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¿Y tú para cuándo?

De lo que ocurre cuando la gente espera que te embaraces y des a luz de una puta vez
mientras los niños ajenos no paran de nacer y tú insistes en perder el tiempo calzoneando
con lo primero que te pasa por delante.

EL EVANGELIO CON PISTOLA


La vi de pie como quien escucha el evangelio en una misa. Las butacas reclinables de los
multicines son incompatibles con mi lesión lumbar, así que vi El evangelio de la carne de pie.
No fue ninguna penitencia, sin embargo. Viví en carne propia cada uno de sus misterios
dolorosos y gozosos. Fui el último en salir del cine, cuando entraron a barrer, me fui a paso de
procesión, caminandito en medio de los créditos, bastante tocado, conmovido –para ser más
exactos–, hecho mierda. Con ese tipo de tristeza sorda que se te queda resonando en la
bóveda del cráneo como una música sin fondo. Con un poco de envidia también, cómo no, salí
diciendo: cómo me hubiera gustado hacer esta película. Y, por supuesto, con la sensación de
que su director había logrado la hazaña de meter todo Lima en el licuo-extractor de una de
esas viejas juguerías del mercado de Balconcillo. Todo Lima: cambistas y combistas, galerías,
callejones y cerros, falsificadores de dólares y adictos al tragamonedas, expertos en software
bamba, traficantes de riñones y enfermos terminales para los que hacen falta novenas, rifas y
polladas, rezanderas y barristas, jugadoras y huelguistas, peleadores de vale todo y mafiosos
que facturan por fractura, choferes que masacran gente en las carreteras y taxistas que
venden borrachos al peso como menudencia, escolares muertos en vida en un hospital,
adolescentes amontonados como chatarra en Maranguita y todas las madres como vírgenes
que lloran. Todos los personajes que, en la vida real, serían carne de noticiero, insumo para la
micro-onda matinal, desfilan frente a nuestros ojos como espectros conocidos en el espejo. Y
decirles esperanza de la patria en una patria sin esperanzas.* Puedo estar equivocado, pero
eso es lo que vi en El evangelio: todo Lima en un licuo-extractor del que va brotando, por
goteo, la esencia terrible de lo que somos. Porque todo eso somos –con todito nuestro
crecimiento económico y con todita nuestra Marca Perú–, nada cambia, todo eso seguimos
siendo. Si Jorge Chávez vive en el corazón de los peruanos, ¿en el corazón de quién vivimos
los peruanos? *
“Ya quiero que se estrene”, me decía, ilusionado, Martín Suyón, mi productor, la semana
anterior al avant premiere. Y aunque yo aún no había visto ningún trabajo anterior de Eduardo
Mendoza y apenas lo conozco por foto, lo anduve promocionando a forro por tuíter y por féis.
Lo hice desde antes de verla, a ciegas y de a bobo, solo porque el título y el tráiler prometían.
Porque, como dice el mensaje medular de esta tremenda historia: pase lo que pase, debemos
tenernos fe. Y no sé a ustedes, pero a mí esta película me ha renovado la fe. No la del Señor
de Los Milagros, no, esa no. La fe en la ciudad y en sus buenas historias, en los grandes
policiales negros como este. Fe en el talento de quienes la escribieron, por ejemplo,
entretejiendo, mitológicamente, tantas vidas, sin nunca perder el hilo de ninguna. Fe en el
trabajo heroico de los extras: verdaderos malandrines, devotos, malcriadas y cambistas. Fe en
las nuevas sangres como Sebastián Monteghirfo, Cindy Díaz y Emanuel Soriano, que
encienden el écran en llamas como una molotov. Y mucha fe, naturalmente, en Lucho
Cáceres, que inscribe en la historia del cine peruano el nombre del más memorable de sus
personajes: el achoradazo, perverso, escalofriante policía Ramírez. Cobrándose la venganza
soñada por todo actor de reparto –¡cuyo personaje ni siquiera se menciona en la sinopsis!–,
Lucho se roba, con roche, los reflectores, cada vez que se planta ante esa cámara a la que,
obviamente, domina: arreglando bajo la mesa, bailando cumbia chacalonera, traicionando a su
criollo Hutch o poniéndole a la gente pistolas en la boca. Quién diría que se trata del mismo
blanco móvil al que otras cámaras hicieron sufrir un vía crucis, una auténtica cacería cacerista
por tantos años. Resucitó. Aleluya. Me encanta cuando eso ocurre. Es por todo esto que, esta
semana, me ha amargado mucho la paciencia ver a Eduardo peleando como loco para que
Cinerama El Pacífico no se tumbe la película de su vida de la cartelera. Pero, ¿qué se habrán
creído estos grandes zares de la canchita pop-corn? ¿Acaso tienen idea del trabajo infinito
que significa crear, escribir, mandar el guión a concursos, producir, (¡conseguir la plata!),
dirigir, actuar, fotografiar, iluminar, filmar, editar, post-producir, musicalizar una película en el
Perú, imbéciles? ¿En qué cabeza cabe que un artista tenga que implorar misericordia
públicamente para que la gente pueda ver su obra? Yo no creo que haya que ver El evangelio
de la carne porque “hay que apoyar el cine nacional”. Esas son cojudeces. Hay que verla
porque es una película de la gran puta. Punto. Vayan a verla. No es una sugerencia, es una
orden. Vayan a verla, carajo. Ya me achoré yo también. (¿Para cuándo tu película, Suyón?).

CUÉNTAMELO TODO
Haré aquí lo que normalmente hacen los críticos literarios: voy a comentar un libro sin haberlo
leído. Normalmente, los periodistas de televisión tampoco leemos libros. A veces, cuando los
escriben nuestros conocidos, ponemos carita de inteligentes y mostramos sus portadas a la
cámara, glosando, al vuelo, la contratapa (sabemos muy bien que es para eso que,
normalmente, nos los regalan). Pero de leerlos, no los leemos. Lo que leemos son páginas
web, el perenne chismorreo en el smartphone, mensajitos de texto, periódicos, cojudeces.
Pero libros, no. Que nadie se me arañe porque es la cruda verdad. Lo que en las redacciones
(de mis tiempos) era parte del paisaje: periodistas –que fumaban como turcos– escribiendo en
el caos de un reguero de libros –marcados, subrayados, trajinados–, hoy es historia. Será por
eso que Veguita, el mítico librero solitario, visitó siempre todos los diarios y revistas, y ningún
canal de televisión. Será por eso que me sorprendió que, en mi última reunión de periodistas
de la tele, estaban todos hablando de un libro: Contarlo todo, de Jeremías Gamboa.
Arruinando la teoría que acabo de lanzar aquí, Nicolás lo estaba leyendo. ¿Qué cosa? ¿Cómo
era eso posible si el libro ni siquiera existía físicamente? Bueno, la misma pregunta me había
hecho un año atrás cuando asistí a una comida de amigos-que-escriben y todos en la mesa
disertaban, con gran naturalidad, sobre la trama, la prosa y el ritmo de esa novela aún nonata
de la que, al parecer, circulaban avances, manuscritos solo accesibles para unos pocos
elegidos. “Uno de los personajes fue reportero mío”, nos contó Nicolás entre orgulloso y
pagado de su suerte de asegurarse enviado especial para el lanzamiento en la Feria del Libro
de Guadalajara. Acto seguido, pasó a locutarnos, en su acostumbrado estilo trepidante, la
biografía completa de Gabriel Lisboa –el álter ego de Jeremías en el libro– como si fuera su
sobrino y lo conociera de toda la vida.
‘Cómo triunfar antes de publicar’ se ha titulado la reseña que le hizo La Razón de España. Y
vaya que es verdura. Bendiciones papales de Marito y Balcells aparte, yo no recuerdo otro
caso en el que se haya hablado de un libro inédito con tantos y tantos meses de anticipación.
Cuando un amigo triunfa, algo muere dentro de mí, dijo Gore Vidal. Pero, como Jeremías no
es mi amigo ni voy a presentar nada en ninguna feria, puedo darme el lujo de hacer aquí lo
que antes me costaba terrible trabajo: alegrarme de que le vaya bien, de que se haya atrevido
a escribir en serio abandonando la deliciosa intrascendencia del periodismo, de que
revolucione el panorama de la literatura en español y de que, ahora, todos quieran ser amigos
suyos. Y todo eso solamente porque hace unas noches lo escuché en el cable atribuyendo
todo lo bueno que le pasa a sus papás, mientras la bonita entrevistadora Denise Arregui le
decía lo guapo que era y lo luminosa que era su sonrisa. Me encanta cuando eso ocurre. No
eran así de rosas las cosas en los 90 cuando Gamboa –que no podría haber pedido un
nombre más literario– chambeaba día y noche en la redacción de Somos –aquella en la que
aún resonaban, estentóreas, las carcajadas ampuerinas– y sus compañeros de amanecida de
cierre, aludiendo ácidamente a las enternecedoras chompitas hechas en casa que siempre
usaba, lo llamaban Paco Yunque. Eran días en que tenía que ganarse la menestra haciendo
notas de color local, redactando gorros y fotoleyendas, entrevistando, por ejemplo, a la gentita
fatua de la tele. ¿Qué tendría que pasar para que te dedicaras única y exclusivamente a
escribir tu novela? Que me diagnosticaran una enfermedad terminal. Lo único que necesito
para escribir es un plazo, un deadline, una pistola en la cabeza. El que entrevistaba –trece
años atrás– era él, adivinen ustedes quién respondía. Cuando Lúcar terminó de declamarnos
la increíble historia que tenía el privilegio de estar leyendo antes que el común de los mortales,
Mónica sonrió, volteó la mirada y dirigió hacia mí la más horrible de las preguntas de la tierra:
¿Y tú para cuándo?

 Versos tomados de poemas de Lucho Hernández


El encorsetado

El criado a hincapié tirando ajusta el corsé: sabe muy bien el porqué pero se burla callando.
A hombres afeminados miramos en nuestros días. pues todas sus valentías son por verse
acicalados. Vestid (jóvenes pudientes) sin tretas artificiales; creed que prendas morales son
los trajes más decentes. “La armadura del buen gusto”. Madrid, siglo XIX.

Una mañana, después de un sueño agitado, me encontré en mi cama transformado en una


tortuga galápago. No del todo. Bueno, casi, porque no duermo con ella. Me quito la carcasa
acrílica justamente para dormir. Solamente para dormir y para bañarme. Calatearse solo es
muy complicado. Se precisa de un ayudante, de un mozo de espada que te ajuste y que te
afloje el pega-pega. Se necesita muchacho. Me retiran la pesada armadura frente al espejo
del baño como a un Iron Man macheteado y contemplo mi trajinada anatomía –mi torso
magro,enjuto,enteco– con asombro y compasión. Debajo del chaleco plástico, naturalmente,
he sudado como un caballo. Luego de dieciséis horas diarias de disolver antigua grasa y
mortificar mi carne ahuyentando la lujuria con más eficiencia que Santa Rosa de Lima, la
presión del corsé me deja unos llamativos bajorrelieves en la piel, unos surcos como cicatrices
de azotes en los costados. Abre zanjas oscuras en los lomos más fuertes y más cotizados. La
boticaria se extraña de verme comprar tubos y tubos de todas las cremas: Hipoglós, Desitín,
Escaldex. Deje de mirarme con esa cara, señorita. No son para el poto, relájese. He notado
que ahora me miro calato al espejo con curiosidad. Una vez, cuando yo tenía doce años, mi
abuela me quedó mirando y me preguntó: “Betito, ¿tienes tetas?” ¡Eso no se le pregunta a un
niño inocente, vieja de mierda! –tuve ganas de responder. Pero hay que reconocer que algo
de razón tenía. Los niños gordos tienen tetas. Por supuesto. Y según Carla, también ciertos
adultos rollizos producimos babyfat. Cada vez menos, en todo caso. Si algo bueno puedo
concederle a mi exo-esqueleto de fibra de vidrio es eso: que me está adelgazando bajo
presión. Me está sacando cintura de donde nunca tuve. Mis afamados pantalones pitillo
concho’evino se me chorrean, se han convertido en guardamojón. Qué manga gástrica, ni qué
niño muerto. Mi corsé ortopédico es infalible: no puedo comer ni la tercera parte de lo que
antes comía porque me asfixio. En medio de todas mis vísceras comprimidas, un estómago
levemente lleno no dejaría espacio para los pulmones y moriría ahogado, de puro comelón.

Como puede verse, el matrimonio con mi cuerpo no ha sido nunca una relación del todo feliz.
Nunca hemos estado demasiado cómodos el uno con el otro, de modo que el hecho de
haberme roto por fuera, quebrado como una sacuara, partido por la mitad quizá hasta nos
armonice y nos amiste un poco. Mens insana in corpore insano. Una tarde, sacándole horas
extra a mi imitación en El Valor De La Verdurita, Alfredo Benavides dijo –burlándose de sí
mismo, o sea de mí–, que estaba tan harto de triunfar, que hacía tanto pero tantísimo rating
que el canal había decidido que había que partirme en dos. No sé si se dio mucha cuenta de
lo que dijo pero, partido en dos ya estaba hacía rato, amigo, thank you very much. Así son las
cosas. Tengo puesto mi caparazón, todito el día, todito el tiempo. Adelantándome a la
violencia del sistema, me pongo yo solito los apodos antes de que se les ocurran a los demás:
Tortuninja, El Armadillo, Pokémon tortuga, Robocop. Camino por la calle asumiendo que ya
todos saben que esto no es, precisamente, un Halloween anticipado. Pero la gente es mala y
no por su maldad sino por su mala calidad. El otro día me gritaron: ¡habla, Hannibal Lecter!
¿Qué cosa? El doctor Lecter usaba camisa de fuerza y bozal pero jamás corsé. Aquel infausto
nunca vio la película, nunca vio el tráiler siquiera. Hubo otro que, por ahí, me ladró: ¡Habla,
Jason de Martes 13! Peor. Jason usaba máscara y machete pero corsé tampoco, infecta
bestezuela. Lo lindo hubiera sido que me dijeran, por ejemplo: ¡Habla, John Galliano! o ¡habla,
Frida Kahlo! Por lo del autorretrato con columna rota, digo. Pero claro eso ya es pedir
demasiada ilustración. Nunca falta quien me detenga cada media cuadra para exclamar: ¡Asu!
¿qué cosa es eso? ¿Un chaleco antibalas? No, es mi corsé. ¿Tu qué? Mi corset, diminutivo de
cors, cuerpo en francés: o sea que viene a ser mi cuerpecito. Ay, pobre, debe ser horrible.
Depende. Es muy glamoroso cuando eres Scarlett O’Hara y una esclava negra gorda te lo
aprieta mientras te exige que almuerces. Y, cuando se lo pone Marilyn Manson –que tiene
menos costillas que Thalía– de repente es hasta sexy. Pero yo mejor me lo sigo poniendo
sobre la camisa. Dice un viejo colega que el día en que, por fin me lo quiten –de acá a unos
meses, gracias por preguntar– el ansiado día del destete será mágico, salir de mi capullo y
reencontrarme con mi propia fragilidad. Y descubrir cuán vulnerables habíamos sido. Cuán
rompibles. Cuán quebradizos. Y todo gracias a un noble equino, además. Gracias, Rocinante.
Thank you, Incitatus. Ha sido un gusto, The horse whisperer, para servirte, soy el susurrador
de potros. Y Jayu Silver para todo el mundo.

Pero, ¿qué mejor ubicaína en esta vida que partirse el espinazo, no es verdad? La moraleja se
cae de la mata. La parábola está cantada. La autoayuda sale sola. Con el correr de los días, el
carapacho en cuestión pasa a volverse parte de uno y prácticamente te olvidas de que lo
llevas puesto. Supongo que será igual cuando te inyectan bótox en la bemba o te implantan
pelo en el pecho, cuando te sometes a una peneplastía o te haces un piercing de candado
que te cierra los labios o los párpados, una prótesis de manzana de Adán o un six-pack
abdominal de silicona.

La naturaleza no tiene pereza y hace lo que tiene que hacer. Pero las preguntas de los
cándidos transeúntes parecen no detenerse jamás: Pucha, ¿te duele? ¿Y, más o menos,
como cuánto te duele? ¿Cómo un cólico renal, como una muela del juicio, como un parto de
siameses? Pucha, pobre, qué malazo. Pero, cuéntame… ¿qué te pasó? Resulta que en el
mes de octubre yo había tomado la 10 para irme a las Nazarenas a comprar un turrón de doña
pepa…Pucha, me muero, yo que tú, me muero. Yo te juro que me muero. ¿Y es cómodo?
Todo depende, casi tan cómodo como tener permanentemente un dedo en el ojo. En el ojo del
culo, para ser exactos. ¿Ahora me entiendes? Las cosas pasan por algo. Como todo en la
vida, solo es cuestión de acostumbrarse.

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