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Domingo, 14 de julio de 2013 - RADAR Libros

La lección de anatomía
Tenía tan solo dieciocho años cuando escribió Frankenstein. Y en cierta medida, Mary
Shelley quedó atrapada en esa leyenda por el resto de su vida. Pero no se trató de una
obsesión. El monstruo desencadenado representó toda una época y una manera de entender
la relación con los cuerpos y el dolor. Por eso, en La mujer que escribió Frankenstein, un
libro inclasificable y sumamente original en la literatura argentina reciente, Esther Cross no
sólo reconstruyó su historia personal sino que, rebasando la biografía, se sumergió en las
entrañas de un país como Inglaterra en los primeros tramos del siglo XIX, en su literatura,
sus médicos y sus muertos.

Por Mariana Enriquez

Empezó con un corazón. En una biografía breve, de las que suelen incluirse como prólogo de libros clásicos,
Esther Cross leyó que Mary Shelley se había guardado el corazón de su marido, el poeta Percy Shelley, y lo
conservó hasta su propia muerte envuelto en páginas del poema “Adonais”. Ahora no puede recordar en qué
edición de Frankenstein estaba esa mención a la reliquia –una de Losada, cree, perdida en la última mudanza–
pero sabe que ése fue el momento del impacto: pensar en la mujer que escribió Frankenstein, que inventó a
ese ser sin nombre armado con pedazos de cuerpos, aferrada al corazón de Shelley. Y también la historia sobre
cómo hizo para quedarse con el corazón: Shelley se ahogó en un naufragio poco después de salir desde
Livorno en su barco, el Don Juan, en 1822. El cuerpo fue cremado en la playa, según las normas pre
victorianas y uno de los amigos presentes en ese funeral vikingo rescató de las llamas el corazón, para dárselo
a Mary.

“Al principio este libro era una especie de canto al corazón con reflexiones: algo raro”, cuenta Esther Cross.
“Pero cuando me puse a investigar, a leer, fue como abrir la tapa de una tumba. Esa anécdota es muy
despreciada por los biógrafos ‘serios’: supongo que es un chisme morboso equivalente a un episodio de
Intrusos hoy. Parece que ella peleó con su amigo Leigh Hunt por parte del corazón, que Lord Byron, también
presente en la cremación, quería la calavera y no se la dieron porque solía usar cráneos como ceniceros... Pero
a mí me fascinaba justamente lo morboso, pensar en esa mujer puesta en esa situación. Cómo pidió quedarse
con un órgano. Ella tenía 25 años cuando quedó viuda. En esa época no había fotos y, de recuerdo, la gente
solía guardarse una parte del otro, algo físico, por lo general el pelo. Pero ella quiso algo más: quiso el
corazón. Me di cuenta de que Mary Shelley llevaba todo al extremo, a veces involuntariamente. Que era una
esponja del romanticismo. Y que por eso, como escritora, fue la voz de su época.”

Esa fascinación inicial se hizo enorme cuando Esther Cross siguió leyendo sobre Mary Shelley y se encontró
con sus padres, los intelectuales Mary Wollstonecraft y William Godwin, autor de Ensayo sobre los sepulcros;
cuando dio con la primera mitad del siglo XIX en Inglaterra, una época dominada por sociedades clandestinas
de cirujanos y ladrones de cuerpos, los resurreccionistas, las colecciones de curiosidades médicas, los teatros
anatómicos, el horror y el interés por los cuerpos vivos y muertos. Cuando se encontró con la vida errante de
Mary Shelley y su familia, que viajaba constantemente y en los viajes escribía, no sólo Frankenstein, sino
novelas históricas, de ciencia ficción, biografías de escritores, crónicas. Todos esos textos, esas historias de
medicina forajida y cementerios violados, de operaciones sin anestesia y amantes que escriben bajo los
efectos del láudano se convirtieron en La mujer que escribió Frankenstein, un libro hermoso y extravagante
que Esther Cross no quiere definir: “Supongo que lo más adecuado es llamarlo ‘ensayo’ pero, cuando se lo
pasaba a amigos para que lo leyeran, algunos me lo devolvían diciendo ‘qué buena la novela’ o ‘cómo me
gustó la biografía’”.

Pero no es una biografía de Mary Shelley.


–No, nunca quiso serlo. No lo presento así. Digamos que es mi primer texto de no ficción. No sólo lo primero:
hasta ahora, lo único de no ficción, aparte de algunos artículos. Antes había armado libros de entrevistas, pero
no es lo mismo. Lo edité muchísimo: quería que hablaran los documentos, no quería hablar yo. Terminó
ganando el material.

Es un libro muy distinto de tu ficción; no hay nada en Kavannagh o La señorita Porcel o Radiana, por
ejemplo, que anticipe esta fascinación gótica. A lo mejor se puede rastrear en tus traducciones, en el
gótico sureño, en Goyen... Pero esto es otra época, y es más extremo.

–Es muy distinto a mi ficción; no tiene mucho que ver con mi literatura hasta ahora. Siento que me fue
atrapando un mundo. Ese momento, los años de vida de Mary Shelley, marcaron el momento de entrada de los
cuerpos en el mercado. Era fácil hacer una relación con lo que pasa hoy con el cuerpo, pero desde que empecé
a escribir traté de poner esa interpretación entre paréntesis porque era trampear el material o forzar la lectura.
Pero, la verdad, fue eso lo que me fascinó. Cómo, en esa época y con Mary Shelley como médium, aparece el
cuerpo en la literatura; y el lugar central de la medicina, el morbo del cuerpo manoseado y explícito. Y
también cómo toda esa convivencia con la muerte era al mismo tiempo un culto a la vida, un poner a la vida
biológica frente a todo, en primerísimo lugar. Igual que ocurre ahora, en nuestro tiempo.

LO QUE DICEN LOS CUERPOS


La mujer que escribió Frankenstein es un libro sobre Mary Shelley, sobre su época y su obra, sobre los
personajes de la medicina clandestina y la Londres negra, sobre algunos escritores románticos y algunos
cirujanos famosos –todos en un desfile compacto y absorbente, como un gabinete de curiosidades literario–
pero, sobre todo, es un libro sobre el cuerpo. En sus páginas, con un estilo sobrio y filoso, se corta carne como
en una mesa de disección, carne viva y carne muerta. “No había anestesia y los médicos tenían que ser rápidos
como magos”, escribe en el capítulo “La sangre de las bestias”. “Un buen cirujano podía abrir, encontrar,
extirpar cálculos y coser en quince minutos. Cada minuto que se salvaba era importante porque el dolor podía
matar al paciente.” O en el capítulo “Londres”: “El señor Martin van Butchell, dentista y médico
especializado en fisuras y fístulas anales, vivía, por ejemplo, con el cadáver embalsamado de su mujer
expuesto en una ventana. Si alguien quería entrar para verla de cerca, decían que Van Butchell cobraba la
entrada”. O en “Los pobres muertos”: “Los vendían, los revendían y los exportaban. Les inyectaban
conservantes. El mercado tenía sus tablas de cotización. Los viejos valían menos. Entre 1790 y 1832, el precio
del cuerpo humano se triplicó”.

Los cuerpos se roban, se abren, se venden: pero están mudos. Esther Cross cuenta que no fue sólo Mary
Shelley quien le dio la llave para entender esta época morbosa como escritora que parió la aparición de la voz
del cuerpo: esa noción, y el tema del libro, se terminaron de redondear cuando encontró a otra mujer, la
escritora Fanny Burney. Así la describe: “Escribía novelas, sátiras, cartas, diarios. Fue la primera escritora
inglesa reconocida fuera de Inglaterra. Podía transformar sus años de aburrimiento en la corte en una crónica
excelente. Se reía, desde adentro, de la alta sociedad”. Esta autora, que vivía en París, fue sometida a una
mastectomía sin anestesia y lo contó, con detalles precisos y sangrientos, en una carta tan explícita que
incluso fue censurada cuando se recopiló su correspondencia. El cirujano fue el barón Larrey, médico de
Napoleón, capaz de amputar en menos de un minuto; pero le costó casi veinte extirpar el pecho de Fanny. Ella
escribe: “Hundieron el metal en mi pecho. Cortaron venas, arterias, carne, nervios. No tuvieron que decirme
que gritara. Solté un grito que duró todo el corte. Sentí que el cuchillo tocaba el esternón ¡y que lo raspaba!”

Esther Cross dice que, cuando encontró esta carta, su fascinación dejó de parecerle caprichosa. Y el hallazgo
fue, increíblemente, muy lateral. “Me enteré de la carta en un libro sobre descubrimientos, de divulgación, en
el capítulo sobre cómo se descubrió la anestesia. No aparecía completa, claro, eran apenas dos renglones.
Cuando la leí entera me conmoví, me estremecí y entendí: Fanny Burney tuvo que contar su operación porque
era el momento en que el cuerpo humano necesitaba hablar. Y más aún: necesitaban hablar los pacientes. Me
di cuenta que había algo más que mi propio embale con esta época.”

Decís que Mary Shelley y Fanny Burney le dieron voz al cuerpo, lo revivieron.
–Es así. Hasta donde yo sé, son las primeras. Y creo que tiene que ver el hecho de que fueran mujeres. Creo
que el crítico Mario Praz dice que sólo ellas pudieron haber captado lo terrible, lo peligroso, de la ciencia y la
medicina; que sólo mujeres podían ser la voz de los pacientes.

Se mezcla literatura y medicina...

–No solamente literatura: el lenguaje clínico pasa a lo privado. Fanny Burney cuenta, en sus cartas y diarios,
cómo se muere el marido. Es una historia de la agonía con detalles insólitos. William Godwin hace lo mismo
con su esposa Mary. Son textos que parecen historias clínicas, sumamente técnicos. No dicen que sufrió
mucho, no son pudorosos: dan reportes, horarios, síntomas, remedios, vendas, sudoraciones, fiebres, colores
de la piel. Los registros médicos entran en los registros de vida. Son testimonios. Creo que recién vuelven a
aparecer con semejante fuerza en la literatura del sida de los años ’80 y, en años más recientes, en los
testimonios sobre el cáncer o la agonía, que es un género de memoir muy reciente e increíblemente exitoso.
Pero sobre todo los autores que escriben sobre el sida toman la voz y hacen hablar al cuerpo, de forma
militante y clínica, apropiándose de ese lenguaje para decir algo que de otra manera no se puede decir.

Y Mary Shelley es capaz de contar todo esto.

–Era su mundo, lo vivía. Muchos de sus hijos murieron y ella también lo registraba. Cuando muere su hija en
la cuna, escribe en su diario: “Por su expresión era evidente que había tenido convulsiones”. Como todos en
su época, les tenía miedo a los médicos y a la vez los admiraba. Los creía capaces de lo más terrible y lo más
maravilloso.

En La mujer que escribió Frankenstein todos los médicos e incluso los resurreccionistas forajidos
tienen algo de héroes.

–Es que los ladrones eran necesarios para que los médicos pudieran estudiar. ¿Cómo iban a saber dónde hacer
un corte, si no? No alcanzaba con los cuerpos de los condenados a muerte, que se entregaban para las
universidades. Esos tipos eran genios: estaban estigmatizados, pero operaban en auditorios llenos de gente,
con pacientes gritando desesperados, sin perder un minuto. Si no, la gente se les moría. A Fanny Burney, que
es una antecesora de Jane Austen, la salvaron: gracias a esa operación terrible llegó a vieja, murió con más de
80 años en una época en que la gente se moría a los 50. Esa carta terrible habla de las dos cosas: de lo valiente
que fue ella frente al horror y el dolor, y de ese médico que le salvó la vida, que sabía lo que hacía en las más
extremas condiciones. De hecho, ella lo llama “el buen doctor Larrey” y se enternece porque la mira “pálido y
con dolor”.

¿Siempre te interesó la medicina como tema?

–Lo tenía un poco oculto, pero sí, siempre. Me parece, de todos modos, que es un tema muy presente en
nuestro tiempo, medio inescapable. También me fasciné con los museos de anatomía. Cuando escribía este
libro pensaba en la exhibición Bodies, en las disecciones públicas de Gil Hedley en Estados Unidos y en los
programas-realities sobre operaciones estéticas o sobre emergencias médicas que son muy explícitos, como
un teatro anatómico por televisión. Pero pensaba también que aunque la relación con el cuerpo vivo en la
época de Frankenstein puede tener un reflejo, un eco, con los cuerpos de hoy, la relación con los muertos es
muy distinta. Entonces era de comunicacón. Mary le habla a Shelley todo el tiempo. Dice que no es un
fantasma lo que escucha: que es la voz de su marido. Es la época del nacimiento de los cementerios como
ciudades de muertos: se puede pasear por ahí, son lugares de encuentro, de juego, se leía entre las tumbas.
Ahora son como campos de golf, están lejos de las ciudades, no hay árboles, no te podés sentar. Cuando el
cuerpo ya no está vivo, todo se termina.

LA MUJER MONSTRUO
Mary Shelley es el hilo conductor de estas guerras contra la muerte, la voz que encarna los discursos de la
época y la que es capaz de sintonizarlos no sólo por su extraordinaria sensibilidad, sino porque su vida fue
una especie de condensación romántica. Escribe Esther Cross: “Mary Shelley fue una pieza clave del mundo
que la formó. Reveló la realidad que la incluía, la que no alcanzaba a contenerla, y al hacerlo, la definió. Hay
escritores que fundan su contexto, y ella creció en la época de Frankenstein”. Y, más adelante: “En un juego
recíproco de influencias, la novela de Mary Shelley, por su parte, acentuó el miedo a los ladrones de tumbas, a
la disección, a los cementerios, a los médicos y a algo más temible que la muerte: lo que los seres humanos
hacían con ella”.

La niña que creció en la época de Frankenstein escapó de su casa a los 16 años con un poeta romántico que
era vegetariano y creía en el amor libre; aprendió a leer en el cementerio, deletreando lápidas, especialmente
la de su madre, lugar de peregrinación para los admiradores de la pionera feminista, autora de Vindicación de
los Derechos de la Mujer; fue amiga de Lord Byron, viajó la mitad de su vida adulta, y mientras tanto
escribía, perseguida por las deudas, la muerte de sus hijos, un padre demandante y el suicidio de la ex mujer
de Shelley, tragedia que –entre otras cosas– la condenó socialmente. Tenía 18 años cuando escribió
Frankenstein y la idea se le apareció aquella famosa noche en casa de Lord Byron en Ginebra, cuando los
amigos –Mary, Shelley, Byron, su médico Polidori y Claire Clairmont, hermanastra de Mary y amante de
Byron– se propusieron escribir un cuento de terror, una historia que “les helara la sangre”. A Mary se le
apareció el estudiante de anatomía pálido, agachado sobre el cadáver, sobre restos humanos, a Polidori,
famosamente, el primer cuento de vampiros moderno, casi 80 años antes del Drácula de Bram Stoker. “Escribí
poco sobre esa noche, ¡hay tanto y tan bien escrito!”, dice Esther Cross. “Fue un alivio no tener que volver a
narrar ese encuentro: me permitió concentrarme en otros aspectos. Por ejemplo, contar que Claire Clairmont,
ya muy vieja, conoció a Henry James y le inspiró Los papeles de Aspern. Descubrir que cuando Mary decide
darle vida al monstruo con una descarga eléctrica, está citando los experimentos con energía galvánica del
profesor Aldini, que provocaban contracciones en cuerpos muertos. En un momento se pusieron de moda, se
llamaban Las Danzas de las Convulsiones Tónicas; las prohibieron en 1804.”

¿Creés que a ella la fascinaban estos casos?

–Como a cualquiera de su época. Creo que le daba mucho más miedo que morbo. Realmente escribió
Frankenstein como una historia de horror: ni siquiera investigó, se basó en lo que leía en los diarios. Los
recortes se consiguen y son escalofriantes. No era una mujer morbosa, me parece. Más bien era una mujer de
vida muy intensa y una escritora profesional. Ganaba plata con lo que escribía, tenía que sostener su estilo de
vida, las deudas de su marido, mantener a su padre.

Pero se la ignora bastante en este sentido.

–Se la ningunea muchísimo, no entiendo por qué. Lo mismo pasa con Fanny Burney, que debería ser
famosísima. Hay, supongo, un desprecio de género, de Frankenstein como novela de ciencia ficción, también
quedó aplastada por el éxito enorme que tiene el libro, incluso en su época. Frankenstein llega al teatro en
vida de Mary Shelley, es igual a que hoy Hollywood adapte una novela. Durante la investigación le escribí a
un especialista en Virginia Woolf preguntándole por qué ella nunca se había ocupado de Mary Shelley, si, por
ejemplo, había escrito sobre las Brönte... Se especula con que a Woolf no le gustaba Frankenstein. El
especialista me dio la típica respuesta de un inglés: que lo único que se sabe de por qué Woolf no escribió
sobre Mary Shelley es que no escribió sobre Mary Shelley.

¿Y qué te parece la biografía de Muriel Spark?

–Me pareció muy informativa y un poco fría. Pero creo que entiendo esa sequedad, sobre todo después de leer
todo lo que hay, que es muchísimo, desde las propias cartas y diarios de Mary hasta los de sus amigos, como
Trelawney, por ejemplo, que es un maldito, le chorrea sangre de la boca cuando escribe, cuenta cosas
tremendas de Mary, desde que tenía poco pelo y piernas cortas hasta que le hacía espantosas escenas de celos
a Shelley. Spark depuró mucho, editó lo tortuoso: creo que se le fue la mano. A lo mejor quería rescatar a esta
mujer como escritora seria y sacarle el chisme, el morbo y todo lo monstruoso. Quiso limpiarla de todo eso,
no quiso caer en las interpretaciones, en la relación de vida y obra. Está buenísimo como gesto, pero uno
quiere a ese monstruo. Y yo no creo que su vida tortuosa y novelesca la banalice o disminuya como escritora,
al contrario. Entiendo sí que ese rescate higiénico haya sido necesario en otra época.

¿Y a vos te gusta Frankenstein?

–Me parece una novela extraordinaria. La primera versión, de 1818 –porque después Mary la corrigió, la
adaptó, la hizo más digerible– es una obra maestra. La segunda aparece en 1823, con su nombre, y le baja
algunos decibeles. No se sabe bien por qué lo hizo: por una cuestión de mercado, seguramente. Ella no les
daba mucha importancia a los textos: la vida le pasaba por arriba. Escribe siempre a las corridas y necesita
tener ingresos. Lo que es impresionante es el lenguaje. Ella le mostraba el texto a Shelley, que le hacía
correcciones; y él se lo complicó bastante. Como era poeta, le retorcía el estilo. Mary escribía en un lenguaje
muy sencillo. Tenía 18 años y sin embargo se dio cuenta de que si quería contar esa historia tan loca, tenía que
ser muy directa, una decisión absolutamente adelantada a su época, que era puro exceso gótico.

¿Y las demás novelas?

–Matilda es una muy buena novela, y son notables sus Vidas de escritores. Pero, en general, las escribe muy
por trabajo, sin ese genio ni la capacidad de capturar una época de Frankenstein. Hay una, sin embargo, que es
genial: El último hombre. Es una novela de ciencia ficción sobre la plaga, una peste mata a la humanidad. La
gente se moría por cualquier bacteria en la primera mitad del siglo XIX y sin embargo, en esa época, no se
escribía nada como El último hombre. Y menos en el estilo de esa novela, que también es muy directo, muy
moderno. Mary Shelley estaba adelantada, iba más rápido que todos los demás. Estaba tan hundida en su
tiempo que, paradójicamente, tenía más perspectiva. Podía ver más, mejor y más lejos.

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