Textos Iliada.

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Literatura antigua.

Grado de Historia del Arte


Práctica 1. El tema de Troya en la Ilíada y en la pintura vascular griega.
Grupo C

TEXTO 1: La gente más culta de Persia y mejor instruida en la historia, pretende que los fenicios fueron
los autores primitivos de todas las discordias que se suscitaron entre los griegos y las demás naciones.
Habiendo aquellos venido del mar Eritreo al nuestro, se establecieron en la misma región que hoy ocupan,
y se dieron desde luego al comercio en sus largas navegaciones. Cargadas sus naves de géneros propios
del Egipto y de la Asiria, uno de los muchos y diferentes lugares donde aportaron traficando fue la ciudad
de Argos, la principal y más sobresaliente de todas las que tenía entonces aquella región que ahora
llamamos Helada. Los negociantes fenicios, desembarcando sus mercaderías, las expusieron con orden a
pública venta. Entre las mujeres que en gran número concurrieron a la playa, fue una la joven Io, hija de
Inacho, rey de Argos, a la cual dan los persas el mismo nombre que los griegos. Al quinto o sexto día de
la llegada de los extranjeros, despachada la mayor parte de sus géneros y hallándose las mujeres cercanas
a la popa, después de haber comprado cada una lo que más excitaba sus deseos, concibieron y ejecutaron
los fenicios el pensamiento de robarlas. En efecto, exhortándose unos a otros, arremetieron contra todas
ellas, y si bien la mayor parte se les pudo escapar, no cupo esta suerte a la princesa, que arrebatada con
otras, fue metida en la nave y llevada después al Egipto, para donde se hicieron luego a la vela. Así dicen
los persas que lo fue conducida al Egipto, no como nos lo cuentan los griegos, y que este fue el principio
de los atentados públicos entre asiáticos y europeos, mas que después ciertos griegos (serían a la cuenta
los Cretenses, puesto que no saben decirnos su nombre), habiendo aportado a Tiro en las costas de
Fenicia, arrebataron a aquel príncipe una hija, por nombre Europa, pagando a los fenicios la injuria
recibida con otra equivalente. Añaden también que no satisfechos los griegos con este desafuero,
cometieron algunos años después otro semejante; porque habiendo navegado en una nave larga hasta el
río Fasis, llegaron a Ea en la Cólquide, donde después de haber conseguido el objeto principal de su viaje,
robaron al rey de Colcos una hija, llamada Medea. Su padre, por medio de un heraldo que envió a Grecia,
pidió, juntamente con la satisfacción del rapto, que le fuese restituida su hija; pero los griegos
contestaron, que ya que los asiáticos no se la dieran antes por el robo de Io, tampoco la darían ellos por el
de Medea.Refieren, además, que en la segunda edad que siguió a estos agravios, fue cometido otro igual
por Alejandro, uno de los hijos de Príamo. La fama de los raptos anteriores, que habían quedado impunes,
inspiró a aquel joven el capricho de poseer también alguna mujer ilustre robada de la Grecia, creyendo sin
duda que no tendría que dar por esta injuria la menor satisfacción. En efecto, robó a Helena, y los griegos
acordaron enviar luego embajadores a pedir su restitución y que se les pagase la pena del rapto. Los
embajadores declararon la comisión que traían, y se les dio por respuesta, echándoles en cara el robo de
Medea, que era muy extraño que no habiendo los griegos por su parte satisfecho la injuria anterior, ni
restituido la presa, se atreviesen a pretender de nadie la debida satisfacción para sí mismos. Hasta aquí,
pues, según dicen los persas, no hubo más hostilidades que las de estos raptos mutuos, siendo los griegos
los que tuvieron la culpa de que en lo sucesivo se encendiese la discordia, por haber empezado sus
expediciones contra el Asia primero que pensasen los persas en hacerlas contra la Europa. En su opinión,
esto de robar las mujeres es a la verdad una cosa que repugna a las reglas de la justicia; pero también es
poco conforme a la cultura y civilización el tomar con tanto empeño la venganza por ellas, y por el
contrario, el no hacer ningún caso de las arrebatadas, es propio de gente cuerda y política, porque bien
claro está que si ellas no lo quisiesen de veras nunca hubieran sido robadas. Por esta razón, añaden los
persas, los pueblos del Asia miraron siempre con mucha frialdad estos raptos mujeriles, muy al revés de
los griegos, quienes por una hembra lacedemonia juntaron un ejército numerosísimo, y pasando al Asia
destruyeron el reino de Príamo; época fatal del odio con que miraron ellos después por enemigo perpetuo
al nombre griego. Lo que no tiene duda es que al Asia y a las naciones bárbaras que la pueblan, las miran
los persas como cosa propia suya, reputando a toda la Europa, y con mucha particularidad a la Grecia,
como una región separada de su dominio. Así pasaron las cosas, según refieren los persas, los cuales están
persuadidos de que el origen del odio y enemistad para con los griegos les vino de la toma de Troya. Mas,
por lo que hace al robo de Io, no van con ellos acordes los fenicios, porque éstos niegan haberla
conducido al Egipto por vía de rapto, y antes bien, pretenden que la joven griega, de resultas de un trato
nimiamente familiar con el patrón de la nave; como se viese con el tiempo próxima a ser madre, por el
rubor que tuvo de revelará sus padres su debilidad, prefirió voluntariamente partirse con los fenicios, a da
de evitar de este modo su pública deshonra. Sea de esto lo que se quiera, así nos lo cuentan al menos los
persas y fenicios, y no me meteré yo a decidir entre ellos, inquiriendo si la cosa pasó de este o del otro
modo. (Heródoto, Historias I 1-5, Trad. de Bartolomé Pou)

TEXTO 2 (NESO):

Mas a ti, Neso fiero, tu ardor por esa misma doncella


te había perdido, atravesado en tu espalda por una voladora saeta.
Pues regresando con su nueva esposa a los muros patrios
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había llegado, rápidas del Eveno, el hijo de Júpiter a sus ondas.


Más abundante de lo acostumbrado, por las borrascas invernales acrecido 105
concurrido estaba de torbellinos e intransitable ese caudal.
A él, no temeroso por sí mismo, pero preocupado por su esposa,
Neso se acerca y, fuerte de cuerpo y conocedor de sus vados:
«Por servicio mío será ella depositada en aquella
orilla,» dice, «Alcida. Tú usa tus fuerzas nadando». 110
Y a ella, palideciente de miedo y al propio río temiendo,
se la entregó el Aonio, a la asustada Calidonia, a Neso.
En seguida, como estaba y cargado con la aljaba y el despojo del león
-pues la clava y los curvos arcos a la otra orilla había lanzado-:
«Puesto que lo he empezado, venzamos a las corrientes», dijo 115
y no duda, ni por dónde es más clemente su caudal
busca y desprecia ser llevado a complacencia de las aguas.
Y ya teniendo la orilla, cuando levantaba los arcos por él lanzados,
de su esposa conoció la voz, y a Neso, que se disponía
a defraudar su depósito: «¿A dónde te arrastra», le clama 120
«tu confianza vana, violento, en tus pies? A ti, Neso biforme,
te decimos. Escucha bien y no las cosas interceptes nuestras.
Si no te mueve temor ninguno de mí, mas las ruedas
de tu padre podrían disuadirte de esos concúbitos prohibidos.
No escaparás, aun así, aunque confíes en tu recurso de caballo; 125
a herida, no a pie te daré alcance». Sus últimas palabras
con los hechos prueba y lanzando a sus fugitivas espaldas una saeta
los traspasa: sobresalía corvo de su pecho el hierro.
El cual, no bien fue arrancado, sangre por uno y otro orificio
rielaba, mezclada con la sanguaza del veneno de Lerna. 130
La recoge Neso; «Mas no moriremos sin vengarnos»,
dice entre sí y unos velos teñidos de su sangre caliente
da de regalo a su secuestrada como si fuera un excitante de amor.
(Ov., Met., IX, 101ss. Trad. de A. Pérez Vega)

TEXTO 3 (PARIS Y MENELAO):


340 Cuando [Paris y Menelao] hubieron acabado de armarse separadamente de la muchedumbre,
aparecieron en el lugar que mediaba entre ambos ejércitos, mirándose de un modo terrible; y así los
troyanos, domadores de caballos, como los aqueos, de hermosas grebas, se quedaron atónitos al
contemplarlos. Encontráronse aquellos en el medido campo, y se detuvieron blandiendo las lanzas y
mostrando el odio que recíprocamente se tenían. Alejandro arrojó el primero la luenga lanza y dio un bote
en el escudo liso del Atrida, sin que el bronce lo rompiera: la punta se torció al chocar con el fuerte
escudo. Y Menelao Atrida disponiéndose a acometer con la suya oró al padre Zeus: —¡Zeus soberano!
Permíteme castigar al divino Alejandro que me ofendió primero, y hazle sucumbir a mis manos, para que
los hombres venideros teman ultrajar a quien los hospedare y les ofreciere su amistad. Dijo, y blandiendo
la luenga lanza, acertó a dar en el escudo liso del Priámida. La ingente lanza atravesó el terso escudo, se
clavó en la labrada coraza y rasgó la túnica sobre el ijar. Inclinóse el troyano y evitó la negra muerte. El
Atrida desenvainó entonces la espada guarnecida de argénteos clavos; pero al herir al enemigo en la
cimera del casco, se le cae de la mano, rota en tres o cuatro pedazos. Suspira el héroe, y alzando los ojos
al anchuroso cielo, exclama: —¡Padre Zeus, no hay dios más funesto que tú! Esperaba castigar la perfidia
de Alejandro, y la espada se quiebra en mis manos, la lanza resulta inútil y no consigo vencerle. Dice
[Menelao], y arremetiendo a Paris, cógele por el casco adornado con espesas crines de caballo y le
arrastra hacia los aqueos de hermosas grebas, medio ahogado por la bordada correa que, atada por debajo
de la barba para asegurar el casco, le apretaba el delicado cuello. Y se lo hubiera llevado, consiguiendo
inmensa gloria, si al punto no lo hubiese advertido Afrodita, hija de Zeus, que rompió la correa, hecha del
cuero de un buey degollado: el casco vacío siguió a la robusta mano, el héroe lo volteó y arrojó a los
aqueos, de hermosas grebas, y sus fieles compañeros lo recogieron. De nuevo asaltó Menelao a Paris para
matarle con la broncínea lanza; pero Afrodita arrebató a <este> [su hijo] con gran facilidad, por ser diosa,
y llevóle, envuelto en densa niebla, al oloroso y perfumado tálamo. (Hom. Il. III 340ss.).
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TEXTO 4 (POLIFEMO):

A) El cíclope, con ánimo cruel, no me dio respuesta; pero, levantándose de súbito, echó mano a los
compañeros, agarró a dos y, cual si fuesen cachorrillos arrojólos a tierra con tamaña violencia que el
encéfalo fluyó del suelo y mojó el piso. De contado despedazó los miembros, se aparejó una cena y se
puso a comer como montaraz león, no dejando ni los intestinos, ni la carne, ni los medulosos huesos.
Nosotros contemplábamos aquel horrible espectáculo con lágrimas en los ojos, alzando nuestras manos a
Zeus; pues la desesperación se había señoreado de nuestro ánimo. El ciclope, tan luego como hubo
llenado su enorme vientre, devorando carne humana y bebiendo encima leche sola, se acostó en la gruta
tendiéndose en medio de las ovejas. (Homero, Odisea IX 287ss.)

B) Acabadas con prontitud tales cosas, agarró a otros dos de mis amigos y con ellos se aparejó la cena.
Entonces lleguéme al Ciclope, y teniendo en la mano una copa de negro vino, le hablé de esta manera:

—Toma, Ciclope, bebe vino, ya que comiste carne humana, a fin de que sepas qué bebida se guardaba en
nuestro buque. Te lo traía para ofrecer una libación en el caso de que te apiadases de mi y me enviaras a
mi casa, pero tú te enfureces de intolerable modo. ¡Cruel! ¿Cómo vendrá en lo sucesivo ninguno de los
muchos hombres que existen, si no te portas como debieras?

Así le dije. Tomó el vino y bebióselo. Y gustóle tanto el dulce licor que me pidió más:

—Dame de buen grado más vino y hazme saber inmediatamente tu nombre para que te ofrezca un don
hospitalario con el cual huelgues. Pues también a los Ciclopes la fértil tierra les produce vino en gruesos
racimos, que crecen con la lluvia enviada por Zeus; mas esto se compone de ambrosía y néctar.

Así habló, y volví a servirle el negro vino: tres veces se lo presenté y tres veces bebió incautamente. Y
cuando los vapores del vino envolvieron la mente del Ciclope, díjele con suaves palabras:

—¡Ciclope! Preguntas cual es mi nombre ilustre y voy a decírtelo pero dame el presente de hospitalidad
que me has prometido. Mi nombre es Nadie; y Nadie me llaman mi madre, mi padre y mis compañeros
todos.

Así le hablé; y enseguida me respondió con ánimo cruel: —A Nadie me lo comeré al último, después de
sus compañeros, y a todos los demás antes que a él: tal será el don hospitalario que te ofrezca.

Dijo, tiróse hacia atrás y cayó de espaldas. Así echado, dobló la gruesa cerviz y vencióle el sueño, que
todo lo rinde: salíale de la garganta el vino con pedazos de carne humana, y eructaba por estar cargado de
vino. (Homero, Odisea, IX 343ss.)

C) Entonces metí la estaca debajo del abundante rescoldo, para calentarla, y animé con mis palabras a
todos los compañeros: no fuera que alguno, poseído de miedo, se retirase. Mas cuando la estaca de olivo,
con ser verde, estaba a punto de arder y relumbraba intensamente, fui y la saqué del fuego; rodeáronme
mis compañeros, y una deidad nos infundió gran audacia. Ellos, tomando la estaca de olivo, hincáronla
por la aguzada punta en el ojo del Ciclope; y yo, alzándome, hacíala girar por arriba. De la suerte que
cuando un hombre taladra con el barreno el mástil de un navío, otros lo mueven por debajo con una
correa, que asen por ambas extremidades, y aquél da vueltas continuamente: así nosotros, asiendo la
estaca de ígnea punta, la hacíamos girar en el ojo del Ciclope y la sangre brotaba alrededor del ardiente
palo. Quemóle el ardoroso vapor párpados y cejas, en cuanto la pupila estaba ardiendo y sus raíces
crepitaban por la acción del fuego. Así como el broncista, para dar el temple que es la fuerza del hierro,
sumerge en agua fría una gran segur o un hacha que rechina grandemente, de igual manera rechinaba el
ojo del Ciclope en torno de la estaca de olivo. Dió el Ciclope un fuerte y horrendo gemido, retumbó la
roca, y nosotros, amedrentados, huimos prestamente; mas él se arrancó la estaca, toda manchada de
sangre, arrojóla furioso lejos de sí y se puso a llamar con altos gritos a los Ciclopes que habitaban a su
alrededor, dentro de cuevas, en los ventosos promontorios (Homero, Odisea, IX, 375ss.)
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TEXTO 5 (AQUILES ARRASTRA EL CADÁVER DE HÉCTOR):


A)
Dijo; y para tratar ignominiosamente al divino Héctor, le horadó los tendones de detrás de ambos pies
desde el tobillo hasta el talón; introdujo correas de piel de buey, y le ató al carro, de modo que la cabeza
fuese arrastrando; luego, recogiendo la magnífica armadura, subió y picó a los caballos para que
arrancaran, y éstos volaron gozosos. Gran polvareda levantaba el cadáver mientras era arrastrado: la negra
cabellera se esparcía por el suelo, y la cabeza, antes tan graciosa, se hundía en el polvo; porque Zeus la
entregó entonces a los enemigos, para que allí, en su misma patria, la ultrajaran.

Así la cabeza de Héctor se manchaba de polvo. La madre, al verlo, se arrancaba los cabellos; y arrojando
de sí el blanco velo, prorrumpió en tristísimos sollozos. El padre suspiraba lastimeramente, y alrededor de
él y por la ciudad el pueblo gemía y se lamentaba. No parecía sino que la excelsa Ilión fuese desde su
cumbre devorada por el fuego. Los guerreros apenas podían contener al anciano, que, excitado por el
pesar, quería salir por las puertas Dardanias, y revolcándose en el lodo, les suplicaba a todos llamándoles
por sus respectivos nombres:

—Dejadme, amigos, por más intranquilos que estéis; permitid que, saliendo solo de la ciudad, vaya a las
naves aqueas y ruegue a ese hombre pernicioso y violento: acaso respete mi edad y se apiade de mi vejez.
Tiene un padre como yo, Peleo, el cual le engendró y crió para que fuese una plaga de los troyanos; pero
es a mí a quien ha causado más pesares. ¡A cuántos hijos míos mató, que se hallaban en la flor de la
juventud! Pero no me lamento tanto por ellos, aunque su suerte me haya afligido, como por uno cuya
pérdida me causa el vivo dolor que me precipitará al Hades: por Héctor, que hubiera debido morir en mis
brazos, y entonces nos hubiésemos saciado de llorarle y plañirle la infortunada madre que le dio a luz y
yo mismo.

Así habló, llorando, y los ciudadanos suspiraron. Y Hécabe comenzó entre las troyanas el funeral
lamento:

—¡Oh hijo! ¡Ay de mí, desgraciada! ¿Por qué viviré después de padecer terribles penas y de haber muerto
tú? Día y noche eras en la ciudad motivo de orgullo para mí y el baluarte de los troyanos y troyanas, que
te saludaban como a un dios. Vivo, constituías una excelsa gloria para ellos, pero ya la muerte y el hado te
alcanzaron. (Hom. Il. XXII 396ss.)

B)
Aquileo lloraba, acordándose del compañero querido, sin que el sueño que todo lo rinde, pudiera
vencerle: daba vueltas acá y allá, y con amargura traía a la memoria el vigor y gran ánimo de Patroclo, lo
que de mancomún con él llevara al cabo y las penalidades que ambos habían padecido, ora combatiendo
con los hombres, ora surcan do las temibles ondas. Al recordarlo, prorrumpía en abundantes lágrimas, ya
se echaba de lado, ya de espaldas, ya de pechos; y al fin, levantándose, vagaba triste por la playa. Nunca
le pasaba inadvertido el despuntar de Eos sobre el mar y sus riberas; entonces uncía al carro los ligeros
corceles, y atando al mismo el cadáver de Héctor, lo arrastraba hasta dar tres vueltas al túmulo del difunto
Menetíada; acto continuo volvía a reposar en la tienda, y dejaba el cadáver tendido de cara al polvo.
(Hom. Il. XXIV 3ss.)

C)
Replicó Zeus, que amontona las nubes:—¡Hera! No te irrites tanto contra las deidades. No será el
mismo el aprecio en que los tengamos; pero Héctor era para los dioses, y también para mí, el más querido
de cuantos mortales viven en Ilión, porque nunca se olvidó de dedicarnos agradables ofrendas. Jamás mi
altar careció ni de libaciones ni de víctimas, que tales son los honores que se nos deben. Desechemos la
idea de robar el cuerpo del audaz Héctor; es imposible que se haga a hurto de Aquileo, porque siempre, de
noche y de día, le acompaña su madre. Mas si alguno de los dioses llamase a Tetis, yo le diría a ésta lo
que fuera oportuno para que Aquileo, recibiendo los dones de Príamo, restituyese el cadáver de Héctor.
Así se expresó. Levantóse Iris, de pies rápidos como el huracán, para llevar el mensaje; saltó al
negro ponto entre la costa de Samos y la escarpada de Imbros, y resonó el estrecho. (Hom. Il. XXIV
64ss.)

D)
—¡Anda, ve, rápida Iris! Deja tu asiento del Olimpo, entra en Ilión y di al magnánimo Príamo que se
encamine a las naves de los aqueos y rescate al hijo, llevando a Aquileo dones que aplaquen su enojo;
vaya solo y ningún troyano se le junte. Acompáñele un heraldo más viejo que él, para que guíe los mulos
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y el carro de hermosas ruedas y conduzca luego a la población el cadáver de aquel a quien mató el divino
Aquileo. Ni la idea de la muerte ni otro temor alguno conturbe su ánimo, pues le daremos por guía al
Argifontes, el cual le llevara hasta muy cerca de Aquileo. Y cuando haya entrado en la tienda del héroe,
éste no le matará, e impedirá que los demás lo hagan. Pues Aquileo no es insensato, ni temerario, ni
perverso; y tendrá buen cuidado de respetar a un suplicante.

Tal dijo. Levantóse Iris, de pies rápidos como el huracán, para llevar el mensaje; y llegando al palacio de
Príamo, oyó llantos y alaridos. Los hijos, sentados en el patio alrededor del padre, bañaban sus vestidos
con lágrimas; y el anciano aparecía en medio, envuelto en un manto muy ceñido, y tenía en la cabeza y en
el cuello abundante estiércol que al revolcarse por el suelo había recogido con sus manos. Las hijas y
nueras se lamentaban en el palacio, recordando los muchos varones esforzados que yacían en la llanura
por haber dejado la vida en manos de los argivos. La mensajera de Zeus se detuvo cerca de Príamo y
hablándole quedo, mientras al anciano un temblor le ocupaba los miembros, así le dijo: (Hom. Il. XXIV
144ss.)
E)

Aquileo se levantó atónito, dio una palmada y exclamó con voz lúgubre: —¡Oh dioses! Cierto es que en
la morada de Hades queda el alma y la imagen de los que mueren, pero la fuerza vital desaparece por
completo. Toda la noche ha estado cerca de mi el alma del mísero Patroclo, derramando lágrimas y
despidiendo suspiros, para encargarme lo que debo hacer; y era muy semejante a él cuando vivía.

Tal dijo, y a todos les excitó el deseo de llorar. Todavía se hallaban alrededor del cadáver, sollozando
lastimeramente, cuando despuntó Eos de rosados dedos. Entonces el rey Agamemnón mandó que de todas
las tiendas saliesen hombres con mulos para ir por leña […] Todos los leñadores llevaban troncos, porque
así lo había ordenado Meriones, escudero del valeroso Idomeneo. Y los fueron dejando sucesivamente en
un sitio de la orilla del mar, que Aquileo indicó para que allí se erigiera el gran túmulo de Patroclo y de sí
mismo. : (Hom. Il. XXIII 101ss..)

TEXTO 6 (BRISEIDA):
En tales cosas ocupábase el ejército. Agamemnón no olvidó la amenaza que en la contienda hiciera a
Aquileo, y dijo a Taltibio y Euríbates, sus heraldos y diligentes servidores:
—Id a la tienda del Pelida Aquileo, y asiendo de la mano a Briseida, la de hermosas mejillas traedla acá; y
si no os la diere, iré yo con otros a quitársela y todavía le será más duro.

Hablándoles de tal suerte y con altaneras voces, los despidió.Contra su voluntad fuéronse los heraldos por
la orilla del estéril mar, llegaron a las tiendas y naves de los mirmidones, y hallaron al rey cerca de su
tienda y de su negra nave. Aquileo, al verlos, no se alegró. Ellos se turbaron, y haciendo una reverencia,
paráronse sin decir ni preguntar nada. Pero el héroe lo comprendió todo y dijo:

—¡Salud, heraldos, mensajeros de Zeus y de los hombres! Acercaos; pues para mí no sois vosotros los
culpables, sino Agamemnón, que os envía por la joven Briseida. ¡Ea, Patroclo, de jovial linaje! Saca la
moza y entrégala para que se la lleven. Sed ambos testigos ante los bienaventurados dioses, ante los
mortales hombres y ante ese rey cruel, si alguna vez tienen los demás necesidad de mí para librarse de
funestas calamidades; porque él tiene el corazón poseído de furor y no sabe pensar a la vez en lo futuro y
en lo pasado, a fin de que los aqueos se salven combatiendo junto a las naves.

De tal modo habló. Patroclo, obedeciendo a su amigo, sacó de la tienda a Briseida, la de hermosas
mejillas, y la entregó para que se la llevaran. Partieron los heraldos hacia las naves aqueas, y la mujer iba
con ellos de mala gana. Aquileo rompió en llanto, alejóse de los compañeros, y sentándose a orillas del
espumoso mar con los ojos clavados en el ponto inmenso y las manos extendidas, dirigió a su madre
muchos ruegos:
— ¡Madre! Ya que me pariste de corta vida, el olímpico Zeus altitonante debía honrarme y no lo hace en
modo alguno. El poderoso Agamemnón Atrida me ha ultrajado, pues tiene mi recompensa, que él mismo
me arrebató (Hom. Il. I, 318-350).

TEXTO 7 (CARRERA DE CABALLOS EN JUEGOS FÚNEBRES)


Los argivos, sentados en el circo, no quitaban los ojos de los caballos, y éstos volaban, levantando polvo
por la llanura. Idomeneo, caudillo de los cretenses, fue quien antes distinguió los primeros corceles que
llegaban; pues era el que estaba en el sitio más alto por haberse sentado en un altozano, fuera del circo.
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Oyendo desde lejos la voz del auriga que animaba a los corceles, la reconoció, y al momento vio que
corría, adelantándose a los demás, un caballo magnífico, todo bermejo, con una mancha en la frente,
blanca y redonda como la luna. Y poniéndose de pie, dijo estas palabras a los argivos:

—¡Oh amigos, capitanes y príncipes de los argivos! ¿Veo los caballos yo solo o también vosotros?
Paréceme que no son los mismos de antes los que vienen delanteros, ni el mismo el auriga: deben de
haberse lastimado en la llanura las yeguas que poco ha eran vencedoras. Las vi cuando doblaban la meta;
pero ahora no puedo distinguirlas, aunque registro con mis ojos todo el campo troyano. Quizá las riendas
se le fueron al auriga, y, siéndole imposible gobernar las yeguas al llegar a la meta, no dio felizmente la
vuelta: me figuro que habrá caído, el carro estará roto y las yeguas, dejándose llevar por su ánimo
enardecido, se habrán echado fuera del camino. Pero levantaos y mirad, pues yo no lo distingo bien:
paréceme que el que viene delante es un varón etolo, el fuerte Diomedes, hijo de Tideo, domador de
caballos, que reina sobre los argivos.
Y el veloz Ayante de Oileo increpóle con injuriosas voces:
— ¡Idomeneo! ¿Por qué charlas antes de lo debido? Las voladoras yeguas vienen corriendo a lo
lejos por la llanura espaciosa. Tú no eres el más joven de los argivos, ni tu vista es la mejor; pero siempre
hablas mucho y sin sustancia. Preciso es que no seas tan gárrulo estando presentes otros que te son
superiores. Esas yeguas que aparecen las primeras son las de antes, las de Eumelo, y él mismo viene en el
carro y tiene las riendas.
El caudillo de los cretenses le respondió enojado:
—Ayante, valiente en la injuria, detractor; pues en todo lo restante estás por debajo de los
argivos a causa de tu espíritu perverso. Apostemos un trípode o una caldera y nombremos árbitro a
Agamemnón Atrida, para que manifieste cuales son las yeguas que vienen delante y tú lo aprendas
perdiendo la apuesta.
Así habló. En seguida el veloz Ayante de Oileo se alzó colérico para contestarle con palabras
duras. Y la altercación se hubiera prolongado más si el propio Aquileo, levantándose no les hubiese dicho:
—¡Ayante e Idomeneo! No alterquéis con palabras duras y pesadas, porque no es decoroso; y
vosotros mismos os irritaríais contra el que así lo hiciera. Sentaos en el circo y fijad la vista en los
caballos, que pronto vendrán aquí por el anhelo de alcanzar la victoria, y sabréis cuales corceles argivos
son los delanteros y cuáles los rezagados.
Así dijo; el Tidida, que ya se había acercado un buen trecho, aguijaba a los corceles, y
constantemente les azotaba la espalda con el látigo y ellos, levantando en alto los pies, recorrían
velozmente el camino y rociaban de tierra al auriga. El carro, guarnecido de oro y estaño, corría
arrastrado por los veloces caballos y las llantas casi no dejaban huella en el tenue polvo. ¡Con tal ligereza
volaban los corceles! Cuando Diomedes llegó al circo, detuvo el luciente carro; copioso sudor corría de la
cerviz y del pecho de los bridones hasta el suelo, y el héroe, saltando a tierra, dejó el látigo colgado del
yugo. Entonces no anduvo remiso el esforzado Esténelo, sino que al instante tomó el premio y lo entregó
a los magnánimos compañeros; y mientras éstos conducían la cautiva a la tienda y se llevaban el trípode
con asas, desunció del carro a los corceles.
Después de Diomedes llegó Antíloco, descendiente de Neleo, el cual se había anticipado a
Menelao por haber usado de fraude y no por la mayor ligereza de su carro; pero así y todo, Menelao
guiaba muy cerca de él los veloces caballos. Cuanto el corcel dista de las ruedas del carro en que lleva a
su señor por la llanura (las últimas cerdas de la cola tocan la llanta y un corto espacio los separa mientras
aquél corre por el campo inmenso; tan rezagado estaba Menelao del eximio Antíloco; pues si bien al
principio se quedó a la distancia de un tiro de disco, pronto volvió a alcanzarle porque el fuerte vigor de la
yegua de Agamemnón, de Eta, de hermoso pelo, iba aumentando. Y si la carrera hubiese sido más larga,
el Atrida se le habría adelantado, sin dejar dudosa la victoria.
Meriones, el buen escudero de Idomeneo, seguía al ínclito Menelao, como a un tiro de lanza;
pues sus corceles, de hermoso pelo, eran más tardos y él muy poco diestro en guiar el carro en un
certamen.
Presentóse, por último, el hijo de Admeto, tirando de su hermoso carro y conduciendo por
delante los caballos. Al verle, el divino Aquileo, el de los pies ligeros, se compadeció de él, y dirigió a los
argivos estas aladas palabras:
—Viene el último con los solípedos caballos el varón que más descuella en guiarlos. Ea,
démosle, como es justo, el segundo premio, y llévese el primero el hijo de Tideo. (Homero, Il. XXIII
448ss.)

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