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LA CIUDADELA

La enfermera avanzó con particular seriedad, y se sentó en una silla enfundada. Tenía unos
veintiocho años, calculó él, era fuerte y bien proporcionada; tenía las piernas gruesas y un amplio
rostro muy serio, y llevaba un vestido oscuro, verde oliva. Mirarla era pensar instintivamente:
¡nada de bromas con ésta! Andrés cedió, expresando: —¡No hablemos de dinero! Dígame su mal,
de qué padece. —Bien, doctor —todavía vacilaba, parecía no sentirse segura—. Fue la señora
Smith, del pequeño almacén de provisiones, la que me recomendó que viniera a verlo. La conozco
desde hace mucho tiempo. Trabajo en lo de Laurier’s, muy cerca. Me llamo Cramb. Pero debo
decirle que he consultado a muchos médicos de por aquí. —Se quitó los guantes—. Mis manos.
Andrés le observó las manos, cuyas palmas estaban cubiertas de una dermatitis rojiza, más
parecida a una psoriasis. Pero no se trataba de eso, pues los bordes no eran serpiginosos. Con
todo interés tomó un lente de aumento y miró más escrupulosamente. Entretanto, ella seguía
hablando con su tono ansioso y convincente. —No puedo explicarle qué dificultad significa esto
para mi trabajo. Daría cualquier cosa para mejorar. He ensayado cuanta pomada hay en el mundo.
Pero ninguna me ha servido para nada. —No, no podrían hacer nada. — Dejó el lente,
experimentando toda la emoción de un diagnóstico oscuro, pero positivo—. Esta es una condición
de la piel más bien rara, señorita Cramb. Es inútil el tratamiento local. Se debe a una condición de
la sangre y la única manera de librarse de ello es mediante la alimentación. —¿Ningún remedio?
—Su ansiedad anterior dio paso a la duda—. Nadie me dijo eso antes. —Yo se lo digo ahora. Se rió
Andrés, y tomando su libreta, anotó una dieta, añadiendo también una lista de alimentos que
debía evitar en absoluto. Ella aceptó escépticamente. —Bueno. Por supuesto. Lo ensayaré, doctor.
Ensayaría cualquier cosa. — Pagó escrupulosamente lo que debía, permaneció un instante como
todavía dudosa y en seguida se fue. Andrés la olvidó al momento. Diez días después regresó,
entrando esta vez por la puerta delantera, y pasando a la sala de consultas con tal expresión de
fervor contenido, que él apenas pudo reprimir una sonrisa. —¿Quiere ver mis manos, doctor? —
Bien. —Ahora sonrió Andrés—. Supongo que no está arrepentida de haber seguido el régimen. —
¡Arrepentida! —Le tendió las manos en un arranque de emocionada gratitud—. ¡Mire!
Enteramente sanas. Ni una sola mancha. Usted no sabe cuánto significa para mí…, no puedo
explicárselo…, tal inteligencia… —Está bien —dijo Andrés en voz baja—. Es mi oficio saber estas
cosas. Váyase tranquila. Absténgase de aquellos alimentos que le señalé y no volverán… Ella se
levantó. —Y ahora permítame pagarle sus honorarios, doctor. —Ya me los ha pagado. Andrés se
emocionó ante el hermoso gesto. Con todo gusto le hubiera aceptado otros tres chelines y seis
peniques o aun siete, pero no pudo resistir la tentación de dramatizar el triunfo de su habilidad. —
Pero doctor… —Contra su voluntad ella se dejó conducir hasta la puerta donde se detuvo para una
efusión última—. Acaso pueda mostrarle mi gratitud de alguna otra manera. Mirándole su cara de
luna, un pensamiento lascivo cruzó la mente de Andrés. Pero se limitó a mover la cabeza, y cerró
la puerta tras de ella. La olvidó una vez más. Estaba fatigado, ya medio arrepentido de haber
rehusado el pago y, en todo caso, no le daba gran importancia a lo que pudiera hacer por él una
empleadita de tienda. Pero en esto, por lo menos, no conoció a la señorita Cramb. Más aún,
desperdició una de aquellas oportunidades señaladas por Esopo y que, siendo mal filósofo, debió
haber recordado

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