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LA VIRTUD DE LA JUSTICIA

1. Justicia y caridad en la Sagrada Escritura

En la Biblia, la palabra justicia tiene un sentido plurivalente, y se aplica


tanto al ámbito moral y religioso cuanto (en menor extensión) a la esfera
jurídica y social.

La justicia se atribuye, en primer lugar, a Dios; pero también se atribuye


a los hombres como un don divino al que estos deben corresponder.
Por eso la noción de justicia, en la Sagrada Escritura, tiene siempre una
connotación eminentemente religiosa, se refiere habitualmente al
conjunto de las virtudes y se identifica con la santidad. Sin embargo,
algunos textos bíblicos hablan de la justicia como virtud especial:
«¿amas la justicia [como santidad]? Las virtudes son sus empeños,
pues ella enseña la templanza y la prudencia, la justicia [virtud especial]
y la fortaleza: lo más provechoso para el hombre en la vida» (Sb 8, 7).
La misma versatilidad del concepto de justicia se encuentra en parte de
la filosofía griega. Sucesivamente, Santo Tomás y la teología cristiana
estudiarán la justicia como virtud especial (STh II-II, 58, 3), aunque no
se haya perdido nunca aquella referencia más general a la virtud.

1.1) Antiguo Testamento

La caridad fraterna, como virtud, es quizá la novedad más importante


de la enseñanza cristiana; lo que no significa que esté ausente en el
Antiguo Testamento, en el que se explicita bajo diversas formas (Lv 19,
18; Dt 10, 19). Sin embargo la virtud social por excelencia de la antigua
ley es la justicia (sedaqah) y la relación social más subrayada resulta el
derecho (mispat). En efecto, además del Decálogo (Ex 20, 12-17), el
Antiguo Testamento impone diversos preceptos que regulan las
relaciones de igualdad entre las personas: se condena la usura, el
fraude, la retención del salario, etc. (Lv 19, 15. 35; Dt 23, 20; 24, 14-15).
La literatura sapiencial ofrece algunos consejos sobre la justicia:
«¡dichosos los que guardan el derecho, los que practican en todo tiempo
la justicia!» (Sal 106, 3); «tesoros mal adquiridos no aprovechan, más
la justicia libra de la muerte» (Pr 10, 2; 11, 1; Si 5, 8). Esta exigencia de
justicia se expresa también cuando se pone de relieve que el culto y la
misma Alianza pierden sustancia sin esta (Is 1, 11-17); por eso la
injusticia profana el templo, mientras la justicia lo hace trono de Yahvé
(Jr 7, 4-15). El ayuno es inútil si se quiere hacerlo compatible con la
opresión (Is 58, 6-8; Za 7, 9-10).

En la Biblia, Dios es el Justo por excelencia, en cuanto establece una


Alianza salvífica con su pueblo, a la cual es indefectiblemente fiel (Gn
24, 27; Jos 23, 14; 2 S 2, 6). Esta justicia se manifiesta tanto en castigar
a personas o naciones impías (Est 4, 17n; Sal 9, 16-17; Dn 9, 6-7. 14),
cuanto en el socorrer al oprimido (Sal 7 y 11; Jr 11, 20). Frente a las
constantes caídas e infidelidades del pueblo elegido, comienza a
desarrollarse un concepto más profundo de la justicia de Dios como
fidelidad unilateral a la Alianza, que lleva a manifestar la misericordia
divina con los pecadores (Ne 9, 33; Sal 39, 11-12; Os 2, 16. 21-22; Jl 2,
13; Jon 4,2). Por eso, tampoco la justicia entre los hombres puede
limitarse a una relación de estricta igualdad, sino que debe estar
siempre acompañada de la misericordia (hesed). Además, la justicia
divina comienza a considerarse en un terreno más espiritual y
escatológico (Is 9, 6; 11, 1-9; Jr 23, 5-6; 33, 14-16), y se pone en relación
con la paz (Sal 85, 11-14), una relación que llega al culmen en el clásico
texto de Isaías, frecuentemente usado por el Magisterio: “opus iustitiae
pax” (Is 32, 17). Si bien Dios es el Justo por antonomasia, justo es
también el hombre cuando vive de acuerdo con las exigencias de la
Alianza (Sal 18, 21-25; Ez 18, 5-9); sin embargo, la debilidad del hombre
es evidente: no es capaz de cumplir sus propias obligaciones; por eso
Dios es paciente y rico en misericordia (Ex 34, 6-7; Sal 86, 15): no es el
obrar humano que hace justo delante de Dios, sino la fidelidad divina
que salva gratuitamente (Nm 14, 19; Ne 9, 17; Jb 4, 17; Sal 103, 12).

En el Antiguo Testamento son frecuentes las exhortaciones a vivir lo


que nosotros llamamos justicia social: al igual que Dios ha librado al
pueblo de la esclavitud de Egipto, los israelitas no deben imponer el
yugo de la opresión al prójimo (Ex 22, 20-22; Dt 5, 12-15; Am 2, 6-10;
3, 9-10; 9, 7-8); el año jubilar veterotestamentario (Lv 25, 8-17) estaba
encaminado a restablecer la justicia social1. Este deber se explicita
también en las insistentes denuncias proféticas de las injusticias: el
homicidio realizado por lujuria o codicia (2 S 12, 1-15; 1 R 21), el
desgobierno de la autoridad (Is 1, 23; Jr 21, 11-14; Os 7, 3-15; Mi 7, 3),
las injusticias de los tribunales (Am 5, 7. 12), la opresión de los pobres
(Is 1, 23; Jr 22, 3; Am 4, 1), el exceso de opulencia y de riqueza (Am 3,
1 Cfr. Juan Pablo II, Carta Ap. Tertio millennio adveniente, 10-XI-1994. M- 13.
15; 6, 4-6; Mi 2, 1-2), el acaparamiento de los bienes (Is 5, 8-9), el fraude
(Mi 6, 10-11), etc. Un lugar importante lo ocupa el cuidado de Yahvé por
los pobres y por los oprimidos, que se encuentran a merced de los
prepotentes y les es imposible obtener justicia. Son personas a la cuales
solo les queda el recurso al Señor, que toma la defensa de los débiles
(Pr 22, 22-23; Ez 34, 2-4. 10; So 2, 3); por eso, los «pobres de Yahvé»
son los humildes, los limpios de corazón, los que ponen la confianza en
Dios (Sal 40, 18; Pr 21, 5); así el concepto de pobre acaba por recibir
un sentido moral y religioso: se aproxima mucho al significado de “justo”.
Imitando a Yahvé, los israelitas deben mostrar un cuidado especial
hacia las personas más expuesta a la opresión: huérfanos, viudas,
forasteros (Ex 22, 20-21; Dt 10, 18-19; 24, 17-21; 26, 12- 13; 27, 19),
pobres y necesitados (Dt 15, 11), esclavos (Dt 23, 16-17), deudores (Dt
24, 10-11), jornaleros (Dt 24, 14-15), etc. Efectivamente, por ser hijo del
Altísimo el justo tiene que tomar en serio la causa de los miserables,
tiene que arrancar al oprimido del poder de la opresión, tiene que tratar
como un padre a los indefensos (Pr 29, 7; Si 4, 9-10).

1.2) Nuevo Testamento

Estas mismas enseñanzas se encuentran en el Nuevo Testamento:


Dios ensalza a los humildes, colma de bienes a los hambrientos; en
cambio, dispersa a los soberbios y deja con las manos vacías a los ricos
(Lc 1, 5 1-53). Jesús se presentó, según estaba profetizado (Is 61, 1-2),
como heraldo de la bienaventuranza a los pobres y a los hambrientos
(Le 4, 16-2 1; 7, 20-22); pero esa bienaventuranza no se consigue solo
por soportar la necesidad, sino por hacerlo en unión con el Justo por
excelencia, como se explicita en la descripción del Juicio (Mt 25, 3 1-
46). El Señor propone, además, una «justicia superior», propia de la
nueva ley, que lleva a pleno cumplimiento la antigua: al mal no se debe
responder con el mal, sino con un comportamiento afectuoso y una total
adhesión al bien, como más tarde dirá San Pablo: «no te dejes vencer
por el mal; antes bien, vence al mal con el bien» (Rm 12, 21). En
definitiva se trata de decidirse a poner un amor sin reservas en la base
de la justicia.

Este requerimiento no era desconocido en el Antiguo Testamento, pero


Jesús lo lleva a la plenitud moral y lo libra del legalismo externo en que
había caído (Mt 5, 17-20; 15, 3-9). El amor a Dios y al prójimo en su más
completo radicalismo, hasta amar a los enemigos (Mt 5, 43-48), se hace
posible gracias a la plena donación de Cristo (Mt 20, 28; 1 Jn 4, 9-10);
es esta la nueva energía que irrumpe en la sociedad y que supone
aquella «justicia superior» en la que está comprendida toda la ley: todos
los “preceptos se resumen en esta fórmula: Amarás a tu prójimo como
a ti mismo” (Rm 13, 9). Es un amor que, por deber de justicia, debe
comenzar por los más pobres y necesitados, como muestra la parábola
del samaritano, donde se contrapone la función cultual del sacerdote y
del levita a la ayuda concreta y misericordiosa de quien, por raza y por
cultura, era considerado como enemigo (Lc 10, 30-37): es la caridad de
Cristo que se hace solidario con toda la miseria e indigencia humana,
hasta identificarse con los más necesitados (Mt 25, 40. 45). El amor
cristiano es, sobre todo, una actitud interior; por eso resulta más
importante formar el corazón de las personas que crear estructuras
jurídicas y sociales, y es preferible fomentar los aspectos positivos que
castigar los negativos.

2. División y elementos de la justicia

La virtud de la justicia se puede definir como la voluntad constante y


firme de dar al otro —persona o grupo— aquello que le es debido (CEC
1807)2. De ahí se deducen sus tres elementos clásicos: la igualdad
como medida, lo debido como objeto, y el otro como término.
1) La igualdad supone una congruencia entre las dos partes a las que
se refiere la justicia; tal igualdad no se regula por “quién” sino por
«qué» y «cómo» se intercambian los bienes: su medida se hace
en relación a las cosas (es un medium rei); esto comporta la
«objetivación» de las relaciones de justicia y les confiere un cierto
carácter impersonal.

2) Lo debido significa que la justicia obliga según un estricto deber


jurídico (además del moral), que casi siempre puede reclamarse
con un título legal. Las otras virtudes, excepto en su conexión con
la justicia, no obligan por una deuda jurídica, sino por una deuda
moral, lo que no significa que no sea un estricto deber: no se puede
pensar que la justicia «obligue más» que las otras virtudes, sino
que lo hace en un modo diverso, en cuanto incluye un aspecto
socio jurídico; por eso muchas veces la obligación que generan las

2Esta definición, que en su espíritu se remonta a los griegos, fue dada por Ulpiano, Digestorum, I,
1, 10, y retomada en STh II-II, 58, 1.
otras virtudes, como la caridad, puede ser más vinculante —más
grave— que la de la justicia.

3) La alteridad quiere decir que se trata de dos partes diversas (ya


que no existe estricta justicia con uno mismo); estas se distinguen
porque una posee un derecho que la otra debe respetar. Este
aspecto supone un contrapunto al carácter objetivante e
impersonal de la justicia; en efecto, por ser virtud la justicia radica
en la interioridad del ser humano, y su destino es también una
persona o un grupo de personas; por este motivo el medium rei
debe tener en cuenta el carácter subjetivo del prójimo, ya que un
exceso de objetividad podría transformar la justicia en injusticia:
summum ius, summa iniuria.
Como ha sido recordado, el término bíblico de justicia expresa un
concepto extremadamente complejo y rico, más amplio que el
correspondiente concepto occidental referido a la virtud cardinal.
Sin embargo, no le es completamente ajeno: de hecho, en los
textos escriturísticos se pueden encontrar alusiones a una justicia
que se refiere a la búsqueda del bien común (Lv 19, 9-10. 13. 15.
35-36; Rm 13, 1-7); otra que regula las relaciones de igualdad
exacta entre las partes (Ex 20, 13- 17; Sal 50, 16-21; 1 Tm 6, 10-
11; 1P 4, 15); y una tercera que busca una igualdad proporcional
(Is 58, 6-9; Lc 11, 41-42; Hch 2, 45; St 1, 27).

La teología suele dividir la virtud de la justicia en: justicia general3,


que es aquella debida a la comunidad y tiene como fin la
búsqueda del bien común; y justicia particular, que se refiere a los
miembros de la sociedad, y que normalmente se desdobla en dos
especies: la distributiva, que reparte entre los sujetos (personas o
comunidades) los bienes y servicios comunes proporcionalmente
a sus méritos y necesidades; y la justicia conmutativa, que se
refiere a las mutuas relaciones entre los miembros singulares
(también personas o instituciones) y busca una estricta igualdad
en el intercambio de bienes y servicios.
Esta división no puede llevar a ver los tres tipos de justicia como
simplemente yuxtapuestos: la justicia general no se encuentra al

3 A veces se le llama también justicia legal; preferimos evitar esta expresión (correcta en sí misma)
para no dar cabida, ni siquiera en las palabras, a una interpretación legalista de la virtud de la
justicia.
mismo nivel que la justicia particular, sino por encima, dirigiéndola
y guiándola hacia el bien común. Por eso se puede decir de algún
modo que la justicia particular es como una manifestación parcial
de la justicia general: de hecho, no basta que un intercambio entre
privados se realice equitativamente para que sea justo, es
necesario también que favorezca el bien común respetando la
justicia general. Esta última es una «virtud superior» (STh II-II, 58,
6 ad 4), posee una preeminencia en cuanto el bien común es
superior al bien. A veces se le llama también justicia legal,
preferimos evitar esta expresión (correcta en sí misma) para no
dar cabida, ni siquiera en las palabras, a una interpretación
legalista de la virtud de la justicia individual, y ha sido llamada la
virtud suprema entre las virtudes morales (STh II-II, 58, l2)4. El
olvido de tal preeminencia ha llevado a teñir la justicia de un cierto
individualismo: se ha llegado a considerar la justicia conmutativa
—desligada de la general— como la forma más plena de justicia.
Sin embargo, cuando la justicia conmutativa se aísla de la general,
fácilmente se crean situaciones de injusticia, aunque parezca
salvaguardada la equidad5: los problemas interpersonales de
justicia no pueden ser resueltos adecuadamente sin el empeño
por el bien común del conjunto de la sociedad.

3. La justicia social

La justicia en sus diversos aspectos es, por naturaleza, una virtud social:
«dispone a respetar los derechos de cada uno y a establecer en las
relaciones humanas la armonía que promueve la equidad respecto a las
personas y al bien común” (CEC 1807). Incluso, como se ha dicho, los
contratos entre privados inciden en el conjunto de la sociedad: la justicia
tiene siempre un carácter social. A partir de San Pío X, y especialmente
con Pío XI en la Quadragesimo anno, ha sido frecuente el uso de la
expresión «justicia social» por parte del Magisterio; es un concepto

4 De un modo parecido se expresaba Aristóteles hablando de la justicia: «para emplear un proverbio,


“en la justicia están incluidas todas las virtudes”. Es la virtud en el más cabal sentido» Ética
Nicomáquea, V, 1, 1129 b 30-3 1, Gredos, Madrid 1985, p. 239.

5 Así, por ejemplo, León XIII alertaba contra los contratos suscritos libremente por ambas partes sin
tener en cuenta criterios de orden superior regulados por otras formas de justicia (RN: MSI 30); y
Pablo VI enseñaba que «el libre intercambio solo es equitativo si está sometido a las exigencias de
la justicia social» PP 59.
frecuentemente acompañado de una gran carga emotiva y a la vez de
una relativa imprecisión de significado.

Por una parte, parece no distinguirse de la justicia general, en cuanto


su objeto es el bien común6. Por otra parte, la justicia social se
encuentra en relación con la justicia distributiva, pues se le atribuyen
funciones propias de esta última7. La justicia social no es tampoco
extraña a la justicia conmutativa, ya que se refiere al salario justo, a las
correctas relaciones entre empresarios y trabajadores, etc. Se podría
concluir que la justicia social se identifica con la justicia general,
subrayando el aspecto de bien social —más que legal y estatal— que
inmediatamente redunda en el bien de la persona, sobre todo de los
más necesitados. Esto resulta aún más claro cuando se considera la
justicia social como virtud general y directiva de las otras partes de la
justicia; así se entiende mejor por qué a veces se atribuyen a la justicia
social materias que son propias de la justicia distributiva o conmutativa.

La justicia social, ya presente en el Antiguo Testamento, ha asumido


una especial importancia en nuestra época, precisamente con el arribo
de una sociedad compleja e interdependiente: en la actualidad la justicia
no puede limitarse a las simples relaciones individuales; cada vez es
más patente su carácter estructural que requiere soluciones globales a
nivel socio-político-económico. De hecho, una secuencia de injusticias
sociales, especialmente patentes en los dos últimos siglos, ha turbado
la conciencia de los hombres, hasta el punto de constituir el punto de
partida de diversas «cosmovisiones» sociológicas, filosóficas y
teológicas erróneas8. Con parcialidades y equivocaciones, estas formas
de pensamiento evidencian la importancia de la justicia social y la
necesidad de una praxis cristiana que la promueva a todos los niveles:
«el análisis completo de la situación del mundo contemporáneo ha
6(Es propio de la justicia social el exigir a las personas todo lo que es necesario para el bien
común» Pío XI, Enc. Divini Redemptoris, 19-111-1937, AAS 29 (1937) 92.

7 A cada uno «debe dársele lo suyo en la distribución de los bienes, siendo necesario que la partición
de los bienes creados se revoque y se ajuste a las normas del bien común o de la justicia social»
QA: MSI 73. «Consideramos oportuno llamar la atención de todos sobre un precepto gravísimo de
la justicia social (...) de forma que todas las categorías sociales tengan participación adecuada en el
aumento de la riqueza de la nación» MM: MSI 188.

8 Como son el marxismo, la escuela de Frankfurt, la teología de la esperanza, la teología política y


ciertas teologías de la liberación.
puesto de manifiesto de modo todavía más profundo y más pleno el
significado (...) que hoy se debe dar a los esfuerzos encaminados a
construir la justicia sobre la tierra, no escondiendo con ello las
estructuras injustas, sino exigiendo un examen de las mismas y su
transformación en una dimensión más universal» (LE 2). La justicia
social es, por tanto, un deber de los individuos y de toda la sociedad en
su conjunto9.

4. Relaciones entre justicia y caridad

La doctrina de la Iglesia enseña que la convivencia humana se apoya


sobre dos columnas: caridad y justicia; por citar un solo ejemplo, la
Const. Past. Gaudiuin et spes recuerda la relación entre estas dos
virtudes al menos en siete puntos (nn. 21, 30, 72, 76, 77, 78 y 93). Así
lo explica Juan Pablo II: «la experiencia del pasado y de nuestros
tiempos demuestra que la justicia por sí sola no es suficiente y que, más
aún, puede conducir a la negación y al aniquilamiento de sí misma, si
no se le permite a esa forma más profunda que es el amor plasmar la
vida humana en sus diversas dimensiones. Ha sido ni más ni menos la
experiencia histórica la que entre otras cosas ha llevado a formular esta
aserción: summum ius, summa iniuria. Tal afirmación no disminuye el
valor de la justicia ni atenúa el significado del orden instaurado sobre
ella; indica solamente, en otro aspecto, la necesidad de recurrir a las
fuerzas del espíritu más profundas aún, que condicionan el orden mismo
de la justicia»10. La mutua conexión de estas dos virtudes no anula su
diferencia: la justicia es una virtud moral, que se refiere a los medios
para alcanzar el fin último; en sí es una virtud natural, si bien, existe la
correspondiente virtud infusa en cuanto informada por la gracia. La
caridad, en cambio, es una virtud teologal o divina, cuyo objeto es Dios
como fin último; es plenamente sobrenatural, infusa con la misma
gracia, aunque pueda tener un apoyo humano en el amor de amistad.
Vistas así las cosas es lógico buscar cómo se relacionan la justicia y el

9 «La sociedad asegura la justicia social cuando realiza las condiciones que permiten a las
asociaciones y a cada uno conseguir lo que les es debido según su naturaleza y su vocación. La
justicia social está ligada al bien común y al ejercicio de la autoridad» CEC 1928.

10JUAN PABLO II, Enc. Dives in misericordia, 30-XI-1980, n. 12; cfr. J. M. YANGUAS, «Dives in
misericordia», el amor misericordioso, fuente y perfección de la justicia, en «Scripta Theologica» 14
(1982) 601-614.
amor, tema que ha interesado no solo a los cristianos, sino también a
algunos pensadores paganos11.

Algunos autores, exagerando las diferencias, postulan una


contraposición entre las dos virtudes, y rechazan la caridad como si se
tratase de una falsificación de los problemas sociales: el amor
pertenecería a un orden social superado o por superar. Otros sostienen
que justicia y caridad son dos virtudes heterogéneas, que deben
actuarse separadamente, primero la justicia y —quizá— después la
caridad. Quienes piensan así tiene un concepto caricaturesco de la
caridad, equiparándola a un comportamiento «hipócrita» e
«interesado», que rehúye el deber de dar lo que exige la justicia. La
realidad, enseñada por la Iglesia, es que “no existe distancia entre el
amor al prójimo y la voluntad de justicia. Al oponerlos entre sí, se
desnaturalizan el amor y la justicia a la vez” (LC 57). Ciertamente, la
caridad entendida como virtud teologal tiene como finalidad amar a Dios
en Sí mismo; pero su consecuencia necesaria es amar lo que Él ama y
como Él lo ama: así, los hombres deben amarse por sí mismos (GS 24)
y no como pura y simple ocasión externa de amar al Señor; de ahí que
la caridad tienda a establecer una vida de comunión con Dios y con los
otros hombres. Por otra parte, esta virtud hace de la persona una
«nueva criatura» (2 Co 5, 17; Ga 6, 15) cuyo origen y estructura son
sobrenaturales; tal novedad, sin embargo, impregna todo el ser y el
obrar personal: la caridad es una transfiguración del hombre completo.
Y así como la gracia presupone y perfecciona la naturaleza, también la
caridad tiene un doble soporte natural: la tendencia de amar a Dios, que
es la tendencia más profunda de toda criatura, y la amistad natural con
los demás hombres. Este soporte será infinitamente superado por la
caridad sobrenatural; pero eso no es razón para subestimarlo, ya que la
novedad del amor cristiano no puede ser edificada sobre un desorden
natural.

La amistad natural, que lleva a amar a la persona en sí comporta amar


también sus derechos; por tanto la virtud de la amistad exige la virtud

11 Por lo que se refiere al mundo antiguo resultará útil consultar: R. PizZORNI, Giustizia e «cariti» nel
pensiero greco-romano, en «Sapienza» 45 (1992) 233-278 y 46 (1993) 12 1-179; L. PIZZOLATO,
L’idea di amicizia nel mondo antico classico e cristiano, Einaudi, Torno 1993.
de la justicia12: “no basta con tender hacia la unidad entre personas por
la comunicación y el amor; el carácter inviolable de cada persona, su
singularidad, exigen ser respetados. La dialéctica de unión (asegurada
por el amor natural y la caridad) supone una dialéctica de distinción, de
alteridad, de lo contrario quedaría saldada por el aniquilamiento y
disolución de las personas”13. El amor, que es identificación
comunicativa, es inseparable del respeto de la alteridad y de la
singularidad de cada persona; no de una alteridad que rompa la unión,
sino que la hace posible a través de la distinción de personas. Así
resulta evidente que la dialéctica de la unión y la dialéctica de la
alteridad no se refieren a dos campos morales extraños entre sí: la
amistad no es un añadido facultativo, que se construye con
independencia de la justicia. Tal vez se encuentra aquí la explicación de
los malentendidos que existen sobre la caridad: quien piensa vivir la
virtud sobrenatural sin vivir su correspondiente fundamento natural
(amistad y justicia) se engaña a sí mismo, ya que, no amando al prójimo
como Dios lo ama, tampoco vive la virtud de la caridad.

En definitiva, no «es lícito encerrarse en una religiosidad cómoda,


olvidando las necesidades de los otros. El que desea ser justo a los ojos
de Dios se esfuerza también en hacer que la justicia se realice de hecho
entre los hombres. Y no solo por el buen motivo de no ser injuriado el
nombre de Dios, sino porque ser cristiano significa recoger todas las
instancias nobles que hay en lo humano. Parafraseando un conocido
texto del apóstol San Juan (cfr. 1 Jn 4, 20), se puede decir que quien
afirma que es justo con Dios pero no es justo con los demás, miente y
la verdad no habita en él»14. La caridad exige la realización de la justicia
como condición necesaria para su verdad; no se puede ver en el amor
la única relación interpersonal, como si las reglas jurídicas fuesen
inútiles y debieran ser arrinconadas. Esto proviene de pensar,
erróneamente, que el orden sobrenatural puede ser realizado sin
ocuparse de los bienes naturales y, en último término, de separar las
realidades terrenas de la expresa voluntad divina. Sin justicia, la caridad
se hace ilusoria y caricatura de sí misma: el respeto de los derechos de

12
Es más, “son los justos los que son más capaces de amistad” ARISTOTELES, Ética Nicomáquea,
VIII, 1, 1155 a 29, Gredos, Madrid 1985, P.323.

13
J. M. AUBERT, Moral social para nuestro tiempo, Herder, Barcelona 19822, p. 109.
14
BEATO JOSE MARIA Escrivá, Es Cristo que pasa, Rialp, Madrid l99430, n. 52.
los demás es una exteriorización necesaria del amor, y toda injusticia
es, al menos indirectamente, una falta de caridad (CA 58).

Así como la caridad requiere la justicia, la justicia quiere la caridad;


efectivamente, el fin de la justicia, que es asegurar el respeto de la
alteridad personal, muestra también sus límites: la alteridad no puede
ser llevada al extremo de dañar la unidad y la comunicación, que son
otras tantas exigencias de la plena verdad sobre el hombre. De ahí que
la misma virtud de la justicia comporte una tendencia a ser superada
para ponerse al servicio de la amistad: corresponde a la justicia hacer
posible la amistad y es propio de la amistad encuadrar la justicia en una
relación de alteridad entre personas que se respetan recíprocamente en
el amor unitivo. Por encima de estas realidades, la vida sobrenatural
vivifica y transforma estas dos virtudes naturales a través de la caridad;
desde el punto de vista formal, la caridad engloba plenamente, la virtud
natural de la amistad, ya que sus objetos son los mismos: la unión de
las personas15. La justicia, ciertamente, tiene un objeto formal distinto
de la caridad (los derechos de la persona) y por eso permanece
esencialmente distinta a ella; sin embargo, su estudio y su práctica no
puede limitarse al ámbito natural, ya que el dinamismo de la justicia
debe estar impregnado por la virtud sobrenatural de la caridad, ya sea
directamente en cuanto el amor es forma de todas las virtudes,
ya sea a través de su íntima relación con la amistad natural
profundamente ligada, a su vez, con la caridad.

Por tanto la justicia exige la práctica de la caridad como cualidad


necesaria, pues solamente el amor hace descubrir en el prójimo su
dignidad de persona: una justicia meramente «cosificada» e impersonal
es siempre imperfecta. La experiencia muestra que una justicia
encerrada en sí misma —subrayando excesivamente la alteridad—
fácilmente desemboca en el egoísmo y en el individualismo, y lleva
consigo el riesgo de las mayores injusticias. Si la justicia considera el
prójimo como otro, la caridad lo percibe como otro yo, se identifica con
él, con sus esperanzas y con sus problemas. Una identificación que se
realiza sobre todo en la interioridad, pero que necesariamente tendrá
también una proyección exterior; es más, la característica más
importante de la caridad es su capacidad de transformar la donación en

15
tal identidad de objetos, si bien se trate de virtudes separadas por la infinita gratuidad entre lo
natural y lo sobrenatural, hace que la amistad no sea una virtud estudiada sistemáticamente por los
teólogos católicos, en cuanto considerada como parte del amor al prójimo.
un intercambio comunicativo, que supera la polaridad sujeto-objeto,
para inscribirse en la reciprocidad sujeto-sujeto. La justicia descarnada
—conviene no olvidarlo— comporta rigor y despego, y obra
independientemente de la inclinación del ánimo: “la caridad, desde
luego, de ninguna manera puede considerarse como un sucedáneo de
la justicia, debida por la obligación e inicuamente dejada de cumplir.
Pero, aun dado por supuesto que cada cual acabara obteniendo todo
aquello a que tiene derecho, el campo de la caridad es mucho más
amplio: la sola justicia, en efecto, por fielmente que se la aplique, no
cabe duda alguna que podrá remover las causas de litigio en materia
social, pero no llegará jamás a unir los corazones y las alma” (QA: MSI
106). Nunca las instituciones sociales podrán hacer que la caridad
resulte superada u obsoleta (MM: MSI 203; PP 23; CEC 1889).

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