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PASCAL QUIGNARD

TERRAZA EN ROMA


 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
ESPASA & NARRATIVA Título original: Terrasse á Rome
© Pascal Quignard, 2000
© Gallimard, 2000
© Espasa Calpe, S. A., 2002
© De la traducción: Encarna Castejón, 2002


 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
I

Meaume les dijo: «Nací en el año 1617 en París. En París fui


aprendiz con Follín. En la ciudad de Toulouse, con Rhuys el
Reformado. En Brujas, con Heemkers. Después de Brujas, viví solo.
En Brujas amé a una mujer y mi rostro se quemó. Durante dos años
oculté un rostro horripilante en el acantilado que se alza sobre
Ravello, en Italia. Los hombres desesperados viven en ángulos. Todos
los hombres enamorados viven en ángulos. Todos los lectores de
libros viven en ángulos. Los hombres desesperados viven suspendidos
en el espacio como figuras pintadas sobre las paredes, sin respirar, sin
hablar, sin escuchar a nadie. El acantilado que domina el golfo de
Salerno era una pared que daba al mar. Nunca he encontrado la alegría
con ninguna otra mujer. No es la alegría lo que echo de menos. Es a
ella. Por eso he dibujado durante toda mi vida un mismo cuerpo en los
abrazos con los que siempre he soñado. Los fabricantes de naipes que
me dieron su protección mientras trabajé en Toulouse llamaban cartas
novelescas a los juegos de cartas cuyos triunfos representaban héroes
de novela. Cartas antiguas a las que representaban a los profetas de la
Biblia o a los generales de la Historia romana. Cartas eróticas a las
que mostraban las escenas que nos engendran. Ahora vivo en Roma,
donde grabo estas escenas religiosas y estas cartas escandalosas. Las
venden en la tienda de estampas que tiene el letrero de la cruz negra,
en la via Giulia.


 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
II

En 1639, Jacob Veet Jakobsz, orfebre en la ciudad de Brujas, fue


nombrado juez electivo del año. Tenía una hija extraña y bella. Era
rubia, muy blanca, alta, ligeramente encorvada, con la cintura fina, las
manos finas, el pecho abundante, muy silenciosa. El joven grabador
Meaume la vio durante la procesión de la fiesta de los orfebres. Él
tenía veintiún años. Había terminado su aprendizaje con Rhuys el
Reformado en Toulouse. Meaume llegó de Luneville en compañía de
Errard el Sobrino, que le dejó después para ir a Mayence.
Su belleza le dejó vacío.
Le atrajo su figura estilizada.
Así que la siguió sin darse cuenta.
Pero ella sí que se dio cuenta. Meaume sorprendió la mirada que
le dirigió. Esa mirada vivió en él durante toda su vida. De inmediato le
preguntó al maestro con el que trabajaba si podía presentarlos. Su
maestro, que era famoso (era Jean Heemkers), accedió a sacarlo del
apuro sin hacerle una sola pregunta. Fueron a saludarla. Ella alzó los
párpados. Se inclinó, respondiendo a su saludo. Pero no se dijeron
palabra. Sólo intercambiaron sus nombres. Desde ese momento, él la
espió por todas partes en la ciudad franca. Estuvo en todas las misas a
las que ella asistía. Se coló en las ceremonias municipales con
diversos pretextos. Fue a todos los mercados. Participó en todos los
bailes populares y en todas las fiestas que organizaba la jurisdicción
de Brujas.
Ella, por su parte, buscaba su silueta. Lo veía ocultarse tras los
parapetos de los puentes en los canales. Tras el brocal de piedra de las
fuentes en las plazas. Lo veía confundir su sombra con la sombra
negra de los porches y con la sombra más estrecha y amarilla que
proyectan las columnas de las iglesias. Atisbar su presencia la llenaba
una y otra vez de felicidad. En cuanto él encontraba sus ojos, ella
bajaba inmediatamente los párpados. A veces era extraña y se
encorvaba, muy pálida, en los rincones, incluso a plena luz del día, y
entonces era imposible dar con ella.


 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Él consiguió hablar con su criada. O tal vez la criada fue a
buscarle. Es un dato importante, pero nadie lo sabe. Lo cierto es que
por fin se encontraron cara a cara.
Fue en una minúscula capilla lateral. En un ángulo helado.
Dentro del gran hospital de Brujas. Hace mucho frío. Están inmersos
en la penumbra parda del muro de contención. La criada vigila. Al
aprendiz de grabador no se le ocurre nada que decirle a la hija del juez
electivo. Entonces toca tímidamente su brazo con los dedos. Ella
desliza la mano entre sus manos. Abandona su mano fresca entre las
manos de él. Eso es todo. El le aprieta la mano. Sus manos se
calientan, después arden. No hablan. Ella tiene la cabeza inclinada.
Luego le mira directamente, a los ojos. Abre sus grandes ojos y le
mira. Ambos se tocan en esa mirada. Ella le sonríe. Se separan.
La joven no habla nunca. Es la primavera de 1639. Tiene
dieciocho años. Adopta una postura tan tímida que parece un poco
jorobada. Tiene un largo cuello. Siempre viste ropas severas y grises.
Meaume sabe que está prometida al mayordomo de la casa de su
padre, que además es hijo de otro amigo de Jean Heemkers. Desde ese
momento, ella se niega a hablar con su prometido. Ni siquiera quiere
comer en presencia del hombre con quien debe casarse. Le gusta
mucho comer, pero sola, en su cama, detrás de la cortina, con la criada
al otro lado de la puerta, sin que nadie pueda sorprenderla llevándose
la comida a los labios. No deja de esperar a Meaume, noche y día.
Sueña con comer junto a Meaume, en su cama. Sola con Meume en la
sombra de la cortina cerrada de su cama.

III

Meaume dijo: «En el segundo encuentro, seguí a lo largo de un


pasillo una velita clavada en una copela de cobre».
Y Meaume añadió: «Cada cual sigue el fragmento de noche en el
que zozobra.
Un grano de uva se hincha y revienta.
Al comienzo del verano, todas las ciruelas Claudias se agrietan.


 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
¿Qué hombre no ama cuando estalla la infancia?».
Ella dijo: «No lo sé».
Meaume, el aprendiz de Jean Heemkers, sigue la llama, sigue la
copela y los dedos rosados, sigue a la criada, sigue los hombros
iluminados, sigue la pared de cuero del pasillo. La primera vez que
desnuda a la hija del juez electivo de la ciudad de Brujas es en la casa
de Veet Jakobsz. Una casa burguesa corriente que da a un canal.
Colocan la vela lo más lejos posible. A la luz de la vela, la confusión
es mutua, y luego, una vez revelados ambos en toda su desnudez, la
audacia es comparable, la alegría súbita, el hambre renace casi
inmediatamente. En la hora posterior a la partida de Meaume, el
apetito de la joven aumenta cada vez más. En los días que siguen,
cuando se encuentra con el grabador, se atreve a todos los gestos que
se representan en su alma mientras duerme. Cuando no lo ve, cuando
está sola, palidece de deseo. Dice que le duelen los pechos. Le dice
que su flor, ahora siempre abierta, ahora siempre perfumada, está
empapada a todas horas. Si bien se encuentran a menudo, no pueden
unirse en cada cita. Curiosamente, cuando ella gozaba, cuando su
cuerpo lo testimoniaba con toda claridad, en su rostro nunca se
reflejaba la felicidad. Eso asombraba a Meaume el Grabador. Un día,
ella le dijo: «Me da vergüenza decíroslo, pero mi vientre es como una
brasa». Él le contestó: «No os turbéis al hablarme así. Mi sexo se
yergue cada vez que pienso en vuestra mirada, incluso cuando estoy
en la calle, incluso cuando trabajo en el taller». Poco a poco, ella
empieza a llamarle a cualquier hora. Sin importarle lo que dure el
encuentro. Aunque sólo sea un minuto. Su propia avidez, o su
inoportunidad, la confunden, pero no puede resistir el deseo de tenerlo
a su lado. En cuanto a Meaume, estas llamadas le molestan porque
tiene trabajo por hacer para Heemkers y porque la más mínima
irregularidad afecta los baños de agua ácida, pero no importa,
enseguida acude a los lugares que la criadita le indica.
En el jardín (julio de 1639).
En la alcoba, dos veces.
En el sótano, alumbrándose con una linterna sorda de hierro.
En la antigua tejería.
En la buhardilla, seis veces.


 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
En la casa de comidas.
Una vez, en una barca que ella alquiló durante todo el día.

IV

En la casa de comidas. La ventana se abre de repente, con el


ruido ensordecedor de un trueno. Sobre los amantes, que están en
plena cabalgada, cae de pronto una lluvia de esquirlas. El mayordomo
de Jakobsz, que se llama Vanlacre, se ha herido al pulverizar los
cristales de la ventana. Vacila. Le sangra el labio. Quita el tapón del
frasquito de cerámica que tiene en la mano. Está a punto de lanzar el
contenido de una botella de aguafuerte sobre Meaume, que se ha
separado del cuerpo desnudo y tan blanco de la hija de Jakobsz.
Meaume intenta ponerse de pie, todavía tiene el sexo viscoso y azul,
quiere plantarle cara a Vanlacre, avanza, se aparta, retrocede. Es un
momento tan ridículo como inútil. El prometido de la hija de Jakobsz
ha tirado el aguafuerte. La barbilla, los labios, la frente, el pelo y el
cuello de Meume se queman. El ácido alcanza la mano de la hija del
juez electivo, que da un alarido. Todos gritan, tan intenso es el dolor
de cada uno. Llevan a Meaume a casa de su maestro. Heemkers llama
a un médico, que cuida a su discípulo. Los ojos no han sufrido daños.
Ya tiene toda la cara abotargada.
Después, las heridas se llenan de pus. Sufre de un modo horrible.
Cuando baja la fiebre, Meume quiere encontrarse de nuevo con la
hija del juez electivo. Va a ver a la criada.
La criada le dice que su señora no desea recibirle. Y añade que su
señora no se ha interesado por el estado de Meaume mientras éste ha
estado enfermo.
—¿Y eso qué quiere decir? —pregunta Meaume.
—Pues que es su voluntad —contesta la criada, incómoda.
Meaume escribe a la hija de Jacob Veet Jakobsz.
El gran Heemkers, que es amigo de Jacob Veet Jakobsz, se deja
influir por éste (sin ocultarle a Meaume la autoridad que ejerce sobre


 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
él el magistrado, que hace poco más o menos lo que le place en la
ciudad franca de Brujas), sermonea a Meaume para que no vuelva a
molestar a la hija de su amigo. El joven Vanlacre tiene que pagar una
multa. Heemkers obliga a su aprendiz en el arte del grabado al
aguafuerte a aceptar la cantidad fijada por el juez. Meaume se embolsa
la suma. El joven grabador, a quien el abandono de la hija del juez
electivo y su silencio siguen torturando, parece bastante tranquilo. Ha
reanudado su trabajo en el taller de Heemkers. Barniza las planchas
con el tampón. Afila sus punzones en la piedra dos veces en lugar de
una.
Justo en ese momento, la muchacha le hace llegar una carta.

La carta de la hija de Jacob Veet Jakobsz dirigida a Meaume:


«He recibido con agrado vuestra carta, que pide noticias de mi mano.
Da fe de vuestro afecto y os lo agradezco. Tiene una brecha, pero no
está muerta. Puedo mover todos los dedos que Dios ha tenido a bien
darme. Incluso puedo agitarlos sin dificultad. Me ayudan a escribiros
sin que la crispación se apodere de ellos o estorbe su movimiento.
Habéis añadido un hermoso regalo, que me ha complacido. El retrato
que habéis hecho de mi rostro y mi pecho me favorece, tan hábil es
vuestro arte. El marco de conchas rojas es bonito. He cortado el pecho
con las tijeras, porque lo habéis grabado desnudo y no me ha parecido
decente. Cuando hace un rato, después de comer, mi mirada ha
tropezado con vuestra carta y ese pequeño retrato mío que os habéis
dignado hacer con el punzón, los ojos se me han llenado de lágrimas,
porque os digo adiós. Anteayer os estuve mirando en la iglesia. Ayer
os vi bajar por el callejón y entrar en la tienda de vuestro maestro.
Ahora sois horrible. Además, al recordar vuestra riña con Ennemond,
me doy cuenta de que peleáis muy mal. No se puede pelear peor.
Sobre todo, me reprocho haberme ofrecido a vos con impudor. He
pensado en ello y me arrepiento de verdad. Así que, hace una hora, fui


 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
a buscar a mi padre para pedirle que adelantase mi boda con el que me
quemó la mano al lanzar la botella, y él considera que tras el
desagradable escándalo que esta querella ha causado en nuestra
ciudad, y puesto que los esponsales ya se han celebrado, la noticia será
bienvenida. Para vos, mi puerta siempre estará cerrada. No
volveremos a vernos. Nanni».

VI

Unos días después, una mañana de agosto de 1639 que había


amanecido muy hermosa, Nanni le despierta. Meaume no da crédito a
sus ojos. Está allí, en su buhardilla. La muchacha a la que ama ha
vuelto. Se inclina sobre él. Le está dando golpecitos en el hombro. Él
está desnudo. Ella no codicia su desnudez. Al contrario, le arroja una
camisa sobre el vientre. Le dice en voz baja, con tono de urgencia:
«¡Escuchadme! ¡Escuchadme!».
Se vuelve como si alguien la persiguiera. Sus rasgos son los de
una mujer que tiene miedo. La angustia resplandece en sus ojos. Su
rostro es rosado, dulce, largo, enflaquecido, grave. Tiene ojeras. Se ha
recogido con sencillez el largo cabello detrás de la toca gris. Lleva un
vestido gris, una gorguera blanca. Está más bella que nunca. Se inclina
sobre él.
—Tenéis que iros de inmediato.
El durmiente se sienta en el lecho. Se frota los párpados. Se alisa
el pelo como puede.
—Tenéis que abandonar la ciudad hoy mismo.
—¿Por qué?
—Enseguida.
—¿Por qué enseguida?
—El va a venir. Quiere mataros.
Toca la cara de Meaume con expresión de horror y le dice:
—Me gustaba el rostro de antes. Me entristece que lo hayáis
perdido.

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—¿Qué habéis hecho? ¿Por qué tengo que irme a toda prisa? —
pregunta Meaume apartando con violencia su cara y su pelo de las
manos de Nanni Veet Jakobsz.
Ella guarda silencio. Acerca despacio la mano a la camisa con la
que ha ocultado la desnudez del pintor. A través de la tela aprieta con
suavidad, y luego empuña el sexo que se tensa bajo la camisa. Le
mira. Suelta bruscamente el sexo que ha endurecido. Le dedica una
hermosa sonrisa. Pero le dice, dejando de sonreír:
—Porque le he dicho que os amaba.
De repente, se echa a llorar. Se suena.
—Os habéis convertido en un hombre realmente horrible —le
dice.
—No puedo evitarlo.
—¡Francamente, no os veis a vos mismo!
Ella vuelve a meterse el pañuelo en la manga. Le dice:
—Yo quería que os matara. Ahora no quiero que os mate.
Apenas pronunciadas estas palabras, él se aparta de sus brazos.
Se levanta, se viste, baja dos pisos, llega a los aposentos privados de
su maestro, se entrevista con él y con su esposa. Se marcha sin perder
un momento.
Meaume dice: «Me llevaba mi pobre canto a otra parte. Al igual
que hay una música de la perdición, hay una pintura de la perdición».
El agua ácida es más extraña que un color.
Como tenía el rostro quemado, los que le conocían ya no podían
reconocerle.
Convirtió una desgracia en una oportunidad. Cambió su
apariencia y empezó a robar en Brujas. Se trasladó a Amberes sin que
nadie se enterase y siguió robando. Robaba, pero la amaba.
Inexplicablemente, cuando descubrió que sólo la amaba a ella dejó de
robar y de buscar la voluptuosidad en compañía de las muchachas de
la calle, que no se sentían asqueadas al ver su rostro; o para las que,
más sencillamente, el dinero era una distracción. Se fue a Mayence.
En Mayence, Meaume el Grabador encontró de nuevo a Errard el
Sobrino, con quien compartió una habitación caldeada. La habitación
era lo bastante grande para guardar las planchas, los barnices, la caja,
el caballete, las plumas de paloma, los baños. Un año después, en

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1640, la vio. Son las primeras horas de la tarde. Está sola, vestida de
azul y amarillo, delante de la magnífica campana de oro del callejón
de los Orfebres de Mayence, esperándole.
Una vez más, él es incapaz de apartar sus ojos de la joven.
Se detiene. Ella le atrae más que nunca. Se acerca a él, inclinando
ligeramente la cabeza. En respuesta a una de sus preguntas, ella
confirma que está casada desde hace diez meses. A una nueva
pregunta contesta que sí, que tiene un niño. ¿De quién? Ella no
contesta. Alza la mirada. Ríe. Le coge de la mano.
—Ven —dice.
—No —contesta él.
La mira. Luego dice que no con la cabeza. Y sale corriendo.

VII

Corre, corrió. Se fue de Mayence. Estuvo veinte días solo, sin


asomar la nariz al exterior, en un albergue de la otra orilla del Rhin,
donde se alojaba con otros seis hombres en una especie de establo.
Veinte días de sollozos sin lágrimas, con el cuerpo en el heno y su
denso olor. Después abandonó ese mundo, cruzó el Wurtemberg, los
cantones, los Alpes, los Estados, Roma, Nápoles. Ocultó su rostro en
Ravello durante dos años, sobre el pueblecito, en el acantilado sobre el
golfo de Salerno. Y por fin, en 1643, llegó a Roma, al Aventino, a la
terraza con su sobradillo, a las estampas nocturnas, a los naipes
eróticos en los que soñaba amar. En las estampas se veía el rótulo de
la cruz de Malta negra de la via Giulia. La tienda del vendedor de
estampas estaba cerca del Palazzo Farnese. Para llegar allí, el grabador
sólo tenía que caminar cien metros por la orilla del Tíber, pasar por
delante de la sinagoga, cruzar el gueto de los judíos. Firmaba en la
parte inferior izquierda: Meaumus sculpsit. Su padre había sido
fabricante de velas. Es raro que el hijo de un velero se convierta en
grabador. El padre de Lasne, el de Callot y el de Poilly eran orfebres.
Al niño, que mostraba un talento increíble para esbozar a lápiz las

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posturas naturales y las expresiones del cuerpo, para hacer surgir de la
noche las manos y los rostros, para representar las escenas viles o
humildes o vergonzosas que nunca se habían visto, lo colocaron muy
pronto.

VIII

Cumplidos los cuarenta años, Meaume decía que contaba ocho


éxtasis. A un compañero romano que le preguntó cuáles eran, le dijo:
«Un sueño, un recuerdo, un lienzo pintado por Gellée que me regaló él
mismo en el año 1651 y que representa a santa Paula en el puerto de
Ostia, una muchacha delante de los barcos en el puerto de Brujas».
Entonces dejó de hablar y meditó en silencio. Sólo había mencionado
cuatro.
Pocos días después, domingo de Ramos, otra vez en el taller de
Meume sobre el Aventino, el compañero volvió a la carga y le
preguntó al grabador por qué se había callado cuando estaba evocando
sus visiones. «Porque sufro en presencia de algunas imágenes»,
contestó Meaume. Oyeron ascender desde el callejón, todavía fresco,
el canto Pueri Hebraeorum vestimenta prosternebant in via. Los niños,
que habían salido de la nave de la Bocea della Veritá, se dirigían a
Santa Sabina. La procesión terminaba en San Pablo Extramuros con la
celebración de las vísperas delante de la tumba del apóstol, donde se
depositaban los últimos ramos.
Al cabo de un rato, la procesión salió del callejón y llegó a la
ribera del Tíber. El canto se alejó.
Y de pronto desapareció.
El grabador y su compañero trabajaban en silencio.
Durante la tarde de ese mismo día, el grabador descorrió la
cortina de terciopelo negro que protegía el lienzo del Lorenés.
Esta fue la primera maravilla que Meume le mostró a su
compañero.

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Después sacó un frasco del cofre. Era una oreja humana en un
tarro de cristal. Estaba muy descolorida. Era tan transparente como las
membranas que las ranas tienen entre los dedos de las patas.
Luego, Meume volvió al cofre y sacó un tapiz que desenrolló en
el suelo. Era obra de los tapiceros flamencos de los gobelinos; había
sido robado durante un período de disturbios religiosos a una caravana
de valones encargados de llevarla al Louvre. La parte derecha del
tapiz representaba a Ulises nadando en el mar tempestuoso, mientras
la nave zozobraba tras él. La parte principal mostraba a Ulises
desnudo en la costa de los fea-cios, chorreando agua y ocultando su
sexo a la mirada de Nausicaa, que sostiene una pelota azul en la mano.
—La cuarta maravilla —dijo— es un dibujo.
Apartó primero dos cabezas de san Juan Bautista decapitado que
estaban en el portafolios y guardó un ejemplar de la Roma Sotterranea
de Bosio, un libro lleno de escenas nocturnas. Entonces mostró una
punta seca muy clara: una muchacha de rostro alargado, con una toca
burguesa y una gorguera blanca, está sentada en una cama deshecha,
delante de la ventana abierta. Se ven mástiles y a lo lejos, a la derecha,
en mitad del amanecer blanco, una torre de mar pálida y todavía
envuelta en un halo de bruma.
Los ojos de la muchacha, que miran frente a sí, reflejan el miedo.
La quinta es un grabado a la manera negra. Representaba un
pueblo en ruinas en la montaña. Sobre él, en el límite de las nubes, un
sendero escarpado y un asno junto al abismo. A la izquierda, una
leyenda grabada: Sedens super asinam Lucius. Meaum. Sculps.
August. 1656. Luego, la cruz de Malta.
—El sexto sueño —murmuró entonces Meaume— era Nanni de
Brujas en la sombra...
Pero se interrumpió, porque ya no le quedaba voz en la garganta.
Sólo había dicho seis.
Meaume el Grabador le regaló a su compañero el grabado a la
manera negra que representaba la montaña y el sendero pirenaico
sobre el abismo. Decía: «Al ver el viejo foro convertido de nuevo en
dehesa, sentí dentro de mí una extraña alegría. Miraba la pequeña
avenida de los olmos, a todos los animales que pastaban entre las
viñas y los matorrales, a los talladores de piedra delante de sus

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hogueras, a los buscadores de monedas de plata o de oro con su laya al
hombro. No imaginaba Roma así». Al llegar a Roma, en 1643, el
señor Meume aprendió a grabar paisajes con el señor Gellée. Éste
decía del señor Meaume que su talento carecía del sentimiento del
color. Lo que preocupaba a su mano era la intensidad de la visión, y
no se cuidaba de nada más. Nunca, en treinta y cinco años de trabajo,
vio su mano. Lo que debía surgir era lo que veía en el fondo de su
cabeza, detrás de sus ojos. La visión se perfilaba en la sombra, se
destacaba del fondo, se arrancaba a una noche que no conocía la luz.
Si Meaume hubiera sido la naturaleza, sólo habría hecho los
relámpagos o la luna o las olas espumeantes del océano rompiendo
tempestuoso contra las rocas negras de la costa. O la desnudez
revelada por azar bajo la tela. O un hueso de animal o un trozo de
sílex encontrado en el suelo. Sobre los paisajes de colinas o las vistas
montañosas, el propio Meaume decía: «Creo que los lugares naturales
son animales, como nosotros. El torrente que baja o el lecho que ha
excavado son semejantes al pájaro que espera planeando en el aire o al
asno que trepa vacilante. Las bóvedas de las cavernas oscuras están
llenas de figuras que forman las constelaciones. Las osas de los
Pirineos que se yerguen sobre sus patas traseras son inmensas
carabelas que los tifones hacen zozobrar».
La versión de Grünehagen no es exactamente la misma: Un día
que grababa imágenes del paraíso en su terraza de Roma, su
compañero, que había nacido en Abbeville y se llamaba Poilly,
observó su inmovilidad y su expresión concentrada y le dijo, para
hacerle reír: «¿Creéis que en el paraíso gozaréis de unos éxtasis
comparables?». Pero el señor Meaume no perdió su seriedad y afirmó
que hasta en el paraíso se sentiría así. «Me pregunto si el mismo Dios
habrá sido capaz de imaginarlos», dijo Poilly. Meaume contestó con la
misma seriedad: «Es la materia la que imagina el cielo. Luego, el cielo
imagina la vida. Luego, la vida imagina la naturaleza. Luego, la
naturaleza crece y se muestra bajo distintas formas que, más que
concebir, inventa hurgando en el espacio. Nuestros cuerpos son una de
esas imágenes que la naturaleza ha intentado hacer de la luz».
Grünehagen añade: «El señor Gellée decía del señor Meaume, a guisa

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de broma: "Los grabadores son graves". Esto es lo que los italianos
llaman humor alemán».

IX

Este es el sueño de Meaume: está durmiendo en su buhardilla de


Brujas (el alojamiento que le ha prestado Jean Heemkers encima de
sus habitaciones, en el tercer piso de la casa que da al canal). El sexo
se tensa bruscamente sobre su vientre. La luz blanca, espesa y tórrida
del sol brilla en torno al busto desnudo de una joven rubia de largo
cuello. La luz desborda todos los contornos de su cuerpo, roe las
siluetas de sus mejillas y de sus senos. Es Nanni Veet Jakobsz. Que
inclina la cabeza. Se sienta sobre él. Lo hunde en ella de golpe. El
goza.

Algunas palabras de Meaume el Grabador, referidas por


Grünehagen. Sobre Nanni Veet Jakobsz: «El amor consiste en
imágenes que acosan el espíritu. A estas visiones irresistibles se suma
una conversación inagotable que se dirige a un solo ser, al que
dedicamos todo cuanto vivimos. Este ser puede estar vivo o muerto.
Su filiación se halla en los sueños, pues en ellos no cuentan ni la
voluntad ni el interés. Ahora bien, los sueños son imágenes. Incluso,
para ser más exacto, los sueños son a la vez los padres y los amos de
las imágenes. Soy un hombre al que las imágenes atacan. Hago
imágenes que surgen de la noche. Me había consagrado a un antiguo
amor cuya carne no se ha desvanecido en la realidad, pero cuya visión
ha dejado de ser posible porque su uso ha sido concedido a una
muestra más bella. No hay nada más que decir».

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Sobre su arte: «El barniz que el ácido va a morder debe tener la
consistencia de la miel en invierno. No hace falta decir que la
aplicación resulta penosa para la mano que lo extiende, porque tiene
que ser así de difícil. Las tallas siguen las sombras. Las sombras
siguen el vigor de la luz. Todo fluye y resplandece en un único
sentido».
Sobre los paisajes: «A decir verdad, siendo sincero, y porque no
quiero mentir, nada de lo que ha sido hecho por la mano del hombre
me gusta tanto como los bruscos paisajes de Dios. Ni siquiera un
lienzo pintado en Roma por Claude el Lorenés. Ni un grabado a buril
de Morin. Ni el puerto de Brujas. Ni el castillo de Tiberio en el golfo
de Salerno. Prefiero el océano Atlántico a la Casa de Oro o al tesoro
del emperador Alejandro. El Coliseo, al pie del monte Oppio, no es
tan bello como una tormenta».
En cuanto había tormenta, el grabador salía de su casa y erraba
por los montes.
Claude, a quien llamaban el Lorenés, le dijo un día a Meaume el
Grabador: «¿Cómo podéis saber lo que se oculta bajo la apariencia de
todas las cosas? Yo no lo consigo. Jamás he sabido adivinar los
cuerpos femeninos que deseaba a través de las telas que me separaban
de esas formas. No veía más que los colores y sus irisaciones. Una y
otra vez me han sorprendido mis errores».
Meaume le contestó: «Sois pintor. No sois un grabador dedicado
al negro y al blanco, es decir, a la concupiscencia. Una vez, en un
puerto libre de Flandes, me sentí trastornado».
Claude Gelée, llamado el Lorenés, dijo: «Si no hay apariencias de
este mundo, no se pueden pintar imágenes de él. Sólo se puede pintar
la luz que quema sus formas.
—¿De qué luz habláis?
—Hablo de la luz que lo ilumina.
—¿Y creéis que el sol quema la tierra que ilumina?
—Sí.
—Quizá tengáis razón.
—Creo que la luz del sol es lo único bello, porque permite
descubrir todas las cosas. Por eso ahora vivo en Roma y no en Saint-
Dié o en Lunéville.

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—¿Pero de qué sirve pintar, si todo se consume?
—Cada cual aporta su astilla a la hoguera que ilumina el mundo.
—No puedo negar que yo, con mi agua ácida, añado algo a lo que
quema».
El grabador guardó silencio un breve momento.
Después, apartando la mirada para dirigirla a su terraza, dijo:
«Sin embargo, no creo que tengáis razón. Hay una apariencia propia
de este mundo. A menudo hay sueños. A veces hay que retirar la
sábana de la cama y descubrir los cuerpos que se aman. A veces hay
que mostrar los puentes y los caseríos, las torres y los miradores, los
barcos y los carros, las personas en sus habitaciones con sus animales
domésticos. A veces basta la bruma, o la montaña. A veces basta un
árbol que se inclina empujado por las ráfagas de viento. A veces
incluso basta la noche, más que el sueño que devuelve al alma la
presencia de lo que le falta o de lo que ha perdido».

XI

La serie de los grabados pirenaicos a la manera negra representa,


primero, un pueblo de montaña en ruinas. En la parte inferior
izquierda: Sedens super asinam Lucius. Meaum. Sculps. August.
1656. Sobre el pueblo, en la ladera de la montaña, se extiende un vasto
cementerio. Es más grande que el propio pueblo y está más cerca de
nosotros, que miramos el grabado.
Un gran cementerio dorado. Es un inmenso jardín completamente
abandonado. Tan abandonado como la naturaleza lo estaba antes de
que el primer hombre apareciera en ella. Las piedras se han movido.
Losas que las nieves, con ayuda de los siglos y los vientos, han
desunido. El musgo las ha cubierto. La hiedra ha devorado las estelas.
La hiedra, que se aferra a todo lo que se yergue, se ha enzarzado
en las cruces y las ha aprisionado para después ocultarlas, forzarlas,
romperlas.

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En el segundo grabado, Meaume el Grabador se ha dibujado a sí
mismo y ha ocultado su rostro desfigurado bajo un gran sombrero de
paja. Atraviesa el pórtico, muy oscuro, de la pequeña iglesia de
montaña. El pórtico dista unos cuantos metros de la iglesia.
Esta serie de grabados a la manera negra, fechada en 1656,
conmemora el largo periplo que Meaume el Grabador hizo con
Abraham Van Berchem huyendo de los franceses durante el verano de
1651.
En el aguafuerte, el grabador camina entre las tumbas. Camina
entre los hombres de antaño, que duermen.
Luego, las dos sombras llegan a la nave negra. El suelo está
cubierto de múltiples y diminutas esquirlas. Bajo los pies crujen los
vitrales amarillos que se han hecho añicos o, acaso indemnes, se
quiebran bajo las suelas de las botas. Es como una ventana en una casa
de comidas que da a un pequeño canal. No hay Dios.
Tampoco estaba Dios en este pequeño dibujo de una iglesia
oscura. Sólo la ruina del lugar bajo la luz. Sólo el viento podía
confundirse con la divinidad venerada en este santuario vacío en la
ladera de la montaña.
El viento silba a veces.
Las telas, que caían en jirones a lo largo de los muros del recinto,
se agitaban dentro de la nave bruscamente, a sacudidas, como si
estuvieran vivas.
De la cruz sin víctima que se alza en el altar mana polvo de
madera sobre las manos de Juan y el rostro de María.
La campana se ha derrumbado cerca de la bóveda de la sacristía.
También la campana está en el tiempo de antaño. Es el cuarto
grabado. La gran campana de bronce se ha hundido un poco en el
embaldosado de piedra roja. Junto a ella sólo queda el vestigio
polvoriento de una cuerda.
Este sonido que sólo era polvo sobre el mármol carmesí es puro
dolor. Ni siquiera un golpe de viento rozando el suelo del lugar habría
hecho sonar el bronce; sólo habría dispersado y borrado ese vestigio
de cuerda, prueba del abandono provocado y de la queja perdida.
En el quinto grabado negro, ambos se marchan. Descienden otra
vez al valle. Hace un calor tórrido, la hojas de los árboles están

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inmóviles, el silencio es opresivo. El aire ya no se mueve. Es casi miel
o leche espesa y pastosa de silencio. Es una masa blanquecina sin un
solo signo.
Ya no hay hombres en la tierra. Abraham y Meaume aprovechan
para avanzar al descubierto.
Durante todo el día siguieron un camino vacío y cubierto de
espejismos que ondulaba como el agua delante de ellos.
No hay avispas. No queda ninguna mosca en el aire que pesa
sobre el suelo.
La hierba amarilla bajo los pies, dura y cortante.
La noche pirenaica ha invadido ya, no el cielo, que sigue siendo
azul sobre los picos, sino el valle. En este grabado a la manera negra
las tinieblas han devorado la aldea, el camino, el puente, todas las
granjas y los establos. Pues la sombra de la montaña proyecta una
verdadera tiniebla que parece casi carmesí a fuerza de negrura. Salvo
un tramo del camino que trepa por la ladera del pico que hay enfrente.
Un tramo de color rosa que escapa al negro.
Lo vemos rosa.
Abraham y Meaume se perdieron.
Se habían extraviado en el fondo del valle, en el bosque más
espeso. Ya no había luz. Ni camino. Hacía mucho tiempo que ya no
había un camino en el mundo. Abraham iba delante. Caminaba
lentamente, en silencio. Vieron el lindero del bosque. Abraham
avanzó. Se detuvo junto a una joven religiosa que pastoreaba a sus
cabras.
—Hermana, ¿podríais decirme dónde estamos?
—¿Os habéis perdido?
—Sí.
—Estamos en el reino de España —murmuró ella—. Estoy
avergonzada.
Entonces la joven religiosa se acarició con los dedos el dorso de
la mano izquierda. Alzó los ojos hacia Abraham Van Berchem y le
sonrió.
—No lo creo así —respondió, sin embargo, el anciano, sonriendo
a su vez para contestar a la expresión regocijada de la joven.

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—¡Dios os oiga! —exclamó la religiosa—. No sé cómo deciros
cuánta sería mi alegría. Me gustaría tanto que no estuviéramos en este
país de mierda...
Después, su cara se ensombreció. Entonces dijo tristemente:
—Temo que ya no estemos en la tierra.
En ese momento, Abraham le cogió la mano.
La joven religiosa no la retiró.
Repetía:
—¿Estamos en la tierra?
Él dijo:
—¿De verdad lo creéis?
Ella se echó a reír. Él le soltó la mano de inmediato y se
separaron.
Meaume el Grabador se volvió al cabo de una veintena de pasos.
La joven religiosa estaba acuclillada en la sombra impenetrable del
bosque, con las nalgas descansando en las pantorrillas, medio oculta
por los troncos de árbol que se habían derrumbado en la ladera de la
montaña, frente al bosque. Eso es lo que grabó.

XII

Marie Aidelle subía por el sendero que llevaba al mar. Se


agarraba a los matorrales, a las raíces, a los arbustos, a la retama, de
silvestre y difícil que era aquel sendero de acantilado. Tenía la
chaqueta empapada. Lo mismo que la camisa que le cubría los senos.
El sudor le chorreaba por la cara. Por fin empujó la puerta de la casa.
Iba a adentrarse en la oscuridad de la vasta sala cuando se le escapó un
débil grito; junto al hogar había un hombre desconocido, con el rostro
desfigurado. Era espantoso.
Él dijo:
—Soy horrible, lo sé.
—No, no —dijo débilmente Marie.

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—Hace tanto calor... De buena gana bebería un poco de vino a
guisa de bienvenida.
—Desde luego.
—¿Quién es? —preguntó de repente Esther desde el piso de
arriba.
Hacía tiempo que la vieja provocadora de naufragios se había
retirado a las malezas.
—¿Quién sois? —repitió Marie. Estudió aquella cara de cuero
lavado, los ojos redondos, brillantes, atentos.
—Me llamo Meaume.
Marie no contestó. Entró en el cuartito vecino, que olía a
champiñones, y cogió una estampa. Se la tendió.
Meaume murmuró:
—¿Os la ha vendido el curtidor?
—El buhonero.
—Si así lo preferís.
Porque el buhonero había sido curtidor. Entonces Meaume se
acercó. Cogió las dos manos empapadas de sudor de la joven. Le dijo:
—El viejo Abraham estará aquí antes de que acabe el mes.
Hemos tardado mucho, porque hemos pasado por España.
Ella vio la caja de madera en mitad de la sala. Preguntó:
—¿Cómo habéis conseguido subir esta caja por el sendero?
—No he venido por el sendero. He venido por el bosque. Son mis
planchas y mis buriles. Es mi libro maestro. Mi pobre tesoro.
Pero Marie siguió mirando la caja con insistencia. Meaume dio
unos pasos, se inclinó, la abrió. Ella vio las planchas de cobre nuevas,
y otras corroídas por el verdigris. Era grabador. Entonces se decía
aguafuertista.
—Va a ser difícil daros alojamiento.
—Habrá una cuadra —dijo Meaume.
—No.
—Habrá una granja.
—No.
—Habrá un establo.
—Sí.
—Con eso bastará.

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—¿Y para trabajar?
—¿Qué hace falta? —preguntó la vieja Trognon, que había
aparecido bajo la enorme viga horizontal de la puerta.
—Nada. Nada.

XIII

Grabado de Marie Aidelle en talla dulce con trazos al buril. Marie


está sentada bajo los árboles, a la orilla del estanque. Se ha quitado los
zuecos de madera. Mueve los dedos de los pies en el agua. Se ha
remangado el vestido hasta las rodillas. Él ve el reflejo de los muslos
blancos en el agua estancada, debajo de ella.
De pronto ve reflejarse en sus ojos la luz del agua. Eso está
grabado. Se ve. Se ve de tal manera que ella ha alzado los ojos para
mirarle y brillan con dulzura, profundamente. Él la desea. Va a
sentarse a su lado.

XIV

Meaume el Grabador empezaba por dibujar sus motivos sobre


papel azul. Con un poco de tiza. Bajaba hasta el mar a todas horas. Se
pasaba los días sumido en el estruendo del agua al pie del acantilado.
El sendero del Perraux, el cieno pestilente, los bancos de rocas verdes
y resbaladizas, los grandes rodillos blancos de las olas que rompen,
que avanzan con una fuerza irresistible: todas estas visiones le
parecían magníficas. La cabeza le daba vueltas. El aire era tan
violento... Era como un hombre embriagado desde hace tanto tiempo
que ya no puede salir de la embriaguez. Venía de Roma y estaba
descubriendo el Atlántico. El primer dibujo en el Perraux, fechado en
1651, fue la isla; el filo de la isla sobre el filo del horizonte. El

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segundo dibujo fue para el enorme rodillo de las olas encrespadas. El
tercero, unos pescadores que arrastraban sus redes sobre la arena
mojada y reluciente. Después un pescador de ostras con su rastrillo.
Marie Aidelle miraba los dibujos con admiración. Cuando caía la
tarde, Marie contemplaba la llama de la lámpara cuya luz se reflejaba
en la plancha de cobre, contemplaba la mano de Meaume que
avanzaba y la lupa que se movía al mismo ritmo, contemplaba el buril
de acero que trazaba incisiones directamente en el metal. Meaume
tenía el pulso firme. Ella se sentía bien a su lado. Marie Aidelle solía
beber por las noches. Y empezó a beber aún más. Se quedaba dormida
sobre su brazo, admirándolo en silencio. Él pertenecía a la escuela de
los pintores que pintan de una manera muy refinada las cosas que la
mayoría de los hombres consideran más toscas: los pordioseros, los
labradores, los pescadores del limo, los vendedores de almejas, de
berberechos, de cangrejos, de róbalos moteados, muchachas
descalzándose, muchachas apenas vestidas leyendo cartas o soñando
con el amor, criadas que planchan sábanas, todas las frutas maduras o
que empiezan a pudrirse y evocan el otoño, los restos de las comidas,
las borracheras, las reuniones de fumadores, los jugadores de cartas,
un gato lamiendo su tazón de estaño, el ciego y su lazarillo, amantes
que se abrazan en diferentes posturas sin saber que alguien los está
mirando, madres amamantando a sus hijos, filósofos que meditan,
ahorcados, velas, las sombras de las cosas, gente orinando, gente
defecando, los viejos, los perfiles de los muertos, los animales que
rumian o que duermen. Marie recuperaba la curiosidad de su primera
infancia, las mil preguntas que le hacía a su padre, ya muerto, o al
canónigo de Hambye, o a Toussaint, el cirujano titular. Y preguntaba
en la sala: «¿Por qué nunca habéis pintado? ¿Por qué Jacob Callot
jamás utilizó colores? ¿Por qué esos trazos, propios del arte de
Meaumus, como extrañas letras de alfabeto, para crear la sombra?».
Un día, en el acantilado, él le puso la mano en el hombro. Ella la
rechazó de inmediato. Meaume se acercó al abismo; miró las olas al
pie del acantilado. Marie le dijo entonces a Meaume el Grabador:
—Tenéis que perdonarme. En cuanto me rozan los senos, sufro
por ser una mujer. Todas las mujeres de por aquí son así.
—¿Incluso la vieja Trognon?

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—Incluso ella.
Y añadió casi enseguida, en voz más baja:
—Seguro que vos no lo sabéis, pero las mujeres que viven en este
mundo suelen tener un mal recuerdo.
Y guardó silencio.
—Por favor, habladme —añadió—. Habladme. Decidme algo.
Lloraba. Él le cogió la mano. Ella la retiró de inmediato.

XV

Meaume miró la fruta que Marie amontonaba en el frutero.


Acercó la vela al grueso racimo de uvas negras. Intentaba por todos
los medios que su rostro permaneciera en la oscuridad. Tenía treinta y
cinco años. Su rostro estaba bronceado; sus quemaduras, no tanto.
Acercaba la vela y tocaba los granos de uva negra. Tocaba el reflejo
de la luz sobre los granos con la yema de los dedos. Se volvió hacia
Marie. La estrechó entre sus brazos y ella aceptó bruscamente que la
abrazara. Apoyó la frente en el hombro de él. Meaume decía que ella
tenía piel de murciélago. Así de fina. Así de suave. Así de palpitante,
lisa y cálida. Entonces ella le habló del cirujano titular de la Baja
Normandía, de la piel picada de su cara, como la de Meaume. Sus ojos
se agrandaban al hablar. Pero Meaume el Grabador no quiso escuchar
lo que decía ni aquellas comparaciones con otro hombre. Montó a
caballo y se fue. A veces, Oesterer le prestaba el caballo a Meaume. A
la mañana siguiente, Meaume fue al encuentro de Marie, que había ido
al pueblo del Perreux. Ella subía por el sendero. Meaume bajó del
caballo, puso la brida en manos de la joven, cogió su cesta e hizo el
camino a pie, junto a ella.
Hacía buen tiempo. El verano estaba terminando. Los zarzales
estaban llenos de moras. Los cardos erguían sus cabezas azules
cubiertas de pelusa. El arroyo, medio seco, apenas podía correr hacia
el mar. Se estancaba en las curvas del minúsculo cauce. Las
mariposas, posadas por todas partes, ya casi no volaban; envejecían.

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XVI

Abrieron la doble puerta de la galería grande, y el señor de Sainte


Colombe entró primero. Le siguió Abraham Van Berchem. Un poco
después entraron Marie Aidelle, Meaume el Grabador y Oesterer.
Había dos largas filas de pequeños acuarios y viveros colocados
directamente sobre las losas de mármol. Cerca de un centenar.
Meaume el Grabador dijo: «Es el arca de Noé».
Pero el señor de Sainte Colombe no contestó a la observación que
Meaume había hecho para llamar su atención. Los dos ancianos
contemplaban las salamandras, los tritones, las tortugas, los caracoles,
los cangrejos que se devoraban entre sí en los acuarios dorados bajo la
suave luz de los candelabros.
—Estas salas —dijo entonces el señor de Sainte Colombe a
Abraham— son la galería de los antepasados. —Sí —dijo Abraham
Van Berchem.
—Aquí están los abuelos, comiendo todavía.
—Sí.
—Los viejos son insaciables —dijo el señor de Sainte Colombe.
A Marie Aidelle aquel lugar le pareció odioso y, recogiéndose las
faldas, se marchó a toda prisa.

XVII

La señora de Pont-Carré tocaba bien el laúd. Incluso llevaban su


laúd a la sala de visitas para que el obispo de Langres pudiera oírla
tocar. Su interpretación estaba llena de tristeza, de severidad inglesa,
de lentitud, de orgullo. Acompañaba al laúd o a la tiorba al señor de
Sainte Colombe en los conciertos privados que éste daba en su casa

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junto al Biévre. También le gustaban los libros. Tenía un juicio
independiente y una devoción casi republicana. Fue la primera en
donar una suma de varios miles de libras para construir en Port-Royal
des Champs, en la campiña silvestre y la linde del bosque que hay
cerca de Versalles, un nuevo edificio al que las mujeres pudieran
retirarse, lejos de los hombres. Allí tenía unos hermosos aposentos que
daban directamente sobre la galería de las salas de visita, con un salón
lleno de camafeos. Tenía un oratorio separado de la habitación donde
había colocado su escritorio. Construyó una amplia terraza ante las
ventanas del dormitorio, donde puso sesenta macetas con naranjos. La
señora de Pont-Carré era generosa. Daba asilo a los jansenistas, a los
republicanos, a los tiranicidas buscados por los cuerpos de arqueros, a
los judíos, a los puritanos. Abría sus brazos a todos los perseguidos.
Meaume el Grabador y Abraham Van Berchem fueron a la casa
parisina de la señora de Pont-Carré, en la rue des Mauvaises-Paroles.
Esperaron al célebre violista que les había dado cita en aquella
casa, pero éste no apareció.

XVIII

Así era entonces la vida de los pintores: una sucesión de


ciudades. Erraban. Meaume fue de París a Lavaur, luego a Toulouse,
Lunéville, Brujas. En este orden. El tercer viaje, apresurado y
doloroso, fue al lago de Como, el Milanesado, la república de
Venecia, los ducados de Parma y Bolonia. En Bolonia se convirtió en
pintor de vidrieras. Después de Bolonia llegó la terrible soledad de
Ravello. Luego, Roma. Después, España, el Perreux, Quend, París,
Amberes. Luego, Londres y Utrecht. En Roma hizo grabados para la
venta. Desde su llegada trabajó para un vendedor de estampas en la
via Giulia, cerca del palacio Farnese, recopiando estampas, calcando a
lápiz sobre una hoja, planchando el reverso de la hoja impregnada de
hollín, grabando finalmente el cobre sobre las huellas. Decían que era
discípulo de Vi-llamena por las figuras, de los Carrache por las

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posturas, de Claude Gellée por los lugares. No se dejaba ver ni en las
mansiones de los príncipes ni en las de los cardenales. Cuando salía de
su casa en el monte Aventino, llevaba un gran sombrero de paja que
disimulaba los rasgos de su cara. Las largas murallas de Roma, de
sombra azul como los tiburones, guiaban sus pasos. Y la sombra,
según la hora, daba forma a sus paseos. Los jardines, las viñas, los
bosquecillos de olmos, los campos, las ruinas. Las masas de
buganvillas que colgaban de los viejos muros. Techos de tejas que se
desbordaban sobre los callejones llenos de tierra y de musgo
resbaladizo. Algún tiempo después, cuando su vista se debilitó tras su
regreso de Londres, solía trabajar en la terraza, en el segundo piso, a
pleno sol, bajo un sobradillo de tejas color ocre que había hecho
agrandar. A veces aún copiaba justas musicales o lecciones de música
para el gran público. Antaño, la plebe romana que se había rebelado
contra el patriciado se retiró al monte Aventino hasta que fueron
reconocidos sus derechos. Un viejo guerrero que pertenecía al cónsul
Appio Claudio desnudó su espalda y gritó: Provoco! Lo que en la
antigua lengua quiere decir: «Apelo al pueblo de Roma». A él le
gustaban los paisajes cada vez más desiertos, las ruinas cada vez más
nocturnas, los mares con un minúsculo barco a lo lejos, lo más lejos
posible, como la barca de la muerte. Abajo, a la izquierda, Meaumus
sculpsit. En invierno cerraba el ventanal. Trabajaba en la habitación
vacía donde mostraba sus estampas. A lo largo de la pared, una mesa
y dos sillas. El dosel ocultaba el lecho. Marie Aidelle durmió en ese
lecho durante casi un año.

XIX

Un día, Meaume le dijo: «Cuando Abraham cruzó los Alpes


italianos en el deshielo de 1651, recorriendo a pie pequeñas etapas, su
muía se cayó, lo perdió todo, tuvo que seguir su camino con las manos
vacías y los soldados franceses lo arrestaron por vagabundo. Entonces,
un viejo soldado avanzó entre las filas y lo señaló con el dedo.

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Declaró: "Ése es el hombre que mató hace tiempo al gobernador de la
plaza de Pig-nerol. Que me aplasten los dedos si lo que digo no es
cierto". Tras escuchar estas palabras, todos se precipitaron sobre
Abraham y empezaron a darle golpes. El anciano habría muerto si los
dos mayores no se hubieran interpuesto. El nuevo comandante de la
guarnición de Pignerol decidió que si querían hacer justicia debían
llevar a Abraham a Toulouse, que era la ciudad donde habían
asesinado al conde, puesto que se trataba de un antiguo caballero
francés. El regimiento se dividió. La tropa encargada de custodiar al
prisionero llegó a Thónes, y luego a Talloires.
En Talloires, para cruzar el lago que los separaba de la ciudad de
Annecy, los soldados requisaron dos barcas. Las cargaron demasiado,
tirando de las cuerdas para que cupiera todo y no hubiera necesidad de
hacer un segundo viaje. Los marineros izaron las velas. El viejo
Abraham observaba la maniobra, arrinconado entre dos sacos contra la
borda de la embarcación. Estaba nublado. El cargamento de sacos,
tabernáculos, armas y toneles no dejaba de aumentar y lo ocultaba a la
vista de la compañía. El viejo se dijo que no habría otra ocasión
propicia para huir. Con mucho esfuerzo, logró desatarse.
Las nubes eran tan negras que sumaban su oscuridad a la noche
que empezaba a caer.
Pasó a la chalupa que seguía a la barcaza. Nadie lo vio. Como no
tenía cuchillo, no pudo cortar la cuerda que ataba la chalupa al pontón.
Dudó. Luego se deslizó en las aguas heladas del lago de Annecy.
Quiso nadar, pero había demasiado silencio. Las nubes corrían hacia
el Este como animales al galope. Los soldados y los marineros las
miraban pasar sobre sus cabezas, a pocos metros de sus rostros. En las
montañas son así. Si hubieran estirado el brazo, las habrían tocado.
Por fin, las estrellas volvieron a aparecer en la bóveda nocturna.
La ráfaga de viento se interrumpió de pronto.
Abraham no sabía si aún podían verlo desde las barcas. Flotaba
como un madero bajo la luna. Sólo movía los pies, los muslos y los
brazos, despacio, para que el frío cortante del lago no le calara los
huesos. Así pasó la noche. El cielo se volvió más pálido. Tenía la
sensación de ser un trozo de hielo que las corrientes arrastraban a su
antojo. Con la cabeza vuelta hacia la orilla, miraba a la luz de la

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aurora el páramo que empezaba a llenarse de brumas errantes.
Respiraba con dificultad.
Abraham le contó a Meaume que de repente olió el perfume acre,
fresco y delicioso de los pinos reales en el aire de la mañana. En ese
momento empezó a nadar.
Alcanzó la orilla silenciosa. Todo era silencioso y azul. Se quitó
una a una las prendas que vestía; las colgó de las ramas o las extendió
sobre las rocas para que les diera el sol. Se quedó de pie, desnudo, en
mitad del silencio y del alba, mirando la montaña y estremeciéndose
bajo un rayo de sol.
En la montaña encontró un aprisco donde el suelo estaba seco. Se
acostó y durmió. Luego se dirigió a Verceil. De allí, a Asti. En
Genova, el barco puso rumbo a Toscana.
La nave atracó en Porto Santo Stefano, en Civitavecchia. Y luego
en Ostia.
Cuando llegó a Roma, el anciano subió la empinada escalera de
Meaume».
Meaume dijo: «Acababa de comer. Todavía me estaba
enjuagando la boca. La criada me sostenía el plato para que escupiese.
Anunciaron a un caballero anciano y polvoriento que esperaba en la
puerta de las habitaciones del segundo piso. ¿Querría el señor
Meaume el Grabador recibir a un hombre de Berchem? Me precipité
abajo.
Abraham, que todavía se hallaba en el vano de la puerta que da a
la escalera de piedra, me dijo: "Un día no querías seguir viviendo, y
yo te salvé. Ahora te toca a ti". Le contesté de inmediato que sus
palabras me ofendían.
Proporcionar un motivo destruye el amor.
Dar un sentido a lo que se ama es mentir.
Pues ningún ser humano experimenta otra alegría que no sea la
sensación de estar vivo cuando esta sensación se vuelve intensa.
Y no hay otra vida.
Instalé al viejo caballero de Berchem en la terraza. Lo obligué a
tumbarse bajo el sobradillo de tejas doradas donde solía trabajar en
primavera para que descansara. Y él se adormeció. Yo corrí por la
orilla del Tíber. Llegué a la tienda del vendedor de estampas de la vía

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Giulia. Reuní todo el dinero que pude para que nos marchásemos a
toda prisa».

XX

Punta seca casi completamente blanca. Se distingue una forma


detrás de los balaustres devorados por la luz. Un hombre de edad, con
los ojos cerrados, la barba blanca, la mano entre las piernas, en una
terraza, en Roma, en el crepúsculo, en la tercera hora del día, bajo los
últimos rayos dorados del sol, contento de estar libre y contento de
vivir, entre el vino y el sueño.

XXI

Nos marchamos antes de que rompiera el alba.» Mientras


hablaba, Meaume tendía a Marie Aidelle, una por una, sus planchas de
cobre, que iba sacando de la caja de madera. Una representaba al viejo
guerrero en una litera camino a Portus Augusti.
Cielos tormentosos como nadie ha visto nunca. O de una
insensata blancura.
Las playas cenagosas y sucias del Mediterráneo entre las
albuferas de Leucate y Perpignan.
Minúsculos y áridos caminos en las laderas españolas para llegar
al otro mar.
Un enorme oso negro destripado entre los matorrales, que llevaba
un collar con dos hileras de campanillas.
En la montaña catalana, había que mantenerse alejado de los
pueblos. A cualquier extranjero lo trataban como a una fiera salvaje.
Durante el verano de 1651, en los campos de Francia quemaron a

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todos los egipcios y judíos que pudieron encontrar. Desguazaban los
carromatos para convertirlos en leña.

XXII

Entonces, Meaume le enseñó a Marie una plancha muy oscura


que representaba la sombra de un inmenso acantilado. «Al llegar cerca
del Perreux, el viejo Abraham me llamó aparte. Cuando estuvo fuera
de alcance de los oídos del patrón del barco, me dijo: "Quiero ir solo a
Dunkerque, donde tengo algo que hacer. Volveré". Miramos el
acantilado tan blanco y tan alto que se perdía en el cielo blanco.
Estábamos justo debajo. El acantilado proyectaba sobre nosotros la
inmensa noche de su sombra. Más arriba, donde se perfilaba la cima,
resplandecía la luna, aunque el sol no se había ocultado todavía. Hay
lugares en el mundo que datan de los orígenes. Estos espacios son
instantes donde el tiempo de Antaño se ha petrificado. Allí todo
confluye en la antigua cólera. Es el rostro de Dios. Es la huella de la
fuerza primordial más inmensa que el hombre, más vasta que la
naturaleza, más vigorosa que la vida, tan sobrecogedora como el
sistema celeste que precede a los tres. Así fue como entramos en el
diminuto puerto de Quend y en sus ruinas.»
El sol se estaba poniendo y extendía sus capas de oro sobre la
creta.
El barco fondeó en el muelle.
Al salir de la sombra de los acantilados admiramos el espejeo del
sol y de las olas y de los reflejos de casas y barcas hasta donde llegaba
la vista. Abraham Van Berchem puso la mano en el hombro del
grabador. Dijo: «Al envejecer se hace cada vez más difícil separarse
del esplendor del paisaje que uno atraviesa. La piel desgastada por el
viento y la edad, distendida por el cansancio y las alegrías, los pelos,
lágrimas, gotas de sudor, uñas y cabellos que han ido cayendo al suelo
como hojas o ramitas muertas dejan pasar el alma, que se extravía
cada vez más a menudo fuera de la piel. En realidad, el último viaje

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sólo es una dispersión. A medida que envejezco, me siento mejor en
todas partes. Ya no resido demasiado en mi cuerpo. Temo morir
cualquier día de estos. Siento que mi piel se ha vuelto demasiado fina
y porosa. Y me digo a mí mismo: "Un día, el paisaje me atravesará"».
—¡Yo os amaba! —gritó el grabador.
Meaume abrazó al anciano y le besó en las mejillas.
Se adentró en el agua, agarrándose al pilar de madera del
embarcadero. El agua le llegaba a las rodillas.
Desde allí se dirigió al lodo de la orilla. No se volvió. Estaba
emocionado. Le temblaban los labios. Por sus mejillas empezaron a
resbalar las lágrimas. «Un día, el paisaje me atravesará», fue la frase
que Abraham Van Berchem dijo a Meaume el Grabador antes de
marcharse y morir. Quend es un hermoso nombre.
La manera negra es un grabado al revés.
En la manera negra, la plancha se graba por completo desde el
principio. Hay que aplastar el grano para hacer surgir el blanco. El
paisaje precede a la figura. Ludwig von Siegen inventó la manera
negra en 1642. Un año después, en Bruselas, Siegen reveló su secreto
a Ruprecht del Palatinado, que lo introdujo en Inglaterra en 1656. Sólo
existen veinticuatro grabados a la manera negra de Meaume, todos
realizados tras la muerte de Abraham.
En ciertas lenguas llaman cuna al graneador que raspa toda la
plancha en la manera negra.
Cada forma parece surgir de la sombra como un niño del sexo de
su madre.

XXIII

Hay poca luz. Meaume el Grabador estaba desnudo. Se acercó a


Marie para amarla. Le dijo: «Os lo ruego, no bajéis la mirada».
Tenía duros los senos. Los labios, gruesos y suaves. El sexo
húmedo. Desprendía un olor maravilloso.

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Marie sentía un olor maravilloso a selva negra, a helechos, a
champiñones.
Los hombros redondos y pálidos.
Suaves como la seda son los senos, llenos de leche, impregnados
de un olor que atraería siempre. Ambos guardaron silencio.
Marie se cubrió los senos y se levantó. Meaume la siguió. Ella se
volvió y le dijo: «Si hubiera querido que me siguierais, creo que os lo
habría dicho».
Meaume se detuvo en el acto. Simplemente, su labio superior
tembló otra vez de tristeza. Aquí, en Berchem, Marie Aidelle le
negaba de nuevo su alcoba. Se dijo: «Es por mi cara». Y cerró la
puerta tras ella. Después cerro la puerta de la casa renacentista detrás
de él. Se marcho a Anvers, que no había pisado desde que su rostro
quedo desfigurado.

XXIV

Al regresar de Londres, Marie vivió cerca de un año con Meaume


en el taller de Roma, en la orilla izquierda del Tíber, el año 1655. Fue
un año feliz. Un día en que ella tuvo un mal sueño y se despertó con el
rostro bañado en sudor, él quiso tranquilizarla. Le dijo: «Ocurra lo que
ocurra, me tenéis junto a vos. Confiad en mí. No temáis nada. Desde
que vivimos juntos, os halláis a la sombra de mi techo». Aquello era
más de lo que Meaume había dicho a cualquier mujer desde Nanni
Veet Jakobsz. Pero Marie lo tomó muy mal. Contestó: «¿Para qué
quiero un techo? Nunca sospeché que viviésemos juntos por una razón
tan mediocre». Apartó la sábana que le cubría los pies y se levantó de
la cama. De repente gritó: «¡En cualquier caso, si es así, me
avergüenzo por vos!» Meaume le preguntó entonces, en voz mucho
más baja, a Marie Aidelle: «¿Por qué vinisteis a Picardía? ¿Por qué ir
a Quend, a donde iba yo?»
«Me gustó el nombre del pueblo. Me preguntaba qué podría
pasarme en un lugar que se llamaba Quend. Lo que guiaba mis pasos

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no era el deseo, sino la curiosidad. Andaba errante.» Después, le
abandonó. Subió a un barco. El barco atracó en el condado de Niza.
Un carruaje la llevó a Lyon.

XXV

Sobre la ira, Marie decía: «Todos los desdichados nacen de la ira


de sus padres, que el placer que la ha seguido no ha sido capaz de
saciar».
En la ira, nuestros oídos dejan de oír.
Aristóteles de Estagira: «Al igual que el nadador que se zambulle
desde lo alto de una roca no puede detener su impulso antes de
hundirse en el agua, el hombre iracundo no puede detener su furia».
El abad de Saint-Cyran: «La ira es la recusación del color.
Meaumus el Romano fue el pintor del rechazo del color. El negro y la
ira son una misma palabra, del mismo modo que Dios y la venganza
son el único acto eterno. El Eterno dijo: «La venganza es mía.» En
otros tiempos, kholé no significaba ira, sino negrura. Para los
Antiguos, la ira de la melancolía era la negrura de la noche. Nunca
habrá bastante negro para expresar el violento contraste que desgarra
este mundo entre el nacimiento y la muerte. Pero no sirve de nada
vendarse los ojos, darle dos vueltas al paño y anudárselo en la nuca.
No hay que decir: entre el nacimiento y la muerte. Hay que decir con
voz decidida, como Dios: entre la sexualidad y el infierno.
Meaume dijo: «Así son los sentimientos humanos. La lluvia que
cae elimina los colores».
La ira es tan exaltante y vertiginosa como la voluptuosidad.
Las águilas pescadoras y las gaviotas dicen que el océano, que
acaba rompiendo el malecón contra el que bate e inunda al fin las
calles, es feliz.

35 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
XXVI

En las ciudades de los hombres, los lugares donde se archivan las


actas de los notarios cuando cumplen un siglo se llaman minutarios.
En 1656, Marie Aidelle se marchó del taller de Meaume sobre el
Aventino, en Roma. En 1658, el 25 de noviembre, Meaume estuvo en
París y asistió a la boda de Marguerite Weyen, hija de Weyen el
Burilador, comerciante de estampas de la rue Saint-Jacques que tenía
la imagen de San Benito en el letrero. Debajo de las adornadas
iniciales del vendedor de estampas, una gran H unida a una gran W, es
muy legible la firma Geoffroy Meaume. Ese día, 25 de noviembre de
1658, la hija de Weyen se casó con Francois de Poilly el Mayor,
también llamado Poilly d'Abbeville.

XXVII

Hay una imagen grabada por Meaume a la manera negra que


representa al viejo Abraham poseyendo a Oesterer en la cuadra.
Meaume afirmaba que, en efecto, los había sorprendido cuando el más
joven se inclinaba ante el de más edad. En el dibujo de Meaume,
Abraham tiene el cuerpo de un viejo, las costillas marcadas, el vientre
caído, las tibias descarnadas.
Hay otra postal impúdica, realizada a la misma manera (es decir,
grabada después de 1656), bastante singular. Es la Tentación de san
Antonio. El santo ermitaño está sentado delante de la cueva, con el
sexo erguido en la mano. Sus ojos lloran. La rocalla separa al santo de
una mujer con las piernas muy abiertas y la cabeza inclinada sobre su
noche, que ella parece estar mirando, pero que no se distingue. Junto a
la mujer, un diablillo caga sobre un libro abierto. A la izquierda, un
castellano toca el violín para una jabalina.
En un óvalo. La mano derecha surge de un puño de encaje y
extiende los dedos, salvo el índice doblado, hacia un sexo de hombre

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violentamente turgente, justo delante del espejo donde se refleja la
vela que los ilumina. El espejo y la vela están encima de una mesita
con la encimera taraceada.
Finalmente, no ya un grabado a la manera negra, sino una punta
seca, una de las composiciones luminosas de Meaume. En el centro
del grabado, Marie Aidelle saca del pozo un cubo chorreante de agua.
Un hombre sentado en el brocal, de espaldas, se saca una chinita del
zapato (sin duda el propio Meaume, ya que se le ve de espaldas).
Delante de él, con un remo en la mano y los pantalones bajados,
Oesterer. Una mujer delgada (Esther) le seca el pene con un paño
blanco. A la derecha, un asno.

XXVIII

Meaume el Grabador murió a finales del año 1667 en Utrecht.


Gérard Van Honthorst era por aquel entonces un pintor de mala fama.
Honthorst vivió de 1590 a 1656. No hay nada que relacione las obras
de Meaume y las de Honthorst, salvo la oscuridad. Pero en el año
1667 Meaume murió en Utrecht, en la casa de Gérard Van Honthorst,
y un grabado, firmado en la parte izquierda y fechado en diciembre de
1666, lo probaría si fuese necesario. El grabador debió de abandonar
Roma a finales del año 1664. O en otoño de 1666. No se sabe con
certeza. En aquella época, Holanda era una nación rica que apreciaba
las obras de los franceses. Pero el motivo del viaje de Meaume no
parece deberse a la riqueza de las ciudades de Holanda. En Roma, a
Gérard Van Honthorst lo llamaban Gherardo delle Notti, que quiere
decir Gérard de las Noches. El hermoso taller de Utrecht pertenecía
entoces a la esposa de Wilhelm Van Honthorst, cuyo nombre era
Catherine. Es Marie Aidelle la que acuna el cadáver de Meaume, que
se ha suicidado en casa de Honthorst. Tampoco se sabe por qué Marie
Aidelle se ha reunido con el grabador en Holanda, en casa de la
cuñada de Gérard de las Noches, en el momento de la muerte de aquél.

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XXIX

A finales del mes de febrero de 1664, en Roma, una serie de


treinta y dos imágenes obscenas, todas ellas compradas en una tienda
de la via Giulia, fueron entregadas al hijo mayor de una de las familias
más importantes de la ciudad, de nombre Eugenio, un joven muy
apuesto, culto, refinado, sensible y casto. Todas eran obra de Meaume
el Grabador. La compra se hizo a petición del médico de la familia,
Marcello Zerra. El joven patricio a quien había auscultado
minuciosamente, de veinte años de edad, vigoroso, dotado de genitales
bien formados, afirmaba no poder casarse porque nunca en la vida
había sentido deseo. Los padres, que no tenían la menor fe en lo que
decía su hijo mayor, hicieron que Zerra lo examinara. Marcello Zerra
prescribió imágenes obscenas, que Eugenio tenía que mirar durante
toda una noche en compañía de dos prostitutas florentinas, una de
ellas mayor y dulce, por no decir complaciente, y la otra mucho más
joven y vivaz. La tentativa no sólo fracasó, sino que suscitó en
Eugenio una repugnancia que llegó hasta la náusea, y la náusea fue tan
violenta que le provocó angustia. Las mujeres de vida alegre de la
ciudad de Florencia fueron incapaces de ponerse de acuerdo sobre el
resultado de sus esfuerzos nocturnos. La más joven afirmó que el
cuerpo del muchacho había estado sin vida y que su alma se había
sentido terriblemente desgraciada y, puesto que le pedían su opinión,
concluyó que según ella no estaba hecho para la vida civil, es decir,
viril o paternal. La puta de más edad, temiendo no percibir la
retribución que habían acordado por los dos viajes de ida y vuelta,
además de la noche entera, sostuvo que aquella afirmación era
incorrecta, que el joven había tenido una erección fugaz y que otra
noche acabaría fácilmente con sus reticencias y otras dificultades que
ella había tenido tiempo de observar atentamente. Al oír que la mujer
de mala vida proponía otra noche de placeres, el joven Eugenio se
desmayó. Hubo que pedir un coche de dos ruedas. En el palacio
familiar, el propio Zerra interrogó ese mismo día a las lavanderas, que

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declararon no haber visto jamás la menor huella de polución nocturna
en las sábanas del hijo mayor. Zerra pidió a los padres que
reflexionaran antes de prometer a su hijo. Pero el cabeza de familia no
le hizo caso. Importantes y antiguos intereses obligaban al hijo mayor
a unirse a la muchacha que le estaba destinada desde la más tierna
edad.
Eugenio nunca logró consumar el matrimonio con su esposa.
La joven, que seguía intacta, se quejó a su familia, y ésta se hizo
eco de su angustia. De hecho, la familia política amenazó con
impugnar el matrimonio si su hija no perdía pronto la honra, además
de disfrutar de un poco de alegría natural.
Consultado de nuevo, Zerra prescribió otra vez las fascinantes
imágenes de Meaumus, y sugirió a la joven esposa que ayudase a su
marido a conseguir la consistencia del deseo valiéndose de todos los
dedos de las manos. El joven se mató el 22 de mayo de 1664. Los
grabados fueron retirados del comercio. Cargaron en una carreta las
planchas de cobre y todas las tiradas que había en la tienda de
estampas con el rótulo de la cruz negra, ya fueran de la mano de
Meaume o de las de otros artistas, y las llevaron a cincuenta metros de
allí, al Campo de las Flores, donde fueron quemadas y fundidas
delante de la muchedumbre. Es una de las razones de que queden tan
pocas cartas eróticas directamente impresas con las planchas
originales de Claude Mellan o de Meaume el Grabador.

XXX

En 1882, durante la reunión anual de las sociedades regionales de


Bellas Artes, el señor Gastón Le Bretón presentó una ponencia sobre
Un bello grabado a la manera negra atribuido a Meaumus que
representa una escena obscena. La descripción de Gastón Le Bretón es
la siguiente: «El retrato está firmado y fechado Meaum Sculps. Rom.
August. 1666 abajo a la izquierda, junto a una cruz de Malta. El
personaje, cuya cabeza está en sombras, lleva un chaleco de tafetán

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negro desabotonado que deja ver la anatomía, muy hermosa. Está
vuelto de izquierda a derecha y mira de frente, sentado. Tiene las
piernas abiertas. Su deseo se destaca sobre el telón de fondo de un
tapiz de Flandes. Su mano derecha señala unas bellas caracolas
marinas sobre un taburete plegable colocado donde el tapiz de motivos
florales se levanta un poco. A la izquierda, en el cartón que hay en la
mesa, bajo su mano izquierda, se lee de principio a fin la frase
"Colección de Estampas Nocturnas": se trata del famoso libro maldito
de 1650. El personaje ya tiene cierta edad. Su aspecto general es de
tristeza. La cabeza, sumida en las sombras del tapiz y de la repisa de
piedra que hay más arriba, tiene algo espantoso. Toda la luz, cuya
fuente no se ve, cae sobre el vientre y las partes naturales en violento
turgor». Este grabado a la manera negra no se ha vuelto a ver desde
1882. No cabe duda de que es posterior a la quema de libros e
imágenes desnaturalizadas en el Campo dei Fiori en mayo de 1664.
Nunca ha sido reproducido.

XXXI

Los dos grabados más célebres de Meaume el Grabador que se


han conservado, y que figuran en numerosos ejemplares y gran
número de tiradas son San Juan en la isla de Patmos y Hero y
Leandro.
El San Juan de la isla de Patmos se halla en la cima de una
montaña. Está sentado a la sombra de un árbol, apoyado en una roca.
Escribe el Apocalipsis. En la parte derecha del aguafuerte, apaisado y
estrecho, un águila, aferrándose con las garras al borde de la cresta,
recibe entre sus inmensas alas desplegadas la luz del sol poniente.
Hero y Leandro es un grabado a la manera negra. En lo alto de
una torre gótica azotada por las olas que la tempestad agita todavía,
Hero, casi desnuda y desmelenada, inclinada hacia delante, sostiene en
la mano derecha una lámpara romana con la mecha encendida que
ilumina uno de sus senos, e intenta distinguir en el mar el cuerpo de su

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amante muerto, que flota de espaldas, desnudo, con la cabeza
violentamente echada hacia atrás, mientras las olas juegan con él
como con una rama rota.

XXXII

Creía en el juicio de Dios, pero no tenía la más mínima fe en la


inmortalidad del alma. Sin embargo, según Poilly, durante toda su
estancia en Roma acudía a la pequeña y singular iglesia de la Boca de
la Verdad.
Se quitaba el sombrero y se sentaba allí.
A veces se arrodillaba.
Todos los días, incluso bajo la lluvia marítima, incluso cuando la
calima cubría el río y se aferraba a los muros y a los árboles, iba al
puente Fabricius, a pocos metros de allí. Bajaba a la orilla, junto a las
ruinas y la marea. Con la espalda apoyada en la corteza de un árbol, al
abrigo del ramaje o de una vieja piedra, entre los patos y las ocas que
chapoteaban en el barro, bajo la mirada de las chivas grises,
contemplaba el Tíber, sus remolinos, su precipitación, sus rociadas de
espuma blanca que golpeaban las rocas, y se refugiaba en su ruido
sordo.

XXXIII

En el inventario de Meaume en Roma figura una oreja humana en


un tarro de cristal. También figura en los Ocho éxtasis de Meaume el
Grabador, según Poilly.
Esa oreja parece haber estado en el baúl del segundo piso del
taller de Meaume entre 1665 y 1702.

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Ocurrió que a un joven oriundo de Magdeburgo, cuyo apodo era
Oesterer, le gustaban los hombres. En la década de 1640 se educó con
Abraham Van Berchem en Anvers. Ocurrió que estuvo esperando en
Quend, en compañía de Marie Aidelle, cuando Abraham y Meaume el
Grabador, huyendo de la ferocidad de los soldados franceses,
intentaban reunirse con ellos por mar. En el torneo de los almadieros
del Authie, en la primavera de 1651, Oesterer concursó en nombre de
los alfareros. Y, para disgusto de todos, se convirtió en rey. Entonces
los almadieros se reunieron y, en contra de la opinión de los
marineros, de los pescadores del limo, de los pescadores de mar, de
los alfareros y de los estañadores, decidieron anular el torneo.
Organizaron una segunda competición, en la que Oesterer dio una
mano en prenda, que, por supuesto, perdió. Un competidor da una
mano en prenda cuando deja que se la aten a la espalda. Es imposible
luchar sobré el agua con una mano atada, porque entonces el
equilibrio del cuerpo es demasiado precario. Según parece, sólo un
almadiero podía ser rey del año en cada río. Pero esta injusticia de los
almadieros y de la lugartenencia del puerto de Quend provocó en
Oesterer un ataque de rabia que ni Marie Aidelle ni el posadero ni los
alfareros que le habían elegido su campeón consiguieron calmar.
El almadiero avanza sobre el agua, sosteniendo en la mano el
arpón que le permite empujar hacia la orilla los troncos que flotan en
el Authie. Esta imagen figura en la plancha de plata firmada Abril.
1665, Meaum. Sculps.
El hombre se volvió de repente hacia Oesterer y le atacó con el
arpón.
Al principio, Oesterer esquivó el gancho.
Cuando Oesterer oyó que el almadiero que le agredía respiraba
cada vez más deprisa, aprovechó para matarlo.
Oesterer siempre luchaba de oído.
Cuando bajó la marea y el posadero de Quend descubrió el
cuerpo, que golpeaba el pontón, amenazó al austríaco con llamar a los
soldados ingleses.
Oesterer abofeteó al posadero durante un cuarto de hora largo.
Señaló el montón de ropa planchada que había sobre la mesa.
—¿Dónde la han lavado? ¿En el lavadero?

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—Sí —contestó el posadero, rojo como una amapola. Oesterer no
quería ponerse ropa lavada en la ciudad. Porque en la ciudad había
lavaderos fúnebres. El joven Oesterer llamaba «lavaderos fúnebres» a
los lavaderos de donde se sacaba agua para asear a los muertos. Según
Oesterer, ese agua traía mala suerte. Fue a un ropavejero de un pueblo
vecino y cambió la ropa lavada en Quend por una ropa que no le
gustó. Así que se resignó a robar un traje azul claro en casa de un
burgués. Pero un hombre que había visto al joven austríaco matar al
almadiero le seguía a todas partes. Espiaba a Oesterer a todas horas, y
todo el mundo lo veía espiar. No había carnicería, ventana, taberna o
pequeña barraca en las dunas donde no lo hubieran visto preguntar.
Marie Aidelle le señaló a Oesterer la presencia de aquel hombre que
hablaba contra él.
Marie Aidelle le murmuró a Oesterer que tenía una idea. El le
pidió que se la contara. Ella se la confió. El se echó a reír.
Un día en que el hombre se había acuclillado y escuchaba con la
oreja pegada a la puerta de los alfareros, Oesterer, que era su
campeón, lo inmobilizó, sujetándole las manos. Entonces, con un
clavo y un martillo, Marie le clavó la oreja a la puerta.
El hombre se quedó allí, agachado y clavado. Todo el pueblo fue
a verlo. Incluso los estañadores fueron a verlo y se rieron. Le quitaron
los calzones y le desgarraron la camisa. Él no sabía cómo sacar el
clavo sin arrancarse la oreja. Gritaba que lo desclavaran, pero nadie se
atrevía. La víctima de este maltrato le pidió a una mujer que pasaba
que le tapara la cara con un pañuelo para que nadie viera la vergüenza
que le daban su posición y las necesidades que se hacía debajo. Sus
palabras ablandaron a la mujer, pero le dejó hablar, porque temía la
furia del campeón de los alfareros. Ella era estañadora. Al final, una
noche, el hombre se arrancó la oreja y nadie volvió a verlo. Mientras
que, hasta entonces, todo el mundo despreciaba al joven austríaco por
sus costumbres, desde aquel día todo el mundo lo respetó. Pero los
madereros le odiaban. Marie Aidelle guardó la oreja en sal dentro de
un tarro de cerámica, y luego en el tarro de cristal que estuvo en el
taller de Meaume, señalado en el inventario romano sin que se sepa la
razón. No hay noticias de que Meaume hiciera grabados de orejas.

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XXXIV

El 8 de junio de 1666, a los cuarenta y nueve años, Meaume el


Grabador fue agredido en el campo romano. Lo atestigua una
declaración de los arqueros de Roma, fechada ese mismo día y
firmada por once nombres. Por aquel entonces, el grabador vivía solo.
Está sentado en el campo, entre las piedras asoladas, con la espalda
apoyada en el tronco de una pequeña encina. El amplio sombrero de
paja le oculta el rostro y le protege del sol. Está soñando.
Un joven le despierta, lo agarra, lo derriba en la tierra seca, le
planta el cuchillo en el cuello para degollarlo.
El grabador nota un olor intenso.
Mira la cara del joven que intenta degollarlo. Lo mira, y sus
rasgos le trastornan. Lo contempla. No grita. Curiosamente, piensa en
un grabado sobre madera de Jean Heemkers, que fue su maestro en
Brujas. En ese grabado, Hildebrand está delante de Hadubrand, que
levanta el arma. El padre ve que su hijo se dispone a matarlo. Ve que
su hijo no le reconoce. Ve el gesto fatal que se prepara en la mirada de
su hijo. Pero el padre no dice nada. El joven, de veintiséis años, hunde
el cuchillo en su cuello. Mana la sangre. Dicen que así es como la
primavera nace del invierno.
En ese momento, de un bosquecillo de saúcos que hay un poco
más arriba surge una sombra con un saco que echa a correr colina
abajo entre las ruinas, las ortigas, los zarzales, los cilindros de las
columnas caídas, las encinas desmedradas.
El joven abandona bruscamente a Meaume medio degollado en el
polvo de la colina; se pone en pie de un salto; y emprende a la carrera
la persecución del que ha puesto pies en polvorosa.

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XXXV

Meaume está tendido sobre un jergón de paja. En la choza de un


pastor, en el campo romano. Un médico le está vendando el cuello con
un paño blanco. El grabador piensa en la escena anterior. Dice,
jadeando: «Creo que he estado celoso durante toda mi vida. Los celos
preceden a la imaginación. Los celos son un órgano de visión más
fuerte que la vista».
El joven de veintiséis años que le ha agredido está delante de él.
Le rodean cuatro arqueros de Roma. Está de pie; pálido; su belleza es
extraordinaria; tiene las manos atadas a la espalda; no consigue decir
tres palabras seguidas en italiano que tengan sentido.
A su lado hay un revendedor de loza que lo mira con codicia,
incluso con ardor, y que intenta ayudarlo.
Al final, el hombre le dice en flamenco al arquero que tiene al
lado, que sólo habla flamenco y que no conoce la lengua romana. Dice
en flamenco que se ha confundido. Murmura en un latín defectuoso,
gesticulando con las manos: «¡Perdonare mihi! ¡Perdonare mihi!»

XXXVI

Entonces Meaume se echó a llorar de repente y se volvió de cara


a la pared. Preguntó en voz baja, en flamenco, en la penumbra:
—¿De dónde vienes?
—De Brujas.
—¿Cómo te llamas?
—Vanlacre.
Meaume no dijo nada más.
Vanlacre continuó:
—He llegado hoy a Roma. Acaban de robarme todo lo que traía.
Estoy aquí porque busco a mi padre. Mi verdadero padre, que vive en

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Roma. Sé que vende sus aguafuertes en la via Giulia. El vendedor de
estampas no ha querido darme su dirección. ¿Conocéis vos a ese
grabador?
—No. No le conozco —contestó Meaume en flamenco, sin darse
la vuelta.
Entonces el hermoso joven, aunque tenía las manos atadas a la
espalda, se arrodilló sobre la tierra batida, delante del jergón. Le
preguntó en flamenco, con más insistencia, al hombre a quien acababa
de herir:
—Ese grabador se llama Meaumus. ¿Le conocéis?
—No. No le conozco —contestó Meaume.
—En la bolsa que me han robado había un grabado que Meaumus
había hecho del rostro de mi madre. Me parezco tanto a esa imagen
que cualquiera que la viese se confundiría —siguió diciendo el joven,
en flamenco—. Esa imagen habría acabado con cualquier discusión.
Habría acallado todas las dudas. Y ya no la
tengo.
—Puede que encuentren al ladrón, o vuestra bolsa
—dijo Meaume.
—¡Eso espero! —exclamó el joven.
En ese momento, el cónsul de Flandes y de los Países Bajos entró
en la choza del campesino.
—De nuevo os ruego que me perdonéis, señor —repitió en
flamenco el hermoso joven arrodillado, que se apretaba contra el
jergón de paja en el que estaba acostado Meaume—, por haber creído
que erais vos el hombre que me había robado la bolsa de viaje.
Mientras tanto, el cónsul, el médico y los arqueros habían
empezado a discutir.
Meaume se volvió entonces hacia el grupo de arqueros y dijo en
italiano:
—¡Dejad marchar a este joven!
Pero los cuatro arqueros no estaban dispuestos a que así fuera.
Meaume levantó el torso como pudo y logró enderezarse en el lecho
del campesino. Tenía el rostro cubierto de sudor. La sangre enrojeció
el paño que le rodeaba el cuello. Le lloraban los ojos. Le goteaba la
nariz. Jadeaba. Su fealdad era aún más repelente que de costumbre.

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Sacó una bolsa de sus calzones. Le dio una moneda de oro al médico
que le había cuidado. A los arqueros les dio cuatro monedas. Uno de
los arqueros puso de pie a Vanlacre tirando de su camisa, y le desató
las manos. Los arqueros ordenaron al médico que redactase un
informe para llevarlo a su guarnición. Pidieron al revendedor de loza y
al cónsul que incribieran su nombre en él. Luego se lo pidieron al
sacerdote. También firmó Vanlacre. Luego, el joven se dirigió por
última vez a Meaume, que seguía tendido en el lecho de paja; éste
siguió sin reconocerle; el joven se arrodilló de nuevo; besó la mano
del grabador; continuaba balbuceando su ininteligible «¡Perdonare
mihi! ¡Perdonare mihi!»; volvió a ponerse de pie bruscamente; ni
siquiera saludó al cónsul de Flandes, ni a los arqueros, ni al sacerdote,
ni al revendedor de loza. Ya ha salido de la choza. Las gallinas pían.
El corre por la colina.

XXXVII

Mandaron traer su carroza desde el Aventino hasta la Porta


Portuensis. Llevaron al grabador a su casa. Él ordenó a las dos criadas
que cerraran la puerta a todo el mundo salvo a su amigo Claude. Ellas
no volvieron a abrir ni cuando golpeaban ni cuando arañaban la puerta
del patio que daba a la callejuela invadida por el musgo. Sólo Claude
Gellée iba a visitarlo por las tardes. Las dos criadas abrían al oír la
señal que habían convenido. Ayudaban al viejo pintor gotoso a subir
los escalones de piedra que llevaban a la terraza de la vieja y estrecha
morada. Subían vino y sopa para los dos hombres y luego los dejaban
hablar a la sombra del sobradillo, al fresco de la tarde. Meaume el
Grabador adelgazó poco a poco. Como consecuencia de su herida en
la garganta, un divertículo se alojó detrás de sus cuerdas vocales y le
debilitó la voz. Ya sólo podía tragar alimentos líquidos.

47 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
XXXVIII

Conversaciones entre Meaume el Grabador y Gellée el Pintor.


«Si ese joven no me hubiera dicho su nombre, nunca habría entendido
la alegría que se apoderó de mí cuando me agarró del cuello en el
campo.»
Al principio, Claude Gellée no entendía nada de lo que decía el
aguafuertista, pero le dejaba murmurar, pensando que le vendría bien
confiarse a un hombre cuyos parientes seguían viviendo en Lorena, al
igual que su propia familia.
«Mientras se inclinaba sobre mí gritando, noté un olor
maravilloso que venía de su mano y de su aliento a la vez. No hablo
del bosquecillo de saúcos.»
Meaume dijo también:
«Roma ya no está aislada, como lo estaba antes de que el pasado
desbordara y atravesara las murallas».
Un día, sin embargo, Claude replicó:
«Habláis en enigmas. Y eso es irritante para quien os escucha».
Meume contestó:
«Hay una edad en la que el hombre ya no se encuentra con la
vida, sino con el tiempo. Ya no vemos vivir la vida. Vemos el tiempo
que devora la vida cruda. Entonces se encoge el corazón. Y nos
aferramos a un pedazo de madera para ver durante un poco más de
tiempo el espectáculo que sangra del uno al otro confín del mundo y
para no caer en él».
Claude el Pintor le dijo que lo que estaba diciendo no era mucho
más claro que antes, aunque las frases que pronunciaba estuvieran
correctamente construidas.
Meume dijo:
«En el fondo del hombre hay una noche irresistible. Cada
anochecer, los hombres y las mujeres se quedan dormidos. Se hunden
en esa noche como si las tinieblas fuesen un recuerdo.
Son un recuerdo.
A veces, los hombres creen que se acercan a las mujeres; miran la
expresión de sus rostros; tienden los brazos hacia sus hombros;

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vuelven a sus cuerpos cada anochecer y se acuestan contra sus
costados, pero no por eso duermen; no son más que los juguetes de la
noche, atados por la escena invisible que los ha engendrado y que
arroja su sombra por todas partes y sobre todas las cosas».
«No entiendo nada de lo que decís» —le contestó Claude Gellé.
Meaume se quejaba de que ya no conseguía dibujar. Le costó un
esfuerzo ímprobo componer un frontispicio que representaba una
mujer llorando y mirando una llanura lejana, y un caballito. Se lo
había prometido a Anne—Thérése de Marguenat para su Libro sobre
la cortesía, la voluptuosidad, los crímenes y los sentimientos
placenteros. Una tarde le dijo al lorenés:
«Lo esencial de mi vida se ha cumplido. He visto dos o tres cosas
por primera vez».

XXXIX

Al crecer, el divertículo que primero se había alojado en la


garganta del grabador y luego en su esófago, empezó a hacer presión
sobre los pulmones, provocando secreciones e inflamaciones. Tuvo
tres neumonías seguidas que le fatigaron mucho, y que se complicaron
con bronquitis y con toses secas y débiles. Entonces hizo testamento,
porque creyó que la fiebre iba a acabar con él.
En el libro de Grünehagen, Grünehagen dice que Meaume
afirmaba al final de su vida: «Cuando me siento delante de mi plancha
de cobre, me invade la tristeza. Ya no encuentro tiempo para pensar en
una imagen, o más bien para tenerla delante de mis ojos y
reproducirla. Mi obra está en otra parte».

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XL

Cuando Claude Gellée insistía para que le sajaran la garganta,


Meaume el Grabador se negaba. Un día no quiso abrirle la puerta a
Claude Gellée, que había acudido acompañado de un barbero; las
criadas habían recibido órdenes de no dejar entrar en la casa a nadie
salvo al lorenés, pero al lorenés solo. Meaume había dicho a las
criadas que temía más que a cualquier otro hombre a un visitante
desconocido, extraordinariamente hermoso, que estaría en posesión de
una imagen de su propia mano. A decir verdad, el grabador estaba más
deprimido que enfermo. Decidió abandonar Roma, que había
quemado las imágenes más vivas y felices de todas las que había
compuesto. Gellée el Pintor le dejaba hablar. Sabía bien que la razón
que el grabador invocaba era una excusa, y que aquellas palabras
tenían sentido, pero eran vanas. Así que insistía para que le dijera la
verdad, pero el grabador contestaba: «No sé por qué no tengo ya
imágenes vivas en el alma. Esa es la verdad. Y por eso lloro».
Pero por mucho que dijera Meaume, Claude dudaba que su amigo
dijera la verdad.
La callejuela donde estaba encajada la casita de dos pisos de
Meaume desembocaba en la iglesia de la Boca de la Verdad, encima
del Tíber.
Un día, el lorenés dijo:
«Compadre, me gustaría que fuéramos juntos por la orilla hasta la
Boca, y que metierais el brazo en ella. ¡Me gustaría saber si Dios os
arrancaría la mano de un mordisco!»
Claude se rió, pero Meaume no. Sin perder la seriedad, afirmó
que siempre mentimos, digamos lo que digamos. Y que mentimos más
todavía cuanta más insistencia o empeño ponemos en sostener la
verdad.
«Amigo mío, la verdad es ésta: nadie miente del todo al mentir».

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XLI

En el mes de junio de 1667, la flota inglesa fue completamente


destruida en el Támesis. El tratado de Colonia se firmó el 15 de
diciembre. El 16 de diciembre, Meaume el Grabador dicta un segundo
testamento —en un murmullo aún más acentuado— en Utrecht. Su
garganta se ha estrangulado definitivamente. El notario y Catherine
Van Honthorst se inclinan sobre el lecho, con las orejas casi pegadas a
su boca. No ha comido nada desde el verano. El 18 añade un codicilo
donde nombra a Marie Aidelle. Sin duda, ésa es la razón por la que
Catherine Van Honthorst manda avisar a Marie. El no la reconoce. De
repente, dibuja en la superficie del puré que le han llevado —y que se
ha negado a probar— una pequeña parra de primavera.
Inmediatamente después vuelve a pedir papel azul y tiza.
Dibuja de nuevo. Dibuja: al pie del acantilado, por el camino, un
campesino regresa de los campos con la laya al hombro. Junto a la
mesa que está debajo del olmo, Oesterer y Meaume juegan a la morra.
Las gallinas picotean. Una niña orina flexionando las rodillas.
En Utrecht dibuja sobre papel azul, por paradójico que parezca,
una galera negra en el Arno, entre el puente della Santa Trinitá y el
puente Alia Carraia. Cuatro remeros libran un torneo náutico. En el
agua, cerca de una muchacha que llora en una barquilla, flota un
cadáver.
De pronto empieza a hablarle a una muerta. Pronuncia el nombre
de Nanni. Dice: «¡Ah! El secreto de mis sueños era un cuerpo que
regresaba una y otra vez. Hace mucho tiempo, una mujer se horrorizó
al ver mi rostro. Entonces perdí, para siempre, la mayor parte de la
sustancia de mi vida. He conservado la mirada que había en sus ojos
cuando los volvía hacia mí, pero ella se negó a que yo compartiera su
vida. He tenido que viajar por mundos que no eran el suyo pero, en
cada sueño, en cada imagen, en cada ola, en todos los paisajes he visto
algo de ella o que procedía de ella. La atraje y la seduje con otra
apariencia.» En esa misma época se aletargó su memoria. Catherine, la
que había sido cuñada del fallecido Gérard des Nuits, fue a buscar a
Mane Aidelle y le dijo que el moribundo hablaba de una tal Nanni.

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Marie palideció. Después se llenó de ira y dijo con violencia, en voz
baja: «Desde que nací no he visto a ningún hombre que se entregase
del todo a la mujer que amaba. Y nunca he visto a un hombre que no
buscase en su compañía algo sumiso, agradable, perfumado, nutricio,
aprobador, una envoltura tibia y suave, una parte de su reproducción,
el recuerdo de la madre. Las ausentes siempre están ahí. Las grandes
ausentes son cada día más altas, y la sombra que proyectan más opaca.
Lo que hemos perdido siempre tiene razón. Yo digo que el amor es
una sucia superchería». Entonces fue a la habitación donde Meaume el
Grabador agonizaba a los cincuenta años de edad, le cogió la cabeza
entre los brazos y le acunó hasta que murió. Así fue como entregó el
alma. Ella no lloró cuando él estuvo muerto, pero todo el mundo que
iba y venía en casa de Catherine veía lo desgraciada que era Marie
Aidelle, y no por el ayuno de las Natales. Parecía que la habían
abandonado.

XLII

Los dos últimos sueños de Meaume. Se acercaba a la ventana.


Los cristales estaban divididos por varillas de plomo cubiertas de
musgo gris. A lo lejos se veía la bahía. Llovía.
Sólo había cuatro barcos junto al pontón de madera que bordeaba
el estuario en aquel lugar. Uno tenía el casco completamente azul. Un
azul intenso sobre el agua oscura.
Así es el primer sueño. En colores. El último sueño, negro: el
soñador miraba la fachada cubierta por las sombras del palacio del
Louvre, la torre de Nesles, el puente, el agua negra. Todo duerme. Él
se está comiendo un barquillo.

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XLIII

Cuando Meaume el Grabador todavía estaba en este mundo, en


los últimos días de su vida, muerto de hambre y habiendo perdido la
memoria, ya no reconocía los rostros. Hacía extraños gestos sobre las
sábanas y hablaba con las moscas. Al final de su vida, Meaume el
Grabador padeció muchas fatigas y confusiones del pensamiento.
Tuvo accesos de tristeza seguidos de largos silencios. Sufrió bruscos
arrebatos de odio contra los que le rodeaban. Decía que las moscas le
hablaban y que eso le sorprendía. Una vez, cuando le llevaron la cena
—y mientras se negaba a probarla— una mosca se posó en el borde de
la escudilla. De pronto, la mosca, que estaba chupando un poco de
caldo, levantó la cabeza y le dijo:
—¿Ahora eres hombre o fantasma?
—No lo sé —le contestó Meaume—. ¿Y tú?
—Yo tampoco lo sé. Pero me inclino a pensar que estoy viva —
dijo la mosca, y siguió chupando el caldo de la carne.
Meaume rechazó con la mano el tenedor que le tendían y le dijo
entonces a la mosca:
—Yo creo que he andado muy cerca de estar vivo. Los
antepasados me visitan. Guardo dentro de mí a la mujer que perdí.
Ella también me visita. Incluso se convirtió en un joven que se arrojó
sobre mí bajo la sombra de un árbol en el monte Aventino. La mirada
de los otros me visita y me estrangula, de lo mucho que me
avergüenza. En realidad no soy yo mismo. ¿Acaso es eso ser
fantasma?
—-En tal caso prefiero ser mosca —dijo la mosca.
El 24, durante la tercera vigilia de las Natales, mientras todo el
mundo ayuna, Meaume muere sin haber podido comer nada desde
agosto.

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XLIV

Meaume no grabó ni imprimió los aguafuertes que dibujó al final


de su vida. No cabe duda de que por eso la oscuridad es, en ellos, más
suave. Esta es la primera escena nocturna: cerca de un sauce, a la
derecha, Marie Aidelle, sentada sobre los talones, sostiene una vela;
en el centro, de pie, el posadero sostiene un farol; a su lado, junto a
una barca varada en la orilla, el alfarero sujeta la lámpara que ha
colocado en el borde de la embarcación; los tres iluminan a un joven
completamente desnudo (Oesterer) que está buscando algo en el río.
El río es el Authie.
Los dibujos sobre cobre son de Meaume. Los grabados se
hicieron después de su muerte. La impresión es oscura, pero
aterciopelada. No son imágenes a la manera negra.
Una lámpara, una olla de barro llena de aceite, una mecha, una
plancha de cobre, dos buriles, el silencio, una mano huesuda, la noche.
A mediodía, la luz cae a plomo sobre el río y unos soldados pasan
por el puente en fila india.

XLV

Los Inventarios del señor Meaumus, Ciudadano Romano y


escultor al Aguafuerte tienen dos páginas infolio y, curiosamente,
están fechados en el siglo siguiente (1702).
Tras la muerte del grabador, se descubrió que era rico: un
centenar de hermosas joyas y otras tantas telas y dibujos famosos de
los que se pudieron sacar doscientos veinte mil francos de embajada.
Una casa de dieciséis mil francos en Roma y una granja sobre el golfo
de Salerno con viñas y campos estimada en cuatro mil francos.
Ninguna deuda pendiente. Dos camas, dos caballetes, dos baúles,
cuatro mesas, cuatro bancos y otros tantos taburetes. Una carroza de

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cuatro ruedas forrada de sarga negra. Una capa, dos chaquetones,
cuatro camisas y tres calzas.
Los dos caballos fueron vendidos.
El gato se lo dieron a una de las criadas.
«Meaume el Grabador, ciudadano de la Villa de Roma, aprendió
a dibujar con Follin. Aprendió los rudimentos del oficio de fabricante
de naipes y las sombras con Rhuys el Reformado en Toulouse.
Aprendió la talla dulce y la técnica del aguafuerte con Johann
Heemkers en Brujas. Aprendió a grabar los paisajes de la naturaleza
cuando llegó a Roma, en el taller de Claude Gellée. Había nacido para
un arte que exige sangre fría y mucha paciencia. El aguafuerte le
quemó la cara. No pintó nunca. Daret obtenía las sombras cruzando
las tallas; Mellan, abriendo surcos paralelos; Meaume, yuxtaponiendo
pequeñas y extrañas letras. Pedía diez mil libras por cobre. La estampa
costaba media libra, y la imagen menos todavía. Se negaba a ejecutar
letras grises, viñetas, escudos de armas, títulos, florones, tarjetas,
finales de capítulo. Sólo existe un retrato de Meaume, debido a Poilly
d'Abbeville, que lo representa sentado en la campiña romana,
iluminado por los rayos del sol poniente que caen sobre los animales
que pacen, con los rasgos de un san José, leyendo, la mano izquierda
apoyada en un viejo muro, los dedos cubriéndole la oreja. Abajo, a la
derecha: F. Poilly scul. Pascet Dominus quasi Agnum in latitudine. El
primero entre sus amigos era Claude Gellée. Aunque nació antes que
Meaume, le sobrevivió quince años; como él, era originario de una
familia lore-nesa; luego venían Michel Lasne, normando; Weyen,
flamenco; Abraham Van Berchem, holandés; Ruprecht, del
Palatinado; Honthorst, de Utrecht. Enseñó durante dos estaciones a
Abraham Bosse Tourangeau. Abraham Bosse pasó dos estaciones en
Roma sin que nadie lo supiera, porque era protestante. Realizó su
aprendizaje con el nombre de Aquila. Abraham Bosse había elegido
ese nombre por la advertencia que Dios hace a Job en la Biblia: Et
ubicumque cadáver fuerit, statim adest aquila. (Allá donde hay un
cadáver hay un águila) (Job, XX-XIX, 30). En París, Meaume el
Grabador le compraba el barniz al fabricante de instrumentos de
cuerda Pardoux, en la isla de la Cité, porque era el más duro que podía
encontrarse y adquirirse. Descubrió que el barniz negro de los

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fabricantes de instrumentos de cuerda permitía un trazado tan seco, a
la punta, que los artistas más expertos en este procedimiento lo
confundían con el buril. Meaume el Grabador le enseñó este
procedimiento al señor Bosse, que lo anotó en su libro. Catharina Van
Honthorst mandó grabar en letras latinas sobre la lápida: "Murió
maduro para el cielo, pero no para la muerte. Su nombre vivirá
eternamente. Stabit in aeternum nomen"».

XLVI

Meaume el Grabador había llegado a ser tan hábil en el manejo


del buril que a veces, cuando había terminado de dibujar un cobre
destinado al aguafuerte, cogía el punzón y grababa de un solo trazo
pequeñas siluetas, o vegetación, o insectos, o guijarros y rocas, en los
espacios donde el vacío estorbaba la visión.
Muy pocos grabadores ven en simetría las imágenes que
componen.
Componía de pie, inclinado hacia delante, medio acostado sobre
la mesa. Extendía a muñequilla el barniz tibio sobre el cobre durante
horas; nunca lo pasaba a brocha.
Ennegrecía con ayuda de una llama la plancha de cobre.
Después de grabar inclinaba el caballete de madera, colocaba la
pila de aguafuerte al pie, ponía la plancha de cobre sobre el caballete y
echaba el aguafuerte.
Entonces acariciaba el aguafuerte con una pluma de paloma para
intensificar la mordedura.
Tanto el aguafuertista como el burilador, al igual que tantos
artesanos de entonces, so capa de su arte y luego de haberse inspirado
en obras más antiguas o de haberlas reproducido, las revendían a los
entendidos que iban en su busca.
Grünehagen refiere estas palabras de Meaume en 1652: «Hay que
ver a los grabadores como traductores que trasladan la belleza de una
lengua abundante y magnífica a otra que no lo es tanto, pero que posee

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una mayor violencia. Esta violencia impone de inmediato su silencio a
quien se enfrenta a ella». Esta afirmación de Meaume el Lorenés
parece responder a la de Mellan de Abbeville, que decía haber
grabado siempre sus cuadros con más fuego y más libertad de los que
manifestaban los pintores, sometidos como estaban a una multitud de
colores y a la tentación de seducir. Mellan llegaba a decir: «Lo que ha
arrastrado a los mortales a su perdición desde el primer fruto es la
profusión de pinturas y tintes».
Cinco planchas dedicadas a Marie Aidelle y firmadas como tales.
Una mujer vieja de espaldas, sentada en un escabel, se calienta las
manos al calor de un brasero. Junto a ella, un gato. Dos llaves cuelgan
de su cintura. En el dorso de su mano derecha, extendida sobre la
mano izquierda, un caracol saca la cabeza y despliega sus
cuernecillos. Es un grabado extraño.
El sol está en su cénit. Desde la terraza se ven los tejados de
Roma, más abajo. El sobradillo protege una larga mesa de seis pies.
Encima de la mesa hay dos planchas de cobre barnizado. Debajo del
tablero de la mesa, dos pilas para el agua ácida. En la habitación
interior, la fuente de luz proviene de una ventana con los cristales de
losange. A la derecha de la ventana de piedra, los pliegues de la
cortina de un dosel ocultan la cama y el baúl que guarda el tapiz
homérico. Delante de la ventana hay una mesa grande, de cuatro pies,
vacía. Junto a las paredes hay dos sillas con reposabrazos, para recibir.
Una chimenea con repisa. No hay nada más en la habitación.
Mujer impúdica. Júpiter, inflamado de deseo, se inclina sobre el
cuerpo de Antíope dormida. La hija del rey de Tebas tiene el brazo
doblado por encima de la cabeza; la boca abierta; los muslos
separados; su cuerpo parece feliz, pero su rostro refleja el horror. Hay
en su mirada algo parecido a los celos de Nicteo. El dios del Olimpo
inclina la cabeza justo sobre las partes genitales de Antiope.
Contempla el sexo de la maravillosa joven. La mano derecha divina
aparta las cortinas del lecho. El resto es negro. Aguafuerte y punta
seca.
Mujer impúdica. Manera negra. Personajes vistos de frente, en un
óvalo. Uno está arrodillado, el otro sentado. Este último sostiene el
sombrero en la mano derecha. Su cabeza, inclinada hacia delante, sólo

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deja ver la masa de los cabellos. El vientre está desnudo, y lo que de él
desborda se hunde en parte en la boca de la delicada joven, de esbelto
cuello, que está de rodillas. A la derecha, una colgadura deja ver las
estanterías de una biblioteca.
El Louvre y el Pont Neuf en el campo, las sombras a lo largo del
río, algunos animalillos, bajo el sol. Admirablemente grabados.

XLVII

Marie Aidelle le habló a Catherine Van Honthorst de la infancia


de Meaume. La abuela bautizó al niño con un dedo de sangre del
asesinato de Concini, para fortificarlo. De mayor le gustaba el vino
tinto, del que abusaba. Y luego se dejó morir. Meaume había nacido
en París en la primavera de 1617. Era lorenés. Decía: «Las caras de los
niños son inciertas». Por eso no las dibujó nunca. Cumplidos los
cincuenta años, tenía el rostro tenso y extraño. Estaba muy delgado.
Sus ojos seguían brillando como los de los niños de pecho y los de las
ranas. Globos grises muy grandes, pero no se sabía lo que traslucían.
Vivían la vida en un agua oscura. Eran muy intensos, pero no era
posible decir si lo que había detrás de aquellos ojos era dolor, hambre,
angustia o una ira desgarradora. La herida del rostro aumentaba la
incertidumbre de sus expresiones.

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