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Anonimo - Las Actas de Los Martrires PDF
Anonimo - Las Actas de Los Martrires PDF
Búsqueda de la verdad
Martirio de los santos mártires Justino, Caritón, Caridad, Evelpisto, Hierax, Peón y Liberiano.
En tiempos de los inicuos defensores de la idolatría, por todas las regiones y ciudades del
imperio se publicaron edictos impíos contra los piadosos cristianos, con el objeto de obligarlos
a sacrificar a los ídolos vanos.
Los santos arriba citados fueron detenidos y presentados al prefecto de Roma de nombre
Rústico.
Una vez llegados ante el tribunal, el prefecto Rústico dijo a Justino: "Ante todo, cree en los
dioses y obedece a los emperadores".
Justino respondió: "Lo santo y lo irreprochable es obedecer los mandatos de nuestro Señor
Jesucristo".
El prefecto: "¿Qué doctrina profesas?".
Justino: "He procurado aprender todo género de doctrinas; pero sólo he abrazado la doctrina de
los cristianos, que es la verdadera, aunque no agrade a los que siguen falsas opiniones".
El prefecto: "¡Qué miserable! ¿Te pueden agradar semejantes doctrinas?".
Justino: "Sin duda, pues me hacen caminar según el dogma recto".
El prefecto: "¿Qué dogma es ése?".
Justino: "El dogma que nos enseña a dar culto al Dios de los cristianos. A él lo tenemos por
Dios único, quien desde el principio es hacedor y artífice de toda la creación visible e invisible;
y al Señor Jesucristo, Hijo de Dios, quien, como predicaron de antemano los profetas, había de
venir al género humano, como pregonero de salvación y maestro de bellas enseñanzas. Yo,
como hombre rudo, pienso que digo muy poca cosa para lo que merece la divinidad infinita.
Confieso que, para hablar bien de ella, es menester una virtud profética, pues proféticamente
fue predicho acerca de este de quien te hablo, que es Hijo de Dios. Has de saber que los
profetas, divinamente inspirados, hablaron anticipadamente de su venida entre los hombres".
El prefecto: "¿Dónde se reúnen ustedes?".
Justino: "Donde cada uno prefiere o puede. ¿Te imaginas tal vez que todos nosotros nos
reunamos en un mismo lugar? Sin embargo, no es así. El Dios de los cristianos no está sujeto a
lugar alguno, pues es invisible, y llena el cielo y la tierra, y puede ser adorado y glorificado por
los fieles en todas partes".
El prefecto: "Dime dónde se reúnen, es decir, en qué lugar juntas a tus discípulos".
Justino: "Yo, desde el tiempo de mi segunda estadía en Roma, vivo junto a un tal Martín, cerca
de los baños de Timiotino. No conozco otro lugar de reuniones sino ése. Allí, si alguno venía a
verme, yo le comunicaba las palabras de la verdad".
El prefecto: "Luego, ¿eres cristiano?".
Justino: "Sí, soy cristiano".
Dolorosa apostasía
Desde aquel momento se produjo una desunión entre los cristianos. Los unos se manifestaron
totalmente dispuestos para el martirio, en el que serían los primeros, y llenos de ardor, confesaron
su fe hasta el fin. Pero aparecieron otros que no estaban preparados ni ejercitados; eran débiles
todavía e incapaces de sostener el esfuerzo de un fuerte combate. De ellos, unos diez salieron como
abortados del seno de la Iglesia, produciendo en nosotros gran pena y tristeza y atemorizando el
ánimo de los otros que todavía no habían sido detenidos. Estos, aun a costa de innumerables
sacrificios, asistían a los mártires y no se alejaban de ellos.
Todos fuimos acometidos por una viva angustia ante la incertidumbre del desenlace en la
confesión de la fe. No nos espantaban los tormentos que nos infligían; sino que, mirando al último
momento, nos sobrecogía el temor de que alguno pudiera apostatar. Sin embargo, día tras día eran
detenidos los que eran dignos de esta gracia, llenando los vacíos de los apóstatas, de suerte que
pronto se juntaron en la cárcel los miembros más preclaros de las dos Iglesias de Lyon y Viena,
especialmente sus fundadores y sus columnas.
Fueron también detenidos algunos esclavos paganos que servían en nuestras casas, pues el
gobernador por público edicto había ordenado una batida general contra nosotros. Estos esclavos
cayeron en la trampa de Satanás. Aterrorizados por las torturas que veían infligir a los santos e
intimados por los oficiales del tribunal, nos acusaron calumniosamente de festines de Tiestes,
incestos de Edipo y otras abominaciones que no es lícito nombrar, ni pensar, ni creer que cosas
semejantes se cometan entre hombres.
Estas calumnias se propalaron y todos se enfurecieron como fieras contra nosotros, tanto que los
que, por parentesco o amistad, se habían mostrado moderados hasta aquel momento, desde
entonces se indignaron grandemente y rechinaban los dientes contra nosotros. Con ello se cumplía
la palabra del Señor: Llegará un día en que todo el que los mate, crea que hace un servicio y
ofrenda a Dios (Jn 16, 2).
Blandina, la heroína
Desde aquel día, los santos mártires tuvieron que soportar tormentos indescriptibles, pues Satanás
se encarnizaba contra ellos para arrancarles alguna palabra de blasfemia. El furor de la chusma, del
gobernador y de los soldados se desató especialmente contra Santo, el diácono de Viena; contra
Maturo, recientemente bautizado pero que era ya un generoso atleta; contra Atalo de Pérgamo, que
había sido siempre columna y sostén de nuestra Iglesia y, finalmente, contra Blandina.
En Blandina, Cristo demostró que lo que entre los hombres parece vil, feo y despreciable, alcanza
delante de Dios gran gloria, gracias a aquel amor que se manifiesta en las obras y no se satisface de
vanas apariencias.
Todos nosotros temíamos -y particularmente su ama según la carne, que era también ella una
luchadora más en las filas de los mártires- que por la debilidad de su cuerpo Blandina no tendría
fuerzas para confesar libremente la fe. Pero ella se manifestó tan valiente que sus verdugos, aun
relevándose unos a otros y atormentándola con toda suerte de suplicios desde la mañana a la tarde,
llegaron a fatigarse y rendirse. Ellos mismos se confesaron vencidos sin tener a mano tortura que
aplicarle, y se maravillaban de que aún permaneciera con aliento, tan desgarrado y traspasado
estaba su cuerpo. Ellos afirmaron que uno solo de aquellos tormentos hubiera bastado para quitarle
la vida; con mayor razón, ¡tales y tantos! En cambio, la bienaventurada esclava, como un valiente
atleta, recobraba nuevo vigor al confesar su fe; y era para ella alivio, refrigerio y descanso en las
torturas, repetir: "Soy cristiana y nada malo se hace entre nosotros".
Blandiría, la animadora
Blandina, durante ese tiempo, estaba colgada de un poste, para ser presa de las fieras lanzadas
contra ella. Al verla colgada en forma de cruz y en fervorosas oraciones, los ánimos de los
combatientes se reconfortaban mucho, ya que, en medio del combate, contemplaban en su
hermana, aun con los ojos del cuerpo, a Cristo que murió crucificado por su salvación y para
asegurar a los creyentes que todo el que padeciera por la gloria de Cristo, tendrá eterna comunión
con el Dios viviente.
Ninguna fiera tocó por entonces a Blandina; por eso fue bajada del poste, conducida nuevamente a
la cárcel y reservada para otro combate. La victoria, lograda en muchas escaramuzas, debía hacer
definitiva la derrota de la pérfida serpiente y reforzar a sus hermanos. Ella, la pequeña, la débil y la
despreciable, estaba revestida de la fortaleza del gran e invencible atleta, Cristo; venció en
numerosos combates al enemigo y se coronó por último con la corona de la inmortalidad.
Atleta entrenado
Atalo, muy conocido en toda la ciudad, fue reclamado a grandes gritos por el populacho y entró en
el anfiteatro adiestrado y sostenido por el testimonio de su conciencia. Se había ejercitado en la
práctica de la disciplina cristiana y había sido siempre para nosotros un testigo de la verdad. Debió
dar la vuelta al anfiteatro con un letrero por delante escrito en latín: "Este es Atalo, el cristiano".
Mientras el pueblo lanzaba gritos furiosos contra él, el gobernador, al saber que Atalo era
ciudadano romano, ordenó que se le condujera a la cárcel con los demás, mandó un informe al
César y aguardó su respuesta.
El gran seno de la madre Iglesia
Este intervalo no fue inútil ni sin fruto para los prisioneros; sino que, por el mérito de su
resistencia, se puso de manifiesto la infinita misericordia de Cristo. Los vivos comunicaron su vida
a los muertos y los confesores comunicaron su gracia a los no confesores. Para la Iglesia, virgen y
madre, fue motivo de gran gozo recibir otra vez vivos a los que había abortado como muertos.
Gracias a los confesores, los apóstatas, en su mayor parte, retornaron a la fe, fueron otra vez
concebidos (en el seno de la Iglesia), retomaron el calor vital, aprendieron a confesar su fe y, llenos
de vida y vigor, se dirigieron al tribunal. Dios, que no quiere la muerte del pecador sino su
conversión, los sostenía mientras de nuevo eran llevados delante del gobernador para ser
interrogados.
Por fin, el emperador había contestado con un rescripto ordenando que los obstinados en la
confesión sufrieran el suplicio final, y los renegados fueran puestos en libertad.
Mientras tanto, habían comenzado las grandes fiestas, a las que acude una muchedumbre enorme
de todas las naciones. El gobernador quiso que la presentación de los bienaventurados mártires a
su tribunal fuera organizada como una función teatral para servir de espectáculo para la gente.
Hubo, pues, nuevo interrogatorio y se dio sentencia de decapitar a los ciudadanos romanos y
arrojar a los demás a las fieras.
Entonces la gloria de Cristo brilló de manera singular en los que antes habían negado la fe y que
ahora, en contra de las suposiciones de los paganos, la confesaron. Los habían interrogado aparte,
prometiéndoles la libertad; pero ellos confesaron la fe y fueron agregados al destino de los
mártires.
Sólo quedaron excluidos los que no habían conocido ni rastro de fe, ni respeto por su vestidura
nupcial (el bautismo), ni idea del temor de Dios. Estos hijos de la perdición, con su conducta,
habían maldecido el Camino. En cambio, todos los otros fueron incorporados a la Iglesia.
La última infamia
Tampoco esto bastó para saciar su saña y crueldad contra los santos. Excitadas por la bestia feroz,
estas tribus salvajes y bárbaras difícilmente se calmaban. Esta vez su furor se cebó en los cuerpos
de los mártires. La vergüenza de la derrota no los desarmó de ninguna mañera, ya que parecían
incapaces de sentimientos humanos; antes bien, crecía su furor como el de una fiera. Gobernador y
populacho rivalizaban en odio injusto contra nosotros, para que se cumpliera la Escritura: El inicuo
sea más inicuo y el justo más justo (Apoc 22, 11).
Arrojaron a los perros los cadáveres de los que habían muerto asfixiados en la cárcel, montando
noche y día guardia para impedirnos que los sepultáramos. Igualmente expusieron al aire libre lo
que el fuego y las fieras habían dejado: aquí pedazos desgarrados, allí huesos carbonizados. De los
decapitados, fueron dejados sin sepultura las cabezas y los troncos, bajo la vigilancia de los
soldados, durante varios días.
A su vista, los unos rugían de rabia y rechinaban los dientes contra los mártires y hubieran querido
que se les aplicara castigos aún más terribles. Los otros se mofaban y chanceaban, mientras
glorificaban a sus ídolos, a los que atribuían el castigo de los confesores. También había gente más
moderada que parecía tenernos compasión, aunque nos agraviaran grandemente, pues decían:
"¿Dónde está su Dios? ¿Para qué les sirvió esta religión que ellos prefirieron a su propia vida?".
Tal era el abanico de opiniones y actitudes de parte de los paganos.
En odio a la resurrección
Nosotros estábamos sumidos en el mayor dolor por no poder sepultar los cadáveres. No pudimos
aprovechar de la noche ni sobornar a los guardias con dinero, ni conmoverlos con nuestras
súplicas. Ellos tomaban sus precauciones, como si tuvieran gran interés en dejarlos sin sepultura.
Los cuerpos de los mártires fueron objeto de toda suerte de ultrajes y durante seis días estuvieron al
aire libre. Luego, fueron quemados y reducidos a cenizas que los desalmados arrojaron al río
Ródano, que corre cerca de allí, para cancelar incluso sus rastros sobre la tierra.
Los paganos creían triunfar contra Dios y privar a los mártires de la resurrección. Es menester,
decían, quitarles aun la esperanza de la resurrección. A causa de esta creencia, introducen entre
nosotros una religión nueva y extranjera, desprecian las torturas y afrontan gozosamente la muerte.
Vamos a ver ahora si resucitan y si su Dios puede auxiliarlos y librarlos de nuestras manos.
Primer interrogatorio
Apolonio fue llevado ante el tribunal y Perenne lo interrogó: "Apolonio, ¿eres cristianó?".
Apolonio: "Sí, soy cristiano. Por eso honro y temo al Dios que hizo el cielo y la tierra, el mar y todo
lo que hay en ellos".
Perenne: "Créeme, Apolonio, rectifícate y jura por la fortuna de nuestro señor, el emperador
Cómodo".
Apolonio: "Escúchame serenamente, Perenne. Quisiera hacer delante de ti mi defensa de manera
seria y según las leyes. El que cambia de idea acerca de los justos, santos y admirables
mandamientos de Dios, es un hombre culpable, criminal y con razón puede ser llamado ateo. En
cambio, el que se aparta de toda injusticia y maldad, de la idolatría y de todo mal pensamiento, y
evita las ocasiones de pecado y de ninguna manera se vuelve hacia ellas, ése es un hombre justo.
Créeme, Perenne, y fíate de mi defensa. Estos hermosos y magníficos mandamientos nosotros los
hemos aprendido del Verbo de Dios, que escudriña todos los pensamientos de los hombres.
Además, él nos ha mandado no jurar en absoluto, sino decir siempre la verdad. Afirmar la verdad
en un solo 'sí' es un gran juramento. Por eso, jurar es vergonzoso para un cristiano. De la mentira
nace la desconfianza y de la desconfianza nace el juramento. De todas maneras, ¿quieres que jure
que honramos al emperador y oramos por su imperio? Con mucho gusto lo juraría en el nombre del
Dios verdadero, el que es, el eterno, y no fabricado por manos de hombres, ya que fue él quien
constituyó a un hombre para reinar sobre los demás hombres de la tierra".
Perenne: "Haz lo que te digo, Apolonio, y rectifícate. Sacrifica a los dioses y a la imagen del
emperador Cómodo".
Apolonio, sonriendo: "Ya me he explicado, Perenne, sobre dos puntos: el cambio de ideas y el
juramento. Escúchame ahora sobre el sacrificio. Tanto yo como todos los cristianos ofrecemos un
sacrificio incruento e inmaculado al Dios omnipotente que reina en el cielo, en la tierra y en todo lo
que respira. Este sacrificio de oraciones lo ofrecemos, en particular, por los hombres, creados a
imagen espiritual y racional de Dios y constituidos por su providencia para reinar sobre la tierra.
Por esto, conformándonos a un justo mandamiento, oramos a diario al Dios que habita en los cielos
por el emperador Cómodo, que reina en este mundo. Nosotros sabemos muy bien que el
emperador reina sobre la tierra, no por voluntad humana, sino únicamente por designio del Dios
invencible, cuyo poder abarca el universo".
Perenne: "Te doy un día de plazo, Apolonio, para reflexionar sobre ti mismo y tu destino".
Segundo interrogatorio
Tres días después, Perenne ordenó que Apolonio fuera nuevamente conducido ante el tribunal.
Estaban presentes muchos senadores, consejeros y grandes sabios. Después de haber dado orden
de que se le llamara, dijo: "Léanse las actas de Apolonio".
Terminada la lectura, Perenne preguntó: "¿Qué decisión tomaste, Apolonio?".
Apolonio: "Permanecer fiel a Dios, como lo has previsto y hecho constar en las actas".
Perenne: "En atención al decreto del senado, te aconsejo que cambies de idea y veneres y adores a
los mismos dioses que todos nosotros veneramos y adoramos, y vivas con nosotros".
Apolonio: "Conozco el decreto del senado, Perenne, pero, justamente, venero a Dios para no
venerar a ídolos labrados por manos humanas. Por eso jamás adoraré ni oro, ni plata, ni bronce, ni
hierro, ni dioses de madera ni de piedra, que son dioses de falso nombre, ya que ni ven ni oyen.
Ellos son obras de obreros, orfebres y torneros; esculturas de mano humana, que no pueden
moverse por sí mismas.
En cambio, Perenne, yo sirvo al Dios del cielo, que infundió en todos los hombres un alma viva y,
a diario, mantiene a todos en vida.
Jamás me rebajaré, Perenne, ni me postraré a los pies de estas miserias, porque es vergonzoso
adorar lo que es igual al hombre, e, incluso, es inferior a los demonios.
Los hombres desgraciados pecan cuando adoran lo que es materia: un ídolo tallado en una piedra
fría, un leño seco, un metal inerte o huesos muertos. ¡Qué locura en tal extravío! La misma locura
la cometen los egipcios adorando, entre muchas cosas abominables, la palangana de los pies (del
rey Amasis). ¡Qué ridiculez en esta falta de educación! Los atenienses, hasta el día de hoy, veneran
el cráneo de un buey de bronce y lo denominan "fortuna de los atenienses"; y así no les queda lugar
para orar a sus propios dioses. Sin duda, todas estas cosas acarrean daño a las almas que creen en
ello.
"¿Qué diferencia pasa entre esos ídolos y algún pedazo de cerámica o de teja seca? Dirigen sus
oraciones a imágenes de demonios que no entienden nada, como si entendieran, y que no pueden
reclamar nada ni acordarse de nada. Su apariencia es un engaño. Tienen oídos y no oyen, ojos y no
ven, manos y no palpan, pies y no caminan. Su apariencia no altera la realidad. Me parece que
Sócrates se burlaba de los atenienses, cuando juraba por el plátano, árbol de los campos.
En segundo lugar, los hombres pecan contra el cielo, cuando adoran vegetales: la cebolla y el ajo
-los dioses de los habitantes de Peluso-. Todo ello va al vientre y pasa a la letrina.
En tercer lugar, los hombres pecan contra el cielo, cuando adoran animales, como el pez y la
paloma; y, entre los egipcios, el perro y el mono cabeza de perro, el cocodrilo y el buey, el áspid y
el lobo, que son otros tantos símbolos de sus costumbres.
En cuarto lugar, los hombres pecan contra el cielo, cuando adoran a seres dotados de razón, es
decir, hombres transformados en demonios maléficos. Llaman dioses a los que fueron antes
hombres, como lo atestigua su misma mitología. Dicen que Dióniso fue despedazado, Hércules
quemado vivo, Zeus sepultado en Creta. Procuran explicar los nombres de los dioses a través de
fábulas, y éstas a través de los nombres. De toda esta impiedad, yo no quiero saber nada".
Perenne: "Apolonio, el decreto del senado dice tajantemente: 'Que no haya cristiano'".
Apolonio: "Ciertamente, pero el decreto de Dios no puede ser invalidado por un decreto de los
hombres. Por esto, cuando más matan ustedes injustamente y sin verdadero juicio a hombres
inocentes que creen en él, tanto más Dios acrecentará su número. Quiero que sepas una cosa,
Perenne: para emperadores, senadores y poderosos de la tierra, para ricos y pobres, para libres y
esclavos, para grandes y pequeños, para sabios e ignorantes, Dios ha establecido una sola muerte y,
después de la muerte, para todos llegará el juicio.
Pero los modos de morir son diferentes. Por esto, entre nosotros, los discípulos del Verbo mueren
diariamente a los placeres, mortificando sus concupiscencias con la austeridad y viviendo según
los mandamientos de Dios. Créenos de veras, Perenne, pues no mentimos. En nuestra vida, no se da el
más mínimo desenfreno sin que sea castigado. Desterramos de nuestros ojos toda vista lúbrica y de
nuestros oídos toda palabra impúdica para conservar puros nuestros corazones.
Habiendo elegido tal tenor de vida, no tenemos por cosa difícil morir por el Dios verdadero. Lo
que somos, por Dios lo somos. Por esto, lo soportamos todo con paciencia, para no morir de mala
muerte. En fin, ora vivamos, ora muramos, somos del Señor (Rom 14, 8). Por otra parte, una
disentería o una fiebre pueden a menudo quitar la vida. Si yo muero, pensaré que una de estas
enfermedades me ha atacado.
Flor de hermosura
Basílide fue el séptimo de los discípulos de Orígenes que murió mártir. Era soldado y condujo al
suplicio a la celebérrima Potamiana, sobre la que los naturales de la comarca cantan largos relatos
hasta el presente.
Potamiana resplandecía, junto con el esplendor del alma, por la hermosura del cuerpo en la flor de
la juventud. Para conservar su pureza y virginidad en que se distinguía, tuvo que sostener
innumerables combates contra pretendientes locamente enamorados. Soportó torturas espantosas y
espeluznantes y, finalmente, murió quemada viva junto con su madre Marcela.
He aquí los detalles del martirio.
El juez Aquilas la sometió en todo su cuerpo a terribles torturas; luego, la amenazó con entregarla
a los gladiadores para que la deshonrasen.
La joven se recogió interiormente por breve rato y, luego, le preguntaron qué resolución tomaba.
Ella, según se dice, dio tal respuesta que los paganos juzgaron que había hablado impíamente. A su
respuesta siguió inmediatamente la sentencia.
Basílide, uno de los soldados encargados de los condenados, la tomó y la llevó al lugar del
suplicio. El populacho trataba de molestar a la virgen cristiana, insultándola con dichos obscenos.
Pero Basílide lo impedía, rechazando a los contumeliosos y manifestando a Potamiana gran piedad
y humanidad.
Conmovida por esa simpatía, la joven exhortó al alguacil a tener buen ánimo y le prometía que,
apenas saliera de este mundo, le alcanzaría gracia de su Señor y no tardaría en pagarle lo que por
ella había hecho. Dicho esto, le derramaron pez derretida en todo el cuerpo, lentamente y en
pequeñas dosis. Ella sufrió noblemente el suplicio al que la sometieron.
Tal fue el combate sostenido por la celebérrima virgen.
Prólogo
Los antiguos ejemplos de fe, que manifiestan la gracia de Dios y fomentan la edificación del
hombre, se pusieron por escrito para que su lectura, al evocarlos, sirva para honra de Dios y
consuelo del hombre. Pues bien, ¿por qué no poner por escrito también las nuevas hazañas que
presentan las mismas ventajas?
Un día, también estos hechos llegarán a ser antiguos y necesarios a la posteridad, aunque al
presente gocen de menor autoridad a causa de la veneración que favorece lo antiguo.
El poder del único Espíritu Santo es siempre idéntico. Por esto, ¡que abran bien los ojos los que
valoran ese poder según la cantidad de años! Más bien, habría que tener en más alta estima los
nuevos hechos como pertenecientes a los últimos tiempos, para los cuales está decretada una
superabundancia de gracia. En los últimos días, dice el Señor, derramaré mi Espíritu sobre todos
los hombres y profetizarán sus hijos y sus hijas; los jóvenes verán visiones y los ancianos tendrán
sueños proféticos (Hech 2,17).
Por eso nosotros, que aceptamos y honramos como igualmente prometidas las profecías y las
nuevas visiones, ponemos también las otras manifestaciones del Espíritu Santo entre los
documentos de la Iglesia, a la que el mismo Espíritu fue enviado para distribuir todos sus carismas,
en la medida en que el Señor los distribuye a cada uno de nosotros.
Es, pues, necesario poner por escrito todas estas maravillas y difundir su lectura para gloria de
Dios. De ese modo nuestra fe, débil y desalentada, no debe creer que sólo los antiguos han recibido
la divina gracia, tanto en el carisma del martirio como de las revelaciones. Dios cumple siempre
sus promesas, para confundir a los incrédulos y sostener a los creyentes.
Por esto, queridos hermanos e hijitos, cuanto hemos oído y tocado con la mano, se lo anunciamos
para que ustedes, que asistieron a los sucesos, recuerden la gloria del Señor; y los que los conocen
de oídas, entren en comunión con los santos mártires y, por ellos, con el Señor Jesucristo, a quien
sean la gloria y el honor por los siglos de los siglos. Amén.
El arresto
Fueron arrestados los jóvenes catecúmenos Revocato y Felicidad, su compañera de esclavitud,
Saturnino y Secúndulo. Entre ellos se hallaba también Vibia Perpetua, de noble nacimiento,
esmeradamente educada y brillantemente casada. Perpetua tenía padre y madre y dos hermanos
(uno, catecúmeno como ella) y un hijo de pocos meses de vida.
A partir de aquí, ella misma relató toda la historia de su martirio, como lo dejó escrito de su mano
y según sus impresiones.
Relato de Perpetua
"Cuando nos hallábamos todavía con los guardias, mi padre, impulsado por su cariño, deseaba
ardientemente alejarme de la fe con sus discursos y persistía en su empeño de conmoverme. Yo le
dije:
-Padre, ¿ves, por ejemplo, ese cántaro que está en el suelo, esa taza u otra cosa?
-Lo veo -me respondió.
-¿Acaso se les puede dar un nombre diverso del que tienen?
-¡No!-me respondió.
-Yo tampoco puedo llamarme con nombre distinto de lo que soy: ¡CRISTIANA!
Entonces mi padre, exasperado, se arrojó sobre mí para sacarme los ojos, pero sólo me maltrató.
Después, vencido, se retiró con sus argumentos diabólicos.
Durante unos pocos días no vi más a mi padre. Por eso di gracias a Dios y sentí alivio por su
ausencia. Precisamente en el intervalo de esos días fuimos bautizados y el Espíritu me inspiró,
estando dentro del agua, que no pidiera otra cosa que el poder resistir el amor paternal.
A los pocos días fuimos encarcelados. Yo experimenté pavor, porque jamás me había hallado en
tinieblas tan horrorosas. ¡Qué día terrible! El calor era insoportable por el amontonamiento de
tanta gente; los soldados nos trataban brutalmente; y, sobre todo, yo estaba agobiada por la
preocupación por mi hijo.
Tercio y Pomponio, benditos diáconos que nos asistían, consiguieron con dinero que se nos
permitiera recrearnos por unas horas en un lugar más confortable de la cárcel. Saliendo entonces
del calabozo, cada uno podía hacer lo que quería. Yo amamantaba a mi hijo, casi muerto de
hambre. Preocupada por su suerte, hablaba a mi madre, confortaba a mi hermano y les
recomendaba mi hijo.
Yo me consumía de dolor al verlos a ellos consumirse por causa mía. Durante muchos días me
sentí abrumada por tales angustias. Finalmente logré que el niño se quedará conmigo en la cárcel.
Al punto me sentí con nuevas fuerzas y aliviada de la pena y preocupación por el niño. Desde aquel
momento, la cárcel me pareció un palacio y prefería estar en ella a cualquier otro lugar.
Visión de Sáturo
También el bendito Sáturo tuvo una visión que consignó de su mano por escrito.
"Ya habíamos sufrido el martirio y habíamos salido de nuestro cuerpo. Cuatro ángeles nos
transportaban hacia el oriente, pero sus manos no nos tocaban. No íbamos boca arriba y vueltos
hacia el cielo, sino como trepando por una pendiente suave. Pasado el primer mundo, vimos una
luz inmensa y le dije a Perpetua, que venía a mi lado: 'He aquí lo que el Señor nos prometía y ya
recibimos la recompensa'. Mientras éramos llevados por los cuatro ángeles, se abrió ante nuestros
ojos una gran llanura, que era como un vergel, poblado de rosales y de toda clase de flores. La
altura de los rosales era como la de un ciprés y sus hojas caían incesantemente.
En el vergel había otros cuatro ángeles más resplandecientes que los demás. Al vernos, nos
acogieron con grandes honores y dijeron a los otros ángeles, con admiración: '¡Son ellos! ¡Son
ellos!'. Atemorizados, los cuatro ángeles que nos transportaban, nos dejaron en el suelo y nosotros
caminamos la distancia de un estadio por una ancha avenida. Allí encontramos a Jocundo,
Saturnino y Artaxio, que habían sido quemados vivos en la misma persecución, y a Quinto que
había muerto, mártir también, en la misma cárcel. Les preguntamos dónde estaban los demás; pero
los ángeles nos dijeron: 'Vengan antes, entren y saluden al Señor'.
Llegamos a un palacio, cuyas paredes parecían edificadas de pura luz. Delante de la puerta había
cuatro ángeles que, antes de entrar, nos vistieron con vestiduras blancas. Entramos y oímos un coro
que repetía sin cesar: 'Agios, Agios, Agios = Santo, Santo, Santo'.
En la sala vimos sentado a un anciano canoso, con cabellos de nieve pero con rostro juvenil. No
vimos sus pies. A su derecha y a su izquierda había cuatro ancianos y, detrás, estaban de pie otros
innumerables ancianos. Avanzamos asombrados y nos detuvimos ante el trono. Cuatro ángeles nos
levantaron en vilo, besamos al Señor y él nos acarició la cara con la mano. Los demás ancianos
dijeron: '¡De pie!'. Y de pie nos dimos el beso de la paz. Después los ancianos nos dijeron: 'Vayan
y jueguen'. Yo dije a Perpetua: 'Ya tienes lo que anhelabas'. Ella contestó: '¡Gracias a Dios! Fui
dichosa en el mundo, pero aquí seré más dichosa todavía'.
Desinteligencias y perdón
Al salir del palacio, delante de la puerta encontramos al obispo Optato a la derecha y a Aspasió,
presbítero y catequista, a la izquierda, separados y tristes. Se arrojaron a nuestros pies y nos
dijeron: 'Establezcan la paz entre nosotros. Ustedes salieron del mundo y nos dejaron en este
estado'. Nosotros les dijimos: '¿No eres tú nuestro padre y tú nuestro sacerdote? ¿Por qué se
postraron a nuestros pies?'. Y nos conmovimos y los abrazamos.
Perpetua se puso a hablar con ellos en griego y los llevamos al jardín, bajo un rosal. Mientras
estábamos hablando, los ángeles les dijeron: 'Déjenlos que se solacen; y, si tienen disensiones
entre ustedes, perdónense mutuamente'. Esto los llenó de turbación. Y dijeron a Optato: 'Corrige a
tu pueblo. Tus asambleas se parecen a las salidas del circo donde disputan las distintas facciones'.
Nos pareció que los ángeles quisieron cerrar las puertas. Allí reconocimos a muchos hermanos, en
especial, a los mártires. Todos nos sentimos alimentados y saciados por una fragancia inefable.
Entonces me desperté lleno de gozo".
El parto de Felicidad
También Felicidad halló gracia ante el Señor, de la siguiente manera. Se hallaba en el octavo mes
del embarazo, pues fue detenida encinta. Al aproximarse el día del espectáculo, sufría mucha
tristeza temiendo que su martirio fuera postergado a causa de su estado, ya que la ley prohíbe que
las mujeres encintas sean expuestas al suplicio, y que, más adelante, tuviera que derramar su
sangre santa e inocente entre los demás criminales.
Igualmente, sus compañeros de martirio estaban profundamente afligidos al pensar que dejarían
atrás a tan excelente compañera y que ella iba a quedar sola en el camino de la común esperanza.
Tres días antes de los juegos, unidos en un común gemido, dirigieron su oración al Señor. Apenas
terminaron la oración, en seguida sobrevinieron a Felicidad los dolores del parto. En razón de las
naturales dificultades de un parto en el octavo mes, ella sufría y gemía. Entonces un carcelero le
dijo: "Si tanto te quejas ahora, ¿qué harás cuando seas arrojada a las fieras, de las que te burlaste, al
no querer sacrificar?". Ella respondió: "Ahora soy yo la que sufro lo que sufro; pero allí habrá otro
en mí, que padecerá por mí, pues yo también padeceré por él". Felicidad dio a luz una niña, que una
cristiana adoptó como hija.
Cena de fraternidad
El Espíritu Santo permitió, y permitiéndolo manifestó su voluntad, que se pusiera por escrito todo
el desarrollo del combate. A pesar de nuestra indignidad, vamos a completar la historia de un
martirio tan glorioso. Con ello cumplimos no sólo el deseo de la santísima mujer Perpetua, sino
también su explícita recomendación. Ante todo, relatamos una prueba de su constancia y
sublimidad de ánimo.
El tribuno trataba muy duramente a los detenidos, pues, por habladurías de algunos insensatos,
temía que se fugaran de la cárcel por arte de algún mágico encantamiento. Perpetua se lo echó en
cara: "¿Por qué no nos concedes ningún alivio a nosotros que somos presos tan distinguidos, ¡nada
menos que del César! y hemos de combatir en su natalicio? ¿No aumentaría tu gloria, si nos
presentáramos ante él más gordos y saludables?".
El tribuno se sintió desconcertado y enrojeció de vergüenza. Ordenó que se los tratara más
humanamente. Permitió a los hermanos de Perpetua y a los demás que entraran en la cárcel y se
reconfortaran mutuamente. Por otra parte, el lugarteniente de la cárcel había abrazado la fe.
La víspera de los juegos, tuvo lugar la última cena que llaman "cena de la libertad"; pero que ellos
convirtieron en ágape o cena de la fraternidad. Interpelaban al pueblo con la acostumbrada
intrepidez y lo conminaban con el juicio de Dios; proclamaban la dicha de su martirio y se reían de
la curiosidad de los badulaques. Sáturo les decía: "¿No les basta el día de mañana, para contemplar
a los que detestan? ¿Hoy amigos, mañana enemigos? Fíjense cuidadosamente en nuestros rostros,
para que nos puedan reconocer en el día del juicio". Todos se retiraban de allí confundidos, y
muchos de ellos se convirtieron.
El martirio
Finalmente brilló el día de su victoria. Caminaron de la cárcel al anfiteatro, como si fueran al cielo,
radiantes de alegría y hermosos de rostro; emocionados sí, pero no de miedo, sino de gozo.
Perpetua marchaba última con rostro iluminado y paso tranquilo, como una gran dama de Cristo y
una preferida de Dios. El esplendor de su mirada obligaba a todos a bajar los ojos.
También iba Felicidad, gozosa de que su afortunado parto le permitiera luchar con las fieras,
pasando de la sangre a la sangre, de la partera al gladiador, para purificarse después del parto con el
segundo bautismo.
Cuando llegaron a la puerta del anfiteatro, quisieron obligarles a disfrazarse: los hombres, de
sacerdotes de Saturno; las mujeres, de sacerdotisas de Ceres. Pero la generosa Perpetua resistió
con invencible tenacidad. Y alegaba esta razón: "Hemos venido hasta aquí voluntariamente, para
defender nuestra libertad. Sacrificamos nuestra vida, para no tener que hacer cosa semejante. Tal
era nuestro pacto con ustedes". La injusticia debió ceder ante la justicia. El tribuno autorizó que
entraran tal como venían.
Perpetua cantaba, pisando ya la cabeza del egipcio. Revocato, Saturnino y Sáturo increpaban a los
espectadores. Al llegar ante la tribuna de Hilariano, con gestos y señas le dijeron: "Tú nos juzgas a
nosotros; pero a ti te juzgará Dios". El pueblo, enfurecido, pidió que fuesen azotados desfilando
ante los domadores. Los mártires se alegraron de ello, por compartir así los sufrimientos del Señor.
El Señor que dijo: Pidan y recibirán (Mt 7, 7), dio a cada uno, por haberlo pedido, el género de
muerte deseado. Conversando entre sí del martirio que cada uno deseaba, Saturnino afirmó estar
dispuesto a ser arrojado a todas las fieras, para merecer una corona más gloriosa. Ahora bien, al
comienzo del espectáculo, experimentaron las garras de un leopardo y, después, sobre el estrado,
fueron despedazados por un oso.
En cambio, a Sáturo lo horrorizaban los osos; pero ya de antemano presumía que terminaría con
una dentellada de leopardo. Ahora bien, se soltó contra él un jabalí que no lo despanzurró a él, sino
al cazador que se lo había echado y murió pocos días después de los juegos. Sáturo fue sólo
arrastrado por la arena. Entonces fue ligado en el tablado para que le atacara un oso, pero éste no
quiso salir de su jaula. Así, por segunda vez, Sáturo fue retirado ileso.
Para las jóvenes mujeres el diablo había reservado una vaca bravísima. La elección era insólita,
como para hacer, con la bestia, mayor injuria a su sexo. Fueron presentadas en el anfiteatro,
desnudas y envueltas en redes. El pueblo sintió horror al contemplar a la una, tan joven y delicada,
y a la otra, madre primeriza con los pechos destilando leche. Fueron, pues, retiradas y revestidas
con túnicas sin cinturón.
La primera en ser lanzada al aire fue Perpetua y cayó de espaldas. Apenas se incorporó, recogió la
túnica desgarrada y se cubrió el muslo, más preocupada del pudor que del dolor. Luego, requirió
una hebilla, para atarse los cabellos. No era conveniente que una mártir sufriera con los cabellos
desgreñados, para no dar apariencia de luto en su gloria. Así compuesta, se levantó y, al ver a
Felicidad golpeada y tendida en el suelo, se le acercó, le dio la mano y la levantó.
Ambas mujeres se pusieron de pie y, vencida la crueldad del pueblo, fueron llevadas a la Puerta de
los vivos. Allí Perpetua fue acogida por el catecúmeno Rústico que le era aficionado. Como
despertándose de un profundo sueño, ¡tan largo tiempo había durado el éxtasis en el Espíritu!,
empezó a mirar en torno suyo y, con estupor de todos, preguntó: "¿Cuándo nos echarán esa vaca
que dicen?". Como le dijeron que ya se la habían echado, no quiso creerlo hasta que vio en su
cuerpo y en su vestido las señales de la embestida. Luego mandó llamar a su hermano, y al
catecúmeno, y les dijo: "Permanezcan firmes en la fe, ámense los unos a los otros y no se
escandalicen por nuestros sufrimientos".
Prenda de sangre
Sáturo, junto a otra puerta, exhortaba así al soldado Pudente: "En síntesis, ciertamente, como yo
presumí y predije, ninguna fiera me ha tocado hasta el presente. Cree, pues, con todo tu corazón.
Ahora avanzaré en la arena y un leopardo me matará de una sola dentellada. Y en seguida, casi
hacia el fin del espectáculo, se soltó contra él un leopardo que de un mordisco lo sumergió en su
sangre. El pueblo, como para atestiguar su segundo bautismo, proclamó a gritos: "¡Bien lavado,
bien salvado; bien lavado, bien salvado!". Seguramente había logrado la salvación el que de este
modo se había lavado.
Entonces Saturo dijo al soldado Pudente: "¡Adiós! Acuérdate de la fe y de mí. Que estos
sufrimientos no te turben, sino que te fortalezcan". Al mismo tiempo, le pidió el anillo del dedo, lo
empapó en su herida y se lo devolvió para dejarle en herencia un recuerdo y una prenda de su
sangre. Luego, desvanecido, cayó a tierra para ser degollado junto con los demás en el lugar
acostumbrado.
El pueblo reclamó que los heridos fueran conducidos al centro del anfiteatro para saborear con sus
ojos homicidas el espectáculo de la espada que penetra en los cuerpos. Los mártires
espontáneamente se levantaron y se trasladaron adonde el pueblo quería; pero, antes, se besaron
unos a otros para consumar el martirio con el rito solemne de la paz.
Todos permanecieron inmóviles y recibieron en silencio el golpe mortal. Sáturo, que en la visión
de la escalera subía primero y en su cúspide debía esperar a Perpetua, fue también el primero en
rendir su espíritu. Por su parte, Perpetua, para gustar algo de dolor, al ser punzada entre las
costillas, profirió un gran grito; después, ella misma tomó la torpe mano del gladiador novicio y
dirigió la espada a su garganta.
Sin duda, una mujer tan excelsa no podía morir de otra manera sino de su propia voluntad, hasta tal
punto el demonio le temía.
Prólogo
Recordar y relatar los merecimientos de los santos es muy provechoso, como nos lo manda el
apóstol san Pablo (Rom 12, 13). La memoria de los hechos gloriosos acrecienta la llama en el
pecho de los egregios varones, especialmente de los que rivalizan con los hombres del pasado y se
esfuerzan por imitar sus ejemplos.
El martirio de Pionio, más que cualquier otro, debe ser recordado, porque, durante su vida terrena,
disipó en muchos hermanos la ignorancia y el error; y luego, coronado mártir, a los que infundió en
vida su doctrina, les mostró en su muerte un ejemplo.
Sogas al cuello
El día segundo del sexto mes que es el 12 de marzo, un sábado mayor, mientras Pionio, Sabina,
Asclepíades, Macedonia y Lemno, presbítero de la Iglesia católica, celebraban el aniversario del
mártir Policarpo, se descargó contra ellos la furia de la persecución. Como el Señor lo manifiesta
todo a los de buena fe, Pionio, que no temía los suplicios que ya eran inminentes, los vio
anticipadamente antes de que llegaran.
Un día antes del natalicio del mártir Policarpo, Pionio con Sabina y Asclepíades se entregó
devotamente al ayuno y vio en sueños que al día siguiente sería prendido. Tuvo tan clara e
indubitable certeza de ello, ya que lo había contemplado todo muy lúcidamente en la visión, que se
echó una soga al cuello e igualmente otras dos sogas al cuello de Sabina y Asclepíades. Con ese
gesto quería hacer comprender a los que vendrían para atarlo que, al hallarlos ya atados, se dieran
cuenta de que no venían a hacer nada nuevo y entendieran que ellos no debían ser conducidos,
como los otros, a comer carnes sacrificadas a los ídolos. Esas ataduras, que se habían puesto antes
de todo mandato, eran testimonio de su fe y señal de su voluntad.
Polémica antijudía
"¿Con qué derecho los judíos revientan a carcajadas, burlándose de los que espontánea o
forzadamente sacrifican, y no moderan ni aun sobre nosotros su risa, proclamando con voz
insultante que por demasiado tiempo hemos gozado de libertad? Aunque seamos sus enemigos, sin
embargo, ¡somos hombres! ¿Qué daño han sufrido de parte nuestra? ¿Qué suplicios
experimentaron por causa nuestra? ¿A quién de ellos hemos ofendido de palabra? ¿A quién hemos
tenido odio injusto? ¿A quién le hemos forzado a sacrificar, ensañándonos con crueldad ferina?
Sus pecados no son semejantes a los que ahora se cometen por medio a los hombres. Hay mucha
distancia entre quien peca forzado y quien peca porque quiere. La diferencia entre quien es
compelido y quien obra libremente, estriba en que aquí es el alma que tiene la culpa, mientras que
allí la tienen las circunstancias.
¿Quién forzó a los judíos a iniciarse en los misterios de Beelfegor, o asistir a los banquetes
fúnebres y gustar los sacrificios de los muertos? ¿Quién a tener tratos torpes con las mujeres de los
extranjeros y a darse a los placeres de rameras? ¿Quién a quemar a sus hijos, a murmurar contra
Dios o hablar mal de Moisés, a sus espaldas? ¿Quién les hizo olvidar tantos beneficios y los volvió
ingratos? ¿Quién los obligó a volver en su corazón a Egipto o a decirle a Aarón, cuando Moisés
subió para recibir la ley: 'Haznos dioses y fabrícanos un becerro', y todo lo demás que hicieron? A
ustedes, paganos, tal vez los puedan engañar, burlando sus oídos con algún enredo; pero a nosotros
ninguno de ellos nos hará tragar sus embustes. Que les lean los libros de los jueces, los Reyes y el
Éxodo y les muestren los demás libros, y van a quedar convictos".
Amonestación á los paganos
"Ustedes preguntan por qué muchos bajan espontáneamente a sacrificar, y por unos pocos se
burlan de los demás. Imaginen una era, colmada por una buena trilla. ¿Qué montón será mayor: el
de la paja o el del trigo? Viene el labrador y con horca bicorne o con pala avienta el montón. El
viento se lleva la paja leve; pero el grano, pesado y sólido, permanece en el lugar donde estaba.
Cuando se echan las redes en el mar, ¿acaso todo lo que se saca, es de buena calidad? Pues bien,
sepan que tales son los que ustedes ven. Es natural que lo malo se mezcle con lo bueno, y lo bueno
con lo pésimo. Pero, si tratas de compararlos, salta la discrepancia; y, al comparar lo uno con lo
otro, se ve lo que es mejor.
Cuando ustedes nos someten a los suplicios, ¿cómo quieren que los suframos: como inocentes o
culpables? Si como culpables, con esa obra ustedes cometen culpa mayor, dado que no existe
causa alguna para perseguirnos. Si como inocentes, ¿qué esperanza les queda a ustedes, cuando así
sufren los inocentes? Si el justo se salva con dificultad, ¿cuál será la suerte del pecador y del
impío? Pues, es inminente el juicio del mundo y muchas señales nos lo advierten".
Arrastrados y a puntapiés
Después de este largo discurso, Pionio dio orden a los visitantes de que salieran inmediatamente de
la cárcel. Después, acompañado de una turba de seguidores, llegó Polemón gritando con voz
terrible: "Euctemón, el jefe de ustedes, ha sacrificado ya, y el magistrado les manda que vayan a
toda prisa al templo".
Pionio le contestó: "Los encarcelados deben esperar la llegada del procónsul. ¿Por qué se
atribuyen, con ilegítima temeridad, un derecho que no les corresponde? Ante esta repulsa, se
retiraron; pero, luego, regresaron con mayor caterva de gente. Entonces el comandante de
caballería apremió a Pionio con estas arteras y fingidas palabras: "El procónsul nos ha enviado y
dado órdenes para que los conduzcamos a Éfeso".
Pionio replicó: "Venga el que ha recibido la orden e inmediatamente saldremos".
El comandante o, como entonces se llamaban los verdugos, "turmario", hombre de dignidad, le
repuso: "Si te niegas a obedecer mis órdenes, pronto te darás cuenta del poder que tiene un
turmario".
Mientras hablaba, le echó una soga al cuello, y con tanta fuerza le cerró la garganta que apenas
podía respirar; lo entregó a los alguaciles para que lo condujeran al templo. Estos también lo
apretaron de tal modo que no podía recibir ni exhalar el aliento.
Fueron arrastrados al foro Pionio, Sabina y los demás, mientras a grandes voces proclamaban:
"¡Somos cristianos!". Y, como sucede con los que son llevados a la fuerza, se tiraban al suelo para
retardar la marcha y así retrasar la entrada al templo.
Seis alguaciles llevaban y a la vez arrastraban a Pionio. Al cansárseles los hombros a uno y otro
lado, lo castigaron a puntapiés, a fin de que o no se hiciera tan pesado o, vencido por el dolor,
siguiera por sí mismo. Sin embargo, nada lograron con sus apremios ni tuvieron efecto los malos
tratos. Él se mantuvo tan inmóvil, como si los puntapiés de los alguaciles añadieran peso a su
cuerpo. Al verlo tan inmóvil, pidieron ayuda, esperando vencerlo por el número ya que por la
fuerza no lo lograron.
Levantaron en vilo a Pionio y, transportándolo entre cantos y algazara, lo colocaron como una
víctima junto al altar, en el mismo lugar en que estaba el que poco antes, según decían, había
sacrificado. Entonces los jueces con voz severa le preguntaron: "¿Por qué no sacrifican ustedes?".
Ellos respondieron: "Porque somos cristianos".
Los jueces preguntaron de nuevo: "¿A qué Dios adoran?". Respondió Pionio: "Adoramos al Dios
que hizo el cielo y lo tachonó de estrellas; creó la tierra y la adornó con flores y árboles; formó los
mares que rodean con sus corrientes la tierra y los selló con ley fija de sus términos u orillas".
Los jueces insistieron: "¿Te refieres al que fue crucificado?; y Pionio replicó: "Me refiero a aquel
al que el Padre envió para la salvación del mundo".
Los jueces estallaron en risas sarcásticas. Pero Pionio les espetó: "Respeten la religión, observen la
justicia y obedezcan sus leyes. ¿Por qué violan sus propias leyes, no cumpliendo lo ordenado?
Pues tienen órdenes de castigar, no de violentar las conciencias de los que se oponen al edicto
imperial".
Disputas y bofetadas
Un tal Rufino, hombre elocuente, de fácil palabra y prestigioso orador, gritó; "¡Basta, Pionio! ¿Por
qué buscas una gloria vana con pomposa jactancia?".
Pionio respondió: "¿Esto te lo enseñan tus historias? ¿Esto te lo muestran tus libros? ¿No sufrió
esto mismo de parte de los atenienses el sapientísimo Sócrates? ¿Acaso eran necios y nacidos para
la necedad militar y para las guerras antes que para las leyes el mismo Sócrates, Aristides y
Anaxarco, en los que cuanto mayor fue la doctrina, mayor fue la elocuencia? Ellos no se jactaron
ni de discursos pomposos ni de elocuencia, mientras por medio de la doctrina filosófica llegaban a
la fundamentación de la justicia, a la moderación y a la templanza. En materia de la propia
alabanza, hay una moderación laudable como hay una jactancia odiosa".
Rufino, como herido por un rayo con el discurso del bienaventurado mártir, no habló más.
Otro hombre, de muy distinguida categoría social, le dijo: "¡No grites tanto, Pionio!". Y Pionio
respondió: "¡No seas tú impulsivo, construye una hoguera y espontáneamente nos arrojaremos a
las llamas!".
Otro hombre intervino para denunciar: "Sepan ustedes que, por las palabras y los ejemplos de
Pionio, otros toman fuerza para no sacrificar".
Después, intentaron poner en la cabeza de Pionio las coronas que los sacrílegos acostumbran
llevar. Pero él las deshizo y arrojó sus pedazos ante los mismos altares a los que solían adornar.
Un sacerdote iba llevando las entrañas calientes de los asadores, con intención de ofrecérselas a
Pionio; pero no se atrevió a acercarse a ninguno de los mártires y tuvo que tragárselas él solo frente
a todos en su vientre execrable. (Eran carnes ofrecidas a los ídolos).
Ellos, en cambio, con voz fuerte repetían: "¡SOMOS CRISTIANOS!". Como los jueces no sabían
qué hacer con ellos, los hicieron volver a la cárcel, mientras la gente les propinaba bofetadas. Al
ser conducidos a la cárcel, fueron colmados de insultos y sarcasmos de parte de los sacrílegos.
Uno, por ejemplo, dijo a Sabina: "¿No podías morir en tu patria?". Sabina contestó: "¿Cuál es mi
patria? Yo soy hermana de Pionio".
El organizador de los espectáculos dijo a Asclepíades: "Una vez que te condenen, yo te reclamaré
para los combates de los gladiadores".
Al entrar en la cárcel, un alguacil descargó tal puñetazo sobre la cabeza de Pionio, que por el
mismo ímpetu se hirió a sí mismo y se le hincharon las manos y los costados. Una vez encerrados
en la cárcel, entonaron un himno de acción de gracias a Dios, pues en su nombre se habían
mantenido en la fe y en la religión católica.
No sacrifico
Días después, según era costumbre, el procónsul regresó a Esmirna. Le presentaron a Pionio y así
comenzó el interrogatorio:
-¿Cómo te llamas?
-Pionio.
-Sacrifica.
-¡De ninguna manera!
-¿A qué secta perteneces?
-A la católica.
-¿De qué católica?
-Sacerdote de la Iglesia católica.
-¿Eres tú maestro de ellos?
-Enseñaba.
-Enseñabas la necedad.
-La piedad.
-¿Qué piedad?
-La piedad que se debe al Dios que hizo el cielo, la tierra y el mar.
-Sacrifica.
-Yo he aprendido a adorar al Dios vivo.
-Nosotros adoramos a todos los dioses, al cielo y a los que están en él. ¿Por qué miras al aire?
Sacrifica.
-Yo no miro al aire, sino a aquel que hizo el aire.
-Dime quién lo hizo.
-Es imposible decir algo acerca de él.
-Debes decir que fue Júpiter que está en el cielo y con el cual están todos los dioses y diosas.
Sacrifica, pues, al rey del cielo y de todos los dioses.
Como Pionio nada respondiese, el procónsul mandó que le colgaran del potro para arrancarle con
los tormentos lo que no podía con las palabras. Después de haberlo sometido al suplicio, el
procónsul le dijo:
-Sacrifica.
-¡De ninguna manera!
-Muchos sacrificaron, evitaron los tormentos y ahora gozan de la luz. Sacrifica."
-¡Jamás!
-¿En absoluto?
- ¡En absoluto!
¿Por qué tan presumidamente corres hacia la muerte, por no sé qué idea loca? ¡Haz lo que se te
manda!
-Yo no soy presumido, sino que temo al Dios eterno.
-¿Qué dices? ¡Sacrifica!
-Ya oíste que temo al Dios vivo.
-Sacrifica a los dioses.
-No puedo.
Ante esta firme y resuelta actitud del bienaventurado mártir, el procónsul deliberó largamente con
su asesor y, luego, se dirigió nuevamente a Pionio:
-¿Perseveras en tu propósito y no te arrepientes siquiera tarde?
-¡De ninguna manera!
-Tienes plena libertad para pensar con mejor consejo y larga deliberación lo que te convenga.
-Ya manifesté mi decisión.
-Ya que tienes prisa por morir, serás quemado vivo.
Y mandó leer la sentencia de la tablilla: "Mando que Pionio, hombre de mente sacrílega y que ha
confesado ser cristiano, sea abrasado por las llamas vengadoras, para que infunda terror a los
hombres y satisfaga a la venganza de los dioses".
Sarcasmos y burlas
Marciano: "Esta es una inútil disputa filosófica. No te dejes atrapar. Más bien, desdeña las cosas
invisibles y reconoce a los dioses que tienes delante de los ojos".
Acacio: "¿Cuáles son los dioses a los que me mandas sacrificar?".
Marciano: "Apolo, nuestro salvador. El ahuyenta el hambre y la peste y rige y conserva a todos".
Acacio: "Ese Apolo ¿es el mismo al que ustedes tienen por intérprete del futuro? ¡Buen adivino! El
infeliz corría loco de amor por una muchachita, ignorando que iba a perder su presa suspirada. Es
evidente que ni fue adivino el que esto ignoraba, ni Dios el que se dejó burlar por una joven. No fue
ésta su única desgracia, ya que la suerte le deparó un golpe más cruel. Como estaba poseído por un
torpe amor a los adolescentes, se prendó de la hermosura de Jacinto y se enamoró de él, como bien
saben ustedes; pero, ignorante del futuro, mató con un tiro de disco a aquel a quien más deseaba
que viviera. Ese Apolo, ¿es el mismo que fue jornalero de Neptuno y que guardó rebaños ajenos?
¿A ése me mandas que sacrifique?
¿O prefieres que sacrifique a Esculapio muerto por un rayo, o a la adúltera Venus, o a los demás
monstruos? ¿Por miedo de perder esta vida, habrá de sacrificarles? ¿Habría de adorar a los que me
avergüenzo de imitar, a los que desprecio, a los que condeno, a los que aborrezco? Si alguien
quisiera ahora imitar sus ejemplos, no escaparía al severo castigo de las leyes de ustedes. ¿Cómo,
pues, puede ser que adoren en los dioses lo que castigarían en los hombres?".
Marciano: "Muy frecuentemente los cristianos vomitan mil injurias contra nuestros dioses. Por
eso te ordeno que vengas conmigo al templo de Júpiter y Juno, celebremos juntos un grato
banquete y rindamos a las divinidades el culto que se les debe".
Acacio: "¿Cómo puedo yo sacrificar aquí a alguien que, como todos saben, está sepultado en
Creta? ¿Acaso, resucitó de entre los muertos?".
O la bolsa o la vida
Marciano: "O sacrificas o mueres".
Acacio: "Tu amenaza se asemeja á la que dirigen los bandoleros de Dalmacia, maestros en el arte
de robar. Se apostan en los desfiladeros y lugares escondidos y están al acecho de los viandantes.
Apenas aparece un pobre viajero, lo conminan con este dilema: 'O la bolsa o la vida'. Allí no
admiten razones. La única razón es la fuerza del que intimida.
Tu ultimátum es similar, ya que me mandas cumplir una acción injusta o me amenazas con la
muerte. Nada me asusta, nada temo. Las leyes castigan al libertino, al adúltero, al ladrón, al
corruptor sexual, al malhechor y al homicida. Si fuera reo de estos crímenes, yo mismo me
condenaría, sin aguardar tu sentencia. En cambio, si fuera condenado al suplicio por adorar al Dios
verdadero, no sería condenado por la ley, sino por la arbitrariedad del juez".
Uno de nuestros profetas clama sin cesar: No hay quien busque a Dios; todos se han extraviado,
todos a una se han vuelto inútiles (Sal 52, 3-4). No tienes excusas, pues está escrito: Como uno
juzga, será juzgado. Y otra vez: Como juzgas, serás juzgado; y como obras, así obrarán contigo
(Mt 7, 2; y Lc 6, 37).
Marciano: "A mí no se me manda juzgar, sino obligar. Si desprecias mi intimidación, puedes estar
seguro del castigo".
Acacio: "También a mí se me ha mandado no negar jamás a mi Dios. Si tú obedeces a un hombre
frágil y de carne, que muy pronto abandonará este mundo y, como se sabe, será pasto de los
gusanos, ¡con cuánta mayor razón he de obedecer yo a un Dios potentísimo, cuyo poder consolidó
todo lo que existe! Él dijo: Si uno me niega delante de los hombres, yo también lo negaré delante
de mi Padre celestial, cuando venga en mi gloria y poder a juzgar a los vivos y a los muertos (Mt
10, 33)".
Sonrisa divina
A continuación, Carpo fue clavado en el poste. Los espectadores más próximos lo vieron sonreír y,
sorprendidos, le preguntaron: "¿Qué te pasa, que ríes?".
El bienaventurado contestó: "He visto la gloria del Señor y me regocijé. También porque me voy a
ver libre de ustedes y no tendré parte en sus maldades".
Un soldado amontonaba haces de leña. Cuando les prendió fuego, el santo desde lo alto del
patíbulo dijo: "También nosotros somos hijos de la misma madre y tenemos la misma carne; pero
todo lo soportamos, con la mirada fija en el tribunal de la verdad".
Mientras decía esto, aplicaron el fuego. Y él se puso a orar: "Bendito seas, Señor Jesucristo, Hijo
de Dios, por haberme juzgado digno a mí también, pecador, de tener parte en tus sufrimientos".
Al decir esto, entregó su alma.
Salvación a contrapelo
Yo y los que nos acompañaban caímos hacia la puesta del sol en poder de los soldados y fuimos
conducidos a Taposiris (Abusir). La divina providencia quiso que Timoteo, afortunadamente, no
estuviera en casa, y no fue prendido. Al llegar, la encontró vacía, custodiada por oficiales del
prefecto, y se enteró de que se nos había capturado.
¿Y quién dirá los planes maravillosos de la divina dispensación? Pues quiero decir la pura verdad.
Timoteo, al huir lleno de turbación, se topó con un campesino que le preguntó la causa de aquella
precipitación, y él le dijo la verdad. El campesino, que se dirigía a celebrar un banquete de bodas,
fue y se lo contó a todos los comensales. Estos, por impulso unánime y como a señal convenida, se
levantaron todos y, lanzándose a carrera tendida, llegaron en seguida y se echaron sobre nosotros
entre alaridos.
Los soldados de nuestra escolta se dieron a la fuga sin más averiguar, y nuestros asaltantes se nos
pusieron delante, tal como estábamos, tendidos sobre nuestros petates.
Por mi parte -Dios me es testigo- creí de pronto que se trataba de una tropa de bandidos que venían
a robarnos y a saquearnos y, desnudo sobre mi camastro, sin más ropa encima que una camisa de
lino, les iba a tender los demás vestidos que tenía allí al lado. Pero ellos dieron órdenes de que
inmediatamente nos levantáramos y emprendiéramos a toda prisa la marcha.
Entonces caí en la cuenta del porqué de su venida, y empecé a dar gritos, rogándoles y
suplicándoles que se fueran y nos dejaran en paz; o, si querían hacernos un favor, yo les pedía que
fueran en busca de nuestros guardias y les llevaran mi propia cabeza cortada por sus manos.
Mientras yo decía todo esto a gritos, ellos me levantaron a viva fuerza. Yo me arrojé al suelo boca
arriba, y ellos, tomándome de pies y manos, me sacaron a rastras. Me acompañaban en aquel
momento Cayo, Fausto, Pedro y Pablo, a los que pongo por testigos de todo y los que me sacaron a
escondidas de aquel pueblito y, montándome sobre un asno a pelo, me pusieron a salvo.
Fechorías y crímenes
La persecución entre nosotros no comenzó por el edicto imperial, sino que se le adelantó un año
entero.
Un adivino y hacedor de maldades de esta ciudad tomó la delantera, azuzando contra nosotros a las
turbas paganas y encendiendo su ingénita superstición. Excitados por él y con las riendas sueltas
para cometer toda clase de atrocidades, no hallaban otra manera de mostrar su piedad para con sus
dioses sino asesinándonos a nosotros.
El primero, al que arrebataron, fue un viejo de nombre Metras, a quien a todo trance quisieron
obligar a blasfemar. Al no lograrlo, le molieron a palos todo el cuerpo, y atravesaron su cara y sus
ojos con cañas puntiagudas hasta que, arrastrándole al arrabal, allí le apedrearon.
Después, prendieron a una mujer cristiana de nombre Quinta, la llevaron ante el altar del ídolo y
trataban de forzarla a que lo adorara. Como ella se negaba y abominaba de aquel simulacro, la
ataron por los pies y la arrastraron por toda la ciudad por entre áspero empedrado, chocando con
enormes piedras, a la par que la azotaban. Por fin, dando la vuelta al mismo sitio, allí la
apedrearon.
Después de estas hazañas, toda aquella chusma, en tropel cerrado, se lanzó sobre las casas de los
cristianos, e invadiendo las que cada uno conocía como vecinas, allí se entregaban a la destrucción,
al saqueo y al pillaje. Ponían aparte para sí los objetos y enseres más preciosos y lanzaban a la callé
los más viles y fabricados de madera, para prenderles fuego. Aquello ofrecía el espectáculo de una
ciudad tomada al asalto por el enemigo.
Los hermanos lograron escapar y retirarse a escondidas, y aceptaron con gozo la rapiña de sus
bienes, de modo semejante a aquellos de los que habla la Carta a los Hebreos (10, 34). Y no tengo
noticias de qué nadie, si no fue tal vez uno, caído en sus manos, renegara del Señor en aquella
ocasión.
Pánico y desbande
Súbitamente tuvimos conocimiento del cambio sufrido por aquel imperio, antes tan benévolo a
nosotros; y el pánico de las amenazas que se cernían sobre nosotros, cundió por todas partes.
Se promulgó el edicto, casi tan terrible como el profetizado por nuestro Señor, tal que los mismos
elegidos, de ser posible, iban a sufrir escándalo. Lo cierto es que todos quedaron aterrados. De
entre las gentes de más lustre, unos se presentaron inmediatamente, muertos de miedo; los que
desempeñaban cargos públicos, se veían arrastrados por sus mismas funciones; otros, en fin, eran
forzados por sus familiares.
Nominalmente llamados, se acercaban a los impuros y sacrílegos sacrificios: unos, pálidos y
temblando, como si no fueran a sacrificar, sino a ser ellos mismos las víctimas sacrificadas e
inmoladas a los ídolos. La numerosa chusma pagana que rodeaba los altares se burlaba de ellos,
pues daban muestras de ser cobardes para todo: para morir por su fe y para sacrificar contra ella.
Otros, en cambio, pocos en número, corrían más decididos a los altares, protestando que ni
entonces ni antes habían sido cristianos. Sobre ellos pesa la predicción, bien verdadera, del Señor,
de que difícilmente se salvarán. De los demás, unos siguieron a un grupo de éstos, otros a otro, y el
resto huyó. De los que fueron prendidos, unos resistieron hasta las cadenas y la cárcel, en las que se
mantuvieron muchos días; pero luego, aun antes de presentarse ante el tribunal, abjuraron la fe;
otros, tras soportar hasta cierta medida los tormentos, por fin también apostataron.
De perseguidores a apóstoles
El procónsul Sabino preguntó a Luciano: "¿Cómo te llamas?".
-Luciano.
-¿De qué condición eres?
-Tiempo atrás fui perseguidor de la ley sagrada; ahora, aunque indigno, soy predicador de ella.
-¿Qué oficio desempeñas para ser predicador?
-Todo hombre tiene poder de sacar a su hermano del error. Así adquiere para sí gracia y a él lo libra
de los lazos diabólicos.
El procónsul preguntó a Marciano: ¿Cómo te llamas?
-Marciano.
-¿De qué condición eres?
-Soy libre y adorador de los misterios de Dios.
Procónsul: ¿Quién los persuadió a ustedes a abandonar a los venerandos y verdaderos dioses, de
los que han obtenido muchos beneficios y por los que gozaban de tanto favor en medio del pueblo,
y a pasarse a un hombre muerto y crucificado, que no pudo salvarse a sí mismo?
Marciano: Todo es obra de aquel que por su gracia hizo de Pablo, perseguidor de la Iglesia, un
predicador de Jesucristo.
Procónsul; Miren por ustedes y vuelcan a lo pasado, para ganar los favores de nuestros
venerandos, dioses y de nuestros invictísimos príncipes; y así lograrán salvar la vida.
Marciano; Hablas como hablaría un necio. Por nuestra parte, jamás daremos bastantes gracias a
Dios, que se dignó sacarnos de las tinieblas y sombras de muerte y traernos a esta gloria.
Procónsul: ¿Cómo los defiende, cuando ahora los ha entregado a mis manos? ¿Por qué no está
aquí presente, para librarlos de la muerte? Además, sé muy bien que cuando ustedes tenían su buen
sentido, han prestado grandes beneficios a mucha gente.
Marciano: Los cristianos consideramos una gloria perder esta que tú tienes por vida, para alcanzar,
perseverando hasta el fin, la vida verdadera y eterna. Además, deseamos que Dios te conceda esta
gracia y esta luz, para que conozcas su naturaleza, su grandeza y su generosidad en favor de los que
creen en él.
Procónsul: Los beneficios que les hace son muy patentes, ya que ahora, como les dije, los ha
entregado a mis manos.
Luciano: También nosotros te hemos dicho que es gloria de los cristianos y promesa del Señor
que, quien fielmente lucha con el diablo y desprecia las amenazas del mundo y las cosas caducas
del momento, alcanzará la vida eterna que está por venir.
Procónsul: Todo lo que dicen, son cuentos de viejas. Háganme caso y sacrifiquen a los dioses.
Cumplan los edictos imperiales y no provoquen mi furor. Diversamente, los voy a someter a
nuevos y refinados tormentos.
Marciano: Estamos dispuestos a soportar todos los tormentos que quieran antes que negar al Dios
vivo y verdadero y ser arrojados a las tinieblas exteriores y al fuego inextinguible, que preparó
Dios para el diablo y sus ministros.
Entonces el procónsul Sabino, viendo su constancia, pronunció contra ellos esta sentencia: "Visto
que Luciano y Marciano, transgresores de nuestras divinas leyes, se pasaron a la vanísima ley de
los cristianos; y, exhortados y apercibidos por nosotros para que cumplieran las órdenes de
nuestros invictísimos príncipes y sacrificaran y así se salvaran, rechazaron con desprecio nuestras
intimaciones, mando que sean entregados a las llamas".
Conducidos al lugar del suplicio, a una voz dieron gracias a Dios, diciendo: "Insuficientemente,
Señor Jesucristo, te alabamos, porque a nosotros, miserables e indignos, nos arrancaste de los
errores del paganismo, y a causa de tu nombre te dignaste traernos a esta pasión suprema y augusta
y hacernos partícipes de la gloria de todos tus santos. ¡A ti la alabanza, a ti la gloria! A ti también
encomendamos nuestra alma y nuestro espíritu".
Al terminar la oración, los verdugos prendieron inmediatamente fuego a la hoguera. Y así los
venerables mártires terminaron su combate y merecieron participar de la pasión del Señor.
Los beatísimos mártires Luciano y Marciano fueron martirizados siete días antes de las calendas
de noviembre (25 de octubre), bajo el emperador Decio y el procónsul Sabino, y bajo el reinado de
nuestro Señor Jesucristo, a quien sean el honor y la gloria, la fuerza y el poder, por los siglos de los
siglos. Amén.
Saña insaciable
Cuando los bienaventurados mártires del Dios omnipotente y de su Cristo están ansiosos por
conseguir las promesas del reino de los cielos, confían a veces una misión especial a sus amigos
íntimos. Su pedido es muy discreto, pues saben que la humildad es la base de la grandeza en la fe.
Cuanto más humildemente piden, con tanta mayor eficacia lo consiguen.
Los ilustres mártires Mariano y Santiago nos dejaron a nosotros el encargo de proclamar su gloria.
Mariano y Santiago fueron dos hermanos muy queridos con los que estábamos unidos no sólo por
el desempeño de las mismas funciones en la Iglesia, sino también por la comunidad de vida y los
afectos de familia.
Los dos, cuando se disponían a librar su sublime combate contra los ataques del mundo furioso y
contra los asaltos de los paganos, nos rogaron que hiciéramos conocer a los hermanos el relato de
la lucha que ellos emprendieron por impulso del Espíritu celeste. Deseaban sí que la gloria de su
triunfo fuera conocida en todas partes, pero no por vanidad, sino para que sus pruebas confirmaran
la fe del pueblo y sirvieran de aliento para los futuros creyentes.
La amistosa confianza con que me encargaron el relato de su martirio estaba fundada en motivos
sólidos. Como todos saben, en tiempos de paz, antes de que nos sorprendiera la persecución,
vivíamos una vida de comunidad estrechada por los vínculos de una gran amistad.
Estábamos haciendo un viaje por Numidia todos juntos, como era nuestra costumbre, caminando
en buena e inseparable compañía. Este viaje me llevó a mí a prestar un suspirado servicio a la fe y
a la religión; en cambio, a ellos los llevó al cielo.
Llegamos así a un lugar llamado Muguas, en las afueras de Cirta. En esta ciudad se desencadenaba
entonces el ciego furor de los paganos, y por ser ciudad de fuerte guarnición los asaltos de la
persecución eran más crueles y reventaban como olas agitadas por la maldad del mundo. La rabia
del enemigo, el diablo, acechaba a los justos con fauces hambrientas, para poner a prueba su fe.
Mariano y Santiago, gloriosos mártires, vieron en ello las señales ciertas y tan deseadas del favor
divino, al llevarlos en el momento oportuno a una región donde la tempestad de la persecución
había llegado al paroxismo, y comprendieron que fue Cristo mismo quien había guiado sus pasos
hacia el lugar de su triunfo.
El gobernador, en su ciego y sanguinario furor, empleaba la fuerza militar para apresar a los
predilectos de Cristo. Su insana crueldad no se cebaba sólo en los que habían pasado incólumes las
persecuciones anteriores y vivían libremente para Dios, sino que la mano insaciable del diablo se
extendía también a los que desde hacía mucho tiempo se hallaban desterrados y que eran ya
mártires no por la sangre, sino por el deseo. A ellos la desenfrenada ferocidad del gobernador les
daría la corona de la gloria.
Artera crueldad
Durante muchos días, innumerables hermanos nuestros derramaron su sangre y así llegaron junto
al Señor. El odio furioso del gobernador estaba tan absorto en la enorme carnicería de los laicos,
que parecía no poder llegar a sacrificar a Mariano, a Santiago y a los demás clérigos. La artera
crueldad le había aconsejado que separase a los laicos de los clérigos, pues pensaba que los laicos,
separados de los clérigos, fácilmente cederían a las tentaciones del siglo o ante sus amenazas.
Por eso, nuestros amigos y fieles soldados de Cristo junto con los demás miembros del clero,
comenzaron a entristecerse al ver que los laicos conseguían la palma del combate, mientras su
victoria tardaba mucho en llegar.
Actos de indisciplina
Siendo cónsules Fausto y Galo, el día cinco antes de las calendas de agosto (28 de julio), el
centurión Marcelo fue introducido ante el tribunal. El presidente Astayano Fortunato le preguntó:
"¿Qué te ha pasado por la cabeza para que, contra la disciplina militar, te quitaras el cinto y la
espada y arrojaras el sarmiento (=insignia de centurión)?".
Marcelo: "Ya el doce de las calendas de agosto (21 de julio), cuando ustedes celebraron la fiesta de
su emperador, te respondí en voz alta que soy cristiano y no puedo seguir en la profesión de esta
milicia, sino en la de Jesucristo, Hijo de Dios omnipotente".
Fortunato: "No puedo disimular tu temeridad y, por tanto, haré llegar tu caso a conocimiento de
nuestros señores, los Augustos Césares. Tú, sin fallo, pasarás a la audiencia de mi señor
Agricolano. He aquí el informe:
'Manilio Fortunato a su amigo Agricolano, salud:
Estábamos celebrando el día felicísimo y para todo el orbe faustísimo del natalicio de nuestros
señores y Augustos Césares, oh señor Aurelio Agricolano, cuando Marcelo, centurión regular,
arrebatado por no sé qué locura, se quitó espontáneamente el cinto y la espada, y se atrevió a
arrojar el sarmiento que llevaba, ante los mismos estandartes de nuestros señores. He juzgado
necesario poner en tu conocimiento este hecho y al mismo tiempo remitirle al culpable'".
He predicado la fe y la verdad
Félix partió de Tibiuca para Cartago el 18 de las calendas de julio (14 de junio). Apenas llegó, fue
puesto a disposición del legado, quien dio orden de que lo metieran en la cárcel.
Al día siguiente, antes de amanecer, el obispo Félix compareció ante el legado, quien le preguntó:
"¿Por qué no entregas las inútiles Escrituras?".
Félix: "Las tengo, pero no las voy a entregar".
Entonces el legado ordenó que se le arrojara a lo más profundo de la cárcel.
Después de dieciséis días, el obispo Félix, encadenado, fue sacado de la cárcel, a la hora cuarta de
la noche (diez de la noche), y llevado ante el procónsul Anulino, quien de nuevo le preguntó: "¿Por
qué no entregas las inútiles Escrituras?".
El obispo Félix respondió: "No tengo intención de entregarlas".
Entonces el procónsul Anulino sentenció que fuera pasado a espada, en los idus de julio (13 de
julio).
El obispo Félix elevó los ojos al cielo y en alta voz oró: "Dios mío, te doy gracias. He vivido en
este mundo cincuenta y seis años. He guardado la virginidad, he observado el evangelio, he
predicado la fe y la verdad. Oh Señor, Dios del cielo y de la tierra, Jesucristo, a ti que permaneces
para siempre, de rodillas te ofrezco mi cuello como sacrificio".
Apenas terminó la oración, los soldados lo llevaron al lugar del suplicio y allí lo degollaron. Fue
enterrado en el cementerio de Fausto, en el camino llamado de los escilitanos.
Escuadrones de confesores
En tiempos de Diocleciano y Maximiano, el diablo declaró la guerra a los cristianos del siguiente
modo: exigió la entrega de los sacrosantos Testamentos del Señor y las Escrituras divinas para
quemarlos, mandó destruir los templos consagrados al Señor y prohibió las celebraciones
litúrgicas y las reuniones devotas.
El ejército del Señor Dios no pudo soportar tan feroz mandato y se horrorizó ante órdenes tan
sacrílegas. En seguida, empuñó las armas de la fe y salió a la batalla para luchar, no tanto contra los
hombres sino contra el diablo.
Lamentablemente, algunos entregaron a los paganos las Escrituras del Señor y quemaron en
sacrílegas hogueras los Testamentos divinos y, por eso, se separaron del quicio de la fe. En
cambio, muchísimos otros guardaron las sagradas Escrituras y de buena gana derramaron por ellas
su sangre y por esto tuvieron un fin valiente. Estos hombres, llenos de Dios, derrotaron y
aplastaron al diablo y llevaron la palma victoriosa de su martirio. Todos estos mártires firmaron
con su propia sangre la sentencia contra los traidores y sus cómplices, sentencia que los había
arrojado de la comunión de la Iglesia. No era lícito que en la Iglesia de Dios estuvieran juntos los
mártires y los traidores.
Innumerables escuadrones de confesores volaban de todas partes al campo de batalla; y,
dondequiera hallaba cada uno al enemigo, allí establecía los cuarteles del Señor.
En la ciudad de Abitinas (África), al resonar el clarín de guerra en casa de Octavio Félix, los
gloriosos mártires levantaron las banderas del Señor. Allí celebraron, según costumbre, los
misterios del Señor, y allí fueron detenidos por los magistrados de la colonia y los soldados de la
guarnición. He aquí la lista:
Saturnino, presbítero, con sus cuatro hijos: Saturnino, el joven, y Félix, lectores, María, virgen
consagrada, y el niño Hilarión; Dativo, senador; dos Félix, Emérito, Ampelio, Rogaciano, Quinto,
Maximiano, Tecla, Rogaciano, Rogato, Jenaro, Casiano, Victoriano, Vicente, Ceciliano, Restituta,
Prima, Eva, otro Rogaciano, Givalio, Rogata, Pomponia, Secunda, Jenara, Saturnina, Martín,
Dante, Félix, Margarita, Mayor, Honorata, Regiola, Victorino, Pelusio, Daciano, Matrona, Cecilia,
Victoria, Herectina, Secunda, otra Matrona y otra Jenara. Todos ellos fueron detenidos y con su
júbilo conducidos al foro.
Camino de este primer campo de batalla, abría la marcha Dativo, a quien sus santos padres
engendraron para que vistiera la blanca túnica de senador en la corte celestial. Lo seguía Saturnino,
escoltado por su numerosa prole. Dos de sus hijos habían de compartir su martirio; los otros dos
quedarían como prenda de su nombre en la Iglesia. Después, seguía todo el escuadrón del Señor,
en el que centelleaba el esplendor de las armas celestiales: el escudo de la fe, la coraza de la
justicia, el casco de la salvación y la espada de dos filos de la palabra de Dios. Confiados en la
protección de esas armas, prometían a los hermanos la esperanza de la victoria.
Finalmente, llegaron a la plaza pública de la ciudad. Allí dieron la primera batalla y, por el informe
elogioso de los magisterios, ganaron la palma de la confesión de la fe.
En la misma plaza, ya antes, el cielo había combatido en favor de las Escrituras del Señor.
Fundano, en otro tiempo obispo de la ciudad, había entregado las Escrituras del Señor, para ser
quemadas. El sacrílego magistrado ya estaba por prenderles fuego, cuando, súbitamente, con el
cielo sereno, cayó un chaparrón que apagó el fuego aplicado a las Sagradas Escrituras, mientras
una granizada y una tempestad se desencadenaron con furia en defensa de las Escrituras, asolando
toda la región.
Así, pues, en Abitinas los mártires de Cristo recibieron las primeras ansiadas cadenas y después
fueron enviados a Cartago. En todo el trayecto se mostraron alegres y jubilosos y entonaron
himnos y cánticos al Señor.
Finalmente, llegaron al tribunal del procónsul Anulino. Allí, firmes y valientes, en cerrado
escuadrón y gracias a la constancia recibida del Señor, rechazaron los asaltos del diablo
enfurecido. Sin embargo, al ver que no podía prevalecer contra todos los soldados de Cristo juntos,
la rabia diabólica pidió que los sacaran de a uno para el combate. Esos combates no los voy a
relatar con palabras mías sino con las de los mismos mártires. Esas palabras manifiestan la
impudencia del furioso enemigo al infligir sacrílegas invectivas y torturas, y glorifican la
todopoderosa fuerza de Cristo el Señor en la paciencia de los mártires y en su misma confesión de
la fe.
Calumnias de rapto
Después, Dativo fue levantado por el Señor para el combate. Antes, extendido en el caballete,
había contemplado de cerca la lucha denodada de Télica. Al llegar su turno, proclamó repetidas
veces y fuertemente, que era cristiano y que había tomado parte en las asambleas.
Entonces, se irguió Fortunaciano, hermano de la santísima mártir Victoria y personaje de
relevancia social, pero ajeno por entonces al culto de la religión cristiana, y comenzó a incriminar
al mártir suspendido en el potro: "Este es, señor, el hombre que, en ausencia de mi padre, cuando
yo estudiaba aquí, sedujo a mi hermana Victoria y de esta espléndida ciudad de Cartago, se la
llevó, juntamente con Secunda y Restituta, a la colonia de Abitinas. Jamás entró en nuestra casa
sino cuando quería atraerse, con sus engatusamientos, los ánimos de las niñas".
Pero Victoria, mártir clarísima del Señor, se indignó por esos falsos testimonios contra un senador
y compañero de martirio, y al punto irrumpió con cristiana libertad proclamando:
"Nadie influyó en mi partida, ni vine con él a Abitinas. Lo puedo demostrar con testigos. Todo lo
hice espontánea y libremente. Sí, tomé parte en la reunión y celebré los misterios del Señor, porque
soy cristiana".
Entonces, el insolente abogado amontonaba invectivas contra el mártir, el cual, desde el caballete,
se las rebatía una a una con respuestas verdaderas. Por su parte, Anulino ordenó que clavaran
fuertemente los garfios en el mártir. Muy pronto los verdugos pusieron al desnudo los costados y
los prepararon para los sangrientos golpes. Las manos crueles volaban más ligeras que los veloces
mandatos: rompieron la piel, desgarraron las entrañas y con salvajismo mostraron a las criminales
miradas de los profanos, las partes internas del mártir. Entre tantas torturas, el alma de Dativo
permanecía inconmovible. Aunque le rompieran los miembros, desgarraran las entrañas y
descalabraran sus costados, su espíritu seguía firme e inalterable. Él se acordó de su dignidad de
senador y, mientras el verdugo se ensañaba, dirigió al Señor su súplica:
"¡Oh Cristo Señor, no quede yo confundido!".
Con esta oración, lo que pidió del Señor, lo obtuvo tan fácilmente como brevemente lo suplicó.
Finalmente, el procónsul, con alma alterada, ordenó el cese de los tormentos. Y los verdugos
suspendieron. No era justo que el mártir de Cristo fuera atormentado con una causa que atañía a su
compañera de martirio, Victoria.
También Pompeyano se hizo cruel acusador de sospechas indignas y añadió sus calumnias contra
Dativo; pero éste lo refutó con desprecio: "¿Qué haces aquí, oh diablo? ¿Por qué te ensañas todavía
contra los mártires de Cristo?".
Igualmente Dativo, senador y mártir de Cristo, derrotó el poder y la rabia forense. El también debía
ser torturado por Cristo. A la pregunta del procónsul si había asistido a la reunión litúrgica,
contestó que había llegado durante la reunión y había celebrado, en unión con los hermanos y con
la debida devoción, los misterios del Señor; pero que el organizador de aquella santísima junta no
era uno solo.
Estas declaraciones excitaron nuevamente y con más furor al procónsul contra Dativo. Su rabia se
descargó de nuevo contra la doble dignidad del mártir que fue profundamente herido por los surcos
de los garfios. Pero el mártir, entre los durísimos tormentos de sus llagas, repetía su primera
oración:
"¡Te ruego, oh Cristo, no quede yo confundido! ¿Qué he hecho? Saturnino es nuestro sacerdote".
Sí, hemos celebrado los divinos misterios
Mientras los duros y feroces verdugos, mostrando gran crueldad, rayaban con corvas uñas los
costados de Dativo, se hizo venir a Saturnino. Este, antes, absorto en la contemplación del reino
celestial, reputaba menudos y muy leves los sufrimientos de sus compañeros; ahora, él también
empezó a sentir en sí la dureza de tales combates. El procónsul le acusó así:
"Al reunir a todos estos, tú has obrado contra el mandato de los emperadores y césares".
Saturnino, por inspiración del Espíritu del Señor: "Hemos celebrado pacíficamente el día del
Señor".
Procónsul: "¿Por qué?".
Saturnino: "Porque la celebración del día del Señor no puede suspenderse".
Al oír esto, el procónsul dio orden de que Saturnino fuera atado para la tortura frente a Dativo.
Este, más que sentía, contemplaba la carnicería de su propio cuerpo; y, teniendo su alma y su
corazón absortos en el Señor, no daba importancia a los dolores del cuerpo. Únicamente oraba al
Señor, diciendo:
"¡Socórreme, te suplico, oh Cristo! ¡Ten piedad de mí! ¡Salva mi alma, guarda mi espíritu, para
que no quede yo confundido! ¡Te suplico, oh Cristo: dame fuerza para sufrir!".
El procónsul insistió: "Tu deber era, desde esta espléndida ciudad, hacer entrar en razón a los otros
y no obrar contra el mandato de los emperadores y césares".
El mártir con más fuerza y constancia gritaba:
"¡Soy cristiano!".
El diablo, vencido por estas palabras, ordenó el cese de las torturas y arrojó a Dativo a la cárcel,
reservándolo para un martirio más digno.
Trayectoria de heroísmos
Una vez que aquellas santísimas mujeres fueron consumidas por el fuego, el presidente mandó que
le trajeran a santa Irene y le habló así:
"Por lo que haces, pones de manifiesto un propósito descabellado, pues has querido conservar
hasta hoy tantos pergaminos, libros, tablillas, volúmenes y páginas de las Escrituras que
pertenecieron a los impíos cristianos. Te los hemos presentado y tú los reconociste, a pesar de que
diariamente negabas que poseían tales escritos. No te contuvo el castigo de tus hermanas, ni te
importó nada el miedo a la muerte. Por lo tanto, es necesario que te apliquemos el castigo. Sin
embargo, no me parece inoportuno ofrecerte, aún ahora, una parte de mi benignidad. Si, al menos
ahora, quieres reconocer a nuestros dioses, saldrás impune de todo suplicio y libre de todo peligro.
¿Qué dices? ¿Te sometes a los mandatos de nuestros emperadores y Césares? ¿Estás dispuesta a
comer de las carnes inmoladas y a sacrificar a los dioses?".
Irene: "¡De ninguna manera! ¡De ninguna manera, por el Dios omnipotente que creó el cielo y la
tierra, el mar y cuanto en ellos hay. A los que negaren a Jesús, el Verbo de Dios, les está reservada
la suprema pena del fuego sempiterno".
Presidente: "¿Quién te impulsó a guardar hasta hoy todos estos pergaminos y escrituras?".
Irene: "Aquel Dios omnipotente, que nos mandó amarle hasta la muerte. Por eso no nos hemos
atrevido a traicionarlo, sino que hemos preferido ser quemadas vivas, o sufrir cualquier otra
calamidad que pudiera sobrevenirnos, a entregar tales escritos".
Presidente: "¿Qué otra persona sabía que en tu casa se guardaban tales escritos?".
Irene: "Nadie; sólo lo sabía Dios omnipotente que todo lo ve. Por el miedo de que nos delataran,
considerábamos a nuestros hombres como nuestros peores enemigos. Así, pues, a nadie se los
mostramos".
Presidente: "El año pasado, cuando por vez primera se promulgó aquel piadoso edicto de nuestros
señores, los emperadores, y césares, ¿dónde se escondieron?".
Irene: "Donde Dios quiso. En los montes, bien lo sabe Dios, vivimos al aire libre".
Presidente: "¿En casa de quién vivieron?".
Irene: "Al raso, estando unas veces en un monte, y otras en otro".
Presidente: "¿Quiénes les daban de comer?".
Irene: "Dios, que da a todos el alimento".
Presidente: "¿El padre de ustedes era cómplice de todo esto?".
Irene: "¡De ninguna manera, por el Dios omnipotente, podía ser cómplice! Él ignoraba todo esto
en absoluto".
Presidente: "Entre sus vecinos, ¿quién lo sabía?".
Irene: "Pregúntaselo a los vecinos y haz pesquisas en los parajes o entre los que saben dónde
estuvimos".
Presidente: "Una vez de regreso de los montes, ¿leían esos escritos en presencia de alguno?".
Irene: "Los teníamos en casa, pero no nos atrevíamos a sacarlos. Por eso sufríamos sobremanera
por no dedicarnos día y noche a su meditación, como estábamos acostumbradas hasta el año
pasado, en que los ocultamos".
Presidente: "Tus hermanas ya han sufrido el castigo que decreté; pero tú, ya antes de escaparte, por
ocultar estos pergaminos y escritos, mereciste la pena de muerte. Sin embargo, no quiero que
salgas súbitamente de la vida como les sucedió a ellas; sino que mando que mis esbirros y Zózimo,
el verdugo público, te expongan desnuda en el lupanar. Cada día recibirás, del palacio, un pan; y
mis esbirros no te dejarán salir".
Obstinada en su arrogancia
Cuando se presentaron los esbirros y Zózimo, el ver dugo público, el presidente les dijo:
"Les advierto que, si se me dice que esta mujer, aunque fuere por un instante, abandonó el
lugar que le asigné, estarán sometidos a la pena de muerte. Acerca de los escritos, me los
traerán de los cofres y armarios de Irene".
Según la orden del presidente, Irene fue llevada al lupanar público. Pero la gracia del Espíritu
Santo la protegió y la guardó pura e intacta para el Señor y Dios del universo. Nadie se atrevió a
acercársele, ni a cometer acción o decir palabra torpe contra ella.
Finalmente, el presidente Dulcecio volvió a llamar a aquella santísima mujer que compareció ante
su tribunal, y le habló así:
"¿Persistes todavía en tu misma locura?".
Irene: "De ninguna manera es locura, sino piedad para con Dios, aquello en lo que yo persisto".
Presidente: "Desde tus primeras respuestas pusiste en evidencia que no estabas dispuesta a
obedecer de buena gana el mandato de los emperadores, y ahora veo que te obstinas en la misma
arrogancia. Por lo tanto, pagarás la pena que mereces".
Pidió una tablilla y sobre ella escribió la sentencia:
"Puesto que Irene se negó a obedecer el edicto de los emperadores y a sacrificar a los dioses, y aún
ahora persevera en la disciplina y religión de los cristianos, mando que, como sus hermanas, sea
quemada viva".
Después que el presidente hubo pronunciado la sentencia, los soldados condujeron a Irene a un
lugar elevado, donde sus hermanas habían sufrido el martirio. Prepararon una gran hoguera, y le
mandaron que subiera por si misma a ella. La santa se arrojó en la hoguera entonando himnos y
celebrando la gloria de Dios.
Todo esto sucedió durante el consulado noveno de Diocleciano Augusto y octavo de Maximiano
Augusto, día de las calendas de abril, bajo el reinado de nuestro Señor Jesucristo por los siglos. A
él, al Padre y al Espíritu Santo sea gloria por los siglos de los siglos. Amén.
Fe luminosa y misionera
Desde que comenzó la persecución, Diocleciano y Maximiano decretaron que todos los cristianos
o debían ser exterminados o debían apostatar de su fe. Al llegar el edicto a la ciudad de Sirmio, el
gobernador Probo recibió órdenes de perseguir y empezó ensañándose con los clérigos. Prendió al
santo hombre Montano, presbítero de la Iglesia de Singiduno, quien por largo tiempo se había
ejercitado en las virtudes de la fe cristiana, y mandó que fuera ejecutado.
Por similar sentencia, forzó a llegar a la palma celeste a Ireneo, obispo de Sirmio, quien luchó
valerosamente por la fe y por el pueblo que le fuera encomendado. Ireneo rechazó los ídolos y
despreció los impíos edictos; por eso fue cruelmente torturado y entregado a momentánea muerte,
pero para vivir por toda la eternidad.
Sin embargo, la crueldad de Probo no se sació con esas víctimas, sino que lo impulsó a recorrer las
ciudades vecinas. So capa de pública utilidad, llegó a Cíbalis, en la que, como se sabe, nació el
cristianísimo emperador Valentiniano. En una anterior persecución, el venerable obispo de esta
misma ciudad, Eusebio, muriendo por el nombre de Jesucristo, triunfó contra el diablo y contra la
muerte.
El mismo día de la llegada del gobernador, el primero de los lectores, Polión, gracias a la
misericordiosa providencia del Señor, fue prendido por los esbirros de la crueldad y presentado al
tribunal. Polión era muy conocido por el ardor de su fe y fue denunciado con esta acusación: "Este
se ha desatado en tal insolencia, que no cesa de blasfemar contra los dioses y los príncipes".
Hermosa acusación
Siendo cónsules Diocleciano por novena vez y Maximiano por octava, el día antes de los idus de
agosto (12 del mismo mes), en la ciudad de Catania, el diácono Euplo, hallándose delante de la
puerta del despacho del gobernador, gritó en voz alta: "Yo soy cristiano, y deseo morir por el
nombre de Cristo".
Euplo entró en el despacho del juez llevando consigo los evangelios; pero Máximo, un amigo de
Calvísiano, le observó: "No le está permitido retener tales libros contra el mandato, imperial".
El gobernador Calvisiano preguntó a Euplo: "¿De dónde proceden estos libros? ¿Han salido de tu
casa?".
Euplo: "No tengo casa. Lo sabe bien mi Señor Jesucristo".
Calvísiano: "¿Los has traído tú aquí?".
Euplo: "Personalmente los he traído, como tú mismo estás viendo. Me sorprendieron con ellos".
Calvísiano: "Léelos".
Euplo abrió el evangelio y leyó: ¡Bienaventurados los que padecen persecución por la justicia,
porque de ellos es el reino de los cielos!, y en otro lugar: El que quiera venir en pos de mí, tome su
cruz y sígame (Mt 5, 10; 16, 24).
Después de haber escuchado estos y otros pasajes, el gobernador Calvísiano preguntó: "¿Qué
significa todo eso?".
Euplo: "Es la ley de mi Señor, como me fue entregada".
Calvísiano: "¿Quién te la entregó?".
Euplo: "Jesucristo, el Hijo de Dios vivo".
El gobernador Calvísiano se dirigió a su consejo y declaró: "Su confesión es muy clara. Que pase
ahora a manos de los torturadores y sea interrogado bajo la tortura".
Pedagogía santa
El secretario Eutalio: "Según el mandato de tu Excelencia, señor gobernador, comparece Asterio,
el segundo de los hermanos".
El gobernador: "Tú, al menos, hazme caso y sacrifica a los dioses, ya que tienes ante tus ojos las
torturas reservadas a los empecinados.
Asterio: "No hay sino un solo Dios, el Único que ha de venir. Él habita en el cielo y, en su gran
poder, no desdeña mirar a los humildes. Mis padres me enseñaron a adorarle y amarle. Yo
desconozco a los que ustedes adoran y llaman dioses. Esta invención no es la verdad, sino un
embuste que causará la perdición de todos los que te hacen caso".
Entonces el gobernador lo hizo colgar del potro y ordenó: "Desgarren sus costados y, mientras
tanto, repítanle: Cree, pues, ahora y sacrifica a los dioses".
Asterio: "Yo soy hermano del que poco ha contestó a tus preguntas. Tenemos una sola alma y una
sola fe. Haz lo que puedes. Mi cuerpo está en tus manos, mi alma no".
El gobernador a los verdugos: "Aten sus pies, agarren garfios de hierro y castíguenlo cruelmente
para que sienta las torturas tanto en su cuerpo como en su alma".
Asterio: "Loco insensato, ¿por qué me atormentas de ese modo? ¿Por qué no te pones ante los ojos
la rendición de cuentas que te pedirá el Señor?".
El gobernador a los verdugos: "Coloquen carbones ardientes bajo sus pies, agarren varas y nervios
durísimos y azoten sin piedad su vientre y sus espaldas".
Así se hizo. Luego replicó Asterio: "Estás ciego del todo. Sin embargo, no te pido sino una cosa:
no dejes ninguna parte de mi cuerpo sin torturar".
El gobernador: "Que lo arrojen a la cárcel junto con los demás".
Provocación y venganza
En la ciudad de Sirmio, Sereno, peregrino de origen griego y venido de tierras extrañas, se puso a
cultivar un huerto, para ganarse la vida, ya que no conocía otro oficio.
Al estallar la persecución, sintió terror a los tormentos y se escondió durante algún tiempo, es
decir, unos cuantos meses. Luego, siguió trabajando libremente en su huerto. Un día, entró en el
huerto una mujer con dos doncellas y empezó a pasearse por allí. El anciano hortelano la vio y le
preguntó: "¿Qué buscas por aquí, mujer?".
La mujer contestó: "Me gusta pasear por este jardín".
Pero él le replicó: "¡Qué rara matrona es esta que se viene a pasear a horas intempestivas! Ya es la
hora de la siesta. Me parece que no has entrado aquí con ganas de pasear, sino por desorden y
lascivia. Por eso, ¡sal de aquí y ten un poco de decoro, como conviene a las matronas honradas!".
La mujer se retiró llena de confusión y rugía dentro de sí, no por la vergüenza de ser expulsada,
sino por la frustración de su concupiscencia. Eso no obstante, escribió a su marido, que pertenecía
a la guardia personal del emperador Maximiano, insinuándole la injuria padecida.
El marido, al recibir la carta, inmediatamente se quejó al emperador y le dijo: "Mientras nosotros
estamos a tu lado, nuestras esposas, dejadas lejos, sufren injurias".
El emperador le autorizó a regresar a Sirmio y tomar venganza por medio del gobernador de la
provincia, como mejor le pluguiera. Con esta autorización se dio prisa en volver para vengar, no
por cierto a una matrona, sino a una mala mujer.
Llegado a Sirmio, fue sin tardanza a ver al presidente, le mostró las cartas imperiales y le intimó:
"Venga la injuria que en mi ausencia sufrió mi esposa".
El presidente quedó atónito y exclamó: "¿Quién se atrevió a ultrajar a la esposa de un oficial de la
guardia personal del emperador?".
El otro le respondió: "Un tal Sereno, hombre de la plebe, jardinero".
El presidente, al saber el nombre del acusado, mandó que compareciera inmediatamente, y Sereno
compareció.
Presidente: "¿Cómo te llamas?".
Sereno: "Sereno".
Presidente: "¿Qué oficio tienes?".
Sereno: "Soy jardinero".
Presidente: "¿Por qué injuriaste a la esposa de un hombre de tan alto cargo?".
Sereno: "Jamás injurié a matrona alguna".
Presidente, furioso: "Que se le atormente, para que confiese por cuál razón ultrajó a la matrona,
mientras ésta se disponía a pasear por su huerto".
Sereno, sin turbación alguna: "Ahora recuerdo. Hace unos días entró en mi jardín una matrona para
pasear a hora inconveniente. Yo la reprendí y le dije que no estaba bien que una mujer a tales horas
saliera de la casa de su marido".
Al oír tales cosas, el marido enrojeció de vergüenza por la conducta impura y desordenada de su
mujer, y enmudeció y nunca más se acercó al presidente para pedir venganza por la injuria, pues el
hombre estaba sobremanera abochornado.
Gloria de la Iglesia
Pánfilo fue el más querido de mis amigos y, por su excelencia en toda virtud, el más glorioso de los
mártires de nuestro tiempo. Doce consumaron el martirio y su número corresponde al número de los
profetas y apóstoles; y por cierto sus almas estaban adornadas con gracias de profetas y apóstoles.
Pánfilo era el abanderado de todos y el único entre ellos ornado de la dignidad sacerdotal en Cesarea.
Era un varón cuya vida brillaba por todo género de virtudes: renuncia y menosprecio del mundo, su
generosidad en repartir con los pobres su hacienda, su olvido de las esperanzas terrenas, su conducta
y ascética de auténtico filósofo. Sobre todo, descolló entre todos nuestros contemporáneos por su
fervoroso estudio de las divinas Escrituras, por su perseverancia indomable en toda obra emprendida
y por su generosa asistencia a parientes y allegados. Sus otros méritos y virtudes, que requerirían
larga explicación, los hemos descrito en los tres libros de su biografía.
Porfirio, un criado piadoso y valiente
Un grupo de cinco cristianos egipcios fueron sorpresivamente detenidos, interrogados, sometidos a
muchos suplicios y finalmente condenados a muerte.
El juez, cansado de los suplicios infligidos y con la ira ya aplacada, se dirigió a los compañeros de
Pánfilo. Estos hombres ya antes le habían dado pruebas de que los tormentos no lograrían hacerles
cambiar el propósito de su fe; por esto se contentó con preguntarles si al menos estaban dispuestos a
obedecer. Su única respuesta fue una confesión de fe, que los había de llevar al martirio. Y los con-
denó a ser decapitados, como lo fueron los cinco egipcios.
Una vez cumplida la sentencia, un muchacho gritó de en medio de la muchedumbre, pidiendo que los
cuerpos de los mártires recibieran sepultura. Era Porfirio, de la servidumbre de Pánfilo y formado y
educado en la escuela de tan eminente personaje.
Pero el juez, ya no hombre sino fiera y, si cabe, más feroz que una fiera, no atendió a la justa petición
ni tomó en consideración la edad del joven; sino que, al saber que había confesado ser cristiano,
arrebatado por la ira como si fuera herido por un dardo, ordenó a los verdugos que desplegaran contra
él toda su violencia. Le intimó a que sacrificara a los ídolos; pero, al rehusarse el joven, ordenó que lo
desgarraran sin tregua, no tratándolo como carne humana, sino como piedra, madera u otro objeto
insensible, penetrándole hasta los huesos y las más recónditas entrañas.
El suplicio fue largo y el juez debió reconocer que trabajaba en vano. El mártir ya estaba sin voz e
insensible y casi exánime y el cuerpo destrozado por las torturas; sin embargo, el juez, tenaz en su
crueldad e inhumanidad, le condenó a ser arrojado a una gran hoguera. De este modo, antes de que
Pánfilo, su amo según la carne, consumara su martirio, Porfirio, que llegó por último al combate,
precedió en la muerte corporal a los que se habían apresurado a ser los primeros.
¡Ojalá hubieran podido ustedes contemplar a Porfirio! Como un atleta vencedor en los combates de
losI juegos sagrados, con el cuerpo cubierto de polvo y el rostro resplandeciente, marchaba hacia la
muerte después de tamañas torturas sin temblar, altivo y decidido, verdaderamente lleno del Espíritu
de Dios. Su atuendo era el manto del filósofo, terciado al hombro a modo de clámide. Durante el
trayecto daba, con mente serena, encargos e indicaciones a sus amigos y hasta en el mismo patíbulo
conservó el brillo de su cara.
La hoguera flameaba en torno a él a cierta distancia y él aspiraba con la boca las llamaradas. Al
alcanzarle el fuego, dio un grito invocando la ayuda de Jesús, Hijo de Dios; pero, fuera de este
nombre adorable, perseveró generosamente en silencio hasta exhalar el último suspiro.
La caridad lo es todo
Estimen, por encima de todo, la caridad. Ella sola respeta la justicia, ella sola escucha la ley del amor
fraterno y obedece a Dios. Pues a través del hermano que se ve, se honra al Dios invisible. Y si
llamamos hermanos a los que han nacido de la misma madre, en la fe, todos los que aman a Cristo,
son hermanos. ¿No lo dijo ya nuestro santo Salvador y Dios? Son hermanos no tanto los que tienen la
misma sangre, sino los que se esfuerzan por vivir plenamente su fe y cumplen la voluntad de nuestro
Padre del cielo.