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El cuervo

Edgar Allan Poe (1809-1849)


Una vez, al filo de una lúgubre media noche,
mientras débil y cansado, en tristes reflexiones embebido,
inclinado sobre un viejo y raro libro de olvidada ciencia,
cabeceando, casi dormido,
oyóse de súbito un leve golpe,
como si suavemente tocaran,
tocaran a la puerta de mi cuarto.
“Es -dije musitando- un visitante
tocando quedo a la puerta de mi cuarto.
Eso es todo, y nada más.”

¡Ah! aquel lúcido recuerdo


de un gélido diciembre;
espectros de brasas moribundas
reflejadas en el suelo;
angustia del deseo del nuevo día;
en vano encareciendo a mis libros
dieran tregua a mi dolor.
Dolor por la pérdida de Leonora, la única,
virgen radiante, Leonora por los ángeles llamada.
Aquí ya sin nombre, para siempre.

Y el crujir triste, vago, escalofriante


de la seda de las cortinas rojas
llenábame de fantásticos terrores
jamás antes sentidos. Y ahora aquí, en pie,
acallando el latido de mi corazón,
vuelvo a repetir:
“Es un visitante a la puerta de mi cuarto
queriendo entrar. Algún visitante
que a deshora a mi cuarto quiere entrar.
Eso es todo, y nada más.”

Ahora, mi ánimo cobraba bríos,


y ya sin titubeos:
“Señor -dije- o señora, en verdad vuestro perdón imploro,
mas el caso es que, adormilado
cuando vinisteis a tocar quedamente,
tan quedo vinisteis a llamar,
a llamar a la puerta de mi cuarto,
que apenas pude creer que os oía.”
Y entonces abrí de par en par la puerta:
Oscuridad, y nada más.

Escrutando hondo en aquella negrura


permanecí largo rato, atónito, temeroso,
dudando, soñando sueños que ningún mortal
se haya atrevido jamás a soñar.
Mas en el silencio insondable la quietud callaba,
y la única palabra ahí proferida
era el balbuceo de un nombre: “¿Leonora?”
Lo pronuncié en un susurro, y el eco
lo devolvió en un murmullo: “¡Leonora!”
Apenas esto fue, y nada más.

Vuelto a mi cuarto, mi alma toda,


toda mi alma abrasándose dentro de mí,
no tardé en oír de nuevo tocar con mayor fuerza.
“Ciertamente -me dije-, ciertamente
algo sucede en la reja de mi ventana.
Dejad, pues, que vea lo que sucede allí,
y así penetrar pueda en el misterio.
Dejad que a mi corazón llegue un momento el silencio,
y así penetrar pueda en el misterio.”
¡Es el viento, y nada más!

De un golpe abrí la puerta,


y con suave batir de alas, entró
un majestuoso cuervo
de los santos días idos.
Sin asomos de reverencia,
ni un instante quedo;
y con aires de gran señor o de gran dama
fue a posarse en el busto de Palas,
sobre el dintel de mi puerta.
Posado, inmóvil, y nada más.

Entonces, este pájaro de ébano


cambió mis tristes fantasías en una sonrisa
con el grave y severo decoro
del aspecto de que se revestía.
“Aun con tu cresta cercenada y mocha -le dije-.
no serás un cobarde.
hórrido cuervo vetusto y amenazador.
Evadido de la ribera nocturna.
¡Dime cuál es tu nombre en la ribera de la Noche Plutónica!”
Y el Cuervo dijo: “Nunca más.”

Cuánto me asombró que pájaro tan desgarbado


pudiera hablar tan claramente;
aunque poco significaba su respuesta.
Poco pertinente era. Pues no podemos
sino concordar en que ningún ser humano
ha sido antes bendecido con la visión de un pájaro
posado sobre el dintel de su puerta,
pájaro o bestia, posado en el busto esculpido
de Palas en el dintel de su puerta
con semejante nombre: “Nunca más.”

Mas el Cuervo, posado solitario en el sereno busto.


las palabras pronunció, como virtiendo
su alma sólo en esas palabras.
Nada más dijo entonces;
no movió ni una pluma.
Y entonces yo me dije, apenas murmurando:
“Otros amigos se han ido antes;
mañana él también me dejará,
como me abandonaron mis esperanzas.”
Y entonces dijo el pájaro: “Nunca más.”
Sobrecogido al romper el silencio
tan idóneas palabras,
“sin duda -pensé-, sin duda lo que dice
es todo lo que sabe, su solo repertorio, aprendido
de un amo infortunado a quien desastre impío
persiguió, acosó sin dar tregua
hasta que su cantinela sólo tuvo un sentido,
hasta que las endechas de su esperanza
llevaron sólo esa carga melancólica
de “Nunca, nunca más.”

Mas el Cuervo arrancó todavía


de mis tristes fantasías una sonrisa;
acerqué un mullido asiento
frente al pájaro, el busto y la puerta;
y entonces, hundiéndome en el terciopelo,
empecé a enlazar una fantasía con otra,
pensando en lo que este ominoso pájaro de antaño,
lo que este torvo, desgarbado, hórrido,
flaco y ominoso pájaro de antaño
quería decir graznando: “Nunca más,”

En esto cavilaba, sentado, sin pronunciar palabra,


frente al ave cuyos ojos, como-tizones encendidos,
quemaban hasta el fondo de mi pecho.
Esto y más, sentado, adivinaba,
con la cabeza reclinada
en el aterciopelado forro del cojín
acariciado por la luz de la lámpara;
en el forro de terciopelo violeta
acariciado por la luz de la lámpara
¡que ella no oprimiría, ¡ay!, nunca más!

Entonces me pareció que el aire


se tornaba más denso, perfumado
por invisible incensario mecido por serafines
cuyas pisadas tintineaban en el piso alfombrado.
“¡Miserable -dije-, tu Dios te ha concedido,
por estos ángeles te ha otorgado una tregua,
tregua de nepente de tus recuerdos de Leonora!
¡Apura, oh, apura este dulce nepente
y olvida a tu ausente Leonora!”
Y el Cuervo dijo: “Nunca más.”

“¡Profeta! exclamé-, ¡cosa diabólica!


¡Profeta, sí, seas pájaro o demonio
enviado por el Tentador, o arrojado
por la tempestad a este refugio desolado e impávido,
a esta desértica tierra encantada,
a este hogar hechizado por el horror!
Profeta, dime, en verdad te lo imploro,
¿hay, dime, hay bálsamo en Galaad?
¡Dime, dime, te imploro!”
Y el cuervo dijo: “Nunca más.”
“¡Profeta! exclamé-, ¡cosa diabólica!
¡Profeta, sí, seas pájaro o demonio!
¡Por ese cielo que se curva sobre nuestras cabezas,
ese Dios que adoramos tú y yo,
dile a esta alma abrumada de penas si en el remoto Edén
tendrá en sus brazos a una santa doncella
llamada por los ángeles Leonora,
tendrá en sus brazos a una rara y radiante virgen
llamada por los ángeles Leonora!”
Y el cuervo dijo: “Nunca más.”

“¡Sea esa palabra nuestra señal de partida


pájaro o espíritu maligno! -le grité presuntuoso.
¡Vuelve a la tempestad, a la ribera de la Noche Plutónica.
No dejes pluma negra alguna, prenda de la mentira
que profirió tu espíritu!
Deja mi soledad intacta.
Abandona el busto del dintel de mi puerta.
Aparta tu pico de mi corazón
y tu figura del dintel de mi puerta.
Y el Cuervo dijo: Nunca más.”

Y el Cuervo nunca emprendió el vuelo.


Aún sigue posado, aún sigue posado
en el pálido busto de Palas.
en el dintel de la puerta de mi cuarto.
Y sus ojos tienen la apariencia
de los de un demonio que está soñando.
Y la luz de la lámpara que sobre él se derrama
tiende en el suelo su sombra. Y mi alma,
del fondo de esa sombra que flota sobre el suelo,
no podrá liberarse. ¡Nunca más!
Los conejos blancos
Leonora Carrington (1917-2011)
Ha llegado el momento de contar los sucesos que comenzaron en el número 40 de
la calle Pest. Parecía como si las casas, de color negro rojizo, hubiesen surgido
misteriosamente del incendio de Londres. El edificio que había frente a mi ventana,
con unas cuantas volutas de enredadera, tenía el aspecto negro y vacío de una
morada azotada por la peste y lamida por las llamas y el humo. No era así como yo
me había imaginado Nueva York.
Hacía tanto calor que me dieron palpitaciones cuando me atreví a dar una vuelta
por las calles; así que me estuve sentada contemplando la casa de enfrente,
mojándome de cuando en cuando la cara empapada de sudor.
La luz nunca era muy fuerte en la calle Pest. Había siempre una reminiscencia de
humo que volvía turbia y neblinosa la visibilidad; sin embargo, era posible examinar
la casa de enfrente con detalle, incluso con precisión. Además, yo siempre he tenido
una vista excelente.
Me pasé varios días intentando descubrir enfrente alguna clase de movimiento, pero
no percibí ninguno, y finalmente adopté la costumbre de desvestirme con total
despreocupación delante de mi ventana abierta y hacer optimistas ejercicios
respiratorios en el aire denso de la calle Pest. Esto debió de dejarme los pulmones
tan negros como las casas.
Una tarde me lavé el pelo y me senté afuera, en el diminuto arco de piedra que
hacía de balcón, para que se me secara. Apoyé la cabeza entre las rodillas, y me
puse a observar una moscarda que chupaba el cadáver de una araña, a mis pies.
Alcé los ojos, miré a través de mis cabellos largos, y vi algo negro en el cielo,
inquietantemente silencioso para que fuera un aeroplano. Me separé el pelo a
tiempo de ver bajar un gran cuervo al balcón de la casa de enfrente. Se posó en la
balaustrada y miró por la ventana vacía. Luego meció la cabeza debajo de un ala,
buscándose piojos al parecer. Unos minutos después, no me sorprendió demasiado
ver abrirse las dobles puertas y asomarse al balcón una mujer. Llevaba un gran
plato de huesos que vació en el suelo. Con un breve graznido de agradecimiento,
el cuervo saltó abajo y se puso a hurgar en su comida repugnante.
La mujer, que tenía un pelo negro larguísimo, lo utilizó para limpiar el plato. Luego
me miró directamente y sonrió de manera amistosa. Yo le sonreí a mi vez y agité
una toalla. Esto la animó, porque echó la cabeza para atrás con coquetería y me
dedicó un elegante saludo a la manera de una reina.
-¿Tiene un poco de carne pasada que no necesite? -me gritó.
-¿Un poco de qué? -grité yo, preguntándome si me habría engañado el oído.
-De carne en mal estado. Carne en descomposición.
-En este momento, no -contesté, preguntándome si no estaría bromeando.
-¿Y tendrá para el fin de semana? Si fuera así, le agradecería inmensamente que
me la trajera.
A continuación volvió a meterse en el balcón vacío, y desapareció. El cuervo alzó el
vuelo.
Mí curiosidad por la casa y su ocupante me impulsó a comprar un gran trozo de
carne a la mañana siguiente. Lo puse en mi balcón sobre un periódico y esperé. En
un tiempo relativamente corto, el olor se volvió tan fuerte que me vi obligada a
realizar mis tareas diarias con una pinza fuertemente apretada en la punta de la
nariz. De cuando en cuando bajaba a la calle a respirar.
Hacia la noche del jueves, noté que la carne estaba cambiando de color; así que,
apartando una nube de rencorosas moscardas, la eché en mi bolsa de malla y me
dirigí a la casa de enfrente.
Cuando bajaba la escalera, observé que la casera parecía evitarme.
Tardé un rato en encontrar el portal de la casa. Resultó que estaba oculto bajo una
cascada de algo, y daba la impresión de que nadie había salido ni entrado por él
desde hacía años. La campanilla era de esas antiguas de las que hay que tirar; y al
hacerlo, algo más fuerte de lo que era mi intención, me quedé con el tirador en la
mano. Di unos golpes irritados en la puerta y se hundió, dejando salir un olor
espantoso a carne podrida. El recibimiento, que estaba casi a oscuras, parecía de
madera tallada.
La mujer misma bajó, susurrante, con una antorcha en la mano.
-¿Cómo está usted? ¿Cómo está usted? -murmuró ceremoniosamente; y me
sorprendió observar que llevaba un precioso y antiguo vestido de seda verde. Pero
al acercarse, vi que tenía la tez completamente blanca y que brillaba como si la
tuviese salpicada de mil estrellitas diminutas.
-Es usted muy amable -prosiguió, tomándome del brazo con su mano reluciente-.
No sabe lo que se van a alegrar mis pobres conejitos.
Subimos; mi compañera andaba con gran cuidado, como si tuviese miedo.
El último tramo de escalones daba a una alcoba decorada con oscuros muebles
barrocos tapizados de rojo. El suelo estaba sembrado de huesos roídos y cráneos
de animales.
-Tenemos visita muy pocas veces -sonrió la mujer-. Así que han corrido todos a
esconderse en sus pequeños rincones.
Dio un silbido bajo, suave y, paralizada, vi salir cautamente un centenar de conejos
blancos de todos los agujeros, con sus grandes ojos rosas fijamente clavados en
ella.
-¡Vengan, bonitos! ¡Vengan, bonitos! -canturreó, metiendo la mano en mi bolsa de
malla y sacando un trozo de carne podrida.
Con profunda repugnancia, me aparté a un rincón; y la vi arrojar la carroña a los
conejos, que se pelearon como lobos por la carne.
-Una acaba encariñándose con ellos -prosiguió la mujer-. ¡Cada uno tiene sus
pequeñas costumbres! Le sorprendería lo individualistas que son los conejos.
Los susodichos conejos despedazaban la carne con sus afilados dientes de macho
cabrío.
-Por supuesto, nosotros nos comemos alguno de cuando en cuando. Mi marido
hace con ellos un estofado sabrosísimo, los sábados por la noche.
Seguidamente, un movimiento en uno de los rincones atrajo mi atención, entonces
me di cuenta de que había una tercera persona en la habitación. Al llegarle a la cara
la luz de la antorcha, vi que tenía la tez igual de brillante que ella; como oropel en
un árbol de Navidad. Era un hombre y estaba vestido con una bata roja, sentado
muy tieso, y de perfil a nosotros. No parecía haberse enterado de nuestra presencia,
ni del gran conejo macho cabrío que tenía sentado sobre su rodilla, donde
masticaba un trozo de carne.
La mujer siguió mi mirada y rió entre dientes.
-Ese es mi marido. Los chicos solían llamarlo Lázaro…
Al sonido de este nombre, familiar, el hombre volvió la cara hacia nosotras; y vi que
tenía una venda en los ojos.
-¿Ethel? -preguntó con voz bastante débil-. No quiero que entren visitas aquí. Sabes
de sobra que lo tengo rigurosamente prohibido.
-Vamos, Laz; no empecemos -su voz era quejumbrosa-, no me puedes escatimar
un poquitín de compañía. Hace veinte años y pico que no veía una cara nueva.
Además ha traído carne para los conejos.
La mujer se volvió y me hizo seña de que fuera a su lado.
-Quiere quedarse entre nosotros; ¿a que sí? -de repente me entró miedo y sentí
ganas de salir, de huir de estas personas terribles y plateadas y de sus conejos
blancos carnívoros.
-Creo que me voy a marchar; es hora de cenar.
El hombre de la silla profirió una carcajada estridente, aterrando al conejo que tenía
sobre la rodilla, el cual saltó al suelo y desapareció.
La mujer acercó tanto su cara a la mía que creía que su aliento nauseabundo iba a
anestesiarme.
-¿No quiere quedarse y ser como nosotros? En siete años su piel se volverá como
las estrellas; siete años tan solo, y tendrá la enfermedad sagrada de la Biblia: ¡la
lepra!
Eché a correr a trompicones, ahogada de horror; una curiosidad malsana me hizo
mirar por encima del hombro al llegar a la puerta de la casa, y vi que la mujer, en la
balaustrada, alzaba una mano a modo de saludo. Y al agitarla, se le desprendieron
los dedos y cayeron al suelo como estrellas fugaces.
Continuidad de los parques
Julio Cortázar (1914-1984)
Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios
urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar
lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de
escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de
aparcerías, volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque
de los robles. Arrellanado en su sillón favorito, de espaldas a la puerta que lo hubiera
molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda
acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos.
Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas;
la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de
irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza
descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos
seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del
atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de
los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y
movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero
entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el
chicotazo de una rama. Admirablemente restañaba ella la sangre con sus besos,
pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una
pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal
se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo
anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo
estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del
amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura
de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas,
azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo
minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para
que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.
Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la
puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda
opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez,
parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del
crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no
ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños
del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras
de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada.
En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La
puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto
respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo
una novela.
La calle
Octavio Paz (1914-1998)
Es una calle larga y silenciosa.
Ando en tinieblas y tropiezo y caigo
y me levanto y piso con pies ciegos
las piedras mudas y las hojas secas
y alguien detrás de mí también las pisa:
si me detengo, se detiene;
si corro, corre. Vuelvo el rostro: nadie.
Todo está oscuro y sin salida,
y doy vueltas y vueltas en esquinas
que dan siempre a la calle
donde nadie me espera ni me sigue,
donde yo sigo a un hombre que tropieza
y se levanta y dice al verme: nadie.
El coco
Stephen King (1947)
—Recurro a usted porque quiero contarle mi historia –dijo el hombre acostado sobre
el diván del doctor Harper.
El hombre era Lester Billings, de Waterbury, Connecticut. Según la ficha de la
enfermera Vickers, tenía veintiocho años, trabajaba para una empresa industrial de
Nueva York, estaba divorciado, y había tenido tres hijos. Todos muertos.
—No puedo recurrir a un cura porque no soy católico. No puedo recurrir a un
abogado porque no he hecho nada que deba consultar con él. Lo único que hice fue
matar a mis hijos. De uno en uno. Los maté a todos.
El doctor Harper puso en marcha el magnetófono.
Billings estaba duro como una estaca sobre el diván, sin darle un ápice de sí. Sus
pies sobresalían, rígidos, por el extremo. Era la imagen de un hombre que se
sometía a una humillación necesaria. Tenía las manos cruzadas sobre el pecho,
como un cadáver. Sus facciones se mantenían escrupulosamente compuestas.
Miraba el simple cielo raso, blanco, de paneles, como si por su superficie desfilaran
escenas e imágenes.
—Quiere decir que los mató realmente, o...
—No. –Un movimiento impaciente de la mano—. Pero fui el responsable. Denny en
1967. Shirl en 1971. Y Andy este año. Quiero contárselo.
El doctor Harper no dio nada. Le pareció que Billings tenía un aspecto demacrado
y envejecido. Su cabello raleaba, su tez estaba pálida. Sus ojos encerraban todos
los secretos miserables del whisky.
—Fueron asesinados, ¿entiende? Pero nadie lo cree. Si lo creyeran, todo se
arreglaría.
—¿Por qué?
—Porque...
Billings se interrumpió y se irguió bruscamente sobre los codos, mirando hacia el
otro extremo de la habitación.
—¿Qué es eso? –bramó. Sus ojos se habían entrecerrado, reduciéndose a dos tajos
oscuros.
—¿Qué es qué?
—Esa puerta.
—El armario empotrado –respondió el doctor Harper—. Donde cuelgo mi abrigo y
dejo mis chanclos.
—Ábralo. Quiero ver lo que hay dentro.
El doctor Harper se levantó en silencio, atravesó la habitación y abrió la puerta.
Dentro, una gabardina marrón colgaba de una de las cuatro o cinco perchas. Abajo
habían un par de chanclos relucientes. Dentro de uno de ellos había un ejemplar
cuidadosamente doblado del New York Times. Eso era todo.
—¿Conforme? –preguntó el doctor Harper.
—Sí. –Billings dejó de apoyarse sobre los codos y volvió a la posición anterior.
—Decía –manifestó el doctor Harper mientras volvía a su silla—, que si se pudiera
probar el asesinato de sus tres hijos, todos sus problemas se solucionarían. ¿Por
qué?
—Me mandarían a la cárcel –explicó Billings inmediatamente—. Para toda la vida.
Y en una cárcel uno puede ver lo que hay dentro de todas las habitaciones. Todas
las habitaciones. –Sonrió a la nada.
—¿Cómo fueron asesinados sus hijos?
—¡No trate de arrancármelo por la fuerza!
Billings se volvió y miró a Harper con expresión aviesa.
—Se lo diré, no se preocupe. No soy uno de sus chalados que se pasean por el
mundo y pretenden ser Napoleón o que justifican haberse aficionado a la heroína
porque la madre no los quería. Sé que no me creerá. No me interesa. No importa.
Me bastará con contárselo.
—Muy bien. –El doctor Harper extrajo su pipa.
—Me casé con Rita en 1965... Yo tenía veintiún años y ella dieciocho. Estaba
embarazada. Ese hijo fue Denny. –Sus labios se contorsionaron para formar una
sonrisa gomosa, grotesca, que desapareció en un abrir y cerrar de ojos—. Tuve que
dejar la Universidad y buscar empleo, pero no me importó. Los amaba a los dos.
Éramos muy felices. Rita volvió a quedar embarazada poco después del nacimiento
de Denny, y Shirl vino al mundo en diciembre de 1966. Andy nació en el verano de
1969, cuando Denny ya había muerto. Andy fue un accidente. Eso dijo Rita. Aseguró
que a veces los anticonceptivos fallan. Yo sospecho que fue más que un accidente.
Los hijos atan al hombre, usted sabe. Eso les gusta a las mujeres, sobre todo
cuando el hombre es más inteligente que ellas. ¿No le parece?
Harper emitió un gruñido neutro.
—Pero no importa. A pesar de todo los quería. –Lo dijo con tono casi vengativo,
como si hubiera amado a los niños para castigar a su esposa.
—¿Quién mató a los niños? –preguntó Harper.
—El coco –respondió inmediatamente Lester Billings—. El coco los mató a todos.
Sencillamente, salió del armario y los mató. –Se volvió y sonrió—. Claro, usted cree
que estoy loco. Lo leo en su cara. Pero no me importa. Lo único que deseo es
desahogarme e irme.
—Le escucho –dijo Harper.
—Todo comenzó cuando Denny tenía casi dos años y Shirl era apenas un bebé.
Denny empezó a llorar cuando Rita lo tenía en la cama. Verá, teníamos un
apartamento de dos dormitorios. Shirl dormía en una cuna, en nuestra habitación.
Al principio pensé que Denny lloraba porque ya no podía llevarse el biberón a la
cama. Rita dijo que no nos obstináramos, que tuviéramos paciencia, que le
diéramos el biberón y que él ya lo dejaría solo. Pero así es como los chicos se echan
a perder. Si eres tolerante con ellos los malcrías. Después te hacen sufrir. Se
dedican a violar chicas, sabe, o empiezan a drogarse. O se hacen maricas. ¿Se
imagina lo horrible que es despertar una mañana y descubrir que su chico, su hijo
varón, es marica?
>>Sin embargo, después de un tiempo, cuando vimos que no se acostumbraba,
empecé a acostarle yo mismo. Y si no dejaba de llorar le daba una palmada.
Entonces Rita dijo que repetía a cada rato "luz, luz". Bueno, no sé. ¿Quién entiende
lo que dicen los niños tan pequeños? Sólo las madres lo saben.
>>Rita quiso instalarle una lámpara de noche. Uno de esos artefactos que se
adosan a la pared con la figura del Ratón Mikey o de Huckleberry Hound o de lo que
sea. No se lo permití. Si un niño no le pierde el miedo a la oscuridad cuando es
pequeño, nunca se acostumbrará a ella.
>>De todos modos, murió el verano que siguió al nacimiento de Shirl. Esa noche lo
metí en la cama y empezó a llorar en seguida. Esta vez entendí lo que decía. Señaló
directamente el armario cuando lo dijo. "El coco –gritó—. El coco, papá."
>>Apagué la luz y salí de la habitación y le pregunté a Rita por qué le había
enseñado esa palabra al niño. Sentí deseos de pegarle un par de bofetadas, pero
me contuve. Juró que nunca se la había enseñado. La acusé de ser una condenada
embustera.
>>Verá, ése fue un mal verano para mí. Sólo conseguí que me emplearan para
cargar camiones de <<Pepsi–Cola>> en un almacén, y estaba siempre cansado.
Shirl se despertaba y lloraba todas las noches y Rita la tomaba en brazos y
gimoteaba. Le aseguro que a veces tenía ganas de arrojarlas a las dos por la
ventana. Jesús, a veces los mocosos te hacen perder la chaveta. Podrías matarlos.
>>Bien, el niño me despertó a las tres de la mañana, puntualmente. Fui al baño,
medio dormido, sabe, y Rita me preguntó si había ido a ver a Denny. Le contesté
que lo hiciera ella y volví a acostarme. Estaba casi dormido cuando Rita empezó a
gritar.
>>Me levanté y entré en la habitación. El crío estaba acostado boca arriba, muerto.
Blanco como la harina excepto donde la sangre se había..., se había acumulado,
por efecto de la gravedad. La parte posterior de las piernas, la cabeza, las... eh...
las nalgas. Tenía los ojos abiertos. Eso era lo peor, sabe. Muy dilatados y vidriosos,
como los de las cabezas de alce que algunos tipos cuelgan sobre la repisa. Como
en las fotos de esos chinitos de Vietnam. Pero un crío norteamericano no debería
tener esa expresión. Muerto boca arriba. Con pañales y pantaloncitos de goma
porque durante las últimas dos semanas había vuelto a orinarse encima. Qué
espanto. Yo amaba a ese niño.
Billings meneó la cabeza lentamente y después volvió a ostentar la misma sonrisa
gomosa, grotesca.
—Rita chillaba hasta desgañitarse. Trató de alzar a Denny y mecerlo, pero no se lo
permití. A la poli no le gusta que uno toque las evidencias. Lo sé...
—¿Supo entonces que había sido el coco? –preguntó Harper apaciblemente.
—Oh, no. Entonces no. Pero vi algo. En ese momento no le di importancia, pero mi
mente lo archivó.
—¿Qué fue?
—La puerta del armario estaba abierta. No mucho. Apenas una rendija. Pero verá,
yo sabía que la había dejado cerrada. Dentro había bolsas de plástico. Un crío se
pone a jugar con una de ellas y adiós. Se asfixia. ¿Lo sabía?
—Sí. ¿Qué sucedió después?
Billings se encogió de hombros.
—Lo enterramos. –Miró con morbosidad sus manos, que habían arrojado tierra
sobre tres pequeños ataúdes.
—¿Hubo una investigación?
—Claro que sí. –Los ojos de Billings centellearon con un brillo sardónico—. Vino un
jodido matasanos con un estetoscopio y un maletín negro lleno de chicles y una
zamarra robada de alguna escuela veterinaria. ¡Colapso en la cuna, fue el
diagnóstico! ¿Ha oído alguna vez semejante disparate? ¡El crío tenía tres años!
—El colapso en la cuna es muy común durante el primer año de vida –explicó Harper
puntillosamente—, pero el diagnóstico ha aparecido en los certificados de defunción
de niños de hasta cinco años, a falta de otro mejor...
—¡Mierda! –espetó Billings violentamente.
Harper volvió a encender su pipa.
—Un mes después del funeral instalamos a Shirl en la antigua habitación de Denny.
Rita se resistió con uñas y dientes, pero yo dije la última palabra. Me dolió, por
supuesto. Jesús, me encantaba tener a la mocosa con nosotros. Pero no hay que
sobreproteger a los niños, pues en tal caso se convierten en lisiados. Cuando yo
era niño mi madre me llevaba a la playa y después se ponía ronca gritando: <<¡No
te internes tanto! ¡No te metas allí! ¡Hay corrientes submarinas! ¡Has comido hace
una hora! ¡No te zambullas de cabeza!>> Le juro por Dios que incluso me decía que
me cuidara de los tiburones. ¿Y cuál fue el resultado? Que ahora ni siquiera soy
capaz de acercarme al agua. Es verdad. Si me arrimo a una playa me atacan los
calambres. Cuando Denny vivía, Rita consiguió que la llevase una vez con los niños
a Savin Rock. Se me descompuso el estómago. Lo sé, ¿entiende? No hay que
sobreproteger a los niños. Y uno tampoco debe ser complaciente consigo mismo.
La vida continúa. Shirl pasó directamente a la cuna de Denny. Claro que arrojamos
el colchón viejo a la basura. No quería que mi pequeña se llenara de microbios.
>>Así transcurrió un año. Y una noche, cuando estoy metiendo a Shirl en su cuna,
empieza a aullar y chillar y llorar. "¡El coco, papá, el coco!"
>>Eso me sobresaltó. Decía lo mismo que Denny. Y empecé a recordar la puerta
del armario, apenas entreabierta cuando lo encontramos. Quise llevarla por esa
noche a nuestra habitación.
—¿Y la llevó?
—No. –Billings se miró las manos y las facciones se convulsionaron—. ¿Cómo
podía confesarle a Rita que me había equivocado? Tenía que ser fuerte. Ella había
sido siempre una marioneta..., recuerde con cuánta facilidad se acostó conmigo
cuando aún no estábamos casados.
—Por otro lado –dijo Harper—, recuerde con cuánta facilidad usted se acostó
con ella.
Billings, que estaba cambiando la posición de sus manos, se puso rígido y volvió
lentamente la cabeza para mirar a Harper.
—¿Pretende tomarme el pelo?
—Claro que no –respondió Harper.
—Entonces deje que lo cuente a mi manera –espetó Billings—. Estoy aquí para
desahogarme. Para contar mi historia. No hablaré de mi vida sexual, si eso es lo
que usted espera. Rita y yo hemos tenido una vida sexual muy normal, sin
perversiones. Sé que a algunas personas les excita hablar de eso, pero no soy una
de ellas.
—De acuerdo –asintió Harper.
—De acuerdo –repitió Billings, con ofuscada arrogancia. Parecía haber perdido el
hilo de sus pensamientos, y sus ojos se desviaron, inquietos, hacia la puerta del
armario, que estaba herméticamente cerrada.
—¿Prefiere que la abra? –preguntó Harper.
—¡No! –se apresuró a exclamar Billings. Lanzó una risita nerviosa—. ¿Qué interés
podría tener en ver sus chanclos?
Y después de una pausa, dijo:
—El coco la mató también a ella. –Se frotó la frente, como si fuera ordenando sus
recuerdos—. Un mes más tarde. Pero antes sucedió algo más. Una noche oí un
ruido ahí dentro. Y después Shirl gritó. Abrí muy rápidamente la puerta... la luz del
pasillo estaba encendida... y... ella estaba sentada en la cuna, llorando, y... algo
se movió. En las sombras, junto al armario. Algo se deslizó.
—¿La puerta del armario estaba abierta?
—Un poco. Sólo una rendija. –Billings se humedeció los labios—. Shirl hablaba a
gritos del coco. Y dijo algo más que sonó como <<garras>>. Sólo que ella dijo
<<galas>>, sabe. A los niños les resulta difícil pronunciar la <<erre>>. Rita vino
corriendo y preguntó qué sucedía. Le contesté que la habían asustado las sombras
de las ramas que se movían en el techo.
—¿Galochas? –preguntó Harper.
—¿Eh?
—Galas... galochas. Son una especie de chanclos. Quizás había visto las galochas
en el armario y se refería a eso.
—Quizá –murmuró Billings—. Quizá se refería a eso. Pero yo no lo creo. Me pareció
que decía <<garras>>. –Sus ojos empezaron a buscar otra vez la puerta del
armario—. Garras, largas garras –su voz se había reducido a un susurro.
—¿Miró dentro del armario?
—S-sí. –Las manos de Billings estaban fuertemente entrelazadas sobre su pecho,
tan fuertemente que se veía una luna blanca en cada nudillo.
—¿Había algo dentro? ¿Vio al...?
—¡No vi nada! –chilló Billings de súbito. Y las palabras brotaron atropelladamente,
como si hubieran arrancado un corcho negro del fondo de su alma—. Cuando murió
la encontré yo, verá. Y estaba negra. Completamente negra. Se había tragado la
lengua y estaba negra como una negra de un espectáculo de negros, y me miraba
fijamente. Sus ojos parecían los de un animal embalsamado: muy brillantes y
espantosos, como canicas vivas, como si estuvieran diciendo <<me pilló, papá, tú
dejaste que me pillara, tú me mataste, tú le ayudaste a matarme>>.
Su voz se apagó gradualmente. Un solo lagrimón silencioso se deslizó por su
mejilla.
—Fue una convulsión cerebral, ¿sabe? A veces les sucede a los niños. Una mala
señal del cerebro. Le practicaron la autopsia en Hartford y nos dijeron que se había
asfixiado al tragarse la lengua durante una convulsión. Y yo tuve que volver solo a
casa porque Rita se quedó allí, bajo el efecto de los sedantes. Estaba fuera de sí.
Tuve que volver solo a casa, y sé que a un crío no le atacan las convulsiones por
una alteración cerebral. Las convulsiones pueden ser el producto de un susto. Y yo
tuve que volver solo a la casa donde estaba eso. Dormí en el sofá –susurró—. Con
la luz encendida.
—¿Sucedió algo?
—Tuve un sueño –contestó Billings—. Estaba en una habitación oscura y había algo
que yo no podía..., no podía ver bien. Estaba en el armario. Hacía un ruido..., un
ruido viscoso. Me recordaba un comic que había leído en mi infancia. Cuentos de la
cripta. ¿Lo conoce? ¡Jesús! Había un personaje llamado Graham Ingles, capaz de
invocar a los monstruos más abominables del mundo... y a algunos de otros
mundos. De todos modos, en este relato una mujer ahogaba a su marido,
¿entiende? Le ataba unos bloques de cemento a los pies y lo arrojaba a una cantera
inundada. Pero él volvía. Estaba totalmente podrido y de color negro verdoso y los
peces le habían devorado un ojo y tenía algas enredadas en el pelo. Volvía y la
mataba. Y cuando me desperté en mitad de la noche, pensé que lo encontraría
inclinándose sobre mí. Con garras... largas garras...
El doctor Harper consultó su reloj digital embutido en su mesa. Lester Billings estaba
hablando desde hacía casi media hora.
—Cuando su esposa volvió a casa –dijo—, ¿cuál fue su actitud respecto a usted?
—Aún me amaba –respondió Billings orgullosamente—. Seguía siendo una mujer
sumisa. Ése es el deber de la esposa, ¿no le parece? La liberación femenina sólo
sirve para aumentar el número de chalados. Lo más importante es que cada cual
sepa ocupar su lugar... Su... su... eh...
—¿Su sitio en la vida?
—¡Eso es! –Billings hizo chasquear los dedos—. Y la mujer debe seguir al marido.
Oh, durante los primeros cuatro o cinco meses que siguieron a la desgracia estuvo
bastante mustia..., arrastraba los pies por la casa, no cantaba, no veía la TV, no
reía. Yo sabía que se sobrepondría. Cuando los niños son tan pequeños, uno no
llega a encariñarse tanto. Después de un tiempo hay que mirar su foto para recordar
cómo eran, exactamente.
>>Quería otro bebé –agregó, con tono lúgubre—. Le dije que era una mala idea.
Oh, no de forma definitiva, sino por un tiempo. Le dije que era hora de que nos
conformáramos y empezáramos a disfrutar el uno del otro. Antes nunca habíamos
tenido la oportunidad de hacerlo. Si queríamos ir al cine, teníamos que buscar
una babysitter. No podíamos ir a la ciudad a ver un partido de fútbol si los padres
de ella no aceptaban cuidar a los críos, porque mi madre no quería tener tratos con
nosotros. Denny había nacido demasiado poco tiempo después de que nos
casamos, ¿entiende? Mi madre dijo que Rita era una zorra, una vulgar trotacalles.
¿Qué le parece? Una vez me hizo sentar y me recitó la lista de las enfermedades
que podía pescarme si me acostaba con una tro... con una prostituta. Me explicó
cómo un día aparecía una llaguita en la ver... en el pene, y al día siguiente se estaba
pudriendo. Ni siquiera aceptó venir a la boda.
Billings tamborileó con los dedos sobre su pecho.
—El ginecólogo de Rita le vendió un chisme llamado DIU... dispositivo intrauterino.
Absolutamente seguro, dijo el médico. Bastaba insertarlo en el..., en el aparato
femenino, y listo. Si hay algo allí, el óvulo no se fecunda. Ni siquiera se nota. –Ni
siquiera sabes que está allí. Y al año siguiente volvió a quedar embarazada. Vaya
seguridad absoluta.
—Ningún método anticonceptivo es perfecto –explicó Harper—. La píldora sólo lo
es en el noventa y ocho por ciento de los casos. El DIU puede ser expulsado por
contracciones musculares, por un fuerte flujo menstrual y, en casos excepcionales,
durante la evacuación.
—Sí. O la mujer se lo puede quitar.
—Es posible.
—¿Y entonces qué? Empieza a tejer prendas de bebé, canta bajo la ducha, y come
encurtidos como una loca. Se sienta sobre mis rodillas y dice que debe ser la
voluntad de Dios. Mierda.
—¿El bebé nació al finalizar el año que siguió a la muerte de Shirl?
—Exactamente. Un varón. Le llamó Andrew Lester Billings. Yo no quise tener nada
que ver con él, por lo menos al principio. Decidí que puesto que ella había armado
el jaleo, tenía que apañárselas sola. Sé que esto puede parecer brutal, pero no
olvide cuánto había sufrido yo.
>>Sin embargo terminé por cobrarle cariño, sabe. Para empezar, era el único de la
camada que se parecía a mí. Denny guardaba parecido con su madre, y Shirley no
se había parecido a nadie, excepto tal vez a la abuela Ann. Pero Andy era idéntico
a mí.
>>Cuando volvía de trabajar iba a jugar con él. Me cogía sólo el dedo y sonreía y
gorgoteaba. A las nueve semanas ya sonreía como su papá. ¿Cree lo que le estoy
contando?
>>Y una noche, hete aquí que salgo de una tienda con un móvil para colgar sobre
la cuna del crío. ¡Yo! Yo siempre he pensado que los críos no valoran los regalos
hasta que tienen edad suficiente para dar las gracias. Pero ahí estaba yo,
comprándole un chisme ridículo, y de pronto me di cuenta de que lo quería más que
a nadie. Ya había conseguido un nuevo empleo, muy bueno: vendía taladros de la
firma <<Cluett and Sons>>. Había prosperado mucho y cuando Andy cumplió un
año nos mudamos a Waterbury. La vieja casa tenía demasiados malos recuerdos.
>>Y demasiados armarios.
>>El año siguiente fue el mejor para nosotros. Daría todos los dedos de la mano
derecha por poder vivirlo de nuevo. Oh, aún había guerra en Vietnam, y los hippies
seguían paseándose desnudos, y los negros vociferaban mucho, pero nada de eso
nos afectaba. Vivíamos en una calle tranquila, con buenos vecinos. Éramos felices
–resumió sencillamente—. Un día le pregunté a Rita si no estaba preocupada. Usted
sabe, dicen que no hay dos sin tres. Contestó que eso no se aplicaba a nosotros.
Que Andy era distinto, que Dios lo había rodeado con un círculo mágico.
Billings miró el techo con expresión morbosa.
—El año pasado no fue tan bueno. Algo cambió en la casa. Empecé a dejar los
chanclos en el vestíbulo porque ya no me gustaba abrir la puerta del armario.
Pensaba constantemente: ¿Y qué harás si está ahí dentro, agazapado y listo para
abalanzarse apenas abras la puerta? Y empecé a imaginar que oía ruidos extraños,
como si algo negro y verde y húmedo se estuviera moviendo apenas, ahí dentro.
>>Rita me preguntaba si no trabajaba demasiado, y empecé a insultarla como
antes. Me revolvía el estómago dejarlos solos para ir a trabajar, pero al mismo
tiempo me alegraba salir. Que Dios me ayude, me alegraba salir. Verá, empecé a
pensar que nos había perdido durante un tiempo cuando nos mudamos. Había
tenido que buscarnos, deslizándose por las calles durante la noche y quizá reptando
por las alcantarillas. Olfateando nuestro rastro. Necesitó un año, pero nos encontró.
Ha vuelto, me dije. Le apetece Andy y le apetezco yo. Empecé a sospechar que
quizá si piensas mucho tiempo en algo, y crees que existe, termina por corporizarse.
Quizá todos los monstruos con los que nos asustaban cuando éramos niños,
Frankenstein y el Hombre Lobo y la Momia, existían realmente. Existían en la
medida suficiente para matar a los niños que aparentemente habían caído en un
abismo o se habían ahogado en un lago o tan sólo habían desaparecido. Quizá...
—¿Se está evadiendo de algo, señor Billings?
Billings permaneció un largo rato callado. En el reloj digital pasaron dos minutos.
Por fin dijo bruscamente:
—Andy murió en febrero. Rita no estaba en casa. Había recibido una llamada de su
padre. Su madre había sufrido un accidente de coche un día después de Año Nuevo
y creían que no se salvaría. Esa misma noche Rita cogió el autobús.
>>Su madre no murió, pero estuvo mucho tiempo, dos meses, en la lista de
pacientes graves. Yo tenía una niñera excelente que estaba con Andy durante el
día. Pero por la noche nos quedábamos solos. Y las puertas de los armarios
porfiaban en abrirse.
Billings se humedeció los labios.
—El niño dormía en la misma habitación que yo. Es curioso, además. Una vez,
cuando cumplió dos años, Rita me preguntó si quería instalarlo en otro dormitorio.
Spock u otro de esos charlatanes sostiene que es malo que los niños duerman con
los padres, ¿entiende? Se supone que eso les produce traumas sexuales o algo
parecido. Pero nosotros sólo lo hacíamos cuando el crío dormía. Y no quería
mudarlo. Tenía miedo, después de lo que les había pasado a Denny y a Shirl.
—¿Pero lo mudó, verdad? –preguntó el doctor Harper.
—Sí –respondió Billings. En sus facciones apareció una sonrisa enfermiza y
amarilla—. Lo mudé.
Otra pausa. Billings hizo un esfuerzo por proseguir. —¡Tuve que hacerlo! –espetó
por fin—. ¡Tuve que hacerlo! Todo había andado bien mientras Rita estaba en la
casa, pero cuando ella se fue, eso empezó a envalentonarse. Empezó a... –Giró los
ojos hacia Harper y mostró los dientes con una sonrisa feroz—. Oh, no me creerá.
Sé qué es lo que piensa. No soy más que otro loco de su fichero. Lo sé. Pero usted
no estaba allí, maldito fisgón.
>>Una noche todas las puertas de la casa se abrieron de par en par. Una mañana,
al levantarme, encontré un rastro de cieno e inmundicia en el vestíbulo, entre el
armario de los abrigos y la puerta principal. ¿Eso salía? ¿O entraba? ¡No lo sé! ¡Juro
ante Dios que no lo sé! Los discos aparecían totalmente rayados y cubiertos de limo,
los espejos se rompían... y los ruidos... los ruidos...
Se pasó la mano por el cabello.
—Me despertaba a las tres de la mañana y miraba la oscuridad y al principio me
decía: <<Es sólo el reloj.>> Pero por debajo del tic-tac oía que algo se movía
sigilosamente. Pero no con demasiado sigilo, porque quería que yo lo oyera. Era un
deslizamiento pegajoso, como el de algo salido del fregadero de la cocina. O un
chasquido seco, como el de garras que se arrastraran suavemente sobre la baranda
de la escalera. Y cerraba los ojos, pensando que si oírlo era espantoso, verlo sería...
>>Y siempre temía que los ruidos se interrumpieran fugazmente, y que luego
estallara una risa sobre mi cara, y una bocanada de aire con olor a coles rancias. Y
que unas manos se cerraran sobre mi cuello.
Billings estaba pálido y tembloroso.
—De modo que lo mudé. Verá, sabía que primero iría a buscarle a él. Porque era
más débil. Y así fue. La primera vez chilló en mitad de la noche y finalmente, cuando
reuní los cojones suficientes para entrar, lo encontré de pie en la cama y gritando:
<<El coco, papá... el coco..., quiero ir con papá, quiero ir con papá.>>
La voz de Billings sonaba atiplada, como la de un niño. Sus ojos parecían llenar
toda su cara. Casi dio la impresión de haberse encogido en el diván.
—Pero no pude. –El tono atiplado infantil perduró—. No pude. Y una hora más tarde
oí un alarido. Un alarido sobrecogedor, gorgoteante. Y me di cuenta de que le
amaba mucho porque entré corriendo, sin siquiera encender la luz. Corrí, corrí, corrí,
oh, Jesús María y José, le había atrapado. Le sacudía, le sacudía como un perro
sacude un trapo y vi algo con unos repulsivos hombros encorvados y una cabeza
de espantapájaros y sentí un olor parecido al que despide un ratón muerto en una
botella de gaseosa y oí... –Su voz se apagó y después recobró el timbre de adulto—
. Oí cómo se quebraba el cuello de Andy. –La voz de Billings sonó fría y muerta—.
Fue un ruido semejante al del hielo que se quiebra cuando uno patina sobre un
estanque en invierno.
—¿Qué sucedió después?
Oh, eché a correr –respondió Billings con la misma voz fría, muerta—. Fui a una
cafetería que estaba abierta durante toda la noche. ¿Qué le parece esto, como
prueba de cobardía? Me metí en una cafetería y bebí seis tazas de café. Después
volví a casa. Ya amanecía. Llamé a la policía aun antes de subir al primer piso.
Estaba tumbado en el suelo mirándome. Acusándome. Había perdido un poco de
sangre por una oreja. Pero sólo una rendija.
Se cayó. —Harper miró el reloj digital. Habían pasado cincuenta minutos.
—Pídale una hora a la enfermera –dijo—. ¿Los martes y jueves?
—Sólo he venido a contarle mi historia –respondió Billings—. Para desahogarme.
Le mentí a la policía ¿sabe? Dije que probablemente el crío había tratado de bajar
de la cuna por la noche y..., se lo tragaron. Claro que sí. Eso era lo que parecía. Un
accidente, como los otros. Pero Rita comprendió la verdad. Rita... comprendió...
finalmente.
—Señor billings, tenemos que conversar mucho –manifestó el doctor Harper
después de una pausa—. Cre que podremos eliminar parte de sus sentimientos de
culpa, pero antes tendrá que desear realmente librarse de ellos.
—¿Acaso piensa que no lo deseo? –exclamó Billings, apartando el antebrazo de
sus ojos. Estaban rojos, irritados, doloridos.
—Aún no –prosiguió Harper afablemente—. ¿Los martes y jueves?
—Maldito curandero –masculló Billings después de un largo silencio—. Está bien.
Está bien.
—Pídale hora a la enfermera, señor Billings. Adiós.
Billings soltó una risa hueca y salió rápidamente de la consulta, sin mirar atrás.
La silla de la enfermera estaba vacía. Sobre el secante del escritorio había un
cartelito que decía <<Vuelvo enseguida>>.
Billings se volvió y entró nuevamente en la consulta.
—Doctor, su enfermera ha...
Pero la puerta del armario estaba abierta. Sólo una pequeña rendija.
—Qué lindo –dijo la voz desde el interior del armario—. Qué lindo.
Las palabras sonaron como si hubieran sido articuladas por una boca llena de algas
descompuestas.
Billings se quedó paralizado donde estaba mientras la puerta del armario se abría.
Tuvo una vaga sensación de tibieza en el bajo vientre cuando se orinó encima.
—Qué lindo –dijo el coco mientras salía arrastrando los pies.
Aún sostenía su máscara del doctor Harper en una mano podrida, de garras
espatuladas.
El almohadón de plumas
Horacio Quiroga (1878-1937)
Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro
de su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Ella lo quería mucho, sin embargo,
a veces con un ligero estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la
calle, echaba una furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una
hora. Él, por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a conocer.
Durante tres meses -se habían casado en abril- vivieron una dicha especial.
Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor, más
expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la contenía
siempre.
La casa en que vivían influía un poco en sus estremecimientos. La blancura del
patio silencioso -frisos, columnas y estatuas de mármol- producía una otoñal
impresión de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve
rasguño en las altas paredes, afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al
cruzar de una pieza a otra, los pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo
abandono hubiera sensibilizado su resonancia.
En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante, había
concluido por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en la
casa hostil, sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido.
No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró
insidiosamente días y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin una tarde pudo salir al
jardín apoyada en el brazo de él. Miraba indiferente a uno y otro lado. De pronto
Jordán, con honda ternura, le pasó la mano por la cabeza, y Alicia rompió en seguida
en sollozos, echándole los brazos al cuello. Lloró largamente todo su espanto
callado, redoblando el llanto a la menor tentativa de caricia. Luego los sollozos
fueron retardándose, y aún quedó largo rato escondida en su cuello, sin moverse ni
decir una palabra.
Fue ese el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció
desvanecida. El médico de Jordán la examinó con suma atención, ordenándole
calma y descanso absolutos.
-No sé -le dijo a Jordán en la puerta de calle, con la voz todavía baja-. Tiene una
gran debilidad que no me explico, y sin vómitos, nada… Si mañana se despierta
como hoy, llámeme enseguida.
Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta. Constatóse una anemia de marcha
agudísima, completamente inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba
visiblemente a la muerte. Todo el día el dormitorio estaba con las luces prendidas y
en pleno silencio. Pasábanse horas sin oír el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán
vivía casi en la sala, también con toda la luz encendida. Paseábase sin cesar de un
extremo a otro, con incansable obstinación. La alfombra ahogaba sus pasos. A ratos
entraba en el dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama, mirando
a su mujer cada vez que caminaba en su dirección.
Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y que
descendieron luego a ras del suelo. La joven, con los ojos desmesuradamente
abiertos, no hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado del respaldo de la cama.
Una noche se quedó de repente mirando fijamente. Al rato abrió la boca para gritar,
y sus narices y labios se perlaron de sudor.
-¡Jordán! ¡Jordán! -clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra.
Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia dio un alarido de horror.
-¡Soy yo, Alicia, soy yo!
Alicia lo miró con extravió, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de largo rato
de estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre las suyas la mano de
su marido, acariciándola temblando.
Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide, apoyado en la alfombra
sobre los dedos, que tenía fijos en ella los ojos.
Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se
acababa, desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente cómo. En
la última consulta Alicia yacía en estupor mientras ellos la pulsaban, pasándose de
uno a otro la muñeca inerte. La observaron largo rato en silencio y siguieron al
comedor.
-Pst… -se encogió de hombros desalentado su médico-. Es un caso serio… poco
hay que hacer…
-¡Sólo eso me faltaba! -resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la mesa.
Alicia fue extinguiéndose en su delirio de anemia, agravado de tarde, pero que
remitía siempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba su enfermedad,
pero cada mañana amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que únicamente de
noche se le fuera la vida en nuevas alas de sangre. Tenía siempre al despertar la
sensación de estar desplomada en la cama con un millón de kilos encima. Desde el
tercer día este hundimiento no la abandonó más. Apenas podía mover la cabeza.
No quiso que le tocaran la cama, ni aún que le arreglaran el almohadón. Sus terrores
crepusculares avanzaron en forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama
y trepaban dificultosamente por la colcha.
Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media voz. Las
luces continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio
agónico de la casa, no se oía más que el delirio monótono que salía de la cama, y
el rumor ahogado de los eternos pasos de Jordán.
Alicia murió, por fin. La sirvienta, que entró después a deshacer la cama, sola ya,
miró un rato extrañada el almohadón.
-¡Señor! -llamó a Jordán en voz baja-. En el almohadón hay manchas que parecen
de sangre.
Jordán se acercó rápidamente Y se dobló a su vez. Efectivamente, sobre la funda,
a ambos lados del hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se veían manchitas
oscuras.
-Parecen picaduras -murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil
observación.
-Levántelo a la luz -le dijo Jordán.
La sirvienta lo levantó, pero enseguida lo dejó caer, y se quedó mirando a aquél,
lívida y temblando. Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos se le erizaban.
-¿Qué hay? -murmuró con la voz ronca.
-Pesa mucho -articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.
Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la mesa del
comedor Jordán cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores volaron,
y la sirvienta dio un grito de horror con toda la boca abierta, llevándose las manos
crispadas a los bandós. Sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las
patas velludas, había un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan
hinchado que apenas se le pronunciaba la boca.
Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado
sigilosamente su boca -su trompa, mejor dicho- a las sienes de aquélla, chupándole
la sangre. La picadura era casi imperceptible. La remoción diaria del almohadón
había impedido sin duda su desarrollo, pero desde que la joven no pudo moverse,
la succión fue vertiginosa. En cinco días, en cinco noches, había vaciado a Alicia.
Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en
ciertas condiciones proporciones enormes. La sangre humana parece serles
particularmente favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones de pluma.
Luvina
Juan Rulfo (1917-1986)
De los cerros altos del sur, el de Luvina es el más alto y el más pedregoso. Está
plagado de esa piedra gris con la que hacen la cal, pero en Luvina no hacen cal con
ella ni le sacan ningún provecho. Allí la llaman piedra cruda, y la loma que sube
hacia Luvina la nombran Cuesta de la Piedra Cruda. El aire y el sol se han
encargado de desmenuzarla, de modo que la tierra de por allí es blanca y brillante
como si estuviera rociada siempre por el rocío del amanecer; aunque esto es un
puro decir, porque en Luvina los días son tan fríos como las noches y el rocío se
cuaja en el cielo antes que llegue a caer sobre la tierra.
…Y la tierra es empinada. Se desgaja por todos lados en barrancas hondas, de un
fondo que se pierde de tan lejano. Dicen los de Luvina que de aquellas barrancas
suben los sueños; pero yo lo único que vi subir fue el viento, en tremolina, como si
allá abajo lo hubieran encañonado en tubos de carrizo. Un viento que no deja crecer
ni a las dulcamaras: esas plantitas tristes que apenas si pueden vivir un poco
untadas en la tierra, agarradas con todas sus manos al despeñadero de los montes.
Sólo a veces, allí donde hay un poco de sombra, escondido entre las piedras, florece
el chicalote con sus amapolas blancas. Pero el chicalote pronto se marchita.
Entonces uno lo oye rasguñando el aire con sus ramas espinosas, haciendo un ruido
como el de un cuchillo sobre una piedra de afilar.
-Ya mirará usted ese viento que sopla sobre Luvina. Es pardo. Dicen que porque
arrastra arena de volcán; pero lo cierto es que es un aire negro. Ya lo verá usted.
Se planta en Luvina prendiéndose de las cosas como si las mordiera. Y sobran días
en que se lleva el techo de las casas como si se llevara un sombrero de petate,
dejando los paredones lisos, descobijados. Luego rasca como si tuviera uñas: uno
lo oye mañana y tarde, hora tras hora, sin descanso, raspando las paredes,
arrancando tecatas de tierra, escarbando con su pala picuda por debajo de las
puertas, hasta sentirlo bullir dentro de uno como si se pusiera a remover los goznes
de nuestros mismos huesos. Ya lo verá usted.
El hombre aquel que hablaba se quedó callado un rato, mirando hacia afuera.
Hasta ellos llegaba el sonido del río pasando sus crecidas aguas por las ramas de
los camichines, el rumor del aire moviendo suavemente las hojas de los almendros,
y los gritos de los niños jugando en el pequeño espacio iluminado por la luz que
salía de la tienda.
Los comejenes entraban y rebotaban contra la lámpara de petróleo, cayendo al
suelo con las alas chamuscadas. Y afuera seguía avanzando la noche.
-¡Oye, Camilo, mándanos otras dos cervezas más! -volvió a decir el hombre.
Después añadió:
-Otra cosa, señor. Nunca verá usted un cielo azul en Luvina. Allí todo el horizonte
está desteñido; nublado siempre por una mancha caliginosa que no se borra nunca.
Todo el lomerío pelón, sin un árbol, sin una cosa verde para descansar los ojos;
todo envuelto en el calín ceniciento. Usted verá eso: aquellos cerros apagados como
si estuvieran muertos y a Luvina en el más alto, coronándolo con su blanco caserío
como si fuera una corona de muerto…
Los gritos de los niños se acercaron hasta meterse dentro de la tienda. Eso hizo
que el hombre se levantara, fuera hacia la puerta y les dijera: “¡Váyanse más lejos!
¡No interrumpan! Sigan jugando, pero sin armar alboroto.”
Luego, dirigiéndose otra vez a la mesa, se sentó y dijo:
-Pues sí, como le estaba diciendo. Allá llueve poco. A mediados de año llegan unas
cuantas tormentas que azotan la tierra y la desgarran, dejando nada más el pedregal
flotando encima del tepetate. Es bueno ver entonces cómo se arrastran las nubes,
cómo andan de un cerro a otro dando tumbos como si fueran vejigas infladas;
rebotando y pegando de truenos igual que si se quebraran en el filo de las
barrancas. Pero después de diez o doce días se van y no regresan sino al año
siguiente, y a veces se da el caso de que no regresen en varios años.
“…Sí, llueve poco. Tan poco o casi nada, tanto que la tierra, además de estar reseca
y achicada como cuero viejo, se ha llenado de rajaduras y de esa cosa que allí llama
‘pasojos de agua’, que no son sino terrones endurecidos como piedras filosas que
se clavan en los pies de uno al caminar, como si allí hasta a la tierra le hubieran
crecido espinas. Como si así fuera.”
Bebió la cerveza hasta dejar sólo burbujas de espuma en la botella y siguió diciendo:
-Por cualquier lado que se le mire, Luvina es un lugar muy triste. Usted que va para
allá se dará cuenta. Yo diría que es el lugar donde anida la tristeza. Donde no se
conoce la sonrisa, como si a toda la gente le hubieran entablado la cara. Y usted, si
quiere, puede ver esa tristeza a la hora que quiera. El aire que allí sopla la revuelve,
pero no se la lleva nunca. Está allí como si allí hubiera nacido. Y hasta se puede
probar y sentir, porque está siempre encima de uno, apretada contra de uno, y
porque es oprimente como un gran cataplasma sobre la viva carne del corazón.
“…Dicen los de allí que cuando llena la luna, ven de bulto la figura del viento
recorriendo las calles de Luvina, llevando a rastras una cobija negra; pero yo
siempre lo que llegué a ver, cuando había luna en Luvina, fue la imagen del
desconsuelo… siempre.
”Pero tómese su cerveza. Veo que no le ha dado ni siquiera una probadita.
Tómesela. O tal vez no le guste así tibia como está. Y es que aquí no hay de otra.
Yo sé que así sabe mal; que agarra un sabor como a meados de burro. Aquí uno
se acostumbra. A fe que allá ni siquiera esto se consigue. Cuando vaya a Luvina la
extrañará. Allí no podrá probar sino un mezcal que ellos hacen con una yerba
llamada hojasé, y que a los primeros tragos estará usted dando de volteretas como
si lo chacamotearan. Mejor tómese su cerveza. Yo sé lo que le digo.”
Allá afuera seguía oyéndose el batallar del río. El rumor del aire. Los niños jugando.
Parecía ser aún temprano, en la noche.
El hombre se había ido a asomar una vez más a la puerta y había vuelto. Ahora
venía diciendo:
-Resulta fácil ver las cosas desde aquí, meramente traídas por el recuerdo, donde
no tienen parecido ninguno. Pero a mí no me cuesta ningún trabajo seguir
hablándole de lo que sé, tratándose de Luvina. Allá viví. Allá dejé la vida… Fui a ese
lugar con mis ilusiones cabales y volví viejo y acabado. Y ahora usted va para allá…
Está bien. Me parece recordar el principio. Me pongo en su lugar y pienso… Mire
usted, cuando yo llegué por primera vez a Luvina… ¿Pero me permite antes que
me tome su cerveza? Veo que usted no le hace caso. Y a mí me sirve de mucho.
Me alivia. Siento como si me enjuagara la cabeza con aceite alcanforado… Bueno,
le contaba que cuando llegué por primera vez a Luvina, el arriero que nos llevó no
quiso dejar siquiera que descansaran las bestias. En cuanto nos puso en el suelo,
se dio media vuelta:
“-Yo me vuelvo -nos dijo.
“Espera, ¿no vas a dejar sestear a tus animales? Están muy aporreados.
“-Aquí se fregarían más -nos dijo- mejor me vuelvo.
“Y se fue dejándose caer por la Cuesta de la Piedra Cruda, espoleando sus caballos
como si se alejara de algún lugar endemoniado.
“Nosotros, mi mujer y mis tres hijos, nos quedamos allí, parados en la mitad de la
plaza, con todos nuestros ajuares en nuestros brazos. En medio de aquel lugar en
donde sólo se oía el viento…
“Una plaza sola, sin una sola yerba para detener el aire. Allí nos quedamos.
“Entonces yo le pregunté a mi mujer:
“-¿En qué país estamos, Agripina?
“Y ella se alzó de hombros.
“-Bueno, si no te importa, ve a buscar dónde comer y dónde pasar la noche. Aquí te
aguardamos -le dije.
“Ella agarró al más pequeño de sus hijos y se fue. Pero no regresó.
“Al atardecer, cuando el sol alumbraba sólo las puntas de los cerros, fuimos a
buscarla. Anduvimos por los callejones de Luvina, hasta que la encontramos metida
en la iglesia: sentada mero en medio de aquella iglesia solitaria, con el niño dormido
entre sus piernas.
“-¿Qué haces aquí Agripina?
“-Entré a rezar -nos dijo.
“-¿Para qué? -le pregunté yo.
“Y ella se alzó de hombros.
“Allí no había a quién rezarle. Era un jacalón vacío, sin puertas, nada más con unos
socavones abiertos y un techo resquebrajado por donde se colaba el aire como un
cedazo.
“-¿Dónde está la fonda?
“-No hay ninguna fonda.
“-¿Y el mesón?
“-No hay ningún mesón
“-¿Viste a alguien? ¿Vive alguien aquí? -le pregunté.
“-Sí, allí enfrente… unas mujeres… Las sigo viendo. Mira, allí tras las rendijas de
esa puerta veo brillar los ojos que nos miran… Han estado asomándose para acá…
Míralas. Veo las bolas brillantes de su ojos… Pero no tienen qué darnos de comer.
Me dijeron sin sacar la cabeza que en este pueblo no había de comer… Entonces
entré aquí a rezar, a pedirle a Dios por nosotros.
“-¿Porqué no regresaste allí? Te estuvimos esperando.
“-Entré aquí a rezar. No he terminado todavía.
“-¿Qué país éste, Agripina?
“ Y ella volvió a alzarse de hombros.
“Aquella noche nos acomodamos para dormir en un rincón de la iglesia, detrás del
altar desmantelado. Hasta allí llegaba el viento, aunque un poco menos fuerte. Lo
estuvimos oyendo pasar encima de nosotros, con sus largos aullidos; lo estuvimos
oyendo entrar y salir de los huecos socavones de las puertas; golpeando con sus
manos de aire las cruces del viacrucis: unas cruces grandes y duras hechas con
palo de mezquite que colgaban de las paredes a todo lo largo de la iglesia,
amarradas con alambres que rechinaban a cada sacudida del viento como si fuera
un rechinar de dientes.
“Los niños lloraban porque no los dejaba dormir el miedo. Y mi mujer, tratando de
retenerlos a todos entre sus brazos. Abrazando su manojo de hijos. Y yo allí, sin
saber qué hacer.
“Poco después del amanecer se calmó el viento. Después regresó. Pero hubo un
momento en esa madrugada en que todo se quedó tranquilo, como si el cielo se
hubiera juntado con la tierra, aplastando los ruidos con su peso… Se oía la
respiración de los niños ya descansada. Oía el resuello de mi mujer ahí a mi lado:
“-¿Qué es? -me dijo.
“-¿Qué es qué? -le pregunté.
“-Eso, el ruido ese.
“-Es el silencio. Duérmete. Descansa, aunque sea un poquito, que ya va a
amanecer.
“Pero al rato oí yo también. Era como un aletear de murciélagos en la oscuridad,
muy cerca de nosotros. De murciélagos de grandes alas que rozaban el suelo. Me
levanté y se oyó el aletear más fuerte, como si la parvada de murciélagos se hubiera
espantado y volara hacia los agujeros de las puertas. Entonces caminé de puntitas
hacia allá, sintiendo delante de mí aquel murmullo sordo. Me detuve en la puerta y
las vi. Vi a todas las mujeres de Luvina con su cántaro al hombro, con el rebozo
colgado de su cabeza y sus figuras negras sobre el negro fondo de la noche.
“-¿Qué quieren? -les pregunté- ¿Qué buscan a estas horas?
“ Una de ellas respondió:
“-Vamos por agua.
“Las vi paradas frente a mí, mirándome. Luego, como si fueran sombras, echaron a
caminar calle abajo con sus negros cántaros.
“ No, no se me olvidará jamás esa primera noche que pasé en Luvina.
“…¿No cree que esto se merece otro trago? Aunque sea nomás para que se me
quite el mal sabor del recuerdo.”
-Me parece que usted me preguntó cuántos años estuve en Luvina, ¿verdad…? La
verdad es que no lo sé. Perdí la noción del tiempo desde que las fiebres me lo
enrevesaron; pero debió haber sido una eternidad… Y es que allá el tiempo es muy
largo. Nadie lleva la cuenta de las horas ni a nadie le preocupa cómo van
amontonándose los años. Los días comienzan y se acaban. Luego viene la noche.
Solamente el día y la noche hasta el día de la muerte, que para ellos es una
esperanza.
“Usted ha de pensar que le estoy dando vueltas a una misma idea. Y así es, sí
señor… Estar sentado en el umbral de la puerta, mirando la salida y la puesta del
sol, subiendo y bajando la cabeza, hasta que acaban aflojándose los resortes y
entonces todo se queda quieto, sin tiempo, como si viviera siempre en la eternidad.
Esto hacen allí los viejos.
“Porque en Luvina sólo viven los puros viejos y los que todavía no han nacido, como
quien dice… Y mujeres sin fuerzas, casi trabadas de tan flacas. Los niños que han
nacido allí se han ido… Apenas les clarea el alba y ya son hombres. Como quien
dice, pegan el brinco del pecho de la madre al azadón y desaparecen de Luvina.
Así es allí la cosa.
“Sólo quedan los puros viejos y las mujeres solas, o con un marido que anda donde
sólo Dios sabe dónde… Vienen de vez en cuando como las tormentas de que les
hablaba; se oye un murmullo en todo el pueblo cuando regresan y un como gruñido
cuando se van… Dejan el costal de bastimento para los viejos y plantan otro hijo en
el vientre de sus mujeres, y ya nadie vuelve a saber de ellos hasta el año siguiente,
y a veces nunca… Es la costumbre. Allí le dicen la ley, pero es lo mismo. Los hijos
se pasan la vida trabajando para los padres como ellos trabajaron para los suyos y
como quién sabe cuántos atrás de ellos cumplieron con su ley…
“Mientras tanto, los viejos aguardan por ellos y por el día de la muerte, sentados en
sus puertas, con los brazos caídos, movidos sólo por esa gracia que es la gratitud
del hijo… Solos, en aquella soledad de Luvina.
“Un día traté de convencerlos de que se fueran a otro lugar, donde la tierra fuera
buena. ‘¡Vámonos de aquí! -les dije-. No faltará modo de acomodarnos en alguna
parte. El Gobierno nos ayudará.’
“Ellos me oyeron, sin parpadear, mirándome desde el fondo de sus ojos, de los que
sólo se asomaba una lucecita allá muy adentro.
“-¿Dices que el Gobierno nos ayudará, profesor? ¿Tú no conoces al Gobierno?
“Les dije que sí.
“-También nosotros lo conocemos. Da esa casualidad. De lo que no sabemos nada
es de la madre de Gobierno.
“Yo les dije que era la Patria. Ellos movieron la cabeza diciendo que no. Y se rieron.
Fue la única vez que he visto reír a la gente de Luvina. Pelaron los dientes
molenques y me dijeron que no, que el Gobierno no tenía madre.
“Y tienen razón, ¿sabe usted? El señor ese sólo se acuerda de ellos cuando alguno
de los muchachos ha hecho alguna fechoría acá abajo. Entonces manda por él
hasta Luvina y se lo matan. De ahí en más no saben si existe.
“-Tú nos quieres decir que dejemos Luvina porque, según tú, ya estuvo bueno de
aguantar hambres sin necesidad -me dijeron-. Pero si nosotros nos vamos, ¿quién
se llevará a nuestros muertos? Ellos viven aquí y no podemos dejarlos solos.
“Y allá siguen. Usted los verá ahora que vaya. Mascando bagazos de mezquite seco
y tragándose su propia saliva. Los mirará pasar como sombras, repegados al muro
de las casas, casi arrastrados por el viento.
“-¿No oyen ese viento? -les acabé por decir-. Él acabará con ustedes.
“-Dura lo que debe de durar. Es el mandato de Dios -me contestaron-. Malo cuando
deja de hacer aire. Cuando eso sucede, el sol se arrima mucho a Luvina y nos chupa
la sangre y la poca agua que tenemos en el pellejo. El aire hace que el sol se esté
allá arriba. Así es mejor.
“Ya no volví a decir nada. Me salí de Luvina y no he vuelto ni pienso regresar.
“…Pero mire las maromas que da el mundo. Usted va para allá ahora, dentro de
pocas horas. Tal vez ya se cumplieron quince años que me dijeron a mí lo mismo:
‘Usted va a ir a San Juan Luvina.’
En esa época tenía yo mis fuerzas. Estaba cargado de ideas… Usted sabe que a
todos nosotros nos infunden ideas. Y uno va con esa plata encima para plasmarla
en todas partes. Pero en Luvina no cuajó eso. Hice el experimento y se deshizo…
“San Juan Luvina. Me sonaba a nombre de cielo aquel nombre. Pero aquello es el
purgatorio. Un lugar moribundo donde se han muerto hasta los perros y ya no hay
ni quien le ladre al silencio; pues en cuanto uno se acostumbra al vendaval que allí
sopla, no se oye sino el silencio que hay en todas las soledades. Y eso acaba con
uno. Míreme a mí. Conmigo acabó. Usted que va para allá comprenderá pronto lo
que le digo..
“¿Qué opina usted si le pedimos a este señor que nos matice unos mezcalitos? Con
la cerveza se levanta uno a cada rato y eso interrumpe mucho la plática. ¡Oye ,
Camilo, mándanos ahora unos mezcales!
“Pues sí, como le estaba yo diciendo…”
Pero no dijo nada. Se quedó mirando un punto fijo sobre la mesa donde los
comejenes ya sin sus alas rondaban como gusanitos desnudos.
Afuera seguía oyéndose cómo avanzaba la noche. El chapoteo del río contra los
troncos de los camichines. El griterío ya muy lejano de los niños. Por el pequeño
cielo de la puerta se asomaban las estrellas.
El hombre que miraba a los comejenes se recostó sobre la mesa y se quedó
dormido.
La cena
Alfonso Reyes (1889-1959)
La cena, que recrea y enamora.
San Juan de la Cruz
Tuve que correr a través de calles desconocidas. El término de mi marcha parecía
correr delante de mis pasos, y la hora de la cita palpitaba ya en los relojes públicos.
Las calles estaban solas. Serpientes de focos eléctricos bailaban delante de mis
ojos. A cada instante surgían glorietas circulares, sembrados arriates, cuya verdura,
a la luz artificial de la noche, cobraba una elegancia irreal. Creo haber visto multitud
de torres —no sé si en las casas, si en las glorietas— que ostentaban a los cuatro
vientos, por una iluminación interior, cuatro redondas esferas de reloj.
Yo corría, azuzado por un sentimiento supersticioso de la hora. Si las nueve
campanadas, me dije, me sorprenden sin tener la mano sobre la aldaba de la puerta,
algo funesto acontecerá. Y corría frenéticamente, mientras recordaba haber corrido
a igual hora por aquel sitio y con un anhelo semejante. ¿Cuándo?
Al fin los deleites de aquella falsa recordación me absorbieron de manera que volví
a mi paso normal sin darme cuenta. De cuando en cuando, desde las intermitencias
de mi meditación, veía que me hallaba en otro sitio, y que se desarrollaban ante mí
nuevas perspectivas de focos, de placetas sembradas, de relojes iluminados… No
sé cuánto tiempo transcurrió, en tanto que yo dormía en el mareo de mi respiración
agitada.
De pronto, nueve campanadas sonoras resbalaron con metálico frío sobre mi
epidermis. Mis ojos, en la última esperanza, cayeron sobre la puerta más cercana:
aquél era el término.
Entonces, para disponer mi ánimo, retrocedí hacia los motivos de mi presencia en
aquel lugar. Por la mañana, el correo me había llevado una esquela breve y
sugestiva. En el ángulo del papel se leían, manuscritas, las señas de una casa. La
fecha era del día anterior. La carta decía solamente:
«Doña Magdalena y su hija Amalia esperan a usted a cenar mañana, a las nueve
de la noche. ¡Ah, si no faltara!...»
Ni una letra más.
Yo siempre consiento en las experiencias de lo imprevisto. El caso, además, ofrecía
singular atractivo: el tono, familiar y respetuoso a la vez, con que el anónimo
designaba a aquellas señoras desconocidas; la ponderación: «¡Ah, si no faltara!...»,
tan vaga y tan sentimental, que parecía suspendida sobre un abismo de
confesiones, todo contribuyó a decidirme. Y acudí, con el ansia de una emoción
informulable. Cuando, a veces, en mis pesadillas, evoco aquella noche fantástica
(cuya fantasía está hecha de cosas cotidianas y cuyo equívoco misterio crece sobre
la humilde raíz de lo posible), paréceme jadear a través de avenidas de relojes y
torreones, solemnes como esfinges de la calzada de algún templo egipcio.
La puerta se abrió. Yo estaba vuelto a la calle y vi, de súbito, caer sobre el suelo un
cuadro de luz que arrojaba, junto a mi sombra, la sombra de una mujer desconocida.
Volvíme: con la luz por la espalda y sobre mis ojos deslumbrados, aquella mujer no
era para mí más que una silueta, donde mi imaginación pudo pintar varios ensayos
de fisonomía, sin que ninguno correspondiera al contorno, en tanto que balbuceaba
yo algunos saludos y explicaciones.
—Pase usted, Alfonso.
Y pasé, asombrado de oírme llamar como en mi casa. Fue una decepción el
vestíbulo. Sobre las palabras románticas de la esquela (a mí, al menos, me parecían
románticas), había yo fundado la esperanza de encontrarme con una antigua casa,
llena de tapices, de viejos retratos y de grandes sillones; una antigua casa sin estilo,
pero llena de respetabilidad. A cambio de esto, me encontré con un vestíbulo
diminuto y con una escalerilla frágil, sin elegancia; lo cual más bien prometía
dimensiones modernas y estrechas en el resto de la casa. El piso era de madera
encerada; los raros muebles tenían aquel lujo frío de las cosas de Nueva York, y en
el muro, tapizado de verde claro, gesticulaban, como imperdonable signo de
trivialidad, dos o tres máscaras japonesas. Hasta llegué a dudar… Pero alcé la vista
y quedé tranquilo: ante mí, vestida de negro, esbelta, digna, la mujer que acudió a
introducirme me señalaba la puerta del salón. Su silueta se había colorado ya de
facciones; su cara me habría resultado insignificante, a no ser por una expresión
marcada de piedad; sus cabellos castaños, algo flojos en el peinado, acabaron de
precipitar una extraña convicción en mi mente: todo aquel ser me pareció plegarse
y formarse a las sugestiones de un nombre.
—¿Amalia?— pregunté.
—Sí—. Y me pareció que yo mismo me contestaba.
El salón, como lo había imaginado, era pequeño. Mas el decorado, respondiendo a
mis anhelos, chocaba notoriamente con el del vestíbulo. Allí estaban los tapices y
las grandes sillas respetables, la piel de oso al suelo, el espejo, la chimenea, los
jarrones; el piano de candeleros lleno de fotografías y estatuillas —el piano en que
nadie toca—, y, junto al estrado principal, el caballete con un retrato amplificado y
manifiestamente alterado: el de un señor de barba partida y boca grosera.
Doña Magdalena, que ya me esperaba instalada en un sillón rojo, vestía también de
negro y llevaba al pecho una de aquellas joyas gruesísimas de nuestros padres:
una bola de vidrio con un retrato interior, ceñida por un anillo de oro. El misterio del
parecido familiar se apoderó de mí. Mis ojos iban, inconscientemente, de doña
Magdalena a Amalia, y del retrato a Amalia. Doña Magdalena, que lo notó, ayudó
mis investigaciones con alguna exégesis oportuna.
Lo más adecuado hubiera sido sentirme incómodo, manifestarme sorprendido,
provocar una explicación. Pero doña Magdalena y su hija Amalia me hipnotizaron,
desde los primeros instantes, con sus miradas paralelas. Doña Magdalena era una
mujer de sesenta años; así es que consistió en dejar a su hija los cuidados de la
iniciación. Amalia charlaba; doña Magdalena me miraba; yo estaba entregado a mi
ventura.
A la madre tocó —es de rigor— recordarnos que era ya tiempo de cenar. En el
comedor la charla se hizo más general y corriente. Yo acabé por convencerme de
que aquellas señoras no habían querido más que convidarme a cenar, y a la
segunda copa de Chablis me sentí sumido en un perfecto egoísmo del cuerpo lleno
de generosidades espirituales. Charlé, reí y desarrollé todo mi ingenio, tratando
interiormente de disimularme la irregularidad de mi situación. Hasta aquel instante
las señoras habían procurado parecerme simpáticas; desde entonces sentí que
había comenzado yo mismo a serles agradable.
El aire piadoso de la cara de Amalia se propagaba, por momentos, a la cara de la
madre. La satisfacción, enteramente fisiológica, del rostro de doña Magdalena
descendía, a veces, al de su hija. Parecía que estos dos motivos flotasen en el
ambiente, volando de una cara a la otra.
Nunca sospeché los agrados de aquella conversación. Aunque ella sugería,
vagamente, no sé qué evocaciones de Sudermann, con frecuentes rondas al difícil
campo de las responsabilidades domésticas y —como era natural en mujeres de
espíritu fuerte— súbitos relámpagos ibsenianos, yo me sentía tan a mi gusto como
en casa de alguna tía viuda y junto a alguna prima, amiga de la infancia, que ha
comenzado a ser solterona.
Al principio, la conversación giró toda sobre cuestiones comerciales, económicas,
en que las dos mujeres parecían complacerse. No hay asunto mejor que éste
cuando se nos invita a la mesa en alguna casa donde no somos de confianza.
Después, las cosas siguieron de otro modo. Todas las frases comenzaron a volar
como en redor de alguna lejana petición. Todas tendían a un término que yo mismo
no sospechaba. En el rostro de Amalia apareció, al fin, una sonrisa aguda,
inquietante. Comenzó visiblemente a combatir contra alguna interna tentación. Su
boca palpitaba, a veces, con el ansia de las palabras, y acababa siempre por
suspirar. Sus ojos se dilataban de pronto, fijándose con tal expresión de espanto o
abandono en la pared que quedaba a mis espaldas, que más de una vez,
asombrado, volví el rostro yo mismo. Pero Amalia no parecía consciente del daño
que me ocasionaba. Continuaba con sus sonrisas, sus asombros y sus suspiros, en
tanto que yo me estremecía cada vez que sus ojos miraban por sobre mi cabeza.
Al fin, se entabló, entre Amalia y doña Magdalena, un verdadero coloquio de
suspiros. Yo estaba ya desazonado. Hacia el centro de la mesa, y, por cierto, tan
baja que era una constante incomodidad, colgaba la lámpara de dos luces. Y sobre
los muros se proyectaban las sombras desteñidas de las dos mujeres, en tal forma
que no era posible fijar la correspondencia de las sombras con las personas. Me
invadió una intensa depresión, y un principio de aburrimiento se fue apoderando de
mí. De lo que vino a sacarme esta invitación insospechada:
—Vamos al jardín.
Esta nueva perspectiva me hizo recobrar mis espíritus. Condujéronme a través de
un cuarto cuyo aseo y sobriedad hacia pensar en los hospitales. En la oscuridad de
la noche pude adivinar un jardincillo breve y artificial, como el de un camposanto.
Nos sentamos bajo el emparrado. Las señoras comenzaron a decirme los nombres
de las flores que yo no veía, dándose el cruel deleite de interrogarme después sobre
sus recientes enseñanzas. Mi imaginación, destemplada por una experiencia tan
larga de excentricidades, no hallaba reposo. Apenas me dejaba escuchar y casi no
me permitía contestar. Las señoras sonreían ya (yo lo adivinaba) con pleno
conocimiento de mi estado. Comencé a confundir sus palabras con mi fantasía. Sus
explicaciones botánicas, hoy que las recuerdo, me parecen monstruosas como un
delirio: creo haberles oído hablar de flores que muerden y de flores que besan; de
tallos que se arrancan a su raíz y os trepan, como serpientes, hasta el cuello.
La oscuridad, el cansancio, la cena, el Chablis, la conversación misteriosa sobre
flores que yo no veía (y aun creo que no las había en aquel raquítico jardín), todo
me fue convidando al sueño; y me quedé dormido sobre el banco, bajo el
emparrado.
—¡Pobre capitán! —oí decir cuando abrí los ojos—. Lleno de ilusiones marchó a
Europa. Para él se apagó la luz.
En mi alrededor reinaba la misma oscuridad. Un vientecillo tibio hacía vibrar el
emparrado. Doña Magdalena y Amalia conversaban junto a mí, resignadas a tolerar
mi mutismo. Me pareció que habían trocado los asientos durante mi breve sueño;
eso me pareció…
—Era capitán de Artillería —me dijo Amalia—; joven y apuesto si los hay.
Su voz temblaba.
Y en aquel punto sucedió algo que en otras circunstancias me habría parecido
natural, pero entonces me sobresaltó y trajo a mis labios mi corazón. Las señoras,
hasta entonces, sólo me habían sido perceptibles por el rumor de su charla y de su
presencia. En aquel instante alguien abrió una ventana en la casa, y la luz vino a
caer, inesperada, sobre los rostros de las mujeres. Y —¡oh cielos!— los vi iluminarse
de pronto, autonómicos, suspensos en el aire —perdidas las ropas negras en la
oscuridad del jardín— y con la expresión de piedad grabada hasta la dureza en los
rasgos. Eran como las caras iluminadas en los cuadros de Echave el Viejo, astros
enormes y fantásticos.
Salté sobre mis pies sin poder dominarme ya.
—Espere usted —gritó entonces doña Magdalena—; aún falta lo más terrible.
Y luego, dirigiéndose a Amalia: —Hija mía, continúa; este caballero no puede
dejarnos ahora y marcharse sin oírlo todo.
—Y bien —dijo Amalia—: el capitán se fue a Europa. Pasó de noche por París, por
la mucha urgencia de llegar a Berlín. Pero todo su anhelo era conocer París. En
Alemania tenía que hacer no sé qué estudios en cierta fábrica de cañones… Al día
siguiente de llegado, perdió la vista en la explosión de una caldera.
Yo estaba loco. Quise preguntar; ¿qué preguntaría? Quise hablar; ¿qué diría? ¿Qué
había sucedido junto a mí? ¿Para qué me habían convidado?
La ventana volvió a cerrarse, y los rostros de las mujeres volvieron a desaparecer.
La voz de la hija resonó:
—¡Ay! Entonces, y sólo entonces, fue llevado a París. ¡A París, que había sido todo
su anhelo! Figúrese usted que pasó bajo el Arco de la Estrella: pasó ciego bajo el
Arco de la Estrella, adivinándolo todo a su alrededor… Pero usted le hablará de
París, ¿verdad? Le hablará del París que él no pudo ver. ¡Le hará tanto bien!
(«¡Ah, si no faltara!»… «¡Le hará tanto bien!»)
Y entonces me arrastraron a la sala, llevándome por los brazos como a un inválido.
A mis pies se habían enredado las guías vegetales del jardín; había hojas sobre mi
cabeza.
—Helo aquí —me dijeron mostrándome un retrato. Era un militar. Llevaba un casco
guerrero, una capa blanca, y los galones plateados en las mangas y en las presillas
como tres toques de clarín. Sus hermosos ojos, bajo las alas perfectas de las cejas,
tenían un imperio singular. Miré a las señoras: las dos sonreían como en el
desahogo de la misión cumplida. Contemplé de nuevo el retrato; me vi yo mismo en
el espejo; verifiqué la semejanza: yo era como una caricatura de aquel retrato. El
retrato tenía una dedicatoria y una firma. La letra era la misma de la esquela
anónima recibida por la mañana.
El retrato había caído de mis manos, y las dos señoras me miraban con una cómica
piedad. Algo sonó en mis oídos como una araña de cristal que se estrellara contra
el suelo.
Y corrí, a través de calles desconocidas. Bailaban los focos delante de mis ojos. Los
relojes de los torreones me espiaban, congestionados de luz… ¡Oh, cielos! Cuando
alcancé, jadeante, la tabla familiar de mi puerta, nueve sonoras campanadas
estremecían la noche.
Sobre mi cabeza había hojas; en mi ojal, una florecilla modesta que yo no corté.
El círculo
Óscar Cerrruto (1912-1981)
La calle estaba oscura y fría. Un aire viejo, difícil de respirar y como endurecido en
su quietud, lo golpeó en la cara. Sus pasos resonaron en la noche estancada del
pasaje. Vicente se levantó el cuello del abrigo, tiritó involuntariamente. Parecía que
todo el frío de la ciudad se hubiese concentrado en esa cortada angosta, de piso
desigual, un frío de tumba, compacto. "Claro —se dijo y sus dientes
castañeteaban—, vengo de otros climas. Esto ya no es para mí." Se detuvo ante
una puerta. Sí, ésa era la casa. Miró la ventana, antes de llamar, la única ventana
por la que se filtraban débiles hilos de luz. Lo demás era un bloque informe de
sombra. En el pequeño espacio de tiempo que medió entre el ademán de alzar la
mano y tocar la puerta, cruzó por su cerebro el recuerdo entero de la mujer a quien
venía a buscar, su vida con ella, su felicidad, truncada brutalmente por la partida sin
anuncio. Se había conducido como un miserable, lo reconocía. Su partida fue casi
una fuga. ¿Pero pudo proceder de otro modo? Un huésped desconocido batía ya
entonces entre los dos su ala sombría, y ese huésped era la demencia amorosa.
Hincada la garra en la entraña de Elvira, torturábala con desvaríos de sangre.
Muchas veces él vio brillar determinaciones terribles en sus ojos, y los labios, dulces
para el beso, despedían llamas y pronunciaban palabras de muerte, detrás de las
cuales percibíase la resolución que no engaña. Cualquier demora suya, cualquier
breve ausencia sin aviso, obligado por sus deberes, por el reclamo inexcusable de
sus amigos, provocaba explosiones de celos. La encontraba desgarrada, temblando
en su nerviosidad, pálida. Ni sus preguntas obtenían respuesta ni sus explicaciones
lograban romper el mutismo duro, impregnado de rencor, en que Elvira mordía su
violencia. Y de pronto estallaba en injurias y gritos, la cabellera al aire, loca de cólera
y amargos resentimientos. Llegó a pesarle ese amor como una esclavitud. Pero
eran cadenas que su voluntad no iba a romper. La turbulencia es un opio, a veces,
que paraliza el ánimo y lo encoge. Vivía Vicente refugiado en su temor, sabiendo,
al propio tiempo, lo mismo que el guardián de laboratorio, que sólo de él dependía
despertar el nudo de serpientes confiado a su custodia. Y la amaba, además.
¿Cómo soportar, si no como una enfermedad del ser querido ese flagelo que corroía
su dicha, ese concubinato con la desventura? La vida se encargaría de curarla, el
tiempo, que trae todas las soluciones. Fue la vida la que cortó de un tajo imprevisto
los lazos aflictivos. Un día recibió orden de partir. Pensó en la explicación y la
despedida, y su valor flaqueó. Engañándose a sí mismo, se prometió un retorno
próximo, se prometió escribirle. Y habían transcurrido dos años. Casi consiguió
olvidarla, ¿pero la había olvidado? Regresó a la ciudad con el espíritu ligero, conoció
otras mujeres en su ausencia, se creía liberado. Y, apenas había dejado su valija,
estaba aquí llamando a la puerta de Elvira, como antes. La puerta se abrió sin ruido,
empujada por una mano cautelosa, una voz —la voz de Elvira— preguntó: —¿Eres
tú, Vicente? —¡Elvira! —susurró él, apenas, ahogada el habla por la emoción y la
sorpresa. —¿Cómo sabías que era yo? ¿Pudiste verme, acaso en la oscuridad, a
través de las cortinas? —Te esperaba. Lo atrajo hacia adentro y cerró. —¡Es que
no puede ser! Tuve el tiempo escaso para dejar mi equipaje y venir volando hasta
acá. ¿Cómo podías saberlo? No lo sabía nadie. Ella callaba, grave, parsimoniosa.
Estaba pálida, más pálida que nunca, pensó Vicente. Lumbres de fiebre encendían
sus ojos arrasados por el desconsuelo. Como él había imaginado, con lacerante
lástima, cada vez que pensaba en ella. —La soledad enseña tantas cosas —dijo—
. Siéntate. Él ya se había sentado, con el abrigo puesto. — Hace tanto frío aquí
como afuera. ¿Por qué no enciendes la estufa? —¿Para qué? Aquí siempre hace
frío. Ya no lo siento. No había cambiado. Era así, indócil, cuando la roía alguna
desazón. ¿Iba a discutir con ella esa primera noche? Le tomó la mano helada y
permanecieron en silencio. La habitación estaba casi en penumbra, otra de sus
costumbres irritantes. Pero, en fin, no le había hecho una escena. Él esperaba una
crisis, recriminaciones, lágrimas. Nada de eso hubo. Sin embargo, no estaba
tranquilo: la tormenta podía estar incubándose. Debajo de esa máscara podía
hallarse, acechante, el furor, más aciago y enconado por el largo abandono.
Tardaba, empero, en estallar. De la figura sentada a su lado sólo le llegaba un gran
silencio apacible, una serena transigencia. Comenzó a removerse, inquieto, y de
pronto se encontró haciendo lo que menos había querido, lo que se había prometido
no hacer: ensarzado en una explicación minuciosa de su conducta, de las razones
de su marcha subrepticia, disculpándose como un niño. A medida que hablaba,
comprendía la inutilidad de ese mea culpa y el humillante renuncio. Mas no
interrumpía su discurso, y sólo cuando advirtió que sus palabras sonaban a hueco,
calló en medio de una frase, y su voz se ahogó en un tartamudeo. Con la cabeza
baja, sentía pasar el tiempo como una agua turbia. —De modo —dijo ella, al cabo—
que estuviste de viaje. La miró Vicente, absorto, no sabiendo si se burlaba de él.
¡Cómo! ¿Iba a decirle ahora que lo ignoraba, que en dos años no se había enterado
siquiera del curso de su existencia? ¿Qué juego era ése? Buscaba herirlo,
probablemente, simulando un desinterés absoluto en lo que a él concernía, aun a
costa de desmentirse. ¿No acababa de afirmar que ella lo sabía todo? ¡Bah! Se
cuidó, no obstante, de decírselo; no quería dar pretexto para que se desatara la
tormenta que su tacto había domesticado esta noche. Decidió responder, como al
descuido: —Sí, estuve ausente algún tiempo. Sólo después de una pausa Elvira
comentó enigmática: —Qué importa. Para mí ya no existe el tiempo. —
Precisamente —dijo él extrayendo de su bolsillo un menudo reloj con incrustaciones
de brillantes, te he traído esto. Nos recuerda que el tiempo es una realidad.
Consideró Elvira la joya unos instantes. Sin ajustar el broche, puso el reloj en su
muñeca. —Muy bonito —elogió. —No sé si podré usarlo. —¿Por qué no? —Déjalo
ahí, en la mesita. "Parece enferma", pensó Vicente, mientras depositaba el reloj
sobre el estuche abierto. Estaba, en efecto, delgada. Delgada y exangüe. Pero no
se atrevió a interrogarla. Estalló un trueno, lejos, en las profundidades de la noche.
La lluvia gemía en los vidrios de la ventana. Un viento desasosegado arrastraba su
caudal de rencor por las calles, sobre los techos. —Bésame —le pidió ella. La besó
largamente, estrechándola en sus brazos. El viejo amor renacía en un nuevo
imperio, y era como tocar la raíz del recuerdo, como recuperar el racimo de días ya
caídos. Refugiada en su abrazo, parecía la hija del metálico invierno, un trozo
desprendido de la noche. —Tienes que irte, Vicente. —Se puso de pie. —Volveré
mañana. —Sí. —Vendré temprano. No nos separaremos más. Te prometo... —No
prometas nada. Estoy segura. El pacto está sellado, vete. La lluvia azotaba la calle
con salvajes ramalazos de furia. ¡”Maldito tiempo!", rezongó Vicente, calado antes
de haber dado diez pasos. "A ver si ahora no encuentro un taxi." Somos prisioneros
del círculo. Uno cree haberse evadido del tenaz acero y camina, suelto al fin, un
poco extraño en su albedrío, y siente que lo hace como en el aire. Le falta un
asidero, el suelo de todos los días. Y el asidero es, de nuevo, la clausura. Vicente
atraviesa calles y plazas. Hay un ser que se desplaza de él y lo aventaja,
apresurado, con largas zancadas varoniles, ganoso del encuentro. Mientras otro, en
él, se resiste, retardando su marcha, moroso y renuente. Él mismo va siguiendo al
primero, contra su voluntad. ¿Pero sabe siquiera cuál es su voluntad? ¿Lo supo
nunca? Creyó, un momento, que era el saberse libre. Ya libre, su libertad le pesaba
como un inútil fardo. ¿Qué había logrado, si su pensamiento era Elvira, si su
reiteración, sus vigilias se llamaban Elvira? Su contienda (los dos atroces años
debatiéndose en un litigio torturado) ¿no tenía también ese nombre? Lúcido, con
una lucidez no alterada, percibía, curiosamente, la naturaleza del discorde
sentimiento, que no se parecía al amor ni era el anhelo de la carnal presencia de
Elvira, sino una penosa ansia, la atracción lancinante de una alma. La secreta
corriente lo lleva por ese trayecto tantas veces recorrido. Vicente se deja llevar.
Discurre los antiguos lugares, los saluda, ahora, a la luz del sol; entra en la calleja
familiar, luego de haber dejado atrás, a medio cumplir, sus afanes. Llama a la
puerta. Un perro que pasa se detiene a mirarlo un instante, después sigue trotando,
sin prisa, calle abajo. Vuelve a llamar y espera el eco del campanillazo. Nada oye;
el timbre, sin duda, no funciona. Toca entonces con los nudillos, en seguida más
fuerte. Ninguna respuesta. Elvira ha debido salir. ¿Pero no queda nadie en la casa?
Retrocede hasta el centro de la calzada para mirar el frente del edificio. Observa
que las celosías están corridas, los vidrios sin limpieza. Se diría una casa
abandonada. ¡Qué raro era todo esto! Una vecina se había asomado. Lo examinaba
desde la puerta de su casa, la escoba en la mano. Vicente soportó el escrutinio sin
darse por enterado. "Bruja curiosa", gruñó. La vieja avanzó por la acera. —¿Busca
a alguien, señor? —preguntó. —Sí, señora —respondió de mala gana. —Busco a
la señorita Elvira Evangelio. La mujer tornó a examinarlo, acuciosa. —¿No sabe
usted que ha muerto hace tres meses, señor? La casa está vacía. Vicente se encaró
con la entremetida. Esbozó una sonrisa. —Por suerte —dijo—, la persona a quien
busco vive, y vive aquí. —¿No pregunta usted, acaso, por la señorita Evangelio? —
Así es, señora. —Pues la señorita Evangelio ha muerto y fue enterrada
cristianamente. La casa ha sido cerrada por el juez, ya que la difunta no parecía
tener parientes. ¿Estaría en sus cabales esa anciana? Vicente la midió con
desconfianza. En cualquier caso, era una chiflada inofensiva; seguiría probando. —
Soy el novio de Elvira, señora. Estuve ausente y he vuelto ayer, para casarme con
ella. La visité anoche, conversamos un buen rato. ¿Cómo puede decir que ha
muerto? La mujer lo contemplaba ahora con espanto, dando pequeños grititos de
desconcierto. Llamó en su auxilio a un señor de aspecto fúnebre, con trazas de
funcionario jubilado, que había salido a regar sus plantas en la casa de enfrente, y
a quien Vicente recordaba haber visto en la misma faena alguna vez. El hombre se
acercó sin dar muestras de apresuramiento. —¿Oye usted lo que dice este señor,
don Cesáreo? Que anoche estuvo en esta casa... con la señorita Elvira...
visitándola. ¡Hablando con ella! Los ojos del jubilado se clavaron hoscos, en Vicente,
unos segundos: no lo encontró digno de dirigirle siquiera la palabra. Dio a
comprender, con su actitud, que juzgaba con severidad a los jóvenes inclinados a
la bebida y, volviéndole la espalda, se retiró farfullando entre dientes. Vicente
decidió marcharse. O toda esa gente estaba loca o padecía una confusión grotesca.
¡Par de zopencos! Después de todo, tenía un viso cómico el asunto. Se reiría Elvira
al saberlo. Por la noche la casa estaba toda oscura. Llamó en vano. Sus golpes
resonaban profundamente en la calma nocturna. Sus propios golpes lo pusieron
nervioso. Comenzó a traspirar, advirtió que tenía la frente humedecida. Un tanto
alarmado ya, corriendo sin reparo por las calles silenciosas, hasta encontrar un
vehículo, acudió a interrogar a algunos amigos. Todos le confirmaron que Elvira
había muerto. No se aventuró a referirles su extraña experiencia; temía que lo
tomaran a risa. Peor aún: temía que le creyeran. Hay una zona de la conciencia que
se toca con el sueño, o con mundos parecidos al sueño. Creía estar pisando esa
zona, esa linde de a la que los vapores azules del alcohol nos aproximan. Y con la
misma dificultad del ebrio o del delirante, su espíritu luchaba por discernir la
realidad. Cuando el juez, accediendo a su demanda, abrió la casa de la muerta,
Vicente descubrió, sobre la mesita de la sala, el pequeño reloj con incrustaciones
de brillantes, en el estuche abierto.
Dagón
H. P. Lovecraft (1890-1937)
Escribo esto bajo una fuerte tensión mental, ya que cuando llegue la noche habré
dejado de existir. Sin dinero, y agotada mi provisión de droga, que es lo único que
me hace tolerable la vida, no puedo seguir soportando más esta tortura; me arrojaré
desde esta ventana de la buhardilla a la sórdida calle de abajo. Pese a mi esclavitud
a la morfina, no me considero un débil ni un degenerado. Cuando hayan leído estas
páginas atropelladamente garabateadas, quizá se hagan idea -aunque no del todo-
de por qué tengo que buscar el olvido o la muerte.
Fue en una de las zonas más abiertas y menos frecuentadas del anchuroso Pacífico
donde el paquebote en el que iba yo de sobrecargo cayó apresado por un corsario
alemán. La gran guerra estaba entonces en sus comienzos, y las fuerzas oceánicas
de los hunos aún no se habían hundido en su degradación posterior; así que nuestro
buque fue capturado legalmente, y nuestra tripulación tratada con toda la deferencia
y consideración debidas a unos prisioneros navales. En efecto, tan liberal era la
disciplina de nuestros opresores, que cinco días más tarde conseguí escaparme en
un pequeño bote, con agua y provisiones para bastante tiempo.
Cuando al fin me encontré libre y a la deriva, tenía muy poca idea de cuál era mi
situación. Navegante poco experto, sólo sabía calcular de manera muy vaga, por el
sol y las estrellas, que estaba algo al sur del ecuador. No sabía en absoluto en qué
longitud, y no se divisaba isla ni costa algunas. El tiempo se mantenía bueno, y
durante incontables días navegué sin rumbo bajo un sol abrasador, con la
esperanza de que pasara algún barco, o de que me arrojaran las olas a alguna
región habitable. Pero no aparecían ni barcos ni tierra, y empecé a desesperar en
mi soledad, en medio de aquella ondulante e ininterrumpida inmensidad azul.
El cambio ocurrió mientras dormía. Nunca llegaré a conocer los pormenores; porque
mi sueño, aunque poblado de pesadillas, fue ininterrumpido. Cuando desperté
finalmente, descubrí que me encontraba medio succionado en una especie de
lodazal viscoso y negruzco que se extendía a mi alrededor, con monótonas
ondulaciones hasta donde alcanzaba la vista, en el cual se había adentrado mi bote
cierto trecho.
Aunque cabe suponer que mi primera reacción fuera de perplejidad ante una
transformación del paisaje tan prodigiosa e inesperada, en realidad sentí más horror
que asombro; pues había en la atmósfera y en la superficie putrefacta una calidad
siniestra que me heló el corazón. La zona estaba corrompida de peces
descompuestos y otros animales menos identificables que se veían emerger en el
cieno de la interminable llanura. Quizá no deba esperar transmitir con meras
palabras la indecible repugnancia que puede reinar en el absoluto silencio y la estéril
inmensidad. Nada alcanzaba a oírse; nada había a la vista, salvo una vasta
extensión de légamo negruzco; si bien la absoluta quietud y la uniformidad del
paisaje me producían un terror nauseabundo.
El sol ardía en un cielo que me parecía casi negro por la cruel ausencia de nubes;
era como si reflejase la ciénaga tenebrosa que tenía bajo mis pies. Al meterme en
el bote encallado, me di cuenta de que sólo una posibilidad podía explicar mi
situación. Merced a una conmoción volcánica el fondo oceánico había emergido a
la superficie, sacando a la luz regiones que durante millones de años habían estado
ocultas bajo insondables profundidades de agua. Tan grande era la extensión de
esta nueva tierra emergida debajo de mí, que no lograba percibir el más leve rumor
de oleaje, por mucho que aguzaba el oído. Tampoco había aves marinas que se
alimentaran de aquellos peces muertos.
Durante varias horas estuve pensando y meditando sentado en el bote, que se
apoyaba sobre un costado y proporcionaba un poco de sombra al desplazarse el
sol en el cielo. A medida que el día avanzaba, el suelo iba perdiendo pegajosidad,
por lo que en poco tiempo estaría bastante seco para poderlo recorrer fácilmente.
Dormí poco esa noche, y al día siguiente me preparé una provisión de agua y
comida, a fin de emprender la marcha en busca del desaparecido mar, y de un
posible rescate.
A la mañana del tercer día comprobé que el suelo estaba bastante seco para andar
por él con comodidad. El hedor a pescado era insoportable; pero me tenían
preocupado cosas más graves para que me molestase este desagradable
inconveniente, y me puse en marcha hacia una meta desconocida. Durante todo el
día caminé constantemente en dirección oeste guiado por una lejana colina que
descollaba por encima de las demás elevaciones del ondulado desierto. Acampé
esa noche, y al día siguiente proseguí la marcha hacia la colina, aunque parecía
escasamente más cerca que la primera vez que la descubrí. Al atardecer del cuarto
día llegué al pie de dicha elevación, que resultó ser mucho más alta de lo que me
había parecido de lejos; tenía un valle delante que hacía más pronunciado el relieve
respecto del resto de la superficie. Demasiado cansado para emprender el ascenso,
dormí a la sombra de la colina.
No sé por qué, mis sueños fueron extravagantes esa noche; pero antes que la luna
menguante, fantásticamente gibosa, hubiese subido muy alto por el este de la
llanura, me desperté cubierto de un sudor frío, decidido a no dormir más. Las
visiones que había tenido eran excesivas para soportarlas otra vez. A la luz de la
luna comprendí lo imprudente que había sido al viajar de día. Sin el sol abrasador,
la marcha me habría resultado menos fatigosa; de hecho, me sentí de nuevo lo
bastante fuerte como para acometer el ascenso que por la tarde no había sido capaz
de emprender. Recogí mis cosas e inicié la subida a la cresta de la elevación.
Ya he dicho que la ininterrumpida monotonía de la ondulada llanura era fuente de
un vago horror para mí; pero creo que mi horror aumentó cuando llegué a lo alto del
monte y vi, al otro lado, una inmensa sima o cañón, cuya oscura concavidad aún no
iluminaba la luna. Me pareció que me encontraba en el borde del mundo, escrutando
desde el mismo canto hacia un caos insondable de noche eterna. En mi terror se
mezclaban extraños recuerdos del Paraíso perdido, y la espantosa ascensión de
Satanás a través de remotas regiones de tinieblas.
Al elevarse más la luna en el cielo, empecé a observar que las laderas del valle no
eran tan completamente perpendiculares como había imaginado. La roca formaba
cornisas y salientes que proporcionaban apoyos relativamente cómodos para el
descenso; y a partir de unos centenares de pies, el declive se hacía más gradual.
Movido por un impulso que no me es posible analizar con precisión, bajé
trabajosamente por las rocas, hasta el declive más suave, sin dejar de mirar hacia
las profundidades estigias donde aún no había penetrado la luz.
De repente, me llamó la atención un objeto singular que había en la ladera opuesta,
el cual se erguía enhiesto como a un centenar de yardas de donde estaba yo; objeto
que brilló con un resplandor blanquecino al recibir de pronto los primeros rayos de
la luna ascendente. No tardé en comprobar que era tan sólo una piedra gigantesca;
pero tuve la clara impresión de que su posición y su contorno no eran enteramente
obra de la Naturaleza. Un examen más detenido me llenó de sensaciones
imposibles de expresar; pues pese a su enorme magnitud, y su situación en un
abismo abierto en el fondo del mar cuando el mundo era joven, me di cuenta, sin
posibilidad de duda, de que el extraño objeto era un monolito perfectamente tallado,
cuya imponente masa había conocido el arte y quizá el culto de criaturas vivas y
pensantes.
Confuso y asustado, aunque no sin cierta emoción de científico o de arqueólogo,
examiné mis alrededores con atención. La luna, ahora casi en su cenit, asomaba
espectral y vívida por encima de los gigantescos peldaños que rodeaban el abismo,
y reveló un ancho curso de agua que discurría por el fondo formando meandros,
perdiéndose en ambas direcciones, y casi lamiéndome los pies donde me había
detenido. Al otro lado del abismo, las pequeñas olas bañaban la base del ciclópeo
monolito, en cuya superficie podía distinguir ahora inscripciones y toscos relieves.
La escritura pertenecía a un sistema de jeroglíficos desconocido para mí, distinto de
cuantos yo había visto en los libros, y consistente en su mayor parte en símbolos
acuáticos esquematizados tales como peces, anguilas, pulpos, crustáceos,
moluscos, ballenas y demás. Algunos de los caracteres representaban
evidentemente seres marinos desconocidos para el mundo moderno, pero cuyos
cuerpos en descomposición había visto yo en la llanura surgida del océano.
Sin embargo, fueron los relieves los que más me fascinaron. Claramente visibles al
otro lado del curso de agua, a causa de sus enormes proporciones, había una serie
de bajorrelieves cuyos temas habrían despertado la envidia de un Doré. Creo que
estos seres pretendían representar hombres… al menos, cierta clase de hombres;
aunque aparecían retozando como peces en las aguas de alguna gruta marina, o
rindiendo homenaje a algún monumento monolítico, bajo el agua también. No me
atrevo a descubrir con detalle sus rostros y sus cuerpos, ya que el mero recuerdo
me produce vahídos. Más grotescos de lo que podría concebir la imaginación de un
Poe o de un Bulwer, eran detestablemente humanos en general, a pesar de sus
manos y pies palmeados, sus labios espantosamente anchos y fláccidos, sus ojos
abultados y vidriosos, y demás rasgos de recuerdo menos agradable.
Curiosamente, parecían cincelados sin la debida proporción con los escenarios que
servían de fondo, ya que uno de los seres estaba en actitud de matar una ballena
de tamaño ligeramente mayor que él. Observé, como digo, sus formas grotescas y
sus extrañas dimensiones; pero un momento después decidí que se trataba de
dioses imaginarios de alguna tribu pescadora o marinera; de una tribu cuyos últimos
descendientes debieron de perecer antes que naciera el primer antepasado del
hombre de Piltdown o de Neanderthal. Aterrado ante esta visión inesperada y fugaz
de un pasado que rebasaba la concepción del más atrevido antropólogo, me quedé
pensativo, mientras la luna bañaba con misterioso resplandor el silencioso canal
que tenía ante mí.
Entonces, de repente, lo vi. Tras una leve agitación que delataba su ascensión a la
superficie, la entidad surgió a la vista sobre las aguas oscuras. Inmenso,
repugnante, aquella especie de Polifemo saltó hacia el monolito como un monstruo
formidable y pesadillesco, y lo rodeó con sus brazos enormes y escamosos, al
tiempo que inclinaba la cabeza y profería ciertos gritos acompasados. Creo que
enloquecí entonces.
No recuerdo muy bien los detalles de mi frenética subida por la ladera y el
acantilado, ni de mi delirante regreso al bote varado… Creo que canté mucho, y que
reí insensatamente cuando no podía cantar. Tengo el vago recuerdo de una
tormenta, poco después de llegar al bote; en todo caso, sé que oí el estampido de
los truenos y demás ruidos que la Naturaleza profiere en sus momentos de mayor
irritación.
Cuando salí de las sombras, estaba en un hospital de San Francisco; me había
llevado allí el capitán del barco norteamericano que había recogido mi bote en medio
del océano. Hablé de muchas cosas en mis delirios, pero averigüé que nadie había
hecho caso de las palabras. Los que me habían rescatado no sabían nada sobre la
aparición de una zona de fondo oceánico en medio del Pacífico, y no juzgué
necesario insistir en algo que sabía que no iban a creer. Un día fui a ver a un famoso
etnólogo, y lo divertí haciéndole extrañas preguntas sobre la antigua leyenda filistea
en torno a Dagón, el Dios-Pez; pero en seguida me di cuenta de que era un hombre
irremediablemente convencional, y dejé de preguntar.
Es de noche, especialmente cuando la luna se vuelve gibosa y menguante, cuando
veo a ese ser. He intentado olvidarlo con la morfina, pero la droga sólo me
proporciona una cesación transitoria, y me ha atrapado en sus garras,
convirtiéndome irremisiblemente en su esclavo. Así que voy a poner fin a todo esto,
ahora que he contado lo ocurrido para información o diversión desdeñosa de mis
semejantes. Muchas veces me pregunto si no será una fantasmagoría, un producto
de la fiebre que sufrí en el bote a causa de la insolación, cuando escapé del barco
de guerra alemán. Me lo pregunto muchas veces; pero siempre se me aparece, en
respuesta, una visión monstruosamente vívida. No puedo pensar en las
profundidades del mar sin estremecerme ante las espantosas entidades que quizá
en este instante se arrastran y se agitan en su lecho fangoso, adorando a sus
antiguos ídolos de piedra y esculpiendo sus propias imágenes detestables en
obeliscos submarinos de mojado granito. Pienso en el día que emerjan de las olas,
y se lleven entre sus garras de vapor humeantes a los endebles restos de una
humanidad exhausta por la guerra… en el día en que se hunda la tierra, y emerja el
fondo del océano en medio del universal pandemonio.
Se acerca el fin. Oigo ruido en la puerta, como si forcejeara en ella un cuerpo
inmenso y resbaladizo. No me encontrará. ¡Dios mío, esa mano! ¡La ventana! ¡La
ventana!

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