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Una novela de Teodoro Balmaseda

CAPITULO I: INTRODUCCIÓN

Aún de noche, con el sol empezando a despuntar. Un pequeño adosado en una


urbanización semi desocupada. Son dos plantas con ático y sótano. En el sótano,
completamente vacío salvo por un gruesa esterilla que cubre casi todo el suelo. El
calzado reposa en el primer escalón, y una toalla pende de la barandilla.

Me llaman el Ángel. Después de venir del trabajo hago mis ejercicios y me voy a
la cama al amanecer. Llevo un par de días de vacaciones, y tengo un par de semanas
libres por delante, pero me he acostumbrado a este horario, así que lo sigo haciendo.
Siempre empiezo con unos estiramientos y unas sentadillas suaves. El comienzo me
hace sentir bien. Los músculos parecen despertar y revelar su verdadero poderío.
Sigo con flexiones lentas. Abajo en cinco segundos. Los brazos comienzan a
arderme. Mantenerse con el pecho lo más cercano posible al suelo otros cinco
segundos. El ardor se extiende a los hombros, y empieza a bajar por la columna. Subir
dominando. Me alivia la espalda, pero las molestias en los brazos son insoportables.
Diez repeticiones. Utilizo un reloj que emite un leve pitido cada segundo para controlar
bien el tempo.

Al terminarlas, mi cuerpo impacta contra el suelo con fuerza porque los brazos
no me sostienen ni un segundo más. Siento como mi rostro esboza una mueca, una
especie de sonrisa llena de sufrimiento, entre Jadeos. Me pongo en pie. Doy una
zancada hacia delante, hasta que el pie de atrás sólo puede apoyar la puntera. Apoyo
la mano del pie de atrás a la altura del pie adelantado, y saco el otro brazo hacia el
cielo. Parece que vaya a descoyuntarme de un momento a otro. La mano apoyada me
tiembla, y el pie adelantado también. Trato de repartir el peso con el otro pie, pero el
dolor es más rápido. Sólo seis segundos más.
Resoplo aliviado cuando las dos manos tocan el suelo. El pie adelantado vuelve
atrás, a las alturas. Ahora el pie que estaba atrás reparte el peso con las manos,
mientras la otra rodilla se flexiona hasta tocar el codo. Estira. Suena un pequeño
chasquido en el tobillo, como si me hubiera sonado una taba. Flexión. Diez
repeticiones más. Un minuto para beber agua y recuperar el aliento. Estoy sudando a
chorros. Tanto que se me pega la camiseta al cuerpo. Parece que me haya duchado
con la ropa puesta.

Repito la última posición pero cambiando de posición. Ahora el pie adelantado


se queda atrás y la mano que soporta el peso es la que antes se abría hacia el cielo. Al
terminar necesito beber agua otra vez. Doy la zancada, pero esta vez subo los brazos
hacia el cielo. Elevo el pie de atrás para contrapesar los brazos, formando lo más
parecido a una T. cinco segundos y vuelta a la posición original. Con la otra pierna. Esta
posición siempre me repone del esfuerzo de la anterior.

Me coloco a cuatro patas y echo todo el peso sobre la mano y rodilla derechas.
El otro brazo sube verticalmente, y la otra pierna está estirada al máximo. Pongo el
brazo en el aire cerca de mi oreja, y la otra pierna se eleva también del suelo. Es muy
incómodo, y también da la sensación de estar a punto de descoyuntarme cuando
menos lo espere. Flexiono codo y rodilla hasta que se tocan, y vuelvo a estirar con

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fuerza. Diez repeticiones. Siento como si me clavaran alfileres ardientes en la rodilla de
apoyo.
Al terminar, vuelvo a la posición inicial. Necesito respirar. La muñeca me arde, y
cambio la mano de postura, para que no se anquilose. Después de retomar la posición
apoyando el peso en la rodilla y brazo derechos, cambio el peso al tobillo izquierdo,
con la pierna completamente estirada, y levanto el pie derecho del suelo. Cinco
segundos. Es insoportable. Parece que en cualquier momento vayan a estallarme el
cúbito y el radio. El último pitido me deja caer sobre el mullido piso. Otra vez ese
momento, sonriendo entre Jadeos con la boca a escasos centímetros del suelo. Tomo
aire con fuerza. Repito la postura pero con el lado contrario. Al terminar, me tumbo
boca arriba con los brazos lo más estirados posible.

Otra vez flexiones, pero esta vez de diez segundos en vez de cinco. Las últimas
me hacen gritar. Literalmente, un quejido ahogado con todos los músculos que soy
capar de sentir en tensión. Es como si me volviese de acero por dentro, pero, a la vez,
como si la sangre se me convirtiera en lava.
Por fin, he terminado esa parte. Voy al fondo, donde las pesas. Diecisiete kilos
en cada mano, y empiezan las series. Si al final sumo doscientas repeticiones en cada
mano, habré hecho más que suficiente. Series de treinta, después de veinte. Las
últimas de diez.

Coloco la mano y la rodilla sobre la banqueta para trabajar los tríceps. Siento
alivio en los bíceps, pero el dolor no tarda en trasladarse a la parte posterior del brazo.
Un dolor lacerante en la rodilla, que se apoya contra la madera desnuda. Al soltar la
pesa, que casi se me resbala de las manos, los dedos se me quedan anquilosados. Hago
estiramientos con los dedos y las muñecas, mientras retomo fuerzas.

Segunda parte terminada. Subo la música, a un volumen suficiente como para


sumergirme en la atmósfera que crea, pero no lo bastante como para que se oiga
desde fuera de la casa. Ahora viene la resistencia. Me pongo como si fuera a hacer
flexiones, y doblo los codos, repartiendo mi peso entre ellos y las punteras de mis pies.
Empieza la primera canción. Cuatro canciones, veinte minutos exactos. Siento alivio al
colocarme en esa posición. Tomo aire con la nariz y resoplo con fuerza. El ardor va
avanzando poco a poco, lentamente, desde mis codos hacia los hombros, uniéndose
entre los omóplatos. Poco después empiezan a cargárseme los cuádriceps.
Pese a todo, la posición es mucho más cómoda que los ejercicios anteriores.
Levanto la mirada hacia la pantalla. Quedan dos minutos. La canción me gusta. La
tarareo mentalmente mientras permanezco inmóvil, poniendo el cuerpo cada vez más
rígido.

Termina la canción y me quedo en el suelo inmóvil. Siento un dolor mudo en


cada músculo del cuerpo. Me pongo en pie trabajosamente y me dirijo a la escalera. Lo
he hecho tantas veces que llevo los ojos entrecerrados. Me coloco las zapatillas y
recojo la toalla casi sin mirar.

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En la ducha el agua sale casi hirviendo. Impacta contra mi cogote y se descuelga
desde mis sienes hacia el suelo. Es un bello espectáculo. Ver el agua caer en pequeñas
corrientes da la impresión de ralentizar el tiempo, como en cámara lenta.
Al salir la temperatura de mi piel contrasta con el frío de la estancia,
haciéndome tiritar. Me visto a toda prisa y me preparo una infusión bien caliente. Saco
el cuaderno con el cuadrante. Lo he visto tantas veces que me lo sé de memoria, hasta
tal punto que conozco hasta mis errores ortográficos y el trazo de cada letra. Observo
minuciosamente cada rasgo de cada foto. Tengo varias copias manipuladas, jugando
con los diferentes estilos. Rapado, con bigote, con perilla, con barba, afeitado… tengo
que ser capaz de reconocerlo en cualquier circunstancia.

Repaso de nuevo el cuadrante. El cielo ya está claro. Pongo la hora en el


despertador y me recuesto en la cama. Cuando oigo el pitido, me incorporo
rezongando. Tengo tiempo de sobra. Salgo de la casa y me subo en el coche. El modelo
más vendido en el color más popular, es decir, uno más en el amplio parque de
vehículos que atraviesan la ciudad. El tráfico está tranquilo, aunque la gente corretea
de un lado a otro, como zombies apresurados.
Llego a la zona prevista. Una botella con agua y otra vacía, para los imprevistos.
El bloc de notas y un lápiz. Un librito de crucigramas. Música para mitigar el
aburrimiento y todo el tiempo del mundo por delante. Observo cuidadosamente
alrededor. Un porcentaje alto de la población es metódica, rutinaria. Todos nos
sentimos a salvo en nuestra rutina. Creo que conozco a casi todos los vecinos. Entre
semana es mecánico, con una diferencia de pocos segundos. Los domingos es más
libre, pero tampoco deja de ser rutina.

Un vecino sale del portal, a la misma hora de siempre. Es un tipo corpulento, de


unos cincuenta años. Tiene un principio de alopecia que lucha por disimular con su
peinado. Trabaja en un banco a un par de manzanas. Siempre va con trajes baratos, así
que da la sensación de ser un cateto de camino a la boda de un sobrino más que un
maestro de las finanzas. Una vez fui a verlo, con el pretexto de abrir una cuenta.
Tartamudeaba, empezó a sudar, y no tenía muy claro los pormenores de cada
producto. Un pobre desgraciado. Así que pasé de largo. Los domingos, se desmelena, y
pasea con un chándal de felpa negro con dibujos color borgoña. Sonríe y saluda por
doquier. Esa hora caminando será probablemente el mejor rato de la semana.

Anoto la hora. Subo un punto el volumen de la música. Respiro hondo y apoyo


la barbilla en la mano, con el codo en el borde inferior de la ventanilla. Sale la mujer
del tipo del chándal. Una señora de su misma edad, corpulenta como él, con el tipo de
una soprano. Viste un elegante abrigo de pieles, y va enjoyada y maquillada como si la
esperasen en la recepción de una fiesta en la embajada. Me ha mirado de reojo al
pasar, con cierto aire de soberbia. Camina rápido para lo pesada que está. Lo que no
sabe es que sé exactamente dónde va y para qué. Hay un sitio de desayunos a unas
cuantas manzanas. Va a pedir un café y un desayuno (croissant y ensaimada y tostada).
Volverá en una hora, poco después de que su esposo vuelva sonriente con una barra
de pan bajo un brazo y una bolsa en la otra.

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Todo va según lo previsto. En el garaje de la comunidad entran y salen coches
continuamente. Salvo contadas excepciones, todo sigue el guión de cada semana. El
frío incrementa la población que se desplaza en automóvil en detrimento de los
caminantes. Tengo como referencia el control del domingo pasado y las similitudes son
sorprendentes. Aparco el resto y agarro los crucigramas. Son fáciles. Muchos tiempos
verbales y muchos refranes empleados como pistas. Paso a la siguiente sección. Tal vez
estos sean demasiado complicados. Al fin y al cabo, mi cultura general no es gran cosa.
Primera horizontal. “Tanto monta,….. tanto, lema de Fernando el católico”. Esa
me la sé. Pero la explicación induce a error. El lema lo utilizaba Fernando el católico,
pero no es suyo. Decían que conquistaría Frigia el hombre capaz de desatar el nudo
gordiano (realizado por Gordias para que sus bueyes no pudieran liberarse de su yugo).
Llegó Alejandro Magno y cuando se lo presentaron dijo “tanto monta, monta tanto”, y
dio cuenta de él con su espada. Quería decir que le pedían que lo resolviera, y lo
resolvió, entonces le daba igual que fuera desatarlo como cortarlo.
Segunda horizontal. “Con el………, todos ciegos”. Miro en el reverso. Es un
crucigrama especial de citas celebres y sus autores. Gandhi.
Tercera horizontal. “Soy el……. de Dios. Si no hubieses pecado, Dios no te habría
mandado un castigo como yo”. Gengis Khan.

Me gusta esa frase. Soy el castigo de Dios. Llamó a la unidad con la metáfora de
las flechas. Una flecha es fácilmente quebrantable, pero un montón de flechas es
indestructible. Un personaje interesante. Simbolizaba lo apolíneo y lo dionisíaco. Tenía
una convicción, y era capaz de hacer cualquier cosa en pos de llevarla a cabo. La
primera vez que oí hablar de él, con una explicación parcial, lo tenía por un salvaje,
pero tenía esa filosofía de formar cuerpo y mente. Forjaban su carácter, su
conocimiento, cuál era su verdad, y transformaban el mundo a su paso.

Tomo un trago de agua, y ojeo cuidadosamente el portal y los alrededores.


Todo parece haberse tranquilizado, como siempre a estas horas. Vuelvo a sumergirme
en el pasatiempo. Empieza a aburrirme, así que lo devuelvo a su sitio. Ya seguiré con él
en otro momento.
Un tipo se apea de un coche aparcado detrás del mío y se acerca sonriendo.
Lleva gafas de sol, que se coloca sobre la frente. Lleva el pelo cortado a cepillo, con la
raya a la izquierda. Va vestido con unos vaqueros y una camisa pero de marca, de los
caros. Las botas me suenan de algo, y pueden saltar fácilmente de los cien euros. Tiene
toda la pinta de ser uno de esos comerciales con una sarta interminable de chistes
malos y poca sustancia gris en la azotea. Lleva un anillo en el anular y otro en el pulgar.

-¡Hola! –vocea con la mejor de sus sonrisas. Bajo la ventanilla de mala gana-.
¿Te marchas?
-No –el anillo me dio una idea-. La verdad es que estoy esperando a mi chica…
-¡No me digas nada! Me he pasado media mañana esperando a que mi mujer
acabara de peinarse.
-Mujeres…
-Ya te digo. Oye –me extiende la mano-, si ves algún sitio, como andaré por
aquí dando vueltas, me tiras las largas.
-Claro.

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-Cuídate y que te sea leve la espera.

-Será posible –mascullo mientras subo la ventanilla. Me he destemplado un


poco-. Casi un kilómetro de calle y tienes que venir a molestarme a mí.
Me pita al pasar. Su mujer me sonríe. Tiene una pinta que no invita
precisamente a la confianza. Demasiado maquillaje. Sus ojos son como dos agujeros
negros que amenazan con sumir al que los mire, como los de medusa.
Me repanchingo de nuevo en el asiento. Tengo que concentrarme. Reviso a
fondo el cuadrante. Podría recitar las listas maestras de memoria sin mayor esfuerzo.
Incluso podría reconstruir algunas pequeñas variaciones en días puntuales. Tengo
sueño. Mojo las yemas de mis dedos en agua y extiendo el fresco líquido debajo de mis
ojos y por la nuca. La bajada de temperatura me despeja al momento.

Unos minutos después vuelve a haber actividad en el portal. Hoy sale casi
media hora antes de lo previsto. Es una apacible anciana, con una sonrisa llena de
calor humano, que se divierte caminando sosegadamente hasta el parque cercano y
observando a los jóvenes jugar. He tratado con ella un par de veces, y esa fachada
refleja una profunda tristeza. Miles de horas por llenar y una vida sin alicientes
convierten su existencia en un pasatiempo sin final. Lo único que la saca del bucle son
los dolores y los achaques.
Pasa por mi lado, pero la luz hace de la luna una superficie reflectante que me
camufla, aunque la cansada vista de la octogenaria es el mejor medio para ocultarse.
Dobla la siguiente esquina y desaparece trabajosamente de mi vista.

El tránsito de peatones en la zona aumenta sensiblemente, pero nadie


conocido. Observo cada rostro, pero no me suena nadie. Pasa por mi lado el tipo del
coche de hace un rato. Un coche parece salir al final de la calle, y el otro coche se
dirige apresuradamente a ocupar el espacio.
El y su mujer se apean del vehículo mientras tenso las mandíbulas clamando
fervientemente para que tomen el camino opuesto a mí. Empiezan a caminar hacia
aquí.
-Increíble –espeto en voz baja-. No puede ser.
Mi única esperanza es que doblen la esquina, a unos veinte metros, y
desaparezcan de mi vista. Es improbable, pero podría darse el caso. Se acercan, e
inconscientemente voy escurriéndome en el asiento, hasta que mis ojos apenas
asoman por la ventanilla. Pasan por la esquina y vienen directos, y, mientras maldigo
entre dientes, el tipo de pronto toca el brazo de su esposo, frenan en seco y doblan la
esquina en otra dirección.
Vuelvo a incorporarme en mi asiento, sonriendo. Es un gran alivio.

Un par de minutos más tarde, en una mirada furtiva al retrovisor, una sombra
se mueve. Como es eléctrico, lo muevo de un lado a otro buscando el cuerpo que la
origina. Un chándal de colores chillones. Es un tipo enjuto, bajito, barbilampiño, con
una pequeña melena rizada tapando la nuca afectada por una incipiente alopecia, y
una forma de caminar un tanto errática. Un instante después se confirma: un yonqui.
Me bajo un poquito, tratando de ocultarme en el asiento. El tipo pasa al lado del

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coche. No parece haberse percatado del movimiento del espejo, ni de mi presencia al
pasar de largo, menos mal.
Recoloco el espejo, y al oír el zumbido, el tipo se detiene de golpe. Menudo
oído. El sonido de la calle debería cubrir por completo el pequeño zumbido. Ceso el
movimiento de inmediato, y muevo la llave de contacto, desconectando la
alimentación a la batería.
Se da la vuelta y mira alrededor. Tal vez la luminosidad del cielo juegue a mi
favor, convirtiendo el cristal en una superficie reflectante que me oculte. Vuelve sobre
sus pasos, acercándose a la puerta del local que hay enfrente de mi coche. Me
descubro sonriendo inconscientemente mientras el tipo acerca la oreja a la hoja
metálica.

De pronto, como si hubiese presentido mi presencia, se da la vuelta y me mira


directamente a los ojos. Con su forma de caminar trémula y errante, rodea el vehículo
y toca en la ventanilla con los nudillos.
-Oye, colega –balbucea-, dame para un bocadillo, ¿no?
Sin bajar la ventanilla, hago gestos con la mano tratando de disuadirle.
-Pero bueno, que no te cuesta nada…
Repito el gesto.
-Joder, que soy una persona, no seas así.
Bajo la ventanilla malhumorado. Me ha parecido ver salir a alguien del portal y
no he llegado a identificarlo.
-A ver, ¿tengo cara de millonario? –espeto furioso-. ¿No ves que he pasado la
noche aquí?
-Precisamente, hombre, que sabes lo difíciles que están las cosas. Déjame por
lo menos apalancarme un ratito ahí a tu lado, para el frío de la mañana.
-¿Tú estás loco o qué?
-Hay que compartir, colega.
-Pues te comparto mis conocimientos, no me toques los huevos y largo.

Todo el mundo se detiene alrededor de nosotros, a una distancia prudencial. Al


menos veinte personas nos observan. Se sienten profundamente incómodos, pero a la
vez esta situación resulta atractiva a la vista, casi adictiva. Levanto la mirada hacia el
tipo y clavo mis ojos en los suyos. No desvía su atención ni un milímetro de mí.
-Chico, un bocadillo o un algo. O déjame quedarme un ratito…
Se dirige a la puerta de atrás, por el lado del conductor, y hace el amago de
abrirla. Me apeo del coche iracundo. Debería coger el coche y largarme de allí.
-¿Estás zumbado? –reprocho acercándome amenazante.
-Pero chico, que te cuesta.
-¡Qué te largues! –voceo con todas mis fuerzas.
-A mí no me chilles, que te parto la boca –balbucea tambaleante.
Un par de policías locales se detienen a unos metros. ¿Habrá llamado alguno de
los testigos que hay alrededor?
-Buenos días –dice uno de ellos.
-Buenos días, agente –se apresura a decir mi interlocutor-. Aquí se está
cometiendo un crimen.

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El policía que va detrás sonríe, reprimiendo una carcajada, mientras yo no
encuentro las palabras, y sólo observo perplejo.
-¿Qué crimen?-indaga el policía.
-Este señor me está faltando al respeto, causándome graves daños a mi moral y
a mi dignidad como ciudadano.
Me quedo estupefacto. Respiro hondo y trato de contener la ira, pues gustoso
le partiría esa cara de abogado de secano.
-Este señor –respondo- ha intentado meterse en mi coche sin permiso, aparte
de haberme pedido limosna.
-Eso es mentira, y me está usted faltando al respeto delante de la autoridad.

Mientras sigo sin reaccionar, se da la vuelta y mira a uno de los policías con ojos
de cordero degollado.
-Señor agente, quiero presentar una denuncia contra este señor.
-Pero… -mascullo.
-¡Por favor! –clama cogiéndose al uniforme-. ¡No me dejen a solas con él!
¡Puede matarme!
Reconozco que me dan ganas. En el maletero, debajo de la rueda de repuesto,
tengo una barra de uña que le dejaría los riñones empanados.
-¿Tiene testigos del maltrato? –pregunta el policía.
-¡Estamos rodeados de testigos!

Aparto la mirada, por no desesperarme. Siento como la sangre fluye caliente y


vertiginosamente justo debajo de la piel de mis nudillos. Apuesto a que un solo golpe
lo noquearía. Tengo que concentrarme, que serenarme y prestar atención al plan. Sólo
al plan.
-Pero señor –pregunta uno de los policías al temeroso por su vida-. ¿Cómo
contacto con este hombre?
El tipo lo mira como una vaca mira una atracción de feria.
-¿Lo llamaste tú o te llamó él?
-Él. Yo iba tranquilamente caminando.
-Así que él bajó la ventanilla y te llamó.
-Claro.
Estoy a punto de intervenir, pero uno de los agentes me sonríe.
-O sea, que si saco las huellas de las puertas y de los cristales, no aparecerán
tus huellas, ¿no?
La cara del tipo cambia por completo.
-Me obligó a que llamara a la puerta.
-La denuncia falsa puede suponer cárcel para una persona con antecedentes. Y
claro, con la superpoblación interna, a lo mejor un tipo por denuncia falsa termina en
la sección de los homosexuales.
-No, ahí no.
-Entonces, ¿seguro que te obligó a llamar?
-¿Saben, agentes? Tal vez haya entendido mal y sea sólo un malentendido.
-Serás… -mascullo iracundo.
-¿Teme ya por su vida?
-No, creo que ha sido una mala interpretación.

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-Entonces, ¿podemos irnos?
-Sí, denme diez minutos para alejarme, pero sí…
-¿Por su parte? –uno de los policías se vuelve hacia mí.
-Yo también quiero irme.
-Bueno, pues todos a casa, que es domingo y hay que disfrutar.

El tipo se da la vuelta y empieza a alejarse de mi coche. Los policías me dicen


algo sonriendo. No les estoy prestando atención, pero entiendo como que estos líos
son habituales con este tipejo. Asiento y me subo al coche. Hay movimiento en el
portal. Está saliendo de su coche. En el peor momento imaginable. Todo parece
indicarme que lo posponga. No sé por qué, si será una señal divina, pero los planetas
no parecen por la labor de alinearse.

La patrulla pasa por mi lado apagando las luces. El copiloto me da con la mano.
Arranco y salgo despacio. A ver si tengo suerte y van en otra dirección. Algo se ha
movido a través del retrovisor, como una sombra. Antes de poder observar
cuidadosamente lo que ocurre, siento el impacto.

La patrulla se detiene y recorre el tramo marcha atrás vertiginosamente. Yo me


apeo del coche y corro tras él como si me fuera la vida en ello. Siento algún trocito
escurriéndose por el cuello, deslizándose espalda abajo. El tipo que temía que lo
matase ha cogido una piedra del tamaño de una pelota de tenis y la ha lanzado contra
mi vehículo, con tal suerte que ha impactado contra la ventanilla trasera, haciendo
pedazos el cristal.
-Lo mato. Lo mato –mientras mis músculos no dejan de bombear y el corazón
martillea a toda velocidad, mi mente se concentra en una sola idea.
Le doy alcance a unos metros. Una entrada digna del defensa más guarro. Me
sancionarían tres partidos por lo menos.
-¡Socorro! –vocea el tipo entre Jadeos.
-Ya puedes gritar, que no te salva…
Al levantar la vista, veo a los policías corriendo hacia nosotros. Me apartan de
un empujón y lo detienen vehementemente.
-¡Estás detenido! –dice uno de los policías-. Es mejor que te estés calladito y
esperes a llegar a comisaría.
Me pongo de pie. Con gusto lo partiría en dos a golpes, pero es mejor
centrarse. Me sacudo el polvo de los pantalones y hago el camino de vuelta al coche
detrás de los policías.

-Entiéndeme, colega –dice el detenido-. Es la única manera de poder comer.


Tiene uno que delinquir. Así está el país.
Aprieto las mandíbulas.
-¿Y para comer tienes que intentar matar a alguien? –indaga uno de los
policías.
-¿Matar? –se ofende el tipo-. Ni mucho menos, era sólo una tentativa. Una falta
para estar unos meses con comida y cama garantizada.
-¿Y me tenía que tocar a mí?

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-Perdóname amigo, de verdad. No quería perjudicarte. Era sólo un medio, sólo
una triquiñuela.

Lo meten en el coche. He oteado el final de la calle, y no lo veo. Parece que


haga una eternidad que ha salido. El policía que iba a conducir se me acerca.
-Puede seguirnos y presentar la denuncia pertinente en comisaría.
-Prefiero no hacerlo.
El tipo me mira extrañado.
-Lo que quiere es que lo denuncie para entrar en la cárcel a comer gratis. La
luna no vale nada, y mi seguro se hará cargo sin problemas.
-Tiene que presentarla. Nosotros presentaremos un informe…
Asiento. No me voy a librar.
-¿Podemos dejarlo para mañana? No quiero pasarme el domingo esperando en
comisaría. Tengo planes…
-Déjeme su móvil.
Se lo doy.
-¿Me permite el DNI? –la petición me descoloca un poco, así que añade-. Para
el informe. Necesitamos toda la información.
Lo sujeta con la yema del pulgar sobre la libreta, donde anota los datos.
-Mañana a eso de las nueve de la mañana le llamo para recordárselo. Es que
tenemos un límite de tiempo para entregar los informes.
-Ah, no lo sabía. Sí, no hay problema, mañana estoy ahí.

Me subo en mi coche. El coche patrulla pasa por mi lado. Cuento diez segundos,
muy lentamente. Hasta que doblan la esquina y desaparecen de mi vista. Tengo que
concentrarme. Dos opciones en este momento. Irme a casa y olvidar este día o darme
prisa y tratar de anular su ventaja. Cierro los ojos y bajo la cabeza. El corazón me
martillea con fuerza. Está claro. Tengo que ir a por él.

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CAPITULO II: SEGUIMIENTO

Salgo echando chispas de allí. He perdido un tiempo valioso. Estoy avanzando


con una vaga esperanza de que algo lo haya retrasado, y de que se haya ajustado al
plan original. Su pereza, su abandono al subconsciente, es mi única esperanza.

Lo bueno es que el tráfico en la ciudad es casi inexistente. Acelero como un


loco atravesando una de las avenidas de la ciudad tan pronto como puedo. Hay un
radar a unos metros de la última rotonda. Freno un poco antes y por poco vuelco en el
último giro de la rotonda. Menos mal que no hay nadie por este barrio. Un peatón
despistado y mañana salgo en la portada de los periódicos.

Un semáforo pasa a ámbar. Aún me quedan unos metros, así que acelero. Es
uno de esos pasos de cebra con badén, y al pasar, el vehículo despega del suelo. Es una
fracción de segundo, algo inapreciable, pero lo suficiente para estar varios metros sin
control. La avenida se yergue, amplia, ante mí. El acelerador sigue abriendo gas y mi
coche se convierte en un auténtico misil. Dentro de la cabina suena un solo de guitarra
de Django Reinhardt en un directo de los años cincuenta. Una reliquia descubierta por
los descendientes en un trastero que tengo el honor de tener como fondo mientras
sigo devorando asfalto.

Por fin, lo veo de lejos. No hay duda, es él. Ya puedo bajar el ritmo. Una pareja
de cincuentones cruzan por el paso de cebra unos metros más adelante. Son
completamente ajenos a cómo he recorrido el tramo anterior, o a cuál es mi idea. La
mujer me sonríe y me da con la mano, agradeciendo mi deferencia en parar. Devuelvo
el saludo y me acerco sigilosamente. El tipo ha parado en el estanco. También dentro
de lo previsto. Hay un sitio libre a media manzana. Aparco ahí sin hacer maniobra, y
observo detenidamente. Entra en el bar junto al estanco. Anoto en el cuadrante los
datos nuevos y los cotejo con los anteriores. Deberían ser unos quince minutos de
espera, dependiendo de si coge el periódico antes o después. He estado unas cuantas
veces en una mesa cercana, analizando. Se salta casi todo el periódico, hasta la sección
de deportes. También lee la sección de cultura, buscando alguna película que ver.
-Te conozco tan bien… -mascullo-. A veces es como si fuéramos la misma
persona.

Tengo por lo menos media hora hasta que haga el más mínimo movimiento, así
que oteo el asiento del copiloto. Detrás del asiento, en una especie de bolsa de
canguro, guardo un libro que me entusiasma. Antología de las noticias más curiosas
del año.
Tengo una página marcada. Abro el libro en ella. Ésta noticia es de abril pasado.
El titular no es tan impactante como la noticia. “Músico muere en un concierto”. De
acuerdo que llama la atención, pero al leer el artículo completo, no le hace justicia. En
Nueva Orleans, en un concierto preparatorio del Mardi Gras, los músicos de jazz más
laureados del mundo habían formado un combo que estaba realizando una jam
session en el club de jazz más famoso de la ciudad. En un momento dado, el batería
hace un solo, con el público expectante.

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Con una maestría impresionante, el percusionista da lo mejor de sí mismo en
unos redobles imposibles, con un juego de platos frenético. La gente ovaciona. El
trompetista le sigue, de manera que cuando la batería cesa, los instrumentos de viento
continúan en esa especie de batalla musical.
Al terminar la canción, dos pipas recogen al batería y se lo llevan detrás del
escenario. En pleno redoble había sufrido algún tipo de ataque y había muerto sin
perder el equilibrio, en su batería.
Había oído algo parecido de un concierto de The Who, que al batería se lo
llevaron en volandas, y subió un chaval del público a terminar el concierto con ellos.
Fue uno de los momentos más chocantes de la historia del rock. Pues este caso aún era
más extremo.

En los óbitos posteriores, los amigos y familiares se consolaron pensando que ni


el mismo protagonista podía haber elegido una mejor forma de morir. Así que más que
aquel acto se convirtió en una especie de festejo, celebrando los logros de su vida y la
muerte dulce que había tenido.
-El guitarra, el bajista, los trompetistas…-mascullo mientras levanto la mirada
hacia mi objetivo-. El tipo que está a medio metro detrás acaba de morir y están tan
inmersos en su música que no se percatan de la situación. La vida es así.

Oigo un pitido tremendo a mi espalda. No me lo esperaba, así que me retuerzo


inconscientemente y le doy un rodillazo al volante. Siento un dolor lacerante en el
lateral exterior de mi rodilla derecha. Es breve, pero lo suficientemente intenso como
para cortarme la respiración. Balbuceo entre dientes una maldición mientras me froto
la zona afectada. Giro la cabeza. Un imbécil con el pelo teñido de rubio me sonríe con
su mema cara.
-¿Qué quieres? –espeto, sin retirar la mano de la rodilla. Se baja la ventanilla y
la música electrónica retumba. Sé que me habla, pero no se entiende nada. Le hago
gestos para indicarle que es imposible comunicarse.
-¡Ahí va! –berrea el tipo. Estoy seguro de que va puesto de algo, y lleva sin ver
la cama desde el jueves-. ¡Tienes el mismo coche que mi amigo el Freddy!
-Y que media humanidad –pienso.
-Pero tú no conoces al Freddy, ¿no?
Niego con la cabeza.
-Es que igual te había dejado el coche…
-¿Coincide la matrícula?
-Si no me la sé. Además lleva unos faldones…
-O sea, ¿que tu amigo le ha quitado los faldones y me ha dejado el coche?
-Podría ser, ¿no?
Subo la ventanilla sin mirarle siquiera. La música electrónica vuelve a estallar
dentro del coche y me obsequia con un pitido tremendo. El barrio entero debe
haberse despertado.

De pronto, aunque mi instinto me lo decía, sale chillando rueda a la rotonda del


fondo, en la que gira trompeando, y pasa en dirección contraria a mí como un misil de
color entre amarillo chillón y verde pistacho.
-¡Pelado! –me grita al pasar.

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Hago como si no lo oyese. Durante unos segundos cierro los ojos, y apoyo la
yema del dedo índice sobre el volante. La rotonda que he dejado a mi espalda hace
que los frenos del coche se empleen a fondo. No sé lo imagino o lo deseo, pero
después de la frenada pongo un golpe seco, un sonido de chapa arrugada.

Increíble. Tres segundos después de haberlo pensado, suena, tal como lo había
oído en mi mente. Alguien se apea de un coche que había aparcado unos metros
detrás de mi coche y corre hacia la zona de donde proviene el sonido. Un par de
peatones también se apresuran. Sólo faltaba que el muy idiota haya matado a alguien.
O que lo haya herido. Es poco probable. Seguramente que se ha empotrado contra una
farola, o contra algún coche aparcado. Alguno de esos contenedores suicidas, que
cuando entras en una rotonda a todo lo que va el coche, salta delante, para
destrozarte la frontal.
Siento el impulso de pasarme a echar un vistazo, pero tengo que concentrarme.
Mis prioridades son las que son.
Debería acercarme un poco más. Cuánto más me acerco al objetivo, más me
alejo del accidente. Pero acercarme demasiado podría levantar sospechas. Es un
movimiento que llama la atención, pero si no hay nadie que lo observe…

Engrano la primera. Mi coche sale ronroneando a la calle y recorro muy


despacio calle abajo una manzana. Aparco sin hacer maniobra y apago el motor sin
perder de vista el coche que llevo siguiendo toda la mañana. Los del bar, con el
volumen de la música, la cafetera y el murmullo general, no parecen haberse
percatado del accidente. Sigo observando atentamente. Está acabando el periódico,
recreándose en la última página. Lo dobla y lo deja junto a su desayuno. Un tipo se
acerca y lo recoge ante la mirada atónita de otro competidor por ojear las noticias.
Es un cruasán con mermelada. Probablemente de fresa. Equipado con cuchillo y
tenedor, da cuenta de él con voracidad. Se limpia con una servilleta. Se levanta y se
acerca a pagar. Es el momento. Arranco. Me tiembla el pulso y el corazón parece
salírseme del pecho.

Se sube a su coche, y parece a punto de salir. Miro por el retrovisor. Viene un


coche de la policía. A lo mejor son los de antes. Sonrío al pensarlo.
Un aviso con las luces. Saco la marcha y observo intrigado. Paran a escasos
centímetros de la frontal de mi coche, impidiéndome moverme. Se apean. Uno de ellos
lleva un bigote de aristócrata del siglo XVIII. También podría servir como el antagonista
de unos dibujos animados.
-Buenos días –dice el compañero del bigotudo.
-Buenos días.
-¿Sabe que lleva la ventanilla rota?
-Me la acaba de romper un tipo… estaba con sus compañeros.
-¿Compañeros? –intercede el del bigote. Está claro que no les caigo bien a
ninguno de los dos.
-Sí. Un tipo ha preparado un escándalo, han llamado a sus compañeros, y casi al
marcharse me ha tirado una piedra y me ha roto el cristal.
-¿El que ha hecho el escándalo?
-Sí.

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-¿Sabe qué compañeros eran?
-No.
-¿No tiene el número de patrulla?
Niego con la cabeza. Es impropio de mí.
-¿Y cómo compruebo yo lo que usted me dice?
-No creo que haya muchos detenidos esta mañana. Es cuestión de comprobar
en comisaría…
-No me queda otro remedio que denunciarle e inmovilizar el vehículo –
concluye el del bigote. El coche de mi objetivo se me vuelve a escurrir entre los dedos,
otra vez.
-¿Inmovilizar por un cristal?
-El coche ha de circular con todos sus componentes en perfecto estado. De esta
rotura hay pequeños trozos de vidrio que podrían desprenderse, suponiendo un
peligro para usted y para el resto de conductores.
-Por favor. Voy directo a casa, y mañana dejaré el coche en el taller e iré
seguidamente a comisaría a declarar. Inmovilizarme me va a causar…
-Ese no es problema nuestro. Nosotros sólo velamos por la seguridad vial de
todos –responde de mala gana el del bigote.
-Por favor –lo miro directamente a los ojos-, contacte con comisaría y pregunte
si ha entrado alguien por tirar una pedrada a un cristal. Llama la atención, y a estas
horas seguro que tampoco hay muchos detenidos.

El tipo me mira durante diez interminables segundos, fijamente. Mi objetivo


pasa por el carril de al lado, ralentizando la marcha, invadido por la curiosidad. Me doy
la vuelta para que no me vea la cara. No va a reconocerme, pero prefiero que sea la
primera vez que me vea. El policía sin bigote lo mira amenazante. Por un segundo
parece a punto de pararlo. Aunque sería curioso que lo denuncien por fisgar, me
desbarataría los planes por completo.

Seguidamente, el policía del bigote se aleja unos metros y comienza a hablar


por radio. Le confirman mi versión. Vuelve hacia mí con cara de pocos amigos.
-Es cierto lo que dice, pero no voy a permitirle continuar hasta que no recoja los
pedazos de cristal.
Visto objetivamente, no tengo nada que contestar, así que abro la puerta de
atrás y recojo los pedazos de cristal uno a uno. Por suerte hay una papelera cerca.
Recojo los trocitos que han quedado atrapados entre los lamelunas y los echo en la
papelera. El policía supervisa la maniobra. Me siento como un preso condenado a
trabajos forzados.
-Bueno –dice por fin-. Debería colocar un plástico con cinta de carrocero, o
cinta aislante…
Asiento con vehemencia.
-… y reponerlo cuanto antes.
-Mañana por la mañana. Además, conozco al tipo del taller, tendría que darme
preferencia –empiezo a ponerme nervioso.
-De acuerdo entonces. Que tenga un buen día.

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Me subo al coche lentamente, aunque el corazón parece que vaya a estallarme
de un momento a otro. Me tiemblan las manos, y estoy sudando en frío. El tipo ha
pasado por mi lado y ha girado donde el accidente a la izquierda. Debería haber girado
a la derecha, de vuelta a la ciudad, pero ha ido al extrarradio. Nunca ha ido por ahí.
¿Dónde irá?
Los policías se retiran y van calle abajo. Doy la vuelta. Casi me veo obligado a
hacer maniobra, ha tenido que pasar la rueda a un centímetro del bordillo de la acera.
Pues si llego a darle adiós embellecedor. A un compañero de trabajo le pasó, además a
tres metros de mí. Estaba saliendo de culo del parking, y escrutaba cuidadosamente la
ubicación del resto de vehículos para no golpear a nadie. Llevaba una de esas pick up
enormes, modelo americano pero con el motor reconvertido a diesel y con ahorro de
emisiones.
Empezó a moverse lentamente, con un ronroneo grave del motor. Una vez
fuera de la plaza donde lo había dejado, comenzó a maniobrar. Giró a la izquierda
hasta el tope de la dirección y siguió ronroneando a la salida. Cuando se disponía a
engranar la primera y enderezar la dirección, lo llamaron por teléfono. Dejó la
camioneta en punto muerto y charló. Era testigo privilegiado porque estaba en la
puerta tomándome un descanso.

Finalmente, colgó el teléfono. Engranó de nuevo la primera y giró la dirección


por completo al lado opuesto. Cuando estaba a punto de abandonar el aparcamiento,
la rueda impactó en el bordillo de la entrada. Un golpe leve, nada espectacular. Un
roce, sin una triste chispa. El impacto se produjo en la parte inferior de la rueda, donde
la llanta se une al talón del neumático.
Al día siguiente sufrió un incidente por el estilo, aunque esa vez se subió al
bordillo durante un instante. A finales de esa semana, la camioneta terminó en el
taller. Se llama pérdida de cotas de la dirección o algo así. Básicamente la dirección
coge holgura. Es como si el volante respondiese tarde, o con menos intensidad de la
prevista. Se comprueba de la siguiente manera. El coche camina en línea recta. Mueve
sutilmente el volante a un lado y a otro. Si tarda en cimbrearse, o no cambia de
dirección en absoluto, tienes un problema.

¿Qué sería de aquel muchacho? Empezó a manejar dinero demasiado pronto.


Era demasiado joven, y no estaba preparado. Su cabeza no estaba lo suficientemente
bien amueblada. Comenzó a gastar dinero como si creciese debajo de los árboles,
coches caros, ropa cara, un loft enorme en el centro…
Otro compañero le propuso empezar a trapichear. No se manchaba las manos,
y se llevaba un jugoso porcentaje, como un socio capitalista. Pero en ese tipo de cosas,
nadie tiene las manos limpias del todo. Pescaron a su socio en la frontera con una
trampilla falsa en un camión. Doce kilos. Veinte años en un sistema penitenciario de
los peor afamados y una multa por unos seiscientos meses de sueldo medio. El tipo se
ablandó, y cantó como un tenor.

Lo oí en el vestuario. La mayoría lo comentaba entre risas, con mala baba. Al


chaval lo habían detenido, y hasta su abogado defensor apostaba en su contra. En el
fondo, no era un mal tipo. Sólo un desgraciado que no supo medir las consecuencias
de sus actos.

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¿Por qué pienso en él? Tengo que concentrarme. El coche avanza delante de
mí, avanzando hacia un terreno donde nunca antes ha ido.

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CAPITULO III: PERSECUCIÓN

Está justo donde quiero, más o menos una manzana y media de distancia. Lo
veo perfectamente y no creo que él me vea si no se fija mucho. Salimos a la autovía.
-¿Dónde quieres ir? –mascullo sin perder detalle-. ¿Qué se te ha perdido por
aquí?
La autovía está atascada. Un domingo a media mañana y el tráfico tan
entorpecido. Será por el fútbol de esta tarde, imagino. El carril derecho es una cadena
interminable que avanza al unísono, a una velocidad parsimoniosa, rodeando la ciudad
por el sur. Los coches cambian de carril tratando de adelantar, pero no logran grandes
resultados. Él apenas se mueve del carril derecho buscando rebasar el tráfico, así que
yo lo imito. No tengo prisa. Varios de los que me preceden van empleando las salidas
hacia los diferentes barrios de la ciudad, pero sigue habiendo más y más conductores
por delante. Es una marea casi inacabable.

De pronto, estando yo concentrado en cada metro que avanzo detrás de él,


oigo un pitido tremendo tras de mí. Un bocinazo de casi diez segundos. Miro a todas
partes.
-¡Hay que ser imbécil! –pese al ruido del aire y esa cantidad de motores
sonando al unísono, escucho esas palabras con claridad. Provienen del coche que
acaba de adelantarme con un acelerón que en un parpadeo lo tengo por delante.
-¿Qué le pica a este idiota? –farfullo confuso.
De repente, el coche que venía detrás de mí, a una distancia tan nimia que si
hubiera frenado súbitamente me habría pasado por encima, sale al carril izquierdo y se
acerca al otro vehículo pitando enfebrecidamente y dando destellos con las largas.

Todos nos sobrecogemos. Esto es arriesgado incluso para especialistas de cine.


Se pega a su trasera peligrosamente. En este momento no cabría ni un periódico
doblado entre los dos parachoques. Los destellos y los pitidos siguen.
-¡Están locos! –murmuro para mí-. Ahora el de delante frena, y nos matamos un
regimiento aquí.
En este tramo de la ronda, la vía rápida camina por debajo de otros enlaces de
la ciudad. Es decir, un muro de unos diez o doce metros de alto a la derecha, y una
mediana de hormigón armado a la izquierda. Una colisión forzaría una cadena de
golpes, y el embotellamiento sería una trampa mortal. No hay por donde huir.

El carril derecho baja la velocidad y los otros dos tipos se alejan de mi campo de
visión. Por un lado me alivia no verlos, pero por otro, un pensamiento me trepana el
cráneo: el sonido de un golpe me llevaría directo al otro barrio sin poder evitarlo.
Con la confusión, lo he perdido de vista, así que aprovecho un hueco para salir
al carril izquierdo. Aún suenan los pitidos de los dos vehículos en conflicto. Éste va
justo detrás de los dos.
En la siguiente salida hay atasco, tan grande que los ocupantes del carril
derecho invaden el mío. Por un momento me resigno a ser golpeado, y lo cierto es que
me falta un pelo para impactar. Si freno o acelero lo más mínimo, choco. Los coches
que utilizan esa salida hacer chillar las ruedas al frenar bruscamente.
-Esta ciudad es un caos –susurro malhumorado.

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El tipo cambia al carril derecho. Va a tomar la siguiente salida. Trato de imitarle,
pero un idiota con una furgoneta no me deja.
-Muévete, idiota –musito sin perder de vista el espejo retrovisor.

Piso el freno con la esperanza de que me rebase, pero me imita. El coche que
me sigue empieza a tirarme ráfagas con las luces y a pitar como un condenado. Me dan
ganas de dar un volantazo y abrirme un hueco por la fuerza. Freno un poco más. Los
pitidos se hacen un continuo a mi espalda, pero por fin, la furgoneta me adelanta.
Cruzo el coche con vehemencia para meterme en el carril de desaceleración, cuando
estaba a punto de verme obligado a pasármelo.
-¡Me cago en tu puta madre! –el conductor del coche que iba detrás de mí ha
tenido el tiempo justo para bajar la ventanilla y mandarme el recuerdo. Eficacia
admirable.
Ni siquiera lo he mirado. Para qué. Ha sido culpa mía. Además, el tipo se ha
desahogado, no tiene sentido amargarle el momento.

Dejo atrás un escándalo de frenazos repentinos, fogonazos de luz y pitadas


interminables, pero he logrado tomar la salida, a una distancia prudencial de mi
objetivo.
-¿Dónde vas? –ese susurro parece trepanarme el cráneo una y otra vez. Todo lo
que he estado haciendo no me sirve de nada.
-Bueno –un espontáneo brote de optimismo-, en el peor de los casos, tengo
algo nuevo que considerar. Mañana tengo que ir a comisaría, pero cuando salga
recorreré palmo a palmo este itinerario.

La mayoría toma la salida para, o bien dar la vuelta, o girar a la izquierda, a un


pequeño pueblo reconvertido a barrio periférico de la ciudad, pero nosotros no. Se va
a la derecha, a un pequeño polígono industrial aún sin habilitar por completo. Menudo
contraste. De la atestada circunvalación a una calle principal desierta. Entro en la calle
muy despacio, para no llamar su atención. Gira la primera a la derecha, y me detengo
en la esquina. Observo de soslayo hacia dónde va. Camina hacia el final de la calle.
Avanzo muy despacio, dejando medio coche en la calle principal y apenas asomado en
la bifurcación.
Al final, la calle dobla noventa grados a la izquierda y mi objetivo se escapa de
mi vista. Recorro ansiosamente la calle, reduciendo la velocidad a medida que me
acerco a la esquina, hasta detenerme asomado. Aparca en el primer pabellón a mano
derecha y se apea, entrando a pie por el estrecho pasillo junto a la nave. Me muevo
tan sigilosamente como puedo hasta colocarme cerca de un transformador de luz, que
me camufla y me deja una visión prácticamente perfecta.

Apago el motor, y espero.


-¿Qué estás haciendo? –las dudas me asaltan. No sé qué hacer. ¿Me acerco
para tratar de descubrirlo? ¿Tal vez esperar a que salga?
Pasan tres minutos. Cinco. Quince. Treinta. Una hora. Necesito distraerme,
relajarme un momento. Ojeo la antología de noticias curiosas. Cada página es un
pequeño tesoro. En Rusia un tipo entra en una peluquería a robar. La dueña finge
entregarle el dinero de buen grado pero en unas décimas de segundo hace una llave

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de artes marciales y lo tumba violentamente. Lo ata con el cable del secador y lo
encierra en el trastienda.
-Iros a casa -tranquiliza a los empleados-. La policía está al caer.
Pero la policía no llega. Cuando los empleados se han ido, la dueña entra en el
cuarto, ata al hombre al radiador y le da un par de pastillas contra la disfunción eréctil.
Así tiene el rendimiento asegurado.
El hombre aparece en comisaría al día siguiente con los genitales bastante
dañados, y con la moral por los suelos, denunciando que durante la noche lo han
“exprimido como un limón”. El policía que toma declaración no de crédito, así que
hablan con la dueña de la peluquería.
-Sí –afirma categóricamente-, lo hicimos algunas veces, pero le compré unos
pantalones, le di agua y comida, y cuando se fue, le regalé algo de dinero.
Ante el estupor de cualquiera que lo presencie, los dos pasaron a disposición
judicial, uno por intento de robo, y otra por agresión sexual.
-Increíble –me cuesta contener la risa-. Vas a robar y sales ordeñado.
Mi propia expresión me hace carcajearme. Nunca se sabe cuándo vas a
tropezar con un pervertido.
-Quizá a ella le ponía el rollo delincuente –mascullo reprimiendo la risa-. Como
en una película porno de los setenta.
Me imagino la escena. Un tipo con el pelo a lo afro y un bigote tupido, vestido
con un chándal que le deja la pechera velluda al aire, con media docena de cadenas de
oro y un anillo en cada dedo, entra en la tienda.
-¡Manos arriba, esto es un atraco!
En la peluquería un par de rubias de bote tan siliconadas que rozan el
esperpento se sorprenden en un gesto sobreactuado.
-¡Oh! –exclama la peluquera-. No nos haga daño, por favor.
-¡Dadme el dinero ya mismo!
-También podemos darte algo más…
Y mientras suena una música horrible, que recuerda al Batman de la primera
serie de televisión, los tres lo hacen por toda la peluquería, en todas las posiciones
imaginables, y dos recién descubiertas.

Tengo que tener una mano en la boca para contener el volumen de mi risa,
incluso me tapo la nariz y contengo la respiración. Es para partirse.

Necesitaba esto. Un poco de distracción, relajarme y dejar de pensar en esto.


Es como un receso cómico en un momento de tensión de una película. Me sirve para
recargar las pilas.
De pronto, suena la puerta de la nave. Cojo mi móvil y activo la cámara
mientras me recuesto en el coche, tratando de no ser visto. La puerta se abre de un
tirón vehemente. Un tipo habla con mi objetivo. Se acercan mucho, como si
cuchichearan. Empiezo a disparar la cámara tan rápido como me permite el teléfono.
Parecen despedirse con una palmadita mutua en el hombro. Me recuesto aún más. Da
la impresión de que mi objetivo va a largarse y el otro tipo se mete en la nave, pero
unos segundos después, sale un coche y es mi objetivo el que cierra la puerta. El rugido
del motor atruena por la calle que queda a mi espalda y se va atenuando hasta quedar
reducido al inmenso silencio que rodea el polígono industrial.

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Bajo las ventanillas y afino al máximo los oídos. El trino de algún pájaro aquí o
allí puntualmente, pero nada relevante. Desconecto de nuevo el contacto y me apeo.
Me acerco sigilosamente hacia el otro pabellón. Tiene un par de ventanales de forma
rectangular, dispuestos horizontalmente. Están a dos metros de altura, más o menos,
así que no me es difícil encaramarme y observar.

Absolutamente nada. Ni un movimiento. Miro a uno y a otro lado. Compruebo


de nuevo. Nada. No puede ser. No ha podido salir. Las yemas de los dedos me arden, y
el dolor va poco a poco avanzando hacia los hombros. Suena un quejido gutural lleno
de sufrimiento, pero la curiosidad puede más. Tirado entre la maleza que marca el
limite de la propiedad, hay una pequeña banqueta. Una especie de escalón portátil de
los que se usaban antiguamente en boticas. La madera ha perdido consistencia, y está
un poco desvencijado, pero servirá. Lo coloco junto a la pared y me apoyo. La pequeña
estructura tiembla como si mi pie pesara una tonelada, pero me ahorra mucho
esfuerzo. Me encaramo al ventanal, y observo cuidadosamente.
-¿Dónde estás? –mascullo intrigado.
Sigo sin ver ni el más mínimo movimiento dentro de la nave. Tendría que haber
algún movimiento… parece un pabellón fantasma.

De tener todo el peso cargado en la punta de un pie, tengo calambres en el


gemelo. Es muy molesto. Al apoyar ambos pies en el suelo siento un alivio instantáneo,
pero la pierna que me estaba sujetando falla y a punto estoy de irme al suelo. Un
hormigueo intenso sube desde el tendón de Aquiles hacia la rodilla. Echo todo el peso
en la otra pierna y masajeo con vehemencia. Dolor intenso pero fugaz.
Camino sigilosamente hacia la esquina de la nave y me oculto tras la pared.
Asomo muy lentamente el ojo por la esquina del pabellón y veo su coche tal donde
estaba.
-Pero, ¿cómo se iba a haber ido a ninguna parte sin hacer ruido? –pienso.
Con más confianza de no ser descubierto, oteo a un lado y otro. Ni un alma
alrededor. Vuelvo a encaramarme a la ventana. Sigo sin verlo, sin apreciar movimiento
en el interior, pero no puede ser. Rodeo la nave correteando. Es más grande de lo que
parece, y no tiene una puerta trasera ni nada parecido. Me detengo antes de doblar la
esquina con la portada del hangar por el otro extremo. Doy pasos lentos sin hacer
ruido, registrando mentalmente hasta el sonido más leve.

Cruzo sigilosamente hasta mi coche. El corazón me late a toda velocidad,


retumbándome en la caja torácica. Arranco el motor. Aguanto la respiración unos
segundos. No tiene ninguna base racional. Tal vez lo haya oído y no le dé importancia,
pero si mi objetivo va a alarmarse por haber oído mi coche entrando en
funcionamiento, tampoco es probable que salga a la puerta tan pronto. Respiro hondo,
engrano la marcha con mucho cuidado, como si el vehículo se hubiera convertido en
papel, y avanzo despacio hacia el coche rival. Me viene a la mente la imagen de un
león avanzando despacio, con la panza a unos pocos centímetros del suelo, hacia la
presa.
Dejo el coche cruzado transversalmente al otro vehículo. No tiene salida, por si
se me tuerce el aparejo y trata de huir con el coche. He apagado el motor a falta de un

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par de metros para llegar al destino. La verdad que es uno de los modelos más
silenciosos del mercado, pero el más mínimo ronroneo me pone los pelos de punta.

Me apeo y camino decididamente al maletero. Lo abro. La mochila con el


mango sobresaliendo por un costado. Lo agarro con fuerza y la saco. Es la joya de la
corona. Una maza de trinchera de la I Guerra Mundial.

A unas manzanas de mi casa hay una de esas tiendas que puedes comprar y
vender cualquier cosa. Tenía algo así como dos docenas de teléfonos que había ido
acumulando. La mayoría estaba bien, con la autonomía de la batería un poco tocada,
pero aún tenían unas cuantas cosas que decir. Con un vistazo de menos de cinco
segundos, me echaron para atrás todos los móviles menos dos. Las únicas
supervivientes eran un par de blackberries que usé durante una temporada.
-¿Aún funcionan? –preguntó el dependiente con fastidio.
-Como el primer día.
-Te doy quince euros.
-¿Por las dos? –espeté perplejo.
-Eso es lo que hay.
-Te he bajado casi treinta móviles… ¿ni a euro por móvil?
-De acuerdo. Treinta euros por veinticuatro móviles, última oferta.
-¿Y si quisiera comprar algo aquí?
-¿Intercambio?
Asentí.
-Cincuenta euros.
-Hecho.
Me di una vuelta por la tienda. No había nada, pero el vale no caducaba. La idea
era ir pasándome periódicamente hasta que viera algo bueno. Pero no hizo falta. En un
estante, entre un par de guitarras y las videoconsolas, yacía olvidada. La cogí nada más
verla y la observé. Sesenta euros. Fui directo a la caja, sonriendo.

-¿Qué pone en la etiqueta? –dijo la muchacha de la caja sonriendo.


-Sesenta. Tengo esto –le di el bono.
-Diez entonces.
Le entregué un billete de veinte, y mientras me daba el cambio, le pudo la
curiosidad.
-¿Qué es?
-¿Esto? Es la barra original de una de las primeras lavadoras.
Me acababa de inventar una bola, mejor que nadie salvo yo lo supiera. Cogí un
papel y un lápiz e hice un pequeño esbozo de una de las primeras lavadoras, de esas
que tenía la estructura de madera y se accionaba con una serie de mecanismos.
También expliqué dónde se supone que encajaba esa pieza y para qué servía.
-¿Por qué tiene la cabeza así? –a la muchacha le llamó la atención el extremo
contrario a la empuñadura.
-Así encajaba en el mecanismo. Era una de las primeras piezas intercambiables.
-¡Vaya! –exclamó-. Es impresionante. Gracias por la lección de historia.
-Es gratis –sonreí.
-Oye –se acercó y me susurró-. ¿Te gustaría tomar un café un día de estos?

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-Tengo novia.
-¡Oh! Claro… lo siento –se sonrojó un poco.
-No. Si no fuese por eso, sería un placer.

Salí de la tienda con la maza en la bolsa. En este oficio a menudo le tiran a uno
los tejos. Rechazar caballerosamente y no mirar atrás.

Siguen teniendo la consideración de armas blancas, así que están muy


controladas. No sé cómo habían llegado a una tienda de ese tipo con tanta alegría. Me
pasé dos meses rellenando papeleo, normalizando, legalizando… burocracia
interminable. Resulta que como pieza de coleccionista, o como objeto histórico sí se
puede tener, pero es obligatorio construir un armero en casa donde esté
completamente protegida y bloquee el acceso a intrusos, y para trasladarla hay que
pedir permiso, diciendo dónde vas a llevarla y por qué. Para evitar sorpresas, he
sacado los papeles –si durante el incidente de la ventanilla rota me hubiesen hecho
abrir el maletero, habría tenido un problema gordo-, lo que me obliga a ir al centro
antes de las nueve de la noche. Bueno, podría decir que el traslado se ha suspendido…

Agarro el arma con fuerza. Es un mango cilíndrico, con los bordes muy
redondeados y lacados, y no pesa más de seiscientos gramos, lo que hace que una vez
que la coges, se convierte en una extensión de tu propia mano. Un arma ligera, pero
dura y contundente. En la parte opuesta al asidero hay una pieza metálica ensartada.
Es una especie de esfera repleta de salientes. La verdad que vista así tiene un aire
medieval, pero no tiene más de cien años. La Primera Guerra Mundial hizo unos
cuantos guiños al pasado, y la maza de trinchera era el más marcado. Sólo hay que
blandirla, sólo el gesto de golpear y al enemigo se le caerá la cabeza. Los salientes
metálicos están diseñados para eso. En el momento del impacto fracturan el hueso
como si fuera papel maché.

Sentir la gélida madera en la palma de la mano me sube las pulsaciones. Cierro


el maletero con cuidado para no hacer ruido y hago un ensayo. El arma corta el viento
con violencia, emitiendo un leve silbido. Me siento poderoso como un rey vikingo en
este momento. Me acerco a la puerta.
-Es el momento. Un segundo de pericia, una vida de tranquilidad. Suerte, por
favor –mascullo.

Tanteo la puerta. Está cerrada, pero no es muy sólida. Con una patada bien
dirigida, debería caer a mis pies. Por un momento me da ganas de empotrarle el coche,
como un alunicero. Pero no sería útil. Me arriesgo a quedarme sin transporte, a sufrir
daños yo mismo, y a llamar su atención, dándole capacidad de reacción. Ya lo tengo
pensado. Correteo hacia el coche y abro el maletero. Al lado de la maza de trinchera
hay una barra de uña entre las herramientas para arreglar un eventual pinchazo. Con
ese trasto y un empujón, más rápido, más fácil y más silencioso.
Vuelvo a ponerme delante de la puerta. El corazón me late desbocado, y vuelvo
a Jadear. Estoy nervioso, frenético. Tengo que concentrarme. Le coloqué una pequeña
cuerda a la maza de trinchera que me permite colgármela de la muñeca o del hombro,
gracias al regulador. Me la cuelgo, agarro la barra de uña con ambas manos y calculo la

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posición en que va a hacer más daño a la cerradura. Cuando estoy a punto de atacar, la
puerta se abre. Es él.
-¿Cómo he podido no oír los pasos? –me pregunto inmediatamente.
Nos quedamos mirándonos. Ninguno de los dos nos esperábamos esto. Mi plan
ha cruzado el punto de no retorno. La opción de irme y esperar una oportunidad mejor
ha desaparecido. Es ahora o nunca. Tengo que hacerlo. Ya no hay vuelta atrás.

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CAPITULO IV: ATRINCHERAMIENTO

Son apenas un par de segundos, quizá ni eso, pero da la impresión de haber


transcurrido toda una vida. Es una declaración de intenciones mutua sin palabras.
Trato de asir la maza de trinchera, pero sale corriendo hacia dentro de la nave. Dejo
caer la barra al suelo, haciéndola repiquetear sonoramente, y corro tras él. Me ha
cogido unos metros de ventaja, pero soy más rápido que él.

Nada más tenerlo a tiro, lanzo la maza contra mi enemigo, pero lo esquiva con
habilidad. Aprovecha para hacer un quiebro y resbalo, golpeándome contra una
máquina que había cerca de la pared. Creo que es una fresadora. La correa de la maza
de trinchera, preparada para el hombro, se me escurre de la mano. La recojo de un
salto y reinicio la carrera tras él. Al apoyar el pie derecho siento un dolor lacerante que
me paraliza. Me falta el aire. Me detengo a la fuerza y dirijo la mirada a la zona
golpeada. Es justo debajo de la rodilla, en el lado exterior. La zona está enrojecida, y al
posar los dedos, veo las estrellas. También es casualidad.

Levanto la vista y el tipo parece haberse escondido tras una de las máquinas.
Creo que es una fresadora. Me pongo en pie Jadeante y quejumbroso. Empiezo a
sentir un poco de alivio, pero el dolor es todavía intenso.
-¿Por qué no tratas de huir?
Voy tan rápido como puedo a por él, pero tras la máquina, no hay nada. Nada
ni nadie. Ha arrancado la fresadora, y no se oye nada.
-¡Es un truco! –bramo mentalmente-. ¡Se ha escapado!
Corro hacia la puerta haciendo de tripas corazón. Me asomo afuera. Nada se
mueve. Me asomo a la calle por la que he llegado al polígono industrial. Nada. El coche
no lo han tocado, ni el suyo ni el mío.
-Es imposible. No ha podido salir a la calle sin ser visto.

Tengo que jugármela. Dos minutos para comprobar esta teoría. Sino, tendré
que largarme y esperar una nueva ocasión, que partirá en unas condiciones mucho
más negativas. Cierro la puerta a mi espalda y recojo la barra de uña. Voy directo al
último sitio donde lo he visto.
-¿Dónde estás? –mascullo.
Apago la fresadora. Se hace el silencio en la espaciosa lonja. Camino cojeando y
dando saltitos, sin perder el más mínimo detalle de vista. Ni un movimiento. Correteo
de un lado a otro como un animal enjaulado, a la desesperada.
-Se acaba el tiempo –es como si mis propios pensamientos se apoderaran de
mí-. Hay que salir de aquí. Está perdido. Cómo se ha podido perder una ocasión así. No
tiene explicación.
Mi propia réplica me duele más que la de cualquier otro.

En el último segundo, a punto de largarme, lanzo la barra de uña al suelo. El


sólido metal rebota sonoramente contra la pared y sale rasa hacia la máquina. He oído
algo extraño. Creo que es el suelo. La sujeto a modo de bastón, y tanteo con la puntera
el suelo. Parece una solera de hormigón. Le doy con todas mis fuerzas, pero apenas

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mello levemente el sólido piso. Avanzo despacio tanteando hacia la pared. Los golpes
siguen sonando como espero. ¿Habrá sido impresión mía?

Empiezo a pensar que estoy desaprovechando unos instantes vitales. Debería


afanarme en huir. No creo que me conozca, sólo tengo que esconderme hasta que se
calmen las aguas… tampoco es así. Este tipo estará bien protegido. Según vocee lo que
le ha pasado, cerrarán filas en torno a él. Tendría que haber aprovechado la ocasión.
Doy media vuelta, y me dirijo golpeando el suelo cada pocos centímetros hacia
la máquina.
-Sólo un par de metros más –trato de calmarme a mí mismo-. Sólo hasta la
máquina, directo al coche y sin mirar atrás.

La sola idea de subirme en el coche y salir derrapando de allí, me alivia. Esa


imagen mental devorando kilómetros con la música bien alta parece desoprimirme el
pecho. Es como si una mano de hielo habría traspasado mis costillas y amenazara con
exprimir mi corazón.
El suelo está lleno de desconchones y de piques. Estoy a menos de un metro de
la máquina y no hay nada extraño. Un último intento y me largo. La última punzada ha
pegado a unos diez centímetros del borde de la fresadora. Nada nuevo. Lo intento otra
vez junto al mismo borde.
-¡Eso es! –estoy a punto de gritar de alegría.
Es un sonido metálico, como a hueco. Es como si una lámina metálica de varios
centímetros de grosor ocultase una cámara secreta.
Trazo el perfil de la fresadora a golpes, tratando de dibujar el perfil del
escondite mentalmente. La fresadora sirve de ruidosa y pesada tapadera. El tipo no ha
huido, se ha escondido. Está oculto esperando a que me largue desesperado. Es como
un cambio de mentalidad. La puerta está cerrada. No hacemos un ruido, aunque se
haga ruido, la mayor parte de estas naves tienen aislantes, y están diseñadas para no
dejar salir más que un pequeño rumor de actividad al exterior, aunque dentro sea un
infierno sonoro.
Nadie nos puede escuchar, y ahora tampoco tengo prisa. La única pregunta que
quiero resolver ahora mismo es cómo se entra ahí. Tengo que pensar en el recorrido
que ha hecho este tipo desde que me ha visto aparecer en la puerta. Camino hacia la
salida. El suelo está cubierto por una especie de polvo metálico, una capa de esquirlas
minúsculas, lo que ha dejado grabadas nuestras huellas. Mi correteo posterior ha
estropeado un poco las pruebas, pero aún pueden discernirse algunas cosas.

Las huellas al lado de la puerta parecen grabadas a fuego en el suelo.


-Un pequeño derrapaje y corre hacia este extremo –mascullo haciendo el
recorrido. Es algo más bajo que yo, así que puedo calcular su velocidad observando la
distancia entre zancada y zancada.
-Aquí ha sido el primer intento –se ven las marcas del frenazo y el cambio
brusco de dirección.
Mis huellas van junto a las suyas, y se aprecia el derrape y la silueta de mi
cuerpo desplomado en el suelo. Me centro en revivir cada paso que ha dado. Esto no
lo he visto con claridad porque estaba retorciéndome. Ha cruzado la máquina por el
extremo opuesto y se ha detenido. Hay media huella que parece haberse ocultado

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bajo la fresadora. Al menos sé por dónde ha entrado. Con la punta de la barra de uña
trato de hacer palanca, a ver si logro forzar la entrada, al menos abrir una pequeña
rendija que me dé una esperanza.
Es en vano. Vuelvo a intentarlo. Clavo la palanca con todas mis fuerzas en el
sitio y trato de moverla. Utilizo mi propio cuerpo como contrapeso, pero no da
resultado. De pronto, resbalo y caigo al suelo, con las extremidades mirando al cielo,
como una tortuga al caer boca arriba.
He visto algo, un destello. No sé exactamente qué es, pero la maquina, de un
tono verde hierba, ha lanzado un destello rojo.

Me acerco caminando sobre mis rodillas y la registro vehementemente. No veo


nada. Utilizando la mano como barrera, pego la oreja al suelo. Al verlo estoy a punto
de gritar, pero me contengo. Ahí está, en la panza de la fresadora, a unos ocho
centímetros del borde. Un botón. Rojo. Cubierto por una pequeña cápsula que lo
protege de accionamientos accidentales.
Casi no me caben las manos debajo para alcanzar el botón. Nada más pulsarlo,
comienza a sonar un ronquido mecánico bajo mis pies. Instintivamente me alejo un par
de metros de la fresadora, cogiendo la maza de trinchera con fuerza.

La expectación me apisona el pecho, y no puedo dejar de caminar de un lado a


otro como un león enjaulado. Sigue ese sonido, pero no hay movimiento alrededor.
Impacientarme es un eufemismo. Me estoy poniendo histérico, estoy a punto de
empezar a dar demoler a patadas todo lo que me cae en las manos. De pronto, suena
un pequeño taponazo, un sonido parecido al de un calderín.
De pronto, la máquina parece hundirse en el suelo un centímetro más o menos.
Es tan pesada que la estructura se tambalea ligeramente al más mínimo movimiento.
El suelo que sujeta la enorme fresadora cabecea arriba y abajo mientras va
paulatinamente retirándose a un lado.

-Lo que esperaba. Un falso suelo –pienso-. No hay quien te salve.


Apenas logro vislumbrar el contorno de un escalón en el espacio que se ha
abierto. No distingo nada por la falta de luz. Vuelve a hacerse el silencio y lo único que
rebota en mis oídos es un martilleo tremendo, como el del tambor de una galera. Bajo
la mirada para observar la maza de trinchera y me percato de las venas, que parecen
querer separarse de mi piel.
Dejo la barra de uña debajo de la fresadora, en el angosto espacio entre los
topes de la máquina y el suelo. Parece haberse encajado. Entrar ha entrado, pero para
sacarla habrá que hacer dibujos de arroba. Poso un pie en el primer escalón. La
madera cruje con un sonido seco. Tanteo para posar el otro pie en el siguiente
peldaño. Me agacho tanto como puedo para tratar de vislumbrar la estancia inferior,
pero no obtengo resultado. Doy otro paso. Otro más. Si me traba por detrás de la
escalera con las manos, el tropezón puede ser mortal. No sé cuantos escalones más
me quedan, ni la altura de la estancia. Además, podría herirme con la maza de cadena
al caer.
Pongo toda mi energía en mis oídos. Doy los pasos muy lentamente,
centrándome en escuchar hasta el más mínimo sonido que pueda delatarle.

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-Estás ahí, te siento –las palabras retumban en mi cabeza mientras aprieto los
dientes con fuerza.
La oscuridad es densa, pesada, como si me metiera en petróleo, o me
sumergiese lentamente en arenas movedizas. El suelo del pabellón está a la altura de
mi pecho. Me agacho un poco, y veo un pequeño resquicio de no más de diez
centímetros de altura y la anchura del pabellón por el que se cuela la luz de fuera. Pese
a ello es más que insuficiente y apenas logro discernir nada. Trato de escuchar algo,
pero no hay un ruido que sobresalga por encima de los latidos de mi corazón. A cada
paso mis pies hacen una leve finta de hundirse, produciendo un crujido súbito.
-Debería haber traído una linterna –mis propios reproches me revuelven el
estómago. Es como si me decepcionase a mí mismo.

De repente, suena un crujido a mi espalda. Me giro rápidamente blandiendo la


maza de trinchera.
-Un solo golpe y eres mío –la imagen del tipo cayendo abatido por el golpe
parece dibujarse tras mis corneas.
Suena algo parecido a metal contra hormigón, como si estarían arrastrando una
barra por el suelo.
-Eso es una amenaza –dicta mi instinto-.
Adelanto la maza de trinchera, a ciegas. ¿Podrá verme o será suerte?

La vista se me empieza a acostumbrar a la oscuridad. Apenas logro discernir


algunos contornos de la estancia. Parece completamente vacío, vano por completo. No
hay ni un pilar en medio. O al menos no lo distingo. Veo algo moverse. Delante de mí, a
unos cinco o seis metros.
Sin pensarlo dos veces, arranco a correr tras él, maza en mano, y cruzo un par
de golpes uno de derecha a izquierda y otro de revés, pero no hago blanco. El tercer
mazazo, tan rápido como permiten mis brazos, es en vertical, de arriba abajo.
Tampoco obtiene ningún resultado.

Me detengo, y trato de contener la respiración para escuchar. El corazón


martillea desbocado, y la necesidad de oxígeno me obliga a Jadear sonoramente. Me
parece oír algo a mi espalda, cerca de las escaleras. Corro hacia ellas. Tal vez lo único
que pretende es huir.
-No puede escapar. La entrada está iluminada. Lo vería al primer golpe de vista.

En una décima de segundo, como si el tiempo se hubiese detenido, siento un


golpe detrás de mi brazo derecho, en las costillas pero cerca de la columna. Ha sido
seco, demoledor, sorpresivo… he sentido como un chasquido e inmediatamente se me
ha cortado la respiración.
Clavo las rodillas en el suelo, yéndoseme el cuerpo hacia delante para acabar a
cuatro patas, apoyando la frente también en el piso. Siento un dolor paralizante,
terrible, al respirar, sobre todo al coger aire. Al menos mis pulmones parecen haber
vuelto a funcionar.
Levanto la cabeza y le veo. Todo está tan oscuro y borroso que no tengo claro si
está delante de mí o es una alucinación.
-¿Por qué no me remata?

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Al verlo sonreír tengo claro que está dentro de mi cabeza. Cierro los puños y los
apoyo en el suelo para tomar impulso y me pongo en pie, un poco tambaleante. El
dolor es intenso, pero mi convicción es más fuerte. Creo que sigue en la oscuridad,
agazapado. Lo tenía en su mano y el miedo lo ha paralizado. Es la única explicación
lógica. Debería haberme noqueado y huir.

La vista se me empieza a acostumbrar a la oscuridad, empiezo a discernir


algunas sombras. Estrujo el mango de la maza de trinchera y la blando amenazante. He
sentido algo en movimiento al fondo, alejándome de las escaleras, donde la oscuridad
es más profunda. Empiezo a caminar despacio hacia allí. Comparado con el silencio
reinante, cada paso retumba como las percusiones de una procesión.

De pronto el suelo empieza a vibrar. No tengo claro si estoy alucinando o está


ocurriendo de verdad. La vibración se intensifica. Me cuesta trabajo mantenerme en
pie, y acabo cayendo de espaldas. Aún es más intensa. El pabellón parece a punto de
venirse abajo en el momento más inesperado. Un resplandor me abrasa las pupilas.
Apenas hay una rendija de luz, pero la luminosidad es tan intensa que tengo que cerrar
los ojos con todas mis fuerzas y tapármelos con las palmas de las manos.

He llegado andando hace un buen rato. Aguardaba en un banco a un par de


manzanas cuando lo vi doblar la esquina. Cuando pasó delante de mí, me puse en pie y
comencé a caminar detrás de él. Entró en el estanco y le seguí. El estanquero me
recibió con una mirada de perplejidad.
-Buenos días, caballero –saludó el dependiente sonriendo.
-¿Cómo estás, Paco? –sonrió.
-Bien, aquí estamos, que no es poco con la que está cayendo. ¿Lo de siempre?
-Sí, pero dos paquetes, que me marchó un par de días y tengo que tener
reservas.
El estanquero le miró con ternura.
-Espera un momento –se dio la vuelta y empezó a buscar entre los cajones.
-¿Qué pasa?
-Un momento… a ver… ¡aquí está!
Volvió al mostrador sonriente.
-Toma, por ser tu suministrador exclusivo –acercó unos mecheros.
-¡Gracias! Pues además estaba este tocado…
-Gracias a ti. Además, puedes regalar alguno y hacerme publicidad por ahí.

Se dio la vuelta y su hombro chocó con el mío.


-Disculpa.
-No es nada.
-¿Estás bien?
-Sí –respondí cortésmente-. No ha sido nada.
-Hasta luego.

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Salió de allí silbando mientras yo pedí unos cuantos sobres que no llegué a
utilizar.
Al pisar de nuevo la acera, lo observé largarse por donde había venido. Me
senté de nuevo en el banco, extraje la libreta y anote la hora y el lugar. Al lado,
subrayado y remarcando las letras, las palabras PRIMER CONTACTO

Un picor urticante me invade la nariz. Estornudo un par de veces con tanta


fuerza que el diafragma emite unos pinchazos muy dolorosos. Al darme cuenta de lo
extraño de la situación, abro los ojos de pronto. Estoy boca abajo en el suelo, y parece
que mi cuerpo pese más de lo que mis músculos pueden levantar, porque apenas logro
incorporarme.
-¿Me he desmayado? –me pregunto mientras observo alrededor.
La estancia está igual que cuando la dejé, con la misma luminosidad casi nula.
La maza de trinchera está unida a mi muñeca por la cuerda, así que con un tirón y un
giro, vuelvo a agarrarla con fuerza.
Usándola como apoyo, me pongo de nuevo en pie. Las costillas parecen a punto
de desencajarse y convertirme en una masa blandengue.

De repente oigo pasos a mi espalda. Por fin un sonido que no requiere un


esfuerzo intelectual por ser discriminado entre el silencio absoluto y las decenas de
crujidos y chasquidos que hacen volar mi mente. Está claro. Alguien se aleja rápido y
ruidoso.
-¡Tras él! –el pensamiento es como un relámpago dentro de mi cerebro.
Me doy la vuelta y preparo mi brazo derecho, pese al dolor en mis costillas,
para golpear sin piedad.
Trastabillándose, trepa por las escaleras. Me abalanzo a la desesperada,
tratando de trabar sus pies desde el otro lado de la escalera, pero no lo alcanzo por
unas décimas de segundo. Me golpeo contra la escalera al caer, pero, pese al dolor
paralizante en mis costillas, me rehago tan rápido como puedo. Tengo que rodear las
escaleras y me hace perder unos segundos valiosísimos.

Encima de mí, el mecanismo empieza a funcionar, encerrándome. Por sí mismo,


me daría tiempo de sobra de salir, pero él está haciendo todo lo que puede para
acelerarlo. Oigo el tintineo metálico. Está haciendo palanca. La fresadora se va
cerrando sobre mí a trompicones. Hago el último esfuerzo por alcanzar la planta
superior. Trato de saltar con todas mis fuerzas, pero la adherencia en el escalón no es
buena, resbalo y toda la fuerza que había empleado en impulsarme hacia arriba me
arroja hacia delante, empotrándome contra los escalones y lastimándome de nuevo
las costillas afectadas. Recostado boca arriba sobre la escalinata, soy testigo de cómo
la trampilla bloquea por completo la luz y mi vía de escape. Tambaleante, sin apartar
las manos de la zona golpeada, tanteo la salida. Es como si tuviese que apartar un
elefante para salir.

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Camino cojeando hacia la minúscula ventana por la que se está colando la luz.
Veo al tipo salir corriendo, mirando a un lado y a otro cada pocos segundos. Está
nervioso, y tiene buenas razones para estarlo. Clava los ojos donde supone que estoy y
me ofrece la mejor de sus sonrisas. La ira me recorre las venas. Es como un calor ácido,
corrosivo.
-¡No podrás huir! –voceo colgado del ventanal-. ¡Nunca podrás huir!
Se aleja de mi vista correteando. Apenas vislumbro el coche de reojo, diría que
se está subiendo. Suena el motor. Le puede el pánico y golpea mi coche con violencia.
Las ruedas chillan al ser arrastradas transversalmente por la fuerza.

Cojeando y dolorido, correteo hacia la trampilla. Golpeo con todas mis fuerzas.
No tengo sitio suficiente para golpear con la fuerza necesaria y, bajo la colosal
montaña de acero llena de engranajes que, como can cerbero, me bloquea el paso.
Coloco ambos pies en el mismo escalón y los hombros en la trampilla. Las rodillas,
ligeramente dobladas, serán las que me den el impulso necesario para tratar de forzar
el falso suelo.
Al primer tirón tengo la sensación de descoyuntarme. Las costillas parecen
perder su consistencia y aplastarse como una nuez, espachurrando mis pulmones. El
dolor es tan intenso que se me corta la respiración e incluso se me empieza a nublar la
vista. En el último segundo antes de desvanecerme, echo las manos sobre las rodillas y
trato de retomar el aliento.
El dolor se mitiga con unas pocas respiraciones, así que retomo la posición y
agacho la cabeza ligeramente, para adaptar la posición del cuello a la trampilla. Tomo
tanto aire como soy capaz de almacenar y vuelvo a hacer toda la presión que soy capaz
de concentrar.
Siento los cuadriceps comprimir el empuje y pronto empiezo a sentir el ardor
del esfuerzo.
Las costillas me impiden tomar aire de nuevo, y voy resoplando en tensión,
incrementando la presión gradualmente hasta que pongo mi cuerpo al límite. La vista
parece hacerme un fundido a negro –en la inmensa oscuridad que me rodea, todo
parece rodearse de chispas e instantáneos haces de luz que cruzan la escena-, pero, al
fin, logro incorporarme un poco.
-Lo estoy logrando –las palabras parecen surgir de lo más hondo de mi cerebro
y rebotar un millar de veces por todo mi cráneo, insuflándome ánimos y oxigeno fresco
en cada fibra de cada uno de mis músculos-. Un último empujón.

Vuelvo a tomar aire e intensifico el esfuerzo. Todo mi cuerpo, hasta la última


terminación nerviosa que llega a mi cerebro, emite un dolor infrahumano, paralizante,
que me ocluye la garganta y amenaza con derribarme a cada instante. Pero no puedo
consentirlo. Cierro los ojos, tenso las mandíbulas y hago tanta fuerza como soy capaz.
Siento como los latidos se aceleran y se intensifican.

Un chasquido. Un crujido que dura un par de segundos.


-Va a ceder –ese sonido me llena de euforia.
De pronto, siento de nuevo esa especie de vibración que sentí antes de perder
a mi objetivo.

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-¿Es una alucinación? –vuelvo a preguntarme mientras emito un gruñido
fastidioso.
La vibración se hace más penetrante, o tal vez yo la siento más a flor de piel por
no ceder terreno en mi intento por desencajar la trampilla.
-¡Ah! –el grito sale desde lo más profundo de mi ser.
La luz vuelve a aparecer. Abro bien los ojos, tratando de certificar que no es
una ilusión. Había leído que en algunas batallas soldados heridos de gravedad tenían
alucinaciones. Está documentado gente que ve a la virgen, a familiares, entes de luz…
pensaba que eran momentos en los que se pone la mente al límite, donde lo que se
imagina y lo que se siente se entrecruzan en una marea de confusión.

En concreto había leído un caso en una batalla de la Primera Guerra Mundial en


un pequeño pueblo de Centroeuropa. Los dos bandos habían unido el mejor ejército
posible y se jugaban el avance a través del territorio enemigo. El pueblo era un punto
clave. Perderlo significaría probablemente la servidumbre a manos del enemigo.
No fue una batalla corta. Meses de combates, escaramuzas, intensas batallas…
Con un terreno plagado de muertos, los suministros escaseando, las tropas estaban en
las últimas. Agotados, hambrientos y enfermos por las duras condiciones de vida en la
trinchera.
Las fuerzas se iban mermando, aunque no acababa de decantarse por ningún
bando en especial. Un soldado, no recuerdo de qué bando, aquejado de fiebre de
trinchera, se levantó de pronto en medio de un combate, dejó caer al suelo su arma y
recorrió, sin dejar de señalar al cielo, la distancia que separaba una trinchera de la
otra, sonriendo y mascullando bendiciones.
Entre los reproches de sus compañeros y el estupor general, estuvo durante
unos interminables minutos señalando al cielo con el dedo índice de su mano derecha
gritando a viva voz que una luz le estaba ordenando cesar inmediatamente de matar,
que todos eran hermanos y debían vivir en paz.
Se despojó del casco y de la chaqueta de su uniforme y prosiguió su camino, sin
perder un ápice de ánimo y caminando sin tropezar por el accidentado suelo a causa
de los obuses, hasta que, finalmente, un certero disparo en plena sien lo derribó en el
suelo, sumándose al interminable reguero de cadáveres semienterrados en barro que
servían como macabra decoración al combate.

Estos hechos los narraba un compañero de trinchera del protagonista, que,


casualidades de la vida, era amigo de la infancia, y lo definía como un ateo convencido,
que hacia el lema Carpe diem suyo, y que nunca había tenido la más mínima inquietud
espiritual.

La explicación oficial fue que la fiebre de trinchera, una epidemia en ese


batallón, agravada por la falta de tratamiento, lo sumió en un delirio temporal que le
hizo actuar así.

La vibración y la luz se hacen más intensas, hasta tal punto que siento un ligero
movimiento a mi espalda. Aprovecho el momento para intensificar el tirón con todas
mis fuerzas.

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La luz se hace cegadora, y el suelo vuelve a vibrar. Cierro los ojos con todas mis
fuerzas, pero los ojos me arden debajo de los párpados. Es como si me abrasaran las
córneas. Es una luminosidad que irradia calor, como ponerse al sol con los ojos
cerrados, pero un calor mucho más intenso, corrosivo. Lo único que siento es como
exhalo, agotado por el esfuerzo.

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CAPITULO V: ESCAPAR

Estaba lloviendo, así que la conversación estaba enmarcada en el repiqueteo de


la lluvia contra el alféizar. El tipo me miraba con un aire de reproche, enmascarado en
una sonrisa falsamente comprensiva.
-Tu trabajo…
-Hace feliz a la gente y me da de comer. Tengo suerte de tener algo así.
-Pero tiene cosas reprochables.
-Como todos.
-Puede transmitir enfermedades.
-Peor es estar al lado de una inyectora, inhalando lo que sabes a ciencia cierta
que te matará.
-También hay otros trabajos.
-En mi opinión, hago feliz a la gente y cubro una necesidad. No tiene nada de
malo.
-¿Qué es eso que he oído que pretendes…?
-¿Quién te lo ha dicho?
-Eso no es lo importante. Lo crucial es…
-No te metas. Es algo mío.
-Eso no es una cuestión de semántica o de filosofía particular. Es abiertamente
una declaración de intenciones.
Me levanté de golpe, colérico, señalando con el dedo acusador.
-Respeto lo que hiciste por mi abuelo, y por eso estoy aquí. No me caes mal, y
me resulta interesante la forma de vida que propones en algunas cosas. Pero odio que
estés continuamente intentando convertirme, con esos reproches como si fuera un
niño.
Tras la sorpresa inicial, esbozó de nuevo esa sonrisa, que encendió mi rabia aún
más.
-Te he escuchado, y creo que es suficiente.
-Siéntate, por favor –dijo sosegadamente. Accedí de mala gana-. Me siento en
la obligación de tratar de convertirte en la mejor persona posible. Sé que ha sido un
lío, y que ha sido duro, pero…
-¿Vas a citar algo?
-A veces se nos pone a prueba…
-¡Anda ya! –hice una pedorreta y sonreí.
-El camino fácil es culpar al resto del mundo de lo que nos pasa.
-Si un conductor borracho manda a alguien querido al otro barrio, ¿la culpa es
tuya?
-Un acto de contrición…
-Porque Dios, o te estaría castigando, o te estaría poniendo a prueba, ¿no?
Me puse en pie de nuevo, y con sumo placer le hubiese soltado un directo a la
mandíbula. Cogí mi abrigo, me subí la capucha y me dirigí a la puerta.

-Sólo una cita entonces –adujo antes de verme salir por la puerta. Me volví y
escuché-: Los mansos no heredarán la tierra.
-Mejor no rebelarse.
-Mejor seguir la senda…

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-No heredaré la tierra, entonces.

Abro los ojos sobresaltado. La tripa parece habérseme encogido, y un estertor


me hace vomitar violentamente. Veo trazas de sangre en el nauseabundo derrame
sobre el suelo. Me coloco boca arriba, empleando el codo como punto de apoyo para
la rotación. Al tratar de apoyar la cabeza sobre el suelo, siento un dolor lacerante.
Levanto la cabeza de nuevo en un espasmo, y palpo la zona donde está el dolor. Las
yemas de los dedos se empapan de sangre. Me mareo. Hay un poco más de claridad, lo
justo para percatarme del fluido en mis dedos, pero la vista es borrosa y está nublada.

De pronto, como si volviera al pleno funcionamiento después de un periodo


latente, el oído me empieza a zumbar. Hay un estruendo alrededor. Una vibración tan
intensa que afecta a todo lo que rodea, produciendo un sonido ronco y gutural que
invade por completo mi pabellón sonoro. Mitad sonido, mitad vibración, haría casi
imposible mantener una conversación a un tono normal.
Casi no puedo abrir los ojos, y la luz es un cuchillo que me trepana el cráneo en
todas direcciones. He encontrado una postura cómoda de medio lado, con la cabeza
apoyada entre la palma de la mano y el codo. Al menos puedo concentrarme en
respirar y tratar de evaluar los daños. Levanto la vista. Ante mis ojos, la escalera. Me
giro un poco. Falta un escalón. Al tratar de forzar la entrada, debí romperlo. Eso explica
la sensación que tengo de haber oído crujidos. La trampilla, con un minúsculo haz de
luz en el centro y una rendija en un lateral, parece retarme a volver a intentarlo.

Vuelvo a mi posición de seguridad y trato de respirar hondo. Cierro los ojos. Me


quema cada músculo del cuerpo. Apoyo la otra mano contra el suelo y trato de
incorporarme. Tras dos intentos frustrados, logro mantenerme más o menos estable
con los codos enmarcando las rodillas y los dedos entrelazados como corchete de
sujeción. Me giro un poco hasta apoyar la espalda contra la pared. Coloco la cabeza
sobre las muñecas, echo el peso hacia atrás, con las manos flanqueando las posaderas,
y empujo con todas mis fuerzas. Usando la pared como soporte, logro erguirme. Estoy
mareado, y no me cuesta mucho colocar las manos sobre las rodillas y volver a
vomitar. Es una nausea, un estertor que no produce efecto, salvo una acidez dolorosa.
Escupo, y sale algo de sangre. Quizá tenga alguna herida en la boca. Me duele todo de
forma tan inexpugnable que podría habérseme salido el hígado por vía rectal sin que
me hubiese percatado.

Trabajosamente, agarro con todas mis fuerzas el pasamano y comienzo a subir


escalón a escalón. No puedo apenas sujetarme, y tengo que emplear ambas manos
para ascender torpemente. Falta el peldaño, de cuyos bordes penden unas cuantas
astillas, meciéndose de un lado a otro por la vibración. Miro hacia arriba, y tanteo a
través del tacto la trampilla. Hay una pequeña rendija, suficiente para sentirlo en los
dedos y para apreciar una estrecha línea de luz, pero ni mucho menos basta para pasar
la mano y hacer palanca.
El pequeño punto de luz me intriga. Palpo alrededor, sin otro resultado que no
sea el propio orificio. Trato de colgarme un poco, a ver si logro atisbar el otro lado de

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la trampilla. La luz es como un relámpago lacerante a través de mi cráneo.
Instintivamente sacudo la cabeza, lo que me hace echarle todo el peso a la mano que
me sujeta al peldaño inmediatamente superior al roto. La mano no soporta la tensión,
y me deja caer sobre mis ya magulladas costillas. Emito un grito ahogado que no puede
plasmar una parte del dolor que me atenaza el corazón.

Al haberme golpeado en una zona tan sensible, mi cerebro reptiliano hace que
me revuelva como una serpiente, haciendo que me escurra golpeándome en cada
peldaño hasta terminar tirado en el suelo.
Soy una masa sanguinolenta informe. Casi no puedo respirar entre temblores y
estertores. He caído de lado, y doy un pequeño giro, colocándome boca abajo con el
codo articulado bajo la frente. Respirar se hace imposible así que reúno mis fuerzas
para separar la cabeza del suelo.
Estoy a cuatro patas, con el brazo de las costillas golpeadas casi sin rozar el
suelo, abriendo la boca al máximo, como si eso me despejara las vías. Doblo los dedos
de los pies, empleándolos como impulso para erguirme. Apoyo el hombro sano contra
la pared y trato de recuperar el aliento, pero de pronto un terrible espasmo me hace
doblarme sobre las rodillas y vomitar. Otra arcada seca. Apenas logro escupir algo y no
desplomarme. Los latidos de mi corazón retumban en mis oídos, y la respiración
parece arrastrar arenilla entre mi boca y mis pulmones.
Retomo la escalinata, peldaño a peldaño, escalón a escalón. Vuelvo a tener la
trampilla encima de la cabeza, delante de mí. Tiento de nuevo. Trato de meter el dedo
por el agujero, pero amenaza con quedarse atascado, y rehúso al primer intento.
-Tal vez el meñique –la idea no acaba de convencerme, pero lo intento sin
dilación.
El dedo avanza un poco más, pero a punto de insertar la segunda falange, el
avance se antoja imposible. Si se atasca el dedo, no aguantaré mucho en esa posición,
y un dedo roto era lo que me faltaba.
Me doy la vuelta y me siento en el escalón. Las costillas me arden, me siento
mareado y débil, y mi forma de respirar sigue siendo un Jadeo ronco, luchando por
coger oxígeno.
Bajo despacio, protegiéndome, hasta llegar a una esquina tanteando las
paredes. Recorro una pared barriendo el suelo con el pie. Hay algo más de luz, pero no
distingo bien lo que hay dentro. Rodearé la estancia, desde la ventana hasta pasar por
debajo del ancho ventanal. Si hay algo, lo más lógico es que esté pegado a las paredes,
para aprovechar el espacio. Empiezo a alejarme de la entrada de luz, hacia una
oscuridad cada vez más invasiva. Debería tener una planta rectangular, como el
pabellón que lo oculta. Hace unos cuantos pasos que debería haberme topado con la
pared, por ello llevo la mano apuntando al frente. Doy media vuelta y observo con
atención. Una negrura inmensa en la que recorta una línea de luz. Tan oscuro que a
veces la vista engaña, perdiendo la percepción de la tercera dimensión, como si un
muro invisible se plantara colosalmente ante mí, apabullando.

Sin perder la posición y avanzando paulatinamente, barro con los pies a cada
paso, peinando cada centímetro de terreno. Instantes antes de que mis dedos tanteen
la otra pared, siento algo en el pie. El tacto parece reactivar mi cerebro, desde hacia
tiempo tan centrado en el suelo que parecía haberse aletargado. Me pongo a cuatro

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patas, tanteando cada palmo del suelo. Antes de avanzar, me concentro en la posición
para no desorientarme. La oscuridad hace casi imposible hacer un registro minucioso,
y el estruendo-vibración no facilita la tarea. Puede que lo tenga al lado de las manos y
lo pase por alto.

El pabellón es ancho, lo suficientemente ancho como para perder la referencia


de las paredes. Podría pasarme horas dando vueltas en círculos pensando que estoy
peinando a fondo la estancia, sin haber recorrido más de unos pocos metros
cuadrados.
Fiándome de mi instinto, salgo gateando hacia donde creo que haya caído. Por
fortuna, después de unos angustiosos minutos, toco algo. Tintinea un momento, y se
aleja de mí, pero ahora la referencia es lo suficientemente clara como para agarrarlo
con fuerza. Vuelvo a la pared, me pongo en pie, y camino acelerado de vuelta a la
ventana. Paso junto a la escalera y elevo las manos, para que el haz de luz revele qué
he encontrado.
-¡Es un destornillador! –voceo como si habría encontrado oro. Incluso doy un
par de saltos, hasta que las costillas me devuelven a la realidad.
Subo de nuevo la escalinata peldaño a peldaño y tanteo el agujero. No tengo
muy claro por qué, pero inserto el destornillador en el agujero. La idea sino es forzar el
agujero, ensancharlo por la fuerza, y emplearlo para mover la trampilla hasta poder
separar la rendija, y hacerla correr a dos manos.
Lo meto despacio, y a medio recorrido hace tope. Será la parte inferior de la
fresadora.

De pronto, como si la asociación de ideas se produjera por milagro, me viene a


la cabeza lo de antes de bajar la trampilla. Bajo la fresadora hay un botón. El agujero
será una trampilla para accionar el mecanismo. Presiono con fuerza, pero no ocurre
nada. Intensifico la fuerza, pero las costillas no me lo permiten. Sujeto el destornillador
con la mano izquierda, reúno todas mis fuerzas, tomando un poco de aire, y golpeo la
culata con todas mis fuerzas. El pinchazo me hace tambalearme, sujetándome en el
pasamano. Por suerte, el destornillador está a punto de escurrírseme entre las manos,
pero no llega a escaparse.
Recupero trabajosamente la verticalidad y tanteo el agujero con el
destornillador, como si apuñalase el techo, buscando el interruptor. A lo mejor acierto
por suerte. Siento el pequeño saliente del botón. Tiene que serlo. Los brazos
separados del tronco producen un dolor parecido a un chaleco que estrecha
demasiado en el pecho. Golpeo de nuevo el destornillador. Se mete la puntera un poco
y hay un crujido mecánico. Resalta sobre la algarabía general. Extraigo el destornillador
y aguardo que empiece el movimiento. Pero no se mueve. Acercando el oído al agujero
de la trampilla, me percato de que el crujido se prolonga más de lo esperado, sin
producir ningún resultado.
Inserto de nuevo el destornillador en su posición, y empujo lateralmente con
todas mis fuerzas. La trampilla se mueve apenas medio centímetro, lo justo para poder
pasar la primera falange de los dedos de la otra mano y hacer palanca. Sujeto con
ambas manos la trampilla, una mano en el borde y la otra en el destornillador, y el
primer empellón la mueve otro centímetro. De pronto, comienza a moverse por sí

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mismo. Bajo las manos y espero que se abra. Quizá tiene algún tipo de cadena dentada
de la que quizá se haya saltado.

Al fin. La luz invade el espacio secreto de la parte inferior, sacando las paredes
de entre las sombras. El contraste de los colores resulta cegador, pero siento el aire
fresco, no tan viciado como abajo, y me alivia. El escalón ausente me obliga a saltar
directamente al suelo del piso superior, donde acabo boca abajo, como si fuese a besar
el suelo.
Me pongo trabajosamente en pie, no sin que las costillas me den un aviso.
Tomo aire con todas mis fuerzas, con la boca tan abierta como me permite la
mandíbula, un poco mareado y cegado por la luz, y con un dolor lacerante en las
costillas.

Observo alrededor. Algo ha pasado. Todo está… revuelto. Las piezas están aún
dentro de las máquinas. Parece que el trabajo se quedó a medio hacer. Han venido a
trabajar sin que yo llegara a despertarme. No tiene sentido. Trato de hacer memoria.
Estoy convencido que la maquina contra la que me había estrellado persiguiéndole no
estaba así. Han estado trabajando con ella, y la han dejado a su suerte.
-¡La maza!

Estaba notando que me faltaba algo. Bajo de nuevo, no sin un ramalazo de


desconfianza ante la idea de que la trampilla vuelva a atraparme. La estancia esta
iluminada, ya no resulta tan opresiva ni tan oculta. La maza esta debajo de la escalera.
Por suerte, cuando el escalón cedió y caí, no me golpee con ella. Está hecha no para
matar, sino para generar dolor. Podía haberme hecho mucho daño.
Recojo la maza, que parece intacta pese a los golpes que se ha llevado, y
observo alrededor. Las paredes y el techo muestran su desnudez de ángulos rectos y
formas geométricas casi perfectas. El suelo tiene un montón de marcas a medida que
aleja del ventanal. Tal vez sea un efecto óptico. A lo mejor son pequeñas marcas del
cristal, que hacen algún tipo de reflejo sobre el suelo.
-No es probable –concluyo en un susurro-. El Sol debería estar mucho más bajo.
Camino despacio hacia allí. Los sentidos se enturbian con la vibración y el ruido.
Lo siento en lo más hondo de la caja torácica, y me hace tambalearme un poco. Tengo
la sensación de un funambulista cruzando las cataratas del Niágara a través de un
cable suspendido a treinta metros del suelo. Me detengo ante la primera marca. No es
ningún reflejo, ni efecto óptico. Es una marca en el suelo. Una cicatriz. Por la
hendidura, diría que es la pata de una silla o una mesa. Es pesada, a jugar por la
anchura y la profundidad del roce. Alguien ha estado moviendo muebles sin mucho
cuidado. Probablemente un tipo solo, que ha intentado arrastrar las mesas
apresuradamente.
Ojeo a un lado y a otro. Efectivamente, hay una marca que se corresponde con
la que acabo de ver. Ha tratado de arrastrarla y apenas ha conseguido desplazarla unos
centímetros. Después, ha contado con ayuda y la han llevado en volandas. La base de
la escalera está golpeada a media altura.
-¿Por qué recoger tan rápido? –mascullo al vacío mientras escruto el resto de
marcas.

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-¿Ha bajado aquí para protegerse? –mantengo la conversación en un farfullo,
como si discutiese conmigo mismo.
-No, ya estaba aquí cuando he bloqueado su coche y he observado encaramado
a la pared. El otro tipo se ha ido y ha salido a despedirlo, se ha metido para dentro y no
estaba, lo que quiere decir que algo estaba haciendo aquí.

Camino hacia el fondo. La vibración se hace mucho más intensa cerca de las
paredes, así que tiendo a ir por el centro. Está causando daños, no muy importantes,
pero daños. Parece descascarillarse levemente. Hay un montón de pequeñas grietas
esparcidas sobre la superficie de la pared. No parecen muy profundas, no creo que
vaya a venirse abajo, pero sin duda que está haciendo mella y acabará por suponer un
problema gordo.
Con mucha más luz me percato de un golpe de vista de lo que hay al fondo. Lo
que antes era una odisea ahora es una simple ojeada. Por el suelo hay unas cuantas
herramientas tiradas. El destornillador, un martillo, unos cuantos clavos y unos
tornillos con arandelas. No sé qué habrán intentado, pero creo que estaba recogiendo
cuando lo abordé. Creo que he llegado tarde.
-Tal vez sospechaba que le estaba siguiendo. No ha venido por aquí hasta hoy.
Al menos tiene un cómplice, sin contar el resto de contactos. Quizá sea el enlace y no
se manche las manos.

Recojo el martillo, que tal vez me sea útil, y escruto de nuevo el espacio.
Debería correr tras él. No. Le conozco. Tarde o temprano, se confiará. Tengo una
docena de sitios que vigilar, él vendrá a mí, se relajará y volverá a la rutina. Es cuestión
de esperar. Tendré que ser más rápido y más contundente para no dejarle la más
mínima opción, pero tendré la ocasión.

Camino despacio hacia la escalera, y subo de nuevo. Recojo el martillo y la


maza de trinchera antes de ponerme en pie. La nave sigue teniendo un aspecto
extraño, algo que me arrebata la seguridad. La vibración, lejos de atenuarse, se hace
más profunda y más duro soportarlo. El ruido no me deja ni pensar.
-No me oigo –digo a viva voz, haciendo de mis palabras un presagio.
-¡No me oigo! –es un grito suficiente como para que ser escuchado a unos
veinte metros, pero sigo sin captar nada que no sea un murmullo aplastado por el
escándalo que me rodea.
-¡No puedo oírme! –grito poniendo mi garganta al máximo rendimiento-. ¡Trato
de hablar pero no consigo oírme!
Logro escuchar algunas palabras, aunque estoy realmente seguro de haber
dicho lo que he dicho por tener las yemas de los dedos en la garganta y notar la
vibración de las cuerdas vocales, y porque inconscientemente analizo la posición de
mis labios a cada instante, pudiendo hacer un esbozo de las palabras que pronuncio.

Las máquinas, salvo la fresadora que oculta la entrada secreta, parecen haberse
detenido de pronto, como si se hubiese ido la luz de repente. Pensaba que en cortes
de luz imprevistos, aparatos tan imponentes y tan peligrosos tendrían una especie de
retroceso mecánico que no precisara electricidad para volver a la posición de inicio.

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Bueno, las barreras de seguridad siguen funcionando, haciendo imposible el acceso a
las tripas de la bestia.
-¿Por qué hay un corte de luz y os largáis? No tendría que estar todo revuelto.
Por la posición del Sol, será mediodía, tal vez primera hora de la tarde. Debería quedar
alguien aquí.
-Quizá la luz tiene una avería grave y han dado fiesta hasta nueva orden. Quizá
este ruido tiene algo que vez. A lo mejor ha saltado por los aires una central… eso
explicaría el estruendo. Tal vez sea la onda expansiva.
-Creo que la vibración nace debajo del suelo.

Los sentidos se adormecen, es difícil incluso pensar con este ruido. Cierro los
ojos y enmarco la cabeza entre las manos, como si tratara de evitar que me explotase
la cabeza. Me tapo los oídos. El ruido se atenúa sensiblemente, pero la vibración sigue
intacta, dentro de mis entrañas. Es algo parecido a un ataque de ansiedad provocado.
Desestabilizado desde dentro. Siento contraerse la boca del estómago con fuerza,
produciendo un dolor intenso. No entiendo qué ha pasado. ¿Cómo he podido
dejármelo escapar? ¿Qué eran esas luces? ¿Por qué no hay nadie por ninguna parte?
¿De dónde viene ese ruido?

Me siento completamente desprotegido. Por primera vez en mucho tiempo, el


mundo me está pudiendo. Es demasiado grande para mí. No voy a poder con él. Trato
de respirar hondo y relajarme, pero la inquietud sigue ahí, adosada a mis entrañas
como napalm.

Abro los ojos, como si el ruido fuese a desaparecer milagrosamente, llevándose


de paso la angustia. Pero todo sigue igual. Me froto los ojos con fuerza y me pongo en
pie. Camino dando tumbos hacia la puerta, explorando todo lo que encuentro por el
camino. Parece que un apagón ha detenido las máquinas de pronto, y todos se hayan
largado. Necesito saber si ha sido una huida de repente o han salido tranquilamente.

-Todo está revuelto. Aunque la vibración está desplazando ligeramente el


mobiliario. No sé cuánto tiempo lleva vibrando y retumbando, así que tal vez al
principio fue sólo un apagón y la vibración ha hecho el resto.

El cartel de los servicios se presenta delante de mí por sorpresa. Hay una


escalera, y justo debajo están las puertas. Son dos cuartuchos, apenas un par de
metros cuadrados cada uno, donde el lavabo no deja abrirse del todo la puerta y la
proximidad de la taza hace imposible a alguien de más de un metro setenta y cinco
sentarse con comodidad. Sentarse en esa taza hace emplear las rodillas como topes de
la puerta, sin poder separar las piernas lo suficiente como para no ensuciarse en
exceso. Limpiarse después se convertiría en un auténtico reto. Creo que el baño de
chicas tiene un pequeño atasco en alguna tubería, porque hay un olor acre,
recalcitrante, en el ambiente. Es para marearse. Me llevo la mano a la boca por
instinto, y trato de concentrarme en otra cosa.
Incapaz, un estertor nauseabundo trata de volcar mis vacías tripas sobre la loza,
sin producir mayor efecto. El botiquín está sobre el lavabo, con una pegatina enorme

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con el símbolo de la mutua encima de la portezuela. Lo abro. Hay gasas, un par de
antiinflamatorios, gasas, vendas, un coagulante para heridas, paracetamol…
Lo desencajo de la pared y lo dejo sobre el lavabo del baño de chicos, abierto
de par en par. El espejo de las chicas haciendo de doble espejo me valdrá para evaluar
los daños. Me quito cuidadosamente la camiseta, y las costillas me arden con el simple
roce de la tela. Al bajar los brazos, el hombro hace un extraño, como si se me saltara
una taba, como el crujido de los nudillos. Me veo el torso desnudo en el reflejo. Me
ladeo un poco para poder verme las heridas bien. La zona está magullada. Mis costillas
son un gigantesco moretón en una forma parecida a una elipse, en cuyo centro, hay
una pequeña línea amarillenta, como la piel de un paciente con una enfermedad
hepática.

Cojo el martillo y lo sujeto entre mis costillas y el reflejo. La cabeza encaja


perfectamente en las marcas del golpe. Ha lanzado el ataque contra mí y ha huido,
dejándolo tirado después. No sé por qué no ha buscado la cabeza. Tal vez quería
asegurarse de producir daños. Es más fácil mover la cabeza que el torso. Lo más seguro
es que le haya entrado el pánico. Nunca habrá entrado en confrontación física, y ha
tenido suerte de dar un golpe demoledor que le ha permitido huir.

En el botiquín hay vendajes, que me va a resultar imposible de colocar.


También hay un pequeño tubo de crema. Me la doy en las manos para calentarla un
poco. La unto con extremo cuidado en la zona. Creo que es ponerle una tirita a una
grieta en una presa, pero al menos el frescor parece aliviarme un poco. El frío
anestesia, aunque sea levemente. Coloco un par de gasas en la zona afectada, que
ahora parece criogenizada, y las sujeto con algo de esparadrapo. Con extremo cuidado,
coloco trabajosamente una primera vuelta de venda alrededor de mis costillas. La
tenso un poco, lo suficiente para notar la protección, pero sin que me oprima
demasiado.
Cada vuelta es una pequeña tortura, ya que necesito movilidad del hombro más
cercano a la magulladura, y eso intensifica el dolor en la zona golpeada. Al menos,
logro coger la mecánica, y sincronizar mi respiración, contenerla al pasarlo por la zona
afectada, resoplar aliviado cada vez que me alejo.
Ya está más o menos sujeto, aunque en un equilibrio delicado. Muevo los
brazos a un lado y a otro para probar la sujeción. Aguanta, y no me resulta
especialmente incómodo.

Vuelvo a ponerme delicadamente la camiseta. Cierro el botiquín con el material


sobrante y lo dejo en el lavabo. Tengo hambre, y estoy agotado. Lo único que me pide
el cuerpo es un plato rebosante y una cama confortable.
-Quiero irme a casa –por primera vez, los instintos más primitivos pueden más
que la curiosidad sobre qué está ocurriendo.
-En la oficina tiene que haber sillas cómodas, tal vez algún sofá. Visto que no
hay nadie, podría sentarme un rato.
Me siento aliviado nada más pensarlo, sólo con imaginarlo. Incluso se me
escapa la primera sonrisa desde que recuerdo. Inmediatamente, salgo al pabellón y me
meto el la oficina. Un pequeño edificio adyacente, inserto dentro del pabellón, con
paredes prefabricadas, hecho rápido y barato.

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La puerta parece atrancada. Me desespera. Cada dichoso paso es un obstáculo
insalvable, y requiere una cantidad de energía y de desgaste que acaba por minarme
psicológicamente.
Vuelvo renqueando hacia la trampilla. La barra de uña está tal como la he
dejado antes de bajar. Me pongo en cuclillas, para evitar daños al agacharme. Doy un
primer tirón. Imperturbable, como si la hubiesen soldado a la puñetera máquina.
Coloco ambos pies en el primer escalón. La barra sigue estando demasiado baja, así
que me coloco al borde del peldaño roto. La barra está a la altura de mi pecho. Ahí
puedo hacer más fuerza. Agarro el extremo de la barra, donde hace un giro de casi
ciento ochenta grados, con ambas manos e inspiro. Doy un primer tirón, con más
fuerza que antes, pero no produce efecto alguno.
-Voy a tener que emplearme a fondo –la afirmación es tan necesaria como
descorazonadora. Las costillas parecen resistirse al que parece su destino.
Sujeto bien los dedos, asiéndola con fuerza, me ladeo un poco y doy un
segundo tirón con todas mis fuerzas, haciendo que la espalda ayude también a los
brazos a desencajarla, pero no se mueve ni un centímetro.

Cambio de estrategia. Apoyo la espalda en el extremo opuesto a la barra de


uña. Es lo suficientemente angosta como para permitirme atravesarla con la longitud
de mis brazos. Elevo mi pie izquierdo hacia la pared. La pierna incrementará
considerablemente la presión para sacar la barra.
Empiezo a tirar. Es imposible que no mueva ni un centímetro, pero es lo que
ocurre. Tengo que incorporarme un poco, unos centímetros, para poder conjuntar la
fuerza de mi pierna y mis manos. La zona golpeada parece un saco viejo, y da la
sensación de poder abrirse en cualquier momento. Es como si la fuerza sólo la sintiese
yo. Si la barra pudiese hablar, estaría oyendo sus carcajadas.
Cuanta más fuerza le pongo a extraerla, más difícil será esquivar un choque en
caso de que salga de repente. No me queda otro remedio. Sigo intensificando la
presión, hasta ponerme al límite de mis fuerzas. Ni el más mínimo movimiento, ni una
mínima traza de esperanza. Pero no he llegado hasta aquí para rendirme. Tenso la
mandíbula, y los labios retroceden, mostrando una sonrisa llena de sufrimiento. Tengo
asociada esa mueca al esfuerzo. Quizá sea algo subconsciente.
Un bramido gutural desde la boca del estómago sale entre dientes. Estoy a
punto de quedarme sin aliento. ¿Cómo es posible que se haya encajado de esta
manera? Me dan ganas de mandarlo todo al carajo, de coger el martillo y reventar a
golpes cualquier cosa que pase ante mí.
Cojo aire, y me concentro en el poder de los músculos de mi abdomen. Siempre
me ha ayudado con los ejercicios sentir el torso duro, como esculpido en mármol, para
dar un poco más, para resistir más, para llegar más lejos.
Como si un espíritu burlón se estuviese tomando a broma mis esfuerzos, la
barra se suelta de pronto, haciéndome saltar como un resorte contra la pared opuesta.
El impacto me corta el aliento, pues ha dado de lleno en la zona que había tratado de
proteger con las gasas y las vendas. En una posición de equilibrio voladizo, con un pie a
cada altura, la posición me hace girarme, sentándome en el escalón adyacente a uno
de mis pies.
-¡Dios! –balbuceo entre Jadeos. Las lágrimas se descuelgan por las mejillas.

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Al menos he tenido la suerte de no irme de cabeza escalera abajo. La barra
sigue en mis manos. No la he soltado ni un momento.
-Esto sólo me pasa a mí. Trato de abrir la oficina para descansar, y acabo
agotándome más.

Empleándola como bastón, me pongo en pie por enésima vez y camino hacia la
puerta de la oficina. Al pasar cerca de la entrada de los baños, veo la máquina
expendedora. Pulso los botones, pero está seca. No hay luz, ni para las fresadoras ni
para la máquina. Inserto con violencia la punta de la barra de uña en el borde de la
portada. Con un tirón seco, el vidrio del mostrador se astilla y el marco empieza a
doblarse. Los pocos milímetros que ha cedido, los aprovecho para insertar la barra aún
con más fuerza y hacer palanca de una manera más intensa. La espalda emite un dolor
sordo, intenso, profundo. Desde lo más hondo de la médula hacia la piel, ocupándolo
todo. El marco de la portezuela se retuerce, y el cristal se resquebraja y estalla ante la
presión. Los pedazos caen diseminados al suelo, en fragmentos microscópicos.
Finalmente, al límite de mis fuerzas, la bisagra se descoyunta y la puerta cae al
suelo pesadamente. Vencido por el esfuerzo, caigo de espaldas al suelo, golpeándome
otra vez la parte posterior de las costillas, casi en la espalda. Me retuerzo en el suelo
hasta colocarme del lado contrario. No es sólo el dolor, es la rabia. Como si mi cuerpo
no tuviese más zonas donde golpearse.
Clavo el puño con fuerza en el suelo y me coloco de rodillas, esquivando los
pedazos de cristal. Levantarme me entrecorta la respiración, pero a la vez sonrío. Me
siento roto e invencible a la vez. Aparto con una leve patada, empleando el talón como
cuña, la portada, que derrapa por el suelo hacia la pared. Tengo un poco de fruta,
gominolas, snacks, algo salado, galletas de chocolate… servirá para calmar el hambre.
Se me nubla la vista, y me mareo un poco. Es como si me hubiese convertido en una
columna de palillos. Demasiado alto para no sucumbir a los vientos. Me pongo
rápidamente en cuclillas, sosteniendo parte de mi peso en la máquina a través de la
mano izquierda. Por suerte, no me he herido con los bordes aserrados que ha dejado
la bisagra al desencajarse. Me podía haber hecho una carnicería en la palma. Podía
haber cogido alguna infección, tétanos…

Otra vez una nausea en vacío. La convulsión desde lo más hondo de mis
entrañas, llenando todo de efluvios ácidos y pestilentes. Cojo una manzana de la
máquina y la desenvuelvo. Sabe a gloria. Me calma el hambre y la sed al mismo
tiempo. Hasta el olor me sacia. El estómago emite un gruñido furioso como
agradecimiento. Acabo con ella en unos cuantos bocados y exploro el resto del
mostrador. Lleno mis bolsillos con todo lo que soy capaz de arramplar, recojo la barra y
me dirijo directo a la puerta de la oficina. Comer un rato tumbado en un sofá me
subirá la moral, descansaré y volveré con fuerzas renovadas.
Tanteo la puerta. Está bloqueada. Es un puñetero candado. Sujeto la barra de
uña a la altura de mis ojos y la inserto con todas mis fuerzas en el borde entre la hoja y
el marco de la puerta. Material barato, al primer envite el aglomerado se hace astillas,
y el tirón la desencaja por completo. Con un par de patadas cuidadosamente dirigidas,
me abro paso sin problema.

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Apenas miro alrededor. Sólo estoy buscando un lugar donde dejarme caer.
Delante de mí hay un estrecho y larguísimo pasillo donde, a mano derecha van
desperdigándose las puertas de las diferentes estancias. La mayor parte están abiertas,
y las cerradas tienen unas pequeñas placas con letras grabadas.
SALA DE REUNIONES. Abro la puerta de un empellón. La sala está
completamente vacía, salvo una mesa enorme flanqueada por unas cuantas sillas. La
estancia adyacente tiene un cartel que pone sala de espera. La puerta es corredera, sin
manilla, con una simple asa. Al abrirla lo veo ahí, como una visión del cielo. En la
esquina, al fondo de la, por otra parte, angosta habitación, frente a una mesilla, un
sofá de tres plazas. Por el aspecto, diría que es caro. Camino tambaleante, ansioso,
haciendo de cada paso una pequeña agonía en pos del alivio.

Sentarme es un éxtasis místico. El dolor se mitiga, casi desaparece. Hay un cojín


con forma de corazón, colocado como decoración sobre la mesilla. Me ladeo sobre el
lado menos magullado y lo empleo como almohada. Dejo debajo la maza de trinchera
y la barra de uña, ocultas pero a mano, y saco cuidadosamente del bolsillo una
pequeña bolsa de frutos secos variados. El primer bocado me hace poner una mueca.
Demasiada sal. Meticulosamente, froto cada almendra y cada cacahuete, para
retirarles los restos de aceite y sal de la fritura. Después de dar cuenta de media bolsa
más o menos, saco una naranja. Es pequeña, poco mayor que una mandarina, y el
sabor es un poco agrio, pero calma la sed. Está un poco pasada. Sorbo con fuerza los
gajos, y esparzo sobre la mesa los pellejos y los restos de cáscara.
Levanto la vista hacia la inmensa blancura del techo, y escruto los juegos de
luces y sombras. El ruido es ensordecedor, me marea un poco, y la sensación es
parecida a que una mole invisible me aplastara contra el suelo. Cierro los ojos, me tapo
los oídos con ambas manos huecas. El sonido se detiene, pero la vibración parece
instalárseme en el corazón. Las entrañas se retuercen dentro de mí como en un
puchero hirviente.

Me coloco de lado, con la frente pegada al respaldo. Al menos el descanso es


un punto a favor. Los pies me hormiguean intensamente. Oscuridad al tener la cara
enterrada en el sofá, y silencio, al menos un poco, al taparme los oídos lo máximo
posible. El caldo de cultivo perfecto para dormir, pero no me duermo. No pienso
levantarme en un buen rato. Hasta que la espalda deje de molestar.

Tenía unos quince años. En mi clase había una chica que me gustaba, y uno de
mis amigos se aprovechó de mi buena fe y de la información privilegiada que le daba
sobre ella para traicionarme y salir con ella. Era mi mejor amigo, la persona en que
más confiaba en el mundo, y me había dado una puñalada trapera. Verlos juntos,
sonriéndose, compartiendo cuchicheos, caminar de la mano… me enfermaba. Pero no
me alejé, no puse distancia. No quería un rincón feliz donde lamer mis heridas, quería
venganza. Resarcimiento del dolor provocado.
Años de confianza me habían dado cuantiosa información sobre él. Lo que más
le gustaba de ella es que le hacía caso, y era más importante sus pantalones que yo. Un
punto a tener en cuenta. Si era capaz de dejar a sus amigos a un lado por la

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perspectiva de no sentirse solo, también sería capaz de dejarla tirada si aparecía
alguien que le gustase más. Tracé un maquiavélico plan. Me había enamorado de ella a
fuerza de quedar cientos de veces en su casa, la conocía, y en muchas ocasiones,
también tuve trato con su hermana.

La chica tenía una hermana con un evidente problema de autoestima.


Cualquiera que la hiciese sentir bella o necesaria, se la llevaría sin problemas (de ahí la
fama que arrastraba). Era un año y medio mayor que nosotros, pero no se notaba. No
tenía una personalidad precisamente arrolladora.
Despacio, poco a poco, digno de El arte de la guerra de Maquiavelo, fui
entretejiendo. Para él la tentación de la hermana mayor resultaba irresistible, para
ella, sabiendo que se sentiría protegida, no pudo renunciar.
Y pasó lo que tenía que pasar, porque era inevitable. El muy idiota, aliviado por
mi comportamiento de los últimos meses, me lo confesó. Sólo tuve que hacer coincidir
tiempo y espacio para que mi venganza estuviese completa.
Sentí una especie de regocijo, un alivio, como si me hubiesen sacado una astilla,
aunque no alivié por completo el amargor de la traición.

El consejero de mi madre vino a casa, alarmado por mi propia familia. Se sentó


delante de mí, escrutándome recelosamente. Devolví la mirada, permaneciendo varios
minutos sin decirnos nada.
-La venganza eterniza los odios –sentenció categórico.
Seguí callado, sin apartar la vista.
-Siento tu ira –afirmó poco después-. Si te enfadas, piensa en las consecuencias.
Todo un maestro del confucianismo me trataba de aleccionar con dos citas
célebres. Sonreí.
-Te sientes aliviado, pero a la vez vacío. No es lo que pensabas.
Tras una docena de sentencias por el estilo, y después de devolverle varias de
mis mejores sonrisas, me dejó irme. Estuvo un rato hablando con mi madre,
meditando y conversando. No sé exactamente a qué conclusión llegaron, pero desde
entonces mi madre no volvió a mirarme de la misma manera.

El ronquido vibratorio que hace temblar las paredes me despierta. Parece que
he dormido algo. He descansado un poco, y, aunque sigo dolorido, parece que he
recuperado fuerzas.
Me pongo en pie, remostando una bolsita de gominolas de la que había
perdido la noción. Recojo la barra de una, colgándola del pantalón, y la maza de
trinchera, empleada como ariete.
Salgo de la sala, y doblo a la derecha al llegar al pasillo, hasta el fondo. Hay una
sala enorme, con seis escritorios y sus seis ordenadores. Todo está revuelto, con el
suelo lleno de papeles, y huellas de botas militares, dejando marcas de barro
diseminadas por doquier.
-¿Qué ha pasado?

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Miro a mi espalda, y alrededor. La idea de que aparezca el dueño de las huellas
hace que mi corazón dé tumbos. Incluso siento como tiemblan las manos. No se ve ni
el más mínimo movimiento.
-Algo ha pasado, que los ha hecho salir corriendo –es como si las palabras se
dibujasen en mi mente, y un espasmo me contrae la boca del estómago.
¿Qué habrá ocurrido? Una luz que creo que ha provocado una especie de ruido
que hace vibrar las paredes, y no queda nadie. No tiene sentido. Bueno, han salido
huyendo de aquí. Quizá las calles estén llenas de gente. Tal vez haya controles en la
carretera o algo así…
Una de las mesas parece estar más ordenada que las demás. Aunque todo se ha
revuelto un poco, los pisapapeles son demasiado pesados para escurrirse a causa de la
vibración y, atrapado, sólo queda un folio en el escritorio. Me acerco, apoyo ambas
manos en la mesa y centro mi atención en el papel. Es un formulario relleno a mano,
como un parte de trabajo. Creo que está evaluando a alguien, porque especifica la
antigüedad, la formación… me centro en las últimas líneas.
“El análisis de las expectativ…” dicen las últimas palabras. Estaba redactando
cuando se produjo la luz, el ruido, y dejó de escribir inmediatamente.
-Alguien ha visto un fantasma.

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CAPITULO VI: ¿QUÉ ESTÁ PASANDO?

Recojo los papeles más cercanos a la mesa ordenada y ojeo aquí y allí. Al
agacharme me llama la atención una regleta. Están conectadas las alimentaciones de
todos los ordenadores en una conexión múltiple. Desconecto la mayor parte de los
enchufes y observo cuidadosamente las hembras. Los bordes alrededor de la toma de
corriente se han ennegrecido, y al acercar la nariz, huele un poco a quemado. Quizá
haya habido una leve sobrecarga, o tal vez la propia regleta estaba un poco
sobrecargada al tener tantas conexiones a la vez.

De pronto, algo resuena a través del estruendo general. Ha sido fuera, entre las
máquinas. El sobresalto me hace reaccionar erráticamente. Trato de asir la maza de
trinchera, pero se me escurre de las manos. Me vence el peso hacia delante, y me
golpeo contra el canto del escritorio en la frente. Me apoyo en las rodillas,
aplastándome contra la mesa por mi propio peso. Con ambas manos como punto de
apoyo, me pongo en pie. Agarro, ahora sí, con fuerza la maza de trinchera y me levanto
tropezando. Camino despacio. La única ventaja que tiene este estruendo alrededor es
que, aunque trato de ser sigiloso, cubre por completo el ruido que pueda hacer con los
pies. Podría bailar claqué sin percatarme del más mínimo sonido.

Me posiciono junto a la pared de mi izquierda. Me permite observar de reojo la


puerta de entrada y protege mi posición por si hay alguna amenaza entre las
máquinas. Mientras trato de acercarme sin ser detectado, mi mente bulle con toda
clase de ideas. Los animales se vuelven locos con según qué ruidos en según qué
frecuencias. Tal vez alguno se ha desorientado y haya entrado en la nave buscando
algo. Quizá haya saqueadores, aprovechando el caos. Eso no tiene sentido. ¿Qué se
puede robar en un pabellón lleno de fresadoras? ¿La máquina expendedora? Esa ya la
he saqueado yo. A lo mejor… es él.
El corazón me da un bote, y siento un calor furioso emanar de cada centímetro
cuadrado de piel, llegando a mis puños, regando mis antebrazos, atorando mi garganta
y concentrando la energía de mi mente como un rayo láser. Tal vez haya tenido un
acceso de valentía y haya decidido venir a rematarme. Sería su oportunidad de no
volver a vivir con miedo.

Llego a la esquina de la primera puerta, la que acabo de abrir por la fuerza,


apalancándola. La puerta principal sigue como estaba, así que trato de asomarme
cautelosamente. Quizá una sombra traicionera revele su posición.
No hay nada. Me asomo por completo, y paso el umbral de la puerta con la
maza de trinchera bien cogida. El factor sorpresa es mío, sea quien sea, sólo tengo que
avanzar desde la entrada hacia las máquinas, sacarlo de su escondite y darle su
merecido. No ha podido esconderse en ninguna parte. Me escondo tras la primera
fresadora, agazapado, y escruto cuidadosamente el interior del pabellón. No veo nada,
ni sombras, ni movimiento.
Como un relámpago cargado de angustia, la imagen mental de un tipo saltando
desde la segunda planta sobre mí, me hace dar un respingo. Observo hacia arriba. Sólo
hay un ventanuco por el que a duras penas entraría un niño de unos diez años.

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Imposible para un adulto. La pared está completamente lisa, lo que hace que sea
imposible encaramarse y escalarla.
Vuelvo a agazaparme, entre Jadeos, tras la máquina. Hay un pequeño hueco
por el que vislumbro el fondo de la nave. El corazón me bombea desbocado. Por la
mente no deja de pasárseme la imagen del extraño ganándome la espalda y
derrotándome por sorpresa. No puedo pensar en otra cosa. Correteo de una máquina
a otra. Ya estoy un par de metros más cerca, a la atura de la puerta de los servicios.
Observo cuidadosamente alrededor. La ausencia de movimiento me pone frenético, a
punto de estallar. Repto de un extremo a otro de la fresadora, y echo otra ojeada. Algo
extraño reclama mi atención. Hay un bidón metálico, parecido a los de aceite. Levanto
la vista. Había una especie de balconcito en forma de L invertida donde un par de
cadenas sujetaban el peso. El sistema de sujeción recuerda a una tela de araña,
ensamblada en varios puntos a la plataforma.
La vibración ha desencajado un par de enganches, haciendo que el peso haga
ceder al piso de la plataforma y lanzando el bidón intruso contra el suelo. El que estaba
inmediatamente detrás, empujado por el desnivel y la vibración, va escurriéndose
poco a poco. Aguardo sin moverme, hasta que la parte inferior comienza a asomarse
lentamente al vacío. Todo entra en una espiral. El peso del barril hace que la
plataforma se ladee, lo que acelera su descenso, aumentando el peso en el borde, y
descendiendo más la superficie.

Finalmente, hay más bidón en el aire que apoyado, y la gravedad hace el resto.
Retiro la mirada y trato de discriminar algo entre el ensordecedor estruendo. Es un
sonido parecido al que había oído antes. Ojeo alrededor por encima de la máquina sin
ver nada y seguidamente me pongo en pie. Por una parte me he relajado, pero mi
propio reflejo, dentro de mi mente, cayendo noqueado, me persigue.
Sin soltar la maza de trinchera, como un punto de apoyo moral, vuelvo a la
oficina. He visto una especie de bandolera en el suelo, enterrada en papeles. Camino
presurosamente y la recojo. Vacío mis bolsillos y meto las viandas en la mochila. Voy a
la máquina expendedora y la saqueo por completo. En el bolsillo exterior, algo más
angosto que el principal, inserto el contenido restante del botiquín. Unida a la correa,
la barra de uña, sujeta en un par de puntos para poder sacarla en un solo movimiento.
Me acerco a la puerta y ojeo a través de la mirilla. Es una visión parcial y
deformada, pero al menos veo el exterior. Vacío, en medio del caos, abandonado a su
suerte… no se ve más que destrucción y abandono. Abro la puerta lo más
silenciosamente que puedo y la luz está a punto de cegarme.
-Ni que saliese de la cárcel –mascullo al vacío.

El ruido es algo más tenue en espacio abierto, pero la vibración parece


metérsele a uno por las entrañas. Observo alrededor, tratando de ver movimiento, sin
éxito, parece una calle fantasma. Mi coche está a menos de diez metro, en medio de la
carretera, destrozado. Las marcas en los laterales las hizo él, pero la parte delantera
está también destrozada y no sé cómo ha ocurrido. Hay un charco de aceite enorme
debajo del eje de delante. Está destrozado.
Comienzo a caminar hacia mi auto. Aún funciona la apertura a distancia. Trato
de abrir la puerta, pero está encallada y es imposible. Veo el libro de pasatiempos y el

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de las noticias curiosas. No puedo cargar con todo, y el esfuerzo de forzar la puerta no
merecería la pena.
-Adiós, amigo –digo tirando la llave junto al cadáver de mi vehículo.

Empiezo a recorrer el polígono. Muchas naves tienen las puertas entreabiertas


(las que se abren hacia arriba, seguramente por la vibración, han ido bajándose poco a
poco), y el interior está completamente a oscuras. No quiero entrar en ninguna parte.
Tengo poco que ganar y mucho que perder. Voy ocultándome coche a coche, y recorro
lo más rápido posible las transiciones entre uno y otro. Pero sigo sin ver nada capaz de
moverse por sí mismo. No hay un alma alrededor.
Necesito un medio de transporte. Las costillas siguen molestándome, en este
estado, un par de manzanas es como si fuesen kilómetros. Recorro la calle secundaria,
y al llegar a la intersección doblo dos veces a la izquierda, comenzando a peinar la
paralela. Ni un movimiento, sólo el mismo ruido, mezclado con la profunda vibración.
Trato de buscar el origen del sonido, de elucubrar de dónde viene, pero es como si
viniera de todas partes. Como si emanase del suelo, del cielo y de alrededor. Como si
hubiese un sistema de megafonía gigantesco que reparte la algazara por doquier.
Los coches que yacen inertes en las calles del polígono están cerrados a cal y
canto. Los vehículos modernos tienen unos sistemas antirrobo inexpugnables. Aunque
me da igual el ruido que pueda hacer la alarma, no son fáciles de puentear. No sé
dónde leí que las llaves de contacto manda una clave al motor sin la cual el motor de
arranque no hace nada.
Desechando la idea de inmediato, continúo caminando. Tendría que encontrar
una empresa de transportes, de logística… una empresa que tenga una flota de
vehículos, seguro que hay varios en el hangar con las llaves puestas. Pero eso me
obliga a entrar en las naves. Entre las dos calles hay naves más grandes que la que
tenía la trampilla donde casi no salgo, pero están divididas, habiendo en cada callejón
4 empresas diferentes. Esas están descartadas a simple vista. Busco la nave más
grande el polígono, con campa donde poder maniobrar y camiones aparcados
alrededor.
Nada parecido. La única empresa por el estilo que conozco está a más de cinco
kilómetros, en la otra punta de la ciudad. No puedo andar tanto.
Hay una enorme papelera en la esquina. Más que una papelera, ellos reciben el
papel y hacen cuadernos, agendas…
-Pensaba que habían cerrado –murmuro.
Al acercarme, veo en el cartel otro nombre impreso. Debajo de la marca, hay
una mención a un grupo de empresas. Tal vez los han absorbido.

Me acerco despacio. La puerta está un poco deformada, golpeada. Trato de


abrirla a empujones, pero es un sistema hidráulico, sin la orden, no se mueve ni un
centímetro. Tengo que saltar la valla. Lanzo por encima la maza de trinchera y la
bandolera con la barra de uña unida. Me encaramo y lucho por alcanzar la parte
superior. Por fin, mis manos se agarran al reborde, utilizando mi cuerpo como palanca
para lograr sujetarme en el aire. Me sujeto por las manos, dejando el borde a la altura
de mi cintura. Paso un pie. Ahora estoy a horcajadas sobre la hoja. Mi peso a esa altura
hace cimbrearse la puerta. Paso el otro pie, cuando la camiseta y el vendaje se me
enganchan en un pequeño saliente de la soldadura. Al caer –ante la ausencia de una

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bajada paulatina, no me queda otro remedio que dejarme caer-, se me hace un
agujero del diámetro de dos dedos por el que sale el vendaje, destrozado.
El impacto contra el suelo me obliga a agacharme y echar las manos para no
partirme la crisma contra el cemento. El vendaje sigue en parte en su sitio, pero se ha
aflojado, y se escurre continuamente. Me acerco a la mochila y la abro. La botella de
alcohol se ha golpeado, y tiene una especie de abolladura en el culo. Suerte que todo
esté hecho de plástico. Me quito la camiseta con cuidado. Al elevar los brazos, un
pinchazo demoledor me quita el aire de los pulmones.
Tengo frío, con el torso desnudo los gélidos golpes de viento es como si me
atravesaran la piel. Me tiemblan las manos, las gasas se desprenden de mi espalda,
estrellándose contra el suelo.
-¡Mierda!
Ahora se han manchado de polvo. No puedo ponerlo en una herida que está
supurando. A veces me dan ganas de mandar todo al carajo. No he cogido más gasas,
lo cual convierte el incidente de la verja en una catástrofe.
-¿Ni una me vas a dejar?
Tomo aire hasta que los pulmones están repletos, exhalo con fuerza, y me alivia
no sentir dolor, al menos ningún dolor añadido. Recojo las vendas en un montón
cilíndrico y las guardo en la mochila. Están un poco manchadas de sangre, pero seguirá
dando servicio. Me pongo de nuevo la camiseta, y, con la bandolera en una mano y la
maza en la otra, entro caminando poco a poco.
Imagino que una empresa así tendrá vestuarios, donde habrá algún botiquín
colgando de la pared. Entonces necesito un medio de transporte y gasas limpias.
-Y agua –el eco de mi mente parece retumbar en las paredes de mi cráneo.
Es cierto. Apenas he probado nada de líquido desde que me he despertado en
el falso suelo. Tengo la boca un poco pastosa, con un horrendo sabor de boca, y al
tragar me molesta un poco la garganta. No se puede sobrevivir tres días sin beber. El
corazón me da un vuelco.
-¡Venga ya! –me río de mí mismo-. No creo que vaya a morirme de repente.
Cierto que estoy un poco mareado, pero también influye el golpe de la espalda. La
zona está muy lastimada, y es normal que a veces me maree un poco y los músculos no
respondan bien.
La entrada está a unos veinte metros de la puerta. Camino despacio hacia la
oscuridad, sin soltar la maza de trinchera, con el pecho encogido pero a la vez con el
valor calentándome las venas desde el interior.
La puerta está cerrada. Al ponerme frente por frente al nuevo obstáculo, tanteo
con la mirada. Dejo la mochila en el suelo, y la maza. Suelto la barra de uña y me
acerco. Sin llave, no hay manera de abrir. Clavo el extremo en el borde, pongo la planta
del pie izquierdo en la propia puerta y empujo con todas mis fuerzas oigo un
chasquido. Intensifico la fuerza. Ningún resultado. Es una puerta corredera con una
puerta para peatones, y he intentado forzar la pequeña. Sin mover la palanca, que se
ha quedado encajada, suspendida en el aire, empujo un poco hacia los lados. Cuál es
mi sorpresa cuando la enorme estructura metálica se desliza como la empalizada de un
castillo medieval. Por fin un golpe de suerte. La abro unos centímetros. El ruido no va a
alertar a nadie, pero sí la luz que se cuela por la puerta. Tal vez haya gente agazapada,
esperando. Recojo de nuevo la maza de uña antes de entrar, y desplazo de nuevo la
puerta lateralmente.

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Nada más entrar, vuelvo de nuevo la puerta. Es una parte de la nave sin
ventanales, y está sumida en una penumbra que a duras penas deja discernir las
siluetas de los objetos. Hay camiones. Es un buen medio. Tiene capacidad de carga, tal
vez podría dormir detrás… y con las carreteras desiertas, no será tan difícil de conducir
para seguir mi ruta. Aparte, el ruido del motor tampoco será problema bajo este
escándalo.
Observo bien, oculto tras el camión más cercano a la puerta. Hay un par de
cuatro ejes aparcados contiguos, junto a la pared opuesta.
-Demasiado grandes, demasiado consumo de combustible.
Más adentro un tres ejes, pero parece todo terreno, equipado para obras con
sistema hidráulico que hace volcar la cama para descargar.
-Demasiado lento.
Camino pegado a la pared, tratando de fijarme en todo, sobre todo en no
llamar la atención de presencias indeseables. Doblo la esquina y hay un pabellón
adyacente repleto de toda la maquinaria que pueda uno imaginarse. Al fin, doy con lo
que quiero. Un camión dos ejes, parecido al tres ejes de obra pero carrozado con
tauliner, y con una plataforma que refuerza la puerta trasera y que hace de
montacargas del suelo al piso del camión.

Me descubro a mí mismo sonriendo satisfecho. Esto sí que va a serme útil.


Cruzo el pabellón como si fuese una prueba de velocidad, hasta agazaparme junto al
camión.
-Rápido, ligero, manejable y listo para usarse.
Vuelvo a observar alrededor. No se mueve un alma. Sujeto con fuerza el tirador
y la puerta se abre con un pequeño golpe, como el crujido de un nudillo. La cabina se
ilumina y se me ponen los pelos de punta. Correteo a la parte trasera y me agazapo
tras la plataforma. Si hubiese gente, habrían venido, intrigados por la luz.
-O esperarían agazapados para borrarme del mapa.
Casi diez minutos agachado, observando a uno y otro lado del camión, me
tranquilizan un poco. Deberían haber venido ya. Me deslizo por el lateral hasta el
interior del camión. Sonrío frente al volante. Doy el contacto. Todas las luces se
encienden, y comienzan a apagarse poco a poco. Funciona. Piso el embrague y respiro
hondo. Acciono el contacto. Renquea un poco pero arranca –lo sé porque se mueven
los indicadores, porque el ruido y la vibración no lo delata.
-¡Está vivo! Y todos me llamaron loco –voceo entre carcajadas. Me encanta esa
escena de Frankenstein.

Enciendo las luces. Si sale alguien, estoy protegido en el camión. El indicador


del gasoil va poco a poco remontando desde el cero absoluto. Pensaba que levantaría
más. No tiene ni un cuarto del depósito. Es difícil no desesperarse en ocasiones. Vuelvo
a apagar las luces y el motor. Me apeo. Ahora necesito una manguera o algo parecido,
y un barril, o un cubo. Hay un coche aparcado delante del camión, a un par de metros,
delante de la oficina.
-A ver si está abierto.
Toda la luz de esa parte de la nave entra a través del enorme ventanal que
preside las oficinas. Me acerco correteando y pruebo fortuna. Milagro. Abro el

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maletero. Nada. Por suerte, junto a la pared aparecen un par de garrafas. Ni que me
las estarían guardando. Hay un aparato de aire acondicionado cuyas tuberías están
clavadas al techo. Entro en la oficina buscando algo que corte. Revuelvo los cajones
hasta dar con un cúter. Saco una banqueta en una mano y el cúter en el otro. Me
encaramo a la pared y secciono sin piedad una de las alimentaciones del aparato. El
agua escurre como si cercenase el tentáculo de un monstruo. Un buen trozo, de más
de un metro, de tubería. Recorro el camino de vuelta, en busca de los dos primeros
camiones que he visto. Me subo a la cabina del primero. Algo huele fatal. Es como
leche cortada. Con la mano taponándome la nariz y haciendo de filtro improvisado
sobre la boca, doy el contacto. También está en las últimas.
-¡Vaya una empresa de camiones! –resoplo malhumorado.
Tal vez sean camiones sin chofer asignados, con poco trabajo de continuo, así
que se convierten en banco de pruebas y almacén de recambios andantes. Es
peligrosísimo, puedo quedarme tirado en cualquier momento, y no tengo nociones de
mecánicas, ni lo más básico.

Me bajo y correteo al de al lado. Doy el contacto. También en coma, con el


depósito casi vacío.
Voy al tres ejes. Está lleno de barro y polvo. Parece más o menos reciente.
-Si ha estado trabajando hace poco tiempo, imagino que tendría más trabajo y
lo hayan dejado preparado.
El contacto confirma mi teoría. Resoplo aliviado. Saco la llave y abro el
depósito. Repleto, la luz hace destellos en la superficie trémula del líquido, en la misma
boca. Inserto la goma hasta el fondo y comienzo a succionar. Me pueden las prisas.
Abro la garrafa y me la dejo a unos centímetros, preparada. Empiezo a succionar de
nuevo. Tengo que utilizar el dedo como tapón para recuperar el aliento, y
contragolpeo con más fuerza. Apenas un sorbo entra en mi boca antes de colocar la
goma en la garrafa, pero es lo suficientemente desagradable como para hacerme toser
y ponerme al borde de la nausea.

El chorro de combustible es continuo aunque no muy copioso. Tengo que


quitarme ese sabor de boca. Cogeré una manzana o algo de comer, tal vez con eso
baste.
-Cuando termine.
Dejo la goma en un equilibrio precario llenando la garrafa, y me acerco a por la
otra. Corro como un velocista en las olimpiadas, y para cuando llego, se ha sobrado un
poco. Cambio la manguera a la otra. No hay más garrafas y tengo que pensar rápido.
Necesito un tapón, y algo que haga de embudo, o habrá más combustible alrededor
que dentro de la tolva. Con las costillas así, es imposible sujetar treinta kilos en esa
posición.
No tengo ni una puñetera cuerda con la que hacerle una especie de torniquete
a la manguera. Sino tendré que descebar y cuando haya volcado las dos garrafas en mi
camión volver a empezar. Admito cabizbajo mi falta de pericia y vuelvo al punto inicial
cuando he rellenado el segundo aljibe. Una vez descebada, la manguera se queda
mirando al cielo, sobresaliendo del depósito, mientras traslado una garrafa en cada
mano. Me duele tanto que se me nubla la vista. Suelto una garrafa y arrastro el alma
con la otra hasta ponerme junto al camión. Al dejarla en el suelo, me apoyo un poco y

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trato de recuperar fuerzas. Otro viaje. Al fin las dos juntas. Levanto la mirada. Hay algo
rojo que destaca en el rincón donde estaban las garrafas. Me acerco.
-¡Toma! –grito a viva voz.
Es una especie de difusor, una especie de trompa que se le añade a la garrafa
mediante una rosca y que garantiza que no va a derramarse una gota del preciado
combustible. Sujeto una de las garrafas, ya equipadas con el difusor, y la vuelco sobre
el depósito. Aunque el peso va disminuyendo a medida que se vacía, tengo que
cambiar de posición para que el dolor en las costillas me deje respirar.

Vuelvo a conectar el contacto. Medio depósito más o menos. Necesitaré otras


tres garrafas. Vuelvo al otro camión. Otra vez el asqueroso sabor del gasoil en la boca,
como si los tejidos de la lengua se me impregnaran de eso y no fuese capaz de oler y
saborear nada fuera del combustible.
Cuando empieza a llenarse la segunda garrafa, corro con la primera a mi
camión y la vacío tan rápido como las leyes de la física lo permiten. Vuelvo al galope
garrafa en mano y llego por los pelos para que no se derrame nada.
Mediada el quinto jerrican, el depósito se sobra un poco. Relleno ambos aljibes
y cojo el embudo para cargarlo en la cama. No es mucho, pero me dará unos
kilómetros extra.
Arranco el camión, doy las luces y dejo la maza de trinchera en el asiento del
copiloto. Ronroneando, camino lento hacia la puerta. Nunca me había subido en un
trasto de estos, espero calcular bien en las maniobras. En la puerta, me veo obligado a
apearme. Recojo la mochila y lo echo dentro de la cabina.
-¡El botiquín! –aparecer la idea así me desanima un poco. Vuelvo a entrar
buscando el vestuario. Al lado de la oficina. Arranco el botiquín de la pared con una
palmada bien colocada. El pequeño armario de plástico da bote en el aire y lo recojo al
vuelo. Al asiento del copiloto.
Por fin, el camión sale despacio. De la nave. Primer problema: la verja. Vuelvo a
bajarme. Debería haber algún sistema para abrir la puerta manualmente. Hay un
pequeño cajetín junto a la corredera. Está sujeto con un pequeño grillete. No es rival
para la barra de uña, que desencaja la portezuela al primer tirón. Hay una seta de
emergencia. La pulso de un tirón y suena un silbido, como un calderín. Trato de
moverla a empujones, pero está cerrada con candado.

-¿Qué hago ahora? –resoplo. En este día hasta el más nimio detalle se está
convirtiendo en una odisea.
Por lo pronto, aparto el dos ejes a un rincón. Me acerco al tres ejes de obra.
Arranca con un ronquido gutural. El motor es más poderoso, y ruge como tal. Salgo
frente a la puerta, unos veinte o treinta metros. Recorro la distancia hasta sentir bajo
los pies el contacto metálico de la valla. Hago que el motor empuje. Pensaba que la iba
a destrozar como si estuviese hecha con palillos, pero apenas logro que se mueva unos
centímetros. Lo dejo caer hacia atrás, hasta casi la puerta de entrada de la nave.
Engrano la segunda velocidad, levanto un poco el embrague y según conecta,
acelero a fondo y el camión sale como un toro bravo. Envisto la puerta, que se
desencaja, arrancando de cuajo la barra donde se engancha el candado y arrastrando
los restos por el piso de la carretera.

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Dentro de la cabina, doy una fuerte sacudida que a punto está de hacerme
morder el volante. Giro bruscamente para arrastrar los restos como si fuese una
puerta abatible. Al bajarme me percato. Apenas unos rasguños, pero he marcado la
frontal del tres ejes.
Camino orgulloso hacia mi camión. Salgo muy despacio, esquivando el tres ejes
por los pelos y embocando el vehículo de vuelta por donde he venido andando. El
pequeño badén de la entrada sacude la carrocería del camión. No estoy
acostumbrado, y el empellón hace que me dé un vuelco el corazón.
El polígono industrial está atravesado por una gran avenida. A este lado hay
una llanura donde están los pabellones más grandes, al otro el terreno se empina y
están pequeñas naves con grandes campas.

Atravieso la avenida despacio, observando a uno y otro lado, pero no se ve ni se


oye nada que delate la presencia de nadie. Había una novela de mediados del siglo XX
que hablaba de un solo hombre poblando la tierra. Me suena vagamente esa imagen
del tipo recorriendo la ciudad desierta. Da más miedo cuando lo experimentas que
cuando lo lees.
Recorro el resto de calles muy despacio, esquivando o apartando de un leve
empujoncito los coches abandonados en medio de la vía, y observando cada leve
detalle. No quiero entrar en los pabellones aparentemente vacíos. Es un miedo
irracional, instintivo.
-Hay que jugársela –las palabras aparecen en mi mente como si no las
compusiera yo-. Necesito suministros.

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CAPITULO VII: ALGO INESPERADO

En la nave más cercana parece haber algo que sobresale del umbral del portón.
Es un perfil, un reflejo.
-Puestos a jugármela, aquí mismo –vuelvo a sorprenderme hablando solo.
El camión, con el motor al ralentí, se detiene con suavidad cerca de la puerta.
Me apeo con la maza de trinchera en una mano y la barra de uña en la otra. El ruido
que parece venir de todas partes al mismo tiempo da la impresión de mitigarse un
poco.
-O tal vez esté perdiendo audición.
A unos quince metros, se distingue perfectamente. Es una furgoneta de reparto
de suministros para máquinas expendedoras. Sonrío nada más verla. Seguro que tiene
algo bueno.
Entrando en la oscura estancia, me cuesta que los ojos se me habitúen a la falta
de luz. Me agazapo, sentado en el suelo con la espalda apoyada en la rueda. Un par de
minutos buscando una postura cómoda donde no eche el peso a la zona magullada, y
vuelvo a incorporarme. Camino despacio a través de la nave, buscando un reflejo o el
más mínimo movimiento, observando alrededor, pero no veo nada. La nave está
prácticamente vacía, así que no será fácil ocultarme. En el otro extremo de la nave, en
una planta superior, parece haber un ventanal. Tal vez me estén observando.
Vuelvo sobre mis pasos y abro la puerta trasera de la furgoneta. Las puertas se
abren de par en par. Al menos veinte garrafas de agua. Leche en polvo, cacao en polvo,
café… eso no me sirve de nada. El camión está demasiado lejos. Tengo que acercarlo
un poco. Correteo agachado a mi camión y doy la vuelta en el mínimo espacio posible.
El lateral de mi camión se queda a un metro del culo de la furgoneta. Cada garrafa
pesa al menos quince kilos. No es fácil adoptar una posición cómoda, sin que la zona
golpeada me corte la respiración.

-¿Qué ha sido eso?


Algo ha sonado al otro lado de la nave. Creo que ha sido algo metálico
golpeando reiteradamente contra el suelo. Quizá una plancha rebotando contra el
suelo al caer. Rodeo mi camión correteando casi a cuatro patas y me oculto tras la
cabina, en el lado más cercano a la puerta. He recogido por el camino la maza de
trinchera y me acurruco junto a la carrocería, esperando novedades. Me tumbo en el
suelo y observo por debajo del camión. No hay movimiento. El corazón se me dispara.
El instinto me dice que ahora sí que hay alguien. Tengo que pensar rápido. No sé
cuántos son, tal vez esté armado… estoy robando, con las palabras mágicas “miedo
insuperable” me podrían dar de palos impunemente. Los periódicos se llenan de
noticias por el estilo de vez en cuando. No quiero ser una curiosidad legal de las que
sientan precedente.

Pese a la algazara terrible alrededor, no dejo de oír ruidos cada vez más cerca
de mí. El corazón se me desboca. Jadeante, temblando, con la adrenalina
inundándome las venas y al borde del colapso, aguardo expectante.
-¡Una luz!
La mente se me revoluciona. No dejo de pensar en un ejército que vienen
directos a por mí. Algo ha pasado que ha podido sumir el sistema en un estado de sirio.

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En ese tipo de circunstancias, un homicidio más o menos ni se mira. La imagen de mi
cadáver enterrado a poca profundidad, en un rincón olvidado de la enorme campa, no
deja de atormentarme.
Miro enfermizamente a todas partes. La más leve sombra en movimiento
confirmaría mis peores presagios, pero el hecho de no percatarme no quiere decir que
no exista esa amenaza indefinida.
Pasan los minutos y empiezo a tranquilizarme. No he perdido de vista el grueso
de la nave en ningún momento, y no ha habido ninguna variación. Es casi imposible
que alguien sea tan sigiloso.

Finalmente, vuelvo a ponerme en pie y a apoyar la maza de trinchera contra el


camión, a mano. Cautelosamente, vuelvo a hacer viajes con las garrafas de la
furgoneta al camión. Ojalá cesara este ruido, aunque sólo fuesen un par de minutos.
Prescindir del oído me obliga a observar escrupulosamente, pero una tarea mecánica y
repetitiva como esta no ayuda a concentrarse.
Al dejar caer pesadamente una de las garrafas en la cama del camión, rodeo el
vehículo maza de trinchera en mano, observando a todas partes. Nada. Quizá me esté
volviendo paranoico. Quizá el instinto me esté fallando.

Sólo quedan tres garrafas. Jadeo con la boca abierta casi por completo. Me dan
ganas de sacar la lengua, como si fuese un perrito. Cojo la primera. La espalda se me
ha convertido en una gigantesca contractura, desde la nuca hasta la cintura. Los brazos
parecen haberse convertido en dos losas de hormigón a punto de desprenderse por los
hombros. Una vez en la cama de mi camión, arrastro el agua para hacer sitio a las
últimas. Como estibador no tengo precio. En la furgoneta van más o menos estables
porque ocupan el suelo en su totalidad, pero en el camión el riesgo de corrimiento es
enorme. Vuelvo a por la segunda garrafa.
-Sólo una más. Sólo una más –mascullo mecánicamente.
Tengo que mentalizarme para poder aguantar un poco más.

Al lanzar la garrafa sobre la cama del camión –mis fuerzas escasean de tal
manera que no puedo posarla suavemente-, descubro cuatro botellas de agua de la
misma marca. Cojo la primera y doy un buen trago. Estoy sudando por el esfuerzo, y ya
empezaba a temer por la deshidratación. Antes de irme necesito estibar la carga. Me
subo a la cama del camión. En el caballete que protege la cabina que posibles impactos
cuando un frenazo venza la mercancía hacia delante hay colgando unas cuantas
cinchas.
-Servirá.
Engancho las cinchas de un pilar a otro, formando una barrera a ras de suelo
que impedirá el movimiento indeseable de las garrafas.
Me bajo de la cama con un saltito que me hace temblar de dolor.
-¡Dios! –voceo. Sé que he gritado, porque he notado la vibración extra en la
garganta, porque no se ha oído ni un rumor aparte del estruendo general.

Cierro el toldo lateral y fijo los enganches. Recojo las botellas y las lanzo dentro
de la cabina.

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-Primera parada. Seguro que es tan imbécil que ha vuelto a casa –sonrío ante la
perspectiva de pillarlo desprevenido. Necesito algo de comida. Tengo agua, medio de
transporte y combustible de sobra. Si es un estado de sitio, haré lo que me dé la gana,
y sino, siempre puedo coger la mochila y abandonar el camión.
Al recoger la maza de trinchera para meterla en la cabina y empezar a salir,
alguien aparece ante mí como una figura fantasmagórica. La distancia que nos separa
es la largura de la cama del camión. El corazón da un vuelco y, agobiado por la
situación, sólo se me ocurre blandir la maza de trinchera amenazadoramente. Ella da
un paso atrás, mostrando las palmas de las manos.
-¿Estás sola? –berreo con todas mis fuerzas.
Me mira con perplejidad, sin bajar las manos en ningún momento, y dando
medio paso hacia atrás.
-¿Qué si estás sola?
Se señala los oídos y seguidamente hace un gesto de incomprensión. Miro
alrededor. La puerta trasera de la furgoneta esta cubierta por una espesa capa de
polvo. Vuelvo una de las hojas y garabateo con el dedo la palabra “sola” sin dejar de
blandir la maza de trinchera. Una vez escrito, me alejo paulatinamente y le digo con
gestos que se acerque para leerlo.
Lo mira y asiente. Miro alrededor en busca del más mínimo movimiento. Nada.
Vuelvo a acercarme a la luna y escribo la palabra “armas”. Lo lee y niega
vehementemente con la cabeza, devolviendo un gesto de incredulidad. Le hago un
gesto para que se acerque, y accede.
-¿Qué haces aquí?
-¿Qué?
-¿Qué haces aquí? –me desgañito.
-Ven conmigo.
Me quedo paralizado. No doy crédito a lo que estoy oyendo.
-Hay menos ruido.
Después de pensarlo un momento, accedo a regañadientes. La hago caminar
delante de mí, a menos de un metro. Si veo algo raro, ya puede despedirse de la parte
posterior de su cráneo. Con la fuerza que tengo a esa distancia le partiría la cabeza
como una sandía.

Me lleva a una especie de almacén que hay al fondo de la oficina. Es una


especie de estancia frigorífica, como la de un matadero, pero en miniatura. La ventaja
es que al cerrar hace una especie de tapón sonoro, y la vibración y el ruido quedan
reducidos a un tenue murmullo de fondo.
Cuando se acerca a la puerta, la imagino por un momento dejándome cerrado y
estoy a punto de abalanzarme sobre ella, pero me contengo. Ella vuelve la puerta
hasta que un chasquido confirma el cierre hermético de la estancia. Inmediatamente,
el ruido se reduce hasta un punto donde creo haberme quedado sordo. Un pitido
tremendo me trepana el cráneo amenaza con perforarme los tímpanos mientras nos
miramos directamente a los ojos.
-¿Estás sola?
-Sí.
-¿Qué haces aquí?
-Vi una luz y me desperté aquí –lo mismo que me ha pasado a mí.

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-¿No has visto a nadie?
-Desde que está el ruido este no.
-¿Trabajas aquí?
-En realidad no. Había venido a dejar un currículum porque me habían dicho
que estaban buscando gente para un pedido que les venía en un par de meses.
Estábamos en una sala de espera cerca de la oficina, fui al baño, me empezó a doler la
cabeza, me lavé la cara, y estaba en el baño cuando todo empezó a vibrar y hubo una
luz que no dejaba ver nada.
Asiento. Exactamente lo mismo que yo.
-Me he despertado en el suelo del baño. Salí para averiguar qué había pasado,
pero no había nadie alrededor, así que he vuelto aquí, que al menos estoy
resguardada. No hay luz, así que adiós tele y adiós ordenador, pero había una radio a
pilas. He estado intentando oír algo pero sólo hay ruido blanco. Las pilas están casi al
mínimo, así que no lo he intentado desde antes de verte.
-¿Puedo llevarme el agua? –podría habérmela llevado por la fuerza, pero no era
necesario.
-¿Dónde vas?
-A hacer algo muy importante.
-¿Puedo ir contigo?
-No. Es un asunto personal.
-Podría ayudarte.
-No necesito ayuda.
-No estoy muy segura de qué ha pasado, pero tengo miedo.
-Yo también.
-No tengo miedo de ti.
-Deberías –camino hacia la puerta.
-Por favor –se cruza en el camino.
-No.
-Puedo desinfectarte eso.
Me detengo de golpe.
-Tienes la camiseta manchada de sangre y tú no te vas a llegar bien a la herida.
Yo podría curártelo.
-Me vas a estorbar. Es trabajo para uno.
Se aparta, y abro la puerta. El ruido se intensifica de nuevo. Instintivamente,
me llevo las manos a los oídos. Es insoportable. Ella me toma por el hombro y me hace
darme la vuelta.
-Si me dejas aquí y me matan, pesará en tu conciencia –vocea junto a mi oído
para hacerse entender.
Sonrío.
-No es cosa mía. No me cargues ese muerto.
-Pudiste ayudarme y no lo hiciste. Eres tan culpable como el que lo haga.
Sigo mi camino un par de pasos, y me detengo. Doy media vuelta y me meto de
nuevo en la estancia insonorizada.
-Dos condiciones –enuncio solemnemente-. Primera, nada de preguntas, ni
dónde vamos, ni por qué, ni para qué.
Asiente con una leve sonrisa.

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-Y dos: haz lo que te mande. No me frías a preguntitas ni cuestiones lo que
hago. Tampoco quiero consejos ni sugerencias. Hazlo y punto.
Asiente de nuevo.
-Es mi historia y la hago a mi manera. Si no te gusta, eres libre de irte. No tengo
problema en compartir recursos siempre y cuando el reparto sea justo.
-De acuerdo.
-Esto no nos compromete a nada. Si no estás contenta, cada uno por su lado.
-Vale.
-¿Quieres llevar tu propio coche?
-No se conducir.
-Tú sabes, pero no voy a estar haciendo de chófer.
Asiente.
-¿Tienes comida?
Niega.
-¿Un botiquín?
-En el baño vi uno. Espérame aquí que ahora te lo traigo. Traeré también una
silla, para trabajar cómodos.
Asiento a regañadientes. Al fin y al cabo, sigo teniendo la maza de trinchera. La
puerta ha quedado levemente entreabierta. Empeora el aislamiento sonoro, pero me
tranquiliza saber que tendré acceso rápido.
-Podría intentar robarme el camión. Todas mis cosas están ahí.
El corazón se me acelera y un sentimiento mezcla de rabia y odio me inunda las
venas y me calienta la sangre. Seguidamente, la onda tranquilizadora.
-El agua está en el camión. Si se quiere llevar la furgoneta, se la regalo. No creo
que vaya a ponerse a trasvasar la carga. En el peor de los casos, si se lleva el camión, la
perseguiré con la furgoneta. Soy mucho más rápido que ella. No tiene nada que hacer.
Pasan un par de minutos. El silencio de la estancia crea reluctancia a salir, pero
la inquietud me puede. Entreabro la puerta y observo hacia la salida. Sin movimiento
del camión o la furgoneta.

Me sobresalta un poco al entrar.


-¿Qué haces? –pregunta.
-Nada –balbuceo.
Me mira con una mueca de decepción. Como si mi madre me hubiese cogido
fumando.
-Quítate la camiseta y siéntate.
Obedezco. Dejo la maza de trinchera en el suelo y coloco el pie encima. Mejor
tenerla a mano. Cruzo los brazos sobre el respaldo y apoyo la cara sobre mi codo
doblado.
Siento el escozor del alcohol en la herida y el frío de la pomada, pero empiezo a
relajarme. Me vence el cansancio. Trato de estar alerta, de pensar en mi objetivo. Cada
minuto que estoy aquí, se me aleja. Tengo que estar cerca de él, memorizar cada uno
de sus movimientos, y pillarlo indefenso, por sorpresa…

Cuando el sol despuntaba en el horizonte, salía por la puerta con la bolsa de


deporte al hombro. Tenía ganas de quemar un poco de energía, para irme a dormir y

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poder descansar. Lo había hecho tantas veces que me costaba recordar en qué día o
en qué semana estaba. Era como vivir una y otra vez lo mismo. El poder absorbente de
la rutina, que llega a ocuparlo todo.
Me despedí de un compañero y caminé a mi coche. Una voz sonó a mi espalda.
-¡Ángel del amor!
Me di la vuelta. Una mujer venía hacia mí sonriendo. Devolví la sonrisa y
aguardé.
-Hola.
-Hola –respondí lacónico-. “Vamos. Quiero largarme de aquí.” –pensé.
-¿Puedo hablar contigo?
-Habla.
-¿Tomamos un café?
-No –al ver la mirada de perro apaleado que me devolvió, completé la
respuesta-. No puedo. Tengo cosas que hacer.
-Es que lo que te quiero decir es mejor que estemos en privado.
Suspiré. La culpa era mía por no mandarla a hacer gárgaras.
-Me lo puedes decir en el coche.
-¡Vale! –sonrió. Nos subimos. Dejé la bolsa en el asiento de atrás y me subí ante
el volante. Ella dio un saltito hasta el asiento del copiloto, y una vez ahí, se volvió hacia
mí.
-Quería proponerte que fuésemos pareja.
Me quedé estupefacto. Me había pasado unas cuantas veces, pero nunca con
ese halo de propuesta seria.
-Lo tengo todo pensado –interpretó mi silencio como interés, y se lanzó-. Puedo
mantenerte. Entonces puedes hacer tus cosas, ir al gimnasio, o jugar a la consola…
tendrás tu espacio, y de vez en cuando te llevaré por ahí a alguna fiesta…
-No puede ser.
-Puedo darte más de lo que ganas ahora…
-No puede ser.
-Tampoco te pido –hizo una pausa al borde del llanto- exclusividad sexual. Sé
que tienes tus necesidades, y de vez en cuando querrás ir de flor en flor…
-Escucha –me vi obligado a sincerarme-. Esto es un trabajo, nada más que eso.
Me aprovecho de mi cuerpo mientras pueda. Pero mi cuerpo se acabará y entonces
comprenderás que lo que estás diciendo no tiene sentido. Aún estaré aquí una buena
temporada. Puedes venir de vez en cuando y nos divertiremos un poco, pero estate
segura que algún día encontrarás lo que estás buscando. Nunca es tarde.
Agachó la cabeza y lagrimeó un poco. Creo que era lo mejor que podía decir
para librarme de ella. Tenía unas ganas locas de que se bajara de mi coche.

Sus amigas aparecieron en el retrovisor de mi coche berreando y carcajeándose


a todo volumen.
-¡Mierda! –espetó ella. Se secó las lágrimas con maestría y me sonrió-. ¿Puedo
pedirte un último favor?
Asentí.
-Dame un beso, para poder presumir con éstas y que me dejen en paz.
Miré el espejo de reojo. Cuando el grupo voceaba el nombre de su amiga y una
de las menos borrachas escrutaba mi coche como un miope ojeando un acuario, la

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tomé por la nuca, la acerqué hacia mí y la besé son pasión. Su boca estaba fría y el
tacto de su lengua resultaba muy desagradable, pero simplemente, desvié mi
pensamiento en otra dirección.
-¡Chicas! –nos habían descubierto-. ¡No me lo creo!
-Gracias –susurró mi copiloto con ternura. Era la sonrisa más sincera que había
visto. Le guiñé un ojo.
Se apeó del coche y salí ronroneando del aparcamiento, mientras las chicas se
abrazaban y felicitaban a la que se acababa de bajar por el trofeo logrado.

Doy un respingo y abro los ojos. La muchacha está delante de mí, sonriendo.
Me cuesta un par de segundos recuperar la memoria.
-¡Te has dormido! No sé cómo no te molestaban las heridas mientras te estaba
curando.
Me llevo las manos a los ojos, un poco descolocado aún. Me pican un poco los
ojos, y me molesta la luz. Tanteo con las yemas de los dedos los vendajes. Están
sujetos con fuerza, parecen firmes.
-Gracias –balbuceo-. Tenemos que irnos. Coge lo que necesites.
-¿Dónde vamos?
-Nada de preguntas.
-Es que depende de donde vayamos necesitaré ropa.
-Coge cualquier cosa que sirva como abrigo, tiempo tienes de aparcarla. En el
camión tienes sitio de sobra.
-¿No puedes darme ni un detalle de dónde vamos o por qué?
-No.
Sé que está murmurando algo, pero por suerte al abrir la puerta, el murmullo
me sumerge en mis propios pensamientos. Tenemos agua y el primer objetivo donde
ir. Necesitamos comida. Y algo para descansar.

El camión sale poco a poco de la nave. Miro a un lado y a otro antes de salir a la
avenida y me incorporo relajadamente en lo que debería ser un tráfico infernal. Dentro
de la cabina aún retumba más el murmullo general. Casi no me oigo ni pensar. Tendría
que haber cogido algo para anotar. Miro a la derecha y la veo hablando. Parece que
me recrimine algo, aunque tampoco tengo la impresión de que esté enfadada. Como el
camión avanza pausadamente por la autovía, como un mastodonte cansado, puedo
permitirme el lujo de desprender ambas manos del volante para enfatizar un gesto de
incredulidad.
Entramos en un barrio del extrarradio. Tenemos que ir a la otra punta, pero por
aquí, si tenemos suerte, encontraremos suministros. Algún supermercado de barrio
habrá por aquí cerca.

Ella me palmea el codo mientras el camión avanza despacio, con cien ojos,
como si estuviese buscando sitio para aparcar. Me pregunta algo desgañitándose. No
entiendo una palabra. Se señala la boca. Tal vez entresaque el mensaje leyendo los
labios.
-¿Qué buscas? –lo he entendido.

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Devuelvo un gesto que evidencia mi necesidad de nutrientes. Empieza a señalar
inequívocamente en una dirección, como un profeta. Vamos avanzando despacio, y en
cada cruce ojeo a la derecha para esperar más indicaciones. Al fin, tras un callejeo
imposible por la cantidad de coches abandonados por las calles, aparece frente a
nosotros. Un casco de moto se ha quedado tirado sobre la alfombrilla. La vibración
hace que el casco oscile unos centímetros a uno y otro lado, provocando que la puerta
se abra y cierre espasmódicamente. En la angosta calle hay un caos de coches
abandonados a su suerte, lo que me hace imposible la salida por el extremo opuesto.
Tendré que retroceder sobre mis pasos para poder salir de ahí.
Señalo a la muchacha para que se aparte. No entiende lo que estoy tratando de
decirle. Me cuesta contenerme.
-¡Quita de en medio!
Al fin, con vehementes aspavientos, logro que se mueva un poco. Recojo la
maza de trinchera y le doy la barra de uña. Me mira expectante, pero no sorprendida.
Imagino que la barra le hará sentirse segura. Me apeo y me imita, viniendo a mi lado
inmediatamente. La vibración parece filtrarse entre mi cerebro y mi cráneo y amenaza
con volverme loco. Empiezo a sentir una especie de rabia que amenaza con atorarme
la garganta y sólo siento ganas de gritar.
La acerco a mi lado, rozando su oreja con mis labios, y grito:
-¡Avanza despacio, y si ves algo que se mueva, no lo pienses y reparte!
Asiente nerviosa.
Tanteo el terreno. Sin luz, el supermercado está sumido en la penumbra.
Escruto cada metro con la maza de trinchera bien sujeta. Es un supermercado de
barrio que atraviesa la manzana de lado a lado y, una vez a medio camino, recobro la
confianza y acelero el paso. No sabría decir por qué, si es mi instinto o simplemente mi
cerebro pide relajarse después de tanta tensión, pero intuyo que no hay nadie. El ruido
parece multiplicarse al rebotar en cada pared, y la vibración ha llenado los pasillos de
mercancía.
No había muelle de carga fuera, así que tengo que buscar una puerta trasera,
una trastienda. Acelero el paso, con mi arma por delante, y hago un gesto a la chica
para que me vigile las espaldas mientras avanza. ¿Hay algo más inútil? Aunque viniese
el mismísimo Jesucristo en una bicicleta, no escucharía las advertencias de mi
compañera. Sigo caminando hacia el fondo de la estancia, mientras, con leves golpes
de vista y giros de cuello, la vigilo.

Por fin, el marco de una puerta del que penden unas anchísimas tiras de
plástico. Es la versión industrial de esas cortinillas colocadas como separadores de
ambientes en los lupanares.
Me asomo. No hay ni una fuente de luz, sin ventanas, sin más puertas, lo que
hace que unos pocos centímetros más allá del umbral, no se vea un carajo. Me doy
media vuelta. Creo ver en sus labios que me pregunta qué ocurre. Le pido que me siga.
Volvemos casi al principio, en esta ocasión correteando, golpeando sin compasión la
mercancía que cubre el suelo al pasar.
Al lado de la caja hay un par de bolis. Saco de la caja registradora los rollos de
papel.
“LINTERNA” –garabateo en un pequeño pedazo. La muchacha asiente, y se
pone a buscar en uno de los pasillos cercanos. Las pilas las tengo a menos de un metro.

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Ojalá haya algo. De pronto, veo su mano por encima de las estanterías y viene
sonriendo. Le pido otra –para tener los dos-, y mientras le meto las pilas. Funciona a la
primera. Conectamos la otra y volvemos corriendo a la puerta. La linterna es útil. Al
menos una docena de palets con todo lo que uno se pueda imaginar. Envueltos en
plástico y listos para cargar. La transpaleta está en la misma estancia, al fondo. Le
muestro mi victorioso pulgar. Vuelvo a la sala principal. Hay un par de escobas
colgando de la pared. Le doy una a ella, y le muestro lo que quiero. Limpiamos el
pasillo principal y salgo cargando con el primer palet. Una vez fuera, examino bien el
material. Salvo una botella de suavizante que no es de primera necesidad, es todo
comida. Puede haber cualquier cosa. Hay fruta y galletas seguro. Creo que lo que
blanquea por el fondo son bandejas de carne. Servirá.
Con una transpaleta hidráulica que pone cualquier una tonelada a más de
metro y medio de altura, en menos de una hora el camión está completamente
cargado. Me he quedado mucho más tranquilo. Ahora sí que puedo seguir mi camino.

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CAPITULO VIII: PROSIGUE LA BÚSQUEDA

Una vez hemos terminado de cargar los suministros, cierro los laterales y ato
los toldos con fuerza. Tengo que ser cauteloso conduciendo. Nunca he llevado un
camión cargado. No sé cómo reaccionará en una curva cerrada, y hay programas de
televisión repletos de videos de camiones volcando.
Entro correteando y recojo unas cuantas libretas y un puñado de bolis. Las echo
en la cabina, menos una que le doy a ella. Cruzo la carretilla frente a la puerta,
imposibilitando el acceso. Ella me devuelve una mueca de perplejidad y, gesticulando,
la invito a subir a la parte trasera del camión y comer. Asiente sonriendo y me
acompaña.
Dejo la puerta vuelta, encajando la barra de uña en las varillas que al girar
hacen de cierre, y empiezo a rebuscar en los palets algo comestible. Hay fruta. Saco un
par de plátanos y unas manzanas. Esto me subirá el azúcar y combatirá el dolor de
cabeza. Ella rebusca en otro montón, abriendo el plástico con las uñas. La comida
rechazada la vamos acumulando sobre las garrafas. Así no hay tanto contraste de
altura. Los palets han dejado un angosto pasillo en el centro de la cama. Cerca de la
puerta posterior hay espacio suficiente como para poder sentarnos y comer. Ella ha
cogido una bandeja. Abre con cuidado, ceremoniosamente, el plástico protector, y
coge el sándwich enmarcándolo con ambas manos, retirando cuidadosamente el
pequeño papel, parecido a una servilleta, que recubre el bocadillo. Da bocaditos
diminutos, sin levantar la vista. El ruido y la vibración retumban dentro de la estancia,
pero ella parece haberse liberado. Parece que estuviese almorzando tranquilamente
en la terraza de una cafetería.
Los primeros bocados de manzana humedecen hasta el último rincón de mi
boca. Es muy agradable. Cada mordisco deshace la fruta, convirtiéndola en una masa
nutritiva que baja a través del esófago recargándome las pilas.

Me levanto y camino hacia la parte anterior del camión. Subo una garrafa sobre
el resto y empleo el grifo. Me vuelvo a sentar y acciono muy despacio el grifo. El agua
baja como un néctar digno de los dioses. Ella, sin desprenderse del bocadillo, observa
de reojo lo que hago. Le señalo, por si quiere beber, pero niega sonriendo.
Terminamos de comer unos minutos después. Lo necesitaba. Comer ha influido
positivamente en mi estado de ánimo. La veo coger la libreta y anotar algo. La muestra
al momento.
-Jade –tiene una mecanografía femenina y delicada, pero no entiendo que
quiere decir Jade. ¿No es una piedra preciosa?
Recupera la libreta y anota de nuevo.
-Me llamo Jade.
Levanto la vista y le pido el boli.
-Llámame Ángel.
Mira sin dar crédito a lo que ve.
-¿No te llamas así?
-No exactamente, pero llevan tanto tiempo llamándome por ese nombre que lo
he asimilado como mío.
-Encantada de conocerte –a la derecha de la última letra dibuja una carita
sonriente. Devuelvo la sonrisa.

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-¿Qué hacemos ahora?
-Dar una vuelta para buscar información sobre qué ha pasado. Quizá los
periódicos.
-Conozco un sitio.
Me levanto y le hago un gesto para salir de allí. Nada más engranar la marcha
atrás, siento el peso detrás. Tengo que tener cuidado. El camión empieza a moverse
sobre sus pasos despacio. Golpeo uno de los coches abandonados. Casi ni lo siento y,
con un leve giro de volante, lo desvío de la trayectoria de mi vehículo. Engrano la
primera velocidad y salgo renqueante. Cada rotonda da la impresión de que la carga va
a desplazarse, haciendo volcar el camión. Hasta el más leve giro de volante ladea por
completo el vehículo. En aire acondicionado agota el combustible, así que abro la
ventanilla, porque me pongo tan nervioso que se me empaña la luna delantera. Mi
personalidad está desarrollando un tinte compulsivo que me resulta odioso. La espalda
se ha contracturado un poco y me tiemblan las manos. Un picor tremendo me invade
el cogote, y me rasco con vehemencia. Imagino que habrá un momento en que me
acostumbre a esto y me relaje al volante, pero de momento es una tortura. Cuando
alguna avenida se abre ante mí, siento la necesidad de correr como si me persiguiera el
diablo, y en cada rotonda fundo las ruedas, atravesándola por inercia.
De vez en cuando Jade me da indicaciones de dónde girar. No tengo mayor
interés, así que accedo. Me acerca la libreta, y detengo el camión en medio de la calle.
Ventajas de no tener tráfico alrededor.
-Mi tía tiene un quiosco a un par de manzanas.
Señalo la calle por donde quiere que tuerza y asiente.
-Bloqueada por los coches –escribo.
-Ya voy yo. ¿Me esperas?
Asiento.
-¿De verdad?
Pongo los dedos índice y corazón sobre el pecho. De niño me enseñaron que
ese gesto decantaba una promesa. Sonríe con ternura y se apea.
La veo subir calle arriba correteando, sujetando la maza de trinchera con ambas
manos. Me ha parecido ver una sombra moviéndose al lado del camión. Cojo la barra
de uña y me apeo de un salto. Iba por el lado del copiloto. Rodeo el vehículo, pero no
veo nada. Me pongo de rodillas, para observar más cerca del suelo. Nada. Vuelvo a
ponerme en pie y la conclusión me saca una sonrisa. Una luz refleja en la cristalera de
un balcón en el último piso. Como la cristalera se ha quedado entreabierta, oscila con
el viento, con tal suerte que el reflejo recorre el lateral del camión como una sombra
fantasmagórica.
Vuelvo a ponerme al volante y dejo la barra de uña a mano. Antes de bajarme
ya había perdido levemente de vista a Jade, y aún no la veo bajar. Vuelve con unos
cuantos periódicos y la maza de trinchera colgando de la muñeca. Se sube de un salto y
deja los diarios en el salpicadero. Recojo algunos y rebusco algo que nos dé una
explicación, pero no hay nada. Ni una columnita perdida en las últimas páginas. Ha
tenido que ser lo suficientemente repentino como para no haber salido en ningún
periódico. Al cortarse el suministro eléctrico, no hay radio, televisión ni internet. Esto
se pone difícil.
-No hay nada –garabatea Jade.

70
Asiento con complicidad. Se me ocurre un sitio donde podríamos mirar. En el
centro hay un par de manzanas que aglutinan las oficinas centrales de todas las
empresas en doscientos kilómetros a la redonda. Todos los bancos tienen oficinas en
esas dos manzanas. Todos los peatones de la ciudad pasan por ahí al menos una vez
por día.
Conduzco hacia allí. El asfalto está resquebrajado. Sólo me faltaba tener un
reventón. Tengo que detenerme a un par de manzanas. Me llevo la llave en el bolsillo y
las armas preparadas. En un documental sobre el desarrollo armamentístico en la
guerra fría oí hablar de una bomba que era capaz de eliminar cualquier cosa que
tendría pulso pero no dañaba los edificios. ¿Alguien habría hecho un ataque así? ¿Por
qué no hay ni un cadáver? ¿Por qué Jade y yo seguimos vivos?

Hay una pequeña plaza con una fuente enorme como epicentro. El suelo está
un poco abombado por el crecimiento de las raíces de los árboles. También parece un
poco resquebrajado, un poco estriado. Camino observando alrededor. No hay
información que me sirva de nada. Empieza a atardecer, y pronto oscurecerá.
Necesitamos un lugar donde dormir lejos del estruendo, pero antes daremos con una
respuesta. Marco el rumbo señalando, como un navegante. Me asomo a las oficinas de
un banco. Está cerrado a cal y canto. Imagino que el apagón activó los generadores de
emergencia, y al final el generador se agotó, cerrando la oficina a cal y canto.
Hay una constructora media manzana más abajo. La puerta parece abierta.
Entramos sigilosamente. Me siento en el mostrador de la entrada y registro cada
cajón. Nada. Solo un montón de documentos revueltos. Formularios, trípticos de
publicidad… nada que me resuelva las dudas. Después de rebuscar alrededor, mirando
de reojo a Jade ayudándome afanosamente, se me ocurre una idea. Lo esbozo en un
pedazo de papel.
-Hay una tienda a dos manzanas. Ven conmigo.
-¿Qué hay en la tienda?
-Ahora lo ves. Se va a hacer de noche. Hay que buscar dónde dormir.
-Volver donde nos encontramos.
Asiento. No me convence, pero si no hay otra solución…

Corremos hacia allí. Es una tienda con instrumentos de vigilancia. Hay una
bandera en la pared opuesta al mostrador. Las estanterías han aguantado. Es la
estancia más íntegra que he visto. Registro cada cachivache. Al fin, encuentro un visor
térmico. Es como un pequeño catalejo, con tres botones a la altura de los dedos. Ojeo
el manual. Saco la cabeza por la puerta. Lo coloco delante de mi ojo derecho. La
pantalla está completamente negra.
-Sería raro que esta puta mierda funcionase.
Pulso el botón que debería activarlo. Sin respuesta. Pulso los otros dos.
Tampoco. Empiezo a tocar todas las combinaciones posibles, como un trompetista en
un solo.
Al fin, veo un fogonazo. Es la fachada del edificio de enfrente con un tono
gélido azulado. Hay que pulsar el índice y el corazón a la vez, un solo clic, y después
pulsar el tercero, que será el que mide la distancia. Aparece una cascada de datos en la
parte inferior de la pantalla. También tiene opción de zoom.
-¡Me encanta! –sonrío.

71
Muestro a Jade cómo funciona y me devuelve la sonrisa. Le saco otro de la
estantería, pero niega con la cabeza. Tenía que haber cogido la mochila. Me llevo los
dos aparatos en el bolsillo, sobresaliendo peligrosamente de ellos.
De pronto, me asalta una idea. Garabateo en la libreta.
-Ya sé dónde vamos a dormir.
Caminamos con paso ligero a través del caos. Estamos bastante lejos del
camión, y al pensarlo me asalta la imagen mental de alguien asaltando nuestras
provisiones. Siempre podemos abrirnos paso y dejarlo bien cerca. Nos metemos hacia
las angostas calles del centro, que serpentean de un lado a otro y se cruzan unas con
otras como si siguiesen el cortejo de unas cuantas serpientes. Los edificios, a medida
que nos alejamos de donde hemos venido, van envejeciendo más y más,
convirtiéndose en un séquito de bloques centenarios, algunos reformados, otros
conservando sólo la fachada, los menos demolidos por completo para dar paso a la
vida contemporánea. Al doblar la esquina, me detengo de golpe. Jade me empuja sin
querer.
La vibración parece estar dañando bastante los edificios de alrededor. La calle
esta sembradas de pedazos de fachada desprendido, pero lo que yo busco está en un
bloque completamente nuevo, que no tendrá más de diez años y que puede aguantar
los envites de estos extraños sucesos mucho mejor que sus vecinos.

Grabado en el cristal, un mensaje esperanzador. “Ritmos. Estudio de


grabación”.
Sonrío al volverme hacia Jade. La puerta parece bloqueada. Creo que hay algo
que impide que se abra, porque logro moverla un resquicio.
-Al menos no está cerrada –pienso. Pido lo libreta a mi compañera, y garabateo
el plan.
-Empujo y metes la barra de uña.
Asiente comprometida con la empresa y se pone en posición. El primer
empellón nos descoordina, desaprovechando la ocasión. Las costillas vuelven a darme
un aviso y tengo que apoyar las manos sobre las rodillas para lograr recuperar el
aliento. Me he mareado un poco. Creo que esta algazara, tener que prescindir del
oído, ha entumecido el resto de mis sentidos, incluso ha afectado a mi umbral del
dolor. Pero éste último ha resurgido con fuerza en el reciente intento por forzar una
puerta…
Siento su mano en la nuca, y veo caer la barra de uña. Sus manos tienen una
calidez extraña, reconfortante. Me acaricia con un cuidado casi maternal.

Tomo tanto aire como soy capaz y me reincorporo. Recojo la barra de uña y me
coloco frente por frente a la puerta. Mismo mensaje pero distinto procedimiento.
Pruebo con un par de patadones al frente, pero ni la muevo. No puedo concentrar mi
fuerza hacia el frente, y lo único que consigo es desplazar mi propio cuerpo hacia atrás
con la fuerza que trato de impulsar la dichosa puerta. Necesito algo en lo que
apoyarme para que todas mis fuerzas vayan contra la hoja.
-Hay que traer el camión –le comunico a Jade con un gesto. Ella se apresura a
escribir:
-No podrás maniobrar por estas calles.
-Tengo una idea –respondo.

72
Corremos de vuelta a nuestro vehículo. Es un placer subirme de nuevo al
volante y librarme de los sensores, dejándolos en la mochila. Doy un rodeo, entrando
en ese pequeño y original núcleo urbano a través de una plaza histórica. El suelo está
adoquinado y decorado con esmero, y probablemente voy a destrozarlo, pero ahora
han cambiado las prioridades.
Doy la vuelta en la plaza y engrano la marcha atrás. Así podremos salir rápido, o
al menos todo lo rápido que se puede salir de una calle tan serpenteante y angosta. El
retrovisor del lado del copiloto es una gran ayuda, y el golpe que ha recibido el de mi
lado –no sé cómo he podido no darme cuenta hasta ahora-, un hándicap enorme.
Apenas logro discernir el borde trasero de mi camión, viendo como a su alrededor va
dibujándose el trazado de la calle.
Después de un par de minutos que se me hacen eternos, sitúo el camión justo
delante de la puerta. He calculado bien, pues entre el vehículo y la puerta de entrada
hay la separación justa para colocarse de pie. Coloco un pie sobre la puerta y comienzo
a impulsarla hacia atrás. No da el resultado que tenía en mente.
-Mete la barra de uña y empuja –tengo que explicárselo a Jade con gestos.
Vuelvo a intentarlo, pero mis logros son tan nimios que Jade apenas logra
encajar la punta de la barra entre la hoja y el marco. Una vez metida, trato de
apalancar, pero es imposible. Las costillas vuelven a dejarme sin aliento a cada
esfuerzo.
Después de otra media docena de intentos tan vanos como los precedentes,
apoyo las manos sobre las rodillas, para tratar de calmar el dolor y recuperar el aliento.
Lo que más me está doliendo es el amor propio, el ego. Esa puerta tiene que ceder.
Jade viene a mi lado y me acaricia la nuca con suavidad. Justo antes de incorporarme,
hay algo que me distrae. De pronto lo asimilo.
-¡Es un gato! –Jade no lo ha oído, pero se extraña al verme pronunciar las
palabras. Cerca de la parte de la carrocería que utilizaba como base para coger
impulso, entre el eje trasero y el direccional, al lado del calderín, hay un gato encajado
en la forma del bastidor. Para evitar robos, está sujeto con una cadena, culminada en
un candado diminuto pero fuerte. Creo recordar que en el llavero del camión había por
lo menos dos llaves. Recuerdo el tacto de la otra cuando trataba de poner el motor en
marcha.
Correteo hasta la cabina y saco la llave. En efecto, encaja en el candado, pero al
estar un poco oxidado, cuesta que los engranajes internos giren. Me está
desesperando. Si esto no empieza a avanzar y rápido, voy a reventarlo a golpes con la
barra de uña. Tiene que haber una ferretería cerca. En el peor de los casos, una cizalla
dará buena cuenta de semejante sistema de seguridad sin mayores incidencias.
Después del tercer intento, Jade me palmea en el codo. No sé cómo hace el giro
de muñeca, pero el candado se rinde a su maña incondicionalmente. Me sonríe y le
devuelvo la mueca.

Guardo las llaves en el bolsillo y desencajo el gato. Está a medio extender. Lo


pliego por completo. Tiene más o menos el doble de anchura que la barra de uña, así
que habrá que hacer un esfuerzo considerable.
Con mímica, explayo el plan a Jade. Apoyo bien la espalda en el camión y subo
ambos pies a la puerta. Empiezo a empujar, hasta que noto que el vehículo se ha
desplazado. Apenas será un centímetro, una inclinación de menos de diez grados de

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las coberturas laterales, pero es innegable que estoy logrando algo. Con la palanca
como seguro para no perder por completo nuestros avances, Jade prepara el gato para
ensartarlo en la abertura. Intensifico la fuerza y la barra de uña tiene espacio suficiente
como para caer inerte al suelo. Elevo la cara a los cielos, como si tratara de buscar
fuerzas, aprieto los dientes y empujo con todas mis fuerzas para estirar
completamente las piernas.
Siento como la cartola que hay a mi espalda, unos centímetros por encima de la
cintura, se dobla ante mi empuje, pero también me percato de cómo la puerta va poco
a poco ensanchando su abertura. Un par de palmadas de Jade en la espinilla me hacen
abrir los ojos y aflojar un poco la tensión. El gato se ha quedado encajado.
Compartimos una breve sonrisa y vuelvo a ponerme en cuclillas. Rebusco en el hueco
dejado por el aparato, pero no hay nada más. Está en el propio aparato. Forma una
especie de rombo en el que uno de los lados tiene vez y media el grosor de los otros
tres. No hay duda que es ese. Lo tanteo escrutando visualmente y palpando cada
centímetro, buscando una rendija. Efectivamente, una pequeña tapita se desliza,
dejando ver en su interior la barra que acciona el mecanismo del gato. Inserto la barra
con cuidado y comienzo a girarla despacio. El gato empieza a estirarse y a entreabrir la
puerta. A medida que voy cogiendo práctica, aumento la velocidad, aunque el miedo a
que la posición precaria desencaje el gato y pierda todos los avances me mantiene
precavido.
Ya tengo el espacio suficiente como para que pase Jade, pero aún no basta
como para dejarme pasar a mí. El gato está en toda su extensión. Al estirarse para
ensanchar el hueco, tiene menos superficie donde repartir el peso y la presión de la
puerta, así que habrá que colarse tratando de no rozar nada. Un golpe sería fatal. Paso
con un pequeño saltito, sobrevolando con maestría –y suerte- el gato y pasando al otro
lado. Desde aquí se ve claro. Una pesada estantería que parece que estuviese
atornillada a la pared ha cedido, viniéndose encima de la puerta, y volcando, como si
no fuera suficiente, todo el contenido a los pies de la puerta. Por lo menos media
tonelada en tomos que, a juzgar por el primer vistazo, son revistas encuadernadas.
Cientos de ellas, tal vez miles, usadas como candado fortuito.
Le hago un gesto a Jade para que pase. Necesitamos asegurar de nuevo la
estantería a la pared, pero se ha desconchado por completo. No agarrará. ¿Retirarla?
Seguidamente cojo la libreta y el boli.
-¿Lo dejamos como está?
Jade me mira extrañada, como si no tuviese ni idea de qué debería hacer en
esta situación. Finalmente asiente, aunque sin mucha convicción.
-Podríamos desmontarla, pero, ¿para qué?
Asiente. Le puede la pereza.

Nos abrimos paso hacia el fondo. El pasillo está sembrado a ambos lados por
una colección de instrumentos. Guitarras eléctricas, acústicas, bajos, bandurrias,
trompetas, trombones… es una especie de museo de la fama en vivo. Paso a la sala del
fondo. Está completamente vacía. Ni una triste silla. Le pido a Jade que vuelva la
puerta a su espalda. Nada más cerrarla, se hace de nuevo el silencio. Un contraste tan
grande que tengo la sensación de haberme quedado sordo por completo. Me llevo las
manos a los oídos y me pongo en cuclillas. Un pitido intenso se une a un dolor
lacerante en lo más profundo del conducto auditivo. Me va a estallar la cabeza.

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-¿Estás bien? –las palabras de Jade resuenan lejanas, en un eco, en un susurro
sibilante. ¿Por qué si estamos los dos sometidos a la misma situación, a ella parece no
afectarle?
Asiento. El dolor desaparece tan pronto como hizo acto de presencia, y el pitido
va atenuándose hasta no ser más que un detalle anecdótico.
-Podríamos dormir aquí.
-Claro. No hace frío y apenas hay vibración.
-Tendríamos que traer material. Hay una tienda de muebles a un par de
manzanas. Lo malo es que con el camión…
-Me ha parecido ver una carretilla de esas de brazo al venir. Tal vez nos sirva.
Después de traspasar el umbral con cuidado y una vez en la calle, correteo por
el camino por el que he venido. Jade me acompaña, y marca el camino. A un par de
manzanas, en un edificio derribado, yace, entre otra maquinaria, una telescópica y un
dúmper. La valla se ha quedado abierta, y la vibración parece haber hundido aún más
la ya de por sí profunda excavación.
Ralentizo el paso. Me pone nervioso coger estos trastos. Hago gestos para que
Jade me espere en la entrada de la obra, y bajo –más bien me deslizo por el
polvoriento sendero- hasta el vehículo.

Me subo de un salto y casi me fisuro el cráneo con la barra antivuelco.


-Empezamos bien –sonrío irónico.
Registro alrededor del volante. Es complicado para alguien de mis dimensiones
encajonarse en un chisme tan pequeño.
Tiene dos palancas, y donde se supone que está es esquema grabado hay un
pegote de barro que no me permite discernir nada. Lo rasco con la uñas. Es
automático. No sabía que estos trastos no tenían embrague. Giro la llave. Al fin un
motor cuya vibración en el trasero es más intensa que el temblor general.

Piso el freno con fuerza y acciono la palanca hasta ponerla en la D. el dúmper


entero da una sacudida hacia delante. Un estertor me da un sabor de boca cobrizo en
la boca. Es la adrenalina. El susto produce una invasión de hormonas en el cerebro, y
uno de los síntomas es el sabor metálico en la boca. Si dura más de unos segundos,
también puede ser síntoma de un infarto, un derrame…
Chasco la lengua repetidamente, y pulso suavemente el acelerador. El dúmper
sale ronroneando pausadamente y pruebo el volante. Emboco la salida y aprieto a
fondo. Da un tirón y empieza a escalar como el hombre araña. Me detengo nada más
descumbrar en la calle e invito a Jade a subir.

Mientras recorro la distancia que nos separa de la tienda no hago más que
pensar tonterías. Ojalá tuviese un palillo que mordisquear mientras conduzco. Ojalá no
hubiera todo este escándalo y pudiese poner música. Es un momento ideal para
escuchar una canción de The Clash, o de los Ramones. Lo mejor que le puede pasar en
la vida a un tipo que maneje este tipo de maquinaria es escuchar mientras tanto uno
de los clásicos, retumbando por encima del jaleo que lleva implícito.
Llego a la puerta de la tienda y el reflejo del escaparate me percato de la mema
sonrisa que llevo dibujada. ¿Me estaré volviendo loco?

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-Necesitamos un par de camas al menos. En la trastienda tiene que haber
plástico. Hay que forrarle eso.
Espero a que Jade lo lea y le señalo la zona de carga.
Jade entra delante de mí. Yo voy directo a la puerta de doble hoja con un cartel
que dice “privado”. Por suerte, hay una veintena de dormitorios con todos los aspectos
posibles, y una especie de mesa parecida a la de un taller, con herramientas de lo más
variopinto esparcidas. Saco un juego de llaves Allen y un rollo de plástico de burbujas.
Cubro el cubo lo mejor que puedo y vuelvo a la tienda. Jade ya ha decidido. Un par de
camas gemelas, tamaño “rey del descanso” –sobre el cabecero hay una enorme
corona grabada en madera que lo distingue-, con un edredón del grosor de un chaleco
antibalas.

Me agacho junto al lecho con la llave Allen y empiezo a soltar los tornillos. El
pie de la cama casi me atrapa los dedos al caer. Una patada bien orientada derriba el
cabecero, haciendo que los largueros laterales se orienten hacia el cielo
inmediatamente. Menos mal que Jade ha visto mis intenciones y se ha apartado,
porque uno de los largueros iba directo a convertirse en su nueva ortodoncia. Me mira
con severidad y le muestro las palmas de mis manos como señal de disculpa.
Agarramos cada uno por un extremo y levantamos la cama. Los nuevos
materiales, derivados del látex y fibra de carbono, hacen que con un par de correas un
hombre no especialmente fuerte podría trasladarla sin problemas, si no fuese por las
proporciones.
De un empujón, la coloco a la atura de mi cabeza. Jade es algo mas baja que yo,
y le cuesta un esfuerzo terrible situar una de las patas sobre la caja del dúmper. Dejo
reposar la de mi lado y doy un giro de noventa grados. Ahora tengo sujeta la cama por
el lado largo, y la hago deslizar a través de la caja. Le doy una palmadita en la espalda y
me devuelve una sonrisa. Vuelta a empezar. Logro colocar la pata en el canto mismo
de la pieza metálica, y a Jade le fallan las fuerzas, y sus brazos caen como si estuviese
levantando unas pesas de halterofilia. Corro hacia ella que, a duras penas, logra
impedir que todo caiga caóticamente al suelo, y sujeto con ambas manos. Ella se
aparta dando saltitos y maldiciendo –al menos eso creo, aunque no lo escucho.
Al fin colocadas ambas, voy con Jade. Tiene unas rozaduras en los dedos, y
parece que al cerrar y abrir las manos siente molestias. De camino tengo que reducir la
marcha para no desperdigar por ahí el contenido y no hago más que pensar en el
modo de hacer pasar el material por la angosta entrada. Si Jade no puede con ella, voy
a arrastrar, y mancharé la ropa. No quiero dormir en un colchón lleno de polvillo de los
desconchones de la pared.

El dúmper avanza como un depredador acechante hasta el camión. Arranco,


engrano la primera y avanzo un par de metros. Llave al bolsillo y cabina cerrada. Ni que
el ruido de una ventanilla estallando fuese a llamar mi atención.
Jade se sube a la cabina por el otro lado antes de que me apee definitivamente
y destripa la mochila con el contenido del botiquín. Lo despanzurra en medio del
asiento y empieza a revolver unas cosas con otras.
-¿Te ayudo? –palmeo en su hombro, para atraer su atención, y lo digo
vocalizando exageradamente. Ella niega con la cabeza al momento, como si intuyese lo
que iba a decir.

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Me coloco frente al dúmper. Necesito pensar. Dejar tal vez las sabanas y el
edredón sobre el plástico y meter lo primero los somieres. ¿Cómo hacerlo sin
arrastrar? ¿Y el colchón? Un solo porteador, por una estrechez, sin tocar el suelo.
Suena a reto de borrachos.
Jade aparece detrás del camión. Mi vista va directa a sus manos. Se ha colocado
unos pedacitos de gasa sujetos con esparadrapo.
-¿Puedes hacerlo? –berreo en su oído. Asiente con un aire infantil en su sonrisa.

No ha dado tantos problemas como pensaba, y las camas están montadas y


limpias. Llevo la mía hasta una esquina, encajada contra las paredes. Jade disecciona
cada movimiento y pone su lecho cerca del mío. Hora de buscar algo de cenar. En la
calle todo está completamente a oscuras, y el ruido resulta especialmente molesto. Tal
vez sea algo inconsciente, el cerebro está cansado y busca un rincón silencioso donde
dormir unas horas.
Jade sube al camión delante de mí. Empieza a rebuscar en uno de los palets del
inicio de la cama, cerca de la cabina. Yo voy directo donde encontré la fruta.

Usando la camiseta como cesta improvisada, recojo comida suficiente como


para cerciorarme que no me baje el azúcar. Mañana desayunaré fuerte, y, si persiste el
ruido y despierto pronto, la dejaré aquí. No voy a cargar con ella. Parece que estoy
olvidando el verdadero objetivo.
Verla moverse así me hace levantar la mirada. ¡Está bailando!
-¿Qué pasa? –indago dejándome llevar por la euforia.
Jade se acerca entre carcajadas y me muestra una bandeja que lleva en las
manos. La etiqueta dice “tallarines artesanales”, e incluye la imagen de una apacible
anciana con un plato en la mano y una sonrisa bondadosa en el rostro.
Jade saca su libreta.
-¿Te gustan?
-¿Cómo cocinarlos? –garabateo con una mano sin que se me caiga mi cena.
De pronto, me deja todo en las manos y sale corriendo calle abajo. Me apeo del
camión y llevo mi cena cerca de la cama. Me siento en el escalón que tiene la parte
trasera del camión, con los tallarines en la mano, y la veo aparecer. Va cargada,
aunque no distingo muy bien qué intenta transportar. Salgo a su encuentro. Es una
cocina portátil, como las de las acampadas, y una cazuela pequeña.
Vuelve a meterse en el camión y saca un bote y un paquete. Se sienta en el
escalón, donde me había puesto yo, y me ofrece un lugar para acompañarla. Enciende
la pequeña llama y coloca la cazuela con un poco de agua. Mete los tallarines. Miro
pero no observo mientras dejo mi mente vagar sin rumbo a través de mis
pensamientos.

Antes de lo que podía imaginar, tenemos cena. Sube al camión y saca un


paquete de platos de plástico, con un par de cubiertos. Me sirve un poco. Está
buenísimo. Como con avidez y paladeo cada bocado con fruición. Espectacular. Jade
me observa con satisfacción. Los escasos pedazos de chorizo dan un sabor
espectacular al guiso.
Cuando Jade apenas ha probado bocado, ya le estoy ofreciendo mi plato para
repetir. Voy a por un par de manzanas y le dejo una apartada. Jade aún mordisquea su

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comida muy despacio, bocado a bocado, mientras termino de devorar el postre. Dejo
reposar la espalda en la puerta trasera del camión y elevo mi rostro hacia el oscuro
cielo. Ha sido un día muy largo. Ha pasado de todo, y muy poco bueno, pero ha tenido
un gran final. Esto no cambia mi opinión. Mañana a primera hora seguiré el camino yo
dolo y Jade tendrá un lugar donde refugiarse hasta que se pase esta locura.

Entramos y cerramos la sala a cal y canto. El silencio, por fin, se hace. Me pitan
los oídos, y me siento exhausto. Dejo la maza de trinchera bajo la cama y descubro el
edredón. Al tumbarme, las costillas vuelven a darme un aviso.
-Al fin se puede hablar –el timbre de voz de Jade parece de alguien más mayor
que lo que sugiere su rostro. Le devuelvo una sonrisa, llevándome las manos a los ojos
y frotándolos con suavidad.
-¿Estás cansado?
-Un poco. ¿Tú no?
-Sí. Ha sido un día raro.
Se hace un silencio incómodo durante un par de minutos, en los que voy
amodorrándome cada vez más, y finalmente, Jade pregunta.
-¿A qué te dedicas?
-A conducir camiones y robar camas.
Se carcajea sardónicamente.
-No, antes de este lío.
-Prefiero no hablar de ello. Mi trabajo no me reporta nada.
Se queda seria de pronto.
-Lo siento, no quería sacar un tema peliagudo.
Vuelve a hacerse otro silencio, para mí, puente de plata a tierras de Morfeo,
para ella, por lo visto, zona a evitar.
-Yo era secretaria. Estuve en la tienda de una amiga. Por las mañanas hacía la
gestión, dejaba las facturas preparadas y todo eso, y por la tarde atendía. Pero aquello
no daba para mucho, y cerró. Me contrataron en un taller que hacían marcos de
ventanas, en la oficina, pero era la única chica, y según me arreglaba un poco volaban
los dedos.
Me aparto las manos de la cara y la miro perplejo.
-Estaban todos salidos. Se pasaban todo lo que podían en la oficina dándome
palique. Me tuve que inventar un novio para que me diesen espacio. Al final, el jefe me
despidió. Dijo que estaba encantado con mi trabajo, pero que se le revolucionaba el
gallinero. Así que como huelo a perfume y estoy buena, a la calle.
Sonrío irónicamente.
-Eso te pasa por ducharte.
-Tenía idea de entrar a trabajar con mi hermano, pero mi cuñada y yo no es que
seamos las mejores amigas, así que al final empecé a entregar curriculums por ahí, y
conseguí varias entrevistas, pero los sueldos eran una mierda. No pago el gasoil, y me
exigen coche propio.
Hace una pausa. Creo que espera que le dé la razón, o pregunte algo, pero lo
cierto es que quiero dormir y me está jodiendo el sueño.
-Así que después de mucho caminar, llegué a la empresa donde me viste.
Tenían un puesto en la oficina por un tipo que les había cogido la baja, así que lo
estaba intentando. El resto ya lo sabes.

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Creo, medio en sueños, farfullar una especie de “ajá”, pero ni yo mismo lo
distingo.
-¿Te duermes ya?
-Casi.
-¿Puedo hacerte una pregunta personal?
-Contestaré o no.
-¿Eres gay?
-¿Por qué me preguntas eso?
-Estoy acostumbrada a que me miren, aunque sea inconscientemente, una
ojeada en décimas de segundo…
Empiezo a carcajearme.
-¿Quieres que te mire?
-No, sólo me extraña… no has hecho ni una insinuación, ni el más leve gesto.
-El sexo y yo… sólo coexistimos.
Bostezo con fuerza y me ladeo un poco.

Era viernes, y habían llamado de una empresa de manufacturas. Por lo visto se


casaba una de ellas en un par de semanas, y qué mejor sitio para celebrar el fin de la
soltería. Me tocó ser de los últimos, como casi siempre, y los compañeros que volvían
al vestuario nos daban consejos a los demás. La música hizo un breve paréntesis y el
vocerío hacía vibrar la estancia.
-¡Y ahora –anunció el dj-, como habéis sido buenas, es hora de que conozcáis
una presencia celestial!
Todas empezaron a cacarear. Es curiosa la reacción que producen estos sitios
en las personas. Los convierte en animales simplones, sólo pendientes de saciar sus
ansias más básicas.
-¡El ángel!
Salí contoneándome al son de la música –una variedad de electrónica muy
básica-, y todas empezaron a berrear y a aplaudir. El último compañero que estaba de
vuelta me indicó dónde no había pasado nadie. Fui directo. Era un asiento que
perimetraba el local, con un par de mesas que sujetaban las bebidas de las clientas
oportunamente retiradas durante el espectáculo.
-¡Qué guapo! –gritó una señora más o menos de la quinta de mi madre. Le
sonreí, me acerqué y dejé que pusiese la mano en mi abdomen. La firmeza de mis
músculos la dejó sin palabras.
-¡Ven aquí! –voceó una pelirroja que se había sentado un par de asientos más
allá. Obedecí.
Qué desagradable. Se había puesto uñas de porcelana y, no sé si queriendo o
sin querer, me arañaba.
-¡Cuidado! –le dije al oído-. Me haces daño.
Ella aprovechó para volver la cara hacia mí y meterme la lengua hasta la
campanilla. El peor beso de mi vida. Su lengua estaba húmeda, pegajosa, fría, y de su
lengua emanaba un aroma a halitosis y tabaco, como si hubiese metido la cabeza en
una chimenea apagada con un burro muerto entre los rescoldos.

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Aparté la cabeza tan rápido como pude sin perder la sonrisa y, al erguirme, me
arrancó la ropa interior y comenzó a felarme. Respiré hondo, y cambié la expresión de
la cara para que pareciera que disfrutaba.
La pelirroja, al fin, me libero. Completamente desnudo, fui acercándome hacia
la mesa presidencial –donde estaba la afortunada- entre gritos y manoseos.

Por el camino, una muchachita morena que no tendría los veinte años, me
detuvo para que bailara para ella. El miembro daba bandazos de un lado a otro a
medida que me movía al son de la música mientras la pobre chica, avergonzada, daba
palmas buscando la forma de salir de ahí. Obligada por la presión de grupo, asió mi
verga y la meneó un poco, y seguidamente, dándome un par de suaves cachetes en el
trasero, me dejó proseguir mi camino.
Cuando llegué a la mesa, donde ocho mujeres pujaban por mis atenciones, la
futura esposa hizo un gesto que detuvo a sus amigas.
-¡Quietas ahí!
Hasta yo me quedé expectante.
-Este es para mí –concluyó. El dj subió el volumen de la música y ella empezó a
indicarme con dos dedos que me acercarse mientras trataba de bailas lo más sexy que
sabía.

Me cogió el miembro con ambas manos, poniendo una mueca de sorpresa, y se


lo metió en la boca. Empezó a mover la cabeza adelante y atrás frenéticamente,
mientras sus amigas jaleaban como locas. De vez en cuando interrumpía la marcha
para observar alrededor y lanzar una mirada pícara a cada una de las participantes en
la fiesta.
Al verme levantar la cara hacia el cielo, el dj subió la música, y los graves
empezaron a hacer vibrar la estancia. Produjo el efecto deseado en el público, ya que,
mientras yo permanecía atrapado en la mesa principal, dos compañeros hacían lo
propio en mesas más lejanas, rodeados de varias féminas.
Imagino que sería por un mal consejo, pero la prometida era malísima en el
sexo oral. Estaba seguro nada más verla empezar que no era ni mucho menos novata
en esas lides, pero no le habían aconsejado bien. No era cuidadosa, cuando subía la
intensidad, parecía querer llevar la asfixia auto-erótica a otro nivel, y cuando quería
cerciorarse de la complicidad del resto de la sala, pasaba el filo de los incisivos por mi
glande, lo que me hacía saltar del sitio.
-Princesa –le dije al oído-, ten cuidado con los dientes, por favor.
-Cállate y estate ahí quieto, que para eso te pago.

Me quedé desconcertado. No lo había dicho en broma. ¿Cómo puede


humillarte alguien que te la está chupando? Volvió en seguida al trabajo, afanosa, con
la misma falta de tacto y de pericia. Por un momento pensé en entrelazar los dedos
detrás de su nuca y ensancharle la garganta por dentro. O simplemente llevar la punta
de mi falo unos centímetros más adentro hasta atorar por completo el paso de aire y
esperar a que se pusiese color berenjena. Seguro que alguien me ha tomado la
delantera, pero nunca he oído hablar de nadie que haya muerto por asfixia en una
felación.
-¡Chúpala! –gritaban el resto al ritmo de la música.

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Ella trataba de seguir el ritmo de la estruendosa música con el bandeo de su
cabeza, pero sólo conseguía hacer de la experiencia algo insoportable. Estaba tratando
de contenerme, porque bien a gusto le hubiese dado un par de bofetadas y me habría
largado de allí.
-¡Vamos nena! –gritó una mujer de casi cien kilos que estaba sentada a un par
de asientos de la protagonista-. ¡Que nadie diga que no te gusta el chocolate en barra!
Al sentirse mentada, la novia volvió a sacársela de la boca y miro con la misma
mueca pícara. El mismo gesto aparentemente malintencionado, el mismo afán de
protagonismo.
-¿Queréis que me folle?
-¡Sí! –jalearon a viva voz, como perras rabiosas.
-No os oigo… ¿queréis que me folle?
-¡Sí! –el grito se hizo tan intenso que tapó la música durante un par de
segundos.
El dj cambió de canción. Era el mismo tipo de música, pero se la había pedido
yo para algunas ocasiones en que el trabajo costaba. Aquellos sonidos machacones
producían un efecto irresistible en mí, una explosión de mis instintos.

Me aparté y tumbé de una patada la mesa con las bebidas. Todas parecieron
volverse locas. Volví a poner la mesa en pie, aún empapada de los restos de los
cócteles, y quité cuanto pude con una toalla que era casi todo mi uniforme de trabajo,
junto a mi tatuaje. La superficie estaba pegajosa y emanaba un olor nauseabundo a
alcohol, pero a nadie parecía importarle demasiado.
-Chúpame un poquito, cariño, que sino me vas a partir por la mitad.
La coloqué delante de sus amigas y la hice abrir las piernas casi ciento ochenta
grados, ofreciendo su pequeño tesoro a la muchedumbre, que voceaba como si el
mundo llegase a su fin. Me arrodillé y lamí un poco. Una vez leí sobre los ninjas que
llegaban a controlar a su cuerpo hasta tal punto que desactivaban los sentidos, de
forma que, a voluntad, dejaban de sentir dolor, o desconectaban su olfato, como si
estuviese accionado por un interruptor.
-¡Quién fuese ninja! –pensé con amargura. Aquellas palabras se dibujaron en
mi mente como los diez mandamientos se grabaron en la roca.
-¡Ven aquí, cabrón! –masculló de forma zalamera parecía que por fin estaba
caliente definitivamente.
Volví a ponerme en pie y me coloqué el condón con un leve movimiento de los
dedos. Así mi verga con el pulgar y el índice derechos y di unos leves golpecitos en su
clítoris. Hasta el más mínimo movimiento parecía desembocar en un terremoto en el
interior de la chica.
-¡Fuerte, fuerte! –voceó-. Me gusta que me follen bien duro.
Di la primera embestida. Mudó su rostro en una mueca mitad sorpresa mitad
terror. Sacudí un poco las caderas y pareció congestionada. Con el mismo semblante
que una muñeca hinchable, sólo podía balbucear un tenue gemido a cada empellón
que le daba.
-Bien fuerte, ¿eh? –sonreí. Al fin se la iba a devolver.
Remarcando la melodía de la música, empecé a subir el ritmo. Mis compañeros
nos habían dejado solos y las chicas empezaban a arremolinarse alrededor,
animándome a ir tan rápido como pudiera. Aceleré ante la expectación general. Es

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como cuando en un partido de fútbol se produce una ocasión de gol, que se crea una
especie de murmullo ansioso en el graderío.
-Ou, ou, uuuu –era lo único que podía farfullar la pobre desgraciada. Yo no
podía dejar de sonreír mientras seguía con el vaivén.

Sorprendentemente, después de un rato, empezó a cogerle el gusto, a


agarrarme por la nuca y a cabalgarme como Búfalo Bill.
-¡Fóllame, cabrón! –berreaba.
Las chicas, después de unos instantes con la intensidad de los vítores
decayendo, cambiaron sus cánticos.
-¡Por detrás! –acompasaban sus palmas con sus sílabas, que tenían un aire
marcial en cada aplauso.
-¿Queréis por detrás? –incitó la protagonista a sus amigas.
Todas jalearon.
Me apartó con un leve empujón y se levantó de la mesa. El trasero le chorreaba
con los restos de las bebidas de sus amigas. Desprendía un olor nauseabundo, mezcla
se sudor, alcohol y el dulzor de las bebidas con las que se mezclaba. Se dio la vuelta y
se mostró lo más sexy que pudo. Cogí la toalla y la limpié lo mejor que pude. Subió su
rodilla sobre la mesa y se inclinó hacia delante. Su entrepierna se abrió como una flor
en primavera ante mí. Tuve que flexionar un poco las rodillas para poder hacer
coincidir las alturas de nuestras entrepiernas di el primer envite.
-¡Oh! –gritaba exageradamente. Parecía una actriz porno venida a menos-.
¡Dame! ¡Dame!
Las chicas se volvieron locas. Empecé a bombear, concentrándome únicamente
en la música, y por primera vez en mucho tiempo me percaté del compañero que
grababa las fiestas en video. Sin parar de moverme, le ofrecí la mejor de mis sonrisas
socarronas.
-¡Llámame zorra! –empezó a gritar. Se había vuelto loca-. ¡Soy tu basura! Tu
puta asquerosa. ¡Pégame la cabeza a la mesa!
Accedí a lo que me pedía cuando me lo decía. Al poco me empezó a amagar el
orgasmo.
-¡Me corro! –le dije.
Me separé un poco e interrumpí en seco el ritmo –sino me hubiese corrido
entonces mismo-. Las demás empezaron a animar a viva voz:
-¡Trágatela!
Sin perder la sonrisa, se arrodilló ante mí y abrió la boca de par en par, sacando
la lengua y palpándosela repetidamente con el dedo índice.
Y estallé. Salieron dos andanadas de copioso líquido que se estrellaron en su
nariz y sus labios, que de pronto se habían cerrado herméticamente, y una tercera que
fue como un reguero de napalm longitudinalmente en su frente.

Tomé aire y me relajé. Los orgasmos siempre me han dejado un poco aturdido.
Ese momento que el cine ha plasmado con los dos amantes fumando un cigarro
mirando al vacío, yo lo paso tan intensamente que llego a marearme un poco.
-¡Ahhhhh! –gritó entre el asco y la carcajada mientras le regalaba mi toalla.
Saludé al gentío, que me ovacionaba. Me sentía como un futbolista el día que
se retira.

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-¡Ángel! ¡Ángel! –animaban.
Llegué al vestuario y me dejé caer derrotado en el sofá. Otros dos compañeros
esperaban el último relevo y el fin de fiesta. Estuve unos minutos con la mirada
perdida en el techo, solamente disfrutando del momento post orgásmico en que el
mundo parece cobrar un sentido poético, donde todo parece seguir una misteriosa
armonía.
Me levanté tambaleante, me duché en el vestuario –el olor a alcohol, sudor y
perfume barato se me impregnaba en la piel y era casi imposible quitármelo de las
pituitarias- y, después de que la clientela abandonara el local y el equipo de limpieza
empezase su labor, salí fuera hacia mi coche. El grupo de chicas estaba todavía en el
aparcamiento. Me subí la capucha de la sudadera y bajé la cabeza, esperando pasar lo
más desapercibido posible. Me subí al coche y arranqué. El estruendo que generaba
las conversaciones a todo volumen camufló por completo el sonido del motor. Dejé la
bolsa de deporte con la ropa en el asiento del copiloto y observé.
Por lo visto habían alquilado un microbus de veinte plazas para poder desfasar
cuanto quisieran.
-¡Conductor! –berreó a viva voz la primera que se había afanado en lamer mi
entrepierna-. ¡Ahora mismo a un bar de copas, que se casa mi amiga!
El tipo miro con una expresión de sorpresa al sentirse mencionado, y devolvió
una sonrisa, pero, al mirar hacia delante, cuando pensaba que nadie le veía, esbozó
una mueca de amargura. El microbus salió ronroneante y yo volví a casa dando un
rodeo para poder salir en dirección opuesta a esa locura sobre ruedas

Me despierto sobresaltado. ¿Habrá sido una pesadilla? Recojo la maza de


trinchera y me levanto cuidadosamente. Jade sigue en la cama, respirando
acompasadamente en una posición casi fetal.
Camino de puntillas hacia la puerta con la maza en la mano. Entreabro la puerta
con cuidado y entra el caos. Es como una explosión. Paso al otro del umbral de un salto
y vuelvo la puerta tan rápido como puedo. Tal vez si estaba en un sueño muy
profundo, entre inmediatamente en fase REM y no se percate de que me largo.
Apoyo ambas manos sobre la puerta. Me estalla la cabeza. La luz, el ruido es
como si me metieran una broca en cada oído y en cada ojo. Tratando de restablecerme
un poco, salgo hacia el camión buscándome las llaves en el bolsillo. Es hora de seguir
mi camino. Me subo al puesto del conductor, arranco y reviso cuidadosamente la
mochila. Está el sensor térmico, las gasas… tengo que cambiarme los vendajes.
Primero voy, aparco cerca, desayuno algo y me cambio la cura de la espalda, y ya
puedo afrontar una nueva etapa en este camino con ánimos renovados.
Piso el embrague, observo de reojo, mecánicamente, sin pensar en lo que hago
realmente, a los retrovisores, y veo a Jade corretear por el lateral del camión. Tengo un
par de segundos para buscar un buen argumento o empezarán las hostilidades y esto
será, si cabe, un poco más desagradable.
Apago el motor, me bajo inmediatamente y camino relajadamente a la parte de
atrás, a abrir las cartolas. Al aparecer Jade de repente, tras rodear el camión entero,
me finjo sorprendido. Ha dicho algo, pero sólo he oído un murmullo. De todas
maneras, acabo de percatarme que la vibración y el ruido han bajado

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considerablemente su intensidad. Me acerco a ella y coloco mi oído junto a su boca.
Creo que podremos comunicarnos sin necesidad de andar escribiendo.
-¿Dónde ibas?
-¿Qué? –me hago el ofendido.
-¿Ibas a dejarme tirada?
-Iba a desayunar.
-¿Para qué te subes a la cabina?
-Para recoger los vendajes, tengo que cambiarlos.
Se queda en silencio un momento. Clásico dilema de emociones. Por una parte
tiene dudas, pero por otro lado quiere tener fe. El mundo es un sitio demasiado cruel,
demasiado crudo, como para no creer que algo merece salvarse.
-Pensaba que te ibas a largar sin mí.
-Piensa lo que quieras.
-Lo siento, ¿vale?

Desayunamos como cenamos, en la improvisada cocina.


-¿Dónde vamos?
Levanto la mirada, y gesticula una cremallera ficticia que recorre sus labios. El
asiento del camión es incómodo, y el trasero empieza a emitir un dolor sordo, una
incomodidad creciente que va subiendo desde la rabadilla hacia la zona lumbar. Recojo
la pequeña cocina portátil mientras Jade arroja a una papelera los restos del breve
refrigerio.
Me subo de nuevo al camión. He sentido una pequeña vibración al arrancar,
apenas ha sido un segundo, pero confirma que intensidad de la vibración está
decreciendo. Por fin, volvemos a ponernos en marcha.

Rodeo la ciudad por avenidas paralelas a la circunvalación. Los daños que causa
la vibración en el firme del asfalto pueden convertir una vía rápida en una trampa
mortal en los tramos subterráneos. Las fachadas comienzan a tener grietas y
desconchones, algunas incluso pierden irregulares pedazos, que se estrellan con
violencia contra el suelo, destrozando coches abandonados o cualquier cosa que se
interponga en su trayectoria.
Apago el motor en una callejuela estrecha, perpendicular a mi objetivo. Me
apeo con el sensor térmico en la mano. Al colocar el ojo cerca del visor, veo el mismo
paisaje urbano que tengo delante, pero completamente a oscuras, discerniendo las
formas de los colosales edificios en apenas unos contornos de un tono grisáceo. No
tengo muy claro si funciona, así que me vuelvo hacia el camión y se produce una
explosión de color delante de mis córneas. Bajo el capó, el calor del motor estalla en
colores cálidos, verde-azulados, naranjas y rojos.
-Al menos funciona.

Caminando agazapado, voy ocultándome de posibles miradas furtivas de cara a


mi objetivo. Son un par de bloques de viviendas en forma de media luna, cuya
plazoleta central sirve como parking público. Doblo la primera esquina y enfoco el
resto del edificio. Hay un punto verde en el tercer piso. El corazón me da un leve
vuelco. ¿Será él? Me vuelvo hacia Jade, que me mira alerta.
-Vigila el camión. Ahora vengo.

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La puerta del portal está entreabierta, y subo las escaleras a la carrera. El
descansillo del tercer piso está completamente a oscuras. Tomo el sensor térmico y me
lo pongo delante de la cara. Las figuras empiezan a esbozarse. El punto verde es algo
enorme, en el piso central. Podría ser él tumbado. Tal vez esté dormido. Cuando
empezaba a maldecir mi suerte por tener que volver a bajar a por la barra de uña o el
gato del camión para forzar la puerta, observo un pequeño hilo de luz entre el marco y
la hoja. Un leve impulso abre la hoja. El minúsculo recibidor divide el piso en dos, a
mano izquierda se queda el salón y la terraza, y a mano derecha se abre el pasillo que
va distribuyendo el resto de estancias. El bulto verde estaba a mano izquierda. Dejo el
sensor térmico en una pequeña mesilla de la estancia, y sujeto con fuerza la maza de
trinchera.

Las paredes se han desconchado, dejando al aire el enladrillado de los tabiques.


El polvo yace suspendido en el aire, empañando el ambiente. La puerta que divide el
salón del recibidor está entreabierta, lo justo para discernir el tamaño de la habitación
que guarda, pero no para observar nada en su interior. Nada más poner la mano e
impulsar ligeramente la puerta, siento algo. Retomo el sensor térmico. El bulto sigue
igual que estaba.
Con el aparato en una mano y la maza de trinchera en la otra, camino muy
despacio, tratando de no ser detectado. El salón está vacío, tiene que estar en la
terraza. Por eso está a oscuras. La persiana que separa la sala de estar y el balcón está
cerrada a cal y canto. Observo cuidadosamente el bulto verdoso, caliente, y trato de
variar mi punto de vista, a fin de discernir con más detalle qué tipo de criatura me
acompaña, pero no sé qué es. Un perro enorme, un hombre tumbado. Un calefactor
pequeño envuelto en unas mantas… no se discierne ni cabeza ni extremidades, como si
estuviese hecho un ovillo.
El visor no me da una idea de qué superficie puede tener la terraza, aunque hay
al menos un par de metros de la persiana al bulto verde.
Tomo aire. Tiene que haber luz porque está al aire libre. La vibración camuflará
el ruido que pueda hacer, así que abriré de un tirón, entraré como Gengis Khan y lo
destrozaré a mazazos. Va a pagar con sangre lo que hizo, y el golpe que tengo en la
espalda.
Abro de un tirón y observo lo que ocurre. Las hojas de la ventana están
destrozadas –no me he percatado de ellas-, y el bulto verde se identifica. Es un perro
enorme. El ruido ha alertado su sensible oído y se ha vuelto, amenazante, hacia mí. La
sorpresa me paraliza. Tiene los ojos inyectados en sangre, y me muestra retador los
dientes. Un hilo de baba amarillenta se descuelga de las comisuras de sus labios, y creo
que esté gruñendo, aunque no llego a oírlo. El impulso inicial me ha hecho cruzar al
otro lado del umbral de la persiana, lo que hace que esté en una franca desventaja
ahora mismo.

Levanto la maza de trinchera hacia él y preparo el golpe. Con la otra mano,


rebusco cualquier cosa que pueda servirme como arma. Hay un cúter con el que he
desempaquetado la comida que atesoro en el camión. Esto cambia los planes. Me
cambio la maza y el cúter de mano, y doy un pequeño paso atrás. Se está preparando
para saltarme encima, así que vuelvo a blandir amenazante la maza de trinchera, y se
detiene un momento, tratando de prever mi potencia atacante. Doy otro leve paso

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atrás, lo que coloca uno de mis pies dentro del salón, sin perder de vista a mi peligroso
enemigo.
-En el momento que cruces el umbral, atacará –las palabras retumban en mi
mente como si no fuesen mías. Y es que no son mías, es mi instinto manifestándose.
Finalmente, comienza a correr hacia mí. Doy un salto hacia atrás, cortando en
el aire la cuerda de la persiana. Las láminas de madera caen pesadamente, simulando
por un momento el movimiento de una guillotina. Hay una pequeña mesilla barata, de
estás que se compran despiezadas, con un minucioso manual de instrucciones, para
que las arme el propio usuario con un poco de pericia y un dedal de pegamento. La
pobre desgraciada se comba ante mi peso en caída libre. Siento la superficie
perfectamente pulida ceder medio centímetro por mi peso. Si el golpe hubiese sido un
poco más intenso, ya estaría en el suelo.
El impacto ha sido en el otro lado de la espalda, por un giro en el último
segundo antes de caer, pero la zona magullada parece a punto de descoyuntarme. El
puñetero animal en su salto a la desesperada ha logrado pasar parte de su cuerpo al
otro lado del umbral. Pensaba que el salto había sido completamente perpendicular
con respecto al ventanal que quería cruzar, pero ha entrado con un leve ángulo, de
forma que al caerle la persiana encima, sólo ha quedado una pata y la cabeza a este
lado.
El golpe ha sido tremendo, pero no lo ha noqueado. Lejos de eso, su mirada es
aún más homicida, aún está más furioso. Sigue con esa mueca de la boca,
mostrándome los dientes, y empieza a mover la pata. Sólo son unos estertores, un
tanteo, pero su mirada no pierde un ápice de fiereza.
Me pongo en pie y me quedo inmóvil, mirándolo. Debería borrarlo del mapa
ahora mismo. Agarro con fuerza la maza de trinchera. Está paralizado. Un golpe
certero y adiós amigos. Me acerco para tenerlo cerca pero, de pronto, antes de dar el
primer paso, el perro se pone en pie, arrastrando la persiana hacia arriba con la fuerza
de sus músculos.
Según he visto que su torso se levantaba un centímetro del suelo, doy media
vuelta y corro, a la carrera, hacia la puerta. La diabólica criatura ha atajado en
búsqueda a la puerta y ha saltado sobre mí. Por suerte, le he cerrado la puerta en
pleno hocico.
Salgo corriendo escaleras abajo. No creo que un picaporte sea freno para él, y
no voy a enzarzarme en una pelea cuerpo a cuerpo con la espalda tocada. Es posible
que golpeándolo yo me haga más daño que él. La luminosidad de la calle es todo un
alivio, y corro hacia el camión. Jade me espera apoyada en el capó. Ralentizo el paso,
volviendo a caminar. Jade se asusta un poco al verme alborotado.
-¿Qué pasa?
-Nada. Me equivoqué. La ciudad no nos ofrece nada más. Nos largamos.
-¿Dónde vamos?
La miro sin responder y baja la mirada. Me deja las llaves, subo al camión y lo
pongo en marcha. El motor ronronea y salimos caracoleando por la avenida. Tengo
que probar en otro sitio que nos coge de camino. Sólo hay tres lugares donde puedo
localizarle, y se me acaban las ideas.
Al salir a la carretera, todo tiene un aspecto poco natural. Completamente
vacío, abandonado. Ni el más mínimo signo de actividad. Imaginaba que habría coches
abandonados en algún área de descanso, en las cunetas… no tiene mucho sentido,

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pero tampoco tiene sentido que la ciudad parezca evacuada. Acelero y suena una
especie de pitido. Miro el indicador. Noventa y cuatro kilómetros por hora. Es el
tacógrafo. A noventa por hora, voy dejando la ciudad a mi espalda.

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CAPITULO IX: HAY QUE ENCONTRARLE

Hay bastante distancia por cubrir. En la próxima parada arrancaré el tacógrafo


de la frontal y lo tiraré por la ventanilla. En la ciudad es diferente, pero en terreno
abierto, la vibración se hace monótona y pesada. No poder hablar parece que coarta a
Jade, a quien descubro en varias ocasiones mirándome de reojo. El dolor del golpe en
la espalda va poco a poco extendiéndose hacia los brazos y el cuello. Es como si me
hubieran puesto un corsé lleno de pinchos, como un potro de tortura medieval. Cada
movimiento, por mínimo que sea, genera un lanzazo, un pinchazo en lo más hondo de
mi sesera que me paraliza por un par de segundos.

Aburrida, Jade se dedica a hurgar los botones del frontal. Me muerdo el labio
inferior, para darle a entender que me molesta, pero no se percata, o finge no
percatarse.
Enciende la radio. Al menos veo de reojo encenderse la pantalla. Es digital, por
lo que ralentizo la marcha y ojeo la pantalla, para cerciorarme que no está frita. El dial
se dibuja en minúsculos pixeles negros que contrastan con el naranja intenso del resto
de la pantalla. Jade acciona los botones y la angosta línea recorre la chillona
inmensidad paulatinamente ante la expectación absorbente de Jade. Acciona la
manilla del volumen hasta que se hace audible pese al ruido de fondo. El ruido blanco
invade la cabina, y detengo el camión. Me aparto al arcén pese a saber que no vendrá
nadie. Le cuesta casi dos minutos recorrer el dial completo ante nuestros ojos, sin otro
resultado que el ruido blanco.
-Estarán los repetidores fundidos –digo a Jade, que asiente.
Reinicio la marcha mientras Jade toquetea todos los botones posibles, muchos
de ellos varias veces, en barridas que van poco a poco poniéndome los nervios de
punta.
Trato de concentrarme en el camino, en el curso de la carretera, cuando Jade
me palmea la cara interior del codo. Me vuelvo hacia ella.
-Creo que se ha jodido –la forma de decirlo tiene un aire infantil, como una niña
que le ha roto un jarrón a su madre jugando.
-Normal, tanto darle a los putos botoncitos… tenías que estar dándole, ¿a que
sí?
Se había ladeado hacia el centro de la cabina, para poder acceder directamente
a la radio, y cambia la orientación de su torso, volviéndose hacia la ventanilla e
ignorándome. Me concentro en la carretera y subo el paso. El tacógrafo vuelve a pitar.
-Acuérdate cabrón, que vas a probar la barra de uña –le mascullo.
Pasan unos minutos, recorremos unos kilómetros, cuando Jade, sin mirarme en
ningún momento, vuelve a su posición inicial, a palmear todos y cada uno de los
botones. Me gustaría por un momento soltar el pie del acelerador y descalabrar la
radio a patadas.
-Al fin y al cabo –trato de concentrarme en conducir-, mientras conduce no me
está tocando las narices.

A medida que avanzo, voy sumergiéndome en mis pensamientos, calculando el


tiempo que me va a llevar darle alcance. Quiero investigar qué ha pasado. Sino el
riesgo de ser descubierto es muy grande. Matarlo y prender fuego a los restos. Con un

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bote de alcohol y un poco de paciencia, no queda ni rastro. Así no hay quien me
relacione, y menos en medio de esta locura. Sólo queda un cabo suelto. La dejaré en
algún área de descanso donde Jesucristo perdió la sandalia, aunque si sigue con la
puñetera radio, igual se baja en marcha.

Estoy inmerso en el mundo privado que hay dentro de mi propio cerebro,


cuando empieza a sonar algo. Bajo el ritmo al que avanzo por la carretera hasta
quedarme al ralentí, circulando por inercia.
-¡Es una guitarra! –grita Jade.
Finalmente el camión se detiene. El reproductor tiene alguna conexión mal y
cuando conecta el CD se apaga la pantalla. Pero suena.
Jade acciona la manilla del volumen hasta el máximo. Es un punteo de guitarra,
parece folk, o blues. Me mira con una sonrisa llena de ilusión, con ese aura infantil que
tienen sus gestos.
Reanudo la marcha, y al arrancar el camión tira una bocanada de humo
negrísimo, haciéndolo flotar en el aire y marcando el firme de la carretera. Parece que
la primera canción es instrumental, y tras unos segundos de silencio, suena una
canción que conozco.
-Carretera comarcal –comienzo a cantar. Jade me mira sorprendida, al verme
tararear y seguir el ritmo golpeando levemente el volante con el dedo pulgar.
-¿Te la sabes?
-Es un clásico, nena. ¿Tú no?
-Niega con la cabeza sin perder la sonrisa, como si le hubiese preguntado la
cosa más extraña del mundo.
-Carretera comarcal, llévame a casa, a la tierra que me vio nacer –coreo a viva
voz.
¿Qué posibilidades había de conocer la música que llevaba el chófer? Las
señales divinas no eran muy propicias, ni un golpe de suerte, pero empieza a cambiar
el astro. El cúter en el bolsillo justo cuando quería huir de aquel perro convertido en
bestia, y ahora la canción. Al fin la suerte empieza, si no a aliarse, al menos a
respetarme un poco. ¿Por qué no disfrutar un poco el momento?
-Tierra madre –grito- entre ríos y montañas, carretera comarcal, llévame a casa.

Sigue un punteo de guitarra que imito tarareando ante la mirada de Jade. Me


vuelvo hacia ella y le sonrío. Sigue perpleja, y yo eufórico. Creo que me ha dicho algo,
pero no me he enterado por mis propias voces.
Como todo lo bueno en esta vida, la canción se termina. Guardo silencio
mientras proseguimos con una inmensidad de terreno ante nosotros, con el motor
rugiendo y el camión galopando sobre la maltrecha cama de asfalto.
Descumbramos una pequeña ladera y observamos un área de descanso. Todas
hasta ahora tienen pinta de abandonadas. Puertas abiertas, cristales rotos… así que
apenas doy una ojeada y sigo mi camino.
-¡Se mueve algo! –berrea Jade, que casi saca medio cuerpo por la ventanilla
para observar.
No conozco muy bien las inercias de un trasto de estos, y por un momento la
carga me traiciona, haciéndome volcar, pero el camión parece volver a su ser y
recomponerse del frenazo. Se me ha quedado en un punto muerto. Por la ventanilla

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no veo nada, y el retrovisor tampoco me permite enfocar. Engrano la marcha atrás y
voy moviendo el volante para que me facilite la visión.
-¿Lo ves? ¡Se mueven!

Me ha parecido ver movimiento a mí también. Con la marcha atrás conectada,


piso el acelerador. Con la tontería, debo retroceder casi dos kilómetros. El motor del
camión rabia mientras va cogiendo cada vez más velocidad. Al fin, afronto de nuevo la
salida de la autovía. Dejo caer el camión por inercia, en la cuesta abajo que recibe el
área de descanso. He perdido de vista por un momento el edificio, pero, mientras la
mole se desliza por el asfalto, creo ver una sombra moverse de un lado a otro. Detengo
en seco el camión con el freno de mano, y Jade se vuelve hacia mí intrigada.
-O vas tú o voy yo, pero uno se queda vigilando el camión, con el motor
arrancado.
Se ofrece voluntaria. Eso no me lo esperaba. La veo alejarse paulatinamente del
camión, mientras las sombras van haciéndose más evidentes dentro de la estancia. La
vibración sigue tapando el sonido del motor. Detrás del asiento hay una botella de
agua arrugada como un papel viejo. Aún está medio llena. Tomo un trago. Caliente y
amarga, pero hidrata. Empiezan a pasar los minutos, y me impaciento. Quizá no sería
mala cosa del todo dejarla aquí. Un acelerón y no mirar atrás. Tengo curiosidad.
¿Quién estará en la tienda? Esto está en medio de la nada. Quizá algún animal ha olido
la comida y se ha metido por el hambre, ante la ausencia de vigilancia. Sé que en esta
zona se hizo una pequeña repoblación de lobos. No son del todo salvajes, y están
acostumbrados al ser humano, porque son huérfanos y repudiados, criados con
biberón. Quizá son los que han entrado.

Empiezo a cavilar. No es que me parta el corazón, pero la imagen de Jade


despedazada por una manada de animales sanguinarios me hace sentir mal. Miro el
relojito de la radio, que al apagar, vuelve a dibujarse en la pantalla. Han pasado doce
minutos.
-Tres minutos y me paso –le digo al vacío.
Pasa un minuto. Doy una ojeada a la pantalla. Es la hora. No he vuelto a
vislumbrar ningún movimiento a través de las ventanas. Inspiro con fuerza y suelto el
freno de mano. El camión vuelve a rodar cuesta abajo por inercia, por la ley de la
gravedad. Engrano la segunda velocidad pero no levanto el pie del embrague. Pararé a
unos metros y pitaré antes de parar. Si sale algo indeseable, me largaré de allí, y me
centraré en mi objetivo.
Cuando estoy acercándome, pito. La cuesta abajo se mitiga, y el vehículo va
perdiendo velocidad hasta casi detenerse. La inquietud me está matando. ¿Qué hago?
¿Me bajo o me quedo? si me apeo y entro, me arriesgo a perder el camión, si me largo
nunca sabré que ha pasado, y perderé la ayuda de Jade, aparte que es posible que me
siga sintiendo mal. Soy idiota. En menudo lío me he metido yo solito.
Por suerte, justo cuando el camión se detiene, frente a la puerta que deja a
entrever la barra y parte de la parrilla, Jade se asoma a la puerta, sonriente, y me invita
a pasar. Me apeo con la bandolera cruzada sobre el pecho, con la maza de trinchera en
la mano y con el corazón retumbándome dentro del tórax.

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Dentro del local sólo hay un par de ancianos, entre setenta y ochenta años,
imagino que un matrimonio, que me reciben sonrientes.
-Buenas tardes –digo al verlos.
-Buenas tardes –responden perfectamente a coro.
-¿Cómo están?
-Lo mejor que se puede estar a nuestra edad, hijo.
-No seáis así –espeta la anciana, cuyo semblante refleja una calma y un sosiego
que parece contagiarme-. Sentaos un rato con nosotros.
La estancia parece hacer una especie de tapón una vez está la puerta cerrada, y
la vibración apenas queda en un murmullo.
-Gracias –digo sentándome con ellos. Dejo la maza de trinchera en el suelo y
me venzo hacia delante, apoyando los codos sobre las rodillas. Me froto la cara y les
pregunto sin dejar de mirarles a los ojos.
-¿Por qué están aquí?
-Veníamos de viaje –responde él-. El autobús tuvo que hacer una parada
porque había un par de señores con… ¿cómo es eso? –se vuelve hacia la anciana, que
devuelve una negativa con la cabeza-. La chica esta se sabía la palabra. Lo de la bolsa.
-¿Colostomía?
-¡Eso! Bueno… que había que vaciarles la bolsa. Como ninguno somos muy
rápido, fuimos en turnos al servicio y a nosotros nos tocó los últimos. Estábamos en el
baño a la par por lo visto cuando vimos el primer fogonazo. Intenté salir, pero me
había como mareado y no podía levantarme, y para cuando me desperté y logré salir,
no quedaba nadie. Sólo nosotros.
Dudo que mienta. Le ha pasado lo mismo que a mí, y que contó Jade. Tal vez no
estar al aire libre y esa luz provoquen una especie de desmayo… pero tendría que
haber muchos más que nosotros… tal vez somos los que quedaron en espacios
cerrados a los que nadie ubicaba ahí. A los que nadie iba a echar de menos. No me
explico cómo el autobús siguió la marcha con dos ocupantes menos.
-Mira –la mujer se retira un poco el pelo, y se muestra una inflamación, un
chichón enorme, de un color morado oscuro, casi negro, como una berenjena muy
madura, a punto de pasarse-. Esto me lo hice en el baño, creo que me caí hacia delante
y le pegué a la manilla de la puerta.
-¿Dónde duermen?
-A nuestra edad, aunque los jóvenes penséis lo contrario, tampoco se duerme
mucho –ambos se ríen, aunque no entiendo muy bien por qué-. Además, en el cuarto
ese que pone privado, hay un par de camastros. Será por los dobles turnos, imagino.
-¿Qué van a hacer? –pregunta Jade.
-Esperaremos a que vuelvan a por nosotros –dice el anciano-. Es lo que nos
dijeron. Aquí además tenemos comida, y por ahí está la cocina del restaurante. Esta
noche quiero hacer migas según la receta de mi abuelo. Estáis convidados, por
supuesto.
Jade sonríe y se vuelve hacia mí.
-Lo siento, pero tengo… tenemos, cosas que hacer. Sólo quería rellenar el
depósito.
-No sé cómo funciona, pero puedes coger lo que quieras.
-Gracias.

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-Quedaos por lo menos a cenar. Mientras preparas el camión, hacemos las
migas.
-De acuerdo –accedo finalmente.
-Tenemos comida en el camión. Podíamos cocinar algo más.
-Será un placer tener una pinche tan guapa –añade él. Jade le devuelve una
sonrisa tierna.
Salgo afuera con la maza de trinchera en la mano y la dejo en la cabina, entre
los dos asientos. Jade me sigue, pero va directa a la parte trasera, a recoger víveres. No
he querido intervenir, porque esto se ve de lejos. Conecto la boquilla del surtidor en la
entrada del depósito y trato de hacerlo funcionar. Es electrónico, y está fundido. Entro
de nuevo en la tienda, y paso tras el mostrador.
-Necesito una llave que tiene en la parte de atrás…
-Ahí debajo de la tele esa pequeña hay un cajón con llaves. No sé si alguna…
Efectivamente. Habrá del orden de noventa llaveros colgados de sus
respectivos y numerados ganchos una vez abierta la portezuela. Ni una sola llave
etiquetada, sólo llaves y números anónimos. Con un par de golpecitos de nudillo
descubro que está fijada a la pared por una alcayata. Cojo la cajonera y la desencajo a
pulso.
Tras una veintena de intentos, logro abrir la parte posterior del surtidor. Hay
una palanca encajada en una pestaña de la puerta. Dentro, hay una oquedad en la que
parece encajar.
Inserto la punta de la barra. El mecanismo parece no haber sido nunca
utilizado. La barra está en un ángulo de unos ciento cuarenta y cinco grados con
respecto a la vertical. Coloco las dos manos e intento empujar hacia abajo. Ni moverlo.
Tomo aire y empleo todas mis fuerzas. La zona magullada de la espalda empieza a
avisarme del esfuerzo. Vuelvo a la tienda y rebusco en los estantes. La anciana me
observa, entretenida.
-¿Habrá algo parecido al tres en uno?
-¿Flis flis? –indaga la anciana-. Mira a ver ahí al fondo, en el pasillo que va para
la izquierda.
Efectivamente, hay unos cuantos botes meticulosamente ordenados en la
estantería. Cojo uno y vuelvo al surtidor. Tiene una especie de pajita incorporada al
pitorro, que suministra mejor el producto por los diferentes engranajes internos.
Inundo todo con el lubricante y dejo el bote en el suelo. Apesta, y no poco. Es un olor
penetrante, mezclado con el olor de pequeñas motas de óxido en suspensión, que
hacen que el aire se enrarezca y recuerde al de la industria pesada. Es como una
fundición pero sin el calor infernal.

Sujeto la barra con ambas manos, reúno todas mis fuerzas y la empujo con
dirección al suelo. Suena un crujido enorme y consigo que haga el recorrido. Una vez
abajo, vuelvo a impregnarlo todo de tres en uno. El movimiento es correoso y
pausado. Empiezo a bombear. Me cuesta sacrificio, pero, paulatinamente, se mueve. A
medida que voy cogiendo inercia, el marcador manual –reflejo del principal que es
electrónico- empieza a desplazarse a una velocidad moderada pero continua. La
maquina emite un gorgoteo desagradable, como si estuviera a punto de escupir una
flema.

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Después de un rato, hasta poner mi resistencia al límite, veo que se forma un
pequeño charquito en el suelo, justo debajo del depósito. Doy un tirón más y las gotas
caen en la misma zona. Dejo la palanca en su sitio y cierro la tapa posterior del
surtidor. Las llaves, el bote… todo vuelve a quedar como estaba.

Al poco rato, después de asearme en el servicio lo mejor que puedo, me pongo


una camiseta de las que penden de una percha alrededor de la caja, como recuerdo.
Por suerte en la parte de atrás hay una camiseta blanca sin ninguna rotulación. Me
está algo justa, pero se dará de sí con el uso.
Después de sentarme en la mesa, Jade y el anciano salen sonrientes, ella con
dos platos en cada mano, el anciano trae una botella de agua y otra de vino.
-A mesa puesta y todo –dice la mujer, buscando mi complicidad con la mirada.
-¡Como marqueses! –mascullo forzando una mueca cómplice.
Las migas están fantásticas. Creo que no medía más de un metro cuando comí
un plato así por última vez. Tengo que refrenarme para no devorar con avidez el plato
y empezar a dar golpes contra la mesa para pedir más.
-Si queréis más, se puede repetir –anuncia el hombre al ver que su receta es un
éxito entre los jóvenes.
-Cómo me recuerda a cuando comíamos en casa de mi abuela –explica Jade-. Es
como si volviese a tener diez años.
-La primera vez que las comí –replica el cocinero-, estábamos en casa de mi
abuela. Mis padres se acababan de casar pero no tenían dinero suficiente para vivir
solos. Yo tendría… unos cuatro años. Es mi primer recuerdo. Éramos muy pobres. No
teníamos hambre, pero si necesidad. Creo que era el cumpleaños de mi abuela, que
entonces lo típico era que el cumplía años convidara a los demás a comer o a tomar
algo en el bar, y nos hizo unas migas. Con un par de barras de pan duro y un poco de
pimentón que nos dejó la vecina… a mí aún me daba de comer mi madre, y cuando
probé la primera cucharada, no podía parar. El azúcar entonces era casi un privilegio,
pero, como era una ocasión especial, echamos un par de cucharadas en cada plato. Yo
no había probado el azúcar hasta entonces.
Jade atiende las palabras del anciano sin perder esa expresión de felicidad
infantil. El hombre parece emocionarse. Baja la cabeza y oculta el llanto, limpiándose
con un pañuelo de tela.
-No pensemos en cosas tristes –dice la mujer.
-¡Eso! –Jade trata de animar el ambiente-. ¡Aún queda el segundo plato!
Se mete correteando mientras nuestro cocinero vuelve a sonreír, aún con los
ojos anegados en lágrimas.
-Esto –dice con un tono sugerente mientras nos sirve-, es lo primero que me
enseñó a cocinar mi madre. Zancas de pollo a la barbacoa con un toque de caramelo.
La carne bien hecha con un regusto dulce, es impresionante.
-Nena –dice la mujer-, con los dientes…
-Está muy tierno, se puede comer sin masticar casi.

Lo cierto es que está espectacular. Hacía tiempo que no disfrutaba de una cena
así, en familia. El primer gesto de que el ser humano es un ser social. Desde el principio
de los tiempos, el clan reuniéndose para comer.
-¿Os ha gustado? –pregunta Jade.

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-¡Mucho! –dice el anciano.
-¡Muchísimo! –espeta la mujer.
-Ha estado muy bien –mascullo.
-Si queréis, podéis dormir aquí.
-Mi idea –respondo inmediatamente- es conducir aún un rato más. Quiero
avanzar por la noche.
-Como quieras –contestan decepcionados.

Un par de minutos más tarde, cansado de las miradas furibundas de Jade, salgo
al camión y empiezo a recoger.
-Deberíamos llevarlos –espeta airada.
-¿Dónde? ¿En el techo?
-No deberíamos dejarlos aquí. ¿Y si les pasa algo?
-¿Y si me pasa a mí?
Otra vez esa mirada asesina.
-Escucha –trato de mediar. ¿Por qué me siento tan mal cuando ella sufre?-. No
te obligo a acompañarme. Si quieres quedarte…
Abre la boca, entre la sorpresa y la más profunda indignación. Resopla, está a
punto de espetar algo, pero se contiene, da media vuelta y camina hacia los ancianos.
-Ya estamos… -mascullo al vacío, bajando la cabeza.

Una vez está todo listo, vuelvo a entrar. Ofrezco una sonrisa y extiendo la mano
al anciano, que se pone en pie.
-Muchas gracias por su hospitalidad.
-Fácil se regala lo que no es de uno –sonríe.
-Aún así, es de agradecer.
-Ven conmigo un momento, por favor –me susurra acercándose antes de
liberarme la mano.
-Vamos a dejar que hablen los hombres –dice la mujer a Jade.
Me lleva hacia el restaurante donde hemos cenado, que está casi en penumbra.
En menos de una hora ha oscurecido casi por completo. Ahora entiendo porque había
restos de cera en algunas mesas y en algunos estantes.
-Quería pedirte un favor –dice sin subir la voz ni un ápice.
-Si está en mi mano…
-Hemos tenido suerte porque sois una pareja muy sana, pero tengo miedo a
quien pueda venir. Antes estuvo aquí un tipo que nos amenazó. Entró como un loco,
nos puso contra la pared, amenazándonos con un cuchillo, y de repente siguió su
camino sin coger nada.
-¿Qué? –no doy crédito. Algo en mi interior me dice que va a ser él. Voy a tener
suerte -. ¿Es él?
Saco una foto que llevo escondida dentro de la lengüeta de una de mis
zapatillas.
-¡Ese! ¿Lo conoces?
-Mejor de lo que quisiera.
-Dijo algo sobre correr, o escapar… balbuceaba a toda velocidad, no se le
entendía nada.
-¿De dónde vino?

95
-Del mismo sitio que vosotros.
-¿Por dónde se fue?
-Siguiendo la carretera.
-¿Cuándo fue?
-Ayer.
-¿Qué tienes con él?
-Prefiero no decirlo. ¿Qué querías pedirme?
-¿Tienes algo para poder defendernos?
-Una palanca y la maza de trinchera… el martillo ese con pinchos.
-No uso armas. No sé manejarlas. Ojalá tuviera. Te las regalaría con gusto.
-No pasa nada –sonríe y vuelve a estrecharme la mano-. Que tengáis mucha
suerte. Hacéis una pareja encantadora. Ella es una gran chica.
-Gracias –para qué decirle que Jade y yo sólo somos compañeros de viaje.

Salimos a la entrada principal. La mujer me da un beso, como una abuela que


despide al nieto en la puerta del colegio.
-Encantado de conocerla. Ha sido un placer.
-No me trates de usted, hijo.
-Ha sido un placer –repito-. Espero que volvamos a vernos.
-Que tengas mucha suerte.
-Lo mismo digo.
Jade me sigue de mala gana. Nos subimos a la cabina en silencio. Arranco el
camión y vuelvo a la autovía. El carril de incorporación está muy dañado por la
vibración. Tengo que pasar despacio, o reventaré una rueda. Lo que me faltaba,
cambiar una rueda a estas alturas.
Vuelvo la mirada inconscientemente al retrovisor del copiloto, comprobando
que no vamos donando carga a la humanidad. Jade me devuelve una mirada de
profundo desagrado. Debería callarme, pero está empezando a molestarme.
-Deja de mirarme así.
-¿Qué? –no sé si no me ha entendido o si está provocando.
-Que no me mires así.
-Teníamos…
-¡No teníamos nada! –grito con todas mis fuerzas-. Eran una carga, y no soy un
filántropo.
Vuelve la vista hacia la carretera resoplando. Miro al frente y le doy un golpe al
botón para encender la radio.
Después de unos segundos, la música vuelve a sonar, pero son canciones que
no conozco. Al menos tengo algo que tararear mientras devoro kilometraje. Al menos
sé que voy por el buen camino. Está nervioso, errante, enloquecido de miedo, siente
mi aliento en la nuca.

Doy las largas para lograr vislumbrar el trazado de la autovía. Tengo que bajar
el ritmo porque la carretera está muy dañada. Es como si al firme le hubiesen salido
cicatrices, con inflamación. Cada vez que paso por encima de uno de esos pequeños
bultos, me juego la rueda a la ruleta rusa. No paso de cuarenta por hora, cambiando
de carril a medida que el estado del firme me invita a circular por uno u otro.

96
La noche está oscura, tanto que la negrura resulta opresiva, parece que el cielo
pesase sobre nosotros. Me duele la espalda del asiento, y los botes que voy dando al
avanzar evidencian el mal estado de la suspensión del asiento, lo que hace que pare
los bencejones con el cuerpo. El cielo está estrellado. Es precioso observar el universo
y su espectáculo sin contaminación lumínica. No me lleva tanta ventaja, y sé dónde va.
Si soy listo, puedo pillarlo por sorpresa.

97
CAPITULO X: IMPREVISTO

Inconscientemente, empiezo a divagar. Es inevitable que la mente recorra el


mundo en su fantasmagórico deambular cuando uno está inmerso en un proyecto tan
extenso como este. Pese a ello, tengo medio cerebro escrutando el firme irregular de
la carretera, tratando de esquivar los pequeños salientes de asfalto que se forman en
los bordes de las grietas en la carretera. Llego a un tramo que no está tan castigado
por la vibración, y subo la velocidad. Una recta sin cambios de rasante, que se extiende
ante nosotros hacia el horizonte.
De pronto, veo algo plateado que destella sobre el asfalto, que a estas horas es
como si estuviese cubierto de pez. Cruza la vía transversalmente, al menos hasta
donde alcanzo a vislumbrar. El instinto me hace frenar con todas mis fuerzas antes de
pasarlo por encima, pero lo tengo demasiado cerca, y lo atropello. Las ruedas, nada
más contactar, revientan. Retumba como si estuviesen cayéndome bombas alrededor
del camión. De pronto, en cuestión de un metro, el vehículo baja unos veinte
centímetros de altura y se convierte en una mole desbocada e ingobernable. Sigo
perdiendo inercia, hasta que impacto contra la mediana. El camión acaba de
desestabilizarse y vuelco sobre mi lado. A unos centímetros de mi cara, estallan
cristales y pedazos de la carrocería entre cientos de chispas mientras el camión se
desliza por el asfalto.
Cuando se detiene por completo, se me nubla la vista. Me siento agotado,
como si llevase sin dormir un año entero. Se ha quedado todo a oscuras, pero siento la
sangre goteando de alguna parte a otro lugar. En un último esfuerzo, miro hacia Jade,
que pende inerte de la ligadura del cinturón de seguridad. Finalmente, me quedo
como adormilado. Se me cierran los ojos. Y lo que escucho no son más que ecos
lejanos.

Tenía unos dieciséis años. El instituto no era sitio para mí. Sólo había dos chicos
nuevos en la clase que me tocó en suerte, una muchacha marroquí y yo. Ninguno de
los dos nos integramos en aquel grupo. Habría pasado un mes de clase más o menos y
estábamos a la hora del recreo, un viernes creo. Si no era viernes, estoy convencido
que era víspera de fiesta, porque estábamos revolucionados. Yo estaba solo, bueno,
dentro de la conversación de un grupo pero solo al fin y al cabo, devorando con avidez
el bocadillo, cuando empezaron a sonar gritos. Mientras el resto hablaban sobre las
tetas de una compañera de clase –creo que todos los comensales menos yo las habían
visto, palpado, lamido y hecho todo lo que se puede hacer con unos pechos-, yo había
estado mirando al resto del patio, sin prestar atención a nada en particular.
La muchacha marroquí hacía un considerable esfuerzo por hacer amigos y por
agradar al resto, pero parecía infructuoso. La tipa de las tetas, que más allá de un
escote de vértigo no aportaba nada, comenzó a sonreír cruzando miradas con las
demás mientras entregaba comida a la recién llegada, que la probó por mero
compromiso. Le dijo algo sin perder la sonrisa, y la marroquí arrojó al suelo la comida y
comenzó a meterse los dedos para forzarse el vómito.
-¡Es jamón!

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El coro de arpías que tenía alrededor comenzó a cacarear y dar palmas al son
que marcaba su señora, y el grupo que me rodeaba se unió inmediatamente a la fiesta,
coreando como una grada llena de hinchas a ritmo de canción de fútbol:
-¡Yo co- mo-jamón, mo-jamón, mo-jamón!
La muchacha expulsó los minúsculos restos del bocado ingerido sobre el suelo y
no volvió a aparecer por el colegio. Unos cuantos años más tarde, tuve la suerte de
poder tirármela un par de días antes de su boda. Como regalo para los novios, envié
una copia del dvd a casa de sus suegros, para que ambos pudiesen disfrutar de su
nuera haciendo sus pinitos en el cine para adultos, pidiendo a un enmascarado que la
insulte y la humille mientras se la folla contra una encimera.
Tiempo después vi a aquella chica. Tenía un hermano al que el Islam le sugería
una interpretación más libre, por la que no había ningún tipo de restricción a la hora
de comer, beber o dar placer al cuerpo. Nos hicimos amigos y pasé meses enteros en
su local. Su padre, un pequeño comerciante, lo usaba como almacén, pero apenas
había actividad a primera hora de la mañana, cuando se renovaba el inventario. El
resto del día era un escondite perfecto para unos cuantos adolescentes sin ganas de
aprender y con algo para fumar.
Aquel chico descubrió su pasión por rapear sobre una base de repente, una
tarde que habíamos puesto algo de música. Al principio eran letras muy toscas, pero
poco a poco fue puliendo un estilo personal que me hacía vibrar.
Yo soy la mezcla de todas las razas, y sé hablar todos los idiomas –empezaba su
mejor canción. Aún la recuerdo y la canto de vez en cuando. Me pregunto qué habrá
sido de él.

Un ruido parecido a una puerta metálica cerrándose de repente me sobresalta.


Tengo una curiosidad tremenda, irresistible, por observar a mi alrededor, pero
mantengo los ojos cerrados, con la cabeza gacha, orientada hacia el pecho. Sin delatar
que estoy despierto, trato de acumular información. Estoy sentado en una silla de
madera, con el asiento de mimbre. Me balanceo nerviosamente hacia delante y atrás,
a ver si la estructura se tambalea con el movimiento, pero ni se inmuta.
Siento las ligaduras en las manos, que me hacen quemaduras en la piel, y en los
pies, inmovilizándolos contra las patas de la silla. Cada fibra del cordaje produce un
dolor lacerante y me paraliza las articulaciones.
Los gemidos, el llanto reprimido de Jade me hace abrir los ojos. Si hubiera
alguien más, haría acto de presencia, o Jade se dejaría llevar por el miedo de una
forma más directa.
Al levantar la cabeza, Jade parece alegrarse, y se serena. Está amordazada, con
lo que al llorar, su nariz se tapona y le dificulta respirar.
-Tienes que tranquilizarte –le susurro-. Respira hondo. Trata de coger mucho
aire al respirar.
Asiente, y se calma un poco.
-¿Has visto cuántos son?
Asiente.
-¿Es uno?
Niega.
-¿Son dos?

100
Asiente.
-¿Los que has visto?
Asiente.
-¿Podrían ser más?
Se encoge de hombros.
-¿Todos hombres?
Se encoge de hombros.
Lanzo una mirada alrededor. Es una especie de sótano. Está prácticamente en
penumbra, salvo un haz de luz que sale a través de un ventanal casi tapado, localizado
en el borde entre la pared y el techo. Es una pequeña fisura la que da una entrada de
luz, suficiente para intuir los contornos de Jade y, volviendo la cabeza, la puerta.
-¿Han dicho algo?
Asiente.
-¿Te hablaban a ti?
Niega.
-¿Entre ellos?
Asiente.
-¿Amenazas?
Se encoge de hombros.
-¿Has entendido lo que decían?
Niega. Esa negativa me desconcierta. Sólo pueden ser dos cosas: o Jade no ha
logrado entender sus palabras o…
-¿Hablaban otro idioma?
Asiente vehementemente.

¿Qué idioma emplearán? No creo que tengan buenas intenciones, pero, ¿por
qué no nos han matado ya? ¿De dónde vienen, que no les ha afectado la luz y la
vibración?
Tengo que liberarme cuanto antes. Con las manos a la espalda, es imposible
hacerme con nada para mermar las ataduras. A medida que la vista se me acostumbra
a la oscuridad, los detalles parecen emerger de la nada. Cerca de la puerta, hay unos
cuantos alambres de ferralla que sobresalen de la pared. Apenas sobresalen un par de
centímetros, lo justo para formar unas pequeñas esferas sombrías a lo largo de la
pared.
Tomo aire, echando la espalda hacia atrás, y tomo impulso para erguirme sobre
los pies. Es un equilibrio inestable, y cada latido me amenaza con que el peso vaya a
vencerme hacia delante. Por suerte, apenas he hecho ruido. Tengo que saltar de
puntillas en el aire para lograr girarme hacia la pared. La verdadera enemiga es la
inercia, y la gravedad. Trato de ir paso a paso, salto a salto, hasta llegar a la pared.
Tengo que volver a saltar en el sitio, para colocarme de espaldas al saliente. Al dejarme
caer, sosteniendo el peso la estructura de la silla, la madera produce un crujido
tremendo.
Me muerdo los labios intensamente, mientras comparto una mirada llena de
tensión con los desorbitados ojos de Jade. Parece que el tiempo se ha detenido en ese
momento. Los dos aguantamos la respiración, tratando de percatarnos del más leve
ruido. Si aparece alguien, no voy a tener tiempo de volver a mi lugar, ni muchísimo

101
menos. Pasa un minuto sin que ocurra nada y los dos comenzamos a respirar más
tranquilos, más sonoramente.

Comienzo a palpar la pared. El trozo de ferralla saliente me coge unos


centímetros por encima de las manos, así que tengo que incorporarme ligeramente
para poder pasar la cuerda por el afilado borde. Me incorporo un poco, poniéndome
de puntillas, y dejo caer mi peso sobre la espalda. Las clavículas reciben el impacto, y la
presión va poco a poco concentrándose en la columna, en un punto muy concreto
entre los hombros y el cuello. La presión de mi propio cuerpo contra la pared merma el
movimiento de las muñecas para intentar desatarme. Orientándome por el tacto,
coloco el nudo gordiano que me inmoviliza junto al saliente, y empujo con fuerza.
Palpo con el anular y el meñique, tratando de evaluar los daños. No ha estado mal.
Vuelvo a colocarlo, separando al máximo las manos para abrir la fisura de la
cuerda. Otro intento. La cuerda cruje. Otro intento. Al tacto, parece que he dejado la
cuerda a medio seccionar. Vuelvo a colocarme, pero, en lugar de dar un tirón fuerte,
comienzo a limarla poco a poco. Movimientos rápidos y superficiales con las muñecas,
pero constantes. La cuerda cruje suavemente mientras se deshilacha. Junto y separo
las manos, como si intentase aplaudir, y me percato de la holgura que va tomando la
ligadura.
Ahora la coloco sobre el borde aserrado y doy otro tirón. La cuerda por fin se
rompe. No es una liberación definitiva, pero es un buen principio.
Con dos dedos y las muñecas giradas en una posición imposible, que me da
calambres cada poco tiempo, trato de deshacer el nudo. Al palmear, las cuerdas
penden inertes de las muñecas.
Vuelvo a mi lugar no sin esfuerzo y, menos de dos minutos después, suena la
puerta. Me finjo desmayado, con la boca entreabierta para poder coger aire al ritmo
que me lo pide el esfuerzo físico, pero tratando de percatarme de todo.

Uno de ellos balbucea algo monosilábico. Lo ha dicho de una forma tajante,


autoritaria, pero no he llegado a discernir a qué suena la pronunciación. Uno de ellos
está inmóvil delante de Jade. Tengo los ojos cerrados, y la respiración se me ha
acompasado lo suficiente. Noto un picor terrible en la cabeza. Al permanecer un poco
agachado, algo escurre desde el cogote hacia la frente, abriendo hilos de auténtica
tortura medieval alrededor de mi cráneo. Cada ínfimo pelo trae un flamígero escozor
que me lleva al infierno.
Entreabro los ojos, mirando por el rabillo, y trato de respirar lo más
profundamente posible. Uno de ellos se dirige debajo del boquete por donde entra la
luz y recoge algo. No se ha percatado de mi ojo abierto, y he visto una especie de
estuche de cuero.
Cierro los ojos y concentro mis energías en escuchar. El tipo vuelve a balbucear
algo, pero no entiendo nada. Salen con un portazo, y levanto la mirada. Ni Jade ni yo
hacemos el más mínimo ruido, así que se oyen los pasos alejarse. He oído otra puerta
cerrarse, y se ve ensombrecerse el pequeño filo de luz que hay bajo la puerta.
-¿Qué te ha dicho?
Se encoge de hombros.
-¿Qué ha recogido?
Vuelve a encogerse de hombros.

102
-¿Se han dado cuenta de que les miraba?
Niega.
-¿Te ha pegado?
Vuelve a negar.

Agacho la cabeza y me concentro en desatar la cuerda. Con el anular y el


meñique es una quimera. No tengo fuerza suficiente, y tengo que ir ganando terreno
poco a poco, logrando holgura en los nudos a fuerza de batallar cada milímetro de
holgura. Cuando junto y separo las manos, me percato de los avances logrados con
tanto esfuerzo.
Seguidamente, y haciendo un giro que creía imposible con la muñeca derecha,
habilito por fin el dedo índice y el pulgar. Los avances van haciéndose notorios en poco
tiempo. Finalmente, desprendo la última ligadura y libero mi mano derecha. Sonrío
mientras la blando triunfante ante el rostro perplejo de Jade.
Mi primer instinto es liberarme y caminar a la puerta, pero la han cerrado con
llave. Tendré que esperar a que abran ellos. Debería noquear al primero al primer
golpe, y saltar por el segundo… pero no podré moverme del sitio, porque los pies
siguen inmóviles. Podría ladearme un poco para que no se vean las cuerdas rotas de
las manos, pero no podría ocultar los pies.
En ese mismo momento, comienzo a oír chasquidos y voces al otro lado de la
puerta. Apresuradamente y sin poder recapacitar sobre nada, sujeto la cuerda con la
mano derecha, para disimular que me he desatado.
Entran de repente, con un golpe a la puerta y cara de pocos amigos. No quería
fingirme desmayado, porque el riesgo de ser descubierto se incrementa a medida que
pasa el tiempo.

Uno de ellos se coloca enfrente de mí. Sujeto las cuerdas con todas mis fuerzas,
y no le retiro la mirada de los ojos. Me murmura algo, pero no consigo discernir ni una
palabra.
-No entiendo.
El que entraba en segundo lugar se pone al lado de su compañero y me saca
una foto con el móvil. No sabía que los móviles siguieran funcionando. Quizá puedan
aguantar hasta que se les agote la batería. Tal vez el sistema de satélites esté intacto,
al fin y al cabo, no sé hasta dónde ha llegado la cadena de averías.
Vuelven a largarse sin mediar palabra, dando un portazo. Esperaba que se
largaran, pero hay algo diferente. Están al otro lado de la puerta. Jade trata de
mascullar algo pero le indico que guarde silencio con mi mano libre. Son voces. Pero
no parecen hablar entre ellos. ¿Por qué iban a hablar ellos dos quedándose nada más
salir la puerta? Hay algo que les ha interrumpido.
-¡Hablan por teléfono! –mascullo, inconscientemente aliviado por recuperar la
rutina.
Han dicho algo de mí, pero no he llegado a discernir nada con claridad, y se han
largado. ¿Serán sicarios de este tipo? Quizás me estaba haciendo demasiado correoso
para él y ha decidido contratar ayuda. Si pasa eso, nada más recibir mi foto les habrá
ordenado matarme. No puedo arriesgarme. Tengo que liberarme por completo y
reaccionar antes de que me manden al otro barrio.

103
Con una mano libre, la mano izquierda no es tampoco ningún reto, y los pies
tampoco son difíciles de soltar. Camino de un lado a otro, frenético. El corazón me late
desbocado. La adrenalina se siente en cada poro, es casi un sabor de boca. Voy a la
zona sombría donde uno de ellos parecía haber cogido algo, pero no encuentro nada.
Rastreo con el tacto los salientes de la pared que me han ayudado a liberarme, pero
están bien sujetos, con el peso del edificio apisonándolos. Uno de los bordes de la
ferralla, afilados como cuchillas, me hace una pequeña herida en la yema del dedo
índice que lo estaba palpando. No es grave, simplemente el susto y la maldición que
lanzo entre dientes.
Observo la herida. Apenas un hilo de sangre. Vuelvo a mirar hacia arriba y,
cambiando de dedo, trato de arrancar el pedazo de varilla. Es dura de roer, pero se
mueve. Una vez tengo suficiente margen como para asirla con la mano completa, la
zarandeo de un lado a otro, buscando que coja la suficiente holgura como para salir.
-Espero que esto sean sobrantes con las uniones a medio soldar –mascullo para
mí mismo-, porque sino voy a tener que tirar la pared abajo para que suelte.
Dentro de la pared, debajo de la superficie que rozo incesantemente en el
forcejeo, suena un chasquido. Como el botón de la llave de un coche, o como un
nudillo. Un sonido metálico y breve, y la barra se desliza a mis manos sin la menor
resistencia.
Tiene unos cincuenta centímetros de longitud, y, por el peso, es sólida.
Blandirla cuesta más de lo que puede parecer. Su contorno está repleto de minúsculos
salientes afilados, que hacen que un impacto pase de contundente a letal. Estoy
convencido a que, sin ser necesaria una fuerza sobrehumana, es capaz de astillar un
hueso sin problemas.
De pronto, vuelven a sonar las puertas. Hablan a voces. Discuten sonoramente.
No está muy claro el motivo, pero uno acaba de decirle al otro que es imbécil y que se
calle y obedezca. No puedo evitar sonreír. En el fondo, sería una escena cómica de
presenciarla desde el otro lado del televisor.
-Si no los matamos no cobraremos –es muy difícil de traducir, porque su acento
es horrible, pero creo que ha dicho algo así.
-Cierto, pero no es necesario matarlos ahora. Además, no ha dicho nada sobre
ella –eso sí lo he entendido.
Los dos bajan el volumen, y sonríen. Ha sonado el teléfono, y están hablando.
Mientras hablan, se alejan de la puerta. Me coloco de nuevo en la silla. Sujeto
precariamente las cuerdas en mis piernas, la más mínima patada me desataría al
instante, y echo las manos atrás, asiendo intensamente la barra. Mi silla está lo
suficientemente lejos de la de Jade como para no alcanzarlos de un golpe si se diera el
caso. Me acerco unos centímetros, algo que no llame la atención a simple vista, pero
que me permita tenerlos en mi radio de acción en un momento dado.
Abren la puerta de un empujón. Los estoy mirando fijamente.
-Bastardo mal nacido –cualquier reacción airada me delatará, así que pongo mi
mejor cara de póquer y miro al primero de ellos, que parece ser el cabecilla,
directamente a los ojos.
-No entiendo.
-Ahora vamos a reventar a tu novia –el de detrás sonríe.
-¿No hablas mi idioma?
-Con gusto lo haría delante de ti –añade el otro.

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-Eso para después.

Su forma de hablar tiene algo. Es como si utilizasen el idioma para comunicarse


en secreto, pero su nivel es muy bajo, con un vocabulario muy pobre, la construcción
de las frases es básica… ningún nativo hablaría así, cometiendo errores gramaticales
terribles.
Lo que está claro es que son unos bocazas. Por el hecho de hablar en su código
secreto, creen que me voy a quedar quietecito esperando a que me lleven al
matadero.

Uno de ellos se acerca a Jade, evitando cuidadosamente el más mínimo


contacto conmigo, y la toma por el pelo. La muchacha emite un gemido ahogado por la
mordaza. Me acabo de dar cuenta de que la silla de Jade es de oficina y tiene ruedas. El
tipo no tiene problemas en arrastrarla hacia la puerta.
-Como le hagas algo, te va a doler más a ti que a ella.
Se vuelve hacia mí con una sonrisa socarrona.
-Me gustaría ver eso –dice en mi idioma.
Jade me lanza una última mirada al pasar por mi lado mientras sale arrastrada
de la habitación.

El que no remolca a mi compañera de viaje no me quita ojo, ni pierde en ningún


momento la sonrisa. Cuando están al borde de la puerta, que ya se giran hacia la
salida, me levanto de golpe. Mis piernas se liberan al primer golpe y, con el trozo de
ferralla en una mano y el nudo –también empleable a modo de puño americano- en la
otra, me abalanzo sobre el desgraciado que se reía. La barra impacta en la parte
posterior de su cabeza, en la zona del hipotálamo, sobre la nuca, y se desploma al
momento. La puerta queda a medio abrir, batiendo inerte. Trato de anticiparme, pero
su compañero, que ha soltado a Jade a su suerte, se me adelanta, cerrándomela en las
narices. Ha abandonado a su ayudante estando inconsciente.
Sé que es inútil, pero golpeo la puerta, trato de utilizar la ferralla como palanca,
de desencajar el marco… me llevaría horas, días. Pero el tipo que está en el suelo no.
Ablandarle me llevará mucho menos.
Las sombras al otro lado de la puerta están fijas. Está pensando qué hacer. Se
entreoyen sus Jadeos. Al fin estoy en una situación de ventaja.
-Piénsalo bien –digo a viva voz-. Tú podrás salir más o menos bien parado, pero
tu amigo no sale vivo de aquí.
Los Jadeos se intensifican. El otro tipo sigue inconsciente. Me alejo un poco de
la puerta, tratando de vislumbrar si hay movimiento. De pronto, suena la otra puerta,
que imagino que está a unos metros, tal vez tras un pasillo. No se cómo asimilarlo. Lo
está dando por perdido, o quiere desentenderse de Jade para venir a por mí. Nadie
dice que ellos dos estén solos. A lo mejor está pidiendo refuerzos. Sea como fuere,
tengo el factor territorial y el factor sorpresa en contra, así que tengo que explotar al
máximo mi fiereza. Si el miedo no lo paraliza, no tengo mucho que hacer.

Me agacho sobre mi víctima y le palmeo en las mejillas. Al tercer bofetón hace


un tímido amago de abrir los ojos. Trata de levantarse, pero le echo una rodilla, con
todo mi peso, sobre la columna para que no se mueva. Balbucea algo, pero no parecen

105
palabras, más bien es un lamento ininteligible, tratando de comprender lo que está
ocurriendo.
-Sé que me entiendes, así que vas a empezar a hablar o vas a empezar a gritar.
Con la cara aplastada contra el suelo, el único ojo que puedo ver se abre al
máximo. Al fin infundo un poco de terror.
-¿Por qué nosotros?
-Pasabais por aquí.
-¿Desde dónde nos seguíais?
-Desde la gasolinera abandonada. Él me avisa y yo pongo la trampa.
-Ha pasado más gente antes.
-Pero no un pibón como tu novia.
-Mientes. Alguien te dijo que nos interceptaras.
-No.
Acerco la barra y se la pongo cerca de la cara.
-Si me vuelves a mentir, necesitarás un parche.
-Chúpamela, bastardo.
Le agarro con fuerza por la muñeca y golpeo el dorso de los nudillos con la
barra. Apenas he impreso fuerza a la gravedad y ha sonado un golpe tremendo. Si no le
he roto algún metacarpo. Probablemente la del meñique, la lesión del boxeador la
llaman. El tipo empieza a gritar furioso, enloquecido. Mi peso apenas puede
contenerlo.
-¡Te va a costar la vida! –vocea entre babas. Le hace emitir una especie de
gruñido animalesco-. ¡Lo juro por Dios!
-O empiezas a sincerarte o te voy a contar los dedos de las manos por las malas.
-Vino un tío. Pensábamos dejarlo pasar, pero se nos metió en casa. Le
atracamos, y nos ofreció dinero por encontrar a un negro… un tío con tu pinta más o
menos. Si te matamos, no necesitaremos trabajar. ¡Suéltame ya, cabrón!
Golpeo la puerta con la punta de la barra, cada vez más fuerte, hasta que oigo
algo al otro extremo. Está arrastrando la silla hacia nosotros.
-¿Me escuchas? –pregunto a viva voz. Nadie responde.
-Sé que hablas mi idioma, haz un ruido si quieres negociar.
Da una patadita a la puerta, con la puntera del calzado.
-Te propongo esto. No puedo dejar que me mates por razones obvias, ni
quedarme aquí esperando a que venga el tipo que te paga por lo mismo, pero sí puedo
dejar que tu amigo salga de una pieza. A cambio, tú nos dejarás ir. Tenía un camión, si
está dañado por el accidente, quiero otro medio de transporte.
Se hace el silencio. Espero casi un minuto a tener respuesta, cuando vuelvo a
golpear la puerta.
-¿Tienes una contraoferta? –indago.
Guardo de nuevo silencio, esperando contestación, pero lo siguiente que
suenan son los gritos de Jade ahogados por la mordaza. No para de gritar, entre
estertores e inhalaciones tropezadas.
-¡Ah! –brama Jade. Por lo visto, la cinta adhesiva se ha desprendido
ligeramente y le permite vocalizar.
Le sujeto la muñeca a ese tipejo y comienzo a golpear la mano ya herida con la
punta de la barra de ferralla.
-¡Para, por Dios! –vocea entre sollozos-. ¡Para!

106
Lo he doblegado totalmente. Ahora no es mucho más que un conjunto de
lágrimas y mocos entre estertores enloquecidos por el dolor.
De pronto, empiezan a sonar patadas en la puerta.
-A ver quién es más cabrón, ¿no? –grito-. Si vuelves a tocarla a éste lo hago
filetes.
Seguidamente a mi intervención, de nuevo el silencio. Aprovecho para maniatar
al bastardo. La mano está bastante dañada. Estoy seguro que tiene algún hueso roto.
Lo pongo de pie.
-Abre la puerta, te dejo aquí a tu amigo, me largo con ella y nos olvidamos de
este día –propongo.
Me coloco a la espalda de mi rehén, a un par de metros de la puerta. Las llaves
comienzan a sonar, y los candados se retiran. Hay una luz tremenda a la espalda del
captor de Jade, lo que me hace entreverlo como una silueta opaca. Mi rehén trata de
darme un empellón y correr hacia su compañero, pero no produce el resultado
esperado. He colocado los pies uno delante de otro, como la guardia de un boxeador, y
no me desequilibra. Cuando trata de correr hacia la puerta, lanzo un golpe con todas
mis fuerzas que lo lanza inerte al suelo. Sin tener muy claro a por quién voy, salto hacia
la puerta, que inmediatamente ha empezado a cerrarse.
La hoja me aplasta a la altura del abdomen. Otro golpe seco, demoledor, en la
zona magullada de las costillas. Me cuesta respirar, pero la adrenalina no me impide
en absoluto seguir adelante. Respirar entrecortadamente no es más que una simple
anécdota. Una vez se ha visto alcanzado, el tipo abandona la puerta y huye como un
loco.
Salgo detrás de él, pero unos metros antes de darle alcance se me nubla la
vista. En argot cinematográfico, un fundido a negro. Apoyo las manos sobre las
rodillas, y trato de recobrar el aliento. Me restablezco lentamente y reinicio la carrera.
Nada más cruzar el umbral del pasillo, llega un golpe demoledor en mi torso.
Trastabillo y acabo en el suelo, boca arriba. El tipo trata de abalanzarse sobre mí, y sólo
consigo mantenerlo a raya. Se levanta para coger impulso en el golpeo, y aparto la
cabeza en el último segundo, justo antes de que sus puños, con los dedos
entrelazados, se estrellen contra el suelo con violencia. Aprovechando que está caído,
a mí lado, lanzo un codazo demoledor a su ceja. Con un empellón, me coloco sobre él,
y un par de golpes certeros con la ferralla lo ponen a dormir. Sangra por las orejas y la
nariz. Creo que le he partido el cráneo.
Me pongo en pie y vuelvo sobre mis pasos. El otro tipo esta boca abajo en el
suelo. Busco con la mirada a Jade, pero no la veo. Regreso al lado del que acabo de
noquear. Acabo de darme cuenta de que tiene algo de interés. Ese teléfono funciona.
Se lo arrebato y lo guardo en uno de mis bolsillos. El tipo está en una especie de salón
de cuyas esquinas emergen cuatro pasillos. Jade está en el pasillo opuesto por el que
he llegado yo. Está llorando, tratando de respirar a pesar de su recolocada mordaza.
-Ya está –digo liberando su boca.
No es capaz de articular palabra, sólo llora. La desato sin mucha complicación y
salimos a la calle. Hace un día soleado, casi de calor. No me había dado cuenta hasta
ahora. La vibración es casi imperceptible, sólo un lejano eco. Hay un coche a unos
metros, con las llaves puestas. Tiene bastante gasoil, al menos lo suficiente como para
conducir unos kilómetros. Nos subimos y aceleramos hacia el horizonte. Tenemos que

107
alejarnos de ahí. Si tenemos suerte y estamos en el lugar adecuado, quizá lo
interceptemos.
La carretera vuelve a ser nuestra única compañera, mientras es inevitable,
después de lo vivido, que los pensamientos se sumerjan en los acontecimientos.

108
CAPITULO XI: RETOMAR LA MARCHA, CURAR LAS HERIDAS

Pese a que es más que improbable que nos sigan, no puedo evitar echar una
ojeada al retrovisor de vez en cuando. El firme sigue estando mal y no puedo llevar un
buen ritmo en carretera.
Dentro del coche, el silencio pesa. Inconscientemente, el instinto me hace
hurgar la frontal, tratando de encontrar algo en la radio. No tiene cargador de cd, ni
siquiera de cassette, así que es imposible poner música para ambientar la situación. No
dejo de pensar en lo ocurrido, y, pese a verlo racionalmente como una victoria clara,
no puedo evitar que el corazón me dé un vuelco y me falte el aire. Es como si me
hubiesen echado un peso enorme sobre las costillas. No me deja respirar bien.
La vibración es apenas un eco residual, poco más intenso que el ruido del
motor. A veces escucho la respiración nerviosa y entrecortada de Jade. Hay una
gasolinera abandonada, y no se vea nadie, ni que haya tenido actividad en las últimas
fechas. Quizá ya estaba abandonada antes del incidente de las luces.
Tomo el desvío con suavidad y me detengo delante del surtidor.
-¿Qué haces?
-Estamos en reserva. Además estoy cansado. Deberíamos buscar un sitio donde
dormir.
Asiente, con la mirada perdida y la mente en otro sitio.
-Y algo de cenar.
No hace ni una mención de responder, ni darse por enterada. La luz parece
haber vuelto, y el surtidor recarga mi combustible en tiempo récord. Entro en la
tienda. Han arrasado con casi todo, pero en una de las baldas altas, quedan unas
bolsas de aperitivos. No es mucho, pero servirá para rehuir un poco el hambre.
Fuera hay un par de bidones de gasoil, con un centímetro de líquido en el
fondo. En la tienda hay un par de estantes llenos de periódicos. Arramplo con ellos y
los coloco junto al cubo. Al volver al coche, Jade está en el asiento, con los pies
apoyados junto a las posaderas y la cabeza apoyada entre las rodillas. Está llorando, o
eso creo.
Sin decir una palabra, acerco el coche frente al bidón, y paro el motor.
-Sé que no es mucho –digo acercándole una de las bolsas-, pero mañana
buscaremos algo mejor.
Niega levemente con la cabeza y vuelve a sumergir el rostro entre sus rodillas.
Me apeo otra vez y camino en silencio hacia la gasolinera. Hay algunos muebles de
jardín desperdigados a unos metros, configurando un informal merendero. Coloco un
par de sillas alrededor del bidón, echo dentro un periódico y entro de nuevo en la
tienda. Hay una caja de cerillas en un pequeño mostrador bajo la caja registradora,
rodeada de pequeñas linternas que funcionan sin pilas y llaveros con pedernal. La
primera cerilla no enciende. Ni la segunda. El lateral de la caja parece estar bien, y la
cabeza del fósforo también. ¿Tendré acaso las manos húmedas? Me las seco
vehementemente contra las perneras de los pantalones y vuelvo a intentarlo. Por fin
enciende, y arrojo la minúscula antorcha al interior del bidón. Pensaba que iba a ser
más leve, porque emerge una poderosa llamarada hacia arriba.
-Sal –le digo a Jade, que, tras un par de insistir un par de veces, se apea con
desgana.
-Si quieres, hay una ducha en la parte de atrás. También hay algo de ropa.

109
Asiente con evidente fastidio, y entra caminando sin fuerzas, arrastrando los
pies. Me quedo sentado frente al bidón mirando hacia la carretera. Emana fuego y un
humo asqueroso aparte del calor, lo que me hace alejarme, a unos tres o cuatro
metros, de la fogata. El cielo no es tan nítido como en noches anteriores, así que
empiezo a pensar que la electricidad se ha restablecido, al menos en algunas zonas. En
medio de ninguna parte, entre ciudades, puede discernirse el aura lumínica de algunas
metrópolis.
Desde donde estoy se oye empezar a funcionar el agua de los vestuarios. El
vapor tiene un olor especial, mezclado con jabón. Abro una de las bolsas. Patatas sin
sal y sin gluten, sabor barbacoa especial. Cojo una patata y la hago girar ante mis ojos,
como si estuviese en una exhibición. Tiene una tonalidad amarillenta, muy tenue, casi
blanca, y esta cubierta por una especie de polvillo marrón caramelo, que imagino que
será lo que le da el sabor.
Jade sale y se sienta en la otra silla, con la cara entre las rodillas, hecha una
bolita.
-¿Has pensado alguna vez cómo se hacen estas cosas?
No hace ni un simple amago de contestar.
-¿Pelarán una patata y luego le quitarán el agua? Porque sino, ¿cómo queda
crujiente?
Sin respuesta.
-Tampoco huele a patata –prosigo tras olfatear mi comida-. ¿Tú qué crees?
Me mira de reojo, dirige la vista a la patata, niega con sutileza y vuelve a mirar
al vacío con indiferencia.
-Imagino que pelarán tres millones de patatas, las convertirán en una masa
uniforme y la irán vertiendo en moldes. Así le dan la forma y la textura. Luego van
echándole el resto de ingredientes y así se queda lo que tengo yo en las manos.
Es como si hubiese un muro invisible entre nosotros. Creo que ni me oye. O ni
me escucha.
-¿Nos vamos a dormir? He visto algo de material de acampada en la tienda.
Podríamos armar una tienda y un par de sacos.
Asiente sin perder el semblante distraído. Voy a la tienda y saco un par de
mochilas. Tiene un par de hojas con explicaciones por dibujos. La coloco como indica,
tiro de una anilla, y se monta la estructura automáticamente. Es enorme, pero
endeble. No acaba de convencerme. Por suerte, la vibración no es más que un lejano
eco, no hace especialmente frío ni viento, así que, aunque incómodos, podremos
dormir.
Viene a mi lado, se tumba en su saco, lo cierra hasta la altura de las axilas,
dejando sólo los brazos fuera, y se vuelve, dándome la espalda. Se ha hecho un ovillo y
no parece dormir. No da la impresión de estar relajada. Yo estoy exhausto, me quema
cada músculo del cuerpo, y la espalda me obliga a tomar una posición extraña para
evitar molestias. Hay una pequeña esterilla que empleo como almohada. Paso el brazo
por debajo, para que me haga más apoyo, y trato de respirar hondo. Cierro los ojos, y
comienzo a pensar en temas intrascendentes, para que conciliar el sueño no se me
haga tan difícil.
Empieza a pasar el tiempo. La espalda me duele cada vez más. La imagen de
ese par de bastardos llevándose a Jade me atormenta hasta no dejarme pensar con
claridad. El corazón no baja el ritmo ni un segundo. Así no voy a dormirme. No sé por

110
qué me siento responsable. Nunca me comprometí a nada con Jade. Pero me siento
mal, como si hubiese sido culpa mía.
-Tengo que centrarme –me repito a mí mismo una y otra vez.
Me incorporo de golpe y me rasco con fruición el cogote. La espalda se alivia
instantáneamente. Mala señal que al relajar los músculos no pueda parar de dolor. No
voy a dormir, eso lo tengo bien claro. Jade se vuelve y me mira con los ojos muy
abiertos, expectante.
-¿No puedes dormir? –pregunto en un farfullo.
Niega con la cabeza.
-Yo tampoco. Si quieres, podíamos ir al camión a registrar si se puede recuperar
algo.
Asiente con indiferencia. Volvemos al coche y dejamos atrás la tienda. Con
suerte, tendremos un sitio donde hacer una breve escala. Es de noche oscuro, y hay un
ruido, un viejo eco, de lo que ha sido la vibración. Estoy recorriendo la autovía en
dirección contraria. De pronto, detengo el vehículo.
-¿Qué pasa? -al fin una palabra espontánea.
-No tengo claro dónde se quedó el camión. Nos vamos a acercar a estos
bastardos… Quizá no sea una buena idea. ¿Tú qué piensas?
Se encoge de hombros, y dirige de nuevo la mirada a la lejanía a través de la
ventanilla.
-Mejor que nos alejemos –sentencio-. Vamos a buscar provisiones, y recogemos
la tienda y los sacos.
Vuelve a asentir sin mucha convicción. Recoger la tienda es muchísimo más
complicado que extenderla, pero, con un poco de práctica, todo puede hacerse. Echo
el material al maletero y reanudamos la marcha. Estoy tan cansado que no puedo
dormir. La espalda me está estallando. Como si me hubiesen hincado un garfio de
carnicero en el músculo afectado y, gracias a un contrapeso, fuese deslizándose
espalda abajo.
No puedo dejar de revolverme en el asiento. Cada bache es una pequeña
tortura que me entrecorta la respiración. Veo pequeñas manchas negras, creo que las
llaman moscas, cuando el dolor se intensifica. En ese momento, los bordes de las
siluetas de las moscas parecen iluminarse al ritmo de los latidos de mi corazón.
-Cuenta algo –masculla Jade.
-¿Qué? –lo ha dicho a un volumen que es imposible de entender.
-Me agobia el silencio. Habla.
-¿Quieres que te cuente algo que te dará curiosidad? –no puedo evitar sonreír.
-Cuenta.
-¿Sabes a qué me dedicaba antes de esta locura?
-Ni idea.
-Soy streaper.
Me mira intrigada, sin discernir si estoy bromeando o digo la verdad.
-Hago –prosigo- despedidas de soltera, fiestas, cosas así…
-¿Me lo dices en serio?
-Sí.
-¿Por qué te dedicas a eso?
-Dinero fácil y rápido. No es exigente, ni tengo que darle vueltas a la cabeza.
Trabajo sencillo, vida sencilla.

111
-¿No te da asco?
-A todo te acostumbras.
Le cuento la anécdota de la mujer que me pidió matrimonio. Por fin sonríe,
aunque sea como poso de la sorpresa.
-¿Por qué no le dijiste que sí? –pregunta después de oír la historia entera.
-No me gustan esas cosas. Sigo teniendo que dedicarme a esto, empezaría a
colgárseme del cuello y acabaríamos fatal.
Se hace un silencio incómodo. Me ha pasado decenas de veces. Estoy seguro al
noventa por ciento de cuál va a ser la siguiente pregunta.
-¿Qué harás después de esto? –acerté.
-Imagino que si juego bien mis cartas, tendré un colchón sobre el que construir
algo.
-¿Harás una empresa?
-No –sentencio tajante-. Nunca tendré a gente a mi cargo.

Se hace un silencio, como una pausa entre conversaciones. Sólo nosotros, el


motor y el pequeño eco de la vibración.
-¿Quieres oír una anécdota?
Me ofrece una sonrisa cómplice.
-Era primavera, mayo o junio, creo, temporada alta de despedidas de soltera,
un viernes por la noche nos habían cerrado el garito.
-¿Cerrado?
-Quiere decir que nos contratan para una fiesta privada, entonces estamos en
exclusiva para la fiesta, sin admitir más clientes, ¿me explico?
-¡Ah!
-El caso, que hacemos la fiesta, las chicas entregadas y tal. Todo bien, normal.
Nada especial. Estoy saliendo hacia el parking, a coger el coche, y salen tres tipos, dos
con barras de uña y otro con un bate de béisbol.
-¡Vaya!
-Me salta el primero: “¿Tú, qué?”.
-¿Tú, qué? –la entonación de Jade indaga si las palabras fueron esas.
-Así como te lo digo. No llegué ni a contestar cuando me dice: “te crees que te
puedes follar a mi novia con toda alegría, ¿no?” y yo sin saber qué decir. Al final le
pregunto casi por curiosidad: “¿Quién es tu novia, una negrita de ojos verdes?”. Sabía
que no había ninguna negra.
Jade sonríe.
-Me dice el tío: “¡Una rubia que está bien buena, cabrón!”. Como lo veía que se
estaba cabreando y contra tres no iba a poder, le digo que a esa se la ha tirado un
compañero, un calvo que era culturista y había estado en la cárcel y la hostia, así que
como habría que acabar a puñetazos, llevaba ventaja.
-El caso –prosigo. No sé por qué, pero me anima mucho contar esta anécdota-,
que esos tres se acercan a mi compañero. El del bate va cargando el golpe, y cuando
está a menos de tres metros, sin mediar palabra con mi compañero, echa las manos
hacia atrás, con tal mala suerte que le da a su amigo.
Jade emite una especie de soplido, signo de no dar crédito. Empiezo a
carcajearme mientras sigo relatando, porque a medida que avanza la narración de los
acontecimientos, va convirtiéndose en una historia más y más hilarante.

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-El amigo noqueado en el suelo, y le dice el del bate a mi compañero: “¿Ves lo
que ha pasado por tu culpa?”. El del bate se queda solo, y va a lanzar el primer palo,
pero mi compañero reacciona antes y le estrella un puñetazo demoledor a la
mandíbula. El tipo aferrado al bate como si le fuese la vida en ello dando tumbos,
bailando un paso doble de uno.
Jade empieza a partirse de risa.
-Uno en el suelo y otro dando tumbos. Mi compañero va a por el tercero, que
está asistiendo a su amigo noqueado. El tipo que ve lo que se le viene encima, levanta
las manos como si le amenazasen con un arma: “¡Tranquilo, amigo!”
No puedo contenerme, y tengo que hacer una pausa para tomar aire.
-Espera que ahora viene lo mejor. Las chicas venían en un autobús de esos
pequeños, de veinte plazas, o treinta. Como se está preparando un escándalo de
golpes y voces y tal, el chófer da la vuelta por petición expresa de la novia, ¡y no era
ella! Por lo visto no es que se equivocó de local, ¡su novia ni siquiera había ido a ningún
club! Habían organizado una fiesta íntima o lo que fuese…
Jade se carcajea con todas sus fuerzas.
-Era para verlos. Uno con la cara como un cromo, otro mareado y el tercero
cagado de miedo, andando despacito de vuelta a casa porque se habían equivocado de
chicas.
Una anécdota divertida. Es una forma de soltar la tensión, de relajarse. Jade
empieza a recuperar la confianza. Necesitaba esto. Al menos ha vuelto a sonreír.
-¿Tienes hambre? –indago.
-Un poco.
-Deberíamos parar a comer algo. Próximo área de descanso. Esperemos que no
lo hayan asaltado. En la de las tiendas de campaña, no había quedado nada. ¿Tienes
sueño?
-No.

El coche sigue avanzando en silencio. Estoy deseando que amanezca.


Demasiada oscuridad alrededor, apenas puedo discernir por dónde transito. Dentro, se
ha hecho el silencio, roto apenas por el ronroneo mecánico del motor. Me está dando
sueño. El cansancio ha contraatacado y está a punto de vencer la guerra. Necesito un
área de descanso donde descansar.

-¿Puedo preguntarte algo? –indaga Jade al cabo de un rato.


-Dispara.
-Cuando estábamos… hace una pausa porque parece que la embarga un nudo
en la garganta, pero toma aire y parece que también fuerzas, y prosigue-… ahí, ellos
hablaban… ¿qué era?
-Alemán. O algún dialecto derivado del alemán. Tengo dudas.
-¿En qué tienes dudas?
-En los últimos trescientos años ha habido comunidades de alemanes que han
emigrado a todas partes. En Sudamérica hay varias: en Chile, en Brasil… el caso es que
esas comunidades mantuvieron el alemán, y fue poco a poco evolucionando y
disgregándose, formando dialectos independientes. Si se hablan se entienden, pero se
ven las diferencias en las expresiones, en el acento…

113
Se queda en silencio, asintiendo con expresión de estar aprendiendo algo
nuevo. Vuelvo la mirada al frente. La carretera parece no terminar nunca. Tengo que
estar a unas horas, no se cuántas.
-¿Y cómo sabes alemán?
-No te lo creerías –sonrío, incómodo.
-Prueba.
-Mis bisabuelos eran de Austria. En concreto, de Blodinberg.
-Es grande.
-Es un pequeño pueblo, reconvertido en barrio, de las afueras de Graz. ¿Has
visto postales de Suiza, o Alemania?
Asiente sin mucha convicción.
-¿De esas que se ven casitas idílicas, rodeadas de paisajes bucólicos…?
-Sí.
-Lo primero que se asocia son tipos vestidos de tiroleses cantando a voces al
son de un acordeón.
Sonríe.
-Pues era un sitio así. Casitas de madera muy decoradas, carreteras estrechas,
hechas para caminar sin prisa…
-¿Has estado?
-Sólo una vez, cuando era niño. Estuve con mis padres conociendo la que fue
casa de la familia. Vimos Graz… había unos cuantos monumentos dedicados a Arnold
Schwarzenegger, pero los renombraron todos cuando firmó una sentencia de muerte
mientras era gobernador de California.
Vuelvo a quedarme en silencio. Me he entretenido tanto con los detalles que
he olvidado el tema principal.
-El caso –prosigo de pronto-, es que mis bisabuelos empezaron a temer con el
auge del partido nazi, y se largaron con unos primos… a Polonia. Vivieron en primera
persona el gueto de Varsovia, y se los llevaron en trenes, imagino que a algún campo
donde los matarían. Mi abuelo tenía un año, o dos, y, viendo lo que se les venía
encima, enviaron a mi abuelo con unos amigos que vivían en Suiza, así que mi abuelo
creció como un niño suizo normal. Hasta los doce o trece años, bastante después de
acabar la guerra, su madre –que en realidad, era la amiga de su madre biológica- le
contó la verdad.
Jade me atiende con los ojos muy abiertos, afectada por empatía a cada
palabra que digo.
-Mi abuelo se enamoró allí de una suiza, y tuvieron a mi madre. Cuando ellos
tenían veintitantos años, con una niña de cuatro, vinieron aquí. Estuvieron casi treinta
años y, de cara a la jubilación, mis abuelos quisieron volver, pero mi madre ya se había
casado y me tenían a mí, así que se quedaron aquí.
Jade sonríe, aunque no sé muy bien por qué.
-Como homenaje a sus orígenes, que para él eran un poco inciertos, sólo
sabemos lo que nos contaron los padrastros de mi abuelo, él decidió que todos
hablaríamos alemán a nivel nativo. Hasta leemos poesías de Goethe –le saco la lengua
burlonamente.
-¿Llegaste a saber quiénes eran tus abuelos?

114
-Sólo quedaba una foto, y estaba bastante ajada, pero se podría decir que sí.
También había un libro de familia y algún otro documento. Mi abuelo las tenía por ahí,
restauradas y conservadas.
-¿Cómo eran?
-¿Las fotos?
-Tus bisabuelos.
-Él era un hombre alto. Más o menos de mi estatura, sobre el metro noventa,
que para aquella época era una salvajada. Era espigado y fibroso, y debía ser rubio con
los ojos oscuros, una cosa extraña. Me estoy imaginando a los nazis de los campos,
cuando se le quedasen por debajo del hombro con todos esos rollos de la raza
superior.
Jade sonríe por compromiso.
-Ella era menuda en comparación con él, pero, para ser mujer y en esa época,
también era alta, alrededor de metro sesenta. Tenía las espaldas anchas y estaba un
poco entrada en carnes. Al menos en la foto. Pero era muy morena y tenía los ojos
negros.
Me quedo un momento en silencio, mirando meditabundo a la carretera.
-Es triste –dice Jade.
-¿El qué? –indago después de unos instantes en silencio.
-Que sólo sobreviva de ti una foto y nadie en el mundo sepa decir más de una
vaga descripción. Desaparecer del mundo sin dejar rastro.
-Es a lo que estamos abocados. Piensa por ejemplo en el código de Hammurabi.
-¿Hammurabi?
-Lo habrás visto por ahí. Un pedrusco negro con forma de pilar. En la parte
superior se ve una imagen con dos tipos, uno de pie que parece pedirle consejo al otro,
que está sentado. Una obra de arte de Babilonia.
-Me suena un poco –no suena muy convincente.
-Bueno. Ese chisme tiene recogido todo el sistema legal de la época. Como aquí
tienes el código civil y el código penal y todo eso, pero aquí resumido en un grabado
enorme. Es lo de la ley del Talión.
Guarda silencio un momento.
-Ojo por ojo, diente por diente.
-¡Ah! ¡Ahora caigo! Sí, ¿dónde quieres ir a parar?
-Es de lo poco que nos queda de entonces. ¿Crees que sólo había tres
habitantes en Babilonia? ¿Los dos del grabado y el escultor?
-¡Oh!
-Había miles de personas alrededor. Tal vez decenas de miles, quién sabe. Y de
toda esa gente no ha quedado nada. Calcula una vida media de unos cuarenta años
por generación, la cantidad de gente que han pasado por el mundo sin dejar la más
mínima huella.
Vuelve a quedarse callada, con la vista hacia sus pies.
-¿Cuántos millones de perfiles tiene Facebook?
-¡Uf!
-Es un pequeño legado, pero duro que permanezca. Al final, cambian los
medios, pero la condena es la misma. Una vez que mueres, quedan un puñado de
personas a las que marcaste y que te recuerdan nítidamente. A medida que va
pasando el tiempo, se van perdiendo progresivamente detalles, y, sea por lo que fuere,

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por que mueran o por que te olviden, una vez que desaparecen ellos también,
desapareces por completo, o quedas resumido en una foto anónima, en una carta de
guerra, o en algún detalle en principio nimio que jamás imaginaste que fuese a ser tu
legado.

Debería haberla animado y se ha deprimido más. Por lo menos, mientras piensa


en eso, se olvida que lo que ha pasado antes de huir. Una grieta en el firme me coge
desprevenido y hace que el coche haga un extraño, amagando con estrellarse contra la
mediana. Freno con todas mis fuerzas, tratando de volantear para no impactar contra
la separación de hormigón. Por fortuna, el coche derrapa un poco y apenas le hago un
roce a la parte posterior del lado del conductor.
Por fin, nos detenemos. El corazón se me ha desbocado, y noto en la lengua ese
sabor mecánico propio de los subidones de adrenalina.
-¿Estás bien? –farfullo casi sin aliento. Jade asiente. Tiene los ojos muy abiertos,
imagino que por la impresión, y está agarrada como un felino al asiento. Es como un
gato, cuando eriza el espinazo.
-Algo pasa –sentencio como si mi instinto lo hubiese escrito en piedra.
Vuelvo a arrancar –no he pisado el embrague y se ha calado-, engrano la
primera. El coche empieza a desplazarse paulatinamente, a un ritmo casi inapreciable,
y la parte trasera hace algo extraño, como si estuviese bajando una escalera. Apenas
he avanzado veinte metros y me detengo de nuevo. Me apeo de un salto. La parte
posterior tiene un roce que ha dejado sin luces en el lado del conductor, y la rueda
está completamente reventada. Lo que se nota irregular en la conducción es la llanta,
que de golpearse con el suelo está mellada en varias partes.
-¡Mierda! –bramo al cielo-. La hemos preparado, pero bien.
Jade se ha apeado también, y viene a mi lado a observar la situación.
-Sólo es un reventón… -murmura.
-¿Sólo un reventón? –pregunto irónico-. Lo jodido es que la llanta está
golpeada. Verás para desmontar la puta rueda.
Abro el maletero. El suelo son unas cuantas piezas que se desmontan con un
tirón. Al fin, emerge la rueda de repuesto. La hago botar un poco en el suelo, lo que
delata que la presión parece estar en buen estado. La apoyo contra el coche, al lado de
la que va a sustituir. En el maletero ha quedado el pequeño gato y la llave.
-¿Te ayudo? –se ofrece Jade.
-De momento no hace falta.
Coloco el pequeño ingenio hidráulico cerca de la rueda, bajo el coche, y
empiezo a girar la palanca. Subo la velocidad, tratando de bregar con la frustración de
la velocidad nimia de expansión. Una vez empieza a levantar el coche, se convierte en
algo fatigoso.
-Espera –dice Jade, obligando a detenerme. Se coloca en cuclillas frente al gato
y pulsa el engranaje donde se conecta la barra, que se mete un centímetro para
adentro emitiendo un chasquido.
-Prueba ahora.
Reinicio el movimiento giratorio, que se ha convertido en algo más llevadero, y
el coche se levanta trabajosamente sobre su rueda. Recojo la llave y encajo la boca en
uno de los tornillos. Agarro con firmeza el otro extremo y empiezo a tirar con todas
mis fuerzas. Echo el cuerpo hacia atrás, utilizándolo de contrapeso para subir la

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presión en la tuerca. La espalda empieza a quemar, pero aún subo más la presión. Mi
cuerpo está al límite.
De pronto, algo parece estallar y caigo violentamente al suelo. Lo primero en
dar contra el pavimento son mis posaderas, pero después, por la inercia, va mi
espalda. Otro golpe en la zona magullada. Me giro rápidamente y me coloco al fin boca
abajo.
-¿Estás bien? –indaga Jade.
Me pongo de pie y asiento frenéticamente mientras recupero el aliento. La
barra ha caído al suelo. La sujeto con fuerza por uno de los extremos y observo la
boquilla. Se ha roto como si estuviese hecha de barro. El espacio hexagonal donde se
encaja el cabezal del tornillo se ha abierto completamente.
-¿Has visto esto? –le pregunto señalando la avería.
-¡Qué fuerza tienes!
-No. Cuando vas a una ferretería, tienes herramientas profesionales, que valen
un riñón, y luego herramientas para usuarios, que valen cuatro calas.
-Sí.
-La diferencia está en esto. Cuando funden el metal, la clave es el grosor. Una
llave buena tiene tres veces más hierro que esta mierda.
Coloco la otra boquilla en el mismo tornillo que antes. Le viene un poco más
grande, lo que va a dificultar considerablemente la extracción. Si el tornillo está
demasiado fijado, es posible que la barra esté dando vueltas en el aire, sin hacer girar
el tornillo ni un triste grado.
Empiezo a empujar, pero cambio las manos de posición, intentando que no me
pase lo mismo de nuevo. La barra gira en un par de tirones, desequilibrándome a
punto de mandarme de vuelta al suelo. Ya está suelta. Puedo girar la barra con un solo
dedo. Una vez que está lo suficientemente suelto, paso a otro. Acabo de liberar la
rueda con las manos, colocando las tuercas en suelo de la misma manera que ocupan
los vástagos.
Es una rueda de velocidad limitada. No se puede pasar de sesenta, y tiene la
mitad de banda de rodadura de las otras tres. Creo que está suficientemente sujeta, al
menos yo no soy capaz de tensarla más.
-Vámonos –sentencio. Estoy cansado y me estoy poniendo de mala leche.
-¿Y la rueda?
-El que la quiera, para él –mascullo dejándola tirada en medio de la carretera.

Jade se sube a mi lado sin decir nada y el vehículo empieza a arrastrarse


trabajosamente sobre el asfalto. La velocidad, en el estado que está la carretera, no
será un problema. Tenemos que buscar un nuevo medio de transporte. Primer coche
con las llaves puestas… como los cangrejos ermitaños, cambiamos de casa y seguimos
el camino.
-Prueba la radio, a ver si suena algo –solicito a Jade.
Ella se concentra afanosamente en recorrer el dial. Es un modelo viejo de radio,
con un sintonizador manual. Encontrar una emisora depende de la pericia y el buen
pulso del usuario. Sólo ruido blanco por todas partes. Casi cinco minutos recorriendo la
frecuencia modulada, y ni una palabra, ni música… sin actividad.
-Bueno, lo hemos intentado.

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Hay señales que indican la entrada a la ciudad. Barrios dormitorio del
extrarradio.
-¿Tienes hambre?
Jade asiente sin mucha convicción. Detengo el coche en avenida, a un par de
manzanas de un pequeño economato. No tengo mi maza de trinchera, ni barra de
uña… lo cierto es que me siento desprotegido. Agarro con fuerza la llave que he
empleado para soltar los tornillos de la rueda.
-¿Te apetece algo en especial? –pregunto en voz baja.
Jade niega.
-Espera –apostilla-. Voy contigo.

Caminamos muy despacio, sigilosos. Ahora el oído vuelve a ser una referencia,
por fin. No suena nada. Una ciudad fantasma. Otra ciudad fantasma. No se mueve ni
gota de viento, como si la tierra que piso estuviese fuera del tiempo. Es como si no
estuviésemos en el universo.
Dentro del local no hay movimiento. De pronto, suena algo al fondo. Parecido
al restallar de pedacitos de cristal al pisarlos. Hago inmediatamente un gesto a Jade,
para que se detenga y guarde silencio. Me dirijo hacia esa zona muy despacio, paso a
paso. Entreveo una sombra, un bulto sospechoso, cerca de la zona de donde imagino
que procede el ruido. Al asomarme a un pasillo, lo veo claro: un perro. Motivo a la vez
de tranquilidad y angustia. Tranquilidad porque un animal en estas circunstancias es
más fiable que un humano, angustia porque no distingo qué significan exactamente los
gestos, qué actitud delatan. Es un dogo alemán. No creo que sea especialmente
agresivo, pero es enorme, es potente, y no sé el tiempo que lleva sin comer.
Blando amenazadoramente la llave hacia él.
-Como te acerques, ninguno de los dos volverá a casa.
Me aparto un poco, y el animal sale cabizbajo del local, a través del pasillo.
-No te pongas en su camino y déjalo irse –anuncio a Jade, un par de metros
detrás de mí.
Pero ella no me escucha. Abre una saca de comida para perros que tiene cerca
y convida a su nuevo amigo peludo, que con gusto devora cuanto tiene cerca. Es una
mole devorando decenas de bolitas de pienso en cada bocado. Mastica con fuerza, y
dirige la mirada hacia mi compañera para que le sirva un poco más.
En la balda de enfrente, están los frigoríficos, donde, entre otras cosas, guardan
las ensaladas envasadas. Una marca tiene de promoción una ensaladera de plástico.
Jade se la arrebata de un tirón y vierte una botella de agua. El pobre animal se
abalanza sobre el líquido y lo ingiere tan rápido como puede. Me he convertido en un
espectador mudo de la agonía del pobre desgraciado.

Una vez saciado, el dogo se acerca a Jade, acariciándola con la testuz, su forma
de mostrar agradecimiento.
-Eres un buen chico, ¿verdad? –Jade se carcajea mientras se deshace en
atenciones y carantoñas-. De nada…
-Pásame una cesta, anda –interfiero en ese momento feliz.
Jade me la lanza y empiezo a recoger lo que haya comestible. Fruta, ensalada,
aperitivos salados, chucherías…

118
Me acerco a los dos buenos amigos y el dogo se me acerca buscando caricias.
Le acaricio el cráneo, acompañándolo de unas palmaditas.
-Auauauauauau –dice mi nuevo amigo. No llega a ser un ladrido, es más
parecido a un intento por articular palabras.
-Tschh –le mando callar-. No hagas ruido.
El cánido se queda inmóvil, esperando mis órdenes.
-Deberíamos buscar un medio de transporte nuevo –enuncio solemne. Jade
asiente bajando la mirada.
Salgo a la calle. Hay varias decenas de coches repartidos en un radio de un par
de manzanas. Están cerrados y sin llaves, y la mayoría tienen alarma. Antes me hubiese
dado igual, pero una alarma berreando a unos metros delataría nuestra posición, y no
tengo ganas de conocer gente nueva. A través del establecimiento, accedo a la zona de
carga. Hay una furgoneta. Llaves puestas y depósito lleno. Viva el reparto a domicilio.
-Vamos a cargarla y nos largamos.
Echamos estantes enteros, aplicándolos de cualquier manera, en la parte
trasera del furgón.
-Podríamos llevárnoslo… -sugiere Jade, en referencia al dogo.
-¿Dónde? –inquiero-. Si lo pones detrás, con la comida, te va a ir descargando
automático, y si va delante con nosotros, verás lo que es peste.
-Tal vez detrás, si vamos los dos.
-¿Vas a ir sentada en un paquete de botellas de agua?
-No sé. Probamos unos kilómetros, y sino…
Qué a gusto los dejaría a los dos aquí y saldría chillando rueda. Pero sé que algo
empezaría a ir mal. Al final me dan remordimientos.
-Venga, haz lo que quieras –accedo pesadamente-. Abre la puerta si quieres
mientras arranco.
-Goliat, adentro –ordena taxativamente Jade. El dogo levanta instintivamente
las orejas y los párpados en una mueca de perplejidad, y seguidamente obedece,
subiéndose de un salto a la furgoneta, que da un vaivén por el peso del perro. Jade
cierra la puerta con suavidad y el animal nos mira a través de la ventanilla trasera, tan
cerca que el cristal se empaña por el aliento.
-¿Goliat? –indago.
-Es un buen nombre.
Sonrío, bajo la mirada y me subo tras el volante. Goliat viene a la pequeña
barrera que separa los asientos de conductor y copiloto de la zona de carga, asomando
su enorme morro a través del angosto espacio entre las barras.
-Aparta, cabrón. Déjame conducir.
Jade empuja la puerta corredera, que se desliza paralela a la pared ruidosa y
rápidamente. Se sube a mi lado, sonriendo. Todo sea porque ella esté contenta. Pasa
la mano por el vallado y Goliat pone la cabeza para que se la acaricie.
-Este perro está muerto de amor.
Me hace carcajearme. Muerto de amor. Podría ser un verso de Shakespeare.
-Auauauauau –trata de vocalizar Goliat.
-¡Qué bueno es! –sonríe Jade-. Lo que tiene de grande lo tiene de buenazo.
No puedo evitar sonreír, mientras el motor de la furgoneta ronronea para salir.
Evito las calles de barrio, y voy directo a las grandes avenidas. Hay una tienda de

119
colchones haciendo esquina, frente a una rotonda. Me detengo ahí mismo,
sorprendiendo a Jade.
-Cenamos algo y dormimos ahí. Para qué seguir andando.
Jade asiente. Por suerte, aunque sólo sea como decoración, las camas tienen
unos edredones, algo con lo que taparse. No hace especialmente frío, pero es cierto
que ayuda para relajarse. Goliat da vueltas a nuestro alrededor con la lengua asomada
por la comisura de los labios y se tumba a los pies del lecho de Jade.
-Que descanses –susurra ella.
-¿A mí o a Goliat?
-¿Celosito?
Una última sonrisa antes de dormir.

Estoy inmóvil sobre la cama. Hace un frío tremendo. De pronto el colchón se ha


convertido en la estructura metálica de una camilla. Cada músculo del cuerpo se me
contrae por el contraste de temperatura. Observo de reojo el calendario que pende de
la pared. En lugar de estar los días numerados, hay media hoja con una cuenta atrás en
números rojos, y una cuenta adelante en números negros. Las fechas están tachadas
hasta el día 2 de después. Trato de incorporarme, pero el cuerpo no me responde.
Intento al menos mover las manos, pero tampoco puedo. Tal vez pueda mover los
dedos. Nada. Tampoco siento parpadear. No puedo ni cerrar los ojos. Cuando desvío la
mirada de un lado a otro, no siento que mis ojos se muevan. No siento el más mínimo
movimiento. Guardo silencio, buscando los latidos de mi corazón. Ni un ruido. Estoy
paralizado, inmóvil, al borde del pánico. Debería temblar, llorar, Jadear, tener
taquicardias… pero no hay un sonido, ni un latido, ni un gruñido… es un silencio, como
si se hubiese roto la conexión entre el cuerpo y el resto.

Pasan un par de minutos con la mirada perdida en el techo, invadida por la


intensa luminosidad de la luz del techo. De pronto, suena un crujido. Trato de observar
alrededor, pero no distingo nada por debajo de mi nariz. Seguidamente, se hace una
enorme sombra. Tan grande que se hace de noche sobre mí.
-Vale, vamos a ver… -dice una atronadora voz.
Le hubiese pedido socorro, pero su forma de tararear mientras ojea
impertérrito unos papeles delante de mi cuerpo me da ganas de gritar. Sólo quiero
salir de allí. Incorporarme y correr lejos de allí.

Aparca los papeles y coloca una pequeña bandeja junto a mi cabeza. Hay un
tintineo metálico, al parecer está buscando algo.
-Eso es, ahora sólo un momentito… -masculla.
Saca un bisturí, lo blande ante mis ojos y parece que empieza a cortar. Mi
cuerpo está frío, pero el metal que está sajando mi carne es aún más gélido. Mi cuerpo
está inerte, pero emite un dolor tan intenso que me siento morir. Debería haberme
desmayado, debería gritar… no sé qué está pasando. Dios mío, sácame de aquí…

-Despierta. ¡Despierta! –Jade me zarandea suavemente.

120
Tomo aire sobresaltado, tratando de incorporarme. Me he puesto de pie de un
salto, y me llevo las dos manos al pecho. El corazón me late como un tambor y parece
faltarme el aire. Jadeo como si hubiese corrido diez kilómetros.
-¡Dios! –es lo único que acierto a decir entre estertores. Goliat, sobresaltado,
corretea de un lado a otro de la estancia, esperando el mensaje tranquilizador de su
amiga. Me siento en la cama, y recobro la respiración.
Jade se percata de la inquietud del dogo y, con un leve gesto con la mano, hace
que el impresionante can se siente y espere novedades.
-¿Una pesadilla? –indaga Jade.
-Sí –mascullo.
-Has empezado a revolverte de un lado a otro, y a gritar. Menudo alarido has
dado.
Niego con la cabeza, inconscientemente, arqueando las cejas, perplejo.
-Sólo era un mal sueño.
-¿Qué ocurría?
-Nada. Es mejor no recordarlo.
Estoy sudando. Me seco la frente con la palma de la mano. Las yemas de los
dedos recorren el cuello de la camiseta, empapado en sudor. Me da un frío tremendo.
No me queda otro remedio. Me pongo en pie de nuevo y descubro el torso.
-Necesito ropa limpia.
-Y una ducha –sonríe Jade.
-¿Sí?
-Un poco –asiente con ternura.
-Ahora vengo entonces.
-Te acompañamos. No puedo dormir, y Goliat tampoco, ¿a que no?
El dogo nos observa extrañado, y recibe con agrado las carantoñas de Jade,
moviendo con ansia el rabo y moviendo el cuerpo para que las caricias se dirijan a la
espalda.
-Vámonos.

Las piscinas están en la otra punta de la ciudad. Conozco un poco la zona, lo


justo para orientarme a duras penas. Nos apeamos y observo alrededor. Un leve
silbido del viento y ni el más mínimo movimiento. Recojo la barra que hay junto a la
rueda de repuesto, y comienzo a caminar hacia las piscinas.
Goliat abre la expedición, olisqueando en todas direcciones. Camina cabizbajo,
prestando atención a todo, afinando sus sentidos y sus instintos. Jade y yo le seguimos
con un par de metros de diferencia, en silencio, con el resquemor del que teme
meterse en la guarida del enemigo.
De repente, Goliat se detiene y empieza a gruñir apuntando hacia la piscina
cubierta. Es imprescindible para llegar a los vestuarios.
-¿Qué hueles, chico?
El dogo ladra con un tono grave, atronador.
Hay sonido dentro de la edificación. Algo ha caído al suelo, y se oyen pasos que
se acercan a toda velocidad. Un golpe en la puerta. Otro. Ahora suena como si
rascaran. La puerta tiene un ventanuco circular por el que se divisa el interior. Me
asomo ligeramente mientras Jade lucha por contener a Goliat.

121
Su rostro aparece de pronto al otro lado del cristal. Enfurecido, rabioso,
dispuesto a proteger su territorio con la vida si fuese preciso. Un pastor alemán
enorme, que no deja de mostrar sus dientes, de gruñirnos y ladrarnos.
-Hay que buscar ruta alternativa, o ducha alternativa –me resigno.
Jade asiente, pero Goliat discrepa. Ella trata de controlarlo, de arrastrarlo hacia
la ruta que hemos marcado, pero el dogo pesa más que ella, y cada gramo es pura
fibra, pura fuerza. Los intentos de Jade ni lo mueven del sitio, como si estuviese hecho
de hormigón, o soldado al suelo.
-¡Goliat! –grita Jade-. ¡Vamos!
-Si te ve alejarte, te seguirá –afirmo con seguridad.
Jade da unos saltitos y una vez que está a mi altura, camina al mismo ritmo que
yo. Al llegar a la puerta vuelvo la mirada atrás. Goliat está cada vez más furioso y
comienza a golpear la puerta.
-No viene –susurra Jade, disgustada.
-¿Qué vamos a hacer? –espeto resignado-. No pienso llevarlo por la fuerza. Él
sabe dónde está la comida y aún así se la quiere jugar.
-¡No pienso dejarlo ahí!
-¿Lo llevo a rastras?
-Haz lo que quieras, pero si él se queda, yo también.
Gruño con fuerza, cabreado. Que a gusto le daría un varazo y la metería por la
fuerza en la furgoneta, pero tomo aire y suspiro.
-Pues os quedáis.
-¿Vas a dejarnos aquí tirados?
-Te estás dejando tirada tú solita.
-No sé cómo puedes ser así.
De pronto, se oye un crujido. Goliat se ha alejado un par de metros, para recibir
a su enemigo con espacio. El pastor alemán –el hambre agudiza el ingenio- ha abierto
la puerta y se lanza contra el dogo, que repele no sin problemas la embestida.
-¡Dios! –espeta Jade, saliendo hacia Goliat a la carrera.
-¡Espera! –grito-. ¿Qué haces, loca?
Un instante de duda. Largarme sin más o acudir al auxilio de Goliat. Un perro
tan grande padece del corazón, o al menos en la vejez, les falla el corazón. Estos
sobresaltos no son buenos para él. Sólo de pensar en abandonar a Jade, me remuerde
la conciencia.
-Es que soy idiota –farfullo mientras empiezo a correr-. Todo lo que me pase
me está bien merecido.
Corro tanto como dan las piernas, y me presento en un momento. En ese lapso,
el pastor alemán ha hecho un contraataque que el pobre Goliat no ha podido evitar, y
está intentando aguantar en el suelo las acometidas de su rival.
-¡Aparta! –voceo a Jade, que trata de forcejear con los púgiles. Al oírme, se
retira levemente facilitándome el sitio justo para poder lanzar el primer golpe, directo
a la cabeza del pastor alemán, pero tiene la presa tan bien cogida que no hace ningún
efecto.
Doy un segundo mazazo, pero tampoco es más efectivo. Tiene asido por el
cuello a Goliat –al acercarme lo he visto más claramente-, y no va a ofrecer su botín
por las buenas. Trato de cogerle de la nariz. Casi todos los felinos y los cánidos, como
muchos otros mamíferos, tienen una zona de la nariz muy sensible, y la presión

122
aplicada correctamente los debería hacer recular. Presiono con todas mis fuerzas el
lóbulo del hocico del pastor alemán, pero está enloquecido. Podría cortarle la cabeza y
no soltaría un ápice de presión. Cada segundo que pasa me pongo más frenético, Jade
está impaciente, bloqueada por ver a su peludo amigo cruelmente atacado.
De pronto, me viene una idea. Sujeto la cabeza del pastor alemán con ambas
manos y presiono mis pulgares sobre sus ojos. Eso sí produce un efecto inmediato.
Retira la cabeza con una sacudida y me gruñe con fiereza. Blando amenazadoramente
la barra. Estoy calibrando los movimientos. Si se me acerca, le voy a partir el cráneo.
Tiene los ojos inyectados en sangre, y se descuelga una baba blanquecina y espesa de
la comisura de los labios, mientras no deja de mostrarme los dientes.
Hago un aspaviento, y recula un par de metros.
-¡Largo!
Sigue ladrando furiosamente. Sin pensarlo dos veces, salgo corriendo hacia él.
Una vez vi en un documental a un tipo con un rollo de papel higiénico hacer retroceder
aterrorizado a un león macho adulto. Como son depredadores, no saben qué hacer
cuando son atacados. Así que el tipo se lanzó hacia él voceando como un loco y el león
corría como si lo persiguiese el diablo.
Efectivamente, el pastor alemán sale corriendo hasta dejar una distancia
suficiente. Retrocedo sin retirar la mirada del enemigo que huye hasta Goliat. Jade le
acaricia la cabeza llorando a lágrima viva. El animal hace unos estertores, tratando
instintivamente de tomar aire, y expira. La herida del cuello era demasiado profunda, y
empieza a rodear el cadáver de un charco de sangre. Apenas me ha dado tiempo a
colocarme a su lado, clavando las rodillas en el suelo.
-No hay nada que hacer.
-¡Dios mío! –susurra Jade.
-Lo siento mucho.

No quiero levantar la mirada. Apoyo las manos sobre los muslos y me agacho
paulatinamente. El esfuerzo me hace Jadear. Cada latido del corazón emite un
pinchazo frío. Como si una aguja congelada me hubiese atravesado las costillas.
-Yo… -me siento culpable, y tengo ganas de llorar-… intenté correr, pero el
pastor alemán…
Empieza a temblar, cabizbaja. Empiezo a temer que le vaya a dar algo. Un
ataque de nervios, un infarto… tengo miedo por ella. La impotencia es terrible. Es
como pelear contra un huracán.
-¡Cállate! –grita de pronto. Se hace un silencio, permaneciendo yo inmóvil, sin
atreverme a respirar casi-. ¡Ha sido por tu culpa! ¡Lo dejaste a su suerte!
Estoy avergonzado.
-¡Bastardo! ¡No te he visto pensar en nadie más que en ti!
Sigue gritando como loca, y no sé qué contestar. Finalmente, me levanto y
salgo de las piscinas a paso lento, sin mirar siquiera a Jade. Instintivamente, se levanta
y me sigue voceando, un paso por detrás de mí.
-Deberíamos irnos –mascullo.
-¡No voy a moverme de aquí!
-¿Qué dices?
-Que sigues tu solo.
-Vamos, Jade, es una locura…

123
-¡No me digas nada! ¡No quiero saber más de ti!
-Una ocasión ideal –retumba en mi cerebro-. Te quitas la carga y puedes seguir
con la idea original.

Llegamos a la furgoneta, me detengo y le hablo bien claro.


-No me lo vas a decir dos veces, Jade. ¿Vienes o no?
Agacha la cabeza, iracunda. Permanece unos segundos en silencio y acepta a
regañadientes, subiéndose malhumorada en la furgoneta, dando un sonoro portazo.
Ha hecho vibrar la carrocería entera. Todo por tomar una ducha y cambiarme de
camiseta. Quién me mandaría a mí…
Cerca del campo de fútbol hay un polideportivo con piscina privada. Debería
tener duchas, con suerte incluirá agua caliente, o sino, ducha rápida. Llegamos allí
despacio, envueltos en un silencio tenso que parece provocar que el aire pese.
-Voy a ducharme, ¿vale?
Ni contesta. Sigue con la mirada perdida en las vistas que ofrece la ventanilla,
como si no estuviese. Ha sido culpa mía. Si hubiese sacado a Goliat de allí…
Entro en los vestuarios, que están abiertos de par en par. El agua es puro hielo.
Al menos me quito el sudor pegado de encima. Salgo de allí con el torso desnudo. Los
pantalones y la ropa interior puedo reutilizarlos, pero la camiseta me da asco. La dejo
tirada a los pies de la ducha.
Registro las pocas taquillas abiertas que hay, buscando algo que me sirva. Sólo
un par de calcetines. Hago una prueba olfativa. Suavizante. Arrojo los míos al suelo y
me los cambio con fruición.
En la calle apenas noto el viento. Es como si estuviese en el purgatorio. Ni calor
ni frío, ni luz ni oscuridad. Me siento flotar en medio de la nada. Un purgatorio de
asfalto y hormigón.
A una manzana hay una tienda de artículos de publicidad para empresas. Hay
un par de camisetas en un expositor, cerca del escaparate. No es ninguna maravilla,
pero al menos es de mi talla. Tengo un pico y una pala serigrafiados en la espalda, y el
logo de la empresa a la altura del corazón.
La furgoneta sigue arrancada, al ralentí, sin haberse movido un metro. Me subo
y retomo el camino. Pararemos a un par de manzanas, observaré bien, con suerte lo
pescaré y luego nos largaremos. En mi casa hay sitio de sobra para Jade. Al menos
hasta que se recupere.
-El agua estaba helada. ¡Menudo frío!
Intento baldío de sacar conversación. Sin respuesta.

He encontrado una pequeña plazoleta donde podré dejar la furgoneta. Aparco


en una esquina.
-Si quieres –estamos en una zona neutral. No es probable que éste nos
descubra-, podíamos dar una vuelta. Coger algo de ropa, comer algo…
-Bueno… -al menos masculla algo.
-¿Te gustan las joyas? Podíamos coger una pulserita o un colgante…
-Las joyerías están cerradas a cal y canto.
-No quería decir eso, es… ¿Cómo se dice?
Me mira como una vaca mirando el tren.
-¡Bisutería!

124
-¡Ah! No mucho, la verdad.
Es una de las calles principales de la ciudad, estará repleta de tiendas de todo
tipo. Imagino que será uno de los pilares del comercio local.

Hay una especie de mini centro comercial en las bajeras de un par de


manzanas, unidas a través de un angosto pasaje. Caminamos despacio, en silencio. Hay
un bar haciendo esquina.
-Tengo una idea –sonrío-. Siéntate, a ver si hay suerte.
Paso a la cocina. En la nevera hay unos pocos, y la plancha no tardará mucho en
calentarse. Con un poquito de aceite y medio limón será algo especial. Lo vierto todo
en un plato y salgo riéndome. La nevera ha vuelto a funcionar, y el par de botellines
vuelven a estar bien fresquitos.
Al menos, consigo que Jade sonría. Un pequeño destello de ilusión, recompensa
más que suficiente.
-¿Sabes cocinar? –pregunta agradablemente sorprendida.
-No, sólo sé hacer unas pocas cosas.
Asiente.
-Cuidado, que queman los muy cabrones. Échales medio limón, y con un
palillito, a comer. Si queman, sorbo de cerveza, que está fría.
-Gracias.

Lo cierto es que tengo que contenerme, porque con gusto devoraría hasta el
plato, si estuviese rebozado también. Los mejores calamares que puede uno comer. El
sabor es insuperable. Tengo que hacer ejercicio. Cuando todo esto acabe, dos días a
base de líquidos y ejercicio.
Jade prueba un par de pedacitos, y sonríe.
-¿Quieres pan? –se me ha ocurrido de repente.
-No, con esto vale.
-Espera, que tengo una sorpresita más.
Entro a paso ligero en la cocina y vuelvo a salir unos minutos después con otro
plato y, ahora sí, media barra de pan. Un poco de panceta y un par de torreznos,
aparte de otra ración de calamares.
-¡Qué rico! –aplaude Jade.
Comemos con fruición. La cerveza es una maravilla. Abro una bolsa de patatas
que hay en un minúsculo expositor colgando de una pared. Ni un nutriente, todo
grasa, papeles de periódico reciclados, derivados del petróleo o sepa Dios qué
porquerías, pero un banquete digno de un rey. Jade se ha relajado un poco.

No tengo ganas de levantarme, así que esto podría considerarse como una
sobremesa. Estoy cómodo, relajado, pensando en que he satisfecho el hambre y con
una extraña sensación de bienestar me surge de las entrañas.
-Quería decirte algo –espeta Jade de pronto. Me quedo en silencio, esperando
el anuncio.
-Lo siento –primeras palabras. Yo sigo en silencio-. Es cierto que me duele lo
que ha pasado, pero no debería culparte de todo.
-No pasa nada –me miro y no me reconozco. Me estoy convirtiendo en un
sentimental.

125
-Te has portado muy bien conmigo. No tenías por qué llevarme a ninguna
parte, y lo has hecho de buen grado.
-Agradezco que lo veas.
-Goliat es una pérdida. Era –se emociona un poco-… era de los pocos amigos
que he encontrado.
-Lo entiendo.
-En esta situación no sé muy bien qué hacer, y se prolonga en el tiempo… está
bien encontrar a alguien afín…
Asiento en silencio.
-Es como los abuelos…
-Sé lo que quieres decir, pero no podemos salvar el mundo. Tenemos
provisiones para ti y para mí. Pero, si los hubiésemos traído, ¿Cómo se suben y bajan
de la furgoneta? ¿Qué hacemos con ellos después?
No responde. Sabe que tengo razón. No es ninguna victoria para mí. Ojalá
estuviese equivocado. Es cuestión de matemáticas básicas.

Apuro el último sorbo del botellín. Frío y burbujeante, activando cada


minúscula papila gustativa. Siento el contraste de temperatura bajar por mi esófago.
Un poco de paz, al fin. Por primera vez desde que recibí el golpe en la espalda, me
siento tranquilo.
-¿Puedo preguntarte algo? –espeta de pronto Jade.
-Dispara.
-Sé que dijiste al principio que no hiciese pregunta, pero…
-No digas más. Sé por dónde vienes. No voy a mentirte, ni quiero dejar sin
contestar tu pregunta. Sólo necesitas saber que es imprescindible, y que nosotros
somos los buenos.
-Dime al menos por qué…
-Por mi madre –espeto antes de asimilar mis propias palabras.
-¿Tu madre?
-Por favor, déjalo… no te lo creerías, y si lo harías, tratarías de pararme…
-Dímelo, y te prometo que si no estoy de acuerdo me callaré.

Todo un dilema. No quiero hacerlo. Me sentiré desnudo si lo cuento, me estoy


jugando meses de preparación tal vez para nada.
-Si no quieres –dice Jade después de aguardar un par de minutos en silencio a
que yo tomase una decisión-, no pasa nada. Al fin y al cabo, tarde o temprano nuestros
caminos se separarán, y ya está…
Se me parte el corazón al oírlo. Por primera vez, echo de menos a alguien, o no
quiero separarme. Es un lanzazo de hielo en medio de mi pecho.
-No tienes por qué ir a tu aire. A mí no me molestas.
-Algún día se acabará este caos. Al menos sabremos qué ha pasado. Tengo la
sensación que esto es como un sueño. Un día nos despertaremos y no sabremos qué
ha pasado.
-Es posible, pero aunque así fuera, no tienes por qué irte de donde no sobras.
-Gracias –una sonrisa tierna, llena de calidez, que restaura el bienestar en mis
entrañas.

126
-No es una historia fácil. Lo de mi familia con la religión es una cosa que no
tiene nombre –sonrío por compromiso.
-Mi padre tiene tres hermanos, dos curas y otro Testigo de Jehová –acompaña
la sentencia con un guiño de ojo.
-Mis bisabuelos eran judíos, a mi abuelo lo criaron en el cristianismo, y mi
madre tuvo un momento de inspiración en los setenta.
-¿Inspiración?
-Empezó con la meditación, pasó al yoga, se convirtió al budismo, y terminó en
el confucianismo.
-¿Confucianismo?
-Sí. Tiene elementos del budismo. Es como una especie de corriente de
pensamiento, en base a las enseñanzas de Confucio.
Emite un murmullo casi ininteligible, mientras asiente.
-Yo tampoco tengo mucha idea, lo he visto siempre desde la distancia. Además,
mi madre era muy respetuosa en esos temas. Nunca jamás la he visto evangelizar, ni
mirar con malos ojos a los “infieles”.
-¿Tu madre era?
-¿Qué?
-¿Era?
-¡Ah! –ahora entiendo la pregunta-. Sí, era.
-¿Hace mucho?
-Meses. La verdad es que se me han hecho eternos. Parece que haya pasado un
siglo.
-Lo siento mucho –me acerca la mano para acariciar la mía, y devuelvo el gesto
automáticamente-.
-Gracias.
-¿Te molesta que te pregunte?
-¿Sobre mi madre? No, era una buena mujer.
-¿Cómo fue? ¿Un accidente?
-No, melanoma.
-¡Dios mío! –susurra desanimada-. No podía ser muy mayor.
-No. En verano se pasaba las tardes en la piscina. Tomaba el sol con protección,
el tiempo normal. Se ponía morena, pero no se quemaba. Un día… -se me hace un
nudo en la garganta. Nunca lo había revivido con tanta nitidez.
-Tranquilo –se ha colocado a mi lado, y pasa su mano por mi espalda con
suavidad.
-Me acuerdo de la conversación como si la estaría viendo. Un día vino a casa y
dijo:
››Me ha salido un grano encima de un lunar.
-No había oído algo así en mi vida.
›› ¿Un grano en un lunar? A ver.
-Lo tenía en la espalda, debajo de la correa del sujetador, a un centímetro más
o menos. Cogí un pedazo de servilleta y me la enrosqué en el dedo. Palabra que
apenas lo rocé. Lo justo que hubo un contacto mínimo. Si estuviese pringoso, apenas
hubiese dejado una manchita.
Jade apenas puede parpadear.

127
-Dio un respingo y un grito terrible. Como si le hubiesen pegado con una maza,
como si se le hubiese desencajado una vértebra. Se apoyó contra la pared, Jadeando,
llorando, sin poder moverse siquiera. Me quedé petrificado. Lo único que pude hacer
fue sujetarla por los hombros, porque parecía que las piernas no le sujetaban.
Se me está empezando a quebrar la garganta. Es como si una mano invisible me
estrangulara. Apenas logro mascullar con un hilo de voz, con el último ápice de
energía.
-La bajé a Urgencias. Estaba cagado. Casi sin querer, hacía que chillasen las
ruedas en las curvas, adelantaba al resto de coches de tres en tres, me temblaban las
manos. Mi madre no podía apoyarse en el respaldo, e iba encorvada, con la frente
rozando el salpicadero.
Jade se bebe mis palabras. está paralizada por mi relato, con los ojos vidriosos,
sin percatarse de tener la boca entreabierta. Con qué parte de la mente conectarán
este tipo de relatos, que absorben por completo la atención.
-Entró medio inconsciente, creo que por el dolor. voceé toda la información
que tenía, y un par de tipos la metieron detrás del biombo a toda velocidad, y apenas
pude recobrar la compostura para sentarme en la sala de espera. Aquel olor aún
aparece en mis pesadillas. Alcohol de esterilizar instrumental. Me froté las manos y vi
que tenía las uñas moradas.
-¿Eso no es del corazón?
-Pueden ser muchas cosas. Desde una enfermedad cardiaca al simple frío. el
caso es que la parte superior, cerca de donde te cortas las uñas, estaba amarillenta,
blancuzca, y la parte inferior era de un rosa azulado. Al verlo, me sobresalté un poco, e
inmediatamente la tonalidad fue poco a poco oscureciéndose. Era como si me hubiese
dado un golpe en la uña.
La primera lágrima se desliza por la mejilla de Jade.
-Ni sé el tiempo que pasó. Horas y horas. Estaba aterrorizado, tanto que no
podía pensar. Por fin salió un médico. Le habían hecho rayos X. No hacía falta tener un
doctorado para ver que algo no iba bien. El lunar era como la punta del iceberg.
Escondía una bomba de relojería que se había metastazidado por todas partes. Apenas
se veían como grupos de tres o cuatro bolitas, como las que hay dentro de un spray,
pero estaban en todas direcciones.
-¡Oh, Dios!
-Creo que lo llaman estadio IV, no se puede operar porque no queda un
puñetero órgano sano. Habría que reemplazarla entera. Además, al iniciarse en la piel,
la comunicación era como un reguero de pólvora. Ardía hasta la arena.
Los ojos se me anegan y acabo apoyando los codos en las rodillas. Me falta el
aliento, apenas puedo ver por las lágrimas, ni mucho menos hablar. Jade viene y me
abraza con fuerza.
-Tranquilo, tranquilo…

Lo cierto es que aquella placa me perseguirá hasta después de muerto. Seguiré


con pesadillas lo que me queda.
-¡Qué enfermedad más cruel! –balbucea Jade.
-Después de aquello, no había nada que hacer –prosigo tras recobrar la
compostura-. Le dieron tratamientos paliativos, quitar los dolores. Cada día le fallaba
una cosa. El hígado, los riñones, los pulmones… era un no parar. Apenas aguantó un

128
par de meses. Estuvo más de una semana sedada. Me pasé semanas sin dormir, y no
podía comer. Agua y zumos era todo mi menú.
Jade baja la mirada.
-Después de todo eso, hubo que hacer los trámites. Tenía que hablar con el de
la funeraria y todo eso…
Vuelvo a tomar aire. Me tiemblan las manos, es como revivir los hechos, con
todo lujo de detalle.
-Resulta que había hecho una declaración de últimas voluntades, diciendo que
quería seguir los rituales funerarios del confucianismo. No lo tenía muy claro, así que
llamé a su…
No me sale la palabra. Me está taladrando el cerebro. Cada segundo que pasa,
me impaciento más, tratando de proseguir el relato.
-¡Bah! –espeto airado-, alguna palabra oriental rara. Es como un guía, como una
especie de sacerdote. Pero en plan guía espiritual.
-Sí.
-El caso es que apareció el tipo por ahí. Mi madre se había hecho donante de
órganos hacía mucho tiempo, pero sus últimas voluntades decían que según el
confucianismo. Por lo visto, por lo que decía este tío, era parecido a lo que dice el
budismo. Después de muerto, te dejan tres días.
-¿Tres días?
-Sí, piensan que el espíritu no sale inmediatamente del cuerpo, sino que lleva
una transición de tres días en el que abandona por completo su recipiente terrenal.
Jade asiente, sorprendida. Acaba de aprender algo nuevo.

-El caso –prosigo-, que después de hablar con él… le estaba cogiendo un asco…
estaba bastante hecho polvo, y según él, no había por qué apenarse. No duró más que
una mañana y un rato por la tarde, pero cada vez iba subiendo más la presión. Que
acabe de enterrar a mi madre y tenga delante a un tarado así dándome consejitos…
Jade se ha sentado a mi lado, me ha cogido la mano, y me acaricia el antebrazo
con delicadeza.
-En principio, esperan tres días y lo incineran, pero como era donante, se quedó
en los tres días y después se donaría lo que se pudiera donar. Los órganos no se
conservan, pero si podría donar el cuerpo a la ciencia, para que practiquen médicos
novatos y cosas así…
Jade está paralizada, asintiendo con ansia a cada una de mis palabras.
-A mí me tenía sin cuidado. Lo único que quería era cumplir con su voluntad. Lo
mínimo que se merecía mi madre era despedirse como quisiese. Y ahí entra el
cometido de este viaje.
-¿Qué tiene que ver?
-He dicho demasiado. No merece la pena seguir contando. Lo que hago lo hago
porque sí, y punto.
-De acuerdo –Jade se ha quedado un poco cortada, pero, tras un instante de
duda, asiente y me dedica una sonrisa.
-¿Seguimos el paseo?
-Claro.
-¿Te ha gustado el aperitivo?
-Sí. Si te soy sincera, me trae muchos recuerdos.

129
-¿Buenos?
-Buenísimos. Cuando era pequeña, los domingos estaba deseando levantarme.
Limpiaba mi cuarto, hacía los deberes, me bañaba y a mediodía bajábamos al bar de
abajo. El barman se llamaba Eusebio, y era conocido de mi padre. Me contaba la
historia cada vez que bajábamos. Debía ser fontanero, uno de los mejores de la ciudad.
Trabajaba rápido y con calidad, y los precios no debían ser ninguna exageración. El
caso es que un día se hartó y cogió el traspaso de un bar. Siempre me lo repetía con las
mismas palabras:
>> ¡Quiero tratar con la gente! ¡Conocer gente nueva cada día!
-La primera vez que oigo algo así. A mí me asquearía, todo el día poniendo
buena cara mientras limpio la mierda de los demás.
-Pues él era feliz. Además era un tipo detallista. Tenía un cuenco enorme con
caramelos en una balda muy alta. Yo, nada más entrar, me fijaba como si hubiese
lingotes de oro. Era un recipiente tremendo, al menos a mis ojos. Yo me moría por
meter las manos en aquel bol, levantar los caramelos a puñados y volverlos a dejar
caer en su sitio. Devoraría con avidez todos los caramelos, aún a riesgo, como me
advertía mi padre cada vez que se percataba de mi admiración, de que me doliese la
tripa. Pues Eusebio, siempre, cuando nos íbamos a volver a casa, o mi padre me
llevaba a esos recados relajados de domingo, me regalaba un caramelo de mi sabor
favorito. Me lo preguntó una vez y no se limitaba a darme el cuenco y que escogiese
yo, sino que lo buscaba y me lo daba.
Se queda sonriendo, con la mirada perdida.
-Aquel –retoma su exposición-… aquellos sí que eran buenos tiempos.
-Me alegra haber traído algo bueno a tu mente.
Sonríe con ternura.
-Lo cierto es que no sé qué sería de Eusebio. Empecé a buscarme la vida, he
vivido con amigas, con compañeros de piso… hace una eternidad que no me paso una
mañana relajada por el barrio. Había oído algo de que no le salían las cuentas y cerro,
pero no estoy seguro. Quizá no me estaban hablando de él. Además, aun suponiendo
que haya cerrado, ha aguantado mucho.
-Desde que eras una niña hasta hace un par de años, por ejemplo, es una buena
cantidad de tiempo.
Me da una palmada en la espalda, con tierno cuidado de no alcanzar la zona
lastimada.
-Muchísimas gracias.
-¿Por el almuerzo?
-Por traerme esto a la mente. Llevo unos días con los nervios a flor de piel. Hoy
necesitaba recordar algo agradable.
-De nada. No tengo muy claro ni cómo se supone que lo he hecho…

Caminamos en silencio, hasta la esquina donde había una ferretería. En


silencio, apenas con una mirada y un par de gestos, somos capaces de comunicarnos.
Al entrar hay una enorme frontal con cizallas, sierras, palancas… hasta hay un par de
maletines con kits para cambiar ruedas.
-Los anglosajones tienen una expresión creo que de los setenta: shit happens.
Debe ser algo así como “las cabronadas ocurren”.

130
-¡Sí! –responde Jade como un resorte. Un amigo mío tenía esa camiseta, y justo
debajo tenía la cara sonriente esa amarilla y redonda.
-¿De aquella que se hacían chapas?
Asiente repetidamente.
-Para que veas que es verdad, aquí caben una docena de maletines de estos y
quedan dos. Quiere decir que hay diez desgraciados que han pinchado y se han visto
tirados por la herramienta que tenían.
Jade sonríe.
Recojo lo que intuyo que me hará falta en una cesta de plástico con un asa y
ruedas y me dirijo a la puerta.
-¡Quieto! –espeta Jade. Me detengo al momento y me doy la vuelta sin casi
mover los pies del suelo.
-¿Qué pasa?
-Ha vuelto la luz. Si pasas, saltará la alarma.
Miro de nuevo hacia la puerta. Ni me había percatado de los sensores.
-Gracias –me debo estar volviendo tonto-. Tendríamos que quitar los códigos
de barras, ¿no?
-Trae.
Con especial maestría y una tijera de las de podar plantas, Jade despoja mi
“compra” de los identificadores.
Salgo tranquilamente caminando sin generar más ruido que el crujido de mis
pasos contra el suelo.
-Muchas gracias.
Jade me sonríe y busca que enmarque sus hombros con el brazo.

Caminamos de vuelta a la furgoneta para dejar las nuevas herramientas cuando


la frontal acristalada de un portal me devuelve mi reflejo. Me veo y no me reconozco.
De paseo en plan parejitas, con la compra en una mano y abrazados con la otra. He
odiado los domingos precisamente por eso, porque la calle se ve inundada de cientos
de parejas que caminan abrazadas sin rumbo fijo, haciendo que los que vamos solos
nos sintamos repudiados. Sin saber cómo, he cambiado de bando. Ahora soy uno de
esos idiotas tan satisfechos de sí mismos y tan felices de lucir a su chica por ahí que no
tienen ni una conversación, sólo disfrutan del silencio.
-¿En qué piensas? –indaga Jade.
-Nada en especial.
-Parece que te has quedado pensativo.
-No, sólo divagaba sin rumbo.
-¿Ha sido al ver nuestro reflejo? –empiezo a pensar que me lee la mente.
-No –mentira.
-¿Te estás agobiando?
-¡Qué va! –mentira más gorda.
Se separa, zafándose magistralmente de mi brazo. Detengo mi avance y ella se
coloca frente a mí.
-Sólo necesito un poco de apoyo porque lo paso mal, ¿vale?
Asiento como un imbécil. Tengo la sensación que lee mis pensamientos, y hasta
los latidos de mi corazón. Es como si me hubiese abierto en canal. Tengo miedo, me
siento débil, vulnerable.

131
-Te prometo que cuando se me pase podrás seguir haciendo tus despedidas de
soltera, o lo que te salga de las narices. Ahora, sólo por un ratito, pásame el brazo por
los hombros –vuelve a acurrucarse bajo mi ala protectora-, y caminemos hacia el
atardecer.
-Como las películas de John Wayne.
Al llegar ala furgoneta, echo la carga en la parte posterior de un tirón y observo
a mi compañera de desventuras.
-¿Por qué me miras así? –me sonríe. Estoy a punto de decirle que por primera
vez en tiempo se me ha quitado esa bola de rabia de la boca del estómago. Por
primera vez en mucho tiempo, me siento tranquilo.
-Nada, es…
-¿Qué? –dice tras unos segundos aguardando que termine la frase-. Me estás
poniendo nerviosa.
-¡Tengo una idea!

Me acaba de venir la idea de repente, por una extraña asociación de ideas


inconsciente. Si no recuerdo mal, fue hace un par de meses. Me había lesionado en el
gemelo, una rotura fibrilar. No podía entrenar ni trabajar, y la pierna me estaba
matando, así que decidí tomarme unos días. Tres días a base de estar tumbado delante
de la tele haciendo el vago. Recuerdo entre las eternas horas de zapping haber
encontrado un canal exclusivamente para turistas. Veinticuatro horas al día de
reportajes sobre cualquier parte del mundo. Ciudades increíbles, lugares con historia,
barrios peligrosos, zonas donde buscar diversión…
La mayor parte de lo que vi era automáticamente eliminado, sin pararme
siquiera a analizarlo, pero quedaron algunos posos. Hablaron en concreto de esta
ciudad, de este barrio. Creo que a unas manzanas puedo dar una sorpresa muy
agradable a Jade.
-¿Dónde vamos? –me pregunta mientras camino con paso vivo, llevándola
cogida por los hombros, caminando el uno muy cerca del otro.
-Ahora lo verás. Creo que vaya a gustarte.

Recorremos la distancia que nos separa a paso lento, tranquilo pero


expectante.
-¿Tienes curiosidad?
-¡Mucha! –sonríe mientras me palmea da zona lumbar.
-Pues no diré nada. Tienes que verlo por ti misma.
-Una pistita –acaba de sonarme a la intimidad de una pareja.
-Es una sorpresa.
-Ya sé que es una sorpresa, pero dame una pista…
-Pista… no sé…
-Venga…
-¡Ya lo tengo! –me separo un poco y elevo el índice al cielo con los ojos muy
abiertos. Tengo aspecto de científico loco.
-Dime.
-Es una sorpresa.
-¿Esa es la pista?
Asiento sonriendo, y me da una palmada en el hombro.

132
-Me voy a quedar aquí parada, y hasta que no me des una pista, no muevo un
solo pie.
-¿Te llevo en volandas?
-No.
-Pista… te va a encantar.
-Eso no vale.
-Sí vale. Tú pides pista y yo te la doy.
-¿Y cómo voy a adivinar lo que es?

Doblamos una esquina y, al fondo, a una manzana de distancia más o menos, se


alza colosal ante nuestros ojos.
-¡Ahí lo tienes, pesada!
-¿Qué?
-Será porque es pequeño, que no lo ves.
Dirige su cariacontecida mirada al frente.
-¿El hotel?
Asiento sonriente.
-Como premio a la resistencia, te ha tocado una noche en un hotel de cuatro
estrellas con pensión completa, desayuno continental y, si hay suerte, una botellita de
champagne.
-¡Vaya! –se ha quedado paralizada.
-¿No te gusta?
-No es eso. Es que…
Pasan unos veinte segundos sin que termine la frase. La observo
meticulosamente, tratando de cerciorarme de si se está emocionando, pero nada.
-¿Es que…?
-Te has portado muy bien conmigo. Estoy en deuda contigo. Siento mucho
haberte dicho esas cosas.
Las últimas palabras le han salido con hilillo de voz a duras penas entendible. La
emoción le está poniendo un nudo en la garganta. Es el ser más bonito y más
vulnerable del mundo. Paso los brazos por su espalda, y la estrecho contra mi pecho.
-No pasa nada. Un momento de rabia lo tiene cualquiera.
-Es que sin tu ayuda –rompe a llorar-…
-No pienses eso –estoy a punto de llorar yo también -. Lo importante es que las
cosas han salido así, y que si tenemos suerte, vas a poner el culo en un jacuzzi.
Sonríe sin dejar de derramar lágrimas.
-Gracias.
-No me des las gracias. Somos amigos, ¿no?
Asiente profusamente, abrazándome con fuerza seguidamente.
-Venga –digo un poco exagerado-, que vamos a vivir como reyes.

Caminamos acelerando el paso. Salto al otro lado del mostrador, y registro


alrededor. Hay un cajón del que pende una llave. Lo abro. Está lleno de tarjetas
electrónicas.
-¿Así es como se abren las habitaciones? –indago mostrándoselas.
-Nunca he estado en un hotel tan moderno –se encoge de hombros.
-Hay una mala noticia –anuncio solemne.

133
-¿Qué ocurre?
-Tenemos que subir escaleras. Con los cortes de luz no me fío de meterme en
un ascensor.
-Vale.
-Son cinco plantas.
-¿Qué es eso para ti?
-No pensaba en mí…
-¿Insinúas que no puedo subir cinco plantas?
Se hace un silencio incómodo que parece pesar en el aire.
-Mierda –pienso-. Se ha ofendido.
-Yo…
Se hace un silencio incómodo, cada segundo que pasa, se va haciendo más y
más urgente decir algo que me absuelva, pero no se me ocurre nada. Me he quedado
petrificado, y la sola idea de que vuelva a ofenderse y volvamos al punto de partida
genera un miedo irracional en lo más hondo de mis entrañas, encogiéndome el
corazón.
-¡Eres un inocente! –estalla finalmente entre carcajadas.
Suspiro, tan aliviado y liberado que creo que voy a salir volando en cualquier
momento.
-¡Sabía que ibas a picar!
-¡Cabrona!
-¿Te has mosqueado?
-No gano para sustos contigo.

Enfilamos la escalera cuando me detiene.


-¿Qué pasa?
-Tenemos que subir la comida. Sino, habrá que hacer otro viaje.
-Menos mal que te has dado cuenta, porque no pensaba bajar, si hay que
quedarse sin comer, no se come.
-¡Eres de lo que no hay! –digo sonriendo.
-¿Podremos elegir menú?
-Tiene que haber de todo, imagino. Esperemos que tenga la nevera llena y la
cocina a pleno rendimiento.
-Podíamos hacer algo bueno.
-¿Qué te apetece?
-Patatas fritas. Y carne.
-¡Eso suena bien! ¿Ternera o cerdo?
Hemos atravesado todas las puertas con un cartel que restringe el paso a
cualquiera que no sea personal autorizado hasta llegar a la cocina. Tendrá cincuenta
metros cuadrados. Un sinfín de cazuelas y utensilios de cualquier tipo colgando sobre
nuestras cabezas y decenas de fogones por delante.
La nevera es una puerta de casi dos metros y medio de altura, que al abrirse
suelta un silbido parecido al calderín de un camión. Rebusco a golpe de vista en el
interior, casi en penumbra.
-¡Ternera! –dice entusiasmada Jade.
-¡Hay gambas! –voceo. Tendré que intensificar mis ejercicios después, pero vive
Dios que me voy a comer un filete y unas gambas con unas patatas fritas.

134
-Sácalas, que me apetece también un poquito de pescado.
-No veo las patatas.
-¿Me vas a hacer entrar con ese frío?
-Si quieres patatas…
-Pero es que hace frío…
-Espera –en la parte de abajo, entre el suelo y el primer estante, había unas
cajas que me tapaban los sacos-. Aquí.

Saco a rastras las patatas. Unos quince kilos entre el saco y los paquetes de la
carne y el pescado. Cuanto más cerca tengo la encimera, más me sube el pulso y
empiezo a resoplar.
-¡Vamos, valiente! –bromea Jade. Le lanzo una mirada fingidamente asesina, y
termino sonriendo por empatía a esos ojitos.
-Cabrona. Pues vas a cocinar tú.

El primer cajón tiene una anchura de más de un metro. Está repleto de


cubiertos, cuchillos de todos los tamaños conocidos y toda clase de utensilios de
cocina. Jade escoge con decisión los utensilios y agarra una sartén que pende sobre
nuestras cabezas.
-¿Puedo ayudarte?
-Claro.
Espero que añada información, pero se queda ahí.
-¿Cómo?
-¿No sabes freír unas gambas?
-La cocina es un reino desconocido para mí. ¿No fue lo primero que te
pregunté?
-¿Y pelar una patata?
-Podría intentarlo.
-Ahí tienes el pelador.
-¿Esto? –cojo el primer chisme que me cae en las manos.
-No, hombre. Ese que tiene forma de Y, que parece una raqueta.
-¿Este? –con la descripción que me da, es el que más se parece.
-Sí.
-Pues parece más una cuchilla de las que usáis para afeitaros las piernas.
Me mira extrañada y empiezo a reírme.
-¿Qué pasa? –bromeo-. ¿Tú no te afeitas las piernas?
-Como tú –saca la lengua.
-¿Yo?
-Me dirás que no te depilas.
-No. No me sale pelo.
-¡Venga ya!
-Mira –le ofrezco mi abdomen para que pase la mano.
-No, que tengo las manos pringadas –está preparando las gambas para freírlas.
-Pues luego recuérdamelo, cuando estemos en la habitación.
-Hecho.

135
El pelador es un reto. Paso muy despacio la cuchilla alrededor de la patata, y la
piel se desprende rápidamente. Los trozos de las peladuras caen bajo mis manos,
sobre la encimera. Creo que es del mármol italiano ese tan caro.
-¿Cómo va el chef? –la voz de Jade se ve rodeada por los resoplidos furiosos de
las sartenes, en el contacto de las gélidas gambas con el casi hirviente aceite.
-Cabreado. Esta mierda…
-Cuidado no te rebanes un dedo.

Me quedo en silencio, mirándola, un poco molesto, pero exagerando el gesto


para hacerla reír. El pelador tiene más sistemas de seguridad que una guillotina
hidráulica. Es literalmente imposible lastimarse con él, a menos que partas la cuchilla
en dos para liberar el filo y te lo pases por las muñecas.
-¡Es broma, hombre! –dice entre carcajadas mientras una nube de vapor
parecida a la de una bomba atómica, pero con olor a marisco frito, sube hacia el techo,
siendo absorbida por la ruidosa campana.
-¿A que te afeito el bigote?
Se queda unos instantes en silencio, mirándome fijamente. Seguidamente hace
una pedorreta con los labios y empieza a partirse de risa. Incluso le lloran un poco los
ojos, pero creo que es por acercarse demasiado al vaho caliente.
Empieza a servir en platos la primera remesa de gambas mientras arroja otro
puñado a la sartén, que vuelve a rugir como un león furioso. Yo, vergonzosamente,
apenas he logrado pelar la primera patata.
-¡Madre mía!
-¿Qué? –espeto-. Ya sé que es una mierda, pero es que es dificilísimo coger el
pulso…
-No pelas patatas, las esculpes.
-¿Las esculpo?
-Sí.
-¿Qué quieres decir?
-Buen trabajo.
-Eso sí que lo entiendo. ¿Pelo otro par de ellas?
-Vale, mientras sigo pasando gambas.

Acelero el ritmo. Por fin, he descubierto otro sistema por el que la patata se
escurre entre mis dedos. Pelar la segunda patata me ha costado la mitad de tiempo y
una parte del esfuerzo de la primera. La tercera cae cuando Jade apenas tiene unas
pocas gambas que no han pasado por la fritura.
-¿Las tienes?
-Tres patatas como balones de rugby.
-Córtalas en tiras o en tacos.
Me quedo parado. Como si hubiese empezado a hablar en húngaro de repente.
-¡Vamos! –espeta seguidamente-. ¡Que se me pasa el aceite!
-¿Cómo lo hago? –susurro.
Vuelve la mirada, atónita.
-Por la mitad, y empieza a filetear. ¡Venga, date prisa, que voy a hacer gambas
carbonizadas!

136
Obedezco y empiezo a menear el cuchillo tan rápido como puedo. La patata va
despedazándose en tiras como si las hubiese diseñado un ingeniero, perfectamente
rectas.
-Trae, trae.
La primera remesa produce otra bocanada de vaho, pero con una tonalidad
más blanquecina.
-¡Aquí viene lo bueno! –susurro mientras corto tan rápido como puedo, que,
como no tengo práctica con el cuchillo, es una velocidad muy inferior a la de la sartén,
pero no me rindo y sigo cortando.
-¿Tienes más? –pregunta Jade, mirándome de reojo. Entrego otra media patata
y prosigo con la siguiente.

En un momento de descuido, el cuchillo me pasa rozando el dedo. Es el índice


que está sujetando el tubérculo el que se ve intimidado por el filo. Pasa tan apurado
que sale un poquito de piel muerta junto al borde de la uña.
-¡Uh! –espeta Jade, que hasta sin estar mirando lo ha visto.
-No pasa nada –el pedacito de piel tiene forma de hilo, lo recojo con el dedo y
lo dejo caer al suelo-. Ya va el resto.

Al fin, terminamos de freír. La parte de la cocina que hemos utilizado es un


desastre. Hay salpicaduras de aceite por todas partes, y una peste a marisco flotando
en el ambiente. La campana se apaga automáticamente. Imagino que tendrá algún
sensor de humos o algo así. El silencio alivia mis oídos.
-¿Qué te apetece de postre?
-¡Uh, cierto! –exclama sugerente Jade. Seguro que hay cositas ricas.
-He visto tarta helada, helados sin tarta, galletas…
-Eso sí que suena prometedor.
Tras guiñarme el ojo, camina hacia la nevera.
-Ahora ya no te da frío, ¿eh?
-¿Te gusta el helado de avellana?
-Sí.
-Pues vamos a sacar seis sabores, así probamos de todo.
-Saca lo que quieras.
Empieza a hacer viajes, sacando de todo de la nevera y colocándolo sobre la
encimera, en una zona libre de las salpicaduras.
-¿Vas a comerte todo eso? –pregunto tras el tercer viaje. Carga las manos casi a
tope, y al descargar, deja caer de todo sobre el mármol.
-Probaremos un poquito de cada cosa –sonríe con un aura infantil en la mirada.
Está ilusionada por el atracón venidero.
-¿Cargamos un carrito de esos? –señalo una de esas bandejas con rueditas, de
las que emplea el servicio de habitaciones para subir el refrigerio a los clientes.
-¡Claro! –Jade está eufórica, después de observar el copioso botín de su
saqueo.

Llegamos a la escalera empujando el carrito.


-¿Cómo hacemos?

137
-Tú de un lado y yo de otro. Cuidado no golpees contra los escalones que este
chisme no tiene barreras y va a marchar la comida al suelo.
Comenzamos a caminar. Tenemos que coordinar los pasos para que el carrito
no de bencejones. El primer escalón da un golpecito que hace que la débil estructura
se tambalee escandalosamente, haciéndonos dar un respingo ante la amenaza
inminente de tener que comer del suelo.
-¿Ves? –digo unos segundos más tarde, una vez que ha pasado el susto-. Así no.
A partir de aquí, hacemos todo lo contrario.
Jade algo más baja que yo, lo que, unido a la envergadura del transporte
culinario, le hace tener que subir los brazos a una posición casi antinatural para ella.
Cada escalón va añadiendo un sobreesfuerzo que va dibujando una mueca de
sufrimiento en el rostro.

Llegamos al primer descansillo. Los brazos me queman un poco, también por la


mala postura, más que por el esfuerzo. Estiro bien los codos, para que el riego se
restablezca plenamente.
-No veo esto muy claro –confieso finalmente.
-Es que es llevarlo colgando de un hilo.
-¿Y si…?
Bajo la escalinata a paso ligero.
-¿Y si qué? –oigo a Jade a mi espalda.
Salgo hacia el espacioso comedor. Cada mesa tiene escrupulosamente
colocadas la carta, un minúsculo florero que hace a su vez de centro de mesa y un
mantel que parece caro, de esos de punto.
Recojo unas cuantas cartas y vuelvo junto a mi compañera, que me espera con
un gesto entre la perplejidad y la indignación.
-Sería maravilloso que terminaras alguna frase, por curiosidad.
-Cierto, perdona –mascullo.
Ni la he mirado, ni percatarme de su existencia. Tengo una idea y quiero
explotarla. Escruto cada vara de la estructura del carrito. Creo que tiene algún tipo de
mamparas extraíbles, porque los pilares tienen una especie de muesca donde se
deslizarían las láminas de vidrio.
Encajo trabajosamente los trozos de cartón en su oquedad, formando una
especie de barreras laterales improvisadas.
-¿Tú crees que aguantará? –pregunto a Jade mientras tanteo con el dedo la
resistencia de mi invento.
-Tampoco necesitamos mucho.
Volvemos a colocarnos en la misma posición, levantando cada uno de una
parte, y subimos otra tanda de escaleras. Es algo más corta que la anterior, pero no ha
resultado más cómodo.
-No –concluyo nada más posar el carrito sobre el suelo del descansillo-. Esto no
va bien.
-¿Cómo hacemos sino?
-Déjame probar a llevarlo yo solo.
Le entrego las tarjetas que se supone que abrirán las puertas de la habitación y
sujeto con ambas manos el carrito, izándolo en el aire. No es especialmente pesado,
pero es muy poco ergonómico.

138
-¿Estás seguro?
-Sí –comienzo con los primeros escalones, aunque apenas veo dónde voy
colocando los pies.
-Ten cuidado.

Jade me precede. El carrito emite una retahíla infinita de tintineos y crujidos a


cada paso, a cada respiración siquiera. Tengo la sensación de que vaya a
descoyuntarse en cualquier momento, tirándome la comida a los pies. Vuelvo a
posarlo en el descansillo. Sin querer, he empezado a jadear, pero me siento orgulloso.
La mirada de Jade reclama información.
-Mejor, ¿no? –indago.
-Para mí, sí. Para ti…
-Puedo hacerlo.

Escalón a escalón, paso a paso. Cada descansillo parece más lejano que el
anterior, y cada tramada de escaleras va haciéndose más y más extensa. Estoy en el
tercer piso, y llego al descansillo sudando a chorros. La camiseta se me pega a la piel, e
incluso noto como el sudor mana de mis axilas, descolgándose en hileras hacia mi
cintura.
-¿Estás bien? –indaga Jade cuando, en el descansillo entre la tercera y la cuarta
planta, me siento en el suelo para intentar recobrar el aliento.
-Sí. Sólo estoy cansado.
-Puedo subir yo hasta…
-Escucha, haz una cosa, súbete a la suite y mira a ver si tenemos agua caliente.
Y me esperas ahí, si quieres dúchate…
-¡Vale! Apesto, estoy deseando coger un poco de jabón…
No oigo el final de la frase entre los pasos acelerados de camino a nuestra
habitación. Estaba reprimiéndose por cortesía, pero deseaba con toda su alma pasar
por la ducha.
Recorro trabajosamente el camino al cuarto piso. La camiseta me irrita la piel
en la zona del golpe. Qué sensación tan desagradable.
-Uno más, uno más –me repito como si fuese un mantra.

Al fin, el último escalón. No poso con excesiva delicadeza el carrito, y al tocar el


suelo su enclenque cuerpito se sacude por el bencejón. Un ruido metálico, seco, una
especie de crujido, y la carga se ladea ligeramente.
-¡Me cago en su puta madre! –al agacharme un poco, me percato de la causa
de la inclinación. Una rueda se ha roto. Más bien, la estructura. La rueda está bien,
pero la parte del chasis que se sustenta sobre ella ha sufrido una grieta que ha hecho
que el peso cambie la distribución, provocando que los milimétricos ángulos rectos
fluctúen.
-¿Qué pasa? –Jade se asoma al umbral de la puerta, con el pelo mojado y
peinado hacia atrás, y una bata como único vestuario.
-Nada, esta mierda, que se ha roto.
Tengo que empujarlo cuidadosamente, haciendo que la rueda estropeada
penda inerte en el aire. Jade cierra la puerta a mi espalda y se sienta en la cama. Lo
cierto es que es una chica muy atractiva. Para mí, el sexo nunca ha tenido un valor

139
especial, ni me ha ocupado una cantidad mencionable de energía, pero ahora estoy
sintiendo esa especie de llamada.

Estoy sudado, y huelo realmente mal. Me duelen las piernas y la espalda, y


estoy cansado.
-Voy a la ducha yo también, ¿vale?
-Claro –responde Jade-. El agua se agradece. Y además tiene spa, y sale agua
por todas partes.
-Empieza sin mí, si tienes hambre.
-¡Por dicho! –exclama burlonamente.
En la ducha, apoyo las manos en la pared y bajo la cabeza hasta sentir la
tensión en los trapecios. El agua empieza a salir en pequeños chorros a presión,
estrellándose el agua contra diferentes partes. El líquido, casi hirviente, impacta en la
zona magullada, y, sorprendentemente, me relaja. Oigo los nudillos de Jade tocando
en la puerta.
-¿Qué pasa?
-Tienes una balda pequeña con el jabón y todo eso. Está a la altura de tu rodilla
izquierda.
-No lo había visto, gracias.

La ducha es una experiencia catártica, y salgo a la suite como nuevo. Jade me


recibe sonriente, con el banquete preparado en mi honor.
-A comer, que se enfría.
-No huelo mal, ¿no?
Jade se me acerca y toma aire sutilmente.
-No. Hueles muy bien.
-Gracias.
Nos sentamos en una pequeña mesa, uno a cada lado.
-¿Por qué sonríes así? –pregunta Jade al verme.
-Esto es un cliché en sí mismo.
-¿Cliché?
-Topicazo.
-Sé lo que es un cliché, pero no entiendo…
-Es la típica película americana, los protagonistas guapísimos, con la bata y
recién salidos de la ducha, cenando marisco…
-Pues no acabo de ver…
-Sólo nos faltaban tres millones en billetes de cinco encima de la cama, para
poder tirar los billetes al aire y rebozarnos en ellos.
-Bueno…
-No te ha hecho gracia.
-Sí, es gracioso… -masculla sin ganas.
-No todos los días estoy acertado. De todas maneras, habrá salido en un millón
de películas. Sólo hay un detalle.
-¿Cuál?
-Nada, déjalo –me voy a meter en arenas movedizas. Es mejor que me calle.
-¿Qué?
-Es una tontería…

140
-Pues dímelo. Odio que me dejen sin saber.
-Que en una película esto sucede una vez les ha salido bien el golpe, y yo aún
tengo que hacerlo. Dicen que trae mala suerte celebrar antes de tiempo.
-¿Qué golpe?
Suspiro y bajo la mirada.
-Por eso no quería decirlo.
-Vale, no pregunto más.
-¿Te importa? Cenar sin más. Y mañana ya amanecerá.

Asiente y empezamos a devorar el festín. Las gambas son un capricho del cielo,
y las patatas fritas son un espectáculo. Hacía muchísimo tiempo que no comía algo tan
bueno. Realmente delicioso. Jade me mira sonriendo, mientras me cuenta una
anécdota. Es sobre una amiga que se había liado con un tipo casado.
-Se conocieron en una discoteca. El tipo trabajaba en un despacho de
arquitectos. ¿Se dice así, despacho?
-¿O estudio? Bueno, lo que sea, sigue.
-El caso, yo no lo vi más que una vez, pero hay que reconocer que era
arrebatador.
Sonrío levemente.
-Y lo oías hablar y era alucinante. Contaba unas cosas de su trabajo que te
dejaban en la silla, con la boca abierta. Sólo quedé con ellos dos veces, pero la
segunda, con servilletas y mojándose los dedos con un cubito de hielo, nos hizo un
puente de estilo románico o algo así. Creaba una especie de masa de papel que
moldeaba con los dedos, y alrededor empezó a hacer como unos tirantes…
-Vaya. Siempre quise aprender a hacer manualidades.
-El caso es que era encantador, y cuando la tenía cogida, le contó la jugada.
Que su matrimonio llevaba en crisis una eternidad, que la iba a dejar…
-He visto cosas peores.
-Que se sentía prisionero en su vida, y ella era su liberación, era un soplo de
aire fresco.
-¿En serio funcionan esas cosas?
-Mi amiga estaba en un dilema terrible. Estuvo una temporada, un par de
meses, viviendo en casa de su tía, para poder pensar con calma.
-Ya te he contado que a mí me han pasado cosas más fuertes, pero aún así, sigo
alucinando.
-Reconozco su dilema. Hay que reconocer que da que pensar.
-Yo tengo otro punto de vista. No me ha tentado nunca…
-¿No?
-…hasta este momento –lo pienso pero no lo digo.
-¿Y qué pasó?
-Le puso como condición que le enseñase los papeles del divorcio, y…
-¿Y?
-No lo sé. Pasó todo esto y la historia se quedó cortada.
-Como todas…

Hora de los postres. El helado es encantador. La suave textura y el sabor de la


avellana hacen que mi lengua entre en éxtasis. La tarta es increíble. Todo lo que había

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sobre la mesa se ha convertido en un montón de restos esparcidos a discreción y en
dos estómagos repletos.
-Ahora vengo.
-¿Dónde vas?
-A secarme un poco el pelo.
-¿Has visto el secador?
-Sí, ahí debajo del lavabo, en el cesto…

Se enciende el motorcito. El murmullo atenuado que sale del baño me resulta


relajante. Será cuestión de los decibelios, o tal vez lo tomo como una victoria
inconsciente sobre el barullo tremendo que ha estado bombardeándome los tímpanos
durante los últimos días.
Seguidamente nos tumbamos en la cama, con un montón de almohadas, así
que básicamente nos recostamos.
-¿Estás cómoda? –pregunto al verla salir.
-En las puertas del cielo.
Apoyo la espalda en las almohadas, y nada más apoyarla, se me nubla un poco
la vista. El sueño me va invadiendo, ganando terreno a pasos agigantados.
-¿Te duermes?
Mascullo algo que no escucha ni mi propio labio inferior, y siento los dedos
cálidos de Jade en mi frente, pero para entonces, apenas puedo moverme.
-¿Te importa que me apoye en ti? –su voz es un lejano eco.
-Sí.
-¿Que sí te importa o que sí me apoye?
-Lo que tú quieras.
Noto el peso de su delicada cabecita y acaricio suavemente su cogote. Su pelo
tiene el tacto de la seda, y huele a coco.

El seguimiento me llevó una cafetería del centro. Era una de las más antiguas
de Logroño, y tenía fama de ser un rincón de tranquilidad y sobre todo
confidencialidad para gente de clase media-alta. No iba vestido para la ocasión, y lo
cierto es que era como llevar un rótulo con letras de neón sobre la cabeza. El camarero
me miró con desprecio mal disimulado y me sirvió el café como si fuese a mancharse.
No quise darle más importancia de la que tenía y me senté en una mesa cercana. No
llevar móvil en estas situaciones es un inconveniente, pero, justo entonces pasó un
tipo con el periódico. Llevaba el sello de la cafetería en la portada.
-¿Ha terminado de leerlo? –pregunté en voz baja. El tipo me lo cedió con la
misma expresión de soberbia que el camarero, sin mediar palabras.
-Gracias –mascullé.
Por suerte, mi objetivo y su interlocutor estaban tan absortos en su
conversación que no se percataron de mi presencia. Las mesas de la cafetería estaban
distribuidas de manera que resultaba casi imposible fisgar visualmente de una a otra,
pero era fácil poner la antena.
-Buen trabajo. Rápido y fácil.
-Gracias. Me está costando acostumbrarme, pero vamos más rápido.
-Tienes lo acordado en el lugar pactado.

142
-Hecho.
-Esto sólo pasa las dos primeras veces, a partir de ahora no volverás a verme.
Simplemente espera el tiempo marcado y ve al lugar, y allí estará.
-Conforme.
-No quiero saber más. Si hay algún problema, resuélvelo, si no puedes,
coméntaselo al de la recogida.
-De acuerdo.
-Ahora me voy. Espera veinte minutos y no vuelvas a venir aquí.
El tipo se levantó y pasó rozando por mi lado, amenazando con hacer que mi
mesa se tambalease y derribar lo que iba a ser mi desayuno.
Aguardé pacientemente, echando ojeadas periódicas al reloj mientras fingía
leer la prensa. Era un tipo paciente. Esperó veinte minutos exactos, podrían haberse
cronometrado. Salí unos pasos detrás de él, y fingí cambiar de rumbo. Lo seguí desde
la acera opuesta. Volvió a casa caminando, casi veinte minutos de paseo.

Era martes, que en mi trabajo era el descanso semanal, así que no tenía
mayores problemas de horarios. Fui a casa, hice mis ejercicios hasta el amanecer, cogí
de nuevo el coche y me aposté en la misma calle. Aún no se habría despertado. Me
falló el plan, porque nada más doblar la última esquina lo vi salir caminando. Se subió a
un coche que le esperaba en doble fila y partieron muy despacio, doblando la primera
esquina en un barrio completamente silencioso.
Después de una serie interminable de rodeos en un rango de cuatro o cinco
manzanas, se detuvieron. Miré alrededor, pero no parecía haber nada que mereciera
la pena. Entró en la estafeta de correos. Le observé desde la acera. Se saltó la cola y
fue directo a uno de los buzones. Extrajo un paquete. Era un sobre bastante lleno,
sujeto con tres gomas. Se lo guardó en el bolsillo interior de la chaqueta –la mañana
había amanecido bastante fresca-, y salió, mirando a uno y otro lado. Por un instante
pareció clavarme la mirada. Un escalofrío me recorrió las vértebras y me sentí
descubierto, pero se volvió hacia el coche y arrancaron.
De repente, alguien tocó con los nudillos en la ventanilla.
-¿Te vas o qué?
-Un minuto.
-Venga, que tengo prisa.

Lo estuve siguiendo durante más de una hora a través de media ciudad, hasta
que llegó a un mirador a casi dos kilómetros del barrio más lejano. Aparqué en la
primera plaza. Me di cuenta de que la radio estaba encendida, a un volumen ínfimo, al
detenerme. Música clásica aplastada por la cavernosa voz del locutor, que no dejaba
de dar datos de los movimientos y las sinfonías.
La apagué definitivamente y observé. Parecían hablar entre ellos. Afiné la vista
lo que físicamente me permitían los ojos, y en un momento dado, me percaté del
trasvase. El sobre había cambiado de manos. O al menos parte del sobre. El copiloto, al
que tanto empeño había puesto en seguir, se apeó del vehículo y se subió en otro de
los coches aparcados cerca. El tipo que lo había recogido en casa dio la vuelta y salió
pasando delante de mí. Quién diría que lo vería después en el polígono industrial. Se
ve que esto era trabajo para dos hombres. Mi amigo tenía un socio, pero sin ninguna
duda la cabeza pensante era él. Él era el que había buscado los socios, el que trataba

143
con los contactos. El que buscaba la oportunidad de conseguir materia prima y el que
buscaba el mejor comprador. Hasta tenía los medios técnicos. El otro tipo no era más
que un brazo ejecutor. Mano de obra a buen precio, conductor… un actor secundario,
pero el protagonista iba a ser quien pagara los platos rotos.

Me despierto sobresaltado, dándome cuenta en una fracción de segundo que


he dado una sacudida al aire al abrir los ojos. Jade me observa extrañada.
-¿Una pesadilla?
Asiento, con la respiración aún alterada por el susto.
-Tienes muchas pesadillas.
-Qué le vamos a hacer.
-¿Tienes mala conciencia?
-No –sonrío para quitarle hierro al asunto-, cené muy tarde. No estoy
acostumbrado a meterme en la cama con el estómago lleno, y además, no es bueno.
Vuelvo a recostarme sobre las almohadas, cerrando los ojos y respirando tan
profundamente como me es posible. Jade acorta la distancia entre nosotros hasta
hacerla desaparecer.
-Estaba pensando –casi no la oigo porque estoy volviendo a dormirme. El
cuerpo me pide descansar, imagino que por el golpe de la espalda-… que…
De pronto, siento sus labios. Me está besando con suavidad. Sus labios son
cálidos y un poco, sólo un poco, en una cantidad razonablemente agradable, húmedos.
Mientras voy recuperando la consciencia y saliendo del sueño, voy devolviendo el beso
con fruición. Tiene un pequeño poso dulce, creo que del helado. Acaricio suavemente
la nuca de Jade mientras ella pasa sus dedos sobre mi pecho.
-¡Qué guapo! –susurra. Tengo una erección tremenda. No es un proceso
mecánico, como en el trabajo. Es una sensación increíble.

Su olor me alimenta. No se puede expresar mejor. Me nutre. Su lengua tiene


una calidez que parece bajarme por la garganta, y cada respiración me extasía con su
aroma.
-¿Tienes…?
-No –la palabra me sale en un susurro, espetado. Una maldición resoplada-.
Espera, ya…
-Voy yo, sino…
-Lo que quieras.
-¡Qué vago! –exclama riéndose.
-Tú te has ofrecido. Por la boca muere el pez.
-Tú también te has ofrecido.
-No.
-¿Cómo que no?
-Sólo te he dicho que esperaras.
-No, has dicho: “Espera, ya…”
-No me has dejado terminar la frase. Era: “Espera, ya… puedes ir tú. Aquí te
espero”.

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Me da una palmada en el hombro, sin dejar de reír. Se levanta, con la bata
medio caída. La observo salir de reojo.
-En el mueble bar, nena.
-¿Habrá?
-Prueba a ver.
-¿Al lado de las chocolatinas?
-Sí, una cosa después de la otra.
Se carcajea mientras se pone en cuclillas, rebuscando.
-¡Bingo! –dice sacudiendo frenéticamente la cajita.
-¡Han cantado bingo! –trato de imitar la voz de los feriantes.

Un reflejo el aumento de la luminosidad y un múltiple reflejo me hace


despertar de golpe, cegado, molesto, con un estertor. Jade sigue a mi lado, sin que
parezca que se haya percatado de mi sacudida.
Me siento en la cama y bostezo con fuerza, tratando de no hacer ruido. Me
froto los ojos con fuerza. Me pican muchísimo las comisuras, cerca de los lagrimales.
Jade se da la vuelta, ofreciéndome la espalda. Y emite un pequeño gruñido, una
especie de ronquido.
Me levanto y camino hasta el baño. Lavado con agua fresca y aseado, parece
que empiezo a recuperar mi condición de humano. Abro la puerta muy despacio,
intentando hacer el mínimo ruido posible.
-Buenos días –masculla Jade mientras se estira.
-Hola.
Se hace un silencio incómodo.
-¿Te apetece desayunar?
-Cinco minutos más en la camita, por favor…
-Te espero abajo, en la cocina.

Camino despacio, me arrastro sobre las escaleras. Antes de llegar a la cocina,


paso por una sala que me llama la atención a golpe de vista. Entreabro la puerta. Este
hotel tiene gimnasio propio. Cintas para correr, todos los aparatos de musculación que
pueda uno imaginarse, bicicletas estáticas… es como una señal. Es el momento de
quemar la cena. Hay un aparato de música sobre una mesa que preside la enorme sala.
Lo conecto y, después de diez segundos con la pantalla parpadeando, arranca. Música
de motivación. Una pista. Sesenta minutos.
-¿Una canción de una hora? –pienso-. Quizá alguien se ha hecho una lista de
canciones para escuchar mientras se trabaja los músculos. Sea como fuere, no hay otra
cosa, así que habrá que conformarse.
Empiezo a correr en la cinta, tratando de soltar un poco los músculos, mientras
empieza a volar una guitarra eléctrica pesada como un martillo en una canción de
heavy metal oscuro. Cumple su función, porque parece añadirme fuerzas. No estoy
acostumbrado a trabajar con música, pero he de reconocer que es un avance.
Después de unos veinte minutos, empiezo con las pesas. Ahora ha pasado a
bases de rap. También tiene algo que motiva a hacer una más, a apretar los dientes y
dar un poquito más.
-¡Vamos! –trato de darme bombo para evitar pensar en el dolor que emite cada
uno de mis músculos-. ¡Un poco más!

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El ultimo tercio voy a dedicarlo a flexiones y abdominales. Aquí hay de todo,
electrónica, más bases de rap, speed metal… otra vez con esa sensación de sentir
solamente los dientes, jadeando a pocos centímetros del suelo. Los brazos me arden,
como si cada músculo fuese a explotar. El sudor gotea desde mi frente hasta el suelo.
Parece que toda el agua de mi cuerpo haya decidido buscarse una nueva ubicación a la
vez.
Las últimas canciones son muy rítmicas, y se adaptan a la velocidad con la que
ejecuto los abdominales. Siento como arden todas y cada una de las fibras de cada
músculo. Mi cuerpo amenaza con desmembrarse. Tras el último abdominal, me dejo
posar suavemente en el suelo, boca arriba. Jadeo y apenas logro moverme, tratando
de recuperar el aliento.
De pronto, suena la puerta.
-¿Qué haces? –indaga Jade.
-Quemar lo de ayer.
-Me estabas asustando. No te encontraba.
-No sabía que había gimnasio. Ha surgido de repente.
-¿Vamos a desayunar?
-Me ducho y voy.
-¿Tengo que hacerte de cocinera otra vez?
-Con que me dejes café hecho, me conformo.

Desayunamos tranquilamente. Hay una sensación de festivo, de sábado de


verano, con la ciudad vacía, una tranquilidad reconfortante.
-Hay algo que necesito saber –espeta Jade de pronto.
Levanto la mirada del café que preside mi mesa y atiendo.
-¿Qué hizo?
-¿Quién?
-El tío ese, el que estás buscando.
Resoplo.
-Te prometo no decírselo a nadie. Actuaré como si no hubieses dicho nada.
-Violó lo de los tres días.
Se hace un silencio. Tomo aire, y decido sincerarme.
-Era el forense, y debe tener un negocio aparte montado. No sé si vende los
cuerpos para médicos novatos o los vacía y vende los órganos, pero una de dos es.
-¿Y qué planeas hacer?
-Lo que tú ya sabes.
-¿Vas a matarlo?
-El que quiera entender que entienda. Lo que me da igual lo que pienses, y si te
opones –añado enérgicamente-…
-Déjame pensar.

Vuelvo a bajar la cabeza y a centrarme en mi desayuno.


-Si se lo hiciesen a mi madre –asiente-, haría lo mismo. Si puedo ayudarte sin
comprometerme demasiado, será un placer ayudarte.
-Gracias. Tu ayuda me va a venir bien.

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CAPITULO XII: FIN DE CAMINO

Mis sentimientos, a lo largo de este tiempo, han cambiado. Al principio era


furia, rabia ciega en estado puro, pero ahora se ha enfriado. El odio sigue intacto,
bullendo como un río de lava, pero ahora tiene un escudo de roca aparentemente fría.
Eso sí, sigue oliendo a azufre.
-Parece que lo tienes todo pensado –afirma con rotundidad Jade.
Asiento levemente.
-¿Cuál es el plan?
-Te lo explico mientras llegamos
-Pero entonces…
-Entonces, ¿qué?
-¿Y si yo no hubiese querido participar?
-Te hubiese dejado aquí, a salvo, y hubiese seguido mi camino.
-¿Hubieses vuelto a por mí?
-Sin duda –lo digo de una manera contundente, con convicción. No en vano, me
sale de lo más hondo de las entrañas. Jade sonríe. Creo que al fin he sentido un poco
de empatía. He enviado un mensaje no verbal, y Jade lo ha recibido y ha enviado una
respuesta.

Salimos del hotel con la sensación de ser personas de nuevo. Hemos comido,
nos hemos aseado, y hemos dormido como auténticos reyes vikingos. Subimos a la
furgoneta, y arranco.
-Espera –la idea me viene de pronto-. ¿Quieres aprender a conducir?
-No, yo…
-¡Un momento!
Dejo la furgoneta al ralentí y bajo al trote por el garaje del hotel. Efectivamente,
encuentro un coche automático. Salgo rugiendo de allí, y lo detengo al lado de la
furgoneta.
-¡Ven! –grito. Jade niega con la cabeza y la mano.
-¡Vamos! ¡Es divertido!
Se apea a regañadientes y viene junto al coche. Me siento de copiloto.
-Esto es más fácil que comerse un bocadillo. Esta palanca es el freno de mano.
Cuando el coche está parado, la subes, y se queda frenado. Esta de al lado es la caja de
cambios. Hacia delante, punto muerto y marcha atrás. Ahí tienes dos pedales. El de la
derecha es correr, y el otro es parar. Es decir. Ve por ejemplo hacia esa farola –a unos
trescientos metros en línea recta-.
-Yo…
-¿Quieres que te repita alguna cosa?
-No, pero…
-Entonces, palanca de cambios hacia delante, fuera el freno de mano, y pisa el
acelerador con suavidad.
El motor ronronea, pero el vehículo no llega a moverse.
-Un poquito más…
Sigue sin moverse.
-Con cariño, pero un poquito más de presión.

147
Por fin, a Jade le vence el exceso de confianza. El coche da un tirón, a una
velocidad que su inexperta conductora no esperaba, y se detiene al retirar el pie del
acelerador.
-¡Dios mío! ¡Dios! –masculla entre jadeos.
-¡Bien hecho! –me carcajeo. Su cara de pánico resulta entrañable-. Ya le has
cogido el aire. Eso es lo peor que puede hacerte.
-Yo no quiero.
La cojo de la mano.
-Escucha. Ponte el cinturón, para que te acostumbres, y vuélvelo a intentar. Si
no llegas a la farola, me subo yo y se acabó, ¿vale?
Asiente a regañadientes y vuelve la vista al frente. Seguidamente, con el
volante asido como si fuese a escapársele, vuelve a pisar el acelerador, esta vez con
mucha más suavidad, y el coche, ronroneando, comienza a moverse. No iremos ni a
quince kilómetros por hora, pero a ojos de Jade vamos a romper la barrera del sonido.
-¡Ya lo has cogido! –bramo orgulloso-. Para que le cojas el tino al volante,
cambia de carril.
Obedece, con gran precisión para ser tan novata.
-Sigue hasta la farola. Imagina que entre la farola y el árbol hay una cinta
invisible, como la línea de meta. Quiero que cuando estés cerca, dejes de acelerar y
empieces a frenar muy suavemente hasta detenerte justo en la raya.
-Vale –masculla, acelerada-. Dios…
Cuando aún nos queda una eternidad, deja de acelerar, y el primer toque del
freno, casi hace derrapar al vehículo.
-Si no llevamos el cinturón –digo entre risas-, saco la cabeza por el cristal.
-Lo siento –se vuelve a bloquear-, yo…
-Lo haces bien. Haz una cosa, vuelve a acelerar y lo intentas de nuevo en la
siguiente farola.
A regañadientes, accede, y en esta ocasión la aproximación es más que
aceptable.
-¡Eso es! ¡Ya lo tienes! Da la vuelta en la rotonda y vuelve a bajar.
Poco a poco, va cogiendo soltura, y por lo tanto, velocidad, aunque a veces da
pequeños volantazos, y hace leves extraños, acelerones y frenazos.

El coche, aunque dubitativo, cumple con el cambio de dirección. Estamos casi


en la frontal del hotel.
-Para un momento –abro la furgoneta, cojo las herramientas y las echo sobre el
asiento trasero del coche. Vuelvo a subirme de un salto y, sin perder la sonrisa, doy la
siguiente indicación.
-Ahora gira a la derecha y todo recto.
Recorremos media ciudad. Es como si estuviese en pleno examen práctico. Jade
es una alumna aplicada, que se esfuerza en cumplir mis órdenes. Cuando nos estamos
aproximando a la zona, le pido que pare. Es mediodía, más o menos, la hora ideal.
-¿Qué hacemos aquí?
-Hay unos adosados aquí según giras a la izquierda. Es el tercero o el cuarto.
Fíjate que seguramente tendrá todo cerrado a cal y canto. Mi idea era que caminases
por medio de la calle, cojeando. Tal vez con un poco de sangre…
Asiente, pero muestra reticencia.

148
-Estás buena, y pareces vulnerable. No va a poder resistirse.
-¿Y tú?
-Me acercaré sin ser visto. Cuando veas de reojo el chalet, déjate caer sobre el
asfalto. Estoy seguro que saldrá a ayudarte. Lo pescaré desprevenido.
-¿Vas a utilizarme como cebo?
-Sé lo que parece, pero lo tengo estudiado. Es de los que con una chica guapa,
pierde los papeles. Si eres relativamente creíble en tu interpretación, acabará saliendo.
Eso sí, procura caer en una posición cómoda, porque va a pasarse un buen rato.
Déjame si quieres a mí primero, que me acerque a su casa… dame unos diez minutos, y
después vienes tú.
-¿Y si no está?
-Te invito a pasar un fin de semana en su casa.
Me sonríe con ternura.
-Tal vez… -mascullo.
-Tal vez, ¿qué?
-Para que des el pego… deberías estar sucia, a ser posible sangrando… emplear
algo como muleta, como bastón…
Asiente resignada, aunque no parece que tenga muchas ganas.
-¿Cómo vas a hacerme sangrar?
-¡Mierda! Había unos filetes de hígado sanguinolentos, que me iban a hacer el
servicio…
-Hazme un corte si quieres.
-Eso ni en broma.

Se me viene una idea a la cabeza. Cerca de donde hemos aparcado hay una
frutería de barrio que se ha quedado, como está siendo habitual, con la puerta
cerrada, pero sin candados.
Entro y saco un par de cestas de cerezas. Están un poco pasadas, pero nos
pueden servir.
-¿Qué haces?
-Un experimento.
-¿Qué experimento?
-Siéntate en el suelo y alárgame la pierna.
Accede con curiosidad, sin perder detalle. Recojo una cereza, de un tono
marrón bastante oscuro, la parto por la mitad y dibujo una raya con las fibras de la
fruta. Con el dedo meñique, lo extiendo. Tiene los bordes de un tono morado, y la
línea, el centro, está completamente negro.
-Está pegajoso.

Elijo un par de cerezas no tan maduras. Las estrujo con el puño y, empleando
los dedos como improvisados pinceles, encarno ciertas zonas en un color rojo sangre.
Jade me mira sin mucha convicción.
-No parece…
-Lo ve a veinte metros, entre una persiana, los setos y la puerta. Con que tu
cojera sea convincente, servirá. Ahora, recógete por favor el pelo.
-¿El pelo?

149
-Sí.
-¿Qué quieres hacer?
-Un golpe en la cabeza. Lo que hace que des tumbos y te desmayes.
Jade accede, y permanece completamente inmóvil, dejándome hacer. La piel va
poco a poco tomando una tonalidad amoratada, con pequeñas manchitas de un tono
amarronado, que simula sangre cortada. Se mota como si la hubiesen maquillado,
como el maquillaje de las películas pero mal hecho.
-¿Ya está?
-Puede valer.
-¿Cómo hacemos?
-Voy a escoger una posición y te hago una señal. Cuando me veas, empieza a
andar. Es como si estuvieses borracha, o te mareases. Tienes que caminar errante,
pero tampoco exageres. Si hay algo en el suelo, una lata, un bote, dale una patada.
Hazlo rodar y que haga ruido, que se entere de que llegas.
-Vale.

La urbanización tiene una gran avenida con forma de U, estando los chalet en el
terreno intermedio. Pero los adosados forman dos hileras, dando todas las frontales a
la avenida. Entre las dos hileras de unifamiliares hay un callejón de poco más de dos
metros de largo, dedicado al camión de la basura. Es uno de esos barrios elitistas que
no quieren mostrar que también tiran la basura.
Camino tratando de ocultarme, veladamente, dando pasos cortos y rápidos.
Cada vivienda tiene una pequeña cerca de un metro y medio a lo largo del perímetro
del terreno. Doblando un poco la espalda, no me resulta especialmente incómodo. Me
oculto apoyando la espalda contra la cerca, y me asomo muy despacio, con mucho
cuidado, por encima de la barrera. Es el único que tiene todas las ventanas cerradas.
De un salto, cruzo al otro lado de la cerca. Corro y me agazapo contra la pared del
propio chalet. Me pongo de pie, junto a la ventana. Están sonando pasos en el interior.

Hago una seña levantando la mano tan alto como puedo. Espero estar en lo
cierto y haber cogido un punto ciego para el habitante de la casa. Aguardo un
momento, con el temor de no estar al alcance de la vista de Jade. No pasa nada. No
oigo ni siento nada. Tengo que alertarla visualmente, porque cualquier ruido podría
delatar mi presencia. Hay un pedazo de chapa, restos de una pérgola destrozada, en el
suelo. Cuando estoy a punto de reptar para alcanzarla, suena una lata. Para ser algo
tan pequeño, el ruido es feroz.
-¡Genial! –siento como la sangre se me acelera dentro de las venas.
Los pasos de Jade van errantes. La oigo hacer un breve silbido por no levantar
suficiente los pies.
Otro golpe hace rodar la lata unos cuantos metros. Algo reacciona dentro de la
casa. Se oyen pasos atropellados hacia la puerta. Yo corro tan rápido como puedo
teniendo que permanecer agachado, sin levantar a más de metro veinte de altura.
-Vamos Jade.
Veo su silueta, más bien la entreveo pasando por delante del chalet. Va muy
despacio, y lo cierto es que entre mi maquillaje y un par de desgarrones en la ropa,
parece que acaba de salir de un accidente.
-¿Qué es eso?

150
Acaba de sonar un chasquido, es un candado abriéndose. O eso parece. Me
acerco a la esquina y me agazapo ahí. Miro a todas partes. Tengo el sol a la espalda, así
que mi propia sombra podría traicionarme. No parece ser un problema, así que me
agazapo, casi de rodillas, y aguardo la ocasión.
Jade finge trastabillar –tan bien fingido que parece real al cien por cien-, y cae
pesadamente al suelo. El trastazo es tremendo, brutal. Da la impresión de transmitir el
dolor. Parece que se habría golpeado la cabeza.
Apoyo las posaderas en los talones, para estar más cómodo. Me centro en
escuchar. No parece haber nada dentro de la casa, al menos, ningún ruido que
evidencie el movimiento.
-Sé que estás ahí.
Oigo algo que se desliza. Es como una pequeña mirilla corredera. Me asomo
unos centímetros al borde de la casa. Sobresale algo. Es la cabeza de una pequeña
linterna. No puedo evitar sonreír.
-Eres idiota, y no lo puedes evitar.
Emite un haz de luz casi invisible con la luminosidad que hay en el exterior. De
pronto, el haz de luz empieza a ponerse intermitente y a emitir una especie de crujido,
parecido a cuando una subida de tensión quema un cable por dentro. Algo parecido a
un chisporroteo.
-¿Qué…?
Lo enfoca directamente a Jade, que ha caído dándole la espalda al chalet. Hay
un coche aparcado en la acera de enfrente, y ha logrado ver el destello de la luz. Lo
veo hasta yo, y estoy a todo un mundo de distancia.
-¡Eh! –sin salirse de su papel, ahora arrastrando una pierna ostensiblemente,
Jade se dirige pesadamente hacia la casa, balbuceando como si estuviese a punto de
desmayarse, agotada-. ¡Ayuda, por favor!
La mirilla corrediza se cierra de golpe y se oye algo caer al suelo. Creo que se ha
sentado en el piso, con la espalda apoyada en la puerta, esperando que pase.
-¡Ayúdame!
Jade está en el umbral de la propiedad, sujetándose en la puerta.
Un crujido del suelo –apuesto que es uno de esos viejos suelos de madera, esas
tarimas flotantes que se combaban a la mínima-, delata que se ha vuelto a poner en
pie. El roce de las piezas da a entender que la mirilla se está abriendo muy despacio.
-Venía por ahí y he tenido un accidente –dice Jade entre lágrimas-. Creo que ha
sido un reventón. Me he dado en la cabeza, y me mareo un poco. Sólo quiero un poco
de agua. Por favor…
Dentro no suena nada, y Jade hace el amago de abrir la puerta.
-¡Quieta ahí donde estás! –vocea desde el interior. Es su voz.
-Lo sabía –no dejo de sonreír.
-Un poco de agua y poder tumbarme un ratito, para que se me pase el mal
cuerpo.
-¡Aléjate de la puerta!
-Por favor…
-¿Estás sola?
-Sí –llora como una auténtica profesional. Digno de un Óscar.
-Da unos pasos atrás, que pueda verte.
Jade accede y camina pesadamente, renqueante.

151
Se oye la primera vuelta de candado. La segunda. Las bisagras de la puerta
crujen como en una película de terror. Sujeto con fuerza la barra de uña mientras oigo
los primeros pasos en el porche. Estoy de pie, apoyado contra la pared, oculto a la
vuelta de la esquina.
-¿Seguro que estás sola?
-¿Crees que iba a recurrir a ti si habría alguien más?
-Hay un tirador en la segunda planta. Si estás mintiendo, más vale que os
rindáis, o caeréis uno a uno.
Me asomo de soslayo a la esquina y lo veo salir, temeroso. Vuelvo a quedarme
paralizado, pegado a la pared como si fuese un pilar más, poniendo mis energías en
escuchar los pasos.
La vivienda tiene un par de escalones de madera en la frontal, que separan el
pequeño jardín delantero del umbral de la puerta principal. Los crujidos de la madera
me animan a volver a mirar de reojo. Está bajando paso a paso, temeroso, mirando a
todas partes. Vuelvo a esconderme, a punto de ser descubierto. Agarro con fuerza la
barra de uña, y me alejo medio paso de la esquina, no sea que la diferente perspectiva
me descubra.
-Vamos, vamos… -las palabras son como un eco vibrando dentro de mi cráneo.
Suena un golpe seco.
-¡Ay, Dios! –espeta él. Observo en una fracción de segundo. Jade se ha
desplomado en el suelo, y emite un quejido gutural-
-Ayuda…
-Venga, espera que ahora voy.
La puerta de la propiedad está flanqueada por un grueso murete y cubierta de
una vegetación más espesa de lo que en principio pudiera parecer. El tipo se esfuerza
por abrir un candado que remata una cadena de gruesos eslabones. Con un crujido
terrible y trabajosamente, logra abrirla de par en par.
-¿Estás bien? –indaga mientras se acerca a Jade. Se agacha delante de ella.
-Ayúdame, yo…
Abandono mi pequeño escondite y salgo tras él. Salto desde el porche hasta el
caminito para que los escalones no revelen mi posición y, a velocidad de crucero, me
abalanzo sobre él.

Fallo el primer intento, que pasa rozándole la oreja y golpea suavemente su


hombro. Se cae sobre Jade y se da la vuelta como puede. Estrello la barra de uña en
sus costillas, que ha dejado al descubierto al emplear sus manos para sujetarse. Con
los ojos que parecen a punto de salirse de sus órbitas, se ladea sobre su magullado
costillar. Trata de gritar de dolor, pero en su lugar se sacude, en estertores para buscar
aire.
Jade se escurre debajo de él, poniéndose en pie como un resorte y observando
cariacontecida.
-¿Por…? –trata de balbucear, pero el segundo golpe impacta en plena cabeza,
dejándolo fuera de combate.
-¿Lo has matado? –indaga Jade. Sorprendentemente, no parece asqueada, ni
mucho menos. Es un secreto y horripilante gusto por la sangre, una psicopatía oculta.
-No, sólo está K.O.
-¿Qué vas a hacer?

152
-Justicia. Por favor, ve a por el coche y tráelo aquí.
-Pero…
-Hazlo, por favor.
-Pero quiero verlo.
Me quedo paralizado. Eso sí que no me lo esperaba.
-Es algo personal. Por favor, ve.
Asiente y se aleja cabizbaja. Me agacho para asirlo por los hombros y
arrastrarlo a mi terreno cuando siento algo.
-¿Oyes eso? –digo en voz alta. Jade se da la vuelta y viene a mi lado,
colocándose hombro con hombro.
-¿El qué?
-Es como la vibración… pero un eco lejano.
-¡Es cierto!
-Tenemos que darnos prisa. Ve a por el coche y espérame aquí mismo.
Ante mis palabras, Jade corretea.

Arrastro el cuerpo exánime dentro de la casa. Una vez dentro, corro de un lado
a otro buscando materiales. Hay una especie de mini trastero debajo de la escalera.
Hay unas cuerdas, y varios metros de cable. Vuelvo a la entrada, lo siento en una silla,
inmovilizándole la espalda contra el respaldo. Seguidamente, paralizo las piernas con
ligaduras a la altura de los tobillos, una a cada pata. Tiene la cabeza gacha, inerte. En el
patio trasero hay desperdigados unos cuantos muebles de jardín. Pliego la mesa y
vuelvo con ella en volandas dentro. La extiendo delante de él. Le coloco las manos
sobre la mesa y, en el hueco pensado para la sombrilla, paso el cable, uniéndolo al
peso de la base de la sombrilla. Ato con fuerza las muñecas. Se empiezan a enrojecer
casi inmediatamente, así que le será difícil liberarse.
Le doy una bofetada sonora pero no muy hiriente que apenas lo mueve. Sobre
la sien izquierda tiene una herida que parece profunda y de la que mana copiosa
sangre.
-¡Eh! –voceo dándole la siguiente torta-. ¡Eh!
A duras penas, entreabre los ojos. Su cara muda en un gesto de dolor y trata en
vano de mover las manos, que siguen inmovilizadas.
-¿Me escuchas? –otro sopapo-. ¡Eh!
-¿Qué? –farfulla abriendo por primera vez los ojos en toda su extensión. Al
mirarme, un rictus de terror lo hace palidecer casi inmediatamente-
-Me conoces, ¿eh?
-Yo no te he hecho nada, por favor…
-Eso es cierto, a mí directamente –pongo mucho retintín en esta última
palabra- no me has hecho nada.
El tipo asiente nerviosamente, convirtiendo su afirmación en un tic.
-Pero los dos sabemos que has hecho cosas…
Gesticulo con las manos, acercándome a él. Permanece inmóvil, paralizado por
el terror.
-…un poco… digamos, “dudosillas” –remarco con los dedos las comillas.
-Todos cometemos errores. Seguro que puedo hacer algo para reponerlo…
-Es difícil.
-No, con buena voluntad…

153
-¿Sabes resucitar a la gente?
Se queda paralizado.
-¿Crees que no lo sabía? La verdadera pregunta es: ¿A qué crees que me estoy
refiriendo con eso de que puedes resarcirme?
Trata de balbucear algo, pero apenas se le entiende.
-Bueno –retomo después de un rato observándole-, podías haber hecho
muchas cosas, y actuado de muchas maneras, pero has hecho lo que has hecho, y creo
que ya sabes que toda acción tiene su reacción. Es decir, que ha llegado el momento
de padecer las consecuencias.
-Pero yo…
Me saco una zapatilla y rebusco bajo la plantilla. Sale un pedazo de papel, casi
cartulina, muy ajado. La coloco sobre la mesa, entre sus manos. La mira con un
destello de curiosidad y vuelve a observarme, aterrorizado.
-¿Te suena de algo?
-No… no lo sé… -lo murmura tan bajo que si no es porque niega con la cabeza,
no sabría qué me está contestando.

Doy un par de pasos atrás. Permanezco de pie, con las manos a la espalda. El
corazón martillea con tanta fuerza que cada latido hace que mis brazos sufran un leve
espasmo, yendo rítmicamente adelante y atrás.
-Me lo pones muy difícil, amigo. Si quieres salir vivo, vas a tener que esforzarte
más.
-¿De qué voy a conocerla? Ni siquiera tengo amistades de esa edad…
-¿Y no hay ningún contexto en el que hayas podido encontrarte con ella?
-No lo sé –el miedo lo está bloqueando. No puede pensar con claridad, y se
enroca en la confusión-. De verdad que no lo sé.
-Vale, te doy una pista. Tiene que ver con tu trabajo.
-¡Oh, Dios!
Agacha la cabeza y empieza a mascullar. Aguanto pacientemente, con las
manos apoyadas en la mesa, inclinado hacia delante, hacia él.

Cierro los ojos y escucho atentamente hasta el más leve de los murmullos. He
reconocido un patrón, es algo que se repite.
-¡Estás rezando! –exclamo sorprendido. Él levanta un poco la cabeza y asiente,
sin dejar de temblar.
-Sí, ¿qué pasa?
-¿Crees en Dios?
-Sí.
-¿Y crees que una religión está por encima de otra?
-No, simplemente, es una cuestión de opinión, de fe…
-Entonces, ¿por qué niegas la fe a otras personas?
-Yo nunca…
Doy una palmada en la mesa, y se queda inmóvil, mirándome y jadeando de
puro pavor.
-¿Sabes lo que es el confucianismo?
-Vagamente. Se parece un poco al budismo, ¿no?

154
-¡Exacto! –aplaudo ruidosamente, lo que le hace temblar, pensando que lo
siguiente que van a golpear mis manos será su cabeza-. Y, ¿qué rituales funerarios
tienen los budistas?
Su rostro es un rictus de ignorancia, una mirada con la más absoluta
perplejidad.
-¿No lo sabes?
-No.
-¿Pero a ti te llegaban los informes?
-Sí.
-Y si un tipo es, por ejemplo, testigo de Jehová y se niega a recibir ninguna
transfusión de sangre, ¿lo sabes?
Asiente.
-Y si alguien hubiese hecho un documento de últimas voluntades, ¿lo sabrías?
Vuelve a asentir, con la misma expresión del acusado en el banquillo, sabiendo
que va a salir condenado.
-O sea…
-Es cierto. Ahora que lo dices… recuerdo el caso. Es un problema de cara a las
donaciones. No se puede estar tres días esperando, porque hay un límite de tiempo…
-La pregunta es qué prevalece, si la voluntad del sujeto o…
-Yo creo que es el bien común. Eso salva vidas.
-¿Le preguntaste a la familia?
-No.
-¿Y no crees que es importante?
-Es cierto, pero…
-Además, ¿dónde fue el cuerpo?
-No lo sé exactamente, imagino que a donaciones…
Resoplé, y cerré los puños con fuerza.
-Me mata que me mientan, y vamos por mal camino.
-Es que las donaciones son una entidad aparte.
-Vale, ¿para qué quedas en un bar con un tipo y luego vas a repartir dinero con
tu amigo el del pabellón?
Guarda silencio.
-Venga, volvemos a empezar. ¿Dónde fue el cuerpo?

Baja la mirada y rompe a llorar.


-Tienes algo que ocultar.
-Vale. Es cierto. Tengo problemas, y empecé a hacer esto para sacarme un
extra. Los que piden incineración, dejando un margen, se puede aprovechar… hay
gente que sale beneficiada.
-Como tú, por ejemplo.
-No sólo yo…
-Ya, pero no…
-Piensa lo que quieras, pero los de las donaciones no van a aceptar los órganos
tres días después, la única manera…
-¡No cumpliste las ultimas voluntades de mi madre, bastardo!
-Pero otra gente…
-¡Estabas despiezando en el cuarto secreto! ¡No me vengas con esas!

155
-No es cierto, yo…
Estrello un puñetazo tremendo en su mandíbula, que hace que su cabeza dé
una sacudida y de desmayé, dejando su barbilla pegada al pecho.

Corro a la cocina y rebusco entre los armarios. Saco el cubo de la fregona, lo


pongo bajo el grifo y abro el caudal al máximo. Cuando está lleno unas tres cuartas
partes más o menos, lo cierro. Lo acarreo hasta ponerme delante de mi víctima y, con
una mano en el asa y otra en el culo del balde, lanzo el agua contra él. Se despierta de
pronto, como si le hubiese arrojado el océano atlántico a la cara. Con la boca abierta
de par en par, lucha por tomar aire. Seguidamente, sacude la cabeza de un lado a otro,
para librarse del agua, como hacen los perros.
-Bien –me he percatado que el ruido y la vibración van poco a poco
aumentando, e imagino que a Jade no le quedará mucho, así que tengo que darme
prisa-, esto lo vamos a resolver ya. La idea es la siguiente. Mi madre dijo que había que
esperar tres días, donar lo que se pudiera y el resto incinerarlo. Tú lo sabías pero te dio
igual.
-No me dio igual. Sólo pensaba en ayudar a más gente.
-Y, ya de paso, te sacabas un extra.
-No es por el dinero. Si quieres, te regalo mi parte.
-¿Crees que todo esto es por dinero?
-¿Por qué es? –se envalentona-. ¿Qué ha podido desencadenar todo esto? No
se podía hacer nada. El diagnostico era… demoledor –guarda silencio unos segundos-.
Lo siento.
-Mi madre era muy aprensiva con la muerte. Tenía miedo. No sé si a morir en
sí, a lo desconocido…
Apoyo las manos en la mesa y echo el cuerpo hacia delante.
-La única esperanza que le quedaba a la mujer para vencer el pánico era ese
sistema, pensar que ese complejo ritual la liberaría y la llevaría al otro lado sana y
salva. Y tú le quitaste eso. Le robaste lo más valioso que tenía.
-Pero su cuerpo…
-¡Su cuerpo fue al sótano mugriento de alguna universidad de mierda a dos mil
kilómetros de aquí!
-No…
-¿Qué no? –lo jalo de las solapas y lo zarandeo contra las sillas-. ¡Niégalo si
tienes huevos! ¡Niégalo!
-No es cierto. Si han hecho eso, me han engañado a mí también.
El corazón se me ha acelerado, y siento correr la sangre caliente, furiosa, por
mis venas. Casi siento como entra la sangre oxigenada en cada uno de mis músculos. El
tipo cierra los ojos. La zona de la mandíbula que ha recibido el golpe ha empezado a
hincharse, y es de un rojo bermellón muy intenso.
-Bueno, ahora viene cuando vas a gritar.
Le cambia el semblante, y vuelve a palidecer.
-No es que sea ningún guerrero de la luz ni nada por el estilo. No estoy tratando
de hacer de este un mundo mejor, ni trabajar por la paz mundial.
-Por favor, no… -ahora sí que está aterrorizado.

156
-Pero puedo jurarte una cosa: tienes mi palabra de honor que nunca, nunca,
nunca, nunca jamás va a volver a pasarle a nadie. Por tus manos expertas, nadie va a
volver a pasar por lo mismo que mi madre.
-¡No! Juro que no volveré. Me dedicaré a otra cosa –rompe a llorar-. De verdad,
que mi hermano tiene una tienda de bicicletas y me voy a ir con él. Te lo juro. Por
favor, déjame irme.

Los gritos retumban en cada pared. Se crea una especie de eco que multiplica la
intensidad sonora en proporción al tamaño de la estancia. Es tan intenso que parece
como si gritasen de cada pared.
Los gritos cesan de repente. Se ha desmayado. El silencio deja como una leve
reverberación flotando en el aire. Cojo aire, con la máxima capacidad de los pulmones,
y resoplo ante el lavabo mientras me enjuago las manos con fuerza.
Mientras me estoy secando, suenan un par de pitidos desde la calle. Jade ha
llegado. Salgo de la casa rápido y observo de reojo la silueta exánime a contraluz.
Cierro la puerta con delicadeza y observo a la calle. Jade está subida en el asiento de
copiloto, esperándome.
Me subo y doy la vuelta en una maniobra. Empiezo a circular en la dirección
opuesta.
-¿Qué ha pasado? –espeta nada más subirme al coche.
-Lo que tenía que pasar.
-Pero…
-Por favor, no preguntes más.
Guarda silencio.
-¿Oyes eso? –la vibración me produce una inquietud en la boca del estómago.
Todo eso se traduce en una nube de gas tóxico que emana desde mi esófago hacia
arriba. El efluvio es nauseabundo.
-Parece… la vibración, el ruido ese que había cuando nos encontramos.
-Sí.
-¿Qué será?
-No lo sé. Es que parece venir de todas partes.
-¿Dónde vamos?
-A mi barrio. A mi casa.
Se hace un silencio incómodo.
-Bueno –añado balbuceante-… si quieres.
-Claro, pero tendría que recoger mis cosas antes.
-Que si no quieres, te puedo dejar donde quieras…
-No –posa la mano sobre la mía-. Sólo quiero recoger mis cosas. Yo también
quiero ir contigo.
-Vale. ¿Dónde es…?
Para llegar allí tendremos que subir un puerto de montaña.
-¿Te mareas en coche?
-Normalmente no.
-Es que pasaremos por carretera de montaña. Muchas curvas y mucha
pendiente.
-Si no conduces muy fuerte…

157
Estamos casi dos horas conduciendo cuando llegamos a la falda del puerto. El
ascenso es fatigoso. El coche tiene poco motor, y cada vez que sale de una curva, le
cuesta un triunfo volver a retomar el recorrido a velocidad de crucero. Finalmente,
coronamos la montaña. Llegamos a las señales de peligro de la bajada. Va a ser un reto
para el pequeño bólido. La vibración se ha hecho más intensa, provocando leves
desprendimientos en los arcenes de la carretera.
Detengo el coche y nos bajamos.
-¿Qué pasa? –indaga Jade.
-Ven, mira.
Camina correteando y se coloca a mi lado.
-Qué pena de prismáticos –mascullo-. Mira, allí al fondo, a lo lejos. Trato de
indicarle a grandes rasgos la zona.
-¿Qué?
-¿No lo ves?
-No.
-Es como una nube de polvo.
-¡Ah!
Permanecemos unos instantes en silencio.
-¿Qué es esa nube de polvo?
-No tengo ni idea. ¿Un terremoto?
-¿Y por qué no afecta aquí?
-No lo sé. A lo mejor es una réplica.

Volvemos a subirnos al coche y seguimos la ruta. Conecto la radio. Ruido


blanco, pero en una emisora están poniendo música clásica.
-¿Qué te parece? –digo sonriendo a Jade. No sé por qué me alegra tanto.
-Un poco formal, ¿no?
-Es una señal.
-De que hay más gente ahí fuera.
-Exacto.
Llegamos a su casa un buen rato después.
-Si quieres –invita mi amiga-, podíamos pasar la noche aquí. Mañana
empaquetamos y vamos a tu casa. Por lo menos hasta que se pase todo esto.
-Si te parece mejor, podríamos quedarnos aquí unos días. Así esperamos
acontecimientos desde aquí.

Nos duchamos y cenamos frente a frente. Es una cocinera humilde pero


talentosa. Me hace bromas, y nos reímos con el tenedor en la mano. Vemos un dvd y
nos empieza a entrar sueño. Como se me nota que no trabajo. Los horarios del sueño
me están volviendo a la noche. Empieza a entrarnos sueño. Nos abrazamos en el sofá y
vamos a la cama cuando estamos casi derrotados.
-¿Estás cómodo?
-Sí, ¿y tú?
-También.
-Hace mucho tiempo que duermo solo. Quizá ronque, o dé patadas…
-Bueno…
-Si te molesto, dímelo y me saldré al sofá.

158
-Hecho. Buenas noches.
Me da la espalda y se acurruca, buscando el calor de mi cuerpo.

Todo este asunto ha sido una carga sobre el corazón. No podía ni respirar bien.
La tráquea parecía atorarse y el pecho se me comprimía… no podía pensar con
claridad, mi cerebro se negaba a parar ni para descansar. Ahora me siento libre.
Debería estar asediado por los remordimientos, pero lo cierto es que me siento libre.
Me siento como si hubiese resuelto un problema casi indescifrable. No sólo di con el
tipo concreto, sino que es seguro que a nadie le va a pasar lo que a mi madre.
Herencia de varias generaciones con inquietudes metafísicas, la mera idea de la
muerte me ataca la medula espina. Jade ha acompasado su respiración, y emite un
ligero ronquidito cuando toma aire. Yo me he espabilado del todo. ¿Qué pasará
cuando cruzamos al otro lado? ¿De verdad hay algo? Lo cierto es que más allá de la
carne, funcionamos con energía, y la energía ni se crea ni se destruye…
Es como una batería. Cuando se le agota la energía, queda el cuerpo, pero no la
energía… la batería se pudre, pero la energía no desaparece… estará por ahí, como
electricidad o lo que sea…
¿Cómo puede ser la no existencia? Creo que era Platón el que dijo que lo que
no es, no puede ser, es decir, que la realidad sólo comprende las cosas que
efectivamente existen… así que, si según Descartes, pienso, luego existo, o sea que, al
menos mientras pienso, estoy existiendo, y si existo, es por que mi carne y mi energía
existen. Mi carne, mi materia, morirá y desaparecerá, pero mi energía no puede
desaparecer…

Porque además, hay otra cosa. Mi carne de descompondrá en elementos más


sencillos, será caldo de cultivo para otras formas de vida más pequeñas y más simples
que el cuerpo humano, seres unicelulares…
¿Existirá, por lo tanto, una especie de “descomposición de la energía”? Si lo que
hace que yo sea yo, porque se da por supuesto que yo existo, al estar pensando, y que
yo soy yo, porque mi identidad va implícita en mí mismo, es esa energía, “mi energía”,
que sobrevivirá a la muerte de mi materia, ¿entrará en un proceso de simplificación a
elementos más simples?
¿Hay en todo caso diferentes niveles de energía? En la materia de los seres
vivos se mide por las células. Los seres unicelulares son simples, y a medida que van
añadiendo millones de células a sus sistemas, se vuelven más complejos… nuestro
sistema circulatorio es una especie de red de autopistas perfecta. Y no somos los
únicos seres que incluyen sistemas tan complejos.
Una vez muerto, la materia comienza a descomponerse y la energía abandona
el cuerpo… ¿iniciará esa energía el proceso de descomposición? Ya se sabe que no
tenemos una memoria, como por ejemplo un dispositivo usb dentro del cráneo, donde
se guarda toda la información, sino que los recuerdos se reparten alrededor de todo el
córtex. Es decir, que hacen falta todas las conexiones neuronales que envuelven el
cerebro para poder recordar todo. ¿No será igualmente necesaria toda esa compleja
energía para conservar lo que nos caracteriza y nos hace únicos?

¿Será la energía indivisible? Un todo perfecto y completo que no puede


dividirse, que no precisa ninguna fuente para seguir existiendo… no puedo entenderlo.

159
Tiendo a cada minuto a poner ejemplos que pueda entender. Una batería que nutre un
mecanismo. Se agota la batería, cesa el suministro de energía…pero el planeta sigue
girando, así que la energía no desaparece. Pero, ¿y si el planeta dejase de girar?
Girarían el resto de planetas. ¿Y si el universo entero se paralizase? ¿Podría
desaparecer la energía? ¿Un universo repleto de materia muerta? Como el final de una
estrella, cuando se le acaba el material para las reacciones termonucleares y quedan
sólo unos pocos restos. Estalla, o se contrae, y en cualquiera de los casos queda una
especie de planeta, como la ceniza después de fumar un cigarro.

Por otro lado, el símil con esos restos sería el cadáver. El esqueleto o los restos
momificados, o las cenizas. El símil con el alma sería esa implosión, la capa de gases
desprendiéndose del núcleo. La energía que se permanecía de una forma estable
convertida en una detonación de proporciones bíblicas. ¿Dónde acaba toda esa
energía?
Estoy sudando. Un dolor punzante se aferra a la boca de mi estómago y
amenaza con cortarme el aliento. Jade, completamente dormida, ha reclamado un
poco de autonomía, y ahora estaba al otro extremo de la cama, de lado, casi boca
abajo, con un brazo descolgándose por el lateral del colchón. Hay unos centímetros
entre nosotros, y lo aprovecho para levantarme y salir al sofá. Junto al reposabrazos
hay un pequeño mueble, una especie de revistero. Hay un pequeño librito de
pasatiempos. Me recuesto y lo abro por la página que tiene el boli.
Es muy complicado. Se precisan conocimientos en ciencias que yo no poseo, así
que al poco rato, después de observar cómo tras la primera pasada apenas he escrito
seis palabras, me tumbo en el sofá y respiro hondo. La ventana del salón está abierta,
detrás de la persiana bajada. Entra un poco de corriente, que agradezco mucho, y el
ruido de la calle.
El barrio está, como media ciudad, a oscuras casi por completo, y el silencio es
casi opresivo. Pero la vibración sigue sonando. O bien es más intensa por la mayor
proximidad, o bien se está viendo amplificada por mi concentración. No caminan
coches, ni transformadores, ni motores… ni un ruido que enturbie ese ruido lejano,
una especie de anunciación.
-¿Qué estás haciendo? –masculla Jade. Parece enfadada.
-Nada, no podía dormir. No estoy acostumbrado…
-Ven, por favor.
Me pongo en pie. Ella me ofrece su mano.
-Si no puedes dormir, podemos hablar.

Volvemos a tumbarnos. Mi mirada sigue fija en el techo. El corazón me late con


mucha fuerza. Suspiro con la boca entrecerrada, como si tratase de apagar una vela.
-¿En qué piensas? –dice Jade acariciándome el dorso de la mano.
-¿Sinceramente? En la muerte.
-¿En la muerte?
-Sí. Lo cierto es que tengo miedo.
-Es normal. Yo tampoco quiero morir.
-No sólo morir. Tengo miedo a lo que hay después.
-Si lo hay.
-Cierto, si lo hay.

160
-Lo desconocido siempre asusta.
-La idea de que mi madre… -casi se me escapa el llanto-… me aterroriza.
-No te preocupes por eso –coloca su cabeza sobre mi pecho-. Ella está en un
sitio mejor porque se lo merecía.
-Si no la conocías…
-Fue capaz de generar ese amor que sientes. No podía ser mala. Yo soy de las
que piensa eso del karma. Cuando generas algo bueno, te tienen que pasar cosas
buenas. Cuando siembras vientos, recoges tempestades.
-Es una idea interesante, pero más utópica que otra cosa…
-No. Creo que se cumple, le cuesta, pero se cumple.
-Gracias, me has aliviado mucho.
Tumbados boca arriba, ligeramente separados pero cogidos de la mano, me
relajo del todo y el sueño vuelve.

La intensidad de la vibración me hace despertar. Las paredes tiemblan, y el


ruido hace casi inaudible una conversación.
Jade ya está despierta, apoyada en el marco de la puerta.
-¿Qué pasa? –vocea.
-¿Qué?
-¡Que qué pasa!
-No lo sé.
Nos asomamos al balcón. La nube de polvo está cada vez más cerca, rodeando
la ciudad.
-¡Vamos al coche!
Bajamos las escaleras a saltos y cogemos el vehículo, que aguarda debajo del
portal, en plena calle peatonal. Conducimos hacia una ladera que hay en la parte norte
de la ciudad, para buscar una atalaya.
-Vienen por ahí –dice Jade mientras asciendo. Nos apeamos.
-Qué pena de prismáticos, otra vez.
-Yo veo una especie de bultos negros.
-Yo también. Creo…
-¿Qué crees? –indaga después de aguardar la respuesta más de lo debido.
-Creo que es un convoy.

161
EPILOGO: TRES MESES DESPUÉS

Hemos ido recuperando la normalidad. La gente ha vuelto a sus casas y ha ido


retomando la vida tal como la dejó. Jade y yo vivimos en mi casa. He dejado el trabajo
porque me costaba cada vez más funcionar y no me hace tanta falta el dinero. Jade
nunca me lo ha pedido, pero es mucho más feliz ahora. Estaba pensando qué poner en
el currículum y salir por ahí a buscar trabajo, pero lo cierto es que llevo unas semanas
con un dolor de cabeza que apenas me deja levantarme de la cama.
Dicen que la migraña hace que te ofenda la luz, y a mi me mata. Ayer a
mediodía reflejó el sol en el marco de la ventana, y ese haz intenso casi me hace ir al
suelo.
-Tienes que ir al médico –balbuceó Jade entre sollozos mientras me ayudaba a
tumbarme en el sofá.
Ni yo pude replicarle. Lo cierto es que me asusté bastante. Así que dentro de
una hora estaré en la consulta del médico de cabecera, respondiendo a preguntas
comprometedoras y estúpidas, y rezando para que no me diga que es un dolor
psicosomático, y que tengo que tratarme la depresión. Me falta el canto de una
moneda de cinco céntimos para ser un psicópata, y este seguro que viene con que
estoy deprimido.
-¿Te vas a duchar? –dice Jade desde la otra habitación.
-Ve tu primero si quieres.
Sus pasos se acercan.
-Había pensado -me rodea el cuello con sus manos-… no sé… que a lo mejor…
-Eso no vale… es chantaje físico-emocional.
-Tendrás que denunciarme –me besa con delicadeza.

Así que una ducha… para dos. Lo cierto es que tiene un cuerpo increíble, y
parece que el mío también le resulta atractivo. Tocar su piel es muy agradable, es
como si estuviese cubierta de terciopelo, y siempre huele a frutas. Me gusta el olor
que deja esa película de jabón sobre su piel.
Me besa y me abraza mientras sus manos recorren todo mi cuerpo. Hay algo en
su tacto que me hace sentir escalofríos. Es como si tuviese en los dedos centenares de
minúsculos generadores eléctricos que al contacto con los receptores de mi piel
provoca un millón de mini descargas que hacen que se me ponga la carne de gallina y
tiemble de pies a cabeza.

Salimos de la ducha goteando sobre la pequeña alfombrilla y me seco delante


del espejo que hay sobre el lavabo. Desnudo y seco, salgo hacia la habitación dando
pasos silenciosos.
Jade enciende el secador. La miro de reojo mientras me pongo los pantalones,
al otro lado de la puerta de la habitación. Se atusa el pelo con la otra mano mientras
enfoca el chorro de aire caliente sobre su melena. Es poesía en movimiento. Creo que
me estoy volviendo un blando, o me habré enamorado, pero lo cierto es que es como
la Venus de Botticelli acicalándose.
Se percata por casualidad de mi presencia y me hace un gesto para que deje de
mirarla.
-¡Vístete, que luego siempre vamos tarde! –sonríe.

163
Diez minutos después, estamos desayunando. Ella lo hacía al revés, pero se ha
adaptado a mis costumbres –nunca me ducho con el estómago lleno-. La tostada está
rica. Empiezo a perder definición en los abdominales. Cuando se me pasen los dolores
de cabeza, intensificaré el plan de ejercicios.
-¿Qué tal te has levantado?
-Un poco dolorido, pero una pirula nada más levantarme me ha aliviado un
poco.
-Igual es de las cervicales.
Levanto la mirada, expectante.
-A una compañera de trabajo que tuve le salió una contractura justo aquí –se
palpa el cruce entre los hombros y el cuello, ese huesecillo…
-Occipucio.
-¿Ese es el occipucio?
-Eso creo. Es el saliente del occipital, y lo llaman occipucio.
-Con todas las veces que en programas de estos de videos graciosos hemos
oído eso de “se ha roto el occipucio”…
Es encantadora cuando divaga.
-El caso es que tenía un trabajo… revisaba piezas de coche en una cadena… uno
de esos curros de mierda. Ocho horas al día viendo pasar las coberturas de goma
alrededor de las ventanillas…
-Sí, los chismes esos.
-Pues eso, sin poder mover la cabeza, todo el rato lo mismo… se le hizo ahí la
lesión. Como no se la trató, tenía que coger una postura mala y la contractura se le
extendió a los trapecios. Por lo visto, los trapecios comunican con la cabeza pasando
por aquí –se señaló con dos dedos la parte posterior de las orejas, llegando casi a las
sienes.
-Eso no lo sabía.
-Sí. Así debe ser como se nos sujeta la cabeza. Como la lesión le fue a más, esa
contractura le empezó a dar dolores de cabeza, hasta mareos… y acabó en fisioterapia
dos veces por semana hasta que se le corrigió.
-¿También le ofendía la luz?
-No lo sé, pero no podía parar de dolores.
-Pues a lo mejor es muscular.
-Es que además, como te pegas esas curradas…
-Me dejas con la duda.

Me pongo en pie y friego los cacharros mientras Jade va limpiando la mesa.


Huele bien. Mi casa tiene un olor muy especial desde que estoy con Jade. Se nota la
mano de una chica para convertir una casa en un hogar.
Salimos a la calle y aún me resulta extraño ver tanta actividad en la calle. Me
había acostumbrado al silencio, a que todo estaría en la quietud absoluta. Ahora la
gente camina correteando a un lado y a otro. El tráfico, las voces, los claxon de los
coches… un pandemónium que parece trepanarme la sesera.
-¿Te encuentras bien? –pregunta Jade con una mueca de preocupación.
-Sí. Sólo estoy un poco embotado –sonrío para que se tranquilice. Pese a ello, y
a que es un día primaveral, se me abraza, colocándose bajo mi brazo, y empezamos a
caminar tranquilamente. Somos los únicos que vamos tranquilos, en medio del caos. El

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escaparate de una ferretería me sirve de espejo, reflejando cómo vamos acercándonos
a la consulta del médico. Parece que Jade me llevase en volandas. Tengo un aspecto
enfermizo. Da la impresión de que me encuentre peor de lo que realmente estoy.
Llegamos a la puerta de la consulta y la cola recorre todo el pasillo hasta casi la
puerta de la calle. Hay una señora de unos sesenta años sentada enfrente de nosotros.
Gime dolorida y se mueve a un lado y a otro. Es como si no nos viera. Alrededor de los
labios tiene varias heridas. Son calenturas, creo. Será algún tipo de gripe. Tal vez sea
fiebre. Es muy incómoda de llevar.
-¿Estás bien? –me susurra Jade, entrelazando sus dedos con los míos.
-Odio estos sitios. Se me pone dolor de cabeza.
-Si quieres salimos un rato.
-Tendría que salir yo solo, para que tú esperes el turno. No, déjalo.
-Puedes lavarte la cara en el baño…
-Gracias nena. Estoy bien.
Después de una eternidad esperando, y que la cola que teníamos delante vaya
desapareciendo poco a poco, me llaman a la consulta. Entro cabizbajo, no sin que Jade
me despida con una carantoña. Ni que me fuesen a descuartizar.
-Buenos días –dice la doctora, sin levantar la vista de la carpeta.
-Buenos días.
-O sea que dolores de cabeza, ¿eh, Ángel?
Ángel. Todo el mundo me llama así, pero ahora me trae recuerdos no muy
agradables. Supongo que ahora soy uno de esos idiotas que dice “yo tengo un
pasado”. Jade me está cambiando por completo. No soy el mismo tío.
-Sí –respondo sucinto-. La luz me trepana la cabeza. Es como si me metieran un
hierro al rojo dentro de la pupila, hacia la cabeza.
-Siéntate y quítate la camiseta.
Accedo. Me enfoca una linterna en plenos ojos.
-¡Joder! –coloco las palmas de las manos sobre los párpados, cerrados con
fuerza-. Gracias, ahora va a dolerme la cabeza todo el día.
-Te voy a dar un volante para el neurólogo. Que te lo sellen abajo y te llamarán
para darte hora.

Apenas me he puesto la camiseta cuando estoy saliendo por el pasillo. Jade se


levanta de un respingo y viene a mi lado.
-¿Qué te han dicho?
-Me ha enchufado la linterna en plenos ojos y a casa. Que sellemos esto y nos
llamará el especialista.
-¿Eso es todo?
-No. También me ha dicho que le encanta mi tatuaje –saco la lengua, y Jade me
da una palmada en el hombro.

Pasan unos días. El dolor va y viene. Hay días que apenas es una ligera
sensación de embotamiento y otros que no quiero abrir las persianas. Jade ha
encontrado trabajo en una oficina. Es a media jornada y el sueldo no es gran cosa, pero
es lo que le gusta hacer y está contenta. Yo la llevo y me paso media mañana haciendo
ejercicio. Con la música a todo trapo. Vuelvo a tener esa sensación cuando hago
flexiones y me mantengo a escasos centímetros del suelo, suspendida mi cabeza en el

165
aire gracias a mi propia fuerza bruta. Ese es el momento de la verdad. El esfuerzo físico
hecho filosofía. Es demasiado fugaz para llegar a conclusiones, pero su mero recuerdo
me ayuda a concentrarme.
Justo al salir de la ducha, observando en el espejo el estado de mi cuerpo, que
va recuperando su estado inicial, suena el telefonillo de la puerta.
-Cartero. Subo.
Antes de que pueda ponerme la camiseta, está sonando el timbre de la puerta.
-Tienes un certificado –es una chica muy joven, que farfulla entre balbuceos al
verme.
-¿Un certificado? ¿De dónde viene?
-No lo sé.
Escruto el sobre. Me lo han enviado, sin duda, a mí. La palabra “salud” está
subrayada y en negrita, sobresaliendo entre las demás.
-¡Ah! –espeto aliviado-. Será esa mierda…
-Esa mierda será –corrobora burlona la cartera.
Devuelvo la sonrisa, firmo, y cierro la puerta a mi espalda antes de abrir el
sobre. Es la citación para la consulta. Dentro de dos meses y medio.
-¡La virgen! Como para estar uno muriéndose.
Me voy a recoger a Jade. Me presenta a un compañero de trabajo. Mi chica le
gusta y, cuando me da la mano, se siente intimidado. Lo noto en la forma de colocar la
muñeca. Se queda serio, apenas balbucea un par de palabras, y la conversación se
marcha menos de un minuto después.
-¿Qué tal el ejercicio?
-Reventado.
-¿Y la cabeza?
-Sin pastillas no hay manera. Es que además como me retrase, se me levantan
unos dolores de coco en un momento que me dejan para el arrastre. Por cierto, me ha
llegado la carta para ir al neurólogo.
-¿Hoy tenemos que ir o qué?
-¿Hoy? –pregunto entre carcajadas-. La tienes tu buena. En dos meses y medio.
-¡Hala!
-Lo que oyes.

El tiempo pasa rápido cuando estás a gusto. Y ese par de meses son un suspiro.
Jade se va afianzando en su trabajo. Raro es el día que no viene con que su jefa le ha
dicho que está contenta con ella. Mi cabeza va a peor, hasta que, por fin, llega la hora
de ir a la consulta del especialista. Después de dejar a Jade en la oficina, voy directo a
la consulta. Me cuesta aparcar media vida. Tengo que dejar mi vehículo a casi tres
manzanas. Vaya un paseo.
Es una doctora, poco más mayor que yo. Su rostro me resulta familiar. La
conozco de algo. Apenas ojea el informe, me vuelve a hacer la prueba del fogonazo,
que me trepana de nuevo los sesos, como si fueran a hervirme dentro del cráneo, y
pregunta rápidamente.
-¿Alguna vez te has desmayado por una luz fuerte?
-No –respondo casi sin pensar. Pero no es así. Cuando iba a la caza de ese tipo,
me desplomé en aquel cuarto secreto.
-¿Seguro? –dice al verme dudar.

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-Bueno, ahora que lo dices… me ha pasado un par de veces. Aunque no estoy
seguro… vi el fogonazo y me fui al suelo, pero no se si era como un efecto secundario
del desmayo.
-Creo que el fogonazo existió. Creo que es algo poco habitual, pero tienes un
tipo de migraña que te da una hipersensibilidad a la luz, de manera que la exposición a
luces muy intensas, que a cualquiera nos deslumbraría, a ti puede provocarte un
colapso y hacer que te desmayes.
Empieza a bombardearme con conceptos médicos que me suenan a finlandés.
Ha nombrado tres veces la enfermedad, y no consigo retener las palabras, se me
escurren de la mente, como el agua entre los dedos.
-Prueba con esto, y vuelve en un par de semanas. Te llamarán para darte cita.

Prefiero no volver a casa, dando un paseo y holgazaneando para hacer tiempo e


ir a buscar a Jade. Me recibe con mala cara.
-¿Pasa algo?
-Esto es un agobio. Vámonos de aquí.
-¿Qué te apetece hacer?
-Ir a casa y comprar un poco de helado.
-¿De ese con caramelo? –sonrío.
-Sí.
-¿Y vemos la tele abrazados?
-Vale.
-¿Quieres hablar de lo que ha pasado?
-No. Si es… el rollo de siempre. Teléfonos echando humo, todo el mundo
exigiendo, sólo tengo dos manos…
-¿Te ha molestado alguien?
-No, no… de verdad, vamos a concentrarnos en el helado, y en el masajito que
me vas a dar en el sofá.
-¿Sí? –pregunto sugerente.
-Es tu obligación.
-Entonces, eso te convierte en mi jefa, ¿no?
-Sólo por un día.
La llevo a casa. Se ducha y sale oliendo a jabón, algo más relajada. La espero en
el sofá, y se recuesta a mi lado. Le acaricio los brazos con las yemas de los dedos,
despacio. Siento como las puntas de los dedos me hormiguean, esa especie de
descarga que produce su piel y me hace tambalearme. Lo siento en lo más hondo de
las entrañas, donde está la autentica verdad. Moriría por ella. Sólo tiene que pedirlo.
La imagen fantasmagórica de mí mismo peleando contra un rival insuperable y
cayendo derribado por un uppercut demoledor me asalta la mente.

Poco a poco su respiración se va acompasando. No se ha dormido, pero está


mirando la pantalla con la mente perdida.
-¿Sabes que te quiero?
Siento su cabeza moverse al asentir.
-¿Y que eres lo mejor que me ha pasado en la vida?
Se incorpora y me besa. Dos gruesos lagrimones resbalan desde las comisuras
de mis ojos por las mejillas.

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-¿Qué te pasa? –pregunta.
Lo cierto es que no lo sé. Tal vez me esté volviendo loco. Quizá no esté hecho
para esto. Tal vez lo mío sólo sea la destrucción, pero nunca me he sentido tan feliz
como en este momento.
-Que tengo suerte.
-Lloras porque tienes suerte.
-Sí. Porque vales un millón.

Poco después Jade se adormila sobre mi pecho. Estaba a punto de cambiar de


canal, pero la conversación del debate me está manteniendo la atención. Dos tipos
discuten muy solemnes qué razones han causado los acontecimientos de hace tres
meses.
-Parece mentira –pese a estar muy tranquilos, se lanzan puyas sin compasión-,
que a estas alturas creamos todavía en los reyes magos. Lo que vivimos la gran
mayoría fue un temblor leve seguido de otro fuerte y el mayor convoy de todos los
tiempos, emigrando como aquellas imágenes de refugiados, pero en vez de ir
andando, con cientos de vehículos… y resulta que ese fin de los tiempos se ha quedado
en un par de grietas y un apagón.
-A ver… -está visiblemente mosqueado su rival-, el hecho de que el número de
víctimas sea anecdótico para lo que podía haberse producido… no digo que no lo
lamente, porque una sola muerte ya es una tragedia… quiero decir…
-Sí –dijo la presentadora-. Entiendo los argumentos.
-El caso es que ha sido la catástrofe natural más grande de la historia, al menos
desde la erupción del Etna, y quiero dar mi enhorabuena a los cuerpos y fuerzas de
seguridad del Estado, por su rápida actuación y su intachable profesionalidad.
-Por eso te llaman el rey de las frases vacías.
-Y a ti el rey de las cantinas.
La carcajada general se hace en el público.
-Señores, mantengamos la compostura. Valemos tanto como la solidez de
nuestros argumentos. No entremos en descalificaciones.
-Lo que quiero decir –retoma el rey de las cantinas-, es que todos estamos de
acuerdo en que somos los mejores y lo hemos hecho genial. La pregunta que con tanta
palmadita en la espalda y tanta enhorabuena estamos ocultando es, ¿por qué –en ese
momento respira hondo para reprimir un taco que le iba a salir del alma- nadie ha
advertido absolutamente nada hasta que ha ocurrido?
-En este tipo de incidentes, la prevención resulta casi imposible.
-¡Conozco una docena de ingenieros que estudian estos fenómenos! –se está
empezando a desesperar-. ¡Cualquiera de ellos es capaz de diseñar medidores, analizar
los resultados y prevenir este tipo de situaciones!
-No hay pruebas…
-Pues ya está. Como no hay pruebas… señores, estamos hablando de la historia
de la humanidad. Cuando Leonardo da Vinci diseñaba esos artilugios que se suponía
que volaban, hubo uno de los ingenieros de la época que escribió quinientas páginas,
¡quinientas! Explicando por qué ningún ingenio mecánico podría despegar más de
unos centímetros del suelo. Es cierto que los ingenios de da Vinci no eran exactamente
lo que nos encontramos en los aeropuertos, pero tampoco es cierto que una cosa no
pueda volar. Esos aparatos… lo siento, sé que me estoy extendiendo más de lo previsto

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–se vuelve hacia la presentadora-, pero en seguida acabo. Digo que esos aparatos
existen, están patentados, y funcionando. ¿Por qué no se usan? Es que no es no
usarlos, es que ni siquiera se han molestado en contestar a los que les han ofrecido
usar la maquinaria. Ni responder, ni hacer una prueba siquiera…

El debate empieza a derivar. El tipo que habla de los avances me cae bien. El
oponente saca a colación lo bien que lo han hecho y lo buenos que son los servicios de
emergencia cada vez que sus argumentos flojean. Hasta la propia presentadora se está
dando cuenta del k. o. y trata de llevar la opinión al resto de contertulios, que cierran
filas con mi amigo. Todos aplauden la buena actuación -ha sido la evacuación más
grande y más rápida de la historia-, pero cuando la pregunta de si podía haberse
evitado, si se ha corrido un riesgo innecesario hace un silencio incómodo que nadie
llena con una sola palabra.
-En conclusión –la presentadora va poniendo fin al programa-. Todos estamos
de enhorabuena por la reacción ante la adversidad, pero intuir que había medios para
evitarlo y no se aplicaron nos corta la respiración. Esperamos que en próximos
programas podamos tener a algún representante del ministerio, para que nos aclare
las dudas. Gracias por vernos, y que tengan una feliz semana.

Lo cierto es que no entiendo un carajo de terremotos, pero la conclusión es que


hubo uno tremendo a unos quinientos kilómetros, que se extendió por todas partes en
forma de réplicas. De ahí ese ruido acompañado por la vibración. Lo cierto es que duró
días, así que no podía ser una broma. El efecto es parecido a la onda de una gota de
agua en el mar. Se extiende de manera circular, formando réplicas alrededor que
extienden su poder. Lo que me extraña es que apenas ha habido derrumbes. No ha
habido que tirar abajo ningún edificio. Todo lo más han sido puntuales reparaciones
para sellar grietas.

El olor de Jade me viene a la nariz cada vez que inhalo. Sigo haciéndole
carantoñas en los hombros mientras miro el televisor. Pensar en ella me da ganas de
llorar, no sé por qué.

Esta noche –brama el televisor mientras lucho por bajar el volumen antes de
que desvelen a mi chica-, programa especial de supervivientes. No a todos nos
evacuaron. A continuación.
Jade levanta un poco la cabeza, se incorpora unos centímetros y vuelve a
recostarse sobre mi pecho. Hago zapping de un canal a otro, pero tengo curiosidad por
saber quién más había pasado por lo mismo que nosotros. Resulta que no estaba tan
solo como pudiera parecer. Habría unas cien personas en cada ciudad, repartidas por
ahí.
La mayor parte se atrincheraron en casa, imaginando que el exterior estaba
lleno de peligros. Algunos bajaban al economato más cercano, se aprovisionaban y
volvían a cerrarse a cal y canto en casa. Salían el par de viejitos que nos encontramos
en aquella área de servicio.
-¡Nena! –susurro. Jade entreabre los ojillos y bosteza.
-¡Ahí va!
-Están hablando de los que no fuimos evacuados.

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-¡Qué majos! ¿A que son una pareja muy entrañable?

En la entrevista hablan de nosotros. Maravillas, por supuesto. Pobres ancianos.


Así son nuestros últimos años en esta época. Ha durado la entrevista casi más de lo
que compartimos con ellos, y parece que fuésemos íntimos.
Jade se levanta a por un vaso de agua. Camina de puntillas, sin casi hacer ruido,
mientras una mujer cuenta su experiencia. Por lo visto la pilló en su casa de campo, en
un pequeño retiro del mundanal ruido, y casi ni se enteró de lo ocurrido. Estaba en su
saloncito, liquidando su biblioteca página a página mientras fuera todo el mundo huía
despavorido. Estaba en un caserón en medio del campo a más de treinta kilómetros de
la casa más cercana y casi sesenta del primer pueblo. Así que la vibración sólo fue el
fondo a su música y su lectura.
-¿Te apetece algo? –dice Jade desde la cocina.
-No.
-¿Te saco el agua?
-Eso sí. Gracias, princesa.
-De la nevera, ¿no?
-Por favor.

La reportera sigue con afán de protagonismo, absorbiendo con sus preguntas


las intervenciones de sus entrevistados. Oigo el lavabo, y seguidamente la puerta de la
nevera, dando un leve tirón al abrirse.
-¡La virgen! –me quedo petrificado al ver la imagen que me devuelve la
pantalla.
-¿Qué pasa? –indaga Jade mientras camina hacia mí.
-No me lo puedo creer.
Es él. Después de haberle hecho una visita, ha tenido las santas pelotas de salir
en televisión.
-Digo nene, ¿qué…? –Jade se queda sin palabras-. ¿Qué hace ahí?
-No lo sé.
-Creía que…

La entrevistadora finge su mejor cara de circunstancias. Quizá esté equivocado,


pero acabará presentando un programa de cotilleos antes de lo que se piensa.
-Bueno, cuéntanos, ¿cómo era tu vida antes de la evacuación y después? ¿En
qué ha cambiado tu vida?
-Pues –responde el tipejo. Parece incluso animado-… en todo. Yo era médico
forense. Hacía autopsias, lo típico que se ve en las series de televisión americanas
sobre investigadores, pero con menos espectáculo.
-¿Dónde estabas cuando pasó?
-En el taller de un amigo haciendo unas reparaciones en mi coche.
-¿No oíste nada?
-Tuve un accidente. Se me vino encima una llave inglesa que estaba en la balda
más alta. Me dio en el cogote, y creo que me desmayé. Cuando me desperté, ya estaba
así.
-¿Te importaría mostrárnoslo?

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Accede. Le faltan tres dedos. Los dos índices y el dedo corazón de la mano
derecha.
-¿Cómo sucedió?
-Creo que caí boca abajo, bajo el coche, y el gato que lo sujetaba fue perdiendo
presión hasta atraparme los dedos. El golpe en la cabeza fue tan fuerte que no ni
siquiera el aplastamiento me hizo reaccionar.
-¡Dios mío! –las palabras de la reportera sonaban forzadas, falsas-. Pero, ¡eso es
terrible!
-Es peor vivirlo que oírlo.
-Y, ¿cómo te liberaste?
Por suerte la barra era lo suficientemente larga como para poderla accionar con
los pies. Levantando muy despacio. Un compañero le echó un vistazo, pero no había
casi nada que arreglar.

La reportera le da puerta de malas maneras y pasa a otra historia, no


permitiendo que la cámara esté más de diez segundos sin enfocarla.
-No lo hiciste –dice Jade.
-Claro que sí. Prometí que nunca más se lo haría a nadie, y así ha sido. Como no
sujete el bisturí con los dientes…

Jade vuelve a recostarse sobre mí, abrazándome, y pronto nos empieza a


vencer el sueño. Tengo algo de dinero. Estaba pensando en montar un negociete, algo
que me dé de comer sin tener que dedicarle demasiadas horas… Mañana se lo
comento a Jade y ya pensaremos algo.
Una idea me asalta la mente justo cuando iba a cerrar los ojos. No sé si
heredaré la tierra, pero tampoco la deseo. Quién quiere la tierra teniendo esto.

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