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EL PRESIDENCIALISMO

RENOVADO

Institución y Cambio
Político en América Latina

Dieter Nohlen
Mario Fernández
(editores)
Presidencialismo versus parlamentarismo:
Dos enfoques contrapuestos (*)

Dieter Nohlen

En marzo de 1987, en el Fortín de Santa Rosa, Uruguay, abríamos el debate


sobre reforma política y consolidación democrática en América Latina en el
marco de un seminario internacional que reunió a cuentistas sociales europeos
y latinoamericanos. Entonces hace ya una década, nos interesaba comprobar
si la institucionalidad política en América Latina había tenido alguna relación
con los derrumbes de la democracia y si su reforma podría contribuir a mejorar
la viabilidad y la consolidación de la democracia en la región. La presencia de
los participantes europeos en el debate 1 se justifico principalmente por la
experiencia europea durante la posguerra que supero la historia de fracasos de
las formas parlamentarias de gobierno imperantes en el primer tercio del siglo
mediante adaptaciones del mismo sistema básico a parámetros de mejor
funcionamiento y mayor estabilidad. Tomando tales estímulos teóricos e
históricos considerando los debates sobre reformas del sistema presidencial
en algunos países de América del Sur, especialmente Chile y Argentina, en el
seminario se lanzo también la idea de introducir el parlamentarismo en uno u
otro país. Los resultados de este encuentro fueron publicados un año mas
tarde en un libro complicado por Dieter Nohlen y Aldo Solari en 1988
(Nohlen/Solari, 1988).
En el mismo año 1987, Juan J. Linz publicaba la primera versión de su
muy difundido e influyente articulo: Presidential and Parlamentary Government.
Does it Make a Difference2, en el que junto con subrayar la diferencia entre
ambas formas de gobierno, especialmente respecto a su afectos, destacadas el
rol negativo del presidencialismo en América Latina como causante del
derrumbe de las democracias, como elemento que impide o dificulta la
transición a la democracia y como estructura que hace problemática la
consolidación de la democracia. Consecuentemente, Juan Linz se pronuncia de
manera decidida a favor de la introducción del parlamentarismo de América
Latina, fomentando vigorosamente este proyecto tanto a nivel académico como
en la esfera del consulting político.
La aparición del tema institucional en el debate politológico sobre la
transición y consolidación democrática en América Latina origino el
perfilamiento paulatino de una dualidad de enfoques sobre sus aspectos
conceptuales y metodológicos, así como respecto de las consecuencias que
los esfuerzos teóricos tendrían en el desarrollo político de la región.
Estas líneas de estudio sobre los regimenes políticos encontrarían su
expresión más elocuentes en dos compilaciones publicadas en 1991 y 1994.
Por un lado, en Presidencialismo versus parlamentarismo compilado por Dieter
*
Agradezco mucho el apoyo de Martín Lauga en la preparación de la versión castellana de este ensayo. El texto
correspondiente a la conferencia pronunciaba al acabo del VII Curso interamericano de Elecciones del Instituto
Interamericano de Derechos Humanos (IIDH/CAPEL) en el salón de Ex-Presidente de la Asamblea Legislativa de
Costa Rica, el día 29 de noviembre de 1995
1
Desde España el politólogo (y político) Rafael Arias Salgado y el constitucionalista José Juan Gonzáles Encinar,
desde Alemania el historiador Derlef Junker, el constitucionalista Christoph Muller y el politólogo Dieter Nohlen.
2
Versión en castellano publicaba en: Consejo para la Consolidación de la Democracia, 1988.
Nohlen y Mario Fernández (véase también Nohlen, 1991), se señalaron
nítidamente las diferencias metodológicas e históricas que diferenciaban los
enfoques sobre los sistemas de gobierno en América Latina y se analizaron
con gran detalle las posibilidades de reforma del presidencialismo en América
Latina, haciendo hincapié en las formas variadas de este tipo de sistema
político que habría considerado para emprender tales proyectos de reforma en
cada caso nacional. Ahondando en este punto, en el estudio se proponía
poner énfasis en la idea de adaptar mas que reformar los sistemas
presidenciales en al sentido de alcanzar mejores patrones de funcionamiento.
Por otra parte, en el libro se destacaban comportamientos de los actores
políticos como variable de importancia respecto al rooting de las instituciones;
se llamaba la atención cobre los cambios reales en cuanto a lo actitudinal,
especialmente en los procesos de formación de coaliciones de gobierno o
especies de este tipo de gobiernos por mayoría multicolor en Chile, Bolivia y
Uruguay; y se afirmaba que, incluso cuando ni siquiera en un solo país se
producían reformas constitucionales en cuanto al tipo del sistema político
vigente, el mero debate institucional podría tener efecto de mejorar la
comprensión de lo institucional como restricción y recurso por parte de los
actores políticos y así contribuir al objetivo principal: la consolidación de la
democracia (véase así mismo Nohlen/De Riz, 1991).
En 1994 se publicó el estudio de Juan Linz y los investigadores que
participaron en dos seminarios internacionales sobre el tema en 1989 y 1990
en Washington y Santiago de Chile. En esta obra, el enfoque y objetivo del
pensamiento parlamentarista de Linz se vio ratificado y aun más acentuado por
el titulo mismo de la obra colectiva por Juan Linz y Arturo Valenzuela: the
Failure of Presidential Democracy, sin perjuicio de que varias contribuciones de
libro no comprueban no conforman esta visión deterministas y universalista del
presidencialismo. En su extensa introducción al libro que constituye la versión
definitiva de su articulo de 1987 Juan Linz amplio sus argumentos contrarios al
presidencialismo, a pesar de los inequívocos signos de la realidad político de la
región. La alusión que el autor hace la critica que recibo no considera sus
argumentos ni las propuestas de reforma política. El trabajo de Linz tampoco
da cuenta del significado de los intentos de reforma institucionales que
tuvieron lugar en América Latina en esta década. Mientras que las iniciativas de
reforma constitucional respecto a la forma de gobierno generalmente se
frustraron, se observa un compartimiento de la clase política en buena parte
más pragmático y conforme con criterios de mejor funcionamiento del sistema
presidencial. El pronostico nuevo derrumbe de la democracia en América
Latina nose produjo, observándose, por el contrario, una permanencia de la
democracia en América Latina nunca antes vista en si historia, y con ello una
relativización de la supuesta relación casual entre sistema de gobierno y
desenlace feliz o fatal de la democracia.
Lo que la realidad de la región presenta es, en suma , una cierra
flexibilidad y capacidad de adaptación del sistema presidencial, en medio de
inmensos desafíos económicos, sociales y políticos que están relacionados con
el agotamiento de la estrategia de desarrollo cerrada, sustitutiva y estatista y
con la implementación de la estrategia neoliberal de apertura, privatización y
desregulaciones. En este dificilísimo contexto socioeconómico y de
reesturturacion de la relación Estado/sociedad no solo no se produjo el
derrumbes de la democracia por los déficit del presidencialismo, sino que mas
bien se manifiesta a nivel político-institucional lo que debería ser un
fundamento emperico central del pensamiento institucional para América
Latina: la reafirmación de la democracia presidencial. Vale añadir que esta
observación emperica acerca de la permanencia y, en ciertos casos,
estabilidad de la democracia no implica emitir ningún juicio sobre el desarrollo
de la democracia y su permanencia y consolidación en el futuro, asociado a
variables externas a la forma del sistema político.
Mientras que la polémica se expandió a mas países de América Latina a
través de la reedición de los dos articulo introductorias de Linz y Nohlen a las
compilaciones ya mencionadas en 1994 y 1991 (véase Linz/Nohlen et al., 1993;
Comisión Andina de Jurista, 1993), con el correr del tiempo un numero cada
vez mayor de cuentistas sociales y constitucionalistas se incorporo al debate,
manifestándose matices y posicionamientos nuevos respecto a la disyuntiva
entre presidencialismo y parlamentarismo. Según Bernard Thibaut (1996), cabe
distinguir, en términos sistemáticos, entre:

1. La comparación entre ambos sistemas dentro de una enfoque


de puro razonamiento teórico o idealtípico: tal es por ejemplo la
postura de Juan J. Linz principalmente y, en medida parecida,
de Arend Lipjhart.
2. Los estudios cuantitativos que comparan por lo general con un
enfoque temporalmente muy reducido la performance de las
democracias presidenciales y parlamentarias (Riggs, 1993;
Stepan/Skach, 1993; Hadenius, 1994; entre otros.)
3. Los estudios que abandonan el contraste entre los tipos
básicos y se vuelcan al análisis de la variantes dentro del
presidencialismo de acuerdo con un enfoque puramente
institucional, diferenciando, por ejemplo, entre sistemas mas
presidentes “fuertes” y sistemas con presidentes débiles en
relación con la formación y el mantenimiento de su gabinete o
en relación con el proceso legislativo. Aquí también hay una
tendencia o concebir los supuestos “metiros” de distintos
modelos o subtipos del presidencialismo en cuanto a la
estabilidad democrática en términos cuantitativos, sin
considerar el contexto histórico (Shugart/Carey, 1992)
4. El enfoque que seguimos nosotros de estudiar los sistemas de
gobierno en estrecha vinculación con el contexto social y
político. estructural en el cual tienes que operar concretamente,
es decir, un enfoque muy escéptico en relación a los
rendimientos posibles de un análisis puramente teórico y/o
cuantitativo. Este enfoque implica no rechazar por principios o a
priori ni el parlamentarismo ni el presidencialismo, sino evaluar
los problemas de funcionamiento de un cierto sistema de
gobierno, percibido como un conjunto de elementos
institucionales y políticos-estructurales.

El gobierno comparado: evidencias teóricas y empíricas


Existen diferencias estructurales entre el sistema presidencial y el parlamen-
tario. Este hecho es tan obvio que sólo repetirlo no debería ni despertar mayor
interés ni favorecer la polémica.
El caso empieza a llamar la atención cuando las diferencias que se
establecen a nivel teórico-sistemático se convierten en factores causantes del
desarrollo político a nivel histórico-empírico, es decir, cuando se pasa del
mundo abstracto de las lógicas simples al mundo empírico de las
circunstancias y variables complejas. El mundo abstracto es el reino de las
teorías universalistas; el mundo histórico el de las teorías de menor alcance, de
las explicaciones contextúales o contingentes.
La fuerza sugestiva del pensamiento institucional de Juan Linz radica en
el supuesto de que sería posible pasar sin más del análisis sistemático propio
del gobierno comparado al análisis causal del desarrollo político. Se trata pues
de la mezcla de dos lógicas distintas, algo que difícilmente puede ser percibido
por quienes descuidan cuestiones metodológicas o sólo recientemente se
incorporan al debate.
Como bien sabemos, Juan Linz es un excelente conocedor de la historia
de numerosos países, por lo que le resulta fácil fundamentar su argumentación
contra-presidencialismo y pro-parlamentarismo con exhaustivo material histó-
rico proveniente de los más diversos países. No obstante, pese a la
abundancia de ejemplos históricos, la lógica de su investigación no es histórica
sino abstracta o pura; es la lógica de la coherencia. En palabras de Giovanni
Sartori. Su discurso "busca relaciones universales, relaciones que permanecen
invariables, cualesquiera sean los casos específicos a los cuales que se
puedan referir (...) Maneja relaciones temporales, sucesiones que no son
cronológicas sino ideales" (Sartori, 1992, pp.147, 149). En función de la lógica
no contradictoria, la historia, la empiria, juega un papel sólo auxiliar: los
ejemplos específicos le sirven para juntar evidencia histórica que acompañe el
desarrollo argumentativo. Este tratamiento de la historia, sin embargo, no es
apropiado para comprobar las hipótesis dado, primero, que se dejan fuera de
atención los casos históricos que no se adecuan a las relaciones sistemáticas
que se establecen o en otros términos no se utiliza el método comparativo
como instancia de control; y, segundo, que los ejemplos ilustrativos tomados en
cuenta son tratados bajo el supuesto del ceteris paribus, mientras que para
bien comprender la historia y las relaciones que estamos estudiando hay que
presumir un ceteris non paribus. La lógica de la razón se contrapone a la lógica
de lo razonable. Siguiendo a Sartori (1992, p. 151) podemos concluir que "las
relaciones universales y atempérales formuladas para una lógica pura, no valen
para una lógica empírica (...) si no están debidamente ponderadas". Así,
parece extremadamente discutible el supuesto de que la lógica que establece
la diferencia entre presidencialismo y parlamentarismo y la validez de la opción
parlamentarista sea capaz de resolver el problema planteado de la opción más
adecuada entre las formas de gobierno, problema que requiere un
conocimiento empírico, o sea, histórico más integral, una comprensión de todo
el contexto específico y especialmente de las relaciones vinculadas con el
fenómeno o la relación que estamos estudiando.

Causalidad y pronóstico
La importancia de estas consideraciones metodológicas se evidencia en
el examen de una de las tesis centrales del pensamiento parlamentarista. Se
trata de la tesis lanzada por Arturo Valenzuela según la cual la democracia en
Chile habría sobrevivido si en esa época el país andino hubiera contado con un
sistema parlamentario (véase Valenzuela, 1978; 1994).
¿Fue el presidencialismo el causante del derrumbe de la democracia
chilena? Siguiendo esta lógica hipotética, la historia de Chile nos conduce a
pensar de inmediato en otros supuestos de tipo counterfactual, como por
ejemplo:
- si hubiera existido el ballotage, Salvador Allende no habría sido elegido en
1970, y así la democracia chilena no habría llegado a su punto muerto (véase
en este sentido, Taagepera/Shugart, 1989, p. 1);
- si hubiera existido el mecanismo de la reelección, Eduardo Freí Montalva
habría triunfado en los comicios;
- si la Democracia Cristiana hubiera presentado otro candidato en lugar del
izquierdista Radomiro Tomic, por ejemplo Bernardo Leighton, Alessandri, el
apoderado de la derecha, no se habría presentado como candidato y ]j
Democracia Cristiana habría podido continuar su mandato;
- si el partido de centro, la Democracia Cristiana, hubiera seguido la práctica
del tradicional partido de centro en Chile, el Partido Radical, esto es, la práctica
de acuerdos y alianzas, no habría, perdido las elecciones de 1970 (véase
Scully, 1992);
- si los partidos marxistas no hubieran negado la sal y el agua al gobierno de
Eduardo Freí Montalva con su programa de nacionalizaciones y de reformas
estructurales (abolición del latifundio), se habría formado una gran alianza de
los partidos modernizante para cambiar el país.
En todos estos casos supuestos entre otros la democracia chilena habría
podido sobrevivir. Esto relativiza rotundamente la capacidad explicativa del
derrumbe de la democracia que se le atribuye al presidencialismo por pensar
que el parlamentarismo hubiera llevado a otro historical outcome. Existen, en
realidad, un sinnúmero de posibles factores causantes o momentos
circunstanciales que de haber sido otro el momento, o de haber tenido otro
comportamiento, habrían podido influir en el desarrollo de la democracia en
Chile. Como ocurre con otros casos análogos, cabe recordar que en el caso del
derrumbe de la democracia de Weimar, un historiador alemán que revisó la
literatura al respecto menciona en total más de 60 factores causantes (véase
Junker, 1988). Así, la tesis de Valenzuela se reduce a una hipótesis muy
discutible, más aún si se considera que los supuestos avanzados por mí eran,
en su época, temas que se discutían en Chile, por ejemplo: Tomic intentó
formar con los partidos marxistas una gran alianza de izquierda detrás de su
candidatura, pero fracasó; sectores de la Democracia Cristiana propusieron
reemplazar a Tomic por Leighton, pero no tenían éxito; se inició una maniobra
contra la elección de Allende por el Congreso que habría resultado en nuevas
elecciones con la candidatura de Freí, maniobra que tampoco resultó (véase
Nohlen, 1973; Huneeus, 1981; Tagle, 1992). Sin embargo, en la época de la
política a la cual nos referimos, la alternativa parlamentaria no aparecía ni
como proyecto concreto ni en el debate general. Por el contrario, la reforma
constitucional de 1969 fortaleció el rol del presidente en el sistema político,
dotándolo con el plebiscito como arma para superar un posible conflicto con el
parlamento. Así, el planteamiento de Arturo Valenzuela no sólo representa uno
de los muchos supuestos imaginables, sino que es quizás el menos plausible
desde un punto de vista histórico dado que, como ya señalé, no estuvo en
ningún momento presente en ¡as alternativas discutidas en ese entonces.
Por otra parte, hay que tomar en cuenta la magnitud de consenso
político que hubiera requerido la introducción del parlamentarismo en Chile
como en cualquier otro país con grandes tradiciones presidencialistas. Vale
considerar también que los cambios institucionales no son neutros
políticamente, y que las fuerzas políticas, más aún en tiempos de alta
conflictividad política, los evalúan de acuerdo con criterios de poder. Ahora
bien: el supuesto de poder alcanzar un acuerdo de tal orden sobre la reforma
institucional equivale a desvalorizar el propio proyecto parlamentarista, dado
que con este mismo consenso se hubiera resuelto fácilmente el conflicto entre
presidente y mayoría parlamentaria en el esquema presidencialista, origen
según el análisis de Arturo Valenzuela y Juan Linz del derrumbe de la
democracia chilena. Este débil supuesto de tipo "contrafactual" se convierte en
el pensamiento de Juan Linz en the classic instance en lo que se refiere a
"cómo el presidencialismo ha facilitado y agravado la crisis de la democracia"
(Diamond/Linz, 1989, p. 24); es decir, es tomado como fundamento para
plantear una afirmación universalmente válida, como base teórica para el
pronóstico. Este pronóstico consiste en el anuncio del probable fracaso de las
democracias presidenciales en América Latina, así debe entenderse el título de
su obra colectiva: The Failure of Presidential Democracy. Pero cabe puntualizar
que un pronóstico en las ciencias sociales es válido sólo en la medida en que la
teoría en la cual se base sea empíricamente sustentable.
Es interesante observar que algunas contribuciones en el libro compilado
por Juan Linz y Arturo Valenzuela llegan a cuestionar la afirmación sugerente
del título de la obra.
En primer lugar, porque no se le atribuye al sistema de gobierno una
relevancia central respecto a la cuestión de la gobernabilidad, pareciendo difícil
to point to presidentialism as the insurmountable obstacle (de acuerdo a
Jonathan Hartlyn en su trabajo sobre Colombia, p. 320). En segundo lugar,
porque en América Latina existe una fuerte tradición de forma de gobierno
presidencialista que se relaciona estrechamente con la cultura política de los
países respectivos (como argumenta Cynthia McClintock en su trabajo sobre
Perú, 1989 p. 389) Además, porque surgirían dificultades considerables al
tratar de manejar exitosamente el parlamentarismo, pudiendo aparecer nuevos
problemas y agudizarse otros ya existentes (según Catherine M. Conaghan en
su contribución sobre Ecuador, 1988, p. 351). McClintock intuye, entreoirás
cosas, que el parlamentarismo “would increase spoils-oriented activities among
élite” (p. 389). Por último, porque se teme que podría minarse la legitimidad del
sistema político. En las democracias aún no consolidadas, este temor se ilustra
en la disposición de grupos estratégicos, especialmente los militares, a aceptar
más bien la autoridad de un presidente que la de un Jefe de Gobierno
dependiente del parlamento.
En las contribuciones dedicadas a los países particulares se arroja luz
sobre el contexto en el cual tiene que discutirse la cuestión institucional. La
evidencia latinoamericana se torna así ambivalente. De este modo, al igual que
todo en la vida exhibe ventajas y desventajas, hay argumentos en contra del
presidencialismo y otros a favor. En ningún caso histórico la alternativa del
parlamentarismo es tan convincente como aparece en la argumentación
teórica. Pruebas en este sentido brindan los escasos resultados de introducir
reformas en dirección parlamentaria hasta el presente. Del cuestionamiento
coyuntural del presidencialismo en la ciencia política no ha surgido hasta ahora
ninguna reforma estructural de tipo parlamentaria en América Latina, quedando
por ver si para bien o para mal de la consolidación democrática.

Esquemas rígidos y contextos históricos

Como sabemos, una característica de la vertiente parlamentarista del


pensamiento institucional es la de percibir las alternativas en el gobierno
comparado en términos esquemáticos, reduciendo a un mínimo la gran
variedad histórica de las instituciones políticas. En la misma alternativa
presidencialismo versus parlamentarismo, el supuesto dualismo es cuestiona-
ble, como lo señala Giovanni Sartori mediante su tesis neíther-nor en su
contribución al libro de Linz y Valenzuela (Sartori, 1994a, pp. 106-118), es decir
ni presidencialismo ni parlamentarismo, sino una forma de
semipresidencialismo.
Más cuestionables aún resultan las relaciones esquemáticas como por
ejemplo entre formas de gobierno y sistemas electorales o entre formas de
gobierno y sistemas de partidos políticos. Arend Lijphart elaboró una matriz de
cuatro entradas, combinando presidencialismo y parlamentarismo, por un lado,
y representación por mayoría y representación proporcional, por el otro,
llegando al siguiente ranking normativo (Lijphart, 1992, pp. 932-942):

1. parlamentarismo con representación proporcional;


2. parlamentarismo con representación por mayoría;
3. presidencialismo con representación por mayoría;
4. presidencialismo con representación proporcional.

¡Qué desilusión para América Latina! Ocupa el último puesto. Pero,


francamente, este esquema con su carga normativa no es muy sabio,
entendiendo que sabiduría tiene algo que ver con la experiencia, con la
empiria, en la conceptualización de Max Weber, con la historia.
Se puede objetar, primero, que el orden de preferencia de los sistemas
políticos depende de factores contingentes; segundo, que lo mismo es válido
para los sistemas electorales; tercero, que la combinación de formas de
gobierno con sistemas electorales potencia la incertidumbre respecto a la
conveniencia de la mezcla no sólo a nivel de la asesoría política como
universal political advice, sino también a nivel puramente teórico. No veo
posibilidad ninguna de establecer un orden que pone el parlamentarismo con
representación proporcional por encima del parlamentarismo con
representación mayoritaria. Por lo demás, las categorías utilizadas son
demasiado amplías para permitir conclusiones normativas precisas. La bondad
y la validez de la combinación, su éxito en el caso histórico concreto, depende
mucho del subtipo, o mejor dicho, de la adaptación del tipo básico a
circunstancias contingentes y necesidades funcionales como, p. ej., la
estructura de la sociedad, patrones de comportamiento político, el formato y la
dinámica del sistema de partidos políticos, etc.
Arend Lijphart, una de las grandes figuras en la ciencia política,
últimamente con contribuciones de primer orden en el ámbito de los sistemas
electorales (Lijphart, 1994), problematiza también la regla de toma de
decisiones propia del sistema presidencial, la regla mayoritaria que, como es
sabido, es la única aplicable cuando se trata de elegir no un órgano colegiado,
sino un órgano unipersonal (Lijphart, 1994a, pp, 91-105). Es obvio, entonces,
en comparación con el parlamentarismo, la mayor cercanía del
presidencialismo a la forma de toma de decisiones por mayoría; pero a partir de
ello sacar la conclusión de que la democracia mayoritaria sería menos viable,
incluso menos democrática, parece muy aventurado. Vale recordar que el
ejemplo clásico de un sistema parlamentario, el caso británico, ha sido
justificado en la teoría del gobierno representativo como majority rule y sigue
aún hoy funcionando así. Recordemos así mismo la famosa afirmación del gran
teórico del sistema parlamentario, el inglés Walter Bagehot quien, dicho sea de
paso, brilla por su ausencia en el discurso de la vertiente parlamentarista de
tipo democrático-consensual: "the Principie of Parliament (parliamentary
government) is obedience to leaders" (Bagehot, 1961, p. 125). Compartimos,
en términos generales, la convicción de que en América Latina, en función de
una mayor gobernabilidad, vale promover formas y comportamientos de
concertación, de compromiso, la convicción de que conviene reducir los
abismos ideológicos y evitar las lógicas del todo o nada o del avanzar sin
transar. Sin embargo, me opongo a minusvalorar o incluso a desprestigiar la
forma de tomar decisiones por mayoría, o el gobierno por mayoría unicolor.
Otros investigadores analizan la relación entre las formas de gobierno y
la estructura del sistema de partidos. Se trata de una relación sumamente
importante, dado que efectivamente el funcionamiento del sistema político,
incluso su clasificación en el universo de las formas de gobierno, puede
depender del formato del sistema de partidos políticos y de la interacción de
sus integrantes.
Sin embargo, esquematizar la relación en términos de que el bipartidismo
constituiría un sistema más idóneo para el presidencialismo o para la consoli-
dación de la democracia, como se afirma basados en una comparación de
cuatro casos latinoamericanos (Chile, Uruguay, Costa Rica y Venezuela) es
bastante arriesgado. No se toman en cuenta las demás variables que
intervienen, ni tampoco se estudian las relaciones de causalidad recíprocas. En
suma: la descontextualización es el fundamento metodológico de tales
afirmaciones, pero al mismo tiempo también de sus equivocaciones.
Esto es especialmente cierto respecto al presidencialismo
latinoamericano, el cual aparece muy esquematizado como alternativa a
superar en la confrontación con el parlamentarismo, también tratado como si en
la realidad existiera un solo tipo de parlamentarismo. Permítanme no entrar en
este tema, pero sí apuntar que la estabilidad política en Europa occidental
después de la Segunda Guerra Mundial, posterior a las respectivas
democratizaciones de sus sistemas políticos, tiene algo que ver con la
adaptación del parlamentarismo a las circunstancias de cada caso nacional,
creándose así diferentes variantes del sistema parlamentario.
En América Latina, el presidencialismo varía enormemente tanto en las
Constituciones como en las prácticas políticas. Desde el punto de vista
constitucional, cabe distinguir básicamente entre el presidencialismo reforzado,
el presidencialismo puro, el presidencialismo atenuado y el presidencialismo
parlamentarizado.
En la práctica, valdría, la pena diferenciar aún más, tomando como
criterios las costumbres y los estilos políticos (por ejemplo; en Uruguay, los
constitucionalistas locales insisten en que la Constitución sería parlamentarista;
pero nadie se opone a caracterizar la práctica política como presidencialista), la
mayor o menor jerarquización del sistema, la organización del Ejecutivo (es
decir, la relación presidente/gabinete siempre que éste exista: y la relación
presidente/parlamento mediada por el sistema de partidos políticos influida por
la distancia ideológica entre ellos y la composición política del parlamento
afectada por el sistema electoral, etc., etc. En suma: más allá de lo
característico del presidencialismo, que sirve para distinguirlo del
parlamentarismo en términos categoriales, existen dentro del presidencialismo
las más diversas combinaciones respecto a la relación de los órganos políticos,
el presidente y el parlamento, sus orígenes, funciones, modos de interacción,
etc. Ante esta situación, y más aún cuando el objetivo es reformar la relación
existente, es imperioso con textual izar el debate.

Balance final

Como conclusión pueden formularse varias observaciones. La polémica


reproducida exhibe un cuadro de marcados antagonismos;
- por un lado, la negación del presidencialismo; por otro lado, una apreciación
histórica del presidencialismo, sus logros, recursos, limitaciones y falencias
según el tiempo y el lugar;
- por un lado, el análisis monocausal y unidireccional basado en la adjudicación
de un valor dominante a la variable institucional; por otro lado, el diagnóstico
multicausal y de causalidad circular, basado en la convicción de que existe una
interrelación e interdependencia eje los factores y que la institucionalidad
política es sólo un factor, importante sí, pero relativizado a la vez por otros,
como por ejemplo la cultura política, el desarrollo económico y social, la historia
propia de los diferentes países, sus experiencias y aprendizajes, la estructura
del Estado y demás factores, los cuales son quizás más importantes que el
factor institucional propiamente tal;
- por un lado, la recomendación de dar un salto categorial de un sistema de
gobierno al tipo alternativo; por otro, la recomendación de reformas
increméntales, de adaptación del presidencialismo a los desafíos de un mejor
funcionamiento y mayor gobernabilidad, sin excluir por eso reformas que van
más allá de la modalidad de adaptación siempre y cuando esto resulte
conveniente en el caso concreto en cuestión;
- por un lado, la valorización de las propuestas de reforma de acuerdo con
criterios de medición de la distancia entre estas propuestas y la receta general
de un sistema parlamentario; por otro, la valorización de las diferentes
propuestas según parámetros de la teoría del gobierno comparado y que
consideren seriamente los contextos concretos y elementos específicos del
país en cuestión.
Sin embargo, mientras que la polémica es antagónica, las alternativas se
diferencian entre sí: por un lado, la rigidez; por otro lado, la flexibilidad de una
propuesta que aun cuando se pronuncia en favor de adecuaciones de los
sistemas políticos dentro del molde presidencialista que los caracteriza, no
descarta reformas que pongan en tela de juicio el molde presidencialista y
avancen más en dirección a un sistema mixto o semi, o hacia procesos de
reforma que lleguen finalmente al parlamentarismo.
No obstante, hay que estudiar bien los pros y los contras. Cuando la
imagen del parlamento es mala, peor que la del presidente de turno; cuando la
imagen de los partidos políticos es mala, peor que la del Ejecutivo en ejercicio;
cuando la imagen de los políticos es mala, peor que la del personal ejecutivo
como señalan muchos sondeos, difícilmente puede imaginarse que el
parlamentarismo pueda conducir a una mayor consolidación de la democracia.
La recomendación no consiste pues, en primer lugar, en un modelo de sistema
político, sino en el método de debatir, diseñar y consensuar reformas con
viabilidad política y que por supuesto no pongan en peligro lo ya logrado, la
frágil permanencia de la democracia en América Latina. La propuesta de
reforma tiene que respetar tradiciones políticas, culturas políticas y estructuras
políticas, características propias de cada caso nacional. Esta precaución es
imperiosa.
La alternativa presidencialismo-parlamentarismo sugiere la existencia y
oportunidad de una receta mágica. No es así. El problema es más complejo, la
historia más rica, la capacidad social-tecnológica más restringida, y mucho
mayor la responsabilidad de aquellos que propician e instrumentan reformas en
el sistema político dado que, en definitiva, son las sociedades latinoamericanas
mismas las que disfrutarán o padecerán las consecuencias de toda reforma o
no-reforma política.
Transición versus democratización:
visiones alternativas sobre el cambio político

Mario Fernández B,

El origen de los conceptos

Es posible sostener que la preocupación científica por las


transformaciones políticas en la periferia del mundo occidental industrializado
se ha desarrollado entre dos obras separadas por veinte años: el artículo de
Dankwart Rustow Transitions to Democracy, publicado en 1970, y el libro de
Samuel Huntington the Third Wave. Democratizarían in the late Twentieth
Century, publicado en 1991.
Más allá de los propósitos de confrontar la dimensión normativa de la
democracia con sus manifestaciones concretas, de ambos trabajos, y de las
críticas teóricas y metodológicas que les han sido formuladas (véase
Beyme/Nohlen, en Nohlen, 1995d, p. 768; Nohlen/Thibaut, 1994), salta a la
vista que la gran diferencia entre el objeto y el método de ambas obras da
cuenta del cambio acaecido en los sistemas políticos en las dos décadas que
los separan.
El trabajo de Rustow está destinado a la búsqueda de "las condiciones
que hacen la democracia posible y próspera", en tanto que el objeto de la obra
de Huntington es "la transición de una treintena de países desde sistemas
políticos no democráticos a democráticos". En el campo metodológico, Rustow
propuso el "esquema de un posible modelo de transición a la democracia"
mientras que Huntington presenta un "esfuerzo por explicar por qué, cómo y
con cuáles consecuencias inmediatas ha ocurrido esa ola de democratización
entre 1974 y 1990".
El paralelo entre esas dos obras no sólo se refiere a su contenido sino a
los conceptos usados en ellas. En efecto, las expresiones "transición" y
"democratización" en sus respectivos títulos son muy simbólicas de los efectos
que pueden causar en la terminología teórica los cambios que experimenta el
objeto de la investigación. Se advierte una relación directa entre el uso de los
vocablos "transición" y "democratización" con el grado de conocimiento
empírico de los cambios de los sistemas políticos en el Sur de Europa durante
la segunda mitad de los años setenta, en América Latina durante los ochenta y
en el Este de Europa en los noventa.
La expresión "transición" se ha utilizado tanto cuando el cambio político
era futuro y deseable (como en el trabajo de Rustow, 1970) como cuando se
estima que hay inseguridad o incertidumbre sobre su materialización y cuando
la referencia está puesta más en el punto de partida (no-democracia) que en el
de llegada (la democracia). Así se explica que el trabajo más representativo de
este enfoque lleve por nombre Transitions from Authoritarian Rule aun cuando
fue publicado en 1986, cuando el proceso político en Europa del Sur y América
Latina ya es taba muy avanzado (véase O'Donnell/Schmitter/Whitehead, 1986).
A diferencia de lo anterior, el concepto de "democratización" ha sido
usado preferentemente en trabajos empíricos basados en la evolución concreta
de los procesos referidos más al punió de llegada (a la democracia) que al de
partida (la no democracia). Un ejemplo de esta línea la ofrece el trabajo de
Dieter Nohlen publicado en 1982 (cf. pp. 66-86), en el cual, en una fase todavía
temprana de la democratización en América Latina, se propuso una tipología
de factores que intervienen en ese camino a la democracia.

Autoritarismo y democracia: referencias y rigideces

El enfoque transicional se ha centrado en su interés por definir el autori-


tarismo y explicar los desplomes democráticos que les dieron vida, proyectando
una suerte de visión escéptica o amenazante respecto al futuro democrático.
Más que preocuparse por las características de las nacientes democracias y
como veremos, de la democracia misma sus exponentes destacan el peso y la
vigencia que pueden tener las herencias autoritarias. Por ello, esa posición
proyecta la impresión de que la transición se eterniza, en la medida en que
nunca llega la democracia1. La rigidez para definir los puntos de inicio y de
término del proceso es una característica del enfoque transicional que se
manifiesta tanto al definir el estado desde el cual ese tránsito se ha iniciado
como al precisar el concepto de democracia hacía el cual transitaría el
proceso2. Respecto al punto de partida de la transición es necesaria la
referencia al concepto de autoritarismo, cuya tradición de análisis se inició con
Juan J. Linz (1970; 1975; 1978) y Guillermo O'Donnell (1972) sobre los casos
de España bajo Franco y de Argentina bajo Onganía, ampliándose luego a una
aplicación más global a los regímenes militares en América Latina (véase
Nohlen, 1987, pp. 64-85). El concepto de autoritarismo de Linz se basa en
diferenciarlo de los totalitarismos y las democracias, de acuerdo al tipo de
ejercicios del poder estatal y la esfera social, así como la asignación de roles
del pueblo en el proceso político3.
Sobre esas bases, sostiene textualmente Linz, "los regímenes
autoritarios se caracterizan como sistemas que cuentan con un limitado
pluralismo, no disponen de una ideología formulada integralmente y no se
remontan, a excepción de sus fases iniciales, a ninguna extensiva o intensiva
movilización" (en Nohlen, 1995d, p. 40).
De este concepto Linz deriva una tipología de manifestaciones
autoritarias, admitiendo que se trata de "tipos ideales" en el sentido weberiano,
los que corresponden raramente con los regímenes realmente existentes, ya
que éstos son siempre producto de tendencias contradictorias 4.
La amplitud y el carácter ideal de este concepto de autoritarismo han
influido en la concepción dominante de la transición, entendida como un
proceso siempre inacabado. La combinación entre un concepto amplio de
autoritarismo y uno restingido de democracia que examinaremos en el punto

1
Esta tendencia se advierte en adjetivaciones que se han atribuido a las transiciones y las democracias pos
autoritarias en América Latina: "democracias inciertas" (O'Donnell/Schmitter, 1986). "democracias delegativas"
(O'Donnell, 1992), "transición incompleta" (Carretón, 1991). Véase la nota 11 de este trabajo
2
Como afirma Carlos Huneeus (1994, p. 3), "no hay en la literatura politológica afirmaciones muy precisas de cuando
comienza y cuando termina la transición.
3
La evolución del concepto de Linz se observa comparando sus definiciones de 1975 con la formulada veinte años
después en su artículo "Regímenes autoritarios" (en Nohlen, 1995d: pp. 40-43).
4
Los tipos ideales de regímenes autoritarios propuestos por Linz (en Nohlen, 1995d, pp. 41 -42) son: Burocrático-
militar; Corporativismo autoritario; Régimen autoritario movilizador en sociedades pos-democráticas; Régimen
movilizador poscolonial; "Democracias" racistas o étnicas; Regímenes de totalitarismo o pretotalitarismo incompleto;
Régimen autoritario postotalitario.
siguiente ha traído consigo una supremacía de la idea de la transición sobre la
de la democratización.
Las diferencias sobre el cambio político, que ya hemos señalado, entre
transición y democratización, también se manifiestan en el concepto de
autoritarismo.
Por una parte, es interesante destacar que Linz utiliza la denominación
de "régimen" autoritario, en tanto que Nohlen usa la expresión "sistema" autori-
tario (1987, p. 64). Por otra parte, Nohlen propone un conjunto distinto de
criterios para caracterizar los autoritarismos, sobre las cuales formulará tipos
"reales", que en América Latina se manifestarán en los "nuevos" regímenes
militares5.
La complejidad intrínseca del vocablo "democracia" es el factor que
evidencia los problemas operativos de la visión transicional. Más allá del
dilatado afán definitorio de "democracia". Un atributo suyo es indicutible; su
carácter esencialmente perfectible. Así concluye Robert Dahl su segunda gran
obra sobre la democracia: " We can he confident that in the future as in the past
the exacting requerimentt of the demócratas process explored here will not be
completely solved" (1989, p. 340)6. Para superar esta naturaleza infinita" de la
democracia, equivalente a un punto de referencia que se aleja en la medida
que se va avanzando en cumplir con sus requisitos, los cultores del enfoque
transicional han intentado de limitar sus contornos para los países en
desarrollo.
En Democracy in Deveioping Countries. Latín America, Larry Diamond,
Juan J. Linz y Seymout M. Lipset definen la democracia como circunscrita a lo
político: "... denotes a system ofgovernment that meets three essentiat
conditions: meaningful and extensive competirían among individuáis and
organized groups (specially political parties)for all effective positions of
govermental power, at regular internáis and excluding the use of forcé; a highly
inclusive level of political participation in the selection of leuden and politics,
through regular and free eiecúom, such íhatno major (adult) social group is
excluded; anda level of civil and political liberties freedom ofexprfísion, freedom
of press, freedom to form and join organizations-sufficient to ensure the integry
of political competition and participation" (1989, p. XVI), agregándose más
adelante, al reconocer los problemas conceptuales del problema: "The
boundary between democratic and non democratic issometimesa blurred and
imperfectone, and beyond it lies a much broader range ofvariation in political
systems" (1989, p. XVII).
Como se observa, este intento de precisar los requisitos mínimos de la
democracia no sólo dificulta el objetivo de situar el punto de término de una
transición desde regímenes no democráticos, sino que no resiste una
confrontación desprejuiciada con realidades históricamente empíricas en
países industrializados occidentales. En efecto, siguiendo los requisitos
señalados, podría ponerse en duda la integridad democrática de Estados
Unidos hasta los años sesenta, cuando las libertades civiles se encontraban,
legal y realmente limitadas para una importante porción de su población. Lo
5
Los criterios clasificatorios propuestos por Nohlen (1987, pp. 66-72) son: Bases sociales y políticas; Modelo de
legitimación; Estructura del poder político; Relaciones entre los detentadores del poder y los ciudadanos; Ubicación
histórica; Orientaciones de las políticas. Respecto de los regímenes militares en América Latina, Nohlen propone
cuatro dimensiones de análisis: Análisis de las causas de la toma del poder por los militares; El contexto histórico-
político de la emergencia del régimen militar; Meras políticas e inserción social; Institucionalización.
6
En una reciente publicación, Roben Dahl agrega que: "A country is classífied as politically 'democratic' if certain basic
palitical insñtutions exist in that countty" (1996. p. 176).
mismo podría aplicarse a la escasa posibilidad de selección de líderes por
parte de la población de la zona oriental de Alemania para las primeras
elecciones después de la reunificación. Siguiendo esa lógica transicional,
deberíamos, en consecuencia, hablar de "transición a la democracia" en
Estados Unidos en los años sesenta y en Alemania en los noventa, sin perjuicio
de agregarlos otros casos del mundo desarrollado que pudieran ser afectados
por las consecuencias de este enfoque7,
La visión de la democratización, por su parte, enfoca el proceso desde la óptica
opuesta. Es la meta democrática la que marca la transformación del sistema
político y su conformación concreta va produciendo la desaparición de los
rezagos autoritarios. Esa visión se dirige "hacia la democracia" más que "desde
el autoritarismo". La "democratización", por lo canto, encierra una visión más
global y más constructiva del cambio político.

Dos conceptos alternativos de transición

De lo expuesto en esta parte del trabajo, se concluye que la expresión


genérica de "transición", ajustada a su raíz etimológica 8, se ha legitimado para
describir el cambio político desde sistemas autocráticos a sistemas democráti-
cos, ocurrido en diversas latitudes en las últimas décadas 9. Sin embargo,
contrasta con las realidades que he descrito; para los efectos analíticos,
"transición" presenta dos significados y, por ende, dos conceptos muy diferen-
tes.

La transición entendida como el paso o el proceso desde el autoritarismo


hacia la democracia

En este concepto se sustentad llamado "enfoque transicional" o las


"teorías de la transición", que ha dominado el estudio del cambio de régimen
político en América Latina y en Chile. Este concepto de transición se define por
las siguientes características y requisitos:
- Predomina la importancia que se atribuyen a la persistencia de los rasgos y
rezagos autoritarios después que formalmente ha concluido la vigencia de ése
régimen, por sobre las características de la construcción democrática. Esta
presencia autoritaria mantendría pendiente la consumación de la transición, así
como la amenaza de la inversión, autoritaria 10.
7
Estos ejemplos extremos muestran que el enfoque transicional es heredero de las teorías evolucionistas ("teorías de
la modernización") en sus déficit para incorporar las especificidades histórico-empíricas de los casos, como de las
teorías estructuralistas ("teorías de la dependencia") en su excesivo sesgo sociológico y económico. Por ello se explica
que no se han considerado bien factores claves en el caso chileno, como la cultura y las instituciones políticas. Si el
concepto de democracia sirve de referencia para valorar la consumación de la transición a las expectativas de su
consolidación o su fracaso, es muy válida la advertencia de Nohlen y Thibaut (1993, p. 5): "Mientras más abarca el
concepto y mis lejano se encuentra del de Roben Dahl más crítica legitima puede ejercerse sobre el desarrollo de la
democracia en América Latina". Sobre este punto es también interesante el análisis que formula Terry L Karl sobre lo
que ella denomina la "búsqueda inútil de las condiciones de la democracia" respecto de la situación de los países
latinoamericanos que enfrentan la transición. Según estos enfoques siempre habría un déficit para alcanzar la
democracia (Karl, 1991, pp. 38 y ss.). Respecto al caso alemán, es interesante constatar el uso de la expresión
"transición" (véase Beyme, 1990, pp. 170-190).
8
Del latín transitio, transición se define como "la acción o efecto de pasar de un modo de ser o estar a otro distinto"
(Real Academia Española, Diccionario de la Lengua Española, 1992, p. 1.425).
9
En este sentido, debe entenderse el uso común de la expresión "transición" para describir el proceso de cambio
político en Chile, sin perjuicio de la preferencia que se tenga respecto de cuál período abarca y cuan profundo o
consumado sea considerado el logro democrático.
10
Esta característica se ve muy bien expresada en el siguiente texto de Manuel A, Carretón (1995, Post Scriptum, p.
259): "La cuestión central, entonces, no es si la transición terminó o no, porque la respuesta dependerá del concepto
particular que cada uno tiene. Lo importante es reconocer que hay tareas propias de la transición que no han sido
La vigencia de tipos ideal es de democracia y de autoritarismo que
afectan la perspectiva y la base histórica en las que se ubica el análisis. El
carácter ideal de la democracia hace imposible su consumación y el tipo ideal
de autoritarismo distorsiona el sustento empírico para estudiar los casos.
La fijación de la agenda política de la transición y del contenido de su
análisis, es determinada por los temas pendientes de la transición y por los
dilemas acerca de su existencia o conclusión.

La transición entendida como la transición dentro de la democracia:


democratización11

Sus características serían las siguientes:


- Se acepta que el cambio de autoritarismo a democracia, en lo esencial, ha
tenido lugar. Esta afirmación se sustenta en priorizar los rasgos de la naciente
democracia sobre los restos del régimen autoritario, y en la constatación de
que el cambio político se ha producido en los temas centrales del sistema
político: legitimación democrática del poder, funcionamiento de las instituciones
y del Estado de derecho, respeto de los derechos y de las libertades públicas e
individuales, celebración de elecciones competitivas con participación de
partidos políticos legalmente investidos12.
- Se trabaja con un tipo real de democracia, contextuado en cada realidad y, en
consecuencia, perfeccionable13. Así mismo, se parte de la base de un tipo real
de autoritarismo, según las modalidades que efectivamente ha presentado el
caso bajo estudio.
- La agenda y el análisis político son determinados por los temas de la
democracia y por los desafíos de su consolidación.

Transición como democratización


Un cambio teórico

resueltas y que hay características de la transición que tienen efecto sobre el régimen pos-autoritario y que afectan a la
calidad de la democracia. Y estos problemas no pueden considerarse ni secundarios ni como problemas que no
interesan a la población. Porque una democracia incompleta, su baja calidad y la presencia de enclaves autoritarios,
afectan a la totalidad de la vida social e impiden que los actores sociales y políticos expresen sus alternativas
debilitando la legitimidad de la política y la acción colectiva. En otras palabras, se empobrece la vida individual y social
de la nación".
11
Esta definición de democratización puede interpretarse como implícita en la descripción de Klaus von Beyme y
Dieter Nohlen: "La atención científica sobre el cambio de sistema se centra en el ultimo tiempo en una situación de
estudio completamente cambiante, desde que en el sur de Europa, en América Latina y en Europa del Este se ha
producido la democratización de los sistemas políticos" (en Nohlen, 1995, p. 765).
12
Respecto del caso chileno, esta visión se expresa con precisión cronológica respecto a los eventos que marcan cada
etapa en el artículo sobre Chile de Dieter Nohlen y Detlef Nolte (en Nohlen/Nuscheler, 1992, pp. 290-291): "Al triunfar el
NO el 5 de octubre de 1989 con el 54% de los votos se inició en Chile la denominada transición hacia la democracia,
en un difícil proceso de acomodos (de la derecha política y de los militares a las exigencias de la apertura política,
como de la oposición democrática a las condiciones de la democratización impuesta por el régimen, con el
reconocimiento de la Constitución de 1980) y negociaciones. Las fases de este proceso fueron: a. Los acuerdos sobre
reformas constitucionales, contraídos entre la oposición democrática, los partidos de derecha política y el régimen,
aprobados por referéndum del 30 de julio de 1989; b. Las elecciones presidenciales y parlamentarias del 14 de
diciembre de 1989. La victoria del candidato de la oposición democrática. Patricio Aylwin Azocar con el 51 % de los
votos consagró el retorno de Chile a la democracia".
13
Parafraseando a Giovanni Sartori: "Si vamos a definir la democracia de manera 'irreal', no encontraremos nunca
'realidades' democráticas" (Sartori, 1994, p. 3).
Básicamente, el concepto "democratizador" de la transición se funda en
un cambio teórico respecto del enfoque transicional predominante sobre el
proceso político en América Latina.
Esta afirmación considera la envergadura de la visión que se intenta
superar. Es indudable que los principales cultores del enfoque transicional
provienen de las más predominantes escuelas metodológicas anglosajonas y
latinoamericanas sobre el desarrollo político. Como lo indica Nancy Bermeo
(1990, p. 360) en los trabajos pioneros de Guillermo O'Donnell y Philippe
Schmitter se observaba una explícita sustentación teórica estructuralista, así
como en las obras sobre "desplome de las democracias", Linz y Stepan
tomaron expresa distancia de tal orientación, haciendo presente su opción
"behaviorista" en torno a las élites. En los trabajos sobre transición de 1986,
O'Donnell y Schmitter (junto con Whitehead) se acercan a la orientación
"behaviorista"14. Este "enfoque de élites" ha sido el sustento teórico más usado
en los trabajos sobre transición en los últimos años (véase Nohlen/Thibaut,
1994; Cañas Kirby, 1993), conformando un interesante y paradójico retorno a
las fuentes más conservadoras de la politológía norteamericana por parte de
los más liberales de sus cultores con relación a los países latinoamericanos.
Desde una perspectiva teórica más global, es posible afirmar que el
enfoque transicional ha sido una especie de síntesis entre los enfoques que
rivalizaron por explicar el desarrollo latinoamericano en los años sesenta y un
acomodo de esa síntesis a los procesos políticos concretos acaecidos en las
décadas posteriores. Este encuentro intelectual tuvo tugar especialmente en el
período 1975-1985, a través de la intensa cooperación académica desarrollada
entre centros latinoamericanos en el marco de las difíciles condiciones de estos
últimos bajo los regímenes autoritarios15.
Este contacto produjo un acercamiento de posiciones que, aunque limitó
fuertemente el margen de debate por la ausencia de divergencias, propició una
mayor producción científica. Sin embargo, esta síntesis presentó los riesgos de
una elaboración teórica matizada por aspectos subjetivos o políticos y por
consiguiente exceso en las concesiones mutuas en aras de llegar a
consensos16.
Contrastando con esta mezcla de behaviorismo y estructuralismo y
visiones provenientes de tradiciones politológicas del norte y del sur de
América que presenta el enfoque transicional, nuestro concepto
democratizador de la transición se funda en una visión histórica empírica que
se materializa en las investigaciones surgidas en Heidelberg y que contaron
con la colaboración de prestigiosos colaboradores latinoamericanos 17.
14
Ver el contraste presentado por Nancy Bermeo sobre cuál es el catalizador del cambio político según O'Donnell en
1972y 1986. Mientras que el cambio hacia el autoritarismo se debía a la "crisis de la dependencia externa", la transición
a la democracia debía explicarse fundamentalmente por "factores domésticos", principalmente por " the behavior of
individual decisión maken"(Bermeo, 1990, pp. 361-362). Paradójicamente, O'Donnell vuelve a la explicación económica
en 1993, aunque parcial, sobre la evolución pos autoritaria que denomina "democracia delegativa" (Nohlen/Thibaut,
1994, p. 14
15
En el caso chileno, esta cooperación puede granearse en la orientación predominante que fue tomando la Fundación
Ford en el apoyo a proyectos de investigación y el soporte de instituciones norteamericanas (estadounidenses y
canadienses) a la FLACSO, en cuya planta académica sólo se han contado científicos sociales de origen
estructuralista.
16
A este proceso puede aplicarse la descripción de Andreas Boeckh sobre los vaivenes de las teorías del desarrollo
(en Nohlen/Nuscheler, 1992. p. 110): "Los certificados de defunción han sido extendidos apresuradamente.
Actualmente no sólo se observa un renacimiento de las teorías de la modernización, sino que también recuperan
significado temas y reflexiones de las teorías de la dependencia".
17
La denominación "enfoque histórico-empírico" aparece usada por Dieter Nohlen en el prólogo de su obra Sistemas
electorales y partidos político!(1994, p, 8). Sobre una referencia de este autor al contenido de este enfoque, ver Nohlen
(1981, p. 16): "De esta manera se cumplen las exigencias que plantea coda sistemática sólida: el rigor teórico y la
Específicamente, este trabajo no debe entenderse como la aspiración de
formular nuevas teorías sobre el cambio político, sino como una adaptación
metodológica cuyo sello distintivo especialmente en el campo de los estudios
comparados consiste en rechazar las exclusiones o admisiones a priori de las
dimensiones normativas, institucionales, estructurales o cuantitativas que
pudieran presentarse en una investigación determinada, decidiendo su consi-
deración a partir de una seria apreciación contextual y fáctica.
Desde otra perspectiva, es posible sostener que el potencial de esta
tradición de que hacer politológico no se funda en una rigurosidad dogmática
de conceptos, tan característica de las décadas de los sesenta y setenta y que
afectó al enfoque transicional, sino en una rigurosidad de principios para el
análisis científico.
Este atributo de la tradición politológica de Heidelberg 18 mantiene la
vinculación permanente entre los objetivos teóricos y metodológicos del
quehacer científico, operando en ambas direcciones como lo describe Klaus
von Beyme (1994, p. 477): "El trabajo en problemas metodológicos es siempre
parte de los esfuerzos por abarcar teóricamente el objeto en estudio".

Bases histórico-empíricas

Desde una perspectiva estrictamente teórica, un componente común de


las escuelas estructurales tas y behavioristas que compitieron por explicar el
desarrollo político en los años sesenta y parte de los setenta y que luego
confluyeron en el enfoque transicional, ha sido su ahistoricismo.
Esta observación ha estado presente en los análisis críticos que se han
formulado a las teorías de la dependencia y de la modernización, tanto en los
años de su máxima divulgación como en los de su declinación (véase Mansilla,
1978; Nohlen, 1980; Boeckh, 1992; respecto a la crítica de la interpretación
"científica" del desarrollo en América Latina, véase Solari/Franco/Jutkowitz,
1976. p. 192).
Si aplicamos a este tema, los comentarios sobre macroteoría política de
von Beyme19 podemos señalar que las bases estructuralistas y behavioristas

fundamentación histórica". La confluencia europeo-latinoamericana señalada se puede ejemplificar en las


investigaciones conjuntas realizadas en los años ochenta sobre diversos tópicos del proceso político en ambos
continentes entre el Instituto de Ciencia Política de la Universidad de Heidelberg y diversos centros de investigación
latinoamericanos. Véase, p, ej.: Nohlen/Solari, 1988; De Riz/Nohlen 1991; Nohlen/Fernández/Klaveren, 1991;
Nohlen/Fernández, 1991.
18
La línea conceptual y metodológica que orienta las investigaciones sobre América Latina que dirige Dieter Nohlen en
el Instituto de Ciencia Política de la Universidad de Heidelberg desde hace dos décadas se enmarca en una tradición
de pluralismo epistemológico y metodológico, establecida desde la fundación del Instituto por Cari J. Friedrich y Dolf
Sternberger en los años cincuenta y que actualmente cultivan junto a Dieter Nohlen, los catedráticos Klaus von Beyme
y Manfred Schmidt y colaboradores. Dos expresiones de von Beyme resumen esta tradición: a) "El pluralismo de los
métodos es indispensable. A diferencia del pluralismo de las teorías y de las posiciones metateóricas, el pluralismo de
los métodos puede incorporarse en el intento de la formación de teorías" (Beyme, en Nohlen, 1995d, p. 599); b) "El
entretejimiento de la política con los ámbitos de la economía, del derecho o de la cultura es un asunto demasiado serio
como para poder dejarlo a un lado con alusiones puntuales en los prefacios de trabajos empíricos" (Beyme, 1994, p.
14). Un rasgo común a los profesores de Heidelberg ha sido su inclinación por los estudios comparados, cuya
diferencia con el enfoque de la "comparative pólitícs", reside en la consideración de todos los requisitos de una
comparación rigurosa: objeto, contexto, tiempo y espacio (Nohlen, 1994a, pp. 511-512). Tomando sólo los actuales
profesores, estos trabajos han abarcado la comparación como teoría (Beyme, 1966; 1973; 1988; Nohlen, 1994a), los
regímenes políticos (Beyme, 1970; 1973; Nohlen, 1992; Nohlen/Fernández, 1991), los partidos políticos y los sistemas
electorales (Nohlen, 1978; 1986; 1994b; Beyme, 1982 (1a) 1984 (2a); Schmidt, 1985), los grupos de interés y de
presión (Beyme, 1970, 1980; Filgueira/Nohlen, 1994). El desarrollo socioeconómico (Beyme, 1975 (1a); 1977 (2a);
Nohlen/Nuscheler, 1976, 1982,1992; Nohlen/Fernández, 1988; Nohlen/Thibaut, 1994). Las políticas sociales (Schmidt,
1988; Nohlen, 1987, 1993; Nohlen/Solari, 1988; De Riz/Nohlen, 1991; Beyme, 1984).
19
Klaus von Beyme (1994, p. 59) presenta una matriz de cuatro campos formulada por el sociólogo, también profesor
de Heidelberg, Wolfgang Schluchter, en la cual se combinan los enfoques macroteóricos (teorías de la acción y teorías
de sistemas) con las concepciones del cambio social (historia y evolución).
del enfoque transicional no son históricas, sino evolucionistas, cuyo marco
común, en el que se encuentran raíces tan disímiles como Hegel, Marx,
Parsons o Luhmann, consiste en entender los procesos sociales orientados a
fines. Así pueden encenderse categorías duales como "tradicionalidad" y
"modernización" o "centro" y "periferia", los que provenientes de la sociología y
la economía intentaron abarcar la comprensión integral del cambio societal
incluyendo el proceso político. Tales enfoques menospreciaron el significado
del origen y la transformación de las instituciones políticas, especialmente las
Constituciones, los partidos políticos y las elecciones, produciendo un vacío
muy importante en el objeto de estudio de la sociedad y la política en los países
latinoamericanos libres de modernizaciones.
Así es posible explicar que el enfoque transicional esté impregnado de
esa tradición ahistórica, sujeto a un continuum de fases (desplome-
autoritarismo-transición-consolidación o desplome) que se explican por
condicionamientos fijados a priori resultantes de las bases teóricas, no de la
realidad.
Frente a esta línea investigativa, la transición entendida como democrati-
zación se inscribe en una tradición historicista cercana a la raíz weberiana
(también en lo empírico, según veremos). Como lo señala Beyme (1994, p.6l):
"Weber no albergaba aspiraciones explicativas histórico-universales cuando
utilizaba la historia universal como cantera de la teoría. Al poner de relieve los
procesos dominantes, como el racionalismo universal, no se suponía un
desarrollo necesario".
Por lo tanto, el componente histórico de nuestra visión de la
democratización se manifiesta en independizarse de las predeterminaciones
finalistas del análisis. Consideramos que las nuevas democracias en América
Latina no están condenadas al dilema de consolidarse o desplomarse hacia
nuevos autoritarismos, como lo sentencia el evolucionismo del enfoque
transicional. El curso de cada proceso de cambio político presente dependerá
de los hechos objetivos que sus actores y acciones produzcan y de las
transformaciones que consecuentemente tengan lugar en las estructuras y en
la cultura de esos países. Como lo señala Dieter Nohlen ante el interrogante de
las perspectivas de la democracia en América Latina en los años noventa (en:
Junker/Nohlen/Sangmeister, 1994, p. 22): "Creemos que las perspectivas
políticas de mediano plazo se basan en poder valorar cada factor que pueda
explicar la continuidad democrática transcurrida".
El componente histórico del enfoque no puede entenderse sin vincularlo
directamente con la dimensión empírica. Incluso, desde cierta perspectiva, es
posible sostener que en ciencia social no es posible utilizar un enfoque
histórico sin que sea a la vez empírico.
Sin embargo, en la evolución teórica de la ciencia política del presente
siglo, ambas visiones no sólo aparecían como diversas, sino como alternativas.
Como lo señala Lasswell, el esfuerzo pionero de Merriam y su escuela de
Chicago en las décadas de los años veinte y treinta, fue pasar de la ciencia
política dominada por la "investigación de biblioteca" de los historiadores, a la
utilización de métodos especializados para describir los acontecimientos
políticos que ellos observaban directamente" 20. Esta disposición de
"superación" de la historia por los empíricos provenía de una cierta
20
Ver la referencia a Weber que hace Klaus von Beyme (1994, p. 48): "Para Weber la validez objetiva de todo
conocimiento de experiencia' se fundamenta únicamente en una ordenación de la realidad dada conforme a
categorías".
subyugación que los progresos cuantitativos de la ciencia económica
provocaron en los científicos sociales y que se ha extendido en sus variantes
behavioristas y de la llamada escuela de la public choice en boga en
Norteamérica en los años ochenta (Laswell, 1971, p. 47).
Entre tanto, ese original y radical significado y contenido de lo empírico
en las ciencias sociales ha variado esencialmente. Como lo indica Dieter
Nohlen, las últimas tendencias investigad vas han superado la clásica distinción
entre lo observable y lo medible por un lado, y lo teorético, por el otro.
Por una parte se habla de distinguir el conocimiento científico de natura-
leza analítica (matemático) y empírica, este último basado en experiencias u
observaciones; y, por otra parte, la aparición de un empirismo más flexible,
basado en una nueva construcción conceptual, que no haría más exigible como
conocimiento empírico, una comprobación científica basada en la experiencia
de todas las hipótesis. Consecuentemente, también pueden admitirse como
empíricos conceptos teóricos cuando ellos cuentan con una relevancia
diagnóstica21.
Ante esta evolución, es útil precisar el significado de lo empírico para los
efectos de nuestro trabajo. Cuando afirmamos que la democratización debe
enfocarse desde un óptica, histórica-empírica estamos sosteniendo que
debamos someter nuestras demostraciones experimentales únicamente a una
descripción explicativa de la realidad. Como lo señala Giovanni Sartori, la
empiria es un conocimiento que denota "hacer una experiencia tangible, directa
de algo", lo que lo define como "un conocimiento que se afinca en la
experiencia, que refleja y recoge su material de la experiencia. Atención, digo
experiencia, no experimento", agregando: "¿cuál es el fin del conocimiento
empírico? Respondo: describir., comprender en términos de observación. El
conocimiento empírico tiene que responder ala pregunta ¿cómo?, ¿cómo es lo
real, cómo es el hecho? En el dominio empírico, nuestra finalidad es comprobar
cómo son las cosas para llegar a comprender describiendo" (Sartori, 1992, p.
36).
Estas afirmaciones respaldan el tratamiento de la transición como
democratización, en la medida en que la realidad no se ajusta a fases
predeterminadas, como se verá en el siguiente punto.
Si tomamos el esquema propuesto por Samuel Huntington en el capítulo
destinado a. los problemas de la consolidación democrática, podríamos decir
que la realidad de la democratización está dada por lo que el autor denomina
"problemas contextúales": "These stemmed from the nature of the society, its
economy, culture, and history, and were in some degree endemic to the
country, whatever its form of government. The authoritañan rulen did not
resolve these problems and in all probahility, neither would the democratic
rulers. As their problems were specific to individual and not to the common
phenomenon of transition, they ohviously differedfrom country to country"
(Huntington, 1991, p. 209).
Lo que Huntington cataloga como problemas que dificultan la consolida-
ción democrática, según nuestro punto de vista puede convertirse en poten-
cialidades en determinados países, como lo es la cultura democrática en el
caso de Chile, que constituye el principal factor de estabilidad política pos-
autoritarismo. En todo caso, el concepto de "problemas contextúales" de
21
Según David Easton el movimiento conductualista es el origen del enfoque empírico de la política. Siendo producto
de este movimiento y estando vinculado a el, la teoría política de orientación empírica se denomina a menudo teoría
conductualista" (Easton, 1969, p. 20).
Huntington sirve para demostrar que determinadas características nacionales
influyen decisivamente para la evolución política y le otorgan alto grado de
autonomía respecto a esquemas prefijados de hipotética validez global para
casos aparentemente análogos.
Como síntesis de la mezcla armónica entre lo histórico y lo empírico,
según hemos intentado describirla, es útil consignar apreciaciones de los
"padres fundadores" del Instituto de Ciencia Política de la Universidad de
Heidelberg. Por una parte, la actualidad délas afirmaciones de Cari J. Friedrich
formuladas hace tres décadas sobre esta materia (1968, p. 21); "La
singularidad de los hechos históricos, al producirse sólo una vez en su marco
específico, significa la exclusión de toda posible comprobación de la
experiencia mediante la repetición". Por otra parte, en una madura obra
destinada a definir "política" ya después de dejar su cátedra, Dolí Sternberger,
señalaba (1978, p. 383): "Queremos examinar no sólo lo meramente posible y
ubicable, sino lo verdadero, o sea, el verdadero significado de la política" 22.

22
La citada obra de Friedrich, publicada en Nueva York en 1963, se inició con un prefacio sobre la teoría política,
seguido de dos extensas notas en las que se formuló una critica conceptual a las corrientes sistémicas empírico-
conductualistas recién formuladas en Estados Unidos. A Easton y Parsons, Friedrich les critica (1968, p. 38): "han
hablado del 'sistema político' o del 'sistema social', haciendo del sistema un núcleo centra] de su análisis de los
fenómenos políticos y sociales sin indicar, o siquiera sin hacer claro teóricamente, qué es lo que debe entenderse por
sistema'". El texto citado de Sternberger, por su parte, es seguido de una afirmación finalista: "Una ciencia que no
condujera a ello, sería quizás todavía interesante, pero en definitiva sería indiferente". Junto con ello, haber contribuido
decisivamente a la fundación del Instituto de Heidelberg y haber ejercido dos cátedras (Friedrich compartiendo su
tiempo con Harvard) publicaron dos trabajos casi simultáneamente sobre el tema de la dinámica institucional: Dolf
Sternberger: Lebende Verfassung. Studíen Über Koalition und Oposición, Heidelberg, 1956; Cari J. Friedrich:
Demokratie ais Hmschaíts- und Lebensform, Heidelberg 1959.
Sistemas de gobierno:
perspectivas conceptuales y comparativas ( **)

Dieter Nohlen

En América Latina, el gran estímulo para debatir sobre la forma de


gobierno en términos de modificar o cambiar el sistema político el presiden-
cialismo nace de la necesidad de consolidar las refundadas democracias.
Obviamente, en este juicio está presente la asociación entre el desplome
democrático y sus causas, es decir, el supuesto de que el tipo de sistema
político tiene responsabilidad en América Latina en los derrumbes de la
democracia. Por otra parte, está presente también en este debate el supuesto
de una relación entre instituciones políticas y rendimiento político, relación que
por su parte se vincula con el tema de la consolidación a través del concepto
de la legitimidad, es decir de la lealtad de las masas respecto a las instituciones
democráticas dependiendo como lo muestran las encuestas de la performance
de los gobiernos.
El tema de la importancia de las instituciones es tal vez el que ha
suscitado mayor polémica dentro y fuera del campo de la comparative pólitícs y
marca el desarrollo mismo de esta área específica de la ciencia política. En
términos científicos, la controversia se plantea según se atribuya a la variable
en discusión las instituciones políticas el carácter independiente o dependiente.
La pregunta es a qué variable se le puede conceder la función explicativa del
proceso político, En Europa, en el período posterior a los derrumbes de las
democracias de entre guerras y en plena fase de reconstrucción democrática,
los científicos de la política estuvieron de acuerdo en enfatizar la alta
importancia de las instituciones. El viejo institucionalismo como se llama hoy a
la doctrina de entonces afirmó el status de lo institucional como variable
independiente. El desarrollo de la democracia como orden político fue visto
como dependiente de su calidad institucional y de reformas políticas en caso de
no correspondencia de la institucionalidad vigente con la buena teoría institu-
cional de rostro inglés. Más tarde, a partir de la consolidación de las
democracias en Europa occidental y del reconocimiento de la pluralidad de las
formas de gobierno representativo, las instituciones fueron desplazadas del
lugar privilegiado en el análisis político. Desde los años sesenta se tomaron en
cuenta factores adicionales como los fenómenos políticos pre institucionales y
las relaciones económicas y sociales, lo que derivó en sostener la existencia de
una compleja relación entre diferentes variables y la necesidad de estudios
históricos contingentes para de terminar la orientación y el grado de relación
causal entre ellas. Se reconoció también que una misma variable podría
cumplir un rol diverso en una u otra fase del desarrollo político. Por otra parte,
en los años setenta, el interés politológico empeló a ver como temas las
policies, es decir, las políticas de los gobiernos en función, llegando a relegar
las instituciones al olvido de las investigadores. Así se cumplió el ciclo de los
extremos, el ciclo entre sobreestimación y descuida casi total de las
*
El presente trabajo es una versión levemente modificada del texto originalmente publicado NohIen/Fernández, 1991.
instituciones. Sin embargo, el mayor avance de los estudios de las políticas de
gobierno en Europa abrió nuevos espacios para las instituciones políticas y su
evaluación, dado que en estos estudios se llegó a la conclusión de que, para
explicar las diferencias en el rendimiento gubernamental por país, la variable
institucional resultó una de las que contaba con mayor fuerza explicativa. Es
por esto que en los años ochenta cuando en América Latina las instituciones
democráticas se reafirmaron primero a nivel normativo y luego se
restablecieron en la práctica en Europa, por su parte, reaparecen las
instituciones como variable, hecho que es imperioso tener en cuenta. En este
nuevo institucionalismo, las instituciones no retoman el papel que tenían antes
en el cuadro del viejo institucionalismo. Esta nueva vertiente institución alista
reconoce que no se puede explicar todo por las instituciones y considerando la
complejidad de la realidad que estudiamos y que enfrentamos como científicos
con vocación de ingeniería social, propone y defiende enfoques explicativos
complejos en los que entran las diferentes variables en juego.
Ahora bien, nuestras reflexiones sobre presidencialismo y
parlamentarismo se insertan, por un lado, en el momento político definido no
sólo por los retos y los objetivos, sino también por las experiencias, por el otro,
en este nuevo institucionalismo "ilustrado". Así, estamos convencidos de la
importancia de las instituciones. El estudio del presidencialismo especialmente
en contextos de democratización, tiene clara relevancia para el mejoramiento
de los sistemas políticos latinoamericanos, problemas de gobernabilidad y
consolidación de la democracia. Las crisis de estabilidad política, crónicas en la
región, responden en parte a factores institucionales del sistema de gobierno y
su conocimiento a fondo puede contribuir a evitar su repetición. Valoramos
altamente el aporte de las reformas institucionales llevadas a cabo en Europa
para refundar sus democracias después de la segunda guerra mundial. Sin
embargo, no concordamos con enfoques y argumentaciones que en el debate
actual en América Latina hacen recordar, reaparecer o repetir el
institucionalismo de viejo cuño-La primera parte de nuestra contribución es una
prueba de esta diferencia fundamental entre diversas vertientes
institucionalitas. En la segunda parte, para evitar posibles equivocaciones, se
evocan las diferencias en el uso de los conceptos. En la tercera parte,
estudiamos las variantes del parlamentarismo a partir de experiencias
históricas muy concretas. Es especialmente ilustrativo cómo el éxito del
sistema parlamentario parece depender, en cierta medida, de cómo se varía el
modelo original para adaptarlo a las necesidades del caso. Es ésta la idea
clave para entrar en la cuarta parte del trabajo en la variedad ya existente del
presidencialismo en América Latina y proponer adecuaciones funcionales del
sistema presidencial relacionadas con posibles opciones de reforma
institucional.

Debate actual: presidencialismo versus parlamentarismo en


América Latina

En América Latina, las crisis de la estabilidad política, de las


democracias y de la gobernabilidad se han identificado con la vigencia del
sistema presidencial de gobierno, visión que trae como consecuencia obvia la
necesidad de realizar modificaciones institucionales, mirando hacia el modelo
de las formas parlamentarias. Aquí es imperioso tener presente todo un
catálogo de problemas al debatir sobre la introducción de formas
parlamentarias en América Latina. Para ello revisaremos, en primer lugar,
desde puntos de vista tanto teórico-metodológicos como empírico-sistemáticos,
las líneas arguméntales de los partidarios del parlamentarismo como opción
necesaria y única para América Latina. Esta "nueva vertiente del análisis
politológico contemporáneo" (Godoy, 1990) está liderada por Juan Linz, de
modo que sus múltiples contribuciones al debate constituyen el principal punto
de referencia para el desarrollo de enfoques y apreciaciones diferentes.

1. El espejismo estadístico

En los análisis comparativos de los sistemas de gobierno presidencial y


parlamentario, se afirma que una simple observación estadística de los países
muestra la superioridad del parlamentarismo: mientras que en los años sesenta
y setenta se quebraron los sistemas presidencialistas, los sistemas parlamenta-
rios demuestran una notoria estabilidad (Riggs, 1987; Linz, 1990a). En términos
de Oscar Godoy (1990), "los estudios de Juan Linz demuestran que las
democracias estables son, básicamente, de tipo parlamentario". En otros
términos el enunciado es el siguiente: dada la certeza de la observación
estadística, ¿por qué no suponer que la forma de gobierno tiene algo que ver
con el quiebre de las democracias? Sin embargo, nos encontramos ante una
relación estadística de dos variables que, por sí solas, no constituyen ninguna
relación causal. Puede existir sólo una correlación. En tales situaciones, la
metodología aplicada en ciencias sociales nos recomienda proceder a buscar
una tercera variable de la que puedan depender las variables en cuestión, y a
interpretadoras adicionales que toman en consideración variables del contexto.
En nuestro caso, es obvio que interviene una tercera variable que en términos
gruesos es la región: los sistemas presidenciales son inestables en América
Latina, mientras los sistemas parlamentarios son estables en Europa. Hay que
suponer que esta variable no solamente influye en la relación entre forma de
gobierno y estabilidad democrática, sino que podría contener para la
inestabilidad política más fuerza explicativa que la forma de gobierno.
Vale añadir que detrás de la variable región, en el caso de América
Latina se encuentran factores como la cultura política, siempre referida a un
ámbito social y territorial, situaciones de heterogeneidad estructural en lo
económico y social, repercusiones de la forma de integración económica en el
sistema mundial, etc.

2. Sobre la argumentación "en contrario"

Otra característica en los estudios mencionados es el desarrollo de la


argumentación "en contrario" o "contrafactual": el parlamentarismo no habría
conducido al mismo desenlace infeliz del conflicto político, es decir, con el
parlamentarismo, la democracia habría sobrevivido. Una perspectiva
"contrafactual" puede ser muy rica como técnica heurística explorativa, pero
esta argumentación tiene sus límites (ver punto 5: La dimensión histórica),
sobre todo si se entra en el campo de las explicaciones causales. Es
metodológicamente débil una argumentación que, partiendo del supuesto de
que el parlamentarismo hubiera conducido a algo diferente, culpa al presiden-
cialismo por lo ocurrido. Por otra parte, respecto a opciones, la sola presencia
de un fenómeno en el momento histórico fatal hace preferible el ausente, y así
no se pueden establecer relaciones causales. En el análisis causal tienen que
entrar todos los factores que puedan haber influido en el desarrollo político. Es
obvio que Juan Linz está consciente de las limitaciones expuestas, y así lo
plantea oportunamente al preguntarse si el presidencialismo, en la época de
crisis de las democracias de tipo parlamentario en Europa, habría podido evitar
los quiebres de la democracia. Dice Linz (1990a, p. 90): "Desarrollar el
argumento al contrario aquí conllevaría mucho esfuerzo y no sería nunca
plenamente convincente". Y es cierto que el argumento "en contrarío" nunca
llega a convencer plenamente, por ello Linz analiza los casos de parlamentaris-
mo europeo (Francia, Holanda, Bélgica) que se destacan por haber resuelto las
graves crisis por las que esos países atravesaron en aquella época.
Sin embargo, en el caso del presidencialismo latinoamericano
contemporáneo, Linz no opta por la misma estrategia de argumentación. No
entra en los casos de presidencialismo que han sobrevivido en las últimas
décadas (Costa Rica, Venezuela), No desarrolla así una estrategia de
refutación semejante al caso parlamentarista de los años de las crisis
europeas, sino que trata de convencer utilizando el argumento "contrafactual"
en circunstancias empíricas muy desfavorables y apoyándose en la tesis de un
solo autor (Arturo Valenzuela) para un país exclusivamente (Chile): "Sólo en el
caso de Chile se ha hecho alguna referencia al conflicto entre el presidente
Allende y el Congreso en e' análisis del colapso de la democracia" (Linz, 1988,
p. 20). Toma el caso de la República andina como dame instance para "how
presidentialism has facilítated and exacerbated crisis of democracy"
(Diamond/Linz, 1989, p. 24) y suponiendo que " Valenzuela’s counterfactual
speculation on the difference a parliamentary system would have made, has
relevante well beyond the Chilean case" (Diamond/ Linz, 1989,p. 24). Este
supuesto de generalización va mucho más allá de lo que el argumento
"contrafactual" permite. Vale señalar aquí que Linz destaca en otra oportunidad
lo específico del caso chileno en América Latina (presidencialismo con
pluripartidismo polarizado), lo que podría limitar el caso como classic instance
para América Latina. Por otra parte, en el contexto de la consolidación
democrática en Chile, el argumento "en contrario" se combina con un
pensamiento en paralelismos y analogías muy cuestionable cuando los autores
sostienen que para el Chile de la redemocratización," the stability (of
democracy) is not fundamentally compatible with a presidential system of
government" (Diamond/Linz, 1989, p. 24). Esta tesis demuestra hasta qué
punto quedan fuera de atención las demás variables en juego, como cambios
que se produjeron recientemente en el diseño institucional (sistema electoral
mayoritario), en el sistema de partidos (una derecha fuerte y renovada, el
partido de centro más abierto a coaliciones), en la formación de gobierno
(coaliciones mayoritarias). En términos de Eduardo Palma (1991), "la
caracterización de las realidades (chilenas) no se agota con los asertos
anteriores. La Constitución de 1980 y sus leyes orgánicas han modificado el
régimen de partidos y el sistema electoral, han cambiado el origen y la
composición del parlamento, en especial del Senado, han consagrado la
autonomía del Banco Central y han introducido como instancia constitucional el
Consejo Nacional de Seguridad, con participación activa de las Fuerzas
Armadas y de Orden. En suma, una determinada modalidad de transición ha
significado, entre otros, los arreglos institucionales antes señalados".
En síntesis, el argumento "en contrario" requiere un uso muy cuidadoso,
del cual los protagonistas del parlamentarismo se alejan mucho.

3. El tipo ideal como figura argumentativa

Tratándose de un tema tan clásico como el de los sistemas de gobierno,


inevitablemente los polos de la discusión o sus puntos de referencia se han
situado en los tipos ideales parlamentaristas y presidencialistas, y la dirección
metodológica ha tenido un fuerte sesgo formalista.
El tipo ideal de los fenómenos que investigamos facilita la comprensión de sus
rasgos esenciales y abstractos. La función del tipo ideal es medir la diferencia
entre la construcción racional abstracta de algo que se basa en sus
características estructurales y la conducta del fenómeno. El tipo ideal no es por
su propia moción autolimitadora un concepto científico al servicio de las
explicaciones, sino sirve sólo de forma limitada para el análisis causal.
Sin embargo, "in the quest for causal explanations" (Diamond/Linz, 1989,
P- 1), los tipos ideales del presidencialismo y del parlamentarismo configuran el
nivel en que se desarrolla su confrontación teórica y empírica. Esto conduce a
que a las características básicas de los sistemas de gobierno al fin de cuentas
el común denominador (véase Lijphart, 1990a, pp. 13 y ss.) se les atribuya todo
el poder explicativo en la relación entre sistema de gobierno y consolidación
democrática. Las demás variables tomadas en cuenta (de limitada cantidad) se
consideran variables dependientes, Las cuales pueden alcanzar importancia en
la medida en que Fortalecen el carácter y los efectos ya inherentes al sistema
básico común.
Un efecto obvio del debate sobre los tipos ideales es descuidar los tipos
reales, los tipos históricos, contingentes, con lo cual no se percibe, como
convendría., la multiplicidad de las variantes presentes en el modelo básico.
Sin embargo, en este nivel de las variantes valdrá la pena abordar el análisis
causal, dado que sólo el análisis histórico nos ofrece un panorama de las
variables presentes en el momento y en el lugar de la relación por estudiar.
Por otra parte, en relación con el parlamentarismo, sí no entramos en las
variantes del sistema básico no percibimos que han sido justamente las
adaptaciones del modelo básico al lugar y tiempo las que han contribuido al
éxito del modelo básico mismo, aunque junto a tales éxitos se cuentan también
adaptaciones fracasadas. Para poner un ejemplo en un mismo país, están los
casos de Weimar, fracasado, y el de Bonn, exitoso, agregándose que los
fundadores de la República de Bonn aprendieron del fracaso de Weimar para
reformar adecuadamente la institucionalidad política (más adelante tratamos
más ampliamente la experiencia alemana como variante del parlamentarismo).
Cuando Linz, al referirse al parlamentarismo y su crítica, precisa, " that we
have in mind here precisely those modern forms of parlamentarism that have
introduced innovations (like the constructive vote of no confidence)"
(Diamond/Linz, 1989, p. 55, nota 38), implícitamente reconoce no solamente la
importancia de las variantes del parlamentarismo sino el hecho de que
justamente los efectos de una de esas variantes sean el fundamento de la
evaluación del tipo ideal.
Sin embargo, sería necesario reconocer que el tema de la forma de
gobierno, su cambio o adaptación, tendría que ser relacionado con las
particularidades sociohistóricas y político-institucionales que definen las
situaciones nacionales. Las variantes no sólo aparecen por el lado del
parlamentarismo. Sí nos referimos al presidencialismo en América Latina, es
también importante tomar en cuenta la presencia de las variantes del modelo
básico (ver punto 6: La experiencia parlamentaria). Sin embargo, el argumento
tipo ideal, combinado con los argumentos estadísticos y en contrario, llegaría a
enfatizar la responsabilidad del modelo básico. Se apoya implícitamente en el
hecho de que en los sistemas presidenciales en América Latina las diferencias
institucionales o las innovaciones hasta ahora no hayan podido contribuir a
variantes sustánciales respecto a la inestabilidad política. Otra conclusión más
convincente sería no atribuirle tanta centralidad al sistema de gobierno y buscar
variables más poderosas. Esta posición, sin embargo, no implica renunciar a
aprender de la caída de las democracias. Vale repensar las instituciones y
reformarlas si esto resulta beneficioso para el país, y tratar de conseguir el
consenso necesario (véase Nohlen/Solari, 1988).

4. Método y dimensión comparativos

Emile Durkheim decía que en ciencias sociales el método comparativo


equivaldría al experimento en ciencias naturales. Sin que se establezca en la
comparación politológica la misma rigurosidad metodológica del experimento,
el cientista social tiene que comparar con reflexión, dado que el tipo de
comparación (por ejemplo sincrónico,'acrónico), la selección de casos (por
ejemplo: concordantes o contrastantes) etc., influye mucho en los resultados
(ver Lijphart, 1975; Nohlen, en Nohlen/Schultze, 1989).
Ahora bien, la comparación entre presidencialismo en América Latina y
parlamentarismo en Europa, hoy por hoy parece algo artificial si se dejan de
tomar en cuenta las variables contextúales. Comparar el presidencialismo en
América Latina con la idea de parlamentarismo para América Latina parece
muy desequilibrado, pues se trata de comparar algo que efectivamente existe
en el pasado y en el presente con algo que no existe (en el pasado sólo en
forma efímera), que permanece en un terreno de posibilidades y un ámbito
puramente especulativo (ver Sartori, 1987). Este tipo de comparación deja un
saldo muy favorable al parlamentarismo.
Es cierto que las experiencias históricas con el parlamentarismo en
América Latina refutan una generalización fácil en términos de un fracaso. Yo
compartiría la visión de que los parlamentarismos implantados fueron "sistemas
truncos". Sin embargo, es igualmente cierto que hasta el presente no ha sido
posible en América Latina organizar un sistema parlamentario exitoso (en
términos de estabilidad, consolidación) lo que no se le puede negar al
presidencialismo. Además, donde la Constitución deja abierta prácticas parla-
mentarias, ellas no se dan (ver más adelante punto 6). Esta otra visión
comparativa deja un saldo muy a favor del presidencialismo.
Una comparación mucho más interesante para el estudio de los sistemas de
gobierno ofrecen las perspectivas intertemporales, las cuales facilitan la
consideración de variables contextúales, es decir, situaciones de crisis que van
más allá de un solo caso, tomando en cuenta el desarrollo desigual del mundo
industrializado y de América Latina, y comparando fases que a partir de las
variables contextúales tienen mucho en común, como por ejemplo la situación
en los años veinte y treinta en Europa, cuando muchos sistemas
parlamentarios quebraron. Esta comparación intertemporal puede reorientar la
cuestión al no perseguir la superioridad de un sistema sobre el otro, sino
considerar los siguientes factores:

- la importancia del factor institucional en el quiebre de la democracia;


- las lecciones aprendidas después de los quiebres, al reconstruir las democra-
cias;
- la posible influencia que estas reformas de tipo institucional han podido tener
en Europa, y su impacto en América Latina.
Esa dimensión comparativa es más compleja, más sofisticada que las
anteriores. Además de relativizar las posiciones en el debate presidencialismo
versus parlamentarismo (los dos en iguales condiciones de fracaso), genera
reflexiones sobre la centralidad del factor institucional.
En segundo lugar, necesitamos case-studies que incluyan sistemas de
gobiernos diferentes (por ejemplo, Carlos Huneeus, 1981 sobre Chile, Weimar
y Segunda República. Española). No basta conocer un solo sistema, por
ejemplo el chileno de tipo presidencial, y especular sobre el tipo contrario, el
parlamentario, sin tomar en cuenca la incapacidad del parlamentarismo en su
oportunidad, para resolver el problema de la estabilidad democrática.

5. La dimensión histórica: raíces del presidencialismo latinoamericano

"Para una adecuada comprensión del presidencialismo latinoamericano


contemporáneo", dice Diego Valadés (1986, p, 49), "se hace imprescindible
ahondar en las raíces del poder en los Estados que emergieron a la libertad a
principios del siglo XIX". En Europa, en la fase de la formación de la sociedad
civil en el siglo XIX, el sistema de separación de poderes Corona y gobierno
(dependiente de la Corona) por un lado, y el parlamento, por el otro, fue
justamente superada por la parlamentarización de los sistemas políticos,
proceso por el cual, en un timing diferente según los países, el gobierno volvió
a ser dependiente del parlamento. El parlamento se impuso como órgano
preeminente (Beyme, 1972; para España: Nohlen, 1970).
En América Latina, el sistema político dominante se estableció en un
proceso histórico diferente al de Europa y al de Estados Unidos. En la fase de
la formación de los Estados nacionales, posterior a la independencia y equiva-
lente a una fase de desorganización social en el sistema constitucional de
separación de poderes, es en el Presidente en quien recae codo el poder
político. Es con su autoridad que se afirma el poder y la integración nacional.
Cuando Diamond/Linz (1989, p. 5) consideran que "shifting the probiem
from the imtablilty of government and constitucional rule to an analysis of the
difficulties of state building perhaps modífies our thinking about the historical
process of democratizaron in Latín America", podría incluirse la forma de
gobierno. El presidencialismo ha significado un recurso político-institucional
para resolver los problemas de la formación de los Estados nacionales y en
algunos casos, como el de Chile, con mucho éxito.
Una primera conclusión es evaluar los sistemas de gobierno a partir de
situaciones históricas concretas. Una segunda conclusión se refiere a la tradi-
ción presidencialista en América Latina, que tiene que ver con el aporte del
presidencialismo a la historia de los países latinoamericanos en el siglo
pasado. Es así como "che past does weigh heavily on the present in Latín
America (Diamond/Linz, 1989, p. 9). No extraña, por eso, que la mayor
viabilidad di un sistema parlamentaria se presente hoy en el país que cuenta
con la menor tradición presidencialista en el siglo XIX, Brasil.
Sin embargo, sería posible sostener que el argumento histórico tiene su*
límites para justificar la opción por un sistema de gobierno, dada la certeza de
la primera conclusión mencionada. Esta reflexión nos lleva a considerar que las
instituciones se fundamentan en algo más que el peso tradicional. Las
instituciones son expresión de valores, preferencias y patrones de
comportamiento ampliamente compartidos en una sociedad. Mientras no se
cambien estas bases de sustentación de las instituciones vigentes, es difícil
pensar tanto en la viabilidad de reformas institucionales como, en caso de un
cambio institucional, en prácticas políticas conforme a las nuevas instituciones.
De modo que la tradición presidencialista en América Latina tiene dos asideros:
la historia decimonónica y la estabilidad de valores, preferencias, patrones de
comportamiento, etc.

6. La experiencia parlamentaria en América Latina

El hecho, como ya señalamos, de que la vigencia de formas


parlamentaristas sea una experiencia casi desconocida en América Latina no
es, por cierto, una argumentación para rechazar la posibilidad de su ensayo en
nuestros días. Sin embargo, es necesario destacar tres problemas. En primer
lugar, las pocas experiencias son negativas. En Chile, el período 1891-1925 se
denomina "parlamentario", aunque de esa forma sólo tenía la capacidad del
parlamento para censurar ministros (no así al jefe de gobierno, característica
clave de un sistema parlamentario), y el juicio predominante sobre el período
es haber producido una gran inestabilidad para gobernar y una oligarquización
de la política. En segundo lugar, las posiciones favorables a la aplicación de un
sistema parlamentario actualmente son minoritarias, así como las condiciones
político-institucionales para lograrlo. Así lo demuestran los debates en varios
países en América Latina en los últimos años (véase Nohlen/Fernández, 1991),
con la única excepción de Brasil (ver IDESP, 1990). En tercer lugar, varias
Constituciones latinoamericanas contienen elementos parlamentarios, pero en
la práctica no han podido establecerse. Es raro en América Latina el caso de
un presidencialismo puro (Carpizo, 1989). Para Argentina, Liliana De Riz y
Daniel Sabsay (en Nohlen/Fernández, 1991, p. 118) constatan que “la propia
Constitución argentina contiene preceptos que de algún modo se apartan del
molde presidencialista (...) a favor de prácticas más cercanas al
parlamentarismo”.
Para Venezuela, Allan Brewer-Carías (1985, pp. 11 y 176) habla de "un
sistema presidencial de sujeción parlamentaria". En Perú se introdujo, en la
Constitución de 1980, la institución del Primer Ministro. Seguramente en el
extremo de las orientaciones constitucionales parlamentarias se encuentra
Uruguay, donde de verdad la Constitución ofrece dos alternativas, la de un
régimen1 presidencial y la de un gobierno parlamentario; sin embargo, esta
última alternativa no se ha materializado hasta ahora. En Perú, la figura del
Primer Ministro en los primeros diez años de su existencia ha sido más bien
retórica (Roncagliolo, en Nohlen/Fernández, 1991). En Venezuela, no cabe
duda sobre el funcionamiento presidencialista del sistema político, y en el caso
argentino la práctica política se acerca al presidencialismo puro. Aun en
condiciones constitucionales favorables a formas parlamentaristas de gobierno,
se ha podido forjar ninguna tradición parlamentaría en América Latina.

7. Parlamentarismo y esperanza, de reglas consensúales

La más a trayente y quizás la más sólida de las argumentaciones en pro


de las reformas hacia el parlamentarismo, consiste en atribuirle a esa forma de
gobierno una mayor capacidad para fomentar el modelo de adopción de
decisiones "consociacional", en contraposición con un tipo "confrontacional"
asociado a la forma presidencial. Para Arend Lijphart (1990a, p. 121), "el
presidencialismo es enemigo de los compromisos de consenso y de pactos que
puedan ser necesarios en el proceso de democratización y durante períodos de
crisis... (Así pues) el presidencialismo es inferior al parlamentarismo".
Respecto a esta visión caben dos órdenes de problemas. Por una parte,
la pregunta es si constituye una regla el que sea más posible el consenso con
parlamentarismo, y por la otra, si así fuera, si la adopción de decisiones
consensúales es per se más positiva para la gobernabilidad.
En cuanto al primer dilema, nuevamente la realidad aconseja ser
prudente con juicios definitivos. El modelo parlamentario inglés, llamado de
Westminster, se basa en criterios de política de adversarios, de gobierno de
gabinete, de mayoría y de alternancia, teniendo gran influencia en el
parlamentarismo durante muchas décadas. Sólo en el último tiempo ha surgido
la por el funcionamiento consociacional en países como Holanda, Suiza o
Australia (Lehmbruch, 1967; Lijphart, 1968). Por otra parte, sin contar algunas
experiencias positivas en América Latina, el presidencialismo en Estados
Unidos tiene rasgos consociacionales si se atiende al mecanismo de
compromiso interpartidos que rige para las decisiones legislativas.
En cuanto al segundo problema, sorprendentemente, es posible advertir que la
crisis de gobernabilidad en algunos países de América Latina obedecido
justamente al exceso de compromiso o de integración, que ha conllevado
bloqueo e inmovilismo. Es el caso de Uruguay (sociedad “hiperintegrada), ver
Rama, 1987) e, incluso, el de Chile y su "Estado de compromiso" que se
deterioró progresivamente a partir de los años sesenta Soluciones de
compromiso pueden no producir efecto alguno o tener consecuencias
negativas. En tiempos de ajustes o reajustes (del Estado, de la economía, de la
sociedad) es difícil sostener la prioridad de estructura decisionales que no
pueden forzar a nadie a soportar la carga de esta política Paradójicamente, la
incapacidad de tomar decisiones a este respecto, pueda conducir a situaciones
que reclaman una mano fuerte, mayor automatismo; soluciones dictatoriales.

8. La referencia de la consolidación democrática

Como dijimos antes, el interés que el debate sobre el sistema político ha


despertado en la mayoría de los países latinoamericanos se fundamenta en S
relación con la necesidad de consolidar las democracias refundidas. Si el
presidencialismo falló entonces, es probable que el riesgo se repita ahora. Es el
razonamiento frente al cual es necesario puntualizar algunos alcances. En
términos generales vale recordar la tesis de Hirschman (1987) acerca la
inestabilidad como “perversive characteristics of any political regime in the more
developed American Countries (ver también Nohlen, 3984b).
En términos mas específicos es necesario, por una parte, tener presente
que lo que vale para un proceso no tiene por qué valer para el otro. Existen
diferencias de tiempo y de condiciones históricas que envuelven muchos
factores que pueden ser muy importantes. Aun cuando los desconocemos en
profundidad, es obvio que las realidades posautoritarias no se agotan con los
asertos anteriores, como queda especialmente claro en el caso de Chile. (Ver
Palma, 1991). En segundo lugar, existe la evidencia empírica de que las
transiciones hacia la democracia, que han tenido lugar en América Latina
desde 1978, han sido conducidas por sistemas presidenciales, la mayoría de
ellos con el mismo marco constitucional vigente en la época del desplome
preautoritario.
El dato básico en este punto es que la consolidación democrática y su
éxito exceden los límites de la institucionalidad y nene que ver con la eficiencia
del gobierno (Fernández, en Nohlen/Fernández, 1991). Sería posible por lo
tanto, afirmar que con sistemas parlamentarios la consolidación estaría
igualmente en peligro si los gobiernos fueran también ineficientes, en la medida
en que esta falta se origina en la estructura del Estado, el funcionamiento de la
burocracia (ver Correa Freitas/Franco, ,989) y la adaptación de esos factores
con el grado de desafíos de desarrollo socioeconómico con que los gobiernos
se enfrentan (Paldam, 1987; Cuzan et al., 1988; Isaacs, 1989).

Precisión en torno a los conceptos

Lo que se entiende por parlamentarismo y presidencialismo varía según el


contexto y el tiempo. A grandes rasgos se distinguen tres concepciones
básicas: una concepción general, una histórica y una sistemática.

Concepción general

En términos generales, el concepto de parlamentarismo describe una situación


en la cual en un sistema representativo existe un parlamento. El papel que esta
institución juega en el proceso de formación de la voluntad y de adopción de
decisiones políticas ha sido y continúa siendo incierto. Puede ser secundario,
como en los comienzos del parlamentarismo en la Edad Media; sin embargo, el
parlamento ocupa hoy un puesto destacado entre los órganos constitucionales,
aunque la importancia y la función del parlamento en el sistema constitucional
siguen siendo secundarias en la práctica.
Consideramos que este concepto de parlamentarismo es relativamente
poco en el lenguaje político corriente. Así, en Europa, en el medio / periodístico,
se ha hablado con respecto a los procesos de democratización en América
Latina como de un proceso de retorno a la democracia parlamentaria. No se
distingue entre formas presidencialistas y parlamentaristas de gobierno. Por
otro lado, en Uruguay (véase Rial, en Nohlen/Fernández, 1991) la gente no
entiende simplemente la propuesta de reforma parlamentarista, dado que
Uruguay cuenta ya con un parlamento. El concepto general de
parlamentarismo induce a equívocos y puede cerrar perspectivas de reforma.
Sin embargo, este concepto predomina en la literatura científica, por ejemplo,
cuando se presenta el parlamentarismo en forma histórica evolutiva, desde sus
inicios en la Edad Media hasta nuestros días, englobando todas las fases del
desarrollo, en el caso inglés desde la Carta Magna hasta el prime-ministerial
government. Por otra parte, los estudios acerca de la naturaleza del
parlamento, de su organización y funcionamiento interno, también utilizan
frecuentemente esta concepción general de parlamentarismo.

Concepción histórica

Un empleo histórico y más específico del concepto se produce cuando, en un


sentido más restringido, indica una función y un significado determinado del
parlamento en un sistema constitucional. Deben cumplirse ciertas caracte-
rísticas para poder hablar de parlamentarismo en este sentido, por lo tanto, la
simple existencia de un parlamento no basta para calificar un régimen como
parlamentario. El criterio decisivo es la responsabilidad de los ministros, es
decir, la responsabilidad política del gobierno frente al parlamento, que se
expresa en que el gobierno, para ejercer sus funciones, necesita de la mayoría
parlamentaria. Se podrían mencionar otras características, como la compatibi-
lidad entre mandato parlamentario y función ejecutiva, que hace aparente la
íntima relación entre el parlamento y el gobierno, pero ninguna otra es tan
importante como la relación de apoyo, de confianza o de tolerancia (en caso de
gobiernos de minoría) entre el parlamento y el gobierno. El gobierno cae
cuando pierde la confianza (Steffani, 1983, p. 276).
A partir de esta concepción es posible analizar el desarrollo
constitucional y la transformación de los sistemas políticos que tuvieron lugar
en la mayoría de los países europeos durante el siglo XIX al perder la corona la
capacidad de nombrar y destituir los gobiernos según su criterio político. Puede
determinarse cuándo se ha configurado constitucionalmente o político-
constitucionalmente el parlamentarismo en un sentido más restringido, con un
gobierno que sea responsable ante el parlamento.
El concepto de parlamentarismo sirve aquí para periodizar el procese
evolutivo de los sistemas representativos, lo que más allá de establecer el puro
dato histórico ofrece muchas perspectivas de investigación politológica
comparada, por ejemplo si la transformación fue temprana o tardía, lenta o
rápidos continua o interrumpida, anterior o posterior a otros desarrollos políticos
muy significativos para el proceso sociopolítico, como la industrialización, la
expansión del sufragio, etc.

Concepción sistemática

Una concepción netamente sistemático-funcional del parlamentarismo


constituye un concepto genérico. Abarca variantes de un mismo sistema de
gobierno o varios tipos de sistemas de gobierno, es decir, diferentes formas de
organización de los poderes del Estado.
En la literatura politológica sobre el tema se discute usualmente sobre el
plano en que debería ubicarse dicho concepto. Karl Loewenstein (1959, pp. 89
y ss.) ubica el constitucionalismo en el plano superior y distingue, en un plano
inferior, el presidencialismo del parlamentarismo. Este último lo subdivide a su
vez, en parlamentarismo francés clásico y en gobierno parlamentario.
Winfried Steffani (1979), en cambio, considera el parlamentarismo como
un concepto superior y establece una división en sistemas de gobiernos
presidenciales y parlamentarios, los que a su vez se subdividen,
respectivamente, en otros tipos más específicos.
Las consecuencias de esta diferente categorización son evidentes. Según
Steffani el parlamentarismo es la forma de gobierno de todos los países que en
la actualidad tienen un gobierno liberal y pluralista. Esta concepción amplia de
parlamentarismo nos lleva nuevamente al concepto general de parlamentaris-
mo anteriormente expuesto. Conforme a la categorización sistemático-funcional
más estricta de Loewenstein, el parlamentarismo no se presenta actualmente
en todos los países con régimen democrático representativo.
En la literatura científica es indiscutible que el presidencialismo y el
parlamentarismo constituyen alternativas en una perspectiva sistemática-
funcional. La diferencia decisiva entre los dos tipos básicos de sistema de
gobierno radica en el tipo de coordinación entre parlamento y gobierno. En el
presidencialismo, el parlamento y el gobierno son relativamente independientes
uno de otro. El gobierno (el Presidente) asume un mandato político por un
período fijo, constitucionalmente establecido; el parlamento no puede derrocar
al gobierno. Entre el cargo de ministro (o miembro del gobierno) y el mandato
de los diputados, existe incompatibilidad. En contraposición a ello, en el
sistema parlamentario (o parlamentarismo en un sentido más restringido), el
gobierno depende de la confianza (o por lo menos de la tolerancia) del
parlamento. El gobierno se deriva del parlamento, lo cual deberá entenderse
literalmente como la compatibilidad entre el mandato de los diputados y el
cargo ministerial. Por lo tanto, los ministros permanecerán en funciones
Mientras exista una mayoría en el parlamento que los apoye, o al menos
mientras éste no los censure. Es interesante observar que la literatura especia-
lizada no da mucha importancia al argumento de que en el presidencialismo
hay dos instituciones con legitimidad democrática, mientras que en el
parlamentarismo sólo hay una: el parlamento.
Como concepto genérico el parlamentarismo comprende diferentes tipos
de gobierno. Suele hacerse una distinción entre el sistema británico de
gabinete y el parlamentarismo francés clásico. El criterio de distinción es
nuevamente el de la supremacía., esta vez del gobierno, del gabinete o del
parlamento, "En la practica de parlamentarismo se manifiesta en dos formas
muy diferentes, según que el parlamento tenga más poder político que el
gabinete o que el gabinete pueda controlar al parlamento. La preponderancia
de la asamblea sobre el gobierno está encarnada, en el tipo clásico francés de
parlamentarismo. La superioridad del gabinete sobre el parlamento está
institucionalizada en el gobierno de gabinete británico" (Loewenstein, 1959, p.
92).
Otra distinción se basa en la importancia y función del jefe de Estado,
por lo general el Presidente elegido. La cuestión decisiva es si el Presidente
desempeña funciones netamente formales o si tiene competencia para influir
directamente en las decisiones políticas del gobierno o incluso si el gobierno
depende de él. Los ejemplos más citados de parlamentarismo en el que el
Presidente desempeña una función sumamente decisiva, son el de la
República de Weimar y el de la Quinta República Francesa. En estos sistemas
el gobierno dependía de la confianza del Presidente y del parlamento. La
mayoría de los teóricos constitucionales considera esta doble dependencia del
gobierno como una situación especialmente sensible en las crisis, dado que
puede llevar a un conflicto entre el Presidente y el parlamento, en caso de que
el primero no concuerde políticamente con la mayoría parlamentaria. Sin
embargo, la intención de dicho esquema constitucional fue y es la de estabilizar
el gobierno en sistemas pluripartidistas. Ello también tiene por objeto presentar
una variante al régimen parlamentario por la vía de un derecho de revocación
restringido del parlamento frente al gobierno y, por el otro lado, por la vía de
una facultad disolutoria limitada del gobierno frente al parlamento. Tenemos así
dos variantes principales para estabilizar el gobierno en sistemas
parlamentarios o para racionalizar el parlamentarismo: una primera es la de
aumentar las facultades del Presidente. Esta tendencia va en dirección a un
sistema llamado de estructura dual del Ejecutivo o de semipresidencialismo. La
segunda consiste en restringir competencias del parlamento, en restringir la
aplicación del voto de censura y, como contrapartida, restringir también el
derecho de disolución de la cámara representativa.

Variantes del parlamentarismo. Las experiencias alemana y española

Las Constituciones democráticas del siglo XX en Alemania y España


representan casos de las variantes anteriormente mencionadas de
estabilización política. Primero, de la variante presidencialista o
semipresídencialista y segundo con posterioridad al derrumbe de estas
democracias y a las experiencias autoritarias de la variante de restricción de
las competencias del parlamento. Otros casos europeos que se consideran
reiteradamente representan experiencias diferentes. En el caso francés, el
parlamento clásico se toma en dirección al semipresidencialismo con la
instrumentación de la Constitución de la Quinta República. En el caso
portugués también puede sostenerse que la Constitución es
semipresídencialista y se ha iniciado un debate para introducir la moción de
censura constructiva.

Los "semipresidencialismos " alemán y español

En el caso de Weimar y de la Segunda República Española, el sistema de


estructura dual del Ejecutivo ha sido denunciado como portador de defectos
estructurales. En España, ciertamente el presidente de la República o jefe de
Estado no era elegido directamente, sino por un colegio electoral (arts. 68, 71).
Sin embargo, el presidente de la República podía nombrar a su arbitrio al
presidente del Consejo de Ministros y a los miembros de éste. No obstante, un
ministro no podía seguir ejerciendo su cargo una vez que las Cortes le habían
retirado su confianza (art. 75). El presidente de la República podía disolver las
Cortes con aprobación ministerial (art. 71) por una única vez durante cada
período electoral (6 años, art. 81). Pero, a su vez, las Cortes podían examinar
los motivos, declararlos insuficientes y destituir al presidente de la República
mediante votación, lo que sucedió en el año 1936. Los presidentes de la
Segunda República se encontraron frecuentemente en conflicto con las Cortes
y practicaban con bastante libertad los nombramientos y la destitución del
gobierno, en parte en contraposición con la norma constitucional (art. 91)
acerca de la responsabilidad ministerial parlamentaria. En el caso español, la
suma de facultades otorgadas al presidente de la República demostró ser
finalmente incompatible con el sistema parlamentario.
En el caso de Alemania, según el art. 54 de la Constitución de Weimar, el
canciller y los ministros del Reich requerían de la confianza del Reichstag para
el desempeño de su función. Cada uno de ellos tenía que dimitir cuando el
Reichstag por voto explícito le negaba su confianza. Dada la situación de un
sistema de partidos políticos muy fragmentado, con partidos políticos
antisistema, de derecha e izquierda, la formación de mayorías parlamentarias
no fue nada fácil. Así, la normativa constitucional posibilitó la formación de
mayorías ocasionales y fortuitas para destituir al canciller o para lograr la
dimisión de un ministro, pero de ninguna manera impulsó la formación de
mayorías para llevar adelante una política de gobierno. Así pues, se
favorecieron Mayorías puramente negativas, en vez de mayorías constructivas.
Es cierto que solo dos gobiernos de coalición cayeron indirectamente por el
voto de desconfianza, retirándose ante la inminencia de su cuestionamiento.

Sistemas parlamentarios posautoritarios en la República Federal de


Alemania y en España

El mal recuerdo político, sumado al deseo de estabilizar los gobiernos


parlamentarios y, consecuentemente, el sistema democrático, llevó a los
constitucionalistas alemanes y españoles de posguerra a pensar en medidas
constitucionales que modificaran la tradicional relación parlamento/gobierno
dentro del sistema parlamentario.
Un primer cambio sustancial introducido en la ley Fundamental alemana
en relación a La Constitución de Weimar, residió en la figura del Presidente. La
ley Fundamental ha privado al presidente de la República de aquellas impor-
tantes prerrogativas que le reservaba la Constitución de Weimar. Entre otras
competencias perdió el derecho a nombrar por decisión propia al canciller, que
dependía de su confianza más que de la del parlamento, dado que para su
investidura no requería de la confianza del parlamento (la cual se
sobreentendía mientras éste no emitiera voto expreso de desconfianza).
Otro cambio sustancial fue la introducción de la moción de censura
constructiva, una de las características esenciales de la República Federal de
Alemania (Nohlen, 1988d), medida tendiente a independizar a los gobiernos de
las crisis parlamentarias. Es un mecanismo que determina buena parte de las
relaciones entre el parlamento y el gobierno cuando se produce una crisis
política. De modo que una crisis política resulta imprescindible para medir, junto
a los pro y los contra, la importancia misma de la institución.
La moción de censura constructiva limita en cuatro aspectos el
tradicional voto de censura parlamentario, que implica la destitución del
individuo o cuerpo colegiado contra el cual se dirige el voto. La primera
limitación es de tipo personal: la moción de censura puede dirigirse solamente
en contra del canciller federal y no en contra de los ministros federales. La
segunda limitación es de tipo material y se refiere a la constitucionalidad del
voto: la moción de censura es exitosa solamente cuando por mayoría de los
miembros del parlamento se produce la elección de un sucesor, paralelamente
a la solicitud de revocación del canciller en ejercicio. La tercera limitación se
refiere al procedimiento: existe sólo posibilidad de votación única, no hay
ninguna vuelta electoral. La cuarta y última limitación es de tipo temporal:
establece la exigencia de un período de reflexión de la Dieta Federal antes de
que ésta interponga la moción de censura contra el Gobierno Federal.
Una tercera modificación introducida en la Ley Fundamental con respecto a la
Constitución de Weimar se refiere a la elección del canciller, y la cuarta
consiste en la revisión del derecho a disolución del parlamento. Nuevamente
los padres de la Constitución intentaron evitar los errores de la Constitución de
Weimar. Algunos dirían que fue el trauma de Weimar el que los impulsó a
buscar soluciones en procura de una mayor estabilidad del gobierno.
Según la ley Fundamental el Canciller Federal es el eje central de la
estructura del poder. Es el único cargo elegido por la Dieta Federal y el único
que obtiene la confianza de la Dieta, ya sea por elección (art. 63) o por solicitud
(art. 68). Es decir que el nombramiento del canciller no depende del presidente
de la República, como fue el caso de Weimar, ni los ministros necesitan la,
confianza de la Dieta. Es a través del Canciller Federal como se canalizan las
relaciones importantes en términos del mecanismo de confianza/desconfianza
entre parlamento y gobierno.
El art. 63 de la ley Fundamental prevé tres procedimientos para
conseguir el nombramiento de un canciller:

a) elección del canciller por la mayoría absoluta de la Dieta Federal a propuesta


del Presidente Federal, sin debate previo a la votación;
b) si no se consigue la elección por el procedimiento anterior, corresponderá a
la Dieta Federal la iniciativa de proponer y elegir un canciller por mayoría
absoluta;
c) si no se consigue la mayoría exigida para el candidato propuesto por la Dieta
Federa), tendría lugar una segunda votación en la que será elegido quien
obtenga la mayoría de los votos. En este último caso corresponderá al
Presidente Federal la decisión de nombrar al candidato elegido por mayoría
simple, es decir un canciller minoritario, o en caso contrario, disolver la Dieta
Federal.
La formación del gobierno está en primer lugar en manos de la Dieta Federal.
El acto eleccionario es la prueba de confianza para el Canciller Federal. Se ha
enfatizado mucho este aspecto en la teoría parlamentaria, en la ciencia política,
especialmente en los estudios de Dolf Sternberger, quien destacó en
comparación con Weimar lo nuevo de la interrelación vital entre parlamento y
gobierno en el sistema parlamentario.
El Presidente Federal no tiene otra opción que proponer al Bundestag la
persona que ha sido nominada candidata a canciller por su partido y bajo cuyo
nombre se ha realizado la campaña electoral. La decisión acerca del canciller,
por lo tanto, la realiza el elector a través del voto en la elección de la Dieta
Federal. En la práctica, entonces, el sistema de Bonn no se diferencia mucho
del sistema inglés.
Como contrapartida de la limitación al derecho de sustituir un gobierno por otro
efecto de la moción de censura constructiva, la ley Fundamental de Bonn
establece otra limitación, la disolución del parlamento por el gobierno. Esta
combinación de dos limitaciones en la dinámica del proceso político ha llevado
a Karl Loewenstein a hablar de un "parlamentarismo controlado". Ya en los
años cincuenta expresó que "por la estabilidad del gabinete se ha pagado un
alto precio: una cierta paralización del proceso democrático" (1959, pp. 14 y
ss.).
Dice el art. 68: "Si la moción de voto de confianza del Canciller Federal no
fuere aprobada por mayoría de los miembros del Parlamento Federal, el
Presidente Federal, a propuesta del Canciller, podrá disolver el Parlamento
Federal dentro de un plazo de 21 días. El derecho a la disolución expirará tan
pronto como el Parlamento, por mayoría de sus miembros, elija otro Canciller
Federal". Entre la moción y la votación deberán transcurrir 48 horas.
El objetivo de este artículo es poder disolver un Bundestag que resulte
incapaz de formar una mayoría parlamentaria o presionarlo a través de la
amenaza de disolución para formar una mayoría parlamentaria y elegir un
nuevo canciller. El constitucionalista H.H. Klein (1983) opina así: "Con la
sustitución de la moción de censura meramente destructiva por la de tipo
constructiva no se había encontrado una solución para, todas las crisis
parlamentarias imaginables. Por eso se pensó, y se resolvió, que el gobierno,
en caso de mayorías inseguras o imprecisas, no tenía que ser forzado a
sobrevivir agobiado, sino que debía tener la capacidad de tomar la iniciativa de
resolver la crisis, ya sea por resolución del Bundestag o formando una nueva
mayoría".
En el caso de España, la Constitución de 1978 se declaró claramente
partidaria del sistema parlamentario, lo que ya se manifiesta en la calificación
de la forma de gobierno. El art. 1, párrafo 3, dice: "La forma de gobierno del
Estado español es la monarquía parlamentaria". Las relaciones entre los tres
poderes, corona, parlamento y gobierno, están organizadas de manera tal, que
por primera vez en la historia constitucional española se instituyó un sistema
parlamentario.
La Constitución de 1978 reglamenta también, por primera vez en el
derecho constitucional español, la forma de proceder para el nombramiento del
gabinete. Es evidente que la norma contemplada en el art. 63 de la ley
Fundamental de la República Federal de Alemania ha contribuido a ello. Sin
embargo existen algunas diferencias claras. El Rey posee el derecho a
proponer el candidato a presiden te del Consejo de Ministros "luego de una
consulta a los representantes nombrados por los grupos parlamentarios y por
encima del presidente del Congreso" (art. 99, parr.1). Esta norma parece
otorgar al Rey un lugar predominante, pero que pierde importancia en la
medida en que resulten mayorías electorales evidentes. El Rey no podrá pasar
por alto al jefe del partido mayoritario. En situaciones político partidistas
intrincadas aumentará el significado de las indagaciones que deberá realizar el
Rey, y con ello su función en el proceso de formación del gobierno.
Análogamente a la concepción inglesa del gobierno como uno de mayoría
parlamentaria, que el derecho constitucional alemán institucionaliza haciendo
que el parlamento elija al canciller, la Constitución española también adopta la
de un gobierno parlamentario mayoritario o de un parlamentarismo positivo.
A diferencia de la ley Fundamental alemana, en la Constitución española
la elección del jefe de gobierno, efectuada por el congreso de los diputados,
por mayoría absoluta de votos, sólo se lleva a cabo en forma de un voto de
confianza luego de presentar "el programa político del gobierno que pretende
crearse. Si no se logra la mayoría, basta con la mayoría simple obtenida en uní
segunda votación. Esta reglamentación es importante por cuanto permití
establecer un gobierno minoritario que, en lo sucesivo, estará protegido en su
gestión gracias a las dificultades que ofrece el sistema para el cambio de
gobierno.
En el art. 113 la Constitución española, siguiendo el modelo de Bonn,
introduce el voto de censura constructiva, para cuya aceptación se requiere
mayoría absoluta de votos, "debe contemplar un candidato para la presidencia"
(art. 113, párr. 2). Sin embargo, el esquema relativamente simétrico de la ley
Fundamental de Bonn, según el cual se restringe también la facultad disolutoria
del parlamento mediante el voto de censura (que no dio muy buen resultado),
no fue adoptado por la Constitución española. El art. 115 concede al jefe de
gobierno la facultad de disolver las Cortes, con lo que se sigue la práctica de la
mayoría de los sistemas parlamentarios, sin embargo, en el con texto del
sistema normativo español, el jefe de gobierno ocupa un cargo con amplias e
importantes facultades, en todo caso mayores que las del Canciller Federal en
la República Federal de Alemania.
Comparando los objetivos de los constituyentes con la experiencia
política, se percibe fácilmente que la meta de lograr una mayor estabilidad
política, o sea, mayor estabilidad de gobierno y por ende una mayor estabilidad
del sistema político en su conjunto, ha sido plenamente alcanzada en ambos
países. En Alemania Federal el tipo de gobierno es coalicional, por lo tanto, el
cambio de gobierno es producto de un cambio en la coalición. En España se
han experimentado gobiernos de minoría considerablemente estables
protegidos por la moción de censura constructiva y gobiernos monocolores de
mayoría. Sin embargo, sería ingenuo ver los nuevos mecanismos
institucionales como los Únicos factores causantes de estos procesos. Hay que
tomar en cuenta una amplia gama de factores adicionales, algunos de los
cuales explican mejor el grado de estabilidad política alcanzado. Vale destacar,
por encima de todo, el desarrollo del sistema de partidos políticos, influido
también por factores institucionales, entre otros el sistema electoral. El
pluripartidismo moderado (en cuanto a cantidad de partidos y distancias
ideológicas entre ellos) ha hecho mucho más viable un sistema democrático.

Vinculaciones con los "semipresidencialismos" francés y portugués

Esta observación es cierta no solamente con relación a sistemas parlamen-


tarios controlados", sino también respecto a sistemas semipresidencíalistas.
Así, la Quinta República Francesa no ha repetido ni la experiencia de mal
funcionamiento e inestabilidad política de Weimar, ni la de la Segunda
República Española. El sistema francés de partidos políticos se ha adaptado a
las exigencias de un buen funcionamiento del sistema político. En el caso
portugués se observa que el sistema semipresidencial mejora su forma de
funcionamiento en la medida en que el sistema partidario llega a operar mejor,
por ejemplo a través de la formación de una mayoría parlamentaria monocolor.
De las experiencias semipresidencíalistas más recientes de Europa se
desprende, por lo demás, que el carácter semipresídencialista del sistema va
disminuyendo en la medida en que el parlamento sea capaz de formar una
mayoría estable. En el caso francés una condición necesaria adicional sería
una mayoría opuesta a la orientación del presidente de la República para
producir el fenómeno experimentado recientemente: un régimen bastante
parlamentario dentro de un contexto constitucional reconocidamente
semipresidencial. Estas experiencias han llevado a repensar el carácter de los
sistemas semi no como síntesis del sistema parlamentario y del presidencial,
sino como sistemas de fases alternativas, fases presidenciales y
parlamentarias (Duverger, 1980; Aron, 1981; Linz, 1990a, p, 77). De este
modo, se afirma la idea de que en Europa el punto de partida del así llamado
semipresidencialismo es el parlamentarismo. Un sistema semipresidencial
surgiría como variante del parlamentarismo. Los elementos adicionales (mayor
importancia del rol presidencial, control del parlamento) tienden a buscar una
mayor estabilidad política. Sin embargo, el elemento decisivo para lograr esto
sería el sistema de partidos políticos cuya formación, como ya se ha indicado,
depende en cierta medida de factores institucionales.
Como conclusión de este apartado debe insistirse en que el record
bastante aplaudido de las formas de gobierno democrático en Europa durante
la posguerra, reside en su carácter de tipo parlamentario "estabilizado". En
América Latina, por el contrario, arrastra una tradición presidencialista. Por esa
realidad, el presidencialismo debe ser el punto de partida para cualquier
análisis o reforma del sistema de gobierno, incluyendo las propuestas hacia el
semipresidencialismo.

Variantes del presidencialismo o reformas para su adecuación funcional

Crítica y arraigo histórico en América Latina

Para evaluar el presidencialismo, las críticas sobre el pasado su rol


coadyuvante en las crisis preautoritarias así como los temores sobre el futuro
su discutible capacidad para afrontar los desafíos de la consolidación deben
combinarse con el reconocimiento de la importancia de la estructura
presidencialista en el desarrollo político de América Latina (Cumplido, 1985;
Fernández, en Nohlen/Solari, 1988) y el hecho de que su vigencia parece
haber sido necesaria para afianzar el paso de la autocracia a la democracia.
Estos argumentos han estado presentes tanto en los casos de reformas del
presidencialismo (Perú en 1980) corno en intentos concretos de reforma como
en Argentina (De Riz, 1989; Botana, 1987; Vanossi, 1987) o Brasil (Lamounier,
1986; 1988), así como en los casos en que se ha mantenido el sistema
preautoritario después de extensas discusiones teóricas, como en Uruguay
(Pérez, 1988a y 1988b) y Chile (Fernández, 1986 y 1986a).
Paradójicamente, la crítica al presidencialismo se basa más en su imagen que
en un análisis cabal. No es que no existan estudios, y algunos muy
excepcionales, sino que faltan estudios más completos e integrales. Completos
en el sentido de abarcar muchos datos y testimonios sobre el fenómeno de por
sí diferente en situaciones distintas; integrales en cuanto a abarcar el análisis
no sólo desde la perspectiva del Derecho Constitucional o desde la Historia,
sino también desde la Ciencia Política, la Sociología y la Economía, así como
integrales también en el sentido de apreciar el sistema tanto en sus bases
como en su funcionamiento. Parece imperioso aumentar los esfuerzos para
estudiar empíricamente los sistemas presidenciales en América Latina. Tiene
mucha razón Carlos Restrepo Piedrahita (1986) al decir que "el
presidencialismo latinoamericano, desde el punto de vista científico, no está
explorado". '
Obviamente, la amplitud del estudio del presidencialismo obliga a
apreciar también los beneficios que el sistema ha deparado en largas fases de
la historia, y no sólo sus supuestas fallas. Así, no es válido afirmar que el actual
presidencialismo latinoamericano es disfuncional al desafío de la consolidación
democrática. Igualmente, tampoco puede ignorarse la fuerza de su arraigo en
la cultura y en la costumbre política latinoamericana.
Alternativas

Metodológicamente, el problema no debe plantearse en términos excluyentes:


"este o el otro sistema" (Sartori, 1991). Por una parte, la no funcionalidad del
presidencialismo latinoamericano no debería interpretarse, a nuestro juicio,
como una exigencia automática para transformar radicalmente el régimen
político, sino más bien para adecuarlo a sus actuales y futuras funciones.
Conceptualmente, por otra parte, es erróneo aceptar que la fórmula
presidencialista es rígida y no permite adecuaciones a las realidades políticas.
La misma experiencia latinoamericana es una muestra de ello, pues dentro de
estructuras formales parecidas se mueven formas de funcionamiento muy
diversas. El estudio comparativo de los sistemas de gobierno, por lo demás,
nos conduce a constatar que una constante en las observaciones es el grado
de desarrollo contextual de cada sistema: cada país ha desarrollado una
fórmula propia de gobierno que, ubicándose en algunos de los tipos generales
(presidencialismo o parlamentarismo), ofrece contornos específicos,
difícilmente desechables o transmisibles.
En cuanto a la expectativa parlamentarista aparte de las dificultades
sobre su capacidad de transferencia y de adecuación institucional a sociedades
social y económicamente muy inestables, así como la variedad de
manifestaciones prácticas con que se expresa debe tenerse presente la gran
incógnita que significa su aplicación en sistemas políticos recién refundados
bajo lógica y formas democráticas. No existe ninguna evidencia empírica que
apoye la hipótesis de que la consolidación sería más sólida con un cambio
radical del sistema de gobierno. Por el contrario, la sensación dominante es la
de temor frente a la imagen de inestabilidad política que podría proyectar el
frecuente cambio de gobierno propio de sistemas parlamentarios con
multipartidismo relativamente ideologizado y polarizado. En este sentido nos
parece que el punto de partida más razonable para afrontar la valoración de los
sistemas de gobierno en esta fase de la política Latinoamericana reside en la
observación del desarrollo concreto de los fenómenos políticos y en el
funcionamiento real de los sistemas de gobierno que se desea aplicar. Como
normalmente ocurre en tipo de polémicas, situarse en esa perspectiva
contextual proporciona bases análisis menos rígidas, tanto en lo metodológico
como en lo conceptual.

Viabilidad de reformas institucionales

Un alto significado de las instituciones trae consigo una inevitable carga


"conservadora" en los sistemas políticos y una consecuente dificultad para
producir cambios muy radicales mediante una "práctica" política ajena o
antagónica de los procedimientos formales (a excepción de un cambio
revolucionario, que excede nuestra propuesta). Por lo tanto, cuando se
presenta la necesidad de una transformación política como en la mayoría de
los casos en la actual realidad de América Latina, el dilema que se debe
afrontar consiste en optar entre producir un cambio relevante a través de una
reforma institucional (normalmente una reforma constitucional), o alcanzar un
cierto grado de adecuación funcional a través de una combinación de
decisiones de complementación o interpretación institucional (constitucional)
con prácticas innovadoras, no necesariamente transformadoras.
La primera opción del dilema en la práctica ha comprobado ser
virtualmente insalvable. En todo sistema político, y especialmente en las
democracias, las reformas constitucionales constituyen una situación de
excepción y es por ello que su aprobación está limitada por el requisito de
contar con mayoría calificada en los órganos legislativos. Además, el sistema
presidencial en si mismo representa un obstáculo adicional a la posibilidad de
reformar la Constitución, por cuanto permite que el gobierno no tenga mayoría
en el parlamento. Ahora, si a estas características generales se suma la
peculiaridad de los sistemas políticos latinoamericanos, especialmente en
cuanto a los sistemas y tipos de partidos (pluripartidismo, segmentación,
polarización, etc.), se concluye que la obtención de un acuerdo para reformar la
Constitución requiere de consensos muy poco probables. Como argumento
final para un juicio escéptico sobre la posibilidad de reformar la Constitución, es
necesaria destacar que el cambio del sistema de gobierno no es materia de
una reforma corriente de la Constitución, sino que significa prácticamente su
derogación)' reemplazo por un nuevo texto. Independientemente de la parte
dogmática de la Constitución (cuya reforma se encuentra prohibida expresa y
tácitamente): el sistema de gobierno constituye el núcleo de la parte orgánica
de todo texto constitucional. Alcanzar acuerdo político en un tema de estas
dimensiones no sólo es casi imposible en América Latina, sino en cualquier
sistema político.
La segunda opción del dilema es más viable. El cómo de la adecuación
funcional del presidencialismo que puede tener lugar implica pasos institucio-
nales y prácticos que varían según cada caso pero que se guían por factores
comunes.

Adecuación funcional del presidencialismo

La propuesta de reforma con mayor viabilidad consiste en buscar


fórmulas que, sin alterar sus bases fundamentales, permitan mejorar el
funcionamiento del gobierno en una época en que el margen de acción para
reformas institucionales es mínimo en relación con las demandas que los
gobiernos (y el sistema político) tienen, El punto de partida es el
presidencialismo, cuyas variaciones concretas más funcionales, más estables,
parecen asignaturas pendientes de los políticos y científicos de la política. Así
la propuesta no se formula de modo uniforme; "parlamentarizar" el sistema
presidencial podría significar la introducción de elementos muy diversos según
países y contextos. Aun teniendo como objetivo un sistema mixto, la reforma
probablemente no desconocerá o no se desvinculará de su punto de partida: el
presidencialismo.
Una de las propuestas concretas que cumple con la idea de adecuación
es la de introducir la figura del Primer Ministro. Sin embargo, como lo señalan
los estudios de casos reunidos en Nohlen/Fernández (1991), parece una
reforma viable sólo en pocos países, de modo que no se plantea como
solución, sino como guión para indagar mecanismos de reforma.
En el caso de esta reforma, los pasos institucionales pueden provenir de
acciones del Presidente o de acuerdos con el parlamento o con los partidos.
Las acciones presidenciales se amparan en el mismo poder que el sistema de
gobierno entrega al Ejecutivo, tanto el que deriva de facultades expresas del
Presidente, como de sus competencias generales. Una facultad expresa
corriente del Presidente en América Latina es la de establecer ministerios o de
encargar determinadas tareas a los ministros que él estime conveniente. Una
competencia general es la de ser responsable de la "administración del
Estado", con lo que el Presidente tiene el mandato de adoptar las decisiones
organizadas destinadas a ese fin, sin que lesionen la Constitución o las leyes.
En otras palabras, el presidente tiene un cierto campo de acción para encargar
a uno de sus ministros las labores que especialmente la práctica ha ido
concentrando en su persona. Los pasos prácticos implican una línea de
conducta, tanto presidencial corno del parlamento y de los partidos, que se
desvíe de la práctica concentradora presidencial y persista en una línea
delegatoria en distintas funciones de gobierno y de administración. La
continuidad de esta conducta representa quizás la mayor dificultad para
obtener la adecuación funcional, pues ella requiere de una ruptura de la
tradición política concentradora que es parte de cultura política
latinoamericana, y de un rechazo a la tentación que sobre cualquier presidente
latinoamericano ejércela posibilidad de ampliar su poder ante la frecuente
debilidad del sistema de partidos.
El mecanismo central para la adecuación reside en desconcentrar las tareas en
la figura de un Primer Ministro, aun cuando ello se verifique por delegación
presidencial.
Teniendo presente la variedad de tradiciones estructuras de los
presidencialismos latinoamericanos y de los contextos socioeconómicos en que
ellos funcionan, la institución de un Primer Ministro dentro del sistema
presidencial tendría los siguientes objetivos

1. Permitir que el Presidente cumpla con sus funciones de jefe de Estado (o


jefe de Supremo de Estado), en una época (consolidación democrática) en que
deben fomentarse consensos políticos y sociales encima de las diferencias
políticas. El Primer Ministro asumirá, por delegación presidencial, las tareas
prácticas de la jefatura de gobierno, especialmente las relativas a la
coordinación del gabinete y a la supervisión de la administración de Estado.
2. Permitir una relación coordinada y cooperativa entre los poderes ejecutivos y
legislativos, superando así el sistema de bloqueos mutuos entre los poderes de
la rigidizacion de la rivalidad entes los partidos de gobierno y de oposición. El
Primer Ministro podría sumir esa función de enlace y negociación
3. “Proteger” la figura presidencial de los avateres cotidianos de la eolítica,
elevando sus tareas y la oportunidad de su intervención política. Se aminoraría
así el riesgo de que el Presidente sea responsable de toda la política y de
todos los problemas, con el consiguiente deterioro del sistema democrático.

Consideraciones finales

En el debate que nos ocupa subyace la confianza exagerada en dos


instrumentos de la política: las instituciones y la ingeniería política. Sobre las
instituciones recae un doble mito. Por una parte, la idea de que en sus
bondades técnicas reside el éxito de sus efectos en las sociedades que rigen,
de ahí la tendencia a cambiarlas cuando la realidad camina con problemas. El
segundo mito es el inverso: creer que las instituciones sólo son un reflejo de
relaciones sociales o económicas y que, por lo tanto, tienen un contenido
meramente formal, por consiguiente, no tendrían gran importancia para el
funcionamiento del sistema político y así las reformas políticas expresarían no
más que "políticas de oferta de bienes simbólicos" (Flisfisch, 1989, p. 120).
Ambas visiones son exageradas. Es necesario saber que las instituciones son
expresiones de creencias arraigadas y de la voluntad de los pueblos, pero que
no descansa en ellas, exclusivamente, el hecho de que una sociedad sea
políticamente estable.
En cuanto a la ingeniería política, debe afirmarse algo similar. La
capacidad científica de hoy puede proporcionar infinitas soluciones técnicas
para estructurar la sociedad política, lo que hace pensar en que un sistema, de
gobierno óptimo depende de la rigurosidad con que se precien todos los
problemas que es necesario prever y la meticulosidad para encontrar las
soluciones adecuadas a ellos. Se olvida con frecuencia que lo distintivo de la
política es su carácter humano e histórico, y por lo tanto cambiante, y que las
instituciones, cono ya hemos dicho no son meras instancias académicas.

Que el debate sobre los sistemas de gobierno se haya planteado en los


términos descritos, se explica en gran parte por el escenario en el cual emerge
que corresponde al de la confusión conceptual-practica que rodea las
transiciones y las consolidaciones democráticas. En la observación de esos
fenómenos es difícil separar cuales son causas y cuales consecuencias, y
como un mismo factor puede cumplir un rol diverso en una y otra fase.
Esa confusión es visible en la apreciación de la función de los sistemas
de gobierno. Sin embargo, la importancia que se les atribuye en las causas del
desplome democrático tienden a considerarse como desmesuradamente
negativa en relación con sus efectos en la reconstrucción y consolidación
democrática. Se argumenta que si el sistema de gobierno fue perjudicial para la
democracia antes, lo seguirá siendo después, todo esto aumentado por el peso
que en el análisis y en la vida política de América Latina tienen las instituciones
políticas.
Junto con esa sobrevaloracion del presidencialismo como una herencia
negativa, se sobrevalora lo positivo de la expectativa que engendraría el
parlamentarismo. La base de esta esperanza es, por una parte, la identificación
que se hace entre el exitoso desarrollo de las democracias europeas y la
vigencia de sistemas parlamentarios; por otra parte, el que la realidad
pluripartidista y las raíces ideológicas de los partidos y corrientes políticas de
América Latina presentan más similitudes con Europa que con Estados Unidos.
El presidencialismo latinoamericano:
evolución y perspectivas (**)

Dieter Nohlen
Mario Fernández

Origen y fundamentos

El Presidente, como institución, es un producto de la revolución norteame-


ricana. Su establecimiento es anterior al confuso intento republicano de la
Revolución Francesa y, en más de veinte años, al inicio de la emancipación de
las colonias españolas en el continente americano. La mayoría de los estudios
(Beyme, 1967; Fraenkel, 1981; Neustadt, 1980) coinciden en señalar que la
reunión unipersonal de la jefatura de Estado y gobierno, independiente del
Congreso y también de los ciudadanos (recuérdese el fundamento de la
elección indirecta a través de electores), constituía un instrumento tanto de
unión para los diferentes estados federados como de autoridad necesaria para
la conservación del Estado central. En gran parte el Presidente era un monarca
democráticamente legitimado.
Es indudable que los fundadores de las repúblicas iberoamericanas
tuvieron el ejemplo norteamericano muy presente (Piza, 1987) pero igualmente
indudable es que, junto con otras vertientes doctrinarias europeas, los procesos
de formación del Estado en las ex-colonias hispanas fueron muy diferentes al
norteamericano. Mientras en el Norte se eliminó en lo posible el lastre político-
organizativo colonial fundando una "nueva nación", en el Sur prevalecieron los
rasgos principales de la estructura colonial, justamente por interés de control
político y militar de los primeros gobiernos.
El presidencialismo latinoamericano, por lo tanto, en su origen es un
producto sui generis, en cierto modo un híbrido producto de varios componen-

*
Reimpresión del artículo originalmente publicado en Nohlen/Fernández, 1991.
tes, tanto doctrinarios como empíricos, de la teoría y de la práctica de los
procesos políticos. Entre ellos es posible destacar los siguientes:
1. Doctrina, de la separación de poderes versus tradición monárquica
centralista.
Los actores dominantes en la emancipación y en los primeros intentos
de la organización política fueron muy variados en cuanto a sus ideas y
experiencias. Por una parte, un grupo de ilustrados en las doctrinas de los
enciclopedistas X de los grandes pensadores políticos del siglo XVIII,
Rousseau y Montesquieu, al parecer mucho menos conocedores de Hamilton,
Madison y otros fundadores norteamericanos. Junco a es tos ilustrados, se
encuentran los militares, cuya formación en las ideas estuvo acompañada por
la experiencia recogida en la tradición inglesa o en la España ocupada por
Napoleón. En tercer lugar, los fundadores latinoamericanos son grupos
oligárquicos del período colonial, integrados canto por españoles (o europeos)
como por los "criollos" nacidos en las colonias.
En un inicio, por lo tanto, se mezcló el ímpetu ideológico de la revolución
política la separación de poderes y las doctrinas sobre la soberanía popular
nacional— con la tradición monárquica constitucional inglesa y con el
centralismo monárquico absolutista de los Borbones expresado en el orden
colonial.
Si se examina el carácter de la institución presidencial, tanto en el
aspecto institucional como especialmente en su práctica, durante los primeros
años de las nuevas repúblicas aparece esta mezcla con un marcado
desequilibrio real en favor del último grupo. La formalidad de la ley y el
contenido de la retórica es revolucionaria, también lo es en la práctica de la
guerra emancipadora, pero el tipo de poder al menos formal con el cual el
Presidente es investido, se, acerca más a la tradición borbónica colonial que a
los modelos norteamericano, inglés, o a las ideas enciclopédicas.
Empíricamente esta tendencia se expresó en la generalidad de los
procesos; La guerra de la independencia fue dirigida por militares intelectuales,
muchos de ellos con experiencia bélica europea, y los primeros escritos,
declaraciones y ensayos constitucionales tienen un tono "rousseauníano". Sin
embargo, al momento de estabilizar los Estados, el poder efectivo aparece en
manos de Ia oligarquía, fuerte ya en la colonia. La anarquía que caracteriza la
formación di los Estados latinoamericanos en la primera mitad del siglo es
expresión del lucha de es tos grupos, y muchas de las dictaduras en que se
encarna la figura del Presidente son una representación formal del poder
oligárquico que controla la economía y la cultura.
Vertientes doctrinarias europeas no dejaron de ejercer un influjo pasada;
algunas décadas de la emancipación. Los movimientos liberales de 1830 y de
1848 produjeron gran impacto en la estructuración del poder en América Latina,
especialmente en lo que se refiere al marco presidencial. A partir de la mitad
del siglo se produjo una mayor expresión de la separación de los poderes una
cierta amplitud de la participación política y el inicio de la secularización,
estatal. El liberalismo, además, tuvo impacto sobre el sistema de partidos y, por
lo tanto, sobre la rotación en el poder presidencial a causa de la diferenciado
dentro de la oligarquía.

2. Constitucionalismo versus autoritarismo.


Tanto la raíz anglo-francesa como la norteamericana, y la española después de
la Constitución de Cádiz (1812), (Heise, 1986; García Laguardia 1987),
fundamentaban en las nuevas repúblicas un orden constitucional, se expresa
en las decenas de textos constitucionales propuestos o consagra en las
primeras décadas después de 1810. Gran parte del significado que tenía el
constitucionalismo debía radicar justamente en el control del gobierno, esto es,
el Presidente. Visto a la inversa, un orden constitucional debía consagrar los
derechos del individuo frente al Estado, tendría que entregar poder al parla-
mento y establecer la independencia de la judicatura.
Todos los textos respetaron este contenido, aunque, como veremos con
ejemplos, con fuerte predominio del Ejecutivo. Los capítulos de las Constitu-
ciones destinados a los derechos o garantías individuales siguieron fielmente
los textos de la Revolución Francesa, especialmente el de 1791. Por otra parte
los parlamentos (llamados "Congreso" en la mayoría de los países) fueron,
incluso, las instituciones pioneras de los ordenamientos constitucionales
anteriores al establecimiento del Ejecutivo.
Sin embargo, esta formalidad tuvo una vigencia relativa ante la dinámica
que adquirió la práctica de la política latinoamericana. A poco andar de la
independencia se produjo, en la práctica, un dilema que describe Waldmann
(1983, p. 19): "Ala concepción democrática y del Estado de derecho, según la
cual el Derecho y las instituciones garantizan el transcurso uniforme de los
procesos políticos, se opone la afirmación de que sólo las personas pueden
garantizar la estabilidad social. El fortalecimiento del Ejecutivo puede estar
vinculado con una reducción de la influencia de los otros dos poderes, pero
también puede tener como consecuencia un desplazamiento general de los
límites entre las esferas estatales y sociales. En las ideologías autoritarias se
propicia tanto lo uno como lo otro".
El autoritarismo latinoamericano, en sus raíces, no aparece como un
postulado anticonstitucional, sino "paraconstitucional". Emerge como un
complemento accidental, por lo tanto transitorio, pero indispensable en los
primeros años de las nuevas repúblicas para el logro de otros objetivos
esenciales como la integración nacional, la soberanía territorial o la
estructuración económica.
En una perspectiva histórico-comparativa, este fenómeno
latinoamericano no es tan ajeno alo acontecido en el desarrollo práctico del
constitucionalismo en Europa continental donde la herencia bonapartista en
Francia o el modelo de Bismarck en Alemania son simultáneos con el avance
de los principios del constitucionalismo moderno.
Hay, por cierto, un problema de proporciones, pero es importante
señalar que la incubación autoritaria dentro de un proceso constitucionalista
responde a una lógica muy extendida. La especificidad trágica de América
Latina en este aspecto es que la fuerza del autoritarismo ha sido más
persistente que la del Constitucionalismo. Y lo más dramático: que el
autoritarismo se ha logrado legitimar constitucionalmente en muchos casos y
en distintas épocas, incluso recientes.
La antinomia constitucionalismo-autoritarismo abarca, ciertamente, toda
a
Discusión conceptual sobre el autoritarismo, no resuelta ni acabada (Nohlen,
1984b; Rial, 1984; Espinal, 1987a). Pero pone de manifiesto el peligro de un
régimen no democrático como distinto a lo completamente antidemocrático
(totalitarismos). Quiérase o no hablar de autoritarismo abre la posibilidad de
hablar de “semidemocracia” o de “regimenes de transición” que visto en
retrospectivas, son el equivalente de la mayoría de los regimenes autocráticos
institucionalizados que llena la historia política de América Latina. El
autoritarismo institucional ha pasado a ser un exponente de la cultura politica
de la region: “El liderazgo fuerte, personalista y ejecutivo, el caudillo o la norma
bonapartista no solo se permite, sino que. Según esa tradición, el Presidente
puede gobernar en un estilo de autoritarismo, pero no en forma totalitaria.
Deber ser fuerte y paternalista, pero no un tirano. El Presidente solo esta
parcialmente limtado por el Congreso, las Cortes o la constitución; igualmente
importante son tanto los derechos de los grupos corporativos o “fueros” para
detener a una autoridad desenfrenada como las restricciones impuesta por la
ley moral (…) el índice que usemos para medir los limites del poder
presidencial debe, por consiguiente tomar en consideración la ampliamente
difundida aceptación del auto paternalista tanto como la Fina línea divisoria
que, a menudo, u autoritarismo de formas inaceptables de ciraníay
totalitarismo" (Wiarda, 1985, p. 156)

3. Soberanía popular (nacional) versus gobierno oligárquico

Quizás en el campo donde se hizo más evidente la contradicción entre la


doctrina y la práctica política respecto al sistema presidencial latinoamericano
es en el de la representación política democrática.
Influidos por el ideario de la Revolución Francesa, la mayoría de los
textos constitucionales de las nuevas republicas consagraron el principio de la
soberanía nacional que como se sabe implicaba una “acomodación practica de
la idea de soberanía popular, a su vez, incluida en aquella. Se estableció
entonces, le principio de que el poder de gobernarse o el derecho de
gobernarse residía en el pueblo, el cual lo ejercía a través de representantes
que no representaban a cada uno de los ciudadanos sino a la nación, y esta,
compuesta por los ciudadanos, constituía una entidad distinta a cada uno de
ellos. Este principio en la práctica latinoamericana se acomodo con la vigencia
del voto censatario o limitado vigente hasta las primeras décadas del presente
siglo.
Sin embargo, este desarrollo histórico en cierto modo equivalente al del
resto del mundo tuvo un aspecto especial respecto al presidencialismo. Como
anota Hanna F. Pitkin (1985, p. 252); “Dentro de un Estado la representación
es atribuida por lo común al legislativo” y la combinación de soberanía nacional
y de soberanía popular conduce a la soberana parlamentaria que en casos
como el francés de 1875 y de 1946 se acerca a un tipo de gobierno de
Asamblea (Lucas Verdu, 1973). Estos es. Los avances de la expresión práctica
de la soberanía y de la representación política se manifiesta en el parlamento
pues allí, por su composición colegiada y su origen divido territorialmente, se
pueden hacer presentes los diferentes partidos y por lo tanto los intereses u
otro tipo de diferenciaciones sociales.
Hemos visto que en los sistemas políticos latinoamericanos, los
parlamentos tienen un poder muy restringido frente al Ejecutivo, y el gobierno
descansa en este. Así, la expresión soberana tiene una importancia menor.
Puede ser que los diferentes grupos sociales aumenten su representación al
parlamento, tanto por su creciente fuerza como por las transformaciones del
sistema electoral, pero esos avances no tienen por que expresarse
simultáneamente en el gobierno. En América Latina al poder oligárquico se
concentro en el Ejecutivo y se mantuvo allí largo tiempo a pesar de los cambios
experimentados por la representación parlamentaria. El presidencialismo, por lo
tanto, contribuyo en América Latina a que los principios de soberanía nacional
fueran casi retóricos, por lo menos en el primer siglo de la vida republicana.
Respecto a este tema de la representación, el presidencialismo
latinoamericano ofrece otro aspecto de tipo jurídico-cultural digno de ser
considerado. La costumbre latinoamericana para denominar al presidente es
hablar de “Primer mandatario”. La expresión mandatario proviene de mandato,
como se sabe un término clave en la teoría y practica de la representación. El
mandato tiene un origen en el derecho privado pero en si expresión política
difiere de el en cuestiones fundamentales, como en su irrevocabilidad y en su
carácter no imperativo. Sin embargo, la cultura política latinoamericana, para el
presidente, ha fomentado un sentido distinto del mandato que para los
parlamentarios. Para el Presidente al mandato no solo no seria imperativo sino
que abarca un especto de facultades no escritas más amplias que las
establecidas en las normas que los fundamentan. Incluso se hala de
“mandatario” en los casa do regimenes autoritarios en los cuales no ha
mediado ningún mandato electoral. El sentido de la representación “nacional”
en el sentido de opuesta a “popular” y, por lo tanto, personalizada, como el
derecho privado. En el caso del Presidente se hace claro el carácter nacional y,
por lo tanto, superior al de cada ciudadano. Esto influye, sin duda en el poder
excesivo con que el Ejecutivo se encuentra investido.

Características institucionales y contexto socioeconómico

Los problemas de origen del presidencialismo latinoamericano


reseñados en el punto anterior con, en gran parte, la base de sus
características institucionales. Esta mezcla de fuentes, por una parte, y una
múltiple confluencia de razones de las variada índole por la otra (ver Cumplido,
1985, p. 20), produjeron una practica del sistema presidencialista en América
Latina muy diferente a la del norteamericano.
Sin embargo, para los efectos de la teoría o de la sistematización
conceptual, el sistema presidencialista o presidencial se define por las
características derivadas de la normativa y practica del modelo estadounidense
y, como referencia alternativa, frente las características del sistema
parlamentario. Así, de un modo sintético, los elementos distintivos del sistema
presidencialista serían (Nohlen/Schultze, 1989, p. 805): clara separación del
Ejecutivo y del Legislativo, elecciones popular de gobierno, no disolución del
parlamento por parte del Presidente, escasa disciplina partidaria. A
excepciones de esta ultima características, las bases enunciadas son
excivamente formalistas. Desde ese punto de vista, la mayoría si no todos los
casos latinoamericanos coincidirían o s acercarían al modelo teórico y, en
consecuencias, al norteamericano.
Tampoco criterios definitorios, menos formalistas permiten explicar
fácilmente el fenómeno en América Latina. Junto con formular una definición
del sistema presidencial, Juan Linz (1988, p. 22) reconocer respecto a las
relaciones entre el poder ejecutivo y legislativo que “sería muy interesante e
importante saber como ese equilibrio se ha desarrollado en diferentes países
latinoamericanos a través del tiempo y hasta que punto estas relaciones entre
ellos serian de cooperación o conflictivas”.
Lo cierto es que la situación real de América Latina es muy específica.
Por una parte, efectivamente existen muchos matices en el terreno institucional
aun dentro del marco conceptual, ya señalado. Normalmente se consagrar una
separación entre los poderes y ella se especifica en diferentes órganos con
diferentes fuentes de legitimidad y con una grado claro de autonomía. Pero el
detalla normativo introduce vinculaciones interpoderes tan fuertes, que implican
jerarquizaciones y dependencia especialmente desde el poder legislativo hacia
el Ejecutivo, muy distinguible y operantes. Por otra parte, las diferencias
provienen de la interrelación de otros factores clave del sistema político, entre
factores del desarrollo socioeconómico, de la cultura política y de los ámbitos
sociológicos (élites, por ejemplo).
Nos encontramos entonces, ante un típico problema conceptual respecto
a América Latina, con una gran dificultad para situar la dimensión y el
contendió de los criterios definitorios. Hemos visto que de poco sirve definir el
presidencialismo latinoamericano según el modelo ideal. Tampoco basta una
referencia institucional comparativa con el modelo norteamericano. Habría que
buscar un catalogo de criterios provenientes de la misma realidad de los
sistemas latinoamericanos que mezcle las referencias teóricas ideales
empericas (EEUU), con la revisión histórico-institucional, tomando como base
las características comunes mas sobresalientes del sistema en América Latina.

Las dos características básicas institucionales, que diferencian los


presidencialismos latinoamericanos, tanto del concepto teórico normativo como
del norteamericano, son la primacía del Ejecutivo y la inexistencia del
federalismo, es decir, las carencias en la separación y equilibrio horizontal y
vertical del poder.

Primacía del Ejecutivo

Aunque las primeras manifestaciones institucionales de los incipientes Estados


latinoamericanos fueron órganos colegiados (primero los Cabildos,
seguidamente los parlamentos o Congresos) pronto el poder político, en los
hechos, se personalizo. La guerra que, con mayor o menor intensidad, todos
los nuevos países liberaron entre 1810 y 1825, cubrió la arena política. El
destino y de sus jefes, y se produjo una identificación muy estricta entre quien
ejerció el mando militar y quien tomó el poder político en América Latina hasta
nuestros días. El militarismo, desde ese punto de vista, es simultáneo con el
presidencialismo.
Por otra parte, las naciones en guerra se estructuraban al mismo tiempo
como Estado, tanto en lo institucional como en lo territorial. En ambas
dimensiones surgieron determinantes para agudizar la tendencia
presidencialista concentradora. Los primeros ensayos constitucionales son muy
variados e inestables, productos de la diversidad de recepciones doctrinas y de
sus múltiples interpretaciones. En todos los piases se adoptan varias
Constituciones y se presentan otros tantos proyectos en los primeros veinte
años de la independencia. La consecuencia practica de ello es una gran
inestabilidad de gobierno, lo que facilita el predomino del poder armado sobre
el civil. La necesidad de dominar efectivamente el territorio estatal, por otra
parte, estimulo aun más el poder de los militares.
Rápidamente emerge la figura política del caudillo latinoamericano con
uniforme y con las insignias de mando político. “Protector”, “Director Supremo”,
son algunas de las denominaciones que defienden al jefe del Ejecutivo, que ya
oficialmente se llamo Presidente en varias naciones, los parlamentos pierden
prácticamente todo significado en las primeras fases de consolidación de las
republicas, así como la estructura del gabinete. Se produce un circulo vicioso
entre la tentac ion de los caudillos de establecer amplias facultades
constitucionales para el presidente y la lucha entre los caudillos por obtener el
poder presidencial. Este proceso es típico en la mayoría de los países, así
como un desenlace característico por una victoria armada y largas dictaduras o
autoritarismo. Incluso en Chile, donde tempranamente se estableció el “Estado
en forma”, la constitución de 1833 y su consiguiente perduración y
funcionalidad emergió e la victoria armada del bando conservador en Liricay y
de la derrota general Freire, un caudillo de la Independencia. El general
O’Higgins ya en exilio, no puedo regresar a Chile pese a haber sido el gran
héroe de la guerra y primer jefe del Ejecutivo. La lucha por el poder político
concentrado en la presidencia (o en el cargo equivalente) fue entonces un
conflicto de “suma cero” entre los héroes militares, lo que significo dictaduras y
exilios para vencedores y vencidos.
La institucionalización más firme establecida hacia mediados del siglo
consagró el poder p residencial aunque en varios textos iniciales las
Constituciones establecieron un poder ejecutivo y colegiado, cuya idea fue en
todos los casos muy efímera. La Constitución venezolana del 21 de diciembre
de 1811, estableció un Ejecutivo plural formado por tres personas para un
período de cuatro años. Sin embargo, Ia Constitución de 1819 producto del
Congreso de Angostura consagró la institución del Presidente de la República
por cuatro años, con posibilidad de reelección por una vez. Este Congreso
incluso rechazó la propuesta de Bolívar consistente en establecer la
presidencia vitalicia según el modelo de la monarquía británica.
En Perú, la primera Constitución (1823) consagró la primacía del
parlamentó, limitándolas facultades presidenciales. Sin embargo, ya el texto de
1828| estableció un poder presidencial fuerte con amplios poderes (Pareja Paz-
Roldan, 1954, p. 93).
La personalización del poder tampoco fue republicana desde un
comienzo. Es sabido que los primeros esbozos de independencia tuvieron lugar
en nombre' de la monarquía y del Rey Fernando VII, lo que, por razones de
convicción o de táctica, fue atenuándose en los primeros años de la segunda
década del siglo XIX. Sin embargo, en Argentina, por ejemplo, toda la primera
discusión constitucional durante el Congreso de Tucumán (1816-1818) fue
dominad; por la idea de la monarquía constitucional (pensada para toda
Súdamerica' Como se expresa en un estudio: "Todos los hombres del
Congreso de Tucumán, salvo una o dos excepciones, eran de ideas
monárquicas" (Gandía, 1973, p. 400).
Un caso ilustrativo de la primacía presidencial es el de Chile, según el
texto constitucional de 1833. En un comentario de la época del diario El
Araucano se ofrecía una visión de las facultades que recibía el Presidente
(Tagle, 1982, p¡ 19): "Nombrar y remover a su voluntad a los ministros de
despacho, consejeros de Estado, intendentes y gobernadores, velar por la
pronta y cumplida administración de justicia y por la conducta ministerial de los
jueces; ejerceré patronato eclesiástico; oponer el veto absoluto de ley aprobado
por el Congreso; en cuyo caso no podrá proponerse de nuevo hasta pasado un
año, y declaran estado de sitio en uno ovarios puntos de la República en caso
de ataque exterior con acuerdo del Consejo de Estado, y por un determinado
tiempo. En caso a conmoción interior, necesita de un acuerdo del Congreso,
pero si éste no hallare reunido, podrá decretar el estado de sitio por un tiempo
determinado con acuerdo del Consejo de Estado". Esta última facultad estaba
otorgada, 4 hecho, por nueve meses del ano, ya que las sesiones ordinarias
del Congreso se desarrollaban desde el 1° de junio hasta el 1° de septiembre.
El caso de Colombia esotra evidencia de la dominación presidencialista. La
Constitución de 1886 estableció un régimen presidencial "con perfiles autori-
tarios sin precedentes en la historia del constitucionalismo colombiano y acaso
de toda América Latina" (Restrepo Piedrahita, 1979, p. 86).
En Costa Rica los primeros ensayos constitucionales después del Pacto
de Concordia (1821) son arena de un péndulo entre el poder del Legislativo y
del Ejecutivo. Sin embargo, la Constitución de 1871 que consagra la estabilidad
política y la organización del Estado estableció también la dominación
presidencialista: "El Presidente de la República con posibilidades de reelección
después de un período de ausencia, con plena libertad de nombramiento y
remoción de todos los funcionarios de la Administración Pública, no sujeto a
control alguno de legalidad sobre las decisiones de la Administración Pública,
respaldado por la tradición del ejercicio unipersonal de las funciones presiden-
ciales que establecieron los grandes Presidentes de la época, y con control
efectivo del sistema electoral, asumió cada vez mayor número de funciones"
(Gutiérrez, 1983, p. 25). Las tendencias insinuadas en las primeras Constitu-
ciones con relación a la primacía del Ejecutivo presidencial se acentuaron
durante el transcurso del siglo XIX y constituyeron una de las bases
institucionales más firmes en el siglo XX.
Por una parte, institucionalmente no se produjo el checks and balances
del sistema norteamericano (tampoco desde el punto de vista del sistema de
partidos), especialmente debido a la amplia facultad legislativa del Presidente.
Es usual el reconocimiento del derecho a veto, que el parlamento sólo podía
enfrentar exitosamente con mayorías tan altas que el poderío de! Presidente
sobre los partidos (sobre el suyo, por lo menos) las convertía en imposibles de
ser alcanzadas. Por otra parte, se estableció la práctica de la iniciativa legal del
Presidente, en algunas materias con carácter exclusivo (presupuesto, impues-
tos}. Por último, la responsabilidad política del Presidente y de sus ministros
ante el parlamento era teórica en los casos en los que se establecía. La
iniciación del juicio político requería (o requiere) también de mayorías muy
calificadas. Los poderes del Presidente frente a los parlamentos aumentaron
con el extendido bicameralismo. La distinta integración de las dos cámaras
produjo dos tipos de ventajas para el Presidente. Por una parte, hizo más
complejo el proceso legislativo mismo y el consiguiente mayor espacio para el
juego político del Ejecutivo, y por la otra, aumentó la posibilidad de mayor
control, por parte "el Presidente, de una de las dos cámaras, tanto por el
sistema de partidos como por el sistema electoral que las elegía. En una época
de "política de notables", los miembros del Congreso, especialmente los
senadores, eran en la práctica los electores presidenciales y el Presidente su
gran protector electoral.
Más que un sistema de "contrapesos", la relación entre el poder
ejecutivo y el legislativo se convirtió en una relación de "mutuo bloqueo":
a) Aun cuando el Presidente tiene facultad de iniciativa legislativa, la
aprobación de leyes sobre determinadas materias requiere de mayorías
calificadas.
b) Si el parlamento no aprueba la totalidad o parte de un proyecto de ley
lo devuelve al Presidente, éste tiene capacidad de veto (en algunos casos total
y/o parcial). La insistencia por parte del parlamento de contar con una mayoría
calificada mayor que la que adoptó los acuerdos en el trámite anterior.
c) La tramitación de un proyecto de ley termina muchas veces en una
deformación completa del texto (y de la intención) original y, en todos los
casas, consume un tiempo considerable.
d) En sistemas multipartidistas y de elecciones no simultáneas, la
relación entre poder ejecutivo y legislativo se hace más compleja. El mutuo
bloqueo sólo puede superarse con compromisos y consensos muy
excepcionales en 1; práctica política latinoamericana. Lo habitual es una
convivencia entre órganos que desarrollan políticas autónomas: el Ejecutivo
hace uso permanente délos decretos y el parlamento sirve para el logro de
metas electorales de los parlamentarios.
e) En sistemas bipartidistas y de elecciones simultáneas la relación es
obviamente más fluida. Sin embargo, persisten problemas como la relación del
Presidente con las corrientes o fracciones de su partido, y con las dificultades
que un marco polarizado ofrece para lograr votos de la oposición en los casos
de mayoría calificada.
Respecto al poder judicial, el status institucional del Presidente es muy
distinto entre Estados Unidos y América Latina. Mientras en el sistema
norteamericano existe una mayor autonomía en la designación de los jueces
por la vía electoral (a excepción de los tribunales superiores donde intervienen!
Ejecutivo y el Congreso), en América Latina es corriente la facultad de
Presidente para nombrar a los jueces superiores y éstos a los inferiores, atingí
el nombramiento presidencial tiene lugar sobre una proposición de los mismos
jueces. Pero más importante aún que la facultad de nombramiento es»
diferencia entre el presidencialismo de ambas partes del hemisferio con
relación a las competencias de la judicatura en el proceso político. Mientras en
Estados Unidos la Suprema Corte ejerce "de oficio" el control de
constitucionalidad de las leyes con la facultad de declarar la
inconstitucionalidad de una ley y obligar al Ejecutivo y a los otros poderes del
Estado a cumplir con su resolución en América Latina es más común la
llamada "inaplicabilidad por inconstitucionalidad, o la declaración de
inconstitucionalidad previo juicio. Además, la Suprema Corte norteamericana
tiene un rol activo en el sistema político a través de su Intervención en el juicio
posible de seguir al Ejecutivo (caso Watergate). En América Latina usualmente
esa facultad sólo se efectiva una vez que se ha cumplido con una muy
complicada declaración desafuero por el Congreso.
Un último aspecto específico del presidencialismo latinoamericano plano
institucional es su poder sobre la burocracia. Visto en teoría. P nombrar los
empleados altos en la administración pública, es tan poderos Presidente en
Estados Unidos como en América Latina. Sin embargo, en la Práctica la
diferencia se hace muy notoria por la existencia de un servicio civil más o
menos autónomo en un caso y, en el otro, por la dependencia casi completa de
la carrera administrativa respecto del poder político. Por la vía del clientelismo
tanto partidario como social o regional, en América Latina el poder burocrático
depende del Ejecutivo en la mayoría de los casos, con todas las consecuencias
negativas que ello tiene para la funcionalidad del gobierno. Sin embarco, la
tentación de control del poder estatal es, a menudo, mayor que la necesidad de
la eficiencia estatal.
La tendencia general de las reformas acaecidas en este siglo,
especialmente a partir de los años treinta, fortaleció el poder presidencial, aun
cuando no expresamente a través del aumento de las competencias frente a
los otros poderes del Estado. Por el contrario, institucionalmente, el
autoritarismo presidencialista del siglo XIX se había moderado, a través del
mayor poder del parlamento, de los partidos y del sufragio, los que junto a
mayores resguardos para las garantías y derechos fundamentales,
restringieron, por ejemplo, el poder presidencial en los estados de emergencia
o de excepción constitucional. Sin embargo, el poder presidencial se amplió a
través de las facultades para dirigir el desarrollo económico, que pasó a ser la
mayor actividad de los Estados latinoamericanos especialmente después de la
crisis de 1929-1930. Estas facultades ampliaron la esfera presidencial a la
política fiscal, las obras públicas, las políticas sociales, las empresas públicas y
la planificación. El enorme crecimiento del poder del Estado en la esfera del
desarrollo fue, entonces, equivalente al crecimiento del poder del Ejecutivo.
En esta época se produjo un hecho paradójico. Todos los países del
continente atravesaron numerosas y, en parte, profundas alteraciones políticas.
Sin embargo, la institución presidencial permaneció inalterable la excepción el
sistema colegiado uruguayo entre 1952 y 1966), sirviendo de base a las más
diversas orientaciones de gobierno. Sólo en los años ochenta, especialmente
en un marco de procesos de reforma política posautoritarios, se entró en una
fase de discusión a fondo acerca de cambios en el presidencialismo, tanto
desde el punto de las relaciones con el parlamento como especialmente por la
presión de una mayor descentralización. La mayoría de estas propuestas, sin
embargo, no han sido llevadas efectivamente a la práctica (ver Nohlen, 1991).

El centralismo presidencialista

Nada refleja mejor esta otra especificidad institucional del


presidencialismo latinoamericano que la expresión "sucursalización" de las
provincias, referidas al federalismo argentino. El argentino es uno de los
escasos ejemplos de sistemas federal en el continente y en él se puede
observar la atenuada o sui generis versión de la división vertical del poder en el
presidencialismo latinoamericanos. La tensión entre Buenos Aires y el interior
dominó tos primeros 70 años de la República Argentina, de los cuales es el
último tercio el decisivo para estructurar La fisonomía, definitiva del Estado. La
letra de la Constitución de 1853 establece el sistema federal. Pero el triunfo de
Buenos Aires sobre la Confederación en 1861 consagra la hegemonía sobre
las otras provincias. En 1880, sin embargo, fue el interior el que impuso su
fuerza a través de la candidatura presidencial de Roca representando ala
"Liga". Este péndulo, sin embargo, transcurrió en medio de dos procesos
inalterables y continuos: la estructuración del Estado argentino y la
centralización del poder político en el Presidente, Como anota Botana (1977, p.
106): "Durante los veinte años que transcurrieron entre la reforma
constitucional de 1 860 y la primera presidencia de Roca, el gobernador de la
provincia tenía poder de veto en la elección presidencial. A partir del ochenta,
el gobernador perdió estatura política y, de algún modo, comenzó a obrar como
agente del Presidente para realizar su concepción positiva de gobierno". El
derecho a intervención del poder central en las provincias, establecido en 1853,
ha sido usado invariablemente con las más variadas razones hasta las épocas
recientes. Es apenas hoy, gracias al proceso de redemocratización y a los
cambios en el sistema de partidos, cuando se observa un mayor equilibrio
político entre Buenos Aires y el resto de país.
El caso argentino, entonces, es el de un federalismo desnaturalizado o
deteriorado, si se tiene en mente que el modelo de sus autores, con toda su
relatividad, era el norteamericano. Y ese deterioro, entre otras causas, se debe
precisamente al peso de la variable presidencialismo o centralizadora.
Refiriéndose a ese proceso de deterioro federal Juan Carlos Águila (1986, p.
122) sostiene: "...sabemos que las causas son varias y muy variadas: algunas
emergen de deficiencias de la misma normatividad constitucional, otras de la
inevitable concentración del poder en el Estado central (nacional); otras, de la
asunción (arbitraria) por parte del poder ejecutivo nacional de instrumentos
tributarios y de administración de los recursos naturales que pertenecen a las
provincias', A pesar de que el sistema federal no fue incorporado en la mayoría
de los países latinoamericanos, fue considerado como una seria alternativa de
forma de Estado en casi todos los debates institucionales en el inicio de la
construcción de los Estados, como lo señala García Laguardia (1987, p. 29):
"En los nuevo* organismos de gobierno, especialmente en los congresos
constituyentes que se integran para organizar los nuevos países, la gran
cuestión que enfrentó | progresistas y conservadores fue la decisión por el
federalismo". Aparte de Argentina, Brasil, México y Venezuela, cuyas formas de
Estado sor normativamente federales, hubo ensayos federales en Chile (1826),
en Colombia y en Centroamérica antes de su segmentación. Los federalismos
existentes sin embargo, tienen muchas diferencias con el modelo
norteamericano. En ello "más parece que los estados (o provincias para el caso
argentino), tienen W atribuciones que les delega la Federación y no, como en
Estados Unidos, que la Unión tiene únicamente los poderes explícita o
implícitamente (inheren powers) delegados por los estados a los órganos
federales de la Constitución (Piza, 1987, p. 70).
En México el sistema federal se aleja mucho del modelo puro y del
empírico norteamericano. El ejemplo norteamericano rué una referencia
"aceptable" para conciliar simultáneamente los intereses de republicanos y
centralistas, de conservadores y liberales, de diversas tradiciones locales y
regionales y los intereses de caudillismos muy arraigados y poderosos (Mols,
1981, p. 365). En la práctica, el poder estatal está muy controlado por el poder
central, por el poder presidencial. En México el Presidente tiene nada menos
que facultad para deponer al gobernador, tanto a través de la "solicitud de
licencia" como por el medio más directo de la "desaparición de poderes". La
Secretaría de Gobernación y la Secretaría de la Presidencia tienen
competencias directas en la supervisión de las gobernaciones. Estos
mecanismos, por cierto, deben ser considerados no sólo en el estricto sentido
institucional, sino vinculados al específico sistema de partidos mexicanos y a la
constitución de su sistema de gobierno, cuyos problemas se abordan en otra
parte de este trabajo.
El caso de Brasil es muy distinto al de los procesos seguidos por las
antiguas colonias españolas. Por una parte, la monarquía, que rigió la mayor
parte del siglo XIX, impidió la formación de la tradición presidencialista. Por otra
parte, desde los inicios de la "República vieja" (1889), el poder presidencial fue
dominado por los gobernadores de los estados federados más importantes,
Sao Paulo y Minas Gerais. Se encuentra aquí la fuente del "coronelismo", pero
también de un federalismo más auténtico que en los otros casos de América
Latina. Pero, simultáneamente, este federalismo está centrado en el poder de
la Presidencia. El dilema institucional brasileño no se ha situado en el Estado
federal frente a los estados federados, sino entre un "hiperpresidencialismo,
virtualmente cesarismo, versas una concepción más típicamente parlamenta-
ria» (Lamounier, 1987, p. 48; y el mismo autor en Nohlen/Fernández, 1991 y en
Nohlen, 1991). En la práctica, este dilema se ha resuelto siempre en la primera
dirección (con la excepción del intento parlamentario de Goulart) hasta la
reciente Asamblea Constituyente, cuya comisión respectiva propuso, sin
prosperar en plenaria, el establecimiento de una fórmula parlamentaria.
La fórmula federal, por lo tanto, que fue el supuesto de la construcción
presidencial en Estados Unidos, tuvo muy poco eco concreto en América
Latina. En la mayoría de los países no se estableció y en aquellos donde las
instituciones lo consagraron, ha tenido una aplicación muy cercana a las
formas unitarias. Para los efectos de nuestro tema, en América Latina el
federalismo no ha sido, como en Estados Unidos, un contrapeso del
presidencialismo. Como confirma Diego Valadés (1986, p. 56), "ni la
organización federal ni la unitaria tuvieron consecuencias distintas en lo
concerniente al ejercicio del poder presidencial". Por otra parte, si el poder
presidencial ha tenido mayor espacio para ampliarse en la forma de Estado
unitaria, esto no significa que en tales situaciones el problema territorial no
haya tenido importancia en la formación del Estado y la construcción de los
sistemas políticos.
El caso de Chile, un Estado unitario según el modelo clásico, también
exhibió en los primeros años de su construcción la misma tensión espacial, a
cuando en dimensiones más acoradas. Una de las "lecturas" de la Constitución
de 1833 consiste en entenderla como un compromiso entre Santiago (la
oligarquía del Valle Central) y Concepción (la clase militar). Los dos primeros
presidentes (con períodos decenales) Prieto y Bulnes, eran generales de
Concepción y gobernaron sin mayores conflictos. Sólo cuando se eligió un
presidente santiaguino (Montt) tienen lugar las primeras amenazas serias ad
estabilidad institucional, justamente desde Concepción.
Si tomamos dos casos de formas de Estado opuestas y con procesos
políticos relativamente comparables Argentina y Chile se observa la relevancia
de la constante presidencialista. Toda la pugna argentina se centra en la
elección presidencial, no sólo desde e] aspecto electoral estricto el problema
de la candidaturas sino también a partir de la filosofía sustentadora de la
institucionalidad. La estabilidad política dependía de la sucesión presidencial en
la que se centraba la "unificación de poderes" y concentración del contra'
nacional. Estas, según el "padre fundador" Alberdi, serían condiciones de la
efectividad del gobierno, que sería a su vez anterior a su limitación y a su
democratización (Botana, 1977, p. 60), Por lo tanto, independientemente lo que
haya predominado, Buenos Aires o las provincias, el nudo del poder en
Argentina se centró en la Presidencia. En Chile ocurrió lo mismo. El acuerdo
entre las regiones para centralizar el poder terminó siendo la consagración de
poder presidencial, que desde la esfera de sus atribuciones político-
administrativas se encontró facultado para nombrar a los intendentes y
gobernadores.
Como visión de conjunto de la región se puede afirmar que en el curso
de este siglo no ha sido posible limitar o equilibrar el poder presidencial, desde
las regiones o desde las municipalidades. Especialmente en los últimos veinte
años de gran parte de la discusión sobre las reformas políticas ha estado
centrada en este punto, pero los avances concretos han sido escasísimos.
Quizás en Brasil el proceso democratizador ha significado un aumento real de
la esfera e dentro de un sistema federal más desarrollado que en Argentina,
México y Venezuela tanto como del poder local a través de las atribuciones de
los prefectos. Por otra parte, las presiones por la descentralización, la
regionalización y la desconcentración en Estados unitarios han sido
infructuosas en el terreno de la realidad política, aunque con avances formales
en el ámbito de la legislación. En Colombia o en Perú los gobiernos locales han
sido dotados de algún grado de autonomía, lo mismo que en Chile. Sin
embargo, otros elementos del sistema político, como el sistema de partidos o,
como en el caso de Chile naturaleza del régimen político, son los que influyen
para que la normativa tenga una aplicación muy limitada.
El centralismo presidencial tuvo una nueva expresión con los regímenes
autoritarios militares de los años 1960 y 1 970, llamados también “burocráticos”
autoritarios". La dominación militar fortaleció la dependencia político-
administrativa de las regiones y las municipalidades respecto al gobierno
central pero simultáneamente, el carácter tecnocrático asumido por el proceso -
socioeconómico agregó un ingrediente muy dinámico de modernización,
especialmente en los servicios sociales. Se produjo entonces una situación
adónica' por una parte, un incremento de la centralización política (militar) y por
la una descentralización, tanto regional como local, funcional (tecnocratita). El
caso de Chile es el más ilustrativo de esta tendencia.
Los esfuerzos deseen realizadores en los procesos democráticos y en
los democratizadores (transiciones) no pueden ser considerados como
antipresidenciales o ajenos al papel presidencial. Lo cierto es que han sido
impulsados desde la Presidencia, especialmente mediante dos vías:
a) La planificación social: las políticas de desarrollo social en un marco
d^ aumento de la pobreza y de limitación de recursos sólo han podido ser
ejecutadas con una reestructuración espacial de los servicios estatales,
especialmente de salud, educación y vivienda. Esta tendencia es políticamente
neutra, aplicándose a partir de los años ochenta en todos los países de la
región.
b) La capacidad ejecutora (gerencia!) del sector público: el aumento de
la actividad estatal en el desarrollo socioeconómico a partir de 1930 produjo la
creación de un enorme aparato burocrático, tanto en el gobierno central como
en las entidades descentralizadas y autónomas. Este aparato llegó a ser
inmanejable y un obstáculo en sí mismo para afrontar los problemas del
desarrollo en las últimas décadas. Las dificultades crónicas para disminuir el
tamaño del Estado (amenazas de desempleo masivo, resultados del
clientelismo, etc.) obligan a buscar fórmulas para distribuirlo. El mismo tamaño
fue reestructurado con criterios funcionales, lo cual necesariamente debió
incluir componentes descentralizados.
En suma, en el último medio siglo, el presidencialismo ha sido
determinado en su poder más por el curso del desarrollo socioeconómico que
por los procesos institucional» (NohIen/Fernández, 1988a). Estos han sido más
bien consecuencias aquél. En las últimas dos décadas, sin embargo, el Estado
ha procedido a desmontar" el aparato estructurado desde 1930 y en ese
proceso presidencial ha sufrido un cambio de rol. Sin embargo, determinar
más fuerte o más débil es el poder presidencial al cabo de esta nueva fase es
un problema que requiere de verificación empírica rigurosa y de una
perspectiva temporal de la cual aún no se dispone.
La reforma institucional en Brasil:
proyectos y resultados 1985-1993(*)

Bolívar Lamounier

En agosto de 1985, José Sarney, primer presidente civil de la República


Federativa de Brasil desde el golpe militar de 1964, nombró una Comisión para
preparar un anteproyecto de Constitución. En febrero de 1987, el recién electo
Congreso Constituyente comenzó sus trabajos con amplia divulgación y en
medio de incontables iniciativas de debate y participación de diferentes
asociaciones y grupos sociales. La Constitución fue concluida y promulgada en
octubre de 1988. Para remarcar la pluralidad de influencias y el clima
democrático sobre los cuales fue elaborada la Constitución, el presidente del
Congreso Constituyente, diputado Ulysses Guímaraes, la identificó en su
discurso promulgatorio como una "Constitución ciudadana".
En diciembre de 1989 se realizó la primera elección presidencial directa
después de 29 años; tres años más tarde, en septiembre de 1992, acusado de
corrupción, el presidente electo, Fernando Collor de Mello, fue destituido del
cargo por el voto ampliamente mayorítario de ambas Cámaras del Congreso a
través de un proceso de impeachment. En abril de 1993, dando cumplimiento a
la parte dispositiva de la Constitución de 1988, el Congreso Nacional convocó
un plebiscito sin precedente en la historia de las democracias modernas. Cerca
de 90 millones de electores fueron a las urnas para decidir (en régimen de voto
obligatorio) si Brasil debía o no restaurar el régimen monárquico y cambiar su
sistema de gobierno presidencialista por uno parlamentarista 1. Entre el período
constituyente (1985-1988) y el plebiscito (1993) fue ampliamente difundida en
Brasil la expectativa de que otras reformas institucionales serían introducidas
mediante enmiendas constitucionales y leyes ordinarias votadas por el
Congreso por ejemplo, la introducción de un sistema electoral inspirado en el
modelo alemán de "voto proporcional personalizado". Las dos propuestas
centrales en el debate público, y sometidas a consulta popular, fueron
derrotadas por un amplio margen: Brasil continuó siendo republicano y
presidencialista. Con este resultado, los temas parlamentaristas y
monárquicos desaparecen prácticamente del debate público; las otras
propuestas de reforma no desaparecieron pero perdieron fuerza.
Dieciocho meses después del plebiscito, en octubre de 1994, Fernando
Henrique Cardoso, uno de los líderes de la campaña pro parlamentarismo, fue
elegido presidente de la República, dentro de las reglas tradicionales 2. Desde
su roma, del cargo (1° de enero de 1995), Femando Henrique Cardoso viene
*
Traducción de Nuria González Martín. Texto presentado en el marco del proyecto sobre la reorganización institucional
brasileña y el plebiscito de 1993, realizado en colaboración con el Prof. Dieter Nohlen del Instituto de Ciencia Política
de la Universidad de Heidelberg, en la República Federal de Alemania.
1
La historia brasileña, como se sabe, tuvo esa marcada diferencia con relación a la de la América hispana: su régimen
de gobierno fue monárquico desde 1806 (cuando la Corte portuguesa se trasladó a Rió de Janeiro) hasta 1889, hasta
que un golpe militar proclamó la República e implantó una Constitución inspirada en la de los Estados Unidos de
América.
ejerciendo el poder presidencial en toda su plenitud, incluso recurriendo con
frecuencia a las llamadas "medidas provisionales". Existe hoy prácticamente.
consenso entre juristas y parlamentarios acerca de que esta figura jurídica,
introducida por la Constitución de 1988 con el objetivo de limitar el excesivo
arbitrio del Ejecutivo inherente a los antiguos "decretos-leyes", produjo un
efecto contrario, desequilibrando todavía más las relaciones entre los dos
poderes. Dictadas por el presidente de la República, las "medidas
provisionales" entran inmediatamente en vigor con fuerza de ley, perdiendo su
eficacia legal si no fuesen votadas o si fuesen rechazadas por el Congreso
Nacional en los siguientes 30 días; en cualquiera de los dos casos, el Congreso
debe "disciplinar las relaciones jurídicas derivadas" (artículo 62, párrafo único).
En realidad, la imposibilidad práctica de revertir los efectos de muchas de esas
medidas y la prerrogativa que el Ejecutivo tiene de reeditarlas, inclusive con
cambios de redacción, si no fuesen votadas en el plazo de 30 días equivaldrían
a una transferencia al Ejecutivo de una parcela sustancial de las atribuciones
que normalmente corresponden al Legislativo. En los siete años transcurridos
desde la promulgación de la Constitución elaborada como coronación del
retorno al régimen civil, en un clima de plena libertad y pluralismo
democráticos, casi 1.100 de esas medidas concebidas para situaciones de
"relevancia y urgencia (artículo 62) fueron dictadas por el Ejecutivo. Algunas de
ellas tienen poderosísimos impactos en la vida económica del país, en la vida
cotidiana de los ciudadanos; por ejemplo, el bloqueo del 75% de rodos los
activos financieros determinado por el presidente Fernando Collor de Mello en
su primer día de mandato, el 15 de marzo de 1990, con el objetivo de reducir
drásticamente el nivel de liquidez, de la economía; y la medida que extinguió-el
cruzeiro e instituyó el real como unidad monetaria, publicada inicialmente por
el presidente Itamar Franco, el 1° de julio de 1994 y reeditada durante diez
meses consecutivos hasta ser aprobada por el Congreso Nacional.
Los hechos arriba mencionados son indicativos de la inestabilidad
latente desde el retorno al gobierno civil, en 1985, y de la ambigüedad todavía
subyacente en el régimen democrático del país a pesar de su robustez informal
(no hay rencores ni bloqueos ideológicos que dificulten el diálogo político) y del
clima vibrante del debate público, sustentado por una prensa diversificada y
crecientemente investigadora. Más allá de los indicativos de tendencias básicas
del sistema político brasileño, los hechos arriba mencionados son claramente
relevantes para el estudio comparativo de los procesos contemporáneos de
transición a (y consolidación de) regímenes democráticos. Pero no son hechos
autos evidentes, esto es, comprensibles a simple vista, sin un examen detenido
del contexto en el que emergerán y se desenvolverán. Lo que se pretende
ofrecer en el presente texto no es, por consiguiente, una simple añadidura a la
lista de los llamados country studies (estudios de casos nacionales), sí no una
contribución analítica (aunque basada en el estudio de un único país) a esa
investigación comparativa más amplia. Aunque no se pretenda explicitarlas por
medio de cuadros estadísticos o de constantes referencias a otros países, el
autor confía en que la intención analítica y comparativa pueda ser fácilmente

2
Salvo en los dos períodos dictatoriales (1937-1945 y 1964-19S5), el presidente en Brasil fue siempre elegido por voto
directo, secreto y obligatorio de los ciudadanos mayores de 18 años. La Constitución de 1988 extendió el derecho de
voto, con carácter facultativo, a los jóvenes entre 16 y 18 años y determinó la realización de una segunda vuelca
electora] si ninguno de los candidatos a la presidencia logra el 50% de los votos válidos en la primera vuelta. Fernando
H. Cardoso fue elegido con 54% délos votos válidos, el doble del porcentaje obtenido por el segundo candidato, Luís I.
Lula da Silva.
captada a través del propio entramado del texto, que se compone de tres
secciones, cuyas respectivas indagaciones son las siguientes:
1. Las tentativas de reorganización institucional hechas en Brasil entre
1985 y 1993. ¿Cómo surgieron las propuestas? ¿Qué deficiencias fueron
apuntadas en la estructura institucional del país por los congresistas constitu-
yentes de 1987-1988, hasta el punto de determinar la realización de un
plebiscito sobre el sistema de gobierno?
2. El pre y el posplebiscito, de José Sarney a Fernando Henrique
Cardoso. ¿Cómo se comportaron y qué valoración tuvieron, en ese período, los
presidentes de la República? ¿En qué medida se puede conjeturar que hayan
sido responsables, o simplemente víctimas, del agravamiento de una crisis
latente causada por otros factores? En particular, ¿cómo ha evolucionado el
proceso político brasileño en el posplebiscito? Esa implantación de un
régimen parlamentarista fue vista por la mayoría de la "clase política" y de los
formadores de opinión como necesaria para la superación de graves
deficiencias institucionales y hasta de una crisis a corto plazo, ¿cómo se
explica que el país haya aparentemente conseguido estabilizarse entre 1993 y
1 995, prevaleciendo hoy un clima de razonable optimismo en amplias parcelas
de la opinión pública e incluso entre potenciales investigadores extranjeros, que
antes veían Brasil como un caso de elevado riesgo político? Otras reformas
institucionales: descartada la opción parlamentarista de la agenda pública, ¿en
qué medida permanecen relevantes las otras propuestas de reforma
institucional que venían siendo discutidas desde mediados de los años
ochenta, como una alteración del sistema electoral, la introducción de una
barrera del 5% de la votación nacional para reducir e fracción amiento del
sistema partidario y una reducción o eliminación de la desproporción existente
entre las escaños de los estados en la Cámara. Federal con relación a las
respectivas poblaciones, entre otras?
3. Resultados del plebiscito sobre forma y sistema de gobierno. En el
núcleo de lo que Samuel Huntington (1995) llamó las democracias de la tercera
ola decenas de países se redemocratizan están alcanzando la democracia por
primera vez y la mayoría de ellos se inclinan por regímenes presidencialistas.
Por otro lado, aunque no se pueda hablar de una demostración definitiva,
existen fuertes indicaciones comparativas de que la forma presidencialista de
gobierno causa (o al menos tiene una mayor probabilidad de asociarse a otros
factores que contribuyen a la inestabilidad política), dificultando la solución de
crisis que eventualmente amenacen el régimen democrático. En este sentido,
¿qué conclusiones se pueden extraer de la experiencia brasileña reciente, en
particular, de la tentativa de implantar un sistema parlamentarista a través de
una consulta plebiscitaría al electorado?

Las tentativas de reorganización institucional en Brasil entre


1985 y 1993

¿Qué razones llevaron a la mayoría de los miembros de la llamada


"Comisión Afonso Arinos" (1985-1986), que preparó el principal anteproyecto
de Constitución, a sugerir un modelo parlamentarista como piedra angular de la
reorganización institucional brasileña después del régimen militar? ¿Y por qué
la mayoría de los parlamentarios electos para componer el Congreso
Constituyente (1987-1988) propiamente dicho tomaron la extraña decisión de,
por un lado, rechazar la implantación inmediata de ese sistema y, por otro,
determinar la realización de un plebiscito sobre esa materia, cinco años
después de la sanción de la Constitución?
Estas preguntas se vuelven más agudas si recordamos que, al
determinar la realización de una consulta plebiscitaria sobre la alternativa
presidencialismo versus parlamentarismo, los constituyentes fueron más lejos:
anexaron otra consulta, sobre si Brasil debería continuar siendo una república o
restaurar el régimen monárquico, abolido en 1889.
Estas preguntas son instigantes y no sólo por el carácter inusitado de los
acontecimientos a que se refieren y por tener una posición prioritaria en la
agenda publica durante un período en que Brasil atravesaba una gran inestabi-
lidad económica, sino también y sobre todo porque, para responderlas bien, es
necesario examinar una estructura institucional y una cultura política brasileña
propia en una perspectiva comparada3. Recordemos en primer lugar que Brasil,
al contrario que la América hispana, tuvo una importante experiencia
monárquica y un razonable embrión de parlamentarismo durante el siglo XIX.
Abolida la monarquía en 1889, corrientes de opinión monárquica y
parlamentaria continuaron existiendo por lo menos en el seno de la élite y entre
los letrados. La corriente monárquica disminuyó rápidamente, volviéndose en
cierto modo folklórico después de un siglo de república; pero una corriente
parlamentarista siempre tuvo presencia significativa en los debates políticos,
con una hipótesis de implantación de un régimen parlamentarista siempre
reapareciendo en momentos de crisis o cuando se pensaba en alguna
alteración político-constitucional importante. En las Asambleas Constituyentes
de 1933 y 1945, la cuestión fue debatida; ante la crisis militar que siguió a la
renuncia del presidente Jánio Quadros, en 1961, la salida a la indiferencia fue
la implantación de un mecanismo parlamentarista; e incluso durante la llamada
"apertura", hacia 1980, una hipótesis parlamentarista llegó a ser ventilada,
aunque con poco énfasis, como una forma posiblemente menos problemática
de completar un pasaje del régimen militar al civil.
Por tanto, era previsible que una alteración del sistema de gobierno sería
un tema central en los trabajos de la Comisión nombrada por el presidente
José Sarney en agosto de 1985 para elaborar un anteproyecto de Constitución,
también porque el inspirador y presidente de la misma, Afonso Arinos, era un
conocido admirador del modelo francés.
La implantación del Plan Cruzado en febrero de 1986 y la impresionante
popularidad que la congelación de precios súbitamente confirió al presidente
José Sarney creó durante algunos meses la impresión de que el tema perdía
fuerza. Pero el hecho fue que, al terminar sus trabajos, en septiembre de 1986,
la propia Comisión, en contra de lo que se suponía que prefería el presidente
de la República, incluyó entre sus recomendaciones la adopción de un modelo
parlamentarista (con elección directa del Jefe de Estado) 4. El propio Afonso
Arinos fue elegido senador constituyente por Río de Janeiro, y la propuesta
parlamentarista ganó importancia durante el Congreso Constituyente. En la
votación decisiva, que ocurrió el 22 de marzo de 1988, la propuesta de
3
Conviene señalar desde ahora que, durante los años ochenta, el término parlamentarismo pasó a designar
predominantemente un modelo semejante al francés. Las implicaciones de este hecho serán discutidas en la parte final
de este trabajo. Sobre los orígenes y variantes del modelo francés, véase Duverger, 1978; para un análisis de las
dificultades del modelo francés, véase Duverger, 1978; para un análisis de las dificultades de ese modelo, véase Linz,
1994, pp. 48-62.
4
Las observaciones hechas aquí sobre la Comisión Afonso Afinos se bajan en la experiencia personal del autor, que
participó en ella por nombramiento del presidente José Sarney.
mantenimiento del presidencialismo obtuvo 344 votos, contra 212 favorables a
la implantación del parlamentarismo, pero la propuesta de convocar un
plebiscito sobre la forma y el sistema de gobierno, presentada conjuntamente
por el pequeño grupo monárquico y por los parlamentaristas, fue aprobada en
septiembre de 1987 casi por unanimidad de los constituyentes. Para una mejor
comprensión de esa complicada trayectoria, es necesario recordar el contexto
político y algunas de las estipulaciones institucionales que condicionaron de
manera decisiva el proceso brasileño de transición del régimen militar al civil 5
Primero, el debilitamiento de ambos lados, militares y civiles, en la fase final de
la transición: el carácter gradual de la redemocratización brasileña, iniciada en
1974 y solamente concluida formalmente en marzo de 1985 con la torna de
posesión de un Presidente civil, redujo el espacio político de los gobiernos
militares, capaces de retrasar pero no de evitar el retorno cíe la democracia, y
al mismo tiempo desgasto a los principales liderazgos civiles.
Al contrario de lo que ocurrió en Argentina o en Chile, los políticos
brasileños tuvieron que en cuadrarse en dos nuevos partidos (Arenas,
gobierno, y MDB, oposición) y someterse continuamente a los enfrentamientos
electorales para las Cámaras legislativas y también, a partir de 1982, páralos
gobiernos federales, teniendo en cuenta el restablecimiento de la elección de
sus ejecutivos por el voto popular directo. Añádase que ese debilitamiento
político, a inicios de los años ochenta, coincidía con un momento de máximo
impacto de la crisis de la deuda externa que forzó una abrupta reducción del
gasto público, acentuada por un deterioro de los servicios sociales y una
violenta recesión entre 1981-1983 (cf. Lamounier/Bacha, 1994, pp. 162-165).
Segundo, una aguda preocupación de los líderes civiles en la búsqueda
de una legitimación lo más amplia posible durante el primer período de
gobierno democrático. Transcurridos 21 años de gobierno militar y dado ese
conjunto extremadamente adverso de circunstancia, se comprende por qué en
Brasil los líderes políticos civiles buscaron una amplia legitimación para la
renaciente democracia, hasta el punto de comprometerse con la convocatoria
de un Congreso Constituyente. Las tentativas de suavizar las dificultades de la
rase final de la transición mediante negociaciones con los militares se agotaron
en 1981, cuando el gobierno del general Joao Figueiredo forzó a su mayoría
parlamentaria a endurecer la legislación que regiría las elecciones de 1982, con
el objetivo evidente de impedir el fortalecimiento del principal negociador civil,
el entonces senador Tancredo Neves. Victoriosos en la elección para diversos
e importantes gobiernos federales, en 1982, los líderes de la oposición, incluso
Tancredo Neves, presionaron para que el sucesor del general Figueiredo fuese
elegido en elecciones presidenciales directas; con ese objetivo llegaron a
promover manifestaciones populares de una dimensión jamás vista en el país
(la llamada campaña de las "Diretas-Já" en 1984), pero una vez más fueron
derrotados por la mayoría gobernante en el Congreso. Este es el trasfondo que
llevó al peculiarismo y extremadamente problemático desenlace de la transición
brasileña: por un lado, la elección indirecta de Tancredo Neves por e' propio
Colegio Electoral que antes refrendaba las indicaciones militares; por otro, la
convocatoria de un Congreso Constituyente con una función formal de
reorganizar jurídicamente el país y la no menos importante función simbólica de
proporcionar a la renaciente democracia el máximo posible de legitimidad.

5
Para un mayor desarrollo de este análisis de la transición, véase Lamounier, 1990; 1994b y 1994c.
Tercero, el vacío de liderazgo presidencial debido a la muerte de
Tancredo Neves que no llegó a tomar posesión, y la subida a la presidencia del
vicepresidente, José Sarney, cuyas credenciales democráticas eran dudosas
en aquel momento, a la vista de su anterior participación en la base
parlamentaria de los gobiernos militares.
Se sabe que los trabajos del Congreso Constituyente de 1987-1988 se
caracterizaron por un grado inusitado de descentralización 6. Dado el alto grado
de fragmentación del sistema de partidos y una acentuada inseguridad de los
líderes en aquel momento en cuanto al alcance de su legitimidad, no podía
contar con una mayoría de partidarios. Más grave, sin embargo, era que la
debilidad inicial del presidente Sarney se reflejara en la Comisión encargada de
elaborar el anteproyecto, retirándole cohesión y autoridad. Así, a principios de
1987, los trabajos constituyentes se iniciaron con un anteproyecto usado tan
sólo informalmente, con una negativa terminante de los constituyentes respecto
de crear una comisión interna que se responsabilizase de la elaboración de
otro, y sin liderazgo presidencial constructivo ya que, en ese momento, el
presidente José Sarney perdió vertiginosamente el apoyo popular que tuvo
durante los primeros meses del Plan Cruzado.
Las implicaciones de ese conjunto de circunstancias necesitan
comprenderse bien. La convivencia de un Congreso Constituyente
teóricamente soberano con un Presidente sin firmes credenciales democráticas
y que apenas sustituía a Tancredo Neves, el verdadero líder civil de la
transición, significaba ipso factó una crisis institucional latente. Teóricamente
soberano, el Congreso Constituyente podía optar por la reducción o por el
inmediato cierre del mandato presidencial en curso, con la consecuente
convocatoria de nuevas elecciones. Con el debilitamiento político del
Presidente, una parcela sustancial de los constituyentes de hecho se inclinó
por la reducción del mandato de Sarney de seis a cuatro años. Muchos
favorecieron la reducción combinada con la simultánea implantación del
parlamentarismo, alterando, por consiguiente, el propio carácter de la siguiente
elección presidencial. Bajo tales condiciones, el Presidente se comprometió a
fondo con el mantenimiento del régimen presidencialista y se redujo su
mandato de seis a cinco años.
En la intensa disputa que se produjo entre el Legislativo y el Ejecutivo se
encuentra la explicación para la extraña decisión que finalmente tomó el
Congreso Constituyente. Por un lado, el presidente José Sarney consiguió
revertir la aparente mayoría pro parlamentaria y fijar en cinco años la duración
de su mandato. Por otro, una parcela mucho mayor que los 212 representantes
que votaron por el parlamentarismo acordaron ampliar la propuesta
originalmente formulada por el diminuto grupo monárquico, determinando que
un plebiscito sobre el sistema de gobierno fuese realizado cinco años después
de la promulgación de la Constitución. Nos referimos anteriormente al hecho de
que el debate sobre el sistema de gobierno (presidencialismo vs.
parlamentarismo) marchó parí passu con otras propuestas de reformulación
constitucional, como por ejemplo la imposición de un sistema electoral
inspirado en el modelo alemán y de mecanismos (como la cláusula de barrera)
que dificultase la proliferación de partidos.
Conviene remarcar que había importantes ambigüedades en la discusión
de todos esos temas. En la cuestión del sistema electoral y del sistema de
6
Para una comparación anal (tica de las experiencias de asambleas constituyen tes. véase Nohlen et al., 1992.
partidos, por ejemplo, la preocupación con los incentivos tiene fragmentos
entremezclados en las leyes brasileñas que se retrotraen a los años cincuenta;
pero había un consenso momentáneo de que primero era necesario remover
los controles remanentes del régimen militar con el objetivo de maximizar la
legitimidad de las elecciones de 1986 y del Congreso Constituyente que de
ellas resultaría. En cuanto al sistema de gobierno, el parlamentarismo fue
defendido o bien corno una forma de contener el potencial de arbitrio del
Ejecutivo, o bien en el sentido opuesto, como una forma de romper bloqueos (a
través del voto de confianza y de la amenaza de disolución y convocatoria de
nuevas elecciones) y conferir mayor eficacia decisoria al gobierno.
A pesar de las ambigüedades señaladas, no es una exageración afirmar
que un amplio diagnóstico se fue forjando desde los trabajos de la Comisión
Afonso Arinos. Reducido a los puntos esenciales, ese diagnóstico apúntalos
riesgos para la democracia y la debilidad decisoria derivada de una estructura
institucional que combina la aguda dependencia del Ejecutivo presidencialista
con relación a la legitimación plebiscitaria y la fragmentación, ampliación del
poder de veto de las minorías y la multiplicidad de bloqueos que caracterizan
las llamadas democracias "conciliadoras" 7. La parte referente al Ejecutivo
plebiscitario necesita elaboración, dada la abundante crónica latinoamericana
de crisis y casos de abrupto agotamiento de la autoridad al perder apoyo difuso
inicial-mente dado a presidentes elegidos por el voto directo de una mayoría de
los votantes. Ya la caracterización de la estructura institucional brasileña como
"conciliatoria" requiere una breve explicación, y posiblemente despertara
alguna incredulidad. En efecto, "conciliatoria" no es una imagen suscitada por
la experiencia de dos regímenes autoritarios en este siglo, el Estado Novo de
1937-1945 y el régimen militar de 1964-1985, y por la hipertrofia del Ejecutivo
que todavía hoy ejerce una amplísima iniciativa legislativa por medio de las así
llamadas "medidas provisionales". Esos hechos dificultan el reconocimiento de
una característica opuesta, pero no menos básica, del sistema político
brasileño: el hecho de que la espina dorsal del subsistema representativo
(electoral, partidario y federativo), bajo condiciones democráticas, está mucho
más orientada para bloquear que para tomar e instrumentar decisiones. La
imagen de concentración y verticalismo, si no de truculencia y arbitrio a la que
se llega por la observación de la cúpula ejecutiva, contrasta vivamente con la
que se obtiene en el análisis de los sistemas electorales y de partidos, del
funcionamiento parlamentario, de la estructura federativa con tres niveles
igualmente autónomos, de la organización del poder judicial y de la autonomía
que la Constitución de 1988 confirió al Ministerio Público, de Arenas, en las
cuales el proceso decisorio se basa en la unanimidad (como el Consejo de los
Secretarios Federales de Finanzas), y hasta la estructura interna de
organizaciones no-gubernamentales como el Consejo Federal de la Orden de
los Abogados de Brasil (OAB).
Examinados todos esos mecanismos en su conformación individual y en
sus interrelaciones, se entiende claramente que, en esta vertiente, el sistema
político brasileño difiere marcadamente de otros sistemas latinoamericanos y
está hoy mucho más próximo del polo "conciliatorio" que del "mayoritario",
según la terminología de Arend Lijphart. O sea, mucho más próximo a un
7
El contraste entre democracias mayo rilar ¡as y conciliatorias o asociativas fue hecha de manera especialmente
incisiva por Arend Lijphart (1984). Mi punto de vista es que Brasil felizmente no es una sociedad "plural" en el sentido
de Lijphart; tiene una estructura institucional marcadamente "conciliatoria". Véase i! respecto, Lamounier, 1991; 1992;
1994 y Lamounier/Bacha, 1994. Sobre la organización judicial y del Ministerio Público, véase Sadek, 1995.
entendimiento de la democracia como bloqueo del poder de la mayoría que del
concepto opuesto, cuya preocupación mayor es incentivar la formación y
conferir legitimación electoral a una mayoría que se responsabiliza por la
formulación e instrumentación de amplios programas de gobierno.

El pre y el posplebiscito: de José Sarney a Fernando Henrique Cardoso

Como fue destacado en la sección anterior, los riesgos del


presidencialismo brasileño se evidenciaron tanto en los casos de abrupto
debilitamiento del Presidente (José Sarney después del colapso del Plan
Cruzado) como en casos de meteórico ascenso, como si el titular del cargo
hubiera tenido inclinaciones cesaristas (caso de Fernando Collor de Mello en
sus primeros meses de mandato). El apoyo a la alternativa parlamentarista
entre los segmentos de alto nivel educacional, que se venía manifestando
desde el Congreso Constituyente (1987-1988) creció nítidamente, igual entre el
electorado de masas, en la medida en que se configuraba el agonizante final
del mandato de José Sarney y la frustración de las esperanzas depositadas en
Fernando Collor, elegido en diciembre de 1989 y destituido mediante
procedimiento de impeachment en septiembre de 1992. La sensación de alivio
y retorno a la "normalidad" traída por el gobierno interino de Itamar Franco
(septiembre de 1992 a enero de 1995) parece haber sido uno de los factores
responsables para el regreso de la tendencia pro-parlamentarismo y para la
consecuente derrota de esa propuesta en el plebiscito del 21 de abril de 1993.
Antes de analizar el plebiscito en sí mismo, vale la pena examinar más
detenidamente esta cuestión: ¿cómo se explica que el sistema político
brasileño haya conseguido aparentemente equilibrarse en 1993-1994, sin las
reformas políticas que antes le consideraban indispensables? El reequilibrio o
estabilización a los que nos referimos que puede ser en parte, y que no son
totalmente ilusorios se debe fundamentalmente a tres factores, todos ellos
ligados al desempeño político de Fernando Henrique Cardoso. Primero: su
nombramiento para el Ministerio de Hacienda, en abril de 1993, y la derivada
evidencia deque el control déla inflación pasaría a ser un objetivo perseguido
tenazmente, como primera prioridad del gobierno. Segundo, la fuerte
receptividad popular al programa de estabilización (Plan Real), sobre todo a
partir del 1° de julio de 1994, cuando se efectuó el cambio de moneda, del
cruzeiro al real. Tercero, la disolución de las expectativas negativas que se
habían acumulado respecto de la elección de 1994, esto es, una reversión de
la expectativa de polarización ideológica y una fuerte convergencia que se
estableció en torno a la candidatura de Fernando Henrique Cardoso, hasta el
punto de ser elegido en la primera vuelta con el doble de la votación de Lula, el
más importante líder sindical de la historia brasileña, así como con una gran
ventaja sobre otros seis candidatos, inclusive tres ex gobernadores.
Para una buena comprensión del significado simbólico y político del Plan Real
en la vida brasileña, es indispensable si ruarlo en el cuadro de la prolongada
crisis en que el país entró desde comienzo de los años ochenta. Tal y como
sucediera inicialmente con el Plan Cruzado (1986), pero diferente de las
tentativas de estabilización monetarias que le seguirán de 1987 a 1991, el Plan
Real produjo el combustible político necesario para su propia continuidad y la
explosión de las reformas constitucionales y estructurales consideradas como
necesarias para consolidar una estabilidad monetaria duradera y el retorno del
crecimiento económico. O sea, tal como el proyecto de convertibilidad del
ministro Cavallo en Argentina, el Plan Cruzado produjo efectos políticos
suficientemente fuerces para romper el círculo vicioso que venía produciendo
una grave sensación de crisis: inestabilidad monetaria/debilidad política de los
gobiernos/incapacidad de instrumentar programas de estabilización a corto
plazo y reformas estructurales que reabrieran una perspectiva de "progreso.
Como vimos en la sección anterior, uno de los argumentos utilizados por los
parlamentaristas a medida que se aproximaba el plebiscito de 1993 era
exactamente éste: la reconstitución de las condiciones de gobernabilidad. Y, de
hecho, entre la convocatoria de la Constituyente y el plebiscito, Brasil vivió una
peligrosa secuencia de acontecimientos desestabilizadores: a) el impresionante
aumento y la igualmente vertiginosa erosión del apoyo popular a José Sarney,
en los diez meses de vigencia del Plan Cruzado; b) tres años (1987-1989) en
que debido a la debilidad política del gobierno, Brasil asistió al sucesivo fracaso
de diversos planes de estabilización y reforma, así como, todavía peor, al
atrincheramiento en la Constitución de muchos de los factores ya entonces
apuntados como responsables por el desequilibrio fiscal, persistencia de las
presiones inflacionarias, pérdida de competitividad internacional e inexorable
tendencia al estancamiento económico; c) el empeoramiento de las
condiciones indicadas en el apartado anterior al punto de que el presidente
Collor asumió su mandato con una tasa mensual de inflación de 83% (por
tanto, con una enorme demanda popular por "cualquier decisión"), bloqueó un
75% de los activos financieros como "medida provisional", vio su prestigio
popular incrementarse de manera impresionante en las semanas que siguieron
a esa decisión, el retorno de la tasa mensual de inflación a dos dígitos apenas
cuatro meses después de esa brutal reducción de liquidez, y en los dos años
siguientes el aislamiento político del Presidente, finalmente destituido por
acusación de corrupción. Incluso el referido "alivio" que se observó durante los
primeros meses de la presidencia de Itamar Franco fue relativo, dado su
temperamento irascible y, más concretamente, el hecho de haber nombrado y
destituido tres ministros de Hacienda en sus primeros siete meses de cargo 8.
La anterior recapitulación ayuda a comprender el cambio de situación
política que se operó a partir de 1994. Gracias en gran parte al estilo moderado
y negociador de Fernando Henrique Cardoso, a sus doce años de experiencia
como senador, y a la trayectoria académica que lo habilitó a formar equipos
técnicos de alta competencia y prestigio, el Plan Real se fue constituyendo
paso a paso, restaurando la confianza de los agentes económicos en el intento
gubernamental de alcanzar la estabilidad sin magias "heterodoxas". Otro dato
importante es que Fernando Henrique Cardoso comunicó claramente al país,
como ministro de Hacienda y posteriormente como candidato a la presidencia,
que la estabilización sería necesariamente un "proceso" (término siempre
utilizado por él), y que las medidas monetarias y fiscales que componían el
Plan tendrían que ser complementadas por reformas más profundas, incluso
alterando los dispositivos fiscales y económicos de la Constitución de 1988. El
segundo factor al que me referí al inicio de esta sección fue una respuesta
fuertemente positiva de los ciudadanos al Plan en el momento en que se dio el
cambio de la moneda y la tasa mensual de inflación cayó de 45% a cerca de
3%. La aprobación se reflejó inmediatamente en los índices electorales,
8
Durante, el gobierno de Franco hubo en varias ocasiones rumores acerca de posible intervenciones militares, A
principios de 1993, surgieron en conexión con el comportamiento aparentemente inconsistente del Presidente, pero
luego se dieron fundamentalmente a le escándalos de corrupción que involucraban a políticos y empresarios.
haciendo que Fernando Henrique Cardoso alcanzase y sobrepasase a I. Lula
da Silva, antes tenido como virtualmente invencible, en las seis semanas
siguientes, y decidiese la elección ya en la primera vuelta (3 de octubre de
1994). Desde el punto de vista que interesa para el presente análisis, el punto
básico es que los acontecimientos recapitulados disolvieron por lo menos dos
de los factores responsables de la atmósfera de crisis que Brasil venía viviendo
desde el término de la transición en 1985, con la breve excepción del Plan
Cruzado.
Por un lado, la receptividad al Plan Real y la elección de Fernando
Henrique Caldoso desmintieron la suposición, ampliamente diseminada de
izquierda a derecha, de que Brasil no podría escapar a un período de fuerte
polarización ideológica. A la izquierda, porque los avances electorales del PT
(Partido de los Trabajadores) y su capacidad de capitalizar el tema de la
corrupción en la agenda pública habían creado una impresión de que ese
partido saldría victorioso en las elecciones presidenciales de 1994, pero sin dar
prioridad al tema de la inflación. A la derecha, porque no pocos líderes dé los
partidos que se dicen conservadores trabajaban con la misma hipótesis. Creían
que el PT fracasaría y se desmoralizaría en el gobierno, y por tanto que el país
podría salir ganando, a mediano plazo, si "quemase" más rápidamente esa
etapa. Por otro lado, con el inicio de la estabilización, la desaparición déla
atmósfera de polarización electoral y la elección de un gobierno con fuertes
candidatos de calidad intelectual, la perspectiva de grandes reformas estructu-
rales volvió inmediatamente a la agenda pública. Empresarios, líderes sindica-
les, formadores de opinión y políticos en todos los puntos del espectro
ideológico pasaron a ver los cuatro años de mandato de Fernando Henrique
Cardoso, e incluso el mandato del Presidente que venía a sucederlo, como un
período de reformas estructurales, independientemente de las preferencias de
cada uno sobre las propuestas ya formuladas por el gobierno de Cardoso y en
parte aprobadas por el Congreso Nacional o sea, no hubo consenso, pero
tampoco existió una sensación de agitación estéril que jocosamente se podría
llamar de síndrome de la parálisis hiperactiva (cf. Lamounier, 1994d),
predominante desde el colapso del Plan Cruzado y la maraña en que se
transformó el Congreso Constituyente. Es decir, un análisis satisfactorio de las
tentativas de reforma institucional que Brasil viene debatiendo desde los años
ochenta necesita colocarlas en una moldura más amplia de una crisis que se
vino formando desde los últimos años del período militar. Desde principios de
los años ochenta hasta los primeros meses del gobierno de Itamar Franco, una
serie de factores agravó la crisis y después pasó a dificultar la ruptura del
círculo vicioso que la perpetuaba: el mutuo debilitamiento entre las autoridades
militares que poco a poco se alejaban y los civiles que se desgastaron en la
prolongada transición del régimen autoritario al democrático; el agotamiento del
modelo económico nacional-estatal, ya evidente a finales de los años setenta,
agravado por la llamada crisis del petróleo y por el encarecimiento de los
intereses, y acto seguido por el colapso del financiamiento externo a principios
de los años ochenta; el aumento de las tensiones sociales, en el transcurso de
la recesión y de la reducción de los gastos públicos en aquel mismo período; la
muerte de Tancredo Neves, principal líder civil de la transición brasileña, y su
institución por un vicepresidente que no tenía credenciales comparables; el no
aprovechamiento por José Sarney del capital político que súbitamente se
constituyó gracias al éxito inicial del Proyecto Cruzado; el desempeño decep-
cionante del presidente Fernando Collor, que condujo al impeachment de 1992.
La lista anterior no pretende ser exhaustiva, pero debe ser suficiente
pata remarcar la complejidad del contexto político y económico subyacente a
las propuestas de reforma institucional debatidas en Brasil desde mediados de
la década pasada. En un cuadro de sucesivos fracasos en el combate contra la
inflación, los líderes políticos y los publicistas en general comenzaron a apostar
cada vez más por una solución previa del problema político: primero, por la
convocatoria de un Congreso Constituyente; después, a través de la elección
presidencial de 1989, elogiada en términos algo mesiánicos como "la primera
elección directa después de 29 años", como fue transformándose en condición
necesaria y suficiente de la restauración de la gobernabilidad; en seguida, el
plebiscito sobre el sistema de gobierno en 1993; y finalmente el fracaso de la
revisión constitucional con quorum rebajado, también prevista para 1993 en las
disposiciones transitorias de la Constitución de 1988.
Durante ese período de agitada parálisis no había dudas de que la
democracia ganó en vivacidad y se enriqueció con el debate, factores que
posiblemente le serían muy beneficiosos a largo plazo. A corto plazo, sin
embargo, la gobernabilidad seguía siendo precaria. Proclamar a esta altura el
final de la crisis, una consolidación de la estabilidad monetaria y el éxito de las
reformas estructurales sería evidentemente prematuro e imprudente. Lo mismo
vale para la cuestión institucional. A corto plazo, no había duda de que la
implantación del Plan Real y su impacto en las elecciones revirtió poderosa -
mente algunos de los engranajes políticos que perpetuaban y agravaban la
crisis brasileña. Con esos elementos, el país se libró de una lógica electoral
polarizadora que antes parecía inexorable: un escenario radicalizado, en el cual
los mensajes ideológicos eran esgrimidos con creciente y fantasmagórica
intensidad, amenazando la propia elección. Lo que ocurrió fue lo contrario. En
vez de la esperada radicalización, se asistió a una acentuada convergencia
electoral, propiciada por la prioridad que se había conferido a la estabilidad
monetaria y a propuestas de reforma que podían consolidarla: eliminación de
tasas de la economía, supresión de monopolios estatales, privatización,
reforma de los sistemas administrativos, tributario y preventivos.
Obsérvese al mismo tiempo que esa impresionante reversión del
proceso de la crisis se volvió posible gracias a la conjunción rara de ciertos
factores. He aquí algunos de ellos: a) un Presidente (Itamar Franco) que se
pasó meses causando preocupaciones entre los agentes económicos con
acciones y declaraciones precipitadas, pero que súbitamente nombra para el
ministerio de Hacienda a un intelectual con un estilo exactamente opuesto, y lo
transforma en primer ministro de facto en menos de dos meses después ¿e la
derroca del parlamentarismo en el plebiscito; b) un. ministro y presidente
(Fernando Henrique Cardoso) con fuertes credenciales intelectuales y
biográficas de izquierda, per0 dispuesto a implantar un programa aceptado por
la derecha; c) una coalición de siete partidos, equivalente nominalmente a 77%
de los escaños en la Cámara de los Diputados, para dar sustento a ese
gobierno, coalición por cierto con graves divergencias y rivalidades, pero que
demostró cohesión suficiente para reunir el 60% de votos necesarios, en dos
vueltas de votación, para aprobar en la Cámara cinco importantes enmiendas
constitucionales durante el primer semestre.
Es plausible suponer que esa potente conjunción de factores conduzca
el proceso de reformas hasta un punto irreversible y reduzca., en
consecuencia, una inestabilidad la ten te y la necesidad de reformas
institucionales. Es hasta posible que induzca una reforma partidaria informal,
reduciendo el número de siglas y aumentando la cohesión interna de las
principales de entre ellas. Pero queda, de cualquier manera, una interrogación
fundamental: cuando la conjunción de factores no sea tan favorables, ¿cómo
funcionará la estructura institucional brasileña, que se basa, como se dijo, en la
problemática combinación de un Ejecutivo plebiscitario con un sistema de
representación exacerbadamente conciliatoria?

Resultados del plebiscito de 1993 sobre forma y sistema de gobierno

Tiene razón Dieter Nohlen cuando precisa, en diversos de sus escritos, los
límites y riesgos de la así llamada "ingeniería institucional". En su aporte en el
Seminario que juntos organizamos en Sao Paulo, en marzo de 1992, Nohlen
desplegó esa advertencia en tres argumentos de carácter general
(Lamounier/Nohlen, 1993, pp.143-146): analíticamente, es necesario tener
siempre en cuenta la complejidad de los sistemas institucionales concretos, y
en particular la falacia de los monocausalismos;
- desde el punto de vista normativo, no hay ningún modelo ideal: o sea, es
siempre necesario tener en consideración los factores históricos que delimitan
el campo de las preferencias y condicionan la elección; y, finalmente,
- bajo el aspecto operativo, no es conveniente pensar en transferencias, sino
en adaptaciones de sistemas o modelos, según condiciones individuales,
conforme a las circunstancias de cada país.
La experiencia brasileña de los años ochenta y noventa merece ser
analizada en profundidad, y con un mayor apoyo empírico del obtenido hasta
ahora. Es posible que ningún otro, entre los países que se democratizaron o
redemocratizaron en las últimas décadas, se haya citado tan intensamente en
el debate de reformas institucionales. Someter la forma y el sistema de
gobierno a una consulta plebiscitaria imperativa y con base en el mismo
sistema de voto obligatorio utilizado para fines electorales normales ya es en sí
mismo una decisión inusual. No es fácil, en una década en que el debate
público se engrandeció de manera tan extraordinaria, ponderar juiciosamente
los costos y los beneficios; separar las iniciativas que se suceden de
precedentes históricos densos y maduros de las que apenas revelan
ingenuidad e improvisación; evaluar qué parte de los actores políticos y de los
ciudadanos se orientó con base en conocimientos comparativos adecuados y
cuál otra reaccionó ciegamente a los estímulos, o los rechazó completamente
como consecuencia de su desinformación; y sobre todo, distinguir las
propuestas y acciones políticas que sólo reflejan ansiedad frente a los
impasses que. se acumulaban de aquellos que se forman con el objetivo de
corregir disfunciones institucionales más profundas.
Lo que pretendo a continuación no es un relato sobre el plebiscito ni una
tentativa de evaluación de los costos y beneficios de la "agitación" institucional
de la última década (sobre los resultados del plebiscito, véase Lamounier,
1994a, pp. 289-290; para una tentativa de evaluación de la "agitación"
institucional desde mediados de los años ochenta hasta el plebiscito, véase
Lamounier, 1994c). Es sólo una serie de cuatro reflexiones analíticas sobre las
dificultades que proyectos de ingeniería institucional tenderán a enfrentar, sin
ninguna sugestión de carácter general en cuanto a la conveniencia de cualquier
estrategia, ya sean globalistas o incrementalistas.
La primera reflexión es respecto a la cuestión mencionada por Dieter
Nohlen acerca de la complejidad de los subsistemas institucionales. De hecho,
por más intenso que sea el debate sobre el funcionamiento, de situaciones
concretas, del presidencialismo o del parlamentarismo, de sistemas electorales
proporcionales o mayoritarios, y cuestiones análogas, difícilmente se alcanzará
consenso sobre mecanismos causales. E incluso cuando se llegue a un
razonable consenso, es reducida la probabilidad de que se arribe a un
consenso también sobre los efectos probables de determinada alteración, o
sobre el tiempo requerido para que tales efectos se hagan sentir, o sobre los
beneficios de la reforma relativa a los simples costos del cambio. Esta
constatación tiene dos corolarios. El primero es que el argumento por el no
cambio ("hay cosas más urgentes", "los riesgos son muy grandes") tenderá a
prosperar con extrema facilidad. El segundo es que un país donde de hecho
existen disfunciones institucionales graves probablemente tendrá que convivir
con ellas por un período de tiempo dilatado, posiblemente expandiéndose los
riesgos o perdiendo innecesariamente eficacia decisoria, un poco como el
individuo que padece una enfermedad curable pero no conoce o no cree en
una cura, y así se resigna a vivir por debajo de sus facultades. Esta última
parece ser una hipótesis relevante en conexión con la estructura institucional
brasileña vista en conjunto, esto es, con la aludida combinación entre rasgos
plebiscitarios y conciliadores exacerbados.
Otra reflexión necesaria se refiere a los vested interest, esto es, a los interés
que se forman y echan raíces en los mecanismos institucionales existente el
corolario obvio, en la vieja línea de la "sociología del conocimiento", es muchos
de los que se benefician de esa situación desarrollarán argumentos ideológicos
contra el cambio. Otro, también obvio, es que muchos tal vez convenzan
intelectualmente de [a necesidad del cambio, pero cederán a I imposiciones de
la "realidad", o sea, a la fuerza de sus propios intereses y de lo intereses y
presiones de sus aliados y otros actores relevantes. Y un tercero menos obvio,
entre los q ue se convencerán intelectualmente de la necesidad del cambio
siempre habrá muchos eventualmente hasta una mayoría motivos para luchar
individualmente con las obligaciones de proponer o participaren defensa de las
reformas. E incluso habiendo una inclinación mayoritaria en favor de
determinada propuesta de reforma, muchos preferirán que "otros" asuman,
olsonianamente (cf. Olson, 1968), el costo de movilizar la necesaria acción
colectiva. En esa situación, determinadas propuestas podrían tenerla
aprobación en el asunto déla mayoría sin que de ahí resulte ninguna acción; o
sea, podrán tener siempre una mayoría a su favor, pero una mayoría de poca
intensidad, que sólo se transformará en iniciativas concretas si crisis serias
llevaran a sus líderes o una parcela más amplía a promover los cambios
tenidos como benéficos o necesarios. Esta hipótesis se ajusta de manera
bastante adecuada a los datos disponibles sobre las preferencias de los
congresistas brasileños respecto a varios temas institucionales, por ejemplo el
cambio del sistema electoral, o reapportionment de los escaños en la Cámara
Federal para volverla proporcional a las poblaciones de los respectivos
estados9.
Mi tercera reflexión tiene como objeto lo que se podría llamar efectos
maléficos de los períodos de calma o tranquilidad. Me refiero aquí a la alta
probabilidad de que, después de una crisis aguda, sin embargo, insuficiente
para forzar la introducción de una reforma considerada como necesaria, la
subsiguiente calma debilite o aniquile la disposición latente (un consenso de
baja intensidad) a su realización. Hagamos referencia en este texto a la falta de
estimulo que el éxito del proceso de impeachment (vale decir, el alejamiento
perfectamente pacífico) del presidente Fernando Collor representó para la
campaña parlamentarista. La conjunción altamente positiva pero en
probabilidades rara de factores que permitió la desradicalizacion de la elección
presidencial de 1994 y la decisión en favor de Fernando Henrique Cardoso ya
la primera vuelta probablemente funcionará durante algún tiempo como una de
esas calmas capaces de desarticular un movimiento reformista.
Finalmente, hay una reflexión importante que tiene que ser hecha sobre
la propia contraposición entre presidencialismo y parlamentarismo. Es cierto
que el plebiscito no es el mejor camino para decidir sobre una cuestión de esa
complejidad. Tampoco cabe duda, en cuanto a la experiencia brasileña de
1993, que se combinó en una misma consulta una cuestión de razonable
densidad política (presidencialismo versus parlamentarismo) con otra ya prác-
ticamente perdida en la memoria histórica del país (monarquía versus repúbli-
ca), con el grave perjuicio para la primera. Pero la experiencia brasileña sugiere
otras dificultades de gran importancia teórico-comparativa. Se sabe que las
instituciones fundamentales de la democracia representativa especialmente el
Legislativo y los partidos políticos enfrentan cierto desprecio en prácticamente
todo el mundo; en las democracias menos consolidadas y en países con
fuertes desigualdades de ingresos como Brasil, la actitud del ciudadano medio
con relación a aquellas instituciones varía entre la simple desatención y una
virulenta hostilidad. El Legislativo y los partidos son instituciones abierras,
públicas, y como tales encarnan directamente tos estereotipos negativos sobre
la política" o, mejor dicho, la "politización". No es extraño que un mismo
individuo sea visto con desprecio u hostilidad (como un "político") en cuanto
actúa en el Legislativo, y con razonable respeto e incluso admiración cuando se
vuelve titular de un cargo ejecutivo. Así, crisis agudas frecuentemente sacan a
la superficie una conocida y virtualmente universal demanda de un "gobierno
fuerte. Se puede suponer que, en regímenes parlamentaristas, esa demanda
haga pensar en el régimen presidencialista. En regímenes presidencialistas ella
podrá hacer pensar en el parlamentarismo, como ocurrió en Brasil durante los
mandatos de Sarney y Collor, pero solamente en cuanto el presidente de la
República fuera entendido nítidamente como el foco que origina la crisis. En
regimenes presidencialistas, crisis que lleven a pensar cambios institucionales
probablemente producirán las siguientes situaciones:
9
EL IDESP (Instituto de Estudios Económicos, Sociales y Políticos de Sao Paulo) viene realizando encuestas de
opinión junto al Congreso Nacional y la élite brasileña desde 1989. sobre las cuestión institucional aquí tratadas, véase
Souza/Laminour, 1991 y Laminour/Souza, 1993; 1995a y 1995b. El apoyo en Brasil al llamado sistema electoral
“mixto”, inspirado en el modelo alemán, llego a 55% en una encuesta a 450 miembros de “élite” en 1989/1990.
Encuesta realizada a más de 2/3 del Congreso Nacional, la cifra correspondiente fue de 61% en 1991 y de 60% y 52%,
respectivamente, en encuestas realizadas en febrero y agosto de 1995. En lo referente a representación de los estados
en la Cámara Federal, el apoyo tiene un esquema de estricta proporcionalidad con relación a las respectivas
poblaciones, fue de 63% entre las élites (1989-1990), y de 59% y 51% respectivamente en las dos encuestas hechas
en al Congreso Nacional en 1995. Como ninguna articulación se hizo en el sentido de implantar tales alteraciones, se
puede interpretar estos altos porcentajes como consensos de baja intensidad.
a) propuestas de gobierno mixto (con variantes más o menos parlamentaristas
del modelo francés, como ocurrió en Brasil desde mediados de los años
ochenta): se suscitan dudas sobre la llamada cohabitación entre un Jefe de
Estado elegido directamente y un Primer Ministro instituido por él, pero
responsable ante el Parlamento, y eventualmente de partidos distintos o con
Asuntas convicciones programáticas. En ese caso, la tentativa de alterar el
sistema enfrentará las dificultades anteriormente apuntadas e incluso una
vacilación relativa a que el modelo francés no estimula la adhesión de los
adeptos del llamado parlamentarismo puro, monárquico o con elección
indirecta del Jefe de Estado. Estas dificultades se verificarán claramente en el
caso brasileño;
b) propuestas de parlamentarismo puro: son todavía más vulnerables a la
hostilidad latente en la opinión pública contra los partidos y el Legislativo
facilitando a los adversarios de la reforma la llamada mobilization of bias
consecuentemente ¡melgando inseguridad entre los líderes que tendrían que
luchar con la obligación política de las negociaciones y decisiones necesarias
para el cambio;
c) en cualquiera de los dos casos anteriores, si la crisis que da origen al
debate no llegara al punto de ruptura, habrá probablemente líderes el titular
deis presidencia y/o los que se vieran como sus probables sucesores
dispuestos a invocar una legitimidad supuestamente "adquirida" a fin de
bloquear un cambio institucional;
d) intentar legitimar el proceso transfiriendo una decisión a los electores, a
través de la convocatoria de un plebiscito. Esta, como se sabe, fue la
alternativa elegida por los constituyentes brasileños en 1988.
Algunas de las dificultades ya fueron o pueden ser fácilmente apuntadas: la
excesiva complejidad de la materia para la mayoría del electorado; la aparente
plausibilidad del argumento de que "existen cuestiones (económicas, sociales)
más urgentes"; la movilización del bias, vale decir, de la hostilidad latente en la
opinión pública contra los partidos y el Parlamento; la argumentación de que
los líderes envueltos en la negociación quieren reoligarquizar el sistema,
haciendo inocua la fracción de poder que el elector individual ejerce al escoger
un Jefe de Estado con plenos poderes, y no "simplemente" votando a un
partido que irá a designar su líder como Primer Ministro, Con todo esto, los
problemas enumerados en el inciso d) hablan respecto a la disputa como tal,
esto es, como chances de victoria de una propuesta parlamentarista, pura o
mixta, en una consulta plebiscitaria. Menos grave, como la experiencia
brasileña sugiere, es que una derrota deslegitima gravemente una propuesta,
al punto de retirarla de la agenda pública por un período de tiempo largo.
La conclusión de este análisis, que es reconocidamente una exploración
analítica fundada en la experiencia brasileña reciente, es que los cambios de
sistema de gobierno son de hecho difíciles, a no ser que ocurra la ruptura
completa del orden constitucional preexistente. Dejando de lado las ventajas o
desventajas intrínsecas del presidencialismo y del parlamentarismo como
fórmulas institucionales, nuestra hipótesis es que la transición más fácil de ser
efectuada, en el mundo actual, es la del régimen parlamentarista al
presidencialismo, dada la mayor oportunidad de éxito que le es propiciada por
la movilización del bias. La segunda transición más probable es la de un
modelo híbrido, como el francés, pero con ambigüedades que pueden
comprometer su ulterior funcionamiento, dependiendo de las circunstancias de
cada país. Y, finalmente, la transición al así llamado parlamentarismo puro, de
preferencia la precaución alemana del "voto constructivo". Esta última
alternativa (parlamentarismo puro) puede eventualmente revelarse como más
factible en con tradición monárquica y en países antes gobernados por partidos
únicos (típicamente los países ex socialistas), con la condición de que hayan
ceñido y conservado un razonable simbolismo de gobierno colegiado, y no
simples simulacros de órganos colectivos para la legitimación del mando
personal del jefe del partido.
La Transición del sistema presidencial mexicano

Diego Valdés

Acerca del sistema presidencial mexicano se ha escrito abundantemente. La


gran síntesis de las opiniones, con sus diferentes matices, caracteriza el
sistema como autoritario y sustenta la necesidad de su transformación.
Antagonista y defensores del sistema político mexicano concuerdan en que ese
cambio es impostergable, si bien difieren en el sentido que se le debe imprimir,
y en la extensión de las modificaciones.

Formación del sistema presidencial mexicano

El sistema presidencial mexicano es resultado de una larga elaboración


política y constitucional. Esto debe ser tenido en cuanta en el momento en que
se plantea su transformación, porque no se trata de reencauzar una invención
caprichosa o fortuita, sino de modificar un proceso histórico.
Así es de manera sumaria pueden identificarse las etapas de formación
del sistema presidencial en México, a partir de la lucha misma de
independencia, de la siguiente forma: a) caudillismo (representada por José
Maria Morelos); b) despotismo (representada por Antonio López se Santa
Anna); c) liderazgo republicano (representada por Benito Juárez)¨; d) dictadura
(representada por Porfirio Díaz), y e) presidencialismo constitucional (con
representación múltiple, por cu mayor nivel de complejidad.

Caudillismo

La figura de José Maria Morelos es objeto justificado de veneración histórica. A


la muerte de Miguel Hidalgo, Morales, con singular denuedo tomo la
conducción de l movimiento de independencia, al que además imprimió el giro
de una radical separación de la corona española. Además, fue un singular
visionario de los problemas sociales de México. Entre los más notables
documentos de la historia mexicana figura siempre el texto de Morales
denominado “Sentimientos de la Nación”.
Hay, sin embargo, un episodio que ha merecido poca atención. Cuando
en septiembre de 1813 Morelos convoco a la celebración del congreso de
Chilpancingo, previo la designación de un jefe del poder ejecutivo al que se
denominaría “generalismo”, quien “obrara con total independencia en este
ramo, conferirá y quitara graduaciones, honores y distinciones, sin más
limitaciones que la de dar cuenta al Congreso” (articulo 46 del reglamento del
Congreso, dictado por Morales).
El alcance de ese precepto no requiere de mayores interpretaciones. A
continuación el conjunto de generales, mariscales, brigadieres, coroneles y
tenientes coroneles que comandaban a las fuerzas insurgentes, por escrito.
Mediante apoderados o personalmente, votaron de manera unánime para
investir a Morales como generalismo (Hernández/Dávalos, 1978, p 198). Una
vez designo, el caudillo anuncio ante el congreso su “dimisión del cargo”.
Cuando el Congreso se dispuso a considerar la dimisión, se encontró con que
la “oficialidad” presente obligo a los congresistas a rechazar de inmediato, la
renuncia de Morales. Una hora mas tarde quedaría ungido (ídem, 217).
Lo ocurrido en Chilpancingo es tan explicable como justificable. Se
requería de un mando eficaz para proseguir la guerra. Lo que en todo caso
debe hacerse es registrar el hecho, que denota una singular decisión política y
una cuidadosa preparación por parte de Morales. Como quería que sea, el
argumento de la necesidad ante la amenaza exterior o ante las urgencias
interiores se va a repetir, a lo largo de muchas décadas subsecuentes, para
fundamentar la necesidad política del predominio presidencial.
Dos cuestiones sobresalen. Una que al discutirse las ventajas del
Ejecutivo colegiado o unipersonal prevaleció la decisión favorable a este ultimo,
incorporando además la denominación de “supremo poder ejecutivo”, frente a
las mas llanas de “poder legislativo” y “poder judicial”, que han perdurado hasta
la fecha.
La decisión favorable al Ejecutivo unipersonal fue de un gran significado.
Como precedente favorable al Ejecutivo colegiado se invocaba la Constitución
de Apatzingán, aprobada en 1814 todavía durante la guerra de independencia
y que para contrarrestar las facultades de Morales, incorporo la estructura
tripartita del Ejecutivo.
Frente a esta tesis, el Constituyente de 1824 discutid una opinión
radicalmente opuesta: la designación de un “Supremo Director de la Republica
Mexicana”. El enconado debate al que dio lugar esa propuesta, desembocó en
una transacción política, situada entre el Ejecutivo colegiado y el director. Así
surgió la institución del Presidente.
Una figura dominante apareció. El general Antonio López de Santa
Anna, unas veces federalista y otras centralistas; unas afín al partido
conservador y otras al liberal, fungió como típico déspota que transgredí
sistemáticamente el orden jurídico, incluso el impuesto por él mismo. Por eso
en su caso más que hablar de un dictador, que impone un orden arbitrario pero
coherente con su designio, es posible hablar de un déspota, que acomoda la
decisión al capricho y a la circunstancia. Se trataba, en todo caso, de un
personalismo primitivo al que en cada caso se acomodaron las leyes en vigor.

Liderazgo republicano

El predominio político de Santa Anna llegó a su fin merced a un


movimiento revolucionario que, a su vez, preludió la Constitución de 1857. la
experiencia política acumulada en menos de cuatro décadas de vida
independiente resultaba ominosa: un ex presidente asesinado, fraude electoral
sistemático, numerosos cacicazgos, continua interferencia política del clero,
dos guerras internacionales, la mutilación de medio territorio nacional,
cuartelazos, insurrecciones, golpes de Estado, cuatro Constituciones varias
veces reformadas y cerca de cincuenta gobiernos (entre ellos once de Santa
Anna), habían agotado el país.
En 1836, siguiendo parcialmente las tesis de Benjamín Constant, se
estableció un efímero “poder conservador” que debería equilibrar a los otros
tres órganos del poder. El experimento fracasó. En Constituyente de 1857
decidió cambiar de ruta y construir un poder legislativo capaz de controlar al
Ejecutivo. Para este objeto el Congreso quedó constituido por una sola cámara,
en la que además se buscó la más alta representatividad planteada hasta
entonces por cualquier Constitución mexicana: un diputado por cada cuarenta
mil habitantes.
Adicionalmente, la Cámara sesionaría en dos períodos anuales, que en
conjunto durarían cinco meses; pero podía por sí sola prorrogar sus sesiones
un mes, amén de que la diputación permanente, que actuaría durante los
recesos, podía convocar a periodos extraordinarios por su propia iniciativa, por
mayoría simple, y sin constreñir al Congreso a ocuparse sólo de los temas para
los que hubiera sido convocado. Ente las restricciones que se imponían al
Presidente estaba la de no poderse separar del lugar de residencia de los
poderes federales, “sin motivo grave calificado por el Congreso” (art. 84). Por
su parte, el reglamento del Congreso estableció la obligación de los secretarios
“de obedecer al llamamiento” para rendir informes (Rabasa, 1912, p. 239).
Otra limitación importante fue la supresión del veto. En el congreso de
Filadelfia se consideró que era uno de los más valiosos instrumentos de
gobierno para los presidentes, pues no quedarían a merced de todo lo que
resolviese el Congreso. El veto existió en la Constitución de Cádiz, y fue
igualmente incorporado en las Constituciones de 1824, de 1836 y de 1843.
Pero el constituyente de 1856-1857 modificó el criterio y apenas le confirió al
Presidente la facultad de opinar acerca de los proyectos que se estuvieran
discutiendo en el Congreso (art. 70- IV).
La intención parlamentarista del constituyente se dejó ver también en
otros preceptos discutidos aunque no aprobados. Hubo propuestas que
finalmente no se incorporaron al texto de la Constitución. Entre éstas, el
artículo 105 del proyecto decía: “Están sujetos al juicio político por cualquier
falta o abuso en el ejercicio de su encargo: los secretarios del despacho…”
(Zarco, 1857, p. 513).
En una de sus intervenciones, al debatirse el proyecto del artículo 105,
Melchor Ocampo defendió la propuesta señalando que “el sistema
parlamentario y las derrotas ministeriales son bastantes para lograr cambios en
la política”. Ocampo vio con toda claridad que para preservar al régimen
muchas veces era preferible cambiar el gabinete y que, por consiguiente, la
estabilidad que se debía proteger era la del sistema más que la de los
individuos.
La Constitución, enfáticamente congresional, fue aprobada en febrero y
promulgada en marzo de 1857. El mismo Presidente (Ignacio Comonfort) que
la promulgó en marzo, la desconoció en diciembre. No parecía posible
gobernar con un Ejecutivo controlado por el Congreso. En esas circunstancias
toma el poder Benito Juárez quien, sucesivamente, tiene que hacer frente a
una guerra civil y a la intervención extranjera. La guerra civil representa un
rotundo cuestionamiento a la vida de la república, porque tiene como causa la
defensa de los fueros eclesiásticos; la intervención a su vez tiene el signo de la
imposición de un gobierno imperial.
La preservación de la Republica, en el sentido más estricto, exige de
Juárez la asunción de facultades omnímodas. Inicialmente defensor de la
Constitución de 1857, acaba prorrogando unilateralmente su mandato y
promoviendo la reforma de la Constitución por vías extraconstitucionales. Para
salvaguardar la república se prescinde de la Constitución. El dilema se resolvió
de la única manera que era posible hacerlo; pero resultó muy dañino para la
vida de las instituciones. México quedó atrapado en la paradoja de tener que
justificar las vías de facto para proteger las de jure.
Juárez asume un liderazgo republicano que opaca el valor de las
instituciones. Simbólica y efectivamente, Juárez personaliza el poder público y
la idea misma de república. Durante su largo itinerario por el territorio nacional,
parecía que la república era Juárez. Desde luego, tan pronto como cesaron la
intervención extranjera y el efímero imperio de Maximiliano, Juárez mismo se
encargó de restablecer la vigencia del orden constitucional.
Había para entonces, sin embargo, dos factores que no permitían la
despersonalización del poder: Juárez se había habituado a ejercerlo y el país
se había habituado a aceptarlo. Juárez había triunfado sobre el papado, sobre
el emperador de los franceses sobre el partido histórico del conservadurismo
mexicano. Juárez había vencido en toda la línea. Al morir, seguía siendo
presidente de México. Hoy es el único prócer cuyas fechas de natalicio y de
fallecimiento se celebran como feriados nacionales.
La importancia de Juárez en la historia de las instituciones mexicanas ha
sido indeleble. Sobre todo en cuanto a la tradición nacionalista, en la
encontraron soporte doctrina la dictadura de Porfirio Díaz, durante el fin de
siglo, y la hegemonía del Partido Revolucionario Institucional, durante buena
parte del siglo XX. Poco después de la desaparición de Juárez, la Constitución
de 1857 fue modificada con dos principales propósitos: incluir las leyes de
reforma, en cuya concepción, redacción y triunfo Juárez participo de manera
decisiva, y dividir el Congreso en dos cámaras (de diputados y de senadores),
como Juárez infructuosamente propuso en 1865, para diluir el poder
concentrado en un solo cuerpo colegiado. Descontados los años de guerra
interna y externa, y los de prevalencia de Juárez, la experiencia congresional
en México se reduce a unos cuantos meses.

Dictadura

El periodo de Porfirio Díaz tiene como antecedente cuanto hasta aquí ha visto,
y como escenario un país desorganizado con una corta burguesía clamando
por el orden. La justificación histórica del porfirismo es la de una supuesta
modernización de México. Conculcadas las libertades publicas, reducidas a
una realidad virtual las instituciones representativas (congreso federal,
legislaturas locales, gobiernos estatales y autoridades municipales), Díaz
permitió el arribo al poder de una clase ilustrada.
Dos de los personajes más significativos de la época, Justo Sierra
(secretario de Instrucción Publica) y José Yvés Limantour (secretario de
Hacienda), sabían bien donde residía el poder real: en ellos. Una pieza
epistolar, escrita en francés y dirigida por Sierra a Limantour, refleja bien el
punto al que se llego ya entrada la ultima década del largo periodo porfirista:
“tout le mond se felicite d’avoir presque mettons presque) a la Tête de
l’administration l’homme qui trouve ce qu’il fut faire….” (sic; Sierra, 1996, p. 66)
La relación con el Congreso, también cultivada en lo formal, era una
obra de consumada pericia protocolaria. Sabiendo que usualmente las
dediciones se adoptaron por unanimidad favorable al gobierno, Limantour
sometía a la aprobación de las cámaras los contratos de obras publicas, sin
que tuviera la obligación constitucional de hacerlo. Una de las características
de las dictaduras paternales es que recurren a la aprobación de sus actos por
sus propios subordinados, para mantener la apariencia formal del orden legal.
A diferencia de los actos frontales de “pretensión” el orden jurídico,
típicos del despotismo santanista, la dictadura porfirista se ocupo de los
formalismos legales. La primera reelección de Díaz, por ejemplo, se realizo de
manera discontinua, en tanto que la Constitución la prohibida y Díaz entendió
preferible que la reforma, para permitir la reelección no sucesiva, la promoviera
un Presidente que no fuera el mismo.
Aunque tampoco se puede afirmar que siempre se procedería conforme
a escrúpulos formalistas, la política dominante era la de cumplir con las
apariencias. Esto no fue óbice para que se produjeran diversos episodios de
brutalidad autocrático del poder se fue disfrazando bajo las suaves maneras del
altiplano mexicano, que desde el virreinato tanto llamaron la atención de los
viejos europeos.
El órgano del poder que en mayor medida resintió los sucesivos
acomodos del poder, y en especial el desbordamiento del Ejecutivo, fue el
Congreso. Durante la prolongada dictadura porfirista (treinta y tres años),
apenas si funciono como instrumento de ratificación de las decisiones
presidenciales. Numerosos legisladores no eran oriundos de las
circunscripciones por las que habían resultado elegidos, y muchas veces ni
siquiera se preocuparon por conocerlas.
Con la dictadura porfirista se ocasiono un nuevo daño a las instituciones
mexicanas: el hábito de la ficción.

Presidencialismo constitucional

La caída de la dictadura porfirista en 1911, ofreció al país un breve respiro


democrático durante el gobierno de Francisco I. Madero. Súbitamente México
contó con una prensa sin restricciones y con un Congreso que, después de
décadas de sumisión, se encontró con el novedoso fenómeno de la libertad. El
problema fue que ese Congreso tenía más simpatías por la dictadura porfirista
que por la Revolución que había encabezado Madero, y tomó parte activa en
un intenso proceso de desestabilización política que culminó con el asesinato
del Presidente y del vicepresidente.
En el orden electoral, durante el período de Madero por primera vez la
ley electoral incluyó a los partidos políticos y se adoptó el sufragio universal,
secreto y directo para elegir a diputados, senadores y Presidente.
Los desajustes políticos de una transición precaria produjeron una rápida
restauración de la dictadura, esta vez bajo la presidencia de Victoriano Huerta,
responsable de la muerte del Presidente, y luego una nueva y más profunda
conmoción revolucionaria que desembocó en la Constitución de 1917. Aquí
aparece, con mayor claridad que en 1857, la disyuntiva entre presidencialismo
y parlamentarismo. El jefe de la triunfante Revolución Constitucionalista,
Venustiano Carranza, convocó a un nuevo Constituyente y, al inaugurarlo, en
diciembre de 1916, expresó: "Esta es la oportunidad, señores diputados, de
tocar una cuestión que es casi seguro se suscitará entre vosotros, ya que en
los últimos años se ha estado discutiendo, con el objeto de hacer aceptable
cierto sistema de gobierno que se recomienda como infalible, por una parte
contra la dictadura, y por la otra contra ¡a anarquía, entre cuyos extremos han
oscilado constantemente, desde su independencia, los pueblos
latinoamericanos, a saber: el régimen parlamentario [...] Ahora bien, ¿qué es lo
que se pretende con la tesis del gobierno parlamentario? Se quiere nada
menos que quitar al Presidente sus facultades gubernamentales para que las
ejerza el Congreso, mediante una comisión de su seno denominada "gabinete".
En otros términos, se trata de que el presidente personal desaparezca,
quedando de él una figura decorativa. ¿En dónde estaría entonces la fuerza del
gobierno? En el parlamento. Y como éste, en su calidad de deliberante, es de
ordinario inepto para la administración, el gobierno caminaría siempre a tientas,
temeroso a cada instante de ser censurado [...] Por otra parte, el régimen
parlamentario supone forzosa y necesariamente dos o más partidos políticos
perfectamente organizados, y una cantidad considerable en cada uno de esos
partidos, entre los cuales puedan distribuirse frecuentemente las funciones
gubernamentales. Ahora bien, como nosotros carecemos todavía de las dos
condiciones a que acabo de referirme, el gobierno se vería constantemente en
la dificultad de integrar el gabinete, para responder a las frecuentes crisis
ministeriales".
La extensa transcripción de los párrafos más importantes relacionados
con el tema del parlamentarismo en el discurso de Carranza, ilustran sobre dos
cuestiones principales: la primera, que de manera deliberada se procuró
construir una institución presidencial fuerte; la segunda, que implícitamente se
reconoció que habiendo partidos políticos estables y con una clase política
amplia, las condiciones podrían variar.
Por otra parte, en esa época no se registran muchos partidarios del
parlamentarismo. Sólo algunas voces aisladas lo propusieron (Enríquez,
1913,p. 99) sin éxito antes de la convocatoria al Congreso Constituyente. En el
Constituyente, por otra parte, estuvo muy presente el enfrentamiento entre el
presidente Madero y el Congreso, al punto que varios diputados expresaron
preferir "la dictadura de un solo hombre" frente a "la dictadura de una
colectividad" (Palavicini, 1938, p. 267), y de "poner restricciones al Congreso"
(ídem, 391).
Sin embargo, el tema del parlamentarismo no fue eludido. Hubo quienes
reconocieron que "hemos encadenado el poder legislativo" y que "el ejecutivo,
tal como lo dejamos en nuestra Constitución, no es un poder fuerte, como se
ha dicho, es un poder absoluto" (ídem, 401). Para equilibrar esa situación,
veinticinco diputados propusieron, sin éxito, que los secretarios de Estado
fueran nombrados por el Presidente con la aprobación previa de los diputados.
Fue entonces cuando surgió un breve debate acerca de las ven tajas y
desventajas del sistema parlamentario. Sus pocos defensores, y los muchos
del sistema presidencial, coincidieron en expresiones de compromiso
señalando que, en el futuro, cuando hubiera partidos políticos, mayor
experiencia de gobierno y cultura política, la opción parlamentaria sería viable
(ídem, pp. 409, 495).
A unos meses de haber entrado en vigor, un grupo de diputados de la
primera legislatura integrada de acuerdo con la nueva Constitución, entre
quienes también figuraban muchos diputados constituyentes, presentó
(diciembre 15 de 1917) una iniciativa para establecer el sistema parlamentario
en México.
La iniciativa preveía transformar el Congreso en Parlamento integra un
consejo de ministros cuyo presidente sería designado por el presidente de la
República pero que dependería, al igual que los ministros, dé la confianza de la
Cámara de Diputados del Parlamento, El modelo propuesto, que conserva el
derecho de iniciativa de leyes para el presidente de la Republica y , por
separado, para el presidente del consejo de ministros; y que mantenía el veto
del Ejecutivo con relación a las leyes del Congreso, se parecía más al
semiparlamentarismo que hoy reconocemos como de la V República francesa
que al de Westminster.
Esa iniciativa se discutió durante varios períodos sucesivos. Los
argumentos que habían hecho valer sus autores consistían en: a) dar una
mayor proyección al sistema representativo, y b) preservar al Presidente de los
que resultaban del desgaste político. A quienes se oponían al sistema
parlamentario aduciendo que el momento no era oportuno, replicaban con una
elegante tesis: "si la instituciones políticas de los pueblos se normaran
conforme al grado inferior de cultura de sus agregados o siquiera con relación a
la cultura media, la mayor parte de las naciones no habría salido aun de la
parroquia primitiva" (Diario. 1917).
Después de intentar forzar la discusión de esa iniciativa en diferentes
oportunidades, sus autores consiguieron que se presentara el dictamen corres-
pondiente casi dos años después. La resolución estableció que, por la falta de
experiencia "actual" para integrar un gabinete "estable y apto", no era de
cambiarse, "por ahora", el sistema presidencial por el parlamentario (Diario.
1919).
En noviembre de 1921 noventa diputados, entre ellos tres constituyentes
presentaron una nueva iniciativa proponiendo nuevamente la adopción del
sistema, y una vez más con características semipresidenciales. El Congreso
nombraría al Presidente, quien por su parte lo podría disolver si contaba con la
aprobación de dos tercios del total de miembros del Senado, el periodo
presidencial sería de seis años, y el Presidente nombraría, libremente, al jefe
del gabinete (Diario, 1921).
El eco del parlamentarismo duró algún tiempo después de aprobada la
Constitución. En diferentes momentos se propuso la adopción de instituciones
parlamentarias: en 1920 se planteó (entre otros por Emilio Portes Gil, mas
tarde presidente de la República) incorporar el voto de censura para secretarios
y subsecretarios (Diario, 1920); en 1921 se promovió (con el apoyo formal del
presidente Álvaro Obregón) una iniciativa para poder enjuiciar al por atacar "el
libre funcionamiento del Congreso", las libertades de el sistema federal (Diario,
febrero 1921), y otra "de transición al régimen parlamentario" para facultar a la
Cámara de Diputados para remover a los funcionarios de la Comisión Nacional
Agraria (Diario, mayo 1921).
Años después, un diputado (F. Martínez de Escobar) señalaba que, en
tanto que los secretarios concurrían al Congreso para atender interpelaciones e
informar de la situación de sus dependencias, podía hablarse ya de que existía
un sistema "semipresidencial o semiparlamentario" (Diario, 1925).
Por su parte, Venustiano Carranza entendió muy bien el significado de
una presidencia fuerte, y así la ejerció. Apenas jurada la Constitución, quedó
investido de facultades extraordinarias para legislar. En uso de esas
atribuciones promulgó una ley electoral que suprimía el voto secreto. Llegado al
término de su gobierno, inició la costumbre de designar al sucesor en la
Presidencia, aunque en su caso sin éxito, porque el intento le costó la vida y su
candidato no ocupó la Presidencia.

Constitución y sistema presidencial

Las fuentes del poder presidencial han sido agrupadas, esencialmente, en dos
grandes rubros: el que corresponde a la Constitución, y el que resulta de la útil
categoría que Jorge Carpizo agregó, al enunciar las funciones
metaconstitucionales de los presidentes mexicanos. Entre esas funciones des-
tacó el liderazgo del partido, la nominación del sucesor, y la designación y
remoción de los gobernadores (Carpizo, 1978, p. 190).
En el caso de las atribuciones que resultan para los presidentes en la
Constitución, puede también hacerse una doble distinción: aquellas que
corresponden a la naturaleza del sistema presidencial (iniciativa de leyes, veto,
designación y remoción de funcionarios, representación internacional del
estado, jefatura de las fuerzas armadas, por ejemplo) y las que corresponden a
u naturaleza del sistema constitucional.
El sistema constitucional mexicano es de los que se han venido
llamando, precisamente a partir de la Constitución de 1917, "constitucionalismo
social". Esta modalidad, que se apoya en la vigencia de normas de dominante
contenido programático, proliferó fundamentalmente a partir de la segunda
posguerra. Los Efectos institucionales del constitucionalismo social, en lo que
concierne al arreglo del poder, han sido mucho más profundos en los sistemas
presidenciales que en los parlamentarios.
Por su naturaleza, las normas programáticas o los "derechos de prestación"
(Cossio, 1989, p. 44), tienden a generar una importante concentración de poder
que se acentúa si éste último es ejercido por un órgano individual y no por otro
de estructura colegiada. La experiencia de aplicar semejantes normas en los
sistemas parlamentarios, como es el caso de España, Portugal y Suecia, o con
motivo de las políticas de bienestar social adoptadas en Francia, Gran Bretaña,
Alemania e Italia, ha sido muy distinta comparada con los resultados
producidos en Argentina, durante el peronismo, en Brasil, durante el gobierno o
Vargas, o en México, para sólo señalar algunos ejemplos.

Las normas programáticas en un sistema presidencial transforman la acción


cotidiana del Estado, y en particular del Presidente, en una administración de
expectativas que convierte al titular del gobierno en un manteador de
esperanzas reinvidicatorias. En un contexto así, el Presidente no solo tiene las
atribuciones propias del sistema presidencial, sino la suma de las del sistema
constitucional. En sus manos esta no solo los mecanismo normales del poder
político, sino prácticamente la totalidad de los del poder social. Parta satisfacer
sus demandas, los grupos sociales se dirigen al Presidente en busca de
respuestas exigen y reciben de el mas que del resto de las instituciones.
Cuando los presidentes asumen la administración de las expectativas,
es inevitable que se conviertan en el centro de un poder prácticamente ilimitado
merced al cual están en posibilidad de arrollar a rodos los demás órganos del
poder. ¿Cómo oponérsele sin cargar, al mismo tiempo, con el costo político de
dar la impresión de oponerse también a las reivindicaciones Sociales?
Esa situación permitió que la retórica de la intransigencia se alimentara
de la posición que los diferentes agentes políticos guardaban con relación a las
demandas sociales. Si su actitud era de reserva, fundamentalmente con
relación al sistemático crecimiento de la administración, entonces se les
calificaba (o descalificaba) como "reaccionarios"; si, por el contrario, argumen-
taban que los avances eran lentos e insuficientes, entonces eran "radicales
provocadores".
El debate parlamentario incorporó los matices de ese discurso, de
manera que quien desde la derecha o desde la izquierda se opusiera a la
política gubernamental, encontraba una rápida respuesta que sustraía sus
argumentos del territorio de la política y los confinaba en el de la moral. El
resultado institucional no podía ser sino el fortalecimiento exorbitante de los
atributos presidenciales, y la minimización de los concernientes al Congreso.
En el orden programático, de acuerdo con la Constitución el presidente
de la República es la suprema autoridad en materia educativa (art. 3), agraria
(art. 27), económica (arts. 25, 26 y 28), comercial y arancelaria (art. 131)
laboral (art. 123), sanitaria (art. 73-XVI), ecológica (art. 27), urbanística (art.
27), habitacional (arts. 4, y 123), y energética (art. 28). Hasta 1990 lo fue
también en materia electoral (art. 41) y hasta 1992 en materia eclesiástica (art.
130).
De la suma de esas atribuciones, algunas subsisten, otras han sido irían
conforme a un proceso de retracción de las responsabilidades socia Estado, y
algunas más prácticamente han desaparecido, también de a con esa decisión
de disminuir la participación del Estado en la regulación, intermediación y
encauzamiento del conflicto social.
El efecto de esta política, combinado con una mayor presencia de los
partidos de oposición en tareas de responsabilidad gubernamental, ha tenido
dos consecuencias fundamentales: acabar con la retórica de la intransigencia
hacia los partidos de oposición, y reducir el nivel de influencia del presidente en
las decisiones cotidianas del país.
El Presidente dispone de recursos jurídicos muy limitados para atender
las demandas de justicia en el campo; ha perdido numerosas facultades de
arbitraje económico; no puede atender, por los cambios en la estructura de la
economía, las demanadas de los trabajadores en la misma proporción que lo
hacía todavía hace pocos años; ha perdido la capacidad de influir en los
procesos de producción y distribución de bienes y servicios, porque los ha
transferido a manos privadas.
Además, al establecer una política de gasto público que no permite el
déficit, también se introducen considerables limitaciones con relación a la
construcción de escuelas, hospitales y de habitación popular, así como a la
expansión y a la calidad de los servicios de salud, educación, abasto popular,
transporte y desarrollo urbano, que han formado parte de las políticas sociales
del Estado mexicano y de las que el presidente ha sido el proveedor directo.
Al desempeñar las funciones de jefe de Estado y de gobierno, los
presidentes mexicanos han convertido la actividad protocolaria en la forma de
evidenciar la amplitud de sus funciones sustantivas. Una vez más, las
formalidades se han puesto al servicio de un propóosito político. En este caso
no se trata de ocultar, como durante el porfirismo, la preterición de la ley, sino
de exaltar la magnitud de los poderes reivindicatorios del Presidente. Así, el
jefe del Ejecutivo adquirió una presencia superlativa en el panorama nacional.
Dentro de ese proceso de magnificación intencional y sistemática de la
figura presidencial, la política internacional también desempeñó un papel
importante. Poco a poco los presidentes fueron comprendiendo que era útil
salir al extranjero, no tanto por el efecto que su presencia tuviera en los
escenarios internacionales, cuanto por la imagen interna que los medios de
comunicación podían generar. De alguna forma resultaba gratificante para el
ego colectivo que el presidente de México tuviera "aceptación y prestigio
internacionales".
En esos términos, la política internacional, muy vinculada a la
conveniente «aleación personal de los presidentes, tuvo dos efectos
institucionales: por un lado asoció al Senado, donde la oposición careció de
presencia durante casi sesenta años, a la celebración de los éxitos
presidenciales. De las dos cámaras del Congreso, la de senadores fue la más
vulnerable a las imputaciones de docilidad. Por otro lado, los medios de
comunicación, transformados en cajas necesarias de resonancia de las
actividades, internas y externas, de los presidentes, perdieron por largas
décadas su natural función informativa, analítica y crítica.
El sistema constitucional desempeñó una relación sinérgica con el
sistema presidencial, y propicio la expansión de las atribuciones de los
presidentes. Mas allá de lo que hubiera podido ser una decisión personal,
estaba una estructura constitucional que no dejaba otra opción.
Independientemente de los atributos personales que poseyeran, de la vocación
democrática que pudieran alentar, de la moderación política que los hubiera
caracterizado, de la responsabilidad o sensatez con que actuaran, la
presidencia era, ineludiblemente, muy poderosa.
Los cambios constitucionales operados a partir de 1982 comenzaron a
invertir la tendencia. Al sector privado se le han transferido, progresivamente,
muchas de las atribuciones que antes tenía sólo el Estado y que en su nombre
ejercía el Presidente. También ha habido un proceso de descentralización
hacia los estados y los municipios, que ha reducido el ámbito de acción del
poder federal, Aspectos tan sensibles como los repartos agrarios, llegaron a su
punto de agotamiento por insuficiencia de tierras, y finalmente se redujo en lo
formal la atribución presidencial que cantas esperanzas permitía administrar.
Otros servicios, como la educación, el transporte, las comunicaciones y
parcialmente la seguridad social, también han sido objeto de ajustes en cuanto
a la magnitud de la responsabilidad gubernamental.
La Constitución mexicana de 1996 no es la de 1917. A partir de su
promulgación y prácticamente hasta la década de los años setenta, el
ensanchamiento de las atribuciones constitucionales del Estado mantuvo
también en constante proceso expansivo al sistema presidencial. Aunque a
principios de la década de los ochenta se incorporaron todavía relevantes
conceptos relacionados con la rectoría económica del Estado, que proseguían
en la tendencia original del sistema constitucional, la orientación fue cambiando
y luego revirtiendo. A la fecha, la Constitución ha sido objeto de 341 reformas, y
sólo 37 de sus 136 artículos conservan la redacción original.

Un presidencialismo en transición

Entre 1977 y 1995 se produjo una serie de hechos que transformaron el


panorama político mexicano y que han dado lugar a una demanda generalizada
para reformar el Estado. La reforma política de 1977, las crisis económicas de
1982, 1988 y 1994-1995, la crisis electoral federal de 1988 y diversas crisis
electorales locales a lo largo de ese período, generaron nuevas expectativas y
propiciaron nuevas respuestas de adecuación institucional.
La reforma política de 1977 incorporó los partidos políticos a la
Constitución. Esta decisión representó un paso cuya trascendencia se
proyectaría hacia los años siguientes. Al iniciarse la construcción de un sistema
de partidos, se produciría como consecuencia inevitable la demanda de
fortalecer el sistema representativo en su conjunto. Las sucesivas reformas
electorales, desde la de 1986 hasta la de 1994, fueron ensanchando las vías
iniciadas con la de 1977 y la decisión de abrir espacios institucionales a las
formaciones políticas o extrema izquierda particularmente el Partido Comunista
tradición mente proscritas. Hoy la evolución del sistema presidencial mexicano
ha) gado a un punto en el que se hace imprescindible su reforma. Durante
décadas, la autoridad presidencial resultó funcional, en tanto que era el centro
imputación de un poder que transformaba los preceptos programáticos de la
Constitución en hechos tangibles.
Los repartimientos agrarios; las expropiaciones de la industria petrolera y
de la banca; la nacionalización de la industria eléctrica; la institucionalización
de la seguridad social; los amplios programas habitacionales; los subsidios al
consumo, particularmente de alimentos; las acciones educativa y sanitaria, que
además de los servicios prestados a la población proporcionaban numerosas
fuentes de empleo; la política salarial; la voluminosa obra pública, y la
extendida burocracia, multiplicada en tanto que el Estado mantenía un ritmo de
crecimiento expansivo del gasto y de su intervención en la economía, eran el
resultado de decisiones presidenciales.
Al texto constitucional de 1917 se le fueron adicionando nuevos
preceptos programáticos que, a su vez, eran la base de nuevas acciones del
Estado. Aun cuando siempre estuvieron presentes reclamos de
democratización, lo cierto es que la atención prioritaria se orientó hacia los
apremios sociales. Después de todo, al satisfacerse éstos, así fuera
parcialmente, se consolidaba un modelo de autoridad presidencial compatible
con el que la Constitución había construido. A partir de la crisis económica de
1982 el Estado mexicano adoptó medidas de restricción del gasto público, y
alentó el crecimiento progresivo de la actividad económica privada. Poco a
poco fue disminuyendo el aparato productivo en manos del Estado, se llegó al
punto de eliminar por completo el déficit fiscal, y se tomó la decisión de reducir
el nivel de endeudamiento externo. La presencia de la figura presidencial, como
la gran opción dispensadora de mercedes, se fue haciendo menos funcional.
Al mismo tiempo que eso ocurría con los presidentes, a partir de 1977 la
presencia de los partidos políticos se fue haciendo más eficaz en el debate
parlamentario, en el encauzamiento de demandas y en los procesos
electorales. Los instrumentos jurídicos que regulan estos procesos también se
han venido perfeccionando a partir de esa fecha, mediante reformas llevadas a
cabo en períodos cada vez más breves.
La primera gran reforma constitucional de efectos electorales fue la que
reconoció derechos de ciudadanía a la mujer, en 1953. Diez años más tarde se
estableció el sistema de "diputados de partido", por virtud del cual se conser-
vaba la base electoral de distritos de mayoría pero se adjudicaba hasta un
máximo de veinte diputados a los partidos que tuvieran más del 2,5 de la
votación nacional. Aun cuando este sistema fue corregido en 1972, para
disminuir el porcentaje a 1,5 y aumentar el número de diputados hasta en
veinticinco, en realidad la tercera reforma no se llevó a cabo sino en 1977.
La siguiente reforma se produjo en 1986. Con ella se mejoraron los
m
ecanismos de control, se redefinió la composición del Congreso y se prosiguió
et
i el proceso de depuración de los organismos electorales. Así, puede
advertirse un cierto ritmo en las reformas que se produjeron en los años
1953,1963, 1977 y 1986. El ritmo se aceleró a partir de entonces. En 1990,
1993 y 1994 la Constitución fue objeto de reformas en materia electoral, y
desde 1995 Gobierno y partidos vienen discutiendo una más.
Además, en tanto que el sistema presidencial se fue comprimiendo y el
sistema de partidos se fue expandiendo, se ha producido un tercer factor: el
crecimiento déla opinión pública. Este hecho debe registrarse, aunque éste no
es el lugar para analizarlo con detalle, sólo para que se le tenga presente como
un ingrediente más en el proceso de cambio institucional que vive México.
Esto explica que, más allá de la deliberación, entre representantes
caracterizados del gobierno y de los partidos, un grupo de prominentes
profesores, líderes de opinión y dirigentes de partidos, integraran un Seminario
para la Reforma Político-Electoral y tomaran directamente la tarea de proponer
medidas que dieron a conocer en un amplio documento de consenso en enero
de 1996, al que denominaron "Sesenta puntos para la reforma político-
electoral". La sola denominación ilustra la magnitud de los planteamientos.
Sin embargo el debate mexicano contemporáneo no se detiene en los
aspectos electorales, por amplios que éstos sean aún. El problema de fondo se
refiere aun reequilibrio del poder. Las nuevas formas de adjudicación, ejercicio
y control del poder son las que constituyen ese reequilibrio. El sistema
presidencial está en transición. Sólo unas pocas voces aisladas llegan a
proponer un sistema parlamentario; pero muchas, incluidas las del partido en el
gobierno, aluden a. la necesidad de reformar la institución presidencial.
El problema central no es determinar si se requiere o no la reforma, sino
la magnitud que ésta debe tener. Lo delicado de esta transición es que se
promueve en un momento de fuertes presiones políticas cuando se ha
erosionado la confianza en las instituciones. Se corre el riesgo, por lo mismo,
de construir un modelo excesivamente restrictivo de la autoridad presidencial, y
de incorporar más mecanismos de control de los que resultarían
recomendables.
Es cierto que los cambios se producen sólo cuando se hacen
indispensables y la exigencia es muy alta. Son muy pocos los que se han dado
merced a decisiones anticipatorios. Pero sí en su mayoría los cambios políticos
son el resultado de imperativos ineludibles, en muchas ocasiones se ha
conseguido realizar un ejercicio de racionalidad política y se han alcanzado
resultados equilibradores. Una mala construcción institucional puede servir
para disolver temporalmente las tensiones, pero transfiere hacia el futuro
mayores cargas de inconformidad y de frustración.
En el marco de las reformas propuestas, vale la pena analizar la que
sugiere Giovanni Sartori, para quien "la fórmula del presidencialismo alternativo
sería la más adecuada para México". Ese presidencialismo intermiten te se
construiría mediante tres acuerdos estructurales: a) en un período determinado
(de cuatro o cinco años) los dos primeros gobiernos serían de naturaleza
parlamentaria; b) si hubiera un tercer gobierno, éste sería presidencial, con lo
cual el jefe de Estado lo sería también de gobierno, pudiendo nombrar y
remover libremente a los miembros del gabinete; y c) la elección
(preferiblemente a dos vueltas) debería ser simultánea para el Presidente y el
parlamento (Sartori, 1995, p. 170). Es evidente que la propuesta, resulta
novedosa e imaginativa. Se trata de aprovechar, sucesivamente, las ventajas
que cada uno de los sistemas pueda reportar. Quedan, sin embargo, muchas
dudas por resolver. En el orden práctico se suscitaría el interés del parlamento
por establecer un gobierno débil, y tolerarlo, frente a la perspectiva de
enfrentarse más adelante a un Presidente fuerte. Ese gobierno débil, por otra
parte, también estaría interesado en negociar permanentemente posiciones
políticas con el parlamento, para no verse desplazado y luego incluso acosado
por el Presidente.
Adicionalmente, ante la eventualidad de su "ascenso", el Presidente
sería cortejado por el gobierno o por una fracción de él, y por un segmento del
Congreso, con lo cual aun sin ejercer el poder tendría una considerable
influencia desequilibradora. En un sistema parlamentario el gobierno que cae
puede pasar a la oposición, pero en un sistema alternativo, el gobierno caído
podría convertirse en objeto de persecución.
Por otro lado, el advenimiento del presidencialismo como resultado del
fracaso del parlamentarismo podría agudizar las características autoritarias del
ejercicio presidencial, con lo cual tampoco se tendrían las ventajas de un
sistema presidencial funcionando en condiciones de normalidad. Ante esta
perspectiva se tendría gran cantidad de fuerzas trabajando para hacer fracasar
al sistema parlamentario y legitimar, con fundamento en la estructura
constitucional, el endurecimiento político.
Otro aspecto sin resolver es el de cómo explicar la contradicción que
resulta del hecho político de que, para remediar el fracaso del parlamentarismo,
sea necesario recurrir al presidencialismo, y de que en el siguiente ciclo o
período se vuelva a iniciar el experimento parlamentario cuyo fracaso se
hubiera constatado poco antes. Lo más probable es que en un segundo ciclo
ya no se regresaría al sistema parlamentario, cuya inoperancia habría quedado
demostrada, y que el experimento habría servido de vacuna contra la tentación
parlamentarista.
La presidencia intermitente fuerte propuesta por Sartori para México
acentuaría los niveles de conflicto político. En lugar de que el gobierno
absorbiera las tensiones mediante cambios y adecuaciones que preservaran la
estabilidad del sistema, habría que estar cambiando de sistema de manera
impredecible. En esas condiciones no sería posible estructurar consensos
duraderos y se propendería a la fragmentación política, en perjuicio del buen
funcionamiento de cualquiera de los dos sistemas. En otras palabras, muy bien
podría ocurrir que en lugar de obtener alternativamente las ventajas del sistema
parlamentario y del presidencial, lo que se tuviera sería la alternatividad de sus
defectos: debilidad y dureza. No se produciría, siquiera, el efecto de alternancia
de fases presidenciales y parlamentarias que Arend Lijphart y Juan Linz
encuentran en el modelo francés de la V República (Linz/Valenzuela, 1994, p.
48).
Otra perspectiva del problema la ofrece Alonso Lujambio. En su opinión,
"un conjunto de arreglos institucionales puede ser definitivo para la estabilidad
de una democracia presidencial y para, evitar su quiebra". Entre los elementos
para ese nuevo arreglo Lujambio alude a la revisión de los poderes constitucio-
nales del Presidente, al papel del Congreso, al número y a la disciplina de los
partidos, a la periodicidad de las elecciones legislativas y presidenciales, a los
recursos para el patrocinio político y al federalismo (Lujambio, 1995, p. 104).
La gama de los temas planteados por Lujambio es de una gran amplitud.
Se trata de un esfuerzo por rescatar la funcionalidad del sistema presidencial y
de hacerlo compatible con una democracia consensual. Elude el simplismo,
muy extendido, de que iodo se reduce a una operación mecánica de disminuir
las facultades del Presidente y ensanchar las del Congreso. Como se ha visto,
el sistema constitucional fue concebido para producir una presidencia de
enorme presencia nacional, y sólo a partir de un nuevo esquema de la misma
naturaleza constitucional será posible el reequilibrio de las instituciones.
Dieter Nohlen ha visto este problema con claridad, llamando la atención
sobre el examen institucional del presidencialismo (Nohlen, 1994, p. 11), y
proponiendo la adecuación funcional del presidencialismo en América Latina
mediante tres acciones centrales; a) que el Presidente, como jefe de Estado,
participe en la consolidación democrática fomentando consensos políticos y
sociales por encima de tas diferencias políticas, y deje la coordinación del
gabinete a un jefe de gobierno; b) que no existan bloqueos entre los órganos
legislativo y ejecutivo, y c) "proteger la figura presidencial de los avatares
cotidianos de la política" (Nohlen/Fernández, 1991, p. 35).
La otra gran opción de cambio es la del parlamentarismo, sustentada por
Juan Linz. Sus tesis son bien conocidas y han dado lugar a una creativa
polémica. En todo caso, él mismo admite que no es posible ignorar que "a
pesar dejas desventajas del presidencialismo... haya desventajas iguálese
mayores en el caso del parlamentarismo" (Linz, 1990, p. 88). Y éste es, quizás,
el eje del problema.
Las relaciones entre los órganos legislativo y ejecutivo del poder definen la
naturaleza del sistema político. Es posible que cualquier sistema, bien diseñado
y estructurado, ofrezca resultados satisfactorios. Lo que no debe omitirse es
que las resistencias al cambio son reales, no una invención de políticos ni de
académicos. La mejor solución será siempre aquella que permita obtener las
ventajas máximas de un sistema y reducir al mínimo las resistencias para su
éxito. En este caso no se trata de tener el valor de proponer cambios drásticos,
sino la inteligencia de alcanzar los mismos resultados con cambios viables.

El futuro previsible

Todo indica que el caso mexicano es el de la transición de un sistema


presidencial a otro sistema presidencial. Este, al que se propende, tal como
postulan los mencionados Nohlen y Lujambio, así como numerosos ensayistas
mexicanos más, es uno que permita articular los términos de una democracia
consensual y que ofrezca posibilidades de reequilibrar las relaciones de poder
en México.
Por diferentes circunstancias las presiones a favor del cambio son de
gran intensidad, como lo son las resistencias. De un lado se sitúan quienes,
con el cambio de reglas, aspiran a consolidar la democracia de acuerdo con
una transición prudente, viable y satisfactoria; del otro se colocan quienes por
diferentes razones optan por la pervivencia del statu quo.
También hay quienes sugieren que debe privilegiarse una posición más
o menos estática, que simplemente permita la recuperación de las
instituciones, antes que propiciar su transformación. Otros, por el contrario,
plantean incluso la conveniencia de convocar a otro congreso constituyente.
No parece recomendable, ni siquiera necesario, abrir la agenda de la
discusión más allá del nuevo arreglo del poder. Para este objeto el mecanismo
adecuado es el de la reforma constitucional que, por otra parte, en el caso
mexicano ha demostrado ser de una gran amplitud. La agenda, por lo que se
refiere a las formas de relación entre los órganos del poder, deberá ser
extensa.
La Constitución está compuesta por consensos esenciales o básicos, y
por consensos operacionales. Los primeros son aquellos que definen la
naturaleza republicana, federal, representativa y democrática de las
instituciones; los operacionales son aquellos instrumentos que transforman los
enunciados básicos en funciones y acciones concretas.
La construcción de los consensos esenciales está en el largo proceso
evolutivo de las instituciones jurídico-políticas mexicanas. A muchos de ellos se
ha llegado después de intensas luchas. Abrir este capítulo, además de
innecesario, sería tanto como revivir viejas y dolorosas querellas. Sería reiniciar
el camino, cuyo precio histórico ya se pagó, de pugnas por completo ajenas a
los temas de hoy.
Una nueva Constitución implicaría revisar los consensos esenciales, sobre los
que no hay discrepancias, pero que una vez reinscritos en la agenda del
debate volverían a encender ánimos ya apaciguados. Aunque, desde luego, no
es sólo por esto que resulta ocioso discutir los consensos básicos.
Lo central es que a nadie se le ha ocurrido transformar la república en
monarquía, remplazar la organización federal por la unitaria, sustituir el sistema
representativo por el de la democracia directa, o modificar la democracia por
otra forma (oclocrática —colectivista— o timocráctica —corporativista—) de
legitimidad y ejercicio del poder. Si nada de esto se propone ni pretende, un
nuevo Constituyente no tiene fundamento. Lo que sí ocurre es que la
Constitución ha perdido coherencia sistemática en sus enunciados, porque las
cerca de cuatrocientas reformas practicadas a lo largo de casi ochenta años no
siempre han tenido rigor técnico. En este sentido, más que una nueva
Constitución, cabría pensar en la utilidad de una revisión sistemática, una
auténtica refundición, del texto vigente, para darle la unidad técnica y de estilo
que ya perdió. Pero esto tampoco se debe considerar indispensable y, como
bien podría ser otra puerta para que la discordia emergiera, resulta preferible
conservar un texto semánticamente cuestionable pero jurídica y políticamente
funcional en la medida en que actualice los consensos operacionales,
Es en los consensos operacionales donde se centra la discusión. Y es
en este ámbito donde se requiere de un gran esfuerzo innovador. Entre los
puntos a considerar, para alcanzar un nuevo equilibrio institucional, habrá que
incluir el retorno a instituciones ya probadas en el sistema constitucional
mexicano, 'como la reelección de los legisladores, el referéndum (que existió,
no se aplicó y luego se derogó) y las interpelaciones a los secretarios.
También habrá que considerar cuestiones planteadas en diferentes
momentos a lo largo de las décadas, como la ratificación del gabinete por el
Senado, el servicio civil en el Ejecutivo y en el Legislativo, la creación de
organismos gubernamentales sólo por ley, el desarrollo de nuevos órganos
constitucionales autónomos, la ampliación de los períodos ordinarios de
sesiones del Congreso, la duración de los períodos presidencial y legislativo, y
la presencia de un jefe de gabinete. Algunos de estos temas pueden ser objeto
de análisis y, si se equilibran entre sí las propuestas, abrirán las posibilidades a
una nueva racionalidad en el ejercicio del poder.
A los temas anteriores podrán agregarse otros cuya discusión en México
no tiene antecedentes, como la formulación de iniciativas bloqueadas, que sólo
puedan ser aprobadas o rechazadas por el Congreso, pero no modificadas.
Todo Índica que la transformación principal girará en torno a la distribu-
ción de los nuevos mecanismos de control político entre los órganos del
Estado. Desde luego, esto no implica que se eludan las preocupaciones
propias del Estado de bienestar. En el proceso de reforma del Estado, y dentro
de los consensos operacionales, no puede omitirse que además del arreglo
político a que se llegue, debe tomarse en cuenta que la Constitución mexicana
sigue teniendo un importante rubro de derechos sociales que también reclaman
actualización institucional.
El Estado mínimo, que tantos adeptos conquistó en el mundo sobre todo
a raíz de los cambios operados en Europa durante la década de los ochenta,
patéela no dejar espacio para las preocupaciones y las acciones de naturaleza
social a cargo del Estado. Las crisis financieras, sin embargo, y este es el caso
claro de México, han puesto en evidencia que aun los más encendidos
postulantes de los beneficios de la economía de mercado recurren al Estado
sobre todo cuando se trata de salvar al sistema financiero privado. Lo mismo
en México que en Japón, por ejemplo, el fenómeno se repite y denota que si
bien el Estado debe abandonar la propensión burocratizante y patrimonialista,
no puede dejar la de promotor.
Al margen del intervencionismo, que en el pasado tuvo aciertos y sin el
que hubiera sido imposible remediar inequidades sociales profundas, pero que
también propició ineficiencias y desviaciones, puede considerarse que después
de muchos años de cambios paulatinos, México ha venido adoptando los
instrumentos propios de un Estado social y democrático de derecho, y que es
necesario plantearlo así en la formulación expresa de la letra constitucional.
Este es un tema, en todo caso, al que sin duda se volverá una vez que se
produzca el nuevo arreglo del poder que por ahora atrae la atención general.
Ahora bien, ¿en qué contexto se llevará a cabo ese nuevo arreglo? A
pesar de que hoy existen un sistema de partidos y una clase política con
densidad suficiente que no había en los años diez y veinte, cuando se discutió
con mayor intensidad la conveniencia de adoptar el sistema parlamentario; a
pesar de la sugerente argumentación de Juan Linz en cuanto a las mejores
posibilidades de una democracia afincada en el parlamentarismo; a pesar del
cuestionamiento a que está sometido el sistema presidencial mexicano, lo
recomendable es modernizarlo en un sentido que lo haga compatible con una
demorada consensúal, estable y eficaz.
Si bien los consensos esenciales de una Constitución envuelven
posiciones de filosofía política, los consensos operacionales sólo conciernen al
funcionamiento político. En el primer caso van de por medio los conceptos que
se profesen sobre la naturaleza misma del Estado; en el segundo únicamente
están en cuestión los mecanismos para que los órganos del Estado,
previamente definidos, funcionen conforme a una nueva racionalidad política.
En este sentido lo que interesa es que, a través de la norma
constitucional, se racionalice la organización y el funcionamiento de los
órganos del poder; se consoliden los derechos del gobernado y los deberes del
gobernante, y se funden las bases para la atenuación, el encauzamiento y la
solución de los conflictos.
Para alcanzar esos objetivos, el orden constitucional debe establecer un marco:
a) general, b) conocido, c) aceptado y d) eficaz, para regular las relaciones en
una sociedad política, y que permita hacer previsibles, predecibles y
controlables las acciones de la autoridad.
La naturaleza del Estado de derecho no se agota en la sujeción formal
de la autoridad a la norma. En el orden político implica también que los
destinatarios del poder sepan cómo van a actuar los órganos del Estado en
cada caso. Reducir los niveles de discrecionalidad para el gobernante es
aumentar los márgenes de certidumbre para el gobernado.
Lo anterior es posible con independencia del sistema parlamentario o
presidencial. Un argumento que aboga por el primero de esos sistemas se
basa en la mayor frecuencia estadística de su estabilidad, pero no en que sea
el único que pueda ofrecer condiciones de gobernabilidad, que cualquier
sistema constitucional democrático bien construido también puede
proporcionar.
Siendo así, el argumento a favor del cambio de un sistema presidencial
cuestionado pero cuya estabilidad no ha sido fracturada por un sistema
parlamentario que en el mejor de los casos preserve la estabilidad existente, no
se antoja oportuno en el caso de México. De alguna forma sería tomar el
derrotero, ya agotado, que durante el siglo XIX se basó en el espejismo de que
los cambios abruptos, tócales, podrían traer beneficios no alcanzados previa-
mente.
Cuando se producen cambios radicales se corre el riesgo de que, por la
inexperiencia con que se manejen las nuevas instituciones y por la resistencia
al cambio de quienes se les oponen, los resultados no sean tan rápidos, tan
fructíferos ni tan llamativos como las naturales expectativas harían creer.
No sería necesario que se fracasara en el experimento parlamentario;
bastaría con que los resultados se quedaran un ápice atrás de lo prometido o
de lo deseado, para que se fortalecieran las tendencias de la restauración, que
suelen convertir en virtudes los defectos de los antiguos regímenes.
Si de ese riesgo dependiera la única posibilidad de solución, habría que
correrlo, Pero si la experiencia y la razón indican que hay otras salidas, y que
es posible ahondar la ruta de la reforma adoptando y adaptando incluso
mecanismos propios del parlamentarismo que, con buenas posibilidades de
éxito, podrían injertarse en el presidencialismo, vale la pena intentarlo. Las
limitaciones políticas de la suma cero, que han reducido la funcionalidad del
sistema presidencial en su configuración actual, pueden ser superadas.
La reforma que México requiere debe procurar: a) mejorar la
funcionalidad de los órganos del poder; b) atender las demandas y las
expectativas razonables de la colectividad, y c) restituir la confianza general en
los órganos del poder. Cualquier reforma que dificulte la funcionalidad de los
órganos del poder tendrá efectos negativos para esos órganos y para la
comunidad. La reforma debe hacerse, precisamente, para consolidar la eficacia
democrática de las instituciones y, por ende, recuperar la confianza ciudadana.
Si el diseño que se adopte es insuficiente, no se alcanzarán los objetivos
de la reforma, y si es excesivo, desencadenará procesos de bloqueo en la
acción de los órganos del poder, con la consiguiente frustración de las
razonables expectivas generales de cambio.
En ese contexto la reforma que se emprenda deberá tener los siguen
objetivos: a) reequilibrar las relaciones entre los órganos del poder; b) red las
funciones de los órganos del poder; y c) restablecer la legitimidad runa del
poder.
Hay un claro rebajamiento de la naturaleza representativa de la instituciones
Zeus e expresa esencialmente por dos vías: a) el surgimiento y vigoroso
desarrollo de los organismos no gubernamentales, que suelen inspirar mayor
confianza que las instituciones de derecho publico; y b) la creciente influencia
de los medios de comunicación, que desplazan a las instituciones, sobre todo a
los congresos, como fuentes veraces y confiables de información y análisis (De
vega, 1996).
Cuando se afirma que el órgano legislativo del poder sólo tiene como
rival para el desempeño de su función al Ejecutivo, se tiene una visión
fragmentaria y por lo mismo insuficiente del problema. Lo cierto es que el
congreso esta atrapado entre el gran poder presidencial y la gran duda social.
La reafirmación de este órgano del poder implica actuar vertical y
horizontalmente. En el sentido vertical, retomando la confianza ciudadana
mediante la recuperación del espacio central en el debate y el control políticos;
en el sentido horizontal, reafirmando su autoridad frente al Ejecutivo, de
manera responsable.
La legitimidad por la actuación de los órganos del poder implica revisar
las relaciones de control existentes entre ellos. Esto permitirá un nuevo
equilibrio que, sin dar lugar al bloqueo institucional, que resultaría
contraproducente, permita restablecer el equilibrio de las instituciones sobre
bases nuevas. Esto supone, a su vez, que algunas funciones de los órganos
del poder deban redefinirse.
Dentro de los ajustes posibles y útiles, mencioné la reelección de los
legisladores. En diferentes círculos académicos y políticos viene
argumentándose a favor de esta opción. Hay, incluso, el antecedente de que la
Cámara de Diputados aprobó una iniciativa en este sentido, en 1964, que sin
explicación fundada fue rechazada por el Senado.
Se han explorado diversas interpretaciones para ese proceder
(Carreaga, 1996). El hecho político, más allá de las explicaciones
circunstanciales, apunta en el sentido de que se optó por mantener un sistema
de reelección discontinua de los legisladores, que les impide contar con una
base electoral que garantice su independencia.
A la imposibilidad, derivada de la reelección, de que los legisladores
obtengan la experiencia requerida para el desempeño de sus tareas (Campos,
1996; Lujambio, 1995; Nacif, s.f.) se suman los condicionamientos a que se les
sujeta para el desarrollo de su vida política. Este fenómeno afecta, en mayor
medida, la independencia de los legisladores del partido mayoritario, supuesto
que los de oposición no alientan expectativas de promoción administrativa en
un gobierno del que no forman parte.
El resultado en el debate político es que la oposición se mueve con mayor
flexibilidad que los miembros del partido mayoritario en el Congreso. Si bien
esa situación tiene implicaciones para la imagen pública de cada partido, lo
más importante es que se proyecta en el funcionamiento general del Congreso.
Entre mas próximos sean los compromisos de los legisladores con sus
electores, mas funcional será el sistema representativo y mas equilibrado serna
las relaciones entre los órganos del poder
Las limitaciones impuestas al Congreso a partir de que la reelección
sucesiva fue suprimida en 1993, fueron advertidas incluso por quienes en
aquella ocasión votaron a favor de la reforma constitucional. La medida se
adopto, entre otras cosas, para abrir espacio a las diferentes corrientes que
integran el recién creado Partido Nacional Revolucionario. Las razones de ese
retroceso democrático en 1993, ya no subsisten y si en su momento sirvieron
para la consolidación del PNR, hoy funcionan en contra de un sistema de
partidos más eficaz
En esta medida, la reelección sucesiva de los legisladores se convierte
en un elemento central para el reequilibrio del poder federal, y para la
descentralización del poder, supuesto que la restricción constitucional de la
reelección sucesiva también existe para los legisladores que integran los
congresos locales en los 31 estados de la federación.
Debe tenerse en cuenta que no será posible transformar el sistema
presidencial sin modificar la estructura del poder local. En el espacio político de
los estados se reproduce a escala, y en ocasiones con mayor crudeza, el
predominio político del Ejecutivo. Si la transición del sistema presidencial se
limitara al ámbito federal, se alentaría la rigidez del presidencialismo local.
En el actual esquema de equilibrios federación-estados, la figura
presidencial es un fuerte contrapeso para los gobernadores. Esto tiene la
desventaja institucional de limitar los efectos del federalismo, pero la utilidad
política de evitar que las gubernaturas devengan en satrapías. Al reducir la
discrecionalidad política de los presidentes se incrementará la de los
gobernadores, si éstos a su vez no cuentan con renovados instrumentos de
equilibrio institucional internos.
Es verdad que la creciente presencia de la oposición en los estados
permite matizar la hipertrofia del poder de los gobernadores. Pero es un hecho
político que los patrones del presidencialismo se reproducen e incluso se
acentúan en numerosos casos locales.
En esa medida, el nuevo arreglo que se establezca en el nivel federal
deberá ser extrapolado a los ámbitos locales, si no se quiere producir una
dualidad contradictoria de regímenes democráticos y autoritarios que generaría
frustraciones y presiones de tal magnitud que acabaría por hacer engañosos
los efectos de cualquier arreglo constitucional nacional.
Otro aspecto a considerar es la integración de un consejo de ministros,
con atribuciones específicas, sobre todo en lo que concierne a la aprobación de
las iniciativas de ley que el Presidente proponga enviar al Congreso. El
Ejecutivo necesita de controles internos que, adicionalmente, faciliten e incluso
estimulen una relación frecuente y cercana con el Congreso.
Además de las responsabilidades colectivas de gobierno que los
secretarios asuman, el consejo podría estar encabezado por un ministro que
dependiera de la confianza del Presidente, pero que fuera ratificado por el
Senado. No se trata de que el Presidente designe, para esa función, a un
miembro de la mayoría parlamentaria, sino simplemente que un órgano del
Congreso ratifique el nombramiento presidencial, para significar la
responsabilidad política que el nombrado adquiere.
En los sistemas constitucionales donde se ha establecido la figura del
jefe de gabinete (Argentina, Brasil, Perú, por ejemplo), los resultados no han
sido equiparables a los de un primer ministro en un sistema parlamentario. Y no
es necesario que lo sean. En el caso de un sistema presidencial, donde lo que
se propone es dinamizar la función del Congreso, es suficiente, en materia de
gabinete, que aumenten los niveles de control legislativo. La presencia de un
jefe de gabinete permitiría alcanzar ese objetivo, sin someter a fricciones
directas la relación entre el Congreso y el Presidente.
Los proyectos mexicanos sobre el parlamentarismo (1917 y 1921) se
orientaban en un sentido semejante al propuesto. Lo que no se plantea, ahora,
es que exista voto de censura. No se traía de introducir elementos de tensión
política, sino de equilibrio institucional.
La amenaza de un voto de censura puede convertir a los ministros en
rehenes de una extorsión política permanente que, paradójicamente, refuerce
los efectos y defectos del patronazgo: votos parlamentarios a cambio de
favores administrativos. Con esto se trocaría la cooperación por el contubernio,
sin pasar por la democracia.
La clase política mejorará con las consecuentes ventajas para el sistema
político si los secretarios hacen de sus presentaciones en el Congreso un
hábito. La denominada separación de poderes no debe ser un obstáculo para
una intensa relación de los altos funcionarios con los legisladores, sea para
responder interpelaciones, sea para formular posiciones.
El instrumento que los miembros del gobierno utilizan para dar a conocer
acciones oficiales no es el ámbito ni el conducto de la representación nacional,
sino el de los medios de comunicación. Es verdad que éstos también son
órganos de la sociedad y que deben contar con información sistemática y
detallada; pero no son los centros de imputación constitucional del poder
político. La realidad es que quienes habitualmente ejercen la función de
interpelación directa al gobierno, son los comunicadores y no los representan-
tes de la nación.
He mencionado también la conveniencia de adoptar el mecanismo de
iniciativas bloqueadas. La disposición correspondiente de la Constitución
francesa (artículo 44), ha permitido eludir debates prolijos y desgastantes en el
parlamento, y ha evitado que la mecánica de la negociación afecte la
coherencia de leyes cuyo costo y beneficio político asume el gobierno.
Al plantear una iniciativa al Congreso para que la vote o rechace en su
conjunto, no se vulnera la responsabilidad de los representantes y, en las
ocasiones que se haga por su naturaleza no puede ser sino un mecanismo de
uso excepcional se tutelará más eficazmente el interés general.
Las iniciativas bloqueadas permitirían prevenir el eventual
enfrentamiento que puede darse en el caso de que el partido que ocupe la
presidencia no sea el mismo que haga mayoría en el Congreso. En este caso
la mayoría difícilmente aprobaría sin cambios una iniciativa presidencial,
obstruyendo así la acción eficaz del gobierno. Por el contrario, podría darse el
caso de que incluso una mayoría opuesta al gobierno aprobara una iniciativa
bloqueadas!, al no hacerlo, tuviera que pagar el costo político de oponerse a
los posibles beneficios generales que la propuesta presidencial incluyera.
No puede decirse lo mismo del veto parcial, cuya adopción avanza en
Estado Unidos, que pone en manos del Ejecutivo la posibilidad de discriminar
las porciones de una ley según su conveniencia o hasta su convicción, pero
con un efecto exactamente inverso al de las iniciativas bloqueadas: en este
caso un leyes aprobada sin modificaciones para que conserve su sistemática, y
en el caso del veto parcial una ley es objeto de mutiliaciones que rompen o
pueden romper su estructura.
En cuanto a los períodos de sesiones, ha habido una tendencia para ir
ampliando su duración. Es recomendable que haya una línea progresiva en
este sentido. La presencia de los debates en el Congreso capta la atención
ciudadana hacia los órganos del poder; encauza la manifestación de las
inconformidades; permite advertir y prever la orientación de las demandas;
habitúa a que sea en ese ámbito donde se ventilen las discusiones políticas, y
permite que las expresiones de todos los partidos y de los representantes
populares sitúen la magnitud de los problemas y de sus posibles soluciones.
Adicionalmente, con todo eso se consolida la naturaleza de los legisladores
como actores centrales de la vida política. En suma, se fortalece al sistema
representativo.
En cuanto a la duración del período presidencial, no parece necesaria ni
recomendable su modificación. Es verdad que ya son pocos los casos que
subsisten de seis años; pero también es cierro que allí donde se ha acortado el
período, luego se ha propendido a la reelección.
A favor de disminuir la duración del período sexenal se puede
argumentar que, por la cercanía entre los procesos electorales, podrían
absorberse las tensiones políticas de una manera muy próxima a la que ramo
Linz como Arturo Valenzuela apuntan (1994) entre las ventajas del sistema
parlamentario.
Si un elemento de estabilidad del sistema parlamentario es que los
electores saben que el gobierno puede ser sustituido incluso antes de la
conclusión de su período, lo cual reduce los niveles de fricción, bien podría
pensarse en que una reforma que acortara los tiempos entre una elección
presidencial y otra también permitiría canalizar los procesos de inquietud
política de una manera constructiva, sin que se generaran excesivas presiones
sobre la presidencia.
Sin embargo, esos mismos efectos pueden conseguirse conservando la
duración actual del período y el sistema de elecciones intermedias para renovar
la Cámara de Diputados. En la medida en que ésta se fortalezca, como se
propone, tenderá a establecerse una nueva modalidad de equilibrio que no
hace necesario reducir el período presidencial.
En tanto que la acción del Congreso influya más en la del gobierno, éste
también deberá consolidar las medidas que garanticen la estabilidad,
imparcialidad y capacidad del aparato administrativo. Por esta razón, la reforma
implica la ampliación de un servicio civil eficiente.
Para ese propósito ayudará el hecho de que en algunas áreas
(educación, salud, seguridad, diplomacia, banca central) que constituyen un
segmento mayoritario del gobierno, y en el ámbito del poder judicial, ya vienen
funcionando sistemas de servicio civil.
Es indispensable ampliar y mejorar el concepto del servicio civil
existente, para que la eventual alternancia de los partidos que ocupen el
gobierno y la nueva relación con el Congreso no suscite dudas y reservas en la
ciudadanía. Esas dudas podrían incluso distorsionar el sentido del voto,
privilegiando sólo por esa razón al partido que ya estuviera en el poder.
Paralelamente, será necesario construir un servicio civil tan amplio como
sea necesario y altamente profesional, en el Congreso. Además del apoyo
indispensable para el cumplimiento de las labores legislativas, permitirá que la
experiencia institucional acumulada facilite la acción de los representantes
populares.
Todo cuanto se ha propuesto supone una decisión previa: que la
organización, desarrollo y calificación de las elecciones no deje posibilidad
alguna de duda; que exista proporcionalidad en los resultados para integrar el
Congreso; que las inconformidades en materia electoral se expresen a través
de instancias confiables por su objetividad, capacidad y responsabilidad; que el
sistema de partidos funcione; y que la ciudadanía participe ejerciendo el control
político básico. En estas materias hay claros avances y, por los compromisos
suscritos entre diversos dirigentes políticos y las autoridades gubernamentales,
es previsible la consolidación de un nuevo sistema electoral y de partidos.
Finalmente, los nuevos arreglos institucionales a los que se llegue
deberán ser duraderos. La vertiginosa mutación constitucional en México ha
llevado a que se modifiquen reformas que nunca alcanzaron a entrar en vigor,
o cuya vigencia resultó tan fugaz que la ciudadanía no llegó siquiera a saber de
su existencia.
Es esencial que se realice un gran esfuerzo para cimentar las creencias
constitucionales sobre la base de la estabilidad de la Constitución misma. Si
bien las reformas permiten actualizar la integración, la organización y las
funciones de los órganos de gobierno, ha llegado el momento de involucrar a la
ciudadanía en el conocimiento de su norma básica y de comprometerla con su
destino.
Sin ese requisito no prosperará la cultura jurídica en México, que a su
vez es condición de la cultura política. La norma constitucional para ser
comprendida debe ser conocida; y para ser conocida debe ser duradera. Una
buena forma de asegurar su durabilidad será introduciendo el referéndum como
instrumento de aprobación de las sucesivas reformas constitucionales.
Los referendos no son una panacea. Se sabe que han sido empleados
con propósitos manipuladores; pero si se utilizaran con el objetivo aquí
propuesto, por lo menos dificultarían los trámites de las reformas
constitucionales y obligarían a espaciar su frecuencia. Esto permitiría que las
normas constitucionales se sedimentaran.
Por cuanto se ha dicho, puede concluirse que la transición del sistema
presidencial mexicano consiste en que, a través de acuerdos que ya están en
proceso, pueda establecerse una nueva relación entre los órganos del poder.
Esa nueva relación permitirá incorporar muchas propuestas ya debatidas en el
país en otras épocas o ya experimentadas en otros sistemas.
Sea cual fuere el arreglo constitucional al que finalmente se llegue, la
innovación institucional corresponderá a una nueva racionalidad del poder.
Dejando aparte lo que de funcional haya tenido y conserve el actual sistema, la
realidad jurídico-política actual sólo ofrece espacio para pensar en la renova-
ción.
Por eso la solución del problema implica los aspectos electorales, pero
no se agota en ellos: porque no se traca únicamente de renovar las normas
que a partir del año 2000 hagan posible la transferencia del poder, sino que
hagan viable la transición del poder. No es, pues, un asunto que se resuelva
con cambiar de titulares en el ejercicio del poder, sino cambiando las razones y
las formas de entender y ejercer el poder.

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