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Rubén Dittus: La crítica y los intelectuales. Documento de trabajo. Escuela de Periodismo UCSC, 2009.

La Crítica y los Intelectuales


Rubén Dittus B.
rdittus@ucsc.cl

Crítica
Del griego krisis y kritikós; en latín criticus, capaz de discernir;
proveniente del verbo krínein –separar, decidir, juzgar-; de raíz
indoeuropea krei –discriminar, distinguir. Emparentado con las
expresiones latinas cerno, que significa separar (dis-cernir), y
cribrum -crimen, juicio y acusación.

Intelectuales
“Los privilegiados promueven intereses especiales,
pero los intelectuales deberían ser los primeros en
cuestionar el nacionalismo patriótico, el pensamiento
corporativo y el sentimiento de superioridad clasista,
racial o sexual”
(Edward W. Said, 2007: 15)

1. 1. De la Crítica de la Cultura a la Crítica Cultural

Cuando se habla de Crítica la referencia obligada es el alcance teórico


acerca del fenómeno de la Cultura. Prácticas sociales, representación
simbólica, sistema social o identidad colectiva son algunas asociaciones
conceptuales que han servido para definir una aproximación a la Cultura como
objeto de reflexión y estudio. Se trata, a todas luces, de una imagen
policémica, acomodaticia, flexible, manipulable y multifacética que ha sido
apropiación de filósofos, sociólogos, antropólogos, politólogos y literatos. Y
muchos de ellos nutren su acercamiento desde una voz que pone en evidencia
su rasgo como espacio de conflicto y lucha social. La cultura como estación de
servicio al sistema social y sus esfuerzos por mantener el modelo dominante y
asegurando la identidad consigo mismo (Bauman, 2002) o su relación con la
política imperialista (Said, 1995) son algunas referencias recientes que la
marcan como un conflictivo lugar de dominación. Están, además, las visiones
más clásicas que la ubican como síntoma del avance de la modernidad
(Raymond Williams, 1982), como un círculo cerrado y autosuficiente (Talcott
Parsons, 1951) o como expresión del capitalismo burgués en la creación del
hombre y la sociedad unidimensional “donde todo se integra en el sistema y el

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sistema lo es todo” (Marcuse, 1967). Este último se identifica con el


pensamiento crítico-dialéctico de la llamada Escuela de Frankfurt, círculo de
filósofos-investigadores alemanes que sentó las bases de la moderna Teoría
Crítica durante la pre y posguerra.

No es accidental que Herbert Marcuse haya pertenecido al mítico Círculo


de Frankfurt. La visión crítica de aquel comulga junto a Horkheimer, Adorno,
Benjamin y Lowenthal en lo que se ha definido como el cuestionamiento a las
dicotomías convalidadas por el modo de producción burgués, y que el propio
Marcuse demarca en su célebre artículo “Acerca del carácter afirmativo de la
cultura”. Allí, el autor pone las bases del pensamiento crítico negativo y que
adopta la tesis de la no aceptación de la realidad que contrastamos para
comprenderla. “Comprender es repudiar” sería la máxima de la Teoría Crítica
de Frankfurt, en el entendido que la capacidad de negación y pesimismo de la
crítica de estos autores es una forma de provocación (Castellet, 1971). En el
entendido que el pensamiento no puede dejar de ser crítico, se asume como
negación hacia la predeterminación: el camino más corto hacia la utopía o
realidad posible. “El poderío del pensamiento crítico -dice Marcuse en el
prefacio de Razón y revolución (1960)- es el impulso del pensamiento
dialéctico usado como instrumento para analizar el mundo de los hechos desde
el punto de vista de su inadecuación (...) En la ecuación:
razón=verdad=realidad, que asocia el mundo subjetivo y el objetivo en una
unidad antagónica, la razón es la fuerza subversiva; es la fuerza de lo negativo
que establece la verdad para los hombres y para las cosas (...), o sea, que fija
las condiciones a través de las cuales hombres y cosas pueden transformarse
en lo que realmente son”.

La crítica marcuseana no admite debilidades. Rehúsa ser un


pensamiento positivo o capacitado para proponer soluciones. Ello trastocaría la
esencia de la crítica: su inadecuación con el sistema dominante, con la cultura.
De ahí su rasgo dialéctico. Su protesta es en contra de la realidad reificada,
máximo valor de la cultura; es decir, lo que se acepta, admite y defiende del
estado simbólico existente. Esa preocuación, sin embargo, no era nueva para
el círculo intelectual europeo. Marcuse identifica el inicio de la teoría crítica en
la filosofía de los años '30 cuando los pensadores comenzaron a vincular “la
preocupación por la felicidad del hombre y el convencimiento de que esta
felicidad es sólo alcanzable mediante una modificación de las relaciones
materiales de la existencia” (Marcuse, 1967). A partir de allí todo el
planteamiento frankfurtiano se resume en una compleja teoría del
conocimiento. En ella, el “hombre cultural” está condicionado por sus
relaciones materiales y estructurales, tal como ya lo publicara Karl Marx en
Contribución a la crítica de la Economía Política. La formación de
superestructuras inconscientes en la cultura de masas y la consiguiente
desaparición del yo individual adquiere la forma de aparatos ideológicos
(Althusser, 1975) cuando se reconocen en aquella mecanismos que incentivan
procesos de producción y distribución del capitalismo burgués, y que han
transformado el conocimiento y la conciencia colectiva. Y es que el
pensamiento crítico no puede prescindir de la obra de Marx y sus seguidores. A
pesar de ello, la Escuela de Frankfurt –en cuanto proyecto de crítica radical y

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no mero círculo académico- fue capaz de superar la adhesión al marxismo


como instrumento de crítica revolucionaria a través de la subversión y la
acción. La distancia asumida entre teóricos y dogmáticos del marxismo
europeo, su incapacidad para enfrentar el capitalismo dominante y la derrota
del movimiento revolucionario marcaron fuertemente la Teoría Crítica.

En medio de un adverso clima intelectual, Marcuse, Adorno y Horkheimer


debieron definirse. No se trataba, entones de una lucha en contra del sistema
capitalista, sino de elaborar una teoría de la acción social e histórica; es decir,
asumir una perspectiva retrospectiva sobre los abusos del conocimiento.
Horkheimer fue el más enfático en este punto. El marxismo, tal como él lo
comprendía, no es la teorización de certezas para la lucha revolucionaria sino
una manera de identificar los obstáculos que hay que enfrentar y lo atolladeros
a los que hay que renunciar para explorar lo desconocido. “La teoría no debe
saber de antemano lo que va a descubrir sobre sí misma y sobre su modo de
producción (y de inserción en la realidad social): debe ser humilde y modesta
en su ambición de conocimiento”, parafrasea Jean-Marie Vincent (2002: 73)
refiriéndose a la postura crítica frankfurteana. Esa negativa de comprender la
revolución-acción como el camino más adecuado lleva a replantear el orden
social moderno y sus nuevos fetiches. El concepto clásico de Cultura entra en
choque con un joven modelo de sociedad, al que Adorno y Horkheimer
llamarán “Pseudocultura”. Se trata de una cultura altamente industrializada en
que la cultura clásica racional cede espacio para una subjetividad social con
componentes irracionales e impulsivos promovidos por los medios de
comunicación y la publicidad. Esta nueva estructura simbólica era el mejor
aliado para el capitalismo en su lucha por evitar el pensamiento y la crítica. Así,
la Teoría Crítica alemana centra su reflexión sobre un sujeto alienado por la
inyección de los contenidos y mensajes de tal cultura.

“En el estado actual de su desarrollo la teoría crítica muestra una vez


más su carácter constructivo. Siempre ha sido algo más que un
simple registro y sistematización de hechos; su impulso proviene
precisamente de la fuerza con que habla en contra de los hechos,
mostrando las posibilidades de mejora frente a una mala situación
fáctica. Al igual que la filosofía, la teoría crítica se opone al
positivismo satisfecho. Pero, a diferencia de la filosofía, fija siempre
sus objetivos a partir de las tendencias existentes en el proceso
social. Por esta razón no teme ser calificada de utópica, acusación
que suele lanzarse contra el nuevo orden” (Marcuse, 1967: 85-86).

Es en este contexto teórico donde Horkheimer y Adorno acuñan la


expresión “Industria Cultural” en 1947. En ella, los medios masivos se
muestran represivos, convirtiendo la crítica al capitalismo en algo más que una
mera discusión intelectual. La pasividad y la pérdida de autonomía e
individualidad muestran al hombre moderno como atomizado y parte de un
mundo automático, racionalizado y totalmente manejado. La comparación con
el Estado fascista no se hizo esperar, identificando la industria cultural como
una industria de la conciencia. La tesis es que aquella afecta el nivel psíquico
de las personas. En lugar de desarrollar la capacidad crítica, los medios

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masivos provocan mentalidades rígidas y homogeneidad psíquica. Ante este


escenario, señalan, la familia pierde valor e influencia debido a que con el
ascenso del capitalismo, la familia -y otras instituciones principales- pierde
muchas de sus funciones formativas fundamentales. La obediencia y
conformismo son vistos como consecuencias de los cambios en la estructura
social promovidos por el capitalismo, pues bajo este modelo el individuo
aprende a aceptar el orden social como un orden natural y permanente. La
sumisión a la autoridad familiar enseña a someterse de igual forma a las
fuerzas políticas y económicas externas a ella.

El marcado mercantilismo y la pérdida de los valores tradicionales


motivan a ambos autores a hablar de “Pseudocultura”. En este esquema de
sociedad la publicidad alcanza su figuración como mecanismo simbólico
hegemónico y como sustento de la industria cultural. Es la publicidad -dicen
Adorno y Horkheimer- la que promueve un tipo de sociedad y de
comportamiento, un modelo de éxito, un ideal de felicidad y un conjunto de
creencias efímeras. Es lo que alimenta a esta falsa cultura.

“La cultura es una mercancía paradójica; depende tanto de la ley de


cambio, que ya no se cambia; se consume tan ciegamente en el uso
que no puede usarse más. En consecuencia, se une estrechamente a
la publicidad, y ésta, por su parte, se vuelve tanto más omnipotente
cuanto más insensata parece bajo los dominios de un monopolio. Los
motivos de todo esto son eminentemente económicos. Ciertamente
es posible vivir sin la industria cultural; de ahí que necesariamente
produzca tanta saciedad y apatía. Tiene en sí pocos recursos para
corregir esta situación. La publicidad es su elixir de vida (...) El
sistema de la sociedad de consumo refuerza el firme vínculo entre
los consumidores y los grandes monopolios” (Adorno y Horkheimer,
1981: 427).

Del concepto de “pseudocultura” se derivan las principales críticas a la


cultura de masas, convertida a partir de ahora en Industria Cultural. La
fragmentación de los contenidos, la estandarización del lenguaje, la
homogeneización de las audiencias (y su consolidación como consumidores) y
la imposición de los valores capitalistas serían los rasgos observados más
promocionados en una época marcada por los debates entre las izquierdas y
derechas de Occidente. En este escenario, un nuevo aire traen las ideas de
Herbert Marcuse (1898-1979), considerado una de las figuras más brillantes de
la Escuela de Frankfurt en los años 60. Es, además, el más leído en su
redescubrimiento, y considerado uno de los teóricos marxistas que todo
adherente al movimiento debe leer, al igual que Marx y Mao Tse-tung (por eso
se habla de las 3M del marxismo moderno: Marx, Mao y Marcuse). En su obra
más importante -“El hombre unidimensional” (1964)- pretende desenmascarar
las nuevas formas de la dominación política bajo la apariencia de la
racionalidad. Para Marcuse, el “individuo unidimensionalizado” es aquel que
percibe y siente como suyas las perspectivas y necesidades que los
mecanismos publicitarios y de propaganda le prescriben. Una sociedad en la
que la racionalidad técnica y la razón instrumental han reducido el discurso y el

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pensamiento a una dimensión única. Así resume J.M.Castellet el epicentro del


pensamiento marcusiano:

“Es en esta sociedad del capitalismo organizado donde ha emergido


el hombre unidimensional. Se trata de una sociedad en que los
bienes y los servicios se producen y consumen, de manera creciente,
por los miembros integrados en el sistema, con una satisfacción
también creciente. El trabajo se ha convertido en un trabajo
físicamente más ligero, y la vida, más cómoda. Existe la posibilidad
de integrarse en una u otra institución, sociedad, partido o club y
que mantienen la ilusión de un pluralismo de opiniones que, sin
embargo, no toca el fondo de las cuestiones o de los problemas
básicos (...) Y en esta aparente individualización, además, reside una
cierta tendencia a la integración de las clases sociales a través de la
esfera de consumo (...) La cultura material y la intelectual, las
esferas privadas y las públicas, los sentimientos y la razón, la lengua
y el pensamiento, se adaptan a las exigencias del aparato y, en la
medida que son exigencias, se transforman en necesidades,
modalidades de comportamiento y de expresión, aspiraciones de los
individuos. Así, la contradicción y el contraste se absorben (...) Desde
el hombre unidimensional hemos pasado a la sociedad
unidimensional, donde todo se integra en el sistema y el sistema lo
es todo” (Castellet, 1971: 101).

En este sistema, la tecnología asume como forma de control, dice


Marcuse. A través de la tecnología se obtiene la cohesión de las fuerzas
sociales a través de un funcionalismo aniquilador de la personalidad y la
creciente mejoría del standard de vida. Por medio de ambas se obtiene la
reificación de la administración y organización tecnocrática (superando el
modelo de sociedad pre-industrial). Para Marcuse, con el racionalismo científico
y tecnológico se impone un empirismo total: una ideología anti-ideológica. El
hombre se hace razonable, engranado en una racionalidad que se le impone
desde el exterior, pero que acaba imponiéndose como la única dimensión de su
propia personalidad. “La sustitución del principio el placer por el principio de la
realidad es el gran acontecimiento traumático del hombre”, escribe Marcuse.
La civilización se ha convertido en lucha contra la libertad, sinónimo de
represión en todos los órdenes de la vida. La falta de represión se convierte en
el arquetipo de la libertad, cuyo generador es el inconsciente. El hombre
civilizado quiere ser el hombre razonable frente al medio, un perfecto
adaptado, un respetado burócrata del sistema. En este hombre civilizado de las
sociedades industriales avanzadas se observa una dimensión que todo lo
invade. De esta manera se configuran el pensamiento y el comportamiento
unidimensionales que son incesantemente favorecidos por los detentadores del
poder, que son sus más directos beneficiarios. Surge una sociedad
unidimensional que anula el espacio del pensamiento crítico.

Años más tarde Horkheimer dirá que la teoría esbozada por el pensar
crítico no obra al servicio de una realidad ya existente, sino sólo expresa su
secreto (Horkheimer, 1973). En cuanto teoría, la Crítica asoma como un modo

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de acción después del ordenamiento conceptual, propio del científico social. Es


decir, la idea de teoría es abstraída del cultivo de la ciencia como trabajo en
una primera etapa (Entel, 1999). Adorno dirá que la función ideológica de la
Crítica de la Cultura ajusta su propia verdad, la resistencia contra la ideología
(Adorno, 2008). Se muestra, así, su rasgo dialéctico: entre la disidencia y la
inconsciente aceptación del espacio burgués que le da forma y sustento
institucional. Es decir, la cultura es ideología en la medida en que es
meramente crítica de la ideología. Su reconocimiento le asigna dicho valor, y
como tal, su lugar como objeto de la crítica. La forma más notoria de dicha
relación es a través del método usado por Crítica de la Cultura para aludir a la
cultura degradada. Los dardos son dirigidos al orden establecido y a la
reproducción de dicho orden en la conciencia. “La crítica de la cultura alude a
esto y se indigna con la superficialidad y la pérdida de sustancia. Pero al
detenerse en el entrelazamiento de la cultura con el comercio participa en la
superficialidad (...) sigue el esquema de los críticos reaccionarios de la
sociedad, que usan el capital creativo contra el capital rapiñador”, escribe
Adorno (2008: 16). Desde ese lugar, la Crítica asume su carácter ideológico: al
degradarse la cultura, defiende un modelo de sociedad más utópico, en el que
la regulación no provenga de los consumidores -que definen y mandan
prácticas sociales que van más allá de la inmanencia total como una mera
prolongación de la producción capitalista- y donde queden de lado los
eslóganes y la manipulación a las masas. Se trata de una crítica cuyo
procedimiento está sometido a la crítica permanente, ya sea en lo que
respecta a los presupuestos generales y a los juicios concretos que elabora. La
esencia de todo rasgo ideológico.

¿Cómo es posible dicha contradicción? ¿Se puede ser crítico de la cultura


y parte de la misma cultura a la vez? Adorno lo reconoce de partida: “al crítico
de la cultura no le cuadra la cultura, que sólo le causa malestar. El crítico habla
como si representara a una naturaleza intacta o a un estado histórico superior,
pero tiene necesariamente la misma esencia que aquello por encima de lo cual
cree” (Adorno, 2008: 9). Dicha inadecuación, sin embargo, produce una forma
de expresión ofuscada y arrogante. La vanidad del crítico -diría Adorno- presta
auxilio a un juicio dogmático, aislado y acusador, que no reconoce en sí mismo
su carácter histórico, social y humano. Dicha actitud le asegura ir más allá del
mal dominante, introduciendo la diferencia desde la teoría en contra de los
mecanismos de la cultura. Para el crítico, se trata de una cultura que peca de
no ser lo suficientemente distinguida, haciendo de esa distinción un privilegio;
reflexión que -como un eslogan- se encarga de recordar cada vez que puede.
Esa arrogancia se debe -escribe Adorno- a que en las formas de la sociedad de
la competencia, en las que todo ser es simplemente ser-para-otro, también al
crítico se le mide por el éxito en el mercado. La tesis de Adorno se explica
porque quien presume superioridad se reconoce implícitamente como uno más
del equipo. Se trata de un mismo origen, pero que luego de una fuerte
habilidad como experto en diversos ámbitos de lo social se nutre de la
necesaria autoridad que hasta hoy se le reconoce, amparado en la libertad
espiritual y de expresión.

Dicha libertad, sin embargo, es ilusoria. Las “mallas del todo”, como

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detalla nuestro autor, no dejan a la conciencia individual en ningún momento,


quitándole a priori cada vez más espacio para escapar y toda posibilidad de
diferencia. Es en esa supuesta libertad donde se apoya la crítica. Se viste con
una heterogeneidad de oferta que no es tal. Una apariencia de libertad que no
inquieta al crítico, pues es invisible a sus ojos, y que lo mantiene en un
escenario privilegiado para ser la voz de la independencia. Ese vínculo genera
sólo un espíritu negativo, “que se adhiere como mero ornamento a la
subestructura, de la que afirma que se separa” (Adorno, 2008: 11). Y es que no
es posible la crítica sin un reconocimiento de ésta por la institucionalidad. La
sociedad asegura, así, que la crítica tendrá su forma y modo, y se expresará a
través de los mecanismos que le aseguren su vigencia. Se trata de una fe en la
cultura que nunca fue capaz de superar, una complicidad que a juicio de
Adorno no se deriva de la mera mentalidad del crítico, sino que es impuesta
por la relación de éste con aquello de lo que habla. “Al hacer de la cultura su
objeto, el crítico la objetualiza de nuevo”, afirma este pensador alemán
(Adorno, 2008: 12). Se trata, entonces, de una labor que pone en entredicho la
autenticidad de los bienes culturales y su función en el orden social, cuyo
objeto de crítica es transversal a la comercialización y fetichización cultural.
Dichas categorías no son aisladas ni son ajenas al poder político. Se extienden
al arte y la economía, pasando por el periodismo y el campo científico; ámbitos
de los que el crítico no puede renegar. En esta cosificación asoman no con
menos insistencia los ídolos y las mitologías; galerías naturalizadas y lugares
comunes para el discurso de la Crítica, más no a un exceso de Ilustración. Así,
la crítica de la cultura se aproxima más bien a una visión de mundo o
perspectiva social general que al corpus de una teoría acotada y ensimismada,
pues su fetiche supremo es la cultura en su totalidad y no algunos artefactos
simbólicos. Los poderes fácticos y los mecanismos a través de los cuales se
naturaliza la arquitectura social son observados con sospecha y dejan de
pertenecer al esencialismo de los procesos históricos oficiales. Una realidad
social mirada con distancia, y que se postula como la toma de conciencia del
aparato material de producción; una reflexión que rechaza toda reconciliación
con el orden existente. Dicha distancia, sin embargo, no se asume en la obra
de Adorno como una posibilidad autorreflexiva. La crítica de la cultura, al estar
mediada por la totalidad, se halla en medio del arbitrio de la hegemonía, bajo
el mismo paraguas ideológico. Al parecer, el método adorniano se mantiene
dentro de los límites de su objeto, con nulos esfuerzos de situarse al margen de
la ofuscación social.

“La ideología, la apariencia necesaria socialmente, es hoy la


sociedad real misma, pues su poder integral y su ineludibilidad, su
existencia imponente, suplanta el sentido que esa existencia ha
extirpado. La elección de un punto de vista inmune al hechizo de la
ideología es tan ficticia como la construcción de utopías abstractas.
De ahí que la crítica trascendente de la cultura (de manera
semejante a la crítica burguesa de la cultura) se vea obligada a
hacer algo e invoque ese ideal de lo natural que es un componente
esencial de a ideología burguesa” (Adorno, 2008: 22).

Es la crítica inmanente, entonces, lejos de la trascendente, la que toma

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en serio el principio de que lo falso no es la ideología en sí, sino su pretensión


de concordar con la realidad. Significa aceptar la materialidad que sostiene la
crítica, así como al resto de la institucionalidad. Aquí, todo es ideología, el
objeto de la crítica y la propia crítica. La crítica inmanente no domina las
contradicciones que otorga su análisis, dejando sin respuesta el origen
ideológico de su discurso irreverente y su conexión con el objeto de la crítica.
La tesis de Adorno explicita su predilección por la inmanencia. En ella queda
atrás la falsa conciencia, una sociedad que no exige el desmantelamiento de
ideologías -pues toda acción del hombre lo es- sino sólo anuncios públicos que
las desmitifican a través de estrategias que enfrentan al orden social a través
de la prescindencia.

Desde la otra vereda crítica, los estudios culturales británicos se anclan


en la reflexión académica no tradicional en una convulsionada Inglaterra de los
años sesenta que estimula un florecimiento contestatario en los ámbitos
artísticos, políticos e intelectuales. Dichas influencias sigue vigentes hasta hoy
cuando se consulta la realidad investigativa anglosajona y latinoamericana.
Desde su conocida institucionalización, en 1964, en el Centre for
Contemporary Cultural Studies (CCCS) de la Universidad de Birmingham, los
Culturas Studies le han asegurado a la crítica un espacio heterodoxo en la
academia de izquierda, alejada del tradicional enfoque marxista alemán. Las
interrogantes sobre el poder suponen otros sujetos protagónicos, pero siempre
ubicando a la cultura como el lugar central de la tensión entre los mecanismos
de dominación y resistencia. Una cultura que no es auxiliar del poder, sino la
realización de éste en el interior mismo del proceso de significación (Ossa,
2003). Así como en este centro se elaboraron los primeros trabajos que -desde
una larga tradición literaria- analizaron la dimensión ideológica de la prensa,
los medios de comunicación y las prácticas urbanas en su conjunto, la
superación del estructuralismo -en abierta oposición al paradigma funcionalista
estadounidense que rigió los primeros años de la investigación sociológica-
sigue plenamente vigente, pero no con dificultad. Los estudios culturales, al
reivindicar el estatuto de antidisciplina, renuevan el compromiso crítico de sus
investigadores, transformándose en “motor de una comprensión de los hechos
sociales” (Mattelart y Neveu, 2004) que los convierte en seductores
intelectuales. Como se sabe, el primer antecedente de esta corriente surge tras
la publicación de un trabajo de Richard Hoggart (1957), connotado profesor de
literatura y uno de los fundadores de los Cultural Studies. En ese libro, se
estudia la influencia de la cultura difundida en la clase obrera por los medios
de comunicación, promoviendo la tesis de que existe una tendencia a
sobrevalorar la influencia de los productos de la industria cultural en las clases
populares.

“No hay que olvidar nunca que la actuación de las influencias


culturales sobre el cambio de actitudes es muy lenta y que, a
menudo, queda neutralizado por fuerzas más antiguas. La vida del
pueblo no es tan pobre como podría deducirse de una lectura,
incluso muy atenta, de su literatura (...) Incluso si las formas
modernas de ocio alientan a la gente del pueblo a adoptar actitudes
que, con razón, se consideran nefastas, no resulta menos cierto que

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sectores enteros de la vida cotidiana permanecen fuera del alcance


de los cambios” (Hoggart, 1971: 378).

Hoggart rompe, de esta forma, con el discurso crítico dominante acerca


de la cultura de masas y que la señala como la fuente de un poder devastador.
En una conferencia inaugural en 1964, Hoggart -entonces primer director del
CCCS- expone los objetivos del Centro: movilizar las técnicas de la crítica
literaria hacia temas que, hasta entonces, eran considerados ilegítimos por la
comunidad académica, en abierta oposición a las culturas letradas, como las
prácticas populares y los medios de comunicación. Esta tesis inicial será el
impulso para posteriores investigaciones multidisciplinares, la que será
adoptada también por los otros dos exponentes de la Escuela de Birmingham:
Raymond Williams y Edward Thompson. Un cuarto fundador de esta corriente
es el jamaiquino Stuart Hall. Si bien es considerado miembro de la segunda
generación del culturalismo británico, Hall mantiene viva la influencia del CCCS
a través de las técnicas de codificación y decodificación de programas
televisivos, esto es, la producción y recepción televisiva. Autores que asumen
una actitud de ruptura respecto de la difundida metáfora marxista de la
estructura/superestructura, y que trasluce las críticas hacia el capitalismo
como sistema dominante. Para Williams, la cultura no es sólo una variable
sometida a lo económico sino que se nutre de un abanico de prácticas,
costumbres, percepciones y formas de ser en una sociedad determinada.

“Lo que suele confundirse con la noción marxista tradicional de


producción económica es la producción directa de lo político, cuando
toda clase gobernante dedica una parte significativa de producción
material a la instauración de un orden político. Tanto el orden social
y político que sostiene un mercado capitalista como las luchas
sociales y políticas que este último engendra son, necesariamente,
producción material. Desde los castillos, palacios e iglesias hasta las
prisiones, hospitales y escuelas; desde el armamento bélico hasta la
prensa controlada: toda clase gobernante, de distintas maneras,
pero siempre materialmente, produce un orden social y político.
Estas actividades jamás son superestructurales (...) Al fracasar en la
aprehensión del carácter material de la producción de un orden
social y político, el materialismo selectivo (y puestos a decir,
burgués) tampoco ha logrado comprender, y esto de forma todavía
más patente, el carácter material de la producción de un orden
cultural” (Williams, 1977: 56).

A pesar de esta postura, la noción de ideología ocupa un lugar


preponderante en la producción académica de los Cultural Studies,
respondiendo a la tensión entre mecanismo de dominación y resistencia,
clásico legado maxista. Hall, por ejemplo, considera que los medios de
comunicación reproducen los discursos dominantes de la sociedad que
representan, es decir, son suministro y construcción selectiva de la imaginería
social por medio de la cual percibimos el mundo. Suministran un inventario
constante de los léxicos, estilos de vida e ideología que son objetivados allí.
Los medios -dice Hall- no reflejan la realidad sino que la construyen a su modo

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(Hall, 1981). Dicha conducción lo vincula necesariamente con la temática de la


hegemonía, recurso gramsciano que ve en el poder el manto invisible que se
construye a través de la conformidad de los dominados con los valores del
orden social.

El carácter anti-institucional y el radicalismo político que agrupó a los


miembros de la primera y segunda generación de culturalistas británicos le dio
impulso a una crítica académica agotada y que renegó de las influencias del
marxismo ortodoxo. A pesar de las nada inocentes referencias a la obra de
Althusser y su teoría de los aparatos ideológicos, ese trabajo científico inicial
canalizó diversas formas de ira, pasión y militancia contra lo que se
consideraba injusto, superando la pasividad o la ceguera ante los desafíos
sociales que son propios de la vida intelectual. La curiosidad y efervescencia de
aquellos primeros estudios culturales materializó el abanico temático marginal
que hasta el día de hoy incluye al feminismo y las minorías sexuales, el pop art
y la música minimalista, los estudios raciales, la cultura urbana, el rock, la
telenovela y el cine. En esa cobertura no están ausentes ciertos componentes
propios de la crítica alemana o francesa, como el pensamiento estructuralista y
postestructuralista en las ciencias sociales y la crítica literaria. Quizás sea ese
extendido sentimiento general de que las humanidades estaban agotadas o
que no funcionaban adecuadamente como punto de ruptura con la hegemonía
y la alta cultura burguesa. Para sus miembros, eran las cátedras universitarias
las encargadas de generar esa masa crítica. Eso explicaría la posterior
influencia de los estudios culturales en el mundo universitario anglosajón en un
lugar casi hegemónico, especialmente aquellas instituciones vinculadas a la
nueva izquierda, el marxismo althusseriano o el neogramsciano, sobre todo en
una época muy reaccionaria con los gobiernos de Reagan y Thatcher en los
ochenta. Este favorable escenario para los Cultural Studies es, sin embargo,
parte de un pasado nostálgico. La batalla que había peleado el neoliberalismo
para imponer su influencia económica y política no se había traducido en una
llegada a la educación universitaria, particularmente en el campo de las
humanidades. Sin embargo, parece inevitable que la campaña de la derecha
norteamericana para reestablecer la autoridad del canon y el manejo
disciplinar ya haya tenido relativo éxito.

La nostálgica realidad de los estudios culturales en Estados Unidos la


explica John Beverly (1996) al vincular ese proyecto académico con la nueva
izquierda americana en medio del proyecto neocapitalista de reforma y
modernización educacional, pero apoyado por un clásico de Lyotard: La
condición posmoderna. “Si uno lo lee bien -escribe Beverley (2008)- se da
cuenta que es esencialmente una receta para una reforma de conocimiento
académico”. Se trataría de un llamado para operar una radicalización en los
centros de investigación y la institucionalidad universitaria, superando, así, los
anclajes de la modernidad. Dicha vocación política tiene sentido si se la
compara con la visión negativa que guía el estudio académico de la cultura de
masas en la Escuela de Frankfurt. El lavado de cerebro burgués y capitalista
queda atrás con el culturalismo británico y sus adaptaciones en Estados Unidos
y América Latina. Esto se explica porque en el mundo anglosajón americano y
británico “la cultura de masas tiene un contexto más democrático: está

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Rubén Dittus: La crítica y los intelectuales. Documento de trabajo. Escuela de Periodismo UCSC, 2009.

relacionada con el New Deal, con el gobierno laborista en Gran Bretaña


después de la Segunda Guerra Mundial, con el Welfare State . Para nosotros, la
cultura de masas es el cine de Hollywood, o Elvis o Los Beatles, y no los
espectáculos de los nazis” (Beverley, 2008: 75).

Como se puede ver, se trata de un espacio disciplinar sinónimo de


renovación crítica y pluralismo epistémico (Ossa, 2003) que, empleando relatos
parciales y marginales, se aproxima a la comunicación, la política y el mercado
sin métodos científicos estructurados, como lugares comunes en torno a la
lucha estética contra el capitalismo. Irregular disciplina o deseo de bloque
histórico (Jameson, 1999), los estudios culturales requieren de una taxonomía
especial dada su ambigua relación con la crítica literaria y la microsociología.
Dicho desdibujamiento fronterizo no hace sino confirmar su rango académico
heterodoxo, sobre todo luego del reproche de la academia hacia el marxismo
tradicional que lo fragua en la fragmentariedad del método y la teoría:

“Nuestras batallas electrónicas giran sobre los derechos de las


minorías sexuales, los gay y las lesbianas, los diferentes estilos de
vida y otras cuestiones de ese tipo, mientras el capitalismo continúa
su marcha triunfal. Hoy la teoría crítica -bajo el atuendo de crítica
cultural- está ofreciendo el último servicio al desarrollo irrestricto del
capitalismo al participar activamente en el esfuerzo ideológico de
hacer visible la presencia de éste: en una típica crítica cultural
posmoderna, la mínima mención del capitalismo en tanto sistema
mundial tiende a despertar la acusación de esencialismo,
fundamentalismo y otros delitos” (Gruner, 1998: 40).

El resultado es un tipo de ensayismo pseudo-cientificista que asume el


paper teórico como su principal herramienta de expresión (y expansión). Es
ese estilo literario que lleva a Carlos Ossa (2003: 97) a preguntarse por la
diferencia entre estudios culturales y crítica cultural. Quizás la respuesta esté
en el vínculo con la estética exigida para la crítica literaria. Dicha cuestión (la
estética), en palabras de Beatriz Sarlo, no es muy popular entre los analistas
culturales porque el análisis es fuertemente relativista, propio de la sociología
de la cultura y de los estudios de cultura popular. La cultura entendida como
algo distinto a la concepción antropológica clásica explica que el arte y la
cultura no sean lo mismo para la crítica cultural. A pesar de ello, hoy día los
estudios culturales presentan una visión menos hermética que la crítica
literaria, a pesar que acoge a ésta en su paraguas multidisciplinario. Así, el
futuro de la crítica literaria tiene cabida luego que la academia internacional ha
percibido nuevas líneas de desarrollo ligadas al fenómeno del relato y la
lectura en los modernos rituales de consumo tecnologizado, e incorporando en
sus filas a “cientos de críticos literarios reciclados” (Sarlo: 2008: 54).

En medio de esta escena disciplinar, se han logrado integrar objetos


culturales que eran exclusividad de la sociología o la antropología cultural.
Dichas consideraciones nutren la dimensión ideológica del arte escrito en la
cultura, pero además se define en gran medida el uso y abuso del género
ensayístico, enfoque relativista y específico que ya ha sido blanco de críticas.

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Rubén Dittus: La crítica y los intelectuales. Documento de trabajo. Escuela de Periodismo UCSC, 2009.

Falta de rigor académico y ambigüedad epistemológica son los comentarios


menos duros publicados. Por ejemplo, es en el terreno latinoamericano donde
más notoriedad ha alcanzado la críticas anti-culturalistas, fórmula que
cuestiona al alto nivel simbólico que define lo doméstico. El académico
argentino Roberto Follari atribuye a los estudios culturales latinoamericanos el
supuesto debilitamiento epistemológico que opera en las ciencias sociales de
la región. La influencia del capitalismo, el consumismo posmoderno y la cultura
urbana han registrado -dice Follari- un marcado desarrollo. Pero eso habría
llevado a una progresiva literaturización de las ciencias sociales (Follari,
2003a), caracterizada por la proliferación de la retórica, la ausencia del
empirismo y una libre interpretación de las teorías científicas. En definitiva, el
triunfo de las Humanidades sobre las Ciencias Sociales, dice. La crítica más
recurrente en torno a esta nueva mirada de la comunicación es resumida por
Follari en dos ideas: un marcado acento ensayístico donde todo se transforma
en textual. Cuando uno lee en detalle los textos de este autor, se observa más
bien una insistencia para demostrar que la supuesta originalidad de los
estudios culturales latinoamericanos es sólo un mito. La crítica es lapidaria:
“hay un equívoco al proponer que hablar de la cultura sea sinónimo de hacer
estudios culturales (es decir, practicar la versión castellana de los Cultural
Studies). O sea, no todos los estudios sobre cultura participan de las
elecciones temáticas y las modalidades de abordaje propias de los
denominados estudios culturales” (Follari, 2003a: 55). El autor, sin embargo,
no discute que el análisis de la cultura haya sido practicado por los científicos
sociales de la región. Su trabajo, en muchos pasajes, se limita a comentar los
alcances de los escritos de autores latinoamericanos reconocidos como Martín-
Barbero, García Canclini, Renato Ortiz o Beatriz Sarlo, de los cuales saca
conclusiones generalistas. El tema de la identidad disciplinaria no nos parece
relevante a la hora de describir la trayectoria de la Crítica de la Cultura en
América Latina, ya que más allá de si éstos corresponden a una sub-categoría
propiamente latinoamericana (y por ende que sólo sea practicada en la región)
no cabe duda que las temáticas sobre lo popular, lo urbano y el consumo son
los grandes temas sobre los que descansa nuestra matriz crítica en la
actualidad. Como muy bien reconoce el propio Follari, quizás sea la juventud la
principal causa de conflictos a la hora de evaluar los aportes de los estudios
sobre comunicación y cultura.

“Los estudios culturales latinoamericanos han registrado un


desarrollo que lleva al menos unos quince años (...) Un tiempo que
puede pensarse como no muy prolongado, si se lo compara con el
que guarden las ciencias sociales, tan denostadas por los mismos
estudios culturales. La Sociología lleva casi medio siglo en su
constitución propiamente científico dentro del subcontinente, y la
Antropología sostiene una institucionalización que se dio
aproximadamente en el mismo período de la Sociología, pero
responde a una tradición previa ya constituida por trabajos de campo
y expediciones para lograr datos en un acervo tan rico como es el de
la Latinoamérica indígena y mestiza. De modo que resulta
indisputable la juventud de los Estudios Culturales, al menos en
términos comparativos. Sin embargo, su ascenso meteórico en el

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Rubén Dittus: La crítica y los intelectuales. Documento de trabajo. Escuela de Periodismo UCSC, 2009.

campo de la legitimación académica con sus procesos conexos


(presencia de sus figuras máximas en congresos de diversas
disciplinas, publicaciones, número de ejemplares de éstas, etc.) ha
significado un auge sumamente acentuado” (Follari, 2003).

Es esta juventud la que no invalida relacionar la consolidación de la


crítica de la cultura en América Latina con la marca de los estudios culturales.
(Moraña, 2000). Para García Canclini, uno de los rostros de los estudios
culturales latinoamericanos, se trata de una elaboración intelectual del
intercambio con Estados Unidos, entre latinoamericanistas y latinoamericanos.
Un intercambio fecundo que permitió comprender las condiciones diversas de
la práctica intelectual crítica en ambos hemisferios del continente, sus distintos
modos de articular academia, política y búsquedas estéticas (García Canclini,
2004). Sin embargo, sólo los estudios culturales latinoamericanos deben ser
entendidos como la producción heterogénea de especialistas en procesos
culturales, culturales y científico-sociales. No así, los latinoamerican cultural
studies, concentrados en universidades estadounidenses y canadienses. “Si
bien en los centros estadounidenses abundan las investigaciones económicas y
politológicas sobre América Latina, en los estudios culturales del mundo
angloparlante se dedican más páginas a las interpretaciones enunciadas por
autores de América Latina que a los procesos socioculturales y económicos de
este continente”, sentencia García Canclini (2004: 121). Ello dista mucho de
aquella puerta de emergencia que representó en un momento este bloque de
investigadores británicos que caló en una región como la nuestra, ligados a
movimientos revolucionarios de los años noventa y alternativos a las nuevas
socialdemocracias de aquel entonces. No fue accidental, entonces, que se
sacrificara el rigor empírico a fin de comprender críticamente el devenir
capitalista en una sociedad marcada por la pobreza, el colonialismo, la
desigualdad y la concentración en la paradójica aldea global, pero desde una
aparente trivialidad de lo no académico.

La exploración de un imaginario cada vez más utópico, y alejado de las


clásicas separatas entre sociología y antropología o entre arte y literatura, no
fue suficiente para terminar con el peso de las disciplinas en el ejercicio de la
crítica. Ésta era posible dentro del trabajo científico. Por ejemplo, más
recientemente, pensadores de la envergadura de Michel Foucault, Pierre
Bourdieu, Richard Rorty o Cornelius Castoriadis han dejado profundas marcas
en la renovación de la reflexión crítica social. Pero es la sociología la disciplina
que más producción académica ha generado desde la pespectiva crítica-
dialéctica, sin que ello condicione a la adhesión de los clásicos postulados
frankfurtianos como Ferrarotti, Bottomore, Lourau, Touraine, Brinbau o
Lapassade (Cabrera, 2002).

“[Una] característica de la sociología sobre la que quiero llamar la


atención tiene que ver con las consecuencias sociales y con la idea
que se tiene de ellas en el pensamiento sociológico. Si se considera
que el objetivo de la sociología es el descubrimiento de los
mecanismos ocultos de la vida social, comunicándose entonces en la
formación de una reducida elite de ingenieros sociales, se incurre en

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Rubén Dittus: La crítica y los intelectuales. Documento de trabajo. Escuela de Periodismo UCSC, 2009.

la producción y en la reproducción de una forma de dominación. Pero


si se considera que el objetivo es la difusión a través de la sociedad
de la comprensión del modo en que las relaciones sociales están
establecidas, persisten, o pueden ser modificadas -a modo de
ilustración pública- sus efectos pueden ser catalogados de
liberadores” (Bottomore, 1976).

El igual que años antes, cuando Horkheimer cuestionaba la superioridad


del conocimiento científico y declaraba que la ciencia debe ser puesta en
perspectiva -en tanto fuerza productiva humana-, los mecanismos ocultos que
se debe descubrir la sociología, tanto internos como externos, han sido
orientados por el método reflexivo de Pierre Bourdieu. La reflexividad,
entendida como “el trabajo mediante el cual la ciencia social, tomándose a sí
misma como objeto, se sirve de sus propias armas para entenderse y
controlarse” (Bourdieu, 2003a: 154) es vista como un medio especialmente
eficaz de reforzar las posibilidades de acceder a la verdad reforzando las
censuras mutuas y ofreciendo los principios de una crítica técnica, que permite
controlar con mayor efectividad los factores adecuados para facilitar la
investigación. Desde el concepto de reflexividad se asume que cada sujeto se
encuentra influenciado por las distintas coerciones del espacio social y hasta el
mismo intelectual productor de textos culturales/académicos está definido
desde ciertas condiciones de producción de la práctica científica. En El oficio
de sociólogo elabora la propuesta de perspectiva sociológica original marcada,
al igual que las demás ciencias, por una operación fundacional. Años más
tarde, al comentar esta obra, Bourdieu dirá que “el sociólogo está siempre
expuesto a aplicar al mundo social categorías de pensamiento que han sido
inculcadas en su espíritu por el mundo social. Por ello le es necesario analizar
sociológicamente las condiciones de producción de sus instrumentos de
pensamiento” (Bourdieu, 2003b: 71). El costo que tiene este
desmantelamiento intelectual es más alto aún para la práctica científica
cuando reconoce que muchas dificultades que encuentra la sociología están en
el hecho de querer a todo precio que no sea una ciencia como las otras. La
intención de Bourdieu por calificar al acto científico (y sus consecuencias)
como cualquier otra práctica, donde hay choque de historias personales,
cruces ideológicos, imposición de criterios técnicos y personales e
improvisación constituye la instancia máxima de la Crítica Social, aquella que
evita caer en una autocomplacencia disciplinar.

Como se puede observar, lo inicios de la Crítica en la investigación y el


análisis social ubican rápidamente lo ideológico como parte de la nomenclatura
en torno a la Cultura; y tras él, nuevos planteamientos teóricos y matrices
conceptuales ajustadas a la realidad de la práctica científica, la globalización,
la sociedad del conocimiento y la industria del ocio cibernético. La Crítica de la
Cultura asoma como el modo y el lugar donde se diseña el ensamblaje de un
nuevo modelo de sociedad, aquel que se nutre de subversión y resistencia,
cuya cruzada es y será el permanente des-montaje del modelo hegemónico,
que jerarquiza y controla con la suavidad del totalitarismo inconsciente. La
garantía que nos ofrece la Crítica de la Cultura es que esta última carece de
límites. Abarca todo el abanico de lo pensable, lo dicho y decible, las prácticas

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Rubén Dittus: La crítica y los intelectuales. Documento de trabajo. Escuela de Periodismo UCSC, 2009.

y censuras, los tabúes y fetiches. Este rasgo eterniza la Crítica como acción
cultural. Así, la cultura es asumida por una arquitectura institucional que la
invisibiliza y una permanente Crítica que la hace visible.

1. 2. El lugar de los intelectuales

La tradición humanista ha dejado en manos del intelectual la promoción


del denominado discurso crítico. Tras ese anuncio, queda claro que los
intelectuales no han sido llamados a gobernar el mundo. Una especie de
excesivo celo racionalista que condiciona a todos quienes tienen la tarea de
preservar la cultura intelectual y transmitirla como patrimonio común
(Kolakowski, 1986). Así, la crítica es privilegio de quienes no detentan el poder.
Una especie de premio de consuelo –que en realidad no lo es- para alguien que
es llamado a usar todos los medios posibles apelando a un público masivo y
homogéneo, movidos por una pasión, desinteresados en cosas materiales y
valientes para enfrentar los embastes de la represión. Esa imagen, sin
embargo, no ha sido la única en la historia. Las definiciones son diversas y
contradictorias. En algunas predomina el uso de la inteligencia como recurso;
en otras, su diferencia con la muchedumbre. Las más específicas, en tanto,
apelan su creatividad y capacidad comunicativa. Este último rasgo no es menor
cuando se entiende que -como dice Edward W. Said (2007)- “al intelectual que
afirma escribir únicamente para sí, o por puro afán de aprender o de hacer
ciencia abstracta; no se le puede ni se le debe creer”. Como es obvio, “desea
pronunciar su discurso donde mejor pueda ser oído”.

Es en ese lugar público donde se lo reconoce. En aquel balcón imaginario


se pone en acción aquel “francotirador, amateur y perturbador del statu quo”
(Said, 2007). La política de representación masiva encarnada por la política de
la información y de los medios asume, quizás, como el único rasgo plenamente
identificable del intelectual de los nuevos tiempos. Ello, porque no hay reglas
que definan qué debe decir o cómo debe actuar, ni qué o a quiénes debe
defender. Sus dardos son de diversa naturaleza, algunos se sumergen en el
ostracismo; otros, cultivan una carrera de gobierno o asesorías de dudoso
financiamiento. A pesar de estas vidas paralelas, hay quienes han hecho
férreas defensas diferenciadoras. Los intelectuales son sujetos públicos cuyo
teatro es la esfera pública, dice Beatriz Sarlo (2001). Los expertos o
consultores, en cambio, son aquellos miembros de la academia que hablan
siempre en nombre de un conocimiento técnico. Para Sarlo, la opinión del
experto se considera por encima de las disputa de intereses políticos, ya que
su discurso se alza respetando los límites de la especialidad y abusando de una
supuesta neutralidad valorativa. El intelectual, en cambio, sería aquel que ve
en el rechazo a la neutralidad la condición de su existencia, como si quisiera
vivir en el terreno del eterno conflicto público. En antaño, dice Sarlo, el
intelectual pensaba y usaba el saber como instrumento de control social para
enfrentar la dominación y adherir a causas revolucionarias. El intelectual de
antaño ya no existe. Ahora, si lo hay, vive separado de su entorno. Sus
palabras no son escuchadas. “La figura del intelectual (artista, filósofo,
pensador), tal como se produjo en la modernidad clásica, ha entrado en su

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Rubén Dittus: La crítica y los intelectuales. Documento de trabajo. Escuela de Periodismo UCSC, 2009.

ocaso (...) Aparentemente, pocos reclaman las intervenciones intelectuales y


pocos intelectuales están dispuestos a reivindicarlas” (Sarlo, 2001). Son
víctimas de una “autoridad perdida”. Para algunos, responden a una función
que surge y se desarrolla tanto en el texto literario como en el teórico; textos
elaborados desde el quehacer que históricamente ellos mismos y sus
precursores han definido. En una verdadera actitud de apropiación del
conocimiento, el intelectual es fruto de la acción que algo o alguien le ha
concedido con el fin de su perpetuación en la llamada, y cada vez más exigua,
ciudad letrada (Rama, 2004). Es en este espacio urbano y escritural donde el
intelectual germina y vive su crisis. En aquella, operativiza y da forma a la
crítica, una acción que no es inmune al contexto particular que lo contiene.
Ese contexto no sólo lo instala sino que también le orienta sobre su rol en los
movimientos de emancipación. Es a partir del mecanismo de adjetivación del
concepto de ciudad desde donde se explicaría el asentamiento del intelectual y
la evolución de actividad en las convulsionadas páginas de la historia de
Occidente. Se trataría, explica Ángel Rama, de una ciudad que se constituye en
América Latina según el trayecto que la elite intelectual piensa para sí misma y
la sociedad que se perpetuaría a través de la colonización y la ejecución de un
orden social ya imaginado, convertido en dirigente de los movimientos de
emancipación. Rama muestra el papel que juega el papel del intelectual en el
desarrollo de la historia, intervención que sólo se hace posible desde un
territorio de sospechosa movilidad, como la ciudad letrada, ordenada y
escrituraria (Rama, 2004: 71), es decir, un intelectual que dirige y/o se
enfrenta a la dominación de su pueblo desde la escritura.

En uno de los escasos trabajos que en Chile se han producido en torno al


tema, José Joaquín Brunner (1986) diseña la silueta del intelectual en
democracia. Basándose en autores como Tocqueville, Weber, Bobbio o Lowy,
ubica al intelectual como un innegable productor de la esfera ideológica y
como portavoz de la conciencia que modera a las masas o la convierten hacia
la revolución. Manipulador de la opinión pública, el intelectual forma parte de
aquel grupo no-competidor en el sistema democrático, pero que incide en la
forma como se lleva a cabo la competencia del régimen. En medio de las
acusaciones de narcisismo, excesiva teorización y de racionalizar la política, el
intelectual es también sujeto comprometido con diversas formas de autoridad
ideológica. Interviene como actor privilegiado en el campo político al cual
accede con la ventaja de gozar de inmunidad respecto al control de voto, pues
se protege de la crítica desde la posición que ostenta. La supuesta asimetría
con la que opera en la discusión de las ideas le ha mantenido al margen de un
conflicto sangriento, utilizando la prensa, las conferencias o los libros los
medios que emplea para hacer circular su ideología. Este universo alternativo
sugiere la mayor crisis intelectual de todos los tiempos. Rodeado de expertos
que hablan desde un segurísimo palco, al intelectual no le queda más remedio
que poner énfasis en el conflicto como nuevas estrellas de circo. El resultado
de la descripción hecha por Brunner es la de un intelectual que carece del
status del pasado, que ha perdido su condición de estamento y que está
sometido por los poderes fácticos. Es la era de los políticos, expertos y
burócratas. Una crisis de sentido en la que rige el particularismo y el
hedonismo intelectual de los medios masivos.

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Rubén Dittus: La crítica y los intelectuales. Documento de trabajo. Escuela de Periodismo UCSC, 2009.

El ocaso del que habla Brunner sólo se explica a partir de la soledad que
movilizó y sigue movilizando al clásico intelectual, aquel personaje que evita el
contagioso gregarismo propio del que reacciona como mero testigo de la
realidad social, dejando que las cosas pasen sin alterar el curso de los
acontecimientos. Es el riesgo para quien por su políticamente no correcta
actividad, es condenado a ser quemado en la hoguera o al destierro definitivo.
Es su permanente crítica al poder público, desde lo público, el que lo eleva a tal
exclusiva categoría.

“El intelectual, en el sentido que yo lo entiendo, no es un pacificador


ni un constructor de consenso, sino alguien que compromete y
arriesga todo su ser sobre la base de un sentido crítico constante,
alguien que rechaza a cualquier precio las fórmulas fáciles, las ideas
preconcebidas, las confirmaciones complacientes de las opiniones y
actos de los poderosos y otras mentalidades convencionales. Alguien
que no sólo rechaza pasivamente sino que se compromete en forma
activa a decirlo en público” (Edward W. Said, 2007: 41)

La marginación y la defensa de fórmulas alternativas asoman como los


bastiones de la lucha intelectual. Se trata de una actividad no corporativista
que acompaña el enfrentamiento con la visión política dominante y que está en
conexión permanente con las crisis de su tiempo. Se trata de la máxima
expresión de la Crítica de la Cultura, pero que ha guardado en su descripción,
algunas categorizaciones poco solemnes. Las más conocidas hablan de
imaginarios que abrazan la figura del “intelectual moderno”, el “intelectual
específico”, el “intelectual colectivo”, el “tecnócrata o intelectual de gobierno”,
el denominado “revolucionario” o el “intelectual mediático”.

Como rostro de la modernidad, aparece aquel intelectual que deja de


pertenecer a un grupo autónomo e independiente. Atrás queda esa imagen de
minoría selecta. Surge un letrado experto en legitimación, pero alejado del
estamento al que se le incluye. Es el rol que se asigna Gramsci –único marxista
que ha tratado a fondo la cuestión de los intelectuales-, cuando sostiene que el
error más extendido consiste en situar su especificidad “en lo intrínseco de la
labor intelectual, en lugar de situarla en el conjunto del sistema de relaciones
en el que ellos –y por consiguiente los grupos que les personifican- vienen a
unirse al complejo general de las relaciones sociales (…) Por consiguiente,
podría decirse que todos los hombres son intelectuales, pero no todos tienen
en la sociedad la función de intelectuales”. La tesis central de Gramsci indica
que no existe una clase especial de intelectuales, sino que cada clase tiene sus
propios intelectuales, proporcionándole a cada una algún tipo de acción
hegemónica. Ello se debe -dice- porque toda clase social requiere mantener su
influencia en la estructura social. No cabe duda que esta ampliación del
concepto promueve la división del trabajo intelectual, con distintos grados de
intervención y conexión con la base social que no tiene acceso al poder. Su rol
como “representantes y agentes de la hegemonía” los vincula con la
promoción de la ideología de las clases sociales en pugna a través del Estado,
las organizaciones sociales, la Escuela, los sindicatos y los medios de

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Rubén Dittus: La crítica y los intelectuales. Documento de trabajo. Escuela de Periodismo UCSC, 2009.

comunicación.

En tanto, el intelectual específico es invocado por Michel Foucault. Por


oposición al intelectual universal, surge esta figura que dejó atrás la tarea de
hablar como dueño de la verdad y la justicia. “Hace ya unos cuantos años que
no se le pide al intelectual que cumpla ese papel”, enfatiza Foucault. “Los
intelectuales se acostumbraron a no trabajar en lo universal, lo ejemplar, lo
justo-y-verdadero-para-todos, sino en sectores determinados, ciertos puntos
precisos donde los situaban sus condiciones de trabajo, o bien sus condiciones
de vida (la vivienda, el hospital, el asilo, el laboratorio, la universidad, los
vínculos familiares o sexuales). Así ganaron sin duda una conciencia mucho
más concreta e inmediata de las luchas. Y en ellas encontraron problemas que
no eran universales sino específicos, distintos a veces a los del proletariado o
las masas” (Foucault, 1999). De hecho, la incorporación de las condiciones de
producción económica al análisis del poder atrajo a “las izquierdas” a la labor
intelectual. ¿Cómo se explica, entonces, esa clasificación? La respuesta está en
la universalidad de la clase trabajadora. El develamiento de un poder no
autónomo, sino dependiente de relaciones discursivas incorpora al proletariado
al análisis que hace Foucault. Se trata de una clase que, desde una posición
histórica es portadora de lo universal, pero desde la vereda de lo irreflexivo.
Sólo el intelectual puede incorporar conciencia y elaboración a dicho análisis
genealógico; sería “la figura clara e individual de universalidad de la que el
proletariado sería la forma sombría y colectiva” (Foucault, 1992: 194). Esa
especialidad nutre al denominado tecnócrata o intelectual de gobierno. Y es
que en la práctica observamos que aquellos que alguna vez fueron voces
críticas de la dominación, de la noche a la mañana están dispuestos a “servir al
príncipe” o integran comisiones gubernamentales. Se trata del grupo de
intelectuales que, dedicados a la política, conviven con el poder, llegando “(…)
a verse a sí mismos como directores, ya sean directores industriales, directores
del Estado o directores ideológicos. Esa ha sido la tendencia general entre la
intelligentsia; ese es el interés que ella espera satisfacer” (Chosmky, 1989:
59). La rigidez y el excesivo adoctrinamiento caracterizan -según Chomsky- a
este tipo de intelectual. Nutridos de un pensamiento dogmático, cuando son
parte del capitalismo liberal, ejercen un poder vertical en el ejercicio autoritario
del cargo. Allí están abogados, economistas y administradores encargados de
que el modelo se aplique sin oposición, llegando a “ser peores que los
comisarios (…) que es el nombre occidental para los intelectuales respetados
de la desaparecida Unión Soviética” (Chomsky, 1984). Dependientes del
reconocimiento de los medios de comunicación y las estrategias de campaña,
en la práctica se sostienen intelectuales que limitan su accionar al
perfeccionamiento de las ideas dominantes y sus derivaciones, como el diseño
de medidas de reactivación económica, la asesoría en la redacción de nuevos
textos constitucionales o en la defensa de una política intervencionista en las
relaciones exteriores.

En consonancia con esta complicidad se encuentra el intelectual


burgués. Jean-Paul Sartre es el principal cuestionador de esta figura. Si la
mayoría de los intelectuales nacieron burgueses, no se explica por qué
debieran renegar de su selecta cultura. “La burguesía desconfió siempre de los

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Rubén Dittus: La crítica y los intelectuales. Documento de trabajo. Escuela de Periodismo UCSC, 2009.

intelectuales. Pero desconfía de ellos como de unos seres extraños que, en


realidad, proceden de ella (…) Sin embargo, hay intelectuales –yo soy uno de
ellos- que desde 1968 no quieren dialogar más con la burguesía” escribe
Sartre, (1976) luego que asumiera la dirección Causa del pueblo, un diario
maoísta –y que no se dirige al lector burgués-, cuyos editores anteriores habían
sido condenados. Y Es que los intereses ideológicos también “apañan” a la
casta intelectual, reduciendo sus posibilidades de acción y, menos, el impulso
de su pensamiento crítico. ¿El resultado? Un profesor o experto en literatura
herméticamente encerrado en sí mismo, con ingresos fijos y seguros y apenas
interesado en mundo exterior al aula (Said, 2007).

Su origen burgués y las competencias tecnócratas que adquiere


complementan la visión foucaultiana del especialista. Pareciera que desde ese
rol, menos molestia produce. Sin embargo, dicha especialización tiene un
riesgo: mata –como dice Said- su sentido de libertad, curiosidad y
descubrimiento. Y es que “ser un experto significa que así lo han certificado las
autoridades competentes” (Said, 2007: 96). De allí al conformismo intelectual
hay un paso.

“La amenaza particular que hoy pesa sobre el intelectual, tanto en


Occidente como en el resto del mundo, no es la academia, ni la
periferia de la gran ciudad, ni el aterrador mercantilismo de
periodistas y editoriales, sino más bien una actitud que yo definiría
como profesionalismo. Por profesionalismo entiendo el hecho de que,
como intelectual, concibas tu trabajo como algo que haces para
ganarte la vida, entre las nueve de la mañana y las cinco de la tarde,
con un ojo en el reloj y el otro vuelto a lo que se considera que debe
ser la conducta adecuada; profesional: no causando problemas, no
transgrediendo los paradigmas y límites aceptados, haciéndote a ti
mismo vendible en el mercado y sobre todo presentable, es decir, no
polémico, apolítico y objetivo” (Said, 2007: 93)

Tras estas clasificaciones, asoma nítida la envergadura de la crisis que


atraviesa la figura del intelectual como francotirador, oficio que está siendo
sustituido por comunicadores mediáticos en el sentido de intermediario de
tensiones y conflictos entre revolucionarios y el Estado. Según Jesús Martín
Barbero, el problema está en distinguir aquello que en el oficio de los
comunicadores contradice abiertamente las funciones crítico/creativas del
intelectual. “El caso de Colombia –dice Martín Barbero (2005: 68) es bien
ilustrador a este respecto: los comunicadores median a su manera entre
guerrilla y Estado, entre paras y sociedad, entre Estado y ONG’s. Es decir, la
presencia del comunicador en la sociedad proporciona tanto unos mínimos de
ordenamiento del caos social como de interlocución, y –en muy pequeñas pero
indispensables- algunas dosis de disentimiento”. Es la legitimación de un
intelectual cada vez más cercano al profesionalismo de la técnica del ejercicio
mass mediático. Allí están famosos tele-predicadores, polémicos columnistas
de periódicos o fugaces estrellas que en sus quince minutos de fama no han
pestañado para lanzar dardos verbales hacia el gobierno de turno, empecinado
en talar los bosques del sur. Es la máxima distorsión de la Crítica. Aquella que

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Rubén Dittus: La crítica y los intelectuales. Documento de trabajo. Escuela de Periodismo UCSC, 2009.

no se nutre del trabajo intelectual serio y permanente que la tradición


humanista ha definido.

Quizás la última oportunidad de la Crítica sea apoyar el despliegue del


último elemento taxonómico: el intelectual colectivo. Capaz de definir por sí
mismo los objetos y fines de su reflexión y acción, esta figura autónoma
garantiza la defensa contra el poder simbólico “con la fuerza que da la
competencia y la autoridad del colectivo reunido” (Bourdieu, 2001). Si el
pensamiento singular no puede contra la dominación, es tarea del intelectual
ser “portavoz autorizado por un grupo o una institución para transmitir la
supuesta palabra de los que no la tienen. Es ahí donde el intelectual colectivo
puede cumplir su papel, irremplazable, contribuyendo a crear las condiciones
sociales de una producción colectiva de utopías realistas” (Bourdieu, 2001). Si
el intelectual es la persona que por medio del razonamiento crítico teoriza y
reflexiona sobre las problemáticas del orden social, no puede confundírsele con
el experto. Aquel no tiene como tarea dar solución a los problemas, los pone en
evidencia, pero sus planteamientos influyen en su utópico reordenamiento. El
verdadero intelectual asoma como un sujeto perteneciente a una minoría casi
clerical que, motivado por el bien común, busca cambiar la historia, no la
contingencia. Es la razón por la que no hay Crítica sin intelectuales.

En este escenario, el intelectual crítico ocupa un lugar propio en el


campo cultural –siguiendo a Bourdieu- en virtud del capital que posee y a partir
del cual se comporta estratégicamente. En ese campo, debe adecuarse a los
vaivenes del mercado y a las nuevas condiciones de su ejercicio teórico-
reflexivo. Las luchas para conservar o transformar el campo de fuerzas es lo
que define a la práctica intelectual como un campo. Es engendrado por las
relaciones de los diferentes agentes: equipos académicos y de investigación,
críticos editoriales, asociaciones académicas; agentes todos que dan volumen
y estructura al capital simbólico del campo intelectual. Actúa como
concentraciones de poder, monopolios, intereses egoístas, convenciones y
pactos, los que se encuentran regidas sólo por el habitus.

En efecto, desde esta perspectiva la sociedad se presenta como un


sistema de relaciones asimétricas en el que se dan una serie de campos con
sus reglas de juego particulares, “como un campo de fuerzas cuya necesidad
se impone a los agentes que se han adentrado en él, y como un campo de
luchas dentro del cual los agentes se enfrentan, con medios y fines
diferenciados según su posición en la estructura del campo de fuerzas”
(Bourdieu, 1983). De este modo, el campo intelectual -como cualquier otro
campo- es atravesado por luchas internas entre los agentes que apuntan a
acumular el capital propio del campo, y que otorga autoridad. Ello, porque el
enfrentamiento de fuerzas que constituyen el campo es propio de todos los
campos identificados por la nomenclatura de Bourdieu. Tales enfrentamientos
se producen con el objeto de alcanzar la autoridad y el poder, y ello se logra
acumulando un gran capital cultural. La lucha de influencias simbólicas al
interior de un campo generan dos tipos de agentes: aquellos que monopolizan
el capital específico del campo bajo estrategias de conservación (la ortodoxia)
y los que disponen de menos capital específico que se inclinan por estrategias

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Rubén Dittus: La crítica y los intelectuales. Documento de trabajo. Escuela de Periodismo UCSC, 2009.

de subversión (la heterodoxia).

“Los que poseen la posición dominante, los que tiene más capital
específico, se oponen en numerosos aspectos a los recién llegados, a
los que llegaron tarde, los advenedizos que no poseen mucho capital
específico (...) Los recién llegados tienen estrategias de subversión
orientadas hacia una acumulación de capital específico que supone
una alteración más o menos radical de la tabla de valores, una
redefinición más o menos revolucionaria e los principios de
producción y apreciación de los productos” (Bourdieu, 1990: 216-
217).

En la lucha por la autoridad intelectual, los agentes del campo se mueven


según las normas del habitus, es decir, la internalización de las estructuras,
modos y formas de actuar de ese campo en específico y que permite su
subsistencia. Este conjunto de disposiciones se vuelven automáticas a menos
que deriven de un acto explícito de objetivación. Por lo tanto lo que se busca
incrementar es el reconocimiento de los pares para alcanzar el capital
científico. Éste es “el producto del reconocimiento de los competidores (...) un
acto de reconocimiento aporta tanto más capital, cuanto más quien lo realiza
es el más reconocido, y por lo tanto más autónomo y dotado de capital”
(Bourdieu, 2001). El capital es una propiedad que se vuelve simbólicamente
eficiente, que responde a expectativas colectivas y que es percibido por los
demás agentes como un valor. No cabe duda que el intelectual asume dicha
condición. Actúa como creencia o fuerza mágica que promueve el statu quo o
el cambio dentro del campo intelectual. Por ello, si bien la noción de campo
aborda la idea de autonomía, no incluye los rasgos de uniformidad o
inmutabilidad. El enfrentamiento que el intelectual tiene respecto a
paradigmas dominantes como forma de subversión vincula los objetos del
campo con sus respectivos contextos sociales, generando el reconocimiento de
un quehacer teórico autorreflexivo. El nexo del campo intelectual con su propio
campo de producción rompe con la imagen del sabio, tan común en los
cimientos de la modernidad. Pero esa ruptura epistémica se hace siempre
desde el habitus. Es bajo las reglas del juego de ese campo específico donde se
constituye la generación de prácticas transformadoras, las que, a su vez, se
encuentran limitadas desde la acotada diversidad permitida. El habitus es una
“suerte de trascendente histórico” (Bourdieu y Wacqant: 1995) que funciona
como esquema abierto de producción, percepción y apreciación de prácticas y
que, a la vez, se adquiere sólo mediante la práctica.

Bourdieu invita al campo intelectual a pensar el poder. Y lo hace llamando


a los propios intelectuales a mirarse el ombligo. “Se debe partir por casa”,
sería la máxima. En ella, el juego de roles entre dominantes y dominados está
plenamente vigente. Una lucha que adquiere la fisonomía de una violencia
simbólica que no excluye a la Ciencia, la cual “no tiene nunca otro fundamento
más que la creencia colectiva en sus fundamentos, que produce y supone el
funcionamiento mismo del campo científico” (Bourdieu, 2000: 43). ¿Cómo se
ejerce la violencia? ¿Cómo se llega a ella? Responde Bourdieu:

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Rubén Dittus: La crítica y los intelectuales. Documento de trabajo. Escuela de Periodismo UCSC, 2009.

“La violencia simbólica es esa coerción que se instituye por


mediación de una adhesión que el dominado no puede evitar otorgar
al dominante (y, por lo tanto, a la dominación) cuándo sólo dispone
para pensarlo o, mejor aun, para pensar su relación con él, de
instrumentos de conocimiento que comparte con él y que, al no ser
más que la forma incorporada de la estructura de la relación de
dominación, hacen que ésta se presente como natural” (Bourdieu,
1999: 224.225).

El capital actúa como beneficio obtenido dentro del campo intelectual. El


prestigio, los viajes, la invitación a publicar, el reconocimiento político, las
referencias, premios o membresías son algunos ejemplos. Cuando estos
beneficios se expresan mayoritariamente en los agentes dominantes del
campo intelectual se define la legitimidad, la que actúa como habitus
dominante. Se produce una inconsciente solidaridad del agente con las reglas
que definen el habitus dominante, lo que facilita la autorreproducción de toda
la estructura de la dominación dentro del campo. Así, el poder otorgado a los
legitimados actúa como punto de inflexión entre ortodoxos y heterodoxos. La
dimensión simbólica de la dominación -dice Bourdieu- se expresa en la medida
en que los actos de obediencia y sumisión son actos de conocimiento (de una
estructura) y reconocimiento (de una legitimidad), independiente de las armas
de lucha que utilizan los agentes dentro del habitus. En este escenario, es
fundamental considerar la posición ocupada por los agentes en la estructura de
cada campo, y las prácticas que ellos han generado en el recorrido y su
vinculación con otros campos. Las disposiciones de los agentes, sus habitus,
las estructuras mentales a través de las cuales aprehenden el mundo social,
son en lo esencial producto de la interiorización de las estructuras del mundo
social.

Frente a esta burocratización del trabajo intelectual asoma no con menos


fuerza el imperioso llamado efectuado por Foucault en una de sus públicas
conversaciones con Gilles Deleuze, a propósito de los intelectuales y el poder.
Allí, la posición del intelectual en la sociedad burguesa –ya asumida por Sastre
como un mal necesario para un posterior divorcio- es la causa de la
obstaculización del discurso disidente que se pone en conocimiento de las
masas. Hay un discurso dominante, dice Foucault, que prohíbe, que invalida la
crítica y el saber que ésta genera. “Poder que no está solamente en las
instancias superiores de la censura, sino que se hunde más profundamente,
más sutilmente en toda la malla de la sociedad. Ellos mismos, intelectuales,
forman parte de ese poder”, sentencia el pensador galo (Foucault, 1992: 85).
En efecto, la toma de conciencia es la misión del intelectual. Ser intelectual
representaba, en los orígenes del término, la voz de la conciencia de todos.
Hoy día, quien calla la muda verdad no es sino cómplice de las directrices y
profundos entramados por los que se mueve el saber y los instrumentos por los
que se reproduce socialmente. La infructuosa tarea del intelectual sería, a
todas luces, la máxima expresión de la nomenclatura foucaulteana, aquella
que le quita al poder el ropaje de propiedad para vestirlo con los tonos de un
buen y efectivo ejercicio. Dicha complejidad permitiría explicar la obsesión de
Focucault con el intelectual específico, ligado a una triple y aplastante

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Rubén Dittus: La crítica y los intelectuales. Documento de trabajo. Escuela de Periodismo UCSC, 2009.

especificidad: la de su clase, la de vida personal y aquella que lo une a su


actividad como intelectual. Las múltiples imposiciones de los regímenes de
verdad del mundo parecen exigirle a Foucault un planteamiento cada vez
asociado a la voz del experto que a la de aquel sujeto que desde la
universalidad de su saber ponía en riesgo los atributos de un gobierno. La
muerte del sabio absoluto en manos del poder anónimo y múltiple ha dado
lugar a un experto más ambicioso y común. Quizás es la nueva orneada de
pensadores que desde la protesta pública y acotada, sean objeto de la
persecución del poder político, no en función del discurso general que posean,
sino a causa del saber específico que detenten. Más allá de las diferencias, la
misión sigue siendo la misma: “separar el poder de la verdad de las formas
hegemónicas (sociales, económicas, culturales) en el interior de las cuales
funciona por el momento” (Foucault, 1992: 200).

Tras los numerosos intentos de clasificación -Martín Hopenhayn


identifica, además del crítico, al intelectual posmoderno, ensayista,
progresista, integrista, iluminista, en el gobierno, de organización de base, de
academia, de la “différence”, de ONG, de organismos internacionales,
independiente, orgánico, apocalíptico y optimista- no es menos cierto que el
más visible de todos es el denominado intelectual mediático. Periódicamente
entrevistado y habitual columnista de revistas y periódicos, la mediatización
del crítico cultural “serio” es, a juicio de algunos, la más chaquetera de todas.
Una especie de paradoja que goza al unir a dos irreconciliables adversarios: la
masa y la alta cultura. Lejos de la academia, pero cerca de la elite, el
intelectual mediático usa y abusa de lo que se considera un exceso de
presencia e investido de una autoridad moral que le asegura un espacio
reservado. Se trata de un erudito que “ha sacrificado la profundidad en aras de
la anchura, y ha sustituido el desarrollo del conocimiento por su traducción al
público masivo”, escribe Hopenhayn (2001: 209) al referirse a una imaginaria
descripción hecha desde su “(in)par” no-mediático. Una crítica que no escatima
en deslegitimar a un intelectual sobre lo que habla o deja de hablar, “porque se
lo consulta acerca de todo, incluso de aquello que probablemente él jamás ha
investigado”. Dichas preguntas serían el alimento que garantizan la
supervivencia de este peculiar producto mediático, generando lo que
Hopenhayn define como un “hábito de responder” sobre todo tipo de consulta.
“Y como el hábito hace al monje, él termina creyendo que sabe de todo,
cuando en realidad opina de todo, que no es lo mismo”, sentencia (Hopenhayn
2001: 209).

En efecto, éste acostumbra a tener opinión sobre todo, se autoflagela a


través de su discurso políticamente incorrecto y abraza a los rudos
apocalípticos tipificados por Umberto Eco. En una interesante reflexión satírica
al respecto, el español Raúl Rodríguez (2001: 47) es enfático: “siendo
naturalmente apocalíptico ha de transigir, al menos en parte, con la industria
cultural si quiere hacer oír su voz, porque su mera voz ya no es comparable a
la de Sócrátes en el ágora, rodeado de sus discípulos, aun contando con la
inestimable presencia entre ellos de Platón (...) Una vez hechos el sermón y la
admonición pública por el oficiante investido para tal labor; la paciente escucha
lleva implícita la penitencia”. ¿La reacción de los lectores, telespectadores y

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Rubén Dittus: La crítica y los intelectuales. Documento de trabajo. Escuela de Periodismo UCSC, 2009.

radioyentes? Rodríguez se responde. En primer lugar, dice, se sienten


avergonzados “al verse encarnecidos en el exacto perfil de hombre-masa
prototípico que describe el crítico”; pero también se sientan en primera fila
“creyendo en lo que se les revela” (Rodríguez, 2001: 48). La cultura de masas
se transforma, así en el paraíso perdido declarado de la crítica (apocalíptica,
por cierto). Todo tiene su inicio en la pesimista teoría de la sociedad de masas.
Los conceptos controvertidos de “masa” e “industria” tratados por el enfoque
crítico y algunos intelectuales conservadores provocaron un enconado debate
entre dos posturas, que en su momento fueron irreconciliables. Dichas
referencias fueron recogidas en 1964 por Eco en una serie de artículos de
prensa -material agrupado por en una sola publicación, bajo el título de
Apocalittici e integrati- fenómeno que se identificó como un clásico
enfrentamiento entre la postura de los apocalípticos (detractores) e integrados
(defensores) ante la cultura de masas. Una relación que está atrapada en la
simbiosis más caprichosa de todas: una cultura de masas que asume modelos
culturales burgueses creyéndolos propios de su expansión autónoma, y una
cultura burguesa (autodefinida superior) que identifica en la cultura de masas
la sub-cultura con la que nada la une. Por este motivo, Eco inspira su clásica
obra en los críticos más críticos de todos:

“Quisiéramos dedicar el libro a los críticos que tan sumariamente


hemos definido como apocalípticos. Sin sus requisitorias injustas,
parciales, neuróticas, desesperadas, no habríamos podido elaborar
tres cuartas partes de las ideas que sentimos condividir; y ninguno
de nosotros se habría dado cuenta, quizá, de que el problema de la
cultura de masas nos atañe a todos, y es signo de contradicción para
nuestra civilización”(Eco, 1999: 47).

Han pasado más de cuatro décadas de aquel debate y no pocos críticos


se siguen autodefiniendo apocalípticos. Así, la crítica apocalíptica se
transforma en el principal rostro del intelectual asociado a los nuevos fetiches
del hombre-masa, contenidos que rápidamente incluirían personajes y relatos
que no eran considerados adecuados por el mundo académico en su paso por
las aulas universitarias, lugares donde históricamente habían retumbado las
voces de la alta cultura. “Esta ampliación de horizontes revela una
presuposición evidente: todas las cosas son igualmente dignas de
consideración, Platón y Elvis Presley pertenecen de igual modo a la historia,
escribirá enfáticamente Eco (1999: 12) en la introducción de su polémica obra,
justificando, así, estas indeseadas inclusiones de la academia italiana y sus
primeros pasos por las comunicaciones de masas. Desde allí, Eco invitaba a
adherir a la reflexión en torno a un fenómeno difícilmente inabordable. El
consumo y sus efectos requerían la atención de quienes tenían la estirpe para
apoyarse o desapoyarse en él. Era el inicio de una compleja y contradictoria
camada de intelectuales, más críticos (todos apocalípticos, por cierto), pero no
menos consumidores del aquellos secretos ideales que definían la esencia de la
cultura de masas. Así, arte pop, cine o kitsh eran refrendados como las “niñas
bonitas” en los tradicionales géneros de la cultura educada. Eco lo escribe en
un profético comentario:

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Rubén Dittus: La crítica y los intelectuales. Documento de trabajo. Escuela de Periodismo UCSC, 2009.

“No sé si estos ideales corren el peligro de realizarse. Pero si ello


sucediere, dentro de unos pocos años la mayoría de los intelectuales
producirá filmes, canciones y textos para tebeos; los más geniales
insertarán en sus propias poesías algún verso de Celentano...
mientras en todas las cátedras universitarias, jóvenes profesores
analizarán los fenómenos de la cultura de masas… y quizás todos
nosotros estemos viviendo ya sólo para consentir estadísticas cada
vez más perfeccionadas, análisis cada vez más exhaustivos, o
denuncias furiosas”(Eco, 1999: 12).

Pero, ¿por qué darle crédito sólo al apocalíptico? ¿Dónde queda aquel
crítico integrado, máximo heredero del progresismo intelectual? Quizás porque
la decadencia seduce y gana adeptos, porque es más fácil de seguir y
justificar. ¡Qué paradoja! El apocalíptico como orientador de las masas a través
de la imagen de la desintegración de los valores (como buen Apocalipsis) y los
llamados a la unidad nacional; he aquí la máxima contradicción de la crítica.
Será, también, porque los textos apocalípticos son el resultado de la cuidadosa
sofisticación lograda para el consumo de sus no-iguales. Si es así, las
diferencias con la crítica integrada serían sólo adjetivas, formando ambos
(apocalípticos e integrados) parte del debate desde, en torno y para la masa.
¿Acaso el apocalíptico consuela al lector, como dice Eco en su introducción? La
respuesta está en el imaginario del superhombre. Según el mito, éste suele ser
intachable, se eleva por encima de la banalidad y se opone al orden silenciador
que censura toda forma de disidencia. El superhombre que propone el crítico
apocalíptico exige un mundo que no es para él. Y si no es para él no lo es para
nadie. Tiene razón Eco cuando afirma que, a pesar de que el superhombre no
está cómodo con el mundo que le toca vivir, a la larga “nadie puede escapar a
esas condiciones, ni siquiera el virtuoso” (Eco, 1999: 30). La salida no está
lejos, sino cerca del objeto de la crítica. La estrategia que asoma se denomina
fetichización. En efecto, la creación de conceptos fetiche –a pesar que
obstaculizan el discurso crítico- genera reacciones emotivas que potencian el
seguimiento y la adopción como un vulgar mea culpa. Dicha reproducción de
ideas en serie tampoco afecta la autoridad moral del crítico, en la medida que
sus dardos siguen el camino del gusto y el ethos del consumo masificado. Se
enfrenta, como se sabe, a lectores, audiencias, internautas y telespectadores
cada vez más alfabetizados y “entendidos” en cuestiones propias de la Alta
Cultura, ya sea desde la sátira, la representación o la caricatura. Desde allí, se
enfatiza la soledad y lucidez del intelectual frente a la aparente torpeza del
hombre medio. Se puede decir, entonces, que los rasgos negativos de la
cultura de masas suelen ser, al mismo tiempo, las virtudes de una épica elite
intelectual. Una crítica que se empina en la soledad de su mirada y se distancia
de las voces que le reclaman. Una crítica carente de cadenas, partidos y
dirigentes. Se trata de un intelectual que se mueve por la obsesión de modelos
de conducta y puntos de referencia axiológica. Todo según una estricta escala
de valores, que explica el discurso del buen gusto y su rechazo a la vulgaridad
del hombre medio. A menudo se sirven del concepto de la televisión como
servicio y de las nuevas tecnologías como formas que alteran los sanos
procesos comunicativos cara a cara. Su desconfianza hacia los mass media se
explica por el caprichoso supuesto de la pureza de las almas y la virginal

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Rubén Dittus: La crítica y los intelectuales. Documento de trabajo. Escuela de Periodismo UCSC, 2009.

conciencia infantil. Una elite que se autodefine como reserva moral ante una
masa crédula que se deja engañar por los invisibles ataques del consumo
moderno. Una elite intelectual que publica desde un tribunal responsable,
cauteloso, atento, no manipulable e inmune a las influencias. Desde aquel
púlpito paternalista busca dosificar ante los ciudadanos más atentos los
efectos de la industria cultural, temerosos de un colectivo y brutal
“atragantamiento”.

No sería sino en 1949 cuando la tesis de la manipulación sería


magistralmente articulada, pero esta vez desde la más alta de las expresiones
de la alta cultura: la literatura. 1984, de George Orwell, no sólo nos entrega
una historia aterradora a través del casi absoluto control de la telepantalla,
sino nos advierte sobre los peligros que trae la ambición y el poder político
desmesurado. La anulación de la autonomía individual, la prohibición, la
delación y el castigo se convierten, así, en íconos del abuso tecnológico al
servicio de la alineación impulsada por los totalitarismos. La estrategia
propagandística partidista no sólo es emocional, racional, superficial y
orquestada, sino el espionaje y el doble pensar se asumen como formatos de
una violencia psíquica posible a una masa altamente sugestionable, ejercida
por las tecnologías comunicantes modernas. La postura anti-tecnologizante
vivirá otro momento relevante a través de Un mundo feliz, de Huxley, donde el
sometimiento y la represión son placenteros, en tanto la programación in vitro
es garantía de felicidad terrenal.

Uno de los ejemplos de la crítica literaria más despiadada hacia la


televisión y sus alcances socializantes fue la formulada por Jerzy Kosinski
(1970) a través de su breve novela Desde el jardín. En el relato, Chance es un
personaje que se rige por una visión única de la realidad (la televisión) pero
que va llevando a esa misma realidad (a los que le rodean) a su propio terreno,
a su mundo. Todo su conocimiento del exterior procede de la televisión y las
acciones se suceden a partir de este rasgo psíquico. El autor nos propone –por
medio de una inteligente síntesis- no sólo cómo lo absurdo se convierte en
posible, y lo real en falso, sino que la muerte de aquello que da estabilidad a
nuestro entorno simbólico nos obliga a salir al mundo exterior verdadero; y que
en cada sujeto conviven un Chance (el “yo” real) y un Chauncey Gardiner (el
“yo” que todo el mundo quiere ver), verdaderos imaginarios de una tecnología
que siempre será extensión de nuestros conflictos, carencias y rasgos
psíquicos. No obstante lo anterior, el autor se asegura -a través de una
aclaración- un relato que no critica ni comenta explícitamente, y que se
autodefine como la exposición de lo que la realidad podría llegar a ser según
los hombres y mujeres del mañana:

“Esta es una obra de ficción y sus personajes y situaciones son


completamente imaginarios. Cualquier similitud con personajes o
situaciones del pasado o del presente es puramente accidental, y no
se los debe identificar con ninguna persona o hecho reales (...) El
Autor” (Kosinski, 1970).

A pesar de la advertencia, el relato inicia la crítica social desde la

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Rubén Dittus: La crítica y los intelectuales. Documento de trabajo. Escuela de Periodismo UCSC, 2009.

primera página. El mundo físico y mental del protagonista está condicionado


por las imágenes de la televisión, medio cuyos efectos se asumen como
inhibidores de un pensamiento propio y original ¿Acaso condicionamientos
presentes en cualquier tipo de audiencia? El autor deja esa reflexión al lector.
La duda, sin embargo, queda instalada. El uso de la ficción adquiere, así, la
máxima expresión reflexiva del intelectual en una obra apasionante.

Un caso emblemático en la crítica contemporánea hacia los medios lo


constituye Pierre Bourdieu y su ensayo Sobre la televisión (y el campo
periodístico). En sus páginas, el autor parte de la base que todo pensamiento
es, por definición, subversivo, y desde él, se debe enjuiciar el proceso de
selección que el periodismo pone en práctica cada vez que relata un
acontecimiento. “Los periodistas tienen unos lentes particulares mediante los
cuales ven unas cosas y no otras”, constata Bourdieu (2001: 25), cuestionando
la búsqueda de lo sensacional, lo espectacular y lo excepcional que guía los
criterios del mercado informativo. El caso de la televisión es, en ese sentido,
más extremo, pues para muchos, lo que no está en la pantalla no existe. “Ser
es ser visto en televisión”, sentencia. Como lugar de exhibición narcisista que
es, la televisión otorga visibilidad y una constancia casi ontológica que nutre
ese fácil camino al espectáculo, y que este medio convierte en objeto de
deseo. Así, no es extraño que el índice de audiencia actúe como el único
antecedente que defina la selección de lo noticiable, otorgando al mercado esa
difícil tarea de creación de realidades cotididanas. La tesis del espejo se
distancia de la tesis bourdieana. La verosimilitiud -no lo verdadero- sería la
máxima a alcanzar en la estructura mediática actual, razón que, según nuestro
autor, explicaría la autolectura de la prensa, con el consabido efecto de
semejanza de todo lo que se publica. Una agenda que define agenda y el
círculo vicioso que ello conlleva (Bourdieu, 2001: 35). Y es que aquella se
encuentraría cada vez más definida por la televisión: los temas de los que se
habla, lo que importa, lo que seduce, lo que inquieta. Esto no sería problema
para el campo intelectual -que Bourdieu y otros de su generación conforman- si
no fuera porque este medio audiovisual y sus formatos no favorecen el
pensamiento ni menos su profundidad. Es el dilema entre pensamiento y
velocidad. “¿Se puede pensar atenazado por la velocidad? ¿Acaso la televisión,
al conceder la palabra a pensadores supuestamente capaces de pensar a toda
velocidad, no se está condenando a no contar más que con fast thinkers, con
pensadores que piensan más rápido que su sombra...?”, se pregunta Bourdieu.
El mismo se responde: “piensan a través de ideas preconcebidas, es decir,
mediante tópicos (...) ideas que todo el mudo ha recibido, porque flotan en el
ambiente, banales, convencionales, corrientes; por eso el problema de la
recepción no se plantea: no pueden recibirse porque ya han sido recibidas”
(Bourdieu, 2001: 39). Ideas preconcebidas que se alimentan de estructuras
mentales de un público no exigente, conformista y poco acostumbrado al
debate y el desacuerdo, con valores establecidos y ambientado en un
microcosmos que tiene sus leyes propias. Ejemplo de esto es el género del foro
político, formato que exige un moderador que controla los tiempos de habla,
las pausas y los pases; más un panel de invitados que se enfrentan
(falsamente) según una pauta que asegura el equilibrio informativo requerido.
Allí, son las cuotas del mercado, el peso de los anunciantes y el capital

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Rubén Dittus: La crítica y los intelectuales. Documento de trabajo. Escuela de Periodismo UCSC, 2009.

colectivo que representan los periodistas de prestigio, se convierten (como


fuerzas invisibles) en los alimentadores de un modelo que ocupa una posición
privilegiada en el mundo global. Una estructura informativa que forma parte
activa de un campo de tensiones (entre discursos dominantes y dominados)
que se imponen, chocan, transforman y mantienen el orden social. “Motivos
por los que los periodistas son a veces peligrosos (...)”, dirá Bourdieu (2001:
63) como corolario.

Los índices de audiencia o lectoría también dan cuenta de una nueva


categoría privilegiada; son los llamados a hablar en nombre del
intelectualismo. Es la posibilidad que la heteronomía tiene para romper el
tradicional ascenso de miembros de la historia, la judicatura o la antropología.
Con la televisión y los medios, este gran salto de algunos modestos
representantes de la disciplina no siempre coincide con los más prestigiosos ni
capacitados según la evaluación hecha por sus pares.

“Con la autoridad que confiere la televisión, el señor Cavada nos dice


que el mayor filósofo francés es el señor X. ¿Le cabe a alguien en la
cabeza que se pueda resolver una polémica entre dos matemáticos,
dos biólogos o dos físicos mediante un referéndum, o mediante un
debate entre dos interlocutores escogidos por el señor Cavada? Pero
los medios de comunicación pontifican sin cesar” (Bourdieu, 2001:
83).

El resultado de todo esto es -como dice nuestro autor- un balance anual


o del siglo con los pensadores más influyentes, tal como opera el ranking de las
cuarenta principales canciones radiales solicitadas de la semana. Así, el valor
de las ideas se expresa como acciones en la bolsa o premios de la academia
del cine y la televisión. Es el ciclo de los grandes pensadores roba cámaras que
someten su escrutinio a sucesos o procesos sociales de moda. Son ellas las
voces autorizadas en nuestros medios para mostrar soluciones o bien constatar
que no hay salida posible. Hombres y mujeres con un mediático currículum,
hábiles en apresurar cuestionamientos sobre las políticas públicas de sanidad o
desechar las últimas medidas macroeconómicas. Anti-intelectualismo es la
expresión usada por Bourdieu para referirse a la actitud de los medios de
cuestionar el rol del intelectual. En reemplazo -indica esta tesis- se instalan los
intelectuales periodistas, o sea, vulgares columnistas que han hecho de la
crítica falaz su profesión. Lo que olvida Bourdieu es que la autoridad intelectual
que otorga una empresa de construcción de sentido es igualmente quitada. Sin
tapujos, sin vergüenza y sin escándalo. Dicho poder es cambiante,
acomodaticio y sigue la lógica del mercado.

Desde su propia postura intelectualista, es posible reforzar aun más la


tesis de Bourdieu vinculándola con la economía de los bienes culturales. Ésta
tiene una lógica específica, tanto de producción como de consumo, apoyada
por necesidades culturales que no son más que producto de la educación. En
ese marco el intelectual y su audiencia se mueven simbólicamente. La práctica
cultural preferencial, por un lado, corresponde a escritores, músicos, artistas y
letrados; por otro, la práctica cultural general, ligada al hombre común y no

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Rubén Dittus: La crítica y los intelectuales. Documento de trabajo. Escuela de Periodismo UCSC, 2009.

sofisticado. Ambas -dice Bourdieu- condicionadas por los niveles de instrucción


y el origen social (Bourdieu, 2002: 229). Así, las prácticas culturales siguen
teniendo una fuerte marca de clase, así como un sentido de uso y apropiación
que refuerzan la desigualdad de origen. Estos condicionamientos aparecen en
la lógica bourdieana como predisposición para la selección de audiencias
calificables que se constituyen en objeto del discurso intelectual mass
mediático. Audiencias que no aspiran a ser seducidos por la nobleza cultural.
Todo tiene sentido si nos ajustamos a la teoría intelectualista de la percepción
artística. Es decir, si reconocemos que no existe un flechazo ordinario o fusión
afectiva automática con la obra de arte, asumimos la tesis que cualquier forma
de expresión estética -pictórica, musical o reflexiva- requiere previamente un
acto de conocimiento, una operación de desciframiento o decodificación, algo
muy cercano a la puesta en práctica de un patrimonio cognitivo. “La cultura
funciona como un capital cultural”, exclama Bourdieu (2002: 231), reforzando,
así, la idea de un capital -y sus fuerzas en pugna- desigualmente distribuido,
que procura beneficios de distinción. En ese espacio simbólico identitario la
producción del artista lo convierte en sujeto autónomo, apelando a su propia
historia y definido sólo por las normas de su campo. El resultado: una
percepción estética diferencial, relacional e histórica. Quizás por ello la estética
popular es lo más parecido a comprensión mediática. Se acerca a la adhesión
fácil y en la mayoría de los casos no distingue entre el gusto, el placer y el
interés.

Bourdieu nos encandila con la lógica de la representatividad. Las


representaciones como formas de ejercer el intelectualismo. Al igual que un
artista, el intelectual es un productor que se siente autónomo, enteramente
amo de su producto-representación, esto es, la reflexión que hace pública. Los
medios de comunicación asegurarían un puente entre la autonomía del
intelectual y los abismos en su recepción. Ésta no deja de disfrutar de un gusto
vulgar, grosero y servil. Las diferencias entre ambos son explicadas en una
conocida alegoría quijotesca:

“Viendo en el episodio en el que Don Qujote atraviesa de una


estocada las marionetas del Maese Pedro -con gran asombro de los
campesinos apasionados por la representación (Don Quijote,
Segunda parte, capítulo 26)-, un paradigma de lo que opone al
pueblo y a los intelectuales en su relación con las ficciones, se podría
decir, muy esquemáticamente, que los intelectuales creen en la
representación -literatura, teatro, pintura- y no en las cosas
representadas, mientras que el pueblo demanda a las
representaciones y a las convenciones que las rigen permitirles creer
en las cosas representadas” (Bourdieu, 2002: 235).

Como es sabido, los textos y conferencias de Bourdieu tuvieron


implicancias políticas. Sus análisis del empobrecimiento y fractura de la
sociedad francesa acompañaron a Europa en la articulación de investigadores
e intelectuales con los movimientos sociales críticos, en especial el movimiento
sindical. Sus intervenciones sobre en las huelgas obreras de 1995 en Francia,
por ejemplo, se inscriben en la construcción durable y coherente de un

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Rubén Dittus: La crítica y los intelectuales. Documento de trabajo. Escuela de Periodismo UCSC, 2009.

“intelectual colectivo” en el campo político que supere al “intelectual


comprometido individualmente” o al “intelectual específico”. Esta activa crítica
contra la complicidad de los intelectuales en la construcción de la legitimidad
de la dominación le hicieron tomar distancia de la “inteligencia” que , de una u
otra manera se ha sumado al consenso neoliberal o de aquella, desencantada,
que ha bajado los brazos refugiándose en sus actividades individuales. Por ello,
Bourdieu invita a artistas, investigadores, sindicalistas y luchadores sociales a
articular sus actividades superando las fronteras nacionales y creando un
“accionar universal”. En su discurso de apoyo a los huelguistas del sector
público, denuncia el accionar mediático que atribuye la “razón” a los dirigentes
y la “irracionalidad” a los huelguistas y critica a la “tiranía de los expertos”
locales asociados ahora al Banco Mundial o al FMI que buscan imponer “los
veredictos del nuevo Leviatán, los mercados financieros”.

“La historia social enseña que no hay política social sin un


movimiento social capaz de imponerla (y que no es el mercado,
como se trata de hacer creer hoy, sino el movimiento social, el que
ha “civilizado” la economía de mercado, contribuido en gran medida
a su eficacia). En consecuencia, la cuestión, para todos los que
quieren realmente oponer una Europa social a una Europa de bancos
y de la moneda, flanqueada por una Europa policial y penitenciaria
(ya muy avanzada) y por una Europa militar (consecuencia probable
por la intervención en Kosovo), es de saber cómo movilizar las
fuerzas capaces de llegar a este fin y a qué instancias pedir este
trabajo de movilización (…) Este sindicalismo renovado apelaría a
agentes movilizadores animados por un espíritu profundamente
internacionalista y capaces de superar los obstáculos ligados a las
tradiciones jurídicas y administrativas nacionales y también a las
barreras sociales interiores de la nación, las que separan las ramas y
las categorías profesionales, y también las clases de género, de edad
y de origen étnico” (Bourdieu, 1999).

El texto presentado es un llamado a los intelectuales para que opongan


a la visión tecnocrática un conocimiento más respetuoso de personas y de
realidades a las cuales deben confrontarse. Nos invita a construir, junto a los
movimientos sociales, ese intelectual colectivo universal que criticando las
hegemonías actuales, vaya proponiendo, aquí y ahora, nuevas alternativas. Se
trata de un programa para una resistencia intelectual que debe llenar el
inmenso vacío en las que se observan varias formas oscurantismo y nihilismo.
“Las tareas que fueron atribuidas, en otros tiempos, a los defensores de la
Ilustración, se imponen hoy día más que nunca a todos aquellos que no han
renunciado a ejercer su función de intelectuales”, escribe Bourdieu (1997:
202). Un programa de resistencia que incluye a artistas, escritores y científicos,
que debe superar las barreras disciplinares y fundarse en una crítica
constructiva de todas las ilusiones que sus antecesores han contribuido a
producir y mantener. Es más que nunca la apuesta por la razón. Un utopismo
racional conveniente para estos tiempos de desconcierto.

La crítica a la falta de compromiso de los intelectuales con causas

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Rubén Dittus: La crítica y los intelectuales. Documento de trabajo. Escuela de Periodismo UCSC, 2009.

sociales y proyectos políticos de largo aliento ha sido encausada recientemente


por otro francés. Gilles Lipovetsky es uno de los filósofos más reconocidos de la
literatura anti-consumo y posmodernidad. Como escritor y conferencista,
Lipovetsky habla de la moda, la publicidad, el individualismo y el narcisismo,
prácticas potenciadas por los medios de comunicación industriales. Asimismo,
deja para sí la propuesta de un nuevo constructo -la “hipermodernidad”- un
tipo de sociedad obsesionada por el futuro y la búsqueda del placer inmediato.
Todo parte, sin embargo, con el reposicionamiento de la cultura de masas,
promotora de lo efímero y superficial, en definitiva la moda que impone el star
system. Se trata del culto al presente, a la celeridad, al consumo inestable y la
inmediatez. Es la primacía del eje temporal. Una cultura fabricada enteramente
por el recreo del espíritu y el triunfo de la seducción, concebida en gran parte
por la simplicidad de que hace gala. Es el reinado de un grupo de ídolos que se
presenta como esencial, alejado de la fábrica de los sueños. Para Lipovetsky,
oculta queda ante los ojos de la masa esta maquinaria regida por la ley de la
renovación acelerada y los índices de venta. El resultado: la instalación
definitiva del ser posmoderno. Este sujeto sin pretensiones totalizantes, sino
más bien fragmentarias e hijo de las interpretaciones -dirá nuestro autor-, debe
ser la máxima preocupación de los intelectuales.

Siguiendo este razonamiento, los problemas que debe enfrentar la


intelectualidad son cuatro: individualismo, nihilismo, hedonismo y narcisismo.
Agravado, además, por un clima contrario a los juicios únicos, el intelectual se
propone recuperar los metarrelatos y la promoción ideológica como sus nichos
más preciados. En efecto, ante una sociedad altamente descomprometida y
relativista, la crítica cultural tiene el terreno dificultoso. Sin ideales ni sueños,
el rol del intelectual crítico comienza a ceder espacio a un vacío cada vez más
contagioso. Es la difícil tarea de orientar a un individuo en pleno auge del
consumo masificado. El nuevo adversario de la intelectualidad ya no es la
burguesía como clase, sino la “era del vacío”. En ella, es el imaginario del
consumo el que actúa como el gran lente a través del cual vemos nuestro
entorno: nuestra historia y yo personal. Se impone, entonces, el proceso de
personalización con todos sus efectos. Por un lado la estimulación de
necesidades, como el sexo o el culto a lo natural; y por otro, el máximo de
elecciones privadas posibles: mínimo de austeridad, máximo de deseo, deseo
de menor represión y la exigencia de una mayor comprensión. El resultado es
el peor escenario para el intelectual: la sobre valoración de la autonomía, el
deseo, el respeto por las diferencias, la búsqueda de la liberación personal y un
excesivo espeto a la singularidad subjetiva. En definitiva, la pérdida de interés
por los grandes proyectos sociales.

“El ideal moderno de subordinación de lo individual a las reglas


racionales colectivas ha sido pulverizado, el proceso de
personalización ha promovido y encarnado masivamente un valor
fundamental, el de la realización personal, el respeto a la
singularidad subjetiva, a la personalidad incomparable sean cuales
sean por lo demás las nuevas formas de control y de
homogeneización que se realizan simultáneamente. Por supuesto
que el derecho a ser íntegramente uno mismo, a disfrutar al máximo

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Rubén Dittus: La crítica y los intelectuales. Documento de trabajo. Escuela de Periodismo UCSC, 2009.

de la vida, es inseparable de una sociedad que ha erigido al


individuo libre como valor cardinal, y que no es más que la
manifestación última de la ideología individualista; pero es la
transformación de los estilos de vida unida a la revolución del
consumo lo que ha permitido ese desarrollo de los derechos y deseos
del individuo, esa mutación en el orden de los valores
individualistas” (Lipovetsky, 2005: 7-8).

Esta no subordinación de lo individual a las reglas racionales colectivas


produce, según el autor, el máximo rasgo de la era del consumo: el narcisismo,
y con ella, un riesgo para el intelectual. A través de la figura mitológica de
Narciso, el consumo se extiende hacia la esfera privada: la imagen, el futuro y
la propia existencia. El narcisismo designa el surgimiento de una nueva clase
de individuo en sus relaciones con él mismo y con su cuerpo, con los demás y
el mundo. Estamos en presencia de un individualismo puro que se resiste a
dejarse llevar por la crítica de la cultura. Ello se observa cuando “la res privada
se eleva ante la res pública” (Lipovetsky, 2005: 50). La esfera privada ha
cambiado, pues ésta se expone a los deseos cambiantes de los individuos. La
res pública está desvitalizada, las grandes cuestiones filosóficas, económicas,
políticas o militares han desaparecido. Sale victoriosa la res privada: cuidar la
salud, preservación la situación material, desprenderse de los complejos,
esperar las vacaciones, vivir sin ideal y sin objetivo trascendente. Es decir, el
narcisismo radicaliza el abandono de la esfera pública. Es el “fin del homo
politicus y el nacimiento del homo psicologicus, al acecho de su ser y de su
bienestar” (Lipovetsky, 2005: 51). Y es en este escenario en el que los grandes
proyectos políticos están en retirada. Pareciera que en una sociedad donde el
cuerpo sume como objeto de culto, el intelectual no tiene nada que hacer. La
sociedad narcisista se obsesiona por la salud, por la línea, por la higiene,
rituales de control médico y de mantenimiento corporal, tales como masajes,
sauna, deportes, regímenes alimentarios, cultos solares y terapéuticos. Se ha
producido el advenimiento de un nuevo imaginario social del cuerpo, el que
dejó de tener una materialidad muda. Hoy se identifica con el ser-sujeto, con la
persona. Así, el cuerpo designa nuestra identidad profunda. El cuerpo dejó de
avergonzar, ganó dignidad. El cuerpo ya no está relegado a un estatuto de
positividad material en oposición a una conciencia cósmica y se convierte en
un espacio indecidible, un objeto-sujeto. La pregunta que se hace el autor es
¿dónde comienza el cuerpo y dónde acaba? Su reflexión es categórica: el
interés que tenemos por el cuerpo obedece a imperativos sociales como la
línea, la forma, el orgasmo, el coito. Y de esas exigencias cada vez nos es más
difícil salir. “La personalización del cuerpo reclama el imperativo de juventud,
la lucha contra la adversidad temporal (...) Permanecer joven, no envejecer: el
mismo imperativo de funcionalidad pura”, enfatiza (Lipovetsky, 2005: 62).

La tesis de Lipovetsky asume que el proceso de personalización y la


expansión del psicologismo borran las oposiciones y jerarquías rígidas, pues
confunde las referencias e identidades marcadas. Esta situación produce una
minimización del respeto por la vida privada. El excesivo exhibicionismo es la
nueva cara del consumista. Consume y se deja consumir. En este escenario
posmoderno, donde los individuos aspiran cada vez más a un desapego

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Rubén Dittus: La crítica y los intelectuales. Documento de trabajo. Escuela de Periodismo UCSC, 2009.

emocional y donde las relaciones interpersonales carecen de un compromiso


profundo, se promueve un estado colectivo que preconiza las relaciones libres
y el sexo sin emociones. Una acusación que Lipovetsky no exime a los medios
de comunicación. Cuando el intelectual francés define a la seducción como una
forma de destrucción de lo social, ve en ésta un proceso de aislamiento que se
administra por el hedonismo presente en la publicidad, el cine y la televisión. Y
si bien, la objeción se dirige a la realidad de los medios franceses, los lectores
advierten que se hace extensiva a la realidad de los medios de comunicación
de Occidente. La crítica de Lipovetsky hacia esta nueva política mediática pone
en perspectiva muchas de las observaciones hechas por Horkheimer y Adorno,
pero en un estilo más directo, generando algo que pocas veces se da en
reflexiones académicas: su masividad y aceptación en varios círculos de la
academia. El acento de este francés, sin embargo, lo pone en el star system.

“Toda la cultura mass-mediática se ha convertido en una formidable


maquinaria regida por la ley de la renovación acelerada, del éxito
efímero, de la seducción y de las diferencias marginales (...) Foco de
moda, la star es quintaesencia moderna de la seducción. Lo que la
caracteriza es la magia irreemplazable de su aparición, y el star-
system puede ser definido como la fábrica encantada de imágenes
de seducción” (Lipovetsky; 1990: 232-243).

Según este criterio, todas las industrias culturales se organizan por la


lógica de la moda, convirtiéndose la star en una construcción artificial de la
industria de la seducción y la moda. Este fenómeno de lo superficial y lo
efímero tiene, al mismo tiempo, su lado más idealizado. A juicio de Lipovetsky,
las ideologías también se hallan bajo el imperio de la moda. Vivimos sujetos
bajo las órdenes de un sistema dominante que impone como únicas las lógicas
del consumo. Ello ha contaminado, incluso, el discurso revolucionario: está de
moda ser contestatario. El individualismo se expresa detrás de la máscara de
la solidaridad social. El ejemplo más palpable sería el movimiento francés
conocido como “Mayo del 68”. La revolución estudiantil se organizó conforme
al eje temporal de la moda. Estuvo dirigido por una ideología individualista,
libertaria, hedonista y comunicativa. Se movilizó las pasiones revolucionarias,
la moda de la contestación, de la crítica social, de la actitud revolucionaria, de
la postura anticapitalista. Se trató más de una pasión espontánea sin proyecto
de futuro ni propuesta.

“El Mayo del 68 encarna en este sentido una figura inédita: sin
objetivo ni programa definidos, el movimiento fue la insurrección sin
futuro, una revolución en el presente que testimoniaba a la vez el
declinar de las escatologías y la incapacidad de proponer una visión
clara de la sociedad venidera. Sin proyecto explícito y sustentado por
una ideología espontaneísta, Mayo del 68 no fue sino un paréntesis
de corta duración, una revolución frívola, una pasión revolucionaria
más que una movilización de fondo (...) el Mayo del 68 se organizó
conforme al eje temporal de la moda, el presente, en un happening
más parecido a una fiesta que a los días que conmueven el mundo”
(Lipovetsky, 1990: 276).

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Rubén Dittus: La crítica y los intelectuales. Documento de trabajo. Escuela de Periodismo UCSC, 2009.

Al igual que el Mayo francés, la ausencia de grandes ideologías o


proyectos movilizadores potencian un contexto en el que la utopía y la crítica
nada tienen que hacer. Mientras candidatos y líderes políticos hacen uso de la
seducción a través de una retórica verbal, el intelectual asume la seducción
como un procedimiento que le es ajeno, pero que bien podría serle de gran
utilidad. Y es que en una cultura -dice Lipovetsky- donde el culto al presente, a
la celeridad y la inmediatez son los ejes centrales, no es extraño que la
mitología de la felicidad haya dado lugar a la exaltación de la vida de ocio, la
felicidad y el bienestar individuales, guiados por una ética lúdica y consumista.
La hipermodernidad tampoco es el mejor escenario. La ansiedad por el futuro
impide disfrutar el presente, instalándose la ideología de la prevención, más no
del disfrute (Lipovetsky: 2004). Esta nueva realidad nos propone un estado
colectivo que asume rasgos de ansiedad por el futuro como gran síntoma. Una
sociedad donde “cambiamos de auto, de televisión, de canal de televisión,
como de ropa”, y donde la espiritualidad vuelve a estar de moda. Es la hora de
las religiones; la gran paradoja del intelectual.

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