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LAS ACTAS DE LOS MÁRTIRES

Martirio de san Esteban


(en Jerusalén, año 36)
El diácono Esteban fue el primer mártir o protomártir, y murió apedreado.
Esteban, lleno de gracia y de poder, hacía grandes prodigios y signos en el pueblo. Algunos
miembros de la sinagoga llamada "de los Libertos", como también otros, originarios de Cirene,
de Alejandría, de Cilicia y de la provincia de Asia, se presentaron para discutir con él. Pero
como no encontraban argumentos, frente a la sabiduría y al espíritu que se manifestaba en su
palabra, sobornaron a unos hombres para que dijeran que le habían oído blasfemar contra
Moisés y contra Dios. Así consiguieron excitar al pueblo, a los ancianos y a los escribas, y
llegando de improviso, lo arrestaron y lo llevaron ante el Sanedrín. Entonces presentaron falsos
testigos, que declararon: "Este hombre no hace otra cosa que hablar contra el lugar santo y
contra la ley. Nosotros le hemos oído decir que Jesús de Nazaret destruirá este lugar y
cambiará las costumbres que nos ha transmitido Moisés". En ese momento, los que estaban
sentados en el Sanedrín tenían los ojos clavados en él y vieron que el rostro de Esteban parecía
el de un ángel. El sumo sacerdote preguntó a Esteban: "¿Es verdad lo que éstos dicen?".
Esteban, lleno del Espíritu Santo y con los ojos fijos en el cielo, vio la gloria de Dios, y a Jesús,
que estaba de pie a la derecha de Dios. Entonces exclamó: "Veo el cielo abierto y al Hijo del
hombre de pie a la derecha de Dios". Ellos comenzaron a vociferar, y tapándose los oídos, se
precipitaron sobre él como un solo hombre, y arrastrándolo fuera de la ciudad, lo apedrearon.
Los testigos se quitaron los mantos, confiándolos a un joven llamado Saulo. Mientras lo
apedreaban, Esteban oraba, diciendo: "Señor Jesús, recibe mi espíritu". Después, poniéndose
de rodillas, exclamó en alta voz: "Señor, no les tengas en cuenta este pecado". Y al decir esto,
expiró.
Saulo aprobó la muerte de Esteban. Ese mismo día, se desencadenó una violenta persecución
contra la Iglesia de Jerusalén. Todos, excepto los Apóstoles, se dispersaron por las regiones de
Judea y Samaría. Unos hombres piadosos enterraron a Esteban y lo lloraron con gran pesar.
Saulo, por su parte, perseguía a la Iglesia; iba de casa en casa y arrastraba a hombres y mujeres,
llevándolos a la cárcel (Hech 6, 8—7, 1; 7, 54—8, 3).

Martirio de san Policarpo


(en Esmirna, 23 de febrero del año 155)
Policarpo, discípulo del apóstol Juan, amigo de san Ignacio de Antioquía, maestro de san
Ireneo de Lyón (Francia), en plena juventud es nombrado obispo de Esmirna (Turquía). Es
una de las figuras más prestigiosas del cristianismo. Su martirio fue requerido por el furor del
populacho y el relato nos llegó a través de un texto griego, en forma de carta.
Tema de la carta
1. La Iglesia de Dios, peregrina en Esmirna, a la Iglesia de Dios peregrina en Filoñielio y a
todas las santas Iglesias católicas peregrinas en todo el mundo.
Que la misericordia, la paz y la caridad de Dios Padre y de nuestro Señor Jesucristo les sean
concedidas en abundancia.
Les escribimos para relatarles el martirio de nuestros hermanos y, en especial, del
bienaventurado Policarpo quien, con el sello de su fe, puso fin a la persecución del enemigo.
Todo lo sucedido fue anunciado por el Señor en el evangelio, en el cual se halla la regla de
conducta que debemos seguir.
El Señor consintió en ser entregado y clavado en la cruz, por la que había de salvarnos; y quiso
que fuéramos sus imitadores. El fue el primer justo que con la fuerza del cielo se puso en
manos de los malvados. De esta manera señaló el camino a sus seguidores, para que el piadoso
Señor, dándose como ejemplo a sus siervos, no fuera tenido por maestro exigente. Él sufrió
primeramente lo que mandó soportar a los otros. Así, él nos educó y nos enseñó a todos que no
sólo busquemos salvarnos a nosotros mismos, sino que también procuremos salvar a cada uno
de nuestros hermanos.
2. Los dichosos martirios procuran a los que los sufren, la gloria celestial; y, después de haber
despreciado las riquezas, los honores, la familia, el martirio es la plena consumación de la
corona. ¿Qué obsequio digno de tan piadoso Señor pueden rendirle sus siervos, cuando consta
que el Señor sufrió más por sus siervos que éstos por él?
De ahí surge la conveniencia de que, una vez bien enterados de todo, relatemos con reverencia
los fíeles y devotos laureles de cada uno de los soldados de Cristo, como consta que se
alcanzaron: su gran amor a Dios y su paciencia en soportar los tormentos.
Pues, ¿quién no se llenará de admiración al considerar cuán dulces les fueron los azotes de los
crueles látigos, gratas las llamas del caballete, amable la espada del verdugo y suaves los
tormentos de hogueras crepitantes? La sangre les corría por ambos costados. Las entrañas esta-
ban tan desgarradas que todos los miembros internos parecían expuestos a la vista. El
populacho mismo que los rodeaba, lloraba ante el horror de tanta crueldad y no podía
contemplar sin lágrimas el suplicio que él mismo había querido que se hiciera.
Sin embargo, los sufridos mártires no exhalaban un gemido, ni la fuerza del dolor lograba
arrancarle un quejido. Ya que cada tormento era aceptado de buena gana, todo era soportado
con paciencia.
El Señor los asistía. Después de aceptar tan fiel oblación de sus siervos, no sólo encendía en
ellos el amor de la vida eterna y les daba los consuelos que suele brindar a sus devotos, sino que
también moderaba la violencia de aquellos dolores para que el sufrimiento del cuerpo no que-
brantara la resistencia del alma.
El Señor conversaba con ellos, veía sus padecimientos y reconfortaba sus ánimos. Con su
presencia templaba los sufrimientos y les prometía, si perseveraban, los imperios de la corona
celeste. De ahí nacían su desdén por los jueces y su gloriosa paciencia. Anhelaban despojarse
de esta luz terrenal y pasar, por mandato del Señor, a las luminosas y eternas moradas de la
salvación. Anteponían la verdad a la mentira, lo celestial a lo terreno, lo sempiterno a lo
caduco. Por una hora de sufrimientos, se preparaban un gozo que no vendría menos por
ninguna vejez.
El coraje de Germánico
3. El diablo desplegó innumerables maquinaciones; pero la gracia de nuestro Señor Jesucristo,
como defensora fiel de sus siervos, los asistió contra todas ellas.
Germánico, varón fortísimo y totalmente consagrado a Dios, apagó con el poder de su virtud
los ánimos de los incrédulos. Él fue condenado a las fieras; pero el procónsul, movido a
compasión, lo exhortaba a pensar al menos en su joven edad, si le parecía que los demás bienes
no merecían ser tenidos en consideración. Pero él desdeñó la compasión de su enemigo y
rechazó el perdón que le ofrecía el juez injusto. Por eso, él mismo azuzaba contra sí a la fiera,
pues tenía prisa por desnudarse de la mancha de este mundo y liberarse de toda iniquidad.
Ante este espectáculo, todo el pueblo quedó sorprendido y admiró con más intensidad el valor
de los cristianos. Luego, se oyeron gritos: "¡Torturas a los culpables! ¡Que se busque a
Policarpo!".
Apostasía de Quinto
4. Entonces un frigio de nombre Quinto, que casualmente había venido de su patria,
apresuradamente y por su propia voluntad, se presentó muy confiado al sanguinario juez, para
sufrir el martirio. Pero la flaqueza fue mayor que el buen deseo.
Apenas le soltaron las fieras, aterrado a su sola vista, empezó a no querer lo que había querido.
Se pasó al bando del diablo y aceptó lo que había venido a combatir. El procónsul con muchos
halagos logró persuadirle a sacrificar.
En vista de eso, no debemos alabar a aquellos hermanos que se ofrecen espontáneamente, sino,
más bien, a los que, hallados en sus escondrijos, perseveran en el martirio. Así y nos lo
aconseja la palabra evangélica y nos escarmienta este ejemplo, en el que vemos que el que se
presentó cedió, mientras Policarpo, que fue constreñido, triunfó.
Visión de llamas
5. Al conocer estas cosas, Policarpo, varón de eximia prudencia y sólido consejo, buscó un
escondite. No rehuía el sufrimiento por cobardía de alma, sino que lo difería. Recorrió varias
ciudades; pero no hacía caso de los que le exhortaban a partir más de prisa para burlar de algún
modo a los que le buscaban; sino que, más bien, se detenía aún más tiempo. Finalmente se
consiguió que se escondiera en una granja próxima a la ciudad. Allí se entregaba día y noche,
sin interrupción, a la oración e imploraba el auxilio de Dios para ser más valiente en el suplicio.
Allí, tres días antes del arresto, recibió la revelación de un signo. Veía la almohada de su
cabeza rodeada por todas partes de llamas. Al despertarse, el santísimo viejo, después de haber
sacado del lecho sus pesados miembros, dijo a los que estaban con él: "¡Tengo que ser
quemado vivo!".
Arresto de Policarpo
6. Casualmente se había trasladado a otra granja, cuando de pronto se presentaron sus
perseguidores. Al no encontrarle, prendieron a dos jóvenes esclavos, azotaron a uno de ellos y
por su confesión se descubrió el escondite. Por cierto, no podía ya ocultarse aquel a quien
estaba llamando el martirio mismo. Sus traidores domésticos, Irenarca y Herodes, tenían prisa
por llevarle cuanto antes al anfiteatro, para que él consumara el martirio y fuera así compañero
de Cristo, y sus traidores, a ejemplo de Judas, recibieran la pena merecida.
Era viernes, a la hora de la cena. Guiados por el joven esclavo, salieron los esbirros con un
numeroso escuadrón de caballería armado, como si fueran a prender no a un siervo de Cristo,
sino a un bandolero. Ya de noche, lo hallaron escondido en la buhardilla. Hubiera podido pasar
a otra granja; pero, cansado ya, prefirió presentarse a seguir oculto y dijo: "¡Hágase la voluntad
de Dios! Cuando él quiso, yo diferí; ahora que él lo dispone, lo deseo yo también". Al ver a sus
perseguidores, bajó y conversó con ellos, según se lo permitía su edad y la gracia celeste del
Espíritu le inspiraba.
Los soldados admiraron ver en él, a sus años, tanta agilidad de pies y tan buen estado de salud,
pues apenas con gran rapidez le hubieran podido dar alcance; pero él no dio importancia a su
asombro, sino que en seguida mandó que sé les sirviera de comer y se les preparara la mesa. Al
hacerlo, cumplía el precepto del divino Maestro, pues está escrito que hemos de dar de comer y
de beber a nuestros enemigos. Entonces les suplicó que le concedieran una hora para orar y
cumplir sus obligaciones para con Dios. Concedido el permiso, fervorosamente pedía que se
realizaran el don y el precepto de Dios. Por casi dos horas continuas, siguió orando, ante el
estupor de los que lo oían y, lo que es mayor victoria, de sus propios enemigos.
Pulseada a fondo
8. Terminada la oración, en la que hizo mención de todos, conocidos y desconocidos, buenos y
malos, y, especialmente, de todos los católicos que se reúnen en los distintos lugares de la
Iglesia, llegaron la hora y el tiempo de recibir la corona de la justicia que le estaba reservada.
Fue montado en un asno y, al acercarse a la ciudad -era un sábado mayor-, se encontró con
Irenarca y Herodes y su padre Nicetas, que le invitaron a subir a su carruaje, para vencer al
menos con el obsequio al que no podía ser vencido por el dolor de ningún castigo.
Sentados a su lado, con taimado e insistente diálogo, trataban de arrancarle alguna palabra
impía, y así le decían: "¿Qué mal puede haber en llamar señor al César y sacrificar?", y todo lo
demás que se suele sugerir por instigación del diablo.
Policarpo, por un poco de tiempo, refrenó la lengua y escuchó pacientemente todo lo que se le
decía; por fin, indignado, prorrumpió en estas palabras: "Ninguna cosa podría arrastrarme a
semejante blasfemia, ni el fuego, ni la espada, ni el dolor de apretadas cadenas, ni el hambre, ni
el destierro, ni los azotes".
Irritados ellos con esta respuesta, mientras el carruaje corría a toda velocidad, echaron abajo a
Policarpo, cuyas pantorrillas quedaron parcialmente dañadas. Sin embargo, él corría con tal
presteza por el camino, que no parecía experimentar ningún dolor del cuerpo.
Delante del procónsul
9. Al entrar en el anfiteatro, se oyó una voz del cielo que decía: "¡Policarpo, ten valor!". Sólo
los cristianos presentes en el anfiteatro oyeron esta voz; de los paganos, nadie la oyó.
Presentado ante el procónsul, Policarpo despreció los sanguinarios mandatos del juez y
confesó a Dios de todo corazón. El procónsul trataba de hacerle apostatar y le decía: "Piensa al
menos en tu edad, si es que desprecias todo lo demás que hay en ti. ¿Cómo podrá resistir tu
vejez los tormentos que espantan a los jóvenes? Debes jurar por el César y por la fortuna del
César. Además, debes arrepentirte y gritar: ¡Mueran los impíos!".
Entonces Policarpo, con la boca semicerrada y como si hablara no con su palabra sino con una
ajena, casi con la garganta cerrada, echó una mirada a todo el pueblo presente en el anfiteatro,
impío o profano, y, arrancándose de lo íntimo del pecho un suspiro, contempló la majestad del
cielo y dijo: "¡Mueran los impíos!". El procónsul, animado, insistió: "Jura por la fortuna del
César, desprecia a Cristo, y puedes quedar en libertad".
Policarpo contestó: "Voy a entrar en el año ochenta y seis de mi edad; siempre serví a Cristo y
alabé su nombre, jamás recibí daño de él; más bien, siempre me salvó. ¿Cómo puedo odiar a
quien he adorado y alabado, a mi bienhechor, a mi emperador, al salvador de quien espero la
salvación y la gloria, al perseguidor de los malos y vengador de los buenos?".
Saltaré de gozo en mis llagas
10. Como el procónsul insistiera en que debía jurar por la fortuna del César, Policarpo
respondió: "¿Por qué me fuerzas a jurar por el César? ¿No conoces acaso mi religión?
Públicamente me proclamo cristiano; y por más que te irrites, yo soy feliz. Si quieres conocer
la razón de esta religión, dame un día de plazo para escucharme y aprender".
Repuso el procónsul: "Da explicaciones al pueblo y no a mí". Respondió Policarpo: "Creo que
es cosa muy digna darte satisfacción a ti y demostrarte que aprobamos y obedecemos lo que
mandes, con tal que no mandes nada injusto. Nuestra religión nos enseña a tributar el honor
debido a las autoridades que dimanan de la de Dios y obedecer sus órdenes. En cuanto al
pueblo, pienso qué es indigno de juzgar y no es apto para una explicación. Lo recto es obedecer
al juez, no al pueblo".
Dijo el procónsul: "Tengo fieras terribles a las que te voy a arrojar y que te van a despedazar, si
te obstinas en no cambiar de opinión". Repuso Policarpo: "Que se cebe en mí el sangriento
furor de los leones o lo que, como juez cruel, puedas hallar de más doloroso. Me gloriaré en
mis sufrimientos, saltaré de gozo en mis llagas y mediré mis méritos por la intensidad de mis
dolores. Cuanto mayores tormentos sufriere, mayor premio he de recibir. Tengo el ánimo
preparado para lo más bajo, ya que de lo más bajo nos remontamos a lo más alto".
Dijo el procónsul: "Si con renovada insolencia desprecias las dentelladas de las fieras, te
abrasaré en una hoguera". Repuso Policarpo: "Me amenazas con un fuego que arde por el
espacio de una hora y después se apaga; y no conoces los tormentos del juicio venidero y del
fuego eterno contra los impíos. Pero, ¿para qué entretener tu atención con un largo discurso?
Haz conmigo lo que piensas; y, si la casualidad te ofrece cualquier otro tipo de castigo, vételo a
buscar".
La condenación
11. Mientras Policarpo hablaba, un resplandor de gracia celeste penetró su rostro y su sentido,
tanto que el mismo procónsul estaba espantado. Entonces la voz del pregonero proclamó por
tres veces en medio del anfiteatro: "Policarpo confesó que siempre fue cristiano".
Todo el pueblo, de judíos y paganos que habitaban en Esmirna, vociferó enfurecido: "Este es el
maestro de Asia, el padre de los cristianos, el fanático destructor de nuestros dioses y violador
de nuestros templos, el que enseñaba que no se debía sacrificar ni adorar las imágenes de los
dioses. Por fin alcanzó lo que deseaba".
Todos pedían al asiarca Felipe que le soltara un león furioso; pero él se excusó diciendo que no
le estaba permitido, porque el tiempo del espectáculo había terminado. Entonces una gritería
común y unánime decidió que Policarpo fuera quemado vivo. Así se iba a cumplir lo que él
antes había predicho. Oró al Dios omnipotente y luego, dirigiendo su rostro venerable a los
suyos, dijo: "Ya ven ustedes que es el mismo martirio que yo había profetizado".
12. Entonces el pueblo y, sobre todo, los judíos volaron a los baños y talleres en busca de leña
y sarmientos. Una vez preparada la hoguera con estos trabajos, Policarpo se desató el ceñidor y
se quitó el vestido. Se disponía también a desatarse las sandalias, cosa que no solía hacer él,
pues los fieles varones deseaban tocar su cuerpo y besar sus miembros. Ya antes dé llegar al
combate del martirio, irradiaba la plenitud de su buena conciencia.
Oración sacerdotal
Terminados los preparativos acostumbrados para quemar a un reo, querían también atarle al
hierro, conforme a su costumbre y ley; pero él les suplicó: "Permítanme quedar como estoy. Él
que me dio el querer, me dará también el poder y hará tolerable a mi voluntad el fuego
ardiente". Así nadie le ató al hierro, sino que le ataron las manos a la espalda; y él, como
consagrado a los altares, se preparó para traspasar los umbrales del martirio. Entonces levantó
los ojos hacia los astros del cielo y dijo: "Dios de los ángeles, Dios de los arcángeles,
resurrección nuestra, perdón del pecado, rector de todos los elementos del universo, protector
de todo el linaje de los justos que viven en tu presencia: yo te bendigo por servirte y haberme
tenido digno de estos sufrimientos, para que, por medio de Jesucristo y en la unidad del
Espíritu Santo, reciba mi parte y corona del martirio, principio del cáliz. Así, cumplido el
sacrificio de este día, alcanzaré las promesas de tu verdad. Por esto te bendigo en todas las
cosas y me glorío por medio de Jesucristo, pontífice eterno y omnipotente; por el cual, con el
cual y con el Espíritu Santo te sea a ti toda gloria ahora y en el futuro, por los siglos de los
siglos. Amén".
Muerte de Policarpo
13. Terminada la oración y encendida la hoguera, mientras las llamas se levantaban hasta el
cielo, repentinamente se produjo la novedad de un milagro, del que fueron testigos aquellos a
los que la providencia había escogido para que lo divulgaran por todas partes. Apareció un arco
curvado en sus extremidades, con ambas puntas un tanto dilatadas, imitando las velas de una
nave. El arco cubría con suave abrazo el cuerpo del mártir, a fin de que las llamas no
estropearan ningún santo miembro. En cuanto al cuerpo mismo, como grato pan cociéndose o
como fundición de oro y plata que brilla con hermoso color, recreaba la vista de todos.
Además, un perfume de incienso o de mirra o de algún perfume precioso, alejaba todo el mal
olor de la hoguera.
Los mismos pecadores vieron el prodigio, de suerte que comenzaron a pensar que el cuerpo era
incombustible. Por eso pidieron al atizador del fuego que preparara un puñal y lo hundiera en
el bendito cuerpo que había demostrado, aun para ellos, ser santo. (Hecho esto, he aquí que de
repente, entre oleadas de sangre que brotaban, salió una paloma del cuerpo y al punto la sangre
apagó el incendio. Este detalle falta en códices importantes, y por esto se lo considera una
interpolación).
Entonces todo el pueblo quedó estupefacto y todos tuvieron la prueba de la diferencia entre los
justos y los injustos y de lo que era lo mejor, si bien el vulgo no quiso seguir lo que, sin duda,
conoció ser lo mejor.
Tal fue el combate del martirio cumplido por Policarpo, obispo de Esmirna. Todas las cosas
que le fueron reveladas, siempre se cumplieron.
Veneración de las reliquias
14. El diablo, eterno enemigo de los justos, al ver la fuerza del martirio y la grandeza de la
pasión, su entera vida irreprensible y el mérito mayor de su muerte, excogitó la manera para
que los nuestros no pudieran retirar su cuerpo, por más que había muchos que deseaban tener
parte en sus santos despojos. Sugirió a Niceta, padre de Herodes y hermano de Alce, que
hablara al procónsul, para que no entregara las reliquias a ningún cristiano, asegurándole que
lo abandonarían todo para dirigir sus oraciones a éste solo. Así hablaban por sugestión de los
judíos, cuando lo querían sacar de la hoguera. Ignoraban que los cristianos jamás podemos
abandonar a Cristo, que tanto se dignó padecer por nuestros pecados, ni dirigir a ningún oteo
nuestras plegarias.
A Cristo lo adoramos y damos culto como a Hijo de Dios, y a sus mártires los abrazamos con
honor y de buena gana como a discípulos fieles y abnegados soldados. Al mismo tiempo
oramos para que nosotros también seamos sus compañeros y condiscípulos.
Al ver la disputa entre nosotros y los judíos, el centurión mandó poner el cuerpo en medio (y lo
hizo quemar). Nosotros recogimos sus huesos como oro y perlas preciosas, y les dimos
sepultura. Y allí nos reunimos alegremente, como mandó el Señor, para celebrar el día
natalicio de su martirio.
Conclusión
15. Así se desarrollaron los hechos con respecto al bienaventurado Policarpo, que sufrió el
martirio en Esmirna junto con otros doce cristianos de Filadelfia; sin embargo, él entre todos
mereció un culto más solemne, ya que sufrió un martirio excelso y todavía es llamado maestro
por el pueblo. Todos hemos de desear seguirle, según el ejemplo del Señor, quien venció la
persecución de un gobernante injusto y, después de haber ahuyentado la muerte de nuestros
pecados, recibió la corona de la incorrupción.
Con los apóstoles y todos los justos, alegremente bendigamos a Dios Padre omnipotente y a
nuestro Señor Jesucristo, salvador de nuestras almas, gobernador de nuestros cuerpos y pastor
de toda la Iglesia católica, y al Espíritu Santo, por quien lo conocemos todo.
Repetidas veces ustedes nos habían pedido que les comunicáramos las circunstancias del
martirio del glorioso Policarpo. Hoy les transmitimos el informe completo por medio de
nuestro hermano Marciano. Una vez que ustedes estén bien enterados de todo,
comuníquenselo a todos los demás por cartas, a fin de que en todas partes sea bendecido el
Señor por la elección de sus siervos. El es poderoso para salvarnos también a nosotros por
nuestro salvador y Señor Jesucristo. Por el cual y con el cual sean a él gloria, honor, poder,
grandeza, por los siglos de los siglos. Amén. Saluden a todos los santos. Todos los que están
con nosotros, los saludan. Evaristo, el escribiente, los saluda con toda su familia.
16. El martirio de san Policarpo fue en el mes de abril, siete días antes de las calendas de mayo,
un sábado mayor, a la hora octava. Fue prendido por Herodes, siendo pontífice Felipe de Trales
y procónsul Estacio Cuadrato.
Gracias a nuestro Señor Jesucristo, a quien sean la gloria, el honor, la grandeza, el trono
sempiterno, de generación en generación. Amén.
Transcripción de manuscritos
El autor de esta copia fue Gayo, quien vivió con Ireneo, discípulo de Policarpo, y la sacó de las
mismas obras de Ireneo.
Yo, Sócrates, la transcribir de los manuscritos de Gayo. Yo, Pionio, busqué y copié los citados
manuscritos, por revelación que me hizo el bienaventurado Policarpo, como lo anuncié a los
demás desde el tiempo en que trabajó con los elegidos, para que también a mí me recoja el
Señor Jesucristo en el reino de los cielos con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo por los siglos
de los siglos. Amén.

Martirio de los santos Tolomeo y Lucio


(en Roma, año 160)
Un matrimonio vive en plena disolución. Gracias a la catequesis de Tolomeo, la mujer se
convierte a Cristo y procura convertir al marido, que reacciona vengándose (Apología de san
Justino, II, 2).
Vivía en Roma un matrimonio conocido por la vida licenciosa que llevaban ambos cónyuges.
Apenas conoció las enseñanzas de Cristo, la mujer comenzó a llevar una vida casta y trataba de
persuadir al marido por medio de la catequesis y de la amenaza del castigo eterno si no se
convertía.
El hombre, obstinado por sus costumbres, se distanciaba cada vez más de su esposa, la cual ya
consideraba una cosa impía convivir con este hombre y decidió separarse. Sin embargo, los
suyos la convencieron de que tuviera paciencia con la esperanza de que algún día, el hombre
cambiara.
Pero, en un viaje que el marido realizó hasta Alejandría, se entregó a mayores excesos todavía
y cuando su mujer lo supo, pidió el libelo de repudio y lo abandonó.
Contrariamente a lo esperado por la mujer, que el marido la imitara convirtiéndose, éste,
vengándose de ella porque se habla divorciado, la denunció ante los tribunales acusándola de
ser cristiana.
Como su denuncia no fue escuchada, entonces el hombre dirigió su ataque contra Tolomeo que
fue quien llevó a la mujer a la conversión. El marido era amigo de un centurión y le costó muy
poco persuadirlo para que lo detuviera, simplemente preguntándole si era cristiano. Además
Tolomeo ya había sido detenido anteriormente por Urbico (jefe del tribunal) por la misma
causa. Tolomeo que era amante de la verdad e incapaz de decir mentiras, inmediatamente se
confesó cristiano.
Esto solo bastó al centurión para cargarlo de cadenas, llevarlo a la cárcel y atormentarlo.
Cuando Tolomeo fue conducido ante el tribunal de Urbico, la única pregunta que se le hizo fue
si era cristiano. Y nuevamente el santo, consciente de los bienes que había recibido de Cristo,
confesó su fe.
Urbico sentenció que fuera conducido al suplicio.
Otro cristiano -llamado Lucio- al ver que el juicio se había hecho contra toda razón, y toda
justicia, cuestionó la actitud de Urbico diciendo:
-¿Por qué mandaste castigar con la muerte a un hombre a quien no se le ha probado ser ni
adúltero, ni fornicador, ni asesino, ni ladrón, ni asaltante, ni reo de ningún otro crimen, sino
que sólo ha confesado llevar el nombre de cristiano? Urbico, no juzgas de la manera que
conviene al emperador Pío ni al hijo del César -amigo del saber-, ni al sacro senado.
Pero Urbico, sin demora, se dirigió a Lucio diciéndole:
-Me parece que tú también eres cristiano. -A mucha honra -respondió Lucio. Sin más, el
prefecto dio orden de que también él fuera llevado al suplicio. Lucio agradeció la decisión,
porque así se vería libre de tan perversos déspotas e iría a ver al Padre y rey de los cielos.

Martirio de san Justino y compañeros


(en Roma, año 163)
San Justino, oriundo de Naplusa (Samaría), cultivó intensamente la filosofía platónica.
Subyugado por la intrepidez y la serenidad de los mártires, se convirtió a la fe en Éfeso. Llegó
a Roma donde fundó una escuela de teología. Defendió valientemente, con la pluma, la fe de
los cristianos a través de la APOLOGIA. Cuatro códices nos relatan su martirio.

Búsqueda de la verdad
Martirio de los santos mártires Justino, Caritón, Caridad, Evelpisto, Hierax, Peón y Liberiano.
En tiempos de los inicuos defensores de la idolatría, por todas las regiones y ciudades del
imperio se publicaron edictos impíos contra los piadosos cristianos, con el objeto de obligarlos
a sacrificar a los ídolos vanos.
Los santos arriba citados fueron detenidos y presentados al prefecto de Roma de nombre
Rústico.
Una vez llegados ante el tribunal, el prefecto Rústico dijo a Justino: "Ante todo, cree en los
dioses y obedece a los emperadores".
Justino respondió: "Lo santo y lo irreprochable es obedecer los mandatos de nuestro Señor
Jesucristo".
El prefecto: "¿Qué doctrina profesas?".
Justino: "He procurado aprender todo género de doctrinas; pero sólo he abrazado la doctrina de
los cristianos, que es la verdadera, aunque no agrade a los que siguen falsas opiniones".
El prefecto: "¡Qué miserable! ¿Te pueden agradar semejantes doctrinas?".
Justino: "Sin duda, pues me hacen caminar según el dogma recto".
El prefecto: "¿Qué dogma es ése?".
Justino: "El dogma que nos enseña a dar culto al Dios de los cristianos. A él lo tenemos por
Dios único, quien desde el principio es hacedor y artífice de toda la creación visible e invisible;
y al Señor Jesucristo, Hijo de Dios, quien, como predicaron de antemano los profetas, había de
venir al género humano, como pregonero de salvación y maestro de bellas enseñanzas. Yo,
como hombre rudo, pienso que digo muy poca cosa para lo que merece la divinidad infinita.
Confieso que, para hablar bien de ella, es menester una virtud profética, pues proféticamente
fue predicho acerca de este de quien te hablo, que es Hijo de Dios. Has de saber que los
profetas, divinamente inspirados, hablaron anticipadamente de su venida entre los hombres".
El prefecto: "¿Dónde se reúnen ustedes?".
Justino: "Donde cada uno prefiere o puede. ¿Te imaginas tal vez que todos nosotros nos
reunamos en un mismo lugar? Sin embargo, no es así. El Dios de los cristianos no está sujeto a
lugar alguno, pues es invisible, y llena el cielo y la tierra, y puede ser adorado y glorificado por
los fieles en todas partes".
El prefecto: "Dime dónde se reúnen, es decir, en qué lugar juntas a tus discípulos".
Justino: "Yo, desde el tiempo de mi segunda estadía en Roma, vivo junto a un tal Martín, cerca
de los baños de Timiotino. No conozco otro lugar de reuniones sino ése. Allí, si alguno venía a
verme, yo le comunicaba las palabras de la verdad".
El prefecto: "Luego, ¿eres cristiano?".
Justino: "Sí, soy cristiano".

Los Padres, maestros de la fe


El prefecto Rústico preguntó a Caritón: "Di ahora, Caritón, ¿eres tú también cristiano?".
Caritón: "Sí, soy cristiano por la gracia de Dios".
El prefecto Rústico preguntó a Caridad: "Tú, Caridad, ¿qué dices?".
Caridad: "Soy cristiana por la gracia de Dios".
El prefecto Rústico preguntó a Evelpisto: "Y tú, Evelpisto, ¿quién eres?".
Evelpisto, esclavo del César, respondió: "También yo soy cristiano, libertado por Cristo; y, por
la gracia de Cristo, participo de la misma esperanza que éstos".
El prefecto Rústico preguntó a Hierax: "¿Eres tú también cristiano?".
Hierax: "Sí, también yo soy cristiano y doy culto y adoro al mismo Dios que éstos".
El prefecto: "¿Los ha hecho cristianos Justino?".
Hierax: "Desde antiguo yo soy cristiano y quiero serlo".
Peón se puso de pie y exclamó: "También yo soy cristiano".
El prefecto: "¿Quién te lo ha enseñado?".
Peón: "Esta buena doctrina la recibimos de nuestros padres".
Evelpisto: "Yo escuchaba con placer las conversaciones de Justino; pero el ser cristiano
también a mi me viene de mis padres".
El prefecto: "¿Dónde están tus padres?".
Evelpisto: "En Capadocia".
El prefecto Rústico preguntó a Hierax: "¿Dónde están tus padres?".
Hierax: "Nuestro verdadero padre es Cristo y nuestra madre la fe en él; en cuanto a mis padres
terrenos, han muerto. Por lo demás, soy originario de Iconio de Frigia, y de allá me han traído
aquí".
El prefecto Rústico preguntó a Liberiano: "Y tú, ¿qué dices? ¿Eres también cristiano? ¿No
adoras a los dioses?".
Liberiano: "También yo soy cristiano; pero venero y adoro al Dios único y verdadero".

Sufrir por Cristo, ¡qué dicha!


El prefecto dijo a Justino: "Oye, tú que pasas por hombre culto y crees conocer las verdaderas
doctrinas. Si mando que te azoten y, después, te decapiten, ¿estarías seguro de entrar en el
cielo?".
Justino: "Si sufriera lo que dices, espero alcanzar el premio prometido. Además, sé que la
gracia divina está reservada, mientras dure el mundo, para todos los que vivan rectamente".
El prefecto: "En breve, ¿piensas subir al cielo y recibir allí alguna buena recompensa?".
Justino: "No lo pienso, sino que lo sé con seguridad y de ello tengo plena certeza".
El prefecto: "Dejemos eso, y vengamos a la cuestión necesaria y urgente. Pónganse todos
juntos y sacrifiquen a los dioses".
Justino: "Nadie que esté en su cabal juicio, se pasa de la piedad a la impiedad".
El prefecto: "Si no quieren obedecer, serán castigados sin piedad".
Justino: "Nuestro más vivo deseo es padecer por amor de nuestro Señor Jesucristo para
salvarnos. Este sufrimiento será motivo de confianza y salvación ante el terrible y universal
tribunal de nuestro Señor y salvador".
Lo mismo repitieron los demás mártires: "Haz lo que quieras. Nosotros somos cristianos y no
sacrificamos a los ídolos".
El prefecto Rústico pronunció la sentencia, diciendo: "Mando que los que no han querido
sacrificar a los dioses, ni obedecer las órdenes del emperador, sean azotados y, después,
llevados al lugar del suplicio y degollados, conforme a las leyes".
Los santos mártires, glorificando a Dios, salieron al lugar del suplicio, donde se les cortó la
cabeza; y así, confesando al salvador, consumaron su martirio.
Algunos fíeles recogieron a escondidas sus cuerpos y los sepultaron en lugar conveniente,
cooperando con ellos la gracia de nuestro Señor Jesucristo, a quien sea la gloria por los siglos
de los siglos. Amén.

Los mártires de Lyon


(año 177)
Lyon, capital de la Galia, era una populosa metrópoli y gran centro cultural, comercial y
religioso. La Iglesia era de fundación reciente, pero ya sólidamente arraigada en todas las clases
sociales y de vida espiritual muy intensa. Sin embargo, existía contra los cristianos un
amenazador ambiente de hostilidad que no tardó en transformarse en motín, y casi en "pogróm ".
Entre los mártires se destaca Blandina, esclava pero a la vez enaltecida heroína y animoso adalid.
En el documento ya apunta una luminosa teología del martirio. Esta carta es una joya de la
epopeya de los mártires y "una de las piezas más extraordinarias de la literatura universal"
(Renán).

Atropellos y heroica respuesta


Los siervos de Cristo que como forasteros habitan en Lyon y Viena de la Galia, a sus hermanos de
Asia y Frigia que comparten nuestra fe y nuestra esperanza en la redención.
Paz, gracia y gloria de parte de Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo.
La persecución que sufrimos fue tan violenta, y tan grande la rabia de los paganos contra los
santos, y tanto sufrieron nuestros mártires, que no podríamos hallar palabras para explicarlo ni
para consignarlo por escrito. Nuestro enemigo se lanzó contra nosotros como un rayo, preludiando
su futura venida en que ha de imperar sin trabas, y utilizó todos los medios para entrenar y ejercitar
a sus satélites contra los santos. No se toleraba nuestra presencia en los lugares públicos, ni en los
baños, ni en el foro. Peor todavía, nos estaba prohibido mostrarnos en público.
Pero también la gracia de Dios, estratégicamente, nos asistió, sacando del combate a los débiles y
poniendo en primera fila a las firmes columnas, capaces de resistir a todos los empujes del
enemigo. Ellos corrieron a su encuentro en haz apretado, soportando todo género de oprobios y
tormentos, que a otros hubieran parecido largos y dolorosos, pero que a ellos les parecían ligeros y
suaves. Tenían prisa por llegar a Cristo y con sus ejemplos mostraban que los padecimientos del
tiempo presente no son comparables con la futura gloria que se manifestará en nosotros (Rom 8,
18).
Ante todo, soportaron con ánimo generoso innumerables atropellos que la plebe en masa les
prodigó: gritos, golpes, detenciones, pillajes, lapidaciones y, por fin, la cárcel; en suma, todo lo
que una chusma enfurecida suele infligir a sus víctimas odiosas. Más adelante, los arrestados
fueron conducidos al foro por el tribuno de la corte y los magistrados de la ciudad y fueron
interrogados en presencia de todo el pueblo. Todos confesaron su fe y fueron encarcelados hasta el
regreso del gobernador Llegado éste, fueron llevados ante su tribunal y tratados con la más
refinada crueldad.

Rebosante de la plenitud de la caridad


Entre los hermanos había uno de nombre Vecio Epágato, hombre lleno hasta rebosar de la plenitud
de la caridad hacia Dios y el prójimo. Su conducta era tan recta que, aun siendo joven, mereció el
testimonio de alabanza que se tributa al viejo Zacarías (Lc 1, 67). Había caminado de manera
intachable según todos los mandamientos y preceptos del Señor y estaba siempre dispuesto a todo
servicio al prójimo. Poseía el celo de Dios y hervía del Espíritu. Hombre de tal temple no pudo
soportar en silencio tan irrazonable proceder contra nosotros e, indignado sobremanera, pidió
tomar sobre sí la defensa de los hermanos y probar que no merecían la acusación de ateísmo e
impiedad.
Los que rodeaban el tribunal, profirieron alaridos contra él -porque era persona distinguida-, y el
gobernador no quiso acceder a la demanda, por más justificada que fuera. Sólo se limitó a
preguntarle si también él era cristiano, y Epágato lo afirmó con voz sonora; y fue agregado al
número de los mártires con el apodo de "paráclito o abogado de los cristianos". Él tenía dentro de
sí al verdadero Paráclito, el mismo Espíritu de Zacarías, como lo demostró por la plenitud de su
caridad, jugándose la vida en defensa de sus hermanos. Epágato fue, y ahora lo es para siempre,
legítimo discípulo de Cristo y sigue al Cordero adonde va (Apoc 14, 4).

Dolorosa apostasía
Desde aquel momento se produjo una desunión entre los cristianos. Los unos se manifestaron
totalmente dispuestos para el martirio, en el que serían los primeros, y llenos de ardor, confesaron
su fe hasta el fin. Pero aparecieron otros que no estaban preparados ni ejercitados; eran débiles
todavía e incapaces de sostener el esfuerzo de un fuerte combate. De ellos, unos diez salieron como
abortados del seno de la Iglesia, produciendo en nosotros gran pena y tristeza y atemorizando el
ánimo de los otros que todavía no habían sido detenidos. Estos, aun a costa de innumerables
sacrificios, asistían a los mártires y no se alejaban de ellos.
Todos fuimos acometidos por una viva angustia ante la incertidumbre del desenlace en la
confesión de la fe. No nos espantaban los tormentos que nos infligían; sino que, mirando al último
momento, nos sobrecogía el temor de que alguno pudiera apostatar. Sin embargo, día tras día eran
detenidos los que eran dignos de esta gracia, llenando los vacíos de los apóstatas, de suerte que
pronto se juntaron en la cárcel los miembros más preclaros de las dos Iglesias de Lyon y Viena,
especialmente sus fundadores y sus columnas.
Fueron también detenidos algunos esclavos paganos que servían en nuestras casas, pues el
gobernador por público edicto había ordenado una batida general contra nosotros. Estos esclavos
cayeron en la trampa de Satanás. Aterrorizados por las torturas que veían infligir a los santos e
intimados por los oficiales del tribunal, nos acusaron calumniosamente de festines de Tiestes,
incestos de Edipo y otras abominaciones que no es lícito nombrar, ni pensar, ni creer que cosas
semejantes se cometan entre hombres.
Estas calumnias se propalaron y todos se enfurecieron como fieras contra nosotros, tanto que los
que, por parentesco o amistad, se habían mostrado moderados hasta aquel momento, desde
entonces se indignaron grandemente y rechinaban los dientes contra nosotros. Con ello se cumplía
la palabra del Señor: Llegará un día en que todo el que los mate, crea que hace un servicio y
ofrenda a Dios (Jn 16, 2).

Blandina, la heroína
Desde aquel día, los santos mártires tuvieron que soportar tormentos indescriptibles, pues Satanás
se encarnizaba contra ellos para arrancarles alguna palabra de blasfemia. El furor de la chusma, del
gobernador y de los soldados se desató especialmente contra Santo, el diácono de Viena; contra
Maturo, recientemente bautizado pero que era ya un generoso atleta; contra Atalo de Pérgamo, que
había sido siempre columna y sostén de nuestra Iglesia y, finalmente, contra Blandina.
En Blandina, Cristo demostró que lo que entre los hombres parece vil, feo y despreciable, alcanza
delante de Dios gran gloria, gracias a aquel amor que se manifiesta en las obras y no se satisface de
vanas apariencias.
Todos nosotros temíamos -y particularmente su ama según la carne, que era también ella una
luchadora más en las filas de los mártires- que por la debilidad de su cuerpo Blandina no tendría
fuerzas para confesar libremente la fe. Pero ella se manifestó tan valiente que sus verdugos, aun
relevándose unos a otros y atormentándola con toda suerte de suplicios desde la mañana a la tarde,
llegaron a fatigarse y rendirse. Ellos mismos se confesaron vencidos sin tener a mano tortura que
aplicarle, y se maravillaban de que aún permaneciera con aliento, tan desgarrado y traspasado
estaba su cuerpo. Ellos afirmaron que uno solo de aquellos tormentos hubiera bastado para quitarle
la vida; con mayor razón, ¡tales y tantos! En cambio, la bienaventurada esclava, como un valiente
atleta, recobraba nuevo vigor al confesar su fe; y era para ella alivio, refrigerio y descanso en las
torturas, repetir: "Soy cristiana y nada malo se hace entre nosotros".

El hombre de una sola respuesta


También Santo, con valor sobre toda ponderación y sobre las fuerzas humanas, soportó todos los
suplicios que le infligieron. Los verdugos esperaban que tormentos prolongados y crueles le
arrancarían alguna palabra blasfema; pero él los resistió con tal intrepidez que no declaró ni su
nombre propio, ni su nación, ni la ciudad de su origen, ni su condición de libre o esclavo. A todas
las preguntas él respondía en latín: "¡Soy cristiano!". Esto confesaba en lugar del nombre, de la
ciudad y nación y de todo lo demás. Los paganos no pudieron arrancarle ninguna otra respuesta.
El gobernador y los verdugos rivalizaron en crueldad contra él tanto que, al no saber qué más
hacerle, finalmente le aplicaron láminas de bronce candentes sobre las partes más sensibles del
cuerpo. Sus miembros se abrasaban, pero él seguía invicto, inflexible y firme en la confesión de la
fe, porque estaba rociado y fortalecido por la fuente celeste de agua viva que brota de las entrañas
de Cristo. Su pobre cuerpo era prueba de los tormentos soportados: era todo una llaga y
tumefacción, dislocado y sin forma humana.
Cristo sufría en él y lograba hechos gloriosos, aniquilando al adversario y demostrando, para
ejemplo de los demás, que no hay nada que temer donde reina el amor del Padre, ni doloroso donde
brilla la gloria de Cristo.
Días después, volvieron a torturar a Santo con el potro. El mártir tenía las carnes hinchadas e
inflamadas, tanto que no soportaban ni el roce de las manos, y los verdugos pensaban vencerle
aplicándole los mismos tormentos. Y si hubiera sucumbido en los suplicios, su muerte hubiera
infundido terror a los demás. No sólo no sucedió nada; sino que, a despecho de lo que se esperaba,
su pobre cuerpo se repuso y se enderezó en los nuevos tormentos; y el atleta recuperó su forma
normal y el uso de los miembros. Esta segunda vez, el potro no fue para él tortura, sino, por la
gracia de Cristo, curación.

Arrepentimiento de una apóstata


Biblis era una de las mujeres que habían apostatado. El diablo ya creía haberla definitivamente
conquistado, pero quiso asegurar aún más su condenación a través de la blasfemia. Por eso la hizo
someter a los tormentos, para forzarla a confirmar las impiedades que se nos imputaba, ya que
hasta ahora se había mostrado débil y cobarde.
Pero, puesta en la tortura, recapacitó y despertó, por así decir, de un profundo sueño. Esa pena
temporal le recordó el castigo eterno del infierno. Entonces desmintió los rumores calumniosos,
diciendo: "¿Cómo podrían comer niños esos hombres, que ni siquiera pueden alimentarse con la
sangre de los animales irracionales?". Desde ese momento se confesó cristiana y fue añadida al
número de los mártires.

En las fétidas mazmorras


Gracias a Cristo y a la resistencia de los mártires, esos tiránicos tormentos no surtieron efecto.
Entonces el diablo excogitó otras torturas. Se los encerró juntos en un oscuro calabozo con los pies
metidos en el cepo hasta el quinto agujero y se les infligió muchos otros malos tratos que
carceleros crueles y llenos del diablo suelen aplicar a los prisioneros.
Muchos perecieron asfixiados en las mazmorras. Fueron aquellos a los que el Señor quiso que
salieran así de este mundo, para mostrar su gloria. En cambio, otros que habían sido tan atrozmente
martirizados que parecía no pudieran sobrevivir, aunque se les hubieran aplicado todos los
remedios, resistieron la cárcel. Estaban destituidos de todo humano auxilio; pero, consolados y
confortados en cuerpo y alma por el Señor, alentaban y consolaban a sus compañeros. En fin, los
últimos detenidos, cuyos cuerpos no habían sido endurecidos por la tortura, no soportaron el
horroroso amontonamiento de la mazmorra y murieron dentro.

Conocerás a Dios, si fueres digno


El bienaventurado Potino, que como obispo gobernaba a la Iglesia de Lyon, tenía más de noventa
años y estaba muy enfermo. Aquejado por la enfermedad corporal, respiraba con dificultad; pero,
reconfortado por el ardor del Espíritu, ansiaba el martirio. Él también fue arrastrado ante el
tribunal. Su cuerpo estaba quebrantado por la vejez y la enfermedad, pero su alma estaba intacta
para que en ella Cristo triunfara.
Fue conducido al tribunal por los soldados y escoltado por las autoridades y un inmenso gentío que
lanzaba gritos contra él, como si fuera el mismo Cristo; y allí dio su estupendo testimonio.
Preguntado por el gobernador quién era el Dios de los cristianos, respondió: "Sí fueres digno, lo
conocerás". Entonces, lo arrastraron brutalmente y descargaron sobre él una lluvia de golpes. Los
que estaban más cerca, lo acometieron con todo género de bofetadas y puntapiés, sin ningún
respeto por su edad; los que estaban más lejos, le arrojaron todo lo que estaba al alcance de sus
manos; y todos hubieran creído cometer gran pecado de impiedad, si se hubieran abstenido de
ultrajarle. De esta manera pensaban ellos vengar a sus dioses. El obispo, casi sin aliento, fue
nuevamente arrojado a la cárcel, donde dos días después murió.

Ominoso desenlace para los apóstatas


En esta ocasión brilló de modo peculiar la providencia divina y se manifestó la infinita
misericordia de Jesús. El hecho rara vez sucedió en nuestra comunidad, pero no es extraño a la
sabiduría de Cristo.
Los hermanos que en la primera detención negaron la fe, fueron encarcelados al igual que los
confesores y sufrieron los mismos tormentos. Para nada les sirvió su apostasía. Los confesores de
la fe estaban en la cárcel como cristianos y ningún otro crimen se les imputaba; mientras los
apóstatas eran acusados de homicidio y de otras infamias y sufrían dos veces más que los otros.
Los confesores eran reconfortados por la alegría del martirio, la esperanza de las divinas promesas,
el amor a Cristo, el espíritu del Padre; en cambio, los apóstatas eran torturados por terribles
remordimientos de conciencia hasta tal punto que, cuando pasaban, se los podía reconocer, entre
todos, con sólo mirarles la cara.
Los mártires caminaban alegres, con rostros resplandecientes de gloria y de gracia. Sus mismas
cadenas parecían un aderezo magnífico, como los flecos bordados de oro en el traje de una novia.
Exhalaban a su paso el buen olor de Cristo, hasta tal punto que algunos creían que se habían
perfumado con ungüentos profanos. Los renegados, en cambio, iban tristes, cabizbajos y cubiertos
de todo tipo de ignominias. Los mismos paganos los abrumaban con insultos, tachándolos de
miserables y cobardes, y acusándolos de asesinos. Habían perdido el nombre honroso, glorioso y
vivificante de cristianos. Los otros, al considerar este hecho, se sentían fortalecidos; y los que eran
arrestados, confesaban, sin vacilar, la fe, no admitiendo ni con el pensamiento las argucias
diabólicas.

Corona de flores polícromas


Después de tantos sufrimientos, los confesores salieron de este mundo a través de diversas formas
de martirio. Con flores de toda especie y de todo color, tejieron una corona única que ofrendaron al
Padre. Era justo que aquellos valerosos atletas, después de tantos combates y brillantes triunfos
alcanzaran la gloriosa corona de la inmortalidad.
Maturo, Santo, Blandina y Atalo fueron expuestos a las fieras para público espectáculo y solaz de
los desalmados paganos, ya que se dio un día de combate a costa de los nuestros.
Maturo y Santo, como si nada hubieran sufrido antes, soportaron en el anfiteatro toda suerte de
torturas; o, más bien, después de vencer al adversario en combates parciales, libraban ahora el
último por la corona misma.
De nuevo debieron padecer los mismos suplicios: los latigazos, las mordeduras de las fieras que
los arrastraban por el suelo y todo lo que el vulgo enfurecido pedía a gritos. El último tormento fue
la parrilla al rojo vivo sobre la que se achicharraban los cuerpos despidiendo olor de carne
quemada.
Sin embargo, ni aun así se saciaba aquella chusma; más bien, se enfurecía más y más. Ellos querían
vencer la resistencia de los mártires. Pero no pudieron arrancar a Santo sino la confesión de fe que
repetía desde el principio: ¡soy cristiano! Estos dos, a pesar del largo combate sostenido, aún
seguían con vida, y finalmente fueron degollados. Aquel día, ellos solos reemplazaron los variados
juegos de los gladiadores y sirvieron de espectáculo al mundo.

Blandiría, la animadora
Blandina, durante ese tiempo, estaba colgada de un poste, para ser presa de las fieras lanzadas
contra ella. Al verla colgada en forma de cruz y en fervorosas oraciones, los ánimos de los
combatientes se reconfortaban mucho, ya que, en medio del combate, contemplaban en su
hermana, aun con los ojos del cuerpo, a Cristo que murió crucificado por su salvación y para
asegurar a los creyentes que todo el que padeciera por la gloria de Cristo, tendrá eterna comunión
con el Dios viviente.
Ninguna fiera tocó por entonces a Blandina; por eso fue bajada del poste, conducida nuevamente a
la cárcel y reservada para otro combate. La victoria, lograda en muchas escaramuzas, debía hacer
definitiva la derrota de la pérfida serpiente y reforzar a sus hermanos. Ella, la pequeña, la débil y la
despreciable, estaba revestida de la fortaleza del gran e invencible atleta, Cristo; venció en
numerosos combates al enemigo y se coronó por último con la corona de la inmortalidad.

Atleta entrenado
Atalo, muy conocido en toda la ciudad, fue reclamado a grandes gritos por el populacho y entró en
el anfiteatro adiestrado y sostenido por el testimonio de su conciencia. Se había ejercitado en la
práctica de la disciplina cristiana y había sido siempre para nosotros un testigo de la verdad. Debió
dar la vuelta al anfiteatro con un letrero por delante escrito en latín: "Este es Atalo, el cristiano".
Mientras el pueblo lanzaba gritos furiosos contra él, el gobernador, al saber que Atalo era
ciudadano romano, ordenó que se le condujera a la cárcel con los demás, mandó un informe al
César y aguardó su respuesta.
El gran seno de la madre Iglesia
Este intervalo no fue inútil ni sin fruto para los prisioneros; sino que, por el mérito de su
resistencia, se puso de manifiesto la infinita misericordia de Cristo. Los vivos comunicaron su vida
a los muertos y los confesores comunicaron su gracia a los no confesores. Para la Iglesia, virgen y
madre, fue motivo de gran gozo recibir otra vez vivos a los que había abortado como muertos.
Gracias a los confesores, los apóstatas, en su mayor parte, retornaron a la fe, fueron otra vez
concebidos (en el seno de la Iglesia), retomaron el calor vital, aprendieron a confesar su fe y, llenos
de vida y vigor, se dirigieron al tribunal. Dios, que no quiere la muerte del pecador sino su
conversión, los sostenía mientras de nuevo eran llevados delante del gobernador para ser
interrogados.
Por fin, el emperador había contestado con un rescripto ordenando que los obstinados en la
confesión sufrieran el suplicio final, y los renegados fueran puestos en libertad.
Mientras tanto, habían comenzado las grandes fiestas, a las que acude una muchedumbre enorme
de todas las naciones. El gobernador quiso que la presentación de los bienaventurados mártires a
su tribunal fuera organizada como una función teatral para servir de espectáculo para la gente.
Hubo, pues, nuevo interrogatorio y se dio sentencia de decapitar a los ciudadanos romanos y
arrojar a los demás a las fieras.
Entonces la gloria de Cristo brilló de manera singular en los que antes habían negado la fe y que
ahora, en contra de las suposiciones de los paganos, la confesaron. Los habían interrogado aparte,
prometiéndoles la libertad; pero ellos confesaron la fe y fueron agregados al destino de los
mártires.
Sólo quedaron excluidos los que no habían conocido ni rastro de fe, ni respeto por su vestidura
nupcial (el bautismo), ni idea del temor de Dios. Estos hijos de la perdición, con su conducta,
habían maldecido el Camino. En cambio, todos los otros fueron incorporados a la Iglesia.

Dios no tiene nombre...


Durante el interrogatorio, estaba presente un tal Alejandro, frigio de origen y médico de profesión.
Ya se había establecido desde hacía muchos años en las Galias y era conocido por casi todo el
mundo por su amor a Dios y su celo por predicar la fe, ya que tenía el carisma del apostolado.
Estando cerca del tribunal, animaba por señas a los mártires a confesar la fe, dando la impresión a
los que rodeaban el tribunal, de estar sufriendo dolores de parto.
La chusma, que ya estaba irritada porque los que antes habían renegado ahora habían confesado,
protestó a gritos contra Alejandro haciéndole responsable de esas retractaciones. El gobernador le
hizo comparecer y le preguntó quién era. Alejandro contestó: "Un cristiano". Arrebatado por la ira,
el gobernador lo condenó a las fieras.
Al día siguiente, Alejandro entraba en el anfiteatro junto con Atalo, pues el gobernador, para
complacer al gentío, entregó de nuevo a Atalo a las fieras. Los dos sufrieron toda suerte de
suplicios y, después de sostener durísimo combate, fueron degollados.
Alejandro no soltó un gemido ni una palabra de queja, sino que, recogido en su corazón,
conversaba con Dios. Atalo fue puesto sobre una parrilla al rojo vivo. Al achicharrarse y al
despedir su cuerpo olor de grasa quemada, habló así al pueblo: "Verdaderamente, lo que están
haciendo ustedes, eso sí que es comer hombres. Nosotros no comemos a nadie ni hacemos mal
alguno". Le preguntaron el nombre de su Dios y el mártir contestó: "Dios no tiene nombre, como lo
tiene el hombre".

Jubilosa y exultante ante la muerte


Después de todas estas ejecuciones, el último día de los combates de los gladiadores, Blandina fue
llevada otra vez al anfiteatro junto con Póntico, un muchacho de quince años. Los dos, en los días
anteriores, habían sido conducidos allí para que vieran los suplicios de sus compañeros. Querían
obligarlos a jurar por los ídolos. Como ellos permanecían firmes y despreciaban semejantes
simulacros, la turba se enfureció contra ellos y, sin consideración alguna por la edad del muchacho
ni por la debilidad propia de la mujer, los sometieron a toda clase de torturas y los hicieron pasar
por todo el ciclo de suplicios. Trataban de arrancarles el juramento, pero sin lograrlo jamás.
Póntico, animado por su hermana -los mismos paganos se dieron cuenta de que ella le incitaba y
alentaba- después de sufrir valientemente las torturas, exhaló el espíritu.
La bienaventurada Blandina quedó como la última de todos. Como noble madre que ha exhortado
a sus hijos y, delante de si, los ha enviado vencedores al rey, sufrió ella también las mismas
torturas que sus hijos, ansiosa por seguirlos, jubilosa y exultante ante la muerte, como si fuera
convidada a un festín de bodas y no condenada a las fieras.
Después de los azotes, de las dentelladas de las fieras y de la parrilla candente, fue encerrada en
una red y expuesta a un toro que la lanzó varias veces al aire. Pero ella no advertía lo que se le
hacía: seguía su diálogo con Cristo, viviendo la esperanza y el anticipo de los bienes prometidos.
Finalmente fue degollada. Los mismos paganos tuvieron que confesar que entre ellos jamás mujer
alguna había soportado tan numerosos y crueles suplicios.

La última infamia
Tampoco esto bastó para saciar su saña y crueldad contra los santos. Excitadas por la bestia feroz,
estas tribus salvajes y bárbaras difícilmente se calmaban. Esta vez su furor se cebó en los cuerpos
de los mártires. La vergüenza de la derrota no los desarmó de ninguna mañera, ya que parecían
incapaces de sentimientos humanos; antes bien, crecía su furor como el de una fiera. Gobernador y
populacho rivalizaban en odio injusto contra nosotros, para que se cumpliera la Escritura: El inicuo
sea más inicuo y el justo más justo (Apoc 22, 11).
Arrojaron a los perros los cadáveres de los que habían muerto asfixiados en la cárcel, montando
noche y día guardia para impedirnos que los sepultáramos. Igualmente expusieron al aire libre lo
que el fuego y las fieras habían dejado: aquí pedazos desgarrados, allí huesos carbonizados. De los
decapitados, fueron dejados sin sepultura las cabezas y los troncos, bajo la vigilancia de los
soldados, durante varios días.
A su vista, los unos rugían de rabia y rechinaban los dientes contra los mártires y hubieran querido
que se les aplicara castigos aún más terribles. Los otros se mofaban y chanceaban, mientras
glorificaban a sus ídolos, a los que atribuían el castigo de los confesores. También había gente más
moderada que parecía tenernos compasión, aunque nos agraviaran grandemente, pues decían:
"¿Dónde está su Dios? ¿Para qué les sirvió esta religión que ellos prefirieron a su propia vida?".
Tal era el abanico de opiniones y actitudes de parte de los paganos.

En odio a la resurrección
Nosotros estábamos sumidos en el mayor dolor por no poder sepultar los cadáveres. No pudimos
aprovechar de la noche ni sobornar a los guardias con dinero, ni conmoverlos con nuestras
súplicas. Ellos tomaban sus precauciones, como si tuvieran gran interés en dejarlos sin sepultura.
Los cuerpos de los mártires fueron objeto de toda suerte de ultrajes y durante seis días estuvieron al
aire libre. Luego, fueron quemados y reducidos a cenizas que los desalmados arrojaron al río
Ródano, que corre cerca de allí, para cancelar incluso sus rastros sobre la tierra.
Los paganos creían triunfar contra Dios y privar a los mártires de la resurrección. Es menester,
decían, quitarles aun la esperanza de la resurrección. A causa de esta creencia, introducen entre
nosotros una religión nueva y extranjera, desprecian las torturas y afrontan gozosamente la muerte.
Vamos a ver ahora si resucitan y si su Dios puede auxiliarlos y librarlos de nuestras manos.

El "mártir" fiel y verdadero


Todos estos confesores se esforzaron por imitar a Cristo, quien, siendo de condición divina, no
tuvo por rapiña ser igual a Dios y, sin embargo, se anonadó a sí mismo (Flp 2, 6). Ellos alcanzaron
una gloria muy alta no sufriendo uno o dos martirios, sino muchos. Pasaron de las fieras a la cárcel
y llevaron en su cuerpo las quemaduras, las mordeduras y las llagas. No obstante eso, no osaban
proclamarse mártires ni nos permitían darles ese título. Si por escrito o de palabra nos atrevíamos a
llamarlos mártires, nos lo reprendían severamente.
De buena gana ellos reservaban el título de mártir de Cristo, el testigo fiel y verdadero, el
primogénito entre los muertos y autor de la vida divina. Hacían también memoria de los confesores
salidos ya de este mundo y decían: "Aquellos sí que son mártires, pues Cristo se dignó llevarlos de
la confesión al cielo y selló su testimonio con la muerte. Nosotros no somos más que pobres y
humildes confesores". Al mismo tiempo, suplicaban con lágrimas a los hermanos para que oraran
fervorosamente por su perseverancia final.
Ellos mostraron por las obras la fuerza del martirio, manifestando a los paganos gran libertad de
palabra y testificando su nobleza de alma mediante la paciencia, la valentía y la intrepidez. Pero
ante sus hermanos rechazaban el título de mártires, ya que estaban llenos del temor de Dios.
Ellos se humillaban bajo la poderosa mano de Dios, que ahora los ha exaltado. Excusaban a todos
y no condenaban a nadie, a todos desataban y a nadie ataban. Ellos oraban por sus verdugos, como
Esteban, el primer mártir o mártir perfecto: Señor, no les imputes este pecado (Hech 7,60). Si así
oraba por los que lo apedreaban, ¡cuánto más por sus hermanos!
El más recio combate que tuvieron que sostener, fue contra el diablo, movidos por su auténtica
caridad, pisando el cuello de la antigua serpiente, la obligaron a restituir la presa que se disponía a
devorar. Respecto de los caídos, no obraron con altanería ni desdén; sino que con entrañas de
madre distribuyeron a los necesitados lo que ellos tenían en abundancia. Derramando copiosas
lágrimas al Padre, pidieron la vida y el Padre se la dio. Ellos la repartieron entre sus prójimos y
marcharon a Dios con una victoria sin tacha.
Amaron siempre la paz y nos la recomendaron, y en paz se encaminaron a la presencia de Dios. No
fueron causa de dolor para la madre, ni de discordia para los hermanos, sino que dejaron como
herencia la alegría, la concordia y el amor.
Hemos consignado aquí, no sin provecho, los testimonios del afecto de aquellos bienaventurados
mártires hacia sus hermanos caídos, para enseñanza de los que posteriormente adoptaron una
actitud inhumana y cruel, portándose sin consideración alguna con los miembros de Cristo.

Noble libertad de espíritu


Alcibíades, uno de los mártires, llevaba una vida dura y mortificada, viviendo sólo de pan y agua.
Como en la cárcel quisiera seguir el mismo régimen, después de su primer combate en el
anfiteatro, le fue revelado a Atalo que Alcibíades no obraba bien al no querer usar de las criaturas
de Dios y era ocasión de escándalo para los demás. Al punto obedeció Alcibíades, y en adelante
usó sin distinción de todos los alimentos, dando gracias al Señor. Ellos no se cerraban a la visita de
la gracia de Dios, sino que en todo seguían las mociones del Espíritu Santo.

Martirio de los santos escilitanos


(En Scillium, pequeña localidad de África, año 180)
Siendo cónsules Presente, por segunda vez, y Claudiano, dieciséis días antes de las calendas de
agosto, en Cartago, llevados al despacho oficial del procónsul Esperato, Nartzalo y Citino,
Donata, Segunda y Vestia, el procónsul Saturnino les dijo:
—Podéis alcanzar el perdón de nuestro señor, el emperador, con solo que volváis a buen
discurso.
Esperato dijo:
—Jamás hemos hecho mal a nadie; jamás hemos cometido una iniquidad, jamás hablamos mal
de nadie, sino que hemos dado gracias del mal recibido; por lo cual obedecemos a nuestro
Emperador.
El procónsul Saturnino dijo:
—También nosotros somos religiosos y nuestra religión es sencilla. Juramos por el genio de
nuestro señor, el emperador, y hacemos oración por su salud, cosas que también debéis hacer
vosotros.
Esperato dijo:
—Si quisieras prestarme tranquilamente oído, yo te explicaría el misterio de la sencillez.
Saturnino dijo:
—En esa iniciación que consiste en vilipendiar nuestra religión, yo no te puedo prestar oídos;
más bien, jurad por el genio de nuestro señor, el emperador.
Esperato dijo:
—Yo no conozco el Imperio de este mundo, sino que sirvo a aquel Dios a quien ningún hombre
vio ni puede ver con estos ojos de carne. Por lo demás, yo no he hurtado jamás: si algún
comercio ejercito, pago puntualmente los impuestos, pues conozco a mi Señor, Rey de reyes y
Emperador de todas las naciones.
El procónsul Saturnino dijo a los demás:
—Dejaos de semejante persuasión.
Esperato dijo:
Mala persuasión es la de cometer un homicidio y la de levantar un falso testimonio.
El procónsul Saturnino dijo:
—No queráis tener parte en esta locura.
Citino dijo:
Nosotros no tenemos a quien temer, sino a nuestro Señor que está en los cielos.
Donata dijo:
—Nosotros tributamos honor al César como a César; mas temer, sólo tememos a Dios.
Vestia dijo:
Soy cristiana.
Segunda dijo:
Lo que soy, eso quiero ser.
Saturnino procónsul dijo a Esperato:
—¿Sigues siendo cristiano?
Esperato dijo:
Soy cristiano.
Y todos lo repitieron a una con él.
El procónsul Saturnino dijo:
—¿No queréis un plazo para deliberar?
Esperato dijo:
En cosa tan justa, huelga toda deliberación.
El procónsul Saturnino dijo:
—¿Qué lleváis en esa caja?
Esperato dijo:
Unos libros y las cartas de Pablo, varón justo.
El procónsul Saturnino dijo:
—Os concedo un plazo de treinta días, para que reflexionéis.
Esperato dijo de nuevo:
—Soy cristiano.
Y todos asintieron con él.
El procónsul Saturnino leyó de la tablilla la sentencia:
Esperato, Nartzalo, Citino, Donata, Vestia, Segunda y los demás que han declarado vivir
conforme a la religión cristiana, puesto que habiéndoseles ofrecido facilidad de volver a la
costumbre romana se han negado obstinadamente, sentencio que sean pasados a espada.
Esperato dijo:
—Damos gracias a Dios.
Nartzalo dijo:
—Hoy estaremos como mártires en el cielo. ¡Gracias a Dios! El procónsul Saturnino dio orden
al heraldo que pregonara: —Esperato, Nartzalo, Citino, Veturio, Félix, Aquilino, Letancio ,
Jenaro, Generosa, Vestia, Donata, Segunda, están condenados al último suplico.
Todos, a una voz, dijeron:
¡Gracias a Dios!
Y en seguida fueron degollados por el nombre de Cristo.

Martirio de san Apolonio


(en Roma, 21 de abril del año 183)
Apolonio era un hombre de gran cultura y había asimilado profundamente las enseñanzas del
divino Maestro. Su martirio es, más bien, un relato doctrinal en el que brilla su APOLOGÍA. Es
una disputa esclarecedora de alto nivel, que debía terminar en la libertad del acusado; pero,
como el juez tenía el cuchillo por el mango, el desenlace será trágico, aunque muy honroso para el
mártir. Poseemos cuatro recensiones con algunas divergencias, pero de poco peso.

Primer interrogatorio
Apolonio fue llevado ante el tribunal y Perenne lo interrogó: "Apolonio, ¿eres cristianó?".
Apolonio: "Sí, soy cristiano. Por eso honro y temo al Dios que hizo el cielo y la tierra, el mar y todo
lo que hay en ellos".
Perenne: "Créeme, Apolonio, rectifícate y jura por la fortuna de nuestro señor, el emperador
Cómodo".
Apolonio: "Escúchame serenamente, Perenne. Quisiera hacer delante de ti mi defensa de manera
seria y según las leyes. El que cambia de idea acerca de los justos, santos y admirables
mandamientos de Dios, es un hombre culpable, criminal y con razón puede ser llamado ateo. En
cambio, el que se aparta de toda injusticia y maldad, de la idolatría y de todo mal pensamiento, y
evita las ocasiones de pecado y de ninguna manera se vuelve hacia ellas, ése es un hombre justo.
Créeme, Perenne, y fíate de mi defensa. Estos hermosos y magníficos mandamientos nosotros los
hemos aprendido del Verbo de Dios, que escudriña todos los pensamientos de los hombres.
Además, él nos ha mandado no jurar en absoluto, sino decir siempre la verdad. Afirmar la verdad
en un solo 'sí' es un gran juramento. Por eso, jurar es vergonzoso para un cristiano. De la mentira
nace la desconfianza y de la desconfianza nace el juramento. De todas maneras, ¿quieres que jure
que honramos al emperador y oramos por su imperio? Con mucho gusto lo juraría en el nombre del
Dios verdadero, el que es, el eterno, y no fabricado por manos de hombres, ya que fue él quien
constituyó a un hombre para reinar sobre los demás hombres de la tierra".
Perenne: "Haz lo que te digo, Apolonio, y rectifícate. Sacrifica a los dioses y a la imagen del
emperador Cómodo".
Apolonio, sonriendo: "Ya me he explicado, Perenne, sobre dos puntos: el cambio de ideas y el
juramento. Escúchame ahora sobre el sacrificio. Tanto yo como todos los cristianos ofrecemos un
sacrificio incruento e inmaculado al Dios omnipotente que reina en el cielo, en la tierra y en todo lo
que respira. Este sacrificio de oraciones lo ofrecemos, en particular, por los hombres, creados a
imagen espiritual y racional de Dios y constituidos por su providencia para reinar sobre la tierra.
Por esto, conformándonos a un justo mandamiento, oramos a diario al Dios que habita en los cielos
por el emperador Cómodo, que reina en este mundo. Nosotros sabemos muy bien que el
emperador reina sobre la tierra, no por voluntad humana, sino únicamente por designio del Dios
invencible, cuyo poder abarca el universo".
Perenne: "Te doy un día de plazo, Apolonio, para reflexionar sobre ti mismo y tu destino".

Segundo interrogatorio
Tres días después, Perenne ordenó que Apolonio fuera nuevamente conducido ante el tribunal.
Estaban presentes muchos senadores, consejeros y grandes sabios. Después de haber dado orden
de que se le llamara, dijo: "Léanse las actas de Apolonio".
Terminada la lectura, Perenne preguntó: "¿Qué decisión tomaste, Apolonio?".
Apolonio: "Permanecer fiel a Dios, como lo has previsto y hecho constar en las actas".
Perenne: "En atención al decreto del senado, te aconsejo que cambies de idea y veneres y adores a
los mismos dioses que todos nosotros veneramos y adoramos, y vivas con nosotros".
Apolonio: "Conozco el decreto del senado, Perenne, pero, justamente, venero a Dios para no
venerar a ídolos labrados por manos humanas. Por eso jamás adoraré ni oro, ni plata, ni bronce, ni
hierro, ni dioses de madera ni de piedra, que son dioses de falso nombre, ya que ni ven ni oyen.
Ellos son obras de obreros, orfebres y torneros; esculturas de mano humana, que no pueden
moverse por sí mismas.
En cambio, Perenne, yo sirvo al Dios del cielo, que infundió en todos los hombres un alma viva y,
a diario, mantiene a todos en vida.
Jamás me rebajaré, Perenne, ni me postraré a los pies de estas miserias, porque es vergonzoso
adorar lo que es igual al hombre, e, incluso, es inferior a los demonios.
Los hombres desgraciados pecan cuando adoran lo que es materia: un ídolo tallado en una piedra
fría, un leño seco, un metal inerte o huesos muertos. ¡Qué locura en tal extravío! La misma locura
la cometen los egipcios adorando, entre muchas cosas abominables, la palangana de los pies (del
rey Amasis). ¡Qué ridiculez en esta falta de educación! Los atenienses, hasta el día de hoy, veneran
el cráneo de un buey de bronce y lo denominan "fortuna de los atenienses"; y así no les queda lugar
para orar a sus propios dioses. Sin duda, todas estas cosas acarrean daño a las almas que creen en
ello.
"¿Qué diferencia pasa entre esos ídolos y algún pedazo de cerámica o de teja seca? Dirigen sus
oraciones a imágenes de demonios que no entienden nada, como si entendieran, y que no pueden
reclamar nada ni acordarse de nada. Su apariencia es un engaño. Tienen oídos y no oyen, ojos y no
ven, manos y no palpan, pies y no caminan. Su apariencia no altera la realidad. Me parece que
Sócrates se burlaba de los atenienses, cuando juraba por el plátano, árbol de los campos.
En segundo lugar, los hombres pecan contra el cielo, cuando adoran vegetales: la cebolla y el ajo
-los dioses de los habitantes de Peluso-. Todo ello va al vientre y pasa a la letrina.
En tercer lugar, los hombres pecan contra el cielo, cuando adoran animales, como el pez y la
paloma; y, entre los egipcios, el perro y el mono cabeza de perro, el cocodrilo y el buey, el áspid y
el lobo, que son otros tantos símbolos de sus costumbres.
En cuarto lugar, los hombres pecan contra el cielo, cuando adoran a seres dotados de razón, es
decir, hombres transformados en demonios maléficos. Llaman dioses a los que fueron antes
hombres, como lo atestigua su misma mitología. Dicen que Dióniso fue despedazado, Hércules
quemado vivo, Zeus sepultado en Creta. Procuran explicar los nombres de los dioses a través de
fábulas, y éstas a través de los nombres. De toda esta impiedad, yo no quiero saber nada".
Perenne: "Apolonio, el decreto del senado dice tajantemente: 'Que no haya cristiano'".
Apolonio: "Ciertamente, pero el decreto de Dios no puede ser invalidado por un decreto de los
hombres. Por esto, cuando más matan ustedes injustamente y sin verdadero juicio a hombres
inocentes que creen en él, tanto más Dios acrecentará su número. Quiero que sepas una cosa,
Perenne: para emperadores, senadores y poderosos de la tierra, para ricos y pobres, para libres y
esclavos, para grandes y pequeños, para sabios e ignorantes, Dios ha establecido una sola muerte y,
después de la muerte, para todos llegará el juicio.
Pero los modos de morir son diferentes. Por esto, entre nosotros, los discípulos del Verbo mueren
diariamente a los placeres, mortificando sus concupiscencias con la austeridad y viviendo según
los mandamientos de Dios. Créenos de veras, Perenne, pues no mentimos. En nuestra vida, no se da el
más mínimo desenfreno sin que sea castigado. Desterramos de nuestros ojos toda vista lúbrica y de
nuestros oídos toda palabra impúdica para conservar puros nuestros corazones.
Habiendo elegido tal tenor de vida, no tenemos por cosa difícil morir por el Dios verdadero. Lo
que somos, por Dios lo somos. Por esto, lo soportamos todo con paciencia, para no morir de mala
muerte. En fin, ora vivamos, ora muramos, somos del Señor (Rom 14, 8). Por otra parte, una
disentería o una fiebre pueden a menudo quitar la vida. Si yo muero, pensaré que una de estas
enfermedades me ha atacado.

El Verbo de Dios, Maestro de vida


Perenne: "Con estas ideas, Apolonio, ¿sientes gusto en morir?".
Apolonio: "Amo la vida, Perenne; y, sin embargo, el amor a la vida no me hace temer la muerte.
Ciertamente, no hay nada más precioso que la vida; pero yo hablo de la vida eterna, que es la
inmortalidad del alma que vivió santamente en esta vida".
Perenne: "No comprendo lo que dices, ni entiendo de qué ley (= religión) quieres darme noticia".
Apolonio: "¿Cómo podrían comunicarse nuestras almas? ¡Tú comprendes tan poco de las
maravillas de la gracia! La verdad del Señor llega solamente al alma que ve, como la luz a los ojos
sanos. Es inútil hablar a los que no pueden comprender, como es inútil la luz para los ciegos".
Entonces un filósofo cínico intervino: "Apolonio, búrlate de ti mismo, pues estás desvariando,
aunque te creas muy instruido".
Apolonio: "Yo aprendí a orar, no a burlarme de nadie. Tu intervención delata la ceguera de tu
corazón, a pesar de los vanos discursos que nos podrías hacer. Cuando uno ve en la verdad una
burla, quiere decir que no comprende nada".
Perenne: "Nosotros también sabemos que el Verbo de Dios es el creador tanto del alma como del
cuerpo de los justos y que es el maestro que habló y enseñó cómo agradar a Dios".
Apolonio: "Ese Verbo es nuestro salvador Jesucristo, nacido como hombre en Judea. Era justo en
todas las cosas y colmado de sabiduría divina. Por amor a los hombres, nos hizo conocer al Dios
del universo y nos señaló el ideal de virtud conveniente a nuestras almas para una vida santa. Por
su pasión, puso fin a la tiranía del pecado.
Nos enseñó a domar nuestras pasiones, moderar las apetencias, disciplinar los placeres, cortar de
raíz nuestras tristezas, poner en común con los demás, fomentar la caridad, evitar la vanagloria, no
buscar la venganza por las injurias; por respeto a la justicia, no temer la muerte; no perjudicar a
nadie, sino soportar a los que nos perjudican; obedecer su ley, honrar al emperador, adorar al Dios
único e inmortal, creer en la inmortalidad del alma, aguardar el juicio después de la muerte y,
después de la resurrección, esperar la recompensa de la virtud que Dios prometió a los que vivan
piadosamente.
Estas son las terminantes enseñanzas de Cristo, quien nos dio grandes pruebas demostrativas. Con
ello adquirió gran fama de virtud, pero se atrajo también el odio de los ignorantes, como aconteció
a los justos y filósofos antes de él. En efecto, los justos son molestos a los injustos. Según la
Escritura, los insensatos claman injustamente: Arrojemos a la cárcel al justo, porque nos es
molesto (Is 3, 10).
Igualmente, entre los griegos, se citan estas palabras del filósofo Platón: 'El justo será azotado,
torturado, encarcelado; le quemarán los ojos; y, después de todos estos tormentos, lo clavarán en
un palo' (Rep. 11, 361).
Como los sicofantes atenienses hicieron condenar injustamente a Sócrates, engañando al pueblo,
así entre nosotros algunos hombres malvados, después de haberlo detenido, hicieron condenar a
muerte a nuestro maestro y salvador.
Lo mismo sucedió a los profetas que predijeron muchas maravillas acerca de él: que vendría un
hombre muy justo y santo, que haría el bien a todos los hombres para llevarlos a la virtud y los
persuadiría a dar culto al Dios del universo. A este Dios nosotros lo honramos con fervor, porque
de él hemos aprendido santos mandamientos que ignorábamos y así ya no estamos en el error.
Con todo, como ustedes dicen, aunque fuere errónea nuestra fe en la inmortalidad del alma, en el
juicio después de la muerte, en la recompensa de la virtud el día de la resurrección y en un Dios
juez; con gozo sobrellevaríamos esta ilusión, porque de ella hemos aprendido a vivir bien y esperar
en los bienes venideros, a pesar de los males presentes que sufrimos".
Perenne: "Pensaba, Apolonio, que en adelante ibas a cambiar de idea y dar culto a nuestros
dioses".
Apolonio: "Y yo esperaba que ibas a tener pensamientos religiosos y que los ojos de tu alma serían
iluminados por mi apología y que tu espíritu daría frutos y que adorarías al Dios creador del
universo y que a él, diariamente, elevarías tus oraciones con limosnas y actos de caridad, como
sacrificio incruento y puro".
Perenne: "Quisiera ponerte en libertad, Apolonio, pero me lo impide el decreto del emperador
Cómodo. Sin embargo, quiero tratarte humanamente en el suplicio". Y dio orden de que se le
decapitara.
Apolonio, de sobrenombre Saqueas, dijo: "Doy gracias a mi Dios, oh procónsul Perenne, junto con
todos los que confiesan al Dios omnipotente y a su unigénito hijo Jesucristo y al Espíritu Santo, por
esta sentencia tuya que para mi es salvadora".
Este fue el glorioso remate del martirio que tuvo, con alma sobria y corazón fervoroso, este
luchador santísimo, llamado también Saqueas. Hoy brilló el día señalado en que, después de
combatir con el maligno, recibió el premio de la victoria. ¡Ea, pues, hermanos! Fortifiquemos
nuestras almas para la fe a través de sus gloriosas hazañas y constituyámonos amadores de tanta
gracia, por la misericordia y gracia de nuestro Señor Jesucristo, con el cual y con el Espíritu Santo
sean a Dios Padre la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén.
El beatísimo Apolonio, apodado Saqueas, sufrió el martirio once días antes de las calendas de
mayo, según los romanos; según los asiáticos, el mes octavo; según nosotros, bajo el reinado de
nuestro Señor Jesucristo, a quien sea la gloria por los siglos.
Martirio de santa Potamiana y san Basílide
(en Alejandría, hacia el año 202)
El ilustre historiador Eusebio de Cesarea, en un viaje a Alejandría de Egipto, pudo admirar la
agesta de san Leónidas, el genio de Orígenes y el fervor de esa Iglesia, y con pluma galana
destacó esas glorias. Entre sus relatos sobresale el martirio de santa Potamiana, esclava, tan
bella de cuerpo como de alma, cuyos ejemplos y oraciones lograron la conversión del pagano
Basílide.

Flor de hermosura
Basílide fue el séptimo de los discípulos de Orígenes que murió mártir. Era soldado y condujo al
suplicio a la celebérrima Potamiana, sobre la que los naturales de la comarca cantan largos relatos
hasta el presente.
Potamiana resplandecía, junto con el esplendor del alma, por la hermosura del cuerpo en la flor de
la juventud. Para conservar su pureza y virginidad en que se distinguía, tuvo que sostener
innumerables combates contra pretendientes locamente enamorados. Soportó torturas espantosas y
espeluznantes y, finalmente, murió quemada viva junto con su madre Marcela.
He aquí los detalles del martirio.
El juez Aquilas la sometió en todo su cuerpo a terribles torturas; luego, la amenazó con entregarla
a los gladiadores para que la deshonrasen.
La joven se recogió interiormente por breve rato y, luego, le preguntaron qué resolución tomaba.
Ella, según se dice, dio tal respuesta que los paganos juzgaron que había hablado impíamente. A su
respuesta siguió inmediatamente la sentencia.
Basílide, uno de los soldados encargados de los condenados, la tomó y la llevó al lugar del
suplicio. El populacho trataba de molestar a la virgen cristiana, insultándola con dichos obscenos.
Pero Basílide lo impedía, rechazando a los contumeliosos y manifestando a Potamiana gran piedad
y humanidad.
Conmovida por esa simpatía, la joven exhortó al alguacil a tener buen ánimo y le prometía que,
apenas saliera de este mundo, le alcanzaría gracia de su Señor y no tardaría en pagarle lo que por
ella había hecho. Dicho esto, le derramaron pez derretida en todo el cuerpo, lentamente y en
pequeñas dosis. Ella sufrió noblemente el suplicio al que la sometieron.
Tal fue el combate sostenido por la celebérrima virgen.

Una corona sobre la cabeza


Basílide no tuvo que aguardar mucho tiempo su recompensa. Sus compañeros de armas le pidieron
que prestara juramento en un proceso; pero él afirmó que de ninguna manera le estaba permitido
jurar, pues era cristiano y públicamente lo confesaba. Ellos creyeron que hablaba en broma; pero,
al persistir en ello, fue conducido ante el juez, delante del cual repitió su negativa a jurar y su
confesión de fe. Por esto fue arrojado a la cárcel.
Sus hermanos en Dios lo visitaban y le preguntaban el motivo de tan súbita y maravillosa
conversión. El respondió que Potamiana se le había aparecido tres días después del martirio y le
había colocado una corona sobre la cabeza. Le dijo que había pedido gracia por él al Señor y que
éste se la había otorgado, y que, en fin, vendría pronto a buscarlo.
Poco más tarde, los hermanos le dieron parte en el sello del Señor, o sea, el bautismo. Al día
siguiente, fue decapitado como un glorioso mártir del Señor.
Martirio de las santas Perpetua y Felicidad
(7 de marzo del año 203)
El relato de este martirio es uno de los más estremecedores de la historia y uno de los testimonios
más admirables y más puros que nos haya legado la antigüedad cristiana. La joven Perpetua
sobresale por sus altas prendas, por su patética actuación frente a su padre pagano, por su
empuje y por su grandeza moral. Las visiones y los sueños dan un matiz bíblico y profético al
drama. El valor del relato es excepcional, ya que en parte ha sido redactado por los mismos
protagonistas y, más adelante, recopilado por un testigo ocular. Todo el drama se desarrolló en la
ignorada aldea africana de Teburba, a treinta kilómetros de Cartago.

Prólogo
Los antiguos ejemplos de fe, que manifiestan la gracia de Dios y fomentan la edificación del
hombre, se pusieron por escrito para que su lectura, al evocarlos, sirva para honra de Dios y
consuelo del hombre. Pues bien, ¿por qué no poner por escrito también las nuevas hazañas que
presentan las mismas ventajas?
Un día, también estos hechos llegarán a ser antiguos y necesarios a la posteridad, aunque al
presente gocen de menor autoridad a causa de la veneración que favorece lo antiguo.
El poder del único Espíritu Santo es siempre idéntico. Por esto, ¡que abran bien los ojos los que
valoran ese poder según la cantidad de años! Más bien, habría que tener en más alta estima los
nuevos hechos como pertenecientes a los últimos tiempos, para los cuales está decretada una
superabundancia de gracia. En los últimos días, dice el Señor, derramaré mi Espíritu sobre todos
los hombres y profetizarán sus hijos y sus hijas; los jóvenes verán visiones y los ancianos tendrán
sueños proféticos (Hech 2,17).
Por eso nosotros, que aceptamos y honramos como igualmente prometidas las profecías y las
nuevas visiones, ponemos también las otras manifestaciones del Espíritu Santo entre los
documentos de la Iglesia, a la que el mismo Espíritu fue enviado para distribuir todos sus carismas,
en la medida en que el Señor los distribuye a cada uno de nosotros.
Es, pues, necesario poner por escrito todas estas maravillas y difundir su lectura para gloria de
Dios. De ese modo nuestra fe, débil y desalentada, no debe creer que sólo los antiguos han recibido
la divina gracia, tanto en el carisma del martirio como de las revelaciones. Dios cumple siempre
sus promesas, para confundir a los incrédulos y sostener a los creyentes.
Por esto, queridos hermanos e hijitos, cuanto hemos oído y tocado con la mano, se lo anunciamos
para que ustedes, que asistieron a los sucesos, recuerden la gloria del Señor; y los que los conocen
de oídas, entren en comunión con los santos mártires y, por ellos, con el Señor Jesucristo, a quien
sean la gloria y el honor por los siglos de los siglos. Amén.

El arresto
Fueron arrestados los jóvenes catecúmenos Revocato y Felicidad, su compañera de esclavitud,
Saturnino y Secúndulo. Entre ellos se hallaba también Vibia Perpetua, de noble nacimiento,
esmeradamente educada y brillantemente casada. Perpetua tenía padre y madre y dos hermanos
(uno, catecúmeno como ella) y un hijo de pocos meses de vida.
A partir de aquí, ella misma relató toda la historia de su martirio, como lo dejó escrito de su mano
y según sus impresiones.
Relato de Perpetua
"Cuando nos hallábamos todavía con los guardias, mi padre, impulsado por su cariño, deseaba
ardientemente alejarme de la fe con sus discursos y persistía en su empeño de conmoverme. Yo le
dije:
-Padre, ¿ves, por ejemplo, ese cántaro que está en el suelo, esa taza u otra cosa?
-Lo veo -me respondió.
-¿Acaso se les puede dar un nombre diverso del que tienen?
-¡No!-me respondió.
-Yo tampoco puedo llamarme con nombre distinto de lo que soy: ¡CRISTIANA!
Entonces mi padre, exasperado, se arrojó sobre mí para sacarme los ojos, pero sólo me maltrató.
Después, vencido, se retiró con sus argumentos diabólicos.
Durante unos pocos días no vi más a mi padre. Por eso di gracias a Dios y sentí alivio por su
ausencia. Precisamente en el intervalo de esos días fuimos bautizados y el Espíritu me inspiró,
estando dentro del agua, que no pidiera otra cosa que el poder resistir el amor paternal.
A los pocos días fuimos encarcelados. Yo experimenté pavor, porque jamás me había hallado en
tinieblas tan horrorosas. ¡Qué día terrible! El calor era insoportable por el amontonamiento de
tanta gente; los soldados nos trataban brutalmente; y, sobre todo, yo estaba agobiada por la
preocupación por mi hijo.
Tercio y Pomponio, benditos diáconos que nos asistían, consiguieron con dinero que se nos
permitiera recrearnos por unas horas en un lugar más confortable de la cárcel. Saliendo entonces
del calabozo, cada uno podía hacer lo que quería. Yo amamantaba a mi hijo, casi muerto de
hambre. Preocupada por su suerte, hablaba a mi madre, confortaba a mi hermano y les
recomendaba mi hijo.
Yo me consumía de dolor al verlos a ellos consumirse por causa mía. Durante muchos días me
sentí abrumada por tales angustias. Finalmente logré que el niño se quedará conmigo en la cárcel.
Al punto me sentí con nuevas fuerzas y aliviada de la pena y preocupación por el niño. Desde aquel
momento, la cárcel me pareció un palacio y prefería estar en ella a cualquier otro lugar.

Visión de la escalera de bronce


Un día mi hermano me dijo: 'Señora hermana, ahora estás elevada a una gran dignidad ante Dios,
tanta que puedes pedir una visión y qué se te manifieste si la prisión ha de terminar en martirio o en
libertad'. Yo sabía bien que podía hablar familiarmente con el Señor, del que había recibido
muchos favores; y por eso confiadamente se lo prometí: 'Mañana te daré la respuesta'.
Me puse en oración y tuve la siguiente visión: Vi una escalera de bronce tan maravillosamente alta
que parecía tocar el cielo, pero tan estrecha que sólo se podía subir de a uno. En los brazos de la
escalera estaban clavados toda clase de instrumentos de hierro: espadas, lanzas, arpones, puñales
cuchillos... Si uno subía descuidadamente y sin mirar a lo alto, quedaba atravesado y hubiera
dejado jirones de carne enganchados en los hierros. Y al pie de la escalera estaba echado un
dragón, de extraordinaria grandeza, que tendía acechanzas a los que subían y los asustaba para que
no subieran.
Sáturo subió primero. Él nos había edificado en la fe y, al no hallarse presente cuando fuimos
arrestados, se entregó después voluntario por el amor que nos profesaba. Al llegar a la cumbre de
la escalera, se volvió hacia mí y me dijo: 'Perpetua, te espero aquí; pero ten cuidado para que ese
dragón no te muerda'. Yo le contesté: 'No me hará daño en el nombre de Cristo'.
El dragón, como si me tuviera miedo, sacó lentamente la cabeza de debajo de la escalera; y yo,
como si subiera el primer peldaño, le pisé la cabeza y subí.
Vi un inmenso prado, en medio del cual estaba sentado un venerable anciano, alto, completamente
cano y en traje de pastor, ocupado en ordeñar a sus ovejas. Muchos miles de personas, vestidas de
blancos hábitos, lo rodeaban. Levantó la cabeza, me miró y me dijo: '¡Seas bienvenida, hija!'. Me
llamó y me dio un bocado del queso que estaba preparando. Yo lo recibí con las manos juntas y lo
comí. Todos los circunstantes dijeron: '¡Amén!'. Sus voces me despertaron, mientras seguía
saboreando no sé qué de dulce.
En seguida conté a mi hermano la visión y los dos comprendimos que nos esperaba el martirio.
Desde aquel momento empezamos a perder toda esperanza en las cosas de esta tierra.

Lágrimas del padre. Condenación


Días después, corrió la voz de que seríamos interrogados. Mi padre, consumido de pena, llegó de
prisa de la ciudad, se me acercó con intención de conmoverme y me dijo: 'Hija mía, apiádate de
mis canas; apiádate de tu padre, si es que merezco que me llames padre. Con estas manos te he
criado hasta la flor de la edad y te he preferido a todos tus hermanos. ¡No me hagas ser la
vergüenza de los hombres! Piensa en tus hermanos, piensa en tu madre y en tu tía materna, piensa
en tu hijito, que no podrá sobrevivir sin ti! ¡Cambia tu decisión y no nos arruines a todos! ¡Ninguno
de nosotros osaría presentarse en público, si tú fueras condenada!'.
Así hablaba mi padre movido por su cariño. Me besaba las manos, se echaba a mis pies y, con
lágrimas en los ojos, no me llamaba su hija, sino su señora. ¡Cuánta compasión me inspiraba mi
padre, que iba a ser el único de mi familia que no había de alegrarse de mi martirio! Traté de
consolarle, diciendo: 'Allá, en el tribunal, sucederá lo que Dios quiera. Has de saber que no somos
dueños de nosotros mismos, sino que pertenecemos a Dios'. Y se retiró de mí, desconsolado.
Otro día, mientras estábamos almorzando, nos sacaron de repente para ser interrogados, y
llegamos a la plaza pública. En seguida se corrió la noticia por los alrededores de la plaza y se juntó
un gentío inmenso. Subimos al estrado. Mis compañeros fueron interrogados y confesaron su fe.
Por fin llegó mi turno. Bruscamente apareció mi padre con mi hijo en los brazos y me arrastró
fuera de la escalinata, suplicándome: '¡Compadécete del pequeño!'.
El procurador Hilariano, que a la sazón sustituía a Minucio Timiniano, procónsul difunto, y tenía
el ius gladii o poder de vida y muerte, insistió: 'Apiádate de las canas de tu padre y apiádate de la
tierna edad del niño. Sacrifica por la salud de los emperadores'.
Yo respondí: '¡No sacrifico!'.
Hilariano preguntó: '¿Eres cristiana?'.
Yo respondí: 'Sí, soy cristiana'.
Mi padre se mantenía firme en su intento de conmoverme. Por eso Hilariano dio orden de que lo
echaran de allí y hasta le pegaron con una vara. Sentí los golpes a mi padre, como si me hubieran
apaleado a mí. ¡Cuánta compasión me daba su infortunada vejez!
Entonces Hilariano pronunció sentencia contra todos nosotros, condenándonos a las fieras. Y
volvimos a la cárcel muy contentos.
Como el niño estaba acostumbrado a tomarme el pecho y permanecer conmigo en la cárcel, en
seguida envié al diácono Pomponio a reclamarlo a mi padre. Pero mi padre no se lo quiso entregar.
Entonces, gracias al querer divino, ni mi niño echó de menos los pechos, ni estos me causaron
ardor. De esta manera cesaron mis preocupaciones por la criatura y el dolor de mis pechos.
Dos visiones de la piscina de agua
A los pocos días, mientras todos estábamos en oración, súbitamente se me escapó la voz y nombré
a Dinócrates. Me quedé pasmada porque nunca me había venido a la mente, sino en ese entonces;
y sentí compasión al recordar como había muerto. También comprendí que yo era digna y que
debía orar por él. Empecé a hacer mucha oración por él y a gemir delante del Señor. Seguidamente,
aquella misma noche tuve esta visión.
Vi a Dinócrates salir de un lugar tenebroso, donde también había muchos otros. Venía sofocado
por el calor y sediento, con vestido sucio y rostro pálido. Llevaba en la cara la herida que tenía
cuando murió. Este Dinócrates era mi hermano carnal, de siete años de edad, que murió de un
cáncer tan terrible en la cara que daba asco a todo el mundo.
Yo hice oración por él; pero entre él y yo había una gran distancia, de tal manera que era imposible
acercarnos el uno al otro. Además, en el mismo lugar donde estaba Dinócrates, había una piscina
llena de agua, pero con el borde más alto que la estatura del niño. Dinócrates se estiraba, como si
quisiera beber. Yo me afligía al ver la piscina llena de agua, pero con el borde demasiado alto para
que pudiera beber.
Entonces me desperté y comprendí que mi hermano estaba sufriendo, pero confiaba en que podía
aliviar sus sufrimientos. Por esto oraba por él todos los días, hasta que fuimos trasladados a la
cárcel castrense, porque debíamos combatir en los juegos militares en ocasión del cumpleaños del
César Geta. Y continué orando por él, día y noche, con gemidos y lágrimas, para alcanzar la gracia.
El día que estuvimos en el cepo, tuve una nueva visión. Vi el lugar que había visto antes y a
Dinócrates limpio de cuerpo, bien vestido y lleno de alegría. Donde antes tuvo la llaga, vi sólo una
cicatriz. El borde de la piscina de que antes hablé, era más bajo y llegaba hasta el ombligo del niño.
Sobre el borde había una copa de oro llena de agua. Dinócrates se le acercó, bebió, pero la copa no
se agotaba nunca. Saciada su sed, se retiró del agua y se puso a jugar gozoso, como lo suelen hacer
los niños. En esto me desperté y comprendí que mi hermano ya no sufría.

Congojas del padrí


Pocos días después, Pudente, encargado ayudante de la cárcel, empezó a tenernos gran
consideración por comprender que el Señor nos favorecía con su gracia, y permitía que mucha
gente nos visitara para confortarnos mutuamente.
Mientras tanto, se aproximaba el día del espectáculo. Mi padre, consumido de pena, vino á verme,
y empezó a arrancarse la barba, a arrojarse al suelo y pegar su faz en el polvo. Maldecía sus años y
decía tales palabras que hubiesen podido conmover a toda criatura. ¡Qué compasión me daba su
infortunada vejez!

Visión del inminente combate


El día antes de nuestro combate, vi una última visión. El diácono Pomponio venía a la puerta de la
cárcel y llamaba con fuerza. Yo salí y le abrí. Venía vestido con túnica blanca, sin cinturón y
llevaba chinelas de variadas labores, y me dijo: 'Perpetua, te estamos esperando; ven'.
Me tomó de la mano y echamos a andar por lugares ásperos y tortuosos. Por fin llegamos jadeantes
al anfiteatro y Pomponio me llevó al medio de la arena y me dijo: 'No tengas miedo. Yo estaré
contigo y combatiré a tu lado'. Y se marchó.
Entonces vi un gentío inmenso, pasmado. Yo sabía que había sido condenada a las fieras; por eso,
me sorprendía que no las soltaran contra mí. Entonces avanzó contra mí un egipcio de repugnante
aspecto, acompañado por sus ayudantes, con ánimo de luchar conmigo. Al mismo tiempo se me
acercaron unos jóvenes hermosos, mis ayudantes y partidarios. Me desnudaron y quedé convertida
en varón. Mis ayudantes empezaron a frotarme con aceite, como se acostumbra en los combates; y,
frente a mí, vi al egipcio que se revolcaba en la arena.
Entonces sobrevino un hombre de extraordinaria grandeza tanto que sobrepasaba la cumbre del
anfiteatro. Llevaba una túnica flotante, con un manto de púrpura abrochado por dos hebillas en el
medio del pecho y calzado con chinelas recamadas de oro y plata. Tenía una vara de lanista o
entrenador de gladiadores, y un ramo verde, del que colgaban manzanas de oro. Pidió silencio y
dijo: 'Si el egipcio vence a la mujer, la pasará a filo de espada; pero si ella vence al egipcio, recibirá
este ramo'. Y se alejó.
Nos acercamos el uno al otro y empezamos un combate de pugilato. Él trataba de agarrarme de los
pies, y yo golpeaba su cara a puntapiés. Entonces fui levantada en el aire y comencé a castigarle sin
pisar la tierra. Cuando tuve un momento de respiro, junté las manos trenzando los dedos y aferré su
cabeza. Cayó de bruces y yo le aplasté la cabeza. El pueblo me vitoreó y mis partidarios entonaron
un canto. Yo me acerqué al lanista y recibí el ramo. Él me besó y me dijo: '¡Hija, la paz sea
contigo!'.
Radiante de gloria, me dirigía a la Puerta de los vivos. Entonces me desperté y comprendí que yo
debía combatir no contra las fieras, sino contra el diablo; pero estaba segura de la victoria. Hasta
aquí relaté lo que nos sucedió hasta la víspera del combate. Si alguno quiere describir el mismo
combate, ¡que lo haga!".

Visión de Sáturo
También el bendito Sáturo tuvo una visión que consignó de su mano por escrito.
"Ya habíamos sufrido el martirio y habíamos salido de nuestro cuerpo. Cuatro ángeles nos
transportaban hacia el oriente, pero sus manos no nos tocaban. No íbamos boca arriba y vueltos
hacia el cielo, sino como trepando por una pendiente suave. Pasado el primer mundo, vimos una
luz inmensa y le dije a Perpetua, que venía a mi lado: 'He aquí lo que el Señor nos prometía y ya
recibimos la recompensa'. Mientras éramos llevados por los cuatro ángeles, se abrió ante nuestros
ojos una gran llanura, que era como un vergel, poblado de rosales y de toda clase de flores. La
altura de los rosales era como la de un ciprés y sus hojas caían incesantemente.
En el vergel había otros cuatro ángeles más resplandecientes que los demás. Al vernos, nos
acogieron con grandes honores y dijeron a los otros ángeles, con admiración: '¡Son ellos! ¡Son
ellos!'. Atemorizados, los cuatro ángeles que nos transportaban, nos dejaron en el suelo y nosotros
caminamos la distancia de un estadio por una ancha avenida. Allí encontramos a Jocundo,
Saturnino y Artaxio, que habían sido quemados vivos en la misma persecución, y a Quinto que
había muerto, mártir también, en la misma cárcel. Les preguntamos dónde estaban los demás; pero
los ángeles nos dijeron: 'Vengan antes, entren y saluden al Señor'.
Llegamos a un palacio, cuyas paredes parecían edificadas de pura luz. Delante de la puerta había
cuatro ángeles que, antes de entrar, nos vistieron con vestiduras blancas. Entramos y oímos un coro
que repetía sin cesar: 'Agios, Agios, Agios = Santo, Santo, Santo'.
En la sala vimos sentado a un anciano canoso, con cabellos de nieve pero con rostro juvenil. No
vimos sus pies. A su derecha y a su izquierda había cuatro ancianos y, detrás, estaban de pie otros
innumerables ancianos. Avanzamos asombrados y nos detuvimos ante el trono. Cuatro ángeles nos
levantaron en vilo, besamos al Señor y él nos acarició la cara con la mano. Los demás ancianos
dijeron: '¡De pie!'. Y de pie nos dimos el beso de la paz. Después los ancianos nos dijeron: 'Vayan
y jueguen'. Yo dije a Perpetua: 'Ya tienes lo que anhelabas'. Ella contestó: '¡Gracias a Dios! Fui
dichosa en el mundo, pero aquí seré más dichosa todavía'.
Desinteligencias y perdón
Al salir del palacio, delante de la puerta encontramos al obispo Optato a la derecha y a Aspasió,
presbítero y catequista, a la izquierda, separados y tristes. Se arrojaron a nuestros pies y nos
dijeron: 'Establezcan la paz entre nosotros. Ustedes salieron del mundo y nos dejaron en este
estado'. Nosotros les dijimos: '¿No eres tú nuestro padre y tú nuestro sacerdote? ¿Por qué se
postraron a nuestros pies?'. Y nos conmovimos y los abrazamos.
Perpetua se puso a hablar con ellos en griego y los llevamos al jardín, bajo un rosal. Mientras
estábamos hablando, los ángeles les dijeron: 'Déjenlos que se solacen; y, si tienen disensiones
entre ustedes, perdónense mutuamente'. Esto los llenó de turbación. Y dijeron a Optato: 'Corrige a
tu pueblo. Tus asambleas se parecen a las salidas del circo donde disputan las distintas facciones'.
Nos pareció que los ángeles quisieron cerrar las puertas. Allí reconocimos a muchos hermanos, en
especial, a los mártires. Todos nos sentimos alimentados y saciados por una fragancia inefable.
Entonces me desperté lleno de gozo".

Acotaciones del recopilador


Estas fueron las visiones más insignes que tuvieron los beatísimos mártires Sáturo y Perpetua y
que los mismos consignaron por escrito.
Respecto a Secúndulo, Dios lo llamó a sí con muerte prematura, mientras estaba en la cárcel. La
gracia divina lo sustrajo a los dientes de las fieras. Sin embargo, si su cuerpo no conoció la espada,
ciertamente la conoció su alma deseosa del martirio.

El parto de Felicidad
También Felicidad halló gracia ante el Señor, de la siguiente manera. Se hallaba en el octavo mes
del embarazo, pues fue detenida encinta. Al aproximarse el día del espectáculo, sufría mucha
tristeza temiendo que su martirio fuera postergado a causa de su estado, ya que la ley prohíbe que
las mujeres encintas sean expuestas al suplicio, y que, más adelante, tuviera que derramar su
sangre santa e inocente entre los demás criminales.
Igualmente, sus compañeros de martirio estaban profundamente afligidos al pensar que dejarían
atrás a tan excelente compañera y que ella iba a quedar sola en el camino de la común esperanza.
Tres días antes de los juegos, unidos en un común gemido, dirigieron su oración al Señor. Apenas
terminaron la oración, en seguida sobrevinieron a Felicidad los dolores del parto. En razón de las
naturales dificultades de un parto en el octavo mes, ella sufría y gemía. Entonces un carcelero le
dijo: "Si tanto te quejas ahora, ¿qué harás cuando seas arrojada a las fieras, de las que te burlaste, al
no querer sacrificar?". Ella respondió: "Ahora soy yo la que sufro lo que sufro; pero allí habrá otro
en mí, que padecerá por mí, pues yo también padeceré por él". Felicidad dio a luz una niña, que una
cristiana adoptó como hija.

Cena de fraternidad
El Espíritu Santo permitió, y permitiéndolo manifestó su voluntad, que se pusiera por escrito todo
el desarrollo del combate. A pesar de nuestra indignidad, vamos a completar la historia de un
martirio tan glorioso. Con ello cumplimos no sólo el deseo de la santísima mujer Perpetua, sino
también su explícita recomendación. Ante todo, relatamos una prueba de su constancia y
sublimidad de ánimo.
El tribuno trataba muy duramente a los detenidos, pues, por habladurías de algunos insensatos,
temía que se fugaran de la cárcel por arte de algún mágico encantamiento. Perpetua se lo echó en
cara: "¿Por qué no nos concedes ningún alivio a nosotros que somos presos tan distinguidos, ¡nada
menos que del César! y hemos de combatir en su natalicio? ¿No aumentaría tu gloria, si nos
presentáramos ante él más gordos y saludables?".
El tribuno se sintió desconcertado y enrojeció de vergüenza. Ordenó que se los tratara más
humanamente. Permitió a los hermanos de Perpetua y a los demás que entraran en la cárcel y se
reconfortaran mutuamente. Por otra parte, el lugarteniente de la cárcel había abrazado la fe.
La víspera de los juegos, tuvo lugar la última cena que llaman "cena de la libertad"; pero que ellos
convirtieron en ágape o cena de la fraternidad. Interpelaban al pueblo con la acostumbrada
intrepidez y lo conminaban con el juicio de Dios; proclamaban la dicha de su martirio y se reían de
la curiosidad de los badulaques. Sáturo les decía: "¿No les basta el día de mañana, para contemplar
a los que detestan? ¿Hoy amigos, mañana enemigos? Fíjense cuidadosamente en nuestros rostros,
para que nos puedan reconocer en el día del juicio". Todos se retiraban de allí confundidos, y
muchos de ellos se convirtieron.

El martirio
Finalmente brilló el día de su victoria. Caminaron de la cárcel al anfiteatro, como si fueran al cielo,
radiantes de alegría y hermosos de rostro; emocionados sí, pero no de miedo, sino de gozo.
Perpetua marchaba última con rostro iluminado y paso tranquilo, como una gran dama de Cristo y
una preferida de Dios. El esplendor de su mirada obligaba a todos a bajar los ojos.
También iba Felicidad, gozosa de que su afortunado parto le permitiera luchar con las fieras,
pasando de la sangre a la sangre, de la partera al gladiador, para purificarse después del parto con el
segundo bautismo.
Cuando llegaron a la puerta del anfiteatro, quisieron obligarles a disfrazarse: los hombres, de
sacerdotes de Saturno; las mujeres, de sacerdotisas de Ceres. Pero la generosa Perpetua resistió
con invencible tenacidad. Y alegaba esta razón: "Hemos venido hasta aquí voluntariamente, para
defender nuestra libertad. Sacrificamos nuestra vida, para no tener que hacer cosa semejante. Tal
era nuestro pacto con ustedes". La injusticia debió ceder ante la justicia. El tribuno autorizó que
entraran tal como venían.
Perpetua cantaba, pisando ya la cabeza del egipcio. Revocato, Saturnino y Sáturo increpaban a los
espectadores. Al llegar ante la tribuna de Hilariano, con gestos y señas le dijeron: "Tú nos juzgas a
nosotros; pero a ti te juzgará Dios". El pueblo, enfurecido, pidió que fuesen azotados desfilando
ante los domadores. Los mártires se alegraron de ello, por compartir así los sufrimientos del Señor.
El Señor que dijo: Pidan y recibirán (Mt 7, 7), dio a cada uno, por haberlo pedido, el género de
muerte deseado. Conversando entre sí del martirio que cada uno deseaba, Saturnino afirmó estar
dispuesto a ser arrojado a todas las fieras, para merecer una corona más gloriosa. Ahora bien, al
comienzo del espectáculo, experimentaron las garras de un leopardo y, después, sobre el estrado,
fueron despedazados por un oso.
En cambio, a Sáturo lo horrorizaban los osos; pero ya de antemano presumía que terminaría con
una dentellada de leopardo. Ahora bien, se soltó contra él un jabalí que no lo despanzurró a él, sino
al cazador que se lo había echado y murió pocos días después de los juegos. Sáturo fue sólo
arrastrado por la arena. Entonces fue ligado en el tablado para que le atacara un oso, pero éste no
quiso salir de su jaula. Así, por segunda vez, Sáturo fue retirado ileso.
Para las jóvenes mujeres el diablo había reservado una vaca bravísima. La elección era insólita,
como para hacer, con la bestia, mayor injuria a su sexo. Fueron presentadas en el anfiteatro,
desnudas y envueltas en redes. El pueblo sintió horror al contemplar a la una, tan joven y delicada,
y a la otra, madre primeriza con los pechos destilando leche. Fueron, pues, retiradas y revestidas
con túnicas sin cinturón.
La primera en ser lanzada al aire fue Perpetua y cayó de espaldas. Apenas se incorporó, recogió la
túnica desgarrada y se cubrió el muslo, más preocupada del pudor que del dolor. Luego, requirió
una hebilla, para atarse los cabellos. No era conveniente que una mártir sufriera con los cabellos
desgreñados, para no dar apariencia de luto en su gloria. Así compuesta, se levantó y, al ver a
Felicidad golpeada y tendida en el suelo, se le acercó, le dio la mano y la levantó.
Ambas mujeres se pusieron de pie y, vencida la crueldad del pueblo, fueron llevadas a la Puerta de
los vivos. Allí Perpetua fue acogida por el catecúmeno Rústico que le era aficionado. Como
despertándose de un profundo sueño, ¡tan largo tiempo había durado el éxtasis en el Espíritu!,
empezó a mirar en torno suyo y, con estupor de todos, preguntó: "¿Cuándo nos echarán esa vaca
que dicen?". Como le dijeron que ya se la habían echado, no quiso creerlo hasta que vio en su
cuerpo y en su vestido las señales de la embestida. Luego mandó llamar a su hermano, y al
catecúmeno, y les dijo: "Permanezcan firmes en la fe, ámense los unos a los otros y no se
escandalicen por nuestros sufrimientos".

Prenda de sangre
Sáturo, junto a otra puerta, exhortaba así al soldado Pudente: "En síntesis, ciertamente, como yo
presumí y predije, ninguna fiera me ha tocado hasta el presente. Cree, pues, con todo tu corazón.
Ahora avanzaré en la arena y un leopardo me matará de una sola dentellada. Y en seguida, casi
hacia el fin del espectáculo, se soltó contra él un leopardo que de un mordisco lo sumergió en su
sangre. El pueblo, como para atestiguar su segundo bautismo, proclamó a gritos: "¡Bien lavado,
bien salvado; bien lavado, bien salvado!". Seguramente había logrado la salvación el que de este
modo se había lavado.
Entonces Saturo dijo al soldado Pudente: "¡Adiós! Acuérdate de la fe y de mí. Que estos
sufrimientos no te turben, sino que te fortalezcan". Al mismo tiempo, le pidió el anillo del dedo, lo
empapó en su herida y se lo devolvió para dejarle en herencia un recuerdo y una prenda de su
sangre. Luego, desvanecido, cayó a tierra para ser degollado junto con los demás en el lugar
acostumbrado.
El pueblo reclamó que los heridos fueran conducidos al centro del anfiteatro para saborear con sus
ojos homicidas el espectáculo de la espada que penetra en los cuerpos. Los mártires
espontáneamente se levantaron y se trasladaron adonde el pueblo quería; pero, antes, se besaron
unos a otros para consumar el martirio con el rito solemne de la paz.
Todos permanecieron inmóviles y recibieron en silencio el golpe mortal. Sáturo, que en la visión
de la escalera subía primero y en su cúspide debía esperar a Perpetua, fue también el primero en
rendir su espíritu. Por su parte, Perpetua, para gustar algo de dolor, al ser punzada entre las
costillas, profirió un gran grito; después, ella misma tomó la torpe mano del gladiador novicio y
dirigió la espada a su garganta.
Sin duda, una mujer tan excelsa no podía morir de otra manera sino de su propia voluntad, hasta tal
punto el demonio le temía.

Testigos del Espíritu


¡Oh fortísimos y beatísimos mártires! De veras, han sido llamados y elegidos para gloria de
nuestro Señor Jesucristo. Quien lo exalta, honra y adora, debe leer también estos ejemplos para
edificación de la Iglesia, ya que no son menos bellos que los antiguos. También las nuevas gestas
dan testimonio al mismo y único Espíritu Santo que obra aún hoy, y a Dios Padre omnipotente y a
su Hijo Jesucristo, Señor nuestro, a quien pertenecen la gloria y el poder infinito por los siglos de
los siglos. Amén.
Martirio de san Pionio
(en Esamima, 12 de marzo del año 250)
Pionio era un sacerdote de cultura y de experiencias, gracias a sus viajes. Utilizó el mismo
tribunal, para hablar con elocuencia de su fe. Ante las avalanchas de su oratoria, no pocos
lectores se preguntarán si había un grabador... Sin duda, el antiguo relator muestra una gran
maestría en juntar y embellecer las actas de los mártires, de por sí sobrias, con la riqueza
doctrinal.

Prólogo
Recordar y relatar los merecimientos de los santos es muy provechoso, como nos lo manda el
apóstol san Pablo (Rom 12, 13). La memoria de los hechos gloriosos acrecienta la llama en el
pecho de los egregios varones, especialmente de los que rivalizan con los hombres del pasado y se
esfuerzan por imitar sus ejemplos.
El martirio de Pionio, más que cualquier otro, debe ser recordado, porque, durante su vida terrena,
disipó en muchos hermanos la ignorancia y el error; y luego, coronado mártir, a los que infundió en
vida su doctrina, les mostró en su muerte un ejemplo.

Sogas al cuello
El día segundo del sexto mes que es el 12 de marzo, un sábado mayor, mientras Pionio, Sabina,
Asclepíades, Macedonia y Lemno, presbítero de la Iglesia católica, celebraban el aniversario del
mártir Policarpo, se descargó contra ellos la furia de la persecución. Como el Señor lo manifiesta
todo a los de buena fe, Pionio, que no temía los suplicios que ya eran inminentes, los vio
anticipadamente antes de que llegaran.
Un día antes del natalicio del mártir Policarpo, Pionio con Sabina y Asclepíades se entregó
devotamente al ayuno y vio en sueños que al día siguiente sería prendido. Tuvo tan clara e
indubitable certeza de ello, ya que lo había contemplado todo muy lúcidamente en la visión, que se
echó una soga al cuello e igualmente otras dos sogas al cuello de Sabina y Asclepíades. Con ese
gesto quería hacer comprender a los que vendrían para atarlo que, al hallarlos ya atados, se dieran
cuenta de que no venían a hacer nada nuevo y entendieran que ellos no debían ser conducidos,
como los otros, a comer carnes sacrificadas a los ídolos. Esas ataduras, que se habían puesto antes
de todo mandato, eran testimonio de su fe y señal de su voluntad.

Obedecemos al Dios verdadero


Era sábado, y ellos hicieron su solemne oración y gustaron el pan consagrado y el agua. Al final se
presentó Polemón, guardián del templo, acompañado de una gran turba de esbirros que los jueces
mayores le habían asociado para prender a los cristianos. Apenas Polemón vio a Pionio, pronunció
con boca profana estas palabras: "¿No saben que hay un público decreto del emperador, que les
manda sacrificar a los dioses?". Pionio respondió: "Conocemos, ciertamente, el decreto; pero
nosotros sólo obedecemos el mandamiento de adorar a Dios". Insistió Polemón: "Vengan a la
plaza y así se enterarán bien que es verdad lo que os dije". Sabina y Asclepíades contestaron con
voz clara: "Nosotros obedecemos al Dios verdadero".
Entonces fueron conducidos al foro, pero sin violencia. Las cuerdas que llevaban al cuello
llamaron la atención del vulgo; y como la curiosidad de la gente sin razón ansia ver todo lo que
pasa, de tal modo se estrujaban para verlos, que los unos empujaban a los otros y eran a la vez
empujados.
Por fin llegaron a la plaza que se colmó de una inmensa muchedumbre tanto que no sólo cubría el
centro, sino que también se encaramaba por los techos de los templos de los paganos. Estaban
también presentes innumerables catervas de mujeres, sobre todo judías, ya que, por ser sábado,
estaban de fiesta. Gente de toda edad se agolpaba y se desparramaba por todas partes, llevada de la
curiosidad. Si la talla baja les impedía ver bien, se ponían encima de escaños o se subían a los
cajones, para no verse privados del espectáculo. Lograban con el ingenio lo que la naturaleza les
negaba.

No te alegres de la caída de tu enemigo


Los mártires estaban en el centro de la plaza. Y Polemón les dirigió así la palabra: "Es un bien para
ti, Pionio, que obedezcas como lo hacen los demás. Si cumples lo mandado, no serás castigado". El
bienaventurado mártir, después de escuchar la recomendación, extendió la mano y, con rostro
alegre y risueño, comenzó su defensa:
"Habitantes de Esmirna, que están orgullosos de la hermosura dé su ciudad y de la belleza de sus
murallas y se glorían de ser los compatriotas del poeta Homero; y ustedes, judíos, presentes entre
la multitud, escúchenme brevemente, ya que me dirijo a todos.
Oigo decir que se burlan de los apóstatas que corren espontáneamente a sacrificar o no resisten si
se los obliga; y en unos condenan la debilidad del corazón y en otros el error espontáneo.
Sin embargo, sería preciso que obedecieran a su doctor y maestro Homero, quien afirma que es una
impiedad burlarse de los muertos, entrar en lucha con los ciegos o pelear con los muertos (Od. 12,
412). Y ustedes, judíos, deberían obedecer las enseñanzas de Moisés, que les dice: Si la bestia de
tu enemigo cayere, no pases sin ayudarle a levantarla (Deut 22, 4). Símilmente Salomón exhorta:
No te alegres de la caída de tu enemigo, ni te jactes de la desgracia ajena (Prov 24, 17).
Por mi parte, prefiero morir, sufrir todos los suplicios, ser arrastrado a todo tipo de desgracias,
soportar torturas sin medida, antes que traicionar lo que he aprendido o lo que he enseñado".

Polémica antijudía
"¿Con qué derecho los judíos revientan a carcajadas, burlándose de los que espontánea o
forzadamente sacrifican, y no moderan ni aun sobre nosotros su risa, proclamando con voz
insultante que por demasiado tiempo hemos gozado de libertad? Aunque seamos sus enemigos, sin
embargo, ¡somos hombres! ¿Qué daño han sufrido de parte nuestra? ¿Qué suplicios
experimentaron por causa nuestra? ¿A quién de ellos hemos ofendido de palabra? ¿A quién hemos
tenido odio injusto? ¿A quién le hemos forzado a sacrificar, ensañándonos con crueldad ferina?
Sus pecados no son semejantes a los que ahora se cometen por medio a los hombres. Hay mucha
distancia entre quien peca forzado y quien peca porque quiere. La diferencia entre quien es
compelido y quien obra libremente, estriba en que aquí es el alma que tiene la culpa, mientras que
allí la tienen las circunstancias.
¿Quién forzó a los judíos a iniciarse en los misterios de Beelfegor, o asistir a los banquetes
fúnebres y gustar los sacrificios de los muertos? ¿Quién a tener tratos torpes con las mujeres de los
extranjeros y a darse a los placeres de rameras? ¿Quién a quemar a sus hijos, a murmurar contra
Dios o hablar mal de Moisés, a sus espaldas? ¿Quién les hizo olvidar tantos beneficios y los volvió
ingratos? ¿Quién los obligó a volver en su corazón a Egipto o a decirle a Aarón, cuando Moisés
subió para recibir la ley: 'Haznos dioses y fabrícanos un becerro', y todo lo demás que hicieron? A
ustedes, paganos, tal vez los puedan engañar, burlando sus oídos con algún enredo; pero a nosotros
ninguno de ellos nos hará tragar sus embustes. Que les lean los libros de los jueces, los Reyes y el
Éxodo y les muestren los demás libros, y van a quedar convictos".
Amonestación á los paganos
"Ustedes preguntan por qué muchos bajan espontáneamente a sacrificar, y por unos pocos se
burlan de los demás. Imaginen una era, colmada por una buena trilla. ¿Qué montón será mayor: el
de la paja o el del trigo? Viene el labrador y con horca bicorne o con pala avienta el montón. El
viento se lleva la paja leve; pero el grano, pesado y sólido, permanece en el lugar donde estaba.
Cuando se echan las redes en el mar, ¿acaso todo lo que se saca, es de buena calidad? Pues bien,
sepan que tales son los que ustedes ven. Es natural que lo malo se mezcle con lo bueno, y lo bueno
con lo pésimo. Pero, si tratas de compararlos, salta la discrepancia; y, al comparar lo uno con lo
otro, se ve lo que es mejor.
Cuando ustedes nos someten a los suplicios, ¿cómo quieren que los suframos: como inocentes o
culpables? Si como culpables, con esa obra ustedes cometen culpa mayor, dado que no existe
causa alguna para perseguirnos. Si como inocentes, ¿qué esperanza les queda a ustedes, cuando así
sufren los inocentes? Si el justo se salva con dificultad, ¿cuál será la suerte del pecador y del
impío? Pues, es inminente el juicio del mundo y muchas señales nos lo advierten".

Señales del juicio futuro


"Durante mis viajes, recorrí toda la tierra de los judíos y, me enteré de todo. Pasé el Jordán y vi
aquella tierra que, con su estrago, es testigo de la ira de Dios. Su crimen fue doble: olvidados de
toda humanidad, mataban a los forasteros; y, traspasando la ley de naturaleza, obligaban a los
varones a sufrir trato de mujeres, con gravísimo atentado al derecho de hospitalidad.
Yo vi aquella tierra calcinada por la violencia del fuego divino, convertida en ceniza y pavesas y
privada de toda humedad y fertilidad. Vi el Mar Muerto y cómo allí, por temor a Dios, se había
cambiado la naturaleza del elemento hirviente. Esa agua no sirve para alimentar ni recibir a los
animales, y arroja de sí al mismo hombre apenas le recibe, por miedo de incurrir nuevamente, por
culpa del hombre, en culpa o en castigo.
¿Para qué citar estos ejemplos de tierras lejanas y de tiempos remotos? Ustedes mismos, oh
paganos, conocen y hablan de aquel incendio y de aquella llama que brotan de entre las rocas.
Consideren también el fuego de Licia y de las diversas islas, que mana de las recónditas entrañas
de la tierra. Si no han podido reconocer estos fuegos, consideren el uso del agua caliente, no de la
que se hace, sino de la que nace. Miren las fuentes termales y vaporosas, allí donde suelen
extinguirse las llamas.
¿De dónde piensan ustedes que procede este fuego, sino de que se junta con el fuego del infierno?
Ustedes dicen que bajo Deucalión una parte del pueblo sufrió por fuego y otra parte por
inundaciones, y nosotros lo decimos bajo Noé. De esa manera, a través de indicios, se reconoce la
enseñanza católica.
En fuerza de ello, les anunciamos con anticipación el juicio que ha de llevar a cabo el Verbo de
Dios, Jesucristo, quien ha de venir por el fuego. Por esto no adoramos a los dioses de ustedes ni
veneramos sus imágenes de oro, porque en ellas no se mira al culto de la religión, sino que se
aprecia la cantidad de metal".

Pionio rehúsa sacrificar


Pionio pronunció así este discurso y añadió muchas otras cosas. A pesar de que no daba muestras
de callar, Polemón y todo el pueblo prestaban tanta atención que nadie osaba interrumpirle; pero,
al remachar nuevamente Pionio: ''¡Jamás adoraremos a los dioses de ustedes ni brindaremos
celestial veneración a sus imágenes de oro!", fueron llevados a la residencia oficial. Allí tanto la
gente que rodeaba a Pionio como Polemón, trataban insistentemente de convencerlo con estas
palabras: "Pionio, haznos caso. Tienes muchos motivos por los que te conviene vivir y gozar de
buena salud. Tú mereces vivir tanto por los méritos de tus costumbres como por la mansedumbre
de tu carácter. Bueno es vivir y beber este hálito de la luz". Y le apremiaban con muchas otras
razones.
Pionio respondió: "Sí, lo sé, es bueno vivir y gozar de la luz; pero nosotros anhelamos una vida
mucho mejor. La luz es hermosa, pero nosotros aspiramos a una luz más hermosa. No desdeñamos
ingratamente estos dones terrestres de Dios; y, sin embargo, los dejamos deseando bienes mayores
y por esos bienes mejores despreciamos los de aquí abajo. Por mi parte, les agradezco que me
tengan digno de su amor y honor. Sin embargo, sospecho en ustedes una acechanza, ya que
siempre dañaron menos los odios declarados que las caricias arteras".

Más vale arder vivos que muertos


Al oír a Pionio, un tal Alejandro, hombre tosco y maligno, le espetó: "También tú tendrías que
escuchar nuestros razonamientos". Pionio respondió: "Sacarías más provecho escuchándome. Lo
que sabes, lo sé yo también. En cambio, tú no sabes lo que yo sé".
Entonces Alejandro, burlándose de las sogas del bienaventurado mártir, le preguntó: "¿Qué
significan estas sogas?". Pionio respondió: "Significan que no queremos que nadie crea, al vernos
pasar por la ciudad, que nos dirigimos a ofrecer sacrificios ni que nos llevan, como a los demás, a
los templos de los dioses. También llevamos estas cadenas, para que entiendan que no es necesario
que se nos interrogue en el tribunal, sino que de nuestra espontánea voluntad nos apresuramos a ir
a la cárcel".
El mártir calló; pero, al persistir el pueblo en sus ruegos y exhortaciones, de nuevo tomó la palabra:
"Ya hemos tomado nuestra decisión, y cierto es que vamos a mantener lo que hemos dicho".
Pionio siguió discutiendo con los que le rodeaban; más aún, analizando lo pasado, les predecía lo
por venir. Por eso Alejandro lo interrumpió: "¿Para qué tanto hablar, si no merecen vivir; más aún,
si de absoluta necesidad tienen que perecer?".
El pueblo quería ir al anfiteatro para sentarse en las graderías y escuchar mejor las palabras del
bienaventurado mártir. Sin embargo, algunas personas se acercaron a Polemón y le dijeron en tono
intimidatorio que, si autorizaba a Pionio a hablar, se originaría algún motín en el pueblo.
Recibido él aviso, Polemón trató de obligar a Pionio con estas palabras: "Si no quieres sacrificar,
ven por lo menos al templo". Pionio repuso: "No conviene a sus ídolos que nosotros entremos en
los templos". Polemón insistió: "Tienes una cabeza tan terca que no hay manera de hacerte
cambiar de opinión". Pionio respondió: "¡Ojalá pudiera yo moverlos y persuadirlos a que se hagan
cristianos!".
Algunos, burlándose de estas palabras, dijeron a gritos: "¡Dios nos libre! ¡Para que nos quemen
vivos!".
Pionio replicó: "Peor es arder después de la muerte".
Sabina sonreía en medio de este altercado de palabras. Al verla, la amenazaron con voz espantosa
y le dijeron: "¿Por que te ríes?".
Sabina respondió: "Me río, así lo quiere Dios, porque somos cristianos".
Ellos le replicaron: "Tendrás que sufrir lo que sabes. Las que no quieren sacrificar, se las destina a
los lupanares, donde hacen compañía a las meretrices y ganancia para los rufianes".
Ella respondió: "¡Sea lo que Dios quiera!".
Vibrante interrogatorio
Pionio nuevamente a Polemón: "Si tienes órdenes de convencer o de castigar, es preciso que
castigues, ya que no puedes convencer".
Polemón, picado de la aspereza de estas palabras: "¡Sacrifica!".
Pionio: "No quiero sacrificar".
Polemón, de nuevo: "¿Por qué no?".
Pionio: "Porque soy cristiano".
Polemón: "¿A qué Dios adoras?".
Pionio: "Al Dios omnipotente, que hizo el cielo y la tierra, el mar, y cuanto en ellos se contiene, y
también a todos nosotros. Él nos colma de beneficios. Su Verbo, Jesucristo, nos lo hizo conocer".
Polemón: "Al menos, sacrifica al emperador".
Pionio: "Yo no ofrezco sacrificios a un hombre".
Después de esto, en presencia de un escribano que anotaba en sus tablillas de cera las respuestas,
Polemón siguió interrogando a Pionio: "¿Cómo te llamas?".
Pionio: "Cristiano".
Polemón: "¿De qué Iglesia?".
Pionio: "De la católica".
Dejando a Pionio, Polemón se dirigió a Sabina. Pionio anteriormente le había recomendado que
cambiara su nombre de Sabina por el de Teódota, para no caer nuevamente en manos de su cruel
ama Politta (quien en los tiempos del emperador Gordiano quería obligarla a renegar de su fe y la
había encerrado en un calabozo montañoso, de donde la liberaron los hermanos en la fe).
Polemón: "¿Cómo te llamas?".
Sabina: "Teódota y cristiana".
Polemón: "Si eres cristiana, ¿de qué Iglesia?".
Sabina: "De la católica".
Polemón: "¿A qué Dios das culto?".
Sabina: "Al Dios omnipotente, que hizo el cielo y la tierra, el mar, y cuanto en ellos se contiene. Su
Verbo, Jesucristo, nos lo hizo conocer".
Polemón, a Asclepíades que estaba cerca: "¿Cómo te llamas?".
Asclepíades: "Cristiano".
Polemón: "¿De qué Iglesia?".
Asclepíades: "De la católica".
Polemón: "¿A qué Dios das culto?".
Asclepíades: "A Cristo".
Polemón: "¿Cómo? ¿Es otro Dios?".
Asclepíades: "No; es el mismo Dios a quien estos acaban de confesar".
De todo el interrogatorio se levantó un acta. Después, los mártires fueron conducidos a la cárcel.
Los seguía una inmensa muchedumbre de vulgo curioso que llenaba de manera tan compacta el
foro que sus salidas, cerradas por el tropel de gente, apenas podían "vomitar" tan enorme "riada" de
hombres. Algunos, al notar el rostro inflamado del mártir, con gran admiración comentaban:
"¿Cómo es que este, que antes tenía el rostro blanco y pálido, ahora cambió la palidez en rubor?".
Sabina, temiendo ser atropellada por la turba, y atada como estaban, se pegaba al lado de Pionio.
Por eso alguien le espetó: "Te agarras a su túnica, como si temieses verte privada de su leche".
Otro gritó a voz en cuello: "Si se niegan a sacrificar, ¡sean castigados con la muerte!".
Polemón: "No nos pertenecen los haces y las varas; ni tenemos poder de vida o muerte".
Otro, entre burlas: "¡Mira qué hombrecillo se encamina a sacrificar!". Esto se decía de
Asclepíades, que estaba con Pionio.
Pionio: "Eso no lo hará él jamás. Otro, con voz clara: Fulano y Mengano sacrificarán".
Pionio: "Cada uno sabe lo que hace. Yo me llamo Pionio. Nada tengo que ver con quien quiera
sacrificar. Con el que lo hiciere, muestre su nombre".
Entre tantos y tan abigarrados comentarios, uno del pueblo le dijo a Pionio: "Tú eres un hombre de
mucho estudio y de gran doctrina; ¿por qué te precipitas tan obstinadamente a la muerte?".
Pionio respondió con estas razones: "Han de pensar que mi muerte es más bien una gracia que
debo guardar, pues ya la tengo en mi mano. También ustedes han conocido los inmensos desastres,
la terrible hambre y otras innumerables calamidades...".
Uno del pueblo le replicó: "También tú sufriste la escasez con nosotros".
Pionio: "La sufrí, pero con la esperanza puesta en el Señor".

Cantando en las mazmorras


Era tanta la aglomeración de gente ante la cárcel, que apenas si los guardianes podían entrar por la
puerta. Una vez introducidos, Pionio y sus compañeros hallaron allí a Lemno, presbítero de la
Iglesia católica, y a una mujer de nombre Macedonia, del pueblo de Karina y de la secta de los
frigios. Estaban todos juntos. Los devotos siervos de Dios los iban a visitar llevándoles dones; pero
Pionio y los suyos, con firme voluntad los rehusaban diciendo: "Jamás en toda mi pobreza fui
gravoso a nadie; ¿cómo puede ser que ahora se me fuerce a recibir?". Los guardias de la cárcel se
dieron cuenta del hecho e, irritados, no obstante haberlos recibido antes con generosa humanidad,
los encerraron en la parte más oscura y fétida de la prisión, a fin de que, privados de toda
comodidad y de toda luz, tuvieran que soportar todo género de molestias.
En aquel lugar parecían como absortos, bendecían a Dios y cantaban muchos himnos en su honor.
Durante mucho tiempo perseveraron en esta alabanza del Señor; después callaron unos momentos,
para atender a sus acostumbradas necesidades. Los guardias, que antes habían obrado movidos por
la ira, se sintieron condenados por el castigo infligido a los prisioneros y quisieron trasladarlos a
otro lugar; pero estos permanecieron en el mismo lugar y con voz clara decían: "Señor, te debemos
dar gloria sin interrupción; lo que nos ha sucedido, terminó en mayor bien".
Más tarde, recibieron libre facultad de hacer lo que quisieran y día y noche se ocupaban en lecturas
y oración. Alternaban las disputas sobre religión con los pertinaces, las enseñanzas de la fe y la
preparación para el suplicio.
Al prolongarse su prisión, muchos paganos entraban en la cárcel con intención de convencer a
Pionio; pero, al oír a varón tan elocuente, quedaban atónitos y no escuchaban en vano, después de
haber venido con mala intención. Los apóstatas arrepentidos, al visitarlos, regaban con copioso
llanto las puertas de la cárcel, derramaban lágrimas como lluvia, en sus gemidos apenas si tenían
un momento de respiro y con repetidos sollozos surgía otra vez casi un nuevo duelo, sobre todo en
los que habían sido siempre muy estimados por su conducta intachable. Cuando Pionio los vio
sumidos en un llanto continuo y dolor extremo, pronunció, entre lágrimas también, estas palabras.
Apasionante alocución
"Estoy sufriendo un nuevo género de suplicios, y siento como si se me desgarraran las entrañas y
se me descoyuntaran los miembros, al contemplar las perlas preciosas de la Iglesia pisoteadas por
los puercos, las estrellas del cielo arrastradas hasta la tierra por la cola del dragón, y la viña que la
mano del Señor había plantado, destrozada por los jabalíes y saqueada por los viandantes, según
les da la gana.
Los hijitos, por los que siento nuevamente los dolores de parto hasta que Cristo se forme en ellos,
a pesar de ser muy débiles, han atravesado caminos fragosos. Ahora Susana otra vez es puesta en
medio de los malvados y asaltada por viejos impíos, que, para gozar de sus encantos, desnudan a la
dulce y hermosa esposa y con corrompida puja acumulan sobre ella falsos testimonios. Ahora
Amán hace el mandón y banquetea, mientras Ester y toda la ciudad están estremecidas. Ahora hay
hambre y sed, no por escasez de pan ni de agua, sino por la persecución. Ahora, como todas las
vírgenes se han dormido, se han cumplido las palabras del Señor Jesús: Cuando venga el Hijo del
hombre, ¿en qué lugar de la tierra podrá hallar la fe? Oigo decir que cada uno traiciona a su
compañero y así se cumple lo que fue dicho: El hermano entregará a su hermano (Mt l0, 21).
Acaso porque Satanás nos sacude y con pala de fuego limpia la era, ¿creen ustedes que la sal haya
perdido su sabor y esté ya bajo las pisadas de la gente? Ninguno de ustedes, hijos, piense que Dios
se haya debilitado, sino que nosotros nos hemos debilitado. Está escrito: No se ha cansado mi
mano para librar, ni se han endurecido mis oídos para oír (Is 50, 2).
Nuestros pecados son los que nos apartan de Dios; y, si no nos escucha, no se debe a la falta de
misericordia de Cristo, sino a nuestra falta de fe. En efecto, ¿qué mal no hemos hecho? Nosotros
hemos descuidado a Dios; otros lo han despreciado; otros han pecado ávida y ligeramente; y otros,
traicionándose y acusándose unos a otros, han perecido por mutuas heridas. ¡Y pensar que
nosotros deberíamos tener algo más de justicia que los escribas y fariseos!
Oigo decir que los judíos inducen a algunos de ustedes a pasarse a la sinagoga. ¡Tengan cuidado!
¡No caigan en ese pecado de malicia, en ese pecado que es mayor que todos los demás! ¡Que nadie
cometa ese crimen imperdonable que es la blasfemia contra el Espíritu Santo! ¡No deben llegar a
ser como ellos, príncipes de Sodoma y jueces de Gomorra, cuyas manos se humedecieron con la
sangre de inocentes. ¡No fuimos nosotros los que matamos a los profetas ni entregamos al
Salvador!
Pero, ¿para qué insistir tanto? Recuerden lo que han oído. Sabemos que los judíos profieren con
boca sacrílega palabras criminales. Con odiosa liviandad propalan por doquiera la idea de que
Cristo no era más que un hombre y murió de muerte violenta. Díganme, por favor: ¿Cuándo los
discípulos de un hombre muerto a la fuerza han estado durante tantos años expulsando a los
demonios y seguirán expulsándolos? ¿En nombre de qué maestro, muerto a la fuerza, han sufrido
suplicios, con ánimo alegre, discípulos tan numerosos y de toda clase social? ¿Para qué recordar
todas las otras maravillas acontecidas en la Iglesia católica?... Ellos dicen que murió malamente y
a la fuerza, y no saben que salió de este mundo entregándose libremente a la muerte. Tampoco
basta esto a tan sacrílegas mentes..., pues añaden que Cristo remontó de la cruz al cielo por
evocación de los muertos. Y lo que la Escritura, que admiten ellos como nosotros, dice del Señor
Jesús, lo cambian en blasfemia. Al hablar así, ¿no son acaso pecadores, pérfidos e inicuos?
Voy a repetir ahora lo que discutían los judíos cuando yo era niño y cuya falsedad voy a demostrar
en el discurso siguiente. Está escrito: Saúl interrogó a la pitonisa y le dijo: Evócame al profeta
Samuel. Y la mujer vio a un varón que subía vestido de un manto (I Rey 28, 8-20). Saúl creyó que
era Samuel y le preguntó acerca de lo que quería oír. Ahora bien, ¿aquella pitonisa tenía poder de
evocar a Samuel? Si dicen que lo tenía, habrán confesado que la iniquidad tiene más poder que la
justicia; si niegan que la mujer evocara a Saúl, es necesario que se convenzan que tampoco el
Señor Jesús volvió de esa manera a la vida. En conclusión, en esta disputa o han de salir
condenados o han de ceder".
"La explicación del hecho es la siguiente. ¿Cómo podía el demonio de una mujer adivina evocar el
alma del santo profeta que desde largo tiempo estaba en el seno de Abraham y descansaba en el
paraíso, siendo así que siempre, lo que tiene menos fuerzas, es vencido por el más fuerte? ¿Luego
Samuel, según se cree, volvió a ver la luz? De ninguna manera. Pues bien, ¿qué hay que pensar de
todo ello? Como los ángeles se apresuran a asistir a los que con mente pura miran a Dios, así los
demonios atienden a los magos, encantadores, adivinos y a los que venden sus locuras so capa de
adivinación por esos campos extraviados. Ya lo dijo el apóstol: "Si Satanás se transfigura en ángel
de luz, no es de maravillar que se transfiguren también sus ministros" (2Cor 11, 14). De ahí que el
Anticristo es una especie de Cristo.
"Pues bien, Samuel no fue evocado, sino que los demonios se mostraron a aquella mujer y al
prevaricador Saúl en la forma de la persona del profeta. La misma Escritura nos lo da a entender, al
decir Samuel a Saúl: Y tú estarás hoy conmigo. ¿Cómo podía estar con Samuel el adorador de
dioses y de demonios? ¿No saben todos que Samuel no estaba con los injustos? Luego, si no fue
posible que nadie evocara el alma del profeta, ¿cómo puede creerse que el Señor Jesús salió de la
tierra y del sepulcro por arte de encantamiento, cuando sus discípulos lo vieron entrar en el cielo y,
por no negar esta verdad, sufrieron de buena gana la muerte? Y si esto no basta para prueba,
apréndanlo por lo menos de los que de prevaricadores y adoradores de los demonios se han pasado
espontáneamente a una vida perfecta y mejor".

Arrastrados y a puntapiés
Después de este largo discurso, Pionio dio orden a los visitantes de que salieran inmediatamente de
la cárcel. Después, acompañado de una turba de seguidores, llegó Polemón gritando con voz
terrible: "Euctemón, el jefe de ustedes, ha sacrificado ya, y el magistrado les manda que vayan a
toda prisa al templo".
Pionio le contestó: "Los encarcelados deben esperar la llegada del procónsul. ¿Por qué se
atribuyen, con ilegítima temeridad, un derecho que no les corresponde? Ante esta repulsa, se
retiraron; pero, luego, regresaron con mayor caterva de gente. Entonces el comandante de
caballería apremió a Pionio con estas arteras y fingidas palabras: "El procónsul nos ha enviado y
dado órdenes para que los conduzcamos a Éfeso".
Pionio replicó: "Venga el que ha recibido la orden e inmediatamente saldremos".
El comandante o, como entonces se llamaban los verdugos, "turmario", hombre de dignidad, le
repuso: "Si te niegas a obedecer mis órdenes, pronto te darás cuenta del poder que tiene un
turmario".
Mientras hablaba, le echó una soga al cuello, y con tanta fuerza le cerró la garganta que apenas
podía respirar; lo entregó a los alguaciles para que lo condujeran al templo. Estos también lo
apretaron de tal modo que no podía recibir ni exhalar el aliento.
Fueron arrastrados al foro Pionio, Sabina y los demás, mientras a grandes voces proclamaban:
"¡Somos cristianos!". Y, como sucede con los que son llevados a la fuerza, se tiraban al suelo para
retardar la marcha y así retrasar la entrada al templo.
Seis alguaciles llevaban y a la vez arrastraban a Pionio. Al cansárseles los hombros a uno y otro
lado, lo castigaron a puntapiés, a fin de que o no se hiciera tan pesado o, vencido por el dolor,
siguiera por sí mismo. Sin embargo, nada lograron con sus apremios ni tuvieron efecto los malos
tratos. Él se mantuvo tan inmóvil, como si los puntapiés de los alguaciles añadieran peso a su
cuerpo. Al verlo tan inmóvil, pidieron ayuda, esperando vencerlo por el número ya que por la
fuerza no lo lograron.
Levantaron en vilo a Pionio y, transportándolo entre cantos y algazara, lo colocaron como una
víctima junto al altar, en el mismo lugar en que estaba el que poco antes, según decían, había
sacrificado. Entonces los jueces con voz severa le preguntaron: "¿Por qué no sacrifican ustedes?".
Ellos respondieron: "Porque somos cristianos".
Los jueces preguntaron de nuevo: "¿A qué Dios adoran?". Respondió Pionio: "Adoramos al Dios
que hizo el cielo y lo tachonó de estrellas; creó la tierra y la adornó con flores y árboles; formó los
mares que rodean con sus corrientes la tierra y los selló con ley fija de sus términos u orillas".
Los jueces insistieron: "¿Te refieres al que fue crucificado?; y Pionio replicó: "Me refiero a aquel
al que el Padre envió para la salvación del mundo".
Los jueces estallaron en risas sarcásticas. Pero Pionio les espetó: "Respeten la religión, observen la
justicia y obedezcan sus leyes. ¿Por qué violan sus propias leyes, no cumpliendo lo ordenado?
Pues tienen órdenes de castigar, no de violentar las conciencias de los que se oponen al edicto
imperial".

Disputas y bofetadas
Un tal Rufino, hombre elocuente, de fácil palabra y prestigioso orador, gritó; "¡Basta, Pionio! ¿Por
qué buscas una gloria vana con pomposa jactancia?".
Pionio respondió: "¿Esto te lo enseñan tus historias? ¿Esto te lo muestran tus libros? ¿No sufrió
esto mismo de parte de los atenienses el sapientísimo Sócrates? ¿Acaso eran necios y nacidos para
la necedad militar y para las guerras antes que para las leyes el mismo Sócrates, Aristides y
Anaxarco, en los que cuanto mayor fue la doctrina, mayor fue la elocuencia? Ellos no se jactaron
ni de discursos pomposos ni de elocuencia, mientras por medio de la doctrina filosófica llegaban a
la fundamentación de la justicia, a la moderación y a la templanza. En materia de la propia
alabanza, hay una moderación laudable como hay una jactancia odiosa".
Rufino, como herido por un rayo con el discurso del bienaventurado mártir, no habló más.
Otro hombre, de muy distinguida categoría social, le dijo: "¡No grites tanto, Pionio!". Y Pionio
respondió: "¡No seas tú impulsivo, construye una hoguera y espontáneamente nos arrojaremos a
las llamas!".
Otro hombre intervino para denunciar: "Sepan ustedes que, por las palabras y los ejemplos de
Pionio, otros toman fuerza para no sacrificar".
Después, intentaron poner en la cabeza de Pionio las coronas que los sacrílegos acostumbran
llevar. Pero él las deshizo y arrojó sus pedazos ante los mismos altares a los que solían adornar.
Un sacerdote iba llevando las entrañas calientes de los asadores, con intención de ofrecérselas a
Pionio; pero no se atrevió a acercarse a ninguno de los mártires y tuvo que tragárselas él solo frente
a todos en su vientre execrable. (Eran carnes ofrecidas a los ídolos).
Ellos, en cambio, con voz fuerte repetían: "¡SOMOS CRISTIANOS!". Como los jueces no sabían
qué hacer con ellos, los hicieron volver a la cárcel, mientras la gente les propinaba bofetadas. Al
ser conducidos a la cárcel, fueron colmados de insultos y sarcasmos de parte de los sacrílegos.
Uno, por ejemplo, dijo a Sabina: "¿No podías morir en tu patria?". Sabina contestó: "¿Cuál es mi
patria? Yo soy hermana de Pionio".
El organizador de los espectáculos dijo a Asclepíades: "Una vez que te condenen, yo te reclamaré
para los combates de los gladiadores".
Al entrar en la cárcel, un alguacil descargó tal puñetazo sobre la cabeza de Pionio, que por el
mismo ímpetu se hirió a sí mismo y se le hincharon las manos y los costados. Una vez encerrados
en la cárcel, entonaron un himno de acción de gracias a Dios, pues en su nombre se habían
mantenido en la fe y en la religión católica.
No sacrifico
Días después, según era costumbre, el procónsul regresó a Esmirna. Le presentaron a Pionio y así
comenzó el interrogatorio:
-¿Cómo te llamas?
-Pionio.
-Sacrifica.
-¡De ninguna manera!
-¿A qué secta perteneces?
-A la católica.
-¿De qué católica?
-Sacerdote de la Iglesia católica.
-¿Eres tú maestro de ellos?
-Enseñaba.
-Enseñabas la necedad.
-La piedad.
-¿Qué piedad?
-La piedad que se debe al Dios que hizo el cielo, la tierra y el mar.
-Sacrifica.
-Yo he aprendido a adorar al Dios vivo.
-Nosotros adoramos a todos los dioses, al cielo y a los que están en él. ¿Por qué miras al aire?
Sacrifica.
-Yo no miro al aire, sino a aquel que hizo el aire.
-Dime quién lo hizo.
-Es imposible decir algo acerca de él.
-Debes decir que fue Júpiter que está en el cielo y con el cual están todos los dioses y diosas.
Sacrifica, pues, al rey del cielo y de todos los dioses.
Como Pionio nada respondiese, el procónsul mandó que le colgaran del potro para arrancarle con
los tormentos lo que no podía con las palabras. Después de haberlo sometido al suplicio, el
procónsul le dijo:
-Sacrifica.
-¡De ninguna manera!
-Muchos sacrificaron, evitaron los tormentos y ahora gozan de la luz. Sacrifica."
-¡Jamás!
-¿En absoluto?
- ¡En absoluto!
¿Por qué tan presumidamente corres hacia la muerte, por no sé qué idea loca? ¡Haz lo que se te
manda!
-Yo no soy presumido, sino que temo al Dios eterno.
-¿Qué dices? ¡Sacrifica!
-Ya oíste que temo al Dios vivo.
-Sacrifica a los dioses.
-No puedo.
Ante esta firme y resuelta actitud del bienaventurado mártir, el procónsul deliberó largamente con
su asesor y, luego, se dirigió nuevamente a Pionio:
-¿Perseveras en tu propósito y no te arrepientes siquiera tarde?
-¡De ninguna manera!
-Tienes plena libertad para pensar con mejor consejo y larga deliberación lo que te convenga.
-Ya manifesté mi decisión.
-Ya que tienes prisa por morir, serás quemado vivo.
Y mandó leer la sentencia de la tablilla: "Mando que Pionio, hombre de mente sacrílega y que ha
confesado ser cristiano, sea abrasado por las llamas vengadoras, para que infunda terror a los
hombres y satisfaga a la venganza de los dioses".

Señor, recibe mi, alma


Aquel gran varón se puso en marcha para servir de ejemplo a los cristianos y de solaz a los
sacrílegos. No vacilaba su paso, ni le temblaban las rodillas, ni se entorpecían sus miembros, como
suele suceder a los que caminan a la muerte. No se turbaba su alma al ver llegar el mal, ni retardaba
su marcha con vacilantes pagos la proximidad de la muerte, sino que iba a su encuentro con pie
ligero, cuerpo ágil, mente segura y alma libre.
Llegado al estadio, antes de que el secretario de prisiones le diera la orden, él mismo quitó sus
vestidos. Mirando entonces sus miembros que habían conservado puros y castos, levantó sus ojos
al cielo y dio gracias a Dios, cuya bondad lo conservó así.
Puesto encima de la hoguera levantada por el furor pagano, él mismo dispuso sus miembros para
que fueran atravesados por gruesos clavos de vigas. Al verle clavado, el pueblo, fuera por
compasión o por interés, gritó: "Cambia de idea, Pionio, y te quitarán los clavos, si prometes hacer
lo que se te mande".
Pionio respondió: "Ya siento sus heridas, y me doy cuenta de que estoy clavado". Momentos más
tarde, añadió: "La causa principal que me lleva a la muerte, es que quiero que todo el pueblo
comprenda que hay una resurrección después de la muerte".
Después, levantaron a Pionio y al presbítero Metrodoro junto con los troncos en los que estaban
clavados; y sucedió que Pionio estaba a la derecha y Metrodoro a la izquierda, mientras sus ojos y
sus almas estaban dirigidos al oriente.
En fin, pegaron fuego a la pira. Al echarle más leña, la llama cobró fuerzas y crepitó devastadora
por entre los ardientes troncos.
Pionio, con los ojos cerrados y tácita oración, pedía a su Dios el último descanso. Poco después,
abrió los ojos, miró con rostro radiante el gran fuego y dijo: ¡Señor, recibe mi alma! ¡Amén! Como
si eructara, vomitó su alma y encomendó su espíritu a aquel que había de recompensarle con el
premio debido y que había prometido pedir cuenta de las almas injustamente condenadas.
Tal fue la muerte del bienaventurado Pionio. Tal fue el martirio de un varón cuya vida fue siempre
sin tacha, sin mancha y libre. Su sencillez fue pura, su fe tenaz, su inocencia constante. Su pecho
excluyó todo vicio, porque estaba siempre abierto a Dios. Así él por las tinieblas llegó a la luz y,
entrando por la puerta estrecha, salió a lugares llanos y espaciosos.
Dios omnipotente mostró también una señal de su triunfo. Apenas se extinguió el fuego, los que se
habían reunido allí o por compasión o por curiosidad, hallaron tan íntegro el cuerpo de Pionio que
parecía se le hubieran añadido miembros. Tenia las orejas levantadas, los cabellos mejores, la
barba florida y tal compostura en todos sus miembros que parecía haberse vuelto joven. Así el
cuerpo, reducido a menor edad por el fuego, mostraba la gloria del mártir y era un ejemplo de la
futura resurrección.
Su rostro resplandecía de maravillosa gracia y brillaron muchos otros signos de gloria angélica.
Todo ello aumentó la confianza en los cristianos y el temor en los paganos.
Estas cosas sucedieron bajo el procónsul Julio Procio Quintiliano; siendo cónsules el emperador
Cayo Mesio Quinto Trajano Decio y Vitio Grato; cuatro días antes de los idus de marzo, según el
cálculo romano, y el mes sexto, según el asiático; era un sábado, a la hora décima. Así sucedieron
tal como lo hemos escrito, bajo el reinado de nuestro Señor Jesucristo, a quien sean el honor y la
gloria por los siglos de los siglos. Amén.

Actas de san Acacio, obispo


(en Antioquía de Pisidia, año 250)
Estas Actas contienen una vivísima disputa entre el consular Marciano y el obispo san Acacio. No
hay golpes bajos, sino un amplio despliegue de retórica. Más tarde, las Actas fueron enviadas al
emperador Decio que, al leerlas, se dejó escapar una sonrisa y dejó libre al prisionero. Este
proceso es notable porque termina con la absolución del mártir.

Oraciones por la justicia y la paz


Cada vez que recordamos los hechos gloriosos de los siervos de Dios, damos gracias a aquel que
protege al paciente en el tormento y corona al vencedor con la gloria.
Marciano, consular, nombrado prefecto por el emperador Decio y enemigo de la ley cristiana,
mandó que le fuera presentado Acacio, del que había oído decir que era el escudo y el refugio de
los cristianos de aquella región.
Introducido ante el tribunal, Marciano le dijo: "Puesto que vives bajo las leyes de Roma, debes
amar a nuestros príncipes".
Acacio respondió: "¿Quién tiene más respeto y amor al emperador que los cristianos?
Continuamente hacemos oración por él, para que alcance larga vida, gobierne con justo poder a los
pueblos y goce de la paz durante su reinado. También oramos por la salud de los soldados y por la
conservación de todo el orbe".
Marciano: "Te felicito; pero, para que el emperador conozca mejor tu homenaje, ofrécele un
sacrificio en nuestra compañía".
Acacio: "Yo ruego a mi Dios, que es verdadero y grande, por la salud del emperador; pero en
cuanto al sacrificio, ni él nos lo puede exigir ni nosotros ofrecérselo. ¿Quién se atrevería a ofrecer
un sacrificio a un hombre?".
Marciano: "¿A qué Dios diriges tu oración, para que nosotros también le ofrezcamos sacrificios?".
Acacio: "Anhelo que conozcas lo que te es de provecho y, sobre todo, conozcas al verdadero
Dios".
Marciano: "Dime su nombre".
Acacio: "Dios de Abraham y Dios de Isaac y Dios de Jacob".
Marciano: "¿Son estos nombres de dioses?".
Acacio: "No son dioses; sino aquel que les habló, ése es el Dios verdadero y a él hemos de temer".
Marciano: "¿Qué Dios es ése?".
Acacio: "Adonai, el Altísimo, el que se sienta sobre los querubines y los serafines".
Marciano: "¿Qué son esos querubines y serafines?".
Acacio: "Son ministros del Dios altísimo y asisten a su excelso trono".

Sarcasmos y burlas
Marciano: "Esta es una inútil disputa filosófica. No te dejes atrapar. Más bien, desdeña las cosas
invisibles y reconoce a los dioses que tienes delante de los ojos".
Acacio: "¿Cuáles son los dioses a los que me mandas sacrificar?".
Marciano: "Apolo, nuestro salvador. El ahuyenta el hambre y la peste y rige y conserva a todos".
Acacio: "Ese Apolo ¿es el mismo al que ustedes tienen por intérprete del futuro? ¡Buen adivino! El
infeliz corría loco de amor por una muchachita, ignorando que iba a perder su presa suspirada. Es
evidente que ni fue adivino el que esto ignoraba, ni Dios el que se dejó burlar por una joven. No fue
ésta su única desgracia, ya que la suerte le deparó un golpe más cruel. Como estaba poseído por un
torpe amor a los adolescentes, se prendó de la hermosura de Jacinto y se enamoró de él, como bien
saben ustedes; pero, ignorante del futuro, mató con un tiro de disco a aquel a quien más deseaba
que viviera. Ese Apolo, ¿es el mismo que fue jornalero de Neptuno y que guardó rebaños ajenos?
¿A ése me mandas que sacrifique?
¿O prefieres que sacrifique a Esculapio muerto por un rayo, o a la adúltera Venus, o a los demás
monstruos? ¿Por miedo de perder esta vida, habrá de sacrificarles? ¿Habría de adorar a los que me
avergüenzo de imitar, a los que desprecio, a los que condeno, a los que aborrezco? Si alguien
quisiera ahora imitar sus ejemplos, no escaparía al severo castigo de las leyes de ustedes. ¿Cómo,
pues, puede ser que adoren en los dioses lo que castigarían en los hombres?".
Marciano: "Muy frecuentemente los cristianos vomitan mil injurias contra nuestros dioses. Por
eso te ordeno que vengas conmigo al templo de Júpiter y Juno, celebremos juntos un grato
banquete y rindamos a las divinidades el culto que se les debe".
Acacio: "¿Cómo puedo yo sacrificar aquí a alguien que, como todos saben, está sepultado en
Creta? ¿Acaso, resucitó de entre los muertos?".

O la bolsa o la vida
Marciano: "O sacrificas o mueres".
Acacio: "Tu amenaza se asemeja á la que dirigen los bandoleros de Dalmacia, maestros en el arte
de robar. Se apostan en los desfiladeros y lugares escondidos y están al acecho de los viandantes.
Apenas aparece un pobre viajero, lo conminan con este dilema: 'O la bolsa o la vida'. Allí no
admiten razones. La única razón es la fuerza del que intimida.
Tu ultimátum es similar, ya que me mandas cumplir una acción injusta o me amenazas con la
muerte. Nada me asusta, nada temo. Las leyes castigan al libertino, al adúltero, al ladrón, al
corruptor sexual, al malhechor y al homicida. Si fuera reo de estos crímenes, yo mismo me
condenaría, sin aguardar tu sentencia. En cambio, si fuera condenado al suplicio por adorar al Dios
verdadero, no sería condenado por la ley, sino por la arbitrariedad del juez".
Uno de nuestros profetas clama sin cesar: No hay quien busque a Dios; todos se han extraviado,
todos a una se han vuelto inútiles (Sal 52, 3-4). No tienes excusas, pues está escrito: Como uno
juzga, será juzgado. Y otra vez: Como juzgas, serás juzgado; y como obras, así obrarán contigo
(Mt 7, 2; y Lc 6, 37).
Marciano: "A mí no se me manda juzgar, sino obligar. Si desprecias mi intimidación, puedes estar
seguro del castigo".
Acacio: "También a mí se me ha mandado no negar jamás a mi Dios. Si tú obedeces a un hombre
frágil y de carne, que muy pronto abandonará este mundo y, como se sabe, será pasto de los
gusanos, ¡con cuánta mayor razón he de obedecer yo a un Dios potentísimo, cuyo poder consolidó
todo lo que existe! Él dijo: Si uno me niega delante de los hombres, yo también lo negaré delante
de mi Padre celestial, cuando venga en mi gloria y poder a juzgar a los vivos y a los muertos (Mt
10, 33)".

Guiarse por la voluntad de Dios


Marciano: "Justamente lo que tanto deseaba saber, lo acabas de confesar ahora: el error capital de
las creencias y de la ley de ustedes. Según dices, ¿tiene Dios un hijo?".
Acacio: "Lo tiene".
Marciano: "¿Y quién es ese hijo de Dios?".
Acacio: "El Verbo de gracia y de verdad".
Marciano: "¿Es ése su nombre?".
Acacio: "No me habías preguntado por el nombre, sino por el poder del Hijo.
Marciano: "Dime su nombre".
Acacio: "Su nombre es Jesucristo".
Marciano: "¿Qué diosa lo concibió?".
Acacio: "Dios no engendró a su Hijo al modo humano con una mujer, sería absurdo afirmar que la
majestad divina pudiera tener contacto con una doncella. Dios, cuando con su mano derecha formó
a Adán, compuso con el barro los miembros de aquel primer hombre y, después de haber
completado toda la figura, le infundió alma y aliento; pero el segundo Adán, el Hijo de Dios, el
Verbo de la verdad, procedió del corazón de Dios. Por eso está escrito: Mi corazón produjo una
palabra santa (Sal 44, 1)".
Marciano: "¿Luego Dios tiene cuerpo?".
Acacio: "El sólo lo sabe. Nosotros no conocemos la forma invisible, sino que veneramos su virtud
y poder".
Marciano: "Si no tiene cuerpo, no conocerá ni el corazón ni los sentidos, dado que los sentidos no
se manifiestan sin miembros".
Acacio: "La sabiduría no nace en esos miembros, sino que es don de Dios. ¿Qué tiene que ver el
cuerpo con el sentido?".
Marciano: "Mira a los frigios, hombres de religión antigua. Ellos abandonaron su religión, se
convirtieron a mis dioses y les ofrecen sacrificios junto con nosotros. Apresúrate a imitarlos.
Reúne a todos los cristianos de la ley católica y con ellos abraza la religión de nuestro emperador.
Trae contigo a todo el pueblo que está bajo tu jurisdicción".
Acacio: "Todos ellos no se rigen por mi voluntad, sino por los mandamientos de Dios. Me
escucharán si les enseño cosas justas; pero si les enseño cosas malas y nocivas, me despreciarían".

Sonrisas y ascensos en el palacio imperial


Marciano: "Entrégame los nombres de todos los cristianos".
Acacio: "Sus nombres están escritos en las páginas divinas del libro del cielo. ¿Cómo pueden ver
ojos mortales lo que registró el poder inmortal e invisible de Dios?".
Marciano: "¿Dónde están los otros magos, compañeros de tu arte y maestros de este artificioso
embuste?".
Acacio: "Todo lo que tenemos, lo recibimos de Dios, y aborrecemos toda secta de arte mágica".
Marciano: "Ustedes son magos, porque han introducido no sé qué nueva modalidad religiosa".
Acacio: "Nosotros despreciamos a esos dioses que ustedes antes fabrican y luego veneran. Sin
duda, si al artista le faltara el mármol o el mármol no encontrara artista, ustedes se quedarían sin
dioses. En cambio, nosotros no veneramos a aquel a quien hemos fabricado, sino a aquel que nos
formó. El nos creó como señor, nos amó como padre y como buen defensor nos libró de la muerte
eterna.
Marciano: "Dame los nombres o serás condenado".
Acacio: "Estoy ante tu tribunal y me preguntas nombres. ¿Esperas vencer a muchos cuando yo solo
te estoy derrotando? Si gustas saber mi nombre propio, me llamo Acacio; si quieres saber aún más,
mi sobrenombre es Agatángel. Te puedo dar otros dos nombres: Pisan, obispo de Troya, y
Menandro, presbítero. Ahora haz lo que te plazca".
Marciano: Irás a la cárcel hasta que el emperador conozca las actas del proceso y, luego, según su
voluntad decida lo que haya que hacer contigo.
El emperador Decio leyó el informe completo; admiró Las agudas respuestas de la disputa y no
pudo contener una sonrisa. Sin pérdida de tiempo, premió a Marciano con el gobierno de Panfilia.
Con respecto a Acacio, expresó su sincera admiración por él, le tuvo en gran estima y le concedió
la libertad.
Todo esto tuvo lugar durante el consulado de Marciano, bajo el emperador Decio, cuatro días antes
de las calendas de abril (29 de marzo).

Martirio de san Máximo


(en Éfeso, año 250)
Máximo, hombre del pueblo, mientras atendía su pequeño negocio, anhelaba el martirio. Su
entrega espontánea es admirable, pero no aconsejable como camino ordinario.
El emperador Decio, queriendo oprimir y vencer la religión cristiana, promulgó edictos, en los que
intimaba a todos los cristianos a renunciar al Dios vivo y verdadero y a sacrificar a los demonios.
Los que se negaran, serían sometidos a los tormentos.
Por aquel tiempo, Máximo, siervo de Dios y varón santo, se declaró espontáneamente cristiano.
Máximo era un hombre del pueblo y atendía su pequeño negocio. Fue, pues, detenido y presentado
ante el procónsul Óptimo, en Asia.
El procónsul le preguntó: "¿Cómo te llamas?".
-Máximo.
-¿De qué condición eres?
-Libre de nacimiento, pero esclavo de Cristo.
-¿Qué oficio ejerces?
-Soy un hombre del pueblo y vivo de mi negocio.
-¿Eres cristiano?
-Aunque pecador, soy cristiano.
-¿No conoces los decretos de nuestros invictísimos príncipes, que acaban de ser promulgados?
-¿Cuáles?
-Los decretos que ordenan que todos los cristianos abandonen su vana superstición, reconozcan al
verdadero príncipe al que todo está sujeto y adoren a los dioses de éste.
-Si, conozco el injusto decreto pronunciado por el emperador de este mundo, y por esto
públicamente me he manifestado cristiano.
-Sacrifica, pues, a los dioses.
-Yo no sacrifico sino al solo Dios, al que he sacrificado desde mi primera edad y me alegro de ello.
-Sacrifica para salvarte; si lo rehúsas, te haré morir en medio de los suplicios.
-Desde siempre lo he deseado. Me he manifestado cristiano, precisamente para salir de esta vida
miserable y temporal y alcanzar la vida eterna.
Entonces el procónsul ordenó que se lo azotara con varas. Mientras se lo azotaba, le decía:
"Sacrifica, Máximo, para liberarte de estos suplicios".
Máximo respondió: "Estas torturas que se sufren por el nombre de nuestro Señor Jesucristo, no son
torturas, sino unciones. Si me apartara de los mandamientos de mi Señor, que conozco por su
evangelio, entonces sí que me esperarían tormentos verdaderos y eternos".
Entonces el procónsul mandó que se le colgara del potro. Mientras se lo torturaba, le decía: "Toma
conciencia, miserable, de tu necedad y sacrifica para salvar tu vida".
Máximo respondió: "Sí, salvaré mi vida si no sacrifico; pero, si sacrificara, la perdería. Ni las
varas, ni los garfios, ni el fuego me producen dolor alguno. Permanece en mí la gracia de Cristo
que me salvará para siempre, por las oraciones de todos los santos. Ellos, luchando en este género
de combate, vencieron todos vuestros furores y nos dejaron ejemplos de valor".
Entonces el procónsul dictó sentencia contra él, diciendo: "Ya que Máximo rehusó obedecer las
sagradas leyes que ordenaban sacrificar a la gran diosa Diana, la divina clemencia mandó que sea
apedreado, para temible escarmiento de los demás cristianos".
Así el atleta de Cristo fue arrebatado por los ministros del diablo, mientras daba gracias a Dios
Padre por Jesucristo, Hijo suyo que le juzgó digno de luchar contra el diablo y de vencerlo. Fue
llevado fuera de las murallas y apedreado y así rindió su espíritu.
Máximo, siervo de Dios, padeció en la provincia de Asia, el segundo día de los idus de mayo (14
de mayo), bajo el emperador Decio y el procónsul Óptimo, y bajo el reinado de nuestro Señor
Jesucristo, a quien es la gloria por los siglos de los siglos. Amén.

Martirio de los santos Carpo, Papilo y Agatonice


(en Pérgamo, hacia el año 250)
Maravilloso es este relato, fundado en los protocolos judiciales. La peculiar originalidad, la
sencillez de la expresión, tan viva y conmovedora, y la concisión de la descripción garantizan el
más alto grado posible de fidelidad histórica (Hugo Rahner). Lamentablemente el texto parece
alterado por lagunas, ya que falta el acta del juicio y condena de Agatonice. Por eso algunos
autores pretenden suplir el acta con aportes de las actas anteriores.

Como es su amor, así es el hombre


Morando el procónsul en Pérgamo, fueron llevados a su tribunal los bienaventurados Carpo y
Papilo, mártires de Cristo. El procónsul tomó asiento y preguntó: "¿Cómo te llamas?".
El bienaventurado contestó: "Mi primero y principal nombre es cristiano; pero si me preguntas el
nombre en el mundo, me llamo Carpo".
El procónsul dijo: "Sin duda, ustedes conocen los decretos de los augustos que les obligan a adorar
a los dioses, dueños del universo. Por eso les aconsejo que se acerquen a los altares y sacrifiquen".
Carpo dijo: "Soy cristiano. Adoro a Cristo, el Hijo de Dios, que no hace mucho tiempo, vino a la
tierra para salvarnos y arrebatarnos de los extravíos del diablo. Por eso no ofreceré sacrificios a
tales ídolos. Haz conmigo lo que quieras. A mí me es imposible sacrificar a estas sacrílegas
apariencias de los demonios, ya que los que a ellos sacrifican, se hacen semejantes a ellos. Como
los verdaderos adoradores, los que adoran a Dios en espíritu y verdad, según nos lo recuerda
divinamente el Señor, se asemejan a la gloria de Dios, se hacen con él inmortales, y participan de la
vida eterna por obra del Verbo; así los que rinden culto a estos ídolos, se hacen semejantes a la
vanidad de los demonios y con ellos perecen en el infierno. Es, pues, justa sentencia que con el
diablo que extravió al hombre, principal criatura de Dios, y por su propia maldad envidió" (Existe
una laguna en el texto original).

Los vivos no ofrecen sacrificios a los muertos


El procónsul, irritado: Sacrifica a los dioses y no digas disparates.
Carpo, sonriendo: ¡Mueran los dioses que no han hecho ni el cielo ni la tierra!
El procónsul: Es necesario que sacrifiques, porque así lo ordena el emperador.
Carpo: Los vivos no sacrifican a los muertos.
El procónsul: ¿Te parece que los dioses están muertos?
Carpo: ¿Quieres escucharme? Esos dioses no fueron ni hombres que vivieran un tiempo para
poder morir. ¿Quieres saber cómo esto es verdad? Quítales el honor que tú, aparentemente, les
tributas y conocerás que no son nada. Son materia terrena que con el tiempo se corrompe. En
cambio, nuestro Dios, que es intemporal y hacedor de los tiempos, permanece incorruptible y
eterno, siempre él mismo, sin sufrir aumento ni mengua, mientras los ídolos son fabricados por los
hombres y, como dije, se destruyen con el tiempo, Ahora bien, si emiten oráculos y engañan a los
hombres, no te asombres. El diablo, que desde el principio cayó de su propio orden, por maldad
que le es familiar, procura anular el amor que Dios tiene al hombre y, apremiado por los santos, se
declara su adversario, les prepara guerras y anticipadamente anuncia lo que quiere a los suyos. De
manera semejante, como es más viejo de días que nosotros, por lo que nos conjetura lo que nos ha
de pasar y lo anuncia: justamente los males que él ha de perpetrar. Pues bien, por sentencia de Dios
puede conocer la maldad, y por permisión de Dios tienta a los hombres, buscando apartarlos de la
religión. Créeme, pues, oh procónsul, que ustedes están en una no pequeña vanidad.
El procónsul: Dijiste muchas tonterías y terminaste maldiciendo a los dioses y a los augustos. Para
que la cosa no siga adelante, ¿sacrificas o qué dices?
Carpo: Imposible que yo sacrifique. Jamás sacrifiqué a ídolos.
Inmediatamente, lo hizo suspender del potro y desgarrar con garfios. Mientras lo torturaban, él
gritaba: "Soy cristiano". Lo desgarraron por tanto tiempo que desfalleció y ya no pudo hablar.

Lo más bello y lo más grande


El procónsul dejó a Carpo y, dirigiéndose a Papilo, le preguntó: "¿Formas parte del Consejo de la
ciudad?".
Papilo: Soy un simple ciudadano.
El procónsul: ¿De qué ciudad?
Papilo: De Tiatira.
El procónsul: ¿Tienes hijos?
Papilo: Sí, muchos, gracias a Dios.
Uno del pueblo gritó: "El declara tener hijos en el sentido de la fe de los cristianos".
El procónsul: ¿Por qué mientes diciendo que tienes hijos?
Papilo: ¿Quieres comprobar que no miento, sino que digo la verdad? En toda la provincia y en
toda la ciudad tengo hijos según Dios.
El procónsul: ¿Sacrificas o qué dices?
Papilo: Desde mi juventud sirvo a Dios y jamás ofrecí sacrificios a los ídolos. Soy cristiano. Y
nada más escucharás de mi boca, porque tampoco es posible decir nada más grande ni más bello.
También a éste lo hizo suspender del potro, donde fue desgarrado por tres parejas de verdugos que
se alternaron. No se dejó escapar ni una queja y, como valiente atleta, soportó la rabia del enemigo.
El procónsul, al ver la constancia extraordinaria de los mártires, los condenó a ser quemados vivos.
Bajando del potro, ambos caminaban presurosos hacia el anfiteatro, deseosos de verse cuanto antes
libres del mundo, Clavaron primero a Papilo en el poste, lo levantaron en alto y encendieron la
hoguera, en la que el mártir, tranquilamente recogido en oración, entregó su espíritu.

Sonrisa divina
A continuación, Carpo fue clavado en el poste. Los espectadores más próximos lo vieron sonreír y,
sorprendidos, le preguntaron: "¿Qué te pasa, que ríes?".
El bienaventurado contestó: "He visto la gloria del Señor y me regocijé. También porque me voy a
ver libre de ustedes y no tendré parte en sus maldades".
Un soldado amontonaba haces de leña. Cuando les prendió fuego, el santo desde lo alto del
patíbulo dijo: "También nosotros somos hijos de la misma madre y tenemos la misma carne; pero
todo lo soportamos, con la mirada fija en el tribunal de la verdad".
Mientras decía esto, aplicaron el fuego. Y él se puso a orar: "Bendito seas, Señor Jesucristo, Hijo
de Dios, por haberme juzgado digno a mí también, pecador, de tener parte en tus sufrimientos".
Al decir esto, entregó su alma.

El llamado del martirio


Estaba presente una mujer, de nombre Agatonice. Ella también vio la gloria del Señor que Carpo
declaraba haber contemplado. Comprendió que era un llamado del cielo y al instante exclamó:
"Este banquete está preparado también para mí. Tengo que tomar parte y comer de este banquete
glorioso".
El pueblo le gritaba: "Ten lástima de tu hijo".
La bienaventurada Agatonice contestó: "Mi hijo tiene a Dios. Como Dios vela por todos, así tendrá
compasión de él. Yo, ¿para qué me quedo aquí?".
Se despojó de su manto y, henchida de júbilo, se fue a clavar en el poste.
Los espectadores, en lágrimas, protestaban: "¡Qué sentencia inicua y qué decretos injustos!".
Levantada ya en el poste y alcanzada por el fuego, Agatonice gritó por tres veces: "¡Señor, Señor,
Señor, ayúdame, porque en ti me refugio!".
De esta manera entregó su espíritu y consumó el martirio con los santos.
Los cristianos recogieron en secreto las reliquias de todos y las guardaron para gloria de Cristo y
alabanza de sus mártires. A él deben la gloria y el poder, junto con el Padre y el Espíritu Santo,
ahora y siempre y por los siglos de los siglos. Amén.

Martirio de santa Apolonia y otros


(en Alejandría de Egipto, hacia el año 250)
Este relato es de valor excepcional, ya que los hechos se desarrollan en Alejandría de Egipto y el
relator es el mismo obispo del lugar, san Dionisio, en una carta a Fabio, obispo de Antioquía.

Salvación a contrapelo
Yo y los que nos acompañaban caímos hacia la puesta del sol en poder de los soldados y fuimos
conducidos a Taposiris (Abusir). La divina providencia quiso que Timoteo, afortunadamente, no
estuviera en casa, y no fue prendido. Al llegar, la encontró vacía, custodiada por oficiales del
prefecto, y se enteró de que se nos había capturado.
¿Y quién dirá los planes maravillosos de la divina dispensación? Pues quiero decir la pura verdad.
Timoteo, al huir lleno de turbación, se topó con un campesino que le preguntó la causa de aquella
precipitación, y él le dijo la verdad. El campesino, que se dirigía a celebrar un banquete de bodas,
fue y se lo contó a todos los comensales. Estos, por impulso unánime y como a señal convenida, se
levantaron todos y, lanzándose a carrera tendida, llegaron en seguida y se echaron sobre nosotros
entre alaridos.
Los soldados de nuestra escolta se dieron a la fuga sin más averiguar, y nuestros asaltantes se nos
pusieron delante, tal como estábamos, tendidos sobre nuestros petates.
Por mi parte -Dios me es testigo- creí de pronto que se trataba de una tropa de bandidos que venían
a robarnos y a saquearnos y, desnudo sobre mi camastro, sin más ropa encima que una camisa de
lino, les iba a tender los demás vestidos que tenía allí al lado. Pero ellos dieron órdenes de que
inmediatamente nos levantáramos y emprendiéramos a toda prisa la marcha.
Entonces caí en la cuenta del porqué de su venida, y empecé a dar gritos, rogándoles y
suplicándoles que se fueran y nos dejaran en paz; o, si querían hacernos un favor, yo les pedía que
fueran en busca de nuestros guardias y les llevaran mi propia cabeza cortada por sus manos.
Mientras yo decía todo esto a gritos, ellos me levantaron a viva fuerza. Yo me arrojé al suelo boca
arriba, y ellos, tomándome de pies y manos, me sacaron a rastras. Me acompañaban en aquel
momento Cayo, Fausto, Pedro y Pablo, a los que pongo por testigos de todo y los que me sacaron a
escondidas de aquel pueblito y, montándome sobre un asno a pelo, me pusieron a salvo.

Fechorías y crímenes
La persecución entre nosotros no comenzó por el edicto imperial, sino que se le adelantó un año
entero.
Un adivino y hacedor de maldades de esta ciudad tomó la delantera, azuzando contra nosotros a las
turbas paganas y encendiendo su ingénita superstición. Excitados por él y con las riendas sueltas
para cometer toda clase de atrocidades, no hallaban otra manera de mostrar su piedad para con sus
dioses sino asesinándonos a nosotros.
El primero, al que arrebataron, fue un viejo de nombre Metras, a quien a todo trance quisieron
obligar a blasfemar. Al no lograrlo, le molieron a palos todo el cuerpo, y atravesaron su cara y sus
ojos con cañas puntiagudas hasta que, arrastrándole al arrabal, allí le apedrearon.
Después, prendieron a una mujer cristiana de nombre Quinta, la llevaron ante el altar del ídolo y
trataban de forzarla a que lo adorara. Como ella se negaba y abominaba de aquel simulacro, la
ataron por los pies y la arrastraron por toda la ciudad por entre áspero empedrado, chocando con
enormes piedras, a la par que la azotaban. Por fin, dando la vuelta al mismo sitio, allí la
apedrearon.
Después de estas hazañas, toda aquella chusma, en tropel cerrado, se lanzó sobre las casas de los
cristianos, e invadiendo las que cada uno conocía como vecinas, allí se entregaban a la destrucción,
al saqueo y al pillaje. Ponían aparte para sí los objetos y enseres más preciosos y lanzaban a la callé
los más viles y fabricados de madera, para prenderles fuego. Aquello ofrecía el espectáculo de una
ciudad tomada al asalto por el enemigo.
Los hermanos lograron escapar y retirarse a escondidas, y aceptaron con gozo la rapiña de sus
bienes, de modo semejante a aquellos de los que habla la Carta a los Hebreos (10, 34). Y no tengo
noticias de qué nadie, si no fue tal vez uno, caído en sus manos, renegara del Señor en aquella
ocasión.

Sañas y mas sañas


Prendieron a la admirable virgen, anciana ya, Apolonia, a la que le rompieron a golpes todos los
dientes y le destrozaron las mejillas.
Encendieron una hoguera a la entrada de la ciudad y la amenazaron con abrasarla viva, si no
repetía a coro con ellos las impías blasfemias lanzadas a gritos. Ella rogó humildemente que le
dieran un breve espacio de tiempo. Apenas se vio suelta, saltó precipitadamente sobre el fuego y
quedó totalmente abrasada.
Serapión fue sorprendido en su casa. Después de someterle a duros tormentos y descoyuntarle
todos los miembros, lo arrojaron de cabeza del piso superior a la calle.
No había camino, ni calle, ni sendero por donde nos fuera posible dar un paso, sin que se oyeran los
gritos amenazadores de la muchedumbre, que, quien no blasfemare, sería arrastrado y quemado
vivo. Este estado de violencia duró mucho tiempo hasta que, sucediendo a la revuelta la sedición y
guerra civil, aquellos desgraciados volvieron contra sí mismos la crueldad que habían usado contra
nosotros. Entonces respiramos por un momento, con la tregua que se impusieron a su furor contra
nosotros.

Pánico y desbande
Súbitamente tuvimos conocimiento del cambio sufrido por aquel imperio, antes tan benévolo a
nosotros; y el pánico de las amenazas que se cernían sobre nosotros, cundió por todas partes.
Se promulgó el edicto, casi tan terrible como el profetizado por nuestro Señor, tal que los mismos
elegidos, de ser posible, iban a sufrir escándalo. Lo cierto es que todos quedaron aterrados. De
entre las gentes de más lustre, unos se presentaron inmediatamente, muertos de miedo; los que
desempeñaban cargos públicos, se veían arrastrados por sus mismas funciones; otros, en fin, eran
forzados por sus familiares.
Nominalmente llamados, se acercaban a los impuros y sacrílegos sacrificios: unos, pálidos y
temblando, como si no fueran a sacrificar, sino a ser ellos mismos las víctimas sacrificadas e
inmoladas a los ídolos. La numerosa chusma pagana que rodeaba los altares se burlaba de ellos,
pues daban muestras de ser cobardes para todo: para morir por su fe y para sacrificar contra ella.
Otros, en cambio, pocos en número, corrían más decididos a los altares, protestando que ni
entonces ni antes habían sido cristianos. Sobre ellos pesa la predicción, bien verdadera, del Señor,
de que difícilmente se salvarán. De los demás, unos siguieron a un grupo de éstos, otros a otro, y el
resto huyó. De los que fueron prendidos, unos resistieron hasta las cadenas y la cárcel, en las que se
mantuvieron muchos días; pero luego, aun antes de presentarse ante el tribunal, abjuraron la fe;
otros, tras soportar hasta cierta medida los tormentos, por fin también apostataron.

Columnas del Señor y testigos del reino


Hubo hombres firmes como bienaventuradas columnas del Señor, fortalecidos por él y dando
pruebas de una fortaleza y constancia cual decía y convenía a la robusta fe" que los animaba. Ellos
se convirtieron en testigos admirables de su reino.
De entre estos el primero fue Juliano, enfermo de gota, incapaz de tenerse en pie ni de andar, que
fue llevado ante el tribunal a hombros de otros dos cristianos. Uno de estos renegó de su fe sin más
tardar. Pero el otro, de nombre Cronión y de sobrenombre Eunous o Inteligente, y el mismo viejo
Juliano confesaron al Señor. Después de haber sido paseados por toda la gran ciudad en camellos,
mientras eran azotados sobre las mismas bestias, por fin rodeados por todo el pueblo, fueron
quemados con cal viva.
Mientras los llevaban al suplicio, un soldado de nombre Besas que los acompañaba, se enfrentó
con la chusma que los insultaba. Todos gritaron contra él, lo condujeron ante el tribunal y, tras
cubrirse de gloria en esta gran guerra por la religión, le cortaron la cabeza al valerosísimo
combatiente de Dios.
Otro, libio de nación y de nombre Macario (=Bendito), fue instado largamente por el juez para que
renegara de la fe; pero, al rehusarse hasta el fin, fue quemado Vivo. También Epímaco y
Alejandro, después de haber pasado largo tiempo en la cárcel y haber soportado infinitos
tormentos de garfios y azotes, fueron enterrados en cal viva.
Con ellos murieron cuatro mujeres. A Ammonaria, santa virgen, la mandó atormentar el juez muy
a porfía, ya que ella había declarado que no pronunciaría palabra que él le mandase. Como hizo
verdadero su dicho, fue conducida al suplicio. Las demás: la muy venerable anciana Mercuria y
Dionisia, madre de muchos hijos a los que, sin embargo, no amó por encima del Señor -por sentir
el juez vergüenza de seguir atormentando sin objeto alguno y ser vencido por mujeres- murieron a
filo de espada, sin pasar por los tormentos, pues los había sufrido por todas su abanderada
Ammonaria.
También fueron entregados al prefecto, Herón, Ater e Isidoro, egipcios y, con ellos, un muchacho
de quince años, de nombre Dióscoro. Antes que a nadie, el juez trató de seducir con palabra a
Dióscoro, por suponerlo fácilmente seducible; y, luego, lo sometió a los tormentos, creyendo que
cedería fácilmente a ellos; pero Dióscoro ni se dejó persuadir por razones ni se rindió a los
tormentos. A los otros, después de desgarrarlos ferocísimamente, como se mostraron firmes en la
fe, los mandó quemar vivos. A Dióscoro, en cambio, que se había públicamente cubierto de gloria
y había respondido con la mayor cordura a las preguntas del interrogatorio, lo puso en libertad,
lleno de admiración, alegando que le daba un plazo de tiempo para cambiar su modo de pensar. Al
presente, el piadosísimo Dióscoro está con nosotros, reservado para más largo combate y más alto
premio.
Nemesión, también egipcio, fue calumniosamente delatado de formar parte de una banda de
salteadores. La calumnia era absurdísima y por eso el tribuno lo absolvió. Luego, fue denunciado
como cristiano y llevado entre cadenas a presencia del prefecto. Este, con iniquidad extrema, lo
sometió a dobles tormentos y azotes, más que a los bandoleros, y, por fin, lo mandó quemar vivo
con éstos, después de honrar al bienaventurado con castigo semejante al de Cristo.
¡Valientes los soldados!
Todo un destacamento de soldados formado por Ammón, Zenón, Tolomeo, Ingenes y el viejo
Teófilo, se hallaba ante el tribunal. Se estaba viendo la causa de un cristiano, el cual estaba a punto
de renegar de su fe.
Estos soldados, que rodeaban el tribunal, empezaron a rechinar los dientes, hacían señas con él
rostro, levantaban la mano y gesticulaban con todo el cuerpo. Muy pronto llamaron la atención de
todos los asistentes al juicio. Pero ellos, antes de que alguno por otro motivo les echara mano, se
adelantaron a subir corriendo al estrado, proclamándose cristianos.
Los jueces y los asesores temblaron de miedo. Allí se dio el caso de mostrarse los reos
animosísimos para los tormentos que habían de sufrir y cobardes los jueces que habían de
pronunciar sentencia. Los soldados salieron en triunfo del tribunal, jubilosos por haber dado
testimonio de su fe; y era así que Dios triunfaba gloriosamente en ellos.

Sangre de mártires, semilla de cristianos


Muchísimos otros, por ciudades y aldeas, fueron hechos pedazos por los paganos. Haré mención
de un solo caso, como ejemplo.
Isquirión administraba a sueldo los bienes de un magistrado, que le dio orden de sacrificar. Ante la
negativa del criado, el amo lo injurió. El criado persistió en su actitud y el amo se propasó en malos
tratos. Como todo lo soportaba Isquirión, el amo tomó un enorme palo con el que atravesó los
intestinos y las entrañas del criado y así le quitó la vida.
¿A qué hablar de la muchedumbre de los que, errantes por montes y despoblados, perecieron de
hambre y sed, de frío y enfermedades, o cayeron en poder de los salteadores o fueron pastos de las
fieras? Los sobrevivientes son testigos de la elección y victoria de los demás. Como ilustración de
muchos otros, quiero referir un solo caso.
Queremón, que había llegado a una edad muy provecta, era obispo de la ciudad llamada Nilópolis.
Habiendo huido, junto con su mujer, a la montaña de Arabia, no volvió más; y, por más
indagaciones que practicaron los hermanos, no pudieron dar con ellos ni con sus cadáveres.
Muchos fueron también los que en esa misma montaña de Arabia fueron hechos esclavos por los
bárbaros sarracenos. Algunos de ellos, con grandes dificultades y a precio de oro, fueron
rescatados; otros, todavía no.
Todos estos sucesos, hermano, te he referido para que conozcas cuántas y cuán graves calamidades
nos sobrevinieron. Y los que más sufrieron, podrían contarlas mayores.
Los bienaventurados mártires habidos entre nosotros, que ahora son asesores de Cristo y partícipes
de su reino y de su poder de juicio y con él pronuncian sentencia, recibieron a algunos de los
hermanos caídos, culpables de haber sacrificado los dioses. Viendo su conversión y penitencia y
juzgando que podía ser aceptada por aquel que no quiere absolutamente la muerte del pecador,
sino su conversión, los admitieron en su compañía, los congregaron y recomendaron y
consintieron que participaran de sus oraciones y comidas.

Martirio de los santos Luciano y Marciano


(en Nicomedia, año 250 ó 251)
Estamos frente a un caso de excepción. La historia de su conversión parece inventada. Los dos
eran hechiceros y los dos se enamoraron de una doncella consagrada a Dios. Querían
conquistarla con sus artes mágicas. Al no lograrlo, se dijeron: "Ya que Jesucristo el crucificado es
por demás poderoso y vence a los demonios y a nuestras artes mágicas, debemos convertirnos a él
y honrarlo, porque así ganaremos mucho más ". Una vez convertidos, comenzaron a predicara los
demás, a los que convencían con esta sólida razón personal: "Créannos, hermanos. Sino
conociéramos que esto es lo mejor, jamás nos habríamos convertido a él. Conviértanse también
ustedes, para que puedan salvarse "(Sacado del prólogo, que precede a las Actas).

De perseguidores a apóstoles
El procónsul Sabino preguntó a Luciano: "¿Cómo te llamas?".
-Luciano.
-¿De qué condición eres?
-Tiempo atrás fui perseguidor de la ley sagrada; ahora, aunque indigno, soy predicador de ella.
-¿Qué oficio desempeñas para ser predicador?
-Todo hombre tiene poder de sacar a su hermano del error. Así adquiere para sí gracia y a él lo libra
de los lazos diabólicos.
El procónsul preguntó a Marciano: ¿Cómo te llamas?
-Marciano.
-¿De qué condición eres?
-Soy libre y adorador de los misterios de Dios.
Procónsul: ¿Quién los persuadió a ustedes a abandonar a los venerandos y verdaderos dioses, de
los que han obtenido muchos beneficios y por los que gozaban de tanto favor en medio del pueblo,
y a pasarse a un hombre muerto y crucificado, que no pudo salvarse a sí mismo?
Marciano: Todo es obra de aquel que por su gracia hizo de Pablo, perseguidor de la Iglesia, un
predicador de Jesucristo.
Procónsul; Miren por ustedes y vuelcan a lo pasado, para ganar los favores de nuestros
venerandos, dioses y de nuestros invictísimos príncipes; y así lograrán salvar la vida.
Marciano; Hablas como hablaría un necio. Por nuestra parte, jamás daremos bastantes gracias a
Dios, que se dignó sacarnos de las tinieblas y sombras de muerte y traernos a esta gloria.
Procónsul: ¿Cómo los defiende, cuando ahora los ha entregado a mis manos? ¿Por qué no está
aquí presente, para librarlos de la muerte? Además, sé muy bien que cuando ustedes tenían su buen
sentido, han prestado grandes beneficios a mucha gente.
Marciano: Los cristianos consideramos una gloria perder esta que tú tienes por vida, para alcanzar,
perseverando hasta el fin, la vida verdadera y eterna. Además, deseamos que Dios te conceda esta
gracia y esta luz, para que conozcas su naturaleza, su grandeza y su generosidad en favor de los que
creen en él.
Procónsul: Los beneficios que les hace son muy patentes, ya que ahora, como les dije, los ha
entregado a mis manos.
Luciano: También nosotros te hemos dicho que es gloria de los cristianos y promesa del Señor
que, quien fielmente lucha con el diablo y desprecia las amenazas del mundo y las cosas caducas
del momento, alcanzará la vida eterna que está por venir.
Procónsul: Todo lo que dicen, son cuentos de viejas. Háganme caso y sacrifiquen a los dioses.
Cumplan los edictos imperiales y no provoquen mi furor. Diversamente, los voy a someter a
nuevos y refinados tormentos.
Marciano: Estamos dispuestos a soportar todos los tormentos que quieran antes que negar al Dios
vivo y verdadero y ser arrojados a las tinieblas exteriores y al fuego inextinguible, que preparó
Dios para el diablo y sus ministros.
Entonces el procónsul Sabino, viendo su constancia, pronunció contra ellos esta sentencia: "Visto
que Luciano y Marciano, transgresores de nuestras divinas leyes, se pasaron a la vanísima ley de
los cristianos; y, exhortados y apercibidos por nosotros para que cumplieran las órdenes de
nuestros invictísimos príncipes y sacrificaran y así se salvaran, rechazaron con desprecio nuestras
intimaciones, mando que sean entregados a las llamas".
Conducidos al lugar del suplicio, a una voz dieron gracias a Dios, diciendo: "Insuficientemente,
Señor Jesucristo, te alabamos, porque a nosotros, miserables e indignos, nos arrancaste de los
errores del paganismo, y a causa de tu nombre te dignaste traernos a esta pasión suprema y augusta
y hacernos partícipes de la gloria de todos tus santos. ¡A ti la alabanza, a ti la gloria! A ti también
encomendamos nuestra alma y nuestro espíritu".
Al terminar la oración, los verdugos prendieron inmediatamente fuego a la hoguera. Y así los
venerables mártires terminaron su combate y merecieron participar de la pasión del Señor.
Los beatísimos mártires Luciano y Marciano fueron martirizados siete días antes de las calendas
de noviembre (25 de octubre), bajo el emperador Decio y el procónsul Sabino, y bajo el reinado de
nuestro Señor Jesucristo, a quien sean el honor y la gloria, la fuerza y el poder, por los siglos de los
siglos. Amén.

Martirio de San Cipriano


(En Cartago; destierro, año 257; muerte, año 258)
Siendo el emperador Valeriano por cuarta vez cónsul y por tercera Galieno, tres días antes de
las calendas de septiembre (el 30 de agosto), en Cartago, dentro de su despacho, el procónsul
Paterno dijo al obispo Cipriano:
—Los sacratísimos emperadores Valeriano y Galieno se han dignado mandarme letras por las
que han ordenado que quienes no practican el culto de la religión romana deben reconocer los
ritos romanos. Por eso te he mandado llamar nominalmente. ¿Qué me respondes?
El obispo Cipriano dijo:
—Yo soy cristiano y obispo, y no conozco otros dioses sino al solo y verdadero Dios, que hizo
el cielo y la tierra y cuanto en ellos se contiene. A este Dios servimos nosotros los cristianos; a
éste dirigimos día y noche nuestras súplicas por nosotros mismos, por todos los hombres y,
señaladamente, por la salud de los mismos emperadores.
El procónsul Paterno dijo:
Luego ¿perseveras en esa voluntad?
El obispo Cipriano contestó:
Una voluntad buena que conoce a Dios, no puede cambiarse.
EL PROCÓNSUL.— ¿Podrás, pues, marchar desterrado a la ciudad de Curubis, conforme al
mandato de Valeriano y Galieno?
CIPRIANO.— Marcharé.
EL PROCÓNSUL.— Los emperadores no se han dignado sólo escribirme acerca de los
obispos, sino también sobre los presbíteros. Quiero, pues saber de ti quiénes son los presbíteros
que residen en esta ciudad.
CIPRIANO.—Con buen acuerdo y en común utilidad habéis prohibido en vuestras leyes la
delación; por lo tanto, yo no puedo descubrirlos ni delatarlos. Sin embargo, cada uno estará en
su propia ciudad.
PATERNO.— Yo los busco hoy en esta ciudad.
CIPRIANO.— Como nuestra disciplina prohíbe presentarse espontáneamente y ello desagrada
a tu misma ordenación, ni aun ellos pueden presentarse; mas por ti buscados, serán
descubiertos.
PATERNO.— Sí, yo los descubriré.
Y añadió: — Han mandado también los emperadores que no se tengan en ninguna parte
reuniones ni entre nadie en los cementerios. Ahora, si alguno no observare este tan saludable
mandato, sufrirá pena capital.
CIPRIANO.— Haz lo que se te ha mandado.
Entonces el procónsul Paterno mandó que el bienaventurado Cipriano obispo fuera llevado al
destierro. Y habiendo pasado allí largo tiempo, al procónsul Aspasio Paterno le sucedió el
procónsul Galerio Máximo, quien mandó llamar del destierro al santo obispo Cipriano y que le
fuera a él presentado.
Volvió, pues, San Cipriano, mártir electo de Dios, de la ciudad de Curubis, donde, por mandato
de Aspasio Paterno, a la sazón cónsul, había estado desterrado, y se le mandó por sacro
mandato habitar sus propias posesiones, donde diariamente estaba esperando que vinieran por
él para el martirio, según le había sido revelado.
Morando, pues, allí, de pronto, en los idus de septiembre (el 13), siendo cónsules Tusco y
Baso, vinieron dos oficiales, uno escudero o alguacil del officium o audiencia de Galerio
Máximo, sucesor de Aspasio Paterno, y otro sobreintendente de la guardia de la misma
audiencia. Los dos oficiales montaron a Cipriano en un coche y le pusieron en medio y le
condujeron a la Villa de Sexto, donde el procónsul Galerio Máximo se había retirado por
motivo de salud. El procónsul Galerio Máximo mandó que se le guardara a Cipriano hasta el
día siguiente. Entre tanto, el bienaventurado Cipriano fue conducido a la casa del alguacil del
varón clarísimo Galerio Máximo, procónsul, y en ella estuvo hospedado, en la calle de
Saturno, situada entre la de Venus y la de la Salud. Allí afluyó toda la muchedumbre de los
hermanos, lo que sabido por San Cipriano, mandó que las vírgenes fueran puestas a buen
recaudo, pues todos se habían quedado en la calle, ante la puerta del oficial, donde el obispo se
hospedaba.
Al día siguiente, decimoctavo de las calendas de octubre (14 de septiembre), una enorme
muchedumbre se reunió en la Villa Sexti, conforme al mandato del procónsul Galerio Máximo.
Y sentado en su tribunal en el atrio llamado Sauciolo, el procónsul Galerio Máximo dio orden,
aquel mismo día, de que le presentaran a Cipriano.
Habiéndole sido presentado, el procónsul Galerio Máximo dijo al obispo Cipriano:
—¿Eres tú Tascio Cipriano?
El obispo Cipriano respondió: —Yo lo soy.
GALERIO MÁXIMO.— ¿Tú te has hecho padre de los hombres sacrílegos?
CIPRIANO OBISPO.— Sí.
GALERIO MÁXIMO.— Los sacratísimos emperadores han mandado que sacrifiques.
CIPRIANO OBISPO.— No sacrifico.
GALERIO MÁXIMO.— Reflexiona y mira por ti.
CIPRIANO OBISPO.— Haz lo que se te ha mandado. En cosa tan justa no hace falta reflexión
alguna.
Galerio Máximo, después de deliberar con su consejo, a duras penas y de mala gana, pronunció
la sentencia con estos considerandos:
—Durante mucho tiempo has vivido sacrílegamente y has juntado contigo en criminal
conspiración a muchísima gente, constituyéndote enemigo de los dioses romanos y de sus
sacros ritos, sin que los piadosos y sacratísimos príncipes Valeriano y Galieno, Augustos, y
Valeriano, nobilísimo César, hayan logrado hacerte volver a su religión. Por tanto, convicto de
haber sido cabeza y abanderado de hombres reos de los más abominables crímenes, tú servirás
de escarmiento a quienes juntaste para tu maldad, y con tu sangre quedará sancionada la ley.
Y dicho esto, leyó en alta voz la sentencia en la tablilla: —Mandamos que Tascio Cipriano sea
pasado a filo de espada.
El obispo Cipriano dijo: —Gracias a Dios.
Oída esta sentencia, la muchedumbre de los hermanos decía:
—También nosotros queremos ser degollados con él.
Con ello se levantó un alboroto entre los hermanos, y mucha turba de gentes le siguió hasta el
lugar del suplicio. Fue, pues, conducido Cipriano al campo o Villa de Sexto y, llegado allí, se
quitó su sobreveste y capa, dobló sus rodillas en tierra y se prosternó rostro en el polvo para
hacer oración al Señor. Luego se despojó de la dalmática y la entregó a los diáconos y,
quedándose en su túnica interior de lino, estaba esperando al verdugo. Venido éste, el obispo
dio orden a los suyos que le entregaran veinticinco monedas de oro. Los hermanos, por su
parte, tendían delante de él lienzos y pañuelos. Seguidamente, el bienaventurado Cipriano se
vendó con su propia mano los ojos; mas como no pudiera atarse las puntas del pañuelo, se las
ataron el presbítero Juliano y el subdiácono del mismo nombre.
Así sufrió el martirio el bienaventurado Cipriano. Su cuerpo, para evitar la curiosidad de los
gentiles, fue retirado a un lugar próximo. Luego, por la noche, sacado de allí, fue conducido
entre cirios y antorchas, con gran veneración y triunfalmente, al cementerio del procurador
Macrobio Candidiano, sito en el camino de Mapala, junto a los depósitos de agua de Cartago.
Después de pocos días murió el procónsul Galerio Máximo.
El beatísimo mártir Cipriano sufrió el martirio el día decimoctavo de las calendas de octubre
(el 14 de septiembre), siendo emperadores Valeriano y Galieno y reinando nuestro Señor
Jesucristo, a quien es honor y gloria por los siglos de los siglos. Amén.

Martirio de San Fructuoso, obispo, y de Augurio y Eulogio, diáconos


En Tarragona, año 259
Siendo emperadores Valeriano y Galieno, y Emiliano y Baso cónsules, el diecisiete de las
calendas de febrero (el 16 de enero), un domingo, fueron prendidos Fructuoso, obispo,
Augurio y Eulogio, diáconos. Cuando el obispo Fructuoso estaba ya acostado, se dirigieron a
su casa un pelotón de soldados de los llamados beneficiarios, cuyos nombres son: Aurelio,
Festucio, Elio, Polencio, Donato y Máximo. Cuando el obispo oyó sus pisadas, se levantó
apresuradamente y salió a su encuentro en chinelas. Los soldados le dijeron:
—Ven con nosotros, pues el presidente te manda llamar junto con tus diáconos.
Respondióles el obispo Fructuoso:
—Vamos, pues; o si me lo permitís, me calzaré antes. Replicaron los soldados:
—Cálzate tranquilamente.
Apenas llegaron, los metieron en la cárcel. Allí, Fructuoso, cierto y alegre de la corona del
Señor a que era llamado, oraba sin interrupción. La comunidad de hermanos estaba también
con él, asistiéndole y rogándole que se acordara de ellos.
Otro día bautizó en la cárcel a un hermano nuestro, por nombre Rogaciano.
En la cárcel pasaron seis días, y el viernes, el doce de las calendas de febrero (21 de enero),
fueron llevados ante el tribunal y se celebró el juicio.
El presidente Emiliano dijo:
—Que pasen Fructuoso, obispo, Augurio y Eulogio. Los oficiales del tribunal contestaron:
—Aquí están.
El presidente Emiliano dijo al obispo Fructuoso:
—¿Te has enterado de lo que han mandado los emperadores?
FRUCTUOSO.— Ignoro qué hayan mandado; pero, en todo caso, yo soy cristiano.
EMILIANO.— Han mandado que se adore a los dioses.
FRUCTUOSO.— Yo adoro a un solo Dios, el que hizo el cielo y la tierra, el mar y cuanto en
ellos se contiene.
EMILIANO.— ¿Es que no sabes que hay dioses?
FRUCTUOSO.— No lo sé.
EMILIANO.— Pues pronto lo vas a saber.
El obispo Fructuoso recogió su mirada en el Señor y se puso a orar dentro de sí.
El presidente Emiliano concluyó:
—¿Quiénes son obedecidos, quiénes temidos, quiénes adorados, si no se da culto a los dioses
ni se adoran las estatuas de los emperadores?
El presidente Emiliano se volvió al diácono Augurio y le dijo: —No hagas caso de las palabras
de Fructuoso.
Augurio, diácono repuso:
—Yo doy culto al Dios omnipotente.
El presidente Emiliano dijo al diácono Eulogio:
—¿También tú adoras a Fructuoso?
Eulogio, diácono, dijo:
—Yo no adoro a Fructuoso, sino que adoro al mismo a quien adora Fructuoso.
El presidente Emiliano dijo al obispo Fructuoso:
—¿Eres obispo?
FRUCTUOSO.— Lo soy.
EMILIANO.— Pues has terminado de serlo.
Y dio sentencia de que fueran quemados vivos.
Cuando el obispo Fructuoso, acompañado de sus diáconos, era conducido al anfiteatro, el
pueblo se condolía del obispo Fructuoso, pues se había captado el cariño, no sólo de parte de
los hermanos, sino hasta de los gentiles. En efecto, él era tal como el Espíritu Santo declaró
debe ser el obispo por boca de aquel vaso de elección, el bienaventurado Pablo, doctor de las
naciones. De ahí que los hermanos que sabían caminaba su obispo a tan grande gloria, más
bien se alegraban que se dolían.
De camino, muchos, movidos de fraterna caridad, ofrecían a los mártires que tomaran un vaso
de una mixtura expresamente preparada; mas el obispo lo rechazó, diciendo:
Todavía no es hora de romper el ayuno. Era, en efecto, la hora cuarta del día; es decir, las diez
de la mañana. Por cierto que ya el miércoles, en la cárcel, habían solemnemente celebrado la
estación. Y ahora, el viernes, se apresuraba, alegre y seguro, a romper el ayuno con los mártires
y profetas en el paraíso, que el Señor tiene preparado para los que le aman.
Llegados que fueron al anfiteatro, acercósele al obispo un lector suyo, por nombre Augustal, y,
entre lágrimas, le suplicó le permitiera descalzarle. El bienaventurado mártir contestó:
Déjalo, hijo; yo me descalzaré por mí mismo, pues me siento fuerte y me inunda la alegría por
la certeza de la promesa del Señor.
Apenas se hubo descalzado, un camarada de milicia, hermano nuestro, por nombre Félix, se le
acercó también y, tomándole la mano derecha, le rogó que se acordara de él. El santo varón
Fructuoso, con clara voz que todos oyeron, le contestó:
Yo tengo que acordarme de la Iglesia católica, extendida de Oriente a Occidente.
Puesto, pues, en el centro del anfiteatro, como se llegara ya el momento, digamos más bien de
alcanzar la corona inmarcesible que de sufrir la pena, a pesar de que le estaban observando los
soldados beneficiarios de la guardia del pretorio, cuyos nombres antes recordamos, el obispo
Fructuoso, por aviso juntamente e inspiración del Espíritu Santo, dijo de manera que lo
pudieron oír nuestros hermanos:
No os ha de faltar pastor ni es posible falte la caridad y promesa del Señor, aquí lo mismo que
en lo por venir. Esto que estáis viendo, no es sino sufrimiento de un momento.
Habiendo así consolado a los hermanos, entraron en su salvación, dignos y dichosos en su
mismo martirio, pues merecieron sentir, según la promesa, el fruto de las Santas Escrituras. Y,
en efecto, fueron semejantes a Ananías, Azarías y Misael, a fin de que también en ellos se
pudiera contemplar una imagen de la Trinidad divina. Y fue así que, puestos los tres en medio
de la hoguera, no les faltó la asistencia del Padre ni la ayuda del Hijo ni la compañía del
Espíritu Santo, que andaba en medio del fuego.
Apenas las llamas quemaron los lazos con que les habían atado las manos, acordándose ellos
de la oración divina y de su ordinaria costumbre, llenos de gozo, dobladas las rodillas, seguros
de la resurrección, puestos en la figura del trofeo del Señor, estuvieron suplicando al Señor
hasta el momento en que juntos exhalaron sus almas.
Después de esto, no faltaron los acostumbrados prodigios del Señor, y dos de nuestros
hermanos, Babilán y Migdonio, que pertenecían a la casa del presidente Emiliano, vieron
cómo se abría el cielo y mostraron a la propia hija de Emiliano cómo subían coronados al cielo
Fructuoso y sus diáconos, cuando aún estaban clavadas en tierra las estacas a que los habían
atado. Llamaron también a Emiliano diciéndole:
—Ven y ve a los que hoy condenaste, cómo son restituidos a su cielo y a su esperanza.
Acudió, efectivamente, Emiliano, pero no fue digno de verlos.
Los hermanos, por su parte, abandonados como ovejas sin pastor, se sentían angustiados, no
porque hicieran duelo de Fructuoso, sino porque le echaban de menos, recordando la fe y
combate de cada uno de los mártires.
Venida la noche, se apresuraron a volver al anfiteatro, llevando vino consigo para apagar los
huesos medio encendidos. Después de esto, reuniendo las cenizas de los mártires, cada cual
tomaba para sí lo que podía haber a las manos.
Mas ni aun en esto faltaron los prodigios del Señor y Salvador nuestro, a fin de aumentar la fe
de los creyentes y mostrar un ejemplo a los débiles. Convenía, en efecto, que lo que enseñando
en el mundo había, por la misericordia de Dios, prometido en el Señor y Salvador nuestro el
mártir Fructuoso, lo comprobara luego en su martirio y en la resurrección de la carne.
Así, pues, después de su martirio se apareció a los hermanos y les avisó restituyeran sin
tardanza lo que cada uno, llevado de su caridad, había recogido de entre las cenizas, y cuidaran
de que todo se pusiera en lugar conveniente.
También a Emiliano, que los había condenado a muerte, se apareció Fructuoso, acompañado
de sus diáconos, vestidos de ornamentos del cielo, increpándole y echándole en cara que de
nada le había servido su crueldad, pues en vano creía que estaban en la tierra despojados de su
cuerpo los que veía gloriosos en el cielo.
¡Oh bienaventurados mártires, que fueron probados por el fuego, como oro precioso, vestidos
de la loriga de la fe y del yelmo de la salvación; que fueron coronados con diadema y corona
inmarcesible, porque pisotearon la cabeza del diablo! ¡Oh bienaventurados mártires, que
merecieron morada digna en el cielo, de pie a la derecha de Cristo, bendiciendo a Dios Padre
omnipotente y a nuestro Señor Jesucristo, hijo suyo!
Recibió el Señor a sus mártires en paz por su buena confesión, a quien es honor y gloria por los
siglos de los siglos. Amén.

Martirio de los santos Mariano, Santiago y otros muchos


(en Cirta, Numidia, año 260)
Desde el martirio de san Cipriano apenas había pasado poco más de un año; pero las doctrinas y
los ejemplos del ilustre obispo seguían iluminando y acicateando. Al desencadenarse la
persecución, muchos cristianos murieron por Cristo. El autor de las Actas es un compañero y
amigo de los mártires y, probablemente, un discípulo de san Cipriano. Está dotado de una rica
sensibilidad y sus suspiros se dirigen con nostalgia al martirio. Su pluma parece mojada en
sangre.

Saña insaciable
Cuando los bienaventurados mártires del Dios omnipotente y de su Cristo están ansiosos por
conseguir las promesas del reino de los cielos, confían a veces una misión especial a sus amigos
íntimos. Su pedido es muy discreto, pues saben que la humildad es la base de la grandeza en la fe.
Cuanto más humildemente piden, con tanta mayor eficacia lo consiguen.
Los ilustres mártires Mariano y Santiago nos dejaron a nosotros el encargo de proclamar su gloria.
Mariano y Santiago fueron dos hermanos muy queridos con los que estábamos unidos no sólo por
el desempeño de las mismas funciones en la Iglesia, sino también por la comunidad de vida y los
afectos de familia.
Los dos, cuando se disponían a librar su sublime combate contra los ataques del mundo furioso y
contra los asaltos de los paganos, nos rogaron que hiciéramos conocer a los hermanos el relato de
la lucha que ellos emprendieron por impulso del Espíritu celeste. Deseaban sí que la gloria de su
triunfo fuera conocida en todas partes, pero no por vanidad, sino para que sus pruebas confirmaran
la fe del pueblo y sirvieran de aliento para los futuros creyentes.
La amistosa confianza con que me encargaron el relato de su martirio estaba fundada en motivos
sólidos. Como todos saben, en tiempos de paz, antes de que nos sorprendiera la persecución,
vivíamos una vida de comunidad estrechada por los vínculos de una gran amistad.
Estábamos haciendo un viaje por Numidia todos juntos, como era nuestra costumbre, caminando
en buena e inseparable compañía. Este viaje me llevó a mí a prestar un suspirado servicio a la fe y
a la religión; en cambio, a ellos los llevó al cielo.
Llegamos así a un lugar llamado Muguas, en las afueras de Cirta. En esta ciudad se desencadenaba
entonces el ciego furor de los paganos, y por ser ciudad de fuerte guarnición los asaltos de la
persecución eran más crueles y reventaban como olas agitadas por la maldad del mundo. La rabia
del enemigo, el diablo, acechaba a los justos con fauces hambrientas, para poner a prueba su fe.
Mariano y Santiago, gloriosos mártires, vieron en ello las señales ciertas y tan deseadas del favor
divino, al llevarlos en el momento oportuno a una región donde la tempestad de la persecución
había llegado al paroxismo, y comprendieron que fue Cristo mismo quien había guiado sus pasos
hacia el lugar de su triunfo.
El gobernador, en su ciego y sanguinario furor, empleaba la fuerza militar para apresar a los
predilectos de Cristo. Su insana crueldad no se cebaba sólo en los que habían pasado incólumes las
persecuciones anteriores y vivían libremente para Dios, sino que la mano insaciable del diablo se
extendía también a los que desde hacía mucho tiempo se hallaban desterrados y que eran ya
mártires no por la sangre, sino por el deseo. A ellos la desenfrenada ferocidad del gobernador les
daría la corona de la gloria.

El rocío de saludables conversaciones


Entre otros, fueron traídos del destierro y presentados al gobernador los obispos Agapio y
Secundino, ambos dignos de encomio por su amor espiritual, el segundo también por la santidad
de su pureza carnal. Fueron conducidos no de un castigo a otro, como creían los paganos, sino de
una gloria a otra gloria, de un combate a otro combate, para que así como en el destierro habían
despreciado las pompas seculares por seguir a Cristo, así también triunfaran de los aguijones de la
muerte, gracias a la firmeza de una fe consumada. No era posible que se atrasaran en lograr la
victoria en la lucha terrena aquellos a quienes el Señor ya se apresuraba por llevarlos consigo.
Ahora bien, hermanos, sucedió que Agapio y Secundino, que de obispos ilustres se transformaron
en mártires gloriosos, al dirigirse al campo de batalla de su bienaventurada pasión -aparentemente
por orden del gobernador, pero realmente por voluntad de Cristo- se detuvieron en Muguas y se
sirvieron aceptar nuestra hospitalidad.
Esos testigos de Dios eran tan santos y preclaros y estaban tan animados por el espíritu de
vivificación y de gracia que les parecía demasiado poco derramar su preciosa sangre en el martirio
e, impulsados por su fe, querían conducir a otros al mismo honor.
Su caridad y su bondad para con los hermanos eran extremadas. No era necesario que hablaran
para confirmar la fe en los hermanos: bastaban los ejemplos de su valor tan generoso y fuerte. Sin
embargo, para asegurar más sólidamente nuestra perseverancia, derramaron en nuestras almas el
rocío de sus conversaciones saludables.
Por otra parte, no hubieran podido callar, porque contemplaban la palabra de Dios. Nada tiene de
extraño que su beneficiosa conversación, en tan pocos días, haya animado tan poderosamente
nuestros corazones, ya que en ellos brillaba la gracia de Cristo en virtud de su próximo martirio.

Invasión deseada y miedo dichoso


En su partida, Agapio y Secundino dejaron tan entusiasmados a Mariano y a Santiago con su
palabra y su ejemplo y les dejaron tan gloriosas huellas que muy pronto éstos habrían de seguirlos.
Apenas transcurrieron dos días, y ya la palma del martirio venía a buscar a nuestros queridos
Mariano y Santiago. Y, para otros casos, sino todo un batallón de cien hombres, que como tropa
furiosa y facinerosa irrumpió en la casa en que estábamos, como si fuera una formidable ciudadela
de la fe.
¡Oh invasión deseada! ¡Oh miedo feliz y consolador! Efectivamente, el único motivo de
invadirnos fue para que Mariano y Santiago derramaran su sangre pura para honra de Dios.
Al escribir estas líneas, hermanos, apenas si podemos contener el exceso de nuestra alegría. Dos
días antes se habían separado de nuestros brazos dos hermanos para marchar a su pasión. Hoy
tenemos entre nosotros otros dos futuros mártires. La hora de la divina gracia había llegado para
ellos y su llamado se hacía más urgente; pero también para nosotros fue un hermoso día, pues
pudimos compartir la gloria de nuestros hermanos.
Fuimos conducidos de Muguas a la colonia de Cirta. Nos seguían nuestros queridos hermanos, ya
elegidos para la palma del martirio. Los arrastraban su amor hacia nosotros y la misericordia ya
segura de Cristo. La cosa merece nuestra atención, ya que hubo un trastrocamiento en el orden de
la marcha: llegaron antes los que caminaban atrás.
No tuvieron que esperar mucho tiempo. Nos exhortaban con tanto entusiasmo que su alegría los
traicionó. Era evidente que eran cristianos. Más tarde, al ser interrogados, perseveraron en la
valiente confesión de la fe. Por esto fueron llevados a la cárcel.

¡Horror! ¡Colgado de los pulgares!


Entonces fueron sometidos a numerosas y crueles torturas por mano de uno de los soldados de la
guarnición, que tenía oficio de verdugo de los cristianos. Le ayudaban en su cruel tarea los
magistrados de los centuriones y de Cirta, o mejor, sacerdotes del diablo, como si, al desgarrarles
los miembros, se pudiera quebrar la fe de los santos, para los que el cuerpo nada es.
Santiago, uno de los más tenaces en la fe y que ya una vez había salido vencedor en los combates
bajo la persecución de Decio, no sólo tuvo a gloria declararse cristiano, sino también diácono.
Mariano fue torturado porque afirmaba ser únicamente lector. ¡Y era cierto! ¡Cuántos suplicios
soportó, y qué refinados! Inventaron también otros nuevos, sugeridos por el genio depravado de
Satanás, maestro en las artes de hacer flaquear un hombre.
Para desgarrarlo mejor, lo colgaron; pero fue tal la gracia que asistió al mártir mientras lo
desgarraban que, aun atormentado, el sufrimiento lo exaltaba. Las cuerdas que lo mantenían
colgado, no estaban atadas a las muñecas, sino a las extremidades de los pulgares, para que,
cargando todo el peso sobre partes tan débiles, fuera mayor el dolor. Además le ataron a los pies
pesas muy grandes, a fin de que, con el cuerpo estirado y las entrañas deshechas por la convulsión,
todo el peso fuera sostenido por unos tendones.
Sin embargo, ¡en vano trabajaste contra el templo de Dios y coheredero de Cristo! ¡oh crueldad
pagana! Pueden ustedes colgar sus miembros, golpear sus costados y arrancarle las entrañas; pero
nuestro Mariano confiaba en Dios. Cuanto más crecían los tormentos, tanto más se dilataba su
alma. Finalmente, después de vencer la brutalidad de los verdugos, el mártir, sobremanera alegre
por su triunfo, fue de nuevo encerrado en la cárcel. Allí, juntamente con Santiago y los demás
hermanos, celebró con oraciones el gozo de la victoria divina.

Visión de vergeles y fuentes


¿Qué dicen ustedes, paganos? ¿Creen aún que los cristianos sienten las penalidades de la cárcel y
se espantan de las tinieblas temporales, cuando en ellos mora el gozo de la luz eterna? Un alma,
sostenida por la esperanza segura de la gracia próxima y que vive en el cielo con el pensamiento,
no siente ya sus propios tormentos. Pueden ustedes elegir, para atormentarnos, un lugar aislado y
secreto, un antro sumido en horrorosa lobreguez o la misma casa de las tinieblas; para los que
confían en Dios, no hay lugares abyectos ni días tristes. Estos hombres, consagrados a Dios Padre,
reciben el socorro de Cristo cómo hermano.
Así, después de toda aquella tortura de su cuerpo, Mariano se durmió profunda y apaciblemente y
Dios, en su bondad, le envió un sueño para sostener su confianza de salvación. Al despertar, he
aquí lo que él mismo nos refirió:
"He visto, hermanos, la plataforma muy elevada de un tribunal excelso y blanco, donde había
sentado un hombre que hacía el oficio de juez. Había allí un estrado, no a modo de tribuna baja, a la
que se subiera por un solo escalón, sino ordenada por una serie de escalones y de subida muy alta.
Allí llevaban a confesores que desfilaban por grupos y el juez condenaba a todos a morir por la
espada.
Entonces oí una voz clara y retumbante, que decía: '¡Que se presente Mariano!'. Yo iba subiendo a
aquel estrado, cuando de repente se me apareció Cipriano, sentado a la derecha del juez. Él me
tendió la mano, me ayudó a subir hasta la parte más alta del estrado, y sonriendo me dijo: 'Ven y
siéntate a mi lado'. Mientras yo estaba sentado, fueron interrogados otros grupos de confesores.
Finalmente, se levantó el juez y nosotros lo acompañamos hasta el pretorio. Nuestro camino
atravesaba amenas praderas y verdes bosques vestidos de alegre follaje. Altos cipreses y elevados
pinos que parecían rozar el cielo, derramaban su sombra y todo el lugar parecía rodeado de una
corona de verdor. En el medio, un ancho estanque, alimentado por una fuente cristalina, que
manaba a borbotones, derramaba sus aguas a manera de arroyos.
De improviso desapareció de nuestra vista el juez. Entonces Cipriano tomó una copa que se
hallaba sobre el borde de la fuente, la llenó con el agua del manantial y la tomó. Luego volvió a
llenarla y me la alargó, y bebí con placer. Quise dar gracias a Dios; pero mi misma voz me despertó
y me levanté".

Dos cinturones rojos, símbolos del martirio


Santiago recordó entonces que la divina bondad le había revelado a través de una visión la corona
del martirio. Días antes, Mariano, Santiago y yo viajábamos juntos en el mismo carruaje. Hacia el
mediodía, a pesar de las fragosidades del camino, Santiago cayó en un sueño profundo y
asombroso. Nosotros lo sacudimos y despertamos con nuestras voces. Vuelto completamente en
sí, nos dijo: "Me siento muy conmovido, pero de alegría; y ustedes también deben alegrarse
conmigo. Acabo de ver a un joven muy hermoso y de gran talla. Llevaba una túnica de tan
deslumbrante blancura que no se podía fijar los ojos en ella. Sus pies no tocaban la tierra y su rostro
se perdía entre las nubes. Corría y al pasar, nos arrojó dos cinturones de púrpura, uno para ti,
Mariano, y otro para mí, y nos dijo: 'Síganme pronto'".
¡Oh sueño, más hermoso que todas las veladas! ¡Oh sueño, en el que felizmente duerme el que está
despierto por la fe! ¡Oh sueño, que sólo adormece los miembros corporales, mientras el alma
puede contemplar a Dios! De qué júbilo y de qué sublime exaltación estarían embargadas las almas
de los mártires que, antes de sufrir por la confesión del Nombre santo, tuvieron la suerte de oír la
voz de Cristo y de ver que se les manifestaba, cualesquiera fuesen el tiempo y el lugar. No fueron
ningún obstáculo ni el traqueteo del vehículo en plena marcha, ni el mediodía cuando el sol hacía
sentir su calor. No quiso aguardar el Señor el silencio de la noche; sino que, como gracia muy
especial, eligió esa hora insólita para aparecerse al mártir.

La palabra de Dios, luz en las tinieblas


Estos favores no fueron privilegios de unos pocos. Emiliano, que entre los paganos pertenecía al
orden ecuestre, era uno de nuestros hermanos presos. Había llegado casi a los cincuenta años en
estado de castidad perfecta. En la cárcel multiplicaba sus ayunos y se daba a la continua oración.
Ellos alimentaban su alma y la preparaban para recibir al día siguiente el sacramento del Señor.
También él se durmió al mediodía. Se despertó poco después y nos comunicó los secretos de una
visión que acababa de tener.
"Me habían sacado de la cárcel, cuando se me presentó un pagano, que era mi hermano según la
carne. Era muy curioso acerca de nuestras cosas y en tono de burla me preguntó si nos sentaban
bien el régimen de hambre y las tinieblas de la cárcel. Yo le respondí: 'Los soldados de Cristo
tienen en la palabra de Dios una luz clarísima en las tinieblas y un manjar confortante en el ayuno'.
Al oír estas palabras, me replicó: 'Has de saber que todos los que están en la cárcel, si perseveran
en su terquedad, sufrirán la pena capital. Entonces, temiendo que me engañara con una mentira y
deseoso de que confirmara mis aspiraciones, le pregunté: '¿De veras, vamos todos a sufrir el
martirio?'. Él ratificó lo dicho y dijo: 'La espada y la sangre estarán para ustedes muy cerca. Pero
una cosa despierta mi curiosidad. Todos ustedes, que desprecian esta vida, ¿recibirán en el reparto
celeste premios distintos o iguales?'.
Yo le respondí: 'El problema es muy importante y no me siento capaz de dar una respuesta. Sin
embargo, levanta un instante los ojos al cielo y verás una inmensidad de brillantes estrellas.
¿Brillan todas con igual fulgor de luz? Y, sin embargo, todas tienen luz'.
Esta respuesta picó su curiosidad e insistió en preguntar: 'Si hay alguna diferencia, ¿quiénes de
entre ustedes serán preferidos con los beneficios del Señor?'.
Yo le contesté: 'Dos ciertamente aventajarán a los demás. Sus nombres no te los diré, pero Dios los
sabe muy bien'.
Pero el otro siguió insistiendo y preguntándome de manera inoportuna, y yo le dije: 'Tendrán en el
cielo la más hermosa corona los que hayan peleado más bravía y valientemente. Por ellos está
escrito: Es más fácil que un camello entre por el ojo de una aguja, que un rico entre en el reino de
los cielos (Mt 19, 24)"'.

El llamado del martirio


Después de estas visiones, permanecieron aún algunos días en la cárcel. Luego, fueron sacados y
presentados de nuevo en público, delante del magistrado de Cirta, para que éste los remitiera ya
honrados con la confesión de la fe y ya medio condenados a muerte, al gobernador.
Súbitamente, uno de nuestros hermanos atrajo sobre sí las miradas de todos los paganos. Su rostro
parecía ya transfigurado por la gracia del martirio que le esperaba y Cristo ya brillaba en él.
Los paganos, agitados y furiosos, le preguntaron si profesaba la misma religión de los acusados y
si tenía el mismo nombre. Su inmediata confesión lo asoció a su dulce compañía. De esta manera
los bienaventurados mártires con sus respuestas ante el tribunal, mientras se preparaban para su
propio martirio, ganaban para Dios a nuevos confesores.
Por fin, fueron enviados al gobernador y, a pesar del camino difícil y áspero, lo recorrieron de prisa
y alegremente. Al llegar a Lambesis, fueron presentados al gobernador y como antes habían sido
encarcelados, así lo fueron nuevamente. Era la única hospitalidad que los paganos reservaban a los
justos.

Artera crueldad
Durante muchos días, innumerables hermanos nuestros derramaron su sangre y así llegaron junto
al Señor. El odio furioso del gobernador estaba tan absorto en la enorme carnicería de los laicos,
que parecía no poder llegar a sacrificar a Mariano, a Santiago y a los demás clérigos. La artera
crueldad le había aconsejado que separase a los laicos de los clérigos, pues pensaba que los laicos,
separados de los clérigos, fácilmente cederían a las tentaciones del siglo o ante sus amenazas.
Por eso, nuestros amigos y fieles soldados de Cristo junto con los demás miembros del clero,
comenzaron a entristecerse al ver que los laicos conseguían la palma del combate, mientras su
victoria tardaba mucho en llegar.

El verdugo sirve a las promesas de Dios


Agapio hacía ya tiempo que había consumado, mediante el martirio, el testimonio sagrado de la fe,
juntamente con dos jóvenes, Tértula y Antonia, a las que profesaba un gran amor paternal.
Mientras vivía, pedía insistentemente al Señor que se dignara concederles con él la gracia del
martirio. La excelencia de sus méritos le había merecido esta alentadora respuesta: "¿Por qué pides
tan asiduamente lo que ya con una sola oración mereciste?".
Una noche, Agapio se apareció a Santiago que estaba en la cárcel. Pues bien, en vísperas de ser
herido por la espada, mientras esperaba la llegada del verdugo, dijo Santiago: "Soy feliz porque
voy al encuentro de Agapio y voy a tomar parte en el banquete de los otros bienaventurados
mártires. Anoche mismo he visto a nuestro querido Agapio. Estaba junto con todos nuestros
compañeros de la cárcel de Cirta y, alegre cual ningún otro, celebraba un solemne festín. Era la
fiesta de la alegría. Mariano y yo fuimos arrebatados por el espíritu de amor y caridad e íbamos a
ese banquete como a un ágape. Salió a nuestro encuentro un niño de los mellizos, muertos mártires
junto con su madre, tres días antes. Llevaba al cuello una guirnalda de rosas y en la mano derecha
una palma muy verde. Nos dijo: '¿Para qué se dan ustedes tanta prisa? Alégrense y regocíjense.
Mañana estarán también ustedes en el banquete junto con nosotros'".
¡Oh infinita y magnífica bondad de Dios para con los suyos! ¡Oh ternura verdaderamente paternal
de Cristo nuestro Señor, que concede a sus amigos tan espléndidos beneficios, pero antes les revela
los dones con que los va a colmar!
Al día siguiente de la visión, la sentencia del gobernador cumplió sin demora las promesas de
Dios. Esa condena a muerte libraría a Mariano, Santiago y a los demás clérigos de las miserias de
esta vida y los reuniría con los patriarcas en la gloria.
Fueron, por fin, conducidos al lugar de su triunfo, enclavado en el medio del valle de un río. Sus
márgenes se levantaban suavemente por los dos costados, y en ambos lados había altas terrazas
para los espectadores. La sangre de los mártires se mezcló con las aguas del río. Todo tenía un
misterioso simbolismo, ya que al mismo tiempo se bautizaban en su sangre y se lavaban en el río.

En filas para e1 martirio


Aquello fue un espectáculo horroroso de refinada crueldad. El número de los fieles que había que
degollar era tan elevado que el verdugo temía cansar su mano y hasta su espada; por eso, con sabia
crueldad, los colocó a todos en varias filas, para que, en sus arrebatos furiosos, recorriera con sus
golpes sacrílegos los santos cuellos. Excogitó esa solución para quitar algo de su horror a aquel
sangriento y bárbaro espectáculo. Si todos hubieran sido ejecutados en un mismo lugar, el
amontonamiento de cadáveres hubiera sido enorme y hubiera obstruido el curso del río, colmado
por tan grande matanza.
Según costumbre, se vendaron los ojos a las víctimas antes de darles el último golpe; pero ninguna
tiniebla podía oscurecer la vista de su alma libre, que ya estaba iluminada por los inestimables
resplandores de la luz infinita.
Muchos de ellos, aun con los ojos vendados, contaban a los parientes y amigos que los rodeaban,
que estaban gozando de maravillosas visiones: caballos que bajaban del cielo deslumbrantes de
nívea blancura, montados por jóvenes vestidos de blanco. Algunos de los mártires corroboraron lo
que decían sus compañeros, afirmando que oían los relinchos y las pisadas de los caballos.
Mariano, lleno de espíritu profético, confiada y valientemente, proclamaba la pronta venganza de
la sangre inocente; y, como si se hallara ya en la cumbre del cielo, anunciaba las varias plagas con
que el mundo sería azotado: peste, cautiverio, hambre, terremotos, invasiones de mosquitos
infecciosos... Con estas predicciones, la fe del mártir no sólo desafiaba a los paganos, sino que
resonaba como un clarín de victoria y excitaba el valor de los hermanos a luchar con el mayor
denuedo, para que, entre tantas calamidades, los justos de Dios no perdieran la ocasión de morir
tan gloriosa y santamente.

La madre de Mariano canta su júbilo


Terminadas las ejecuciones, la madre de Mariano, alegre como la madre de los Macabeos, segura
ya de que su hijo acababa de sufrir el martirio, se alegraba por él y por sí misma por ser madre de
tal prenda. Abrazaba en el cadáver la gloria de su propia carne y con religioso amor cubría de besos
las mismas heridas de su cuello.
¡Oh de veras feliz de ti, María! ¡Oh madre dichosa por tal hijo y tal nombre! ¿No merecía acaso el
honor de tan hermoso nombre aquella mujer, cubierta de gloria por el hijo de sus entrañas?
¡Oh admirable misericordia del Dios omnipotente y de su Cristo para los que confían en su
nombre! No sólo los conforta con su gracia, sino que les da nueva vida al precio mismo de su
sangre.
¿Quién podrá comprender, como conviene, la grandeza de sus dones? Su ternura de padre obra
siempre en nosotros y nos prodiga los dones que la fe nos muestra como precio de la sangre de
nuestro Dios. ¡A él sean la gloria y el imperio por los siglos de los siglos? Amén.

Martirio de san Marino, centurión


(en Cesarea de Palestina, año 262)
A pesar del período de paz durante el imperio de Galieno, no faltaron episodios de persecución,
como el siguiente relatado por Eusebio de Cesarea. Seguramente semejantes casos de conciencia
no debieron ser raros entre los muchos soldados cristianos.

Elección entre la espada y el evangelio


Había paz general para todas las Iglesias.
Ahora bien, en Cesarea de Palestina, Marino, oficial del ejército y distinguido por su nacimiento y
por sus riquezas, fue decapitado por haber confesado a Cristo.
Este fue el motivo.
El sarmiento es entre los romanos la insignia que distingue a los centuriones. Como se hallaba
vacante un puesto de centurión, le hubiera correspondido a Marino obtener el ascenso por razón de
las promociones.
Ya estaba por recibir el cargo, cuando un rival se presentó ante el tribunal y acusó a Marino de ser
cristiano y de negarse a sacrificar a los emperadores; y por esto, según las antiguas leyes, no podía
ser promovido a ninguna dignidad romana y, en cambio, aquel puesto le correspondía a él.
El juez Aqueo se sintió sorprendido por el caso y, ante todo, preguntó a Marino por su religión.
Marino confesó constantemente que era cristiano. Entonces el juez le concedió un plazo de. tres
horas para reflexionar.
Al salir del tribunal, Marino se encontró con Teotecno, obispo de la ciudad, y entró en
conversación con él. El obispo lo tomó de la mano y lo condujo a la iglesia. Ya en el interior del
templo, se detuvieron ante el altar. Allí el obispo entreabrió la capa del oficial, le indicó la espada
que llevaba colgada y al mismo tiempo le presentó el libro de los santos evangelios, mandándole
escoger entre los dos según su decisión. Sin titubear, Marino extendió la mano y tomó el libro
divino.
Entonces Teotecno lo exhortó así: "Mantente unido, muy unido a Dios; que él te conforte con su
gracia y que alcances lo que has elegido. ¡Vete en paz!".
Al salir de la iglesia, el pregonero lo llamó nuevamente ante el tribunal, pues había expirado el
plazo concedido. Se presentó ante el juez y confesó su fe con mayor fervor que antes. Sin más
trámites, fue conducido al suplicio y consumó su martirio.
Aprovechamos la ocasión para recordar el religioso valor de Astirio. Era senador romano, amigo
de los emperadores y célebre por su nobleza y sus riquezas. Asistió al martirio de Marino, cargó
sobre sus hombros el cadáver y, después de envolverlo en una preciosa tela blanca, le dio honrosa
sepultura.
Los familiares y los conocidos de Astirio cuentan de él mil otros ejemplos maravillosos.

Martirio de san Maximiliano


(cerca de Cartago, año 295)
Son innegables la fe y el heroísmo de Maximiliano; pero no faltan autores que, más que mártir, lo
proclaman "objetor de conciencia ", ya que, siguiendo algunas teorías extremas, creía que existía
incompatibilidad entre la milicia y la vida cristiana.

Yo no puedo ser soldado


Siendo por cuarta vez cónsules Tusco y Anulino, el cuatro de los idus de marzo, en Teveste, Fabio
Víctor se presentó al tribunal con Maximiliano. Después, entró el abogado Pompeyano, que dijo:
"Está ante tu presencia Fabio Víctor, agente fiscal, con Valeriano Quinciano, comisario imperial, y
con el buen recluta Maximiliano, hijo de Víctor. A mí me parece apto para el servicio; por eso,
ruego se lo mida".
El procónsul Dion preguntó: "¿Cómo te llamas?".
Maximiliano: "¿Para qué quieres saber mi nombre? A mí no me es licito ser soldado, porque soy
cristiano".
Procónsul: "Tómenle las medidas".
Mientras se lo medía, Maximiliano insistió: "Yo no puedo ser soldado; yo no puedo hacer el mal,
porque soy cristiano".
Procónsul: "Que, sea medido".
Una vez medido, los empleados del tribunal dijeron en voz alta: "Tiene cinco pies y diez
pulgadas".
Procónsul: "Que sea marcado".
Maximiliano se resistía, diciendo: "Yo no quiero; yo no puedo ser soldado".
Procónsul: "O servir o morir".
Maximiliano: "Yo no quiero ser soldado. Córtame la cabeza; pero yo no voy a servir en las armas
de este mundo. Yo soy soldado de mi Dios".
Procónsul: "¿Quién te ha metido estas ideas en la cabeza?".
Maximiliano: "Mi conciencia y Dios que me llamó".
Dion se dirigió a Víctor, padre del joven, y le dijo: "Aconseja a tu hijo".
Víctor: "Él sabe y puede tomar la resolución que más le convenga".
Procónsul a Maximiliano: "Sé soldado y recibe la marca".
Maximiliano: "Yo no acepto marca alguna; ya llevo sobre mí la señal de Cristo, mi Dios".
Procónsul: "Inmediatamente te voy a mandar a tu Cristo".
Maximiliano: "¡Ojalá sea ahora mismo, porque ésa es mi gloria!".
Procónsul a los empleados: "Que se le marque".
Maximiliano se resistió, diciendo: "Yo no recibo la marca del mundo; y, si me la impone, la haré
pedazos, porque nada vale. Yo soy cristiano, y no me es lícito llevar colgado del cuello un pedazo
de plomo, después que llevo la señal salvadora de mi Señor Jesucristo, Hijo de Dios vivo. Tú no lo
conoces: él sufrió por nuestra salvación y Dios lo entregó por nuestros pecados. A él todos los
cristianos le servimos, y a él seguimos como príncipe de la vida y autor de la salvación".

Al verdugo el traje nuevo


Procónsul: "Sé soldado y acepta la marca, si no quieres perecer miserablemente".
Maximiliano: "Yo no moriré. Mi nombre ya está consagrado a mi Señor. No puedo ser soldado".
Procónsul: "Piensa en tu juventud y alístate, pues esto conviene a un joven".
Maximiliano: "Mi milicia es la de mi Señor. Yo no puedo ser soldado del mundo. Ya te lo he
dicho: soy cristiano".
Procónsul: "En la sacra comitiva de nuestros señores Diocleciano y Maximiano, Constancio y
Máximo, hay soldados cristianos y sirven en la milicia".
Maximiliano: "Ellos sabrán lo que les conviene. Yo soy cristiano y no puedo hacer mal alguno".
Procónsul: "Los que militan, ¿qué mal hacen?".
Maximiliano: "Tú sabes muy bien lo que hacen".
Procónsul: "Alístate, no sea que, al despreciar la milicia, comiences a perderte de mala manera".
Maximiliano: "No moriré; y, si saliera de este siglo, mi alma viviría con Cristo, mi Señor".
Procónsul: "Borra su nombre".
Borrado el nombre, Dion dijo: "Puesto que con ánimo desleal has rehusado la milicia, recibirás la
sentencia que te conviene, para escarmiento de los demás".
Y de su tablilla leyó la sentencia: "Mando que Maximiliano, quien, con ánimo desleal, ha rehusado
el juramento de soldado, sea pasado a filo de la espada".
Maximiliano respondió: "¡Deo gratias! = ¡Gracias a Dios!".
El joven tenía veintiún años, tres meses y dieciocho días.
Mientras lo conducían al lugar del suplicio, dijo: "Hermanos amadísimos, con todas sus fuerzas y
con ávido anhelo, apresúrense a alcanzar la dicha de ver al Señor, y que él les conceda también a
ustedes una corona semejante".
Con rostro alegre dijo a su padre: "Dale al verdugo el traje nuevo que me habías preparado para la
milicia. Así te recibiré en el cielo con una recompensa centuplicada, y juntos cantaremos las
glorias del Señor".
Inmediatamente sufrió el martirio.
La matrona Pompeyana obtuvo del juez el cuerpo, lo colocó en su litera, lo llevó a Cartago y lo
sepultó al pie del montículo, junto al mártir Cipriano, cerca del palacio. ¡Trece días después murió
la misma matrona y fue también enterrada allí.
Víctor, el padre de Maximiliano, regresó a su casa, henchido de gozo y dando gracias a Dios, por
haber enviado al Señor, delante de sí, tal obsequio; y él no tardó mucho en seguirlo. ¡Gracias a
Dios! Amén.

Martirio de san Marcelo


(en Tánger, año 298)
Marcelo era centurión. Rehusó participar, por su sabor idolátrico, en una fiesta en honor del
emperador. Más aún, arrojó de sí sus insignias de soldado (cinto y espada) y las de su grado (el
ramo de vid o sarmiento). Su gran fe y la objeción de conciencia se mancomunan bellamente en su
trayectoria.

Actos de indisciplina
Siendo cónsules Fausto y Galo, el día cinco antes de las calendas de agosto (28 de julio), el
centurión Marcelo fue introducido ante el tribunal. El presidente Astayano Fortunato le preguntó:
"¿Qué te ha pasado por la cabeza para que, contra la disciplina militar, te quitaras el cinto y la
espada y arrojaras el sarmiento (=insignia de centurión)?".
Marcelo: "Ya el doce de las calendas de agosto (21 de julio), cuando ustedes celebraron la fiesta de
su emperador, te respondí en voz alta que soy cristiano y no puedo seguir en la profesión de esta
milicia, sino en la de Jesucristo, Hijo de Dios omnipotente".
Fortunato: "No puedo disimular tu temeridad y, por tanto, haré llegar tu caso a conocimiento de
nuestros señores, los Augustos Césares. Tú, sin fallo, pasarás a la audiencia de mi señor
Agricolano. He aquí el informe:
'Manilio Fortunato a su amigo Agricolano, salud:
Estábamos celebrando el día felicísimo y para todo el orbe faustísimo del natalicio de nuestros
señores y Augustos Césares, oh señor Aurelio Agricolano, cuando Marcelo, centurión regular,
arrebatado por no sé qué locura, se quitó espontáneamente el cinto y la espada, y se atrevió a
arrojar el sarmiento que llevaba, ante los mismos estandartes de nuestros señores. He juzgado
necesario poner en tu conocimiento este hecho y al mismo tiempo remitirle al culpable'".

No hay locura alguna en el que teme a Dios


Siendo Fausto y Galo cónsules, el tres antes de las calendas dé noviembre (30 de octubre), en
Tánger, fue introducido en el tribunal Marcelo, uno de los centuriones de Astayano, y el oficial
dijo:
"El presidente Fortunato ha sometido a tu poder a Marcelo. Está aquí presente. Sea, pues, traído
ante tu grandeza, juntamente con una carta firmada por el presidente y a ti dirigida, la que, sí lo
mandas, será públicamente leída".
Agricolano ordenó: "Que sea leída".
Leído el informe, Agricolano preguntó a Marcelo: "¿Has dicho lo que está insertado en esas
actas?".
Marcelo: "Lo he dicho".
Agricolano: "¿Todas y cada una de esas palabras has dicho?".
Marcelo: "Las he dicho".
Agricolano: "¿Militabas como centurión regular?".
Marcelo: "Militaba".
Agricolano: "¿Qué locura te picó para pisotear tus juramentos y perpetrar tales actos?".
Marcelo: "No hay locura alguna en el que teme a Dios".
Agricolano: "¿De veras, has dicho todo lo que está consignado en el informe del presidente?".
Marcelo: "Todo".
Agricolano: "¿Arrojaste las armas?".
Marcelo: "Las arrojé. No conviene que un cristiano, que teme a Cristo, milite en los afanes de este
siglo".
Agricolano: "Estando así las cosas, al violar Marcelo las leyes de la disciplina militar, debe ser
castigado con una sanción". Y sentenció:
"Marcelo, siendo centurión regular, quebrantó y deshonró públicamente el juramento militar y,
según el informe del presidente, pronunció palabras llenas de locura. Por eso lo condenamos a que
sea pasado a filo de la espada".
Al ser conducido al suplicio, el santo varón Marcelo dijo a Agricolano: "¡Que el Señor te colme de
bendiciones!".
Tras estas palabras, fue muerto por la espada y alcanzó la corona del martirio que deseaba, bajo el
reinado de nuestro Señor Jesucristo, que recibió a su mártir en paz. A él sean el honor y la gloria, la
fuerza y el poder por los siglos de los siglos. Amén.

Martirio de san Julio


La Misia inferior (Bulgaria), sobre el Danubio, era en la antigüedad un gran cuartel militar
contra las invasiones orientales. Julio era soldado y las actas están cargadas del más noble
patetismo. No se conoce la fecha de su martirio, probablemente el año 302.

Yo cargo con tu pecado


Era tiempo de persecución, y los fíeles estaban en espera de los gloriosos combates que les
merecerían la recompensa eterna.
Entonces, Julio fue detenido por los agentes de policía y presentado al presidente Máximo.
El presidente preguntó: "¿Quién es este hombre?".
Los oficiales respondieron: "Es un cristiano y no quiere obedecer los edictos imperiales".
Presidente: "¿Cómo te llamas?".
Julio: "Julio".
Presidente: "¿Qué dices, Julio? ¿Es verdad lo que se dice acerca de ti?".
Julio: "Así es; soy cristiano y no puedo negar lo que soy".
Presidente: "¿Acaso ignoras los mandatos de los emperadores, que ordenan sacrificar a los
dioses?".
Julio: "No los ignoro, ciertamente; pero soy cristiano y no puedo hacer lo que quieres y mucho
menos, olvidarme del Dios vivo y verdadero".
Presidente: "¿Qué mal hay en echar unos granos de incienso y marcharse?".
Julio: "Yo no puedo despreciar los mandamientos divinos y ser infiel a mi Dios, ¡ni aun en
apariencia! Cuando yo seguía el error de la vana milicia, en veintisiete años, jamás comparecí ante
el tribunal por criminal o pendenciero. Siete veces participé en campañas bélicas, jamás me oculté
en la retaguardia. He peleado como ningún otro. El comandante jamás me vio cometer alguna
perfidia. ¿Y ahora quieres tú que, después de mostrarme leal en lo menos, pueda yo ser traidor en
lo más?".
Presidente: "¿Qué milicia seguiste?".
Julio: "Seguí las armas y a mi debido tiempo me licencié como veterano. Siempre temí a Dios que
hizo el cielo y la tierra, le rendí culto y ahora le sigo ofreciendo mi servidumbre".
Presidente: "Julio, veo que eres un hombre prudente y razonable. Hazme caso e inmola a los
dioses. Así conseguirás una gran remuneración".
Julio: "No puedo hacer lo que me pides; yo no quiero incurrir en la pena eterna".
Presidente: "Si piensas que ello sea pecado, yo cargo con él. Soy yo el que te hace fuerza, así no
parece que tú cedas voluntariamente. Luego, te vas tranquilo a tu casa, recibes el dinero de las
fiestas decenales y, en adelante, nadie te va a molestar".
Julio: "Ni ese dinero de Satanás ni tus consejos capciosos podrán privarme de la luz eterna. No
puedo renegar de mi Dios. Dicta, pues, sentencia contra mí, como contra un cristiano".

Date prisa, hermano, en venir


Presidente: "Si no acatas los mandatos imperiales y no sacrificas, te haré cortar la cabeza".
Julio: "Muy bien lo pensaste. Por eso te ruego, oh piadoso presidente, por la salud de tus
emperadores, que lleves a cabo tu pensamiento y dictes sentencia contra mí. Así se cumplirán mis
deseos".
Presidente: "Si no te arrepientes y no sacrificas, tus deseos se cumplirán cabalmente".
Julio: "Si mereciere sufrir esto, me esperaría una gloria eterna".
Presidente: "¡Te están embaucando! En cambio, lograrías una gloría eterna, si sufrieras por la
patria y por sus leyes".
Julio: "Sin duda, sufro por las leyes, pero por las leyes divinas".
Presidente: "¿Esas leyes que les enseñó uno que murió crucificado? ¡Qué imbécil eres! Temes más
a un muerto que a los emperadores vivos".
Julio: "Él murió por nuestros pecados, para darnos vida eterna; pero, siendo Dios, el mismo Cristo
permanece por los siglos de los siglos. El que lo confesare, tendrá vida eterna; el que lo negare,
sufrirá castigo eterno".
Presidente: "Me das lástima. Por eso te aconsejo que sacrifiques y vivas con nosotros".
Julio: "El vivir con ustedes sería para mí la muerte; en cambio, el morir en presencia de Dios sería
para mí la vida eterna".
Presidente: "Escúchame y sacrifica. Así no me veo obligado, como te lo prometí, a quitarte la vida.
Julio: "Escogí morir temporalmente, para vivir con los santos eternamente".
Finalmente el presidente Máximo dictó esta sentencia: "Julio, por negarse a obedecer los edictos
imperiales, sufrirá la pena capital".
Mientras era conducido al lugar del suplicio, todos lo besaban. Entonces el bienaventurado Julio
les dijo: "Que cada uno vea la intención con que me besa".
Había entre los asistentes un tal Isiquio, soldado cristiano, también preso, que le dijo al santo
mártir:
"Yo te ruego, Julio: cumple con gozo tu entrega y recibe la corona que el Señor prometió dar a los
que lo confiesan. Acuérdate de mí, que te he de seguir muy pronto. Saluda también de mi parte,
con todo afecto, te ruego, a nuestro hermano Valentión, siervo de Dios, quien por su buena
confesión se nos anticipó hacia el Señor".
Julio, por su parte, besó a Isiquio y le dijo:
"Date prisa, hermano, en venir. Mientras tanto, ofreceré tus deseos y saludos a Valentión".
Julio tomó la venda, se la ató a los ojos, tendió el cuello y dijo:
"Señor Jesucristo, por tu nombre sufro la muerte y te suplico que te dignes recibir mi espíritu con
tus santos mártires".
Después, el ministro del diablo descargó el golpe de la espada y puso fin a la vida del beatísimo
mártir en nuestro Señor Jesucristo. A él sean el honor y la gloria por los siglos de los siglos. Amén.

Martirio de san Félix


(en Tibiuca, el 15 de julio del año 303)
En vísperas de la gran persecución de Diocleciano, la Iglesia africana estaba atravesando
momentos muy dolorosos: indisciplina eclesiástica, relajación de las costumbres, apostasías ante
los primeros amagos de persecución, cisma donatista... Pero los luminosos ejemplos del pasado
reviven en san Félix, obispo de Tibiuca, al sudoeste de Cartago, y preparan los esplendores
meridianos de san Agustín.

Requisas de los libros cristianos


Siendo cónsules augustos Diocleciano por octava vez y Maximiano por séptima, fue proclamado
en todo el imperio un edicto de los emperadores y césares. Se ordenó que los gobernadores y los
magistrados de las colonias y ciudades, cada uno en su respectivo territorio, arrancaran los libros
divinos de las manos de los obispos y presbíteros.
El decreto se publicó en la ciudad de Tibiuca el día de las nonas de junio. En consecuencia,
Magniliano, administrador de la ciudad, mandó que se presentaran ante él los ancianos del pueblo
cristiano, ya que el mismo día el obispo Félix había marchado a Cartago. En particular, mandó
traer a Apro, presbítero, y a Cirilo y Vidal, lectores.
El administrador Magniliano les preguntó: "¿Tienen los libros divinos?".
Apro: "Los tenemos".
Magniliano: "Entréguenlos para que sean quemados".
Apro: "Los tiene nuestro obispo en su casa".
Magniliano: "¿Dónde está el obispo?".
Apro: "No lo sé".
Magniliano: "Quedarán arrestados, hasta que comparezcan ante el procónsul Anulino". -
Al día siguiente, el obispo Félix regresó de Cartago a Tibiuca. Entonces el administrador
Magniliano dio orden al oficial que le trajera al obispo Félix. El administrador Magniliano le
preguntó: "¿Eres tú el obispo Félix?".
Félix: "Soy yo".
Magniliano: "Entrega los libros o códices que tengas".
Félix: "Los tengo, pero no los voy a entregar".
Magniliano: "Entrega los libros para que sean quemados".
Félix: "Preferiría que me quemaran a mí antes que a las Escrituras divinas. Más vale obedecer a
Dios que a los hombres".
Magniliano: "Las órdenes de los emperadores tienen prioridad sobre lo que tú dices".
Félix: "El mandato del Señor tiene prioridad sobre los mandatos de los hombres".
Magniliano: "Te doy tres días de plazo para que reflexiones. Si en esta misma ciudad te niegas a
cumplir las órdenes, irás al procónsul y ante su tribunal proseguirás el juicio sobre lo qué tú dices".
Al cabo de tres días, el administrador Magniliano mandó que le fuera presentado el obispo Félix, y
le preguntó: "¿Reflexionaste ya?".
Félix: "Lo que dije antes, lo repito ahora y lo mismo diré ante el procónsul".
Magniliano: "Irás, pues, al procónsul y allí té explicarás".
Para conducirlo a Cartago, designó a Vicente Celsino, decurión de la ciudad de Tibiuca.

He predicado la fe y la verdad
Félix partió de Tibiuca para Cartago el 18 de las calendas de julio (14 de junio). Apenas llegó, fue
puesto a disposición del legado, quien dio orden de que lo metieran en la cárcel.
Al día siguiente, antes de amanecer, el obispo Félix compareció ante el legado, quien le preguntó:
"¿Por qué no entregas las inútiles Escrituras?".
Félix: "Las tengo, pero no las voy a entregar".
Entonces el legado ordenó que se le arrojara a lo más profundo de la cárcel.
Después de dieciséis días, el obispo Félix, encadenado, fue sacado de la cárcel, a la hora cuarta de
la noche (diez de la noche), y llevado ante el procónsul Anulino, quien de nuevo le preguntó: "¿Por
qué no entregas las inútiles Escrituras?".
El obispo Félix respondió: "No tengo intención de entregarlas".
Entonces el procónsul Anulino sentenció que fuera pasado a espada, en los idus de julio (13 de
julio).
El obispo Félix elevó los ojos al cielo y en alta voz oró: "Dios mío, te doy gracias. He vivido en
este mundo cincuenta y seis años. He guardado la virginidad, he observado el evangelio, he
predicado la fe y la verdad. Oh Señor, Dios del cielo y de la tierra, Jesucristo, a ti que permaneces
para siempre, de rodillas te ofrezco mi cuello como sacrificio".
Apenas terminó la oración, los soldados lo llevaron al lugar del suplicio y allí lo degollaron. Fue
enterrado en el cementerio de Fausto, en el camino llamado de los escilitanos.

Martirio de san Procopio


(en Cesarea de Palestina, año 303)
El ilustre historiador Eusebio de Cesarea, como testigo ocular de la gran persecución de
Diocleciano, nos brinda en su Historia eclesiástica un amplio informe sobre los principales
sucesos y los martirios más gloriosos. Por amor a la brevedad, nos contentamos con recoger el
relato de los martirios de Procopio, de los hermanos Afiano y Edesio, de Teodosiay de Pánfilo,
que iremos escalonando según la cronología del martirio. Procopio era oriundo de Jerusalén,
pero ejercía los oficios de lector y exorcista en Escitópolis, también llamada Beisán, metrópolis de
la Palestina. Pero el oficio de lector no era sólo un cargo, sino una pasión devoradora. Día y
noche se entregaba a la meditación de las divinas Escrituras.

Pasión por la Biblia


Procopio fue el primer mártir de la Palestina.
Era un varón colmado de gracia celeste y ya antes del martirio, desde su más tierna edad,
predispuso de tal modo su vida que pudiera guardar la castidad y entregarse a la práctica de todas
las virtudes. Su cuerpo estaba tan consumido que parecía no tener vida; pero su alma estaba tan
alimentada y fortalecida con la palabra de Dios, que infundía vigor al mismo cuerpo. Su comida y
bebida eran pan y agua. No tomaba otro alimento, y esto cada dos o tres días, y a veces al cabo de
una semana.
Su mente se entregaba con tal ardor a la meditación de las sagradas Escrituras, que día y noche
permanecía incansable en ella. Se consideraba inferior a los demás y se mostraba con todos manso
y bondadoso. De ello daba testimonio la abundancia de su palabra. El se había consagrado
únicamente al estudio de la palabra de Dios; en cambio, muy poco se aplicó al estudio de los
conocimientos profanos. Por su nacimiento era oriundo de Elia; pero su vida la pasó en
Escitópolis. En esa Iglesia ejercía tres ministerios: era lector, traductor griego de los textos siríacos
y exorcista mediante la imposición de las manos.
Junto con sus compañeros de Escitópolis fue enviado a Cesarea. Desde las mismas puertas de la
ciudad fue conducido delante del presidente; y antes de experimentar las molestias de la cárcel y de
las cadenas, en su entrada misma fue conminado por el juez Flaviano a sacrificar a los dioses.
Procopio, en voz alta, le replicó: "No hay muchos dioses, sino uno solo, hacedor y artífice de todas
las cosas".
El juez, atacado por el azote de su palabra y herido en su conciencia, pareció estar de acuerdo con
él; pero, cambiando argumento, pidió a Procopio que, al menos sacrificara a los emperadores, que
eran cuatro. Pero el santo mártir de Dios desechó esa insinuación y citó el verso de Homero: No es
bueno el mando de muchos. Uno solo ha de ser el rey, uno solo el soberano (Ilíada 2, 204-5).
Al escuchar este verso, que parecía un desacato contra los emperadores, el juez lo condenó a
muerte. En seguida el bienaventurado Procopio fue decapitado y entró como por atajo en la vida
celeste. Era el siete del mes de julio, o las nonas del mismo julio según el calendario latino, el
primer año de la persecución contra nosotros, bajo el reinado de nuestro Señor Jesucristo, al cual
sean el honor y la gloria por los siglos de los siglos. Amén.

Martirio de san Saturnino y compañeros


(en Cartago, año 304)
De la celebración eucarística a la cárcel, al martirio y al cielo: he ahí la corta y santa trayectoria
de estos fervorosos cristianos. El relato de las torturas es espeluznante. ¡Qué luminosos y
heroicos ejemplos en todo!

Escuadrones de confesores
En tiempos de Diocleciano y Maximiano, el diablo declaró la guerra a los cristianos del siguiente
modo: exigió la entrega de los sacrosantos Testamentos del Señor y las Escrituras divinas para
quemarlos, mandó destruir los templos consagrados al Señor y prohibió las celebraciones
litúrgicas y las reuniones devotas.
El ejército del Señor Dios no pudo soportar tan feroz mandato y se horrorizó ante órdenes tan
sacrílegas. En seguida, empuñó las armas de la fe y salió a la batalla para luchar, no tanto contra los
hombres sino contra el diablo.
Lamentablemente, algunos entregaron a los paganos las Escrituras del Señor y quemaron en
sacrílegas hogueras los Testamentos divinos y, por eso, se separaron del quicio de la fe. En
cambio, muchísimos otros guardaron las sagradas Escrituras y de buena gana derramaron por ellas
su sangre y por esto tuvieron un fin valiente. Estos hombres, llenos de Dios, derrotaron y
aplastaron al diablo y llevaron la palma victoriosa de su martirio. Todos estos mártires firmaron
con su propia sangre la sentencia contra los traidores y sus cómplices, sentencia que los había
arrojado de la comunión de la Iglesia. No era lícito que en la Iglesia de Dios estuvieran juntos los
mártires y los traidores.
Innumerables escuadrones de confesores volaban de todas partes al campo de batalla; y,
dondequiera hallaba cada uno al enemigo, allí establecía los cuarteles del Señor.
En la ciudad de Abitinas (África), al resonar el clarín de guerra en casa de Octavio Félix, los
gloriosos mártires levantaron las banderas del Señor. Allí celebraron, según costumbre, los
misterios del Señor, y allí fueron detenidos por los magistrados de la colonia y los soldados de la
guarnición. He aquí la lista:
Saturnino, presbítero, con sus cuatro hijos: Saturnino, el joven, y Félix, lectores, María, virgen
consagrada, y el niño Hilarión; Dativo, senador; dos Félix, Emérito, Ampelio, Rogaciano, Quinto,
Maximiano, Tecla, Rogaciano, Rogato, Jenaro, Casiano, Victoriano, Vicente, Ceciliano, Restituta,
Prima, Eva, otro Rogaciano, Givalio, Rogata, Pomponia, Secunda, Jenara, Saturnina, Martín,
Dante, Félix, Margarita, Mayor, Honorata, Regiola, Victorino, Pelusio, Daciano, Matrona, Cecilia,
Victoria, Herectina, Secunda, otra Matrona y otra Jenara. Todos ellos fueron detenidos y con su
júbilo conducidos al foro.
Camino de este primer campo de batalla, abría la marcha Dativo, a quien sus santos padres
engendraron para que vistiera la blanca túnica de senador en la corte celestial. Lo seguía Saturnino,
escoltado por su numerosa prole. Dos de sus hijos habían de compartir su martirio; los otros dos
quedarían como prenda de su nombre en la Iglesia. Después, seguía todo el escuadrón del Señor,
en el que centelleaba el esplendor de las armas celestiales: el escudo de la fe, la coraza de la
justicia, el casco de la salvación y la espada de dos filos de la palabra de Dios. Confiados en la
protección de esas armas, prometían a los hermanos la esperanza de la victoria.
Finalmente, llegaron a la plaza pública de la ciudad. Allí dieron la primera batalla y, por el informe
elogioso de los magisterios, ganaron la palma de la confesión de la fe.
En la misma plaza, ya antes, el cielo había combatido en favor de las Escrituras del Señor.
Fundano, en otro tiempo obispo de la ciudad, había entregado las Escrituras del Señor, para ser
quemadas. El sacrílego magistrado ya estaba por prenderles fuego, cuando, súbitamente, con el
cielo sereno, cayó un chaparrón que apagó el fuego aplicado a las Sagradas Escrituras, mientras
una granizada y una tempestad se desencadenaron con furia en defensa de las Escrituras, asolando
toda la región.
Así, pues, en Abitinas los mártires de Cristo recibieron las primeras ansiadas cadenas y después
fueron enviados a Cartago. En todo el trayecto se mostraron alegres y jubilosos y entonaron
himnos y cánticos al Señor.
Finalmente, llegaron al tribunal del procónsul Anulino. Allí, firmes y valientes, en cerrado
escuadrón y gracias a la constancia recibida del Señor, rechazaron los asaltos del diablo
enfurecido. Sin embargo, al ver que no podía prevalecer contra todos los soldados de Cristo juntos,
la rabia diabólica pidió que los sacaran de a uno para el combate. Esos combates no los voy a
relatar con palabras mías sino con las de los mismos mártires. Esas palabras manifiestan la
impudencia del furioso enemigo al infligir sacrílegas invectivas y torturas, y glorifican la
todopoderosa fuerza de Cristo el Señor en la paciencia de los mártires y en su misma confesión de
la fe.

¡Infelices, están obrando injustamente!


El oficial presentó los mártires al procónsul y le informó que se trataba de un grupo de cristianos
remitidos por los magistrados de Abitinas, que habían sido sorprendidos celebrando, contra la
prohibición de los emperadores y césares, asambleas litúrgicas y cultos dominicales.
El procónsul, ante todo, interrogó a Dativo acerca de su condición y de su participación en las
asambleas, y él confesó ser cristiano y haber tomado parte en ellas. También lo interrogó acerca
del organizador de aquellas santísimas reuniones.
Inmediatamente, el procónsul ordenó a los oficiales que lo levantaran y tendieran sobre el potro y
lo desgarraran con uñas de hierro. Los verdugos cumplieron con atroz velocidad la cruel orden; y,
en medio de grandes escarnios, desnudaron los costados del mártir y ya tenían en alto los garfios
para herirlos, cuando Télica, mártir fortísimo, se ofreció a las torturas, gritando: "Somos
cristianos; sí, hemos tenido, asambleas".
Al punto se encendió el furor del procónsul, el cual, mascando rabia y gravemente herido por la
espada del espíritu, hizo moler a durísimos palos al mártir de Cristo, mandó que lo extendieran en
el potro y lo desgarraran con rechinantes garfios. Por su parte, el gloriosísimo mártir Télica, en
medio del furor de los verdugos, dirigía a Dios sus súplicas y sus acciones de gracias: "¡Gracias a
ti, oh Dios! ¡Por tu nombre, oh Cristo, Hijo de Dios, libra a tus siervos!".
Mientras oraba, el procónsul le preguntó: "Junto contigo, ¿quién es el responsable de las reuniones
de ustedes?". Mientras el verdugo se ensañaba más cruelmente, el mártir respondió en voz alta: "El
presbítero Saturnino y todos nosotros".
¡Oh generoso mártir, que da a todos la primacía! No prefirió el presbítero a los hermanos, sino que
asoció a los hermanos al presbítero en la confesión de la fe.
El procónsul buscó a Saturnino y Télica se lo señaló. De ninguna manera lo traicionó, ya que lo
veía consigo combatiendo juntos contra el diablo; sino que quería hacer patente al procónsul que la
reunión era auténticamente litúrgica, ya que se hallaba con ellos un sacerdote. Mientras derramaba
su sangre, unía sus súplicas al Señor y, acordándose de los preceptos del evangelio, el mártir, entre
las desgarraduras de su cuerpo, pedía perdón por sus enemigos. En medio de las gravísimas
torturas de los suplicios, increpaba tanto a los verdugos como al procónsul con estas palabras:
"¡Infelices, están obrando injustamente! ¡Están obrando contra Dios! ¡Oh Dios altísimo, no les
imputes estos pecados! ¡Están pecando, infelices; están obrando contra Dios! Guarden los
mandamientos del Dios altísimo. ¡Están obrando injustamente, infelices! ¡Están desgarrando a
inocentes! Nosotros no somos homicidas ni hemos defraudado a nadie. ¡Dios mío, ten compasión
de mí; te doy gracias, Señor; pero por tu nombre, dame fuerza para sufrir! Libra a tus siervos del
cautiverio de este siglo. Te doy gracias, y jamás podría dártelas bastante".
Por los golpes de los garfios los costados del mártir se abrieron como surcos, y por las violentas
desgarraduras manaba una ola de sangre. El procónsul le dijo: "Ahora comenzarás a sentir los
sufrimientos que te esperan". Télica respondió:
"¡Para gloria! Doy gracias al Dios de los reinos. Ya se me aparece el reino eterno, el reino
indestructible. Señor Jesús, somos cristianos y a ti servimos. Tú eres nuestra esperanzar la
esperanza de los cristianos. ¡Oh Dios santísimo, oh Dios altísimo, oh Dios omnipotente! Nosotros
te alabamos por tu nombre, Señor Dios omnipotente".
Mientras así oraba, el diablo, por boca del juez, le dijo: "Debías haber obedecido las órdenes de los
emperadores y Césares".
Su cuerpo estaba rendido por el esfuerzo, pero su alma era fuerte y constante; por eso seguía
proclamando con palabra invencible:
"Yo aprendí la ley de Dios y sólo por ella me desvelo. Procuro guardarla, por ella voy a morir, en
ella quiero consumar mi vida, ya que, fuera de ella, no existe ninguna otra".
Tales respuestas del glorioso mártir constituían otras tantas torturas para el propio Anulino, el cual,
después de haber saciado su ferocidad, ordenó a los verdugos: ¡Basta! Y lo envió a la cárcel, para
destinarlo a un martirio digno de él.

Calumnias de rapto
Después, Dativo fue levantado por el Señor para el combate. Antes, extendido en el caballete,
había contemplado de cerca la lucha denodada de Télica. Al llegar su turno, proclamó repetidas
veces y fuertemente, que era cristiano y que había tomado parte en las asambleas.
Entonces, se irguió Fortunaciano, hermano de la santísima mártir Victoria y personaje de
relevancia social, pero ajeno por entonces al culto de la religión cristiana, y comenzó a incriminar
al mártir suspendido en el potro: "Este es, señor, el hombre que, en ausencia de mi padre, cuando
yo estudiaba aquí, sedujo a mi hermana Victoria y de esta espléndida ciudad de Cartago, se la
llevó, juntamente con Secunda y Restituta, a la colonia de Abitinas. Jamás entró en nuestra casa
sino cuando quería atraerse, con sus engatusamientos, los ánimos de las niñas".
Pero Victoria, mártir clarísima del Señor, se indignó por esos falsos testimonios contra un senador
y compañero de martirio, y al punto irrumpió con cristiana libertad proclamando:
"Nadie influyó en mi partida, ni vine con él a Abitinas. Lo puedo demostrar con testigos. Todo lo
hice espontánea y libremente. Sí, tomé parte en la reunión y celebré los misterios del Señor, porque
soy cristiana".
Entonces, el insolente abogado amontonaba invectivas contra el mártir, el cual, desde el caballete,
se las rebatía una a una con respuestas verdaderas. Por su parte, Anulino ordenó que clavaran
fuertemente los garfios en el mártir. Muy pronto los verdugos pusieron al desnudo los costados y
los prepararon para los sangrientos golpes. Las manos crueles volaban más ligeras que los veloces
mandatos: rompieron la piel, desgarraron las entrañas y con salvajismo mostraron a las criminales
miradas de los profanos, las partes internas del mártir. Entre tantas torturas, el alma de Dativo
permanecía inconmovible. Aunque le rompieran los miembros, desgarraran las entrañas y
descalabraran sus costados, su espíritu seguía firme e inalterable. Él se acordó de su dignidad de
senador y, mientras el verdugo se ensañaba, dirigió al Señor su súplica:
"¡Oh Cristo Señor, no quede yo confundido!".
Con esta oración, lo que pidió del Señor, lo obtuvo tan fácilmente como brevemente lo suplicó.
Finalmente, el procónsul, con alma alterada, ordenó el cese de los tormentos. Y los verdugos
suspendieron. No era justo que el mártir de Cristo fuera atormentado con una causa que atañía a su
compañera de martirio, Victoria.
También Pompeyano se hizo cruel acusador de sospechas indignas y añadió sus calumnias contra
Dativo; pero éste lo refutó con desprecio: "¿Qué haces aquí, oh diablo? ¿Por qué te ensañas todavía
contra los mártires de Cristo?".
Igualmente Dativo, senador y mártir de Cristo, derrotó el poder y la rabia forense. El también debía
ser torturado por Cristo. A la pregunta del procónsul si había asistido a la reunión litúrgica,
contestó que había llegado durante la reunión y había celebrado, en unión con los hermanos y con
la debida devoción, los misterios del Señor; pero que el organizador de aquella santísima junta no
era uno solo.
Estas declaraciones excitaron nuevamente y con más furor al procónsul contra Dativo. Su rabia se
descargó de nuevo contra la doble dignidad del mártir que fue profundamente herido por los surcos
de los garfios. Pero el mártir, entre los durísimos tormentos de sus llagas, repetía su primera
oración:
"¡Te ruego, oh Cristo, no quede yo confundido! ¿Qué he hecho? Saturnino es nuestro sacerdote".
Sí, hemos celebrado los divinos misterios
Mientras los duros y feroces verdugos, mostrando gran crueldad, rayaban con corvas uñas los
costados de Dativo, se hizo venir a Saturnino. Este, antes, absorto en la contemplación del reino
celestial, reputaba menudos y muy leves los sufrimientos de sus compañeros; ahora, él también
empezó a sentir en sí la dureza de tales combates. El procónsul le acusó así:
"Al reunir a todos estos, tú has obrado contra el mandato de los emperadores y césares".
Saturnino, por inspiración del Espíritu del Señor: "Hemos celebrado pacíficamente el día del
Señor".
Procónsul: "¿Por qué?".
Saturnino: "Porque la celebración del día del Señor no puede suspenderse".
Al oír esto, el procónsul dio orden de que Saturnino fuera atado para la tortura frente a Dativo.
Este, más que sentía, contemplaba la carnicería de su propio cuerpo; y, teniendo su alma y su
corazón absortos en el Señor, no daba importancia a los dolores del cuerpo. Únicamente oraba al
Señor, diciendo:
"¡Socórreme, te suplico, oh Cristo! ¡Ten piedad de mí! ¡Salva mi alma, guarda mi espíritu, para
que no quede yo confundido! ¡Te suplico, oh Cristo: dame fuerza para sufrir!".
El procónsul insistió: "Tu deber era, desde esta espléndida ciudad, hacer entrar en razón a los otros
y no obrar contra el mandato de los emperadores y césares".
El mártir con más fuerza y constancia gritaba:
"¡Soy cristiano!".
El diablo, vencido por estas palabras, ordenó el cese de las torturas y arrojó a Dativo a la cárcel,
reservándolo para un martirio más digno.

Admirable y divina respuesta


Saturnino, el presbítero, suspendido sobre el caballete y empapado en la sangre reciente de los
mártires, se Sentía exhortado a perseverar en la fe de aquellos sobre cuya sangre estaba tendido.
Interrogado si había sido promotor de la asamblea y si los había reunido a todos ellos, respondió:
"Sí, yo asistí a la reunión".
En ese momento saltó al combate y se asoció al presbítero el lector Emérito, mientras declaraba:
"Yo soy el responsable, y las reuniones se celebraron en mi casa".
El procónsul, que tantas veces había sido derrotado, tuvo horror a los asaltos de Emérito; y siguió
dirigiéndose al presbítero:
"¿Por qué obraste contra lo mandado, Saturnino?".
Saturnino: No se puede suspender la celebración dominical. Lo manda la ley.
Procónsul: "Sin embargo, no debías despreciar la prohibición de los emperadores, sino observarla
y no obrar contra su mandato".
Y con voz ya muy ejercitada contra los mártires, dio orden a los atormentadores de que redoblaran
su furia; y fue con presteza obedecido. Los verdugos se lanzaron contra el cuerpo del anciano y,
con rabia atroz, rompieron la trabazón de los nervios y desgarraron al sacerdote de Dios con
suplicios atroces y con tormentos de nuevo género.
Se podía ver cómo los verdugos se ensañaban con hambre rabiosa, como si trataran de saciarla en
las llagas del mártir; y cómo -para horror de los presentes- entre el rojo de la sangre, se veían
amarillear los desnudos huesos.
Mientras tanto, el sacerdote suplicaba al Señor que no dejara que su alma abandonara el cuerpo
durante las pausas de los atormentadores, cuando aún le esperaba el último suplicio:
"¡Te ruego, oh Cristo: óyeme! ¡Te doy gracias, Dios mío; manda que yo sea degollado! ¡Te ruego,
oh Cristo: ten compasión de mí! ¡Oh Hijo de Dios, socórreme!".
El procónsul volvió a repetir: "¿Por qué obraste contra lo mandado?".
El sacerdote reafirmó: "La ley así lo manda, la ley así lo enseña".
¡Qué respuesta admirable, elocuente y divina del sacerdote-maestro! Aun entre los tormentos, el
sacerdote predicaba la ley santísima, por la que de buena gana estaba soportando los. suplicios.
Espantado por la palabra de la ley, Anulino dijo: "¡Basta! y lo entregó a los guardias de la cárcel,
destinándolo para el deseado suplicio.

No podemos vivir sin misa


Emérito fue puesto ante el tribunal y el procónsul le preguntó:
"¿En tu casa se han celebrado reuniones de culto contra las órdenes de los emperadores?".
Emérito, inundado de Espíritu Santo: "Sí, en mi casa hemos celebrado el día del Señor".
Procónsul: "¿Por qué les permitiste entrar?".
Emérito: "Porque son mis hermanos y no podía impedírselo".
Procónsul: "Tu deber era impedírselo".
Emérito: "No lo podía hacer, porque no podemos vivir sin celebrar los misterios del Señor".
El procónsul dio orden de que también Emérito, inmediatamente, fuera extendido en el caballete y
torturado. Los verdugos se alternaban en propinarle terribles castigos. El mártir oraba así:
"¡Te ruego, oh Cristo, socórreme! ¡Están obrando contra el mandato de Dios, oh infelices!".
Procónsul: "No debías haberlos recibido".
Emérito: "Yo no podía menos de recibir a mis hermanos". :
El sacrilego procónsul: "Antes debía prevalecer la orden de los emperadores y césares".
El religioso mártir: "Dios es el más grande, no los emperadores... ¡Te suplico, oh Cristo! ¡A ti te
doy alabanzas! ¡Cristo Señor, dame fuerzas para sufrir!".
Mientras así oraba, el procónsul lo interrumpió:
"¿Tienes algunas Escrituras en tu casa?".
Emérito: "Las tengo, pero en mi corazón".
Procónsul: "¿Las tienes en tu casa, sí o no".
Emérito: "Las tengo en mi corazón. ¡Te suplico, oh Cristo! ¡A ti toda alabanza! ¡Líbrame, oh
Cristo: sufro por tu nombre! ¡Por breve tiempo sufro, de buena gana sufro! ¡Oh Cristo Señor, que
no sea yo confundido!".
¡Oh mártir, quien, a semejanza del Apóstol, tuvo la ley del Señor escrita no con tinta, sino por el
Espíritu de Dios vivo; no en tablas de piedra, sino en tablas de carne del corazón! (2Cor 3, 3). ¡Oh
mártir, experto de la ley sagrada y su solícito custodio, que sintió horror por el crimen de los
entregadores y, para no perder las Escrituras del Señor, las escondió en el secreto de su pecho!
El procónsul, dándose cuenta, ordenó: "¡Basta!"; mandó que se levantara un acta de su
declaración, así como de las de todos los demás y añadió:
"Según lo que ustedes se merecen y de acuerdo con su misma confesión, todos sufrirán el debido
castigo".

Nos reunimos para leer las Escrituras


Parecía ya mitigarse la ferina rabia del procónsul, saciada con boca ensangrentada en los tormentos
de los mártires. Pero en aquel punto Félix se adelantó a la batalla, y con él todo el ejército del
Señor, que seguía compacto e invicto.
El tirano, aterrado, con el cuerpo y el espíritu deshechos y en voz baja, se dirigió al grupo y les
dijo:
"Espero que elijan el mejor partido: conservar la vida obedeciendo las órdenes".
Los confesores del Señor e invictos mártires de Cristo unánimemente contestaron:
"Somos cristianos, y no podemos guardar otra ley que la ley santa del Señor, hasta el
derramamiento de nuestra sangre".
El enemigo, herido por estas palabras, dijo a Félix: "No te pregunto si eres cristiano, sino si
participaste en reuniones o tienes Escrituras en tu poder".
¡Qué necia y ridícula la pregunta del juez! "Si eres cristiano, le dice, callátelo; pero dime, añade, si
asististe a la reunión"; como si se pudiera, ser cristiano sin celebraciones eucarísticas, o tomar
parte en las reuniones sin ser cristiano. ¿No te das cuenta, Satanás, de que el cristiano está asentado
en la celebración eucarística y la celebración eucarística en el cristiano, de suerte que no es posible
el uno sin el otro? Cuando oigas el nombre, reconoce la reunión ante el Señor; y, cuando oigas la
reunión, reconoce el nombre. En fin el mártir te conoce y se burla de ti. Con la siguiente respuesta
te confunde:
"Sí, nos reunimos para celebrar los gloriosos misterios del Señor; y cada vez que nos reunimos,
leemos las Escrituras del Señor".
Anulino, gravemente confundido por esta confesión, le mandó azotar con varas tan
horrorosamente que murió y, terminado su martirio, corrió presuroso a asociarse al coro celeste de
los mártires en los estrados de las estrellas.
A este Félix le siguió otro Félix. Combatió con valor semejante, fue machacado por la andanada de
palos, murió en la cárcel de resultas de los tormentos y se unió al martirio del primer Félix.

La eucaristía, esperanza y salvación


Después, entró en la liza Ampelio, cumplidor de la ley y fidelísimo custodio de las divinas
Escrituras. A la pregunta del procónsul de si había asistido a las reuniones, Ampelio respondió
risueño, aplomado y con voz alegre:
"Sí, yo me reuní con mis hermanos, celebré los misterios del Señor, tengo conmigo las Escrituras,
pero escritas en mi corazón. ¡Oh Cristo, yo te alabo! ¡Escúchame, oh Cristo!".
Habiendo dicho esto, fue golpeado en la nuca y enviado a la cárcel, donde entró gozoso al lado de
sus hermanos, como si entrara ya en el tabernáculo del Señor.
A éste siguió Rogaciano, quien confesó el nombre de Señor y fue llevado a la cárcel junto a los
demás, pero sin sufrir tortura alguna.
Quinto fue arrimado, confesó de modo egregio y magnífico el nombre del Señor, fue azotado con
varas y arrojado a la cárcel, reservado para un martirio digno de él.
A éste siguió Maximiano, par en la confesión de la fe semejante en la lucha, igual en los triunfos de
la victoria.
Después, Félix el joven proclamó que la celebración de los misterios del Señor son la esperanza y
la salvación de los cristianos, fue igualmente azotado con varas y dijo:
"Sí, yo celebré con devoción el día del Señor y me reuní con mis hermanos, porque soy cristiano".
Por esta confesión mereció ser también él asociado a los susodichos hermanos.

De tal palo, tal astilla


Saturnino el joven, santa descendencia del presbítero y mártir Saturnino, se acercó presuroso al
deseoso combate, como si tuviera prisa por emular las gloriosas virtudes del padre.
El procónsul, furibundo, por instigación del diablo, le preguntó: "¿También tú, Saturnino, asististe
a las reuniones?".
Saturnino: "Yo soy cristiano".
Procónsul: "No te pregunto eso, sino si celebraste el día del Señor".
Saturnino: "Sí, lo celebré, porque Cristo es el Salvador".
Al escuchar el nombre de "Salvador", Anulino se enfureció y mandó que prepararan el potro del
padre para el hijo. Una vez que Saturnino estuvo tendido, el procónsul le dijo:
"¿Qué declaras, Saturnino? ¿Ves dónde estás puesto? ¿Tienes alguna Escritura?".
Saturnino: "Yo soy cristiano".
Procónsul "Yo te pregunto si tomaste parte en las reuniones y si tienes Escrituras",
Saturnino: "Yo soy cristiano; y no hay otro nombre que, después del de Cristo, debamos venerar
como santo".
El diablo, inflamado por esta confesión, sentenció: "Ya que persistes en tú obstinación, es preciso
someterte a ti también a los tormentos. Declara si tienes alguna Escritura". Después, ordenó al
verdugo: "¡Tortúralo!".
Los verdugos, que se cansaron antes por herir al padre, descargaron sus golpes sobre los costados
del hijo y mezclaron la sangre paterna, húmeda aún en los garfios, con la sangre del hijo. ¡Qué
horror! La sangre, por entre los surcos de las heridas abiertas, fluía de los costados del hijo, como
antes de los del padre; y los garfios chorreantes mezclaban la sangre de uno y otro.
Pero el joven, cobrando vigor con la mezcla de su legítima sangre, sentía más aliento que tormento
y, creciendo su fortaleza en medio de las torturas, con fortísimas voces gritaba:
"Sí, tengo las Escrituras del Señor, pero en mi corazón. ¡Te suplico, oh Cristo: dame fuerzas para
sufrir! ¡En ti está la esperanza!".
Anulino: "¿Por qué obraste contra lo mandado?".
Saturnino: "Porque soy cristiano".
Anulino: "¡Basta!". El tormento cesó inmediatamente y el joven fue enviado a la compañía de su
padre.
Hirvientes del Espíritu Santo
Mientras tanto, las horas resbalaban, el día se sumergía en la noche y los tormentos terminaban con
el sol. La negra rabia de los atormentadores se calmó y parecía languidecer juntamente con la
crueldad del juez. En cambio, las legiones del Señor, en las que Cristo, luz eterna, refulgía con el
esplendor deslumbrante de los años celestiales, se lanzaban al combate con nueva valentía y
constancia.
El enemigo del Señor, derrotado en tantas gloriosas batallas de los mártires y en tan grandes
encuentros, abandonado por el día, sorprendido por la noche y desbaratado por el cansancio de los
mismos verdugos, ya no tenía ganas para seguir combatiendo con ellos uno a uno. Por eso trató de
sondear en masa los ánimos de todo el ejército del Señor y compulsó las mentes devotas de los
confesores con este interrogatorio:
"Ustedes han visto lo que sufrieron los que han perseverado y lo que tendrán que sufrir todavía los
que persistan en su confesión. Por tanto, el que de entre ustedes quiera alcanzar el perdón y salvar
la vida, no tiene más que declarar".
Los confesores del Señor, los gloriosos mártires de Cristo, alegres y triunfantes, no por las palabras
del procónsul sino por la victoria del martirio, hirvientes del Espíritu Santo, con voz más fuerte y
más clara, unánimemente contestaron:
"¡Somos cristianos!".
Con estas palabras el diablo quedó derrotado y Anulino, aplastado y confundido, los arrojó a todos
a la cárcel, destinando a aquellos santos para el martirio.

Las dos coronas: La virginidad y el martirio


El florido coro de las sagradas vírgenes no podía verse privado de la gloria de tan gran combate.
Todas ellas, gracias a la ayuda del Señor, lucharon con Victoria y, con ella, fueron coronadas.
Victoria, la más santa de las mujeres, la flor de las vírgenes, el honor y la gloria de los confesores,
era noble de nacimiento, muy devota y de gran pureza de costumbres. Los encantos de la
naturaleza brillaban más por el candor de su honestidad, y a la belleza de su cuerpo correspondían
la fe más bella de su alma y la integridad de su castidad. Se alegraba sobremanera, al considerarse
destinada para la segunda palma a través del martirio del Señor.
Desde su infancia resplandecían en ella los claros signos de la pureza, y desde sus tiernos años sé
destacaban en ella un casto rigor de alma y una como dignidad de su futuro martirio. Al llegar a ser
mayor de edad, sus padres quisieron forzarla, contra su voluntad y sin mirar a su repugnancia, a
que se casase, y estaban ya por entregarla contra su gusto al esposo; pero ella, para huir al raptor, a
escondidas, se precipitó por una ventana abajo y, sostenida por aires serviciales, se recostó ilesa en
el regazo de la tierra. Si en aquel trance hubiera muerto por la sola virginidad, no habría podido
más tarde sufrir también por Cristo el Señor.
Después de haberse liberado de las antorchas nupciales, de burlar justamente a padres y novio, y de
haber saltado casi de entre los que concurrieron a su boda, como virgen intacta, se refugió en la
morada del pudor y puerto de la castidad que es la Iglesia. Allí, con inmaculado pudor, conservó la
sagrada cabellera de su cabeza y se consagró a Dios en virginidad perpetua. Así, cuando Victoria
corría presurosa al martirio, llevaba ya triunfalmente con su mano derecha la palma y la flor de la
pureza.
El procónsul le preguntó qué fe profesaba y ella, en voz alta, contestó: "Yo soy cristiana".
Su hermano Fortunaciano, personaje importante y su abogado, con una sarta de argumentos
ensayó hacerla pasar por loca. Pero ella replicó: "Esta es mi convicción y jamás he cambiado".
Procónsul: "¿Quieres irte con tu hermano Fortunaciano?".
Victoria: "No quiero, porque soy cristiana; y mis hermanos son los que guardan los mandamientos
de Dios".
¡Oh niña, fundada en la autoridad de la ley de Dios! ¡Oh virgen gloriosa, con razón consagrada al
Rey eterno! ¡Oh mártir beatísima, ilustre por la profesión evangélica! Con las palabras del Señor,
ella dijo: "Mis hermanos son los que guardan los mandamientos de Dios" (Mt 12,48-50).
Al oírla, Anulino puso aparte su autoridad de juez y se rebajó a suplicarle a la niña: "Mira lo que
haces; Ya ves a tu hermano cómo desea lograr tu salvación".
La mártir de Cristo respondió: "Es una resolución ya tomada y jamás he cambiado. Estuve presente
en la reunión y celebré con mis hermanos el día del Señor, porque soy cristiana".
Al oírla, Anulino, presa de la furia, se inflamó y mandó a la cárcel a la joven y santa mártir de
Cristo junto con los demás, reservándolos a todos para la pasión del Señor.

Te voy a cortar el pelo, la nariz y las orejas


Quedaba todavía Hilariano, uno de los hijos del presbítero y mártir Saturnino. Era niño todavía,
pero sobrepujaba su tierna edad con la grandeza de su devoción.
Él aspiraba a compartir los triunfos de su padre y hermanos y no se atemorizó por las feroces
amenazas del tirano si no que las redujo a nada. A la pregunta del procónsul de si había seguido al
padre y a los hermanos, con presteza se oyó la voz juvenil salida de un pequeño cuerpo, y el
estrecho pecho del niño se abrió entero para confesar al Señor:
"Yo soy cristiano, y libre y espontáneamente asistí a la reunión, junto con mi padre y mis
hermanos".
Parecía que la voz del padre saliera por la boca del dulce hijo, y que la lengua que confesaba a
Cristo se afianzara con los ejemplos del hermano. Pero el necio procónsul no comprendía que no
eran los hombres, sino Dios mismo quien combatía contra él en los mártires, ni que en años de niño
pudiera haber ánimo de hombre; por eso creía poder espantar al niño con tormentos que espantan a
la niñez y lo amenazó.
"Te voy a cortar el pelo, la nariz y las orejas; y así te soltaré".
Hilariano, orgulloso de las hazañas de su padre y hermanos y que ya había aprendido de sus
mayores a despreciar los tormentos, con voz clara respondió:
"Haz lo que quieras; yo soy cristiano".
Inmediatamente por orden del juez fue puesto en la cárcel; y con gran alborozo se oyó la voz de
Hilariano: "¡Deo gratias = Gracias a Dios!".
Así se termina la lucha del gran combate. Así el diablo es derrotado y vencido. Así los mártires de
Cristo se alegran y se felicitan eternamente por la gloria de su martirio.

Martirio de san Ireneo


(2 5 de marzo del año 304)
Ireneo era obispo de Sirmio (= la moderna Mitrowitza), entre Hungría y Yugoslavia. El relato
tiene por fuente principal las actas judiciales. Todos destacan el doble martirio de Ireneo: el del
cuerpo y, sobre todo, el del corazón por su radical desprendimiento de esposa e hijos "por el reino
de los cielos".
Los tormentos antes que negar a Dios
Durante la persecución de los emperadores Diocleciano y Maximiano, los cristianos lucharon en
todo género de combates y, abrazando con alma entregada a Dios los suplicios infligidos por los
tiranos, se hacían merecedores de los premios eternos.
Este fue el caso del siervo de Dios, Ireneo, obispo de Sirmio, cuyo combate les voy a narrar y cuya
corona les voy a mostrar. Ireneo (= Pacífico), por su natural modestia y por el temor de Dios, al que
servía con buenas obras, fue hallado digno de su propio nombre.
Ireneo fue arrestado y presentado a Probo, gobernador de Panonia.
Gobernador: "Obedece los divinos preceptos y sacrifica a los dioses".
Ireneo, obispo: "El que sacrifica a los dioses y no a Dios, será exterminado".
Gobernador: "Nuestros clementísimos príncipes han mandado lo siguiente: o sacrificar o morir en
los tormentos".
Ireneo: "A mí se me ha mandado aceptar los tormentos antes que renegar de Dios, sacrificando a
los demonios".
Gobernador: "O sacrificas o te hago torturar".
Ireneo: "Si lo haces, me alegraré, ya que así compartiré los sufrimientos de mi Señor".
El gobernador Probo dio orden de que se le aplicara la tortura. Mientras se le atormentaba con
extremada violencia, el gobernador lo interpeló: "¿Qué dices, Ireneo? Sacrifica".
Ireneo respondió: "Proclamando con altivez mi fe, estoy sacrificando a mi Dios, a quien siempre
he sacrificado".

Gemidos, lágrimas, llantos


Mientras tanto, llegaron sus familiares y, al verle torturado, le suplicaban (que cediera). Los niños
se abrazaban a sus pies y le decían: "¡Oh padre, ten compasión de ti y de nosotros!". Las mujeres le
suplicaban llorando por su rostro y su edad. Sobre él sollozaban y se dolían sus parientes, gemían
los criados, gritaban los vecinos y se lamentaban los amigos. Todos ellos clamaban diciendo: "Ten
compasión de tu juventud".
Pero Ireneo estaba poseído por una pasión más noble. Él tenía delante de sus ojos la palabra del
Señor: Si alguno me niega delante de los hombres, yo también lo negaré delante de mi Padre que
está en los cielos (Mt 10, 33). Por eso, desdeñándolo todo, no contestó a nadie, ya que tenía prisa
por llegar a la esperanza de su vocación celestial.
El gobernador Probo le preguntó: "¿Qué dices a todo esto? ¡Que tantas lágrimas dobleguen tu
locura! Piensa en tu joven edad y sacrifica".
Ireneo respondió: "Pienso en mi eternidad; por eso no sacrifico".
Probo dio orden de que se lo llevara a la cárcel, donde estuvo encerrado por muchos días y
sometido a diversos castigos.

Por la muerte la vida


Más adelante, a medianoche, el gobernador Probo se ubicó en su tribunal y de nuevo hizo
comparecer al beatísimo mártir Ireneo.
Gobernador: "Sacrifica, pues, y te ahorrarás castigos".
Ireneo: "Haz lo que se te ha mandado; pero no esperes de mí tal cosa".
Probo se enfadó y lo hizo azotar con varas.
Ireneo: "Tengo a Dios, y desde mi primera edad aprendí a darle culto. Yo lo adoro a él, que me
fortalece en todas las cosas. A él también sacrifico; en cambio, a los dioses, hechos a mano, yo no
los puedo adorar".
Gobernador: "Ahórrate al menos la muerte: ¡ya sufriste demasiadas torturas!".
Ireneo: "Me ahorro la muerte cuando por las penas que me infliges, pero que yo por Dios no
siento, reciba la vida eterna".
Gobernador: "¿Tienes mujer?".
Ireneo: "No tengo".
Gobernador: "¿Tienes hijos?".
Ireneo: "No tengo".
Gobernador: "¿Tienes parientes?".
Ireneo: "No tengo".
Gobernador: "Pues ¿quiénes eran los que lloraban durante la audiencia anterior?".
Ireneo: "Hay un precepto de mi Señor Jesucristo, que dice: El que ama a su padre ó a su madre, a
su esposa o a sus hijos, a sus hermanos o a sus parientes más que a mí, no es digno de mí (Lc 14,
26)".
Miró hacia el cielo, a Dios, y puso su mente en sus promesas; por eso todo lo desestimó y declaró
no conocer ni tener pariente alguno fuera de Dios.
Gobernador: "Siquiera por ellos sacrifica".
Ireneo: "Mis hijos tienen al mismo Dios que yo y él puede salvarlos. Pero tú haz lo que te han
mandado".
Gobernador: "Mira por ti, joven. Sacrifica. No me obligues a hacerte perecer en los suplicios".
Ireneo: "Haz lo que quieras. Ya podrás ver la constancia que el Señor Jesucristo me dará contra tus
acechanzas".
Gobernador: "Voy a dictar sentencia contra ti".
Ireneo: "Si lo haces, te felicito".
El gobernador dictó sentencia así: "Mando que Ireneo, por desobedecer los mandatos imperiales,
sea arrojado al río".
Ireneo respondió: "Después de tan variadas amenazas y de tan multiformes tormentos, creía que
me pasarías a cuchillo; pero nada de esto has hecho. Yo te ruego que lo hagas, para que veas cómo
los cristianos, por su fe en Dios, saben despreciar la muerte".
¡Gracias, Señor, por compartir tu gloria!
Probo, exasperado por el desafío del bienaventurado varón, dio Orden también de que fuera
pasado a filo de la espada. El santo mártir de Dios, como si recibiera una segunda palma, dio
gracias a Dios diciendo:
"Te doy gracias, Señor Jesucristo, por darme paciencia en medio de tan innumerables penas y
tormentos y por dignarte hacerme partícipe de la gloria eterna".
Al llegar al puente que se llama Básente, él mismo se despojó de sus vestidos, levantó las manos al
cielo y oró así:
"Señor Jesucristo, que te dignaste sufrir por la salvación del mundo, abre tus cielos y envía a tus
ángeles, para que reciban el espíritu de tu siervo Ireneo, que sufre esto por tu nombre y por tu
pueblo de la Iglesia católica de Sirmio y por su progreso. Te ruego y suplico tu misericordia, que te
dignes recibirme a mí y confirmar en la fe a los demás".
Así Ireneo fue pasado a filo de espada y los verdugos arrojaron su cuerpo al río Sava.
El siervo de Dios, Ireneo, obispo de la ciudad de Sirmio, fue martirizado el ocho antes de los idus
de abril, bajo Diocleciano emperador y Probo gobernador, y bajo el reinado de nuestro Señor
Jesucristo, a quien es la gloria por los siglos de los siglos. Amén.

Martirio de las santas Ágape, Quionia e Irene


(en Tesalónica, año 304)
La ciudad de Tesalónica es doblemente ilustre: por las dos cartas de san Pablo y por sus gloriosos
mártires. Las tres hermanas transformaron su casa en un escondite de Biblias y otros libros
litúrgicos y hagiográficos y, para evitar el arresto, Se refugiaron en los montes. El autor del relato
reunió los tres procesos y los encuadró con un prólogo y un epílogo.

Tres nombres, tres símbolos


Cuanto mayor que antes fue la gracia concedida al género humano por el advenimiento y la
presencia de nuestro Señor y salvador Jesucristo, tanto mayor fue la victoria de los hombres
santos.
Ellos, en lugar de aquellos enemigos que se ven con ojos corporales, comenzaron a vencer a los
que no caen bajo el sentido de los ojos. Los mismos demonios, cuya naturaleza no es visible,
fueron vencidos por mujeres puras, honestas y llenas del Espíritu Santo, y fueron entregados al
fuego.
Tales fueron aquellas tres santas mujeres, oriundas de Tesalónica, ciudad que celebró el
sapientísimo Pablo, cuando en alabanza de su fe y caridad dice: A TODO LUGAR HA LLEGADO LA
NOTICIA DE SU FE EN DIOS. Y también: ACERCA DE LA CARIDAD FRATERNA NO ES NECESARIO QUE
LES ESCRIBA, PUES USTEDES MISMOS HAN APRENDIDO DE DIOS A AMARSE LOS UNOS A LOS OTROS (I
Tes 1, 4-9).
Al estallar la persecución del emperador Maximiano contra los cristianos, aquellas mujeres,
adornadas con todo género de virtudes, quisieron obedecer las leyes evangélicas. Por su sumo
amor a Dios y la esperanza de los bienes celestiales, imitaron el ejemplo del patriarca Abraham y
abandonaron patria, parientes y todos sus bienes. Para huir de los perseguidores, como lo enseñó
Cristo, se dirigieron a un alto monte y allí se entregaban a la oración. Así su cuerpo se elevó a la
altura de un monte; pero su alma ya vivía en las alturas del cielo mismo.
Fueron prendidas en el monte mismo y conducidas al magistrado, autor de la persecución, a fin de
que, después de haber cumplido los demás preceptos de Dios, mantuvieran su amor a Cristo hasta
la muerte y así alcanzaran la corona de la inmortalidad.
Una de las tres poseía la perfección del mandamiento, pues amaba a Dios de todo corazón y al
prójimo como a sí misma, según dice el Apóstol; El fin del mandamiento es la caridad (I Tim 1, 5);
por esto se llamaba con toda razón Ágape, nombre griego que quiere decir caridad.
La segunda guardó pura y brillante la blancura del bautismo, tanto que se le podía aplicar el dicho
profético: Me lavarás y quedaré más blanco que la nieve (Sal 51, 9); y por eso recibió su nombre
de la nieve. Quionia viene de "nieve".
La tercera tenía el don de la paz recibido de nuestro salvador y Dios y lo ejercía para con todos,
según el dicho del Señor: Mi paz les doy; por esto fue llamada Irene que en griego significa "paz".
Estas tres mujeres fueron llevadas a presencia del magistrado, quien, al ver que no estaban
dispuestas a ofrecer sacrificios a los dioses, sentenció que fueran quemadas vivas. De esta manera
a través del fuego de unos momentos vencieron al diablo y a toda la caterva de demonios que,
doquiera estén, forman su ejército y que están condenados al fuego eterno; alcanzaron la corona
incorruptible de la gloria y con los ángeles alaban eternamente a Dios, que tantas gracias les
otorgó. Cómo se desarrollaron los sucesos de su martirio, vamos a narrarlo brevemente.

Antes morir que pecar


Dulcecio presidía el tribunal y el escribano Artemisio le habló así: "Si lo mandas, leeré el informe
remitido por el oficial de policía acerca de los presentes".
Dulcecio: "Te ordeno que lo leas".
Escribano: "Por tu orden voy a leerte, mi señor, el informe completo: Casandro, soldado
beneficiario, escribe así: 'Has de saber, señor, que Agatón, Ágape, Quionia, Irene, Casia, Felipa y
Eutiquia se niegan a comer de los sacrificios ofrecidos a los dioses. Por eso procuré remitirlos a tu
excelencia'".
Presidente: "¿Qué locura tan grande es la de ustedes, para no querer obedecer los religiosísimos
mandatos de nuestros emperadores y Césares?".
Luego se dirigió a Agatón: "¿Por qué, yendo a los sacrificios, no has usado de ellos como
acostumbran los que están consagrados a los dioses?".
Agatón: "Porque yo soy cristiano".
Presidente: "¿Hoy también persistes en la misma determinación?".
Agatón: "¡Mucho más firmemente".
Presidente: "Y tú, Ágape, ¿qué dices?".
Ágape: "Yo creo en el Dios vivo, y no quiero perder la conciencia de mi buena actuación".
Presidente: "Y tú, Quionia, ¿qué dices?".
Quionia: "Yo creo en el Dios vivo, y por eso no he querido hacer lo que dices".
Presidente a Irene: "Y tú, ¿qué dices? ¿Por qué no has obedecido el piísimo mandato de nuestros
emperadores y Césares?".
Irene: "Porque temo a Dios".
Presidente: "Y tú, Casia, ¿qué dices?".
Casia: "Yo quiero salvar mi alma".
Presidente: "¿No quieres tomar parte en los sacrificios?".
Casia: "¡De ninguna manera!".
Presidente: "Y tú, Felipa, ¿qué dices?".
Felipa: "Yo digo lo mismo".
Presidente: "¿Qué es eso mismo que dices?".
Felipa: "Prefiero morir a comer de los sacrificios de ustedes".
Presidente: "Y tú, Eutiquia, ¿qué dices?".
Eutiquia: "Yo digo lo mismo; también yo prefiero morir a hacer lo que mandas".
Presidente: "¿Tienes marido?".
Eutiquia: "Ha muerto".
Presidente: "¿Cuánto hace?".
Eutiquia: "Unos siete meses".
Presidente: "¿De quién estás encinta?".
Eutiquia: "Del marido que Dios me dio".
Presidente: "Te aconsejo, Eutiquia, a abandonar esta locura y a volver a pensamientos más
humanos. ¿Qué dices? ¿Quieres obedecer el edicto imperial?".
Eutiquia: "De ninguna manera quiero obedecer. Yo soy cristiana y sierva del Dios omnipotente".
Presidente: "Ya que Eutiquia está encinta, será por ahora custodiada en la cárcel".

Mando que sean quemadas vivas


Presidente: "Tú, Ágape, ¿qué dices? ¿Quieres hacer como nosotros, que somos fieles servidores
de nuestros soberanos, los emperadores y Césares?".
Ágape: "¡De ninguna manera! Yo no serviré a Satanás. Mi alma no puede ser engañada por tus
palabras, pues es inexpugnable".
Presidente: "Y tú, Quionia, ¿qué dices a esto?".
Quionia: "Nadie puede desviar nuestra determinación".
Presidente: "¿Tienen tal vez en su casa escritos, códices o libros de los impíos cristianos?".
Quionia: "No nos queda ninguno; los actuales emperadores nos los han quitado todos".
Presidente: "¿Quién les ha dado esta determinación?".
Quionia: "El Dios omnipotente".
Presidente: "¿Quiénes fueron los maestros que las llevaron a esa necedad?".
Quionia: "El Dios omnipotente y su Hijo unigénito, nuestro Señor Jesucristo".
Presidente: "Es evidente que todos ustedes debían someterse a la obediencia de nuestros
poderosos emperadores y Césares. Sin embargo, a pesar de tanto tiempo, tantas advertencias,
tantos edictos promulgados y tantas amenazas que se han lanzado, ustedes permanecen insolentes
y altaneras, desprecian los justos mandatos de los emperadores y Césares y adhieren al impío
nombre de cristianos. Los agentes de policía y los primeros soldados les han ordenado redactar por
escrito una negación de Cristo; pero ustedes se han rehusado a hacerlo. Por todo ello recibirán el
castigo que merecen".
Después, leyó el texto de la sentencia: "Ágape y Quionia, engreídas por malas ideas y falsos
principios, han resistido a los divinos edictos de nuestros soberanos, los augustos y los Césares, y
hasta el presente practican la religión cristiana que es temeraria, vana y odiosa para todos los
hombres piadosos; por eso mando que sean quemadas vivas". Y añadió: "Agatón, Casia, Felipa e
Irene (por su joven edad), serán guardadas en la cárcel, hasta que a mí me parezca".

Trayectoria de heroísmos
Una vez que aquellas santísimas mujeres fueron consumidas por el fuego, el presidente mandó que
le trajeran a santa Irene y le habló así:
"Por lo que haces, pones de manifiesto un propósito descabellado, pues has querido conservar
hasta hoy tantos pergaminos, libros, tablillas, volúmenes y páginas de las Escrituras que
pertenecieron a los impíos cristianos. Te los hemos presentado y tú los reconociste, a pesar de que
diariamente negabas que poseían tales escritos. No te contuvo el castigo de tus hermanas, ni te
importó nada el miedo a la muerte. Por lo tanto, es necesario que te apliquemos el castigo. Sin
embargo, no me parece inoportuno ofrecerte, aún ahora, una parte de mi benignidad. Si, al menos
ahora, quieres reconocer a nuestros dioses, saldrás impune de todo suplicio y libre de todo peligro.
¿Qué dices? ¿Te sometes a los mandatos de nuestros emperadores y Césares? ¿Estás dispuesta a
comer de las carnes inmoladas y a sacrificar a los dioses?".
Irene: "¡De ninguna manera! ¡De ninguna manera, por el Dios omnipotente que creó el cielo y la
tierra, el mar y cuanto en ellos hay. A los que negaren a Jesús, el Verbo de Dios, les está reservada
la suprema pena del fuego sempiterno".
Presidente: "¿Quién te impulsó a guardar hasta hoy todos estos pergaminos y escrituras?".
Irene: "Aquel Dios omnipotente, que nos mandó amarle hasta la muerte. Por eso no nos hemos
atrevido a traicionarlo, sino que hemos preferido ser quemadas vivas, o sufrir cualquier otra
calamidad que pudiera sobrevenirnos, a entregar tales escritos".
Presidente: "¿Qué otra persona sabía que en tu casa se guardaban tales escritos?".
Irene: "Nadie; sólo lo sabía Dios omnipotente que todo lo ve. Por el miedo de que nos delataran,
considerábamos a nuestros hombres como nuestros peores enemigos. Así, pues, a nadie se los
mostramos".
Presidente: "El año pasado, cuando por vez primera se promulgó aquel piadoso edicto de nuestros
señores, los emperadores, y césares, ¿dónde se escondieron?".
Irene: "Donde Dios quiso. En los montes, bien lo sabe Dios, vivimos al aire libre".
Presidente: "¿En casa de quién vivieron?".
Irene: "Al raso, estando unas veces en un monte, y otras en otro".
Presidente: "¿Quiénes les daban de comer?".
Irene: "Dios, que da a todos el alimento".
Presidente: "¿El padre de ustedes era cómplice de todo esto?".
Irene: "¡De ninguna manera, por el Dios omnipotente, podía ser cómplice! Él ignoraba todo esto
en absoluto".
Presidente: "Entre sus vecinos, ¿quién lo sabía?".
Irene: "Pregúntaselo a los vecinos y haz pesquisas en los parajes o entre los que saben dónde
estuvimos".
Presidente: "Una vez de regreso de los montes, ¿leían esos escritos en presencia de alguno?".
Irene: "Los teníamos en casa, pero no nos atrevíamos a sacarlos. Por eso sufríamos sobremanera
por no dedicarnos día y noche a su meditación, como estábamos acostumbradas hasta el año
pasado, en que los ocultamos".
Presidente: "Tus hermanas ya han sufrido el castigo que decreté; pero tú, ya antes de escaparte, por
ocultar estos pergaminos y escritos, mereciste la pena de muerte. Sin embargo, no quiero que
salgas súbitamente de la vida como les sucedió a ellas; sino que mando que mis esbirros y Zózimo,
el verdugo público, te expongan desnuda en el lupanar. Cada día recibirás, del palacio, un pan; y
mis esbirros no te dejarán salir".

Obstinada en su arrogancia
Cuando se presentaron los esbirros y Zózimo, el ver dugo público, el presidente les dijo:
"Les advierto que, si se me dice que esta mujer, aunque fuere por un instante, abandonó el
lugar que le asigné, estarán sometidos a la pena de muerte. Acerca de los escritos, me los
traerán de los cofres y armarios de Irene".
Según la orden del presidente, Irene fue llevada al lupanar público. Pero la gracia del Espíritu
Santo la protegió y la guardó pura e intacta para el Señor y Dios del universo. Nadie se atrevió a
acercársele, ni a cometer acción o decir palabra torpe contra ella.
Finalmente, el presidente Dulcecio volvió a llamar a aquella santísima mujer que compareció ante
su tribunal, y le habló así:
"¿Persistes todavía en tu misma locura?".
Irene: "De ninguna manera es locura, sino piedad para con Dios, aquello en lo que yo persisto".
Presidente: "Desde tus primeras respuestas pusiste en evidencia que no estabas dispuesta a
obedecer de buena gana el mandato de los emperadores, y ahora veo que te obstinas en la misma
arrogancia. Por lo tanto, pagarás la pena que mereces".
Pidió una tablilla y sobre ella escribió la sentencia:
"Puesto que Irene se negó a obedecer el edicto de los emperadores y a sacrificar a los dioses, y aún
ahora persevera en la disciplina y religión de los cristianos, mando que, como sus hermanas, sea
quemada viva".
Después que el presidente hubo pronunciado la sentencia, los soldados condujeron a Irene a un
lugar elevado, donde sus hermanas habían sufrido el martirio. Prepararon una gran hoguera, y le
mandaron que subiera por si misma a ella. La santa se arrojó en la hoguera entonando himnos y
celebrando la gloria de Dios.
Todo esto sucedió durante el consulado noveno de Diocleciano Augusto y octavo de Maximiano
Augusto, día de las calendas de abril, bajo el reinado de nuestro Señor Jesucristo por los siglos. A
él, al Padre y al Espíritu Santo sea gloria por los siglos de los siglos. Amén.

Martirio de san Polión


(28 de abril del año 304)
Polión era lector de la Iglesia de Cíbalis (=actual Vicovci), Yugoslavia; y, a pesar de los edictos
imperiales, seguía cumpliendo su misión de luz. Fue condenado por el mismo gobernador que
condenó a Ireneo. El relato fue redactado hacia el último cuarto del siglo IV.

Fe luminosa y misionera
Desde que comenzó la persecución, Diocleciano y Maximiano decretaron que todos los cristianos
o debían ser exterminados o debían apostatar de su fe. Al llegar el edicto a la ciudad de Sirmio, el
gobernador Probo recibió órdenes de perseguir y empezó ensañándose con los clérigos. Prendió al
santo hombre Montano, presbítero de la Iglesia de Singiduno, quien por largo tiempo se había
ejercitado en las virtudes de la fe cristiana, y mandó que fuera ejecutado.
Por similar sentencia, forzó a llegar a la palma celeste a Ireneo, obispo de Sirmio, quien luchó
valerosamente por la fe y por el pueblo que le fuera encomendado. Ireneo rechazó los ídolos y
despreció los impíos edictos; por eso fue cruelmente torturado y entregado a momentánea muerte,
pero para vivir por toda la eternidad.
Sin embargo, la crueldad de Probo no se sació con esas víctimas, sino que lo impulsó a recorrer las
ciudades vecinas. So capa de pública utilidad, llegó a Cíbalis, en la que, como se sabe, nació el
cristianísimo emperador Valentiniano. En una anterior persecución, el venerable obispo de esta
misma ciudad, Eusebio, muriendo por el nombre de Jesucristo, triunfó contra el diablo y contra la
muerte.
El mismo día de la llegada del gobernador, el primero de los lectores, Polión, gracias a la
misericordiosa providencia del Señor, fue prendido por los esbirros de la crueldad y presentado al
tribunal. Polión era muy conocido por el ardor de su fe y fue denunciado con esta acusación: "Este
se ha desatado en tal insolencia, que no cesa de blasfemar contra los dioses y los príncipes".

Pilares de civilización y camino de salvación


Gobernador: "¿Cómo te llamas?".
Polión: "Polión".
Gobernador: "¿Eres cristiano?".
Polión: "Sí, soy cristiano".
Gobernador: "¿Qué oficio ejerces?".
Polión: "Soy el primero de los lectores".
Gobernador: "¿De qué lectores?".
Polión: "De los que tienen el cargo de leer a los pueblos la palabra de Dios".
Gobernador: "¿Esos que, como se dice, pervierten a las mujercillas ligeras, les prohíben casarse y
las exhortan a una vana castidad?".
Polión: "Hoy mismo tú podrás conocer si somos ligeros y vanos.
Gobernador: "¿De qué manera?".
Polión: "Ligeros y vanos son los que abandonan a su Creador para seguir las supersticiones de
ustedes. En cambio, los leales y constantes ponen de manifiesto su fidelidad al Rey eterno en que,
a pesar de los tormentos con que se pretende doblegarlos, ellos se esfuerzan por cumplir los
mandamientos que leyeron".
Gobernador: "¿Qué mandamientos leen o de qué rey?".
Polión: "Los piadosos y santos mandamientos de Cristo rey".
Gobernador: "¿Cuáles?".
Polión: "Los que enseñan que hay un solo Dios que truena en los cielos; los que afirman con santa
amonestación que no pueden ser llamados dioses los fabricados de madera o piedra; los que
corrigen y enmiendan los delitos; los que fortalecen a los justos a guardar su propósito y perseverar
en él; los que enseñan a las vírgenes a alcanzar las cimas de su pureza y a la honesta cónyuge a
guardar la continencia en la procreación de los hijos; los que exhortan a los amos a mandar sobre
sus esclavos más por piedad que por ira, señalándoles que la condición humana es común a todos,
y a los esclavos a cumplir sus obligaciones más por amor que por temor; los que nos enseñan a
obedecer a los reyes, si ordenan cosas justas, y a las autoridades superiores, cuando mandan el
bien; los que prescriben que se dé honor a los padres, reciprocidad a los amigos, perdón a los
enemigos, afecto a los ciudadanos, humanidad a los huéspedes, misericordia a los pobres, caridad
a todos y daño a nadie; los que nos animan a recibir pacientemente las injurias y no hacerlas a
nadie, ceder de los propios bienes y no codiciar los ajenos ni con el deleite de los ojos; los que
anuncian que vivirá para siempre el que despreciare por la fe la muerte momentánea que ustedes
pueden infligir. Si estos mandamientos te desagradan, al menos conócelos bien; después seguirás
tu conciencia".
No es sabio preferir lo caduco a lo eterno
Gobernador: "¿Que le aprovechará al hombre si, una vez muerto, está privado de esta luz y pierde
todos los bienes del cuerpo?".
Polión: "La luz eterna es más bella que la terrenal; y los bienes permanentes más dulces que los
pasajeros; y no es sabio preferir lo caduco a lo eterno".
Gobernador: "¡Flor de tonterías! Haz lo que han mandado los emperadores".
Polión: "¿Qué han mandado?".
Gobernador: "Que sacrifiques".
Polión: "Haz lo que se te ha mandado. Yo no lo haré, porque está escrito: El que sacrifica a los
demonios y no a Dios, será exterminado (alusión a Mt 10, 33).
Gobernador: "Si no sacrificas, serás pasado a filo de espada"
Polión: "Haz lo que se te ha mandado. Yo quiero seguir con toda verdad las huellas de los obispos,
sacerdotes y padres todos, en cuyas doctrinas he sido imbuido. Por eso, recibiré con sumo júbilo
todo lo que quieras hacerme".
El gobernador Probo dio sentencia de que fuera quemado vito. Inmediatamente fue arrebatado por
los ministros del diablo y conducido a una milla de la ciudad. Allí el mártir intrépido consumó su
martirio alabando, bendiciendo y glorificando a Dios, que de antemano conoció su venerable
pasión, como también, muchos años antes, había conocido el martirio para la gloria celeste el santo
obispo Eusebio, de la misma ciudad y muerto el mismo día.
El martirio tuvo lugar en la ciudad de Cíbalis, cinco días antes de las calendas de mayo, siendo
emperadores Diocleciano y Maximiano y reinando nuestro Señor Jesucristo por los siglos de los
siglos. Amén.

Martirio de san Euplo


(en Catania, año 304)
Catania (Sicilia) es ilustre por los martirios de santa Águeda y de san Euplo, De los dos poseemos
las actas del martirio; pero las de santa Águeda son más tardías, en cambio, las de san Euplo más
genuinas y auténticas. Todos los mártires murieron con el evangelio en el corazón; san Euplo fue
ejecutado con el evangelio que le colgaba sobre el pecho.

Hermosa acusación
Siendo cónsules Diocleciano por novena vez y Maximiano por octava, el día antes de los idus de
agosto (12 del mismo mes), en la ciudad de Catania, el diácono Euplo, hallándose delante de la
puerta del despacho del gobernador, gritó en voz alta: "Yo soy cristiano, y deseo morir por el
nombre de Cristo".
Euplo entró en el despacho del juez llevando consigo los evangelios; pero Máximo, un amigo de
Calvísiano, le observó: "No le está permitido retener tales libros contra el mandato, imperial".
El gobernador Calvisiano preguntó a Euplo: "¿De dónde proceden estos libros? ¿Han salido de tu
casa?".
Euplo: "No tengo casa. Lo sabe bien mi Señor Jesucristo".
Calvísiano: "¿Los has traído tú aquí?".
Euplo: "Personalmente los he traído, como tú mismo estás viendo. Me sorprendieron con ellos".
Calvísiano: "Léelos".
Euplo abrió el evangelio y leyó: ¡Bienaventurados los que padecen persecución por la justicia,
porque de ellos es el reino de los cielos!, y en otro lugar: El que quiera venir en pos de mí, tome su
cruz y sígame (Mt 5, 10; 16, 24).
Después de haber escuchado estos y otros pasajes, el gobernador Calvísiano preguntó: "¿Qué
significa todo eso?".
Euplo: "Es la ley de mi Señor, como me fue entregada".
Calvísiano: "¿Quién te la entregó?".
Euplo: "Jesucristo, el Hijo de Dios vivo".
El gobernador Calvísiano se dirigió a su consejo y declaró: "Su confesión es muy clara. Que pase
ahora a manos de los torturadores y sea interrogado bajo la tortura".

En los evangelios está la vida eterna


Siendo Diocleciano cónsul por novena vez y Maximiano por octava, el día antes de los idus de
agosto, el gobernador Calvísiano volvió a interrogar a Euplo puesto en el tormento: "¿Qué opinas
ahora acerca de lo que manifestaste en tu anterior confesión?".
Euplo, con la mano que le quedaba libre, hizo la señal de la cruz sobre su frente y contestó: "Lo que
dije antes, ahora nuevamente lo confieso: soy cristiano y leo las divinas Escrituras".
Calvisiano: "¿Por qué guardaste en tu casa y no entregaste estos libros? Los emperadores los
habían prohibido".
Euplo: "Porque soy cristiano y no me está permitido entregarlos. Prefiero morir antes que
entregarlos. En ellos está la vida eterna. El que los entrega, pierde la vida eterna. Para no perderla,
doy mi vida".
Calvisiano se dirigió a sus esbirros y les dijo: "Ya que Euplo no entregó las Escrituras, según el
edicto de los emperadores, sino que las lee al pueblo, sea torturado".
Euplo, mientras era atormentado, oraba así: "Te doy gracias, oh Cristo, y guárdame, ya que sufro
por ti".
Calvísiano: "Renuncia, oh Euplo, a semejante locura. Adora a los dioses y quedarás libre".
Euplo: "Yo adoro a Cristo y detesto a los demonios. Haz lo que quieras. Yo soy cristiano. Hace
mucho que ansié estas cosas. Haz lo que quieras. Añade otros tormentos. Yo soy cristiano".
Después de haberlo largamente atormentado, los verdugos recibieron órdenes de detenerse.
Calvísiano: "¡Desgraciado de ti! Adora a los dioses. Da culto a Marte, Apolo y Esculapio".
Euplo: "Yo adoro al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. Yo adoro a la Santa Trinidad, fuera de la
cual no hay Dios alguno. Que perezcan los dioses que no hicieron el cielo y la tierra y cuanto en
ellos existe. Yo soy cristiano".
Calvísiano: "Sacrifica, si quieres quedar libre".
Euplo: "Ahora me estoy ofreciendo a mí mismo en sacrificio a Cristo Dios. Más no puedo hacer.
Tus esfuerzos son vanos. Yo soy cristiano".
Calvísiano dio orden de que fuera torturado más cruelmente. En medio de los tormentos, Euplo
oraba: "¡Te doy gracias, oh Cristo! ¡Socórreme, oh Cristo! ¡Por ti estoy sufriendo, oh Cristo!".
Y repetía a menudo estas invocaciones. Al fin le faltaron las fuerzas; y ya sólo con los labios, sin
exhalar la voz, decía estas o semejantes súplicas.
¡Gracias a ti, oh Cristo!
Calvísiano se retiró a su despacho detrás de la cortina y dictó la sentencia. Luego salió con la
tablilla y leyó: "Puesto que el cristiano Euplo desprecia los edictos de los príncipes, blasfema
contra los dioses y no se arrepiente, mando que sea pasado a filo de la espada. ¡Que lo lleven al
suplicio!".
Entonces colgaron al cuello de Euplo el evangelio con el que había sido prendido. Delante de él el
pregonero gritaba: "El cristiano Euplo es enemigo de los dioses y de los emperadores".
Euplo, lleno de júbilo, repetía sin cesar: "¡TE DOY GRACIAS, OH CRISTO DIOS!".
Llegado al lugar del suplicio, se puso de rodillas y oró largo rato. Mientras daba gracias, tendió su
cuello y el verdugo lo degolló. Más tarde, su cuerpo fue recogido por los cristianos que lo
embalsamaron y sepultaron.

Martirio de santa Crispina


(en Theveste, cerca de Cartago, año 304)
Crispina, nacida en Tagore, pero martirizada en Theveste, fue muy venerada en la antigüedad.
Las actas actuales parecen una redacción más corta y, más bien, un epílogo, mientras san
Agustín, que la ensalzó en varias oportunidades, poseía un texto más extenso. Entre otras cosas
san Agustín nos dice que "Crispina era mujer rica y delicada, clarísima y de noble familia; y era
madre y por su fe abandonó a sus hijos". Era mujer de altas prendas y con gozo se entregó al
Señor: "Se alegró al ser detenida y llevada ante el juez, cuando la metían en la cárcel y la
presentaban ante el tribunal, cuando era, oída y cuando era condenada. En todo se alegraba, y los
miserables tenían por mísera a la que se gozaba con los ángeles ".

Yo sólo adoro al Dios vivo


Siendo cónsules Diocleciano por novena vez y Maximiano por octava, el día de las nonas de
diciembre (5 de diciembre), en la colonia de Theveste, el procónsul Anulino tomó asiento en su
despacho en el tribunal y el secretario de la audiencia se dirigió al procónsul en estos términos: "Si
lo ordenas, Crispina, natural de Tagore, que despreció la ley de nuestros señores y emperadores,
pasará a ser oída".
Procónsul: "Que la hagan entrar".
Crispina entró y Anulino le preguntó: "¿Conoces, Crispina, el texto del mandato sagrado?".
Crispina: "Ignoro de qué mandato se trata".
Procónsul: "Que sacrifiques a todos los dioses por la salud de los príncipes. Tal es el mandato de
nuestros señores, los piadosos emperadores Diocleciano y Maximiano y los muy nobles césares
Constancio y Máximo".
Crispina: "Yo no sacrifiqué jamás ni sacrifico, sino al único y verdadero Dios y a su Hijo, nuestro
Señor Jesucristo, que nació y padeció".
Procónsul: "Abandona esa superstición e inclina tu cabeza al culto de los dioses de Roma".
Crispina: "Todos los días adoro a mi Dios omnipotente; fuera de él, no conozco a ningún otro
dios".
Procónsul: "Eres una mujer obstinada e insolente; pero, pronto y contra tu voluntad, vas a sentir la
fuerza de las leyes".
Crispina: "Todo lo que pudiera sucederme, lo sufriré con gusto por la fe que profeso".
Procónsul: "Es muy grande tu locura, al no querer abandonar tu superstición ni venerar a las santas
divinidades".
Crispina: "Diariamente adoro al Dios vivo y verdadero, que es mi Señor, y fuera del cual no
conozco a ningún otro".
Procónsul: "Yo te presenté el sagrado mandato, para que lo guardes".
Crispina: "Yo observo los mandatos, pero los de mi Señor Jesucristo".
Procónsul: "Dictaré sentencia de que se te corte la cabeza, si no obedeces los mandatos de nuestros
emperadores y señores. Tú serás compelida a ceder y doblar tu cuello. Por otra parte, toda el África
ya sacrifico, tú lo sabes bien".
Crispina: "Jamás se alegrarán ellos de hacerme sacrificar a los demonios. Yo sólo sacrificó al
Señor que hizo el cielo y la tierra, el mar, y cuanto hay en ellos".

Antes la tortura que manchar mi alma


Procónsul: "¿Entonces no son de tu agrado estos dioses? Sin embargo, si quieres salvar tu vida y
mostrar tu religión, estás obligada a rendirles pleitesía".
Crispina: "No hay religión si es violenta y oprime a los que no quieren".
Procónsul: "¡Pero no! Para mostrarte religiosa, basta que entres en los sagrados templos, inclines
tu cabeza delante de los dioses de los romanos y les ofrezcas incienso".
Crispina; "Jamás lo hice desde que nací, ni sé lo que es, ni pienso hacerlo mientras viva".
Procónsul: "Pues, tendrás que hacerlo, si quieres escapar a la severidad de las leyes".
Crispina: "No me asustan tus amenazas. Todas ellas nada son. En cambio, si cometiere algún
sacrilegio, el Dios que está en los cielos, me abandonaría y me rechazaría, el último día".
Procónsul: "¡No cometerías sacrilegios si obedeces los sagrados mandatos!".
Crispina: "¡Perezcan los dioses que no hicieron el cielo y la tierra! Yo sacrifico al Dios eterno que
permanece por los siglos de los siglos y es el Dios verdadero y temible que hizo el mar, la hierba
verde y la tierra seca. Los hombres, creados por él, ¿qué me pueden hacer?".
Procónsul: "Observa la religión romana, que practican nuestros señores los césares invictos y
nosotros mismos guardamos".
Crispina: "Ya te lo dije y repetí, que estoy dispuesta a soportar todos los tormentos a los que
quieras someterme; pero yo no mancharé mi alma adorando esos ídolos, que son de piedra y son
obras de manos humanas".
Procónsul: "Tú estás blasfemando; y, en lugar de salvarte, te estás acarreando la condenación".

¿Que se me corte la cabeza? ¡Qué dicha!


Anulino dio a los oficiales del tribunal estas órdenes: "A esta mujer hay que afearla
completamente. Rápenle la cabeza y así la fealdad aparecerá en su rostro".
Crispina: "Que hablen los dioses mismos, y yo creeré. Si yo no buscara la salvación de mi alma, no
estaría ahora delante de tu tribunal".
Procónsul: "¿Deseas prolongar tu vida o morir entre tormentos, como tus otras compañeras
Máxima, Donatila y Segunda?".
Crispina: "De veras moriría y perdería mi alma en el fuego eterno, si aceptara adorar a tus
demonios".
Procónsul: "Mandaré que se te corte la cabeza, si rehúsas adorar a dioses tan venerables".
Crispina: "Si logro ese honor, daré gracias a mi Dios. Mi mayor anhelo y delicia es perder la
cabeza por mi Dios, jamás sacrificaré a tus ridículos ídolos, mudos y sordos".
Procónsul: "¿Entonces, te obstinas del todo en un propósito tan loco?".
Crispina: "Mi Dios, que existe y permanece para siempre, él me mandó nacer, él me dio la
salvación por la santa agua del bautismo, él está en mí y me ayuda y conforta a mí su esclava, a fin
de que no cometa ningún sacrilegio".
Procónsul: "¿Para qué aguantar por más tiempo las impiedades de esta cristiana? Que se lean de
nuevo las actas del proceso".
Terminada la lectura, el procónsul Anulino leyó la sentencia de la tablilla: "Puesto que Crispina se
obstina en una indigna superstición y no quiere sacrificar a nuestros dioses, según los celestiales
mandatos de la ley de los augustos, mando que sea pasada a filo de espada".
Crispina: "Bendigo a Dios que se digna librarme de tus manos. ¡Gracias a Dios!".
Crispina hizo la señal de la cruz y fue degollada por el nombre de nuestro Señor Jesucristo, a quien
sea el honor por los siglos de los siglos. Amén.

Martirio de los santos Claudio, Asterio y compañeros


(en Cilicia, aproximadamente en el año 306)
En el mundo romano, tras la asunción al poder del emperador Constantino en el año 306, los
acontecimientos estaban tomando rápidamente un vuelco inesperado y ya se perfilaba en el
horizonte el famoso edicto de libertad (Milán). Pero en las provincias los gobernadores seguían
procediendo como tiranuelos. Lisias era uno de ellos, de poco poder pero de excesiva crueldad.
Ante el desenfreno de la violencia, la paciencia de esos humildes cristianos llega a lo sublime. Lo
que vamos a leer, son actas proconsulares, es decir, sacadas de los documentos notariales, donde
se trasladan las palabras del juez y de los acusados tal como fueron pronunciadas. Nada hay más
auténtico y más cierto que esta clase de actas (Tillemont).

Morir por Cristo es la mayor riqueza


Lisias, gobernador de la provincia de Licia, presidía el tribunal en la ciudad de Egea; y ordenó:
"Que comparezcan para recibir mi sentencia los cristianos entregados por la policía a los curiales
de esta ciudad".
El secretario Eutalio: "Señor, según tu mandato, los curiales de esta ciudad hacen comparecer a
los cristianos que han podido arrestar: tres jóvenes hermanos, dos mujeres y un niño pequeño. De
ellos, uno ya está ante los ojos de tu Excelencia. ¿Qué manda sobre él tu Nobleza?".
El gobernador Lisias: "¿Cómo te llamas?".
El acusado: "Claudio".
El gobernador: "No arruines tu juventud con tu locura. Acércate ya y sacrifica a los dioses, según
el mandato de nuestro señor el Augusto. De este modo podrás librarte de las torturas que te están
reservadas".
Claudio: "Mi Dios no necesita tales sacrificios. La limosna y una vida santa le agradan más. Los
dioses de ustedes son demonios inmundos y por eso se complacen en tales sacrificios, pues así
pierden para siempre a las almas, pero sólo las almas de los que los honran. Por eso, no lograrás
convencerme de que yo los honre".
Entonces el gobernador lo hizo atar y azotar, mientras decía: "No tengo otros recursos para
doblegar su locura".
Claudio: "Puedes aplicarme tormentos más duros, pero no me perjudicarás. En cambio, estás
preparando para tu alma tormentos eternos".
El gobernador: "Nuestros señores los emperadores han ordenado que ustedes, los cristianos,
sacrifiquen a los dioses. Los que se resisten, serán castigados con la muerte; en cambio, les
prometen honores y recompensas a los que obedecen".
Claudio: "Las recompensas de los emperadores son temporales; en cambio, la confesión de Cristo
es salvación eterna".
Entonces el gobernador dio orden de que Claudio fuera colgado del potro y que se aplicara una
llama a sus pies. Después le arrancaron pedazos de carne de los talones y se los presentaron.
Claudio: "Los que temen a Dios, no pueden ser perjudicados ni por el fuego ni por los tormentos.
Los suplicios les resultan una ganancia para la vida eterna, ya que los sufren por Cristo".
Entonces el gobernador le hizo desgarrar con garfios de hierro.
Claudio: "Mi intento es demostrarte que tú defiendes la causa de los demonios. No podrás
perjudicarme con tus suplicios; en cambio, estás preparando para tu alma un fuego que jamás se
apaga".
El gobernador ordenó a los verdugos: "Tomen un trozo de teja cortante, rasquen con él sus
costados y luego apliquen antorchas encendidas".
Cumplida la orden, Claudio replicó; "Tu fuego y tus torturas salvan mi alma. Sufrir por Dios es una
gran ganancia y morir por Cristo es la mayor riqueza".
Lisias, hecho una furia, lo hizo bajar del potro y llevar a la cárcel.

Pedagogía santa
El secretario Eutalio: "Según el mandato de tu Excelencia, señor gobernador, comparece Asterio,
el segundo de los hermanos".
El gobernador: "Tú, al menos, hazme caso y sacrifica a los dioses, ya que tienes ante tus ojos las
torturas reservadas a los empecinados.
Asterio: "No hay sino un solo Dios, el Único que ha de venir. Él habita en el cielo y, en su gran
poder, no desdeña mirar a los humildes. Mis padres me enseñaron a adorarle y amarle. Yo
desconozco a los que ustedes adoran y llaman dioses. Esta invención no es la verdad, sino un
embuste que causará la perdición de todos los que te hacen caso".
Entonces el gobernador lo hizo colgar del potro y ordenó: "Desgarren sus costados y, mientras
tanto, repítanle: Cree, pues, ahora y sacrifica a los dioses".
Asterio: "Yo soy hermano del que poco ha contestó a tus preguntas. Tenemos una sola alma y una
sola fe. Haz lo que puedes. Mi cuerpo está en tus manos, mi alma no".
El gobernador a los verdugos: "Aten sus pies, agarren garfios de hierro y castíguenlo cruelmente
para que sienta las torturas tanto en su cuerpo como en su alma".
Asterio: "Loco insensato, ¿por qué me atormentas de ese modo? ¿Por qué no te pones ante los ojos
la rendición de cuentas que te pedirá el Señor?".
El gobernador a los verdugos: "Coloquen carbones ardientes bajo sus pies, agarren varas y nervios
durísimos y azoten sin piedad su vientre y sus espaldas".
Así se hizo. Luego replicó Asterio: "Estás ciego del todo. Sin embargo, no te pido sino una cosa:
no dejes ninguna parte de mi cuerpo sin torturar".
El gobernador: "Que lo arrojen a la cárcel junto con los demás".

Con la verdad no ofendo ni temo


El secretario Eutalio: "Ahora comparece Neón, el tercero de los hermanos".
El gobernador: "Hijo, por lo menos tú, acércate y sacrifica a los dioses. Así te librarás de las
torturas".
Neón: "Si tus dioses tienen algún poder, que no reclamen tu ayuda y que se defiendan ellos mismos
de quienes los niegan. Pero si te haces compañero de su maldad, no escuchándolos, soy mucho
mejor que tú y que tus dioses. Mi Dios es el verdadero Dios que hizo el cielo y la tierra".
El gobernador a los verdugos: "Destrócenle la cabeza y díganle: 'No blasfemes contra los dioses'".
Neón: "¿Te parece que blasfemo, al decir la verdad?".
El gobernador a los verdugos: "Estiren sus pies, arrojen carbones encendidos sobre su cuerpo y
desgarren con nervios sus espaldas".
Así se hizo. Luego Neón dijo: "Sé lo que me resulta bueno y provechoso para mi alma. Eso haré y
no voy a cambiar de parecer".
El gobernador: "Ordeno que, bajo los cuidados del escribano Eutalio y del verdugo Arquelao,
éstos tres hermanos sean llevados fuera de la ciudad y allí sean crucificados, como se lo merecen, y
que las aves de rapiña despedacen sus cadáveres".

Yo temo el fuego eterno


El secretario Eutalio: "Señor, según el mandato de tu Excelencia, comparece Domnina".
El gobernador: "Mujer, toma nota de las torturas y del fuego que te están esperando. Si quieres
librarte de ellos, acércate y sacrifica a los dioses".
Domnina: "Para no caer en el fuego eterno y en los tormentos sin fin, adoro a Dios y a su Cristo,
que hizo el cielo y la tierra y cuanto contienen. Los dioses de ustedes son de piedra y de madera,
tallados por manos humanas".
El gobernador: "Quítenle sus vestidos, estírenla desnuda y péguenle con varas por todo el cuerpo".
Arquelao, el verdugo: "Por tu Alteza, Domnina ya expiró".
El gobernador: "Arrojen su cadáver a lo más profundo del río".
El secretario Eutalio: "Comparece Teonila".
El gobernador: "Ya has visto, mujer, el fuego y los suplicios preparados para los que se atreven a
resistir. Por eso, acércate, honra a los dioses y sacrifícales. Así podrás librarte de las torturas".
Teonila: "Yo temo el fuego eterno que puede perder el cuerpo y el alma, especialmente el alma de
los impíos que abandonaron a Dios y adoraron ídolos y demonios".
El gobernador: "Rómpanle la cara a bofetones, tírenla al suelo, átenle los pies y tortúrenla
violentamente".
Así se hizo. Luego replicó Teonila: "Tú sabrás si está bien atormentar así a una mujer libre y
extranjera. Dios ve lo que estás haciendo".
El gobernador: "Cuélguenla de los cabellos y acribillen su rostro a bofetones".
Teonila: "¿No te parece suficiente haberme expuesto desnuda? No me deshonraste a mí sola, sino
también en mi persona a tu madre y a tu esposa. Todas tenemos la misma naturaleza de mujeres".
El gobernador: "¿Eres casada o viuda?".
Teonila: "Veintitrés años ha, justamente el día de hoy, quedé viuda; y desde que conocí a mi Dios
y me aparté de los ídolos inmundos, por amor a mi Dios, permanecí en ese estado y me consagré al
ayuno, a las vigilias y a la oración".
El gobernador: "Rasuren su cabeza con una navaja afilada, cíñanla con una corona de zarzas
silvestres, estírenla en cuatro estacas y con una dura correa desgarren no sólo sus espaldas, sino el
cuerpo entero. Arrojen brasas encima del vientre y que así muera".
El secretario Eutalio y el verdugo Arquelao dieron su informe: "Señor, acaba de expirar".
El gobernador: "Busquen una bolsa, coloquen dentro el cuerpo, ciérrenla bien y arrójenla al mar".
El secretario y el verdugo: "Señor, según el mandato de tu Eminencia, se han cumplido tus órdenes
con los cadáveres de los cristianos".
Este martirio tuvo lugar en la ciudad de Egea, bajo el gobernador Lisias, diez días antes de las
calendas de setiembre, siendo cónsules Augusto y Aristóbulo.
¡Por el martirio de estos santos, honor y gloria a Dios!

Martirio de los santos Afiano y Edesio


(en Cesarea, año 306)
Los hermanos Afiano y Edesio eran oriundos de la Licia (Turquía) e hijos de rica familia. Eran
jóvenes muy cultos en toda ciencia y estudiaron la Sagrada Escritura bajo la dirección del célebre
maestro y mártir san Pánfilo. El relato es de gran impacto y se lo debemos a la pluma del
historiador Eusebio de Cesarea, contemporáneo y testigo de los hechos.

Estupendas prendas morales e intelectuales


Afiano aún no había cumplido los diecisiete años de edad y pertenecía a familia rica, según el
mundo. Para formarse en la cultura profana de los griegos, pasó largo tiempo en Beyrut.
Hemos de admirar cómo, en semejante ciudad, haciéndose superior a sus juveniles pasiones y no
dejándose corromper ni por los impulsos de la edad ni por el trato de sus compañeros, abrazó la
castidad y llevó una conducta templada, grave y piadosa, conforme a las enseñanzas del
cristianismo.
Después de terminar los estudios, regresó a su ciudad natal donde su padre le abría camino para los
primeros puestos de su patria. Mas no pudo adaptarse al género de vida de su familia, demasiado
diferente de sus costumbres puras. Arrebatado como por un espíritu divino y llevado por una
sobrenatural y verdadera filosofía, aspirando a cosas más nobles que la gloria de la vida y
despreciando los placeres del cuerpo, huyó secretamente de los suyos, sin preocuparse por los
gastos diarios. Poniendo en Dios su esperanza y su fe, y como llevado de la mano por el Espíritu
Santo, se dirigió a la ciudad de Cesarea, donde le estaba reservada la corona del martirio por la fe.
Vino a vivir a nuestro lado; y era de ver cómo sacaba, con el máximo fervor, de las divinas
palabras la perfección de su conducta y cómo con los ejercicios se preparaba para el fin que tuvo.
Por otra parte, ¿quién no se hubiera asombrado al verle; y quién, al escucharle, no hubiera
admirado su valor, su firmeza, su dominio de sí, su audacia y su intrepidez, que proclamaban su
celo por la religión y su espíritu en verdad sobrehumano?
No te está permitido
Cuando Maximino desencadenó su segundo ataque contra nosotros en el año tercero de la
persecución general (años 305-306), llegó un edicto del propio tirano que ordenaba que todos, en
masa, debían sacrificar sin remedio a los dioses y confiaba el cumplimiento de lo mandado al
cuidado y al celo de los magistrados de cada ciudad. En seguida, los pregoneros públicos
proclamaron por toda la ciudad de Cesarea que hombres, mujeres y niños, por orden del
gobernador, debían ir a los templos de los ídolos.
Además, como si ello fuera poco, los tribunos iban llamando uno a uno, por su nombre, según
constaba en el censo. De esta manera se abatió por doquiera una indescriptible tormenta de
calamidades, llenándolo todo de confusión.
Entonces Afiano, intrépidamente, sin dar parte a nadie de lo que iba a hacer, se escabulló de entre
nosotros que convivíamos con él, y, sobre todo, burlando la compacta guardia de soldados que
rodeaban al gobernador, se acercó a Urbano mientras estaba haciendo una libación. Lo tomó
serenamente de la mano derecha, haciéndole dejar al punto el sacrificio, y en tono del más
amigable consejo, no exento de divina firmeza, se puso a exhortarle que abandonara su extravío:
"No te está permitido abandonar al Dios único y verdadero y sacrificar a los ídolos y demonios".
Como era de esperar ante semejante atrevimiento, la guardia del gobernador se lanzó sobre él
como fieras, despedazándolo y descargando sobre todo su cuerpo una tempestad de golpes que él
soportó valerosísimamente. Después, lo llevaron a la cárcel donde pasó un día y una noche con
ambos pies en el cepo del tormento.
Al día siguiente fue conducido a la presencia del juez, que quiso forzarle a sacrificar; pero él
mostró invicta paciencia en todos los suplicios y horripilantes dolores. Le desgarraron repetidas
veces los costados, hasta descubrírsele los huesos y las mismas entrañas, y recibió sobre rostro y
cuello tal cantidad de golpes y tanto se le hinchó la cara que no pudieron reconocerlo los que de
antiguo lo conocían perfectamente.
Como Afiano no se rendía, el juez dio orden a los verdugos de que empaparan unos paños de lino
en aceite, le envolvieran con ellos los pies y les prendieran fuego. Qué dolores experimentó en
semejante trance el bienaventurado mártir, me parece algo que sobrepasa todo discurso. El fuego
penetró sus carnes y derritió la médula de sus huesos, hasta el punto de verterse y derramarse,
como cera, el humor de su cuerpo.
A pesar de tan crueles torturas, el mártir no cedió; por eso, los verdugos, vencidos ya y poco menos
que fatigados ante su sobrehumana resistencia, lo encerraron otra vez en la cárcel.
A los tres días apareció nuevamente ante el juez; confesó que se mantenía en la misma decisión y,
medio muerto ya, fue sentenciado a ser arrojado a lo profundo del mar.

Estruendo del mar


Lo que inmediatamente siguió, probablemente no será creído por los que no fueron testigos de
vista; mas, créase o no, conscientes de lo extraordinario del caso, no por eso dejaremos de
transmitir a la historia el hecho que tuvo por testigos, para decirlo en una palabra, a todos los
habitantes de Cesarea, pues no hubo edad alguna que no presenciara este maravilloso espectáculo.
Apenas el cuerpo del mártir, santo a la verdad y tres veces bienaventurado, comenzó a descender a
los abismos, repentinamente una agitación y una sacudida extraordinarias conmovieron de tal
suerte el mar y toda la región costera que la tierra misma y la ciudad fueron estremecidas. Además,
mientras se producía este prodigioso y repentino terremoto, el mar, como si no fuera capaz de
retener el cadáver del mártir, lo arrojó a las puertas de la ciudad.
Tales fueron los acontecimientos relacionados con el admirable Afiano. Era el dos de abril, un
viernes.
Vilipendio al juez
Poco tiempo después, Edesio, hermano de Afiano, sufrió tormentos semejantes a los de su
hermano.
Edesio confesó varias veces la fe, soportó largo tiempo la cárcel y fue condenado por el
gobernador a las minas de Palestina.
Por fin, tras una vida de filósofo y vestido de su manto, ya que poseía una cultura superior a la de
su hermano y se había formado en las escuelas de filosofía, se encontró en Alejandría.
Allí, viendo cómo el juez que entendía en las causas contra los cristianos, pasaba en ultrajarlos
toda medida conveniente, ora insultando de mil modos a hombres venerables, ora entregando a los
lupanares, para ser vilmente deshonradas, mujeres de purísima castidad y vírgenes consagradas a
Dios, acometió una hazaña similar a la de su hermano.
Pareciéndole que aquello ya no era soportable, se acercó con intrépida firmeza al juez y le cubrió,
con palabras y obras, de vergüenza y vilipendio. Luego, fue sometido a varios tormentos que sufrió
valerosamente y al fin alcanzó un remate semejante al de su hermano: fue arrojado como él al mar.

Martirio de los santos Fileas y Filoromo


(en Tmuis, Egipto, año 307)
Fileas, de familia poderosa y de grandes riquezas, era obispo de Tmuis, en el bajo Egipto, y
versado en filosofía. Filoromo entra bruscamente en escena, como admirador y apoyo de Fileas.
"Las actas parecen sacadas, evidentemente, de los registros de la notaría pagana ". Este relato
tiene particularidades muy significativas: la asistencia de abogados, la utilización de argucias
legales y de plazos, la apelación a la suspensión del proceso... Fileas deshace las argucias y
mentiras de los abogados, rechaza los plazos, rehúsa la apelación. En el derecho romano existía
la apelación, que aprovecha el mismo san Pablo. ¿Por qué los mártires no apelan? No era porque
se les negara; sino que renunciaban a ella por el júbilo de seguir al Señor hasta la muerte y hasta
el cielo.

Daños al alma y al cuerpo


Fileas compareció ante el tribunal y el presidente, Culciano, le dijo: "¿Puedes, en fin, entrar en
razón?".
Fileas respondió: "Yo siempre estoy en mi cabal juicio y vivo razonablemente".
Presidente: "Sacrifica a los dioses".
Fileas: "No sacrifico".
Presidente: "¿Por qué?".
Fileas: "Porque las sagradas y divinas Escrituras dicen: El que sacrifica a los dioses, fuera del
único Dios, será exterminado (Ex 22, 19)".
Presidente: "Sacrifica, pues, al único Dios".
Fileas: "No sacrifico, pues Dios no desea tales sacrificios. Las sagradas y divinas Escrituras dicen:
¿Para qué me ofrecen ustedes esa multitud de víctimas?, dice el Señor. Estoy harto de ellas. Yo no
quiero los holocaustos de los carneros, ni la grasa de los corderos, ni la sangre de los machos
cabríos. Tampoco quiero que me ofrezcan la flor de harina (Is 1, 11)".
Un abogado lo interrumpió: "¿Para qué hablas de flor de harina, cuando te estás jugando la vida?".
Presidente: "¿Cuáles sacrificios son gratos a tu Dios?".
Fileas: "Un corazón puro, una conducta digna y una lengua sincera: he aquí los sacrificios que
agradan a Dios".
Presidente: "¡Vamos! ¡Sacrifica!".
Fileas: "Yo no sacrifico; ni siquiera lo aprendí".
Presidente: "¿No sacrificó Pablo?".
Fileas: "No, ciertamente".
Presidente: "Y Moisés ¿no sacrificó?".
Fileas: "En otros tiempos se mandó a los judíos que ofrecieran sacrificios al Dios único en
Jerusalén. Ahora los judíos, al celebrar sus fiestas en otras partes, cometen pecado".
Presidente: "Basta de palabras inútiles y sacrifica, al menos ahora".
Fileas: "Yo no mancharé mi alma".
Presidente: "¿Al alma se le hace daño?".
Fileas: "Al alma y al cuerpo".
Presidente: "¿A este mismo cuerpo?".
Fileas: "A este mismo".
Presidente: "¿Resucitará esta carne?".
Fileas: "Indudablemente".
Presidente: "¿No negó Pablo a Cristo?".
Fileas: "No, hombre; ¡ni en sueños!".
Presidente: "Yo juré; jura tú también".
Fileas: "A nosotros no nos está permitido jurar. Dice la sagrada Escritura: Que su hablar sea: si,
sí; no, no (Mt 5, 37)".
Presidente: "¿No era Pablo un hombre ignorante? ¿No era sirio? ¿No disputaba en siríaco?".
Fileas: "No; era hebreo y disputaba en griego, y en sabiduría sobrepujaba a todo el mundo".
Presidente: "¿Te atreverás a decir que también sobrepasaba a Platón?".
Fileas: "En sabiduría sobrepasó no sólo a Platón, sino también a todos los filósofos. Él supo
convencer a los sabios. Si quieres, te repetiré sus palabras".
Presidente: "Lo que tienes que hacer, es sacrificar".
Fileas: "Yo no sacrifico".
Presidente: "¿Es un problema de conciencia?".
Fileas: "Así es".
Presidente: "¿Por qué no guardas la misma inquietud de conciencia para con tu mujer y tus hijos?".
Fileas: "Los deberes para con Dios están por encima de todos los demás. La sagrada y divina
Escritura dice: Amarás a tu Dios que te creó (Deut 11,1)".
Presidente: "¿Qué Dios es ese?".
Fileas elevó sus manos al cielo y dijo: "El Dios que hizo el cielo y la tierra, el mar, y todo lo que
hay en ellos. Él es el creador y hacedor de todo lo visible y lo invisible. Él es el Dios inefable, él
solo que existe y permanece por los siglos de los siglos. Amén".
¿Puede un Dios ser crucificado?
Los abogados trataban de impedir que Fileas hablara tanto con el presidente, y le dijeron: "¿Por
qué resistes al presidente?".
Fileas: "Yo no hago sino responder a lo que se me pregunta".
Presidente: "Cállate la boca y sacrifica".
Fileas: "Yo no sacrifico, porque no quiero perder mi alma. Y no sólo los cristianos nos cuidan de
ella, sino también los paganos: ahí tienes el ejemplo de Sócrates. Al ser conducido a la muerte,
estaban presentes su esposa y sus hijos; pero él no retrocedió, sino que, con ánimo prontísimo, a
pesar de su edad, recibió la muerte".
Presidente: "¿Cristo era Dios?".
Fileas: "Indudablemente".
Presidente: "¿Cómo pruebas que era Dios?".
Fileas: "Él hizo ver a los ciegos, oír a los sordos, limpió a los leprosos, resucitó a los muertos,
restituyó el habla a los mudos y sanó muchas otras enfermedades. Una mujer que sufría flujo de
sangre, tocó la orla de su vestido y fue curada. Muerto, se resucitó a sí mismo; y obró muchos otros
prodigios".
Presidente: "¿Cómo un Dios pudo ser crucificado?".
Fileas: "Fue crucificado por nuestra salvación. Él sabía por cierto que había de ser crucificado y
sufrir ultrajes, y se entregó a todo sufrimiento por nosotros. Su pasión había sido predicha por las
Sagradas Escrituras que los judíos creen comprender pero no comprenden. El que es de buena
voluntad, se acerque y vea si todo esto no es así".
Presidente; "Recuerda que te traté con todo respeto. Podía humillarte en tu misma ciudad; sin
embargo, por el deseo de honrarte, no lo hice".
Fileas: "Te doy las gracias, y ahora concédeme el favor supremo".
Presidente: "¿Qué deseas?".
Fileas: "Usa de tu poder, y haz lo que se te mandó".
Presidente: "¿Así, sin motivo alguno, quieres morir?".
Fileas: "Motivos no faltan. Muero por Dios y por la verdad".
Presidente: "¿Pablo era Dios?".
Fileas: "No".
Presidente: "¿Qué era?".
Fileas: "Un hombre semejante a nosotros, pero lleno del Espíritu de Dios; y en ese Espíritu obraba
milagros, señales y prodigios".

El Señor me llamó a su herencia gloriosa


Presidente: "Te perdono, gracias a tu hermano".
Fileas: "Más bien, concédeme este favor supremo: usa de tu poder y haz lo que se te mandó".
Presidente: "Si supiera que estabas en la miseria y que por esto llegaste a semejante locura, no te
perdonaría. Pero tienes una fortuna tan grande que no sólo puedes alimentarte a ti mismo, sino aún
a casi toda la provincia; por eso te perdono y te exhorto a sacrificar".
Fileas: "Yo no sacrifico y en esto miro por mí mismo".
Los abogados dijeron al presidente: "Ya sacrificó privadamente en el salón de deliberaciones".
Fileas: "Es totalmente falso que yo haya sacrificado".
Presidente: "Tu pobre mujer te está mirando".
Fileas: "El Señor Jesús es el salvador de todos nosotros. Aunque encadenado, yo le sirvo. Él me
llamó a compartir la herencia de su gloria. Él es bastante poderoso para llamarla a ella también".
Los abogados intervinieron, diciendo: "Fileas pide un plazo".
Presidente: "Te doy un plazo, para que reflexiones".
Fileas: "Ya reflexioné mucho y escogí padecer por Cristo".
En aquel punto, los abogados, los miembros del tribunal, el procurador y todos sus parientes se
arrojaron a sus pies y, abrazándolos, le suplicaron que tomara en consideración a su esposa y
mirara por el cuidado de sus hijos.
El mártir permaneció inmóvil como peñón azotado por las oías. Desechó todo lo que le gritaban en
aquella algarabía y proclamó que su alma ya se encaminaba al cielo, que tenía a Dios ante los ojos
y que sus parientes y allegados eran los santos mártires y los apóstoles.

Ahora comenzamos a ser discípulos de Jesús


Había allí un hombre que mandaba un escuadrón de soldados romanos, y se llamaba Filoromo. Él
vio cómo los parientes inundaban de lágrimas a Fileas, y el presidente le abrumaba con argucias, y
que permanecía inflexible e inconmovible, a pesar de todo; e intervino diciendo en voz alta:
"¿Por qué atentan ustedes, aunque vana e inútilmente, contra la constancia de este hombre? ¿Por
qué quieren convertir en infiel al que es fiel a Dios? ¿Por qué quieren forzarlo a que reniegue de
Dios, para que complazca a los hombres? ¿No se dan cuenta de que sus ojos ya no ven las lágrimas
de ustedes, y sus oídos ya no entienden sus palabras? ¿Cómo va a doblegarse por lágrimas terrenas
aquel cuyos ojos contemplan la gloria celestial?".
Entonces, la cólera de todos recayó contra Filoromo, y todos pidieron al juez que le aplicara la
misma sentencia que a Fileas. El juez con mucho gusto cedió a esa demanda y ordenó que ambos
fueran pasados a filo de espada.
Ya estaban encaminados al lugar del suplicio, cuando un hermano de Fileas, que era uno de los
abogados, dijo a gritos: "Fileas pide la apelación".
El presidente lo volvió a llamar y le preguntó: "¿Vas a apelar?".
Fileas respondió: "Yo no he apelado ni me pasa por las mientes tal cosa. No hagas caso de mi
pobre hermano. Por mi parte, doy grandes gracias a los emperadores y al presidente, porque así
comparto la herencia de Jesucristo".
Después, Fileas partió de nuevo. Cuando llegaron al lugar del suplicio, Fileas extendió sus manos
hacia el Oriente y exclamó:
"Hijitos muy amados y todos ustedes que buscan a Dios, vigilen sobre sus corazones. Nuestro
enemigo, como león rugiente, merodea buscando a quién arrebatar (I Pe 5, 8). Todavía no
sufrimos nada. Ahora empezamos a sufrir, ahora empezamos a ser discípulos de nuestro Señor
Jesucristo. Queridos, observen los mandamientos de nuestro Señor Jesucristo. Invoquemos al Dios
puro, al inefable, al que se sienta sobre los querubines, al creador de todo el universo, al que es el
principio y fin. A él la gloria por los siglos de los siglos. Amén".
Dicho esto, los verdugos, cumpliendo las órdenes del juez, atravesaron a filo de espada los cuellos
de ambos e hicieron huir de sus cuerpos a los valientes espíritus, con la gracia de nuestro Señor
Jesucristo que con el Padre y el Espíritu Santo vive y reina, Dios, por los siglos de los siglos.
Amén.

Martirio de san Sereno, jardinero


(hacia el año 307)

Provocación y venganza
En la ciudad de Sirmio, Sereno, peregrino de origen griego y venido de tierras extrañas, se puso a
cultivar un huerto, para ganarse la vida, ya que no conocía otro oficio.
Al estallar la persecución, sintió terror a los tormentos y se escondió durante algún tiempo, es
decir, unos cuantos meses. Luego, siguió trabajando libremente en su huerto. Un día, entró en el
huerto una mujer con dos doncellas y empezó a pasearse por allí. El anciano hortelano la vio y le
preguntó: "¿Qué buscas por aquí, mujer?".
La mujer contestó: "Me gusta pasear por este jardín".
Pero él le replicó: "¡Qué rara matrona es esta que se viene a pasear a horas intempestivas! Ya es la
hora de la siesta. Me parece que no has entrado aquí con ganas de pasear, sino por desorden y
lascivia. Por eso, ¡sal de aquí y ten un poco de decoro, como conviene a las matronas honradas!".
La mujer se retiró llena de confusión y rugía dentro de sí, no por la vergüenza de ser expulsada,
sino por la frustración de su concupiscencia. Eso no obstante, escribió a su marido, que pertenecía
a la guardia personal del emperador Maximiano, insinuándole la injuria padecida.
El marido, al recibir la carta, inmediatamente se quejó al emperador y le dijo: "Mientras nosotros
estamos a tu lado, nuestras esposas, dejadas lejos, sufren injurias".
El emperador le autorizó a regresar a Sirmio y tomar venganza por medio del gobernador de la
provincia, como mejor le pluguiera. Con esta autorización se dio prisa en volver para vengar, no
por cierto a una matrona, sino a una mala mujer.
Llegado a Sirmio, fue sin tardanza a ver al presidente, le mostró las cartas imperiales y le intimó:
"Venga la injuria que en mi ausencia sufrió mi esposa".
El presidente quedó atónito y exclamó: "¿Quién se atrevió a ultrajar a la esposa de un oficial de la
guardia personal del emperador?".
El otro le respondió: "Un tal Sereno, hombre de la plebe, jardinero".
El presidente, al saber el nombre del acusado, mandó que compareciera inmediatamente, y Sereno
compareció.
Presidente: "¿Cómo te llamas?".
Sereno: "Sereno".
Presidente: "¿Qué oficio tienes?".
Sereno: "Soy jardinero".
Presidente: "¿Por qué injuriaste a la esposa de un hombre de tan alto cargo?".
Sereno: "Jamás injurié a matrona alguna".
Presidente, furioso: "Que se le atormente, para que confiese por cuál razón ultrajó a la matrona,
mientras ésta se disponía a pasear por su huerto".
Sereno, sin turbación alguna: "Ahora recuerdo. Hace unos días entró en mi jardín una matrona para
pasear a hora inconveniente. Yo la reprendí y le dije que no estaba bien que una mujer a tales horas
saliera de la casa de su marido".
Al oír tales cosas, el marido enrojeció de vergüenza por la conducta impura y desordenada de su
mujer, y enmudeció y nunca más se acercó al presidente para pedir venganza por la injuria, pues el
hombre estaba sobremanera abochornado.

Suspicacia de un juez. Desenlace


El presidente, al oír la respuesta de aquel santo hombre, se puso a pensar dentro de sí sobre la
libertad con que dirigiera la reprensión, y se dijo: "Este hombre, a quien no pareció bien que una
mujer entrara en su huerto a hora inconveniente, tiene que ser un cristiano".
Llamó a Sereno y le preguntó: "Tú, ¿a qué religión perteneces?".
Sereno, sin demora alguna, contestó: "Yo soy cristiano".
Presidente: "Hasta ahora, ¿dónde estuviste escondido y cómo eludiste sacrificar a los dioses?".
Sereno: "Donde y como le agradó a Dios reservarme corporalmente hasta este momento. Yo era
como una piedra que se desecha al construir; pero ahora Dios me recoge para su edificio. Ahora
que quiso que me mostrara públicamente, estoy dispuesto a padecer por su nombre. Así tendré
parte con los otros santos en su reino".
El presidente, al oír esa respuesta, se irritó sobremanera y sentenció: "Ya que hasta ahora te
escondiste, y así despreciaste los edictos imperiales y te negaste a sacrificar a los dioses, mando
que sufras la pena capital".
En seguida, Sereno fue arrebatado y conducido al lugar del suplicio, donde fue degollado por los
ministros del diablo, ocho días antes de las calendas de marzo, reinando nuestro Señor Jesucristo, a
quien sean el honor y la gloria por los siglos de los siglos. Amén.

Martirio de santa Teodosia


(en Cesarea, año 307)
Es emocionante la risueña muerte de esta joven cristiana, culpable de un hermoso gesto de
fraternidad hacia los presos y de haber desafiado a un brutal gobernador. Es domingo. Así
Teodosia asocia su martirio y su victoria a la celebración de la muerte y la resurrección del Señor.
También este relato pertenece a Eusebio de Cesarea.

Con la sonrisa, hacia el martirio


Era el dos de abril del quinto año de persecución, el domingo mismo de la redención de nuestro
Salvador.
Teodosia, virgen de Tiro, joven fiel y modestísima, que no había aún cumplido los dieciocho años,
se acercó a un grupo de prisioneros que confesaban el reino de Cristo y estaban sentados delante
del tribunal, para darles una prueba de su cariño y, juntamente, como es natural, para rogarles que
se acordaran de ella cuando estuvieran en presencia del Señor.
Después de haber hecho esto, como si acabara de cometer una acción sacrílega e impía, los
soldados la detuvieron y la condujeron delante del gobernador. Este, como loco furioso y
encendido en ira más que una fiera, la sometió a terribles torturas que hacen estremecer y que
desgarraron sus costados y pechos hasta los huesos. Como aún respiraba y mantenía un rostro
risueño y radiante, dispuesta para todo, el juez la mandó arrojar a las olas del mar.
Luego, el gobernador pasó de ella a los demás confesores y los condenó a todos a las minas de
cobre de Feno, en Palestina.
Martirio de san Pánfilo y compañeros
(en Cesarea, año 310)
Pánfilo era un sacerdote de altas prendas intelectuales y de gran santidad de vida, y dirigía la
escuela y la rica biblioteca, fundadas por el gran Orígenes. El historiador Eusebio de Cesarea fue su
discípulo y colaborador y era tan elevada la admiración que sentía por su maestro que no sólo
escribió tres libros en su elogio, sino que también asumió el nombre. Pánfilo, en griego, significa
tanto amado de Dios y de los hombres como amigo de todos; y Pánfilo lo fue de nombre y de hecho.
Al describir el martirio, Eusebio usa un lenguaje grandilocuente, donde no faltan latigazos a los
abominables verdugos que persiguieron a los cristianos.

Gloria de la Iglesia
Pánfilo fue el más querido de mis amigos y, por su excelencia en toda virtud, el más glorioso de los
mártires de nuestro tiempo. Doce consumaron el martirio y su número corresponde al número de los
profetas y apóstoles; y por cierto sus almas estaban adornadas con gracias de profetas y apóstoles.
Pánfilo era el abanderado de todos y el único entre ellos ornado de la dignidad sacerdotal en Cesarea.
Era un varón cuya vida brillaba por todo género de virtudes: renuncia y menosprecio del mundo, su
generosidad en repartir con los pobres su hacienda, su olvido de las esperanzas terrenas, su conducta
y ascética de auténtico filósofo. Sobre todo, descolló entre todos nuestros contemporáneos por su
fervoroso estudio de las divinas Escrituras, por su perseverancia indomable en toda obra emprendida
y por su generosa asistencia a parientes y allegados. Sus otros méritos y virtudes, que requerirían
larga explicación, los hemos descrito en los tres libros de su biografía.
Porfirio, un criado piadoso y valiente
Un grupo de cinco cristianos egipcios fueron sorpresivamente detenidos, interrogados, sometidos a
muchos suplicios y finalmente condenados a muerte.
El juez, cansado de los suplicios infligidos y con la ira ya aplacada, se dirigió a los compañeros de
Pánfilo. Estos hombres ya antes le habían dado pruebas de que los tormentos no lograrían hacerles
cambiar el propósito de su fe; por esto se contentó con preguntarles si al menos estaban dispuestos a
obedecer. Su única respuesta fue una confesión de fe, que los había de llevar al martirio. Y los con-
denó a ser decapitados, como lo fueron los cinco egipcios.
Una vez cumplida la sentencia, un muchacho gritó de en medio de la muchedumbre, pidiendo que los
cuerpos de los mártires recibieran sepultura. Era Porfirio, de la servidumbre de Pánfilo y formado y
educado en la escuela de tan eminente personaje.
Pero el juez, ya no hombre sino fiera y, si cabe, más feroz que una fiera, no atendió a la justa petición
ni tomó en consideración la edad del joven; sino que, al saber que había confesado ser cristiano,
arrebatado por la ira como si fuera herido por un dardo, ordenó a los verdugos que desplegaran contra
él toda su violencia. Le intimó a que sacrificara a los ídolos; pero, al rehusarse el joven, ordenó que lo
desgarraran sin tregua, no tratándolo como carne humana, sino como piedra, madera u otro objeto
insensible, penetrándole hasta los huesos y las más recónditas entrañas.
El suplicio fue largo y el juez debió reconocer que trabajaba en vano. El mártir ya estaba sin voz e
insensible y casi exánime y el cuerpo destrozado por las torturas; sin embargo, el juez, tenaz en su
crueldad e inhumanidad, le condenó a ser arrojado a una gran hoguera. De este modo, antes de que
Pánfilo, su amo según la carne, consumara su martirio, Porfirio, que llegó por último al combate,
precedió en la muerte corporal a los que se habían apresurado a ser los primeros.
¡Ojalá hubieran podido ustedes contemplar a Porfirio! Como un atleta vencedor en los combates de
losI juegos sagrados, con el cuerpo cubierto de polvo y el rostro resplandeciente, marchaba hacia la
muerte después de tamañas torturas sin temblar, altivo y decidido, verdaderamente lleno del Espíritu
de Dios. Su atuendo era el manto del filósofo, terciado al hombro a modo de clámide. Durante el
trayecto daba, con mente serena, encargos e indicaciones a sus amigos y hasta en el mismo patíbulo
conservó el brillo de su cara.
La hoguera flameaba en torno a él a cierta distancia y él aspiraba con la boca las llamaradas. Al
alcanzarle el fuego, dio un grito invocando la ayuda de Jesús, Hijo de Dios; pero, fuera de este
nombre adorable, perseveró generosamente en silencio hasta exhalar el último suspiro.

Del beso de paz al martirio


Seleuco fue el mensajero que llevó la noticia del martirio de Porfirio a Pánfilo y, como ministro de tal
mensaje, fue juzgado digno de compartir la suerte de los otros mártires. Efectivamente, apenas
terminó de dar la noticia del fin de Porfirio y de besar a uno de los mártires con el beso de la paz,
cuando los soldados lo arrestaron y lo llevaron a la presencia del gobernador. Este, como si tuviera
prisa por darlo como compañero de viaje de Porfirio que le precedía en el camino del cielo, ordenó
que le cortaran inmediatamente la cabeza.
Seleuco era capadocio, desde joven se alistó en el servicio militar y entre los romanos alcanzó
elevados cargos. Aventajaba muchísimo a todos sus camaradas por su estatura y fuerza, tenía un porte
distinguido y por su gallardía y buena gracia inspiraba admiración.
Desde los comienzos de la persecución había brillado en los combates de la confesión de la fe por su
paciencia en soportar los azotes. Después se retiró de la milicia y se consagró a los ejercicios piadosos
emulando a los ascetas. Cuidó con solicitud y amor de padre a los huérfanos abandonados, a las
viudas desvalidas y a los que sufrían pobreza o enfermedad, como lo hubiesen hecho un obispo o un
atento protector.
Sin duda sería por este motivo que Dios, quien se complace más en las obras de misericordia que en la
sangre y humo de los sacrificios, lo juzgó digno de llamarlo al martirio.
Este fue el décimo combatiente que, junto con los nombrados, murió el mismo día que el
bienaventurado Pánfilo. Se hubiera dicho que el martirio de Pánfilo había abierto de par en par la
puerta del cielo y que, gracias a los méritos de tan santo varón, la entrada en el reino de Dios se había
vuelto fácil y cómoda para todos en su compañía.

Testamento-mensaje de los cuarenta mártires


(en Sebaste, Armenia, año 320)
No es un relato del martirio, sino una carta de despedida en la que los cuarenta mártires manifiestan
a las Iglesias sus últimas voluntades. En el escrito se notan la altivez por morir por Cristo y la
seguridad de que, al derramar su sangre, los mártires se vuelven orgullo y honra de la Iglesia.

Unidos en el dolor, unidos en el descanso


Melecio, Ecio, Eutiquio, prisioneros de Cristo, a los santos obispos, sacerdotes, diáconos y confesores
y a todos los demás miembros de la Iglesia, en esta ciudad y en todo el país, saludos en Cristo.
Cuando por la gracia de Dios y las comunes oraciones de todos los fieles hayamos librado el combate
que nos espera y recibido la recompensa ofrecida por el llamado de lo alto, consideren este
documento como nuestra última voluntad.
Deseamos que nuestros restos sean recogidos por los cuidados del sacerdote Proidos, nuestro padre»
por nuestros hermanos Crispín y Gordio y por el pueblo fiel, y también por Cirilo, Marcos y Sapricio,
hijo de Amonio; y sean depositados en Sarin, cerca de Zela.
Todos somos oriundos de distintas comarcas, es cierto; pero hemos preferido tener un solo y mismo
lugar de descanso. Ya que hemos librado juntos el mismo combate, hemos decidido descansar juntos
en la tierra que les indicamos. Estas disposiciones expresan nuestra voluntad y el Espíritu Santo se
sirvió acogerlas.
Por eso, nosotros que estamos en compañía de Ecio, de Eutiquio y de los demás hermanos en Cristo,
exhortamos a nuestros señores, a nuestros parientes y a nuestros hermanos a que se abstengan de todo
dolor y de toda inquietud. Les pedimos que respeten la decisión de nuestra fraterna comunidad.
Dígnense responder con toda solicitud a nuestro pedido, para que obtengan de nuestro Padre común,
una amplia recompensa por su referencia y compasión.
A todos les dirigimos aun este ruego. Cuando hayan sacado nuestros restos de la hoguera, que nadie
guarde cosa alguna para sí solo, sino que piense en reunirla y entregarla a los que hemos nombrado
más arriba. Muestre cada uno un celo atento y la sinceridad de sus nobles sentimientos, y sea
recompensado por sus fatigas y su compasión. De este modo María, por haber permanecido
valientemente junto a la tumba de Cristo, ha visto al Señor antes que todos los demás y ha recibido la
primera la gracia de la alegría y de la bendición.
Pero, si alguno se opone a nuestro deseo, ¡sea excluido de las recompensas divinas por su
desatención! El habrá faltado a la justicia por un vano capricho, y habrá intentado, tanto como podía,
separarnos, los unos de los otros, a nosotros a los que Cristo ha reunido en la fe, por su gracia y por su
providencia.
El joven Eunoicos, si por voluntad de Dios que ama tanto a los hombres llegara junto con nosotros al
fin del combate, pide tener su lugar en nuestra última morada. Pero, si por la gracia de Dios, saliera
sano y salvo de la cárcel, le recomendamos que viva sin esclavitud, en la escuela de nuestro martirio,
y le exhortamos a que observe los mandamientos de Cristo. Obtendrá así, en el gran día de la
resurrección, la misma bienaventuranza que nosotros por haber soportado las mismas tribulaciones.
El que se sacrifica por su hermano, tiene la mirada puesta en la justicia de Dios. El que es desatento
con los suyos, pisotea el mandamiento de Dios, ya que está escrito: El que ama la injusticia, odia a su
alma (Is 10, 6).

La gloria de este mundo es engañosa


Por eso les pido, hermano Crispín..., y les recomiendo que se alejen de todos los goces y de los errores
del mundo.
La gloria de este mundo es engañosa y frágil. Florece por un tiempo, pero se marchita como la hierba
y la hora de su caída llega más pronto que la hora de su floración. Corran más bien al encuentro de
Dios, nuestro amigo. Sea éste el anhelo de ustedes. Pues Dios concede riquezas sin fin a los que
corren hacia él y concede la vida eterna a los que creen en él.
Para los que quieren salvarse, éste es el momento favorable. Es la hora de los precavidos, la hora del
plazo para el arrepentimiento, la hora de las buenas obras. Los cambios en la vida son imprevisibles.
Sin embargo, si les sobreviene uno, manifiesten la pureza de su piedad y aprovéchenlo para
transformar su vida y para borrar toda huella de sus faltas pasadas.
"Los voy a juzgar en el estado en que los encuentre", dice el Señor. Por lo tanto, traten de que se los
halle intachables en la práctica de los mandamientos de Cristo. Así se librarán del fuego eterno, que
no se apaga. Pues, desde hace mucho tiempo, la voz divina nos grita: El tiempo es breve (I Cor 7,21).

La caridad lo es todo
Estimen, por encima de todo, la caridad. Ella sola respeta la justicia, ella sola escucha la ley del amor
fraterno y obedece a Dios. Pues a través del hermano que se ve, se honra al Dios invisible. Y si
llamamos hermanos a los que han nacido de la misma madre, en la fe, todos los que aman a Cristo,
son hermanos. ¿No lo dijo ya nuestro santo Salvador y Dios? Son hermanos no tanto los que tienen la
misma sangre, sino los que se esfuerzan por vivir plenamente su fe y cumplen la voluntad de nuestro
Padre del cielo.

Expansiones del corazón


Saludamos al señor sacerdote Felipe, a Procliano, a Diógenes y a la santa Iglesia. Saludamos al señor
sacerdote Procliano que vive en Fidela, a la santa Iglesia y a los suyos. Saludamos a Máximo y a la
Iglesia, a Magno y a la Iglesia. Saludamos a Domingo y a los suyos, a nuestro padre Iles, a Valente y
a la Iglesia.
Yo, Melecio, saludo a mis parientes Luciano, Crispín, Gordio y a los suyos; a Elpidio y a los suyos; a
Hiperiquio y a los suyos.
Saludamos también a los fieles de Sarin, al sacerdote y a los suyos, a los diáconos y a los suyos, a
Máximo y a los suyos, a Esiquio y a los suyos, a Ciríaco y a los suyos. Saludamos a todos los que
están en Kadouth, a cada uno en particular. Saludamos a los de Carisfoné, a cada uno en particular.
Yo, Ecio, saludo a mis padres Marcos y Aculina, al sacerdote Claudio, a mis hermanos Marcos,
Trifón, Gordio y Crispin, a mis hermanas, a mi esposa Dominga y a mi hijo.
Y yo, Eutiquio, saludo a los fieles de Zimara, a mi madre Julia, a mis hermanos Cirilo, Rufo y Rigió,
a mi novia Basilia, y á los diáconos Claudio, Rufino y Proclo. Saludamos también a los siervos de
Dios Sapricio, hijo de Amonio, Genesio, Susana y a los suyos.
Señores, los saludamos a todos, nosotros, los cuarenta hermanos y compañeros de cautiverio;
Melecio, Ecio, Eutiquio, Cirión, Cándido, Angias, Cayo, Chudión, Heraclio, Juan, Teófilo, Sisinio,
Esmaragdo, Filotecmón, Gorgonio, Cirilo, Severiano, Teódulo, Nicalio, Flavio, Xancio, Valerio,
Esiquio, Domiciano, Domingo, Heliano, Leoncio llamado también Teotiste, Eunoicos, Valente,
Acace, Alejandro, Vicracio llamado también Bibiano, Prisco, Sacerdón, Ecdicio, Atanasio, Lisímaco,
Claudio, Iles y Melitón.
Nosotros, los cuarenta cautivos del Señor Jesucristo, hemos escrito por la mano de uno de los
nuestros, Melecio; y sancionamos y aprobamos todo lo que ha sido escrito. Y con toda nuestra alma;
oramos en el Espíritu Santo, para que todos nosotros obtengamos los bienes eternos de Dios y su
reino, ahora y por todos los siglos. Amén.

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