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Sobre CON AJO, de Harry Vollmer .

Por Carlos
Henrickson *
Submitted by editor on Martes, 26 Enero 2010Comments (0)

La poesía –bien lo sabemos por los años de sombra que pasamos,


parece, hasta hace poco– contiene en sí, extrañamente, la semilla de un proyecto humanista
profundo y antiguo. La posibilidad única de articulación ético‐estética, hizo que ya
Schiller –el fundamento del romanticismo alemán– tomara al arte en general, y la poesía en
particular, como la más alta jerarquía de educación del hombre, aquélla que lo hace entrar al
género humano.

No hay duda de que éstas son bellas palabras. El problema es lo que sucede cuando esa
semilla de infinito cae sobre piedra. Los territorios marcados por la carencia y la violencia
sistemáticas parecen, hoy, cerrar radicalmente la puerta a cualquier sombra de posibilidad
de redención humana. El lugar de la poesía no es ya el de educadora de la humanidad, sino
que busca nichos –escondrijos, se diría, o bien, caletas–, absolutamente otros. Pienso en esa
guardia, donde los seres angustiados pueden dormir tranquilos, en el hablante que tras una
cegante nostalgia por el viejo mundo en que hasta la crueldad era inocente, dice:

Después de eso, sólo quedaba el camino hacia la esquizofrenia,

hacia los Románticos Alemanes, hacia Nietzsche,

hacia la muerte en el fondo amarillento de un vaso.

O en aquel poema en que Un poeta escribe en una esquina / con un trago robado de alguna
parte, ocupando dos versos escasos, en que incluso el hablante lo mira desde lejos dentro de
esa sede, repleta de seres que se acaban, y en que la vida es sobrevivencia. Y es que habla-
mos del Sur. Cuando escucho la palabra “violencia” en comunicación con “Sur”, no puedo
dejar de acordarme de la sensación –ésa, la más importante– que tuve en mis primeros
viajes desde Concepción –ese punto en el mapa– hacia esa particular atmósfera histórica que
corre desde “la Frontera” hasta la Isla de Chiloé. Una historia de múltiples migraciones: las
que no violentas, fundamentadas en la violencia, y cuyo desarrollo humano y social estuvo -
¿o está?- fundado en la represión sistemática, con esa belleza natural siempre de algún modo
presente, como refiriendo una aspiración imposible a un estado de gracia desplazado por un
mundo moderno. No es palabra vacía esa especie de negación de dedicatoria, ese sabor de
los colores cuando nos hablan.

Hay, además, la humedad, pendiente en el aire cuando el mar está cerca, ese color que
corroe la cara de las cosas, mostrándolas cómo son, como no quieren verse, dándoles menos
tiempo de vida. La escritura del puerto –Carlos Araos, en Iquique, Javier del Cerro, en
Coquimbo, o Florencia Smiths, en San Antonio, y, por cierto, este Con Ajo, de Harry–
contiene ese exceso de realidad, que no permite la definición visual o sensorial sobre la que
las grandes disciplinas maestras de Occidente –la filosofía, el arte, la Ley…- pretendieron
fundar el reconocimiento del ser humano. La única forma de reconocimiento, en una poética
como la de Harry, consiste en una compasión de carácter absolutamente no‐cristiano, más
una fuerza de apasionada y desolada intensidad que esa reunión con el otro, oportunidad ya
negada por la historia. La esquizofrenia, nombrada una y otra vez por Harry es, de una u
otra forma, el reconocimiento de la incapacidad de entender y entenderse, el olvido tácito de
los viejos lazos del hogar y el calor de los afectos. A falta del pan de la comunión, es la
violenta advocación de la hoja contaminada de ajo, para que las heridas no cicatricen,
mostrando en sí cómo esa piel de las redes sociales no se pueden ver cerradas, a menos que
sea maquillaje. Póngase atención: el hablante ha abandonado su casa, el hablante no forma
parte de la sociedad o la economía, sino que entra por fuera; el hablante sólo es redimible
mediante la religiosidad delirante, desesperada y solitaria de las sectas adventistas, o la
propia ensoñación, reconocida una y otra vez como eso: ensoñación, de espaldas a la
realidad. Que sin embargo, termina mostrando, como por los bordes, en su falta de plenitud,
una realidad que aún en ese sueño no puede dejar de reconocerse como fiel a sí misma.

Esta fidelidad de la realidad hacia sí misma, le permite a Harry establecer su poética como
un recuento histórico, al presentar en esa pequeña historia el efecto del profundo, abismal y
permanente derrumbe del proyecto humanista desde 1973, y la lejanía total entre lo que
existe y cualquier tipo de “palabra que dé vida”. En este sentido, no es un poeta “ochentero”
–con todo lo que aún da eco de magníficos despliegues, poses para la fotografía y, en
general, un doblez expresivo que en los casos más críticos se ha transformado en abierto
cinismo cinismo‐, sino un poeta que vivió los 80s dictatoriales desde una de sus trincheras
de honor dentro del país, que fue ese Sur inquieto y fértil en discurso, actitud y cojones, que
–era que no– siempre fue escamoteado y mirado por encima del hombro por la vida cultural
metropolitana y la administración política –y, por qué no decirlo, de las bibliotecas. Que
exista todavía ese Sur, es lo que –a mí, por lo menos– me viene a decir la poesía de
Vollmer. En el seno de otra barbarie –la misma barbarie, algo más madura, más seria-, años
después, este agrio testimonio de humanidad persiste.

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