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Alicia Yánez Cossío

(Quito 1929)

Narradora, poetisa y periodista ecuatoriana, nacida en Quito en 1929. Autora de una


considerable producción narrativa protagonizada por personajes femeninos cuya fortaleza les
permite afrontar con audacia y decisión la búsqueda de su propia identidad y el
enfrentamiento con las convenciones sociales, religiosas y morales de la sociedad en la que
viven, está considerada como una de las voces más destacadas de la literatura ecuatoriana
contemporánea escrita por mujeres.

La producción literaria impresa de Alicia Yánez Cossío consta de tres volúmenes de versos,
un libro de relatos futuristas, varios cuentos infantiles y siete narraciones extensas. La
publicación de la novela Bruna, soroche y los tíos (1973) puso de manifiesto la impetuosa
irrupción de una autora caracterizada por sus preocupaciones acerca de la deshumanización de
la sociedad contemporánea. La protagonista de esta obra es una mujer que, ubicada en un
entorno social y familiar dominado por el inmovilismo y los valores morales anclados en la
tradición, lucha denodadamente por zafarse de los múltiples prejuicios que amenazan con
destruirla.

Por medio de la ironía, el humor y el empleo de un lenguaje claro y directo heredero de la


mejor tradición oral ecuatoriana, Alicia Yánez Cossío consigue desenmascarar en sus
restantes novelas esos valores caducos y anacrónicos que, sostenidos por tabúes centenarios,
fueron consolidando una sociedad anacrónica e injusta, dominada exclusivamente por el
hombre. Por este cauce argumental transitan otras novelas suyas dignas de mención, como las
tituladas: Más allá de las islas (1980), La cofradía del mullo del vestido de la Virgen Pipona
(1985) y La casa del sano placer (1989). etc.

Los Militares
(Alicia Yánez Cossío)

Hace muchos años, cuando la aguerrida clase militar tomó el poder, la gente se asustó y no
faltaron algunos conatos revolucionarios que fueron fácilmente sofocados. Pero pasó el
tiempo y los problemas sociales, políticos y económicos que hasta entonces habían sido
insolubles, dejaron de ser tales. La gente se acostumbró al gobierno de los militares.
Desaparecieron las revoluciones y el peligro de las guerras. Todos los países estaban en
manos de los militares y en esa revolución integral lo único que quedó de ellos fue el
uniforme.
Los hermosos uniformes con sus botones dorados, sus entorchados y sus charreteras con
flecos, se pusieron de moda. Hombres y mujeres los llevaban indistintamente. También los
adoptaron los y las religiosas, pero sus funciones ya no eran rituales, sino piadosamente
humanas como las de cualquier vecino desocupado y de buen corazón. Era una ropa unisexo
que apenas se diferenciaba en quienes las usaban por el color de la tela y por la hilera de diez,
doce, y hasta veinte botones, según el volumen del tórax.
Los militares usaban melena y dejaron de llevar pistolas, aunque algunos, un poco más
tradicionalistas, acostumbraban a llevarlas en el cinto, y eran de material plástico o de cartón.
Con ellas, solían decir a los niños: ¡Manos arriba!, igual que las antiguas películas de los
bandidos.
Jugaban en las calles y en las plazas. A veces intervenían en el juego las mujeres, porque los
militares eran muy guapos y apuestos y todos los que participaban en el juego y los que
miraban, se desternillaban de risa…

Los tanques empezaron a circular por las vías públicas: unos iban pintados con flores y con
pájaros de variados colores, otros estaban decorados con motivos parecidos a los de Walt
Disney, o llevaban corazones estilizados y atravesados con la consabida flecha, o con los
signos del zodiaco en colores brillantes.
Encima de los tanques había parasoles con flecos de seda y cómodos divanes donde se
sentaban las mujeres cuando querían lucirse. Un nuevo mecanismo los había hecho
silenciosos. Iban al compás de una música suave, producida por campanitas y cascabeles. Las
familias hacían largas colas ante los tanques para ir de paseo.
Lo más agradable era viajar en tanque, mucho más que en carrozas tiradas por caballos, que
también empezaron a usarse, pero que poco a poco pasaron de moda por motivos higiénicos,
pues no se pudo lograr que dichos animales hicieran sus necesidades en determinados sitios…
Bien mirada la cosa, éste fue el único fracaso que enfrentó el nuevo régimen.

Los cañones empezaron a usarse con frecuencia, pero no disparaban las antiguas balas, sino
suaves balones que al ser lanzados al espacio se deshacían en el aire llenando las calles de
flores, caramelos o juguetes, según las circunstancias. Las bombas lacrimógenas perdieron su
función atemorizante, se llenaban con perfumes, y las mujeres corrían al encuentro del
explosivo para que les llegaran unas gotitas.

Los militares eran los verdaderos padres de la ciudad –ya no existían patrias- y en cada fiesta
la engalanaban con banderines, globos y faroles chinos. Hacían las delicias de los habitantes
con magníficos desfiles, pues ellos, con sus vistosos uniformes y brillantes melenas, no
marchaban como antes haciendo retumbar el pavimento, sino que interpretaban alegres bailes
folclóricos, números acrobáticos, escenas relacionadas con la historia de los pueblos o
simplemente números circenses.
La cuidad era un paraíso. Una de las primeras medidas que los militares adoptaron al subir al
poder fue suprimir el uso de los relojes. El tiempo se relajó, y al relajarse el tiempo,
desaparecieron todas las tensiones.
Se suprimieron los transportes colectivos. Solo quedaron como medio de transporte exterior
los aviones y trenes. Los viajes a lejanas regiones y a otros continentes pudieron ser
aprovechados por todo el mundo, ya que los precios eran ínfimos: al alcance de cualquier
estudiante de geografía.
Dentro de las ciudades solo quedaron las motobombas y las ambulancias, y para el transporte
de los ciudadanos a sus diversas ocupaciones, se adoptaron los carritos redondos de los
antiguos parques de diversiones, fáciles de manejar por niños y ancianos, y tan seguros que,
cuando se producían los consiguientes choques, los conductores pedían mil disculpas,
insistiendo cada uno en declararse culpable, pues la sanción consistía en poner un gorro rojo
en la cabeza del causante del embrollo y a la gente le gustaba coleccionarlos. Nadie era
castigado. Las cárceles habían sido demolidas.
Los militares circulaban por la ciudad día y noche. Ayudaban a las mujeres a llevar paquetes.
Cargaban en brazos a los niños cuando iban a cruzar las calles. Acompañaban a las personas
que veían tristes o personas ocupadas y las alegraban. Tenían los bolsillos llenos de aspirinas,
chocolates, estimulantes, pañuelos desechables y vales que podían ser canjeados en las
heladerías o pastelerías.
Cada habitante tenía un silbato, y cuando se hallaban en algún aprieto, pitaba. Al punto, un
militar se adueñaba de la situación: entretenía a algún niño fastidioso, le daba el biberón o le
cambiaba de pañal. Ayudaba a ovillar la lana a alguna dama solitaria que tejía un chal. Jugaba
ajedrez con algún excéntrico. Consolaba a una dama romántica. Ayudaban a los escolares a
hacer sus tareas. En fin, los militares eran adorables…

Desde que tomaron el poder, los años empezaron a contarse de otro modo; fue el comienzo de
una nueva era para toda la Humanidad. Se vivía en la civilización del Ocio: todos trabajaban
en lo que les gustaba, nadie lo hacía por dinero, sino por placer. La gente era tan feliz que
verdaderamente le pesaba tener que morirse.

Los militares habían encontrado su razón de ser.

Alicia Yanez Cossío

Narradora, poetisa y periodista ecuatoriana, nacida en Quito en 1929. Autora de una considerable
producción narrativa protagonizada por personajes femeninos cuya fortaleza les permite afrontar con
audacia y decisión la búsqueda de su propia identidad y el enfrentamiento con las convenciones
sociales, religiosas y morales de la sociedad en la que viven, está considerada como una de las voces
más destacadas de la literatura ecuatoriana contemporánea escrita por mujeres.

Nacida en el seno de una familia numerosa, tuvo acceso desde niña a una esmerada educación en un
colegio de monjas, donde estuvo a pique de caer en el fracaso escolar debido a su manifiesta
incapacidad para la aritmética. Ya en su juventud, contrajo nupcias con un ciudadano cubano y residió
por espacio de cinco años en el país de su esposo, donde continuó escribiendo y reflejó en sus textos
una buena parte del proceso revolucionario cubano.

Madre de cinco hijos, se consagró a la educación y crianza de su prole, al cuidado de su hogar y a la


atención de su esposo, sin disponer apenas de tiempo para escribir. Para colmo de males, las
dificultades económicas derivadas de la manutención de su familia la obligaron a ejercer el magisterio
a tiempo completo, actividad por la que no sentía ningún aprecio.

Sin embargo, siguió redactando en la sombra sus cuentos y novelas hasta que, a comienzos de los años
setenta, cuando ya estaba próxima a cumplir los cuarenta y cinco años de edad, envió el manuscrito de
su narración extensa Bruna, soroche y los tíos al Premio Nacional de Novela convocado por el rotativo
El Universo de Guayaquil. El jurado decidió otorgar el primer premio a esta obra -presentada bajo un
pseudónimo masculino-, y a partir de entonces Alicia Yánez pudo consagrarse profesionalmente al
cultivo de la creación literaria. Su obra posterior fue distinguida con numerosos premios y distinciones
que la han convertido en una de las escritoras más representativas de la narrativa hispanoamericana
contemporánea.

La producción literaria impresa de Alicia Yánez Cossío consta de tres volúmenes de versos, un libro
de relatos futuristas, varios cuentos infantiles y siete narraciones extensas. La publicación de la novela
Bruna, soroche y los tíos (1973) puso de manifiesto la impetuosa irrupción de una autora caracterizada
por sus preocupaciones acerca de la deshumanización de la sociedad contemporánea. La protagonista
de esta obra es una mujer que, ubicada en un entorno social y familiar dominado por el inmovilismo y
los valores morales anclados en la tradición, lucha denodadamente por zafarse de los múltiples
prejuicios que amenazan con destruirla.
El éxito alcanzado por Bruna, soroche y los tíos propició la edición inmediata de un volumen
recopilatorio de la poesía escrita por Alicia Yánez Cossío. Al año siguiente publicó El beso y otras
fricciones (1975), brillante recopilación de los relatos futuristas. A pesar de la ambientación de estos
relatos en un tiempo imaginario que aún está por llegar, las inquietudes de sus personajes femeninos se
mueven en la misma dirección explorada por la protagonista de la novela anteriormente comentada, y
acaban descubriendo que la anulación total es el único fin al que está destinada la mujer que no deja
aflorar sus necesidades ni insiste en cultivarlas libremente. En este sentido, resulta especialmente
afortunado el relato titulado Hansel y Gretel, protagonizado por una mujer abnegada y conformista
que acaba siendo anulada por su única y constante dedicación a la satisfacción de los gustos y
caprichos de su esposo.

A finales de la década de los setenta vio la luz Yo vendo unos ojos negros (1979), novela en la que
Alicia Yánez dejó más patente que nunca su llamada a la rebelión femenina. María, el personaje
central de esta narración, es una mujer que, tras haberse separado de su marido, tiene que afrontar por
vez primera en su vida la imperiosa necesidad de valerse por sí misma, en medio de un ambiente hostil
que contribuye a la aparición constante de sus dudas, temores e inseguridades. Por medio de la
introspección psicológica -magníficamente reflejada por la autora quiteña-, María consigue analizar su
compleja situación, reflexionar acerca de su vida anterior, analizar sus actuales necesidades y
convertirse, en fin, en un sujeto pensante capaz de afrontar en solitario su recorrido vital, en el que la
resistencia y la rebelión contra la caduca sociedad machista cobran un papel relevante.

Por medio de la ironía, el humor y el empleo de un lenguaje claro y directo heredero de la


mejor tradición oral ecuatoriana, Alicia Yánez Cossío consigue desenmascarar en sus
restantes novelas esos valores caducos y anacrónicos que, sostenidos por tabúes centenarios,
fueron consolidando una sociedad anacrónica e injusta, dominada exclusivamente por el
hombre. Por este cauce argumental transitan otras novelas suyas dignas de mención, como las
tituladas Más allá de las islas (1980), La cofradía del mullo del vestido de la Virgen Pipona
(1985) y La casa del sano placer (1989).

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