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En este capítulo nos vamos a referir a algunas cosas que implican, y que nos
implican en un movimiento hacia el mejoramiento de la calidad educativa.
Algunas de ellas ya las hemos venido mencionando a lo largo del texto.
Fundamentalmente, hemos visto cómo la calidad tiene implicaciones de
cambio cultural profundo en la organización; este cambio requiere en
quienes nos comprometemos con un proceso de esta naturaleza la vivencia
congruente y constante de valores y actitudes renovados. Hemos analizado
también cómo un movimiento hacia la calidad requiere de un esfuerzo
sostenido de todas las personas involucradas. Comentamos con bastante
detalle cómo un movimiento hacia la calidad exige un trabajo en equipo.
Dedicamos un capítulo a analizar el nuevo rol del director, como gestor de
un movimiento hacia la calidad. Tratamos con detalle cómo todo esto
reditúa en un desarrollo integral de las personas que participamos como
actores del proceso.
Todo esto nos puede parecer muy bueno en teoría. Pero en la práctica
cotidiana del mejoramiento, nos exige actitudes que en la práctica tradicional
de nuestras escuelas no están siempre presentes. Nos exige perder el miedo a
decir lo que pensamos. En muchas ocasiones, decir lo que pensamos crea
problemas. Es muy probable que, al hacerlo, incomodemos a otros. Cuando
estos otros pueden tomar represalias, porque están en posición de autoridad,
en muchas ocasiones el miedo nos paraliza. Pero aunque no puedan tomar
represalias desde la autoridad, a veces decir lo que pensamos nos distancia de
nuestros compañeros de trabajo, o nos ocasiona problemas de relación, que
preferimos evitar. Sin embargo, un proceso de mejoramiento de la calidad se
fundamenta justamente en el hecho de que hay cosas que no nos parecen. La
crítica es parte constitutiva del mejoramiento de la calidad. La condición es
que la crítica genere sugerencias, sea creativa y constructiva, y conduzca a
que todos mejoremos.
La contraparte de la necesidad de expresar lo que pensamos es la apertura
para reconocer nuestros errores. Es decir, los otros también tendrán que
perder el miedo a decir lo que piensan, y en ocasiones harán críticas a nuestro
quehacer. Hay que reconocer que las críticas son necesarias para mejorar
nuestro desempeño. En nuestra sociedad, rara vez podemos tener la
oportunidad de vernos como nos ven los demás. La crítica constructiva de los
otros es una fuente privilegiada de automejoramiento. Nadie puede dar lo
mejor de sí a menos que se sienta seguro. Hay que admitir con sinceridad
cualesquiera errores o fallas en el trabajo, porque eso forma parte de
reconocer que hay problemas. El mejoramiento es imposible sin la facultad
de admitir los errores propios.
No se trata de que todos pensemos igual, ni de que todos veamos las cosas de
la misma manera. Por el contrario, la pluralidad de puntos de vista es lo
que enriquece la posibilidad de encontrar soluciones. El reconocimiento
de que esto es así, genera a su vez dos exigencias: la primera es la de un
ambiente de libertad en el que uno sienta que puede expresarse tal como
es; la segunda es una actitud de respeto a las opiniones y visiones de los
otros.
Igualdad es ofrecer lo mismo a todos. Justicia es dar más a los que tienen
menos. En nuestra práctica docente cotidiana, esto significa que no nos
podemos conformar con dar una clase, esperando que los alumnos la
aprovechen de acuerdo con sus capacidades que, como ya indicábamos, son
diferentes. Es necesario buscar permanentemente la manera en que todos los
alumnos, independientemente de sus características, alcancen los objetivos
que nos hemos trazado. Esto no significa que debamos impedir que los
alumnos mejor dotados o más aventajados superen estos logros pretendidos. Lo
que no podemos permitir es que los alumnos que por alguna razón tienen
dificultades especiales no los alcancen.
La calidad se comparte
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fondo ante esta realidad, entonces, es: ¿a cuál de las dos fuentes de
exigencias le damos más importancia?
En general podemos decir que hay una tendencia muy clara y muy
explicable, aunque no por ello correcta, a considerar de manera
fundamental las presiones que nos vienen de parte del sistema
educativo, descuidando a veces la atención sobre nuestros alumnos, sus
padres y la comunidad, quienes a menudo no se encuentran en
capacidad de plantear sus exigencias en este sentido. Por desgracia, estas
presiones que nos vienen de parte del sistema educativo no siempre
tienen que ver con la calidad de los aprendizajes que estamos logrando.
Si pensamos las cosas a fondo, podremos fácilmente reconocer que la
razón de ser del docente y de la escuela es la comunidad a la que sirven
y, en forma directa, los alumnos a quienes atienden. No en balde
omitimos mencionar al propio sistema educativo cuando hablamos de
beneficiarios de la escuela.
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Nuestra obligación es rendir cuentas de los resultados de nuestro trabajo a nuestros beneficiarios; a todos ellos: alumnos, padres,
empleadores, escuelas de niveles subsecuentes y, en último término, a la comunidad más amplia. No podemos esperar a que nos
pidan cuentas para rendirlas, porque esto es lo que hemos estado haciendo durante mucho tiempo, y ello no ha conducido a la
calidad. Debemos rendir esas cuentas. Al hacerlo, estaremos mejorando también las capacidades de nuestros beneficiarios para
exigirlas. La exigencia es el motor principal de la calidad. Desde luego, también tenemos que rendirle cuentas al sistema educativo,
a través de sus autoridades. Pero no habrá problema. Si satisfacemos a nuestros verdaderos beneficiarios, estaremos cumpliendo
con el sistema educativo.
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