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Francisco Arriaga - CTLLL - II Tu Cielo No Es Mío
Francisco Arriaga - CTLLL - II Tu Cielo No Es Mío
Tu cielo no es mío
‐¿Debí haberle hecho el amor?
Atento solamente al volante y el pie conciente del acelerador, Manuel guiaba con seguridad y
desenfado la trayectoria del automóvil; la carretera semejaba un río de oro, escurriendo por los
costados, perdiéndose en la tierra arenosa. El combustible no sería problema, llenó el tanque
hasta el tope, cerciorándose de que la gasolina brotara a borbotones por la toma. El malestar que
ahora sentía no era, en forma alguna, un remordimiento tardío, tampoco buscaba una
justificación.
Bajo la camisa su piel se acostumbró demasiado pronto a la cálida viscosidad que formaba
manchas asimétricas, de un color escarlata perfecto. Escogió un buen momento para la denuncia
anónima, por demás todos en la manzana sabían que aquella casucha era refugio de poquiteros,
de grameros bien entrados en su negocio. Y al hacer la denuncia desde un teléfono público dijo lo
necesario para movilizar a toda la fuerza policial, y gran parte de la fuerza militar que los últimos
ochos meses había estado haciendo ronda tras ronda en la ciudad.
A fuerza de ver cine y noticias de telefisión se forja la idea de que el cuerpo humano es más fuerte
que cualquier otro cuerpo hecho de carne y hueso; no sin morbo recordaba frecuentemente el
video que lo cimbró: una decapitación de los talibanes, era un soldado inglés. Se lo envió por
correo electrónico un compañero de clase que también buscaba obtener la maestría en historia,
escribiendo en el asunto ‘Para que veas hasta dónde llegan los avances de la humanidad’. Sentado
a horcajadas sobre el pecho de la víctima, el árabe comenzaba a cortar, machete en mano, la
garganta del soldado. Más que gritos, parecían los sonidos informes de un cerdo muriendo. A la
mitad de la faena se detuvo. El soldado ya no podía gritar, le habían cortado las cuerdas vocales.
La respiración, único sonido de fondo, semejaba el resoplido de una res cansada, asoleada. Siguió
cortando hasta topar con el hueso. Volvió de revés el machete, y golpeó hasta quebrar las
vértebras. Luego siguió cortando, mientras el cuerpo dejaba de moverse poco a poco. Una vez
concluida su tarea, colocó la cabeza del soldado sobre el cuerpo, y retomó su perorata: ‘Ustedes,
norteamericanos, son los que tienen la culpa…’ La carne humana no era más resistente que un
pedazo de hígado de res que se compra en cualquier mercado.
Entonces advirtió el sonido repetido y metálico que brotaba de una rueda, y las vibraciones
inconstantes de la suspensión del coche. ‘¡Chíngadamadre!’ fue lo que gritó antes de abrir la
puerta y bajar al pavimento ardiente. Sí, un clavo en la llanta. Aún había aire para llegar a su
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destino, decidió reanudar el camino y aceleró. El último tramo de camino lo recorrió a ciento
veinte kilómetros por hora. Con el clavo en la llanta era casi cometer suicidio, sonrió al pensar que
sería lindo ser encontrado con las llantas boca arriba, el cuello roto, y manchado de sangre que no
era la de él. ¿Eran tan duchos los peritos para darse cuenta a la primera que la sangre no era suya?
Sería quizá cuestión de minutos antes de llegar a la conclusión y colgarle el título que repetirían en
su edición vespertina los periódicos locales: ‘Asesino’.
Pero la llanta no se rompió, el carro no se estrelló ni volcó. Nada de eso pasó. El calor de 37 grados
no le importaba, se cubrió con la chamarra de piel negra y tocó el timbre. ‘Tengo todo el tiempo
del mundo’, pensó mientras escuchaba cómo se recorrían el cerrojo y la cerradura de la puerta, y
después, la figura de Eduardo apareció junto al portón, abriendo una hoja tras retirar la barra de
seguridad.
‐Te ves mal, cabrón. No te quedes allí, pásale.
Siguió a Eduardo sin decir otra palabra quien apenas dándole el pase, se volvió de espaldas para
cerrar la puerta. Manuel sacó el picahielo y se lo enterró algunos centímetros en la nuca,
moviendo un poco el mango de madera. Su cuerpo se desmoronó como si fuera un muñeco de
felpa mal cosido.
Eduardo balbuceó algo. Manuel, a gatas, acercó su oreja derecha a la boca de Eduardo. Y oyó la
pregunta, balbuceo sin fuerza: ‘¿por qué me hiciste esto, Manuel?’
‐‘¿Hiciste?’ Nó, Eduardo. Aún no hago. Esto apenas está comenzando.
***
María Eugenia Torres, figura menuda, bien podía cruzar de lado a lado el salón de clase y nadie se
daría cuenta de lo que llevaba puesto encima. Nadie recordaría el color del pelo, el estampado de
la blusa, el corte de los jeans. Esto tenía sus ventajas, sobre todo cuando los machos del salón se
creían conquistadores salvajes y machos alfa, atacando con piropos que abarcaban el espectro
completo del ingenio mexicano, soeces, groseros, o elegantes y elaborados.
Por debajo de la puerta el frío de la ciudad se filtraba poco a poco. El ambiente caldeado era
cómodo, y también invitaba a dormitar entre clase y clase. La Bufa, resplandeciente, señoreaba las
aulas y la ciudad entera parecía renacer, cual Ave Fénix brotando de sus cenizas. Las luces de la
madrugada se iban apagando una por una, los últimos en morir eran los faroles pendientes de los
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postes de alumbrado público aunque de vez en cuando se quedaban encendidos todo el día, sobre
todo cuando era tiempo de lluvia. Parecían entonces senderos que no conducían a parte alguna.
En esos días de lluvia y horas de clases libres los alumnos más avezados se internaban en el Arroyo
de la Plata. Algunos otros aprovechaban y se encerraban en algún cibercafé, cerca de la catedral
no escaseaban. Los que se la daban de intelectuales y críticos de literatura o música iban a las
cafeterías, la norma tácita era jamás pedir un capuchino, así estuvieran en oferta del tres por uno,
‘esas pinches copitas nomás las piden los putos’.
Fue precisamente en un café, una tarde perdida en el mes de octubre, donde ella lo vio por
primera vez. Sentado, con un libro de Leopold von Ranke en la mano, daba pequeños sorbos a su
taza, humeante. A pesar de no fumar frecuentaba la sección de fumadores, porque era,
curiosamente, donde los dueños de la cafetería habían instalado –por órdenes de la Secretaría de
Salubridad y Asistencia‐ los mejores equipos extractores y de aire acondicionado. Así que cada
quien con su cigarro era un cada quien con su propio aire purificado.
‘Rondará los treinta y siete’, pensó. Nada había de extraño en su figura demasiado ‘como la de los
demás maestros’, sweater bien planchado, el cuello de la camisa sobre el cuello del sweater,
lentes con aros delgadísimos –esto quería decir que no era panista, por más que pudiera estar
simpatizando con perredistas o priistas‐ manos cuidadas, dedos largos, la cara un tanto cuadrada,
casi rectangular.
Fue un par de segundos los que coincidieron con la mirada. Ella sintió un escalofrío, como si un
pedazo de carbón le hubiera recorrido toda la columna vertebral, en un contacto rapidísimo pero
profundo. Advirtió en su rostro una sonrisa apenas dibujada, y vio cómo prosiguió con su lectura
como si tal cosa.
‘¿El maestro de historia? Ronda casi los cuarenta, divorciado, tiene dos hijos con su ex. Parece que
no le gusta andar con las alumnas, aunque se dice que las maestras a veces coquetean con él, y
pues él se deja querer’.
‐¡Cómo serás!
‐¡Es la verdad! Además, ¿a quién le dan pan que llore? Nosotras tenemos la edad de su hija, ya
sería muy pervertido que anduviera echándonos los perros encima, ¿no crees?
Eugenia pensó que Laura tenía razón. Por descontado el maestro era el maestro y ella era la
alumna. Además, el próximo semestre le tocaría clase con él. –Ya no falta tanto, le recordó Laura.
Acuérdate que los ordinarios son el mes próximo.
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***
Eduardo bajó la escalera de piedra con cuidado. Cuando llovía, las baldosas adquirían una
consistencia muy semejante al hielo, sólo que no eran baldosas frías, eran más bien lajas cálidas
revestidas de escarcha. Recordó años antes, al bajar las mismas escaleras, cuando resbaló y cayó
sobre un libro en francés de Husserl que le prestó Hernández, su maestro de filosofía. Al
entregarlo, el maestro preguntó ‘¿Dónde carajos metiste mi libro?’ Eduardo extendió sus manos
lastimadas mostrándoselas, y sólo entonces respondió: ‘Donde mis manos no alcanzaron a
protegerlo’ Allí quedó eso, pero conservaba sendas cicatrices en los nudillos, y una cicatriz
pronunciada a lo largo del dedo meñique en su mano izquierda.
Al entrar en el estacionamiento notó que alguien le había dado un tallón a la polvera izquierda del
coche. ‘Debió haber sido el cabrón de Agustín, esa niña le tiene sorbido el cerebro’.
Sonrió al pensar que él no era diferente de Agustín esa noche. Laura le esperaba en la parada de
autobuses frente al Arroyo de la Plata, exactamente a un costado de Soriana. ‘No sé cómo se las
ingenian estas niñas para salir a la hora que les da la gana, pero si me toca hacerla de niñera esta
noche claro que me cobraré alto los honorarios’.
Pensó esto cuando arrancó el automóvil, y se dispuso a recorrer las calles céntricas y más
congestionadas de la ciudad. Había comenzado a llover de nueva cuenta. ‘Ojalá hayas llevado
sombrilla, de lo contrario en lugar de niñera voy a tener que hacerla de enfermero, o paramédico’,
pensó, mientras hacía alto en un crucero de la calle González Ortega.
***
Ni a Laura ni a Eugenia les tocó conocer ‘Ce Huitzilíhuitl’, donde ‘El Ruso’ hacía el pan más
mexicano del estado, tampoco les tocó andar brincando de estanquillo en estanquillo para ver
quién había recibido los contados ejemplares de La Jornada Semanal, o la revista española ‘Album
Letras Artes’. Estos son los tiempos de los cibercafés, de los emos fotografiándose semidesnudos y
publicando sus fotos en internet, poniéndose a votar entre ‘Metroflog’ y ‘SexyoNó?’ Son los
tiempos de los condones y lubricantes y las pastillas del día después, de la tacha y la coca bien
escondidas en el borde de la blusa.
Para ellas era sencillo: se alocaban un poco sabiendo que había alguien que las cuidaba, y aunque
pudiera acostarse con ellas guardaría el secreto por temor a terminar con su reputación publicada
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en la sala de maestros, o expuesto en alguna junta con los padres de familia. Sexo seguro y gratis,
sin necesidad de pagar el hotel, ni siquiera las drogas. Al principio fue Eugenia quien hizo menos
alboroto. Ir a meterse una tacha a la casa de un profe que tenía el doble de su edad, para luego
acostarse con él y al día siguiente haber olvidado todo no era la idea que tenía de una tarde o de
una noche divertida.
La primera vez que inhaló coca fue algo casi místico. Sintió el ardor en la nariz, y casi
inmediatamente después advirtió el latir del corazón que iba acelerándose poco a poco, la
necesidad urgente de respirar más rápido, y esa sensación apremiante de quitarse toda la ropa.
Empujó a Eduardo sobre el sillón, y a horcajadas sobre él, le desabrochó el pantalón, se dejó
penetrar de una sola vez, en un solo movimiento. La necesidad imperiosa de frotar, un vaivén
animal, el placer adueñándose de cada palmo de piel. Ni siquiera sintió los dientes que se clavaban
en sus pechos, Eduardo la tomó fuertemente de la cintura, y poco antes de eyacular en ella,
advirtió que hasta esa noche Eugenia había sido virgen. ‘Vaya, sorpresas que te llevas en esta
pinche vida’ fue todo lo que él pensó.
A las cinco de la mañana, Eugenia despertó y vió a su lado a Laura, desnuda al igual que ella.
Eduardo dormitaba en el sillón, con la camisa desabotonada, y el pantalón semiabierto. Al pie del
sillón algunos condones habían dejado su mancha de líquido lubricante y jugos vaginales esparcida
en la alfombra.
‐¡Laura! ¡Levántate!
‐¡No la chingues, Eugenia! ¡Son las cinco de la mañana!
‐¡Sí, pero necesitamos irnos!
‐¿Y para qué? ¿Para que el profe nó nos vea? Ya te lo cogiste y él te cogió también. Acuéstate y no
hagas tanto circo, ni te van a fichar en la delegación y tampoco va a salir tu foto en el periódico, ni
tus papás ni mis papás se van a enterar. Ya no hagas tanto argüende, bien que te le trepaste
anoche y si te gustó mejor acéptalo, y no le saques la vuelta.
Laura tenía razón. Podía sentir ese cansancio relajante en su cuerpo sin fuerza, y sólo entonces
comenzó a sentir la hinchazón de labios y vulva, sensación que aprendería a disfrutar mucho más
pasando el tiempo.
Acostarse con los profes tenía su lado bueno: no preocuparse por las calificaciones y tener las
espaldas bien cuidadas. Cuando ellos insistían en tomarles fotos sin ropa accedían siempre con la
condición de que ellas se quedaban con una copia de las fotos; ellos también aparecían en las
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tomas, algunas hechas mientras la excitación llegaba al límite, mostrando los rostros
desencajados, distorsionados, gestos grotescos, obscenos.
La primera vez que vio a Manuel llegar a la casa de Eduardo, Eugenia sintió que el rostro se le
encendía. Quizá no la reconoció; a mitad del festín, y justo cuando Laura estaba meciéndose
frenéticamente sobre Eduardo, Manuel se acercó a ella, levantándola en peso, y tomándola con
un ritmo acompasado, lento, que hacía cada contacto más intenso. La excitación creció hasta que
culminó en un orgasmo múltiple, que dejó a Eugenia semidesvanecida sobre el sillón.
‐Caray, Eduardo. Pero si casi son unas niñas.
‐Casi, Manuel. Pero tienen veinte años, y bien saben lo que les gusta y lo que quieren.
Manuel no dijo más. Los cuerpos de ninfas yacentes en el sillón y en la cama eran demasiada
tentación como para no ceder ante el impulso de la sangre, la tentación de la carne.
Aquella noche Manuel no soltó a Eugenia. Eduardo tenía el presentimiento de que en adelante,
pasara lo que pasara, Manuel jamás dejaría a Eugenia. Aunque la estuvieran compartiendo,
aunque Manuel estuviera en ese momento bajo el cuerpo exigente y flexible de Laura, y aunque
Eugenia estuviera entregándose en ese momento a él.
***
Manuel no se permitía el lujo de distraerse con las estudiantes que llegaban en grupos a tomar
café, chocolate, o cerveza. Preparar un examen de Historia Colonial de la Nueva España no era
cualquier cosa, y menos cuando se trataba de pasar el escrutinio que anualmente la sección de
servicios escolares imponía a todos los maestros. ‘La peor forma de gobierno es la democracia’, lo
sabían filósofos y políticos, agitadores y anarquistas, guerrilleros y militares. Poner una boleta para
calificar el desempeño de cada maestro en manos del alumno es exactamente lo mismo que darle
una bomba molotov: la evaluación era una estrategia más administrativa que académica y nunca,
en dos años consecutivos, se había hecho en la misma fecha. Ya se sabía que si la evaluación se
aplicaba una semana o un par de semanas antes que el examen final, entonces era un mero
requisito administrativo, para llenar las carpetas y formularios, y a olvidarse del asunto por un año
más.
Pero si la evaluación se aplicaba una semana inmediatamente después de los exámenes finales,
entonces lo menos que se esperaba era una cacería de brujas inminente. Eso quería decir que
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habría despidos masivos y también contrataciones masivas, y que aquellos que se quedaran
afianzarían más su presencia en la institución.
A Manuel le faltaban seis años para jubilarse. A los dieciocho obtuvo su plaza, previos viajes de
‘voluntario’ a las sierras de la región tarahumara, la ventaja fue que a los cuarenta y tres podría
gozar de jubilación y pensión, y si lo quería, seguiría dando clase con menos exigencias y rigor, en
alguna escuela privada o en la misma institución que ahora le daba cobijo.
Sus planes no incluían estrategias mercadotécnicas de avanzada ni estudios de factibilidad ni
estrategias de colocación de productos o estrategias para la consecución de un nicho de mercado,
era solamente la observación puntual de sus casi veinte años de servicio.
Primero, rentar un local, de preferencia en el centro de la ciudad, y dedicarse a la venta de libros
especializados, esos títulos que sólo podían adquirirse en Monterrey, Guadalajara o el Distrito
Federal. Conocedor de las necesidades siempre cambiantes y a la vez siempre iguales de los
alumnos, estaba seguro de que la ubicación por sí sola no sería un factor determinante para
garantizar el éxito –o el fracaso‐ de su empresa.
Y después, cuando el negocio comenzara a andar, por qué nó, buscarse una mujer. La soledad
duele, cala en lo más profundo, y no eran ya tiempos de andar haciéndole al maestro pervertidor
de menores, por más que las ‘menores’ tuvieran al menos sus veinte años cumplidos.
Por eso aquella noche hubo algo en el comentario de Eduardo que lo sobresaltó. Cuando despertó,
a las cuatro de la mañana, pudo ver que Laura y Eugenia estaban en el tocador, metiéndose otra
línea de coca. ‘Mejor que se entretengan con sus jueguitos de lesbianas, a estas dos ni quién las
llene’. Las escuchó platicar un par de minutos y entonces comprendió el comportamiento extraño
de Eduardo en el último par de meses.
***
‐Eduardo: no es por venganza o rencor, tampoco por celos, nada de eso. Es praxis y nada más.
Mientras Manuel hablaba, Eduardo oyó el sonido de la cajuela del carro al abrirse, y vió igual que
tras un vidrio empañado cómo sacaba dos cuerpos.
‐Eugenia está muerta. La maté porque era necesario. Apenas se notará, bastó con taparle la cara
unos instantes con la almohada y después, al momento de retirarla, lanzarle una buena dosis de
coca en la nariz y en la boca. Se dirá que fue un pasón. Fue más difícil decidir qué hacer con Laura.
En serio, ¿crees que hubiera funcionado lo de ustedes?
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Eduardo intentó moverse, no pudo hacerlo. Su cuerpo no respondía, su respirar era cada vez más
pesado, abría y cerraba los ojos irregularmente, sus párpados habían perdido ya la coordinación, y
comenzaban a hincharse.
‐‘No, Manuel, por favor’. El murmullo no lo podía escuchar ni siquiera él mismo, Manuel leyó sus
labios, y repitió en voz alta: ‘no, Manuel, por favor’.
‐Pero Eduardo, si es un favor lo que estoy haciendo. Para ti y para mí. En tres años hubiera estado
Laura buscándose a alguien más, alguien que aguantara igual que ella al meterse coca, y alguien
que la hiciera sentirse una mujer, o una hembra. Con Eugenia tarde o temprano también pasaría lo
mismo. No pienses que no tuve la idea de hacer lo que tú querías. Claro que la tuve, pero esto no
funciona así. Ni tú ni yo tenemos permitido vivir un cielo que no nos corresponde.
Eduardo advirtió el respirar débil y entrecortado de Laura. Nada pudo hacer cuando Manuel le
puso en la mano derecha el cuchillo cerrando sus dos manos alrededor de la de él, y tampoco
sintió las siete cuchilladas que se clavaron en el tórax y abdomen de la chica.
‐Ayer vi que después de dos años no usaste condón con ella. Si eso no significa algo entonces ya
no sé qué carajos pueda estar pasando. Ella tendrá dentro de sí tu semen, y todo parecerá un
asesinato demencial, y también parecerá que ella se defendió de ti usando el picahielo. Muy a lo
Hollywood, ¿no crees? Seré lo más cuidadosamente descuidado que pueda, no te dolerá, Eduardo.
Dio el segundo piquete al azar en el cráneo de Eduardo, quien al instante dejó de moverse, y de
parpadear.
Se tomó el tiempo para revisar la recámara de Eduardo y encontró lo que buscaba, la cámara
digital, y las memorias SD en sus estuches. Las guardó en la chamarra, y al salir cerró la casa con
llave, con la copia que Eduardo le diera casi tres años antes.
Ya para entonces, la llanta del coche se había desinflado por completo.
‐Justo a tiempo, pensó Manuel. Abrió la cajuela y quitó el plástico negro con el que envolviera a
Laura y Eugenia. Lo dobló cuidadosamente y se lo puso bajo el brazo.
Al cerrar el portón, pensó que nunca se sabía para qué pueden servir las llaves de las casas y los
coches ajenos.
Y recordó la noche del día anterior, cuando estuvieron en su casa. –‘¿Debí haberle hecho el amor?’
se preguntó entre dientes. –Nó, claro que nó, se contestó en voz alta.
Y su voz era clara, y firme.
Como debe ser la voz de todos los maestros.
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Cuando termine la lluvia
Cuentario
México, Frontera Norte.
10 de Noviembre de 2009.
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Per aspera ad astra.
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