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El viejo y el escritor

Escrito por Ernesto Orellano

El viejo y el escritor

por Ernesto C. Orellano

Él se sentó frente al cuaderno con la mente vacía de ideas. Incómodo, cambió de lugar y pasó
a sentarse frente a la computadora. Las ideas siguieron sin venir. Su mente continuó vacía por
unos minutos que le parecieron horas. Se lamentó por hacer una comparación mental tan
común y pensó sucesivamente en el viejo que a veces veía en la plaza, en cómo podría escribir
sobre él, e inventarle un pasado, un presente y quizás un futuro.

Lamentablemente ese viejo no existía ni en su mente ni en la realidad, aunque le hubiese


encantado que así fuera. Ni siquiera ficción podría haber sido, ya que para eso primero debía
imaginarlo. Sin nada de eso ese viejo jamás existiría, su vida y su pasado, las mujeres que
tubo y perdió, sus esperanzas de tener un hijo, el dilema de tenerlo o no, sus trabajos, sus
compañeros, sus amigos, enemigos, ambiciones, la cantidad de veces que hubiera visto el
atardecer, los incontables días que se lo perdió, sus mascotas, su familia, la madre amorosa, el
padre que jamás conoció, sus éxitos, sus fracasos, sus penas, las cosas por las que se
arrepentía y que jamás volvería a repetir; en fin, todas aquellas cosas que lo harían creíble
jamás llegarían a existir si antes él no las imaginaba y fuera capaz de plasmarlas a través de
dulces palabras en una hoja de papel para que algún día otro ser humano pudiese descubrir
quien fue o pudo ser ese viejo imaginario.

Delicadamente, pero no sin decepción, se levanto de su dura silla y abandonó sus cálidos
sueños de escritor, por lo menos momentáneamente. No conocía el mundo lo suficiente como
para poder escribir sobre él, pensaba. Era arrogante creer que uno podía copiar y menos aún
imaginar algo digno de lectura. Aquellos escritores a los que admiraba no eran entonces más
que unos idiotas arrogantes. El odio y la frustración lo carcomían por dentro; la impotencia y el
temor también hacían lo suyo. Al fin y al cabo siempre había sido el miedo, ese terror
paralizante el responsable de que él no pudiese cumplir sus sueños. Sólo los valientes y los
locos consiguen la adoración, y con más frecuencia los segundos.

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Escrito por Ernesto Orellano

Hacía frío y decidió tomar un trago. Sacó la cubetera del freezer, luchó contra ella y consiguió
liberar tres cubitos de hielo partidos. Los arrojó dentro del vaso (a falta de una copa), sirvió el
alcohol y a continuación le echó Coca-Cola. Con suma delicadeza procedió a tomar del vaso,
se podría decir en realidad que era un hombre delicado. A la gaseosa le faltaba gas.

Una vez abajo y afuera decidió cómo iría a proceder y cuál sería su accionar. Primero iba a
dirigirse hacia la plaza o plazoleta más cercana en busca de un viejo, uno cualquiera que le
sirviese de modelo para su hipotético cuento corto. Esperaría a que el viejo lo inspirarse y
volvería a escribir; mejor eso que continuar su día frustrado y amargo. En caso de que no
hubiera viejos disponibles, o que éstos no le provocaran la más mínima inspiración,
abandonaría su estúpida idea y se dedicaría a seguir y molestar a las chicas que salieran del
colegio al mediodía para ir a sus casas.

Se ajustó la bufanda, metió las manos en el bolsillo y salio a caminar a paso ligero. Recorrió
cuadras y cuadras y pasó por dos plazoletas antes de encontrar al viejo indicado. Estaba
sentado en un banco de madera, sólo, rodeado inútilmente por centenares de miguitas de pan;
ni siquiera las palomas lo acompañaban. Ni con regalos conseguía que alguien se le acercara.
Era el viejo ideal y era “ahora o nunca”, pensó, y se acercó. Le pasó por enfrente sin lograr que
el viejo desviara su mirada. Lo escrutinió de reojo: era jorobado, taciturno, con la cabeza
cubierta por una capucha y la mirada baja y perdida, absorto en sus pensamientos y lamentos.
¿En qué estaría pensando? ¿A quién podría estar recordando? Él siempre creyó que los viejos
no pensaban sino que solo se limitaban a recordar, por miedo a que cualquier pensamiento los
llevara a la depresión y al suicidio. Al fin y al cabo ¿quién no se lamentaría por haber vivido lo
suficiente como para perder todo y no tener las fuerzas para intentarlo de nuevo? Peor castigo
que el infierno es ser viejo y vivir con remordimiento, querer hacer cosas de nuevo, vivir para
cambiar los errores, para decirle a alguien que lo querían o que lo perdonaban, y saber que no
van a tener esa oportunidad. Cuando uno está llegando al final de la senda de repente todo
aquello que parecía tan urgente e importante pierde su valor y uno se da cuenta, como
genialmente nos enseñó el Principito, que lo esencial nos fue invisible a los ojos y pasó de
largo hace mucho tiempo atrás. Ahora sólo les queda esperar el final y rogarle a Dios, en quien
ahora creen más que nunca, que se los lleve sin dolor ni sufrimiento, porque a pesar de que el
remordimiento no les permita dormir en las noches, son pocos los que disfrutan siendo
castigados por ello. Todos aspiramos al perdón.

Y así, absorto en quién sabe qué pensamientos, y el viejo en quién sabe qué recuerdos,
continuó rondando por la plazoleta, siendo ignorado y sin animarse a intentar un acercamiento.

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Sacó un atado de cigarrillos del bolsillo de su campera y volvió a guardarlo. Del otro bolsillo
sacó unos guantes y se los puso. Dio una vuelta más y finalmente se sentó en un banco que
estaba unos metros frente al banco del viejo. Enfrentados, sobre-abrigados, y con las manos
en los bolsillos, parecían una misma persona. Esperó a que el viejo levantara la vista; no lo
hizo. Miró su reloj, no quedaba mucho tiempo.

Una vez mas sacó el atado del bolsillo y, con delicadeza casi femenina, apoyó un cigarrillo
sobre sus labios. Del bolsillo de su pantalón hizo aparecer su encendedor zippo y, rasgo la
piedra, haciendo saltar una chispa. No prendió. Intentó repetidas veces; el fuego no apareció,
es probable que no hubiese suficiente bencina. Aun así, dejó el cigarrillo en sus labios, inerte.
Comenzó a mirar fijamente al viejo con la intención explícita de molestarlo y provocar una
reacción en él. Al viejo no pareció importarle. Empezó a zapatear con sus botas, a golpear el
banco con poco ritmo y mucha fuerza, como un baterista inexperto. Y el viejo, nada. “¡Eu!” le
gritó al viejo. Sin respuesta. “¿Señor?” Nada. Comenzó a inquietarse, ¿y si el viejo estaba
muerto? Nah, debía de estar sordo. Lo observó de pies a cabeza, no había mucho que decir,
se veía como cualquier viejo desdichado que va solo a una plaza. Todo ese esfuerzo, y la
inspiración todavía no se dignaba a hacer presencia.

Se levantó con lentitud y delicadeza, de la misma manera con la que hacía todo en su vida, y
se acercó al viejo. Esgrimió en voz baja un “permiso”, mas para sí mismo que para él, y se
sentó a su lado. El viejo no reaccionó. Indeciso, apoyó una mano temblorosa sobre su pierna
con extrema delicadeza. Todavía nada. El pantalón estaba frió, parecía húmedo. Poco a poco
deslizó su mano hacia la entrepierna del viejo y, frustrado por la falta de interacción, precedió a
apretar con suavidad. Cerca de ellos resonaron unos pasos en el piso adoquinado. Retiró su
mano con desesperación, casi como si hubiera tocado una hornalla caliente, y la guardó en su
bolsillo. Una mujer entrada en años pasó por delante de ellos y le echó una mirada inquisidora.
Apenas se hubo ido, él se levanto y escapó de allí.

A lo largo de todo su camino no dejó de darse vuelta y mirar a sus espaldas para ver si alguien
lo seguía. Llegó a la esquina del lugar indicado en el momento oportuno. El timbre sonó con
furia y los murmullos de los alumnos subieron por las puertas y las ventanas del colegio
secundario. Al minuto los jóvenes salían amontonados y en manada por la puerta principal.
Inmediatamente se separaron en grupos y comenzaron a esparcirse por la calle. Decidió seguir
a un grupo de chicas que se iba por la esquina opuesta a la de él; esto le permitiría pasar por
delante de la puerta y de muchas más chicas, lo que era un condimento sin comparación. Se
adelantó y lo hizo, hasta que por un momento estuvo completamente rodeado de chicos y
chicas y casi se sintió como uno de ellos. Quisiera decir “otra vez” pero estaría mintiendo; todas
las veces en su vida que se vio rodeado de jóvenes fueron momentos tan fugaces como ese.
Trató de prologarlo lo máximo que pudo pero aquellas miradas que no lo ignoraban las sintió
incómodas e insoportables, de desprecio y sospecha. Incapacitado para soportarlas mucho

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más decidió apurar el paso, y con angustia abandonó el grupo y llegó a la esquina. Miró hacia
ambos lados y vio al grupo de chicas al que le había echado el ojo casi llegando a otra esquina.
Dobló a la izquierda y comenzó a seguirlas.

Pronto se encontraron sólo las chicas y él caminando por la misma cuadra y acortando
distancia. Eran cinco chicas, dos morochas petisas, una tercera alta, una rubia teñida y una
verdadera. Ninguna de ellas parecía notar su presencia. Reían y contaban anécdotas con
vehemencia y alegría jovial. Cuando se encontraba tan solo a unos pasos de ellas, volvieron a
reír y no pudo evitar que una risita se le escapase a él también, revelando así su presencia. Se
voltearon asustadas y lo miraron con nerviosismo. Como intentando salvar la situación, agacho
su cabeza y cruzo la calle. Se alejaron y doblaron en la primera esquina. El continúo
siguiéndolas, desde la vereda de enfrente e intentando que no le viesen. Ellas se voltearon una
o dos veces más y pronto lo olvidaron, volviendo a sus anécdotas y risotadas. Unas dos
cuadras más adelante se detuvieron. El también lo hizo, ocultándose tras un árbol. La rubia y la
morocha alta se despidieron de las otras tres y cruzaron por la senda peatonal hacia la cuadra
donde él se encontraba. Las otras continuaron por el mismo camino de antes. La rubia y la
morocha llegaron a la esquina de su cuadra, no le vieron y siguieron de largo, desapareciendo
de su campo visual. Con rapidez se vio obligado a elegir y opto por las dos últimas.

Llego a la esquina y trato de acortar distancia nuevamente. De esa manera caminaron otras
dos cuadras hasta que ellas se detuvieron otra vez, se saludaron y partieron hacia caminos
opuestos. Otra vez debía tomar una decisión. Casi por azar siguió a la rubia, que se alejaba
rápidamente. Aceleró el paso hasta que estuvo a un metro de ella. Era obvio que la rubia ya se
había percatado de su presencia porque respiraba agitada y movía las manos a su lado,
nerviosa. Con violencia, ella se detuvo y se volteó, enfrentándolo. El también frenó. “¿Que
querés, eh? ¿Por qué me seguís?”. Tímidamente respondió con otra pregunta: “¿Tenés
fuego?” dijo, aun con el cigarrillo sin encender colgando de la boca. “¡No!” le grito ella y cruzó
corriendo hacia la vereda de enfrente. El se quedó congelado por un momento, viéndola
desaparecer por la siguiente esquina. Pasando en medio de dos autos estacionados, dio un
paso hacia la calle y un auto estuvo a punto de pisarlo. Las ruedas chirriaron al maniobrar y le
siguieron un par de bocinazos. Sin inmutarse, cruzó la calle y se dirigió a la esquina. Desde allí
pudo ver a la rubia gritándole a un policía en un tono tan agudo que lastimaba el oído. Supo
que era el momento de escapar de nuevo.

Volvió sobre sus pasos y cuando debería haber doblado para volver hacia el colegio y hacia su
casa recordó a la morocha, y continuo por el camino que ella había tomado antes. Por esa calle
llego a la estación de tren, no sin voltearse repetidas veces para ver si algún hombre de la ley
lo seguía. Entró a la estación y allí estaba ella en el andén, esperando el tren, absorta en sus
pensamientos sobre chicos lindos y programas de televisión modernos. No lo podía creer. Una
campana comenzó a sonar y lo hizo voltear. La barrera bajó, cortándole el paso a los autos. El

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sonido de la bocina del tren penetró sus oídos. Literalmente corrió hacia dentro de la estación y
al anden donde estaba la morocha, empujando el molinete y al guardia e ignorando sus gritos
que le ordenaban que se detuviera. La vio entrar, tan hermosa como antes, y él también entró,
a tropezones y golpeado por la puerta que se cerraba. No le importó en lo mas mínimo.

El tren arrancó y él trato de recuperar su aliento y su compostura. Se deslizó con delicadeza


por los vagones del tren hasta que la encontró, sentada del lado de la ventana. Pidiendo
permiso se ubicó en un asiento a sus espaldas, y la observó. Podía ver su carita inocente dos
veces, directamente y reflejada en la ventana. Dios, qué linda que era. Esas tetitas tan firmes,
tan idílicas, tan redondeadas. No pudo evitarlo, tuvo una erección. Con tranquilidad fingida se
quitó la campera y la apoyó sobre sus piernas, asegurándose de cubrir todo lo necesario.
Luego deslizó una mano por debajo, se desabrochó el pantalón y comenzó a masturbarse.
Imaginó a la morocha haciéndole las cosas más espantosas que un padre jamás podría
imaginar que su hija fuese capaz de hacer. Pensó en esos labios carnosos, pensó en sus ojos,
en su nariz, en lo poco de su cuello que quedaba al descubierto. Respirando con dificultad
acabó en menos de un minuto. Luego retiró su mano cubierta de semen y en mismo
movimiento delicado pero seguro, le acarició la mejilla y le corrió el pelo de la cara. Ella se
volteó y gritó con toda la fuerza que su gargantita le permitió. Se pasó la mano por la cara y
entendió. Gritó una vez mas. El se levantó y su campera se cayó al suelo, dejando su pene al
descubierto. Los ruidos asqueados de las mujeres adultas resonaron por todo el vagón. Se
agachó con rapidez, recogió su campera e intentó taparse.

El tren llegó a una estación. Nuestro héroe se movió fuera de su asiento y hacia la puerta pero
un hombre lo agarró de un brazo y lo golpeó en la cara, haciendo volar de sus labios el
cigarrillo sin encender. Al caer contra la puerta pudo ver a la morocha, cubierta de lagrimas,
sollozando en los brazos de señoras que lo miraban con desprecio como si fuera un monstruo.
“La gente es tan exagerada”, pensó un momento antes de que las puertas se abrieran y se
desplomara sobre el andén. El hombre que lo había golpeado intentó salir pero a fuerza de
patadas logró retenerlo dentro del vagón. Se levantó torpe y rápidamente, recogió su campera
del suelo y empezó a correr por el andén en dirección a la salida. Todavía con el pene
expuesto, las mujeres que se encontraban allí no pudieron contener sus gritos histéricos. A lo
lejos, pudo ver a un hombre de seguridad bloqueando la salida. Se volteó y vio venir mas
hombres corriendo desde la otra dirección. Miró alrededor en búsqueda de una salida. A su
izquierda se elevaban rejas demasiado altas para que pudiese treparlas. A su derecha, el
ultimo vagon del tren detenido y nada que le impidiese bajar a las vías y cruzar hasta el otro
andén. No había tiempo de contemplar otras opciones.

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Saltó a las vías y pasó por detrás del tren hacia el andén de enfrente. Al pisar las vías
contiguas sintió una ráfaga de viento que se abalanzaba sobre él, y por un momento dejó de
escuchar los gritos de la estación. No tuvo tiempo de entender qué fue lo que decían.

Varias horas después, el viejo aun seguía sentado en el banco de madera.

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