Moscú logró en 1589 la independencia por largo tiempo


apetecida respecto de Constantinopla, una vez que el zar, tras la caída de
Constantinopla en 1453, reclamó la herencia del emperador bizantino como
protector de la ortodoxia. Sin embargo, en 1720, Pedro el Grande suprimió el
patriarcado e instituyó en 1721 el santísimo sínodo dirigente como suprema
autoridad de la Iglesia. Hasta 1917, tras la caída de la monarquía, no fue de
nuevo erigido el patriarcado. Bajo el régimen comunista comenzó una serie de
duras persecuciones que no terminaron hasta el estallido de la segunda guerra
mundial. Bajo el patriarca Alexis la Iglesia recibió de nuevo los derechos de
persona jurídica y con ello cierta libertad de movimiento.

i) Las Iglesias de los países balcánicos aspiraban, tras la liberación del dominio
turco, a lograr su independencia respecto de Constantinopla (fuera de Grecia,
cuya Iglesia se había declarado independiente ya en 1833, también desempeñó
un papel importante el deseo de introducir la lengua nacional en laliturgia, en
lugar de la lengua eclesiástica griega). La Iglesia ortodoxa de Rumania proclamó
su independencia en 1865. Después de la primera guerra mundial fue necesaria
una reorganización, que se dio por concluida en 1925 con la erección de un
patriarcado y aprobada por Constantinopla. Desde 1947 la Iglesia rumana está
subordinada al Estado comunista. En 1945, por razón de la situación política de
Rumania, el Rumanian Orthodox Episcopate in America rompió sus vínculos con
la Iglesia madre. En 1860 la Iglesia ortodoxa búlgara se declaró exarcado
independiente, que hasta 1945 no fue reconocido por Constantinopla. Después
de la instauración de la república el año 1947, una ley promulgada en 1949 ha
regido las relaciones entre la Iglesia y el Estado. Al ser elevada a patriarcado, la
Iglesia recibió en 1951 una nueva constitución. La Iglesia ortodoxa servia
alcanzó su independencia el año 1879. Después de la anexión de los territorios
antaño austro-húngaros y de Montenegro, se erigió en 1920 un patriarcado con
sede en Belgrado. La proclamación de la independencia de la Iglesia ortodoxa
de Albania en 1922 fue reconocida por Constantinopla en 1937. En 1946 cayó
bajo influencia comunista. Más tarde, los albaneses residentes en América
constituyeron la Albanian Orthodox Church y se sometieron a la jurisdicción de
Constantinopla; lo mismo hicieron la American Carpato-Russian Orthodox Greek
Catholic Church y la Ukrainian Orthodox Church of America de la Greek
Archidiocese of North and South America (prácticamente independiente).

Citemos también las Iglesias de Polonia, Finlandia y Checoslovaquia, cuyo


destino ha sido tan vario que su exposición rompería el marco de este artículo.

j) La Iglesia de la emigración rusa nació en 1920, cuando, durante las luchas


entre tropas rojas y blancas, se rompió el enlace de la Rusia del sur con Moscú.
Así, con aprobación del patriarca Tichon, se fundó una suprema administración
eclesiástica, que fue también competente para los asuntos del extranjero. Su
sede actual se encuentra en América. Hoy día está en viva pugna con el
patriarcado de Moscú y dirige las comunidades dispersas que se unen en la
Russian Orthodox Church Outside Russia.

La Russian Orthodox Greek Catholic Church of America se remonta a la misión


rusa en Alaska. Después de la segunda guerra mundial se sometió en 1947,
guardando su autonomía, al patriarcado de Moscú. Contra ello protestó una
parte de los obispos y surgieron graves polémicas entre el patriarcado
moscovita y la Iglesia del extranjero.

Se distingue de ambas la Ukrainian Orthodox Church of USA, que se compone


hoy día de las Iglesias de emigrantes surgidas en los EE. UU. en 1924, después
de que, por razón de las circunstancias políticas, fue disuelta en 1929 la Iglesia
de Ucrania. La Iglesia ortodoxa autocéfala de Ucrania en la emigración debe su
nacimiento a la oposición entre ucranianos y rusos. Fue fundada por los
ucranianos que abandonaron su patria en la segunda guerra mundial y no
querían someterse a ninguna jurisdicción vigente.

Hay que mencionar también el Exarchat Russe de París, que se apoya en


Constantinopla y estuvo sometido a ella hasta 1965. Ante la presión de Moscú
para que se uniera al patriarcado moscovita, el exarcado declaró su
«autocefalía» bajo el título de Eglise orthodoxe de France et d'Europe
occidentale.

4. Sectas ortodoxas

La excomunión de los adversarios de la reforma que se opusieron a una


restauración del texto original de la sagrada Escritura y de los libros litúrgicos,
desfigurados por errores de copia, produjo en 1667 una escisión que enemistó a
los cismáticos (raskolnikos, starowjerzos) y los ortodoxos. La falta de
sacerdotes, que se hizo sentir pronto, llevó a una escisión de los raskolnikos en
dos grupos: los bespopowzos, que introdujeron un sacerdocio de laicos, y los
popowzos, que se opusieron a ello. La revolución de 1917 concedió a ambos
grupos igualdad de derechos con la Iglesia rusa. Los bespopowzos se han
dividido en muchas sectas. Se cuenta hoy día con 15 millones de adeptos
popowzos y 5 millones de adeptos de las sectas de bespopowzos.

II. Iglesias y sectas de occidente

1. Sobre el origen de las diversas Iglesias y comunidades, cf. historia de la ->


Iglesia.

a) Sobre los distintos movimientos de reforma y las Iglesias y comunidades


nacidasde la reforma protestante, así como sobre sus doctrinas, cf. los artículos
-> protestantismo, -> Iglesias luteranas, -> Iglesias reformadas, -> calvinismo,
-> anglicanismo: comunión anglicana. Para la respectiva inteligencia de la
Iglesia fueron de importancia decisiva las doctrinas distintivas de los teólogos
de la reforma protestante (cf. también -> símbolos de fe en el protestantismo).

b) Entre las tendencias modernas que no fueron o sólo fueron parcialmente


confesionales, cf. también -> liberalismo. Hay que mencionar además el
fundamentalismo, tendencia teológica de comienzos del siglo xx defendida
particularmente en América, que rechaza la teoría científica de la evolución y la
teología crítica, y defiende las doctrinas protestantes fundamentales; e
igualmente el evangelicanismo, que, de modo semejante al -> pietismo, basa la
religión en la experiencia interna.

c) Sobre la constitución de estas Iglesias y confesiones, cf. constitución de la ->


Iglesia u. Mencionemos brevemente las formas más importantes: en las Iglesias
de constitución episcopalista la autoridad está en manos de los obispos; la
constitución presbiteriana conoce varias corporaciones que constan de
diputados elegidos (sínodos), cuyas competencias van ampliándose de grado en
grado. En el mismo principio de representación electiva se funda la constitución
congregacionalista, que desconoce toda autoridad fuera de la Iglesia particular.
Con todo, en la práctica, actualmente en ciertas Iglesias episcopalistas los
obispos están limitados en su autoridad por corporaciones representativas, del
mismo modo que comunidades particulares de constitución congregacionalista
se han unido, por razones de oportunidad, en asociaciones que de hecho
ejercen facultades de régimen eclesiástico.

2. Sobre las grandes comunidades que surgieron de la reforma protestante,


remitimos aquí de nuevo a -> Iglesias luteranas, -> Iglesias reformadas.

3. Sobre las Iglesias anglicanas, cf. -> anglicanismo: comunión anglicana.

4. Presbiterianos y con gregacionalistas. De grupos de tendencia presbiteriana,


que querían purificar (purify) a la Iglesia anglicana de todas las formas católicas
y rechazaban su constitución episcopal, salieron hacia fines del siglo xvi los
separatistas radicales, que más tarde fueron llamados también independientes o
congregacionalistas. Contra la constitución presbiteriana exigían la completa
independencia de las comunidades particulares.
5. Los mennonitas y los hermanos hutterianos salieron del anabaptismo. Su fin
era (arrancando de Zuinglio en su primera época) restablecer la era apostólica,
perfecta, con una Iglesia que constara únicamente de «santos». La
consecuencia fue rechazar la Iglesia popular, a la que el hombre se incorpora
desde el nacimiento, y condenar, consiguientemente, el bautismo de los niños.

a) Los mennonitas se remontan a Menno Simons. Su doctrina es


fundamentalmente calvinista. Como particularidades del grupo, que está hoy
representado sobre todo en Norteamérica y Sudamérica y se halla escindido en
muchas sectas, merecen mencionarse: insistencia en la penitencia, exigencia de
la separación entre la Iglesia y el Estado, obediencia al Estado (aunque
rechazando el servicio de las armas), condenación del juramento, rigurosa
disciplina eclesiástica e interpretación más o menos literal de la sagrada
Escritura.

b) Los hermanos hutterianos se distinguen de los mennonitas por su orientación


adventista. Desde 1933 defienden el principio de la estricta comunidad de
bienes en las llamadas aldeas de hermanos.

6. Los anabaptistas representan una de las más grandes Iglesias protestantes


libres, con más de 22 millones de miembros en todo el mundo. El punto capital
de su doctrina es la exigencia del bautismo de inmersión y del bautismo de fe.
Los anabaptistas generales surgieron poco después de 1600. Se separaron de
los congregacionalistas que bajo John Smith emigraron a Holanda, y volvieron
de nuevo a Inglaterra. Defienden la doctrina de la predestinación de Jacobo
Arminio, rechazan el bautismo de los niños y no exigen el bautismo por
inmersión. Hacia 1640 se formó en Londres la Iglesia de los anabaptistas
particulares (llamados también regulares), que exigen el bautismo de
inmersión y de fe, y defienden la doctrina calvinista de la predestinación.
Igualmente hacia 1640, emigrantes ingleses fundaron en Norteamérica las
primeras comunidades de anabaptistas particulares.

En Alemania el movimiento anabaptista fue introducido en 1834 por J.G.


Oncken. En 1941 las comunidades anabaptistas se unieron con otros grupos
para formar la alianza de Comunidades de Iglesias protestantes libres en
Alemania.

Los anabaptistas rechazan los credos y dogmas obligatorios, el sacerdocio


ministerial y el gobierno central de la Iglesia. La norma única es la palabra de la
Biblia y la experiencia personal de la gracia. Los sacramentos son entendidos en
sentido calvinista. El culto es de sobriedad puritana. Las sociedades misionales
surgidas en distintos países desarrollan una viva actividad.

7. Las doctrinas fundamentales de los adventistas se basan en la expectación


del reino milenario (-> milenarismo) y del pronto advenimiento de Cristo. Su
fundador fue el antiguo anabaptista William Miller, que encontraba confirmadas
sus imaginaciones religiosas en el libro de Daniel y en el Apocalipsis. Al no
confirmarse su predicción del segundo advenimiento de Cristo para 1844, poco
a poco se fueron disgregando varios grupos, entre los cuales alcanzaron la
máxima importancia los adventistas de los siete días. Por su fundadora pasa
Ellen White, que interpretó la no aparición de Cristo en 1844 como su entrada
en el santuario celeste.
La doctrina de los adventistas de los siete días es difícil de formular. Mantienen
la doctrina de la Trinidad, del nacimietno virginal, de la inspiración y suficiencia
de la Escritura. El concepto de sacramento es calvinista. Dan particular
importancia a la escatología. A los justos se les concede la inmortalidad en el
segundo advenimiento de Cristo al comienzo del reino milenario; los impíos no
resucitan hasta el juicio final y son condenados.

Como base de la vida sirven los diez mandamientos y la santificación del


sábado.

Actualmente los adventistas de los siete días, que despliegan una viva actividad
propagandística, cuentan con más de un millón de miembros, de ellos unos 50
000 en Alemania. La federación mundial se divide por continentes, asociaciones
nacionales, uniones territoriales y comunidades. A la cabeza está la conferencia
general (Washington).

8. Testigos de Jehová. El fundador de esta activísima secta norteamericana fue


el comerciante Charles Taze Russell, de rigurosa educación calvinista, que se
consagró desde muy joven al estudio de la Biblia. En el libro aparecido Three
Worlds or Plan of Redemption (1877) distingue tres edades: bajo la dirección de
los ángeles (desde la creación del mundo hasta el diluvio); bajo el imperio de
Satanás (el «actual mundo malo» hasta la instauración del reino milenario en
1914); después un reino eterno con «cielo nuevo y tierra nueva».

En 1884 Russell fundó con sus adeptos la Zion's Watch Tower Tract Society
Pennsylvania, que desde 1896 se llama Watch Tower Bible and Tract Society. En
1914 Russell creó en Inglaterra la International Bible Students Association. La
primera oficina filial en Alemania fue abierta en 1903. El fin de estas sociedades
es «la difusión de verdades bíblicas en distintas lenguas por la publicación de
tratados, hojas volantes, periódicos y otros libros religiosos, y por cualesquiera
otros medios legales que el consejo administrativo legítimamente nombrado
considere oportunos para lograr el fin mencionado» (Estatutos, artículo II). Los
testigos de Jehová (llamados antes «russellitas», «investigadores serios de la
Biblia») dan culto a Jehová, el Dios del AT, en quien ven un ser espiritual y
material. Niegan la Trinidad y la inmortalidad del alma. En la figura de Jesús se
encarnó el arcángel Miguel, mientras Lucifer vino a ser Satanás, a cuyo imperio
pertenecen todos los Estados civiles. Se reconocen como sacramentos el
bautismo de los adultos y la cena. La organización de esta secta es poco clara.
La dirección radica en la Sociedad de la Torre de vigía, en Brooklyn (que está
dirigida por un directorio con un presidente). Las comunidades se designan
como grupos locales, sus pastores se denominan predicadores de grupo, y los
miembros ordinarios se llaman predicadores.

9. La Iglesia del reino de Dios se remonta al suizo Alejandro Freytag, que en


1919 se separó de Rutherford, antiguo presidente de los «investigadores serios
de la Biblia».

Sus adeptos se dividen en tres círculos concéntricos. La «pequeña grey» forma


el núcleo más íntimo; en torno a él se agrupa el«ejército del Altísimo»; el
círculo externo lo representan «los amigos del ejército del Altísimo». La base de
la felicidad del hombre, la ley del altruismo, según la cual todos los órdenes de
la naturaleza se coordinan en el amor, fue suprimida por el pecado original. La
doctrina tiene fuerte orientación escatológica. Con Cristo comienza la edad del
evangelio, pero su llamamiento sólo fue seguido por una escasa minoría, la
pequeña grey (según Lc 12, 32), la Iglesia de los 144 000 elegidos. El último
período de la edad del evangelio es el tiempo de la restauración de todas las
cosas.

10. Movimientos de «vida cristiana» (revivalist movements,


Erweckungsbewegungen). Comoquiera que el protestantismo, por su misma
estructura interna, ofrece poco lugar para una renovación de la piedad popular,
que tiene forzosamente que colocar en primer término la importancia de las
buenas obras y de la vida moral, los movimientos de «vida cristiana» surgidos
una y otra vez produjeron toda una serie de Iglesias y sectas. El primer
movimiento de esta especie que aspiró a una interiorización del credo y a
probar la fe en la vida es el -> pietismo, que se remonta a Felipe Jacobo Spener
y deriva su nombre de las reuniones piadosas (Collegia pietatis), celebradas por
vez primera en 1670. Ideas pietistas, muchas veces en formas nuevas, han
desempeñado una y otra vez papel importante hasta el tiempo actual. Merece
mención aquí particularmente la Iglesia de los hermanos de Herrnhut. Bajo la
dirección del pietista conde Zinzendorf surgió hacia 1722 en Herrnhut (Sajonia)
una comunidad religiosa y económica de hermanos dentro del marco de la
Iglesia regional luterana. Después de reconocer la Con/ essio Augustana, fue
admitida como «emparentada con la confesión augustana con libre acción
dentro de la Iglesia regional». Esta confesión (llamada también de hermanos
moravos) admite la doctrina de la sola Scriptura, el símbolo apostólico y la
Confessio Augustana; es de fuerte orientación cristocéntrica. Cuenta con unos
300 000 miembras, dos tercios de los cuales son misioneros.

11. Comunidades protestantes libres. Se remontan al movimiento «de vida


cristiana» originado por los hermanos Haldane en 1795 dentro de la Calvinian
Church of Scotland y de algunas Iglesias cantonales suizas. Su doctrina es
protestante con base calvinista o luterana; la constitución es congregacionalista.

12. Los cuáqueros, o la sociedad de los amigos, se remontan al anglicano


George Fox, que en 1649 se sintió llamado al oficio de profeta. La verdadera
filiación divina se produce según su doctrina por una revelación interna
inmediata, por la «luz interior». De ahí que se rechacen sacramentos, dogmas,
sacerdocio e Iglesia. El culto consiste en una devoción en silencio, hasta que el
espíritu impulsa a un miembro a hablar y orar en voz alta. Sin embargo, en
tiempos modernos se dan también cultos con oración y predicación a cargo de
pastores (programmed meetings).

13. Metodistas. La Iglesia libre metodista, que cuenta hoy día con más de 20
millones de adeptos esparcidos por toda la tierra, surgió a comienzos del siglo
xvIII de un movimiento inglés de «vida cristiana». John Wesley tomó en 1729 la
dirección de un grupo de estudiantes, que se había propuesto como fin la
renovación religiosa. Por su riguroso tenor de vida y por su método de
apostolado pronto fueron llamados «metodistas». Después de contactos con la
comunidad de hermanos de Herrnhut y de aceptar elementos pietistas, se
separaron en 1795 de la Iglesia oficial, por más que Wesley no lo deseaba
propiamente; desde 1760 los metodistas se propagaron rápidamente, entre
otras partes, en los Estados Unidos. Su teología es marcadamente soteriológica,
sin escritos simbólicos obligatorios. Sostienen la suficiencia de la Escritura;
como sacramentos admiten la palabra de Dios, la cena y el bautismo de los
niños.

14. El ejército de la salvación fue fundado en 1878 por el antiguo predicador


metodista William Booth. Se entiende a sí mismo como comunidad de salvación
religiosa, ética y social para los que están en peligro, para caídos y necesitados;
está organizado militarmente y difundido por todo el mundo.

15. Sectas de santificación y de pentecostés. Surgieron hacia mediados del siglo


xlx, son de tendencia fundamentalista y adventista y exigen de sus miembros
una conducta puritana. La santificación se hace por unasegunda conversión
perfecta junto con la justificación. Muchas de las actuales sectas de pentecostés
se remontan a un movimiento iniciado en 1886 en América, que se llama a sí
mismo, según Joel 3, 1, Latter Rain Movement, es decir, movimiento para la
efusión del Espíritu Santo.

16. a) La comunidad católica apostólica nació como Holy Catholic-Apostolic


Church en unión con grupos de «vida cristiana» en Escocia e Inglaterra (1830 -
31). Es característica la acentuación de lo carismático, la idea del
restablecimiento de las condiciones de la Iglesia primitiva y la selección de
«apóstoles», cuyo número doce fue alcanzado en 1835. La muerte inesperada
de seis apóstoles hasta 1860 condujo a la disgregación de la «nueva comunidad
apostólica». Después de la muerte del último apóstol, fue desfalleciendo cada
vez más la vida eclesiástica, porque no podían ordenarse más sacerdotes.

b) La nueva comunidad apostólica. En contraposición a la comunidad católica


apostólica, el «profeta» berlinés H. Geyer y F.W. Schwartz llamaron a tres
nuevos apóstoles y fundaron en 1865 la «Misión universal cristiana apostólica»,
que en 1907 se rebautizó con el nombre de «comunidad neoapostólica». En
1905 se alcanzó de nuevo el número doce de los apóstoles, y se introdujo el
oficio del primer apóstol, que asumió la dirección de la comunidad entera. Los
apóstoles son tenidos por sucesores de los primeros apóstoles. El primer apóstol
es «representante del Señor sobre la tierra». Son tenidos por sacramentos el
bautismo, la sigilación (confirmación) y la cena. La nueva comunidad apostólica,
como «Iglesia originaria de Cristo erigida en los últimos tiempos», espera el
pronto advenimiento del Señor. Actualmente cuenta con unos 700 000
miembros (la mayor parte en Alemania). Se dividen en distritos de apóstoles,
obispos, ancianos y en comunidades.

17. Hermanos de Plymouth. Esta comunidad de estricta organización


congregacionalista se remonta a un movimiento dentro de las Iglesias
anglicanas de Inglaterra e Irlanda, movimiento dirigido contra la estrecha unión
entre la Iglesia y el Estado. Su dirigente fue desde 1833 John Nelson Darby.
Recibió su nombre de la mayor de sus comunidades, Plymouth. Tiene una
orientación fundamentalista y adventista; ve en la Biblia la única norma para la
doctrina y la vida; y no admite pastores ordenados.

18. Las sectas etiópicas nacieron entre los negros de África en el curso del
movimiento etiópico hacia fines del siglo xix. Apelando al relato bíblico sobre la
conversión de los etíopes, se dieron el nombre de «etiópicas». Su doctrina está
generalmente impregnada de elementos de las religiones naturales africanas. El
número de estas sectas se estima por encima de 500.
19. Unitarios. Los actuales unitarios se remontan al movimiento antitrinitario de
los socinianos, iniciado por Lelio y Fausto Sozzini, que se propagó hacia fines del
siglo xrx desde Italia, pasando por Rumania, Polonia y los Países Bajos, hasta
Inglaterra y América. La Biblia no es simplemente la palabra de Dios, porque la
revelación no está aún terminada y fue dada también a otros pueblos distintos
del judío. La Escritura sólo puede ser tenida por inspirada en cuanto no
contradice a la razón; en su interpretación existe completa libertad. En Cristo se
venera lo divino que habita en todo hombre. Los adictos a esta secta rechazan
la doctrina de la Trinidad (de ahí su nombre de unitarios), la muerte expiatoria
de Jesús en representación de la humanidad, el pecado original, los
sacramentos, considerados como meras ceremonias, y el infierno. Y ven el cielo
como un estado de eterna justicia y amor.

20. Los mormones o Iglesia de Jesucristo de los santos de los últimos días. Esta
secta fue fundada en 1830 por Joseph Smith en Fayette (N. Y.). Bajo el sucesor
de Smith, Brigham Young, tuvo lugar la marcha al gran lago Salado y la
fundación del Estado de los mormones en Utah. La doctrina fundamental
mormónica sobre la revelación de Dios dice así: «Creemos todo lo que Dios ha
revelado y revela también hoy día; creemos que todavía quiere revelar muchas
verdades grandes e importantes.» La Biblia, en la que se han infiltrado según
ellos muchos errores, es completada por otros tres libros, entre ellos el «libro
mormón». Estos libros confirman la inspiración de la Biblia y aclaran aquellas
doctrinas bíblicas sobre cuya interpretación están los hombres en desacuerdo
desde hace siglos. Los mormones ven en Dios Padre alautor de la substancia
espiritual en el hombre; Jesucristo es para ellos el Hijo de Dios engendrado en
la carne, el salvador y redentor del género humano; el Espíritu Santo es un ser
puramente espiritual. Los tres forman en común la divinidad. El hombre no es
juzgado después de la muerte, por lo que no hay cielo ni infierno en el sentido
corriente. Además de la fe y la penitencia, para la redención y salvación es
necesario el bautismo (de inmersión). Una particularidad es el bautismo por los
difuntos, que se administra a una persona allegada al muerto. En lugar de la
confirmación se ha introducido la transmisión de los dones del Espíritu Santo
por la imposición de manos. Los más importantes de estos dones son el de
lenguas y el de saberlas interpretar, así como los dones de profecía y de
santificación por la fe. El matrimonio es tenido como un contrato instituido por
Dios. Además del matrimonio para el tiempo se da también el matrimonio
celeste para la eternidad; este último es un matrimonio con un difunto, y tiene
gran importancia porque, según la doctrina mormónica, los solteros no pueden
ser redimidos. En 1895 fue prohibida por el presidente de la secta la poligamia
anteriormente practicada (apoyándose en ideas del AT). La secta dispone de un
sacerdocio, considerado como instituido por Cristo, que se divide en dos clases.
El sacerdocio aarónico, con los grados de diácono, maestro y sacerdote, tiene a
su cargo la administración de los asuntos profanos; el sacerdocio superior de
Melquisedec (ancianos, obispos, los setenta, sumos sacerdotes, patriarcas y
apóstoles) se ocupa, además, de los asuntos espirituales. La constitución de la
secta y su organización jerárquica son sumamente complicadas. Un gran papel
desempeña la administración financiera, porque, como producto del diezmo de
los miembros, la secta dispone de grandes medios. La autoridad última y
suprema es el presidente, que, como portavoz de Dios, recibe las leyes
inmediatamente de él. Los mormones cuentan hoy día con 1 800 000 miembros
aproximadamente.
21. Con relación al origen, la historia y la doctrina de los -> viejos católicos,
véase el artículo así titulado.

22. Pseudo-viejos católicos. Son aquellas sectas, representadas particularmente


en Estados Unidos, que se llaman viejos católicos, pero que no están en relación
alguna con los cristianos de este nombre. Estas sectas son fundaciones de los
llamados episcopi vagantes, de obispos, por tanto, que están válidamente
consagrados, pero no tienen sede y por lo general tampoco súbditos fijos.

La actual American Catholic Church se remonta a J.R. Vilatte, católico al


principio, el cual, después de ordenarse sacerdote como viejo católico, recibió la
consagración episcopal de un obispo de la Orthodox Syrian Church of Malabar.
Además de algunas sectas americanas, también se remontan a Vilatte (que a la
manera jacobita se llamaba a sí mismo Mar Timoteo i) algunas sectas europeas,
p. ej., la Église Gallicane bajo el «arzobispo» Giraud y la «comunidad evangélica
católica eucarística» de Federico Heiler. Vilatte mismo retornó definitivamente
en 1925 a la Iglesia católica. Además de los episcopi vagantes que se remontan
a Vilatte, hay también otros que derivan su consagración de viejos católicos. Así
nacieron la Liberal Catholic Church (de influencia teosófica), la Old Catholic
Church in America y la North American Old Roman Catholic Church, lo mismo
que la «Iglesia nacional mejicana», fundada en Méjico el año 1925. Además de
unos 30 episcopi vagantes, que transitoriamente pudieron formar comunidades
fijas, hay todavía otro número mayor sin comunidades.

23. Sectas del nuevo espíritu. El movimiento del nuevo espíritu (New Thought
Movement) está estrechamente unido con la First Church o/ Christ Scientist. La
doctrina de la secta, fundada «sobre las palabras y obras de Cristo», es
calificada por su fundadora Mary Baker Eddy de «metafísica divina», de
«sistema científico de curación por la fe», o de «ley de Dios, ley del bien, que
interpreta y demuestra el principio divino y la regla divina de una armonía
universal». La fundadora consignó todas sus definiciones en el «libro de texto»
de la secta: Science and Health with Key to the Scriptures. La palabra
interpretada de la Biblia es reconocida como «guía suficiente para la vida
eterna». Jesús es maestro y camino. Su mérito principal es la reconciliación, la
prueba del amor divino. La fe en la nulidad de la materia es el núcleo del
sistema doctrinal cientista. El pecado, la enfermedad y la muerte no son
realidades. La realidad del pecado consisteúnicamente en la fe de los hombres
en él. La secta (conocida comúnmente como Christian Science) es estrictamente
centralista; la «Iglesia madre» de Boston tiene autoridad ilimitada.

III. Sociedades misionales

Entre los reformadores protestantes no se encuentra ninguna doctrina directa


sobre las misiones cristianas. Lutero opinaba que el cristianismo había hecho ya
su carrera por el mundo entero y había sido ofrecido a todos los pueblos, de
suerte que para él no existía la idea de misión. Calvino no pasó del
reconocimiento de la posibilidad de un trabajo misional; en vano se busca en él
una incitación a este respecto. De manera semejante se expresaron y
comportaron casi todos los teólogos de la era de la reforma protestante, si bien
ellos manifestaron el pensamiento de que la autoridad tiene el deber de predicar
la fe a los súbditos no cristianos. Este pensamiento adquirió actualidad cuando
también las potencias protestantes tuvieron colonias. Así, p. ej., la compañía de
la India oriental fundada en 1602 estableció capellanes que, además de atender
a los blancos, misionaban también entre los de color. Se trata aquí de una
misión colonial que estaba propulsada por móviles de política estatal.
Comoquiera que las Iglesias nacionales habían venido a ser con el curso del
tiempo meros «institutos de predicación», no podía surgir sobre su suelo
movimiento misional alguno. Así se explica que las modernas misiones
protestantes arranquen de los pietistas, cuyo deseo de probar su fe en la vida
incluía también la idea misional. Por obra de Augusto Hermann Francke, amigo
de Spener, pudo lograr influjo en la India la misión danesa-hallesa, fundada por
el rey Cristian iv y reconocida en 1805 como institución del Estado. Este enlace
con el pietismo, aun en sus formas modernas, ha subsistido hasta la actualidad.
Las Iglesias se mostraban muy desconfiadas ante cualesquiera aspiraciones
pietistas; por lo cual los miembros entusiastas de las misiones no tenían otro
remedio que fundar sociedades misionales que no se preocupaban tanto de
propagar una confesión determinada, cuanto de extender la doctrina cristiana
interpretada pietísticamente. Así nacieron las sociedades misionales
confesionalmente neutras, las cuales no se fijan en el credo de una confesión
determinada y constan de miembros de las más diversas Iglesias. Pero es
característico que las Iglesias y sectas surgidas de movimientos pietistas en
general dejaban la actividad misional a la iniciativa privada de sus adeptos, de
forma que las misiones como empresa oficial de Iglesias y comunidades bajo
dirección oficial eclesiástica son relativamente raras. Pero finalmente surgieron
también sociedades misionales de orientación confesional, ora por abandonar
grupos aislados las sociedades confesionalmente neutras, ora por nuevas
fundaciones de sectores conscientemente confesionales. La más antigua
sociedad misional que tuvo desde el principio orientación confesional es la
Society for Promoting Christian Knowledge, fundada en 1698, cuya actividad se
limita hoy día al apoyo de las diócesis misionales de la Iglesia anglicana y a la
publicación de literatura cristiana. Por ella fue fundada en 1701 la anglicana
Society for the Propagation of the Gospel in Foreign Parts. La misión comenzada
en 1732 por los hermanos de Herrnhut es el más antiguo ejemplo de una
empresa misional oficialmente eclesiástica. En 1792 fue fundada la Baptist
Missionary Society. La primera sociedad misionera no confesional fue la London
Missionary Society, fundada en 1795 por anglicanos, congregacionalistas y
presbiterianos; sin embargo, por razones confesionales, se separaron de ella en
1797 los presbiterianos y en 1799 los anglicanos, que fundaron la Scottish
Missionary Society y la Church Missionary Society, posteriormente asumidas por
la Iglesia de Escocia. De la sociedad anglicana últimamente citada se separó en
1920 la Bible Churchmen's Missionary Society, de espíritu evangélico
extremista. La Nederlandse Zendeling-Genootschap nació en 1797 como
asociación auxiliar de la London Missionary Society, pero acometió pronto una
actividad misional propia. De esta sociedad misional calvinista de dirección más
libre se separó en 1858 la Nederlandse Zendings-Vereeniging, sospechosa
inicialmente de tendencias «antieclesiásticas»; en 1859, miembros de la Iglesia
oficial holandesa con estricto espíritu calvinista fundaron la Utrechtsche
Zendings-Vereeniging. La primera fundación en suelo americano es el American
Board of Commissioners for Foreign Mission, al que dieron vida en 1810
representantes de Iglesias congregacionalistas. Como dos misioneros del Board
se convencieron en la travesía hacia las Indias de que únicamente el bautismo
de los adultos está conforme con la Biblia, fundaron en 1814 la American
Baptist Foreign Missionary Society. De la peculiaridad del pietismo suabo, cuya
doctrina es luterana y cuya forma de expresión lleva cuño calvinista, surgió en
1815 la Evangelische Missionsgesellschaft de Basilea, que puede calificarse de
confesionalmente neutra. Sus asociaciones auxiliares se desarrollaron
posteriormente en sociedades misionales independientes, entre ellas la Société
des Missions Évangéliques de París (1822, no confesional), la Berliner
Missionsgesellschaft (1824, luterana), la Rheinische Missionsgesellschaft (1828,
no confesional), la Evangelisch-Lutherische Mission de Leipzig (1836, luterana)
y la Norddeutschen Missionsgesellschaft (1836, calvinista). Los metodistas ya
pronto iniciaron según su estilo la actividad misional. Las cuatro sociedades
misionales surgidas en Inglaterra desde 1815 se fundieron en 1932 en la
Methodist Missionary Society. Los anabaptistas americanos cultivan las misiones
como asunto oficial de sus Iglesias. En Escandinavia surgieron en 1821 la Dansk
Missionselskab (luterana), en 1835 la Svenska Missionssiiskapet (luterana;
después de la escisión, que tuvo lugar en 1856, de la Evangeliska Fosterlandssti
f telsen, de orientación pietista, se disolvió en 1876 en la Iglesia oficial sueca),
en 1842 la Norske Missionsselskap (luterana) y en 1859 la Suomen
Liihetysseura (luterana). Un método peculiar empleó el pastor Luis Harms, que
fundó en 1849 la Evangelisch-Lutherische Missionsanstalt Hermannsburg.
Harms se propuso impulsar la cristianización de los pueblos paganos por el
envío de colonias enteras misionales. La United Christian Missionary Society,
que se remonta a 1849, de las sectas americanas de disciples, llama a su
doctrina «bíblica». La sociedad misional cuáquera más importante, el Friends
Service Council, fue fundada en 1865.

Especie aparte forman las llamadas misiones de la fe. Por tales se entienden
empresas misionales que se fundan en los siguientes principios: admisión de
«hermanos» de distintas Iglesias y sectas con la sola condición de que se
mantengan en el terreno de la Biblia; proscripción de toda petición y de
limosnas misionales, por lo cual las misiones deben regirse por sus propios
ingresos que les vengan casualmente; libertad de los misioneros para dejar que
«Dios les marque su camino»; renuncia a formar en la patria una comunidad
misional organizada. Como misión de la fe fue fundada en 1842 la actual
Gossnersche Missionsgesellschaft (luterana); la China Inland Mission llamada a
la vida en 1865 por Hudson J. Taylor admite aún hoy día misioneros de todas
las Iglesias y comunidades, con la sola condición de que «confiesen la antigua fe
bíblica y se contenten con lo que Dios les ofrezca»; por lo demás, bastan para
ser admitido como misionero un conocimiento adecuado de la Biblia y la
capacidad para aprender la lengua china. Hoy día existe toda una serie de
misiones de la fe, con una orientación evangélica o fundamentalista. Estas dos
modernas tendencias teológicas han producido un gran número de pequeñas
sociedades misioneras no confesionales. Las 380 sociedades que
aproximadamente existen en conjunto ejercen una actividad que no es
despreciable, pero que en general no tiende a incorporar a un organismo social.

Desde la emancipación de las llamadas Iglesias jóvenes en los países de misión,


las antiguas sociedades misionales ya no desempeñan un papel muy
importante, pues, una vez que los cristianos convertidos por ellas llegan a ser
mayores de edad, en general tales sociedades puede limitarse a una acción de
simple ayuda. Hay que recordar cómo las Iglesias jóvenes a veces se han dado
a sí mismas un credo propio, pues los escritos simbólicos fundados en las
complicadas situaciones de la reforma protestante les resultaban ininteligibles.
De ahí que las diferencias confesionales no están muy marcadas en los antiguos
países de misión, lo cual ha facilitado la formación de Iglesias unidas. Las
Iglesias de esta clase constan de dos o más partes con distinta orientación
doctrinal (aunque forman una unidad administrativa) y anteponen a su
constitución una fórmula de profesión de fe. Así, por ejemplo, el artículo
doctrinal de la Chung Hua Chi Tuh Chiao Hui (Iglesia de Cristo en China),
fundada en 1927 y compuesta de Iglesias presbiterianas, congregacionalistas,
baptistas, metodistas y luteranas, reza así: «Nuestro vínculo de unión consta:
1. De la fe en Jesucristo como redentor y Señor nuestro, por quien fue fundada
la Iglesia cristiana; del serio deseo de propagar su reino sobre toda la tierra. 2.
De la recepción de las sagradas Escrituras del Antiguo y del Nuevo Testamento
como palabra inspirada de Dios y como autoridad suprema parala fe y la vida.
3. Del reconocimiento del símbolo apostólico como expresión de las doctrinas
fundamentales de nuestra común fe evangélica.»

Otras Iglesias de esta especie son la Church o/ Christ in Thailand (1934;


presbiteriana y anabaptista), la Church of South India (1947; presbiteriana,
congregacionalista, metodista, anglicana), la Iglesia Unida de Cristo de las Islas
Filipinas (1950; presbiteriana, congregacionalista, metodista, disciples), la
Nippon Kirisuto Kyodan (Iglesia de Cristo en el Japón [1940 ó 1947]:
presbiteriana, congregacionalista, metodista) y la United Church of Northern
India and Pakistan (1924; presbiteriana, congregacionalista).

Estas uniones de Iglesias han repercutido sobre las Iglesias originarias, pues en
distintos países se han elaborado planes de unión con el fin de una auténtica
unificación de las Iglesias, preferentemente las que tienen igual origen. Desde
este punto de vista las misiones protestantes podrían repercutir de manera
meritoria en la unión por lo menos de las grandes Iglesias de la reforma y
contribuir así en parte a la unificación de la cristiandad (cf. también movimiento
ecuménico, en -> ecumenismo, A).

BIBLIOGRAFIA: Cf. los artículos correspondientes en RGG3 und LThK2 — E.


Hammerschmidt, Grundri(3 der Konfessionskunde (I 1955); Mulert;
Algermissen; Weltkirchenlexikon (St 1960); J. Gründler, Lexikon der christlichen
Kirchen und Sekten, 2 vols. (W - Fr 1961) (extensa bibl. 1I 1401-1461);
Meinhold OK; World Christian Handbook (Lo 1968 ss).

lohannes Gründler

IGLESIAS LUTERANAS

1. Concepción de sí mismas y de su historia

Lutero no tuvo intención de fundar una nueva Iglesia. Su idea reformista trajo
una nueva inteligencia del cristianismo frente a la tradicional, una concentración
en el Evangelio de Cristo como fuente de salvación. El movimiento así
desencadenado no tuvo originariamente por meta la formación de un cuerpo
eclesial propio, sino la reforma del existente. Sólo cuando, precipitadamente,
ese movimiento fue declarado herético por la curia y no se le concedió
posibilidad alguna de acción dentro de la Iglesia tradicional, se procedió por
necesidad a la reforma evangélica de la Iglesia independientemente del cuerpo
eclesial tradicional en aquellos territorios que se abrían a ella. Sin embargo, aun
entonces estaba lejos de los reformadores la idea de fundar una «nueva»
Iglesia. El movimiento evangélico impulsado por Lutero confesaba y confiesa
enérgicamente la «Iglesia una, santa, católica y apostólica» que existe desde el
advenimiento de Cristo y existirá como «una» hasta el fin de los tiempos (CA
vil). Pero piensa que la estructura de la Iglesia surgida históricamente, ya no es
legítima sin más. En esta estructura se dieron extravíos que han desplazado el
Evangelio de su puesto central en la Iglesia. Con su llamamiento a una nueva y
consciente concentración en el Evangelio, el movimiento reformista quiso hacer
que la Iglesia volviera a su verdadera y permanente «ley fundamental». Así se
esperaba que la correspondiente reforma en las Iglesias particulares sería sólo
el comienzo por donde el Evangelio se apoderaría cada vez más con su propia
fuerza de la Iglesia universal. Esta esperanza no se cumplió, y el movimiento
desencadenado por Lutero condujo de hecho, contra su primigenia intención, a
la consolidación de una Iglesia autónoma al lado de otras. Aparte de la renuncia
el sistema eclesiástico papal, el hecho se caracterizó por la no menos aguda
separación frente al zuinglianismo y, sobre todo, por el repudio de un
espiritualismo anárquico y de los anabaptistas. Después de lo dicho, hemos de
distinguir entre la verdadera idea de la reforma luterana: la llamada a
concentrarse en el Evangelio como centro de la Iglesia «una» de Cristo, con lo
que se quería poner delante de la cristiandad entera su verdadero «deber», por
una parte, y aquello en que dicha idea (prescindiendo de su «irradiación» más
amplia) se ha decantado históricamente, a saber: en una Iglesia aparentemente
particular frente a la Iglesia universal, por otra. De ahí que la Iglesia luterana
no puede ni debe absolutizarse nunca a sí misma. Nunca podrá negar en otros
cuerpos eclesiales la presencia (por lo menos) de ciertos rasgos de la verdadera
Iglesia. Desde su perspectiva lo decisivo es el verdadero y auténtico «deber» de
la Iglesia, determinado exclusivamente por el Evangelio, deber que ella
pretende cumplir en forma ejemplar a partir de la reforma, si bien bajo la forma
impropia de un cuerpo eclesial particular.

Concretamente, la reforma luterana de la Iglesia (es decir, la reforma impulsada


por Lutero) se llevó a cabo porque autoridades favorables a ella (señores
territoriales) permitieron una nueva ordenación de la Iglesia en sentido
reformista. A diferencia de la reforma calvinista y la mayoría de las reformas
protestantes «de izquierda», en la luterana no se intentó deducir del Nuevo
Testamento una ordenación ideal de la Iglesia, sino que se trató de enlazar el
orden eclesiástico con la tradición histórica y se dejó subsistir lo que no
contradecía directamente al Evangelio. Sólo se abolió lo que estaba
abiertamente en pugna con éste. Lo restante se orientó de nuevo hacia el
Evangelio. Se cuidó sobre todo de su predicación y de que todo estuviera
sometido a su norma.

Con ello estos territorios eclesiásticos se separaron prácticamente de la


jurisdicción del -> papa y del dominio del derecho canónico romano. Al principio
se quiso seguir reconociendo la potestad de jurisdicción y de orden del
episcopado histórico, siempre que los obispos no se opusieran al Evangelio. Pero
cuando los obispos, que en Alemania eran a la vez príncipes del imperio,
quisieron suprimir por la fuerza el movimiento evangélico, se les negó todo
ulterior reconocimiento, con lo que se rompió, forzosamente, la cadena del
episcopado histórico. Sólo en los países escandinavos (como también, de
momento, en los territorios prusianos y bálticos de la orden teutónica,
transformados en un ducado secular), cuyos señores introdujeron la reforma
luterana, subsistió el episcopado histórico, si bien desprendido de Roma y
sometido a los señores temporales. En los restantes territorios se trató de llenar
la laguna creada en la organización de la Iglesia por la desaparición del
episcopado a base de una serie de soluciones de emergencia. Como la reforma
luterana estructuró la Iglesia partiendo principalmente de los «medios de la
gracia» (la predicación y la administración de los sacramentos), por los que,
según voluntad de Cristo, ha de proclamarse el Evangelio en la Iglesia y para la
Iglesia, en principio fue ajena a ella la idea de un «congregacionalismo» con
ambiciones de dirigir la Iglesia en sentido «democrático». En la práctica,
superintendentes y consistorios nombrados generalmente por las autoridades
civiles vinieron a ocupar el puesto de los obispos, y los señores temporales
ejercieron cada vez más el gobierno de la Iglesia.

El hecho se fundó en teorías del siglo xv, según las cuales, cuando se da un
caso de necesidad en la Iglesia, incumbe a la autoridad civil el ius reformandi. A
ello se añadió la idea reformadora de que, caso de fallar la autoridad
eclesiástica, la comunidad cristiana ha de actuar por sí misma y, en virtud del
«sacerdocio universal de los fieles», debe nombrar por autoridad propia órganos
rectores de la Iglesia. Como praecipua membra ecclesiae estaban capacitados
para ello sobre todo los portadores de la autoridad civil. Así, pues, los príncipes
territoriales y los magistrados de las ciudades imperiales, hasta que se formara
un episcopado evangélico independiente, habían de tomar en sus manos la
reforma de la Iglesia y provisionalmente también el nombramiento (como
«obispos en caso de necesidad») de órganos rectores de la misma, pero no en
cuanto autoridad civil, sino como miembros responsables de la comunidad
cristiana. No faltaron en la época de la reforma tentativas de formar un
episcopado evangélico, pero la evolución fue por otros caminos. Los príncipes
territoriales consideraron cada vez más la responsabilidad por el orden y
gobierno de la Iglesia, que inicialmente se les había atribuido de «hecho», como
un derecho inherente por «principio» a la autoridad civil, y acabaron por ejercer
un «supremo episcopado» en un sentido abiertamente cesaropapista. En ello
vemos hoy día una falsa evolución. El que Lutero tolerara esta evolución que se
iniciaba ya en su tiempo, no obstante su clara repugnancia contra ella, depende,
entre otras cosas, de su indiferencia en asuntos de organización eclesiástica.
Por su confianza en la fuerza creadora del Evangelio, estaba persuadido de que
éste se impondría por sí mismo en la Iglesia, con tal se le dejara libre el camino.
Por qué instancias y ordenaciones debiera regirse la Iglesia, era una cuestión
que en el fondo no le interesaba. Su apasionado interés se centraba sólo en el
Evangelio mismo. Así, la Iglesia ordenada nuevamente según los principios de la
reforma luterana, en lo relativo a la constitución y al gobierno, se presentó en
forma de «Iglesias regionales». Bajo el aspecto del derecho canónico, la
«Iglesia luterana» no ha existido nunca; más bien existe cierto número de
comunidades eclesiales con organización independiente que se llaman
«luteranas», indicando así que aceptan la reforma evangélica de la Iglesia
impulsada por Lutero y afirman sus principios.

La denominación «luterana» es equívoca, pues parece expresar que Lutero


fundó una Iglesia vinculada a su persona, a sus intenciones y manifestaciones.
Así se explica que esta denominación surgiera originariamente, como calificativo
herético, en el bando contrario. En efecto, la adhesión incondicional a un guía
humano como el único intérprete verdadero de la revelación ha sido siempre
nota característica de una secta. Lutero siempre se opuso violentamente a que
la Iglesia de Cristo fuera llamada por su nombre, y hasta la Apología de la CA
de 1530 se lamenta de que los contrarios «blasfeman motejando de "luterana"
la doctrina del querido y santo Evangelio» (BSLK 305). Todavía durante todo el
siglo xvi y parte del xvii se rechazó la denominación formal de «luterano».
Entretanto, sin embargo, el nombre se había ido arraigando, y posteriormente,
los que en las escisiones dentro del protestantismo se decidieron por la
primigenia doctrina de Lutero («gnesioluteranos»), tomaron en sentido positivo
esta denominación, que originariamente tenía un sentido herético. Sin embargo,
al cuerpo eclesial como tal no se le podía llamar aún «luterano»; se lo designó
como «evangélico» o «partidario de la confesión augustana» o de otros modos.
También aparece la designación de «católico-evangélico»; y, de hecho, en el
curso de la reforma luterana se mantuvo por mucho tiempo la palabra
«católico» para dar a entender que, partiendo del Evangelio, se hacía referencia
conscientemente a la Iglesia una y universal. Sólo desde la paz de Westfalia
(1648), partiendo del vocabulario del derecho imperial, se propagó el nombre
de «Iglesia evangélica luterana» (y también el de «Iglesia evangélica
reformada»). Con la denominación equívoca de «luterano», que ya ha adquirido
carta de naturaleza, se significa la vinculación al contenido de los símbolos
evangélicos que salieron de la reforma impulsada por Lutero. Más adecuada
fuera la denominación de «evangélico». Sin embargo, como ésta ha palidecido
semánticamente para pasar a significar un indeterminado protestantismo
general, no cabe eludir, si nos referimos a la vinculación a determinados
contenidos de los símbolos evangélicos, la denominación de «evangélico-
luterano».

Los credos o confesiones comunes unen entre sí a las Iglesias luteranas,


independiente cada una en su organización, de forma que, no obstante la
pluralidad histórica y canónica, bajo el aspecto de la fe puede hablarse de una
Iglesia (en singular) evangélico-luterana. Ésta se caracteriza decisivamente por
el contenido de sus escritos confesionales, y aquí es donde se la puede
comprender mejor en su peculiaridad. Los escritos simbólicos luteranos, que
afirman los antiguos símbolos de fe, se entienden como una confesión de los
puntos centrales y decisivos del Evangelio, en cuanto núcleo salvífico de la
sagrada Escritura. De acuerdo con esto apelan a los testimonios bíblicos como
primigenia testificación canónica del Evangelio y se someten al juicio de los
mismos como instancia última (norma norman). En este sentido tales
testimonios tienen vigor en las Iglesias luteranas como regla de la predicación y
norma de la doctrina. Se da tanta importancia a la recta doctrina porque se
trata de la doctrina salvífica, cuya predicación con espíritu de responsabilidad
constituye la más importante misión de la Iglesia. Por eso, según convicción
luterana, es necesario el consentimiento en la doctrina conforme con la
Escritura; y este consentimiento basta para la unidad de la Iglesia, que se
manifiesta como comunión eclesiástica. En todo lo demás: en la constitución de
la Iglesia, en la forma de la liturgia, en el tipo de piedad, etc., en principio se
concede libertad para configurarlo de acuerdo con las exigencias de cada caso.
Eso no afecta a la unidad de la Iglesia, aunque, en aras del amor y de la paz,
también en estos puntos se aspira a la coincidencia, siempre que pueda lograrse
sin violación de las verdades salvíficas y de la conciencia. Pero esto no puede
exigirse como necesario. A base de la unanimidad en los puntos centrales y
decisivos de la doctrina, se han desarrollado de hecho en las distintas Iglesias
luteranas ciertos rasgos comunes: una piedad antiespiritualista, que acentúa lo
corpóreo y concreto y estima particularmente los sacramentos; una
fundamental estructura común de la liturgia; alta estimación del ministerio
eclesiástico, entendido como medio de la gracia y contrapuesto y ordenado a la
comunidad; el aprecio de la tradición eclesiástica frente a un biblicismo
abstacto, lo que lleva consigo cierto rasgo conservador, etc.

II. Difusión de las Iglesias luteranas

En el curso del siglo xvi se formó cierto número de Iglesias luteranas en


diversos territorios alemanes, en los países escandinavos y en Finlandia, Letonia
y Estonia, entrando en ellas la totalidad de la población, así como en partes de
Hungría, Eslovaquia y Transilvania. En el sur de Alemania, y en Austria,
Bohemia y Polonia gran parte de las Iglesias luteranas volvieron al catolicismo
por obra de la contrarreforma, y sólo se conservaron pequeños restos. Así, al
lado de Iglesias luteranas nacionales, hay en Europa minorías eclesiales
luteranas. En varias partes de Alemania, lo mismo que en países europeos
occidentales, territorios originariamente luteranos desembocaron
posteriormente en la reforma calvinista. Durante el primer tercio del siglo xix,
en parte de Alemania (sobre todo en la Prusia de entonces, el Palatinado,
Baden, Hesse y Anhalt) se llevaron a cabo uniones entre Iglesias regionales
luteranas y calvinistas; en ellas no pervive ya el luteranismo en forma
eclesiástica independiente, sino sólo dentro de una asociación general
eclesiástica en unión con el calvinismo; a partir de ahí se va formando poco a
poco una Iglesia general «evangélica». Como reacción contra estas uniones,
animadas positivamente por los movimientos de despertar del siglo xix, en las
Iglesias de Alemania que habían permanecido luteranas (sobre todo en Baviera,
Hannover, Sajonia, Mecldenburg, Schleswig-Holstein) se desarrolló una nueva
conciencia de la «luteranidad» («neoluteranismo»). De este tiempo datan las
aspiraciones a una Iglesia luterana pangermánica. En los territorios donde se
introdujo la unión protestó contra ella una parte de párrocos y comunidades
luteranas, que se organizaron en adelante como Iglesias luteranas libres. Desde
entonces hay en Alemania Iglesias luteranas no regionales, las cuales no se
organizan ya según el principio territorial, sino que se constituyen como Iglesias
libres con el único vínculo de los símbolos luteranos. Esta forma de Iglesias
luteranas entretanto se había formado también en ultramar, sobre todo en
Norteamérica, donde inmigrantes de Iglesias regionales de Europa fundaron una
serie de «sínodos» luteranos, que actualmente se unen en grandes Iglesias
americano-luteranas. Además de Alemania y Escandinavia, Norteamérica forma
actualmente el tercer territorio principal del luteranismo. También en Asia,
Australia y América Latina se han formado Iglesias luteranas en forma de
Iglesias libres, si bien en abierta situación minoritaria. Como consecuencia de
los desplazamientos de población de los tiempos recientes, hoy día existen
minorías luteranas, en forma de Iglesias libres, en casi todos los territorios del
mundo. Gracias sobre todo a las misiones de los siglos xix y xx han surgido
minorías luteranas en forma de Iglesias libres en muchas partes de África
(sobre todo en Tanganica y África del Sur) y de Asia (India).

Una Iglesia luterana popular se formó en Sumatra del norte, la Iglesia de Batak,
así como en partes de Nueva Guinea.

III. Constituciones
Las constituciones de estas Iglesias luteranas no son uniformes, aunque cabe
reconocer ciertos elementos estructurales que son comunes: en todas partes la
ordenación del cuerpo eclesial se estructura no por la cualidad religiosa de los
miembros, sino partiendo de los «medios de la gracia» (objetivos), cuya
administración se regula por la profesión de fe, y el oficio de administrar los
«medios de la gracia» está coordinado con la comunidad responsable. Sin
embargo, la configuración concreta es distinta en cada caso. En las Iglesias
luteranas libres se resalta más fuertemente el elemento sinodal para el gobierno
de las mismas, mientras en las Iglesias luteranas regionales subsiste una
coordinación del episcopado y del sínodo. En Alemania, desde la desaparición
definitiva en 1918 del «gobierno eclesiástico por parte de los señores
territoriales», las Iglesias luteranas regionales (lo mismo que las demás Iglesias
protestantes) aprovecharon la ocasión para organizarse independientemente del
Estado. Y crearon constituciones que, en conjunto, están definidas por un
equilibrio entre obispo y sínodo. La mayoría de las Iglesias luteranas regionales
de Alemania se adhirieron en 1948 a la «Unión de la Iglesia evangélico-luterana
de Alemania» (VELKD), dentro de la cual hay comunión ilimitada en la
predicación y en la celebración de la cena eucarística, y paso a paso se va
realizando la uniformidad en la liturgia, en varias ramas del derecho canónico y
en la acción eclesial. A la cabeza de la VELKD están la conferencia episcopal
luterana, el sínodo general luterano y el gobierno eclesiástico, formado por el
obispo regente (elegido por el sínodo general) con representantes de la
conferencia episcopal y del sínodo general. Simultáneamente, todas las Iglesias
luteranas regionales de Alemania entraron en la liga, fundada igualmente en
1948, de la «Iglesia protestante alemana» (EKiD), que abarca a todas las
Iglesias protestantes regionales de Alemania. También en los países
escandinavos en principio se ha declarado entre tanto la separación de Iglesia y
Estado, de forma que en las Iglesias luteranas de allí no puede hablarse ya de
verdaderas Iglesias estatales. En la constitución eclesiástica de estos países se
acentúa más el episcopado, con el correspondiente cabildo catedral, que los
sínodos.

La inmensa mayoría de estas Iglesias luteranas de todo el mundo, parcialmente


distintas en su forma, pero unidas por su credo común, se adhirieron en 1923 al
Lutherischer Weltkonvent y, en 1947, al más firme Lutherischer Weltbund
(alianza luterana mundial). Esta alianza no pretende ser una Iglesia luterana
mundial. Deja a las Iglesias que pertenecen a ella entera independencia jurídica,
y sólo quiere fomentar su cooperación y acción común. Sin embargo, en dicha
alianza se expresa también la comunión eclesial de las Iglesias luteranas del
mundo, y dentro de ella se realiza un constante intercambio fecundo y una
compenetración espiritual cada vez más fuerte. Algunas Iglesias luteranas con
carácter marcadamente confesional, sobre todo la «Iglesia luterana del sínodo
de Missuri» (EE.UU.), no han podido aún decidirse a ingresar en la «Alianza
mundial luterana». Las Iglesias luteranas que son miembros de esta «alianza
mundial», han ingresado también en el «Consejo ecuménico de las Iglesias», a
fin de participar activamente con la aportación específicamente luterana en el
esfuerzo universal por una mayor visibilidad de la esencial unidad de la Iglesia
de Jesucristo. Pues, efectivamente, desde la reforma va inherente a las Iglesias
luteranas un horizonte ecuménico.

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