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CONTENIDO

AGRADECIMIENTOS 9

INTRODUCCIÓN 11

I. Los pueblos de tradición y la perspectiva mo-


derna 19
II. La cosmología de los pueblos de tradición 45
III. Los filipinos 79
IV. El pueblo tuareg 99
V. Chamanes y hechiceros de los Andes 133
VI. Gitanos, namibios, chamanes de Java, derviches
ululantes y Kataragama 159
VII. Vudú en Haití 177
VIII. Hechicería, muerte por magia, zombis, hombres
voladores y hombres lobo 219
IX. Vida después de la muerte 271

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AGRADECIMIENTOS

A Jazi, por aceptar muchas noches de soledad; a Mae va y


Jason, por no molestarme demasiado; a Steve Henningston, por
suministrar ordenadores que funcionan; a Kiki Braekman,
por ayudarme con su amistad; a Mick Viet, por su amigable
apoyo; a Georgina y Marc Otte, y a Minou y Steven Ball, por
darme cobijo y amor; a Ralph Strauch. por todos los conoci-
mientos que ha aportado en un intento por ayudarme a entender
mejor la «curación psíquica»; a Michel Drachoussoff, por lle-
varme hasta los chamanes y hechiceros de los Andes, por com-
partir conmigo sus experiencias con ellos y por dejarme utilizar
los resultados de un estudio que le llevó un año realizar; a
Emmanuel Braquet, por ser mi guía espiritual entre los dervi-
ches ululantes; a Claude Jannel, por hacerme partícipe de sus
conocimientos sobre los toradios; a Geretta G., Paul y Rose-
mary Grey y Elliott Salter, por su paciencia infinita.
Muchas gracias a Jereiny R Tarcher, Inc., empezando por
Jeremy. amigo y editor, que sigue creyendo en mí; a Rick Ben-
zel, por haber intentado dirigirme en el plano creativo; a Aidan
Kelly, por ser un editor paciente y capacitado; y a Paul Muiphy,
Jennifer Boynton y todos los que hicieron posible este libro.
Y muchas gracias a quienes disfrutaron leyendo mi libro
anterior, Explorador, y me lo hicieron saber.

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INTRODUCCIÓN

Soy explorador. He pasado buena parte de la vida viajando


por lugares de este mundo donde la comprensión del hombre
adquiere otra dimensión. He vivido en Asia con los cazadores
de cabezas y en el Amazonas, con los miembros de las tribus.
He compartido el modo de vida de las antiguas tribus africanas
y del pueblo tuareg, que mora en el desierto del Sáhara. He
seguido la llamada, silenciosa pero tenaz, de los bosquimanos
del Kalahari y de los papuas de Nueva Guinea. He estudiado la
magia del vudú, me he acercado a los hechiceros de África y he
investigado los poderes de los chamanes.
Mucha gente cree que en la vida seguimos el camino que el
destino nos ha trazado. Yo, sin embargo, creo haber llevado las
riendas del mío. Me hice explorador porque quería volver a
vivir las violentas sensaciones que acompañaron mi niñez en
África. Y este indagar sobre los magos, los chamanes y los he-
chiceros, esta búsqueda para comprender sus poderes reales,
surgían de la necesidad de encontrar respuesta a los interro-
gantes que me legaron aquellos misteriosos acontecimientos
ocurridos entonces en África.
Mis padres, que eran refugiados políticos, abandonaron
Checoslovaquia, mi país de nacimiento, y se instalaron en lo
más recóndito del Congo belga (que hoy en día es el Zaire),
donde pasé la infancia y parte de la adolescencia. Mis vecinos
eran los hombres y mujeres de las tribus; selvas y sabanas fue-
ron mis patios de recreo. Allí fue donde por primera vez sentí
que la adrenalina fluía por todas mis venas cada vez que co-
queteaba con el miedo a lo desconocido. Me alimenté de his-
torias misteriosas y de mitologías africanas. Viví según reali-
dades diferentes a las del mundo moderno, y fueron muchas
las veces que presencié cosas inexplicables y prodigiosas,
cosas que fueron haciéndose hueco en la alocada imaginación
de un niño. Tres de estas historias son las que ahora comparto
con el lector.
Vivíamos en una zona infestada de serpientes venenosas y
por esa razón mis padres recibieron una piedra pequeña y pla-
na, de color negro brillante, obsequio de unos misioneros cató-
licos belgas que vivían en una misión no lejos de casa. Según
sus palabras, esta piedra tenía el poder de eliminar de las heri-
das la ponzoña, los venenos y las infecciones.
Cuando mi padre quiso saber cuál era el origen de la piedra,
los misioneros respondieron que hacía ya mucho tiempo, un cu-
randero de la India, en el instante de la muerte, reveló a dos
misioneros belgas el secreto para hacer la piedra negra, bajo la
condición de que nunca fuera comercializada. Desde entonces,
los misioneros habían seguido elaborando piedras y distribu-
yéndolas en las misiones que tenían por todo el mundo.
No se trataba de un objeto mágico; se hacía a mano con di-
ferentes plantas y compuestos de carbono, que al mezclarse
creaban un desequilibrio químico. La piedra adquiría el equili-
brio a base de succionar y absorber los productos químicos pre-
sentes en los venenos y en el pus. Después del uso, era fácil
purificarla; había que ponerla primero en leche, que también
absorbe los venenos y el pus, y luego sumergirla en agua duran-
te todo un día. El desequilibrio químico de la piedra quedaba así
completamente restaurado.
¿Funcionaba? Las piedras negras de los misioneros salva-
ban la vida de muchos nativos heridos, y la nuestra salvó a mi
madre de morir por una mordedura de mamba negra, una ser-
piente que es muy peligrosa porque inyecta una gran cantidad
de veneno. Ese día, los nativos que trabajaban para nosotros lle-
varon a casa a mi madre; mi padre introdujo primero la punta
del cuchillo en la herida para hacerla sangrar. Luego aplicó la
piedra negra a la herida, en contacto con la sangre, y ésta quedó

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firmemente pegada a la llaga por sí sola, absorbiendo el veneno
durante horas. Cuando ya no quedaba más veneno, la piedra se
desprendió.
Crecí con la piedra negra de la familia. Ahora tengo una
para mí solo, y la llevo conmigo cada vez que salgo en una ex-
pedición. Sin ella no estaría vivo hoy en día: he sufrido dos
mordeduras de cobra, tres picaduras de escorpión negro y
muchas de arañas venenosas, como la viuda negra. Gracias a la
piedra he podido sobrevivir a varias heridas gravemente infec-
tadas. Y durante mis viajes por el Sáhara y Afganistán, he cono-
cido nómadas que llevaban piedras negras, hechas por sus cu-
randeros, similares en forma y densidad a la mía, y con las
mismas propiedades prodigiosas.

Debido a mi educación católica, fui creciendo con la idea de


que el ser humano está constituido por un cuerpo físico y por un
alma. Cuando el cuerpo muere, el alma, que es inmortal, sigue
viviendo. Un hecho que le ocurrió a mi madre —por entonces
yo era adolescente— vino a brindarme la oportunidad de cons-
tatar la verdad de esta creencia.
Teníamos un sirviente que se llamaba Joseph. Carecía de
familia y nos había sido leal durante muchos años. Una maña-
na, mis padres lo encontraron inconsciente en el suelo de la co-
cina. Lo llevaron al hospital de la ciudad más cercana, Lulua-
bourg (en la actualidad, Kananga), que quedaba a unos cien
kilómetros de casa y a la que se llegaba, tras dos horas de con-
ducción, por una carretera tortuosa y sin asfaltar.
El médico que atendió a Joseph diagnosticó un tumor cere-
bral de considerables proporciones. Joseph no llegó a recobrar
la consciencia, pero mi madre iba a visitarlo cada vez que tenía
que desplazarse a la ciudad. Unas semanas más tarde, el médi-
co hizo saber a mi madre que Joseph moriría pronto, aunque no
podía decir si sería en cuestión de horas o de días. Cuando los
fallecidos en el hospital no tenían familia que reclamara los
cuerpos, éstos iban a parar a la fosa común, y mi madre, al sa-
berlo, dispuso que Joseph fuera enterrado en ataúd y que se ce-
lebrara por él un funeral normal.
Una noche, mi madre, como era habitual en ella, se levantó

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para ir al baño; llevaba una vela para iluminar el camino. Al
igual que ocurría con todas las habitaciones de la casa, desde el
baño podía verse el amplio salón de estar y comedor, y también
la puerta principal. De repente oyó que crujía una puerta. Pen-
sando que alguno de sus tres hijos salía del dormitorio, fue lla-
mándonos uno por uno. Luego oyó el ruido de unos pasos que
se acercaban al baño, y vio que la puerta se abría lentamente:
allí estaba Joseph.
Antes de que pudiera expresar la sorpresa por verle en casa
y la alegría al saber que estaba vivo, Joseph se puso un dedo
sobre los labios y susurró:
—He venido para darle las gracias por haber dispuesto mi
funeral. Es muy amable por su parte.
Mi madre gritó aterrorizada y Joseph desapareció brus-
camente.
Al oír el grito, mi padre corrió al baño provisto de una pis-
tola. Después de calmarla asegurándole que no corría ningún
peligro, prestó atención a lo que tenía que contar: que había vis-
to a Joseph vivo y con buen aspecto, de pie frente a ella.
Por mi parte, y puesto que los gritos también me habían des-
pertado, acudí al baño, desde donde pude oír toda la historia.
Mi padre se dirigió entonces a la puerta principal. Estaba
cerrada con llave. Nos tranquilizó a mi madre y a mí diciendo
que seguramente había sido un sueño. Volvimos a la cama. El
reloj marcaba las dos y media de la madrugada.
A la mañana siguiente mi madre fue a la ciudad a visitar a
Joseph. Pero él ya no estaba allí; habían enviado su cuerpo al
depósito de cadáveres en espera de que llegara el ataúd. Había
muerto durante la noche, y según la enfermera, la muerte había
tenido lugar entre las dos y las tres de la madrugada. Algún
tiempo después mi padre llegó a la conclusión de que ante mi
madre había aparecido el alma de Joseph, al poco rato de su
muerte.

Yo tendría unos diez años cuando presencié una ceremonia


de hechicería; el oficiante era el vigilante nocturno de nuestra
finca, que se sirvió de un muñeco mágico para matar a un ene-
migo. El vigilante se llamaba Moduku y celebró la ceremonia

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en su casa, una pequeña edificación que mi padre había cons-
truido en un extremo de la finca, justo detrás de la granja.
Moduku, un hombre menudo y vigoroso a punto de cumplir
los sesenta años, era amigo mío. Durante el día lo veía poco, por-
que era cuando él dormía. Pero yo escapaba por la ventana de mi
cuarto para ir a verlo tantas veces como podía, después de que
mis padres se acostaran. Sentado con Moduku frente a la hogue-
ra que encendía delante de la puerta de su casita —sólo tenía una
habitación—, escuchaba historias asombrosas sobre los anima-
les salvajes, las costumbres de su tribu y las cicatrices que cu-
brían su cuerpo, tantas que era imposible contarlas. Muchas de
estas cicatrices habían sido causadas por machetes mortíferos,
en el curso de luchas con enemigos tribales o personales.
—¡Cuéntame la historia de ésta! —dije un día, señalando la
enorme cicatriz que cruzaba su pecho.
—El año pasado, una persona intentó matarme mientras
dormía; con un machete hendió las costillas y los pulmones.
¿Por qué no había muerto de esa herida?, quise saber.
—Nada puede matarme porque soy un hechicero con mu-
cho poder; ¡sólo moriré el día que yo lo decida! —respondió—.
Normalmente ajusto las cuentas a quienes han intentado matar-
me; pero no ha sido así con el hombre que me hizo esto —pro-
siguió, recorriendo la cicatriz con un dedo al que le faltaba la
falange.
—¿Cómo haces para vengarte? ¿Los matas? ¿Luchas con
ellos? —pregunté.
—Oh, no. ¡Detesto las peleas! Utilizo... ¡la magia!
Pedí que me contara todo lo que se podía hacer empleando
la magia, y él aceptó. Llegué a pedirle que me enseñara a hacer
magia, pero siempre replicaba que para eso debía esperar a ser
mayor.
Una mañana, a última hora, vino en mi busca donde yo esta-
ba cazando serpientes, que eran un estorbo porque se comían
los huevos de la granja y se alimentaban con los polluelos.
—¿Cómo es que no estás durmiendo? —pregunté, sorpren-
dido de verle.
—He venido a decirte algo muy importante: el hombre que
me hirió en el pecho está aquí y vive muy cerca —dijo—.
¿Querrás ayudarme a saldar las cuentas con él?

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—¡Oh, sí! —contesté.
Ayudar a un amigo a consumar un acto de venganza me pa-
recía, a esa edad, lógico y normal; y me excitaba la idea de pre-
senciar un rito de magia.
—Necesito un polluelo negro y vivo para esta noche. Cuen-
to contigo.
Antes de que el encargado encerrara a las gallinas para
pasar la noche, robé un polluelo y lo llevé a casa de Moduku.
De paso pregunté si podría ir más tarde a ver la ceremonia y res-
pondió que sí.
Aquella noche apenas cené, y pareció que se retrasaba eter-
namente el momento en que mis padres se iban a la cama. Por
fin apagaron las luces de su habitación, y yo pude salir camino
de la casa de Moduku.
Dentro de la vivienda, llena de humo oscuro, Moduku, con
la cara cubierta de gotas de sudor, que reflejaban las llamas de
la pequeña hoguera encendida junto a él, tenía un aspecto feroz;
estaba en cuclillas, rodeado de las plumas y los restos sangui-
nolentos del polluelo. Al entrar yo, hizo caso omiso de mi pre-
sencia y continuó emitiendo una salmodia apenas audible. Esta-
ba tan excitado y asustado que guardé silencio. Le vi hacer un
muñequito con trapos y hierbas; luego lo cubrió de plumas
negras y de sangre, que vertía con una calabaza. Entonces, pro-
siguiendo con sus enigmáticos conjuros, prendió fuego al con-
tenido de la calabaza y comenzó a fluir un humo espeso. Con la
mirada fija en la calabaza, Moduku empezó a desgranar un can-
to monótono e ininteligible.
Lentamente el humo adquirió un aspecto muy raro. Los
colores comenzaron a formar grotescos rostros; no eran rostros
humanos, ni de animales o pájaros, pero desde luego eran ros-
tros. Contemplé los rostros en el humo mientras Moduku, sos-
teniendo el muñeco con una mano y tres largas espinas con la
otra, temblaba y repetía sin cesar palabras incomprensibles. Las
gotas de sudor caían sobre el muñeco. De repente, clavó las tres
espinas a la vez en el cuerpo del muñeco, una en la cabeza, otra
en el corazón y otra en el ombligo. Moduku parecía ahora un
ser exaltado y frenético, su cuerpo temblaba de pies a cabeza;
yo me asusté y salí corriendo. Cuando subía por la ventana para
entrar de nuevo en mi cuarto, me faltó poco para caer. Tras

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pasar muchas horas en vela, el sueño concillado al fin, tuve bas-
tantes pesadillas en las que aparecían los extraños rostros que
había visto en el humo.
A la mañana siguiente, muy temprano, me despertaron las
voces y el ruido de una multitud que se congregaba. Desde el
mirador, vi a mi padre metiéndose en un camión con un grupo
de nativos que parecían aterrorizados. Cuando el camión hubo
arrancado, pregunté a mi madre qué sucedía. Respondió que vol-
viera a la cama, pero esperé oculto a sus ojos a que mi padre
volviera.
A su vuelta, desde mi escondite pude oír todo lo que conta-
ba a mi madre. Con la voz afectada por la emoción, dijo que
había visto muerto al vigilante del cercano aserradero, muerto y
completamente rígido pero todavía en pie, apoyado contra la
pared de su cabaña. Entre los dedos del vigilante quedaban las
cenizas de un cigarrillo que había seguido consumiéndose des-
pués de su muerte. Según mi padre, el hombre llevaba muerto
por lo menos ocho horas. Añadió que, por lo que sabía, sólo un
rayo mata así, dejando a la víctima en pie. Pero como no había
habido truenos esa noche, prosiguió, la muerte del hombre tenía
que haber sido causada por hechicería. Sin embargo era bastan-
te raro, porque todos los nativos a quienes mi padre había in-
terrogado dijeron que el vigilante no había tenido tiempo de ga-
narse enemigos, ya que no hacía ni dos días que la compañía del
aserradero lo había contratado.
Corrí a casa de Moduku y la encontré vacía y limpia. Había
desaparecido todo rastro de la ceremonia y tampoco había nin-
gún mensaje para mí. Moduku se había marchado con todas sus
pertenencias personales.

Así crecí, tomando por natural todo lo que oía, aprendía y


veía, como las propiedades maravillosas de la piedra negra, el
fantasma de Joseph y los poderes misteriosos de Moduku, que
conocía el secreto para matar por medio de la hechicería. Pero
cuando, a la muerte de mi padre, nos trasladamos a Bélgica e
ingresé en la universidad, me vi abocado a vivir conforme a las
realidades del mundo moderno y a luchar con las constricciones
que imponía el racionalismo. Descubrí que dudaba de mi

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memoria. Cada vez que contaba a alguien estas historias de
África, se oía una carcajada a mi alrededor.
—¡Eres tan Cándido, Douchan! —decían.
He dedicado mi vida adulta a descubrir si lo que de niño
aprendí, vi y oí en África era real, y si era real, a qué realidad
pertenecía. Quería saber si volvería a ver rostros en el humo en
cualquier otro lugar: los he visto. Los vi en Haití, donde estuve
cinco años estudiando el vudú. Los vi en el desierto del Sáhara,
con los tuareg, y en los Andes con los chamanes. En la convi-
vencia con casi todos los pueblos que viven con arreglo a reali-
dades distintas de la nuestra, he podido ver, de una manera o de
otra, rostros en el humo.

18
II

LOS PUEBLOS DE TRADICIÓN


Y LA PERSPECTIVA MODERNA

Tendemos a pensar que los miembros de las tribus son seres


primitivos, pero yo prefiero llamarlos pueblos de tradición. Con
este término me refiero a todos los pueblos que viven siguiendo
tradiciones seculares, en lugar de moverse al ritmo que marca el
siglo xx; no distingo entre los del Tercer Mundo, los de países
en desarrollo o los de las sociedades pertenecientes al Cuarto
Mundo. Todos ellos siguen fuera del mundo moderno.
Pensamos que los pueblos de tradición son retrógrados,
ignorantes e ingenuos; que actúan por instinto, carecen de inte-
ligencia y creen en realidades falsas. Consideramos que sus
costumbres son anticuadas, llenas de contradicciones y de su-
persticiones de las que nosotros hemos sabido escapar, gracias
a lo que llamamos inteligencia civilizada. Ellos afirman que se
comunican con los invisibles y que utilizan poderes sobrenatu-
rales mientras nosotros construimos ordenadores y naves espa-
ciales.
Pese a ello, las supersticiones no han desaparecido de las
civilizaciones modernas. En nuestras sociedades, hay pueblos
que creen en Dios, en que Jesucristo es el Hijo de Dios y en el
Espíritu Santo. Algunos creen que la Virgen María concibió un
hijo por acción directa del Espíritu Santo, y que Jesús se levan-

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tó de entre los muertos. La fe judía y otras religiones occidenta-
les abundan en creencias igualmente imposibles. En Occidente
cada vez hay más seguidores de las religiones orientales. ¿Son
unos ingenuos? Nuestros científicos más famosos pertenecen a
las Iglesias, creen en Dios y cumplen los preceptos de las fes
tradicionales. ¿Son supersticiosos?
Para mí, estas consideraciones sugieren que en realidad
somos una sola humanidad. Es posible que los pueblos de tra-
dición carezcan de los instrumentos y la tecnología del mundo
occidental, pero fundamentalmente tienen las mismas necesida-
des que nosotros: amar, crear una familia, creer en una fuerza
superior y sobrevivir. Su manera de sentir, pensar, relacionarse
con la vida y con la muerte, difiere de la occidental porque tie-
nen un modo de percibir la realidad que les es propio. La diver-
sidad de realidades es lo que nos separa de los pueblos de tradi-
ción y lo que establece las diferencias culturales y religiosas
entre las sociedades del mundo moderno. Mucho más que las
diferencias idiomáticas, la visión global de la realidad que un
pueblo tiene es lo que regula su manera de vestir, de comer, de
creer y pensar, de razonar, sentir y comportarse.
Hay por lo menos un ámbito en el que, según mi opinión,
los pueblos de tradición están más avanzados que nosotros: los
poderes de la mente. El aspecto más asombroso y que mayor
perplejidad me ha causado en todos los años vividos con estos
pueblos, es la cantidad de sucesos extraños que he podido pre-
senciar, enigmas que abarcan desde la adivinación hasta la tele-
patía; desde hombres que vuelan o que atraviesan paredes, has-
ta curaciones milagrosas y muertes provocadas por magia;
desde seres humanos en trance poseídos por entidades, hasta
personas que son capaces de soportar —infligido por propia
mano— el dolor más horroroso; desde hombres que dicen con-
versar con las divinidades, hasta la evidencia de la vida después
de la muerte. Con todo, lo más sorprendente es que, en muchos
de estos rituales y acontecimientos, la magia empleada funcio-
naba de verdad, independientemente de la clase de magia que
los oficiantes aplicaran; al menos, así me lo parecía. A la mayo-
ría de nosotros nos resulta difícil aceptar cualquier acto rayano
en el prodigio, ya sea de fuerza, de resistencia o de voluntad; se
trate de poderes psíquicos o sobrenaturales, o del poder de la

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mente sobre la materia. Como occidentales, hemos llegado a
aceptar los dogmas de la ciencia: aquello que no puede probar-
se de manera experimental, tiene que ser forzosamente falso;
aquello que no puede explicarse racionalmente, tiene que ser un
artificio; aquello que no puede reproducirse en un laboratorio,
tiene que ser puro fraude.
Pese a ello, he conocido un mundo místico y a menudo
aterrador, donde los seres humanos invocan los poderes de los
espíritus. He conocido gente que ha optado por emplear sus
poderes —no por motivos económicos o de avance tecnológi-
co— en pos de la supervivencia cultural y espiritual. He visto
los efectos de las fuerzas extrañas y misteriosas que una perso-
na es capaz de utilizar para controlar su destino y conservar
vivos su identidad y sus sueños; sueños que todos tenemos, sue-
ños de libertad, de alcanzar un vínculo entre nosotros mismos,
el universo y un dios. Estos poderes proceden de la repetición
de ceremonias cuyo origen se remonta a la Antigüedad; su efi-
cacia es tal que ha asegurado la supervivencia de distintas so-
ciedades a lo largo de los siglos.
En el transcurso de los años, he reflexionado mucho sobre
estos misterios (algunos ya están recogidos en mi libro anterior,
Explorador). Los he analizado desde varias perspectivas y sigo
llegando a la conclusión de que tiene que haber algo de verdad
en ellos. El hecho de que tales rituales hayan sufrido un de-
sarrollo tan similar en todo el mundo, debe otorgarles una cierta
validez. ¿Por qué razón inventa un pueblo una ceremonia donde
se desgarra el cuerpo con agujas o se suspende éste de unos gan-
chos, sino porque verdaderamente cree que el ritual tendrá por
resultado la conexión espiritual con una verdad cósmica?
Jung trató brevemente una parte de estas cuestiones. Su aná-
lisis del inconsciente colectivo parece sugerir que en nuestra
mente guardamos modelos de rituales mágico-religiosos y des-
trezas que vienen existiendo desde que el hombre surgiera del
caos cósmico. Por otro lado, yo había leído los-escritos de
Joseph Campbell sobre la mitología —es decir, sobre las histo-
rias que la humanidad se transmite generación tras genera-
ción—, y me preguntaba qué verdad se ocultaba tras ellas. ¿Es
posible que nuestros mitos denoten hechos que ocurrieron en
realidad y poderes que ciertamente existieron?

21
¿Podría ser que los rituales practicados, aun hoy en día,
por los pueblos de tradición, sean reflejo de los rituales que la
humanidad celebraba antiguamente en todo el planeta? Sabe-
mos que la Navidad y el Hanukkah se conmemoran en el mis-
mo momento del año en que tenían lugar los antiguos festi-
vales paganos de invierno dedicados al dios sol, así como
sabemos que la Semana Santa y la Pascua de los hebreos coin-
ciden en el tiempo con los festivales paganos de primavera
que también se celebraban entonces. ¿Podría ser que algunos
rituales de los que todavía practican los pueblos de tradición,
representen creencias básicas que en tiempos fueron comunes
a toda la humanidad, aun cuando en la actualidad no existan en
el seno de las sociedades modernas ceremonias que se corres-
pondan?
Por ejemplo, cuando bostezamos o abrimos la boca (con
otro motivo que no sea el de comer o hablar), acostumbramos
poner la mano sobre la boca, pensando en que lo hacemos por
educación. También creemos que los cosméticos, el esmalte de
uñas, los pendientes, pulseras y anillos son manifestaciones del
placer que nuestra cultura siente por la belleza.
No obstante, sin saberlo, estamos reproduciendo rituales de
origen secular que reflejan la creencia de nuestros antepasados
en los espíritus y en las fuerzas invisibles que hay a nuestro
alrededor. Nuestro comportamiento y la lógica de nuestro pen-
samiento, consciente o inconscientemente, están todavía orga-
nizados en torno a mitos y verdades que conforman la base de
la creencia. Tal como escribe Joseph Campbell en The Power of
Myth: «La mitología es el canto del universo, la música de las
esferas; es la música que danzamos aun cuando no sepamos
nombrarla.»
Creo que parte de nuestros comportamientos pueden expli-
carse estudiando a los pueblos de tradición. Para ellos, llevar
pendientes todavía se inscribe dentro de un ritual mágico que
impide a los espíritus maléficos penetrar en el cueipo humano a
través de los orificios naturales de las orejas. Al verse atraídos
por algo que brilla, los espíriUis malignos prefieren entrar por
los agujeros de los aros y evitar los oídos... hasta que se pier-
den. Tal vez lo que pretendan algunas tribus, como los dayak de
Borneo, cuando ensanchan los lóbulos de las orejas, sea crear

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más condiciones para que estos espíritus extravíen el camino.
Lo mismo sucede, probablemente, con los aros de la nariz.
Además de tapar la boca con la mano, muchas tribus se ase-
guran protección permanente contra los malos espíritus colo-
reando y tatuándose los labios, las encías o la barbilla. Algunas
aplican color a los párpados para protegerse de los poderes
mentales, restringirlos o concentrarlos. Otras, pintan de colores
las uñas de manos y pies, las palmas, las plantas de los pies; o
llevan distintos tipos de peinado, y pulseras en manos y tobi-
llos, así como anillos para establecer y reforzar una frontera
mágica entre las extremidades del cuerpo visible y el mundo
invisible que existe en derredor.
Recientemente, los físicos cuánticos han confirmado que
los líquidos tienen memoria, que es posible que retengan infor-
mación. Los pueblos de tradición, como los dogon de África,
saben de este fenómeno desde los albores de su existencia y lo
llaman memoria del agua. Para ellos, el agua que han utilizado
en un ritual conserva la magia de ese ritual; cualquier persona
que posteriormente se sirva de ella, se beneficiará de los efec-
tos. ¿Existe alguna diferencia entre esto y el agua bendita con-
sagrada por un sacerdote, que los católicos vierten en el bautis-
mo o emplean para hacer la señal de la cruz cuando entran en
una iglesia?
Tiempo ha, también los chinos creían en la memoria de los
líquidos. Antes de beber, fijaban la mirada en la bebida para im-
pregnarla con el poder del pensamiento y de los deseos. Al so-
nido de los vasos que los participantes hacían entrechocar, se
atribuía el poder de ahuyentar a los malos espíritus que podían
interferir en el buen desarrollo del ritual. De esta antigua tradi-
ción china, nosotros hemos heredado la costumbre ritual de
brindar, acción que llevamos a cabo sin tener la menor noción
de su potencial mágico.
Los poderes misteriosos que tantas veces he visto actuar en
curaciones, trances, levitaciones y en hechos parecidos, podrían
de igual manera ser exponentes de un conocimiento y unas ca-
pacidades que en tiempos lejanos poseía la humanidad entera,
ya fuera para tomar contacto con fuerzas externas a nosotros, ya
para hacer uso de poderes (psíquicos o de otra índole) que aún
están en nuestro interior.

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Una posible explicación científica de la incapacidad del
hombre moderno para sacar partido de lo sobrenatural, podría
residir en la teoría del cerebro «trino», que postula que, a lo lar-
go de la historia evolutiva, el cerebro fue desarrollándose en di-
versas fases hasta llegar al cerebro humano, constituido en rea-
lidad por tres sistemas cerebrales distintos, cada uno de ellos
basado en el anterior. El doctor Paul McLean llama a estos tres
sistemas cerebrales principales el reptil, el viejo mamífero y el
nuevo mamífero; para Cari Sagan, el cerebro trino del hombre
está compuesto por un núcleo reptil interno, un núcleo límbico
intermedio y el neocórtex. La capa inferior del cerebro, o parte
reptil, conserva ciertos instintos e impulsos primitivos, y a ella
atribuye Sagan nuestras conductas más primarias; en este ám-
bito engloba el sexo, la agresión y otros instintos, como puede
ser el hambre. Afirma también que el cerebro reptil es el que
prevalece en los estados del sueño. La capa intermedia o límbi-
ca es responsable de nuestros comportamientos emocionales.
La capa superior regula los comportamientos de tipo más inte-
lectual y el pensamiento; entre otras cosas, por consiguiente, el
lenguaje.
En comparación con el mundo moderno, los pueblos de tra-
dición pudieran parecer atrasados, ignorantes, ingenuos, instin-
tivos y cal entes de inteligencia porque, por las razones que sea,
no utilizan la parte más evolucionada del cerebro hasta el pun-
to en que lo hacen las gentes del mundo moderno. En lugar de
ello, confían más en aquellas partes del cerebro que permiten el
acceso a estados alterados de consciencia, como son los del
sueño. Mantienen un contacto más estrecho con los impulsos
primitivos del hombre y con la antigua capacidad para relacio-
narse con los espíritus y otras fuerzas cósmicas. Además, gra-
cias a la meditación y a la experiencia extática inducida por el
trance hipnótico y la magia gesticular, los pueblos de tradición
están sintonizados con un depósito cósmico de energías, del
mismo modo que lo están la sabiduría secular y el conocimien-
to que, tal como indican algunas investigaciones científicas,
contiene el sistema humano cuerpo-mente en la memoria gené-
tica. Es así como estos pueblos acceden a poderes que nosotros
raramente empleamos, y mucho menos llegamos a entender en
todo su alcance con nuestra mente civilizada consciente.

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Es posible que el hombre moderno haya perdido la capaci-
dad de hacer lo que los pueblos de tradición pueden hacer por-
que ya no utiliza esos sistemas cerebrales primitivos. ¿Sufrimos
una atrofia cerebral? ¿La tecnología nos impide emplear esas
partes del cerebro? Creo que ninguna de las dos cosas es cierta.
Pienso que tal vez, a medida que usamos cada vez más la capa
superior —es decir, las funciones racionales y lógicas—, des-
conectamos paulatinamente, por lo menos de manera temporal,
los otros dos sistemas cerebrales, que nos otorgan la capacidad
de comunicar con los demás de una forma más emocional, más
psíquica, y que nos da pie a hacer cosas que al principio pare-
cen imposibles. Esto me lleva a pensar que es nuestra cultura la
que ha puesto el acento en lo racional, y en ello desempeñan un
papel estelar la religión y la ciencia.
Reprimiendo la sexualidad, las religiones civilizadas nos
han forzado a desconectar esas partes del cerebro que se ocupan
directa e instintivamente de la sexualidad. Siendo nuestros dog-
mas sólo aquellos que la ciencia respalda —la ciencia para
nosotros es la garante de la verdad—, nos mantenemos en el
marco racional de la capa superior del cerebro y rechazamos los
sentimientos. Por tanto, tecnología y racionalismo nos impiden
la expansión hacia otras realidades.
Pese a ello, incluso en las sociedades modernas hay per-
sonas que, sean cuales sean las razones, parecen estar sintoni-
zadas con facetas del cerebro que les permiten llevar a cabo
fenómenos paranormales. Tales fenónemos —frecuentemente
denominados psíquicos o psi— se refieren a sucesos que no
pueden ser explicados por las actuales leyes de la física o de la
psicología. Tal como observan Willis Harman, presidente del
Institute of Noetic Sciences, y Howard Rheingold en el libro
del que ambos son autores, Higher Creativity:

Desde principios de los años sesenta, ha ido incrementán-


dose la aceptación pública de que tales capacidades [paranor-
males] verdaderamente existen. Los departamentos de policía
de varios continentes han utilizado con frecuencia a los psíqui-
cos para la resolución de crímenes. Los arqueólogos también
han recabado la ayuda de éstos para localizar el emplazamiento
de lugares de enterramiento y de artefactos. Las compañías

25
mineras y petrolíferas se han servido de los clarividentes para
encontrar sedimentos subterráneos. A ambos lados del telón de
acero, ha sido patente el interés por la aplicación militar que los
fenómenos psíquicos pudieran tener. En Estados Unidos, diver-
sas agencias militares y de inteligencia han patrocinado, apoya-
do y realizado investigaciones para delimitar las aplicaciones
estratégicas de estas capacidades.

El campo de las habilidades psíquicas se llama psi. El estudio


científico de los fenómenos psi, o psíquicos, se llama parapsi-
cología o investigación psíquica. En Estados Unidos existen
institutos parapsicológicos, y hay departamentos de investiga-
ción psíquica en numerosas universidades de todo el mundo. La
Parapsychological Association, fundada en 1957, fue admitida
en la American Association for the Advancement of Science en
1969.
Aunque los métodos que se aplican en los experimentos
parapsicológicos están basados en estrictos principios científi-
cos, los fenómenos psi suelen ser motivo de controversia, por-
que aceptarlos significa revisar por completo las actuales teo-
rías científicas. Sin embargo, es posible que, gracias al sesgo
que va adquiriendo el campo de la física de la relatividad y de
las partículas subatómicas, la explicación de los fenómenos psi
encuentre acomodo en el marco científico. El extraño universo
descrito por estas áreas de la ciencia puede incluir fácilmente
el concepto de una consciencia capaz de traspasar el tiempo y el
espacio. Harman y Rheingold escriben que si los resultados de
determinados estudios realizados por el Stanford Research Ins-
titute (SRI) son ciertos,

la capacidad de saber lo que ocurre en un lugar que nunca se ha


visitado no es un don extraño, sino una destreza que puede
aprenderse y que está latente en todos nosotros. Este aprendiza-
je requiere fundamentalmente la eliminación de las creencias
negativas inconscientes, es decir, las que impiden creer en la
posibilidad de ese don [...] Los resultados de las investigaciones
sobre psicocinesis, llevadas a cabo [...] por organizaciones
igualmente prestigiosas, son de todo punto sobrecogedores.
Uno de estos experimentos fue dirigido por Robert Jahn, deca-
no de Ingeniería y Ciencias Aplicadas de la Universidad de

26
Princeton [...] Tanto en las investigaciones del SRI [...] como en
las de Princeton [...], los descubrimientos indican que la sapien-
cia perenne podría ser verdadera, que todos nosotros sabemos
inconscientemente realizar este tipo de extraordinarias proezas.
Tan sólo precisamos erradicar la creencia negativa que nos inhi-
be de llevarlas a cabo. A la larga, cuando examinamos detenida-
mente la exigua evidencia de la que disponemos hoy, parece que
John Lilly estaba en lo cierto al decir que no está claro que exis-
tan límites a las capacidades de la mente humana, como no sean
sobre todo las «creencias» relativas a los límites de esa mente.

Sobre los fenómenos psi

Lo psi está constituido por una amplia gama de fenómenos


que suelen estar interrelacionados. Aunque no resulta fácil cla-
sificarlos, los fenómenos psíquicos generalmente se dividen en
tres clases principales, a efectos de investigación: percepción
extrasensorial (PES), psicocinesis (PC) y fenómenos de super-
vivencia, esto es, de evidencia de vida después de la muerte.
La percepción extrasensorial tiene que ver con la informa-
ción que llega a la mente de un individuo desde fuera.
La psicocinesis se refiere al efecto que la mente de un indi-
viduo obra sobre su entorno (algo que surge de la mente y afec-
ta al exterior); a veces se denomina mente sobre materia. Aquí
se incluyen la teleportación (mover un objeto de un lugar a otro
sin mediar contacto físico directo), la producción a distancia de
efectos termales o electromagnéticos, la levitación, la proyec-
ción astral (la capacidad de abandonar el cuerpo físico e ir a
cualquier sitio), el fotopensamiento (plasmación de imágenes
sobre películas no impresionadas, mediante el pensamiento), la
curación psíquica, y el caminar sobre fuego.
Los fenómenos de supervivencia hacen referencia a todos
los hechos que parecen estar provocados por el espíritu de los
muertos o las entidades inmateriales. En este ámbito se englo-
ban la canalización, la mediación espiritista, las sesiones de es-
piritismo, así como los poltergeist, los encantamientos y otras
apariciones fantasmagóricas. Más adelante trataremos estas dos
últimas categorías. En este capítulo quisiera abordar sobre todo
la PES.

27
Sobre la PES

La percepción extrasensorial podría definirse como la pose-


sión de un conocimiento sobre algo sin utilizar los cinco senti-
dos normales o la deducción lógica: un sueño que resulta ser
cierto; esa ocasión en que vas a agarrar el teléfono para llamar
a alguien y en el mismo momento suena porque esa persona ha
decidido llamar de improviso. La frecuencia de estos y otros
sucesos puede conducirnos- a pensar que debe haber alguna
explicación más allá de la mera coincidencia. Quizá hay algún
aspecto de los seres humanos que aún desconocemos, un víncu-
lo entre nosotros y el universo que todavía no hemos identifica-
do; algo que podría justificar tales sucesos. Una gran parte de
las tareas de investigación en parapsicología tienen por objeto
intentar aclarar cómo y por qué ocurren estos hechos.
Aunque no es fácil diferenciarlos, los fenómenos PES sue-
len clasificarse en cuatro apartados: telepatía, clarividencia, pre-
cognición y retrocognición. También la visión de auras o cam-
pos luminosos alrededor de una persona, y la localización de
sustancias subterráneas, como el agua, por medio de varitas
adivinatorias.
La telepatía es la facultad de conectar con otros, sea cual
sea la distancia. (Esta capacidad es muy común entre los tuareg
del desierto del Sáhara.)
La clarividencia es la percepción de objetos ausentes, o de
sucesos que están ocurriendo en otro lugar. En sentido literal,
este término significa «ver claro», y se aplica a aquellas perso-
nas que ven psíquicamente. Las impresiones de los clarividen-
tes suelen ser en forma de retrato. (Edgar Cayce, por ejemplo,
era considerado un extraordinario clarividente.) Otros psíqui-
cos reciben impresiones en forma de palabras o mensajes ha-
blados, que solamente oyen ellos; en rigor, a esto se le llama
clariaudiencia. Los que perciben sensaciones que no son ni pa-
labras ni retratos de los sucesos, poseen claripercepción.
La precognición es la percepción de los acontecimientos
futuros. Su historia arranca de los tiempos prebíblicos, cuando
los oráculos y los profetas interpretaban los sueños u otros pre-
sagios como descriptivos de los hechos que acaecerían en el
futuro.

28
La retrocognición es la percepción de acontecimientos
pasados sin que la persona tenga conocimiento previo de ellos.
Un ejemplo de retrocognición sería el intuir algo que hubiera
ocurrido a alguien cuando era niño, sin antes haber tenido noti-
cia alguna sobre el hecho.
La clarividencia y la precognición son objeto de experi-
mentos en los laboratorios de parapsicología. Las pruebas rea-
lizadas han dado algunos resultados positivos, e indican que
estos poderes pueden existir verdaderamente. Pero estos indi-
cios plantean problemas filosóficos de bastante envergadura. Si
uno es capaz de ver el futuro, ¿significa entonces que el futuro
ya existe? ¿Se puede cambiar? ¿En qué afecta esto al concepto
de libre albedrío?

Sobre la adivinación

El campo de la parapsicología también reconoce que la ca-


pacidad de adivinación pertenece al ámbito de la PES. Según el
Webster 's New CoIIegiate Dictionary, la adivinación es el arte o
el acto de predecir el futuro, o la búsqueda que persigue la reve-
lación de un conocimiento oculto con ayuda de los poderes
sobrenaturales. Cuando uno piensa en la adivinación, a la men-
te acude de forma inmediata la imagen de enigmáticas gitanas
que leen la palma de la mano o echan la buena ventura con las
cartas.
En el Cuarto Mundo y en otras culturas de tradición, la adi-
vinación se utiliza para predecir si las acciones que uno se pro-
pone llevar a cabo merecerán la aprobación o desaprobación de
los invisibles; es decir, si estas acciones culminarán con el éxi-
to o fracasarán. Principalmente emplean tres métodos:

• Rituales para requerir el consejo de los invisibles sobre


una decisión.
• Meticulosa observación de la naturaleza para detectar
señales que puedan interpretarse como buenos o malos
presagios.
• Clarividencia y precognición; esto es, utilización de los
poderes humanos sin intervención espiritual o divina.

29
Augurios o rituales de adivinación

Los augurios, o rituales de adivinación, constituyen un tipo


de ceremonia específica que se lleva a cabo para determinar la
respuesta que los invisibles —dioses o espíritus— tienen reser-
vada para quienes les consultan. En nuestra propia cultura, tales
rituales vienen precedidos de una historia considerable. Por
ejemplo, durante cientos de años los pueblos de Grecia y de
Asia Menor jamás osaron emprender proyectos de gran enver-
gadura sin consultar al Oráculo de Delfos, a quien Apolo daba
las respuestas (en el período clásico).
Casi todos los pueblos de tradición creen que los rituales de
adivinación son la vía más sencilla para implicar a los invisibles
—espíritus, almas de antepasados o divinidades— en su vida
cotidiana. Estos rituales responden a las preguntas o confirman
las decisiones.
Los augurios son tarea del jefe espiritual, que emplea sus
dones de mediación para actuar de intermediario entre los invi-
sibles y las personas, y que, aplicando diversos métodos, será el
lector de los mensajes enviados por los invisibles.
Entre las muchas técnicas que los pueblos de tradición em-
plean una de las más extendidas es la de examinar órganos —hí-
gados, vesículas y otros de animales sacrificados—. En los
Andes, los adivinos estudian la posición de las hojas de coca
una vez que han caído. Las dos técnicas se utilizan también para
diagnosticar y curar enfermedades.

Presagios

En algunas ocasiones, las divinidades manifiestan su opi-


nión sobre las decisiones que están a punto de tomarse, sin ne-
cesidad de recurrir a un ritual que las invoque. (El término lati-
no augur se refería originalmente al sacerdote encargado de
observar ciertos signos que se consideraban indicios de la vo-
luntad de los dioses: rayos, truenos, el trazado en el vuelo de las
aves, los cantos de los pájaros. El augurium era el arte de inter-
preta!" los presagios.)
Es así como, antes de llevar a cabo cualquier acción, los

30
pueblos de tradición observan atentamente la naturaleza en bus-
ca de signos que puedan interpretarse como buenos o malos
presagios, y fijan su atención en cosas tales como el movimien-
to espontáneo de las piedras cuando se pasa junto a ellas, en-
cuentros con determinados pájaros, serpientes o lagartos, o los
particulares gritos de ciertos animales.

Clarividencia y precognición

Los métodos de clarividencia (emplearé este término tanto


para la clarividencia como para la precognición y la retrocogni-
ción) permiten a una persona ver el pasado o el presente, o pre-
decir el futuro, recurriendo solamente a los poderes humanos,
sin requerir intervención divina. Por lo común, el clarividente
busca un foco de atención o de concentración, generalmente
cosas, donde hacer la lectura de las respuestas. Entre los obje-
tos que leen están: la mano, los posos de café, las hojas de té,
bolas de cristal, naipes ordinarios o de tarot (cartomancia), are-
na, huesos, sal, agua, tallos de aquilea o monedas (el I Ching),
y las runas.

Sobre la curación psíquica

Toda sociedad humana posee profesionales de la medicina.


Dependiendo de la cultura a la que pertenezcan, se llamarán
médicos, sanadores, acupuntores, chamanes, curanderos, he-
chiceros, o cualquier otra cosa. Todos ellos tienen teorías y mo-
delos de cómo funciona el cuerpo, cuáles son sus fallos y poi-
qué, proveyéndose así de una base para el diagnóstico y el tra-
tamiento acorde con la tradición médica en la que trabajan.
(Una tradición médica es un conjunto coherente de nociones y
prácticas relativas a la salud, la enfermedad y la curación; la
curación es el proceso por el cual el cuerpo pasa de la enferme-
dad a un estado más saludable; un sanador es aquel que trabaja
para contribuir al proceso curativo; un diagnóstico es el proce-
so gracias al cual el sanador identifica y clasifica una enferme-
dad conforme a la tradición médica que le es propia; un trata-

31
miento es lo que el sanador hace para aliviar la enfermedad y
contribuir al proceso curativo.)
Mientras que una tradición médica puede ver la enfermedad
como un obstáculo para la circulación del flujo de la fuerza
vital, y tratarla clavando agujas en el cuerpo del paciente a fin
de que el flujo circule libremente, otra puede ver la enfermedad
como la posesión del paciente por un espíritu maligno y tratar-
la con alguna forma de exorcismo. Una tercera tradición puede
considerar que la enfermedad es consecuencia de un desequili-
brio de energías, y tratarla restituyendo la armonía interna del
enfermo. Otra verá la misma enfermedad como si fuera una
invasión de seres hostiles y administrará veneno para destruir a
los invasores; este último es el enfoque que más se acerca a la
medicina occidental contemporánea, que llama a los invasores
microbios y a los venenos antibióticos.
Se han escrito muchos tratados sobre la eficacia de las
medicinas paralelas, es decir, sobre sistemas distintos del que
comúnmente se practica en este lado del mundo. Me refiero a la
homeopatía, la acupuntura y otros. Y con el advenimiento de la
así llamada Nueva Era, son muchos los escritos que nos fami-
liarizan con la curación psíquica y otras tradiciones médicas
basadas en el poder de la mente, en la interacción mente/cuer-
po, en el hecho de que la consciencia puede afectar a la materia,
y en que la enfermedad podría ser debida a un estado psicológi-
co de la mente.
Pero lo cierto es que no estamos ante algo nuevo; la supues-
ta Nueva Era tan sólo redescubre numerosas tradiciones médi-
cas que se practicaban hace miles de años. Algunas de ellas han
llegado hasta hoy gracias al Cuarto Mundo y a otros pueblos de
tradición.
Desde los albores de la especie humana, todas y cada una de
las culturas ha tenido una tradición médica. En Egipto, Suda-
mérica y otras partes del mundo, se han encontrado cráneos que
muestran vestigios de haber sido sometidos a cirugía ósea, rea-
lizada con enorme pericia hace miles de años. En algunos hue-
sos de estos cráneos era manifiesto que habían empezado a
sanar, prueba de que los pacientes habían sobrevivido quizá
varios años. En otros cráneos era evidente que habían sufrido
cuatro o más operaciones. Para poder llevar a cabo estas opera-

32
ciones sin el concurso de la anestesia o los antibióticos moder-
nos, estos antiguos cirujanos debieron de estar en posesión de
increíbles técnicas y conocimientos médicos.
Son muy pocas las tradiciones curativas que han desapare-
cido; en algunos casos siguen vivas en los pueblos de tradición,
y muchas han sido revividas por otras culturas y enriquecidas
con sus conocimientos. Entre las que han sobrevivido a la his-
toria, hay algunas que han reaparecido en el mundo occidental.
La homeopatía, por ejemplo, se remonta a las tradiciones médi-
cas de los magos de Babilonia, los sabios de China y los dioses
sacerdotes de Egipto.
Hipócrates, el padre de la medicina, fue uno de los prime-
ros en apreciar el valor de este patrimonio. Alrededor del año
400 a. de C. escribía: «Los contrarios sanan por medio de los
contrarios», y «La enfermedad está producida por los iguales y,
por los iguales que ingiere, el paciente pasa de la enfermedad a
la salud; la fiebre se elimina con lo mismo que la provoca, y la
provoca lo mismo que la suprime; así, de dos formas opuestas,
se restablece la salud».
En pocas palabras, Hipócrates estableció de este modo los
principios de dos tradiciones médicas principales: la alopatía
(del griego cilios, que significa «contrario»), que es nuestra
medicina clásica, y la homeopatía (del griego homoios, que sig-
nifica «similar»). Hipócrates fue también quien descubrió los
efectos terapéuticos de la dieta y el ejercicio —enseñaba el arte
de comer y el arte de caminar, y trataba a sus pacientes con die-
tas, ejercicio y hierbas, centrándose en los elementos del cuer-
po humano que estaban desequilibrados y quien afirmaba que
muchas enfermedades están relacionadas con la columna verte-
bral. En 1875 el osteópata estadounidense Andrew Taylor Still
corroboraba que existía relación entre la columna vertebral y
algunos órganos, y entre las articulaciones y los tejidos.
También concluyó: «Allí donde la sangre fluye normal-
mente, la enfermedad es incapaz de aparecer, ya que nuestra
sangre tiene capacidad para producir todos los principios útiles
que aseguran la inmunidad natural y la lucha contra las enfer-
medades.»
La tradición médica occidental es fiel reflejo de la separa-
ción entre hombre y naturaleza, tan arraigada en la visión glo-

33
bal propia del mundo moderno. «Hoy en día, enfermedad no es
igual a lo que le ocurre al hombre en su conjunto, sino lo que les
ocurre a sus órganos», escribía Stefan Zweig en La curación
por el espíritu. Con el avance en los campos de la cirugía (es
decir, el conocimiento del cuerpo), la bacteriología (el conoci-
miento de las enfermedades) y la farmacología (el conocimien-
to de los productos químicos que combaten las enfermedades),
nuestra medicina ha pasado a ser analítica. A los profesionales
de la medicina occidental les gusta pensar en la medicina como
ciencia, y de ahí que establezcan una separación rotunda entre
el observador (médico) y el objeto de observación (paciente y
enfermedad). El tratamiento es algo que el médico hace al cuer-
po del paciente. En la lucha entre médico y enfermedad, el pa-
ciente queda reducido' a mero espectador.
Sin embargo, aunque la medicina tradicional occidental no
haya abandonado la curación química, negándose a admitir que
los microbios invasores podrían verse afectados por todo lo que
afecta a nuestra vida, en Estados Unidos empezamos a conocer
un enfoque nuevo sobre el tema de la curación. La influencia
creciente de las culturas asiáticas y sudamericanas, muchas de
las cuales reconocen la existencia de factores fisiológicos y psi-
cológicos y admiten la importancia de su influencia en el cuer-
po, trae aires diversos y distintos a nuestra manera de ver el
mundo y las tradiciones médicas de otros pueblos; ahora se rea-
liza un estudio sobre las circunstancias vitales del paciente en
vez de atacar frontalmente una «enfermedad» en particular.
Estos hechos han dado a luz un enfoque ecléctico, a veces deno-
minado medicina holística, que pretende nutrirse de diversas
tradiciones médicas y combinar lo mejor de cada una de ellas.
Una de sus características más destacadas es la de resaltar y
acentuar la responsabilidad personal que cada individuo tiene
sobre su propia salud.
Dentro de este tipo de programas terapéuticos —muy cono-
cidos por obtener buenos resultados con pacientes de cáncer—,
el doctor Cari Simonton, radiólogo y autor del libro Getting
WellAgain, utiliza sobre todo la técnica de la visualización jun-
to con otras formas de terapia. Pide a los pacientes que visuali-
cen a su gusto y de manera simbólica el cáncer que padecen, y
el tratamiento que consideran capaz de atacarlo y destruirlo.

34
(Uno de los pacientes que llegó a sanar, vio el cáncer como una
gran masa parecida a una hamburguesa, y su tratamiento como
a peiTos hambrientos que arrancaban trozos de esa masa y la
devoraban.)
Este tipo de tratamiento no es algo que el sanador hace al
cuerpo del paciente, como es el caso de la cirugía o la radiote-
rapia, sino algo que el paciente hace por y para sí mismo, con el
consejo y la orientación del sanador. Para que sea eficaz, el pa-
ciente debe estar dispuesto a emplear el tiempo y las energías
necesarios.
Simonton ha descubierto que los pacientes que experimen-
taron mejoría fueron aquellos que se dedicaron a la tarea con
tesón y con actitud positiva, mientras que quienes lo hicieron de
manera esporádica y con indiferencia, apenas mejoraron.
He conocido de cerca muchas tradiciones médicas y dife-
rentes técnicas curativas de todo el mundo. He visto con mis
propios ojos la asombrosa curación de heridas infectadas, tu-
mores, tuberculosis y otras dolencias. Si unos sanadores utili-
zan hierbas y remedios similares para tratar a sus pacientes,
otros, como los hechiceros africanos, se sirven de la danza y
del canto. (Entre los bosquimanos kung, por ejemplo, la cura-
ción tiene lugar durante las danzas ceremoniales que hacen
fluir el n 'um o energía curativa.) Los exorcismos —de la índo-
le de los practicados por los sacerdotes vudú— constituyen la
tradición médica para aquellas culturas que conceptúan la en-
fermedad en términos de la posesión del ser humano por espí-
ritus malignos, espíritus que desequilibran a las personas. La
visión de los pueblos que dan considerable importancia a la
misión de las deidades u otros espíritus en el funcionamiento
del mundo, tiende a atribuir a estas deidades un papel protago-
nista en el proceso de curación. Los sanadores por la fe recla-
man la intervención divina en el proceso curativo, mientras que
los curanderos gitanos ponen su fe en el poder curativo de los
sapos muertos.
Al examinar este campo, se encuentran ciertos rasgos su-
perficiales, así como estructuras más profundas, que parecen
ser constantes en la gran variedad de tradiciones médicas prac-
ticadas en el Cuarto Mundo, pese a su diversidad cultural. El
hilo común es que estas tradiciones se basan en los conceptos

35
de equilibrio y de flujo de energía, aunque varían ostensible-
mente los métodos empleados para reequilibrar el cuerpo. Para
algunas culturas, el flujo de energía es interno, forma parte del
individuo; para otras, es parte de la fuerza vital del universo, y
fluye a través de todo ininterrumpidamente.
La idea de que la salud está relacionada con algún tipo de
energía o fuerza vital que fluye a través de nosotros, podría pa-
recer arcaica e ingenua, y sin embargo es una creencia que se
repite en muchas culturas en diferentes formas, aunque no per-
tenezcan al Cuarto Mundo. Si los hawaianos y otros polinesios
llaman a esta energía mana, y los bosquimanos kung la llaman
n 'uní, la perspectiva médica tradicional japonesa la llama /«, los
yoguis hindúes prana, y los rusos, que han llegado al concepto
gracias a la investigación parapsicológica en lugar de por tradi-
ción cultural, la llaman bioplasma.
La tradición médica china, por ejemplo, ve el cueipo como
un sistema de corrientes de energía que son extensión y reflejo
de las corrientes que los chinos observan en el universo; el
mundo interior es el microcosmos, y reproduce la complejidad
y variación del macrocosmos exterior. Si el universo entero está
sujeto a la ley del equilibrio, el hombre, que es parte integral del
cosmos igual que cualquier otro ser viviente, también debe
estar sometido a estas leyes. El ser humano toma la energía fun-
damental, la fuerza de vida, de dos fuentes: el cosmos (la ener-
gía Tsri, representada por el yang); y la tierra (la energía Siue,
representada por el yin).
Se piensa que la fuerza vital que permite al cuerpo funcio-
nar, llamada chi, circula por cincuenta y nueve sendas conoci-
das como meridianos (el sistema hindú tiene setecientos) y debe
conservarse en equilibrio por la acción de dos fuerzas opuestas,
yin y yang. Muchas civilizaciones entienden la naturaleza en
términos de fuerzas opuestas; para el Tao, el universo es la fluc-
tuación de las actividades del yin y del yang. En los individuos
sanos este flujo es uniforme, y mantiene el equilibrio entre la
fuerza receptiva femenina, yin, y la fuerza asertiva masculina,
yang. Los meridianos yin tienen que ver con órganos tales
como el hígado, los riñones y el bazo, mientras que los meri-
dianos yang se asocian al estómago, la vesícula y los intestinos.
La enfermedad es resultado y reflejo de una desigualdad entre

36
las fuerzas yin y ycing, y se manifiesta como un desequilibrio de
chi en alguna zona del cuerpo.
Es posible corregir esta falta de equilibrio estimulando de-
terminados puntos en los meridianos —hay trescientos sesenta
y cinco puntos de conexión o de acupuntura— por medio de
masaje digital, estimulación manual (acupresión), estimulación
por calor (moxibustión), o inserción de finas agujas (acupuntu-
ra). También se propicia el reequilibrio del sistema con la admi-
nistración de hierbas o infusiones de hierbas.
Todas las tradiciones curativas practicadas por los pueblos
de tradición pueden dividirse en tres categorías básicas:

• curación natural por medio de plantas;


• curación por encauzamiento de las energías, o restable-
cimiento del equilibrio energético;
• curación psíquica.

Cada categoría comprende diversas técnicas, y cabe la posi-


bilidad de que interactúen entre sí.
Pese a los resultados positivos que obtienen, la ciencia mé-
dica occidental todavía rechaza las prácticas médicas de los
pueblos de tradición. Hablando desde un punto de vista médico,
¿esto es así porque los doctores del mundo moderno no alcan-
zan a comprender plenamente lo que pasa durante el proceso de
«curación mágica»? ¿Por qué nuestros profesionales quieren
ser los únicos que ostenten el monopolio de la curación, dado
que los estudios de medicina son largos y económicamente lesi-
vos? ¿O es que sus reacciones vienen dictadas por la industria
farmacéutica y química, que perdería beneficios ingentes si los
pacientes fueran tratados con plantas o con poderes psíquicos?
La planta que muchos pueblos de tradición han utilizado para el
control de la natalidad, ya desde sus orígenes, es tan eficaz
como la pildora —esto puede demostrarse fácilmente—, pero
como es posible cultivar esta planta en el jardín, su consumo
supondría miles de millones en pérdidas a las empresas produc-
toras de la pildora.
Muchos científicos afirman que las medicinas de tradición
son supersticiones, ceremonias oficiadas por charlatanes que se
valen de trucos para aprovecharse de la ingenuidad de sus pa-

37
cientes. Otros reconocen que las medicinas de tradición po-
drían funcionar, pero no con nosotros. Y algunos dicen que la
curación mágica surte efecto por pura coincidencia o en razón
de procesos psicosomáticos. Son muy pocos los que se inclinan
a creer en la realidad de las medicinas de tradición, pero per-
manecen en silencio, a la espera de tener información más de-
tallada.
Desde luego no es cierto que todas las medicinas de tradi-
ción sean fraudulentas. Sin embargo, en algunas ocasiones, está
claro que ha habido engaño en el proceso curativo. Algunos
sanadores emplean trucos durante las ceremonias porque o no
tienen los poderes necesarios, o no poseen los conocimientos
adecuados para utilizarlos. Numerosos sanadores psíquicos fili-
pinos, por ejemplo, han sido sorprendidos en falta: los órganos
y sangre que exhiben como si fueran del paciente, son en reali-
dad órganos y sangre de algún animal. Pero a pesar de ello, pa-
rece ser que consiguen buenos resultados. ¿Condenaríamos la
medicina occidental sólo porque algún médico haya errado el
diagnóstico o realizado operaciones innecesarias? Podríamos
preguntarnos hasta qué punto influye en la curación del pacien-
te el poder del sanador filipino, y hasta qué punto la fe del pa-
ciente en el sanador. A lo mejor son las reacciones psicológicas
y emocionales del paciente al ver la sangre y los órganos que
supuestamente son suyos las que actúan en favor de la curación.
Algunos científicos afirman que las medicinas de tradición
surten efecto debido tan sólo a meras coincidencias o en razón
de procesos psicosomáticos. No obstante, el siguiente informe
de un seminario sobre curación psíquica, en el que se trataron
cuestiones de curación biotrónica, bioenergoterapia y bioener-
goterapéutica, contradice ambas conclusiones. Organizado en
septiembre de 1975 por el Comité de Cibernética Aplicada de la
Asociación Científico-Técnica Checoslovaca, el seminario pre-
sentó este breve resumen, publicado en The Realms ofHealing
por Stanley Krippner y Alberto Villoldo:

Fue acordado definir la bioenergoterapia como la capaci-


dad de un organismo para transmitir energía propia a otro orga-
nismo, a fin de mejorar su estado psicosomático. Si nos basa-
mos en las últimas investigaciones soviéticas, probablemente

38
este mecanismo sea el plasma biológico. Puede suponerse, por
tanto, que tiene lugar una interacción entre los dos plasmas
biológicos: el del bioenergoterapeuta y el del paciente. La bio-
energoterapia se fundamenta en el conocimiento de que el
paciente tiene capacidad de regeneración automática y de
autorrestablecimiento, siempre y cuando no se excedan los lí-
mites impuestos por su estado. Cuando las reservas del pacien-
te son muy limitadas, la bioenergoterapia le procura una fuente
adicional de reservas, destinada a restituir el equilibrio del
paciente, devolviendo a éste la salud tanto a nivel objetivo
como subjetivo. En consecuencia, puede concebirse al bioener-
goterapeuta como a un individuo capaz de transferir energía
con características terapéuticas a individuos capaces de valerse
de esta energía. Ya en 1956, en la URSS, hubo una verificación
de este tipo de procedimientos. Los resultados fueron particu-
larmente sorprendentes en el tratamiento de artritis, asma, po-
liomielitis, tuberculosis y, por supuesto, varias dolencias psico-
somáticas.

Los científicos también han observado que en muchos casos


un paciente puede recobrarse de la enfermedad al recibir un pla-
cebo en lugar de medicación, porque cree estar recibiendo la me-
dicación que le curará. Se llama a esto efecto placebo. Sigmund
Freud se dio cuenta del poder del efecto placebo: «La expecta-
tiva teñida de esperanza y de fe es una fuerza eficaz con la que
hemos de contar [...] en todas nuestras tentativas de tratamiento
y cura». Por su parte, el doctor Ted Kaptchuck indicaba en su
libro The Healing Arts:

Debe también destacarse que cuando el placebo surte efec-


to, surte el mismo efecto que la droga, es decir, produce verda-
deros cambios físicos en el cuerpo. No es sólo que el paciente
crea que su úlcera está mejor, es que la úlcera sana de verdad;
no es que el artrítico crea que puede caminar, es que la inflama-
ción se reduce sin dejar lugar a dudas. El efecto placebo alcan-
za virtualmente cualquier órgano o sistema fisiológico del cuer-
po. [...] No hay nada en la «farmacia verde» o en la moderna
batería de medicamentos que tenga un poder y una versatilidad
semejantes. Sería un error considerar el efecto placebo simple-
mente como ejemplo de fe o de poder de sugestión.

39
Existen muchas maneras de inducir el efecto placebo, y una
de ellas es, desde luego, instilando en el paciente confianza y fe
en el sanador. El sanador puede así conseguir milagros médi-
cos, aun sin poseer poderes curativos, gracias a este principio
de autocuración. (Es la fe del creyente en los predicadores la
que otorga a algunos de ellos el poder de curar.)
Yo mismo he logrado hacer muchos milagros médicos a lo
largo de los años. Soy consciente de que, al no estar los pueblos
de tradición acostumbrados a ingerir medicación occidental, los
efectos de una sola aspirina o de una dosis de vitamina C pue-
den ser sorprendentes, incluso cuando sufren enfermedades a
las que nosotros sólo responderíamos con medicaciones mucho
más potentes. Pero la clave de mi éxito como sanador era la fe
que la gente ponía en mí. Daba igual lo que recetara; ellos sana-
ban porque creían en mi persona y en mis medicamentos.
Obtenía los resultados más rápidos cuando recetaba aspiri-
na o vitamina C efervescente; a mis pacientes les parecían má-
gicas las pequeñas burbujas que producía la tableta al disolver-
se. Además, cada vez que daba una medicación, inventaba un
ritual para ampliar su eficacia. Esto no sólo aceleraba el proce-
so de curación, sino que me permitía dispensar sustitutos cuan-
do se agotaban las existencias de medicamentos.
La primera vez que me di cuenta de la fe que la gente ponía
en mis poderes curativos fue en el desierto del Sáhara. Trajeron
a casa, en camilla, a un hombre inválido. Tenía las articulacio-
nes tan inflamadas por la artritis que no podía ni moverse. Pre-
gunté qué le había ocurrido y explicó que era sirviente de un
tuareg y que se había pasado la vida cavando pozos y acequias
para llevar agua e irrigar los campos. Llevé aparte a uno de los
camilleros y confesé no estar seguro de poder ser de ayuda para
aquel hombre. Contestó que el inválido había insistido mucho
en que lo llevaran ante mí, porque había oído hablar a otros tua-
reg de mis dones curativos. Habían caminado cuatro días para
llegar al campamento donde estaba yo. No quedaba más reme-
dio que inventar un ritual a toda prisa, y en su transcurso, apli-
qué arroz mojado sobre cada una de las articulaciones. Enton-
ces dije:
—Ahora, ¡camina de vuelta a casa!
Jamás olvidaré la expresión de su cara y la gratitud que vi

40
en sus ojos cuando, por sí solo, pudo ponerse en pie y echar a
andar lentamente.
Un fuerte sistema de creencias religiosas constituye tam-
bién campo abonado para los milagros, aunque sólo sean los
debidos al efecto placebo. En Lourdes, en el lugar donde se dice
que la Virgen María apareció ante la niña de catorce años Ber-
nadette Soubirous, en 1858, hay un manantial que tiene fama de
ser milagroso. Después de investigar largamente cada caso,
hasta el mismo Vaticano ha admitido que se han producido
muchas curaciones milagrosas en el estanque formado por el
manantial, donde los enfermos se bañan cuando van en peregri-
nación anual a Lourdes. Pese a estos hechos, el análisis bioquí-
mico del agua demuestra que no contiene nada especial.
Repleto de animales muertos y otras inmundicias, se dice
que el río Ganges, en la India, está muy polucionado y acarrea
gérmenes y bacterias de todo tipo a su paso por la ciudad de
Benarés. No obstante, cada año son millones los hindúes que se
bañan en él y beben sus aguas. Y hasta el día de hoy no existen
pruebas de que un solo hindú haya sido contaminado por este
río rebosante de gérmenes, porque para los creyentes, el Gan-
ges es sagrado, una diosa. Basta decir su nombre para que todos
los pecados cometidos en las dos vidas anteriores del creyente
queden borrados.
Por la razón que sea, y sin reparar en las técnicas que apli-
can los sanadores, la medicina de tradición tiene un valor defi-
nitivo y, en circunstancias adecuadas, puede curar. No sabemos
si lo psi desempeña aquí un papel importante o limitado, si
algunas tradiciones curativas hacen sanar por algún proceso
que aún desconocemos, o por activación de una parte del cere-
bro que libera poderes autocurativos, o si es por inducción del
efecto placebo. Lo cierto es que la medicina de tradición puede
curar.
Sin embargo, no existe tradición curativa, y la occidental no
es excepción, que demuestre una clara superioridad sobre el
espectro de las enfermedades humanas. Y, pese a su diversidad
y aparente incompatibilidad, todas las tradiciones médicas sur-
ten efecto hasta cierto punto. Todas parecen ser capaces de
curar unas enfermedades e incapaces de curar otras. Tal vez la
razón resida en el hecho de que, ya que es uno mismo quien

41
crea las enfermedades propias, sólo uno puede verdaderamente
curarlas. Los agentes externos —medicamentos o sanadores—
pueden contribuir al proceso de curación y establecer las condi-
ciones para que sea más fácil recobrar la salud, pero la respon-
sabilidad primordial recae sobre el paciente. Y son las tradicio-
nes curativas del Cuarto Mundo las que parecen estar más y
mejor dispuestas a reconocerlo.
Los estudios demuestran que nuestra actitud psicológica es
causa de muchas enfermedades. Los factores fisiológicos y psi-
cológicos ejercen una importante influencia en el cuerpo, y
según el doctor Ted Kaptchuck:

Incluso los microbios invasores quedan afectados por todo


lo que afecta a nuestra vida. [...] Es más probable que una per-
sona caiga enferma después de haber pasado un período vital
estresante; la enfermedad contraída estará en estrecha correla-
ción con la gravedad del estrés sufrido. Un estudio realizado en
Gran Bretaña con 5.000 varones viudos, publicado en The Lan-
cet en 1963, demostraba que la tasa de enfermedades entre ellos
había aumentado un 40 por 100 en los seis meses posteriores a
la muerte de la esposa. [...] Una comisión médica designada
especialmente por el gobierno para investigar en Massachusetts
los factores que determinaban la supervivencia en caso de en-
fermedad coronaria arterioesclerótica, concluyó que el factor
más importante no era ni el no fumar, ni la presión sanguínea
normal, ni los niveles bajos de colesterol, sino la «satisfacción
laboral». El indicador que seguía en importancia era el de «con-
tento general». Otro estudio, realizado durante nueve años con
4.700 hombres y mujeres en el condado de Alameda, Califor-
nia, y publicado en el American Journal of Epidemiology,
demostraba que las personas que carecían de vínculos sociales
y comunitarios tenían mayores probabilidades de caer enfermas
y morir.

Cari Jung apuntaba:

Una explicación adecuada o una palabra de consuelo dadas


al paciente podrían tener un cierto efecto curativo que llegaría a
influir incluso en la secreciones glandulares. Las palabras del
doctor «solamente» son, con toda certeza, vibraciones en el
aire, pero aun así constituyen una serie especial de vibraciones

42
que se corresponden con un determinado estado psíquico del
médico. Las palabras sólo son eficaces en la medida en que
transmiten un mensaje o tienen un significado. Pero «significa-
do» es algo mental o espiritual. Llamémoslo ficción si quere-
mos, y sin embargo, nos permite influir en el curso de una
enfermedad de manera mucho más eficaz que con las prepara-
ciones químicas.

En consecuencia, la medicina ideal para el mañana estaría


basada en la psicofisiología; los profesionales podrían escoger
entre todas las tradiciones médicas la que más se adaptara a
cada uno de los pacientes. Resulta gracioso observar que lo que
podría ser la medicina del mañana coincide con la que practica-
ba antiguamente Hipócrates en el mundo occidental.
Esta tradición curativa fue revivida por los árabes, quienes,
más tarde, la llevaron a China y la India, donde recibe el nom-
bre de Unani; Unani significa «griego» en árabe. Y hoy en día,
siglos más tarde, estamos redescubriendo los principios de esta
tradición. Retornamos a Hipócrates, quien dijo: «No debería-
mos sentir vergüenza por pedir en préstamo a la gente aquello
que puede valemos en el arte de la curación.»

El almacén cósmico de verdad, sabiduría y conocimiento


reside en nuestro interior, y es igualmente nuestra la tarea de
volver a conectar con él, sirviéndonos otra vez de aquellas par-
tes del cerebro donde venimos conservando esas destrezas des-
de los mismos orígenes de nuestra historia evolutiva.
Muchos estamos experimentando un despertar hacia otros
órdenes de la realidad. No sabiendo adonde más recurrir, busca-
mos la respuesta en la ciencia, pero la ciencia tiene límites. Y lo
que la ciencia no sabe explicar, suele llamarse metafísica; de ahí
a la teología hay un paso. Pero ya hace mucho tiempo que las
religiones convencionales del mundo occidental dejaron de ser
iniciadoras, metafísicas y metapsíquicas. Han acabado siendo
dogmáticas y morales; han proscrito las verdades que podrían
arrojar alguna luz sobre la vida. Nuestra única solución estriba
en retornar a las culturas que todavía no han reprimido aquellas
paites de su ser en las que pueden hallarse estas verdades.

43
Con este libro pretendo explorar los secretos de muchos
pueblos de tradición que he conocido, y de muchas experien-
cias llenas de misterio que han tomado cuerpo ante mis ojos.
Espero poder dar alguna idea sobre dónde podría estar la verdad
y sobre lo que estos misterios podrían decir con respecto a los
poderes humanos.
No poseo explicaciones racionales para justificar los fenó-
menos sobrenaturales que he presenciado. De vez en cuando
aportaré especulaciones personales como complemento a las
explicaciones que en su momento me ofrecieron quienes pro-
tagonizaban los hechos. Tampoco tengo intención de urgir al
lector para que crea que los fenómenos psíquicos en verdad
existen, aunque sí espero que los escépticos reconsideren las
razones por las que se niegan a admitir la existencia de fenó-
menos paranormales.
Este libro pretende ayudar a aquellos que, a lo largo de mi
relato, encontrarán medios para renovar su fe en los poderes del
hombre y para impulsar hacia fuera su consciente y su subcons-
ciente. Porque, tal como escribía Albert Hofmann, el químico
suizo que descubrió el LSD: «Esta renovación podría llevar a
renunciar a la filosofía materialista de la vida y al desarrollo de
una nueva conciencia de la realidad.»

44
II

LA COSMOLOGÍA DE LOS PUEBLOS


DE TRADICIÓN

La humanidad se compone de muchas culturas diferentes, y


cada una posee su propia lógica, sistema de creencias y reali-
dad. Cualquier cultura regula el sistema de pensamiento y ra-
ciocinio de la persona, filtra sus emociones y sentimientos, in-
fluye en su manera de entender el mundo, y por último determina
su percepción de éste, creando así una realidad que es caracte-
rística de su cultura.
Incluso dentro de las culturas occidentales, existen vastas
diferencias en el modo de ver, entender y experimentar la mis-
ma realidad, y ya que ver es creer, las creencias humanas están
de acuerdo con lo que nuestras respectivas culturas nos han
enseñado a ver. Lo que los norteamericanos creen en cuanto al
amor, la muerte, el matrimonio, los hijos y otras cuestiones,
suele ser bastante diferente de lo que podría creer un francés o
un alemán. La realidad de cada uno de estos aspectos daría
lugar a muchas realidades diferentes a medida que la lógica de
cada cultura divergiera del tronco común para seguir su propio
camino.
Los mismos hechos reciben una interpretación distinta en
el seno de las distintas culturas, como ocurre en la típica histo-
ria de los tres hombres ciegos que describen un elefante. El pri-

45
mer hombre ciego, que toca la pata del elefante, cree que un
elefante es algo parecido a un árbol; el que toca la trompa cree
que es como una serpiente, y el que toca el costado, como una
pared.
Nuestra cultura filtra la información que recibimos y en úl-
tima instancia determina lo que percibimos del mundo que nos
rodea. Actúa al modo de una lente, dándonos algunas imágenes
bien enfocadas y dejando otras borrosas. Si cambiamos de cul-
tura, cambiamos nuestro modo de percibir el mundo. Vivimos
entonces en un mundo diferente, donde se hacen posibles otro
tipo de interacciones. Lo que nos parece imposible, sigue sien-
do imposible mientras vivamos en el entorno cultural que ha
formado nuestras percepciones. Así, cada cultura crea por igual
sus propias limitaciones y sus posibilidades ilimitadas.
Otra manera de enfocar el problema de las realidades múlti-
ples viene de la mano de ciertas filosofías orientales, que sos-
tienen que todo es una ilusión. Si creemos en una ilusión —por
ejemplo, que tenemos un cuerpo de carne y hueso—, entonces
es que de verdad tenemos un cuerpo de carne y hueso. Las cre-
encias hacen la realidad. En consecuencia, es fácil crear otras
realidades distintas en el seno de una realidad determinada, a
fin de encontrarnos más a gusto; para ello basta con creer en las
ilusiones que darán origen a las realidades deseadas. (Tal como
el lector comprobará a lo largo de este libro, muchas culturas de
tradición, como los toradios de las Célebes, se valen de este
principio para originar realidades que dan respuesta a sus nece-
sidades.)
En este capítulo quisiera presentar al lector las diferentes
modalidades lógicas que utilizan los pueblos de tradición. Sólo
desde este punto de partida podemos empezar a entender su
comportamiento, y por ende, las creencias que inspiran tantos
de los misterios que me ha sido dado presenciar. Aunque gene-
ralizar sobre las culturas tradicionales es tan difícil como ge-
neralizar sobre las culturas occidentales, es de todo punto im-
portante esbozar, por lo menos, las creencias culturales que en
esencia comparten todos los pueblos de tradición.
Antes de dar ejemplos específicos, me permito presentar los
principios básicos de los pueblos de tradición, todos los cuales
comparten la creencia en:

46
• la existencia de un dios principal que, en algunos casos,
es el creador de todas las cosas;
• la existencia de un mundo invisible donde vive la deidad
principal, y al que acompañan dioses y diosas menores,
así como otras divinidades;
• la existencia de los invisibles, seres invisibles y espíritus
que pueden estar en activo en el mundo natural y visible;
• la existencia de almas humanas que sobreviven a la
muerte;
• la existencia de lo mágico;
• los poderes de su jefe religioso o espiritual.

Todas estas creencias están interrelacionadas y conforman


un sistema interdependiente.

La existencia de un dios principal

Toda cultura de tradición, y de hecho toda sociedad huma-


na, tiene algo que podríamos llamar una religión. (El término
religión se emplea aquí para abarcar una gran variedad de insti-
tuciones religiosas y sistemas de creencia humanos, con tantas
diferencias significativas como similitudes hay entre ellos.)
Pero los pueblos de tradición no viven la religión de la misma
manera que nosotros.
Dedicamos buena parte de la semana a la vida social, y —de-
pendiendo de nuestra religión— reservamos el viernes, el sába-
do o el domingo a la práctica de la religión (aunque posible-
mente dediquemos más tiempo a medida que nos hacemos
mayores). Sin embargo, los pueblos de tradición no establecen
esta dicotomía entre vida social y vida religiosa, ya que para
ellos no existe separación entre lo profano y lo sagrado.
Gracias a rituales y costumbres, han hecho del mundo en el
que viven un lugar sagrado, mientras que el mundo exterior,
fuera de su dominio, queda como lugar profano. Para los pue-
blos de tradición, el mundo —al que han sido enviados para
pasar la vida física— es el caos. Convirtiendo en sagrado el
mundo donde viven, crean el orden a partir del caos, vinculán-
dose así a la armonía cósmica. Todo lo que hacen en la vida
cotidiana —comer, dormir, hacer el amor, trabajar, cazar, criar
hijos— es sagrado. Como dice el antropólogo Mircea Eliade:
«Estar vivo es ser religioso.»
Las religiones de los pueblos de tradición entran en dos
amplias categorías. Una es cierta forma de monoteísmo. Los
mitos de la creación presentes en algunas culturas hablan de un
solo dios que fue creador del universo entero, y este dios crea-
dor es la deidad principal de su panteón religioso, que puede
albergar también a otros dioses de menor rango, divinidades,
ángeles, espíritus y similares.
Según otras culturas, el universo fue creado por alguien o
algo que no era un dios. Por ejemplo, si hacemos caso de los
mitos de la creación entre los apayaos de Filipinas, los dayak de
Borneo y la mayor parte de las tribus asiáticas, el universo
comenzó con la unión sexual de dos entidades cósmicas. De este
acto surgieron dos mundos: el de arriba —invisible, representa-
do por un dios y sus lugartenientes—, y el de abajo, que es visi-
ble y está representado por otro dios y sus subordinados. Tras la
creación tuvo lugar una guerra entre los dos mundos. Aunque
eran inmortales, los lugartenientes de los dos grupos divinos se
mataron entre sí. Su muerte simbolizaba el fin de la inmortali-
dad. Y al morir, dieron a luz al hombre y a su universo, que es
todo lo que nos rodea. Con esta nueva creación —los seres
humanos— ambos dioses encontraron la unidad, una concordia
y un equilibrio nuevos o renovados, y con frecuencia los dos se
convertían en un solo dios. En esta segunda categoría las religio-
nes representan la unificación del monoteísmo y el politeísmo.

La existencia de un mundo invisible

Aunque pueden encontrarse variaciones de una cultura a


otra, los pueblos de tradición creen en la existencia de un mun-
do invisible que suele recibir el nombre de mundo primordial.
Este mundo invisible se remonta a la misma creación del uni-
verso, y es tan viejo como él.
Para algunas culturas, el mundo invisible es el que está en lo
alto; para otras, está alrededor de nosotros. A veces este mundo
primordial guarda correspondencia con el Jardín del Edén.

48
En muchas culturas existen equivalentes del mito del Jardín
del Edén; hablan de seres humanos que originalmente vivían en
el mundo primordial. Según de qué cultura se trate, este Edén
no estaba ubicado en la Tierra. Para los dayak de Borneo, los
toradios de las Célebes y la mayoría de las tribus asiáticas, tal
Edén es la constelación de las Pléyades; para muchas tribus
africanas es Sirio, antes Canícula; para los dogon de África es
Sirio B, una estrella diminuta que gravita alrededor de Sirio y
no fue descubierta hasta 1844; para algunas tribus de indios
norteamericanos, se trata de Venus.
Después, por diversas razones, los hombres fueron envia-
dos a la Tierra para que vivieran una vida física. Pero tras la
muerte, las almas retornan al mundo primordial.

La existencia de los invisibles

Es en este mundo invisible donde habita el dios principal


con toda la cohorte de invisibles que él gobierna: dioses y dio-
sas menores (a los que a veces llaman divinidades), héroes de la
mitología que han pasado a ser divinos, antepasados (la familia
propia) y otras almas de fallecidos, además de diversas entida-
des invisibles.
Algunos dioses y diosas menores simbolizan materias cós-
micas o adoptan formas astrológicas —el sol, la luna, los pla-
netas—, o bien representan símbolos temporales, como el día y
la noche, o arquetipos como el amor y la guerra. En otros casos
son una representación de elementos y fenómenos naturales:
agua, fuego, lluvia, viento, trueno, rayo... Para ciertas culturas,
algunas divinidades son energías que han sido divinizadas; es lo
que ocurre con los loas de la religión vudú.
Otras culturas consideran que los habitantes del mundo in-
visible tienen las mismas necesidades y pasiones que los seres
terrenales. Y para algunas, los invisibles pueden materializarse.
Pero todos los pueblos de tradición coinciden en que los invi-
sibles pueden ocupar el mundo visible de los vivientes. Estos
invisibles podrían ser almas o energías divinas que animan y
habitan la materia, espíritus bondadosos o malignos, y otras en-
tidades sobrenaturales.

49
Aunque con las lógicas diferencias entre culturas, los pue-
blos de tradición creen que todos los elementos de la naturaleza
están vivos; hasta el trocito de materia más pequeño tiene vida.
Cada uno de ellos posee identidad personal y emociones que no
están libres de influencia. Los antropólogos llaman animismo a
la creencia de que el mundo está vivo (en latín, anima, que sig-
nifica «alma» o «aquello que anima, que da vida»).
Muchas personas atribuyen a los árboles, montañas, ríos y a
todo en general la presencia de un alma o un espíritu que gene-
ra la energía de la vida. Para algunas culturas, la materia no tie-
ne alma propia, sino que está animada por energías disociadas.
Unas cuantas creen que todo elemento de la naturaleza está
habitado por las almas de los antepasados. Pero el trasfondo es
siempre el mismo: cualquiera que sea su origen, estas almas,
energías disociadas o espíritus ancestrales pueden ser objeto de
culto y es posible recabar su ayuda; las gentes deben entrar en
tratos con los invisibles cada vez que dañan algún elemento del
mundo natural, ya que son ellos quienes mantienen la armonía
cósmica de la naturaleza. Un esquimal iglulik lo contó así a
Knud Rasmussen, explorador del Artico:

El mayor peligro de la vida reside en el hecho de que el ali-


mento humano está exclusivamente compuesto por almas.
Todas las criaturas que hemos de matar para comer, todas aque-
llas que debemos abatir y destruir para hacernos ropas, tienen
alma, alma que no sucumbe junto con el cuerpo y que en con-
secuencia debe ser [apaciguada], no sea que se vengue de noso-
tros por apropiamos de su cuerpo.

Los dayak, que viven en las selvas de Borneo, llevan a cabo


un ritual de caza que es característico: tras una persecución que
puede durar varios días, el cazador dayak sólo disparará a su
presa cuando entre los dos se haya establecido contacto visual.
(Desde luego, el cazador corre el riesgo de que el animal huya,
pero es así como rinde honores a su presa.) Entonces, y sólo
entonces, se permite disparar la flecha o el dardo envenenado.
Y mientras el veneno destruye lentamente el sistema nervioso
del animal herido, el cazador invoca su espíritu, que está vincu-
lado con su propio sistema de divinidades, y le explica las razo-

50
nes de haberle dado muerte, al tiempo que recita unas plegarias.
Luego, cuando el animal cae, ya a punto de morir, el cazador le
abraza, le acaricia y le besa pidiendo perdón e implorando que
ese acto de destrucción no perturbe la armonía que reina entre
los hombres, la naturaleza y los dioses.
Ningún miembro de la tribu papúa de los asmat, en Nueva
Guinea, puede talar una palmera sagú sin que medie una cere-
monia. Los miembros de la tribu se colocan de pie frente al
árbol que se proponen derribar, mientras el chamán golpea sua-
vemente el tronco con un palo a fin de despertar al espíritu del
árbol, y recita unas invocaciones que imploran su perdón. En-
tonces hace un pequeño agujero en el tronco para que el espíri-
tu pueda abandonar el árbol por allí. Sólo cortarán la palmera
cuando el chamán sepa que el espíritu ha salido; después la
vacían de médula y llevan ésta al poblado para hacer harina.
Para los asmat la palmera sagú es el árbol de la vida, ya que en
el interior de la médula viven las larvas del coleóptero llamado
Capricornio.
Pero lo cierto es que la razón de que los asmat veneren la
palmera sagú no estriba sólo en que es fuente de alimento. La
palabra asmat significa «nosotros, los hombres árbol»; ellos se
identifican con árboles de todas clases. Según su mito de la
creación, es el primitivo árbol de la vida lo que dio origen a la
nación asmat. Las mujeres asmat se identifican directamente
con la palmera sagú porque, tal como dice un refrán asmat: «La
vida llega del interior de la mujer, igual que la harina viene del
interior de la sagú; las dos hacen posible que nuestra tribu per-
viva.»
El no realizar un ritual que vaya encaminado a mantener la
armonía puede acarrear serios problemas. Los espíritus de los
árboles, de los animales o de cualquier otro integrante de la na-
turaleza, por lo común pacíficos, pueden también convertirse en
una amenaza para los vivientes; ahora bien, aquellos que hacen
el mal se toman inocuos si los vivientes les respetan o saben
protegerse bien. Esta naturaleza dual de los espíritus se refleja
en la población de los invisibles que, en muchas culturas, en-
vuelve a los vivientes.
En el vudú se encuentra un ejemplo de esta dualidad
bien/mal.

51
Aunque algunos espíritus vudú, o loas, están más inclinados
que otros a hacer el mal, generalmente los loas no son en sí ni
buenos ni malos, pero en cambio pueden utilizarse para ejercer
bondad o maldad. En la religión vudú, sin embargo, los loas
jamás sirven para hacer el mal. Un sacerdote vudú me dijo:
«Solamente entrarán en contacto con nosotros los loas que
representan las buenas energías, porque nuestra mente crea
vibraciones positivas.» Existen muchas otras sectas paralelas al
vudú, todas ellas en tratos con la hechicería, que se sirven de los
loas para obtener beneficios personales en el mundo visible y
para hacer el mal, no para establecer comunicación con lo sa-
grado.
Los tuareg del Sáhara también creen en espíritus malignos.
Para ellos, los djenouns —trasgos que viven en los árboles, las
montañas y los pozos tienen entre otras cosas la culpa de que
los viajeros pierdan el camino. También creen en fantasmas que
embrujan las laderas de las dunas, y en el maléfico espíritu
Efrit, que echa el mal de ojo. Los Kel es Souf son geniecillos
que viven en el fondo de los barrancos y dentro de las cuevas;
son invisibles durante el día pero se materializan por la noche,
generalmente tomando apariencia de mujer. Ellos hacen los
ecos y los remolinos de viento; además, hacen fluir los ríos
secos. Pero también juegan malas pasadas, como por ejemplo
dejar caer piedras sobre los viajeros.

La existencia de almas humanas

Todas las culturas de tradición creen que cada ser humano


posee un alma que sobrevive a la muerte del cuerpo. Se cele-
bran rituales funerarios a la muerte del individuo, pero también
se celebran de otra índole, a veces mucho tiempo después de la
muerte física. Estos rituales pretenden facilitar la separación de
alma y cuerpo —se cree que ningún alma desea abandonar el
mundo de los vivos— y ayudar al alma en el peligroso viaje
hacia la otra vida, donde se unirá a los antepasados y a las divi-
nidades que habitan en el mundo primordial.
El creer en la existencia de almas humanas es lo que ha
dado pie a la idea de que las almas pueden ser dominadas por

52
medio de rituales específicos. Un ejemplo de esta lógica cultu-
ral se halla en la práctica de la caza de cabezas, ritual que aún
es moneda común en muchas zonas del planeta, entre ellas Bor-
neo, Sumatra, Nueva Guinea, Filipinas, Birmania, el noreste de
la India, las regiones montañosas del sudeste asiático, la cuen-
ca del Amazonas y varios países del África negra.
Nosotros, las gentes de las sociedades civilizadas, hemos
dado buena muestra de nuestra ilimitada capacidad para come-
ter atrocidades; no obstante, sentimos enorme repulsión por la
caza de cabezas (y por el canibalismo o cualquier otra forma de
sacrificio humano), y eso nos impide adoptar una actitud com-
prensiva con respecto al fenómeno. Es distinto verlo en el seno
de las culturas que prosiguen con estas prácticas; entonces no
podríamos considerarlas salvajes, es la misma lógica de estas
culturas la que propicia tales acciones. Cualquiera que sea la
razón aparente —ritos de pasaje, venganza, disputas entre dos
clanes enemigos, la necesidad de expresar valores guerreros—,
la caza de cabezas siempre ha tenido componentes mágicos y
religiosos.
Se trata de un ritual cuyo principal propósito es el de some-
ter el alma del enemigo. Cuando un hombre de una tribu ataca
al enemigo —jamás es de su misma tribu—•, la víctima es deca-
pitada estando todavía viva; si no fuera así, el alma escaparía.
Entonces, tapa la cabeza con cenizas, que se cree que son un
envoltorio mágico, y así impide al alma abandonar el cráneo, en
tanto no se celebran los rituales concretos que apresan definiti-
vamente al alma dentro del cráneo. Quedándose con la cabeza
de la víctima, el cazador se convierte en el guardián de esta
alma, y es entonces cuando por medios mágicos traspasa hacia
sí mismo todas las virtudes y las energías de su enemigo. Tiene
poder sobre el alma, que protegerá del mal tanto a él como a su
familia y a su clan. A cambio de ello, el cazador de cabezas pro-
mete solemnemente venerar y cuidar el cráneo, adornándolo
con flores y ofreciéndole alimentos para nutrir al espíritu vi-
viente que está dentro. Cazar cabezas es también, por tanto, un
modo de multiplicar las capacidades del guerrero. Cuantas más
cabezas acumula, más energías espirituales adquiere.
En algunas culturas, las almas capturadas no son las de los
enemigos, sino las de los propios antepasados. Por ejemplo,

53
aunque los cráneos que los cazadores de cabezas asmat utilizan
en las ceremonias de iniciación son los de sus enemigos, siem-
pre hay también cráneos de parientes varones para que les brin-
den protección personal. Cuando el padre de familia se hace
demasiado viejo para gobernarla, es enviado a un poblado ami-
go; allí será alimentado, decapitado y comido. Los moradores
del poblado amigo devolverán más tarde el cráneo a los parien-
tes, para que éstos puedan tener su alma en casa. Entonces el
hijo mayor puede ya hacerse cargo de la familia. Desacatar esta
tradición provocaría la ira de los difuntos y privaría a los vi-
vientes de un valioso aliado.
Para los asmat, el cráneo del familiar protege a su poseedor
del mal y de los espíritus malévolos. Lo defiende del peligro en
el mundo visible, sobre todo durante el sueño, porque es enton-
ces cuando la consciencia deja a la mente indefensa frente a las
maldiciones. También constituye una manera de comunicarse
durante el sueño con el pariente muerto, a fin de recibir su sabi-
duría. Cuando un asmat parte para una cacería de cabezas o un
viaje peligroso, lleva el cráneo colgado alrededor del cuello.
Ya que es difícil para el cazador de cabezas desenvolverse
bien con el engorroso trofeo, en especial a la hora de cazar o de
luchar, algunos llevan puesto algo que lo representa de manera
simbólica y que está mágicamente vinculado con las cabezas
que tienen colgadas en casa. Por ejemplo, algunos dayak llevan
colmillos de jabalí en las perforaciones de las orejas o en los
collares. Con el mismo propósito, del cuello de los papuas y de
los naga de la India cuelgan colmillos de jabalí verrugoso, que
también llevan en los brazaletes.
En otros lugares de África, Asia y Sudamérica, las cabezas
cortadas encuentran su representación en las conchas marinas o
en pequeñas semillas rojas, pieles de animales salvajes o de
gatos, placas de oro, o plumas puestas en el pelo. En algunas tri-
bus la pintura del cueipo o el tatuaje indican que son poseedo-
ras de cabezas humanas. (Los iban de Borneo llevan pequeños
tatuajes en dedos y manos, representando cada línea o dibujo
una cabeza humana.) Los jívaros y los mundurucú, de la selva
del Amazonas, han encontrado una manera más cómoda de lle-
var consigo las almas de las víctimas: reducen el tamaño de las
cabezas.

54
El cuero cabelludo es todavía más ligero que la cabeza mi-
niaturizada. Para los maoríes de Nueva Zelanda y para algunos
indios norteamericanos nativos, las madejas de pelo o el cuero
cabelludo son trofeos que simbolizan la cabeza entera.
Hay otras tribus que, en sustitución de la cabeza cortada,
guardan ciertas partes del cuerpo de las víctimas: la mandíbula,
huesos, dientes, manos, orejas, nariz, labios, barba o testículos.
(Los danakil de Etiopía llevan alrededor del cuello los testícu-
los resecos de sus víctimas.)
La caza de cabezas, lo mismo que el canibalismo ritual,
simboliza el sacrificio humano, que tiene por objeto apropiarse
de los poderes, virtudes, valor y fuerza de la víctima. A lo largo
de la historia humana, todas las culturas han llevado a cabo
sacrificios humanos de una manera u otra; en la actualidad, que-
dan aún muchos países donde todavía se practica. Afortunada-
mente, sin embargo, la mayoría de las tribus han sustituido el
sacrificio de un ser humano por el de un animal.
El sacrificio humano —o su sustituto— refleja facetas de
diversos mitos de la creación y sirve para marcar nuevos
comienzos en la vida. En estos mitos, siempre es la muerte de
un dios la que da vida al género humano. La muerte del dios
pone fin a la inmortalidad, dando así paso a la mortalidad hu-
mana. Una cosa no puede empezar partiendo de la nada; antes
hay que poner fin a la nada. En consecuencia, para que algo
pueda empezar ha de ir precedido de una muerte, de una ma-
tanza.
En la vida cotidiana, este mito dice a sus seguidores que
empezar algo nuevo, y especialmente algo que no entra en el
ámbito de la vida diaria, requiere una muerte. Por lo tanto,
cuando un ser humano quiere crear algo, primero debe llevar a
cabo un acto mortal, es decir, debe dar muerte a un hombre. Al
sacrificar a un ser humano, el ejecutor se convierte en un dios
que mata a otro dios. ¡Esto se llama vivir el mito!
En la cristiandad conocemos una simbología similar: sólo
con la muerte de una divinidad —Jesús, el Hijo de Dios— pue-
de el hombre salvarse y renacer.
' Además, dar muerte a los humanos o a los animales se con-
sidera ritual de fertilidad, ya que propicia cualquier nuevo co-
mienzo por su vínculo simbólico con la sangre. La idea de que

55
la sangre da paso a la creación está relacionada con la creencia
de que una mujer es capaz de engendrar vida porque puede
menstruar. En consecuencia, el derramamiento de sangre propi-
cia la creación de algo nuevo.
Entre las tribus de cazadores de cabezas, la caza es símbolo
del sacrificio humano, y acostumbra practicarse para marcar los
acontecimientos importantes de la vida de un individuo o de
todo un pueblo: muertes, bodas y otros ritos de pasaje, la cons-
trucción de una casa nueva o de una canoa, la plantación de un
campo de arroz, la recolección de las cosechas o las grandes
partidas de caza.
Por ejemplo, cuando los iban erigen una casa, cavan hoyos
de gran profundidad para colocar pesados troncos de árbol que
soporten la estructura de la construcción. En tiempos pasados,
cuando izaban el primer poste, primero metían en el hoyo a una
mujer viva, que moría aplastada al introducir el tronco. Por lo
común, se trataba de una esclava que habían capturado en un
poblado enemigo.
La última vez que oí hablar de un caso de sacrificio huma-
no fue en los años setenta, durante mi estancia en Sarawak, la
región malaya de Borneo. Mi informante —un malayo educa-
do en la Universidad de Kuala Lumpur— dirigía por entonces
la construcción de un puente sobre un río, por encargo de una
empresa constructora que el gobierno había contratado. Me
contó que estaba al frente de un grupo de trabajadores de la
tribu iban. Estos hombres se negaban a comenzar la obra en
tanto no pudieran consagrar el lugar. Aunque habían abando-
nado la práctica de la caza de cabezas mucho tiempo atrás y ya
estaban integrados en el mundo moderno, su mentalidad se-
guía rigiéndose por la necesidad de perpetuar antiquísimos
rituales.
Es fácil imaginar la sorpresa de mi amigo cuando el encar-
gado de los más de cien trabajadores exigió la celebración de un
sacrificio humano para acceder a empezar la obra. Eran exce-
lentes trabajadores y no quería prescindir de ellos, de modo que
trató de hacerles entrar en razón. No hubo manera.
—Tender un puente sobre el agua no es lo mismo que cons-
truir cualquier otra cosa —decía el encargado—. Construir un
puente es abrir paso entre un mundo y otro. ¡Si no hacemos el

56
ritual necesario, suscitaremos la ira de los espíritus y nuestras
vidas correrán peligro!
(La idea de abrir paso entre dos mundos —el visible y el
invisible— es un concepto que perdura en la tradición espiri-
tual. Al papa se le llama Sumo Pontífice, que viene del latín
pontifex y significa «constructor de puentes».)
—¿Qué necesitan para ello? —preguntó mi amigo malayo.
—Hay que hacer un sacrificio humano y enterrar la cabeza
bajo el primer poste que haya de sostener la estructura —res-
pondió el trabajador.
Cuando el ingeniero informó del asunto a la empresa, sólo
recibió una respuesta:
—Haga lo que quiera, pero el puente debe estar acabado a
tiempo. De lo contrario perderemos el trabajo.
En la siguiente reunión con el encargado, el ingeniero pro-
puso que para la ceremonia emplearan un cráneo humano en
lugar de la cabeza, como modo de evitar la muerte de una per-
sona. Fue en vano. Entretanto, la empresa había empezado a
presionarle insinuando que no tardarían en despedirle.
Una vez más intentó que los trabajadores cambiaran de
parecer, pero fue inútil. Jamás me dijo cómo lo consiguió, pero
una noche se las compuso para sacar de la cárcel a un hombre
sentenciado a muerte. Esa misma noche, los iban cumplieron
con su ritual. A la mañana siguiente había comenzado la cons-
trucción del puente.

El sacrificio también tiene otro significado. Igual que la


ofrenda de ropas, alimentos o bebidas, pretende transformar lo
visible en invisible para que los habitantes del mundo de los
invisibles puedan gozar de ello. El hecho de sacrificar u ofren-
dar libera la esencia o el cueipo astral, el nivel de existencia de
lo que se ofrece, la parte de las cosas que anima la materia. Sin
esta esencia la materia deja de existir. Se da por sentado que si
la esencia de algo es enviada en forma de alimento, los invisi-
bles se alimentarán con ella. Del mismo modo, se vestirán con
el vestido ofrendado o serán acompañados por el animal sacri-
ficado.

57
La existencia de la magia

Los pueblos del Cuarto Mundo creen en la magia, igual que


la gran mayoría de las poblaciones del Tercer Mundo, e incluso
muchas de las que viven en países más desarrollados.
Según el Random House College Dictionary, la magia es un
arte que se vale de alguna fuerza oculta de la naturaleza. El
ocultismo es la doctrina o estudio de lo sobrenatural, lo mágico
y otras materias similares. Pero la palabra ocultismo es un tér-
mino que acuñó en el siglo XLX el mago Eliphas Levi. El térmi-
no se refiere al esoterismo, aunque desprovisto de sus caracte-
rísticas sagradas. Uno debe familiarizarse con el esoterismo
para comprender la teoría sobre la que se basa la magia, y para
entender que la magia, en buena medida, puede ser una realidad
que obedezca a los principios de antiguas ciencias. (Debo
mucho a la obra de Michel Mirabail, Les 50 mots clefs de l 'éso-
térisme, por las definiciones de esoterismo y magia que presen-
to a continuación.)
El esoterismo es un saber. Es la doctrina secreta que revela
los misterios del universo, una síntesis de los símbolos y mitos
de todas las religiones, y está basado en el autoconocimiento.
«Conócete a ti mismo y conocerás el universo de dios», escri-
bió Sócrates.
El ámbito de estudio del esoterismo toma como punto de
partida el simbólico hilo común de las religiones, mitologías,
iniciaciones y ciencias sagradas, y abarca una gran diversidad
de disciplinas: la astrología, la alquimia, la magia, la ciencia
numérica (cábala), la ciencia sagrada (hermetismo) y la antro-
pología de lo sagrado, para nombrar unas cuantas. La ciencia
esotérica es transmitida por un maestro al adepto para que éste
redescubra los lazos que le unen a las fuerzas cósmicas, a las
entidades superiores del cielo y de la naturaleza.
En general, el esoterismo se transmite oralmente, siguiendo
las reglas de la tradición oral, para proteger las claves del cono-
cimiento, las cuales se confian sólo al adepto que ha demos-
trado ser merecedor de ellas. Y si la doctrina secreta ha de es-
cribirse, el texto sagrado solamente puede ser entendido por
medio de códigos que ofrecen pistas para su interpretación. Es
el caso de la cábala, o de ciertos pasajes del Nuevo Testamento

58
(«sólo aquellos que tienen oídos pueden oír»). Esto es así por-
que el esoterismo se refiere a una tradición oral que Dios, o los
dioses, siempre han poseído, y de la cual son herederos los pro-
fetas y los maestros. Presente en los oráculos caldeos y en los
sufíes del Islam, el esoterismo es igualmente conocido por los
místicos (egipcios, hindúes, tibetanos, chinos, japoneses, grie-
gos, judíos, islámicos, cristianos primitivos, y chamanes), y por
los hombres de ciencia, entre los que mencionaremos a Hipó-
crates, Paracelso, Kepler y Newton, además de algunos investi-
gadores de las ciencias más avanzadas.
Ya que el esoterismo es el antecedente cultural de la magia,
podríamos decir que magia es el poder de la palabra, el poder de
la imaginación, el poder del pensamiento, el poder de la fe.
Utilizada en una salmodia o en un conjuro, la palabra ejerce
poder siempre que surge del hombre, quien goza de la dualidad
creación/creador. Tiene poder para obrar porque el sonido es
una vibración, y la vibración es una energía creativa. Dice la
Biblia: «Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros.»
Poseer la palabra es ser capaz de despertar las fuerzas del
universo. Dios pidió a Adán que diera nombre a los seres, y
hasta la misma creación fue el resultado de una palabra dicha en
imperativo. La palabra se convierte así en la razón del mundo,
y le da vida. Además, la palabra es el Hijo: Hochma en la cába-
la, «a quien se ha dado todo el poder sobre el cielo y la tierra».
La palabra es, por tanto, ciencia y poder. Consecuentemente,
magia es «la ciencia de la palabra», según dice Piobb en su For-
mulario de alta magia. La magia es la misma práctica esotéri-
ca, no una compulsión mecánica. Si «la magia es autoritaria, su
hermana, la religión, es humilde», escribió F. Ribadeau Dumas
en su Histoire de la magie, y es autoritaria en el sentido en que
Jesús hablaba de autoridad, la autoridad otorgada por Dios a la
palabra.
Empleando la palabra como semilla, el hombre puede fe-
cundar lo inexistente. El vacío que nos rodea está constituido
por infinitos inexistentes, por existentes que aún no son, inexis-
tencias, existencias sin vida, no-energías, energías latentes,
energías inanimadas, energías no conscientes; todos estos nom-
bres diferentes intentan definir la inexistencia. La inexistencia
es como una matriz que es capaz de existir, que tiene potencial

59
para existir. Sin la semilla de la palabra, la inexistencia no pue-
de existir, se halla en estado bruto, es como un huevo sin fecun-
dar; no hay, por tanto, creación. La palabra es esa chispa que
rompe el círculo, el vitelo de la energía no consciente, y da a
ésta una imagen, una existencia. La palabra es lo que da vida, lo
que animará a la energía no consciente y le dará una imagen,
una existencia.
No podemos negar el poder de la fe, del pensamiento y de la
imaginación humana. Frazer escribió: «La imaginación del
hombre puede actuar sobre él con tanta eficacia como la grave-
dad, y puede matarlo con la misma certidumbre que una dosis
de ácido prúsico.» La fe, que según la Biblia puede mover mon-
tañas, convierte sueños en realidades; transforma en realidad
cualquier cosa que haya sido creada por la imaginación y con-
centrada en el pensamiento.
De la orientación del poder depende la naturaleza de la
magia: blanca o negra. En el caso de la magia negra, la adquisi-
ción de poderes es rápida, pero el sujeto puede controlar a los
demonios por poco tiempo antes de que se vuelvan contra él.
(Conviene recordar aquí la historia de Fausto, que vendió su alma
al diablo.) La magia blanca siempre vence a la negra, porque en
su origen el mal es limitado, mientras que el bien es infinito.
La magia es un ritual, y la práctica de la magia requiere el
conocimiento de varios ritos, salmodias y fórmulas para, por
ejemplo, iniciar y finalizar una ceremonia, consagrar dioses y
objetos para otorgarles poder, o invocar a un espíritu superior.
La magia también es una ciencia puramente natural que
desafía las leyes científicas actuales. Es el arte de hacer posible
lo que no parece serlo. Es presuntuoso por nuestra parte tachar
de falsa a la magia sólo porque no nos parece que sea probable.
No deberíamos negar lo que no podemos entender con nuestra
lógica y lo que nuestros ojos no pueden ver. Creer en la magia
no es necesariamente señal de falta de cultura y de civilización
ya que, entonces, los griegos y los egipcios de la Antigüedad,
que poseían una civilización moral avanzada, pasarían por ser
unos bárbaros.
Oficialmente, la ciencia occidental moderna no concede va-
lidez a la magia; en primer lugar porque es imposible reprodu-
cir sus resultados y, por tanto, se considera que los efectos de la

60
magia son una serie de coincidencias naturales; y en segundo
lugar, porque la magia está basada, teóricamente, en principios
que ponen en duda nuestra comprensión de muchas leyes cien-
tíficas. Pero llegará el día en que, gracias a otros descubrimien-
tos científicos, los profesionales de las ciencias se darán cuenta
de que las leyes que rigen las ciencias naturales y físicas no son
en absoluto inmutables, y entonces reconocerán que la magia es
una ciencia verdadera para aquellos que saben emplear sus
principios fundamentales. Al fin y a la postre, la electricidad se
hubiera considerado un fenómeno mágico si Maxwell no hubie-
ra probado que obedece a las leyes de la física.
Hay razones obvias por las que las gentes del mundo mo-
derno no saben utilizar la magia. Nuestra fe se ha visto conta-
minada por una visión global de índole materialista, unilateral y
racional. Solamente creemos en lo que está aprobado por la
ciencia. Si intentáramos hacer magia, en lugar de concentrar el
poder de la fe en lo que estamos haciendo, nos preguntaríamos
si surtirá efecto. La palabra se emplea únicamente para afirmar
o fingir expresar quiénes somos, para hablar de negocios y para
comentar las maravillas de la tecnología avanzada. Por otro
lado, la sociedad materialista en que vivimos ha fomentado la
pérdida de la imaginación en el tránsito desde la infancia hasta
la madurez: «Concéntrale en lo que te gustaría ser de mayor...,
concéntrate en los estudios..., concéntrate en las obligaciones...,
concéntrate en ascender hacia la cumbre del éxito...» Éstos son
los únicos temas que a nuestra imaginación le es dado explorar.
Los cuentos de hadas y Santa Claus sólo son para uso y disfru-
te de los niños. Sólo ellos tienen la habilidad de entablar con-
versación con un muñeco y de hablar con los invisibles compa-
ñeros que pueblan el vacío de los adultos.

Ahora que ya hemos hablado de lo que es la magia en teo-


ría, veamos las peculiaridades y los pormenores de la magia en
el Cuarto Mundo y en los pueblos de tradición.
La magia está presente en todos los rituales que celebran los
pueblos de tradición, ya que todos ellos son de orden mágico-
religioso. Gracias a estos rituales, los pueblos de tradición con-
servan su mundo en equilibrio, en armonía con las fuerzas cós-

61
I

micas. Por medio de ellos establecen comunicación con el


mundo divino. Al llamar con plegarias y rituales a los invisibles
—dioses, divinidades, espíritus, almas de difuntos—, los pue-
blos de tradición capturan sus energías, las que animan el mun-
do y a sí mismos. Ellos saben conectar con estas energías que
están representadas por caracteres sobrenaturales. Saben esca-
par del caos y encontrar orden en el universo.
El chamán de los apayaos de Filipinas, por ejemplo, celebra
un breve ritual cuando finaliza la plantación del arroz para que
los invisibles continúen felices y para suplicar sus favores. He
aquí lo que recita:

Llamo a las almas de los antepasados, llamo a los espíritus


de las montañas del este y de las montañas del oeste, llamo
[aquí enumera a todos los dioses, divinidades y espíritus] para
que todos vengan y estén presentes en nuestra celebración del
fin de la plantación del arroz.

Y cuando el chamán supone que todas las almas y deidades


están presentes, canta: «Hoy celebramos esta festividad y os in-
vitamos a aceptar el sacrificio de estos pollos y las ofrendas de
arroz que hemos preparado para vosotros. Proteged a nuestros
hijos y hermanos.»
Estas gentes saben establecer un vínculo entre sí mismos y
el mundo divino al instituir, por medio de rituales mágico-reli-
giosos, el centro de su universo. Esto tiende un eje mágico entre
el hombre y los dioses, un conducto a través del cual las plega-
rias de los hombres alcanzan a los dioses, igual que las agujas
de nuestras iglesias simbolizan el eje mágico que enlaza el
mundo de los vivos con el cielo de los divinos.
Por ejemplo, en todos los poblados Apayaos, próximos al
ato o lugar ceremonial, hay un poste con plumas en su parte
superior; debajo del poste está enterrada la cabeza de un enemi-
go. Este poste une simbólicamente el mundo humano del pobla-
do con el divino de los dioses. Constituye el centro del univer-
so de los apayaos, del mismo modo que el tótem lo es para los
indios americanos de la costa noroeste. Un propósito similar
cumplen los llamados árboles viejos en las tribus africanas, o
los postes centrales de los templos vuefó haitianos.

62
Con los rituales mágico-religiosos, estas gentes son capaces
de crear diversas técnicas para afrontar el miedo al mal y para
protegerse de los espíritus maléficos.
Entre los rituales, el primero es el de marcar la piel. Se cree
que la piel es la frontera entre los mundos interiores del indivi-
duo —el consciente, el inconsciente y el subconsciente—, el
mundo de los sueños, las emociones, la sexualidad y las creen-
cias, y el mundo exterior, la sociedad en la que vive. Cualquie-
ra que sea el método usado para marcar el cuerpo —mutilación,
tatuaje, hierro candente o pintura—, el propósito siempre es el
mismo: se trata de un talismán, el lenguaje gráfico de los signos
cabalísticos y de los dibujos mágicos que protegen contra los
espíritus maléficos exorciza al demonio, y gana el favor de los
dioses. Sin embargo, marcar la piel cumple también otros fines:

• Representa la muerte del individuo, que da lugar al rena-


cimiento en un estado diferente, marcado por un rito de
pasaje.
• Es un emblema mnemotécnico (una indicación visual
del dolor soportado en el momento de marcar la piel, y
un recordatorio constante de las enseñanzas recibidas
y el conocimiento adquirido durante la iniciación).
• Señala la pertenencia del iniciado a un determinado sexo
y la aceptación de los deberes y responsabilidades aso-
ciados a ese sexo.
• Expresa la pertenencia a una determinada familia, clan,
tribu o sociedad.
• Es un medio para que la sociedad donde vive el indivi-
duo envíe mensajes simbólicos a los mundos interiores
de éste —mensajes que le permitirán ganar en sabidu-
ría—, y para inculcar en él las reglas y códigos de vida
que, en algunos casos, limitarán sus poderes restringien-
do el ejercicio de la libertad en alguno de sus mundos
internos: la sexualidad, los sueños u otros.
• Lleva mensajes que expresan su individualidad y que
están dirigidos a la sociedad en que vive.

Ateniéndonos a los principios mágicos, los pendientes pro-


tegen los oídos contra los malos espíritus, los aros de la nariz

63
protegen la nariz, y las pinturas o tatuajes en labios, barbilla o
encías proporcionan protección total a la boca. Pintar las uñas
de las manos o los pies, o pintar o tatuar los dedos, las manos,
los dedos de los pies o los mismos pies, aisla al cuerpo frente a
las malas energías, al igual que ocurre con los aros, los brazale-
tes, las pulseras para el tobillo, y con determinados peinados.
En los países modernos muchas personas llevan un peque-
ño crucifijo o una estrella de David, más por deseo consciente o
inconsciente de protegerse contra la mala suerte que como
medio de expresar su creencia en una religión concreta, con una
intención similar a la de las personas que ponen en el coche
medallones de san Cristóbal o imágenes de otros santos. (¿Y
quién no tiene un pequeño fetiche —una pintura o un objeto,
ropa de un determinado color— para protegerse contra el mal
de ojo y para atraer la suerte y la buena fortuna?) Para los pue-
blos de tradición, son los rituales mágico-religiosos los que dan
poderes y eficacia a los hechizos, a los talismanes y a otros
amuletos de la buena suerte.
Los tuareg, por ejemplo, llevan muchos amuletos, talisma-
nes, dijes y pequeños objetos de hierro a fin de protegerse con-
tra los djenouns y otros espíritus malignos, y obtener su bendi-
ción y su misericordia. Antes de sentarse bajo su sombra, tiran
piedras a ciertos árboles para poner en fuga a los malos espíri-
tus. Y para evitar que los malévolos geniecillos entren en el
cuerpo a través de la boca, nariz y oídos, los hombres llevan un
velo que tapa la cara y que jamás se quitan, ni siquiera para
comer; algunas mujeres tuareg han llegado a decirme que nun-
ca han visto la cara de su marido.
Resulta bastante extraño que las mujeres tuareg no hayan de
cubrirse la cara con el velo, como si el solo hecho de llevar la
panoplia de talismanes fuera suficiente para ellas. Muchos pue-
blos de tradición atribuyen poderes mágicos a las mujeres, más
allá de lo imaginable en la cultura occidental. Lo femenino se
venera por el simbolismo mágico de la sangre y su asociación
con los nuevos comienzos. De hecho, los tuareg, como algunas
otras culturas de tradición, han estructurado una sociedad
matriarcal; hay quien cree que se trata de una de las sociedades
humanas más antiguas, un tipo de sociedad inspirada en la
noción de que las mujeres están dotadas del mágico poder de

64
crear la vida, poder que los hombres no poseen. En el seno de
estas sociedades, la menstruación puede verse como el rechazo,
por parte de la mujer, de las impurezas o, lo que es lo mismo,
los espíritus malignos que han penetrado en su cuerpo, y por
ende considerar que la mujer goza de la habilidad de purificar-
se en un sentido a la vez mágico y físico.
Como consecuencia, la mayoría de los pueblos que integran
el Cuarto Mundo tienen el concepto de que la mujer es tabú,
impura, durante los períodos menstruales, razón por la que los
miembros de la comunidad la evitan. Es frecuente que deba
abandonar el lugar donde vive y marchar a otro sitio para que no
caigan maldiciones sobre los hombres, animales, plantas u otras
cosas que no gozan de su capacidad de purificarse por sí sola.
La creencia de que una mujer tiene poder para crear vida
nueva porque le ha sido dado tener menstruos, es una de las
fuentes que inspira la noción de que la sangre debe preceder a
cualquier creación, noción que también se encuentra represen-
tada en diversos mitos de creación. En los rituales que se llevan
a cabo con el fin de propiciar la creación de algo nuevo, algo
que no pertenezca al ámbito de lo cotidiano, el símbolo encuen-
tra su correspondencia con el sacrificio humano o animal.

Hay ciertas costumbres de salutación a un extraño que


implican la celebración de rituales cuyo objeto es ahuyentar es-
píritus malignos. Es el caso de algunas tribus papúas de Nueva
Guinea, que han concebido un impresionante y terrorífico ritual
para espantar a los malos espíritus que los extraños llevan con-
sigo cuando van a visitarlos. Escenifican un simulacro de ata-
que, comúnmente llamado desafío primordial, que sirve para la
purificación mágica del visitante. Creen que si el visitante lleva
malas intenciones, huirá, en cuyo caso le darán muerte; si se
queda, interpretan que sus intenciones son limpias y, en efecto,
los atacantes le hacen saber:
—Podíamos haberte matado; en lugar de eso, te aceptamos,
¡pero no te metas en nuestros asuntos!
Además, para la tribu es una manera de poner a prueba el
valor y la fuerza del extraño. Si no demuestra tener miedo du-
rante el simulacro de ataque, entonces es que merece respeto.

65
Aunque algunos misioneros me habían puesto sobre aviso
de la rara costumbre de la salutación al visitante, debo admitir
que vivirla rebasó en mucho mis expectativas y fue mucho más
aterrador de lo que había supuesto.
Descendía por el río Balim, en Irían Jaya, la región indone-
sia de Nueva Guinea, en busca de poblados papúas. Aunque
generalmente intento que me acompañe un nativo del poblado
que dejo atrás para que me guíe hasta el siguiente, esta vez iba
solo; no encontré ningún nativo que se aventurara a tener un
encuentro con los papúas que vivían río abajo; no se llevaban
bien con aquellas tribus, a las que tenían por salvajes.
Cuando empecé a avistar y oler el humo de las hogueras,
supe que estaba cerca de un poblado. También podía oír, traídos
por el viento, gritos de niños, chillidos de cerdos que se pelea-
ban, barahúnda de gallos que se llamaban al desafío en medio
de una ópera salvaje de quiquiriquís. Decidí montar el campa-
mento en un pequeño claro que dominaba el río, a cierta distan-
cia del poblado.
Los papúas, como muchos otros pueblos de tradición, con-
sideran que entrar en un poblado, o aproximarse demasiado a
él, sin ser previamente invitado es un modo de proceder ina-
ceptable, e incluso supone un riesgo para la vida del importuno
visitante. Podría ser que a su llegada estuvieran celebrando un
funeral, una iniciación o cualquier otra ceremonia secreta, y ahí
no permiten la presencia de extraños. Si algún miembro de la
tribu estuviera a punto de caer enfermo o de morir, los otros
podrían pensar que la culpa es del visitante —directa o indirec-
tamente—, por acarrear la enfermedad y la muerte.
Encendí una hoguera, no tanto para calentarme y cocinar
como para hacer saber a los habitantes del poblado que yo esta-
ba allí. Y me quedé a esperarlos. La espera puede durar por
siempre, pero si a los cuatro o cinco días no han venido a hacer
su salutación o a obligarme a marchar, normalmente dejo ese
sitio y voy a otro. Como es natural, prefiero perder la oportuni-
dad de conocer a los habitantes a despertar sus iras con mi pre-
sencia; gracias a esto, aún estoy vivo. Pero incluso para mí, no
es fácil soportar la espera, por lo que tiene de inquietante y de
terrible.
En cuanto a los habitantes del poblado, sé que ellos también

66
pasan por Ja misma combinación de curiosidad y temor. ¿Deja-
rán entrar al extraño en el poblado? ¿Es buen momento para ha-
cerlo? ¿El visitante será amigo o enemigo? ¿Traerá con él espí-
ritus maléficos? ¿Perturbará la armonía del poblado? ¿Cómo
reaccionarán las divinidades a su presencia?
Para responder a estas preguntas, los nativos celebran reu-
niones con los notables, hombres sabios, jefes de cada familia y
clan, y con el jefe del poblado. El chamán, o hechicero, o cual-
quier otro jefe religioso, lleva a cabo una ceremonia con la que
intenta entablar contacto con los invisibles para recabar su opi-
nión y pedir respuestas. Todo esto lleva tiempo.
Luego, dependiendo de la decisión divina, los hombres de
la tribu o aceptan al visitante y lo ponen bajo la protección de
sus leyes de hospitalidad, o le rechazan haciéndole marchar o
simplemente ignorándolo. Si el extraño insiste en quedarse,
creerán que los pone en peligro y podrían darle muerte.
El primer indicio de que los papuas están dispuestos a dar la
bienvenida al visitante es tocar los tambores, que interrumpen
de súbito la sinfonía de los pájaros y el rumor de los árboles en
la selva. Para el forastero, el sonido de los tambores resulta
siniestro; pero de hecho puede expresar cosas muy distintas.
Hay violentos redobles que son las voces de lo divino; vie-
nen de los espíritus, las almas de los antepasados y las deidades
que pudieran habitar en los tambores. Ciertos redobles lúgubres
son una llamada mágica a los espíritus y fuerzas de la selva, o
plegarias dirigidas a los planetas, estrellas y otras energías cós-
micas. Hay golpeteos repetitivos que significan el reloj de la
tradición recorriendo el ritmo de las estaciones y de la vida
humana, los casamientos y otros ritos de pasaje, y las iniciacio-
nes al mundo místico y a veces aterrador de la magia. Algunas
melodías misteriosas señalan el paso y el intercambio entre el
reino de los dioses y la tierra de los hombres. Los redobles ator-
mentados son lamentaciones humanas que llaman al duelo. En
fin, hay ritmos desenfrenados que son el latido de las gentes,
que hablan de historias de amor y de guerra; es la música del
júbilo expresado por medio de la danza.
Pero los redobles de tambor pueden ser, simplemente, un
modo de comunicación; por ejemplo, sirven para anunciar que
está a punto de comenzar un ritual. Los redobles papúas que

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proclaman un ataque simulado pueden durar días enteros, ya
que a los guerreros les lleva tiempo prepararse para el aconte-
cimiento: deben pintarse la piel con los colores de la guerra y
adornarse con plumas multicolores y con pieles de animales.
En aquella ocasión, los tambores empezaron a sonar dos
días después de haber montado el campamento. Al cuarto día,
hacia las once de la mañana, los tambores cesaron de golpe,
dando paso al silencio. Pronto el suelo comenzó a temblar,
como si bajo la tierra tocaran otros tambores. Al principio la
vibración era tan débil que podría haber pasado por el aliento de
la tierra y de los árboles. Después, lentamente, las sacudidas
fueron más y más fuertes hasta que, justo cuando más intensi-
dad habían adquirido, aparecieron en el umbral de la espesa sel-
va unos cincuenta hombres, guerreros pintados de todos los
colores y armados con largas lanzas, arcos y flechas, que marti-
lleaban el suelo con los talones. Luego, pararon bruscamente.
Estaban a unos diez metros de mí. No recuerdo cuánto estu-
vieron ahí, observándome en silencio, pero tuve tiempo de sen-
tir el peso de la angustia. ¿Qué pasaría si lo que me habían
dicho los misioneros no era verdad? ¿Qué pasaría si el ritual de
salutación era igual al de sacrificio? Al fin y al cabo, los muer-
tos no pueden dar fe ni de una cosa ni de otra. ¿Sería mi encuen-
tro con aquellos hombres de aspecto fiero el último encuentro
con mi destino? En cualquier caso, ya era demasiado tarde para
pensar en huir. Me habían avisado que permaneciera inmóvil pa-
sara lo que pasara. De modo que aguanté paralizado, tal vez
porque era incapaz de hacer nada más.
Poniendo fin súbito a la angustia y el miedo que sentía cre-
cer por momentos, los guerreros, lanzando gritos desgarradores
que aceleraron aún más los latidos de mi corazón, arrancaron a
correr hacia donde yo estaba, lanzas y flechas apuntándome,
para hacer el último asalto. Se detuvieron a unos cinco metros
de mí y dispararon las armas, que silbaban al rebasar mi cabeza
y pasar junto a mis costados. Algunas se clavaron en el suelo,
justo a mis pies. Yo estaba literalmente encerrado en un círculo
formado por flechas y lanzas. De inmediato, los gritos de los
guerreros cedieron paso al silencio. Comencé a temblar, vícti-
ma de una sobredosis de adrenalina.
Tendí una mano temblorosa y ofrecí un paquete de hojas de

68
tabaco que el sudor había dejado empapadas. Uno de los hom-
bres, con la cara pintada de rojo y negro y una larga púa de
puerco espín atravesada en la membrana nasal, se aproximó y
tomó el obsequio; los otros empezaron a charlar entre sí. Entre
risas y discusiones, estos hombres feroces parecieron tranquili-
zarse. Otro hombre, que podía ser el jefe, tocado con una espe-
cie de peluca hecha con barro y plumas de ave, abrió su bolsa
de tabaco y me ofreció un poco.
Así fue como mi primer contacto con estas gentes culminó
con éxito. Pero mientras me escoltaban de camino hacia el po-
blado, no pude evitar que un escalofrío recorriera mi cuerpo al
pensar en lo que habría podido suceder en caso de moverme si-
quiera un ápice.

Los rituales mágicos que cuentan con el concurso de las


energías sobrenaturales, las energías de los espíritus o las fuer-
zas cósmicas, permiten hacer ciertas cosas que desafían la lógi-
ca más elemental.
Nosotros, miembros de lo que llamamos civilización,
somos conscientes de que el mundo, el universo entero, está
compuesto de diversas energías positivas y negativas. Ya que
nosotros mismos somos, sobre todo, energía, estas energías
exteriores pueden interferir, positiva o negativamente, en nues-
tra existencia. Los pueblos del Cuarto Mundo también son
conscientes de que, además de las fuerzas elementales, hay
energías positivas y negativas que gobiernan el mundo. Algu-
nas culturas creen que las buenas energías fueron creadas por
Dios y que las energías demoníacas brotaron del diablo; otras
creen que las energías positivas son buenos espíritus y las nega-
tivas, malos. Además de estas energías primarias, hay una fuer-
za sobrenatural que reside en el cosmos, en estado libre y puro.
El que la fuerza sea utilizada para el bien o para el mal, es deci-
sión del individuo.
Mediante el proceso mágico, el individuo intenta establecer
contacto con estas energías o espíritus —buenos o malos,
dependiendo de la naturaleza del ritual y de su propósito— con
la esperanza de poder conectar con la fuerza cósmica. Los pue-
blos de tradición emplean la inteligencia, la creatividad y la

69
imaginación para encontrar el modo más o menos elaborado
—es decir, los rituales mágicos— de crear lo que nuestra reali-
dad considera imposible, y de tratar con las energías disociadas,
las almas, los espíritus y los dioses que pueblan el mundo invi-
sible.

Los poderes de los jefes espirituales o religiosos

Toda cultura cuenta con sus hombres sabios y con sus hé-
roes, aquellos que saben dirigir y enseñar, y aquellos que pare-
cen tener el poder de conectar con Dios. Lo mismo sucede con
muchos pueblos de tradición. También ellos tienen personajes
destacados. Se llaman chamanes, hechiceros, curanderos, exor-
cistas y magos.
Los orígenes del chamán se pierden en el tiempo, son ante-
riores a la más remota de las civilizaciones que podamos cono-
cer. La práctica del chamanismo nació probablemente cuando
la consciencia humana empezó a desarrollarse, poniendo al
hombre en situación de reparar en realidades más sutiles que las
del mundo cotidiano; de ahí a la idea de que todo en la natura-
leza tiene alma, por ejemplo, hay un corto trecho.
Poniéndose en un estado de trance que inducía al viaje me-
tafísico, el chamán podía entablar contacto con el alma de cada
elemento de la naturaleza y trasladarse desde el mundo del
hombre hasta el mundo de los invisibles. Era capaz de identifi-
carse metafísicamente con todos los mundos y de interceder
entre dioses y humanos. Viajaba al cosmos para conocer a fon-
do la fuerza sobrenatural que allí existía en estado libre y puro,
y para emplearla en la reorganización del caos y la confusión
cósmica, luchar con las fuerzas elementales y enfrentarse a los
demonios. Para muchos, el chamán tiene hoy en día el mismo
poder. Mircea Eliade escribió:

Aunque el chamán es, entre otras cosas, un mago, no todos


los magos pueden llamarse chamanes. Debe aplicarse la misma
distinción en lo referente a la curación chamánica; todos los
curanderos son sanadores, pero el chamán se vale de un méto-
do que es única y exclusivamente suyo. En cuanto a la provo-

70
cación de] éxtasis, ellos no aprovechan las diversas técnicas
que se han documentado en la historia de las religiones y en la
etnología religiosa. De ahí que no todos los extáticos pueden
considerarse chamanes; el chamán se especializa en la provo-
cación de un trance durante el que se cree que su alma deja el
cuerpo y asciende hacia el cielo o desciende a los infiernos.

Pese a la diversidad cultural y étnica, hay similitudes inter-


culturales concernientes al papel, función y poderes del chamán
que son nexo de unión entre todos los chamanes del mundo, aun
cuando —como es el caso de Asia y Sudámerica— el nombre
chamán se aplique al jefe espiritual de una religión que evolu-
cionó desde el chamanismo tradicional hacia una forma distinta.
El chamán es el guardián de la cultura y las tradiciones. Es
el iniciador en los misterios y el conocimiento secreto o, lo que
es lo mismo, la aptitud para conectar con el mundo invisible y
las energías sobrenaturales que se derivan de él. Es el almace-
nista de rituales.
Al celebrar rituales, protege o restituye la polifacética ar-
monía existente dentro de cada una de las personas y en la rela-
ción de cada una con su clan, el pueblo, la tribu, sus antepasa-
dos, las divinidades y la naturaleza. Tener la responsabilidad de
que los invisibles estén siempre satisfechos o de implorar sus
favores, supone que el chamán debe llevar a cabo rituales cada
vez que está a punto de ocurrir algo importante susceptible de
perturbar la armonía entre humanos e invisibles.
El chamán puede interrogar a los antepasados y a los dioses.
Mientras está en trance, es capaz de llegar hasta ellos en las
diferentes realidades donde viven y actuar como intermediario
entre dioses y humanos.
Todos estos poderes y habilidades son esenciales para el
chamán, porque los pueblos de tradición creen que todos los
desórdenes naturales —la enfermedad, la sequía y otros simila-
res— son la reacción de los invisibles frente a la perturbación
creada por los humanos.
Cuando alguien está enfermo, el chamán devuelve la salud
a esa persona exorcizando la perturbación y restableciendo el
equilibrio entre la persona, el clan y el cosmos. Tras la celebra-
ción de los rituales adecuados para apaciguar la furia divina que

71
ha sido causa de la enfermedad, el chamán curará al paciente
con hierbas y otras medicinas naturales.
Ya que la identificación mística con el fuego es necesaria
durante determinadas ceremonias, en algunas culturas hay cha-
manes que también son herreros. La habilidad de dominar el
fuego para transmutar minerales ha ido siempre ligada al poder
mágico. De hecho, se denominaba a los alquimistas «filósofos
del fuego». (En Herreros y alquimistas, Mircea Eliade resalta
que tanto el vaciador como el herrero y el alquimista afirman
vivir una experiencia mágico-religiosa en su relación con los
metales.)
Uno de los grandes poderes del chamán, que muy pocos
poseen, es la habilidad de traspasar los estratos del tiempo. Se
cree que el tiempo se extiende en una sucesión infinita de estra-
tos. El presente es el estrato de nuestro tiempo consciente,
mientras que el pasado (que todavía existe) y el futuro (que ya
existe) están contenidos en estratos de tiempo que pertenecen a
otras realidades diferentes de la que percibimos.
Los estratos del tiempo pueden compararse con los surcos
de un disco. El presente es el surco donde se coloca la aguja, y
transmite la música que oímos; la música que ya hemos oído es
la contenida en los surcos que la aguja va dejando atrás; la que
está por oírse se halla en los surcos aún por recorrer. Cuando el
aparato ha dejado de tocar la Novena sinfonía de Beethoven,
¿ha dejado de existir la música? No, todavía está en los surcos
del disco, y podremos escucharla poniéndolo otra vez.
En 1955 Albert Einstein escribió: «Para nosotros, los físicos
que creemos, la distinción entre pasado, presente y futuro es
solamente una ilusión, aun cuando se trate de una distinción
pertinaz.» Hoy, los físicos y los matemáticos cuánticos creen
que, ya que el infinito es un hecho tangible, el tiempo debería
ser infinito por sí mismo. En consecuencia, pasado, presente y
futuro deberían existir al mismo tiempo, quedando el pasado
y el futuro situados en realidades distintas de la realidad que del
tiempo presente percibimos.
«Algunos físicos identificados con las corrientes más avan-
zadas dicen ahora que el viaje a través del tiempo, durante
muchos años dominio exclusivo de la ciencia ficción, podría ser
posible al menos en teoría. Basta con que haya un desgarrón en

72
el tejido del universo.» David H. Freedman escribía estas pala-
bras en su artículo «Cosmic Time Travel» en el número de
junio de 1989 de la revista Discover. Estos físicos son Kip
Thorne, de Caltech, y Michael Morris, físico y cosmólogo de la
Universidad de Wisconsin, en Milwaukee. Los desgarrones en
el tejido del universo son lo mismo que los agujeros que exca-
va el gusano —éstos y los agujeros negros son parientes—,
«que, al menos teóricamente, podrían perforar un túnel desde
una región del espacio a otra», a medio camino del cosmos. Y
lo que es más: «El agujero del gusano podría también conver-
tirse en un agujero en el tiempo.»

En las culturas de tradición donde no existe la palabra cha-


mán, los jefes espirituales se llaman magos, exorcistas o hechi-
ceros. Es el caso de África o de otros lugares donde la religión es
distinta del chamanismo, aunque esté basada en el principio de
trance y posesión como ritual que pone en contacto al hombre
con los invisibles y con las fuerzas sobrenaturales que derivan
de ellos. En el resto de los sitios se le puede llamar curandero.
Sin embargo, no es raro que estos jefes espirituales coexistan
con un chamán.
Todos tienen aproximadamente el mismo papel y funciones
que el chamán, pero sus poderes pueden variar según el grado
de conocimiento que hayan recibido en las iniciaciones tribales
respectivas, y según el talento personal para realizar rituales.
Como en cualquier disciplina, el conocimiento desprovisto de
talento rara vez produce resultados. Y todos los jefes espiritua-
les emplean la magia y lo sobrenatural en el transcurso de las
ceremonias mágico-religiosas.
Aunque dedican la vida solamente a hacer el bien —ate-
niéndose a su fe, sus principios morales y su creencia en el
equilibrio cósmico, que profetiza que quien siembra el bien
recoge el bien, y quien siembra el mal recoge el mal—, los cha-
manes no son siempre un dechado de integridad. Como ocurre
con los demás jefes espirituales —magos, exorcistas, curande-
ros y hechiceros—, se permiten hacer algún trabajo sucio cuan-
do son la única autoridad espiritual de la comunidad; esto de-
pende del objetivo que le propongan, de la demanda de sus

73
creyentes y de su propia conciencia. En la escala de la integri-
dad, parece ser que los magos, los chamanes y los exorcistas
están menos dispuestos a hacer malas obras que los hechiceros.
Muchos se contentan con utilizar las energías primarias positi-
vas y negativas, que resultan más accesibles que la fuerza cós-
mica, ya que acceder a ella requiere un alto grado de conoci-
miento.
Sin embargo, en muchas culturas de tradición, tan pronto
como el liderazgo espiritual de la comunidad está en manos del
chamán —o del mago— que ha optado por no hacer el mal,
aparece, paralelamente y en oposición a él, un mago negro o un
hechicero que invierte sus talentos en el mal; esto es cierto has-
ta en las sociedades modernas. Llegados a este punto, la dife-
renciación entre chamanes, magos y exorcistas por un lado, y
hechiceros por otro, está clara. (Cuando en un pueblo ya hay un
hechicero, el nombre de exorcista o curandero se da sólo a
quien tenga poderes curativos.)
En Haití se encuentran ejemplos de ello; allí las sectas que
practican la magia negra coexisten con la religión vudú. El jefe
espiritual del vudú se llama houngan si es varón, y mambo si es
mujer. Es frecuente que el houngan inicie a su esposa en la jefa-
tura espiritual si ella tiene aptitudes para ejercerla. Los que
practican la magia negra se llaman bokors, denominación que
cabe traducir por «hechiceros».
Igual que el chamán, el houngan es el almacenista de ritua-
les, el iniciador en el conocimiento secreto y en los misterios.
Es un sanador, un exorcista y un adivino; y como sabe tratar con
los invisibles y entrar en su mundo, puede comunicarse con las
almas de los difuntos. Según sea su grado de iniciación en el
conocimiento (la aptitud para entrar en el mundo invisible de
las energías —a menudo denominado quinta dimensión— y
para servirse de la energía cósmica), el houngan es capaz de
manipular los poderes sobrenaturales; hay algunos que incluso
son poseedores de esos poderes.
La magia es el medio que el houngan emplea para llevar a
cabo sus obras, pero jamás utiliza la fuerza cósmica para la mal-
dad, como tampoco utilizará a los loas malignos, porque dedica
su vida y su talento solamente a hacer el bien. Encabeza una
religión que va en pos de lo sagrado, y por tanto, sólo invoca a

74
los loas que representan las buenas energías para que posean a
los miembros de su comunidad.
Sin embargo, hay houngans que, tentados por las comodi-
dades materiales, descuidan sus principios. Dejan de ser houn-
gans, junto con los principios y valores asignados a esa función
sacerdotal, y pasan a ser bokors, que se dedican a practicar la
hechicería y a valerse de los espíritus maléficos y de las almas
de los difuntos para ejercer el mal.

Son diversas las formas en que el jefe espiritual elige a un


discípulo para iniciarlo en el conocimiento. En muchas tribus,
sobre todo aquellas en las que se practica la hechicería, al neó-
fito se le escoge por tener un defecto físico; se cree que los dio-
ses han marcado así a esa persona para hacer notar que tiene
poderes especiales. Y de hecho, es posible que un joven con un
defecto físico desarrolle ciertos poderes psíquicos.
En muchos casos, sin embargo, se reconoce al neófito por
sus dotes y habilidades paranormales, psíquicas y de médium.
Tendrá que ser sometido a diversas pruebas para comprobar su
personalidad y su resistencia nerviosa. Sólo si el jefe espiritual
queda completamente satisfecho con la elección, pasará el neó-
fito a ser su pupilo, que deberá esperar años antes de que tenga
lugar la verdadera iniciación.
Para llegar a ser chamán hay que pasar por dolorosas inicia-
ciones que requieren años enteros. He tenido noticias de que
algunos neófitos mueren a consecuencia de las penurias sufri-
das. El neófito experimenta los peores tormentos físicos y psí-
quicos —llegando incluso hasta la locura-— para librar al alma
del cuerpo, despertar a otras realidades cósmicas y estar abierto
al conocimiento.
En Shaman: The Wounded Healei; Joan Halifax escribe que
ser chamán es ser consciente de que «todo lo que existe en el
mundo revelado tiene en su interior una fuerza viva. El chamán
adquiere el conocimiento de que la vida es poder. La comunión
con los proveedores del poder constituye el trabajo del chamán.
El dominio de ese poder: tal es el logro del chamán».
Sólo es posible encontrar mujeres magas y hechiceras en las
sociedades más antiguas, donde los hombres todavía les atribu-

75
yen poderes mágicos. En el resto de las sociedades, los hom-
bres, envidiosos de los poderes mágicos de las mujeres, han ido
lentamente apoderándose de las prerrogativas femeninas y han
reservado para sí el ejercicio de las funciones sagradas; es el
caso del judeocristianismo, por poner un ejemplo.

No hay pruebas científicas ni tangibles de la existencia de


Dios, las divinidades, los espíritus u otros invisibles. Pero ¿sig-
nifica eso que no existen?
Viendo las maravillas que nos rodean, la ingente sensibili-
dad y las divertidas irregularidades que presenta la naturaleza,
es difícil negar la existencia de un creador, sea cual sea la for-
ma y el nombre que le demos: Dios, la inteligencia cósmica, la
energía primordial, o el aliento fundamental de la vida. En con-
secuencia, yo no negaría la existencia de Dios como creador de
todas las cosas, sobre todo porque creo en ella, y no creo gracias
a la religión, sino porque ésa es la conclusión a la que me ha lle-
vado el raciocinio. (Ya no practico ninguna religión concreta,
no he encontrado ninguna que satisfaga mis necesidades espiri-
tuales; yo soy mi propia religión, que se basa en la universali-
dad del amor y el respeto hacia mí y hacia los demás.)
Si aceptamos la existencia de Dios, podemos especular con
que las divinidades, espíritus y otros invisibles no son tanto en-
tidades en sí mismas como representación de las diferentes
fuerzas elementales y cósmicas.
Somos conscientes de que el mundo entero, el universo en-
tero, está compuesto por varias energías positivas y negativas.
Estas energías pueden interferir, positiva o negativamente, en
nuestra propia existencia, ya que también nosotros somos ener-
gía. Nada fue más fácil para el hombre que dar nombre y perso-
nalidad divina a cada energía positiva y negativa, a cada fuerza
elemental y cósmica, y tratar de comunicar con ellas concibien-
do y realizando los rituales adecuados.
Pero incluso si suponemos que las divinidades, espíritus y
otros invisibles no existen de manera intrínseca, queda una
segunda posibilidad: la de que hayan sido creados por la fe, el
pensamiento y la imaginación humanos, y sean, en consecuen-
cia, reales. Si la fe del hombre puede hacer milagros, si la fe, el

76
pensamiento y la imaginación del hombre, con el poder creati-
vo de la palabra, pueden hacer magia, es que ciertamente el
hombre es capaz de crear divinidades, espíritus y otras entida-
des invisibles, dando a todas ellas una imagen y la noción de
dualidad que surge de sí mismo.
Aún hay una tercera posibilidad: las divinidades, espíritus y
otras entidades invisibles sí existen, pero dentro de otra reali-
dad. Para alcanzar esa realidad debemos prescindir de nuestra
lógica, que actúa como un yugo, nos impide expandir la mente
y ciega nuestras percepciones.
La lucidez inducida por drogas tiene como resultado expe-
riencias místico-religiosas mediante las que, tal como escribe
Albert Hofmann en L.S.D. mi hijo monstruo, «nos damos cuen-
ta de que lo que solemos tomar por realidad, incluida la realidad
de la propia persona individual, de ningún modo es algo ñjo,
sino ambiguo; que no hay una sola, sino muchas realidades».
Es posible penetrar en diferentes realidades por medio de la
meditación. Recurro otra vez a las palabras de Hofmann, que
transcriben a la perfección mi propia experiencia:

La meditación comienza en los límites de la realidad obje-


tiva, en el punto más alejado que el conocimiento racional y la
percepción son capaces de alcanzar. No hay rechazo de la reali-
dad objetiva; al contrario, se trata de un ahondamiento en las
dimensiones más profundas de la realidad [...] Sólo con que
avance hasta la profundidad suficiente, inevitablemente llega-
remos al inexplicable y primordial fundamento del universo: a
la maravilla, al misterio de lo divino, en el microcosmos del
átomo, en el macrocosmos de la nebulosa espiral, en las semi-
llas de las plantas, en el cuerpo y el alma de los seres humanos.

La meditación y la lucidez inducida por drogas son las


herramientas que los pueblos de tradición utilizan durante las
iniciaciones para ayudar al neófito a pasar de un estado de igno-
rancia la visión global objetiva a distintos niveles de una reali-
dad más profunda donde percibirá la consciencia cósmica. Es a
través de la iniciación como los principios de una religión se
hacen reales, y en consecuencia, su fe está basada en una reali-
dad percibida de modo distinto, no en una simple idea abstrae-

77
ta. El individuo experimenta otras realidades mediante la ini-
ciación activa. Sólo en esa consciencia más profunda y religio-
sa se dará cuenta de su dualidad creador/creación, y adquirirá el
conocimiento transmitido por su maestro, el chamán, hechicero
u otro guardián de su cultura tribal.
La última posibilidad estriba en especular con que Dios, las
divinidades y los espíritus existen, pero sólo para quienes son
conscientes de su existencia y saben llamarlos. Quizá Dios y las
divinidades sean inservibles para aquellos que se hacen inservi-
bles a Dios y a las divinidades.

78
III

LOS FILIPINOS

En 1967, cuando tenía veinte años, fui contratado como ca-


marógrafo por el realizador de cine francés Gabriel Lingé. El
equipo de filmación estaba compuesto únicamente por dos per-
sonas: él y yo. El propósito de la expedición era recorrer la
mayor parte de las 7.107 islas (7.110 en marea baja) del archi-
piélago de Filipinas, para hacer un documental sobre los pue-
blos y su modo de vida.
Tras varios meses de filmación, acabamos la película. Sin
embargo, en lugar de regresar a Europa con Gabriel, decidí que-
darme y visitar unos cuantos lugares que él no quería ver por no
ser de importancia para el documental.
Dos de estos lugares eran las islas Sulú, todavía gobernadas
por sultanes y piratas, y las espesas selvas de la zona norte de
Luzón, que por entonces aún albergaban tribus de cazadores de
cabezas que no habían mantenido contacto alguno con el mun-
do exterior. (Ambas aventuras están recogidas en mi libro Ex-
plorador.)
De camino hacia las montañas del norte de Luzón, me detu-
ve en la ciudad de Baguio; allí esperaba encontrar un misione-
ro que pudiera decirme dónde buscar tribus que no conocieran
la civilización moderna.
A casi cuatrocientos kilómetros al norte de Manila, la ciu-

79
dad de Baguio está construida sobre un cráter, a una altitud
de 1.350 metros, en una montaña que es el feudo de la tribu
guerrera de los ifugaos. Los ifugaos ya no practican la caza de
cabezas ni aterrorizan a los ricos de Manila que van a Baguio a
pasar el verano en busca de un clima más fresco. La coexisten-
cia pacífica entre los exóticos habitantes de la montaña y los
adoradores de la riqueza ha hecho de Baguio una ciudad de no-
tables contrastes.
He descubierto que una de las mejores maneras de conocer
gente nueva y de imbuirse del pálpito de un país es deambular
por los mercados al aire libre, el lugar de encuentro de los que
van a vender, comprar, comerciar o simplemente verse; es un
lugar que siempre refleja el estado de ánimo de un pueblo. Uno
se entera de la religión que practican, de cuáles son los intere-
ses vitales predominantes, de sus necesidades y sus gustos, de
si están interesados por la magia y las medicinas alternativas, y
de sus diferentes etnias e identidades culturales. Pasear por un
mercado es además un festín para los oídos, los ojos y el olfato:
gritos de animales, de niños y de vendedores que vocean las
mercancías, rostros de gente, los colores de la ropa y de las mer-
caderías, las fragancias y los perfumes que dejan al paso las
gentes, las especias y los alimentos.
En el mercado de Baguio la población filipina se mezcla
con las tribus montañesas, vestidas para la ocasión con camisas
de corte moderno que ocultan los tatuajes o con la prenda tradi-
cional, una fina pieza de ropa de color rojo que se ciñe a la cin-
tura y pasa entre las piernas y las nalgas. En la parte trasera de
la cabeza llevan pequeños gorros de paja adornados con colmi-
llos de jabalí. Las mujeres, que en el poblado suelen ir con el
pecho descubierto, se cubren para ir a la ciudad con un faldón
multicolor, largo y recto, y fuman en pipas que siempre están
boca abajo. Algunas exhiben una especie de tiara hecha con el
esqueleto de una serpiente; otras llevan brazaletes de oro en las
muñecas.
En los pintorescos callejones del mercado, donde se ofrecen
exóticos frutos asiáticos junto con fresas (que crecen aquí
gracias al clima continental de la ciudad) y jaulas llenas de ca-
chorros de perro, lagartos, serpientes y otros animales que en la
localidad se consideran exquisiteces, es posible encontrar los

80
ingredientes necesarios para poder masticar una nuez de betel.
Estas nueces son las semillas del betel, que se cubren con cal
viva y se envuelven en hojas de tabaco y de betel. Las nueces de
betel son astringentes, y la cal viva libera los alcaloides que
contienen las hojas de betel y la nicotina de las hojas de tabaco.
Esta mezcla es un estimulante potente que acelera los latidos
del corazón, elimina el hambre y el cansancio, y da euforia. Las
nueces de betel son en Asia lo que las hojas de khat en Arabia,
las nueces de cola en África y las hojas de coca en algunos paí-
ses de Sudamérica.
Junto con diferentes plantas medicinales, los vendedores
ofrecen también un afrodisíaco llamado balud, que es un huevo
de pato cocido justo unos días antes de que el polluelo rompa el
cascarón. El polluelo está para entonces completamente forma-
do, con su pico y sus patas palmeadas, pero sin plumas. El pico,
las patas, el cráneo y los huesos tienen la consistencia del cartí-
lago blando. (Hay veces en que el cliente se lleva una desagra-
dable sorpresa cuando la cocción del huevo se ha hecho con un
par de días de retraso.) Se puede comprar balud en cualquier
sitio, en cualquier momento del día o de la noche, pero sobre
todo en los barrios donde se apiñan los bares y las salas de fies-
tas. Al agudo grito de los vendedores: «Balud! Balud!», los
hombres más viejos se precipitan hacia ellos para comprar hue-
vos; se cree que el balud actúa con rapidez en el robustecimien-
to de su personal habilidad para satisfacer a las compañeras
sexuales.
Además de suministrar diversos tónicos contra la debilidad
física, la naturaleza ha obsequiado a los pueblos de tradición
con los psicodélicos, que para ellos tienen un valor sagrado.
(Suelen llamarlos «plantas de los dioses».) Estas plantas gene-
ralmente son privilegio de los jefes espirituales y de los magos,
además de las personas que deben someterse a rituales concre-
tos de iniciación.
Mientras hacía lo posible por enterarme de las zonas de la
selva que debía explorar para dar con una tribu aislada cuyo
nombre era apayao, descubrí que Baguio era el refugio de un
grupo de gentes conocidas por ser sanadores psíquicos. Esta
gente extraña y misteriosa era capaz de hundir los dedos en el
cuerpo del paciente y extraer los tejidos infectados u otras cau-

81
sas de enfermedad. Por entonces aún no habían adquirido fama
internacional y los extranjeros no iban a Filipinas para recibir
tratamiento. Sus únicos pacientes eran los autóctonos. Intrigado
por sus poderes misteriosos, decidí que la selva podía esperar y
comencé a investigar a los sanadores psíquicos.

Los sanadores psíquicos

En Baguio conocí a muchos sanadores psíquicos. Aunque


sus tratamientos parecían dar resultado, ya que muchos de los
pacientes verdaderamente mejoraban, lo que muchos de ellos
hacían en la práctica de su tradición curativa no me había con-
vencido. O no me permitían estar lo suficientemente cerca para
apreciar con detalle el proceso' quirúrgico completo, o reali-
zaban la operación de un modo tan evasivo que era imposible
averiguar nada. Eso me hizo poner en duda lo que había pre-
senciado.
Plácido, un sanador cirujano, fue de los pocos que me deja-
ron estar tan cerca como para poder seguir a la perfección todo
el proceso quirúrgico y otros métodos de curación que emplea-
ba. Plácido tenía unos treinta años y era un hombre nervioso y
reservado. Al igual que otros sanadores filipinos, afirmaba que
su conocimiento no era humano, sino un don de Dios.
—Es Dios quien cura, yo sólo soy su herramienta —decía
cada vez que yo le interrogaba—. Hago simplemente lo que
Dios, a través de mi intuición, dice que haga.
Ya que ocupaba las primeras horas de la mañana en las cura-
ciones, por lo general entre las seis y las ocho o las nueve, Plá-
cido se levantaba cada día mucho antes del amanecer y dedica-
ba horas enteras a la lectura de la Biblia, a la oración y a la
meditación, antes de ir a la capilla donde oficiaba; era un con-
sultorio médico simado cerca de los barrios pobres. No pedía
dinero a los pacientes; ellos le pagaban con lo que podían y le
llevaban pollos, huevos u otros alimentos. Vivía en una casa
sencilla a las afueras de Baguio.
Toda la capilla se reducía a una habitación pequeña y muy
limpia, con una docena de imágenes de santos católicos que
colgaban en una pared alrededor de un crucifijo. Los bancos

82
estaban de cara a una larga mesa de madera situada en un extre-
mo de la habitación, el opuesto a la entrada. Era la mesa de ope-
raciones. Tras ella, y apoyado contra la pared, había un banco
viejo repleto de cosas diversas: tazas, vasos, algodón, hojas de
papel, sábanas blancas dobladas, un crucifijo... Junto a la mesa
de operaciones descansaba una Biblia abierta sobre un pequeño
velador parecido a los que se emplean en las sesiones de espiri-
tismo.
Cuando llegó Plácido, la capilla estaba llena de pacientes y
familiares, en total unas veinte personas, que se habían sentado
en el suelo y en los bancos. Los presentes entonaban cánticos
religiosos católicos bajo la dirección de uno de los ayudantes de
Plácido, una mujer que también hacía de enfermera. El otro
ayudante, un joven, estaba ocupado en colocar una jofaina con
agua en el banco próximo a la mesa de operaciones.
Con la entrada de Plácido en la capilla cesaron los cánticos,
y la primera paciente, una mujer que sufría intensos dolores en
el abdomen, fue invitada a tumbarse, vestida, sobre la mesa de
operaciones. Mientras los ayudantes se situaban a ambos lados
del sanador, éste dispuso que yo me colocara a un extremo de la
mesa. Plácido se santiguó y cenó los ojos para rezar una breve
plegaria. Entonces, sin apenas atender las quejas de la paciente,
movió las manos con lentitud por encima del cuerpo de la
enferma, sin tocarla. Estaba intentando localizar el dolor y des-
cubrir la causa y alcance de la dolencia.
—El ovario izquierdo está gravemente infectado —me
susurró.
La enfermera retiró las ropas de la enferma por la parte don-
de debía ser operada. El otro ayudante frotó la zona con un al-
godón húmedo. Después, el sanador comenzó a masajear el
cuerpo de la mujer, hundiendo los dedos cada vez con más fuer-
za y más hondo, hasta que por fin desaparecieron en el hueco
que se había formado en la carne. De repente, el hueco comen-
zó a llenarse de un líquido amarillo que se desbordó por el
abdomen de la paciente; era pus, me diría Plácido más tarde.
Con toda la rapidez de que era capaz, la ayudante enjugó el lí-
quido, que fue cambiando de color hasta tornarse rojo, como la
sangre.
Ver el líquido brotando del hueco formado por la presión de

83
los dedos del sanador ya era como para cortar la respiración,
pero lo que siguió fue aún más pasmoso. El sanador sumergió
ambas manos en el cuerpo de la mujer y retiró una masa san-
guinolenta que aún estaba parcialmente unida al resto de los
órganos internos; según el sanador, se trataba del ovario iz-
quierdo de la paciente. Examinó el órgano y luego, con unas
tijeras, cortó un trozo pequeño de la masa y devolvió la restan-
te al interior del cueipo. Después, el sanador unió por presión
los dos bordes de la abertura y su ayudante volvió a frotar un
algodón sobre el área afectada. Y vi el resultado: la piel se había
cerrado por completo. No había ni una sola gota de sangre, ni la
menor señal de herida; tan sólo un área rojiza en la piel, debido
a la presión ejercida por los dedos del sanador.
La operación había durado dos minutos. La paciente sonrió
y se santiguó, murmurando plegarias inaudibles; besó las manos
del sanador para expresar su profunda gratitud y alegría, bajó
de la mesa y salió andando por su propio pie, sin ayuda. No
quedaba el menor rastro de enfermedad; se había recobrado del
todo. Su familia rezaba y gritaba y sonreía..., y dejaron un pollo
en pago por los servicios del sanador.
A continuación, con los mismos métodos de diagnóstico y
cirugía, Plácido cortó un fragmento del intestino de un pacien-
te, extirpó un bulto infectado del hombro de otro, y desprendió
un quiste de la garganta de un tercero.
Otro paciente, con la cara amarillenta, se quejaba de vomi-
tar un líquido amarillo y de tener un dolor agudo en la parte
derecha del abdomen. Plácido extirpó un trozo sanguinolento
de algo que estaba en el abdomen, un tumor en el hígado, según
dijo. Después de ver la causa de su enfermedad, el paciente
recobró el color normal y marchó, ya curado.
Por el método de la imposición de manos, que describiré
más adelante, Plácido eliminó el dolor de cabeza de una mujer.
A un hombre le dijo que no podía hacer nada por él, ya que su
dolencia había ido demasiado lejos. Y despachó a una mujer
que se quejaba de tener varias enfermedades, diciendo que no
estaba enferma, sino que lo imaginaba.
Era fascinante ver con cuánta rapidez podía apreciarse a
simple vista la recuperación de los pacientes, nada más finalizar
el tratamiento que el sanador aplicaba. Muchos de ellos llega-

84
ban a Plácido tan debilitados que apenas podían moverse sin
ayuda. En cambio, tan pronto como terminaba la operación,
tanto si habían visto sangre u órganos como si no, salían por su
propio pie como si nunca hubieran estado enfermos.
Aunque la mayoría de los sanadores filipinos hacen muy
pocas preguntas a sus pacientes, los métodos que emplean para
el diagnóstico y la cirugía varían. Por ejemplo, Plácido explica-
ba que el pasar las manos por encima del cuerpo de los pacien-
tes le permitía descubrir el sitio, la causa y la gravedad de la
dolencia; con eso tenía bastante para saber cómo tratarla. De los
otros cuatro sanadores que me convencieron, uno dijo que
mientras pasaba las manos podía, literalmente, sentir el dolor
en su propio cuerpo, con lo que ya sabía con exactitud la mane-
ra de curarlo. Otro sanador era capaz de diagnosticar mirando
sólo la fotografía del paciente, o concentrándose en su nombre,
edad y dirección.
Los métodos diagnósticos de los dos restantes eran comple-
tamente diferentes. Nunca pasaban las manos por encima del
cuerpo de los pacientes, salvo cuando aplicaban la técnica de la
imposición de manos. Uno de ellos tomaba asiento justo al lado
del paciente y se ponía en trance. Una vez conseguido, el sana-
dor empezaba a anotar datos referentes al diagnóstico y el pro-
ceso curativo del paciente. Otro método que practicaba con éxi-
to era el que llamaba «diagnóstico espiritual». Pasaba la Biblia
por encima de la cabeza del paciente y así obtenía —de Dios,
decía él— el diagnóstico y el conocimiento de la operación que
debía realizar. El último sanador de los que he mencionado era
capaz de ver el aura resplandeciente y palpitante del enfermo. Y
dependiendo de su forma y color, podía diagnosticar y aplicar el
tratamiento quirúrgico adecuado.
(El aura es el campo de energía, visible como una banda de
luz coloreada, que rodea a todos los seres vivientes: hombres,
animales y plantas. El profesor Harold Burr, de la Facultad de
Medicina de la Universidad de Yale, lo llamaba «campo L»,
que es el campo electrodinámico que envuelve a los seres
vivos. En las pinturas y estatuas religiosas, las auras se repre-
sentan en forma de aureola que circunda la cabeza. Aunque el
tema es muy polémico, esta proyección invisible ha podido ser
fotografiada en Estados Unidos y en la Unión Soviética —don-

85
de se cree que es bioplasma—, gracias al proceso fotográfico de
alta frecuencia. La doctora Shafica Karagulla trabaja con psí-
quicos que, al ver las auras, son capaces de leer el estado físico,
emocional y mental de los individuos, y de diagnosticar enfer-
medades. Estas lecturas son acertadas cuando se las compara
con los diagnósticos médicos.)
Aún tuve oportunidad de ver otro método de diagnóstico en
un pequeño poblado de la selva, en Gabón, África. El hechice-
ro rodeaba al paciente con una sábana blanca y de esta manera
era capaz de ver o percibir, sobre la sábana, los órganos internos
del paciente, de modo parecido a una radiografía.
La facultad humana para percibir o ver órganos internos
—que se denomina biofeedback, alteroscopia o autoscopia— se
inscribe dentro del ámbito de la PES. Si hacemos caso de la
parapsicología, esta facultad existe. Los investigadores psíqui-
cos han probado que hay personas cuyas percepciones suelen
ser acertadas cuando son comparadas con el diagnóstico médico.
Además de emplear distintos métodos de diagnóstico, los
cinco sanadores filipinos que he mencionado tienen diferentes
técnicas para tratar a los pacientes. Las seis que yo he visto apli-
car son la imposición de manos, la curación del plasma del
aura, la inyección psíquica, la cirugía real, la introducción de
los dedos en el cuerpo y la materialización de los tejidos u órga-
nos enfermos sobre la epidermis.

La imposición de manos

Al método de imposición de manos que vi utilizar a Pláci-


do, los sanadores filipinos le dan el nombre de curación espiri-
tual. Yo me inclino a llamarlo curación magnética porque antes
y después de concentrar los poderes curativos en las partes
afectadas del cuerpo del paciente, Plácido impone las manos
sobre los puntos donde se localizan los chakras.
Según los hindúes, los chakras son aquellos puntos donde el
cuerpo físico se une al cuerpo astral. Son centros de energías
psíquicas y vitales. El ser humano tiene siete chakras principa-
les. Uno está fuera del cuerpo, a unos diez centímetros por enci-
ma de la cabeza; los otros están en la frente, el cuello, el cora-

86
zón, el ombligo, los genitales y el ano. (Los japoneses conside-
ran que el punto situado justo debajo del ombligo es el centro
vital del cuerpo. Lo llaman hara; es el punto al que dirigen la
espada cuando quieren darse muerte, de ahí el harakiri.)

La curación del plasma del aura

No dispongo de mucha información sobre la curación del


plasma del aura. Pero ya que está reconocida la posibilidad de
diagnosticar al paciente leyendo el aura, no veo razones para no
poder tratarle curando el plasma del aura, es decir, concentran-
do los poderes curativos en ésta a fin de que recupere todos sus
colores.

Inyecciones psíquicas

El sanador se colocaba a un metro y medio del paciente sin


nada en las manos. Cada vez que le inyectaba psíquicamente, el
enfermo sentía el dolor de un pinchazo, y del punto donde lo
había notado, brotaba una gota de sangre perfectamente visible.
Al término del tratamiento podía apreciarse con claridad que el
enfermo había sanado.

Cirugía real

Se practica con pacientes que están plenamente conscientes.


El sanador hace una incisión en la piel con un cuchillo corrien-
te y hunde los dedos, y a veces las dos manos, en el cuerpo del
paciente para extraer los tejidos enfermos o el órgano entero.
Una vez que ha extirpado la zona afectada, devuelve el órgano
al interior del cuerpo. Luego, durante unos segundos, ejerce
presión para unir las dos partes de la incisión. Cuando retira las
manos, queda una tenue cicatriz.
Es sorprendente que en el transcurso de la operación, que
nunca se prolonga más allá de uno o dos minutos, casi no haya
sangre; los pacientes sienten muy pocos dolores, y siempre con

87
un cierto retraso. Tampoco se producen infecciones posopera-
torias, cosa que es de todo punto extraordinaria si tenemos en
cuenta que brilla por su ausencia la necesaria higiene.
Estos tipos de cirugía (quizá similares a la que realizaban
hace miles de años los egipcios, los mayas y los incas) siguen
practicándose en muchos lugares, como por ejemplo en Brasil.
En los barrios pobres de Río de Janeiro vi a una mujer, conoci-
da por sus facultades mágico-curativas, hacer incisiones con un
cuchillo viejo en el cuero cabelludo de un paciente que, al pare-
cer, tenía un tumor cerebral. A continuación abrió un orificio en
el hueso del cráneo con un cincel y un martillo de tipo ordina-
rio, para luego hundir sus dedos en la zona enferma del cerebro.
El paciente no sólo estaba perfectamente consciente, sino que
además ayudaba a la mujer manteniendo el cuero cabelludo
apartado de la herida y enjugando la sangre.
El hecho de aliviar el dolor de un paciente que está en esta-
do consciente durante la operación, limitar el flujo de sangre y
acelerar la curación de las heridas después de la operación, ya
no son fenómenos que puedan considerarse mágicos. El doctor
Beranger, cirujano francés, dentista y autor de muchos libros,
ha obtenido los mismos resultados aplicando una técnica que él
llama sofrología, una especie de autohipnosis. (El doctor Be-
ranger fue uno de los primeros franceses que estudiaron las téc-
nicas de autocuración.)
Lo conocí muy bien y trabajé con él en diversas ocasiones.
Una vez me pidió que le ayudara en una operación dental; su
paciente, una mujer, no podía admitir la anestesia porque su co-
razón no hubiera resistido. Utilizando sus técnicas, pude dete-
ner considerablemente el flujo de la sangre, eliminar por com-
pleto el dolor y acelerar el proceso curativo de la paciente.
Ahora bien, los cirujanos psíquicos filipinos no se valen ni
de la hipnosis ni de la sofrología. ¿Cuál es su secreto? Juan
Blance, un sanador cirujano a quien tuve la oportunidad de co-
nocer en uno de mis viajes, acostumbraba hacer incisiones a dis-
tancia y sin tocui" la piel. Se colocaba a menos de medio metro
del paciente y, sirviéndose del dedo extendido de alguno de los
presentes, trazaba una corta línea en el aire. Mientras hacia esto,
aparecía un corte en la piel del paciente. El resto de la operación
proseguía al estilo de los demás sanadores filipinos.

88
Tuve que ver muchas veces con mis propios ojos la técnica
de Juan para poder creer lo que veía. Christian de Corgnol tam-
bién presenció este tipo de cirugía y la describió en su libro Los
sanadores filipinos *. Para él, este fenómeno no era otro que el
de la psicocinesis, mente sobre materia: el uso de los poderes
mentales para afectar o influir en el entorno, o mover objetos
inanimados. Aunque la ciencia aún no ha emitido el veredicto
final sobre la psicocinesis, son muchos los estudios estadísticos
que apuntan hacia su veracidad.

Introducción de los dedos en el cuerpo

Esta técnica quirúrgica con la que Plácido operaba es


mucho más difícil de comprender y ha dado lugar a numerosas
especulaciones. Si nos atenemos a la hipótesis más interesante,
es posible que, gracias a los poderes mentales del sanador, se
produzca una profunda relajación mental y física del paciente
por intensificación de sus ondas alfa, estado que provoca una
alteración momentánea en la estructura de la piel; es entonces
cuando puede atravesarse, incluso con un dedo, sin hacer daño
alguno.

Materialización de los tejidos u órganos enfermos

He visto de cerca un caso en el que el sanador hacía apare-


cer sobre la piel parte de lo que presuntamente era el estómago
del paciente. Por lo que vi, no había posibilidad alguna de que
utilizara un truco. El vientre del paciente se hallaba perfecta-
mente limpio y, un segundo después, parte del estómago estaba
allí encima. Las manos del sanador no estaban manchadas de
sangre, cosa que habría sucedido de haber sido él quien pusiera
el órgano sanguinolento sobre el vientre. Tal vez pueda enten-
derse este fenómeno si aplicamos una lógica distinta de la que
rige nuestras leyes científicas.

* Publicado por Ediciones Martínez Roca, Barcelona, 1979.

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Los sanadores psíquicos filipinos no suelen ser de mucha
ayuda a la hora de explicar estos fenómenos. Cuando se les pre-
gunta dicen siempre:
—Es un don de Dios. Solamente somos médiums que reali-
zan operaciones espirituales.
Y ciertamente, la mayoría de ellos se dedicaron a curar des-
pués de haber tenido sueños y visiones que se referían a una
misión sagrada. En todos los casos, esta llamada de Dios, por
emplear el término que ellos utilizan, les llegó mientras vivían
momentos trágicos. Los pocos que intentan comprender el me-
canismo de los métodos curativos dicen: «Para curar a un pa-
ciente, tenemos que reequilibrar sus energías mentales, físicas y
espirituales.»
Y por último, quisiera hablar de Mauricio X, cuya persona-
lidad me impresionó tanto como lo que ocurre cuando entra en
el estado que le permite hacer uso de sus poderes psíquicos
curativos.
De corta estatura y unos cincuenta años de edad, Mauricio
es un físico brasileño que trabaja para el gobierno y vive en
Brasilia. Con este trabajo mantiene a sus seis hijos. Pero dedica
tres días a la semana, y a veces más, a ir a los hospitales y visi-
tar pacientes en casa, tratándolos gratuitamente con sus poderes
curativos. Tiene fama de curar cánceres, aun cuando ya estén
muy avanzados; su reputación viene respaldada por el Colegio
de Médicos.
Mauricio trata a muchos pacientes a la vez. Estos se acues-
tan uno al lado de otro, en bancos y camas, en una habitación a
oscuras. De los altavoces surge un cántico religioso que, según
sea la elección, puede ser católico, ruso ortodoxo o judío.
—La religión no es importante —dice Mauricio—. En tan-
to hay fe, hay magia.
Describo a continuación una de las sesiones curativas que
presencié.
Mauricio pide a los tres pacientes, echados juntos y de tra-
vés sobre una cama grande, que cierren los ojos, respiren lenta-
mente y relajen el cuerpo. Entonces empieza a recorrer la habi-
tación, respirando cada vez más rápida y profundamente hasta
alcanzar una especie de trance. Y de repente, un rayo silencio-
so, una carga de electricidad estática cruza el techo de la habi-

90
tación y va a dar en la frente de Mauricio, iluminando todo el
cuarto durante un momento. (Él dice que se trata de energía
cósmica con poderes curativos.) Mauricio se toca la cabeza,
como para aliviar un dolor agudo, y se dirige hacia la cabeza del
primer paciente, mientras se frota las manos y respira ruidosa-
mente. A medida que avanza, su cuerpo emite docenas de pe-
queños destellos que recorren la piel. Una vez ha llegado a la
altura de la cabeza del paciente, descarga parte de la energía
cósmica recibida y la dirige hacia el enfermo. Toca distintas
partes de la caí a de éste y las masajea, mientras su cuerpo ente-
ro relumbra con pequeños centelleos. Entonces, una vez más, la
frente de Mauricio es golpeada por un destello cegador que vie-
ne del techo. Mauricio toca el corazón del paciente y todos los
puntos donde están situados los chakras, al tiempo que traspasa
pequeñas chispas de energía desde su cuerpo al del enfermo.
Luego prosigue masajeándole los pies y otras partes del cuerpo.
Finalizado el tratamiento del primer paciente, Mauricio
empieza con el segundo, aplicando la misma técnica que para el
primero. Continúa luego con el tercero. Y durante los veinte
minutos que le lleva curar a los tres, golpean su frente cinco o
seis potentes descargas luminosas que cargan su cuerpo de
energías eléctricas, y que después él libera para traspasarlas al
paciente. En ocasiones los ojos comienzan a despedir un fulgor
verdoso y titilante que crece en intensidad hasta que repentina-
mente explota en silencio y, moviéndose en espiral, gira alrede-
dor de todo su cuerpo antes de romperse en muchos destellos. A
veces, también, todo el cuerpo de Mauricio brilla con cientos de
chispas eléctricas que recorren su piel.
Cuando el tratamiento del tercer paciente acaba, Mauricio
toma un breve descanso, momento en que los pacientes salen de
la habitación, y otros tres entran en ella. Entonces da comienzo
otra sesión curativa de veinte minutos.
Finalmente, con el cuerpo vencido por el cansancio y cu-
bierto de sudor, Mauricio pone fin a las sesiones curativas, que
pueden durar horas enteras. Tiene una quemadura en la frente,
en el punto exacto donde ha sido golpeada por las potentes car-
gas de energía cósmica; la piel está roja e hinchada y un líquido
brota de ella. En su pecho hay dos manchas; también allí la piel
está roja e hinchada, y exuda un líquido; parecen dos dibujos

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grabados a hierro candente. La quemadura de la izquierda se
asemeja a una cruz. La de la derecha recuerda un signo cabalís-
tico que Mauricio no ha podido descifrar. Transcurridas dos
horas, las quemaduras de la frente y del pecho desaparecen len-
tamente, sin dejar señal alguna.
Cuando por primera vez vi la técnica curativa de Mauricio,
sospeché que el físico había inventado un prodigioso sistema
electrónico para conseguir todos aquellos efectos. Le pedí que
me tratara para comprobar bien de cerca lo que hacía.
Diagnosticó que tenía tres ríñones (de hecho, tengo una
malformación en un riñon que se llama desdoblamiento de la
copa superior derecha) y una úlcera incipiente. Me había dicho
que cerrara los ojos, pero hice trampa. Mientras su cabeza esta-
ba sobre la mía, vi que sus ojos empezaban a brillar y que su
piel liberaba, a través de la camisa, una serie de breves destellos
luminosos que golpeaban mi cuerpo sin que yo sintiera nada.
Como era el último paciente, pude quedarme con él y verle
a la luz. Cuando se quitó la camisa para enseñarme las dos que-
maduras del pecho, comprobé que no llevaba ni cables ni nada
que pudiera haber producido los destellos y las chispas que des-
pedían su frente, ojos, pecho, manos y dedos. No pude hallar ni
una sola pmeba que delatara algún truco. Tenía que admitir la
veracidad de lo que había visto.
—El rayo que me golpea es una energía cósmica —explicó
Mauricio—. Por él soy capaz de ver los órganos internos de los
pacientes. Puedo percibir todo lo que está mal. Y puedo curar
utilizando esa energía cósmica, que, al ser la fuerza vital del
cosmos, es una energía curativa.
Para él todo había empezado muchos años atrás, a conse-
cuencia de sufrir un accidente en el que estuvo a punto de per-
der la vida. Comenzó a tener visiones en las que curaba a perso-
nas enfermas con su don. Trató de sanar a una sin saber lo que
hacía y dio resultado: fue golpeado por la fuerza cósmica, hizo
el diagnóstico del paciente y le traspasó las energías curativas;
el enfermo curó.
—Todo sucedía según las visiones —dijo Mauricio—. Des-
de entonces, cuando paso varios días sin curar, me siento mal
interiormente. Sanar me devuelve el equilibrio interno.
Mauricio es un fenómeno por sí solo. Cuando no cura, este

92
hombre alegre adora el buen vino y la buena mesa; en una fies-
ta, se convierte rápidamente en el centro de atención por su gra-
cia para contar anécdotas divertidas y algún que otro chiste ver-
de. Al mismo tiempo, es todo un erudito. Inclinado por su
formación científica a intentar comprender cómo funciona su
técnica curativa, ha leído todo lo que ha podido sobre religión,
filosofía, parapsicología, curación y otros temas de la misma
índole. Antes ferviente católico, ahora es más un creyente en la
espiritualidad.
—Cometí un error en mi vida anterior, que pasé en una de
las Pléyades —me dijo—. A consecuencia de ello, he sido reen-
carnado en la tierra y condenado a curar.
Cuando le pregunté cómo había llegado a esa conclusión,
Mauricio replicó:
— No estoy seguro de nada. Sólo se trata de la explicación
que le doy. Cada día intento aprender más sobre mí mismo
por medio de la meditación. La verdadera meditación no es
para proyectarse fuera del cuerpo, es para proyectarse hacia
dentro. Para descifrar los mensajes contenidos en las células.
Allí es posible encontrar las respuestas a todo; la historia de
Dios y del universo está escrita allí. Esto lo sé seguro porque
hay cosas que he aprendido en mis meditaciones y que más
tarde he encontrado en libros que no había leído nunca. De
modo que, cuando digo que éstas son mis explicaciones, es
porque las he aprendido en la meditación, pero aún no he en-
contrado prueba de ellas ni en los libros, ni en el saber de los
demás.

Adivinación

Mientras exploraba las selvas que quedan al norte de Luzón,


conocí a los apayaos, que son cazadores de cabezas, y viví con
ellos algún tiempo.
Como todos los pueblos de tradición, los apayaos creen que
para evitar la ira de los invisibles hay que consultarles en lo re-
lativo a cualquier decisión o acción de los miembros de la tribu.
Esto lo hacen mediante rituales de adivinación.
El chamán del poblado donde yo vivía hizo una adivina-

93
ción de lo más sorprendente, valiéndose de una técnica para
invocar a los invisibles que yo nunca había visto en ningún
sitio. Necesitaba la ayuda de los espíritus a fin de determinar
cuál era el ritual curativo más indicado para sanar a una ancia-
na enferma.
El chamán llenó con vino y arroz media cáscara de coco
hueca. Estuvo unos diez minutos recitando plegarias al tiempo
que examinaba la superficie del vino, en busca del ritual curati-
vo que debía realizar. Cuando encontró la cura, utilizó otros dos
métodos para que los espíritus le dieran confirmación.
En primer lugar, ató una piedra a una cuerda fina que colga-
ba del techo. Cuando la piedra se quedó quieta, comenzó a enu-
merar todos los rituales curativos que podía celebrar. Al pro-
nunciar el nombre del que había visto en la superficie del vino,
la piedra empezó a girar en movimiento circular.
Para la segunda comprobación, tomó un huevo y lo puso en
el suelo, en equilibrio sobre la punta. Volvió a nombrar todos
los rituales y, para mi sorpresa, el huevo cayó de lado al pro-
nunciar el nombre del ritual que la piedra había confirmado.
Aunque la técnica original de adivinación que el chamán
empleaba es de por sí bastante misteriosa (la superficie del
vino), lo que más me fascina son los dos métodos de confirma-
ción. Examinemos ambos más de cerca.
La primera técnica se valía de una piedra atada a una cuer-
da fina hecha con hojas de palmera entretejidas. La cuerda col-
gaba del techo de la casa ceremonial, donde tuvo lugar la sesión
adivinatoria. La casa no tenía paredes, y el techo era cónico, de
unos cuatro metros y medio de diámetro; lo sostenían cinco
troncos de árbol de unos dos metros de alto. En el centro había
un poste más alto. Los postes laterales y el central estaban cu-
biertos por una estructura hecha de bambú, a la que se fijaba el
techo. La cuerda de adivinación y la piedra iban atadas a una de
estas vigas laterales de bambú. El otro extremo de la cuerda
había sido cortado justo por debajo del nudo. Aunque no pude
comprobar el peso de la piedra, tenía el tamaño de una manza-
na y debía de ser bastante pesada.
Podría sospecharse que el chamán, o cualquier otra persona,
hizo algo, directa o indirectamente, para reiniciar el movimien-
to de la piedra. Pero el chamán no la tocó en ningún momento,

94
y estaba demasiado lejos de ella para poder moverla con su
aliento. Tampoco se hallaba cerca de ninguno de los palos que
sujetaban el techo. Yo estaba en pie, fuera del recinto ceremo-
nial, de modo que pude fácilmente comprobar que no había
nadie en el techo.
Pocas semanas más tarde tuve la suerte de presenciar el mis-
mo rito de adivinación. Esta vez tomé asiento cerca de uno de
los dos postes que sostenían la estructura de bambú de donde
colgaba la cuerda. Estaba totalmente recostado contra el poste.
Cuando la piedra empezó a oscilar, no sentí el menor temblor
en el poste, ni nada que indicara la presencia de alguien más
que, apoyándose en el recinto, imprimiera movimiento a la pie-
dra. Esta comenzó a moverse en círculos en el mismo momen-
to en que el chamán pronunciaba el nombre del ritual que pre-
viamente había detectado en la superficie del vino.
Del mismo modo, por dos veces he visto caer el huevo de
lado, sin que nadie hiciera vibrar el suelo o estuviera lo sufi-
cientemente cerca para provocar su caída. La segunda vez puse
las manos sobre el suelo, para ver si notaba alguna vibración
anormal. No, el huevo caía cuando el chamán pronunciaba el
nombre del ritual que había de realizar.
¿Qué misterioso fenómeno podía imprimir movimiento a
una piedra y tumbar el huevo para indicar al chamán que seguía
el camino apropiado? Al preguntarle, éste sonrió y dijo:
—Llegará un día en que quizá entiendas los verdaderos po-
deres de los espíritus.
Cercano el fin de mi visita, quise hacerme hermano de san-
gre de Kuru, un joven guerrero de la tribu. Informado de mi
intención, el chamán nos dijo que fuéramos a verle los dos al
recinto ceremonial antes del anochecer, donde yo llevaría a
cabo un ritual para requerir el consejo de los invisibles sobre
mi petición.
Cuando llegamos, el chamán sujetaba un pollo vivo. Pidió
que nos sentáramos y, agachándose en el suelo, acarició al pollo
y recitó algunas invocaciones. Luego, decapitó al animal con
un cuchillo y lanzó al aire algunas plumas, observando la posi-
ción que tomaban al caer sobre el suelo. Después, abriendo el
cuerpo del ave, examinó meticulosamente la vesícula y el híga-
do. Cuando hubo terminado, anunció:

95
—El momento más propicio será dentro de tres días. ¡Eso es
lo que han dicho los augurios!
Como ya he mencionado, los pueblos de tradición creen que
los invisibles expresan a veces su opinión sobre las decisiones
que van a tomarse sin que nadie los haya invocado a través de
un ritual. Por eso los pueblos de tradición observan atentamen-
te la naturaleza, en busca de señales que puedan interpretarse
como buenos o malos presagios; puede ser el movimiento es-
pontáneo de una piedra al paso de un hombre, o el encuentro
con ciertos pájaros, serpientes, lagartos, o bien el grito de deter-
minados animales. Si un guerrero apayao, por ejemplo, ve un
pájaro azul que vuela de este a oeste, es señal de que la caza
será un completo desastre. Y si al emprender un largo trayecto,
ve venir un lagarto hacia él, interrumpirá el viaje y volverá a
casa. Un dayak de Borneo dejará cualquier cosa que esté ha-
ciendo si frente a él ve volar un mirlo en dirección Norte Sur.
Para la mayoría de los asiáticos, es señal de mala suerte o de
peligro que la salamanquesa no grite siete veces consecutivas.
Los gitanos consideran que ver un sapo mientras uno está pen-
sando en hacer un cosa concreta, es señal de que debe hacerse
aquello que se pensaba.
Si el lector cree que interpretar estos acontecimientos natu-
rales como presagios es algo que sólo los pueblos de tradición
practican, reparemos en la cantidad de personas que evitan
pasar por debajo de una escalera y que piensan que si un gato
negro se cruza en el camino es señal de mala suerte.
La adivinación ¿es una realidad?
Aquí la cuestión no es si determinada sesión adivinatoria es
genuina o no, sino si la adivinación como tal es posible. Para
responder a la pregunta, debemos darnos cuenta de que el arte de
la adivinación tiene que ver con numerosas realidades distintas.
Comencemos por el fenómeno de la clarividencia. La clari-
videncia no se inscribe en ningún sistema religioso de creen-
cias, ni requiere el concurso de la fe para que dé resultado. Tal
vez surte efecto porque todos disponemos de cierta habilidad
mental, que hasta hoy la ciencia no ha descubierto, y que nos
permite poseer un grado de conocimiento sobre algunos aspec-
tos del futuro, quizá poniéndonos en contacto con una cons-
ciencia más desarrollada.

96
Cuando pensamos en una persona y ésta nos llama esa mis-
ma noche, o recibimos carta suya poco después, no sería una
simple coincidencia, sino una capacidad humana real para tener
algún conocimiento del futuro. Si llamamos a esto coinciden-
cia, es porque a la mayoría de nosotros estas experiencias nos
suceden raras veces. Ello podría ser debido a que no desarrolla-
mos ni estamos en contacto con esta facultad, frecuentemente
porque carecemos de la fe necesaria para creer en los poderes
de nuestra mente; por tanto, no sabemos aprovechar plenamen-
te la clarividencia, ni ejercerla de continuo, pese a que hay per-
sonas capaces de dominarla por completo, tal como indican
diversos experimentos realizados en el campo de la parapsico-
logía.
La adivinación ritual puede ser sólo un medio, un instru-
mento, para ejercer esta facultad de la mente que da paso a la
clarividencia. O quizá debiéramos considerar la posibilidad de
que verdaderamente haya modos de conectar, utilizando dones
de mediación, con los invisibles o los seres espirituales que
conocen los secretos del mundo y nos los pueden revelar. He
dicho que al llamar a los espíritus, las personas invocan ener-
gías que pasan por el mundo entero. Por medio de su habilidad
para vincularse con estas energías, pueden quizá sintonizarse
con algún tipo de armonía cósmica o universal, de la que todos
nosotros somos parte. Esta armonía, a su vez, nos guía de tal
manera que nuestras acciones no la romperán ni interferirán
con ella.
Esta visión de la realidad de la adivinación sigue siendo
válida en lo que se refiere a los presagios, mientras los conside-
remos herramientas para conectar con la naturaleza.
¿Y qué es la naturaleza sino parte de la armonía cósmica?
Cualquier acción que emprendamos contra ella quedará refleja-
da en la armonía cósmica y la romperá. De modo similar, cual-
quier acción que interfiera o quiebre la armonía cósmica dese-
quilibrará la naturaleza y la pondrá en peligro. Y esto explicaría
por qué nos llegan mensajes de la naturaleza, o presagios, rela-
tivos a algunas de nuestras acciones. Dándonos esos presagios,
la naturaleza intenta protegerse de las acciones que podrían dar
al traste con ella; trata de evitar que pongamos en peligro la ar-
monía cósmica.

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Tal vez el éxito de los pueblos de tradición al emplear los
rituales de adivinación y al interpretar los presagios no sea más
que la medida de su capacidad para estar en sincronización con
la sabiduría de la naturaleza. Y ya que todos los seres humanos
somos parte de ella, es una destreza que todos tenemos necesi-
dad de aprender.

98
IV

EL PUEBLO TUAREG

Fui al desierto del Sáhara por mero accidente. En marzo de


1970 acabé una gira de conferencias, y partí hacia el sur de
Francia en busca de gitanos para hacer una película sobre ellos.
Al comienzo del verano, unos amigos belgas me invitaron a
acompañarles en un viaje de cuatro semanas a Tamanrasset, una
pequeña ciudad legendaria en la región de las montañas Hog-
gar, en pleno corazón del Sáhara, para que filmara su expedi-
ción. (El Sáhara se extiende desde Libia hasta Mauritania, cru-
za la parte sur de Marruecos y Argelia, y el norte de Níger y
Malí, las montañas Hoggar están al sur de Argelia.)
Aunque la película sobre los gitanos me tenía muy ocupado,
a la semana de que mis amigos hubieran hecho la propuesta, mi
novia Daniéle (que más tarde sería mi primera esposa) y yo nos
encontramos siguiendo a un Land Rover y dos autobuses Volks-
wagen en nuestro utilitario, camino del Sáhara.
Tal vez seguí a mis amigos porque sabía que en ese desier-
to moraba un pueblo enigmático: los tuareg. Estaba impaciente
por conocer a esos nómadas.
En aquel entonces, llegar hasta Tamanrasset con un coche
pequeño y poco resistente era una idea descabellada. Había cer-
ca de dos mil kilómetros de abruptos caminos sin asfaltar que
bajaban de las altas mesetas, atravesaban lagos secos de arena

99
blanda, y trepaban por las montañas llenas de rocas. Al final, a
unos quinientos kilómetros de nuestro destino, una piedra gran-
de que estaba oculta bajo la arena partió el eje delantero del
coche. Mis amigos aconsejaron que les esperáramos allí hasta
que volvieran con las piezas de recambio.
Aguardar allí era una idea acertada, porque un coche que se
queda solo en el desierto tarda muy poco en ser saqueado y des-
provisto de cualquier cosa que pueda ser de valor. Sin embargo,
cometimos un grave error: en el Sáhara era verano y los amigos
nos dejaron poca agua.
La sed es mucho peor que el hambre. Se piensa obsesiva-
mente en lo fácil que es conseguir agua abriendo un grifo. Se
habla constantemente de bebidas y de bares. La sequedad es tal
que el paladar se desprende y queda pegado a la lengua, la cual
está hinchada y saburrosa, y sabe horriblemente a sal. Se pierde
el apetito y se siente debilidad; las piernas tiemblan al más
mínimo esfuerzo.
Aman imán, «El agua es la vida», dice un viejo proverbio
tuareg. Estos nómadas conocen bien la implacable ley del de-
sierto. Saben que cuando el cuerpo humano pierde agua, empie-
za a consumir la del plasma sanguíneo. Entonces la sangre se
espesa y la circulación es muy dificultosa, incapaz ya de man-
tener la temperatura normal del cuerpo. El corazón tiene que
trabajar mucho más. El cerebro comienza a deshidratarse, pro-
duciendo lesiones irreversibles. Por último, se agota el agua de
los tejidos y se sufren dolorosas convulsiones. Y si en ese mo-
mento la víctima consigue agua, ya es demasiado tarde; sola-
mente prolongará su agonía.
Hasta que llega la muerte, pasan horas enteras de horribles
sufrimientos. Por eso los tuareg, si saben que han alcanzado el
punto en que nada puede salvarlos, yacen sobre la arena calien-
te con el cuello vuelto hacia el sol abrasador. La sangre caliente
empieza a hervir y, cuando llega al cerebro, produce una muer-
te instantánea y tranquila.
Daniéle y yo pensábamos en esto durante la espera. Y con-
fiábamos en no vernos obligados a hacer lo mismo.
Mientras aguardábamos, descubrí que el Sáhara juega con
la mente humana. A veces el ruido de un automóvil nos daba
fuerzas para salir del coche y esperar..., hasta que nos dábamos

100
cuenta de que el ruido eran los granos de arena movidos por la
brisa caliente. A veces, la visión de una densa polvareda en la
lejanía nos hacía pensar que venía un coche..., pero pronto des-
cubríamos que era un remolino de viento absorbiendo polvo y
lanzándolo al aire. Vimos lo que nos parecieron camelleros y
salimos del coche a toda prisa, alzando tanto como pudimos las
manos temblorosas para que nos vieran..., pero luego, cuando el
sol cesó en su brutalidad, nos dimos cuenta de que allí sólo
había piedras, algo más grandes de lo normal, pero piedras al
fin y al cabo, que por efecto del calor parecían ondularse contra
el horizonte deformado.
Al tercer día creímos ver a lo lejos un tuareg a lomos de un
camello blanco. Pero esta imagen temblorosa desapareció
pronto.
—¿Has visto eso? —susurré.
Daniéle asintió.
—Lo que pasa es que... ¡tenemos alucinaciones! —conti-
nué—. Me pregunto hasta cuándo podremos resistir.
Y cerramos los ojos.
De repente, sintiendo que me observaban, los abrí. A pocos
centímetros de la ventanilla abierta del coche, vi una cara ocul-
ta por un velo. Era un muchacho. Casi me quedo sin respira-
ción. Sus ojos grandes y oscuros contrastaban con la palidez de
la piel. Segundos más tarde, giró sobre sí mismo y desapareció
sin más en la luminosidad del desierto. Daniéle y yo nos mira-
mos y volvimos a entornar los ojos para apresar nuestra última
esperanza de supervivencia.
Pocos minutos después oímos un ruido. El adolescente con
velo estaba allí de nuevo, esta vez con media sandía en las
manos. La tendió hacia nosotros. El muchacho estaba tan calla-
do que no nos atrevíamos a hablar, como si nuestras palabras
pudieran espantar la realidad de lo que nos estaba pasando. En
silencio le di nuestra última porción de comida, una galleta. Sus
ojos sonrieron. Luego dio la vuelta y se alejó lentamente, la lar-
ga túnica azul ondeando a cada paso. Cuando hubo recorrido
unos cuantos metros se detuvo y volvió a miramos, alzando con
lentitud una mano para despedirse. Sin esperar respuesta, giró y
desapareció rápidamente en un espejismo de agua. La silueta se
hizo transparente.

101
Pero la media sandía que estaba en mis manos atestiguaba
que el principito de Saint-Exupéry había reaparecido en el de-
sierto del Sáhara, esta vez con cara de tuareg.
Al día siguiente vino a recogernos un Land Rover enviado
por nuestros amigos. Con el coche a remolque llegamos a Ta-
manrasset, donde nos enteramos de que las piezas de recambio
tardarían uno o dos meses.
Antes de lo previsto, nuestros amigos tuvieron que volver a
Bélgica. Pocos días más tarde conocí a un joven, Eric S., y a su
hermana, quienes nos contaron su historia. Cuando el padre de
ambos murió, habían vaciado la casa, adquirido un Land Rover
y emprendido el camino de África en busca de felicidad. Pero la
felicidad no florece en las carreteras africanas si no está en el
corazón. Ahora, dos meses después, querían volver a casa. Eric
seguía sin ser feliz, pero había accedido a quedarse en Taman-
rasset mientras su hermana proseguía un ciffaire amoroso con
un sahariano.
Allí estábamos, con un coche estropeado y con ganas de
explorar la región de Hoggar y conocer a los tuareg, mientras
que Eric, aburrido de la vida y con un vehículo recién estrena-
do, mataba el tiempo a la espera de su hermana. Tardé dos días
en abrirme paso a través de la soledad de Eric y otro día más en
lograr que consintiera hacer de conductor durante diez días.
Para comprender quiénes son los tuareg y por qué se han
visto forzados a conservar operativas ciertas facultades psíqui-
cas, es importante captar las imágenes del entorno donde viven;
se trata de una inmensidad que inspira temor, un vasto vacío
horizontal de belleza sobrecogedora e insondables abismos ce-
lestes que jamás dejan de impresionarme.
El desierto del Sáhara es un estado mental. Todos los seres
minerales del desierto se mueven con el sol y cambian de apa-
riencia. Detrás de cada imagen que tiembla por efecto del calor,
aparecen las ilusiones. Hay que forzar la mirada ante la cons-
tante irrealidad. Aquí y allá se ve lo que parecen capas de agua
flotando por encima del esqueleto de los camellos, las cabras,
las gacelas y, a veces, por encima del cadáver reseco de un ave
que, agotada por el vuelo de la migración, tomó tierra para des-
cansar y ya no pudo remontar de nuevo. Con una temperatura
de más de 50 °C, el terreno parece convertirse en agua. Debajo

102
de cada duna, de cada arbusto, hay una imagen invertida que
ondea como si fuera el reflejo del mismo objeto sobre el agua.
A medida que uno se aproxima, el agua se retira y deja sólo una
estela de desolación.
A veces el espejismo no es un mero efecto óptico. Puede
ser la fantasmagórica representación de objetos o paisajes rea-
les que están a cientos de kilómetros de distancia. Este panora-
ma queda reflejado en las capas calientes más altas y luego se
proyecta en las capas bajas, que flotan a un metro o metro y
medio del suelo. Ilusiones en una tierra de angustia y misterio,
los espejismos siempre han transmitido una atmósfera de inse-
guridad.
Rodeando la región de las montañas Hoggar hay vastas ex-
tensiones de arena, mares de arena de infinita movilidad sobre
los que la naturaleza estremecida ha dejado su huella. Es una
arena polvorienta, tan fina como la piel de una mujer, tan líqui-
da como las ciénagas y los lodazales, y en ocasiones tan mortal
e intransitable como las arenas movedizas. Grandes espacios de
enormes olas de arena. Castillos de viento. Lomas donde no se
detienen las nubes. Los colores claman en el silencio; la paleta
del desierto es rica: rosáceos al amanecer, amarillos por la ma-
ñana, blancos y descoloridos al mediodía, marrones y rojos al
ponerse el sol. Las dunas son de una arena tan liviana que,
cuando sopla el siroco, desaparecen con la tormenta dunas ente-
ras, para aparecer reconstruidas kilómetros más allá.
Pronto las grandes extensiones de dunas dieron paso a pila-
res de piedra, basaltos, mesetas elevadas, viejos testigos de una
antigua actividad volcánica. Es un paisaje quebrado que parece
haber estado allí desde los orígenes del universo y que podría
reflejar cómo será el fin del mundo. Guarda el recuerdo del
tiempo en que el agua y el fuego pugnaban por construir la tierra,
cuando la tierra se hizo infierno en el espacio-tiempo de la eter-
nidad. Todo está pintado con colores apagados. Las siniestras
masas rocosas dan sensación de querer partir el cielo.
Si el agua, que tiempo ha elaboró estas formas, hoy ha desa-
parecido, el viento ha tomado su lugar y se ocupa de erosionar
las atormentadas figuras. Acarrea arena consigo y lima, muerde
y roe con una lentitud infinita. Por la noche, la erosión prosigue:
es la diferencia de temperaturas entre el día y la noche. Las pie-

103
dras estallan, crujen, se desintegran y allí quedan, afiladas como
si de garras mortíferas se tratara.
Y cuando el sol va subiendo, cada vez más alto, una corrien-
te de calor baña la atmósfera reseca. La vida es un aliento de
fuego; el suelo, cenizas sin apagar.
Entonces vienen los marrones y rojos del Hoggar, monta-
ñas secas y rocosas, picos parecidos a los del Monument
Valley de Estados Unidos, pero mucho más macizos y más
altos. Las rocas se alzan hacia el cielo, garras gigantes que
encrespan a las nubes, las crestas dibujadas contra el horizon-
te. Catedrales de piedra y órganos gigantes labrados para los
dioses. Valles que parten en dos los altiplanos, inmensas
cúpulas de granito. Hay formaciones que semejan gigantes-
cos libros fosilizados con páginas que parecen querer des-
prenderse de la vieja era. Hay flores monstruosas y bosques
de roca. Hay dólmenes y fieros picos volcánicos. Es un caos
indescriptible de peñas negras, marrones y rojas, de lágrimas
solidificadas, de escupitajos de lava, de babas térreas, un pai-
saje alucinado por su fiebre interior. Y la montaña Atakor,
con sus 3.000 metros, ¿es una plegaria hecha de piedra o es
un clamor divino?
Cuando baja el sol, devolviendo los colores a la tierra de las
rocas, una gran armonía desciende sobre ella. Brotan las som-
bras de las superficies lisas y penetran en todo, en todas partes.
El cielo, ahora azul ultramar, parece todavía más infinito. Las
dunas cobran el color del oro y sus sombras semejan órganos
femeninos abiertos hacia el sol poniente.
El espectáculo del sacrificio solar es tan grandioso que en
el corazón se despierta un poderoso deseo de bañarse, de
sumergirse en el frenesí de la luz agonizante. La bola roja del
sol se clava en el vacío horizontal. Luego, lenta y majestuosa-
mente, desaparece tras el horizonte; pero el cielo aún retiene
por un momento el mensaje del día, un rosado telón de fondo
ante el que se despliegan banderolas amarillas y rojas, como
si la gran exhibición fuera necesaria para asegurar el retorno
del sol.
Con la llegada de la noche, la inmovilidad de estas piedras,
rocas y arenas aparentemente muertas es aún más mágica. Y,
con la mirada puesta en el desierto que se extiende ante mí y

104
desaparece por el oeste, adonde nadie va y de donde nadie vie-
ne, me pregunto qué embriagadores secretos guarda todavía
esta movilidad apacible y cruel.
En verano, cuando cae la noche, el aire es fresco; en invier-
no, helado. El Sáhara es una tierra fría con un sol ardiente.
Pero más sobrecogedor aún es estar rodeado de estrellas. Su
dibujo luminiscente y mágico cubre el cielo entero, desde un
horizonte hasta el otro. Parecen estar tan próximas que para
acariciarlas bastaría con alargar la mano. Cuando nos acosta-
mos en el suelo, tenemos la sensación de que nuestros cuerpos
son atraídos hacia el profundo azul fosforescente que separa las
estrellas.
Y sólo rompe el silencio el latido del corazón, que llena el
inmenso vacío. Hay un dicho tuareg: «Con el desierto ante ti no
digas ¡qué silencio!, sino di: no oigo.»

En este desierto mágico, donde la vida parece ser una enfer-


medad larga y terminal, viven los tuareg, una gente que siempre
aparece de pronto, que da la sensación de pertenecer a un mun-
do que no es el nuestro. Son los señores de este universo de deso-
lación, arena y piedras. Uno no sabe si su reino es la soledad
o son estos espacios de otros tiempos donde todo puede «ser» o
todo puede ser nuevo. Se cubren el rostro con larguísimos velos
azules o blancos, por los que sólo asoman unos ojos taladrantes.
Anteriormente saqueadores, guerreros aún, siempre llenaron de
misterio nuestros sueños.
Se les llama hombres azules del Sáhara porque sus ropas
están teñidas de un índigo oscuro, que destiñe con facilidad e
impregna la piel. La piel queda así bien protegida contra el aire
seco, ya que el tinte impide que la humedad se evapore.
Los tuareg viven bajo un sistema feudal. Hay nobles que
han sometido a las tribus vasallas; los dos grupos tienen sir-
vientes. Son de raza caucásica. Los eruditos les consideran par-
te del grupo étnico bereber. (Los miembros de un grupo étnico
tienen en común la raza, la lengua y la cultura.) Sin embargo,
nadie sabe a ciencia cierta quiénes son los bereberes o de dón-
de vienen. En cuanto a los mismos tuareg, si nos atenemos a
una de sus leyendas, proceden de una tierra que estaba en medio

105
del océano Atlántico. Sus antepasados acostumbraban remontar
navegando la costa africana hasta el Sáhara, donde vendían,
intercambiaban y compraban mercancías. Un día su tierra desa-
pareció bajo las aguas. Los tuareg de hoy en día afirman ser los
descendientes de aquellos que estaban comerciando en el Sáha-
ra cuando ocurrió la catástrofe.
Los tuareg cruzan el Sáhara de parte a parte, desde el Hog-
gar hasta el desierto de Libia, el norte de Níger, y hasta Tom-
bouctou, en Malí. No es fácil aproximarse a los guerreros, por-
que son nobles. De modo que, mientras agualdábamos en
Tamanrasset, Daniéle y yo habíamos pasado muchos ratos con
tuareg sedentarios para enterarnos de sus costumbres y apren-
der su lengua, que se llama tamahaq. Así aprendimos unas
cuantas cosas sobre el complicado ritual de salutación y sobre
cómo salir airosos en el primer contacto con los nómadas.
En el primer campamento tuareg que encontramos en la
región de Hoggar, celebraron un ritual de adivinación sorpren-
dente. El campamento, enclavado en la arena blanda del cauce
seco de un río, o oued, estaba compuesto de seis tiendas situa-
das a bastante distancia unas de otras. Una tienda tuareg con-
siste en un gran baldaquín confeccionado con treinta o más pie-
les de animales que se afeitan y se cosen, con un poste central
que sujeta el baldaquín. La entrada está justo en la dirección
contraria al viento.
Detuvimos el coche a unos cientos de metros del campa-
mento. Cubrí mi cara con un velo a la manera de los hombres
tuareg, y dejando a Daniéle y a Eric en el coche, me encaminé
lentamente hacia el grupo de tiendas. Mientras me acercaba,
comencé a oír los ruidos familiares de una rutina cotidiana;
soplaba un vientecillo suave y hasta mí llegaban las risas de los
niños, los balidos de las cabras, los gritos de los camellos, los
ladridos de los perros.
Cuando estaba a unos cincuenta metros del campamento, vi
a un tuareg salir de una tienda y mirarme con fijeza. Yo seguía
acercándome, y él comenzó a caminar hacia mí, pausadamente,
sin quitarme la vista de encima. Flotaba tras él la túnica azul
oscuro, larga hasta los tobillos, y el velo se arremolinaba batido
por el viento. Con cada paso se oía el tintineo de los amuletos
que colgaban de su cuello.

106
Seguíamos mirándonos fijamente cuando el tuareg paró a
un metro de mí. Los párpados ennegrecidos le daban un aspec-
to terrible. (Los tuareg se ennegrecen los páipados con kohl, un
polvo oscuro que protege a los ojos de las moscas.) Yo también
me detuve, paralizado.
—Ma t toulid? (¿Cómo está usted?) —dijo, sus ojos escru-
tadores penetrando en mi mirada.
—Elrer ras! (¡Sólo con el bien!) —respondí, sabiendo que
debía contestar a todas sus preguntas con estas dos palabras.
—Ma d'oidan eddounet ennek? (¿Cómo están los de su
familia?)
—Elrer ras!
—Ma t toulid d asekel? (¿Cómo ha ido el viaje?)
—Elrer ras!
—Ma t toulid d oudouh? (¿Está cansado?)
La letanía de preguntas continuó durante un minuto.
Cuando acabó, yo dije una vez más «Elrer ras!» y después
«Táñemerd!» (gracias). Me llegó después el turno de hacer el
mismo ritual de preguntas mientras él seguía mirándome fija-
mente, intentando leer en mi pensamiento para saber si yo era
amigo o enemigo. Un nómada debe decidir entre ambas cosas
antes de aceptar a un visitante en el campamento. Puede ser
una cuestión de vida o muerte, no solamente para él, sino
para su familia y para todo el grupo de personas que acampan
juntas.
Terminé la serie de preguntas que me correspondía hacer,
pero el hombre seguía sin tender la mano para saludar. En lugar
de eso, comenzó de nuevo con la letanía, al parecer todavía
insatisfecho con su primera impresión sobre mí. En ocasiones,
esto puede repetirse hasta cinco y seis veces.
De pronto ofreció su mano azulada y dijo que su nombre era
Brahim. Puse mi mano abierta contra la suya, palma con palma,
y nuestras manos subieron acariciándose hasta la punta de los
dedos. Este es el saludo tuareg.
Mezclando el francés con el tamahaq, dijo:
—Bebamos té juntos. Conocerá a mi familia.
Según las leyes de la hospitalidad tuareg, la ceremonia del
té es la puerta abierta a la amistad.

107
Estábamos sentados con Brahim delante de su tienda, cerca
de una pequeña hoguera, viéndole preparar la tradicional cere-
monia del té. Junto a nosotros estaba Zora, su esposa, con un
bebé en las faldas y sus otros dos hijos.
Siguiendo la tradición tuareg, Zora no llevaba velo. Era her-
mosa, peinada con decenas de trencitas, la piel clara y ligera-
mente azulada, una boca de forma perfecta, delicada la nariz.
Mientras atendía a nuestra conversación, estiró con suavidad la
nariz del pequeño para acentuar la delgadez de su forma; los
tuareg consideran que es representación de la belleza perfecta.
Luego, con una mano, masajeó el cráneo del bebé para alargar-
lo, vieja costumbre que ya practicaban corrientemente los anti-
guos egipcios y que perdura hoy sobre todo entre los peulh y
algunas tribus massai.
En el suelo, frente a Brahim, había una caja de madera de-
corada llena de hojas frescas de té verde, y una gran bandeja de
cobre con un trozo de azúcar de más o menos un kilo de peso,
que tenía forma ovalada; sobre la bandeja reposaban además
unos pequeños vasos de té, un vaso grande, una tetera de cobre
y un puñado de hojas de menta.
Brahim echó una pizca de té en la tetera. Tomó una olla de
las brasas donde se calentaba y vertió agua hirviendo en la tete-
ra. Con el fondo grueso de un vaso, rompió un trozo de azúcar
y lo partió en pequeños pedacitos, que añadió a la tetera. Lue-
go, sosteniéndola en alto, a medio metro del vaso grande, vertió
lentamente la humeante bebida, que al caer contra el fondo del
vaso formaba espuma en la superficie del líquido. Cuando la
tetera quedó vacía, volvió a llenarla del vaso grande para que el
azúcar se mezclara a la perfección con el té.
Después de repetir esta operación cuatro o cinco veces, sir-
vió un poco de la dorada bebida en uno de los vasitos, con la
tetera todavía en alto. Luego agarró el vasito casi con unción,
miró con detenimiento el color del té y, sin descubrirse el rostro,
introdujo la mano y el vaso por debajo del velo, olió la bebida y
la sorbió ruidosamente y con pasmosa rapidez, manteniendo el
líquido unos segundos en la boca para saborearlo a conciencia.
Tras hacer varios gestos de asentimiento, empezó a servir el té a
los demás, siempre con la tetera en alto. Había medido a la per-
fección: todos los vasos estaban llenos, y la tetera estaba vacía.

108
Emulando a Brahim y a su familia, alcé el vaso hasta los
labios ocultos por el velo, susurré un «Bismillah» (Por la gracia
de Alá), y sorbí a mi vez ruidosamente el té, que al ser de pri-
mera infusión tenía un sabor amargo. Y comenzamos a charlar
en francés, lengua que Brahim hablaba con fluidez. (Todo el
Sáhara y los países al norte y sur de él fueron colonias france-
sas durante largo tiempo. Sin embargo, no todos los nómadas
hablan francés.)
Cuando los vasos estuvieron vacíos, empezó la segunda de
las tres rondas que componen la ceremonia. Agregando más
azúcar a la tetera, pero conservando las hojas de té que había
empleado la primera vez (y que guardaría hasta el final),
Brahim repitió la operación anterior y nos sirvió un vaso de té a
cada uno. Éste era más ligero y más dulce. En la tercera ronda,
añadió aún más azúcar y algunas hojas de menta. Según la tra-
dición tuareg, los invitados varones no tienen derecho a rehusar
ningún vaso de té; las mujeres pueden, si quieren, saltarse la
primera ronda, ya que suele ser amarga. Los niños beben té de
la cuarta ronda, que es más insípido y está muy azucarado.
El calor había empezado a ceder y el campamento volvió a
cobrar vida. De una tienda salió una joven con un odre de piel
de cabra lleno de leche. Lo ató a un trípode de madera y comen-
zó a agitarlo para batir la leche y hacer mantequilla primero y
después queso. Un poco más allá, los sirvientes trituraban mijo
en sólidos morteros de madera. Por todas partes había niños
jugando a ver quién chillaba más.
Brahim dijo que podíamos quedarnos con ellos varios días,
y nos dio permiso para instalar nuestra tienda en el oued. Lue-
go salió del campamento para buscar leña. Zora y los dos niños,
acompañados por dos sirvientes, subieron hasta el pozo por
agua.
Sacamos del coche la tienda y la comida. Orgullosos como
estábamos por la buena acogida que Brahim y su familia nos
habían dispensado, instalamos la tienda muy cerca de la suya.
Pero cuando Brahim volvió de buscar leña, no pareció alegrarse.
—¿Ocurre algo malo? —pregunté.
—Tenemos un dicho —respondió Brahim—. Las tiendas
separadas unen los corazones.
Trasladamos la tienda más lejos.

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De vuelta en la tienda de Brahim, Zora empezó a tocar el
iitizad. Es un instrumento parecido al violín, con sólo dos cuer-
das, que también se toca con arco. Está hecho con la mitad de
una calabaza vacía, cubierta con una piel estirada de cabra o
de lagarto. La música de Zora convocó a una pequeña multitud.
El imz.ad es el más importante de los instrumentos musica-
les de los tuareg, y en torno a él han creado todo un culto. Para
los tuareg es como para las tribus gitanas el violín. Las mujeres
lo tocan con tanta destreza que son capaces de expresar dolor,
esperanza, la más íntima de las alegrías, sus amores secretos o
declarados. Son capaces de suplicar y de castigar.
El sonido melodioso del imzad suele ir acompañado de can-
ciones o poemas improvisados que el músico o cualquier otra
persona de la reunión canta o recita. Cualquier cosa, cada cosa
les inspira; el interminable crepúsculo color de corzo joven; los
brillos de la noche; el humo ascendente que acaricia las estre-
llas antes de besar la luna; la mirada áurea de una gacela solita-
ria que, avistada en el camino del pozo, clama de amor.
La poesía es parte de la educación de los tuareg; una parte
que pronto se convierte en necesidad. En ella encuentran un
lenguaje repleto de visiones y de imágenes. Su poesía, como su
música, es melancólica, y casi siempre versa sobre el amor.
Porque el amor para ellos es lo más importante de la vida. Y lo
cierto es que, además de las tareas cotidianas y de ver cómo
pasa el tiempo, la ocupación favorita del día es la de meditar
sobre la música, componer poemas que les harán célebres en
los tindi, o reuniones musicales y poéticas.
Una cosa que me fascina es la aparente contradicción en que
viven los hombres tuareg. Son bravos guerreros, siempre dis-
puestos a empuñar la tabouka —una espada mortífera— para
proteger su territorio o a su gente, o para alejar de sus amadas a
posibles pretendientes, y pese a ello, la única manera que tienen
de seducir a las mujeres es con la poesía. Al llevar velo, los
hombres no pueden confiar en su atractivo físico; en su lugar,
deben poner al descubierto la belleza de su alma y de su cora-
zón. Esto suele, acaecer avanzada la noche y se llama alial.
Aunque no posee la calidad artística de los tindi, el ahal
también es una reunión musical, literaria y poética, pero tiene
un carácter licencioso. Organizada siempre por las mujeres, es

110
una reunión donde sólo acuden los solteros con el fin de seducir
y hacer el amor. Se considera soltero a cualquier persona que
esté libre del vínculo marital.
Para organizar un ahal basta con que haya unas pocas muje-
res solteras en el campamento. Entre todas nombran a una pre-
sidenta cuyo papel es el de hacer respetar las reglas. También
hace de árbitro cuando surge una pelea entre dos pretendientes
celosos, ya que la libertad de las mujeres para elegir amante a
veces da rienda suelta a sentimientos guerreros entre los riva-
les; el asunto puede acabar en un duelo a espadas.
El acontecimiento empieza con música. El sonido quejum-
broso del imzad y los sonoros golpes de tambor se deslizan por
las arenas; son los mensajeros de las mujeres que llaman al
amor. Y de los campamentos vecinos, o desde los más lejanos
—en ocasiones a cien kilómetros de distancia—, viajando a
lomos de camello o de burro, o a pie, los hombres, vestidos con
sus mejores túnicas y seguidos por la fragancia excesivamente
fuerte de sus perfumes, se apresuran para ser los primeros en
descubrir la belleza de las mujeres que les están aguardando,
para ser los primeros en cortejarlas y seducirlas.
Rodeadas de hombres, las mujeres, con el rostro maquilla-
do, están sentadas en círculo. Una toma un imzad y empieza a
tocarlo con mucha lentitud en busca de inspiración..., luego con
más rapidez y más diestramente a medida que va recordando las
rimas de un poema que ha compuesto en la hora de la siesta.
Una muchacha joven toma un tambor, lo golpea, acaricia la ter-
sa piel y comienza a cantar unas estrofas acompañada por las
voces de los hombres, que marcan el ritmo con fuerza... y aca-
ban suavemente.
Los gritos de júbilo de los presentes señalan el final de la
canción. Uno cuenta un chiste. Ríe una mujer. Un hombre can-
ta acompañándose con redobles de tambor.
Las posiciones han ido cambiando. Los hombres han empe-
zado a colarse entre las mujeres. Tres de ellos están alrededor
de la más hermosa, mientras un cuarto, abrazado a su espalda,
le susurra versos al oído. Ella estalla en risas, y esto parece mo-
lestar a los otros pretendientes, uno de los cuales, muy celoso,
recuerda en voz alta ciertos detalles desagradables de la vida
del rival, con la esperanza de desacreditarlo.

111
Pero estos duelos verbales, donde se dicen los peores insul-
tos y se intercambian las peores acusaciones, deben estar regi-
dos por una extraordinaria caballerosidad. Los adversarios sólo
pueden replicar con buen talante, sin refriegas ni disputas de
verdad; es muy raro que estos duelos alienten el rencor. Ésas
son las reglas del ahal, y la presidenta tiene derecho a expulsar
a quien no sea capaz de discutir con dignidad o utilice un len-
guaje grosero.
Lentamente, una atmósfera de sensualidad se apodera de los
concurrentes. Hombres y mujeres se arriman amorosos, mirán-
dose a los ojos. Manos y pies buscan manos, buscan piernas. Se
acarician los pechos, otras partes íntimas. Una mujer hace gemir
el imzad. Alguien inventa un ritmo en el tambor. Uno bromea.
Otro lanza picantes indirectas.
Es frecuente que cuando un hombre cree que la mujer ele-
gida comparte sus cálidos sentimientos, continúe cortejándola
mientras mira a otra mujer; lo hace para evitar la reacción celo-
sa de cualquier posible rival.
Vuelve a sonar un imzad. Al principio lanza un grito incier-
to, luego la melodía va tomando forma y el grito se convierte en
un suspiro. La voz de una muchacha canta:

No quiero que él vea mis lágrimas


ni sepa cuánto le amo;
aunque en el ahal tiemble como una gacela
y mis manos dejen caer el imzad.
Esperaré hasta que, como el cazador tras de la presa,
al fin me descubra.
Pero ¿por qué no vienes bajo mi tienda ?
Encontrarás, para calentarnos,
un corazón que arde por ti
igual que la arena arde bajo el sol...

De repente se hace el silencio. Incapaz de ocultar su pasión,


:
una pareja nueva va en busca de la oscuridad. Allí, fuera de la
vista, juntos respirarán lentamente, nariz contra nariz —es el
r beso tuareg— y luego más rápido..., hasta quedar maravillosa-
mente embriagados de amor.
Se comparten confidencias. Los párpados se abaten furtiva-

112
mente. Las sonrisas dejan al descubierto dientes blancos y
labios henchidos de deseo. Hay más risas, más voces que piden
que suene la voz del imzad. Una mujer sonríe y accede a tocar.
Los hombres hacen preguntas a las mujeres; son preguntas
como un susurro porque no quieren ser indiscretos. No son así
los tuareg.
—De los dos, ¿a quién prefieres, Lila?
—¿Quién es el más guapo, el más valiente?
Una mujer cierra los ojos al sentir que desde lo más hondo
del corazón sube una voz que quiere contar una historia; ella la
traduce en música, en un lánguido encantamiento. Su canto
tenue es perturbado sólo por los murmullos y las caricias con-
sentidas. El brillo de las brasas empieza a apagarse y al poco,
mueren. A nadie le importa. Se absorben los olores del amado.
Los que todavía están solos, o aquellos para quienes aún no hay
nada seguro, queman las últimas naves de la seducción. Tal vez
estarán hablando del amor que hay entre una piedra y una plan-
ta del desierto; porque las piedras y las plantas, y todos los habi-
tantes del desierto que parecen estar muertos, tienen corazón,
historia, un amor no correspondido, una felicidad que merece
anunciarse. Y además, ahora, en el ahal, puede oírse el corazón
de todas las cosas: late tan fuerte como el propio corazón...
cuando los dedos se tocan y se aprietan, cuando se intercambian
caricias, cuando uno siente un deseo tan intenso de darse que el
cuerpo entero tiembla.
Los corazones laten ardientes y las manos graban mensajes
sobre otra piel. Hay un lenguaje de signos para los amantes, un
susurro físico en silencio. Palma contra palma, los dedos entre-
lazados, con el pulgar oprimiendo el pulgar, significa «Te deseo
muchísimo». Dibujar un círculo sobre la piel y apretar su cen-
tro con el dedo índice es para pedir un encuentro sexual. Si el
índice del otro responde dibujando una línea desde la muñeca
hasta la punta de los dedos, la respuesta es no. Pero si sobre esa
misma línea, y después de una ligera vacilación —que siempre
hace latir más rápido el corazón del pretendiente—, se dibuja
otra línea en dirección perpendicular-, haciendo así una cruz, eso
es como una ardiente caricia, una nueva comunión de los alien-
tos, el contacto primordial con la piel del otro, una oleada de
calor que arranca desde los genitales. Significa «Ve con tus

113
amigos y vuelve a reunirte conmigo dentro de un rato, en el
sitio que describiré en la próxima canción». Y en la hondonada
de una duna, o en el suave lecho del oued, el perfume del amor
se mezclará con el olor de la arena caliente...
Así pues, desde la pubertad hasta el matrimonio, chicos y
chicas pueden tener tantos amantes como deseen. Pero después
ya no. (Al parecer, nosotros hacemos justo al contrario.) Y
cuantos más amantes tenga una mujer, más solicitada estará,
quizá por su conocimiento en el área de la gimnasia sexual.
Gracias a esa libertad sexual, los hombres y las mujeres tienen
oportunidad de probar cuantas parejas quieran, hasta que hacen
la elección definitiva.
Cabría pensar que tal libertad sexual produce numerosos
embarazos no deseados. Nada más lejos de la realidad. El con-
trol de la natalidad es necesario para la supervivencia de los
tuareg. Las mujeres toman una planta sahariana para mantener
estable la población. La infusión mensual de esta planta inicia
un período menstrual que de lo contrario habría sido interrum-
pido por la ovulación. Algunas tribus indias norteamericanas
utilizan técnicas naturales similares, que también siguen usán-
dose en las selvas asiáticas y allí donde los pueblos necesitan
limitar los nacimientos.

A la noche siguiente, cuando estábamos a punto de dar por


terminada la cena que todos habíamos compartido alrededor de
la hoguera, frente a la tienda de Brahim, llegó al campamento
un camellero.
—¡Ha llegado el taleb\ —dijo Brahim yendo a saludarlo.
El taleb es un personaje respetado, un hombre de conoci-
miento y sabiduría. Según la necesidad, sirve de chamán, de
curandero o de simple consejero. Hace talismanes que contie-
nen papeles llenos de signos mágicos —muchos de ellos caba-
lísticos— y de versos del Corán. Se cree que protegen al posee-
dor contra los malos espíritus y los djeriouns, trasgos que para
los tuareg son el origen de las enfermedades y las desgracias.
A una orden del taleb, el camello se arrodilló sobre las patas
delanteras, suspirando profundamente. Luego, esta vez gritan-
do, encogió las patas traseras; así pudo desmontar el camellero.

114
El taleb desató y quitó la silla de montar, y ordenó a la montu-
ra que se pusiera en pie. Después, dobló una de las patas delan-
teras del camello y la ató, para que el animal 110 pudiera ir
demasiado lejos durante la noche, vagando en busca de comida.
Más tarde, durante la ceremonia del té (a cada comida del
día sigue tradicionalmente una de estas ceremonias), empecé a
preguntar al taleb cosas sobre sus deberes y sus poderes;
Brahim hacía de intérprete.
—¡Un día sabrás! —dijo cortando nuestra conversación.
—¿Cómo? —pregunté
—Tu nombre significa «el que sabe». Aún no eres cons-
ciente de nada, pero cuando llegue ese día lo sabrás.
Bebí un sorbo de té sin responder, incapaz de entender qué
quería decir el taleb. (Debo decir que bastaba pronunciar mi
nombre para que los tuareg me abrieran sus puertas.)
Un rato después, en un lugar cercano al campamento, el
taleb alisó con la mano la superficie de la arena. Luego me en-
señó a hacer marcas sobre ella usando las yemas de los dedos,
unas marcas que semejaban las huellas de un gato.
—¿Cuántas tengo que hacer? —pregunté.
—Tantas como tengas ganas —replicó.
El taleb se inclinó sobre las marcas que yo había hecho en
la arena y las examinó detenidamente. Mientras las descifraba,
una por una, dibujaba unos cuantos signos a su lado y borraba
unas cuantas de mis marcas. Dibujó más signos y borró más
marcas, hasta que la arena quedó cubierta sólo con sus signos.
Entonces comenzó a hablar. Esto es lo que dijo:

Dejaste la tierra donde naciste cuando eras muy pequeño, y


fuiste a otro país, luego a otro. Eres un hombre de tres culturas.
Tu tnadre murió cuando eras niño. Viajas mucho y lo seguirás
haciendo el resto de tus días, porque vas buscando pueblos de
otras tierras para aprender sus conocimientos. Antes de hacerte
hombre, estuviste a punto de morir de una enfermedad. Estu-
viste a punto de morir otra vez hace menos de un año. Ocurrió
en un pequeño país que está en medio del agua..., de agua sala-
da. Uno de tus pies ha sido quemado con algo candente. Agua
hirviendo o tierra hirviente... o algo así. Volverás al Sáhara y
vivirás con nosotros. Harás dibujos y libros sobre nosotros.
Luego darás la vuelta al mundo para contar nuestro modo de

115
vida. Mucha gente conocerá a los tuareg. ¡Oh, oh, oh! Te irás a
otro país más allá de una gran, gran extensión de agua, de agua
salada, y vivirás allí un tiempo. Aywa! [es una expresión de sor-
presa].

Comenzó a reír y, mirando a los otros tuareg que estaban


sentados a nuestro alrededor, les dijo:
—¡Este hombre tendrá cuatro esposas! Aywa!
Más o menos la mitad de los signos que el taleb había dibu-
jado estaban todavía por traducir. Pero esta vez había profundi-
zado demasiado en mi futuro, diciéndome algunas cosas que
aún me niego a contemplar y otras que no quiero ni mencionar.
De modo que lo interrumpí.
—Gracias, taleb —dije—. Pero no quiero saber más de lo
que debe ocurrirme. Prefiero descubrirlo por mí mismo cuando
llegue el momento.
—Lo comprendo —respondió—. Eres sensato.
Sí, me asusté. Con sólo examinar las marcas que había
hecho en la arena, el hombre había dicho cosas sobre mi pasa-
do que eran ciertas y no podía saber de antemano. Las personas
que estaban sentadas a mi alrededor esa noche eran los prime-
ros tuareg que yo conocía. Y no les había dicho ni una palabra
sobre mi vida. Ni siquiera había tenido tiempo.
Ahora que ya han transcurrido veinte años, me veo capaz de
evaluar si lo que había predicho el taleb es acertado. Revisemos
toda la lectura a fin de entender mejor la correlación entre los
hechos de mi vida y lo que el adivino me dijo.
El taleb había dicho: «Dejaste la tierra donde naciste cuan-
do eras muy pequeño, y fuiste a otro país, luego a otro. Eres un
hombre de tres culturas». Yo nací en Checoslovaquia. Por razo-
nes políticas, mis padres dejaron aquel país cuando yo tenía un
año, y marcharon a África. Luego, cuando nú padre enfermó
gravemente, fuimos a Bélgica. De modo que, efectivamente,
soy un hombre de tres culturas diferentes.
También tenía razón cuando dijo que viajo mucho y que
seguiré haciéndolo el resto de mis días. Sin embargo, en aquel
momento yo no tenía idea de que me dedicaría a la búsqueda de
los conocimientos que los pueblos de tradición poseen.
«Antes de hacerte hombre, estuviste a punto de morir de una

116
enfermedad. Estuviste a punto de morir otra vez hace menos de
un año. Ocurrió en un pequeño país que está en medio del
agua..., de agua salada. Uno de tus pies ha sido quemado con
algo candente. Agua hirviendo o tierra hirviente... o algo así.»
Sí, a los diecisiete años estuve al borde de la muerte por una
meningitis. Y menos de un año antes de estar con los tuareg en
aquel campamento, mi pie izquierdo sufrió quemaduras de ter-
cer grado, con azufre hirviendo. Ya que los tuareg no tienen una
palabra que designe el mar, el taleb empleó la expresión «agua
salada» para indicar el océano que baña Nueva Zelanda, donde
ocurrió el accidente. En lugar de utilizar las palabras azufre hir-
viendo, había dicho «agua hirviendo o tierra hirviente», detalle
que es muy interesante. Resulté herido en el pie estando en una
zona volcánica llena de solfataras, donde manaban fuentes de
azufre hirviente mezcladas con charcas de fango, sobre una
traicionera corteza de pizarra. Por tanto, parece que el taleb in-
tentaba traducir de manera verbal imágenes que iba obteniendo,
en vez de extraer su conocimiento directamente de mi memoria,
por cualesquiera que fueran los medios.
«Volverás al Sáhara y vivirás con nosotros. Harás dibujos y
libros sobre nosotros. Luego darás la vuelta al mundo para con-
tar nuestro modo de vida. Mucha gente conocerá a los tuareg.»
En este caso, no había posibilidad de que estuviera utilizan-
do la telepatía o cualquier otra forma de PES, ya que en el mo-
mento de la lectura yo no tenía intención alguna de hacer una
película o escribir libros sobre los tuareg. Estaba obsesionado
con el estudio de los gitanos que llevaba entre manos.
Sin embargo, tras aquella primera experiencia con los tua-
reg, quedé tan absolutamente prendado de su modo de vida que
un año más tarde volví al Sáhara con Daniéle y un ayudante.
Pasamos casi un año y medio viviendo con los tuareg, allí don-
de los encontraba, por todo el desierto. Y escribí tres libros sobre
ellos que lograron el éxito, además de hacer una película que fue
exhibida de un extremo a otro de Estados Unidos y en otros paí-
ses, como parte de lo que sería mi serie televisiva Explore.
«Te irás a otro país más allá de una gran, gran extensión de
agua, de agua salada, y vivirás allí un tiempo.» El taleb volvía
a estar en lo cierto. Diez años después, decidí de repente dejar
Europa y marchar a California.

117
Cuando predijo, delante de Daniéle, con quien estaba com-
prometido, que me casaría varias veces, sentí en el alma y en el
corazón que era una tontería. Estaba demasiado enamorado
para imaginar que después de casarnos, llegaría a divorciarme
de ella. Desgraciadamente, también acertó.
Parece, pues, que al leer esas pequeñas marcas impresas en
la arena, el taleb era capaz de extraer imágenes de mi memoria.
Podríamos argüir que ello no era debido a la clarividencia, sino
a la telepatía. Pero es que también podía predecir sucesos que ni
siquiera estaban en mi mente. Y eso me desasosiega; llega
incluso a obsesionarme. ¿Podía captar las imágenes de mi des-
tino? No me gusta la idea de que, haga lo que haga, no puedo
escapar a él. Yo prefiero otra explicación. ¿Era capaz, por
medio del fenómeno que sea, de entrar en las capas del tiempo,
adelantarse al futuro y prever lo que me ocurriría años más tar-
de? Tal vez tenía ese poder, porque aun hoy, tal como he dicho
en el capítulo II, los científicos no entienden bien el tiempo. No
puedo evitar pensar en Albert Einstein, que en 1955 escribió:
«Para nosotros, los físicos que creemos, la distinción entre pa-
sado, presente y futuro es solamente una ilusión, aun cuando se
trate de una distinción pertinaz.»
No obstante, debo añadir que el taleb no estaba en lo cierto
al decir que perdí a mi madre cuando era niño. Mi madre aún
vive; el que murió fue mi padre. Pero, mientras escribo sobre
aquello, siento un repentino escalofrío. Recuerdo que a lo largo
de la vida, casi todas mis novias han preguntado si mi madre
había muerto. Cuando a mi vez preguntaba por qué, decían que
me comportaba extrañamente, como si hubiera perdido a mi
madre. Y pensándolo bien, quizá tuvieran razón.
A la muerte de mi padre, mi madre intentó asumir el papel
de padre por mi bien y el de mis dos hermanas. Sin embargo,
incluso después de muerto, yo seguía fuertemente unido a él; en
lo más hondo, sabía que estaba a mi lado. Puede que yo acusa-
ra siempre el que mi madre hubiera dejado de ser única y exclu-
sivamente madre, en su pretensión por ser también padre. En
ese aspecto, por tanto, el taleb tenía razón. Había sido capaz de
captar imágenes emocionales en mi psique.

118
Un año más tarde, en Tombouctou, conocí a otro taleb.
Tenía la habilidad de predecir con meses de antelación y duran-
te la estación seca cuánta lluvia caería en la estación húmeda.
Todos los habitantes de la región decían que jamás se había
equivocado.
El taleb era miembro de una tribu seminómada, vasalla de
los tuareg, que tenía su base en una aldea a unos cincuenta kiló-
metros al este de Tombouctou. Su casa, hecha de caña como
todas las demás de la aldea, estaba construida en la orilla de un
oued. Poseía un pequeño rebaño de cabras y obtenía lo necesa-
rio para vivir gracias al cultivo de su huerto, que tenía un inge-
nioso sistema de irrigación. Le ayudé unas cuantas veces a
transportar en mi Land Rover las hortalizas, las verduras y las
cabras hasta Tombouctou. En otra ocasión, di antibióticos a uno
de sus pacientes, que sufría una fuerte infección dental. Me
debía un favor. Un día descubrí la manera en que podía devol-
vérmelo.
Aquel día, un vecino de otra aldea le había preguntado
cuánta lluvia caería y cuándo empezaría a llover. El taleb le in-
vitó a tomar un té y luego pidió al vecino que esperara, mientras
él dejaba la habitación. Yo quería saber su secreto y le seguí.
Salió al huerto, y miró al cielo, y los árboles y plantas que cre-
cían en derredor.
Al volver, dijo al hombre:
—Las primeras lluvias caerán dentro de tres meses. En total
serán unos treinta centímetros de agua.
Esperé a que se quedara solo y le pedí:
—Taleb, dime tu secreto.
—Te lo diré, pero sólo si es para un buen fin.
Asentí. Creo que el relatar la anécdota en este libro es con
un buen fin; en los países donde las gentes han perdido contac-
to consigo mismas y con la naturaleza, podría servir de ayuda
para cobrar conciencia de la cantidad de información que, sa-
biendo leerla, nos brinda la naturaleza.
El taleb me llevó al huerto y dijo:
—Mi secreto para predecir la cuantía de la lluvia y el mo-
mento en que empezará reside en este huerto. ¡Mira a tu alrede-
dor y descúbrelo!
Miré por todas partes y no vi nada.

119
—¿Está escrito en los árboles? —pregunté.
El taleb negó con la cabeza.
—¿Está escrito en las plantas que cultivas?
Sonriendo, respondió que no. Dos horas enteras estuve bus-
cando en todo el huerto el secreto del taleb, pero fue en vano. El
taleb se acercó adonde yo estaba.
—El secreto está aquí —dijo, señalando unos pequeños
nidos que los pájaros construían en los arbustos bajos—. ¿A
qué altura del suelo están los nidos? —preguntó.
—¡A treinta centímetros!
—Estos pájaros indígenas saben que deben construir sus
nidos un poco por encima del nivel del agua. En consecuencia,
tendremos algo menos de treinta centímetros de agua en el pun-
to culminante de la estación de las lluvias.
—¿Y no se confunden nunca?
—Si lo hubieran hecho, ¡no quedaría ni un solo pájaro! —re-
plicó.
—Y supongo que puedes saber cuándo empezarán las llu-
vias viendo en qué fase está la construcción de los nidos. ¿Estoy
en lo cierto?
—¡Sólo el hombre se equivoca, la naturaleza nunca! —dijo
el taleb.
Es obvio que este taleb no se valía de ninguna habilidad re-
lacionada con la PES para predecir cuándo comenzarían las llu-
vias y en qué cuantía caerían. No necesitaba dones de clarivi-
dencia. En lugar de ello, conocía bien los ciclos de la naturaleza
y sabía leer sus mensajes.

Fue en otro pequeño campamento de la región de Hoggar


donde pude conocer de primera mano otra misteriosa facultad
psíquica de los tuareg.
Eramos los invitados de un tuareg llamado Oizek. Salvo él
y unos cuantos hombres ancianos, en el campamento sólo había
mujeres; padres, maridos y hermanos habían partido en carava-
na hacia Níger para adquirir cereales, ropas y otras mercancías
a cambio de la sal que recogían en la región. La sal sigue sien-
do la moneda única de los tuareg.
A las dos semanas de estar allí con ellos, Oizek me dijo:

120
—¡La caravana volverá pronto!
—¿Cómo lo sabes? —pregunté sorprendido.
—Me lo ha dicho Aicha —repuso—. Aicha es la mujer de
un hombre que viene en la caravana. Hace dos días que está
muy inquieta y que no cesa de mirar el horizonte desde la coli-
na. Siempre sabe estas cosas de antemano.
—¿Cómo puede saberlo?
—No lo sé. Jamás le he preguntado. Pero sabe estas cosas
de antemano —repitió—. El taleb dice que es capaz de comu-
nicarse mentalmente con su marido.
—¿Cuándo salió de aquí la caravana?
—Hace más de tres meses —dijo.
—¿Y cuándo esperabais que volviera?
—Hace unas cuantas semanas, o dentro de dos meses. Sólo
Alá lo sabe —replicó. (No existen fechas fijas en estos viajes
largos y agotadores por el duro, peligroso desierto.)
Dejé a Oizek y fui en busca de Aicha. La encontré sentada
junto a su tienda; su hermana la estaba peinando. Quería estar
guapa cuando volviera su marido.
—Así que vuelve tu marido —dije sentándome con ellas.
Aicha asintió.
—¿Cómo lo sabes? —pregunté.
—Le he olido en el viento de la mañana —repuso.
Sentí que no era momento para interrogarla sobre esas mis-
teriosas facultades suyas, de modo que seguí sentado y observé.
Como todas las mujeres del mundo, las tuareg dan mucha
importancia al peinado. Mientras desenredaba los cabellos de
Aicha con un peine pequeño, la hermana aplicaba sobre ellos
ceniza y arena fina; es un champú natural que utilizan los nati-
vos. Luego despiojó el pelo. Acabada esta tarea, separó los ca-
bellos en mechones con un cuchillo, y fue engrasándolos con
mantequilla uno por uno para proteger el pelo de la sequedad
del viento.
Después, empezó a trenzarlo.
Cuando ya estaba hecho la mitad del peinado, Aicha salió
del campamento y yo la seguí hasta la cima de la colina. Desde
arriba, mirando al Sur en dirección a Níger, más allá del valle
sólo alcanzaban a verse kilómetros y kilómetros de dunas que
llegaban hasta el mismísimo horizonte. Observé a Aicha. Hacía

121
algo más que escudriñar los espacios abiertos; olfateaba la sua-
ve brisa mientras se acariciaba la cara. De pie junto a ella, vi
que le temblaban las aletas de la nariz. Luego sonrió y dijo len-
tamente que su hombre llegaría pronto.
—¿Cuándo es pronto? —pregunté.
—¡Esta noche! —replicó.
—¿Cómo lo sabes?
—Ya te lo he dicho; el viento trae su olor —respondió
riendo.
Y dando media vuelta echó a correr hacia el campamento.
Miré el reloj. Todavía faltaba más de una hora para la pues-
ta de sol. Corrí hacia el Land Rover y conduje lo más aprisa que
pude para llegar cuanto antes al extremo más alejado del valle.
Recorrí el horizonte con unos binoculares muy potentes y no vi
más que el vacío. Trepé por la ladera de un monte rocoso y bus-
qué otra vez la caravana hasta que la oscuridad se cernió sobre
el desierto. Pero no vi rastro de seres humanos, nada que pro-
bara que Aicha estaba en lo cierto.
Tardé unas dos horas en llegar al campamento porque ya
era noche cerrada. Eso me dio tiempo para reflexionar. Si des-
de donde yo estaba, y pese a los potentes prismáticos, no había
podido ver a nadie aproximándase al campamento, Aicha tam-
poco había podido hacerlo desde donde ella estaba, unas horas
antes. Y ya que nadie puede decir con exactitud cuándo volve-
rá una caravana, yo era tremendamente escéptico en cuanto a la
capacidad de Aicha para predecir el regreso de su marido. Pen-
sando en la posibilidad de que Aicha tuviera facultades de cla-
rividencia o precognición, fui en su busca y pregunté si su
marido volvía solo o con toda la caravana; y si lo hacía solo, si
los demás vendrían todos juntos o irían llegando en pequeños
grupos.
—No lo sé —respondió Aicha—. Pero él no vendría nunca
solo, no viajaría sin la compañía de sus amigos.
Me fui a dormir sabiendo que si la caravana llegaba por la
noche, los ruidos me despertarían.
—Douchan... Douchan...
Alguien susurraba mi nombre, al principio con suavidad,
calmadamente; después, en tonos más altos cada vez, hasta que
abrí los ojos. (Los tuareg lo hacen así para no despertar con

122
brusquedad. Conocen bien la importancia del despertar, que de-
cide el estado de ánimo de una persona para todo el día. Muchas
culturas de tradición se valen de esta técnica porque creen que el
alma humana, durante el sueño, viaja a otros universos y a otros
niveles de espacio-tiempo; creen que un sueño es el recuerdo, la
rememoración de estos viajes. Decir con suavidad el nombre de
la persona a quien se despierta, dará tiempo a su alma para re-
tornar al cuerpo antes de despertar.) Era Oizek quien llamaba.
—¡El marido de Aicha está aquí! Ella tenía razón; acaba de
llegar.
Eran las cinco de la madrugada, y el marido de Aicha había
vuelto solo. Había dejado a sus compañeros de caravana en
Níger antes de cerrar los tratos y había viajado con otra carava-
na que iba a Libia, donde podía conseguir plata a buen precio.
Desde allí, había hecho solo el trayecto de vuelta al campa-
mento.
Si Aicha hubiera tenido facultades de precognición o de cla-
rividencia, habría sabido que su marido regresaba solo. Por tan-
to, quedaba una única explicación posible: había tenido contac-
tos telepáticos con su mar ido mientras éste se acercaba a casa.
El taleb estaba en lo cierto; ella tenía ese poder.

La historia que relato a continuación también pertenece al


ámbito de los fenómenos telepáticos.
Sin teléfonos ni otros medios modernos de comunicación, y
pese a las distancias, las noticias vuelan en el imperio de viento
y silencio de los tuareg. Las noticias que se producen en el seno
de las tribus encuentran un cauce de transmisión cuando los
tuareg que practican el pequeño nomadismo coinciden durante
el viaje. (El pequeño nomadismo consiste en desplazarse de un
pasto a otro, dentro del territorio tribal. Cuando se agota el pas-
to en una zona, los tuareg levantan el campamento y marchan
hacia la zona de pastos más próxima.) Todo aquello que sucede
en el Sáhara, suele comentarse alrededor de un pozo, general-
mente un hoyo de un metro o menos de ancho, pero muy pro-
fundo. Allí es donde los tuareg que practican el pequeño noma-
dismo se encuentran con los que practican el gran nomadismo,
gentes que viajan en largas caravanas de hombres, animales y

123
mercancías, cruzando el Sáhara hasta Gao, Tombouctou, Aga-
dez y otras ciudades del África negra, o que llevan enormes re-
baños de camellos hacia y desde los verdes pastos del Sahel, al
sur del desierto. Y cuando se encuentran, los tuareg beben té ca-
liente y charlan de que tal hizo esto y lo otro y se encontró con
cual, que irá a la boda de aquél, que se celebrará en el pozo X.
A veces, al despedirse, dos hombres acordarán verse otra
vez por el camino en un lugar y fecha determinados, al cabo de
tres meses o de un año, pero nunca olvidan decir «Inch Allah»
(Con la voluntad de Alá).
Un día, en medio de ningún sitio, lejos de los pozos y de los
senderos nómadas, tropecé con un tuareg sentado a la sombra
de su camello. A juzgar por los rastros que había sobre la arena
alrededor del camello, yo sabía que el hombre debía de llevar
allí por lo menos unas veinticuatro horas. (Se había ido cam-
biando de sitio para estar en todo momento a la sombra del
camello.) Después de intercambiar el tradicional saludo, le lle-
vé té que tenía en el coche y, junto con mis acompañantes, bebi-
mos y charlamos.
—¿Qué está haciendo aquí? —pregunté.
—Espero a un amigo —dijo él.
—¿Desde cuándo?
—Desde hace tres días.
—¿Cuándo tenía que venir?
—Uno de estos días.
—¿Cuánto tiempo esperará aún?
—Quizá dos o tres días. Casi no me queda agua.
—¿Cómo sabrá su amigo que ha estado aquí, esperándole?
—Dejaré un mensaje en una piedra para poder vernos en
otra ocasión y en otro lugar.
La tradición tuareg sólo es oral, y pasa de una generación a
otra. Según estas gentes, no hay que dejar escrito nada de gran
importancia porque puede leerlo cualquiera. Pese a ello, todo el
Sáhara está lleno de escritos en tifinah, el alfabeto tuareg. Son
mensajes como el que este tuareg pensaba dejar a su amigo; se
descifran tanto de izquierda a derecha como de derecha a
izquierda, de abajo arriba o de arriba abajo, basándose en un
código que solamente es conocido por el que escribe y por la
persona a quien va dirigido el mensaje.

124
—¿Cuándo fijaron la fecha de su encuentro?
—Hace unos siete meses.
—¿Dónde?
—En Gao.
(Gao es una ciudad de Malí, a unos mil kilómetros del lugar
donde estábamos.)
Tuve que hacer pacientemente infinidad de preguntas para
enterarme por fin de que venía del Este e iba hacia el Sur, y que
su amigo se desplazaba de Oeste a Norte. Aquel sitio era, cier-
tamente, el mejor para la cita.
Miré en derredor y solamente vi colinas rocosas, arena y
piedras.
—¿Cómo sabe que éste es el lugar? —pregunté.
—No puede haber error —respondió el hombre, describien-
do y dsndo los nombres de todo lo que nos rodeaba.
Se avecinaba la puesta del sol y decidimos cenar y pasar la
noche con el tuareg. Al día siguiente, mientras tomábamos el
desayuno, dije al hombre que le dejaría un poco de agua para
que pudiera esperar a su amigo unos cuantos días más.
—No necesito más agua, gracias. Usted la necesitará para el
viaje mucho más que yo.
—No entiendo qué quiere decir —repuse.
—Anoche, mi amigo me dijo dónde estaba. Iba escaseando
el agua que llevaba y tuvo que dar un rodeo para poder llenar
sus guerbas (especie de odres de piel de cabra que se emplean
para transportar agua) en un pozo. Está a dos días de aquí.
—¿Cómo le dijo eso? ¿Soñó usted con él?
—No, no soñé con él. Me dijo dónde estaba.
—Pero ¿cómo pudo decírselo?
—En mi mente. Y de la misma manera yo respondí que le
esperaría.
—¿Cómo hace eso?
—Pienso en él, intensamente, repitiendo lo que quiero
saber. Y sé que mi mensaje llega cuando oigo su respuesta.
—Entonces, ¿está seguro de que su amigo llegará aquí den-
tro de dos días?
—Inch Allah!
Me volví hacia mis acompañantes y les propuse esperar dos
días para ver qué ocurría. Estuvieron conformes.
Al final del segundo día apareció más allá de las colinas ro-
cosas, una silueta que se movía en dirección a nosotros. Era el
amigo que esperaba el tuareg.
Tras los saludos de rigor y el té ceremonial, pregunté al
recién llegado si sabía que estábamos esperándole junto a su
amigo. Respondió que no.
—Mi amigo sólo dijo que él me esperaba.
(Si este tuareg hubiera sido clarividente, habría sabido de
nuestra presencia allí.)

Para concluir, referiré otra historia, una que me parece de lo


más asombrosa.
Estábamos en Djanet, una ciudad argelina no lejos de la
frontera con Libia. Yo pretendía llegar desde allí hasta Tom-
bouctou cruzando el Sáhara en línea recta. Se trataba de un via-
je muy arriesgado; había que cubrir un trayecto de unos mil qui-
nientos kilómetros de montañas rocosas, profundos valles,
amplias llanuras con afiladas piedras volcánicas, y grandes ex-
tensiones de dunas y arenas movedizas. Los mapas de la zona
carecían de precisión y era de todo punto desaconsejable reali-
zar el viaje sin ayuda de un guía que pudiera reconocer los pun-
tos sobresalientes del paisaje y que nos condujera a salvo en la
peligrosa travesía por el desierto, además de encontrar pozos en
caso de que nos faltara agua.
Generalmente todos los nómadas tuareg gozan de la raía
habilidad de orientarse en el desierto. Siempre saben dónde
están aunque nunca antes hayan estado en el lugar. Forma parte
de su herencia cultural; los tuareg enseñan las tradiciones a sus
hijos y, por medio de fábulas, de sus valores, filosofía y sabidu-
ría, también les enseñan la vida nómada. Graban el desierto en
la memoria de sus hijos: cómo y dónde encontrar agua; cómo
reconocer y utilizar plantas medicinales; cómo orientarse por la
noche mirando a las estrellas y, durante el día, oliendo la arena
caliente y tocando los granos, que se distinguen según la región,
y memorizando los colores y formas de la naturaleza.
El jefe del puesto militar de Djanet nos dijo dónde encontrar
a un hombre llamado Iken quien, según él, sería el mejor guía
para nuestro viaje. Cuando estaba a punto de salir de allí, el

i 26
comandante agregó que Iken era ciego, pero que eso no debía
preocuparme. Pensé que se trataba de una broma y así lo dije.
Repitió que no debía preocuparme, que Iken era el mejor guía.
—¿El mejor que tiene, o el mejor que le queda? —pregunté
intentando sonreír.
—¡No se preocupe! —insistió riendo.
—¿Nació ciego o se quedó ciego por alguna enfermedad?
—pregunté nervioso.
—Se quedó ciego hace unos diez años. Una infección ocu-
lar —respondió estrechándome la mano para dar a entender que
la entrevista había terminado.
Iken era un hombre alto, de unos cincuenta años. Hablando
con él nos enteramos de que había pasado la infancia y la ado-
lescencia con su padre, que conducía caravanas por todo el
Sáhara. Luego él mismo trabajó en las caravanas hasta que la
Legión Extranjera francesa lo contrató de guía; en aquel enton-
ces los franceses gobernaban Argelia. A los treinta años perdió
la vista de resultas de un tracoma mal tratado. (Muchos nóma-
das saharianos padecen tracoma. Debido a la falta de medica-
ción, progresa la infección, que es transmitida por las moscas, y
que hincha tanto los párpados que las pestañas rozan el ojo,
inflamando y dañando la córnea para acabar en una pérdida de
visión. En un último intento por evitar la ceguera total, los miem-
bros de Les Petits Fréres de Foucault, una congregación reli-
giosa que habita en la región Hoggar, realiza una operación de
cirugía menor —que yo aprendí y efectué varias veces— en los
párpados hinchados del paciente. Consiste en cortar horizontal-
mente una lámina del párpado a fin de acortarlo para que las
pestañas dejen de rozar la córnea. Con ayuda de antibióticos
para heridas, los párpados curan bien.)
Describí a Iken el trayecto que pensaba emprender.
—Ya veo... Ya veo —repetía mientras yo le informaba.
—¿Ha hecho este viaje alguna vez? —pregunté.
—Exactamente el mismo itinerario no, pero veo perfecta-
mente lo que quiere hacer. Podemos salir mañana por la noche
—dijo.
—¿Por qué por la noche? Preferiría conducir durante las
horas de luz para poder filmar.
—Como quiera, pero en cuanto pasemos la región monta-

127
ñosa no debemos circular entre las diez de la mañana y las cin-
co de la tarde.
—¿Por qué?
—Allí ya es verano. Es un horno, hay tormentas de arena y
una temperatura de sesenta y dos a sesenta y cinco grados du-
rante el día. Los neumáticos se rompen con facilidad y el motor
no resistirá.
Parecerá sorprendente, pero pese a su dolencia yo sentía que
Iken era un guía seguro; tengo un amigo ciego que me ha hecho
reparar en que los ciegos, forzados a manejarse con la pérdida
de la visión, suelen gozar de ciertas facultades psi. Se llama
Michel Delacroix y vive en Bruselas. Su ceguera no ha sido
obstáculo para recibirse de abogado ni para la práctica de la ley
criminal. Solía visitarme cuando yo vivía en Bruselas, una
manzana más allá de su casa; le encantaba pasar el tiempo to-
cando, acariciando y oliendo cada objeto de mi colección de
arte primitivo. Era capaz de decir si había algún objeto nuevo
sin que yo dijera nada. Por la cantidad de polvo acumulada
sobre las cosas, sabía cuánto tiempo hacía que no limpiaba la
casa, y además podía hablar horas enteras sobre el objeto que
tenía en la mano, sobre su forma, características y, más asom-
broso aún, sobre sus colores, que, decía él, literalmente sentía a
través de los dedos.
Un día iba yo siguiendo el laberinto de interminables corre-
dores del palacio de justicia, buscando un despacho donde
debía presentarme con una citación por violación de normas de
tráfico, cuando desde atrás oí la voz de Michel llamándome. Al
preguntarle cómo había sabido que estaba allí dijo:
—Has pasado por delante de mí cuando salía de una sala del
tribunal. Sabía que eras tú.
—Pero ¿cómo sabías que era yo? ¿Por mi colonia? ¿Por el
sonido de los pasos?
—Por todo... y por nada en particular, ¡pero sabía que eras tú!
—¿Y puedes reconocer también a otras personas?
—Sólo a las que me importan.
Impresionado por lo que había sucedido decidí, días más
tarde, intentar un experimento para cerciorarme de los elemen-
tos por los que Michel me reconocía. Sabía en qué parada baja-
ba del autobús y qué calle tomaba para volver a casa cuando

128
acababa el trabajo en el tribunal. Llamé al tribunal para saber
qué días estaba de servicio y sustituí mi colonia habitual por
otra. Le esperé a mitad de camino entre la parada del autobús y
su casa, en la acera por donde vendría él.
Cuatro metros antes de llegar donde yo estaba, Michel, mo-
viendo su bastón blanco de lado a lado para poder cruzar la
calle a salvo, empezó a mostrarse más y más inquieto. Redujo
el paso y su cabeza comenzó a seguir casi los movimientos late-
rales del bastón, como si estuviera buscando algo. Me apoyé
contra la pared para dejarle más sitio. Cuando pasaba frente a
mí, miró instintivamente hacia donde yo estaba, frunciendo la
frente y oliendo el aire, pero continuó caminando despacio.
Luego se detuvo como esperando que yo dijera algo. Seguí ca-
llado e inmóvil, sintiéndome culpable por mi ardid, y él prosi-
guió la marcha.
Á1 día siguiente repetí el experimento, pero esta vez esperé
en la acera opuesta. Michel pasó por las mismas reacciones del
día anterior. Sus ojos sin vida me miraron otra vez; luego,
siguió caminando.
Pensé que me llamaría uno de aquellos días, pero no fue así.
Dejé pasar una semana y le hice una visita, llevando mi colonia
de siempre. En el transcurso de la conversación, preguntó si yo
había cambiado de colonia en los últimos tiempos. Respondí
que sí.
—¡De modo que eras tú! —exclamó—. Sabía que eras tú.
Me resistía a llamarte porque el olor de la colonia era diferente
y no quería ponerme en ridículo en el barrio al llamarte por el
nombre, ¡pero hubiera apostado a que eras tú!
Expliqué a mi amigo los motivos que me habían impulsado
a hacer aquel experimento, y me perdonó.
Si no podía olerme u oír mis pasos, ¿cómo había sido capaz
de percibir mi presencia?
—¡Tenía una sensación inexplicable, una certeza incontro-
lable! —dijo Michel.
¿Clarividencia o telepatía?

Desde que dejáramos Djanet, Iken iba sentado sobre la rue-


da de recambio, que estaba sujeta al capó.

129
—Necesito respirar el olor del desierto —había explica-
do—. Eso me dice dónde estoy; cada sitio tiene un olor particu-
lar. No puedo oler si voy dentro del coche. Y desde aquí oigo
los diferentes ruidos que hacen los neumáticos al pisar el suelo;
también eso me dice mucho con respecto al terreno.
»Debéis fijaros atentamente en los gestos que yo haga para
guiaros. Con la mano izquierda señalo que debéis ir hacia la
izquierda; con la derecha, que debéis ir hacia la derecha. Las
dos manos levantadas son para que aceleréis, las dos manos
extendidas lateralmente quieren decir que paréis, y para reducir
la velocidad, agitaré ambas manos en el aire. También necesito
ayuda de todos vosotros. (Yo iba acompañado por Daniéle y por
mi ayudante, Philippe.) No habléis mientras conducís, y mirad
detenidamente el paisaje que os rodea.
—¿Por qué? —pregunté, sabiendo la respuesta pero desean-
do oírsela decir.
—Porque también eso me ayuda a ver dónde estoy —dijo.
No era fácil conducir con Iken sentado en el capó, tapando
la vista. Siguiendo las instrucciones que me daba, yo tema que
ir zigzagueando con cuidado entre los obstáculos naturales: are-
nas movedizas, enormes rocas volcánicas, dunas, profundas
grietas excavadas por antiguos nos. Para maniobrar bien, debía
sacar la cabeza por la ventanilla a fin de ver lo que pasaba por
mi izquierda, mientras Philippe, mirando por la ventanilla dere-
cha, daba indicaciones de lo que pasaba por su lado.
Pese a estos problemas de índole técnica, Iken seguía mere-
ciendo toda mi confianza.
Un día, las manos de Iken ordenaron parar el coche. Le ayu-
damos a bajar del capó. Se sentó sobre los talones y tomó un
puñado de arena que olió intensamente durante largo rato. Lue-
go acarició la arena y jugueteó con los granos, estudiando cui-
dadosamente su textura. Al cabo se irguió y libre de toda preo-
cupación dijo:
—Ahora sé dónde estamos. Debemos proseguir en esta mis-
ma dirección.
Y su mano indicaba el camino.
Una noche buscábamos desesperadamente un pozo porque
estábamos escasos de agua. Lejos de encontrarlo, dimos de bru-
ces con un enorme arbusto reseco, de más de un metro de alto.

130
Iken acarició las ramas muertas, olió todo lo que crecía o esta-
ba seco alrededor de él y por fin dio instrucciones. Pocas horas
después encontramos agua.
Llegamos a Tombouctou según lo previsto. Era imposible
perderse llevando a Iken de guía. En lo que concierne a sus fa-
cultades, podría argüirse que no todas pertenecen al ámbito de
la telepatía, que algunas están más cercanas a la clarividencia.
Pero lo importante es que Iken sintonizaba con una faceta del
cerebro que le permitía guiarnos a través del desierto.
—¿Y ahora qué harás, Iken? —pregunté cuando nos sepa-
rábamos.
—Quedarme aquí y visitar a unos cuantos amigos que no he
visto en años. Luego buscaré una caravana que vaya en direc-
ción a mi casa —respondió.
Otros tuareg que luego hicieron de guías para nosotros, tam-
bién rehusaron ir dentro del coche, pero por razones diferentes.
Acostumbrados a viajar en camello, no podían reconocer los
puntos sobresalientes del paisaje desde el interior del vehículo,
ya que la configuración del relieve del terreno estaba dibujada
en su memoria tal como la veían desde su perspectiva a lomos
del camello. Por tanto, viajaban en el techo del coche, que apro-
ximadamente tenía la misma altura de la silla de montar puesta
sobre la joroba del animal. Pero esto era fuente de problemas:
yo no podía ver al guía, y con el ruido del motor resultaba im-
posible oír sus indicaciones. En consecuencia, Philippe tenía
que sentarse sobre la rueda de recambio del capó y actuar de in-
termediario entre el guía y yo, transmitiendo sus mensajes e
instrucciones.
Había aún otro problema con estos guías: el de conducir por
la noche con los faros encendidos. Como estaban habituados a
viajar con la luz de las estrellas y la luna, no sabían orientarse
de noche porque la luz de los faros distorsionaba la apariencia
del terreno. Yo debía conducir entonces con las luces apagadas.
Sin embargo, debo admitir que es una experiencia extraordina-
ria, verdaderamente mágica, conducir a la luz de la luna y las
estrellas, con la sensación de estar suspendido entre lo ignoto y
lo misterioso, formando parte, al fin, de la realidad cósmica
donde todo, hasta lo imposible, podría ocurrir.
Estos relatos reflejan mis experiencias personales con los

131
tuareg. En el desierto australiano y en el Kalahari, estando con
los bosquimanos, he oído muchas historias que también atesti-
guan que las gentes de los grandes desiertos —donde es nece-
sario recorrer larguísimas distancias para poder encontrar a
otros seres humanos— parecen estar más sintonizadas con esa
parte del cerebro que da cabida a la telepatía, porque ello es ne-
cesario para asegurar la supervivencia.
Son muchos los fenómenos de esta índole que he conocido
gracias a los pueblos de tradición. No pueden ser mera coinci-
dencia. A veces pienso, no obstante, que algunos son producto
de la intuición, para la que estos pueblos parecen tener predis-
posición al verse forzados a valerse de ella para sobrevivir. Em-
pero, no debemos rechazar la posibilidad de que muchos pue-
blos del Cuarto Mundo sean diestros telépatas. Muchos de
nosotros hemos tenido experiencias telepáticas al menos una
vez en la vida. Pero en nosotros esta facultad tiende a atrofiarse
por falta de utilización en la vida cotidiana. Llamar por teléfo-
no o escribir una carta es mucho más común y más fácil que
concentrarse para enviar un mensaje a alguien.
Me he dado cuenta de que muchos pueblos de tradición
viven más acordes consigo mismos que nosotros. Han desarro-
llado la intuición y los sentimientos animales primitivos más
que el razonamiento. Viviendo en estrecha relación con la na-
turaleza, implicándose íntima y profundamente en ella, han
aprendido su lenguaje. Quizá porque no tienen opción para so-
brevivir de otra manera, se han visto obligados a sintonizar con
aquellos aspectos del cerebro que les permiten adquirir niveles
de consciencia más altos.

132
IV

CHAMANES Y HECHICEROS DE LOS ANDES

Cuando mi amigo Michel Drachoussoff, realizador de do-


cumentales, volvió del viaje que durante todo un año había
hecho por los Andes bolivianos, me contó tantas cosas y tan ex-
traordinarias sobre ciertos hombres que curan con plantas y con
plegarias secretas, que decidí ir yo mismo a los Andes, siguien-
do sus pasos.
Mi búsqueda de chamanes, curanderos y hechiceros comen-
zó en La Paz, Bolivia, la ciudad más alta del mundo. Cualquier
persona que caiga enferma tiene la posibilidad de ser visitada
por médicos formados en Estados Unidos. Pero si la terapia
moderna fracasa, cabe la alternativa de probar la medicina nati-
va que los indios emplean siempre. En la calle Villares, en el
llamado mercado mágico, se venden cientos de plantas que
curan todas las enfermedades conocidas y otras que también
sirven para ahuyentar a los malos espíritus. Junto con las hier-
bas nativas como la ayahuasca y el estingo, es posible encontrar
marihuana, tabaco, lana de vivos colores, plumas de flamenco y
fetos de llama momificados, esenciales para hacer magia.
No todo es superstición. Científicos de la Universidad de
Lima han ido a Bolivia para llevar a cabo una investigación
progresiva sobre los efectos de la coca, la datura, la quinua y
otras plantas medicinales.

133
Hasta el momento de la invasión inca, se consideraba que
las hojas de coca eran sagradas, y sólo se utilizaban con una fi-
nalidad religiosa o medicinal. En el imperio inca, la coca que-
daba reservada para la familia imperial, los sacerdotes y los
dignatarios. Al pueblo tan sólo se le permitía beber mate de
coca, una infusión de coca que ejerce un efecto sedante y cal-
mante, y que es un remedio eficaz contra el dolor de cabeza, el
dolor de muelas y el reumatismo; cocida con miel, cura las in-
fecciones de boca. Los mineros quedaban excluidos de las res-
tricciones en el consumo de coca. Les estaba permitido masti-
car hojas de coca porque así soportaban mejor las penalidades
del trabajo.
Tras la invasión española, el privilegio de los mineros pasó
a ser el hábito de todo un pueblo. De hecho, millones de indios
se vieron reducidos de golpe a la esclavitud, y tan sólo tenían
dos maneras de olvidar su nueva condición: el alcohol y la coca.
A fines del siglo xvi, solamente en la ciudad de Potosí se ven-
dían unas mil toneladas de hojas de coca al año. Los indios se
privaban de comer para conseguir unas cuantas de estas hojas,
conocidas como hojas del olvido.
Hoy en día, el consumo de hojas de coca entre la población
india de ciudades y pueblos es todavía muy elevado. Impregna-
da de saliva y masticada con un trozo pequeño de lejía (cenizas
de quinua que han sido mezcladas con otros ingredientes y pos-
teriormente solidificadas), la coca disminuye la sensación de
hambre y calma el dolor. En el campo, el consumo de coca es
mucho más bajo. Allí se emplea sobre todo para medicar, y para
las ceremonias religiosas y de adivinación. El filósofo López
Albujar escribió:

La coca es la biblia verde hecha con miles de hojas. En


cada una de ellas hay un salmo de paz. La coca es una virtud, no
un vicio; como tampoco es vicio el vaso de vino que el sacer-
dote bebe cada día en la misa. La coca es el sello de todos los
pactos del indio, el acto sacramental de todas sus celebraciones,
el consuelo de todas sus pesadumbres, el incienso de todas sus
supersticiones, el remedio para todas sus enfermedades, la hos-
tia consagrada de todos sus cultos.

134
Desde los albores de la humanidad, la enfermedad ha sido
relacionada con la presencia de malos espíritus, y los rituales
mágicos se han ocupado de ella, pero incluso así, todas las cul-
turas han sido conscientes de las propiedades curativas de las
plantas y de otros elementos naturales, y se han servido de ellos
para prevenir y sobrevivir a las enfermedades. Por añadidura,
estos elementos naturales se han utilizado para curar, tanto en
los sistemas homeopáticos como en los alopáticos. La curación
por medios naturales se ha venido practicando sola, o como
complemento a otros métodos curativos.
Hace varios miles de años, el sanador chino Kwang Ti ya es-
cribió sobre las propiedades medicinales de las plantas. Li Che
Ten, en su Peng T'Sao, que podría remontarse al 2500 a. de C.,
daba los nombres de mil cien plantas medicinales divididas en
sesenta y ocho categorías, y también ocho mil recetas y fórmu-
las distintas para prepararlas.
Hace cuatro mil años, los egipcios aprendieron de China, la
India y Persia el arte de hacer infusiones de plantas, que ya se
practicaba en estos países desde hacía miles de años. Y los grie-
gos lo aprendieron de los egipcios.
Pero las plantas no son los únicos elementos naturales que
pueden curar; existen también numerosos minerales y materia-
les orgánicos que gozan de propiedades medicinales: huesos,
fetos animales, cuernos... Basta visitar cualquier tienda de los
barrios chinos especializada en remedios naturales para curar
enfermedades, para hacerse una idea de la diversidad de la far-
macopea china.

Los indios de los Andes ignoran, por lo común, los porme-


nores de la anatomía humana, y tampoco tienen noción de la
existencia de gérmenes. Para ellos, la enfermedad es el resul-
tado de un desequilibrio provocado por un enemigo —ya sea
un elemento natural o un hechizo—, al que uno debe enfren-
tarse.
Según los indios, hay dos categorías de enfermedades: las
de Dios y las del diablo. Las enfermedades de Dios tienen gene-
ralmente una causa natural: el frío, el viento, el calor, una caí-
da... Entre las enfermedades del diablo están las de origen ner-

135
vioso, como la epilepsia, el colapso nervioso y otras. Se cree
que estas últimas están provocadas por dioses airados, o bien
que son producto de conjuros hechos por los hechiceros; pue-
den ser obra de los demonios, que se llevan el alma de la perso-
na enferma o una parte de su cuerpo, o que han introducido algo
extraño en esa persona.
Las enfermedades de Dios pueden ser tratadas por un cu-
randero con plantas medicinales, es decir, con un proceso de
curación natural, o bien por un médico de la ciudad. Las enfer-
medades del diablo, sin embargo, sólo pueden ser tratadas por
un sanador, que, a fin de evitar la desintegración psíquica y físi-
ca del paciente, debe recuperar el elemento perdido y devolvér-
selo, o espantar la materia extraña; en otras palabras, el sanador
debe reequilibrar las energías. Para restituir el equilibrio psí-
quico y físico del paciente, el sanador debe realizar un sacrifi-
cio que le aliará con la fuerza de las más poderosas divinidades.
Luego dará plantas medicinales al paciente como complemento
al tratamiento mágico.
Lejos de los dispensarios y los hospitales, y demasiado
pobres para pagarlos, el 80 por 100 de los campesinos piden los
servicios del curandero cuando caen enfermos. Desde un punto
de vista religioso, social y médico, los curanderos son indis-
pensables para el equilibrio físico y psíquico de la comunidad.
Desde luego, hay algunos charlatanes que se aprovechan de la
credulidad y la ingenuidad de los campesinos para sacarles
unos cuantos pesos. Pero en la mayoría de los casos, son perso-
nas de talento e integridad.
Las funciones del curandero pueden ser asumidas por el
chamán si éste es sanador; de lo contrario, el collasiri es quien
hace los trabajos de curación. Un collasiri es un miembro del
clero que se dedica a la medicina.
Hay una diferencia fundamental entre los chamanes de los
Andes y los del Amazonas. Los chamanes del Amazonas están
dotados de todos los poderes. Los de los Andes, aunque tam-
bién son los principales jefes espirituales y son capaces de co-
nectar con el mundo sobrenatural durante un estado de trance
inducido por drogas (cocaína o el cactus de San Pedro, que es
un potente alucinógeno), pueden estar dotados de todos los
poderes, pero no de manera sistemática. Y si no están dotados,

136
pueden rodearse de otros personajes que posean poderes de los
que ellos carecen.
Por ejemplo, en un pueblo puede haber un chamán, un co-
llasiri dedicado a la medicina, un yatiri, que es diestro en el arte
de la adivinación, un pako, que hace magia blanca, y un laika,
que practica la magia negra. Por tanto, los chamanes pueden ser
una combinación de collasiri, yatiri, pako y laika, pero ninguno
de estos individuos es chamán.
Es bastante común también que los collasiri tengan más de
un poder y asuman más de una función. Por ejemplo, en algu-
nas zonas de los Andes donde no crecen plantas medicinales,
estos miembros del clero suelen servir también de hechiceros y
magos, y tratan a sus pacientes con técnicas curativas mágicas.

En los pueblos de las laderas nororientales de los Andes


viven los khallawayas; se considera que son la elite de los sana-
dores andinos. Son chamanes cuya reputación en el arte de
curar ya era conocida hace cinco siglos, en tiempos de los incas.
Cuando en el siglo xv, los incas invadieron las altas mese-
tas bolivianas, descubrieron un valle al este del lago Titicaca
que ellos llamaban Quollo Suyo y que significa «la tierra de los
remedios». Los habitantes tenían un conocimiento religioso ex-
traordinario y sus artes de curación eran superiores a las practi-
cadas por los doctores y adivinos de la familia imperial, cuya
corte estaba en Cuzco, la capital inca. El descubrimiento de
estas gentes, de avanzada cultura médica, astrológica y mágica,
impresionó de tal modo a los incas que les llamaron khallawa-
yas (en machchaj juyai, la lengua secreta inca, khalla quiere
decir «sacerdote», y wayai, «libaciones»), y les invitaron a ejer-
cer su arte y desarrollar sus talentos en Cuzco. Los khallawayas
adoptaron el quechua, lengua que se hablaba en la región, y
además aprendieron la lengua sagrada de los incas, que aun hoy
en día emplean en sus ceremonias.
La súbita llegada de los conquistadores obligó a los khalla-
wayas a retornar al valle donde habían vivido, en la región de
Charazani, y allí sobrevivieron y siguen viviendo, inmutables
frente a los caprichos de la historia.
El origen de este pueblo y de su cultura todavía constituye un

137
misterio. Su nombre podría derivar de las palabras quolla waya,
que en lengua aymara significan respectivamente «medicación»
y «llevar al hombro». Su conocimiento médico es muy comple-
jo y ha merecido reconocimiento científico. En la Exposición
Universal de París, en 1900, Bolivia presentó la colección más
importante de plantas medicinales que jamás se había reunido: la
farmacopea khallawaya. En la actualidad, la Facultad de Medi-
cina de Lima invita a algunos khallawayas, maestros en la cien-
cia de las plantas medicinales, a impartir clases con regularidad.
Dos muestras de su conocimiento son el uso que de la penicilina
y la oxitetraciclina han hecho a lo largo de los siglos. Descubrie-
ron la penicilina durante el período inca; mezclan un fermento
extraído del platanero, o moho de maíz o grasa, con tela de ara-
ña y forman una pasta negruzca que se aplica sobre las heridas
infectadas, como una pomada. Obtenida a partir del barro negro,
la oxitetraciclina se utiliza como cataplasma fría o caliente.
La farmacopea khallawaya comprende cientos de plantas
que los sanadores cultivan o recogen en laderas de entre 300 y
3.000 metros de altitud que, por sus diferentes microclimas,
ofrecen una gran variedad de especies.
El prestigio de estas gentes no acaba en el arte de curar.
Hasta los mismos incas quedaron impresionados por su filoso-
fía y su concepto de lo divino, materias que han venido de-
sarrollando desde sus orígenes. Para entender mejor la faceta
esotérica en las artes curativas de este pueblo, merece la pena
explicar brevemente sus principios religiosos.
Para los khallawayas, hay tres divinidades principales:
Tutujanawin, Pacha Caman y Unaru Khochaj. Tutujanawin es
el ser supremo que gobierna toda la existencia visible e invisi-
ble. Es la energía que alimenta al universo y da vida a los seres.
Es la personificación de la realidad cósmica, que se manifiesta
en la fusión de lo que existe y lo que no existe. Este principio es
el fundamento de la doctrina khallawaya de los opuestos. Para
este pueblo, el concepto de existencia radica en el equilibrio
producido entre las fuerzas opuestas. El mundo no podría exis-
tir sin las fuerzas que, oponiéndose mutuamente, crean su esta-
bilidad: el bien se opone al mal, el día a la noche, la salud a la
enfermedad. Hay estrellas y planetas que emiten emanaciones
benéficas, otros las emiten maléficas.

138
Pacha Caman («luz suprema») creó a los seres humanos. Es
el padre del dios sol Pacha Tata (o Inti, el dios sol inca), de la
diosa tierra Pacha Mama, y de la diosa luna Occlo. Inti fecunda
permanentemente a Pacha Mama para que pueda parir seres hu-
manos, animales y plantas. Pacha Caman es, en realidad, el dios
que dirige el mundo.
Unaru Khochaj es el hijo de Inti. Simboliza la pureza y la
justicia. Ha sido enviado a la tierra para predicar el amor y des-
terrar la envidia y el rencor del corazón de las gentes. (Obser-
ve el lector que el panteón religioso khallawaya existía ya
mucho antes de que los conquistadores introdujeran el catoli-
cismo en Sudamérica.) Unaru Khochaj se corresponde con el
dios Viracocha del pueblo aymara, y guarda ciertas similitudes
con Pachacamac, el dios de los indios que habitaban en la cos-
ta peruana.
El panteón religioso de los khallawayas tiene también
muchos santos, demonios, dioses y diosas. Estos son los princi-
pales:

• Purun Runa es el hombre mítico que vive en las monta-


ñas, el que captura a las mujeres jóvenes y las seduce.
• La diosa Achalay reside en las selvas y en los lugares
aislados; subyuga a los hombres jóvenes.
• Pachagargarey es la diosa del amanecer y de la espe-
ranza.
• Ekeko es el dios de la felicidad y del bienestar; es pródi-
go dispensando favores a los humanos.
• Illapa es el dios del trueno y del relámpago; recoge la
lluvia que los humanos necesitan de un río que atraviesa
el cielo (la Vía Láctea).
• La mujer Chchasca es la belleza; es la personificación de
la estrella Venus.
• Supay es el genio del mal; ostenta toda la riqueza del
mundo. (Puede compararse con el dios hindú Shiva.)
• Yawar Chchonga es un hechicero vampiro.

Los khallawayas también rinden culto a los espíritus, los


antepasados y los achachillas, o almas de quienes pertenecían a
las generaciones pasadas. Los achachillas, que viven en las

139
montañas, los ríos y los valles, influyen en los destinos de las
gentes; se les invoca durante algunas ceremonias religiosas.
Para los khallawayas, el ser humano está compuesto de tres
elementos vitales: el cuerpo, el alma y el espíritu. El cuerpo,
única sustancia tangible del ser, no puede vivir sin el alma, que
es el aliento divino de Pacha Caman: vida, sensibilidad, movi-
miento y facultad de pensar. Cuando el alma marcha, el cuerpo
muere. El espíritu es el fluido que da consistencia al cuerpo; se
ocupa del control patológico del mismo, sin causar ni la vida ni
la muerte. Cuando el espíritu se va del cuerpo, éste no muere,
pero padece un estado anormal que constituye la enfermedad.
Sin embargo, durante el sueño, el espíritu también puede salir
del cuerpo y vagar por el mundo exterior. A veces lo abandona
y rehúsa volver; la causa de ello puede estar en una maldición.
Entonces, el khallawaya tendrá que llamar al espíritu para que
regrese, realizando una serie de rituales mágicos y religiosos.

Cada vez que nuestro grupo llegaba a un pueblo khallawa-


ya, teníamos que pasar por el mismo ritual. Primero había que
pedir permiso al jefe para quedarnos en el pueblo. Luego, de-
bíamos discutir las razones que inspiraban nuestra solicitud con
el consejo de ancianos. Por último, cuando los espíritus ya ha-
bían tomado una decisión sobre nuestra estancia (sólo ellos
sabían si éramos buenas o malas personas y sólo ellos podían
prever los resultados de nuestro comportamiento con los habi-
tantes del pueblo), el jefe llamaba al chamán del lugar para que
hiciera un kapita, ritual de adivinación con hojas de coca. Lo
que sigue es la descripción detallada de una sesión de adivina-
ción que es similar a las que se llevan a cabo en otros pueblos
de los Andes.
El chamán se reunía con nosotros. Sentado en un banco,
extendía sobre su regazo el kapita —un trozo pequeño de tejido
de lana de colores—, desenvolvía otro pedazo de tejido y de allí
sacaba un puñado de hojas de coca. (En todos los Andes, las
hojas de coca son el instrumento más utilizado para la adivina-
ción.) Elegía una docena de hojas de forma regular y perfecta,
de un bonito color verde, las colocaba sobre el kapita, y empe-
zaba a mascar las otras.

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Cuando comenzaba a sudar, señal inconfundible de que en-
traba en otro estado de consciencia, en una especie de trance,
tomaba las hojas que había elegido y las frotaba suavemente
entre las manos, mientras invocaba como aliadas a sus divi-
nidades preferidas; ellas debían tomar parte en la decisión sobre
nuestra estancia en el pueblo. Luego llevaba la boca hacia las
manos unidas, que aún encerraban las hojas de coca, y su-
surraba:
—Coca, madrecita, tú que lo sabes todo, dime todo en nom-
bre de los antepasados; ¿podemos admitir a estos extraños?
Entonces, muy concentrado y con los ojos cerrados, abría a
medias las manos hacia el cielo y soplaba tres veces para dar
vida a las hojas de coca. Ellas serían intermediarias entre él y
las divinidades. Preguntaba de nuevo a las hojas para asegurar
la comunicación y otra vez invocaba a las divinidades. Después
abría las manos y dejaba caer las hojas una por una encima del
kapita, estudiando concienzudamente cómo caían y qué posi-
ción adoptaban.
Repetía el procedimiento tres veces. Luego recogía las
hojas del kapita, las masticaba, las sacaba de la boca y miraba
su aspecto. La apariencia y el buen sabor confirmaban la res-
puesta divina:
—Sí, podéis quedaros tanto como deseéis.
La respuesta fue la misma en todos los pueblos que visita-
mos, salvo en uno.
Derrochando paciencia y valiéndome de una complicada
red de contactos, logré por fin, junto con mis acompañantes
(uno de ellos hablaba quechua, lengua que se emplea en toda la
cordillera andina), dar con un pueblo donde vivía un sanador
khallawaya. Se llamaba don Florentino y tenía fama de poder
curar enfermedades como la tuberculosis y la polio. Tras mu-
chos días de recelos, nos permitió acompañarle en el recorrido
que diariamente hacía para recoger las plantas medicinales en
su jardín y en las escarpadas laderas del valle. Y nos contó la
historia de su formación en el arte de sanar.
—Cuando tenía doce años —dijo—, mi tío me dio a probar
una mezcla secreta de plantas. Y vi un jaguar, tan alto como un
hombre, que estaba a punto de destrozarme con sus garras de
acero. Luego el jaguar se transformó en Pacha Mama y dejó que

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mamara de sus pechos, mientras cantaba una canción. Más tar-
de, cuando desperté, canté esa canción a mi tío; él dijo que ésa
era la canción correcta y aceptó enseñarme a curar y a recono-
cer las plantas. Esto fue hace treinta años.
Una semana después aconteció lo que yo esperaba: llama-
ron a don Florentino para que curara a un vecino de un pueblo
cercano. Consintió en que le observáramos mientras trataba al
paciente.
Fuimos al pueblo por delante del sanador khallawaya y de
su aprendiz, con la esperanza de poder examinar al paciente e
interrogar a su familia. La casa donde vivía el enfermo con su
esposa y con su hermana estaba al final de un sendero bordeado
de cactus de San Pedro, que son potentes alucinógenos. La
esposa y la hermana nos dieron la bienvenida en un patio que
había sido pulcramente barrido.
El paciente, un hombre de unos cuarenta años, estaba tum-
bado en un lado del patio, muy débil y con muchísima fiebre, y
tenía enormes dificultades para respirar normalmente; deliraba.
Su esposa explicó que desde hacía meses tenía un fuerte dolor
en el pecho, pero que hasta poco tiempo antes no había empe-
zado a echar sangre cuando tosía. Hacía un mes habían ido a un
dispensario, pero pese a la medicación que el doctor había dado
al enfermo, su salud empeoraba. Nosotros creíamos que el
hombre padecía una infección pulmonar grave, probablemente
un caso serio de tuberculosis.
Las dos mujeres, cubiertas con los mantos más bonitos que
tenían, se levantaron cuando don Florentino y el aprendiz entra-
ron en el patio. Mientras el sanador khallawaya intercambiaba
unas palabras con las dos mujeres, el aprendiz colocó sobre un
pequeño altar de piedra una chusilla, un tipo de mantel tejido
con lana de alpaca, que a su vez cubrió con una istalla, tela rica-
mente ornamentada. Luego el sanador sacó de la bolsa los ele-
mentos básicos de la mesa, que en este caso significa ofrenda.
Y ése fue el inicio de la ceremonia, donde se mezclan los dos
elementos curativos primordiales: la religión y la ciencia, es
decir, los rituales mágico-religiosos y la ciencia de las plantas
medicinales.
—Las plantas curativas son la parte menos importante del
ritual —explicó don Florentino—. El universo está hecho de

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fuerzas opuestas: el bien y el mal, lo equivocado y lo correcto.
Es el equilibrio entre las fuerzas opuestas lo que hace que algo
exista. A lo largo de los años he recogido objetos de bien y ob-
jetos de mal, y los he utilizado conforme al resultado que que-
ría conseguir. Hoy, antes de examinar al paciente, he puesto un
feto de llama sobre la istalla, junto con dos cosas malogradas:
unos huevos podridos y un trozo de lana mal tejida, y con dos
cosas buenas: hojas de coca y resina de copal. Cuando dispon-
go estas cosas encima de la istalla, ésta se convierte en un cam-
po de batalla. Con ello digo a Pacha Mama que quiero restable-
cer el equilibrio entre lo que está bien y lo que está mal en este
hombre. Entonces ya puedo manipular para él las fuerzas de la
enfermedad y las fuerzas de la salud.
—¿Cuál es el significado del feto de llama momificado?
—pregunté, sabiendo que es el artículo más caro de los mer-
cados.
—La llama es un animal semidivino. Un aborto es un naci-
miento anormal. Así, el feto de llama es la evidencia de que in-
cluso los dioses de la fertilidad pueden cometer errores. Genera
fuerzas mágicas muy potentes. Este objeto, en manos de un
hechicero, puede convertirse en un arma poderosa para hacer el
mal. Pero ahora debo orar; a veces Pacha Mama es muy impre-
visible.
Don Florentino se arrodilló y empezó a concentrarse, mur-
murando plegarias a Pacha Mama. Mientras tanto, la esposa y
la hermana del paciente tomaron asiento y, al igual que el sana-
dor, dispusieron su propia istalla sobre una pequeña banqueta
y allí colocaron los elementos de su ofrenda: amuletos, hojas
de coca, resina de copal, cabos de lana, un huevo y un feto de
llama.
Cuando acabó sus oraciones a Pacha Mama, don Florentino
se alzó y se dirigió hacia la istalla de las dos mujeres para reco-
ger sus ofrendas. Mientras recitaba invocaciones sagradas en la
lengua secreta de los incas, mezcló las ofrendas de las mujeres
con las suyas propias.
—Para viajar por el universo invisible —dijo—, necesito
estar en el centro de éste. Invoco las siete direcciones: norte,
sur, este, oeste, arriba, abajo y centro.
Entonces echó al fuego todo lo que llevaba. Cerró los ojos y

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quedó inmóvil mucho rato, como si su espíritu hubiera abando-
nado a los vivos.
—Para recordar a Pacha Mama que mantenga todo en equi-
librio —dijo al cabo—, quemo las dos mesas. Nosotros respira-
mos el humo y Pacha Mama también. Cuando el mundo queda
reequilibrado justamente aquí, en este punto, es cuando me per-
mito diagnosticar la enfermedad del paciente.
Primero se curan el alma y el espíritu restableciendo el
equilibrio entre fuerzas opuestas, y luego se trata el cuerpo.
Don Florentino se acercó al paciente e inició el siguiente
paso en el proceso curativo: la limpia, o purificación. Sacó un
conejillo de Indias vivo de debajo de su poncho y frotó con él el
cuerpo del hombre, pidiéndole que espirase sobre el animal.
Mientras esto hacía, el sanador apretaba el cuello del conejillo
para que al tiempo muriera por asfixia. La muerte del animal
tenía que coincidir con el fin de la operación. Ahora el paciente
quedaba libre de las influencias maléficas que habían provoca-
do su enfermedad; ésta había pasado al conejillo.
—El paciente no podía respirar —explicó el sanador kha-
llawaya—, de modo que hice una transferencia entre él y el co-
nejillo de Indias. Ahora el enfermo puede respirar con facilidad
y el conejillo es quien se asfixia.
El aprendiz cortó el cuello del animal y puso su sangre y sus
visceras en una concha vacía. (De todos los métodos de adivi-
nación que se practican en los Andes, el más extendido es el de
examinar las visceras.) Don Florentino miró el contenido de la
concha y dijo:
—El problema con los doctores de la ciudad es que diag-
nostican la enfermedad del paciente diseccionándolo. En lugar
de eso, nosotros diseccionamos al conejillo y estudiamos dete-
nidamente de qué manera coagula la sangre y cuál es la consis-
tencia de los excrementos en el intestino inferior. En este caso,
ya que todo está suelto, sólo tiene tuberculosis. Este hombre tie-
ne suerte: el augurio dice que las divinidades han aceptado
nuestras plegarias. No tendré que combatir a ningún demonio
sobrenatural para tratarlo.
Entonces don Florentino sacó de su bolsa las plantas que,
con ayuda de las divinidades, iban a ser el tratamiento para
aquel cuerpo dañado por la enfermedad. Lo que nosotros deno-

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minaríamos parte médica del tratamiento fue muy breve. La
cabeza del paciente fue envuelta en hojas de eucalipto y luego
se le administró una bebida diluida de hojas de coca y cenizas
de quinua hervidas en agua. Pronto cesó la fiebre y el enfermo
empezó a hablar coherentemente. Cuando lo vimos un mes más
tarde trabajaba como cualquier hombre sano, sin dolores en el
pecho ni toses con sangre. Decía que no se había sentido tan
bien en mucho tiempo.
Sólo tras un aprendizaje que puede durar hasta doce años,
puede el hijo o un miembro de la familia del sanador khallawa-
ya obtener la autorización de la asamblea de ancianos y nota-
bles para ejercer su arte. Los a veces prodigiosos resultados que
logran estos sanadores khallawaya parecen ser prueba de la efi-
cacia de su ciencia. Son simultáneamente psicólogos, psiquia-
tras, herbolarios, homeópatas y médicos; su arte es complejo,
pero dicen que sin la ayuda de las divinidades no tendrían poder
curativo alguno.
Nos resulta difícil comprender los métodos de los sanadores
khallawaya, pero don Florentino insistía en que la parte más
importante de sus curas es sobrenatural, sobre todo si la enfer-
medad es la manifestación de un hechizo de magia negra.
Con los sicuyas tuvimos oportunidad de presenciar la cura-
ción de un paciente que padecía una enfermedad demoníaca;
era víctima de un conjuro lanzado por un hechicero.
Temidos por sus vecinos debido a su fiereza en la lucha y
considerados salvajes y antropófagos por las otras tribus indias
de la región norteña de Potosí, los sicuyas han conservado in-
tactas sus antiguas tradiciones mágico-religiosas, agrícolas y
artesanales. Solamente hablan quechua cuando han de entrar en
tratos comerciales, pero entre ellos hablan el aymara, que con-
sideran la lengua de la intimidad, los sentimientos y la poesía,
así como del secreto y la magia.
La sesión de adivinación que iba a-decidir si podíamos que-
darnos en el pueblo corrió a cargo del hechicero sanador, un
hombre de mediana edad llamado Silverio. Había nacido con la
mano izquierda deforme. Tiempo después nos dijo que todos
los hechiceros tienen algún defecto físico, que ésa es la manera
en que los dioses marcan a quienes poseen poderes especiales.
Las divinidades dieron una respuesta favorable a nuestra soli-

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citud, y a los dos días de estar allí ya éramos amigos del hi-
lankho, el jefe de la tribu. (Este título se vuelve a otorgar cada
año. El hilankho preside el consejo de ancianos, cuyos miem-
bros pertenecen a éste hasta que mueren.)
Rápidamente establecimos una relación muy cálida con
Pánfilo, el maestro. Su hijo de cinco años padecía epilepsia, en-
fermedad que los médicos de La Paz habían sido incapaces de
curar. Pregunté a Pánfilo si había considerado la posibilidad de
que el hechicero sanador curara a su hijo.
—¡De ninguna manera! —respondió—. Todo eso son su-
persticiones.
Las convicciones del maestro eran coherentes con el papel
que el gobierno le había encargado desempeñar: enseñar a los
indfos a cambiar su modo de vida para introducirlos en la era
moderna. El proceso empieza por aconsejar a los escolares que
desconfíen de la medicina tradicional que los hechiceros practi-
can y que, en lugar de acudir a él, vayan a los dispensarios y
hospitales donde los médicos administran medicación química.
El maestro exalta la ciencia y la vida moderna, y les insta a ves-
tir la ropa que llega de la ciudad. Los niños aprenden matemá-
ticas, geografía y lengua española.
Sin embargo, llegó el día en que Pánfilo se mostró dispues-
to a hacer cualquier cosa con tal de ayudar a su hijo, cuya salud
empeoraba. Para mi soipresa, pidió a Silverio que intentara una
cura ritual para su hijo. El hechicero, viendo la oportunidad de
demostrar al maestro que de verdad tenía poderes, aceptó de
buena gana e hizo los preparativos del ritual para aquella mis-
ma noche.
A las ocho nos reunimos en casa del maestro; allí estaba
también su esposa, su hijo, Silverio y el hilankho. Cerraron la
puerta por dentro para que nadie —ni hombres ni espíritus—
pudiera entrar durante la ceremonia. Nos congregamos en la ha-
bitación principal, tan sólo iluminada con velas y el fuego del
hogar. Sobre la mesa había hojas de coca, cerveza de chicha,
cuti (granos de maíz que el hechicero utilizaría en la adivina-
ción) y diversas plantas medicinales, junto con un corazón de
llama que había sido sacrificada unos días antes para servir a
otros fines religiosos.
Silverio repartió hojas de coca y cerveza de chicha entre

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todos nosotros, salvo al hijo de Pánfilo. Y todo el mundo empe-
zó a beber y a mascar en silencio. (La chicha dejó de gustarme
cuando supe cómo la elaboran: las viejas mastican el maíz y lo
escupen en un cuenco, donde fermenta. Se dice que cuando los
hechiceros beben mucha chicha, a veces tienen una visión:
Pacha Mama amamanta a todos los animales del campo y les da
vida para un año más.)
El silencio quedaba interrumpido de vez en cuando por las
palabras del hechicero, que, entre murmullos, empezaba a
hacer la adivinación con el cuti, leyendo la posición que adqui-
rían los granos de maíz en la palma de su mano después de re-
cogerlos de la mesa. Cuatro horas más tarde nada había pasado,
salvo que estábamos todos bastante ebrios. Los efectos de la
coca y del alcohol habían creado una atmósfera de irrealidad. El
hechicero no dejaba de susurrar la misma palabra: «suerte».
Súbitamente, el hechicero y el jefe de la tribu tomaron cada
uno un incensario, lo llenaron con pequeñas brasas que ardían
en el hogar y por encima echaron resina de copal y otro incien-
so. Silverio rezó:
—Pacha Mama, Tierra Sagrada, deberás proteger esta casa.
No permitas que la enfermedad haga presa en sus habitantes.
Protégelos de toda desgracia. Pacha Mama, protégeme del mal
y el año próximo te serviré aún mejor.
Cuando la habitación estaba llena del olor y del humo del
incienso quemado, el hechicero y el jefe de la tribu, cada uno
con su incensario, dejaron la casa para orar a Pfarsi Mamay, la
diosa luna; con las manos alzadas hacia el brillante orbe, roga-
ron también a la Virgen de Copacabana. (Mejor poner todas las
posibilidades a favor de uno; dos divinidades tienen más poder
que una sola.)
Cuando volvieron a la casa, el hechicero masticó más hojas
de coca y un pedacito de cactus de San Pedro para poder conse-
guir el trance, estado que le permitiría comunicarse con lo so-
brenatural.
Al cabo de una hora más o menos, vimos que estaba entran-
do en trance: su cara envejeció varios años y la voz quedó con-
vertida en un susurro. Empezó a golpear entre sí dos varas de
madera o hantis. Los hantis son los bastones mágicos que abren
un pasadizo o puente hacia el otro mundo. El hechicero los uti-

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liza para despertar los poderes ocultos. Y es gracias a estos han-
tis como la voz de los espíritus puede manifestarse.
Golpeando todavía los hantis, el hechicero se aproximó al
maestro y le murmuró algo al oído. Luego, de repente, dejó caer
los hantis y se arrodilló en cada uno de los cuatro puntos cardi-
nales. Después, con una rodilla apoyada en el suelo, comenzó a
girar más y más rápido mientras invocaba a las divinidades.
Pasó sin transición a insultar a los demonios, corriendo por toda
la habitación para ahuyentarlos. Luego salió de la casa gritan-
do. Durante un rato pudimos oír sus gritos mientras corría has-
ta desaparecer en la noche.
Estábamos petrificados.
Pregunté a Pánfilo qué le había dicho el hechicero.
—Dice que la epilepsia de mi hijo se debe a los conflictos
inconscientes que sostiene con nosotros.
Y admitió que su hijo tenía ataques de epilepsia cada vez
que él y su esposa discutían.
Luego añadió:
—Pero Silverio dice que hay otro problema. Un hombre de
un pueblo vecino ha enviado una maldición al cuerpo de mi hijo
y ha roto su armonía interna; ésa es la causa de que su cuerpo
sufra con los conflictos inconscientes que tiene con nosotros.
Primero, Silverio tiene que conseguir el reequilibrio definitivo
devolviendo la maldición a su origen, al hombre que la hizo.
Después curará a mi hijo. La maldición será ahora mucho más
potente, mortal al volver de donde vino. Por esta razón, Silve-
rio no quiere que veamos esa parte de la ceremonia.
Pasamos la noche en blanco pensando en todo ello.
A la mañana siguiente nos despertamos muy temprano;
según el ritual curativo, Silverio debía ofrecer el corazón de lla-
ma al sol naciente. Nos reunimos con el maestro y su esposa,
que estaban con el niño sentados junto a una mesa puesta en el
patio. Sobre ella, todos los ingredientes de la ofrenda de la
noche anterior: hojas de coca, cerveza de chicha, lejia, cuti, di-
versas plantas medicinales y el corazón de llama.
Poco después llegaba el jefe de la tribu. Pero el hechicero
no aparecía. Esperamos mucho rato, y empezábamos a preocu-
parnos porque ya se adivinaba la salida del sol, cuando apareció
Silverio sonriendo. Nos saludó con una carcajada, como si nada

148
hubiera sucedido la noche anterior; se sentó a la mesa junto al
niño, y comenzó a mascar hojas de coca y a beber alcohol.
Mientras masticaba y bebía sin interrupción, tomó un cuen-
co de metal, puso los granos de maíz que utilizara la noche an-
terior y los trituró. Añadió unos coágulos de sangre de llama y
luego examinó cuidadosamente la mezcla durante largo rato.
Después agregó un pedacito de la parte inferior del corazón de
llama y unas cuantas hojas de coca.
Cuando hubo preparado la mezcla, el hechicero se puso en
pie y, mientras murmuraba conjuros mágicos, por tres veces
movió el cuenco en torno a la cabeza del niño; luego rozó con
el cuenco la superficie de su cuerpecito.
Tomó unos cuantos granos de maíz con la mano y, sonrien-
do, la extendió hacia nosotros mostrándonos el mensaje divino:
—¡Suerte, suerte! ¡El niño sanará!
Después agarró el cuenco, todavía lleno con la mezcla, y lo
sacó de la casa para ir a la iglesia. (Había pasado mucho tiem-
po desde que un sacerdote católico oficiara por última vez en la
pequeña iglesia; en el templo, el sagrario había sido sustituido
por una estatuilla de San Juan, santo patrón de los indios.) El
hechicero sanador se arrodilló delante del pórtico principal.
Luego se alzó, giró hacia el sol y volvió a arrodillarse. Se levan-
tó de nuevo y lanzó el contenido del cuenco en dirección a Inti,
el dios sol. Era señal de que la ceremonia curativa había finali-
zado.
Más tarde nos enteramos de que una persona del pueblo
vecino había muerto repentinamente la noche anterior. Y el
maestro nos dijo que su hijo estaba muchísimo mejor desde que
Silverio lo tratara. ¿Fue una cura psicológica, o fue resultado de
lo que el hechicero calificaba de reequilibrio definitivo?

Mis experiencias con hechiceros han sido numerosas, y gra-


cias a ellos sé que una maldición no puede romperse: tiene que
ser devuelta a quien la envía. Siempre había querido estar pre-
sente en este tipo de ceremonia, pero los hechiceros nunca lo
permitían, alegando que eso podía ponerme en peligro porque
esta clase de rituales les obliga a crear una maldición más fuer-
te y mucho más poderosa. Y tal cosa es como jugar con fuego.

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Solamente una vez permitió un hechicero que yo observara
una ceremonia de estas características, pero aun así sólo me
dejó mirar hasta que puso una cruz pequeña, hecha con dos
espinas atadas, sobre una muñeca que al parecer representaba al
hombre que había lanzado la maldición. Pocos días más tarde,
supe que la magia había surtido su efecto: el hombre había
muerto misteriosamente.
Aunque no pudimos presenciar la ceremonia que Silverio
realizó para matar a la persona responsable de la dolencia del
hijo del maestro, imagino que utilizó una muñeca maligna.
Un día, sin embargo, en otro lugar de los Andes, un hechi-
cero accedió a que nos quedáramos mientras llevaba a cabo un
ritual en el que utilizaba los poderes de una muñeca maligna.
Era una ceremonia de hechizamiento.
Este hechicero, que ejercía la magia negra, estaba a punto
de cumplir el encargo de una mujer mayor que quería lanzar
una maldición sobre un hombre de otro pueblo al que odiaba.
Una noche, iluminando el camino con linternas, seguimos al
hechicero hasta la iglesia católica del pueblo, vieja y abando-
nada; allí debía desarrollarse la ceremonia. Hacía muchos años
que en la iglesia no se habían oficiado servicios por falta de
verdaderos creyentes, pero sobre el altar aún pendía una enor-
me cruz.
El hechicero se colocó en una esquina de la iglesia, sacó dos
velas de la bolsa que llevaba, las puso sobre las losas del suelo
y las encendió. Luego dispuso un pequeño mantel ritual de
muchos colores entre las dos velas y así hizo su mesa. Vació
sobre ella el contenido de la bolsa: trapos, hierba, largas espinas
de cactus y otros pequeños objetos rituales. Después fue hasta
la otra esquina de la iglesia, levantó una losa que tapaba un agu-
jero y, para nuestra sorpresa, sacó tres cráneos humanos, a uno
de los cuales faltaba una sección circular, y los colocó sobre la
mesa. Comenzaron las plegarias y conjuros.
Una hora más tarde, se abrió la puerta de la iglesia; en el
umbral se dibujaba una silueta: era la mujer para quien oficiaba
el hechicero. Al entrar y vernos pareció asustarse. Estaba a pun-
to de irse, cuando el hechicero le dijo que volviera y la tranqui-
lizó diciendo que nosotros, amigos personales suyos, no diría-
mos nada de la ceremonia. Más calmada, la mujer se acercó al

150
hechicero y le tendió una bolsa con un trozo de ropa, un
mechón de cabello y trozos de uña que pertenecían a la futura
víctima, cosas todas ellas más que suficientes para lanzar sobre
él una temible maldición.
Con la hierba, los trapos y los elementos que la mujer había
traído, el hechicero confeccionó una muñeca que representaba,
mágicamente, al enemigo personal de la mujer. Empezó a insul-
tar y a maldecir despiadadamente a la muñeca mientras pincha-
ba la cabeza y el cuerpo con las espinas de cactus. Arremetió
otra vez contra la muñeca lanzando imprecaciones e insultos re-
bosantes de odio. Luego mandó marchar a la mujer.
Gracias a los conocimientos que su maestro le había trans-
mitido cuando le iniciara, el hechicero sabía que al alcanzar el
punto culminante, el mal puede llegar y dar con la víctima de-
signada. En este punto, el hechicero llama al cliente, pone la
muñeca y los demás adminículos maléficos sobre la mesa, y da
comienzo a la ceremonia final de la magia negra. Todos los
hechiceros que arrojan maldiciones mantienen al cliente a su
lado durante la ceremonia porque, según ellos, su papel es el de
ampliar el odio que el cliente genera y transformarlo en fuerzas
malignas, que envían a la víctima por medio de un ritual.
Cargado de fuerzas del mal, el hechicero enterrará la muñe-
ca cerca de la casa de la víctima, y para incrementar la eficacia
y el poder de la muñeca, encontrará la manera de hacer saber a
la víctima que sobre ella pesa una maldición; el terror será tal
que los primeros síntomas del mal aparecerán pronto. Los
indios temen tanto este tipo de prácticas que, cuando saben que
les han lanzado una maldición, suelen sumirse en el abatimien-
to, convencidos de ser impotentes frente a las fuerzas del mal.

Un día o dos después de nuestra llegada al pueblo de Silve-


rio, el jefe de la tribu y Silverio nos contaron una historia de lo
más inquietante. Tres semanas antes de que llegáramos, dos
hermanos regresaron precipitadamente de las altas planicies
adonde habían ido con su rebaño. Allí lo habían abandonado
todo, y parecían estar absolutamente aterrorizados. Decían
haber visto al demonio, y lo describieron como si fuera un vam-
piro. Al día siguiente, el hermano mayor cayó enfermo; a los

151
pocos días murió. El otro hermano cayó enfermo a su vez y
murió también.
Un hermano más joven de estos dos enfermó justo antes de
nuestra llegada. El jefe de la tribu juraba que una noche de luna
llena había visto el fantasma blanco y transparente del tercer
hermano; el fantasma lloraba. Según él, eso era un mal presagio
que anunciaba la muerte del muchacho.
—¿Podemos verle? Tal vez nuestras medicinas le ayudarían
—dije, preocupado de que si el chico moría nos atribuyeran la
culpa de su enfermedad y muerte, y nos obligaran a dejar el
pueblo, si no nos mataban antes.
—¡No! —dijo el jefe de la tribu—. Aunque las divinidades
dijeron que podíais quedaros con nosotros, hay gente del pue-
blo que cree que sois likitchiris y que por tanto sois culpables
de la enfermedad del muchacho. (Un likitchiri es un espíritu
malévolo que se transforma en hombre blanco y que por la
noche, cuando todos duermen, viene a llevarse la grasa de la
parte baja de la espalda, el símbolo de la fuerza vital. Esta
creencia de origen precolombino rebrotó con fuerza durante la
invasión española; se dice que algunos monjes aprovechaban el
sueño de los indios para cercenar un trozo de la paite baja de la
espalda de éstos, a fin de hacer un aceite con el que luego un-
gían a los obispos.)
El jefe de la tribu fue a hablar con Silverio. Cuando se hu-
bieron reunido, nos pidieron que no saliéramos de casa hasta
nuevo aviso. Sabíamos que el hechicero sanador haría aquella
noche una ceremonia para tratar al muchacho.
Hacia el mediodía del día siguiente el jefe de la tribu nos
llamó para que saliéramos. A su lado estaba el muchacho, páli-
do pero vivo. La magia curativa del hechicero había surtido
efecto, y con ello demostraba que nosotros éramos verdaderos
hombres blancos, no likitchiris. ¡Gracias a Dios!

Estos ejemplos ponen de manifiesto que los indios de los


Andes dan suma importancia a lo que ellos llaman equilibrio. Si
la gente hace algo indebido o de algún modo perturban el equi-
librio de la vida, ello acarrea el desequilibrio de sus energías y
su armonía interna, que a su vez desequilibra a los dioses y a la

152
armonía cósmica; consecuentemente, sobrevienen la enferme-
dad y en ocasiones las tormentas y otras catástrofes naturales.
Un pueblo entero o toda una región pueden padecer por el error
de una sola persona. De manera que, aunque la armonía entre su
pueblo y el cosmos 110 haya sufrido quebranto, cabe la posibili-
dad de que el hechicero realice alguna ceremonia para restable-
cer el equilibrio como medicina preventiva, al objeto de apaci-
guar de antemano a las divinidades.
Ofrezco ahora la descripción de una de estas ceremonias de
restablecimiento del equilibrio. Oficiaba Silverio. Con ella pre-
tendía calmar la furia destructiva de Apu Illampu, el dios del
rayo y del trueno, ya que la cercana cosecha dependía de su be-
nevolencia.
El día de la ceremonia era un 25 de julio, día del apóstol
Santiago. En la mayoría de los pueblos andinos se celebraba el
mismo ritual. Apu Illampu se identifica con el apóstol Santiago
desde que los indios vieran a los conquistadores disparando sus
arcabuces contra el ejército de los incas, al grito de «¡Santia-
go!». La asociación del trueno y el rayo (producido en este caso
por los arcabuces) con el apóstol Santiago nació así, y así ha
sobrevivido al transcurso de los siglos, pese a la intensiva cris-
tianización a que fueron sometidos.
La plaza principal de la villa estaba repleta de gente mien-
tras Silverio, conversando con los dioses, estudiaba la caída de
las hojas de coca.
—«Sumarr» («Todo está bien») —decía el hechicero sana-
dor, cuya faz consumida y voz ronca testificaban que había lle-
gado al estado de trance.
Con un dedo señaló una hoja de coca que yacía sobre el
mantel sagrado. Su posición y rasgos predecían que el dios del
trueno aceptaría el sacrificio.
—¿Traerás lluvia en abundancia, oh, Apu Illampu? ¿Orde-
nará tu voz que el agua del cielo se una a Pacha Mama, nuestra
tierra bendita, para que crezcan las cosechas?
Silverio abrió la mano y sobre el mantel sagrado cayeron
una docena de hojas de coca. La multitud que rodeaba al hechi-
cero guardaba silencio. Nadie habría osado interrumpir el diá-
logo entre Silverio y Apu Illampu, que contestaba a través de
las hojas sagradas.

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Después de esto, cuatro hombres se pusieron en pie y asie-
ron a una llama, que no tenía la más mínima idea de que su san-
gre serviría a la causa de los habitantes del pueblo. Sin resistir-
se, dejó que la tumbaran de costado y, resignada, tan sólo hizo
un ligero gesto de espanto cuando la cuchilla rozó su cuello. Se
acercó Silverio con una larga cuchara de madera que solamen-
te se utiliza en los rituales. La sangre brotó de la yugular del
animal y al instante colmó la cuchara sagrada.
—Las hojas de coca dicen que Apu Illampu acepta la ofren-
da de la llama. La llama sacrificada no es un obsequio para él;
ya que a veces las almas de los muertos se reencarnan en las
llamas, lo que hacemos es enviar a uno de nuestros antepasados
para que hable con Apu Illampu y resuelva las cosas. Necesita-
mos lluvia para las cosechas, pero si cae granizo es el desastre.
Si la sangre de la llama se coagula, la lluvia se coagulará en
granizo —explicaba el hechicero, al tiempo que examinaba
atentamente la sangre del animal en la cuchara ritual—. En este
caso la sangre es clara; buena señal, muy buena señal. ¡Suerte,
suerte!
Susurrando plegarias e invocaciones mágicas, el hechicero
fue hasta el borde de la plaza, lindante con un pequeño valle, y
arrojó la sangre de llama para fecundar a Pacha Mama, la
Madre Tierra.
Mientras tanto, el ayudante del hechicero había abierto el
pecho de la llama y había apartado el diafragma. Y, tal como
habían hecho los incas cinco siglos atrás, arrancó el corazón
con sus propias manos.
El ambiente dejó de estar tenso y el ruido comenzó a llenar
la plaza, a medida que el alcohol llegaba a manos de la multi-
tud. Antes de beber, todo el mundo vertía unas cuantas gotas al
suelo en honor de Pacha Mama. Locuaces, hacían comentarios
sobre los mensajes que Apu Illampu transmitía y sobre el sacri-
ficio de la llama. Unos hombres trincharon la carne de la llama
para guisarla en unas ollas enormes; eso sería la cena.
Entretanto, el hechicero había desaparecido con el corazón
de la llama, que luego habría de servir para otros rituales mági-
cos. (Era el mismo corazón que Silverio emplearía más adelan-
te en la ceremonia de curación del hijo del maestro.)

154
Si las energías de todo un pueblo pueden reequilibrarse con
una intención preventiva, así ocurre también con las energías de
una región entera.
—Una vez al año —dijo Silverio—, las tribus indias y los
hechiceros de todos los Andes se congregan en un pueblo cuyo
nombre debe mantenerse en secreto. Es uno de los puntos inha-
bitados más altos de la montaña. Allí restablecemos el equili-
brio de los Andes. Primero se fija el eje del mundo, porque si el
mundo gira sobre un mal eje, todo va mal; entonces padecería-
mos terremotos, enfermedades, inanición. Pero si durante tres
días hacemos el ritual indicado, nuestros pueblos sobrevivirán
el resto del año.
Este festival se celebra en el equinoccio de primavera.
Llegamos al pueblo secreto el primer día de los tres que
había de durar el festival. Más de un millar de indios ya estaban
allí danzando, comiendo, bebiendo y pasándolo bien. Algunos
habían caminado varios días; otros habían acudido a lomos de
burro o en camiones.
Cada grupo, al llegar, hacía un alto a cincuenta metros de un
antiguo calvario construido a unos cien del pueblo. Allí los hom-
bres se ponían el traje que habían de llevar durante el festival.
Algunos se vestían de conquistadores, con yelmos de metal o de
cuero y con escudos y espadas; llevaban campanillas de cobre
atadas a los tobillos y golpeaban el suelo con los talones. Otros
vestían el traje tribal tradicional. Las tribus laime y jukumane,
por ejemplo, llevaban espléndidos tocados hechos con plumas de
flamenco. Otras tribus exhibían tocados con plumas de cóndor.
Los músicos preparaban los instrumentos: tambores, trom-
petas, flautas de diferentes tamaños, sicus y hullas hullas, que
son tubos de bambú de diversas medidas que en ocasiones al-
canzan el metro y medio de largo.
Después de que las mujeres desplegaran los estandartes tri-
bales, todo el grupo fue hacia el calvario. Los presentes se arro-
dillaron al pie de la cruz —que para los indios ya existía como
símbolo mucho antes de la llegada de los conquistadores y que
representa el árbol de la vida—, y se santiguaba a la manera
india (se tocan la frente, el pecho y la boca con el puño). Luego
empezaron a tocar los instrumentos y así siguieron los tres días
enteros.

155
Entonces, cada grupo portando la cruz de su pueblo y cada
hechicero cargando a cuestas un poste hecho con un tronco de
árbol derribado por un rayo, emprendieron el camino hacia el
pueblo andando en fila y tocando música. Las mujeres iban por
delante agitando banderas rojas y blancas. La bandera blanca
denota que la tribu está en tiempos de paz; la bandera roja, que
está en guerra con las tribus vecinas. Exhibir los colores era
muy importante porque la mayoría de las tribus congregadas en
el pueblo —los laimes, los jukumanes, los chullpas, los sicuyas,
los machas, los pocoatas— eran guerreras y cada tribu tenía su
propio enemigo. Pero ese día hasta las más encarnizadas ene-
mistades se dejaban a un lado para que los hechiceros pudieran
crear la armonía y el equilibrio.
A medida que llegaba, cada grupo era saludado por los ha-
bitantes del pueblo en la plaza principal; se arrodillaron todos.
Luego intercambiaron ramas de molle (un arbusto del valle
bajo), signo de vida renovada. Después, todavía tañendo los
instrumentos, se trasladaron al pórtico de la iglesia; los hom-
bres se arrodillaron para orar al Señor de la Exaltación de la
Cruz. Tras ello fueron a comer y a beber cerveza de chicha ser-
vida con cuchara de madera, que es símbolo de fertilidad.
Continuaron llegando indios. Al tercer día ya eran más de
dos mil. Y los tres días fueron un constante desfilar de colores
ante los ojos, con dominio del púrpura. Las mujeres se cubrían
con collares de perlas y espejos. Algunos llevaban máscaras
que representaban osos, cóndores o conejos; otros lucían toca-
dos de pluma de cóndor o un cóndor entero disecado. Un hom-
bre tañía una flauta rarísima hecha con un hueso de cóndor;
había indios vestidos de conquistadores que parodiaban a los
invasores españoles, imprimiendo a sus danzas un aire brutal y
destructivo que evocaba el de aquellos que aniquilaron el impe-
rio inca. A lo largo de tres días estas gentes rezaron, tocaron
música, bailaron, comieron y bebieron. Fue una discordancia
instrumental a base de tambores, trompetas y flautas; no cesa-
ban de repetir los mismos sonidos penetrantes las veinticuatro
horas del día. El ambiente era una combinación de fe, exalta-
ción y embriaguez.
Al tercer día todos los hechiceros empezaron a bailar en tor-
no a un poste erigido en el centro de la plaza, símbolo del eje

156
del mundo. Los músicos tocaban tambores y trompetas hechas
con tubos de bambú de un metro y medio de largo, con una
calabaza atada al extremo para crear resonancia; estos extraños
instrumentos emiten un sonido profundo, y tan sólo unos años
antes habían sido empleados para anunciar la guerra.
Entonces, los hechiceros más respetados recogieron los
troncos tocados por el rayo y los clavaron alrededor del poste,
haciendo un templo simbólico. Sentimos una extraña frialdad
en el aire. ¿Era sólo imaginación?
—Es importante que todos los dioses trabajen en armonía
—explicó Silverio—. Rezamos a todos ellos. Apu Illampu, dios
del trueno, danos el viento del norte que insufla vitalidad, no el
viento del sur que insufla enfermedades. Cóndores, mensajeros
del sol, llevad nuestras plegarias sobre vuestras alas hasta Vira-
cocha, creador del sol y de su hermana, la luna. Conservad el
equilibrio del cielo y nosotros conservaremos el equilibrio de
nuestros pueblos y familias, y todos gozaremos de una buena
vida otro año más.

157
VI

GITANOS, NAMIBIOS, CHAMANES DE JAVA,


DERVICHES ULULANTES Y KATARAGAMA

Este capítulo describe algunos sucesos extraños que he teni-


do oportunidad de ver, y relata rituales misteriosos que los gita-
nos, una tribu de Namibia, los chamanes de Java, los kurdos ira-
níes y las gentes de Sri Lanka acostumbran llevar a cabo.

Gitanos

Los gitanos tienen fama de ser excelentes adivinos. Ofrezco


cierta información sobre estas gentes, que aún son tildadas de
misteriosas, para intentar aclarar algunos extremos sobre sus
técnicas de adivinación.
A fin de estudiar sus costumbres, a lo largo de los años he
pasado mucho tiempo con los gitanos. He compartido sus expe-
riencias cotidianas mientras se desplazaban desde la India has-
ta el norte de África, pasando por Oriente Medio y Europa. Y he
aprendido muchísimo sobre ellos y de ellos. Tan pronto fui
aceptado por algunas tribus gitanas, me estuvo permitido pre-
senciar alguna de sus ceremonias de brujería; tales ceremonias
se valen de antiquísimos rituales que no sólo tienen su origen en
la India, patria de los gitanos, sino que también recogen rituales
de todos los países por los que han pasado.

159
Gracias sobre todo a la lingüística, los antropólogos han
podido determinar el origen étnico de este pueblo nómada. En
cualquier sitio del mundo donde vivan, hablan todavía la lengua
gitana, que procede de una vieja forma del sánscrito utilizada
alrededor del siglo ix en Rajasthan y en algunas regiones hin-
dúes de la India.
Se cree que hacia el siglo X, por razones que aún ignora-
mos, algunos grupos de gitanos abandonaron la India y em-
prendieron el camino de Occidente, asentándose muchos en
los distintos países por los que atravesaban. Nunca, o casi nun-
ca, se han mezclado con los otros pueblos, a los que llaman
gadje, pero sí han aprendido las diversas lenguas y la música
autóctona, en la que son maestros gracias a su destreza como
músicos.
No siempre era fácil conseguir la aceptación de los gitanos,
aunque fuera presentado a ellos por alguien del clan. Para po-
nerme a prueba, con frecuencia me veía obligado a pasar por un
ataque simulado, un tipo de desafío primordial parecido a los de
las tribus papúa. La primera vez me llevé una impresión tre-
menda, ya que desconocía esa costumbre; ningún libro de los
que había leído sobre los gitanos describía algo semejante. La
cosa sucedió en una aldea griega, donde Muro, un amigo gita-
no, iba a presentarme al jefe de su clan.
El jefe estaba tomando una copa de coñac y jugando al do-
minó con los amigos en la terraza de un bar pequeño cercano al
campamento gitano. Muro dijo que me sentara a una mesa pró-
xima y se acercó a hablar con el jefe, explicando las razones
que yo tenía para querer pasar una temporada con su clan.
Mientras hablaban, el jefe no dejaba de jugar; dos o tres veces
me echó una ojeada. Respondí a cada una de sus miradas con
una sonrisa, pero él no se inmutó.
Muro tomó asiento detrás del jefe. Y esperé. Pasaron veinte
minutos. Yo observaba a Muro y al jefe, en espera de una reac-
ción. Pero los dos parecían estar tan concentrados en el juego
que era como si yo ya no existiera.
De pronto el jefe se puso en pie y empezó a gritarme. Sus
gritos alertaron al campamento y todos se acercaron a ver qué
pasaba. Yo seguía en mi silla, en espera de que Muro reaccio-
nara y al mismo tiempo mirando al jefe, intentando mantener

160
una actitud tranquila y con la sonrisa en los labios. ¡Cosa nada
fácil, por cierto!
El jefe agarró su silla y me amenazó con ella. Y sin más, la
lanzó hacia mí. La silla aterrizó sobre la mesa en que yo estaba y
se estrelló contra mi brazo, que había levantado para proteger la
cara. Los gitanos rompieron a reír. El jefe lanzó un vaso, pero no
logró alcanzarme. Luego tiró otro, que se rompió al dar con la me-
sa. Después, como si nada hubiera pasado, se sentó, vació el vaso
de coñac de un amigo y continuó jugando al dominó. Muro indicó
con la mano que me acercara. Temblando un poco y manteniendo
a duras penas la sonrisa, me aproximé al jefe. Sin mirarme orde-
nó que trajeran dos vasos de coñac, y después de brindar dijo:
—Bienvenido.

Casi todas las mujeres gitanas reivindican ser expertas en la


lectura de manos. Como en la cultura china, leer las manos es el
método del que los gitanos se sirven con mayor frecuencia para
ver el pasado y el presente, y predecir el futuro. Muchos libros
se precian de enseñar a descifrar los complicados juegos de
líneas que se entrecruzan en las palmas de las manos. Sin
embargo, tal como aprendí de los gitanos, el contacto físico
entre la lectora y el sujeto tiene mucho que ver con el buen
empleo de este método de adivinación. La lectora intenta inter-
pretar las ondas corporales, las sensaciones y energías que per-
cibe en el cuerpo del sujeto mientras sostiene su mano.
Aunque alguna vez me han leído la mano y revelado cosas
interesantes sobre mi pasado y mi presente, jamás he logrado
aprender más de lo que ya sabía con respecto a mi destino. Y,
francamente, yo sería muy cauto a la hora de hacer caso a lo que
la lectora dijera sobre mi futuro, aunque haya sido certera con
respecto al pasado y al presente. Sospecho que en lo concer-
niente a la lectura de manos impera la charlatanería, ya que no
es preciso poseer facultades psi para ser buen adivino. Con un
poco de psicología y de práctica, cualquiera puede sentir las
sutiles reacciones de un sujeto mientras lee su mano. El conoci-
miento de la morfología humana —cómo reconocer el tipo ana-
tómico y los distintos tipos de carácter— también ayuda a dis-
cernir cuáles son los rasgos del individuo.

161
Me cuesta más entender otros métodos de adivinación en
los que las mujeres gitanas son diestras, como es el de examinar
en el fondo de la taza los posos del café o las hojas de té, des-
pués de que él sujeto ha consumido la bebida. Aquí no hay
contacto físico que encamine a la lectora en una determinada
dirección. En ocasiones la lectora busca atentamente ciertos
símbolos: por ejemplo, los posos de café que han quedado
pegados muy próximos al asa indican el principio o el fin del
año. Pero parece que esta técnica se utiliza más como instru-
mento para centrar la atención y concentrarse, igual que ocurre
con la bola de cristal. Es posible que la lectora emplee otra par-
te del cerebro para leer mentalmente al sujeto.
Muchas mujeres gitanas también destacan en el arte de
decir la buenaventura con las cartas (cartomancia). Para algu-
nas es suficiente con una baraja de naipes, pero la mayoría pre-
fieren utilizar cartas de tarot, porque los veintidós arcanos ma-
yores representan arquetipos que son relativamente fáciles de
interpretar.
Se cree que la lectura de cartas de tarot data de los tiempos
de los egipcios. Aparentemente, los gitanos introdujeron esta
técnica en Europa, allá por los siglos xrv o xv. Las cartas de
juego que hoy conocemos surgieron de los tarots originales
egipcios. El cero se convirtió en el loco o el comodín; las espa-
das en picas; los pentáculos o discos, en diamantes; los cetros
ahora son tréboles; las copas, corazones.
En esta técnica de adivinación, el papel de la lectora de car-
tas consiste en captar la energía psíquica que el sujeto ha pues-
to en las cartas al barajarlas. La lectora da forma consciente a
las respuestas que están en el inconsciente del sujeto.
En este campo me he llevado sorpresas interesantes. No
obstante, vale más no fiarse del primer echador de cartas que se
encuentre. Leer cartas no es una técnica que pueda aprenderse
en los libros, a menos que además se sea un psíquico. Pienso
que esto es cierto igualmente para el I Ching o las runas.
Según los gitanos, el hecho de avistar un sapo mientras se está
pensando hacer algo concreto es una bendición, una señal divina
indicadora de que hay que llevar a cabo lo que se está pensando.
Cuando pregunté sobre ello a mi amigo Yarko, un brujo gi-
tano que vive en Francia, respondió:

162
—¿Has visto alguna vez un sapo muerto?
—Sí, muchas veces. ¿Por qué?
—¿No hay nada que haya llamado tu atención?
—No.
—La próxima vez fíjate bien. El sapo muerto no se corrom-
pe, se seca.
—¿Por qué?
—Porque posee energías. Poderosas energías. Nosotros uti-
lizamos sapos para curar mágicamente, pero también para
echar maldiciones. El sapo es el principal de los amuletos malé-
ficos que se dejan junto a las casas de las víctimas. Pero ante
todo, los sapos traen buenos augurios.
Al ver mi incredulidad, Yarko sonrió:
—Pruébalo. Te sorprenderá.
La sonrisa dejó al descubierto los dientes de Yarko, todos
enfundados en oro. Era orfebre y había hecho buena parte de su
fortuna yendo de iglesia en iglesia para revestir de oro los obje-
tos rituales sagrados. Desde que saliera licenciado de la Acade-
mia de Bellas Artes francesa, era bien recibido en todas las igle-
sias católicas de Francia.
El recuerdo de las palabras de Yarko en lo referente a los
sapos me obligó muchas veces a darle la razón. En una ocasión
acaeció algo verdaderamente extraordinario.
Estábamos en una pequeña ciudad costera del sur de Fran-
cia. Era invierno, y yo había dado una conferencia en el teatro
principal. Alrededor de la medianoche acabé de meter los apa-
ratos de proyección y sonido en el coche, que había dejado en
el garaje del teatro. Había estado lloviendo toda la noche, pero
al fin la lluvia cesó. Resplandecía la luna llena. Fui andando al
hotel y allí encontré a dos personas, un hombre y una mujer, es-
perándome en la puerta; querían hacerme unas preguntas sobre
la conferencia. Ella era directiva de una pequeña empresa
fabril; él, maestro en la escuela de la ciudad.
Nos sentamos en un banco que daba al gran patio de cemen-
to del hotel, iluminado por una lámpara colgada encima de la
puerta. Fue él quien empezó a preguntar; después prosiguió la
mujer, que tendría unos treinta años, era bastante gruesa y tenía
un aspecto corriente.
Dijo que había nacido en Casablanca. A los siete años su

163
abuela le regaló un anillo que había cambiado su vida: empezó
a desear que sus padres la odiaran. Se obligaba a comer en
exceso, convirtiéndose así en una persona obesa y fea. («Ahora
tengo una bolsa de aire en el estómago con capacidad para cua-
tro litros», dijo.) Dejó de tener sensación de hambre o sed, de
frío o de calor; no sentía afecto alguno ni por sí misma ni por
los demás. Pero curiosamente, era capaz de conseguir todo
cuanto quisiera desde el punto de vista material.
—Cuando deseo algo, me llega inmediatamente. Si quiero
un trabajo, me contratan. Si ese trabajo ya lo tiene otra persona,
despiden a esa persona y me lo ofrecen a mí —dijo.
—¿Qué es lo que quiere de mí? —pregunté.
—En realidad, no lo sé. Quizá usted pueda ayudarme a
cambiar —repuso con voz triste.
—¿Había algo especial en su abuela, la que le dio el anillo?
—inquirí.
—Era soltera, fea, teníamos miedo de ella. Toda la familia
la temía. Acostumbrábamos llamarla «la bruja». Murió de re-
pente el día en que me dio el anillo. A ella se lo había dado otra
mujer de la familia que llevaba el mismo tipo de vida y proyec-
taba el mismo miedo a su alrededor; también murió el día que
dio el anillo a mi abuela.
Pedí ver el anillo. Lo sacó del dedo y lo puso en mi mano.
No sé por qué —tal vez fue por la espantosa historia que me
había contado—, pero al contacto con el anillo sentí algo pare-
cido a una descarga eléctrica; estaba tan conmocionado que
dejé caer el anillo al suelo. Ella me miró sin delatar la más míni-
ma sorpresa.
—Póngaselo en el dedo para que pueda verlo bien —dije.
A estas alturas, el compañero de la mujer empezó a sentirse
inquieto. Ella se colocó el anillo en el dedo y extendió la mano
hacia mí. Era un imponente anillo de oro con grabados e ins-
cripciones de extraño diseño.
—Debe de ser muy antiguo —dije, sosteniendo su mano y
mirando el anillo con atención.
—Una vez quisieron comprármelo por una buena cantidad
de dinero; decían que era cátaro. Pero no pude venderlo.
Dije a la mujer que el anillo probablemente estaba cargado
de energías maléficas transmitidas de generación en genera-

164
ción, y que lo mejor sería deshacerse de él. Le costó un rato
poderlo sacar, pero al fin lo hizo y lo arrojó lejos. Comenté que
era preciso destruir el anillo porque cualquiera que lo encontra-
ra podría ser víctima de las energías maléficas.
Los tres comenzamos a buscarlo. De pronto oímos el croar
de un sapo; era enorme, y estaba en medio del patio.
—¡Es un presagio! ¡Hay que destruir el anillo a toda costa!
—dije casi a gritos, temblando incontroladamente al recordar
las palabras de mi amigo gitano.
Para nuestra gran sorpresa, el sapo se movió, recorrió una
corta distancia y dejó el anillo al descubierto; luego permaneció
inmóvil. Pedí a la mujer que recogiera el anillo. Lo hizo. Y el
sapo abandonó lentamente el patio.
No sé por qué, pero intuía que debíamos quemar el anillo,
que con el fuego pondríamos fin a esas energías, y que luego
teníamos que tirarlo al mar. El maestro dijo conocer una playa
donde podríamos encender fuego y propuso que fuéramos en su
coche.
De camino hacia la playa, pasamos por un bosque. Le dije
que necesitábamos madera seca, papel y cerillas.
—Tengo en casa —respondió, y comenzó a hacer la manio-
bra de cambio de sentido.
En un momento determinado detuvo el coche y a mi lado,
en la carretera, vi una gran caja de cartón. Salí, abrí la caja y
descubrí que en su interior había papel, cerillas y madera seca,
cosa de todo punto sorprendente si tenemos en cuenta que había
llovido toda la noche.
Aparcó el coche en lo alto del acantilado.
—La playa queda ahí abajo —dijo—. El sendero tiene
mucha pendiente. Hay que tener cuidado.
El pasó delante; siguió la mujer, que hasta entonces no
había dicho ni una palabra, y detrás fui yo. El camino estaba
resbaladizo por el barro.
Si no era por mar, no había otro modo de llegar- a la playa,
que quedaba encerrada entre las paredes del acantilado. Reco-
gimos todos los trozos de madera que encontramos por allí. En
medio de la playa dispuse los papeles y la leña seca, junto con
la madera que habíamos recogido, y nos sentamos uno al lado
de otro, con la mujer entre nosotros y dando la espalda al mar

165
para resguardar el fuego de la brisa. El maestro y yo temblába-
mos de frío y de inquietud.
Advertí al maestro que no sabía lo que podría pasar al echar
el anillo al fuego. No respondió.
Cuando el fuego ya ardía con viveza, pedí a la mujer que
arrójala el anillo y empecé en silencio a recitar todas las plega-
rias que se me ocurrían. El anillo desprendía llamas de diferen-
tes colores. Entonces vi formarse extraños rostros en el humo,
rostros que el mismo humo configuraba. El maestro interrum-
pió mis pensamientos, susurrando:
—Douchan..., ¿ves eso?
Antes de que pudiera responder, la mujer, que se había sen-
tado con las piernas cruzadas y miraba fijamente el anillo, em-
pezó a adelantar la cabeza y el tórax hacia el fuego, lentamente
primero, con mayor rapidez después, como si fuera atraída por
él. Habría caído al fuego si no lo hubiéramos impedido.
De súbito el maestro y yo oímos un raido raro a nuestra es-
palda, una especie de chapuzón. Nos volvimos; nuestros ojos
contemplaban a un hombre enorme, de sólida constitución y vien-
tre abultado. Llevaba traje de baño. Chorreando agua se aproxi-
mó a la hoguera y quedó en pie frente a nosotros, al otro lado del
fuego. El maestro y yo estábamos sin habla; la mujer seguía
mirando el anillo, que todavía desprendía llamas de colores.
—Nací en Casablanca —dijo el gigante—, y quería que mis
padres me odiaran. Deseaba ser feo y llegué a comer tanto que
ahora tengo en el estómago una bolsa de aire con capacidad
para cuatro litros.
Estábamos petrificados. Pido al lector que intente hacerse
una idea de la situación: las dos de la madrugada, pleno invier-
no, aparece ese hombre y nos cuenta la misma historia que
había contado la mujer. Al fin el hombre dijo:
—Bien... Veo que no puedo hacer nada para deteneros. De
modo que sólo me resta hacer una cosa.
Se dirigió a un extremo del acantilado, agarró un enorme
tronco de árbol como si no pesara, y nos miró. El maestro y yo
estábamos paralizados, aterrorizados hasta la médula. El hom-
bre estrelló el tronco contra la pared del acantilado. La madera
estalló en mil pedazos. Tomó los trozos, los arrojó al fuego y,
tras echarnos una última mirada, volvió lentamente al mar.

166
Rezando todavía, saqué el anillo del fuego con un palo pe-
queño y lo tiré al mar. La mujer empezó a temblar.
—Tengo frío, tengo hambre —-dijo, con lágrimas en los
ojos—-. Es tan bueno sentir la necesidad de llorar...
Un año más tarde recibí carta de ella. Estaba trabajando en
Nueva York con una institución religiosa que se ocupa de las
personas sin hogar y de aquellos que necesitan ayuda y cariño.

Namibios

En Namibia, al sudoeste de África, conocí una tribu que


mereció todo mi interés. Como todos los pueblos de tradición,
las gentes de esta tribu creen profundamente en el poder de lo
sobrenatural y es frecuente que consulten a su sangoma, o bru-
jo, para saber qué les depara el destino. Yo deseaba conocer a
ese sangoma. Cuando al fin pude hablar con él, me dijo que nos
reuniríamos una noche de luna nueva. (Más tarde supe que esta
tribu cree que el ciclo lunar rige la suerte.)
Llegó el día; el sangoma y yo estábamos sentados cara a
cara en las afueras del poblado, cerca de una pequeña hoguera
encendida bajo un árbol de grandes proporciones, símbolo del
eje mágico que une el mundo visible al invisible. Desató las
cintas de una bolsita de cuero y pidió que extendiera la palma
de la mano; allí vació el contenido de la bolsita: una serie de
huesos para hacer adivinación.
El brujo trabaja con un equipo que consta de seis huesos de
pollo, cuatro piedrecitas de colores, y dos trozos pequeños de
corteza de árbol extrañamente esculpidos. Los doce objetos
están emparejados simbólicamente como si fueran hombre y
mujer. El más grande de cada pareja es el hombre.

• Los dos huesos de pollo más largos (los que unen la


rótula con la pata) representan los caracteres principales:
el hombre y la mujer.
• Los cuatro huesos de pollo más pequeños (trozos de las
patas) representan a los niños, miembros de la unidad
familiar.

167
• Los dos trozos de corteza de árbol representan a los espí-
ritus ancestrales, fuerzas positivas que son símbolo de
vigilancia y protección.
6
Las dos piedras rojas representan cocodrilos: las fuerzas
negativas del mundo oculto.
• Las dos piedras de color marrón dorado representan los
ojos videntes del hombre y de la mujer: sabiduría y per-
cepción.

Tales componentes simbolizan los caracteres humanos y


las fuerzas positivas y negativas que influyen en la vida de esta
tribu.
El sangoma me pidió que soplara sobre estos objetos de adi-
vinación y que recitara con él un conjuro para que el espíritu
fluyera entre los huesos y yo:
—Insuflo mi alma y el alma de mi espíritu guía sobre vo-
sotros.
Luego, tomó los huesos que yo tenía en la mano, los arrojó
al suelo y los examinó cuidadosamente, ya que el destino se lee
en ellos conforme a la posición que adoptan. Es una manera de
predecir el amor, la fertilidad, la salud y la prosperidad. La pre-
dicción solamente es para el mes en curso, de luna nueva a luna
nueva.
El estado de salud de cada miembro de la familia se deter-
mina por la posición del hueso correspondiente: si cae cara
arriba es señal de que la salud será buena durante el mes; si cae
cara abajo, habrá enfermedad y malestar. El amor y la fertili-
dad vienen indicados por la posición de las fuerzas positivas y
negativas entre el hombre y la mujer. Para predecir la prosperi-
dad, se trazan dos líneas imaginarias, una que une las dos fuer-
zas positivas y otra que une las dos fuerzas negativas. Si estas
líneas atraviesan alguno de los caracteres, significa que éstos
caerán bajo la influencia de la buena o la mala fortuna. Los
caracteres que caen bajo influencias negativas serán capaces de
percibir y contrarrestar las fuerzas sólo cuando los ojos viden-
tes hayan quedado más cerca de ellos que de las fuerzas nega-
tivas.

168
Chamanes de Java

¿Cuál es la fuente de los poderes del hombre? Vienen de la


mente, tanto si la mente es su fuente real como si es sólo una es-
pecie de transformador de las energías procedentes del cosmos.
Esta explicación se basa en el hecho de que la mente ejerce
completo control sobre el cuerpo. Es posible encontrar eviden-
cia de ello en una extraordinaria ceremonia de chamanismo que
vi en una aldea de Java central, en Indonesia; los neófitos del
chamán, en un intento por descubrir su unicidad con la natura-
leza, se doblegan a la voluntad del maestro y, durante un perío-
do de tiempo, se convierten en animales salvajes.
En Java central, el chamanismo sobrevivió al Islam; las
gentes rinden culto a las dos religiones por igual. Los habitan-
tes de la zona, aunque son musulmanes, tienen una fe profunda
e inconmovible en el poder absoluto de su chamán. Creen que
solamente él puede desplazarse entre el mundo del hombre y el
mundo invisible e inmaterial de los espíritus. La ceremonia
tenía por objeto hacer exhibición de los poderes del chamán.
Aunque desde luego no podía demostrar a los presentes su fa-
cultad para viajar entre los dos mundos, sí podía transformar a
dos de los neófitos en animales salvajes. El chamán sabía que
demostrando visiblemente el poder que ejercía sobre los hom-
bres, los lugareños acabarían por creer que también tema poder
sobre los espíritus.
La ceremonia comenzó a una hora temprana de la mañana.
Un grupo de músicos —equipados con xilófonos javaneses o
gamelanes, tambores y una especie de clarinetes— se reunieron
en un lateral de la plaza y empezaron a tocar. La música atrajo
a las gentes hasta la plaza, donde, después de que bailaran unos
cuantos hombres travestidos (a las mujeres no les está permiti-
do tomar parte en estas danzas rituales), aparecieron los dos
novicios del chamán montados sobre caballitos de juguete, que
son símbolo de la transportación hacia el mundo invisible.
El chamán trazó con cenizas un círculo mágico. Sería en
este círculo de unos cinco metros de diámetro donde el chamán
lanzaría sus conjuros. Cuando acababa de trazar el círculo, un
hombre vestido de tigre saltó al centro. En toda Asia este ani-
mal es símbolo de poder, fortaleza física y valentía. El chamán

169
combatió con el tigre para extraer de él todas sus fuerzas míti-
cas, y para probar su dominio sobre este animal extremadamen-
te poderoso. Derrotando al felino, él demostraría ser el más po-
deroso de todos los seres humanos; no hay hombre corriente
que pueda sobrevivir a un combate con un tigre. Una vez que
hubo sometido al animal, ya estaba en condiciones de llevar a
sus ayudantes a un mundo desconocido: el mundo de los ani-
males salvajes.
El chamán preparó entonces una combinación de polvos
mágicos con trocitos de piel de tigre y pelos del bigote del feli-
no, para hacer tres amuletos; uno lo ató a su muñeca y los otros
dos a la cintura de cada uno de los neófitos. De este modo esta-
blecía un vínculo entre los jóvenes y él. Luego, posando las
manos en la cabeza de los muchachos, introdujo a éstos paula-
tinamente en un profundo trance, sustituyendo su consciencia
humana por la de un animal. Con ello no pretendía retrotraerlos
a un estado salvaje, sino más bien contribuir a que experimen-
taran la faceta más primaria y genuina de su ser, tal vez facili-
tando a los jóvenes la posibilidad de volver a valerse del anti-
guo cerebro reptil, que se remonta a los tiempos del Jardín del
Edén, tiempos en que la especie humana hablaba una lengua
común a todas las criaturas. Por medio de aquella ceremonia
—parte de una larga iniciación para que los muchachos llegaran
algún día a ser chamanes—, los neófitos empezarían a experi-
mentar el ser un canal de comunicación entre las especies.
De repente los chicos se pusieron a escarbar la tierra, reso-
plando y gruñendo. Psicológicamente, habían sido transforma-
dos en jabalíes; no es que se comportaran como ellos, es que
pensaban, sentían así; eran jabalíes. Igual que los de una bestia,
los párpados de los muchachos quedaron inmóviles, la mirada
errática y fiera. Impulsados por el hambre, los hombres jabalí se
precipitaron hacia los campos corriendo en todas direcciones,
buscando desesperadamente raíces de mandioca, su alimento
favorito. Con un pequeño tambor a cuestas, el chamán partió
tras ellos, mirándoles fijamente con sus ojos hipnóticos; esta-
ban bajo su control y seguirían así mientras él quisiera.
Los hombres desenterraron las raíces de mandioca y las
destrozaron con los dientes, engullendo tierra al mismo tiempo.
Pero ahí residía un terrible peligro: la mandioca cruda contiene

170
arsénico, veneno que es mortal para los hombres, pero no para
los jabalíes. Si su cuerpo no estaba suficientemente controlado
por la consciencia animal, sufrirían un envenenamiento.
Por fin, el chamán golpeó el tambor atrayendo a los hom-
bres jabalí de vuelta al círculo mágico; allí dio comienzo la par-
te más delicada de la ceremonia: devolverles a la condición de
seres humanos. Imponiéndoles las manos sobre la cabeza y
mirándolos fijamente, primero desconectó a los neófitos de la
consciencia animal y éstos cayeron en un coma profundo: salvo
por la respiración, que era muy superficial, estaban, en efecto,
muertos. Limpió los restos de mandioca de la boca de los neó-
fitos para evitarles el envenenamiento y la asfixia cuando recu-
peraran la consciencia humana. Era sabedor de que en sus
manos tenía la más preciosa de las posesiones: la mente. Un
solo desliz bastaría para que quedaran por siempre inconscien-
tes. Lentamente los sacó del coma. Para ellos fue como si rena-
cieran al mundo de los humanos. Los hombres se levantaron
despacio, sacudiendo la cabeza. Se había roto el conjuro.
Una vez tras otra, el chamán transformó a los novicios en
diferentes animales para que pudieran identificarse con la fauna
del entorno. Allí había monos, y como monos rompieron la cás-
cara de los cocos con los dientes. Fueron transformados en
zorros, y se acercaron furtivamente a las gallinas que estaban
sueltas por todo el pueblo; cuando cazaron una, se la comieron
viva.
Se convirtieron en nutrias, y en el arroyo olfatearon el aire
para detectar el peligro. Luego, siguiendo sus instintos anima-
les, entraron en el agua; deslizándose y resbalando escudriña-
ron el arroyo en busca de comida. Desaparecieron muchas
veces bajo el agua y allí permanecieron cada vez entre cinco y
diez minutos. Por fin salió uno de ellos con la presa: llevaba un
pez entre los dientes, tal como habría hecho una nutria. El se-
gundo hombre hizo lo mismo.
A la llamada del tambor, los dos hombres nutria regresaron
al círculo con el pez debatiéndose todavía entre los dientes. El
chamán inició de nuevo el lento proceso de la vuelta a la cons-
ciencia humana. Desconectó la consciencia de nutria y luego,
antes de traerlos al mundo humano, retiró los peces de la boca
de los hombres y con los dedos quitó de la boca y la garganta

171
los restos de espinas y carne que habían ingerido a medias. Dul-
cemente, como si de recién nacidos se tratara, extrajo el agua de
los pulmones con su propia boca para evitar que se ahogaran al
recuperar su condición de hombres. Después, les devolvió la
consciencia humana.
Antes de partir hacia el siguiente destino, el chamán pidió a
todos los hombres del pueblo que le acompañaran a un bosque
cercano. Una vez allí, dio instrucciones para que extendieran
una red de ciento ochenta metros de largo y casi dos metros de
alto, en forma de V. Los hombres, armados con machetes y
palos gruesos, se simaron a cada extremo de la V. El chamán se
agazapó fuera del vértice de la V y prescindió de su consciencia
humana para conectar con la consciencia del jabalí, transfor-
mánddse para atraer jabalíes hacia los cazadores. El resultado
va más allá de todo lo creíble. Llamados por el chamán-jabalí,
de entre los arbustos salieron más de veinte jabalíes que en
pequeños grupos corrían hacia el chamán. Cuando los jabalíes
quedaron atrapados en la red, los hombres saltaron sobre ellos
y los mataron.
Ese fue el regalo de despedida del chamán a los habitantes
de aquel poblado.

Derviches ululantes

Para algunas culturas, el fenómeno del trance significa que


el creyente cobra un estado en el que es poseído por una divini-
dad y que, por tanto, él mismo se convierte en divinidad. Para
otras, el trance conduce al devoto a una experiencia mística a la
que llega por medio del dolor autoinfligido, experiencia que
supone el contacto con lo divino.
Fue en Mahabad, Irán, donde tuve la oportunidad única de
contemplar una ceremonia de lo más inusual entre los miem-
bros de una secta que se autodenomina «derviches ululantes».
Sus integrantes son kurdos, una minoría oprimida que tiempo
ha poseía su propia tierra, el Kurdistán, y de la que hoy se han
apoderado Irak, Irán, Turquía y la Unión Soviética.
Los orígenes de los derviches ululantes se remontan al si-
glo xiv. Los rituales que celebran sólo pueden ser plenamente

172
entendidos por quienes han superado la iniciación secreta.
Como los sufíes, los derviches son místicos islámicos. Durante
el día, estos hombres llevan una vida normal; son terratenien-
tes, tenderos, funcionarios. Uno de los signos indicadores de
su pertenencia a la sociedad es el pelo largo, que normalmen-
te ocultan bajo el turbante. La razón para dejarse crecer el pelo
es ésta: «Cuando Alá quiera sacarnos de este mundo, podrá
agarrarnos por el pelo.»
Se dicen musulmanes. Pero ya que muchas ramificaciones
del Islam prohiben los daños físicos infligidos por propia mano,
los derviches están proscritos. Se reúnen para el culto una vez a
la semana y por la noche, momento del día que para los musul-
manes es el de la vergüenza. En las paredes del recinto donde
se reúnen puede verse una pintura de Alí, el hijo del profeta
Mahoma. Ciertos musulmanes creen que Alí era la encarnación
de Dios.
Sólo cuando los derviches han sido transformados por la fe,
pueden abandonar su condición humana y acercarse a Dios.
Mirar lo que estos hombres tienen intención de hacerse no es
agradable, pero es el modo de expresar una fe profunda que
debe entenderse sin prejuicios de tipo religioso o cultural. Si su
fe no es lo suficientemente fuerte, pueden producirse acciden-
tes: pérdida de los ojos, perforación de intestinos, hemorragias,
infecciones.
En una atmósfera de exaltación provocada por el canto, los
tambores y el continuo girar de las cabezas, los derviches
alcanzan el estado de trance, los rostros cubiertos de sudor. Un
hombre toma un espetón —parecido a los que empleamos para
asar— y se lo clava, empujándolo desde el abdomen hasta que
aparece por el otro lado de su cuerpo. No hay rastro de sangre;
el derviche controla mentalmente todo su cuerpo. Otro se cla-
va el espetón en una mejilla, que atraviesa la lengua y sale por
la otra mejilla; tampoco hay sangre, no muestra síntomas de
dolor.
Un hombre pasa descalzo sobre el filo de una espada, que
otros dos derviches sostienen; pone todo su peso sobre el filo y
luego salta varias veces encima. Uno de los derviches más
gruesos apoya el cueipo sobre otra espada, separa los pies y las
manos del suelo, apoyando el cuerpo sobre el filo, e invita a

173
otro hombre a que se ponga en pie sobre él. Podría quedar par-
tido en dos, pero ni siquiera sangra.
Un derviche se clava la mortífera hoja de un cuchillo bajo el
ojo. Otro, que es ciego porque años atrás perdió momentánea-
mente la concentración mientras hacía lo mismo, mastica vasos
de cristal. En condiciones normales, ingerir trozos de cristal
acarrearía una muerte lenta, una larga agonía, pero este hombre,
recobrada la fe, vuelve a tener control sobre su cuerpo.
Con cada encuentro, estos hombres fuerzan más el cueipo y
se someten a los sufrimientos más violentos, poniendo siempre
a prueba su fe y demostrando que están preparados para cono-
cer a Dios.
Se estima que todavía quedan entre doscientos mil y tres-
cientos mil derviches en el Kurdistán. Una vez por semana cada
uno de ellos, a solas, llamará a Dios con un grito de dolor, grito
que los derviches creen que es una ayuda para entrar en el reino
divino. Con la purificación por el dolor autoinfligido, los dervi-
ches aspiran a alcanzar un estado de éxtasis, un contacto con lo
divino; muchos lo consiguen.

Kataragama

En Sri Lanka, una vez al año se celebra un festival de diez


días dedicado al dios Kataragama; en su transcurso, los devotos
se infligen inusitadas torturas. Para ellos es un medio de sentir-
se llenos del mundo sacro. Algunos recorren rodando con el
cuerpo el camino que separa su pueblo, a veces muy distante,
del recinto del festival. Allí coinciden hindúes, budistas y mu-
sulmanes.
El templo de Amahadva está dedicado al dios Kataragama,
también llamado Supramanya, Kandakumara, Hermosa Juven-
tud, Nacido de los Ojos, Venido de las Pléyades, Nacido del
Ganges, Nacido del Fuego, Seis Caras o Seganda. En el interior
del templo se oculta algo a lo que llaman Yantra. Nadie sabe
qué es porque de cada generación, tan sólo dos sacerdotes están
autorizados a tomarlo, y cuando lo hacen, el Yantra permanece
tapado con una tela sagrada.
El festival se inicia con un ritual llamado «el corte de las

174
aguas». En la parte honda de un río cercano, el sacerdote, com-
pletamente cubierto de hojas, hace una reverencia y hiende el
agua con una gran espada a fin de separar el bien del mal. Esta
ceremonia dura un minuto; después, la multitud pasa horas en-
teras bañándose alegremente en las aguas frescas del río.
Avanzado el festival, llega el día de mortificarse. Hombres,
mujeres y niños soportan sobre los hombros el peso de compli-
cadas estructuras de madera, en su afán por purificarse superan-
do el dolor del esfuerzo físico.
De repente, todo el mundo deja de hablar. Los ojos adquie-
ren un brillo más intenso, las miradas quedan vacías. Embria-
gados por los cantos, las danzas y la música, empiezan a caer en
trance. Los rostros expresan felicidad; los cuerpos están en per-
fecta armonía. Poseídos por otra fuerza, preparan la mente para
aceptar el dolor.
Las mortificaciones empiezan cuando las gentes han conse-
guido un estado de trascendencia. Espero y observo. Ahí están
quienes pueden sobreponerse al dolor. Hay muchos con gan-
chos prendidos en la piel de la espalda, de los que pende una
cuerda. Tiran hacia adelante con todas sus fuerzas mientras la
gente estira el otro extremo de la cuerda, reteniéndolos como si
quisieran reducir a un animal salvaje. En las mejillas se clavan
lancetas de plata similares a la legendaria lanceta que utilizara
Kataragama para matar a un pérfido enemigo. Una mujer joven
que está de pie junto a mí, consiente en que sus mejillas sean
atravesadas, cuidadosamente, por una larga aguja de plata.
Antes de clavarla en la otra mejilla, cuelgan de ella una cobra
de plata. Tardan varios minutos en colocar bien la cobra y la
aguja; la mujer parece sufrir, pero les alienta a continuar. Las
personas que después hablan sobre estas experiencias dicen que
sienten el dolor en toda su intensidad, pero que están tan llenas
con el pensamiento de Dios que el dolor pasa a ser algo trivial.
En el punto culminante de la ceremonia, unos hombres se
ponen en pie sobre mortales pinchos afilados; otros son eleva-
dos en el aire tirando de cuatro garfios clavados en la carne. Se
han convertido en marionetas de los dioses. Y puesto que están
en contacto con lo sagrado, ellos mismo son divinos. Las gen-
tes les rodean para hacerles preguntas y oír sus profecías.
Asistí a ese festival con el propósito de explicarme algunas

175
cosas y esclarecer otras. Pero confrontados con un estado de
consciencia que va más allá de toda lógica y de todo razona-
miento, los por qué, cuándo y cómo de repente pierden sentido,
y aunque nos ofrezcan explicaciones exhaustivas, seguimos
siendo incapaces de comprender plenamente lo que estas gentes
sienten, porque no viven con arreglo a nuestra lógica. Un hom-
bre en trance está poseído por fuerzas poderosas. El trance vie-
ne provocado por la música, las drogas, la oración o el dolor;
podríamos llamarlo histeria colectiva. Pero lo importante es el
resultado: el éxtasis. Ahí es donde los dioses hablan con las
criaturas que han creado a su imagen y semejanza. Y para oír
las voces de los dioses hay que aceptar la lógica de los dioses.
De acuerdo con esta lógica, para ser marioneta de los dioses, el
dolor debe ser superado; para superar el dolor, hay que olvidar
la creencia humana de que las posibilidades y los poderes son
limitados; solamente cuando uno olvide su condición de huma-
no, recordará que es un dios.

176
VII

VUDÚ EN HAITÍ

Algunas palabras ejercen un extraño poder sobre la imagi-


nación humana. Vudú es una de ellas. La sola palabra evoca
imágenes de magia negra, ceremonias bárbaras y sangrientas,
muertes misteriosas. Es inevitable representarse muñecas con
agujas clavadas, y zombis a la espera de recibir órdenes de sus
amos.
¿Y por qué no? Todo cuanto sabemos sobre el vudú lo
hemos visto en las películas de terror y en las sesiones de ma-
drugada de la televisión, o lo hemos leído en la literatura bara-
ta. Si alguien entra en una iglesia católica durante la misa y oye
la voz del sacerdote diciendo: «Tomad y comed, ésta es mi car-
ne; tomad y bebed, ésta es mi sangre...», y no entiende esta fase
del ritual ni su contexto, podría decir que ha asistido a una cere-
monia caníbal.
Pero el vudú es real y existe hoy en día en Haití, de donde
es originario. También se practica en Estados Unidos debido a
la inmigración de haitianos. Los médicos y los psiquiatras ya no
descartan los hechizos del vudú como causa posible de las
enfermedades de sus pacientes. El Departamento de Policía de
Nueva York ya no se desconcierta ante los misteriosos restos de
animales sacrificados que aparecen en los parques. En Nueva
Orleans hay mercados que venden animales para el sacrificio

177
ritual, de la misma manera que los mercados kosher* venden
carne especial para quienes profesan la fe judía.
Sin embargo, me ha costado años enteros de investigación
en Haití comprender que bajo la denominación de vudú, hay
muchas realidades diferentes; ninguna es superstición, y todas
pueden dar resultado.
Cuando los esclavos fueron llevados a Haití —la mayoría
procedían de Nigeria, Dahomey (hoy Benin); otros eran ori-
ginarios de Guinea, Senegal, Mozambique y el Congo (hoy
Zaire)—, también llevaron consigo su sistema de creencias reli-
giosas. Una vez allí, conocieron la religión de los últimos su-
pervivientes de los indios arawak (los arawak eran una tribu
caribeña de la cuenca del Amazonas que emigraron a Haití
hacia el siglo vn, y que más tarde fueron diezmados por los
españoles), y la religión de sus amos, que profesaban la fe ca-
tólica.
Lentamente, con el paso del tiempo, los diferentes grupos
étnicos africanos de Haití, unidos por su trágico destino, con-
centraron sus creencias religiosas en los rituales sagrados de
Benin. A éstos incorporaron creencias de los indios arawak y
del catolicismo. La mezcla de todo ello es el vudú. (Aunque
también basados en rituales conducentes al trance y a las pose-
siones, el condamblé en las Antillas, el quimbóis en las Antillas
Francesas, el macumba en Brasil, la santería en Cuba, la trom-
ba en Madagascar y otras variantes del vudú, aúnan las diferen-
cias regionales y étnicas de los esclavos africanos que fueron
llevados a estos lugares; los rituales africanos predominantes y
el cúmulo de creencias que éstos extrajeron del catolicismo y de
la religión indígena.)
En la Edad Media y con un desarrollo paralelo, Europa vio
florecer cientos de sectas que practicaban la hechicería y tenían
que ver con el vampirismo, el espiritismo, el satanismo, los
hombres lobo, las brujas voladoras... Esto sucedía sobre todo en
Francia, y estas creencias se instalaron en Haití junto con los
primeros colonos franceses, los piratas y, más tarde, los sacer-
dotes católicos que el clero expulsó de Francia por ser francma-
sones o practicar la magia negra (y que, por ende, habían hecho

* Autorizados por la religión judía. (N. déla T.)

178
tratos con el diablo). Estos sacerdotes introdujeron tratados de
alquimia, esoterismo, ocultismo, la cábala, la teosofía y la alta
magia.
La religión vudú contiene muchos aspectos de la francma-
sonería, así como del esoterismo, la cábala, el ocultismo, la al-
quimia, la astrología, la metafísica y la teosofía. En sus ritua-
les se utilizan los principios de la alta magia y se trata con los
misterios y los secretos de la orden de los caballeros templa-
rios, cuya presencia es apreciable en los trajes ceremoniales
que llevan los houngans (sacerdotes vudú) en cierto tipo de ce-
remonias.
De modo que, básicamente, la religión vudú viene inspirada
por los sistemas africanos de creencias religiosas y por sus
prácticas, pero los rituales que lleva a cabo —hasta los realiza-
dos por los hechiceros— se basan en los principios de la magia
francesa e indoeuropea.
El vudú ejerció una fuerza tremenda a la hora de unir a los
haitianos en una rebelión contra sus amos, que culminó en 1804
con la independencia del país, convirtiéndose así en la primera
nación negra que la conseguía. El vudú los ha mantenido espi-
ritual y moralmente vivos desde entonces, aportándoles espe-
ranza, perseverancia y una especie de fatalismo con respecto al
sentido de su vida en la tierra, que ven sólo como algo tempo-
ral; su tarea principal en ella es el desarrollo de la vida espiri-
tual. Pese a la miseria, estas gentes tienen una joie de vivre que
se deriva de una fe profunda en su sistema religioso.
Allí la miseria posee el ritmo encantado del merengue, el
aroma de la fiesta y la celebración, el color de las pinturas nai'f.
Su fe está escrita en todas partes. Pasear por las ciudades es
como visitar una galería de arte o participar en una procesión
religiosa. Las pinturas náíf cubren autobuses y taxis, que llevan
nombres como: «Ave María», «Pater Noster», nombres de san-
tos. y de apóstoles, o lemas como «Dios es mi señor», «Sé pa-
ciente, el Señor cuida de ti», «Un alma poderosa en un cuerpo
limpio» o «Dios es amor». Allí ves una tienda que se llama «La
gloria de Jesús»; más allá una panadería con el nombre de «Fe-
lizmente Dios me ama. Panadería mensajera de la felicidad».
Hasta los cementerios son obras de arte, no sólo por su
arquitectura colorista —las tumbas suelen ser más espectacula-

179
res y lujosas que las casas—, sino también por las pinturas mís-
ticas que recubren las sepulturas, como es el caso del cemente-
rio Saint Soleil, donde las gentes se reúnen para jugar a las car-
tas y al dominó, o para charlar, los domingos después de la
misa.
Los sacerdotes católicos lucharon contra el vudú durante
décadas, en un intento por abolirlo. Cuando Papa Doc (Frangois
Duvalier) tomó el poder en Haití, declaró el vudú religión ofi-
cial, tan válida como todas las religiones cristianas del país,
pero prohibió la hechicería y, por tanto, todas las prácticas de
magia negra y la transformación de hombres en zombis, entre
otras. En consecuencia, la hechicería pasó a ser clandestina
pero continuó practicándose en secreto, en templos similares a
los dedicados al vudú, para aparentar que se trataba de otra for-
ma de vudú en lugar de hechicería. Por tal motivo, no es fácil
disociar al vudú de la hechicería. En este capítulo sólo me refe-
riré al verdadero vudú.
Los teólogos han empezado a considerar el vudú como un
conjunto de creencias más sagrado y solemne de lo que en prin-
cipio pensaron. Más que una religión, el vudú es una mística,
una cultura, una filosofía, un modo de vida. Se trata de una reli-
gión viva y dinámica que, lejos de ser dogmática y moralista
—como la mayoría de las religiones occidentales—, se basa en
principios iniciáticos metafísicos y metapsíquicos. Estos rasgos
hacen imposible describir el vudú en lenguaje coloquial. Sola-
mente se puede experimentar.
Recuerdo lo que dijo un houngan cuando yo le interrogaba
sobre los misterios de su religión:
—Siempre está haciendo preguntas, pero no hay más pala-
bras para responder. Las he utilizado todas. Las palabras ad-
quieren diferentes niveles y valores de comprensión a medida
que uno se introduce en otras realidades; ha llegado el momen-
to de que experimente usted las palabras dentro de otras reali-
dades.
Inevitablemente pensé en P. B. Randolph, que en su Magia
Sexual escribía:

La palabra es anémica, el pensamiento está repleto de san-


gre. La palabra üene una resonancia amortiguada, el pensa-

180
miento vibra como el metal. La palabra es una imagen estática,
el pensamiento es un ser dinámico.

No pretendo dar un informe completo del estudio que del


vudú hice en Haití, ya que para ello necesitaría escribir un libro
entero, sino familiarizar al lector con otra manera de percibir el
mundo.

Generalmente se acepta que la palabra vudú viene de voun-


doun, que en la lengua de Benin significa Dios. Otros estudio-
sos son más partidarios de fijar su origen en la palabra vodun,
que en la lengua de la tribu fon significa Dios, fantasma o so-
brenatural.
Según el vudú sólo hay un Dios, que es el creador del uni-
verso. Creó el mundo visible y el invisible, a veces denomina-
do mundo espiritual. Tras la creación se retiró, dando loas a los
humanos, para que sirvieran de intermediarios entre los seres
vivos y Dios; también les dio libertad para utilizar la energía
cósmica, que puso a nuestra disposición. Esta fuerza no es be-
néfica ni maligna. Es para que la usemos como queramos: con
buenos o malos fines. Por tanto, sus consecuencias pueden ser
positivas o negativas.
El mundo invisible está alrededor de nosotros, entre noso-
tros, más allá del espejo cósmico. Este mundo es como un refle-
jo de nuestro mundo visible. Los habitantes tienen las mismas
necesidades y pasiones que nosotros. Está poblado por las
almas de los difuntos y por un número infinito de loas, que son
los habitantes originales de este mundo. A veces llamados espí-
ritus o ángeles, los loas son energías o entidades que han sido
divinizadas. Se dividen en diferentes familias, grupos y subgru-
pos. Algunos tienen enormes poderes.
Debido a que el vudú es una religión viva —el número de
loas con los que los creyentes tratan, varían de una comunidad
a otra—, es imposible hacer una clasificación completa de los
loas.
Las principales familias de loas, aquellas que tienen mayo-
res poderes y prestigio, proceden del panteón religioso africa-
no, sobre todo de las tribus yoruba y fon. Están representados

181
por los elementos de la naturaleza, y cada uno asume una res-
ponsabilidad específica.
Legba es el padre y protector de las entradas principales, de
los umbrales y los portales.
Djamballah-Wedo es la energía de la fecundidad, simboli-
zada en una serpiente.
Aida-Wedo es su esposa.
Calfou (de la palabra francesa carrefour) es el gobernador
de los cruces de caminos.
Ogoune-Feraille es la energía de la guerra, simbolizada en
un trozo de hierro.
Shango es la energía del trueno y del rayo.
Ezili o Erzuli es la energía del amor y del sexo.
Ogoué es la energía del mar, simbolizada en un barco; es el
Neptuno del vudú.
Otra poderosa familia de loas son los guédés, guardianes de
los difuntos. Su jefe es el Barón Samedi (Barón Sábado), tam-
bién conocido por el Bravo, cuyo símbolo es una cruz o una
sepultura. Es el guardián de todo el conocimiento de los muer-
tos; controla el paso entre la vida y la muerte, y es la energía de
la vida del alma. Tiene dos ayudantes, Barón la Croix (Barón
Cruz) y Barón Cimetierre (Barón Cementerio).
Los loas de menor prestigio toman el nombre de las tribus
africanas: ibo, bambara y nago, y de las regiones africanas,
como Congo y Siniga (Senegal). Algunos loas tienen su origen
en las creencias de los indios arawak. Otros son más recientes.
Los loas pueden estar representados por piadosas imágenes
católicas. El símbolo de Djamballah-Wedo es una serpiente, de
ahí que se le represente en la figura de san Patricio pisando una
serpiente. Djamballah-Wedo no se convierte en san Patricio,
sino que san Patricio es Djamballah-Wedo. No hay sustitución,
sino transferencia del catolicismo al vudú. San Pedro es Legba,
san Jaime es Ogoune-Feraille, santa Teresa es Erzulie, Moisés
es Ogoué, y así sucesivamente. Esto explica la presencia de
imágenes religiosas y objetos católicos dentro y fuera de los
templos vudú. La mezcla de catolicismo y vudú también se
pone de manifiesto en el hecho de que para ser iniciado en el
vudú, el creyente debe estar previamente bautizado por el rito
católico.

182
El principal propósito de las ceremonias vudú es que cada
creyente establezca comunicación con los loas, que actuarán de
guía en el mundo visible y de intermediarios con Dios en el
mundo invisible, algo parecido a lo que ocurre con los ángeles
guardianes en el catolicismo. Los loas emplean diversos modos
de comunicarse con los creyentes; pueden entrar en sus sueños,
o poseerlos en el transcurso de los rituales. Estos fenómenos
son muy comunes en Haití y pueden acaecer en cualquier mo-
mento. Es más raro que los loas se materialicen y aparezcan en
forma visible.
Los loas disfrutan de la doble condición de maléficos y
benéficos. Aunque algunos sienten propensión a ejercer el mal
—a éstos les llaman loas petro (la palabra viene de Petro [don
Pedro], un sacerdote católico del siglo XVIII, hechicero con
grandes poderes que utilizaba la fuerza cósmica para hacer el
mal)—, y otros están más inclinados a ejercer el bien —a éstos
les llaman loas rada (es posible que la palabra rada proceda de
Arada, un viejo reino de Benin)—, generalmente los loas no
son en sí mismos ni malos ni buenos, pero sí pueden utilizarse
para ejercer la maldad o la bondad.
El vudú es una religión que busca lo sagrado: sólo emplea la
fuerza cósmica de manera positiva y nunca convoca a los loas
con propósitos malignos. «Solamente se pondrán en contacto
con nosotros los loas que representan energías benéficas, por-
que nuestra mente crea vibraciones positivas»; son palabras que
me dijo un sacerdote vudú. Así que en el contexto del vudú,
todos los rituales son rituales rada.
Abundan las sectas que llevan una existencia paralela al
vudú; todas ellas son practicantes de la hechicería, utilizan a los
loas para conseguir beneficios personales en el mundo visible y
sus fines son perversos, es decir, no pretenden alcanzar el mun-
do de lo sagrado. Los rituales celebrados fuera del contexto del
vudú reciben por tanto el nombre de rituales petro. Para esta-
blecer la distinción entre el vudú y estas otras creencias y ritua-
les, los haitianos dicen a veces: «Hay vudú de mano izquierda
[hechicería] y vudú de mano derecha [verdadero vudú]», o bien
«Hay Vudú rada [verdadero vudú] y Vudú petro [hechicería]».
El jefe espiritual del vudú se llama houngan si es varón, y
mambo si es mujer. Cabe traducir la palabra houngan por

183
«sacerdote vudú», pero la traducción más acertada es «sanador
de la mente y el cuerpo». Se considera que la mente es lo que
anima el cuerpo; si la mente sufre un desequilibrio, el cuerpo
estará descompensado y por tanto enfermo. La principal misión
del houngan es mantener equilibradas las energías que fluyen
entre el cuerpo, la mente, el alma y los loas del iniciado, para
crear una armonía entre lo físico y lo cósmico, entre el indivi-
duo y lo sagrado, o bien para restablecer el equilibrio cuando
éste ha sido perturbado. Para hacer esto, el houngan utiliza
plantas y otros ingredientes naturales que repararán el daño
causado al cuerpo de resultas de la enfermedad, es decir, del
desequilibrio cósmico.
Como el chamán, el houngan es un guardián del ritual, un
iniciado en el conocimiento secreto y en los misterios. Es sana-
dor, exorcista y adivino; sabe tratar con los invisibles y entrar
en su mundo sobrenatural y por tanto es capaz de comunicar
con las almas de los difuntos. Según cuál sea su grado de ini-
ciación en el conocimiento secreto (o sea, la aptitud para entrar
en el mundo invisible y utilizar la fuerza cósmica), el houngan
tiene capacidad para valerse de sus facultades psíquicas y para
manejar los poderes sobrenaturales. El houngan está capacitado
para utilizar la magia en sus obras, pero jamás utilizará la fuer-
za cósmica con propósitos maléficos, ni utilizará a los loas ma-
lignos. Su vida y sus facultades están dedicadas únicamente al
bien, ya que su religión quiere alcanzar el mundo sacro.
Sin embargo, hay houngans que, tentados por las comodi-
dades materiales, traicionan sus principios. Cuando llega el
caso, dejan de ser houngans con todos los principios y valores
ligados a su función sacerdotal y pasan a ser bokors, dedicados
a la hechicería y al empleo de los loas petro, los espíritus ma-
lignos y las almas de los difuntos a fin de ejercer el mal. (El
capítulo VIII trata de los bokors.)
El houngan es un patriarca autónomo, en el sentido bíblico
de la palabra. Es enteramente responsable del bienestar de los
fieles a los que ha iniciado en el vudú; éstos adquieren condi-
ción de miembros de la comunidad que frecuenta su templo, o
houmfort. Pero además de ser consejero espiritual y protector,
el houngan también tiene la obligación de ayudar a los miem-
bros de su comunidad en la vida social: buscarles trabajo, ali-

184
mentar a quienes padecen hambre, dar cobijo en el houmfort a
ios que no tienen hogar. A cambio, los miembros de la comuni-
dad le obedecen, pagan sus servicios con lo que pueden y le
ayudan durante las ceremonias.
Hay houngans con empresa propia; son ganaderos, o tienen
granjas de cerdos, cabras, pollos, o plantaciones de caña de azú-
car, pero siempre apartan algunos animales para los sacrificios
ceremoniales y para alimento de la comunidad. En estos casos,
los miembros de la comunidad trabajan en la granja y reciben
remuneración por sus servicios.
He vivido en muchos houmforts. Aparte del ambiente cáli-
do y fraternal que se respira en ellos, lo que más me ha emocio-
nado es que los miembros de la comunidad llaman padre a su
houngan y madre a su mambo.
Al contrario que en el catolicismo, en el vudú no existe una
jerarquía de tipo piramidal. Desde el primer día de su iniciación
en el vudú, hasta el día en que llega a ser houngan, el neófito se
integra en la comunidad del houngan que lo ha iniciado y está a
su entera disposición. Cuando ya es houngan, queda liberado de
esta obligación y es independiente y autónomo. Son diversas
las razones que abocan al creyente a ser houngan: fe, vocación,
la llamada de un loa, otro houngan que ha descubierto faculta-
des espirituales y psíquicas en él...
Ser houngan significa haber pasado años enteros de estudio
y aprendizaje, siguiendo un largo y arduo camino de humildad
que conduce hasta la sabiduría y la iluminación. El primer gra-
do en la iniciación vudú es el lavé-téte, una especie de bautismo
celebrado cuando el neófito es investido por su primer loa, que
recibe el nombre de loa-tete (loa director). En el segundo grado
de la iniciación, el neófito ya es un iniciado en vudú, un kanzo
o hounsi. Ya está en condiciones de asistir al houngan en algu-
nas de sus funciones.
El tercer grado de la iniciación le convierte en francmasón,
para que sepa comprender y manejar los símbolos de la tradi-
ción oculta. Es una introducción en el conocimiento esotérico
de la alquimia, la astrología, la cábala, la metafísica, los princi-
pios metafísicos y la teosofía; ya es capaz de hablar con los loas
en los estados de posesión —suyos o de otros—, y ello le da
derecho a poseer su propio houmfort y a ser jefe de una comu-

185
nidad, porque ya es houngan. Se procura entonces un assoti,
una calabaza pequeña llena de vértebras de serpiente que en
ocasiones lleva atada una campana. El asson es una especie de
bastón mágico, símbolo de su profesión sacerdotal, el cetro de
los altamente iniciados, un instrumento de poder sobre los invi-
sibles. Hacerlo sonar le confiere poder para llamar a los loas a
su houmfort.
Es frecuente que el houngan prosiga sus estudios para
alcanzar grados más elevados de iniciación y conocimiento.
Algunos se hacen discípulos de houngans mayores, otros consi-
guen más conocimientos gracias a su loa-tete. El cuarto grado
de iniciación, por ejemplo, es una ceremonia secreta llamada la
prise des yeux (la toma de los ojos), en la que el houngan
adquiere poderes de clarividencia. A partir de ella tiene la fa-
cultad de leer el pasado y el futuro por diversos medios. (Una
vez, un houngan describió con toda precisión mi pasado y mi
presente; además predijo unos cuantos sucesos que habrían de
ocurrir años más tarde, como así fue. Lo hizo examinando la su-
perficie del agua que llenaba un cuenco; antes, yo había sopla-
do sobre ella.)
Llegado a este punto, el houngan es sanador psíquico y
mago; es capaz de penetrar en los misterios de la vida y del uni-
verso, y de conversar con las almas de los difuntos por medio
de un govi, o cántaro pequeño.

El culto vudú puede practicarse en casa, frente a la capilla


familiar donde, diariamente, el cabeza de familia lleva a cabo
pequeños rituales de salutación a los loas del hogar y a las
almas de los parientes muertos. Aunque consisten en ofrendas
de alimentos y, en ocasiones, sacrificios de animales, estos ri-
tuales domésticos rara vez inducen al trance o a la posesión.
Las grandes ceremonias del vudú tienen lugar en el houm-
fort; allí se celebran con arreglo al calendario religioso del
lugar, y con tanta frecuencia como la comunidad las necesita.
El houmfort se compone de un peristilo —un recinto de
grandes dimensiones donde se celebran las ceremonias— y de
numerosas habitaciones pequeñas o santuarios, con capillas
dedicadas a los loas que la comunidad venera. Dependiendo de

186
su importancia y de la riqueza de la comunidad, el houmfort
puede ser tan sólo un espacio abierto con techumbre de hojas de
palmera, rodeado de pequeñas cabañas hechas de barro seco;
también puede ser un grupo de casas pequeñas que albergan los
santuarios, construidas en torno a una estructura más grande.
El houmfort suele ser reconocible por dibujos e inscripcio-
nes mágicas y por pinturas místicas llenas de color, o por repre-
sentaciones piadosas de los santos católicos, que adornan sus
paredes interiores y exteriores. Las pinturas recuerdan a Cha-
gall, Miró y Mondrian. Para el iniciado que puede descifrarlo,
el arte vudú revela los loas que la comunidad venera, e indica
qué tipo de magia y de rituales se llevan a cabo. El arte también
describe los poderes del houngan, las fuerzas mágicas que
domina y los mundos ocultos en que es capaz de entrar.
Siempre hay una gran cruz de madera erigida en las proxi-
midades de la entrada principal del houmfort. No es una cruz
cristiana; más bien simboliza el árbol de la vida, la intersección
entre el mundo visible o físico, y el mundo invisible o espiri-
tual. El travesaño horizontal marca la separación entre el mun-
do visible de abajo y el mundo invisible de arriba; el poste ver-
tical es el eje mágico, el pasaje místico que une los dos mundos.
En cierto sentido, la cruz es el punto de convergencia de todas
las energías.
Sabemos que este símbolo existía mucho antes del surgi-
miento de la cristiandad, que de hecho asimiló la cruz igual que
otros principios sagrados de religiones más antiguas. Pero el
vudú ha conservado los valores originales y místicos de la cruz.
A veces se ve una cruz clavada en una falsa tumba. Esta
tumba simboliza al Barón Samedi, el jefe de los guédés. No
lejos de la cruz, un trozo de hierro hincado en la tierra repre-
senta a Ogoune-Feraille, la energía de la guerra (que también
simboliza el poder de la vida). Cada árbol, piedra grande, pe-
queño aiToyo, o cualquier otro elemento de la naturaleza situa-
do cerca del houmfort es un lugar susceptible de ser habitado
por los loas.
En medio del peristilo del houmfort hay un poste, denomi-
nado pote-au-mitan, que une el suelo con el techo. Al igual que
los tótems de los indios norteamericanos, representa el eje del
cosmos metapsíquico, el pasillo mágico que conecta el mundo

187
visible con el mundo invisible. Lleva a los invisibles las súpli-
cas y las plegarias de las gentes, y es el paso del que se valen los
loas para descender hasta el peristilo. (En algunos templos el
poste es sustituido por una cuerda con una piedra atada al extre-
mo final, que cuelga del techo.) También hay un altar arrimado
contra la pared sobre el que siempre arde una lucecilla roja,
similar a la luz eterna que simboliza la presencia divina en las
iglesias católicas. Sobre el altar pueden verse varios objetos
rituales, una impresionante colección de adminículos de todos
los colores: velas, pinturas piadosas, estatuas en plástico de los
santos, botellas llenas y semivacías de refrescos, whisky, ron y
otras clases de bebidas alcohólicas; piedras carbonizadas por
los rayos, alfarería arawak, botellas rituales decoradas con crá-
neos y huesos cruzados que contienen ron santificado; flores de
plástico, y a veces, si en el pueblo hay electricidad, luces navi-
deñas intermitentes.
Alineados contra otra pared hay una serie de tambores muy
parecidos a los africanos. Cada tambor está decorado de una
manera diferente, tiene una forma y tamaño único y produce un
sonido distinto. Elementos muy importantes en las ceremonias
vudú, se considera que los tambores no son simples instrumen-
tos musicales: son el hogar de los loas, que se expresan a través
de quienes tocan los tambores. Los músicos son médiums que
expresan el lenguaje musical con que los loas se dirigen a los
creyentes.
Esto nos lleva a hacer un interesante aparte. Lo primero que
el clero católico destruía durante las campañas anti-vudú, eran
los tambores; entre ellos los más importantes eran los assotors,
tambores gigantes hechos de madera africana. En su libro Le
vadou haitien, el etnólogo francés y experto en vudú Alfred
Métraux, escribía que ya no quedaban assotors en Haití. Estaba
equivocado. Yo he tenido el privilegio de ver los dos únicos que
se salvaron de la destrucción. Todavía se tocan en una aldea
haitiana una vez al año, con motivo de las ceremonias vudú de
Semana Santa.
Los santuarios del exterior son habitáculos con celosías en
las ventanas, iluminados sólo por las velas encendidas en un
altarcillo. Un aroma extraño invade la oscura atmósfera; es una
mezcla de olor a velas quemadas y diversos perfumes fuertes

188
que se ofrecen a los loas, en especial a los femeninos como
Erzulie, la energía del amor y del sexo.
En todos los santuarios hay relicarios sobre el altar; repre-
sentan a los santos católicos que son símbolo de los loas a quie-
nes está dedicado el santuario. Como el del peristilo, los altares
de los santuarios están repletos de objetos diversos; también
reluce la lucecilla roja que simboliza la divina presencia.
Además de estar dedicados a un loa concreto, cada santua-
rio cumple otra función más. Uno es el lugar donde los inicia-
dos van a encontrarse con el houngan. En otro, el houngan cura
y exorciza. Hay santuarios secretos donde únicamente el houn-
gan está autorizado a entrar. En el que se llama bagui (la caba-
ña de los misterios), el houngan tiene tratos con el mundo de los
invisibles. Las ceremonias de iniciación se llevan a cabo en dje-
vo o soba, habitáculos completamente oscuros en los que los
adeptos permanecen encerrados durante toda la iniciación, que
puede prolongarse hasta un mes entero.

Contacto con lo divino

A lo largo de la historia, todas las culturas han creído posi-


ble tener contacto con lo divino, es decir, ver, oír, hablar con, o
tener alguna relación directa con Dios o con las divinidades.
Desde la primera civilización antigua conocida hasta el presen-
te, desde los pueblos de tradición a cierto número de católicos
devotos que están aquí y ahora, muchos han sido los casos de
testigos, profetas y sacerdotes que dicen haber comulgado con
los poderes de lo alto. Pero ¿quién puede decir si estos contac-
tos son reales o imaginarios?
En el seno de los pueblos de tradición se producen cosas
que no tienen explicación racional, como no sea la posibilidad
de tomar contacto con lo divino. Y aunque esto no pueda ser
probado, aquellos que han pasado por tal experiencia mística
han entrado en una realidad que tal vez sea incognoscible para
los que no han pasado por ella.
Hay tres maneras de tomar contacto con lo divino. En la pri-
mera, el sujeto ve lo divino pero no recibe mensaje alguno. En
la segunda, el sujeto ve lo divino y se beneficia de ese contacto

189
al recibir mensajes audibles. En la tercera, el sujeto habla con lo
divino y puede adoptar la condición de divino por medio del
trance y de la posesión.

Ver lo divino

En Katmandú, Nepal, conocí a una diosa viviente. O para


ser más exacto, conocí a una niña que era la Kumari, la diosa
virgen, niña que según creían los budistas, era la encarnación de
la diosa Taleju, adorada también por los hindúes.
Para que una niña sea declarada diosa virgen, debe tener
entre tres y cinco años de edad, y tener un cuerpo y una salud
perfectos; además, tiene que pasar por treinta y dos pruebas di-
ferentes para demostrar que es la encamación de la diosa Tale-
ju. Una de estas pruebas consiste en que la niña pase una noche
sola, rodeada de cientos de cabezas de búfalos recién sacrifica-
dos; no debe demostrar miedo alguno cuando los perros, enlo-
quecidos por la sangre, pelean disputándose las cabezas; ningu-
na diosa lloraría ante esta visión.
Si supera las pruebas, la candidata adopta el nombre de
Kumari y es entronizada; los reyes hacen reverencias frente a
ella. Pero la vida de Kumari es triste y solitaria. Se le prohibe
hablar; ni siquiera puede sonreír o asentir con la cabeza, y pues-
to que el suelo es impuro, tampoco debe andar, sino ser trans-
portada a todas partes. Su carrera divina termina el día en que
pierde sangre por una herida, o cuando alcanza la pubertad y
tiene su primer periodo menstrual. Incluso después de eso, no le
está permitido contraer matrimonio; su divinidad transitoria
conlleva una maldición: cualquier hombre que ose desposarla,
morirá al cabo de un año.
No puedo decir si estas niñas son o no verdadera encama-
ción de la diosa Taleju, pero si lo son, tal como dicen las tradi-
ciones hindúes y budistas, para mí está claro que sus devotos
obtienen una única ventaja: la de creer que están en contacto
con lo divino. No reciben mensaje alguno de estas niñas, no
reciben enseñanzas que les permitan un crecimiento espiritual y
personal.

190
Ver y oír lo divino

El segundo tipo de contacto con lo divino, difiere del pri-


mero en que verdaderamente se reciben mensajes procedentes
de la aparición divina.
La Biblia abunda en referencias sobre seres invisibles y
divinos que aparecen repentinamente en forma visible. Dios,
por ejemplo, se apareció ante Moisés en forma de un arbusto en
llamas y habló con él; el arcángel san Gabriel se apareció a la
Virgen María, y cómo éstos, la Biblia registra otros casos.
En el siglo xix, la Virgen María se apareció muchas veces a
una niña en Fátima, e hizo revelaciones. En 1858, en Lourdes,
apareció dieciocho veces ante la niña de catorce años Berna-
dette Soubirous, quien también dijo que la Virgen le había
anunciado qué hacer para salvar el mundo.
Mientras escribo este libro, la Virgen María sigue aparecién-
dose en Fátima y en Yugoslavia, donde la ven incluso aquellos
que no son católicos. Los tres muchachos y la muchacha que la
ven con frecuencia y reciben sus mensajes, han sido examinados
por científicos de todo el mundo. Los electroencefalogramas des-
cartan la histeria, y la ciencia no puede ofrecer otra explicación.

Hablar con lo divino y hacerse divino

La tercera manera de tener contacto con lo divino es a tra-


vés de una experiencia mística que podría implicar fenómenos
de posesión. Sucede en todas las culturas donde los rituales reli-
giosos se basan en los principios de trance y posesión. Los
devotos no solamente tienen contacto con lo divino, sino que
pueden llegar a conversar con las entidades divinas y, por
medio de la posesión, convertirse ellos mismos en divinos y en
canal para lo sagrado.
He visto fenómenos de esta clase en todo el mundo. Pero
fue en Haití —allí viví cinco años estudiando el vudú y otros
sistemas de creencias religiosas haitianos— donde pude obser-
var detenidamente estos fenómenos de cariz religioso. Allí he
visto lo que la Iglesia católica llama teofanía, es decir, la mani-
festación de Dios o de las divinidades en forma humana.

191
Antes de su iniciación en el vudú, que puede tener lugar a
cualquier edad, pero nunca antes de la pubertad, y sólo si ha
sido bautizado católico, el novicio recibe del houngan una
serie de enseñanzas religiosas. Cuando el maestro cree que el
estudiante está preparado, empieza la iniciación propiamente
dicha.
Parte del proceso consiste en procurarse un loa-tete para el
novicio; este loa será su protector durante toda la vida, le ayu-
dará a resolver los problemas materiales cotidianos y le prote-
gerá del hambre, la enfermedad y la mala suerte. Más impor-
tante aún, este loa será su intermediario con Dios y asegurará
para su alma un puesto próximo a Dios después de la muerte.
Durante el primer grado de la iniciación, que puede durar
hasta un mes, mantienen al novicio completamente enclaustra-
do y a oscuras en un santuario de reducidas dimensiones; allí
lleva una existencia ascética: soledad y silencio..., soledad y
silencio... sólo roto por las enseñanzas místicas del houngan. Y
vuelta otra vez a la soledad y al silencio..., soledad y oración.
Enseñanzas sagradas. Silencio y autoconfrontación. Silencio, y
soledad, y lágrimas. Oscuridad y soledad. El silencio y la sole-
dad producen pesadumbre y arrepentimiento, lágrimas y mie-
do. El temor a la muerte surge y se hace fuerte.
En este punto, el houngan provoca la muerte ritual del novi-
cio; luego, comienza de nuevo el mismo proceso de silencio,
soledad, oración y enseñanzas. El miedo sensibiliza al cuerpo
con respecto a las fuerzas cósmicas; la mente reclama la ayuda
de los loas. Pero con el paso del tiempo surge el miedo hacia los
loas, quienes, en cualquier momento, podrían desproveer mo-
mentáneamente al novicio de su alma y poseer su cuerpo. Lá-
grimas y gritos rompen el silencio y las plegarias. El neófito se
convierte en una virgen excitada por la erección masculina,
deseosa de ser penetrada pero temerosa de lo que suceda. La
mente empieza a crear invocaciones para coaltar el silencio, la
oscuridad y la soledad, que ya son insoportables. Con las ense-
ñanzas y la oración llega el descubrimiento y la aceptación del
yo; aparece la autoestima.
Ha llegado el momento en que el houngan lleve a cabo el
ritual de renacimiento del novicio. Más silencio, más oración,
más enseñanzas; al cabo vuelve el houngan, esta vez con el

192
asson, el sonajero sagrado que le otorga poder para llamar a los
loas. Y durante horas el instrumento produce ritmos mágicos,
señales cósmicas destinadas a otros universos. Cada día, el si-
lencio, las plegarias y las enseñanzas quedan interrumpidas por
la llamada cósmica del asson.
Y de repente acontece lo esperado. Un loa echa fuera la
mente del novicio y se apodera de su cuerpo. Está poseído. El
houngan, interrogando a la entidad por medio del iniciado po-
seído, es capaz de reconocer qué loa se ha encarnado en su
cuerpo. Y ya que, a medida que el tiempo avanza, el loa viene
con mayor frecuencia en respuesta a su llamada para que posea
al novicio, el houngan sabe que esa entidad es el loa-tete del
novicio. Es la primera iniciación en el mundo del vudú.
Al término del segundo grado de iniciación en el vudú, el
novicio ya será un iniciado. Y justamente entonces, el houngan
capturará el aliento del iniciado por medio de un ritual mágico
y lo encerrará en un recipiente de terracota llamado pot-de-téte,
que vendrá a sumarse a los demás pots-de-téte de los miembros
iniciados en la comunidad del houngan. Y a partir de entonces,
mientras pertenezca a esta comunidad, el iniciado estará mági-
camente ligado al houngan.
La presencia de un nuevo iniciado en el pueblo siempre es
motivo para celebrar ceremonias místicas y a menudo terrorífi-
cas, durante las que el poder de los hombres reclama el poder de
las entidades divinas. El iniciado viste de blanco, símbolo de la
pureza del renacimiento. Mientras él ora en el interior del san-
tuario donde ha sido iniciado, los creyentes y otros iniciados,
también vestidos de blanco, van entrando lentamente en el
peristilo, charlando y riendo.
Se preparan los tambores. Con harina y cenizas consagra-
das, el houngan traza un gran rectángulo al pie del altar, y lo lle-
na de mensajes. Luego hace una serie de dibujos mágicos, o
véves, delante de los tambores y alrededor del poteau-mitan.
Cada uno de los dibujos representa el emblema de un loa con-
creto que será llamado por el asson del houngan; su misión es
atraer y fijar la energía del loa. Además del simbolismo masó-
nico y alquímico, es posible reconocer en estos dibujos la
influencia de la astrología, la cábala, la metafísica y la teosofía.
Todos los dibujos son perfectamente simétricos. La mitad

193
del dibujo simboliza el emblema del loa como si estuviera refle-
jado en el espejo cósmico que separa el mundo visible del invi-
sible; la otra mitad simboliza la continuación del emblema a
través del espejo, alcanzando el mundo invisible. Pero en tanto
que el dibujo sea perfectamente simétrico, éste no puede gene-
rar poder porque las dos fuerzas opuestas se mantienen equili-
bradas. De modo que, justo antes de que empiece la ceremonia,
el houngan añadirá una línea pequeña a un solo lado del dibujo
con el fin de romper la simetría y, por tanto, el equilibrio entre
las dos fuerzas opuestas. La tensión de estas dos fuerzas para
re-crear la armonía generará el poder necesario para atraer al
loa que está representado en el dibujo.
El houngan debe hacer otra cosa más: desequilibrar todas
las fuerzas que hay en el interior del peristilo. Para ello, corta
los dibujos mágicos en el aire con un machete ritual. Esto libe-
ra las fuerzas que aún conservan la armonía, y marca el inicio
de la ceremonia.

El houngan entona un cántico religioso católico en latín.


Los nuevos iniciados entran en el peristilo y se dirigen hacia las
familias respectivas, que les saludan con unción. En el patio,
fuera del peristilo, otros devotos lavan animales para purificar-
los, luego los cubren con pañuelos de seda de colores en prepa-
ración de su sacrificio en honor de los loas.
El houngan toma el asson y comienza a cantar una serie de
breves salutaciones e invocaciones a los loas en criollo, el idio-
ma nativo de Haití; los creyentes se unen a él en los estribillos.
El sonajero dirige los cánticos marcando el ritmo, y llama a los
loas invitándolos a tomar parte en la celebración.
Al cabo de una hora, comienzan a sonar los tambores;
seguirán sonando hasta el fin de la ceremonia, que puede durar
hasta seis y siete horas, e incluso más. Los tambores son el sus-
tento rítmico de las ceremonias vudú. Cada tambor tiene un
sonido específico y sigue su propio ritmo. Hay redobles que
marcan el principio y el fin de las danzas, redobles que llaman
a los loas y redobles para darles la bienvenida; toques para ahu-
yentar a las energías maléficas y a las entidades indeseables;
toques que arrojan a los creyentes a un estado de trance. Y

194
cuando alguien es poseído, hay redobles que acompañan cada
fase de la posesión.
Los cantos y los tambores llenan de energía eléctrica el
peristilo, hay una sensación de sacralidad que penetra en el
cuerpo por todos los poros de la piel. Todavía agitando el asson,
el houngan cruza el peristilo a través de la multitud y se detiene
entre el poteau-mitan y el altar, desde donde se gira para salu-
dar a las cuatro direcciones y al arriba y al abajo, señalando de
este modo el centro del universo. Repite las salutaciones varias
veces para engrandecer la magia del ritual.
Después, toma un cuenco con agua y una botella llena de
ron santificado, y vierte el contenido de ambos sobre el suelo
para dar la bienvenida a las almas de los muertos. A continua-
ción, vierte agua y ron sobre cada uno de los vevés mágicos
para saludar a los loas que representan, empezando por el dibu-
jo de su loa-tete.
Va hacia los tambores y frente a cada uno de ellos da una
vuelta de 360 grados. Vierte agua al pie del tambor y bebe un
sorbo de ron, que rocía sobre el tambor y sobre la persona que
lo toca, saludando así al loa-tambour (loa tambor). Luego se di-
rige hacia el punto donde ha establecido el centro del universo
y vierte agua y ron sobre el suelo; da otro sorbo de ron y vuel-
ve a rociar en todas direcciones, para saludar a lo bajo, al este,
al sur, al oeste, al norte y a lo alto.
Moviéndose con los incesantes e hipnóticos ritmos de los
tambores reforzados por el sonido omnipresente del sonajero
del houngan, las gentes empiezan a agitar el cuerpo, danzando
y cantando cantos en criollo y en antiguos dialectos africanos.
Es tal el frenesí y el ambiente está tan colmado de energías
sumamente poderosas e intensas, que a las dos horas debo salir
fuera y mojarme la cabeza con agua.
El ambiente de música y movimientos enloquecidos induce
a estados de trance. Ya hay unos cuantos creyentes con los ojos
cerrados o con la mirada errática; los cuerpos, cubiertos de
sudor, comienzan a sacudirse desenfrenada y violentamente. El
creyente en estado de trance es extremadamente receptivo; es
vulnerable a la posesión. Al contrario de lo que sucede en otras
culturas de tradición, los creyentes vudú no ingieren alcohol ni
consumen psicodélicos para provocar el estado de trance. El

195
trance es inducido por la sinergia de las danzas, los cantos y los
potentes redobles de tambor.
Sintiendo la presencia de los loas, el houngan pide el man-
ger-loa, el alimento de los loas. Tal como he mencionado ante-
riormente, los loas son ayudantes valiosísimos de los iniciados
vudú, tanto en el mundo visible como en el invisible. A cambio
de ello, los iniciados deben honrar a sus loas en sus pensamien-
tos, plegarias y rituales, y tiene la obligación de alimentarlos
durante una parte de la ceremonia. Olvidar o negarse a dar ali-
mento a los loas, acarreará la ira y la venganza de éstos. Pero
hay otras dos razones para hacer el sacrificio: dar gracias al loa
por algo que ha hecho, o pedirle un favor. Esta última razón
sigue un interesante principio, que merece la pena explicar por-
que también es propio de nuestra conducta. En circunstancias
normales, existe una relación equilibrada entre el loa y el devo-
to. El devoto no está en deuda con el loa, ni el loa está en deu-
da con el creyente. En consecuencia, al ofrecer un sacrificio al
loa, el devoto rompe el equilibrio de la relación y pone al loa en
situación de deberle un favor. El dicho reza: «Da algo a una di-
vinidad, y la divinidad te lo devolverá centuplicado.»
A una señal del sonajero del houngan, los tambores cam-
bian de ritmo y apaciguan casi instantáneamente a los partici-
pantes, sacándolos del trance. Prosiguen las danzas y los can-
tos, pero con un aire diferente. Las veinte o treinta personas que
ofrecerán un sacrificio abrazan y acarician a los animales para
demostrarles amor y respeto, y para crear la unidad con ellos.
Dependiendo de la importancia del favor que pidan y de su
riqueza, los creyentes sacrificarán pollos, cabras, palomas, cer-
dos e incluso toros.
El houngan coloca sobre cada dibujo unos cuantos granos
de maíz y un pequeño cuenco lleno de agua. Los devotos con-
ducen a sus animales hasta los dibujos y uno por uno, los sitúan
sobre ellos. Si el animal come algunos granos de maíz y bebe
agua, significa que el loa acepta la ofrenda. Si no es así, o si el
animal sólo come, o solo bebe, lo sacan fuera para darle otro
baño ritual.
Con los mismos polvos que utilizara para trazar los dibujos
mágicos, el houngan hace una cruz sobre el lomo de los anima-
les aceptados por los loas. Pero aún falta otra cosa antes de sacri-

196
ñcarlos: el houngan debe determinar si los loas están en disposi-
ción de comer. Elige a un creyente que todavía esté en trance, lo
pone sobre el punto donde ha establecido el centro del universo,
y alza una gallina frente a él. El houngan espera a que el devoto
sea poseído por el loa protector del houmfort, quien dará a enten-
der si la comida puede empezar o no. Si nada ocurre en los cin-
co minutos posteriores, se impone retrasar el manger-loa. Pero la
ceremonia proseguirá entre cantos y danzas, hasta que los loas
hagan saber que están preparados para recibir los sacrificios.
Y así sucede. El creyente, inmóvil al principio, con los ojos
semicerrados, parece recibir el impacto repentino de una poten-
te energía que sacude violentamente su cuerpo. Sus ojos se
abren de par en par. Agarra a la gallina con los dientes y degüe-
lla al animal, cuya cabeza sin vida, ensangrentada, queda pren-
dida entre los dientes.
El houngan pasa las manos por encima de la cabeza del
hombre poseído, quien, lentamente, suelta la cabeza de la galli-
na. Los loas están dispuestos para el festín. Los sacrificios pue-
den empezar. Los toques de tambor se vuelven más vigorosos,
los cantos y las danzas expresan júbilo.
El houngan toma una gallina con cada mano y las pasa
sobre la cabeza de los creyentes, que llegan hasta él de uno en
uno y ante él se inclinan. Esto crea unidad con los animales,
convirtiendo a los creyentes en parte del sacrificio. Entonces,
entre gritos de gallina, alas que baten, tambores y cantos, todo
el que tiene una gallina para sacrificar quiebra las patas y las
alas del animal, sin interrumpir el baile.
Así transforman a las gallinas: pierden su cuerpo astral, eté-
reo, del que los loas se alimentarán. Los danzantes arrancan la
lengua a las gallinas —la lengua simboliza el lenguaje, y por
tanto la posibilidad de mentir—, y las pegan sobre el poteau-
mitan. El houngan vierte una gota de sangre sacrificante sobre
la frente de cada creyente para atestiguar el sacrificio y para
asegurar la inmortalidad.
Agarrando a las gallinas por la cabeza, los devotos las hacen
girar y girar hasta romperles el cuello mientras prosiguen can-
tando y bailando en círculo alrededor del poteau-mitan. Des-
pués, ponen a las gallinas muertas una junto a otra sobre los
dibujos mágicos que hay al pie del altar.

197
Han finalizado los sacrificios. El manger-loa ha terminado.
Después de la ceremonia, en el transcurso de un banquete ritual,
la comunidad dará buena cuenta de las gallinas. Los tambores
empiezan otra vez a sonar violentamente. (El vigor físico de los
músicos es absolutamente prodigioso; son capaces de tocar sin
descanso durante siete u ocho horas.) Y de nuevo el frenesí pro-
voca trances, preparando a los presentes para la posesión.
Hay diversas maneras de experimentar el trance; varían de
unas personas a otras. En algunos casos, es una especie de gozo
estático; en otros, una prueba emocional horripilante y dolorosa.
En este último caso, la persona parece presentar resistencia al
loa, que fuerza su entrada en el cuerpo intentando desalojar a su
espíritu para poder dominar la voluntad de la persona y poseer-
la por completo. Con los ojos abiertos de par en par, la visión de
la invisible presencia ante sí, la persona grita histéricamente o
llora, la cara completamente distorsionada por el dolor y el
pánico. La lucha por librarse de la energía que pretende anular
su voluntad provoca escenas asombrosas, imponentes.
Literal y visiblemente atacado por el loa, el cuerpo del cre-
yente comienza a sacudirse con violencia; las manos se retuer-
cen de un modo increíble. La cabeza es brutalmente proyectada
hacia atrás, como si unas manos invisibles hubieran tirado con
fuerza de los cabellos. (De hecho, a los loas se les llama jinetes
divinos: montan a horcajadas sobre los creyentes, que a su vez
se convierten en las monturas de lo divino.) En ocasiones —y
lo he visto más de una vez—, el cuerpo es elevado en el aire y
sacudido como una marioneta, para ser arrojado luego en otra
dirección y caer al suelo.
Si los creyentes no se entregan a la voluntad de los loas, el
houngan les ayuda a ello pasando las manos por la cabeza y ci-
ñendo unos pañuelos en torno a la cintura del creyente; la lucha
cesa instantáneamente. La cara del devoto adquiere una ex-
presión estática cuando por fin es capaz de experimentar calma-
damente la posesión divina. Todos los poseídos son cuidado-
samente observados y tratados con delicadeza, tanto por el
houngan como por quienes no están poseídos por los loas.
La posesión puede durar unos pocos minutos u horas ente-
ras. El creyente puede ser poseído muchas veces por el mismo
loa o por loas diferentes, e incluso por alguno que no pertenece

198
a su ámbito. Hay creyentes que no serán poseídos aunque quie-
ran. Parece ser que el estado de posesión no depende de la vo-
luntad del creyente, sino de la elección del loa. Del mismo
modo, los loas pueden poseer a personas que no quieren ser
poseídas o que no están en trance, dondequiera que sea.
Cuando han sido poseídos por los loas, los creyentes son
capaces de hacer cosas sorprendentes. He visto comer cristales,
caminar sobre fuego, levitar, perder la forma material. Algunos
creyentes yacen sobre grandes hogueras sin que el fuego pren-
da en sus ropas. Otros se convierten en canales de lo divino, y
hacen predicciones y profecías, o entregan mensajes secretos y
dan consejo a quienes se acercan a preguntar. Muchos rompen
a hablar en una lengua desconocida para ellos, una especie de
galimatías que sólo entienden a la perfección los houngans y
otros altos iniciados; es el lenguaje de lo divino. Se trata de un
fenómeno que recibe el nombre de glosolalia.
Por fin, a una señal del houngan, cambia el ritmo de los
toques de tambor para que se vayan los loas; la paz vuelve de
nuevo al peristilo. La ceremonia que ha comenzado hace diez
horas, está a punto de terminar. El houngan celebra un ritual
que restablece el equilibrio de energías que antes ha quebrado.
Retorna la armonía. Quienes han sido poseídos comienzan a
recobrarse de una experiencia mística que jamás recordarán,
porque el loa, cuando abandona el cuerpo del creyente, se lleva
sus recuerdos. Pero el creyente sabe que ha formado parte de lo
sagrado. Los que no han sido poseídos están satisfechos porque
han sostenido un contacto y tal vez han conversado con lo di-
vino. Todos marchan a casa, agotados pero felices.
Excepto yo, que me pregunto qué es lo que mis ojos han
visto.
Ahora quisiera relatar al lector ciertas historias que conside-
ro interesantes. La primera es un perfecto ejemplo de que los
loas pueden poseer a cualquier persona en cualquier momento.
Un houngan realizaba un exorcismo en el interior de un
pequeño santuario. El santuario estaba atestado de miembros
de la comunidad sentados en bancos arrimados a las paredes.
El único sitio donde mi anterior esposa y yo podíamos sentar-
nos era el suelo, con la espalda apoyada contra las rodillas de
quienes estaban sentados. No había tambores en esa ceremo-

199
nia, solamente se oía el castañeteo del asson del houngan mien-
tras oraba y decía invocaciones que la multitud repetía con sua-
vidad.
Sentadas justo detrás de nosotros había dos mujeres que
charlaban de la ropa y de los precios. En voz baja, dije a mi
mujer:
—Qué curioso es esto: nosotros no pertenecemos a esta cul-
tura religiosa y aquí estamos, asombrados y sensibilizados por
esta atmósfera sagrada, mientras detrás estas dos mujeres pare-
cen ignorar por completo dónde están.
Apenas había acabado de hablar cuando la mujer que estaba
detrás de mí saltó sobre mi cabeza y con el cuerpo agitándose
como una marioneta, flotó en el aire justo delante de nuestros
ojos, a un metro y medio del suelo, durante mucho tiempo más
del que las leyes de la gravedad permiten. Y entonces, en vez de
caer verticalmente, fue arrojada al otro extremo del santuario,
donde cayó junto al houngan. Literalmente fue como si una
fuerza invisible hubiera tirado de ella y la hubiera sacudido
antes de lanzarla a un lado. Mi esposa y yo nos pellizcamos
para saber que no soñábamos.

El segundo caso me demostró que no es necesario profesar


la fe ni comulgar con la visión del vudú para ser poseído por
un loa.
Un querido amigo mío, al que llamaré Jean, me ofrecía su
hospitalidad cada vez que yo iba a Haití. Científico francés con
varios doctorados, Jean se instaló en Haití para reestructurar la
Facultad de Ciencias de la universidad y para enseñar física.
Nunca se había interesado por el vudú y sistemáticamente re-
chazaba mis numerosas invitaciones para que me acompañara a
las ceremonias vudú. Ni siquiera lograba despertar su curiosi-
dad con mis relatos sobre los extraordinarios fenómenos que yo
había presenciado. Para él, el vudú eran las ingenuas supersti-
ciones de un puñado de gentes histéricas.
—¡La religión es la última esperanza de los débiles y los
ignorantes! —solía decir, intentando persuadirme de que un día
la ciencia probaría la inexistencia de Dios.
Un día, sin embargo, consintió en acompañarme a una cere-

200
monia vudú que yo quería filmar. Lo hizo como un favor, por-
que no tenía a nadie más que me ayudara con la grabación del
sonido.
—Solamente voy para ayudarte, Douchan —repetía sin
cesar durante el trayecto hasta el houmfort.
La ceremonia estaba dedicada a los guédés, los loas guar-
dianes de las almas de los muertos. Se les honra día y noche en
sucesivas ceremonias desde el día de Todos los Santos hasta
finales de noviembre.
Lo interesante de tales ceremonias —en las que no hay
sacrificios de animales, y en las que los creyentes pueden ser
poseídos por los guédés y también por las almas de los difun-
tos— es la técnica que el houngan emplea para cerciorarse de
que los devotos están poseídos. Les da un puro de treinta centí-
metros de largo y una botella con una bebida especial. Fumarse
un buen puro no es una proeza meritoria, pero acabar el conte-
nido de la botella, que consiste en un litro de ron en el que se ha
marinado casi un kilo de guindillas durante todo un año, es algo
que nadie podría hacer en circunstancias normales.
Yo bebí un sorbo para probar el líquido e inmediatamente
brotaron las lágrimas de mis ojos; empecé a transpirar al ins-
tante y durante un rato fui incapaz de articular palabra. Horas
después, y pese a haber bebido muchísima agua, aún me que-
maban los labios, la lengua y la garganta. Allí donde el líquido
atroz había rozado la piel, tenía una irritación. El solo hecho de
abrir una botella provocaba el lagrimeo de toda la multitud con-
gregada. Pero cuando el devoto es poseído por un guédé o por
un alma de difunto, es capaz de beber unas cuantas botellas de
esta pócima sin sentir la más mínima molestia.
Jean estaba en pie junto al poteau-mitan, con la grabadora
colgada del cuello; él se encargaría de dirigir los micrófonos
hacia la escena que yo estuviera filmando. Mientras, yo me des-
plazaría entre la multitud y filmaría todo aquello que juzgara
interesante.
Como de costumbre, los tambores, los cantos y los bailes
cargaron el aire de poderosas energías. Dos horas más tarde,
aquello era un puro frenesí. Algunos creyentes en estado de
trance se agitaban de pies a cabeza; otros, sufriendo una pose-
sión violenta, bebían ron especiado y fumaban puros. (La

201
posesión por un guédé es mucho más violenta que la posesión
por un loa.
Eché una ojeada hacia donde estaba Jean y lo vi saltar hacia
un lado, como si hubiera sido blanco de una descarga eléctrica.
Luchaba por mantener el control de sí mismo. Comencé a fil-
marle, y seguí haciéndolo hasta que cayó al suelo y desapareció
entre la multitud. Pensando en que quizá estaba sufriendo un
ataque al corazón, me precipité hacia el sitio en el que lo vi caer
y lo encontré postrado en el suelo, inmóvil excepto por los pies,
que se movían al ritmo de los tambores. Su cara, normalmen-
te rubicunda, estaba pálida y cubierta de sudor; tema frías las
manos. Me disponía a buscar ayuda cuando se aproximó el
houngan.
—¡No se preocupe! Su amigo acaba de ser poseído por un
guédé —dijo tomando la mano de Jean con ternura y respeto.
-—¡Es imposible! —respondí.
—Ya verá —dijo el houngan, atando un pañuelo púrpura al
cuello de Jean.
(El púrpura es el color de los guédés.) Jean se puso repenti-
namente en pie y con la mirada extraviada, bebió la botella
entera de ron especiado que el houngan le tendía y comenzó a
dirigirse a él en lengua sacra, lengua que de ningún modo podía
conocer. Luego, fumando el puro que el houngan le había dado,
arrancó a bailar enloquecido.
Yo filmé y tomé fotografías de la escena, pero apenas podía
dar crédito a lo que veía. Jean, que nunca bebía alcohol ni con-
sumía especias porque le afectaban al estómago, vació varias
botellas de aquel ron. El hombre, que tampoco podía soportar el
humo del tabaco ni en los sitios al aire libre, fumó un puro
detrás de otro.
Al cabo de una hora Jean se desplomó como si hubiera su-
frido un desmayo. Cuando recobró la consciencia, dijo sentirse
relajado: no tenía resaca ni sentía molestias en el estómago.
Pero no recordaba nada de lo acontecido. Por supuesto, cuando
le conté lo que había hecho durante la ceremonia, no creyó una
sola palabra.
—Tienes una imaginación desbocada, Douchan —dijo rien-
do—. ¿Qué intentas demostrar? Estas cosas no le pasan a una
persona tan propensa a lo racional como yo.

202
Una semana después, le mostré las fotos.
—Si esto no te convence, la próxima vez traeré la película
para que la veas —dije.
Tomó las fotos y desapareció en su cuarto; allí estuvo dos
días. Cuando Jean me devolvió las fotografías, supe que jamás
volveríamos a hablar de su aventura mística. Sin embargo, des-
de entonces consintió en acompañarme a otras ceremonias en
busca, imagino yo, de la explicación científica y lógica de lo
que había experimentado. A partir de aquel día, fue para mí un
valioso testigo de los muchos fenómenos científicamente inex-
plicables que ocurrían ante nuestros ojos.

El relato que a continuación expongo demuestra que la po-


sesión por un loa no depende del deseo y la voluntad del cre-
yente, sino de la voluntad del loa.
Si una mujer católica decide dedicar su vida a rendir culto a
Dios, se hará monja. Entre otras cosas, hará votos de celibato y
llevará un anillo de matrimonio que es símbolo de su pertenencia
a Dios. También en el vudú las mujeres —y los hombres— pue-
den dedicar- toda su vida a un loa y desposarse con la divina enti-
dad. Estos matrimonios mágicos, sin embargo, son raros; estar
casado con un loa exige obligaciones y responsabilidades draco-
nianas que pocos hombres y mujeres están dispuestos a asumir.
Yo tuve el privilegio de poder ver y filmar una ceremonia en
la que una mujer de veintidós años se casaba con Djamballah-
Wedo, el loa que representa la energía de la fecundidad y cuyo
símbolo es la serpiente.
Cuando cumplió los diecinueve años, Mane, una iniciada en
vudú, comenzó a ver en sueños a una serpiente; esto la obse-
sionaba. Consultó a un houngan y éste le dijo que no se preocu-
para, que la serpiente sólo podía ser Djamballah-Wedo. Enton-
ces, al cumplir los veinte, soñó que la serpiente quería desposarla.
Respondiendo a esta llamada mística, decidió casarse con él pese
al consejo adverso del houngan, quien le advirtió de las respon-
sabilidades y obligaciones que contraería para toda la vida.
En lo que al fenómeno de posesión se refiere, la ceremonia
de casamiento fue tal vez la más impresionante y perturbadora
de las que he visto.

203
El houngan —un hombre de cuarenta años a quien yo ya
conocía por haber filmado varias ceremonias en su houmfort—
se mostró conforme con que yo filmara la boda. Allí estábamos
mi amigo Jean y yo, junto con una pareja amiga —Steven Ball
y Virginia, ambos norteamericanos— que había llegado el día
anterior para ver por primera vez una ceremonia vudú. Steven
era arquitecto y Virginia, diseñadora de interiores. Los dos muy
racionales, no daban crédito a lo que yo les contaba sobre el
vudú y habían decidido venir a Haití para verlo por sí mismos.
Disponiendo dos sillas frente al altar para los futuros espo-
sos, el houngan me dijo:
—Generalmente soy yo el poseído por Djamballah-Wedo.
Mírame y verás cómo se manifiesta Djamballah-Wedo cuando
posee a alguien.
Unos minutos más tarde, cuando trazaba los dibujos mági-
cos, añadió:
—Me gustaría que volviera otro día para enseñarme la pelí-
cula que filme esta noche, porque nunca he visto qué aspecto
tengo cuando estoy poseído.
El peristilo estaba a rebosar de fieles cantando en criollo;
retumbaban los tambores. El servicio comenzó con el ritual y
las salutaciones de rigor a las almas de los difuntos y a varios
loas. Luego, seguidos por la novia, que llevaba un vestido de
colores y un gran sombrero de paja, el houngan y dos ayu-
dantes mambo desfilaron por el peristilo llevando las bande-
ras sagradas de la comunidad, cuyos tejidos multicolores
representaban el emblema de Djamballah-Wedo. Esto se pro-
longó durante tres horas, acompañado del castañeteo del asson,
los cantos y las invocaciones del houngan para llamar al
novio.
Entonces, ya que Djamballah-Wedo dilataba el momento de
su presencia, el houngan decidió realizar otro ritual para con-
vocarlo. Las banderas sagradas fueron devueltas a uno de los
santuarios y tras ello, apareció el houngan agitando el asson,
cantando y entonando invocaciones con las mambo a su lado,
seguidos los tres por la novia. Una mambo llevaba un cuenco
pequeño lleno de leche; la otra, una taza de jarabe de cebada y
tres huevos de gallina, alimentos favoritos de la serpiente. Pasa-
ron otras dos horas.

204
De repente llegó Djamballah-Wedo, pero no tal como el
houngan había anticipado. Aunque él era generalmente poseído
por este loa, y aunque deseaba ser poseído para que le filmara
en ese estado, el poseído por Djamballah-Wedo no fue él, sino
la mambo que llevaba el cuenco de leche.
Como golpeada por un rayo, la mambo salió proyectada
hacia arriba y cayó al suelo, donde, con los ojos cerrados (que
mantuvo así durante toda la posesión), empezó a arrastrarse y a
silbar como una serpiente, sacando la lengua igual que el reptil.
Deslizándose velozmente y con una facilidad considerable,
desapareció rápida entre la multitud, que vivió momentos de
verdadero pánico. El houngan y la otra mambo salieron tras
ella; cuando la atraparon, tuvieron dificultades para sujetar su
cuerpo, que culebreaba en todas direcciones. Tan sólo cinco
minutos antes era una mujer vieja que apenas podía arrastrar su
cuerpo cansado. Ahora ya no era ni siquiera mujer, sino una ser-
piente que se movía con el cuerpo de una mujer.
Habiéndola dominado por fin, el houngan y la mambo la pu-
sieron junto a la novia. Las dos miraban hacia el altar, donde
esperaba un representante del ayuntamiento (el gobierno reco-
noce estos matrimonios místicos). La encamación de Djamba-
llah-Wedo se apaciguó de repente, pero siguió silbando y sa-
cando la lengua como una serpiente. Agarrada de la mano de la
mambo poseída, la novia irradiaba júbilo.
El funcionario dio comienzo a la lectura del contrato oficial
de matrimonio, que enumeraba todas las obligaciones, deberes
y responsabilidades que la pareja adquiría. Por ejemplo, ade-
más de prometer obediencia y fidelidad, Marie tuvo que ac-
ceder a entregarse en cuerpo y alma a su marido, todos los jue-
ves durante las veinticuatro horas del día, en una habitación de
su casa que estaría dedicada a él. Por su parte, Djamballah-
Wedo, debía asegurar a Marie su protección y ayuda en lo físi-
co y lo económico, en la vida diaria.

No hace mucho estuve en París, y allí conocí a un francés


que había visto mi película sobre el vudú. Me contó la siguien-
te historia.
En el transcurso de un viaje de negocios a Haití, trató de

205
convencer a una camarera del hotel donde se alojaba para que
pasara las noches con él. Ella se negaba pese al dinero que ofre-
cía. Una noche, sin embargo, la camarera accedió. De vuelta en
Francia, comenzó a tener sueños en los que era atacado por un
hombre con cabeza de serpiente.
Ignorándolo todo sobre el vudú, jamás estableció conexión
alguna entre sus pesadillas y la aventura sexual que había sos-
tenido en Haití con la camarera. Las pesadillas continuaban, y
además sufrió una serie de desgracias: su esposa le dejó por
otro hombre, perdió el trabajo, empezó a padecer crisis nervio-
sas y otros problemas de salud.
Un mes más tarde, apareció la camarera en la pesadilla, de
pie detrás del hombre con cabeza de serpiente. Entonces esta-
bleció la relación. Decidió volver a Haití, dar con la muchacha
y poner en orden sus problemas. Pese a las advertencias de los
amigos, reunió el dinero y voló a Puerto Príncipe para averiguar
que la camarera había sido despedida por problemas de salud;
nadie sabía dónde estaba.
La búsqueda de la muchacha duró una semana y cuando la
encontró, ésta le dijo que estaba casada con Djamballah-Wedo.
Y que para sobrevivir a la furia de su divino marido, había teni-
do que pasar por una serie de rituales de purificación que habían
puesto fin a las adversidades y a los problemas de salud que
había empezado a padecer después de su infidelidad. Ayudó
al francés a encontrar un poderoso houngan para que le hiciera
un exorcismo. Su vida volvió a recomponerse; recuperó a su
mujer, su trabajo y su salud.

Algunos estudiosos dicen que las posesiones no son sino


manifestaciones psicopatológicas. ¿Debemos considerar enton-
ces que el 90 por 100 de los haitianos y varios cientos de millo-
nes de personas de todo el mundo que practican religiones basa-
das en los principios de trance y posesión, tan sólo son unos
histéricos cuya fe se apoya en creencias supersticiosas?
Tras muchos años de atenta observación, todavía no en-
cuentro explicación a los fenómenos de posesión, pero sé que la
posesión no es una manifestación psicopatológica, ni es fingi-
miento. Sin embargo, sí he hecho algunas reflexiones sobre los

206
fenómenos de posesión en relación con el vudú, ya que se trata
de una religión que he estudiado y observado a fondo.
Los rituales vudú se basan en tres potentes generadores de
energía: la música (toques de tambor), el canto y la danza. Los
sonidos y ritmos emitidos por los tambores inducen al trance,
que ponen al cuerpo en un estado susceptible de ser poseído.
El canto ha sido siempre parte importante de todos los ritua-
les religiosos; acaso tan importante como su significado, el rit-
mo de las palabras en conjunción con la melodía, libera o gene-
ra energías.
La danza también es fuente de energía. En el contexto reli-
gioso, la danza es para el cuerpo lo que la meditación es para
el espíritu. Este ritual físico puede acarrear un estado psíquico
alterado que pone al danzante en sintonía con determinadas
facetas del cerebro que inducen niveles más altos de cons-
ciencia.
Ahora se nos plantea un interrogante, ¿qué convocan los
creyentes con la sinergia de la música, el canto y la danza?;
¿qué es lo que los posee? Su respuesta es que convocan a las
divinidades, y que las divinidades los poseen.
Podemos aseverar que las divinidades en verdad existen; o
que existen en verdad sólo para aquellos que les rinden culto;
o que verdaderamente existen, pero solamente porque han sido
creadas por el poder de la fe del hombre; o que hay entidades
que ciertamente existen entre nosotros y que han sido califica-
das de divinidades; o que las fuerzas y las energías cósmicas
que gobiernan el universo han sido percibidas como divinida-
des y calificadas de tales.
Pero tal vez, a fuerza de intentar encontrar explicaciones,
estamos complicando las cosas. Porque sean cuales sean las di-
vinidades, lo cierto es que parecen poseer verdaderos poderes y
energías. De lo contrario, ¿por qué el hombre ha tenido necesi-
dad, a lo largo de los siglos, de llevar a cabo rituales mágico-
religiosos para llamarlas?
En lo que a Haití concierne, yo diría que la miseria abre una
puerta al mundo invisible, porque la fe es precisa para entrar en
esa esfera. Acaso los haitianos aceptan más fácilmente su trági-
co destino gracias a su fe en lo sagrado, lo imaginario y lo má-
gico. Pero ¿sólo es fe lo que lleva al hombre hasta lo sobrena-

207
tural y lo Divino?; ¿es la fe lo que custodia el mundo de lo sa-
grado, lo imaginario, lo mágico?; ¿es fe lo que permite el con-
tacto con lo Divino?
No lo creo. La fe solamente es un medio por el que podemos
desprendernos de las creencias negativas que nos inhiben de
hacer lo que nos gustaría hacer y lo que podríamos hacer si no
nos impusiéramos límites: mover montañas o llegar a ser divi-
nos. Las facultades de nuestra mente son ilimitadas, pero nues-
tro sistema de creencias pone restricciones a nuestros poderes y
capacidades. Las puertas de la verdad y de los misterios pare-
cen estar cerradas para nuestra mente racional y lógica. Es gra-
cias a su ilimitada imaginación que los niños pueden entrar en
el mundo de lo imaginario. «La experiencia unitaria del infante
y de la mística es semejante», escribió Claire Myers Owens en
Main Currents in Modem Thought.

Curación mágica

En Haití pude ver una ceremonia impresionante destinada a


sanar a un niña que padecía una tuberculosis avanzada. Yo co-
nocía muy bien a la pequeña. Vivía en un pueblecito de la
región Artibonite. De hecho, yo la había puesto dos veces en
manos de la ciencia médica oficial. ¿El diagnóstico? Que esta-
ba en una fase terminal de tuberculosis. Al saberlo, llevé a la
pequeña para que la viera un houngan conocido por sus poderes
curativos.
Según el diagnóstico del houngan, la niña era víctima de
una maldición mortal que había desequilibrado sus energías y
quebrado su campo de energías protectoras; ello había permiti-
do que la enfermedad hiciera mella en su cuerpo. En conse-
cuencia, hizo un exorcismo para ahuyentar el mal provocado
por la maldición. Luego, a solas en su santuario, el houngan
hizo lo que se requería para devolver la maldición a quien la
había generado.
A continuación procedió a restaurar el equilibrio en las
energías de la pequeña, lo que automáticamente expulsó la
enfermedad de su cuerpo. La parte final de la ceremonia con-
sistió en administrar a la niña una medicación natural (diversas

208
plantas y minerales pulverizados), que repararían el daño que la
enfermedad había causado al cuerpo.
Cuando fuimos por primera vez con la niña a ver al houn-
gan, tuve que llevarla en brazos porque no podía andar. Des-
pués de la ceremonia se sintió mucho mejor. Una semana más
tarde se había repuesto por completo y ya podía jugar y correr
con sus amigos.
Cuando los dos médicos que habían diagnosticado la enfer-
medad terminal vieron las radiografías de los pulmones ya
sanos de la pequeña, ambos dijeron que su diagnóstico había
sido equivocado.

Levitación

Tenía veinte años cuando vi levitar por primera vez. El


acontecimiento tuvo lugar en la India, en un lugar no lejos de
Cachemira donde había un monasterio budista; yo tenía autori-
zación para pasar allí cinco días.
Había hecho alto en la India volviendo de Filipinas a Bru-
selas. En aquel entonces, 1967, los hippies todavía no habían
invadido la India y el Nepal, aunque allí residían algunos ex-
tranjeros que habían acudido a la llamada mística de las filoso-
fías orientales, en busca de una nueva espiritualidad.
La cabeza visible del monasterio era un lama de edad muy
avanzada que decía estar en la cuarta reencarnación. Pasaba mu-
chas horas conmigo y respondía con paciencia a mis preguntas,
poniendo sus conocimientos y sabiduría a mi alcance. (Cuando
volví a casa, un amigo me preguntó en qué idioma hablaba con
el lama. Imposible acordarme. Para mí sigue siendo un misterio.)
Entre los muchos pensamientos que el monje compartía
conmigo, recuerdo uno en el que me decía que el conocimiento
y la sabiduría no se alcanzan quedándose sentado a esperar que
venga alguien y te enseñe. Es la búsqueda personal, la indaga-
ción interna lo que ilumina el camino hacia la respuesta. Y que
cualquiera que haya llegado a ese estado mental, es capaz de
descubrir claves en un libro, en una conversación, en una pelí-
cula, en cualquier parte. Todo puede dar una respuesta a quien
se ha creado la necesidad de ella.

209
En otra ocasión le pregunté por qué algunas personas pare-
cen tener más suerte que otras. Contestó a mi pregunta con otra:
—¿Cómo llega la savia a las últimas hojas del árbol? Sin
contribución mecánica, la savia se desplaza contra la gravedad.
—No lo sé —respondí—. Quizá por capilaridad.
—Porque el árbol ha creado esa necesidad —repuso él—.
Cuando, como un árbol, alguien crea la necesidad de algo, ese
algo llegará a él. Pero si ese alguien espera pasivamente que algo,
como la suerte, llegue hasta él sin emplear la imaginación, nada
llegará. Necesitar algo es un estado mental que origina energías
con poder de convocatoria y atracción.
De modo que dediqué el resto de mi estancia en el monaste-
rio a crear, como el árbol, la necesidad de conseguir cualquier
cosa que me iluminara en un sentido u otro. Y dio resultado: mi
necesidad encontró respuesta en el transcurso de una ceremonia
que se celebró la última noche de mi estancia allí.
Aquella noche vi al lama, que estaba sentado en la posición
del loto, elevarse lentamente en el aire hasta llegar a una altura
de más de medio metro sobre el suelo; allí permaneció al menos
tres o cuatro minutos.
Por la mañana ya sabía que no podría abandonar el monas-
terio sin hacer al lama unas cuantas preguntas sobre lo que
había hecho. Saliendo en su busca, tropecé con un monje que
llevaba mi bolsa de viaje.
—Nuestro jefe espiritual dice que usted debe partir ahora
—susurró en toipe inglés, mientras me acompañaba a la puerta
de salida del monasterio.

La segunda vez que vi levitar fue ocho años después, en un


poblado del Zaire. Se celebraba una ceremonia nocturna.
Desbordados por el frenesí colectivo, los devotos comenza-
ron a saltar por encima de una gran hoguera y a caminar por las
brasas sin quemarse. Cuando llegó el turno de hacer lo mismo,
el hechicero del poblado se sumergió en el fuego igual que un
buceador se sumerge en el agua, pero en lugar de caer, se man-
tuvo a un metro por encima del fuego, en posición paralela a
éste, el tiempo suficiente como para que me preguntara qué es-
taba pasando. Entonces, como a cámara lenta, su cuerpo cam-

210
bió de posición hasta quedar erecto otra vez, con los pies tocan-
do las brasas; luego salió de la hoguera.
No pude interrogarle aquella noche porque él estaba dema-
siado ebrio después de la ceremonia, pero a la mañana siguien-
te me dijo:
—Esto ocurre algunas veces, cuando los espíritus están pre-
sentes.
Yo deseaba saber más, pero no quiso hablar.

Después de haber visto al lama y al hechicero africano, yo


estaba inclinado a pensar que la levitación era un fenómeno
real. Pero con el paso del tiempo y las reacciones negativas de
quienes escuchaban mi relato de ambas experiencias, empecé a
desconfiar de lo que había visto y a pensar que quizá había sido
víctima de un engaño.
No obstante, años más tarde, recorriendo todo Haití, vi
hombres y mujeres levitar muchísimas veces. Y ahora creo que
lo que vi era veraz, aunque no encuentro explicación al fenó-
meno. También sé que no es algo anormal, sino el reflejo de los
poderes de la mente humana sobre la materia.
La primera vez que vi levitar a una persona en Haití, fue en
un santuario vudú. Ya he relatado este incidente en un fragmen-
to anterior de este mismo capítulo; una mujer que estaba senta-
da detrás de mí brincó en el aire durante un exorcismo. La
mujer estaba sentada en un banco apoyado contra una pared. De
repente, saltó al aire, pasó sobre mi cabeza, y flotando recomo
unos tres metros y medio desde mi espalda hasta quedar frente
a mi campo de visión; allí estuvo suspendida más de diez se-
gundos, a una altura de metro y medio sobre el suelo. Desde
allí, se desplazó hacia mi izquierda y por último cayó al suelo a
seis metros de donde estaba. Durante todo el tiempo que estuvo
«flotando», no tocó el suelo para nada. (Recomo una distancia
de unos diez metros desde su asiento hasta que cayó al suelo;
hizo un recorrido en forma de L.)
Es interesante reparar en que los innumerables fenómenos
de levitación que vi en Haití estaban protagonizados por perso-
nas poseídas en el transcurso de una ceremonia. No siempre
recoman distancias largas con un trazado complicado, pero

211
todos levitaban dando un salto en el aire y quedándose por enci-
ma del suelo más tiempo del normal en cualquier salto, para
luego golpearse contra el suelo, y no siempre cayendo en pie.
El lector podrá pensar que las levitaciones tenían lugar du-
rante ceremonias nocturnas y en el interior de habitáculos mal
iluminados, donde yo podía ser víctima de un engaño urdido
por el houngan para exhibir ante mí sus poderes y los poderes
del vudú. En muchos casos he pensado en esta posibilidad. Pese
a ello, casi todas las ceremonias se realizaban en peristilos que
por lo general estaban bien iluminados, y en cualquier caso,
había luz suficiente para que el techo fuera bien visible. Otras
ceremonias se celebraban de día, cuando la luz entraba a rauda-
les en el peristilo. Por tanto, me hubiera sido fácil ver si quien
levitaba estaba suspendido en el aire por una cuerda o cualquier
otro medio físico.
Además, como tuve muchas ocasiones para ver este fenó-
meno, también tuve oportunidad de estudiarlo meticulosamen-
te. Después de unos cuantos incidentes, superé el estado de
temor reverente y de sorpresa que podrían haber empañado mis
primeras impresiones, y fui capaz de observar las situaciones
con calmado racionalismo; fui capaz de buscar el posible frau-
de, e incluso de aproximarme al sujeto levitante lo suficiente
como para ver si lo que sucedía era cierto.
También se producían levitaciones en ceremonias que se
celebraban en el exterior, al aire libre, con las estrellas por
dosel. En las pequeñas aldeas haitianas, donde no es frecuente
que haya electricidad, las comunidades vudú son demasiado
pobres para construir peristilos de grandes dimensiones. Los
santuarios del houmfort son pequeñas cabañas hechas con barro
seco y con paja; y cuando se prevé la asistencia de un gran nú-
mero de creyentes, la plaza principal de la aldea se convierte en
peristilo, con un poste erigido en el centro que sirve de poteau-
mitan.
En un lugar así, presencié algo de lo más asombroso. La
plaza del pueblo tenía unos nueve metros cuadrados y estaba
bordeada de árboles en tres lados; en el cuarto se alineaban
cabañas y un árbol grande, más allá del cual había una camino
sin asfaltar. En uno de los lados, ardía una gran hoguera para
iluminar la plaza que proyectaba las sombras de los creyentes

212
danzantes sobre las paredes de las cabañas. La luz de las lám-
paras de keroseno atadas a cuatro postes y el sonido de los tam-
bores creaban un ambiente propenso a la alucinación.
Todos los creyentes danzaban con frenesí, saltando y agi-
tando el cuerpo con violencia. De repente un cuerpo dejó de
retorcerse y empezó a moverse como a cámara lenta. El hom-
bre, con el cueipo completamente vertical, comenzó a elevarse
despacio en el aire como si no pesara y se separó del resto de la
gente, que aún bailaba briosamente. Cuando estuvo por encima
de la multitud, todavía en posición vertical y bailando a cámara
lenta, empezó a darse la vuelta boca abajo.
Estaba boca abajo, con la cabeza a una distancia de casi dos
metros del suelo, cuando repentinamente se desplazó por el aire
a una velocidad increíble, precipitándose hacia el árbol grande
y aterrizando, todavía boca abajo, sobre el tronco, a medio ca-
mino entre el suelo y las ramas bajas del árbol. En la misma po-
sición, comenzó a trepar por el tronco hasta alcanzar las ramas
altas, donde recobró la posición normal. Al oír los vítores de los
creyentes allí reunidos, descendió del árbol como si nada hubie-
ra pasado.
Antes de levitar, el hombre había estado bailando con un
grupo de quince personas, justo delante de cinco tambores dis-
puestos en hilera. Yo podía moverme con facilidad alrededor de
los danzantes con la cámara y el sistema de iluminación portá-
til, a excepción de dos zonas —una era la del árbol grande—
que estaban demasiado atestadas de gente que se agitaba y bai-
laba.
Mientras yo me movía en busca de una buena toma, mi ayu-
dante seguía mis pasos aprovechando la luz de filmación para
disparar la cámara de foto fija, que estaba cargada con una pelí-
cula de diapositivas de velocidad normal. Cuando yo apagaba
los reflectores, él tomaba fotos con otra cámara cargada con
película de alta velocidad.
En un momento determinado, yo estaba filmando a unos
dos metros de los bailarines por detrás de los tambores, cuando
de pronto se apagaron los reflectores y mi cámara dejó de fil-
mar. (Luego haré unas cuantas consideraciones sobre este pro-
blema técnico.) Cegado durante unos segundos, reparé en el
hombre que bailaba lentamente porque sus movimientos con-

213
trastaban con los giros enloquecidos de los otros danzantes.
Cuando estaba en el aire por encima de los danzantes, comen-
zando a ponerse boca abajo, yo me desplacé hacia la izquierda
del grupo sin perderle de vista y continué observándole. Yo vol-
vía a estar a unos dos metros de los bailarines y allí seguí hasta
que el hombre descendió del árbol.
La proximidad me permitió ver que, mientras el hombre
daba la vuelta lentamente hacia abajo, los faldones de la cami-
sa no colgaban; es decir, la camisa también levitaba.
Busqué posibles trucos, pero el hombre no llevaba atada
cuerda alguna. Podría pensarse que llevaba una cuerda negra,
invisible por la noche, pero el árbol quedaba demasiado distan-
te —por lo menos a nueve metros de los danzantes— como
para que estuviera atada allí y que el hombre se elevara en ver-
tical por encima de los danzantes, flotara en el aire, e hiciera el
cambio de posición justo encima de ellos. Tampoco vi ninguna
cuerda tendida entre la techumbre de una de las cabañas y el
árbol. Por añadidura, si hubiera llevado una cuerda negra atada
en torno a la cintura, habría contrastado con su camisa blanca y
con las camisas igualmente blancas de los demás danzantes
cuando él bailaba con ellos y también más tarde, cuando empe-
zaba a levitar. Si el primer tramo de la cuerda hubiera estado
pintado de blanco para pasar desapercibida sobre su camisa y la
de los otros, habría contrastado con la oscuridad al elevarse en
el aire. Pero en cualquiera de los dos casos la cuerda no hubie-
ra podido mantenerlo en vertical mientras se elevaba por enci-
ma de los danzantes, y no podría haber mantenido al hombre
verticalmente cuando estaba boca abajo. Además, la cuerda le
habría constreñido al hacer el movimiento de cambio de posi-
ción hacia abajo.
Pero tal vez la cuerda estuviera oculta bajo la camisa. Eso le
habría permitido elevarse en vertical, pero hubiera impedido
que diera la vuelta hacia abajo y mantener esa posición hasta
aterrizar en el tronco del árbol.
En definitiva, pese a examinar minuciosamente todas las
explicaciones posibles, no pude hallar evidencia alguna de en-
gaño. Tuve que enfrentar el hecho de que, dado el marco en el
que se desarrollaba la escena y el modo en que tuvo lugar la le-
vitación, existían muy pocas o ninguna posibilidad, técnica-

214
mente hablando, de que aquello fuera un truco. He llegado a la
conclusión de que tampoco había engaño en los otros fenóme-
nos de levitación que he tenido oportunidad de ver.
Es interesante destacar que nunca he podido fotografiar o
filmar del todo estos fenómenos. Siempre había algo que in-
terfería la filmación o la fijación de las escenas sobre la pe-
lícula.
Era frecuente que las pilas de la cámara de filmación se aca-
baran justo en el momento en que empezaba la levitación. Lo
cierto es que no sólo eran las pilas de la filmadora, sino también
la batería del sistema de iluminación portátil, las de las graba-
dora y las pilas de mi reloj; todas dejaban de funcionar cuando
alguien empezaba a levitar.
El que un juego de pilas deje de funcionar repentinamente,
puede encontrar explicación en el fallo técnico. Pero que los
distintos juegos se acabaran todos al mismo tiempo y repetida-
mente —más de veinte veces, cada vez que se producía un fe-
nómeno de levitación—, plantea serios interrogantes que no
creo que tengan una explicación meramente técnica.
¿Podría ser que para superar las fuerzas de la gravedad y
acaso otros principios de la física, alguien que levita necesite
una cantidad tan grande de energía que descargue todas las ba-
terías y pilas próximas? ¿O deberíamos quizá considerar que el
estado de levitación, es decir, la manipulación gravitacional de
las fuerzas y posiblemente de otras fuerzas relacionadas con los
principios de la física genere tal cantidad de energía que corto-
circuite todas las baterías, anulándolas al instante?
Debo admitir que cada vez que veía una levitación, se me
ponían de punta todos los pelos del cuerpo —soy muy vello-
so—, igual que cuando me acerco a una pantalla de televisor.
Los haitianos tienen el cabello corto y rizado, y por tanto no me
era posible ver si a ellos les pasaba igual. Pero al preguntarles,
todos decían sentir una especie de estremecimiento que recorría
todo su cuerpo. Para ellos, esto era prueba de la presencia de los
loas encamados en los creyentes. Además, cada vez que podía
acercarme a las personas que levitaban, yo notaba que despren-
dían calor, un calor que no tenía nada que ver con el que impe-
raba en el peristilo. Tal vez ese exceso de calor fuera producido
por la sobreexcitación o las danzas enloquecidas.

215
En dos ocasiones, sin embargo, no se descargó la batería de
mis aparatos al coincidir con un fenómeno de levitación; acaso
no estaba situado demasiado cerca del sujeto. En lugar de ello,
algo igualmente raro interfirió con el funcionamiento normal
del equipo de filmación o con el proceso fotográfico, afectando
a la calidad de las secuencias filmadas o fotografiadas. Una vez
procesada, la película reveló que todo lo filmado tenía claridad,
nitidez y un vivido colorido, a excepción de las secuencias que
recogían el momento de la levitación. Ahí la película estaba tan
oscura y desenfocada que resultaba absolutamente imposible
ver lo que sucedía. Era como si hubiera filmado toda la escena
con un filtro que oscureciera y emborronara la película.
En lo que se refiere a las fotos fijas, yo empleaba tres cáma-
ras Nikon. La cámara A, acoplada a un flash, estaba cargada con
película de diapositivas de sensibilidad normal; la cámara B
estaba cargada con película de diapositivas de alta sensibili-
dad, y la cámara C contenía un rollo de película en blanco y ne-
gro. De este modo, independientemente del tipo de ilumina-
ción, yo (o mi ayudante en la mayoría de los casos), podíamos
siempre tomar fotografías. Sin embargo, también aquí, en el mo-
mento de la levitación algo interfería con el proceso fotográfi-
co dando resultados insatisfactorios o, diría yo, de todo punto
pasmosos.
Por ejemplo, en el transcurso de la ceremonia que he des-
crito, mi ayudante utilizó la cámara B cuando la batería del sis-
tema de iluminación cesó de funcionar en el momento que el
hombre iniciaba la levitación. Durante la ceremonia disparó
cinco rollos de película de alta velocidad y treinta y seis expo-
siciones. Los rollos fueron procesados en el laboratorio Kodak
de Bruselas, pero al examinar las diapositivas se nos planteó un
enigma. Las primeras veintiuna diapositivas del primer rollo
exhibían imágenes claras, bien definidas y con colores vivos;
eran las escenas previas a la levitación. Desde la diapositiva
veintidós del primer rollo de película, hasta la diapositiva deci-
moquinta del quinto rollo —138 diapositivas desde el momen-
to en que el hombre empezara a moverse a cámara lenta hasta
los instantes anteriores a su descenso del árbol—, no había ni
una sola imagen en la película; estaba completamente negra. A
partir de la diapositiva decimosexta del quinto rollo, las imáge-

216
nes volvían a ser claras y nítidas, y se veía al hombre descen-
diendo del árbol, vitoreado por la multitud, y otras escenas del
resto de la ceremonia.
Fijé una cita con el supervisor del laboratorio y le mostré
todas las diapositivas, incluyendo las fallidas, haciendo hinca-
pié en el orden en que se habían tomado pero sin decirle cuál
era el contenido de la ceremonia. Pregunté qué tipo de proble-
ma técnico podía haber causado que tantas diapositivas salieran
completamente negras.
—La única explicación plausible es que el obturador fallara
momentáneamente —repuso. Luego, después de examinar a
fondo las diapositivas, añadió—: Las diapositivas no están in-
suficientemente expuestas, así que el fallo no parece ser del
obturador. Las diapositivas están completamente negras y sin
imágenes porque usted ¡no ha fotografiado nada!
Si todas las levitaciones que he visto hubieran sido ardides,
ilusiones ópticas, efectos especiales, resultado de la hipnosis o
alucinaciones inducidas por drogas, nada en absoluto habría
interferido en el funcionamiento de las baterías, ni en el equipo
de filmación ni en el proceso fotográfico. En lugar de revelar la
nada, las diapositivas defectuosas habrían al menos captado
imágenes de la plaza del pueblo iluminada por la hoguera y por
las lámparas de keroseno, e imágenes de los danzantes bailando
alrededor de los tambores. En vez de estar totalmente desenfo-
cadas, la película habría mostrado claramente las escenas fil-
madas; en cambio, sólo había omitido la visión de las personas
que levitaban.
En consecuencia, debido al hecho de que fueran cuales fue-
ran las razones, algo interfería con el funcionamiento de las
baterías y de los procesos fotográficos cada vez que presenciá-
bamos un fenómeno de posesión —algo que no se atenía a las
reglas y lógica de la ciencia—, concluyo que la causa de la
interferencia es algo muy poderoso. Y concluyo que lo que
veíamos era cierto, a menos que estemos de acuerdo en que un
equipo técnico tenga capacidad de reacción frente a las alucina-
ciones de las personas.
Merece la pena resaltar que estos fenómenos se presenta-
ban cuando los creyentes estaban en un estado distinto del nor-
mal, es decir, cuando meditaban, estaban en trance o habían

217
sido poseídos. Quizá es que la meditación, el trance o la pose-
sión acarrean consigo un estado de embriaguez que elimina las
creencias negativas —esas que por ejemplo nos impiden levi-
tar—, y libera el inconsciente, que nos da poder para realizar
tales proezas.

218
VIII

HECHICERÍA, MUERTE POR MAGIA, ZOMBIS,


HOMBRES VOLADORES Y HOMBRES LOBO

Hasta cierto punto, de una manera u otra, todos somos su-


persticiosos.
Algunos no pasaríamos jamás por debajo de una escalera;
otros consideraríamos que el día se ha echado a perder si nos
cruzamos con un gato negro.
Al mismo tiempo, miles de echadores de cartas y lectores de
manos, consejeros psíquicos, astrólogos y otros chamanes de
los tiempos modernos abren negocios para ofrecer sus servi-
cios; utilizan abiertamente los medios de comunicación para
hacer publicidad de sus facultades. Muchos iremos a visitarlos
en busca de consejo.
Tanto si tememos un accidente de coche como si deseamos
ganar una competición deportiva o alcanzar una determinada po-
sición social, intentaremos ejercer influencia sobre nuestro futuro.
Llevaremos amuletos de la suerte u objetos religiosos para atraer
sobre nosotros la gracia de Dios; colgaremos medallones de san
Cristóbal en el coche; vestiremos un traje concreto o llevaremos
un color determinado, todo para protegernos del mal de ojo o
para influir por algún medio en el destino; o, inconscientemente,
para protegernos de las energías o los invisibles maléficos.
Esta misteriosa necesidad del hombre ha perdurado a lo lar-

219
go de los siglos pese a las enseñanzas religiosas y a la natural
incredulidad del ser humano, y sigue planteando un reto a nues-
tra mentalidad racional y nuestra lógica científica. Tal compor-
tamiento, ¿se basa en la superstición, o se deriva por lo menos
de algunos poderes reales? ¿Ser supersticioso es superstición?
¿De dónde viene la atracción que sentimos por creer en lo má-
gico? ¿Es cultural? ¿Instintivo? ¿Tan distintos somos de las
gentes del Cuarto Mundo, que hasta el día de hoy han seguido
creyendo en la magia?
Las tribus del Cuarto Mundo, igual que muchos pueblos de
tradición, también utilizan fetiches, amuletos y otros talismanes
para protegerse del mal de ojo y neutralizar las energías malig-
nas. En su caso son cráneos humanos o animales; polvos; plan-
tas; partes secas de animales; pieles de animales; huesos, dientes
y plumas; espinas y escamas de pez; conchas y otras cosas por el
estilo, a las que se atribuyen poderes mágicos de protección.
También pueden ser estatuillas de madera, barro o metal, que
representan a las divinidades tribales cuya misión es proteger.
Pero a lo largo de la historia todas las culturas, incluso las
más avanzadas, han creído en los objetos mágicos. La palabra
amuleto, por ejemplo, viene de la palabra latina amuletum que
el historiador romano Plinio empleaba para designar al objeto
que preservaba de la enfermedad; se consideraba que la enfer-
medad era consecuencia de un hechizo maligno. El amuleto es-
taba hecho con una sustancia animal o herbácea.
Más sofisticados y potentes que los amuletos y los fetiches
son los talismanes. La palabra procede del Árabe tilsam o tala-
sim, que vienen del griego telesma y cuyo significado es «obje-
to consagrado»; tal vez la palabra griega provenga de tselem,
vocablo hebreo que significa «imagen». Ya que la influencia
que le ha sido atribuida al talismán está sujeta al razonamiento
simbólico, analógico y a veces lógico, el talismán es un objeto
científico que puede confeccionarse conforme a unas reglas
concretas. Si los amuletos y los fetiches protegen de las energías
malignas, los talismanes, más evolucionados, tienen cada uno
un propósito específico. Un talismán protege de los insectos,
otro de los hechiceros, otro más de los espíritus maléficos y así
sucesivamente. En lo que a su acción específica se refiere, los
talismanes se asemejan a los pentáculos (del griego pentaklea).

220
Los pentáculos sirven para reforzar las operaciones de alta
magia. Llenos de símbolos esotéricos y de diversas palabras
religiosas y sagradas con capacidad de actuar como catalizado-
res de las energías cósmicas, los pentáculos no son solamente
protectores, sino también transmisores de poderosas energías.
Estos objetos mágicos han formado parte de todas las tradicio-
nes esotéricas y a su vez, todas las tradiciones esotéricas han
contribuido a la ciencia de los pentáculos.
Desde la India hasta el Tíbet, los creyentes hacen girar el
molinillo de oraciones mientras dan gracias a las divinidades y
solicitan sus favores, con la esperanza de que influyan en su
destino. Por los mismos motivos, nosotros encendemos velas
delante de santos concretos. En Bretaña, las gentes de la costa
clavan agujas en un determinado tipo de piedra como rito de
fecundidad. En Katmandú, Nepal, los creyentes clavan clavos
en unos postes de madera y luego besan los clavos para expul-
sar a los malos espíritus.
Desde el surgimiento de la humanidad han sido numerosas
las grandes civilizaciones que han estudiado las tradiciones eso-
téricas y las ciencias naturales y físicas; algunas han llegado a
dominar amplios territorios. Han invertido muchísimo tiempo,
energías, imaginación y reflexiones para crear objetos de gran
complejidad técnica y con poderes mágicos para influir en su
destino, atraer la buena suerte, protegerles de las influencias
negativas y de los espíritus y entidades malévolos, y para preve-
nirles contra las maldiciones de los hechiceros. Y lo han hecho
así porque creían en la existencia de las influencias astrales de
signo negativo, de invisibles que habitan en el mundo invisible,
y en el poder de la magia, que es capaz de utilizar y transmitir
fuerzas cósmicas que sólo la voluntad del hombre puede conver-
tir en benéficas o en malignas. De ahí que podamos especular con
la posibilidad de que haya algo de cierto en todas estas creencias.

Hechicería

Tal como he dicho, hay una sola fuerza universal que ni es


maligna ni es benéfica, pero que puede utilizarse para hacer el
bien o hacer el mal y que acarrea consecuencias positivas o

221
negativas según la utilización que se haga de ella. Por tanto,
puede jugar a favor del hombre y sanarlo, o puede herir y matar.
Estos principios también son aplicables a los loas.
En el contexto del vudú, los loas no pueden hacer daño; son
capaces sólo de ayudar al hombre actuando como intermedia-
rios entre los humanos y Dios. Pero fuera del marco del vudú,
los bokors o los hechiceros también utilizan esta fuerza, y a los
loas, con fines perversos.
Hay varios medios al alcance del hechicero —según cuál
sea su grado de conocimiento— para lanzar maldiciones que
influyan en la voluntad de su víctima, provocar la enfermedad e
incluso causar la muerte. Entre estos medios están:

• los venenos,
• amuletos malignos y muñecas mágicas,
• las energías negativas existentes o las que se convierten
en malignas gracias a un ritual concebido para tal efecto, o bien
espíritus y otros invisibles malévolos.

Venenos

Hemos visto que algunos magos pueden en verdad curar


personas enfermas utilizando para ello su farmacopea de medi-
cina natural. Por tanto, también entra en lo posible que algunos
hechiceros conozcan ciertas plantas y otros elementos naturales
que acarreen enfermedades misteriosas o la muerte repentina.
El método tradicional para provocar la enfermedad o la
muerte consiste en mezclar un veneno en la bebida o la comida
de la víctima —los asiáticos desconfían de todo aquel que lleve
uñas largas porque pueden contener veneno—, o poniendo el
veneno directamente sobre una herida de la víctima. Estos ve-
nenos suelen estar hechos a base de plantas que tienen propie-
dades tóxicas, como la raíz de mandioca, que contiene ácido
cianhídrico; o bien a base de ciertos minerales o animales,
como ciertas arañas, las tarántulas, los escorpiones, etcétera; o,
tal como era costumbre en los Borgia, a base del líquido alta-
mente tóxico extraído del cadáver en descomposición de una
persona.

222
Amuletos malignos y muñecas mágicas

Los fenómenos que más difíciles resultan de comprender


son aquellos en los que están presentes los amuletos malignos
que los hechiceros crean durante los rituales de magia negra y
que utilizan para echar maldiciones que alteran la voluntad de
la víctima y traen consigo la enfermedad, e incluso la muerte.
Del mismo modo que algunos magos pueden curar al enfermo
restableciendo el equilibrio entre mente y cuerpo, otros pueden
ser capaces de destruir ese equilibrio y provocar la enfermedad
o la muerte repentina. Un amuleto maligno puede ser cualquier
sustancia u objeto, o la combinación de ambos. En Haití, los
bokors (hechiceros malévolos) emplean los huesos pulveriza-
dos de los recién nacidos o los niños pequeños que han muerto
antes del bautismo. Luego, por medio de un ritual mágico, car-
gan este polvo con propiedades mortíferas o perniciosas.
Los usuarios de tales amuletos son numerosos: el granjero
que quiere apoderarse de la cosecha del vecino; el hombre que
desea que una mujer se enamore de él; el hombre que quiere ver
roto el matrimonio de la mujer que lo rechazó; el hombre que
desea a las esposas de sus amigos; la mujer que quiere eliminar a
una rival; alguien que quiere deshacerse de un enemigo personal.
Por lo general, estos amuletos malignos se esparcen por el
camino que conduce a la casa de la víctima o por el patio de la
vivienda; la calabaza medio vacía que contiene el amuleto se
deja en las cercanías, con el fin de que el poder de sugestión
venga a añadirse a la angustia de la víctima cuando tropiece con
el amuleto.
En África y las Antillas, existe una poción que se vierte en
el camino frecuentado por la víctima. Cuando ésta pasa por en-
cima, la poción le provoca elefantiasis en los pies, dolencia que
poco a poco desemboca en la muerte.
Los gitanos dejan los amuletos —cuyo ingrediente princi-
pal suelen ser sapos secos— a la vista de la víctima, junto a su
casa. En Europa estos amuletos son cadáveres de gatos negros
enterrados junto a la vivienda de la víctima.
En algunos casos los amuletos son reducidos a un polvo que
se echa sobre la víctima. El polvo del amor, por ejemplo —pol-
vo que hace a una mujer enamorarse del hombre que lo echa

223
sobre la cabeza de ella—, está hecho con el cadáver seco y pul-
verizado de un colibrí; a éste se agrega polen y esperma del
galán. Hay unos polvos que, echados sobre un rival, impiden al
rival dormir durante dos o tres meses y cubren todo su cuerpo
de enormes granos purulentos.
Hay hechiceros que también tienen poder para echar maldi-
ciones sin dejar el amuleto en el camino frecuentado por la víc-
tima o cerca de su casa. Son, por ejemplo, los amuletos que se
guardan en el lugar donde el hechicero celebra el ritual. Pueden
estar escondidos dentro de una muñeca hecha de madera, barro,
cera o trapos, cuyo aspecto se asemeja toscamente al de la víc-
tima. El hechicero emplea el amuleto para enfocar y concentrar
las energías malignas dentro de la muñeca. La muñeca, activa-
da por la aguja que el hechicero le clava, actúa como transmi-
sora de estas energías, enviándolas hacia la víctima; esto fun-
ciona hasta que la muñeca es destruida.
Los amuletos y las muñecas malignas son aún más potentes
cuando contienen alguna materia orgánica del cuerpo de la víc-
tima designada, como son el sudor, cabellos, uñas de manos o
uñas de pies (por esta razón, los peluqueros, manicuras y pedi-
curos de muchos países asiáticos, queman siempre el pelo y las
uñas de los clientes en presencia de éstos); o cuando contienen
algo que real o simbólicamente pertenece a la víctima; puede
ser un trozo de ropa o algo que ha estado en contacto con ella,
como por ejemplo un montoncillo de tierra que rodea la cabaña
donde nació la víctima.
A estos amuletos malignos se les suele llamar muñecas
vudú, pero no tienen nada que ver con él, en primer lugar por-
que en el vudú no cabe la práctica de la magia negra; en segun-
do lugar, porque hace siglos que estas técnicas se vienen utili-
zando en todo el mundo. Desde los primitivos hechiceros,
pasando por los egipcios de la antigüedad, los mayas, y los
incas, las muñecas malignas han constituido siempre un arma
poderosa en manos de la hechicería. Y continúan siéndolo.
En la Introducción describía una experiencia vivida en Áfri-
ca en los años de la infancia: un guardián nativo había matado
a una persona de otro poblado utilizando una muñeca maligna.
Los hechiceros de los Andes también las emplean en las cere-
monias de magia negra.

224
En Haití, he estado presente en muchas ceremonias donde
también se utilizaban estas muñecas. En una ocasión, un bokor
se sirvió de una de ellas para enviar una maldición letal a al-
guien que vivía en Nueva York. No pude verificar si la maldi-
ción surtió efecto, pero desde luego, la ceremonia fue impresio-
nante.
Según las palabras de todos los hechiceros que he interroga-
do en el transcurso de mis viajes, no hay modo de romper un
hechizo maligno. La víctima debe encontrar rápidamente un he-
chicero poderoso que sea capaz de devolverlo a quien lo envió.
Normalmente no es el hechicero quien lo recibe, porque sabe
cómo protegerse, sino el cliente en cuyo nombre él ha celebra-
do la ceremonia. Acaso esto explique por qué los hechiceros
insisten en tener al cliente consigo cuando echan una maldición.
Los extranjeros y los extraños raramente tienen oportunidad
de presenciar ceremonias de magia negra con muñecas malig-
nas, pero en Haití los cementerios están repletos de estas figuri-
llas, sobre todo en noviembre, mes que se dedica a las almas de
los difuntos. ¿Creen quienes hacen estas pequeñas armas de tra-
po que las muñecas reciben potentes cargas de las almas de los
muertos? No lo sé, pero he visto muchas muñecas de éstas es-
parcidas sobre las tumbas, con agujas clavadas en el cuerpo.

Energías negativas ya existentes

Hay hechiceros que tienen poder para someter a las energías


negativas del universo y a las que por obra de los rituales han
sido convertidas en malignas, o bien para utilizar los espíritus
malignos y otros invisibles (como los loas petro en Haití).
Cuando pregunté al houngan que había sanado a la niña de
una tuberculosis avanzada (caso descrito en el capítulo ante-
rior), si había empleado una muñeca mágica pina devolver la
maldición mortal que había provocado la enfermedad a quien
fuera que la hubiera originado, respondió que no, que había
otras maneras de hacerlo.
Verdaderamente yo no sé qué tipo de energías utilizó, pero
causa extrañeza que unos días más tarde muriera misteriosa-
mente una mujer del pueblo donde vivía la pequeña. Indagué y

225
descubrí que esta mujer no había podido tener hijos; pese a rei-
terados intentos, todos sus embarazos terminaban en abortos.
Había sido vista muchas veces en compañía de la niña, a la que
al parecer quería tanto que incluso preguntó a sus padres si
dejarían a la criatura vivir con ella, pero la pequeña se negó.
¿Fueron estas negativas emocionalmente dolorosas para ella las
que tornaron su amor en celos y odio, abocándola a desear la
muerte de la pequeña? Naturalmente, sólo se trata de una hipó-
tesis, porque nadie pudo probar que la mujer requiriera los ser-
vicios de un hechicero para echar una maldición sobre la niña,
ni nadie podía estar seguro de que su muerte fuera debida a la
devolución de la maldición.
Asistir a las ceremonias de magia negra obviamente entraña
ciertos peligros, sobre todo cuando uno no es plenamente cons-
ciente de lo que ocurre, ni sabe qué tipo de energías se están
manifestando, ni sabe cómo protegerse de las energías malignas.
En marzo de 1982 emprendí una gira de conferencias por el
sur de Francia. Prácticamente, yo acababa de llegar de uno de
mis frecuentes viajes a Haití, donde esta vez había trabado con-
tacto con los hechiceros para estudiar su magia y sus poderes.
Dos días después del inicio de la gira, empezaron a pasarme
cosas muy extrañas: cada vez que tocaba un aparato eléctrico,
éste explotaba debido a un cortocircuito que se producía sin
causa aparente.
La primera vez fue con un proyector de dieciséis milíme-
tros; volvió a ocurrir con el proyector que sustituía al anterior.
Luego, cuando lo toqué, explotó el equipo de sonido. Y esa
misma noche, volviendo de la conferencia hacia el hotel, se
apagaron los faros del coche. Paré en un taller, donde los mecá-
nicos de servicio examinaron el coche; todo funcionaba a la
perfección. Y así fue hasta que dejé el taller: dos minutos más
tarde los faros volvieron a apagarse. Cuando entré en la habita-
ción del hotel y di el interruptor de la luz, las bombillas dejaron
de funcionar instantáneamente. A la mañana siguiente, no pude
poner el coche en marcha; en cambio el conseije sí pudo. Para
poder proseguir con la gira, me vi obligado a contratar un con-
ductor y un técnico que manejara el equipo de alquiler.
Al principio pensé que, por razones que se me escapan, yo
estaba cargado con un exceso de energía. Casi resultaba diver-

226
tido. Cada vez que empezaba a pensar en lo ridiculo que era
para mí aceptar la derrota de la mente sobre la materia, tocaba
un interruptor... y veía extinguirse las bombillas.
Al cabo de unos días y después de otros incidentes, empecé
a preocuparme seriamente. Me asusté mucho preguntándome
qué habría hecho de malo en Haití para que me sucedieran cosas
tan raras. De modo que fui a ver a un sacerdote católico, cono-
cido por ser un exorcista de gran poder, y le pedí ayuda. Sin
mencionar las experiencias de Haití, le conté mis desgracias.
—¿Es usted católico? —preguntó.
—¡Sí! —respondí.
—¿Cree que todo esto puede ser obra de Satanás?
—No lo creo —dije—. Quizá sólo se trata de una maldición
o de algo similar.
Para abreviar una larga historia: el sacerdote explicó que no
podría hacer demasiado para ayudarme si no creía que aquello
era obra de Satán. Y aun cuando yo cambiara de opinión, antes
tendría que rellenar múltiples solicitudes y ser visitado por un
psiquiatra; por su parte, él tendría que obtener autorización de
sus superiores, todo lo cual llevaría semanas enteras. Compren-
diendo la urgencia del caso, me remitió a un alquimista con-
temporáneo que vivía en Niza y que también tenía poderes para
exorcizar, pero antes advirtió implorante:
—Por favor, no diga al alquimista que le envío yo.
Llamé al alquimista para pedir cita. Respondió que fuera
inmediatamente. Cuando entré en su oficina, el alquimista, un
hombre fascinante que tendría unos cincuenta años, dijo al mo-
mento:
—Cuando me llamó, sabía que tenía usted problemas. Pero
ahora que veo lo que queda de su aura, sé que corre peligro.
Me pidió que tomara asiento. Yo tenía la sensación de estar
en la consulta de un médico. Cuando iba a contarle las cosas
que me pasaban, dijo que no contara nada. Trajo un cuenco lle-
no de sal y me pidió que soplara. Luego abrió el lateral de una
cámara negra que contenía una cámara Polaroid, enfocada
hacia abajo. Colocó el cuenco bajo la cámara, cerró la caja y
oprimió un disparador.
—Dentro de un minuto sabremos los resultados —dijo son-
riendo.

227
La fotografía reflejaba la superficie de la sal, cubierta por
diversas sombras. Tomó un lápiz y empezó a unir unas sombras
con otras, hasta que la fotografía quedó llena de trazos. Enton-
ces, mientras estudiaba concienzudamente la fotografía, co-
menzó a hablar. Cuanto más hablaba, más aterrorizado estaba
yo. He aquí lo que dijo:
—No es en África. Pero veo poderes africanos. Parece una
isla. Pero no entiendo por qué esta isla queda tan distante de
África. Veo una gran hoguera, tambores, gente que baila alre-
dedor de ellos. Están en trance. Usted ha tomado parte en la
ceremonia. Usted y otra persona de raza caucásica. Es una ce-
remonia de magia negra. Rituales maléficos. Hace unas dos,
tres semanas. Le han dicho que no salga del círculo mágico, el
círculo de protección. Pero usted ha hecho caso omiso. Ha co-
metido un grave error. Todas sus energías vitales habían sido
absorbidas mientras estaba en el interior del círculo mágico. Es
probable que el hechicero se sirviera de ellas. Pero usted podría
haberlas recuperado al término de la ceremonia. En lugar de
ello, usted salió del círculo y sin energías vitales que le prote-
gieran, atrajo sobre sí, como un imán, a los poderes negativos y
malignos. También veo serpientes en torno a usted y a su ami-
go. Y algo que tiene que ver con perros. Un sacrificio de perros.
No, veo algo que está relacionado con perros sacrificados que
intentan protegerle. Pero no bastaba con eso. Sólo ha servido
hasta hace unos días.
—¿Cuál es el veredicto? —pregunté lleno de pánico al con-
cluir la lectura.
—Debe ayunar un día, y yo debo ayunar dos. Volveremos a
vernos dentro de tres días y entonces celebraré una ceremonia
que le purificará por completo y le ayudará a recobrar sus ener-
gías vitales. Gracias a Dios que no ha dejado pasar mucho tiem-
po antes de venir a verme.
Lo más asombroso de aquella lectura es que me reveló un
suceso que yo desde luego había vivido y olvidado totalmente.
Sí, el suceso que con tanta precisión describiera el alquimista
había tenido lugar en la isla de Haití, tan lejos de África, pero
tan llena de poderes africanos. Sí, había una gran hoguera, y
tambores, y personas en trance, personas bailando y personas
poseídas. Sí, fue una ceremonia de magia negra, que yo filmé

228
con ayuda de mi amigo Jean. Sí, abandonamos el círculo mági-
co pese a la prohibición del hechicero, porque yo necesitaba
pilas nuevas para la cámara. Lo cierto es que el hechicero esta-
ba tan inquieto porque hubiéramos salido del círculo mágico
que al acabar la ceremonia, mi compañero y yo tuvimos que
pasar por un espeluznante ritual de purificación. El algo rela-
cionado con perros sacrificados era un collar hecho de dientes
de perro efectivamente sacrificados que recibí de la tribu kirdi,
en Camerún. El collar es un talismán de protección. Lo llevo
casi siempre, pero el alquimista no pudo verlo porque lo había
dejado en Bruselas.
Fue capaz de determinar todo esto con un cuenco de sal
sobre la que yo había soplado.
Tres días después, el alquimista llevó a cabo la ceremonia,
una especie de exorcismo. Todas mis desventuras terminaron al
punto. El alquimista me enseñó a protegerme de las energías
malignas. Y quizá eso fue la lección más grande que he recibi-
do nunca. Siempre había creído que nada malo podía pasarme
porque en general soy una buena persona y porque sólo asistía
a este tipo de ceremonias llevado por la curiosidad científica.
No pretendía hacer nada malo. Creía que mientras viviera en
estado de amor y bondad, despojándome de la envidia y del
odio, yo estaría protegido del mal y de la maldad de las perso-
nas. Pues bien, estaba equivocado.
Cuando llamé a Jean, me dijo que también él estaba pasan-
do una temporada de desgracias. Todo volvió a la normalidad
en cuanto fue a visitar a un exorcista para que lo purificara.
Lo que nos ocurrió en Haití fue esto:
Ayudado por Jean, yo filmaba la ceremonia de magia negra.
El ritual tenía lugar en el interior de un gran círculo blanco tra-
zado en el suelo por el bokor al inicio de la ceremonia. Se supo-
ne que el círculo mágico protege el ritual de los espíritus malé-
volos y de las energías malignas.
El bokor había advertido repetidas veces que, una vez co-
menzado el ritual, las personas no iniciadas tenían prohibido
salir del círculo.
—¿Por qué? —pregunté.
—¡Es peligroso! —dijo como única explicación.
Mientras se celebraba el ritual, las pilas de la filmadora y las

229
de la grabadora se extiguieron de pronto por razones descono-
cidas. En nuestro afán por resolver el problema, Jean y yo olvi-
damos la advertencia del bokor y corrimos al coche a buscar
más pilas.
Cuando volvimos, la reacción del bokor no se hizo esperar.
Llamó a unos cuantos ayudantes que nos metieron con rudeza
en una habitación oscura, unos de los santuarios del houmfort.
Pasamos de estar más sorprendidos que asustados, a estar más
asustados que sorprendidos porque por encima del sonido de
los tambores que venía de fuera, oíamos silbidos de serpientes
procedentes de las esquinas del recinto.
Parcialmente cegados por la oscuridad, nos desplazamos
hasta el centro del santuario y tropezamos con una cama sobre
la que saltamos sin perder un segundo. Cuando nos acostum-
bramos a la oscuridad, vimos una docena de formas humanas
que, silbando, se arrastraban hacia la cama. Estábamos rodea-
dos de hombres y mujeres en trance profundo, todos poseídos
por Djamballah-Wedo. Estábamos demasiado aterrorizados
como para apartarlos de nosotros. Sin dejar de silbar, nos hicie-
ron bajar de la cama y arrastrándose sobre nosotros, nos lamie-
ron el cuerpo con la lengua. Estuvimos echados con estas ser-
pientes humanas más de veinte minutos hasta que nos dejaron a
solas. Volvimos a la cama y allí permanecimos, sin habla, mien-
tras esperábamos que acabara la ceremonia. Nos preguntába-
mos qué otra sorpresa desagradable nos esperaba.
Al cabo de una hora, cesaron los tambores. Dos hombres
entraron en tromba en el santuario y nos llevaron de nuevo al
centro del peristilo, donde tuvimos que desnudarnos totalmen-
te. El bokor nos dio un baño ritual para purificarnos, dijo, de los
espíritus malévolos y de las energías malignas que se habían
abalanzado sobre nosoüos.
No estoy seguro de que aquel ritual surtiera un efecto com-
pleto.

Los talismanes, amuletos, pentáculos y otras protecciones


mágicas, ¿son eficaces de verdad? ¿Hay cosas malignas contra
las que en verdad debemos protegernos?
A la primera pregunta responderé que sí; la protección

230
mágica funciona en ocasiones, ya sea por un poder real que le
es inherente o porque creyendo en ellos uno crea y se rodea de
energías protectoras que son verdaderamente eficaces. Puede
que el talismán sea solamente el centro de nuestros pensamien-
tos positivos, o puede que acumule las energías protectoras que
uno genera y de las que uno se rodea. Acaso surta efecto por
combinación del poder de la mente con sus cualidades protec-
toras inherentes.
A la segunda pregunta también responderé que sí. Cierta-
mente hay cosas de las que uno debería protegerse: energías
malignas, tanto si son las que están de forma natural en el uni-
verso, como si son las de los espíritus malignos y los demonios
(si es que existen), o las generadas por la hechicería. Más que a
ninguna otra cosa, sin embargo, temo a las energías producidas
por los pensamientos inspirados en la envidia y el odio. Las per-
sonas que sienten envidia u odio tienen capacidad para enviar,
por lo común inconscientemente, energías malignas que pue-
den hacer mucho daño. El peligro es mayor en las ciudades
grandes, donde impera el afán de competición. El odio y la en-
vidia son en sí mismos potentes generadores, proveedores y
transmisores de energías maléficas.
Si uno no goza de protección mágica, ha de rodearse de
buenos pensamientos. Los pensamientos bondadosos, como el
estado del amor, producen energías positivas: los pensamientos
inspirados en la maldad, hacen que uno sea vulnerable a las
energías maléficas de los demás.

Zombis

Cuando pensamos en zombis, acuden a nuestra mente imá-


genes de novelas y películas de terror que tratan de lo sobrena-
tural. Sin embargo, los zombis son reales, pero no tal como los
describen muchos escritores y directores de cine de fértil ima-
ginación. Los zombis no son un producto de la magia negra, ni
son muertos vivientes; no obstante, la realidad que envuelve a
los zombis es tan espantosa como la ficción.
En Haití, el término zombi designa a alguien del que se cree
que es un muerto viviente, pero también se refiere a los recién

231
nacidos y a los niños muy pequeños que mueren antes de ser
bautizados (cuyas almas pueden ser capturadas con varios pro-
pósitos).
A excepción del mes de noviembre, ningún haitiano en su
sano juicio pasaría nunca de noche por delante de un cemente-
rio, por miedo a encontrarse con un zombi. Los haitianos creen
que si un zombi les mira, también ellos se convertirán en zom-
bis, a menos que arrojen sal a los ojos del zombi, cosa que le
hará inofensivo o le hará desaparecer. De modo que todo el que
debe desplazarse por la noche siempre lleva sal consigo.
Nadie sabe con exactitud cuándo y dónde se hicieron los
zombis por primera vez. La antigua literatura hindú menciona
una planta que transforma a las personas en zombis, y ello me
lleva a pensar que tal fenómeno tenga su origen en la India. Sin
embargo, en África he sabido que hay hechiceros que, valién-
dose de tradiciones seculares, todavía crean zombis. Tampoco
sabemos si la creación de zombis tiene una faceta religiosa,
pero podemos especular con el hecho de que los zombis fueran
comúnmente utilizados como esclavos. Es sobre todo para tal
propósito que los bokors de Haití hacen zombis hoy en día.
Efectivamente, muchos bokors son propietarios de grandes
granjas y no son dados a pagar la mano de obra que necesitan.
Creando zombis tienen un acceso fácil a trabajadores que sólo
requieren cobijo y alimento. También emplean zombis para
tocar los tambores en las ceremonias. Agobiados por el trabajo,
agotados por la falta de sueño y no siempre bien alimentados y
cuidados, estos esclavos de los tiempos modernos no viven de-
masiado y se les puede sustituir con facilidad.
La mayoría de los bokors ocultan el fenómeno de los zom-
bis bajo un aura de sobrenaturalidad y misterio. Ello contribuye
a que las gentes crean que los zombis son muertos devueltos a
la vida por obra de sus poderes de magia negra. Pero hacer un
zombi no es más que un sencillo proceso químico resultante de
la ingestión de una mezcla determinada, que los haitianos lla-
man concombre-zombi (pepino de zombi). Se ha escrito copio-
samente sobre el concombre-zombi y son abundantes los datos
que circulan sobre el tema; los propios bokors, que desean
guardar la mezcla en secreto, son autores de una gran parte, en
buena medida falsa. Me costó mucho tiempo y mucha pacien-

232
cia ganar la confianza de uno de los numerosos bokors con los
que tomé contacto para reunir datos, pero al final tuvo a bien
transmitirme el secreto para hacer un zombi.
Mezclada con otras plantas o con un pez especial previa-
mente pulverizado, el ingrediente principal del pepino de zom-
bi es la flor de la datura, una planta tóxica que crece en casi
todas partes del mundo y que está presente en todas las farma-
copeas porque tiene diferentes propiedades, según la dosis que
se administre. Una dosis minúscula de datura es suficiente para
provocar los efectos alucinógenos que algunas tribus emplean
en los rituales de iniciación y en los ritos de pasaje. Una dosis
más alta crea zombis, y una dosis completa mata instantánea-
mente a quien tiene la mala suerte de ingerirla.
Se impone hacer una interesante consideración sobre la da-
tura; tal consideración merece un aparte. Utilizada en ciertas
dosis y preparada de una manera ligeramente distinta, con la
flor de la datura se hace una poción que constituye un potente
abortivo. De hecho, durante la Guerra de los Cien Años, las
autoridades francesas dieron orden de destruir la datura y otras
plantas abortivas que crecían por todo el país, para forzar a las
familias a tener numerosa descendencia que serviría para en-
grosar las filas del ejército. No obstante, quedaron vivas
muchas plantas y aun hoy en día son utilizadas por los curande-
ros de las zonas rurales de Francia para hacer pociones aborti-
vas con destino a las granjas ganaderas y en ocasiones, a las
personas.
Cuando un bokor se ve precisado de un zombi, viaja a los
rincones más remotos de la zona rural en busca de alguien que
quiera deshacerse de un enemigo. Cuando encuentra a esa per-
sona, el hechicero le vende el polvo de concombre-zombi para
que lo eche en los alimentos de su enemigo, convenciéndolo de
que este polvo le provocará una enfermedad fatal y no dejará
rastro del crimen.
Si la futura víctima ingiere el polvo, poco a poco empezará
a mostrar síntomas visibles de una misteriosa enfermedad que
da toda la sensación de culminar con la muerte al cabo de unas
dos o tres semanas; pero la víctima sólo tendrá apariencia de
muerta. La mayoría de los médicos y de los hospitales moder-
nos no saben diagnosticar esta enfermedad; médicos y hospita-

233
les son muy escasos en Haití. (Solamente hay un médico para
cada cien mil habitantes, y casi ninguno en las zonas rurales, ya
que ganan mucho más en las ciudades.)
Lo que sucede a la víctima es esto: el polvo zombi produce
un desequilibrio en el metabolismo. La víctima no tarda en per-
der el apetito y se vuelve perceptiblemente más delgada y más
pálida; a veces pierde el pelo. Por fin llega el día en que según
todas las apariencias, muere; el cuerpo está frío y rígido. En
esencia, lo que ha pasado es que su metabolismo trabaja tan des-
pacio que no da señales de vida. Por tanto, se certifica la defun-
ción y le dan sepultura antes de veinticuatro horas para evitar la
putrefacción del cuerpo que, en los climas tropicales, es rápida.
Pero la víctima no está muerta; está en coma profundo, en
estado catatónico. El corazón late todavía, pero sólo a dos o tres
latidos por minuto, nivel que es imperceptible en el pulso. La
respiración es tan lenta y tan superficial que no puede ser detec-
tada poniendo un espejo bajo la nariz. (Debido a esto, en el ataúd
hay oxígeno suficiente como para que la víctima pueda seguir
viva cuatro o cinco días; pasado este plazo, morirá por asfixia.)
La semejanza con la muerte es tan real que, por lo menos en un
caso del que tengo noticias, el hospital americano de Haití cer-
tificó la defunción de una persona —posteriormente enterra-
da—, que reapareció al tiempo convertida en zombi.
El temor lleva a muchas familias a enterrar a sus muertos
junto con un puñado de semillas de sésamo, o un carrete de hilo
y una aguja con el ojo roto. Creen que si el difunto está ocupa-
do contando las semillas o intentando enhebrar la aguja, éste no
responderá a la llamada del hechicero. También ocurre que al-
gunas familias estrangulan al difunto o le destrozan el corazón,
e incluso lo mutilan decapitándolo o extrayendo algunos órga-
nos vitales para que la resurrección sea imposible.
Casi todos los zombis que he entrevistado han dicho que
oían todo cuanto sucedía en el momento de la supuesta muerte
y ya que no podían decir nada ni mover ninguna parte del cuer-
po, ellos mismos creyeron estar muertos; era sabido que todos
los muertos pueden seguir oyendo la voz de los vivos. Recor-
daban haber oído los lamentos de la familia, los martillazos
sobre el ataúd al cerrar la tapa y el ruido de la tierra estrellán-
dose contra el ataúd.

234
Dos o tres días después de la supuesta muerte de la víctima,
el hechicero y algunos de sus ayudantes zombis vuelven al ce-
menterio, ya avanzada la noche. Desentierran el ataúd, sellan la
tumba y se llevan el ataúd al houmfort del bokor.
De regreso en el houmfort, el bokor abre el ataúd en el inte-
rior de uno de los santuarios, que tan sólo unos días antes ha
transformado en un escenario teatral que representa una especie
de infierno; hay hogueras encendidas a lo largo de las paredes.
También hay una puerta pequeña que el bokor utiliza para salir
y entrar sin que le vea la víctima. El bokor administra a la víc-
tima un antídoto de la mezcla zombi que lentamente restablece-
rá el equilibrio metabólico, y acelererá el bombeo de sangre y la
respiración. Después, ata a la víctima a pared, ciñendo largas
cadenas a los tobillos y a las muñecas.
Cuando la víctima recobra la consciencia, cuidan de ella
hasta devolverle la salud, proceso que dura más o menos un
mes. Sin embargo, durante todo este tiempo el bokor prosigue
con la triquiñuela de hacer creer a la víctima que está en el in-
fierno pagando por sus pecados. El bokor se disfraza de demo-
nio y tortura físicamente a la víctima.
Hay otros momentos en que el hechicero presenta la apa-
riencia de bokor bondadoso. Lleva a la víctima alimento y agua.
Le dice que ha venido porque quiere devolver la vida a las bue-
nas personas. Naturalmente la víctima le pide ayuda; quiere re-
tornar a la tierra, volver con su esposa y su familia. El bokor
responde que verá lo que puede hacer.
El objeto de todo este proceso de lavado de cerebro es con-
seguir que la víctima esté dispuesta a aceptar cualquier propo-
sición que haga el hechicero. A cambio de sacarla del infierno,
la víctima consentirá en pertenecer para siempre al bokor y ser
su sirviente de por vida. Le obedecerá, hará cualquier cosa que
le pida y jamás volverá a ver a su familia. Además, el bokor la
convence de que necesitará beber una poción mágica todos los
días para poder seguir viva. Sin ella, volverá a morir y regresa-
rá al infierno para enfrentarse a la ira del demonio. Pero si es un
sirviente bueno y obediente hasta la vejez, su dueño le manda-
rá directamente al cielo. Y la víctima cree que el bokor tiene
tales poderes.
Cuando el bokor sabe que el lavado de cerebro ha surtido

235
efecto, organiza una espectacular huida del infierno. Pero mien-
tras le libera de las cadenas, dice que el demonio está a punto de
venir y esconde a la víctima en un agujero oculto tras la pared
diciendo que volverá tan pronto como se vaya el demonio. Lle-
gada a este punto, la víctima suele estar tan aterrorizada que
pide al bokor que la saque de allí en seguida. Haciendo caso
omiso, el bokor la deja allí para regresar al santuario en su papel
de demonio.
Al descubrir que la víctima ha escapado monta en cólera y
promete en voz alta que si la pilla, la arrojará al fuego por toda
la eternidad. Más tarde, el bokor va al encuentro de la víctima,
que está horrorizada y sigue oculta en la cavidad, y le da a beber
una poción para dormirla.
Cuando la víctima despierta en el houmfort del bokor, cree
que la huida del infierno ha culminado con éxito y que es un
muerto viviente en deuda eterna de agradecimiento con su due-
ño. A partir de entonces, servirá al bokor trabajando en sus
campos durante el día y tocando los tambores por la noche,
siempre que sea preciso.
De todos los zombis que he conocido, los pocos que po-
dían hablar normalmente respondían de igual manera a mis
preguntas. ¿Por qué no escapaban de su amo y volvían con su
familia?
—Sí, tengo familia, esposa e hijos. Pienso en ellos todos
los días, todavía oigo sus lloros el día de mi muerte y el día del
entierro. Claro que me gustaría volver con ellos, pero si escapo
o desobedezco al amo, no podré tomar como cada día la poción
que me mantiene con vida. ¡Usted no sabe lo que es estar
muerto! ¡No sabe lo que es estar en el infierno! La única mane-
ra que tengo de seguir vivo y evitar al demonio es quedarme
con el amo, porque él tiene poder para enviarme directamente
al cielo.
¿Cómo podía yo hacerles ver quiénes eran en realidad? Para
que reconocieran ser seres humanos vivos y no muertos vivien-
tes, hubiera tenido que desprogramarlos por completo del lava-
do de cerebro al que habían sido sometidos durante semanas, y
dar con la manera de convencerles de que no había ni infierno
ni demonio, que no existía tal poción mágica. Hubiera tenido
que luchar contra el recuerdo de su propia muerte. Hubiera teni-

236
do que combatir su sólida creencia en los muertos vivientes,
que está tan arraigada entre los haitianos.
Verdaderamente, muchos de ellos tenían razón con respecto
a una cosa: escapar del bokor puede acarrear una muerte re-
pentina y cierta. Hay pociones mágicas que no contienen nada
especial, pero algunos bokores las mezclan con un veneno, con
una sustancia tóxica que crea adicción y que el cuerpo necesita
para seguir con vida.
Muy pocos zombis pueden hablar con normalidad. Tal
como es de esperar, el cerebro ha sufrido daños durante el pro-
ceso de zombificación. Son muchos los factores que les impi-
den volver a ser normales: la dosis de datura, la toxicidad de
otros ingredientes que se añaden a la mezcla zombi, el grado de
pérdida de oxígeno cuando la víctima está en el ataúd el conte-
nido químico y la dosis del antídoto; la intensidad del sufri-
miento físico y emocional padecidos durante el lavado de cere-
bro; el veneno contenido en la poción mágica. Cada uno de
estos factores, aisladamente, puede por sí solo causar graves
daños al cerebro. Algunos zombis parecen ser capaces de pen-
sar aunque hablen con dificultad; otros pueden hablar pero han
dejado de pensar hace tiempo: ya no tienen memoria. Y tam-
bién hay zombis que han perdido la facultad de hablar y de pen-
sar, y que se mueven como los personajes de las películas de
terror, con la mirada vacía y extraviada.
Los que han dejado de pensar y ya no son conscientes de las
iras que despertarán en su amo si lo abandonan, los que de re-
pente se tornan amnésicos, son los zombis que se libran de la
esclavitud; se les ve andando por los caminos o cruzando las
calles de las ciudades. Con un poco de suerte, serán reconoci-
dos por un amigo o un pariente. Imagine el lector las emociones
de un amigo o de un padre al encontrarse con alguien al que
habían llorado y enterrado tiempo atrás.
Si esto llega a suceder, la familia a veces lleva al zombi al
hospital, de ahí van a Puerto Príncipe, a la clínica del doctor
Lamarck Douyon, un psiquiatra haitiano que ha dedicado
muchos años de su vida a curar zombis con medicinas diversas.
Y lo consigue si los daños causados al cerebro no son irrever-
sibles.

237
Hombres voladores

¿Quién no ha volado en sueños o ha soñado con volar?


Estoy seguro de que todo el mundo lo ha hecho al menos una
vez. De niños teníamos la imaginación plagada de sultanes
sobre alfombras voladoras, de brujas que volaban en escoba
y de magos que atravesaban paredes. Ser capaz de volar ha
sido desde siempre y desde mucho antes que Icaro y Da Vinci,
el deseo más ansiado por el hombre. Pero ¿y si el hombre hu-
biera encontrado la manera de convertirse en pájaro mágico?
Yo he visto gente volar, es decir desmaterializarse y mate-
rializarse de nuevo en otro lugar. Si alguien dijera que ha visto
a un hombre atravesar una pared, seguro que pensaríamos que
no está en su sano juicio. Pero yo he oído un relato de estas
características de labios de un sacerdote católico que me dio su
palabra de honor sobre la veracidad de la historia. He aquí lo
que ocurrió: su sacristán se precipitó hacia la pared y en vez de
estrellarse contra ella, desapareció como si la estuviera atrave-
sando; apareció al otro lado y prosiguió tranquilamente su
carrera.
El sacerdote que me contó la historia es un respetado profe-
sor con titulación equivalente a un doctorado norteamericano
en filosofía y en sociología. Pasó muchos años de misionero en
Haití; además de ser experto en vudú, es autor de dos libros que
relatan ciertos misterios que tuvo oportunidad de presenciar.
Este sacerdote es francés, y se llama Jean Kerboull.
Creí la historia del padre Kerboull porque cuando pregunté
al lama que había visto levitando en el monasterio budista acer-
ca de la posibilidad de hacer viajes astrales, el lama respondió:
—Sí, es posible desplazarse físicamente a través de los ob-
jetos sólidos y del espacio. Yo lo he hecho y puedo hacerlo cada
vez que lo necesito.
—¿Cómo puede desplazarse el cuerpo humano a través del
espacio y atravesar objetos sólidos?
Respondió con otra pregunta, tal como hacía a menudo.
—¿Cómo puedes hacer pasar un trozo de hielo a través de
una túnica?
—No lo sé —repuse.
-—Es fácil. Cambiando la naturaleza del trozo de hielo.

238
Caliéntalo y se convertirá en agua; calienta el agua y será vapor.
El vapor puede pasar a través de la túnica. Luego invierte el
proceso. El vapor refrigerado se convierte en agua; el agua so-
metida al frío vuelve a ser hielo.
—Comprendo —dije—. Pero ¿cómo se puede cambiar la
naturaleza del cueipo humano?
—El ser humano está compuesto por dos cosas: un cuerpo fí-
sico, el que vemos, y un cuerpo invisible, al que llamamos cuer-
po astral o etéreo. Cuando quiero ir a un lugar determinado que
puede estar a muchos kilómetros de aquí, tan sólo tengo que
pensar en que estoy allí: el pensamiento puede engendrar acción;
esto envía y sitúa allí al cuerpo invisible de manera instantánea.
Si aumento la frecuencia de onda del cuerpo físico, el cuerpo se
hace invisible; si aminoro la frecuencia de onda del cueipo in-
visible, vuelvo visible el cuerpo. De este modo puedo desplazar-
me por el espacio y atravesar objetos sólidos al instante.
Por todo ello, creí la historia del padre Kerboull, pero de-
seaba verla con mis propios ojos. Desafortunadamente estába-
mos en París y él no podía volver a Haití.
—La próxima vez que vayas a Haití —aconsejó—, intenta
localizar a mi sacristán; debe estar trabajando en otra parroquia.
Si no lo consigues, tendrás otras oportunidades de ver este tipo
de fenómenos; en Haití existe una sociedad secreta de hombres
voladores que se dedica a estas cosas. La sociedad tiene muchas
logias por toda la isla, pero sus miembros son muy reservados
con respecto a la pertenencia a esa secta. Sé paciente e intenta
infundir confianza antes de hacer preguntas.
Cuando regresé a Haití unos meses más tarde, empecé por
buscar al sacristán. Visité casi todas las parroquias católicas de
las zonas rurales. Jamás logré dar con él, pero en cambio cono-
cí a varios misioneros que llevaban instalados mucho tiempo
allí y que me contaron sus encuentros con lo desconocido y lo
extraordinario. El padre S., por ejemplo, un misionero católico
de nacionalidad belga, me confió este relato:
—Cuando llegué a Haití hace treinta años, esta parroquia
abarcaba todas las aldeas en un radio de cien kilómetros, sin
carreteras que las comunicaran con la iglesia; sólo había sende-
ros que los campesinos recorrían a pie, en burro, en muías o a
lomos de caballo. A mi llegada, tan sólo había un sacerdote a

239
cargo de todas estas almas. Como ya era viejo y estaba cansado,
yo iba para ayudarle. El se quedaría en la misión ocupándose de
los asuntos de la iglesia, el dispensario, el internado y el cole-
gio, y yo me dedicaría a visitar con el jeep todas las aldeas de
nuestra parroquia, incluso aquellas que solamente son accesi-
bles a caballo.
»Una Semana Santa de hace veinticinco años, mientras mi
superior hacía los preparativos para la celebración de la Pascua
en nuestra iglesia, yo me disponía a dejar la misión para ir a
cada una de las aldeas principales y celebrar la misa de Semana
Santa, para que toda la comunidad tuviera la oportunidad de
celebrarla.
»A las siete de la mañana, Pierre Louis, un interno de cator-
ce años que venía conmigo en calidad de acompañante y de
cantor, terminó de cargar el jeep. Salimos de la misión, y alre-
dedor de las cinco de la tarde, tras un viaje agotador de diez
horas durante las que sólo recorrimos setenta kilómetros en
línea recta, llegamos a la primera aldea donde había de cele-
brarse la misa, aquella misma tarde.
»La aldea estaba llena de fieles venidos de las cercanías.
Pierre Louis descargó el jeep mientras yo arreglaba el altar.
»A las seis, Pierre Louis me comunicó que faltaba la caja
grande donde guardábamos las hostias. Registré el jeep entero,
pero fue en vano. Para las gentes de allí, una misa sin comunión
no es misa; no tenía más remedio que regresar de inmediato a
la misión y luego de nuevo a la aldea. Me volví hacia Pierre
Louis, que para mí era responsable del olvido por ser él quien
estaba encargado de cargar el jeep, y le grité para calmar la ira
que sentía. Pierre Louis comenzó a llorar y dijo que no me preo-
cupara; él volvería a la misión a recoger las hostias. Al oír estas
estupideces, no pude resistir propinarle un bofetón.
»—Sí, ve solo a la misión, ¡pero no vuelvas más! —dije, y
Pierre Louis marchó.
»A1 cabo de pocos minutos, mientras cargaba de nuevo el
jeep, Pierre Louis tocó mi hombro, sonriente. Llevaba la caja de
hostias en la mano. Volví a darle un bofetón por gastar una bro-
ma tan tonta, y me prometí castigarle por hacerme enfadar. Pero
tras la misa yo olvidé el incidente y ya no hablé de él en todo el
viaje.

240
»A los pocos días de nuestro regreso a la misión, mi supe-
rior preguntó que por qué no había ido yo mismo a pedir la caja
de hostias.
»—Porque estaba en la aldea —repliqué al pronto.
»Luego, dándome cuenta de que pasaba algo raro, pregunté:
»—¿A qué se refiere? ¿De qué caja de hostias está hablando?
»—La caja que olvidaste recoger y que dejaste en el garaje.
»—¿Quién vino a por ella? —pregunté nervioso.
»—Pierre Louis —respondió—. ¿Quién más podría haber
sido?
»—¿Cuándo?
»—El lunes por la noche, el mismo día que os fuisteis de
viaje.
»—¿A qué hora?
»—No sé, a las seis o las siete de la tarde.
»Sin decir nada más, dejé a mi superior y corrí al colegio en
busca de Pierre Louis. Cuando lo encontré, admitió tranquila-
mente que había volado a la misión, visto al superior y pregun-
tado por la caja de hostias; la había recogido y había vuelto vo-
lando a la aldea para dármela. Añadió que su padre era jefe de
una secta de hombres voladores y que le ha enseñado a volar.
»Desde entonces, Pierre Louis me acompañó siempre en
todos los viajes. Me divertía hacerle encargos para poner a
prueba sus habilidades voladoras. Lo vi muchas veces, como lo
veo a usted, desmaterializarse y materializarse ante mis ojos.
»Me propuse visitar a su familia y hablar con su padre, pero
como vivían muy alejados del territorio de la parroquia, no
encontré tiempo para hacerlo. Tres o cuatro meses más tarde,
Pierre Louis desapareció de la misión, dejando una nota en la
que decía que regresaba a la aldea porque su padre estaba enfer-
mo. No he vuelto a tener noticias de él.
—¿Recuerda el nombre del pueblo, padre? —le pregunté,
ansioso.
—Creo que nunca llegué a saberlo. Era una de esas aldeas
diminutas que no tienen nombre, perdida entre riscos. Pierre
Louis tenía que llevarme hasta allí, pero ya no volvió.
Yo estaba maravillado con la historia del padre S. Otros
misioneros me contaron historias parecidas. Durante los dos
años siguientes intenté seguir la pista de Pierre Louis, pero hay

241
cientos de personas de su edad que se llaman igual. Poco a
poco me fui olvidando de él, pero continué la búsqueda de al-
guien que pudiera llevarme ante un miembro de los hombres
voladores.
Cuando iniciaba el quinto año de mis múltiples estancias en
Haiti, conocí a un haitiano llamado Saint-Germain que vivía en
la Artibonite, una región seca y áspera. Saint-Germain, de unos
cuarenta años, había recibido una excelente educación; su fami-
lia lo había enviado a estudiar a un colegio católico. Yo le traía
libros de Francia, sobre todo tratados de alquimia y de alta
magia. Él me abrió las puertas de las sectas secretas porque
comprendió mis motivos.
Un día oí que alguien le llamaba P'tit Louis, que es una
abreviatura francesa de Pequeño Luis. Le pregunté por qué le
habían llamado así.
—Yo prefiero que me llamen Saint-Germain por aquel
hombre —repuso, refiriéndose al misterioso y polémico conde
de Saint-Germain. (Hay quien dice que el conde era un renom-
brado alquimista francés del siglo xvn que dominaba a la per-
fección la trasmutación de la materia en oro; a su vez, ello había
puesto en sus manos el secreto de la vida física eterna.)
—Entonces, ¿tu verdadero nombre es P'tit Louis —pre-
gunté.
—No, es un diminutivo; mis padres me llamaban así porque
era menudo. Mi nombre verdadero es Pierre Louis.
Apenas daba crédito a sus palabras. Pregunté si recordaba
del colegio a un sacerdote llamado padre S.
Durante unos segundos dudó en contestar, pero al fin dijo:
—Sí, lo recuerdo muy bien. Yo le acompañaba en sus viajes
por las aldeas.
Dije lo que sabía sobre él y le pedí ayuda para investigar a
los hombres voladores. Se mostró conforme, y dispusimos que
al día siguiente, después de medianoche, yo le recogería delan-
te de un determinado houmfort.
Yo conocía el lugar muy bien. Era un houmfort doble, una
parte estaba a cargo de un houngan dedicado al vudú y la otra
estaba a cargo del hermano del houngan, un bokor que practi-
caba la hechicería. Había estado allí en varias ocasiones para
asistir a las ceremonias y a veces, filmarlas.

242
El sonido de los tambores hizo de guía hasta llegar al pue-
blo, en torno a la medianoche. La plaza principal estaba atesta-
da de fieles que, vestidos de rojo y con pañuelos rojos en la
cabeza, danzaban frenéticamente alrededor de una enorme ho-
guera que iluminaba los rostros y proyectaba las sombras sobre
las paredes pintadas del houmfort. Los fieles no vestían de blan-
co; eso me hizo sospechar que no se trataba de una ceremonia
vudú, sino de una secta secreta.
Había tanta gente que era imposible ver si Saint-Germain
estaba allí. Nadie es bien recibido en una ceremonia religiosa si
no ha sido previamente invitado, de modo que esperé en el
coche, aparcado en las cercanías, para que pudiera verme.
A las 12.45 aún duraba la ceremonia, más enloquecida que
nunca. Yo no quería perder a Saint-Germain y salí del coche
con los nervios en tensión; fui hacia la gente esperando que me
echaran de allí en cualquier momento. Mientras buscaba a mi
amigo, tropecé con el bokor, que estaba fumando un cigarrillo y
tenía los ojos enrojecidos por el alcohol.
—Saint-Germain me dijo... —empecé a decir farfullando,
pero él me interrumpió.
—¡Ah, Douchan, estabámos esperándole! —dijo, exhalan-
do a un tiempo el humo del cigarro y el olor a ron.
—Vengo por Saint-Germain —dije, algo nervioso—. ¿Dón-
de está?
—¡Pronto se mostrará! Venga conmigo.
Tomó mi mano y me condujo a través de la multitud hasta
un sitio desde donde podía ver toda la ceremonia.
—¿Qué es esta ceremonia? —pregunté al bokor.
—Una que es el motivo de su venida. Acaba de empezar.
—¿Vengo yo... por esta ceremonia? —pregunté, sorprendi-
do pero también receloso.
—Sí. Nos lo dijo Saint-Germain.
Apenas había dicho estas palabras cuando cambió el ritmo
de los tambores y Saint-Germain hizo su aparición, vestido con
un magnífico uniforme militar de color blanco, el pecho y el
gorro cuajados de medallas. Su llegada provocó un renovado
frenesí y los fieles comenzaron a saltar y a caminar a través del
fuego.
—¿Por qué lleva este uniforme? —pregunté al bokor.

243
—Debe llevarlo. Es el emperador.
No podía creer en mi suerte. No solamente había encontra-
do a Pierre Louis por casualidad, sino que además era empera-
dor de los hombres voladores, el título más alto que la sociedad
secreta puede otorgar. Esto significaba que era el jefe de todas
las logias de Haití.
Más tarde supe que este título sólo se da a quien tiene la
mayor capacidad para volar. Pierre Louis también me habló de
unas cuantas cosas sobre la iniciación y las pruebas que deben
superarse para llegar a ser miembro de esta sociedad, pero tuve
que hacer juramento de silencio. Lo único que puedo decir es
que los rituales de los hombres voladores no entroncan con el
contexto del vudú.
Gracias a Saint-Germain, he visto cosas sobrecogedoras.
Por ejemplo, esa noche, durante la ceremonia, vi desaparecer a
dos fieles ante mis ojos. Uno era varón, y bailaba con otros
miembros de la secta, todos en trance profundo, cuando de re-
pente se volatilizó. Una hora después desapareció una mujer.
Terminada la ceremonia, los dos creyentes aún no habían apa-
recido. Saint-Germain explicó que sólo los más iniciados son
capaces de volar sin necesidad de una ceremonia. Los otros,
como aquellos dos creyentes ausentes, tienen que regresar por
otros medios, como personas normales —a pie o en autobús—
desde el lugar al que les han llevado sus vuelos.
Saint-Germain también dijo que muchos miembros de los
hombres voladores tienen la facultad de bilocarse: es decir,
mientras el sujeto permanece apegado a la tierra, su cuerpo
astral es visto por otras personas allí donde él lo envía. (Yo no
he visto este fenómeno, pero sí cuento con el testimonio fiable
de muchas personas que han corroborado la declaración de
Saint-Germain.)
Según Saint-Germain, para poder volar —o sea, para des-
materializarse en un lugar y rematerializarse en otro—, el cre-
yente debe alcanzar un estado de trance y esperar a que le posea
Erzulie-Yeux-Rouges (Erzulie Ojos Rojos), loa femenino al
que se rinde culto como diosa del amor y del sexo.
Una vez al año, en enero, todos los miembros de las logias
de los hombres voladores de Haití se reúnen una única noche en
un lugar determinado, al que sólo deben llegar volando. Saint-

244
Germain me invitó a esta asamblea junto con mi amigo Jean.
Aquel año el encuentro sería en el desierto de Artibonite. Para
que no nos perdiéramos, Saint-Germain dispuso que un miem-
bro de su secta hiciera de guía para nosotros.
Sobre las once de la noche llegamos al lugar elegido, que
parecía un decorado cinematográfico. A la luz de veinte o trein-
ta lámparas de keroseno, una docena de personas finalizaban la
construcción de grandes alojamientos abiertos, hechos con ma-
deras y hojas de palma que habían traído en camión (junto con
cajas de cerveza, ron y refrescos). Los alojamientos, uno para
cada secta, estaban erigidos alrededor ele un gran espacio abier-
to donde, según nuestro guía, todos los hombres voladores
empezarían a aterrizar algo después de la medianoche.
Sentados en el tejado del alojamiento de la secta de Saint-
Germain, Jean y yo mirábamos el cielo desde la medianoche,
esperando ver llegar a los hombres voladores. Veíamos las es-
trellas centelleando entre las nubes. Dada la naturaleza del
acontecimiento que esperábamos y la atmósfera de secreto y de
misterio que lo envolvía, era imposible no compararlo con los
sabbats de las brujas en la Edad Media, esas reuniones noctur-
nas en que las brujas volaban sobre las escobas.
A la una de la madrugada no habíamos visto a un solo invi-
tado llegar volando. Pero entonces nos dimos cuenta de que ya
había un centenar de personas en la gran plaza, moviéndose,
fumando y charlando. Todas llevaban pañuelos y ropa del color
que los identificaba con su logia. Algunos cargaban con pesa-
dos tambores. Y entonces, de pronto, cientos de minúsculos
puntos luminescentes aparecieron en el cielo y tras las nubes
durante unos breves segundos, su movilidad contrastando con
la inmovilidad de las estrellas. Y antes de poder decir nada, la
plaza entera estaba llena de fieles, unos seiscientos o setecien-
tos, todos vestidos con el color de su logia. ¿Quién apareció jus-
to debajo de nosotros? Saint-Germain, naturalmente. Sonrió al
vernos. Los tambores empezaron a sonar.
Después de unos cuantos redobles, unos hombres con velas
llevaron un ataúd negro de tamaño normal al centro de la gran
plaza. Lo colocaron, rodeado con las velas, encima de una mesa
frente a la que pusieron una gran banqueta. Cantando y acom-
pañándose por los tambores, un grupo de personas de la misma

245
logia salió de su alojamiento, cruzó el amplio círculo formado
por la multitud y deteniéndose delante del ataúd, empezó a bai-
lar. Al rato quedaron inmóviles y su jefe subió a la banqueta
para dirigirse a la multitud, que con frecuencia hacía preguntas
o se expresaba aplaudiendo, riendo o gritando.
El propósito de estas asambleas anuales era dar a todos los
hombres voladores la oportunidad de congregarse, pero tam-
bién brindaba la oportunidad para que cada logia informara de
sus actividades y manifestara los problemas o las preocupacio-
nes sobre cualquier asunto concerniente a la sociedad.
Dos horas más tarde Jean y yo seguíamos sentados sobre el
tejado para poder ver todo cuanto pasaba. Aunque Saint-Ger-
main me había prohibido filmar o fotografiar, grabé un par de
discursos. Esperábamos ansiosos a que acabaran las ceremo-
nias para ver la partida de los hombres voladores. Pero enton-
ces, a causa de una discusión entre Saint-Germain y un jefe de
logia que no deseaba nuestra presencia, tuvimos que abandonar
nuestro puesto e ir a una barraca alejada de la plaza donde la
gente iba a beber cuando no estaba en la ceremonia.
Desgraciadamente, no tardamos en tener junto a nosotros a
un Tonton-Macoute que nos pidió los papeles. (Los Tonton-
Macoutes, la policía especial del régimen de Duvalier, eran
libres de hacer lo que quisieran para obtener información; in-
cluso llegaban a matar. Todo el mundo los temía.) Envalento-
nado por el alcohol y la Magnum que esgrimía, el agente exigió
la entrega de veinte dólares en efectivo si no queríamos que nos
arrestara. La cantidad era suficiente para que una familia entera
viviera todo un mes en la capital, y cuatro meses en las zonas
rurales. Antes de poder responder, nos pidió cien dólares y
siguió aumentando la cantidad. Pudimos distraer su atención y
escapamos, pero nos perdimos el despegue de los hombres vo-
ladores.
Para ser franco, debo decir que, en cuanto a estas desapari-
ciones, pude haber sido víctima del engaño en muchas ocasio-
nes. Siempre era de noche y como no se sabe de antemano
quién va a desaparecer, era vano, si no imposible, fijar la aten-
ción en una sola persona entre todas, que por añadidura baila-
ban y se movían constantemente en todas direcciones. Salvo las
pocas ocasiones en que verdaderamente vi desaparecer a una

246
persona, la única prueba de que el creyente se había desmate-
rializado y volatilizado era el hecho de que no estaba allí.
Las raras veces en que se me permitía filmar, algo afectaba
al funcionamiento de las pilas e interfería con el proceso foto-
gráfico normal; ocurría igual que con las levitaciones. Esto sólo
sucedía cuando alguien estaba a punto de desaparecer. De nue-
vo tenía motivos para creer que algo poderoso, extraño y miste-
rioso pasaba; algo que, una vez más, desafiaba toda lógica cien-
tífica.

Yo solía pedir a Saint-Germain que me enseñara cómo atra-


vesaba una pared, para comprobar cómo era el proceso de des-
materialización y rematerialización. Siempre se negaba dicien-
do que hacer eso fuera del contexto de un ritual religioso iba
contra las reglas de los hombres voladores. Una noche, sin
embargo, estábamos tomando unas copas de ron (o, para ser
exacto, él bebía; yo lo hacía ver porque pretendía conseguir que
se desmaterializara ante mí), y charlando en la habitación de mi
hotel en Gonaive, una pequeña ciudad costera de la región Arti-
bonite. Ebrio por el ron y exasperado por mis interminables
preguntas y peticiones, Saint-Germain preguntó por qué lo pre-
sionaba siempre para demostrar sus habilidades.
—¿No confías en mí? —dijo a gritos en un momento deter-
minado—. ¿Crees que te engañamos?
—No, no, no, amigo mío —repliqué suavemente para cal-
marlo—. Sólo quiero que lo hagas por mí, como un favor.
Saint-Germain continuó bebiendo en silencio durante una
hora.
—¡De acuerdo! —exclamó de repente, poniéndose en pie,
la cara cubierta de sudor—. De acuerdo, ¿qué quieres ver?
Le pedí que atravesara la pared de la habitación e hiciera un
viaje astral hasta el cuarto que yo ocupaba en casa de mi amigo
Jean en Puerto Príncipe, a trescientos kilómetros de allí. No dijo
una palabra, pero cuando pregunté si podía filmar la escena,
replicó con una carcajada:
—¿Para qué? No saldrá en la película, siempre pasa igual.
De todos modos preparé la cámara y dije que ya estaba listo.
Él me miraba con la cara sudorosa —no sabría decir si por el

247
trance o por el alcohol y el calor—, se volvió hacia la pared y
caminó derecho hacia ella. Cuando estaba a punto de estrellarse
contra ella, vi con mis propios ojos cómo Saint-Germain atrave-
saba la pared de mi habitación. O para ser preciso, cómo desapa-
recía literalmente —desmaterializándose— antes de estrellarse.
Mientras esto ocurría, sentí escalofríos por todo el cueipo; tam-
bién sentí que se erizaban mis cabellos y una especie de calor
que llegaba del sitio donde Saint-Germain había desaparecido.
Salí corriendo de la habitación y lo encontré esperando al
otro lado de la pared.
Cuando entramos de nuevo en la habitación, descubrí que
las pilas del equipo de filmación y las de repuesto se habían
extinguido. Al preguntar a Saint-Germain si sabía algo sobre
esto, no dio ninguna explicación.
—Ocurre incluso con las pilas de nuestros flashes cuando
los ponemos muy cerca de nosotros —dijo.
Puede que yo estuviera alucinando, pero algo descargó la
pila de la cámara y otras pilas que tenía en la habitación. La cá-
mara únicamente filmó a Saint-Germain mirándome mientras
empezaba a caminar en dirección a la pared. Después, nada.
Insistí a Saint-Germain para que fuera a casa de Jean en
Puerto Príncipe, entrara en mi cuarto, tomara cualquier cosa y
antes de marchar, pasara por el cuarto de Jean y lo saludara.
—¿Por qué? —preguntó sorprendido—. No te entiendo. Si
puedo atravesar una pared, también puedo ir a Puerto Príncipe
sin problemas. Es el mismo principio, tanto si atravieso una
pared como si decido desplazarme a cualquier sitio.
Tenía razón. Atravesar paredes y hacer viajes astrales están
basados en el mismo principio: el envío del cuerpo astral al des-
tino elegido. Mientras el cuerpo astral se materializa y se hace
visible, el cuerpo visible se desmaterializa y se convierte en
cuerpo astral, que a su vez puede reconvertirse en cueipo vi-
sible y viceversa, si el viajero astral desea regresar al punto de
partida.
—Estoy de acuerdo contigo, amigo mío..., pero hazlo como
un favor.... ¡te lo ruego!
Saint-Germain vació otro vaso de ron y pidió que le expli-
cara detalladamente dónde estaba la casa, y dónde estaba el
cuarto de Jean y el mío.

248
—¿No puedes encontrarla por ti solo? Quiero decir, si eres
capaz de volar también podrías...
Saint-Germain me interrumpió nervioso.
—¡Lo que acabas de decir es poco considerado por tu parte!
—Lo siento. Sólo..., sólo pensaba en voz alta. No quería que...
Yo no sabía cómo calmarlo.
—Volar es una cosa, pero si no sé dónde tengo que ir,
¿cómo quieres que llegue?
Estaba en lo cierto. Le di todos los detalles para que encon-
trara la casa y nuestros respectivos cuartos.
Y desapareció de pronto ante mis ojos, desmaterializándose
por completo. No era un proceso lento; las partes del cuerpo no
se volatilizaban una detrás de otra. No. Desapareció entero y de
inmediato, en un abrir y cerrar de ojos. Moviendo las manos por
delante de mí, fui hacia el punto donde Saint-Germain había
estado unos segundos antes y luego recorrí toda la habitación,
pero no estaba allí. Había desaparecido de verdad.
Mientras Saint-Germain estaba ausente, yo confiaba en que
Jean estuviera en casa para atestiguar que había visto a Saint-
Germain por la noche, y lamenté no haber pensado en dar una
nota al viajero astral para que la entregara a Jean, o la dejara en
su cuarto por si acaso no estaba en casa.
Me quedé en pie junto a la puerta para tener bien a la vista
toda la habitación y no perderme la reaparición de Saint-Ger-
main. Exactamente treinta y dos minutos después de su desapa-
rición, reapareció. Se materializó junto a la cama y llevaba un
cuaderno pequeño donde yo acostumbraba a tomar notas sobre
el contenido de las cintas grabadas, un cuaderno que nunca lle-
vaba conmigo cuando salía de Puerto Príncipe, porque temía
perderlo.
En el momento de la desaparición y reaparición de Saint-
Germain, sentí escalofríos y se me erizaron los cabellos. De
nuevo sentí un calor que venía del punto donde había desapare-
cido; lo mismo sucedió a su vuelta del viaje astral.
Yo estaba sin habla. Excitado y al borde del desmayo, mi
corazón latía descontrolado, las rodillas me temblaban. Para mí
había sido más extraordinario que ver levitar o que ver a Saint-
Germain atravesando la pared. Tuve que obligarme a reconocer
que lo que llevaba entre las manos era mi cuaderno, y que el

249
cuaderno había hecho un viaje astral y se había desmaterializa-
do por un breve período de tiempo.
—¿Dónde lo has encontrado? —pregunté.
—Donde lo habías dejado, ¡encima de la mesa, con las cin-
tas! —respondió.
—¿Has visto a Jean?
—No estaba allí.

Estoy seguro de que el lector tiene muchas dudas sobre la


veracidad de la levitación y de los viajes astrales; no le culpo.
Yo jamás hubiera creído en tales fenómenos si no los hubiera
visto. Y como es mi intención convencerlo de que hay personas
capaces de manipular las fuerzas de la gravedad y desafiar las
leyes de la física, espero de verdad que algunos de ustedes
reconsideren la posibilidad de que tales fenómenos existan. Al
fin y al cabo, la hagiografía —la historia de la vida de los san-
tos— está repleta de relatos de levitación, proyección astral y
viajes astrales vividos por miembros del clero católico.
También la investigación de lo psíquico refuerza el conteni-
do de mis narraciones. Según los parapsicólogos, ciertamente el
hombre puede poseer un cuerpo no material (astral) y un cuer-
po físico. Bajo determinadas circunstancias, los dos cuerpos
pueden separarse; la conciencia acompaña al cuerpo astral. Por
ende, existen abundantes informes parapsicológicos referentes
a las proyecciones astrales, llamadas experiencias fuera-del-
cuerpo, en las que el sujeto sigue apegado al suelo. Aunque el
cuerpo astral suele permanecer invisible, hay casos en que ha
sido visto por otras personas. (Remito al lector a dos libros que
tratan del tema: Journeys Out oftlie Body, de Robert A. Mon-
roe, y The Enigma of Out-of-Body Travel, de Susy Smith.)
Al describir las misteriosas desapariciones que he tenido
oportunidad de ver, he omitido un detalle tan importante como
interesante. Las ocasiones en que estuve seguro de ver a alguien
que desaparecía en el transcurso de una ceremonia —por estar
muy cerca del sujeto—, y de nuevo cuando Saint-Germain de-
sapareció al atravesar la pared de la habitación del hotel, mis
ojos captaron una imagen que se destacaba con claridad. Esta
imagen era siempre la misma: la persona que acababa de desa-

250
parecer, vista por la espalda, parecía ir seguida de algo que ase-
mejaba un puñado de plumas. Al reflexionar sobre ello, mi pri-
mer pensamiento fue que la imagen recordaba a alguien monta-
do en una escoba, una imagen similar a la representación de las
brujas dirigiéndose hacia el sabbat.
Mucho antes de viajar a Haití, leí un libro titulado Vingt et
un ans chez les Papous, escrito por el padre André Dupeyrat, un
misionero católico francés que vivió con los papuas en Nueva
Guinea. En el libro describe su encuentro con los hombres ca-
suario, una secta de hechiceros que hacen viajes astrales. El
padre Dupeyrat narra asombrosas historias sobre un hechicero
amigo que era capaz de desaparecer instantáneamente delante
de él, recorrer largas distancias sobre montañas y valles, y rea-
parecer al instante en un poblado determinado. Naturalmente el
padre Dupeyrat no dio crédito hasta que fue al poblado e inda-
gó. En efecto, el hechicero había llegado al pueblo justo cuan-
do desaparecía de la vista del padre Dupeyrat.
En el libro decía que estos hechiceros se llaman hombres
casuario porque cualquiera que los ve desaparecer, tiene la im-
presión de que éstos vuelan montados en un casuario, ave nati-
va parecida al avestruz que tiene plumas muy largas en la cola.
Cuando tomé la decisión de ir a Nueva Guinea, llamé al
padre Dupeyrat y gracias a él llegué a conocer a uno de los he-
chiceros que menciona en el libro. El hechicero hizo cuanto le
pedí. Por la noche —sólo vuelan por la noche—, desaparecía
ante mí acompañado por un sonido extraño parecido a un batir
de alas de pájaro grande, y yo también pensé que le había visto
montado a lomos de un casuario.
Pero fue en Haití, donde por primera vez percibí esta imagen
cada vez que alguien desaparecía ante mis ojos; fue allí donde
establecí una relación con los hombres casuario. Cuando vi que
el hechicero papua, al desaparecer, iba seguido de algo similar a
las plumas, concluí que eran las plumas de la cola de un casuario
porque era lo que esperaba ver; me habían dicho que pasaría eso
mismo. Si nadie hubiera comentado nada al respecto, tan sólo
habría retenido la imagen del hechicero visto desde atrás, segui-
do por lo que parecían plumas; y habría llegado a la conclusión
de que iba montado sobre una escoba porque ésa es mi referen-
cia cultural. Si esta misma imagen es recogida por los papuas

251
cuando se desmaterializa el hechicero, ellos, que no tienen la
referencia cultural de la escoba, habrían concluido de modo na-
tural que el hechicero alzó el vuelo a lomos de un casuario.
Según los relatos que datan de la Edad Media europea, las
gentes de entonces veían brujas volando en escoba. Si el casua-
rio fuera un ave europea, tal vez las gentes del medievo habrían
visto a las brujas montadas en casuarios.
En Arabia, cuando ven a un mago desmaterializándose —he
conocido árabes que sostienen que tales magos existen aun hoy
en día—, también captan la imagen que he descrito. Ya que sus
referencias culturales no son ni el casuario ni la escoba, los ára-
bes perciben una imagen que recuerda flecos de alfombra. He
aquí el origen de los cuentos cuyos personajes viajan en alfom-
bras voladoras. En cada una de estas culturas, las gentes identifi-
can la imagen que sus ojos captan cuando un viajero astral alza el
vuelo, con cualquier cosa conocida de antemano: una escoba, un
casuario, una alfombra. Los pocos sacerdotes haitianos que han
visto desaparecer a alguno de sus feligreses, dicen que primero
desprenden un brillo intenso y después se desvanecen de in-
mediato, dejando tras de sí una estela luminosa. Todo lo cual, por
supuesto, no prueba que verdaderamente se produzca el vuelo.
Lo que sí sucede es que cuando la gente ve, o cree ver, a alguien
que se desmaterializa, la imagen visual es siempre la misma.
Aunque no queramos creer en los viajes astrales, por lo
menos el fenómeno pone de manifiesto que algo muy potente
cobra vida en ese momento concreto; de lo contrario, ¿por qué
gentes de culturas tan distintas, a lo largo de diversas épocas,
han percibido la misma imagen?
¿Es posible que todos los mitos y leyendas surjan de la reali-
dad? ¿Es posible que los mitos no sean tales, sino historias reales
basadas en los antiquísimos poderes del hombre? Hoy más que
nunca, creo que esto es cierto. Y tal vez sea la idea más fascinan-
te de todas, al menos para mí, ya que significa que todo es posible.

Licántropos

Una tarde, a última hora, recorriendo en coche una zona


rural recóndita, vi a dos hombres corriendo a lo lejos. Iban ves-

252
tidos de negro, y corrían en zigzag por un campo; cada uno lle-
vaba el extremo de unas parihuelas sobre las que había una caja
larga y negra que parecía un ataúd. Soiprendido por la escena,
detuve el coche y miré por los binoculares. La caja negra resul-
tó ser un ataúd, y los dos hombres llevaban levita y chistera. Tal
como cabría esperar, el hecho despertó mi curiosidad, de modo
que aceleré, adelanté a los hombres, salí del coche y me dirigí
hacia la extravagante procesión.
Agotados, con los rostros de piel negra brillantes de sudor,
los dos hombres estaban visiblemente asustados y no dejaron
de correr cuando les di alcance. Tuve que correr a la par con
ellos para poder preguntarles.
—¡Hola!, ¿cómo están? —pregunté.
No contestaron.
—¿Por qué corren así?
—¡Para perder al diablo! —dijo uno de ellos, sin aliento.
—¿Cuánto hace que corren?
—Desde esta mañana —respondió el otro.
—¿Cuándo pararán?
—Cuando estemos seguros de que hemos perdido al diablo
—dijo el primer hombre.
—Y luego, ¿qué piensan hacer?
—¡Buscar un cementerio y enterrarlo!
—Enterrar, ¿a quién?
—Al que está dentro del ataúd.
—¿Quién es?
—¡Un hombre lobo! —respondieron los dos hombres a un
tiempo.
Yo no podía creer lo que acababa de oír.
—Amigos míos —dije, empezando a perder el aliento, más
por excitación que por cansancio—. ¡Creo que merecen fumar
un cigarrillo! Tengo tabaco americano en el coche. Un paquete
para cada uno. ¿De acuerdo?
No respondieron.
—¿Qué tal una pequeña gratificación para recompensar su
esfuerzo? —tenté, mostrando un billete de diez dólares.
Silencio.
—Un billete para cada uno, ¡naturalmente! —proseguí,
colocando el billete ante los ojos del primer hombre.

253
-—Está bien —dijo—. ¡Vayamos al coche!
Y corriendo, pero esta vez en línea recta, llegamos al coche.
—¿Qué les parece si descansamos un poco? —propuse,
abriendo la portezuela y tomando un par de cajetillas de taba-
co—. Dejen el ataúd en el suelo.
—No podemos. Es peligroso —repuso el primer hombre.
—Les daré veinte dólares a cada uno si me dejan fotografiar
lo que hay dentro del ataúd.
—No podemos. Es muy peligroso para todos —repitió el
otro hombre.
Rebusqué en mis bolsillos para dar con más billetes de vein-
te dólares, pero sólo tenía de cincuenta.
—¡Cincuenta dólares para cada uno, o se van sin nada! —dije,
pensando en que cien dólares era una fortuna para ellos e inclu-
so para mí, pero yo quería ver un hombre lobo a toda costa.
—Dénos el dinero —dijo el primer hombre, mientras deja-
ban las parihuelas en el suelo—. ¡Y los cigarrillos! Llámenos
cuando acabe de cerrar el ataúd y volveremos a recogerlo.
Y salieron corriendo como posesos.
Mientras abría el ataúd ayudándome con un desmontador de
neumáticos, vi que los dos hombres aguardaban a una distancia
más que prudente fumando sendos cigarrillos. Cuando levanté
la tapa del ataúd, los hombres echaron a correr todavía más
deprisa y más lejos, y yo comencé a sentir cierta intranquilidad.
No es que creyera de verdad encontrar un hombre lobo allí den-
tro, sino que entre los hombres que huían despavoridos y yo que
abría un ataúd a solas en una zona remota, lo cierto es que la
escena adquiría tintes inquietantes. Agarré la cámara con una
mano mientras con la otra abría el ataúd, dispuesto a tomar
fotos por si acaso algo saltaba repentinamente del ataúd.
Nada saltó del ataúd. Y aunque el hombre que yacía allí
dentro hubiera querido saltar, no habría podido; tenía manos y
pies sujetos con clavos al fondo del ataúd. Tendría unos cin-
cuenta años y llevaba una camisa y unos pantalones de pijama,
las dos piezas cubiertas de sangre. Además de los pies y de las
manos atravesados por gruesos clavos, tenía un crucifijo clava-
do en el corazón y otro en la frente. Cerré rápidamente el ataúd
y llamé a los hombres.
—¿Quién es este tipo? —pregunté cuando llegaron.

254
Los dos estaban obviamente sorprendidos de que nada hu-
biera pasado al abrir el ataúd. Noté que se tranquilizaban; tam-
poco a ellos podía ya pasarles nada.
—El hombre lobo —respondieron al unísono.
—¿Cuándo lo prendieron?
—Alrededor de las tres o las cuatro de esta madrugada —dijo
uno de ellos.
—¿Cómo saben que es un hombre lobo?
—Era un hombre lobo cuando lo prendimos, pero tan pron-
to como lo matamos atravesando su corazón con la cruz, volvió
a convertirse en hombre.
—¿Ustedes dos lo vieron?
—Yo no. No estaba allí cuando lo prendieron, pero él si. El
vio cómo se convertía otra vez en hombre —dijo el primero,
señalando al otro.
—Sí, lo vi todo, todo..., igual que lo veo a usted. Ayudé a
prenderlo y a matarlo. ¡Vi cómo volvía a ser hombre! —dijo,
tartamudeando por la emoción al recordar lo que había visto.
Y los dos hombres me contaron la historia desde el prin-
cipio.
La semana anterior, la gente del pueblo había encontrado en
los campos los cadáveres mutilados de cuatro personas, un
hombre, dos mujeres y un niño. Las heridas indicaban que las
cuatro víctimas habían sido atacadas y muertas por un animal
que tenía zarpas afiladas y puntiagudas, y poderosas mandíbu-
las con largos dientes. Además, el animal había utilizado la
fuerza de las manos para desmembrar a las víctimas, abrirles el
pecho y arrancarles el corazón; por ello sabían los vecinos del
pueblo que las muertes no habían sido obra de los perros.
Luego, dos noches más tarde, tres vecinos vieron una cria-
tura extraña del tamaño de un hombre, que caminaba sobre las
patas traseras. Su cuerpo estaba cubierto de pelo largo y negro,
y tenía una cola larga. Encima de la cabeza, que era la de un
perro enorme, brillaba una luz débil. Y sus ojos eran de color
rojo.
—¡Ahora tenemos que irnos! —dijo el primer hombre de
pronto.
—¡Eh, esperen! Quiero saber toda la historia. ¡Quiero saber
cómo prendieron a esa criatura! —rogué.

255
—Ahora no. Debemos enterrar al hombre lobo y yo quiero
estar de vuelta en el pueblo esta noche. Vamos a hacer una bati-
da para intentar apresar al otro hombre lobo.
—¿Qué quiere decir? ¿Hay otro hombre lobo? ¿Cómo lo
sabe? —pregunté, sintiendo que mi corazón latía más aprisa.
—Justo después de prender a éste, una mujer vio otro. Esto
hace suponer que hay dos hombres lobo.
Pregunté dónde quedaba el pueblo y conduje a toda veloci-
dad hacía allí, dispuesto a ver al supuesto hombre lobo. Mientras
me dirigía hacia el pueblo, recordé una historia de mi infancia.

En las selvas del Zaire, donde pasé los primeros años de


vida, era habitual que mis padres hablaran de una secta secreta:
los hombres leopardo. Mis padres contaban que estos hombres
estaban asolando la región donde vivíamos, a fuerza de cazar
personas como si de presas se tratara y de darles muerte; todo
ello formaba parte de un ritual nocturno que tenía lugar una vez
al mes. Los nativos creían que en el transcurso de estas cere-
monias los miembros de la secta se transformaban en verdade-
ros leopardos. De hecho, por sus mutilaciones parecía que las
víctimas habían sido atacadas por leopardos; las heridas, de
gran profundidad, habían sido infligidas por zarpas largas, fuer-
tes y afiladas.
En una ocasión en que mi padre salió de viaje por la noche,
y en otra, un misionero católico que era amigo de la familia,
vieron a la luz del los faros delanteros del coche a una pequeña
banda de hombres que cruzaban el camino, cubiertos por una
piel de leopardo. Iban pertrechados con largas zarpas de hierro,
y para ellos hubiera sido fácil cazar y matar a la presa igual que
los leopardos. Ambas visiones pusieron punto final a la leyenda
de los hombres que se transformaban en leopardos, a menos
que esos hombres fueran neófitos.
En cualquier caso, mientras me aproximaba al pueblo hai-
tiano donde esperaba ver a un hombre lobo, me preguntaba si
aquellos hombres lobo de Haití no serían similares a los hom-
bres leopardo de África.
Me presenté ante los vecinos que habían visto y examinado
los cuerpos mutilados; confirmaron, efectivamente, que aquello

256
no podía ser obra de perros, ya que éstos no pueden utilizar las
garras para desmembrar, abrir el tórax y arrancar el corazón.
Hablé con las cuatro personas que decían haber visto al
hombre lobo; todas dieron descripciones similares de la bestia.
Además, entrevisté a siete de los ocho hombres —el que lle-
vaba el ataúd aún no había llegado— que habían apresado y
dado muerte al hombre lobo. Uno de los hombres había sido
herido en un hombro por la bestia. Vi que la herida era profun-
da, hecha por un golpe fuerte de zarpa.
Los miembros de la partida de caza del hombre lobo tam-
bién me contaron la historia; entre ellos estaban el alcalde y dos
policías.
De vuelta a casa, uno de los hombres había tropezado con el
hombre lobo, que en aquel momento cruzaba la calle principal
del pueblo erguido sobre las dos patas traseras, como un hom-
bre. Corrió a alertar a un policía que vivía en una casa no lejos
de allí. La esposa del policía abrió la puerta y dijo que su mari-
do estaba jugando al dominó en casa del otro policía. El vecino
fue corriendo hasta la casa y encontró a los dos agentes. Eran
las once de la noche. Tomaron las pistolas y las linternas y
salieron a toda prisa con el vecino en busca del hombre lobo.
Por el camino llamaron al alcalde, que se unió a la partida
con una linterna de gran potencia. Mientras registraban el pue-
blo, dos hombres más se sumaron a la partida, uno de ellos era
el que después se haría cargo del ataúd y el otro, un amigo. Este
agarró un crucifijo y lo sostuvo en alto durante la batida, en la
creencia de que asustaría a los hombres lobo y a los vampiros.
Sobre la una de la madrugada, el grupo encontró a un hom-
bre completamente enloquecido y aterrorizado porque acababa
de ver al hombre lobo: su esposa había sido una de las víctimas.
Este hombre les condujo allí donde había visto a la bestia. Tras
una corta búsqueda dieron con la criatura; la persiguieron pero
la perdieron de vista. Más tarde encontraron a otro vecino (el
octavo hombre de la partida) que justo había visto al hombre
lobo corriendo sobre las cuatro patas, como un perro, y luego lo
vio ponerse en pie sobre las patas traseras y entrar en casa de un
hombre viudo llamado Sophocle.
El grupo se precipitó a casa de Sophocle y buscó por todas
las habitaciones, provocando el pánico entre los tres sirvientes.

257
Cuando llegaron al dormitorio de Sophocle, en el segundo piso,
la puerta estaba cerrada por dentro. Tiraron la puerta abajo y
encontraron al hombre lobo durmiendo en la cama de Sophocle,
pero éste no estaba allí. Luego se produjo la lucha en la que uno
de los vecinos resultó herido en el hombro. Dejaron incons-
ciente a la bestia, que ya no pudo oponer resistencia.
Con ayuda de un policía y del hombre del ataúd, otro de los
hombres clavó el crucifijo en el corazón del hombre lobo utili-
zando la pistola como martillo, mientras los demás sujetaban
fuertemente a la bestia por si despertaba. El hombre lobo lanza-
ba gritos y su cuerpo fue presa de temblores mientras agoniza-
ba. El grupo buscaba otro crucifijo para clavarlo en la frente del
hombre lobo, cuando éste se convirtió en Sophocle ante sus
ojos.
El cuerpo que yo había visto esa misma tarde en el ataúd, era
el de Sophocle. La historia me resultaba muy difícil de creer,
pese al hecho de que personas de educación y de crédito hubie-
ran sido testigos de ella. El alcalde, por ejemplo, no cesaba de
repetir:
—Nunca había creído en estos cuentos, pero cuando vi al
lobo metamorfoseándose en Sophocle..., sufrí una enorme con-
moción emocional; todavía estoy bajo sus efectos.
Pregunté si había bebido aquella noche. Dijo que no, que
estaba sobrio cuando se acostó a eso de las nueve de la noche.
Acompañé dos noches a la partida de caza, que entonces
tenía ya quince miembros. Desafortunadamente no tuvimos
éxito. Tal vez el otro hombre lobo marchara a otro pueblo; aca-
so algún vecino del pueblo se diera cuenta de que no era mo-
mento de jugar al hombre lobo.

Probablemente nunca llegaré a ver a un hombre lobo con


mis propios ojos, pero son tantos los relatos que de primera
mano he oído al respecto, que me pregunto qué hay detrás de
este fenómeno. He aquí uno de los muchos relatos que corrobo-
ran el anterior.
Más o menos una semana después del episodio del hombre
lobo, yo estaba en un café de Saint-Marc, una pequeña ciudad
costera no muy lejos de Gonaives, tomando unas copas y char-

258
lando con un grupo de haitianos. Tres de las personas más inte-
resantes del grupo eran el alcalde, un comandante del ejército y
el jefe de policía. El alcalde, que había sido educado en París,
era muy versado en literatura francesa (igual que la mayoría de
los haitianos educados). Constantemente citaba a los grandes
poetas y dramaturgos franceses, y me incitaba para que yo dije-
ra alguna cita, a la que él respondía con el nombre del autor.
Apelando a mi educación clásica, también yo acabé por recitar
a Verlaine, Rimbaud y otros grandes poetas franceses y por
hablar de las obras de Baudelaire y Saint-Exupéry.
El comandante y el jefe de policía habían sido criados en
Estados Unidos, donde las familias respectivas habían pedido
asilo político. Uno había estudiado en Nueva York y el otro
tenía diversas diplomaturas conseguidas en Miami. Ambos
habían regresado a su tierra natal cuando Baby Doc, que suce-
dió a su padre en la presidencia, abrió las puertas del país a los
adversarios políticos del régimen de su antecesor. Decidieron
establecerse en Saint-Marc ya que los dos eran de allí, y aún
tenían familia. (Menciono la posición social y las funciones de
estos hombres sólo para reforzar la autoridad de su testimonio.)
Tras varias horas de juegos literarios, conté el episodio del
hombre lobo, que concluí con un comentario resaltando lo sor-
prendentes que se me antojaban las creencias de los habitantes
de las zonas rurales. El alcalde miró a los hombres sentados a la
mesa y luego a mí, y dijo muy serio:
—No debería tomárselo a risa. ¡Los hombres lobo existen
de verdad!
Y el resto de la tarde y durante dos días más, estos tres hom-
bres y luego el comisionado de la región, me contaron historias
increíbles, todos relatos de primera mano, sobre los hombres
lobo (y sobre los vampiros, de los que hablaré más adelante).
Ofrezco al lector una de estas historias. Yo la creo cierta, te-
niendo en cuenta la credibilidad de las personas que me la con-
taron.
Una noche, el comandante circulaba en coche por la ciudad,
junto con el jefe de policía y el alcaide, que iba sentado a su lado
en el asiento delantero. Buscaban a un vendedor ambulante para
comprar algo de comer. Cuando pasaban por un cruce, uno de
ellos vio desde el coche a un vendedor que bajaba por una calle-

259
juela. El comandante detuvo el coche, retrocedió hacia la inter-
sección y vio que, efectivamente, había alguien que parecía ser
un vendedor ambulante: había una luz encima de su cabeza que
era similar al resplandor emitido por las brasas calientes que los
vendedores transportan en un perol sobre la cabeza.
Cuando el coche giraba la esquina para entrar en la calle-
juela, el comandante y sus dos amigos vieron a la luz de los
faros que lo que habían pensado era un vendedor, era otra cosa.
Mientras el comandante aceleraba para dar alcance a la criatu-
ra, que huía corriendo como un ser humano, el jefe de policía
asió la pistola y disparó a la bestia. La criatura paró, volvió el
rostro hacia el coche unos segundos, y luego cruzó la calle
corriendo a cuatro patas y desapareció entre dos casas. Pese a
buscarla, no pudieron encontrar de nuevo a la bestia.
Los tres hombres sabían que la extraña criatura era un hom-
bre lobo. Habían podido verla el tiempo suficiente como para
saber que no se trataba ni de un perro ni de un hombre. Los de-
talles del episodio se correspondían por entero con los de otras
historias que se contaban: el hombre lobo estaba cubierto de pelo
largo y negro, y tenía una larga cola. La cabeza era como la de
un perro de gran tamaño que tuviera ojos rojos, luminiscentes, y
un resplandor emanaba de ella. Cuando vieron a la criatura cara
a cara, el alcalde y el comandante tuvieron tiempo de divisar su
pene, que era rosáceo y por tanto resaltaba sobre la piel negra. Al
cruzar corriendo la calle sobre cuatro patas, daba largas zanca-
das, demasiado elevadas como para ser las de un perro.
La presencia de estos hombres había sido requerida muchas
veces en los pueblos para examinar los cuerpos mutilados por
los hombres lobo. Incluso antes de su encuentro personal con el
hombre lobo aquella noche, todas las investigaciones anteriores
les habían llevado a la conclusión de que el fenómeno de Ios-
hombres lobo no era producto de la imaginación de las gentes,
sino que podía estar vinculado a sectas secretas.
Siguiendo su consejo, adquirí la costumbre de leer los pe-
riódicos locales con mayor atención y descubrí que, en efecto y
con mayor frecuencia de la que habría sospechado, había abun-
dantes informes oficiales de personas que habían visto hombres
lobo; también había informes de asesinatos supuestamente co-
metidos por hombres lobo.

260
Si hacemos caso de las muchas fábulas que sobre los hombres
lobo eran tan populares en la Edad Media en Europa, y que toda-
vía se cuentan en algunas partes de África y Europa, el hombre
lobo puede convertir a sus víctimas en hombre lobo y tenerlas
bajo su completo dominio. Mis investigaciones en Haití revelaron
que esto podría ser posible con el concurso de un determinado loa
petro. (Tal como menciono en el capítulo VII, los loas petro pue-
den fácilmente cargarse de energías negativas y se emplean en las
ceremonias de magia negra; por el contrario, el vudú se vale de los
loas rada, cuya energía es neutra o admiten la carga de energías
positivas.) Este loa tiene la facultad de manifestarse en forma ani-
mal y de otorgar el mismo poder a los iniciados que, a su vez, pue-
den transformarse a sí mismos o a sus víctimas en hombres lobo.
De igual modo, ios iniciados de otras sectas secretas pue-
den utilizar los poderes de otros loas petro que existen en el
panteón haitiano de magia negra, para transformarse a sí mis-
mos o a sus víctimas en otros animales: cerdos, gallos, perros,
gatos, burros, murciélagos y lechuzas blancas.
Como yo ya había presenciado una ceremonia asombrosa
en la que un chamán javanés había transformado psicológica-
mente a sus neófitos en animales salvajes (descripción que el
lector encontrará en el capítulo VI), no veo por qué un hombre
no puede ser convertido en hombre lobo (o en lechuza blanca, o
en vampiro, o para el caso en cualquier otro animal), no para
que meramente actúe como tal criatura, sino para que piense,
sienta y sea un hombre lobo. Todo es cuestión del poder de la
mente: un bokor puede hacer creer a un hombre, o a sí mismo,
que es un hombre lobo; o puede desconectar la consciencia hu-
mana, o la suya propia —como hacen los chamanes—, y susti-
tuirla por el estado consciente de un hombre lobo; pero en este
caso el sujeto conservaría la forma humana.
Lo que me inquieta es que todas las descripciones sobre los
hombres lobo aportadas por testigos corroboran y coinciden en
afirmar que la criatura no tenía aspecto humano. ¿El poder de la
mente es tal que llegue a originar una metamorfosis física com-
pleta, que cambie al hombre en animal? Desde luego la res-
puesta sería afirmativa si concediéramos la posibilidad de que
el espíritu que posee a un hombre es capaz de provocar tal
transformación física.

261
Lechuzas blancas

Fue en un houmfort conocido porque albergaba prácticas de


hechicería donde por primera vez oí hablar de una secta secreta
de hechiceras que podían encarnar su alma en lechuzas blancas,
volar por encima de las casas y matar niños de corta edad absor-
biendo mágicamente su fuerza vital.
Yo conocía al amo del houmfort, un bokor que tenía fama
de lanzar conjuros muy potentes. Me había permitido asistir a
diversas ceremonias de magia negra que tuvieron lugar dentro
de varios santuarios, cada uno de ellos dedicado a un loa petro
con mucho poder y con sed de sangre. Gracias a ello yo había
visto el interior de muchos santuarios de su houmfort. Sin em-
bargo, había uno en el que yo tenía prohibido entrar.
Un día, después de haberle visitado durante muchos meses,
decidió, sin razón aparente, enseñarme ese santuario. Pobre-
mente iluminada por unas cuantas velas que ardían sobre un
pequeño altar, la misteriosa estancia estaba adornada con pintu-
ras místicas y era vigilada desde el interior por un zombi inmó-
vil que iba armado con un machete atado con una soga alrede-
dor de su cintura, y que estaba sentado junto al poste central. En
la mano sostenía una caracola y me dirigió una mirada errática
y desprovista de vida. A sus pies y todo alrededor del poste, el
suelo estaba repleto de calabazas decoradas con cruces negras,
figurillas y artefactos precolombinos de piedra y de terracota,
y docenas de tarros de terracota totalmente sellados, vasijas
pot-de-téte que contenían el aliento de los iniciados.
Lechuzas blancas de gran tamaño colgaban muertas boca
abajo y con las alas desplegadas, las patas atadas a una cuerda
extendida entre dos paredes del santuario.
—¿Qué son? —pregunté al bokor, que había permanecido
en silencio fumando un cigarrillo tras otro.
—Lechuzas —repuso, exhalando el humo.
—Eso me parecía..., pero como es la primera vez que veo
algo así en un santuario, me preguntaba por qué las tiene ahí
colgadas.
—¿Cuántas hay? —preguntó el bokor.
—Ocho —contesté después de contarlas.
—¡Mírelas de cerca y diga qué piensa!

262
Las miré con atención.
—Están bien conservadas. ¿Qué ha hecho para que estén así?
—¡Nada!
—¿Cuánto hace que murieron? —inquirí, preguntándome
qué querría decir el bokor.
—Algunas hace muy poco, otras hace mucho tiempo... mu-
chísimo tiempo.
—¿Cómo es que no se han corrompido? Con la humedad
que hay, tendrían que haberse descompuesto.
—¡Exacto! Son como los sapos muertos; no se pudren.
—Sí, eso lo sé —Y de hecho sabía que los sapos siempre se
secan en lugar de corromperse—. Pero por lo común, los pája-
ros no se desecan.
—Estas lechuzas son encarnaciones de mujeres. Desgracia-
damente, le han dado muerte.
—A quién, ¿a las mujeres?
—¡No!, a las lechuzas.
—¿Quién las ha matado?
—La gente del pueblo. Ellos saben que las brujas pueden
metamorfosearse en lechuzas; tienen miedo y las matan.
—¿Qué pasó con las brujas?
—¡También murieron!
—Pero si estos pájaros son brujas metamorfoseadas, cuan-
do el ave muere volverá a convertirse en bruja.
—No. La bruja en realidad conserva el cuerpo físico; sola-
mente encarna el alma en la lechuza. Pero si la lechuza muere,
la braja, por transferencia, también muere. Sin embargo, la le-
chuza jamás se descompone.
—¿Cómo sabe todo eso? —pregunté, aunque ya sabía cuál
sería la respuesta.
—Soy el líder de la secta de las lechuzas blancas aquí, en
este pueblo. Por este motivo las lechuzas están en mi houmfort.
Cuando una lechuza en la que alguien de mi secta se ha encar-
nado, es atacada y herida, siempre puede volver aquí guiada por
la llamada de la caracola —dijo el bokor señalando al zombi.
Entre las muchas historias que al respecto me han contado,
he elegido la siguiente, porque el padre Jean Kerboull ya la
había investigado antes de relatarla en su libro Voodoo: magie u
religión.

263
En una ciudad pequeña, conocida por Duvalierviile, vivía
una familia feliz con muchos hijos. Súbitamente, varios de los
hijos murieron sin razón aparente. El padre fue a la policía y
juró disparar y matar a cualquiera que se acercara demasiado a
la casa.
Una tarde, la madre del hombre dijo que iba a una ciudad
cercana por un asunto de negocios y que regresaría al día si-
guiente. La mujer marchó de casa. Aquella noche, la familia
oyó el ruido que una enorme lechuza blanca hacía al posarse
sobre el tejado, y a continuación un chillido. Al mismo tiempo,
uno de los hijos empezó a perder el sentido. El padre salió de la
casa a toda prisa con la escopeta y al ver a la lechuza, disparó
dos veces. Herida en las patas, el ave alzó el vuelo con dificul-
tad y el chiquillo recobró la conciencia.
A la mañana siguiente, la familia se sorprendió al descubrir
que la abuela estaba en la cama en lugar de en la ciudad. Al pre-
guntar el motivo, adujo que no había podido viajar esa noche
por haber caído enferma y tener una fiebre muy alta. Queriendo
arroparla bien para que estuviera caliente, el hijo levantó la
ropa de cama y descubrió sangre por toda la cama: en ambas
piernas tenía múltiples heridas de perdigón. Interrogada por el
hijo, finalmente admitió ser bruja y responsable de la muerte de
los niños, pero dijo haber sido coaccionada para hacerlo por
una fuerza inexplicable.

Vampiros y canibalismo

El vampirismo está relacionado con la transformación psi-


cológica, o la metamorfosis del hombre en animal. Los vampi-
ros son bien conocidos en las civilizaciones antiguas: perduran
historias sobre ellos en Oceanía, China, Japón, África, las Anti-
llas, Europa y Sudamérica (en los Andes). Pero el vampiro más
célebre es, sin duda, Drácula.
Según los historiadores este hombre existió. Nacido en
Transilvania y educado en Turquía, Drácula (el nombre signifi-
ca «hijo del dragón» o «hijo del diablo») regresó a su país para
ser príncipe de Valaquia. Era conocido sobre todo por su cruel-
dad: torturó y asesinó a más de cuarenta mil personas inocentes.

264
En 1476 los turcos pusieron fin a su vida sanguinaria decapi-
tándole. Desde entonces, su nombre es sinónimo de vampiris-
mo y su reputación se ha extendido por toda Europa y el resto
del mundo.
En Haití supe que existen sectas de vampiros; sus presas
siguen siendo los seres humanos. Aunque se cree que algunas
mujeres nacen vampiras —una madre sanguinaria puede trans-
mitir esa condición a su hija—, cualquier persona puede llegar
a ser vampiro uniéndose a una de las muchas sectas secretas
que practican el vampirismo, similares a las que practican la
transformación en hombres lobo y en otros animales, y la co-
municación con Satán.
De acuerdo con los resultados de mis investigaciones, la
mayoría de estas sectas secretas de Haití —y de cualquier otro
país— dan caza y apresan seres humanos. Pero no todas ellas
hacen lo mismo con las víctimas. Unas se limitan a extraer el
alma o la fuerza vital; otras utilizan la sangre de las víctimas en
el transcurso de sus rituales. Algunas matan a las víctimas para
beber su sangre; otras las ofrecen en sacrificio. Y hay sectas que
practican el canibalismo ritual, llamando a las víctimas por el
nombre de cerdo o de cabra.
Estas sectas criminales, que en Haití son escasas, nada tie-
nen que ver con el vudú tradicional, y deben verse como fenó-
menos aislados. Los principios del vampirismo, como los de las
sectas secretas dedicadas a la transformación del hombre en
bestia, son aquellos que se relacionan con la magia resultante
de los rituales con sacrificio humano y canibalismo. Marcel
Mauss, antropólogo francés, escribió en su libro Sociología y
antropología:

Por lo que sabemos, el tema del sacrificio y, especialmente,


del sacrificio de niños, es común en la práctica de la antigua
magia y en la magia de la Edad Media; es posible encontrar
ejemplos de ello en casi todas partes; sin embargo, llegan hasta
nosotros como mito, no como práctica mágica.

El sacrificio como parte de un rito de pasaje o de fertilidad,


o como ofrenda para los difuntos o las divinidades, ha sido
practicado por todas las culturas en un momento u otro de su

265
historia, y en algunos lugares, aún se practica. En las selvas
asiáticas, el cazador de cabezas tiene que decapitar a la víctima
para demostrar su valor y para que su hombría sea plenamente
aceptada. En muchos países africanos, el cadáver del jefe de la
tribu debe ser enterrado encima de cabezas de niños; cuantas
más cabezas, más energía absorberá el alma del difunto para
existir en el más allá.
El Antiguo Testamento ya daba fe de la proliferación del
sacrificio humano. También queda claro que, además del sacri-
ficio humano, el canibalismo ritual se practicaba entonces en
aquella parte del mundo.
Allí donde se practicaba o practica el canibalismo, se ha lla-
mado a la carne humana por el nombre usado para designar la
carne de cerdo, porque parece, huele y sabe como la carne de
cerdo. En una gran ciudad moderna del África central, llevé a
cabo el siguiente experimento. Fui a un mercado al aire libre
que los nativos frecuentan y pedí carne de cerdo. El vendedor
dijo que no había existencias. Posteriormente envié a un nativo
a comprar carne de cerdo y volvió con un trozo, carísimo, en-
vuelto en papel de periódico. Un amigo médico realizó un aná-
lisis de la carne, que resultó ser humana.
Desde el canibalismo alimentario hasta el canibalismo sa-
grado, la antropofagia se ha desarrollado y extendido por todo
el mundo. Al igual que el sacrificio humano, todas las cultu-
ras han venido practicándolo, y en algunas zonas todavía se
practica.
Una de las principales razones por las que la gente comía
carne humana, razones que están vigentes hoy en día, es la creen-
cia de que su consumo incrementa los poderes mentales y físi-
cos de la persona: uno asimila las cualidades y virtudes de la
víctima al ingerir su carne, y se apropia de la juventud si la víc-
tima es un niño.
Los antiguos griegos proclamaban que la sangre era porta-
dora de cualidades, virtudes y recuerdos. Por tanto, comer car-
ne de animal junto con su sangre suponía apropiarse de sus cua-
lidades, virtudes y recuerdos de bestia. De ahí que las gentes
empezaran a consumir sólo la carne de aquellos animales que
habían sido muertos, sangrados y bendecidos por sus jefes reli-
giosos. Sin embargo, en la India, los hindúes se percataron de

266
que se hiciera lo que se hiciera la carne seguía conteniendo san-
gre, y entonces declararon prohibido el consumo de carne.
Estoy completamente de acuerdo con los antropólogos Cari
Vogt y Girard de Raille en que las naciones más primitivas no
son sistemáticamente caníbales y en que el canibalismo tam-
bién está presente en las naciones modernas. Y tal como escri-
bió Hermán Melville en Taipi: «Tan reprobable como es esta
costumbre [canibalismo], afirmo no obstante que quienes la
conservan son [...] íntegros y humanos.»

He conocido hechiceros africanos que podían ver durante la


noche con tanta claridad como durante el día. Decían que era
uno de sus poderes. Sin embargo, después de indagar este poder
supuestamente sobrenatural, descubrí que se trata de una facul-
tad que guardan en secreto, pasándola de iniciado en iniciado.
La técnica es simple. Ellos la descubrieron observando a los
gatos, que son capaces de ver perfectamente por la noche. El
gato nace con los ojos cerrados y continúa así hasta que el sis-
tema ocular del animal se ha desarrollado por completo. Cuan-
do una mujer de la tribu está a punto de dar a luz, la llevan a un
sitio oscuro; en la isla de Pascua hay profundas cuevas natura-
les para tal propósito. Cuando nace el niño, no permiten que la
luz entre en contacto con él hasta que el ojo y el sistema ocular
están completamente formados y han adquirido fuerza y resis-
tencia a la luz; esto lleva unas cuantas semanas, después dejan
que entre la luz. El resultado es que el niño ve en la oscuridad
tan claramente como a la luz del día. Tal cosa explicaría cómo
han podido pintarse el interior de las pirámides y de otros recin-
tos sagrados, donde no hay huellas ni de humo ni de hollín que
demuestren la utilización de algún tipo de iluminación.
Aunque algunos fenómenos tienen explicación racional,
hay otros que continúan siendo un misterio, como los hacedo-
res de lluvia del Sahel, una amplia y abrupta extensión de saba-
na que bordea la parte sur del Sáhara y se prolonga por el sur
hasta los trópicos. He vivido con estas gentes y conozco cuáles
son sus poderes para atraer la lluvia.
En las pequeñas islas del océano índico, en Africa, en Sri
Lanka y en otros países asiáticos, he observado a mis anchas a

267
personas que son capaces de caminar por el fuego y tumbarse
sobre brasas encendidas sin sufrir quemaduras y sin que el fue-
go prendiera en sus ropas; estoy convencido de que no hay tru-
co. En otros lugares he visto hombres comer cristales cortantes
sin resultar heridos.
Ciertas historias que contaban sobre un hechicero que podía
sumergir las manos en aceite hirviendo sin sufrir quemaduras,
me llevaron a un pequeño pueblo del Zaire. Cuando conocí al
hechicero en cuestión, se avino a realizar ante mí, y bajo mi
total supervisión, semejante proeza.
Cuando el aceite de palmera arrancaba a hervir dentro de
una gran olla de hierro puesta sobre la hoguera, pedí al hechi-
cero que me dejara inspeccionar sus manos. Mojé mi dedo y lo
pasé por las dos manos del hombre; luego lamí el dedo para
comprobar si su sabor delataba alguna sustancia extraña con la
que el hechicero pudiera protegerse las manos, tal vez algún
ungüento. Pero no encontré nada. Pese a ello, le pedí que se la-
vara las manos delante de mí, con el jabón que yo llevaba en la
mochila.
Después de hacerlo, se sentó frente a la olla de aceite hir-
viendo y dijo:
—Siéntese a mi lado.
Luego pidió algo de dinero. Pensando que una vez más
había sido víctima de engaño, saqué del bolsillo un billete de
escaso valor. Pareció sorprendido y dijo:
—El billete se quemará en el aceite. ¡Déme algunas mo-
nedas!
Yo mismo arrojé dos monedas al aceite hirviendo. El hechi-
cero comenzó a susurrar algunos cantos y pronto rompió a
sudar bajo la influencia del trance. Súbitamente hundió su mano
derecha en el aceite hasta la muñeca, moviéndola para buscar
las monedas. Cuando ya había pasado tiempo más que suficien-
te como para sufrir quemaduras de tercer grado, sacó la mano:
entre los dedos llevaba las dos monedas. Sonriente alargó su
mano hacia mí. Atónito, abrí la palma de mi mano sin pensar, y
él dejó caer una moneda. Grité de dolor. Era insoportable. El
hechicero reía. Aún llevo la cicatriz de la quemadura.
Ciertamente he presenciado innumerables fenómenos que
no tienen explicación científica. Y no obstante, existen; son rea-

268
les. Quizá las personas involucradas en estos fenómenos ten-
gan una visión del mundo distinta; lo que para nosotros es
imposible, para ellos es realidad. El respetado etnólogo Alfred
Métraux observaba: «Desde temprana edad, los haitianos oyen
hablar de hombres lobo, de gente que lanza conjuros, de espíri-
tus maléficos [...]. Sin aceptar del todo [estas asombrosas histo-
rias], uno se pregunta si tras esas artes mágicas no hay antiguos
secretos africanos que ponen a los houngans en posición de [...]
desafiar nuestra miserable ciencia.»
Nosotros, las gentes del mundo moderno, no estamos prepa-
rados para valemos del fenómeno del trance —inducido por los
cantos, las danzas, la meditación y la oración, o por el alcohol
y las drogas—, fenómeno que nos capacitaría para alcanzar un
estado alterado que erradica la racionalidad y deja aisladas las
creencias de cariz negativo que nos impiden utilizar los pode-
res de la mente. Los pueblos de tradición son más propensos a
creer que todo lo pueden, ya que han sido criados en el seno de
una cultura que no ha contaminado su razonamiento con nues-
tro tipo de lógica y de racionalismo. Es nuestro razonamiento
basado en la lógica científica: «entender primero y creer des-
pués» en oposición a su entendimiento basado en la fe: «creer
primero y entender después». Es el poder de la creencia que
provoca milagros en contraposición a los milagros que produce
la ciencia. Nuestra inteligencia permite que construyamos
naves espaciales para llegar a los cielos; su inteligencia es
como una meditación progresiva que propicia encuentros con
lo divino, una profunda conciencia de estar en conexión con las
fuerzas eternas del universo.

269
IX

VIDA DESPUÉS DE LA MUERTE

Son muy numerosos los libros y los ensayos que versan


sobre la vida después de la muerte; son obra de médicos y de
otros científicos, o de personas que han vivido la experiencia.
Muchas de estas publicaciones quieren aportar evidencias de
que la vida es posible tras la muerte, de que el alma continúa
existiendo y que, acaso, se reencarna en un cuerpo nuevo para
iniciar otro recorrido vital en la tierra.
Yo no me precio de saber la verdad sobre el tema, porque
aún no he muerto ni he vuelto a la tierra, o por lo menos, no re-
cuerdo haberlo hecho. Tampoco conozco a nadie que me haya
llamado tras su muerte para decirme cómo se vive allí, aunque
sí he tenido alguna experiencia muy extraña relacionada con
mi padre muerto. Sin embargo, tengo ciertas opiniones sobre
este tema que están basadas en lo que he aprendido a lo largo
de la vida y de las estancias pasadas en muchos rincones del
mundo.
En este capítulo me gustaría compartir con el lector la
visión que sobre la vida después de la muerte tienen los pueblos
del Cuarto Mundo y los pueblos de tradición del Tercer Mundo,
así como su reacción frente a la muerte.

271
La existencia de las almas

Tal como he mencionado en la Introducción, cuando era


crío y vivíamos en el Zaire, un sirviente de la familia, Joseph,
apareció ante mi madre cuando expiraba en un hospital lejano.
Mi padre llegó a la conclusión de que había sido el alma de
Joseph la que apareció ante mi madre después de su muerte. Ya
entonces, este hecho me proporcionó la evidencia de que el
alma puede sobrevivir a la muerte.
Y tal creencia se fortaleció aún más cuando mi propio padre
falleció años después. Tras su muerte, estuvo más próximo a mí
de lo que había estado en vida. Yo sentía su presencia a mi alre-
dedor y dentro de mí. Echaba de menos su voz, sus abrazos, sus
besos y su presencia física, que había sido tan tranquilizadora,
pero jamás me sentí abandonado por él. Al contrario, llegó a ser
un compañero con el que charlar a diario. Le oía hablar desde
mi interior. Muchas veces me pregunté si no soy explorador
gracias a él. Mi vida ha sido la que él había soñado para sí, la
realización de sus ansias de aventura. Y si hoy aún estoy vivo,
a él se lo debo. Estoy convencido de que era él quien me enfren-
taba a los mayores peligros y también quien me ayudaba a so-
brevivir a los peores. Pero tras muchos años de disfrutar de su
compañía, un día me sentí solo y me di cuenta de que se había
ido; había ido apartándose, lenta y dulcemente, para proseguir
el viaje por su cuenta.
Hoy en día, no estoy tan seguro de que fuera el alma de
Joseph la que apareciera ante mi madre. Tal vez sí, pero quizá
fuera el mismo Joseph quien vino a nuestra casa por vía de la
proyección astral, o por una experiencia fuera-del-cuerpo o
bien en viaje astral.
Pero todavía creo en la supervivencia del alma después de
la muerte. Mi creencia ha cobrado aún más fuerza porque vaya
donde vaya en mis viajes, encuentro culturas que creen en la
existencia de un alma y la supervivencia de ésta tras la muerte.
Es una creencia propia de todos los pueblos de tradición; por sí
misma ya constituye un testimonio curioso de la posible verdad
que se encierre en ella. Por añadidura, son tantas y tan impre-
sionantes las similitudes entre las costumbres de los pueblos de
tradición en lo tocante a la experiencia de la muerte, que no hay

272
más remedio que preguntarse si nuestra civilización occidental
no habrá ido perdiendo por el camino la conciencia de pertene-
cer al ente universal.
Los pueblos de tradición creen que el alma tiene su aloja-
miento en la cabeza. En algunos casos se desprende de ahí un
tabú en lo referente a tocar la cabeza de un niño. En Tailandia,
en un área rural recóndita, cometí sin querer el error de acariciar
la cabeza de un pequeño. El padre descargó sobre mí toda su
ira; temía que yo hubiera hechizado a su hijo, o que hubiera
querido apoderarme de su alma. Se puso tan furioso que, impe-
dido de explicarle el significado de mi acción, tuve que salir
corriendo para salvar la vida. Desde entonces, jamás toco la
cabeza de un niño cuando estoy entre las gentes de un pueblo de
tradición.
Las tribus cazadoras de cabezas decapitan a sus enemigos
cuando aún están vivos porque creen que con la intervención de
un cierto ritual mágico, el alma quedará encerrada en el interior
del cráneo y que por medio de las ofrendas de alimentos a las
almas cautivas, podrán aprovechar el poder de éstas. Por la mis-
ma razón, los asmat de Nueva Guinea llevan colgados alrede-
dor del cuello los cráneos de sus progenitores varones, que tam-
bién emplean como almohada cuando duermen.

Rituales fúnebres

En nuestra sociedad, cuando alguien muere, pasamos por el


ritual pertinente con tanta rapidez como podemos: derramamos
unas lágrimas, musitamos una oración, ponemos flores sobre la
tumba e intentamos olvidar. Pero los pueblos de tradición hacen
justamente lo contrario, es decir, dilatan la despedida de los di-
funtos.
Para las culturas de tradición, la muerte no es un punto final;
más bien es otro estado del ser. En la muerte se produce una
separación entre el alma y el cuerpo; el cuerpo ha muerto para
siempre, pero el alma retorna al mundo primordial —el Jardín
del Edén, el mundo de los invisibles— donde las divinidades,
los antepasados y las almas de los muertos continúan viviendo
por toda la eternidad. En ese mundo invisible, la vida se de-

273
sarrolla de igual manera que en la tierra, con una única salve-
dad: ya que se trata del paraíso eterno, no hay lugar para la
lucha por la supervivencia.
Casi todas las culturas de tradición consideran que la muer-
te es el último y el más importante de los ritos de pasaje que el
individuo lleva a cabo durante la vida. De ahí que las celebra-
ciones funerarias sean tan complejas y prolongadas. Realizada
por los jefes religiosos de la comunidad y por los familiares del
fallecido, la ceremonia del funeral suele consistir en una serie
de rituales que tienen como fin cumplir cinco funciones princi-
pales:

• Ahuyentar a los espíritus malignos que pueden dañar al


alma del difunto y capturarla con propósitos igualmente malé-
volos.
• Facilitar la separación entre alma y cuerpo. El alma duda
en abandonar este mundo pese a la promesa del paraíso perdi-
do, porque aún desea vivir las pasiones humanas: el amor, los
placeres físicos de toda índole.
• Abastecerle de combustible para el viaje hacia el mundo
primordial donde viven sus antepasados. (Tal viaje es peligroso
por los malos espíritus y otras entidades y energías malignas
que el alma encuentra de camino hacia el mundo invisible.)
• Ayudar al alma a que sea aceptada por sus antepasados.
Conseguido este extremo, la familia y el clan del difunto cuen-
tan a su vez con la ayuda material y espiritual que el alma del
difunto les proporcionará.
• Mantener el alma con vida. Las energías emitidas pol-
los recuerdos de quienes han sobrevivido al difunto alimentan
la existencia del alma. Sin estas energías, el alma dejaría de
existir.

Estos rituales fúnebres incluyen conjuros mágicos y plega-


rias; música, bailes y cantos; sacrificios de animales, y en oca-
siones, de seres humanos; ofrendas de comida y de ropas. Los
actos del sacrificio y de la ofrenda tienen el mismo propósito:
hacer llegar lo que se sacrifica y se ofrenda al mundo invisible
para que los espíritus, antepasados y otras almas de difuntos
puedan gozar de ello. El sacrificio y la ofrenda liberan la quin-

274
taesencia o el cuerpo astral (que anima el cuerpo físico del obje-
to o del animal; sin esta quintaesencia, el objeto o el animal deja
de existir). La creencia es que si se envía la quintaesencia del
alimento, las divinidades, antepasados y almas de difuntos se
nutrirán con ella. De modo similar, el animal sacrificado cum-
plirá su misión de animal. El vestido servirá de vestido.
Si los rituales funerarios no son los adecuados o no están
perfectamente ejecutados, el alma del difunto seguirá apegada a
la tierra, o no llegará a salvo hasta sus antepasados, o bien, si
llega, no será aceptada por éstos. En cualquier caso, el alma de
la persona muerta podría provocar desgracias de diversa índole
a su familia y a su clan. El alma expresa así su disgusto y hará
saber a la familia por medio del chamán u otro jefe espiritual
qué rituales se requieren para que ella pueda unirse a sus ante-
pasados. El Tao reconoce que el alma que no recibe los rituales
apropiados, igual que aquellas personas que cometen suicidio,
pueden llegar a ser fantasmas airados que se dedican a molestar
a los vivos.
En el vudú, además del cuerpo físico que muere y se con-
vierte en polvo, el ser humano se compone de un ángel peque-
ño y de un ángel grande. El primero, es el espíritu que mantie-
ne vivo el cuerpo. Durante nueve días después de la muerte, su
espíritu vaga alrededor del cadáver y luego se fusiona con la
fuerza cósmica de la vida.
El ángel grande es el doble espiritual del individuo: su alma.
Tras la muerte, el alma no se decide a dejar el mundo de los
vivos porque aún quiere vivir, amar y disfrutar de los placeres
terrenales. Por ello permanece junto al cuerpo muerto entre cien
y doscientos días, acaso con las esperanza de que el cuerpo
reviva. (Es interesante, y a un tiempo perturbador, observar que
muchas culturas de tradición —de hecho, la mayoría— no sola-
mente creen que el alma sigue rondando el cuerpo muerto, sino
que también lo hace durante el mismo período de tiempo y por
las mismas razones; de ahí que todas ellas lleven a cabo rituales
funerarios que intentan forzar una separación rápida entre el
alma y el cuerpo.)
Cuando muere un creyente vudú y se le da sepultura (gene-
ralmente a las veinticuatro horas de la muerte porque el clima
cálido de Haití acelera la descomposición del cuerpo), el houn-

275
gan abre el pot-de-téte que contiene el aliento de la persona
muerta y lo libera. (Recuérdese que el aliento se encierra en esta
vasija el día en que el creyente es iniciado en el vudú.) A esta
liberación siguen una serie de rituales encaminados a acelerar
la separación de alma y cuerpo, y facilitar el abandono del mun-
do de los vivos. Estas ceremonias pueden durar unas pocas se-
manas o más, dependiendo de la fuerza del deseo que el alma
tenga de quedarse entre los vivos.
Cuando el houngan decide que el alma ha partido, da co-
mienzo otra ceremonia. Con este ritual, el alma es enviada a las
aguas purificantes o purgatorios —una reminiscencia del catoli-
cismo—, y allí debe permanecer ciento un días lavando sus pe-
cados. Si tras este período de tiempo el alma no ha sido requerida
(en una ceremonia posterior y con ayuda de los loas de la perso-
na muerta), es que se ha perdido y estará condenada al olvido
eterno, o lo que es lo mismo, al concepto vudú de infierno. Si el
alma es requerida, entonces abandona las aguas purificantes e ini-
cia el largo y peligroso viaje hasta el mundo invisible, viaje que
puede realizar a salvo con ayuda de los loas de la persona muer-
ta. Cuando llega a Dios y a la divina eternidad, puede a su vez
convertirse en un loa que la familia del difunto invoca en busca
de ayuda. De este modo la familia incorpora la inteligencia, el
conocimiento, la sabiduría y los poderes del fallecido.
En una de estas ceremonias concebidas para enviar al alma
a las aguas purificantes, que siempre tiene lugar en un cemente-
rio y sobre la tumba del difunto utilizada a modo de altar, vi a la
viuda cavar con sus manos un hoyo junto a la tumba, en línea
con el lugar donde debía reposar la cabeza del difunto. Cuan-
do terminó de cavar, introdujo en el hoyo una carta de amor
que había escrito a su amado aquella misma mañana; después,
metió media docena de cigarrillos y una botellita de ron. Lo
hizo así porque creía que la quintaesencia de aquellos presentes
llegaría hasta el mundo de los invisibles, y por tanto, al alma de
su marido.

En la sociedad de los apayaos de Filipinas, cuando alguien


muere, la familia sacrifica diversos animales que después servi-
rán de alimento a quienes van a llorar al muerto; normalmente

276
acude el pueblo entero, aparte de todos los miembros del clan. El
funeral dura tres días como mínimo, pero puede prolongarse tan-
to tiempo como la familia pueda dar de comer a los asistentes.
Tras lavarlo y vestirlo con ropas ceremoniales, el difunto es
el primero en disfrutar del festín. Mientras un miembro de la
familia mantiene abierta'su boca y apartada su lengua, otro in-
troduce carne y arroz bien adentro de la garganta. Como colo-
fón de esta última comida, vierten por su boca un poco de vino
de arroz, tras lo'cual cierran y atan la boca del difunto.
Antes de que sobrevenga el rigor mortis, el difunto es colo-
cado en una silla funeraria y atado a ella. Y mientras dura el
funeral —yo he visto celebrar uno de cinco días—, la familia
reparte tabaco, betel y vino de arroz a todos los presentes, quie-
nes entre cantos, lágrimas, risas, y dando buena cuenta de bebi-
das, comidas y tabaco, visitan al difunto, bailan ante su cuerpo
y exaltan su vida con interminables cánticos.
Cuando acaba la comida, los parientes se llevan al difunto,
todavía sentado en la silla de la muerte, al tiempo que entonan
este canto: «Te dejamos para siempre. Con todos estos rituales
y sacrificios de animales, te hemos dado el funeral de precep-
to... Ahora debes marchar. Y no nos maldigas, sino implora a
tus antepasados para que nos den felicidad y prosperidad.»
Después los apayaos celebran una procesión que recorre
todo el pueblo con el difunto. En su transcurso, las gentes can-
tan: «Tienes todo cuanto necesitas: arroz, pollo y carne de cer-
do para alimentarte, así como las ropas que vestirás cuando lle-
gues a la morada de tus antepasados. Has dejado tus bienes
terrenales a tus hijos y parientes para que puedan disfrutarlos en
vida igual que tú disfrutaste de ellos mientras vivías.»
La procesión serpentea para llegar hasta el lugar del enterra-
miento. Prosiguen los cantos: «Ruega a tus antepasados para
que nos den felicidad y prosperidad, y protección contra nues-
tros enemigos; haz que la caza sea abundante... Espanta a las
ratas, los insectos y otros predadores que destruyen las plantas
de arroz... Impide que la enfermedad mate a nuestras aves y a
nuestros animales. Envíales fertilidad para que podamos seguir
ofreciéndote sacrificios. Danos buena salud para vivir tanto
tiempo como sea posible y dar así continuidad a nuestras tradi-
ciones y ofrecer sacrificios.»

277
Luego, antes de dar sepultura al difunto y dejarlo allí en po-
sición fetal —que simboliza su nacimiento en otro mundo—,
junto con comida, bebida y en ocasiones, armas y joyas, la mul-
titud canta: «Te decimos adiós para siempre... Sólo hasta aquí
podemos llegar para guiarte hacia la morada de tus antepasa-
dos... ¡Ve y vive por siempre con ellos!»
El entierro pone punto final a la ceremonia funeraria colec-
tiva, pero la familia proseguirá durante un tiempo celebrando
otros rituales para ayudar al alma en el viaje repleto de penali-
dades.

En Mustang, un reino del Himalaya que bordea el sur del


Tíbet, pude presenciar el funeral de un trabajador muerto a con-
secuencia de un deslizamiento de rocas. El ritual se atenía a las
costumbres del budismo y del bon-po, una antigua religión in-
dígena tibetana que ha sobrevivido al budismo y que en muchos
lugares se ha mezclado con él. Según la religión bon-po, el
cuerpo muerto del hombre debe ser devuelto a uno de los cua-
tro elementos naturales: el agua, la tierra, el fuego o el aire. El
astrólogo sagrado de Mustang, tras estudiar el horóscopo del
trabajador, decidió que sus restos debían retornar al aire.
Apilaron tres piedras frente a la entrada de la casa del hom-
bre muerto para espantar a los malos espíritus. Dentro, mientras
algunos miembros de la familia preparaban comida para sus-
tentar al alma en su viaje hacia el nirvana, otros ponían el cuer-
po en posición fetal y lo envolvían como una momia. Después,
una procesión de familiares, parientes y vecinos dejó la casa del
hombre llevando su cuerpo en parihuelas, emprendiendo el ca-
mino del río.
En cabeza del desfile iban algunos monjes budistas que
interpretaban música religiosa tradicional del Tíbet con tambo-
res, trompetas y cuernos. Un largo paño blanco unía el cadáver
con el lama que caminaba delante de él, guiándole por el ca-
mino de la luz clara. El chamán bon-po leyó del Libro de los
Muertos: «Oh, noble hijo, tiempo es de llevarte por el sendero
del paraíso; el guía te muestra el camino.»
Al llegar a la orilla, el cuerpo del hombre muerto fue solem-
nemente desmembrado por los sirvientes del aire: los buitres.

278
El sonido lastimero de una caracola convocó a los pájaros que
habían de llevarse el cuerpo. Y la multitud celebró nuevas cere-
monias para que el alma del hombre muerto alcanzara el nirva-
na con bien.

Ninguna cultura aventaja a los toradios de las islas Célebes


en lo que respecta a la cantidad de tiempo dedicado a los ritos
funerarios, e incluso a los momentos anteriores a la muerte. Allí
un funeral, que ellos llaman Festival de las Lágrimas, puede
prolongarse hasta veinte años y se divide en varias fases.
En primer lugar, cuando el corazón de un hombre deja de
latir, se le declara enfermo, no muerto. Después guardan su
cuerpo en una casa entre nueve meses y diez años; entonces se
organiza el primer funeral. Matan un búfalo y se declara al
hombre oficialmente muerto; a partir de ese momento, el alma
puede emprender el largo y penoso viaje hasta la otra vida. Sin
embargo, su cuerpo sólo será enterrado cuando pueda celebrar-
se un segundo funeral, que también puede retrasarse bastante
tiempo. Este segundo ritual ayudará al alma del difunto a entrar
en el cielo de los toradios y a ser aceptado por sus antepasados.
Hay una razón práctica para que dejen pasar tanto tiempo
entre el momento en que un hombre toradio está clínicamente
muerto y todos y cada uno de los funerales. Los toradios creen
que cuantos más animales sacrifiquen, más posibilidades tiene
el alma de viajar sin riesgos al más allá y de llegar hasta sus
antepasados; como los animales tienen que ser muchos y cues-
tan una fortuna, la familia tarda tiempo en reunir el dinero nece-
sario.
Estos funerales toradios también generan vida nueva. Los
jóvenes acuden a ellos desde los lugares más lejanos. Vestidos
con sus mejores galas, los hombres danzan y las mujeres lloran.
Todo el mundo está cargado de emotividad y enamorarse es
fácil. Dos meses después del funeral, se celebran matrimonios;
nueve meses después de un gran funeral, nacen muchos niños.
Asistí a un segundo Festival de las Lágrimas en honor de un
hombre cuyo corazón había dejado de latir veinte años atrás. Se
trataba de un príncipe, de modo que tardaron mucho tiempo en
construir los magníficos alojamientos que habrían de ocupar los

279
parientes y amigos asistentes al funeral. Habían invitado a per-
sonas de noventa pueblos —en total, unos veinte mil invita-
dos— a una ceremonia fúnebre que duraría varias semanas.
Como era un acontecimiento de gran envergadura, la fami-
lia y los invitados habían aportado gran número de cerdos y de
búfalos para el sacrificio; sus almas acompañarían al hombre
muerto durante el largo viaje hasta el cielo. (Debido a que el
muerto era príncipe y por tanto se requería una enorme cantidad
de animales, algunos invitados contrajeron deudas de por vida
para poder contribuir con su parte; éste es otro de los motivos
por los que este funeral no se celebró en seguida.) A cada ani-
mal se le otorga un nombre ritual antes del sacrificio; la hora, el
lugar y el método para realizar cada sacrificio vienen fijados por
la tradición.
Llegaron primero los habitantes de los pueblos más cerca-
nos, cargados con regalos. A su vez, éstos recibieron de la fami-
lia del difunto tabaco, betel y vino de arroz. A su llegada, dio
comienzo el Ma-Badong con el elogio de los muertos, un com-
pendio de poesía, canción y baile que duraría el mismo tiempo
que el Festival de las Lágrimas. El tominas («el que sabe») diri-
ge el canto: «Todos nosotros, que hemos venido en la oscuridad
de la noche, no hablaremos, rezaremos nuestras plegarias y
cantaremos canciones de alabanza. Así será para todos: no
hablar, sino cantar; no decir una sola palabra, sino hacer poesía
para vosotros los que habéis muerto.»
Los miembros de la familia del hombre muerto permane-
cían sentados en silencio. Cuando el hombre murió, habían
guardado su cuerpo en casa, sobre el suelo, con los pies orien-
tados al oeste; la familia no había dejado de ofrecerle comida.
Cuando el príncipe fue oficialmente declarado muerto, traslada-
ron su cuerpo al último piso y todos habían ido a visitarle y a
hablar con él, conservado viva su alma en los recuerdos.
Proseguía el Ma-Badong; el tominas recitaba versos que
relataban la vida del príncipe y la multitud respondía a coro.
Todo lo que recuerda la gente —de bueno y de malo— sobre la
vida del hombre muerto se presenta en el Ma-Badong en forma
de canción y de baile.
—No lloraste cuando te circuncidaron —canta el tominas—.
Fuiste valiente cuando limaron tus dientes. No lloraste cuando

280
llegó el momento de marcar con fuego tus brazos y tus muslos,
marcas que protegen a los hombres de los demonios.
El tominas canta la adolescencia del príncipe, su primer
amor, su matrimonio, su alegría ante el nacimiento de los hijos.
Ensalzaba a las mujeres del pueblo por ser generadoras de vida,
responsables de las cosechas y de la riqueza familiar. Sin em-
bargo, no siempre estaba triste y era solemne el Ma-Badong.
Aunque vi gentes que rompían a llorar, en ocasiones sus rostros
se iluminaban con la sonrisa, o reían recordando alguna anécdo-
ta divertida que el difunto había protagonizado, alguna acción
que ponía de relieve su inteligencia.
A una señal del tominas, la comitiva fúnebre se reúne para
oírle hablar del momento crítico al que cada alma debe enfren-
tarse en su viaje a los cielos:
—En el horizonte del oeste, hay un portal cuyo guardián es
un herrero tullido llamado Lankuda. Deja pasar a los niños,
pero pregunta a los hombres: «¿Cuántas cabezas has cazado?»
Y a las mujeres: «¿Cuántos amantes has tenido?» Si la respues-
ta no le satisface, aplasta el alma; pero si el difunto ha vivido
una vida plena, Lankuda permite el paso hacia cualquier sitio.
Día tras día, semana tras semana, llegaban gentes con pre-
sentes y comida. Y como fondo rítmico para los sacrificios de
animales y para los rituales, continuaba el Ma-Badong. El tomi-
nas seguía cantando:
—Tu frente ardía de fiebre y cayó todo tu pelo; la voluntad
de tus antepasados para que te unieras a ellos fue perseverante.
Preguntamos al sacerdote de la muerte qué ritual haríamos para
ti, qué animales debían ser sacrificados y dónde.
Los invitados al funeral continuaban a su vez:
—Padre, ahora devuelvo todo el amor y los cuidados que
prodigaste. Desciende y bésame por última vez. Deja que te
glorifique. Llegarás a ser tan resplandeciente como las alhajas y
tan puro como el oro.
Yo estaba en casa del hombre, sentado junto a su familia. Su
cuerpo (o lo que quedaba de él) llevaba allí veinte años. Las
gentes se emocionaron y rompieron a llorar pensando en que
aquella sería su última noche en la casa. El cuerpo había sido
untado con aceites y yacía en la habitación contigua, con los
pies apuntando hacia el Este y la cabeza orientada hacia el Oes-

281
te. (Para los toradios, igual que para los antiguos egipcios, los
rituales de la vida y la fertilidad siempre van dirigidos al humo
ascendente, es decir, a la salida del sol, al Este. Los rituales de
muerte se dirigen al humo descendente, el Oeste, donde el sol
desaparece para reunirse con los dioses.)
Cerca del pueblo se extendía un campo grande lleno de
piedras enhiestas; cada una representaba a un muerto del pue-
blo. Las piedras de los parientes fallecidos más íntimos del
príncipe estaban todas decoradas. En algunas casos las piedras
llegaban a tener una altura de seis metros y varias toneladas de
peso. (Recordaban a los menhires, las piedras de los celtas;
tales piedras, propias de muchas religiones antiguas, conectan
la tierra y el cielo de modo simbólico y conforman un pasadi-
zo para transmitir las bendiciones de las divinidades y trans-
portar las almas de los antepasados.) Un grupo de hombres
cruzó el campo de piedras alzadas portando una pequeña efigie
del príncipe, a quien fueron presentando formalmente ante
cada uno de sus antepasados. Algunas personas pusieron
ofrendas en lo alto de largos postes de bambú hincados en el
campo (y que también servían de puente entre este mundo y el
cielo).
El corazón del príncipe llevaba veinte años inactivo, pero
hasta hoy el cuerpo del principe no emprendería el trayecto
final. Desde hace tiempo ha reducido a huesos, el cuerpo fue
envuelto en muchas capas de tela para darle la forma de un
cilindro llamado banka (que significa «barca»). Miles de años
atrás los toradios fueron navegantes y todavían utilizan una bar-
ca ritual para transportar a los muertos desde el pueblo hasta los
acantilados, que es el lugar del enterramiento.
El Ma-Badong seguía su curso mientras el cuerpo era saca-
do de la casa:
—Oh, dioses del fuego descendente, éste es el ritual para
que el muerto nos proteja y nos bendiga. Oh, dioses del oeste,
dioses que custodiáis la puesta del sol, vosotros que dais plan-
tas, vosotros que protegéis el mundo, un hombre retorna a sus
antepasados.
Mecido el banka por oleadas humanas, la procesión dio una
vuelta alrededor de la casa del hombre muerto, atravesó el pue-
blo y se encaminó hacia los campos de arroz. Los parientes más

282
cercanos y los seres queridos ocultaban sus lágrimas bajo blan-
cos ropajes. La procesión entonaba un cántico sobre la inmi-
nente partida del fallecido.
Celebrar la marcha de un alma es importante no sólo para el
muerto, sino también para los vivos. Se pasea el cuerpo por los
dominios de la familia para que la cosecha de los años venide-
ros reciba las bendiciones del difunto. El tominas detenía la
procesión de vez en cuando para escoger el animal más indica-
do para el sacrificio; la gente esperaba en silencio.
Tras cruzar los campos de arroz y los bosquecillos de bam-
bú, el banka arriba a su último puerto, un acantilado de sesenta
metros de alto donde se hallan las tumbas excavadas en la roca,
una tumba por familia, cada una con una puerta de madera em-
bellecida. Una vez en el interior, se retiran los ropajes que en-
vuelven el cuerpo y se disponen los huesos junto a los restos de
los familiares, el cráneo de cada esqueleto tocando los pies de
otro. Se dejan ofrendas y el Ma-Badong resuena entre las pare-
des de piedra:
—¿Verdad que la lluvia cae sobre todos nosotros? ¿Verdad
que el aguacero moja a todo el mundo? La lluvia empapa por
igual a hombres libres y a esclavos; cae sobre los viejos y los
recién nacidos. Cuando cae la lluvia, se derrama sobre uno y
sobre todos a la vez; nadie puede evitarla, no hay escondrijos
bastantes para ocultarse. Escoge a uno de nosotros cada vez, y
nos cala cuándo y dónde ella quiere. Y no hay tristeza en mi co-
razón porque está escrito que la lluvia caerá.
Se había erigido un menhir en memoria del príncipe muer-
to; durante la noche habían esculpido en madera una estatua del
príncipe a tamaño natural. El tominas oraba:
—La estatua parece un hombre, pero no respira; la estarna
adquiere identidad de hombre, pero no habla.
Vistieron la estatua con las ropas del hombre y luego la co-
locaron en uno de los muchos balcones que sobresalían del
acantilado, junto con las estatuas de sus antepasados, todas mi-
rando en dirección al pueblo para que sus habitantes les recor-
daran. Mientras las estatuas fueran visibles, creían ellos, las
almas de los muertos serían inmortales.
El último canto del Ma-Badong puso fin al Festival de las
Lágrimas:

283
—Cuando nuestro ser querido haya entrado en el cielo,
más allá de las nubes, será envuelto por las brumas. Allí no hay
fuego, pero es feliz porque ya no anda errante y está en com-
pañía de todos sus antepasados. Se tornará dios, será una estre-
lla de resplandores amarillos; se convertirá en la constelación
de las Pléyades. Jamás le olvidaremos. Cuando baje la mirada
y nos vea, romperá a llorar y sus lágrimas serán la lluvia de la
mañana.

La existencia del infierno

El concepto de infierno no suele estar presente en las cultu-


ras de tradición. Los hombres que han cometido errores reci-
ben su castigo en vida, a manos del propio clan, y desde luego
los expía plenamente mientras vive. Su alma no queda marca-
da por los pecados, ni éstos interfieren en su vida en el más
allá. Acaso el infierno sea morir sin celebrar por él rituales fu-
nerarios.
(Es interesante señalar que muchos pueblos de tradición no
han acuñado un término para designar el infierno, como tampo-
co lo tienen para designar la culpa o el pecado, entre otras pala-
bras. Si una lengua no cuenta con palabras tales como «culpa»,
es que quizá la culpa no existe; podemos aplicar el mismo argu-
mento para «infierno» y otros términos ausentes en su vocabu-
lario. Por otro lado, si una lengua crea una palabra para deter-
minar el concepto de culpa, pecado y perdón, está claro que el
individuo se ve abocado a cometer pecados, a conocer la culpa
y a ser perdonado.)

Acompañar a las almas de los muertos

Muchas culturas creen que los muertos —o más bien, su


alma— gustan de estar en compañía de los vivos y de gozar de
los cuidados de éstos. Por ejemplo, nosotros tenemos la cos-
tumbre de visitar a nuestros muertos el día de Todos los Santos;
llevamos flores al cementerio, rezamos una oración, pensamos
en el ser querido. De modo similar, en países como Filipinas, la

284
familia entera se reúne en torno a las tumbas de los parientes y
allí hacen un picnic y charlan durante todo el día.
En Haití se cree que las almas de los seres queridos que
murieron en el transcurso del año están aburridas, esperando
infatigablemente que su cadáver vuelva a la vida. De ahí que
desde el día de Todos los Santos y durante toda la primera
semana de noviembre, los cementerios de Haití se transformen
en teatros de comedia. Las gentes se encaraman a las tumbas y
ante un público de seres vivos (y la presencia muerta de los
invisibles), saltan de júbilo, bailan, tocan música, cantan y
cuentan chistes verdes, como si hablar de sexo y de partes ínti-
mas pudiera exorcizar la muerte y provocar la risa en los
muertos.

Comunicarse con las almas

En el mundo hay un ingente número de personas que creen


posible el contacto con las almas de los difuntos y la comunica-
ción con ellas. Existen innumerables chamanes, magos, hechi-
ceros, brujos, curanderos y otros jefes religiosos de los pueblos
de tradición que dicen ser guiados por los espíritus y tener fa-
cultades de médium que les dan poder para conversar con los
muertos. A veces incluso sostienen que tienen poder para hacer
que las almas muertas se materialicen; llevan a cabo sus ritua-
les en cementerios y en recintos dedicados al culto.
Las personas que dicen tener poderes para hablar con los
muertos, suelen ser elegidas a una edad temprana por gozar de
facultades para ello. La elección y posterior preparación del
elegido corre a cargo de un maestro que le enseña a explotar su
capacidad.
En Taipei, capital de Taiwan, está el llamado Templo del
Mal, donde hay mujeres que son médiums profesionales y que
ejercitan su habilidad para comunicar con las divinidades y las
almas de los difuntos. Cualquiera que desee hablar con una per-
sona muerta puede contratar sus servicios. La médium entra en
trance y empieza a llamar al alma, hasta que ese alma se apode-
ra de su cuerpo. Entonces habla de la misma manera que la per-
sona muerta hablaba en vida, y responde a las preguntas del

285
cliente. En ocasiones escribe mensajes con un estilo de redac-
ción que se asemeja al del fallecido.
Estados Unidos se ha visto invadido por una ola de espiri-
tualismo que propugna que los seres humanos estamos dotados
de alma, que el alma sobrevive a la muerte —es decir, que hay
vida después de la muerte— y que la comunicación con las
almas de quienes han ido al más allá es posible gracias a los
médiums. Tanto si se practica en el contexto religioso del espi-
ritualismo como de manera independiente, hay distintas técni-
cas que permiten la comunicación con los muertos.
Normalmente, la comunicación se produce en el transcurso
de las sesiones de espiritismo. El alma se expresa por medio de
golpes en la mesa o moviendo un vaso de cristal sobre las
letras del alfabeto impresas en el tablero Ouija; otras veces, el
médium recibe un mensaje del alma y lo transmite a la persona
que quería comunicar con ella. También es posible que el
médium caiga en un estado de trance que propicie que el alma
se apodere de su cuerpo; entonces la comunicación puede ser
verbal o bien a través de escritura automática.
No estoy en condiciones de corroborar la validez de estas
técnicas, ya que siempre me he negado a tomar parte en las
sesiones de espiritismo; soy consciente de los peligros reales
que pueden acarrear. En este tipo de rituales nunca hay que des-
cartar la presencia de malos espíritus, a los que frecuentemente
se suele invocar de manera involuntaria y accidental.
Los bokors y los houngans de la religión vudú también de-
claran ser capaces de comunicar con las almas por medios di-
versos, muchos de ellos similares a los descritos arriba. Sin
embargo, esta labor resulta más fácil para ellos, ya que a veces,
sin que los parientes la hayan llamado, el alma de un difunto se
encarna en una persona que ha favorecido la posesión por
medio del trance. Yo he visto un fenómeno de estas caracterís-
ticas mientras asistía a una ceremonia vudú en Haití, y en mi
opinión se trata de un fenómeno muy inquietante.
En el instante exacto en que el houngan abría el pot-de-téte
de una mujer muerta liberando así su aliento, muchos miembros
de la comunidad que concurrían a la ceremonia cayeron al sue-
lo súbitamente poseídos. Uno de ellos rompió a hablar como la
mujer muerta, agradeciendo a los demás que hubieran asistido

286
a su funeral y dando mensajes de cariz personal a unos cuantos
participantes.
El caso más desconcertante de encarnación que yo haya vis-
to sucedió durante las ceremonias guédés, que siempre se llevan
a cabo en noviembre. Es habitual que en estas ceremonias los
creyentes caigan en estado de trance debido a los tambores, los
cantos, los bailes y al ambiente creado. Todo ello genera condi-
ciones para que los creyentes sean poseídos por alguna entidad,
ya sea un loa o el alma de una persona muerta. Pero cuando en
el creyente se encarna el alma de una persona muerta y se reco-
noce como tal encarnación, se empolva el rostro del creyente
para distinguirlo de los que, en la misma ceremonia, han sido
poseídos por los loas guédés o por otras entidades. Cuando esto
sucede, el creyente reacciona del mismo modo que si fuera po-
seído por un loa; primero opone resistencia al asalto, brinca en
el aire y a veces, incluso levita o yace sobre brasas encendidas.
Cabría pensar que el alma de una mujer muerta sólo po-
seería a una mujer, y que el alma de un hombre muerto, sólo
poseería a un varón. Pues bien, no es así, y a mí la experiencia
me pareció perturbadora. He visto muchas mujeres poseídas
por el alma de un hombre muerto; y he visto hombres poseí-
dos por el alma de mujeres muertas.
Cuando el alma de un difunto varón se encarna en una
mujer, sus movimientos en el baile son más violentos; al diri-
girse a los presentes, su voz es la de un hombre. La voz del
hombre poseído por el alma de una mujer muerta se hace feme-
nina y suave, y alrededor del pecho ata un pañuelo en imitación
de un sujetador.
Es frecuente que entre la multitud alguien reconozca en la
persona poseída los modales, la voz, la entonación de un miem-
bro de la familia fallecido unos meses atrás. Recuerdo un caso
en el que un hombre poseído por el alma de otro hombre muer-
to hacía poco en un accidente de automóvil, fue utilizado por el
difunto para decir a su hijo, que asistía a la ceremonia, en qué
lugar de la casa había escondido una cierta cantidad de dinero.
Yo mismo llevé al muchacho a su casa; una vez allí rebuscó en
el ático siguiendo las instrucciones que su padre había dado a
través del hombre poseído: el dinero apareció escondido dentro
de una lata vieja.

287
Empieza a haber psiquiatras y psicoanalistas que reconocen
ciertas enfermedades mentales, dígase la esquizofrenia, como
un estado en el que el sujeto es poseído por una o más entida-
des, pero sin atreverse a identificar a estas entidades con almas
de personas muertas. En Los Ángeles, he tenido el privilegio de
asistir a un encuentro que con frecuencia mensual celebran los
más renombrados psiquiatras y psicoanalistas del mundo. En
uno de estos encuentros, invitaron a una mujer que tenía pode-
res reales y reconocidos para ejercer de médium. La ocasión se
aprovechó para que cada uno de los asistentes concentrara sus
pensamientos en uno de sus pacientes; la médium entró en tran-
ce. Empezó a hablar como si fuera uno de los pacientes de un
determinado médico, utilizando la voz, las palabras, las actitu-
des y las poses de aquel paciente cuando estaba en crisis. El
médico en cuestión interrogó a la entidad que se manifestaba a
través de la médium para que le revelara su identidad y las razo-
nes que tenía para poseer a su paciente. La entidad respondió
que era un alma errante y que quería seguir formando parte del
mundo de los vivos para poder dar satisfacción a sus deseos.
Para ello, le había bastado con poseer a alguien que padecía un
trastorno nervioso y que, por tanto, estaba impedido de ofrecer
mayor resistencia.
Después de la sesión, estos médicos, en vez de tratar a los pa-
cientes, comenzaron a tener trato con las entidades que los
poseían, en un intento por obligar a éstas a abandonarlos.
(Supongo que cuando estas entidades se van, buscan a otra per-
sona para poseerla.)
En las sociedades modernas se conocen muchos casos de
almas de difuntos que de un modo u otro se han materializa-
do, por ejemplo, en forma de fantasma. Además, existen cien-
tos de relatos que hablan de casas encantadas. Hay varias ex-
plicaciones para este fenómeno. Una de ellas es que una pared
de la casa encantada esté impregnada de algún hecho terrible
que aconteciera a alguno de sus habitantes, conviertiéndose
así en generador de invisibles energías. También puede ser
que el alma doliente haya buscado refugio entre las paredes
de la casa en tanto se celebran los rituales funerarios perti-
nentes.

288
Las almas de los difuntos
como vehículo para ejercer el mal

Si hacemos caso de las creencias propias de numerosas cul-


turas, el hecho de que las almas de los muertos pasen serias difi-
cultades para dejar definitivamente el mundo de los vivos y, por
tanto, ronden el cuerpo durante un cierto período de tiempo,
brinda a los hechiceros la oportunidad y el lugar idóneos para
llevar a cabo sus prácticas de hechicería: los cementerios. Allí
pueden manipular las energías de las almas. Los hechiceros
visitarán el cementerio, por ejemplo, cada vez que quieran trans-
ferir la enfermedad de una persona a un individuo sano, o cada
vez que quieran recargar amuletos con energías maléficas con
el propósito de hacer algún hechizo.
En Haití, uno de los ingredientes más buscados por las ener-
gías que desprende, es cualquier parte del cadáver de un niño
muerto antes de ser bautizado. Los hechiceros buscan las tum-
bas de los niños para apropiarse de los huesos de los dedos. A
veces llegan a secuestrar el cadáver entero con el propósito de
realizar rituales para capturar su alma.
Sin embargo, los hechiceros más poderosos son aquellos
que tienen capacidad de tratar directamente con las almas de los
difuntos, empleándolas para llevar a cabo alguna acción que
suele ser de índole maléfica. Una vez tuve ocasión de tomar
parte en una búsqueda de este estilo; fue una experiencia pavo-
rosa. La ceremonia se celebraba por la noche, en un cementerio
de las zonas más remotas de la región Artibonite.
El houmfort del bokor era el centro de la reunión. Todos los
miembros de su comunidad estaban allí; eran unas veinte per-
sonas a las que yo conocía bien. Iban vestidas de blanco; las
mujeres, así como algunos hombres, llevaban en la cabeza pa-
ñuelos del mismo color. El bokor me advirtió que no utilizara el
flash ni cualquier otra fuente de luz en el cementerio, porque el
resplandor espantaría a las almas y tal vez las irritaría. Como
andaba escaso de película de alta sensibilidad, lo cual me hu-
biera permitido filmar a la luz de la luna, de las antorchas y de
las velas que la gente llevaba, dejé el equipo de filmación den-
tro del houmfort y sólo tomé la grabadora, dos recambios de
pilas y dos micrófonos.

289
Aunque yo debía pasar la noche en el houmfort (el lugar
estaba alejado de cualquier hotel), el bokor me aconsejó que
salvara en coche la distancia que separaba al houmfort del ce-
menterio. Él no tenía ganas de andar aquella noche y se decidió
que viniera conmigo. Acompañado por el bokor y con cuatro
tambores en el coche, me dirigí directamente al cementerio,
donde los miembros de la comunidad se unieron a nosotros al
cabo de una hora y media.
La primera parte de la ceremonia se celebró alrededor de
los tambores para que la música y los bailes propiciaran el tran-
ce y prepararan a los creyentes a ser poseídos por las almas de
aquellos que habían muerto recientemente. A continuación,
portando las velas y las antorchas, el grupo entero echó a andar
entre las tumbas. Las ropas blancas, las luces titilantes, la luna
llena, las estrellas, todo contribuía a crear una atmósfera de alu-
cinación.
En cabeza de la procesión iba el bokor recitando conjuros
que los presentes repetían a coro. Se dirigía a las almas invitán-
dolas a manifestarse en los creyentes, que ya estaban prepara-
dos para ser poseídos.
De súbito, un hombre comenzó a sacudirse y a saltar. El
bokor se aproximó a él e hizo varias preguntas para determinar
qué entidad le había poseído. Por las respuestas, el bokor dedu-
jo que no se trataba de un loa, sino de un hombre muerto. El
bokor tranquilizó al creyente poniendo las manos sobre su ca-
beza. Con su propio pañuelo, enjugó cuidadosamente el sudor
de la frente y lo ató alrededor de su cintura. Luego preguntó al
alma si consentiría en hacer todo cuanto él quisiera durante un
período de tres meses. Hablando por boca del hombre poseído,
el alma pidió hacer el amor antes de dar una respuesta. El bokor
aceptó. El hombre poseído estuvo en calma unos segundos
mientras miraba a su alrededor. Después echó a andar lenta-
mente entre la gente del grupo y, con un repentino frenesí, se
abalanzó sobre una mujer y la besó. Vociferando y gritando
hizo el amor con ella.
Cuando finalizó el acto sexual, el hombre poseído se acercó
al bokor y estalló en carcajadas. De golpe, cayó al suelo incons-
ciente. Unas cuantas personas rodearon al hombre intentando
revivirlo. El bokor sabía que el alma se había ido y que él se

290
había puesto en ridículo. Cuando el hombre recobró la cons-
ciencia, el grupo inició de nuevo su paseo entre las sepulturas
en busca de un alma que se aviniera a cerrar un trato con el
bokor.
Según las palabras del bokor, cuando el alma de una perso-
na fallecida acepta el trato, ésta hará cualquier cosa que el
bokor quiera mientras dura el trato, desde ayudarle en las cere-
monias de magia negra hasta aumentar los poderes de los talis-
manes protectores del bokor, desde causar molestias a alguien
hasta acarrear la enfermedad o la muerte a una persona. A cam-
bio, el bokor le proporcionará gente dispuesta a ser poseída por
él y así satisfacer sus pasiones terrenales.
El hechicero que tiene tratos con las almas de los muertos,
también tiene el poder de obligar al alma a cumplir el trato; sólo
cuando el plazo del acuerdo haya vencido, el bokor dejará el
alma libre y hará los rituales necesarios para acelerar su viaje
hacia el más allá.
Muchas almas respondieron a las sucesivas llamadas del
bokor aquella noche y se manifestaron en el cuerpo de los fie-
les, pero sólo para beber ron, fumar y tener relación sexual. Por
dos veces, las almas quisieron luchar con los creyentes.
En un momento determinado de la noche, yo estaba en pie
junto al bokor grabando la conversación que éste sostenía con
un alma encamada en una mujer. Cuando estaban a punto de
llegar a un acuerdo, otra mujer que estaba frente a mí fue po-
seída a su vez; desquiciada empezó a apartar a la gente a empu-
jones y se arrojó contra mí. Yo tenía una mano ocupada con el
micrófono y con la otra intentaba proteger la grabadora que lle-
vaba colgada al cuello y, al mismo tiempo, apartar a la mujer.
Eché a andar hacia atrás confiando en que alguien la deten-
dría; para entonces, ella me escupía, su cara cubierta de sudor
y distorsionada por el odio y por la ira, la mirada completa-
mente extraviada. Después empezó a insultarme, pero no con
voz de mujer, sino con voz grave de hombre. Algunos intenta-
ron agarrarla, pero tenía demasiada fuerza. Tropecé y caí de
espaldas. Ella trató de ponerse encima de mí; entonces solté el
micrófono y con las dos manos la agarré por el cuello y comen-
cé a apretai', mientras mantenía los brazos extendidos para
impedir que me golpeara la cara.

291
Por fin, unos cuantos presentes lograron sujetarla fuerte-
mente y empezaron a apartarla de mí. Quité las manos de su
garganta y ella rompió a reír. Yo me quedé paralizado porque el
tono de su risa era potente, masculino. Y con la voz grave pro-
pia de un varón, de nuevo comenzó a insultarme y a decir cosas
que me era imposible entender. Mientras el houngan calmaba a
la mujer, alguien me ayudó a ponerme en pie.
Yo había luchado contra piratas, huido de las garras de ani-
males salvajes, sobrevivido a los ataques de fieros guerreros y
confrontado los peores peligros imaginables, pero jamás había
sido atacado por el alma de una persona muerta. Las rodillas
apenas podían sostenerme y temblaba de arriba abajo. Necesi-
taba un cigarrillo.
Había perdido el paquete de cigarrillos durante la refriega,
de modo que fui hasta el coche para tomar otro. Cuando la nico-
tina había surtido su efecto y yo estaba más calmado, dirigí la
mirada hacia el cementerio y vi a la gente vestida de blanco
corriendo por todas partes. Desde el coche oía sus cantos y sus
gritos; se había producido una nueva posesión y yo sabía que no
podría enfrentarme a otra alma de muerto ni aquella noche ni
nunca. Puse en marcha el coche y fui directo a Puerto Príncipe,
que quedaba a más de ciento cincuenta kilómetros de allí, y
pasé el resto de la noche en un bar, bebiendo cerveza y mirando
chicas bonitas que venden amor por pocos dólares; ésa es mi
manera de exorcizar las experiencias con lo desconocido.
El sueño borró las huellas de aquella pesadilla. Decidí escu-
char las grabaciones, pero la grabadora se negaba a funcionar.
Pensando que las pilas se habían agotado, conecté el aparato a
la red, pero en vano. Mi caída no había podido ser la causa de la
avería, ya que la grabadora era de la marca Nagra, el Rolls Roy-
ce de este tipo de aparatos. Mientras daba vueltas al asunto, lle-
gó mi amigo Jean. Le conté la historia. Jean examinó la graba-
dora. (En aquel entonces él todavía no había experimentado la
posesión que describo en el capítulo VII.)
—¡No funcionará porque los fusibles están quemados! —dijo.
Efectivamente, los dos fusibles, de 250 voltios y 5,5 amperios
cada uno, estaban quemados. Aquello no tenía sentido, porque yo
utilizaba un juego de doce pilas de 1,5 voltios cada una; diecio-
cho voltios en total no podían quemar dos fusibles de 250 voltios.

292
—A lo mejor los has quemado esta mañana al conectar el
aparato a la red —dijo Jean buscando una explicación racional.
Pero tampoco ésa era la causa, porque en Haití la corriente es de
ciento diez voltios.
Arreglamos los fusibles, pero el Nagra continuó sin fun-
cionar.
Para abreviar una larga historia diré que un mes más tarde,
cuando emprendí el regreso a Europa, dejé la grabadora en el
servicio técnico de Nagra en Nueva York para que la repararan;
prometieron que estaría arreglada a mi vuelta, prevista al cabo
de un mes.
Muerto de curiosidad por saber qué había pasado con la gra-
badora, llamé al servicio técnico una semana más tarde. El téc-
nico me dijo que el ingeniero de sonido debía haber conectado
el Nagra a una red de alto voltaje, de más de 500 voltios (tam-
bién se habían quemado algunos condensadores que estaban
preparados para soportar 500 voltios), cosa que había destruido
todo el sistema eléctrico del aparato. Expliqué que yo había
sido la única persona que lo había manejado en el momento de
quemarse, y que entonces la alimentación era de dieciocho vol-
tios. Por toda respuesta se hizo un silencio al otro lado del telé-
fono; yo pedí que comenzara la reparación del Nagra.
De camino a Haití, hice un alto en Nueva York para recoger
el aparato.
—Es muy extraño lo que ha sucedido con este Nagra —dijo
el técnico.
Y pasó a explicar que por el micrófono había penetrado un
alto voltaje y que a partir de ahí se había extendido por todo el
sistema eléctrico quemando los dos fusibles; el voltaje también
había destruido unas cuantas pilas que aún estaban en el Nagra.
—Las dos únicas explicaciones racionales que tengo para
este asunto —concluyó el técnico—, son que alguien conectara
por error las entradas de los micrófonos a la red, o que un rayo
cayera sobre los mismos micrófonos, pero en este último caso
también estarían quemados. Probamos los micrófonos y descu-
brimos que efectivamente estaban quemados.
No quise decirle que aquella noche el cielo estaba cuajado
de estrellas y que si hubiera caído algún rayo yo lo habría sabi-
do; era yo quien llevaba el micrófono. No, esa noche no hubo

293
rayos, tan sólo una mujer poseída por el alma de un hombre
muerto que me atacó entre risotadas y gritos. Pero nunca sabré
cómo es posible que un alma destruyera la grabadora. Y si no
fue el alma quien lo hizo, entonces ¿quién o qué era aquello?
Cuando a los dos días del episodio en el cementerio volví al
houmfort para recoger el equipo de filmación que había dejado
allí, el bokor me preguntó por qué me había marchado con tan-
ta premura después del ataque de la mujer poseída. Mentí y dije
que había recordado un asunto que reclamaba mi presencia
aquella noche en Puerto Príncipe. Después le pregunté si podía
ver de nuevo a la mujer. El bokor la mandó llamar.
La mujer se reunió con nosotros; tenía un aspecto dema-
siado frágil para ser alguien capaz de superar en fuerza a
muchos de los hombres congregados en el cementerio. Estre-
chó mi mano con suavidad y pidió perdón con voz femenina y
apacible:
—Los demás me han contado lo que hice con usted. Lo sien-
to muchísimo. No tengo ningún motivo para haberlo hecho.
Jamás en la vida he peleado con nadie, ni siquiera con una
mujer. Fue el alma del hombre que me poseyó —añadió con la
voz súbitamente sobrecogida.
—¿Por qué? —pregunté—. ¿Recuerda usted por qué hizo
eso el alma?
—¡No, lo siento! —respondió—. Nunca recuerdo lo más
mínimo después de la posesión. Nadie recuerda nada.
-—Probablemente el hombre muerto tenía sus razones, pero
no tuve tiempo de preguntarle —intervino el bokor.
—¿Cómo sabe que fui atacado por el alma de un hombre
difunto? ¿No podría ser que la mujer estuviera poseída por un
loa petro? —pregunté al bokor cuando la mujer se hubo ido.
—No. Los loas sólo hablan en la lengua. —Se refería a la
lengua que sólo entienden los más altos iniciados—. El alma
del hombre muerto hablaba criollo.
De camino al santuario donde el bokor había guardado mi
equipo bajo llave, nos detuvimos frente a la puerta de otro san-
tuario; allí era donde practicaba magia negra. Abrió la puerta.
En la estancia, cuyas paredes estaban repletas de dibujos mági-
cos y pinturas multicolores que representaban a diversos loas
petro, había un ataúd negro.

294
—De modo que finalmente ha hecho un trato con un alma
—dije.
Él asintió.
—Y supongo que el propietario del alma está ahí —añadí,
señalando el ataúd.
—Sí. Es un hombre, y ése es su ataúd original. ¡No fue fácil
sacarlo de la tumba y traerlo hasta aquí sin el coche!
—¿No tiene miedo? —pregunté.
—No, tengo un trato con el alma —dijo—. Y mientras yo
cumpla mis promesas, el alma no puede hacerme daño. Si el
alma se niega a colaborar, puedo obligarla a ello porque yo ten-
go aquí el cuerpo del hombre muerto.
—¿Y las otras almas? ¿No suponen un peligro para usted?
—Tengo mis talismanes.
—¿Y si un alma se encarna en algún miembro de su comu-
nidad para intentar agredirle?
—¡Es imposible! Además, sé calmar a un poseído impo-
niendo mis manos sobre su cabeza. De todas maneras, ninguno
de los míos podría dañarme, ni siquiera los poseídos. Yo tengo
control sobre ellos porque poseo su aliento.
—¿Las almas no pueden poseerle a usted y tratar de hacer-
le daño?
—Yo me preparo para la posesión sólo cuando estoy en el
houmfort y desde luego, ¡nunca en un cementerio!
Estaba a punto de salir cuando el bokor me invitó a que-
darme.
—Voy a hacer la primera ceremonia con este alma. Quéde-
se y observe.
—Gracias. Me encantaría, pero debo volver a Puerto Prín-
cipe. Espero poder quedarme en otra ocasión —dije. Pero en
realidad pensaba que no quería saber nada más de todo aquello.

Reencarnación

De los cientos de religiones que se profesan en el mundo,


tan sólo unas cuantas tienen en común la doctrina de la reencar-
nación, la idea de que el alma de una persona muerta se reen-
carna en otro cuerpo humano para iniciar una nueva vida como

295
persona distinta. Y son muy escasas las que creen en la re-
surrección del cuerpo original; es el caso del catolicismo. Este
es un punto interesante porque si los principios de una religión
fueran el mero producto de las esperanzas y los sueños del
hombre por ser eterno, entonces todas las religiones creerían,
de un modo u otro, en la reencarnación física, salvo en las cul-
turas que ven la vida como una aventura tan ardua y difícil que
prefieren creer que, una vez muertos, ya no se verán obligados
a vivir otra vez en la tierra.
Pocas religiones sostienen que el alma se reencarna perma-
nentemente en la materia. Para los indios de los Andes, por
ejemplo, la materia es eterna porque continuamente se transfor-
ma. El ser humano debe su origen a la tierra y a la tierra vuelve
tras la muerte. La tierra es, por tanto, el nirvana de los indios; el
indio se reencarnará en una montaña, una colina o un lago si su
vida ha sido buena; en caso contrario, será por siempre un espí-
ritu errante a quien la reencarnación en la materia está vedada.
Ahí reside la explicación del respeto que los indios sienten por
la naturaleza: es el recipiente de almas humanas reencarnadas.

El hecho de que existan puntos comunes que vinculan entre


sí a todas las culturas de tradición, me lleva a creer que hay ver-
dades por descubrir en ellas; ¿por qué si no los pueblos del
mundo creen en las mismas cosas? Examinemos cuáles son
estas creencias comunes en lo referente a la vida después de la
muerte.

• Además del cuerpo físico, el ser humano posee un alma


que es invisible y sobrevive a la muerte del cuerpo.
• Tras la muerte del cuerpo, el alma pasa dificultades para
dejar a los vivos y, por tanto, se queda cerca del cuerpo durante
un cierto período de tiempo. (Si esto es cierto, la cremación del
cadáver plantea un grave problema en lo concerniente a la su-
pervivencia del alma, porque quemar el cuerpo implica también
la destrucción del alma. Con el fuego se destruía a las brujas y
a cualquier persona que fuera indeseable para la sociedad; eran
quemadas vivas para garantizar que las almas eran destruidas y
no podían sobrevivir para hechizar a los vivos.)

296
• Los vivos pueden invocar y comunicarse con el alma de
una persona muerta.
• El alma de una persona muerta puede manifestarse y en-
tablar comunicación con los vivos poseyendo a alguien que se
ha preparado para recibirla, o que goza de una natural predis-
posición para la posesión. Pero ello entraña ciertos peligros; por
este motivo, los pueblos de tradición dejan esta labor en manos
de sus jefes espirituales o bajo su supervisión, ya que son ellos
quienes con su conocimiento pueden evitar que los creyentes
sean poseídos por almas malevolentes, espíritus malignos u
otras entidades maléficas.
• Existe un mundo invisible donde todas las almas se con-
gregan. Podría tratarse del mundo primordial de la eternidad
—el primitivo Jardín del Edén— donde viven los Divinos, o
bien de la Inteligencia Cósmica, que el alma alcanza y nutre con
su autotransformación.
• El alma de una persona fallecida necesita de rituales fu-
nerarios. Con ellos queda protegida de las energías malignas,
consigue ayuda para liberarse del cuerpo y de las pasiones hu-
manas, obtiene el impulso y la protección precisos para em-
prender el largo y penoso viaje hacia el más allá, y recibe ayu-
da para conseguir la aceptación de sus antepasados o de lo
divino, sea ello lo que sea.
• Las almas de los muertos pueden ayudar a los vivos en
la consecución de bienes materiales y espirituales.
• Es posible que las almas de las personas difuntas que no
recibieron los rituales pertinentes, o las de aquellas que sufrie-
ron una muerte trágica, como el suicidio, continúen una exis-
tencia invisible entre los vivos, y causen molestias a éstos de un
modo u otro.
• Los rituales, tanto como los recuerdos de las personas
vivas, contribuyen a que el alma de los muertos conserve vida.

Después de más de veinte años de viajar por el mundo y de


vivir con gentes de distinta tradición, me pregunto si la función
esencial del culto a los muertos —rituales funerarios, respues-
tas a la necesidad que las almas tienen de ser acompañadas y
cuidadas por los vivos— no es más que la de producir un amor
y una rememoración continuos de los fallecidos, acciones que

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generan las energías necesarias para que el alma siga viva. De
hecho, ya que el amor es el acto más grande y poderoso de la
creación y de la magia, la energía del amor junto con el poder
del recuerdo podrían en verdad ser capaces de salvaguardar la
eternidad, la inmortalidad de un alma. Acaso sólo se muere de
verdad cuando no hay nadie que piense en la persona muerta;
mientras esa persona siga viva en el corazón y en el recuerdo de
los vivos, su alma se mantendrá viva en la eternidad.
Los ifugaos de Filipinas, los maoríes de Nueva Zelanda, los
dayak de Borneo y muchas otras tribus son capaces de recitar- el
nombre de sus antepasados remontándose al menos veinte ge-
neraciones. Para ellos, la inmortalidad es ser recordado por los
vivos. En consecuencia, si la vida de una persona deja que de-
sear, tal vez corra el riesgo de morir sin que los vivos le lloren y
le proporcionen las energías precisas para seguir viva, para
hacer el viaje de la transformación y para asegurarse la inmorta-
lidad. Y si el infierno existe, entonces el verdadero infierno qui-
zá sea verse morir por falta de las energías que emanan de los
vivos. Y si el paraíso existe, éste es de amor y de remembranzas.
Para los pueblos de tradición, esto también es cierto en el
caso de los dioses, ya que hemos sido creados a su imagen y
semejanza (y así cerramos el círculo: de lo divino a seres hu-
manos; de seres humanos volvemos a lo divino). Estos pueblos
creen que los mismos dioses desaparecen cuando los humanos
ya no les honran; cuando las gentes no los necesitan más y se
desvanecen en sus recuerdos, los dioses pierden la inmorta-
lidad.
Una vez me dijo un cazador de cabezas de Borneo:
—Los dioses nos necesitan tanto como nosotros a ellos. Son
nuestra esperanza de una vida mejor, y nosotros somos su in-
mortalidad. Nos han creado para que les alimentemos con nues-
tras ofrendas y para existir gracias a las energías de nuestra fe;
a cambio, ellos han creado la naturaleza para que nosotros nos
alimentemos y el paraíso donde viviremos como dioses.
Si algo hay que aprender de los pueblos de tradición, yo
diría que es el valor que conceden a la muerte porque es lo que
da a la vida un valor mayor. Eliphas Levi escribió: «Amar la
vida más intensamente de lo que uno teme las amenazas de
muerte, es merecer la vida.»

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En las sociedades modernas ya no vemos la muerte cara a
cara, incluso evitamos utilizar la palabra. En lugar de decir
«ha muerto», decimos «se ha marchado», «nos ha dejado», «le
hemos perdido» y otras frases similares. Empleamos el térmi-
no seguro de vida cuando deberíamos utilizar el de seguro de
muerte, ya que ése es su propósito. Vemos a nuestros muertos
en la sala de la funeraria, envueltos en suaves oleadas de músi-
ca clásica, maquillados para devolverles el color de la vida y
perfumados para disfrazar el olor de la muerte. La muerte es un
fenómeno que se oculta; creemos ser inmortales.
Todo en nuestra sociedad refuerza tal creencia. Las tarjetas
de crédito nos aseguran que aún viviremos al cabo del mes;
¿por qué si no nos da ese plástico el banquero? Comprar un
coche a plazos pagaderos en tres años, o una casa en treinta, nos
proporciona un crédito de vida por tres, por treinta años; de lo
contrario, ¿nos daría el crédito el banco? Suscribimos planes de
jubilación porque dicen que a los sesenta y cinco años nos rein-
tegrarán el dinero invertido. Confiamos en recuperar algún día
la infancia perdida, pero vivimos pendientes de cómo vivire-
mos mañana, del próximo fin de semana, las vacaciones, del
aumento de sueldo, de la compra de otra casa, de otro coche. Y
al morir, gritamos en silencio que la vida es demasiado corta.
El olor de la muerte y la visión de los cuerpos en descom-
posición son la clave de los pueblos de tradición para compren-
der la grandeza de la vida. En otras palabras, sabemos apreciar
el día si reconocemos que existe la noche y estamos dispuestos
a pasarla. La muerte de los seres queridos da a los pueblos de
tradición la necesidad de vivir la vida profunda y plenamente,
como si el mañana no existiera.
Quizá mientras estamos vivos, no sepamos qué nos espera
después de la muerte; tan sólo nos queda especular. Por tanto,
yo prefiero vivir la vida de manera que, si hay algo después de
la muerte, mi alma forme parte de un estado de autotransforma-
ción, sea el que sea. Es decir, elijo vivir la vida en plenitud de
amor y de pasión, ya que es mi deber de persona viva; elijo re-
cordar que ya que soy hombre y tengo capacidad para el cam-
bio, sería un crimen no intentarlo; elijo considerar que soy mi
propio dios y que mi religión es el amor, un amor que incluye el
respeto, la conmiseración y la comprensión, amor por mi pare-

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ja, por mis hijos, por mi familia y por la gente que me rodea; y
elijo aceptar que mi libertad termina donde empieza la de los
demás.
Creo firmemente que al morir, Dios o la Inteligencia Cós-
mica o Ella sólo me hará una pregunta:
—Te he dado la vida. ¿Qué has hecho con ella?

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