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La historia de un desencanto:

El fin de la “democracia pactada” y el ascenso de la “revolución chavista” en Venezuela


Por John Magdaleno

Trabajo preparado para el VI Congreso Latinoamericano de Ciencia Política, organizado


por la Asociación Latinoamericana de Ciencia Política (ALACIP). Quito, Ecuador, del 12 al
14 de junio de 2012.
La historia de un desencanto:
El fin de la “democracia pactada” y el ascenso de la “revolución chavista” en Venezuela

Por John Magdaleno

Introducción
Numerosos académicos se han formulado las mismas preguntas respecto del caso venezolano:
¿cómo fue posible que la excepción venezolana, considerada durante décadas como un exitoso
ejemplo de instauración, estabilización y consolidación de la democracia en América Latina,
atravesara por un proceso que la colocó, en más de una ocasión, al borde de la caída?; ¿cómo
explicar el fin del sistema bipartidista que se estableció en 1973 y se mantuvo hasta la elección de
1988?, y; ¿qué variables permiten comprender el ascenso de Hugo Chávez al poder?

Lo que durante décadas se denominó la excepción venezolana debía su relevancia, por un lado, a
la superación del pasado de violencia que caracterizó a Venezuela durante el siglo XIX y
principios del XX, en los cuales caudillos y “gendarmes necesarios” ejercieron un rol protagónico
(por ejemplo, en la construcción de un Estado moderno conformado por un ejército y una
burocracia profesional, tal y como se le atribuye a la dictadura del General Juan Vicente Gómez).
Por otro lado, y ésta fue la significación más extendida que se le otorgó a la excepción, tal
relevancia se debía a las características del contexto latinoamericano en la década de los 60, en el
que resultaba muy difícil encontrar democracias relativamente estables. Recuérdese que para tal
fecha sólo tres países latinoamericanos, Colombia, Costa Rica y Venezuela, podían ser
considerados como democracias (Hartlyn y Valenzuela, 1997).

Por ello, las preguntas arriba enunciadas adquieren una importancia crítica y dibujan la
trayectoria argumentativa que seguiré en este capítulo. La respuesta a la primera de ellas permite
comprender el conjunto de factores que engendraron las sucesivas crisis que enfrentó la
democracia pactada desde finales de los 70, por lo que al inicio analizamos algunas de las
variables políticas, económicas y sociales cuyo comportamiento crearon las primeras dificultades
sistémicas. Esto último toma en cuenta dos premisas metodológicas en las que se apoyó Juan
Linz (1991) en su libro La Quiebra de las democracias. En sus palabras:

Desde nuestro punto de vista no puede ignorarse la actuación tanto de los que están más o menos
interesados en el mantenimiento de un cierto sistema político democrático como la de aquellos que,
colocando otros valores por encima, no están dispuestos a defenderlo o incluso están dispuestos a
derrocarlo. Todo este conjunto de conductas constituye la verdadera dinámica del proceso político.
(pág. 14-15).


John Magdaleno es Politólogo egresado de la Universidad Central de Venezuela (UCV), Magister en Ciencia
Política por la Universidad Simón Bolívar (USB) y Especialista en Análisis de Datos en Ciencias Sociales por la
UCV. Es Profesor de la Maestría en Ciencia Política y de la Especialización en Opinión Pública y Comunicación
Política de la USB, así como Profesor Invitado de Análisis de Entorno y Construcción de Escenarios del IESA. Se
desempeñó como Consultor Asociado y, posteriormente, como Consultor Senior de la empresa DATANALISIS
entre los años 2000 y 2006, una de las más importantes firmas venezolanas de investigación de mercado y opinión
pública. Posee varios artículos publicados en libros colectivos y revistas académicas arbitradas, así como una
compilación coeditada por el Capítulo Venezolano del Club de Roma, el diario El Nacional y la Fundación Cultural
Chacao. En la actualidad se desempeña como Director de la firma POLITY, una Consultora en Asuntos Públicos.
Por otro lado, deseamos destacar el carácter probabilístico del análisis de Linz:

… las características estructurales de las sociedades –los conflictos reales y latentes- ofrecen una serie
de oportunidades y obstáculos para los actores sociales y políticos, tanto hombres como instituciones,
que pueden llevar a uno u otro resultado. Empezaremos asumiendo que estos se enfrentan con varias
opciones que pueden aumentar o disminuir las probabilidades de la persistencia y estabilidad de un
régimen. No hay duda de que las acciones y los sucesos que se derivan de este hecho tienden a tener
un efecto reforzador y acumulativo que aumenta o disminuye las probabilidades de que sobreviva una
política democrática. Es cierto que en los últimos momentos antes del desenlace, las oportunidades
para salvar el sistema pueden ser mínimas. Nuestro modelo, por tanto, será probabilístico más bien que
determinista. (pág. 15).

Parte de la literatura dedicada al análisis comparado de las transiciones se ha concentrado en el


estudio del conjunto de factores sociales, económicos, culturales y hasta políticos que, en un
momento histórico dado, confluyen para hacer posibles determinados desenlaces –la caída o el
re-equilibramiento del sistema político en cuestión. Pero en algunos casos el procedimiento
elegido para operacionalizar tales análisis termina colocando demasiado énfasis en el momento
del desenlace, cuando las dificultades del sistema para mantenerse lucen obvias.

Este es el caso de algunos analistas y académicos venezolanos que, al intentar explicar la


desaparición de la democracia pactada, colocan el énfasis en la secuencia de acontecimientos
sociopolíticos de alto impacto registrados al final del período. Pero la evidencia empírica que
refuta este enfoque es abundante: a mediados de los 70, por errores y omisiones de los
gobernantes de la época, se engendraron las primeras dificultades que terminaron en el viernes
negro del año 83, quizás el primer evento que volvió visibles las trampas a que conducían, por un
lado, una peculiar interpretación de la realidad por parte del liderazgo político y, por otro, el
modelo de toma de decisiones predominante.

Por ello, aquí se hace un esfuerzo por registrar algunos de los hechos, eventos, decisiones u
omisiones que restringieron las opciones de los decisores más influyentes y del sistema político
en su conjunto. Dicho de otro modo, concentramos la mirada sobre aquellos factores que
limitaron las probabilidades de los gobernantes de satisfacer las demandas de sectores de la
población y atender los principales desafíos que enfrentó Venezuela en las décadas de los 80 y
90. De allí que nuestro examen, aunque considera factores de diversa índole, ponga de relieve los
de tipo político, tal y como concluyó Linz en su obra.

El enfoque que hemos elegido para el análisis de la democracia pactada considera la capacidad de
influencia de los principales líderes políticos como una variable relevante (no exclusiva). Y es
aquí donde tomamos distancia de Linz, quien la considera como una variable residual. El estudio
del liderazgo en América Latina tiene importancia precisamente porque los controles y las
sujeciones institucionales han sido, en muchos momentos, precarios, y también porque sectores
de la sociedad han terminado legitimándolos en momentos específicos. Incluso en Estados
Unidos, la influencia del liderazgo -como objeto de análisis- ha empezado a ser reconocida más
explícitamente desde finales de la década de los 90 y principios de los 2000 (Greenstein, 2000).

En correspondencia con el énfasis de Linz en los procesos de tipo político, la respuesta a la


segunda pregunta nos conduce al análisis de los factores que precipitaron la desaparición del
sistema político. Allí analizamos las respuestas del liderazgo político a la secuencia de
acontecimientos que se produjo entre la segunda elección de Carlos Andrés Pérez como
Presidente, en 1988, y la victoria de Hugo Chávez en las elecciones de 1998. El análisis
emprendido para responder las dos primeras preguntas sugiere, inevitablemente, buena parte de
los elementos que permiten abordar la tercera pregunta, relacionada con el ascenso de Hugo
Chávez al poder.

Al lado de un primer nivel de análisis, que se apoya (con las variantes señaladas) en el esquema
teórico propuesto por Linz, desarrollamos un segundo nivel que pone de relieve la relación entre
eficacia y legitimidad. Es en este punto que se agrega la contribución de Seymour Martin Lipset
(1987) en El Hombre Político, quien al referirse a las condiciones requeridas para calificar a un
sistema político como democrático señala a la legitimidad como un problema de primer orden. En
su criterio, las condiciones necesarias para la existencia de la democracia son:

1) una ‘fórmula política’ o cuerpo de creencias que especifican qué instituciones –partidos políticos,
una prensa libre, etc.- son legítimas (aceptadas por todos como adecuadas); 2) un conjunto de líderes
políticos en funciones, y 3) uno o más conjuntos de líderes reconocidos que intentan obtener cargos.
(pág. 41).

En la misma obra, Lipset señala que la legitimidad es “la capacidad del sistema para engendrar y
mantener la creencia de que las instituciones políticas existentes son las más apropiadas para la
sociedad” (pág. 67), mientras que para Linz (obra citada) es:

...la creencia de que a pesar de sus limitaciones y fallos, las instituciones políticas existentes son
mejores que otras que pudieran haber sido establecidas, y que por tanto pueden exigir obediencia...
(pág. 38).
En último término, la legitimidad de la democracia se basa en la creencia de que para un país concreto
y en un momento histórico dado ningún otro tipo de régimen podría asegurar un mayor éxito de los
objetivos colectivos. (pág. 41-42).

Por lo tanto, la legitimidad consiste en la creencia, por parte de los gobernados, de que los
gobernantes están facultados para tomar decisiones y exigir el consentimiento de las mismas, lo
cual incluye la aceptación de los mecanismos e instituciones considerados como necesarios para
llevar a cabo tal mandato: elecciones, competencia inter-partidista, leyes, separación de poderes
(autonomía institucional), etc. Esto involucra, desde luego, la capacidad de un sistema político
para suscitar respaldos entre un número significativo de los ciudadanos, tanto de aquellos que
aprueban algunas decisiones de los gobiernos como de quienes no lo hacen.

Por su parte, el mantenimiento y la estabilidad de un sistema político también dependen del modo
en que los miembros de una sociedad evalúan su funcionamiento de modo regular en atención a
las decisiones que éste produce o, dicho de otro modo, tomando en consideración las
implicaciones que las decisiones políticas tienen sobre los distintos sectores. En una palabra: la
eficacia. En El Hombre Político Lipset señala que la “...eficacia significa verdadera actuación, el
grado en que el sistema satisface las funciones básicas de gobierno tales como las consideran la
mayoría de la población y grupos tan poderosos dentro ella como lo son las altas finanzas o las
fuerzas armadas” (pág. 67), mientras que para Linz (obra citada) “...se refiere a la capacidad de
un régimen para encontrar soluciones a problemas básicos con los que se enfrenta todo sistema
político (y los que cobran importancia en un momento histórico), que son percibidos más como
satisfactorias que como insatisfactorias por los ciudadanos conscientes” (pág. 46).

Lipset (obra citada) señala que mientras “la eficacia es fundamentalmente instrumental, la
legitimidad es evaluativa” (pág. 67). Esto significa que la eficacia está mediada, entre otros
factores, por las expectativas concretas de los miembros de una sociedad, y por la comparación
que generalmente hacen entre éstas y el modo en que las políticas públicas les afectan o
benefician –o lo que es lo mismo, la comparación entre expectativas y satisfacciones en materias
concretas. En la legitimidad influye el grado en que los símbolos y valores asociados al sistema
político en cuestión se corresponden con los propios o, al menos, en el modo en que los
existentes se consideran mínimamente aceptables, sin lo cual es muy difícil que se produzca el
consentimiento de las actuaciones públicas de los gobernantes de forma prolongada.

En la misma obra comentada, hay dos observaciones de Lipset que son particularmente
interesantes para nuestro análisis: “una crisis de legitimidad es una crisis de cambio social” (pág.
67) y “un derrumbamiento de la eficacia, repetidamente o por un largo período, pondrá en peligro
hasta la estabilidad de un sistema legítimo” (pág. 69-70). Como se verá, ambas observaciones
apoyan nuestra argumentación para comprender el cambio político producido en 1998 en
Venezuela, cuyas características corresponden a una transferencia de poder en el sentido otorgado
por Linz, y que ulteriormente significó la desaparición de un régimen y el inicio de otro.

Antes de iniciar este recorrido, una última observación. Un papel de trabajo que pretenda
examinar cuarenta años de la historia política de un país y disponga, como todo artículo
académico, de un espacio predeterminado, está obligado a seleccionar y focalizarse sobre algunos
pocos hechos y variables considerados como relevantes, lo que inevitablemente se traduce en
algunas omisiones que se ha procurado no sean esenciales para este análisis.

El establecimiento de la democracia pactada y el sistema populista de conciliación de élites


Comprender el ascenso de Hugo Chávez al poder involucra, necesariamente, examinar el
desempeño del sistema político que se inauguró en 1958 y que, erróneamente, diversos analistas
y líderes pensaron que podía mantenerse tras el triunfo de Chávez en las elecciones
presidenciales de diciembre de 1998.

El establecimiento de la democracia en Venezuela fue posible, en primer lugar, gracias al “Pacto


de Punto Fijo”, que suscribieron los líderes de los principales partidos de la época (AD, COPEI y
URD1), y a una serie de acuerdos adicionales que permitieron el respaldo de sectores
considerados vitales para la estabilización de la democracia (como el caso del “Pacto de Tregua o
Paz Social entre el trabajo y el capital, algunos acuerdos a que se llegaron con sectores de las
Fuerzas Armadas y la Ley del Patronato Eclesiástico, que regularizó las relaciones entre el Estado

1
El Partido Comunista de Venezuela fue excluido del pacto tanto porque los firmantes estaban de acuerdo con ello,
como porque otros actores, cuyo respaldo al régimen democrático se consideraba vital, ejercieron capacidad de veto
para impedir que entrara en la coalición. Para mayores detalles sobre este particular, puede consultarse: Alicia
Freilich. La Venedemocracia. Hablan los constructores de la democracia. Ediciones B, Venezuela S.A. Caracas,
2008. Tercera edición (la primera edición corresponde a Monte Ávila Editores, 1977).
y la Iglesia). A todo ello siguió la aprobación de la Constitución del año 1961, que cierra este
primer período caracterizado por los pactos fundacionales.

Los sectores privilegiados por los actores políticos fueron el empresarial, el sindical, las Fuerzas
Armadas y la Iglesia, tanto en virtud de su nivel de organización como en razón de la capacidad
real que poseían para movilizar intereses contra el régimen democrático –esto es, en virtud de su
capacidad de disuasión. Estos sectores obtuvieron acceso a la participación en la toma de
decisiones en los temas de su incumbencia, y esto operó la mayoría de los cuarenta años de
vigencia de tal sistema político. De allí que algunos autores hayan llegado a acuñar la expresión
democracia pactada (Karl, 1986).

El efecto práctico de todos estos pactos y acuerdos fue clarificar las principales reglas de juego,
establecer los consensos básicos en el marco de los cuales los actores operarían, pero sobre todo,
garantizar la suma de respaldos mínimamente necesarios para echar a andar el nuevo experimento
democrático, pues el primer intento ya había fracasado en 1948.

Lo que terminó configurándose en la práctica es lo que Juan Carlos Rey (1998) denominó como
sistema populista de conciliación de élites, entendido como una “peculiar cultura y el conjunto de
reglas informales de juego político que se desarrollan en Venezuela a partir de 1958, insistiendo
en el objetivo básico de preservación del orden socio-político que a través de todo ello se busca”
(pág. 292). Ello supuso, como lo describió Rey en su obra, “la creación de un sistema de
negociación, transacciones, compromisos y conciliaciones” (pág. 293) entre determinados
actores considerados clave, que empleó abundantemente “mecanismos de tipo utilitario” (ídem).

En segundo lugar, no se puede desconocer la importancia y significación de los esfuerzos de los


gobiernos de Rómulo Betancourt (1959-1964) y Raúl Leoni (1964-1969), ambos de AD, en
múltiples aspectos que fueron imprescindibles para la estabilización de la democracia, entre ellos
haber enfrentado y reducido exitosamente la influencia de la guerrilla y de la derecha
perezjimenista (tanto en el terreno de la lucha política como en el militar), que en diversas
ocasiones pusieron en riesgo el naciente sistema político.

Pero quizás pueda decirse con propiedad que en Venezuela hubo una democracia en vías de
estabilización tras el primer gobierno del Presidente Rafael Caldera (COPEI), electo en diciembre
de 1968, la primera oportunidad en la que se produjo alternabilidad política (esto es, la
transferencia del poder de un partido a otro) y, además, el período en el cual se logró la
incorporación de gran parte de la izquierda insurreccional al juego democrático por intermedio de
lo que se conoció como “la pacificación”.

No es sino hasta el año 1973, tras las elecciones presidenciales en las que resulta electo Carlos
Andrés Pérez (AD), cuando la literatura politológica venezolana reconoce la existencia de un
sistema bipartidista, que se consolida en 1978 con la elección de Luis Herrera Campins (COPEI).
Ésta fue la segunda oportunidad en que un partido alternativo a AD llegaba al poder,
concretamente a la Presidencia, y la tercera transferencia de poder que, de manera consecutiva, se
producía entre dos partidos distintos. Por tanto, veinte años después de su inauguración ya podía
hablarse de un proceso de consolidación de la democracia en Venezuela.
No obstante, la evidencia empírica latinoamericana es elocuente demostrando que aún las
democracias consolidadas han llegado a ser desafiadas por eventos inesperados, nuevas
coyunturas nacionales e internacionales o por problemas de funcionamiento en algunas de sus
principales instituciones, y que esto puede cambiar la dirección del proceso sociopolítico. Por
ello, en lo sucesivo se evaluará la respuesta del sistema político venezolano a algunos de los
principales desafíos surgidos en los 70 y cómo ello minó su legitimidad.

Los períodos de Pérez, Herrera y Lusinchi: la etapa en que se engendran y desarrollan las
condiciones de la crisis socioeconómica
Hasta ahora sólo hemos examinado esencialmente la importancia de los pactos fundacionales que
permitieron la estabilización de la democracia en Venezuela. Pero no hay duda de que en su
consolidación influyó de manera notable la disposición de crecientes ingresos por parte del
Estado, como consecuencia de los sucesivos incrementos en los precios del petróleo que tuvieron
lugar a partir de 1973 (véase la Tabla N° 1).

Este es un factor de gran peso a la hora de considerar la creciente influencia que en tal fecha
adquirieron los partidos respecto del resto de los actores sociales, y entre ellos, los que se
alternaron en el poder entre 1958 y 1988: el liderazgo de AD y COPEI. El otro firmante del
“Pacto de Punto Fijo”, URD, salió del gobierno de coalición al año por diferencias con el
Presidente Betancourt en materia de política exterior y perdió relevancia al cabo de una década.

De manera que no fue sólo la habilidad política de los principales partidos lo que permitió la
estabilización y consolidación de la democracia en Venezuela. A ello se sumó la disponibilidad
de crecientes ingresos petroleros, lo que facilitó la satisfacción de las demandas de diversos
sectores y hasta la “contención” o “amortiguación”, al menos por un período, de los conflictos
sociales.

Tabla N 1: Precios del Petróleo e Ingresos del Estado


(en millones de bolívares)2
AÑO PRECIO INGRESOS INGRESOS DEL PETRÓLEO COMO
PROMEDIO POR PROVENIENTES ESTADO PORCENTAJE DE
BARRIL DE DEL PETRÓLEO LOS INGRESOS
PETRÓLEO ORDINARIOS

1958 2,48 2,559 4,705 54,4%


1959 2,19 3,102 5,441 57,0%
1960 2,08 2,891 4,967 58,2%
1961 2,10 3,129 5,792 54,0%
1962 2,06 3,103 5,910 52,5%
1963 2,03 3,474 6,597 52,7%
1964 1,94 4,654 7,133 65,2%
1965 1,88 4,720 7,265 65,0%
1966 1,88 4,912 7,751 63,4%
1967 1,85 5,666 8,539 66,4%
1968 1,86 5,791 8,775 66,0%

2
Tomado de: Aníbal Romero. La Miseria del Populismo. Editorial Panapo. Caracas, 1996, pág. 54.
1969 1,81 5,443 8,661 62,8%
1970 1,84 5,708 9,498 60,1%
1971 2,35 7,643 11,637 65,7%
1972 2,52 7,884 12,192 64,7%
1973 3,71 11,182 16,054 69,7%
1974 10,53 36,448 42,558 85,6%
1975 10,99 31,655 40,898 77,4%
1976 11,25 28,024 38,130 73,5%
1977 12,61 29,421 40,474 72,6%
1978 12,04 25,810 40,123 64,3%
1979 17,69 33,377 48,339 69,0%
1980 26,44 45,331 62,697 72,3%
1981 29,71 70,886 92,656 76,5%

El extraordinario aumento de los precios del petróleo ocurrido desde 1973 hizo posible que el
Estado emprendiera un ambicioso plan de inversiones y que incursionara en la actividad
económica ya no como promotor y regulador sino también como empresario. De modo que si a
alguna fecha específica corresponde el origen de los desajustes experimentados en los 80, esta no
es otra que la primera administración del Presidente Pérez, durante el quinquenio 1974-1979. En
este período tiene lugar una agresiva política de industrialización impulsada desde el Estado, que
ciertamente tuvo en la nacionalización del petróleo y del hierro su eje fundamental, pero que
también incluyó, como lo ha destacado el economista José Guerra (2006):

… tanto la provisión de servicios públicos como la producción manufacturera, pasando por la


comercialización de bienes de consumo y la prestación de servicios financieros bancarios y no
bancarios a través de un conjunto de agencias que otorgaban créditos en términos preferenciales a los
sectores agrícola e industrial y a las pequeñas y medianas industrias. (pág. 13).

¿Hubo avances en este período? Ciertamente. ¿Algunos de esos planes fueron, en su momento,
beneficiosos para el país? Algunos sí, otros no. Pero no hay duda: en este período se anidan
algunos de los principales problemas de orden económico-financiero que deberán enfrentar las
siguientes administraciones. Y es precisamente en tal fecha que tiene lugar el énfasis en la
estrategia de sustitución de importaciones, que ya enfrentaba en América Latina serias
dificultades en virtud de la estrechez de los mercados, la insuficiencia de capacidad tecnológica y
la baja competitividad de muchas empresas –los recordados “cuellos de botella” de la CEPAL.

El precio de esta política fue claro: a diferencia de la prudencia y sensatez que había
caracterizado la administración de las finanzas públicas durante las tres primeras gestiones
gubernamentales de la democracia, la política expansionista del primer período de Pérez produjo
un creciente y riesgoso endeudamiento (ver la Tabla N° 2, a continuación).
Tabla N 2: La deuda venezolana y el servicio de la deuda
(en millones de bolívares)3
AÑO DEUDA DEUDA DEUDA SERVICIO DE
EXTERNA INTERNA FLOTANTE TOTAL LA DEUDA
NACIONAL

1958 680 488 1.168 220


1959 501 824 1.325 282
1960 986 1.186 406 2.578 543
1961 814 1.557 406 2.777 1.381
1962 746 1.424 406 2.576 1.318
1963 691 1.323 216 2.230 924
1964 855 925 150 1.930 904
1965 1.083 989 56 2.128 547
1966 1.332 1.003 19 2.354 556
1967 1.546 1.283 2.829 510
1968 1.881 1.647 3.528 568
1969 2.183 2.200 4.383 525
1970 2.931 2.560 5.491 693
1971 3.770 2.712 6.482 1.471
1972 4.340 2.870 7.210 1.361
1973 5.201 2.233 8.434 1.538
1974 4.709 5.467 10.176 2.226
1975 6.123 6.778 12.901 2.374
1976 14.146 8.251 22.397 4.578
1977 20.275 14.464 34.739 5.622
1978 31.186 17.913 49.099 5.792
1979 35.326 19.207 54.533 7.967
1980 41.516 19.237 60.753 11.801
1981 40.795 25.859 66.654 15.081

Según Guerra (2006), dos claves permiten comprender por qué el creciente endeudamiento
registrado en el primer período de Pérez generó importantes restricciones fiscales: a) el
endeudamiento externo contratado era principalmente de corto plazo, lo que agudizaba la
vulnerabilidad fiscal de la economía venezolana, y; b) la “euforia inversora” resultante del
extraordinario incremento de los ingresos impidió hacer un examen más detenido de la calidad y
rendimiento del gasto, pues muchas de las empresas constituidas y agrandadas terminaron siendo,
a la postre, financieramente inviables.

Tal fue la desproporción entre la visión de algunos de los más importantes líderes de la época y
las opciones realmente disponibles, que el Presidente Pérez llegó a señalar en algún momento:
“…esta década de los años 70 es la oportunidad histórica que se le ha abierto de manera
definitiva a nuestra patria para llevar adelante el proceso de crecimiento firme que nos coloque
entre los grandes países industrializados de la tierra y en uno de los soportes de la liberación
económica de América Latina” (Pérez citado por Romero, 1996).

3
Tomado de: Aníbal Romero. Ob. cit., pág. 65.
El ex Presidente Pérez señaló en los 90, en el marco de las entrevistas que por años les concedió a
Ramón Hernández y Roberto Giusti (Hernández y Giusti, 2006) afirmaciones como éstas:

Endeudarse no es un crimen. El país que más debe es Estados Unidos...


Luis Herrera paralizó el proceso de desarrollo y endeudó al país cuando los intereses en Estados
Unidos habían llegado a 30%. Se decidió el absurdo de convertir un endeudamiento a corto plazo en
largo plazo. Una ‘bufalada’. Se paralizó el Plan IV de Sidor y se paralizó el desarrollo del aluminio.
(pág. 255).

Dicho de otro modo, en esas entrevistas Pérez responsabilizó directamente al gobierno del
Presidente Herrera Campins del deterioro socioeconómico registrado desde finales de los 70, lo
mismo que posteriormente hizo Luis Herrera con Pérez.

De las afirmaciones de Pérez se deducen dos elementos de interés: a) en los 70 no existió un


acuerdo mínimo sobre la estrategia de desarrollo entre los dos partidos más importantes y, al
parecer, ni siquiera sobre planes de inversión de gran envergadura, y; b) las palabras de Pérez
sobre Luis Herrera, al margen de que la historia se encargó de confirmarlas en muchos sentidos,
parecieran revelar que el nivel de rivalidad entre AD y COPEI aumentó esa década. No es
fortuito que a partir del año 1973 se consolidara el bipartidismo en Venezuela, pues fue
precisamente el súbito aumento de los precios del petróleo en esa fecha lo que creó las
condiciones para que se consolidara la alternabilidad política entre ellos y aumentara su rivalidad.

La administración de Herrera Campins (1979-1984) no logró corregir el creciente endeudamiento


registrado desde 1976, aun cuando a partir de 1979 se produjo un segundo boom petrolero y que
los precios del crudo venezolano llegaron a cotizarse en US$ 29,71 por barril en 1981. Y este
elemento, junto al hecho de que la banca internacional decidió frenar el otorgamiento de créditos
a Venezuela en virtud de la moratoria de la deuda por parte de México en el año 1982,
condujeron a la devaluación de la moneda en febrero de 1983, que deterioró las expectativas de
los agentes económicos nacionales e internacionales, de la mayoría de la población venezolana y,
al final, minó las posibilidades de preservar la estabilidad económica observada hasta los 70.

La estrategia política de reparto de la renta petrolera estaba siendo claramente desafiada por las
restricciones fiscales y, aun así, no se producían cambios sustantivos. De este modo, llegamos a
dos conclusiones preliminares: a) el gobierno de Pérez engendró las primeras dificultades que
enfrentaría el sistema político, y; b) el gobierno de Herrera Campins las reforzó (o no las
corrigió), reduciendo el repertorio de opciones disponibles para las sucesivas administraciones.
Así, ambas presidencias afectaron la estabilidad económica a largo plazo y allí radica la gran
paradoja de esta etapa histórica: el notable incremento de los ingresos del Estado no se tradujo,
ulteriormente, en mayores niveles de bienestar o de calidad de vida para los venezolanos.

El período 1973-1983 pareciera confirmar la tesis de Javier Corrales (1998) según la cual, en
Venezuela, los aumentos del precio del petróleo han detenido las reformas económicas -sólo las
crisis severas han estimulado su implementación-, pues los nuevos ingresos fiscales disponibles
crean la “ilusión” de que se puede continuar con una política fiscal expansionista. Las
circunstancias que se vivieron en 1973, 1979, 1980 y 1981 parecieron haber sido interpretadas
por el liderazgo como la entrada del país a un período de oportunidades ilimitadas.
En este último punto, surgen dos preguntas: i) ¿cómo fue posible que el liderazgo político de la
época no advirtiera los riesgos que corría la economía tras el creciente endeudamiento registrado
desde el año 1976?, y; ii) ¿por qué la administración de Herrera Campins no implementó
correcciones fiscales de fondo, si los ingresos disponibles desde 1979 brindaban la oportunidad
de amortiguar los eventuales conflictos sociales que podían haber provocado los ajustes?

Aunque responder estas interrogantes demandaría, en estricto rigor, un nuevo trabajo, aquí se
adelanta del modo más sintético posible una hipótesis que interrelaciona cuatro factores: 1) la
cultura política populista existente en Venezuela pudo haber sido un sustrato disuasivo que
impidió que el liderazgo pensara en un desempeño económico-financiero más prudente; 2) el
creciente clientelismo desarrollado en las administraciones de Pérez y Herrera estaba arrojando
réditos político-electorales de corto plazo aparentemente satisfactorios para el liderazgo de AD y
COPEI; 3) la creciente rivalidad habida entre estos dos partidos desde los 70 y la ulterior
transformación que experimentaron estas organizaciones, que de partidos de masas pasaron a ser
catch all parties, como los describió Otto Kirchheimer (citado por Abal Medina y Cavarozzi,
2002), con algunos rasgos de “partido cartel” de acuerdo a Katz y Mair (citados por Abal Medina
y Cavarozzi, 2002), quizás constituían dos desincentivos importantes para promover y sostener
acuerdos de largo plazo (por ejemplo, específicamente alrededor de una nueva estrategia de
desarrollo), y; 4) la errada noción dominante entre algunos de los principales líderes según la
cual los nuevos ingresos permitirían satisfacer simultáneamente los problemas económico-
financieros que enfrentaba el Estado y las crecientes demandas sociales, pudieron haber
contribuido decisivamente a la reducción de las alternativas disponibles, evidenciada con más
fuerza a partir del Viernes Negro de 1983.

El problema crucial que enfrentaba el país y que, al parecer, el liderazgo político más influyente
de la época no advirtió a tiempo, puede ser descrito de esta manera: ya desde finales de los 70 la
estrategia de desarrollo elegida por el liderazgo, así como el modelo de toma de decisiones,
venían ofreciendo síntomas muy claros de agotamiento y parecía el momento oportuno para
discutir con profundidad su sustitución por otra estrategia y otro modelo que representaban dos
nuevos desafíos: a) la necesidad de generar consensos políticos básicos en torno a los mismos, y;
b) la necesidad de que fuera económicamente viable. Y es allí, precisamente, que radicaron las
dificultades experimentadas en las administraciones de Lusinchi (1983-1989) y la segunda de
Pérez (1989-1993), pues no fue posible tejer consensos mayoritarios, estables y viables alrededor
de las propuestas que surgieron, lo que contribuyó a que las crisis observadas desde finales de los
80 y buena parte de los 90 no encontraran una canalización institucional satisfactoria. Ya un
trabajo académico demostró parte de los obstáculos que impedían el consenso (Guevara, 1989).

La administración del Presidente Lusinchi (1984-1989) tampoco enfrentó decididamente los


problemas económico-financieros que ya habían dejado los dos gobiernos previos y, por el
contrario, los agravó en algunos otros aspectos. El final del período del Presidente Lusinchi,
quien cerró, según algunas encuestas de opinión pública, con altos niveles de agrado –aunque,
como luego veremos, con el mismo nivel de aprobación de gestión que había obtenido Rafael
Caldera al final de su primera administración- estuvo caracterizado por importantes restricciones
presupuestarias en virtud del endeudamiento heredado; por el control de cambio, implementado a
través del “Régimen de Cambio Diferencial” (RECADI), que fue una importante fuente de
corrupción; el control de precios, en función del cual se constituyó la Comisión Nacional de
Costos, Precios y Salarios (CONACOPRESA), y a cuyas políticas se debe el intensivo
desabastecimiento de algunos productos durante los dos últimos años de esa administración;
políticas agrícolas perjudiciales, como los precios fijados por el Fondo Nacional del Café
(FONCAFÉ), que terminaron volviendo inviable la actividad para pequeños productores; y, para
complejizar aún más el cuadro, un nivel de gasto público elevado y una caída relevante de las
reservas internacionales, que obligó al segundo gobierno de Pérez a buscar con urgencia, tan
pronto resultó electo, un acuerdo con el Fondo Monetario Internacional. La transición entre el
final del gobierno de Lusinchi y el inicio del segundo de Pérez fue una de las etapas en que la
reducción de las opciones disponibles se hizo sentir de manera más patente.

La literatura politológica venezolana ha destacado el papel de la Comisión Presidencial para la


Reforma del Estado (COPRE), creada en 1985 bajo la administración del Presidente Lusinchi. La
COPRE, formuló durante años diversas recomendaciones para emprender una reforma del
Estado, del sistema de partidos y del sistema electoral. Y aunque ciertamente algunas de ellas
fueron implementadas durante la segunda administración del Presidente Pérez, como el caso de la
descentralización, muchas recomendaciones ya habían sido planteadas años atrás en la forma de
demandas por otros actores sociales y políticos -especialmente otros partidos, como el MAS-, por
lo que en todo caso la historia indica que las reformas tardaron en llegar.

La década de los 80, significó para la mayoría de los venezolanos el fin de la ilusión de armonía y
de la fantasía de la “Gran Venezuela” de Pérez, que había revolucionado las aspiraciones de la
población. En suma, fue la década de la frustración de expectativas y el inicio del desencanto, por
lo que no tardó mucho en emerger un clima de creciente conflictividad social, que tendría
expresiones como el “Caracazo”.

No hemos señalado hasta ahora el impacto negativo que tuvieron, especialmente desde los 70,
tanto la ineficacia como la corrupción existente en diversas instituciones públicas sobre la
legitimidad del sistema político. En las entrevistas que esa misma década Alicia Freilich (2008)
les hizo a los fundadores de la democracia en Venezuela (Rómulo Betancourt, Rafael Caldera y
Jóvito Villalba), esta es una preocupación compartida entre los tres dirigentes.

En Venezuela existe abundante investigación de opinión pública que confirma cuán extendida
está en la población la creencia de que este es un “país rico” y que, por tanto, el asunto crucial
para garantizar una buena calidad de vida sería, conforme a tal interpretación, distribuir la riqueza
entre todos. De allí surge la presunción de que “si esa riqueza no llega a sectores de la población,
es porque alguien se la está robando”. De modo que la creciente corrupción, atada a algunas de
las creencias políticas más extendidas entre los venezolanos, también fueron factores
intervinientes en la creciente pérdida de legitimidad de la democracia pactada.

La reforma sin consenso y las crisis terminales: protestas sociales, conspiraciones militares,
impeachment presidencial y caída de los precios del petróleo
Por todo lo anterior, si lo analizamos en retrospectiva histórica, no fue fortuito el estallido social
ocurrido los días 27 y 28 de febrero de 1989 –mejor conocido como el “Caracazo”-, apenas tres
semanas y media después que Carlos Andrés Pérez asumiera el poder por segunda vez. Aunque
resulta sorprendente que en tan poco tiempo un gobierno enfrentara semejante reacción social a
algunas de las medidas del programa de ajustes, lo cierto es que durante una década se creó una
creciente insatisfacción en sectores de la población y que la campaña electoral de Pérez alimentó
la expectativa de que su llegada al poder podía representar el regreso de la “Gran Venezuela”.
Durante más de una década se habían acumulado “agendas históricamente irresueltas”
(Salamanca, 1989 y 1992), se estaban produciendo fisuras en las relaciones entre los partidos y
los sectores sociales que históricamente habían respaldado al sistema político, y ya la oposición
desleal y semileal al sistema -vinculadas, por cierto, a la izquierda insurreccional que había sido
derrotada en la década de los 60- tenían años conspirando para intentar debilitar sus bases de
apoyo.4 El mismo Presidente Chávez llegó a reconocer públicamente que las primeras actividades
de cara a una eventual conspiración militar se iniciaron a finales de la década de los 70, se
intensificaron en los 80 y que tan pronto se produjo el “Caracazo”, se aceleró la marcha de
algunos planes.

En Venezuela existe abundante literatura sobre este emblemático estallido social, por lo que sólo
nos limitaremos a señalar algunos de sus aspectos más resaltantes: 1) las protestas tuvieron origen
con motivo del aumento de los precios de la gasolina, que consecuentemente produjo un aumento
en las tarifas del transporte; 2) se escenificaron inicialmente en la zona de Guarenas-Guatire, pero
pronto se extendieron a otras ciudades del país, entre ellas Caracas, donde se produjeron saqueos
de establecimientos comerciales como supermercados y tiendas de equipos electrodomésticos,
conforme registraron los principales canales de televisión venezolanos; 3) la acción tardía de las
Fuerzas Armadas facilitó la extensión y gravedad de los acontecimientos –y una vez que actuó, lo
hizo de manera torpe, dado el saldo de muertos y heridos que dejó el enfrentamiento-; 4) aunque
el estallido no puede ser atribuido sólo a esto, resulta curioso que el aumento del precio de la
gasolina, cuyo impacto negativo sobre las tarifas del transporte era previsible, no haya intentado
ser amortiguado (o compensado) con medidas de carácter social, específicamente en los sectores
más pobres (pues se sabe que los programas sociales previstos por el gobierno se implementaron
semanas después de estos sucesos, cuando lo lógico es que debían ser ejecutados antes del
aumento de la gasolina); 5) no se observó un esfuerzo comunicacional por parte del gobierno para
intentar persuadir a la mayoría de la población sobre las medidas, antes de que éstas fueran
implementadas, y; 6) aunque los primeros sucesos parecieran haber surgido de manera
espontánea, algunas entrevistas –que no son del conocimiento público- realizadas a dirigentes de
organizaciones de izquierda radical (como La Liga Socialista), parecieran confirmar la hipótesis
de que aprovecharon la ocasión para propiciar la extensión del estallido, movilizando a activistas
para abrir establecimientos comerciales con instrumentos especializados.

El “Caracazo” fue, a la postre, un parte-aguas para la opinión pública venezolana en la medida


que reveló públicamente las verdaderas proporciones de un clima de insatisfacción que venía
creciendo desde los 80, pero que no había tenido expresiones sociopolíticas llamativas. Y aunque
desde esa fecha no faltaron las advertencias (y evidencias), proporcionadas por académicos y
4
Juan Linz entiende por “oposición desleal” a aquellos grupos que “cuestionan la existencia del régimen y quieren
cambiarlo”, que “no pueden ser reprimidos o aislados”, que “en una crisis pueden movilizar un intenso y eficaz
apoyo, y con una serie de medios pueden tomar el poder o por lo menos dividir a la población en sus lealtades…” y
que está “generalmente formada por grupos minoritarios que sólo adquieren importancia en el proceso de
descomposición del régimen”. En cambio, sobre la “oposición semileal” Linz señala lo siguiente: “La semilealtad es
especialmente difícil de definir incluso a posteriori. La frontera entre lealtad y lealtad ambivalente o condicional no
es fácil de establecer, especialmente debido a que el proceso democrático trata de incorporar al sistema a los que
están fuera de él como oposición leal y participante. En un sistema político que se caracterice por un consenso
limitado, por divisiones profundas y suspicacias entre los principales participantes la semilealtad es equiparable
fácilmente a la deslealtad por algunos participantes, mientras que otros descartan o subestiman estos temores y
destacan el potencial de lealtad de aquellos sospechosos de ambivalencia”. La descripción describe
satisfactoriamente lo observado en el caso venezolano. Cfr. Juan Linz, ob. cit., pág. 57-58.
analistas, acerca de los peligros a los que se enfrentaba el sistema, los principales dirigentes
políticos las subestimaron. Ello nos conduce a dos interrogantes adicionales, a saber: ¿por qué los
principales líderes políticos no tenían claridad sobre el orden de magnitud de la crisis política que
se avecinaba, antes de que ocurriera el “Caracazo”?, y; ¿por qué el gobierno de Pérez no actuó
con más cautela y gradualidad en la implementación de los ajustes, precisamente dada la
naturaleza populista de la cultura política venezolana?

Los siguientes factores quizás expliquen lo ocurrido en tal fecha: 1) el Presidente Pérez y varios
miembros de su gabinete ejecutivo sí parecieran haber tenido conciencia de la magnitud de los
problemas económicos engendrados en su primera administración y desarrollados en los dos
períodos presidenciales siguientes, al punto que proponen “El Gran Viraje” (el programa de
ajuste y estabilización macroeconómica), que implicaba, según lo llegó a comentar el mismo
Pérez en diversos círculos, corregir los errores cometidos en el pasado; 2) aunque ciertamente la
gestión del Presidente Pérez estaba sometida a una situación compleja, que debía ser enfrentada
con rapidez por las razones ya comentadas, algunos indicios permiten inferir que el gobierno no
ponderó adecuadamente las posibles consecuencias de las medidas, entre otras razones porque no
consideró diversos escenarios o modalidades de implementación del programa de ajustes (se
impuso la estrategia de la “terapia de shock” propuesta por los formuladores de la política
económica), y; 3) conforme han señalado posteriormente funcionarios que integraron ese
gabinete ejecutivo, algunas evidencias indican que Pérez confiaba excesivamente en su liderazgo
y pensaba que su carisma o popularidad podían neutralizar los eventuales impactos negativos de
las medidas en sectores de la población –aunque, curiosamente, el gobierno no emprendió una
estrategia de comunicaciones en la que Pérez pudiera ejercitar estas dotes carismáticas para
persuadir en torno al programa de reformas.

Pero la popularidad y el carisma de Pérez no podían ser suficientes para contener los conflictos
pues, en el fondo, el programa implicaba un cambio radical de la pauta de relaciones existente
entre el Estado y la sociedad, y desafiaba el cuerpo de creencias dominante entre los venezolanos
(que incluye a todos los estratos socioeconómicos, no sólo a los más pobres). Por ello, llama la
atención la baja capacidad de anticipación de los conflictos que exhibió este gobierno, si se tiene
en mente el hecho de que la cultura política populista y utilitaria que había caracterizado a los
venezolanos por décadas, y el estilo de toma de decisiones ejercido por el liderazgo político,
habituado a depender de los ingresos petroleros, se habían reforzado mutuamente por años
configurando el círculo vicioso de la externalidad y la dependencia de sectores de la sociedad,
por un lado, y del paternalismo de Estado, por el otro. Dicho de otro modo, resulta curioso que si
Pérez fue uno de los actores que más contribuyó a reforzar la relación externalidad-paternalismo-
dependencia, no haya advertido los posibles efectos de sus nuevas políticas.

Así, cuando se implementan las primeras medidas de “El Gran Viraje” no existían condiciones
políticas y psicosociales objetivas que amortiguaran su impacto, sobre todo si se recuerda el
desempeño de la economía venezolana a lo largo de la década 1979-1989, en la que fueron cada
vez más visibles las dificultades para diversos sectores de la población.

Una forma de evidenciar los problemas que se venían acumulando desde la primera
administración del Presidente Pérez, es el llamado Índice de Frustración de Expectativas de
Keller (citado por Romero, pág. 19). Alfredo Keller, un conocido encuestador venezolano, diseñó
este índice a partir de la diferencia registrada entre el porcentaje de votos válidos obtenido por
cada uno de los Presidentes electos y el nivel de aprobación de gestión que obtuvieron a los ocho
meses de haberse iniciado su gestión (ver la Tabla N 3, a continuación).

Tabla N 3: Resultados electorales y respaldo al gobierno a los ocho meses: 1969-1988


PORCENTAJE DE PORCENTAJE DE ÍNDICE DE FRUSTRACIÓN
ELECCIONES VOTOS DEL RESPALDO POPULAR (Ganancias o pérdidas
NACIONALES CANDIDATO AL GOBIERNO A 8 del respaldo popular)
VENCEDOR (A) MESES DE INICIADO (B) (C).
1969: Rafael Caldera 29 30 +1
1973: Carlos Andrés Pérez 49 44 -5
1978: Luis Herrera Campíns 47 32 -15
1983: Jaime Lusinchi 57 32 -25
1988: Carlos AndrésPérez 53 22 -31

El saldo arrojado por el índice, y los mensajes que de allí se derivan, pueden ser apreciados mejor
por intermedio del siguiente gráfico (ver Gráfico N 1, a continuación).

Gráfico N 1: “Índice de Frustración de Expectativas” de Keller5

5
1
0
-5
-5

-10

-15
-15
-20

-25
-25
-30
-31
-35
1968 1973 1978 1983 1988

Como puede observarse, la creciente brecha registrada entre los votos con los cuales fueron
electos los Presidentes en cuatro períodos consecutivos (desde la primera administración de
Caldera hasta la segunda elección de Pérez) y el nivel de aprobación que obtuvieron a los ocho
meses de iniciado su mandato, quizás estaban sugiriendo las dificultades experimentadas por el
5
Tomado de Decadencia y Crisis de la Democracia en Venezuela. ¿Hacia dónde va la democracia venezolana?
Editorial Panapo. Caracas, 1999, pág. 19-20.
sistema político para atender y satisfacer las demandas sociales de crecientes sectores de la
población, además de los problemas que estaba encontrando la estrategia de desarrollo elegida.
Aunque el segundo gobierno de Pérez hizo esfuerzos por estabilizar la economía, en 1992
sobrevinieron dos intentos fallidos de golpe de estado, el primero el 4 de febrero –entre cuyos
Comandantes estaba el entonces Teniente Coronel Hugo Chávez-, y el segundo el 27 noviembre,
entre cuyos protagonistas estuvo el Vicealmirante Hernán Gruber Odremán. Aunque las
motivaciones de los dos intentos de golpe de Estado no se limitaban a las políticas del gobierno
de Pérez, era claro que “El Gran Viraje” había generado el rechazo de importantes sectores
sociales y políticos, incluyendo a dirigentes de AD y de COPEI, y que las intentonas reforzaron
el clima de insatisfacción con el estado de cosas existente. De hecho, si se revisa con detalle la
historia, se recordará que el rechazo público a este programa de ajustes fue uno de los elementos
que convirtió nuevamente al Dr. Rafael Caldera en una opción electoral de cara a las
presidenciales de 1993. Ello incluye el polémico discurso que pronunció en la “Sesión Conjunta”
de las Cámaras del Congreso tras el intento de golpe liderado por Hugo Chávez, que fue
transmitido en cadena nacional de radio y televisión.

Luego se activó un proceso de enjuiciamiento contra el Presidente Pérez, que culminó en mayo
de 1993, con una sentencia que lo condenaba por la utilización de fondos de la partida secreta
para apoyar el gobierno de Violeta Chamorro. Y con ello, sobrevino una presidencia interina de
un mes ejercida por el entonces Presidente del Congreso Nacional, Octavio Lepage, tras lo cual
se designó como Presidente Provisional al entonces Senador Ramón J. Velásquez.

De modo que la segunda administración de Pérez volvió visible, quizás más que nunca, la
inexistencia de acuerdos mínimos entre la élite política acerca de cómo enfrentar la crisis. Tales
fueron las dificultades de los principales actores políticos para acordar cambios en las pautas de
funcionamiento del sistema político, que ni siquiera se pudo alcanzar un consenso acerca de un
proyecto de “Reforma Constitucional”, pese a que se constituyó para tal fin una Comisión
Bicameral en el Congreso de la República presidida por el Dr. Caldera, y que esta iniciativa fue
propuesta por primera vez por Oswaldo Álvarez Paz en la campaña de 1993.

El año 1993 sería la primera oportunidad en que el malestar colectivo se trasladaría a las urnas
electorales en una consulta de carácter nacional, poniendo fin al bipartidismo observado desde el
año 1973. Paradójicamente, es el entonces ex Presidente Caldera, fundador de COPEI y uno de
los firmantes del “Pacto de Punto Fijo”, el actor que, tras abandonar y dividir su partido, funda
otra organización (Convergencia) con el propósito de competir en las elecciones presidenciales
de 1993, la primera vez que se produce una derrota de AD y COPEI en elección presidencial
alguna. A partir de ese año, la literatura politológica venezolana registra el inicio de un período
caracterizado por el multipartidismo inestable.

La segunda administración del Presidente Caldera enfrentó situaciones ciertamente complejas,


empezando por la crisis del sistema financiero en 1994, por lo que se vio obligado a formular y
comunicar públicamente un nuevo programa de ajustes, que involucraba una vez más un acuerdo
con el Fondo Monetario Internacional –algo que Caldera había negado insistentemente en su
campaña electoral-; tuvo que enfrentar y conjurar varias conspiraciones aparentemente en planes;
pero sobre todo, las dificultades se incrementaron tan pronto se produjo una caída sensible de los
precios del petróleo que llevó el barril venezolano a ocho dólares, contexto en el cual resultaba
muy difícil mantener el antiguo modelo de toma de decisiones que permitió sostener los apoyos
al gobierno y al sistema por intermedio del reparto de la renta.

El Presidente Caldera selló el fin del sistema político que se inauguró en 1958, primero, con el
sobreseimiento de la causa del Teniente Coronel Hugo Chávez y del resto de los militares que
actuaron en las dos conspiraciones –con lo cual violaba una de las reglas tácitas del sistema, a
saber: mantener políticamente inhabilitados a los que atentaran expresamente contra la
democracia mediante un intento de golpe de estado-, y segundo, con un magro desempeño en
diversas áreas de política pública, que estuvo asociado –como ya señalamos- a la caída de los
ingresos fiscales petroleros, cuya traducción final fue un considerable aumento de la pobreza, tal
y como reconoció en su último discurso ante el Congreso de la República. Esto facilitó, sin duda,
el ascenso de Hugo Chávez al poder (ver Gráfico N 2, a continuación).

Gráfico N 2: Evolución de las preferencias por bloques partidistas en las elecciones


presidenciales venezolanas 1958-1998 (Sumatoria del total de votos válidos de AD y COPEI
versus la sumatoria de los partidos de izquierda y otros)
100%
92,79%
95%
89,96% 91,26%
90%
85,40%
85%
80%
75%
70%
64,36%
65%
60%
52,99% 53,45%
55%
56,15%
50%
45,34%
45% 39,97%
40%
35% 33,45%
30% 26,79%
25%
20%
15% 13,10% 10,44%
10% 7,69% 6,30%
4,37% 4,48%
5%
0%
1958

1963

1968

1973

1978

1983

1988

1993

1998

AD+COPEI PART IDOS DE IZQUIERDA

Fuente: Cálculos propios a partir de los datos del Consejo Supremo Electoral (CSE).
Nota: para el año 1998, se incluyen en “AD+COPEI”, los votos obtenidos Proyecto Venezuela, el movimiento que
auspició la candidatura de Henrique Salas-Römer.

Se ha señalado que en la caída de la democracia pactada jugaron un papel destacado, bien sea
como “actores semileales” o “actores desleales”, algunos dueños de medios de comunicación y
algunos intelectuales (como el caso de “Los Notables”). Y aunque este es un argumento digno de
consideración, en la medida que tales actores contribuyeron al clima de opinión negativo que
existía sobre las principales instituciones públicas, no sería exacto atribuirles la principal
responsabilidad de la pérdida de legitimidad del sistema político.
Este papel de primer orden lo tuvieron los principales dirigentes de los partidos políticos más
importantes de la época (AD y COPEI), quienes con sus errores u omisiones, limitaciones y
rivalidades crearon las condiciones iniciales para que rápidamente se configurara el creciente
criticismo que caracterizó a la Venezuela de los 90. Hay que recordar que la dura crítica hacia los
partidos políticos que se conoce desde esa fecha entrañaba -y sigue entrañando aún- una demanda
válida: la necesidad de actualizar o renovar sus cuadros dirigentes, sus ideologías, concepciones,
normas y prácticas (algunas de ellas abiertamente antidemocráticas) y de profesionalizar la
actividad política, trascendiendo los estrechos límites de la tecnocracia.

La antipolítica, que efectivamente ejerció un papel reforzador del clima de opinión negativo que
caracterizó a los 90 en Venezuela, probablemente no hubiese encontrado eco entre buena parte de
la población si el desempeño socioeconómico durante dos décadas hubiese sido distinto, si se
hubieran producido reformas políticas tempranas y si se hubiera promovido, desde los principales
partidos, un debate responsable y cuidadoso sobre los temas de Estado de mayor impacto, entre
ellos una nueva estrategia de desarrollo.

Ya que, en parte con razón, son varios los académicos que le atribuyen a la habilidad política de
la dirigencia de los partidos venezolanos el nacimiento, estabilización y consolidación de la
democracia (Rey, 1998; McCoy y Myers, 2007), sería necesario reconocer que desde mediados
de los 70 tales destrezas se ejercitaron sin resultados satisfactorios de largo plazo y que el sistema
careció, como ha pretendido demostrar este trabajo, de acuerdos políticos explícitos sobre una
estrategia de desarrollo que institucionalizara políticas de Estado en materia socioeconómica. Así,
tiene más interés académico estudiar las condiciones que propiciaron la aparición de la
antipolítica en Venezuela que hacer de ella el epicentro explicativo de la desaparición de la
democracia pactada, pues dos décadas de deterioro socioeconómico son más que suficientes para
comprender por qué la crítica sostenida a las instituciones públicas tuvo tanta influencia.

Los resultados socioeconómicos del sistema político: dos décadas de ineficacia reiterada
La tabla N 4 presenta un balance detallado del desempeño socioeconómico de la democracia
pactada a lo largo de sus cuarenta (40) años de existencia, a partir de diversos indicadores de
relevancia. Estos datos permiten examinar la eficacia o ineficacia relativa del sistema político en
diferentes etapas, para dar cuenta acerca de las condiciones que facilitaron, durante un período, su
estabilización, consolidación y mantenimiento, y las que promovieron, en otro, su posterior
desaparición.

Tabla N 4: Indicadores económicos y sociales de Venezuela 1958-1998


Crecimiento Inversión Inversión Pobreza
Económico Pública Privada (Cifras de la
AÑO (variación (Real) (Real) Desempleo Inflación UCAB)
Base 1984 Base 1984
anual PIB)

1958 -9,1% N/D N/D 10,2% 2,1 N/D


1959 2,5% N/D N/D 10,8% 3,6 N/D
1960 -1,2% N/D N/D 12,3% 1,2 N/D
1961 0,9% N/D N/D 13,8% 1,9 N/D
1962 7,6% N/D N/D 14,2% (0,8) N/D
1963 2,7% N/D N/D 14,0% 1,5 N/D
1964 22,4% N/D N/D 10,3% 1,5 N/D
1965 5,8% N/D N/D 8,5% 2,6 N/D
1966 0,0% N/D N/D 8,7% 0,7 N/D
1967 7,6% N/D N/D 7,8% 0,0 N/D
1968 7,1% 20.187 55.476 6,3% 2,5 N/D
1969 1,3% 18.085 52.519 7,2% 2,1 N/D
1970 8,4% 13.886 66.432 6,9% 3,8 N/D
1971 3,4% 15.849 68.948 5,8% 2,6 N/D
1972 0,7% 29.181 62.841 5,3% 2,9 N/D
1973 10,2% 30.385 65.325 5,6% 5,6 N/D
1974 6,0% 31.332 72.523 7,2% 11,8 N/D
1975 1,2% 40.869 80.340 6,5% 7,9 N/D
1976 8,9% 63.104 79.055 6,0% 6,9 N/D
1977 5,1% 70.050 110.209 4,7% 8,0 N/D
1978 1,3% 76.883 99.833 4,6% 7,2 N/D
1979 1,5% 64.706 75.679 5,4% 20,4 N/D
1980 -4,2% 64.276 53.029 5,9% 19,7 17,65%
1981 -1,4% 75.953 39.740 6,2% 10,4 22,82%
1982 -3,3% 92.608 34.966 7,1% 7,8 25,65%
1983 -7,0% 65.997 (11.994) 7,8% 7,0 32,65%
1984 -2,4% 23.584 49.939 13,0% 15,7 32,11%
1985 1,3% 29.646 46.951 13,1% 9,1 34,77%
1986 3,9% 38.524 41.604 11,0% 12,7 38,88%
1987 6,5% 35.553 55.873 9,1% 40,3 38,84%
1988 3,9% 43.793 61.568 7,3% 35,5 39,96%
1989 -3,5% 35.860 14.109 9,2% 81,0 44,44%
1990 6,8% 46.848 (802) 10,4% 36,5 41,48%
1991 8,2% 54.934 29.310 9,5% 31,0 35,37%
1992 5,1% 69.353 49.580 7,5% 31,9 37,75%
1993 -0,3% 53.775 39.482 6,4% 45,9 41,37%
1994 -2,3% 37.312 21.751 8,5% 70,8 53,64%
1995 4,0% 47.956 33.544 10,2% 56,6 48,20%
1996 -0,2% 44.768 31.614 10,2% 103,2 65,40%
1997 6,4% 53.236 41.378 10,8% 37,6 N/D
1998 0,2% 49.723 42.707 12,3% 29,9 N/D

Nótese que, entre 1958 y 1978 todos los indicadores presentan una mejora relativa salvo escasas
excepciones, mientras que entre 1979 y 1998, como registra contundentemente la data económica
oficial, se observan un notable deterioro y una creciente volatilidad económica. En concreto:

• Desde 1979 no se volvieron a registrar períodos prolongados (de una o dos décadas, por
ejemplo) de crecimiento económico sostenido en Venezuela, sino a lo sumo de cuatro años
consecutivos, con lo cual resultó muy difícil procurar las condiciones adecuadas para un
mejoramiento de las condiciones de vida de los venezolanos. Ello ocurrió en contraste con el
desempeño económico del país durante las dos primeras décadas de la democracia pactada, en las
cuales sí se registraron tasas de crecimiento económico sostenidas y un mejoramiento de diversos
indicadores económicos y sociales.
• Obsérvese cómo hasta el año 1978 la inversión pública y privada crecen de manera sostenida
–evidentemente, la privada a unos montos y tasas mayores- y a partir de 1979 se produce una
caída vertiginosa, que se prolonga hasta el año 1984, tras lo cual se inicia un ciclo volátil en el
comportamiento de la inversión.

• Las tasas de desempleo e inflación mejoraron hasta el año 1978. Ello fue posible, en el caso de
la tasa de desempleo, gracias a la política de “Pleno Empleo” del Presidente Pérez, que en
muchos casos terminó promoviendo subempleo o empleo improductivo. Y en el caso de las bajas
tasas de inflación, hay que recordar que la economía venezolana estuvo caracterizada durante
muchos años por el control de precios.

• La consecuencia obvia de este desempeño económico durante las décadas comprendidas entre
1979 y 1998 fue un importante incremento de la pobreza en Venezuela, que se ubicó entre 65% y
67% de la población entre 1996 y 1997.

Estos indicadores permiten comprender mejor la significación e impacto de la pérdida de eficacia


del sistema político durante dos décadas consecutivas, por lo que ahora nos corresponde
examinar con detalle la consecuencia que ello tuvo: la pérdida de legitimidad. Veamos.

Crónica de una muerte anunciada: la pérdida de legitimidad del sistema político


Los apoyos específicos de un sistema político pueden estudiarse mediante encuestas por
muestreo, especialmente cuando examinamos la evaluación de los entrevistados sobre el
desempeño de las gestiones gubernamentales. Por ello, a continuación presentamos los resultados
de estudios efectuados por la encuestadora Datos I. R. el último año del período de seis
presidencias consecutivas (ver Gráfico N° 3, a continuación).

Gráfico N° 3: Evaluación de seis gobiernos consecutivos, 1968-1998


69
70
60
60
51 53
Porcentajes %

50 46

40 36 36
34
30 29 31
30 27
23
23
19
20 17 17

10

0
RC (1973) CAP LHC JL (1988) CAP RC (1998)
(1978) (1983) (1993)

Evaluación positiva Evaluación "Regular" Evaluación negativa


Fuente:
El mensaje que más nítidamente comunica la gráfica es la tendencia histórica al aumento de los
entrevistados que desaprobaron el desempeño de los sucesivos gobiernos desde 1973 hasta 1998,
que a pesar de revertirse al final del período del Presidente Lusinchi (pues 36 por ciento aprobó,
en esa fecha, su gestión), ascendió a seis de cada diez entrevistados en el segundo período del
Presidente Pérez y a siete de cada diez entrevistados al final del período del Presidente Caldera.

Por otro lado, obsérvese cómo el nivel de aprobación disminuye en la primera administración del
Presidente Pérez –pasando de 36 por ciento a 27 por ciento- y cómo, de manera consecutiva, se
registra un fenómeno porcentualmente similar en el período del Presidente Herrera Campins
–pasando de 27 a 17 por ciento. Dicho de otro modo, las administraciones de los Presidentes
Pérez y Herrera, que gozaron de un notable aumento de los ingresos petroleros, sólo pudieron
lograr que entre dos y tres de cada diez entrevistados aprobaran su gestión. Este es un dato
contundente a la hora de examinar el impacto de tales administraciones en la opinión pública.

Adicionalmente, resulta llamativo el hecho de que sea precisamente en el segundo gobierno del
Presidente Caldera, cuyos resultados en varios de los indicadores estudiados fueron los más
negativos de toda la historia democrática del país, cuando se alcance el más alto porcentaje de
desaprobación de la gestión de gobierno, lo que sugiere la estrecha relación existente entre la
pérdida de eficacia del sistema político y la pérdida de apoyos específicos.

Las opiniones encontradas al final del gobierno del Presidente Lusinchi, aunque representan una
recuperación de la aprobación de gestión gubernamental en la opinión pública, tampoco son
extraordinariamente halagadoras en la medida que las puntuaciones obtenidas por las diversas
modalidades son muy cercanas, lo que evidencia una virtual división de la opinión pública en tres
segmentos, todos ellos cercanos a 1/3 del total de la muestra.

Por otro lado, en la gráfica puede observarse la recuperación del porcentaje de entrevistados que
aprobó la gestión gubernamental desde 1993 (cuando éstos representaban el 17 por ciento de la
muestra) a 1998 (en donde constituyeron 31 por ciento de la muestra). No obstante, aquí es
importante apuntar que, simultáneamente, el porcentaje de quienes evaluaron negativamente el
gobierno ascendió a 69%, esto es, nueve puntos porcentuales por encima de lo obtenido durante
el segundo gobierno del Presidente Pérez.

Y en este último período, llama poderosamente la atención que desaparece el porcentaje de


entrevistados que evaluó el desempeño del gobierno como “Regular”, lo que era particularmente
sintomático porque podía ser interpretado como la inexistencia de “amortiguadores”, para el
gobierno, en la opinión pública. Ello pudiera haber estado sugiriendo la existencia de condiciones
para un cambio político en 1998.

En suma, la evidencia sugiere que el liderazgo político de la época no logró encarar exitosamente
las crisis –en la medida que tuvieron un notable impacto en la opinión pública- ni pareciera haber
atendido a tiempo los síntomas de agotamiento del modelo de desarrollo y del sistema político. Y
adicionalmente, podemos decir que los datos suministrados permiten hablar del caso venezolano
entre el período 1958 y 1998 como una evidencia más que refuerza la tesis de Seymour Martin
Lipset (1987) según la cual “...un derrumbamiento de la eficacia, repetidamente o por un largo
período, pondrá en peligro hasta la estabilidad de un sistema legítimo” (pág. 70).
Esto quizás permita comprender por qué el Presidente Chávez llega al poder en Venezuela,
dirigiendo una crítica severa al liderazgo político dominante, a los partidos políticos tradicionales
y al sistema político en su conjunto durante la campaña de 1998, y por qué tal discurso, que al
final formulaba explícitamente la demanda de cambio radical, tuvo resonancia y éxito electoral.
La propuesta pública de la Asamblea Nacional Constituyente, en el marco del planteamiento
retórico de la “Refundación de la República”, eran compatibles en aquélla fecha con la necesidad
de renovación política que demandaba la mayoría de la opinión pública venezolana. Asimismo, el
estilo confrontacional que caracterizó el desempeño del Presidente Chávez pudiera resultar
compatible con la ira y la necesidad de venganza sentida entre sectores de la población,
especialmente entre los venezolanos más pobres que interpretaron que dos décadas de deterioro
socioeconómico habían sido el resultado de la ineficacia y la corrupción política de la dirigencia.
No es casual que el rechazo al pasado y la necesidad de venganza sigan siendo, catorce años
después, dos recursos que los líderes chavistas utilizan frecuentemente en sus discursos, y que
estos aún constituyan motivaciones persuasivas para diversos sectores.

El final de la democracia pactada estuvo caracterizado por una serie de decisiones erráticas de la
dirigencia de los principales partidos que, intentando evitar que Hugo Chávez ascendiera al
poder, terminaron fortaleciendo su opción de cara a las elecciones presidenciales del ‘98. En
efecto, AD había escogido como candidato presidencial a Luis Alfaro Ucero, el Secretario
General del partido hasta la fecha y cuyas probabilidades de posicionarse como un competidor
relevante eran escasas, mientras que COPEI seleccionó a Irene Sáez –la ex Miss Universo, que
estudió Ciencias Políticas en la Universidad Central de Venezuela y tuvo un exitoso desempeño
al frente de la Alcaldía del municipio Chacao-, quien lideró la intención de voto presidencial en
diversas encuestas por muestreo efectuadas entre diciembre de 1996 y marzo de 1998.

Una vez que la intención de voto por Hugo Chávez empezó a crecer de manera sostenida en las
encuestas (primero, aumentando alrededor de veinte puntos porcentuales entre diciembre de 1997
y marzo de 1998, y luego, casi veinticinco puntos porcentuales adicionales entre ésa fecha y julio
de ese año), AD y COPEI decidieron retirar las candidaturas de Luis Alfaro Ucero e Irene Sáez
para respaldar la de Henrique Salas-Römer, que desde julio de 1998 se perfilaba como el
competidor más importante de Hugo Chávez. Pero ambos retiros, además de ser percibido como
un signo de vulnerabilidad de esos partidos y una muestra de inconsistencia, fue interpretado
como una jugada deliberadamente calculada para intentar evitar el triunfo de Hugo Chávez.

Para muchos observadores, entre ellos quien escribe, el respaldo otorgado a la candidatura de
Salas Römer por parte de AD y COPEI -cuya imagen venía debilitándose desde mediados de los
90-, contribuyó a perfilar más nítidamente a Hugo Chávez en la opinión pública como la opción
del cambio. Esto pareciera darle la razón a Linz cuando señaló que “los procesos políticos
precipitan de hecho la caída definitiva”.

Aníbal Romero, un reconocido académico venezolano, lo pronosticó con gran acierto: “La
anomia popular, la ausencia de liderazgos alternativos y el miedo Hobbesiano, hacen posible que
la inercia sostenga un régimen político carente de mitos. En tales circunstancias, considero
razonable pronosticar que la sociedad venezolana será presa de un ánimo crecientemente
irracional, que seguramente buscará canalizarse a través de figuras carismáticas, percibidas como
de algún modo distintas a lo existente, capaces de engendrar una esperanza o de focalizar los
odios” (Romero, 1997).
Hugo Chávez, un militar involucrado en un intento fallido de golpe de estado, que fue
convencido luego por un veterano dirigente político (Luis Miquilena) de las bondades de aceptar
las reglas del juego democrático y participar en las elecciones, terminó siendo esa figura a la que
se refería Romero. Era previsible que su llegada al poder significara el fin de la democracia
pactada y del sistema populista de conciliación de élites, tanto porque ya había atentado contra él
en 1992 con un intento de golpe de estado, como porque su discurso durante la campaña electoral
fue abiertamente antipartido y antisistema.

Quizás los dos momentos que permiten ver con mayor claridad la significación del ascenso de
Chávez al poder sean, por un lado, el discurso pronunciado por éste en el teatro Teresa Carreño,
el 6 de diciembre de 1998, una vez que ya el Consejo Supremo Electoral había anunciado un
resultado irreversible a su favor. En esa oportunidad, Chávez señaló: “Queridos amigos,
sencillamente hoy ocurrió lo que tenía que ocurrir. Como dijo Jesús: ‘Todo está consumado’. Se
ha consumado lo que tenía que consumarse” (Citado por Marcano y Barrera Tyszka, 2004, pág.
33). Y por otro lado, es inevitable el recuerdo de la imagen de la toma de posesión de Hugo
Chávez en el Palacio Federal Legislativo de Caracas, en la que, a diferencia de la tradicional
colocación de la banda presidencial y la toma del juramento por parte del Presidente saliente al
entrante, éstos fueron llevados a cabo por el recién electo Presidente de la Asamblea Nacional,
Luis Alfonso Dávila, todo ello en medio de la presencia del Presidente Caldera, quien no le
colocó la banda a Chávez, lo cual dio pie para múltiples interpretaciones.

Aunque ambas imágenes no comunican de forma tan evidente una ruptura política –al menos no
como las recordadas por Juan Linz-, los acontecimientos posteriores ofrecen importantes
evidencias para interpretar que se iniciaba el desmontaje del conjunto de instituciones y reglas de
juego que caracterizaron a la democracia pactada, con el objeto de darle paso al nacimiento de la
nueva institucionalidad que caracterizaría a la “revolución chavista”. Desafortunadamente, esto
significó, a la larga, serias amenazas para la institucionalidad democrática en Venezuela, que ha
enfrentado diversas mutilaciones a lo largo de catorce años.

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