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LA HUACHAFERÍA

Por Mario Vargas Llosa


(Publicado en El Comercio. Lima, 28 de agosto de 1983)

Huachafería es un peruanismo que en los vocabularios empobrecen


describiéndolo como sinónimo de cursi. En verdad, es algo más sutil y
complejo, una de las contribuciones del Perú a la experiencia universal;
quien la desdeña o malentiende, queda confundido respecto a lo que
es este país, a la psicología y cultura de un sector importante, acaso
mayoritario de los peruanos. Porque la huachafería es una visión del
mundo a la vez que una estética, una manera de sentir, pensar, gozar,
expresarse y juzgar a los demás.

La cursilería es la distorsión del gusto. Una persona es cursi cuando


imita algo -el refinamiento, la elegancia- que no logra alcanzar, y, en su
empeño, rebaja y caricaturiza los modelos estéticos. La huachafería no
pervierte ningún modelo porque es un modelo en sí misma; no
desnaturaliza patrones estéticos sino, más bien, los implanta, y es, no
la réplica ridícula de la elegancia y el refinamiento, sino una forma
propia y distinta -peruana- de ser refinado y elegante.

En vez de intentar una definición de huachafería -cota de malla


conceptual que, inevitablemente, dejaría escapar por sus rendijas
innumerables ingredientes de ese ser diseminado y protoplasmático-
vale la pena mostrar, con algunos ejemplos, lo vasta y escurridiza que
es, la multitud de campos en que se manifiesta y a los que marca.

Hay una huachafería aristocrática y otra proletaria pero es


probablemente en la clase media donde ella reina y truena. A condición
de no salir de la ciudad, está por todas partes. En el campo, en cambio,
es inexistente. Un campesino no es jamás huachafo, a no ser que haya
tenido una prolongada experiencia citadina. Además de urbana, es
antirracionalista y sentimental. La comunicación huachafa entre el
hombre y el mundo pasa por las emociones y los sentidos antes que
por la razón; las ideas son para ellas decorativas y prescindibles, un
estorbo a la libre efusión del sentimiento. El vals criollo es la expresión
por excelencia de la huachafería en el ámbito musical, a tal extremo
que se puede formular una ley sin excepciones: para ser bueno, un vals
criollo debe ser huachafo. Todos nuestros grandes compositores (de
Felipe Pinglo a Chabuca Granda) lo intuyeron así y, en las letras de sus
canciones, a menudo esotéricas desde el punto de vista intelectual,
derrocharon imágenes de inflamado color, sentimentalismo iridiscente,
malicia erótica, risueña necrofilia y otros formidables excesos retóricos
que contrastaban, casi siempre, con la indigencia de ideas. La
huachafería puede ser genial pero es rara vez inteligente; ella es
intuitiva, verbosa, formalista, melódica, imaginativa, y, por encima de
todo, sensiblera. Una mínima dosis de huachafería es indispensable
para entender un vals criollo y disfrutar de él; no pasa lo mismo con el

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huayno, que pocas veces es huachafo, y, cuando lo es, generalmente
es malo.

Pero sería una equivocación deducir de esto que sólo hay huachafos y
huachafas en las ciudades de la costa y que las de la sierra están
inmunizadas contra la huachafería. El "indigenismo", explotación
ornamental, literaria, política e histórica de un Perú prehispánico
estereotipado y romántico, es la versión serrana de la huachafería
costeña equivalente: el "hispanismo", explotación ornamental, literaria,
política e histórica de un Perú hispánico estereotipado y romántico. La
fiesta del Inti Raymi, que se resucita anualmente en el Cusco con
millares de extras, es una ceremonia intensamente huachafa, ni más ni
menos que la Procesión del Señor de los Milagros que amorata Lima
(adviértase que adjetivo con huachafería) en el mes de Octubre.

Por su naturaleza, la huachafería está más cerca de ciertos quehaceres


y actividades que de otros, pero, en realidad, no hay comportamiento u
ocupación que la excluya esencialmente. La oratoria sólo si es
huachafa seduce al público nacional. El político que no gesticula,
prefiere la línea curva a la recta, abusa de las metáforas y las alegorías
y, en vez de hablar, ruge o canta, difícilmente llegará al corazón de los
oyentes. Un "gran orador" en el Perú quiere decir alguien frondoso,
florido, teatral y musical. En resumen: un encantador de serpientes.
Las ciencias exactas y naturales tienen sólo nerviosos contactos con la
huachafería. La religión, en cambio, se codea con ella todo el tiempo, y
hay ciencias con una irresistible predisposición huachafa, como las
llamadas -huachafísicamente- ciencias "sociales". ¿Se puede ser
"científico social" o "politólogo" sin incurrir en alguna forma de
huachafería? Tal vez, pero si así sucede, tenemos la sensación de un
escamoteo, como cuando un torero no hace desplantes al toro.

Acaso donde mejor se puede apreciar las infinitas variantes de la


huachafería es en la literatura, porque, naturalmente, ella está sobre
todo presente en el hablar y en el escribir. Hay poetas que son
huachafos a ratos, como Vallejo, y otros que los son siempre, como
José Santos Chocano, y poetas que no son huachafos cuando escriben
poesía y sí cuando escriben prosa, como Martín Adán. Es insólito el
caso de prosistas como Julio Ramón Ribeyro, que no es huachafo
jamás, lo que tratándose de un escritor peruano resulta una
extravagancia. Más frecuente es el caso de aquellos, como Bryce y
como yo mismo, en los que, pese a nuestros prejuicios y cobardías
contra ella, la huachafería irrumpe siempre en algún momento en lo
que escribimos, como un incurable vicio secreto. Ejemplo notable es el
de Manuel Scorza en el que hasta las comas y los acentos parecen
huachafos.

He aquí algunos ejemplos de huachafería de alta alcurnia: retar a


duelo, la afición taurina, tener casa en Miami, el uso de la partícula
"de" o la conjunción "y" en el apellido, los anglicismos y creerse
blancos. De clase media: ver telenovelas y reproducirlas en la vida

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real; llevar tallarines en ollas familiares a las playas los días domingos
y comérselos entre ola y ola; decir "pienso de que" y meter diminutivos
hasta en la sopa ("¿Te tomas un champancito, hermanito?") y tratar de
"cholo" (en sentido peyorativo o no) al prójimo. Y proletarias: usar
brillantina, mascar chicle, fumar marihuana, bailar rock and roll y ser
racista.

Los surrealistas decían que en el acto surrealista prototípico era salir


salir a la calle y pegarle un tiro al primer transeúnte. El acto huachafo
emblemático es el del boxeador que, por las pantallas de televisión,
saluda a su mamacita que lo está viendo y rezando por su triunfo, o del
suicida frustrado que, al abrir los ojos, pide confesión. Hay una
huachafería tierna (la muchacha que se compra el calzoncito rojo, con
blondas, para turbar al novio) y aproximaciones que, por inesperadas,
la evocan: los curas marxistas, por ejemplo. La huachafería ofrece una
perspectiva desde la cual observar (y organizar) el mundo y la cultura.
Argentina y la India (si juzgamos por sus películas) parecen más cerca
de ella que Finlandia. Los griegos eran huachafos y los espartanos no;
entre las religiones, el catolicismo se lleva la medalla de oro. El más
huachafo de los de los grandes pintores es Rubens; el siglo más
huachafo es el XVIII y, entre los monumentos, nada hay tan huachafo
como el Sacre Coeur y el Valle de los Caídos. Hay épocas históricas que
parecen construidas por y para ella: el Imperio Bizantino, Luis de
Baviera, la Restauración. Hay palabras huachafas: telúrico, prístina,
societal, concientizar, mi cielo (dicho a un hombre o a una mujer),
devenir en, aperturar, arrebol. Lo que más se parece en el mundo de la
huachafería no es la cursilería sino lo que en Venezuela llaman la pava.
(Ejemplos de pava que le oí una vez a Salvador Garmendia: una mujer
desnuda jugando billar, una cortina de lágrimas; flores de cera y
peceras en los salones). Pero la pava tiene una connotación de mal
agüero, anuncia desgracias, algo de lo que -afortunadamente- la
huachafería está exenta.

¿Debo terminar este artículo con una frase huachafa? He escrito estas
modestas líneas sin arrogancia intelectual, sólo con calor humano y
sinceridad, pensando en esa maravillosa hechura de Dios, mi
congénere: ¡el hombre!

MIOTA Y LA HUACHAFERÍA

Por César Hildebrandt

(Publicado en La Primera. Lima, 14 de febrero de 2010)

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El peruano Jorge Miota fue quien, según diversos testimonios, acuñó y
difundió la palabra “huachafo” como sinónimo aproximado de cursi o
de mal gusto.

El otro día, en busca de un libro perdido, encontré aquel que escribió


Willy Pinto Gamboa, colaborador cercano de Luis Alberto Sánchez,
sobre Miota y la huachafería. Pinto lo tituló “Lo huachafo: trama y
perfil” y añadió este paréntesis: “(Jorge Miota: vida y obra)”. El
ejemplar que encontré me está dedicado y sólo mi distraída ingratitud
pudo ponerlo en el estante del tercer piso, donde están los libros
aparentemente menos necesarios.

Willy Pinto Gamboa fue una de las mejores personas con las que me he
tropezado. Era bastante mayor que este cronista, había estudiado en
España, amaba la poesía de Pedro Salinas, era catedrático universitario
y se había casado con una hermosa española que adoraba y con quien
vivía en la urbanización Palomino.

Pinto me visitaba en “Caretas” cada semana y charlábamos de aquello


que hoy escasea tanto: lecturas, autores, fobias y filias literarias. Era
ameno, divertido y muchas veces certero y coincidíamos en nuestra
adicción por el siglo de oro español.

Hace algunos años –lo supe estando lejos, como casi siempre: lejos- a
este escritor, crítico e investigador se le murió la mujer, que sufría de
un mal crónico del corazón. Me contaron que, poco tiempo después, a
Pinto lo mató una tristeza disfrazada de algún tipo de Cáncer. Porque,
como ustedes saben, el Cáncer es muchas veces un seudónimo de la
depresión.

Recordando a este hombre ejemplar que pasaba por mi oficina para


hablar de literatura, he leído recién, de cabo a rabo, este libro sobre
Miota publicado en 1981 (uno de los mejores trabajos de Pinto, a pesar
de los innumerables descuidos del corrector).

Miota es uno de esos personajes que a Pinto le encantaba resucitar.


Porque Pinto escarbaba en el olvido y de allí sacaba a los marginados,
los preteridos, los pequeños malditos que a nadie entusiasmaban.
Miota fue el primero en usar la palabra “huachafo” y eso sucedió
alrededor de 1908 en la revista “Actualidades”.

Todo indica que se trata de un préstamo creativo tomado del


Colombianismo “guachafa”, que describe el bullicio, la bronca y el
desorden y que, en algún momento no demasiado precisable, significó
también algo así como fiesta ruidosa.

Y el origen de todo esto, según lo que le contó Estuardo Núñez a


Martha Hildebrandt, tiene barrio y sede limeños. Sucede que a

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comienzos de 1890 se afincó en Lima, cerca del cuartel Santa Catalina,
una familia Colombiana de clase media más o menos arruinada.

Sucedió también que las muchachas casaderas de esa familia


numerosa organizaban fiestas, entre estruendosas y desmedidas, que
llamaban “guachafas”. Mucho más temprano que tarde “guachafas” ya
no eran las veladas sino quienes las planeaban. De modo que los
solteros próximos al solar eran asiduos de estas “guachafas” deseosas
de prosperar o establecerse por su cuenta.

De cualquier modo, pocos son los que le niegan a Miota el mérito de


suavizar el diptongo original con una “h” y de oficializar el término
“huachafo” para describir, fundamentalmente, aquello que imita sin
éxito, que exhibe sin rubor, que pretende ser lo que no es (ni puede
ser: de allí el carácter violento y condenatorio del término).
Jamás pensó Miota que la palabra adquiriría tal autoridad e involucraría
a universos tan amplios y diversos.

Porque, como alguna vez reconoció el mismísimo Mario Vargas Llosa en


un magistral artículo, es imposible, para cualquier peruano, librarse por
completo de la huachafería, entendida como ese modo histriónico de
aparentar. Cuando Vargas Llosa escribió ese artículo –agosto de 1983-,
Lima no tenía a “Eisha” como “capital del verano” –qué frase más
huachafa-, ni a “Tongo” como emblema de la Telefónica –una de las
empresas más huachafientas en cuanto a su publicidad-, ni a los
hermanitos Yaipén como símbolos, ni a Bayly como expresión liberal.
Hoy Vargas Llosa tendría que reeditar y ampliar su Atlas de la
huachafería. Hoy el Perú es tan huachafo, tan repulsivamente huachafo
a veces, que el buen gusto parece una melancolía.

En 1983 hasta la pretensión de no ser huachafo pasaba por


huachafería. Hoy los huachafos han salido del armario y han tomado el
poder. Nadie huye hoy de la huachafería. Al contrario: se la ha
adoptado porque se ha impuesto y porque es rentable. La prensa “no
huachafa”, por ejemplo, parece condenada a la miseria. La TV “no
huachafa” ha dejado, sencillamente, de existir.

¿Qué no es huachafo en el Perú? Nada. Hasta Dios es huachafo en el


Perú del siglo XXI. Y basta con encender uno de esos programas
religiosos perpetrados por sectas cristianas para entender que el cielo
también ha sido tomado por asalto.

Pero volviendo a Miota, ese desconocido, habría que decir algunas


cosas. Miota González nació en Apurímac en 1870. Su padre fue militar
y murió, con el grado de teniente coronel, en la heroica resistencia de
San Juan y Miraflores de enero de 1881. Miota, de ascendentes vascos,
escribió numerosos artículos de tono modernista en “Actualidades”, “El
Comercio”, “Prisma” y “Monos y monadas”. Fue coetáneo y amigo de
los hermanos García Calderón, de Enrique Carrillo (“Cabotín”), de José
de la Riva Agüero, de Leonidas Yerovi y, entre otros, de Clemente

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Palma. Fue Palma, precisamente, quien en 1913 escribió un artículo
titulado “El caso del escritor señor Miota”.

La solemnidad del título tenía más de compasión que de avaricia.


Porque se trataba de ventilar, por primera vez en público, la locura
irremediable que había terminado por minar a Miota.
Dos años antes, en 1911, Miota se había presentado ante la embajada
peruana en París y le había pedido a su amigo Francisco García
Calderón, segundo secretario, una carta de recomendación para Rubén
Darío. García Calderón, benévolo y distante, le dio gusto.
En su mensaje, Miota le pedía a Darío el pago de una mensualidad
inverosímilmente “prometida” por el nicaragüense.

En enero de 1913, en Lima, Miota tocó la puerta de la legación


diplomática de Francia y solicitó la nacionalidad francesa.
Cuando el representante del gobierno francés le preguntó en qué
basaba su solicitud, Miota le contó que “en París, tiempo atrás, había
sido víctima de un encantamiento” y que, por lo tanto, “merecía alguna
compensación”.

Cuando Clemente Palma trató el tema ya Miota había Estado internado


en un manicomio y su caso había derivado al terreno judicial porque el
escritor había acusado a su madre y a un par de doctores “de
secuestro”.

Nadie sabe cómo hizo Miota para convencer a su doliente madre de


que debían viajar a Buenos Aires. Eso fue en 1916 y a partir de allí su
rastro se pierde por completo. Hasta la fecha de su muerte resulta
incierta –unos la sitúan en 1925 y otros al año siguiente-, aunque no
parece haber duda de que jamás se recuperó y que debió pasar
muchas penurias. Tantas, en todo caso, como las que le amargaron la
infancia a raíz de la muerte de su padre.

En el libro de Pinto hay una especie de homenaje final, entre irónico y


sombrío, al acuñador del concepto “huachafo”. Como no se sabe si
Miota murió en un hospital general o en una casa de salud mental de
Buenos Aires, Pinto plantea la duda citando palabras sacadas del
propio paciente: “...aunque es muy posible –escribe Pinto- que su vida
se haya extinguido ‘entre negras rejas, delante de las cuales
Hipócrates y Galeno marmorizados hacen su perpetua guardia’,... o
‘entre las paredes de una casa de insania, que regula a extraños
autómatas’...”
Frases tan decoradas y chirriantes pertenecen a un artículo de Miota
escrito para “El Comercio” 25 años antes de su muerte. El tema central
de ese artículo era el manicomio estatal de Lima. Profecía huachafa y
trágica a la vez.

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