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No Heredaras La Tierra
No Heredaras La Tierra
CAPITULO I: INTRODUCCIÓN
Me llaman el Ángel. Después de venir del trabajo hago mis ejercicios y me voy a
la cama al amanecer. Llevo un par de días de vacaciones, y tengo un par de semanas
libres por delante, pero me he acostumbrado a este horario, así que lo sigo haciendo.
Siempre empiezo con unos estiramientos y unas sentadillas suaves. El comienzo me
hace sentir bien. Los músculos parecen despertar y revelar su verdadero poderío.
Sigo con flexiones lentas. Abajo en cinco segundos. Los brazos comienzan a
arderme. Mantenerse con el pecho lo más cercano posible al suelo otros cinco
segundos. El ardor se extiende a los hombros, y empieza a bajar por la columna. Subir
dominando. Me alivia la espalda, pero las molestias en los brazos son insoportables.
Diez repeticiones. Utilizo un reloj que emite un leve pitido cada segundo para controlar
bien el tempo.
Al terminarlas, mi cuerpo impacta contra el suelo con fuerza porque los brazos
no me sostienen ni un segundo más. Siento como mi rostro esboza una mueca, una
especie de sonrisa llena de sufrimiento, entre Jadeos. Me pongo en pie. Doy una
zancada hacia delante, hasta que el pie de atrás sólo puede apoyar la puntera. Apoyo
la mano del pie de atrás a la altura del pie adelantado, y saco el otro brazo hacia el
cielo. Parece que vaya a descoyuntarme de un momento a otro. La mano apoyada me
tiembla, y el pie adelantado también. Trato de repartir el peso con el otro pie, pero el
dolor es más rápido. Sólo seis segundos más.
Resoplo aliviado cuando las dos manos tocan el suelo. El pie adelantado vuelve
atrás, a las alturas. Ahora el pie que estaba atrás reparte el peso con las manos,
mientras la otra rodilla se flexiona hasta tocar el codo. Estira. Suena un pequeño
chasquido en el tobillo, como si me hubiera sonado una taba. Flexión. Diez
repeticiones más. Un minuto para beber agua y recuperar el aliento. Estoy sudando a
chorros. Tanto que se me pega la camiseta al cuerpo. Parece que me haya duchado
con la ropa puesta.
Me coloco a cuatro patas y echo todo el peso sobre la mano y rodilla derechas.
El otro brazo sube verticalmente, y la otra pierna está estirada al máximo. Pongo el
brazo en el aire cerca de mi oreja, y la otra pierna se eleva también del suelo. Es muy
incómodo, y también da la sensación de estar a punto de descoyuntarme cuando
menos lo espere. Flexiono codo y rodilla hasta que se tocan, y vuelvo a estirar con
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fuerza. Diez repeticiones. Siento como si me clavaran alfileres ardientes en la rodilla de
apoyo.
Al terminar, vuelvo a la posición inicial. Necesito respirar. La muñeca me arde, y
cambio la mano de postura, para que no se anquilose. Después de retomar la posición
apoyando el peso en la rodilla y brazo derechos, cambio el peso al tobillo izquierdo,
con la pierna completamente estirada, y levanto el pie derecho del suelo. Cinco
segundos. Es insoportable. Parece que en cualquier momento vayan a estallarme el
cúbito y el radio. El último pitido me deja caer sobre el mullido piso. Otra vez ese
momento, sonriendo entre Jadeos con la boca a escasos centímetros del suelo. Tomo
aire con fuerza. Repito la postura pero con el lado contrario. Al terminar, me tumbo
boca arriba con los brazos lo más estirados posible.
Otra vez flexiones, pero esta vez de diez segundos en vez de cinco. Las últimas
me hacen gritar. Literalmente, un quejido ahogado con todos los músculos que soy
capar de sentir en tensión. Es como si me volviese de acero por dentro, pero, a la vez,
como si la sangre se me convirtiera en lava.
Por fin, he terminado esa parte. Voy al fondo, donde las pesas. Diecisiete kilos
en cada mano, y empiezan las series. Si al final sumo doscientas repeticiones en cada
mano, habré hecho más que suficiente. Series de treinta, después de veinte. Las
últimas de diez.
Coloco la mano y la rodilla sobre la banqueta para trabajar los tríceps. Siento
alivio en los bíceps, pero el dolor no tarda en trasladarse a la parte posterior del brazo.
Un dolor lacerante en la rodilla, que se apoya contra la madera desnuda. Al soltar la
pesa, que casi se me resbala de las manos, los dedos se me quedan anquilosados. Hago
estiramientos con los dedos y las muñecas, mientras retomo fuerzas.
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En la ducha el agua sale casi hirviendo. Impacta contra mi cogote y se descuelga
desde mis sienes hacia el suelo. Es un bello espectáculo. Ver el agua caer en pequeñas
corrientes da la impresión de ralentizar el tiempo, como en cámara lenta.
Al salir la temperatura de mi piel contrasta con el frío de la estancia,
haciéndome tiritar. Me visto a toda prisa y me preparo una infusión bien caliente. Saco
el cuaderno con el cuadrante. Lo he visto tantas veces que me lo sé de memoria, hasta
tal punto que conozco hasta mis errores ortográficos y el trazo de cada letra. Observo
minuciosamente cada rasgo de cada foto. Tengo varias copias manipuladas, jugando
con los diferentes estilos. Rapado, con bigote, con perilla, con barba, afeitado… tengo
que ser capaz de reconocerlo en cualquier circunstancia.
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Todo va según lo previsto. En el garaje de la comunidad entran y salen coches
continuamente. Salvo contadas excepciones, todo sigue el guión de cada semana. El
frío incrementa la población que se desplaza en automóvil en detrimento de los
caminantes. Tengo como referencia el control del domingo pasado y las similitudes son
sorprendentes. Aparco el resto y agarro los crucigramas. Son fáciles. Muchos tiempos
verbales y muchos refranes empleados como pistas. Paso a la siguiente sección. Tal vez
estos sean demasiado complicados. Al fin y al cabo, mi cultura general no es gran cosa.
Primera horizontal. “Tanto monta,….. tanto, lema de Fernando el católico”. Esa
me la sé. Pero la explicación induce a error. El lema lo utilizaba Fernando el católico,
pero no es suyo. Decían que conquistaría Frigia el hombre capaz de desatar el nudo
gordiano (realizado por Gordias para que sus bueyes no pudieran liberarse de su yugo).
Llegó Alejandro Magno y cuando se lo presentaron dijo “tanto monta, monta tanto”, y
dio cuenta de él con su espada. Quería decir que le pedían que lo resolviera, y lo
resolvió, entonces le daba igual que fuera desatarlo como cortarlo.
Segunda horizontal. “Con el………, todos ciegos”. Miro en el reverso. Es un
crucigrama especial de citas celebres y sus autores. Gandhi.
Tercera horizontal. “Soy el……. de Dios. Si no hubieses pecado, Dios no te habría
mandado un castigo como yo”. Gengis Khan.
Me gusta esa frase. Soy el castigo de Dios. Llamó a la unidad con la metáfora de
las flechas. Una flecha es fácilmente quebrantable, pero un montón de flechas es
indestructible. Un personaje interesante. Simbolizaba lo apolíneo y lo dionisíaco. Tenía
una convicción, y era capaz de hacer cualquier cosa en pos de llevarla a cabo. La
primera vez que oí hablar de él, con una explicación parcial, lo tenía por un salvaje,
pero tenía esa filosofía de formar cuerpo y mente. Forjaban su carácter, su
conocimiento, cuál era su verdad, y transformaban el mundo a su paso.
-¡Hola! –vocea con la mejor de sus sonrisas. Bajo la ventanilla de mala gana-.
¿Te marchas?
-No –el anillo me dio una idea-. La verdad es que estoy esperando a mi chica…
-¡No me digas nada! Me he pasado media mañana esperando a que mi mujer
acabara de peinarse.
-Mujeres…
-Ya te digo. Oye –me extiende la mano-, si ves algún sitio, como andaré por
aquí dando vueltas, me tiras las largas.
-Claro.
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-Cuídate y que te sea leve la espera.
Unos minutos después vuelve a haber actividad en el portal. Hoy sale casi
media hora antes de lo previsto. Es una apacible anciana, con una sonrisa llena de
calor humano, que se divierte caminando sosegadamente hasta el parque cercano y
observando a los jóvenes jugar. He tratado con ella un par de veces, y esa fachada
refleja una profunda tristeza. Miles de horas por llenar y una vida sin alicientes
convierten su existencia en un pasatiempo sin final. Lo único que la saca del bucle son
los dolores y los achaques.
Pasa por mi lado, pero la luz hace de la luna una superficie reflectante que me
camufla, aunque la cansada vista de la octogenaria es el mejor medio para ocultarse.
Dobla la siguiente esquina y desaparece trabajosamente de mi vista.
Un par de minutos más tarde, en una mirada furtiva al retrovisor, una sombra
se mueve. Como es eléctrico, lo muevo de un lado a otro buscando el cuerpo que la
origina. Un chándal de colores chillones. Es un tipo enjuto, bajito, barbilampiño, con
una pequeña melena rizada tapando la nuca afectada por una incipiente alopecia, y
una forma de caminar un tanto errática. Un instante después se confirma: un yonqui.
Me bajo un poquito, tratando de ocultarme en el asiento. El tipo pasa al lado del
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coche. No parece haberse percatado del movimiento del espejo, ni de mi presencia al
pasar de largo, menos mal.
Recoloco el espejo, y al oír el zumbido, el tipo se detiene de golpe. Menudo
oído. El sonido de la calle debería cubrir por completo el pequeño zumbido. Ceso el
movimiento de inmediato, y muevo la llave de contacto, desconectando la
alimentación a la batería.
Se da la vuelta y mira alrededor. Tal vez la luminosidad del cielo juegue a mi
favor, convirtiendo el cristal en una superficie reflectante que me oculte. Vuelve sobre
sus pasos, acercándose a la puerta del local que hay enfrente de mi coche. Me
descubro sonriendo inconscientemente mientras el tipo acerca la oreja a la hoja
metálica.
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El policía que va detrás sonríe, reprimiendo una carcajada, mientras yo no
encuentro las palabras, y sólo observo perplejo.
-¿Qué crimen?-indaga el policía.
-Este señor me está faltando al respeto, causándome graves daños a mi moral y
a mi dignidad como ciudadano.
Me quedo estupefacto. Respiro hondo y trato de contener la ira, pues gustoso
le partiría esa cara de abogado de secano.
-Este señor –respondo- ha intentado meterse en mi coche sin permiso, aparte
de haberme pedido limosna.
-Eso es mentira, y me está usted faltando al respeto delante de la autoridad.
Mientras sigo sin reaccionar, se da la vuelta y mira a uno de los policías con ojos
de cordero degollado.
-Señor agente, quiero presentar una denuncia contra este señor.
-Pero… -mascullo.
-¡Por favor! –clama cogiéndose al uniforme-. ¡No me dejen a solas con él!
¡Puede matarme!
Reconozco que me dan ganas. En el maletero, debajo de la rueda de repuesto,
tengo una barra de uña que le dejaría los riñones empanados.
-¿Tiene testigos del maltrato? –pregunta el policía.
-¡Estamos rodeados de testigos!
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-Entonces, ¿podemos irnos?
-Sí, denme diez minutos para alejarme, pero sí…
-¿Por su parte? –uno de los policías se vuelve hacia mí.
-Yo también quiero irme.
-Bueno, pues todos a casa, que es domingo y hay que disfrutar.
La patrulla pasa por mi lado apagando las luces. El copiloto me da con la mano.
Arranco y salgo despacio. A ver si tengo suerte y van en otra dirección. Algo se ha
movido a través del retrovisor, como una sombra. Antes de poder observar
cuidadosamente lo que ocurre, siento el impacto.
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-Perdóname amigo, de verdad. No quería perjudicarte. Era sólo un medio, sólo
una triquiñuela.
Me subo en mi coche. El coche patrulla pasa por mi lado. Cuento diez segundos,
muy lentamente. Hasta que doblan la esquina y desaparecen de mi vista. Tengo que
concentrarme. Dos opciones en este momento. Irme a casa y olvidar este día o darme
prisa y tratar de anular su ventaja. Cierro los ojos y bajo la cabeza. El corazón me
martillea con fuerza. Está claro. Tengo que ir a por él.
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CAPITULO II: SEGUIMIENTO
Un semáforo pasa a ámbar. Aún me quedan unos metros, así que acelero. Es
uno de esos pasos de cebra con badén, y al pasar, el vehículo despega del suelo. Es una
fracción de segundo, algo inapreciable, pero lo suficiente para estar varios metros sin
control. La avenida se yergue, amplia, ante mí. El acelerador sigue abriendo gas y mi
coche se convierte en un auténtico misil. Dentro de la cabina suena un solo de guitarra
de Django Reinhardt en un directo de los años cincuenta. Una reliquia descubierta por
los descendientes en un trastero que tengo el honor de tener como fondo mientras
sigo devorando asfalto.
Por fin, lo veo de lejos. No hay duda, es él. Ya puedo bajar el ritmo. Una pareja
de cincuentones cruzan por el paso de cebra unos metros más adelante. Son
completamente ajenos a cómo he recorrido el tramo anterior, o a cuál es mi idea. La
mujer me sonríe y me da con la mano, agradeciendo mi deferencia en parar. Devuelvo
el saludo y me acerco sigilosamente. El tipo ha parado en el estanco. También dentro
de lo previsto. Hay un sitio libre a media manzana. Aparco ahí sin hacer maniobra, y
observo detenidamente. Entra en el bar junto al estanco. Anoto en el cuadrante los
datos nuevos y los cotejo con los anteriores. Deberían ser unos quince minutos de
espera, dependiendo de si coge el periódico antes o después. He estado unas cuantas
veces en una mesa cercana, analizando. Se salta casi todo el periódico, hasta la sección
de deportes. También lee la sección de cultura, buscando alguna película que ver.
-Te conozco tan bien… -mascullo-. A veces es como si fuéramos la misma
persona.
Tengo por lo menos media hora hasta que haga el más mínimo movimiento, así
que oteo el asiento del copiloto. Detrás del asiento, en una especie de bolsa de
canguro, guardo un libro que me entusiasma. Antología de las noticias más curiosas
del año.
Tengo una página marcada. Abro el libro en ella. Ésta noticia es de abril pasado.
El titular no es tan impactante como la noticia. “Músico muere en un concierto”. De
acuerdo que llama la atención, pero al leer el artículo completo, no le hace justicia. En
Nueva Orleans, en un concierto preparatorio del Mardi Gras, los músicos de jazz más
laureados del mundo habían formado un combo que estaba realizando una jam
session en el club de jazz más famoso de la ciudad. En un momento dado, el batería
hace un solo, con el público expectante.
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Con una maestría impresionante, el percusionista da lo mejor de sí mismo en
unos redobles imposibles, con un juego de platos frenético. La gente ovaciona. El
trompetista le sigue, de manera que cuando la batería cesa, los instrumentos de viento
continúan en esa especie de batalla musical.
Al terminar la canción, dos pipas recogen al batería y se lo llevan detrás del
escenario. En pleno redoble había sufrido algún tipo de ataque y había muerto sin
perder el equilibrio, en su batería.
Había oído algo parecido de un concierto de The Who, que al batería se lo
llevaron en volandas, y subió un chaval del público a terminar el concierto con ellos.
Fue uno de los momentos más chocantes de la historia del rock. Pues este caso aún era
más extremo.
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Hago como si no lo oyese. Durante unos segundos cierro los ojos, y apoyo la
yema del dedo índice sobre el volante. La rotonda que he dejado a mi espalda hace
que los frenos del coche se empleen a fondo. No sé lo imagino o lo deseo, pero
después de la frenada pongo un golpe seco, un sonido de chapa arrugada.
Increíble. Tres segundos después de haberlo pensado, suena, tal como lo había
oído en mi mente. Alguien se apea de un coche que había aparcado unos metros
detrás de mi coche y corre hacia la zona de donde proviene el sonido. Un par de
peatones también se apresuran. Sólo faltaba que el muy idiota haya matado a alguien.
O que lo haya herido. Es poco probable. Seguramente que se ha empotrado contra una
farola, o contra algún coche aparcado. Alguno de esos contenedores suicidas, que
cuando entras en una rotonda a todo lo que va el coche, salta delante, para
destrozarte la frontal.
Siento el impulso de pasarme a echar un vistazo, pero tengo que concentrarme.
Mis prioridades son las que son.
Debería acercarme un poco más. Cuánto más me acerco al objetivo, más me
alejo del accidente. Pero acercarme demasiado podría levantar sospechas. Es un
movimiento que llama la atención, pero si no hay nadie que lo observe…
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-¿Sabe qué compañeros eran?
-No.
-¿No tiene el número de patrulla?
Niego con la cabeza. Es impropio de mí.
-¿Y cómo compruebo yo lo que usted me dice?
-No creo que haya muchos detenidos esta mañana. Es cuestión de comprobar
en comisaría…
-No me queda otro remedio que denunciarle e inmovilizar el vehículo –
concluye el del bigote. El coche de mi objetivo se me vuelve a escurrir entre los dedos,
otra vez.
-¿Inmovilizar por un cristal?
-El coche ha de circular con todos sus componentes en perfecto estado. De esta
rotura hay pequeños trozos de vidrio que podrían desprenderse, suponiendo un
peligro para usted y para el resto de conductores.
-Por favor. Voy directo a casa, y mañana dejaré el coche en el taller e iré
seguidamente a comisaría a declarar. Inmovilizarme me va a causar…
-Ese no es problema nuestro. Nosotros sólo velamos por la seguridad vial de
todos –responde de mala gana el del bigote.
-Por favor –lo miro directamente a los ojos-, contacte con comisaría y pregunte
si ha entrado alguien por tirar una pedrada a un cristal. Llama la atención, y a estas
horas seguro que tampoco hay muchos detenidos.
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Me subo al coche lentamente, aunque el corazón parece que vaya a estallarme
de un momento a otro. Me tiemblan las manos, y estoy sudando en frío. El tipo ha
pasado por mi lado y ha girado donde el accidente a la izquierda. Debería haber girado
a la derecha, de vuelta a la ciudad, pero ha ido al extrarradio. Nunca ha ido por ahí.
¿Dónde irá?
Los policías se retiran y van calle abajo. Doy la vuelta. Casi me veo obligado a
hacer maniobra, ha tenido que pasar la rueda a un centímetro del bordillo de la acera.
Pues si llego a darle adiós embellecedor. A un compañero de trabajo le pasó, además a
tres metros de mí. Estaba saliendo de culo del parking, y escrutaba cuidadosamente la
ubicación del resto de vehículos para no golpear a nadie. Llevaba una de esas pick up
enormes, modelo americano pero con el motor reconvertido a diesel y con ahorro de
emisiones.
Empezó a moverse lentamente, con un ronroneo grave del motor. Una vez
fuera de la plaza donde lo había dejado, comenzó a maniobrar. Giró a la izquierda
hasta el tope de la dirección y siguió ronroneando a la salida. Cuando se disponía a
engranar la primera y enderezar la dirección, lo llamaron por teléfono. Dejó la
camioneta en punto muerto y charló. Era testigo privilegiado porque estaba en la
puerta tomándome un descanso.
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¿Por qué pienso en él? Tengo que concentrarme. El coche avanza delante de
mí, avanzando hacia un terreno donde nunca antes ha ido.
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CAPITULO III: PERSECUCIÓN
Está justo donde quiero, más o menos una manzana y media de distancia. Lo
veo perfectamente y no creo que él me vea si no se fija mucho. Salimos a la autovía.
-¿Dónde quieres ir? –mascullo sin perder detalle-. ¿Qué se te ha perdido por
aquí?
La autovía está atascada. Un domingo a media mañana y el tráfico tan
entorpecido. Será por el fútbol de esta tarde, imagino. El carril derecho es una cadena
interminable que avanza al unísono, a una velocidad parsimoniosa, rodeando la ciudad
por el sur. Los coches cambian de carril tratando de adelantar, pero no logran grandes
resultados. Él apenas se mueve del carril derecho buscando rebasar el tráfico, así que
yo lo imito. No tengo prisa. Varios de los que me preceden van empleando las salidas
hacia los diferentes barrios de la ciudad, pero sigue habiendo más y más conductores
por delante. Es una marea casi inacabable.
El carril derecho baja la velocidad y los otros dos tipos se alejan de mi campo de
visión. Por un lado me alivia no verlos, pero por otro, un pensamiento me trepana el
cráneo: el sonido de un golpe me llevaría directo al otro barrio sin poder evitarlo.
Con la confusión, lo he perdido de vista, así que aprovecho un hueco para salir
al carril izquierdo. Aún suenan los pitidos de los dos vehículos en conflicto. Éste va
justo detrás de los dos.
En la siguiente salida hay atasco, tan grande que los ocupantes del carril
derecho invaden el mío. Por un momento me resigno a ser golpeado, y lo cierto es que
me falta un pelo para impactar. Si freno o acelero lo más mínimo, choco. Los coches
que utilizan esa salida hacer chillar las ruedas al frenar bruscamente.
-Esta ciudad es un caos –susurro malhumorado.
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El tipo cambia al carril derecho. Va a tomar la siguiente salida. Trato de imitarle,
pero un idiota con una furgoneta no me deja.
-Muévete, idiota –musito sin perder de vista el espejo retrovisor.
Piso el freno con la esperanza de que me rebase, pero me imita. El coche que
me sigue empieza a tirarme ráfagas con las luces y a pitar como un condenado. Me dan
ganas de dar un volantazo y abrirme un hueco por la fuerza. Freno un poco más. Los
pitidos se hacen un continuo a mi espalda, pero por fin, la furgoneta me adelanta.
Cruzo el coche con vehemencia para meterme en el carril de desaceleración, cuando
estaba a punto de verme obligado a pasármelo.
-¡Me cago en tu puta madre! –el conductor del coche que iba detrás de mí ha
tenido el tiempo justo para bajar la ventanilla y mandarme el recuerdo. Eficacia
admirable.
Ni siquiera lo he mirado. Para qué. Ha sido culpa mía. Además, el tipo se ha
desahogado, no tiene sentido amargarle el momento.
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de artes marciales y lo tumba violentamente. Lo ata con el cable del secador y lo
encierra en el trastienda.
-Iros a casa -tranquiliza a los empleados-. La policía está al caer.
Pero la policía no llega. Cuando los empleados se han ido, la dueña entra en el
cuarto, ata al hombre al radiador y le da un par de pastillas contra la disfunción eréctil.
Así tiene el rendimiento asegurado.
El hombre aparece en comisaría al día siguiente con los genitales bastante
dañados, y con la moral por los suelos, denunciando que durante la noche lo han
“exprimido como un limón”. El policía que toma declaración no de crédito, así que
hablan con la dueña de la peluquería.
-Sí –afirma categóricamente-, lo hicimos algunas veces, pero le compré unos
pantalones, le di agua y comida, y cuando se fue, le regalé algo de dinero.
Ante el estupor de cualquiera que lo presencie, los dos pasaron a disposición
judicial, uno por intento de robo, y otra por agresión sexual.
-Increíble –me cuesta contener la risa-. Vas a robar y sales ordeñado.
Mi propia expresión me hace carcajearme. Nunca se sabe cuándo vas a
tropezar con un pervertido.
-Quizá a ella le ponía el rollo delincuente –mascullo reprimiendo la risa-. Como
en una película porno de los setenta.
Me imagino la escena. Un tipo con el pelo a lo afro y un bigote tupido, vestido
con un chándal que le deja la pechera velluda al aire, con media docena de cadenas de
oro y un anillo en cada dedo, entra en la tienda.
-¡Manos arriba, esto es un atraco!
En la peluquería un par de rubias de bote tan siliconadas que rozan el
esperpento se sorprenden en un gesto sobreactuado.
-¡Oh! –exclama la peluquera-. No nos haga daño, por favor.
-¡Dadme el dinero ya mismo!
-También podemos darte algo más…
Y mientras suena una música horrible, que recuerda al Batman de la primera
serie de televisión, los tres lo hacen por toda la peluquería, en todas las posiciones
imaginables, y dos recién descubiertas.
Tengo que tener una mano en la boca para contener el volumen de mi risa,
incluso me tapo la nariz y contengo la respiración. Es para partirse.
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Bajo las ventanillas y afino al máximo los oídos. El trino de algún pájaro aquí o
allí puntualmente, pero nada relevante. Desconecto de nuevo el contacto y me apeo.
Me acerco sigilosamente hacia el otro pabellón. Tiene un par de ventanales de forma
rectangular, dispuestos horizontalmente. Están a dos metros de altura, más o menos,
así que no me es difícil encaramarme y observar.
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par de metros para llegar al destino. La verdad que es uno de los modelos más
silenciosos del mercado, pero el más mínimo ronroneo me pone los pelos de punta.
A unas manzanas de mi casa hay una de esas tiendas que puedes comprar y
vender cualquier cosa. Tenía algo así como dos docenas de teléfonos que había ido
acumulando. La mayoría estaba bien, con la autonomía de la batería un poco tocada,
pero aún tenían unas cuantas cosas que decir. Con un vistazo de menos de cinco
segundos, me echaron para atrás todos los móviles menos dos. Las únicas
supervivientes eran un par de blackberries que usé durante una temporada.
-¿Aún funcionan? –preguntó el dependiente con fastidio.
-Como el primer día.
-Te doy quince euros.
-¿Por las dos? –espeté perplejo.
-Eso es lo que hay.
-Te he bajado casi treinta móviles… ¿ni a euro por móvil?
-De acuerdo. Treinta euros por veinticuatro móviles, última oferta.
-¿Y si quisiera comprar algo aquí?
-¿Intercambio?
Asentí.
-Cincuenta euros.
-Hecho.
Me di una vuelta por la tienda. No había nada, pero el vale no caducaba. La idea
era ir pasándome periódicamente hasta que viera algo bueno. Pero no hizo falta. En un
estante, entre un par de guitarras y las videoconsolas, yacía olvidada. La cogí nada más
verla y la observé. Sesenta euros. Fui directo a la caja, sonriendo.
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-Tengo novia.
-¡Oh! Claro… lo siento –se sonrojó un poco.
-No. Si no fuese por eso, sería un placer.
Salí de la tienda con la maza en la bolsa. En este oficio a menudo le tiran a uno
los tejos. Rechazar caballerosamente y no mirar atrás.
Agarro el arma con fuerza. Es un mango cilíndrico, con los bordes muy
redondeados y lacados, y no pesa más de seiscientos gramos, lo que hace que una vez
que la coges, se convierte en una extensión de tu propia mano. Un arma ligera, pero
dura y contundente. En la parte opuesta al asidero hay una pieza metálica ensartada.
Es una especie de esfera repleta de salientes. La verdad que vista así tiene un aire
medieval, pero no tiene más de cien años. La Primera Guerra Mundial hizo unos
cuantos guiños al pasado, y la maza de trinchera era el más marcado. Sólo hay que
blandirla, sólo el gesto de golpear y al enemigo se le caerá la cabeza. Los salientes
metálicos están diseñados para eso. En el momento del impacto fracturan el hueso
como si fuera papel maché.
Tanteo la puerta. Está cerrada, pero no es muy sólida. Con una patada bien
dirigida, debería caer a mis pies. Por un momento me da ganas de empotrarle el coche,
como un alunicero. Pero no sería útil. Me arriesgo a quedarme sin transporte, a sufrir
daños yo mismo, y a llamar su atención, dándole capacidad de reacción. Ya lo tengo
pensado. Correteo hacia el coche y abro el maletero. Al lado de la maza de trinchera
hay una barra de uña entre las herramientas para arreglar un eventual pinchazo. Con
ese trasto y un empujón, más rápido, más fácil y más silencioso.
Vuelvo a ponerme delante de la puerta. El corazón me late desbocado, y vuelvo
a Jadear. Estoy nervioso, frenético. Tengo que concentrarme. Le coloqué una pequeña
cuerda a la maza de trinchera que me permite colgármela de la muñeca o del hombro,
gracias al regulador. Me la cuelgo, agarro la barra de uña con ambas manos y calculo la
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posición en que va a hacer más daño a la cerradura. Cuando estoy a punto de atacar, la
puerta se abre. Es él.
-¿Cómo he podido no oír los pasos? –me pregunto inmediatamente.
Nos quedamos mirándonos. Ninguno de los dos nos esperábamos esto. Mi plan
ha cruzado el punto de no retorno. La opción de irme y esperar una oportunidad mejor
ha desaparecido. Es ahora o nunca. Tengo que hacerlo. Ya no hay vuelta atrás.
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CAPITULO IV: ATRINCHERAMIENTO
Nada más tenerlo a tiro, lanzo la maza contra mi enemigo, pero lo esquiva con
habilidad. Aprovecha para hacer un quiebro y resbalo, golpeándome contra una
máquina que había cerca de la pared. Creo que es una fresadora. La correa de la maza
de trinchera, preparada para el hombro, se me escurre de la mano. La recojo de un
salto y reinicio la carrera tras él. Al apoyar el pie derecho siento un dolor lacerante que
me paraliza. Me falta el aire. Me detengo a la fuerza y dirijo la mirada a la zona
golpeada. Es justo debajo de la rodilla, en el lado exterior. La zona está enrojecida, y al
posar los dedos, veo las estrellas. También es casualidad.
Levanto la vista y el tipo parece haberse escondido tras una de las máquinas.
Creo que es una fresadora. Me pongo en pie Jadeante y quejumbroso. Empiezo a
sentir un poco de alivio, pero el dolor es todavía intenso.
-¿Por qué no tratas de huir?
Voy tan rápido como puedo a por él, pero tras la máquina, no hay nada. Nada
ni nadie. Ha arrancado la fresadora, y no se oye nada.
-¡Es un truco! –bramo mentalmente-. ¡Se ha escapado!
Corro hacia la puerta haciendo de tripas corazón. Me asomo afuera. Nada se
mueve. Me asomo a la calle por la que he llegado al polígono industrial. Nada. El coche
no lo han tocado, ni el suyo ni el mío.
-Es imposible. No ha podido salir a la calle sin ser visto.
Tengo que jugármela. Dos minutos para comprobar esta teoría. Sino, tendré
que largarme y esperar una nueva ocasión, que partirá en unas condiciones mucho
más negativas. Cierro la puerta a mi espalda y recojo la barra de uña. Voy directo al
último sitio donde lo he visto.
-¿Dónde estás? –mascullo.
Apago la fresadora. Se hace el silencio en la espaciosa lonja. Camino cojeando y
dando saltitos, sin perder el más mínimo detalle de vista. Ni un movimiento. Correteo
de un lado a otro como un animal enjaulado, a la desesperada.
-Se acaba el tiempo –es como si mis propios pensamientos se apoderaran de
mí-. Hay que salir de aquí. Está perdido. Cómo se ha podido perder una ocasión así. No
tiene explicación.
Mi propia réplica me duele más que la de cualquier otro.
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mello levemente el sólido piso. Avanzo despacio tanteando hacia la pared. Los golpes
siguen sonando como espero. ¿Habrá sido impresión mía?
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bajo la fresadora. Al menos sé por dónde ha entrado. Con la punta de la barra de uña
trato de hacer palanca, a ver si logro forzar la entrada, al menos abrir una pequeña
rendija que me dé una esperanza.
Es en vano. Vuelvo a intentarlo. Clavo la palanca con todas mis fuerzas en el
sitio y trato de moverla. Utilizo mi propio cuerpo como contrapeso, pero no da
resultado. De pronto, resbalo y caigo al suelo, con las extremidades mirando al cielo,
como una tortuga al caer boca arriba.
He visto algo, un destello. No sé exactamente qué es, pero la maquina, de un
tono verde hierba, ha lanzado un destello rojo.
29
-Estás ahí, te siento –las palabras retumban en mi cabeza mientras aprieto los
dientes con fuerza.
La oscuridad es densa, pesada, como si me metiera en petróleo, o me
sumergiese lentamente en arenas movedizas. El suelo del pabellón está a la altura de
mi pecho. Me agacho un poco, y veo un pequeño resquicio de no más de diez
centímetros de altura y la anchura del pabellón por el que se cuela la luz de fuera. Pese
a ello es más que insuficiente y apenas logro discernir nada. Trato de escuchar algo,
pero no hay un ruido que sobresalga por encima de los latidos de mi corazón. A cada
paso mis pies hacen una leve finta de hundirse, produciendo un crujido súbito.
-Debería haber traído una linterna –mis propios reproches me revuelven el
estómago. Es como si me decepcionase a mí mismo.
30
Al verlo sonreír tengo claro que está dentro de mi cabeza. Cierro los puños y los
apoyo en el suelo para tomar impulso y me pongo en pie, un poco tambaleante. El
dolor es intenso, pero mi convicción es más fuerte. Creo que sigue en la oscuridad,
agazapado. Lo tenía en su mano y el miedo lo ha paralizado. Es la única explicación
lógica. Debería haberme noqueado y huir.
31
Salió de allí silbando mientras yo pedí unos cuantos sobres que no llegué a
utilizar.
Al pisar de nuevo la acera, lo observé largarse por donde había venido. Me
senté de nuevo en el banco, extraje la libreta y anote la hora y el lugar. Al lado,
subrayado y remarcando las letras, las palabras PRIMER CONTACTO
32
Camino cojeando hacia la minúscula ventana por la que se está colando la luz.
Veo al tipo salir corriendo, mirando a un lado y a otro cada pocos segundos. Está
nervioso, y tiene buenas razones para estarlo. Clava los ojos donde supone que estoy y
me ofrece la mejor de sus sonrisas. La ira me recorre las venas. Es como un calor ácido,
corrosivo.
-¡No podrás huir! –voceo colgado del ventanal-. ¡Nunca podrás huir!
Se aleja de mi vista correteando. Apenas vislumbro el coche de reojo, diría que
se está subiendo. Suena el motor. Le puede el pánico y golpea mi coche con violencia.
Las ruedas chillan al ser arrastradas transversalmente por la fuerza.
Cojeando y dolorido, correteo hacia la trampilla. Golpeo con todas mis fuerzas.
No tengo sitio suficiente para golpear con la fuerza necesaria y, bajo la colosal
montaña de acero llena de engranajes que, como can cerbero, me bloquea el paso.
Coloco ambos pies en el mismo escalón y los hombros en la trampilla. Las rodillas,
ligeramente dobladas, serán las que me den el impulso necesario para tratar de forzar
el falso suelo.
Al primer tirón tengo la sensación de descoyuntarme. Las costillas parecen
perder su consistencia y aplastarse como una nuez, espachurrando mis pulmones. El
dolor es tan intenso que se me corta la respiración e incluso se me empieza a nublar la
vista. En el último segundo antes de desvanecerme, echo las manos sobre las rodillas y
trato de retomar el aliento.
El dolor se mitiga con unas pocas respiraciones, así que retomo la posición y
agacho la cabeza ligeramente, para adaptar la posición del cuello a la trampilla. Tomo
tanto aire como soy capaz de almacenar y vuelvo a hacer toda la presión que soy capaz
de concentrar.
Siento los cuadriceps comprimir el empuje y pronto empiezo a sentir el ardor
del esfuerzo.
Las costillas me impiden tomar aire de nuevo, y voy resoplando en tensión,
incrementando la presión gradualmente hasta que pongo mi cuerpo al límite. La vista
parece hacerme un fundido a negro –en la inmensa oscuridad que me rodea, todo
parece rodearse de chispas e instantáneos haces de luz que cruzan la escena-, pero, al
fin, logro incorporarme un poco.
-Lo estoy logrando –las palabras parecen surgir de lo más hondo de mi cerebro
y rebotar un millar de veces por todo mi cráneo, insuflándome ánimos y oxigeno fresco
en cada fibra de cada uno de mis músculos-. Un último empujón.
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-¿Es una alucinación? –vuelvo a preguntarme mientras emito un gruñido
fastidioso.
La vibración se hace más penetrante, o tal vez yo la siento más a flor de piel por
no ceder terreno en mi intento por desencajar la trampilla.
-¡Ah! –el grito sale desde lo más profundo de mi ser.
La luz vuelve a aparecer. Abro bien los ojos, tratando de certificar que no es
una ilusión. Había leído que en algunas batallas soldados heridos de gravedad tenían
alucinaciones. Está documentado gente que ve a la virgen, a familiares, entes de luz…
pensaba que eran momentos en los que se pone la mente al límite, donde lo que se
imagina y lo que se siente se entrecruzan en una marea de confusión.
La vibración y la luz se hacen más intensas, hasta tal punto que siento un ligero
movimiento a mi espalda. Aprovecho el momento para intensificar el tirón con todas
mis fuerzas.
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La luz se hace cegadora, y el suelo vuelve a vibrar. Cierro los ojos con todas mis
fuerzas, pero los ojos me arden debajo de los párpados. Es como si me abrasaran las
córneas. Es una luminosidad que irradia calor, como ponerse al sol con los ojos
cerrados, pero un calor mucho más intenso, corrosivo. Lo único que siento es como
exhalo, agotado por el esfuerzo.
35
CAPITULO V: ESCAPAR
-Sólo una cita entonces –adujo antes de verme salir por la puerta. Me volví y
escuché-: Los mansos no heredarán la tierra.
-Mejor no rebelarse.
-Mejor seguir la senda…
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-No heredaré la tierra, entonces.
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la trampilla. La luz es como un relámpago lacerante a través de mi cráneo.
Instintivamente sacudo la cabeza, lo que me hace echarle todo el peso a la mano que
me sujeta al peldaño inmediatamente superior al roto. La mano no soporta la tensión,
y me deja caer sobre mis ya magulladas costillas. Emito un grito ahogado que no puede
plasmar una parte del dolor que me atenaza el corazón.
Al haberme golpeado en una zona tan sensible, mi cerebro reptiliano hace que
me revuelva como una serpiente, haciendo que me escurra golpeándome en cada
peldaño hasta terminar tirado en el suelo.
Soy una masa sanguinolenta informe. Casi no puedo respirar entre temblores y
estertores. He caído de lado, y doy un pequeño giro, colocándome boca abajo con el
codo articulado bajo la frente. Respirar se hace imposible así que reúno mis fuerzas
para separar la cabeza del suelo.
Estoy a cuatro patas, con el brazo de las costillas golpeadas casi sin rozar el
suelo, abriendo la boca al máximo, como si eso me despejara las vías. Doblo los dedos
de los pies, empleándolos como impulso para erguirme. Apoyo el hombro sano contra
la pared y trato de recuperar el aliento, pero de pronto un terrible espasmo me hace
doblarme sobre las rodillas y vomitar. Otra arcada seca. Apenas logro escupir algo y no
desplomarme. Los latidos de mi corazón retumban en mis oídos, y la respiración
parece arrastrar arenilla entre mi boca y mis pulmones.
Retomo la escalinata, peldaño a peldaño, escalón a escalón. Vuelvo a tener la
trampilla encima de la cabeza, delante de mí. Tiento de nuevo. Trato de meter el dedo
por el agujero, pero amenaza con quedarse atascado, y rehúso al primer intento.
-Tal vez el meñique –la idea no acaba de convencerme, pero lo intento sin
dilación.
El dedo avanza un poco más, pero a punto de insertar la segunda falange, el
avance se antoja imposible. Si se atasca el dedo, no aguantaré mucho en esa posición,
y un dedo roto era lo que me faltaba.
Me doy la vuelta y me siento en el escalón. Las costillas me arden, me siento
mareado y débil, y mi forma de respirar sigue siendo un Jadeo ronco, luchando por
coger oxígeno.
Bajo despacio, protegiéndome, hasta llegar a una esquina tanteando las
paredes. Recorro una pared barriendo el suelo con el pie. Hay algo más de luz, pero no
distingo bien lo que hay dentro. Rodearé la estancia, desde la ventana hasta pasar por
debajo del ancho ventanal. Si hay algo, lo más lógico es que esté pegado a las paredes,
para aprovechar el espacio. Empiezo a alejarme de la entrada de luz, hacia una
oscuridad cada vez más invasiva. Debería tener una planta rectangular, como el
pabellón que lo oculta. Hace unos cuantos pasos que debería haberme topado con la
pared, por ello llevo la mano apuntando al frente. Doy media vuelta y observo con
atención. Una negrura inmensa en la que recorta una línea de luz. Tan oscuro que a
veces la vista engaña, perdiendo la percepción de la tercera dimensión, como si un
muro invisible se plantara colosalmente ante mí, apabullando.
Sin perder la posición y avanzando paulatinamente, barro con los pies a cada
paso, peinando cada centímetro de terreno. Instantes antes de que mis dedos tanteen
la otra pared, siento algo en el pie. El tacto parece reactivar mi cerebro, desde hacia
tiempo tan centrado en el suelo que parecía haberse aletargado. Me pongo a cuatro
39
patas, tanteando cada palmo del suelo. Antes de avanzar, me concentro en la posición
para no desorientarme. La oscuridad hace casi imposible hacer un registro minucioso,
y el estruendo-vibración no facilita la tarea. Puede que lo tenga al lado de las manos y
lo pase por alto.
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mismo. Bajo las manos y espero que se abra. Quizá tiene algún tipo de cadena dentada
de la que quizá se haya saltado.
Al fin. La luz invade el espacio secreto de la parte inferior, sacando las paredes
de entre las sombras. El contraste de los colores resulta cegador, pero siento el aire
fresco, no tan viciado como abajo, y me alivia. El escalón ausente me obliga a saltar
directamente al suelo del piso superior, donde acabo boca abajo, como si fuese a besar
el suelo.
Me pongo trabajosamente en pie, no sin que las costillas me den un aviso.
Tomo aire con todas mis fuerzas, con la boca tan abierta como me permite la
mandíbula, un poco mareado y cegado por la luz, y con un dolor lacerante en las
costillas.
Observo alrededor. Algo ha pasado. Todo está… revuelto. Las piezas están aún
dentro de las máquinas. Parece que el trabajo se quedó a medio hacer. Han venido a
trabajar sin que yo llegara a despertarme. No tiene sentido. Trato de hacer memoria.
Estoy convencido que la maquina contra la que me había estrellado persiguiéndole no
estaba así. Han estado trabajando con ella, y la han dejado a su suerte.
-¡La maza!
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-¿Ha bajado aquí para protegerse? –mantengo la conversación en un farfullo,
como si discutiese conmigo mismo.
-No, ya estaba aquí cuando he bloqueado su coche y he observado encaramado
a la pared. El otro tipo se ha ido y ha salido a despedirlo, se ha metido para dentro y no
estaba, lo que quiere decir que algo estaba haciendo aquí.
Camino hacia el fondo. La vibración se hace mucho más intensa cerca de las
paredes, así que tiendo a ir por el centro. Está causando daños, no muy importantes,
pero daños. Parece descascarillarse levemente. Hay un montón de pequeñas grietas
esparcidas sobre la superficie de la pared. No parecen muy profundas, no creo que
vaya a venirse abajo, pero sin duda que está haciendo mella y acabará por suponer un
problema gordo.
Con mucha más luz me percato de un golpe de vista de lo que hay al fondo. Lo
que antes era una odisea ahora es una simple ojeada. Por el suelo hay unas cuantas
herramientas tiradas. El destornillador, un martillo, unos cuantos clavos y unos
tornillos con arandelas. No sé qué habrán intentado, pero creo que estaba recogiendo
cuando lo abordé. Creo que he llegado tarde.
-Tal vez sospechaba que le estaba siguiendo. No ha venido por aquí hasta hoy.
Al menos tiene un cómplice, sin contar el resto de contactos. Quizá sea el enlace y no
se manche las manos.
Recojo el martillo, que tal vez me sea útil, y escruto de nuevo el espacio.
Debería correr tras él. No. Le conozco. Tarde o temprano, se confiará. Tengo una
docena de sitios que vigilar, él vendrá a mí, se relajará y volverá a la rutina. Es cuestión
de esperar. Tendré que ser más rápido y más contundente para no dejarle la más
mínima opción, pero tendré la ocasión.
Las máquinas, salvo la fresadora que oculta la entrada secreta, parecen haberse
detenido de pronto, como si se hubiese ido la luz de repente. Pensaba que en cortes
de luz imprevistos, aparatos tan imponentes y tan peligrosos tendrían una especie de
retroceso mecánico que no precisara electricidad para volver a la posición de inicio.
42
Bueno, las barreras de seguridad siguen funcionando, haciendo imposible el acceso a
las tripas de la bestia.
-¿Por qué hay un corte de luz y os largáis? No tendría que estar todo revuelto.
Por la posición del Sol, será mediodía, tal vez primera hora de la tarde. Debería quedar
alguien aquí.
-Quizá la luz tiene una avería grave y han dado fiesta hasta nueva orden. Quizá
este ruido tiene algo que vez. A lo mejor ha saltado por los aires una central… eso
explicaría el estruendo. Tal vez sea la onda expansiva.
-Creo que la vibración nace debajo del suelo.
Los sentidos se adormecen, es difícil incluso pensar con este ruido. Cierro los
ojos y enmarco la cabeza entre las manos, como si tratara de evitar que me explotase
la cabeza. Me tapo los oídos. El ruido se atenúa sensiblemente, pero la vibración sigue
intacta, dentro de mis entrañas. Es algo parecido a un ataque de ansiedad provocado.
Desestabilizado desde dentro. Siento contraerse la boca del estómago con fuerza,
produciendo un dolor intenso. No entiendo qué ha pasado. ¿Cómo he podido
dejármelo escapar? ¿Qué eran esas luces? ¿Por qué no hay nadie por ninguna parte?
¿De dónde viene ese ruido?
43
con el símbolo de la mutua encima de la portezuela. Lo abro. Hay gasas, un par de
antiinflamatorios, gasas, vendas, un coagulante para heridas, paracetamol…
Lo desencajo de la pared y lo dejo sobre el lavabo del baño de chicos, abierto
de par en par. El espejo de las chicas haciendo de doble espejo me valdrá para evaluar
los daños. Me quito cuidadosamente la camiseta, y las costillas me arden con el simple
roce de la tela. Al bajar los brazos, el hombro hace un extraño, como si se me saltara
una taba, como el crujido de los nudillos. Me veo el torso desnudo en el reflejo. Me
ladeo un poco para poder verme las heridas bien. La zona está magullada. Mis costillas
son un gigantesco moretón en una forma parecida a una elipse, en cuyo centro, hay
una pequeña línea amarillenta, como la piel de un paciente con una enfermedad
hepática.
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La puerta parece atrancada. Me desespera. Cada dichoso paso es un obstáculo
insalvable, y requiere una cantidad de energía y de desgaste que acaba por minarme
psicológicamente.
Vuelvo renqueando hacia la trampilla. La barra de uña está tal como la he
dejado antes de bajar. Me pongo en cuclillas, para evitar daños al agacharme. Doy un
primer tirón. Imperturbable, como si la hubiesen soldado a la puñetera máquina.
Coloco ambos pies en el primer escalón. La barra sigue estando demasiado baja, así
que me coloco al borde del peldaño roto. La barra está a la altura de mi pecho. Ahí
puedo hacer más fuerza. Agarro el extremo de la barra, donde hace un giro de casi
ciento ochenta grados, con ambas manos e inspiro. Doy un primer tirón, con más
fuerza que antes, pero no produce efecto alguno.
-Voy a tener que emplearme a fondo –la afirmación es tan necesaria como
descorazonadora. Las costillas parecen resistirse al que parece su destino.
Sujeto bien los dedos, asiéndola con fuerza, me ladeo un poco y doy un
segundo tirón con todas mis fuerzas, haciendo que la espalda ayude también a los
brazos a desencajarla, pero no se mueve ni un centímetro.
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Al menos he tenido la suerte de no irme de cabeza escalera abajo. La barra
sigue en mis manos. No la he soltado ni un momento.
-Esto sólo me pasa a mí. Trato de abrir la oficina para descansar, y acabo
agotándome más.
Empleándola como bastón, me pongo en pie por enésima vez y camino hacia la
puerta de la oficina. Al pasar cerca de la entrada de los baños, veo la máquina
expendedora. Pulso los botones, pero está seca. No hay luz, ni para las fresadoras ni
para la máquina. Inserto con violencia la punta de la barra de uña en el borde de la
portada. Con un tirón seco, el vidrio del mostrador se astilla y el marco empieza a
doblarse. Los pocos milímetros que ha cedido, los aprovecho para insertar la barra aún
con más fuerza y hacer palanca de una manera más intensa. La espalda emite un dolor
sordo, intenso, profundo. Desde lo más hondo de la médula hacia la piel, ocupándolo
todo. El marco de la portezuela se retuerce, y el cristal se resquebraja y estalla ante la
presión. Los pedazos caen diseminados al suelo, en fragmentos microscópicos.
Finalmente, al límite de mis fuerzas, la bisagra se descoyunta y la puerta cae al
suelo pesadamente. Vencido por el esfuerzo, caigo de espaldas al suelo, golpeándome
otra vez la parte posterior de las costillas, casi en la espalda. Me retuerzo en el suelo
hasta colocarme del lado contrario. No es sólo el dolor, es la rabia. Como si mi cuerpo
no tuviese más zonas donde golpearse.
Clavo el puño con fuerza en el suelo y me coloco de rodillas, esquivando los
pedazos de cristal. Levantarme me entrecorta la respiración, pero a la vez sonrío. Me
siento roto e invencible a la vez. Aparto con una leve patada, empleando el talón como
cuña, la portada, que derrapa por el suelo hacia la pared. Tengo un poco de fruta,
gominolas, snacks, algo salado, galletas de chocolate… servirá para calmar el hambre.
Se me nubla la vista, y me mareo un poco. Es como si me hubiese convertido en una
columna de palillos. Demasiado alto para no sucumbir a los vientos. Me pongo
rápidamente en cuclillas, sosteniendo parte de mi peso en la máquina a través de la
mano izquierda. Por suerte, no me he herido con los bordes aserrados que ha dejado
la bisagra al desencajarse. Me podía haber hecho una carnicería en la palma. Podía
haber cogido alguna infección, tétanos…
Otra vez una nausea en vacío. La convulsión desde lo más hondo de mis
entrañas, llenando todo de efluvios ácidos y pestilentes. Cojo una manzana de la
máquina y la desenvuelvo. Sabe a gloria. Me calma el hambre y la sed al mismo
tiempo. Hasta el olor me sacia. El estómago emite un gruñido furioso como
agradecimiento. Acabo con ella en unos cuantos bocados y exploro el resto del
mostrador. Lleno mis bolsillos con todo lo que soy capaz de arramplar, recojo la barra y
me dirijo directo a la puerta de la oficina. Comer un rato tumbado en un sofá me
subirá la moral, descansaré y volveré con fuerzas renovadas.
Tanteo la puerta. Está bloqueada. Es un puñetero candado. Sujeto la barra de
uña a la altura de mis ojos y la inserto con todas mis fuerzas en el borde entre la hoja y
el marco de la puerta. Material barato, al primer envite el aglomerado se hace astillas,
y el tirón la desencaja por completo. Con un par de patadas cuidadosamente dirigidas,
me abro paso sin problema.
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Apenas miro alrededor. Sólo estoy buscando un lugar donde dejarme caer.
Delante de mí hay un estrecho y larguísimo pasillo donde, a mano derecha van
desperdigándose las puertas de las diferentes estancias. La mayor parte están abiertas,
y las cerradas tienen unas pequeñas placas con letras grabadas.
SALA DE REUNIONES. Abro la puerta de un empellón. La sala está
completamente vacía, salvo una mesa enorme flanqueada por unas cuantas sillas. La
estancia adyacente tiene un cartel que pone sala de espera. La puerta es corredera, sin
manilla, con una simple asa. Al abrirla lo veo ahí, como una visión del cielo. En la
esquina, al fondo de la, por otra parte, angosta habitación, frente a una mesilla, un
sofá de tres plazas. Por el aspecto, diría que es caro. Camino tambaleante, ansioso,
haciendo de cada paso una pequeña agonía en pos del alivio.
Tenía unos quince años. En mi clase había una chica que me gustaba, y uno de
mis amigos se aprovechó de mi buena fe y de la información privilegiada que le daba
sobre ella para traicionarme y salir con ella. Era mi mejor amigo, la persona en que
más confiaba en el mundo, y me había dado una puñalada trapera. Verlos juntos,
sonriéndose, compartiendo cuchicheos, caminar de la mano… me enfermaba. Pero no
me alejé, no puse distancia. No quería un rincón feliz donde lamer mis heridas, quería
venganza. Resarcimiento del dolor provocado.
Años de confianza me habían dado cuantiosa información sobre él. Lo que más
le gustaba de ella es que le hacía caso, y era más importante sus pantalones que yo. Un
punto a tener en cuenta. Si era capaz de dejar a sus amigos a un lado por la
47
perspectiva de no sentirse solo, también sería capaz de dejarla tirada si aparecía
alguien que le gustase más. Tracé un maquiavélico plan. Me había enamorado de ella a
fuerza de quedar cientos de veces en su casa, la conocía, y en muchas ocasiones,
también tuve trato con su hermana.
El ronquido vibratorio que hace temblar las paredes me despierta. Parece que
he dormido algo. He descansado un poco, y, aunque sigo dolorido, parece que he
recuperado fuerzas.
Me pongo en pie, remostando una bolsita de gominolas de la que había
perdido la noción. Recojo la barra de una, colgándola del pantalón, y la maza de
trinchera, empleada como ariete.
Salgo de la sala, y doblo a la derecha al llegar al pasillo, hasta el fondo. Hay una
sala enorme, con seis escritorios y sus seis ordenadores. Todo está revuelto, con el
suelo lleno de papeles, y huellas de botas militares, dejando marcas de barro
diseminadas por doquier.
-¿Qué ha pasado?
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Miro a mi espalda, y alrededor. La idea de que aparezca el dueño de las huellas
hace que mi corazón dé tumbos. Incluso siento como tiemblan las manos. No se ve ni
el más mínimo movimiento.
-Algo ha pasado, que los ha hecho salir corriendo –es como si las palabras se
dibujasen en mi mente, y un espasmo me contrae la boca del estómago.
¿Qué habrá ocurrido? Una luz que creo que ha provocado una especie de ruido
que hace vibrar las paredes, y no queda nadie. No tiene sentido. Bueno, han salido
huyendo de aquí. Quizá las calles estén llenas de gente. Tal vez haya controles en la
carretera o algo así…
Una de las mesas parece estar más ordenada que las demás. Aunque todo se ha
revuelto un poco, los pisapapeles son demasiado pesados para escurrirse a causa de la
vibración y, atrapado, sólo queda un folio en el escritorio. Me acerco, apoyo ambas
manos en la mesa y centro mi atención en el papel. Es un formulario relleno a mano,
como un parte de trabajo. Creo que está evaluando a alguien, porque especifica la
antigüedad, la formación… me centro en las últimas líneas.
“El análisis de las expectativ…” dicen las últimas palabras. Estaba redactando
cuando se produjo la luz, el ruido, y dejó de escribir inmediatamente.
-Alguien ha visto un fantasma.
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CAPITULO VI: ¿QUÉ ESTÁ PASANDO?
Recojo los papeles más cercanos a la mesa ordenada y ojeo aquí y allí. Al
agacharme me llama la atención una regleta. Están conectadas las alimentaciones de
todos los ordenadores en una conexión múltiple. Desconecto la mayor parte de los
enchufes y observo cuidadosamente las hembras. Los bordes alrededor de la toma de
corriente se han ennegrecido, y al acercar la nariz, huele un poco a quemado. Quizá
haya habido una leve sobrecarga, o tal vez la propia regleta estaba un poco
sobrecargada al tener tantas conexiones a la vez.
De pronto, algo resuena a través del estruendo general. Ha sido fuera, entre las
máquinas. El sobresalto me hace reaccionar erráticamente. Trato de asir la maza de
trinchera, pero se me escurre de las manos. Me vence el peso hacia delante, y me
golpeo contra el canto del escritorio en la frente. Me apoyo en las rodillas,
aplastándome contra la mesa por mi propio peso. Con ambas manos como punto de
apoyo, me pongo en pie. Agarro, ahora sí, con fuerza la maza de trinchera y me levanto
tropezando. Camino despacio. La única ventaja que tiene este estruendo alrededor es
que, aunque trato de ser sigiloso, cubre por completo el ruido que pueda hacer con los
pies. Podría bailar claqué sin percatarme del más mínimo sonido.
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Imposible para un adulto. La pared está completamente lisa, lo que hace que sea
imposible encaramarse y escalarla.
Vuelvo a agazaparme, entre Jadeos, tras la máquina. Hay un pequeño hueco
por el que vislumbro el fondo de la nave. El corazón me bombea desbocado. Por la
mente no deja de pasárseme la imagen del extraño ganándome la espalda y
derrotándome por sorpresa. No puedo pensar en otra cosa. Correteo de una máquina
a otra. Ya estoy un par de metros más cerca, a la atura de la puerta de los servicios.
Observo cuidadosamente alrededor. La ausencia de movimiento me pone frenético, a
punto de estallar. Repto de un extremo a otro de la fresadora, y echo otra ojeada. Algo
extraño reclama mi atención. Hay un bidón metálico, parecido a los de aceite. Levanto
la vista. Había una especie de balconcito en forma de L invertida donde un par de
cadenas sujetaban el peso. El sistema de sujeción recuerda a una tela de araña,
ensamblada en varios puntos a la plataforma.
La vibración ha desencajado un par de enganches, haciendo que el peso haga
ceder al piso de la plataforma y lanzando el bidón intruso contra el suelo. El que estaba
inmediatamente detrás, empujado por el desnivel y la vibración, va escurriéndose
poco a poco. Aguardo sin moverme, hasta que la parte inferior comienza a asomarse
lentamente al vacío. Todo entra en una espiral. El peso del barril hace que la
plataforma se ladee, lo que acelera su descenso, aumentando el peso en el borde, y
descendiendo más la superficie.
Finalmente, hay más bidón en el aire que apoyado, y la gravedad hace el resto.
Retiro la mirada y trato de discriminar algo entre el ensordecedor estruendo. Es un
sonido parecido al que había oído antes. Ojeo alrededor por encima de la máquina sin
ver nada y seguidamente me pongo en pie. Por una parte me he relajado, pero mi
propio reflejo, dentro de mi mente, cayendo noqueado, me persigue.
Sin soltar la maza de trinchera, como un punto de apoyo moral, vuelvo a la
oficina. He visto una especie de bandolera en el suelo, enterrada en papeles. Camino
presurosamente y la recojo. Vacío mis bolsillos y meto las viandas en la mochila. Voy a
la máquina expendedora y la saqueo por completo. En el bolsillo exterior, algo más
angosto que el principal, inserto el contenido restante del botiquín. Unida a la correa,
la barra de uña, sujeta en un par de puntos para poder sacarla en un solo movimiento.
Me acerco a la puerta y ojeo a través de la mirilla. Es una visión parcial y
deformada, pero al menos veo el exterior. Vacío, en medio del caos, abandonado a su
suerte… no se ve más que destrucción y abandono. Abro la puerta lo más
silenciosamente que puedo y la luz está a punto de cegarme.
-Ni que saliese de la cárcel –mascullo al vacío.
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de las noticias curiosas. No puedo cargar con todo, y el esfuerzo de forzar la puerta no
merecería la pena.
-Adiós, amigo –digo tirando la llave junto al cadáver de mi vehículo.
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bajada paulatina, no me queda otro remedio que dejarme caer-, se me hace un
agujero del diámetro de dos dedos por el que sale el vendaje, destrozado.
El impacto contra el suelo me obliga a agacharme y echar las manos para no
partirme la crisma contra el cemento. El vendaje sigue en parte en su sitio, pero se ha
aflojado, y se escurre continuamente. Me acerco a la mochila y la abro. La botella de
alcohol se ha golpeado, y tiene una especie de abolladura en el culo. Suerte que todo
esté hecho de plástico. Me quito la camiseta con cuidado. Al elevar los brazos, un
pinchazo demoledor me quita el aire de los pulmones.
Tengo frío, con el torso desnudo los gélidos golpes de viento es como si me
atravesaran la piel. Me tiemblan las manos, las gasas se desprenden de mi espalda,
estrellándose contra el suelo.
-¡Mierda!
Ahora se han manchado de polvo. No puedo ponerlo en una herida que está
supurando. A veces me dan ganas de mandar todo al carajo. No he cogido más gasas,
lo cual convierte el incidente de la verja en una catástrofe.
-¿Ni una me vas a dejar?
Tomo aire hasta que los pulmones están repletos, exhalo con fuerza, y me alivia
no sentir dolor, al menos ningún dolor añadido. Recojo las vendas en un montón
cilíndrico y las guardo en la mochila. Están un poco manchadas de sangre, pero seguirá
dando servicio. Me pongo de nuevo la camiseta, y, con la bandolera en una mano y la
maza en la otra, entro caminando poco a poco.
Imagino que una empresa así tendrá vestuarios, donde habrá algún botiquín
colgando de la pared. Entonces necesito un medio de transporte y gasas limpias.
-Y agua –el eco de mi mente parece retumbar en las paredes de mi cráneo.
Es cierto. Apenas he probado nada de líquido desde que me he despertado en
el falso suelo. Tengo la boca un poco pastosa, con un horrendo sabor de boca, y al
tragar me molesta un poco la garganta. No se puede sobrevivir tres días sin beber. El
corazón me da un vuelco.
-¡Venga ya! –me río de mí mismo-. No creo que vaya a morirme de repente.
Cierto que estoy un poco mareado, pero también influye el golpe de la espalda. La
zona está muy lastimada, y es normal que a veces me maree un poco y los músculos no
respondan bien.
La entrada está a unos veinte metros de la puerta. Camino despacio hacia la
oscuridad, sin soltar la maza de trinchera, con el pecho encogido pero a la vez con el
valor calentándome las venas desde el interior.
La puerta está cerrada. Al ponerme frente por frente al nuevo obstáculo, tanteo
con la mirada. Dejo la mochila en el suelo, y la maza. Suelto la barra de uña y me
acerco. Sin llave, no hay manera de abrir. Clavo el extremo en el borde, pongo la planta
del pie izquierdo en la propia puerta y empujo con todas mis fuerzas oigo un
chasquido. Intensifico la fuerza. Ningún resultado. Es una puerta corredera con una
puerta para peatones, y he intentado forzar la pequeña. Sin mover la palanca, que se
ha quedado encajada, suspendida en el aire, empujo un poco hacia los lados. Cuál es
mi sorpresa cuando la enorme estructura metálica se desliza como la empalizada de un
castillo medieval. Por fin un golpe de suerte. La abro unos centímetros. El ruido no va a
alertar a nadie, pero sí la luz que se cuela por la puerta. Tal vez haya gente agazapada,
esperando. Recojo de nuevo la maza de uña antes de entrar, y desplazo de nuevo la
puerta lateralmente.
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Nada más entrar, vuelvo de nuevo la puerta. Es una parte de la nave sin
ventanales, y está sumida en una penumbra que a duras penas deja discernir las
siluetas de los objetos. Hay camiones. Es un buen medio. Tiene capacidad de carga, tal
vez podría dormir detrás… y con las carreteras desiertas, no será tan difícil de conducir
para seguir mi ruta. Aparte, el ruido del motor tampoco será problema bajo este
escándalo.
Observo bien, oculto tras el camión más cercano a la puerta. Hay un par de
cuatro ejes aparcados contiguos, junto a la pared opuesta.
-Demasiado grandes, demasiado consumo de combustible.
Más adentro un tres ejes, pero parece todo terreno, equipado para obras con
sistema hidráulico que hace volcar la cama para descargar.
-Demasiado lento.
Camino pegado a la pared, tratando de fijarme en todo, sobre todo en no
llamar la atención de presencias indeseables. Doblo la esquina y hay un pabellón
adyacente repleto de toda la maquinaria que pueda uno imaginarse. Al fin, doy con lo
que quiero. Un camión dos ejes, parecido al tres ejes de obra pero carrozado con
tauliner, y con una plataforma que refuerza la puerta trasera y que hace de
montacargas del suelo al piso del camión.
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maletero. Nada. Por suerte, junto a la pared aparecen un par de garrafas. Ni que me
las estarían guardando. Hay un aparato de aire acondicionado cuyas tuberías están
clavadas al techo. Entro en la oficina buscando algo que corte. Revuelvo los cajones
hasta dar con un cúter. Saco una banqueta en una mano y el cúter en el otro. Me
encaramo a la pared y secciono sin piedad una de las alimentaciones del aparato. El
agua escurre como si cercenase el tentáculo de un monstruo. Un buen trozo, de más
de un metro, de tubería. Recorro el camino de vuelta, en busca de los dos primeros
camiones que he visto. Me subo a la cabina del primero. Algo huele fatal. Es como
leche cortada. Con la mano taponándome la nariz y haciendo de filtro improvisado
sobre la boca, doy el contacto. También está en las últimas.
-¡Vaya una empresa de camiones! –resoplo malhumorado.
Tal vez sean camiones sin chofer asignados, con poco trabajo de continuo, así
que se convierten en banco de pruebas y almacén de recambios andantes. Es
peligrosísimo, puedo quedarme tirado en cualquier momento, y no tengo nociones de
mecánicas, ni lo más básico.
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trato de recuperar fuerzas. Otro viaje. Al fin las dos juntas. Levanto la mirada. Hay algo
rojo que destaca en el rincón donde estaban las garrafas. Me acerco.
-¡Toma! –grito a viva voz.
Es una especie de difusor, una especie de trompa que se le añade a la garrafa
mediante una rosca y que garantiza que no va a derramarse una gota del preciado
combustible. Sujeto una de las garrafas, ya equipadas con el difusor, y la vuelco sobre
el depósito. Aunque el peso va disminuyendo a medida que se vacía, tengo que
cambiar de posición para que el dolor en las costillas me deje respirar.
-¿Qué hago ahora? –resoplo. En este día hasta el más nimio detalle se está
convirtiendo en una odisea.
Por lo pronto, aparto el dos ejes a un rincón. Me acerco al tres ejes de obra.
Arranca con un ronquido gutural. El motor es más poderoso, y ruge como tal. Salgo
frente a la puerta, unos veinte o treinta metros. Recorro la distancia hasta sentir bajo
los pies el contacto metálico de la valla. Hago que el motor empuje. Pensaba que la iba
a destrozar como si estuviese hecha con palillos, pero apenas logro que se mueva unos
centímetros. Lo dejo caer hacia atrás, hasta casi la puerta de entrada de la nave.
Engrano la segunda velocidad, levanto un poco el embrague y según conecta,
acelero a fondo y el camión sale como un toro bravo. Envisto la puerta, que se
desencaja, arrancando de cuajo la barra donde se engancha el candado y arrastrando
los restos por el piso de la carretera.
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Dentro de la cabina, doy una fuerte sacudida que a punto está de hacerme
morder el volante. Giro bruscamente para arrastrar los restos como si fuese una
puerta abatible. Al bajarme me percato. Apenas unos rasguños, pero he marcado la
frontal del tres ejes.
Camino orgulloso hacia mi camión. Salgo muy despacio, esquivando el tres ejes
por los pelos y embocando el vehículo de vuelta por donde he venido andando. El
pequeño badén de la entrada sacude la carrocería del camión. No estoy
acostumbrado, y el empellón hace que me dé un vuelco el corazón.
El polígono industrial está atravesado por una gran avenida. A este lado hay
una llanura donde están los pabellones más grandes, al otro el terreno se empina y
están pequeñas naves con grandes campas.
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CAPITULO VII: ALGO INESPERADO
En la nave más cercana parece haber algo que sobresale del umbral del portón.
Es un perfil, un reflejo.
-Puestos a jugármela, aquí mismo –vuelvo a sorprenderme hablando solo.
El camión, con el motor al ralentí, se detiene con suavidad cerca de la puerta.
Me apeo con la maza de trinchera en una mano y la barra de uña en la otra. El ruido
que parece venir de todas partes al mismo tiempo da la impresión de mitigarse un
poco.
-O tal vez esté perdiendo audición.
A unos quince metros, se distingue perfectamente. Es una furgoneta de reparto
de suministros para máquinas expendedoras. Sonrío nada más verla. Seguro que tiene
algo bueno.
Entrando en la oscura estancia, me cuesta que los ojos se me habitúen a la falta
de luz. Me agazapo, sentado en el suelo con la espalda apoyada en la rueda. Un par de
minutos buscando una postura cómoda donde no eche el peso a la zona magullada, y
vuelvo a incorporarme. Camino despacio a través de la nave, buscando un reflejo o el
más mínimo movimiento, observando alrededor, pero no veo nada. La nave está
prácticamente vacía, así que no será fácil ocultarme. En el otro extremo de la nave, en
una planta superior, parece haber un ventanal. Tal vez me estén observando.
Vuelvo sobre mis pasos y abro la puerta trasera de la furgoneta. Las puertas se
abren de par en par. Al menos veinte garrafas de agua. Leche en polvo, cacao en polvo,
café… eso no me sirve de nada. El camión está demasiado lejos. Tengo que acercarlo
un poco. Correteo agachado a mi camión y doy la vuelta en el mínimo espacio posible.
El lateral de mi camión se queda a un metro del culo de la furgoneta. Cada garrafa
pesa al menos quince kilos. No es fácil adoptar una posición cómoda, sin que la zona
golpeada me corte la respiración.
Pese a la algazara terrible alrededor, no dejo de oír ruidos cada vez más cerca
de mí. El corazón se me desboca. Jadeante, temblando, con la adrenalina
inundándome las venas y al borde del colapso, aguardo expectante.
-¡Una luz!
La mente se me revoluciona. No dejo de pensar en un ejército que vienen
directos a por mí. Algo ha pasado que ha podido sumir el sistema en un estado de sirio.
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En ese tipo de circunstancias, un homicidio más o menos ni se mira. La imagen de mi
cadáver enterrado a poca profundidad, en un rincón olvidado de la enorme campa, no
deja de atormentarme.
Miro enfermizamente a todas partes. La más leve sombra en movimiento
confirmaría mis peores presagios, pero el hecho de no percatarme no quiere decir que
no exista esa amenaza indefinida.
Pasan los minutos y empiezo a tranquilizarme. No he perdido de vista el grueso
de la nave en ningún momento, y no ha habido ninguna variación. Es casi imposible
que alguien sea tan sigiloso.
Sólo quedan tres garrafas. Jadeo con la boca abierta casi por completo. Me dan
ganas de sacar la lengua, como si fuese un perrito. Cojo la primera. La espalda se me
ha convertido en una gigantesca contractura, desde la nuca hasta la cintura. Los brazos
parecen haberse convertido en dos losas de hormigón a punto de desprenderse por los
hombros. Una vez en la cama de mi camión, arrastro el agua para hacer sitio a las
últimas. Como estibador no tengo precio. En la furgoneta van más o menos estables
porque ocupan el suelo en su totalidad, pero en el camión el riesgo de corrimiento es
enorme. Vuelvo a por la segunda garrafa.
-Sólo una más. Sólo una más –mascullo mecánicamente.
Tengo que mentalizarme para poder aguantar un poco más.
Al lanzar la garrafa sobre la cama del camión –mis fuerzas escasean de tal
manera que no puedo posarla suavemente-, descubro cuatro botellas de agua de la
misma marca. Cojo la primera y doy un buen trago. Estoy sudando por el esfuerzo, y ya
empezaba a temer por la deshidratación. Antes de irme necesito estibar la carga. Me
subo a la cama del camión. En el caballete que protege la cabina que posibles impactos
cuando un frenazo venza la mercancía hacia delante hay colgando unas cuantas
cinchas.
-Servirá.
Engancho las cinchas de un pilar a otro, formando una barrera a ras de suelo
que impedirá el movimiento indeseable de las garrafas.
Me bajo de la cama con un saltito que me hace temblar de dolor.
-¡Dios! –voceo. Sé que he gritado, porque he notado la vibración extra en la
garganta, porque no se ha oído ni un rumor aparte del estruendo general.
Cierro el toldo lateral y fijo los enganches. Recojo las botellas y las lanzo dentro
de la cabina.
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-Primera parada. Seguro que es tan imbécil que ha vuelto a casa –sonrío ante la
perspectiva de pillarlo desprevenido. Necesito algo de comida. Tengo agua, medio de
transporte y combustible de sobra. Si es un estado de sitio, haré lo que me dé la gana,
y sino, siempre puedo coger la mochila y abandonar el camión.
Al recoger la maza de trinchera para meterla en la cabina y empezar a salir,
alguien aparece ante mí como una figura fantasmagórica. La distancia que nos separa
es la largura de la cama del camión. El corazón da un vuelco y, agobiado por la
situación, sólo se me ocurre blandir la maza de trinchera amenazadoramente. Ella da
un paso atrás, mostrando las palmas de las manos.
-¿Estás sola? –berreo con todas mis fuerzas.
Me mira con perplejidad, sin bajar las manos en ningún momento, y dando
medio paso hacia atrás.
-¿Qué si estás sola?
Se señala los oídos y seguidamente hace un gesto de incomprensión. Miro
alrededor. La puerta trasera de la furgoneta esta cubierta por una espesa capa de
polvo. Vuelvo una de las hojas y garabateo con el dedo la palabra “sola” sin dejar de
blandir la maza de trinchera. Una vez escrito, me alejo paulatinamente y le digo con
gestos que se acerque para leerlo.
Lo mira y asiente. Miro alrededor en busca del más mínimo movimiento. Nada.
Vuelvo a acercarme a la luna y escribo la palabra “armas”. Lo lee y niega
vehementemente con la cabeza, devolviendo un gesto de incredulidad. Le hago un
gesto para que se acerque, y accede.
-¿Qué haces aquí?
-¿Qué?
-¿Qué haces aquí? –me desgañito.
-Ven conmigo.
Me quedo paralizado. No doy crédito a lo que estoy oyendo.
-Hay menos ruido.
Después de pensarlo un momento, accedo a regañadientes. La hago caminar
delante de mí, a menos de un metro. Si veo algo raro, ya puede despedirse de la parte
posterior de su cráneo. Con la fuerza que tengo a esa distancia le partiría la cabeza
como una sandía.
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-¿No has visto a nadie?
-Desde que está el ruido este no.
-¿Trabajas aquí?
-En realidad no. Había venido a dejar un currículum porque me habían dicho
que estaban buscando gente para un pedido que les venía en un par de meses.
Estábamos en una sala de espera cerca de la oficina, fui al baño, me empezó a doler la
cabeza, me lavé la cara, y estaba en el baño cuando todo empezó a vibrar y hubo una
luz que no dejaba ver nada.
Asiento. Exactamente lo mismo que yo.
-Me he despertado en el suelo del baño. Salí para averiguar qué había pasado,
pero no había nadie alrededor, así que he vuelto aquí, que al menos estoy
resguardada. No hay luz, así que adiós tele y adiós ordenador, pero había una radio a
pilas. He estado intentando oír algo pero sólo hay ruido blanco. Las pilas están casi al
mínimo, así que no lo he intentado desde antes de verte.
-¿Puedo llevarme el agua? –podría habérmela llevado por la fuerza, pero no era
necesario.
-¿Dónde vas?
-A hacer algo muy importante.
-¿Puedo ir contigo?
-No. Es un asunto personal.
-Podría ayudarte.
-No necesito ayuda.
-No estoy muy segura de qué ha pasado, pero tengo miedo.
-Yo también.
-No tengo miedo de ti.
-Deberías –camino hacia la puerta.
-Por favor –se cruza en el camino.
-No.
-Puedo desinfectarte eso.
Me detengo de golpe.
-Tienes la camiseta manchada de sangre y tú no te vas a llegar bien a la herida.
Yo podría curártelo.
-Me vas a estorbar. Es trabajo para uno.
Se aparta, y abro la puerta. El ruido se intensifica de nuevo. Instintivamente,
me llevo las manos a los oídos. Es insoportable. Ella me toma por el hombro y me hace
darme la vuelta.
-Si me dejas aquí y me matan, pesará en tu conciencia –vocea junto a mi oído
para hacerse entender.
Sonrío.
-No es cosa mía. No me cargues ese muerto.
-Pudiste ayudarme y no lo hiciste. Eres tan culpable como el que lo haga.
Sigo mi camino un par de pasos, y me detengo. Doy media vuelta y me meto de
nuevo en la estancia insonorizada.
-Dos condiciones –enuncio solemnemente-. Primera, nada de preguntas, ni
dónde vamos, ni por qué, ni para qué.
Asiente con una leve sonrisa.
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-Y dos: haz lo que te mande. No me frías a preguntitas ni cuestiones lo que
hago. Tampoco quiero consejos ni sugerencias. Hazlo y punto.
Asiente de nuevo.
-Es mi historia y la hago a mi manera. Si no te gusta, eres libre de irte. No tengo
problema en compartir recursos siempre y cuando el reparto sea justo.
-De acuerdo.
-Esto no nos compromete a nada. Si no estás contenta, cada uno por su lado.
-Vale.
-¿Quieres llevar tu propio coche?
-No se conducir.
-Tú sabes, pero no voy a estar haciendo de chófer.
Asiente.
-¿Tienes comida?
Niega.
-¿Un botiquín?
-En el baño vi uno. Espérame aquí que ahora te lo traigo. Traeré también una
silla, para trabajar cómodos.
Asiento a regañadientes. Al fin y al cabo, sigo teniendo la maza de trinchera. La
puerta ha quedado levemente entreabierta. Empeora el aislamiento sonoro, pero me
tranquiliza saber que tendré acceso rápido.
-Podría intentar robarme el camión. Todas mis cosas están ahí.
El corazón se me acelera y un sentimiento mezcla de rabia y odio me inunda las
venas y me calienta la sangre. Seguidamente, la onda tranquilizadora.
-El agua está en el camión. Si se quiere llevar la furgoneta, se la regalo. No creo
que vaya a ponerse a trasvasar la carga. En el peor de los casos, si se lleva el camión, la
perseguiré con la furgoneta. Soy mucho más rápido que ella. No tiene nada que hacer.
Pasan un par de minutos. El silencio de la estancia crea reluctancia a salir, pero
la inquietud me puede. Entreabro la puerta y observo hacia la salida. Sin movimiento
del camión o la furgoneta.
63
poder descansar. Lo había hecho tantas veces que me costaba recordar en qué día o
en qué semana estaba. Era como vivir una y otra vez lo mismo. El poder absorbente de
la rutina, que llega a ocuparlo todo.
Me despedí de un compañero y caminé a mi coche. Una voz sonó a mi espalda.
-¡Ángel del amor!
Me di la vuelta. Una mujer venía hacia mí sonriendo. Devolví la sonrisa y
aguardé.
-Hola.
-Hola –respondí lacónico-. “Vamos. Quiero largarme de aquí.” –pensé.
-¿Puedo hablar contigo?
-Habla.
-¿Tomamos un café?
-No –al ver la mirada de perro apaleado que me devolvió, completé la
respuesta-. No puedo. Tengo cosas que hacer.
-Es que lo que te quiero decir es mejor que estemos en privado.
Suspiré. La culpa era mía por no mandarla a hacer gárgaras.
-Me lo puedes decir en el coche.
-¡Vale! –sonrió. Nos subimos. Dejé la bolsa en el asiento de atrás y me subí ante
el volante. Ella dio un saltito hasta el asiento del copiloto, y una vez ahí, se volvió hacia
mí.
-Quería proponerte que fuésemos pareja.
Me quedé estupefacto. Me había pasado unas cuantas veces, pero nunca con
ese halo de propuesta seria.
-Lo tengo todo pensado –interpretó mi silencio como interés, y se lanzó-. Puedo
mantenerte. Entonces puedes hacer tus cosas, ir al gimnasio, o jugar a la consola…
tendrás tu espacio, y de vez en cuando te llevaré por ahí a alguna fiesta…
-No puede ser.
-Puedo darte más de lo que ganas ahora…
-No puede ser.
-Tampoco te pido –hizo una pausa al borde del llanto- exclusividad sexual. Sé
que tienes tus necesidades, y de vez en cuando querrás ir de flor en flor…
-Escucha –me vi obligado a sincerarme-. Esto es un trabajo, nada más que eso.
Me aprovecho de mi cuerpo mientras pueda. Pero mi cuerpo se acabará y entonces
comprenderás que lo que estás diciendo no tiene sentido. Aún estaré aquí una buena
temporada. Puedes venir de vez en cuando y nos divertiremos un poco, pero estate
segura que algún día encontrarás lo que estás buscando. Nunca es tarde.
Agachó la cabeza y lagrimeó un poco. Creo que era lo mejor que podía decir
para librarme de ella. Tenía unas ganas locas de que se bajara de mi coche.
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tomé por la nuca, la acerqué hacia mí y la besé son pasión. Su boca estaba fría y el
tacto de su lengua resultaba muy desagradable, pero simplemente, desvié mi
pensamiento en otra dirección.
-¡Chicas! –nos habían descubierto-. ¡No me lo creo!
-Gracias –susurró mi copiloto con ternura. Era la sonrisa más sincera que había
visto. Le guiñé un ojo.
Se apeó del coche y salí ronroneando del aparcamiento, mientras las chicas se
abrazaban y felicitaban a la que se acababa de bajar por el trofeo logrado.
Doy un respingo y abro los ojos. La muchacha está delante de mí, sonriendo.
Me cuesta un par de segundos recuperar la memoria.
-¡Te has dormido! No sé cómo no te molestaban las heridas mientras te estaba
curando.
Me llevo las manos a los ojos, un poco descolocado aún. Me pican un poco los
ojos, y me molesta la luz. Tanteo con las yemas de los dedos los vendajes. Están
sujetos con fuerza, parecen firmes.
-Gracias –balbuceo-. Tenemos que irnos. Coge lo que necesites.
-¿Dónde vamos?
-Nada de preguntas.
-Es que depende de donde vayamos necesitaré ropa.
-Coge cualquier cosa que sirva como abrigo, tiempo tienes de aparcarla. En el
camión tienes sitio de sobra.
-¿No puedes darme ni un detalle de dónde vamos o por qué?
-No.
Sé que está murmurando algo, pero por suerte al abrir la puerta, el murmullo
me sumerge en mis propios pensamientos. Tenemos agua y el primer objetivo donde
ir. Necesitamos comida. Y algo para descansar.
El camión sale poco a poco de la nave. Miro a un lado y a otro antes de salir a la
avenida y me incorporo relajadamente en lo que debería ser un tráfico infernal. Dentro
de la cabina aún retumba más el murmullo general. Casi no me oigo ni pensar. Tendría
que haber cogido algo para anotar. Miro a la derecha y la veo hablando. Parece que
me recrimine algo, aunque tampoco tengo la impresión de que esté enfadada. Como el
camión avanza pausadamente por la autovía, como un mastodonte cansado, puedo
permitirme el lujo de desprender ambas manos del volante para enfatizar un gesto de
incredulidad.
Entramos en un barrio del extrarradio. Tenemos que ir a la otra punta, pero por
aquí, si tenemos suerte, encontraremos suministros. Algún supermercado de barrio
habrá por aquí cerca.
Ella me palmea el codo mientras el camión avanza despacio, con cien ojos,
como si estuviese buscando sitio para aparcar. Me pregunta algo desgañitándose. No
entiendo una palabra. Se señala la boca. Tal vez entresaque el mensaje leyendo los
labios.
-¿Qué buscas? –lo he entendido.
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Devuelvo un gesto que evidencia mi necesidad de nutrientes. Empieza a señalar
inequívocamente en una dirección, como un profeta. Vamos avanzando despacio, y en
cada cruce ojeo a la derecha para esperar más indicaciones. Al fin, tras un callejeo
imposible por la cantidad de coches abandonados por las calles, aparece frente a
nosotros. Un casco de moto se ha quedado tirado sobre la alfombrilla. La vibración
hace que el casco oscile unos centímetros a uno y otro lado, provocando que la puerta
se abra y cierre espasmódicamente. En la angosta calle hay un caos de coches
abandonados a su suerte, lo que me hace imposible la salida por el extremo opuesto.
Tendré que retroceder sobre mis pasos para poder salir de ahí.
Señalo a la muchacha para que se aparte. No entiende lo que estoy tratando de
decirle. Me cuesta contenerme.
-¡Quita de en medio!
Al fin, con vehementes aspavientos, logro que se mueva un poco. Recojo la
maza de trinchera y le doy la barra de uña. Me mira expectante, pero no sorprendida.
Imagino que la barra le hará sentirse segura. Me apeo y me imita, viniendo a mi lado
inmediatamente. La vibración parece filtrarse entre mi cerebro y mi cráneo y amenaza
con volverme loco. Empiezo a sentir una especie de rabia que amenaza con atorarme
la garganta y sólo siento ganas de gritar.
La acerco a mi lado, rozando su oreja con mis labios, y grito:
-¡Avanza despacio, y si ves algo que se mueva, no lo pienses y reparte!
Asiente nerviosa.
Tanteo el terreno. Sin luz, el supermercado está sumido en la penumbra.
Escruto cada metro con la maza de trinchera bien sujeta. Es un supermercado de
barrio que atraviesa la manzana de lado a lado y, una vez a medio camino, recobro la
confianza y acelero el paso. No sabría decir por qué, si es mi instinto o simplemente mi
cerebro pide relajarse después de tanta tensión, pero intuyo que no hay nadie. El ruido
parece multiplicarse al rebotar en cada pared, y la vibración ha llenado los pasillos de
mercancía.
No había muelle de carga fuera, así que tengo que buscar una puerta trasera,
una trastienda. Acelero el paso, con mi arma por delante, y hago un gesto a la chica
para que me vigile las espaldas mientras avanza. ¿Hay algo más inútil? Aunque viniese
el mismísimo Jesucristo en una bicicleta, no escucharía las advertencias de mi
compañera. Sigo caminando hacia el fondo de la estancia, mientras, con leves golpes
de vista y giros de cuello, la vigilo.
Por fin, el marco de una puerta del que penden unas anchísimas tiras de
plástico. Es la versión industrial de esas cortinillas colocadas como separadores de
ambientes en los lupanares.
Me asomo. No hay ni una fuente de luz, sin ventanas, sin más puertas, lo que
hace que unos pocos centímetros más allá del umbral, no se vea un carajo. Me doy
media vuelta. Creo ver en sus labios que me pregunta qué ocurre. Le pido que me siga.
Volvemos casi al principio, en esta ocasión correteando, golpeando sin compasión la
mercancía que cubre el suelo al pasar.
Al lado de la caja hay un par de bolis. Saco de la caja registradora los rollos de
papel.
“LINTERNA” –garabateo en un pequeño pedazo. La muchacha asiente, y se
pone a buscar en uno de los pasillos cercanos. Las pilas las tengo a menos de un metro.
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Ojalá haya algo. De pronto, veo su mano por encima de las estanterías y viene
sonriendo. Le pido otra –para tener los dos-, y mientras le meto las pilas. Funciona a la
primera. Conectamos la otra y volvemos corriendo a la puerta. La linterna es útil. Al
menos una docena de palets con todo lo que uno se pueda imaginar. Envueltos en
plástico y listos para cargar. La transpaleta está en la misma estancia, al fondo. Le
muestro mi victorioso pulgar. Vuelvo a la sala principal. Hay un par de escobas
colgando de la pared. Le doy una a ella, y le muestro lo que quiero. Limpiamos el
pasillo principal y salgo cargando con el primer palet. Una vez fuera, examino bien el
material. Salvo una botella de suavizante que no es de primera necesidad, es todo
comida. Puede haber cualquier cosa. Hay fruta y galletas seguro. Creo que lo que
blanquea por el fondo son bandejas de carne. Servirá.
Con una transpaleta hidráulica que pone cualquier una tonelada a más de
metro y medio de altura, en menos de una hora el camión está completamente
cargado. Me he quedado mucho más tranquilo. Ahora sí que puedo seguir mi camino.
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CAPITULO VIII: PROSIGUE LA BÚSQUEDA
Una vez hemos terminado de cargar los suministros, cierro los laterales y ato
los toldos con fuerza. Tengo que ser cauteloso conduciendo. Nunca he llevado un
camión cargado. No sé cómo reaccionará en una curva cerrada, y hay programas de
televisión repletos de videos de camiones volcando.
Entro correteando y recojo unas cuantas libretas y un puñado de bolis. Las echo
en la cabina, menos una que le doy a ella. Cruzo la carretilla frente a la puerta,
imposibilitando el acceso. Ella me devuelve una mueca de perplejidad y, gesticulando,
la invito a subir a la parte trasera del camión y comer. Asiente sonriendo y me
acompaña.
Dejo la puerta vuelta, encajando la barra de uña en las varillas que al girar
hacen de cierre, y empiezo a rebuscar en los palets algo comestible. Hay fruta. Saco un
par de plátanos y unas manzanas. Esto me subirá el azúcar y combatirá el dolor de
cabeza. Ella rebusca en otro montón, abriendo el plástico con las uñas. La comida
rechazada la vamos acumulando sobre las garrafas. Así no hay tanto contraste de
altura. Los palets han dejado un angosto pasillo en el centro de la cama. Cerca de la
puerta posterior hay espacio suficiente como para poder sentarnos y comer. Ella ha
cogido una bandeja. Abre con cuidado, ceremoniosamente, el plástico protector, y
coge el sándwich enmarcándolo con ambas manos, retirando cuidadosamente el
pequeño papel, parecido a una servilleta, que recubre el bocadillo. Da bocaditos
diminutos, sin levantar la vista. El ruido y la vibración retumban dentro de la estancia,
pero ella parece haberse liberado. Parece que estuviese almorzando tranquilamente
en la terraza de una cafetería.
Los primeros bocados de manzana humedecen hasta el último rincón de mi
boca. Es muy agradable. Cada mordisco deshace la fruta, convirtiéndola en una masa
nutritiva que baja a través del esófago recargándome las pilas.
Me levanto y camino hacia la parte anterior del camión. Subo una garrafa sobre
el resto y empleo el grifo. Me vuelvo a sentar y acciono muy despacio el grifo. El agua
baja como un néctar digno de los dioses. Ella, sin desprenderse del bocadillo, observa
de reojo lo que hago. Le señalo, por si quiere beber, pero niega sonriendo.
Terminamos de comer unos minutos después. Lo necesitaba. Comer ha influido
positivamente en mi estado de ánimo. La veo coger la libreta y anotar algo. La muestra
al momento.
-Jade –tiene una mecanografía femenina y delicada, pero no entiendo que
quiere decir Jade. ¿No es una piedra preciosa?
Recupera la libreta y anota de nuevo.
-Me llamo Jade.
Levanto la vista y le pido el boli.
-Llámame Ángel.
Mira sin dar crédito a lo que ve.
-¿No te llamas así?
-No exactamente, pero llevan tanto tiempo llamándome por ese nombre que lo
he asimilado como mío.
-Encantada de conocerte –a la derecha de la última letra dibuja una carita
sonriente. Devuelvo la sonrisa.
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-¿Qué hacemos ahora?
-Dar una vuelta para buscar información sobre qué ha pasado. Quizá los
periódicos.
-Conozco un sitio.
Me levanto y le hago un gesto para salir de allí. Nada más engranar la marcha
atrás, siento el peso detrás. Tengo que tener cuidado. El camión empieza a moverse
sobre sus pasos despacio. Golpeo uno de los coches abandonados. Casi ni lo siento y,
con un leve giro de volante, lo desvío de la trayectoria de mi vehículo. Engrano la
primera velocidad y salgo renqueante. Cada rotonda da la impresión de que la carga va
a desplazarse, haciendo volcar el camión. Hasta el más leve giro de volante ladea por
completo el vehículo. En aire acondicionado agota el combustible, así que abro la
ventanilla, porque me pongo tan nervioso que se me empaña la luna delantera. Mi
personalidad está desarrollando un tinte compulsivo que me resulta odioso. La espalda
se ha contracturado un poco y me tiemblan las manos. Un picor tremendo me invade
el cogote, y me rasco con vehemencia. Imagino que habrá un momento en que me
acostumbre a esto y me relaje al volante, pero de momento es una tortura. Cuando
alguna avenida se abre ante mí, siento la necesidad de correr como si me persiguiera el
diablo, y en cada rotonda fundo las ruedas, atravesándola por inercia.
De vez en cuando Jade me da indicaciones de dónde girar. No tengo mayor
interés, así que accedo. Me acerca la libreta, y detengo el camión en medio de la calle.
Ventajas de no tener tráfico alrededor.
-Mi tía tiene un quiosco a un par de manzanas.
Señalo la calle por donde quiere que tuerza y asiente.
-Bloqueada por los coches –escribo.
-Ya voy yo. ¿Me esperas?
Asiento.
-¿De verdad?
Pongo los dedos índice y corazón sobre el pecho. De niño me enseñaron que
ese gesto decantaba una promesa. Sonríe con ternura y se apea.
La veo subir calle arriba correteando, sujetando la maza de trinchera con ambas
manos. Me ha parecido ver una sombra moviéndose al lado del camión. Cojo la barra
de uña y me apeo de un salto. Iba por el lado del copiloto. Rodeo el vehículo, pero no
veo nada. Me pongo de rodillas, para observar más cerca del suelo. Nada. Vuelvo a
ponerme en pie y la conclusión me saca una sonrisa. Una luz refleja en la cristalera de
un balcón en el último piso. Como la cristalera se ha quedado entreabierta, oscila con
el viento, con tal suerte que el reflejo recorre el lateral del camión como una sombra
fantasmagórica.
Vuelvo a ponerme al volante y dejo la barra de uña a mano. Antes de bajarme
ya había perdido levemente de vista a Jade, y aún no la veo bajar. Vuelve con unos
cuantos periódicos y la maza de trinchera colgando de la muñeca. Se sube de un salto y
deja los diarios en el salpicadero. Recojo algunos y rebusco algo que nos dé una
explicación, pero no hay nada. Ni una columnita perdida en las últimas páginas. Ha
tenido que ser lo suficientemente repentino como para no haber salido en ningún
periódico. Al cortarse el suministro eléctrico, no hay radio, televisión ni internet. Esto
se pone difícil.
-No hay nada –garabatea Jade.
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Asiento con complicidad. Se me ocurre un sitio donde podríamos mirar. En el
centro hay un par de manzanas que aglutinan las oficinas centrales de todas las
empresas en doscientos kilómetros a la redonda. Todos los bancos tienen oficinas en
esas dos manzanas. Todos los peatones de la ciudad pasan por ahí al menos una vez
por día.
Conduzco hacia allí. El asfalto está resquebrajado. Sólo me faltaba tener un
reventón. Tengo que detenerme a un par de manzanas. Me llevo la llave en el bolsillo y
las armas preparadas. En un documental sobre el desarrollo armamentístico en la
guerra fría oí hablar de una bomba que era capaz de eliminar cualquier cosa que
tendría pulso pero no dañaba los edificios. ¿Alguien habría hecho un ataque así? ¿Por
qué no hay ni un cadáver? ¿Por qué Jade y yo seguimos vivos?
Hay una pequeña plaza con una fuente enorme como epicentro. El suelo está
un poco abombado por el crecimiento de las raíces de los árboles. También parece un
poco resquebrajado, un poco estriado. Camino observando alrededor. No hay
información que me sirva de nada. Empieza a atardecer, y pronto oscurecerá.
Necesitamos un lugar donde dormir lejos del estruendo, pero antes daremos con una
respuesta. Marco el rumbo señalando, como un navegante. Me asomo a las oficinas de
un banco. Está cerrado a cal y canto. Imagino que el apagón activó los generadores de
emergencia, y al final el generador se agotó, cerrando la oficina a cal y canto.
Hay una constructora media manzana más abajo. La puerta parece abierta.
Entramos sigilosamente. Me siento en el mostrador de la entrada y registro cada
cajón. Nada. Solo un montón de documentos revueltos. Formularios, trípticos de
publicidad… nada que me resuelva las dudas. Después de rebuscar alrededor, mirando
de reojo a Jade ayudándome afanosamente, se me ocurre una idea. Lo esbozo en un
pedazo de papel.
-Hay una tienda a dos manzanas. Ven conmigo.
-¿Qué hay en la tienda?
-Ahora lo ves. Se va a hacer de noche. Hay que buscar dónde dormir.
-Volver donde nos encontramos.
Asiento. No me convence, pero si no hay otra solución…
Corremos hacia allí. Es una tienda con instrumentos de vigilancia. Hay una
bandera en la pared opuesta al mostrador. Las estanterías han aguantado. Es la
estancia más íntegra que he visto. Registro cada cachivache. Al fin, encuentro un visor
térmico. Es como un pequeño catalejo, con tres botones a la altura de los dedos. Ojeo
el manual. Saco la cabeza por la puerta. Lo coloco delante de mi ojo derecho. La
pantalla está completamente negra.
-Sería raro que esta puta mierda funcionase.
Pulso el botón que debería activarlo. Sin respuesta. Pulso los otros dos.
Tampoco. Empiezo a tocar todas las combinaciones posibles, como un trompetista en
un solo.
Al fin, veo un fogonazo. Es la fachada del edificio de enfrente con un tono
gélido azulado. Hay que pulsar el índice y el corazón a la vez, un solo clic, y después
pulsar el tercero, que será el que mide la distancia. Aparece una cascada de datos en la
parte inferior de la pantalla. También tiene opción de zoom.
-¡Me encanta! –sonrío.
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Muestro a Jade cómo funciona y me devuelve la sonrisa. Le saco otro de la
estantería, pero niega con la cabeza. Tenía que haber cogido la mochila. Me llevo los
dos aparatos en el bolsillo, sobresaliendo peligrosamente de ellos.
De pronto, me asalta una idea. Garabateo en la libreta.
-Ya sé dónde vamos a dormir.
Caminamos con paso ligero a través del caos. Estamos bastante lejos del
camión, y al pensarlo me asalta la imagen mental de alguien asaltando nuestras
provisiones. Siempre podemos abrirnos paso y dejarlo bien cerca. Nos metemos hacia
las angostas calles del centro, que serpentean de un lado a otro y se cruzan unas con
otras como si siguiesen el cortejo de unas cuantas serpientes. Los edificios, a medida
que nos alejamos de donde hemos venido, van envejeciendo más y más,
convirtiéndose en un séquito de bloques centenarios, algunos reformados, otros
conservando sólo la fachada, los menos demolidos por completo para dar paso a la
vida contemporánea. Al doblar la esquina, me detengo de golpe. Jade me empuja sin
querer.
La vibración parece estar dañando bastante los edificios de alrededor. La calle
esta sembradas de pedazos de fachada desprendido, pero lo que yo busco está en un
bloque completamente nuevo, que no tendrá más de diez años y que puede aguantar
los envites de estos extraños sucesos mucho mejor que sus vecinos.
Tomo tanto aire como soy capaz y me reincorporo. Recojo la barra de uña y me
coloco frente por frente a la puerta. Mismo mensaje pero distinto procedimiento.
Pruebo con un par de patadones al frente, pero ni la muevo. No puedo concentrar mi
fuerza hacia el frente, y lo único que consigo es desplazar mi propio cuerpo hacia atrás
con la fuerza que trato de impulsar la dichosa puerta. Necesito algo en lo que
apoyarme para que todas mis fuerzas vayan contra la hoja.
-Hay que traer el camión –le comunico a Jade con un gesto. Ella se apresura a
escribir:
-No podrás maniobrar por estas calles.
-Tengo una idea –respondo.
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Corremos de vuelta a nuestro vehículo. Es un placer subirme de nuevo al
volante y librarme de los sensores, dejándolos en la mochila. Doy un rodeo, entrando
en ese pequeño y original núcleo urbano a través de una plaza histórica. El suelo está
adoquinado y decorado con esmero, y probablemente voy a destrozarlo, pero ahora
han cambiado las prioridades.
Doy la vuelta en la plaza y engrano la marcha atrás. Así podremos salir rápido, o
al menos todo lo rápido que se puede salir de una calle tan serpenteante y angosta. El
retrovisor del lado del copiloto es una gran ayuda, y el golpe que ha recibido el de mi
lado –no sé cómo he podido no darme cuenta hasta ahora-, un hándicap enorme.
Apenas logro discernir el borde trasero de mi camión, viendo como a su alrededor va
dibujándose el trazado de la calle.
Después de un par de minutos que se me hacen eternos, sitúo el camión justo
delante de la puerta. He calculado bien, pues entre el vehículo y la puerta de entrada
hay la separación justa para colocarse de pie. Coloco un pie sobre la puerta y comienzo
a impulsarla hacia atrás. No da el resultado que tenía en mente.
-Mete la barra de uña y empuja –tengo que explicárselo a Jade con gestos.
Vuelvo a intentarlo, pero mis logros son tan nimios que Jade apenas logra
encajar la punta de la barra entre la hoja y el marco. Una vez metida, trato de
apalancar, pero es imposible. Las costillas vuelven a dejarme sin aliento a cada
esfuerzo.
Después de otra media docena de intentos tan vanos como los precedentes,
apoyo las manos sobre las rodillas, para tratar de calmar el dolor y recuperar el aliento.
Lo que más me está doliendo es el amor propio, el ego. Esa puerta tiene que ceder.
Jade viene a mi lado y me acaricia la nuca con suavidad. Justo antes de incorporarme,
hay algo que me distrae. De pronto lo asimilo.
-¡Es un gato! –Jade no lo ha oído, pero se extraña al verme pronunciar las
palabras. Cerca de la parte de la carrocería que utilizaba como base para coger
impulso, entre el eje trasero y el direccional, al lado del calderín, hay un gato encajado
en la forma del bastidor. Para evitar robos, está sujeto con una cadena, culminada en
un candado diminuto pero fuerte. Creo recordar que en el llavero del camión había por
lo menos dos llaves. Recuerdo el tacto de la otra cuando trataba de poner el motor en
marcha.
Correteo hasta la cabina y saco la llave. En efecto, encaja en el candado, pero al
estar un poco oxidado, cuesta que los engranajes internos giren. Me está
desesperando. Si esto no empieza a avanzar y rápido, voy a reventarlo a golpes con la
barra de uña. Tiene que haber una ferretería cerca. En el peor de los casos, una cizalla
dará buena cuenta de semejante sistema de seguridad sin mayores incidencias.
Después del tercer intento, Jade me palmea en el codo. No sé cómo hace el giro
de muñeca, pero el candado se rinde a su maña incondicionalmente. Me sonríe y le
devuelvo la mueca.
73
las coberturas laterales, pero es innegable que estoy logrando algo. Con la palanca
como seguro para no perder por completo nuestros avances, Jade prepara el gato para
ensartarlo en la abertura. Intensifico la fuerza y la barra de uña tiene espacio suficiente
como para caer inerte al suelo. Elevo la cara a los cielos, como si tratara de buscar
fuerzas, aprieto los dientes y empujo con todas mis fuerzas para estirar
completamente las piernas.
Siento como la cartola que hay a mi espalda, unos centímetros por encima de la
cintura, se dobla ante mi empuje, pero también me percato de cómo la puerta va poco
a poco ensanchando su abertura. Un par de palmadas de Jade en la espinilla me hacen
abrir los ojos y aflojar un poco la tensión. El gato se ha quedado encajado.
Compartimos una breve sonrisa y vuelvo a ponerme en cuclillas. Rebusco en el hueco
dejado por el aparato, pero no hay nada más. Está en el propio aparato. Forma una
especie de rombo en el que uno de los lados tiene vez y media el grosor de los otros
tres. No hay duda que es ese. Lo tanteo escrutando visualmente y palpando cada
centímetro, buscando una rendija. Efectivamente, una pequeña tapita se desliza,
dejando ver en su interior la barra que acciona el mecanismo del gato. Inserto la barra
con cuidado y comienzo a girarla despacio. El gato empieza a estirarse y a entreabrir la
puerta. A medida que voy cogiendo práctica, aumento la velocidad, aunque el miedo a
que la posición precaria desencaje el gato y pierda todos los avances me mantiene
precavido.
Ya tengo el espacio suficiente como para que pase Jade, pero aún no basta
como para dejarme pasar a mí. El gato está en toda su extensión. Al estirarse para
ensanchar el hueco, tiene menos superficie donde repartir el peso y la presión de la
puerta, así que habrá que colarse tratando de no rozar nada. Un golpe sería fatal. Paso
con un pequeño saltito, sobrevolando con maestría –y suerte- el gato y pasando al otro
lado. Desde aquí se ve claro. Una pesada estantería que parece que estuviese
atornillada a la pared ha cedido, viniéndose encima de la puerta, y volcando, como si
no fuera suficiente, todo el contenido a los pies de la puerta. Por lo menos media
tonelada en tomos que, a juzgar por el primer vistazo, son revistas encuadernadas.
Cientos de ellas, tal vez miles, usadas como candado fortuito.
Le hago un gesto a Jade para que pase. Necesitamos asegurar de nuevo la
estantería a la pared, pero se ha desconchado por completo. No agarrará. ¿Retirarla?
Seguidamente cojo la libreta y el boli.
-¿Lo dejamos como está?
Jade me mira extrañada, como si no tuviese ni idea de qué debería hacer en
esta situación. Finalmente asiente, aunque sin mucha convicción.
-Podríamos desmontarla, pero, ¿para qué?
Asiente. Le puede la pereza.
Nos abrimos paso hacia el fondo. El pasillo está sembrado a ambos lados por
una colección de instrumentos. Guitarras eléctricas, acústicas, bajos, bandurrias,
trompetas, trombones… es una especie de museo de la fama en vivo. Paso a la sala del
fondo. Está completamente vacía. Ni una triste silla. Le pido a Jade que vuelva la
puerta a su espalda. Nada más cerrarla, se hace de nuevo el silencio. Un contraste tan
grande que tengo la sensación de haberme quedado sordo por completo. Me llevo las
manos a los oídos y me pongo en cuclillas. Un pitido intenso se une a un dolor
lacerante en lo más profundo del conducto auditivo. Me va a estallar la cabeza.
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-¿Estás bien? –las palabras de Jade resuenan lejanas, en un eco, en un susurro
sibilante. ¿Por qué si estamos los dos sometidos a la misma situación, a ella parece no
afectarle?
Asiento. El dolor desaparece tan pronto como hizo acto de presencia, y el pitido
va atenuándose hasta no ser más que un detalle anecdótico.
-Podríamos dormir aquí.
-Claro. No hace frío y apenas hay vibración.
-Tendríamos que traer material. Hay una tienda de muebles a un par de
manzanas. Lo malo es que con el camión…
-Me ha parecido ver una carretilla de esas de brazo al venir. Tal vez nos sirva.
Después de traspasar el umbral con cuidado y una vez en la calle, correteo por
el camino por el que he venido. Jade me acompaña, y marca el camino. A un par de
manzanas, en un edificio derribado, yace, entre otra maquinaria, una telescópica y un
dúmper. La valla se ha quedado abierta, y la vibración parece haber hundido aún más
la ya de por sí profunda excavación.
Ralentizo el paso. Me pone nervioso coger estos trastos. Hago gestos para que
Jade me espere en la entrada de la obra, y bajo –más bien me deslizo por el
polvoriento sendero- hasta el vehículo.
Mientras recorro la distancia que nos separa de la tienda no hago más que
pensar tonterías. Ojalá tuviese un palillo que mordisquear mientras conduzco. Ojalá no
hubiera todo este escándalo y pudiese poner música. Es un momento ideal para
escuchar una canción de The Clash, o de los Ramones. Lo mejor que le puede pasar en
la vida a un tipo que maneje este tipo de maquinaria es escuchar mientras tanto uno
de los clásicos, retumbando por encima del jaleo que lleva implícito.
Llego a la puerta de la tienda y el reflejo del escaparate me percato de la mema
sonrisa que llevo dibujada. ¿Me estaré volviendo loco?
75
-Necesitamos un par de camas al menos. En la trastienda tiene que haber
plástico. Hay que forrarle eso.
Espero a que Jade lo lea y le señalo la zona de carga.
Jade entra delante de mí. Yo voy directo a la puerta de doble hoja con un cartel
que dice “privado”. Por suerte, hay una veintena de dormitorios con todos los aspectos
posibles, y una especie de mesa parecida a la de un taller, con herramientas de lo más
variopinto esparcidas. Saco un juego de llaves Allen y un rollo de plástico de burbujas.
Cubro el cubo lo mejor que puedo y vuelvo a la tienda. Jade ya ha decidido. Un par de
camas gemelas, tamaño “rey del descanso” –sobre el cabecero hay una enorme
corona grabada en madera que lo distingue-, con un edredón del grosor de un chaleco
antibalas.
Me agacho junto al lecho con la llave Allen y empiezo a soltar los tornillos. El
pie de la cama casi me atrapa los dedos al caer. Una patada bien orientada derriba el
cabecero, haciendo que los largueros laterales se orienten hacia el cielo
inmediatamente. Menos mal que Jade ha visto mis intenciones y se ha apartado,
porque uno de los largueros iba directo a convertirse en su nueva ortodoncia. Me mira
con severidad y le muestro las palmas de mis manos como señal de disculpa.
Agarramos cada uno por un extremo y levantamos la cama. Los nuevos
materiales, derivados del látex y fibra de carbono, hacen que con un par de correas un
hombre no especialmente fuerte podría trasladarla sin problemas, si no fuese por las
proporciones.
De un empujón, la coloco a la atura de mi cabeza. Jade es algo mas baja que yo,
y le cuesta un esfuerzo terrible situar una de las patas sobre la caja del dúmper. Dejo
reposar la de mi lado y doy un giro de noventa grados. Ahora tengo sujeta la cama por
el lado largo, y la hago deslizar a través de la caja. Le doy una palmadita en la espalda y
me devuelve una sonrisa. Vuelta a empezar. Logro colocar la pata en el canto mismo
de la pieza metálica, y a Jade le fallan las fuerzas, y sus brazos caen como si estuviese
levantando unas pesas de halterofilia. Corro hacia ella que, a duras penas, logra
impedir que todo caiga caóticamente al suelo, y sujeto con ambas manos. Ella se
aparta dando saltitos y maldiciendo –al menos eso creo, aunque no lo escucho.
Al fin colocadas ambas, voy con Jade. Tiene unas rozaduras en los dedos, y
parece que al cerrar y abrir las manos siente molestias. De camino tengo que reducir la
marcha para no desperdigar por ahí el contenido y no hago más que pensar en el
modo de hacer pasar el material por la angosta entrada. Si Jade no puede con ella, voy
a arrastrar, y mancharé la ropa. No quiero dormir en un colchón lleno de polvillo de los
desconchones de la pared.
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Me coloco frente al dúmper. Necesito pensar. Dejar tal vez las sabanas y el
edredón sobre el plástico y meter lo primero los somieres. ¿Cómo hacerlo sin
arrastrar? ¿Y el colchón? Un solo porteador, por una estrechez, sin tocar el suelo.
Suena a reto de borrachos.
Jade aparece detrás del camión. Mi vista va directa a sus manos. Se ha colocado
unos pedacitos de gasa sujetos con esparadrapo.
-¿Puedes hacerlo? –berreo en su oído. Asiente con un aire infantil en su sonrisa.
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comida muy despacio, bocado a bocado, mientras termino de devorar el postre. Dejo
reposar la espalda en la puerta trasera del camión y elevo mi rostro hacia el oscuro
cielo. Ha sido un día muy largo. Ha pasado de todo, y muy poco bueno, pero ha tenido
un gran final. Esto no cambia mi opinión. Mañana a primera hora seguiré el camino yo
dolo y Jade tendrá un lugar donde refugiarse hasta que se pase esta locura.
Entramos y cerramos la sala a cal y canto. El silencio, por fin, se hace. Me pitan
los oídos, y me siento exhausto. Dejo la maza de trinchera bajo la cama y descubro el
edredón. Al tumbarme, las costillas vuelven a darme un aviso.
-Al fin se puede hablar –el timbre de voz de Jade parece de alguien más mayor
que lo que sugiere su rostro. Le devuelvo una sonrisa, llevándome las manos a los ojos
y frotándolos con suavidad.
-¿Estás cansado?
-Un poco. ¿Tú no?
-Sí. Ha sido un día raro.
Se hace un silencio incómodo durante un par de minutos, en los que voy
amodorrándome cada vez más, y finalmente, Jade pregunta.
-¿A qué te dedicas?
-A conducir camiones y robar camas.
Se carcajea sardónicamente.
-No, antes de este lío.
-Prefiero no hablar de ello. Mi trabajo no me reporta nada.
Se queda seria de pronto.
-Lo siento, no quería sacar un tema peliagudo.
Vuelve a hacerse otro silencio, para mí, puente de plata a tierras de Morfeo,
para ella, por lo visto, zona a evitar.
-Yo era secretaria. Estuve en la tienda de una amiga. Por las mañanas hacía la
gestión, dejaba las facturas preparadas y todo eso, y por la tarde atendía. Pero aquello
no daba para mucho, y cerró. Me contrataron en un taller que hacían marcos de
ventanas, en la oficina, pero era la única chica, y según me arreglaba un poco volaban
los dedos.
Me aparto las manos de la cara y la miro perplejo.
-Estaban todos salidos. Se pasaban todo lo que podían en la oficina dándome
palique. Me tuve que inventar un novio para que me diesen espacio. Al final, el jefe me
despidió. Dijo que estaba encantado con mi trabajo, pero que se le revolucionaba el
gallinero. Así que como huelo a perfume y estoy buena, a la calle.
Sonrío irónicamente.
-Eso te pasa por ducharte.
-Tenía idea de entrar a trabajar con mi hermano, pero mi cuñada y yo no es que
seamos las mejores amigas, así que al final empecé a entregar curriculums por ahí, y
conseguí varias entrevistas, pero los sueldos eran una mierda. No pago el gasoil, y me
exigen coche propio.
Hace una pausa. Creo que espera que le dé la razón, o pregunte algo, pero lo
cierto es que quiero dormir y me está jodiendo el sueño.
-Así que después de mucho caminar, llegué a la empresa donde me viste.
Tenían un puesto en la oficina por un tipo que les había cogido la baja, así que lo
estaba intentando. El resto ya lo sabes.
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Creo, medio en sueños, farfullar una especie de “ajá”, pero ni yo mismo lo
distingo.
-¿Te duermes ya?
-Casi.
-¿Puedo hacerte una pregunta personal?
-Contestaré o no.
-¿Eres gay?
-¿Por qué me preguntas eso?
-Estoy acostumbrada a que me miren, aunque sea inconscientemente, una
ojeada en décimas de segundo…
Empiezo a carcajearme.
-¿Quieres que te mire?
-No, sólo me extraña… no has hecho ni una insinuación, ni el más leve gesto.
-El sexo y yo… sólo coexistimos.
Bostezo con fuerza y me ladeo un poco.
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Aparté la cabeza tan rápido como pude sin perder la sonrisa y, al erguirme, me
arrancó la ropa interior y comenzó a felarme. Respiré hondo, y cambié la expresión de
la cara para que pareciera que disfrutaba.
La pelirroja, al fin, me libero. Completamente desnudo, fui acercándome hacia
la mesa presidencial –donde estaba la afortunada- entre gritos y manoseos.
Por el camino, una muchachita morena que no tendría los veinte años, me
detuvo para que bailara para ella. El miembro daba bandazos de un lado a otro a
medida que me movía al son de la música mientras la pobre chica, avergonzada, daba
palmas buscando la forma de salir de ahí. Obligada por la presión de grupo, asió mi
verga y la meneó un poco, y seguidamente, dándome un par de suaves cachetes en el
trasero, me dejó proseguir mi camino.
Cuando llegué a la mesa, donde ocho mujeres pujaban por mis atenciones, la
futura esposa hizo un gesto que detuvo a sus amigas.
-¡Quietas ahí!
Hasta yo me quedé expectante.
-Este es para mí –concluyó. El dj subió el volumen de la música y ella empezó a
indicarme con dos dedos que me acercarse mientras trataba de bailas lo más sexy que
sabía.
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Ella trataba de seguir el ritmo de la estruendosa música con el bandeo de su
cabeza, pero sólo conseguía hacer de la experiencia algo insoportable. Estaba tratando
de contenerme, porque bien a gusto le hubiese dado un par de bofetadas y me habría
largado de allí.
-¡Vamos nena! –gritó una mujer de casi cien kilos que estaba sentada a un par
de asientos de la protagonista-. ¡Que nadie diga que no te gusta el chocolate en barra!
Al sentirse mentada, la novia volvió a sacársela de la boca y miro con la misma
mueca pícara. El mismo gesto aparentemente malintencionado, el mismo afán de
protagonismo.
-¿Queréis que me folle?
-¡Sí! –jalearon a viva voz, como perras rabiosas.
-No os oigo… ¿queréis que me folle?
-¡Sí! –el grito se hizo tan intenso que tapó la música durante un par de
segundos.
El dj cambió de canción. Era el mismo tipo de música, pero se la había pedido
yo para algunas ocasiones en que el trabajo costaba. Aquellos sonidos machacones
producían un efecto irresistible en mí, una explosión de mis instintos.
Me aparté y tumbé de una patada la mesa con las bebidas. Todas parecieron
volverse locas. Volví a poner la mesa en pie, aún empapada de los restos de los
cócteles, y quité cuanto pude con una toalla que era casi todo mi uniforme de trabajo,
junto a mi tatuaje. La superficie estaba pegajosa y emanaba un olor nauseabundo a
alcohol, pero a nadie parecía importarle demasiado.
-Chúpame un poquito, cariño, que sino me vas a partir por la mitad.
La coloqué delante de sus amigas y la hice abrir las piernas casi ciento ochenta
grados, ofreciendo su pequeño tesoro a la muchedumbre, que voceaba como si el
mundo llegase a su fin. Me arrodillé y lamí un poco. Una vez leí sobre los ninjas que
llegaban a controlar a su cuerpo hasta tal punto que desactivaban los sentidos, de
forma que, a voluntad, dejaban de sentir dolor, o desconectaban su olfato, como si
estuviese accionado por un interruptor.
-¡Quién fuese ninja! –pensé con amargura. Aquellas palabras se dibujaron en
mi mente como los diez mandamientos se grabaron en la roca.
-¡Ven aquí, cabrón! –masculló de forma zalamera parecía que por fin estaba
caliente definitivamente.
Volví a ponerme en pie y me coloqué el condón con un leve movimiento de los
dedos. Así mi verga con el pulgar y el índice derechos y di unos leves golpecitos en su
clítoris. Hasta el más mínimo movimiento parecía desembocar en un terremoto en el
interior de la chica.
-¡Fuerte, fuerte! –voceó-. Me gusta que me follen bien duro.
Di la primera embestida. Mudó su rostro en una mueca mitad sorpresa mitad
terror. Sacudí un poco las caderas y pareció congestionada. Con el mismo semblante
que una muñeca hinchable, sólo podía balbucear un tenue gemido a cada empellón
que le daba.
-Bien fuerte, ¿eh? –sonreí. Al fin se la iba a devolver.
Remarcando la melodía de la música, empecé a subir el ritmo. Mis compañeros
nos habían dejado solos y las chicas empezaban a arremolinarse alrededor,
animándome a ir tan rápido como pudiera. Aceleré ante la expectación general. Es
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como cuando en un partido de fútbol se produce una ocasión de gol, que se crea una
especie de murmullo ansioso en el graderío.
-Ou, ou, uuuu –era lo único que podía farfullar la pobre desgraciada. Yo no
podía dejar de sonreír mientras seguía con el vaivén.
Tomé aire y me relajé. Los orgasmos siempre me han dejado un poco aturdido.
Ese momento que el cine ha plasmado con los dos amantes fumando un cigarro
mirando al vacío, yo lo paso tan intensamente que llego a marearme un poco.
-¡Ahhhhh! –gritó entre el asco y la carcajada mientras le regalaba mi toalla.
Saludé al gentío, que me ovacionaba. Me sentía como un futbolista el día que
se retira.
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-¡Ángel! ¡Ángel! –animaban.
Llegué al vestuario y me dejé caer derrotado en el sofá. Otros dos compañeros
esperaban el último relevo y el fin de fiesta. Estuve unos minutos con la mirada
perdida en el techo, solamente disfrutando del momento post orgásmico en que el
mundo parece cobrar un sentido poético, donde todo parece seguir una misteriosa
armonía.
Me levanté tambaleante, me duché en el vestuario –el olor a alcohol, sudor y
perfume barato se me impregnaba en la piel y era casi imposible quitármelo de las
pituitarias- y, después de que la clientela abandonara el local y el equipo de limpieza
empezase su labor, salí fuera hacia mi coche. El grupo de chicas estaba todavía en el
aparcamiento. Me subí la capucha de la sudadera y bajé la cabeza, esperando pasar lo
más desapercibido posible. Me subí al coche y arranqué. El estruendo que generaba
las conversaciones a todo volumen camufló por completo el sonido del motor. Dejé la
bolsa de deporte con la ropa en el asiento del copiloto y observé.
Por lo visto habían alquilado un microbus de veinte plazas para poder desfasar
cuanto quisieran.
-¡Conductor! –berreó a viva voz la primera que se había afanado en lamer mi
entrepierna-. ¡Ahora mismo a un bar de copas, que se casa mi amiga!
El tipo miro con una expresión de sorpresa al sentirse mencionado, y devolvió
una sonrisa, pero, al mirar hacia delante, cuando pensaba que nadie le veía, esbozó
una mueca de amargura. El microbus salió ronroneante y yo volví a casa dando un
rodeo para poder salir en dirección opuesta a esa locura sobre ruedas
83
considerablemente su intensidad. Me acerco a ella y coloco mi oído junto a su boca.
Creo que podremos comunicarnos sin necesidad de andar escribiendo.
-¿Dónde ibas?
-¿Qué? –me hago el ofendido.
-¿Ibas a dejarme tirada?
-Iba a desayunar.
-¿Para qué te subes a la cabina?
-Para recoger los vendajes, tengo que cambiarlos.
Se queda en silencio un momento. Clásico dilema de emociones. Por una parte
tiene dudas, pero por otro lado quiere tener fe. El mundo es un sitio demasiado cruel,
demasiado crudo, como para no creer que algo merece salvarse.
-Pensaba que te ibas a largar sin mí.
-Piensa lo que quieras.
-Lo siento, ¿vale?
Rodeo la ciudad por avenidas paralelas a la circunvalación. Los daños que causa
la vibración en el firme del asfalto pueden convertir una vía rápida en una trampa
mortal en los tramos subterráneos. Las fachadas comienzan a tener grietas y
desconchones, algunas incluso pierden irregulares pedazos, que se estrellan con
violencia contra el suelo, destrozando coches abandonados o cualquier cosa que se
interponga en su trayectoria.
Apago el motor en una callejuela estrecha, perpendicular a mi objetivo. Me
apeo con el sensor térmico en la mano. Al colocar el ojo cerca del visor, veo el mismo
paisaje urbano que tengo delante, pero completamente a oscuras, discerniendo las
formas de los colosales edificios en apenas unos contornos de un tono grisáceo. No
tengo muy claro si funciona, así que me vuelvo hacia el camión y se produce una
explosión de color delante de mis córneas. Bajo el capó, el calor del motor estalla en
colores cálidos, verde-azulados, naranjas y rojos.
-Al menos funciona.
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La puerta del portal está entreabierta, y subo las escaleras a la carrera. El
descansillo del tercer piso está completamente a oscuras. Tomo el sensor térmico y me
lo pongo delante de la cara. Las figuras empiezan a esbozarse. El punto verde es algo
enorme, en el piso central. Podría ser él tumbado. Tal vez esté dormido. Cuando
empezaba a maldecir mi suerte por tener que volver a bajar a por la barra de uña o el
gato del camión para forzar la puerta, observo un pequeño hilo de luz entre el marco y
la hoja. Un leve impulso abre la hoja. El minúsculo recibidor divide el piso en dos, a
mano izquierda se queda el salón y la terraza, y a mano derecha se abre el pasillo que
va distribuyendo el resto de estancias. El bulto verde estaba a mano izquierda. Dejo el
sensor térmico en una pequeña mesilla de la estancia, y sujeto con fuerza la maza de
trinchera.
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atrás, lo que coloca uno de mis pies dentro del salón, sin perder de vista a mi peligroso
enemigo.
-En el momento que cruces el umbral, atacará –las palabras retumban en mi
mente como si no fuesen mías. Y es que no son mías, es mi instinto manifestándose.
Finalmente, comienza a correr hacia mí. Doy un salto hacia atrás, cortando en
el aire la cuerda de la persiana. Las láminas de madera caen pesadamente, simulando
por un momento el movimiento de una guillotina. Hay una pequeña mesilla barata, de
estás que se compran despiezadas, con un minucioso manual de instrucciones, para
que las arme el propio usuario con un poco de pericia y un dedal de pegamento. La
pobre desgraciada se comba ante mi peso en caída libre. Siento la superficie
perfectamente pulida ceder medio centímetro por mi peso. Si el golpe hubiese sido un
poco más intenso, ya estaría en el suelo.
El impacto ha sido en el otro lado de la espalda, por un giro en el último
segundo antes de caer, pero la zona magullada parece a punto de descoyuntarme. El
puñetero animal en su salto a la desesperada ha logrado pasar parte de su cuerpo al
otro lado del umbral. Pensaba que el salto había sido completamente perpendicular
con respecto al ventanal que quería cruzar, pero ha entrado con un leve ángulo, de
forma que al caerle la persiana encima, sólo ha quedado una pata y la cabeza a este
lado.
El golpe ha sido tremendo, pero no lo ha noqueado. Lejos de eso, su mirada es
aún más homicida, aún está más furioso. Sigue con esa mueca de la boca,
mostrándome los dientes, y empieza a mover la pata. Sólo son unos estertores, un
tanteo, pero su mirada no pierde un ápice de fiereza.
Me pongo en pie y me quedo inmóvil, mirándolo. Debería borrarlo del mapa
ahora mismo. Agarro con fuerza la maza de trinchera. Está paralizado. Un golpe
certero y adiós amigos. Me acerco para tenerlo cerca pero, de pronto, antes de dar el
primer paso, el perro se pone en pie, arrastrando la persiana hacia arriba con la fuerza
de sus músculos.
Según he visto que su torso se levantaba un centímetro del suelo, doy media
vuelta y corro, a la carrera, hacia la puerta. La diabólica criatura ha atajado en
búsqueda a la puerta y ha saltado sobre mí. Por suerte, le he cerrado la puerta en
pleno hocico.
Salgo corriendo escaleras abajo. No creo que un picaporte sea freno para él, y
no voy a enzarzarme en una pelea cuerpo a cuerpo con la espalda tocada. Es posible
que golpeándolo yo me haga más daño que él. La luminosidad de la calle es todo un
alivio, y corro hacia el camión. Jade me espera apoyada en el capó. Ralentizo el paso,
volviendo a caminar. Jade se asusta un poco al verme alborotado.
-¿Qué pasa?
-Nada. Me equivoqué. La ciudad no nos ofrece nada más. Nos largamos.
-¿Dónde vamos?
La miro sin responder y baja la mirada. Me deja las llaves, subo al camión y lo
pongo en marcha. El motor ronronea y salimos caracoleando por la avenida. Tengo
que probar en otro sitio que nos coge de camino. Sólo hay tres lugares donde puedo
localizarle, y se me acaban las ideas.
Al salir a la carretera, todo tiene un aspecto poco natural. Completamente
vacío, abandonado. Ni el más mínimo signo de actividad. Imaginaba que habría coches
abandonados en algún área de descanso, en las cunetas… no tiene mucho sentido,
86
pero tampoco tiene sentido que la ciudad parezca evacuada. Acelero y suena una
especie de pitido. Miro el indicador. Noventa y cuatro kilómetros por hora. Es el
tacógrafo. A noventa por hora, voy dejando la ciudad a mi espalda.
87
CAPITULO IX: HAY QUE ENCONTRARLE
Aburrida, Jade se dedica a hurgar los botones del frontal. Me muerdo el labio
inferior, para darle a entender que me molesta, pero no se percata, o finge no
percatarse.
Enciende la radio. Al menos veo de reojo encenderse la pantalla. Es digital, por
lo que ralentizo la marcha y ojeo la pantalla, para cerciorarme que no está frita. El dial
se dibuja en minúsculos pixeles negros que contrastan con el naranja intenso del resto
de la pantalla. Jade acciona los botones y la angosta línea recorre la chillona
inmensidad paulatinamente ante la expectación absorbente de Jade. Acciona la
manilla del volumen hasta que se hace audible pese al ruido de fondo. El ruido blanco
invade la cabina, y detengo el camión. Me aparto al arcén pese a saber que no vendrá
nadie. Le cuesta casi dos minutos recorrer el dial completo ante nuestros ojos, sin otro
resultado que el ruido blanco.
-Estarán los repetidores fundidos –digo a Jade, que asiente.
Reinicio la marcha mientras Jade toquetea todos los botones posibles, muchos
de ellos varias veces, en barridas que van poco a poco poniéndome los nervios de
punta.
Trato de concentrarme en el camino, en el curso de la carretera, cuando Jade
me palmea la cara interior del codo. Me vuelvo hacia ella.
-Creo que se ha jodido –la forma de decirlo tiene un aire infantil, como una niña
que le ha roto un jarrón a su madre jugando.
-Normal, tanto darle a los putos botoncitos… tenías que estar dándole, ¿a que
sí?
Se había ladeado hacia el centro de la cabina, para poder acceder directamente
a la radio, y cambia la orientación de su torso, volviéndose hacia la ventanilla e
ignorándome. Me concentro en la carretera y subo el paso. El tacógrafo vuelve a pitar.
-Acuérdate cabrón, que vas a probar la barra de uña –le mascullo.
Pasan unos minutos, recorremos unos kilómetros, cuando Jade, sin mirarme en
ningún momento, vuelve a su posición inicial, a palmear todos y cada uno de los
botones. Me gustaría por un momento soltar el pie del acelerador y descalabrar la
radio a patadas.
-Al fin y al cabo –trato de concentrarme en conducir-, mientras conduce no me
está tocando las narices.
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bote de alcohol y un poco de paciencia, no queda ni rastro. Así no hay quien me
relacione, y menos en medio de esta locura. Sólo queda un cabo suelto. La dejaré en
algún área de descanso donde Jesucristo perdió la sandalia, aunque si sigue con la
puñetera radio, igual se baja en marcha.
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no veo nada, y el retrovisor tampoco me permite enfocar. Engrano la marcha atrás y
voy moviendo el volante para que me facilite la visión.
-¿Lo ves? ¡Se mueven!
91
Dentro del local sólo hay un par de ancianos, entre setenta y ochenta años,
imagino que un matrimonio, que me reciben sonrientes.
-Buenas tardes –digo al verlos.
-Buenas tardes –responden perfectamente a coro.
-¿Cómo están?
-Lo mejor que se puede estar a nuestra edad, hijo.
-No seáis así –espeta la anciana, cuyo semblante refleja una calma y un sosiego
que parece contagiarme-. Sentaos un rato con nosotros.
La estancia parece hacer una especie de tapón una vez está la puerta cerrada, y
la vibración apenas queda en un murmullo.
-Gracias –digo sentándome con ellos. Dejo la maza de trinchera en el suelo y
me venzo hacia delante, apoyando los codos sobre las rodillas. Me froto la cara y les
pregunto sin dejar de mirarles a los ojos.
-¿Por qué están aquí?
-Veníamos de viaje –responde él-. El autobús tuvo que hacer una parada
porque había un par de señores con… ¿cómo es eso? –se vuelve hacia la anciana, que
devuelve una negativa con la cabeza-. La chica esta se sabía la palabra. Lo de la bolsa.
-¿Colostomía?
-¡Eso! Bueno… que había que vaciarles la bolsa. Como ninguno somos muy
rápido, fuimos en turnos al servicio y a nosotros nos tocó los últimos. Estábamos en el
baño a la par por lo visto cuando vimos el primer fogonazo. Intenté salir, pero me
había como mareado y no podía levantarme, y para cuando me desperté y logré salir,
no quedaba nadie. Sólo nosotros.
Dudo que mienta. Le ha pasado lo mismo que a mí, y que contó Jade. Tal vez no
estar al aire libre y esa luz provoquen una especie de desmayo… pero tendría que
haber muchos más que nosotros… tal vez somos los que quedaron en espacios
cerrados a los que nadie ubicaba ahí. A los que nadie iba a echar de menos. No me
explico cómo el autobús siguió la marcha con dos ocupantes menos.
-Mira –la mujer se retira un poco el pelo, y se muestra una inflamación, un
chichón enorme, de un color morado oscuro, casi negro, como una berenjena muy
madura, a punto de pasarse-. Esto me lo hice en el baño, creo que me caí hacia delante
y le pegué a la manilla de la puerta.
-¿Dónde duermen?
-A nuestra edad, aunque los jóvenes penséis lo contrario, tampoco se duerme
mucho –ambos se ríen, aunque no entiendo muy bien por qué-. Además, en el cuarto
ese que pone privado, hay un par de camastros. Será por los dobles turnos, imagino.
-¿Qué van a hacer? –pregunta Jade.
-Esperaremos a que vuelvan a por nosotros –dice el anciano-. Es lo que nos
dijeron. Aquí además tenemos comida, y por ahí está la cocina del restaurante. Esta
noche quiero hacer migas según la receta de mi abuelo. Estáis convidados, por
supuesto.
Jade sonríe y se vuelve hacia mí.
-Lo siento, pero tengo… tenemos, cosas que hacer. Sólo quería rellenar el
depósito.
-No sé cómo funciona, pero puedes coger lo que quieras.
-Gracias.
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-Quedaos por lo menos a cenar. Mientras preparas el camión, hacemos las
migas.
-De acuerdo –accedo finalmente.
-Tenemos comida en el camión. Podíamos cocinar algo más.
-Será un placer tener una pinche tan guapa –añade él. Jade le devuelve una
sonrisa tierna.
Salgo afuera con la maza de trinchera en la mano y la dejo en la cabina, entre
los dos asientos. Jade me sigue, pero va directa a la parte trasera, a recoger víveres. No
he querido intervenir, porque esto se ve de lejos. Conecto la boquilla del surtidor en la
entrada del depósito y trato de hacerlo funcionar. Es electrónico, y está fundido. Entro
de nuevo en la tienda, y paso tras el mostrador.
-Necesito una llave que tiene en la parte de atrás…
-Ahí debajo de la tele esa pequeña hay un cajón con llaves. No sé si alguna…
Efectivamente. Habrá del orden de noventa llaveros colgados de sus
respectivos y numerados ganchos una vez abierta la portezuela. Ni una sola llave
etiquetada, sólo llaves y números anónimos. Con un par de golpecitos de nudillo
descubro que está fijada a la pared por una alcayata. Cojo la cajonera y la desencajo a
pulso.
Tras una veintena de intentos, logro abrir la parte posterior del surtidor. Hay
una palanca encajada en una pestaña de la puerta. Dentro, hay una oquedad en la que
parece encajar.
Inserto la punta de la barra. El mecanismo parece no haber sido nunca
utilizado. La barra está en un ángulo de unos ciento cuarenta y cinco grados con
respecto a la vertical. Coloco las dos manos e intento empujar hacia abajo. Ni moverlo.
Tomo aire y empleo todas mis fuerzas. La zona magullada de la espalda empieza a
avisarme del esfuerzo. Vuelvo a la tienda y rebusco en los estantes. La anciana me
observa, entretenida.
-¿Habrá algo parecido al tres en uno?
-¿Flis flis? –indaga la anciana-. Mira a ver ahí al fondo, en el pasillo que va para
la izquierda.
Efectivamente, hay unos cuantos botes meticulosamente ordenados en la
estantería. Cojo uno y vuelvo al surtidor. Tiene una especie de pajita incorporada al
pitorro, que suministra mejor el producto por los diferentes engranajes internos.
Inundo todo con el lubricante y dejo el bote en el suelo. Apesta, y no poco. Es un olor
penetrante, mezclado con el olor de pequeñas motas de óxido en suspensión, que
hacen que el aire se enrarezca y recuerde al de la industria pesada. Es como una
fundición pero sin el calor infernal.
Sujeto la barra con ambas manos, reúno todas mis fuerzas y la empujo con
dirección al suelo. Suena un crujido enorme y consigo que haga el recorrido. Una vez
abajo, vuelvo a impregnarlo todo de tres en uno. El movimiento es correoso y
pausado. Empiezo a bombear. Me cuesta sacrificio, pero, paulatinamente, se mueve. A
medida que voy cogiendo inercia, el marcador manual –reflejo del principal que es
electrónico- empieza a desplazarse a una velocidad moderada pero continua. La
maquina emite un gorgoteo desagradable, como si estuviera a punto de escupir una
flema.
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Después de un rato, hasta poner mi resistencia al límite, veo que se forma un
pequeño charquito en el suelo, justo debajo del depósito. Doy un tirón más y las gotas
caen en la misma zona. Dejo la palanca en su sitio y cierro la tapa posterior del
surtidor. Las llaves, el bote… todo vuelve a quedar como estaba.
Lo cierto es que está espectacular. Hacía tiempo que no disfrutaba de una cena
así, en familia. El primer gesto de que el ser humano es un ser social. Desde el principio
de los tiempos, el clan reuniéndose para comer.
-¿Os ha gustado? –pregunta Jade.
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-¡Mucho! –dice el anciano.
-¡Muchísimo! –espeta la mujer.
-Ha estado muy bien –mascullo.
-Si queréis, podéis dormir aquí.
-Mi idea –respondo inmediatamente- es conducir aún un rato más. Quiero
avanzar por la noche.
-Como quieras –contestan decepcionados.
Un par de minutos más tarde, cansado de las miradas furibundas de Jade, salgo
al camión y empiezo a recoger.
-Deberíamos llevarlos –espeta airada.
-¿Dónde? ¿En el techo?
-No deberíamos dejarlos aquí. ¿Y si les pasa algo?
-¿Y si me pasa a mí?
Otra vez esa mirada asesina.
-Escucha –trato de mediar. ¿Por qué me siento tan mal cuando ella sufre?-. No
te obligo a acompañarme. Si quieres quedarte…
Abre la boca, entre la sorpresa y la más profunda indignación. Resopla, está a
punto de espetar algo, pero se contiene, da media vuelta y camina hacia los ancianos.
-Ya estamos… -mascullo al vacío, bajando la cabeza.
Una vez está todo listo, vuelvo a entrar. Ofrezco una sonrisa y extiendo la mano
al anciano, que se pone en pie.
-Muchas gracias por su hospitalidad.
-Fácil se regala lo que no es de uno –sonríe.
-Aún así, es de agradecer.
-Ven conmigo un momento, por favor –me susurra acercándose antes de
liberarme la mano.
-Vamos a dejar que hablen los hombres –dice la mujer a Jade.
Me lleva hacia el restaurante donde hemos cenado, que está casi en penumbra.
En menos de una hora ha oscurecido casi por completo. Ahora entiendo porque había
restos de cera en algunas mesas y en algunos estantes.
-Quería pedirte un favor –dice sin subir la voz ni un ápice.
-Si está en mi mano…
-Hemos tenido suerte porque sois una pareja muy sana, pero tengo miedo a
quien pueda venir. Antes estuvo aquí un tipo que nos amenazó. Entró como un loco,
nos puso contra la pared, amenazándonos con un cuchillo, y de repente siguió su
camino sin coger nada.
-¿Qué? –no doy crédito. Algo en mi interior me dice que va a ser él. Voy a tener
suerte -. ¿Es él?
Saco una foto que llevo escondida dentro de la lengüeta de una de mis
zapatillas.
-¡Ese! ¿Lo conoces?
-Mejor de lo que quisiera.
-Dijo algo sobre correr, o escapar… balbuceaba a toda velocidad, no se le
entendía nada.
-¿De dónde vino?
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-Del mismo sitio que vosotros.
-¿Por dónde se fue?
-Siguiendo la carretera.
-¿Cuándo fue?
-Ayer.
-¿Qué tienes con él?
-Prefiero no decirlo. ¿Qué querías pedirme?
-¿Tienes algo para poder defendernos?
-Una palanca y la maza de trinchera… el martillo ese con pinchos.
-No uso armas. No sé manejarlas. Ojalá tuviera. Te las regalaría con gusto.
-No pasa nada –sonríe y vuelve a estrecharme la mano-. Que tengáis mucha
suerte. Hacéis una pareja encantadora. Ella es una gran chica.
-Gracias –para qué decirle que Jade y yo sólo somos compañeros de viaje.
Doy las largas para lograr vislumbrar el trazado de la autovía. Tengo que bajar
el ritmo porque la carretera está muy dañada. Es como si al firme le hubiesen salido
cicatrices, con inflamación. Cada vez que paso por encima de uno de esos pequeños
bultos, me juego la rueda a la ruleta rusa. No paso de cuarenta por hora, cambiando
de carril a medida que el estado del firme me invita a circular por uno u otro.
96
La noche está oscura, tanto que la negrura resulta opresiva, parece que el cielo
pesase sobre nosotros. Me duele la espalda del asiento, y los botes que voy dando al
avanzar evidencian el mal estado de la suspensión del asiento, lo que hace que pare
los bencejones con el cuerpo. El cielo está estrellado. Es precioso observar el universo
y su espectáculo sin contaminación lumínica. No me lleva tanta ventaja, y sé dónde va.
Si soy listo, puedo pillarlo por sorpresa.
97
CAPITULO X: IMPREVISTO
Tenía unos dieciséis años. El instituto no era sitio para mí. Sólo había dos chicos
nuevos en la clase que me tocó en suerte, una muchacha marroquí y yo. Ninguno de
los dos nos integramos en aquel grupo. Habría pasado un mes de clase más o menos y
estábamos a la hora del recreo, un viernes creo. Si no era viernes, estoy convencido
que era víspera de fiesta, porque estábamos revolucionados. Yo estaba solo, bueno,
dentro de la conversación de un grupo pero solo al fin y al cabo, devorando con avidez
el bocadillo, cuando empezaron a sonar gritos. Mientras el resto hablaban sobre las
tetas de una compañera de clase –creo que todos los comensales menos yo las habían
visto, palpado, lamido y hecho todo lo que se puede hacer con unos pechos-, yo había
estado mirando al resto del patio, sin prestar atención a nada en particular.
La muchacha marroquí hacía un considerable esfuerzo por hacer amigos y por
agradar al resto, pero parecía infructuoso. La tipa de las tetas, que más allá de un
escote de vértigo no aportaba nada, comenzó a sonreír cruzando miradas con las
demás mientras entregaba comida a la recién llegada, que la probó por mero
compromiso. Le dijo algo sin perder la sonrisa, y la marroquí arrojó al suelo la comida y
comenzó a meterse los dedos para forzarse el vómito.
-¡Es jamón!
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El coro de arpías que tenía alrededor comenzó a cacarear y dar palmas al son
que marcaba su señora, y el grupo que me rodeaba se unió inmediatamente a la fiesta,
coreando como una grada llena de hinchas a ritmo de canción de fútbol:
-¡Yo co- mo-jamón, mo-jamón, mo-jamón!
La muchacha expulsó los minúsculos restos del bocado ingerido sobre el suelo y
no volvió a aparecer por el colegio. Unos cuantos años más tarde, tuve la suerte de
poder tirármela un par de días antes de su boda. Como regalo para los novios, envié
una copia del dvd a casa de sus suegros, para que ambos pudiesen disfrutar de su
nuera haciendo sus pinitos en el cine para adultos, pidiendo a un enmascarado que la
insulte y la humille mientras se la folla contra una encimera.
Tiempo después vi a aquella chica. Tenía un hermano al que el Islam le sugería
una interpretación más libre, por la que no había ningún tipo de restricción a la hora
de comer, beber o dar placer al cuerpo. Nos hicimos amigos y pasé meses enteros en
su local. Su padre, un pequeño comerciante, lo usaba como almacén, pero apenas
había actividad a primera hora de la mañana, cuando se renovaba el inventario. El
resto del día era un escondite perfecto para unos cuantos adolescentes sin ganas de
aprender y con algo para fumar.
Aquel chico descubrió su pasión por rapear sobre una base de repente, una
tarde que habíamos puesto algo de música. Al principio eran letras muy toscas, pero
poco a poco fue puliendo un estilo personal que me hacía vibrar.
Yo soy la mezcla de todas las razas, y sé hablar todos los idiomas –empezaba su
mejor canción. Aún la recuerdo y la canto de vez en cuando. Me pregunto qué habrá
sido de él.
100
Asiente.
-¿Los que has visto?
Asiente.
-¿Podrían ser más?
Se encoge de hombros.
-¿Todos hombres?
Se encoge de hombros.
Lanzo una mirada alrededor. Es una especie de sótano. Está prácticamente en
penumbra, salvo un haz de luz que sale a través de un ventanal casi tapado, localizado
en el borde entre la pared y el techo. Es una pequeña fisura la que da una entrada de
luz, suficiente para intuir los contornos de Jade y, volviendo la cabeza, la puerta.
-¿Han dicho algo?
Asiente.
-¿Te hablaban a ti?
Niega.
-¿Entre ellos?
Asiente.
-¿Amenazas?
Se encoge de hombros.
-¿Has entendido lo que decían?
Niega. Esa negativa me desconcierta. Sólo pueden ser dos cosas: o Jade no ha
logrado entender sus palabras o…
-¿Hablaban otro idioma?
Asiente vehementemente.
¿Qué idioma emplearán? No creo que tengan buenas intenciones, pero, ¿por
qué no nos han matado ya? ¿De dónde vienen, que no les ha afectado la luz y la
vibración?
Tengo que liberarme cuanto antes. Con las manos a la espalda, es imposible
hacerme con nada para mermar las ataduras. A medida que la vista se me acostumbra
a la oscuridad, los detalles parecen emerger de la nada. Cerca de la puerta, hay unos
cuantos alambres de ferralla que sobresalen de la pared. Apenas sobresalen un par de
centímetros, lo justo para formar unas pequeñas esferas sombrías a lo largo de la
pared.
Tomo aire, echando la espalda hacia atrás, y tomo impulso para erguirme sobre
los pies. Es un equilibrio inestable, y cada latido me amenaza con que el peso vaya a
vencerme hacia delante. Por suerte, apenas he hecho ruido. Tengo que saltar de
puntillas en el aire para lograr girarme hacia la pared. La verdadera enemiga es la
inercia, y la gravedad. Trato de ir paso a paso, salto a salto, hasta llegar a la pared.
Tengo que volver a saltar en el sitio, para colocarme de espaldas al saliente. Al dejarme
caer, sosteniendo el peso la estructura de la silla, la madera produce un crujido
tremendo.
Me muerdo los labios intensamente, mientras comparto una mirada llena de
tensión con los desorbitados ojos de Jade. Parece que el tiempo se ha detenido en ese
momento. Los dos aguantamos la respiración, tratando de percatarnos del más leve
ruido. Si aparece alguien, no voy a tener tiempo de volver a mi lugar, ni muchísimo
101
menos. Pasa un minuto sin que ocurra nada y los dos comenzamos a respirar más
tranquilos, más sonoramente.
102
-¿Se han dado cuenta de que les miraba?
Niega.
-¿Te ha pegado?
Vuelve a negar.
Uno de ellos se coloca enfrente de mí. Sujeto las cuerdas con todas mis fuerzas,
y no le retiro la mirada de los ojos. Me murmura algo, pero no consigo discernir ni una
palabra.
-No entiendo.
El que entraba en segundo lugar se pone al lado de su compañero y me saca
una foto con el móvil. No sabía que los móviles siguieran funcionando. Quizá puedan
aguantar hasta que se les agote la batería. Tal vez el sistema de satélites esté intacto,
al fin y al cabo, no sé hasta dónde ha llegado la cadena de averías.
Vuelven a largarse sin mediar palabra, dando un portazo. Esperaba que se
largaran, pero hay algo diferente. Están al otro lado de la puerta. Jade trata de
mascullar algo pero le indico que guarde silencio con mi mano libre. Son voces. Pero
no parecen hablar entre ellos. ¿Por qué iban a hablar ellos dos quedándose nada más
salir la puerta? Hay algo que les ha interrumpido.
-¡Hablan por teléfono! –mascullo, inconscientemente aliviado por recuperar la
rutina.
Han dicho algo de mí, pero no he llegado a discernir nada con claridad, y se han
largado. ¿Serán sicarios de este tipo? Quizás me estaba haciendo demasiado correoso
para él y ha decidido contratar ayuda. Si pasa eso, nada más recibir mi foto les habrá
ordenado matarme. No puedo arriesgarme. Tengo que liberarme por completo y
reaccionar antes de que me manden al otro barrio.
103
Con una mano libre, la mano izquierda no es tampoco ningún reto, y los pies
tampoco son difíciles de soltar. Camino de un lado a otro, frenético. El corazón me late
desbocado. La adrenalina se siente en cada poro, es casi un sabor de boca. Voy a la
zona sombría donde uno de ellos parecía haber cogido algo, pero no encuentro nada.
Rastreo con el tacto los salientes de la pared que me han ayudado a liberarme, pero
están bien sujetos, con el peso del edificio apisonándolos. Uno de los bordes de la
ferralla, afilados como cuchillas, me hace una pequeña herida en la yema del dedo
índice que lo estaba palpando. No es grave, simplemente el susto y la maldición que
lanzo entre dientes.
Observo la herida. Apenas un hilo de sangre. Vuelvo a mirar hacia arriba y,
cambiando de dedo, trato de arrancar el pedazo de varilla. Es dura de roer, pero se
mueve. Una vez tengo suficiente margen como para asirla con la mano completa, la
zarandeo de un lado a otro, buscando que coja la suficiente holgura como para salir.
-Espero que esto sean sobrantes con las uniones a medio soldar –mascullo para
mí mismo-, porque sino voy a tener que tirar la pared abajo para que suelte.
Dentro de la pared, debajo de la superficie que rozo incesantemente en el
forcejeo, suena un chasquido. Como el botón de la llave de un coche, o como un
nudillo. Un sonido metálico y breve, y la barra se desliza a mis manos sin la menor
resistencia.
Tiene unos cincuenta centímetros de longitud, y, por el peso, es sólida.
Blandirla cuesta más de lo que puede parecer. Su contorno está repleto de minúsculos
salientes afilados, que hacen que un impacto pase de contundente a letal. Estoy
convencido a que, sin ser necesaria una fuerza sobrehumana, es capaz de astillar un
hueso sin problemas.
De pronto, vuelven a sonar las puertas. Hablan a voces. Discuten sonoramente.
No está muy claro el motivo, pero uno acaba de decirle al otro que es imbécil y que se
calle y obedezca. No puedo evitar sonreír. En el fondo, sería una escena cómica de
presenciarla desde el otro lado del televisor.
-Si no los matamos no cobraremos –es muy difícil de traducir, porque su acento
es horrible, pero creo que ha dicho algo así.
-Cierto, pero no es necesario matarlos ahora. Además, no ha dicho nada sobre
ella –eso sí lo he entendido.
Los dos bajan el volumen, y sonríen. Ha sonado el teléfono, y están hablando.
Mientras hablan, se alejan de la puerta. Me coloco de nuevo en la silla. Sujeto
precariamente las cuerdas en mis piernas, la más mínima patada me desataría al
instante, y echo las manos atrás, asiendo intensamente la barra. Mi silla está lo
suficientemente lejos de la de Jade como para no alcanzarlos de un golpe si se diera el
caso. Me acerco unos centímetros, algo que no llame la atención a simple vista, pero
que me permita tenerlos en mi radio de acción en un momento dado.
Abren la puerta de un empujón. Los estoy mirando fijamente.
-Bastardo mal nacido –cualquier reacción airada me delatará, así que pongo mi
mejor cara de póquer y miro al primero de ellos, que parece ser el cabecilla,
directamente a los ojos.
-No entiendo.
-Ahora vamos a reventar a tu novia –el de detrás sonríe.
-¿No hablas mi idioma?
-Con gusto lo haría delante de ti –añade el otro.
104
-Eso para después.
105
palabras, más bien es un lamento ininteligible, tratando de comprender lo que está
ocurriendo.
-Sé que me entiendes, así que vas a empezar a hablar o vas a empezar a gritar.
Con la cara aplastada contra el suelo, el único ojo que puedo ver se abre al
máximo. Al fin infundo un poco de terror.
-¿Por qué nosotros?
-Pasabais por aquí.
-¿Desde dónde nos seguíais?
-Desde la gasolinera abandonada. Él me avisa y yo pongo la trampa.
-Ha pasado más gente antes.
-Pero no un pibón como tu novia.
-Mientes. Alguien te dijo que nos interceptaras.
-No.
Acerco la barra y se la pongo cerca de la cara.
-Si me vuelves a mentir, necesitarás un parche.
-Chúpamela, bastardo.
Le agarro con fuerza por la muñeca y golpeo el dorso de los nudillos con la
barra. Apenas he impreso fuerza a la gravedad y ha sonado un golpe tremendo. Si no le
he roto algún metacarpo. Probablemente la del meñique, la lesión del boxeador la
llaman. El tipo empieza a gritar furioso, enloquecido. Mi peso apenas puede
contenerlo.
-¡Te va a costar la vida! –vocea entre babas. Le hace emitir una especie de
gruñido animalesco-. ¡Lo juro por Dios!
-O empiezas a sincerarte o te voy a contar los dedos de las manos por las malas.
-Vino un tío. Pensábamos dejarlo pasar, pero se nos metió en casa. Le
atracamos, y nos ofreció dinero por encontrar a un negro… un tío con tu pinta más o
menos. Si te matamos, no necesitaremos trabajar. ¡Suéltame ya, cabrón!
Golpeo la puerta con la punta de la barra, cada vez más fuerte, hasta que oigo
algo al otro extremo. Está arrastrando la silla hacia nosotros.
-¿Me escuchas? –pregunto a viva voz. Nadie responde.
-Sé que hablas mi idioma, haz un ruido si quieres negociar.
Da una patadita a la puerta, con la puntera del calzado.
-Te propongo esto. No puedo dejar que me mates por razones obvias, ni
quedarme aquí esperando a que venga el tipo que te paga por lo mismo, pero sí puedo
dejar que tu amigo salga de una pieza. A cambio, tú nos dejarás ir. Tenía un camión, si
está dañado por el accidente, quiero otro medio de transporte.
Se hace el silencio. Espero casi un minuto a tener respuesta, cuando vuelvo a
golpear la puerta.
-¿Tienes una contraoferta? –indago.
Guardo de nuevo silencio, esperando contestación, pero lo siguiente que
suenan son los gritos de Jade ahogados por la mordaza. No para de gritar, entre
estertores e inhalaciones tropezadas.
-¡Ah! –brama Jade. Por lo visto, la cinta adhesiva se ha desprendido
ligeramente y le permite vocalizar.
Le sujeto la muñeca a ese tipejo y comienzo a golpear la mano ya herida con la
punta de la barra de ferralla.
-¡Para, por Dios! –vocea entre sollozos-. ¡Para!
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Lo he doblegado totalmente. Ahora no es mucho más que un conjunto de
lágrimas y mocos entre estertores enloquecidos por el dolor.
De pronto, empiezan a sonar patadas en la puerta.
-A ver quién es más cabrón, ¿no? –grito-. Si vuelves a tocarla a éste lo hago
filetes.
Seguidamente a mi intervención, de nuevo el silencio. Aprovecho para maniatar
al bastardo. La mano está bastante dañada. Estoy seguro que tiene algún hueso roto.
Lo pongo de pie.
-Abre la puerta, te dejo aquí a tu amigo, me largo con ella y nos olvidamos de
este día –propongo.
Me coloco a la espalda de mi rehén, a un par de metros de la puerta. Las llaves
comienzan a sonar, y los candados se retiran. Hay una luz tremenda a la espalda del
captor de Jade, lo que me hace entreverlo como una silueta opaca. Mi rehén trata de
darme un empellón y correr hacia su compañero, pero no produce el resultado
esperado. He colocado los pies uno delante de otro, como la guardia de un boxeador, y
no me desequilibra. Cuando trata de correr hacia la puerta, lanzo un golpe con todas
mis fuerzas que lo lanza inerte al suelo. Sin tener muy claro a por quién voy, salto hacia
la puerta, que inmediatamente ha empezado a cerrarse.
La hoja me aplasta a la altura del abdomen. Otro golpe seco, demoledor, en la
zona magullada de las costillas. Me cuesta respirar, pero la adrenalina no me impide
en absoluto seguir adelante. Respirar entrecortadamente no es más que una simple
anécdota. Una vez se ha visto alcanzado, el tipo abandona la puerta y huye como un
loco.
Salgo detrás de él, pero unos metros antes de darle alcance se me nubla la
vista. En argot cinematográfico, un fundido a negro. Apoyo las manos sobre las
rodillas, y trato de recobrar el aliento. Me restablezco lentamente y reinicio la carrera.
Nada más cruzar el umbral del pasillo, llega un golpe demoledor en mi torso.
Trastabillo y acabo en el suelo, boca arriba. El tipo trata de abalanzarse sobre mí, y sólo
consigo mantenerlo a raya. Se levanta para coger impulso en el golpeo, y aparto la
cabeza en el último segundo, justo antes de que sus puños, con los dedos
entrelazados, se estrellen contra el suelo con violencia. Aprovechando que está caído,
a mí lado, lanzo un codazo demoledor a su ceja. Con un empellón, me coloco sobre él,
y un par de golpes certeros con la ferralla lo ponen a dormir. Sangra por las orejas y la
nariz. Creo que le he partido el cráneo.
Me pongo en pie y vuelvo sobre mis pasos. El otro tipo esta boca abajo en el
suelo. Busco con la mirada a Jade, pero no la veo. Regreso al lado del que acabo de
noquear. Acabo de darme cuenta de que tiene algo de interés. Ese teléfono funciona.
Se lo arrebato y lo guardo en uno de mis bolsillos. El tipo está en una especie de salón
de cuyas esquinas emergen cuatro pasillos. Jade está en el pasillo opuesto por el que
he llegado yo. Está llorando, tratando de respirar a pesar de su recolocada mordaza.
-Ya está –digo liberando su boca.
No es capaz de articular palabra, sólo llora. La desato sin mucha complicación y
salimos a la calle. Hace un día soleado, casi de calor. No me había dado cuenta hasta
ahora. La vibración es casi imperceptible, sólo un lejano eco. Hay un coche a unos
metros, con las llaves puestas. Tiene bastante gasoil, al menos lo suficiente como para
conducir unos kilómetros. Nos subimos y aceleramos hacia el horizonte. Tenemos que
107
alejarnos de ahí. Si tenemos suerte y estamos en el lugar adecuado, quizá lo
interceptemos.
La carretera vuelve a ser nuestra única compañera, mientras es inevitable,
después de lo vivido, que los pensamientos se sumerjan en los acontecimientos.
108
CAPITULO XI: RETOMAR LA MARCHA, CURAR LAS HERIDAS
Pese a que es más que improbable que nos sigan, no puedo evitar echar una
ojeada al retrovisor de vez en cuando. El firme sigue estando mal y no puedo llevar un
buen ritmo en carretera.
Dentro del coche, el silencio pesa. Inconscientemente, el instinto me hace
hurgar la frontal, tratando de encontrar algo en la radio. No tiene cargador de cd, ni
siquiera de cassette, así que es imposible poner música para ambientar la situación. No
dejo de pensar en lo ocurrido, y, pese a verlo racionalmente como una victoria clara,
no puedo evitar que el corazón me dé un vuelco y me falte el aire. Es como si me
hubiesen echado un peso enorme sobre las costillas. No me deja respirar bien.
La vibración es apenas un eco residual, poco más intenso que el ruido del
motor. A veces escucho la respiración nerviosa y entrecortada de Jade. Hay una
gasolinera abandonada, y no se vea nadie, ni que haya tenido actividad en las últimas
fechas. Quizá ya estaba abandonada antes del incidente de las luces.
Tomo el desvío con suavidad y me detengo delante del surtidor.
-¿Qué haces?
-Estamos en reserva. Además estoy cansado. Deberíamos buscar un sitio donde
dormir.
Asiente, con la mirada perdida y la mente en otro sitio.
-Y algo de cenar.
No hace ni una mención de responder, ni darse por enterada. La luz parece
haber vuelto, y el surtidor recarga mi combustible en tiempo récord. Entro en la
tienda. Han arrasado con casi todo, pero en una de las baldas altas, quedan unas
bolsas de aperitivos. No es mucho, pero servirá para rehuir un poco el hambre.
Fuera hay un par de bidones de gasoil, con un centímetro de líquido en el
fondo. En la tienda hay un par de estantes llenos de periódicos. Arramplo con ellos y
los coloco junto al cubo. Al volver al coche, Jade está en el asiento, con los pies
apoyados junto a las posaderas y la cabeza apoyada entre las rodillas. Está llorando, o
eso creo.
Sin decir una palabra, acerco el coche frente al bidón, y paro el motor.
-Sé que no es mucho –digo acercándole una de las bolsas-, pero mañana
buscaremos algo mejor.
Niega levemente con la cabeza y vuelve a sumergir el rostro entre sus rodillas.
Me apeo otra vez y camino en silencio hacia la gasolinera. Hay algunos muebles de
jardín desperdigados a unos metros, configurando un informal merendero. Coloco un
par de sillas alrededor del bidón, echo dentro un periódico y entro de nuevo en la
tienda. Hay una caja de cerillas en un pequeño mostrador bajo la caja registradora,
rodeada de pequeñas linternas que funcionan sin pilas y llaveros con pedernal. La
primera cerilla no enciende. Ni la segunda. El lateral de la caja parece estar bien, y la
cabeza del fósforo también. ¿Tendré acaso las manos húmedas? Me las seco
vehementemente contra las perneras de los pantalones y vuelvo a intentarlo. Por fin
enciende, y arrojo la minúscula antorcha al interior del bidón. Pensaba que iba a ser
más leve, porque emerge una poderosa llamarada hacia arriba.
-Sal –le digo a Jade, que, tras un par de insistir un par de veces, se apea con
desgana.
-Si quieres, hay una ducha en la parte de atrás. También hay algo de ropa.
109
Asiente con evidente fastidio, y entra caminando sin fuerzas, arrastrando los
pies. Me quedo sentado frente al bidón mirando hacia la carretera. Emana fuego y un
humo asqueroso aparte del calor, lo que me hace alejarme, a unos tres o cuatro
metros, de la fogata. El cielo no es tan nítido como en noches anteriores, así que
empiezo a pensar que la electricidad se ha restablecido, al menos en algunas zonas. En
medio de ninguna parte, entre ciudades, puede discernirse el aura lumínica de algunas
metrópolis.
Desde donde estoy se oye empezar a funcionar el agua de los vestuarios. El
vapor tiene un olor especial, mezclado con jabón. Abro una de las bolsas. Patatas sin
sal y sin gluten, sabor barbacoa especial. Cojo una patata y la hago girar ante mis ojos,
como si estuviese en una exhibición. Tiene una tonalidad amarillenta, muy tenue, casi
blanca, y esta cubierta por una especie de polvillo marrón caramelo, que imagino que
será lo que le da el sabor.
Jade sale y se sienta en la otra silla, con la cara entre las rodillas, hecha una
bolita.
-¿Has pensado alguna vez cómo se hacen estas cosas?
No hace ni un simple amago de contestar.
-¿Pelarán una patata y luego le quitarán el agua? Porque sino, ¿cómo queda
crujiente?
Sin respuesta.
-Tampoco huele a patata –prosigo tras olfatear mi comida-. ¿Tú qué crees?
Me mira de reojo, dirige la vista a la patata, niega con sutileza y vuelve a mirar
al vacío con indiferencia.
-Imagino que pelarán tres millones de patatas, las convertirán en una masa
uniforme y la irán vertiendo en moldes. Así le dan la forma y la textura. Luego van
echándole el resto de ingredientes y así se queda lo que tengo yo en las manos.
Es como si hubiese un muro invisible entre nosotros. Creo que ni me oye. O ni
me escucha.
-¿Nos vamos a dormir? He visto algo de material de acampada en la tienda.
Podríamos armar una tienda y un par de sacos.
Asiente sin perder el semblante distraído. Voy a la tienda y saco un par de
mochilas. Tiene un par de hojas con explicaciones por dibujos. La coloco como indica,
tiro de una anilla, y se monta la estructura automáticamente. Es enorme, pero
endeble. No acaba de convencerme. Por suerte, la vibración no es más que un lejano
eco, no hace especialmente frío ni viento, así que, aunque incómodos, podremos
dormir.
Viene a mi lado, se tumba en su saco, lo cierra hasta la altura de las axilas,
dejando sólo los brazos fuera, y se vuelve, dándome la espalda. Se ha hecho un ovillo y
no parece dormir. No da la impresión de estar relajada. Yo estoy exhausto, me quema
cada músculo del cuerpo, y la espalda me obliga a tomar una posición extraña para
evitar molestias. Hay una pequeña esterilla que empleo como almohada. Paso el brazo
por debajo, para que me haga más apoyo, y trato de respirar hondo. Cierro los ojos, y
comienzo a pensar en temas intrascendentes, para que conciliar el sueño no se me
haga tan difícil.
Empieza a pasar el tiempo. La espalda me duele cada vez más. La imagen de
ese par de bastardos llevándose a Jade me atormenta hasta no dejarme pensar con
claridad. El corazón no baja el ritmo ni un segundo. Así no voy a dormirme. No sé por
110
qué me siento responsable. Nunca me comprometí a nada con Jade. Pero me siento
mal, como si hubiese sido culpa mía.
-Tengo que centrarme –me repito a mí mismo una y otra vez.
Me incorporo de golpe y me rasco con fruición el cogote. La espalda se alivia
instantáneamente. Mala señal que al relajar los músculos no pueda parar de dolor. No
voy a dormir, eso lo tengo bien claro. Jade se vuelve y me mira con los ojos muy
abiertos, expectante.
-¿No puedes dormir? –pregunto en un farfullo.
Niega con la cabeza.
-Yo tampoco. Si quieres, podíamos ir al camión a registrar si se puede recuperar
algo.
Asiente con indiferencia. Volvemos al coche y dejamos atrás la tienda. Con
suerte, tendremos un sitio donde hacer una breve escala. Es de noche oscuro, y hay un
ruido, un viejo eco, de lo que ha sido la vibración. Estoy recorriendo la autovía en
dirección contraria. De pronto, detengo el vehículo.
-¿Qué pasa? -al fin una palabra espontánea.
-No tengo claro dónde se quedó el camión. Nos vamos a acercar a estos
bastardos… Quizá no sea una buena idea. ¿Tú qué piensas?
Se encoge de hombros, y dirige de nuevo la mirada a la lejanía a través de la
ventanilla.
-Mejor que nos alejemos –sentencio-. Vamos a buscar provisiones, y recogemos
la tienda y los sacos.
Vuelve a asentir sin mucha convicción. Recoger la tienda es muchísimo más
complicado que extenderla, pero, con un poco de práctica, todo puede hacerse. Echo
el material al maletero y reanudamos la marcha. Estoy tan cansado que no puedo
dormir. La espalda me está estallando. Como si me hubiesen hincado un garfio de
carnicero en el músculo afectado y, gracias a un contrapeso, fuese deslizándose
espalda abajo.
No puedo dejar de revolverme en el asiento. Cada bache es una pequeña
tortura que me entrecorta la respiración. Veo pequeñas manchas negras, creo que las
llaman moscas, cuando el dolor se intensifica. En ese momento, los bordes de las
siluetas de las moscas parecen iluminarse al ritmo de los latidos de mi corazón.
-Cuenta algo –masculla Jade.
-¿Qué? –lo ha dicho a un volumen que es imposible de entender.
-Me agobia el silencio. Habla.
-¿Quieres que te cuente algo que te dará curiosidad? –no puedo evitar sonreír.
-Cuenta.
-¿Sabes a qué me dedicaba antes de esta locura?
-Ni idea.
-Soy streaper.
Me mira intrigada, sin discernir si estoy bromeando o digo la verdad.
-Hago –prosigo- despedidas de soltera, fiestas, cosas así…
-¿Me lo dices en serio?
-Sí.
-¿Por qué te dedicas a eso?
-Dinero fácil y rápido. No es exigente, ni tengo que darle vueltas a la cabeza.
Trabajo sencillo, vida sencilla.
111
-¿No te da asco?
-A todo te acostumbras.
Le cuento la anécdota de la mujer que me pidió matrimonio. Por fin sonríe,
aunque sea como poso de la sorpresa.
-¿Por qué no le dijiste que sí? –pregunta después de oír la historia entera.
-No me gustan esas cosas. Sigo teniendo que dedicarme a esto, empezaría a
colgárseme del cuello y acabaríamos fatal.
Se hace un silencio incómodo. Me ha pasado decenas de veces. Estoy seguro al
noventa por ciento de cuál va a ser la siguiente pregunta.
-¿Qué harás después de esto? –acerté.
-Imagino que si juego bien mis cartas, tendré un colchón sobre el que construir
algo.
-¿Harás una empresa?
-No –sentencio tajante-. Nunca tendré a gente a mi cargo.
112
-El amigo noqueado en el suelo, y le dice el del bate a mi compañero: “¿Ves lo
que ha pasado por tu culpa?”. El del bate se queda solo, y va a lanzar el primer palo,
pero mi compañero reacciona antes y le estrella un puñetazo demoledor a la
mandíbula. El tipo aferrado al bate como si le fuese la vida en ello dando tumbos,
bailando un paso doble de uno.
Jade empieza a partirse de risa.
-Uno en el suelo y otro dando tumbos. Mi compañero va a por el tercero, que
está asistiendo a su amigo noqueado. El tipo que ve lo que se le viene encima, levanta
las manos como si le amenazasen con un arma: “¡Tranquilo, amigo!”
No puedo contenerme, y tengo que hacer una pausa para tomar aire.
-Espera que ahora viene lo mejor. Las chicas venían en un autobús de esos
pequeños, de veinte plazas, o treinta. Como se está preparando un escándalo de
golpes y voces y tal, el chófer da la vuelta por petición expresa de la novia, ¡y no era
ella! Por lo visto no es que se equivocó de local, ¡su novia ni siquiera había ido a ningún
club! Habían organizado una fiesta íntima o lo que fuese…
Jade se carcajea con todas sus fuerzas.
-Era para verlos. Uno con la cara como un cromo, otro mareado y el tercero
cagado de miedo, andando despacito de vuelta a casa porque se habían equivocado de
chicas.
Una anécdota divertida. Es una forma de soltar la tensión, de relajarse. Jade
empieza a recuperar la confianza. Necesitaba esto. Al menos ha vuelto a sonreír.
-¿Tienes hambre? –indago.
-Un poco.
-Deberíamos parar a comer algo. Próximo área de descanso. Esperemos que no
lo hayan asaltado. En la de las tiendas de campaña, no había quedado nada. ¿Tienes
sueño?
-No.
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Se queda en silencio, asintiendo con expresión de estar aprendiendo algo
nuevo. Vuelvo la mirada al frente. La carretera parece no terminar nunca. Tengo que
estar a unas horas, no se cuántas.
-¿Y cómo sabes alemán?
-No te lo creerías –sonrío, incómodo.
-Prueba.
-Mis bisabuelos eran de Austria. En concreto, de Blodinberg.
-Es grande.
-Es un pequeño pueblo, reconvertido en barrio, de las afueras de Graz. ¿Has
visto postales de Suiza, o Alemania?
Asiente sin mucha convicción.
-¿De esas que se ven casitas idílicas, rodeadas de paisajes bucólicos…?
-Sí.
-Lo primero que se asocia son tipos vestidos de tiroleses cantando a voces al
son de un acordeón.
Sonríe.
-Pues era un sitio así. Casitas de madera muy decoradas, carreteras estrechas,
hechas para caminar sin prisa…
-¿Has estado?
-Sólo una vez, cuando era niño. Estuve con mis padres conociendo la que fue
casa de la familia. Vimos Graz… había unos cuantos monumentos dedicados a Arnold
Schwarzenegger, pero los renombraron todos cuando firmó una sentencia de muerte
mientras era gobernador de California.
Vuelvo a quedarme en silencio. Me he entretenido tanto con los detalles que
he olvidado el tema principal.
-El caso –prosigo de pronto-, es que mis bisabuelos empezaron a temer con el
auge del partido nazi, y se largaron con unos primos… a Polonia. Vivieron en primera
persona el gueto de Varsovia, y se los llevaron en trenes, imagino que a algún campo
donde los matarían. Mi abuelo tenía un año, o dos, y, viendo lo que se les venía
encima, enviaron a mi abuelo con unos amigos que vivían en Suiza, así que mi abuelo
creció como un niño suizo normal. Hasta los doce o trece años, bastante después de
acabar la guerra, su madre –que en realidad, era la amiga de su madre biológica- le
contó la verdad.
Jade me atiende con los ojos muy abiertos, afectada por empatía a cada
palabra que digo.
-Mi abuelo se enamoró allí de una suiza, y tuvieron a mi madre. Cuando ellos
tenían veintitantos años, con una niña de cuatro, vinieron aquí. Estuvieron casi treinta
años y, de cara a la jubilación, mis abuelos quisieron volver, pero mi madre ya se había
casado y me tenían a mí, así que se quedaron aquí.
Jade sonríe, aunque no sé muy bien por qué.
-Como homenaje a sus orígenes, que para él eran un poco inciertos, sólo
sabemos lo que nos contaron los padrastros de mi abuelo, él decidió que todos
hablaríamos alemán a nivel nativo. Hasta leemos poesías de Goethe –le saco la lengua
burlonamente.
-¿Llegaste a saber quiénes eran tus abuelos?
114
-Sólo quedaba una foto, y estaba bastante ajada, pero se podría decir que sí.
También había un libro de familia y algún otro documento. Mi abuelo las tenía por ahí,
restauradas y conservadas.
-¿Cómo eran?
-¿Las fotos?
-Tus bisabuelos.
-Él era un hombre alto. Más o menos de mi estatura, sobre el metro noventa,
que para aquella época era una salvajada. Era espigado y fibroso, y debía ser rubio con
los ojos oscuros, una cosa extraña. Me estoy imaginando a los nazis de los campos,
cuando se le quedasen por debajo del hombro con todos esos rollos de la raza
superior.
Jade sonríe por compromiso.
-Ella era menuda en comparación con él, pero, para ser mujer y en esa época,
también era alta, alrededor de metro sesenta. Tenía las espaldas anchas y estaba un
poco entrada en carnes. Al menos en la foto. Pero era muy morena y tenía los ojos
negros.
Me quedo un momento en silencio, mirando meditabundo a la carretera.
-Es triste –dice Jade.
-¿El qué? –indago después de unos instantes en silencio.
-Que sólo sobreviva de ti una foto y nadie en el mundo sepa decir más de una
vaga descripción. Desaparecer del mundo sin dejar rastro.
-Es a lo que estamos abocados. Piensa por ejemplo en el código de Hammurabi.
-¿Hammurabi?
-Lo habrás visto por ahí. Un pedrusco negro con forma de pilar. En la parte
superior se ve una imagen con dos tipos, uno de pie que parece pedirle consejo al otro,
que está sentado. Una obra de arte de Babilonia.
-Me suena un poco –no suena muy convincente.
-Bueno. Ese chisme tiene recogido todo el sistema legal de la época. Como aquí
tienes el código civil y el código penal y todo eso, pero aquí resumido en un grabado
enorme. Es lo de la ley del Talión.
Guarda silencio un momento.
-Ojo por ojo, diente por diente.
-¡Ah! ¡Ahora caigo! Sí, ¿dónde quieres ir a parar?
-Es de lo poco que nos queda de entonces. ¿Crees que sólo había tres
habitantes en Babilonia? ¿Los dos del grabado y el escultor?
-¡Oh!
-Había miles de personas alrededor. Tal vez decenas de miles, quién sabe. Y de
toda esa gente no ha quedado nada. Calcula una vida media de unos cuarenta años
por generación, la cantidad de gente que han pasado por el mundo sin dejar la más
mínima huella.
Vuelve a quedarse callada, con la vista hacia sus pies.
-¿Cuántos millones de perfiles tiene Facebook?
-¡Uf!
-Es un pequeño legado, pero duro que permanezca. Al final, cambian los
medios, pero la condena es la misma. Una vez que mueres, quedan un puñado de
personas a las que marcaste y que te recuerdan nítidamente. A medida que va
pasando el tiempo, se van perdiendo progresivamente detalles, y, sea por lo que fuere,
115
por que mueran o por que te olviden, una vez que desaparecen ellos también,
desapareces por completo, o quedas resumido en una foto anónima, en una carta de
guerra, o en algún detalle en principio nimio que jamás imaginaste que fuese a ser tu
legado.
116
presión en la tuerca. La espalda empieza a quemar, pero aún subo más la presión. Mi
cuerpo está al límite.
De pronto, algo parece estallar y caigo violentamente al suelo. Lo primero en
dar contra el pavimento son mis posaderas, pero después, por la inercia, va mi
espalda. Otro golpe en la zona magullada. Me giro rápidamente y me coloco al fin boca
abajo.
-¿Estás bien? –indaga Jade.
Me pongo de pie y asiento frenéticamente mientras recupero el aliento. La
barra ha caído al suelo. La sujeto con fuerza por uno de los extremos y observo la
boquilla. Se ha roto como si estuviese hecha de barro. El espacio hexagonal donde se
encaja el cabezal del tornillo se ha abierto completamente.
-¿Has visto esto? –le pregunto señalando la avería.
-¡Qué fuerza tienes!
-No. Cuando vas a una ferretería, tienes herramientas profesionales, que valen
un riñón, y luego herramientas para usuarios, que valen cuatro calas.
-Sí.
-La diferencia está en esto. Cuando funden el metal, la clave es el grosor. Una
llave buena tiene tres veces más hierro que esta mierda.
Coloco la otra boquilla en el mismo tornillo que antes. Le viene un poco más
grande, lo que va a dificultar considerablemente la extracción. Si el tornillo está
demasiado fijado, es posible que la barra esté dando vueltas en el aire, sin hacer girar
el tornillo ni un triste grado.
Empiezo a empujar, pero cambio las manos de posición, intentando que no me
pase lo mismo de nuevo. La barra gira en un par de tirones, desequilibrándome a
punto de mandarme de vuelta al suelo. Ya está suelta. Puedo girar la barra con un solo
dedo. Una vez que está lo suficientemente suelto, paso a otro. Acabo de liberar la
rueda con las manos, colocando las tuercas en suelo de la misma manera que ocupan
los vástagos.
Es una rueda de velocidad limitada. No se puede pasar de sesenta, y tiene la
mitad de banda de rodadura de las otras tres. Creo que está suficientemente sujeta, al
menos yo no soy capaz de tensarla más.
-Vámonos –sentencio. Estoy cansado y me estoy poniendo de mala leche.
-¿Y la rueda?
-El que la quiera, para él –mascullo dejándola tirada en medio de la carretera.
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Hay señales que indican la entrada a la ciudad. Barrios dormitorio del
extrarradio.
-¿Tienes hambre?
Jade asiente sin mucha convicción. Detengo el coche en avenida, a un par de
manzanas de un pequeño economato. No tengo mi maza de trinchera, ni barra de
uña… lo cierto es que me siento desprotegido. Agarro con fuerza la llave que he
empleado para soltar los tornillos de la rueda.
-¿Te apetece algo en especial? –pregunto en voz baja.
Jade niega.
-Espera –apostilla-. Voy contigo.
Caminamos muy despacio, sigilosos. Ahora el oído vuelve a ser una referencia,
por fin. No suena nada. Una ciudad fantasma. Otra ciudad fantasma. No se mueve ni
gota de viento, como si la tierra que piso estuviese fuera del tiempo. Es como si no
estuviésemos en el universo.
Dentro del local no hay movimiento. De pronto, suena algo al fondo. Parecido
al restallar de pedacitos de cristal al pisarlos. Hago inmediatamente un gesto a Jade,
para que se detenga y guarde silencio. Me dirijo hacia esa zona muy despacio, paso a
paso. Entreveo una sombra, un bulto sospechoso, cerca de la zona de donde imagino
que procede el ruido. Al asomarme a un pasillo, lo veo claro: un perro. Motivo a la vez
de tranquilidad y angustia. Tranquilidad porque un animal en estas circunstancias es
más fiable que un humano, angustia porque no distingo qué significan exactamente los
gestos, qué actitud delatan. Es un dogo alemán. No creo que sea especialmente
agresivo, pero es enorme, es potente, y no sé el tiempo que lleva sin comer.
Blando amenazadoramente la llave hacia él.
-Como te acerques, ninguno de los dos volverá a casa.
Me aparto un poco, y el animal sale cabizbajo del local, a través del pasillo.
-No te pongas en su camino y déjalo irse –anuncio a Jade, un par de metros
detrás de mí.
Pero ella no me escucha. Abre una saca de comida para perros que tiene cerca
y convida a su nuevo amigo peludo, que con gusto devora cuanto tiene cerca. Es una
mole devorando decenas de bolitas de pienso en cada bocado. Mastica con fuerza, y
dirige la mirada hacia mi compañera para que le sirva un poco más.
En la balda de enfrente, están los frigoríficos, donde, entre otras cosas, guardan
las ensaladas envasadas. Una marca tiene de promoción una ensaladera de plástico.
Jade se la arrebata de un tirón y vierte una botella de agua. El pobre animal se
abalanza sobre el líquido y lo ingiere tan rápido como puede. Me he convertido en un
espectador mudo de la agonía del pobre desgraciado.
Una vez saciado, el dogo se acerca a Jade, acariciándola con la testuz, su forma
de mostrar agradecimiento.
-Eres un buen chico, ¿verdad? –Jade se carcajea mientras se deshace en
atenciones y carantoñas-. De nada…
-Pásame una cesta, anda –interfiero en ese momento feliz.
Jade me la lanza y empiezo a recoger lo que haya comestible. Fruta, ensalada,
aperitivos salados, chucherías…
118
Me acerco a los dos buenos amigos y el dogo se me acerca buscando caricias.
Le acaricio el cráneo, acompañándolo de unas palmaditas.
-Auauauauauau –dice mi nuevo amigo. No llega a ser un ladrido, es más
parecido a un intento por articular palabras.
-Tschh –le mando callar-. No hagas ruido.
El cánido se queda inmóvil, esperando mis órdenes.
-Deberíamos buscar un medio de transporte nuevo –enuncio solemne. Jade
asiente bajando la mirada.
Salgo a la calle. Hay varias decenas de coches repartidos en un radio de un par
de manzanas. Están cerrados y sin llaves, y la mayoría tienen alarma. Antes me hubiese
dado igual, pero una alarma berreando a unos metros delataría nuestra posición, y no
tengo ganas de conocer gente nueva. A través del establecimiento, accedo a la zona de
carga. Hay una furgoneta. Llaves puestas y depósito lleno. Viva el reparto a domicilio.
-Vamos a cargarla y nos largamos.
Echamos estantes enteros, aplicándolos de cualquier manera, en la parte
trasera del furgón.
-Podríamos llevárnoslo… -sugiere Jade, en referencia al dogo.
-¿Dónde? –inquiero-. Si lo pones detrás, con la comida, te va a ir descargando
automático, y si va delante con nosotros, verás lo que es peste.
-Tal vez detrás, si vamos los dos.
-¿Vas a ir sentada en un paquete de botellas de agua?
-No sé. Probamos unos kilómetros, y sino…
Qué a gusto los dejaría a los dos aquí y saldría chillando rueda. Pero sé que algo
empezaría a ir mal. Al final me dan remordimientos.
-Venga, haz lo que quieras –accedo pesadamente-. Abre la puerta si quieres
mientras arranco.
-Goliat, adentro –ordena taxativamente Jade. El dogo levanta instintivamente
las orejas y los párpados en una mueca de perplejidad, y seguidamente obedece,
subiéndose de un salto a la furgoneta, que da un vaivén por el peso del perro. Jade
cierra la puerta con suavidad y el animal nos mira a través de la ventanilla trasera, tan
cerca que el cristal se empaña por el aliento.
-¿Goliat? –indago.
-Es un buen nombre.
Sonrío, bajo la mirada y me subo tras el volante. Goliat viene a la pequeña
barrera que separa los asientos de conductor y copiloto de la zona de carga, asomando
su enorme morro a través del angosto espacio entre las barras.
-Aparta, cabrón. Déjame conducir.
Jade empuja la puerta corredera, que se desliza paralela a la pared ruidosa y
rápidamente. Se sube a mi lado, sonriendo. Todo sea porque ella esté contenta. Pasa
la mano por el vallado y Goliat pone la cabeza para que se la acaricie.
-Este perro está muerto de amor.
Me hace carcajearme. Muerto de amor. Podría ser un verso de Shakespeare.
-Auauauauau –trata de vocalizar Goliat.
-¡Qué bueno es! –sonríe Jade-. Lo que tiene de grande lo tiene de buenazo.
No puedo evitar sonreír, mientras el motor de la furgoneta ronronea para salir.
Evito las calles de barrio, y voy directo a las grandes avenidas. Hay una tienda de
119
colchones haciendo esquina, frente a una rotonda. Me detengo ahí mismo,
sorprendiendo a Jade.
-Cenamos algo y dormimos ahí. Para qué seguir andando.
Jade asiente. Por suerte, aunque sólo sea como decoración, las camas tienen
unos edredones, algo con lo que taparse. No hace especialmente frío, pero es cierto
que ayuda para relajarse. Goliat da vueltas a nuestro alrededor con la lengua asomada
por la comisura de los labios y se tumba a los pies del lecho de Jade.
-Que descanses –susurra ella.
-¿A mí o a Goliat?
-¿Celosito?
Una última sonrisa antes de dormir.
Aparca los papeles y coloca una pequeña bandeja junto a mi cabeza. Hay un
tintineo metálico, al parecer está buscando algo.
-Eso es, ahora sólo un momentito… -masculla.
Saca un bisturí, lo blande ante mis ojos y parece que empieza a cortar. Mi
cuerpo está frío, pero el metal que está sajando mi carne es aún más gélido. Mi cuerpo
está inerte, pero emite un dolor tan intenso que me siento morir. Debería haberme
desmayado, debería gritar… no sé qué está pasando. Dios mío, sácame de aquí…
120
Tomo aire sobresaltado, tratando de incorporarme. Me he puesto de pie de un
salto, y me llevo las dos manos al pecho. El corazón me late como un tambor y parece
faltarme el aire. Jadeo como si hubiese corrido diez kilómetros.
-¡Dios! –es lo único que acierto a decir entre estertores. Goliat, sobresaltado,
corretea de un lado a otro de la estancia, esperando el mensaje tranquilizador de su
amiga. Me siento en la cama, y recobro la respiración.
Jade se percata de la inquietud del dogo y, con un leve gesto con la mano, hace
que el impresionante can se siente y espere novedades.
-¿Una pesadilla? –indaga Jade.
-Sí –mascullo.
-Has empezado a revolverte de un lado a otro, y a gritar. Menudo alarido has
dado.
Niego con la cabeza, inconscientemente, arqueando las cejas, perplejo.
-Sólo era un mal sueño.
-¿Qué ocurría?
-Nada. Es mejor no recordarlo.
Estoy sudando. Me seco la frente con la palma de la mano. Las yemas de los
dedos recorren el cuello de la camiseta, empapado en sudor. Me da un frío tremendo.
No me queda otro remedio. Me pongo en pie de nuevo y descubro el torso.
-Necesito ropa limpia.
-Y una ducha –sonríe Jade.
-¿Sí?
-Un poco –asiente con ternura.
-Ahora vengo entonces.
-Te acompañamos. No puedo dormir, y Goliat tampoco, ¿a que no?
El dogo nos observa extrañado, y recibe con agrado las carantoñas de Jade,
moviendo con ansia el rabo y moviendo el cuerpo para que las caricias se dirijan a la
espalda.
-Vámonos.
121
Su rostro aparece de pronto al otro lado del cristal. Enfurecido, rabioso,
dispuesto a proteger su territorio con la vida si fuese preciso. Un pastor alemán
enorme, que no deja de mostrar sus dientes, de gruñirnos y ladrarnos.
-Hay que buscar ruta alternativa, o ducha alternativa –me resigno.
Jade asiente, pero Goliat discrepa. Ella trata de controlarlo, de arrastrarlo hacia
la ruta que hemos marcado, pero el dogo pesa más que ella, y cada gramo es pura
fibra, pura fuerza. Los intentos de Jade ni lo mueven del sitio, como si estuviese hecho
de hormigón, o soldado al suelo.
-¡Goliat! –grita Jade-. ¡Vamos!
-Si te ve alejarte, te seguirá –afirmo con seguridad.
Jade da unos saltitos y una vez que está a mi altura, camina al mismo ritmo que
yo. Al llegar a la puerta vuelvo la mirada atrás. Goliat está cada vez más furioso y
comienza a golpear la puerta.
-No viene –susurra Jade, disgustada.
-¿Qué vamos a hacer? –espeto resignado-. No pienso llevarlo por la fuerza. Él
sabe dónde está la comida y aún así se la quiere jugar.
-¡No pienso dejarlo ahí!
-¿Lo llevo a rastras?
-Haz lo que quieras, pero si él se queda, yo también.
Gruño con fuerza, cabreado. Que a gusto le daría un varazo y la metería por la
fuerza en la furgoneta, pero tomo aire y suspiro.
-Pues os quedáis.
-¿Vas a dejarnos aquí tirados?
-Te estás dejando tirada tú solita.
-No sé cómo puedes ser así.
De pronto, se oye un crujido. Goliat se ha alejado un par de metros, para recibir
a su enemigo con espacio. El pastor alemán –el hambre agudiza el ingenio- ha abierto
la puerta y se lanza contra el dogo, que repele no sin problemas la embestida.
-¡Dios! –espeta Jade, saliendo hacia Goliat a la carrera.
-¡Espera! –grito-. ¿Qué haces, loca?
Un instante de duda. Largarme sin más o acudir al auxilio de Goliat. Un perro
tan grande padece del corazón, o al menos en la vejez, les falla el corazón. Estos
sobresaltos no son buenos para él. Sólo de pensar en abandonar a Jade, me remuerde
la conciencia.
-Es que soy idiota –farfullo mientras empiezo a correr-. Todo lo que me pase
me está bien merecido.
Corro tanto como dan las piernas, y me presento en un momento. En ese lapso,
el pastor alemán ha hecho un contraataque que el pobre Goliat no ha podido evitar, y
está intentando aguantar en el suelo las acometidas de su rival.
-¡Aparta! –voceo a Jade, que trata de forcejear con los púgiles. Al oírme, se
retira levemente facilitándome el sitio justo para poder lanzar el primer golpe, directo
a la cabeza del pastor alemán, pero tiene la presa tan bien cogida que no hace ningún
efecto.
Doy un segundo mazazo, pero tampoco es más efectivo. Tiene asido por el
cuello a Goliat –al acercarme lo he visto más claramente-, y no va a ofrecer su botín
por las buenas. Trato de cogerle de la nariz. Casi todos los felinos y los cánidos, como
muchos otros mamíferos, tienen una zona de la nariz muy sensible, y la presión
122
aplicada correctamente los debería hacer recular. Presiono con todas mis fuerzas el
lóbulo del hocico del pastor alemán, pero está enloquecido. Podría cortarle la cabeza y
no soltaría un ápice de presión. Cada segundo que pasa me pongo más frenético, Jade
está impaciente, bloqueada por ver a su peludo amigo cruelmente atacado.
De pronto, me viene una idea. Sujeto la cabeza del pastor alemán con ambas
manos y presiono mis pulgares sobre sus ojos. Eso sí produce un efecto inmediato.
Retira la cabeza con una sacudida y me gruñe con fiereza. Blando amenazadoramente
la barra. Estoy calibrando los movimientos. Si se me acerca, le voy a partir el cráneo.
Tiene los ojos inyectados en sangre, y se descuelga una baba blanquecina y espesa de
la comisura de los labios, mientras no deja de mostrarme los dientes.
Hago un aspaviento, y recula un par de metros.
-¡Largo!
Sigue ladrando furiosamente. Sin pensarlo dos veces, salgo corriendo hacia él.
Una vez vi en un documental a un tipo con un rollo de papel higiénico hacer retroceder
aterrorizado a un león macho adulto. Como son depredadores, no saben qué hacer
cuando son atacados. Así que el tipo se lanzó hacia él voceando como un loco y el león
corría como si lo persiguiese el diablo.
Efectivamente, el pastor alemán sale corriendo hasta dejar una distancia
suficiente. Retrocedo sin retirar la mirada del enemigo que huye hasta Goliat. Jade le
acaricia la cabeza llorando a lágrima viva. El animal hace unos estertores, tratando
instintivamente de tomar aire, y expira. La herida del cuello era demasiado profunda, y
empieza a rodear el cadáver de un charco de sangre. Apenas me ha dado tiempo a
colocarme a su lado, clavando las rodillas en el suelo.
-No hay nada que hacer.
-¡Dios mío! –susurra Jade.
-Lo siento mucho.
No quiero levantar la mirada. Apoyo las manos sobre los muslos y me agacho
paulatinamente. El esfuerzo me hace Jadear. Cada latido del corazón emite un
pinchazo frío. Como si una aguja congelada me hubiese atravesado las costillas.
-Yo… -me siento culpable, y tengo ganas de llorar-… intenté correr, pero el
pastor alemán…
Empieza a temblar, cabizbaja. Empiezo a temer que le vaya a dar algo. Un
ataque de nervios, un infarto… tengo miedo por ella. La impotencia es terrible. Es
como pelear contra un huracán.
-¡Cállate! –grita de pronto. Se hace un silencio, permaneciendo yo inmóvil, sin
atreverme a respirar casi-. ¡Ha sido por tu culpa! ¡Lo dejaste a su suerte!
Estoy avergonzado.
-¡Bastardo! ¡No te he visto pensar en nadie más que en ti!
Sigue gritando como loca, y no sé qué contestar. Finalmente, me levanto y
salgo de las piscinas a paso lento, sin mirar siquiera a Jade. Instintivamente, se levanta
y me sigue voceando, un paso por detrás de mí.
-Deberíamos irnos –mascullo.
-¡No voy a moverme de aquí!
-¿Qué dices?
-Que sigues tu solo.
-Vamos, Jade, es una locura…
123
-¡No me digas nada! ¡No quiero saber más de ti!
-Una ocasión ideal –retumba en mi cerebro-. Te quitas la carga y puedes seguir
con la idea original.
124
-¡Ah! No mucho, la verdad.
Es una de las calles principales de la ciudad, estará repleta de tiendas de todo
tipo. Imagino que será uno de los pilares del comercio local.
Lo cierto es que tengo que contenerme, porque con gusto devoraría hasta el
plato, si estuviese rebozado también. Los mejores calamares que puede uno comer. El
sabor es insuperable. Tengo que hacer ejercicio. Cuando todo esto acabe, dos días a
base de líquidos y ejercicio.
Jade prueba un par de pedacitos, y sonríe.
-¿Quieres pan? –se me ha ocurrido de repente.
-No, con esto vale.
-Espera, que tengo una sorpresita más.
Entro a paso ligero en la cocina y vuelvo a salir unos minutos después con otro
plato y, ahora sí, media barra de pan. Un poco de panceta y un par de torreznos,
aparte de otra ración de calamares.
-¡Qué rico! –aplaude Jade.
Comemos con fruición. La cerveza es una maravilla. Abro una bolsa de patatas
que hay en un minúsculo expositor colgando de una pared. Ni un nutriente, todo
grasa, papeles de periódico reciclados, derivados del petróleo o sepa Dios qué
porquerías, pero un banquete digno de un rey. Jade se ha relajado un poco.
No tengo ganas de levantarme, así que esto podría considerarse como una
sobremesa. Estoy cómodo, relajado, pensando en que he satisfecho el hambre y con
una extraña sensación de bienestar me surge de las entrañas.
-Quería decirte algo –espeta Jade de pronto. Me quedo en silencio, esperando
el anuncio.
-Lo siento –primeras palabras. Yo sigo en silencio-. Es cierto que me duele lo
que ha pasado, pero no debería culparte de todo.
-No pasa nada –me miro y no me reconozco. Me estoy convirtiendo en un
sentimental.
125
-Te has portado muy bien conmigo. No tenías por qué llevarme a ninguna
parte, y lo has hecho de buen grado.
-Agradezco que lo veas.
-Goliat es una pérdida. Era –se emociona un poco-… era de los pocos amigos
que he encontrado.
-Lo entiendo.
-En esta situación no sé muy bien qué hacer, y se prolonga en el tiempo… está
bien encontrar a alguien afín…
Asiento en silencio.
-Es como los abuelos…
-Sé lo que quieres decir, pero no podemos salvar el mundo. Tenemos
provisiones para ti y para mí. Pero, si los hubiésemos traído, ¿Cómo se suben y bajan
de la furgoneta? ¿Qué hacemos con ellos después?
No responde. Sabe que tengo razón. No es ninguna victoria para mí. Ojalá
estuviese equivocado. Es cuestión de matemáticas básicas.
126
-No es una historia fácil. Lo de mi familia con la religión es una cosa que no
tiene nombre –sonrío por compromiso.
-Mi padre tiene tres hermanos, dos curas y otro Testigo de Jehová –acompaña
la sentencia con un guiño de ojo.
-Mis bisabuelos eran judíos, a mi abuelo lo criaron en el cristianismo, y mi
madre tuvo un momento de inspiración en los setenta.
-¿Inspiración?
-Empezó con la meditación, pasó al yoga, se convirtió al budismo, y terminó en
el confucianismo.
-¿Confucianismo?
-Sí. Tiene elementos del budismo. Es como una especie de corriente de
pensamiento, en base a las enseñanzas de Confucio.
Emite un murmullo casi ininteligible, mientras asiente.
-Yo tampoco tengo mucha idea, lo he visto siempre desde la distancia. Además,
mi madre era muy respetuosa en esos temas. Nunca jamás la he visto evangelizar, ni
mirar con malos ojos a los “infieles”.
-¿Tu madre era?
-¿Qué?
-¿Era?
-¡Ah! –ahora entiendo la pregunta-. Sí, era.
-¿Hace mucho?
-Meses. La verdad es que se me han hecho eternos. Parece que haya pasado un
siglo.
-Lo siento mucho –me acerca la mano para acariciar la mía, y devuelvo el gesto
automáticamente-.
-Gracias.
-¿Te molesta que te pregunte?
-¿Sobre mi madre? No, era una buena mujer.
-¿Cómo fue? ¿Un accidente?
-No, melanoma.
-¡Dios mío! –susurra desanimada-. No podía ser muy mayor.
-No. En verano se pasaba las tardes en la piscina. Tomaba el sol con protección,
el tiempo normal. Se ponía morena, pero no se quemaba. Un día… -se me hace un
nudo en la garganta. Nunca lo había revivido con tanta nitidez.
-Tranquilo –se ha colocado a mi lado, y pasa su mano por mi espalda con
suavidad.
-Me acuerdo de la conversación como si la estaría viendo. Un día vino a casa y
dijo:
››Me ha salido un grano encima de un lunar.
-No había oído algo así en mi vida.
›› ¿Un grano en un lunar? A ver.
-Lo tenía en la espalda, debajo de la correa del sujetador, a un centímetro más
o menos. Cogí un pedazo de servilleta y me la enrosqué en el dedo. Palabra que
apenas lo rocé. Lo justo que hubo un contacto mínimo. Si estuviese pringoso, apenas
hubiese dejado una manchita.
Jade apenas puede parpadear.
127
-Dio un respingo y un grito terrible. Como si le hubiesen pegado con una maza,
como si se le hubiese desencajado una vértebra. Se apoyó contra la pared, Jadeando,
llorando, sin poder moverse siquiera. Me quedé petrificado. Lo único que pude hacer
fue sujetarla por los hombros, porque parecía que las piernas no le sujetaban.
Se me está empezando a quebrar la garganta. Es como si una mano invisible me
estrangulara. Apenas logro mascullar con un hilo de voz, con el último ápice de
energía.
-La bajé a Urgencias. Estaba cagado. Casi sin querer, hacía que chillasen las
ruedas en las curvas, adelantaba al resto de coches de tres en tres, me temblaban las
manos. Mi madre no podía apoyarse en el respaldo, e iba encorvada, con la frente
rozando el salpicadero.
Jade se bebe mis palabras. está paralizada por mi relato, con los ojos vidriosos,
sin percatarse de tener la boca entreabierta. Con qué parte de la mente conectarán
este tipo de relatos, que absorben por completo la atención.
-Entró medio inconsciente, creo que por el dolor. voceé toda la información
que tenía, y un par de tipos la metieron detrás del biombo a toda velocidad, y apenas
pude recobrar la compostura para sentarme en la sala de espera. Aquel olor aún
aparece en mis pesadillas. Alcohol de esterilizar instrumental. Me froté las manos y vi
que tenía las uñas moradas.
-¿Eso no es del corazón?
-Pueden ser muchas cosas. Desde una enfermedad cardiaca al simple frío. el
caso es que la parte superior, cerca de donde te cortas las uñas, estaba amarillenta,
blancuzca, y la parte inferior era de un rosa azulado. Al verlo, me sobresalté un poco, e
inmediatamente la tonalidad fue poco a poco oscureciéndose. Era como si me hubiese
dado un golpe en la uña.
La primera lágrima se desliza por la mejilla de Jade.
-Ni sé el tiempo que pasó. Horas y horas. Estaba aterrorizado, tanto que no
podía pensar. Por fin salió un médico. Le habían hecho rayos X. No hacía falta tener un
doctorado para ver que algo no iba bien. El lunar era como la punta del iceberg.
Escondía una bomba de relojería que se había metastazidado por todas partes. Apenas
se veían como grupos de tres o cuatro bolitas, como las que hay dentro de un spray,
pero estaban en todas direcciones.
-¡Oh, Dios!
-Creo que lo llaman estadio IV, no se puede operar porque no queda un
puñetero órgano sano. Habría que reemplazarla entera. Además, al iniciarse en la piel,
la comunicación era como un reguero de pólvora. Ardía hasta la arena.
Los ojos se me anegan y acabo apoyando los codos en las rodillas. Me falta el
aliento, apenas puedo ver por las lágrimas, ni mucho menos hablar. Jade viene y me
abraza con fuerza.
-Tranquilo, tranquilo…
128
par de meses. Estuvo más de una semana sedada. Me pasé semanas sin dormir, y no
podía comer. Agua y zumos era todo mi menú.
Jade baja la mirada.
-Después de todo eso, hubo que hacer los trámites. Tenía que hablar con el de
la funeraria y todo eso…
Vuelvo a tomar aire. Me tiemblan las manos, es como revivir los hechos, con
todo lujo de detalle.
-Resulta que había hecho una declaración de últimas voluntades, diciendo que
quería seguir los rituales funerarios del confucianismo. No lo tenía muy claro, así que
llamé a su…
No me sale la palabra. Me está taladrando el cerebro. Cada segundo que pasa,
me impaciento más, tratando de proseguir el relato.
-¡Bah! –espeto airado-, alguna palabra oriental rara. Es como un guía, como una
especie de sacerdote. Pero en plan guía espiritual.
-Sí.
-El caso es que apareció el tipo por ahí. Mi madre se había hecho donante de
órganos hacía mucho tiempo, pero sus últimas voluntades decían que según el
confucianismo. Por lo visto, por lo que decía este tío, era parecido a lo que dice el
budismo. Después de muerto, te dejan tres días.
-¿Tres días?
-Sí, piensan que el espíritu no sale inmediatamente del cuerpo, sino que lleva
una transición de tres días en el que abandona por completo su recipiente terrenal.
Jade asiente, sorprendida. Acaba de aprender algo nuevo.
-El caso –prosigo-, que después de hablar con él… le estaba cogiendo un asco…
estaba bastante hecho polvo, y según él, no había por qué apenarse. No duró más que
una mañana y un rato por la tarde, pero cada vez iba subiendo más la presión. Que
acabe de enterrar a mi madre y tenga delante a un tarado así dándome consejitos…
Jade se ha sentado a mi lado, me ha cogido la mano, y me acaricia el antebrazo
con delicadeza.
-En principio, esperan tres días y lo incineran, pero como era donante, se quedó
en los tres días y después se donaría lo que se pudiera donar. Los órganos no se
conservan, pero si podría donar el cuerpo a la ciencia, para que practiquen médicos
novatos y cosas así…
Jade está paralizada, asintiendo con ansia a cada una de mis palabras.
-A mí me tenía sin cuidado. Lo único que quería era cumplir con su voluntad. Lo
mínimo que se merecía mi madre era despedirse como quisiese. Y ahí entra el
cometido de este viaje.
-¿Qué tiene que ver?
-He dicho demasiado. No merece la pena seguir contando. Lo que hago lo hago
porque sí, y punto.
-De acuerdo –Jade se ha quedado un poco cortada, pero, tras un instante de
duda, asiente y me dedica una sonrisa.
-¿Seguimos el paseo?
-Claro.
-¿Te ha gustado el aperitivo?
-Sí. Si te soy sincera, me trae muchos recuerdos.
129
-¿Buenos?
-Buenísimos. Cuando era pequeña, los domingos estaba deseando levantarme.
Limpiaba mi cuarto, hacía los deberes, me bañaba y a mediodía bajábamos al bar de
abajo. El barman se llamaba Eusebio, y era conocido de mi padre. Me contaba la
historia cada vez que bajábamos. Debía ser fontanero, uno de los mejores de la ciudad.
Trabajaba rápido y con calidad, y los precios no debían ser ninguna exageración. El
caso es que un día se hartó y cogió el traspaso de un bar. Siempre me lo repetía con las
mismas palabras:
>> ¡Quiero tratar con la gente! ¡Conocer gente nueva cada día!
-La primera vez que oigo algo así. A mí me asquearía, todo el día poniendo
buena cara mientras limpio la mierda de los demás.
-Pues él era feliz. Además era un tipo detallista. Tenía un cuenco enorme con
caramelos en una balda muy alta. Yo, nada más entrar, me fijaba como si hubiese
lingotes de oro. Era un recipiente tremendo, al menos a mis ojos. Yo me moría por
meter las manos en aquel bol, levantar los caramelos a puñados y volverlos a dejar
caer en su sitio. Devoraría con avidez todos los caramelos, aún a riesgo, como me
advertía mi padre cada vez que se percataba de mi admiración, de que me doliese la
tripa. Pues Eusebio, siempre, cuando nos íbamos a volver a casa, o mi padre me
llevaba a esos recados relajados de domingo, me regalaba un caramelo de mi sabor
favorito. Me lo preguntó una vez y no se limitaba a darme el cuenco y que escogiese
yo, sino que lo buscaba y me lo daba.
Se queda sonriendo, con la mirada perdida.
-Aquel –retoma su exposición-… aquellos sí que eran buenos tiempos.
-Me alegra haber traído algo bueno a tu mente.
Sonríe con ternura.
-Lo cierto es que no sé qué sería de Eusebio. Empecé a buscarme la vida, he
vivido con amigas, con compañeros de piso… hace una eternidad que no me paso una
mañana relajada por el barrio. Había oído algo de que no le salían las cuentas y cerro,
pero no estoy seguro. Quizá no me estaban hablando de él. Además, aun suponiendo
que haya cerrado, ha aguantado mucho.
-Desde que eras una niña hasta hace un par de años, por ejemplo, es una buena
cantidad de tiempo.
Me da una palmada en la espalda, con tierno cuidado de no alcanzar la zona
lastimada.
-Muchísimas gracias.
-¿Por el almuerzo?
-Por traerme esto a la mente. Llevo unos días con los nervios a flor de piel. Hoy
necesitaba recordar algo agradable.
-De nada. No tengo muy claro ni cómo se supone que lo he hecho…
130
-¡Sí! –responde Jade como un resorte. Un amigo mío tenía esa camiseta, y justo
debajo tenía la cara sonriente esa amarilla y redonda.
-¿De aquella que se hacían chapas?
Asiente repetidamente.
-Para que veas que es verdad, aquí caben una docena de maletines de estos y
quedan dos. Quiere decir que hay diez desgraciados que han pinchado y se han visto
tirados por la herramienta que tenían.
Jade sonríe.
Recojo lo que intuyo que me hará falta en una cesta de plástico con un asa y
ruedas y me dirijo a la puerta.
-¡Quieto! –espeta Jade. Me detengo al momento y me doy la vuelta sin casi
mover los pies del suelo.
-¿Qué pasa?
-Ha vuelto la luz. Si pasas, saltará la alarma.
Miro de nuevo hacia la puerta. Ni me había percatado de los sensores.
-Gracias –me debo estar volviendo tonto-. Tendríamos que quitar los códigos
de barras, ¿no?
-Trae.
Con especial maestría y una tijera de las de podar plantas, Jade despoja mi
“compra” de los identificadores.
Salgo tranquilamente caminando sin generar más ruido que el crujido de mis
pasos contra el suelo.
-Muchas gracias.
Jade me sonríe y busca que enmarque sus hombros con el brazo.
131
-Te prometo que cuando se me pase podrás seguir haciendo tus despedidas de
soltera, o lo que te salga de las narices. Ahora, sólo por un ratito, pásame el brazo por
los hombros –vuelve a acurrucarse bajo mi ala protectora-, y caminemos hacia el
atardecer.
-Como las películas de John Wayne.
Al llegar ala furgoneta, echo la carga en la parte posterior de un tirón y observo
a mi compañera de desventuras.
-¿Por qué me miras así? –me sonríe. Estoy a punto de decirle que por primera
vez en tiempo se me ha quitado esa bola de rabia de la boca del estómago. Por
primera vez en mucho tiempo, me siento tranquilo.
-Nada, es…
-¿Qué? –dice tras unos segundos aguardando que termine la frase-. Me estás
poniendo nerviosa.
-¡Tengo una idea!
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-Me voy a quedar aquí parada, y hasta que no me des una pista, no muevo un
solo pie.
-¿Te llevo en volandas?
-No.
-Pista… te va a encantar.
-Eso no vale.
-Sí vale. Tú pides pista y yo te la doy.
-¿Y cómo voy a adivinar lo que es?
133
-¿Qué ocurre?
-Tenemos que subir escaleras. Con los cortes de luz no me fío de meterme en
un ascensor.
-Vale.
-Son cinco plantas.
-¿Qué es eso para ti?
-No pensaba en mí…
-¿Insinúas que no puedo subir cinco plantas?
Se hace un silencio incómodo que parece pesar en el aire.
-Mierda –pienso-. Se ha ofendido.
-Yo…
Se hace un silencio incómodo, cada segundo que pasa, se va haciendo más y
más urgente decir algo que me absuelva, pero no se me ocurre nada. Me he quedado
petrificado, y la sola idea de que vuelva a ofenderse y volvamos al punto de partida
genera un miedo irracional en lo más hondo de mis entrañas, encogiéndome el
corazón.
-¡Eres un inocente! –estalla finalmente entre carcajadas.
Suspiro, tan aliviado y liberado que creo que voy a salir volando en cualquier
momento.
-¡Sabía que ibas a picar!
-¡Cabrona!
-¿Te has mosqueado?
-No gano para sustos contigo.
134
-Sácalas, que me apetece también un poquito de pescado.
-No veo las patatas.
-¿Me vas a hacer entrar con ese frío?
-Si quieres patatas…
-Pero es que hace frío…
-Espera –en la parte de abajo, entre el suelo y el primer estante, había unas
cajas que me tapaban los sacos-. Aquí.
Saco a rastras las patatas. Unos quince kilos entre el saco y los paquetes de la
carne y el pescado. Cuanto más cerca tengo la encimera, más me sube el pulso y
empiezo a resoplar.
-¡Vamos, valiente! –bromea Jade. Le lanzo una mirada fingidamente asesina, y
termino sonriendo por empatía a esos ojitos.
-Cabrona. Pues vas a cocinar tú.
135
El pelador es un reto. Paso muy despacio la cuchilla alrededor de la patata, y la
piel se desprende rápidamente. Los trozos de las peladuras caen bajo mis manos,
sobre la encimera. Creo que es del mármol italiano ese tan caro.
-¿Cómo va el chef? –la voz de Jade se ve rodeada por los resoplidos furiosos de
las sartenes, en el contacto de las gélidas gambas con el casi hirviente aceite.
-Cabreado. Esta mierda…
-Cuidado no te rebanes un dedo.
Acelero el ritmo. Por fin, he descubierto otro sistema por el que la patata se
escurre entre mis dedos. Pelar la segunda patata me ha costado la mitad de tiempo y
una parte del esfuerzo de la primera. La tercera cae cuando Jade apenas tiene unas
pocas gambas que no han pasado por la fritura.
-¿Las tienes?
-Tres patatas como balones de rugby.
-Córtalas en tiras o en tacos.
Me quedo parado. Como si hubiese empezado a hablar en húngaro de repente.
-¡Vamos! –espeta seguidamente-. ¡Que se me pasa el aceite!
-¿Cómo lo hago? –susurro.
Vuelve la mirada, atónita.
-Por la mitad, y empieza a filetear. ¡Venga, date prisa, que voy a hacer gambas
carbonizadas!
136
Obedezco y empiezo a menear el cuchillo tan rápido como puedo. La patata va
despedazándose en tiras como si las hubiese diseñado un ingeniero, perfectamente
rectas.
-Trae, trae.
La primera remesa produce otra bocanada de vaho, pero con una tonalidad
más blanquecina.
-¡Aquí viene lo bueno! –susurro mientras corto tan rápido como puedo, que,
como no tengo práctica con el cuchillo, es una velocidad muy inferior a la de la sartén,
pero no me rindo y sigo cortando.
-¿Tienes más? –pregunta Jade, mirándome de reojo. Entrego otra media patata
y prosigo con la siguiente.
137
-Tú de un lado y yo de otro. Cuidado no golpees contra los escalones que este
chisme no tiene barreras y va a marchar la comida al suelo.
Comenzamos a caminar. Tenemos que coordinar los pasos para que el carrito
no de bencejones. El primer escalón da un golpecito que hace que la débil estructura
se tambalee escandalosamente, haciéndonos dar un respingo ante la amenaza
inminente de tener que comer del suelo.
-¿Ves? –digo unos segundos más tarde, una vez que ha pasado el susto-. Así no.
A partir de aquí, hacemos todo lo contrario.
Jade algo más baja que yo, lo que, unido a la envergadura del transporte
culinario, le hace tener que subir los brazos a una posición casi antinatural para ella.
Cada escalón va añadiendo un sobreesfuerzo que va dibujando una mueca de
sufrimiento en el rostro.
138
-¿Estás seguro?
-Sí –comienzo con los primeros escalones, aunque apenas veo dónde voy
colocando los pies.
-Ten cuidado.
Escalón a escalón, paso a paso. Cada descansillo parece más lejano que el
anterior, y cada tramada de escaleras va haciéndose más y más extensa. Estoy en el
tercer piso, y llego al descansillo sudando a chorros. La camiseta se me pega a la piel, e
incluso noto como el sudor mana de mis axilas, descolgándose en hileras hacia mi
cintura.
-¿Estás bien? –indaga Jade cuando, en el descansillo entre la tercera y la cuarta
planta, me siento en el suelo para intentar recobrar el aliento.
-Sí. Sólo estoy cansado.
-Puedo subir yo hasta…
-Escucha, haz una cosa, súbete a la suite y mira a ver si tenemos agua caliente.
Y me esperas ahí, si quieres dúchate…
-¡Vale! Apesto, estoy deseando coger un poco de jabón…
No oigo el final de la frase entre los pasos acelerados de camino a nuestra
habitación. Estaba reprimiéndose por cortesía, pero deseaba con toda su alma pasar
por la ducha.
Recorro trabajosamente el camino al cuarto piso. La camiseta me irrita la piel
en la zona del golpe. Qué sensación tan desagradable.
-Uno más, uno más –me repito como si fuese un mantra.
139
especial, ni me ha ocupado una cantidad mencionable de energía, pero ahora estoy
sintiendo esa especie de llamada.
140
-Pues dímelo. Odio que me dejen sin saber.
-Que en una película esto sucede una vez les ha salido bien el golpe, y yo aún
tengo que hacerlo. Dicen que trae mala suerte celebrar antes de tiempo.
-¿Qué golpe?
Suspiro y bajo la mirada.
-Por eso no quería decirlo.
-Vale, no pregunto más.
-¿Te importa? Cenar sin más. Y mañana ya amanecerá.
Asiente y empezamos a devorar el festín. Las gambas son un capricho del cielo,
y las patatas fritas son un espectáculo. Hacía muchísimo tiempo que no comía algo tan
bueno. Realmente delicioso. Jade me mira sonriendo, mientras me cuenta una
anécdota. Es sobre una amiga que se había liado con un tipo casado.
-Se conocieron en una discoteca. El tipo trabajaba en un despacho de
arquitectos. ¿Se dice así, despacho?
-¿O estudio? Bueno, lo que sea, sigue.
-El caso, yo no lo vi más que una vez, pero hay que reconocer que era
arrebatador.
Sonrío levemente.
-Y lo oías hablar y era alucinante. Contaba unas cosas de su trabajo que te
dejaban en la silla, con la boca abierta. Sólo quedé con ellos dos veces, pero la
segunda, con servilletas y mojándose los dedos con un cubito de hielo, nos hizo un
puente de estilo románico o algo así. Creaba una especie de masa de papel que
moldeaba con los dedos, y alrededor empezó a hacer como unos tirantes…
-Vaya. Siempre quise aprender a hacer manualidades.
-El caso es que era encantador, y cuando la tenía cogida, le contó la jugada.
Que su matrimonio llevaba en crisis una eternidad, que la iba a dejar…
-He visto cosas peores.
-Que se sentía prisionero en su vida, y ella era su liberación, era un soplo de
aire fresco.
-¿En serio funcionan esas cosas?
-Mi amiga estaba en un dilema terrible. Estuvo una temporada, un par de
meses, viviendo en casa de su tía, para poder pensar con calma.
-Ya te he contado que a mí me han pasado cosas más fuertes, pero aún así, sigo
alucinando.
-Reconozco su dilema. Hay que reconocer que da que pensar.
-Yo tengo otro punto de vista. No me ha tentado nunca…
-¿No?
-…hasta este momento –lo pienso pero no lo digo.
-¿Y qué pasó?
-Le puso como condición que le enseñase los papeles del divorcio, y…
-¿Y?
-No lo sé. Pasó todo esto y la historia se quedó cortada.
-Como todas…
141
sobre la mesa se ha convertido en un montón de restos esparcidos a discreción y en
dos estómagos repletos.
-Ahora vengo.
-¿Dónde vas?
-A secarme un poco el pelo.
-¿Has visto el secador?
-Sí, ahí debajo del lavabo, en el cesto…
El seguimiento me llevó una cafetería del centro. Era una de las más antiguas
de Logroño, y tenía fama de ser un rincón de tranquilidad y sobre todo
confidencialidad para gente de clase media-alta. No iba vestido para la ocasión, y lo
cierto es que era como llevar un rótulo con letras de neón sobre la cabeza. El camarero
me miró con desprecio mal disimulado y me sirvió el café como si fuese a mancharse.
No quise darle más importancia de la que tenía y me senté en una mesa cercana. No
llevar móvil en estas situaciones es un inconveniente, pero, justo entonces pasó un
tipo con el periódico. Llevaba el sello de la cafetería en la portada.
-¿Ha terminado de leerlo? –pregunté en voz baja. El tipo me lo cedió con la
misma expresión de soberbia que el camarero, sin mediar palabras.
-Gracias –mascullé.
Por suerte, mi objetivo y su interlocutor estaban tan absortos en su
conversación que no se percataron de mi presencia. Las mesas de la cafetería estaban
distribuidas de manera que resultaba casi imposible fisgar visualmente de una a otra,
pero era fácil poner la antena.
-Buen trabajo. Rápido y fácil.
-Gracias. Me está costando acostumbrarme, pero vamos más rápido.
-Tienes lo acordado en el lugar pactado.
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-Hecho.
-Esto sólo pasa las dos primeras veces, a partir de ahora no volverás a verme.
Simplemente espera el tiempo marcado y ve al lugar, y allí estará.
-Conforme.
-No quiero saber más. Si hay algún problema, resuélvelo, si no puedes,
coméntaselo al de la recogida.
-De acuerdo.
-Ahora me voy. Espera veinte minutos y no vuelvas a venir aquí.
El tipo se levantó y pasó rozando por mi lado, amenazando con hacer que mi
mesa se tambalease y derribar lo que iba a ser mi desayuno.
Aguardé pacientemente, echando ojeadas periódicas al reloj mientras fingía
leer la prensa. Era un tipo paciente. Esperó veinte minutos exactos, podrían haberse
cronometrado. Salí unos pasos detrás de él, y fingí cambiar de rumbo. Lo seguí desde
la acera opuesta. Volvió a casa caminando, casi veinte minutos de paseo.
Era martes, que en mi trabajo era el descanso semanal, así que no tenía
mayores problemas de horarios. Fui a casa, hice mis ejercicios hasta el amanecer, cogí
de nuevo el coche y me aposté en la misma calle. Aún no se habría despertado. Me
falló el plan, porque nada más doblar la última esquina lo vi salir caminando. Se subió a
un coche que le esperaba en doble fila y partieron muy despacio, doblando la primera
esquina en un barrio completamente silencioso.
Después de una serie interminable de rodeos en un rango de cuatro o cinco
manzanas, se detuvieron. Miré alrededor, pero no parecía haber nada que mereciera
la pena. Entró en la estafeta de correos. Le observé desde la acera. Se saltó la cola y
fue directo a uno de los buzones. Extrajo un paquete. Era un sobre bastante lleno,
sujeto con tres gomas. Se lo guardó en el bolsillo interior de la chaqueta –la mañana
había amanecido bastante fresca-, y salió, mirando a uno y otro lado. Por un instante
pareció clavarme la mirada. Un escalofrío me recorrió las vértebras y me sentí
descubierto, pero se volvió hacia el coche y arrancaron.
De repente, alguien tocó con los nudillos en la ventanilla.
-¿Te vas o qué?
-Un minuto.
-Venga, que tengo prisa.
Lo estuve siguiendo durante más de una hora a través de media ciudad, hasta
que llegó a un mirador a casi dos kilómetros del barrio más lejano. Aparqué en la
primera plaza. Me di cuenta de que la radio estaba encendida, a un volumen ínfimo, al
detenerme. Música clásica aplastada por la cavernosa voz del locutor, que no dejaba
de dar datos de los movimientos y las sinfonías.
La apagué definitivamente y observé. Parecían hablar entre ellos. Afiné la vista
lo que físicamente me permitían los ojos, y en un momento dado, me percaté del
trasvase. El sobre había cambiado de manos. O al menos parte del sobre. El copiloto, al
que tanto empeño había puesto en seguir, se apeó del vehículo y se subió en otro de
los coches aparcados cerca. El tipo que lo había recogido en casa dio la vuelta y salió
pasando delante de mí. Quién diría que lo vería después en el polígono industrial. Se
ve que esto era trabajo para dos hombres. Mi amigo tenía un socio, pero sin ninguna
duda la cabeza pensante era él. Él era el que había buscado los socios, el que trataba
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con los contactos. El que buscaba la oportunidad de conseguir materia prima y el que
buscaba el mejor comprador. Hasta tenía los medios técnicos. El otro tipo no era más
que un brazo ejecutor. Mano de obra a buen precio, conductor… un actor secundario,
pero el protagonista iba a ser quien pagara los platos rotos.
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Me da una palmada en el hombro, sin dejar de reír. Se levanta, con la bata
medio caída. La observo salir de reojo.
-En el mueble bar, nena.
-¿Habrá?
-Prueba a ver.
-¿Al lado de las chocolatinas?
-Sí, una cosa después de la otra.
Se carcajea mientras se pone en cuclillas, rebuscando.
-¡Bingo! –dice sacudiendo frenéticamente la cajita.
-¡Han cantado bingo! –trato de imitar la voz de los feriantes.
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El ultimo tercio voy a dedicarlo a flexiones y abdominales. Aquí hay de todo,
electrónica, más bases de rap, speed metal… otra vez con esa sensación de sentir
solamente los dientes, jadeando a pocos centímetros del suelo. Los brazos me arden,
como si cada músculo fuese a explotar. El sudor gotea desde mi frente hasta el suelo.
Parece que toda el agua de mi cuerpo haya decidido buscarse una nueva ubicación a la
vez.
Las últimas canciones son muy rítmicas, y se adaptan a la velocidad con la que
ejecuto los abdominales. Siento como arden todas y cada una de las fibras de cada
músculo. Mi cuerpo amenaza con desmembrarse. Tras el último abdominal, me dejo
posar suavemente en el suelo, boca arriba. Jadeo y apenas logro moverme, tratando
de recuperar el aliento.
De pronto, suena la puerta.
-¿Qué haces? –indaga Jade.
-Quemar lo de ayer.
-Me estabas asustando. No te encontraba.
-No sabía que había gimnasio. Ha surgido de repente.
-¿Vamos a desayunar?
-Me ducho y voy.
-¿Tengo que hacerte de cocinera otra vez?
-Con que me dejes café hecho, me conformo.
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CAPITULO XII: FIN DE CAMINO
Salimos del hotel con la sensación de ser personas de nuevo. Hemos comido,
nos hemos aseado, y hemos dormido como auténticos reyes vikingos. Subimos a la
furgoneta, y arranco.
-Espera –la idea me viene de pronto-. ¿Quieres aprender a conducir?
-No, yo…
-¡Un momento!
Dejo la furgoneta al ralentí y bajo al trote por el garaje del hotel. Efectivamente,
encuentro un coche automático. Salgo rugiendo de allí, y lo detengo al lado de la
furgoneta.
-¡Ven! –grito. Jade niega con la cabeza y la mano.
-¡Vamos! ¡Es divertido!
Se apea a regañadientes y viene junto al coche. Me siento de copiloto.
-Esto es más fácil que comerse un bocadillo. Esta palanca es el freno de mano.
Cuando el coche está parado, la subes, y se queda frenado. Esta de al lado es la caja de
cambios. Hacia delante, punto muerto y marcha atrás. Ahí tienes dos pedales. El de la
derecha es correr, y el otro es parar. Es decir. Ve por ejemplo hacia esa farola –a unos
trescientos metros en línea recta-.
-Yo…
-¿Quieres que te repita alguna cosa?
-No, pero…
-Entonces, palanca de cambios hacia delante, fuera el freno de mano, y pisa el
acelerador con suavidad.
El motor ronronea, pero el vehículo no llega a moverse.
-Un poquito más…
Sigue sin moverse.
-Con cariño, pero un poquito más de presión.
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Por fin, a Jade le vence el exceso de confianza. El coche da un tirón, a una
velocidad que su inexperta conductora no esperaba, y se detiene al retirar el pie del
acelerador.
-¡Dios mío! ¡Dios! –masculla entre jadeos.
-¡Bien hecho! –me carcajeo. Su cara de pánico resulta entrañable-. Ya le has
cogido el aire. Eso es lo peor que puede hacerte.
-Yo no quiero.
La cojo de la mano.
-Escucha. Ponte el cinturón, para que te acostumbres, y vuélvelo a intentar. Si
no llegas a la farola, me subo yo y se acabó, ¿vale?
Asiente a regañadientes y vuelve la vista al frente. Seguidamente, con el
volante asido como si fuese a escapársele, vuelve a pisar el acelerador, esta vez con
mucha más suavidad, y el coche, ronroneando, comienza a moverse. No iremos ni a
quince kilómetros por hora, pero a ojos de Jade vamos a romper la barrera del sonido.
-¡Ya lo has cogido! –bramo orgulloso-. Para que le cojas el tino al volante,
cambia de carril.
Obedece, con gran precisión para ser tan novata.
-Sigue hasta la farola. Imagina que entre la farola y el árbol hay una cinta
invisible, como la línea de meta. Quiero que cuando estés cerca, dejes de acelerar y
empieces a frenar muy suavemente hasta detenerte justo en la raya.
-Vale –masculla, acelerada-. Dios…
Cuando aún nos queda una eternidad, deja de acelerar, y el primer toque del
freno, casi hace derrapar al vehículo.
-Si no llevamos el cinturón –digo entre risas-, saco la cabeza por el cristal.
-Lo siento –se vuelve a bloquear-, yo…
-Lo haces bien. Haz una cosa, vuelve a acelerar y lo intentas de nuevo en la
siguiente farola.
A regañadientes, accede, y en esta ocasión la aproximación es más que
aceptable.
-¡Eso es! ¡Ya lo tienes! Da la vuelta en la rotonda y vuelve a bajar.
Poco a poco, va cogiendo soltura, y por lo tanto, velocidad, aunque a veces da
pequeños volantazos, y hace leves extraños, acelerones y frenazos.
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-Estás buena, y pareces vulnerable. No va a poder resistirse.
-¿Y tú?
-Me acercaré sin ser visto. Cuando veas de reojo el chalet, déjate caer sobre el
asfalto. Estoy seguro que saldrá a ayudarte. Lo pescaré desprevenido.
-¿Vas a utilizarme como cebo?
-Sé lo que parece, pero lo tengo estudiado. Es de los que con una chica guapa,
pierde los papeles. Si eres relativamente creíble en tu interpretación, acabará saliendo.
Eso sí, procura caer en una posición cómoda, porque va a pasarse un buen rato.
Déjame si quieres a mí primero, que me acerque a su casa… dame unos diez minutos, y
después vienes tú.
-¿Y si no está?
-Te invito a pasar un fin de semana en su casa.
Me sonríe con ternura.
-Tal vez… -mascullo.
-Tal vez, ¿qué?
-Para que des el pego… deberías estar sucia, a ser posible sangrando… emplear
algo como muleta, como bastón…
Asiente resignada, aunque no parece que tenga muchas ganas.
-¿Cómo vas a hacerme sangrar?
-¡Mierda! Había unos filetes de hígado sanguinolentos, que me iban a hacer el
servicio…
-Hazme un corte si quieres.
-Eso ni en broma.
Se me viene una idea a la cabeza. Cerca de donde hemos aparcado hay una
frutería de barrio que se ha quedado, como está siendo habitual, con la puerta
cerrada, pero sin candados.
Entro y saco un par de cestas de cerezas. Están un poco pasadas, pero nos
pueden servir.
-¿Qué haces?
-Un experimento.
-¿Qué experimento?
-Siéntate en el suelo y alárgame la pierna.
Accede con curiosidad, sin perder detalle. Recojo una cereza, de un tono
marrón bastante oscuro, la parto por la mitad y dibujo una raya con las fibras de la
fruta. Con el dedo meñique, lo extiendo. Tiene los bordes de un tono morado, y la
línea, el centro, está completamente negro.
-Está pegajoso.
Elijo un par de cerezas no tan maduras. Las estrujo con el puño y, empleando
los dedos como improvisados pinceles, encarno ciertas zonas en un color rojo sangre.
Jade me mira sin mucha convicción.
-No parece…
-Lo ve a veinte metros, entre una persiana, los setos y la puerta. Con que tu
cojera sea convincente, servirá. Ahora, recógete por favor el pelo.
-¿El pelo?
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-Sí.
-¿Qué quieres hacer?
-Un golpe en la cabeza. Lo que hace que des tumbos y te desmayes.
Jade accede, y permanece completamente inmóvil, dejándome hacer. La piel va
poco a poco tomando una tonalidad amoratada, con pequeñas manchitas de un tono
amarronado, que simula sangre cortada. Se mota como si la hubiesen maquillado,
como el maquillaje de las películas pero mal hecho.
-¿Ya está?
-Puede valer.
-¿Cómo hacemos?
-Voy a escoger una posición y te hago una señal. Cuando me veas, empieza a
andar. Es como si estuvieses borracha, o te mareases. Tienes que caminar errante,
pero tampoco exageres. Si hay algo en el suelo, una lata, un bote, dale una patada.
Hazlo rodar y que haga ruido, que se entere de que llegas.
-Vale.
La urbanización tiene una gran avenida con forma de U, estando los chalet en el
terreno intermedio. Pero los adosados forman dos hileras, dando todas las frontales a
la avenida. Entre las dos hileras de unifamiliares hay un callejón de poco más de dos
metros de largo, dedicado al camión de la basura. Es uno de esos barrios elitistas que
no quieren mostrar que también tiran la basura.
Camino tratando de ocultarme, veladamente, dando pasos cortos y rápidos.
Cada vivienda tiene una pequeña cerca de un metro y medio a lo largo del perímetro
del terreno. Doblando un poco la espalda, no me resulta especialmente incómodo. Me
oculto apoyando la espalda contra la cerca, y me asomo muy despacio, con mucho
cuidado, por encima de la barrera. Es el único que tiene todas las ventanas cerradas.
De un salto, cruzo al otro lado de la cerca. Corro y me agazapo contra la pared del
propio chalet. Me pongo de pie, junto a la ventana. Están sonando pasos en el interior.
Hago una seña levantando la mano tan alto como puedo. Espero estar en lo
cierto y haber cogido un punto ciego para el habitante de la casa. Aguardo un
momento, con el temor de no estar al alcance de la vista de Jade. No pasa nada. No
oigo ni siento nada. Tengo que alertarla visualmente, porque cualquier ruido podría
delatar mi presencia. Hay un pedazo de chapa, restos de una pérgola destrozada, en el
suelo. Cuando estoy a punto de reptar para alcanzarla, suena una lata. Para ser algo
tan pequeño, el ruido es feroz.
-¡Genial! –siento como la sangre se me acelera dentro de las venas.
Los pasos de Jade van errantes. La oigo hacer un breve silbido por no levantar
suficiente los pies.
Otro golpe hace rodar la lata unos cuantos metros. Algo reacciona dentro de la
casa. Se oyen pasos atropellados hacia la puerta. Yo corro tan rápido como puedo
teniendo que permanecer agachado, sin levantar a más de metro veinte de altura.
-Vamos Jade.
Veo su silueta, más bien la entreveo pasando por delante del chalet. Va muy
despacio, y lo cierto es que entre mi maquillaje y un par de desgarrones en la ropa,
parece que acaba de salir de un accidente.
-¿Qué es eso?
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Acaba de sonar un chasquido, es un candado abriéndose. O eso parece. Me
acerco a la esquina y me agazapo ahí. Miro a todas partes. Tengo el sol a la espalda, así
que mi propia sombra podría traicionarme. No parece ser un problema, así que me
agazapo, casi de rodillas, y aguardo la ocasión.
Jade finge trastabillar –tan bien fingido que parece real al cien por cien-, y cae
pesadamente al suelo. El trastazo es tremendo, brutal. Da la impresión de transmitir el
dolor. Parece que se habría golpeado la cabeza.
Apoyo las posaderas en los talones, para estar más cómodo. Me centro en
escuchar. No parece haber nada dentro de la casa, al menos, ningún ruido que
evidencie el movimiento.
-Sé que estás ahí.
Oigo algo que se desliza. Es como una pequeña mirilla corredera. Me asomo
unos centímetros al borde de la casa. Sobresale algo. Es la cabeza de una pequeña
linterna. No puedo evitar sonreír.
-Eres idiota, y no lo puedes evitar.
Emite un haz de luz casi invisible con la luminosidad que hay en el exterior. De
pronto, el haz de luz empieza a ponerse intermitente y a emitir una especie de crujido,
parecido a cuando una subida de tensión quema un cable por dentro. Algo parecido a
un chisporroteo.
-¿Qué…?
Lo enfoca directamente a Jade, que ha caído dándole la espalda al chalet. Hay
un coche aparcado en la acera de enfrente, y ha logrado ver el destello de la luz. Lo
veo hasta yo, y estoy a todo un mundo de distancia.
-¡Eh! –sin salirse de su papel, ahora arrastrando una pierna ostensiblemente,
Jade se dirige pesadamente hacia la casa, balbuceando como si estuviese a punto de
desmayarse, agotada-. ¡Ayuda, por favor!
La mirilla corrediza se cierra de golpe y se oye algo caer al suelo. Creo que se ha
sentado en el piso, con la espalda apoyada en la puerta, esperando que pase.
-¡Ayúdame!
Jade está en el umbral de la propiedad, sujetándose en la puerta.
Un crujido del suelo –apuesto que es uno de esos viejos suelos de madera, esas
tarimas flotantes que se combaban a la mínima-, delata que se ha vuelto a poner en
pie. El roce de las piezas da a entender que la mirilla se está abriendo muy despacio.
-Venía por ahí y he tenido un accidente –dice Jade entre lágrimas-. Creo que ha
sido un reventón. Me he dado en la cabeza, y me mareo un poco. Sólo quiero un poco
de agua. Por favor…
Dentro no suena nada, y Jade hace el amago de abrir la puerta.
-¡Quieta ahí donde estás! –vocea desde el interior. Es su voz.
-Lo sabía –no dejo de sonreír.
-Un poco de agua y poder tumbarme un ratito, para que se me pase el mal
cuerpo.
-¡Aléjate de la puerta!
-Por favor…
-¿Estás sola?
-Sí –llora como una auténtica profesional. Digno de un Óscar.
-Da unos pasos atrás, que pueda verte.
Jade accede y camina pesadamente, renqueante.
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Se oye la primera vuelta de candado. La segunda. Las bisagras de la puerta
crujen como en una película de terror. Sujeto con fuerza la barra de uña mientras oigo
los primeros pasos en el porche. Estoy de pie, apoyado contra la pared, oculto a la
vuelta de la esquina.
-¿Seguro que estás sola?
-¿Crees que iba a recurrir a ti si habría alguien más?
-Hay un tirador en la segunda planta. Si estás mintiendo, más vale que os
rindáis, o caeréis uno a uno.
Me asomo de soslayo a la esquina y lo veo salir, temeroso. Vuelvo a quedarme
paralizado, pegado a la pared como si fuese un pilar más, poniendo mis energías en
escuchar los pasos.
La vivienda tiene un par de escalones de madera en la frontal, que separan el
pequeño jardín delantero del umbral de la puerta principal. Los crujidos de la madera
me animan a volver a mirar de reojo. Está bajando paso a paso, temeroso, mirando a
todas partes. Vuelvo a esconderme, a punto de ser descubierto. Agarro con fuerza la
barra de uña, y me alejo medio paso de la esquina, no sea que la diferente perspectiva
me descubra.
-Vamos, vamos… -las palabras son como un eco vibrando dentro de mi cráneo.
Suena un golpe seco.
-¡Ay, Dios! –espeta él. Observo en una fracción de segundo. Jade se ha
desplomado en el suelo, y emite un quejido gutural-
-Ayuda…
-Venga, espera que ahora voy.
La puerta de la propiedad está flanqueada por un grueso murete y cubierta de
una vegetación más espesa de lo que en principio pudiera parecer. El tipo se esfuerza
por abrir un candado que remata una cadena de gruesos eslabones. Con un crujido
terrible y trabajosamente, logra abrirla de par en par.
-¿Estás bien? –indaga mientras se acerca a Jade. Se agacha delante de ella.
-Ayúdame, yo…
Abandono mi pequeño escondite y salgo tras él. Salto desde el porche hasta el
caminito para que los escalones no revelen mi posición y, a velocidad de crucero, me
abalanzo sobre él.
152
-Justicia. Por favor, ve a por el coche y tráelo aquí.
-Pero…
-Hazlo, por favor.
-Pero quiero verlo.
Me quedo paralizado. Eso sí que no me lo esperaba.
-Es algo personal. Por favor, ve.
Asiente y se aleja cabizbaja. Me agacho para asirlo por los hombros y
arrastrarlo a mi terreno cuando siento algo.
-¿Oyes eso? –digo en voz alta. Jade se da la vuelta y viene a mi lado,
colocándose hombro con hombro.
-¿El qué?
-Es como la vibración… pero un eco lejano.
-¡Es cierto!
-Tenemos que darnos prisa. Ve a por el coche y espérame aquí mismo.
Ante mis palabras, Jade corretea.
Arrastro el cuerpo exánime dentro de la casa. Una vez dentro, corro de un lado
a otro buscando materiales. Hay una especie de mini trastero debajo de la escalera.
Hay unas cuerdas, y varios metros de cable. Vuelvo a la entrada, lo siento en una silla,
inmovilizándole la espalda contra el respaldo. Seguidamente, paralizo las piernas con
ligaduras a la altura de los tobillos, una a cada pata. Tiene la cabeza gacha, inerte. En el
patio trasero hay desperdigados unos cuantos muebles de jardín. Pliego la mesa y
vuelvo con ella en volandas dentro. La extiendo delante de él. Le coloco las manos
sobre la mesa y, en el hueco pensado para la sombrilla, paso el cable, uniéndolo al
peso de la base de la sombrilla. Ato con fuerza las muñecas. Se empiezan a enrojecer
casi inmediatamente, así que le será difícil liberarse.
Le doy una bofetada sonora pero no muy hiriente que apenas lo mueve. Sobre
la sien izquierda tiene una herida que parece profunda y de la que mana copiosa
sangre.
-¡Eh! –voceo dándole la siguiente torta-. ¡Eh!
A duras penas, entreabre los ojos. Su cara muda en un gesto de dolor y trata en
vano de mover las manos, que siguen inmovilizadas.
-¿Me escuchas? –otro sopapo-. ¡Eh!
-¿Qué? –farfulla abriendo por primera vez los ojos en toda su extensión. Al
mirarme, un rictus de terror lo hace palidecer casi inmediatamente-
-Me conoces, ¿eh?
-Yo no te he hecho nada, por favor…
-Eso es cierto, a mí directamente –pongo mucho retintín en esta última
palabra- no me has hecho nada.
El tipo asiente nerviosamente, convirtiendo su afirmación en un tic.
-Pero los dos sabemos que has hecho cosas…
Gesticulo con las manos, acercándome a él. Permanece inmóvil, paralizado por
el terror.
-…un poco… digamos, “dudosillas” –remarco con los dedos las comillas.
-Todos cometemos errores. Seguro que puedo hacer algo para reponerlo…
-Es difícil.
-No, con buena voluntad…
153
-¿Sabes resucitar a la gente?
Se queda paralizado.
-¿Crees que no lo sabía? La verdadera pregunta es: ¿A qué crees que me estoy
refiriendo con eso de que puedes resarcirme?
Trata de balbucear algo, pero apenas se le entiende.
-Bueno –retomo después de un rato observándole-, podías haber hecho
muchas cosas, y actuado de muchas maneras, pero has hecho lo que has hecho, y creo
que ya sabes que toda acción tiene su reacción. Es decir, que ha llegado el momento
de padecer las consecuencias.
-Pero yo…
Me saco una zapatilla y rebusco bajo la plantilla. Sale un pedazo de papel, casi
cartulina, muy ajado. La coloco sobre la mesa, entre sus manos. La mira con un
destello de curiosidad y vuelve a observarme, aterrorizado.
-¿Te suena de algo?
-No… no lo sé… -lo murmura tan bajo que si no es porque niega con la cabeza,
no sabría qué me está contestando.
Doy un par de pasos atrás. Permanezco de pie, con las manos a la espalda. El
corazón martillea con tanta fuerza que cada latido hace que mis brazos sufran un leve
espasmo, yendo rítmicamente adelante y atrás.
-Me lo pones muy difícil, amigo. Si quieres salir vivo, vas a tener que esforzarte
más.
-¿De qué voy a conocerla? Ni siquiera tengo amistades de esa edad…
-¿Y no hay ningún contexto en el que hayas podido encontrarte con ella?
-No lo sé –el miedo lo está bloqueando. No puede pensar con claridad, y se
enroca en la confusión-. De verdad que no lo sé.
-Vale, te doy una pista. Tiene que ver con tu trabajo.
-¡Oh, Dios!
Agacha la cabeza y empieza a mascullar. Aguanto pacientemente, con las
manos apoyadas en la mesa, inclinado hacia delante, hacia él.
Cierro los ojos y escucho atentamente hasta el más leve de los murmullos. He
reconocido un patrón, es algo que se repite.
-¡Estás rezando! –exclamo sorprendido. Él levanta un poco la cabeza y asiente,
sin dejar de temblar.
-Sí, ¿qué pasa?
-¿Crees en Dios?
-Sí.
-¿Y crees que una religión está por encima de otra?
-No, simplemente, es una cuestión de opinión, de fe…
-Entonces, ¿por qué niegas la fe a otras personas?
-Yo nunca…
Doy una palmada en la mesa, y se queda inmóvil, mirándome y jadeando de
puro pavor.
-¿Sabes lo que es el confucianismo?
-Vagamente. Se parece un poco al budismo, ¿no?
154
-¡Exacto! –aplaudo ruidosamente, lo que le hace temblar, pensando que lo
siguiente que van a golpear mis manos será su cabeza-. Y, ¿qué rituales funerarios
tienen los budistas?
Su rostro es un rictus de ignorancia, una mirada con la más absoluta
perplejidad.
-¿No lo sabes?
-No.
-¿Pero a ti te llegaban los informes?
-Sí.
-Y si un tipo es, por ejemplo, testigo de Jehová y se niega a recibir ninguna
transfusión de sangre, ¿lo sabes?
Asiente.
-Y si alguien hubiese hecho un documento de últimas voluntades, ¿lo sabrías?
Vuelve a asentir, con la misma expresión del acusado en el banquillo, sabiendo
que va a salir condenado.
-O sea…
-Es cierto. Ahora que lo dices… recuerdo el caso. Es un problema de cara a las
donaciones. No se puede estar tres días esperando, porque hay un límite de tiempo…
-La pregunta es qué prevalece, si la voluntad del sujeto o…
-Yo creo que es el bien común. Eso salva vidas.
-¿Le preguntaste a la familia?
-No.
-¿Y no crees que es importante?
-Es cierto, pero…
-Además, ¿dónde fue el cuerpo?
-No lo sé exactamente, imagino que a donaciones…
Resoplé, y cerré los puños con fuerza.
-Me mata que me mientan, y vamos por mal camino.
-Es que las donaciones son una entidad aparte.
-Vale, ¿para qué quedas en un bar con un tipo y luego vas a repartir dinero con
tu amigo el del pabellón?
Guarda silencio.
-Venga, volvemos a empezar. ¿Dónde fue el cuerpo?
155
-No es cierto, yo…
Estrello un puñetazo tremendo en su mandíbula, que hace que su cabeza dé
una sacudida y de desmayé, dejando su barbilla pegada al pecho.
156
-Pero puedo jurarte una cosa: tienes mi palabra de honor que nunca, nunca,
nunca, nunca jamás va a volver a pasarle a nadie. Por tus manos expertas, nadie va a
volver a pasar por lo mismo que mi madre.
-¡No! Juro que no volveré. Me dedicaré a otra cosa –rompe a llorar-. De verdad,
que mi hermano tiene una tienda de bicicletas y me voy a ir con él. Te lo juro. Por
favor, déjame irme.
Los gritos retumban en cada pared. Se crea una especie de eco que multiplica la
intensidad sonora en proporción al tamaño de la estancia. Es tan intenso que parece
como si gritasen de cada pared.
Los gritos cesan de repente. Se ha desmayado. El silencio deja como una leve
reverberación flotando en el aire. Cojo aire, con la máxima capacidad de los pulmones,
y resoplo ante el lavabo mientras me enjuago las manos con fuerza.
Mientras me estoy secando, suenan un par de pitidos desde la calle. Jade ha
llegado. Salgo de la casa rápido y observo de reojo la silueta exánime a contraluz.
Cierro la puerta con delicadeza y observo a la calle. Jade está subida en el asiento de
copiloto, esperándome.
Me subo y doy la vuelta en una maniobra. Empiezo a circular en la dirección
opuesta.
-¿Qué ha pasado? –espeta nada más subirme al coche.
-Lo que tenía que pasar.
-Pero…
-Por favor, no preguntes más.
Guarda silencio.
-¿Oyes eso? –la vibración me produce una inquietud en la boca del estómago.
Todo eso se traduce en una nube de gas tóxico que emana desde mi esófago hacia
arriba. El efluvio es nauseabundo.
-Parece… la vibración, el ruido ese que había cuando nos encontramos.
-Sí.
-¿Qué será?
-No lo sé. Es que parece venir de todas partes.
-¿Dónde vamos?
-A mi barrio. A mi casa.
Se hace un silencio incómodo.
-Bueno –añado balbuceante-… si quieres.
-Claro, pero tendría que recoger mis cosas antes.
-Que si no quieres, te puedo dejar donde quieras…
-No –posa la mano sobre la mía-. Sólo quiero recoger mis cosas. Yo también
quiero ir contigo.
-Vale. ¿Dónde es…?
Para llegar allí tendremos que subir un puerto de montaña.
-¿Te mareas en coche?
-Normalmente no.
-Es que pasaremos por carretera de montaña. Muchas curvas y mucha
pendiente.
-Si no conduces muy fuerte…
157
Estamos casi dos horas conduciendo cuando llegamos a la falda del puerto. El
ascenso es fatigoso. El coche tiene poco motor, y cada vez que sale de una curva, le
cuesta un triunfo volver a retomar el recorrido a velocidad de crucero. Finalmente,
coronamos la montaña. Llegamos a las señales de peligro de la bajada. Va a ser un reto
para el pequeño bólido. La vibración se ha hecho más intensa, provocando leves
desprendimientos en los arcenes de la carretera.
Detengo el coche y nos bajamos.
-¿Qué pasa? –indaga Jade.
-Ven, mira.
Camina correteando y se coloca a mi lado.
-Qué pena de prismáticos –mascullo-. Mira, allí al fondo, a lo lejos. Trato de
indicarle a grandes rasgos la zona.
-¿Qué?
-¿No lo ves?
-No.
-Es como una nube de polvo.
-¡Ah!
Permanecemos unos instantes en silencio.
-¿Qué es esa nube de polvo?
-No tengo ni idea. ¿Un terremoto?
-¿Y por qué no afecta aquí?
-No lo sé. A lo mejor es una réplica.
158
-Hecho. Buenas noches.
Me da la espalda y se acurruca, buscando el calor de mi cuerpo.
Todo este asunto ha sido una carga sobre el corazón. No podía ni respirar bien.
La tráquea parecía atorarse y el pecho se me comprimía… no podía pensar con
claridad, mi cerebro se negaba a parar ni para descansar. Ahora me siento libre.
Debería estar asediado por los remordimientos, pero lo cierto es que me siento libre.
Me siento como si hubiese resuelto un problema casi indescifrable. No sólo di con el
tipo concreto, sino que es seguro que a nadie le va a pasar lo que a mi madre.
Herencia de varias generaciones con inquietudes metafísicas, la mera idea de la
muerte me ataca la medula espina. Jade ha acompasado su respiración, y emite un
ligero ronquidito cuando toma aire. Yo me he espabilado del todo. ¿Qué pasará
cuando cruzamos al otro lado? ¿De verdad hay algo? Lo cierto es que más allá de la
carne, funcionamos con energía, y la energía ni se crea ni se destruye…
Es como una batería. Cuando se le agota la energía, queda el cuerpo, pero no la
energía… la batería se pudre, pero la energía no desaparece… estará por ahí, como
electricidad o lo que sea…
¿Cómo puede ser la no existencia? Creo que era Platón el que dijo que lo que
no es, no puede ser, es decir, que la realidad sólo comprende las cosas que
efectivamente existen… así que, si según Descartes, pienso, luego existo, o sea que, al
menos mientras pienso, estoy existiendo, y si existo, es por que mi carne y mi energía
existen. Mi carne, mi materia, morirá y desaparecerá, pero mi energía no puede
desaparecer…
159
Tiendo a cada minuto a poner ejemplos que pueda entender. Una batería que nutre un
mecanismo. Se agota la batería, cesa el suministro de energía…pero el planeta sigue
girando, así que la energía no desaparece. Pero, ¿y si el planeta dejase de girar?
Girarían el resto de planetas. ¿Y si el universo entero se paralizase? ¿Podría
desaparecer la energía? ¿Un universo repleto de materia muerta? Como el final de una
estrella, cuando se le acaba el material para las reacciones termonucleares y quedan
sólo unos pocos restos. Estalla, o se contrae, y en cualquiera de los casos queda una
especie de planeta, como la ceniza después de fumar un cigarro.
Por otro lado, el símil con esos restos sería el cadáver. El esqueleto o los restos
momificados, o las cenizas. El símil con el alma sería esa implosión, la capa de gases
desprendiéndose del núcleo. La energía que se permanecía de una forma estable
convertida en una detonación de proporciones bíblicas. ¿Dónde acaba toda esa
energía?
Estoy sudando. Un dolor punzante se aferra a la boca de mi estómago y
amenaza con cortarme el aliento. Jade, completamente dormida, ha reclamado un
poco de autonomía, y ahora estaba al otro extremo de la cama, de lado, casi boca
abajo, con un brazo descolgándose por el lateral del colchón. Hay unos centímetros
entre nosotros, y lo aprovecho para levantarme y salir al sofá. Junto al reposabrazos
hay un pequeño mueble, una especie de revistero. Hay un pequeño librito de
pasatiempos. Me recuesto y lo abro por la página que tiene el boli.
Es muy complicado. Se precisan conocimientos en ciencias que yo no poseo, así
que al poco rato, después de observar cómo tras la primera pasada apenas he escrito
seis palabras, me tumbo en el sofá y respiro hondo. La ventana del salón está abierta,
detrás de la persiana bajada. Entra un poco de corriente, que agradezco mucho, y el
ruido de la calle.
El barrio está, como media ciudad, a oscuras casi por completo, y el silencio es
casi opresivo. Pero la vibración sigue sonando. O bien es más intensa por la mayor
proximidad, o bien se está viendo amplificada por mi concentración. No caminan
coches, ni transformadores, ni motores… ni un ruido que enturbie ese ruido lejano,
una especie de anunciación.
-¿Qué estás haciendo? –masculla Jade. Parece enfadada.
-Nada, no podía dormir. No estoy acostumbrado…
-Ven, por favor.
Me pongo en pie. Ella me ofrece su mano.
-Si no puedes dormir, podemos hablar.
160
-Lo desconocido siempre asusta.
-La idea de que mi madre… -casi se me escapa el llanto-… me aterroriza.
-No te preocupes por eso –coloca su cabeza sobre mi pecho-. Ella está en un
sitio mejor porque se lo merecía.
-Si no la conocías…
-Fue capaz de generar ese amor que sientes. No podía ser mala. Yo soy de las
que piensa eso del karma. Cuando generas algo bueno, te tienen que pasar cosas
buenas. Cuando siembras vientos, recoges tempestades.
-Es una idea interesante, pero más utópica que otra cosa…
-No. Creo que se cumple, le cuesta, pero se cumple.
-Gracias, me has aliviado mucho.
Tumbados boca arriba, ligeramente separados pero cogidos de la mano, me
relajo del todo y el sueño vuelve.
161
EPILOGO: TRES MESES DESPUÉS
Así que una ducha… para dos. Lo cierto es que tiene un cuerpo increíble, y
parece que el mío también le resulta atractivo. Tocar su piel es muy agradable, es
como si estuviese cubierta de terciopelo, y siempre huele a frutas. Me gusta el olor
que deja esa película de jabón sobre su piel.
Me besa y me abraza mientras sus manos recorren todo mi cuerpo. Hay algo en
su tacto que me hace sentir escalofríos. Es como si tuviese en los dedos centenares de
minúsculos generadores eléctricos que al contacto con los receptores de mi piel
provoca un millón de mini descargas que hacen que se me ponga la carne de gallina y
tiemble de pies a cabeza.
163
Diez minutos después, estamos desayunando. Ella lo hacía al revés, pero se ha
adaptado a mis costumbres –nunca me ducho con el estómago lleno-. La tostada está
rica. Empiezo a perder definición en los abdominales. Cuando se me pasen los dolores
de cabeza, intensificaré el plan de ejercicios.
-¿Qué tal te has levantado?
-Un poco dolorido, pero una pirula nada más levantarme me ha aliviado un
poco.
-Igual es de las cervicales.
Levanto la mirada, expectante.
-A una compañera de trabajo que tuve le salió una contractura justo aquí –se
palpa el cruce entre los hombros y el cuello, ese huesecillo…
-Occipucio.
-¿Ese es el occipucio?
-Eso creo. Es el saliente del occipital, y lo llaman occipucio.
-Con todas las veces que en programas de estos de videos graciosos hemos
oído eso de “se ha roto el occipucio”…
Es encantadora cuando divaga.
-El caso es que tenía un trabajo… revisaba piezas de coche en una cadena… uno
de esos curros de mierda. Ocho horas al día viendo pasar las coberturas de goma
alrededor de las ventanillas…
-Sí, los chismes esos.
-Pues eso, sin poder mover la cabeza, todo el rato lo mismo… se le hizo ahí la
lesión. Como no se la trató, tenía que coger una postura mala y la contractura se le
extendió a los trapecios. Por lo visto, los trapecios comunican con la cabeza pasando
por aquí –se señaló con dos dedos la parte posterior de las orejas, llegando casi a las
sienes.
-Eso no lo sabía.
-Sí. Así debe ser como se nos sujeta la cabeza. Como la lesión le fue a más, esa
contractura le empezó a dar dolores de cabeza, hasta mareos… y acabó en fisioterapia
dos veces por semana hasta que se le corrigió.
-¿También le ofendía la luz?
-No lo sé, pero no podía parar de dolores.
-Pues a lo mejor es muscular.
-Es que además, como te pegas esas curradas…
-Me dejas con la duda.
164
escaparate de una ferretería me sirve de espejo, reflejando cómo vamos acercándonos
a la consulta del médico. Parece que Jade me llevase en volandas. Tengo un aspecto
enfermizo. Da la impresión de que me encuentre peor de lo que realmente estoy.
Llegamos a la puerta de la consulta y la cola recorre todo el pasillo hasta casi la
puerta de la calle. Hay una señora de unos sesenta años sentada enfrente de nosotros.
Gime dolorida y se mueve a un lado y a otro. Es como si no nos viera. Alrededor de los
labios tiene varias heridas. Son calenturas, creo. Será algún tipo de gripe. Tal vez sea
fiebre. Es muy incómoda de llevar.
-¿Estás bien? –me susurra Jade, entrelazando sus dedos con los míos.
-Odio estos sitios. Se me pone dolor de cabeza.
-Si quieres salimos un rato.
-Tendría que salir yo solo, para que tú esperes el turno. No, déjalo.
-Puedes lavarte la cara en el baño…
-Gracias nena. Estoy bien.
Después de una eternidad esperando, y que la cola que teníamos delante vaya
desapareciendo poco a poco, me llaman a la consulta. Entro cabizbajo, no sin que Jade
me despida con una carantoña. Ni que me fuesen a descuartizar.
-Buenos días –dice la doctora, sin levantar la vista de la carpeta.
-Buenos días.
-O sea que dolores de cabeza, ¿eh, Ángel?
Ángel. Todo el mundo me llama así, pero ahora me trae recuerdos no muy
agradables. Supongo que ahora soy uno de esos idiotas que dice “yo tengo un
pasado”. Jade me está cambiando por completo. No soy el mismo tío.
-Sí –respondo sucinto-. La luz me trepana la cabeza. Es como si me metieran un
hierro al rojo dentro de la pupila, hacia la cabeza.
-Siéntate y quítate la camiseta.
Accedo. Me enfoca una linterna en plenos ojos.
-¡Joder! –coloco las palmas de las manos sobre los párpados, cerrados con
fuerza-. Gracias, ahora va a dolerme la cabeza todo el día.
-Te voy a dar un volante para el neurólogo. Que te lo sellen abajo y te llamarán
para darte hora.
Pasan unos días. El dolor va y viene. Hay días que apenas es una ligera
sensación de embotamiento y otros que no quiero abrir las persianas. Jade ha
encontrado trabajo en una oficina. Es a media jornada y el sueldo no es gran cosa, pero
es lo que le gusta hacer y está contenta. Yo la llevo y me paso media mañana haciendo
ejercicio. Con la música a todo trapo. Vuelvo a tener esa sensación cuando hago
flexiones y me mantengo a escasos centímetros del suelo, suspendida mi cabeza en el
165
aire gracias a mi propia fuerza bruta. Ese es el momento de la verdad. El esfuerzo físico
hecho filosofía. Es demasiado fugaz para llegar a conclusiones, pero su mero recuerdo
me ayuda a concentrarme.
Justo al salir de la ducha, observando en el espejo el estado de mi cuerpo, que
va recuperando su estado inicial, suena el telefonillo de la puerta.
-Cartero. Subo.
Antes de que pueda ponerme la camiseta, está sonando el timbre de la puerta.
-Tienes un certificado –es una chica muy joven, que farfulla entre balbuceos al
verme.
-¿Un certificado? ¿De dónde viene?
-No lo sé.
Escruto el sobre. Me lo han enviado, sin duda, a mí. La palabra “salud” está
subrayada y en negrita, sobresaliendo entre las demás.
-¡Ah! –espeto aliviado-. Será esa mierda…
-Esa mierda será –corrobora burlona la cartera.
Devuelvo la sonrisa, firmo, y cierro la puerta a mi espalda antes de abrir el
sobre. Es la citación para la consulta. Dentro de dos meses y medio.
-¡La virgen! Como para estar uno muriéndose.
Me voy a recoger a Jade. Me presenta a un compañero de trabajo. Mi chica le
gusta y, cuando me da la mano, se siente intimidado. Lo noto en la forma de colocar la
muñeca. Se queda serio, apenas balbucea un par de palabras, y la conversación se
marcha menos de un minuto después.
-¿Qué tal el ejercicio?
-Reventado.
-¿Y la cabeza?
-Sin pastillas no hay manera. Es que además como me retrase, se me levantan
unos dolores de coco en un momento que me dejan para el arrastre. Por cierto, me ha
llegado la carta para ir al neurólogo.
-¿Hoy tenemos que ir o qué?
-¿Hoy? –pregunto entre carcajadas-. La tienes tu buena. En dos meses y medio.
-¡Hala!
-Lo que oyes.
El tiempo pasa rápido cuando estás a gusto. Y ese par de meses son un suspiro.
Jade se va afianzando en su trabajo. Raro es el día que no viene con que su jefa le ha
dicho que está contenta con ella. Mi cabeza va a peor, hasta que, por fin, llega la hora
de ir a la consulta del especialista. Después de dejar a Jade en la oficina, voy directo a
la consulta. Me cuesta aparcar media vida. Tengo que dejar mi vehículo a casi tres
manzanas. Vaya un paseo.
Es una doctora, poco más mayor que yo. Su rostro me resulta familiar. La
conozco de algo. Apenas ojea el informe, me vuelve a hacer la prueba del fogonazo,
que me trepana de nuevo los sesos, como si fueran a hervirme dentro del cráneo, y
pregunta rápidamente.
-¿Alguna vez te has desmayado por una luz fuerte?
-No –respondo casi sin pensar. Pero no es así. Cuando iba a la caza de ese tipo,
me desplomé en aquel cuarto secreto.
-¿Seguro? –dice al verme dudar.
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-Bueno, ahora que lo dices… me ha pasado un par de veces. Aunque no estoy
seguro… vi el fogonazo y me fui al suelo, pero no se si era como un efecto secundario
del desmayo.
-Creo que el fogonazo existió. Creo que es algo poco habitual, pero tienes un
tipo de migraña que te da una hipersensibilidad a la luz, de manera que la exposición a
luces muy intensas, que a cualquiera nos deslumbraría, a ti puede provocarte un
colapso y hacer que te desmayes.
Empieza a bombardearme con conceptos médicos que me suenan a finlandés.
Ha nombrado tres veces la enfermedad, y no consigo retener las palabras, se me
escurren de la mente, como el agua entre los dedos.
-Prueba con esto, y vuelve en un par de semanas. Te llamarán para darte cita.
167
-¿Qué te pasa? –pregunta.
Lo cierto es que no lo sé. Tal vez me esté volviendo loco. Quizá no esté hecho
para esto. Tal vez lo mío sólo sea la destrucción, pero nunca me he sentido tan feliz
como en este momento.
-Que tengo suerte.
-Lloras porque tienes suerte.
-Sí. Porque vales un millón.
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–se vuelve hacia la presentadora-, pero en seguida acabo. Digo que esos aparatos
existen, están patentados, y funcionando. ¿Por qué no se usan? Es que no es no
usarlos, es que ni siquiera se han molestado en contestar a los que les han ofrecido
usar la maquinaria. Ni responder, ni hacer una prueba siquiera…
El debate empieza a derivar. El tipo que habla de los avances me cae bien. El
oponente saca a colación lo bien que lo han hecho y lo buenos que son los servicios de
emergencia cada vez que sus argumentos flojean. Hasta la propia presentadora se está
dando cuenta del k. o. y trata de llevar la opinión al resto de contertulios, que cierran
filas con mi amigo. Todos aplauden la buena actuación -ha sido la evacuación más
grande y más rápida de la historia-, pero cuando la pregunta de si podía haberse
evitado, si se ha corrido un riesgo innecesario hace un silencio incómodo que nadie
llena con una sola palabra.
-En conclusión –la presentadora va poniendo fin al programa-. Todos estamos
de enhorabuena por la reacción ante la adversidad, pero intuir que había medios para
evitarlo y no se aplicaron nos corta la respiración. Esperamos que en próximos
programas podamos tener a algún representante del ministerio, para que nos aclare
las dudas. Gracias por vernos, y que tengan una feliz semana.
El olor de Jade me viene a la nariz cada vez que inhalo. Sigo haciéndole
carantoñas en los hombros mientras miro el televisor. Pensar en ella me da ganas de
llorar, no sé por qué.
Esta noche –brama el televisor mientras lucho por bajar el volumen antes de
que desvelen a mi chica-, programa especial de supervivientes. No a todos nos
evacuaron. A continuación.
Jade levanta un poco la cabeza, se incorpora unos centímetros y vuelve a
recostarse sobre mi pecho. Hago zapping de un canal a otro, pero tengo curiosidad por
saber quién más había pasado por lo mismo que nosotros. Resulta que no estaba tan
solo como pudiera parecer. Habría unas cien personas en cada ciudad, repartidas por
ahí.
La mayor parte se atrincheraron en casa, imaginando que el exterior estaba
lleno de peligros. Algunos bajaban al economato más cercano, se aprovisionaban y
volvían a cerrarse a cal y canto en casa. Salían el par de viejitos que nos encontramos
en aquella área de servicio.
-¡Nena! –susurro. Jade entreabre los ojillos y bosteza.
-¡Ahí va!
-Están hablando de los que no fuimos evacuados.
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-¡Qué majos! ¿A que son una pareja muy entrañable?
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Accede. Le faltan tres dedos. Los dos índices y el dedo corazón de la mano
derecha.
-¿Cómo sucedió?
-Creo que caí boca abajo, bajo el coche, y el gato que lo sujetaba fue perdiendo
presión hasta atraparme los dedos. El golpe en la cabeza fue tan fuerte que no ni
siquiera el aplastamiento me hizo reaccionar.
-¡Dios mío! –las palabras de la reportera sonaban forzadas, falsas-. Pero, ¡eso es
terrible!
-Es peor vivirlo que oírlo.
-Y, ¿cómo te liberaste?
Por suerte la barra era lo suficientemente larga como para poderla accionar con
los pies. Levantando muy despacio. Un compañero le echó un vistazo, pero no había
casi nada que arreglar.
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