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Soy un budista secular. He tardado años en “salir del armario” por completo y
aún siento una molesta inseguridad, un ligero halo de traición al declararme en
estos términos. Como budista secular, mi práctica trata sobre responder de la
manera más sincera y urgente posible al sufrimiento de la vida en este mundo,
en este siglo (nuestro saeculum) en el que nos encontramos ahora y en el que
se encontrarán las futuras generaciones. Más que alcanzar el nirvana, veo el
propósito de la práctica budista como el continuo florecer de la vida humana
aquí en la tierra en el marco ético del camino óctuple. Dados los
conocimientos existentes acerca de la evolución biológica de los seres
humanos, la emergencia del lenguaje y de la conciencia de uno mismo, la
sublime complejidad del cerebro y la integración de estas criaturas en la frágil
biosfera que envuelve este planeta, no logro comprender cómo después de la
muerte física puede haber continuidad de cualquier conciencia o yo personal,
impulsada por la implacable fuerza de los actos (karma) cometidos en ésta o
previas vidas. A muchos –quizás a la mayoría– de mis co-religiosos, esta
confesión les conduciría a preguntar: “¿Entonces por qué, si no crees en estas
cosas, te sigues considerando ‘budista’?”
No nací budista ni me crié en una cultura budista. Crecí en un entorno
generalmente humanista, no asistía a la iglesia y me eximieron de atender las
clases de “escrituras”, como se las llamaba entonces, en el instituto de
Watford. A los dieciocho años me fui de Inglaterra, viajé a la India y me
establecí en Dharamsala, en la comunidad tibetana en torno al Dalai Lama. Me
hice monje budista a los veintiuno y durante diez años recibí una educación
monástica formal en meditación, doctrina y filosofía budistas. Incluso en el
despertar de los años 60 éste se consideraba un camino altamente
incomformista. El budismo, lo poco que se mencionaba en esos días, era
desestimado por los principales medios de comunicación occidentales como
una preocupación marginal, aunque benigna, de ex- (o no tan ex-) hippies y
esporádicos psiquiatras innovadores. Yo hubiera tildado de soñador a
cualquiera que me hubiera dicho que, en el lapso de cuarenta años, la
meditación budista estaría disponible en la salud pública y un diputado de los
Estados Unidos (Tim Ryan, demócrata) publicaría un libro titulado “A
Mindful Nation: How a Simple Practice Can Help Us Reduce Stress, Improve
Performance, and Recapture the American Spirit” (Una nación atenta: Cómo
una práctica sencilla puede ayudarnos a reducir el estrés, mejorar nuestro
rendimiento y recuperar el espíritu americano).
1 El principio de condicionalidad
2 El proceso de las cuatro nobles tareas (verdades)
3 La práctica de la atención
4 El poder de la autosuficiencia
Hace algún tiempo me di cuenta de que lo que más me costaba aceptar del
budismo eran esas creencias que compartía con sus religiones indias
hermanas: el hinduismo y el jainismo. Sin embargo, cuando pones a un lado
esas creencias, no te quedas con una enseñanza fragmentaria y mutilada, sino
con un marco ético, filosófico y práctico enteramente adecuado para vivir tu
vida en este mundo. Así, lo verdaderamente original en las enseñanzas del
Buda, descubrí, era su perspectiva secular.
Y cuando pones a un lado los atributos casi-divinos que se cree que la figura
del Buda poseía –una protuberancia carnosa en la cabeza, piel dorada, etc.– y
te centras en los episodios del canon que relatan sus relaciones, a menudo
tensas, con sus contemporáneos, entonces la humanidad de Siddhattha Gotama
también empieza a emerger con más claridad. Todo esto apoya lo que el
académico británico Trevor Ling conjeturó hace casi cincuenta años: que lo
que ahora conocemos como “budismo” empezó su vida como una civilización
o cultura embriónica y luego mutó a otra religión india organizada.
Por lo tanto, el budismo secular, que aspira a articular una forma de practicar
el dharma en este mundo y época, encuentra su justificación en su retorno
crítico a las fuentes canónicas y su intento de recobrar una visión del propio
saeculum de Gotama.
Por encima de todo, el budismo secular es algo que hacer, no algo en lo que
creer. Este pragmatismo es evidente en muchas de las parábolas clásicas: la
flecha envenenada [M. 63], la ciudad [S. 12:65] y la balsa [M. 22] –así como
la forma en que el Buda presenta sus cuatro “nobles verdades” como una serie
de tareas a llevar a cabo, en lugar de un conjunto de proposiciones a afirmar.
En lugar de intentar justificar la creencia de que “la vida es sufrimiento” (la
primera noble verdad), uno busca aceptar y lidiar sabiamente con el
sufrimiento cuando éste sucede. En lugar de intentar convencerse de que “el
anhelo es el origen del sufrimiento” (la segunda noble verdad), uno busca
soltar y no enredarse en el anhelo siempre que éste aparece en el cuerpo o la
mente. Desde esta perspectiva, es irrelevante si las afirmaciones “la vida es
sufrimiento” o “el anhelo es el origen del sufrimiento” son verdaderas o falsas.
¿Por qué? Porque las llamadas “verdades” no son proposiciones que uno
acepte como creyente o rechace como no-creyente: son sugerencias de hacer
algo que pueda marcar la diferencia en este mundo en el que ahora coexistes
con otros.
La “iluminación”, por lo tanto, –aunque prefiero el término “despertar”– no es
un descubrimiento místico acerca de la verdadera naturaleza de la mente o la
realidad (que curiosamente siempre coincide con la opinión establecida del
tipo de budismo que uno practique), sino la apertura a una forma de estar-en-
el-mundo que ya no esté determinada por la codicia, el odio, el miedo y el
egoísmo. Es de esta manera que el despertar no es un estado sino un proceso:
una manera de vivir y compromiso éticos que posibilita el crecimiento
humano. Como tal, ya no es propiedad exclusiva de maestros iluminados o
yoguis realizados. De la misma forma, el nirvana –es decir, la extinción del
anhelo– no es el objetivo del camino sino su verdadera fuente; puesto que el
crecimiento humano empieza sus movimientos en ese espacio claro, luminoso
y vacío en el que el egocentrismo neurótico se da cuenta de que no tiene base
alguna sobre la que apoyarse. Entonces uno queda libre para manar como la
luz del sol.
Esta visión del dharma encaja bien con la visión de Don Cupitt de una “ética
solar”. En la habitación 33 del British Museum encontraréis un bajorrelieve de
arcilla de Ghandara del siglo II dC que representa al Buda como una imagen
estilizada del sol, colocada en un asiento, bajo el árbol bodhi. En el canon pali,
Gotama se describe como perteneciente al “linaje solar” (adiccagotta),
mientras que otros lo llaman por el epíteto “amigo solar” (adiccamitta). Un
verdadero amigo (kalyanamitta), remarca Gotama, es aquél que arroja luz al
camino que tenemos delante, tal y como el sol ilumina la tierra [S. 45:49].
Pero cuando el budismo fue creciendo como religión india organizada, pareció
perder de vista estos orígenes solares y se volvió lunar. El nirvana se compara
a menudo con la luna: fría, impasible, remota, y también –como ignoraban
entonces pero ahora sabemos– un pálido reflejo de una fuente extraordinaria
de calor y luz. Quizás hemos llegado a un momento en el que tenemos que
recuperar y practicar otra vez un dharma solar, uno que se preocupe de arrojar
su luz (sabiduría) y calor (compasión) sobre y dentro de este mundo, el cual,
hasta donde sabemos, podría ser el único que ha habido o habrá nunca.