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MARIA, PALABRA DE LIBERTAD

Kavier Pikaza
Libertad es palabra de siempre. La experiencia humana lleva a que sea pronunciada
como grito de angustia o como grito de gozo. Libertad es palabra de hoy, con frecuencia,
palabra equívoca; nadie la entendemos del todo, pero la pronunciamos con aires de verdad
y de absoluto. Ahora, al hablar de María como palabra de libertad, intentamos ofrecer
aspectos de esta realidad sin grandes pretensiones; mostrar a María en su dimensión de
persona libre que incluye la tarea liberadora serán nada más que unos apuntes.
Intentaremos no confundir la libertad con las libertades; la libertad la entendemos como un
don de Dios y como una ardua tarea humana.
Queremos acercarnos al tema en la doble perspectiva en que vemos a María: como
criatura única y singular, persona concreta, y como pueblo, Israel colectivo sintetizado en
ella, símbolo del Israel caminante en búsqueda.

a) Su libertad personal. El surgimiento de la libertad humana es complejo y con


frecuencia desconcertante. Hay quienes nacen en contexto libre y en él crecen y se
desarrollan; hay quien surge a la vida en situación dominada, de cualquier forma que se
entienda la dominación, y tiene que hacer un duro camino para conquistar la propia libertad
de ser y de actuar. Pero hay quien surge a la libertad en situación de frontera, propia de
personas lúcidas, de líderes de gran talla humana yo la llamaría una situación privilegiada
por más dificultades que encierre; tal vez descubro en ella las connotaciones de riesgo que
avivan los mecanismos humanos, a menudo atrofiados, para la creatividad histórica. María
surgió a la libertad en una situación de frontera, situación personal, pero de la que no se
puede excluir el contexto social; sin olvidar esto último, me centraré sobre todo en lo
personal. Por entender a María en esta situación, quiero evocar la figura de Abrahán, con el
que tiene determinadas afinidades apenas estudiadas. Abrahán es un hombre de frontera
porque vive al borde de dos realidades: la de su clan y la de un pueblo diferente, apenas
entrevisto, que le lleva a romper con la primera; ahí, en su ruptura, nace a la libertad y
comienza su camino. De igual modo María nace a la libertad en la orilla de una época que
acaba, con sus signos concretos, y en la de otra que comienza y en la que alborean otros
signos. La persona que amanece a la libertad en situación de frontera es persona creativa
desde dentro; las capacidades personales despiertan ante el mismo acicate de la dificultad
y se desarrollan en ella.
LBT-PERSONAL: La libertad personal "es el despliegue del hombre que consigue
realizarse desde dentro" María es persona libre en la medida en que su despliegue la lleva
a esta realización que, desde dentro, la lleva al encuentro interhumano, cada vez más
amplio. Y desde aquí se pueden distinguir tres planos de ese despliegue: la libertad
original, el camino de liberación y la libertad final.

1) María recibe una libertad con su vida, y la recibe de una forma diferente a como la
hemos recibido los demás; sus capacidades iniciales son pura gracia; su libertad original,
don de Dios, es lo que le revela en su vocación al llamarla llena-de-gracia; el Señor que
está con ella es el Señor de la libertad. Por tanto, María en el comienzo de su existencia
humana recibe la libertad misma de Dios. Por eso no está determinada, aun cuando existan
a su alrededor factores de condicionamiento; por eso puede realizar su despliegue personal
como camino. Estamos ya en el segundo plano.

2) LBC/CAMINO-DURO: El camino de liberación es un camino duro para todos; Jesús lo


experimentó en su vida; es preciso luchar, enfrentarse a los obstáculos, ser fiel en el
empeño y vencer. María no se ahorró este camino; lo anduvo del todo, con dificultad. Para
emprenderlo, se necesitan unos hitos concretos, los primeros obstáculos vencidos, sin los
que no es posible continuar so pena de errar en el engaño. Diríamos que es un camino que
empieza por la consciencia de la esclavitud, nadie que no se encuentre privado de libertad
puede luchar por ella. Pero la esclavitud es una realidad relativa; a mayor libertad original
básica, mayor sensibilidad para detectar todo lo que sea obstáculo o amenaza para su
desarrollo. La gratuita libertad original de María la lleva a detectar las posibles amenazas;
podemos leer su calificación de "esclava del Señor" también en esta clave. El Señor de la
libertad se le manifiesta y la pone en situación de libre elección; a su palabra que elige,
antecede otra palabra de paradójica Iibertad: la consciencia de su esclavitud; porque desea
desplegar su libertad, por eso la elige. Lo decía el psicólogo W. James, sin duda
inspirándose en esta palabra de María, como fruto de su larga experiencia personal y
ajena: "El primer acto de libertad es elegirla: que esto sea realidad para mí". Pero
entendámonos; no es que María se sienta esclava, en el sentido en que nosotros lo
entendemos; no era ésa la mentalidad de Lucas, ni su intención, tan a menudo manipulada
y tergiversada; su deseo es realizar la propia libertad. Es como quien, acostumbrado a vivir
bajo una luz intensa, dice que ha oscurecido porque ha intuido la amenaza de una menor
intensidad luminosa; parece una exageración a quien no vive la experiencia, pero a la
percepción nítida del que la vive es así. O como cuando Teresa de Jesús, bajo la luz de la
cercanía de Dios, vuelve sus ojos al pasado y se confiesa gran pecadora; si nos asomamos
a ese pasado, los demás no tenemos, ni mucho menos, esa impresión de la vida de Teresa.
Dios es quien conciencia a María, y no la conciencia de su esclavitud, sino de su condición
de criatura; y la conciencia con su Palabra; Dios se le muestra libre, y la exigencia que
deriva de esta revelación es que ella debe ampliar el campo de su conciencia, porque nada
de lo que es María debe quedar excluido de la acción de su Palabra. La consecuencia de
este primer hito del camino es la consciencia de verdad que tiene María. Efectivamente,
María será menos libre cuanto menos abierta y consciente de la verdad; en ella se cumple
lo que afirma el cuarto evangelio, puesto en boca de Jesús: "Y conoceréis la verdad y la
verdad os hará libres" (Jn 8,31-32). Verdad que en María es su verdad y la verdad de Dios
que ella va a conocer en su hijo Jesús: "Yo soy la Verdad". El tercer hito, que sólo
queremos apuntar, es, a su vez, consecuencia del primero y del segundo: la consciencia de
finitud y, por ende, de mortalidad; la consciencia de la propia y radical limitación de criatura.
Cuando esta triple y encadenada consciencia se comienza a dar, se puede andar en
libertad.

3) Hay, por último, otro plano de libertad: la libertad final que viene a ser el término del
camino de realización, es decir, el final del proyecto de libertad que se nos da al comienzo
de la vida. María ha realizado su libertad total: su glorificación última, unida a la glorificación
pascual de Jesús, es asimismo una palabra de la iglesia; cuando ésta proclama que es
asumpta, en el fondo viene a decir que ha culminado su proyecto de mujer libre. Dice que
ha conquistado su libertad, que ha vencido.

b) Cualidades de su libertad. Aunque la libertad es susceptible de múltiples


descripciones, y las cualidades de la misma se pueden ver desde distintas perspectivas,
voy a tomar una de ellas desde la dimensión psicológica, la de Rollo May, que piensa que
la libertad se caracteriza por estas cualidades: la planificación, la modelación, la
imaginación, la elección de valores y la intencionalidad. Rollo May pone especial énfasis en
la última; yo creo que también las otras son igualmente importantes.

1) La libertad no es la irracionalidad, sino la capacidad del yo ampliada al máximo. Lo


que en términos de Johari diríamos es la reducción de los cuadrantes 2 (oculto), 3 (ciego) y
4 (desconocido), en favor de la ampliación del cuadrante 1; o la asunción consciente de la
realidad inconsciente, en términos psicoanalíticos. Que no es decir pura racionalidad, ni
predominio de la misma. La planificación es un dato de la libertad no como cálculo
detallado, sino como situación del ser y del hacer en un marco de sentido, en un proyecto.
En María parece claro: no deja que la historia la lleve y la traiga a su antojo; no se confía a
un destino ciego; no se deja conducir por su irracionalidad o la de los otros, sino que la
ampliación de su conciencia hace posible el que sea ella la que asuma las riendas de su
vida, sin delegar su proyecto de persona a otras instancias que no sean ella misma, ni
siquiera Dios; las decisiones y el proyecto de su vida se hacen en el diálogo y no en el
capricho o la imposición divinas, su fe no es un acto aislado y ciego, sino una opción de su
persona total por Dios y por la propuesta suya. María, aun en el riesgo de lo desconocido
(en detalles), planifica, el relato de la anunciación lo dice, y el de Caná también. Hay un
proyecto en juego, y ese proyecto tiene unas realidades; cuando no las ve claras las
pregunta; y cuando decide realizarlo, sabe fundamentalmente de qué se trata, cuál será la
dirección de su vida; el resto, la vida misma lo irá diciendo.

2) La modelación se entiende desde las dos vertientes, la activa y la pasiva, modelar y


dejarse modelar; hacerse y dejarse hacer, hacer en la historia, intervenir, y dejarse
empapar por esa misma historia en cuanto que la hacen a la par muchos otros. Es la
consciencia de que esto se está llevando a cabo, como muestra la frase de Lucas:
"Guardaba las cosas en su corazón".

3) La imaginación es no permitir que la razón tenga la última palabra, o que se adueñe


de todas, sino dejar que emerjan a la consciencia las capacidades inconscientes, de
creatividad y de sorpresa. En esta clave se podría leer el relato de la visitación de María a
Isabel; la explosión inconsciente que se origina por la emergencia del Espíritu se exterioriza
en el canto de un himno que lleva la marca del poema, de la construcción literaria, que
pone en juego otras realidades tanto o más potentes que la razón. La libertad tiene mucho
que ver con la imaginación, también en Caná María comienza algo aparentemente absurdo
que desborda en creatividad y abundancia. Con frecuencia son los obstáculos los que
ponen en marcha el dinamismo de la imaginación como forma libre de sortearlos y de
recrear la realidad.

4) Y María elige valores; y tiene que seguir eligiendo a lo largo de su vida según el
horizonte de su planificación, ella misma crea valores; está invadida por el Espíritu Santo
que es como el viento, del que oyes su rumor y no sabes a dónde va, ni de dónde viene, el
Espíritu, como el viento; pero Jesús lo afirma del que nace del Espíritu (cf Jn 3). María elige
los valores del plan salvador de Dios por la encarnación y la redención.

5) Por último, la libertad de María es intencional, es decir, que no sólo incluye las
intenciones, sino que la intencionalidad se apodera de toda su persona como cualidad de la
libertad.

c) La Palabra, fuente y dinamismo de su libertad ¿De dónde brota la libertad de María?


Ciertamente que de su hondura personal; pero en esa hondura lo que existe es palabra.
Dios que habla. María que habla. Tiene ella la memoria histórica en la que reconoce a su
pueblo como nacido de la palabra, desarrollado por la palabra. Esa palabra, que es libertad
para Israel, está en María; por eso no se puede dividir su libertad personal de su libertad en
cuanto pueblo. En esta dimensión de su realidad nos vamos a detener brevemente.
Israel, en su camino de liberación, ha tenido la palabra de Dios como fuente de libertad y
como dinamismo en su desarrollo. Resumiendo, diríamos que las palabras fundamentales
son las siguientes: palabra de promesa, palabra de éxodo, palabra de alianza, palabra
profética, palabra inquisitiva y sufriente y palabra de esperanza. Y en la plenitud de los
tiempos, Dios es libertad en su Palabra encarnada y en su palabra eclesial. Estas mismas
palabras son fuente y dinamismo de libertad para María. Intentaremos dejar apuntadas las
líneas en que se vuelven libertad para María en su dimensión simbólica de pueblo.
Ella, como Abrahán, ha recibido una palabra que es promesa; se inicia su andadura en
el plano de la fe. Abrahán deja su clan y el Dios de sus padres; María deja buena parte del
judaísmo de sus padres, para comenzar un camino nuevo, guiada sólo por la palabra de la
promesa; camina en la fe; esta fe es la que define su vida. Su confianza básica y original en
Dios es principio de libertad, puesto que su libertad es tal desde la fe.
La palabra de libertad que ha vivido el pueblo en el éxodo, en cuanto salida y en cuanto
desierto, es paradójica en los relatos que Mateo nos hace de la infancia de Jesús; no es su
propósito repetir el esquema, pero algo tiene que ver. María y su hijo no tienen que salir de
Egipto, porque ahora Egipto no es lugar de cautividad, ha invertido Mateo la situación de
las tierras y su significado; María y su hijo, con José, tienen que dejar su tierra, esa tierra
que los israelitas consideraban lugar de cumplimiento de la promesa, lugar de libertad, esa
tierra es ahora lugar de opresión para el mesías, para los pobres, para los fieles como
María; ellos tienen ahora que ir a la libertad de Egipto, la libertad del extranjero. Es una
palabra de llamada; llamada a otro tipo de libertad, llamada a la situación de caminante que
vivió Abrahán y que vivieron otros líderes, Ios que nunca pudieron instalarse y disfrutar de
la tierra, porque la fe es desarraigo, y la libertad impide tener otro Absoluto que Dios. María
invierte el camino de la opresión a la libertad. La palabra que recibe, a través del mandato
hecho a José, la sitúa en una nueva versión de salida; la libertad pide camino, se ahoga en
la idolatría. Vive ella la libertad y lleva a su hijo a la libertad. Pero ni siquiera ahí puede
instalarse, todavía tendrá que salir de nuevo, porque otra palabra origina deshacer el
camino que se anduvo; la libertad es provisional; no tiene patria; está en el camino, se hace
en el camino.
Solemos contraponer la libertad a la ley, como si de verdad fueran incompatibles;
confundimos a menudo la ley con la imposición y quizá la libertad con la anarquía. Libertad
y ley son realidades humanas capaces de humanizar. Israel vivió su libertad desde una
palabra de ley que situó las relaciones con Dios y las relaciones de los miembros del
pueblo entre sí, en contexto de alianza. Es el mismo contexto en que se desarrolló la
libertad de María; hizo suya la experiencia pactual que vivió Israel y desde ella creció en su
libertad. Si María puede ser humanidad nueva es porque realiza la alianza con Dios y esa
alianza lleva consigo una mutua normativa que permite a Dios su desarrollo en su hijo
Jesús y a María su desarrollo personal libre. La ley a la que ambos se someten es la ley de
la palabra compartida, la ley del diálogo como espacio de expresión libre y comprometida
que culmina en una nueva alianza.
Por esa alianza, María es profeta que anuncia a su Dios y denuncia la infidelidad.
Asimismo, Dios es, para ella, profecía y cumplimiento: anuncio de su Hijo y cumplimiento de
la palabra dada a los hombres. Voz que grita para ella sus maravillas y la vuelve lúcida para
que se vea a sí misma obra grande de él. La palabra profética es siempre una palabra libre
que invita a la libertad.
M/SUFRIMIENTO-PD /Lc/02/35 /Lc/02/48: Es contraria a la libertad la inhibición y la
postura del avestruz ante las dificultades de la vida. Por eso es palabra libre la que puede
preguntar sin temor y la que acepta las consecuencias de su pregunta. Job es la pregunta
radical humana. Israel muestra en él sus llagas más íntimas y dolorosas; es la pregunta
libre de un Dios libre que se permite responder preguntando de nuevo, situándole en otro
plano. Dios no es sólo palabra de respuesta, es también libertad que pregunta. Qohelet, por
su parte, es el límite con la realidad; la situación ininteligible, es la palabra del misterio que
no se deja manipular y que produce crisis, situaciones existenciales aparentemente sin
salida. Y tanto Job como Qohelet son la palabra sufriente del sabio; son el signo de una
palabra libre de Dios. María también vive el sufrimiento de no comprender: "Hijo ¿por qué
nos has hecho esto...?-, y busca en su interior la respuesta al enigma que es su hijo, María
es palabra de libertad sufriente que pregunta, palabra sabia que se interroga ante la
perplejidad de lo que no parece tener sentido a primera vista. Ella vive en sí misma ese
momento crítico y madurativo de la liberación de su pueblo. Su hijo es palabra libre que
pregunta con su actitud y con sus palabras, casi con la exigencia: "¿Por qué me buscabais?
¿No sabíais que yo debo estar...?" María buscará la respuesta, pero tardará en llegar.
Israel vivió el exilio y en él se gestó su esperanza. Se esperó una nueva creación, se
gritó la libertad de modo muy diferente a como se gritara en Egipto; era un pueblo que
había madurado desde sus propios errores e infidelidad. El exilio fue una experiencia,
primero hacia adentro y luego hacia afuera, de lo que significa la cautividad, en el exilio,
Israel aprendió a orar de otra manera, a rogar la libertad total; descubrieron que los
enemigos estaban dentro del pueblo en cada uno y no solamente en los imperios vecinos.
El exilio fue la prueba de la libertad; el resultado fue la esperanza.
¿Podemos decir que María vivió esta experiencia, ella que no conoce el pecado? La
vivió en una inocencia —o gracia— madura; vivió la prueba de la fe hasta que Jesús
resucitó; por la fe esperó lo que no se veía, y su fe la vivió en el cautiverio que constituía el
destino de su pueblo, así parece expresarlo la profecía de Simeón en el templo (cf Lc 2,35):
su hijo será una bandera discutida, señal de contradicción para su pueblo; y esto, con la
definición de cada cual ("quedarán al descubierto las intenciones de muchos corazones"),
será para ella motivo de dolor, sufrimiento enclavado en el horizonte de esperanza que es
su hijo mismo y que es la palabra de Dios que ella ha recibido. María, si se puede hablar
así, cargará con el exilio de su pueblo; la libertad será ese descubrimiento de las
intenciones de muchos corazones, de nuevo, la verdad en su honda conexión con la
libertad.
Pero la verdadera y definitiva palabra de libertad que escucha y que sigue María es
Jesús, la encarnación de Dios, y esta palabra, que es su hijo, es palabra de libertad en ella,
porque ella es asimismo encarnación de la libertad salvadora de Dios
·Navarro-M

II. Nivel cristológico-trinitario


1. MARÍA, PRIMERA PERSONA DE LA HUMANIDAD. Sabemos que María es realidad
humana y la queremos definir antes que nada como creatura: no forma parte del misterio de
Dios, pertenece a nuestra historia. En segundo lugar, la definimos también como mujer: en
ese plano la sitúan las observaciones anteriores de M. Navarro. Pero, en un sentido radical,
queremos definirla y presentarla ya como persona abierta por Jesús hacia el misterio
trinitario. En esta línea se mantienen las observaciones que ahora siguen.
Ellas quieren partir de un tema que la tradición ha planteado: el principio fundamental de
la mariología. ¿Qué es lo que define radicalmente a María? ¿Cuál es la nota que vendría a
situarse como base y fundamento de todas las restantes notas de su vida? Esta pregunta
ha recibido respuestas diferentes: unos dicen que María es ante todo madre de Dios; otros
destacan su profunda relación con Cristo, en plano de cooperación mesiánica o de
corredención; otros la presentan como tipo y compendio de la iglesia; hay algunos que se
fijan en su fe, el camino de su vida abierta fielmente hacia el misterio... En estos últimos
años, L. Boff ha pretendido demostrar que ese principio unificador y fundante de la
mariología es el carácter femenino de María: ella es la mujer por excelencia, la persona
donde viene a desplegarse y realizarse en plenitud lo femenino, como misterio de Dios
(ligado al Espíritu Santo) y realidad que es plenamente humana.
Con todas las precauciones que un tema así requiere, yo me atrevo a presentar este
principio fundamental de la mariología: la Virgen es modelo y principio de realización
personal en plano humano. Ciertamente María es la mujer creyente, medie de Dios, socia
de Cristo y tipo de la iglesia. Pero ella es ante todo y radicalmente creatura plena y como tal
persona humana. Por eso quiero definirla como la primera persona de la humanidad. Y
diciendo esto reasumo todos los aspectos anteriores: es persona siendo mujer y creyente,
como socia de Jesús, madre de Dios, imagen de la iglesia; es persona como creatura, la
primera creatura de carácter personal que brota sobre el mundo (y se realiza libremente) en
relación con Cristo.
Esto nos conduce al centro del misterio cristiano, allí donde encontramos a Jesús, el Hijo
de Dios sobre la tierra. Ciertamente, Jesucristo es hombre en el sentido radical de la
palabra o, mejor dicho, es el hombre. No es que hubiera humanidad ya terminada y luego,
en un momento posterior, viniera el Cristo a realizarse como humano. Ciertamente había ya
seres humanos: creados por Dios en libertad, capaces de buscar y realizarse en un camino
abierto hacia el misterio de la propia trascendencia en la que el mismo Dios se va
manifestando dentro de la historia. Pero no existía humanidad perfecta, no se había
desvelado el hombre verdadero que será Jesús, el Cristo.
Como podrá observarse superamos una perspectiva esencialista donde el hombre viene
a interpretarse desde fuera de la historia, en plano intemporal, como si fuera suficiente ser
cuerpo y alma para definirse como un hombre verdadero. Cuerpo y alma, animalidad y
pensamiento resultan esenciales, pero son insuficientes para darnos el hombre verdadero,
que realiza hasta el final su esencia plena: aquel viviente que proviene de Dios en línea de
generación humana, se realiza en libertad ante los otros y culmina su existencia abriéndose
en amor y vida hacia Dios Padre. Superamos esa perspectiva esencialista para situarnos
dentro de una línea histórico-mesiánica. Partiendo de ella, afirmaremos: 1) Jesús asume el
camino de lo humano, encarnándose en la historia de realización de una humanidad que
está buscándose a sí misma, buscando su sentido. 2) Culminando ese camino como Hijo de
Dios, Jesús realiza la esperanza de lo humano y con eso se desvela como el hombre
verdadero.
De esta forma, dentro de la definición de Calcedonia, que sigue siendo plenamente
válida, introducimos la experiencia bíblica del camino de la humanidad: a) Jesús es hombre
verdadero porque asume todo el camino de lo humano, en la linea de encarnación
genealógica que ha destacado el evangelio (cf Mt 1,1-16, Lc 3,23-38). b) Pero Jesús no es
sólo un hombre, es el hombre verdadero, de tal forma que todos los restantes sólo
realizamos plenamente nuestra esencia humana por obra de su gracia, pues él nos
introduce en su mismo camino filial de realización y encuentro con el Padre.
Entre los hombres que reciben su plena humanidad desde Jesús y la realizan en linea de
apertura al Padre, destacamos la figura de María. Partiendo de la biblia, ella aparece en la
conciencia de la iglesia como la primera de todas las personas redimidas, es decir, de
aquellas que realizan la esencia de lo humano y de esa forma culminan su camino en el
misterio de Dios y de la vida humana. Pero entre María y Cristo descubrimos una clara
diferencia que debemos presentar ya desde ahora y que luego explicitamos:
- Jesús es hombre verdadero en cuanto asume nuestra historia y ha venido a realizarse
dentro de ella de manera total, comprometida. No es un Dios que planea desde arriba, ni un
fantasma que recibe nuestras apariencias: es humano porque nace de los hombres y con
ellos realiza la existencia hasta la muerte. Pero Jesucristo no es persona humana en el
sentido radical que esa palabra ha recibido en la dogmática cristiana: no realiza entre los
hombres un camino nuevo, diferente, sino el mismo camino personal, filial, del Hijo eterno
de Dios en el misterio trinitario.
- María es también hombre (ser humano) verdadero por la gracia de Jesús que la
introduce en su misterio de realización y plenitud mesiánica. Pero debemos añadir algo que
es nuevo: María es ya persona humana, es la primera persona de la historia. Tiene
hondura personal siendo creada, por hallarse en honda relación con Cristo.
Como puede observarse, hemos llegado al mismo centro de la realidad, allí donde se
viene a definir lo que es más propio de Dios y de los hombres. Pues bien, lo propio de Dios
es ser persona o, más bien, encuentro de personas dentro de eso que llamamos el misterio
trinitario. De manera aproximada podemos definir a la persona como el ser que es dueño de
sí mismo dándose a los otros, recibiendo de ellos la existencia o compartiéndola con ellos.
En linea trinitaria sólo existen tres maneras de ser (y realizarse) en forma de persona.
Veamos brevemente:
- El Padre es persona porque siendo dueño de si mismo se regala, haciendo así que
surja el Hijo, que procede de su misma entraña. Es persona al darse de manera que es lo
que está dando y da lo que está siendo.
- El Hijo es persona recibiendo todo lo que tiene desde el Padre: lo recibe como propio y
de esa forma tiene (o realiza) aquello que le dan y acoge aquello que realiza.
- El Espíritu Santo es persona compartiendo el ser del Padre y del Hijo, como el mismo
amor común en que los dos se encuentran mutuamente vinculados.
La persona ha de entenderse, según esto, en clave trinitaria, como misterio de
realización donde se vinculan el dar y recibir, de tal manera que los nuevos seres puedan
asumir la vida compartida, que es el Espíritu Santo. Pues bien, si formulamos el dogma de
la iglesia en su totalidad, tenemos que afirmar: Dios no ha querido (¿no ha podido?) crear a
las personas desde fuera, sin comprometerse en la historia de los hombres. Dios ha
introducido su misterio personal en nuestra historia, a fin de que los hombres participen así
de su camino y se realicen también como personas.
Estoy suponiendo de esta forma que, tomado por sí mismo, en su propia realidad
vital-pensante, como esencia de este mundo, el hombre todavía no es persona en un
sentido estrictamente dicho. El hombre en sí es naturaleza, como ser que se va haciendo
en un proceso que le ajusta a los restantes seres de este cosmos. Cristianamente
hablando, el hombre sólo puede ser persona en relación con el misterio trinitario, allí donde
en un gesto de plena libertad y gracia plena viene a introducirse en el espacio del
encuentro intradivino.
Ciertamente, la palabra persona se utiliza también en otras claves, con sentidos
diferentes, dentro de la misma teología. No rechazo esos sentidos, pero pienso que deben
enraizarse en el sentido principal, de tipo trinitario. Es aquí donde ahora quiero situar
nuestro lenguaje, utilizando la palabra persona de manera estricta: el hombre sólo llega a
ser persona si es que está relacionado con un Dios personal que le permite realizarse de
manera plena, definitiva, en un nivel de llamada y de respuesta, de libertad y entrega
confiada.
Podemos formularlo en otra clave: sólo si Dios se manifiesta de manera personal, los
hombres pueden realizarse y vivir como personas. Estrictamente hablando, la persona
pertenece al plano de la manifestación trinitaria de Dios y no a la esencia general o natural
del hombre. Por eso, definimos al hombre como el ser que, por gracia de Dios, puede
realizarse en plenitud como persona. Y definimos a Dios como aquel que siendo personal
en sí puede hacer que surjan en su entorno seres personales, capaces de realizarse en
libertad, culminando su existencia.
Todo eso nos obliga a plantear mejor el tema de la revelación de Dios como principio del
proceso de personalización en lo creado. Resumiendo un argumento que quizá debiera
precisarse, podemos afirmar: para que surjan seres personales no basta con que Dios
suscite un mundo hacia lo externo; debe introducirse dentro de ese mundo, abriendo su
camino personal para los hombres. En otras palabras: para crear en la historia seres
personales Dios tiene que encarnarse o, mejor dicho, tiene que encarnar, actualizar o
realizar su camino personal dentro de esa historia. Evidentemente, todo lo que ahora
estamos afirmando pertenece al campo del misterio. No lo sabemos por teoría, no lo
formulamos en un plano de verdades generales. Lo afirmamos solamente porque recibimos
la revelación y hemos querido explicitar su contenido. Pero no nos detengamos más sobre
este tema. Aceptemos ya en concreto el hecho de la encarnación, la Trinidad económica, y
veamos el sentido personal y personalizante de cada una de las personas trinitarias:

- El Padre no se puede encarnar como tal en nuestra historia. Pienso que no hay
hombre que se pueda realizar como expresión total de su misterio, como ser que da la vida
desde el fondo de sí mismo. Por eso el Padre permanece siempre en una altura que resulta
inalcanzable para nosotros: tenemos que venerarle como fuente originaria y trascendente
de la vida. Dicho esto, podemos añadir: María viene a presentarse sobre el mundo como
signo (no como encarnación) del Padre cuando engendra sobre el mundo a Jesucristo el
Hijo.

- El Hijo se ha encarnado de hecho en Jesucristo. De ese modo manifiesta en forma


humana, dentro de la historia, el misterio de la filiación: recibe el ser y vida (ousia) de Dios
Padre y lo sigue recibiendo en el camino de su misma vida humana. Antes decíamos que el
hombre nunca puede reflejar del todo al Padre. Ahora añadimos: hombre es aquel ser en
donde el mismo Hijo de Dios puede encarnarse hasta el final, para realizar dentro del
tiempo su camino de filiación eterna. De esa forma, al encarnarse, Jesús es la misma
persona del Hijo de Dios en nuestra historia: expresa humanamente, en fidelidad a Dios y
amor fraterno-redentor, su misma plenitud eterna, el ser de su persona trinitaria. Todos los
demás hombres, empezando por María, sólo nos podemos realizar como personas cuando
nos unimos a Jesús, asumiendo su camino de encuentro con el Padre.

- El Espíritu Santo no se puede encarnar en un sentido individual. Más que un


individuo, en el sentido que nosotros conocemos sobre el mundo, el Espíritu es unión de
amor que liga a las personas, vinculando de esa forma al Padre con el Hijo. Por eso no se
encarna, no explicita su ser en un camino individual; pero se expresa y viene a hacerse
presente en el conjunto de la historia de los hombres, como luego mostraremos.
Volvamos hacia el tema. Hemos definido al hombre como ser que se halla abierto hacia
el misterio personal: no puede ser persona por sí mismo, pero puede serlo en ámbito de
gracia, como don del Dios que se revela y le introduce (le realiza) en su misterio. Jesús, en
cambio, es persona por sí mismo, es decir por su propia realidad de Hijo de Dios, en un
nivel eterno. Es persona en cuanto vive abierto al Padre, en comunión de amor, en el
Espíritu. Pues bien, la novedad cristiana puede formularse de esta forma: Jesús ha
desplegado su misterio personal de Hijo de Dios en nuestra misma realidad, en nuestra
historia humana, capacitándonos así para vivir como personas.
En términos estrictos, esto significa que Jesús es creador: nos capacita para ser
personas. No es creador en un nivel de ley, de realidad cósmica o externa, sino en plano
más profundo, de persona. Esto es posible porque, como ya hemos señalado, la persona
no es lo separado, en ámbito de esencia: ella es más bien la relación, un modo más
profundo de ser, en referencia a Dios y hacia los otros, de manera que por ella culminamos
ya nuestro camino y somos lo que Dios había querido de nosotros al principio.
Pues bien, en este aspecto, conforme a todo lo que estamos indicando, debemos
precisar que la primera persona estrictamente humana de la historia es la madre de Jesús,
María. Ciertamente, ella es humana; es cuerpo y alma, animalidad y pensamiento, conforme
a la manera ya tradicional de entender esa palabra. Pero hay más: ella se viene a realizar
por gracia de Dios como persona en el sentido radical de la palabra: se hace dueña de sí
misma y planifica su existencia en un camino de apertura a lo divino. Recordemos que
Jesús es vida humana, un individuo de la historia, pero no es persona humana, sino el
mismo Hijo de Dios que se realiza como historia introduciendo su misterio filial, misterio
eterno, en el camino temporal de nuestra tierra. María, en cambio, es persona en plano
humano, como creatura que se vuelve responsable de sí misma y puede desplegar su
realidad y culminar de esa manera su camino temporal dentro del camino eterno, trinitario.
La persona pertenece, según esto, al plano de realización escatológica del hombre. Dios
ha hecho a los hombres para ser personas, es decir, para encontrar su plenitud y
realizarse, como creaturas, en ámbito divino. En este aspecto se podrían distinguir dos
tipos de caminos. Condenados serían aquellos que se pierden, no llegando a culminar en
Dios la realidad de su persona. Salvados en cambio, son aquellos que despliegan hasta el
fin su realidad y se mantienen para siempre en relación con lo divino, llegando a ser
personas en sentido pleno y verdadero.
La grandeza de María consiste precisamente en esto: por gracia de Dios ella consigue
ser persona, desplegando sus posibilidades humanas más profundas, en nivel de libertad
en apertura hacia el misterio trinitario, en nuevo encuentro con los hombres, sus hermanos.
El misterio se formula, por tanto, como sigue: no es que exista un Dios que es Trinidad o
Cuaternidad sin más, como pueden suponer C.G. Jung o ciertos mitos; es que ese Dios, sin
dejar su trascendencia, se realiza (expresa todo su amor personal) dentro de la historia en
Jesucristo, el misterio está en que Dios ha introducido en su camino a los hombres de la
historia, haciéndoles capaces de decir una palabra que resulta ya definitiva y realizarse
para siempre, como humanos, seres personales, dentro del espacio de encuentro trinitario.
Pues bien, al interior de ese misterio, como primera persona de la historia, por su relación
con Cristo Hijo de Dios, encontramos a María.

2. JESÚS, EL VARÓN. MARÍA, LA MUJER. Planteamos de otra forma el tema. Jesús,


Hijo de Dios, es un varón. María, la primera persona de los hombres se realiza, sin
embargo, en forma de mujer. ¿Por qué? No podemos definirlo estrictamente, ni podemos
llegar hasta el final en las razones y argumentos, pues estamos ante un dato original y
creador, de aquellos que desbordan todos los antiguos supuestos racionales. Sin embargo,
de una forma indicativa, podemos exponer nuestro argumento.
Cristo es varón y así debía serlo en el contexto en que se mueve. Difícilmente hubiera
realizado su tarea mesiánica de liberación y de promesa si es que fuera una mujer en aquel
tiempo. Sin embargo, en su verdad más honda, Cristo no ha venido a definirse ya como
varón, sino como aquel hombre que ha entregado su vida por los hombres, en gesto de
total generosidad y donación perfecta. Por eso, en la línea de Gál 3,28 debemos afirmar
que el mesías verdadero ya no se define por ser varón o mujer, sino porque ha ofrecido a
todos los humanos la verdad fundante de su misma filiación divina. Estrictamente hablando,
ese Cristo, Hijo de Dios, podía haberse realizado sobre el mundo en forma femenina.
María es mujer y así debía serlo como madre del Cristo, Hijo de Dios. En ese aspecto,
ella debe ser mujer, puesto que engendra sobre el mundo al mismo Hijo divino. Sin
embargo, en la línea de nuestra exposición anterior, y a la luz del Cristo que supera todas
las antiguas diferencias, debemos afirmar que en lo más hondo de su vida María no ha
venido a definirse ya como mujer frente a varones, sino como persona en el camino de su
propia realización, en apertura de palabra-amor ante el misterio.
Ciertamente, María es mujer y debe serlo como Madre del Cristo de los hombres, o
mejor, del Hombre mesiánico, pero su feminidad resulta muy especial y la debemos precisar
con gran cuidado. Resaltamos para ello tres matices que son, a nuestro juicio,
significativos.

a) En primer lugar, María es mujer pero se define como Virgen. No es la esposa de un


varón, no es el complemento femenino de un marido, al menos en el plano más profundo de
su vida. Ella es Virgen porque la palabra de Dios y la presencia de su Espíritu le han
capacitado para mantenerse en pie, como persona autónoma, distinta, creadora. En este
nivel de virginidad, siendo mujer, María se define radicalmente como persona: acepta la
palabra de Dios y le responde con la propia palabra de su vida (cf Lc 1,26-38).

b) En segundo lugar, María es madre-paternal, como se supone en todo lo indicado: es


madre desde un Dios que es trascendente y de esa forma asume dentro de su vida los dos
rasgos del padre y de la madre. En ese plano de profundidad radical, como primera
persona de la historia que dialoga desde el mundo con Dios Padre, María ya no necesita
del varón para engendrar. Lleva dentro de sí misma el gran misterio de la Vida, que es
palabra de Dios, y así la ha explicitado al convertirse en madre del mesías.

c) En tercer lugar, María es madre para hacerse hermana, como muestra de una forma
privilegiada todo el NT. Ella comienza siendo madre: es signo de Israel, del pueblo que
camina, abierto hacia el futuro nacimiento de la vida, es signo de la antigua humanidad que
está esperando a su mesías. Por eso debe realizarse en forma de mujer y madre: sólo así
ha podido compendiar todo el camino de los hombres, siendo la mujer-humanidad, el
culmen y compendio de la historia. Quiero precisar bien esto: sólo en figura de mujer y
madre María se presenta (puede presentarse) como expresión universal del ser humano.
Pero éste es sólo un primer plano del misterio: una vez que ha realizado su función de AT,
una vez que ha engendrado a Jesús, María puede presentarse ya como creyente, entre el
grupo de creyentes de la iglesia. Ahora es simplemente hermana de la nueva comunión de
los salvados por el Cristo, como muestran de manera muy precisa aquellos textos que a
veces se han llamado antimarianos del NT: Mc 3,31-35; Lc 11,27-28; He 1,14-15.
María viene a desvelarse como la primera persona de la historia allí donde se cumple ya
la etapa vieja, allí donde san Pablo nos hablaba de la "plenitud del tiempo" (Gál 4,4). Ella
pertenece, por un lado, al mundo antiguo: es la doncella de Sión que sigue caminando en la
esperanza y que concibe a través de la palabra. En ese aspecto debe actuar como mujer,
es la mujer definitiva de la historia. Por otro lado pertenece, sin embargo, al mundo nuevo
que ha surgido del mensaje y la presencia de Jesús resucitado. En esa perspectiva ya no
puede definirse más como mujer (aunque evidentemente sigue siendo mujer sobre la tierra):
se define en su sentido radical como persona a través de la palabra de su encuentro con
Dios (cf Lc 1,26-38), y de su misma inserción dentro de la iglesia (cf He 1,14-15).
PERSONA/TRES-NOTAS: Por todo lo anterior ya queda claro que nosotros definimos a
María en su clave más profunda como persona: es creatura que se eleva respetuosa frente
a Dios y que le escucha y le responde a través de su palabra, realizándose a sí misma para
siempre. Es creatura que se abre en solidaridad y amor a sus hermanos, ofreciéndoles el
don de su existencia, que es la vida de Jesús, el Cristo. Tres son, a mi entender, las notas
que definen sobre el mundo a la persona. Las tres se cumplen de manera primordial,
perfecta, en la figura de María:
n María es persona como dueña de sí misma, es decir, como responsable de su propia
realización y su existencia. Así lo muestra de manera radical el texto de la anunciación de
Lucas (I,26-38). Dios mismo le pide permiso, Dios mismo dialoga con ella. María responde
diciendo guenoito, en palabra que expresa su vida. Con eso se eleva ante Dios y le dice
"que se haga" (fiat, hágase). Sólo como dueña de su propia palabra y de su vida María es
persona y puede presentarse luego como modelo de interioridad, de fe o vida creyente.

n María es persona dialogante, en relación con Dios. Ya hemos dicho que persona es
el que sabe dialogar con el misterio: acoge la palabra de Dios Padre y le responde, en un
encuentro de amor definitivo, que nunca se termina (porque Dios Padre es eterno). Pues
bien, María es la persona radical de nuestra historia: en ella ha culminado y se ha cumplido
el diálogo que había comenzado por Abrahán y los profetas. Ahora un hombre, una persona
humana, ha dicho a Dios que sí de forma plena, y de esa forma restablece el diálogo
mesiánico por siempre: engendra al Hijo Jesucristo. Sólo en esta línea de diálogo personal,
María viene a presentarse como expresión de la paternidad de Dios sobre la tierra y se
convierte en madre del mismo Hijo de Dios, de Jesucristo. De esta forma se resumen, en
nuestra perspectiva, las visiones ya indicadas del principio mariológico fundamental
(maternidad divina, asociación redentora con Jesús).

n María es persona en cuanto vive en relación abierta hacia los hombres, como ya
hemos indicado previamente. Ella es por un lado la mujer, hija de Sión, que ha
compendiado en su persona los caminos de esperanza de la historia; por eso, al dialogar
con Dios y responderle, ella responde en nombre y para bien de todos los humanos. Pero
hay más: haciendo todo el camino de Jesús, María misma ha culminado en el misterio de la
iglesia, como hermana entre los hermanos (cf He 1,14-15), como madre que ahora forma
parte de la casa del discípulo que Jesús amaba (Jn 19,25-27). Ella se viene a definir, de
esa manera, como hermana entre todos los hermanos, como amiga radical en el gran
círculo de amigos que forman la comunidad fundante de Jesús. Por todo eso es persona, la
primera persona de la nueva humanidad de los salvados. En esta perspectiva ha de
entenderse, a mi sentir, la tesis de aquellos que presentan como principio mariológico
fundamental la visión de María como imagen o icono de la iglesia.
Podemos concluir. Por todo lo anterior pensamos que María se define antes que nada
como la primera persona realizada en un nivel humano: es hermana entre los hermanos,
amiga entre los nuevos amigos de Jesús. Ella ha recorrido, por la gracia de Dios, ese gran
camino que nos lleva desde el viejo tiempo de la espera (la maternidad de Israel) al nuevo
tiempo de la plenitud mesiánica en que Cristo ha vinculado en su gran cuerpo a todos los
humanos (Gál 3,28). En ese cuerpo de liberación y plenitud está María.
(·PIKAZA-X. _DICC-DE-MARIOLOGIA. Págs. 1590-1602)

FUNDAMENTOS BÍBLICO-TEOLÓGICOS
DE UNA VISIÓN MARIOLÓGICA DE LA LIBERTAD
En ciertos ambientes se piensa que la figura y la piedad marianas se han empleado
dentro de la iglesia como un medio de opresión. La presencia de María como "esclava del
Señor" ha reforzado la exigencia del sometimiento religioso: los hombres tenemos que
inclinarnos ante la voluntad poderosa de Dios, como seres indefensos, dependientes,
siempre menores de edad ante el misterio. Se dice que María ha reforzado también la
estructura sexista de la iglesia: ella es la mujer que brilla como reina muy querida, en nivel
de belleza y corazón, de transparencia y de ternura; precisamente por eso debe hallarse
resguardada, dentro de un hogar, y protegida, mientras los varones son los que deciden por
sí mismos la marcha de este mundo. Finalmente, María puede interpretarse como signo de
la división social; ella pertenece a las clases más humildes de la tierra, a los pequeños
labradores o artesanos; ha realizado su camino de santidad viviendo entre los pobres, sin
proclamar jamás la lucha en contra de los ricos, por eso es patrona de los unos y los otros,
sosteniendo a todos en una reconciliación que sólo tendrá lugar en el reino de los cielos.
Los que han interpretado así a María van en contra de los datos del NT, que entienden
la palabra sierva en otra perspectiva humana y religiosa, como ha indicado certeramente E.
Perettot. Teniendo en cuenta sus aportaciones, quiero desarrollar el aspecto más teológico
del tema. Expresamente me sitúo en la base del pensamiento dialéctico moderno,
representado por Hegel y por Marx. Ellos interpretan la historia de los hombres como lucha
donde los extremos (amo y esclavo, burgués y proletario, varón y mujer) tienen que
oponerse en una especie de batalla originante. Sólo a través de esa violencia o esa lucha
podrá triunfar la justicia y los hombres llegarán a reconciliarse. Por eso, una visión de María
como sierva sometida (en plano religioso, sexual o político) resulta contraria al camino de
transformación liberadora, y debe superarse.
Esto es lo que opinan los autores de la linea dialéctica. Con ellos pienso que María no
puede ser manipulada al servicio de las clases o grupos opresores. Pero debo añadir dos
pequeñas observaciones: 1 ) La presentación bíblica de María como sierva no puede
utilizarse para favorecer ningún tipo de opresión interhumana. 2) La figura y mensaje de
María no se puede interpretar en categorías de dialéctica entendida como lucha de
opuestos: ella nos ofrece el testimonio de una reconciliación mesiánica que es signo de la
gracia de Dios y viene a explicitarse desde ahora sobre el mundo, por medio de Jesús su
hijo, que es el Cristo.
En esta perspectiva queremos releer y analizar los textos del NT que presentan a María
en el espacio semántico de sierva: esclava, servidora, humilde... Partiendo de ellos
estudiamos eso que podríamos llamar la inversión significativa del concepto: así pasamos
de servicio a libertad, de sometimiento a autonomía, de lucha violenta a fraternidad, etc.
María viene a presentarse ante nosotros como signo de ese "proceso de liberación" que ha
realizado Jesucristo, el siervo por excelencia, conforme a Flp 2,6-11. Como Cristo es siervo
victorioso que ha ofrecido la gracia y plenitud para los hombres liberados, así María es
sierva creadora: es la persona que, aceptando su propia realidad de creatura y
desplegando el potencial de gracia que Dios le ha regalado, viene a presentarse como
principio y modelo de liberación para los hombres.

I. María creyente: libertad desde Dios


M/ANUNCIACION/LBT LBT/QUE-ES: Una visión generalizada define libertad como
independencia respecto a todo influjo exterior y como autorrealización del propio sujeto; en
el fondo, sólo es libre el viviente capaz de crearse a sí mismo, en una especie de
movimiento inmanente, sin dependencias o influjos exteriores. Pues bien, en contra de eso,
debemos afirmar que el hombre es libre en la medida en que, acogiendo la palabra de Dios
(su mismo ser), puede actualizarlo y desplegarlo como propio, a través de una opción que
va explicitando con los años.
En esta segunda perspectiva se comprende la libertad de María: ella escucha la palabra
de Dios, asiente desde dentro y dice: "He aquí la sierva del Señor; hágase en mi según tu
palabra" (/Lc/01/38). Éste es el testimonio más preciso y más profundo de realización en
libertad que hallamos en toda la Escritura (prescindiendo ahora de Jesús).
Dios se desvela ante María como palabra, por medio del Espíritu Santo. No es
necesidad cósmica, ni es imposición biológica, ni siquiera es el destino de la vida. Dios es
la palabra que saluda y tranquiliza, es la palabra que promete, explica y pide colaboración
(/Lc/01/28-36); por eso habla sin imponerse, ilumina sin deslumbrar, actúa sin doblegar la
voluntad del que le acoge. En el fondo, podemos definir a Dios como aquel principio
personal de vida (Padre) que nos capacita para decidirnos y realizarnos como libres.
Dios actúa en el hombre como Espíritu, no como un poder o destino biológico que pueda
situarse en el nivel de los agentes materiales o aun humanos que determina la concepción
y gravidanza de una mujer. Precisamente como Espíritu, vida superior, fundamentante y
creadora influye Dios y actúa por medio de María (Lc 1,35; Mt 1,18-21). Pues bien, como
Pablo ha descubierto, "allí donde está el Espíritu del Señor está la libertad" (/2Co/03/17):
Dios actúa liberando al hombre, Dios le capacita para realizarse libremente sin imposiciones
exteriores de carácter opresor.
En esta perspectiva se sitúa la respuesta de María. Cuando dice que es "la sierva del
Señor" no toma el término en sentido sociológico o jurídico del mundo; tampoco lo interpreta
como signo de un sometimiento religioso, como causa de una destrucción o negación de su
persona. Es todo lo contrario. María se dice sierva porque ha escuchado la palabra de la
libertad, porque se ha descubierto fundamentada y potenciada por un Dios que la respeta
en forma plena. Sólo por eso ella se entrega, en gesto de amor, en actitud de alianza.
Porque sabe que Dios ha enriquecido gratuitamente su vida, ella le puede responder en
actitud de gracia, ofreciéndole su vida.
De esta forma cesa la dialéctica del amo y el esclavo. Ni Dios es amo que se impone por
la fuerza, ni María esclava que no tiene más remedio que entregarse a sus caprichos o
mandatos posesivos. Dios es amigo que la potencia y fundamenta con su misma palabra de
respeto (con su Espíritu); y María viene a desvelarse al mismo tiempo como amiga que
recibe todo lo que tiene, lo hace propio y propiamente (de manera libre) puede realizarlo.
Precisamente por eso, porque nadie la obliga, ella afirma que se ofrece como sierva.
ENC/M-LIBERTAD: En esta linea comprendemos la creatividad de María: diciéndose a
sí misma, esto es, pronunciando su palabra más profunda, ella permite que Dios mismo
actualice su Palabra a través de ella. Precisamente en esta transparencia, donde la
voluntad de Dios se hace voluntad de María y el amor de María es presencia plena del
amor de Dios, se encarna el Hijo Jesucristo. Sólo allí donde Dios ha hecho posible que
María le responda de manera personal, profunda y libre puede explicitarse (o encarnarse)
su misterio de amor sobre la tierra 4.
LBT/ESCLAVITUD: Nos hallamos en el centro de eso que pudiéramos llamar la
paradoja del libre y el esclavo: sólo aquel que es libre puede decir humanamente "soy tu
esclavo", en actitud confiada, creadora, agradecida. María se pone totalmente en las manos
de Dios como sierva, porque se descubre en Dios perfectamente libre; así realiza su obra
más perfecta, es creadora de sí misma.
Ésta es la vinculación del amor que se expresa en las palabras del Magnificat: "porque
ha mirado la pequeñez de su sierva..., ha hecho en mí cosas grandes aquel que es
Poderoso" (/Lc/01/48-49). Dios que era palabra se convierte así en mirada misericordiosa,
amiga, creadora. Es misericordiosa porque se ha fijado en la pequeñez (tapeinosis) de
María para levantarla. Es amiga porque contempla sin juzgar ni dominar sin imponer ni
doblegar. Es creadora porque la transforma y engrandece, de tal forma que "de ahora en
adelante me felicitarán todas las generaciones" (Lc 1,48).
D/MIRADA MIRADA/D: La creación se ha convertido de esa manera en cruce de
miradas. Ha fijado Dios sus ojos en María, poniendo en ella su fuerza y su ternura
Conforme a una experiencia que después ha transmitido Juan de la Cruz: "Cuando tú me
mirabas / su gracia en mí tus ojos imprimían" (Cántico espiritual). María se descubre así
mirada, transformada, enriquecida, valorada y liberada por la gracia de unos ojos que no
juzgan ni escudriñan ni condenan. Ella se sitúa precisamente en el extremo opuesto de eso
que una fenomenología de la mirada ha creído descubrir en la presencia de unos ojos
siempre vigilantes que destruyen la autonomía y libertad humanas (Sartre). María descubre
su valor porque la miran y gozosamente exclama: "se alegra mi espíritu en Dios mi salvador"
(Lc 1,47).
Esta mirada de Dios desvela su grandeza creadora: no se cierra en sí para mirarse sin
cesar en círculo inmanente; ha creado a los hombres para poder mirarles y complacerse en
ellos, con el gozo de un creador y un padre amigo que se alegra en sus propias creaciones.
Pues bien, María ya no tiene que esconderse en el jardín, como los hombres han hecho
descubriendo la vergüenza de su desnudez pecadora, desde Adán y Eva (cf /Gn/03/07-11);
no tiene que poner un velo sobre el rostro, ante los ojos como han hecho los judíos, ante el
Dios del miedo que parece hablarles sólo en un lenguaje de terror y muerte (cf2Cor 3,13;
cita de Éx 34 33.35); no tiene que cubrirse la cabeza como deberán hacer más tarde las
mujeres de Corinto, que retornan a un estadio premesiánico de discriminación y miedo ante
el misterio (cf ICor 11,2-16). María mantiene la mirada, y manteniéndola, en un gesto de
amor y transparencia, responde ante el misterio de Dios diciendo en plena libertad: "He
aquí la sierva del Señor" (Lc 1,38).
Al llegar a este nivel de la mirada, superamos nuevamente la dialéctica del amo y de la
esclava: el amo mira para dominar, de arriba hacia abajo poseyendo en el deseo a la
persona que hace objeto de su mirada. Dios ya no domina ni posee. Precisamente porque
es Dios y no un pequeño diosecillo, aprendiz de dictador, puede mirar sin opresión ni
dictadura. Estos ojos de Dios son el misterio del amor que crea. Por eso, María ha
respondido, sosteniendo la mirada: "ha hecho en mí cosas grandes aquel que es poderoso"
(Lc 1,49).
Dios hace las cosas con la mirada de su amor, como nuevamente sabe Juan de la Cruz:
"yéndolos mirando, / con sola su ternura, / vestidos los dejó de hermosura" (Cántico
espiritual). Esta hermosura no es algo añadido, un adorno que se pone y que se quita. La
hermosura es el propio ser de la realidad, es la gracia que define a la persona de María,
conforme a la palabra del ángel cuando dice que ella es la "agraciada" (Lc 1,28). Ésta es
precisamente su verdad y su grandeza. Por eso, cuando dice: "Dios ha hecho en mi cosas
grandes", ella confiesa: Dios me hace ser y yo soy por la acción de su mirada; Dios me
despierta a la vida y yo puedo despertar, reconocerme y responderle.
Desde esta mirada-acción de Dios surge María como persona creada: surge totalmente
de Dios para ser ella misma de una forma plena; Dios la deja en manos de su propia
libertad, deja que ella se asuma a sí misma, se reconozca como libre y le responda,
colaborando en la propia tarea mesiánica del surgimiento de su Hijo sobre el mundo.
Salvadas todas las distancias, debemos afirmar que aquí se ha repetido el mismo esquema
que encontramos ya en el paraíso. Allí Adán se encuentra solo y no tiene una "ayuda
semejante", una persona con quien pueda dialogar, confiándole su propia palabra, hasta la
creación de Eva (Gén 2,17). Pues bien, de manera semejante, Dios se encuentra solo entre
su creación hasta que puede dialogar con María, hallando en ella una colaboradora que, en
algún sentido, es "carne de su carne y hueso de sus huesos" (cf Gén 2,23); ella es ahora
su "imagen y semejanza" (Gén 1,26); con ella puede dialogar para la realización de su
misterio sobre el mundo.
Éste es, a mi juicio, el sentido más profundo del relato de la anunciación según san
Lucas: el Dios que de nada necesita, ha querido necesitar de María para realizar
humanamente (divinamente) la encarnación de su Hijo. Por eso, si la terminología del amo y
del esclavo nos valiera, Dios mismo se vuelve "esclavo de María", llama a la puerta de su
vida, espera su respuesta. Sin duda alguna, esta manera de hablar sobre Dios y María
constituye un símbolo, pero no es un símbolo que pueda tomarse como secundario o
reducirse luego al plano del lenguaje conceptual. Ésta es la expresión originaria del
misterio. Es la expresión del Dios que habiendo creado seres libres viene a comportarse en
libertad con ellos, en respeto y reverencia. Es la expresión del ser humano que, siendo
creatura libre, mantiene y explicita su libertad precisamente frente a Dios.
No existe verdadera libertad interhumana si es que el hombre no es libre frente a Dios.
No podríamos romper la dialéctica del amo y del esclavo si es que Dios continuara
actuando como un amo que impone su deseo sin pedir colaboración ni esperar nuestra
respuesta. La experiencia de Dios, tal como viene a expresarse en el relato acerca de
María, es la experiencia de la suprema libertad. He dicho libertad suprema y no infinita
porque sólo Dios es infinito y absoluto, en el sentido de que vive desde el fondo de sí
mismo. El hombre, en cambio, vive desde Dios, en el contexto de una dependencia que
resulta originante, creadora, respetuosa. Pues bien, desde el fondo de esa dependencia
(como sierva), María puede decir y ha dicho su palabra de suprema independencia y
libertad, una palabra que Dios mismo necesita para encarnarse sobre el mundo y para
realizar su obra salvadora.
De esta forma se han unido libertad y gracia. María es la agraciada de Dios (cf Lc 1,28)
y sólo como tal, gratuitamente, puede responder y realizarse como libre. Su libertad se
define así como autonomía para colaborar en el misterio creador de Dios, que culmina su
obra encarnándose en el mundo que ha creado. No es indiferencia para el bien y para el
mal, para la colaboración y el rechazo, como algunas veces se ha supuesto en la línea de
la escuela molinista. María es libre porque puede asumir como propio el plan de Dios. Así lo
asume y de esa forma se realiza, respondiendo gratuitamente a la gracia y colaborando con
ella. De algún modo pudiéramos decir que ella es la misma libertad creada, hecha persona
dentro de la historia.

II. María mujer: persona liberada


MUJER/OPRIMIDA M/VIRGEN-DESPOSADA: La visión de la mujer dentro de la biblia
está profundamente determinada por la maldición del paraíso: «Sufrirás en tu preñez y
parirás hijos con dolor; necesitarás a tu marido y éI te dominará" (/Gn/03/16). Ésta es la
gran condición de la mujer tras el pecado, el signo más sangrante de la gran caída. La
mujer es una sierva del varón: lo anhela y necesita como hembra que está siempre en
situación de celo y en esa misma situación se siente dominada sexual y socialmente por el
macho. La mujer es una sierva del hijo: lo gesta en inquietud, lo pare en sufrimiento, lo
educa en temor, puesto que un día el hijo crece y termina dominando a su misma madre.
M/EVA EVA/M: No ha hecho falta que la crisis feminista nos descubra este pecado, la
biblia lo sabía desde siempre. Pero lo que nosotros, ordinariamente, no hemos sabido es
que la misma biblia nos presenta un modelo de liberación de la mujer por medio de María.
Desde el s. II d.C., partiendo de Ireneo de Lyon, los padres de la iglesia han destacado la
antítesis que existe entre Eva, la mujer pecadora-sometida, y María, la mujer
agraciada-liberada. Quiero situarme en la linea de aquella antítesis, invirtiendo a partir del
evangelio la doble situación de esclavitud de la mujer. María, la sierva del Señor, viene a
descubrirse como libre ante el marido y libre de manera especial ante su hijo Jesucristo.
El evangelio la presenta antes que nada como virgen, parthenos. Esta palabra incluye
diferentes matices que han sido muchas veces discutidos y que ahora no podemos
precisar. Aquí sólo queremos indicar su significado en relación con María, como mujer libre,
dueña de si misma. La virginidad es precisamente expresión de libertad personal, de
autonomía, como ahora mostraremos.
En primer lugar, parthenos, virgen, es una mujer sexual y humanamente ya madura. No
es niña que crece y que no tiene todavía la experiencia de vida y madurez del propio
cuerpo; no es niña que juega y va aprendiendo, mientras deja que el curso de su vida lo
decidan y lo fijen otros. Virgen es aquella mujer que ha madurado, descubriendo de forma
experiencial la vida de su cuerpo (cf Gén 3,20) y sabiendo que ella misma es la que debe
decidir sobre esa vida y realizarla.
En segundo lugar, parthenos, virgen, es una mujer que actúa como dueña de sí misma.
No se define simplemente como objeto de deseo para el macho, en la linea de Gén 3,16;
tampoco se limita a desplegarse como vientre-pechos para el hijo conforme a la palabra
popular de Lc 11, 27. Al presentarse como virgen, la mujer trasciende el plano de la
vitalidad (cf Gén 3,20), entendida como relación con el marido y con los hijos; ella es más
que una función reproductora, al servicio del deseo del varón y de la vida de su prole. La
mujer empieza a ser ella misma, con un nombre propio, con una personalidad irrepetible,
con su propia libertad personal. En esta perspectiva nos sitúa el término de virgen en
/Mt/01/23 y /Lc/01/27.
Pero María es una virgen desposada (Lc 1,27), y esto añade un dato muy significativo al
tema. No es la virgen miedosa, de ciertas neurosis, que se mantiene en soledad por miedo
hacia un marido; no es tampoco la virgen egoísta, que prefiere hacer la vida a solas, sin
tener que compartirla con otros; tampoco es la virgen dura de ciertas leyendas, que se
mantiene independiente por despecho o por rechazo, para oprimir mejor a los varones; no
es, finalmente, la virgen amazona, defensora violenta de su libertad, que combate a los
varones opresores. Ella es virgen desposada, es decir, abierta al diálogo con un varón,
llamado José, con quien proyecta compartir su vida.
Esto significa que María se ha situado en el camino de Israel: ha nacido a la libertad y
como mujer libre pretende comprometerse con un varón, en el camino mesiánico de las
promesas patriarcales, ligadas precisamente al matrimonio y a la descendencia. No es una
virgen lesbiana, que rechaza como desagradable o negativa (para ella) la relación genital
con un varón. Tampoco es virgen vestal, que haya decidido consagrar su castidad a Dios,
como sacerdotisa de un culto que prohíbe las uniones sexuales de la tierra. María es virgen
desposada: se sabe dueña de sí misma y, como tal, ha decidido compartir con un varón el
camino de su vida, conforme a la palabra más sagrada del AT.
Pues bien, desde el fondo de esa decisión le ha salido al encuentro la palabra creadora
de Dios, elevándola para un nivel más alto de compromiso y de maternidad, como hemos
señalado en el apartado anterior. Debemos destacar el dato. Dios no habla en este plano a
una casada, que ha realizado ya su opción afectiva dentro de un matrimonio consolidado,
aunque ese matrimonio fuera estéril, como en el caso de Isabel y Zacarías (cf Lc 1,5-25).
Tampoco sale al encuentro de una virgen vacilante, que no sabe cómo responder con su
virginidad ni cómo comprometerse. Dios habla al corazón de una "virgen desposada",
introduciéndose en el ámbito de su decisión y liberándola para un tipo de compromiso
superior, que será único en la historia de la humanidad.
Lucas y Mateo nos presentan, con gran delicadeza y sobriedad, los elementos
fundamentales de este compromiso superior de María. Ella puede realizarlo porque es
virgen desposada: porque es dueña de si misma y se halla abierta hacia el misterio del
amor que es el espacio de la vida. Precisamente en ese espacio le habla Dios y ella le
responde de manera afirmativa, "concibiendo por la fe al mismo Hijo de Dios", como ha
destacado sin cesar la tradición cristiana; ella ha concebido "por la palabra", es decir, en
plena libertad, como persona que escucha y que responde en nivel de totalidad personal y
no sólo en un plano de ideas. Desde este momento, por intervención especial del Espíritu
de Dios que ella asume libremente, María se convierte en virgen mesiánica, en madre
creyente del salvador de los hombres (cf Mt 1,23; Lc 1,31-35).
María es virgen en todo este proceso, en un camino donde, de manera algo
convencional, pueden distinguirse tres momentos. Es virgen desposada: porque es dueña
de sí y se encuentra abierta al misterio de la vida, en plano israelita. Es virgen creyente (cf
Lc 1,45): porque acepta la palabra de Dios y a partir de ella concibe a su hijo Jesucristo.
Es, en fin, virgen cristiana: porque vive plenamente desde el Cristo que ha engendrado y
sólo desde Cristo realiza (define) su existencia. En esta última perspectiva, ella se sigue
presentando como persona liberada que supera la doble "esclavitud" que señalaba para la
mujer el texto ya citado de Gén 3,16.
María no se define ya como mujer poseída por el deseo de un varón que la domina. El
nivel fundamental de su deseo queda ya saciado desde el Dios que le dirige la palabra, con
la fuerza del Espíritu (cf Lc 1,35). Ella tiene vida propia, tiene su misterio. Por eso puede
quedar en silencio respetuoso ante el varón que no la entiende. De esta forma se invierten
los papeles ordinarios de la historia. Normalmente es el varón el que domina y la mujer, de
hallarse dominada, debe darle explicaciones. Pues bien, María no tiene ya que dar
explicaciones ni se debe justificar ante un marido desconfiado o celoso. Ella tiene su
misterio (cf Lc 1,26-38) y lo mantiene. Ahora es el marido (en este caso el prometido) quien
debe recorrer el camino de la fe respecto de su esposa: debe confiar en ella y aceptarla en
ámbito de Espíritu, dentro de una linea superior de intervención de Dios y de dignidad
femenina (cf Mt I,18-25).
La providencia evangélica ha querido que junto a la anunciación de María (Lc 1,26-38)
se conserve eso que podríamos llamar la conversión esponsal del varón (cf Mt 1,18-25).
José, el heredero de la promesa de David (cf Mt 1,20), debe superar el plano de los celos,
el nivel de carne (cf Rom 1,3-4), para asumir el camino creyente de María. Sólo en ese
nuevo espacio de la fe, que está plenificado por la fuerza del Espíritu (cf Mt 1,20), se unirán
los dos en matrimonio virginal, al servicio de la vida mesiánica del Cristo que nace de
María. En este aspecto, la libertad virginal de María, a la que ya hemos aludido, resulta
inseparable de la decisión y acompañamiento virginal de José, que recibe como don de
Dios a la madre con el niño (cf Mt 1,24), recorriendo con ellos un camino de solidaridad
libre y creyente. Es claro, según esto, que María ha dejado de ser la sierva ansiosa y
dominada de un marido, como parecía exigir Gén 3,16.
M/FEMINISMO: Pero María tampoco se define ya como dominada por el dolor del hijo
(o de los hijos), en contra del mismo Gén 3,16. Ciertamente, ese dolor existe, como ha
resaltado Lc 2,34-35; pero se trata de un dolor liberador que ella asume libremente, como
espacio de maduración, al servicio de los hombres. Algunas feministas con escasa
sensibilidad para el símbolo cristiano han rechazado la figura de María porque dicen que
ella es la mujer-madre sometida al hijo varón al que debe acabar adorando. Pues bien,
pienso que debemos invertir esta postura: conforme al testimonio del NT, María no es la
mujer que se halla dominada por el dolor-miedo del hijo-varón sino todo lo contrario; el
mismo hijo-varón que es Jesús será liberador para María, ayudándola a recorrer su camino
de mujer-madre-hermana, como indicaremos en todo lo que sigue. Jn 19,25-27 nos ofrece
una visión privilegiada de este gran misterio: muriendo en cruz, el propio Jesús libera a
María como mujer y como madre, capacitándola para culminar su camino de libertad
personal y amor en el espacio de la iglesia.

lll. María israelita: la promesa de la libertad


María pertenece a un pueblo que se halla sensibilizado desde antiguo por el tema de la
libertad: es descendiente de hebreos liberados que celebran su liberación en las fiestas
anuales de la pascua. La iglesia, basada en el recuerdo del NT, la presenta como "hija de
Sión" o encarnación del pueblo que sufre servidumbre y busca a Dios en un camino de
fidelidad y de esperanza abierta hacia la plenitud escatológica. El tema ha sido planteado
diferentes veces con gran profundidad. Aquí sólo queremos añadir un breve comentario, a
partir de las palabras finales del Magnificat: "Auxilia a Israel su siervo, acordándose de su
misericordia, conforme lo había prometido a nuestros padres, a Abrahán y su descendencia
para siempre" (/Lc/01/54-55).
M/ISRAEL: Lo primero que destaca este pasaje es que María se ha identificado con su
pueblo. No comienza su aventura de la nada, no parte de cero. Ella se siente vinculada con
la historia de los pobres de Israel, que han padecido y caminado en esperanza. Por eso,
ahora que llega hasta el final y ha descubierto la presencia liberadora de su Dios no se
alegra sólo por ella misma. Se alegra por los mismos antepasados de su pueblo, que han
llegado así al descanso.
Esta palabra de María se sitúa en la linea de la gran confesión escatológica de Jesús
cuando presenta a Dios como un "Dios de vivos", añadiendo que en él viven los antiguos
patriarcas Abrahán, Isaac y Jacob (cf Mc 12,26-27). Esto es lo que María ha destacado en
las palabras de su canto: el sufrimiento de los viejos caminantes no fue en vano, su
opresión no se ha olvidado; por eso, Dios se acuerda de ellos, les recibe conforme a su
promesa. De esta forma, María, liberada de Dios, no se convierte en solitaria, se siente
unida a la andadura de su pueblo y con el pueblo canta la grandeza del Dios liberador que
mantiene su palabra y es fiel a sus promesas.
En esta linea resulta significativo el nombre que María ha utilizado para hablar de Israel:
le llama siervo, país, empleando la palabra clave que los traductores griegos del AT (los
LXX) utilizaron para referirse al famoso "siervo de Yavé" (al 'ebed) del Segundo Isaías. La
historia de Israel queda marcada por la suerte y sufrimiento de aquel siervo, que asume la
dureza de este mundo, que padece de manera desgarrada y que en el fondo de ese mismo
padecimiento descubre el futuro de Dios como redención y gracia.
Pues bien, la novedad de nuestro texto, situado en perspectiva mariana, está en el
hecho de haber relacionado estructuralmente tres aspectos: la suerte de María como sierva
(doule), el sufrimiento de Israel como siervo (país) y la promesa de Abrahán como
esperanza de una tierra nueva.
María es sierva, doule (Lc 1,48) al incluirse en el camino de Israel. el siervo, país. En
ella se explícita y planifica un gesto de servicio v sufrimiento que está abierto hacia la gran
liberación mesiánica. Por eso, su experiencia nueva y su canto de alabanza viene a
presentarse como canto de los redimidos de Israel, en la linea del Segundo Isaías:
"Consolad. consolad a mi pueblo, porque se ha cumplido ya su servidumbre" (Is 40, 1-2)
María es sierva al situarse en la linea de las promesas de Abrahán, en una perspectiva
que ha desarrollado temáticamente san Pablo en Gál 3-4 y Rom 3-4. El servicio se
convierte así en camino de esperanza; no es fatalidad cósmica, ni es castigo de un señor
airado que se impone desde arriba; es un proceso de vida abierto a la misericordia
creadora. En esta perspectiva se interpreta el sentido final de este pasaje: "Conforme lo
había prometido a nuestros padres, a Abrahán y su descendencia para siempre" (Lc 1,55).

¿Quién es esa descendencia? En un pasaje fundamental, que recrea el tema de las


promesas (de Gén 12,7), Pablo interpreta esa palabra en singular: Dios ha prometido un
sperma, un descendiente donde vengan a cumplirse todas las promesas, no hay muchos
descendientes, sino uno, el hombre nuevo, el salvador universal que es Cristo (cf Gál
3,15-20). Interpretada de esta forma, la palabra de María habla del Cristo, el descendiente
liberador en quien se cumplen las promesas. Pues bien, una vez que entendamos el pasaje
en forma cristológica, las palabras antiguas adquieren nueva luz. Asistimos, de ese modo,
al cambio misterioso donde el siervo (Israel) se convierte plenamente en Hijo (Cristo). Es lo
que nos muestran dos pasajes decisivos.
El primero trata del bautismo. Jesús viene al Jordán, se deja bautizar por el Bautista y
escucha una palabra misteriosa: "Tú eres mi Hijo, el predilecto: en ti me he complacido" (Mc
1,11). En esa palabra se vinculan, de manera profunda y creadora, los temas del
hijo-mesías del salmo 2,7 y el siervo-profeta de Is 42,1. Quizá en principio el texto hablaba
de un "siervo" (país), lo mismo que Lc 1,54. Pero en la experiencia de la iglesia el siervo se
hace Hijo (huíos), apareciendo así como integrado en el misterio de Dios. Esto es, en el
fondo, lo que María ha explicitado en su Magnificat: la cárcel de los siervos, sufrientes y
oprimidos, se convierte en casa donde el mismo Hijo de Dios realiza su camino de filiación
entre los hombres.
M/SIERVA: En esta misma linea nos sitúa Pablo en Gál 3-4: cuando el heredero es niño
(nepios) no se distingue en nada del siervo (doulos), siendo señor de todas las cosas...
"Pues bien, al llegar la plenitud de los tiempos Dios ha enviado a su Hijo... para que
recibamos la filiación... Por eso ya no eres siervo, sino hijo; y si eres hijo, eres heredero,
por obra de Dios" (/Ga/04/03-07). Volveremos a tratar del texto, pero ahora podemos asumir
ya su argumento: siendo herederos de la promesa de Dios, los hombres vivíamos como
esclavos (doulos), dominados por los elementos de este mundo (Gál 4,3), por la angustia
de la vida, por el miedo, la violencia; regalándonos la vida de su Hijo y concediéndonos su
herencia, Dios nos hace hijos (huíos), de manera que podemos vivir libres en su casa,
recibiendo la riqueza de su herencia.
Pues bien, en esta historia de liberación juega un papel muy importante la figura de
María. Ella comparte el sufrimiento de Jesús, el Hijo verdadero, que Israel ha rechazado.
Por eso tiene que marchar hacia el exilio, amenazada por la muerte, como cuenta un texto
cargado de sentido (/Mt/02/01-18). Al identificarse con la historia del "siervo Israel",
esperando las promesas (Lc 1,54-55), María tiene que repetir la misma historia de rechazo,
persecución y dolor de los hebreos. Reasume el cautiverio de Egipto y sólo vuelve liberada
hacia su tierra cuando "se ha cumplido el tiempo". De esa forma viene a cumplirse la
promesa antigua: "de Egipto he llamado a mi Hijo" (Mt 2,15).
Ahora entendemos mejor la palabra de María, sierva (doule), cuando se identifica con el
siervo Israel (pais): ella es sierva al compartir el camino de su pueblo, que, enriquecido por
la promesa de Dios, camina desde la sumisión y sometimiento de este mundo hacia la plena
libertad de los hijos de Dios. Como "sierva privilegiada" (y madre), ella asume el proceso
liberador de su Hijo, realizando el éxodo definitivo, la gran marcha que conduce desde la
esclavitud de Egipto hacia la tierra de la liberación escatológica.

IV. María esclava: la libertad de los oprimidos


Hemos visto a María como sierva israelita que asume el dolor y cautiverio de su pueblo,
caminando hacia el futuro en que se cumplen las promesas. Pues bien, dando un paso
más, a la luz del mismo texto del Magníficat, podemos descubrirla como sierva universal:
ella se solidariza expresamente con el sufrimiento de todos los aplastados y humillados de
la historia, en un pasaje que desborda las fronteras nacionales de Israel.
La conexión literaria resulta clara: el mismo Dios que ha mirado "la humillación
(tapeinosis) de su sierva María" es el que "eleva a los humillados" (tapeinous) de toda la
tierra (Lc 1,48.52); el mismo Dios que actúa en María cosas grandes (epoiesen moi
megala) es el que actúa poderosamente sobre el mundo (epoiesen kratos), invirtiendo,
transformando, por Jesús, las mismas condiciones de la historia. Al universalizar de esta
manera su experiencia María se identifica no sólo con Israel, sino con la humanidad entera:
penetra hasta el final del sufrimiento y la injusticia de la historia y desde el mismo fondo de
ella (donde están los oprimidos) canta ya la libertad final, la gloria y plenitud para los
hombres. En este sentido han de entenderse sus palabras:
Él hace proezas con su brazo:
dispersa a los soberbios
de corazón,
derriba del trono a los poderosos,
enaltece a los humildes
(humillados),
a los hambrientos los colma de bienes
y a los ricos los despide vacíos. (/Lc/01/51-53)

M/PROFETISA-DE-LBT: Cinco son, a mi juicio, los temas principales de esta estrofa del
canto de María: Dios, oprimidos, opresores, Cristo e inversión de nuestra historia. Como
profetisa de la libertad, María ha traducido su experiencia en la palabra y música de un
himno que preludia la gran fiesta del reino: ella proclama la verdad de Dios sobre la tierra y
proclamándola comienza a realizarla, en una especie de gran manifiesto de liberación.
El punto de partida en su experiencia es Dios. El mismo Dios que la ha mirado y ha
actuado en ella es quien se muestra ahora actuando en todo el mundo, sobre el ancho
espacio de los hombres. Es el mismo Dios que se define como dynatos, el poderoso (Lc
1,49), frente a los dynastas o falsos potentados de la tierra (1,52). Es el Dios que actúa con
su brazo, como actuaba en tiempo antiguo en medio del mar Rojo (cf Éx 14,3i): entonces
fue liberador de algunos pocos, ahora muestra su misericordia y santidad (1,49-50) al
liberar a todos los que se hallan oprimidos.
La opresión se ha explicitado en dos niveles: uno de tipo más económico-material, en
que se encuentran los hambrientos (peinontas), y otro de tipo más antropológico-social,
donde se cuentan los humillados (tapeinous). Al mirar esta opresión con las palabras y los
ojos de María pueden sorprendernos dos matices. a) En primer lugar, la ausencia de todo
comentario de tipo estrictamente religioso: no se especifica si los hambrientos-humillados
son creyentes o no; tampoco se investiga su conducta; se sabe que están necesitados y
eso basta para considerarlos privilegiados, dignos del amor de Dios y de su reino. b)
Igualmente sorprende la estructura antitética del texto: los hambrientos-humillados no se
han definido por sí mismos, como realidad aparte; se definen en su relación con los
poderosos y los ricos.
Esto significa que, a los ojos de María, la opresión no se presenta como necesidad
abstracta, ni tampoco como signo de una voluntad divina que reparte las fortunas y los
bienes de este mundo de manera arbitraria (o providente). La misma antítesis indica que
esta opresión es resultado de un enfrentamiento interhumano, de una lucha que va en
contra de Dios y desemboca en la derrota y sumisión de los pequeños.
En esta perspectiva, pudiéramos decir que el canto de María nos presenta una
verdadera genealogía de la opresión (o de los opresores), reasumiendo y condensando
elementos que encontramos esparcidos en las obras de la apocalíptica judía
(especialmente de Daniel). La opresión nace de la soberbia, como indica el primer verso de
la estrofa ("dispersa a los soberbios de corazón"). Significativamente, al hablar de los
oprimidos, el texto no indicaba su trasfondo religioso: son pobres o humillados y eso basta,
no hay que andar con más razones. Por el contrario, al tratar de los opresores identifica su
religión, o mejor, su antirreligión: son los soberbios de corazón, aquellos que se oponen al
poder de Dios.
IDOLATRIA/OPRESORES: Dentro del trasfondo israelita, esa soberbia de los opresores
se explícita como idolatría. Los textos más significativos resultan, a mi juicio, aquellos que
nos hablan de la estatua sagrada que los grandes poderes de este mundo han erigido
sobre el suelo con el fin de autodivinizarse a sí mismos, exigiendo que todos les adoren (cf
Dan 2,31-35, 3,1-ó). De esta soberbia, que es ausencia de Dios o religión invertida, brotan
los dos restantes males, que se oponen a los tipos de opresión ya señalados: pecado es el
poder de los que están sentados en el trono, humillando o sometiendo a los pequeños;
pecado es la hartura de los ricos que mantiene y justifica el hambre sobre el mundo.
En esta situación viene a introducirse la palabra de María cuando canta, como profetisa,
la presencia transformante de Jesús, el Cristo, ya encarnado dentro de su seno. El mismo
Jesús que ha llevado Espíritu de Dios y gozo a Juan Bautista, no nacido todavía (cf Lc
1,44), es el que habla ahora por medio de María, anticipando de esa forma su presencia y
su mensaje sobre el mundo. María, liberada de Dios, está al servicio de una libertad y
creación que le trasciende: ella no dispone de poder para cambiar directamente la
estructura de la historia, pero tiene una experiencia de Dios que es libertad, y la transmite
de manera universal hacia los hombres; así se ha introducido, como sierva, en el tejido de
opresión y de pobreza de los siervos de la historia, por eso puede anunciar la redención y
plenitud a todos ellos; precisamente de esa forma les anuncia a Cristo.
Llegamos, finalmente, al quinto de los temas anunciados: la inversión de nuestra
historia. Externamente hablando, las palabras de María pueden situarse y se sitúan dentro
de un contexto de violencia escatológica: sobre las fuerzas de soberbia de este mundo Dios
actúa con fuerza superior, de esa manera cambia, invierte las actuales condiciones de la
tierra: caen los opresores, ascienden los oprimidos; se vacían los ricos, los pobres quedan
llenos. Si esto fuera simplemente así, si es que no hubiera un cambio cualitativo en la
existencia de los hombres, la redención de Cristo hubiera sido poca cosa: cambiarían los
factores de la historia, pero el orden de conjunto (la estructura de violencia) seguiría
inalterada.
Por eso, sobre el lenguaje apocalíptico de inversión, que nos lleva hacia un plano de
dialéctica de opuestos, donde puede triunfar sólo un tipo de resentimiento de los pobres,
tenemos que escuchar la realidad más profunda de este texto, como palabra de gracia,
abierta desde María hacia todos los hombres de la tierra. Dentro del esquema que venimos
desarrollando, resulta claro que María no pretende una inversión sin más; ella no quiere
hacerse poderosa o rica, para seguir oprimiendo desde arriba a los nuevos humillados o
pobres de la historia; lo que busca es un ascenso, un tipo de hartura en el que exista
espacio de salvación para todos.
Lógicamente, las palabras de inversión de esta estrofa, reasumidas desde la tradición
israelita (cf I Sam 2,1-10), han de interpretarse a la luz del mensaje universal cristiano de
gracia y libertad para los hombres oprimidos. En contra de Juan Bautista, que parece haber
predicado un juicio de Dios sobre la historia (cf Mt 3,7-11), Jesús anuncia salvación y amor
a todos, a partir de los pequeños de la tierra. Precisamente en esa linea se sitúa el canto
de María, esclava que proclama la grandeza y libertad para los hombres oprimidos de la
historia; esa libertad es para todos, pero aquellos que prefieren quedarse en su soberbia,
oprimiendo a los pequeños y justificando el hambre de los pobres, corren el riesgo de
perderse para siempre. También el anuncio de este riesgo, con el juicio de condena,
pertenece al canto de María; ¡en el reino de la gracia de Dios no habrá lugar para aquellos
que pretendan seguir siendo opresores, dice su mensaje!

V. María servidora: la fiesta de la libertad


M/LIBERADORA CANA/BODAS: El Magníficat, como profecía universal de libertad,
debe conducimos nuevamente hacia el espacio israelita de la gran promesa del banquete
final de nuestra historia. Éste es el espacio al que nos lleva, p. ej., el libro de Isaías: "El
Señor de los ejércitos prepara un festín de manjares suculentos" (ls 25,ó). Es el festín de
bodas y de gozo que Dios mismo ha comenzado a disponer para los hombres; por eso
manda a sus criados, encargándoles que inviten a todos al banquete: "Mi cena está
dispuesta, venid a celebrar el gozo de las bodas" (cf Lc 14,15-24; Mt 22,1-10).
Desde este fondo ha de entenderse el gran relato de las bodas de Caná de Galilea, que
son como un compendio de la historia de Jesús y de los hombres. Lógicamente, "la madre
de Jesús estaba allí", representando al pueblo de Israel, los invitados del principio que, en
siglos de camino, han ido disponiendo todo para el día de la fiesta (cf Jn 2,1). Jesús viene
después, como indicaba en un contexto diferente Gál 4,4: nace cuando llega la plenitud de
los tiempos y termina ya el momento del ayuno sobre el mundo (cf Mc 2, 1 8-20).
De todas formas, viene Jesús, pero el ayuno sigue porque los novios de este mundo no
han podido conseguir el vino de la vida, como indica certeramente la madre (2,3):
solamente tienen el agua de las purificaciones judías, el agua de los ritos y las leyes, que
limpia una vez, externamente, para que volvamos a descubrir después que las manos
siguen estando manchadas, como ha precisado en un contexto semejante la carta a los
Hebreos (9,23-10,18).
Pues bien, sobre ese fondo de ayuno, de insuficiencia israelita y de bodas que no
pueden culminar viene a situarse la palabra de María. Ella habla precisamente como madre
(/Jn/02/01-05), es decir, como persona que está abierta al nuevo nacimiento. Habla por dos
veces. En primer lugar, se dirige hacia Jesús, indicándole la necesidad de los hombres:
"¡No tienen vino!" no pueden celebrar la fiesta de las bodas (2,3). En esta primera palabra
ella explícita su solidaridad respecto a los que viven de manera insuficiente, incompleta
sobre el mundo: sabe que los hombres han sido creados para celebrar las fiestas del amor,
para las bodas del vino escatológico, y por eso sufre al verlos incompletos, deprimidos,
sometidos al agua de los ritos y las purificaciones de este mundo.
La respuesta de Jesús parece dura: "¡Qué tenemos que ver tú y yo, mujer; aún no ha
llegado mi hora!" (Jn 2,4). Ciertamente lo es, si la miramos desde una perspectiva intimista,
como expresión de ruptura con la madre: ¡Jesús está en manos de Dios y no puede recibir
mandatos de María! Sin embargo, si miramos a más profundidad, descubriremos que en la
misma respuesta va implicado un asentimiento implícito: Jesús no rechaza la observación
de su madre, no niega la carencia de vino. Simplemente indica que la solución del problema
no depende ahora de las palabras de su madre, sino de la hora (voluntad de Dios).
Así lo ha entendido la madre. Respecto a Jesús ya ha cumplido su misión: ya le ha
indicado que no existe vino de amor y libertad sobre la fiesta de la tierra. En ese aspecto
está tranquila, confía en Dios y en la promesa mesiánica del Cristo. Por eso, ahora, sólo le
queda una cosa: ponerse al lado de los hombres (servidores del banquete) y advertirles:
"¡Haced lo que él os diga!" (2,5). Esta es la palabra de su fe suprema: es la palabra de una
fe personal, que confía en la acción salvadora de Jesús allí donde Jesús le dice que no es
ella la que tiene que marcarle su camino; es la palabra de una fe expandida y misionera
que se pone al lado de los "servidores" del banquete y les prepara, de manera que también
ellos estén dispuestos a cumplir la voluntad de su hijo Jesucristo, allí donde el agua del
mundo (leyes judías) se convierte en gracia de las bodas, vino del reino.
En este segundo momento debemos situarnos. La madre puede hablar a Jesús, pero
sabe que ese Jesús-hijo le desborda, pues se encuentra en relación inmediata con el
Padre. Pues bien, ella sigue confiando en ese mismo Jesús, centrando su esfuerzo en la
preparación de los servidores de la boda. Estos servidores llevan el nombre técnico de
diakonos: son los criados que preparan el banquete y sirven en la mesa. En medio de ellos
se coloca la madre, convirtiéndose en una especie de diaconisa primera, animadora y
directora de los servidores del banquete.
Para entender este matiz resulta conveniente volver a la gran parábola de los invitados.
Allí no se habla todavía de diakonos, servidores de las mesas, sino más bien de douloi,
siervos, que van anunciando por los pueblos y caminos el banquete mesiánico que llega
(Lc 14,15-24). Pues bien, María, la madre, no ha participado directamente en ese anuncio,
pero está allí cuando los convidados llegan a las bodas. Está allí cuando la boda empieza,
quiere empezar y no lo consigue, porque Jesús no ha transformado todavía la historia de
los hombres, no ha escanciado el vino, no ha ofrecido el traje de la fiesta (cf Mt 22,11-14).
De una forma respetuosa, en silencio, sin que se enteren los grandes arquitriclinos o
aposentadores de este mundo (cf Jn 2,8-9), ella va educando a los servidores,
capacitándoles para seguir a Jesús y cumplir su palabra.
Lo más extraordinario de esta escena, situada en el contexto de la liberación, está en el
hecho de que María, madre de Jesús, venga a mostrarse, en la linea del Magníficat, como
madre preocupada por las bodas de los hombres de este mundo. Ella no está en Caná para
cuidar a Jesús, para arroparle en medio de los riesgos de una boda donde parecen estallar
las leyes más normales de la compostura y sobriedad del mundo, está para ocuparse de los
hombres, de aquellos que quisieran llegar hasta las bodas de alegría y vida de la tierra,
pero no pueden hacerlo porque falta el vino de la fiesta.
María, la madre escondida de Mt 1-2, la cantora de la gran transformación mesiánica del
Magníficat (Lc 1,45-55), viene a presentarse ahora como promotora de la fiesta: ¡ella está
al servicio del vino de la vida! Sabe que la esclavitud no es sólo el hambre y la
opresión-humillación que presentaba Lc 1,52-53: esclavitud es carencia de amor, es la
impotencia de una vida en la que todo está encerrado en leyes, purificaciones lustrales,
ceremonias opresoras. Pues bien, precisamente en ese lugar, allí donde los hombres
padecen la gran frustración de su impotencia (¡no alcanzan a beber el vino de las bodas!),
viene a presentarse María y nos presenta a Jesucristo.
LIBRE/QUIEN-ES: Éste es el lugar donde la libertad se expresa como plenitud afectiva.
Libre no es sólo el que tiene dinero y puede comer; no es tampoco el que eleva su frente y
no sufre socialmente oprimido (Lc 1,52-53). Libre de verdad es el que puede amar: el que
penetra en el misterio de la vida como bodas, el que bebe del vino de la fiesta y de esa
forma alegra su existencia. Precisamente al servicio de la vida y del amor, del vino y de la
fiesta se ha puesto María, conforme al evangelio. Ella está con los diáconos, con los
servidores del banquete, anunciando y preparando el gozo que se acerca, la liberación
definitiva.
En esta perspectiva podemos ampliar la cita con que había comenzado este apartado:
"El Señor de los ejércitos prepara un festín de manjares suculentos...: y arrancará en este
monte el velo que cubre a todos los pueblos..., aniquilará la muerte para siempre" (Is
25,6-7). Éste es precisamente el vino que falta en el banquete de la tierra, ese "vino de
solera" que anuncia el gran profeta (cf 25,6). Pues bien, al servicio de ese vino de la vida
se coloca María, como servidora de la libertad, en el banquete escatológico.

Vl. María hija: la libertad de los hijos de Dios


En el apartado lll aludimos ya al proceso de liberación donde el esclavo (doulos) se hace
hijo (huíos) conforme a la palabra de Gál 3-4. Pues bien, ahora queremos ampliar aquella
breve indicación, partiendo del gran texto paulino donde el tema de la libertad se ha
vinculado a la venida de Jesús como "nacido de mujer":

Al llegar la plenitud de los tiempos envió Dios a su Hijo,


a) nacido de mujer,
b) nacido bajo la ley,
b') a fin de rescatar a los que estaban bajo la ley,
a') a fin de que alcanzásemos la filiación (/Ga/04/04).

La misma división del texto, estructurado quiásticamente en paralelismo, podría


ayudarnos a comprender su significado. El paralelismo intermedio (b y b') resulta
claramente antitético: Cristo nace bajo la ley, para invertir la situación y rescatar a los que
están oprimidos bajo la ley. En cambio, el paralelismo de los extremos (a y a') puede
entenderse de forma sintética: las dos frases no se oponen, sino que se complementan; la
mujer de la que nace Jesús supera el plano de la ley y se sitúa ya, por gracia de Dios, en
ámbito de la filiación divina. Esta es, evidentemente, la lectura que hará del texto la
tradición cristiana posterior, influenciada por Mt 1 y Lc 1, que han situado la concepción de
Jesús por María en un plano de iluminación divina y transformación mesiánica.
En un nivel de pura exégesis crítica esta lectura resulta bastante problemática, pues el
texto se podría estructurar temáticamente de otra manera, vinculando la madre de Jesús
con la ley del judaísmo que ha de superarse. Este sería el esquema, antitético en ambos
casos:

a) Al llegar la plenitud... envió Dios a su Hijo,


b) nacido de mujer, nacido bajo la ley,
b') a fin de rescatar a los que estaban bajo la ley,
a') a fin de que alcanzásemos la filiación (Gál 4,4).

En esta segunda lectura, la filiación escatológica (a') se encuentra vinculada al envío


originario (a): Dios mismo, con su acción fundante, nos libra de la esclavitud del mundo,
para convertirnos de esa forma en hijos. En medio quedan, formando clara antítesis, los
dos momentos fundamentales de la actuación de Jesús que son la encarnación (b) y
muerte redentora (b'); ellos se contraponen, conforme a un esquema bien conocido de
abajamiento y glorificación, que aparece en Flp 2,6-11. Pues bien, en esta perspectiva el
"nacido de mujer" pertenece al plano de la ley israelita, al campo viejo del hombre sometido
por la fuerza del pecado.
Esta segunda lectura me parece más adecuada, dentro del contexto original paulino,
pero hay que añadirle una precisión que resultará fundamental para toda la historia
posterior de la exégesis. Por hermenéutica sabemos que un texto no se cierra dentro de sí
mismo: un texto es un camino, que se entiende desde atrás, pero que al mismo tiempo
suscita (posibilita) nuevos espacios de transformación que nos capacitan para interpretarlo
de manera diferente. Es lo que apuntamos en las notas que aquí siguen.
Clara es en Pablo la visión de la lev que se supera en la venida gratuita y salvadora de
Jesús, el Cristo. Por eso, en un texto fundamental, afirmará lapidariamente que el fin (el
telos) de la ley es Cristo (Rm 10,4), para justificación de todos los creyentes. Por el
contrario, Pablo nunca podría haber clamado: el fin de la mujer es Cristo, para filiación
suprasexual (divina de los fieles). Esto nos permite concluir que, dentro de la misma lógica
de Gál 4,4: mujer y ley no juegan el mismo papel. Por eso habría que distinguir: el Hijo ha
venido para liberarnos de la ley, como expresamente afirma Pablo y desarrolla en todo su
mensaje; pero no ha venido a liberarnos de la mujer, sino de un tipo de relación
varón-mujer que está determinada por la ley y no se abre hacia el espacio radical de la
promesa.
Lógicamente, la tradición cristiana, releyendo este pasaje de Pablo ha sabido distinguir
bien los motivos: acepta su visión de la ley; completa y matiza su visión de la mujer (madre
del Hijo de Dios), situándola en el espacio del Espíritu, en el plano de la manifestación
gratuita y personalizante del misterio, como ya hemos visto al ocuparnos de Lc 1,26-38.
Pero hay todavía mucho más; una vez que separamos esa mujer (madre del Hijo de Dios)
del ámbito de ley que ha terminado, debemos incluirla en el plano de la gracia de Jesús, el
Cristo. Precisamente aquí es donde ella viene a desvelarse en toda su grandeza, como la
primera de aquellas que despliega ya la libertad de los hijos de Dios.
FILIACION/LIBERTAD: El tema es claro: Dios envía a su Hijo (eterno) para que los
hombres, rota la cadena de la ley que es servidumbre, podamos alcanzar la filiación. Pues
bien, esa filiación es libertad. El hombre vive esclavizado sobre un cosmos que le
determina: es heredero de las cosas, pero no puede emplearlas libremente a su servicio,
como espacio de realización y como medio para madurar en libertad; el hombre vive
dominado objetivado sobre un mundo que le determina, le angustia y cuadricula (Gál 4,3).
Ésta es la esclavitud fundamental, el sometimiento cósmico del hombre: Dios nos hizo
dueños y nosotros somos (nos hemos hecho) siervos de las cosas (cf Gén 2,26 Rom 8,20).
Pues bien, la libertad relacionada con el nacimiento cósmico de Jesús, por medio de María
es libertad respecto de la esclavitud del mundo viejo: "También nosotros, que tenemos las
primicias del Espíritu, gemimos dentro de nosotros mismos, esperando la filiación, la
redención de nuestro cuerpo" (Rm 8,23).
Esta es la filiación que nos ofrece Jesucristo, el Hijo, nacido de mujer: nos da su
Espíritu, de forma que podemos decir ¡Abba, Padre!: "Por eso ya no eres siervo, sino hijo; y
si eres hijo, eres heredero según Dios" (/Ga/04/07). La verdadera libertad es filiación: nos
hace madurar como hijos, en un contexto de autonomía personal, de apertura hacia Dios y
de confianza. Situada en esta perspectiva, y reasumida en el campo de la redención del
Cristo, Hijo de Dios, la misma Madre, María, viene a presentarse como hija: ya no es
esclava sometida a los principios de la ley aplastada por las fuerzas de este mundo; es hija
redimida por Jesús que dice el "¡Abba, Padre!" y que mantiene relación de encuentro
personal con ese Padre.
Situados ya en este nivel, dentro de la gran proclamación mesiánica de Gálatas,
podemos dar un paso más. Antes el mundo de la esclavitud y de la ley se hallaba dividido
en grupos contrapuestos. Ahora, en cambio, la libertad de Cristo, realizada como nueva
creación, vincula a todos los creyentes en forma de fraternidad mesiánica:

Pues todos sois hijos de Dios,


por la fe en Cristo Jesús,
ya no hay judío ni griego,
no hay siervo ni libre
no hay macho y hembra,
porque todos vosotros sois uno
en el Cristo Jesús (Gál 3,26.28).

María es mujer (gyne) y como tal es madre de Jesús, pero ella no se define en su
oposición al varón: no es thely o hembra que vive en guerra con el arsen, que es el macho.
En el comienzo de la iglesia, allí donde san Pablo ha proclamado la unidad fundamental de
todos los creyentes, rectamente interpretada, María viene a presentarse como signo de esa
unidad (igualdad) fundamentante. Por encima de judíos-griegos, siervos-libres,
machos-hembras, enfrentados en lucha permanente, quedan los hombres (seres humanos:
varones y mujeres) que viven la nueva filiación de Cristo, en ámbito de fe o de mutua
fidelidad.
Por eso hemos querido decir que, quizá en primer nivel de lectura, el nacido de mujer de
Gál 4,4 no debía interpretarse en plano de gracia y salvación cristiana (era todavía un
elemento de la ley). Pero una vez que Pablo, y de modo especial Gálatas, viene a releerse
en un ámbito de hermenéutica cristiana (matizada desde Mt 1 y Lc 1), la perspectiva
cambia. Esa misma palabra nacido de mujer nos introduce en ámbito de gracia: situada en
un espacio de diálogo con Dios, María, la mujer, se presenta como elemento fundante de la
libertad cristiana. La cooperación de María, hija de Dios, hace posible que nosotros
dejemos de ser siervos y empecemos a ser hijos, herederos de la casa de Dios Padre (Gál
4,7); aquella cooperación maternal ha influido en esta gran ruptura mesiánica del Cristo,
que ha venido a crear un mundo nuevo donde ya no exista opresión o división entre
machos-hembras, judíos-gentiles, esclavos y libres.

VIl. María hermana: la nueva fraternidad


Brevemente queremos evocar y precisar el tema a la luz de aquella gran palabra de
/Mt/23/08-09: "Vosotros no llaméis a nadie rabbi; uno es, pues, vuestro maestro y todos
vosotros sois hermanos. Y a nadie llaméis sobre la tierra padre, pues uno es vuestro Padre,
el de los cielos". Éstas son palabras condensadas que reflejan la nueva densidad, el nuevo
espacio vital y familiar de la comunidad cristiana. Evidentemente, ellas incluyen a María, la
madre de Jesús.
En esta perspectiva, libertad cristiana implica una doble liberación. Es liberación frente
al padre impositivo de este mundo, que domina desde arriba y que no deja a los hijos
realizarse, conforme a un mito que en los últimos decenios ha desarrollado con toda nitidez
la tradición cristiana; mientras el hombre siga oprimido por su padre de la tierra no existe
libertad, sólo cuando el hijo puede superar ese nivel del padre de este mundo y se
descubre responsable, acogido y potenciado por el Padre de los cielos, logra alcanzar su
libertad, se vuelve plenamente humano. Ésta es igualmente liberación frente al maestro
(rabbi) o dirigente (kathekhetes) de este mundo que mantiene al hombre en un nivel
perpetuo de minoría de edad o de discipulado. Cristo rompe esa minoría, transforma aquel
discipulado, y nos conduce al plano de transparencia comunicativa, interpretada como
fraternidad.
La superación del padre impositivo de este mundo no supone una caída en el vacío total
de la violencia, siempre repetida y destructora; tampoco el rechazo de los maestros-jefes
lleva al caos de la vida incontrolada, como siguen creyendo muchísimas personas sobre el
mundo. Esta doble superación es posible no por rechazo resentido, sino por descubrimiento
superior de vida, no por negación, sino por superabundancia: precisamente en el lugar
donde antes dominaban maestros y dirigentes nos hemos abierto a la transparencia de la
libertad, como encuentro fraterno, animado por Cristo, el gran hermano; precisamente en el
lugar donde imponían su ley dominadora los padres de la tierra hemos descubierto al Padre
de los cielos, que nos admite como somos y nos capacita para creer en libertad, en actitud
de gracia.
En ese mismo camino que conduce hacia aquel Padre superior, en esta hermandad
universal ha debido avanzar en fe María, como indica con toda nitidez la tradición
evangélica. Ella ha descubierto que no tiene poder sobre Jesús y que por eso está obligada
a desligarse de aquel grupo de hermanos que pretenden encerrarle de nuevo en la familia
del viejo judaísmo (cf Mc 3,21.31-35). Ha de saber que verdadera familia de Jesús
(hermandad donde se implican y unifican madre y hermanos) es la que está formada por
aquellos que "cumplen la voluntad de mi padre que está en los cielos" (Mt 12,20). María ha
recorrido el camino de esa búsqueda familiar, descubriendo al final que sólo existe
verdadera libertad allí donde los hombres aprenden a vivir y viven como hermanos.
La libertad formal no basta, no es suficiente aquel decreto en que se dice como ley que
todos son hermanos. Tampoco es suficiente la actitud iconoclasta del que mata (niega) al
padre impositivo o al maestro-dictador de turno que pretende dirigir a los demás por sus
caminos. Verdadera libertad sólo es posible allí donde los hombres son maduros para
transformar las situaciones de opresión y celebrar la fiesta de la vida en actitud fraterna.
No basta con decir que uno "es hermano". Los hermanos se hacen, compartiendo juntos
el crecimiento, a partir de la palabra que les llama, les convoca, les capacita para convivir.
En ese aspecto, la fraternidad es un nuevo nacimiento compartido; los hermanos deben
compartir una especie de "estado naciente", una transformación común o un común
renacimiento, que les vincula para asumir juntos la experiencia del futuro. Tienen pasado
común, parten de una misma palabra de gracia que les capacita para hallarse vinculados
por eso caminan hacia un mismo futuro, para cumplir juntos la voluntad de Dios (cf Mc
3,31-35 y par).
Al asumir este camino de Jesús dentro de la iglesia, María participa de eso que
pudiéramos llamar el estado naciente de la comunidad cristiana. Tras la muerte de Jesús se
van uniendo los creyentes y renacen, en ámbito de pascua, "por el agua nueva y el Espíritu
de vida" que provienen de Jesús resucitado, como ha dicho de mil formas el evangelio de
Juan (cf Jn 2,5; 4,14; 7,38-39; 1,12-13, etc.). Esta experiencia de renacimiento, tras la
muerte de Jesús, que Lucas tipifica como fiesta de Pentecostés (He 1-2), constituye el
surgimiento y base permanente de la iglesia.
Pues bien, en este surgimiento ocupa un lugar muy importante la figura de María. Ella ha
recorrido los caminos de Jesús y viene a hallarse al fin, con sus hermanos, "con Pedro,
Juan, Santiago..., con las mujeres que seguían a Jesús y sus parientes"; todos éstos
permanecían unidos en la oración, esperando el nuevo nacimiento escatológico (He
1,13-14). Precisamente el camino compartido de ese renacer les vuelve hermanos, les abre
al mismo Padre Dios que había sido proclamado por Jesús, les fortalece en la solidaridad,
mientras esperan la llegada del Espíritu (He 2).
Este renacimiento pentecostal les hace hermanos en el sentido más intenso del término.
De esa forma viven su libertad: como solidaridad fraterna, en gesto común de búsqueda y
misterio. No hay entre ellos ningún padre que les guíe sobre el mundo. No hay maestro de
la ley ni director que tenga autoridad sobre el conjunto. Conforme a la palabra de Mt 23,8-9,
todos son hermanos, incluida María, la madre de Jesús. Así lo reconoce He 1,15 al
presentar la primera asamblea de esta iglesia. Así lo han confirmado después los sumarios
donde viene a explicitarse el contenido de la vida compartida de los fieles (cf He 2,43-47,
4,32-36). La libertad se ha definido así como principio de experiencia fraterna.

VlIl. María madre: maternidad liberadora


El comienzo de la biblia ha presentado la maternidad como experiencia ambivalente. Por
un lado es positiva, como indica el mismo nombre de la mujer: "El varón llamó a su esposa
Eva (hawa=Vitalidad), por ser la madre de todos los que viven" (Gén 3,20). Precisamente
por su maternidad la mujer se encuentra vinculada a Dios de un modo especial (cf Gén
4,1): le descubre en el misterio de su concepción, desde el mismo centro de una fecundidad
que siempre le sorprende y le desborda. El varón parece buscar a Dios en lo que hace, en
sus proyectos exteriores de trabajo y de conquista; la mujer, en cambio, sabe que lo lleva
dentro, como abismo de fecundidad suprabiológica.
Pero, al mismo tiempo, la experiencia materna tiene un elemento doloroso, que Gén 3,16
ha resaltado con toda claridad: "Sufrirás en tu preñez, parirás hijos con dolor". La mujer vive
más dentro de sí misma y en esa interioridad vital, que es expresión de luz y muerte, ella
padece el desgarrón de la existencia como expansión a un nuevo ser, como ruptura de sí
misma. Por eso, el dolor de los hijos sigue dentro de ella misma y allí dentro lo padece,
como ampliación de su mismo sufrimiento.
Resulta muy fácil descubrir estos dos rasgos en la vida de María. Abierto y exultante es
el gozo de su maternidad, como lo indica Lc 2,8-21, utilizando una preciosa escenografía de
ángeles y pastores: sobre el parto prometido se abre el cielo y cantan los coros superiores
de la dicha; vienen los pastores y celebran el nuevo nacimiento de la vida de Dios sobre la
tierra. Ciertamente, la maternidad querida es siempre gozo, es fiesta del amor y la
esperanza entre los hombres. Pues bien, especialmente gozosa, querida y liberada fue la
maternidad divina de María.
Sin embargo, el mismo evangelio ha tenido cuidado en resaltar el otro aspecto, doloroso
y desgarrado, de esa maternidad. Por eso sabe que María ha concebido un niño que "se
hará problema": "Ha sido puesto como caída y resurrección para muchos en Israel, como
una señal discutida; y por eso una espada atravesará tu misma vida" (Lc 1,34-35). La vida
es aquí el alma, el seno más profundo de María. Después de nacido el niño, sigue la
gestación y la madre sigue siendo una especie de útero ampliado: quiere ofrecer seguridad
al hijo y, lógicamente, padece cuando el hijo está inseguro.
Esto significa que María, al asumir el nacimiento de Jesús, asume todo el proceso de su
historia. Ella no es mamá-nodriza temporal, que el Padre Dios ha querido alquilar por nueve
meses de embarazo. Es madre perpetua, y por eso continúa sufriendo en su seno (en su
experiencia personal y femenina más profunda, el dolor y división de su hijo Jesucristo. El
mismo Lucas sabe que este sufrimiento de María no se ha realizado en vano, por eso la
presenta, al fin del parto, como madre y como hermana gozosa, renacida, en el mismo
nacimiento de la iglesia, tras la pascua (He 1,14).
Pero el sentido más profundo de este nuevo dolor de nacimiento ha sido formulado por
san Juan: estando Jesús sobre la cruz y "mirando presentes a la madre y al discípulo al que
quería, dijo a la madre: Mujer, he ahí a tu hijo..." (/Jn/19/26). Nos bastan estas palabras, mil
veces comentadas por la piedad cristiana y por la teología. Ahora sólo queremos comentar
dos de sus rasgos: el cumplimiento de la maternidad, su expansión liberadora.
Al llegar aquí debemos afirmar que la maternidad ha culminado: acaba siendo madre
aquella que sabe dar el hijo para todos; lo pierde para sí, deja de verlo como propio, objeto
de su mismo cuidado-protección, y así lo ofrece de manera abierta, en gesto de solidaridad
y amor hacia los otros. De esta forma estalla el circulo neurótico, egoísta de una maternidad
castrante, circularizada: el hijo para mí, yo para mi hijo. Comenzó Jesús a romper ese
círculo; ahora lo acaba de romper María. Por eso está de pie, junto a la cruz, respetando a
Jesús en el momento de su entrega, y acompañándole con el testimonio de su propia
entrega. Precisamente ahora, cuando sabe que ha perdido definitivamente a su hijo, María
sabe que lo encuentra más cerca que nunca: más que madre e hijo, en círculo cerrado de
intimidad y protección, se han convertido en dos amigos que caminan juntos hasta el borde
misterioso de la vida. María se detiene por un momento, para acompañar a los restantes
amigos de Jesús. Jesús se entrega, ahora ya solo, en el abismo de la muerte en el que
Dios le llama.
Sólo de esa forma la maternidad se expande y puede ser liberadora: María escucha bajo
la cruz aquella gran palabra: "Mujer, ahí tienes a tu hijo". Aquí no podemos comentar todos
sus matices; nos fijamos tan sólo en dos que son fundamentales. En primer lugar,
sorprende el hecho de que María, que de alguna forma ha terminado el proceso de su
maternidad, reciba nuevamente el nombre de mujer: ella vuelve a situarse de esa forma en
el principio de la creación, allí donde Eva, la mujer originaria, recibía el titulo de howa, la
vitalidad o la viviente. Partiendo de la cruz, la historia cambia. La maternidad gratificante y
abierta de María empieza a ser liberadora. Por eso, el Hijo salvador le dice, desde lo alto de
la cruz: "Ahí tienes a tu hijo': Hijo es ahora el hombre que está necesitado, es el hermano de
Jesús que sufre y padece sobre el mundo conforme a la palabra de Mt 25,31-46. Por eso
María, la mujer, que parecía haber cumplido su tarea, debe empezar tarea nueva sobre el
mundo. Mejor dicho, debe continuar en su tarea antigua, realizando en los discípulos
aquello que antes hizo en Jesucristo.
De esta forma se supera la familia de la carne y de la sangre, centrada en el egoísmo de
tradición o raza. Pero igualmente se supera la familia burguesa y egoísta de los hombres
que se cierran en un circulo pequeño de solidaridad o transparencia mientras fuera rigen
los principios de la lucha y de la fuerza. Sólo es verdadera familia de María y sólo puede
resultar liberadora aquella que se abre hacia el espacio exterior de los hermanos. De esa
manera, lo que parece fin (la misma muerte del ser más querido) viene a convertirse en
principio de una apertura más extensa. Junto a la cruz del Cristo aparentemente terminada,
agotada para siempre, María empieza a desvelarse como madre universal, abierta hacia los
hombres, en un gesto concreto de acogida, de solidaridad, de nuevo nacimiento.

IX. María amiga: liberación para el amor


Pero la escena de la cruz transmite todavía otro misterio. Estaban allí la madre y el
discípulo que Jesús amaba (hon egapa). Ellos condensan para Juan el conjunto de la
iglesia. En un determinado sentido, conocemos mejor a la madre: sabemos que está
relacionada con Israel, que ha preparado a los servidores del banquete para que escuchen
y sigan a Jesús en el momento de su manifestación mesiánica (en las bodas; Jn 2,1-11);
también sabemos que está junto a la cruz. Ha engendrado a Jesús y le acompaña hasta la
hora de su muerte, participando así en el gesto de su gloria y en el mismo nacimiento de la
iglesia.
En cambio, el discípulo que Jesús amaba presenta más problemas. Por un lado parece
un personaje individual, identificado quizá con Juan, Lázaro, Nicodemo, Felipe, Natanael o
algún otro seguidor del Cristo. Tampoco sabemos si perteneció al círculo de los Doce o si
adquirió después autoridad influyente dentro de la iglesia. Lo único que sabemos es que
este discípulo del amor, para decirlo en forma menos convencional, ocupa un puesto clave
en la historia de un determinado circulo eclesial que mantiene relaciones más o menos
tensas con aquella que podríamos llamar la iglesia oficial, representada por Pedro.
Es evidente que en el momento en que acaba de redactarse el cuarto evangelio (hacia el
110 d.C.) la comunidad del discípulo amado, responsable de la redacción de Juan ha
estrechado relaciones con la gran iglesia (de Pedro). Así lo muestra, de manera genial y
permanente, el capitulo final, es decir Jn 21. El discípulo del amor sale a pescar en la barca
de Pedro, que es discípulo de la jerarquía; ambos caminan unidos detrás de Jesús, Pedro
con el compromiso de amar al Señor (de hacerse discípulo querido) y el discípulo del amor
conservando hasta el final su propio misterio.
A partir de aquí se extiende el enigma: Pedro y el discípulo del amor, como si fueran
momentos complementarios de la misma iglesia, están juntos en la cena del Señor (Jn
13,21-30), ante el sepulcro abierto (20,1-10), en la misión de la iglesia (Jn 21,1-14), en el
seguimiento de Jesús (Jn 21,15-24). Sin embargo, ante la cruz Pedro desaparece: es como
si la iglesia oficial no tuviera lugar ante el misterio puro de la gracia; es como si todos los
cristianos, incluido Pedro, vinieran a estar representados en este discípulo del amor. Esto
es lo que de alguna forma queda insinuado cuando el Señor pascual le pide a Pedro por
tres veces que le ame (cf Jn 21,15-19): sólo de esa forma, identificándose con el discípulo
del amor, puede realizar su labor de ministerio.
Pues bien, volvamos a la escena. Bajo la cruz de Jesús estaban las mujeres, como sabe
una tradición antigua (Mc 15,40-41 par); Juan también lo ha recordado (Jn 19,25), para
olvidarlo luego totalmente. La escena de la cruz, con todo su misterio viene a condensarse
ahora en tres personas: Jesús, la madre y el discípulo del amor. Desaparecen de esa forma
las restantes relaciones, como los poderes y grandezas de los hombres. Toda la hondura
de los cielos y la tierra se ha centrado en estos rasgos: la madre que engendra, el discípulo
que ama (que es amado) y Jesús, el hijo de la madre, el maestro-amigo del discípulo.
En el apartado anterior hemos señalado las palabras a la madre: "Mujer, he ahí a tu
hijo". Ahora completamos el diálogo: "Después dice al discípulo: Ahí tienes a tu madre; y
desde aquella hora el discípulo la tomó en su casa" (entre sus cosas) (/Jn/19/27). Jesús
pedía a Pedro que le amara (Jn 21,15-19). Sin embargo, al discípulo del amor no le pide
nada de ese tipo; simplemente le dirige hacia su madre y le encomienda (le declara): ¡Ésa
es tu madre! Quien asume a Jesús y quien le ama tiene que asumir y amar su misma
historia esto es, su madre.
M/AMIGA: Estas palabras han sido interpretadas de mil formas y resulta prácticamente
imposible descubrir en ellas nada nuevo. Sin embargo, a la luz de todo lo que hemos venido
exponiendo, pienso que el tema puede explicitarse de una forma algo distinta. Como hemos
ido señalando en apartados anteriores, María se presenta a la luz del evangelio como
israelita y oprimida, como creyente y servidora, como hija, madre y hermana; todos esos
títulos resultaban apropiados dentro de un determinado contexto, ayudándonos a
comprender el sentido de la libertad mariana. Pues bien, ahora al final de todo el recorrido,
María viene a presentarse de manera sorprendente como amiga.
¿Por qué? Por una razón simple: porque queda encomendada, como tesoro de vida y
herencia de libertad en manos de la comunidad del discípulo que Jesús amaba. En algún
momento, ciertos maestros espirituales amigos de la virginidad, han dicho que Jesús ha
confiado la vida de María, virgen, en manos de Juan, discípulo virgen. Pero resulta que no
sabemos si el discípulo que Jesús amaba era Juan y tampoco sabemos si era virgen. Lo
único que podemos afirmar es que acogía el amor de Jesús y le respondía con amor,
traduciendo en forma comunitaria el mandamiento supremo del "amaos los unos a los
otros".
Esto significa que María, la madre de Jesús, heredera de las promesas del AT e
iniciadora de los hombres en el camino del mesianismo (Jn 2,12), queda confiada como
tesoro de amor y herencia de vida en la comunidad del discípulo amado, es decir,
precisamente allí donde el amor era la norma y el principio radical de la existencia. Todos
los restantes elementos pasan: la autoridad, las organizaciones misioneras, los proyectos
de transformación externa, etc. Sólo queda para siempre el amor que brota de Jesús; y allí
donde reina ese amor (discípulo que Jesús amaba) está la madre, María.
El texto dice que "el discípulo la acogió en su casa", es decir, la recibió en la casa o
familia de la iglesia, en la comunidad de amor de los creyentes. Posiblemente se refleja
aquí un recuerdo histórico: la madre de Jesús, después de la pascua, vino a formar parte
de una comunidad que estaba centrada en el misterio del amor. Retraduciendo el tema
desde perspectivas diferentes, Lucas y Juan han transmitido sus versiones del mismo
acontecimiento. Lucas, en el libro de los Hechos (1,14) ha destacado la unidad fundante del
principio de la iglesia, antes de todas las rupturas y las divisiones: la madre de Jesús
pertenece a ese tiempo inicial, de tal manera que puede ser reasumida y aceptada como
propia en cada una de las comunidades de creyentes. Por el contrario, Juan (el cuarto
evangelio) se muestra mucho más radical: la madre de Jesús pertenece al misterio fundante
del amor de los cristianos; por eso, sólo ha podido ser asumida y valorada como amiga en
la comunidad especial del discípulo del amor. Eso significa que sólo aquellos que viven en
hondura radical la palabra del amor y la libertad creadora de Cristo, conforme al mensaje de
Juan, entenderán (podrán recibir en casa) a la persona de María, su madre.
Quedan muy atrás los viejos problemas: la figura de María como signo de opresión
religiosa, discriminación sexual, prepotencia, engaño o injusticia. Conforme a todo lo aquí
expuesto, la madre de Jesús viene a presentarse dentro de la iglesia como signo de
libertad: ella ha traducido el diálogo con Dios en palabra de creatividad y comunión entre
los hombres; así ofrece dentro de la historia su promesa de reconciliación humana, a través
de un cambio revolucionario en que los hombres, haciéndose servidores los unos de los
otros, aprenden a ser hijos, hermanos y amigos sobre el mundo.
(·PIKAZA-X. _DICC-DE-MARIOLOGIA. Págs. 1063-1084)

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