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variaciones sobre el
derecho a guardar silencio
anne carson
traducción de soledad marambio

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título original: variations on the right to remain silent
© anne carson, 2013
first published in the cahier series in 2013

de esta edición:
variaciones sobre el derecho a guardar silencio
© anne carson
traducción de soledad marambio
isbn: 978-956-9235-18-4
primera edición
santiago de chile, 2016
portada: nicolás sagredo

colección: ensayos de escritores


cuadro de tiza ediciones
cuadrodetiza@gmail.com
www.cuadrodetiza.cl

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variaciones sobre el
derecho a guardar silencio

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n. del e.: «Variations on the Right to Remain Silent» fue publicado en
la revista estadounidense A Public Space número 7, año 2008, y luego
formó parte, junto con el poema de Carson «By Chance the Cycladic
People», de Nay Rather, una publicación de cuarenta y cuatro páginas,
correspondiente al cuaderno número 21 de Cahiers Series, una serie
de cuadernos sobre escritura y traducción publicados por Sylph
Editions y The American University of Paris. Esta es, a la fecha, su
primera traducción al español. En Argentina, la poeta Mirta Rosenberg
tradujo unos breves fragmentos y los publicó como «Variaciones
sobre el derecho al silencio» en el Diario de Poesía número 77, año
2008. La versión en inglés puede consultarse en http://poems.com/
special_features/prose/essay_carson.php
Hemos conservado el sistema de citas que utilizó Carson en el
original y dejado la bibliografía en inglés, así como su manera particular
de citar, que implica algunas modificaciones de los fragmentos que
retoma, a pesar de consignarlos con comillas. En algunos casos, con
el objetivo de evitar traducciones nietas, consultamos traducciones
directas al español publicadas de tales fuentes, cuando los originales
no eran de autores angloparlantes, es decir, cuando Carson estaba
utilizando textos ya traducidos de otra lengua al inglés.

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Variaciones sobre el derecho a guardar silencio

El silencio es tan importante como las palabras en la práctica


y el estudio de la traducción. Esto puede sonar cliché (creo que
es un cliché. Tal vez podamos volver al cliché). Hay dos tipos
de silencio que inquietan a una traductora: el silencio físico y
el metafísico. El silencio físico sucede, digamos, cuando estás
mirando un poema de Safo inscrito en un papiro de hace
dos mil años que ha sido rasgado por la mitad. La mitad del
poema es espacio vacío. Una traductora puede representar
o incluso corregir esta falta de texto de varias maneras –con
espacios en blanco o paréntesis o conjeturas textuales– y
está bien que lo haga así porque Safo no pretendía que esa
parte del poema quedara en silencio. El silencio metafísico
sucede al interior de las palabras mismas. Y sus intenciones
son más difíciles de definir. Cada traductor conoce el punto
en que un lenguaje no puede ser traducido a otro. Por
ejemplo, la palabra «cliché». «Cliché» es un préstamo del
francés, el pasado participio del verbo «clicher», un término
de la imprenta que significa «hacer un estereotipo a partir
de una superficie de impresión en relieve». La palabra ha
sido traída al inglés sin cambios, en parte porque el uso de
palabras francesas hace que los angloparlantes se sientan
más inteligentes y en parte porque tiene orígenes miméticos
(se supone que imita el sonido del troquel de una imprenta
golpeando el metal) que la vuelven intraducible. El inglés
tiene sonidos distintos. El inglés se queda en silencio. Este

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tipo de decisión lingüística es simplemente una medida de
lo ajeno, un reconocimiento de que los lenguajes no son
ciencias los unos de los otros, no los puedes hacer coincidir
elemento por elemento. Pero, ahora, qué pasaría si dentro
de ese silencio descubres uno más profundo, una palabra
que no pretende ser traducible. Una palabra que se detiene
a sí misma. Aquí hay un ejemplo:
En el quinto libro de la Odisea, cuando Odiseo está a punto
de enfrentarse a una bruja llamada Circe, cuya costumbre
es transformar a los hombres en cerdos, el dios Hermes le
da una planta medicinal para usar contra su magia:
Así diciendo me entregó Hermes una planta que había
arrancado de la tierra y me mostró sus propiedades: de
raíz era negra, pero su flor se asemejaba a la leche. Los
dioses la llaman moly, y es difícil a los hombres mortales
extraerla del suelo, pero los dioses lo pueden todo.
moly es una de las varias apariciones en los poemas
de Homero de lo que él llama «el lenguaje de los dioses».
En la épica hay un puñado de gente o de cosas que tienen
esta suerte de nombre doble. A los lingüistas les gusta
ver en estas palabras los restos de alguna capa antigua de
indoeuropeo conservada en el griego de Homero. Sea como
sea, cuando invoca el lenguaje de los dioses Homero te da
también, casi siempre, la traducción mortal. Acá no lo hace.
Quiere que esta palabra guarde silencio. Acá hay cuatro
letras del alfabeto, puedes pronunciarlas pero no definirlas,
poseerlas o usarlas. No puedes buscar esta planta a la orilla
del camino o googlearla y encontrar dónde comprarla. La

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planta es sagrada, el saber pertenece a los dioses, la palabra
se detiene a sí misma. Casi como si te mostraran el retrato
de una persona –no de una persona famosa, sino de alguien
a quien podrías reconocer si te concentras– y a medida que
te acercas para mirar ves, en el lugar donde debería estar el
rostro, una mancha de pintura blanca. Homero ha lanzado
pintura blanca no sobre los rostros de sus dioses sino en sus
palabras. ¿Qué esconde esta palabra? Nunca lo sabremos.
Pero esa mancha en la tela sirve para recordarnos algo
indispensable acerca de estos seres asombrosos, los dioses
de las épicas, quienes por lo general no son más grandes,
más fuertes, más gentiles o más guapos que los humanos,
quienes, de hecho, son clichés antropomórficos por donde
se los mire, pero que tienen una carta bajo la manga: la
inmortalidad. Saben cómo no morir. Y aunque nadie puede
asegurarlo, quizá las cuatro letras intraducibles de moly sean
el lugar en el cual ese saber está escondido.
Hay algo enloquecedoramente atractivo en lo intraducible,
en una palabra que guarda silencio en el tránsito. Quiero
explorar algunos ejemplos de esta atracción en su punto de
mayor locura, desde el juicio y la condena de Juana de Arco.
La historia de Juana de Arco, en particular el registro
histórico de su juicio, está colmada de traducción en todos
sus niveles. Fue capturada en batalla el 23 de mayo de
1430. Su juicio duró desde enero a mayo de 1431 e incluyó
una indagación de un magistrado, seis interrogaciones
públicas, nueve interrogaciones privadas, una abjuración,
una reincidencia, un juicio por reincidencia y una condena.

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Su muerte en la hoguera tuvo lugar el 30 de mayo de 1431.
Miles de palabras fueron y vinieron entre Juana y sus jueces
durante los meses de su inquisición; muchas de ellas están
disponibles para nosotros de alguna forma. Pero Juana misma
era analfabeta. Habló en francés medio en su juicio, cuyas
actas fueron transcritas por un notario y luego traducidas al
latín por uno de los jueces. Este proceso involucró no solo
el traslado de las respuestas directas de Juana al discurso
indirecto y de sus modismos franceses al latín del protocolo
jurídico, sino también la falsificación deliberada de algunas
de sus respuestas de tal manera que justifica su condena (esto
fue revelado en un nuevo juicio veinticinco años después de
su muerte)1. Aun así, las muchas capas de distancia oficial que
nos separan de lo que Juana dijo son solo una consecuencia
de la gran distancia original que separa a la propia Juana
de sus oraciones.
Toda la guía de Juana, militar y moral, vino de una
fuente que ella llamó «voces». Toda la culpa de su juicio fue
reunida en torno a este asunto, la naturaleza de las voces.
Comenzó a escucharlas cuando tenía doce años. Le hablaban
desde afuera, dominando su vida y muerte, sus victorias
militares y políticas revolucionarias, su forma de vestir y
sus creencias herejes. Durante el juicio, los jueces de Juana
volvieron una y otra vez a este punto crucial: insistían en
saber la historia de las voces. Querían que ella las llamara,
encarnara y describiera en formas que ellos pudieran entender,
con emociones e imágenes religiosas reconocibles, en una
narrativa convencional que pudiera ser susceptible de un

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rechazo convencional. Formularon este deseo de cientos
de maneras, pregunta tras pregunta. La aguijonearon y
la empujaron y la cercaron. Juana despreciaba la línea de
investigación y la bloqueó todo el tiempo que pudo. Parece
que para ella las voces no tenían historia. Eran un hecho
vivido tan grande y real que se habían cristalizado en ella
como una especie de abstracción sentida, lo que Virginia
Woolf llamó una vez «la trepidación precisa en los nervios
antes de que se vuelva otra cosa»2. Juana quería comunicar
la trepidación en los nervios sin traducirla en un cliché
teológico. Es su rabia contra el cliché lo que me llevó a
ella. Hay un genio en su rabia. Todos sentimos esta rabia
en algún nivel, en algún momento. La respuesta del genio
ante esta es la catástrofe.
Digo que la catástrofe es una respuesta porque creo que
el cliché es una pregunta. Recurrimos al cliché porque es
más fácil que intentar crear algo nuevo. En él está implícita
la pregunta ¿no sabemos ya qué pensamos sobre esto? ¿No
tenemos una fórmula que usamos para esto? ¿Puedo mandar
una tarjeta de saludo o pegar una foto que muestre cómo
era en vez de intentar hacer un dibujo original? Durante los
cinco meses de su juicio, Juana escogió insistentemente el
término «voz» o algunas veces «consejo» o una vez «consuelo»
para describir cómo Dios la guiaba. Ella no declaró de forma
espontánea que las voces tenían cuerpos, rostros, nombres,
olor, ternura o estados de ánimo, tampoco que entraban a la
pieza por la puerta ni que ella se sentía mal cuando se iban.
Bajo la inexorable presión de sus inquisidores agregó poco

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a poco todos estos detalles. Pero el esfuerzo por contar la
historia era claramente odioso para ella y le arrojó pintura
blanca cada vez que pudo, dándoles respuestas como:
… Me preguntó eso antes. Vaya a ver el registro.
… Pase a la siguiente pregunta, libéreme de esta.
… Alguna vez supe esto bastante bien, pero lo olvidé.
… Eso no tiene nada que ver con su proceso.
… Pregúnteme el próximo sábado.
Y un día, cuando los jueces la presionaban para que
definiera las voces como singular o plural, ella dijo de la
manera más maravillosa: «La luz viene en el nombre de
la voz».
«La luz viene en el nombre de la voz» es una oración
que se detiene a sí misma. Sus componentes son simples,
pero permanece extranjera, no podemos poseerla. Como la
intraducible moly de Homero, parece venir de otro lugar y trae
consigo algo del olor de la inmortalidad. Sabemos que en el
caso de Juana esto terminó siendo algo del olor de ella misma
siendo quemada. Pasemos a un ejemplo menos aciago de los
trucos de la traducción, pero a uno que también es movido
por la rabia contra el cliché o, como el mismo traductor lo
pone en este caso, «quiero pintar el grito, no el horror»3. Tal
vez puedas reconocer esto como una declaración del pintor
Francis Bacon en referencia a su muy conocida serie de retratos
del papa gritando (que son variaciones de un retrato del papa
Inocencio X, de Velázquez). Ahora, Francis Bacon es alguien
que se sometió a inquisición una y otra vez a lo largo de su
carrera, de manera notable en una serie de entrevistas con

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el crítico de arte David Sylvester, publicadas en un volumen
llamado The Brutality of the Fact. «The brutality of the fact»
es la frase del propio Bacon para nombrar lo que busca en
una pintura. Es un pintor representacional. Sus sujetos son
personas, pájaros, perros, pasto, arena, agua, él mismo, y lo
que quiere capturar de estos sujetos es (él dice) su realidad
o (usó el término una vez) esencia o (a menudo) los hechos.
Por hechos no quiere decir hacer una copia del sujeto como
la que haría una fotografía, sino crear una forma sensible
que traducirá directamente a tu sistema nervioso la misma
sensación que te produciría el sujeto. Quiere pintar la sensación
de un chorro de agua, esa trepidación en los nervios. Todo lo
demás es cliché. Todo lo demás es la misma vieja historia de
cómo san Miguel y santa Margarita y santa Catalina llegaron
a la puerta rodeados de mil ángeles y de cómo un aroma
dulce llenó la habitación. Él odia toda esa narrativa, toda esa
ilustración, hará todo lo posible por desviar o interrumpir el
aburrimiento de esa narrativa, incluyendo manchar las telas
con esponjas o lanzarles pintura.
Cuando digo que Francis Bacon quiere traducir la sensación
a tus nervios a través de la pintura, estoy usando el verbo
«traducir» de manera metafórica. En nuestro uso común,
traducir es una operación del lenguaje, no de la pintura. El
silencio también es algo propio del lenguaje y Bacon a veces
lo evoca de modo literal, como en las entrevistas donde dice
(más de una vez) «ves que este es el punto en el cual uno
no puede, de ninguna manera, hablar de pintar. Está en el
proceso»4. En esta afirmación hace un reclamo territorial,

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como Juana de Arco cuando le dijo a sus jueces «eso no
tiene nada que ver con su proceso». Dos sentidos distintos
de «proceso», aunque el mismo indignado encogerse de
hombros ante una autoridad cuyas demandas eran injustas.
Uno puede sentir esta indignación definiendo la mayoría
de las acciones públicas de Juana, su temeridad militar, su
elección de ropas masculinas, su abjuración de herejía, su
reincidencia en la herejía, sus legendarias palabras finales a
los jueces: «¡Enciendan sus hogueras!». Si el silencio hubiera
sido una posibilidad para Juana, no habría terminado en la
hoguera. Pero el método de los inquisidores fue reducir todo
lo que había dicho a doce cargos redactados con palabras
de ellos, es decir, una historia sobre ella que convirtieron
en lo cierto5. Le leyeron los cargos. Ella tenía que contestar
a cada uno con «lo creo» o «no lo creo». Una pregunta de
sí o no prohíbe que una palabra se detenga a sí misma. La
intraducibilidad es ilegal.
Sin embargo, detenciones y silencios de varios tipos
parecen estar disponibles para Francis Bacon en su proceso
de pintura. Por ejemplo, en su materia, cuando escoge
representar gente gritando en un medio que no puede
transmitir sonido. O en su uso del color, que es un tema
complejo, pero demos una mirada a uno de sus aspectos,
en este caso, el de los bordes del color. Su propósito como
pintor, como ya hemos visto, es entregar sensación sin el
aburrimiento de su traspaso. Quiere derrotar la narrativa
donde quiera que intente aparecer, que es prácticamente en
todos lados, ya que los humanos son creaturas hambrientas

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de historias. La narración tiende a deslizarse en el espacio
entre dos figuras cualquiera o dos marcas cualquiera en una
tela. Bacon usa el color para silenciar esta tendencia. Arrastra
el color hasta el borde mismo de sus figuras, un color tan
duro, plano, brillante, inmóvil, al que es imposible entrar
o interrogar. Hay una desolación de curiosidad en él. Una
vez dijo que le gustaría «poner un desierto del Sahara o las
distancias de un Sahara» entre las partes de una pintura6.
Su color tiene un efecto excluyente y acelerador, hace que
tu ojo siga. Es una manera de decir no te quedes aquí y no
comiences a pensar historias, solo cíñete a los hechos. A
veces pone una flecha blanca arriba del color para apurar
tu ojo y denunciar aún más la narrativa. Mirar esta flecha
es sentir una extinción de la narrativa. Él dice que sacó la
idea de las flechas de un manual de golf7. Saber esto me
hace sentir incluso menos esperanzas de poder entender la
historia de esta pintura. Bacon no tiene interés de alimentar
tal esperanza, como tampoco la tenía Juana de Arco cuando
sus inquisidores le preguntaron «¿a qué huelen tus voces?»
y ella respondió «pregúntenme el próximo sábado». Bacon
extingue la relación usual entre figura y fondo, el paso usual
de información en ese lugar, así como Juana extingue la
relación usual entre pregunta y respuesta. Hay, en cambio,
una aplicación de la catástrofe a la comunicación.
Bacon tiene otro término para esta aplicación de la
catástrofe: la llama «destruyendo la claridad con claridad»8.
No solo en su uso del color, sino en toda la estrategia de
sus composiciones, quiere hacernos ver algo para lo que

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aún no tenemos ojos. Va al interior de la claridad, a un
lugar de descanso más profundo en el cual la claridad es
la misma y sin embargo difiere de sí misma, lo que podría
ser equivalente al lugar al interior de una palabra donde
esta guarda silencio en su propia presencia. Y es llamativo
que para Bacon este es un lugar de violencia. Habla mucho
sobre violencia en sus entrevistas. Le preguntan mucho
sobre violencia en sus entrevistas. Él y sus entrevistadores
no quieren decir lo mismo con esta palabra. La pregunta de
los entrevistadores es sobre imágenes de crucifixión, carne
despedazada, torcer, mutilar, corridas de toros, jaulas de
vidrio, suicidio, mitades de animales y carne irreconocible.
Su respuesta es sobre la realidad. No le interesa ilustrar
situaciones violentas y desprecia sus propias obras que lo
hacen y las llama «sensacionalistas». Le interesa representar
la sensación, no lo sensacionalista, pintar el grito, no el
horror. Y entiende que la realidad del grito yace en algún
lugar en la superficie de una persona que grita o de una
situación digna de grito. Si pensamos en su estudio del
papa gritando junto con la pintura que lo inspiró, Retrato
de Inocencio X de Velázquez, podemos ver que lo que Bacon
ha hecho es hundir sus brazos en la imagen de este hombre
profundamente inquieto de Velázquez y sacar afuera un
grito que ya está sucediendo allí muy adentro. Ha hecho
una pintura del silencio en la cual el silencio se desgarra
silenciosamente, como dicen que hacen los agujeros negros
en el espacio profundo cuando nadie los mira. Aquí está
Bacon hablando con David Sylvester:

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Cuando se habla de la violencia de la pintura, no se habla
de nada que tenga que ver con la violencia de la guerra. Es
algo que se relaciona con el intento de recrear la violencia
de la propia realidad (…) y de la violencia, también, de
las sugerencias al interior de la misma imagen que solo
pueden comunicarse a través de la pintura. Cuando te
veo sentado al otro lado de la mesa no solo te veo a ti, veo
toda una emanación que tiene que ver con personalidad
y todo lo demás (…) la calidad de lo viviente (…) todas
las pulsaciones de una persona (…) la energía al interior
de la apariencia (…). Y trasladar todo eso a una pintura
significa que la violencia aparecerá allí. Casi siempre
vivimos a través de pantallas (…) una vida apantallada.
Y a veces pienso, cuando la gente dice que mi obra es
violenta, que de vez en cuando he sido capaz de correr
uno o dos de los velos o pantallas9.
Bacon dice que vivimos a través de pantallas. ¿Qué son
estas pantallas? Son parte de nuestro modo de mirar el
mundo o, mejor, nuestro modo de mirar el mundo sin verlo,
porque Bacon asegura que si un verdadero vidente observara
el mundo notaría que es bastante violento –no violento como
una superficie narrativa, sino de alguna manera compuesto
violentamente bajo la superficie, teniendo la violencia
como su naturaleza–. Podría decir que Bacon «traduce» la
violencia a la pintura, aunque quiero dejar de hablar de la
traducción metafóricamente para ocuparme de la lucha
real por llevar un texto de una lengua a otra. Así que, por
favor, volvamos nuestra mirada histórica a Alemania, al
paso del siglo xviii al xix y pongamos nuestra atención en

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algunas palabras para el color púrpura. La palabra del inglés
«purple» viene del latín «purpureus», que viene del griego
«porphyra», un sustantivo para designar al purplefish. En
la antigüedad, este molusco marino, llamado lapa púrpura
o múrex, era la fuente de la que se obtenía toda la tintura
púrpura y roja. Pero el purplefish tenía otro nombre en el
griego antiguo, «kalche», y de esta palabra derivó un verbo
y una metáfora y un problema para los traductores. El verbo
«kalchainein», «buscar al purplefish», pasó a expresar una
emoción profunda y abrumada: oscurecerse de inquietud,
bullir de preocupaciones, buscar en la hondura de la
propia mente, albergar pensamientos oscuros, esperar en
las tinieblas. Cuando el poeta alemán Friedrich Hölderlin
decidió traducir la Antígona de Sófocles en 1796, se encontró
con este problema en la primera página. La obra comienza
con una afligida Antígona enfrentando a su hermana
Ismene. «¿Qué pasa?», pregunta Ismene y luego agrega el
verbo púrpura. «Obviamente tu mente se está oscureciendo
(kalchainous) por causa de alguna novedad». Esta es una
lectura estándar de esta oración. La versión de Hölderlin:
«Du scheinst ein rotes Wort zu färben» significaría algo así:
«Pareces colorear una palabra roja para teñir tus palabras
de rojo».
La literalidad mortal de la oración es típica de él. Su método
de traducción consistía en apoderarse de cada elemento
de la dicción original y forzarlo hasta llevarlo al alemán
reproduciendo de manera exacta su sintaxis, el orden de las
palabras, el significado léxico. El resultado fueron versiones

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de Sófocles que hicieron reír a carcajadas a Goethe y a Schiller
cuando las escucharon. Críticos eruditos encontraron más
de mil errores y llamaron a las traducciones desfiguradas,
ilegibles, el trabajo de un loco. De hecho, en 1806 Hölderlin
fue declarado demente. Su familia lo puso en una clínica
psiquiátrica de la que fue dado de alta, como incurable, un
año más tarde. Pasó los treinta y siete años restantes de su
vida en una torre que miraba hacia el río Neckar, en estados
variables de indiferencia o éxtasis, recorriendo su pieza de
arriba abajo, tocando el piano, escribiendo en pedazos de
papel, recibiendo una que otra visita. Murió aún demente
en 1843. Es un cliché decir que las traducciones de Sófocles
que hizo Hölderlin lo muestran al borde del colapso y que
sacan la rareza luminosa, estriada, impronunciable de su
condición mental. Aun así, me pregunto ¿cuál es la relación
exacta entre locura y traducción? ¿En qué parte de la mente
ocurre la traducción? Y si hay un silencio que cae al interior
de ciertas palabras, ¿dónde, cómo, con qué violencia sucede
y qué diferencia hace en quién eres?
Una cosa que me impresiona sobre Hölderlin como
traductor, y sobre Bacon como pintor y también sobre
Juana de Arco como un soldado de Dios, es el alto grado de
autoconciencia presente en sus respectivas manipulaciones
de la catástrofe. Hölderlin había comenzado a desvelarse con
la traducción de Sófocles en 1796, pero no publicó Edipo ni
Antígona hasta 1804. Juzgando sus primeras versiones como
«no lo suficientemente vivas (lebendig)», las sometió a años
de revisión compulsiva, haciéndolas cada vez más extrañas.

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Aquí está la descripción de ese esfuerzo según el académico
hölderliniano David Constantine:
Deformaba el original para hacerlo calzar con su propia
comprensión idiosincrática no tan solo del texto, sino
también de su obligación de traducirlo (…). Eligiendo
siempre la palabra más violenta, de tal manera que la
costura de los textos está hecha con el vocabulario del
exceso (…) él también estaba expresando esas fuerzas
en su propia psicología, la que muy luego lo despeñaría.
Y al pronunciarlas, ¿no las ayudaba y las incitaba? Es
la vieja paradoja: cuanto mejor dice las cosas el poeta,
mejor las arma contra sí mismo. Tan bien dichas, ¿no
son irresistibles?10.
Irresistible, por lo menos, era el proceso de esta violencia.
Es notable que en este tiempo Hölderlin también comenzó a
revisar sus primeros trabajos y lo hizo de la misma manera,
es decir, examinaba poemas ya terminados en búsqueda de
las partes «no lo suficientemente vivas», luego las traducía a
alguna otra lengua –también al alemán–, que yacía silenciosa
dentro de la suya. Como si fuera avanzando a lo largo de
una oración, arrancando las cubiertas de las palabras y
hundiendo sus brazos, encontró su locura que venía desde
el lado contrario.
Pero no fue un encuentro del todo azaroso. Desde muy
temprano Hölderlin tenía una teoría sobre sí mismo. Esto
es de una carta de 1798 a su amigo Neuffer, que comienza
con la oración «lo vivo (Lebendigkeit) en la poesía es lo que
preocupa más a mi mente ahora», y después sigue con este
análisis lúcido de su equilibrio personal:

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… porque soy más destructible que otros hombres, debo
buscar aún más cómo sacar alguna ventaja de lo que tiene
un efecto destructivo sobre mí (…). Debo aceptarlo por
adelantado como material indispensable sin el cual mi
ser más interno no podría nunca estar presente del todo.
Debo asimilarlo para organizarlo (…) como sombras de
mi luz (…) como tonos subordinados de entre los cuales
el tono de mi alma brota todavía más vivo11.
Esto es de una carta de 1804 del amigo de Hölderlin,
Sinclair, a la madre del poeta:
No soy el único. Hay seis u ocho personas además de
mí que han visto a Hölderlin y están convencidas de
que aquello que parece un desvarío mental no es nada
de eso, sino más bien una manera de expresarse que ha
adoptado deliberadamente por razones muy poderosas12.
Esto es de una reseña de 1804 sobre sus traducciones de
Sófocles:
¿Qué pensar del Sófocles de Hölderlin? ¿Está loco el
hombre o solo pretende estarlo o su Sófocles es una sátira
sobre los malos traductores?13.
Tal vez Hölderlin estuvo todo el tiempo fingiendo
estar loco, no lo sé. Lo que me fascina es ver su catástrofe,
cualquiera sea el nivel de conciencia con la que la eligió,
como un método sacado de la traducción, un método
organizado por la rabia contra el cliché. Después de todo,
qué otra cosa es la lengua propia sino un gigantesco cliché
cacofónico. Nada no ha sido dicho antes. Los moldes están
fijos. Hace mucho tiempo Adán nombró todas las creaturas.

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La realidad está encadenada. Cuando Francis Bacon se acerca
a una tela en blanco, su superficie vacía ya está repleta de
toda la historia de la pintura hasta ese preciso momento,
es una compresión de todos los clichés de representación
existentes en el mundo del pintor, en la cabeza del pintor,
en la posibilidad de lo que se puede hacer en esa superficie.
Las pantallas están en su lugar dificultando ver nada que no
sea lo que uno espera ver, difícil pintar lo que no está allí.
Bacon no se contenta con desviar o engañar el cliché con
algún truco pictórico, quiere asesinarlo ahí mismo en sus
telas. Por eso pide las intervenciones del azar. Hace lo que
él llama «marcas libres» sobre la tela al comienzo cuando
es blanca y después cuando está parcialmente pintada o
completamente pintada. Usa pinceles, esponjas, palos, trapos,
su mano o solo le lanza un tarro de pintura. Su intención es
perturbar su posibilidad y hacer cortocircuito sobre su propio
control de la perturbación. Su producto es una catástrofe,
que luego procederá a manipular en una imagen que puede
llamar real. O tal vez solo la cuelgue:
David Sylvester: Usted nunca terminaría una pintura
lanzándole algo, así, de repente. ¿O sí?
Francis Bacon: Oh, sí. En ese tríptico, en el hombro de la
figura vomitando en el lavabo, hay un latigazo de pintura
blanca que va así. Bueno, lo hice a último momento y
lo dejé14.
Las marcas libres son un gesto de rabia. Uno de los mitos
más antiguos que tenemos sobre este gesto es la historia de
Adán y Eva en el jardín del paraíso. ¿Por qué Eva puso una

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marca libre en la manzana? Decir que fue seducida por la
serpiente o que añoraba el conocimiento absoluto o que
buscaba la inmortalidad es un análisis posterior. ¿No será
que estaba aburrida? Adán ya había llevado a cabo el acto
primordial de nombrar, había dado los primeros pasos hacia
la imposición de un conjunto de clichés que nadie nunca
expulsaría, o querría expulsar, a la demencia abiertamente
inútil y sin sentido de lo real. Ellos son nuestra historia
humana, nuestro edificio del pensamiento, nuestra respuesta
al caos. El instinto de Eva fue morder esta respuesta por la
mitad.
La mayoría de nosotros, dada la elección entre el caos y el
nombrar, entre la catástrofe y el cliché, elegiríamos nombrar.
La mayoría de nosotros ve esto como un juego de suma
cero, como si no hubiera un tercer lugar donde estar: por lo
general, se piensa que algo sin nombre no existe. Y es aquí
donde podemos distinguir la benevolencia de la traducción.
La traducción es una práctica, una estrategia, lo que Hölderlin
llama «una gimnasia saludable de la mente»15, que parece
darnos un tercer lugar donde estar. Frente a una palabra que
se detiene a sí misma, en ese silencio, uno siente que algo ha
pasado y ha seguido avanzando, que alguna posibilidad se
ha liberado. Para Hölderlin, como para Juana de Arco, esta
es una comprensión religiosa y lleva hacia los dioses. Para
Francis Bacon lleva a Rembrandt.
Una de las pinturas favoritas de Francis Bacon es un
autorretrato de Rembrandt. Lo menciona en varias entrevistas.
Lo que dice que le gusta de este retrato es que cuando te

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acercas te das cuenta de que los ojos no tienen cuencas16.
Situemos esta explicación junto con una oración de Hölderlin
que me persigue y no puedo explicar bien por qué. Hölderlin
comenzó a escribir un ensayo en el margen derecho de
una página donde ya, en una fecha anterior, había hecho
el borrador de un poema. El ensayo contiene este extraño
comentario:
Öfters hab’ich die Sprache, öfters hab’ich Gesang versucht,
aber sie hörten dich nicht.
A menudo probé el lenguaje, a menudo probé la canción,
pero ellos no te escucharon17.
Algo acerca del modo en el cual los pronombres en esta
oración se enfrentan a sí mismos me recuerda los ojos de
Rembrandt. Esos ojos descuencados de seguro no son ciegos.
Están ocupados en una mirada poderosa, pero no es una
mirada que se organice de modo normal. Está ocurriendo el
acto de ver, aunque (es posible que) ver sea entrar a los ojos
de Rembrandt desde atrás. Lo que su mirada lanza hacia
adelante, en nuestra dirección, es silencio profundo. Quizá
como el silencio que siguió a la respuesta de Juana de Arco
cuando sus jueces le preguntaron «¿en qué lengua te hablan tus
voces?» y ella contestó «en una lengua mejor que la vuestra».
Para resumir. Honestamente, no soy muy buena resumiendo.
Lo mejor que puedo hacer es ofrecer una última mancha
de pintura. Fui preparada para procurar la exactitud y para
creer que el conocimiento riguroso del mundo, sin residuo, es
posible para nosotros. Este residuo que no existe; solo pensar

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en él me renueva. Pensar en su lugar, en cómo comparte su
lugar con húmedas capas de nada, pensar en su movimiento,
en cómo no puede dejar de moverse porque yo estoy en
movimiento con él, pensar en su tono de voz, que es casual
(de hecho olvida mi existencia casi de inmediato) aunque de
vez en cuando revela una especie de compasión natural que
no entiendo, pensar en su sombra que no viene de ninguna
parte y entonces no tiene en sí la muerte (o muy poco); pensar
en estas cosas es como una grieta de luz apareciendo bajo
la puerta de un cuarto donde he estado encerrada por años.
En su torre mirando hacia el río Neckar, Hölderlin tenía un
piano que a veces tocaba tan fuerte que quebraba las teclas.
Pero hubo días tranquilos en los que solo tocaba y echaba la
cabeza hacia atrás y cantaba. Quienes lo oyeron decían que
no podían distinguir, aunque escuchaban, qué lengua era.

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notas

1
Françoise Meltzer, For Fear of the Fire.
2
Virginia Woolf, To the Lighthouse.
3
David Sylvester, The Brutality of Fact: Interviews with Francis Bacon.
4
Michael Peppiatt, «Interview with Francis Bacon», en Art International 8.
5
Françoise Meltzer, For Fear of the Fire.
6
David Sylvester, The Brutality of Fact: Interviews with Francis Bacon.
7
H. Davies, «Interview with Francis Bacon», en Art in America 63.
8
Gilles Deleuze, Francis Bacon: The Logic of Sensation, traducido por
D. W. Smith.
9
David Sylvester, The Brutality of Fact: Interviews with Francis Bacon.
10
David Constantine, Hölderlin.
11
Friedrich Hölderlin, Hyperion and Selected Poems, editado por Eric
L. Santner.
12
David Constantine, Hölderlin.
13
Aris Fioretos, The Solid Letter: Readings of Friedrich Hölderlin.
14
David Sylvester, The Brutality of Fact: Interviews with Francis Bacon.
15
David Constantine, Hölderlin.
16
David Sylvester, The Brutality of Fact: Interviews with Francis Bacon;
Gilles Deleuze, Francis Bacon: The Logic of Sensation, traducido por
D. W. Smith.
17
Aris Fioretos, The Solid Letter: Readings of Friedrich Hölderlin.

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Anne Carson (Toronto, 1950). Se gana la vida enseñando
griego antiguo. Algunos de sus libros traducidos al
español son La belleza del marido (Lumen, 2003),
Hombres en sus horas libres (Pre-Textos, 2007), Decreación
(Vaso Roto, 2014), Eros. El dulce-amargo (Fiordo, 2015),
Autobiografía de rojo. Una novela en verso (Pre-Textos,
2016), Albertine. Rutina de ejercicios (Vaso Roto, 2016)
y la plaquette El ensayo de cristal (Cuadro de Tiza
Ediciones, 2015).

Soledad Marambio (Santiago, 1976). Autora del


poemario En la noche los pájaros (Libros La Calabaza
del Diablo, 2013). Editora contribuyente de la revista
de traducción literaria Asymptote y parte del equipo
editorial de Brutas Editoras.

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esta
plaquette
se imprimió en el
mes de julio del año 2016,
en los talleres de Andros, con
un tiraje de 500 ejemplares. Para su
composición se utilizó la tipografía Celeste
pro, interior de papel bond ahuesado de 80 g y
cartulina reverso blanco de 200 g. CUADRO
DE TIZA EDICIONES: Nicolás Labarca,
Julieta Marchant, L Felipe
Alarcón, Víctor
Ibarra B.

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