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PASCAL QUIGNARD - Terraza en Roma PDF
PASCAL QUIGNARD - Terraza en Roma PDF
TERRAZA EN ROMA
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ESPASA & NARRATIVA Título original: Terrasse á Rome
© Pascal Quignard, 2000
© Gallimard, 2000
© Espasa Calpe, S. A., 2002
© De la traducción: Encarna Castejón, 2002
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I
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II
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Él consiguió hablar con su criada. O tal vez la criada fue a
buscarle. Es un dato importante, pero nadie lo sabe. Lo cierto es que
por fin se encontraron cara a cara.
Fue en una minúscula capilla lateral. En un ángulo helado.
Dentro del gran hospital de Brujas. Hace mucho frío. Están inmersos
en la penumbra parda del muro de contención. La criada vigila. Al
aprendiz de grabador no se le ocurre nada que decirle a la hija del juez
electivo. Entonces toca tímidamente su brazo con los dedos. Ella
desliza la mano entre sus manos. Abandona su mano fresca entre las
manos de él. Eso es todo. El le aprieta la mano. Sus manos se
calientan, después arden. No hablan. Ella tiene la cabeza inclinada.
Luego le mira directamente, a los ojos. Abre sus grandes ojos y le
mira. Ambos se tocan en esa mirada. Ella le sonríe. Se separan.
La joven no habla nunca. Es la primavera de 1639. Tiene
dieciocho años. Adopta una postura tan tímida que parece un poco
jorobada. Tiene un largo cuello. Siempre viste ropas severas y grises.
Meaume sabe que está prometida al mayordomo de la casa de su
padre, que además es hijo de otro amigo de Jean Heemkers. Desde ese
momento, ella se niega a hablar con su prometido. Ni siquiera quiere
comer en presencia del hombre con quien debe casarse. Le gusta
mucho comer, pero sola, en su cama, detrás de la cortina, con la criada
al otro lado de la puerta, sin que nadie pueda sorprenderla llevándose
la comida a los labios. No deja de esperar a Meaume, noche y día.
Sueña con comer junto a Meaume, en su cama. Sola con Meume en la
sombra de la cortina cerrada de su cama.
III
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¿Qué hombre no ama cuando estalla la infancia?».
Ella dijo: «No lo sé».
Meaume, el aprendiz de Jean Heemkers, sigue la llama, sigue la
copela y los dedos rosados, sigue a la criada, sigue los hombros
iluminados, sigue la pared de cuero del pasillo. La primera vez que
desnuda a la hija del juez electivo de la ciudad de Brujas es en la casa
de Veet Jakobsz. Una casa burguesa corriente que da a un canal.
Colocan la vela lo más lejos posible. A la luz de la vela, la confusión
es mutua, y luego, una vez revelados ambos en toda su desnudez, la
audacia es comparable, la alegría súbita, el hambre renace casi
inmediatamente. En la hora posterior a la partida de Meaume, el
apetito de la joven aumenta cada vez más. En los días que siguen,
cuando se encuentra con el grabador, se atreve a todos los gestos que
se representan en su alma mientras duerme. Cuando no lo ve, cuando
está sola, palidece de deseo. Dice que le duelen los pechos. Le dice
que su flor, ahora siempre abierta, ahora siempre perfumada, está
empapada a todas horas. Si bien se encuentran a menudo, no pueden
unirse en cada cita. Curiosamente, cuando ella gozaba, cuando su
cuerpo lo testimoniaba con toda claridad, en su rostro nunca se
reflejaba la felicidad. Eso asombraba a Meaume el Grabador. Un día,
ella le dijo: «Me da vergüenza decíroslo, pero mi vientre es como una
brasa». Él le contestó: «No os turbéis al hablarme así. Mi sexo se
yergue cada vez que pienso en vuestra mirada, incluso cuando estoy
en la calle, incluso cuando trabajo en el taller». Poco a poco, ella
empieza a llamarle a cualquier hora. Sin importarle lo que dure el
encuentro. Aunque sólo sea un minuto. Su propia avidez, o su
inoportunidad, la confunden, pero no puede resistir el deseo de tenerlo
a su lado. En cuanto a Meaume, estas llamadas le molestan porque
tiene trabajo por hacer para Heemkers y porque la más mínima
irregularidad afecta los baños de agua ácida, pero no importa,
enseguida acude a los lugares que la criadita le indica.
En el jardín (julio de 1639).
En la alcoba, dos veces.
En el sótano, alumbrándose con una linterna sorda de hierro.
En la antigua tejería.
En la buhardilla, seis veces.
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En la casa de comidas.
Una vez, en una barca que ella alquiló durante todo el día.
IV
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él el magistrado, que hace poco más o menos lo que le place en la
ciudad franca de Brujas), sermonea a Meaume para que no vuelva a
molestar a la hija de su amigo. El joven Vanlacre tiene que pagar una
multa. Heemkers obliga a su aprendiz en el arte del grabado al
aguafuerte a aceptar la cantidad fijada por el juez. Meaume se embolsa
la suma. El joven grabador, a quien el abandono de la hija del juez
electivo y su silencio siguen torturando, parece bastante tranquilo. Ha
reanudado su trabajo en el taller de Heemkers. Barniza las planchas
con el tampón. Afila sus punzones en la piedra dos veces en lugar de
una.
Justo en ese momento, la muchacha le hace llegar una carta.
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a buscar a mi padre para pedirle que adelantase mi boda con el que me
quemó la mano al lanzar la botella, y él considera que tras el
desagradable escándalo que esta querella ha causado en nuestra
ciudad, y puesto que los esponsales ya se han celebrado, la noticia será
bienvenida. Para vos, mi puerta siempre estará cerrada. No
volveremos a vernos. Nanni».
VI
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—¿Qué habéis hecho? ¿Por qué tengo que irme a toda prisa? —
pregunta Meaume apartando con violencia su cara y su pelo de las
manos de Nanni Veet Jakobsz.
Ella guarda silencio. Acerca despacio la mano a la camisa con la
que ha ocultado la desnudez del pintor. A través de la tela aprieta con
suavidad, y luego empuña el sexo que se tensa bajo la camisa. Le
mira. Suelta bruscamente el sexo que ha endurecido. Le dedica una
hermosa sonrisa. Pero le dice, dejando de sonreír:
—Porque le he dicho que os amaba.
De repente, se echa a llorar. Se suena.
—Os habéis convertido en un hombre realmente horrible —le
dice.
—No puedo evitarlo.
—¡Francamente, no os veis a vos mismo!
Ella vuelve a meterse el pañuelo en la manga. Le dice:
—Yo quería que os matara. Ahora no quiero que os mate.
Apenas pronunciadas estas palabras, él se aparta de sus brazos.
Se levanta, se viste, baja dos pisos, llega a los aposentos privados de
su maestro, se entrevista con él y con su esposa. Se marcha sin perder
un momento.
Meaume dice: «Me llevaba mi pobre canto a otra parte. Al igual
que hay una música de la perdición, hay una pintura de la perdición».
El agua ácida es más extraña que un color.
Como tenía el rostro quemado, los que le conocían ya no podían
reconocerle.
Convirtió una desgracia en una oportunidad. Cambió su
apariencia y empezó a robar en Brujas. Se trasladó a Amberes sin que
nadie se enterase y siguió robando. Robaba, pero la amaba.
Inexplicablemente, cuando descubrió que sólo la amaba a ella dejó de
robar y de buscar la voluptuosidad en compañía de las muchachas de
la calle, que no se sentían asqueadas al ver su rostro; o para las que,
más sencillamente, el dinero era una distracción. Se fue a Mayence.
En Mayence, Meaume el Grabador encontró de nuevo a Errard el
Sobrino, con quien compartió una habitación caldeada. La habitación
era lo bastante grande para guardar las planchas, los barnices, la caja,
el caballete, las plumas de paloma, los baños. Un año después, en
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1640, la vio. Son las primeras horas de la tarde. Está sola, vestida de
azul y amarillo, delante de la magnífica campana de oro del callejón
de los Orfebres de Mayence, esperándole.
Una vez más, él es incapaz de apartar sus ojos de la joven.
Se detiene. Ella le atrae más que nunca. Se acerca a él, inclinando
ligeramente la cabeza. En respuesta a una de sus preguntas, ella
confirma que está casada desde hace diez meses. A una nueva
pregunta contesta que sí, que tiene un niño. ¿De quién? Ella no
contesta. Alza la mirada. Ríe. Le coge de la mano.
—Ven —dice.
—No —contesta él.
La mira. Luego dice que no con la cabeza. Y sale corriendo.
VII
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posturas naturales y las expresiones del cuerpo, para hacer surgir de la
noche las manos y los rostros, para representar las escenas viles o
humildes o vergonzosas que nunca se habían visto, lo colocaron muy
pronto.
VIII
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Después sacó un frasco del cofre. Era una oreja humana en un
tarro de cristal. Estaba muy descolorida. Era tan transparente como las
membranas que las ranas tienen entre los dedos de las patas.
Luego, Meume volvió al cofre y sacó un tapiz que desenrolló en
el suelo. Era obra de los tapiceros flamencos de los gobelinos; había
sido robado durante un período de disturbios religiosos a una caravana
de valones encargados de llevarla al Louvre. La parte derecha del
tapiz representaba a Ulises nadando en el mar tempestuoso, mientras
la nave zozobraba tras él. La parte principal mostraba a Ulises
desnudo en la costa de los fea-cios, chorreando agua y ocultando su
sexo a la mirada de Nausicaa, que sostiene una pelota azul en la mano.
—La cuarta maravilla —dijo— es un dibujo.
Apartó primero dos cabezas de san Juan Bautista decapitado que
estaban en el portafolios y guardó un ejemplar de la Roma Sotterranea
de Bosio, un libro lleno de escenas nocturnas. Entonces mostró una
punta seca muy clara: una muchacha de rostro alargado, con una toca
burguesa y una gorguera blanca, está sentada en una cama deshecha,
delante de la ventana abierta. Se ven mástiles y a lo lejos, a la derecha,
en mitad del amanecer blanco, una torre de mar pálida y todavía
envuelta en un halo de bruma.
Los ojos de la muchacha, que miran frente a sí, reflejan el miedo.
La quinta es un grabado a la manera negra. Representaba un
pueblo en ruinas en la montaña. Sobre él, en el límite de las nubes, un
sendero escarpado y un asno junto al abismo. A la izquierda, una
leyenda grabada: Sedens super asinam Lucius. Meaum. Sculps.
August. 1656. Luego, la cruz de Malta.
—El sexto sueño —murmuró entonces Meaume— era Nanni de
Brujas en la sombra...
Pero se interrumpió, porque ya no le quedaba voz en la garganta.
Sólo había dicho seis.
Meaume el Grabador le regaló a su compañero el grabado a la
manera negra que representaba la montaña y el sendero pirenaico
sobre el abismo. Decía: «Al ver el viejo foro convertido de nuevo en
dehesa, sentí dentro de mí una extraña alegría. Miraba la pequeña
avenida de los olmos, a todos los animales que pastaban entre las
viñas y los matorrales, a los talladores de piedra delante de sus
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hogueras, a los buscadores de monedas de plata o de oro con su laya al
hombro. No imaginaba Roma así». Al llegar a Roma, en 1643, el
señor Meume aprendió a grabar paisajes con el señor Gellée. Éste
decía del señor Meaume que su talento carecía del sentimiento del
color. Lo que preocupaba a su mano era la intensidad de la visión, y
no se cuidaba de nada más. Nunca, en treinta y cinco años de trabajo,
vio su mano. Lo que debía surgir era lo que veía en el fondo de su
cabeza, detrás de sus ojos. La visión se perfilaba en la sombra, se
destacaba del fondo, se arrancaba a una noche que no conocía la luz.
Si Meaume hubiera sido la naturaleza, sólo habría hecho los
relámpagos o la luna o las olas espumeantes del océano rompiendo
tempestuoso contra las rocas negras de la costa. O la desnudez
revelada por azar bajo la tela. O un hueso de animal o un trozo de
sílex encontrado en el suelo. Sobre los paisajes de colinas o las vistas
montañosas, el propio Meaume decía: «Creo que los lugares naturales
son animales, como nosotros. El torrente que baja o el lecho que ha
excavado son semejantes al pájaro que espera planeando en el aire o al
asno que trepa vacilante. Las bóvedas de las cavernas oscuras están
llenas de figuras que forman las constelaciones. Las osas de los
Pirineos que se yerguen sobre sus patas traseras son inmensas
carabelas que los tifones hacen zozobrar».
La versión de Grünehagen no es exactamente la misma: Un día
que grababa imágenes del paraíso en su terraza de Roma, su
compañero, que había nacido en Abbeville y se llamaba Poilly,
observó su inmovilidad y su expresión concentrada y le dijo, para
hacerle reír: «¿Creéis que en el paraíso gozaréis de unos éxtasis
comparables?». Pero el señor Meaume no perdió su seriedad y afirmó
que hasta en el paraíso se sentiría así. «Me pregunto si el mismo Dios
habrá sido capaz de imaginarlos», dijo Poilly. Meaume contestó con la
misma seriedad: «Es la materia la que imagina el cielo. Luego, el cielo
imagina la vida. Luego, la vida imagina la naturaleza. Luego, la
naturaleza crece y se muestra bajo distintas formas que, más que
concebir, inventa hurgando en el espacio. Nuestros cuerpos son una de
esas imágenes que la naturaleza ha intentado hacer de la luz».
Grünehagen añade: «El señor Gellée decía del señor Meaume, a guisa
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de broma: "Los grabadores son graves". Esto es lo que los italianos
llaman humor alemán».
IX
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Sobre su arte: «El barniz que el ácido va a morder debe tener la
consistencia de la miel en invierno. No hace falta decir que la
aplicación resulta penosa para la mano que lo extiende, porque tiene
que ser así de difícil. Las tallas siguen las sombras. Las sombras
siguen el vigor de la luz. Todo fluye y resplandece en un único
sentido».
Sobre los paisajes: «A decir verdad, siendo sincero, y porque no
quiero mentir, nada de lo que ha sido hecho por la mano del hombre
me gusta tanto como los bruscos paisajes de Dios. Ni siquiera un
lienzo pintado en Roma por Claude el Lorenés. Ni un grabado a buril
de Morin. Ni el puerto de Brujas. Ni el castillo de Tiberio en el golfo
de Salerno. Prefiero el océano Atlántico a la Casa de Oro o al tesoro
del emperador Alejandro. El Coliseo, al pie del monte Oppio, no es
tan bello como una tormenta».
En cuanto había tormenta, el grabador salía de su casa y erraba
por los montes.
Claude, a quien llamaban el Lorenés, le dijo un día a Meaume el
Grabador: «¿Cómo podéis saber lo que se oculta bajo la apariencia de
todas las cosas? Yo no lo consigo. Jamás he sabido adivinar los
cuerpos femeninos que deseaba a través de las telas que me separaban
de esas formas. No veía más que los colores y sus irisaciones. Una y
otra vez me han sorprendido mis errores».
Meaume le contestó: «Sois pintor. No sois un grabador dedicado
al negro y al blanco, es decir, a la concupiscencia. Una vez, en un
puerto libre de Flandes, me sentí trastornado».
Claude Gelée, llamado el Lorenés, dijo: «Si no hay apariencias de
este mundo, no se pueden pintar imágenes de él. Sólo se puede pintar
la luz que quema sus formas.
—¿De qué luz habláis?
—Hablo de la luz que lo ilumina.
—¿Y creéis que el sol quema la tierra que ilumina?
—Sí.
—Quizá tengáis razón.
—Creo que la luz del sol es lo único bello, porque permite
descubrir todas las cosas. Por eso ahora vivo en Roma y no en Saint-
Dié o en Lunéville.
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—¿Pero de qué sirve pintar, si todo se consume?
—Cada cual aporta su astilla a la hoguera que ilumina el mundo.
—No puedo negar que yo, con mi agua ácida, añado algo a lo que
quema».
El grabador guardó silencio un breve momento.
Después, apartando la mirada para dirigirla a su terraza, dijo:
«Sin embargo, no creo que tengáis razón. Hay una apariencia propia
de este mundo. A menudo hay sueños. A veces hay que retirar la
sábana de la cama y descubrir los cuerpos que se aman. A veces hay
que mostrar los puentes y los caseríos, las torres y los miradores, los
barcos y los carros, las personas en sus habitaciones con sus animales
domésticos. A veces basta la bruma, o la montaña. A veces basta un
árbol que se inclina empujado por las ráfagas de viento. A veces
incluso basta la noche, más que el sueño que devuelve al alma la
presencia de lo que le falta o de lo que ha perdido».
XI
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En el segundo grabado, Meaume el Grabador se ha dibujado a sí
mismo y ha ocultado su rostro desfigurado bajo un gran sombrero de
paja. Atraviesa el pórtico, muy oscuro, de la pequeña iglesia de
montaña. El pórtico dista unos cuantos metros de la iglesia.
Esta serie de grabados a la manera negra, fechada en 1656,
conmemora el largo periplo que Meaume el Grabador hizo con
Abraham Van Berchem huyendo de los franceses durante el verano de
1651.
En el aguafuerte, el grabador camina entre las tumbas. Camina
entre los hombres de antaño, que duermen.
Luego, las dos sombras llegan a la nave negra. El suelo está
cubierto de múltiples y diminutas esquirlas. Bajo los pies crujen los
vitrales amarillos que se han hecho añicos o, acaso indemnes, se
quiebran bajo las suelas de las botas. Es como una ventana en una casa
de comidas que da a un pequeño canal. No hay Dios.
Tampoco estaba Dios en este pequeño dibujo de una iglesia
oscura. Sólo la ruina del lugar bajo la luz. Sólo el viento podía
confundirse con la divinidad venerada en este santuario vacío en la
ladera de la montaña.
El viento silba a veces.
Las telas, que caían en jirones a lo largo de los muros del recinto,
se agitaban dentro de la nave bruscamente, a sacudidas, como si
estuvieran vivas.
De la cruz sin víctima que se alza en el altar mana polvo de
madera sobre las manos de Juan y el rostro de María.
La campana se ha derrumbado cerca de la bóveda de la sacristía.
También la campana está en el tiempo de antaño. Es el cuarto
grabado. La gran campana de bronce se ha hundido un poco en el
embaldosado de piedra roja. Junto a ella sólo queda el vestigio
polvoriento de una cuerda.
Este sonido que sólo era polvo sobre el mármol carmesí es puro
dolor. Ni siquiera un golpe de viento rozando el suelo del lugar habría
hecho sonar el bronce; sólo habría dispersado y borrado ese vestigio
de cuerda, prueba del abandono provocado y de la queja perdida.
En el quinto grabado negro, ambos se marchan. Descienden otra
vez al valle. Hace un calor tórrido, la hojas de los árboles están
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inmóviles, el silencio es opresivo. El aire ya no se mueve. Es casi miel
o leche espesa y pastosa de silencio. Es una masa blanquecina sin un
solo signo.
Ya no hay hombres en la tierra. Abraham y Meaume aprovechan
para avanzar al descubierto.
Durante todo el día siguieron un camino vacío y cubierto de
espejismos que ondulaba como el agua delante de ellos.
No hay avispas. No queda ninguna mosca en el aire que pesa
sobre el suelo.
La hierba amarilla bajo los pies, dura y cortante.
La noche pirenaica ha invadido ya, no el cielo, que sigue siendo
azul sobre los picos, sino el valle. En este grabado a la manera negra
las tinieblas han devorado la aldea, el camino, el puente, todas las
granjas y los establos. Pues la sombra de la montaña proyecta una
verdadera tiniebla que parece casi carmesí a fuerza de negrura. Salvo
un tramo del camino que trepa por la ladera del pico que hay enfrente.
Un tramo de color rosa que escapa al negro.
Lo vemos rosa.
Abraham y Meaume se perdieron.
Se habían extraviado en el fondo del valle, en el bosque más
espeso. Ya no había luz. Ni camino. Hacía mucho tiempo que ya no
había un camino en el mundo. Abraham iba delante. Caminaba
lentamente, en silencio. Vieron el lindero del bosque. Abraham
avanzó. Se detuvo junto a una joven religiosa que pastoreaba a sus
cabras.
—Hermana, ¿podríais decirme dónde estamos?
—¿Os habéis perdido?
—Sí.
—Estamos en el reino de España —murmuró ella—. Estoy
avergonzada.
Entonces la joven religiosa se acarició con los dedos el dorso de
la mano izquierda. Alzó los ojos hacia Abraham Van Berchem y le
sonrió.
—No lo creo así —respondió, sin embargo, el anciano, sonriendo
a su vez para contestar a la expresión regocijada de la joven.
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—¡Dios os oiga! —exclamó la religiosa—. No sé cómo deciros
cuánta sería mi alegría. Me gustaría tanto que no estuviéramos en este
país de mierda...
Después, su cara se ensombreció. Entonces dijo tristemente:
—Temo que ya no estemos en la tierra.
En ese momento, Abraham le cogió la mano.
La joven religiosa no la retiró.
Repetía:
—¿Estamos en la tierra?
Él dijo:
—¿De verdad lo creéis?
Ella se echó a reír. Él le soltó la mano de inmediato y se
separaron.
Meaume el Grabador se volvió al cabo de una veintena de pasos.
La joven religiosa estaba acuclillada en la sombra impenetrable del
bosque, con las nalgas descansando en las pantorrillas, medio oculta
por los troncos de árbol que se habían derrumbado en la ladera de la
montaña, frente al bosque. Eso es lo que grabó.
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—Hace tanto calor... De buena gana bebería un poco de vino a
guisa de bienvenida.
—Desde luego.
—¿Quién es? —preguntó de repente Esther desde el piso de
arriba.
Hacía tiempo que la vieja provocadora de naufragios se había
retirado a las malezas.
—¿Quién sois? —repitió Marie. Estudió aquella cara de cuero
lavado, los ojos redondos, brillantes, atentos.
—Me llamo Meaume.
Marie no contestó. Entró en el cuartito vecino, que olía a
champiñones, y cogió una estampa. Se la tendió.
Meaume murmuró:
—¿Os la ha vendido el curtidor?
—El buhonero.
—Si así lo preferís.
Porque el buhonero había sido curtidor. Entonces Meaume se
acercó. Cogió las dos manos empapadas de sudor de la joven. Le dijo:
—El viejo Abraham estará aquí antes de que acabe el mes.
Hemos tardado mucho, porque hemos pasado por España.
Ella vio la caja de madera en mitad de la sala. Preguntó:
—¿Cómo habéis conseguido subir esta caja por el sendero?
—No he venido por el sendero. He venido por el bosque. Son mis
planchas y mis buriles. Es mi libro maestro. Mi pobre tesoro.
Pero Marie siguió mirando la caja con insistencia. Meaume dio
unos pasos, se inclinó, la abrió. Ella vio las planchas de cobre nuevas,
y otras corroídas por el verdigris. Era grabador. Entonces se decía
aguafuertista.
—Va a ser difícil daros alojamiento.
—Habrá una cuadra —dijo Meaume.
—No.
—Habrá una granja.
—No.
—Habrá un establo.
—Sí.
—Con eso bastará.
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—¿Y para trabajar?
—¿Qué hace falta? —preguntó la vieja Trognon, que había
aparecido bajo la enorme viga horizontal de la puerta.
—Nada. Nada.
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XIV
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segundo dibujo fue para el enorme rodillo de las olas encrespadas. El
tercero, unos pescadores que arrastraban sus redes sobre la arena
mojada y reluciente. Después un pescador de ostras con su rastrillo.
Marie Aidelle miraba los dibujos con admiración. Cuando caía la
tarde, Marie contemplaba la llama de la lámpara cuya luz se reflejaba
en la plancha de cobre, contemplaba la mano de Meaume que
avanzaba y la lupa que se movía al mismo ritmo, contemplaba el buril
de acero que trazaba incisiones directamente en el metal. Meaume
tenía el pulso firme. Ella se sentía bien a su lado. Marie Aidelle solía
beber por las noches. Y empezó a beber aún más. Se quedaba dormida
sobre su brazo, admirándolo en silencio. Él pertenecía a la escuela de
los pintores que pintan de una manera muy refinada las cosas que la
mayoría de los hombres consideran más toscas: los pordioseros, los
labradores, los pescadores del limo, los vendedores de almejas, de
berberechos, de cangrejos, de róbalos moteados, muchachas
descalzándose, muchachas apenas vestidas leyendo cartas o soñando
con el amor, criadas que planchan sábanas, todas las frutas maduras o
que empiezan a pudrirse y evocan el otoño, los restos de las comidas,
las borracheras, las reuniones de fumadores, los jugadores de cartas,
un gato lamiendo su tazón de estaño, el ciego y su lazarillo, amantes
que se abrazan en diferentes posturas sin saber que alguien los está
mirando, madres amamantando a sus hijos, filósofos que meditan,
ahorcados, velas, las sombras de las cosas, gente orinando, gente
defecando, los viejos, los perfiles de los muertos, los animales que
rumian o que duermen. Marie recuperaba la curiosidad de su primera
infancia, las mil preguntas que le hacía a su padre, ya muerto, o al
canónigo de Hambye, o a Toussaint, el cirujano titular. Y preguntaba
en la sala: «¿Por qué nunca habéis pintado? ¿Por qué Jacob Callot
jamás utilizó colores? ¿Por qué esos trazos, propios del arte de
Meaumus, como extrañas letras de alfabeto, para crear la sombra?».
Un día, en el acantilado, él le puso la mano en el hombro. Ella la
rechazó de inmediato. Meaume se acercó al abismo; miró las olas al
pie del acantilado. Marie le dijo entonces a Meaume el Grabador:
—Tenéis que perdonarme. En cuanto me rozan los senos, sufro
por ser una mujer. Todas las mujeres de por aquí son así.
—¿Incluso la vieja Trognon?
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—Incluso ella.
Y añadió casi enseguida, en voz más baja:
—Seguro que vos no lo sabéis, pero las mujeres que viven en este
mundo suelen tener un mal recuerdo.
Y guardó silencio.
—Por favor, habladme —añadió—. Habladme. Decidme algo.
Lloraba. Él le cogió la mano. Ella la retiró de inmediato.
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junto al Biévre. También le gustaban los libros. Tenía un juicio
independiente y una devoción casi republicana. Fue la primera en
donar una suma de varios miles de libras para construir en Port-Royal
des Champs, en la campiña silvestre y la linde del bosque que hay
cerca de Versalles, un nuevo edificio al que las mujeres pudieran
retirarse, lejos de los hombres. Allí tenía unos hermosos aposentos que
daban directamente sobre la galería de las salas de visita, con un salón
lleno de camafeos. Tenía un oratorio separado de la habitación donde
había colocado su escritorio. Construyó una amplia terraza ante las
ventanas del dormitorio, donde puso sesenta macetas con naranjos. La
señora de Pont-Carré era generosa. Daba asilo a los jansenistas, a los
republicanos, a los tiranicidas buscados por los cuerpos de arqueros, a
los judíos, a los puritanos. Abría sus brazos a todos los perseguidos.
Meaume el Grabador y Abraham Van Berchem fueron a la casa
parisina de la señora de Pont-Carré, en la rue des Mauvaises-Paroles.
Esperaron al célebre violista que les había dado cita en aquella
casa, pero éste no apareció.
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posturas, de Claude Gellée por los lugares. No se dejaba ver ni en las
mansiones de los príncipes ni en las de los cardenales. Cuando salía de
su casa en el monte Aventino, llevaba un gran sombrero de paja que
disimulaba los rasgos de su cara. Las largas murallas de Roma, de
sombra azul como los tiburones, guiaban sus pasos. Y la sombra,
según la hora, daba forma a sus paseos. Los jardines, las viñas, los
bosquecillos de olmos, los campos, las ruinas. Las masas de
buganvillas que colgaban de los viejos muros. Techos de tejas que se
desbordaban sobre los callejones llenos de tierra y de musgo
resbaladizo. Algún tiempo después, cuando su vista se debilitó tras su
regreso de Londres, solía trabajar en la terraza, en el segundo piso, a
pleno sol, bajo un sobradillo de tejas color ocre que había hecho
agrandar. A veces aún copiaba justas musicales o lecciones de música
para el gran público. Antaño, la plebe romana que se había rebelado
contra el patriciado se retiró al monte Aventino hasta que fueron
reconocidos sus derechos. Un viejo guerrero que pertenecía al cónsul
Appio Claudio desnudó su espalda y gritó: Provoco! Lo que en la
antigua lengua quiere decir: «Apelo al pueblo de Roma». A él le
gustaban los paisajes cada vez más desiertos, las ruinas cada vez más
nocturnas, los mares con un minúsculo barco a lo lejos, lo más lejos
posible, como la barca de la muerte. Abajo, a la izquierda, Meaumus
sculpsit. En invierno cerraba el ventanal. Trabajaba en la habitación
vacía donde mostraba sus estampas. A lo largo de la pared, una mesa
y dos sillas. El dosel ocultaba el lecho. Marie Aidelle durmió en ese
lecho durante casi un año.
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Declaró: "Ése es el hombre que mató hace tiempo al gobernador de la
plaza de Pig-nerol. Que me aplasten los dedos si lo que digo no es
cierto". Tras escuchar estas palabras, todos se precipitaron sobre
Abraham y empezaron a darle golpes. El anciano habría muerto si los
dos mayores no se hubieran interpuesto. El nuevo comandante de la
guarnición de Pignerol decidió que si querían hacer justicia debían
llevar a Abraham a Toulouse, que era la ciudad donde habían
asesinado al conde, puesto que se trataba de un antiguo caballero
francés. El regimiento se dividió. La tropa encargada de custodiar al
prisionero llegó a Thónes, y luego a Talloires.
En Talloires, para cruzar el lago que los separaba de la ciudad de
Annecy, los soldados requisaron dos barcas. Las cargaron demasiado,
tirando de las cuerdas para que cupiera todo y no hubiera necesidad de
hacer un segundo viaje. Los marineros izaron las velas. El viejo
Abraham observaba la maniobra, arrinconado entre dos sacos contra la
borda de la embarcación. Estaba nublado. El cargamento de sacos,
tabernáculos, armas y toneles no dejaba de aumentar y lo ocultaba a la
vista de la compañía. El viejo se dijo que no habría otra ocasión
propicia para huir. Con mucho esfuerzo, logró desatarse.
Las nubes eran tan negras que sumaban su oscuridad a la noche
que empezaba a caer.
Pasó a la chalupa que seguía a la barcaza. Nadie lo vio. Como no
tenía cuchillo, no pudo cortar la cuerda que ataba la chalupa al pontón.
Dudó. Luego se deslizó en las aguas heladas del lago de Annecy.
Quiso nadar, pero había demasiado silencio. Las nubes corrían hacia
el Este como animales al galope. Los soldados y los marineros las
miraban pasar sobre sus cabezas, a pocos metros de sus rostros. En las
montañas son así. Si hubieran estirado el brazo, las habrían tocado.
Por fin, las estrellas volvieron a aparecer en la bóveda nocturna.
La ráfaga de viento se interrumpió de pronto.
Abraham no sabía si aún podían verlo desde las barcas. Flotaba
como un madero bajo la luna. Sólo movía los pies, los muslos y los
brazos, despacio, para que el frío cortante del lago no le calara los
huesos. Así pasó la noche. El cielo se volvió más pálido. Tenía la
sensación de ser un trozo de hielo que las corrientes arrastraban a su
antojo. Con la cabeza vuelta hacia la orilla, miraba a la luz de la
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aurora el páramo que empezaba a llenarse de brumas errantes.
Respiraba con dificultad.
Abraham le contó a Meaume que de repente olió el perfume acre,
fresco y delicioso de los pinos reales en el aire de la mañana. En ese
momento empezó a nadar.
Alcanzó la orilla silenciosa. Todo era silencioso y azul. Se quitó
una a una las prendas que vestía; las colgó de las ramas o las extendió
sobre las rocas para que les diera el sol. Se quedó de pie, desnudo, en
mitad del silencio y del alba, mirando la montaña y estremeciéndose
bajo un rayo de sol.
En la montaña encontró un aprisco donde el suelo estaba seco. Se
acostó y durmió. Luego se dirigió a Verceil. De allí, a Asti. En
Genova, el barco puso rumbo a Toscana.
La nave atracó en Porto Santo Stefano, en Civitavecchia. Y luego
en Ostia.
Cuando llegó a Roma, el anciano subió la empinada escalera de
Meaume».
Meaume dijo: «Acababa de comer. Todavía me estaba
enjuagando la boca. La criada me sostenía el plato para que escupiese.
Anunciaron a un caballero anciano y polvoriento que esperaba en la
puerta de las habitaciones del segundo piso. ¿Querría el señor
Meaume el Grabador recibir a un hombre de Berchem? Me precipité
abajo.
Abraham, que todavía se hallaba en el vano de la puerta que da a
la escalera de piedra, me dijo: "Un día no querías seguir viviendo, y
yo te salvé. Ahora te toca a ti". Le contesté de inmediato que sus
palabras me ofendían.
Proporcionar un motivo destruye el amor.
Dar un sentido a lo que se ama es mentir.
Pues ningún ser humano experimenta otra alegría que no sea la
sensación de estar vivo cuando esta sensación se vuelve intensa.
Y no hay otra vida.
Instalé al viejo caballero de Berchem en la terraza. Lo obligué a
tumbarse bajo el sobradillo de tejas doradas donde solía trabajar en
primavera para que descansara. Y él se adormeció. Yo corrí por la
orilla del Tíber. Llegué a la tienda del vendedor de estampas de la vía
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Giulia. Reuní todo el dinero que pude para que nos marchásemos a
toda prisa».
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todos los egipcios y judíos que pudieron encontrar. Desguazaban los
carromatos para convertirlos en leña.
XXII
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sólo es una dispersión. A medida que envejezco, me siento mejor en
todas partes. Ya no resido demasiado en mi cuerpo. Temo morir
cualquier día de estos. Siento que mi piel se ha vuelto demasiado fina
y porosa. Y me digo a mí mismo: "Un día, el paisaje me atravesará"».
—¡Yo os amaba! —gritó el grabador.
Meaume abrazó al anciano y le besó en las mejillas.
Se adentró en el agua, agarrándose al pilar de madera del
embarcadero. El agua le llegaba a las rodillas.
Desde allí se dirigió al lodo de la orilla. No se volvió. Estaba
emocionado. Le temblaban los labios. Por sus mejillas empezaron a
resbalar las lágrimas. «Un día, el paisaje me atravesará», fue la frase
que Abraham Van Berchem dijo a Meaume el Grabador antes de
marcharse y morir. Quend es un hermoso nombre.
La manera negra es un grabado al revés.
En la manera negra, la plancha se graba por completo desde el
principio. Hay que aplastar el grano para hacer surgir el blanco. El
paisaje precede a la figura. Ludwig von Siegen inventó la manera
negra en 1642. Un año después, en Bruselas, Siegen reveló su secreto
a Ruprecht del Palatinado, que lo introdujo en Inglaterra en 1656. Sólo
existen veinticuatro grabados a la manera negra de Meaume, todos
realizados tras la muerte de Abraham.
En ciertas lenguas llaman cuna al graneador que raspa toda la
plancha en la manera negra.
Cada forma parece surgir de la sombra como un niño del sexo de
su madre.
XXIII
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Marie sentía un olor maravilloso a selva negra, a helechos, a
champiñones.
Los hombros redondos y pálidos.
Suaves como la seda son los senos, llenos de leche, impregnados
de un olor que atraería siempre. Ambos guardaron silencio.
Marie se cubrió los senos y se levantó. Meaume la siguió. Ella se
volvió y le dijo: «Si hubiera querido que me siguierais, creo que os lo
habría dicho».
Meaume se detuvo en el acto. Simplemente, su labio superior
tembló otra vez de tristeza. Aquí, en Berchem, Marie Aidelle le
negaba de nuevo su alcoba. Se dijo: «Es por mi cara». Y cerró la
puerta tras ella. Después cerro la puerta de la casa renacentista detrás
de él. Se marcho a Anvers, que no había pisado desde que su rostro
quedo desfigurado.
XXIV
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no era el deseo, sino la curiosidad. Andaba errante.» Después, le
abandonó. Subió a un barco. El barco atracó en el condado de Niza.
Un carruaje la llevó a Lyon.
XXV
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violentamente turgente, justo delante del espejo donde se refleja la
vela que los ilumina. El espejo y la vela están encima de una mesita
con la encimera taraceada.
Finalmente, no ya un grabado a la manera negra, sino una punta
seca, una de las composiciones luminosas de Meaume. En el centro
del grabado, Marie Aidelle saca del pozo un cubo chorreante de agua.
Un hombre sentado en el brocal, de espaldas, se saca una chinita del
zapato (sin duda el propio Meaume, ya que se le ve de espaldas).
Delante de él, con un remo en la mano y los pantalones bajados,
Oesterer. Una mujer delgada (Esther) le seca el pene con un paño
blanco. A la derecha, un asno.
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XXIX
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declararon no haber visto jamás la menor huella de polución nocturna
en las sábanas del hijo mayor. Zerra pidió a los padres que
reflexionaran antes de prometer a su hijo. Pero el cabeza de familia no
le hizo caso. Importantes y antiguos intereses obligaban al hijo mayor
a unirse a la muchacha que le estaba destinada desde la más tierna
edad.
Eugenio nunca logró consumar el matrimonio con su esposa.
La joven, que seguía intacta, se quejó a su familia, y ésta se hizo
eco de su angustia. De hecho, la familia política amenazó con
impugnar el matrimonio si su hija no perdía pronto la honra, además
de disfrutar de un poco de alegría natural.
Consultado de nuevo, Zerra prescribió otra vez las fascinantes
imágenes de Meaumus, y sugirió a la joven esposa que ayudase a su
marido a conseguir la consistencia del deseo valiéndose de todos los
dedos de las manos. El joven se mató el 22 de mayo de 1664. Los
grabados fueron retirados del comercio. Cargaron en una carreta las
planchas de cobre y todas las tiradas que había en la tienda de
estampas con el rótulo de la cruz negra, ya fueran de la mano de
Meaume o de las de otros artistas, y las llevaron a cincuenta metros de
allí, al Campo de las Flores, donde fueron quemadas y fundidas
delante de la muchedumbre. Es una de las razones de que queden tan
pocas cartas eróticas directamente impresas con las planchas
originales de Claude Mellan o de Meaume el Grabador.
XXX
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negro desabotonado que deja ver la anatomía, muy hermosa. Está
vuelto de izquierda a derecha y mira de frente, sentado. Tiene las
piernas abiertas. Su deseo se destaca sobre el telón de fondo de un
tapiz de Flandes. Su mano derecha señala unas bellas caracolas
marinas sobre un taburete plegable colocado donde el tapiz de motivos
florales se levanta un poco. A la izquierda, en el cartón que hay en la
mesa, bajo su mano izquierda, se lee de principio a fin la frase
"Colección de Estampas Nocturnas": se trata del famoso libro maldito
de 1650. El personaje ya tiene cierta edad. Su aspecto general es de
tristeza. La cabeza, sumida en las sombras del tapiz y de la repisa de
piedra que hay más arriba, tiene algo espantoso. Toda la luz, cuya
fuente no se ve, cae sobre el vientre y las partes naturales en violento
turgor». Este grabado a la manera negra no se ha vuelto a ver desde
1882. No cabe duda de que es posterior a la quema de libros e
imágenes desnaturalizadas en el Campo dei Fiori en mayo de 1664.
Nunca ha sido reproducido.
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amante muerto, que flota de espaldas, desnudo, con la cabeza
violentamente echada hacia atrás, mientras las olas juegan con él
como con una rama rota.
XXXII
XXXIII
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Ocurrió que a un joven oriundo de Magdeburgo, cuyo apodo era
Oesterer, le gustaban los hombres. En la década de 1640 se educó con
Abraham Van Berchem en Anvers. Ocurrió que estuvo esperando en
Quend, en compañía de Marie Aidelle, cuando Abraham y Meaume el
Grabador, huyendo de la ferocidad de los soldados franceses,
intentaban reunirse con ellos por mar. En el torneo de los almadieros
del Authie, en la primavera de 1651, Oesterer concursó en nombre de
los alfareros. Y, para disgusto de todos, se convirtió en rey. Entonces
los almadieros se reunieron y, en contra de la opinión de los
marineros, de los pescadores del limo, de los pescadores de mar, de
los alfareros y de los estañadores, decidieron anular el torneo.
Organizaron una segunda competición, en la que Oesterer dio una
mano en prenda, que, por supuesto, perdió. Un competidor da una
mano en prenda cuando deja que se la aten a la espalda. Es imposible
luchar sobré el agua con una mano atada, porque entonces el
equilibrio del cuerpo es demasiado precario. Según parece, sólo un
almadiero podía ser rey del año en cada río. Pero esta injusticia de los
almadieros y de la lugartenencia del puerto de Quend provocó en
Oesterer un ataque de rabia que ni Marie Aidelle ni el posadero ni los
alfareros que le habían elegido su campeón consiguieron calmar.
El almadiero avanza sobre el agua, sosteniendo en la mano el
arpón que le permite empujar hacia la orilla los troncos que flotan en
el Authie. Esta imagen figura en la plancha de plata firmada Abril.
1665, Meaum. Sculps.
El hombre se volvió de repente hacia Oesterer y le atacó con el
arpón.
Al principio, Oesterer esquivó el gancho.
Cuando Oesterer oyó que el almadiero que le agredía respiraba
cada vez más deprisa, aprovechó para matarlo.
Oesterer siempre luchaba de oído.
Cuando bajó la marea y el posadero de Quend descubrió el
cuerpo, que golpeaba el pontón, amenazó al austríaco con llamar a los
soldados ingleses.
Oesterer abofeteó al posadero durante un cuarto de hora largo.
Señaló el montón de ropa planchada que había sobre la mesa.
—¿Dónde la han lavado? ¿En el lavadero?
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—Sí —contestó el posadero, rojo como una amapola. Oesterer no
quería ponerse ropa lavada en la ciudad. Porque en la ciudad había
lavaderos fúnebres. El joven Oesterer llamaba «lavaderos fúnebres» a
los lavaderos de donde se sacaba agua para asear a los muertos. Según
Oesterer, ese agua traía mala suerte. Fue a un ropavejero de un pueblo
vecino y cambió la ropa lavada en Quend por una ropa que no le
gustó. Así que se resignó a robar un traje azul claro en casa de un
burgués. Pero un hombre que había visto al joven austríaco matar al
almadiero le seguía a todas partes. Espiaba a Oesterer a todas horas, y
todo el mundo lo veía espiar. No había carnicería, ventana, taberna o
pequeña barraca en las dunas donde no lo hubieran visto preguntar.
Marie Aidelle le señaló a Oesterer la presencia de aquel hombre que
hablaba contra él.
Marie Aidelle le murmuró a Oesterer que tenía una idea. El le
pidió que se la contara. Ella se la confió. El se echó a reír.
Un día en que el hombre se había acuclillado y escuchaba con la
oreja pegada a la puerta de los alfareros, Oesterer, que era su
campeón, lo inmobilizó, sujetándole las manos. Entonces, con un
clavo y un martillo, Marie le clavó la oreja a la puerta.
El hombre se quedó allí, agachado y clavado. Todo el pueblo fue
a verlo. Incluso los estañadores fueron a verlo y se rieron. Le quitaron
los calzones y le desgarraron la camisa. Él no sabía cómo sacar el
clavo sin arrancarse la oreja. Gritaba que lo desclavaran, pero nadie se
atrevía. La víctima de este maltrato le pidió a una mujer que pasaba
que le tapara la cara con un pañuelo para que nadie viera la vergüenza
que le daban su posición y las necesidades que se hacía debajo. Sus
palabras ablandaron a la mujer, pero le dejó hablar, porque temía la
furia del campeón de los alfareros. Ella era estañadora. Al final, una
noche, el hombre se arrancó la oreja y nadie volvió a verlo. Mientras
que, hasta entonces, todo el mundo despreciaba al joven austríaco por
sus costumbres, desde aquel día todo el mundo lo respetó. Pero los
madereros le odiaban. Marie Aidelle guardó la oreja en sal dentro de
un tarro de cerámica, y luego en el tarro de cristal que estuvo en el
taller de Meaume, señalado en el inventario romano sin que se sepa la
razón. No hay noticias de que Meaume hiciera grabados de orejas.
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Roma. Sé que vende sus aguafuertes en la via Giulia. El vendedor de
estampas no ha querido darme su dirección. ¿Conocéis vos a ese
grabador?
—No. No le conozco —contestó Meaume en flamenco, sin darse
la vuelta.
Entonces el hermoso joven, aunque tenía las manos atadas a la
espalda, se arrodilló sobre la tierra batida, delante del jergón. Le
preguntó en flamenco, con más insistencia, al hombre a quien acababa
de herir:
—Ese grabador se llama Meaumus. ¿Le conocéis?
—No. No le conozco —contestó Meaume.
—En la bolsa que me han robado había un grabado que Meaumus
había hecho del rostro de mi madre. Me parezco tanto a esa imagen
que cualquiera que la viese se confundiría —siguió diciendo el joven,
en flamenco—. Esa imagen habría acabado con cualquier discusión.
Habría acallado todas las dudas. Y ya no la
tengo.
—Puede que encuentren al ladrón, o vuestra bolsa
—dijo Meaume.
—¡Eso espero! —exclamó el joven.
En ese momento, el cónsul de Flandes y de los Países Bajos entró
en la choza del campesino.
—De nuevo os ruego que me perdonéis, señor —repitió en
flamenco el hermoso joven arrodillado, que se apretaba contra el
jergón de paja en el que estaba acostado Meaume—, por haber creído
que erais vos el hombre que me había robado la bolsa de viaje.
Mientras tanto, el cónsul, el médico y los arqueros habían
empezado a discutir.
Meaume se volvió entonces hacia el grupo de arqueros y dijo en
italiano:
—¡Dejad marchar a este joven!
Pero los cuatro arqueros no estaban dispuestos a que así fuera.
Meaume levantó el torso como pudo y logró enderezarse en el lecho
del campesino. Tenía el rostro cubierto de sudor. La sangre enrojeció
el paño que le rodeaba el cuello. Le lloraban los ojos. Le goteaba la
nariz. Jadeaba. Su fealdad era aún más repelente que de costumbre.
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Sacó una bolsa de sus calzones. Le dio una moneda de oro al médico
que le había cuidado. A los arqueros les dio cuatro monedas. Uno de
los arqueros puso de pie a Vanlacre tirando de su camisa, y le desató
las manos. Los arqueros ordenaron al médico que redactase un
informe para llevarlo a su guarnición. Pidieron al revendedor de loza y
al cónsul que incribieran su nombre en él. Luego se lo pidieron al
sacerdote. También firmó Vanlacre. Luego, el joven se dirigió por
última vez a Meaume, que seguía tendido en el lecho de paja; éste
siguió sin reconocerle; el joven se arrodilló de nuevo; besó la mano
del grabador; continuaba balbuceando su ininteligible «¡Perdonare
mihi! ¡Perdonare mihi!»; volvió a ponerse de pie bruscamente; ni
siquiera saludó al cónsul de Flandes, ni a los arqueros, ni al sacerdote,
ni al revendedor de loza. Ya ha salido de la choza. Las gallinas pían.
El corre por la colina.
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vuelven a sus cuerpos cada anochecer y se acuestan contra sus
costados, pero no por eso duermen; no son más que los juguetes de la
noche, atados por la escena invisible que los ha engendrado y que
arroja su sombra por todas partes y sobre todas las cosas».
«No entiendo nada de lo que decís» —le contestó Claude Gellé.
Meaume se quejaba de que ya no conseguía dibujar. Le costó un
esfuerzo ímprobo componer un frontispicio que representaba una
mujer llorando y mirando una llanura lejana, y un caballito. Se lo
había prometido a Anne—Thérése de Marguenat para su Libro sobre
la cortesía, la voluptuosidad, los crímenes y los sentimientos
placenteros. Una tarde le dijo al lorenés:
«Lo esencial de mi vida se ha cumplido. He visto dos o tres cosas
por primera vez».
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Marie palideció. Después se llenó de ira y dijo con violencia, en voz
baja: «Desde que nací no he visto a ningún hombre que se entregase
del todo a la mujer que amaba. Y nunca he visto a un hombre que no
buscase en su compañía algo sumiso, agradable, perfumado, nutricio,
aprobador, una envoltura tibia y suave, una parte de su reproducción,
el recuerdo de la madre. Las ausentes siempre están ahí. Las grandes
ausentes son cada día más altas, y la sombra que proyectan más opaca.
Lo que hemos perdido siempre tiene razón. Yo digo que el amor es
una sucia superchería». Entonces fue a la habitación donde Meaume el
Grabador agonizaba a los cincuenta años de edad, le cogió la cabeza
entre los brazos y le acunó hasta que murió. Así fue como entregó el
alma. Ella no lloró cuando él estuvo muerto, pero todo el mundo que
iba y venía en casa de Catherine veía lo desgraciada que era Marie
Aidelle, y no por el ayuno de las Natales. Parecía que la habían
abandonado.
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cuatro ruedas forrada de sarga negra. Una capa, dos chaquetones,
cuatro camisas y tres calzas.
Los dos caballos fueron vendidos.
El gato se lo dieron a una de las criadas.
«Meaume el Grabador, ciudadano de la Villa de Roma, aprendió
a dibujar con Follin. Aprendió los rudimentos del oficio de fabricante
de naipes y las sombras con Rhuys el Reformado en Toulouse.
Aprendió la talla dulce y la técnica del aguafuerte con Johann
Heemkers en Brujas. Aprendió a grabar los paisajes de la naturaleza
cuando llegó a Roma, en el taller de Claude Gellée. Había nacido para
un arte que exige sangre fría y mucha paciencia. El aguafuerte le
quemó la cara. No pintó nunca. Daret obtenía las sombras cruzando
las tallas; Mellan, abriendo surcos paralelos; Meaume, yuxtaponiendo
pequeñas y extrañas letras. Pedía diez mil libras por cobre. La estampa
costaba media libra, y la imagen menos todavía. Se negaba a ejecutar
letras grises, viñetas, escudos de armas, títulos, florones, tarjetas,
finales de capítulo. Sólo existe un retrato de Meaume, debido a Poilly
d'Abbeville, que lo representa sentado en la campiña romana,
iluminado por los rayos del sol poniente que caen sobre los animales
que pacen, con los rasgos de un san José, leyendo, la mano izquierda
apoyada en un viejo muro, los dedos cubriéndole la oreja. Abajo, a la
derecha: F. Poilly scul. Pascet Dominus quasi Agnum in latitudine. El
primero entre sus amigos era Claude Gellée. Aunque nació antes que
Meaume, le sobrevivió quince años; como él, era originario de una
familia lore-nesa; luego venían Michel Lasne, normando; Weyen,
flamenco; Abraham Van Berchem, holandés; Ruprecht, del
Palatinado; Honthorst, de Utrecht. Enseñó durante dos estaciones a
Abraham Bosse Tourangeau. Abraham Bosse pasó dos estaciones en
Roma sin que nadie lo supiera, porque era protestante. Realizó su
aprendizaje con el nombre de Aquila. Abraham Bosse había elegido
ese nombre por la advertencia que Dios hace a Job en la Biblia: Et
ubicumque cadáver fuerit, statim adest aquila. (Allá donde hay un
cadáver hay un águila) (Job, XX-XIX, 30). En París, Meaume el
Grabador le compraba el barniz al fabricante de instrumentos de
cuerda Pardoux, en la isla de la Cité, porque era el más duro que podía
encontrarse y adquirirse. Descubrió que el barniz negro de los
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fabricantes de instrumentos de cuerda permitía un trazado tan seco, a
la punta, que los artistas más expertos en este procedimiento lo
confundían con el buril. Meaume el Grabador le enseñó este
procedimiento al señor Bosse, que lo anotó en su libro. Catharina Van
Honthorst mandó grabar en letras latinas sobre la lápida: "Murió
maduro para el cielo, pero no para la muerte. Su nombre vivirá
eternamente. Stabit in aeternum nomen"».
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una mayor violencia. Esta violencia impone de inmediato su silencio a
quien se enfrenta a ella». Esta afirmación de Meaume el Lorenés
parece responder a la de Mellan de Abbeville, que decía haber
grabado siempre sus cuadros con más fuego y más libertad de los que
manifestaban los pintores, sometidos como estaban a una multitud de
colores y a la tentación de seducir. Mellan llegaba a decir: «Lo que ha
arrastrado a los mortales a su perdición desde el primer fruto es la
profusión de pinturas y tintes».
Cinco planchas dedicadas a Marie Aidelle y firmadas como tales.
Una mujer vieja de espaldas, sentada en un escabel, se calienta las
manos al calor de un brasero. Junto a ella, un gato. Dos llaves cuelgan
de su cintura. En el dorso de su mano derecha, extendida sobre la
mano izquierda, un caracol saca la cabeza y despliega sus
cuernecillos. Es un grabado extraño.
El sol está en su cénit. Desde la terraza se ven los tejados de
Roma, más abajo. El sobradillo protege una larga mesa de seis pies.
Encima de la mesa hay dos planchas de cobre barnizado. Debajo del
tablero de la mesa, dos pilas para el agua ácida. En la habitación
interior, la fuente de luz proviene de una ventana con los cristales de
losange. A la derecha de la ventana de piedra, los pliegues de la
cortina de un dosel ocultan la cama y el baúl que guarda el tapiz
homérico. Delante de la ventana hay una mesa grande, de cuatro pies,
vacía. Junto a las paredes hay dos sillas con reposabrazos, para recibir.
Una chimenea con repisa. No hay nada más en la habitación.
Mujer impúdica. Júpiter, inflamado de deseo, se inclina sobre el
cuerpo de Antíope dormida. La hija del rey de Tebas tiene el brazo
doblado por encima de la cabeza; la boca abierta; los muslos
separados; su cuerpo parece feliz, pero su rostro refleja el horror. Hay
en su mirada algo parecido a los celos de Nicteo. El dios del Olimpo
inclina la cabeza justo sobre las partes genitales de Antiope.
Contempla el sexo de la maravillosa joven. La mano derecha divina
aparta las cortinas del lecho. El resto es negro. Aguafuerte y punta
seca.
Mujer impúdica. Manera negra. Personajes vistos de frente, en un
óvalo. Uno está arrodillado, el otro sentado. Este último sostiene el
sombrero en la mano derecha. Su cabeza, inclinada hacia delante, sólo
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deja ver la masa de los cabellos. El vientre está desnudo, y lo que de él
desborda se hunde en parte en la boca de la delicada joven, de esbelto
cuello, que está de rodillas. A la derecha, una colgadura deja ver las
estanterías de una biblioteca.
El Louvre y el Pont Neuf en el campo, las sombras a lo largo del
río, algunos animalillos, bajo el sol. Admirablemente grabados.
XLVII
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