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Víctimas del 9/11

Ese día salió de su casa fingiendo la más absoluta parsimonia. Besó a su hijo en la frente y se despidió
de María. Tomó el coche y se dirigió al corazón de NY. La decisión ya estaba tomada: huiría con Rosa
o se suicidaría. No estaba dispuesto a vivir ni un día más de esa forma.
Ella era descendientes haitianos y él de padres mexicanos. Ella apenas y recordaba algunas frases en
creolle, todas más asociadas a momentos críticos de su intimidad familiar, como cuando su padre
abusaba de ella y sus hermanas completamente borracho, o cuando su madre conseguía un poco de
carne para la sopa de la noche, que a un significado específico. Juan tampoco hablaba el idioma de sus
padres, y eso, en cierta forma, lo enorgullecía. En cambio María sí estaba orgullosa de sus raíces
mexicanas y más aún de su fe guadalupana. Ella le hablaba en español a su hijo y Juan sentía que esto
era una traición a la gran nación americana que les había dado la oportunidad de llevar una vida digna y
alejada de todas las privaciones que había sufrido en su natal Michoacán durante los primeros años de
su vida.
Era suficientemente temprano como para pasar por algo de comer pero en lo más íntimo de su ser
sospechaba que Rosa no huiría con él. En su mirada oscura y profunda era perceptible un miedo
centenario, sanguíneo. Era demasiado joven para determinarse a abandonar a sus padres a su propia
suerte. Sus hermanas menores eran muy pequeñas, y su padre había enfermado apenas tocaron suelo
americano. Su madre también trabajaba pero constantemente era despedida y se pasaba semanas y
hasta meses enteros sin conseguir que la contrataran nuevamente. Su trabajo como vigilante del
parqueo subterráneo de la torre norte del WTC era el sostén de su familia. Juan sabía todo esto porque
ella se lo había contado entre lágrimas y gemidos el día que se entregó a él. El sufrimiento hermana
mucho más que el éxito.
Ella estaba con su traje laboral y Juan la saludó como de costumbre. Entonces él dijo que iría a marcar
la tarjeta del trabajo para que le pagaran el día y por si María llamaba, para que le dijeran que estaba
bien. Ella asintió mustia. Estacionó el coche en el espacio que Rosa, por su propio trabajo, había
podido conseguirle. Ambos temían que ninguno de los dos, al final de la jornada, tendría la convicción
suficiente para abandonar sus vidas anteriores e iniciar una nueva, juntos, lejos de esa inmundicia que
los podría cada día.
Habían pasado de las 8 de la mañana cuando Juan bajó agitado y casi delirante y le dijo a Rosa que
huyeran sin más. Ella le dijo que tenía sus cosas en el casillero y que si huía antes de terminar su
jornada su familia descubriría muy pronto su huida. Que se enteren, que más da pensó Juan. Es ahora o
nunca. En su departamento nadie lo extrañaría realmente, más bien estarían contentos de recomendar a
algún familiar para ocupar su puesto como técnico de refrigeración.
¿A dónde irían? Al sur de la costa pacífica. Conducirían durante días y dormirían en el camino. Al otro
lado de América nadie los reconocería. Sin duda la California con la que soñaba Juan no era la misma
con la que soñaba Rosa, pero finalmente usaban la misma palabra para referir el lugar de sus sueños y
era un gran consuelo que coincidieran en ello por lo que ambos, como en un acuerdo tácito, no
ahondaban demasiado en lo que harían ahí. Estar lo más lejos posible del mundo que conocían era
suficiente.
A las 8:30 am se encontraban en el coche de Juan, ambos, sin haberse besado ni una sola vez en todo el
día, decididos pero aún con el motor apagado. Juan giró la llave. Un rugido como el trueno del Zeus.
Entonces acercó su rostro al de él y le dijo que lo amaba. Él la miró con ternura pero no dijo nada.
Llegaron a las agujas de control. Sabían que un mundo acababa para siempre cuando se levantara esa
última barrera... sabían que por ese simple acto, sus familias los juzgarían para siempre. Juan todavía
pensó en su hijo. Realmente no lo quería. Era un alivio aunque la idea de que el niño cultivaría un odio
visceral hacia él durante su adolescencia le hizo fruncir el ceño.
Salieron a las 8:45 de la torre norte del WTC. Un semáforo en rojo detuvo un instante su marcha
definitiva. Cuando el color verde les anunció nuevamente su libertad, un estruendo les anunció que
todo el mundo que habían conocido ardería a sus espaldas como en un infierno y amenazaría su huida
como una oscura capa de humo y muerte.
Cuando María finalmente pudo comunicarse con la empresa en la que trabajaba Juan le dijeron que
estaba desaparecido, y casi inmediatamente le dieron unas condolencias mecánicas que lamentaban
más la humillación nacional que la muerte de su esposo. Nunca más tuvo noticias del paradero de su
Juan, y en realidad, tampoco las buscó. Quizá algún día le entregarían algunos restos por los que no
sentiría absolutamente nada.
La familia de Rosa tuvo menos suerte. Dos días después del atentado, su madre recibió una llamada
que le informaba que habían identificado el cuerpo de Rosa, el cual le sería entregado dentro de
algunos meses, cuando los estudios forenses pudieran determinar si ella estaba involucrada o no con los
terroristas.
En el camino Juan y Rosa escucharon las noticias en la radio. Él tomó la mano izquierda de ella y la
apretó fuerte. Una nueva vida les esperaba.

DJZM
10 de agosto del 2017

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