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[Acto o melancolía]

Slavoj Zizek

Extraído de: ¿Quién dijo totalitarismo?


Cinco intervenciones sobre el (mal)uso de una noción
Slavoj Zizek
Pre-textos. Valencia, 2002.

El gran Otro lacaniano no designa meramente las normas simbólicas explícitas que regulan la
interacción social, sino también la intrincada telaraña de normas "implícitas no escritas. Una de
estas normas en el mundo académico radical de hoy se refiere a la relación entre duelo y
melancolía. En los tiempos permisivos que corren, cuando las instituciones dominantes se
apropian de la transgresión, e incluso la fomentan. La doxa predominante se presenta
normalmente a sí misma como una transgresión subversiva; si se quiere identificar la
tendencia intelectual hegemónica, no hay más que buscar la tendencia que pretende
representar una amenaza sin precedentes para la estructura de poder hegemónica. En lo
referente al duelo y a la melancolía la doxa predominante es la siguiente: Freud opuso el duelo
"normal" (la aceptación conseguida de la pérdida) a la melancolía "patológica" (en la que el
sujeto persiste en su identificación narcisista con el objeto perdido). Frente a Freud, hay que
afirmar, pues, la primacía conceptual y ética de la melancolía: en el proceso de pérdida hay
siempre un resto que no puede ser integrado mediante el trabajo de duelo, y la fidelidad
fundamental es la fidelidad a ese resto. El duelo es una suerte de traición, el "matar por
segunda vez" al objeto (perdido), mientras que el sujeto melancólico mantiene su fidelidad al
objeto perdido, negándose a renunciar a su unión con él.
Esta historia ofrece muchas versiones, desde la homosexual (los homosexuales son los que
mantienen su fidelidad a la identificación perdida/reprimida con el objeto libidinal del mismo
sexo) a la étnica-poscolonial (cuando los grupos étnicos ingresan en la modernización
capitalista y se encuentran bajo la amenaza de que su legado específico sea devorado por la
nueva cultura global, no deben renunciar a su tradición y hacer el duelo por ella, sino
conservar la vinculación melancólica a sus raíces perdidas).
Debido a este trasfondo "políticamente correcto", la "equivocación de depreciar la melancolía
puede tener calamitosas consecuencias: se rechazan artículos y estudios, y los aspirantes a las
plazas académicas pueden quedarse sin ellas a causa de su actitud "incorrecta" ante la
melancolía. Sin embargo, por esta misma razón, es absolutamente necesario denunciar el
"cinismo objetivo" que entraña esta rehabilitación de la melancolía: el lazo melancólico con el
objeto étnico perdido nos permite afirmar que mantenemos nuestra fidelidad a las antiguas
raíces, al tiempo que participamos plenamente en el juego capitalista global. Y habría incluso
que preguntarse hasta qué punto todo el proyecto de "estudios poscoloniales" no está
sostenido por esta lógica del cinismo objetivo. La melancolía es en esta dimensión una postura
acusadamente posmoderna, una postura que nos permite sobrevivir en una sociedad global y
mantener al mismo tiempo la apariencia de fidelidad a nuestras "raíces" perdidas. Por esta
razón, la melancolía y la risa no se oponen, sino que son strictu sensu las dos caras de la
misma moneda: la tan ensalzada capacidad para mantener una distancia irónica frente a las
propias raíces étnicas es el reverso del apego melancólico a esas raíces.

La falta no es lo mismo que la pérdida.

¿Cuál es pues el error teórico de esta reafirmación de la melancolía? Lo normal es poner el


énfasis en el carácter antihegeliano de tal rehabilitación de la melancolía: el trabajo del duelo
tiene la estructura de la "superación" (Aufhebung) por medio de la cual conservamos la esencia
ideal de un objeto al tiempo que lo perdemos en su realidad inmediata, mientras que en la
melancolía el objeto se resiste a su "superación" ideal ''(2). El error del melancólico, sin
embargo, no es el de limitarse a afirmar que algo se resiste a la "superación" simbólica sino,
más bien, el ubicar esta resistencia en un objeto positivamente existente, aunque perdido. En
términos kantianos, el melancólico es culpable de incurrir en algo así como un "paralogismo de
la pura capacidad de desear", que reside en la confusión entre pérdida y falta: en la medida en
que el objeto-causa del deseo falta originariamente, de una manera constitutiva, la melancolía
interpreta esta falta como una pérdida, como si el objeto que falta hubiera sido poseído y
después perdido (3). En suma, lo que la melancolía oscurece es el hecho de que el objeto falta
desde el principio, que su aparición coincide con su falta, que este objeto no es nada más
que la positivación de un vacío/falta, una pura entidad anamórfica que no existe "en sí". La
paradoja es, por supuesto, que este engañoso desplazamiento de la falta a la pérdida nos
permite afirmar nuestra posesión del objeto que no hemos poseído nunca no puede perderse
nunca, y así el melancólico en su fijación incondicional en el objeto perdido, lo posee de alguna
manera en su misma pérdida.
¿Qué es, sin embargo, la presencia verdadera de una persona? En el párrafo evocador de las
últimas páginas de El fin de la aventura, Graham Greene subraya la falsedad de la escena
habitual en que el marido, que vuelve a casa después de la muerte de su mujer, deambula
nerviosamente por ella y experimenta la ausencia traumática de la esposa muerta, cuyos
objetos permanecen intactos. Muy al contrario, la verdadera ausencia se produce cuando la
esposa está todavía viva, pero no en casa, y al marido le asalta la duda de donde se
encuentra, de por qué tarda (¿estará con un amante?). "Porque ella, ahora está siempre
ausente y al mismo tiempo no lo está nunca. Esto es, no está nunca en otra parte. No está
almorzando con nadie, no está en el cine contigo. Ahora no puede estar más que en casa". (4)
¿No es esta la lógica misma de la identificación melancólica, en la que el objeto está
sobrepresente en su misma pérdida incondicional e irremediable?
Así es como debe interpretarse también la noción medieval de que el melancólico es incapaz de
alcanzar el ámbito de lo espiritual/incorpóreo en lugar de limitarse a contemplar el objeto
suprasensible, quiere abrazarlo en su vehemente deseo. Aunque se le niega el acceso al
dominio suprasensible de las formas simbólicas ideales, el melancólico despliega todavía el
anhelo metafísico de otra realidad absoluta, más allá de nuestra realidad ordinaria, que está
sometida a la decadencia y la corrupción temporales; y la única manera de escapar a este
dilema es servirse de un objeto sensible, material (por ejemplo, la mujer amada) y elevarlo a
la categoría de absoluto El sujeto melancólico eleva así el objeto de su ansia, a un híbrido e
inconsistente absoluto corpóreo. Pero, puesto que este objeto está sometido a la decadencia,
sólo puede ser poseído incondicionalmente en la medida en que se pierde, en su pérdida.
Hegel desarrolló esta lógica a propósito de la búsqueda por los cruzados de la tumba de Cristo:
también ellos confundieron el aspecto absoluto de la divinidad con el cuerpo material que
existió en Judea más de mil años antes, por lo que su búsqueda desembocó en una desilusión
inevitable. Por esta razón la melancolía no es simplemente un apego al objeto perdido, sino a
la expresión original de su pérdida. En su perspicua caracterización del modo de dirigir de
Wilhelm Furtwangler, Adorno sostiene que Furtwangler
pretendía la salvación (Rettung) de algo que ya estaba perdido, recuperando
mediante la interpretación lo que ésta empezó a perder en el momento de la
desaparición de una tradición vinculante Este intento le presta algo del esfuerzo
excesivo que supone una invocación cuando lo que ésta persigue ya no está pura e
inmediatamente presente. (5)

En lo que hay que centrarse es en la doble pérdida que sustenta el (merecido) culto actual de
Furtwangler, la fascinación que ejercen sus viejas grabaciones. No es sólo que hoy nos
sintamos fascinados por su propia pasión 'ingenua", inmediatamente orgánica, que ya no
parece posible en nuestra época, cuando la dirección orquestal se escinde entre la fría
perfección técnica y la "pasión" artificial de la teatralidad escénica; sino que el propio objeto
perdido de nuestra fascinación incluye ya una cierta pérdida. Es decir, la pasión de Furtwangler
estaba penetrada por una suerte de intensidad traumática, un sentimiento de urgencia propio
del desesperado intento de salvar como parte de nuestra tradición lo que se encontraba en
peligro, lo que ya estaba "fuera de lugar" en el mundo moderno. Así pues, aquello que
anhelamos recuperar en las viejas grabaciones de Furtwangler no es la inmediatez orgánica de
la música clásica, sino, antes bien, la experiencia orgánico-inmediata de la pérdida misma que
ha dejado de sernos accesible. En este sentido, nuestra fascinación por Furtwangler es
melancolía en estado puro.
Giorgio Agamben ha subrayado que la melancolía, en contraste con el duelo, no es sólo el
fracaso del trabajo de duelo, la persistencia de la vinculación a lo Real del objeto, sino también
su contrario: "la melancolía ofrece la paradoja de una intención luctuosa que precede y se
anticipa a la pérdida del objeto". (6) Ésta es la estratagema del melancólico: la única forma de
poseer un objeto que nunca tuvimos, es tratar un objeto que todavía poseemos plenamente
como si este objeto estuviera ya perdido. El rechazo del melancólico a llevar a cabo el trabajo
de duelo asume así la forma de su contrario, de un falso espectáculo de duelo excesivo y
superfluo por un objeto, incluso antes de la pérdida de este objeto. Esto es lo que proporciona
su sabor único a una relación de amor melancólica (como la que se establece entre Newland y
la Condesa Olenska en La edad de la inocencia de Edith Wharton: aunque los dos amantes
están todavía juntos, inmensamente enamorados, gozando mutuamente de su presencia, la
sombra de su separación futura colorea ya sus relaciones, lo que les hace percibir sus placeres
actuales bajo la égida de la catástrofe (separación) por venir (en una inversión exacta de la
idea habitual de soportar las dificultades del presente con la vista puesta en la felicidad que
habrá de surgir de ellas).
La idea de que Dimitri Shostakovich era, por debajo de su optimismo socialista oficial, un
compositor profundamente melancólico puede mantenerse con una argumentación similar por
el hecho de que compusiera su más famoso cuarteto de cuerda, el Octavo (en 1960) en
memoria de sí mismo:
He pensado que si muero algún día será difícil que alguien escriba una obra
dedicada a mi memoria. Por eso he decidido escribirla yo mismo. Incluso podría
ponerse en la cubierta "Dedicado a la memoria del compositor de este cuarteto.
(7)

No hay que extrañarse, pues, de que Shostakovich caracterizara la manera fundamental del
cuarteto como "pseudotrágica": en una metáfora reveladora calculó las lágrimas que su
composición le había costado como el equivalente a la cantidad de orina después de docena y
media de cervezas. En la medida en que el melancólico se entrega al duelo por lo que todavía
no ha perdido, hay una subversión intrínsecamente cómica del procedimiento clásico del duelo
que opera en la melancolía, como en el viejo chiste racista sobre los gitanos: cuando llueve, se
sienten felices porque saben que después de la lluvia siempre vuelve a salir el sol; cuando el
sol brilla, se sienten tristes porque saben que después del sol, en un momento u otro, lloverá.
En definitiva, el afectado por el duelo se lamenta por el objeto perdido y "lo mata por segunda
vez" por medio de la simbolización de su pérdida; mientras que el melancólico no es sólo el
que es incapaz de renunciar al objeto, sino que lo mata por segunda vez (lo trata como
perdido) antes de perder realmente el objeto.
¿Cómo desenmarañar esta paradoja del duelo por un objeto que no se ha perdido todavía, que
sigue estando aquí? La clave de este enigma reside en la precisa formulación de Freud según
la cual el melancólico no es consciente de lo que ha perdido en el objeto perdido. (8) En este
punto hay que introducir la distinción lacaniana ente el objeto y el (objeto-) causa del deseo:
el objeto del deseo es simplemente el objeto deseado, mientras que la causa del deseo es la
característica por cuya causa deseamos el objeto deseado (algún detalle o tic, del que
normalmente no somos concientes y que a menudo percibimos erróneamente como un
obstáculo, como si deseáramos el objeto a pesar de él).
Este hiato entre objeto y causa explica también, quizás, la popularidad de la película Breve
encuentro (Brief Encounter) en la comunidad gay: la razón no es meramente que los
encuentros furtivos entre los dos amantes en los oscuros pasadizos y en los andenes de la
estación ferroviaria "se parecen" a la forma en que los gays estaban obligados a encontrarse
durante los años cuarenta, puesto que no les estaba permitido flirtear abiertamente. Lejos de
ser un obstáculo para la satisfacción del deseo de los gays, estas circunstancias operaban en
realidad como su causa: privada de estas condiciones de clandestinidad, la relación gay pierde
una buena parte de su atractivo transgresor. Así pues lo que nos ofrece Breve encuentro no es
el objeto del deseo gay (la pareja es heterosexual), sino su causa. No resulta extraño, por
consiguiente, que los gays expresen a menudo su oposición a una política liberal "incluyente"
de plena liberalización de las parejas homosexuales: lo que fundamenta esta oposición no es la
conciencia (justificada) de la falsedad de esta política liberal, sino el temor a que el deseo gay
se desvanezca si queda privado de su obstáculo.
Desde esta perspectiva, el melancólico no es primordialmente el sujeto que está fijado en el
objeto perdido, incapaz de llevar a cabo el trabajo de duelo, sino más bien el sujeto que posee
el objeto y que ha perdido el deseo de él, porque la causa que le hizo desear este objeto ha
desaparecido, ha perdido su eficacia. Lejos de acentuar hasta el extremo la situación de deseo
frustrado, la melancolía representa más bien la presencia del objeto mismo privado del deseo
de él; la melancolía se produce cuando conseguimos por fin el objeto deseado, pero nos
decepciona. En este sentido preciso, la melancolía (la decepción con todos los objetos
empíricos, positivos, ningunos de los cuales puede satisfacer nuestro deseo) es en rigor el
principio de la filosofía.
Por ejemplo, una persona que ha vivido durante toda su vida en una ciudad determinada y se
ve obligada finalmente a trasladarse a otro lugar, se siente, por supuesto, entristecida ante la
perspectiva de verse arrojado a un nuevo ambiente Pero ¿qué es lo que realmente le pone
triste? No es la perspectiva de dejar el lugar que ha sido su hogar durante muchos años, sino
el miedo mucho más sutil de perder el apego a ese lugar. Lo que me pone triste es el hecho de
que sé que, más tarde o más temprano -antes de lo que estoy dispuesto a admitir- me
integraré en una nueva comunidad, olvidando el lugar que ahora significa tanto para mí. En
suma, lo que me entristece es la conciencia de que acabaré por perder el deseo de (lo que es
ahora) mi hogar. (9)
Lo que aquí estamos considerando es la interrelación entre la anamorfosis y la sublimación: la
serie de objetos se estructura realmente en torno (o más bien incluye) a un vacío: si este vacío
se hace visible "como tal", la realidad se desintegra. Por consiguiente, para mantener la
consistencia del edificio de la realidad, uno de los elementos de tal realidad tiene que ser
desplazado y pasar a ocupar el lugar del vacío central; es el objeto petit a lacaniano Este
objeto es el "objeto sublime (de la ideología)", el objeto "elevado a la dignidad de la Cosa" y
simultáneamente el objeto anamórfico (para poder percibir su calidad sublime, tenemos que
mirarlo "al sesgo", oblicuamente, ya que si lo contemplamos directamente, no parece más que
cualquier otro objeto de una serie). Para la "mirada directa", el judío, por ejemplo, es uno más
en la serie de los grupos étnicos o nacionales, pero al mismo tiempo "el objeto sublime", el
sustituto del vacío (antagonismo central) en torno al que se estructura el edificio social; el amo
que en último término mueve todos los resortes. Así pues, la referencia antisemita a los judíos
"aclara las cosas" al permitir la percepción de la sociedad un espacio cerrado/consistente.
¿No pasa lo mismo con la noción de que un trabajador en el capitalismo trabaja -pongamos por
caso- cinco horas para él y tres horas para el patrón capitalista? La ilusión consiste en pensar
que esos dos aspectos pueden separarse y en solicitar, en consecuencia, que el trabajador se
limite a trabajar esas cinco horas que le corresponden, obteniendo la misma remuneración:
dentro del sistema salarial eso no es posible. El estatus de las últimas tres horas es así en
cierto sentido anamórfico; representan la incorporación de la plusvalía, en forma similar a la
del tarro de pasta dentífrica, cuyo tercio superior tiene un color diferente, con la inscripción "Le
damos el 30% gratis".
Ahora estamos en condiciones de ver que la anamorfosis es crucial para el funcionamiento de
la ideología: la anamorfosis designa un objeto cuya propia realidad está distorsionada por la
inscripción de una mirada en sus características "objetivas". Una cara que parece
grotescamente deformada y alargada adquiere consistencia; un contorno borroso, una
mancha, se convierte en una entidad clara si lo miramos desde un cierto punto de vista
sesgado. ¿No es ésta una de las formulaciones sucintas de la ideología? La realidad social
puede parecer confusa y caótica, pero si la consideramos desde el punto de vista del
antisemitismo, todo se hace claro y adquiere contornos precisos: la conspiración judía es la
responsable de todos nuestros males... En otras palabras, la anamorfosis elimina la distinción
entre la "realidad objetiva" y su percepción subjetiva distorsionada: la distorsión subjetiva se
refleja en el propio objeto percibido, y, en este sentido preciso, la mirada misma adquiere
existencia "objetiva".
Pero lejos de suponer la negación idealista de lo Real, la noción lacaniana de objet petit a como
un objeto puramente anamórfico hace posible proporcionar una descripción
estrictamentematerialista de la aparición del espacio ideal "inmaterial". El objet petit a sólo
existe sólo como su propia sombra/distorsión, contemplado oblicuamente, desde una
perspectiva incorrecta/parcial. Si se le mira directamente, no se ve nada en absoluto. Y el
espacio de la idealidad es precisamente ese espacio distorsionado: las "ideas" no existen 'en sí
mismas", sino sólo como entidades presupuestas por sus reflejos distorsionados. Platón estaba
de alguna manera en lo cierto al afirmar que en nuestro mundo material sólo recibimos
imágenes deformadas de las ideas verdaderas. Sólo habría que añadir que la propia idea no es
otra cosa que una apariencia de ella misma, una "ilusión perspectiva", que nos lleva a suponer
que debe haber un "original" por debajo de las deformaciones.
Sin embargo, lo significativo del objet petit a como "magnitud negativa" -por servirnos de un
término kantiano- es no sólo que el vacío del deseo se corporiza paradójicamente en un objeto
particular que sirve como sustituto suyo, sino sobre todo en la paradoja contraria: este mismo
vacío/falta primordial funciona "sólo" en la medida en que se corporeiza en su pbjeto
particular, es este objeto el que mantiene abierto el hueco del deseo. Esta noción de magnitud
negativa" es también crucial cuando se trata de aprehender la revolución del cristianismo. Las
religiones precristianas permanecen en el nivel de la sabiduría, acentúan la insuficiencia de
todo objeto temporal finito, y predican la moderación en los placeres (debe evitarse un apego
excesivo a los objetos finitos puesto que el placer es transitorio) o la retirada de la realidad
temporal en nombre del verdadero divino que es lo único que puede proporcionar la
bienaventuranza infinita. El cristianismo, por el contrario, presenta a Cristo como un individuo
mortal-temporal, e insiste en que la creencia en el acontecimiento temporal de la Encarnación
es la única vía de verdad y salvación eternas.
En este sentido preciso, el cristianismo es una "religión del amor": en el amor, se da la
primacía, se pone el centro, en un objeto temporal finito que "es más importante que cualquier
otro". Esta misma paradoja está también presente en la específica noción cristiana de
conversión y de perdón de los pecados: la conversión es un acontecimiento temporal que
cambia la propia eternidad. Como sabemos, en sus últimos años Kant formuló la noción de un
acto nouménico de elección mediante el cual un individuo elige su carácter eterno: antes que
su existencia temporal, es este acto el que delimita por anticipado los contornos de su destino
terrenal. Sin el acto divino de la gracia, nuestro destino se mantendría inamovible, fijado para
siempre por ese acto eterno de elección. La "buena nueva" del cristianismo es, sin embargo,
que una conversión genuina hace posible, por así decirlo, repetir ese acto, y en
consecuencia cambiar (deshacer los efectos) de la eternidad misma.

"¿Pensamiento post-secular?" ¡No, gracias!

Esa paradoja final del cristianismo es anulada por lo que hoy se presenta como "pensamiento
post-secular", postura que encuentra su expresión más acabada en una cierta suerte de
apropiación derridiana de Levinas. En contraste con la melancolía, en que el objeto aparece
privado del (de la causa del) deseo de él, la postura "post-secular" reafirma el hiato entre el
deseo y sus objetos, y nos pone en presencia de un anhelo mesiánico de lo Otro que está
siempre "por venir", que trasciende cualquier objeto dado, mortificado por un espectro
insistente que no puede materializarse nunca en una entidad existente, positiva, plenamente
presente. Ambos coinciden, sin embargo, en impedir el acto, que carece de significado alguno
en el pasivo estupor del melancólico, y que queda reducido en el entusiasmo post-secular a
una intervención pragmática que nunca está a la altura de la demanda incondicional de lo Otro
abismático.
El "pensamiento post-secular" admite sin reservas que la crítica modernista ha destruido los
fundamentos de la onto-teología, la noción de Dios como ser supremo, etc. Pero ¿y sí el
resultado final de este gesto desconstructivo fuera abrir la vía a una nueva forma
posdesconstructiva e indesconstructible de espiritualidad, a la relación con una otredad
incondicional que precede a la ontología? ¿Y si la experiencia fundamental del sujeto humano
no fuera la de la autopresencia, la de la fuerza de la dialéctica mediación-apropiación de toda
otredad, sino la de una pasividad primordial, una sensibilidad, una facultad de responder, de
ser infinitamente deudor y responsable a la llamada de algo otro que nunca adquiere una
configuración positiva, sino que permanece siempre oculto, huella de su propia ausencia? Aquí
viene a cuento la ocurrencia de Marx a propósito de Proudhon en su Pobreza de la filosofía (en
lugar de referirse a personas reales en sus circunstancias reales, la teoría social
pseudohegeliana de Proudhon se refiere a esas circunstancias, pero privadas de las personas
que les dan vida): en lugar de la matriz religiosa, con Dios como núcleo de ella, la
desconstrucción post-secular se refiere a la matriz misma, privada de la figura positiva de Dios
de la que depende.
La misma configuración se repite en la "fidelidad" de Derrida al espíritu del marxismo: "la
desconstrucción nunca ha tenido sentido ni interés, al menos según mi parecer, más que como
una radicalización, es decir también en la tradición de un cierto marxismo, en un cierto espíritu
de marxismo". (10) Lo primero que hay que señalar aquí (de lo que Derrida es sin duda
plenamente consciente) es que esta "radicalización" descansa sobre la oposición tradicional
entre letra y espíritu: reafirmar el espíritu auténtico de la tradición marxista quiere decir dejar
atrás su letra (los análisis particulares de Marx y las medidas revolucionarias propuestas que
están inevitablemente teñidas por la tradición de la ontología) con objeto de salvar de las
cenizas la auténtica promesa mesiánica de liberación emancipatoria. Lo que no puede dejar de
sorprendenos es la extraña proximidad de tal "radicalización" con (una cierta comprensión
común de) la superación (Aufhebung) hegeliana en la promesa mesiánica, la herencia marxista
es "superada"; su núcleo esencial es redimido por medio del propio gesto de superación de su
propia forma particular y de la renuncia a ella. Y -aquí está lo esencial del problema, es decir,
del método de Derrida- la cuestión es no sólo que hay que dejar atrás las formulaciones
particulares de Marx y las medidas propuestas por él, y sustituirlas por otras formulaciones y
medidas más adecuadas; sino sobre todo que la promesa mesiánica que constituye el
"espíritu" del marxismo es traicionada por cualquier formulación particular, por cualquier
traducción a medidas económico-políticas determinadas.
La premisa que subyace a la "radicalización" de Marx que lleva a cabo Derrida es que cuánto
más "radicales" son esas medidas económico-políticas determinadas (hasta llegar a los campos
de la muerte de los Jemeres Rojos o de Sendero Luminoso), menos radicales son realmente y
más quedan atrapadas en el horizonte ético-político metafísico. En otras palabras, lo que la
"radicalización" de Derrida significa es en cierta forma (más precisamente: en la forma
práctica) exactamente lo contrario: la renuncia a toda medida política radical real.
La "radicalidad" de la política derridiana incluye un hiato irreductible entre la promesa
mesiánica de "democracia por venir" y todas sus encarnaciones positivas: a causa de esta
misma radicalidad, la promesa mesiánica sigue siendo para siempre una promesa, no puede
traducirse nunca en un conjunto de medidas económico-políticas determinadas. La
discrepancia entre el abismo de la Cosa indecidible y cualquier decisión particular es
insalvable: nuestra deuda con el Otro no puede saldarse nunca; nuestra respuesta a su
llamada no es nunca completamente adecuada. Esta posición se enfrenta con las tentaciones
gemelas del pragmatismo sin principios y del totalitarismo, puesto que ambas eliminan aquel
hiato. El pragmatismo reduce la actividad política a un mero maniobrar oportunista, a
intervenciones estratégicas limitadas en situaciones contextualizadas, prescindiendo de
cualquier referencia al Otro trascenclental. El totalitarismo, por su parte, identifica esta otredad
trascendental con una figura histórica particular (el partido es la personificación directa de la
razón histórica). En definitiva, la problemática del totalitarismo surge aquí con su sesgo
desconstruccionista específico: en su manifestación más elemental -casi nos sentimos tentados
a decir ontológica- el totalitarismo" no es meramente una fuerza política que pretende el
control total de la vida social, hacer a la sociedad totalmente transparente, sino el cortocircuito
entre la otredad mesiánica y un agente político determinado. Lo "por venir (a venir)" no es
pues simplemente una cualificación adicional de la democracia, sino su núcleo más íntimo, lo
que hace que la democracia sea democracia: en el momento en que la democracia deja de ser
"por venir" y pretende ser actual -completamente actualizada- entramos en el totalitarismo.
Evitemos cualquier malentendido: esta "democracia por venir" no es, por supuesto,
simplemente una democracia que promete llegar en el futuro, sino una democracia cuya
llegada se pospone para siempre. Derrida es muy consciente de la "urgencia" del "ahora", de la
necesidad de justicia; y si algo le es extraño es el complaciente aplazamiento de la democracia
a un estadio posterior de la evolución, como en la proverbial distinción estalinista entre la
"dictatura del proletariado" actual y la futura democracia "plena", que legitima el terror
presente como la creación de las condiciones necesarias para la libertad que habrá de venir.
Esta estrategia "en dos fases" es, para Derrida, lo peor de la ontología. En contraste con esa
economía estratégica de la dosis correcta de (no)libertad, la "democracia por venir" se refiere a
las urgencias/estallidos imprevisibles de la responsabilidad ética, cuando me veo súbitamente
confrontado con una necesidad apremiante de responder a la llamada, de intervenir en una
situación que considero como intolerablemente injusta. No obstante, es sintomático que
Derrida mantenga a pesar de todo la oposición entre tal experiencia espectral de la llamada
mesiánica de la justicia y su "ontologización", su trasposición en un conjunto de medidas
positivas legales, políticas, etc. O -para decirlo en términos de la oposición entre ética y
política- lo que Derrida moviliza aquí es el hiato entre ética y política:
Por una parte, la ética queda definida como la responsabilidad infinita de la
hospitalidad incondicional. Mientras que, por otra, la política puede ser definida
como la toma de una decisión sin ninguna garantía trascendental precisa. Así la
separación presente en Levinas le permite a Derrida afirmar la primacía de la ética
de la hospitalidad, pero dejando abierta al mismo tiempo la esfera de la política
como el dominio del riesgo y del peligro. (11)

Así la ética es el (tras)fondo de la indecidibilidad, mientras que la política es el ámbito de la(s)


decisión(es), en el que hay que asumir plenamente el riesgo de cruzar la línea de separación y
traducir esta imposible exigencia ética de justicia mesiánica en una intervención particular que
nunca está a la altura de tal exigencia, que es siempre injusta hacia (algunos de) los otros. El
ámbito ético propiamente tal, la exigencia espectral incondicional que nos hace absolutamente
responsables y que nunca puede traducirse en una medida/intervención positiva, es quizá de
esta forma no tanto un fondo/marco formal a priori de las decisiones políticas, como
la différance indeterminada que le es inherente, indicativa de que ninguna decisión definida
puede "cumplir su objetivo" plenamente. Esta frágil y transitoria unidad del mandato ético
incondicional y de las intervenciones políticas pragmáticas tiene su mejor expresión en una
paráfrasis de la famosa fórmula de Kant sobre las relaciones entre la razón y la experiencia:
"Si la ética sin la política está vacía, la política sin la ética es ciega". (12) Por elegante que sea
esta solución (aquí la ética es la condición de posibilidad y la condición de imposibilidad de la
política, que abre simultáneamente el espacio de la decisión política como un acto no
garantizado por el gran Otro, al que condena al fracaso final), hay que oponerla al acto, en el
sentido lacaniano, en que, precisamente, la distancia entre la ética y la política desaparece.
Volvamos a recurrir -cómo no- al caso de Antígona. (13) Puede decirse que ejemplifica la
fidelidad incondicional a la otredad de la Cosa que trastorna la totalidad del edificio social:
desde el punto de partida de la ética de la Sittlichkeit, de las mores que regulan la
intersubjetividad colectiva de la polis, la insistencia de Antígona es realmente "loca",
perturbadora, mala. En otras palabras -en términos de la noción desconstruccionista de la
promesa mesiánica que está siempre "por venir"- ¿no es Antígona una figura proto-totalitaria?
Con respecto a la tensión (que proporciona las coordenadas finales del espacio ético) entre el
Otro qua la Cosa, la otredad abismal que se dirige a nosotros con su mandato incondicional, y
el Otro qua tercero, la instancia mediadora de mi encuentro con los otros (otros humanos
"normales") -en el que este tercero puede ser la figura de la autoridad simbólica, pero también
la trama "impersonal" de normas que regulan mi intercambio con los otros -¿no representa
Antígona la vinculación exclusiva e inflexible al Otro qua Cosa, que eclipsa al Otro qua tercero,
la instancia de la mediación/reconciliación simbólica? O, por decirlo en términos ligeramente
irónicos, ¿no es Antígona la anti-habermasiana par excellance? Ningún diálogo, ningún intento
de convencer a Creonte de las buenas razones de sus actos por medio de la argumentación
racional: nada más que la ciega insistencia en sus derechos... Si es que los hay, los
denominados "argumentos" están del lado de Creonte (el entierro de Polinices provocaría
inquietud pública, etc.), mientras que el contrapunto de Antígona es finalmente su tautológica
insistencia: "¡Está bien, puedes decir todo lo que quieras, pero no va a cambiar nada. Me
aferro a mi decisión!". Esta visión dista mucho de una hipótesis elaborada: algunos de los que
interpretan a Lacan como un protokantiano (mal)interpretan realmente su lectura de Antígona,
al afirmar que Latan condena su obstinación incondicional, que la rechaza como un trágico
ejemplo del suicida que pierde la distancia apropiada en relación con la Cosa letal, de
inmersión directa de uno mismo en la Cosa.(14)
Así pues, desde esa perspectiva, la oposición entre Creonte y Antígona es la que existe entre el
pragmatismo sin principios y el totalitarismo: lejos de ser totalitario, Creonte actúa como un
hombre de Estado pragmático, que aplasta despiadadamente cualquier actividad que pueda
poner en peligro el funcionamiento normal de la paz cívica y estatal. Dando todavía un paso
más, ¿no es el propio gesto elemental de sublimación "totalitario" en la medida en que consiste
en elevar un objeto a la condición de la Cosa? En la sublimación, algo -un objeto que forma
parte de nuestra realidad ordinaria- es elevado a objeto incondicional que el sujeto valora más
que la vida misma. ¿Y no es este cortocircuito entre un objeto determinado y la Cosa la
condición mínima del "totalitarismo ontológico"? Frente a este cortocircuito, la lección ética de
la desconstrucción ¿no es acaso que el hiato que separa la Cosa de cualquier objeto
determinado es irreductible?
En este punto resulta crucial la forma en que la ética del "respeto a la alteridad" reúne a dos
'enemigos" reconocidos e importantes: Derrida y Habermas. El tenor elemental de sus
respectivas posiciones éticas es en principio el mismo, es decir, el respeto y la apertura a una
otredad irreductible que no puede ser integrada en la automediación del sujeto, y la aserción
concomitante de la separación entre ética y política, en el sentirlo de una demanda/norma
ética presupuesta que precede a toda intervención política concreta y la sostiene, que no es
nunca capaz de dar a esa intervención un cumplimiento pleno. Por supuesto, la forma de esta
operación ética es completamente diferente en los dos autores: para Derrida, es el abismo de
la demanda incondicional traicionada por (su traducción a) cualquier norma determinada; para
Habermas, es el sistema determinado de normas a priori que regulan la comunicación libre.
Todo eso significa, sin embargo, que existe en efecto una suerte de identidad especulativa
hegeliana entre Derrida y Habermas, en el sentido preciso de una mutua complementación:
cada uno de los dos filósofos expresa, en cierta medida, lo que el otro tiene simultáneamente
que presuponer y denegar para poder mantener su posición: la crítica habermasiana de
Derrida es acertada al señalar que, sin una trama de normas implícitas que regulen mi relación
con el Otro, el "respeto a la otredad" se deteriora inevitablemente en la aserción de una
idiosincrasia excesiva; la crítica derridiana de Habermas -también acertadamente- señala que
la fijación del sujeto en la relación con su Otro en la trama de normas universales de
comunicación reduce ya de por sí la alteridad del Otro. Esta implicación mutua es la `'verdad"
del conflicto entre Derrida y Habermas, y por eso es todavía más importante poner el énfasis
en cómo Lacan rechaza el presupuesto que comparten Derrida y Habermas: desde la
perspectiva lacaniana, este "respeto por el Otro" es en ambos casos la forma de resistencia
contra el acto, contra el cortocircuito "loco" entre lo incondicional y lo condicionado, la ética y
la política (en términos kantianos, cubre lo nouménico y lo fenoménico) que "es" el acto. No se
trata tanto de que, en el acto, "supere"/integre al Otro; sino más bien de que, en el acto, yo
"soy" directamente el imposible Otro-Cosa.

Notas:
2. El ejemplo más ilustrativo de tal "superación" de la realidad histórica en su noción simbólica
es la idea hegeliana de que la historia de las guerras del Peloponeso de Tucídides fue el
verdadero fin espiritual de la propia guerra: desde el punto de vista del espíritu, la guerra real
misma era un pretexto; se llevó a cabo para que pudiera escribirse sobre ella un texto en el
que se resume su esencia.
3. Hago uso aquí de la obra de Giorgio Agamben, Estancias, Valencia. Pre-textos. 1998.
traducción Tomás Segovia. Cap 3-5)
4- Graham Greene. El fin de la aventura. Sur. Bs.As. Pag. 1815. Theodor W. Adorno,
Musikalische Shriften VI, Frankfurt, Suhrkamp, 1984, pag. 469. El contexto concreto de esta
observación es, por supuesto, el intento de Furtwangler de rescatar la tradición clásica de la
música alemana frente a la embestida nazi.
5. Theodor W. Adorno, Musikalische Shriften VI, Frankfurt, Suhrkamp, 1984, pag. 469. El
contexto concreto de esta observación es, por supuesto, el intento de Furtwangler de rescatar
la tradición clásica de la música alemana frente a la embestida nazi.
6. Agamben, Estancias, Ed. cit., p. 53.7. Citado de Laurel E Fay, Shostakovich, A Life, London,
Oxford university Press, 2000, p. 217.8. Ver Sigmund Freud. Duelo y melancolía. The Standar
Edition the complete psychological works of Sigmund Freud, vol XIV, London, The Hogart
Press, 1957, Pag 245. ( En esta como en las restantes obras citadas de Freud nos remitimos,
en general, para la versión española a los tres volúmenes de sus Obras Completas, en la
Traducción de Juan Luis López-Ballesteros, N. De T.)
7. Citado de Laurel E Fay, Shostakovich, A Life, London, Oxford university Press, 2000, p. 217.
8. Ver Sigmund Freud. Duelo y melancolía. The Standar Edition the complete psychological
works of Sigmund Freud, vol XIV, London, The Hogart Press, 1957, Pag 245. ( En esta como en
las restantes obras citadas de Freud nos remitimos, en general, para la versión española a los
tres volúmenes de sus Obras Completas, en la Traducción de Juan Luis López-Ballesteros, N.
De T.)
9. Aquí nos encontramos con la oposición lógica entre la negación interior y exterior (es decir
entre [pasivamente] no querer participar y [activamentel querer no participar, lo que es
también discernible en la dialéctica entre el deseo y la prohibición: con frecuencia el rechazo
activo por parte del sujeto de un deseo que experimenta como aborrecible (me parece
repugnante desear a esamujer...") es un mecanismo de defensa contra la perspectiva mucho
más horripilante de la indiferencia pasiva, de no desear en absoluto. La prohibición sostiene el
deseo, mientras que lo que lo socava realmente es la indiferencia. La brecha que separa el
renunciar al objeto deseado de no desearlo ya es inmensa: la renuncia puede servir como
sustento del deseo. En su forma más radical, la ansiedad no es la ansiedad de perder el objeto
deseado, sino la ansiedad de perder el deseo mismo. Un fenómeno similar se produce cuando
aceptamos alguna prohibición médica (no comer el alimento que nos gusta más): lo que
tememos más es perder el gusto por el alimento al que tenemos que renunciar. En suma, lo
que tememos más es que la prohibición afecte no sólo a nuestra relación con los objetos sino a
nuestro propio universo simbólico subjetivo. Por ejemplo, cuando, nos separarnos de nuestro
amante durante uno o dos años, lo que más tememos no es el dolor de esa separación sino la
posibilidad de que surja la indiferencia, el acostumbrarnos a la ausencia del amado.
10. Jacques Derrida, Specter of Marx, New York, Routledge, 1994, pag. 92 (Ed. cast. Espectros
de Marx, Madrid, Trotta, 1998)
11. Critchley, Ethics-Politcs-Subjectivity, pag. 275.
12. Critchley, Ethics-Politcs-Subjectivity, pag. 283.
13. Lacan lleva a cabo en relación con Antígona un doble movimiento: por una parte, trata de
revelar los contornos de la experiencia trágica de la vida de los griegos ofuscada por la
"comedia" cristiana; por otra, cristianiza secretamente a Antígona, cuya figura sublime se
convierte, como la imagen de la Crucifixión, en "la imagen que borra todas (las demás)
imágenes"
14. Ver Rudolf Bernet, "Subjekt und Gesetz in der ethik von Kant und Lacan" en Kant und
Psychoanalyse, ed. Hans-Dieter Gondek y Peter Widmer Franckfurt, Fischer Verlag, 1994

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