Está en la página 1de 3

Vengo siempre, desde que me acuerdo

Por Juan David Rincón Huertas

http://laspalabrasquenovalen.wordpress.com/yo-en-25-preguntas/

Antes de que la ciudad entera despierte y las primeras rutas de buses empiecen a
movilizar miles de ciudadanos por el ajedrez de muchísimos peones y pocos reyes
que es ésta ciudad tan variopinta, ya hay quienes se levantan para iniciar un día
lleno de trabajo. Ellos son vendedores de productos del campo, cerca de
cincuenta personas –entre niños y adultos–, que cada sábado de ocho de la
mañana a nueve y media de la noche, se sitúan para el tradicional Mercado
Campesino, ubicado en el sector de San Cristóbal Norte en una bodega de la calle
163 con Carrera 7-B y en las confluencias de este punto.

El punto de convergencia de este mercado es esa bodega, que normalmente


funciona como parqueadero, pero cada sábado recibe a una variedad de
personas, historias y productos.Sin embargo, hay una relación de centro-periferia
en este mercado. Alrededor de la bodega, donde se concentran la mayoría de los
vendedores, se congregan otros puestos en los andenes, junto a las calles. Estos
últimos se ubican sobre la Carrera Séptima (costado norte-sur) entre las calles 162
y 163A frente a supermercados como Surtimax o Demi Barrio. En este espacio
fácilmente se encuentran una docena de puestos informales.

Muchas personas, que vienen a comprar distintos tipos de frutas, verduras,


hortalizas o legumbres, bajan de los barrios del cerro; otros vienen de los sectores
como San Cristóbal Norte, Barrancas o Toberín. Ellos asisten a su compra
semanal con sus carritos metálicos, costales o talegos y, de esta manera, se ven
personas de toda clase buscando en medio de los puestos las mejores opciones
de alimentos.

Cada puesto de venta es un lugar que reúne toda una familia y cada uno parece
tener un lugar predeterminado en medio de toda la mecánica. En los puestos se
ve tanto adultos como niños que, con un saludo y una sonrisa, invitan a mirar y
llevar los productos que ofrecen. Cuando llega un cliente, ellos se concentran en
dar la mejor atención y en asegurarse de que las personas lleven la mejor
variedad de productos.

Este microuniverso del mercado representa la vida de cada quien que muestra
una risa afable a cada día, así deban enfrentarse a condiciones frente a los que
muchos se rendirían sin intentarlo siquiera. Una de estas personas es María
Isabel. Se ubica a las afueras de la bodega, sobre la Carrera Séptima. Su puesto
se reduce a unas cuantas canastas sobre las que ubica sus productos y una caja
de tablas de madera en la que se sienta. Ella llega cada sábado a las dos de la
tarde. Sin embargo, no es que su trabajo empiece tarde. Ella y su familia se
levantan a diario muy temprano, se dirigen a la Central de Abastos de Bogotá
(Corabastos) y ahí compran todos los productos que venderán en San Cristóbal
Norte. Una camioneta se encarga del transporte de los alimentos desde un punto
al otro. Ella debe abordar el sistema TransMilenio para llegar desde el sur de la
ciudad, donde vive, a esta parte de la ciudad.

María Isabel está atendiendo su puesto sola, frecuentemente viene toda su familia,
pero hoy su esposo atiende otro puesto, igual al de ella, pero ubicado en el sector
del centro de la ciudad. Entre sus productos se destacan mazorcas y plátanos,
aunque hoy sus ventas han estado “regulares”, como ella misma las define. Desde
hace 33 años trabaja vendiendo productos del campo; sin preguntar su edad se
puede deducir que ese trabajo ha sido de toda una vida. María Isabel señala que
agradece mucho que hoy no haya llovido. Para estos últimos meses del año la
temporada de lluvias ya ha empezado, pero hoy ella se siente afortunada y
agradecida con el clima. “Cuando llueve, no tenemos de otra. Como nos hacemos
en la calle nos toca mojarnos”.

Eso me lleva a preguntarle por la bodega. Ella dice “que los de adentro son gente
a parte de los de afuera”. Y, a pesar de que lo diga, se puede notar que en todos
los puestos hay algo que los une y los hace ser uno solo. Cada venta es un cuadro
que se hace muy similar al siguiente y este a todos los que lo rodean. En medio de
todas las canastas que sirven como mesones para exhibir los productos, se ven
todos como una familia.

Aunque parezca que ésta es una actividad semanal, la vida de las personas que
asisten al mercado con sus productos no se limita a la rutina del día sábado. Ellos
van a diferentes partes entre semana, municipios aledaños a la capital como
Zipaquirá o Facatativá, incluso otros sectores de la misma Bogotá.

Mientras converso con ella, alguien se me acerca y me observa. Es un chico de


saco rojo y gorra que antes conversaba con su vecinita de puesto. Él es Juan
Carlos, tiene 11 años y está en sexto grado en la jornada de la mañana en un
colegio del sur de Bogotá, José Celestino Mutis en Mochuelo Bajo. “Es el colegio
más grande de toda Ciudad Bolívar”, dice con una sonrisa orgullosa. Y de hecho,
este colegio ubicado en el sector rural de Ciudad Bolívar es el más grande de toda
Bogotá y tiene un énfasis en agricultura. A él le gusta muchísimo estudiar y le va
muy bien. Según me cuenta, sabe que estudiando puede asegurarse un futuro
distinto al de este trabajo.

Por lo regular, él y su familia llegan a las 11 de la mañana y colocan su puesto y


sus productos, pero, al igual que María Isabel, madruga mucho cada sábado. “La
rutina de mis papás empieza a las 8 a.m. Ellos bajan, cogen el bus, llegan a la
central de abastos, compran el mercado. Allí les dan unos vales, ellos se los dan
al señor de los carros, lo cargan y lo traen”. La familia de Juan Carlos trabaja toda
la semana en diferentes partes de la ciudad, pero esos son días en los que él no
los puede acompañar por sus asuntos escolares; así que realiza sus tareas el día
viernes para poder dedicar su tiempo al puesto el día sábado. De igual manera,
Juan Carlos no es consciente de cuándo empezó a trabajar aquí en el puesto con
su familia. “Vengo siempre, desde que me acuerdo”.
A pesar de tener solo 11 años, Juan Carlos habla con la seguridad y la destreza
de un adulto. Lo tiene todo claro: sabe cuál es su papel en el puesto, sabe lo que
es necesario para trabajar aquí y sabe, muy contento, que él reúne todo lo que es
indispensable. “No se trata de convencer a las personas. Hay es que saber
vender”. En la opinión de este pequeño, el trabajo tampoco es para aquellas
personas que sienten pena de todo: “este trabajo no es para cualquiera, sólo es
para gente que le meta ganas. No hay que tener miedo de hablar”.

“¿No va a llevar una papaya, una piña?”, les pregunta Juan Carlos a una pareja de
adultos que mira hacía sus productos.

Sé que Juan Carlos se siente muy bien con su trabajo y con el hecho de poder
colaborarle a su familia. También tiene amigos en otros puestos: “Todo el mundo
se habla con las otras personas, la gente trabaja como en una gran familia”. Ésta
es una visión del mercado que contrasta con la que ha planteado María Isabel:
“Aquí, todo es como una gran competencia, cada quien vende como puede y casi
todos traen los mismos productos”. Cada frase representaba las miradas de un
niño y un adulto que confluyen por las mismas razones en el mismo espacio.

Ya cerca de las nueve de la noche, hay quienes se bajan de los buses volviendo
del trabajo o abordan las rutas que los llevaran a casa. Los vendedores ya llevan
todo un día trabajando; sin embargo, aún esperan. Las horas de la noche son las
mejores de su venta, porque, precisamente, es el momento en que los habitantes
del sector terminan su rutina del sábado con un recorrido ya cotidiano por los
puestos, esperando encontrar las ofertas a las que ellos están acostumbrados:
“Piñas a mil”, “Tres paquetes por dos mil, de lo quiera”.

Ya tarde en la noche y con el cierre de las últimas ventas cada trabajador del
mercado termina su día en el puesto. Los pequeños esperaron pacientemente a
que sus padres concluyeran sus labores, ahora entre todos ellos cargan los
camiones con los productos que han quedado del día. Volverán a sus casas y
mañana tendrán una rutina similar a la de hoy en otro punto de la ciudad o fuera
de ella. Estos puntos de la Calle 163 y la Carrera 7ª ahora están vacíos de
vendedores y anuncios. Las voces familiares de trabajadores como Juan Carlos o
María Isabel, ahora son reemplazadas por un ruido caótico y desordenado. Ruido
de autos, buses y peatones que en medio del frenesí rutinario no serán
conscientes de su paso entre las calles.

También podría gustarte